You are on page 1of 222

©Amor desesperado e Impossible amour (Ángeles y Vampiros series 2)

©Laura Bartolomé Carpena 2011


©Ilustraciones, diseño y maquetación: Laura Bartolomé Carpena /
angelesyvampiros@gmail.com
http://dorianneilustradora.blogspot.com/
Autoedición de Laura Bartolomé Carpena. No existen derechos cedidos
a terceros.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización escrita de los titulares


del ©, bajo las sanciones que establece la ley, la reproducción parcial o total
de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la
reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de
ella mediante alquiler o préstamo público.

ADVERTENCIA
Este libro contiene algunas escenas sexualmente explícitas y lenguaje
adulto que podría ser considerado ofensivo para algunos lectores y no es
recomendable para menores de edad.

Pertenecen ambos relatos a Ángeles y Vampiros series, y son una versión de este
último, en el que los personajes Albert y Davide, no son vampiros, sino seres humanos
normales y corrientes. Se pueden leer independientemente de Ángeles y Vampiros,
pues cada relato es auto conclusivo y autosuficiente.

El contenido de este relato es ficción. Algunas referencias están


relacionadas con hechos históricos o lugares existentes, pero los personajes,
localizaciones e incidentes son ficticios. Cualquier semejanza con personas
reales, vivas o muertas, empresas existentes, eventos o locales, es
coincidencia.

2
Impossible Amour
Primera parte

Era el año del Señor 1709 y hacía cinco largos años que Albert Aumont
vivía con su familia en Ville-Marie, Nueva Francia. Tan sólo hacía unos
meses de la muerte de su madre, que en paz descansara, y vivía en una
casucha junto a su padre y tío, hermano de la difunta. Su vida era
sumamente penosa. Su padre Gerard y él mismo, se dedicaban a trabajar en
una pequeña tienda de comestibles. En Francia habían sido una próspera
familia de comerciantes, pero la llegada del delincuente de su tío los obligó
a viajar al Nuevo Mundo, optando por trasladarse a las colonias francesas.
Su tío, por supuesto, no trabajaba y lo único que hacía era beber y gastarse
el dinero de la familia.
No tenía hermanos o hermanas, pues tras ser parido por su madre, esta
no pudo volver a dar a luz nunca más. Siempre había sido una mujer de
salud débil y de mente perturbada. Gerard la quería tanto que jamás dejó
de cuidarla hasta el final, pese a estar ella mal de la cabeza. Ella jamás quiso
al único hijo que había parido. Albert siempre se había sentido culpable,
especialmente porque sabía la razón desde hacía ya varios años, aunque la
mujer espiró sin decirle nunca la verdad a su esposo. Albert tampoco
deseaba herir a su padre, así que decidió llevar tan pesado secreto siempre
guardado en su interior. Quería y respetaba a su padre, era lo único que
tenía en el mundo. Si le confesaba la verdad, entonces sería totalmente
repudiado por él y no tendría adónde ir. Una persona como él no tenía
futuro alguno. Las gentes de Ville-Marie le tomaban por un retrasado.
Albert se miró en el espejo que tenía delante y le dolió profundamente
el corazón. Su largo pelo amarillo caía lacio y feo sobre la cara pálida,
demacrada por la depresión y la desgana, llena de feas pecas y esa nariz tan

3
grande. La ropa le venía algo pequeña, pues ya tenía veinte años y era alto y
delgaducho. Se dio la vuelta cojeando hacia la puerta. La cojera era fruto de
una paliza que su tío le había propinado hacía ya unos cuantos años, antes
de llegar a Nueva Francia. En cuanto a su apocamiento, le impedía superar
la tartamudez. La gente le veía como un tarado, hijo de una loca. Los niños
se reían de su cojera y su tartamudeo, lo que le hacía sentir miedo de ir a la
colonia y que se carcajearan de él. Volvió a mirarse al espejo y las lágrimas
ya caían desde sus ojos verdes. Un ruido en la puerta le hizo limpiárselas
rápidamente con la manga.
—Albert, ¿estás preparado? —Su padre apareció de pronto.
—Sí, padre. Enseguida salgo...
—Te espero en la carreta. —Cerró la puerta tras de sí. Albert suspiró
afligido. Era día de ir a la iglesia, de estar rodeado de gente que le miraría
mal. Se miró por última vez en el espejo para cerciorarse de que tenía la
cara bien tapada por su feo cabello amarillo, tras lo cual se puso un
sombrero y salió muy desganado de casa.

No habían dicho nada en todo el camino, ninguno de los dos. Albert


porque sentía la angustia de hablar con su padre y este porque desde la
muerte de su esposa ya no tenía muchas ganas de decir nada. Gerard sentía
mucho que su esposa nunca hubiese querido al hijo de ambos, por eso lo
había intentado criar con amor. Hubiese querido alentarle, pues notaba que
Albert estaba cada vez más demacrado, sin embargo él mismo se sentía tan
mal por la pérdida de su esposa, que ya tenía bastante con lo suyo propio.
Aun así intentó conversar con Albert, pues el silencio se volvía a cada
instante más y más pesado.
—¿Sabes que ha venido un fraile franciscano desde los Estados
Pontífices?
—¿Un fraile franciscano? ¿Qué clase de fraile es? —Albert no tenía ni
idea, a decir verdad no creía en Dios ni en la Iglesia, ni en nada. Pero se lo
tenía que tener bien calladito.

4
—Pues verás, los frailes franciscanos son de la orden de San Francisco
de Asís, que fue un hombre que decidió consagrarse a la oración, a la
pobreza y a la soledad. Otros se le unieron, creando así la Orden de los
franciscanos, o Frailes menores. Ayudan a los infelices y a los pobres.
—¿Y por qué habrá venido aquí desde tan lejos?
—Tal vez le hayan enviado. He oído que en otras partes del continente
muchos franciscanos van a enseñar la doctrina cristiana a los indígenas. —
Gerard se encogió de hombros—. Aunque ignoro la razón que lo ha traído
aquí.
—Oh... —no dijeron nada más durante el resto del camino, así que
Gerard se dio por vencido.
Albert se imaginó al franciscano como un hombre mayor y gordo
(había visto muchos curas gordos). No le gustaba la Iglesia Católica porque
predicaba estupideces sin sentido. Pero lo que más le disgustaba era cómo
muchos pagaban un tributo a esta incluso antes de cometer el pecado, para
así ser perdonados en nombre de Dios con antelación. De todas maneras, si
realmente Dios existía, debía de estar partiéndose de risa. ¡Cuánta gente
pecaba y pecaba! Pero sobre todo cuántos sacerdotes, curas, religiosos,
monjas, cardenales, incluso Papas (esos especialmente). No eran todos más
que una panda de egoístas. La gente no hacía otra cosa que morirse por las
calles mientras ellos llevaban una vida de lujos y excesos. Le daba igual que
aquel fraile viniera de una orden pobre, seguro que estaba gordo de
atiborrase tanto y con cara de cerdo que no se privaba de los placeres de la
vida.

Su padre estaba atando al caballo mientras él le esperaba en la puerta de


la iglesia. Los niños, jóvenes y mayores le miraban con esa sonrisa
socarrona en la boca. Bajó la cabeza, avergonzado, mientras cojeaba
intentando llegar a la puerta. Debido a su cojera tropezó en un escalón y
empujó sin querer a una feligresa que le miró furibunda.
—¡Mira por dónde vas!

5
—L-Lo s-siento s-señora, yo n-no... —Unos niños se echaron a reír al
escucharlo tartamudear. Albert notó cómo las lágrimas de la vergüenza le
quemaban en los ojos. No quería otra cosa que salir corriendo. Bajo todas
aquellas perversas y despectivas miradas, se sentía un despojo. Se giró
dispuesto a salir corriendo todo lo deprisa que se lo hubiese permitido su
cojera, cuando se dio de bruces contra otro feligrés. Ya nada podía ir peor.
—¡Lo s-siento...! —Se quedó estupefacto al ver contra quién se había
chocado.
—No tiene importancia, ninguna importancia. —Aquel hombre le
cogió por los brazos con amabilidad y Albert se fijó en su sonrisa amable.
Era más alto que él, delgado y joven, con el cabello oscuro cortado de
forma monacal. Llevaba el alto de la cabeza rapado del todo. Iba vestido con
un sayal de color marrón y en la cintura una simple cuerda para atar la
túnica. No lo había visto nunca antes, así que supuso que era el fraile. Se
quedó realmente estupefacto, porque esperaba encontrarse un viejo gordo
y se había dado de bruces contra un joven hermoso, de mirada parda y
dulce.
—¿Pretendías escaparte de la casa de Dios? —habló con un extraño
acento extranjero.
—N-No yo...
—Entonces, entremos. No tienes nada que temer mientras yo esté aquí.
—Era tan suave hablando que resultaba sumamente convincente. Notaba
su mano en la espalda y eso lo tranquilizó. Se sentó junto a su padre, con el
corazón latiendo con violencia.
—¿Te sucede algo, hijo? —Albert negó con la cabeza mientras miraba
de soslayo al fraile franciscano. El padre Louis, que estaba al lado de este,
comenzó a hablar.
—Congregación, quiero presentaros al sobrino de un gran amigo mío,
cardenal en la Santa Sede. Es fray Davide, fraile franciscano. —Albert
pensó en lo bonito de su nombre—. Se ofrece a vosotros para ayudaros en
todo lo posible.

6
—Estoy muy contento de estar aquí. Mis sinceras disculpas por mi mal
francés, pero intentaré mejorar. Vengo de una congregación humilde, muy
humilde, que viaja para ayudar a los más necesitados. He renunciado a las
riquezas de mi familia y a ascender como mi tío el cardenal, porque para
mí lo más importante es prestar toda mi ayuda a los más faltos. —Miró
directamente a Albert, que lo miraba a su vez, anonadado. —El corto
período que resida aquí ayudaré con gusto a quien me lo pida. Y no
permitiré que nadie sea dado de lado por sus defectos. —Miró con dureza a
la mujer que había insultado a Albert—. A los ojos de Dios todos somos
personas que merecen misericordia. —Su rostro duro volvió a cambiar y
aquella dulce sonrisa reapareció. Albert se dio cuenta que iba dirigida a él.
— Estaré aquí para ayudaros, no lo olvidéis nunca.

Tras aquello, la misa continuó como de costumbre y todos salieron de


la iglesia animadamente. Era una novedad que un fraile se pasease por allí.
Albert le buscó frenéticamente entre el gentío, empero su padre lo estiró
del brazo para atraerle hacia la carreta.
—P-Padre, espere...
—Vayámonos a casa hijo, es tarde. —Miró por última vez hacia la
gente, sin éxito.
Mientras, el padre Louis y fray Davide departían.
—¿De veras no quieres quedarte en mi casa?
—Se lo agradezco profundamente, padre, sin embargo estoy tan
acostumbrado a la soledad que me impide vivir con nadie más. Sólo a veces
con hermanos franciscanos compartimos todo. Estaré muy bien en la
cabaña en la que he vivido estos dos días.
—Pero...
—No insista, padre Louis, muchas gracias. Por cierto, ¿quién es ese
muchacho rubio de allí? —Señaló a la carreta de Gerard y Albert.
—Ah... es Albert, el único hijo de Gerard Aumont, el dueño de una
pequeña tienda de comestibles. Son una familia muy desgraciada. La mujer
de Gerard murió hace cuatro meses, pero la pobre no estaba cuerda. Albert

7
ha salido en todo a la familia de ella. Tanto física como mentalmente. El tío
del chico es un delincuente, un borracho y un pecador sin remedio.
Acabará derecho en el infierno. Y el chico: cojo, tartamudo y analfabeto.
Ninguna familia querría casar a su hija con él, porque lo ven como un ser
extraño. Ya no tiene remedio.
—Todo tiene remedio en este mundo —musitó con dulzura—. Menos
la muerte…
—Olvídate de ellos, fray Davide, muchas otras personas te pedirán
ayuda. Ellos nunca lo harían, son muy orgullosos.
—No hace falta que me la pidan para que yo se la dé.

Fray Davide entró en la cabaña, que era muy pequeña y estaba algo
alejada de Ville-Marie. En 1642 se fundó la ciudad y pese a que los ingleses
se habían quedado con tierras por allí, Ville-Marie seguía siendo francesa y
la colonización estaba mucho más extendida que al principio.
Fray Davide no necesitaba gran cosa para vivir. Comía lo necesario, ni
más ni menos y no poseía más pertenencias que su sayal y algunas ropas
más. No dudaría en darlo todo si encontrara a alguien tan pobre que no
tuviera unas prendas dignas o se muriera de frío. Era feliz así, nada podría
cambiar eso.
Con la pobreza no pretendía fustigarse, simplemente eso era lo que
siempre había querido. De niño fue criado con lujo, pues su familia no
eran unos cualquiera. Como era el hijo menor le dieron a optar entre
casarse, posiblemente con una mujer de riquezas parecidas y a la que
probablemente no podría amar, u ordenarse bajo la tutela de su tío el
cardenal. La sorpresa fue mayúscula para sus padres cuando les dijo que
pretendía ser ni más ni menos que franciscano. En definitiva, ser fraile
franciscano era lo peor que les podía haber hecho, pues un franciscano no
posee nada más que su pobreza. ¿Es qué no pudieron comprender en su
momento que lo único que deseaba su corazón era servir a Dios y a los
necesitados de la mejor forma posible? Ya hacía diez años desde entonces.
Su única relación familiar era con su tío, el cual lo había apoyado siempre.

8
En aquellos instantes pensó en Albert Aumont y se propuso ayudarlo
en todo lo posible. Había visto claramente cómo le miraba la gente. ¡Qué
vergüenza de congregación! Si miraban así a un pobre muchacho con
pequeños defectos, cómo mirarían a un leproso. Recordaba vívidamente
aquellos ojos verde esmeralda, mirándole con las lágrimas a punto de
desbordarse por su cara pecosa. No quería verle llorar.

Pero Albert lloraba desconsoladamente sobre la almohada de su catre,


intentando que su padre no le escuchara. No cenaría, pues tenía el
estómago tan pegado que hubiese sido imposible tragarse ni un simple
mendrugo de pan. ¿Qué es lo qué le había sucedido aquella mañana? Aquel
fraile tan sólo le había tocado un instante y, por arte de magia, todos sus
dolores de corazón habían desaparecido. Después, de vuelta a casa, aquellas
malas pesadillas e inseguridades habían vuelto a presionarle el pecho, y con
más fuerza.
—N-Necesito su ayuda... —musitó para sí mismo—. Quiero escapar
de esto... Porque aquí n-no tengo futuro... —Era feo y analfabeto, porque
no sabía ni cómo escribir su nombre. De niño su tía le enseñó un poco a
leer y escribir, sin embargo murió muy joven y nadie más de la familia se
preocupó, ni siquiera Gerard. A pesar del tiempo transcurrido, su tía fue la
única mujer que le quiso. Ya ninguna otra le querría. Las muchachas del
pueblo se reían de él y ninguna familia casaría a sus hijas con un retrasado.
Lo prefería, pues si tenía que decir la verdad, ninguna chica le atraía en lo
más mínimo y menos sabiendo que se reían de él por sus defectos. Era
consciente de que no era hermoso como lo fue su difunta madre, a pesar
de ser su hijo. Ella tenía el cabello de un rubio tan precioso que el sol
brillaba en él radiante. Era muy pálida y pecosa, con unos ojos verde
esmeralda tristes pero hermosos, enmarcados por pestañas oscuras. Su boca
era carnosa y roja, sensual. Y su cuerpo esbelto y delgado la hacía parecer
una Diosa. No era de extrañar que Gerard la amara tanto, a pesar de que
estuviera loca. A veces, cuando su padre no estaba, ella le miraba con una
frialdad que helaba el corazón.

9
Continuó llorando un rato más hasta calmarse. Escuchó de pronto que
Gerard le llamaba a gritos.
—¡Albert! —Corrió en pos de su padre.
—¿Sí?
—¡No queda vino! ¡Ve a la tienda!
—Está b-borracho, padre, no voy a traerlo.
—¡VETE AHORA MISMO! —chilló como un energúmeno. La
perdida de su mujer lo había trastocado definitivamente.
—¡No quiero que se convierta en un borracho como...!
—¡VETE AHORA MISMO, RETRASADO MENTAL! —Aquello
dejó a Albert de piedra. Cojeó hacia la puerta mientras resistía el embate.
Su padre jamás le había insultado así.
—Ahora m-mismo se lo traigo, padre...
—¡Y NO TARDES!
Corrió desesperadamente por el camino de piedras y debido a su poco
control de la pierna derecha, y estar cegado por las lágrimas, cayó de bruces
ya muy cerca de la tienda de su padre. Unos niños que jugaban por allí se
acercaron corriendo para ver al cojo y reírse de él un rato.
—¡EH! ¡COJO! —”No los escuches”, se dijo.
—¡D-Dejadme! —Se levantó, enfadado.
—Tú comes ratas, por eso hablas mal. ¡Abre la boca, enséñanosla!
¡Ratas, come ratas! ¡COMERAAAAATAAAAS!
—¡COMERATAAAAAAAAAAAS! —chillaron.
—¡TONTO! ¡RETRASADO! —Un niño le tiró una piedra que
impactó en la sien, lo que hizo ver las estrellas a Albert.
—Por favor, basta... —gimió. Le dolía tanto el golpe en la cabeza que
fue incapaz de levantarse y defenderse—. Basta... —sollozó con amargura.
Si Dios existía, por favor, que le dejaran en paz.
—¡BASTA! —una voz con acento italiano chilló con fuerza. Los niños
echaron a correr despavoridos. Unos brazos fuertes le levantaron del suelo
abrazándole con extrema dulzura—. Ya ha pasado, no volverán a hacerte
nada. Qué niños tan mal educados. Esto es vergonzoso. ¿Estás herido?

10
Una mano cálida y suave le apartó el pelo ensangrentado de la cara.
Albert estaba aturdido por el fuerte impacto recibido en la sien y estaba ido.
—Albert, ¿me oyes?
—Ayúdame... —fue lo único que atinó a decir, seguidamente se
desmayó entre los brazos de fray Davide.

Abrió los ojos y se tocó la cabeza. Llevaba una especie de paño


alrededor de esta, para taponar la herida. Al levantarse vio las estrellas y
tuvo que recostarse de nuevo. No estaba en su cama, ni en su casa.
—¿Cómo te encuentras, Albert? —este miró en dirección a la voz y
quedó perplejo.
—¿Dónde estoy?
—En la casita en la que vivo. Estábamos cerca, así que te traje aquí.
—Tú eres el f-fraile f-fr-fr...
—Franciscano.
—Eso... Gracias por ayudarme. He d-dejado que unos n-niños me
apaleen... Qué patético...
—Te dieron en la sien, podrías haber muerto.
—Es lo mejor que me podría haber pasado hoy.
—No quiero oírte decir eso. Hay mucha gente enferma que daría lo
que fuera por vivir tu vida. No la menosprecies.
—No le deseo m-mi vida a nadie. —Fray Davide sonrió con
amabilidad.
—Antes me has pedido ayuda, así que te la prestaré. Hoy te puedes
quedar aquí a dormir. Demos gracias a Dios porque estés vivo.
—Dios d-dejó de existir para mí. —Era la primera vez que se lo decía a
alguien y encima a un fraile.
—Si no crees en Dios, cree en mí, hago lo que puedo aunque no me
pueda comparar con Él.
—Has hecho más por mí, que nadie n-nunca. —Davide sonrió para sí
mientras se levantaba.

11
—He preparado un caldo, debes comer, te encuentro muy delgado. —
Era la primera vez en muchos meses que Albert sentía hambre. Así que
comió con avidez—. Albert, ¿quién te ha hecho eso en la espalda? ¿Tu
padre? —Este se quedó callado. Claro, fray Davide le había despojado de la
sucia camisa y había visto las marcas de la última paliza de su tío.
—¡No! Mi padre jamás me ha pegado.
—Entonces tu tío, borracho.
—¿C-Cómo sabes tantas cosas d-de mí?
—Se lo pregunté al padre Louis. Entonces, fue tu tío. —Albert asintió
tragando saliva—. No dejaré que te hagan daño nunca más.
—No tengo nada con l-lo que pagarte...
—No necesito nada.
—Eres distinto a cuantos hombres he c-conocido...
—Sólo soy un fraile franciscano. Nadie más... Y ahora, duérmete. —
Albert sintió su mano cálida posarse sobre sus cansados y enrojecidos ojos.
Se durmió al instante. Davide le cogió de la mano. Estaba llena de cayos
por el trabajo en la tierra. Aun así era esbelta y cálida. Le miró dormitar. Le
habían dicho que su madre y él eran de aspecto similar, así que esa mujer
debió ser realmente hermosa.
Se levantó de la cama y continuó con lo que había estado escribiendo,
hasta que, horas más tarde, escuchó la débil pero masculina voz de Albert a
sus espaldas.
—Ven a la cama... —La última vez que había escuchado aquello fue de
muy niño, cuando su madre todavía estaba orgullosa de él, empero no
había sonado del mismo modo en sus oídos. La voz de Albert fue lasciva. O
no lo fue, pero a él se lo pareció.
—No, Albert...
—Ven a la cama... Davide... —Este se giró del todo y le miró dormitar.
Lo había llamado por su nombre de pila, sin apelativo. El corazón le latió
con fuerza. Se levantó ansioso para recostarse al lado del herido, que se
hizo a un lado. La luz de la vela terminó por apagarse. Hacía mucho, desde
niño, que no compartía el lecho con nadie, pues estaba completamente

12
dedicado a su causa y soledad. Finalmente se durmió con la convicción de
que podría ayudar a aquel chico.

Albert se despertó aquella mañana con un terrible dolor de cabeza. Aun


así, nunca había dormido tan bien. El rostro de Davide estaba justo
enfrente. Este ni siquiera se había metido dentro del catre y había dormido
con su hábito. Tenía unas pestañas larguísimas y unos labios tan sensuales
que le dejaron alelado. Sintió en los suyos propios algo nuevo, como un
cosquilleo sensual, como un anhelo que estiraba de él hacia el fraile, hacia
sus labios, para convertirse en un beso sincero. Davide se despertó
entonces y vio a Albert tan cerca de él que, al apartarse turbado, cayó de la
cama.
—¡Fray Davide!
—¡Estoy bien! No pasó nada.
—Lo siento, fue culpa mía.
—Me he caído, yo solo, de espaldas —rio sinceramente.
—Tengo que irme a casa, m-mi padre debe de estar muy enfadado
conmigo. Ayer él... estaba b-borracho y... me dijo cosas terribles.
—Eso lo hace el alcohol. Seguro que está muy arrepentido. Pobre
Albert. —Le acarició el cabello rubio.
—Ayúdame, por favor. —Se agarró al sayal como si le fuera la vida en
ello—. Acompáñame a ver a mi padre.
—Como quieras…
—Yo no soy un retrasado mental, sólo t-tartamudeo, sólo cojeo... ¿Por
qué me ven cómo un ser horrible al que despreciar? —Se puso a sollozar
descontroladamente—.Sé que no soy un hombre listo, que no sé leer ni e-
escribir, p-pero por qué me odian todos, por qué me odian, ¿eh? M-Mi
madre no me quería, mi padre ya no me aprecia, mi t-tío me pega, los
niños agreden, a las mujeres le doy asco y n-nunca me amará nadie en toda
mi vida. Pero yo soy una persona, aunque sea el hijo del demonio, no he
hecho nada malo, sólo nacer... —sus sollozos fueron tales que no pudo
seguir hablando y se hundió en el habito de fray Davide hasta casi ahogarse.

13
Este creyó morirse de pena. Había asistido a muchas personas enfermas,
pero jamás a alguien tan necesitado de afecto. Pero él no podía darle ese
afecto. Se sintió un ser despreciable por pensar en aquello. Negarle el
afecto a quien lo necesitaba, qué terrible pensamiento.
—Te voy a enseñar a leer y a escribir, te ayudaré con tu padre y con tu
tío, aprenderás a hablar correctamente, te voy a cortar ese pelo enmarañado
que llevas y voy a buscar un trabajo para ti. Y si no lo encuentro, hablaré
con tu padre y vendrás conmigo a Roma. —Albert le miró, estupefacto—.
Tal vez pueda hacerte creer en Dios y acabes siendo fraile como yo, si
quieres... —El rubio se quedó sin palabras, pero aquel corazón que la
noche anterior se contrajo hasta casi desaparecer, se abría ahora como una
rosa húmeda por la lluvia y que palpitaba en su pecho con una fuerza
arrebatadora.
—Gracias... —fue lo único que atinó a decir. Se sentía
considerablemente perturbado, pues la rosa de su pecho latía y latía como
sólo late en alguien enamorado. Albert se dio cuenta en ese instante que
aquello que sentía no era sólo agradecimiento puro, sino una atracción
aterradora. Tenía delante a un hombre enfundado en su hábito, a un fraile
franciscano que había renunciado a todo, no solamente al amor, sino a todo
menos a su pobreza y a su bondad.
Observó al italiano. Aquello que había sentido desde el primer instante
que le vio se hizo cada vez más patente. Y por otro hombre. La rosa de su
pecho se contrajo de nuevo, aunque esta vez de angustia.
—¿Estás mejor? —Albert sonrió como pudo.
—Sí... —Pero no estaba bien, no después de lo que había sentido.

II

Albert y Davide anduvieron lentamente en dirección a Ville-Marie.


Para Albert era complicado no cojear.
—Tu cojera, ¿es un defecto de nacimiento?

14
—Mi tío, hace ocho años, me pegó una paliza. Una de las
consecuencias fue esta cojera.
—¿Y tus padres no se lo impidieron? —El muchacho sonrió
débilmente.
—Nunca lo supieron. Les dije que me había pegado con otros niños...
—¿Tu tío es un borracho?
—Sí... y mi padre va camino d-de imitarlo. Mi tío aparece y desaparece
a t-temporadas.
—Estoy muy contento, Albert. —Este se ruborizó.
—¿Por qué? Soy una carga para ti.
—En absoluto. Y si estoy contento es porque estás hablando conmigo
sin avergonzarte de ti mismo. Apenas tartamudeas. Veo con claridad al
verdadero Albert Aumont. —Este no supo qué decir, se sentía sumamente
halagado.
Continuaron caminando en silencio. El rubio miró a fray Davide de
reojo. Era un hombre masculino y atractivo. No estaba acostumbrado a ver
hombres así por aquellos lares: tenía los ojos pardos y limpios, labios
sensuales y de gesto sincero; cabello oscuro y brillante, manos largas y
constitución aparentemente fuerte. ¿Cómo debía ser su cuerpo debajo del
hábito marrón? Era incapaz de verlo tan sólo como un monje, pues no
deseaba otra cosa asirlo por el sayal y atraerlo hacia sí para besarle con
pasión.
—¿Te encuentras bien, Albert? ¡¡Estás muy colorado!!
—S-Sí... —gimió—. Tengo calor…
—Entonces apóyate en mi hombro. —Albert no dudó en tocarlo, pues
resultaba reconfortante corroborar que Davide era real.
Las gentes los miraron un tanto extrañadas mientras llegaban a la
tiendecita de Gerard.
—Fray Davide, entra tú primero... —Nada más hacer acto de presencia
en el interior del establecimiento, el padre de Albert corrió en pos del
fraile.
—¡¿Ha visto a mi hijo?! Es un chico rubio que...

15
—Albert está bien, pero tiene miedo de cómo reaccionará usted... —
Gerard salió a trompicones de la tienda y abrazó a su sorprendido hijo
como si se le fuera la vida en ello.
—¡Albert! ¡Perdóname, hijo mío! ¡Lo que te dije ayer no lo pensaba de
verdad! No volveré a beber más, no quiero convertirme en un perdido
como tu tío. ¡Oh, Dios mío! ¿Te pegué también? —dijo preocupadísimo al
ver la venda que llevaba Albert en la cabeza.
—No, padre, fueron unos niños los que me tiraron una piedra y me
dejaron sin sentido. Fray Davide me encontró y llevó a su casa.
—¡Todo por mi culpa!
—Le perdono, p-padre... —Fray Davide miró sonriente la escena.
—Señor fraile, gracias por cuidar de él. ¿Cómo puedo pagarle? —se
dirigió hacia el italiano con lágrimas en los ojos. Se dio cuenta de que
Albert y él no parecían padre e hijo, en absoluto.
—No podría aceptar nada. Soy pobre, así lo he elegido.
—Le ruego acepte estos víveres. —Colocó frutas y pan en una cesta.
—Los aceptaré con la condición de que me deje dárselas a personas más
necesitadas.
—Como quiera, como quiera.
De pronto entró en el comercio el padre Louis, enfundado en su
hábito oscuro.
—¡Albert! Tu padre estaba muy preocupado por ti. ¿Qué te ha
sucedido?
—Unos niños me arrojaron piedras.
—¡Intolerable! En misa hablaré de este incidente para que no se repita
más. Y… ¿dónde pasaste la noche?
—Conmigo. Yo le ofrecí mi lecho porque estaba bastante aturdido.
—¡Fray Davide! No te ha había visto... —El padre Louis se giró para
saludarlo—. ¿Y dónde dormiste tú? Sólo hay una cama —inquirió
perspicazmente.
—En el suelo. —Albert no pudo creer que fray Davide mintiera.
—En fin... Yo había venido a por una hogaza de pan.

16
—Albert, ofrécesela al padre.
—C-Claro. —Mientras Albert la envolvía en un paño, cuidadosamente,
Louis le observaba con oscuros ojos. Cuando hacía cinco años lo había
visto por primera vez, le pareció una chiquilla delgaducha muy hermosa.
Sin embargo se percató pronto del error, pero aquella atracción lujuriosa se
acrecentó al saber que era un chico. Albert había crecido mucho desde
entonces, convirtiéndose en un hombre alto y esbelto, y aunque se tapaba
con el cabello la cara, podía adivinarse que era hermoso y sensual. Era de
una belleza perturbadora.
—Aquí tiene su hogaza, p-padre Louis.
—Gracias, muchacho. ¿Quieres comer hoy conmigo, fray Davide?
—No, hoy no voy a comer. Es día de penitencia.
—Cómo gustes. Buenos días a todos, señores. Id con Dios.
—Amén —musitó Davide. Tras haberse marchado el padre, Albert y el
fraile salieron fuera.
—Has mentido… ¿Por eso harás penitencia?
—Eso es.
—¿Por qué no le dijiste la...?
—¿La verdad? Porque me avergüenzo de ella. Debí dormir en el duro
suelo, como siempre.
—¡Cómo!
—Soy franciscano, no necesito comodidades. Pienso que hay personas
que sufren más que yo, eso es todo. Hacía años que no dormía en una
cama y anoche cedí.
—Me siento culpable.
—No es culpa tuya. Esta noche ven a la casita, te voy a enseñar a
escribir tu nombre.
—Gracias. —Fray Davide se alejó con la cesta de víveres en busca de
alguien más pobre que él para ofrecérsela.
Albert le observó alejarse con el corazón en un puño.

17
Davide había mentido, algo inaudito en él. Debía de ser la primera
mentira que decía desde que dejó de ser un niño travieso. Y desde luego
que estaba muy cansado y un lecho blando era una tentación muy grande,
sin embargo la había superado día tras días desde hacía muchos años. Fue
aquella voz sensual, llamándolo a dormir cerca de un cuerpo cálido,
llamándolo “Davide”, simplemente Davide. Casi ni pensó en ello,
solamente acudió a la llamada y se dejó llevar. ¿Por qué?
—Tendría que dejar de comer para siempre... —musitó al sentir un
retortijón en el estómago.
Ya en la pequeña cabaña, Davide cogió papel, pluma y tintero,
dejándolos sobre la mesita redonda. La casa era de una sola pieza. Tenía un
catre, una cómoda con espejo, un par de sillas, una mesa y una especie de
chimenea para cocinar. Fuera tenía el lavadero y un lugar para hacer sus
necesidades.
Miró por la ventana, la luz escaseaba, pues el sol se estaba poniendo.
Encendió unos cirios y esperó a la llegada de su alumno. De pronto, se
puso a llover a cántaros y temió por este. Salió fuera, mojándose el hábito
marrón. Cogió una lamparilla y la encendió. Corrió bajó la lluvia hasta ver
otra luz que se acercaba hacia él.
—¡Albert! ¿Por qué has venido? Llueve a cántaros. —Marcharon
raudos hacia la casa.
—No p-podía dejar de acudir… aunque lloviera… —sonrió mientras
entraban.
—Voy a encender el fuego de la chimenea con la madera seca que hay
aquí.
—No sabes encenderlo. —Albert le quitó los utensilios de las manos y
con rapidez se prendió la llama—. Quítate el hábito, fray Davide, está
empapado.
—No es necesario. —Enrojeció al pensar en desnudarse ante él—. Sólo
poseo una manta, la del catre. Despójate de tus prendas y tápate con ella. —
Albert se quitó la camisa delante del fuego, con vergüenza. Se consideraba
un delgaducho. Con más vergüenza si cabía, hizo lo mismo con sus

18
pantalones. Davide se apresuró a tapar su vergonzante desnudez con la
manta, pues ver el cuerpo desnudo de otro hombre le turbó
considerablemente. No miró hacia sus partes íntimas, pero después de
habérsele pasado por la cabeza hacerlo. Sin embargo se fijó en cómo
brillaba su pecho y sus tetillas a causa de la humedad, bajo la anaranjada luz
de la hoguera.
—Davide, queda una sábana, por favor, si lo que más te gusta es hacer
feliz a los demás, me haría s-sumamente f-feliz que te despojaras del hábito
y no cogieras una enfermedad.
—Está bien... —Con mucha más timidez de la que su amigo francés
había sentido, se despojó del hábito. Albert le miró, pues el italiano estaba
de espaldas, y lo que vio le dejó anonadado: Davide tenía el cuerpo de
hombre más perfecto del mundo; esbelto, ni muy delgado, ni muy
musculoso, simplemente perfecto. La espalda tenía algunas cicatrices,
probablemente de penitencias pasadas, pues ya eran pura cicatriz. Sus
nalgas eran redondas y altas, con esa oscuridad entre las piernas donde un
poco más allá podía ver algo apetecible y húmedo. Olía su aroma sexual.
Sus piernas bien torneadas tenían un vello oscuro. Sus pies estaban muy
maltratados: cómo le hubiese gustado masajeárselos.
En cuanto Davide se puso la sábana por encima, Albert giró la cabeza,
disimulando. Tenía la boca llena de saliva y su sexo se había despertado con
un deseo insoportable. Debajo del hábito Davide era un hombre, no cabía
la menor duda. Este se sentó a su lado, muy tapado.
—Hoy te enseñaré a escribir tu nombre. —De debajo de la sábana se
sacó los útiles necesarios para el arte de la escritura. Albert, sin embargo, no
podía dejar de pensar en el sexo oscuro entre sus piernas, en cómo sería
este, en su tamaño cuando estuviese erecto, en su olor, en su sabor, en
cómo sería metérselo en la boca y lamerlo.
Davide, ajeno a todos estos pensamientos, continuó con su explicación:
—Mira, la escritura se compone de vocales y consonantes, y al unirse
todas... se forman las palabras escritas... —Albert le escuchaba, pero no
miraba al papel, sino a cómo se movían aquellos labios tan sensuales y

19
mojados. Imaginó que Davide se inclinaba y le besaba. El fraile le miró y
sus ojos se encontraron, para al instante separarse. A los dos les latía el
corazón con bastante ímpetu.
—Y-Yo... d-déjame intentarlo a... a mí. ¿Este es mi nombre?
—Sí... —musitó Davide, aturdido. Albert cogió la plumilla y copió con
soltura las letras.
—El francés es complicado, pues se escribe más de lo que se lee. Por
ejemplo tu apellido: se escribe Aumont, y sin embargo se lee Omont. Mira,
esta letra se escribe así en mayúsculas y así en minúsculas... —Asió la mano
de Albert con dulzura y este se dejó llevar. El pecho de Davide se oprimió
contra parte de la espalda de Albert y los dos sintieron un escalofrío
sensual. El pobre fraile se apartó rápidamente, confundido como nunca en
toda su vida. Tocarlo así le había hecho experimentar algo completamente
nuevo y perturbador.
—Será mejor que vuelvas a… a casa —tragó saliva.
—Ha dejado de llover… Sí, será mejor que me vaya a casa. —El chico
se levantó para enfundarse en la ropa mojada, con desgana. Evidentemente
no tenía ningunas ganas de volver a su casa. Y Davide por su parte se
resistió como nunca en su vida a decirle que se quedara a dormir.
—¿Mañana vendrás?
—Claro… Adiós...
—Adiós...
Cuando Albert se marchó definitivamente, el fraile llevó la mano hasta
su miembro húmedo: se había excitado muchísimo. A veces había visto a
mujeres y el cuerpo se le “movía” en contra de su voluntad. En ocasiones
tenía sueños eróticos, que le hacían sentir mal, porque además se
despertaba con su miembro erecto y lleno de líquido blanco. De todas
maneras, era consciente de que el cuerpo reaccionaba solo, que no era cosa
del Diablo, como otros creían.
Sin embargo, aquella noche no había querido que Albert se fuera, lo
único que deseaba era estar junto a él, frente a la calidez de la chimenea.
Abrazarle contra su pecho, notar su cuerpo desnudo, tocarlo con las manos,

20
besarlo en el cuello tras apartarle el cabello rubio y acostarse con él en el
catre. Darle placer carnal y que él le correspondiera con igual pasión,
haciéndole manar esa leche blanca que a veces no podía controlar, pero que
en aquel instante anhelaba que él se bebiera.
Se levantó perturbado por tan arrebatadores sentimientos y decidió
fustigarse hasta que desaparecieran. Los latigazos dolieron muchísimo,
pero supo aguantar las lágrimas. Después salió fuera, desnudo bajo la lluvia
y dejó que esta se llevara la sangre de su espalda. La verga cayó de nuevo
entre sus piernas, pero los sentimientos de su corazón permanecieron
inalterables.

Albert, por su parte, había echado a correr nada más salir. Entró en casa
y por suerte su padre dormía. Se quitó toda la ropa y, metiéndose mojado y
tiritando en la cama, intentó entrar en calor. Cuando estuvo un rato así, sus
pensamientos le llevaron a aquella habitación, delante de la hoguera.
Imaginó cosas: él le quitaba la manta, tendiéndole sobre ella mientras se lo
comía a besos. Y entonces podía ver, tocar y chupar su sexo erecto,
metérselo entero en la boca, lamerlo, agrandarlo y comérselo entero. Y
después ser arremetido por este entre impulsos de placer. Se obligó a
apartar la mano de su propio sexo y dejar de frotarlo porque le pareció
indigno tener semejantes pensamientos con un fraile franciscano. Era una
falta de respeto terrible. Pero no pudo, ya estaba demasiado ardiendo para
parar. Volvió a imaginar que él lo tendía sobre las mantas frente a la
chimenea, que se le ponía encima y le besaba furiosamente. Davide le abría
las piernas y lo fustigaba con su miembro duro y caliente, que lo removía
dentro de él sin parar, interminablemente, hasta que ambos sentían cosas
excitantes y su los líquidos blancos se derramaba por todas partes.
Con la mano detuvo su semen, que salió disparado. Para que su padre
no le oyese, había mordido la almohada y gemido sobre ella. Continuó con
el semen caliente en las manos y la boca en la almohada, sólo que ya no
gimió de placer, sino de pena. Lloró y lloró durante horas, arrepentido por

21
lo que se había atrevido a imaginar y porque tenía la certeza de que nunca
sucedería.

Ya había pasado casi una semana desde que se habían conocido y los
días se sucedían para ellos lenta y rápidamente a un tiempo, pues el plazo
de espera hasta verse resultaba eterno y el que estaban junton pasaba a toda
velocidad. Los dos sufrían el uno al lado del otro sin poder amarse y a la
vez eran sumamente felices de poder estar juntos. Pero el que peor lo
pasaba era Davide, que sabía que lo que estaba sintiendo era algo
prohibido, perturbado, impuro y peor visto. Si la Iglesia se enteraba de que
sentía algo así, no sabía lo qué esta le haría.
Era consciente de que muchos sacerdotes mantenían relaciones
sexuales, pues con veintiocho años ya no era un crío y sabía perfectamente
cómo funcionaba la Iglesia.
Miró hacia el frente y vio la rubia cabellera de su amigo caer
dulcemente sobre su rostro pecoso.
—Escribes muy bien.
—Es gracias a ti. Aunque sólo c-copio lo que tú has escrito. La verdad
es que me cuesta entender lo que pone.
—Cuándo yo me vaya, puedes seguir aprendiendo con el padre Louis.
Me ha dicho que te enseñará encantado...
—Ojalá no te fueras, fray Davide...
—Debo volver...
—Lo sé... ¡Oye, fray Davide! ¿Por qué elegiste ser franciscano? ¿Por
qué te entregaste a Dios?
—Verás, vengo de una familia influyente, con muchos bienes y dinero.
Sin embargo ese lujo nunca ha ido conmigo. Como yo soy el hermano
menor, mis padres me propusieron o bien casarme, o bien ordenarme. Mi
tío es un cardenal muy importante, así que me convenció para ordenarme.
De todas maneras nunca habría podido soportar casarme con una mujer a
la que no hubiese podido amar, ni quería que ella sufriera si no la amaba.
Es muy posible que ni siquiera me hubiese querido como marido.

22
—Seguro que se hubiese enamorado de ti nada más verte. —Davide
enrojeció.
—Decidí ser franciscano, para desgracia de mis padres. Nunca
entendieron que hubiese elegido ser pobre y ayudar a los más necesitados.
Por suerte, mi tío comprendió mi decisión.
—Eres el hombre más bueno que he conocido jamás. Dulce, tranquilo,
bondadoso y...
—¡No soy así del todo! —le interrumpió—. Yo... yo tengo un carácter
muy complicado. Si supieras cómo soy cuando me enfado... Me convierto
en un energúmeno.
—No p-puedo imaginarte enfadado... ¿Y... cuántos años tienes? ¿Desde
cuándo eres fraile?
—Tengo veintiocho y soy fraile desde los diecisiete.
—¿Nunca pensaste en que tal vez te enamorarías de aquella mujer que
pudo haber sido tu esposa?
—Jamás me he planteado enamorarme. No puedo amar, ni ser amado,
ni corresponder, ni ser correspondido. Y aunque me enamorara, sería un
imposible amor…
—Yo... a mí jamás... jamás me han amado.
—Un día lo harán. Te amarán… tanto que dolerá el alma… —gimió.
—No en este lugar en los que todos me ven como un retrasado. Mi p-
padre ha intentado casarme con algunas chicas. Evidentemente sus familias
le dijeron que no. Mi padre no sabe que lo sé... es un sufrimiento
innecesario.
—Pues no lo entiendo. Está bien, eres analfabeto, sin embargo la
mayoría lo es. Y tu padre posee una tiendecita y algunas tierras modestas.
Ya es más de lo que tienen otros. Además, eres un joven atractivo. —
Davide no se podía creer que le hubiese dicho aquello. Albert le miró con
los ojos como platos. Aun así, el fraile ya no pudo parar y soltó la retahíla
toda de sopetón—: Eres un chico alto, esbelto y atractivo, que tienes unos
ojos verdes muy impactantes. Te juro que jamás he visto unos ojos tan
hermosos como los tuyos. Además el pelo rubio y ondulado, (Albert se

23
había dejado cortar el cabello y por lo tanto ya no lo llevaba feo y
enmarañado) y pecas infantiles... y la boca carnosa y... y... —Albert se
levantó de golpe y tiró el taburete al suelo. La hoja que llevaba en la mano
se dobló tanto que quedó hecha un asco. Con lágrimas en los ojos miró
furibundo a Davide, que no entendía porqué lloraba así.
—¡Eres un m-mentiroso!
—¿Mentiroso, yo?
—¡Tendrás que pagar una penitencia enorme por decir esa mentira tan
gorda! ¿Cómo te atreves a burlarte así? ¡Vete al infierno! —dicho aquello le
pegó una patada a la puerta para abrirla y salió corriendo como alma que
llevaba el diablo. Fray Davide salió en pos del chico, hasta conseguir
agarrarlo, tropezando entonces con las largas faldas del hábito y cayendo
cuan largo era sobre Albert.
—¡Suéltame, mentiroso!
—¿En qué te he mentido yo, eh? ¡No te escapes! —Asió con tanta
fuerza sus brazos que le hizo daño.
—Yo soy feo... Nadie me puede querer, p-porque s-soy horrendo... —
Albert sollozaba amargamente con el rostro tapado por el cabello. La luz
anaranjada de la puesta de sol lo hacía parecer pelirrojo. Davide le soltó con
dulzura y con mano temblorosa se lo apartó. Luego susurró unas palabras
casi inaudibles, en italiano, que Albert no comprendió.
—Ti amo, Alberto... Il mío amore... —Albert le miró interrogante. De
pronto, el fraile se levantó como un rayo, con la cara contraída de dolor—.
¡Vete de aquí, largo!
—¿Qué?
—¿No querías irte? ¡Pues vete de aquí, NO QUIERO VERTE
NUNCA MÁS EN TODA MI VIDA! ¡¡FUERA! —Albert jamás le había
visto así, y eso le asustó muchísimo. Davide tenía sus ojos pardos
encendidos en fuego, el pelo encrespado, los puños bien apretados y una
vena en la frente: roja y a punto de explotar en cualquier instante.
Se dio la vuelta y echó a correr con su cojera tan lejos como fue capaz.
De camino hacia su casa, se desplomó como un muerto sobre el barro

24
blando. Lloró desconsoladamente sin entender nada de lo que había pasado
allí.
—Si ni siquiera tú me soportas más, ya nadie lo hará... porque soy el
hijo del repugnante Satanás... —pensó, mientras se quedaba allí tumbado y
el sol desaparecía en lontananza, tras una espesa nube de tormenta.

Por su parte, Davide seguía en el mismo lugar con los puños


agarrotados y los labios apretados en un rictus amargo. Parpadeó
permitiendo rodar las lágrimas por su cara, a la par que se dejaba caer de
rodillas. Se echó a llorar desconsoladamente, llevándose las manos a la
cabeza.
—Perdóname… ¡Oh, Dios mío! ¿Qué clase de depravado soy? Durante
un instante te deseé tantísimo, Albert, que... ¡Estoy ardiendo en el infierno!

Tras caerse en el barro, se había puesto a llover y hasta que no sintió la


boca pastosa por el fango, no decidió levantarse. Cojeó torpemente hacia
su casa, ya cercana, viendo luz en ella. A medida que se acercaba escuchaba
con más claridad los gritos que salían de ella. Corrió con el corazón en un
puño, pues tenía miedo de lo que le pudiera pasar a la única persona que le
quedaba en la vida: Gerard. Pronto reconoció también la voz de su
asqueroso tío y sintió terror.
—¡PADRE! —chilló espantado al verlo sentado en el suelo, borracho.
Su progenitor sollozaba amargamente con la botella de vino en una mano.
Su pariente le sonrió desde una pared de la casa.
—Querido Albert, ven con tu padre... —Albert miró a su tío, incrédulo,
y luego a su padre tirado por ahí, riéndose desquiciado.
—¡Yo no soy tu hijo!
—¡AH! Pensé que la zorra de tu madre te lo habría dicho. Está bien,
hace más de veinte años, forniqué con mi propia hermana y luego naciste
tú, igualito, igualito a mí. ¿Verdad qué sí, Gerard?

25
—¡MENTIRA! —chilló el rubio. Pero lamentablemente sabía que era
cierto, sin embargo no quería que Gerard le creyera—. ¡No le haga caso,
padre, es un mentiroso!
—¡CÁLLATE, HIJO DEL DIABLO! ¡AHORA ENTIENDO TODO
LO QUE TU MADRE SENTÍA! ¡SI NO HUBIESES NACIDO, HIJO
DEL INCESTO, DE LA VIOLACIÓN, ELLA ESTARÍA VIVA!
—¡Es mentira! —Por mucho que lo intentara negar, sabía que era
cierto. Su madre se lo había confesado hacía años: era hijo de una burda e
incestuosa violación. Por eso no podía quererle.
—¡FUERA DE MI CASA, HIJO DEL DEMONIO! ¡DESECHO!
¡NO QUIERO VERTE NUNCA MÁS EN MI CASA, REPUGNANTE!
—Gerard le arrojó la botella de vino e impactó en la pared.
Albert salió despavorido de allí sin mirar atrás y con los ojos abnegados
por las lágrimas. Corrió y corrió hasta entrar en un bosquecillo cercano.
Por culpa de la oscuridad y la ceguera se chocó contra un árbol y cayó de
espaldas. Se quedó boca arriba, sollozando con amargura hasta casi
ahogarse.
—Ojalá venga un animal salvaje y me mate... —musitó. De pronto
percibió una luz a su derecha y escuchó pasos.
—Un animal no, hijo mío, pero sí tu querido y verdadero padre. —Iba
borracho completamente, con un palo enorme en la mano.
—Entonces no sé a qué esperas para matarme...
—¿Matarte? Se me ha ocurrido algo mucho mejor. Primero te apalearé
hasta dejarte sin sentido y luego te llevaré al pueblo y les contaré a todos lo
que eres de verdad. —Albert se levantó raudo, pues eso sería su peor
pesadilla. Si no iba a matarlo, prefería escaparse y suicidarse más adelante.
Su padre/tío, le arrojó una piedra que le hizo tambalearse, tras lo cual le
arreó un garrotazo tan fuerte que le hizo perder el equilibrio de todo y
caer. El siguiente palo le dio en la pierna mala, como un recordatorio. En
unos instantes, aquel loco, ya le estaba agrediendo sin piedad.
—¡Te partiré las piernas y los brazos, te patearé la cabeza hasta que los
sesos te salgan por las orejas! ¡Pero eso sin antes haberte paseado por el

26
pueblo contando toda tu vergüenza! ¡Tengo todo el derecho, porque soy tu
verdadero padre! —Le arreó tal zambombazo tras decir aquello, que Albert
perdió el conocimiento.

Aquel depravado recibió un golpe seco en la cabeza que lo mató


instantáneamente, cayendo sobre Albert con una enorme herida en la nuca.
Fray Davide, el autor del hecho, jadeaba casi sin respiración. Llevaba
mucho rato corriendo en busca de Albert. Se había arrepentido de haber
sido tan sumamente cruel y quiso pedirle perdón. Además, tenía que
despedirse, pues su decisión de marcharse era irrevocable. Tan pronto
como llegó a casa del chico, escuchó a Gerard y a otro hombre que no
conocía, discutir borrachos. El desconocido decía algo de apalear a Albert.
Gerard se negó ante aquel horror y el hombre le rompió una botella vacía
en la cabeza. El hombre desconocido salió corriendo con un garrote,
empero no pudo seguirle porque debía atender a Gerard, que estaba
inconsciente. Tras taponarle la herida con unos jirones de ropa, salió en
pos del energúmeno, desesperándose al no poder encontrar ni a este, ni a
Albert. Llovía a cántaros y la tormenta se volvía mortal por momentos. La
luz de la lamparilla no le aclaraba nada, hasta que escuchó voces. Cuando
vio lo que sucedía realmente, no dudó. Dio el golpe.
Prefería ir al infierno por asesino, que vivir eternamente con la culpa de
no haber podido salvar a Albert. Cogió a este entre los brazos y lo estrechó
contra su hábito.
—¿Qué te he hecho, mi amor? Si no te hubiese rechazado así, ahora no
estarías aquí. —Comprobó que continuaba vivo, así que le alzó en brazos
para llevárselo a la cabañita. No se preocupó de comprobar si aquel
repugnante asesino estaba vivo o, por el contrario, viajaba su alma derechita
al infierno.

