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¿Cómo leer la Biblia? ¿Qué sentido tiene para los católicos este Libro
en su conjunto y en sus distintas partes?
A veces resulta difícil comprender algunas páginas de la Biblia, especialmente del Antiguo
Testamento. Leemos en ocasiones escenas, acciones, algunas presentadas como “órdenes
divinas”, que hoy nos parecen contrarias a la justicia y a la bondad, que vemos como
incompatibles con el modo de ser de Dios.
Las dificultades pueden superarse si aprendemos a leer la Biblia en su conjunto y en sus partes
según los criterios de interpretación de la Iglesia católica. Vamos a recordar esos criterios y
aplicarlos a un pasaje concreto.
Encontramos en el libro de Josué un pasaje que narra la conquista de Jericó. Josué pide a los
israelitas que consagren como anatema para Yahveh todo lo que se encontraba en la ciudad,
menos a Rajab la prostituta y a su familia. Las murallas de Jericó caen, y los israelitas asesinan a
hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, e incluso a los animales (cf. Jos 6,1-27).
Un poco más adelante leemos cómo los gabaonitas, que vivían en la zona, estaban convencidos
de que existía una terrible orden divina de exterminio. Tras haber engañado a Josué y
conseguido una forma de “coexistencia pacífica” con los israelitas, explican el motivo de su
mentira:
“Le respondieron a Josué: ‘Es que tus siervos estaban bien enterados de la orden que había dado
Yahveh tu Dios a Moisés su siervo, de entregaros todo este país y exterminar delante de vosotros
a todos sus habitantes. Temimos mucho por nuestras vidas a vuestra llegada y por eso hemos
hecho esto’” (Jos 9,24).
Surge la pregunta al leer estos pasajes: ¿Dios habría dado la orden de exterminar a los pueblos
que vivían en Palestina? En otras palabras: ¿es posible que Dios haya pedido a Josué que
cometiese un acto que hoy nos parece claramente injusto? ¿Qué “culpa” podrían tener los civiles
desarmados, los ancianos y los niños, las mujeres y los jóvenes, para ser asesinados? Además,
¿cómo justificar la conquista de una ciudad asentada durante muchos años en un lugar concreto?
¿Qué derecho tenían los israelitas de iniciar una guerra de invasión contra poblaciones que
durante siglos habían vivido en aquella región?
Son preguntas, es cierto, que nacen desde nuestro tiempo histórico, y que pueden parecen fuera
de sitio al ser aplicadas a una época muy diferente de la nuestra. Sin embargo, sabemos que el
asesinato de inocentes o que la guerra de exterminio son actos que siempre van contra la
justicia, aunque un pueblo haya llegado a un nivel de ceguera que le impida ver la malicia de
sus acciones.
Pero entonces, ¿cómo Dios permitió en el pueblo elegido una actitud y unos comportamientos
tan gravemente injustos? ¿No pudo haber revelado a los israelitas que nunca es lícito asesinar a
inocentes, ni expulsar a una población de la tierra en la que vive?
En el camino hacia la respuesta, hemos de tener presente qué es la Biblia para la Iglesia. Luego
podremos recordar los criterios de interpretación que la Iglesia usa para leer cualquier pasaje de
la Biblia, y aplicarlos al relato de la conquista de Jericó.
Preguntémonos, para empezar: ¿qué sentido tiene para los católicos la Biblia en su conjunto y
en sus distintas partes?
Como enseña el Concilio Vaticano II, la Iglesia considera que Dios ha inspirado todos los libros
recogidos en el “canon” (la lista de escritos que constituyen la Biblia). Decir que estos libros
están inspirados significa afirmar que exponen con certeza y sin ningún error lo que Dios quiere
enseñarnos para nuestra salvación, porque están escritos gracias a la acción del Espíritu Santo
(cf. Dei Verbum, n. 11).
Dios es el Autor de los distintos libros de la Biblia, y también es autor el hombre (escritor
sagrado) que redacta bajo la luz de Dios y según sus talentos y cualidades humanas (cf. Dei
Verbum, n. 11).
Encontramos, así, dos acciones en los escritos sagrados: por un lado, la acción por la que Dios
quiere comunicar su Palabra; por otro, la acción del hombre que comprende y expresa el
mensaje según su modo de pensar.
a. Primero, hay que identificar cuál es el género literario usado por el autor de cada libro. Según
dice Dei Verbum (n. 12), “para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus
escritos, hay que atender cuidadosamente tanto a las formas nativas usadas de pensar, de
hablar o de narrar vigentes en los tiempos del hagiógrafo, como a las que en aquella época
solían usarse en el trato mutuo de los hombres”.
Hace falta, por tanto, no limitarnos a la “letra” del texto escrito para evitar el peligro de caer
en el fundamentalismo. Ello nos lleva a recurrir a otros criterios de interpretación sumamente
importantes. Presentamos ahora conjuntamente dos de esos criterios:
b. La Biblia necesita leerse “con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el sentido
exacto de los textos sagrados” (Dei Verbum n. 12). En ese sentido, toda la Escritura adquiere
comprensión plena a la luz de Cristo, que es el culmen de la Revelación y centro del mensaje
que Dios quiere transmitir a los hombres.
c. Hay que leer la Escritura en su unidad, de forma que ningún pasaje sea considerado de modo
aislado, como si por sí mismo fuese suficiente para expresar el mensaje de Dios a los hombres.
Además, el Antiguo Testamento, que contiene “algunas cosas imperfectas y adaptadas a sus
tiempos” (Dei Verbum n. 15) ha de leerse e interpretarse desde la plenitud de comprensión que
recibe con el Nuevo Testamento (cf. Dei Verbum n. 16).
Volvamos a nuestro texto para iluminarlo con los dos criterios que acabamos de mencionar. El
Nuevo Testamento (el Antiguo Testamento se comprende en plenitud desde el Nuevo
Testamento, desde Cristo) ofrece dos textos que interpretan el pasaje que estamos
considerando del libro de Josué.
El primer texto se encuentra en la Carta a los Hebreos. Allí leemos lo siguiente: “Por la fe, se
derrumbaron los muros de Jericó, después de ser rodeados durante siete días. Por la fe, la
ramera Rajab no pereció con los incrédulos, por haber acogido amistosamente a los
exploradores” (Hb 11,30-31).
El segundo texto se encuentra en la Carta de Santiago: “Ya veis cómo el hombre es justificado
por las obras y no por la fe solamente. Del mismo modo Rajab, la prostituta, ¿no quedó
justificada por las obras dando hospedaje a los mensajeros y haciéndoles marchar por otro
camino?” (Sant 2,24-25).
Estos dos pasajes del Nuevo Testamento interpretan la conquista de Jericó y el privilegio dado a
Rajab en clave de fe y de obras: quien cree y se comporta de modo correcto se beneficia de la
acción salvífica de Dios. No se habla de los otros aspectos del libro de Josué (la conquista de la
ciudad, la entrega al “anatema” de hombres, mujeres, niños, animales), que quedan en la
sombra y no son vistos como relevantes respecto de la pregunta con la que debemos leer la
Biblia: ¿qué mensaje salvífico ofrece un pasaje concreto? La respuesta de estos dos textos del
Nuevo Testamento para el pasaje que estamos considerando es clara: la fe lleva a la salvación,
la falta de fe provoca la ruina de los hombres.
d. Damos un paso adelante con la ayuda de otros criterios de interpretación. Uno se refiere a la
Tradición viva de la Iglesia. Como enseña el Concilio Vaticano II, la Sagrada Escritura debe ser
leída teniendo “en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe” (Dei Verbum
n. 12, cf. nn. 8-10). Nos fijamos ahora en la Tradición.
¿Qué entendemos por “Tradición viva”? En ella se recoge la predicación que los Apóstoles
legaron a los obispos que les sucedieron, y que se convierte en una “transmisión viva, llevada a
cabo en el Espíritu Santo”, que es “distinta de la Sagrada Escritura, aunque estrechamente
ligada a ella. Por ella, la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a
todas las edades lo que es y lo que cree” (Catecismo de la Iglesia Católica n. 78, que cita Dei
Verbum n. 8). De modo especial, los Santos Padres recogen y reflejan esta Tradición viva, y nos
permiten acceder en su integridad a la Revelación de Dios (que está recogida tanto en la
Tradición como en la Escritura).
Lo que acabamos de decir explica por qué el cristianismo no es una “religión del libro”: no se
basa simplemente en un texto sagrado en el cual se encontraría todo y al cual se debería
recurrir siempre, directamente, sin intermediarios ni interpretaciones. Sobre este punto, el
Catecismo de la Iglesia católica n. 108, explica:
Desde la ayuda y la integración de otros pasajes bíblicos podemos llegar a una lectura correcta
del libro de Josué. Si, además, vemos la Tradición viva de la Iglesia y las enseñanzas constantes
de los Papas y de los obispos, aparece claramente que la Iglesia no ha defendido nunca un
“derecho de conquista” que implique la destrucción completa de un pueblo, sino que más bien
ha condenado siempre cualquier crimen de inocentes, también en tiempo de guerra, porque va
contra el quinto mandamiento, y porque nadie debería apoyarse en la Biblia para justificar
ninguna guerra de agresión ni, mucho menos, el exterminio de un pueblo.
Podemos añadir aquí que el pasaje de la conquista de Jericó, como otros pasajes bíblicos, fue
interpretado por algunos Escritores eclesiásticos y Santos Padres de un modo alegórico, como
una figura que escondía un significado más profundo. Por poner un ejemplo, Orígenes (siglos II-
III) veía en la ciudad de Jericó una imagen del mundo; en Rajab, que acogió a los exploradores,
encuentra un modelo de todos aquellos que reciben a los apóstoles por la fe y la obediencia; en
el hilo escarlata que cuelga en su casa (cf. Jos 2,18) descubre una señal de la Sangre salvadora
de Cristo (cf. Orígenes, Homilías sobre el libro de Josué, 6,4).
La ocupación de la tierra prometida se realizó, como dijimos, según modos que reflejan una
mentalidad muy lejana a la nuestra. El hecho de la matanza, de haber ocurrido, sigue un modo
de pensar en el que el derecho de conquista “permitía” tomar medidas muy fuertes sobre los
vencidos. Pero la lectura correcta del hecho, en el contexto de una intervención de Dios en la
historia, no puede prescindir de que por encima de una acción injusta, y con un pueblo todavía
necesitado de una profunda conversión, Dios estaba preparando un camino para ofrecer la
salvación a los hombres, si éstos la aceptaban con una fe como la que, en un modo imperfecto,
encontramos en Rajab.
Además, notamos que la misma narración bíblica no nos habla de un exterminio completo de los
pueblos que vivían en Palestina. Como vimos, los habitantes de Gabaón hicieron alianza con
Josué (cf. Jos 9,3-27).
Otros pueblos no fueron conquistados, y serán motivo de continuas guerras y aflicciones para los
judíos. El autor sagrado interpretó este hecho como parte de la voluntad de Dios, que habría
querido “probar” a su pueblo para ver si mantenía o no su fidelidad. Sabemos que el pueblo no
fue fiel: se unió con los pueblos vecinos y cayó en la idolatría y en numerosos males y derrotas
(cf. Jue 2,20-3,8).
Está claro que siempre será incorrecto considerar a los pueblos vecinos simplemente como
objeto de odio o de desprecio por parte de Dios. Aunque Israel tiene clara conciencia de ser un
pueblo elegido, predilecto, amado, necesita reconocer que su elección está en función del amor
que Dios tiene también a otros pueblos. Lo señala expresamente la Pontificia Comisión Bíblica
en el documento antes citado:
“La elección de Israel no implica el rechazo de las demás naciones. Al contrario, presupone que
las demás naciones pertenecen también a Dios, pues ‘la tierra le pertenece y todo lo que en ella
se encuentra’ (Dt 10,14), y Dios ‘ha dado a las naciones su patrimonio’ (32,8). Cuando Israel es
llamado por Dios ‘mi hijo primogénito’ (Ex 4,22; Jr 31,9) o ‘las primicias de su cosecha’ (Jr 2,3),
esas mismas metáforas implican que las demás naciones forman parte igualmente de la familia y
de la cosecha de Dios. Esta interpretación de la elección es típica de la Biblia en su conjunto”
(El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana, n. 33).
Es posible, además, realizar una lectura más precisa sobre este relato y sobre los diversos
pasajes del Antiguo Testamento que hablan del “anatema”. ¿En qué consiste el “anatema”? En
consagrar a Dios el botín y los despojos de los derrotados, para evitar cualquier contaminación
con las religiones presentes en Palestina. En Dt 13,13-19 la orden de destrucción completa
afecta no sólo a los extranjeros, sino a aquellas ciudades de Israel (es decir, a los mismos judíos)
que se aparten de la Alianza y den culto a otros dioses.