27
III

Cuando abrió los ojos, Albert reconoció de inmediato el techo de la


casita que ocupaba el fraile. Hizo ademán de levantarse, sin embargo una
mano cálida se lo impidió.
—Alberto, caro...
—Fray Davide...
—Perdóname, por mi culpa estás como estás.
—No tienes culpa de lo que ha pasado.
—Sí que la tengo, pues te eché de aquí y acabaste apaleado por ese
hombre.
—Hubiese sucedido tarde o temprano. ¿Qué ha sido de...? —preguntó
con evidentes nervios.
—No lo sé, le dejé tirado bajo la lluvia. Aquí no podrá encontrarte. Tu
padre está mejor. Después de traerte aquí, fui a verle y le hice acostarse. No
se acuerda de nada porque tiene una fuerte conmoción. Le dije que estabas
a salvo conmigo, no te preocupes por él, se halla bien. Encontré, por suerte,
al médico. Te ha curado todas las heridas y me ha dicho que lo mejor es
que te quedes aquí y no te muevas en toda la noche. Me prometió que iría
a ver a tu padre.
—Estás empapado... —musitó Albert—. Deberías despojarte del hábito
y calentarte. —El fraile le hizo caso. Esta vez se enfundó en una camisa y
pantalones secos que había cogido de casa de Albert. Este último se dio
cuenta de que estaba desnudo dentro de la cama y de que la pierna le dolía
horrores.
—¿Ese hombre era tu tío?
—¿M-Me das agua? —Davide le tendió un cuenco ya preparado—. Sí,
es mi tío.
—Está loco.
—Lo sé. —Un trueno terrible retumbó. Albert, muy nervioso, se agarró
del brazo de su salvador, pudiendo entrever su pecho desnudo y fuerte

28
entre la camisa desabrochada. Así vestido parecía un hombre normal y no
un fraile franciscano—. Necesito confesarme...
—No crees en Dios, ¿cómo pretendes ser perdonado?
—Sólo necesito que alguien me escuche.
—Adelante...
—Llegué a c-casa y encontré a mi padre y a mi tío discutiendo. Mi
padre me echó al conocer el secreto mejor guardado de mi madre. Ese
secreto sólo lo conocíamos mi madre, mi tío y yo… —Bebió un poco de
agua para abrir su garganta cerrada—. Mi tío la violó cuando ella estaba a
punto de casarse con Gerard... —Albert se echó a llorar sobre el pecho de
Davide, el cual se quedó perplejo—. ¡Y yo soy el fruto de aquello t-tan
repugnante! ¡Hoy Gerard lo ha sabido y me ha despreciado! No soy más
que el hijo de la violación y del incesto... —Davide se apartó como por un
impulso. Albert se quedó llorando mientras el fraile salía fuera de la casa.
Tardaba tanto en volver que incluso llegó a creer que se había
marchado para siempre. Pensaba que la bondad de Davide le impediría
repudiarlo por ser hijo del diablo, pero no fue así.
—Ya no tengo porqué vivir más... —susurró. Ciertamente no deseaba
continuar con aquel sufrimiento interminable, con semejante agonía, así
que buscó una navaja, cuchillo o algo cortante con lo que hender bien las
venas y desangrarse completamente. Que sus sufrimientos se marcharan
poco a poco por aquellos ríos de sangre oscura y espesa, mientras se tendía
desnudo en el suelo esperando pacientemente la muerte. No tenía miedo
de ir al infierno, pues no creía en él: ni en el Diablo, ni en Dios, ni en nada.

El cielo se iluminaba con cada nuevo relámpago, acompañado de


truenos. Davide no podía asimilar del todo aquella noticia tan desagradable:
Albert era el hijo de un incesto. El chico sufría por ello cada día, a pesar de
no ser más que una víctima inocente. Vivía pues sumido en la desgracia, en
la autocompasión más destructiva. Su padre Gerard le repudiaba, el
verdadero pretendía matarle.

29
Y un fraile estúpido no hacía otra cosa que escapar ante aquella dura
confesión. La de alguien que tan sólo quería afecto y comprensión, nada
más. Pese a ser el fruto de algo terrible, Albert era un ser maravilloso que
no podía arrancarse del corazón. Le atraía con locura y aunque jamás
podría confesárselo, no era quién para darle la espalda a quien más le
necesitaba en el mundo.
Se dio la vuelta y entró en la casa, horrorizándose ante lo que vio; el
cuerpo pálido de Albert tirado sobre el suelo, con una muñeca cortada, de
la cual manaba incesantemente un reguero de espesa sangre.
—¡Albert! ¡Dios mío, no! —Se apresuró a taponar la herida con su
camisa y apretar con fuerza. Cogió unas vendas que el médico había dejado
allí y le sujetó la estrecha muñeca abierta. Pronto dejó de manar sangre y
eso le tranquilizó. Lo llevó hasta la cama, tapándole con amor y dulzura. Se
despojó de sus ropas, nervioso, y metiéndose con él en la cama le apretujó
contra su pecho, con fuerza. Intentó entonces que entrara en calor, que
recobrara el conocimiento. Aunque Albert no despertó, su respiración fue
haciéndose cada vez más fuerte. Davide no pudo evitar acariciar con su
pierna desnuda, los testículos y pene de Albert. Estaban calientes y blandos.
Con las manos le mimó la espalda y hundió sus dedos en la carne de sus
glúteos, cerca también de los testículos. Davide le besó el cuello,
temblando de pasión, sabiendo que estaba mal. Incluso se le pasó por la
cabeza la terrible idea de poseerlo aunque estuviese inconsciente y al borde
de la muerte. Finalmente el chico entreabrió los ojos y miró al preocupado
fraile con sus ojos verdes.
—No creí jamás en el cielo, pero morir es maravilloso... porque estás
aquí. Y me tocas…
—No estás muerto, Albert.
—Sí, Davide, estoy muerto, porque estar entre tus brazos no puede ser
más que el sueño de la muerte. —Se apretó más contra el fraile, que no se
podía creer lo qué le estaba sucediendo.
—Dios mío, Albert, ya no puedo más... quise evitarlo con todas mis
fuerzas, pero me haces sentir cosas que... ¡Apártame de ti, te lo ruego! —

30
pidió con desesperación mientras lo apretaba más contra sí y le agarraba
más fuerte de los glúteos. Albert se apretó impulsivamente contra él, lo
abrazó con todas las fuerza de las que fue capaz y juntó más las piernas para
atrapar el muslo de Davide.
—Davide... —Sus bocas estaban tan cerca que se tocaban calientes y
húmedas, aunque Davide quería apartarse, no era capaz de ello, pero
tampoco se atrevía a más. Albert habló produciéndole un deseo abrasador
en los labios y genitales—. Davide... —Albert le besó dulcemente—, en mi
mundo me quieres a mí, y sólo a mí... —Los labios de Davide se apretaron
con pasión contra los suyos. Albert comenzó a darse cuenta de que aquello
era real, y mucho.
—¡Te anhelo! —mientras Davide le confesaba sus pasionales
sentimientos, no dejaba de besarlo en la boca y acariciarle cuerpo.
—Davide... —Le latía el corazón tan deprisa que creía que se le saldría
por la boca—. Espera... —gimió—, no estoy muerto, esto es real...
—Claro que es real y te deseo. ¿Y tú me deseas? —Albert le miró a los
ojos, ensimismado.
—Hazme el amor…
—¿Me amas? —preguntó Davide.
—Hazme el amor, Davide… ahora.
—¿Me amas? —insistió.
—Te amo —susurró rotundo, apasionado. El fraile sintió pánico, no
sabía lo qué debía hacer, nadie se lo había enseñado jamás, más bien al
contrario.
—¿Por qué paras? ¿No me deseas? —dijo el chico en un hilillo de voz,
asustado. Davide miró esos ojos verdes con ternura. No supo cuánto
estuvo así, pero le pareció una eternidad.
—Te deseo más que a nada... —dijo en un susurro casi inaudible. Pero
Albert ya lo había sabido cuando sus miradas se encontraron. Un trueno
retumbó en el cielo, como recordándoles que todavía tenían que descargar
furia y deseo.

31
Albert levantó un poco la cabeza y atrapó de nuevo la boca de su
amante, este gimió cuando el joven lo hizo. Sus labios se frotaron de
nuevo, se aplastaron suavemente, sin prisas. Albert acarició su nuca y pasó
los dedos por aquel cabello oscuro y salvaje.
—No tengas miedo, Davide, hagas lo que hagas me gustará —jadeó
mientras Davide le besaba en el cuello y dejaba la marca de sus labios allí,
en moretones—. Pero te lo ruego, hazme el amor ya o explotaré. —Davide
notaba el sexo de Albert totalmente duro, sobre su vientre, quería verlo y
tocarlo, besarlo. ¿Estaba eso mal? No sabía cómo, pero algo le decía que
Albert lo deseaba. Fue recorriendo su pecho con los labios, esa piel pálida y
suave. La carne dura de su tórax, la redondez de sus tetillas. Albert gemía
de puro delirio, los pezones le picaban, pedían ser mordidos y tocados, y él
sabía cómo hacerlo, porque mientras le lamía uno con la lengua y lo
besaba, arañaba dulcemente el otro, con esos dedos mágicos que al tocarlo
se hundían en sus entrañas y traspasaban todo su ser. Le daba la sensación
de que sus cuerpos sólo eran un alma unida, que ya no existía la carne, tan
sólo las sensaciones.
—Te amo, Davide... —susurró entre gemidos de excitación. Davide
había recorrido su cuerpo y besaba ahora sus muslos, sus nalgas, allá bajo
las mantas. El calor y el sofoco eran extrañamente agradables. Y aquello que
tenía entre las manos Davide y que besaba con lujuria, no era otra cosa que
el duro pene de Albert. Este creyó morir al sentirse en el interior de aquella
boca, los labios que le había enamorado ahora le rodeaban por completo y
le hacían querer morir de gusto. Ni en sus sueños más profundos se atrevió
a pensar en aquel éxtasis.
—No pares... por favor, sigue así para siempre... —jadeó
entrecortadamente mientras Davide recorría su sexo con la boca y la
lengua, de arriba abajo. Albert se sentó sobre la cama y abrió las piernas,
quería ver a Davide haciéndole aquello. Con los ojos vidriosos vio las
marcas recientes que tenía su hombre en la espalda.
—¡¡Davide!! —jadeó—. ¿Cuándo te has hecho eso!! —Davide se sacó
su miembro de la boca y le miró sin dejar de lamerle.

32
—La noche que llovió tanto, me excité y tuve que fustigarme. Ya te
deseaba…
—Oh, amor mío… no… —Davide lo abrazó contra él para besarle en la
boca. Su lengua húmeda y lasciva sabía a semen, a sexo.
—Fue necesario, pero ahora tú me curarás las heridas…
—Yo me toqué aquella noche, e imaginé que fornicábamos los dos
como locos… y que me abrías y me… me penetrabas… Házmelo por
favor, lo necesito… —Davide le tumbó de nuevo y bajó hasta sus nalgas.
Albert le rodeaba con piernas y brazos, arqueando la espalda y levantando la
pelvis con cada vez más fuerza, pues aquello le volvía loco de atar. Estaba a
punto de llegar al éxtasis más brutal, el que jamás había conocido antes.
Davide sólo podía pensar en el placer de Albert, en sus gemidos y
movimientos compulsivos. Tener su sexo en la boca le excitaba a su vez y
el roce de las sábanas despertaba terriblemente su propio sexo, necesitaba
penetrar a aquel hombre ya. Además, Albert no paraba de gemir como un
desesperado, de puro gozo. Este le agarró de la cabeza y la aplastó contra su
verga todo lo que pudo, levantando las caderas y haciendo fuerza. Davide
notó cómo aquel líquido blanco entraba en su garganta, así que se lo bebió.
Albert había sentido una explosión atronadora e intensa que le había
hecho gemir con fuerza. Se quedó extrañamente tranquilo, respirando
entrecortadamente. Davide se sacó su miembro de la boca y relamió lo que
quedaba en él, excitado. Davide no dijo nada y se tumbó sobre él para
besarlo frenéticamente. Creía que se moriría si no lo embestía de una vez.
Separó más todavía las piernas de Albert, que, aterrorizado, esperaba
sentirle en su interior.
—E-Espera, es que… quiero… —se echó a reír—, es que quiero
chupártelo… —Davide se emocionó muchísimo y se sentó en la cama.
Albert pudo ver, al fin, el pene de Davide en todo su esplendor. Lo estuvo
observando largo rato antes de besarlo. Era largo y grueso, parecía que
estuviera a punto de explotar. Su punta roja y húmeda, de la que salía un
líquido, emanaba un aroma sexual que le llenó la boca de saliva, de
hambre—. Me encanta… —Davide le apremió a que se lo lamiera. Así que

33
no se hizo de rogar más y se lo metió en la boca sujetándolo con las manos,
notando su vello, sus venas, su calor y humedad.
—Albert… si sigues así se me va a escapar… y quiero hacerlo dentro de
ti…
—Está bien… pero luego me lo comeré entero… —susurró sobre sus
labios—. Por favor, lámeme primero ahí...
—¿Por qué? —preguntó Davide, extrañado.
—Para dilatarlo y que no me duela tanto.
—¿Te dolerá? —Albert sonrió ante tal inocencia.
—Un poco al principio… creo… —El hombre bajó hasta su ano e
introdujo la lengua con suavidad, sin sentir nada de asco. Para Albert fue
sumamente placentero, tanto que su sexo se levantó como una lanza de
nuevo. Finalmente Davide intentó penetrarlo con precaución. Albert se
puso a cuatro patas, le temblaba todo—. Hazlo con fuerza, ámame con
fuerza.
Davide cogió su propio miembro con una mano y con la otra sujetó a
Albert por la cadera. Parecía que al principio algo tan grande no entraría
por allí, pero finalmente pudo metérselo entero hasta el final. Para Albert
fue un dolor extremo y lacerante, pero cómo le gustó.
—Albert, Albert... —gimió—. Ya no sé cómo parar, ni cómo salir de
ti… —Mientras lo decía se movía suavemente sobre aquel cuerpo de ángel
profanado. Únicamente podía pensar en continuar empujando. Era
imposible que aquellas sensaciones fuesen a tener un final, era imposible
que terminasen en un instante. Para Albert, Davide era maravilloso, y tener
su cuerpo frotándose y moviéndose contra él era algo indescriptible. Era
mojado y sudoroso, era tierno y pasional, lascivo y puro, pero era amor.
Davide sujetó por las caderas al chico y embistió poco a poco al principio,
pero más fuerte después. Apretó las nalgas de Albert con las manos, con
tanta intensidad que le dejó las marcas de los dedos. El sonido de sus
cuerpos al chocar, de los gemidos de placer, de la tormenta en el exterior:
era lascivo y hermoso.
Albert tenía una forma de gemir que enardecía a Davide.

34
—Más fuerte… —pidió Albert entre deleites.
—¿Así? —Le embistió tan rudamente que casi le echó fuera de la cama.
—¡¡Oh!! ¡¡Bestia!!
—¡Perdona! —se echaron a reír.
—E-Espera, si me pongo de rodillas en el suelo y me apoyo en la cama,
será mejor. —Davide, muy a su pesar, salió de su interior.
—Ay… me tengo que limpiar, ju…—Albert rio por ello. Supuso que
era normal que se ensuciara, porque aquel orificio era más bien de salida,
no de entrada.
Davide le ayudó a limpiarse y se aseó él también—. ¿No te da asco?
—No, porque es tuyo…—Davide le besó con pasión en el cuello,
obligándole a ponerse de rodillas de espaldas a él. Sin tanta dificultad como
antes, volvió a penetrarlo.
—Hazlo como antes, así, a lo bruto… —Davide no se hizo de rogar,
embistiéndole tan fuerte que la cama dio golpes contra la pared. Albert
gemía de puro placer mientras Davide lo azotaba por un lado y lo frotaba
por el otro.
—Albert, si sigo haciéndolo así no aguantaré más…—gimió extasiado.
En realidad no quería parar.
—¡¡Sigue así!! Por favor, sigue así… —jadeó mientras Davide notó el
semen caliente salir disparado de aquel miembro que tenía entre las manos.
Él mismo tuvo su orgasmo. Ahora ya no podría vivir sin ello nunca más.
—Te quiero, Albert... —Sólo se podían escuchar los truenos, sus
respiraciones casi ahogadas y la lluvia caer.
Davide salió de Albert. Este sintió un vacío allí donde él había estado,
tan grande y poderoso. Los dos se tumbaron el uno al lado del otro, casi sin
tocarse, mirándose con la vista borrosa, mojada. Davide sudaba y su cabello
estaba semi mojado, sus labios manchados de besos y su piel perlada.
Ambos tenían sus genitales manchados por semen, pero no se limpiaron.
—¿Me quieres? —volvió a preguntar Davide.
—Sí… —pero fue el “sí” más cargado de amor que escucharía jamás.

35
—Nunca pensé que podría llegar a enamorarme de un hombre.... Pero
eres tan hermoso. —Se le acercó de nuevo, para abrazarlo.
—¿Te parezco hermoso?
—Demasiado hermoso.
—Tú sí que lo eres. —De nuevo estrecharon sus labios en un abrazo
mojado.
—Te quiero.
—Y yo a ti, Davide...

Cuando Davide abrió los ojos, lo primero que vio fue el rostro
magullado y algo macilento de su amante, aunque le pareció lo más
perfecto que había visto en toda su vida. Con suavidad se acercó para
besarle en la mejilla mientras lo estrechaba contra sí. Nunca en su vida se
imaginó que fuera a acabar enamorado tan perdidamente, y mucho menos
de otro hombre. Sin embargo amaba a Albert por cómo era en su interior,
aunque debía reconocer que su exterior le excitaba sexualmente. No quería
hacer otra cosa que el amor con él, constantemente.
—Davide... —Albert abrió los ojos.
—Eres la única persona que me ha llamado así desde que me hice fraile,
y he de reconocer que si dormí contigo la primera noche, fue porque me
llamaste por mi nombre de pila y me dijiste que viniera a la cama.
—No pretendía seducirte… todavía… —Albert se apoyó en el codo e
inclinándose, besó a Davide con ternura. Este le abrazó contra su pecho.
—Pues lo hiciste... demonio de hombre, me sedujiste con sólo susurrar
mi nombre.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué? —Albert le miro con picardía.
—Lo haces muy bien... —susurró sonriendo, pícaro.
—¿El qué? —El fraile no entendía nada.
—El amor... —Dicho esto, se arrojó de nuevo sobre sus labios, para
mordérselos.

36
—Me gustas entero, Albert, entero... no tengo suficientes manos para
tocarte.
—Todavía no me puedo creer que me quieras.
—Eres mío. —Le abrazó con posesión—. Albert, ayer te vi en el suelo,
desnudo, magullado y sangrante. ¡Creía que me moría de dolor!
—Perdóname, p-por favor. Pero es que... me sentí tan vacío, tan solo,
tan... —Un beso profundo de Davide acalló sus palabras.
—¿Te duele la muñeca?
—Sí. Y la pierna y la cara y la espalda y un poco... ahí donde entraste
ayer...
—¿Te dolió? —quiso saber con preocupación.
—Un poco al principio, sin embargo me gustó muchísimo más de lo
que me dolió. No sé lo qué tocabas, pero era como rozar el paraíso.
—Albert... —gimió mientras lo abría de piernas y le tocaba los
testículos. Albert se puso caliente de inmediato, al notar que Davide ya lo
estaba. Se revolcaron ferozmente por la cama como dos fieras,
mordiéndose la boca y la lengua.
—¡¡Davide!! ¡Te comería entero! El cuerpo que Dios te ha dado es
increíble… —Davide le estrujó contra su cuerpo duro y masculino: sin
delicadeza, rudamente.
—¡Eres mío! —chilló rabioso, como enfadado. Sin embargo Albert se
excitó mucho más al sentirse tan querido. Hizo sentarse a Davide sobre la
cama y se puso encima para que este le poseyera. Él lo hizo todo esta vez, el
fraile sólo tuvo que dejarse llevar y apretarlo muy fuerte contra él para que
no se escurriera. Albert se movió con frenesí mientras se besaban con
ardor. Davide lo agarró de la nuca y no le dejó marchar de su boca, así que
Albert gimió en su garganta y viceversa. Albert le arañó las heridas tan
fuerte que su amante gimió de dolor y placer a un tiempo, tanto que no
aguantó más y acabó por irse de placer. Albert, que todavía no estaba a
punto siguió moviéndose, pero al notar su semen caliente dentro puso los
ojos en blanco de placer y echando la cabeza hacia atrás tuvo su orgasmo.
Se abrazaron muy fuerte y resoplaron de cansancio.

37
—Debo ir a la colonia, el médico tiene que verte y será mejor que te
quedes en la cama. Te prepararé el desayuno y vas a comértelo todo. Ayer
perdiste sangre, tienes la cara fatal.
—Ya sé que no s-soy guapo, precisamente.
—Eres hermoso, sumamente hermoso... —Davide le acarició las pecas
con dulzura—. Tienes unas pecas que parecen un campo florido de
amapolas y unos labios rojos como bayas, y unos ojos verdes esmeralda que
quitan el sentido. Y este cabello que parece hecho con rayos de sol... —
Albert se echó a llorar emocionado—. Eres muy sensible, cariño.
Se levantaron y vistieron. Davide anduvo incomodo.
—Dios mío, llevo este líquido blanco por todas partes. Tuyo y mío.
—Vamos al lago…
—No me da tiempo… quedé con el padre Louis…
—Espera… —Fueron a la parte de atrás y Albert le echó por encima a
Davide un cubo de agua bien fría.
—Mira, se ha hecho muy pequeño… —dijo Albert mientras le tocaba
sus partes para lavárselas.—. Ahora ya no es tan pequeño…
—¿Y de quién es la culpa?
—Quiero confesarme… he cometido graves pecados. Me he
enamorado, perdidamente… Fray Davide… —Davide sonrió mientras se
ponía el hábito marrón.
—El amor no es pecado… —Entraron, entre besos, en la casa.
—Pero es que… he fornicado como loco toda la noche… y he gozado
mucho por ello… y sólo pienso en hacerlo de nuevo… oh sí, sí, sí… mmm
—gimió igual que cuando se corría de placer—. En que su verga enorme,
dura, húmeda y fuerte me fornique a todas horas… Es un hombre, un
hombre italiano, fuerte, apasionado… —Le metió la lengua hasta la
garganta y gimió orgásmico de nuevo.
—Eso es un pecado terrible…—Ambos se dejaron caer en el suelo,
apoyados en una pared donde las miradas indiscretas no pudieran verlos.
—Fray Davide, ¿qué puedo hacer? ¿Qué castigo se me impondrá? Mis
nalgas echan de menos sus miembro viril… y mis caderas desean que me

38
toque con sus manos fuertes y calientes… —Albert se desabotonó la camisa
y le enseñó su pecho desnudo y sensual mientras se llevaba la mano al
interior abultado de sus pantalones. —Davide se levantó el hábito y
“obligó” a Albert a meterse debajo. Pronto, la húmeda lengua de este le
recorrió los testículos y el pene.
—Has sido muy pecador… así que el castigo será… mmm… será… —
no podía casi ni pensar. Cerró los ojos mientras Albert le chupaba su sexo
con avidez, debajo del hábito.
—Fray Davide… dígame el castigo, oh… qué malo soy…
—Dejar que yo te fornique también… —Albert salió de debajo del
hábito sin dejar de masturbarlo.
—¿Ahora? —Le besó con lascivia.
—¡Sí!
—Es un castigo muy cruel… porque ya van tres y yo todavía no he
podido hacerte lo mismo… —Davide se sonrojó muchísimo.
Albert de nuevo se metió bajo el hábito y le masturbó con la boca hasta
que el semen caliente de Davide se derramó por todas partes—. ¿Me dejas
que te castigue yo a ti? —Davide no se hizo de rogar y se levantó las ropas,
mientras Albert se sacaba su miembro erecto de los pantalones y lo
acercaba peligrosamente al trasero de Davide.
—No sé… si es buena idea… —Albert sonrió malignamente y, sin
hacerle ni caso, le penetró. A Davide le dolió bastante, aunque no dijo
nada. Eso le excitó a su vez, fue muy extraño. Su amante lo embistió con
cierta dulzura, porque no era tan “bruto”, y Davide lo agradeció.
—Mi fray Davide… —Estaban en una posición extraña, pero para
Albert era igualmente placentera—. Mi fraile… mi fray Davide… —gemía
sin parar. Estaba gozando muchísimo y Davide también, aunque le costara
reconocerlo. Si se había dejado era porque le quería y no deseaba hacerle
sufrir, pero prefería que fuera al revés. El pene de Albert tocó algo cerca de
sus testículos que le hizo estremecerse de placer: igual no era tan mala idea
cambiar los roles de vez en cuando.
Gimió de gozo, sin querer.

39
—¿Te gusta? —Davide no quiso contestar, no lo quería reconocer—.
Fray Davide… —Le metió la lengua por la oreja—. ¿Te gusta? ¿O quieres
que lo deje? —Albert estaba un poco decepcionado.
—¡¡No!! —Davide se dio cuenta de lo egoísta que estaba siendo por no
reconocer que le gustaba—. Me encanta cuando… cuando me lames la
oreja y… y me aprietas fuerte. —Llevó las manos a las nalgas de Albert y las
apretó para que él le penetrara más.
—No lo hagas por mí…
—Me gusta mucho… ¿o no lo ves? —El miembro de Davide estaba de
nuevo erecto. Albert lo acarició con ternura—. Por favor, castígame
mucho… muy fuerte y lámeme la oreja, por favor… por favor… me
encanta… —Albert le lamió la oreja entera y gimió en ella. Estar
poseyéndolo fue excitante, sobre todo cuando él se dejó llevar y sus
gemidos de placer fueron del todo sinceros. Cada vez más fuertes y
seguidos.
—No aguantaré más, lo siento…
—No yo…oh, Dios mío… oh…—Albert le besó en la boca con ardor
mientras ya no aguantaba más. Después ayudó a Davide a tener su orgasmo
y los dos pudieron descansar por fin. Ambos se quedaron tumbados en el
suelo.
—Llego tarde… —Se levantó sin limpiarse—. Perdóname, debo irme
ya. —Le acarició los cabellos con dulzura.
—Vuelve pronto.
—Te lo prometo.
—Davide... ¿Me llevarás contigo a Roma, verdad?
—Por supuesto que sí, no podría continuar mi vida sin que estuvieras a
mi lado.
—¿Y cómo lo haremos para que no descubran nuestra relación?
—Ya se nos ocurrirá qué hacer. No pienses en ello ahora. Quiero que
descanses, que comas, que no te vayas de aquí. —Davide se levantó.
—Davide… —este se enfundó las sandalias de cuero—, nunca pude
verte como un fraile.

40
—Ya no soy un fraile. He pecado demasiado. —Abrazó a su amante con
ternura—. Ayer noche dejé de ser fraile, pues no podré ofrecer a nadie más
mi ayuda, ni mi afecto. Seré incapaz de auto castigarme más, pues eso te
haría daño a ti más que a mí. Y jamás renunciaré a un beso tuyo por
cumplir el voto de castidad. Si tengo que pecar, si voy al infierno por ello,
será por ti y habrá valido la pena.
—Davide… —Se besaron de nuevo antes de que Davide partiera y, tras
esto último, Albert se comió todo el desayuno con avidez, mientras le latía
el corazón animadamente, como nunca antes.

Aunque había prometido a Davide no moverse de la casa, se puso la


ropa y fue hasta la vera del río para bañarse. Lo cierto es que olía a animal
salvaje e iba bastante manchado de barro, semen y sangre.
Cojeó hasta allí, no sin dificultad y al llegar se despojó de toda la ropa
para introducirse de lleno en la corriente fresca. Miró su cuerpo a través de
aquel espejo y no le pareció tan desagradable como de costumbre. Si a
Davide le gustaba tanto, sería por algo. Se frotó con un paño por todas
partes y al llegar al recto sintió un dolor punzante.
—Uf... pero vale la pena…
Tan ensimismado se encontraba relajándose, que no se percató de que
dos ojos obscenos le estaban observando desde la maleza. No eran otros
que los del padre Louis, que no podía cesar de fijarse en la desnudez del
joven: esa espalda esbelta, aquellas nalgas prietas, perfectas, eróticas y
relucientes debido al agua. Louis no pudo más y corrió hacia allí dispuesto
a poseerlo. Albert, al notar la presencia, se dio la vuelta asustado y viendo
de quién se trataba, se introdujo en el agua para tapar sus vergüenzas.
—¡P-Padre Louis!
—Albert... —Al ver que el joven le miraba inocentemente, se dio
cuenta de lo que pretendía hacer era una locura. El chico ya había sufrido
suficiente.
—¿Qué quiere?

41
—Vine a verte... y... te seguí hasta aquí. Me he enterado de que tu padre
te ha echado de casa. Es una noticia funesta.
—Tenía s-sus razones...
—He ido a hablar con él, pero no quiere saber nada de ti. —Albert
sintió mucho dolor en su corazón.
—Ya lo sabía... ¿Está bien? Mi tío le pegó.
—Sí, está bien. Sólo que...
—No tiene importancia, no se preocupe más.
—Quiero que sepas que mi humilde casa está a tu disposición —dijo
nervioso. La idea de tenerle en su casa le excitaba. Albert salió del agua y se
vistió con rapidez. No le gustaban nada las miradas de aquel hombre.
Louis vio entonces su muñeca vendada y se acercó a él.
—¿Qué es esto?
—M-Me corté con una botella cuando mi tío y mi padre se peleaban.
No es nada, fray Davide me curó...
—¿Dónde está?
—Fue a ver a mi padre y al médico.
—Te acompañaré a su casa entonces. Apóyate en mí, veo que te duele
mucho la pierna.
—Sí, mi tío me arreó bien anoche.
—Albert, tengo que darte una noticia terrible: tu tío apareció muerto
esta mañana, en el bosquecillo que hay no muy lejos de tu casa. Falleció a
causa de un gran golpe en la nuca. ¿Sabes algo que nos pueda llevar al autor
de los hechos? —Albert se quedó blanco como el papel, con el corazón en
un puño. Así que Davide lo había matado.
—N-No... yo salí corriendo de casa y... fui directo a ver a fray Davide.
Y no pudo ser mi padre, pues estaba inconsciente cuando me fui —mintió
lo mejor que pudo—. Mi tío tenía muchos enemigos y debía dinero a
mucha mala gente.
—Entiendo... —Estrechó al chico contra sí con intención de consolarlo,
pero se excitó y tuvo que disimularlo como pudo—. Vamos a casa de fray
Davide.

42
Cuando llegaron, este ya se encontraba allí. Al verlos aparecer corrió
raudo en pos de Albert.
—¡Albert! ¿Dónde te fuiste?
—Al río, allí le encontré, se estaba bañando.
—Padre Louis, gracias por acompañarlo. —Aparentó amabilidad, sin
embargo se tuvo que morder la lengua al notar que el sacerdote estaba
excitado y rojo. No soportaba ver cómo aquel vejestorio tocaba de un
modo tan obsceno a su amante.
Acostaron a Albert en la cama, pues la pierna le dolía bastante por el
esfuerzo, y salieron fuera a hablar.
—Fray Davide, debo decirte algo muy importante. Esta mañana han
encontrado al tío del chico asesinado de un terrible golpe en la nuca. Tenía
la cabeza abierta, era bastante desagradable. —Davide casi cayó allí mismo
de bruces. Louis le agarró—. ¿Qué te sucede? —tuvo que ayudarlo a
sentarse en el suelo y acuclillarse después a su vera. Davide se llevó las
manos a la cabeza, muy pálido y visiblemente afectado.
—Y-yo... yo le maté. —Louis se quedó perplejo.
—¿Pero qué dices?
—Ayer salí en busca de Albert, llovía mucho. Cuando llegué a su casa vi
a su tío salir de ella, aunque no le conocía, supuse que era él por el parecido
físico, así que le seguí. Le encontré apalizando a Albert, dispuesto a matarle
—gritó visiblemente perturbado—. ¡No podía permitirlo! Yo… yo cogí un
palo y le pegué con él... ¡Pero no pensé que fuera a morir! Después me
llevé a Albert, que estaba inconsciente. ¡Dios mío! —El pobre se echó a
llorar con desconsuelo.
—Vamos, vamos... ¿Estás seguro? Albert me ha contado otra cosa.
—He m-mentido. —El chico rubio se hallaba en la puerta, con lágrimas
en los ojos—. Para encubrirle. ¡Él me salvó la vida!
—Pero la justicia querrá un culpable.
—¡Mi tío mató también, allá en nuestra patria! ¡Violó a mi madre! ¡Me
maltrató! ¡Ultrajó a mi padre! ¡No se merecía vivir! ¡Me alegro de que esté
MUERTO! —chilló fuera de sí—. ¡Sólo sufro porque fue fray Davide

43
quien le mató! ¡La persona más buena del mundo! ¡Y si por matar a un
asqueroso, irá al infierno según vuestra maldita Iglesia, entonces la fe en
Dios no es más que una mierda! Porque si Dios permite que un hombre
bueno se pudra en el infierno... es que no vale nada. —Albert cayó de
rodillas cerca de ellos, desesperado.
—Albert... no te preocupes. Si he de pagar por matar, que así sea —dijo
Davide, pero el chico se arrastró, sin hacerle caso, hasta el padre.
—Padre, se lo ruego, no diga nada, n-no diga a nadie que fue fray
Davide quién le mató. Ya bastante pagará por este error, como para que le
apresen, torturen y condenen a muerte. —Louis tenía el rostro de Albert
tan cerca que se le ablandó todo menos lo que tenía entre las piernas.
—Esta bien, me lo tomaré como secreto de confesión y por lo tanto no
podré decir nada. Dejaremos que piensen que fue un ajuste de cuentas.
—¿De verdad? —Albert lo estrujó contra sí con felicidad, mientras
Davide continuaba abrumado por haber asesinado y disgustado por
aquellos abrazos tan efusivos.
—Fray Davide, podrás volver a tu país... sin cargo... —dijo Louis.
—Pagaré mi penitencia toda la vida... y rezaré por su benevolencia.
—Y ahora será mejor que vayamos todos a mi casa, Albert estará mucho
mejor allí, que aquí.
—Claro…

Al entrar en Ville-Marie, se formó un gran revuelo, pues la noticia de la


muerte del tío de Albert y de que el padre de este, Gerard, había echado de
casa al chico, se había propagado como la pólvora. Las habladurías eran
constantes.
Louis dejó a sus dos invitados solos en una alcoba de la pequeña casa,
mientras iba a contar una gran mentira a todo el mundo sobre lo sucedido
la noche anterior. Davide estaba cabizbajo, molesto.
—¡Cariño, eres libre! —Albert le abrazó anhelante, pues necesitaba
mucho apretarse contra su cuerpo caliente.

44
—¡Suéltame! ¿Crees que no me he dado cuenta del jueguecito que tú y
ese viejo verde os traéis? —Albert quedó desconcertado ante aquello.
—¿Qué?
—Así que a ti te va fornicar con religiosos. ¡Ya me extrañaba que
fornicases tan bien! —Se movió por un impulso para pegar a Albert una
bofetada, pero se contuvo más rojo que una grana y celoso hasta la
médula—. ¡He visto cómo te dejabas manosear! ¡¡He visto cómo tenía su
sucia cosa dura, mientras tú le tocabas así!! —Albert se acercó y le arreó
una bofetada que le dejó asombrado. Después, el chico se quitó la camisa,
los zapatos y los pantalones, quedándose desnudo ante él. Se acercó y tomó
la mano de Davide para llevarla hasta su entrepierna y que este pudiese
notar su excitación y dureza.
—Sólo tú has tocado esto, sólo tú lo has besado... En mi cabeza y en mi
corazón... tan sólo tú existes. Debería mandarte al cuerno por afirmar
semejantes barbaridades, pero te quiero tanto que te perdono. ¡Maldito
celoso! Me amas demasiado... —Le besó con rabia.
—¡Albert! ¡Perdóname! Tengo tanto miedo, estoy tan confuso ante lo
que está sucediendo...
Pese a la posible vuelta del padre Louis, no pudieron evitar acabar sobre
la cama comiéndose a besos. Davide bajó con ansiedad por todo el cuello,
pecho, caderas y muslos de su amante. Lamió con avidez los testículos
suaves velludos y se introdujo anhelante su pene erecto en la boca. Con
cuidado lo lamió entero, degustando su sabor a lefa mientras Albert gemía
de puro placer.
—Yo también quiero... —gimió, así que Davide se levantó el hábito y
abrió las piernas. Su sexo estaba erecto y duro como el acero, candente y
húmedo a un tiempo. Albert se entretuvo allí un buen rato, absorbiendo
todo lo que podía. Le quitó el sayal a Davide y sus pieles sudorosas se
unieron de nuevo. Que Albert mordiera a Davide en los pezones fue puro
gozo para este, y que subiera hasta su cuello y lo mordisqueara supuso un
placer añadido que no conocía.

45
—¡Tú eres el único con el que hago esto! —dijo apasionado Albert—.
¡No sentiría nada, con nadie más!
—¡Albert! —este se puso a horcajadas sobre su amante y entre los dos,
se ayudaron para introducir el sexo candente de Davide en aquella cavidad
húmeda y caliente, ávida de sexo. El fraile hubiese vendido su alma al
diablo por tener más manos con las que tocar y apretar por todas partes a
Albert, pero tuvo que conformarse con las dos que tenía. Albert se movía
galopante, abrazado muy estrechamente a su Davide, besándolo con
lujuria.
—Toma, un regalo de amor... —musitó entre gemidos sobre el oído de
Davide, que entendió al instante las palabras al notar el caliente y pegajoso
semen de Albert sobre el pecho.
—Yo también tengo un regalo de amor... —Albert notó a su vez el
presente en su interior mojado, mientras Davide sentía un orgasmo
vibrante. Cayó para atrás, sobre la almohada, cansado y suspirando
satisfecho. Albert seguía sobre Davide y sin salir de él.
—Quiero notar cómo seguimos unidos un rato más. —Davide acarició
el vello de sus piernas, rubio y rizado. Estuvieron en silencio un buen rato.
Albert salió por fin, pero para poder tumbarse cuan lago era sobre el cuerpo
de Davide. Como no se habían limpiado el semen de sus vientres, se
quedaron pegados el uno al otro.
—A la próxima me toca a mí —Davide le abrazó contra sí—. Quiero
entrar en tu interior y alargarme tanto que me derrame sobre tu corazón y
así no puedas escaparte de mí. —Davide miró a Albert, con el extraño mal
presentimiento.
—Te quiero —dijo apartándole el mojado cabello rubio de la cara.
—Yo te querré siempre, aunque dejaras de quererme, a pesar de todo.
Suceda lo que suceda, nuestros corazones permanecerán juntos
eternamente.
—No podría dejar de sentir esto que siento por mucho empeño que
pusiera en ello. Ahora tengo claro porqué me hice fraile. Para un día llegar
aquí y conocerte a ti. No puede ser por otra cosa.

46
—Me gusta tu teoría... —sonrieron cansados. Albert se durmió en el
pecho de su amante, mientras este pensaba cómo lo harían.
Se lo llevaría a Roma, le convertiría en un fraile y sería su pupilo.
Estarían siempre juntos. Sabía que otros lo hacían y nadie decía nada. Pero
muy a su pesar, se reconoció a sí mismo que aquello no podía salir bien.
Aun así se negaba a reconocer que el suyo era un amor imposible. Y que
llegaría un momento en el cual se descubriría aquella relación y entonces
sería el fin para los dos. Nadie podría entender su amor sincero, más allá
del sexo masculino de ambos.
Finalmente se quedó dormido y aquel fue ese temido instante en el que
todo cambió.

47
IV

Davide abrió los ojos con un presentimiento terrible. Con fuerza


despertó a su amante.
—¿Qué pasa?
—¡Nos hemos quedado dormidos! Si el padre Louis ha entrado en la
habitación… —Albert sintió cómo la angustia le consumía. Rápidamente se
vistieron con sus respectivos atuendos y salieron sigilosamente del cuarto.
Todo estaba en silencio y no parecía que hubiese nadie.
Bajaron a la cocina.
—¿Y a-ahora q-qué hacemos? —tartamudeó visiblemente nervioso—.
P-Porque s-si ha ido en busca de m-más gente, nos matarán. Ellos no
comprenderán lo nuestro.
—Me parece que solamente lo entendemos nosotros. Nuestro amor es
antinatural a los ojos de cualquiera, incluso de los que sienten lo mismo y
tienen que esconderse. Por Dios, qué desastre. ¡Hemos sido idiotas!
—No vale la pena seguir aquí. Vayámonos, escapémonos ahora mismo.
Cojamos comida y ropa para ti. En mi casa encontraremos de todo. —Se
levantaron raudos y corrieron hacia la puerta, sin embargo el padre Louis
entró en aquellos mismos instantes en los que se disponían a escapar.
—¿Ibais a algún sitio? —preguntó perspicaz. Los dos se quedaron
aterrorizados.
—A m-mi casa... a ver a m-mi padre... —mintió Albert.
—Tu padre está descansando. He dado sepultura al cuerpo de tu tío y
he contado a todo el mundo lo que me pediste, Albert.
—G-Gracias... —Albert parecía tremendamente aliviado, pues Louis no
los había visto en la cama: desnudos y abrazados.
—Y ahora me voy a mis aposentos a descansar. Será mejor que tú vayas
a tu nuevo cuarto, Albert y tú, fray Davide, al que os dejé esta mañana,
solos... —Davide sintió de nuevo un mal presentimiento. Aun así, hicieron
caso a lo que Louis les decía y marcharon a sus respectivos aposentos.
—Nos vemos en la cena, Albert.

48
—Sí, fray Davide. —El chico le sonrió con candor y después cerró la
puerta tras de sí.

Louis cerró la puerta con cuidado y después se miró en el espejo. La


imagen que le devolvió fue tremendamente horrible. Cerró los puños con
rabia contenida, con envidia, con odio. ¡Se los había encontrado
durmiendo como si tal cosa, desnudos el uno en los brazos del otro! Ni
siquiera se habían limpiado los inmorales fluidos. Entonces lo comprendió
todo. Ese fraile pervertido y aquel maldito chico en apariencia inocente,
eran amantes y a saber desde cuándo. Sólo pensarlo le ponía enfermo.
¡Pero la cosa no quedaría así! Lo tenía todo pensado y de aquella noche no
pasaría.

Davide se hallaba tumbado en la cama, aquella en la que Albert y él se


habían amado hacía tan sólo unas horas. Su olor se encontraba presente por
todas partes, su lefa endurecida en las sábanas, sus cabellos rubios en la
almohada. Debería ser tremendamente feliz, sin embargo se temía lo peor.
El padre Louis se comportaba de forma extraña.
De pronto tocaron a la puerta. Era el párroco.
—Fray Davide, he recibido un encargo, pero me es imposible acudir.
¿Podrías cumplirlo tú?
—Por supuesto, ¿dónde debo ir?
—A casa de aquella mujer embarazada que atendiste el lunes pasado.
¿Lo recuerdas?
—Sí, sé donde está. —Se levantó, no sin recelar. Aquello le parecía muy
extraño.
—Está pariendo mellizos y no saben si vivirá. Pero yo debo volver a
hablar sobre lo del tío del chico con el Gobernador de la colonia.
—Muy bien, acudiré sin falta.
—¡Estupendo! —el padre no cabía en sí de gozo. Sus planes iban viento
en popa.

49
Tras despedirse de Davide, Louis corrió raudo hasta la habitación de
Albert.
—¡Padre Louis! —exclamó Albert al verlo entrar acalorado y con aquel
rostro obsceno. Albert se dio cuenta de que el sacerdote cerraba la puerta
con llave. Sintió un extraño pánico.
—¿Pero qué...? —El hombre se arrojó contra la cama y empezó a
quitarle la ropa con pura desesperación.
—¡Vas a ser mío, ahora! —Albert se sentía aterrorizado, no le salía la
voz. Cuando intentó empujarlo, este le ató a la cama por la muñeca herida
a causa del intento de suicidio, para que no pudiera escapar. Le bajó los
pantalones mientras forcejeaban.
—¡Infame! ¡Cerdo! ¡DAVIDÉEEE! —gritó con todas sus fuerzas, pero
recibió un golpe en la cabeza que lo dejó aturdido.
—Si gritas, si no eres bueno, juro por Dios que le contaré a todo el
pueblo que tú y ese demonio de Davide, habéis fornicado una y otra vez.
¡Davide no va a venir, ni vas a volver a verlo con vida si no haces lo que te
ordene! —Albert quería que se le tragara la tierra.
—N-No... —lloriqueó.
—Serás mío. —Louis desnudó al pobre chico, de pies a cabeza,
tocándole obscenamente.
—Por f-favor... por favor... n-no más...
—Shhhh, te amo, mi ángel… —Los labios de Louis se unieron a los
suyos. En comparación con los de Davide, estos estaban ásperos y sabían
mal. A pesar de la repugnancia, aguantó, hasta que el hombre le abrió las
piernas y toco impulsivamente su sexo. Albert volvió a negarse y le pegó
patadas.
—¡Estate quieto! —Por mucho que lo intentó, Albert no le dejó hacer.
Cuando consiguió retenerlo con nuevas amenazas, le sujetó bien entre sus
brazos y besó, lamiéndole los labios cerrados.
Al fin poseía aquellos rojos y jugosos labios de ángel. Era maravilloso
besarlos por entero, probar la dulzura de aquella pecosa piel blanca. Sus
caderas y cintura le volvían loco, quería saber lo que era morderlas, así que

50
fue bajando hasta ellas mientras acariciaba todo lo que sus manos
abarcaban. Albert lloraba desconsoladamente, hundiendo su rabia en la
almohada, mordiéndose el labio hasta hacerlo sangrar. Cuando el hombre
se colocó sobre él y notó su sexo endurecido sobre las nalgas casi vomitó de
asco.
—¡NOOOO! —chilló, pero Louis le tapó la boca con la mano y
aunque intentó morderle no lo consiguió.
—Te vas a estar callado o le contaré a toda la colonia quién mató a tu
tío. ¡Les diré que fue Davide y entonces lo ajusticiarán y tú serás el
culpable! —le mordió en el cuello, mientras introducía su verga en el
interior de Albert. El sacerdote jadeaba de pura excitación mientras Albert
se revolvía negándose a aquella aberración, a aquella cruda violación. Estaba
muy asustado.
El dolor lacerante de ser penetrado le desgarró. Para colmo, el clérigo
apretaba con fuerza y sin ninguna clase de consideración hacia él. Parecía
un animal salvaje en plena faena, pareciendo su cara la de un viejo demonio
sudado. Louis apretaba los dientes mientras jadeaba entre risas. Eyaculó
entre empellones de placer y tras salir del pobre chico, que lloraba
histérico, se dejó caer a su lado, satisfecho. Acarició el cabello del
vulnerado.
—Ha sido sublime, ¿verdad? Sólo de pensar que toda mi vida será
hacerte el amor cuando llegue a casa y me estarás esperando con las piernas
abiertas para que te posea, me muero de felicidad. Qué hermoso eres... —
Albert le miró fulminante, odiándole a muerte y pensó la manera de
matarlo que más le hiciera sufrir. Todavía podía sentir el sexo repugnante
de aquel desgraciado dentro de sí, mancillándole entero, ennegreciéndole
el corazón y el alma hasta el punto de desear asesinarlo con sus propias
manos.

El fraile volvió rápidamente a casa del párroco, pues no se fiaba un pelo


de aquel. Recordó de pronto que aquella mujer estaba embarazada, sí, sin
embargo de seis meses, así que le faltaba mucho para dar a luz. Temió por

51
Albert, por si ese depravado le hacía algo. No era tonto, se había dado
cuenta de cómo miraba a su Albert, y no le gustaba nada los ojos de
perverso que ponía, de deseoso, de anhelante.
Cuando estuvo cerca de la casa, unos hombres se le acercaron
rodeándolo y Davide entendió con claridad lo qué sucedía.
—¡Dejadme pasar inmediatamente!
—Tenemos otras órdenes, así que entrégate tú solo, frailecillo. —Sin
embargo Davide echó a correr, se peleó, pataleó y rompió unas cuantas
narices, hasta que le aprisionaron y ataron ante la mirada estupefacta de
todo el mundo. Se lo llevaron a un establo alejado de la ciudad,
encerrándole en él, atado y amordazado. De pensar en el peligro que corría
Albert le puso tan nervioso que perdió el sentido a causa del ahogo. No
pudo hacer nada más.

El cura entró en la habitación de Albert, donde lo tenía atado a la cama


por los brazos. Le traía la cena.
—Te traigo algo de comer, mi ángel.
—¿Y Davide? —pregunto rudamente y sin tan siquiera mirarle.
—Se ha marchado de nuevo a su país.
—¡Mentira! ¡Prometió llevarme con él! —Le echó una mirada asesina a
su interlocutor.
—Cree lo que más desees, pero ha sido invitado a irse, pues si no sería
acusado de asesinato y ajusticiado ante tus ojos. Era lo mejor que podía
hacer por él.
—¡Entonces ya me puedes soltar, maldito asqueroso hijo del demonio!
—gritó el chico—. ¡Ya no tienes con qué retenerme!
—Te equivocas, pues una sola orden mía, y Davide morirá antes de
llegar al barco de vuelta. Y además, si te revelas, te aseguro que todos se
enterarán de quién eres realmente hijo. —Con todo aquello, Albert se vio
atrapado en una tela de araña interminable. Louis se acercó a él y le
besuqueó. —Si te portas bien, serás mi ángel precioso y te cuidaré con
amor. No me gustaría seguir violándote, quiero ver el placer en tu rostro

52
mientras... —A Albert aquello le sonó asqueroso, aun así sonrió con
amargura. Si era por Davide, se dejaría violar de nuevo.
—¿No vas a soltarme?
—No hasta que esté seguro de que Davide se haya marchado
definitivamente. —Se bajó los pantalones y obligó al pobre muchacho a
hacerle una fea felación. Albert sintió ganas de vomitar al sentir su dureza y
sabor en la boca. Se quiso morir, sin embargó pensó en Davide y aguantó.
Se quedó dormido tras aquello tan horrible, negándose a cenar. Todavía
tenía aquel sabor repugnante en la boca, incluso vomitó lo poco que tenía
en el estómago tras irse su opresor. Al despertar escuchó voces en la planta
baja. Parecían varios hombres. Se sorprendió al ver que su opresor le había
soltado de la cama. Pero claro, la puerta estaba cerrada con llave.
Optó por pegar la oreja al suelo y escuchar atentamente. La
conversación fue la siguiente:
—¿Pero entonces qué hacemos con él? Está encerrado en el granero de
François, inconsciente.
—Mañana lo mandáis al puerto y que se vaya.
—¿No querías matarlo?
—No, que se vaya. No volverá. Dadle esta carta, que la lea y veréis
cómo se marcha sin rechistar. —A Albert no le hizo falta saber nada más,
pues estaba claro. Abrió la ventana y miró hacia abajo. Era peligroso, sin
embargo prefería morir en el intento que dejar que su vida fuera un
infierno. Saltó desde una buena altura y al caer sintió que se rompía algo.
Aun así no emitió ningún gemido. Se levantó cojeando con una mano en el
costado. Era muy probable que algunas de sus costillas se hubiesen
fracturado con la caída. Escuchó voces tras de sí y corrió como nunca en su
vida.
Desde luego los hombres anónimos, y el padre Louis, le habían
escuchado caer cerca de su ventana. Al fondo vio el granero del tal
François, al cual conocía de vista, y al estar las puertas cerradas se
desesperó. Por suerte había una obertura en la pared de madera, hecha por
los niños del pueblo. Le sirvió para entrar. El dolor en el costado fue

53
lacerante y también en la pierna afectada por su cojera. Se arrastró como
pudo y forcejeó al quedarse atascado. Los niños eran mucho más pequeños
y elásticos que él. Se desgarró la espalda con una dura astilla al conseguir
pasar del todo. La oscuridad no le permitió ver a Davide.
—¡Davide! —unos gemidos de súplica le indicaron el camino. Vio un
bulto moverse y de cerca quedó claro de quién se trataba—. ¡Davide! —Le
quitó con dificultad las cuerdas y también el paño que oprimía su boca.
—¡Albert! —Davide respiró con ganas.
—Te quiero, te querré siempre, no lo olvides nunca, a pesar del tiempo
y l-la d-distancia... —los sollozos le impidieron continuar.
—Vayámonos de aquí... —Albert no se movió y negó con la cabeza.
Justo en ese instante se escucharon a los hombres que, desde fuera, abrían
los candados del granero.
—Te quiero. —Albert le besó con un amor profundo, como si fuera la
última vez—. Y te juro que te encontraré allá dónde estés y entonces ya
nadie nos separará…
—¡Coged a Davide! —ordenó Louis, fuera de sí. Corrió hasta Albert y
le estiró del cabello—. ¡Maldito traidor! ¡Así pagas mi confianza en ti!
—¡No, por favor, lo s-siento, yo... yo me volví loco, pero me
arrepiento, no lo haré más...! —Abrazó a Louis con pasión, ante los ojos de
dolor de Davide, el cual se hallaba prisionero—. Déjale marchar a su p-
país, yo me quedaré contigo por siempre... por favor... —Llevó sus labios a
los oídos del cura y musitó cosas que tan sólo ellos escucharon
Louis se derritió ante aquellas palabras secretas.
—Soltadle, dadle un caballo y que se vaya por dónde ha venido, a su
país. —Obligaron a Davide a marcharse: lloroso y avergonzado. Albert le
miró con amor profundo.
—Vete, Davide, hazlo por mí, vete de aquí y recuerda lo que te he
prometido... confía en mí. —Davide se sintió un cobarde y un desgraciado.
Pero ¿qué podía hacer?
Se alejó de allí a galope, nadie le siguió, ni intentó matarle. Llegó al
puerto y se subió en el primer barco que zarpó a hacia Europa, para

54
marcharse lejos de Albert y de su amor. Entendió que este se había
sacrificado por él. Su afecto era del todo imposible aunque siguiera
existiendo en sus corazones. Pese a todo, ya nunca podría volver a ser el
mismo, pues una parte de él se había quedado allí, con Albert, y no
volvería. Continuaría con su penitencia diaria hasta la muerte, ya sin la
esperanza de volver a ver a su otra mitad.
El suyo, era un impossible amour.

Segunda parte

Corría el año 1717, y en la Francia del S. XVIII la vida de Albert


Aumont era muy diferente a la que había llevado en Ville-Marie. Si miraba
sus manos, estas ya no estaban llenas de cayos y heridas a causa del trabajo.
Si se fijaba en su ropa, era fina y a la moda francesa, elegante y ampulosa. Si
se miraba en un espejo, ya no veía a aquel muchachito inocente y feúcho
con el pelo estropeado y pecas por toda la cara. Ahora era un hombre
adulto de veintiocho años, que había perdido, a la fuerza, toda su inocencia
y esperanza.
Ya sabía leer y escribir, sus modales eran refinados y su aspecto mucho
mejor que años atrás. Estaba bien alimentado, y era ahora cuando se daba
cuenta de que se trataba de un hombre sumamente atractivo. Pese a todo
esto, había cosas que por mucho que intentara esconder, no podía. Su
cojera y su tartamudez, aunque esta última ya no era tan acusada como
antes.
A lo largo de aquellos ocho años, había cambiado muchísimo su forma
de ser y actuar. Ya no era el mismo Albert Aumont que se quedó allí,
sacrificándose por un amor que ahora veía absurdo e imposible. Durante

55
mucho tiempo actuó con la esperanza de reencontrarse con Davide,
incluso llegó a pensar, estúpidamente, que él volvería a buscarlo en cuanto
tuviera ocasión. Aquello, como es lógico, no sucedió jamás. Y no porque
perdiera la confianza en su amado, sino porque era del todo imposible que
después de lo sucedido con el padre Louis, el pobre pudiera volver.
Tras salir de Nueva Francia y volver a la Madre patria, las cosas no
mejoraron nada, más bien tuvo que sacrificarse para poder sobrevivir. No
poseía nada, nada más que a sí mismo y su amor imperecedero por Davide.
Conservó incluso entonces la creencia de que si le buscaba, daría con él.
No obstante ya habían pasado ocho años desde aquello y no había
podido salir de Francia. No hasta aquel preciso instante. Por desgracias la
esperanza del reencuentro, ya se había desvanecido completamente del
todo. Albert no sabía si lo que sentía en su corazón era la añoranza de un
primer amor, o un sueño que nunca se hizo verdaderamente realidad. Lo
único que tenía claro era que no podía seguir amando toda su vida a
alguien que nunca más volvería a ver, ni a tocar, ni a ser amado por él. No
podría cumplir su promesa de buscarlo y amarlo eternamente hasta la
muerte.
Aunque sí había algo que cumpliría: y es que jamás podría querer, ni
desear a nadie más en toda su vida, pero porque por dentro estaba seco. Su
corazón y su alma hacía ya mucho que se habían ennegrecido del todo y no
podían sentir ese tipo de afecto por otro hombre. Además, estaba seguro
que Davide había seguido siendo un fraile franciscano, pagando una eterna
penitencia por los graves pecados cometidos; matar y amar.
—Albert, ¿en qué piensas? —Este dejó de mirar por la pequeña ventana
del carruaje para responder a su acompañante, un conde francés llamado
Pierre de Boileau.
—En cosas del pasado...
—Será mejor que no lo hagas, tu vida ha sido muy difícil. —Le había
contado todo al conde, todo menos lo de Davide.
—Pensaba en que estamos en Italia, un lugar al que había soñado con
llegar y ahora... ahora estoy en sus tierras y no siento nada.

56
—Porque eres demasiado frío… —El conde lo estrechó contra sí con
ternura y le acarició el cabello rubio, largo y ondulado.
—He sufrido demasiado, he perdido la esperanza, me han engañado y
hecho daño, ¿cómo no voy a ser frío?
—Espero que algún día te des cuenta de que yo te estoy ofreciendo
todo lo que tengo y no te engaño cuando te digo que te quiero y haría
cualquier cosa por ti. Te he dado lujos, te he enseñado a leer y escribir, he
contratado médicos para que curen tu enfermedad, te he dado mi
corazón…. —Albert le sonrió con candor.
—Lo sé, Pierre, y creo que te lo agradezco diariamente. —Se inclinó
para besarle en los labios, con suavidad.
El conde era un hombre de mediana edad, viudo y sin hijos, al que le
gustaban bastante los hombres jóvenes y rubios. Aunque desde que estaba
con él, Albert era el único que se metía en su cama desde hacía tres años.
—Te quiero de verdad... Albert...
—Lo sé... —”Cuánto querría poder corresponderte, sin embargo sólo
siento amistad por ti aunque me meta en tu cama cada día y por eso soy
despreciable”—pensó, como todos los días. Pierre era un milagro, sin él
probablemente estaría muerto.
—No sabía que hace tiempo quisieras venir a Italia, si lo hubiese
sabido, ten por seguro que habríamos venido antes.
—Es porque... en Ville-Marie, tan sólo hubo una persona que me
tratara como un ser humano. Fue un fraile franciscano, nacido en Italia.
Por eso, cuando se marchó, sentí deseos de venir a este país para poder
encontrarle y agradecer todo lo que hizo por mí.
—Eso no me lo habías contado.
—Ya sabes cómo soy, muy reservado.
—Tal vez lo encontremos, podría preguntarle a mi amigo el cardenal.
Es posible que pueda ayudarte a dar con él. —Albert se puso rojo como la
grana y miró de nuevo al paisaje exterior.
—Ya me da lo mismo —mintió. Sí, mintió aunque todavía no lo sabía.

57
El carruaje acabó llegando al jardín de una opulenta mansión no muy
lejos de Roma, en los Estados Pontífices. Enseguida salió un hombre, ya
entrado en años, vestido con el rico hábito de un cardenal importante.
—¡Querido amigo! —habló en un perfecto francés que hizo tener un
vívido recuerdo a Albert. Aquel hombre hablaba igual que Davide.
Ambos amigos se abrazaron con efusividad—. ¿Cómo ha ido el viaje
desde Marsella?
—¡Muy bien! Casi sin incidencias. Ven, quiero presentarte a mi
ayudante personal, Albert Aumont. Albert, este es el cardenal Ferreri.
—Encantado de conocerle, cardenal. —Albert se inclinó para besarle el
anillo que llevaba en una mano.
—Igualmente. Y ahora seguidme, os llevaré a vuestros aposentos.
Seguro que estaréis muy cansados tras tan arduo viaje. La cena será servida
pronto y en las habitaciones tendréis todo lo que queráis para refrescaros.
De inmediato mandaré que calienten agua para los baños.
Llevaron a Albert hasta una habitación ricamente decorada, con una
bañera que pronto llenarían de agua caliente y perfumada, y una cama
grande y cómoda. Se tumbó sobre esta y miró al decorado techo.
—Estoy en Italia, en Roma, cerca de él... Sin embargo, ya no siento
nada, nada más que añoranza por un amor lejano. Él ni siquiera debe de
acordarse de mí... —se dijo, aunque era imposible que Davide le hubiese
olvidado y lo sabía.
Desde la puerta sonaron unos golpecitos. Pensó que sería el conde y se
levantó para abrir. Seguro que quería informarle de que por la noche fuera
a dormir con él a sus aposentos. Fue hasta allí y abrió la puerta, quedándose
estupefacto ante lo que vio. No se trataba del conde, sino de...
—¡Davide! —Este lo miró sonriente.
—Te he estado esperando todos estos años. Te he visto llegar y por fin
mis plegarias han sido escuchadas. —Albert no pudo decir nada, se quedó
sin voz—. Sabía que me encontrarías, que todavía me querías. Has
cumplido tu promesa... —Se dio cuenta entonces de que el rostro de
Davide estaba desdibujado. Quiso tocarlo, pero su figura se desvaneció.

58
—¡NO! —chillo con fuerza. Albert se percató de que seguía boca arriba
sobre el lecho. Rápidamente fue hasta la puerta, la abrió y miró a ambos
lados del pasillo. No había nadie—. Un s-sueño... —Cerró tras de sí el
portón y caminó hacia la cama. Cayó de rodillas al lado de esta y se inclinó
sobre el colchón—.Un maldito sueño... Ya ni siquiera puedo recordar tus
facciones, pues han pasado demasiados años... ¡Te he traicionado!
Y así se quedó largo rato hasta que fue la hora de bajar a cenar.

En la mesa sólo estaban ellos tres de comensales. La cena parecía ser


deliciosa, aunque a Albert se le habían quitado las ganas de comer.
—¡Cómo me alegro de teneros aquí! ¿Te ha contado Pierre que nos
conocemos desde niños? Aunque yo era más mayor que él. Nuestras
familias son amigas desde siempre. Pierre y yo somos como hermanos.
—No lo sabía. Yo… no tengo hermanos.
—¿Y dónde os conocisteis?
—En el teatro —dijo Pierre—. El regente de Francia ha incluido
máscaras en el teatro y Albert llevaba una máscara muy divertida. Eso me
llamó la atención.
—¿Máscaras? Pedro de Orleáns es un libertino —dijo el cardenal con
cara de desagrado.
—Sí, pero legalmente sólo él podía ser regente a la muerte de Luis XIV.
De todos modos, le importan bien poco los asuntos de Estado. Que se
divierta si quiere.
—Cuántos pecados comete la realeza. —Albert pensó “Y cuántos la
Iglesia”. Se preguntó si aquel hombre también sería como el padre Louis y
si se le ocurriría entrar en sus aposentos con intenciones perversas. Pierre
sabía lo del padre Louis y, si hubiese podido, le habría ensartado con su
espada. De todos modos, Louis ya estaba muerto y bien muerto.
—¡AH! Paolo —Aquel era el nombre de pila del cardenal—, Albert
conoció en Ville-Marie a un fraile franciscano hace tiempo.
—¿Has vivido allí? —preguntó sorprendido.
—S-Sí, hace mucho...

59
—Albert le recuerda ahora que está en Italia, pues era romano. Puede
que tú le conozcas de algo.
—Es muy probable, conozco a muchísimos franciscanos. Mi propio
sobrino lo es. ¿Cómo se llamaba? —Albert se debatió en si decir la verdad
o no.
—Era p-pequeño y no lo recuerdo... poseo una muy mala memoria —
mintió.
—Entonces es del todo imposible averiguar nada sobre él.
—Es cierto, tu sobrino es franciscano. Ya no me acordaba. ¿Qué es de
él? ¿Tu hermano sigue enfadado por su decisión?
—No... porque el pobre de mi sobrino se está muriendo —dijo con
suma pena.
—¡Cómo! Qué terrible noticia. —Albert los escuchaba, todavía
dominado por el miedo.
—Tuberculosis. La cogió ayudando a una familia que estaba enferma.
Mi sobrino siempre ha sido muy abnegado con los pobres y necesitados.
—Pero los franciscanos... son así todos, ¿verdad? —preguntó Albert.
—No creas. Ya hace tiempo que se disgregaron en varios grupos. Mi
sobrino pertenece al menos acomodado. Toda su vida se la ha pasado
viajando por Europa o en Nuevo Mundo, ayudando sin cesar en su
empeño. Es una bellísima persona y creo que alcanzará el cielo
directamente sin pasar por ningún juicio. Pero ahora... pobre... ya no es lo
que era. Está aquí conmigo, pero no os preocupéis, vive en otra ala de la
casa y suele pasarse el día fuera, en el jardín. Los médicos le recomendaron
estar en un clima agradable y parece que se ha recuperado muchísimo...
aunque desgraciadamente acabará muriendo y es irremediable —dijo con
pesar.
—Por favor, Paolo, salúdalo de nuestra parte.
—Así lo haré. Si os mantenéis alejados de él, no hay posibilidad de
contagio. Sin embargo os advierto que está físicamente demacrado y
delgado y que la voz se le ha enronquecido bastante. Pobre sobrino mío...

60
si no fuera porque sé cuán buena persona es, diría que está pagando una
tremenda penitencia.
Albert se quedó pensativo. Tal vez, si hablaba a solas con aquel fraile,
podría saber si conocía a Davide. La idea le excitó sobremanera, pues tras
aquel sueño tan raro, había sentido que le debía mucho a Davide y que
quería encontrarlo para pedirle perdón por su traición.

Llevaban allí dos días y el conde estaba feliz como un niño, pues
hablaba de muchos temas con su amigo el cardenal y este los había llevado
de visita por Roma, que era sumamente hermosa. Pero al tercer día, Albert
fingió estar enfermo del estómago para no tener que ir a ninguna parte. Su
plan era muy sencillo: buscaría al sobrino del cardenal y le preguntaría
acerca de Davide.
—¿Tan mal te encuentras? —preguntó Pierre con preocupación.
—Debió ser algo que comí anoche. No te preocupes...
—Está bien... volveremos a la hora de comer. —Albert notó su beso en
los labios y sintió desazón. El conde no se lo merecía tras haberlo salvado
de la vida de perdición que llevaba.
Después de aquello, los vio marcharse en el carruaje desde la ventana.
Tardó un buen rato en decidirse. A continuación se vistió con sus mejores
galas y marchó a las cocinas. Una sirvienta enrojeció al verlo, pues era
demasiado guapo como para no ruborizarse.
—S-Señor, ¿qué hace aquí?
—Quería saber si es posible que pasee por los jardines.
—Usted es un invitado, puede pasear por dónde le plazca.
—Es que el cardenal me avisó de que su sobrino está muy enfermo, y
no quisiera encontrarme con él por si este se molestaba. ¿Me podría decir,
hermosa dama, el lugar por el cuál no debo pasear? —Aquella enrojeció
como un tomate, pues Albert le pareció encantador y gentil.
—Por la zona este de la casa, él suele salir a tomar el sol de la mañana
porque el calor le viene bien. Hay un templete muy hermoso, allí se queda.
Lo reconocerá enseguida y...

61
—Muy amable. —Se marchó cojeando con su bastón. La pierna le dolía
siempre mucho.

El jardín le resultó divino, pues era primavera y el sol de la mañana ya


brillaba caluroso. La levita le abochornó, así que se la quitó quedándose
con la ampulosa camisa de seda bordada. Todo iba en bajada, por lo que
tuvo que tener mucho cuidado de no resbalar por la hierba, su pierna era
muy delicada. Al fondo divisó un grupo de árboles altos y frondosos, que
rodeaban un poco al citado templete. Y al lado: una pequeña figura sentada
en una poltrona de lo que parecía mimbre, con una mesita a juego a su
lado. Según se acercó, vio bien que el fraile estaba de espaldas. Durante un
instante dudó en que fuera el sobrino del cardenal, ya que no llevaba parte
de la coronilla afeitada. Sus cabellos eran oscuros y bastante largos, con
unas cuantas hebras blanquecinas. Se quedó parado a varios metros de él,
con el corazón en un puño latiéndole como loco. Creía que se le saldría
por la boca. Dio un paso hacia atrás con miedo, negándose a intentar
averiguar algo de Davide.
“No seas cobarde”, se dijo, “Además, puede que ese hombre enfermo
ni le conozca”.
Tragó saliva y soltó el aire para tranquilizarse. Carraspeó un poco para
llamar su atención, pero sin acercarse más. El fraile pareció percatarse y,
aunque no se giró, levantó el brazo. No iba vestido como un fraile, sino
que llevaba una camisa de seda sencilla y una casaca sin mangas. Dudó de
nuevo que fuera el enfermo, hasta que le escuchó hablar.
—Piero, no tengo más hambre. Sé que he de alimentarme, pero deja
que me tome mi tiempo. —Tenía la voz muy cascada, puede que de tanto
vomitar sangre. A sus pies tenía una palangana y un lienzo todavía intactos.
—No soy P-Piero... —tartamudeó. El hombre se removió molesto—.
Perdone mi atrevimiento, pero soy el ayudante del Conde de Boileau. No
pretendo increpar su descanso, pero... —El hombre continuó sin darse la
vuelta.

62
—Sí, mi tío me contó de su visita. Sin embargo será mejor que se vaya,
estoy enfermo.
—Lo sé y l-lo siento... —No pudo evitar el tartamudeo.
—¿Es francés?
—Sí...
—Conocí a un chico francés... una vez… —A Albert le latía cada vez
más el corazón, tanto que casi no podía oír nada de la conversación.
—N-No le importunaré más tiempo, sólo quiero hacerle una pregunta.
—Adelante. Perdone mi falta de educación de no hablarle a la cara, pero
es que estoy un poco demacrado y... continúe, se lo ruego.
—Hace tiempo yo también conocí a un fraile franciscano como usted, y
tal vez, he p-pensado que... usted le conocería, pues era n-natural de
Roma…
—Seguramente le conoceré.
—S-Se llamaba... se llamaba... —Albert casi se echó a llorar—, Dav...
fray Davide... —Albert se sentía tan inquieto ante la respuesta que creyó
que lloraría.
—¿Fray Davide? No puede ser… —pareció decirlo muy sorprendido.
—Ah... —La punzada de decepción fue como una válvula de escape
para sus lágrimas silenciosas. Tuvo que tragar saliva y quedarse en silencio
un rato asimilando que aquello había sido el fin definitivo de su búsqueda.
—Es que... —continuó el enfermo tras toser roncamente y con dolor—,
el único Davide que hay en la orden franciscana soy yo, y yo no le conozco
a usted… —Albert levantó la cabeza, anonadado.
—¿Eh...? —gimió. El fraile acabó por darse la vuelta para poder aclarar
aquello con su visitante y al ver a este, quedó sin palabras, pues le
reconoció al instante.
Davide vio a Albert alto y esbelto, aunque apoyado en su báculo,
vestido ricamente de seda y con el precioso cabello rubio y largo al viento.
Ya no tenía la cara tan llena de pecas, pero sí aquellos ojos verdes que jamás
había podido olvidar por mucho empeño que había puesto en ello. Ya no

63
era un muchacho de veinte años, sino un hombre adulto mucho más
atractivo que antes, elegante y hermoso.
A Albert le dolió el corazón al reconocer a Davide. Estaba de enfermo
de veras, mucho más delgado. El color de la cara: macilento y los labios
pálidos y a un tiempo manchados de sangre de la reciente tos. Aun así
seguía poseyendo una mirada parda maravillosa y atrayente.
Cayó de rodillas sobre la hierba al soltar su apoyo, pues no podían sus
piernas continuar sosteniéndole entero. Siguieron mirándose incrédulos,
aunque Albert lloraba en silencio.
—Albert... vete de aquí. —Davide se dio la vuelta frustrado ante
aquello. ¿Qué hacía allí la última persona que esperaba ver en su vida? La
persona que tanto le había costado arrancarse de dentro.
—Davide, no me lo puedo creer. —Como seguía sin poder levantarse
debido a los nervios, se arrastró hacia Davide. Al verlo este, se levantó
deprisa de su asiento y corrió lejos. El hombre rubio apreció lo delgado que
estaba.
—¡Vete de aquí! ¡Estoy enfermo, te puedo contagiar! ¡Insensato, vete!
—clamó al ver que Albert había conseguido levantarse y caminar hacia él
con la ayuda de su bastón.
—¡No! ¡Cómo voy a irme ahora que te he encontrado! —Davide se dio
contra una pared de la pérgola y tuvo que detenerse por un ataque de tos
que acabó en sangre derramada sobre el césped. Albert miró hacia otro
lado, impresionado. El pobre enfermo se manchó la blanca camisa de seda.
—Vete, te lo pido por favor. No quiero que me veas así... soy patético.
—su voz se escuchaba mucho más ronca que antes. Pero Albert no se
movió un ápice, mirando ensimismado a quien tenía delante. El corazón le
latía con una fuerza increíble, ya olvidada tiempo atrás.
—Quiero pedirte perdón, porque durante mucho tiempo... yo olvidé
que había prometido encontrarte...
—Te perdono, y ahora vete... —Davide lloraba con desconsuelo,
sufriendo. Cuando su interlocutor intentó tocarle, reculó asustado—. ¡Vete
de una vez! —le ordenó con ojos encendidos.

64
—¡No quiero! —Agarró a Davide por las solapas de la casaca e intentó
abrazarlo sin resultado. Davide tosió de nuevo, cansado, esta vez sobre la
ropa de Albert, que era de color crema y que quedó teñida de burdeos
sangriento.
—¿No entiendes que te puedo contagiar? Me muero, Albert, no quiero
que mueras tú por esto. Por favor, vete... —Le acarició el bello cabello
rubio—. No quiero que este rostro pecoso y sano se marchite como el mío,
ni que de este pelo rubio desaparezca el sol, ni que tu cuerpo de hombre
joven se quede flaco... Eres más hermoso de lo que te recordaba... —
Davide estrechó contra sí a Albert, llorando como un niño. Este último
sentía que se moría de placer al estar de nuevo en aquellos brazos. Placer,
esa palabra enterrada y olvidada. O eso creyó.
Rodeó a Davide con ambos brazos, con fuerza y hundió el rostro en su
cuello. Él olía a sangre, sin embargo no le importó. Lo único que sabía era
que se sentía plenamente feliz en aquellos instantes.
—Davide, mi Davide...
—Me costó tanto olvidarte —musitó Davide—. Años y años luchando
por no volver a buscarte, con la vana esperanza infantil de que tú vendrías a
mí. Hasta que enfermé y entonces lo olvidé todo, todo lo nuestro, aquel
amor imposible. También olvidé tu rostro y tu voz, casi tu nombre...
porque esta enfermedad me ha dejado solo, sin fuerzas, sin ganas de vivir,
sin ganas de continuar queriendo a alguien ilusorio...
—No soy una ilusión, estoy de verdad ante ti. ¿No me ves? ¿Es qué no
me sientes? —Albert le besó dulcemente en la mejilla.
—No... —musitó como ido—. Ya no veo lo que tengo delante, mi
corazón se ha quedado ciego y sordo... ¡Me costó tanto olvidarte! —repitió.
—Entonces, recuérdame de aquel modo, hace tantos años, cuando
estaba como ahora entre tus brazos y me amabas... —Albert lloraba con
desconsuelo y las mucosidades ya le llegaban a los labios. Con la manga se
las apartó como pudo.
—No puedo, estoy muerto.

65
—Mi corazón también lo estaba, se había v-vuelto pequeño, negro y
feo... Creía fervientemente en que ya no te quería, pero ¡Dios mío! Te
miro, te toco, eres real, te vuelvo a desear, te vuelvo a amar y…
—¡No digas tonterías! —Le apartó de un empujón, ofuscado e
incómodo—. No dices más que boberías. No sé qué haces aquí, vestido
como un rico, ni me importa un ápice. Lo único que quiero es que te
largues de mi vista de una maldita vez. Vete a tu habitación, quítate esas
ropas infestadas de mi sangre pútrida, manda quemarlas inmediatamente y
date un baño a conciencia. ¡Y luego dile a mi tío que mande llamar al
médico!
—Te quiero... —gimió Albert.
—En cambio yo a ti ya no puedo quererte. —Davide cerró los ojos para
contener las lágrimas—. Estoy muy, muy enfermo y esta enfermedad me
consume tanto que ya no sé cómo volver a querer a nadie. No siento nada,
me da todo igual, Dios ya ni siquiera me importa. O que mi familia sienta
pena de mí y vuelva a aceptarme, tampoco me importa. Me da todo igual
—repitió—. Cuando sabes que te mueres y que vas a ir al infierno, la vida
que te queda se convierte también en un infierno. Y tú tienes la culpa...
—Lo sé... pero yo l-lo único q-que quería era... que me quisieras
entonces...
—Por eso iré al infierno, por matar por ti y por amarte a ti. Y mientras
te esperaba aquí sentado, bajo estos árboles, tú ya no me querías. Rompiste
tu promesa de venir a buscarme, ¿lo recuerdas? —dijo con suma crueldad.
—Tú no sabes lo qué he tenido que pasar para llegar adónde estoy
ahora mismo...
—No me importa, pues no morirás por ello, no como yo. Estoy
pagando ahora bastante penitencia ya en vida, y la eterna que me queda tras
la muerte. He renunciado incluso a ser fraile, pues he perdido la ilusión de
ayudar a los demás. Si te crees que puedes llegar aquí y decirme que
vuelves a quererme y que yo sienta lo mismo, es que eres un hipócrita.
Han pasado ocho años, ¿qué esperabas? Ya no te quiero, si vida o muerte
me da igual, cómo quieres que te quiera. —Albert se quedó anonadado,

66
pues él tenía toda la razón del mundo y la verdad era aplastante—. Tú
tampoco sientes aquello por mí, han pasado muchos años. Es un mero
recuerdo, una ilusión que pronto se te pasará.
—No, no es eso…
—Te estás engañando ahora, diciendo bobadas como esas. La realidad
es muy diferente. Te olvidaste de mí y no te lo reprocho, pues yo te olvidé
a ti. Aunque con toda probabilidad tú lo hiciste muchísimos años antes que
yo. Lo que sientes, son sólo los recuerdos de algo que ya era imposible
entonces y que seguiría siéndolo. Y ahora, por favor, fuera de aquí. Haz
todo lo que te he dicho si no quieres contagiarte de una enfermedad tan
horrible.
—Si no te importo nada, ¿por qué padeces por mí?
—Me importas todavía lo suficiente como para no querer que enfermes
y mueras. No soy un monstruo sin sentimientos…
—Adiós, Davide... —Albert rompió a llorar desesperadamente mientras
se daba la vuelta y cojeaba en dirección a la mansión.
—Adiós, mi amor... —musitó el enfermo a sabiendas de que él ya no lo
escucharía, pues estaba ya muy lejos y su silueta era casi imperceptible,
hasta que desapareció esta por la pequeña colina.
Davide cayó al suelo, apoyado contra la pared de madera del templete.
Se limpió la boca de babas y sangre con mano temblorosa.
—No es verdad que no me importes, ni es verdad que te olvidara. Te
estaba esperando aquí sentado, porque me prometiste que volverías. Te he
estado esperando todos los días desde que nos separaron... Pero no pensé
que fuera hoy mismo... —Davide miró al cielo con una sonrisa triste—.
Señor, aun sabiendo lo mucho que he pecado, has cumplido mis ruegos.
Poder volver a verle antes de irme del mundo terrenal... gracias, Dios
mío... gracias...
Y se quedó allí sentado largo tiempo, hasta que su tío llegó a por él,
muchas horas más tarde.

67
II

—¿Pero cómo se te ha ocurrido ir a verle sin mi permiso? ¡Eres un


imprudente! —chilló el conde. Albert le miró desde la cama, apático y
cabizbajo.
—Ya te lo he dicho, pensé que sabría algo sobre el fraile que conocí.
Entonces se puso enfermo y le presté mi ayuda.
—Pero ¿no ves qué ese hombre te puede contagiar su enfermedad? Te
ha vomitado sangre —dijo con asco—. Es un enfermo condenado a morir.
—¡Deja ya de tratarlo como un apestado! ¡No tienes derecho! —Pierre
no lo había visto nunca tan enfadado—. ¡Los ricos asquerosos como tú
jamás han estado enfermos, ni se han acercado a los “apestados”! ¡No
puedes entender lo que ese hombre ha hecho! ¡Aun a sabiendas de que
podía contagiarse, ayudó a aquella familia con toda su alma! ¡Y si me da la
gana, me acerco a él y le toco! ¡Si no te gusta, no pasa nada, me voy y se
acabó! —Pierre se sentó en la cama compungido.
—Sólo me preocupo por tu salud. No deseo que ese hombre sufra... Y
tampoco pensé que te fuera a afectar tanto ver así a alguien desconocido. —
Albert cerró los ojos.
—Lo siento mucho, he sido un desagradecido contigo... pero es que...
ese hombre es aquel hombre...
—¿Cómo?
—Mentí al decir que no sabía su nombre... se llamaba Davide. Él es
aquel Davide. Lo que pasa es que m-me daba vergüenza decirlo.
—¿Por qué? —El hombre le cogió de la mano.
—Fray Davide fue el único que me vio como un ser humano. ¡Verle
muriéndose me partió el corazón! Después de lo que hizo por mí, no podía
darle la espalda como si nada.
—Si me lo hubieses contado…
—No te he contado muchas cosas...
—Si te refieres a lo que hacías antes de conocerme...

68
—No, Pierre, me refiero a cuando vivía en Ville-Marie. Cosas sobre mi
familia, sobre mí, sobre lo bien que se portó conmigo fray Davide…
—¿Quieres que le visitemos? —Albert se puso blanco como el papel.
—¡N-No!
—Ahora duerme, se te ve muy afectado.
—Está bien. —Albert se recostó en el lecho y sintió los labios fríos del
conde. Los ojos azules de este le miraron con adoración, lo que le angustió
más. Después se marchó dejándole solo.
—Me dijo que yo era más hermoso de lo que recordaba... —musitó
Albert, en la oscuridad de sus aposentos—, que le costó mucho
olvidarme...
Seguidamente se vistió para salir de la habitación en busca de la de
Davide. Tenía que hablar con él.

En la habitación de Davide se hallaban este y su tío, el cual estaba muy


enfadado.
—¡No debiste, bajo ningún concepto, dejar que te tocara! ¡Es un
invitado mío! —Davide le observó con los ojos rojos de tanto llorar, pero
no dijo ni pío—. Y para colmo te quedas tirado en el jardín, a sabiendas de
que la servidumbre no se atrevería a tocarte. ¡Suerte que volví pronto!
¡Tienes treinta y seis años y a veces te comportas como un niño pequeño!
—Estoy muriéndome —dijo asqueado.
—¿Por qué dejaste que ese hombre te tocara?
—No lo pude evitar. Estoy débil.
—Suerte que el médico ha dicho que las posibilidades de contagio eran
mínimas…
—Tío...
—¿Qué?
—Lo siento.
—Ya lo sé... —Se sentó a su lado en el lecho. —¿Qué es lo qué te
sucede? Estás inquieto.

69
—Albert y yo nos conocimos en Nueva Francia. —El cardenal se quedó
estupefacto, pues no tenía constancia de aquel viaje.
—¿Cuándo fuiste?
—Hace ocho años. Varios franciscanos me propusieron ir y entonces
nos disgregamos al llegar a Nueva Francia. Yo terminé en Ville-Marie.
Albert vivía en la colonia... —dijo apenado.
—Así que tú eres aquel fraile que el chico conoció allí. Qué pequeño es
el mundo...
—Tío, nunca se lo he contado a nadie, pero pasó algo allí… y fue muy
grave. Estoy pagando por lo que pasó…
—¡No digas eso!
—¿Qué gano dándole la espalda a esta realidad tan patente? —El
cardenal suspiró—. Cuando confiesas a todos esos personajes importantes,
¿escuchas muchos pecados?
—No te puedes ni imaginar cuántos. Y algunos son terribles.
—¿Serías capaz de perdonarme dos pecados que cometí? ¿Crees que
Dios me perdonaría? —Su tío se quedó desconcertado—. Aunque son tan
pecaminosos que iré al infierno irremediablemente.
—¿Al infierno, tú? Eres la persona más recta y buena que he conocido.
—¿Me confesarías antes de morir? —El hombre asintió con un nudo
en la garganta.
—Adelante, hijo mío. —A Davide le costó horrores empezar, aunque
cuando lo hizo fue directo al grano.
—Maté y me enamoré. —El cardenal se quedó anonadado—. De lo
primero me arrepiento horriblemente, pero fue sin querer. Lo único que
yo quería era proteger, de aquel asesino, borracho y violador, a la persona
que amaba.
—¿Cómo fue?
—Le aticé en la cabeza, desnucándole. Pienso en ello todos los días y es
pavoroso...
—¿Conociste a alguna mujer? ¿Te engatusó para que cometieras ese
crimen? —Davide negó con la cabeza.

70
—No me engatusó nadie, tío… Fueron las circunstancias. Aquel
hombre quería matarle… y no podía permitirlo…
—¿Matarle?
—A Albert... —Al cardenal, lo del asesinato, le pareció una nimiedad en
comparación con lo que acababa de descubrir. Sodomías había escuchado
muchas y conocía de muchos religiosos que las practicaban, pero jamás se
le pasó por la cabeza que su propio sobrino estuviera envuelto en un acto
tan pecaminoso y antinatural—. No lo pude evitar. ¿Le has visto? Es
hermoso...
—¡No digas esas cosas! ¡Maldita sea, Davide, es qué has perdido el
norte!
—Lo perdí... y ahora me estoy muriendo.
—¿Tú y él...?
—No... —mintió. Todavía no estaba preparado para decir aquello, no
hasta estar en el lecho de muerte—. Ya estoy pagando penitencia. Esta
enfermedad es un castigo divino de Dios, lo sé con seguridad.
—No estabas enamorado, dos hombres no pueden amarse, la sodomía
es muy peligrosa. ¡No se lo digas a nadie más! Lo que te pasaba es que
estabas confundido y solo. El diablo te tentó y sucumbiste, pero matando a
otra persona.
—Lo sé...
—¿Ahora tú... al verle...?
—Aquello que sentí pertenece al pasado. Ahora no siento nada, soy un
muerto en vida.
—Él… pronto se irá. Mantente alejado. No te preocupes más y
descansa. Todos cometemos errores. —Su tío se puso en pie y, antes de
irse, dijo;
—Descansa en paz. El día del Juicio Final, serás absuelto. —Después se
marchó.
Davide se mesó el cabello canoso con mano temblorosa.
—No lo creo... Perdí la esperanza de volver a verle, pero… no dudaría
en estrecharlo contra mí hasta el fin de mis días...

71
Albert se acercó a la zona en la que habitaba Davide y vio al cardenal
aparecer por un pasillo, así que se escondió. Pensó que tal vez venía de los
aposentos del fraile, aunque a saber dónde estaban exactamente. Tuvo
suerte al ver cómo se encontraba con la sirvienta de aquella mañana y le
decía que llevaran a Davide agua caliente para el baño. Sólo tendría que
esperar escondido y seguir a los sirvientes hasta las habitaciones del fraile.
Tras un largo rato, vio aparecer a los sirvientes y les siguió los pasos con
mucho sigilo. El corazón le latió alocadamente. Se tocó el cabello con
nerviosismo y alisó su ropa para estar presentable. La muchacha de las
cocinas llamó a una puerta y después se alejó por un pasillo. Se quedó
mirando con el alma en un puño, hasta que Davide salió de la habitación y
entró en otra.
Con sigilo, Albert caminó apoyado en la pared, pues entre los nervios
que atenazaban su estómago y la pierna coja temía caerse por el camino, ya
que se le había olvidado coger el bastón. Al fin llegó a la puerta y entró.

En cuanto le llevaron el agua para el baño, Davide se metió rápidamente


en la bañera. Introdujo hasta la cabeza y se mantuvo dentro un rato,
relajándose. Su tío estaba empeñado en cuidarlo para que su enfermedad se
retardara lo máximo posible.
A pesar de estar bajo el agua, escuchó un ruido y sacó medio cuerpo. Al
ver a Albert plantado en la puerta se asustó y tuvo que taparse con un paño.
—¿Cómo sabías que estaba aquí? Creo que tú y yo ya hemos dicho
todo lo que teníamos que decir. —Albert no dijo nada, cerrando la puerta
con la llave.
—No quisiste escucharme.
—Haz el favor de largarte, te lo ruego…
—Dime una cosa, ¿si estuvieras sano, me aceptarías?
—No —dijo tajante, tapándose más.
—Por qué te arropas. Ya sé cómo es tu cuerpo.
—He cambiado mucho, la enfermedad me está consumiendo.

72
—Me sigues pareciendo el hombre más guapo que he visto jamás. —
Davide se violentó.
—¡Vete! —Albert se despojó de toda la ropa con sensualidad, ante la
mirada asombrada y excitada de Davide, que intentó no mirar. Sin
embargo le resultó imposible:
La levita cayó al suelo, deslizándose. Los zapatos de tacón quedaron a
un lado. Las medias blancas, el pantalón de seda y los calzones, dejaron a la
vista, al desaparecer, unas piernas blancas llenas de vello rubio y un sexo
erguido. La camisa de mangas abullonadas acabó en el suelo, junto al resto
de ropa, habiendo dejado de tapar un torso esbelto. Y, finalmente, el lazo
que recogía sus cabellos dejó a estos libres. Los rizos cayeron hacia delante,
juguetones.
Albert era realmente perfecto, con su piel clara, sus formas de estatua
griega, su sexo bien erecto. Davide no tenía palabras, sólo ojos. Al ver que
el francés se metía en la gran bañera, tuvo que levantarse rápidamente, sin
embargo las manos fuertes del otro hombre lo agarraron con fuerza para
impedírselo. El contacto le resultó abrasador a Davide, sobre todo cuando
Albert se le puso encima y sintió aquellos ardientes ojos esmeralda
devorándole y esos labios rojos sobre los suyos.
—¡Basta… por favor…!
—Tu verga no dice eso... —musitó Albert. Davide no pensó jamás que
de nuevo pudiera tener una erección como aquella, pues la enfermedad le
había mellado bastante.
—Por favor, sal de la bañera... —le rogó desesperado, intentando
apartarlo. Albert le miró con sus esmeraldas bajo la luz de las velas.
—Dime ahora que no te gusto, que no me deseas, y te juro que me
marcharé... —Davide, que sentía el húmedo contacto de aquel cuerpo
sobre el suyo, aquel corazón latiendo cerca, aquellos ojos verdes tan dulces
y seductores... no pudo decir no y, con lentitud, acercó su boca a la de él y
la besó con anhelo. Se abrazaron con pasión, tras una larga espera de ocho
años terribles. Davide se deshacía en gemidos placenteros al ser tocado por

73
aquellas manos que le palpaban por lugares prohibidos y arañaban sus
carnes.
—Albert, oh Albert, Albert, no sigas...
—Dios mío, creía que no sentiría esto nunca más en toda mi vida. Tu
cuerpo y el mío unidos... Quiero meterme en ti tan hondo que… —
Davide recordó aquello entre sonrisas.
—…que te alargarás tanto que llegarás hasta mi corazón y te derramarás
en él… —le interrumpió Davide. A rubio se le llenaron los ojos de
lágrimas mientras intentaba dilatar el orificio de Davide para poder
penetrarlo—. Te estaba esperando sentado en el jardín... has tardado
mucho...
——¿Te duele? ¿Puedo empujar? —El hombre asintió mientras le
besaba una mejilla con ardor. Albert sentía oleadas de placer intenso cada
vez que empujaba, y más si Davide gemía gozosamente. Le lamió la oreja
tal y como le gustaba y Davide creyó que se moriría de gusto.
—Te acuerdas… de que eso me vuelve loco…
—Para mí, fue ayer cuando hicimos el amor por última vez…
—Ya has llegado a mi corazón...
—Te voy a dejar... un regalo... —dijo entrecortadamente. Albert
empujó más fuerte, comiéndole la boca a Davide. El semen salió disparado.
Davide le apretó las nalgas y las notó contraerse casi hasta el imposible
mientras la embestida final lo empujaba hacia arriba. Albert se relajó de
pronto, rendido, feliz. Davide le acarició el cabello rubio y mojado—.
Davide, amor mío... —Llevó sus manos hasta el sexo de Davide,
encontrándolo algo apagado.
—Es porque físicamente estoy mal, no es que no te desee...
—Salgamos de la bañera y vayamos a ese diván de ahí. —Lo hicieron,
mojados y húmedos. Davide se sentó y Albert le abrió las piernas,
metiéndose su sexo en la boca y cogiéndolo con las manos. Cuando estuvo
bien erecto le hizo levantarse y acompañarlo entre besos y caricias por
todas partes hasta una pared acolchada con una especie de tapiz. Se puso de
cara a la pared e hizo que Davide se apretara contra su espalda y nalgas.

74
Davide notó estas mojadas y redondas, apetecibles, tanto que se excitó
sobremanera. Albert, por su parte, abrió las piernas y se frotó contra el sexo
que notaba húmedo y caliente. Las manos de su amante le abrazaron tras
penetrarlo con su candente verga. Albert se puso de puntillas porque, cada
vez, Davide lo envestía con más intensidad. Apretó las nalgas mientras que
con las manos arañaba los muslos y glúteos de su embestidor. A Davide le
costó bastante alcanzar el cenit, cosa que alargó minutos la penetración y
que maravilló a Albert, que estaba a punto de tener un segundo orgasmo.
—Por favor, más fuerte. —Davide no se hizo de rogar y embistió a
Albert contra la pared acolchada. Este gimió de pura excitación, se lo estaba
pasando maravillosamente bien.
—No aguanto más, perdóname... —Davide sintió la eyaculación como
un torrente, pero salió de Albert a tiempo y este notó el semen caliente
sobre sus nalgas. El fraile le dio la vuelta con violencia y lo abrazó con
desesperación, mientras frotaba el sexo candente del rubio, que le explotó
entre las manos, caliente.
—¡Albert!
—Davide... qué feliz soy. —Davide notó que Albert seguía excitado.
—¿Cómo es posible? —exclamó al sentir que seguía preparado para
más.
—Estar contigo me produce esto, no lo puedo evitar… Tengo una cosa
especial para ti… Quiero que la tomes, te ayudará a excitarte más, si te
cuesta. —Buscó entre sus prendas y sacó una bolsita de un bolsillo. Le
metió en la boca a Davide una especie de bayas y se las hizo tragar con
agua.
Con sigilo, salieron de la sala y se fueron a la habitación de Davide.
Entre besos y caricias continuas se tumbaron en el gran lecho y taparon con
las mantas pues seguían mojados por el baño.
—¿Cómo vas a explicar las manchas que hay en el tapiz? —le preguntó
Albert.
—No lo sé, pero las has dejado tú, así que explícalas tú... —Bajo las
mantas y entre besos se echaron a reír.

75
—Cochino, me has manchado el trasero... —Davide bajó hacia sus
nalgas y, estrechándolas ardoroso, las lamió y mordió, hasta llegar a su
pequeño orificio oscuro y apetecible. Albert tenía razón, aquellas bayas
excitaban. Absorbió sus testículos y olió su aroma sexual.
—Te quiero... —musitó. Dio la vuelta a Albert y le abrió las piernas,
penetrándolo con facilidad. Se besaron mientras gozaban de su acto
amoroso, por tercera vez consecutiva. Aquella vez, no le costó tanto llegar
al cenit entre gemidos—. Dime que me quieres sólo a mí... —le pidió a
Albert justo antes de llegar a lo más alto.
—Sólo a ti, sólo contigo, para siempre... —Davide quedó totalmente
satisfecho.

Horas más tarde, cuando las bayas habían dejado de hacer efecto,
quedaron rendidos.
—Ha sido sublime... —musitó Albert.
—Te quiero... Pero ahora tengo miedo...
—¿Por qué?
—Te he contagiado, seguro, te voy a matar por mi egoísmo.
—Soy consciente de que eso ha podido suceder... y no me importa.
¿Para qué quiero vivir cien años si no vas a estar viviéndolos junto a mí? —
dijo con lágrimas en los ojos—. Prefiero morir que estar un solo instante
más sin ti. Eres el amor de mi vida, no he podido, ni puedo, ni podré
enamorarme ni desear a nadie más que a ti. Si ahora soy también un
enfermo, entonces no me importa. Viviremos juntos y enfermos. Sé que
morirás antes que yo, pero si sé que me estarás esperando no tardaré en
llegar. No creo ni en el celo, ni en el infierno. Sin embargo sé que iremos a
parar a un lugar en el que estaremos juntos por siempre, eternamente. —
Davide le acarició la mejilla pecosa.
—Ansioso te estaré esperando...

Albert peinó su propio pelo animadamente, tras lo cual se hizo una


coleta con cuidado. Tras mirarse en el espejo sonrió con animosidad, pues

76
se sentía tan contento que tenía hasta ganas de bailar. ¡Qué noche habían
pasado juntos! Tan hermosa y apasionante como la primera vez que se
amaron, aunque mucho más ardiente y lasciva.
Se dispuso a salir de su estancia, por lo que se puso la levita y salió
fuera, dándose de bruces con Pierre.
—¡Albert! Qué elegante vas, ¿vendrás hoy a Roma?
—No puedo, le prometí a Da… a fray Davide que charlaría con él un
rato. Me da pena decirle que no. —El conde puso mala cara—. Pierre, no
seas así... está enfermo. Además, me sentaré alejado de él... lo prometo.
Esta tarde iré contigo dónde quieras.
—¿Y cuándo has hablado con él?
—Ah... ayer, por supuesto... —sonrió inocentemente.
—Está bien, entonces puedes ir. Sin embargo esta tarde iremos a Roma,
a comprar cosas.
—Gracias. ¿Vamos a desayunar? —Se dio la vuelta con la ayuda de su
bastón y fue hacia las escaleras. El conde se quedó plantado allí.
Normalmente, Albert, se dejaba ayudar por él para caminar. Y si le decía
que iban a ir de compras, se le tiraba encima y lo besaba alegremente. En
cambio, aquella mañana... ni una cosa, ni la otra. Y para colmo, la noche
anterior había ido a su cuarto porque le echaba de menos y no estaba en él.
Además, le brillaban los ojos con una intensidad inusitada. Aquel Albert,
no era el mismo de siempre, no.

En la mesa, sólo estaban ellos tres, como era habitual. Albert estaba
callado, mientras el tío de Davide le observaba atentamente.
—Albert...
—¿Sí, cardenal?
—Así que conoces a mi sobrino.
—Siento haber mentido diciendo que no recordaba su nombre, es que
me daba vergüenza. Fray Davide es una persona maravillosa que me ayudó
mucho. Estoy muy contento de haberlo encontrado. Hoy i-iré a verle... un
rato. Con vuestro permiso, claro.

77
—Comprende que está enfermo y que se cansa con mucha facilidad.
Además, mantente alejado de él, es lo mejor para tu salud. El pobre se ha
levantado hoy muy, muy fatigado.
—¿Qué? —Albert mudó su expresión de felicidad por una de suma
preocupación. El conde se fijó en cómo le temblaban las manos.
—Sí, ha arrojado mucha sangre de buena mañana. Me han levantado
los sirvientes, muy intranquilos. Davide no tenía muy buena cara.
—¿P-Puedo ir a verle ahora? —se levantó nervioso.
—Está dormido. —Con la mano le animó a apaciguarse—. A medio día
le llevaremos al templete, donde le gusta tomar el sol, que es muy bueno
para su salud. La verdad es que hace ya mucho que no tenía una recaída tan
intensa.
—Entones, después iré a verlo. Intentaré animarlo cuánto pueda —
sonrió secretamente, cosa que tampoco se le escapó a Pierre.

Albert bajó la ladera bajo un sol potente y caluroso. El cielo azul,


moteado con algunas nubecillas blancas, era hermoso y el verde de la
hierba parecía luminoso bajo la luz intensa. Al fondo divisó el templete y
verlo le puso tan nervioso que no cayó rodando de milagro. Se acercó con
sigilo a Davide, que estaba sentado como de costumbre. Le rodeó por
detrás y tapó sus ojos. Sintió sus largas pestañas negras rozándole las palmas
de las manos.
—¿Quién soy?
—Un ángel maravilloso —su voz era ronca, muy ronca, tanto que dolía
escucharla. Davide le cogió una mano y se la llevó a los labios para besarla.
Luego hizo lo mismo con la otra. Albert le besó en la mejilla con dulzura y
se miraron. Era verdad que Davide no estaba bien, tenía la cara muy pálida.
—Es por mi culpa que estés en este estado. No debí forzarte tanto
anoche.
—Ha valido la pena...
—¿Podré estar contigo un rato? —Davide asintió a punto de toser. Lo
hizo con dolor, un dolor que su compañero notó como suyo propio.

78
—Hoy estás muy guapo, Albert. —Le acarició el rostro con mano
temblorosa.
—Tú también —contestó este mientras Davide lo negaba con la
cabeza—. A mí me gustas muchísimo, creo que quedó muy claro anoche.
—Sé que te tomaste esas bayas…
—No me hacen falta, sólo de verte se me pone duro y ardiente... Ahora
mismo me excito mucho abrazándote y te aseguro que no me he tomado
nada. Estoy mojando los calzones… —sonrió en su oreja.
—Te has convertido en un hombre muy elegante y me alegro mucho
de que ya casi no tartamudees. Pero yo he envejecido. Mira mi cabello…
—dijo con voz muy ronca—. Mi voz, mi delgadez...
—Eres mi hombre… —Acercó sus labios a los de él y se besaron con
ternura—. ¿Quieres que nos tumbemos sobre esta manta? Aquí no viene
nadie, ¿verdad?
—No, nadie. —Albert la extendió sobre la sombra de un hermoso árbol
y después ayudó a Davide a tumbarse junto a él. Se abrazaron entre besos
de afecto.
—Dentro de dos días nos tenemos que marchar. Pero se me ha
ocurrido decirle al conde que me deje una temporada quedarme contigo. Y
después ya no volveré a su casa nunca más. Le agradezco mucho lo que ha
hecho por mí, sin embrago no puedo dejarte. Tú eres lo más importante de
mi vida. Además, ahora que ya debo de estar enfermo, no quiero ponerle
en peligro.
—Ojalá no lo estés.
—Ya te he dicho que sin ti no tengo razones para seguir viviendo. —
Davide buscó la muñeca derecha de Albert y al hallarla acarició su cicatriz.
—Te estaré esperando en ese lugar que dices tú.
—Iré pronto. —Albert le besó con pasión, con amor—. Te voy a
confesar un secreto terrible. Una cosa que he estado escondiéndote desde
que nos conocimos. En realidad, soy un diablillo. —Albert sonrió con
malignidad y con sus cejas cínicas parecía de veras un diablejo—. Tú eres la
reencarnación de un ángel puro, hermoso, el más incorruptible de todos

79
los ángeles. Pero los otros te tenían envidia, así que te enviaron a este
mundo para deshacerse de ti. El Señor Satán se enteró y me envió para
seducirte a toda costa. Y luego me encargué de cautivarte con mis
artimañas malignas... hasta que caíste y te corrompí completamente del
todo. Pero pobre diablillo, que se enamoró también del ángel y eso no lo
tenía permitido.
—Este ángel desterrado del paraíso celeste, prefiere estar aquí con el
diablillo, que en cualquier otro lugar. Y cuando muramos, iremos a ese
espacio que no es cielo, ni purgatorio, ni infierno, para ser felices de
verdad.
—Sí…

Pierre y Albert iban en un carruaje, rumbo a la ciudad. Albert miraba


con ensoñación por la ventanilla, mientras el conde lo observaba a él.
—Albert, ¿qué te sucede?
—Nada...
—No me engañes, te conozco.
—No, no me conoces.
—¿Por qué me tratas así? Te quiero, te he dado todo lo que has
querido. —Se sentó a su lado y le abrazó con ternura. Albert se revolvió,
tenso.
—Por favor, aquí no.
—Llevo días sin tocarte. ¿No entiendes que te necesito? Echo de menos
tenerte desnudo entre mis brazos y oírte gemir. —Albert sintió angustia y
asco.
—Estar en casa de un hombre religioso no me excita… —mintió.
—Ahora estamos en el carruaje. Si quieres...
—¡Aquí jamás! —dijo muy alterado.
—Está bien, tienes razón. Podríamos alquilar esta tarde una habitación
en un hotel lujoso y hacer el amor. —Albert lo miró con congoja.
—N-No...
—¿Por qué no?

80
—¡Por que no quiero! —gritó. Al ver el rostro apenado de Pierre se
tranquilizó—. Perdóname, y-yo n-no...
—¿Estás enamorado de otro?
—¿Por qué dices eso? ¿De quién voy a e-estar e-enamorado yo?
—Tartamudeas, estás nervioso. Desde que hemos venido te comportas
de forma extraña. ¡Y ayer noche no estabas en tu cuarto!
—Salí a pasear. ¡Lo de fray Davide me ha dejado muy preocupado! No
tengo g-ganas de nada.
—¿Estás enamorado de él?
—¿Qué? ¡Es un fraile!
—¡No digas bobadas! ¡Antes de sacarte de esa mierda en la que vivías, te
habías acostado con religiosos de altos cargos!
—¡Basta! ¡No me lo recuerdes! ¿O te crees que me gustaba hacerlo?
¡Me daba ASCO! ¡Y además, Davide se está muriendo!
—Le llamas por su nombre, desde que le viste estás feliz y a la vez
angustiado.
—¡Pues claro que le llamo Davide! ¡Por Dios! ¡Es mi amigo! ¡Y se está
muriendo! —repitió—. Aunque yo le amara, él es un fraile que se está
muriendo.
—Acabas de reconocer que le amas.
—¡Yo no he dicho eso!
—¡Ya tengo mis años y no soy idiota!
—¡Piensa lo que te dé la gana!
—Mañana nos vamos —dijo sin más.
—Pues muy bien.

Tras volver de compras, aunque no fue muy ameno pues no se


dirigieron la palabra, Albert se encerró muy enfadado en su alcoba. Lo
sentía por Pierre, sin embargo haría cualquier cosa por estar con Davide,
incluido el vender su alma al diablo.
—Mañana nos vamos...