En realidad, ya vimos que no todos los pueblos fueron exterminados. Con el pasar del tiempo,
muchos de los pueblos hostiles dejaron de existir en Palestina. Entonces, ¿cómo entender el
anatema? Lo explica el documento que citamos antes:
“En el tiempo de la composición del Deuteronomio así como del libro de Josué, el anatema era
un postulado teórico, puesto que en Judá ya no existían poblaciones no israelitas. La
prescripción del anatema pudo ser el resultado de una proyección en el pasado de
preocupaciones posteriores. En efecto, el Deuteronomio se preocupa de reforzar la identidad
religiosa de un pueblo expuesto al peligro de los cultos extranjeros y de los matrimonios mixtos”
(El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana, n. 56).
En ese contexto, pueden darse tres interpretaciones del anatema, expresados en el mismo n. 56
del documento que acabamos de citar:
-segundo, moral: evitar al pueblo cualquier posible tentación que pueda dañar la propia
fidelidad a Dios;
-tercero, sociológico: la tentación del pasado que puede darse en el presente “de mezclar la
religión con las formas más aberrantes de recurso a la violencia” (El pueblo judío y sus escrituras
sagradas en la Biblia cristiana, n. 56).
Esa tercera interpretación del anatema, podemos decirlo con seguridad, no corresponde al
proyecto de amor de Dios. En otras palabras, Dios no quiso de ningún modo que fueran
eliminados seres inocentes en la conquista de ciudades por parte de los judíos.
Quizá para más de uno quedaría por responder una pregunta que surge al leer la Biblia: ¿por qué
no simplificar el texto sagrado? ¿No sería mejor dejar de lado un Antiguo Testamento difícil de
entender, con pasajes como el de la conquista de Jericó que resultan “escandalosos”? ¿No
lograríamos así un cristianismo más asequible al mundo moderno?
Como recordaba la Pontificia Comisión Bíblica en el texto antes citado: “Sin el Antiguo
Testamento, el Nuevo sería un libro indescifrable, una planta privada de sus raíces y destinada a
secarse” (El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana, n. 84). O, como decía
san Agustín, “en el Antiguo Testamento está velado el Nuevo, y en el Nuevo está la revelación
del Antiguo” (La catequesis de los principiantes, IV,8).
En conclusión, los pasajes difíciles de la Biblia adquieren su inteligibilidad a la luz de una lectura
realizada dentro de la fe de la Iglesia, según unos criterios de interpretación que nos dan la
llave para la comprensión de un texto que narra una historia maravillosa: la de la llamada de un
Dios que ama a los hombres; y la de la respuesta de los hombres que, en medio de las mil
peripecias de la vida, y con límites debidos a las distintas épocas de la historia, se dejan guiar y
maduran su respuesta de amor a quien tanto nos ha amado.
I. INTRODUCCIÓN
La Palabra de Dios fijada y condensada en un texto definitivo hace muchos siglos, por ser
palabra de salvación está destinada a todos los hombres de cualquier época y nación.
Problemas que tenemos que resolver en este capítulo: ¿Cómo acortar la distancia entre los siglos
remotos de la composición textual de la Escritura y nosotros? ¿Cómo hacer para que la Palabra
divina siga siendo viva, actual y salvífica? ¿Cada uno interpreta la Biblia a su manera o hay unos
principios de interpretación? ¿Qué es lo más importante en la Biblia: lo que a mí me dice o lo
que en sí dice? ¿A qué se debe el que haya tantas clases de Biblia, tantas traducciones distintas?
¿Por qué los protestantes predican algunas verdades diferentes a la Iglesia Católica, si la Biblia
es la misma para todos?
III. OBJETIVO VIVENCIAL: Leer, meditar e interpretar la Biblia con el mismo sentido de fe con el
que fue escrita y leída en la Iglesia durante todos estos siglos.
IV. TESIS: Siendo la Biblia mensaje divino en palabras humanas, su interpretación presupone en
primer lugar la fe en la Palabra de Dios, y luego el progresivo descubrimiento de su mensaje
profundo. Este progresivo descubrimiento lo realiza la Iglesia toda meditando la Palabra divina
con la asistencia del Espíritu de la Verdad, con la ayuda del Magisterio del Papa y demás obispos
que enseñan con la autoridad de Cristo, y con el apoyo de los teólogos y exegetas. La
hermenéutica bíblica tiene por objeto establecer una mediación entre el antiguo texto y el
hombre contemporáneo, recurriendo al uso de los métodos más apropiados, con el fin de hacer
el texto vivo y actual. Estos son los criterios teológicos recogidos por la encíclica
“Providentissimus Deus” (1893) del papa León XIII: hay que interpretar la Biblia con la luz y la
gracia del mismo Espíritu Santo que la ha inspirado; conformidad de la exégesis con la
interpretación que la Iglesia ha hecho y hace de la Escritura; la exégesis no debe estar en contra
del consenso unánime de los Padres de la Iglesia; y debe tener en cuenta la analogía de la fe.
También admite criterios histórico-críticos: recomienda el estudio de las lenguas orientales y la
ciencia crítica textual o literaria; admite, aunque todavía tímidamente, la crítica histórica.
V. EXPLICACIÓN DE LA TESIS:
1. Definición de términos
b) Hermeneútica: es una parte de la ciencia bíblica que tiene por objeto establecer una
mediación entre el antiguo texto y el hombre contemporáneo, recurriendo al uso de los métodos
más apropiados, con el fin de hacer el texto vivo y actual.
d) Crítica: es el estudio racional de los textos, cualesquiera sean, para determinar su sentido,
las intenciones del autor, el tiempo y circunstancias en que fue escrito, el género literario y la
forma estilística. Este estudio crítico se impone también en la interpretación de la Biblia, por
estar escrita en lenguaje humano.
a) Sentido literal: no significa interpretar al pie de la letra el texto, sino tratar de buscar el
sentido que le dio el autor mismo de ese texto, teniendo en cuenta la intención del autor, el
auditorio a quien se dirigía, la situación de su tiempo y el género literario empleado. Este
sentido literal requiere del uso de la crítica en sus dos vertientes: literaria e histórica.
Primero, crítica literaria: analiza el género literario en que está escrito ese libro de la
Biblia.
Segundo, la crítica histórica: descubre la historia literaria del libro o pasaje bíblico en
cuestión, ubicando la época y cultura en que se escribió y así conocer la intención teológica del
autor.
b) Sentido espiritual: supera el conocimiento del autor humano, aunque se apoya en sus
escritos. Se desprende no de las palabras sino de las realidades que se ocultan bajo esas
palabras. Este sentido espiritual se divide a su vez en: sentido pleno y sentido típico.
Sentido pleno: significa ver ese texto a la luz de la totalidad de la Escritura, a la luz de la
Tradición y echando mano de la analogía de la fe. Es un sentido más profundo que el sentido
literal.
1. A la luz de la totalidad de la Escritura significa que ese texto analizado hay que entenderlo
en conexión con otros textos de la Sagrada Escritura que lo explicitan o lo profundizan.
2. A la luz de la tradición significa que no se puede analizar un texto sin tener en cuenta la
interpretación de la Tradición viva de la Iglesia, que viene analizando esos textos desde los
orígenes. Esta Tradición viva está reflejada, sobre todo, en la doctrina de los Santos Padres de
Oriente y Occidente, y en la liturgia 16.
3. La analogía de la fe significa la conexión que tienen las verdades de la fe entre sí. Pongamos
un ejemplo:
Isaías 7, 14: “Pues bien, el Señor mismo va a darnos una señal: He aquí que una doncella está
en cinta. Y va a dar a luz un hijo. Y le pondrá por nombre Emmanuel”.
Mateo 1, 22-23: “Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del
profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel”.
Sentido típico: es leer toda la Biblia en referencia a Cristo, en quien la Escritura tuvo su
plenitud. Cristo es el nuevo Adán, el nuevo Abel, el nuevo José, el nuevo Moisés, el Siervo
doliente de Isaías, el nuevo Jonás, etc. Cristo viene a ser el modelo y la figura de cuanto está
contenido en la Escritura.
a) Lectura en el espíritu. Hay que leer la Biblia con el mismo Espíritu con que ha sido escrita.
Debe ser una lectura espiritual, centrada en Cristo. Debe ser una lectura interiorizada que va
transformando interiormente a quien lee la Biblia.
Otros principios a tener en cuenta, y que están implícitos en los ya mencionados anteriormente:
a) El contexto del fragmento: Hay que tener el cuenta el contexto para interpretar
correctamente un texto bíblico. Para ello haremos cuatro círculos concéntricos:
“Y cuando se quedó solo, los que le acompañaban junto con los doce le preguntaron por el
significado de las parábolas. Y les decía: A vosotros se os ha trasmitido el misterio del
Reino de Dios; en cambio, a los que están fuera todo se les anuncia en parábola, de modo
que los que miran miren y no vean, y los que oyen oigan pero no entiendan, no sea que se
conviertan y se les perdone”.
Primer círculo:
- Versículos anteriores: Mc 4, 1-9: Parábola del sembrador. -Versículos posteriores: Mc 4, 13-20:
explicación de la parábola
b) El estilo del libro: es decir, el género literario o formas de expresión de las que se sirve el
autor para expresar su pensamiento.
P.e. Lc 14, 26: “Si alguno viene en pos de mí y no odia a su padre y a su madre y a la esposa y a
los hijos y a los hermanos y a las hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo”.
¿Cuál es el sentido literal? Quiere decir simplemente que en el orden de los valores, Jesús ocupa
el primer lugar, aún frente a los padres.
¿Cuál es el sentido espiritual? Amarás al Señor tu Dios con todo tu ser. Todo lo humano queda en
segundo término, tratándose de Dios.
P.e. Mt 18, 6: “Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría
que le colgasen al cuello una piedra de molino, de las mueve el asno, y lo arrojen al fondo del
mar”.
¿Cuál es el sentido literal? Máxima severidad para los que corrompen a la niñez y juventud, en
doctrina o conducta. Escándalo es literalmente todo lo que hace tropezar a los que creen,
matando su fe o deformándola.
¿Cuál es el sentido espiritual? Poner todos los medios para evitar el escándalo, especialmente
con los niños, porque grave es el escándalo dado por aquellos que tienen responsabilidad en la
formación de otros.
P.e. Mt 18, 8-9: “Si tu mano o pie te escandaliza, córtalo y arrójalo lejos de ti. Más vale entrar
en la vida manco o cojo, que ser arrojado al fuego eterno con las dos manos o los dos pies”.
¿Cuál es el sentido literal? Debemos renunciar a todo, para evitar la ocasión de pecado. San
Pablo enseña a dejar aún lo lícito, cuando puede escandalizar a un ignorante (cf. 1 Cor 8, 9ss).
¿Cuál es el sentido espiritual? Obrar siempre correctamente para que nuestro ejemplo acerque y
no aleje a otros de Dios, de Cristo, de la Iglesia.
Hay otros muchos textos bíblicos para sacar el sentido, por ejemplo:
Interpretar en su sentido literal y en su sentido espiritual este texto de san Mateo 18, 9: “Si tu
ojo te escandaliza, córtatelo”.
O este texto de Mateo 19, 12: “Hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, los hay
que fueron hechos eunucos por los hombres y los hay que a sí mismos se hicieron tales por el
reino de Dios. ¡El que se sea capaz de hacer esto que lo haga!”.
O el siguiente: Mateo 5, 39-41: “Pero yo os digo que no hagáis frente al que os ataca. Al
contrario, al que te abofetee en la mejilla derecha, preséntale también la otra; al que te
quiera llevar a juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; al que te obligue a ir
con él un kilómetro, vete con él dos”.
Hay un texto difícil: Mateo 5, 32: “Pero yo os digo que todo el que se separe de su mujer,
excepto en caso de concubinato, la expone a cometer adulterio, y el que se casa con una mujer
divorciada comete adulterio”. Cristo afirma la indisolubilidad del matrimonio. El inciso
aparentemente exceptivo del v. 32, que sólo consigna Mateo, delo que se deduce que responde
a la situación peculiar de la iglesia a la que se dirige Mateo, compuesta de cristianos venidos del
judaísmo y de la gentilidad, se refiere a matrimonios nulos por haber sido contraídos en grados
de parentesco prohibidos por la ley (cf. Lev 18) y que los judíos habían permitido a sus
prosélitos. Es el significado de “porneia” en la literatura rabínica.
También se podría reflexionar este texto de Pío XII: “Así como Cristo se hizo semejante al
hombre, menos en el pecado, así las palabras de Dios expresadas en lenguaje humano, se han
hecho en todo semejantes al modo de hablar humano, menos en el error” (Pío XII, en su encíclia
“Divino Afflante Spiritu”).
Estos principios no son fórmulas mágicas para abrir la combinación de una caja complicada. Son
pistas de apoyo para entresacar el mensaje de Dios en la Biblia. Lo más importante es la fe: creo
que Dios es el autor de la Escritura; creo que el Espíritu Santo ha inspirado a los autores
sagrados; creo que el Espíritu Santo asiste al Magisterio para la auténtica interpretación de la
Sagrada Escritura, creo que la Tradición contribuye a la recta interpretación de la Escritura,
creo que los fieles cristianos, con su vida guiada por la fe, constituyen también la tradición viva.
Sin fe, no se entenderá nunca la Biblia en toda su profundidad.
4. La Biblia y la Iglesia
Dios no entregó su Palabra al individuo, sino a una comunidad, a su Pueblo; y ese Pueblo, hoy,
no es otro que la Iglesia.