81
—¡Te irás tú solo porque yo me quedo aquí! —Pierre no quiso discutir
y se marchó. Por su parte, Albert se dispuso a guardar sus cosas en el baúl,
lo más indispensable. Podría vender muchas en el mercado y sacarse un
dinero para cuidar de Davide durante un tiempo. Unos golpes en la puerta
le hicieron girarse enfadado, pues pensaba que sería el conde. Al abrir se
llevó una sorpresa: era el tío de Davide.
—¿Puedo hablar contigo, Albert?
—Sí, claro. Pase, por favor.
—Iré al grano. Conozco perfectamente las preferencias sexuales de mi
amigo Pierre. También sé que estás con él por interés, pues es evidente que
tú eres un joven atractivo, pero pobre, y él es un hombre maduro y muy
rico. —Albert se quedó estupefacto—.Tampoco me voy a meter en eso. Él
lo sabe y tú lo sabes. Pero hoy me ha venido con un cuento muy extraño:
me ha dicho que estás enamorado de mi sobrino.
—¡Cómo ha podido decir eso! —chilló nervioso.
—Y eso sí me importa y es de mi incumbencia. Así que ya que esta es
mi casa, tienes prohibido acercarte a él nunca más y, cuando te marches
con Pierre, no quiero que vuelvas aquí bajo ningún concepto. Deja en paz
a mi sobrino, que bastante enfermo está ya. Ni lo visites y ni se te ocurra
despedirte de él si quiera. ¿Lo has entendido? —Albert chilló de rabia y
pateó el arcón tirándolo todo por el suelo—.Te traerán la cena aquí y
estarás encerrado con llave para que no puedas salir hasta mañana a la hora
de partir. Me lo ha pedido expresamente Pierre, lo siento. Comprende que
tampoco puedo permitir que mi sobrino se corrompa por tu culpa. La
sodomía es terrible y lo que tú haces, vendiendo tu cuerpo a cambio de una
vida rica y llena de lujos, es digno del diablo y su depravación.
—¡No creo en Dios, ni en el Diablo, ni en la Iglesia corrompida! —
gritó Albert—. ¡Sólo creo en el amor puro y verdadero que siento por
Davide!
—¡Basta! ¡Eso no puede ser amor! ¡Dios creó al hombre y a la mujer
para engendrar vida! ¡Dos hombres no pueden amarse, está mal! Y aunque
me cueste tanto entender las preferencias pervertidas que tiene el pobre

82
Pierre, al menos le fue fiel a su esposa mientras vivió, no como tú, que has
llevado una vida tan repugnante, vendiéndote por un puñado de monedas a
cualquiera que se te pusiera por delante.
—¡Usted no sabe lo que he tenido que pasar para poder sobrevivir! —
gritó Albert fuera de sí.
—Eso no justifica nada. —El cardenal se dio la vuelta y salió dando un
portazo de la habitación, mientras Albert se moría de desesperación.
—Davide... —lloró su nombre con desánimo—. ¿Por qué este es un
imposible amor?

83
III

Davide miró por la ventana con nerviosismo, ya que la luna se movía


cada vez más y Albert no aparecía por allí.
—¿Por qué no vienes? Ha tenido que pasar algo... —Decidió ir a
buscarle. Poniéndose un batín para no coger frío, salió sigilosamente de su
estancia, con una candelilla. Parecía que todo el mundo estaba durmiendo.
Continuó caminando, algo débil, hasta acercarse a la habitación de Albert.

Por su parte, Albert intentaba abrir la puerta sin éxito, con una especie
de horquilla que había encontrado en un cajón, sin embargo le resultó
imposible. Parecía que había algo taponando la obertura, muy
probablemente la propia llave con la cual había sido encerrado. Le dio una
patada de rabia a la puerta. No pensaba perdonarle jamás al conde. Siempre
creyó que Pierre era un hombre bueno, amable y cortés. Al final todos eran
iguales, unos egoístas que sólo le querían por el sexo.
Se giró hacia la ventana y la abrió. El paisaje resultó desolador; allí abajo
no había más que suelo pedregoso y estaba en un tercer piso.
—¡Maldita sea! —Unos golpecillos en la puerta le hicieron girarse y
correr hacia ella—. ¡Hijos de Satán, sacadme de aquí!
—Soy yo, no te preocupes...
—¡Davide! —Albert cayó derrengado sobre el suelo. Se escuchó el
ruido de la llave girando y después entró el italiano. Se abrazaron con
pasión tras cerrar.
—¿Quién te ha encerrado?
—Tu tío y el conde. Se han dado cuenta de lo nuestro.
—No pasa nada.
—Mañana por la mañana el conde quiere que nos vayamos. No pienso
irme de aquí sin ti.

84
—No te preocupes. Al ver que no venías me temí algo así. Mi tío
también sabe que yo te amo, bueno... le conté que me enamoré de ti en la
colonia. Se debe de temer que hagamos algo impuro.
—Me dijo que no permitiría que te corrompiera.
—Ya estoy corrompido y soy muy feliz por ello. —Levantó a Albert del
suelo y llevó a la cama. Se despojaron lentamente de la ropa, con suavidad.
Pronto se encontraron el uno en brazos del otro completamente desnudos,
de rodillas sobre el lecho. Las manos de Davide acariciaron a Albert por
todas partes: espalda, nalgas, piernas, brazos. Le besaba el cuello y la nuez
con dulzura mientras Albert gemía de placer. Sus sexos se tocaban y
besaban el uno al otro.
—Pensaba que no tendrías ganas.
—Eso creía yo también, sin embargo no es así. ¿Por qué hueles tan
bien?
—No llevo perfume.
—Es tu olor personal, has olido siempre así... —Poco a poco se
tumbaron sobre el colchón para poder entrelazar las piernas y apretarse
más aún. Davide estaba siendo muy delicado al hacer el amor y eso le
encantaba a Albert. Sabía que en el estado delicado de salud en el que
estaba, él no podía ser ese bruto italiano del pasado.
—Te quiero mucho —le dijo Davide, antes de besarlo con un casto
beso sin lengua, pero igualmente ardoroso.
—Para siempre...
—Sí, para siempre y pase lo que pase. —Davide bajó hasta su pecho y
mordió con delicadeza sus pezones duros y de pigmento claro. Su amante
gozó muchísimo con aquello. Después besó, casi como un susurro, todo su
vientre y lamió aquel ombligo perfecto, lo que hizo reír por las cosquillas al
hombre rubio, pasando esas risas a ser clamores de placer, pues Davide
besaba su sexo y le lamía los testículos blandos. Después sintió aquellos
labios sensuales, besar sus ingles, caderas y muslos; sus rodillas, tobillos,
pies y dedos. Incluso hasta las uñas. De nuevo los besos subieron hasta las

85
caderas, sobacos, hombros, cuello y labios. Nadie, jamás, había hecho
sentir aquello a Albert.
Con los brazos, Davide rodeó sus piernas y las abrió. Albert notó el
caliente, húmedo y duro sexo de su amante introducirse entero en su
interior. Entraba y salía en su justa medida y no era violento mientras lo
hacía.
A su vez, Davide, que no tenía muchas fuerzas, intentó calmarse y no
dejarse llevar por el deseo desenfrenado mientras le hacía el amor. Veía el
rostro de Albert transformarse en placer intenso. Los labios entreabiertos y
mojados gimiendo placenteramente: sus ojos semi cerrados ponerse en
blanco; sus cabellos desparramados por la almohada brillaban a la luz de la
lámpara y le hacían parecer un ángel que gozaba intensamente.
—Ya no aguanto más, Albert... —jadeó.
—No te resistas... —Las manos de Davide le apretaron las caderas tanto
que dejó allí unas buenas marcas, mientras Albert sentía cómo entraba en él
su leche. El fraile jadeó de cansancio abrazando a su amor, con cariño—.
¿Me dejas que entre en ti? —le preguntó Albert y Davide asintió. El
hombre rubio le indicó que se pusiera de rodillas sobre el suelo y se
apoyara en la cama. Le abrió las piernas e introdujo una especie de crema
en su recto. Davide gimió de sorpresa y placer.
—Es para que no te duela como la otra vez... —Después, Davide sintió
el sexo grande de Albert introduciéndose muy poco a poco, hasta que de
un empellón lo tuvo todo dentro. Aquella vez le gustó mucho más que en
la bañera. Apretó las nalgas casi sin querer, pues le daba placer hacerlo sin
darse ni cuenta.
—¿Te duele?
—Sigue... —gimió Davide, que sentía el roce de su propio sexo contra
las sábanas de seda como un dulce tormento.
—Estoy muy excitado, así que acabaré demasiado deprisa... —Davide
notó la mano de Albert rodearle su pene erecto de nuevo y frotarlo con
suavidad. Albert, por su parte, llegó al orgasmo casi de inmediato, porque
el interior de Davide estaba muy húmedo. Sentir aquello con Davide no

86
tenía precio y si se tenía que quemar en el infierno, habría valido la pena.
Sin salir de él, continuó moviéndose con cuidado, friccionando con más
intensidad el sexo de su amante, hasta que este derramó el semen entre sus
manos.
Se tumbaron sobre la cama y abrazaron muy fuerte tras limpiarse.
Albert se echó a llorar de pronto.
—¿Qué pasa?
—Es que... y-yo... no quiero perder esto j-jamás. Es tan maravilloso
hacer el a-amor contigo...
—Para mí también lo es. La Iglesia se equivoca al decir que estos actos
son impuros. Si dos personas se aman, ¿qué importa que hagan el amor?
No hacen daño a nadie...
—¿Nos vamos a escapar?
—Sí... Esta noche. —Albert sonrió de felicidad. Estuvieron callados un
buen rato, mientras Davide se dedicaba a besarlo en las manos y muñecas.
—¿Y esto? ¿Por qué tienes tantas cicatrices en esta muñeca?
—Yo...
—¿Creías que no me daría cuenta tarde o temprano? ¿Por qué?
—No lo entenderías.
—¿Que no lo entendería?
—Fueron momentos horribles en los que ni siquiera tu recuerdo
conseguía salvar mi alma corrompida. ¡No lo entenderías!
—¿Cómo no voy a entenderte, mi amor? Dime la razón de que
quisieras morir. —Albert se negó en rotundo—. Soy yo, Davide...
—Por eso mismo, porque eres Davide, no puedo d-decírtelo.
—Te juro que lo entenderé... —Albert tenía miedo, aun así confió en
él.
—Todo empezó con el padre Louis... —La expresión de Davide
cambió.
—Nunca me he atrevido a preguntarte qué es lo que…
—Me violó muchas veces.
—¡Hijo de Satán! ¡Le mataré!

87
—Ya está muerto... —Albert tragó saliva—. Estuvo meses abusando de
mí. Me decía que si no me dejaba, mi padre sufriría las consecuencias y que
todo el mundo sabría que yo era hijo un incesto. Que me quemarían por
impuro. ¿Te parezco impuro?
—No, cariño, no...
—¿De verdad?
—De verdad... —Davide le acarició las mejillas.
—¿Y si te digo que lo envenené y le maté? —Davide se quedó
estupefacto—. No aguantaba más que me tocara con sus asquerosas manos
de pervertido. ¿Eso lo puedes asimilar?
—Sí... —Davide lloró en silencio, dejando que las lágrimas le cayeran
por el rostro.
—¿Seguro?
—Sí... ¡Sí! —estrechó a su amante contra sí, con adoración.
—Le odiaba hasta ese punto, porque me separó de ti y me ultrajó no te
puedes ni imaginar cómo.
—¡Yo le hubiese matado a golpes!
—Sufrió más siendo envenenado día a día. Y antes de morir,
agonizando, le dije que le odiaba y que había sido yo... para que sufriera
más.
—No pasa nada, cariño… Pertenece al pasado.
—Mi sufrimiento no acaba ahí, porque me escapé y me subí a un barco
que llevaba a Europa con una chica que tampoco tenía dinero. Nos
ayudamos mutuamente. Se llamaba Marie, pobrecilla... Nos hicimos pasar
por hermanos. Pero no pude hacer nada por ella, sólo vengarme...
—¿Qué sucedió?
—Ella tenía familia en Marsella y quería volver a Francia con ellos, pues
su marido había muerto. Yo le conté que tú me esperabas en Italia, aunque
no le expliqué lo nuestro, claro. Una noche salimos a tomar el aire, porque
la verdad es que en aquellas estancias apestaba a sudor con tanta gente
apretujada y ella se mareaba mucho y vomitaba cada dos por tres. Nos
encontramos con un grupo de marineros que nos rodearon y... —Albert

88
tragó saliva. Davide lo entendió perfectamente—. La violaron a ella y a mí,
repetidas veces...
—Por Dios... Albert...
—¿Eso lo aceptas? —Davide asintió con horror—. Y no fue la única, ni
la última vez que sucedió. Marie fue la que peor lo pasó, porque yo había
aprendido a aguantar, pero ella... A mí me ultrajaron unos detrás de otros,
pero a ella la violaron varios a la vez. Luché contra ellos muchas veces, pero
nos tenían amenazados con tirarnos por la borda. Una noche fue espantosa,
pues me obligaron a hacer cosas asquerosas, yo...
—¡No lo quiero oír! —gritó Davide, tapándose los oídos.
—Después ya no aguanté más y me emborraché para no recordar nada.
Hacia tiempo que bebía, para olvidar los tormentos que Louis me hacía
pasar. Una noche, borracho, me corté las venas. Marie me salvó la vida. Yo
no pude salvar la suya. Un día se llevaron a Marie, y cuando esta volvió con
todo el vestido ensangrentado, entendí algunas cosas. Me dijo que lo había
dejado escondido en un rincón y que con él se había ido el fruto de ella y
su esposo. Estaba embarazada y yo no lo sabía. Esos hijos de perra la
violaron con tanta violencia, que… perdió a su hijo…
—Qué espantoso...
—Días después prefirió tirarse ella misma por la borda. Yo no pude
detenerla, lo que me hizo sentirme más culpable y arrojarme más aún a la
bebida.
—Lo siento. Tenía que haber ido a por ti, yo... —dijo sollozante.
—No te culpes, Davide, no te culpes... porque a lo largo de ocho años
he sido otra persona diferente... he tenido que hacer cosas y fingir tanto
que... Cuando el barco llegó a Francia yo ya era alcohólico, como mi tío...
como los últimos días de mi padre. ¿Te dije que mi padre murió
alcoholizado? —Albert lloraba con desconsuelo—. Y mi necesidad de beber
me hizo hacer cosas terribles.
—¿Robaste? —Albert asintió.
—Robé, pero también me vendí.

89
—¿Te vendiste? No te comprendo. —Albert le miró con el corazón en
un puño.
—¡Me vendí! ¡Me vendí a cualquiera que quisiera un rato de... de...!
¡Vendí mi cuerpo! —Davide le miró desconcertado—. A los marineros, a
los comerciantes y sus mujeres, a las posaderas para tener un lugar donde
dormir… ¡N-Necesitaba comer, necesitaba beber alcohol, necesitaba
dormir en un lugar que no fuera el frío suelo de la calle! ¡Me convertí en
una prostituta! Y después fui ascendiendo y me acostaba por dinero con los
ricos y con sus mujeres. ¡Me olvidé de ti, me olvidé del amor! Cuando
Pierre me encontró yo era una ramera de lujo. Fue el único ser humano
bueno que hallé y gracias a él salí de aquel infierno. Me curó… y he sido su
amante hasta que volví a encontrarte… pero ya no puedo seguir con él. Te
quiero a ti… —Albert abrazó a Davide, que miraba con el rostro
desencajado la imagen que le devolvía el espejo de enfrente. El cuerpo
lloroso y convulso de Albert se apretaba contra el suyo, buscando amor y
comprensión. Sin embargo se sintió asqueado, traicionado y horrorizado,
tanto que de un empujón le arrojó fuera de la cama.
—¡Davide! —chilló Albert con desesperación, mientras intentaba
abrazarse a él.
—¡No me toques, sucio y repugnante demonio! ¡Me produces asco!
¡No me toques! —Volvió a empujarlo mientras Albert lloraba
angustiosamente.
—¡Por favor, entiéndelo! ¡A mí me asqueaba hacer e-eso! ¡Estaba e-
enfermo, e-era un borracho!
—¡A este Albert no lo quiero para nada! ¡Me repugnas! ¡Además, bien
que te olvidaste de mí mientras te fornicabas a todos aquellos durante
tantos años! ¡Pude entender que te violaran, pude entender que matases al
padre Louis! ¡Pero que tú mismo te ofrecieras, eso no lo puedo
comprender! ¡No quiero verte más en toda mi vida y espero de verdad que
pagues con tu sufrimiento todo lo asqueroso que has hecho! ¡HE
DEJADO DE AMARTE! —le chilló mientras se ponía la ropa con

90
nerviosismo. Se sentía asqueado de verdad. Albert le agarró de la pierna,
rogándole que no le abandonara.
—¡No me abandones, por favor, te lo r-ruego! ¡Te quiero, lo hice todo
por ti!
—¡Yo no te pedí que fueras una ramera! ¡Yo amé a aquel Albert, no a
este desecho! —Se quitó a Albert de encima con una patada. Aun así,
Albert siguió intentando abrazarlo, hasta que Davide perdió los estribos y le
abofeteó con tanta fuerza que le rompió el labio. Albert se dio contra la
pared al retroceder y cayó sentado y desnudo sobre el suelo. Vio como el
amor de su vida se iba dejándole atrás, odiándole.
—Lo sabía... —musitó entre sollozos. Gateó hasta el tocador y se bebió
todos los perfumes que encontró, pues eran lo más parecido al alcohol.
Necesitaba emborracharse y allí no había nada más. Encontró además la
navaja de afeitar. La miró entre risas histéricas, pues no era la primera vez.
Rio un buen rato, fuera de sí, hasta que sus risas se tornaron sollozos de
amargura. Se acercó la cuchilla a la muñeca y la cortó sin vacilar. Luego
soltó el utensilio y se quedó mirando como manaba la sangre sobre su
pierna desnuda.Y así se quedó hasta perder pocos minutos después el
conocimiento.

El conde lo encontró de inmediato, pues la servidumbre le avisó de los


ruidos y los gritos en la habitación de su ayudante.
Al arribar le horrorizó la escena. No era la primera vez, pues en plena
ansiedad, Albert ya lo había intentado otras veces antes. La primera vez con
un corte en las venas y la segunda con veneno (aunque por suerte no supo
tomarse la cantidad necesaria).
Pierre vio los frascos de perfume derramados por el suelo y, al oler el
aliento de Albert, supo de inmediato lo que había hecho. Tuvo que
provocarle el vómito. De inmediato llamó a los sirvientes y al cardenal.
Estuvieron a su lado toda la noche, pero estaba tan débil que no despertó.
El médico lo dejó claro:

91
—Este hombre sufre algún tipo de locura, porque ha intentado
suicidarse ya demasiadas veces. Lo mejor es tenerlo vigilado día y noche,
sin duda.
—¿Se pondrá bien pronto?
—En unos días. Afortunadamente el perfume no hizo efecto. Unos
instantes más y lo hubiesen encontrado muerto. —Después, el médico se
marchó y se quedaron hablando los dos amigos.
—¿Por qué lo habrá hecho? —se preguntó Pierre, visiblemente
afectado—. No le teníamos que haber encerrado. Es por mi culpa...
—La puerta estaba abierta, eso quiere decir que alguien entró, porque él
no podía salir. Creo que fue Davide...
—¡Davide!
—Sí, mi sobrino... no debería decirlo, pero... mi sobrino me confesó
que cuando se habían conocido, se enamoró de Albert. Ahora comprendo
que no me dijo toda la verdad sobre el asunto. Creo que era correspondido
por este y que al volver a verse surgió... en fin... surgió...
—Sí, yo ya sabía que Albert no podía corresponderme... ahora también
comprendo muchas cosas. Sé que tú no entiendes que pueda sentir amor
por él, pero le quiero. Más de lo que amé a mi esposa. Me lo voy a llevar de
aquí mañana mismo en cuanto se despierte. Intentaré hacerle feliz, aunque
creo que ya no podré.
—Tendré que ir a hablar ahora mismo con Davide, esto no puede
quedar así. Los sirvientes escucharon ruidos y una discusión. Debió de ser
eso lo que provocó este intento de dejar la vida. Creo que mi sobrino se
merece que la culpa de esto le pese hasta el final. No quiero ser cruel con
él, sin embargo...
—Debe ser así.
—Y así será...

Albert abrió los ojos con lentitud, le pesaban muchísimo. No reconoció


el lugar donde se hallaba, tampoco le importó. Intentó moverse pero le
resultó casi imposible, ya que parecía que el alma le pendía de un hilo y

92
que si intentaba esforzarse esta se iría flotando lejos de él. Una mano
caliente le acarició la mejilla, así que la miró. Era la de Pierre.
—¿Cómo te encuentras?
—Mal... —dijo con la boca pastosa—. Quiero agua... —Pierre le ayudo
a sentarse.
—¿Por qué lo hiciste, Albert? —Este le miró con sus ojos verdes
descoloridos. Lo cierto era que tenía un aspecto fantasmal: piel pálida como
un muerto, cabello despeinado y sucio de sangre seca, labios blanquecinos
e hinchados con una costra.
—No quiero vivir más, ya he sufrido bastante.
—¿Por qué eres tan egoísta?
—El egoísta eres tú, por mantenerme vivo. Yo no te amo, Pierre...
Sabes que no te a-amo... y aun así...
—¿Me odias?
—No, por supuesto que no.
—Entonces me vale. Mira, Albert, sé que has sufrido lo indecible, que
has tenido que venderte muchas veces porque estabas enfermo. Sé que
estás conmigo por puro interés. Aun así, yo te quiero.
—No me conoces...
—Es verdad.
—Yo antes no era así...
—Aquello ya pasó, olvídate de una vez.
—Pierre, probablemente esté enfermo…
—Entonces te cuidaré hasta el día que te vayas...
—¡Te odio! ¿Por qué eres t-tan bueno conmigo? —El conde le sonrió y
le cogió de la muñeca—. No puedo mover la mano…
—Estás débil y puede que te hayas cortado algún tendón y por eso no la
puedas mover. Perdiste mucha sangre.
—La primera vez que intenté suicidarme, fue cuando le conté que era
hijo de mi tío... entonces él me salvó y me amó... —Albert se echó a llorar.
—¿Davide? —El enfermo asintió.

93
—Pensé que si lo hacía de nuevo, me volvería a querer. Pero no me
quiere, no aceptó lo que tuve que hacer para sobrevivir y llegar un día hasta
él de nuevo. No aceptó que fuera un enfermo del alcohol. Durante años
me volví loco y dejé de ser yo. Sólo cuando he estado con él, ha vuelto el
verdadero Albert Aumont... Ayer yo... me di cuenta de que si él ya no me
amaba, no deseaba seguir aquí, porque la existencia sin el amor de tu vida
no tiene sentido alguno... —Albert se echó a llorar desconsoladamente.
—¿Tanto es lo que le amas?
—Más todavía de lo que puedas imaginar...
—Olvídale, déjale atrás. No te voy a pedir ni que me aceptes, ni que me
ames, ni nada de nada. Sólo deseo que seas feliz hasta el día de tu muerte.
Si estás enfermo de tuberculosis te cuidaré y ya está. Ahora te van a traer el
desayuno y quiero que te lo comas. ¿Lo harás por mí? —El convaleciente
asintió con desgana.

Era ya medio día y el cardenal se había tenido que ir de urgencia al


Vaticano, sin poder ir a decirle a su sobrino todo lo que pensaba del asunto.
Se despidió de su amigo de infancia con dolor.
—Cuánto siento todo este despropósito. Mi sobrino me ha
decepcionado muchísimo y encima no he podido decirle nada. Lo mejor es
que os marchéis de inmediato, ahora que Albert está mejor, y no miréis
atrás. —Después de aquello, partió. Pierre se quedó pensativo, tras lo cual
decidió ir a hablar con el fraile.

Davide se hallaba en su cuarto, encerrado. No había conseguido pegar


ojo en toda la noche, comiéndose la cabeza con escenas de Albert
fornicando con miles de demonios repugnantes. Eso le había vuelto tan
loco que había roto todo el mobiliario de su estancia a golpes. Tras la furia,
los violentos ataques de tos mermaron sus fuerzas. Eran demasiados los
celos que le consumían por dentro. Albert era hermoso, demasiado
maravilloso y el mero hecho de pensar que cualquier otro le hubiese
tocado lo ponía rabioso de celos.

94
Justo en esos instantes llamaron a la puerta y pensó que sería la
servidumbre.
—¡Iros al infierno todos! —chilló fuera de sí y tiró un jarrón contra el
portón.
—¡Soy Pierre de Boileau!
—¡Fuera de mi vista! —El conde no le hizo ni caso y entró en la
habitación. Davide se enfadó, pues había cerrado con llave y aquel hombre
tenía una copia, seguramente suministrada por los sirvientes.
—Vengo a decirte que gracias a ti… Albert se ha matado. —Davide se
quedó acongojado ante semejante noticia. Cayó derrengado sobre el suelo
por la impresión. El conde sabía que no estaba bien decir aquello, sin
embargo debía proteger a Albert de aquella relación destructiva—. Te
mereces saber que se ha quitado la vida cortándose las venas. —Aquello
impresionó más al fraile—. Supongo que sabrás porqué lo ha hecho y me
darás una explicación.
—Yo... —gimió destrozado—. Yo... le rechacé...
—Me lo has quitado, ¡y no lo entiendo! ¡No entiendo que vio en ti!
¡Mírate! ¡Eres un enfermo terminal! Yo le di todo y no conseguí que me
quisiera. Tú no le diste más que disgustos, le abandonaste a su suerte en
Ville-Marie, le hiciste sacrificarse por ti, le hiciste caer en un pozo sin
fondo... ¿Y para qué? ¡Para conseguir que al final dejase la vida por ti
también, porque tú no le aceptaste! ¿Es eso lo qué ha pasado? ¡Contesta!
Pero Davide ya estaba llorando con desesperación. Albert muerto,
Albert sin vida. ¡No podía ser verdad! Se sentía tan celoso y ultrajado la
noche anterior, que fue ignorante de ver que Albert era capaz de hacer
aquello para llamar su atención. Pero había sido demasiado tarde y ya no
estaba vivo.
Cuando levantó la cabeza, el conde se había marchado.
Desesperadamente cogió una daga que tenía escondida y se la guardó en el
pantalón. Echó a correr desesperado, todo lo que sus fuerzas mermadas le
permitieron, en busca del conde, pues necesitaba ver por última vez el
cuerpo de Albert antes de quitarse la vida él.

95
No encontró al conde, así que al ver a uno de los sirvientes le preguntó
impotente:
—¡Mario! —Al tocarlo, este se echó hacia atrás asustado. Davide tenía
un aspecto horrible, parecía que estaba a punto de morir por la tuberculosis
y lo cierto era que en realidad no estaba lejos de ello. Tosió sangre sin
querer y el pobre Mario echó a correr asustado—. ¡Mario! ¿Dónde están el
conde y el cuerpo de Albert?
—Eh... f-fuera, a punto de partir... —Este vio como el enfermo corría a
trompicones hacia las cuadras y sintió mucha pena por su lamentable
estado.
Cuando Davide llegó allí no había más que caballos pero ningún
carruaje. Salió fuera al patio y lo divisó a lo lejos.
—¡Conde! —chilló casi sin voz, cada vez más impotente. No poseía
más fuerzas para correr y menos para chillar. Cayó de rodillas y comenzó a
arrastrase mientras veía que el carruaje se ponía en marcha y él no podía
retenerlo. Para colmo su enfermedad le hizo vomitar de nuevo sobre el
empedrado. En un último esfuerzo gritó el nombre de Albert. Sentía que
estaba a punto de morir.

Albert, que estaba sentado cómodamente dentro del vehículo, le pareció


que llamaban a Pierre.
—¿No has oído eso?
—¿El qué? —Lo cierto es que no había oído nada. De pronto, Albert
escuchó su nombre a lo lejos y dio un salto en el asiento. Pierre también lo
había escuchado y reconocido.
—¡Me llaman! —Miró por la ventanilla y vio a Davide de rodillas en el
suelo.
—¡No vayas! —le exigió al ver que le decía al conductor que parase y
cogía su bastón.
—¡Tengo que ir!
—¡Le he dicho que estabas muerto! ¡Después de lo que te ha hecho!

96
—Me lo he hecho yo. —Sin ayuda de nadie bajó del carro y con mucha
lentitud caminó hacia Davide, que le miraba incrédulo. Se acercó poco a
poco y tenía un aspecto tan espectral que Davide creyó que se trataba de
una alucinación.
—Davide... —Este lo miró como ido y sonrió.
—Te veo aunque estés muerto—Albert se arrodilló a su lado y le tocó la
cara con dedos temblorosos.
—Estoy aquí... ¿No me ves?
—El delirio de la muerte me hace tener alucinaciones.
—No estoy muerto, soy real... —Pero Davide no le escuchaba, pues
había perdido ya el juicio del todo. Se sacó el puñal que había escondido y
se lo enseñó a su alucinación.
—Mira, yo también voy a matarme, ¡me lo merezco por haberte
asesinado!
—¡Davide! ¡Suelta eso! —Intentó cogerle la muñeca con la mano
derecha pero no pudo moverla, mientras veía que Davide se llevaba el
puñal al cuello para cortárselo. Con la mano izquierda forcejeó con él. El
conde corrió hacia ellos desesperado pero llegó tarde. En el forcejeó
resbalaron y el fraile cayó sobre Albert, aparatosamente.
Este miró a Davide con cara de dolor extremo y se llevó la mano al
pecho, allí donde la daga había sido clavada. El fraile le miró a su vez y
comprendió que Albert era real y no estaba muerto. Cuando el conde llegó,
le chilló rabiosamente que no se acercara.
—¡No le toques!
—¡Asesino! —chilló Pierre fuera de sí.
—Pierre... —musitó Albert—. Déjanos... te lo ruego... —Este no pudo
hacer otra cosa que alejarse ante aquella petición, mirando la escena
completamente abrumado.
Davide le acarició el rostro macilento pero lleno de pecas todavía. De la
herida brotaba sangre.
—Perdóname, yo no quería matarte... —dijo llorando. Albert notó
cómo aquellas lágrimas le caían sobre la piel.

97
—¿Me... quieres… m-me aceptas? —le preguntó con una débil sonrisa
en los labios.
—Claro que sí, te quiero más que a nada en este mundo. Ayer me volví
loco de celos, pero... yo me arrepiento, yo...
—Shhh... —Albert hizo un gran esfuerzo para acercar sus labios
temblorosos a los de Davide—. Te esperaré allí donde vaya mi alma... te e...
—pero no pudo acabar la frase y murió. Davide le abrazó contra sí con
adoración, muerto de dolor por dentro, sollozando amargamente. Pierre
también lloraba y los que asistieron a tan terrible final observaron la escena
incrédulos.

Davide no se quiso apartar del cuerpo de Albert durante horas, y ni el


propio cardenal pudo conseguirlo. El fraile se quedó observando su rostro
pálido y pecoso, hasta que sintió el sueño de la muerte llegar a él.
—Nuestro amor fue imposible... —musitó besando sus fríos labios—.
Nadie lo pudo comprender. Pero... tú me querías y yo te quería, no hacía
falta más. Allí donde estés, ya voy a buscarte... —Cerró los ojos a su lado y
dejó que las fuerzas le abandonaran lentamente, hasta que ya no despertó
jamás.

Fin

98
Epílogo

Albert sabía que Davide no tardaría en llegar, así que no tuvo miedo y
esperó bajo la sombra del abeto. El templete blanco se alzaba luminoso bajo
la luz del sol. Al fondo había una casita de madera un tanto rudimentaria.
Era en la que habían hecho el amor por primera vez. Más allá se oía el
ruido de un riachuelo.
Allí vivirían para siempre, juntos.
Por la colina apareció un hombre. Era alto, moreno y ya no estaba
enfermo, ni iba vestido de fraile. Bajó la pendiente hasta llegar al abeto,
donde Albert le esperaba, sonriente.
—Davide… —Este no dijo nada, tan sólo se sentó a su lado y le besó en
los labios, que ya no estaban pálidos.
—¿Es este aquel lugar? —Albert asintió, feliz.

Tal vez fue el sueño de Albert antes de morir, tal vez fue el de Davide,
o tal vez fuera realmente ese lugar donde se va tras la muerte…

99
100
Amor desesperado

Capítulo 1

Era un día algo caluroso en Vercelli, ciudad perteneciente a la región de


Piamonte, en el morte de Italia. Se trataba de una ciudad no demasiado
grande que se hallaba entre Turín, que era la capital, y Milán. El verano
tocaba a su fin y durante la noche ya no hacía tanto calor como en semanas
anteriores, el otoño se acercaba y la verdad era que para Albert esa estación
resultaba ser la que más le gustaba. Vivía solo hacia las afueras de Vercelli,
le gustaba la ciudad porque no era demasiado grande, aunque para ir a
trabajar prefería coger el coche. Salió de la casa cojeando ligeramente, en
dirección a su pequeño vehículo de segunda mano. Aunque el centro de
acogida para niños sin familia en el que daba clases de dibujo no estaba
lejos, su cojera le impedía caminar rápidamente y por esa razón iba en
coche. Además, aquel día era caluroso y el sol le producía dolor de cabeza.
Se quitó sus gafas corrientes y se puso unas de sol para conducir mejor.

Vivía en una casa pequeña de dos plantas y se la había alquilado a una


pareja de amigos suyos que vivían en una calle paralela. Por esa razón no le
costaba mucho dinero. Dando clases a los niños del centro no ganaba
demasiado, así que hacía trabajos por libre para imprentas de la ciudad.
Tenía veinticuatro años y desde hacía trece estaba solo en la vida. De niño,
su familia y él se fueron a vivir a Turín por ser la ciudad más importante de
la zona cercana a la frontera con Francia. Había nacido en París, aunque
nunca se quedaban a vivir mucho tiempo en el mismo sitio. Ya en Turín,
su madre murió y su padre se fue dejándole solo con tan sólo diez años de
edad. La única compañía, y bien poco agradable, había sido su tío; un
elemento alcohólico, drogadicto y puede que hasta chulo. Por supuesto le

101
quitaron la custodia inmediatamente y como en Francia no tenía familia, le
llevaron a Vercelli donde estaría con otros niños en un centro llevado por la
Iglesia. Pero él sabía porqué su madre había muerto y la razón de que su
padre le abandonara. Y también quién era su tío en realidad. Él le había
roto la pierna de una paliza hacía trece años y desde entonces cojeaba sin
remedio y sin posible solución.

Por suerte para él, las autoridades italianas y francesas no le repatriaron


a su país natal, al fin y al cabo allí tampoco le quedaba nada, ni siquiera
buenos recuerdos. Su infancia fue cruel, pues de todos es sabido que los
demás niños son bárbaros con los que tienen defectos. Y él tenía varios, el
más acusado era su tartamudez. Con el paso de los años ,y al hacerse
mayor, esta fue desapareciendo aunque no del todo. Todavía había veces en
las que se ponía tan nervioso que creía que se estaba tragando la lengua. A
eso se le sumaba la cojera, una cara siempre llena de pecas y para colmo
tenía miopía. No tuvo una infancia precisamente feliz, pues sus defectos
hacían reír a los demás críos. Siempre estuvo muy acomplejado, y sólo con
el paso del tiempo pudo olvidar lo feo que se sentía. Todavía se daban
ocasiones en las que se creía desgarbado, aunque en general ya no le
importaban esas cosas.

Los curas que llevaban el centro eran siempre muy amables, y estaba en
deuda con ellos por sus esfuerzos para con él. Le ayudaron a estudiar Bellas
Artes y tras eso le dieron trabajo. Intentaba enseñar a los niños, no sólo
manualidades o a dibujar, sino a respetar a los que no son afortunados.
Aquellos niños eran, a veces, muy difíciles de educar, pues venían siempre
de familias desestructuradas, bien por la muerte o por el abandono familiar.
Muchos de ellos, como le pasó a él particularmente, ya eran demasiado
mayores para ser adoptados y al final se quedaban solos en la vida. Por eso
él quiso estudiar lo que más le gustaba y trabajó duro para sacarse la carrera.
Desde entonces se marchó a vivir solo gracias a la ayuda de sus amigos:
Valeria y Fabrizio, que estaban ya casados y esperaban un hijo. Le habían

102
alquilado la casa bastante barata porque sabían que su trabajo para el centro
no era de ganar mucho dinero. Poco a poco estaba formando una verdadera
vida. Aunque se sentía solo al volver a casa pues nadie le recibía en ella.
Pasaba mucho tiempo con Valeria y Fabricio, pese a ello los envidiaba
sanamente porque se poseían el uno al otro. En cambio él no tenía a nadie
más, pues nadie le despedía por las mañanas, ni le recibía por las tardes. Ni
una madre, ni un padre, ni un hermano y mucho menos un amor. Porque
no sabía lo que era el amor, siempre había estado demasiado ocupado para
esas tonterías. Además, ¿quién le iba a amar a él? Era un solitario, un cínico
sin remedio y tenía muy mala leche. Pero en el fondo, se sentía solo.

Estaba a punto de llegar al Centro de acogida, cuando el autobús que


estaba delante de su coche se detuvo en una parada, apeándose bastante
gente. Esperó a que este saliera y de nuevo se detuvieron en un semáforo.
Aquella zona estaba un poco vacía y plagada de solares, algunos ya en
construcción. Al fondo se veía la iglesia y detrás estaba el centro. El autobús
se puso en marcha siguiendo de frente, en cambio él giró a la derecha y, sin
poder evitarlo, mojó de agua con barro, y de pies a cabeza, a un pobre
hombre que caminaba por la acera. Detuvo el coche en doble fila y se apeó.
Aquel hombre le miró muy ofuscado. Cojeó hasta él para pedirle disculpas.
—Lo s-siento mucho, caballero, no le vi. —Este le miró mientras se
limpiaba la cara con un pañuelo.
—Ya es demasiado tarde para sentirlo, ¿no le parece? —dijo con el ceño
fruncido. A Albert le sentó fatal el comentario.
—He dicho que l-lo siento, no puedo hacer más.
—¡Me ha manchado la ropa, los zapatos y la maleta! ¿No puede hacer
más, dice? ¿Cómo voy a ir así por la calle? —Albert también frunció el
ceño.
—Mire, debería dar gracias a Dios de que me he detenido. Otro s-se
hubiese dado a la fuga.
—No pronuncie el nombre de Dios en vano, él no tiene que ver con su
imprudencia al conducir.

103
—Muy bien, entonces que lo pase usted muy bien con su bonita
camisa. —Albert se dio la vuelta, cabreado—. ¡Y yo no soy un imprudente,
que lo sepa! —grito mientras se subía en el coche.
—¡Debería tener más cuidado y ser menos cínico! —le gritó el hombre
mojado.
—¡La próxima vez intentaré salpicarle menos, no se preocupe más! —
Albert dio un portazo. Por el retrovisor le miró antes de ponerse en marcha
de nuevo. Se sintió muy mal porque realmente lo había empapado de pies a
cabeza. Sí no hubiese sido tan soberbio desde el principio, le habría
acompañado para que pudiera asearse—. ¡Qué le den! —Le miró por
última vez y después se marchó definitivamente.

Davide no se lo podía creer, tenía muy mala suerte y esta cada vez iba a
peor. Después de llevar casi diez años viviendo en Roma, en la que se
sentía muy a gusto, le enviaban a Vercelli: en el norte. ¡En contra de su
voluntad! Y como no, su propio padre lo había criticado por quejarse.
¡Estaba harto de él! Y que Dios le perdonara, pero no lo podía evitar. Tenía
ya treinta y dos años y ese energúmeno de su padre todavía lo trataba como
a un niño. El viaje en avión no fue mucho mejor y casi se mató todo el
mundo por el camino, aunque Dios no había decidido que fuera su hora
todavía. Después, en el viaje en autobús tras una noche de lo peor en el
aeropuerto, se le habían revuelto tanto las tripas que vomitó hasta la papilla.
Cuando por fin llegó a Vercelli y se apeó del bus, un chico en coche le
mojó de pies a cabeza. Si hubiese sido un día corriente, en el que nada le
hubiese sucedido, sabe Dios que no habría sido esa su reacción, pero
necesitaba descargar la furia contenida y al final la pagó con aquel chico
rubio. Este tenía razón al decir que cualquier otro se hubiese dado a la fuga
y en vez de aceptar su ofrecimiento, le había ofendido de aquella manera.
—Dios mío, no tengo mucha suerte hoy. Sí lo vuelvo a ver, le pediré
disculpas.
Volvió a limpiarse la camisa como pudo y continuó caminando bajo el
sol, esta vez más apartado de la carretera, por si las moscas.

104
Albert aparcó el coche tras el colegio del centro y se bajó cojeando hasta
llegar a la entrada. Los niños correteaban de un lado para otro como locos.
—¡Niños! ¡Basta! ¡Regina, no hagas eso! —Apartó a la niña de la
papelera, pues la había volcado para arrojar el contenido al suelo—. ¡Vete
ahora mismo a tu clase y no lo hagas más!
—Pero es que Carlo me tiró la muñeca ahí —gimoteó. Albert la buscó
entre los papeles para hallarla con un chicle pegado en el pelo sintético. Se
lo arrancó y, tras peinarla, se la devolvió a la niña. Esta le abrazó y le dio un
beso muy fuerte en la mejilla.
—Ahora vete a clase, seguro que tu señorita está preocupada si no vas.
—Mi señorita dice que eres muy mono. ¿Pero tú no eres un mono,
verdad? No lo pareces. —Albert se ruborizó.
—No, no lo soy. Soy un chico, no un o-orangután. Aunque pensándolo
mejor, sí que lo soy. —Se levantó con ella en brazos y se puso a imitar a los
monos del zoo. En ese momento apareció una de las profesoras y se dirigió
hacia ellos:
—¡Albert! ¿Te parece bien jugar con la niña en horario escolar? Vamos,
Regina. —La cogió de la mano.
—Lo siento, Bella, tienes razón —se disculpó.
—Por cierto, hoy viene un profesor nuevo.
—No lo sabía.
—Claro, como has estado de baja nada más empezar el curso. Pues sí, el
profesor de música se marchó y el padre Lorenzo pidió un nuevo maestro.
Pero la va a tener más clara, el pobre, con estos monstruitos.
—Tienes razón, algunos son muy d-difíciles. Bueno, me voy a preparar
las clases, seguro que ninguno me ha hecho los deberes que les mandé.
¡Ciao, Bella! —Esta le miró alejarse con las mejillas arreboladas.

Se conocían desde que Albert llegó a aquel lugar de niño y siempre le


había parecido muy mono. Ella se hizo profesora infantil y al igual que él
no tenía familia, pero secretamente deseaba formarla con él. Era un

105
hombre tan guapo, tan bueno, tan especial… Lo cierto era que todas las
profesoras, exceptuando las monjas (aunque eso no lo podía saber), estaban
locas por él. Era alto, esbelto, con el pelo ondulado por encima de los
hombros, siempre recogido en una coleta muy pulcra: rostro pecoso, labios
rojos y unos ojos verde esmeralda que quitaban el sentido. Y esos pequeños
defectos que poseía: como el llevar gafas, la cojera y su tartamudez, le
hacían más sexy si cabía.
—Señorita Bella. —La niña le zarandeó la mano para hacerla
reaccionar.
—¡¡Oh!! Vamos dentro. Lo siento.
—Es un mono —dijo la niña y Bella rio con ganas.

Después de las clases, Albert se fue al comedor con los profesores que
no estaban de guardia. Normalmente se sentaba solo si Bella no se hallaba
allí. Así que prefirió sentarse a solas en una mesa cercana a la ventana. El
día se empezó a nublar de nuevo, puede que hasta lloviese. Suspiró
mirando por la ventana mientras recordaba a aquel hombre al que había
mojado entero; se sentía mal por ello. Unas compañeras se sentaron en la
mesa de al lado y, como no tenía otra cosa que hacer mientras comía, se
dedicó a escuchar su conversación. Versaba sobre el profesor nuevo. ¡Sí
que estaba causando revuelo!
—Pues Marcella lo ha visto esta mañana, pobre chico. Estaba mojado de
pies a cabeza. Al parecer un coche le mojó entero, qué lástima. —A Albert
se le atragantó la comida.
—¡AH! Entonces… yo también lo he visto, claro. Estaba hablando con
el padre Lorenzo esta mañana. Pues si quieres que te diga la verdad, estaba
como un tren —dijo muy bajito, así que Albert agudizó el oído para
enterarse mejor.
—¿En serio? Marcella me ha dicho lo mismo. Que es alto, guapo,
morenazo y con unos ojos pardos que... Vaya, el sueño que toda italiana
quiere llevarse a la cama.

106
—Sí, y qué lo digas. Y qué labios tan carnales y qué voz tan agradable y
sensual, para morirse de placer.
Albert tragó lentamente la ensaladilla, aunque no le supo a nada.
Así que ese hombre era el mismo al que había puesto perdido en la
calle. Tendría que enfrentarse a él de nuevo. La verdad es que no se había
fijado demasiado en su aspecto físico en aquellos momentos, aunque ahora
que lo pensaba, sí que era alto y moreno y con unos ojos muy vivos. En fin,
bajo el barro no se podía apreciar demasiado tanta supuesta belleza.
—¡Eh! Mira, está ahí y viene con el padre Lorenzo. ¡Por Dios, sí que
está bueno! —Albert se levantó como un rayo con la bandeja en la mano e
intentando no mirar hacia la puerta de entrada del comedor.
—Albert, ¿te encuentras bien? —Una de sus compañeras le miró
extrañada—. Estás púrpura.
—E...Es que… N… no mmme encuentro bien. L-La v-verdad es que
nnno —tartamuedó como un idiota. Cojeó hacia el lado opuesto pero no
pudo librarse. El padre Lorenzo le vio y, tras llamarle, tuvo que quedarse
quieto como un palo. Los dos hombres se acercaron a él.
—¡Albert! ¿Ya estás curado del catarro? Te presento a Davide, el nuevo
profesor de música. —Albert levantó la cabeza más rojo que la grana y miró
al nuevo profesor. Este le miró con la ceja levantada y después echó una
carcajada al aire.
—Vaya, padre Lorenzo, él es quien me ha puesto perdido esta mañana,
¿no es casualidad? —Por supuesto Davide ya no iba mojado, de hecho
llevaba una ropa muy parecida al padre Lorenzo, aunque algo más
moderna. Unos pantalones negros y una camisa gris de manga corta. Albert
intentó hablar sin que su garganta consiguiera emitir un sonido entendible.
Se quedó prendado mirando los ojos de Davide, enmarcados en unas
pestañas muy oscuras. Después, Davide, le sonrió con una amabilidad
increíble, aunque aquellos labios le parecieron más eróticos que otra cosa.
—¿Te encuentras bien, Albert? —dijo él. Entonces soltó la bandeja casi
sin darse cuenta y le manchó los pantalones a su interlocutor. Este se echó
a reír ante la mirada alucinada del padre Lorenzo.

107
—No me lo puedo creer, otra vez.
—L-Lo ssient-to, y-yo nnno no q-quuería, dde ve... vee... verdad —
cada vez tartamudeaba más y más.
“¡Qué ridículo más espantoso estoy haciendo!”.
Al no aguantar más que todos estuvieran mirándole, no se le ocurrió
otra cosa que darse la vuelta y salir corriendo.
—Lo siento, Davide. Albert siempre ha sido un chico muy peculiar.
—¿Qué le sucede en...? —se señaló la boca.
—Es algo tartamudo y cuando se pone nervioso no consigue articular
palabra.
—Debería ir a hablar con él. Con su permiso.
—Claro, claro, pero no se te olvide venir a comer. Esta tarde quiero
presentarte a los niños. —Davide salió tras un Albert muy avergonzado.

El rubio se sentó en el banco de uno de los pasillos y miró a un Cristo


colgado de la pared. Suspiró. ¿Pero cómo podía comportarse así ante un
hombre? Bueno, primero lo manchaba entero y luego le arrojaba la
ensaladilla en los pantalones. Lo lógico hubiera sido pedirle disculpas y ya
está, pero con aquellos ojos tan profundos había perdido el sentido de la
realidad.
—¡Albert! —la voz de Davide le hizo saltar como un resorte.
“Tranquilidad Albert, ¡sólo es un compañero nuevo al que le has
fastidiado el día!”.
—¡Lo siento! No debí tirarte la ensaladilla encima.
—Sé que no lo hiciste con malicia. Siento haberme puesto así esta
mañana, pero he tenido un viaje horrible y no estaba de humor. Viniste a
pedirme disculpas y yo no las quise aceptar. En alguien de mi condición
eso es imperdonable. Por favor, siéntate —Los dos se sentaron sobre el
banco.
—Lo siento mucho, de verdad. —Davide volvió a sonreírle con aquella
boca.

108
—He venido desde Roma y el vuelo no fue muy bueno. No he podido
dormir bien, comí fatal y el autobús daba tumbos. Por eso, cuando me
salpicó el barro, me enfadé tanto. Soy humano como cualquiera y tengo un
límite. Dio la casualidad de que la pagué contigo, pero ya estoy mejor. Lo
de la ensaladilla no me ha molestado. Mírame a los ojos, Albert, conmigo
puedes hablar de lo que desees, confesar lo que te apetezca. Quiero ser para
todos vosotros un buen compañero. Dios nos dice que debemos llevarnos
bien y perdonar al prójimo. Así que olvídate de lo de esta mañana y de la
ensaladilla de antes. —Albert le miró a los ojos.
—Hablas como un sacerdote —dijo Albert. Después se echó a reír ante
tal tontería. Davide le secundó.
—Porque lo soy. —El otro se acalló de pronto, sorprendido.
—No es verdad, me estás tomando el pelo.
—Yo no puedo mentir, soy cura. —Albert se fijó de nuevo en la ropa y
tragó saliva. Era verdad, llevaba ropa de sacerdote.
—No lo pareces...
—¿No? ¿ Y por qué? —preguntó divertido.
—No sé...
“No, con esa sonrisa tan erótica no puedes serlo. ¡Eso no puedo
decírselo!”.
—Bueno, me disculparás, pero debo irme con el padre Lorenzo. Ya nos
veremos mañana en la hora de la comida.
—Tengo guardia, lo siento.
—Entonces yo también la tendré y así hablaremos, ¿vale? Hasta
mañana. —Albert asintió, anonadado.
—Dios mío... —musitó mientras se llevaba la mano al corazón y
estrujaba la camisa con los dedos.
“Era verdad, está buenísimo. Pero, maldita sea, es un cura”.

Albert volvió a su casa aquella noche, abrió la puerta y la cerró tras de sí.
Encendió las luces y miró hacia el comedor.

109
—Otro lunes más y nadie sale a recibirme. —Luego sonrió. Dejó las
llaves en la mesilla del teléfono, percatándose de que tenía dos mensajes en
el contestador. Accionó el botón para escucharlos mientras iba a la cocina
para hacerse la cena. La voz de Valeria le hizo sonreír.

Albert, Fabrizio y yo hemos pensado que ya que estás bien del catarro, y no me
puedes contagiar, te vengas a cenar hoy a casa. Te echaba de menos, siento no haber
podido visitarte, pero con el embarazo no me podía permitir el contagio. Un beso.

Marcó el número de sus amigos y Fabricio le cogió el teléfono.


—Fabrizio, dentro de un rato iré.
—Vale, no tardes. Y tráete el postre.
—Si quieres también llevo la cena —dijo sarcástico.
—¡¡AH!! Y una botellita de champaña no estaría de más.
—Fabrizio, luego iré, cuelgo que me están llamando por la otra línea.
—Dejó a su amigo y contestó la otra llamada—. ¿Diga?
—¿Está Albert Aumont? —Era una mujer.
—Soy yo.
—Le llamamos de la editorial Milano, usted nos envió un currículum
hace no mucho junto a sus trabajos. Nos han gustado y sería muy
agradable si aceptara una entrevista. Soy la directora del Departamento
artístico, Barbara Gilardino.
—¿E-Entrevista? —tragó saliva emocionado. Aquella editorial era la
más importante de Milán.
—Sí, y si no le es posible desplazarse ahora podemos ir nosotros.
Estamos de veras muy interesados en sus trabajos y diseños, es lo que
estábamos buscando. La entrevista se la hacemos para conocerle, pero en
realidad le estoy ofreciendo el trabajo directamente. Aunque tendría que
trasladarse a vivir a Milán. ¿Qué me dice?
—Y-Yo... acepto la entrevista con m-mucho gusto.
—¿Le parece bien pasado mañana? Iré personalmente a su casa.
—S-Sí, gracias.

110
—¿A las 18:00 le va bien, Albert?
—Muy bien, Sra. Gilardino. ¿Quiere que vaya a recogerla a algún sitio?
—No se moleste, voy en mi coche. Encontraré la casa. Buenas noches.
—Buenas noches. —Colgó con expresión alucinada.
Fue a la cocina y sacó del congelador unos helados, tras lo cual marchó
a casa de sus amigos.

—¡Helado! Eres un cielo, Albert, justo lo que me apetecía. —Valeria lo


miró con sus intensos ojos negros. Estaba de cinco meses, así que la tripita
ya era más que evidente.
—Lo que pasa es que eres una glotona. —Entraron en el comedor
mientras Fabrizio ponía la mesa.
—Albert, ¿qué tal tu vuelta al cole? —El hombre le pasó unos cubiertos
mientras todos se sentaban a la mesa.
—Me ha pasado algo que os dejará patidifusos, luego os reiréis de mí.
—Qué mal concepto tienes de nosotros. —Albert la miró con una
expresión cínica, sus cejas le dieron más énfasis a la mirada.
—Bueno, empezaré por la parte dramática; iba en el coche cuando mojé
a un pobre caminante, de los pies a la cabeza. —Ellos mantuvieron la
expresión pétrea.
—No le veo nada divertido, pobre hombre.
—Sí, pero es que después me peleé con él. Más tarde, en el colegio, me
lo volví a encontrar porque resulta que es el nuevo profesor de religión y
de música.
—Ya, sigue sin tener gracia. —En el fondo estaban aguantando la risa
estoicamente.
—Entonces le tiré, sin querer, la ensaladilla en los pantalones cuando el
padre Lorenzo me lo estaba presentando. —Valeria hizo una mueca para
aguantar la risa—. Después no sabía ni qué decirle y eché a correr como un
niño pequeño. ¡Qué vergüenza pasé! —Valeria dejó caer la cabeza sobre la
mesa y comenzó a reírse de lo lindo. Fabrizio no aguantó más e hizo lo
propio—. ¿Lo veis, os estáis riendo de mí? Pero me da igual.

111
—Es que es genial, genial. —Fabrizio se secó las lágrimas con la
servilleta—. Contigo me mondo, en serio.
—Ya lo veo. Lo gracioso es que Davide, que es como se llama el
profesor nuevo, está muy bueno. —Valeria lo miró con los ojos
desorbitados.
—¿Qué? —Fabrizio también alucinó. Albert no solía decir aquellas
cosas.
—Lo que has oído, nunca en mi vida había visto unos ojos pardos tan
profundos y unos labios tan sensuales. Alto, moreno, voz bonita, buena
persona, agradable, en fin... ¡Un culo de infarto! —añadió.
—¡Albert, que estoy cenando! —bromeó Fabricio—. No digas esas
mariconadas.
—Vaya, estás empezando a darte cuenta de que el amor existe. ¿No
decías que no te interesaban esas cosas? —dijo Valeria.
—Y no me interesan, a mí quién va a aguantarme. Además, como me
gustan los hombres… lo tengo más difícil.
—Pero a lo mejor tú también le has gustado. Conocerlo tras ponerle
perdido de ensaladilla es súper romántico —dijo Valeria, soñadora.
—Valeria, Davide es un cura. —Fabrizio empezó de nuevo a reírse sin
poder evitarlo.
—Lo siento, es que te pasan cosas muy raras. Ya no me río más.
¿Cenamos o no? —Empezó a servir la sopa a cada uno, pero seguía
riéndose.
—La verdad es que cuando supe que era sacerdote no me lo podía
creer, no lo parece. Bueno, habla como un sacerdote, sin embargo esa
sonrisa tan carnal no parece la de un casto cura. Lo cierto es que está tan
cañón que… me lo follaría —comentó ante la mirada alucinada de sus
amigos.
—No te vayas a enamorar, ¿eh? —le aconsejó Valeria.
—¿Me tomas por idiota? Es un sacerdote y aunque no lo fuera, alguien
c-como yo n-no tiene p-posibilidades con alguien commmmo él... —En

112
toda la conversación no había tartamudeado ni una sola vez, tan sólo al
hablar de sí mismo y su baja auto estima.
—Albert, ¡no te enamores de él!
—¡No! Y déjame en paz.
—Vale, no te enfades. Sólo te aconsejo. Y tómate la sopa que se enfriará.
—Sólo he dicho que está muy bueno, nada más.
—Tú necesitas echar un polvo con un tío, pero ya —comentó Fabricio,
descojonándose.
—¡Vete a la porra! —se echó a reír también.
“Ya lo creo que necesito echar un polvo. Hasta me fijo en curas, debo
estar fatal”, pensó entre divertido y triste.

Luego pasaron al segundo plato: lasaña de atún con tomate y pimiento.


—Está muy buena, Fabrizio, cocinas muy bien. Cuando me busque un
novio se parecerá a ti. Tiene que saber cocinar y...
—Y ser tan bueno en la cama como mi Fabricio —terminó ella la frase.
—¡Valeria! —Este enrojeció de pies a cabeza. Albert se partía de risa con
ellos.
—Este hijo que me has hecho —se tocó la tripita—, fue con mucho
amor y en una noche fantástica.
—No hace falta que le des detalles.
—No quiero saberlo, déjalo —añadió Albert—. ¡AH! Una gran noticia.
¿Os acordáis que envié unos trabajos a la editorial más importante de
Milán? —asintieron—. Pues me han llamado esta tarde para hacerme una
entrevista. Dicen que están interesados en mi trabajo.
—¡Es genial, Albert!
—Aunque puede que me traslade a vivir allí y me da pena dejaros...
—Pero, Albert, Milán no está tan lejos de aquí, nos podemos ver a
menudo. Además, tienes que vivir tu propia vida. Tal vez allí encuentres
también alguien que te de el cariño que te mereces... —Valeria y Fabrizio
sonrieron, pero él no estaba muy seguro de aquello último. Encontrar

113
pareja masculina no le sería nada fácil, especialmente porque no era capaz
de relacionarse con nadie.

Volvió a casa y, tras ducharse, se tumbó en la cama. La luz de la farola se


filtraba por la ventana e iluminaba la pared de enfrente, allá en el lugar que
tenía un crucifijo colgado. No lo veía bien pues era miope, sin embargo
conocía el icono perfectamente. Le recordó a Davide y también las palabras
de Valeria.
“No te enamores de él”.
—Qué tontería... Porque él no sólo es un hombre como yo, sino que es
sacerdote.... —Pero el corazón le dolió ante aquello. Innegablemente,
Davide le había gustado muchísimo. Y aunque en su años universitarios se
había sentido atraído por varios chicos, nunca de una manera tan adulta.
“No te enamores de él”.
A lo mejor ya era demasiado tarde.

Capítulo 2

A la hora de la comida los niños y adolescentes se ponían imposibles. A


Albert le tocaba siempre la mesa de sus alumnos más pequeños, aunque
nunca conseguía que se lo comieran todo. Hacían lo que querían con él,
eran demasiado “monos” .
—¡Carlo, deja a tu hermana Regina comer tranquila! ¡No metas la
muñeca en la sopa! —Le arrancó la infortunada Barbye de las manos—.
Haz el favor de portarte bien. ¿Vale?
—Bueno... —puso morritos de niño bueno y continuó sorbiendo la
sopa.
—No sorbas la sopa.

114
—Pero es que así está más buena.
—Hola, niños. ¿Os gusta? —El corazón de Albert saltó al escuchar la
voz de Davide a su espalda. Los niños le saludaron con efusividad—. He
ayudado a hacerla, así que seguro que está muy buena. —Se sentó al lado
de Albert mientras le acariciaba el pelo a Regina.
—¿Ayudas en la cocina? —preguntó Albert.
—Una de las monjas se puso enferma ayer y me ofrecí para ayudar.
Como esta mañana después de la misa no tenía clase, decidí venir. ¿Te
gusta la sopa, Albert?
—Está muy buena... —lo dijo de una manera que cualquier otro
hubiese interpretado como: “Estás muy bueno” .
—¡Sí, está muy buena! —dijo Regina—. ¿Tú eres el profesor de música
nuevo? A mis señoritas le gustas mucho, dicen que eres muy mono. —
Davide sonrió divertido mirando a su compañero.
—Me parece que va a haber una conversación con las profesoras,
deberían tener más cuidado cuando hablan delante de los niños. —Luego
se giró hacia la niña—. Sí, yo soy el profesor de música. ¿Te gusta la
música?
—Sí, me gusta mucho, y también dibujar con el profesor Albert,
porque también es un mono. —Albert se echó a reír ante aquello.
—Ella piensa que “mono” significa ser un orangután, pobrecilla —
aclaró Albert.
—¿Tú eres cura? No pareces cura —continuó preguntando la niña.
—Sí, soy cura.
—Pero no pareces —insistió. Davide de nuevo sonrió a la pequeña.
—¡Qué niña tan habladora!
—Cuando empieza no para. ¡A ver, niños! Quien no se termine la sopa
hoy… se queda sin el postre, y hay flan con nata, así que... —Los críos se
quejaron de lo lindo, hasta que al final se terminaron la comida. Entre
Davide y Albert repartieron los postres.
—Toma, Albert, tu flan. —Davide le tendió uno tras haber desalojado a
casi todos los niños y niñas.

115
—¿También has ayudado?
—Sí, claro. Aprendí a cocinar hace años, viene bien. —Albert pensó en
lo que les había dicho la noche anterior a Valeria y Fabrizio, aquello de
buscarse un novio que supiera cocinar.
“Om, está ganado puntos, mala cosa”, pensó horrorizado.
—Entonces tendrás que enseñarme, porque yo no sé. Y como vivo
solo...
“Mierda, ¿le estoy invitando a mi casa?”.
—Pensaba que vivías en el orfanato, como otros profesores. Porque tú
te criaste aquí, ¿no es así?
—Sí, desde los once años. Hasta que m-me fui a estudiar Bellas Artes y
cuando me licencié volví. No tengo más lugar a donde ir que a este. Mi
padre me abandonó...
—Cuánto lo siento —dijo apenado Davide. Miró el perfil triste de su
compañero y le recordó al ángel de un cuadro que tenían en casa cuando
era pequeño. Aquella pintura le fascinaba y el parecido era sorprendente.
“Es igual de rubio y tiene la misma cara pecosa”, pensó el cura.
—¿Y tú por qué estás aquí? —Albert cambió de tema deliberadamente.
No quería hablar de su vida personal.
—Parece ser que el padre Lorenzo había pedido un sacerdote que
supiera de solfeo, de niños y todas esas cosas. Y ese soy yo —sonrió de
nuevo—. El comodín. Ser sacerdote conlleva muchas responsabilidades.
¿En serio no lo parezco? Los niños son muy sinceros cuando hablan.
—Eres muy joven y ellos nos están acostumbrados a ver sacerdotes
jóvenes.
“ Y porque eres follable”.
—Albert, cuando quieras te enseño a cocinar. Sólo tienes que
pedírmelo. —Albert enrojeció tanto que las pecas adoptaron relieve—. Así
cuando te cases tu mujer estará contenta.
—Yo... Yo estoy solo...
—¿No tienes novia?

116
—No tengo relaciones… Yo… he estado siempre solo. Esto… y-yo…
—balbució—, no atraigo a las chicas.
—Disculpa... —Davide se quedó cortado.
“No lo entiendo, es muy agradable. ¿Y por qué me importan a mí estas
cosas?”, pensó Davide.
—Estás disculpado. T-Tengo clase, así que hasta luego —se despidió y,
tras darse la vuelta, cojeó hasta la salida.
Davide se quedó con el plato en la mano tanto tiempo que acabó
inclinándose tanto que el restó del flan se le cayó sobre los zapatos.
—Oh... —Miró lo manchados que estaban y sonrió.
“¿Por qué siempre acabo manchado cuando tiene que ver con él?”.

Albert se disponía a salir del colegio cuando escuchó un sonido


proveniente del aula de música. Venía del piano y nunca había escuchado
que este sonara con tanta belleza, así que subió hasta el segundo piso. La
música era tan hermosa que se le encogió el corazón. A veces parecía
melancólica y otras remontaba con alegría. Pero era sublimemente
interpretada. Miró por entre el cristal de la puerta y vio a Davide tocando la
pieza en el viejo piano. Hacía ya tantos años que ese pobre instrumento no
era tratado tan bien por manos expertas, que estaba ajado y triste, pero con
aquella hermosa melodía volvía a parecer un piano nuevo.
Hacía ya tiempo que los alumnos estaban en el orfanato y no quedaba
nadie más en todo el colegio. Las campanas de la iglesia sonaron largo rato,
llamando a los feligreses para acudir a misa. Pero Davide las ignoró y
continuó tocando tranquilamente. Albert suspiró con el corazón a mil por
hora y cerrando los ojos se apoyó contra la pared, dejándose mecer por la
melodía que no parecía querer acabar jamás. Aquel hombre era perfecto, lo
tenía todo: amable, buena persona, sabía cocinar, tocaba el piano como
nunca había escuchado a nadie antes, era atractivo, con esa mirada parda,
con esa sonrisa mojada... Lo tenía todo, incluso tenía a Dios, porque era un
sacerdote.
“Oh, mierda, ya se me olvidaba ese detalle”, lloriqueó.

117
Había estado tan absorbido por sus pensamientos que no se percató de
que un compañero suyo lo llamaba entre susurros.
—¡Alberto! —Este abrió los ojos asustado. El que lo reclamaba era
Simone, un colega que se crió junto a él en el centro de acogida, al igual
que Bella. Pero Simone hacía muy poco que se había ordenado sacerdote.
—Disculpa, estaba escuchando la música...
—Es muy hermosa. ¿Quién la toca?
—Davide, el nuevo profesor.
—¡¡AH!! Sí, el sacerdote nuevo. Menos mal que ha venido, me sentía
muy solo siendo el único tan joven aquí. ¿Me acompañas fuera? Han
sonado las campanas y debo acudir a misa, sino me darán un buen
rapapolvo. ¿Estás mejor del catarro?
—Ya me curé. No viniste a verme, ¿eh? —bromeó.
—No pude, lo siento.
—¿Qué haces aquí en el colegio?
—Te estaba buscando. —Bajaban las escaleras mientras la música
continuaba sonando de fondo, cada vez más débil.
—¿A mí? ¿Por qué? —Simone se detuvo en seco y, cogiendo a Albert
del brazo, le arrastró hacia un aula pequeña y sin ventana en la puerta.
Cerró tras ellos. Simone parecía nervioso.
—Hace tanto que no hablamos que... te echaba de menos, Alberto.
—Pero si nos vemos casi siempre... ¿T-Te encuentras bien?
—No... A veces creo volverme loco cuando te veo —se atrevió a decir.
Albert se quedó anonadado. En su vida pensó escuchar algo así y menos
aquella tarde—. Creo que ha sido un error haberme hecho sacerdote,
estaba equivocado del todo. Alberto, ¿a ti te gustan las chicas? A mí no...
Me hice sacerdote por eso y creo que me he equivocado.
—¡Simone! ¿P-Pero qué dices? ¡Está prohibido ordenarse si se es
homosexual! —De nuevo las campanas sonaron de fondo.
—Pensaba de veras que si me alejaba de ti y ponía esta barrera delante,
me desenamoraría de ti, pero cada vez que te veo es peor y peor. ¡Me da

118
morbo ser un sacerdote y pensar que estás ahí de todos modos y yo...! —
Empujó a Albert contra una esquina de la clase.
—¡Simone, por el amor de Dios!
“Ay, esto no me puede estar pasando a mí, trágame tierra”.
—¡No quiero el amor de Dios, quiero el tuyo! Quiero… —Las manos
de Simone le tocaron las caderas y pudo notar cómo el sexo de su antiguo
compañero se clavaba sobre su pelvis. Los ávidos labios de Simone
atraparon los suyos así que Albert le apartó y salió corriendo. Se quedó
mirando a Simone a varios metros sin poder articular palabra.
—¿Es qué no lo comprendes, Alberto? ¡Te deseo! —Se abalanzó de
nuevo sobre Albert y cuando este intentó abrir la puerta cayó al suelo de un
empujón. Simone se le tiró encima e intentó forzarlo, así que se defendió
atizándole un puñetazo—. ¡Ven aquí, maldito Alberto! ¡Sé que te ponen los
tíos! ¡Lo he sabido siempre, me fijaba en todo lo que hacías, decías o
mirabas! ¡Al principio eso me confundía, pero me gustaba también! ¡Creí
que si me hacía sacerdote te olvidaría, pero no! —Albert continuaba sin
poder decir palabra, cada vez más cardíaco. Simone le miró de pronto con
ternura y se acercó a él, lentamente. Albert reculó hasta la puerta.
—¡Espera! No te vayas, te pido perdón, no sé lo qué me ha sucedido...
He p-perdido los papeles… —Cayó de rodillas a sus pies e intentó que
Albert lo imitara. Al final este se puso a su altura e intentó hablar. Sintió
lástima de Simone.
—Mmmira, yo... —al intentar decir algo sintió que se ahogaba por la
ansiedad. Padecía de ella desde niño por todos los traumas vividos a lo
largo de su infancia.
—He sido muy bestia, Alberto, no debí decírtelo así. —De nuevo
acarició el pelo de Albert con ternura y manos temblorosas, pero este se
apartó intentando explicarle que no podía corresponderle—. ¿Sabes cuántas
veces he imaginado esto? No quería admitirme a mí mismo que era
homosexual y ahora soy un sacerdote y... Te contaré un secreto, yo ya he
tenido relaciones con hombres y siempre pensaba en ti cuando lo hacía.
“¡Joder!”, pensó Albert taquicárdico.

119
Albert se levantó, aunque la pierna le falló y tropezó, entonces Simone
aprovechó para forzarlo de nuevo.
—¡Me he masturbado pensando en que te la metía por...! —Antes de
que Simone pudiese seguir, Albert le abofeteó con rabia y salió a
trompicones de la clase.
Cuando corría por el pasillo, con Simone detrás, se encontró de cara
con Davide, que lo abrazó casi al instante, comprendiendo lo qué sucedía.
Albert se echó a llorar aliviado y de nuevo le volvió la respiración. El
moreno le echó a Simone una mirada tan furibunda, que le hizo temblar
de pies a cabeza.
—Será mejor que te ates los pantalones, maldito pervertido violador, si
no quieres que te parta la cara aquí mismo.

Davide dejó de tocar al escuchar sonar las campanas de aviso por


segunda vez. Cuando bajó las escaleras le pareció escuchar voces cerca,
aunque no hizo caso. Pasó por delante del aula y entonces un sonido sordo
y más voces, esta vez violentas, le hicieron darse la vuelta. ¿Sería una pelea?
Se encontró de cara con Albert corriendo hacia él y detrás un sacerdote
joven con los pantalones medio abiertos y una mancha húmeda en la zona
abultada. Tenía la cara roja y desencajada.
—Será mejor que te ates los pantalones, maldito pervertido violador, si
no quieres que te parta la cara aquí mismo —le dijo con severidad. Simone
reculó y cayó de culo, intentando escapar, sin embargo Davide le agarró de
la camisa, zarandeándole.
—¡Qué tienes que decir en tu defensa!
—Yo no quería...
—¿No querías? ¡Tus pantalones dicen lo contrario! El padre Lorenzo
tiene que saber esto inmediatamente.
—¡No! —Albert habló de pronto—. No... D-Déjale...
—¿Quieres que se convierta en un violador?
—No...

120
—Entonces el padre Lorenzo lo va a saber ahora mismo. Aquí hay
niños, ¿qué pensarán si ven algo así? ¡Son muy pequeños! Esto es algo
horrible y antinatural.
—Déjale que se m-marche...
—Alberto... —Simone se echó a llorar al darse verdadera cuenta de en
lo que había convertido su vida—. Lo siento. Dejaré el sacerdocio y hablaré
con el padre Lorenzo. —Davide le soltó asqueado y caminó en dirección a
Albert. Antes de marcharse se dio la vuelta y miró a Simone con dureza.
—Esta noche le preguntaré al padre Lorenzo si le has confesado tu
pecado y, si no es así, yo se lo contaré por ti. No voy a permitir que le
toques un pelo a Albert, ni a nadie más. ¿Te ha quedado claro, maldito
pervertido? —Simone asintió en silencio. Después Davide se llevó a Albert
y esa fue la última vez que vieron a Simone.

—¿Te encuentras mejor, Albert?


—No lo s-sé... Creía q-que me moría del susto. Quise gritar pero no
me salía la voz...
—Venga, ya pasó todo, ya está. —De pronto Albert le abrazó con
ansiedad y Davide sintió sus lágrimas en el cuello. Él temblaba de pies a
cabeza, entre sollozos—. Vamos a tomar una tila a la iglesia, allí estarás
bien.
—No, no quiero que n-nadie me vea así... —Davide suspiró
apretándolo más contra su pecho. El pelo despeinado le rozaba la boca y lo
acarició casi sin darse cuenta.
“Huele bien”, se dijo.
—Te acompaño a casa. —Acabó por apartarse de él, confundido.
—No hace falta, voy en coche.
—Entonces te acompaño al coche… al menos.
—D-Debes ir a la misa, ya han sonado las campanas por tercera vez.
—No me importa la misa ahora, Albert. Me importa que tú estés bien.
—Se miraron un instante que les pareció perpetuo. El corazón de ambos

121
latió aceleradamente durante aquella eternidad. Davide apartó la mirada
cada vez más confuso.
—Por favor, no hables con el padre Lorenzo. Simone ha hecho una
locura, nada más.
—¡Es antinatural! —Albert frunció el ceño.
“¡Típico de un cura católico!”.
—Él no tiene la culpa de s-sentirse atraído por… por… —no podía
decirlo.
—Pero aquí hay niños.
—¡Ser homosexual no es sinónimo de pederasta! —dijo furioso. A él le
gustaban los hombres hechos y derechos, no los niños—. ¡¡Q-Que la
Iglesia esté podrida y llena de pederastas no es culpa de los homosexuales!!
—No he querido decir eso, ya lo sé. Pero ha intentado violarte, por eso
es un pervertido, no por ser homosexual.
—Ya no soy un niño.
—Yo, personalmente, soy alguien muy abierto, de la opinión que todo
el mundo, mientras no haga daño a nadie, puede sentir y hacer lo que
quiera. No te equivoques conmigo. En el caso de ese chico, ha intentado
forzarte.
—¡Eso es por culpa de esta maldita religión! Si pudiera demostrar cómo
es sin que nadie le critique y censure, esto no habría sucedido. ¡Hay gente
que sólo por ser homosexual es tachada de pederasta, pervertida y
degenerada! Se les niegan sus derechos, incluso hay países en los que se los
ejecuta.
—Sólo quería ayudarte.
—Lo sé, pero… cuando e-estuve estudiando Bellas Artes, tuve una a-
amiga lesbiana —se inventó para que Davide no sospechara de él—, y no lo
tenía fácil. Allí está mi coche. —Señaló intentando cambiar de tema,
ofuscado.
—Sí, lo recuerdo mojándome entero. —Albert se alivió muchísimo
ante aquella broma—. Por cierto, te voy a llevar a casa. Estás demasiado

122
alterado para conducir, ¿y si tienes un accidente? —Davide no le dejó ni
rechistar. Además, Albert deseaba quedarse con él más tiempo.
“Cada vez tiene más puntos. Encima no es un cura católico homófobo”,
pensó Albert, derrotado.
Llegaron enseguida, no tardaron casi nada.
—Pero si vives cerquísima.
—Es que la pierna me molesta a veces y el coche me va muy bien.
—Comprendo. ¿Es de nacimiento?
—Mi tío me la rompió en una paliza que casi me mata. Desde entonces
ya no me he recuperado... —Davide se murió de piedad por dentro. Le
abrazó muy fuerte contra sí y el impulso casi hace morirse allí mismo a
Albert.
“Oh, Dios mío… existes”, se dijo Albert, aguantándose un suspiro.
—Has sufrido mucho... —Davide de nuevo se apartó, un tanto
confundido con lo que acababa de hacer, para luego bajarse del vehículo.
“Es porque huele bien”, intentó excusar aquel acto, pero no se lo creyó
ni él mismo.
—Siento que tengas que volverte a pie.
—No importa, así paseo, aunque lejos de los coches, el agua y el barro
—recordó. Albert rio de nuevo—. ¿Estás mejor?
—Sí, gracias a ti...
—Oye, perdóname si antes me he excedido con lo de ese chico. Yo no
opino como la Iglesia, pero en lo único que podía pensar era en que quiso
violarte.
—Ya lo sé…
—Bueno, que pases buena noche y tómate una tila o algún
tranquilizante. Rezaré por ti para que los nervios se te pasen rápido.
Adiós... —Se dio la vuelta y marchó con paso decidido. Aunque Davide
sabía que estaba huyendo de allí, todo lo rápido que sus piernas le dejaron,
porque estaba muy asustado.

123
Albert, por su parte, se quedó largo rato mirándole desaparecer en la
lejanía. Luego anduvo hasta su casa y entró. No se podía creer lo de
Simone y para colmo Davide no sólo era maravilloso, sino que encima ya
era demasiado tarde y las palabras de su amiga se las había llevado el viento.

Davide llegó tarde a misa, como era de esperar. Entró en la iglesia


después de un largo paseo en el que estuvo pensando mucho. Se sentía
tremendamente confuso. No sólo sintió asco de aquel muchacho
enloquecido, también le aborreció por mancillar a Albert. Aunque aquello
no era lo más desconcertante, lo que más le había confundido eran los
celos. Celos de que tocara a Albert así. Estaba seguro de que si veía a aquel
elemento otra vez, le partiría la cara.
—Un sacerdote no debe ni siquiera pensar en ello. Perdóname, Dios
mío.
Después se marchó a su habitación y tumbó en la cama. Estuvo largo
rato mirando al techo hasta que alguien toco a su puerta y preguntó por él.
Era el padre Lorenzo. Abrió inmediatamente.
—Davide, no has bajado a cenar —lo dijo con una gravedad patente.
—No tenía hambre...
—Simone ha venido a hablar conmigo. —Davide frunció el ceño
instintivamente—. Me ha dicho todo, incluido lo de que pretendías partirle
la cara. ¿Te parece lógico que un sacerdote que no es precisamente novato
actúe así?
—Perdí los estribos, lo que hizo ese muchacho no tiene perdón.
—No eres tú el que debe perdonarle y mucho menos castigarle. No
voy a permitir que utilices ese lenguaje en mi iglesia, no, mejor dicho, en la
casa de Dios. Ya me avisaron de que eras muy difícil y ahora lo veo.
—Lo siento, pero si usted hubiese visto a Albert…
—¿Albert? —dijo sorprendido—. Simone omitió el nombre de... Debí
imaginarlo, siempre estaba pegado a él como una lapa. Cuando este se fue a
estudiar fuera entonces decidió meterse en el seminario. Un error que

124
muchos cometen, piensan que pueden cambiar sus sentimientos y deseos
si se hacen sacerdotes o monjas. Qué lástima.
—¿Y qué opción tienen? ¿Irse a un país dónde los acepten, como
Holanda o España? —dijo con amargura.
—Davide, será mejor, por tu propio bien, que esas opiniones sigan
siendo pensamientos silenciosos…
—Lo siento de veras…
—¿Albert está bien?
—Lo acompañé a su casa, no tenía buena pinta.
—¿Simone consiguió hacerle... algo?
—No, al menos eso creo. Albert parecía tener todo en su sitio, aunque
le dio un ataque de ansiedad tal que no podía hablar, ni respirar. Así es
como me los encontré. Siento no haber podido acudir a la misa...
—Estás disculpado, era por una mejor causa. —El viejo sacerdote le
miró largo rato, eso puso nervioso a Davide.
—¿Pasa algo más?
—Davide, ¿sabes algo de la historia de Albert? —el moreno negó con la
cabeza—. Es de origen francés, como te habrás dado cuenta. Sus padres y
su tío vinieron aquí tras la repentina muerte de la madre, y el padre le dejó
con el tío, desapareciendo. Este era un elemento que huía de la ley de su
país, pero no consiguió escaparse. Lo condenaron a muchos años,
muchísimos. Sin embargo la justicia terrenal es defectuosa y ya le
soltaron... —Davide abrió la boca, espantado—. Tengo miedo de que
vuelva y le haga algo a su sobrino. Albert sólo era un niño cuando esto
sucedió, pero fue determinante para que lo pillaran y condenaran. Sometía
al niño a palizas. Por suerte, Albert lo ha ido superando, aunque su timidez
y falta de autoestima son patentes en ocasiones. Tengo terror a que ese
individuo, que no merece el perdón de Dios, vuelva a por él. Estaba loco y
era peligroso. Tantos años en la cárcel no creo que le hayan tranquilizado.
—Pero ¿Albert lo sabe?
—No, y te lo estoy contando porque sé que no dirás nada.
—¡Debe saberlo!

125
—Te vas a encargar de que no le pase nada, quiero que te pegues a él
día y noche. Es sólo por unos días, hasta que las autoridades policiales me
digan lo que saben. Puede que sea tan sólo esta semana, no más. Después
se lo contaremos. No quiero que se vuelva histérico por algo infundado,
padece ansiedad grave, más de una vez ha tenido que venir la ambulancia
porque creíamos que se nos moría ahogado. ¿Lo comprendes ahora? —
Davide asintió.
—¿Y por qué han soltado a ese tipejo?
—Ya te he dicho que la justicia terrenal es defectuosa. Pero cuando
muera, la justicia de Dios será implacable. Ahora baja a cenar y olvídate de
lo que has visto hoy.
—Sí, padre.
—Buenas noches, Davide.
—Buenas noches.
Cerró la puerta después y apoyó la cabeza en ella.
—Te voy a proteger todo lo posible, te lo prometo. —Después de
aquello bajó al comedor y cenó a solas con sus confusos pensamientos.

Albert no cenó aquella noche, con tantas emociones, ¿quién iba a tener
hambre? Tuvo que preparar las cosas para la entrevista y arreglar la casa.
Hasta que al final cayó pesadamente sobre el sofá del saloncito y se quedó
derrengado en él. Eran las tres de la madrugada y no podía pegar ojo, pero
tampoco era capaz de levantarse e irse a la cama. Puso el reloj de muñeca
en hora para no dormirse por la mañana y ya no se movió más de allí. Se
fijó en las sombras del techo cuando los coches pasaban por delante de su
casa y también en el sonido que hacían. Le era relajante, pero si estaba
demasiado tiempo en silencio le daba la sensación de que algo malo podía
suceder. Cerró los ojos y pensó en lo acontecido; en Simone y aquella
manera tan desesperada de confesarle sus sentimientos. Nunca, cuando
fueron adolescentes, se había dado cuenta de que Simone le anhelara de
semejante forma. Si lo hubiese sabido puede que hasta se habrían conocido
íntimamente ya que los dos eran gays. Aunque Simone nunca le atrajo un

126
ápice, lo veía más como un hermano o algo así. Para Simone la educación
cristiana fue terrible, al fin y al cabo pensaba que ser gay era malo. No le
podía odiar, aunque tampoco quería saber nada de él porque, al fin y al
cabo, Simone había intentado violarlo. Por suerte, él no era como Simone
y aunque sabía perfectamente que le iban los hombres, lo tenía asumido.
Tan sólo conocían su secreto Valeria y Fabrizio, ellos no se lo dirían a
nadie. En el centro era impensable decirlo, le echarían porque creerían que
los niños estarían en peligro. ¡Qué estupidez! Era comprensible, porque lo
llevaba la Iglesia Católica y ya se sabía que la Iglesia, sobre todo en Italia,
era como era.
De nuevo el sonido de un coche lo envolvió en el cansancio y le relajó.
Se llevó la fina mano hasta el pecho y notó los fuertes latidos de su
corazón.
—Davide... —musitó mientras ese latido bombeaba más intensamente
al recordar aquel hombre maravilloso—. Ayer por la mañana era un
hombre libre y hoy de madrugada me muero acostarme contigo… ¿Por
qué los sentimientos pueden ser tan traicioneros?
Era cierto, nunca antes en toda su vida le había interesado ningún
hombre de aquel modo tan directo. Se masturbaba bastante pensando en
hombres o viendo porno gay, como era natural. Tampoco era un
homosexual amanerado, nadie podría decir que él era gay si no lo
conocieran muy profundamente. Pero aquella vez era distinto, Davide era
distinto. Su único defecto: ser sacerdote. Pero aquello era insalvable y el
que fuera cura lo hacía todo más improbable si cabía.
—Eres un desgraciado, Albert… un maldito desgraciado. —Se imaginó
una escena sexual entre ambos casi sin poder evitarlo. Era igual que lo
sucedido con Simone, pero en este caso Davide ocupaba su lugar. Él le
decía que le deseaba y entonces se abrazaban hasta llegar a una parte mucho
más erótica. Albert notó cómo su entrepierna se ponía dura de placer al
pensar en lo siguiente.
—Albert, no seas cerdo... —se dijo a sí mismo. Después ya no pensó
más en ello y finalmente se durmió en una extraña posición.

127
Cinco horas después el despertador le avisó de que ya era la hora de
ponerse en pie. De un salto se puso derecho y miró extrañado a su
alrededor.
—Mmmm, claro... Me quedé dormido aquí. Por eso me duele el cuello
así. —Bostezó mientras subía al cuarto de baño que estaba en el piso
superior y abría el agua caliente. Orinó medio dormido sin levantar la tapa,
por suerte se dio cuenta rápido y limpió el estropicio. Tras ello se metió en
la bañera y dejó que el chorro de agua caliente lo inundara por completo y
se deslizara por cada recoveco de su cuerpo. Después se afeitó la poca barba
que le había crecido. Apenas si tenía pelo por el cuerpo, afortunadamente
era muy barbilampiño.
Tenía que estar presentable para la señora que iba a ir a entrevistarle. Se
peinó, se vistió como siempre y bajó a desayunar. Le quedaba media hora
para llegar al colegio.
Mientras calentaba la leche en el microondas, alguien llamó a la puerta.
Se quedó sorprendidísimo, al fin y al cabo no solían ir a visitarlo nunca. ¿Y
si era Fabrizio porque le había pasado algo a Valeria? ¡No! Porque llamaría
por teléfono. ¿Tal vez el cartero? Tampoco, nadie le escribía cartas.
Aunque podrían ser del banco.
Volvieron a insistir, así que se dejó de suposiciones tontas y fue
directamente a la puerta. La abrió sin más, quedándose boquiabierto ante lo
que vio.
—Buenos días, Albert. He venido a verte.
—¡Son las 8.35 de la mañana...! —El visitante no era otro que Davide.
—Sí, lo sé. Pero después de la misa matinal he pensado venir a verte.
Dando un paseo he llegado hasta aquí. ¿Puedo entrar?
—Pasa. —Este se fue directamente a la cocina y sacó el vaso del
microondas. Abrió el frigorífico para mirar si quedaba leche fría. Albert
estaba tan emocionado que se le quedó mirando con expresión estúpida.
“Oh, mi peli porno personal empieza así… con un Davide entrando
por la puerta de mi casa a las 8.35 de la mañana”, pensó Albert.

128
Davide le sonrió mientras le atraía hacía sí y lo sentaba en una silla.
—Toma la leche. ¿Tienes cereales? Deberías alimentarte mejor.
—Ya te dije que vivo solo y no sé cocinar. Creo que solamente como en
condiciones cuando voy a casa de Valeria y Fabrizio.
—¿Valeria y Fabrizio? —Se sentó frente a él mientras se preparaba una
tila. Estaba un poco nervioso.
“No te pongas nervioso, idiota”, se dijo el cura. “No estás haciendo
nada malo, el padre Lorenzo es el que te ha enviado”.
—Sí, son los dueños de esta casa. Están casados y viven dos calles más
abajo. Valeria espera un hijo para enero.
—Qué bien, una nueva vida que nos trae Dios a este mundo —
sonrió—. Bébete la leche y come estas tostadas con mermelada. —Sacó pan
tostado de una bolsa que había llevado y le untó mermelada. Una de esas
que te dan en los hoteles, unipersonal—. Me la dieron en el avión. ¿Te
conté que casi nos estrellamos? Gracias a Dios Nuestro Señor que no
sucedió nada.
—¿Qué haces aquí?
—Ya te dije, paseando... —Albert le miró candorosamente, tanto que
Davide tragó saliva—. Miento muy mal, ¿verdad?
—Horrible.
—Estaba muy preocupado, ayer no parecías estar bien.
—Eres muy bueno, Davide, de verdad. —El sacerdote bajó la mirada y
el francés apreció mejor las negras y tupidas pestañas que tenía.
—Por cierto, cuando llamen a tu puerta deberías preguntar primero
quién es, o mirar por la mirilla. ¿Y si es alguien malo?
—A mí puerta no llama nadie más que la pareja que te he dicho antes, o
el cartero con sobres del banco. Y ya está.
—Pero prométeme que lo harás.
—No digas bobadas...
—¡Promételo! —Davide frunció el ceño nervioso.
—Te lo prometo... —Albert se dio cuenta de lo tarde que era y de un
trago se bebió lo que le quedaba de leche.

129
—¿Quieres que lleve yo el coche? Me he traído el carné.
—¡No! ¿Sigues pensando que soy un imprudente, no es así?
—Puede ser —bromeó mientras salían de la casa. Se subieron al
vehículo y Albert lo puso en marcha.
—¿El padre Lorenzo no te regaña si vienes? Es muy estricto.
—Me ha dado permiso dadas las circunstancias. Además, somos
amigos, ¿no?
“Sí, qué remedio, amigos”.
—Sí. —En poco tiempo llegaron al colegio. Se apearon y Albert se
despidió corriendo pues ya tendría que estar en clase.
—¡Albert! —Davide le agarró de la fina muñeca y este se giró para
mirarlo. El cabello, casi seco y suelto del aludido, resplandeció dorado bajo
el sol de la mañana. Davide contuvo la respiración. Bajo aquella luz que
parecía divina, Albert estaba más hermoso incluso que el ángel del cuadro.
Sobre la piel blanca y recién afeitada, sus infantiles pecas parecían un prado
florido de amapolas sobre nieve y los labios, rojos como bayas, sensuales y
mojados. Y esos ojos sin las gafas de sol, tan rasgados y verdes que
hipnotizaban sin quererlo.
“Oh, Dios”, Davide no pudo pensar en otra cosa.
—¿Sí? —cuando Davide intentó hablar se dio cuenta de que no tenía
palabras, que con la boca seca era incapaz de decir nada. ¿Qué iba a decirle?
No lo recordaba. Una voz femenina le hizo salir de aquella ensoñación.
—¡Albert! —Se trataba de Bella, otra profesora.
—¡Ya voy! —Davide le soltó, como si tocarle fuera un acto pecaminoso.
—¿Qué querías decirme, Davide?
—Que si quieres, a la vuelta te acompaño... —Albert se estaba
volviendo loco de atar. Cualquiera enamorado hubiese querido
fervientemente que la persona amada lo persiguiera de aquella manera,
pero no él.
—No es necesario, además hoy espero visita en casa. Ya te lo contaré
mañana.
—¿Qué visita...?

130
—¡Albert! —volvió a llamarlo Bella.
—¡Qué ya voy! —le chilló haciendo aspavientos—. Me tengo que
marchar, si quieres hablamos en la hora de la comida. Hasta luego y gracias
por tu ayuda. —Subió las escaleras hasta llegar a la altura de Bella.
—Albert, ¿ese no es el nuevo profesor? ¿Qué hacías bajándote del
coche con él?
—Me lo encontré por el camino y me ofrecí a traerlo.
—Es un cura, ¿verdad?
—Sí —contestó en tono desanimado.
—Albert, ¿te puedo preguntar algo? —él asintió—. ¿Podríamos salir por
ahí alguna vez? —Albert pensó que pronto se marcharía a Turín y no la
vería más, así que aceptó.
—Claro, Bella. Se me ha ocurrido algo. Mañana unos amigos harán una
cena en su casa, ¿te apetece venir?
—Sí, claro que sí. Encantada. ¿No molestaré?
—Qué va, son muy agradables.

Davide observó la escena con los puños tan apretados que se le


pusieron los nudillos blancos. Estaba furioso y ni siquiera reconocía la
razón. Salió corriendo de allí como alma que llevaba el diablo y sin mirar
atrás. Llegó a la iglesia y se sentó delante del púlpito.
“Me parece un ángel”, pensó. “Mi Señor, dime qué me sucede cuando
le tengo cerca y anhelo abrazarlo. Dime qué me pasa si él se encuentra lejos
de mí y siento este vacío tan grande. Me estoy volviendo loco y ya no sé
qué hacer”.
Esperó un mensaje del Cristo que estaba allí delante, en su tortuosa
Cruz. Pero sabía que la respuesta no se la podía dar nadie más que él
mismo. Se levantó y marchó de la iglesia tan confundido como había
llegado.

131
Capítulo 3

Durante la hora de la comida, Albert esperó a Davide con ansiedad.


Bella le acompañaba aquel día, sin embargo no era lo mismo.
—¿Te sucede algo, Albert? Te noto muy raro. ¿Esperas a alguien?
—No, no, qué va —mintió.
—Mañana me gustaría decirte algo, Albert, algo muy importante para
mí.
—Dímelo ahora —ella titubeó. La sonrisa perfecta de su compañero la
animó a hablar.
—Pues he decidido algo que cambiará mi vida por completo. Pero…
será mejor mañana. ¿Y tú? Dijiste que también tenías algo que contarme.
—Me llamaron de la editorial Milano, hoy vendrá la editora a
entrevistarme. Pero me ha dicho que me da el trabajo.
—¡OH! —ella no supo si alegrarse o no.
—Me da miedo causarle mala impresión... ¿Tú qué crees?
—Seguro le encantarás. Tus dibujos y diseños son preciosos e
innovadores.
—Por favor, no se lo digas a nadie. Si me saliera mal, me daría mucha
vergüenza que todo el mundo lo supiera.
—Cuenta con mi discreción. Escucha una cosa, Albert, si al final
consigues el trabajo... ¿Dejarás este colegio?
—Sí, me iré a Milán a vivir. —Bella levantó la cabeza y miró más allá
del hombro de Albert. Vio a Davide que, de pie junto a ellos, ponía una
expresión de “se me ha caído el mundo encima.”
—Hola, Davide. ¿Quieres sentarte? —Albert le miró, nervioso.
—¿Te vas a Milán? No lo sabía... —inquirió el cura.
—Todavía no es seguro. Esta tarde viene una representante de la
editorial Milano a verme —lo relató todo de nuevo. Davide aguantó
estoicamente la ansiedad que padecía.

132
“¿Por qué me agobia tanto que se vaya de aquí? Le acabo de conocer”,
se dijo el moreno.
—Me alegro mucho por ti, Albert —mintió.
—Me disculparéis, pero he de marcharme ya. —Bella se levantó de su
asiento y recogió las carpetas de trabajo.
—Mañana te confirmaré lo de la cena, Bella.
—Ciao. —Ella se marchó y los dejó solos. Davide ocupó su lugar en la
mesa.
—Así que es probable que te marches. ¿Lo sabe ya el padre Lorenzo?
—Como no sé lo qué la editorial decidirá, no se lo he hecho saber. Pero
debo vivir mi propia existencia como yo desee. Es ley de vida.
—A mí me dará mucha pena que te vayas.
“Y a mí no verte más, pero es lo mejor”, pensó Albert.
—¡Pero si todavía no me ido! —Aunque para Davide aquello no fue
precisamente un consuelo—. ¿Te pasa algo? Estás muy raro. —Este le miró
apenado, no lo podía evitar.
—Te había cogido afecto, Albert. —El chico enrojeció. Le ardían los
carrillos como brasas—. ¡N-no me mal interpretes! —Davide saltó como
un resorte al ver la cara que se le quedaba a Albert.
—¡¡Oh!! No, no. No he pensado nada de eso, por Dios, de ti jamás.
“Mentira, pero sólo en mis sueños húmedos”. Albert suspiró
mordiéndose el labio.
—Como ayer te sucedió eso... con un sacerdote... y te has puesto tan
rojo…
“¡Qué situación tan embarazosa!”, pensó Davide.
—Davide... —Albert levantó la mirada hacia él de nuevo. Tras las gafas,
los ojos verdes le observaron—. Mañana mis amigos, Valeria y fabricio, me
van a preparar una fiesta... He invitado a Bella también y me gustaría
muchísimo que tú acudieses.
“¡Cuidado! ¿Qué coño estás haciendo, Albert?”, se dijo. Pero ya no
había vuelta atrás.
—No sé si puedo ir.

133
—Bueno, es muy familiar, sólo seríamos nosotros cinco. Una cena, algo
de champaña... Valeria está embarazada, así que tampoco se podrá
desmadrar demasiado. Y luego cada uno a su casa.
—Se lo preguntaré al padre Lorenzo. Mi vida no es muy divertida como
puedes ver.
—Te esperaré... —dijo románticamente.
—Gracias...
—Davide, necesito pedirte un favor. ¿Me darías algún consejo de
cocina? Me gustaría ofrecerle a la editora algo para picar mientras está en
mi casa. Pero no sé hacer nada especial. A veces me sorprendo de
sobrevivir con lo mal que cocino.
—Voy a hacer algo mejor que darte consejos. Voy a ir yo mismo. ¿Qué
te parece?
“Más pelis porno en las que un cura cañón se autoinvita y me prepara
canapés”, alucinó el francés.
—P-Pero tendrás que ir a misa.
—¿A qué hora es la entrevista?
—A las 18.00.
—Perfecto, la misa de tarde no empieza hasta las 19.30. Y hoy no hay
catequesis, así que puedo ir.
—¿Y no tienes otra cosa qué hacer?
—Ya te he dicho que mi vida no es muy divertida. Mira, compra estos
ingredientes. —Sacó un papel de su carpeta y escribió una lista—. No te
preocupes, que antes de las 17.30 estoy allí y te preparo un tentempié para
chuparse los dedos. —Se levantó muy contento de la silla.
“Yo sí que te chuparía los dedos y todo lo que se pudiera chupar”,
bromeó para sí mismo Albert.
—No sé cómo te voy a devolver tantos favores.
“Bueno, sí lo sé”, apuntilló en su mente.
—Nunca espero nada de nadie. Hago las cosas porque lo deseo, sin
esperar nada a cambio.

134
“Aunque una sonrisa tuya, es más de lo que merezco”. Davide no se dio
de cabezazos allí mismo porque no puedo. Cada vez pensaba cosas más
raras.
—Te esperaré entonces. —Davide también se fue y Albert hundió la
cabeza entre los brazos.
“Si supieras lo que pienso cada vez que estoy contigo, si conocieras mis
deseos más íntimos y perversos, ya no querrías saber nada de mí. Menos
mal que me marcharé pronto, porque la única forma de olvidarte es
dejándote atrás para siempre”.

Davide intentaba parecer natural ante la atenta mirada del padre


Lorenzo.
—Así que te ha pedido ese favor y no te veías con corazón de decirle
que no.
—Después de todo lo que ha sufrido, me da pena decirle que no a lo
que me pide.
“¡Le estoy mintiendo!”.
—¿Y para qué tienes que ir a hacerle la cena?
—Tiene una visita importante. Lo siento, me ha pedido que no diga
nada. Le ayudo y luego me vuelo aquí, ya está.
—¿Me estás ocultando algo, Davide? —A aquel hombre no se le
escapaba nada.
—Ya he dicho que debo estar calladito. Albert ya se lo contará.
—No me refiero a guardarle el secreto a Albert. Te conozco tan sólo de
hace tres días, pero me da la sensación de que te sucede algo.
—Es por lo de ayer, me impactó mucho...
“¡Sigo mintiendo! Yuju, eso sí es ser un buen cura católico”.
—Ya me avisaron de que eras un sacerdote rebelde.
—¡Mi padre siempre dice lo mismo! —Se levantó enfadado.
—¿Cómo estás tan seguro de que fue tu padre?

135
—Porque le conozco. Me ha hecho la vida imposible. ¿Sabe? Impidió
que me fuera de misiones a África. Y todo porque se me ocurrió decir
aquello de… —cerró la boca de pronto.
“Aquello de que los preservativos eran buenos porque impedían que el
Sida se propagara”, pensó ofuscado. Y es que su padre tenía mucho poder
en la Iglesia, para qué negarlo, y las afirmaciones de su hijo no le daban
buena imagen para hacer negocios.
—Siéntate, Davide. Dime, ¿por qué te hiciste sacerdote?
—Es lo que quería.
—¿Lo que tú deseabas o lo que tu padre deseaba? —Davide tragó saliva.
—Llevo metido en esto desde los dieciséis años. Continué mis estudios
de música, así que estaba a gusto.
—¿Incluso con los votos?
—Sí. ¿Por qué me pregunta todas estas cosas? No tengo una crisis de fe,
jamás la he tenido. Y en cuanto a que soy difícil, creo que aquí me estoy
portando muy bien.
—Márchate, llegarás tarde a casa de Albert. Vigílalo todo lo que puedas.
—De eso también quería hablarle. Es que me ha invitado mañana a
cenar a casa de unos amigos suyos… —El padre Lorenzo no vio cómo le
temblaban las manos a Davide.
—¿Y qué?
—Que si puedo ir.
—No. —Davide frunció el ceño, aunque no rechistó un ápice—. Un
sacerdote no puede abandonar sus obligaciones para irse de fiesta por ahí. Y
esta vez no me cuentes la tontería de que hieres sus sentimientos porque ha
sufrido mucho.
—Pero no es una fiesta, sólo una cena en casa de una pareja de amigos
que tiene.
—Esa pareja no está casada por la Iglesia y, además, son ateos. Supongo
que lo entenderás.
—Sí, lo entiendo —contestó en tono de rabia contenida. El viejo
religioso sonrió—. Gracias por hablar conmigo. Buenas tardes.

136
—¡Escucha algo! —Davide se detuvo en la puerta y le miró, serio—.
No está bien que un sacerdote haga lo que le de la gana y tampoco es
correcto guardarse para sí lo que piensa de verdad. Cuando quieras hablar
estaré dispuesto a escuchar lo que tengas que decirme.
—Gracias. —Luego salió intentando no dar un portazo. Apretó los
puños ofuscado.
“¡Se ha dado cuenta de que algo me pasa! ¿Pero qué es lo que me
sucede? Si no lo sé ni siquiera yo”.

Albert compró todo lo de la lista. La guardó con adoración como si de


una carta de amor se tratara. Davide decía que no quería que le devolviera
el favor, así que se le ocurrió algo que él no podría rechazar y, tras mirar en
varios escaparates, le compró un regalo. Al llegar a casa se encontró con
Davide en la puerta, esperándole.
—¿Dónde estabas?
—Me entretuve comprando unas cosas que necesitaba. —Entraron en
la casa y fueron a la cocina. Albert fue a escuchar el contestador mientras
dejaba al otro hombre sacando los alimentos de las bolsas.
—¡Davide! Ha llamado la Sra. Gilardino. Resulta que ha salido un poco
más tarde de Milán y llegará con retraso. Aunque mejor, porque así me
dará tiempo a arreglar un poco más la casa.
—¿Estás nervioso, verdad?
—Sí…Voy a cambiarme de ropa, tú sigue a lo tuyo. —Hizo un gesto
con la mano para animarlo.

—¿Qué tal estoy? ¿Crees que causaré buena impresión? —Diez


minutos después Albert bajó mudado y peinado. A Davide se le cayó un
canapé al suelo y luego lo pisó con el zapato sin darse cuenta de ninguna de
las dos cosas.
“¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Joder, ¿por qué me parece tan guapo
un tío?”, lloriqueó Davide en silencio.
—Ah... —Como Davide no dijo nada, Albert se decepcionó.

137
“No esperaba que se tirara a mi pies, enamorado, pero tampoco que
pusiera esa cara tan rara”, pensó Albert, decepcionado.
—Me parece que no estoy muy bien así.
—¡Estás muy bien! ¡Muy bien! ¡Estupendo! —Albert sonrió, aunque no
le creía demasiado.
Davide le observó mientras él sacaba unos platos de la alacena. Estaba
tan acostumbrado a verlo con pantalones de pinzas, camisa corriente de
profesor y corbata (que era el uniforme que los profesores laicos utilizaban
en el centro), que se sorprendió con aquel pase de modelos: pantalones
vaqueros gastados, lo suficientemente ceñidos a las piernas como para
hacerse volver a cualquier chica que lo viera por la calle, terminados en una
muy ligera campana. Y una camisa de manga corta también ceñida al
cuerpo. Parecía seda de color negro. Tocó la tela del brazo casi sin darse
cuenta. Albert le miró con una tímida sonrisa.
—Quería saber si era seda.
—No tengo tanto dinero, es una imitación resultona. —Davide sintió
una fuerza en el estómago que lo impulsaba a querer estrecharlo contra sí
muy fuerte y acariciar aquella camisa que le quedaba tan bien—. Te he
comprado un regalo —dijo Albert de pronto—. Toma. —Le plantó la bolsa
de papel en la cara.
—Te dije que no quería nada.
—Y yo hago lo que quiero. Ábrelo. —El sacerdote sacó una camisa
blanca de lino muy fino—. Es en compensación por la que te puse perdida
de barro. Ahora ya estamos en paz. —Davide no tenía palabras, lo único en
lo que podía pensar era en resistir la terrible tentación de estrechar a Albert
entre sus brazos y besarlo en la boca.
“¿Qué coño me pasa? Quiero besarlo…”. Davide tragó saliva.
—Es muy bonita... Me la pondré mañana, en la cena... —gimió.
—¿Vendrás? ¿Te dio permiso el padre Lorenzo? —Él asintió con los
ojos cerrados—. Gracias. S-Será mejor que sigas preparando eso... —
Davide se dio la vuelta mientras escuchaba a Albert poner el salón en
orden, bajar y subir las escaleras y hacer otras tantas cosas.

138
“Besarlo”—pensó Davide—”Besarlo en la boca, una y otra vez hasta
saciar mi sed”.
Intentó no cavilar más sobre ello, así que llevó las bandejitas y bebidas
al saloncito y las dejó sobre la mesa. Albert estaba sentado en el sofá,
metiendo unos dibujos en plásticos para que no se ensuciaran. Davide se
sentó a su lado y los miró maravillado.
—Qué bien se te da esto.
—Y a ti tocar el piano.
—¿Cómo lo sabes?
—Te escuché, música divina.
—A veces compongo cosas…
—¿Y no has pensado en presentar tus composiciones a una
discográfica? ¿Por qué te hiciste sacerdote? —La pregunta era la misma que
le había hecho el padre Lorenzo aquella misma tarde y, sin embargo, esta
vez no sabía qué contestar.
—No lo sé.
—¿Que no lo sabes?
—No me hagas caso, a veces digo tonterías. Me hice sacerdote porque
me gustaba.
—¿Y te sigue gustando?
—Sí, claro. Aunque yo siempre he sido muy rebelde y hay ciertos votos
que me cuesta cumplir. Pero siempre los cumplo.
—¿Cómo cuáles?
“Como el de castidad, contigo aquí y ahora”.
—Soy muy soberbio, me cuesta cumplir las órdenes, tengo muy mala
leche... En fin, cosas banales.
—Dios tiene mucha suerte de tenerte con él. Al final me volveré un
envidioso, yo que te quiero todo para mí —se echó a reír—. Es broma.
“Toma indirecta, seré idiota”.
—Se oyen las campanas de la misa de tarde.
—No importa, me esperaré hasta que esa señora venga.
—¿No te reñirán?