Por otra parte, Dios tiene que querer de manera eficaz que su Verdad llegue íntegra a los
hombres. Para llevar a cabo esto, ha confiado a su Iglesia la misión de transmitir su Palabra
salvadora a todos los hombres, a fin de que participen de la vida divina.
De esta misión o deber sagrado, nace el derecho que la Iglesia tiene de proclamar la divina
Palabra. Ella, la Iglesia, es la depositaria y la guardiana del tesoro sagrado de la Revelación y la
única intérprete auténtica de la Biblia, siendo infalible en sus interpretaciones doctrinales sobre
las cuestiones concernientes a la fe y a las costumbres. A este ejercicio divino y permanente de
la enseñanza de la Iglesia se le llama “magisterio vivo”.
Según esto, debe afirmarse que fuera de la Iglesia no se puede alcanzar el pleno conocimiento
de la Palabra de Dios.
Esta tradición, que deriva de los apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu
Santo: puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya
por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón, ya por la
percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que
con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad. Es decir, la Iglesia, en
el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en
ella se cumplan las palabras de Dios.
Es vana, por tanto, la tentativa de enfrentar a la Iglesia con la Biblia. La Biblia sólo se
comprende rectamente dentro de la Iglesia, pues –conviene repetirlo- Dios no entregó su Palabra
al individuo, sino a la comunidad, y es natural que esta comunidad –la Iglesia, fundada por
Jesucristo sobre san Pedro y asistida por el Espíritu Santo- sea la única llamada a interpretarla.
¿Por qué los protestantes predican algunas verdades diferentes a la Iglesia católica, si la Biblia
es la misma para todos?
Los protestantes tienen la Biblia como única fuente de Revelación, y además, interpretada por
cada uno a su manera. No aceptan ni la Tradición ni el Magisterio de la Iglesia.
b) Es más, este principio protestante está en abierta oposición al deseo de Cristo que quiso
la unidad de la Iglesia (cf. Jn 17, 20-21; Ef 4, 4-6). Mientras la Iglesia católica es una, desde su
principio hasta hoy, las sectas protestantes se multiplican cada día y dividen el cuerpo de Cristo.
Hoy hay más de 2.000 sectas en el mundo, todas ramas del protestantismo. O existen mil
verdades, lo que es absurdo, o son falsos los principios en que se fundamentan las sectas
protestantes.
c) Hay más: ese principio protestante es imposible. Antes de inventarse la imprenta, pocos
podían leer los manuscritos bíblicos y la mayoría no sabía leer. Si Jesús hubiera puesto la Biblia
como única salvación, no todos hubieran podido salvarse. Aún hoy existen muchos pobres que no
pueden leer y no pueden entender la Biblia. ¿No se salvarían, por no haber sabido leer la Biblia?
d) Es también incompleto. La Escritura y la Tradición son dos fuentes donde está contenida la
Palabra de Dios, como ya hemos explicado anteriormente. No son dos fuentes separadas, sino
unidas. Así lo afirma el concilio Vaticano II en la constitución Dei Verbum, sobre la divina
revelación, en los números 9 y 10.
e) Además, inseguro: ¿Cómo saben los protestantes que la Biblia es Palabra de Dios y que las
verdades de la Biblia son inspiradas y divinas? Ellos contestan: “porque lo dice la misma Biblia”.
Pero esto es absurdo. ¡También los apócrifos dicen que son verdaderos y se firman con nombres
de apóstoles...y no es verdad! Yo también puedo escribir un libro y allí decir que soy inspirado
por Dios. Tiene que haber una autoridad, fuera de la Biblia, que garantice que la Biblia es
Palabra de Dios. Todo escrito, ley o código, requiere de un tribunal que lo interprete y resuelva
las dudas. ¿En qué país se deja a cada uno que interprete la ley a su gusto personal?
f) Y, por si fuera poco, contradictorio. Los protestantes dicen: “Nosotros tenemos los pastores
que nos explican la Biblia”. Por una parte, creen que la Biblia es la única regla de fe; y, por
otra, admiten la enseñanza de sus pastores. Rehúsan el Magisterio de la Iglesia, que tiene la
inspiración del Espíritu Santo e inclinan la cabeza a personas que no tienen ninguna autoridad y
que se contradicen unos a otros.
a) La autoridad del Papa: Dicen que Jesús no constituyó a Pedro cabeza visible de la Iglesia,
que en la Iglesia no hay otra cabeza más que Cristo, que la autoridad que Cristo dio a Pedro no
se pasa a otros, porque no está escrito en la Biblia. Se apoyan en estos textos: a) Ef. 5, 23; b) 1
Cor 3, 11; c) Gal 2, 11. Nosotros les contestamos: a) Cristo sigue siendo cabeza de la Iglesia,
pero el Papa es cabeza visible de Cristo aquí en la tierra. b) Cristo es el fundamento de la Iglesia
como piedra angular; pero este fundamento se continúa en la historia, en los apóstoles.
Nuestros textos fundamentales son: Mateo 16, 16-19; Jn 21, 15-17; Lc 22, 31-33.
b) El sacerdocio cristiano: Dicen que Jesucristo no dio a los apóstoles poder ordenar
sacerdotes, que todo el que cree en Jesús es verdadero sacerdote y puede predicar su evangelio
sin necesidad de la ordenación. Se apoyan en estos textos: a) 1 Pe 2, 9; b) Mt 23, 9-10. Nosotros
les contestamos: a) Por el bautismo todo cristiano participa del sacerdocio común de todos los
fieles, pero Jesús instituye en la Última Cena el sacerdocio ministerial: b) Las palabras de Jesús
no van entendidas literalmente. De hecho Pablo se hace llamar “padre” varias veces y a llama a
los cristianos “hijos”. Nuestros textos fundamentales son: Hechos 20, 28; 13, 2-4; 1 Tim 4, 14; 5,
22; 2 Tim 1, 6; Tito 1, 5; Heb 5, 1-4; Rm 10, 14-15; 1 Cor 4, 1; 1 Cor 3, 9; Sant 5, 14; Jn 20, 23 Y
sobre todo, Lc 22, 19 y 1 Co 11, 23.
c) Bautismo de los niños: Dicen que no vale bautizar a los niños, porque el bautismo exige la fe
en Cristo y los niños no pueden tener fe, porque no entienden; que Jesús se bautizó cuando
tenía 30 años; que en la Biblia no consta que se haya dado el bautismo a los niños. Se apoyan en
estos textos: a) Rom 5, 1; b) Mc 1, 9. Nosotros les contestamos: a) Jesús ordena a sus discípulos
de bautizar a todos, no prohíbe bautizar a los niños; b) El bautismo cristiano no está relacionado
con el bautismo de Jesús en el Jordán, que fue un acto externo de purificación y penitencia. El
cristiano es bautizado y salvado en la muerte y resurrección de Jesús. Es una nueva vida que nos
hace hijos de Dios, ¿cómo no recibirlo desde el nacimiento? c) Pedro bautiza a toda la familia de
Cornelio (Hech 10, 44-48), sin duda también habría niños.
d) La confesión: Dicen que sólo Dios puede perdonar los pecados. Se apoyan en estos textos: a)
1 Jn 1, 7: ya hemos sido perdonados por la sangre de Cristo; b) Sant 5, 6: confesarse entre los
hermanos. Nosotros les contestamos: a) Mt 18, 18: Jesús entrega a los apóstoles el poder de atar
y desatar; b) Jn 20, 19-23: Jesús explicita aquí el poder de perdonar en su nombre; c) 2 Cor 5,
18; d) Hech 19, 18: los cristianos que habían pecado de magia fueron arrepentidos y lo
confesaron a los apóstoles.
e) La Eucaristía: Dicen que Jesucristo no está presente realmente en la Eucaristía. Hay que
entender todo en sentido figurado y simbólico. La Cena es sólo un recuerdo. El sacrificio de
Jesús en la cruz es perfecto, no es necesario perpetuarlo. Nosotros les contestamos: a) Jn 6, 48-
63: Jesús promete la Eucaristía con palabras claras y fuertes, tanto que los judíos que
escuchaban se escandalizaron; b) Mt 26, 26-28: “Esto es mi cuerpo...Esta es mi sangre”; c) Lc
22, 19: “Haced esto en memoria mía”; d) 1 Cor 11, 23-29; e) Hech 2, 42. Jesús, cuando se le
fueron muchos, no rebajó nada su doctrina sobre el Pan de vida.
h) La Virgen María: los protestantes creen que María es la Madre de Dios; pero no aceptan su
virginidad. Dicen que no hay que dar culto a la Virgen; que la Virgen tuvo más hermanos. Se
apoyan en estos textos: Lc 2, 7; Mt, 13, 55. Nosotros les contestamos: Mt 1, 16; Gal 4, 4; Lc 1,
26-35: María es virgen antes del parte, en el parto y después del parto. Acerca de los hermanos
de Jesús hay que decir que “hermano” significa pariente próximo: sobrino, primo, tío, etc.
Además a la Virgen no le damos el culto de adoración (sólo a Dios), sino el culto de especial
veneración por ser la Madre de Dios.
i) La veneración de los santos: Dicen que sólo tenemos un mediador, Cristo. Acudir a los santos
es sacrilegio. Además están gozando en el cielo, nada saben de nosotros. Se apoyan en 1 Tim 2,
5. Nosotros les contestamos: a) 1 Tim 2, 5: aquí mediador significa redentor. Cristo sí es el único
redentor. Los santos no son redentores, sino intercesores ante Dios. Otros textos: 1 Re 18, 3-7; 2
Re 2, 15; Nm 21, 7; Job 42, 8; Apoc 5, 8.
j) El culto de las imágenes: Dicen que la Biblia prohíbe terminantemente hacerse imágenes,
porque es un culto idolátrico (Ex 20, 4); que Dios no puede ser representado con estatuas de
material humano (Hech 17, 29). Nosotros les contestamos: Lo que Dios prohíbe es adorar a las
imágenes como si ellas en sí mismas tuvieran el poder de salvar; el mismo Dios manda construir
estatuas e imágenes como signo de su presencia en medio del pueblo (Ex 25, 12-22; Nm 21, 8);
Josué venera el arca de madera, postrado (Jos 7, 6). Las imágenes son un signo externo
necesario para ayudarnos a ponernos en relación con Dios-Espíritu. Otros textos: Ex 7, 10; 2 Re
2, 14; 13, 21; Mt 9, 20; 14, 26; Hech 5, 15-16; 19, 12: el Señor se sirve de “reliquias” o cosas
que pertenecieron a personas santas, para obrar sus maravillas: la vara de Moisés; el manto de
Elías; los huesos de Eliseo; el vestido de Jesús; la sombra de Pedro; los sudarios de san Pablo,
etc. “De manera que por medio de las imágenes, ante las cuales nos arrodillamos y oramos,
adoramos a Cristo verdadero y veneramos a los santos, cuya semejanza tienen” (Concilio de
Trento).
k) El purgatorio y los sufragios por los difuntos: Dicen que no existe el purgatorio y no sirven
nuestras oraciones por los difuntos. La Iglesia, apoyándose en 2 Mac 12, 46, cree que mediante
nuestros sacrificios, oraciones y buenas obras podemos ayudar a los difuntos que murieron en
gracia de Dios y se están purificando antes de llegar a la Gloria. Por el hecho de que la Biblia no
contenga la palabra “purgatorio” no se puede concluir que el purgatorio no exista. Tampoco la
Biblia presenta la palabra Trinidad y existe el dogma de la Santísima Trinidad, reconocido por
los hermanos protestantes.
VI. CONCLUSIÓN
Concluyo con el número 12 de la constitución Dei Verbum: “Dios habla en la Escritura por medio
de hombres y en lenguaje humano, por lo tanto, el intérprete de la Escritura, para conocer lo
que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y lo
que Dios quería dar a conocer con dichas palabras. Para descubrir la intención del autor, hay
que tener en cuenta, entre otras cosas “los géneros literarios”. Pues la verdad se presenta y se
enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o
en otros géneros literarios. El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir,
según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios propios de la época. Para
comprender exactamente lo que el autor propone en sus escritos, hay que tener muy en cuenta
el modo de pensar, de expresarse, de narrar que se usaba en tiempo del escritor, y también las
expresiones que entonces se usaban en la conversación ordinaria.
La Escritura se ha de leer con el mismo Espíritu con que fue escrita: por tanto, para descubrir
el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener muy en cuenta el contenido y la unidad
de toda la Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogía de la fe. A los exegetas
toca aplicar estas normas en su trabajo para ir penetrando y exponiendo el sentido de la
Sagrada Escritura, de modo que con dicho estudio pueda madurar el juicio de la Iglesia. Todo lo
dicho sobre la interpretación de la Escritura queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia,
que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la Palabra de Dios”.
Recomiendo también leer del Catecismo de la Iglesia católica los números 109- 119.