139
—He pedido permiso, así que no te inquietes. ¿Me enseñas tus
dibujos? —Albert se puso muy contento, pero a la vez sufrió.

“Deseo marcharme de este lugar pensando que me apreciaste, no


viendo como mis anhelos mancillan nuestra amistad. No podría seguir
viviendo tras saber que te doy asco, que me crees un depravado anti natura,
prefiero quedarme tal como estoy ahora, enamorado de ti en silencio...”
Albert suspiró mientras pensaba en ello.
—Me duele el cuello —se quejó—. Ayer me quedé aquí dormido como
un tronco y en una posición malísima. Tengo tortícolis aguda, grave, me
muero, ¡arg! —Las calientes manos del sacerdote le apartaron el cabello
rubio y le dieron un masaje. Albert se estremeció de pies a cabeza.
—Si te duele me lo dices, no quiero hacerte más daño. —Pero Albert ya
había cerrado los ojos y emitía sonidos de placer. Davide le acarició los
hombros con fuerza, deseando hundir la nariz en el cabello rubio,
voluminoso de aquel hombre, olerlo, besarlo, y después estrecharle a él
entre sus brazos y decirle cuánto lo deseaba.
“¡Soy sacerdote! ¡Un maldito sacerdote que tiene las manos atadas!”. Se
apartó furioso de Albert.
—¿Qué te sucede? —Justo en ese momento sonó el timbre de la casa y
Albert se levantó dando brinco. Davide suspiró aliviado y salvado por la
campana.
—¡Debe ser ella! —Corrió raudo hacia la puerta y la abrió. Una mujer
ya madura y atractiva le saludó desde el otro lado.
—Buenas tardes, deduzco que es usted Albert Aumont. Encantada. —
Le tendió la mano y él la estrechó.
—Mucho gusto. Pero pase dentro, por favor. —Davide apareció en la
puerta del salón y la mujer se quedó anonadada al ver semejante ejemplar
masculino: más de metro ochenta de estatura, constitución acorde, pelo
negro enmarcando su rostro varonil, mirada parda y sonrisa sensual.

140
—Buenas tardes, señora. Soy Davide, amigo de Albert. —Le besó la
mano con delicadeza y ella enrojeció ligeramente—. Bueno Albert, me voy.
Hasta mañana.
—Hasta mañana, Davide. —Este se detuvo en la puerta y sonrió a la
mujer.
—Señora, se va a llevar usted una gran persona a su editorial, por favor,
cuídelo bien porque se lo merece. —Después se marchó dejándoles
anonadados a los dos.
—Vaya, qué agradable.
—Sí, es muy bueno. Pase, por favor, le hemos preparado un tentempié.
—Qué bien, porque no he probado bocado desde la hora de la comida.
—Tomó unos canapés que le encantaron.
—Los hizo Davide. Yo soy un desastre en la cocina. —Ella le miró
sonriente.
—Déjeme decirle, Albert, que es usted muy atractivo. —A este se le
encendió la cara al instante—. ¿Es usted francés, verdad?
—Sí.
—Enséñeme sus creaciones —fue al grano al instante—. Aunque como
ya le dije, nos interesa mucho que venga a trabajar con nosotros. ¿Ya se lo
ha pensado?
—Sí.
—¿Entonces?
—Acepto.
—¿Seguro?
—Seguro. No tengo familia que dejar atrás. Estoy solo en la vida.
Marcharme de aquí y empezar de nuevo es lo que d-deseo. P-Perdón, pero
soy un poco tartamudo y c-cuando me pongo nervioso...
—No se ponga nervioso, Albert.
—¿Cuándo tendría que incorporarme?
—Cuando quiera, mientras sea antes de fin de mes. Le ayudaremos a
encontrar casa. Y no se preocupe por el dinero, va usted a ganar mucho.

141
—Antes de nada quiero decirle algo. Yo... yo soy gay... Si hay algún
prejuicio… —ella se echó a reír.
—¡Y a mí me encanta acostarme con hombres guapos y jóvenes! No le
veo nada malo. ¡Ah! Ahora lo entiendo, Davide y usted... —echó una risilla
picaruela.
—No, no...
—¡No me engañe!
—No, de verdad. Él es sacerdote. —Bárbara se echó a reír con más
fuerza.
—¡Qué bromista es usted!
—En serio, es sacerdote. ¿No se fijó en la ropa? Llevaba un hábito
masculino, aunque moderno. —Ella cayó en la cuenta de que tenía razón.
—Vaya, es cierto. ¡Pues qué desperdicio! ¡Con lo bueno que está!
—Dígamelo a mí —se quejó—. Si soy sincero, es esa una razón extra
para marcharme de aquí. Enamorarse de un sacerdote no es buena idea…
—Creo que no…
Estuvieron hablando varias horas, pues se habían caído muy bien, tanto
que se trataron de tú. Al final, Bárbara se marchó y quedaron en que en
cuanto le encontraran una casa para vivir lo llamarían de inmediato.
—Buen viaje.
—Gracias, Albert. Y escucha una cosa —le indicó que se acercara—: si
Davide te gusta no pierdas el tiempo. Yo lo perdí de joven con el amor de
mi vida y desde entonces no he querido a ningún hombre igual. Tal vez él
te rechace, pero si te vas a marchar sin mirar atrás, no debe importarte. Al
menos podrás continuar tu vida diciendo: “no me quedé con la duda”. —
Después le guiñó un ojo y se marchó definitivamente.

Ya era de noche y los grillos del jardín contiguo cantaban sin cesar.
Respiró hondo y de nuevo entró en casa. Llamó inmediatamente a casa de
Fabrizio y Valeria.
—¿Diga? —contestó ella.
—Soy Albert.

142
—¿Cómo ha ido?
—Muy bien, pronto me marcharé.
—¡Estupendo, Albert!
—¿Estás c-contenta de que me largue, verdad? —dijo cínico.
—Por eso te haré una fiesta mañana. Para celebrar que me libro de ti.
—Lo sabía. En fin, seremos cinco en total.
—¿Quién más va a venir?
—Bella, ya la conoces. Y Davide, el cura al que “pringué” de barro y
arrojé la ensaladilla encima.
—¿Un cura viniendo a la fiesta? No me lo puedo creer.
—Valeria, sé que me vas a regañar, pero supongo que recuerdas aquello
que me dijiste sobre que no me enamorara de él... —un suspiro al otro lado
de la línea delató a su interlocutora.
—Eres idiota, rematadamente tonto.
—Cuando lo veas en persona, cuando le conozcas de verdad,
entenderás por qué no he podido evitarlo. Cuando estoy con él soy feliz de
verdad, me siento persona. Mis defectos e inseguridades desaparecen. Tú
tienes que entenderme, porque amas a Fabrizio.
—Pero Fabrizio no era sacerdote, Albert.
—De todos modos me voy a ir lejos de él.
Estuvo mucho rato hablando con ella por teléfono sobre Davide,
Simone, la entrevista... Hasta que finalmente colgaron y se fue a dormir de
puro agotamiento. Apagó las luces tan tranquilo, sin saber que alguien le
observaba por la ventana, que llevaba observándole desde hacía días,
esperando el momento oportuno para hacerle sufrir.

Al día siguiente, Albert le hizo saber al padre Lorenzo que se marcharía


muy pronto a Milán.
—Me alegro mucho por ti, Albert, cuando te ayudé para que pudieras
estudiar lo que querías sabía que conseguirías llegar lejos.
—Gracias. Les debo mucho a todos.

143
—A Dios también, tu educación católica te ha llevado por el buen
camino. —Albert sonrió.
“Dejémosle que piense eso si le hace feliz”.
—No sé cuándo me iré exactamente, pero es recomendable que vaya
buscando a otro profesor.
—Tú no te preocupes por nada, yo me encargo.
—Muchas gracias, padre Lorenzo. Y ahora me marcho, que tengo que
atender a los niños en el comedor.
—Albert, tengo que decirte algo muy importante. No quiero empañar
tu felicidad… pero debes estar al tanto.
—¿Qué pasa? —Volvió a sentarse.
—No te pongas nervioso, tranquilo. Han soltado a tu tío y me han
confirmado que ha vuelto a Italia y que... ¡Albert! —El chico se puso
nervioso y golpeó la mesa al levantarse.
—No, no quiero...
—¡Albert! Él es un viejo y tú eres joven y fuerte. ¡Ya no puede hacerte
daño! —Lorenzo sabía que eso no era cierto, pero ¿qué podía decirle en
aquellos instantes? Llamó a su secretario para que viniera. Entraron dos
sacerdotes más con él y sujetaron a Albert para tranquilizarlo.
—Será mejor que te vayas a casa. No sé si decírtelo fue tan buena idea.
—No, usted hizo bien. Ahora ya sé a qué atenerme.
—Pronto te irás a Milán y no tendrás de qué preocuparte. No
necesariamente tiene que venir a ver si estás aquí, pero debías saberlo. Será
mejor que hoy duermas aquí. —A Albert le temblaban las manos. Su tío
era de la peor calaña y había intentado matarlo. Era el culpable de la muerte
de su madre por apatía, de que su padre le abandonara y de sentirse tan
sucio por dentro.
—Acompañadlo a la cocina, que se tome una tila y un tranquilizante. —
Después de eso, Albert no se movió de una habitación que le habían
asignado para que estuviera tranquilo. Deseó que Davide fuera hasta él y lo
abrazara muy fuerte, protegiéndole de todo lo malo. Pero este tenía sus
propios problemas.

144
Davide, por su parte, se había pasado el día en la iglesia rezando y
exigiendo una explicación a Dios sobre lo qué le estaba pasando con Albert.
Le gustaba Albert, le gustaba como hombre que era. ¡Un hombre! Con
cara de hombre, cuerpo de hombre, sexo de hombre. Desde niño le habían
enseñado que eso de los “maricones” era pecado mortal y que se iba al
infierno. Antinatural, pervertido, desviado y largo etcétera de apelativos
denigrantes. El no lo creyó jamás. Si dos personas se amaban, ¿qué había de
malo en que fueran del mismo sexo? Aun así nunca le habían gustado los
hombres un ápice. Estuvo enamorado de su prima (algo horroroso según
su beata familia), pero los separaron al darse cuenta de la relación. Desde
entonces no había vuelto a enamorarse. Nunca se pensó, ni por un
instante, que un hombre le hiciera sentir deseo y pasión. Debía estar muy
desesperado sexualmente para haberse fijado en uno.
“¡Pero qué hombre!”, se dijo.
Albert era distinto: su voz, el pelo, los ojos, los labios, su olor, la cojera,
la tartamudez, las gafas, esas pecas, la timidez, lo bien que dibujaba, sus
risas, la tristeza y un millar de cosas más. Todo el conjunto le atraía.
Aquel día no iría a ver a Albert al comedor, ni después de las clases, ni a
la fiesta. Cuanto menos contacto tuviera con él, mejor que mejor. Y,
pronto, Albert se marcharía a Milán para siempre y no volvería a verlo
nunca más.
Esa era la única solución que se le ocurrió: esperar pasivamente, porque
activamente era incapaz de arrancarse de dentro lo que sentía.

Albert buscó a Davide antes de marcharse con Bella a la cena. Como en


todo el día no le había visto no pudo quedar con él. Al no encontrarlo,
pidió a uno de los sacerdotes que le entregara una nota si le veía, con la
dirección de la fiesta. Decepcionado volvió con su amiga y marcharon de
allí. Por otro lado estaba tranquilo, sabía que si su tío andaba cerca no se
atrevería a aproximársele si iba con otra persona. Aparcó el coche en la calle

145
y anduvo con Bella hasta la casa de Fabrizio y Valeria. Al llegar, esta última
estaba ya muy contenta.
—¿Y Davide? No decías que vendría.
—Hoy no lo he visto, así que no sé si aparecerá.
—Bella, ¿quieres alguna cosa de beber antes de la cena? —Valeria la
cogió de la mano apartándola de Albert.
—No, gracias. ¡¡Oh!! Qué barriguita tan redonda. ¿Ya sabes si es niño o
niña?
—Es niño. Mañana vamos a Milán para comprarle cosas.
—A mí me encantan los niños. Aunque nunca tendré uno.
—Pero si eres joven y bonita, ya verás que sí. —Bella sonrió
secretamente. No, ella nunca tendría hijos. Sólo hubiese querido tenerlos
junto Albert, sin embargo sabía que eso era imposible. De todos modos, ya
no le importaba.
—Valeria, ¿dónde está Fabrizio? —Albert las interrumpió.
—En la cocina, haciendo la cena.
—¿Podemos esperar un momento a qué venga Davide?
—Albert, no creo que venga —dijo Valeria con dureza. Pero Albert no
quería darse por vencido todavía—. Me voy a ayudar a Fabrizio, ya casi está
la cena. —Se marchó canturreando feliz.
—Albert, ¿vienes fuera a la terraza?
—Sí, claro. —Caminaron cogidos por la cintura hasta apoyarse en la
barandilla. Era una noche fresca, incluso había llovido un poco.
—Te voy a confesar mis secretos.
—Me tienes muy intrigado. —Bella sonrió.
—Siempre he estado enamorada de ti. —Albert no pareció sorprendido,
aunque se puso rojo como la grana—. ¿Lo sabías?
—De alguna manera… los niños me deban pistas… Es sólo que...
—¡No digas nada! Déjame terminar. Sé que no soy correspondida en
absoluto.
—Lo siento, te quiero mucho, sin embargo...

146
—Sé que las chicas no te gustan. ¡No pongas esa cara de espanto! No lo
voy a decir en el colegio.
—Yo no... —ella le tapó la boca con la palma de la mano. Albert se la
besó con dulzura y ella rió.
—Tú eres mi amor platónico. Mi verdadero amor es Dios, así que me
voy a hacer monja.
—¿M-Monja? No me lo puedo creer. ¿Desde cuándo piensas eso? ¿Es
por mi culpa?
—No es por tu culpa, tonto. Lo llevo pensando años, no te vayas a creer
que me viene de ahora. Nunca te dije nada porque soy muy reservada. —
Albert la abrazó con fuerza y ella le devolvió aquel abrazo. Luego se
besaron en los labios como despedida. Se miraron sonrientes y de nuevo
volvieron a besarse.

Davide los miró desde el jardín. Escupió sobre el césped mojado y


apretó los puños.
“Con que no tienes novia. ¡Pues eso qué es!”, bufó ofuscado, dolido.
Contuvo la respiración antes de llamar a la puerta.
—¡Es la única manera de olvidarte de él! —se dijo.

Valeria llamó a su amigo desde la puerta que daba a la terraza.


—¡Albert, ha venido Davide! —Bella vio la alegría en el rostro de su
amigo y se apenó por él. Esa era la cara que tantas veces había puesto ella
cuando veía a Albert aparecer. Era la cara de alguien enamorado de un
imposible.

147
Capítulo 4

—Buenas noches, siento el retraso —se disculpó Davide. Valeria se


quedó boquiabierta al verlo por primera vez. ¡No podía ser sacerdote!
Seguro que Albert le había tomado el pelo. ¡Estaba como un tren!
—Pasa, por favor. Yo soy Valeria. Albert me ha hablado mucho de ti,
dijo que eras sacerdote.
—Sí, así es. —Él la sonrió mientras le besaba la mano como un
caballero—. ¿Tampoco te lo parezco, verdad?
—Lo siento, no vas vestido como uno. Pero pasa, pasa, no te quedes en
la puerta. La cena ya está en la mesa. Voy a llamar a Albert, está fuera en la
terraza.
—Sí... —Davide no se podía quitar de la cabeza la escena entre Bella y
Albert, aunque reprimió sus celos para que no se le notaran.
—¡Albert, ha venido Davide! —Valeria le hizo una seña a Albert para
que se le acercara.
—¿Ves cómo sí que ha aparecido? —dijo sarcástico.
—Está como un tren, vaya morenazo. ¡Y parecías tonto! —siseó.
—Te lo dije, pero no quisiste creerme.
—Al verlo incluso yo he pensado de todo. Y eso que estoy casada y
embarazada —bromeó—. Pero qué guapo que es, por el amor de Dios.
Después de mi marido es el hombre más follable que he visto en toda mi
vida. Y qué voz, y qué cuerpo... —dijo mordiéndose el labio.
—¡Me estoy poniendo celoso! ¡Es mío!
—Tranquilo, que no te lo voy a quitar. Pero ¿puedo mirar?
—¡No! —se negó en rotundo. Encontraron al sacerdote hablando con
Fabricio en el salón. Davide se levantó raudo al ver a Albert. El chico se
quedó sin respiración. ¡Davide al final se había puesto la camisa! Se alegró
mucho de haber acertado en la talla, porque le caía que ni pintada.
Acostumbrado a verlo siempre con el hábito sacerdotal (aunque moderno),

148
ahora parecía un hombre normal. Era como si la barrera que los separaba
ya no estuviera allí.
—Te pusiste la camisa, qué bien, cómo me alegro.
“Estás muy bueno”, hubiera querido decirle.
—Sí… —Davide no sabía qué comentar, lo único que daba vueltas en
su cabeza eran los celos. Estos se incrementaron al aparecer Bella y
sonreírle. Le dieron ganas de apartarla de un empujón y luego salir
corriendo.
—Hola, ya creíamos que no aparecerías. —Él la miró con odio en los
ojos y ella lo notó, quedándose confusa.
“¿Por qué?”, se preguntó Bella.
—¿Entonces te dieron mi nota, verdad? —preguntó Albert.
—Afortunadamente me dieron tu misiva. —Había tenido que cenar en
el centro, con los otros sacerdotes, luego irse pronto a dormir y escaparse
por la ventana porque sabía que el padre Lorenzo no se fiaba de él. Al final
acabaría por enterarse, aunque le importaba un pimiento.
—Bueno, vamos a cenar o se enfriará —los reclamó Fabrizio. Todos se
sentaron en sus sillas y Bella optó por hacerlo junto a Valeria, lo más
alejada posible de la mirada “furiosa” de Davide. Ese hombre era muy raro,
estaba segura que a un sacerdote no le permitirían irse a una cena festiva
sin más. Él mismo era consciente de que no debía hacerlo. Y aun así, allí
estaba: vestido de una manera completamente inapropiada. ¡Parecía Mister
Italia! Llevaba la camisa ajustada al torso y el cuello abierto, de modo que
su plateada cruz brillaba bajo la luz de la lámpara sobre su torso desnudo.
¡Era demasiado para un cura!

La cena transcurrió animadamente, entre anécdotas y risas. Davide reía


a gusto con Albert al lado, nunca le vio tan feliz y eso le gustó mucho.
—¡En serio, en la boda de Valeria y Fabrizio llegué tarde porque no
encontraba los anillos! Casi me matan.

149
—¡Y resulta que se le había descosido el bolsillo y estaban dentro del
forro del traje! —rio Fabrizio—. Aunque finalmente todo fue bien. Vaya
padrino.
—No estáis casados por la iglesia, ¿verdad?
—No, Davide, preferimos sólo por el juzgado. Nosotros no creemos en
nada especial. Preferimos vivir sin esas reglas, somos más felices —dijo
Fabrizio. Davide le miró con una sonrisa triste en los labios.
—Tenéis toda la razón del mundo, es lo mejor que podéis hacer. La
religión católica, como tantas otras religiones, lo único que tiene son
restricciones y prejuicios estúpidos. —Todos los presentes se quedaron de
piedra ante aquella declaración.
—Bueno... —empezó Bella—, tiene cosas buenas... como ayudar a los
necesitados.
—No hace falta ser religioso para ayudar a quien lo necesite. Aunque
cada uno puede hacer lo que le dé la gana. Bueno, no todos podemos —
añadió.
—Y-Yo tengo que irme. —Bella se levantó nerviosa.
—Pero si todavía es pronto, ¿no quieres una copa?
—No bebo, lo siento.
—Pues el postre. No me dejes sola con tantos hombres, por favor.
¿Quieres que te enseñe el cuartito del bebé? —Valeria se levantó y la cogió
de la mano.
—Está bien, pero sólo un ratito. Mañana tengo que dar clase a los
niños. —Fabrizio se puso a recoger la mesa.
—Si quieres te ayudamos a fregar... —se ofreció Davide.
—¡No! Sois los invitados, es una fiesta de despedida para Albert, así que
fuera de mi cocina. —Fabrizio los echó tirándoles agua—. Si queréis, en el
bar del salón, hay algo de beber. —Los dos hombres se fueron hacia allí y
Albert se puso una copita de ron con hielo.
—¿Quieres?
—Mejor que no…
—Así vestido no pareces cura y se me olvida. Lo siento, t-tienes razón.

150
—¿Dónde está el baño?
—Por el pasillo… la última a la izquierda, —Davide siguió las
instrucciones encontrándose de cara con Bella.
—Davide, ¿te encuentras bien? Esta noche... —él la miró receloso.
—¿Por qué? Yo me siento genial.
—Por ese bajón de fe. ¿Y qué haces aquí?
—¿Y a ti qué te importa? —dijo brusco. Ella se quedó boquiabierta.
—Deberías hablar con el padre Lorenzo de tu problema de fe. Seguro
que te ayudaría. A mí me ha amparado mucho.
—No tengo un problema de fe.
“Lo mío es otra cosa”.
—¡Davide! Recuerda que Dios está con nosotros. —Él la miró furioso.
—¡Hablas como una monja reprimida!
—Porque yo... yo seré monja y creo mucho en la fe de Dios, en lo
bueno que tiene la religión. Quiero ayudar a las personas, lo que has dicho
hoy...
—¿Monja? —preguntó sorprendido—. ¿Y te besuqueas con Albert? ¡Os
vi desde la calle! ¿No te da vergüenza que te vean todos? ¿Desde cuándo
tienes una relación con él? Una futura monja no se lo anda montando con
un chico —siseó para que no se les escuchara.
—Voy a ser monja, a mucha honra. Y en cuanto al beso de Albert...
¡Fue de despedida! Nunca he sido correspondida. Adiós... —se dio la
vuelta, furiosa. Davide la detuvo.
—Lo siento, últimamente no sé qué sucede, pero es verdad que mi fe
está por los suelos. A veces deseo ser un hombre libre… Esta confusión me
está matando. Perdóname. —Bella sonrió.
—Estás disculpado, pero habla con alguien que pueda ayudarte. Y ahora
me voy, que es tarde. Adiós. —Davide la vio irse, después se metió en el
baño y suspiró aliviado. Se sentó en la tapa del váter.

“Ella no es su novia, no era más que un beso de despedida”.

151
“Me estoy convirtiendo en un energúmeno que se salta las normas y
los votos”.
“En todos los años que soy lo que soy, jamás me había pasado algo tan
fuerte”.

Cuando salió el baño se encontró con Valeria en la puerta de la salida.


—Davide, ¿tienes qué irte tú también? Todavía estamos a tiempo de
avisar a mi marido, ha bajado con Bella al garaje porque la va a llevar a casa.
Podría acercarte a ti también.
—No hace falta. Seguro que Albert me aproximará después, no te
molestes por mí.
—Está en la terraza, yo voy a tumbarme en la cama, me duelen las
piernas. ¡El embarazo me está matando!
—¿Te acompaño?
—No es necesario.
—Gracias por la cena y por las risas. Nunca me había divertido tanto.
—¿Desde cuándo eres sacerdote?
—Ni me acuerdo —sonrió.
—Bueno, como estoy embarazada no puedo moverme mucho, pero
deberías haberme visto antes, yo soy la reina de las pistas, aunque con
Fabrizio no se puede bailar, es muy soso el pobre, pero muy bueno.
—¿Le quieres mucho?
—Con toda mi alma, nunca deseé tanto estar junto a alguien. Los otros
hombres con los que he estado nunca me llenaron así. Cuando amas a
alguien no te importa nada más, ni las barreras, ni nada... —Davide la miró
apenado—. Cuando nos casamos fui muy feliz, y ya ves que pronto
tendremos un hijo.
—El amor es muy bonito cuando es correspondido, me alegro por
vosotros. Buenas noches, mejor vete a la cama a descansar. —La besó de
nuevo en la mano y se fue.

152
Albert estaba sentado en una hamaca tomándose su copita cuando vio
aparecer a Davide.
—Sí que has tardado, ¿te caíste por el váter?
—Sí, menuda experiencia… —bromeó contento.
—Vaya, qué cara traes de felicidad, ¿ibas estreñido y al fin solucionaste
el problema?
—¡Pero bueno, a ti qué te importa! —Albert se echó a reír
desternillándose—. Creo que has bebido demasiado. —Le arrancó la copa
de la mano y bebió un poco.
—¡Eh!
—Hoy voy a ser un hombre corriente por primera vez en mi vida.
¿Sabes una cosa? El padre Lorenzo no me dio permiso para venir, así que
me escapé.
—¡Davide! ¡Me dijiste que…!
—Sí, ya sé que dije mentiras. Pero me da igual, venir a tu despedida ha
valido la pena, aunque luego me arrojen al infierno. —Albert se quedó
callado.
—Estoy n-nervioso... —dijo de pronto.
—Es por tu nuevo trabajo, ¿verdad? No tienes de qué preocuparte, yo
rezaré por ti para que te salga todo muy bien. Ten fe. —No estaba nervioso
por eso, sino por lo de su tío. Pero no deseaba preocupar a Davide con esos
problemas.
—Sí, por eso es, el nuevo t-trabajo... —Se levantó y caminó hacia la
barandilla. Un airecillo fresco le azotó en la cara. Davide miró su esbelta
figura, su seductor cuerpo de hombre. Bebió de golpe lo que quedaba en la
copa e irguiéndose caminó hacia él. Lo abrazó por detrás con dulzura y a
Albert le temblaron las piernas.
—Davide...
—Te voy a echar mucho de menos. Prométeme que vendrás a verme
este curso al menos una vez. Porque después la vida de la ciudad te
envolverá tanto que nos olvidarás a todos... —Albert se giró hacia él y lo
miró intensamente.

153
—A ti no podría olvidarte jamás. —Davide se soltó de él, confuso, y
apoyándose en la barandilla cerró los ojos. Aquella noche se creía capaz de
cualquier cosa, y a la vez se resistía a ello. Por mucho que se hubiese
escapado de la casa de Dios, por mucho que estuviera vestido como alguien
normal, era un sacerdote. Se dio cuenta entonces de que había cometido
muchos errores aquellos días, pero que estaba a tiempo de no seguir
reincidiendo más. Albert seguía allí y sin embargo era pecado amarlo tanto.
La decisión más importante de su vida: continuar con el sacerdocio. Lo
miró un instante, como si fuera la última vez que se atrevía a observarlo
como hombre que era.
“Te amo, y espero que seas feliz en tu vida y que a partir de ahora
encuentres a alguien que te ame con todo el alma, como me he atrevido a
amarte yo”. Nunca fue capaz de decirlo en voz alta.

Albert, por su parte, seguía sintiendo aquel breve abrazo por todo su
cuerpo, como si de una corriente eléctrica se tratara. ¿Alguien conseguiría
hacerle sentirse así otra alguna vez? No, nunca más.
“Seré incapaz de amar de la misma manera que te amo a ti, nunca podré
entregar a nadie más mi corazón. No, nunca más...”

El francés observó la calle, apenas unos pocos coches pasaban por ella.
El de Fabrizio apareció girando por la esquina y el único transeúnte que
caminaba por la acera lo detuvo y le dijo algo. Fabrizio le debió de indicar y
luego continuó hacia el garaje. La persona caminó hacia la casa, lo
suficientemente cerca para verla bien bajo la luz de una farola. Se quedó allí
plantada, mirando hacia la terraza en la que ellos se encontraban. Albert lo
observó detenidamente, porque le sonaba de algo. De pronto el corazón le
dio un vuelco que le hizo apartarse de la barandilla y, mareado, fue a
sentarse al sofá. Davide lo miró confuso y fue hasta él.
—¿Qué te pasa?
—M-Me ha s-sentado m-muuuy mal l-la cena... Voy a v-vomitar... —
Corrió al baño y arrojó todo de golpe. Después cayó de rodillas de tan

154
nervioso que estaba. Las piernas no le sostenían de pie. La derecha le dolió
como recordatorio de una paliza pasada que casi siega su pequeña vida. Las
lágrimas acudieron a sus ojos y corrieron como ríos. Pasó mucho tiempo
allí dentro antes de poder calmarse. Hizo acopio de valor y salió del baño.
Se encontró a Davide de cara y apoyándose en él le pidió que lo
acompañara al salón.
—Iba a ver qué te pasaba, si te encuentras muy mal deberíamos irnos.
—No, estoy bien., y-ya se me ha pasado.
—Estás muy blanco, demasiado —dijo con preocupación. Fabricio
apareció por la puerta de la cocina.
—¿Estás mejor? Davide me ha dicho que has ido a vomitar. Te estoy
haciendo una manzanilla. —Albert se la tomó intentando tranquilizarse.
Pero las manos le temblaban y la pierna dolía cada vez más.
“Tranquilo, te estás autosugestionando solo. El hombre al que has visto
en la calle es alguien ajeno a ti, pero tus miedos te traicionan”.
—Vamos a casa, yo te acompañaré. —Davide le ayudó a levantarse. Al
otro le falló la pierna y cayó en sus brazos, estando a punto de echarse a
llorar por lo nervioso que se encontraba.
—Me duele la pierna —dijo mientras cojeaba—. Fabrizio, gracias por la
cena, mañana os llamaré.
—Mañana estaremos todo el día fuera, vamos a Milán a mirar cosas
para el niño.
—¡¡AH!! V-Vale, pues el sábado hablamos.
—Adiós, Fabrizio, gracias por todo —se despidió Davide.
—Tened cuidado. —Albert se quedó parado un instante, después se
giró hacia Fabrizio para preguntarle algo sobre aquel hombre de la calle.
Luego cambió de idea.
—Fabrizio, si alguien llama a la puerta esta noche, o mañana... no le
contestéis, por favor.
—No digas tonterías.
—¡Fabrizio! —chilló histérico, casi perdiendo el control.
—Vale, vale, cómo quieras, pero ¿por qué?

155
—Te lo contaré o-otro día, el sábado, por favor.
—Vale... —Al final se marcharon, dejando a Fabrizio anonadado.

—¿Por qué le has dicho eso? —Davide le ayudaba a caminar ya que


cojeaba más de lo normal. Estaban ya cerca de casa. Albert miró nervioso
hacia todos lados, por si aquel hombre los seguía—. ¿Qué miras?
—No me hagas caso, son paranoias mías. Es que he visto a un hombre
raro, con mala pinta por el barrio y no me ha gustado nada. Lleva días
rondando —mintió—. Es sólo por eso, nada más.
—Vale... —Davide notaba algo raro en el comportamiento de su amigo,
era muy extraño. Cuando llegaron a casa, Albert sacó las llaves y abrió. Se
dio cuenta enseguida de que estaba cerrada, sí, pero que alguien había
entrado en ella, pues recordaba perfectamente haber cerrado con doble
vuelta.
—Davide, coge el coche, toma las llaves. —Sacándoselas del bolsillo se
las tendió—. Está ahí delante.
—Pero si estoy muy cerca.
—Cógelas, no quiero que te pase nada si ese hombre se te acerca.
Mañana vienes a por mí.
—¿Quieres que me quede contigo? —preguntó con esperaza.
—No, te meterías en problemas por mi culpa. Cuanto antes vuelvas,
mejor que mejor —sonrió para quitarle hierro al asunto.
—Esta bien... ¡Buenas noches, hasta mañana! —Albert lo saludó con la
mano hasta perderle de vista. Luego entró en la casa, temblando como una
hoja. Escuchó un ruido en la cocina que le confirmó lo que ya sospechaba.
Había mandado lejos a Davide, porque no quería que le sucediera nada
malo. Una voz a sus espaldas lo saludó en perfecto francés:
—Albert, veo que te has convertido en un hombre hecho y derecho...
—Este se giró lentamente y miró al hombre en la oscuridad de la
habitación.
—Hijo de puta…

156
—Tan deslenguado como siempre. ¿Qué tal tu pierna? Sigues cojo y
tartamudo, eso no ha cambiado. Por cierto, la casa de tus amigos es muy
bonita. Y ella está preñada... Qué lástima, con lo bueno que debe de estar
su coño. Aunque para mí no es problema la barriga que lleva.
—¡CERDO REPUGNANTE, NO TE ATREVAS A ACERCARTE A
ELLOS O TE M-MATARÉ! —bramó.
—Eres un estúpido. Me has visto allí observándote y en vez llamar a la
policía o marcharte a otra parte con ese amigo tuyo moreno, te vienes a
casa.
—No me d-das miedo...
—Tus tartamudeos te traicionan y también tus piernas. Estás hecho un
flan. Vamos, Albert —dijo con guasa acercándose a él poco a poco—, que
esté aquí no significa que vaya a hacerte nada malo. Al fin y al cabo eres la
única familia que tengo.
—F-Fuera de mi casa. —Su tío se puso a reír a carcajada limpia.
—¿Tu sueldo de profesor te da para pagar una casa como esta? Pero
claro, te la han alquilado tus amigos.
—¿C-Cómo sabes eso?
—Tengo mis informadores. Sabes que soy poderoso. Por eso la
“justicia” me ha soltado. ¡¡OH!! Cuánta corrupción. —Se encendió un
cigarrillo mientras se sentaba en el sofá como si fuera suyo—. Pero no
olvidaré jamás los trece años que he estado en prisión. ¿Sabes cuántas veces
me dieron por el culo allí hasta que empezaron a respetarme? —gruñó
asqueado.
—¡Te lo m-mereces, sucio violador!
—¿Lo dices por lo de tu madre? Yo creo que en el fondo le gustó
mucho. Y luego naciste tú, qué casualidad, igualito, igualito a mí.
—¡Yo no s-soy como tú! —Las piernas le temblaron más—. ¡¿A qué has
v-venido?!
—A vengarme por todos estos años en los que me han dado por culo en
la cárcel. Al fin y al cabo tú tienes la culpa por testificar en mi contra.

157
—¡Hijo de puta! ¡Te metiste t-tú sssolo en la cárcel! —El tío de Albert
se levantó y apagó la colilla sobre un almohadón.
—¿Has vuelto a saber algo de Gerard? —Albert quiso gritar de rabia,
porque Gerard era su padre—. Veo por tu expresión de infinito dolor, que
no. Yo sí, me dijeron que se pegó un tiro unos años después de enterarse
de la feliz noticia de que no eras su hijo—. Albert no pudo reprimir por
más tiempo el llanto. Las lágrimas ahogaron sus palabras de odio hacia
aquel insensible. Había intentado no abandonarse a la ansiedad, pero ya no
podía más. Su tío continuó hablando como si contara una historia
divertida.
—Lo dejó todo perdido, sangre, cerebro, piel... Repugnante, pobre
Gerard, fue demasiado para él enterarse de algo así. Tantos años cuidando
de una mujer loca y un hijo lerdo, tartamudo y feo, para enterarse de por
qué ella estaba así y de que su hijo no era suyo. Triste, lamentable su
muerte. —Albert quiso gritar, abalanzarse contra él y arrancarle la cara con
las manos. Una cara tan parecida a la suya propia. Porque su tío siempre
había sido muy guapo de joven, al igual que su madre. Pero las drogas, el
alcohol, los vicios, todo aquello lo había vuelto viejo, feo y ajado.
—Cerdo... —gimió sin resuello—. Por tu culpppa... —se estaba
ahogando, casi ni podía respirar.
—Iré al grano, he venido a matarte. Quería jugar un poco más contigo.
Hoy pensaba destrozarte la casa para que te asustaras, pero mira, has sido
tan imbécil de venir aquí aun sabiendo que al que viste en la calle era a mí.
Tus amigos sentirán mucho una muerte tan horrible como la tuya. Puede
que tu amiga aborte de la impresión y todo. Y el marido, ese coche tan
cojonudo que tiene... Creo que me lo voy a quedar... después de
matarlos…
Aquello fue más de lo que Albert pudo soportar.
El hombre se le acercó, así que reculó presa de la ansiedad. No podía ni
respirar, la pierna le falló y tuvo que agarrarse a todo lo que encontraba,
alejarse de ese cerdo lo antes posible. Todo estaba tirado por ahí,
destrozado, esparcido. La luz no iba y supuso que el teléfono tampoco.

158
Buscó nervioso su móvil y marcó el número de emergencias. Una mujer le
preguntó qué deseaba y fue totalmente incapaz de articular palabra. Su tío
continuó hablando mientras se encendía otro cigarro y lo saboreaba.
—En cuanto a tu amiguita, la chica delgaducha que iba hoy contigo. Esa
tiene un buen culo por el que follarla, así seguro que no la dejo preñada. A
tu madre, la primera vez, también se lo hice así, pero luego me puso muy
cachondo mirarla a la cara y… la dejé embarazada de ti. —Albert casi
vomitó al recordarlo de nuevo. No pudo ni siquiera chillar de rabia—. Eres
mi hijo y eso no lo podrás cambiar aunque quieras. Mi hermana, pobre
Nicole… Estaría orgullosa de ti, te has vuelto un valiente. ¡¡OH!! Pero
ahora que recuerdo —dijo con sarcasmo—, si no te podía ni ver. El único
que quería y cuidaba al pobrecillo Albert era Gerard, y al final se marchó y
lo dejó solito conmigo. Me parece que no te quería tanto.
—Basta... —gimió en un esfuerzo.
—Y luego tu amigo el cura, aunque hoy no iba nada puritano, y cómo
te agarraba el muy maricón. Yo creo que le pones, Albert. ¿Has salido
maricón? ¿Te lo has follado? ¡Qué vergüenza, me ha salido un hijo marica!
En fin, entonces te encantaría la cárcel y que te dieran por culo. Aunque
siento decirte que no vas a llegar a ir. Entonces, ¿te mato ya o quieres
seguir conversando un rato más? ¡¡Con lo hablador que estás!!

Davide llegó enseguida a la iglesia. En la parte de atrás estaban las


habitaciones de los sacerdotes. Aparcó en una calle paralela. Cuando se
disponía a colarse por donde se había escapado, escuchó revuelo en la
puerta de la parroquia. La verdad era que se sentía muy inquieto con
Albert, este no actuaba naturalmente. Durante la cena se encontraba bien y
de pronto mal, sin razón aparente. Y luego estaba lo del hombre aquel que
decía haber visto. Era inquietante, un mal presentimiento lo embargaba.
En la entrada estaban varios sacerdotes, incluido el padre Lorenzo. Algo
malo sucedía, seguro. Corrió en pos de ellos, para saber qué pasaba. El
párroco le miró aparecer.

159
—¿Dónde estabas, Davide? ¿Y qué haces así vestido? ¡No te sientes
avergonzado delante de la Casa de Dios! ¡Hemos estado buscándote como
locos! —Nunca le habían visto tan enfadado.
—Estuve en la cena, con Albert y sus amigos. ¡Sí, me he escapado! —
reconoció enfadado.
—¿Albert? ¿Y ahora dónde está? ¿Ha venido contigo?
—No, se quedó en casa, yo mismo le acompañé...
—¡Dijo que vendría aquí a dormir! ¡Maldita sea! ¿Qué se le pasa a ese
chico por la cabeza? ¡A ti te ordené que lo vigilaras por lo de su tío! ¡Y lo
dejas solo en su casa!
—Él no me dijo nada de que tuviese que venir aquí, incluso me insistió
en que me marchara pronto de allí. Estaba muy raro.
—Davide, él ya sabe lo de su tío. El problema es que lo han visto
rondando la iglesia hoy.
—¿Seguro qué era él? —preguntó nervioso.
—Lo ha visto el padre Franchesco, que estuvo en el juicio cuando le
condenaron. Esta misma noche después de que Albert se fuera a esa cena.
¡Y entonces te hemos estado buscando y no estabas! ¡Has faltado a tu
palabra, a tus votos de obediencia, a tu Dios! —le gritó muy enfadado—.
¡Si hubieses estado en tu sitio, ahora Albert se hallaría con nosotros! ¡Aquí
dentro no le pasaría nada!
Davide se quedó de piedra allí clavado, ante la mirada furibunda de los
presentes. El tío de Albert rondando por allí y él en su casa. Entonces cayó
en la cuenta de por qué Albert estaba tan nervioso y raro.
—¿Lo habéis llamado? Hace sólo diez minutos que lo dejé en su casa.
—No coge el teléfono —dijo uno de los sacerdotes—. Lo estamos
llamando al móvil, acabamos de probar mientras hablabais y no da ni tono.
—Albert insistió en que me fuera en su coche, decía que había visto a
un hombre raro y con mala pinta cerca de allí... ¡Y cuando estábamos en la
terraza se puso muy nervioso e incluso fue a vomitar la cena! —dijo para sí.
—¿Tenía un ataque de ansiedad? —preguntó el padre Lorenzo mientras
le zarandeaba.

160
—Sí, incluso la pierna mala le dolía mucho. Y le dijo a Fabrizio que si
alguien raro iba a su casa no le abriera bajo ningún concepto. —Davide se
acordó entonces de que mirando por la terraza hacia la calle, había visto a
un hombre rubio y alto hablar con Fabrizio y luego acercarse a la casa. Fue
entonces ese el momento en el que Albert empezó a comportarse de forma
extraña y a decir cosas raras. ¡Ese era el hombre al que había visto con mala
pinta! ¡Ese era su tío!
—¡Davide! ¿Adónde vas?
—¡¡Llame a la policía inmediatamente, que vayan a casa de Albert!!
¡Creo que quiere enfrentarse a su tío solo y por eso no quiso que yo me
quedase con él! —Luego echó a correr de nuevo hacia el coche.
“¡Dios mío, no dejes que le pase nada y te juro que respetaré mis
votos!”.

El hombre cogió a Albert del cabello y lo estiró con rabia. El rubio


gimió de dolor pero le arreó una patada para defenderse. Su tío la sintió en
el costado y escupió una sarta de palabrotas. Los dos eran de la misma
estatura y constitución, sin embargo el tío de Albert estaba curtido. De un
puñetazo estampó a Albert contra la pared. Del golpe se quedó aturdido en
el suelo y sin poder recobrar todavía el habla. Cogió la pata de la mesilla
para el teléfono y se la lanzó a su agresor. Este la esquivó por los pelos. El
chico se levantó con la boca sangrante y corrió cojeando hasta la salida.
—¡Ven aquí, maricón hijo de puta! ¡Ven con papaito! —Se sacó una
enorme navaja y corrió raudo tras Albert. Este, viendo que no le daba
tiempo a salir, tuvo que girar y correr escaleras arriba. La pierna le dolía
horrores y se sentía tan asustado que la ansiedad le ganaba la partida. Antes
de que ese cerdo pudiera rajarlo seguro que moriría ahogado por su propia
angustia. ¡No podía respirar más! Al final cayó al suelo derrengado, le
fallaron las piernas.
“¡No quiero morir!”.

161
—¿Estás aquí? ¿Te gusta mi navaja? La he comprado especialmente para
rajarte el cuello y luego sacarte las tripas. Serás mi primera víctima de esta
temporada. Mi propio hijo, nadie más que yo tiene derecho a matarte.
Albert reculó ya sin fuerzas y topó con la pared. Las lágrimas rodaron por
sus mejillas mientras pensaba en que sólo se arrepentía de algo en su vida, y
era de no haberle confesado su amor a Davide. Pensó en él mientras
miraba acercarse a su tío en la oscuridad del cuarto.
—¿Quieres confesarte antes de morir?
—¡Eso debería decírtelo yo, maldito hijo de perra! —Davide le arreó tal
puñetazo que lo despachurró contra la pared. Al verlo, Albert gimió de
alegría y a la vez de preocupación. Las piernas no le dejaban moverse,
estaba como paralizado. Su tío se irguió y arremetió contra Davide, que
detuvo el golpe. Pero la navaja le hirió en el brazo y la camisa se tiñó
rápidamente de rojo.
—¡No deberías meterte en asuntos de familia! ¡Es mi hijo y haré lo que
quiera con él! —Davide no entendió aquello, pero tampoco le importó.
—La policía ya viene hacia aquí, así que piensa bien lo que pretendes
hacer. —El otro se echó a reír y de nuevo se lanzó contra el cura. Este
reculó pero no pudo evitar un nuevo corte, esta vez en el pecho. Davide se
dobló de dolor, aun así le arreó una buena patada para apartarlo. Las sirenas
de la policía se escucharon ya de fondo, cada vez más fuertes. Albert sintió
rabia, aborrecimiento, odio intenso hacia su tío y padre. Era el culpable de
todas sus ansiedades, de todas sus pesadillas. ¡Y ahora quería matar a
Davide! Eso le hizo sacar fuerzas de la nada.
—¡HIJO DE PUTA, MUÉRETE DE UNA MALDITA VEZ! —Su tío
se dio la vuelta y Albert le estampó una lámpara en la crisma. Pero no tuvo
suficiente con verlo caer al suelo de espaldas, sino que volvió a aporrearlo
una vez más, hasta que Davide le quitó de las manos la lámpara. Ambos
cayeron de rodillas junto al cuerpo inerte de aquel hombre.
Davide lo miró horrorizado, tenía la cabeza despachurrada y la sangre se
extendía rápidamente por el suelo, negra y espesa en la oscuridad.
Seguramente estaría muerto. Albert lloraba entre sus brazos con

162
desconsuelo. La policía ya estaba abajo y en cualquier momento subirían y
lo verían todo.
—¡Escúchame, Albert! Vamos a decirles que he sido yo el que lo ha
matado. —Albert lo miró anonadado pero con la cabeza se negó a ello.
—Mis huellas están por toda la lámpara, no digas t-tonterías... Si lo he
m-matado, soy el culpable, no tú.
La policía entró en el cuarto y se los encontró abrazados y llorando.

Se pasaron la noche en la comisaría declarando sobre los hechos, tras


haber ido antes al hospital. Efectivamente, el tío de Albert estaba muerto y
bien muerto. El chico confesó que había sido él el que lo había hecho, pero
en defensa propia. Contó todo con pelos y señales. El allanamiento de
morada, las amenazas del delincuente…
Davide contó cómo había sospechado y vuelto al lugar de los hechos.
Que intentando defender a Albert, ese hombre lo había herido. Y que era
testigo que Albert le mató en defensa propia. Por supuesto omitieron lo
que Albert dijo mientras le mataba. Tuvo que venir el padre Lorenzo, que
era hermano del comisario, para interceder por ellos. Al final los soltaron
con la condición de que Albert no se fuera del país y el padre Lorenzo se
hizo responsable de ello. Esperarían al juicio, pero era casi seguro que el
chico saldría impune por ser en defensa propia y al estar Davide de testigo
presencial no tenía que tener miedo de que le condenaran.
Después se fueron a la iglesia y le dieron una habitación a Albert para
que descansara. Davide lo acompañó hasta allí y estuvo un rato con él.
—Vete a dormir, Davide, debes de estar muy cansado. Ya has hecho
suficiente por mí, te mereces descansar... —le pidió mientras se metía en la
cama. Tenía la cara pálida, ojerosa, ojos hinchados de tanto llorar y el labio
abotargado.
—Me quedaré contigo hasta que te duermas.
—¿Te duelen los cortes?
—Un poco, pero con los puntos sanarán pronto.

163
—He pasado mucho miedo. La ansiedad no me permitía reaccionar...
Pero no podía dejar que tú murieras por mi culpa.
—Hice un trato con Dios y él ha cumplido su parte. Así que yo
cumpliré ahora la mía —susurró acariciándole el pelo—. Le prometí que si
te salvabas, yo sería un buen sacerdote.
—Ya lo eres... —Albert lo miró con sus enrojecidos ojos verdes. A
Davide le parecieron igualmente hermosos.
—No lo soy. Deberías haber oído la bronca que me metió el padre
Lorenzo cuando volví de dejarte en casa. Sin embargo me voy a portar bien
a partir de hoy.
—Vete, hazme ese favor y vete a dormir.
—Está bien. No te preocupes más por lo que ha pasado, ese hombre ya
no volverá nunca más a atormentarte.
“Nunca más, cariño mío”.
Cuánto deseaba abrazarlo de nuevo, estrujarlo contra sí y llenarlo de
besos para que no sufriera más.

Albert se hizo el dormido poco rato después, para que Davide se fuera
de una vez. Cuando este lo hizo se echó a llorar con desconsuelo.
“Aunque me arrepentí de no haberte dicho que te amaba, ahora soy
incapaz. Debo ser alguien horrible, pues no siento pesadumbre por haber
matado a ese maldito hijo de puta. Lo hice por ti, para que no te hiciera
daño, pero tú no lo entenderías. ¿Tendré que vivir con estos terribles
sentimientos para siempre? Entonces prefiero morir yo también...”
Y así se quedó dormido por fin, esperando no despertar jamás.

164
Capítulo 5

Davide estaba cada vez más confuso. Albert había matado a un hombre.
Y sin embargo se alegraba de la muerte de ese asesino que tanto daño había
hecho. Sólo esperaba que cuando el juicio saliera no mandaran a la cárcel al
chico. Al fin y al cabo fue en defensa propia. Haría todo lo posible para que
Albert saliera libre.
En aquellos momentos estaba en una sala donde guardaban algunos
libros y otras cosas de la iglesia. No tenía ganas de irse a dormir, su cerebro
era un hervidero. No sabía ni qué pensar: si estaba bien lo que sentía o por
el contrario era malo. Encima estaba medio grogui debido a la medicación
que le habían suministrado en el hospital. Le dolían un poco las heridas.
El padre Lorenzo entró en la estancia.
—¿Qué haces aquí? —Davide le miró turbado.
—No puedo dormir.
—¿Y Albert?
—En la habitación, al final cayó rendido. Muchas gracias por sacarlo de
la comisaría.
—Era mi deber para con él. Pobre muchacho, nunca en su vida podrá
vivir tranquilo. Y menos después de haber matado a alguien.
—Si le cuento algo, debe jurarme por Dios que no se lo dirá a nadie.
—¿Bajo secreto de confesión, Davide? —Este asintió.
—Albert le mató para defenderme a mí. —El padre Lorenzo se quedó
boquiabierto—. Pero de todos modos ese pretendía matarnos a ambos.
Para mí es en defensa propia absolutamente…
—En mi opinión también es así. Lo único que quiero es que el chico
sea feliz si puede. En el juicio debes decir lo que declaraste a la policía.
—No siento la muerte de ese elemento despreciable, me alegro de que
esté muerto. ¡Eso es terrible! Yo soy un sacerdote, pero le aseguro que no

165
habría dudado en matar a ese hijo de p... —se mordió los nudillos para
taparse la boca—. ¿Está mal, verdad?
—No te hace mala persona odiar a alguien, porque al fin y al cabo te
sientes mal por desear su muerte. Es muy confuso, lo sé. Yo también he
pasado crisis de fe.
—Pero entonces paso crisis de fe todos los días desde que soy sacerdote.
Al final siempre supero mis dudas y sigo aquí. Sin embargo ahora… me
pasa algo diferente y que no sé cómo solucionar.
—¿Y qué es?
—Siento atracción por una persona… Mi cabeza dice que soy un cura,
que el voto de castidad es sagrado para siempre, pero mi cuerpo y mi
corazón hacen lo que quieren… cuando Albert está cerca… —se quedó
callado para ver la reacción del otro hombre. Este no mudó la expresión un
ápice.
—¿Albert? —preguntó sin más.
—A mí los hombres nunca me han gustado. En cambio a veces es
inevitable mirar mujeres... No creo que sea nada malo, pues no estás
violando tu voto de castidad. Sin embargo con Albert es distinto, porque
esta noche hubiese dado mi vida por él, habría matado por él. Yo le
quiero... Deseo tener relaciones con él… —reconoció al fin.
—¿Y qué piensas hacer al respecto? ¿Lo sabe él?
—No, nunca se lo diría. Bastante ya tiene con lo que se le ha venido
encima
—¿Qué piensas hacer? —repitió.
—Marcharme cuanto antes…
—Está bien. En realidad estas cosas me parecen antinaturales y has
tomado la decisión correcta. No está bien que dos hombres se “amen”, va
en contra de la naturaleza. Tú lo sabes y te resistes. Dios te perdonará,
Davide.
—Sé que lo que siento es antinatural —le dijo, pero realmente no
pensaba así.
—El domingo podrás irte, no te preocupes. Hablare con la Diócesis.

166
—Gracias, gracias por escucharme.
—Y ahora vete a dormir. —Cerró la puerta tras de sí al marcharse.
Davide se quedó mirando una Virgen que había en una mesita. Sonrió.
—Ya estoy mejor, ahora podré irme y olvidarle... Soy sacerdote, tengo
fe en lo que hago y en lo que creo. Me siento liberado.
Pero se había mentido así mismo de nuevo.

Cuando sonaron las campanas de la misa de tarde, Albert despertó.