VII. ORACIÓN: Señor, dame la humildad suficiente para creer en tu Palabra, en la Tradición
viva de la Iglesia y en el Magisterio de la Iglesia, a quien tú encomendaste la interpretación
auténtica de tu Palabra de salvación. Amén
Cuando se trata de interpretar la Biblia, la Iglesia, depositaria de la misma, nos da unos criterios
o principios teológicos que deberán guiar una interpretación correcta, y que hemos visto ya en
esta lección. Se requiere además de estos principios teológicos, de un método científico de
interpretación.
La exégesis católica de por sí no excluye ningún método, pero el método que se adopte habrá de
cotejarse con los principios teológicos y ver si hay compatibilidad con ellos.
Los Santos Padres utilizaron los métodos filológico y alegórico. Hoy se utilizan los métodos
diacrónico (aquellos que estudian el texto sagrado en su proceso de formación) y sincrónicos
(aquellos que estudian el texto sagrado en cuanto tal).
b) La crítica literaria: A su vez, echa mano de las fuentes literarias que analizan los textos
bíblicos para detectar y reconstruir eventuales fuentes utilizadas en la formación de la sagrada
Escritura, evidenciando las acentuaciones teológicas y el ambiente vital. También echa mano de
los géneros literarios, ya explicados anteriormente.
c) La crítica de las tradiciones: trata de detectar la prehistoria oral de tales textos, buscando
descubrir las modificaciones que los textos, originalmente en circulación bajo forma de
perícopas aisladas, han sufrido en el curso de la transmisión oral. Igualmente, pretende
descubrir el grupo transmisor responsable de eventuales reelaboraciones ya en el estadio de la
tradición oral.
a) El análisis retórico: se limita a analizar los discursos que se encuentran en la Biblia. Esos
discursos son analizados según las partes del discurso en la retórica clásica: exordio, narración,
demostración, refutación y epílogo.
b) El análisis narrativo: estudia únicamente los textos narrativos de la Biblia, que son la
mayoría. La narración consta de estos elementos: protagonista, antagonista y los comparsas;
acción, nudo y desenlace; circunstancias del relato: lugar, tiempo y orden de la acción.
Tratándose de un relato bíblico, que es historia de salvación hay que dar el salto al mensaje que
se esconde detrás de esa narración.
c) El análisis semiótico: parte de dos presupuestos: (i) leer e interpretar un texto es descubrir y
establecer las varias relaciones existentes entre los elementos del mismo texto; (ii) las
relaciones fundamentales de cualquier texto son la oposición o la equivalencia. La oposición se
aprecia sobre todo en los términos antitéticos: muerte-vida, frío-calor, luz-oscuridad.
Enfermarse-curarse, viejo-nuevo, unir-separar, etc. La equivalencia se descubre principalmente
en los sinónimos: querer-amar; soplar-alentar, templo-santuario, etc.
Termino esta parte diciendo, una vez más, esto: Todos los métodos son buenos y aprovechables
si respetan la letra y el espíritu del texto de la Sagrada Escritura. Cada método aporta su
contribución específica a la comprensión de la Biblia y todos ellos llevan a una creciente
maduración de la fe de los creyentes.
Actualizar la Escritura es hacerla presente, viva y eficaz en la vida diaria de los hombres y en las
situaciones simples o complejas de las sociedades humanas. En el último capítulo de la Dei
Verbum existen textos que hacen referencia a esta actualización: “Y en las Palabras de los
Apóstoles y de los Profetas hace resonar la voz del Espíritu Santo...En los Libros sagrados, el
Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con
ellos” (n. 21). El uso del presente (“hace resonar, sale amorosamente”) muestra que la Palabra
de Dios es viva en el hoy de la historia y posee carga actualizante de gran magnitud. La misma
Constitución del Vaticano II nos brinda la finalidad de la actualización: “De modo que se
multipliquen los ministros de la Palabra capaces de ofrecer al pueblo de Dios el alimento de la
Escritura, que alumbre el entendimiento, confirme la voluntad, encienda el corazón en amor a
Dios” (Dei Verbum, n. 26).
a) Oración: ese diálogo con Dios por el que escuchamos al Dios revelador, somos interpelados
por Él y a quien damos una respuesta.
b) Lectura frecuente y asidua: esta lectura nos permitirá irnos familiarizándonos con la Biblia,
y de esta manera establecer la analogía (semejanza) entre el texto y la vida, entre la Palabra de
Dios y la situación del hombre.
a) Actualización teológica: es la llevada a cabo por un teólogo, que busca en la Biblia las raíces
desde y a través de las cuales llega a la teología la savia vital de la Palabra de Dios.
e) “Lectio divina”: es una lectura, individual o comunitaria, de un texto, más o menos largo,
de la Escritura como Palabra de Dios, con el fin de desentrañar su mensaje salvífico para uno
mismo o para la comunidad en la situación real y actual. Sigue cinco pasos:
Con todo lo dicho hasta ahora, ya estamos bien preparados para entrar al templo del Antiguo y
del Nuevo Testamento, a fin de que la Palabra de Dios sea alimento que nutra nuestra vida, luz
que guíe siempre nuestros pasos hacia la vida eterna, mensaje de salvación que llevemos
generosamente a todos los hombres.
¿Es importante rezar a los santos? ¿Debemos venerarlos? ¿Por qué son santos?
Todos fuimos creados por Dios para ser santos.
Dios quiere que todos se salven (1Tm 2,4), pero para salvarse es necesario renunciar al pecado y
seguir a Cristo con fe.
Los primeros santos venerados fueron los discípulos de Jesús y los mártires (los que murieron por
Cristo). Más tarde también se incluyó a los confesores (se les llama así porque con su vida
"confesaron" su fe), las vírgenes y otros cristianos que demostraron amor y fidelidad a Cristo y a
su Iglesia y vivieron con virtud heroica.
Con el tiempo creció el número de los reconocidos como santos y se dieron abusos y
exageraciones, por lo que la Iglesia instituyó un proceso para estudiar cuidadosamente la
santidad. Este proceso, que culmina con la "canonización", es guiado por el Espíritu Santo según
la promesa de Jesucristo a la Iglesia de guiarla siempre (Cf. Jn 14:26, Mt 16:18). Podemos estar
seguros que quien es canonizado es verdaderamente santo.
La Iglesia no puede contar la cantidad de santos en el cielo ya son innumerables y por eso
celebra la Fiesta de todos los Santos. Solo se consideran para canonización unos pocos que han
vivido la santidad en grado heroico. La canonización es para el bien de nosotros en la tierra y en
nada beneficia a los santos que ya gozan de la visión beatífica (ven a Dios cara a cara). Los
santos en el cielo son nuestros hermanos mayores que nos ayudan con su ejemplo e intercesión
hasta llegar a reunirnos con ellos.
La devoción a los santos es una expresión de la doctrina de la Comunión de los Santos que
enseña que la muerte no rompe los lazos que unen a los cristianos en Cristo. Los Protestantes
rechazaron la devoción a los santos por no comprender la doctrina de la comunión de los santos.
El Concilio de Trento (1545-63) reafirmó la doctrina católica.
Los santos interceden por nosotros. En virtud de que están en Cristo y gozan de sus bienes
espirituales, los santos pueden interceder por nosotros. La intercesión nunca reemplaza la
oración directa a Dios, quien puede conceder nuestros ruegos sin la mediación de los santos.
Pero, como Padre, se complace en que sus hijos se ayuden y así participen de su amor. Dios ha
querido constituirnos una gran familia, cada miembro haciendo el bien a su prójimo. Los bienes
proceden de Dios pero los santos los comparten.
Los santos son modelos. Debemos imitar la virtud heroica de los santos. Ellos nos enseñan a
interpretar el Evangelio evitando así acomodarlo a nuestra mediocridad y a las desviaciones de
la cultura. Por ejemplo, al ver cómo los santos aman la Eucaristía, a la Virgen y a los pobres,
podemos entender hasta donde puede llegar el amor en un corazón que se abre a la gracia. Al
venerar a los santos damos gloria a Dios de quien proceden todas las gracias.
Sin duda hay quienes se desvían de una sana devoción y hasta existen personajes que son
venerados popularmente al margen de la Iglesia y no son sino. Estos errores no justifican que se
descuide la auténtica devoción sino mas bien resalta la importancia de la catequesis.
Santos patronos
Un santo puede ser declarado patrono de un país, diócesis o institución religiosa. También hay
santos patronos de diferentes gremios y causas. Además, todos podemos elegir un santo patrono
de nuestra devoción como modelo e intercesor.
La santidad consiste en la participación más íntima en la vida de Dios. Todos estamos llamados a
la santidad: "vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre
celestial", (Mt 5,48). Algunos cristianos han reflejado con mayor heroísmo y
coherencia cómo se puede vivir en perfecta sintonía con el Dios de la vida.
No son superfluos los santos, pues nos ayudan a ver en la práctica cómo es
posible dejarse poseer por el Espíritu Santo y vivir según las
Bienaventuranzas.
La pregunta que Jesús nos hace: ¿Quién decís que soy yo?
Veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a aquel hombre
Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un grupo de amigos (Evangelio de San
Marcos 8, 27). Y la historia no ha terminado aún de responderla. El que preguntaba era
simplemente un aldeano que hablaba a un grupo de pescadores. Nada hacía sospechar que se
tratara de alguien importante. Vestía pobremente. Él y los que le rodeaban eran gente sin
cultura, sin lo que el mundo llama "cultura". No poseían títulos ni apoyos. No tenían dinero ni
posibilidades de adquirirlo. No contaban con armas ni con poder alguno. Eran todos ellos
jóvenes, poco más que unos muchachos, y dos de ellos -uno precisamente el que hacía la
pregunta- morirían antes de dos años con las más violentas de las muertes. Todos los demás
acabarían, no mucho después, en la cruz o bajo la espada. Eran, ya desde el principio y lo serían
siempre, odiados por los poderosos. Pero tampoco los pobres terminaban de entender lo que
aquel hombre y sus doce amigos predicaban. Era, efectivamente, un incomprendido.
Los violentos le encontraban débil y manso. Los custodios del orden le juzgaban, en cambio,
violento y peligroso. Los cultos le despreciaban y le temían. Los poderosos se reían de su locura.
Había dedicado toda su vida a Dios, pero los ministros oficiales de la religión de su pueblo le
veían como un blasfemo y un enemigo del cielo. Eran ciertamente muchos los que le seguían por
los caminos cuando predicaba, pero a la mayor parte les interesaban más los gestos asombrosos
que hacía o el pan que les repartía que todas las palabras que salían de sus labios. De hecho
todos le abandonaron cuando sobre su cabeza rugió la tormenta de la persecución de los
poderosos y sólo su madre y tres o cuatro amigos más le acompañaron en su agonía.
La tarde de aquel viernes, cuando la losa de un sepulcro prestado se cerró sobre su cuerpo,
nadie habría dado un céntimo por su memoria, nadie habría podido sospechar que su recuerdo
perduraría en algún sitio, fuera del corazón de aquella pobre mujer -su madre- que
probablemente se hundiría en el silencio del olvido, de la noche y de la soledad.
Y... sin embargo, veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a aquel hombre. Los
historiadores -aún los más opuestos a él- siguen diciendo que tal hecho o tal batalla ocurrió
tantos o cuantos años antes o después de él. Media humanidad, cuando se pregunta por sus
creencias, sigue usando su nombre para denominarse. Dos mil años después de su vida y muerte,
se siguen escribiendo cada año más de mil volúmenes sobre su persona y doctrina. Su historia ha
servido como inspiración para, al menos, la mitad de todo el arte que ha producido el mundo
desde que él vino a la tierra. Y, cada año, decenas de miles de hombres y mujeres dejan todo
-sus familias, sus costumbres, tal vez hasta su patria- para seguirle enteramente, como aquellos
doce primeros amigos.
¿Quién, quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos
han amado hasta la locura y en cuyo nombre se han hecho también -¡ay!-
tantas violencias? Desde hace dos mil años, su nombre ha estado en boca de
millones de agonizantes, como una esperanza, y de millares de mártires,
como un orgullo. ¡Cuántos han sido encarcelados y atormentados, cuántos
han muerto sólo por proclamarse seguidores suyos! Y también -¡ay!-
¡cuantos han sido obligados a creer en él con riesgo de sus vidas, cuantos
tiranos han levantado su nombre como una bandera para justificar sus
intereses o sus dogmas personales! Su doctrina, paradójicamente, inflamó
el corazón de los santos y las hogueras de la Inquisición. Discípulos suyos se
han llamado los misioneros que cruzaron el mundo sólo para anunciar su
nombre y discípulos suyos nos atrevemos a llamarnos quienes -¡por fin!-
hemos sabido compaginar su amor con el dinero.
La pregunta que Jesús
nos hace: ¿Quién decís¿Quién es, pues, este personaje que parece llamar a la entrega total o al
que soy yo?
odio frontal, este personaje que cruza de medio a medio la historia como
una espada ardiente y cuyo nombre -o cuya falsificación- produce frutos tan opuestos de amor o
de sangre, de locura magnífica o de vulgaridad? ¿Quién es y qué hemos hecho de él, cómo hemos
usado o traicionado su voz, qué jugo misterioso o maldito hemos sacado de sus palabras? ¿Es
fuego o es opio? ¿Es bálsamo que cura, espada que hiere o morfina que adormila? ¿Quién es?
¿Quién es? Pienso que el hombre que no ha respondido a esta pregunta puede estar seguro de
que aún no ha comenzado a vivir. Gandhi escribió una vez: "Yo digo a los hindúes que su vida
será imperfecta si no estudian respetuosamente la vida de Jesús". ¿Y qué pensar entonces de los
cristianos -¿cuántos, Dios mío?- que todo 1o desconocen de él, que dicen amarle, pero jamás le
han conocido personalmente?
Y es una pregunta que urge contestar porque, si él es lo que dijo de sí mismo, si él es lo que
dicen de él sus discípulos, ser hombre es algo muy distinto de lo que nos imaginamos, mucho
más importante de lo que creemos. Porque si Dios ha sido hombre, se ha hecho hombre, gira
toda la condición humana. Si, en cambio, él hubiera sido un embaucador o un loco, media
humanidad estaría perdiendo la mitad de sus vidas.
Conocerle no es una curiosidad. Es mucho más que un fenómeno de la cultura. Es algo que pone
en juego nuestra existencia. Porque con Jesús no ocurre como con otros personajes de la
historia. Que César pasara el Rubicón o no lo pasara, es un hecho que puede ser verdad o
mentira, pero que en nada cambia el sentido de mi vida. Que Carlos V fuera emperador de
Alemania o de Rusia, nada tiene que ver con mi salvación como hombre. Que Napoleón muriera
derrotado en Elba o que llegara siendo emperador al final de sus días no moverá hoy a un solo
ser humano a dejar su casa, su comodidad y su amor y marcharse a hablar de él a una aldehuela
del corazón de África.
Pero Jesús no, Jesús exige respuestas absolutas. Él asegura que, creyendo en él, el hombre salva
su vida e, ignorándole, la pierde. Este hombre se presenta como el camino, la verdad y la vida
(Juan 14, 6). Por tanto -si esto es verdad- nuestro camino, nuestra vida, cambian según sea
nuestra respuesta a la pregunta sobre su persona. ¿Y cómo responder sin conocerle, sin haberse
acercado a su historia, sin contemplar los entresijos de su alma, sin haber leído y releído sus
palabras?
Cuentan los antiguos que cuando Santo Domingo de Guzmán empezaba a desanimarse al ver que
en los sitios donde predicaba la gente no se convertía y la herejía no se alejaba, le pidió a
Nuestra Señora le iluminara algún remedio para conseguir la salvación de aquellas personas y
que Ella le dijo en una visión: "Estos terrenos no producirán frutos de conversión sino reciben
abundante lluvia de oración".
Desde entonces el santo se dedicó a hacer rezar a las gentes el Padre Nuestro y el Ave María y a
recomendarles que pensaran en los misterios de la Vida, Pasión y Muerte de Jesús. Muy pronto
las conversiones fueron muy numerosas y las gentes de aquellas regiones volvieron a la
verdadera religión.
Hoy por hoy, después de la Santa Misa, el Rosario es quizás la devoción más practicada por los
fieles. Los enemigos de la religión católica (protestantes, etc.) han dicho y siguen diciendo
horrores contra el Santo Rosario pero los católicos han experimentado y siguen experimentando
día por día los extraordinarios favores divinos que consiguen con esta santa devoción.
¡Cuántas personas han logrado verse libres de pecados y de malas costumbres el dedicarse a
rezar con devoción el santo Rosario! ¡Cuántos hay que desde que están rezando el Rosario a la
Virgen María han notado como su vida ha mejorado notoriamente en virtudes y en buenas obras!
Son muchísimos los que por haber rezado con toda fe su Rosario lograron obtener una buena y
santa muerte y ahora gozan para siempre en el cielo.
Ojalá leyéramos algún libro que hable de las maravillas que se consiguen con el rezo del Santo
Rosario. Basta saber que el Rosario ha sido recomendado por muchos Sumos Pontífices y
aprobado por la Iglesia Católica en todo el mundo, y que a los que lo rezan se les conceden
numerosas indulgencias.
Se llama indulgencia la rebaja de castigos que tendríamos que sufrir en la otra vida por nuestros
pecados. La Iglesia Católica con el poder que Jesús le dio cuando dijo: "Todo lo que desates en
la tierra queda desatado en el cielo", puede conceder a los fieles que por ciertas devociones se
les rebaje parte de los castigos que tendrían que sufrir en el purgatorio.
"Se confiere una indulgencia plenaria si el rosario se reza en una iglesia o un oratorio público o
en familia, en una comunidad religiosa o asociación pía; se otorga una indulgencia parcial en
otras circunstancias" (Enchiridion de Indulgencias, p. 67)
Condiciones:
1. Confesión Sacramental
2. Comunión Eucarística
3. Oraciones por las intenciones del Papa
Si no se cumplen las condiciones para la indulgencia plenaria, puede aún ganarse indulgencia
parcial.
La indulgencia puede ser aplicada a los difuntos. La indulgencia plenaria solo puede ganarse una
vez al día (excepto en peligro de muerte).
Es una oración connatural a la gente sencilla que reconoce la elegancia de Dios para hacer nacer
a Jesús, el Salvador del vientre inmaculado de la Virgen María. Por eso en cada decena de las
avemarías se medita el sufrimiento, la lucha y el triunfo en ese caminar de Jesús por el camino
de la vida, donde la Virgen estuvo presente y actuante para ayudarle a cumplir su misión
salvadora. Mi madre solía decir, que el rosario era tan sagrado porque en el estaba todo Jesús y
toda María. Por eso, hoy en día, se hace necesario, que el santo rosario ocupe ese espacio tan
vivo en los hogares". (P. Marcelo Rivas Sánchez, Gracias mamá por enseñarme el Santo Rosario)
Ahorrarse el purgatorio
Benedicto XVI nos acerca a la realidad más cercana e insoslayable: la trascendencia eterna de los
actos realizados en esta vida
Eliminado, por la vía de la anestesia, el «problema» del más allá, la religiosidad se centrará en
el «más acá», y todo el discurso religioso versará sobre las realidades terrenas. El hombre ya no
tiene que preocuparse por su salvación eterna; ese asunto está solventado gracias a la bondad
de Dios. Lo que debe hacer el hombre es esforzarse por transformar el mundo presente en un
lugar más justo.
No es urgente, en adelante, hablar de Dios a quienes no creen, puesto que
su salvación está garantizada; lo que es urgente es paliar sus necesidades
temporales y aliviar sus sufrimientos. De este modo, hemos transformado el
sentimiento religioso en una mera inquietud social, y hemos convertido a la
Iglesia en una enorme y milenaria ONG. En resumen, hemos decapitado la
Fe, amputando en ella todo lo que se eleve por encima de nuestras
cabezas.
«En Catalina, en cambio, el purgatorio no está presentado como un elemento del paisaje de las
entrañas de la tierra: es un fuego no exterior, sino interior. Esto es el purgatorio, un fuego
interior. La Santa habla del camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios,
partiendo de su propia experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, en contraste
con el infinito amor de Dios».
Esquivando la simpleza de considerar el Purgatorio como un lugar más allá de las nubes o bajo la
corteza terrestre, Benedicto XVI nos acerca a la realidad más cercana e insoslayable: la
trascendencia eterna de los actos realizados en esta vida. El pecado ciega el alma y la
incapacita para el goce de las realidades divinas. Aún alcanzado el perdón en el Sacramento de
la Penitencia, la herida infligida no será cauterizada sin el fuego. Y ese fuego es el deseo
insatisfecho de la contemplación de Dios, el querer ver su Rostro por el deseo natural del alma y
no poder gozarlo por la ceguera causada tras el pecado. El mismo dolor, que es dolor de amor y
arrepentimiento, representado en forma de fuego, al abrasar el alma anhelante de la
contemplación divina, la va purificando y eliminando en ella todo apego a las realidades de este
mundo. Ese dramático proceso de purificación es lo que conocemos como Purgatorio.
Tras la escucha de las palabras del Pontífice, debería encenderse, en muchos cristianos, una
llama de ese mismo fuego que los llevase a liberarse de las ataduras de este mundo. La oración
frecuente, la contemplación asidua, la meditación diaria de las realidades divinas va, en esta
vida, desprendiendo el alma de los apegos y urgencias de la tierra para vincularla amorosamente
a los gozos del Cielo. Unida a la santa práctica del ayuno y la mortificación, esa oración será la
que nos permita, ahora, realizar la purificación que, de otro modo, sería necesario llevar a cabo
tras la muerte.
Pero, claro… ¿Cuántas personas, hoy día, están preocupadas por «ahorrarse» el Purgatorio?
La imagen de Dios
La fe en Dios, su amor, la confianza en El son cosas bastante diferentes a lo que muchos cristianos
piensan
Son muchas las oportunidades en las que escuchamos a personas preguntarse si realmente existe
Dios, y si es así por qué no “prueba” su existencia otorgándonos lo que le pedimos o actuando
como nosotros mismos quisiéramos que actúe.
Son frecuentes los cuestionamientos donde se expresa que si realmente Dios
existe, por qué no dejan de suceder determinadas cosas en el mundo, sobre
todo cuando se ve tanta injusticia, tantos sufrimientos, si en definitiva nos
han enseñado que Dios protege y ama a los buenos, a los que lo aman.
Porque parece que muchas veces Dios se vuelve como sordo ante los
pedidos de los hombres.
Creo que una de las preguntas que debemos hacernos como punto de
partida es la de ¿qué imagen de Dios tenemos? ¿Qué hemos aprendido o que
nos han enseñado respecto a Dios y a la religión?
Por qué digo esto: porque nos hemos quedado quizás con la imagen de Dios como la de aquél
que es bueno y todopoderoso en la medida en que nos da todo lo que deseamos.
Dios es bueno si me “soluciona” de manera digamos “mágica” todos mis problemas, y más
poderoso aún será si me los resuelve rápido.
Dios es bueno y realmente existe si me concede “ya” todo lo que le pido, incluso si lo hace de
una, es decir, con la primera oración o pedido que le haga.
Pero Dios no es alguien con quien puedo “negociar”, no es alguien a quien le “doy tanto” y él
me “da tanto”, porque en ese caso, dejaría de ser un Dios entendido como el “Absoluto”, el que
“todo lo puede”, el que por pura Gracia y “gratuitamente” me da mucho más de lo que soy
capaz de ganar o merecer.
Es cierto que Dios no concede todo lo que pedimos, pero en realidad nos concede todo lo que
nos hará bien y nos servirá para nuestro bien y deberíamos entender que la “gran oración” no es
la que hace que “Dios quiera lo que yo quiero”, sino quizás que “yo logre llegar a querer lo que
quiere Dios”.
Por eso creo que nuestra “imagen” de Dios que podemos tener, podemos sintetizarla en darnos
cuenta si tenemos un “verdadero amor a Dios”, si de verdad lo amamos como al Supremo que
siempre estará pensando en nosotros y en nuestro bien, o nos quedamos con un Dios a quien de
alguna manera podemos “utilizar” para nuestro provecho.
El Templo de Jerusalén era el centro religioso del pueblo de Israel. Visitarlo, rezar en él y
admirar su excepcional belleza era una aspiración de todos los judíos practicantes. Estaba
dividido en secciones, cada una de las cuales estaba reservada a una determinada clase de
personas.
Una de ellas se llamaba el «Atrio de los gentiles», porque en ella se
ubicaban los que no eran judíos de raza o de religión pero estaban deseosos
de conocer qué sucedía en el Templo y Quién era el Dios de los judíos. Allí
esperaban a que pasara algún doctor de la Ley para que respondiera a sus
preguntas.
El Papa actual ya comenzó este diálogo con el filósofo agnóstico alemán Habermas y con el
intelectual “laico” italiano Paolo D’Arcadis, dejando a un lado toda postura a la defensiva del
creyente. Benedicto XVI no tiene miedo a la razón, porque el dilema en que acaban no pocos
ateos es Dios o la Nada; dilema insostenible con la lógica más profunda, porque Dios y Nada no
son dos conceptos que se puedan contraponer. Como dice el pensador colombiano Nicolás
Gómez Dávila, «el ateo nunca le perdona a Dios su inexistencia», siendo «más fácil creer en los
dioses del Olimpo que en la inexistencia de Dios».
Sea como fuere, lo cierto es que el encuentro de la fe y de la razón es fructuoso para el hombre
y que la búsqueda de la verdad es la que permite promover la fraternidad más allá de las
convicciones, sin negar las diferencias entre creyentes y no creyentes. Nada más lógico que el
Papa, en la videoconferencia dirigida a los jóvenes que se habían congregado en París, les
animase a «derribar los muros del miedo al otro, al extranjero, al que no se os parece -miedo
que nace con frecuencia del desconocimiento o de la indiferencia», y a «construir puentes de
diálogo». Abrirse al Dios desconocido o profundizar en el conocimiento amoroso de Dios facilita
reconocer que nadie me es ajeno, que todos los hombres y mujeres son o pueden llegar a ser de
mi familia.