Había dormido muchísimas horas.
—Qué dolor de cabeza... —se quejó mientras se ponía en pie. Pensó en
que debería irse a casa y recoger el desastre. La policía le había dicho que
podría volver por la noche, porque ellos tenían que ir a tomar huellas y
retirar el cuerpo.
Caminó por la habitación, la pierna todavía le daba problemas y
pinchazos. Después salió. Todos le preguntaron qué tal estaba. Buscó a
Davide para decirle que se iba a casa, que no se preocupara. La misa
terminó y la gente fue saliendo poco a poco. Se sentó en un banco de la
iglesia y le esperó, pues estaba ayudando al padre Lorenzo a guardar las
cosas de la misa. Este último se le acercó.
—¿Cómo te sientes?
—Mejor... Me voy a ir a casa.
—¿No sería mejor que te quedases aquí? —Albert negó con la cabeza.
—Tengo que empaquetar las cosas, pronto me iré a Milán para
comenzar una nueva vida desde cero.
—No te inquietes, muchacho, lo del juicio saldrá muy bien. Con
Davide de testigo lo tienes ganado. Además, tu tío era un delincuente, así
que...
—Vengo a despedirme de Davide y darle las gracias por su ayuda. Ya no
nos veremos hasta el juicio.
—Eso está bien, al fin y al cabo Davide también se marcha el domingo a
Roma. —Albert sonrió—. Antes de marcharte del todo ven a despedirte de
todos nosotros y de los niños.

167
—Lo haré, claro que sí. —El padre Lorenzo se marchó, dejando solos a
los dos hombres.
Albert esperó a que Davide concluyera su trabajo. Cuando eso sucedió
se le acercó cojeando.
—Davide...
—¿Estás mejor? —Albert tenía la cara hinchada y el labio partido.
Davide le miró y pensó que no sentía nada por él, que habían sido sólo
imaginaciones suyas.
“Está horrible con esa cara, no es guapo en absoluto”, se dijo.
—Me gustaría confesarme... —le pidió.
—Por supuesto. Acompáñame... —Pasaron de largo el confesionario y
Albert se detuvo.
—¿Adónde vas?
—Creí que te sería más cómodo hablar conmigo en una habitación que
hay... —Albert le miró, plantado ante él a varios metros.
—Prefiero hacerlo en el confesionario.
—Como quieras. —Cada uno se sentó en su lado correspondiente,
separados por la rejilla de madera. Aquello era una prueba más de que
nunca podrían estar juntos.
Albert tardó un rato en hablar, no sabía cómo empezar.
—Albert, dime qué te sucede, quiero ayudarte —la voz profunda y
susurrante de Davide sonó al otro lado y le hizo estremecerse.
—Quiero contarte algo sobre mi tío. Me enteré la noche en la que mi
madre murió. Desde niño yo sabía que ella no me quería, además, estaba
siempre en un estado apático. Mi padre, Gerard, trabajaba mucho para
sacarnos adelante. Pero un día mi tío volvió después de muchos años y
muestra vida cambió a peor; arruinó a mi pobre padre y tuvimos que irnos
de Francia porque por su culpa debían un montón de dinero a unos tipos
muy peligrosos. Mi madre tenía una salud muy delicada. Al final falleció,
no antes de confesarme la verdad sobre mi padre. Gerard también lo supo
entonces y no fue capaz de aceptar algo así, por lo que un día se fue sin
más, dejándome con mi tío…

168
—No te comprendo, Albert, si no me lo aclaras más...
—No tengas prisa, es fácil de comprender si escuchas atentamente. Mi
tío y mi madre eran hermanos y al poco de que ella se casara con mi padre,
la violó —un gemido de asco le llegó desde el otro lado del confesionario—
. Y luego nací yo... Gerard no pudo resistir enterarse de que yo ni siquiera
era su hijo, sino el fruto de un incesto entre mi tío y mi madre. —Albert
pensó que Davide emitiría un gruñido de asco al saber que era hijo del
incesto. Pero no dijo ni pío—. ¿Davide?
—Sigo aquí...
—¿No has o-oído lo que...?
—Sí. Pero tú no tienes la culpa, no debes sentirte mal por ello, a mí no
me das asco.
“Yo lo único que deseo es abrazarte, Albert. Decirte al oído que no
tienes la culpa de nada”.
Al principio Davide sí sintió asco, pero no porque Albert fuera fruto de
algo incestuoso, sino del hecho en sí. Cada vez se sentía más contento de
que ese delincuente estuviera pudriéndose en los infiernos.
—No siento remordimiento de haberlo matado, porque mientras le
aporreaba en la cabeza, me sentía eufórico, deseaba acabar con él por todo
lo que me había hecho: a mi madre, a mi padre y a mí. ¡Y por lo que quería
hacerte a ti! —se echó a llorar desconsoladamente.
—Seguro que sí lo sientes, estás llorando.
—No lloro por eso, sino porque sé que piensas que soy horrible por
alegrarme de haberlo matado. ¡Lo he matado y me alegro! —dijo con un
ronquido, rabioso.
—Yo también me alegro de que esté muerto, lo único que siento es que
fueras tú quien acabara con él. Ojalá hubiera sido yo y no tendrías que
cargar con ello más… —Albert se quedó anonadado.
—Eres un hombre demasiado bueno… —se quedaron callados largo
rato. Davide miró el muro de madera que los separaba y lo acarició con la
mano, como si fuera el rostro macilento de Albert—. P-Pasé mucho
miedo, Davide. No podía gritar, ni correr. La garganta se me cerró y la

169
pierna me dolía... Sé que era autosugestión, aun así el terror al que me
sometió de niño vencieron mi valentía. Cuando me acorraló antes de que
llegarás, lo último en lo que pensé fue en ti... —El corazón de Davide latía
como loco y las lágrimas le nublaron los ojos—. Pensé en lo mucho que
me arrepentía de no haberte confesado lo que me hacías sentir. Lo que me
haces sentir...
—Albert, yo...
—Déjame seguir, por favor. Déjame terminar con esta agonía. Ya no
puedo más... —Davide escuchó sus sollozos, afligido.
—¿Te encuentras mal?
—Esto es una angustia, Davide. Por eso quédate donde estás, no podría
decírtelo a la cara. —Durante un rato se mantuvo callado. Al final habló de
nuevo—. Estaba seguro de que moriría allí y sólo pensaba en ti. Me
arrepentía de no haberte dicho lo mucho que te quiero, de lo mucho que te
necesito, de lo enamorado que estoy de ti. Sé que te daré asco, pero por
favor, no me odies por amarte, porque mi amor es verdadero…
De pronto sintió que Davide salía del confesionario y eso le aterró. ¿Y si
le sacaba de allí y lo echaba a patadas?
Pero pasó algo muy diferente, pues los rápidos pasos de Davide sonaron
alejándose hasta que una puerta se abrió y luego cerró de golpe. Albert se
quedó sollozando allí dentro, con la cara mojada apoyada sobre aquella
rejilla que por suerte los había separado. Davide se había ido, escapando de
algo que debió resultarte repugnante.
—Adiós, Davide...

Volvió a casa andando, paseando por las calles de la ciudad. Pensó en ir


a ver a sus amigos, pero en su casa no estaban. Si habían ido a Milán seguro
que se quedarían a dormir en un hotel. De nuevo caminó hacia su propia
casa y al llegar sintió miedo de entrar en ella.
—Vuelves tan solo como siempre. Así es mejor...
Entró en la vivienda. La luz estaba restablecida y también el teléfono.
Ningún mensaje pendiente. Estuvo recogiéndolo todo. Encontró sus gafas

170
rotas por ahí y la tele también hecha pedazos. Por suerte la cadena de
música todavía funcionaba, así que puso la radio. Pero no fue buena idea:
sonaba una canción que trataba del amor frustrado. De nuevo las lágrimas
acudieron para quemarle los ya destrozados ojos. Le iba a explotar la
cabeza.
—¡Ya basta! ¡Ya basta, Albert! No le volverás a ver, no quiere saber nada
de ti...
Subió a la planta de arriba y dirigiéndose al estudio abrió la puerta. Allí
quedaba todavía la mancha de sangre en la moqueta y rastros de la policía.
Valeria y Fabrizio tendrían que quitarla si querían vender la casa. Lo demás
estaba bastante intacto en apariencia. Cerró la puerta con un escalofrío.
Bajó de nuevo hasta la cocina e intentó prepararse la cena, aunque no pudo
probar bocado y terminó por tirar la sopa por el fregadero.
¿Quién, en una situación así, tendría hambre? Se sentía muy infeliz y
con el corazón tan destrozado que lo notaba deshacérsele en el pecho.
Hasta podía ver cómo caían los trozos ensangrentados sobre sus zapatos y
lo ponían todo perdido.
Durante horas limpió los desperfectos causados por la pelea. Después
llamó a la Sra. Gilardino y se lo contó todo. Le dijo que si ya no querían
contratarle lo comprendía, pero ella lo tranquilizó diciéndole que lo
ayudaría hasta con los abogados si hacía falta. Eso le alivió mucho, al menos
tenía una vía de escape segura. Aunque se hubiese marchado de todos
modos.
Fuera ya era de noche hacía rato. Miró el reloj y marcaban las 00.37. De
nuevo fue a la cocina e intentó beber leche, sin embargo el estómago no le
aceptaba nada. Le entraron ganas de llorar de nuevo y el desanimo le venció
del todo. Se le cayó el vaso al suelo rompiéndose en pedazos. Los miró con
vista borrosa pues los sollozos le dominaban del todo. Cogió uno que
parecía un trozo de navaja para acercárselo a la muñeca con mano
temblorosa.

171
—¡No puedo más! —gritó con voz ronca, desesperado del todo. El
timbre de la puerta sonó de pronto y eso lo hizo ponerse derecho de un
brinco.
—Serán Valeria y Fabrizio, seguro que ya se lo ha dicho alguien y
vienen a ver si estoy bien. —En el fondo se alegró de ello, temía cometer
una locura si se quedaba solo. Con un trozo de papel de cocina se limpió la
mucosidad y las lágrimas, aunque era evidente que no podría borrar las
huellas de su desgracia. Abrió la puerta sin mirar quién era, estaba seguro
que eran ellos. Sin embargo se encontró con Davide de cara. Las mejillas le
ardieron de vergüenza y bajó la cabeza en un auto reflejo.
“Joder, no me lo puedo creer”, bufó para sus adentros.
—Hola, he venido a ver cómo... cómo estabas... y para hablar contigo
sobre lo de esta tarde...
—Y-Ya no tengo nada más que decirte...
—¿Puedo entrar? —Albert continuó con la cabeza gacha, era incapaz de
levantarla, como si le pesara muchísimo. Dejó pasar a Davide.
—Ya tienes luz, qué bien.
—Di lo que tengas que decir y vete, por favor —gimió con la cabeza
más gacha. Davide lo miró con el corazón encogido. Cerró los ojos y
también los puños.
—Fui un cobarde al salir corriendo así... Pero no me lo esperaba. De
todos modos, creo que estás confundiendo tus sentimientos. Yo pienso que
me agradeces mucho que te haya ayudado tanto y que...
—¡Cállate! —Albert levantó la cabeza por fin, con los ojos enrojecidos e
hinchados de tanto sollozar. La nariz también muy colorada y los labios
rojos e inflados. Pero a Davide le pareció lo más hermoso que había visto
jamás en toda su vida—. ¡Tú qué sabes de lo que yo siento! ¿Has venido a
atormentarme? ¡Soy homosexual, sé perfectamente lo que siento!
—N-No te pongas nervioso, Albert… —Intentó tocarlo, pero este
reculó alterado. A Davide le dolió el corazón al verlo así—. Está mal que
digas eso, pero puedo ayudarte a...

172
—¡¿Está mal, dices?! —chilló—. ¿Y por qué coño está mal? ¿Porque la
Iglesia lo dice, porque Dios lo dice, porque el mundo lo dice o porque tú lo
dices? ¡Pero a mí me da igual! Aunque no fueras sacerdote, sé que me
rechazarías de todas maneras. ¿Y si yo fuera mujer? ¿Me mirarías? No, no
me mirarías porque yo no valgo nada. No, un hombre como tú no se fijaría
jamás en alguien como yo. ¡¡Te quiero desde que te tiré la puta ensaladilla
en los pantalones!! ¡¡Si quieres negártelo a ti mismo es tu problema!!
Davide lo miró con los ojos abnegados por las lágrimas, se sentía
avergonzado por todo aquello. Después de que él le declarara sus
sentimientos más íntimos en el confesionario, y de saberse correspondido,
no se le ocurrió otra cosa que salir corriendo como un cobarde. Aunque
sólo de pensar en que él deseaba sus besos, sus abrazos, que podía haber
sexo, se volvía loco de deseo y tenía que resistirse de una manera más que
estoica.
—¡Mírame! —chilló Albert—. ¡Soy el hijo de un incesto horrible que
no merece seguir viviendo! ¡Soy feo, horrible, un monstruo, tartamudo y
cojo, y un asesino! ¡¿Cómo me he podido atrever a amarte?! —De pronto,
Davide lo agarró con fuerza por los hombros y plantó un beso en aquellos
labios temblorosos y mojados por el llanto. Lo estrujó contra sí con toda la
fuerza del mundo y continuó besándole con una pasión desbordante. El
sacerdote sólo podía pensar en continuar recorriendo aquellos labios tan
maravillosos y dulces. Albert temblaba y gemía de placer entre sus brazos,
no se lo podía creer.
“Dios… ¿me está besando?”, consiguió pensar durante un breve
segundo antes de perderse entre aquellos besos tan voraces.
Davide le condujo, sin dejar de besarlo, hasta el sofá y los dos cayeron
sobre él y continuaron besándose cada vez con más fuerza. Las cálidas
manos de Davide le cogieron de la nuca para apretarlo más fuerte contra su
boca. Albert sintió su legua acariciarle y eso le hizo gemir de placer. No
dudo en devolverle las caricias, entregado totalmente.

173
De repente, Davide se apartó y lo miró con los ojos abnegados en
lágrimas.
—Esto no puede ser... —gimió con desgarro—. ¡No puede ser! —Se
levantó del todo y echó a correr hacia la puerta. Albert le agarró a tiempo.
—¡No!
—¡Suéltame, Albert! —Davide apartó su mano—. ¡Soy un sacerdote,
somos dos hombres! ¡No puede ser! —Luego se marchó corriendo a través
de la noche. Albert cayó de rodillas al lado de la puerta abierta y se echó a
llorar de puro desconsuelo. Le temblequeaba todo el cuerpo. Se llevó las
manos a la cara y se tocó los temblorosos labios, allí donde él había posado
los suyos con tanta pasión.
—No…

Albert subió a su habitación. Lo siguiente fue ir a ducharse. Se mantuvo


bajo la ducha largo tiempo, deseando convertirse en agua y marcharse lejos
por las tuberías. Finalmente salió y se puso el albornoz. Con desgana se
peinó y secó un poco el cabello. Fue hasta la habitación de nuevo y cogió
una caja de pastillas para el dolor de cabeza. Las sacó todas y,
colocándoselas sobre el albornoz, las contó. Había muchas y eso le haría
dormir largo rato. Con suerte ya no despertaría.
—¿Pero qué estoy pensando? Soy gilipollas…
Se dispuso a ingerir algunas pastillas con ayuda de la botella de agua que
había traído de la cocina, cuando escuchó un golpe seco en la puerta
principal. Pensó que podían ser ladrones, o amigos de su tío que venían a
vengarse. Pasos rápidos subieron por las escaleras, por lo que Albert se
quedó quieto esperando lo peor.
Sin embargo no era lo que él creía, sino que se trataba de Davide. Este
apareció en la puerta de su habitación, jadeante y con mirada preocupada.
—¡Albert!
—¡Qué haces ahí! ¡Estás loco! —le chilló enfadado. El sacerdote vio las
pastillas y fue hasta él para agarrarlo del brazo.
—¿Te las has tomado? —El chico le miró confuso.

174
—¿Por qué has entrado así en mi casa? ¿Cómo has entrado?
—He llamado a la puerta de todas las maneras y no me abrías. Intenté
entrar por alguna ventana del piso inferior y están todas enrejadas. La única
habitación con la luz encendida era esta. Tenía miedo de que te hubiese
sucedido algo malo. ¡¡Pero resulta que te habías dejado la puerta abierta!!
—Albert reculó hasta la cama.
—Estaría en la ducha y por eso no te oí...
—¿Estás bien?
—¡¡Sí!! ¡¡Largo!! —dijo tapándose mejor con el albornoz, cada vez más
confuso.
—No me quiero ir.
—A la tercera va la vencida. ¡Si te vas esta vez será la definitiva!
“¡¡Toma, maldito idiota!!”, pensó Albert. Ya estaba harto de que Davide
le confundiera tanto. Era como el perro del hortelano, que ni come ni deja
comer.
Davide fue a sentarse al lado de Albert, sin hacerle caso. Lo rodeó con
sus brazos y le acarició el cabello semi mojado, bajó los dedos por sus
mejillas rojas y pecosas hasta llegar a sus labios hinchados y rojos como
fresas. Todavía tenía una marca del puñetazo allí, se estaba volviendo de
color amarillento. Acercó sus labios y lo besó en el moretón. El otro se
estremeció de gozo y se apretó contra el sacerdote.
“Mierda, no tengo aguante… lo deseo demasiado”.
Había querido resistirse, pero no podía contra aquel sentimiento tan
poderoso que se llamaba amor. Se abrazaron entres suspiros y volvieron a
besarse una y otra vez.
—No, Davide... —Albert se apartó con mucho esfuerzo—. No me
hagas esto, yo no soy un juguete.
—Te amo, como nunca más podré volver a amar. He estado muy
confuso, porque soy un sacerdote y no puedo estar aquí contigo, ni besarte,
ni acariciarte, ni decirte lo qué me haces sentir. —Mientras se lo decía, le
besaba una y otra vez—. Pero no me importa nada más, estoy harto de huir
de ti y de lo que siento.

175
—¡Dijiste que no podía ser! ¡¡Y si no es del todo, no quiero nada!!
—Me estaba mintiendo a mí mismo. ¡Albert! ¿Te has tomado las
pastillas?
—¿Qué?
Davide lo llevó al cuarto de baño para que las vomitara.
—¡No quiero vomitar!
—¿Por qué lo hiciste?
—¿Qué? ¡¡Qué hice!!
—¡¡Intentar suicidarte!! —Albert le miró de hito en hito, alucinando.
—¿Pero qué dices? Sólo eran para el dolor de cabeza, que me estaba
ardiendo por el golpe y la llorera de niño pequeño que he pillado… —
Davide balbució un disculpa. Albert se guardó para sí los breves
pensamientos suicidas de aquella noche.
—¡Perdóname! Es que te vi muy alterado, no me abrías y… ¡Te amo!
—soltó sin saber qué más decir, sólo la verdad.
—¿M-Me amas? —preguntó incrédulo.
—Sí, con toda el alma. ¡No lo entiendo!
—No te vuelvas a marchar, por favor... —Se abrazó a Davide mientras
este le quitaba el albornoz mientras este le besaba en los blancos hombros.
Aquellos sensuales labios bajaron por su pecho y lo recorrieron entero
mientras que con la lengua le lamía las duras tetillas. Al sentirla deslizarse
por el vientre en dirección a su sexo creyó morirse de placer.
“Dios mío, va a pasar de verdad”.
Davide cogió en brazos a Albert para llevarlo hasta la cama. Finalmente
cayeron ambos sobre el lecho. Davide le apartó el albornoz del todo y fue
directo a por su verga, sin perder tiempo. Sus manos le sujetaban las
caderas y las nalgas con fuerza mientras que con la boca le mordía los
testículos con mucha delicadeza. De pronto Davide lo castigó apartándose
de allí, pero para ponerse sobre él de nuevo y continuar con sus besos en la
boca. Se abrazaron con mucha más fuerza. Davide sintió la mano de Albert
meterse entre sus pantalones y tocar aquello duro y caliente que tenía entre
las piernas.

176
—Late así por ti, Albert… porque te tiene cerca... —susurró mientras lo
apretaba más fuerte de las nalgas. Albert, con manos temblorosas, le quitó
los pantalones y luego la camisa sacerdotal que llevaba.
—¡No llevas ropa interior! —gimió muy contento.
—No me gusta, me molesta. Además, ahora ha valido la pena no
llevarla —jadeó mientras Albert le besaba en el cuello con ternura.
—¿Te duelen las heridas? —El francés beso estas, inquieto.
—No te preocupes, lo único que me duele son mis partes, un montón.
—Albert se echó a reír a carcajadas, así que con la pierna masajeó los
testículos de Davide, que jadeó con fuerza. Cogió al cura por el cuello y
volvieron a besarse cada vez con más deseo. Albert sintió la lengua de
Davide, húmeda y lasciva, dentro de la boca y luego por la barbilla y el
cuello. Gimió extasiado. Un calambre de placer hizo que su pene se
pusiera más tenso y rojo.
—Davide, no te rías, pero soy virgen… —El sacerdote empezó a
desternillarse—. ¡I-Idiot…!
—Yo también, así que… —De nuevo bajó hasta el sexo lubricado de
Albert y se lo introdujo en la boca todo lo que pudo. Lo lamió con la
lengua mientras lo notaba crecer más y más en su boca. Albert gemía de
puro placer y se convulsionaba entre sus brazos.
—P-Para... o me correré. Que estoy muy necesitado y soy de gatillo
fácil —bromeó. El italiano le hizo caso y bajó con sus labios por los
testículos, besándolos, aspirando su sexual aroma. —D-Davide, en la... en
la mesilla hay... hay lubricante... y preservativos… —Davide levantó la
cabeza y lo miró con una sensualidad masculina que casi hace correrse a
Albert antes de tiempo. Subió por su cuerpo, felino como un gato,
lamiéndole la piel. Aquellos ojos lo miraron con deseo y fuego, los labios le
sonrieron lascivos.
—¿Y por qué lo tienes ahí? —Albert enrojeció avergonzado.
—Por si a caso… —Davide estiró el brazo y buscó el tubo de vaselina
hasta hallarlo.
—¿Has hecho algo pensando en mí, Albert?

177
—No... pero ganas no me faltaban… —Davide se excitó mucho más
ante aquello—. Pero en mi peli porno personal, eras el actor principal todo
el rato… —Davide se echó a reír ante tal ocurrencia.
—Me gustaría que me besaras ahí, que me lamieras, que me
mordieras... —pidió el cura. Albert no se hizo de rogar y empezó a bajar
por su cuerpo, tocándole por todas partes. Al llegar a la zona prohibida no
dudó en profanarla e hizo gemir a Davide. Y le tocó tanto las nalgas, y con
tanta fuerza, que le clavó las uñas en ellas, pero a Davide eso le excitó.
Acarició el cabello rubio y hermoso de su ángel mientras se imaginaba
poseyéndolo una y otra vez. Apartó la cabeza de Albert de allí y de nuevo se
besaron en la boca, desnudos sobre la cama. El chico apretaba su pelvis
contra la de él y friccionaba con fuerza y deseo.
Davide abrió el tubo de vaselina y se untó los dedos con la crema.
Albert la notó fría en su recto. Poco a poco fueron entrando sus dedos en el
interior, dilatándolo. Abrió las piernas excitado mientras se besaba con
Davide. Este lo agarró por las caderas y acercó el pene a sus nalgas.
—El preservat… —Davide lo besó para acallarlo.
—Quiero hacerlo a pelo contigo, quiero sentirte de verdad… quiero
sexo, mucho sexo…
—V-Vale… —El contacto fue abrasante al sentir cómo de un empujón
entraba con facilidad. Albert notó dolor de todos modos. —Ah, me duele…
—jadeó. Davide, con cuidado, empujó más arrancándole un gemido de
placer a Albert.
—¿Y así? Porque a mí me pone muy cachondo follarte —soltó de
pronto.
—Ese no es lenguaje para un cura… ah… —Davide empujó más fuerte
y más rápido. Albert le rodeó con piernas y brazos.
—Quiero follarte toda la noche, así… mi amor… —Con cadencia fue
penetrando a Albert cada vez más rápido. Se concentró en el extremo
placer que estaba sintiendo. Era fácil entrar y salir de él, dentro estaba muy
caliente y húmedo por el lubricante y otras cosas. La fricción con Albert le
estaba arrancado verdaderos gemidos de placer. Buscó la boca de su amante

178
para lamerla y morderla, cerrando los ojos y abandonándose al placer. Los
gemidos de Albert le acompañaron en el momento previo al orgasmo.
—Más fuerte —jadeó Albert mientras creía que el corazón se le iba a
salir del pecho. Los pectorales de Davide le apretaban y friccionaban su
sexo y sentía calientes los testículos de Davide golpearle las nalgas. Davide
no se hizo de rogar y embistió con deseo mientras miraba el rostro
extasiado y con los ojos en blanco de Albert. Lo besó con lujuria y apretó
las nalgas en un espasmo de deseo. La cama parecía que se fuera a romper
por la fuerza de sus movimientos, pero Albert sólo sentía que se moría de
placer ante aquello.
—¡Albert! Me corro…
—Yo también... —El semen caliente de Albert se desparramó por todos
los pectorales de Davide. Este tuvo su orgasmo casi a la vez, mientras
mordía el cuello del francés, que a su vez le agarraba del cabello con fuerza.
Albert sintió el semen caliente de Davide llenarle y el mordisco en el
hombro.
Ambos quedaron derrengados, intentado acordarse de cómo respirar.
Durante un buen rato no dijeron nada, estaban exhaustos.
—Davide —Albert rompió el silencio—, te quiero… te quiero de
verdad.
—Ángel mío... —Davide lo miró amor verdadero—. Tienes los ojos
verdes más preciosos que he visto en mi vida. Y tu pelo rubio, adoro
rozarlo con mi nariz… —La hundió entre sus cabellos—, y tu boca
carnosa, y tu voz preciosa, y tus brazos y piernas... Y las pecas más
seductoras del mundo. —Acercó sus sensuales labios y se las besó. Albert
notó un escalofrío que le recorrió entero—. No quiero oírte decir nunca
más que eres alguien que no merece vivir, porque para mí eres lo más
importante del mundo —Albert rio.
—Eres un cura romántico y sexy…
—¿Esa peli porno se ha parecido a lo que hemos hecho? —Albert negó
con la cabeza, mordiéndose el labio y una sonrisa en la boca— ¿Te he
decepcionado?

179
—Amor mío, sigues ahí dentro, y eso en las pelis porno no pasa…
Sentirte dentro de mí ha sido maravilloso, lo mejor que me ha pasado en la
vida. No puedo ser más feliz. Merece la pena vivir la vida si tú estás en ella.
Las cosas tan malas que han pasado, las has borrado tan sólo con
quererme… —los labios calientes de Davide lo besaron en la boca con una
dulzura que le hizo estremecer.
—Albert…
—Davide… abrázame… —Este no se hizo de rogar, estrechándole con
fuerza.

Capítulo 6

Estuvieron mucho rato en silencio: acariciándose, besándose,


mirándose a los ojos de muy cerca. Albert rozaba sus cabellos negros
mientras Davide le besaba con una ternura.
—Luché mucho para resistirme a esto, Albert... —le dijo en un susurro,
bajo la oscuridad.
—Pero has perdido y yo he ganado...
—Sí, has ganado todo un hombre...
—Creído… pero es verdad… —se echaron a reír.
—Quiero pedirte perdón por haber salido corriendo en el confesionario
y también antes...
—Te perdono porque sé que ya no te irás.
—No, no me iré... —Estrechó a Albert más contra sí.
—Davide, tengo que ir al baño. —Se levantó emitiendo un gemido de
dolor al ponerse de pie.
—¿Qué pasa?
—Me duele el culo, eso es porque tienes la polla muy grande... —rio
mientras se sentaba de nuevo en la cama. Besó a Davide muy fuerte.

180
—¿Te hice daño? ¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque fue al principio, luego estaba sintiendo algo tan alucinante
que se me pasó. —Davide lo estrechó contra sí con amor.
—Cuando vuelva quiero hacer el amor contigo otra vez. Sólo de
pensarlo me estoy poniendo muy caliente. —Davide le atrapó la boca con
fuerza y no lo dejó marcharse, sino que lo atrajo de nuevo sobre el lecho,
poniéndose sobre él.
—¡Davide! —se quejó—. N-Necesito ir al baño o reventaré.
—Vaaaaleee.
Albert se miró al espejo y sonrió como un idiota al verse los moretones
por todo el cuello y pecho. Después de orinar se limpió la parte trasera y
encontró sangre, entre otras cosas. Sin embargo no le importó, decidió no
decírselo a Davide. La verdad es que no se podía creer lo que le estaba
sucediendo: estar entre los brazos de un hombre como Davide.
Volvió a la cama con él, que le esperaba ansioso y preparado, había
estado masturbándose a la espera de que su ángel rubio volviera. Albert
tomó el relevo a la par que lamía su boca jadeante.
—Hazme olvidar una vez más lo que soy, no quiero recordar que soy
un sacerdote nunca más, deseo ser un hombre real entre tus brazos. —
Albert le miró con labios mojados y, lentamente, le besó en el pecho,
teniendo cuidado con no tocarle las heridas recientes. Con la lengua lamió
la cadena de plata que pendía del cuello de Davide hasta meterse en la boca
la cruz y estirar con sensualidad de ella. Fue tan erótico que Davide perdió
el control y se lo comió a besos, literalmente. No hubo parte de su cuerpo
que no probara y lamiera: el interior de sus muslos, sus nalgas redondas y
prietas, su espalda, sus brazos y todo lo que se puso ante sus ojos. Se puso
sobre él, que estaba de espaldas, y le abrió las piernas para introducir su
sexo erecto con más facilidad. Utilizó la vaselina de nuevo porque temía
dañarlo y que él no se lo dijera. Las nalgas de Albert temblaron de deseo al
sentir cómo Davide embestía poco a poco, como con miedo.
—No tengas miedo, a mí me gusta muchísimo, demasiado... —Alzó las
caderas para facilitarle el trabajo. Pronto su sexo lo llenó por completo y

181
una sensación eléctrica le invadió cuando la respiración mojada de su
amante sobre la nuca azotaba esta una y otra vez.
—Te amo... —gimió Davide. Con las manos fue hasta el sexo erecto de
Albert y lo friccionó con intensidad. Este jadeó de placer. Por un lado era
penetrado una y otra vez y por el otro sus manos cálidas y poderosas
haciéndole crecer hasta reventar. Tuvo el orgasmo casi sin poder evitarlo,
quiso decirle: ¡detente, no sigas o yo me...!, sin embargo el deseo le pudo y no
gimió otra cosa que suspiros de deleite.
—¿Ya, mi amor? Qué rápido... —Pero a Davide no le importó, porque
saber que le daba placer era lo que más le gustaba de todo, más que su
propia satisfacción. Adoraba oírlo gemir, notar su carne caliente y sudorosa
entre los dedos—. Te amo, Albert... —susurró con sensualidad mientras
empujaba con vigor. El sentir sus propios testículos chocando contra los de
Albert le volvió loco y ya no pudo resistirlo más, dejando que el semen se
vertiera en todo su interior, hasta el fondo. Salió de Albert y se tendió a su
lado.
—¡Dios mío, lo hemos puesto todo perdido! Perdona…
—N-No pasa nada… —Mientras se limpiaban con pañuelos de papel
rieron a gusto. Albert fue al cuarto de baño para limpiarse lo que tenía en el
interior del recto. Davide le siguió, un poco preocupado.
—¿Te he vuelto a hacer sangrar?
—No te preocupes, estoy estupendamente. Pero creo que necesito una
ducha, y tú también… —Alargó el dedo para tocarle el semen que tenía
pegado en el duro abdomen. Bajó hasta la ingle entre risas, acariciando el
vello oscuro y rizado que le nacía por allí. Estaba húmedo y olía a sexo
maravillosamente bien.
“Esto es todo para mí”, pensó Albert.
—Pues duchémonos juntos. —Se metieron en la bañera, de pie. Albert
acorraló a Davide en la esquina, comiéndole la boca con ansiedad. El cura
se dejó hacer, encantado de la vida. En toda su vida se le pasó por la cabeza
que tener sexo con otro hombre podía ser tan excitante.
—Quédate a dormir, por favor…

182
—Claro… —Albert puso en marcha la ducha y el agua caliente los
mojó por completo. Se limpiaron el uno al otro con sensualidad.
—Te quiero, Davide. Va en serio, voy en serio contigo.
—Lo sé.
—¿Y tú? —La pregunta dejó un poco descolocado a Davide, que era
muy consciente de que seguía siendo un sacerdote. Albert lo notó, bajando
la cabeza y apoyando esta sobre su hombro—. Sé que no eres un hombre
libre… pero…
—Albert, claro que voy en serio contigo. Pero mi situación es bastante
complicada y no será fácil para mí…
—Vale. —Albert besó su boca abierta y mojada, abrazándole con fuerza.

Aquella noche estuvieron charlando un buen rato de lo que habían


estado sintiendo y pensando desde que se conocieron. Finalmente cayeron
rendidos, el uno al lado del otro, desnudos bajo las sábanas.

Cuando Albert se despertó estaba solo en la cama. Miró en rededor sin


hallar la ropa de Davide. Cuando se disponía a levantarse para buscarlo, un
poco asustado, encontró de una nota suya en la mesilla.

Me voy antes de que salga el sol, espero que no se hayan dado cuenta de que
anoche me fui. Perdóname por no despertarte, estabas muy cansado, pero te prometo
que te he dado un beso antes de marcharme (en el trasero, que no me entere de que
pasa hambre). Hoy a las 19.00 ven al aula de música. Antes es imposible que nos
veamos, perdóname. Te quiero.
Davide Ferreri.

Albert besó la carta como un adolescente enamorado. Después cayó


hacia atrás sobre el colchón y pensó en lo bien que se sentía estando vivo.
Aquello sí que era la felicidad.
Después de empaquetar algunas cosas y recoger otras tantas, se hizo un
buen sustento porque tenía un hambre de lobo. Imaginó a Davide

183
preparándole la comida y se le cayó la baba. Cuando se marcharan a Milán
a vivir todo sería maravilloso.
Después probó suerte llamando a casa de sus amigos. Aun así nadie le
contestó al teléfono. ¡Qué rabia! Ellos eran los únicos a los que podía
contarles lo qué había sucedido con Davide. Y estaba que se moría por
verles las caras de pasmo.
Continuó empaquetando sus cosas y esperó ansioso a que se hiciera la
hora de acudir a la cita. Se duchó, secó el cabello, el cual dejó suelto y se
puso la ropa más sexy que tenía en el armario. Decidió ir andando y
disfrutar del fresco atardecer.

Al entrar en el colegio se guió por la música del piano que sonaba lejana
todavía. Eso lo alegró mucho, porque significaba que Davide estaba allí,
esperándole. Subió las escaleras casi corriendo. Y cuando abrió la puerta del
aula anduvo hasta él sigilosamente para sentarse a su lado en la banqueta.
Apoyó la cabeza en su hombro, dejándose mecer por la melodía hasta que
esta terminó. Los brazos de él le rodearon con fuerza y sus labios le
buscaron ansiosos.
—Te he echado de menos, mi ángel... —Le quitó las gafas de sol y lo
miró a los ojos.
—Continúa tocando esa melodía... —rogó.
—No podría, después de descubrir tus ojos, han eclipsado toda música
que yo pueda tocar. —Como Albert no supo qué decir, terminó por besarle
echándose en sus brazos. Davide no se había afeitado y raspaba, lo cual le
excitó sobremanera—. Tengo una cosa que darte. —Se sacó del bolsillo un
anillo de plata. Se lo puso en la palma de la mano a Albert y luego le miró a
los ojos.
—Oh... es muy pequeño.
—Lo sé, era de mi madre. Me lo dio cuando era niño, dijo que yo debía
dárselo a la persona que amara de verdad, pero sólo al amor de mi vida, no
a cualquiera... Ella pensó en una mujer, claro... Cuando me hice sacerdote
lo guardé como un recuerdo suyo, nunca podría ofrecérselo nadie, ni

184
casarme... Pero ahora quiero que lo tengas tú. Sé que no te cabe ni siquiera
en el dedo meñique, porque tus manos son grandes, pero quédatelo, por
favor. —Albert besó el anillo con ternura. Se sacó la cadena que le pendía
del cuello y lo colgó en ella. Luego abrazó a Davide de nuevo.
—Lo guardaré —se quedaron callados mucho rato, el uno en los brazos
del otro, hasta que la luz fue desapareciendo poco a poco. Las campanas de
la misa sonaron, las campanas callaron, pero ellos continuaron allí sentados,
juntos.
—Davide, ¿vendrás esta noche a casa?
—No puedo ir, llevo todo el día esperando a que llegue mi padre. Si
desaparezco me van a pillar.
—¡Pues que te pillen!
—No es tan fácil, Albert. Soy sacerdote... y no conoces a mi padre...
—Davide... El lunes me voy a Milán. Me marcho a las 12.00. Iré en
coche. Te esperaré y nos marcharemos juntos pase lo que pase. ¿Vale?
Escapemos juntos...
—Albert, cuánto te quiero. —Lo estrechó entre sus brazos una vez más.
Davide se sentía inquieto, porque quería irse con él sin dudarlo un
instante, pero sabía que cuando le dijera a su padre que iba a dejar el
sacerdocio, la cosa no resultaría nada fácil.
—Si tú no puedes venir hoy a casa, yo me quedaré en tu habitación. No
me importa esperarte...
—¡No! —se negó levantándose del banco y caminando hacia la ventana.
—¿Por qué no?
—Porque es muy peligroso. Si nos encontraran juntos sería un
escándalo.
—A mí no me importa nada de eso.
—¡Pero yo soy un sacerdote! —le gritó exasperado.
—Sí, ya lo veo. Pero ayer para “follar” conmigo no lo eras —dijo
sarcástico, tras lo cual dio media vuelta y se dispuso a salir por la puerta.
Davide creyó morirse de pánico al verlo marchar, así que lo atrapó sin
dejarle que escapara.

185
—¡No te vayas! Lo siento, lo siento, yo te quiero, pero si lograras
entender que estoy muy confuso. Lo de ayer para mí fue maravilloso,
inolvidable. Porque hacia el amor con la persona que quiero y me quiere…
—¡Déjame!
—¡No! —Albert le abrazó y besó con pasión. Davide no comprendía
esos bruscos cambios de parecer—. Está bien, iremos a mi habitación... —
gimió en su boca.
—Ahora, ahora... necesito comerte entero. Ahora que están todos en
misa, vayamos ahora que nadie puede encontrarnos. Deja que te quite esa
ropa sacerdotal, poco a poco y te devore... de arriba... abajo... —Introdujo la
mano en el interior de sus pantalones mientras lo decía—. Sigues sin llevar
ropa interior... —bromeó lamiéndole la oreja—. Quiero follarte ahora
mismo…
—Está bien, si me lo pides así... iremos...

Sin que nadie los viera, corrieron hacia la habitación de Davide.


Cerraron por dentro y, en silencio, empezaron a arrancarse la ropa el uno
al otro. Albert llevaba aquella camisa negra y suave que le hacía tan sexy.
Davide la acarició excitándose cada vez más. Se la desabotonó con manos
ansiosas.
—No te la quites, me excita que la lleves puesta, es tan suave... —
musitó—. La primera vez que te la vi puesta creía que me moría de ganas
de comerte entero. Porque estás tan bueno que…
—¿Sólo me quieres por mi físico? —sonrió mientras le desabrochaba
los pantalones.
—Sabes que no, sabes que te amo por muchas más cosas...
—Lo sé, y yo a ti... —Se tendieron, semi desnudos todavía, sobre la
estrecha cama del sacerdote—. ¿Sabes cuánto me envidiarán todas las
mujeres que te vean conmigo? Porque tú sí que eres perfecto... —Besó un
pezón duro de Davide y luego lo mordió con lascivia. Este estaba a cuatro
patas sobre Albert, que bajaba por sus pectorales hasta el ombligo. Cuando
le mordió suavemente el pene, Davide reprimió un gemido. Si alguien los

186
escuchara sería terrible. Pero aquello de no poder gemir los excitaba más si
cabía—. Te voy a devorar... —le susurró Albert, haciéndole un buen
chupetón en el cuello.
—Tendré que taparme bien para que no me lo vean...
—Entonces te los haré en lugares sensuales, mojados y prohibidos a los
que sólo yo puedo llegar... —murmuró entre besos sobre los mojados y
anhelantes labios de Davide—, porque eres mío, mi hombre... Y ni Dios, ni
nadie podrá separarte de mi lado, porque te amo, porque estamos
enamorados...
—Albert... —jadeó su nombre casi silencio—. Hazme tuyo ahora... —
Rodeó con sus poderosas piernas el cuerpo de Albert.
—¿Seguro qué es lo que...? —Davide sonrió en silencio y le besó con
ardor.
—No es justo que yo te posea a ti y tú a mí no... Además, sólo de
pensarlo me excito mucho. Notarte en mi interior, no quiero otra cosa...
No deseo ahora nada más que unirme a ti de esa manera tan íntima... —
Albert no se hizo de rogar y continuó excitando a Davide más y más. Él
debía de estar nervioso por ello, pues temblaba como una hoja.
Se revolcaron por la cama con todo el silencio posible, pero a veces era
muy difícil mantenerse callados, pues los gemidos eran traicioneros y
llegaban sin avisar. Aunque siempre eran atrapados por la boca del otro y
amortiguados por los besos. Albert se sentía muy excitado tan sólo de
pensar en que lo iba a penetrar en cualquier momento, no podía cavilar
otra cosa y tuvo que parar un instante o, si seguía frotándose contra el
cuerpo de Davide, eyacularía antes de poder empezar.
—Espera, si no me detengo, yo... —Davide le hizo sentarse y luego se le
colocó encima. Las nalgas de Davide oprimieron su sexo erecto y no fue de
gran ayuda para el rubio, pues notar su carne tan caliente y mojada allí le
volvió loco.
—Así será más fácil... —dijo mientras se ayudaba con las manos para
introducirse el sexo de Albert. Al principio le dolió tanto que tuvo que
parar.

187
—¿Te duele?
—Sí...
—Lo siento, dejémoslo...
—Deseo hacerlo... —Lo volvió a intentar, esta vez entró un poco más,
aun así el dolor fue lacerante. Davide se ofuscó de impotencia.
—Davide, no te preocupes si no podemos ahora...
—Lo siento… —Se abrazó a Albert con piernas y brazos—. Siento
haberlo estropeado...
—Davide, este no es el lugar... para intentarlo si te cuesta... En mi casa
estaremos tranquilos los dos... Y tenemos la crema...
—Lo he estropeado... —justo en ese momento llamaron a la puerta y
los dos pegaron un brinco de espanto—. ¿Quién es?
—Soy el padre Lorenzo, tu padre ha llegado. —La expresión de Davide
cambió de la impotencia al desespero. Albert no pudo consolarle.
—Ahora salgo, me tengo que vestir. No me encontraba bien y estoy en
la cama.
—Te esperamos en mi despacho. —Luego los pasos se alejaron.
—Albert, lo siento... —este negó con la cabeza, sonriente.
—Ya lo retomaremos en otro momento. —Se acercó a él para besarle
en los labios. El beso fue tan abrasante que Davide quiso olvidar que debía
irse.
—No sé si podremos vernos mañana. No quiero decepcionarte si no
aparezco en tu casa.
—Conque vayas el lunes a las 12.00, la espera valdrá la pena. Te quiero
tanto. —Besó las mejillas ardiendo de Davide, restregándose por su
incipiente barba.
—Siento haberlo estropeado.
—Tú no estropeaste nada —le repitió.
—Me tengo que ir...
En silencio, Albert observó vestirse de nuevo a Davide; ponerse los
pantalones, la camisa y el alzacuellos sacerdotal que nunca le había visto
colocarse antes. Se peinó el desordenado cabello y después se le acercó.

188
—Es la primera vez que te veo el corbatín.
—Mi padre es muy estricto, si no lo llevo puesto se enfadará.
—Davide, me volveré a casa sin que nadie me vea, no te preocupes. —
Se besaron con desesperación. Davide tocó el anillo, que pendía sobre el
pecho de Albert, con las yemas de los dedos. Luego, y sin decir nada más,
se marchó. Albert nunca creyó que sería la última vez que lo vería en
muchísimo tiempo.

Davide temblaba ante la sola idea de enfrentarse a su padre una vez


más. Sin embargo debía ser muy fuerte en esta ocasión, pues su vida con
Albert estaba en juego. De todos modos omitiría la relación que tenía con
él, podría resultar fatal. Tenía que decirle que pensaba dejar el sacerdocio.
Respiró hondo y entró en el despacho tras llamar a la puerta.
—¡Davide! —Su padre estaba allí de pie, junto al padre Lorenzo—.
¿Estás bien?
—Sí, padre, lo estoy.
—El padre Lorenzo me dijo que estabas en la cama.
—Es cansancio, nada más. —Su padre tenía una expresión
permanentemente dura y seria. Se parecía a él físicamente, por suerte en
nada más.
—Estás muy rojo, ¿tienes fiebre? —Le tocó los carrillos, ardientes
todavía.
—No. —Le apartó furioso.
—Sr. Ferreri, le dejaré hablando con su hijo, yo me marcho un
momento a atender un asunto importante.
—Muy bien, muy agradecido por todo. —El párroco se marchó
dejándolos solos.
—¡Quién te manda meterte en líos! —le chilló su padre—. ¡Ahora
tendrás que testificar en el juicio!
—¡Y qué! ¡Es por una buena causa, si no llego a aparecer, ese hombre
hubiese matado a Albert!
—¡Y casi te mata a ti también! ¿Qué importa ese chico?

189
—¡Cabrón insensible! —le insultó.
—Sigues igual pase lo que pase. No tienes remedio, Davide. ¿Qué favor
conseguirás de ese hombre que salvaste?
“Tengo su amor, grandísimo hijo de puta, y eso es lo único que deseo”.
—No esperaba que lo entendiese, padre.
—¿Qué tienes en la camisa? —preguntó con preocupación.
—¿Qué? —Davide se miró hacia donde su padre apuntaba y vio
abundante sangre—. ¡OH! Se me han saltado los puntos... —David pensó
que debió haber sido cuando estaba con Albert en la cama.
—Quítate la camisa ahora mismo —le ordenó su padre. Entonces
Davide sintió pánico, pues Albert había dejado la marca de sus chupetones
a conciencia.

El padre Lorenzo sospechaba de Davide desde el principio. La noche


anterior supo que este se había escapado otra vez, seguro que a casa de
Albert. Cuando había ido a avisarlo de que su padre estaba ya esperándole,
le pareció oír voces de dos personas en su cuarto.
Al ir a abrir la habitación con una llave de repuesto, se la encontró sin
nadie en ella. Encendió la luz y miró en rededor buscando pruebas. La
cama revuelta le dijo algo. Había algo de sangre en las sábanas y
llevándoselas a la nariz las olió.
—Vaya... —dijo con el ceño fruncido. Desprendían olor a semen
reciente. Unos cabellos rubios y largos estaban sobre la almohada y al padre
Lorenzo no le quedaron dudas.
Salió raudo de allí en dirección a su despacho. Iba a cantarle la cuarenta
al sacerdote. ¿Cómo podía haber hecho algo así? ¡Y en la casa de Dios! Eso
sí que no se lo perdonaría nunca. ¡Y Albert! ¡Qué decepción! No lo podía
entender, aunque quisiera, no era capaz de comprender semejante
perversión.

Davide reculó hasta la pared.


—¡Davide! Estás muy raro, ¿qué te sucede?

190
—Voy a dejar de ser sacerdote, padre. Quiero que lo sepa antes que
nadie. ¡Lo voy a dejar! —El Sr. Ferreri le miró con fuego en los ojos.
—No digas tonterías, pedazo de imbécil. Tú no vas a dejar nada —le
contestó con dureza.
—¡Tengo derecho a vivir mi propia vida y como a mí me dé la gana
vivirla! He descubierto que no quiero seguir viviendo así. Y ahora me
marcho —dijo con determinación. Su padre lo agarró del brazo herido,
empujándole
—¡Quítate la camisa! —Con una mano le arrancó parte de esta—.
¡Estás sangrando! Vamos al hospital ahora mismo. ¿Cómo te las has
abierto?
—¡No lo sé! —mintió revolviéndose de nuevo.
—¿Qué es esto, Davide? —Su padre le tocó los moretones del cuello y
pecho. A parte tenía un buen mordisco en una de las tetillas—. ¿Con quién
te has acostado, Davide? —preguntó tremendamente enfadado. Davide
jadeaba muchísimo, casi a punto de sollozar de rabia.
—¡No le importa! —Consiguió soltarse y recular hasta la mesa.
—¡Davide! ¡No has podido caer más bajo! —le chilló su padre,
escupiendo las palabras—. ¡Por eso quieres dejar el sacerdocio! ¡Pues si
piensas que te lo permitiré estás muy equivocado! ¿Quién es la puta que te
ha seducido así? ¡La destruiré si hace falta para que te olvides de ella!
—Me voy, padre. —Se dirigió hacia la puerta, sin embargo su padre
volvió a impedirle la salida.
—¡Quién es! Si no me lo dices tú, lo averiguaré igualmente.
—¿Lo quieres saber? ¡Es Albert! ¡Un hombre como yo! —escupió
rabioso mientras se soltaba de su padre. Este se quedó quieto, petrificado.
Pero la cara fue cambiándole a un color cada vez más púrpura, hasta que de
pura rabia abofeteó a su hijo.
—¡MARICÓN! —escupió el insulto como si fuera mierda.
—Estoy enamorado, ¡ENAMORADO DE ÉL! —el Sr. Ferreri
comenzó a desternillarse de risa.

191
—¿Enamorado? ¡JA! ¡JA! Qué patético. ¡Dos hombres no se enamoran!
¡Es una aberración en contra de la naturaleza!
—¡Usted no puede saber lo qué es el amor! —recibió otro buen
bofetón de su padre. Davide aguantó estoico.
Se quedaron en silencio largo rato.
—Te lo voy a repetir una sola vez: no dejarás el sacerdocio y te olvidarás
de ese hombre. Haremos como si esto jamás hubiese pasado. ¿Y cómo lo
haremos? Muy fácil. Sabes que muchos en la justicia me deben favores. Si
yo quiero, haré que a ese hombre lo metan en la cárcel por el asesinato de
su tío. Si quieres ir a declarar en su favor, ya sabes que tendrás que
olvidarte de esa asquerosa relación vuestra, de él y de dejar el sacerdocio. Te
vendrás a Roma conmigo una larga temporada. ¿Lo has entendido?
Davide se quedó quieto, frío, porque desgraciadamente sabía que su
padre podía hacer que metieran a Albert en la cárcel. Eso le hizo echarse a
llorar desconsoladamente y terminó por caer sentado en el suelo.
—Albert... —gimió en un sollozo.
—¿Lo entendiste?
—Sí... ¡¡GRANDÍSIMO HIJO DE PUTA!
—Prepara la maleta que nos vamos ahora mismo.

Dicho esto salió del despacho, dejando a su hijo sumido en la desdicha


más terrible. ¿Cómo se lo podría contar a Albert?
Rápidamente buscó pluma y papel para escribirle una nota. Se la guardó
en el bolsillo y salió fuera, encontrándose al padre Lorenzo de golpe.
—Padre Lorenzo, sé que usted es bueno, por eso le pido un favor:
entréguele esta nota a Albert cuando le vea. Necesito que él la lea. —Se la
tendió manchada de sangre—. Es muy importante... —El hombre la cogió
en silencio y asintió con un cabeceo—. Gracias...
Davide se fue corriendo tras su padre.
El padre Lorezo, por su parte, se sacó la nota del bolsillo y la leyó:

192
Albert, mi padre ha terminado por enterarse de lo nuestro y no está dispuesto a
permitirlo. Me ha obligado a marchar a Roma una temporada. Mi padre tiene mucho
poder, es capaz de hacer que te metan en la cárcel por la muerte de tu tío. Pero te juro
que después del juicio dejaré el sacerdocio y me iré contigo. Ten paciencia, por favor.
Confío en que lo entenderás y me esperarás. Te quiero mucho, Albert. No lo olvides
durante este tiempo.
Davide Ferreri.

El padre Lorenzo la rompió en pedazos y volvió a guardársela en el


bolsillo. No podía permitir que una relación así siguiera adelante. La Iglesia
no lo veía con buenos ojos y él tampoco. Lo sentía por ellos, porque sabía
que no eran malas personas, pero ¡no podía ser!

Albert había vuelto a su casa algo nervioso. Palpó el anillo con amor,
pues significaba mucho para los dos. Era un vínculo.
De pronto sonó la puerta varias veces: eran Valeria y Fabrizio. Lo
abrazaron sin hacer preguntas, casi llorando de alegría.
—¡Nos tenías muy preocupados!
—Estoy bien, estoy muy bien —sonrió de felicidad.
—Ya nos lo han contado todo, lo de tu tío y la policía y... ¡¡Y nosotros
fuera de la ciudad!!
—Estoy perfectamente y Davide también. Declaró a mi favor en
comisaría. Fue en defensa propia… —La pareja le volvió a abrazar hasta
dejarle sin aire.
—Nos hemos enterado hace muy poco, al llegar del viaje —comentó
Fabricio. Se sentaron en el salón.
—¡Ya lo tienes todo empaquetado! —dijo Valeria con tristeza.
—Me marcho el lunes, me marcho con Davide...
—¡¿Con Davide?! —Estaban pasmados.
—¡Él me corresponde! —dijo con júbilo—. Me quiere…
—¿Qué? —Valeria no terminaba de creérselo por más que lo intentaba.