Estas cadenas nos invitan a la oración y a propagar la oración entre nuestros conocidos. No hay
duda que ofrecen un buen testimonio de hacer apostolado de la oración. Pero ofrecer la
condena y la desgracia o el premio seguro, no va de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia.
La oración es una fuerza liberadora que permite elevar el alma para contemplar a Dios y conocer
su divina voluntad sobre nuestras vidas. En la oración, dice Juan Pablo II, “Se realiza la
experiencia viva de la promesa de Cristo: ´El que me ame, será amado de mi Padre, y yo le
amaré y me manifestaré a él´ (Jn. 14, 21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la
gracia, que requiere un intenso compromiso espiritual y que encuentra también dolorosas
purificaciones (la noche oscura), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo
vivido por los místicos como ´unión esponsal´”. (Novo Millenio Ineunte cfr. no. 33).
La oración, por lo tanto, es una actividad del amor. En la oración amamos a Dios y somos
amados por Él y el amor no se alimenta con premios y castigos. Su alimento es simplemente
buscar el mayor bien de la persona amada. En la oración, como decía el Beato Enrique de Ossó:
“se busca amar más a Dios, para que Dios sea más amado”. Es una acción espontánea que no
busca la recompensa o huye del castigo, como lo proponen las cadenas de oración.
Las cadenas de oración, ciertamente inician en la oración, pero sólo de una manera temporal.
Después de que desaparece el tiempo del compromiso, mantenido por la presión del premio o
del castigo ofrecidos, desaparece la necesidad de orar. Son cadenas de oración que oprimen,
que hacen pesada y fatigosa la carga de orar, cuando en realidad deberían servir para dar alas al
alma para alcanzar más rápido el Cielo que Dios nos ha prometido.
Y esta expresión del amor contemplado en la oración no puede reducirse a una acción tan
específica como la de orar para no ser castigado o el orar para ser premiado. Los grandes
místicos que se han dedicado a la oración saben que el amor que se contempla en la oración no
se transmite sólo con palabras. “Dios mío, no sé como expresar mi amor. Desearía tener todas
las sinfonías del silencio, toda la poesía del sufrimiento desconocido para cantarte mi amor.
Quisiera la elocuencia de todos los mártires y la simplicidad de la nada para modular mi himno
de gratitud”. (Dina Bélanguer, santa, religiosa de la Congregación de Jesús- María).
Es cierto que podemos orar por varias necesidades. Es la oración de súplica la que hace que
elevemos nuestra alma hacia Dios y reconociendo nuestra miseria, ponemos en las manos del
Dios providente aquello que deseamos en nuestro corazón: la curación de un enfermo, la
solución a una penuria económica, la paz en nuestras familias.
Pero esta oración de súplica se da siempre buscando que se cumpla la voluntad de Dios, cuando
es verdadera oración. Cuando se ponen condiciones en estas oraciones de súplica, como muchas
veces sucede en las cadenas, no podemos hablar de una verdadera oración.
Esas cadenas de oración más bien nos atan, nos esclavizan, nos oprimen con
sus condicionantes. No pueden ser entonces verdaderas oraciones
cristianas.
¿Cadenas de oración o
cadenas de presión?
Para un mundo informado sólo por los ojos de la carne, Semana Santa apenas representa un
espacio de "reflexión y purificación de la memoria".
Alguno más piadoso, quizás, sólo concentre la mirada en la fiesta de la Resurrección, obviando
implícitamente los sufrimientos inenarrables de la Pasión y de la Cruz.
¿Cuántos ilusos aún repiten con tono seguro las irresponsables afirmaciones que la prensa se
apresuró a divulgar sobre supuestos descubrimientos de fraude en el Santo Sudario de Turín?
Evidentemente ninguno de estos personajes conoce los dictámenes de la ciencia profesional que
concluyó certificando la autenticidad de la preciosa reliquia. Valga como referencia la
conversión de investigadores tras el proceso de estudio y verificación.
Pero como el escándalo vende, aún queda quien asegure que se trata de una invención medieval
realizada por medio de complejos procesos holográficos para producir el efecto 3D cuando en el
siglo XIX se mirase el negativo y se ampliaran, por ejemplo, la zona de los ojos y se observase
sobre ellos monedas romanas del año 30 según la costumbre local.
De todo eso y mucho más deberemos soportar cada Semana Santa, repetidos ad nauseam por
todos los medios de comunicación esmerados en entrevistar desconocidos expertos en negar
todo lo afirmado y en afirmar todo lo negado.
Un silencio revelador es el que se hace en torno a todas las reliquias que se conservan de la
Pasión. ¿Quien se ha enterado de su existencia o ha recibido la sugestión de visitarlas y
venerarlas con piadoso amor?
La cristiandad cuenta con decenas de ellas. Todas son testimonios ciertos de la veracidad
histórica de los Evangelios y obligan - forzosamente - a darles aceptación. Cosa aparte es la
rebelión a la consecuencia que ello implica, esto es, la suprema virtud y verdad que de ellos
emana y la necesidad de seguir a Cristo a riesgo de la condenación eterna.
Examinemos, en tanto, el glorioso panorama que nos ofrece la Santa Iglesia, Maestra infalible de
la Verdad y depositaria de tan ricos dones.
El magnífico templo que había en Jerusalén cuando murió nuestro divino Redentor fue
destruido, y según el sagrado vaticinio pronunciado por sus labios sagrados, no quedó piedra
sobre piedra. Constantino el grande hizo trasladar doce columnas de este templo destruido, para
que se colocaran delante de la Confesión de San Pedro; hoy en día aún se ven ocho debajo de la
magnífica cúpula del Vaticano, dos en el altar de San Mauricio, dentro de la capilla del
Santísimo, y otra en la cámara inferior de la capilla della Pietá, que según la tradición es en la
que estuvo apoyado el divino Jesús cuando de edad de doce años disputó con los doctores de la
Ley.
El velo del templo de Jerusalén, que se rasgó en dos partes al morir nuestro divino Salvador, era
sostenido por dos columnas, las cuales hoy día se conservan en el claustro de la basílica de San
Juan de Letrán, en Roma.
Mesa de la Cena
Plato de la Cena
Toallas
De las que sirvieron, tanto para lavarse las manos al Salvador como para enjuagar los pies a sus
Discípulos, se conserva una parte notable en la citada basílica de San Juan.
Asiento
Del que, en forma de cama, sirvió a nuestro amable Jesús en la última Cena, se conserva una
gran parte en la capilla llamada Sancta Sanctorum, en Roma.
Cáliz
El precioso cáliz de que se sirvió nuestro divino Redentor al instituir el augustísimo Sacramento
del altar, tiene la imponderable dicha de conservarlo la santa y metropolitana Iglesia de
Valencia: todos los años se coloca en el Monumento.
Cenáculo
Ocupado hasta mediados del siglo XX por los musulmanes, este lugar, uno de los más santos en la
tierra, puede ser visitado bajo las condiciones impuestas por el gobierno que actualmente rige
Tierra Santa. Los cristianos pueden visitarlo y ganar las preciosas indulgencias concedidas por los
Romanos Pontífices a cuantos orasen en tan santo sitio.
Huerto de Getsemaní
Tanto la gruta en donde oró nuestro divino Redentor, que se conserva en su estado natural,
como algunos de los olivos, que se cree son los mismos que existían en tiempo de la Pasión del
Señor, están bajo la custodia de los ejemplares hijos del patriarca de Asís, en Jerusalén.
Casa de Anás
En el lugar donde estuvo esta casa hay una iglesia y convento, ocupado por monjas armenias.
Casa de Caifás
En el lugar en que estuvo hay una iglesia, cuidada por los armenios: en ella se ve un calabozo
muy reducido, en donde pasó algunas horas nuestro divino Salvador: allí mismo había una
columna en la cual estuvo atado, y es la que hoy se venera en Roma, en la iglesia de santa
Práxedes. En el altar que hay en el fondo del ábside de esa iglesia se ve la piedra que se puso a
la puerta del sepulcro del Salvador.
Lienzo con que vendaron los ojos al Señor
Pretorio de Pilatos
El lugar en donde estaba hoy día también estuvo ocupado por los musulmanes, pero los fieles ya
pueden visitarle y ganar indulgencia plenaria orando allí.
Escala Santa
Se llama así la que estando en el pretorio de Pilatos fue santificada y regada con la sangre de
nuestro amable Salvador: tiene veintiocho gradas; se conserva en Roma, en la iglesia que lleva
su nombre. Los fieles la suben de rodillas.
Columna de la flagelación
La principal parte se conserva en Jerusalén en la capilla que los Padres Franciscanos tienen en el
Santo Sepulcro; pero se veneran partes muy notables en las principales basílicas de Roma, en la
basílica del Escorial en España y en la iglesia de San Marcos de Venecia.
Azotes
Corona de Espinas
Se venera en la Santa Capilla de Paris, pero sin espinas que han sido distribuidas por toda la
cristiandad: en Roma son cerca de veinte las que reciben veneración pública: las iglesias que
tienen más son las de San Marcos y Santa Praxénedes, las cuales conservan tres. En el Vaticano
hay dos; en San Juan de Letrán una, etc. En España son muchas las que reciben veneración en
diversas iglesias: en el Escorial se veneran once; Barcelona tiene la dicha de venerar varias, y en
el célebre santuario de Montserrat se custodian dos.
Clámide
Se conserva parte en las iglesias de San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Francisco à
Ripa, en Roma
Santa Faz
La tradición común es que fueron tres las imágenes que quedaron en el velo de la Verónica, pero
son muchísimas mas las que se veneran en la cristiandad. Las auténticas son: la que se venera en
Roma, en la basílica de San Pedro; en España, en la catedral de Jaén, y en Venecia, en la iglesia
de San Marcos. Las demás, aunque milagrosas, son tenidas como facsímiles o tocadas al original.
Puerta judiciaria
Aún se ven en Jerusalén restos de esa Puerta, por donde pasó el divino Salvador yendo al
Calvario.
Columna de la sentencia
Frente a la puerta judiciaria se ve hoy, guardada por los Padres Franciscanos, la gran columna
donde, según la tradición, tuvieron a nuestro divino Salvador mientras hacían los preparativos
para crucificarle.
Vestidos de Jesús
La túnica inconsútil se conserva en Argenteuil. Estudiada y contrastada con el Santo Sudario, las
heridas coinciden y corroboran los relatos de la Pasión. Se guarda una similar en Tréveris,
Alemania. El manto se repartió por la cristiandad, pero se conserva un importante trozo en la
catedral de Anagni.
La santa Cruz
Pocas reliquias se han propagado por toda la tierra como la perteneciente al árbol santo en
donde murió nuestro Redentor, pero de un modo especial se conservan aún partes insignes en las
basílicas de San Pedro y santa Cruz de Jerusalén, en Roma; en la catedral de Anagni se venera
también un pedazo muy notable, y en la cual se ve aun uno de los agujeros que se hicieron al
crucificar a nuestro divino Salvador.
Clavos
La tradición enseña que fueron tres los que tuvieron suspendido al Salvador del mundo: uno
entero se conserva en Santa Cruz de Jerusalén, en Roma; otro en la capilla del Palacio Real de
Madrid, y otro se ha distribuido a diversas iglesias de la cristiandad. Además de esos clavos, se
veneran otros que también eran de la cruz pues los brazos de la misma estaban clavados y el
I.N.R.I. también.
I.N.R.I.
La principal parte se halla en la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma; en san Juan de
Letrán y en San Marcos de la misma ciudad santa se ven pedazos notables.
Esponja
La principal parte se venera en la Santa capilla de París, pero se conservan partes en la basílica
del Escorial, en España, y en las de San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y Santa María
Transtévere, en Roma.
La Lanza
Esta, sin la punta, se venera en San Pedro de Roma: la punta, según afirma el Papa Benedicto
XIV, desde el tiempo de San Luis se conserva en la Santa capilla de Paris.
Sangre y agua
Es de fe que del costado se nuestro divino Salvador salió sangre y agua : entre las reliquias más
insignes que se exponen a la pública veneración en la santa ciudad de Roma, se encuentra parte
de la sangre, y agua que salió de su sagrado costado después de muerto, se conserva en la
basílica de San Juan de Letrán. En la de San Marcos se expone un velo que se embebió en la
misma sangre y agua.
Piedra de la unción
Santo Sepulcro
Dios ha querido que permaneciera en Jerusalén, siendo bajo todos los conceptos el sepulcro más
glorioso que ha habido y habrá sobre la tierra. Muchas iglesias se glorían de tener pequeñas
partes de tan glorioso monumento.
Según la costumbre que tenían los hebreos al embalsama, varios eran los sudarios y lienzos que
empleaban: así parece deducirse del evangelio de San Juan. En la iglesia de San Juan de Letrán
se conserva uno de esos lienzos en que estuvo envuelta la cabeza del Señor en el Sepulcro. En
las iglesias de San Marcos, de San Francisco á Ripa y en el Escorial, en España, se veneran partes
de otros lienzos; pero los santos sudarios de Turín en Italia, Besancon en Francia y Santo
Domingo de la Calzada en España, son los que de modo especial han sido venerados y admirados
siendo el de Turín el que la ciencia certificó como autentificable por las notables
corroboraciones históricas y prodigiosas cualidades del santo tejido.
Reflexión final
¡Cuánto daríamos en este momento por ser trasladados - como Daniel al etíope - hasta
cualquiera de estas reliquias! ¡Con qué gusto pasaríamos horas de rodillas venerando esos
preciosos recuerdos del Salvador, que acaso fueron bendecidos por el roce de su tacto o que
contienen parte de su Divina Sangre!
Y olvidamos, a un mismo tiempo, que quizás a pasos de nosotros, no muy lejos, tenemos al
mismo Cristo presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. ¡A pocos minutos tenemos al mismo
Cristo presente y tan vivo como cuando regó de gracias las preciosas reliquias que comentamos!
Contemplémosle ahora allí, donde le tenemos cerca. Meditemos en lo sólo y abandonado que se
encuentra. Nadie peregrina hasta allí, nadie se arrodilla ante su sagrada Presencia. Pocos, muy
pocos, parecen tener conciencia cabal de Él.
Vemos a tantos comulgar sin respeto, sin la debida compenetración que tal acto merece ¡Acto
envidiado por los mismos ángeles, que no pueden comulgar! Es el mismo Cristo que viene a
nosotros. ¡Cuántos comulgan con la mano, tocando con sus manos indignas e impuras el sagrado
Cuerpo del Redentor! Duele pensar en semejante irreverencia, que a causa de la extensión y
frecuencia ha sido indultada por la Iglesia. Imaginar tan sólo las divinas partículas olvidadas en
la mano y llevadas al bolsillo, o caídas al suelo. Tiemblo al pensar en ello, en la tristeza y
escándalo de los santos ángeles.
Mártires y santos, los mismos cruzados ofrecieron sus vidas por la conservación de las reliquias y
lugares sagrados. Muchos prefirieron morir antes que verlas profanadas. ¿Cómo no querremos
nosotros, hermanos en la fe e hijos de la Iglesia como ellos, ya no venerar las reliquias sino
adorar a nuestro dulce y amable Salvador presente día y noche en la Sagrada Eucaristía?
Los católicos creemos que al final de los tiempos Cristo vendrá para acabar con el mal de este
mundo, siendo la muerte el último mal en ser aniquilado. Sin embargo, antes de que esto
suceda, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes.
Así lo expresa Jesucristo: “Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de la mayoría se
enfriará”. (Mt. 24, 12). Él mismo nos hace ver que la persecución será la compañía de los
últimos días de la Iglesia en la tierra: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo pero,
como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el
mundo. Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han
perseguido, también os perseguirán a vosotros.” (Jn. 15, 19-20).
Muchos quieren ver en estas persecuciones o en estas pruebas la figura de
un Anticristo. De acuerdo al Catecismo de la Iglesia Católica, el Anticristo
es “la impostura religiosa suprema... un seudo-mesianismo en que el
hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su
Mesías venido en la carne” (Catecismo de la Iglesia católica, 675).
Algunos han querido ver en la figura del Anticristo a una persona concreta y
así muchos lo identificaron con los emperadores romanos que persiguieron a
los primeros cristianos. Otros lo identifican con sistemas políticos que
proponen la felicidad completa y perpetua en este mundo, basados en
diversos sistemas económicos. “Esta postura aparece esbozada ya en el
mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la
Y al final de los historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a
tiempos... el anticristo
través del juicio escatológico.” (catecismo de la Iglesia católica, 676).
No hace mucho tiempo algunos creyeron ver en el comunismo la imagen del Anticristo por la
fórmula de felicidad terrena que traía al hombre. Otros pensaba que podría ser una misma
persona: Nerón o Diocleciano por la fiereza con la que perseguía a los primeros cristianos.
¿Persona? ¿Sistema político? ¿Cultura? ¿Demonio? Cada vez que a los hombres se les proporciona
una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía, esto es, de la
negación de la verdad, estamos hablando de una impostura religiosa. La impostura religiosa
suprema, como lo apuntábamos anteriormente, es el Anticristo, de acuerdo al Catecismo de la
Iglesia Católica.
Quién nos ofrece esa solución aparente a nuestros problemas, negando la verdad nos está
ofreciendo a su vez una visión de lo que puede ser la figura del Anticristo. ¿La droga? ¿El sexo
desligado de su verdad ética y moral? ¿Los sistemas políticos que glorifican a un tipo de hombre
que sólo encontrará su felicidad en esta tierra? ¿El consumismo exacerbado de algunas cultura
de Occidente? Cada vez que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y
de su Mesías podemos decir que estamos hablando de un Anticristo, bien sea éste una persona,
un sistema político o una cultura.
Necesitas reflexionar
Nuestra vida debe ser fruto de nuestras decisiones personales, todo lo contrastadas que se quieran
Cuando una persona se encuentra agobiada por el peso de una preocupación, solemos decirle
que necesita distraerse. Y le recomendamos que salga un poco de todo ese entramado de
tensiones que le oprimen, y busque fuera de él un horizonte más luminoso y recomponedor. Y
efectivamente, lo normal es que ese periodo de descanso en un ambiente gratificante produzca
el cambio deseado.
Pero también se puede dar el caso de que lo que una persona necesite no sea distraerse sino
reflexionar: volverse sobre sí misma para hacer de su vida objeto de sereno estudio, y encontrar
así conclusiones válidas para eliminar errores y vivir con más acierto.
Reflexionar con sosiego puede tener resultados muy beneficiosos para quien esté convencido de
su necesidad. Lo malo es que muchas veces es precisamente esto lo más difícil, convencernos de
que necesitamos reflexionar. Porque no suele costarnos comprender que necesitamos
distraernos, pero cuando la necesidad es de reflexión, nos cuesta más caer en la cuenta, no se
sabe bien por qué.
Y luego podemos preguntar, y pedir consejo, pero al final nuestra vida debe ser fruto de
nuestras decisiones personales, todo lo contrastadas que se quieran, pero la última palabra la
debemos dar nosotros. Y esa última palabra debe ser pensada con la seriedad que se merece.
En mis años de seminarista me explicaron muchas veces que también en el mundo de las almas
regía el viejo principio de que «nadie da lo que no tiene». Pero la verdad es que ahora -treinta
años después- yo no estoy tan seguro. Y creo que es más cierta la afirmación de Urs von
Balthasar cuando escribe que «el privilegio del cristiano es poder dar más, infinitamente más,
de lo que posee». Voy a ver si consigo explicarme.
Recuerdo aún hoy cuánto me escandalizó, en mis años de estudiante de teología, la conferencia
de un sacerdote -un apóstol brillante y muy conocido en la España de entonces- que nos decía
que no era necesario ser santos para ser eficaces apostólicamente. La idea me pareció entonces
disparatada y me lo sigue pareciendo en el tono en el que aquel conferenciante lo decía: como
si la inteligencia, la técnica oratoria, la picardía pudieran suplir a la santidad y el amor. Nunca
he creído ni en la inteligencia ni en la técnica referidas al mundo de la gracia. Son, me parece,
lo que la flanera al flan: que si se hace con huevos podridos, resultará
incomible por muy buena que la flanera sea. Siempre me interesará más la
carga interior de lo que se dice que los adjetivos con que se ornamenta.
Aunque pienso también que unos contenidos serios exigen del orador o el
apóstol tomarse muy en serio los métodos de transmisión. Pero sabiendo
que son eso: simples métodos.
Sin embargo, en la idea hay una pizca de verdad y hay muchísima tal como
Balthasar la formula. Y es que treinta años de ministerio me han enseñado
que uno puede dar mucho más de lo que personalmente tiene. Y esto por
una razón elemental: en rigor, en el mundo de la gracia ningún hombre da
nada. Dios es el único que puede dar, él solo. Y la experiencia de cualquier
sacerdote o de cualquier cristiano es que, si él no pone demasiados
El milagro de las obstáculos, Dios da a través de nosotros cosas que nosotros ni llegamos a
manos vacías sospechar. Es lo que Bernanos llamaba «el dulce milagro de las manos
vacías», a través de las cuales puede pasar el torren- te de Dios.
En el terreno sacramental esto es evidente: ¿qué son mis manos para absolver, qué mi palabra
para consagrar? Alguien «funciona» dentro de mí para que eso «salga», como el vino sale de la
botella sin que ella lo haya engendrado o fabricado.
Pero ocurre también en otros terrenos más misteriosos: ¿qué cristiano no ha sembrado
esperanzas en días en que la creía perdida? ¿Cuántas veces hemos dado alegría a alguien y nos
hemos alejado pensando que éramos nosotros quienes más la necesitábamos?
A veces te ocurren cosas misteriosas. Un día se acerca alguien a ti y te dice que desde hace
veinte años se alimenta de una frase que tú le dijiste una vez. Tú preguntas de qué frase se
trata. Y cuando te la dicen, tú jurarlas que esa idea jamás pasó por tu cabeza, que la dijiste
casualmente. Y mira por donde la flecha fue derecha al blanco que la necesitaba.
Cualquier sacerdote sabe que tal vez ha preparado una conferencia o una homilía con todo
cuidado y que, de pronto, según está hablando, le sube a los labios una frase en la que ni habla
pensado. Y luego resulta que es precisamente la que alguien de los oyentes estaba necesitando.
A mí me ha ocurrido lo de venir un desconocido a darme las gracias por un articulo "o que ayudó
a resolver en su casa una seria crisis. Y yo ni acordarme siquiera de haber escrito tal artículo o
sobre ese tema. ¿Tengo un ángel custodio que escribe y firma con mi nombre artículos que yo no
he elaborado? ¿O es que yo escribía de otra cosa, pero aquella familia --que necesitaba una
respuesta- la encontró donde el autor no había ni pensado? ¡Vaya usted a saberlo!
No sé si todo esto que estoy contando será una herejía. Pero, al menos, a mi me sirve. Porque si
tengo que esperar a ser santo para empezar a hablar a la gente de Dios, aún me estaría
calladito. Y si sólo puedo escribir de la alegría cuando todo me va bien, me pasaría media vida
ayunando letras. Comprendo que tengo obligación de tener las manos llenas porque Dios se lo
merece, pero no me desaliento cuando las veo vacías. Y me encanta la idea de ser un canuto a
través del que Alguien, más importante que todos nosotros juntos, sopla. Y de tanto pasarme
gracias por las manos, alguna se me pegará, digo yo.
Nuestro problema está, entonces, en ser buenos transmisores, volvemos transparentes, para que
pueda verse detrás de nosotros al Dios escondido que llevamos dentro. Y luego repartir sin
tacañerías lo poquito que tenemos --esa pizca de fe, esa esquirla de esperanza, esos gramos de
alegría-, sabiendo que no faltará quien venga a multiplicarlo como el pan del milagro. Seguros
de que la pequeña llama de una cerilla puede hacer un gran fuego. No porque la cerilla sea
importante, sino porque la llama es infinita.
El secreto de trabajar
El secreto es poner el corazón en lo que hacen las manos
Un laico escribió: «¿Qué sentido y qué valor tiene nuestro trabajo de laicos
ante Dios? Es verdad que los laicos nos dedicamos también a muchas obras
de bien (caridad, apostolado, voluntariado); pero la mayor parte del tiempo
y de las energías de nuestra vida tenemos que dedicarlas al trabajo. Así
que, si el trabajo no vale para el cielo, nos encontraremos con bien poco
para la eternidad. Todas las personas a las que hemos preguntado no han
sabido darnos respuestas satisfactorias. Nos dicen: "¡Ofreced todo a Dios!".
¿Pero basta esto?».
Respondo: No; el trabajo no vale sólo por la «buena intención» que se pone
al hacerlo, o por el ofrecimiento que se hace de él a Dios por la mañana;
vale también por sí mismo, como participación en la obra creadora y
redentora de Dios y como servicio a los hermanos. El trabajo humano –dice
El secreto de trabajar un texto del Concilio-- «es para el trabajador y para su familia el medio
ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede
practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo
esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los homb! res se asocian a la propia
obra redentora de Jesucristo» (Gaudium et spes, 67).
No importa tanto qué trabajo hace uno, sino cómo lo hace. Esto restablece una cierta igualdad,
dejando de lado todas las diferencias (a veces injustas y escandalosas) de categoría y de
remuneración. Una persona que ha desempeñado tareas humildísimas en la vida puede «valer»
mucho más que quien ha ocupado puestos de gran prestigio.
Esperábamos, afirman en un pasado que suena a fiasco. Tal vez no esperaban nada, o no
esperaban rectamente porque su idea de la redención de Israel era muy otra. No nos extraña
porque, en demasiadas ocasiones y a demasiados cristianos, nos viene a suceder lo mismo
cuando pensamos que Dios no está a nuestro lado, o no nos escucha o, si nos escucha, no
atiende a nuestras necesidades. No tenemos en cuenta aquello de San Pablo a los Romanos: "el
Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que demos pedir como
conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables". Nuestra oración
ha de ser guiada por el mismo Dios, porque no siempre pedimos bien.