193
—Sé que resulta increíble, pero de verdad me quiere —les contó lo
sucedido, desde que su tío le amenazó hasta lo de aquella misma tarde,
aunque, por no poner nervioso a Fabricio, omitió lo del sexo. Pero cuando
este se fue a la cocina a preparar café, Valeria le preguntó a Albert por ello.
—¿Y cómo es en la cama? —susurró emocionada. Albert puso los ojos
en blanco.
—Joder, Valeria… folla de maravilla. —Valeria se echó a reír como loca.
—Cuando lo vi por primera vez pensé en que tenía que ser muy
ardiente. Ya sabes, tener un buen polvo.
—Pero lo mejor es que me quiere, no sólo es sexo… —Se tocó el anillo
sin darse cuenta.
—¿Y eso?
—Me lo regaló él, era de su madre. Como es de mujer no me cabe, así
que lo llevo aquí, cerca del corazón.
—No quiero preocuparte, sin embargo... ¿Estás seguro de que dejará el
sacerdocio por ti?
—Claro que sí. Confío en él.
Valeria se quedó pensativa y preocupada. Ojalá Albert tuviera razón,
pues lo quería demasiado como para verle sufrir de nuevo. Se abrazó a él y
lo estrechó contra su barriga.
—Valeria...
—Pase lo que pase, Fabrizio y yo estaremos aquí para lo que necesites.
Cuando tenga a mi bebé, entonces iremos a verte. —Fabrizio apareció con
los cafés, sonriente.
—Habíamos pensado que fueras el padrino de nuestro hijo. —Albert se
emocionó mucho, aquello era una gran responsabilidad.
—¡Idiotas! Me vais a hacer llorar…
Aquella tarde fue la última que pasaron juntos durante mucho tiempo.

Al lunes siguiente le acompañaron a la iglesia al ver que Davide tardaba


en aparecer. Valeria y Fabrizio ya se preocuparon: se temían lo peor. Albert

194
fue hasta el centro y buscó a Davide sin hallarlo. Se encontró con Bella,
despidiéndose de paso.
—¿Has visto a Davide? Había quedado con él...
—¿Davide? Pero si se marchó el sábado con su padre. ¿No lo sabías?
Aunque fue muy precipitado... —Albert se quedó allí de pie sin decir
nada—. ¿Te encuentras mal?
—No… n-no… adiós, Bella… —La besó y abrazó con fuerza,
reprimiendo una mueca de dolor.
—Que tengas un buen viaje y ven a visitarnos…
—Lo haré, adiós… —Después echó a correr en dirección al coche.
Valeria y Fabrizio recibieron a Albert en sus brazos.
—Se ha ido, se ha ido...
Fue lo único que Albert dijo. Finalmente se subió al coche y les dijo
adiós.
—No hagas locuras, por favor...
—Cuando llegues, llama. Te enviaremos tus cosas mañana mismo... —
dijo Valeria.
—Adiós, amigos, hasta la vista...

Se marchó de allí sin ni siquiera mirar hacia atrás y pensó;


“Te odio. ¡Te odio, Davide Ferreri!”

Capítulo 7

Habían pasado ya cinco largos meses desde aquello y Albert todavía no


estaba recuperado del todo. El hijo de Valeria y Fabrizio ya había nacido,
gordito y sano. Sólo había vuelto a la ciudad para el parto y ni siquiera

195
visitó la escuela o el centro. Demasiados malos recuerdos le traían, así que
cuanto menos los rememorara, mejor.
Le marchaba muy bien en la editorial y esta había puesto a su
disposición un abogado para que lo defendiera en el juicio. Durante
aquellos cinco meses vivía con la agonía de que el juicio estaba al caer y la
fecha resultaba muy próxima ya, tan sólo unos días. Y entonces seguro que
vería a Davide. ¿Qué se dirían? Si era posible, preferiría no dirigirle la
palabra después de aquel abandono. ¡Ni siquiera él se había intentado
poner en contacto después para darle una explicación!
Al principio tuvo la estúpida esperanza de que recibiría una llamada
suya en la editorial, o él mismo se personaría. Eso no sucedió, por lo que la
única explicación que había era que él no quería saber nada.
—¡Albert! —la voz de Ciro, su abogado, le sacó de sus pensamientos.
—Buenos días, Ciro. —Habían quedado para comer en una cafetería
cercana a la editorial. El hombre se sentó a su lado. Era un atractivo y
elegante abogado de ojos azules y cabello rizado.
—¿Ya estabas perdido en tus profundas divagaciones metafísicas?
—No te rías de mí —frunció el ceño.
—Vaya, te has cortado el cabello, la verdad es que estás muy bien así. Te
favorece.
—Para el juicio pareceré más serio con el pelo corto. E-Estoy nervioso,
tengo miedo de que me condenen.
—¡Pero Albert! Fue en defensa propia y con testigo.
—Sí, vaya testigo —gruñó. Ciro se sabía la historia, Albert se la contó
desde el principio sin ningún pudor. El abogado se alegró de saber que
Albert era gay, pues él también lo era y el chico le había gustado desde el
principio.
—¡Olvídate ya de ese hombre! Y fíjate en mí, te aseguro que yo no te...
—Ciro, no puedo salir contigo ahora.
—Entonces dame una oportunidad después...
—Pero a lo mejor me meten en la cárcel.

196
—¡Y dale! Te repito que saldrá bien. Nunca había llevado un caso tan
fácil. Yo estoy muy tranquilo.
—Me voy a poner muy nervioso. ¿Y si Davide dice otra cosa?
—¿Y por qué iba a decir otra cosa?
—¡Porque me abandonó, Ciro! ¡Porque me plantó, porque me mintió,
porque se aprovechó de mí!
—Yo no conozco a ese cura, pero no tiene nada que ver una cosa con la
otra. Vale, se marchó y te dejó, pero no creo que tenga tan mala leche como
para mentir en un juicio para fastidiarte la vida. Al fin y al cabo tú no le
hiciste nada.
—Le amé, eso fue lo que le hice. Amarle y revolucionarle las hormonas
—dijo con sarcasmo—. Tenía ganas de echar un polvo y fue conmigo, así
de simple.
—Ya sé que le odias por ello, sin embargo él no mentiría en el juicio.
Tranquilo, no pasa nada. Davide dijo lo mismo que tú en las declaraciones
a la policía, si ahora cambia su versión... Utilizaremos tu relación con él en
contra para presionarlo si hace falta. No creo que quiera tener un escándalo
homosexual.
—Yo no quiero hacer eso...
—Lo digo nada más como última instancia.
—Le odio por lo que me hizo, sin embargo y-yo... —se tocó
instintivamente el anillo que le colgaba en el pecho. Ciro frunció el ceño y
le apartó la mano de allí.
—¿Sigues acaso enamorado de él?
—Me utilizó, me... me...
—Entonces quítate de una vez el maldito anillo y tíralo a la basura.
—No puedo. Además, era de su madre, que no tiene la culpa de nada.
—Entonces guárdalo, pero no lo lleves encima. ¿No ves cómo afecta a
tus decisiones? —Albert le miró con sus hermosos ojos verdes. Ciro se
excitó de pensar en esos ojos muy cerca de los suyos en un momento
íntimo. ¿Cuándo conseguiría conquistarlo?—. Albert, no quiero
presionarte, pero ¿saldrás alguna vez conmigo?

197
—Sí, Ciro. —Este puso una expresión de sorpresa infinita.
—¿Qué?
—Me gustas. Pero si me engañas me moriré, Ciro... —Albert puso una
expresión triste, dolida.
—Yo no haría eso nunca. —Se acercó y cogiendo al otro por la barbilla
le dio un tierno beso.
—¿No te da vergüenza que nos miren todos?
—No... —susurró y luego lo besó de nuevo—. Después del juicio te
presentaré a mis padres.
—Vas muy deprisa. —Albert se agitó ante aquello.
—Bueno, entonces cuando te sientas preparado. Perdóname, es que me
he emocionado.
Continuaron comiendo animadamente. Albert miró a Ciro y pensó:
“Son diferentes. Ciro no siente miedo de que nos vean juntos, quiere
presentarme a sus padres... En cambio Davide se avergonzaba de nuestra
relación. No me amaba tanto como él creía, si es que me amó alguna vez,
como para enfrentarse a su padre y a la Iglesia”.

Pasaron los tres días y Albert viajó a Vercelli junto a Ciro. Sus amigos,
Valeria y Fabricio les esperaban en los juzgados. Llevaban su pequeño en
brazos.
—Me quedaré fuera esperando a que termine el juicio —dijo Valeria
mientras arrullaba a su bebé—. Que tengas suerte, Albert.
—G-Gracias... —Este no dejaba de mirar de un lado para otro por si
Davide aparecía.
—Albert, deja ya de mirar a ver si viene ese cura —dijo ella, molesta.
—No lo puedo evitar… estoy acojonado…
La prensa, que estaba fuera por si se entraban de algo escabroso, se
revolucionó. Entraron Davide y su padre, acompañados de más gente. El
juicio en sí no era nada del otro mundo, pero estaba implicado el hijo de

198
un importante empresario italiano que tenía en su haber una serie de
juicios pendientes por motivos económicos.
—Vamos, no quiero ni verle. —Albert tiró de Ciro hacia dentro de la
sala.
—Tranquilo, mantente frío e impasible. ¡Por favor!
Davide buscó a Albert con la mirada y, cuando finalmente dio con él,
este le dirigió tal mirada cargada de odio que se quedó petrificado. Había
estado esperando ansioso a que aquel momento llegara y volvieran a
encontrarse. Tenía ganas de correr hacia él y estrecharlo entre sus brazos.
¡Le daba igual que los miraran! Su padre le agarró del brazo con violencia y
lo miró.
—Creía que ya se te había pasado aquella tontería —siseó por lo bajo.
—Sí, pero quería saludarlo. Al fin y al cabo soy el testigo presencial.
—Luego, después del juicio vas y le dices adiós. —Estiró de él hacia
dentro de la sala.
Davide miró a Albert de refilón, pero este le ignoró.
“¿Por qué no me miras”, pensó.
Davide sintió miedo, era imposible que Albert no le hubiese esperado.
Sólo fueron cinco meses, aunque los más largos de su vida. Alejado de él,
pensando constantemente en si estaba bien. Cuando se quedaba solo en su
habitación imaginaba que hacían el amor y no podía evitar excitarse ante
aquellas ideas, masturbándose siempre. Le quería cada vez más, pues la
distancia no había hecho más que reforzar su amor hacia él. Incluso pensó
en llamarlo a la editorial, pero tenía mucho miedo de que su padre se
enterara. Tenía tratos con la Mafia.

Albert, por su parte, sintió que el corazón le iba a estallar, y no sabía si


de odio o de amor. Creía que lo tenía superado, y sin embargo... Aquellos
ojos tan tiernos, esa mirada tan enamorada que él le había lanzado.
“¡No! ¡Él me dejó tirado porque es un puto cobarde!”.
La mano de Ciro le acarició la mejilla.

199
—¡¡Eh!! Esas pecas tienen que estar contentas, han que enamorar al
juez.
—Vale, lo s-siento. —Después de aquello entraron en la sala y poco
después el juicio dio comienzo.

La cosa fue sobre ruedas durante todo el juicio, pues a todo el mundo le
dio pena la historia de Albert y asco la de su tío. En la sala estaban varios
profesores del centro, Bella y el padre Lorenzo. Cuando le tocó declarar a
Davide, Albert creyó morirse de miedo. Incluso se mareó, pero Ciro le
acarició el cabello con amor. A Davide no le pasó por alto aquel detalle y se
puso rojo de celos. El miedo volvió a azotar sus pensamientos, pues Albert
ni siquiera le había lanzado una mirada y, en cambio, se apoyaba en su
abogado. Cuando declaró lo hizo igual que Albert, la misma versión que
ambos habían revelado en comisaría.
Albert creyó desmayarse allí mismo de alivio. En el fondo sabía que
Davide no era capaz de destrozarle así la vida. El sacerdote no dejaba de
mirarlo con aquella expresión de cordero degollado y eso lo turbaba, no
deseaba devolverle la mirada o se temía que si lo hacía sería una mirada
cargada de amor y agradecimiento.
“¡No!”.
Salieron fuera a descansar mientras el Juez se lo pensaba. Valeria se
levantó con el bebé en brazos. Este dormía plácidamente.
—¿Cómo fue?
—Bastante bien—la informó su marido—. Davide declaró lo mismo
que Albert, así que...
—Lo declararán inocente seguro sí, o seguro sí —comentó el abogado.
—La Fiscalía comentaba que habían pruebas que apuntaban a que Albert le
había golpeado varias veces, pero fue porque ese hombre seguía atacándole.
—Albert cerró el pico.
“Le pegué varias veces porque le odiaba”, pensó. Por eso tenía miedo de
la declaración de Davide, pues era el único que conocía toda la verdad.
Miró a este que hablaba con su padre. O al menos supuso que lo sería, al

200
fin y al cabo se parecían. El padre Lorenzo estaba allí también. Albert
caminó hacia ellos.
—¡Albert! —Ciro le llamó. No le hizo caso y continuó caminando. El
padre de Davide puso cara de horror cuando se plantó delante de ellos.
Davide, al ver aquella expresión, se dio la vuelta, encontrándose de cara con
Albert. El corazón le latió alocadamente y enrojeció.
—Albert... —gimió.
—Vengo a darte las gracias por haber declarado a mi favor en el juicio.
—Le tendió la mano, temblorosa por mucho que intentó mantenerla
firme. Davide, bajo la mirada asesina de su progenitor, se la estrechó con
ternura, como una caricia de amantes. El otro la apartó enseguida y reculó
unos pasos.
—Adiós... —Davide quiso ir a retenerlo y no pudo ni moverse. Aquel
adiós había sonado como: “Hasta nunca”. La mano firme de su padre le
apretó con fuerza el hombro.
—Me parece que él ya te ha olvidado, y si no, míralo como se va tan
feliz. Pero alégrate, porque este sacrificio le ha valido la libertad de por vida
—no dio la réplica a aquel comentario cruel, estaba demasiado angustiado.

Albert se acercó a sus amigos.


—¿Qué le has dicho?
—Le he dado las gracias y le he dicho adiós para siempre.
—¿Y qué te contestó? —preguntó Valeria.
—Nada, se ha quedado como alelado. Me da igual. —Ciro, que se tuvo
que marchar un momento a la sala, volvió de esta para decirles que el Juez
ya había sopesado todas las pruebas y declaraciones. Todos entraron y se
colocaron en sus lugares habituales, expectantes. Por supuesto, Albert fue
declarado inocente y todos se alegraron muchísimo. Davide le miró
abrazarse con todo el mundo y llorar de alivio. Quería ir a celebrarlo con
él.
Salieron todos de la sala y, cuando se disponían a subir al coche de
Fabrizio, Davide corrió hacia ellos.

201
—¡Albert! —gritó Davide emocionado.
—¿Qué? Sé breve, hemos de ir a celebrarlo por ahí y el bebé tiene
hambre —lo dijo con tal sequedad que Davide se quedó sin palabras. Para
colmo, Ciro pasó el brazo por los hombros del chico.
—Tenía muchas ganas de verte, te he echado de menos... —musitó.
Albert le soltó un bofetón que todos los de alrededor escucharon.
—¡Yo ya sé lo que tú echas de menos, cerdo! Y ahora déjame en paz. —
Davide le agarró e intentó estirar de él, quería abrazarlo muy fuerte. Ciro
se lo impidió.
—¡Suéltale! Bastante daño le has hecho ya en el pasado. Y ahora es
mejor que te largues, nos están mirando todos —dicho aquello se metieron
en el coche y marcharon dejando a Davide completamente destruido. No
entendía nada, lo único que sabía era que Albert no le había esperado. Su
padre lo sacó de allí a trompicones, ante la mirada alucinada de todo el
mundo. Al ver al padre Lorenzo, Davide se escapó de su padre y fue hasta
él.
—¡Padre Lorenzo! ¿Le dio mi nota? —este se quedó anonadado.
Carraspeó antes de contestar.
—Por supuesto que se la di. —Davide se dejó arrastrar por el Sr. Ferreri
como si fuera un muñeco sin vida.
—¡Nos has puesto en ridículo! ¡Te mereciste su bofetón! Yo te daría
una paliza si no fueras ya un hombre. —Lo metió en el coche y luego se
marcharon—. Ahora saldrá en todos los periódicos, me lo puedo imaginar.
¡Qué escándalo!
—¡Me da igual, padre! ¿No entiende que a mí me da todo igual? Yo lo
único que deseaba era estar con él.
—Ya veo que me has estado engañando estos meses. Pero no te saldrás
con la tuya.
—¡Voy a dejar el sacerdocio! ¡Ahora Albert es libre! ¡No puedes hacerle
nada!
—¡Estás muy equivocado, tengo mucho poder y puedo hacer que...! —
Davide agarró el volante del coche y forcejearon.

202
—¡Para el coche, hijo de puta! —gritó fuera de sí.
—¡Suelta el volante, nos vamos a matar!
—¡PREFIERO MATARME! —El Sr. Ferreri no pudo evitarlo y,
finalmente, tuvieron un accidente y el coche volcó aparatosamente.

Con el paso de las semanas, Albert pudo relajarse más y empezó a


plantearse mantener una relación con Ciro. Seguía pensando en Davide y
se arrepentía de haberle pegado. Por supuesto, este no daba señales de vida,
lo que ratificó su creencia de que el sacerdote ya no sentía nada por él.
Rabioso y frustrado, se dijo que debía dejarlo pasar o se iba a volver loco.
Ciro tenía que ser su tabla de salvación. Sin embargo aún sentía apuro
cuando él quería sexo explícito.
—Te quiero, Albert —musitó Ciro mientras le desabotonaba la camisa
y se la deslizaba por los hombros.
—Ciro... —gimió cuando él le lamió un pezón.
—Estoy muy contento de que te hayas quitado el anillo...
—Lo he hecho por ti, Ciro, porque sé que te molestaba. —Este lo miró
ceñudo y se apartó un poco.
—¿Eso qué significa? ¿Qué si por ti fuera continuarías llevándolo?
—¿Por qué te empeñas siempre en buscar un trasfondo a todo lo que te
digo? ¿No confías en mí?
—Lo siento, es que me pongo celoso del anillo.
—Ciro, Ciro... —Albert lo besó con sensualidad. Aquellos besos le
abrasaban entero cada vez que los sentía sobre los labios. Los notó
deslizarse hacia abajo, hacia su sexo erecto. Un gemido llenó su garganta al
notar su boca absorbiéndole la excitación.
—Si continuas no me podré... aguantar mucho más... —Le apartó la
cabeza de allí y lo tendió sobre el lecho, poniéndose sobre él después—.
¿Vas a ser mío por fin? —susurró sobre su oreja. Albert cerró los ojos.
“Me gusta lo que me hace, me pone, pero no es Davide y no siento lo
mismo”, pensó Albert.

203
—¿Me quieres, Albert? —preguntó Ciro. Este esperó la respuesta largo
rato, lo que le hizo detener sus caricias. Albert tenía no sabía qué decir—.
No me quieres, ya lo sé...
—Lo siento...
—¿Entonces por qué me has dejado hacer esto?
—Necesito olvidar… —gimió.
—No soy Davide...
—No, yo... —intentó explicarse, sin embrago Ciro le tapó la boca con
un beso.
—Tonto, no te preocupes... Te dije que esperaría. Si hoy no puedes
entregarme tu corazón, y tu cuerpo, entonces más adelante... El tiempo
todo lo cura, incluido el mal de amores.
“¿Por qué no puede gustarme este hombre de verdad? Es perfecto…”,
gimoteó para sus adentros.
“¡Soy idiota!”.

Albert durmió rato después en la cama y Ciro se quedó con él. Se


disponía a prepararse algo de beber cuando sonó el timbre. Miró el reloj,
marcaban las 00.45 horas. ¿Sería algún vecino? Anduvo hasta allí y atisbó
por la mirilla.
—¡La madre que...!
“¡Davide!”.
—Lo que me faltaba... —Abrió la puerta a medias—. ¿Qué quieres a
estas horas de la noche? —Davide lo miró con fuego en los ojos. No se
esperaba encontrase al abogado.
—¿Qué haces tú aquí? —gruñó.
—La misma pregunta te hago yo. ¿Qué haces tú aquí?
—He venido para hablar con Albert.
—Está dormido. —Davide cerró los ojos y apretó los puños. Quería
partirle la cara a aquel abogado metomentodo.
“Joder, está en bata. Seguro que se ha follado a Albert”.
—¿Te has dejado la sotana en casa? —dijo con guasa.

204
—Ya no soy sacerdote, lo dejé... ¿A qué hora está en casa Albert?
Despierto, claro —insistió.
—Se pasa el día en la editorial. ¿Cómo has averiguado dónde vive? ¿Por
qué no le dejas en paz de una vez?
—No es asunto tuyo.
—Estoy al corriente de toda la historia. De todos modos él está
conmigo, así que déjale en paz si no quieres que te ponga una denuncia por
acoso. —Davide agachó la cabeza, rabioso.
—Yo no... ¡no pretendo quitártelo!
—Es que no podrías, ya bastante daño le hiciste. —Davide no
comprendía aquello, pensaba que Ciro se lo ponía de excusa para que se
fuera de allí.
—Lo único que quiero es hablar con él de todo lo que sucedió. ¡No
quiero quitártelo!
—Shhhh, baja el tono de voz. —Davide se sacó de los tejanos una
tarjetita para tendérsela a Ciro. Este la cogió.
—Dásela a Albert, por favor, yo trabajo en esa dirección. Que decida él
si quiere enfrentarse a mí o no. No seas tú el que le quite ese derecho.
Buenas noches —dicho aquello se dio la vuelta y marchó por donde había
venido. Ciro se quedó en la puerta unos minutos, hasta que la voz
soñolienta de Albert lo sacó de su ensoñación. Se apresuró en guardar la
tarjeta.
—¿Quién era?
—Un vecino por no sé qué tontería. Vuelve a la cama. —Albert volvió a
dormir en cuestión de minutos.
El abogado estuvo meditando mucho en si contárselo o no. Sabía que,
si le daba la tarjeta, él iría a hablar con Davide y probablemente le perdería
para siempre.

Albert trabajó hasta tarde en la editorial, le gustaba quedarse allí porque


así no pensaba en cosas malas.

205
Su vida era distinta y mejor. Todos apreciaban mucho su trabajo, tenía
un apartamento muy grande y acogedor, un coche nuevo y un novio muy
paciente. Y sin embargo se sentía incompleto. Lo peor de todo era que se
sentía mal con Ciro. No era capaz de enamorarse de él, le gustaba sí, pero
no estaba enamorado.
Miró el reloj, ya eran las 20.00 y el rugir de sus tripas le recordaba que
era la hora de cenar. Apagó el ordenador y se despidió de los que todavía
quedaban en la oficina. Abajo estaba Ciro esperándole y eso lo sorprendió.
—Ciro, ¿qué haces tú aquí? Hoy no habíamos quedado.
—Te voy a llevar a cenar y luego a un lugar que conozco.
—¿Dónde?
—Ya lo verás... —Albert se extrañó de que Ciro tuviera aquella
expresión tan entristecida.
“Va cortar conmigo, seguro”, se dijo. Y no supo si sentirse aliviado o
todo lo contrario.

Cenaron en un restaurante al que solían ir. El abogado estaba callado,


como si pensara mucho en algo.
—¿No m-me vas a contar qué es lo que te pasa?
—Cuando vayamos a ese sitio que te dije antes.
—¿Y dónde es?
—Es un local que conozco, tocan el piano en directo.
—No quiero ir —se negó. Cada vez que escuchaba un piano las tripas
se le revolvían.
—Si no vamos, no te lo diré.
—Me tienes intrigado, chantajista. —Ciro sonrió.

Tras la cena acudieron al local del que le hablaba Ciro. Parecía muy
popular, ya que estaba lleno de gente. Se sentaron en una mesita frente al
piano vacío y pidieron unas copas.
—Ciro, no bebas mucho que hoy te toca conducir a ti.
—No te preocupes, no voy a emborracharme ni nada de eso.

206
“Cuando me dejes, me emborracharé”, pensó el abogado.
—Y bien, ¿por qué me trajiste aquí?
—¿Es qué no te gusta? Es muy bonito.
—Ciro, por favor, dime qué es lo que...
—Ayer Davide vino a casa, quería hablar contigo, pero tú estabas
durmiendo. —Albert se levantó cabreado y el abogado tuvo que hacer que
se sentara de nuevo.
—Así que un v-vecino. ¡No tienes derecho a…!
—Shhh. Podemos hablar como personas civilizadas. ¿O no?
—¿Qué quería?
—Hablar contigo.
—¡De qué!
—No lo sé, aclarar las cosas, ¿cómo lo voy a saber? Le dije que dormías,
que no era el momento. Y entonces me dio una tarjeta con la dirección de
este lugar. Dice que trabaja aquí.
—¿Aquí? ¡Pero si es un puto cura! —lo dijo con asco, cada vez más
enfadado.
—Me dijo que ya no lo era... —Albert se quedó anonadado. Casi ni se
dio cuenta de que el piano que tenían tan cerca comenzaba a sonar con una
melodía muy agradable. Se bebió la copa de golpe.
—Vayámonos. —Cogió su chaqueta y se levantó. Pero al mirar hacia el
piano vio a Davide sentado ante el instrumento y dispuesto para tocarlo.
Las piernas le temblaron. Tuvo que sentarse de nuevo.
—Es el pianista...
—Dios mío... —Se llevó las manos a la cabeza, hecho un lío.
—¿Quieres hablar con él o no?
—No lo sé...
—Me voy a marchar y así podréis hablar con calma y como Dios
manda. Confío en que harás lo correcto, Albert. —La música ambiente
dejó de sonar y Davide comenzó a tocar.
—¿No tienes miedo de que…?

207
—Ya te lo he dicho, confío en que harás lo correcto. Y ahora me
marcho, adiós. —Le besó en la mejilla y se fue. Ciro sabía que acababa de
decirle adiós de veras.

Tras la pieza de piano todo el mundo aplaudió. Albert estaba con el


corazón en un puño, le latía tan fuerte que sólo escuchaba eso. Davide se
sentó frente a él, mirándole.
—Has venido...
—He venido porque Ciro me ha engañado. No me dijo adónde me
traía, porque entonces...
—Porque entonces no hubieses venido aquí, lo sé. Pensé que él no te
diría nada...
—Ciro es el mejor hombre que he conocido jamás —dijo con rabia.
—Es muy ético por su parte haberte dicho que fui a verte. Debe ser un
buen abogado.
—Me está dejando en los “brazos” de un ex amante. No ha sido fácil
para él.
—Ahora trabajo aquí —cambió de tema—. Es un local muy agradable,
por eso acepté ser el pianista. Necesitaba un trabajo.
—Ciro me ha dicho que dejaste el sacerdocio. —Davide lo miró con
sus profundos ojos pardos.
“Peligro”, pensó Albert, estremecido.
—Sí, lo dejé hace muy poco.
—¿Y tu padre? —La mirada de Davide se entristeció.
—Mi padre ha comprendido que soy una persona que debe vivir su
propia vida. Pero ha tenido que pasar una desgracia para que lo entendiera.
Después del juicio yo estaba muy mal, Albert. Nos subimos en el coche y
estaba tan ofuscado que hice que tuviéramos un accidente. El coche dio
vuelta de campana y se empotró en unas obras. Por suerte mi padre no
resultó herido de gravedad. Se le rompió una pierna, aunque está bien. Sin
embargo yo entré en coma. —Albert creyó morirse de horror.

208
Instintivamente alargó la mano hacia la de Davide, al cual su contacto le dio
ánimos.
—¿Estás bien?
—Ahora sí. El coma tuvo una duración de veintidós días, en los que mi
padre se arrepintió de todo lo que me había hecho pasar. Los médicos le
dijeron que no sabían si yo despertaría. Tuve mucha suerte, Dios se apiadó
de mí incluso después de haber roto tantas promesas que le había hecho.
Me desperté hecho un asco, pero afortunadamente bien. Me ha costado
todo este tiempo recuperarme, preparar el papeleo para dejar los hábitos,
venirme a Milán y encontrar piso y un trabajo. Mi padre me dio algún
dinero, aunque no quiero deberle nada.
—¿Y te ha dejado en paz?
—Sí, aunque a qué precio, ¿verdad? La culpa del accidente fue mía, no
quería vivir sabiendo que me odiabas. No pensé en la vida de mi padre y
ahora me siento muy mal porque él podría estar muerto por mi culpa. Pese
a todas las cosas malas que me ha hecho... Es mi padre y yo le quiero... —
Albert quería abrazarlo, sin embargo se contuvo.
—Ya pasó... —le dio unas palmaditas.
—Sé que ahora eres feliz, Albert, que tienes a Ciro. Sé que ya es
demasiado tarde para nosotros, no debí ser tan cobarde desde el principio.
—No, no debiste serlo —dijo Albert.
—Mi padre se puso como loco cuando se enteró de lo nuestro y me
amenazó con cosas terribles. —Albert se quedó algo trastocado.
—¡Será mejor que me vaya! —Davide lo agarró por los brazos para
atraerle hacía él. Albert cerró los ojos, temblando de miedo y también de
pasión.
—Si tú supieras lo que me dijo mi padre, Albert. Me amenazó con…
—¡No quiero saberlo! ¡Fuiste un cobarde y punto!
—Lo he dejado todo por ti, lo primero en lo que pensé al salir del coma
fue en ti… Y ahora ya es demasiado tarde... ¿Por qué me olvidaste?
¡Pensaba que me querías de verdad! ¡No fuiste capaz de esperarme!
—¡Me utilizaste y me dejaste sin dar explicaciones!

209
Albert sentía sus manos en los brazos, apretándole con fuerza. Sus
sentimientos y deseos verdaderos le traicionaron vilmente.
“Joder, está muy bueno con el pelo tan corto y esa barbita incipiente…
Y mira su cara, ¿por qué pone esos ojitos?”.
Albert se adelantó hasta los temblorosos labios de Davide y los besó con
pasión. Este le rodeó con sus brazos devolviéndole todos los besos. Albert
hacía mucho que lo deseaba y sólo en sus sueños más íntimos imaginó
aquel reencuentro tras tantos largos meses.
—No me importa que nos miren, ni lo qué piensen, porque ya no seré
cobarde nunca más y no me marcharé, te lo prometo. Estaremos siempre
juntos... —volvió a besarlo y a estrecharlo contra sí.
—Davide... —gimió su nombre sin que fuera ya pecado decirlo.
—Albert, tengo que subir a tocar el piano otra vez, estoy trabajando.
Espérame aquí, ¿vale? Me faltan dos horas para terminar. Pide lo que
quieras de beber. Yo te invito.
Davide subió al escenario mientras el francés le miraba. Albert escuchó
la melodía durante unos minutos. Después se acordó de Ciro y de que
seguía saliendo con él.
“Mierda…”, gimió.
Se levantó y salió de allí como un rayo. Tenía que pensar, pensar muy
bien en lo que realmente deseaba.

Cuando Davide bajó del escenario y se encontró vacío el asiento de


Albert, creyó morirse. Albert había elegido. Pero no pensaba aceptar tan
fácilmente aquella decisión.

210
Capítulo 8

El francés jugueteó con el lápiz durante toda la tarde, se sintió incapaz


de trabajar. No podía dejar de pensar en aquel encuentro con Davide y en
que había traicionado la confianza de Ciro. Miró el reloj repetidas veces,
pero nunca llegaba la hora de salir. Mordió nervioso el lápiz, casi se lo
estaba comiendo.
“¿Qué hago? ¿Se lo digo a Ciro o no?”.
—Albert, ¿te sientes mal? —Bárbara Gilardino lo saludó.
—¡OH! Bueno, estoy nervioso por un asunto personal.
—¿Te han vuelto a decir algo del juicio y la sentencia?
—No, no. No es nada de eso. Es con... con Ciro.
—Ya, problemas de pareja.
—¿Se acuerda del sacerdote que vio en mi casa aquella vez?
—Cómo olvidar a un hombre tan follable —dijo sincera.
—Pues ya no es sacerdote y ayer...
—Continúa, ya sabes que a mí me lo puedes contar todo.
—Ayer dijo que me amaba y que lo había dejado todo por mí —
resumió.
—¡OH! Pero qué fuerte. —Estaba alucinando.
—Estuve enamorado de él, con t-toda mi alma... Pero ahora estoy con
Ciro y no sé qué hacer. Davide lo ha dejado todo por mí demasiado tarde,
en cambio Ciro siempre estuvo a mi lado pacientemente...
—¿Pero tú a quién de los dos quieres? Creo que eso es lo más
importante. No puedes estar toda tu vida agradeciendo a Ciro lo que hizo
por ti si no eres capaz de darle tu amor. Aquí el sexo como moneda de pago
no es muy recomendable.
—Yo... no sé...
—Vete a casa, medita tus problemas. —Le dio una palmada en el
hombro.

211
—Pero estoy en horario de trabajo…
—Tómate el resto de la tarde libre. Así no me trabajas nada y eso sí que
no me interesa. Resuelve el problema y vuelve cuando ya nada se
interponga en tu trabajo. Es una orden. —Y dicho aquello se fue tan
contenta.

Caminó durante horas para pensar. Estaba muy confuso. Por un lado
Davide, por el otro Ciro.
—Me voy a volver loco —se dijo. Decidió ir a contárselo todo al
abogado, este no se merecía que lo engañara por más tiempo, así que lo
esperó a la salida del bufete donde trabajaba. Al verlo, Ciro le sonrió.
—¡Albert!
—Hola, Ciro. ¿Podríamos ir a tu casa?
—Claro, como quieras. —Ciro ya sabía lo que Albert iba a decirle, aun
así esperó a llegar al apartamento para estar más cómodos.
Albert se sentó nervioso en el sofá.
—¿Quieres tomar algo?
—No, gracias...
—Dime, no lo hagas más largo.
—Yo, ayer... hablé c-con Davide.
—Sí, ya lo sé. ¿Qué te dijo?
—Me dijo que me quería… —Ciro bajó a cabeza, se sentía muy triste—
. Me dijo que lo había dejado todo por mí. Yo no entendía que me dijera
esas cosas después de abandonarme...
—Tal vez fue un malentendido, tal vez no tuvo más remedio que
abandonarte.
—Eso fue lo que... lo que me contó.
—¿Entonces cuál es el problema, Albert?
—Que le besé, que nos besamos y... ¡y te he traicionado! ¡Me
arrepiento! —Abrazó a Ciro.
—¿Tú le amas?
—No lo sé, todavía no le perdono que...

212
—¡Albert! —Ciro lo apartó de sí—. ¡Albert, ya está bien de hacerme
tanto daño! No me lo merezco.
—Sé que no te lo mereces, te agradezco tanto que...
—¡Pero yo no quiero que me lo agradezcas, sino que me ames! ¿No lo
entiendes? Necesito saber que cuando nos besamos, tú me quieres.
Necesito hacer el amor contigo sin que estés pensando en otro.
—Me gustas mucho... —susurró.
—Si a estas alturas sólo te gusto... creo que lo nuestro se ha terminado.
En cambio ves a Davide después de muchos meses y te lanzas en sus brazos
cuando te dice que te ama.
—¡No me dejes! —Se agarró a Ciro como un desesperado. Este le
observó en silencio—. Lo siento tanto, perdóname, lo he intentado pero...
—Lo sé. Davide me dijo que no venía a apartarte de mí y en el fondo
tenía razón. Lo siento, Albert, pero hemos terminado. No puedo seguir
con esto sabiendo que te mueres de ganas por acostarte con otro.
Respétame, por favor. —Albert se soltó de Ciro y levantándose cogió su
abrigo.
—Lo siento, soy un cobarde. No me gustaría que dejáramos de ser
amigos... —Albert miró a Ciro.
—Sólo necesito un tiempo, dame ese tiempo para olvidar mis
sentimientos.
—Claro... —El rubio fue hasta Ciro y lo besó en los labios. —Mereciste
que te quisiera más que a nada en este mundo, sin embargo te conocí
demasiado tarde...
—Gracias... —Después Albert se fue y lo dejó solo. Ciro sabía que un
día de aquellos volvería a enamorarse de alguien que sí le amaría de verdad,
y sólo a él.

Albert corrió hacia el local donde Davide trabajaba, a esa hora seguro
que ya estaba abierto y podrían hablar. Quería decirle que no pensaba

213
volver con él, que prefería continuar solo como siempre había estado hasta
entonces. Se acercó a la barra y le preguntó a una camarera.
—Disculpe, señorita, ¿está Davide?
—No, hoy es su noche libre... Pero ¿usted no es su novio? —preguntó
con total desvergüenza. Albert se quedó anonadado.
—¿Él le ha dicho qué yo...?
—Oh, no. Davide es muy reservado. Pero ayer fui a servir unas mesas
delante del escenario y los vi dándose un beso con lengua de los que quitan
el sentido. ¿En serio era cura? Con lo bueno que está no me lo puedo
creer. —Albert estaba callado como una tumba. La chica continuó con su
parlamento como si nada—. La verdad es que tiene usted suerte, porque
aquí todas estamos locas por él, está tan bueno. Qué chasco nos hemos
llevado al saber que era gay. No nos lo tome a mal, por favor.
—Yo no, yo no soy...
—Pero a la jefa no le hizo ninguna gracia lo del beso y le metió una
bronca increíble ayer al cerrar el local. El pobre se puso muy rojo, parecía
triste...
—¿Triste? —preguntó con preocupación.
—Sí, nuestra jefa es muy estricta. No quiere que ninguno de nosotros
se dé el lote con nadie mientras trabaja, y claro... Pero Davide se defendió.
—¿Defendió?
—Le dijo que te no estaba dispuesto a que le criticaran por lo que sentía
por ti. ¡Es maravilloso! —continuó con su parloteo incesante durante
varios minutos más, sólo que Albert ni siquiera la escuchó, estaba
alucinando demasiado.
—Gracias por todo, adiós. —Se dio la vuelta y salió volando de allí.
—¿Quién era ese bombón? —preguntó otra camarera.
—El novio de Davide.
—¿Seguro que Davide era sacerdote? ¡Yo no me lo creo!

Albert dio muchas vueltas al asunto antes de volverse a casa. Estaba


muy confuso con Davide, porque por un lado no le podía perdonar aquel

214
abandono injustificado, pero por el otro se moría de ganas de subyugarse a
sus encantos. No sabía ni qué pensar, y mucho menos qué decidir. Por lo
pronto disponía de toda la noche y todo el día siguiente para cavilar en ello
con detenimiento. Ya volvería al local para hablar con Davide cuando
estuviese preparado para hacerlo.
“Ahora mismo pienso con la polla, así que será mejor que me despeje
un poco y lo medite cuando esté menos confuso”.
Subió a su piso después del largo paseo, intentando no pensar más por
aquella noche. El problema llegó cuando al salir del ascensor vio a Davide
sentado al lado de su puerta, esperándole. Este se levantó al verlo aparecer.
—Albert, pensé que ya no vendrías, es muy tarde. Y tuve miedo de que,
si aparecías, lo harías junto a tu novio y os importunaría.
—Ciro está en su casa... —Abrió la puerta con mano temblorosa y
luego se la cerró en las narices a Davide. Pero se arrepintió al instante y casi
sin poder evitarlo la abrió de nuevo—. ¿Qué haces ahí? ¡Pasa! —Davide
entró unos metros y esperó nervioso.
“Craso error, sigo pensando con la polla: le he dejado entrar. Sólo hay
cinco metros hasta la cama, auque el sofá está más cerca. ¿Pero qué digo?”.
—¿Qué quieres?
—Pedirte perdón por lo de ayer.
—Fui yo el que te besó...
—Pero yo te busqué, Albert. Te dije muchas cosas que... que hicieron
que tú...
—No sé ni lo qué hice, no sé por qué razón me dejé llevar por tus
mentiras. ¡A veces pienso con la polla! —reconoció.
—¿Mentiras? No son mentiras. —Albert se quitó el abrigo y lo tiró
furioso.
—¡Ya basta! ¿Por qué cuando te fuiste no lo hiciste de por vida?
¡Déjame tranquilo!
—Has sido tú el que me ha olvidado... —dijo con desconsuelo.
—¿Cuánto tiempo llevas fuera? ¿Cenaste? —intentó cambiar de tema,
tranquilizarse.

215
—Toda la tarde. Y no, no he cenado nada, no me he movido de aquí en
todo el tiempo. Creía que Ciro y tú vivíais juntos.
—Pues no. Has malgastado tu día libre para nada.
—¿Cómo sabes que es mi día libre? —Albert enrojeció como un
tomate.
—Fui a hablar contigo... a ese sito donde trabajas. ¿Quieres algo beber o
comer? —nuevamente cambió de tema.
—No tengo apetito, no puedo comer desde ayer. Por favor, si le
cuentas a Ciro lo que pasó, pídele disculpas de mi parte. Le dije que no
venía a...
—Sí, ya lo sé —lo cortó rudo—. Será mejor que te vayas a tu casa. —Le
señaló la puerta con el dedo. Davide temblaba de pies a cabeza—. Y que no
vuelvas —añadió.
Davide caminó en dirección a Albert agarrándole por el brazo con
ímpetu.
—¿Por qué me olvidaste? ¿Conociste a Ciro y me olvidaste? ¿Fue eso?
Dímelo, por favor. Te pedí en la carta que me esperaras y no lo hiciste.
Estabas en tu derecho, sin embargo nunca merecí ser tratado como lo
hiciste en el juicio —lloraba de rabia e impotencia.
—¡No sé de qué carta me hablas! ¡Lo único que yo sé es que te
marchaste sin ninguna explicación! ¡No te olvidé por Ciro, yo no soy como
tú! —se soltó de su fuerte mano y reculó unos pasos—. ¡Por tú culpa me
ha abandonado! —chilló.
—¡Hablaré con él y se lo aclararé!
—¡No hay nada que hacer! ¡Me dejaste solo cuando más te necesité y
ahora haces que me quede solo de nuevo! ¡Eres un hijo de puta celoso y
caprichoso! ¡Sólo quieres follarme!
—Sabes que no es verdad, eso no es cierto. Yo te amaba, yo te amo. —
Le asió por la camiseta y lo atrajo hacía sí, sin embargo Albert intentó
zafarse.

216
—¡Aléjate de mí! ¡Te odio, Davide Ferreri! ¡Debiste morirte en aquel
accidente y dejarme en paz! —Davide lo soltó con lágrimas en los ojos,
pues aquello era lo último que esperaba oír de Albert.
—No sabía que... que me odiaras tanto. Siento lo que te hice, aunque
todavía no sé qué fue. Ya nunca más volveré... No te preocupes. Y habla
con Ciro, si te quiere de verdad, volverá contigo. —Caminó hacia la
puerta, pero Albert corrió para impedirle la salida.
—¡NO! ¡No siento lo que he dicho! ¡No te odio a muerte! Fue todo
porque tú te marchaste sin decirme nada y no supe de ti hasta el juicio...
Me sentía utilizado. ¡Quería vengarme por todos estos meses de
sufrimiento! —Albert estrujó el jersey de Davide entre las manos y lloró
sobre él—. Tú no tienes la culpa de lo de Ciro, él… él sabe que yo no p-
puedo corresponderle por mucho que lo intente… porque al fin y al cabo...
—las lágrimas no le dejaban continuar y la mucosidad manchaba el jersey
de Davide abundantemente—, porque al fin y al cabo no te he olvidado...
Albert sintió cómo los labios de Davide besaban los suyos con ternura.
—Los mocos... —gimió.
—No me importa... —volvió a besarlo, al fin y al cabo, él también los
tenía por toda la nariz.
—Espera, por favor... —Albert se sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó
con él. Davide no paraba de besarlo en las mejillas. Él le obligó a sonarse
los suyos y después volvieron a besarse cada vez con más deseo.
—Albert... ¿Leíste mi carta?
—No... —contestó mientras conducía a Davide hacia su cama. Se
tendieron sobre ella sin dejar de besarse y tocarse por todas partes.
—Pero te escribí... una carta... —jadeó al sentir las manos de Albert
bajándole los pantalones.
—No... —susurró sobre su boca abierta y anhelante. Luego le mordió
el labio inferior con sensualidad, estirando de él, chupándolo.
—Se la pasé al padre Lorenzo, me prometió que te la daría...
—No... —negó de nuevo mientras se quedaban desnudos del todo y se
restregaba como loco sobre el cuerpo de Davide.

217
—Ese cabrón... confié en él y...
—Davide... Ese hombre no me la dio. —Se miraron a los ojos. Las
manos de Davide se deslizaron por sus caderas y al llegar a las nalgas las
oprimió con fuerza—. Ah...
—Albert, quiero que sepas que nunca he dejado de amarte, ni un solo
instante. Que me tuve que ir sin poder decírtelo, ya te lo expliqué... Y ese
cerdo no te dio mi nota donde…
—Davide, no permitas que eso frustre este momento tan íntimo,
porque ya no importa... —gimió sobre su boca—. Te creo...
—Albert... —musitó antes de besarlo nuevamente y acariciarle la
espalda con sensualidad. Volvieron a revolcarse por la cama como bestias
salvajes, ansiosas de sexo. Luchaban a tocarse, a frotarse tras tantos meses
sin haberlo hecho—. Aquella vez a medias no me ha dejado descansar
tranquilo, hoy lo terminaremos...
—Y empezaremos de nuevo... —Estaban abrazados y con las piernas
entrelazadas. Se besaban y tocaban impulsivamente. Albert sentía el sexo
caliente y duro de Davide frotando el suyo y creía morirse de gusto.
Recorrió todo su pecho a mordiscos, lamió el vello de su ombligo y bajó
ansioso por comerse ese sexo. Lo friccionó con tal fuerza en el interior de
su boca que de pronto sintió aquella miel caliente entrar y derramarse en
su interior. Apartó sorprendido la cabeza de Albert, al que le dio un ataque
de risa hizo que no le diera tiempo a limpiarse con un pañuelo. Davide
también se echó a reír.
—¿Sabes la cara de niño malo qué has puesto, Albert? —Lo estrechó
contra sí, limpiándole boca y barbilla con un pañuelo.
—Has sido muy rápido.
—Llevaba meses sin tener sexo directo contigo, no lo he podido evitar.
—Besó a Albert tras la oreja y este se estremeció. La mano grande y cálida
de él le giró la cara con ternura y notó sus labios de nuevo dentro de la
boca, besándole la lengua—. Tengo más, no te preocupes... Me recargo
muy rápido. —Albert tocó el sexo, todavía lleno de semen de Davide, y lo
notó endurecerse de nuevo. Emitió un sonido de sorpresa.

218
—Es increíble... otra vez, tan deprisa...
—No lo puedo evitar, tú me produces un efecto de continua de
excitación. —Tumbó a Albert sobre el lecho y se sentó encima. Las nalgas
de Davide tocaron el sexo de Albert, haciendo que este gimiera de deseo.
—En el cajón...
—Lo sé... —musitó alargando la mano. Sacó la crema y se la dio a
Albert—. Pónmela tú mismo... —Este no se hizo de rogar y, cuando
Davide se puso de rodillas sobre él, deslizó los dedos por entre sus nalgas y
los introdujo con cuidado, rítmicamente. Aprovechó para besar su mojado
sexo de nuevo, cada vez más duro y grande. Con la palma de la mano
apretó sus testículos para excitarlo más. Davide le acariciaba el cabello con
ternura y lo miraba enamorado.
—Te quiero... —musitó. Albert le contestó con un beso en el ombligo
y una mirada cargada de amor. Davide lo empujó contra la cama y extendió
la crema por todo el pene de Albert. Deslizó las manos llenas de crema por
su vientre liso y sin vello hasta llegar a sus tetillas.
—Llevas el anillo... —dijo, tocándolo.
—Claro que sí...
—Oh, Albert... —se tumbó sobre él y lo besó con ternura en los
labios—. No quiero pensarlo, pero... no me quito de la cabeza que te hayas
acostado aquí con él... —Albert sonrió.
—Tonto, nunca me he acostado con él... No podía, porque pensaba en
ti constantemente, porque imaginaba que eras tú... y no podía...
—¿Quieres decir qué no has...?
—No... —susurró con sensualidad, lamiéndole los labios con la lengua.
Davide se emocionó. Sabía que Albert decía la verdad, lo que significaba
que sólo él, y nadie más que él, se lo había follado. Deslizó las manos por
sus muslos y lo abrió de piernas. Se las colocó sobre los hombros y con la
mano se ayudó para penetrarle. Como las veces anteriores, el interior de
Albert fue fácil de profanar. Este gimió de sorpresa y placer. Davide se
movió sobre él con frenesí mientras gemía.
—¡Me tocaba a mí! —se quejó Albert entre suspiros.

219
—Intenta no tener un orgasmo... —Davide no tocó su sexo para nada,
pero miró con deseo su abultada verga: grande, hinchada, caliente, suave,
roja y húmeda.
—Eso es... muy difícil... ¡Me vengaré! —sonrió de felicidad, casi estaba
a punto de no aguantar más con el sexo de Davide tan potente en su
interior, cuando este tuvo un orgasmo y derramó más semen caliente.
Davide no le dio ni un respiro, y casi sin dejarlo ni reaccionar se colocó
sobre él para introducirse el sexo de Albert poco a poco. Le dolió mucho,
aun así aguantó.
—¿Te gusta? —un gemido ronco por parte del rubio le dijo que sí. Se
movió sobre él, que creía morirse de placer al notarse tan friccionado.
“Oh, sí…, me lo estoy follando de verdad”, pensó Albert, en la gloria.
Casi no pudo aguantarse por más tiempo y en un impulsó se sentó y
abrazó a Davide que gimió entre dolor y gusto. Se abrazaron y continuaron
moviéndose a la par. Albert besó las cicatrices de Davide, su piel sudorosa y
morena, sus pezones duros y sabrosos. Lo lamió todo, hasta que encontró
su boca y la mordió con intensidad mientras eyaculaba largamente.
Albert dejó escapar un gemido gutural que debía de haber oído todo el
vecindario. Soltó a Davide y cayó sobre la almohada, jadeante, casi sin
resuello. Davide no se movió, continuó unido íntimamente a Albert de
aquella manera. Se cogieron de las manos con ternura.
—¿Te das cuenta de lo que ha significado? —musitó Davide.
—Sí… que estamos juntos… —Finalmente Davide terminó por
tumbarse a su lado tras limpiarse un poco, y también a Albert que se dejó
hacer. Le estrechó contra sí y lo besó en los labios.
—¿Sabes que en mi trabajo piensan que somos novios?
—¿Y tienen razón?
—Claro que sí. —Su abrazo se estrechó más.
—Cuando pase un tiempo, iremos a ver a mi padre.
—¿Qué? —se escandalizó.
—No te preocupes, ya no nos molestará. Desde el accidente ya no es el
mismo conmigo. Además, le dije, cuando me fui, que pensaba buscarte y

220
reconquistarte hasta que me quisieras de nuevo. No se llevará ninguna
sorpresa.
—¡Tengo que llamar a Valeria y Fabrizio! Ya verás al bebé que tienen.
Es súper redondito…
—Ya lo he visto de cerca. Fueron ellos los me dieron tu dirección. Les
conté todo y decidieron ayudarme.
—Cuando los vea no sé si me enfadaré o si les daré un beso... —Davide
sonrió mientras le acariciaba el cabello.
—Tengo hambre, desde ayer no como nada.
—¿Y yo qué soy? Porque me has devorado. Pero tienes razón, hemos
de c-cenar...
—¿Me dejarás vivir aquí contigo?
—¡Más te vale! Sigo sin saber cocinar y necesito que me hagan el
desayuno, la comida y la cena —se echaron a reír de contentos que se
sentían.
—He sufrido mucho, Albert —Davide se puso serio de pronto.
—Yo también… —dijo Albert. Le acarició las mejillas al italiano. Este
atrapó sus dedos con un beso.
—Ya no importa, de verdad. Porque tú lo fuiste todo desde que te
conocí, Albert. Contigo aprendí lo que era el amor, lo que era la ternura, el
cariño, la amistad, el sexo... Y tantas cosas más que no sé ni cómo
expresar... —las lágrimas le impidieron continuar.
—No llores... —le besó los párpados con ternura.
—Esta vez ya no me iré nunca más, te lo juro. Y te dejaré mil notas si
tengo que salir y...
—Tonto...
—Sí...
—¿Sabes? Ahora cuando vuelva a casa ya no pensaré más que estoy
solo...

Se quedaron casi dormidos, ya sin acordarse de la cena y del hambre.

221
El escuchar la respiración del otro, los latidos del corazón, era suficiente
para estar tranquilos pues sabían que ya no había miedos, ni trabas, que
sólo quedaba su amor.

Fin

Se lo dedico a todas las personas que me siguen. Gracias de verdad.

Laura / Dorianne

222

You might also like