Y esto hace Jesús con aquellos dos desesperanzados, también impacientes y poco comprensivos
con los tiempos de Dios porque se van a Emaús cuando ya tienen bastantes rumores acerca de la
Resurrección o, mejor dicho, más que rumores tienen el testimonio de las mujeres y de alguno
de los suyos, pero como a Él no lo han visto, no les basta. Una vez más nos encontramos
pensando con criterios exclusivamente humanos y, seguramente por eso, de vuelo corto.
Por fortuna -como a aquellos dos caminantes desalentados- Jesús se nos acerca mucho más de lo
pensamos y de variadísimas maneras. Con Cleofás y su amigo empleó la misma paciencia que con
nosotros. En su caso, para explicarles desde Moisés a los Profetas a fin de que comprendieran
que todo había sucedido como estaba previsto.
En nuestras situaciones hará también cuanto necesitemos para calentar nuestro corazón o dar
luz a nuestra mente. La luz es enseñarnos a ver nuestra vida y lo que nos sucede con los ojos de
la fe, tan distintos de nuestras miradas cortas. Estamos habituados a razonar de modo que
comprendamos todo con silogismos bien construidos, pero con frecuencia nos olvidamos de la
premisa mayor: Dios, que ve las cosas de otro modo, sub especie aeternitatis, con la vista
puesta en la eternidad. Las cosas son como las ve Dios. Y nos caldeará el corazón, como hizo con
aquellos dos hombres de modo casi imperceptible, porque acaban de darse cuenta al final: "¿no
es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y
nos explicaba las Escrituras?".
Hemos de tener el oído atento para escuchar al Señor, que nos habla también a través de las
Escrituras, en la Eucaristía, a través de un amigo, en el acompañamiento o dirección espiritual,
en una homilía u otros medios de formación, en un rato de oración ante el Señor sacramentado o
en otro lugar cuando no es posible acercarse a un sagrario, en las incidencias de la vida
corriente o siendo nosotros ese cristiano que "debe hacer presente a Cristo entre los hombres,
debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi (Cfr. 2 Cor II, 15),
el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda
descubrirse el rostro del Maestro". Así lo afirmaba San Josemaría Escrivá, comentando este
pasaje de Lucas en la homilía Cristo presente en los cristianos.
Así, un camino de ida para quienes parecen "estar de vuelta" se convirtió, por la misericordia de
Jesús, en el camino del encuentro, un sendero en el que, por obra de Dios, el desaliento se
convierte en luz y calor. A pesar de nuestras debilidades, todos tenemos la posibilidad de ser el
amable compañero de viaje que haga pronunciar a nuestros familiares, amigos, compañeros,
vecinos... las mismas palabras de los discípulos de Emaús que, como se lee en Camino, "debían
salir espontáneas, si eres apóstol, de labios de tus compañeros de profesión, después de
encontrarte a ti en el camino de la vida".
Esa vía de ida, que facilita el camino de vuelta a nuestro sitio, a la casa del Padre, está en
nuestra manos para cada uno de nosotros y para los demás. Antes cité algunos medios. Quiero ir
finalizando recordando algo capital: la confesión sacramental, el sacramento de la misericordia
y el perdón, que quita nuestras costras y durezas para que la voz del Espíritu resuene más clara
en nuestra conciencia, ese sagrario de nuestra intimidad en el que escuchamos la voz de Dios
siempre que nuestras auto-disculpas no la conviertan en el sonido de la propia subjetividad.
El amor entre un hombre y una mujer puede surgir de un "chispazo" misterioso, tras un
Emaús: idacasual,
encuentro y vueltaen un lugar de vacaciones, en un avión, en un autobús urbano, en un choque
(esperamos que no grave) de carretera. Otras veces nace de una historia más larga, tras una
conquista más luchada, en una serie de propuestas, avances y retiradas, que sólo después de
mucho madurar arrastran hasta el momento del sí total y definitivo.
Sea como fuera, la historia de amor de una pareja no termina en ese instante en el que se
cambian los anillos o se prometen fidelidad hasta la muerte entre los aplausos de los familiares
y amigos, la bendición de un sacerdote y la lluvia de arroz que tiran entusiastas un grupo de
chiquillos más o menos bullangueros. El amor que llevó a un hombre y a una mujer a un
compromiso "para siempre" rompe lo que era un sistema de vida en el cual dominaba el "tú" y el
"yo", para iniciar la vida del "nosotros", en la que el "tú" y el "yo" se viven de un modo distinto,
más íntimo, más cordial, más profundo.
Conforme pasa el tiempo, todos esperan un nuevo paso en la vida del matrimonio joven: el
nacimiento del primer hijo. Es un momento en el que la esposa, la primera en sospechar la
noticia, vibra de emoción, y contagia, con sus angustias, sus mareos, quizá sus primeros
caprichos, al esposo, que también participa, si sigue locamente enamorado, de lo que va a
ocurrir en el seno de su esposa.
El "tú" y el "yo", convertido ya en un "nosotros" a dos voces, se abre y se enriquece ante el que
ya ha llegado, ante el primer hijo, que introduce muchas novedades en el dúo hasta ahora más o
menos armónico. Desde luego, los primeros nueve meses serán un misterio compartido
especialmente entre la mamá y el "embrión" que luego llegará a ser "feto" (normalmente una
mamá no le dice al marido que está esperando un "embrión", sino que está esperando un
hijo...). El papá, sin embargo, no es un satélite externo a todo lo que está ocurriendo. Sabe que
este "embrión" es "nuestro" hijo. Sufre y siente las angustias de la esposa. Se alegra con los
resultados positivos de un diagnóstico prenatal, y se preocupa cuando los médicos no se
muestran especialmente optimistas. Comparte, en la medida de su amor, la aventura de una
nueva vida que ya ha iniciado y que pronto podrá no sólo tocar a través de la piel de la esposa,
sino ver y palpar directamente, en un abrazo de gozo y de alegría que es difícil de describir.
Toda carrera matrimonial implica esta apertura a las vidas que vienen del amor. Cada nueva
concepción repite la alegría de la vida, de esa vida que nuestros padres nos dieron, de esa vida
en la que tantos nos acogieron, de esa vida que también nosotros podemos dar gracias al amor
que no se pone límites.
Todos queremos que el nuevo milenio sea un poco mejor, un poco más feliz. Lo será en la
medida en que sepamos amar, abrir el corazón al otro, a la otra, a los otros que vienen. Así
hemos nacido miles de millones de seres humanos. Así esperan poder vivir, con la dignidad del
amor, aquellos hombres y mujeres que serán nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, y que
dependen plenamente de nuestra disponibilidad en el amor. Darla no cuesta nada, y puede
concedernos mucho más de lo que podamos esperar. Basta con hacer la experiencia.
Tú y yo. Y... ¿los que
vengan?
¿Qué queda del pecado si olvidamos a Dios, si renunciamos a pensar en un Ser Supremo y
Providente?
Para la visión cristiana, hay pecado si admitimos que el hombre existe desde un acto creador de
Dios. Hay pecado si reconocemos que el hombre es libre de amar o de odiar. Hay pecado si
resulta posible la opción de vivir lejos de Dios y de espaldas a un orden profundo de valores,
recogido en los mandamientos, que nos orientan hacia el bien. Hay pecado si cada una de
nuestras acciones tiene valor para ese Dios del que venimos y hacia el que vamos.
En una fórmula breve, el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica (n. 392) define el
pecado a partir de un texto de san Agustín:
“El pecado es «una palabra, un acto o un deseo contrarios a la Ley eterna» (San Agustín). Es una
ofensa a Dios, a quien desobedecemos en vez de responder a su amor. Hiere la naturaleza del
hombre y atenta contra la solidaridad humana. Cristo, en su Pasión, revela plenamente la
gravedad del pecado y lo vence con su misericordia”.
Existen, sin embargo, dos grandes filosofías que prescinden de Dios a la hora de pensar en la
vida humana. La primera, la más radical, es el ateísmo, que niega la existencia de Dios. La
segunda, el teísmo y fórmulas afines, afirma que Dios (o los dioses) existe, pero no se relaciona
con el mundo de los hombres. En otras palabras, el teísmo piensa que Dios estaría aislado y feliz
en “su cielo”, mientras que la realidad humana dependería únicamente de nuestras decisiones
completamente autónomas.
En estas dos posiciones (ateísmo, teísmo), la idea de “ofender a Dios” no puede ser
comprendida. Porque no existiría ninguna Ley dispuesta por Dios para regular la vida de los
hombres, y porque todo lo humano queda “en casa”, tendría sólo aquel valor que nosotros le
otorgáramos.
¿Queda, entonces, espacio para hablar del pecado en el ateísmo y el teísmo? La realidad nos
dice que muchos ateos denuncian las injusticias del mundo, condenan los atentados terroristas,
consideran la violencia como un mal, defienden el respeto de los derechos humanos
fundamentales.
Robar, calumniar, herir, matar, son actos perversos, merecen ser condenados. ¿Son también
pecados para un ateo? En sentido técnico, no. Sólo hay pecado allí donde un ser humano ofende
a Dios y a los demás. Pero en un sentido “amplio”, algunos creen que sí sería posible hablar de
pecados “laicos”, de pecados entendidos en una perspectiva no creyente.
¿Cómo entender el pecado “laico”? ¿En dónde residiría la malicia de un acto que condenamos
como malo? El esfuerzo por dejar a Dios de lado lleva a buscar un conjunto de explicaciones del
pecado que, a la luz de un análisis más profundo, resultan insuficiente. Intentemos mostrar por
qué.
Un camino para fundamentar y explicar el pecado laico consiste en decir que es pecado aquello
que ofende a otra persona, que le hiere en sus derechos. Tal definición, sin embargo, sirve más
para explicar lo que es un delito que lo que es un pecado. Es decir, vale sólo para aquellos actos
(y son muchos) en los que dañamos a otras personas en sus derechos.
Sabemos, sin embargo, que la idea de “derecho” está en relación con lo legal, pero no se
identifica con ello. No todos los derechos están protegidos por la ley, ni toda ley es
automáticamente justa. En otras palabras, existe un orden superior que juzga la bondad de las
leyes y que explica la existencia de derechos “eternos” y “universales” (que valen siempre y
para todos).
Otros pensadores suponen la existencia de una estructura mental común a los hombres en
cuanto hombres, con la cual todos serían capaces de distinguir entre el bien y el mal. Tal teoría,
que encuentra un defensor ilustre en Immanuel Kant (1724-1804), debería explicar dónde y
cómo estamos seguros de que exista una estructura común, cuando en realidad tocamos cada
día las enormes diferencias que separan a unos de otros al hablar de “lo bueno” y “lo malo”.
El evolucionismo y el sociologismo, por su parte, han puesto en evidencia la existencia entre los
hombres de diferencias profundas en lo fisiológico, en lo psicológico y en lo cultural, hasta el
punto que algunos autores han negado que exista algo parecido a una “naturaleza humana”
común a todos. Jean Paul Sartre (1905-1980) sería quizá un ejemplo claro de negación de
cualquier idea de algo estable y fijo en el hombre, “condenado” a ser libre y a hacerse cada día.
Subrayar lo psicológico, como se ha hecho en los últimos 200 años, ha dado origen a nuevas
teorías sobre el “pecado” sin Dios. Sería pecado, por ejemplo, la apreciación subjetiva de un ser
humano que condena moralmente algunos actos suyos o de otros. Tal apreciación podría surgir
por complejos de la infancia, por prejuicios impuestos en la familia o en la escuela, por
reacciones sentimentales de origen hormonal, etc.
El relativismo extremo, que considera que la idea de pecado es un residuo de las religiones y de
mentalidades primitivas, no es más que la culminación de un camino intelectual que ha dejado a
Dios fuera de la vida de los hombres. Si no existe un Ser supremo interesado en nuestra vida y en
nuestras acciones, el hombre se convierte en la medida de todas las cosas (según la famosa frase
de Protágoras) y la moral depende de las opciones individuales o de grupo. “Lo bueno” y “lo
malo” varían tanto que, en el fondo, habría que empezar a pensar “más allá del bien y del
mal”...
Las teorías elaboradas o por elaborar son numerosas. Resulta claro, con el pasar del tiempo,
cómo unos autores contradicen a otros, cómo la idea de pecado “laico” varía de autor a autor, y
cómo al final ni el ateísmo ni el teísmo son capaces de elaborar un modo de ver el pecado
fundado sobre una base estable y verdadera.
La razón, sin embargo, exige que lo bueno sea siempre bueno, y que lo malo sea siempre malo.
En otras palabras, existe una orientación de nuestra comprensión humana que no nos permite
verlo todo como relativo, sino que nos lleva a reconocer que hay verdades, hay mentiras, hay
actos buenos y hay actos malos.
La idea de un acto malo, de un pecado, encuentra su justificación sólo si
existen principios y valores fundamentales, que nos permiten identificar
aquello que corresponde a la orientación del hombre hacia el bien, y
aquello que nos aparta del bien hasta el punto de generar el mal.
Entonces, ¿existen pecados laicos? Pueden existir ideas subjetivas, emociones personales,
acuerdos sociales, sobre lo que sea “bueno” o “malo”. Pero tales apreciaciones variarán de
persona a persona, de pueblo a pueblo, de época a época. No serán plenamente “pecados”.