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Introducción

Este libro, escrito por mi colega la señora Fifí Bigotes-grises, es un


trabajo muy original. El jefe lo pasó a máquina porque los dedos de la
pobre Feef eran demasiado cortos. Dios sabe que lo intentó, y por poco
se carga la máquina. Así es que el viejo le daba al teclado por ella. ¡Las
partes hechas por mí son muy buenas!
Todo el mundo me conoce, claro. Mi fotografía ha dado la vuelta al
mundo en la Prensa. Así es que no hablemos de mí; dejen que les
cuente algo de Feef, el jefe y el ilustrador.
La señora Fifí Bigotesgrises es una vieja (dicho sea claro) gata
siamesa francesa de una raza pura con un pedigree tan largo como el
cuello de una jirafa. Se vino a vivir con nosotros después de una dura,
durísima vida. ¡Jo!, era un viejo pelacho cuando la vi por primera vez.
Su pelo erizado como los mechones de una vieja escoba, pero la hemos
pulido y puesto en forma; ahora la vieja Biddy es inferior tan sólo a mí.
Éste es su libro, su obra y si no creen que un gato siamés pueda
escribir un libro, corran (no tienen tiempo de andar) al psiquiatra más
próximo y díganle que tienen un agujero en la cabeza por el que se les
escapa el cerebro.
El jefe es un genuino lama del Tibet. Ahora es viejo, gordo, calvo y
barbudo, pero no es necesario anunciarle
con trompeta. Lean El tercer ojo, El médico de Lhasa e
Historia de Rampa. Son libros verídicos. Si no creen en
ellos llamen al enterrador más próximo, pues deberán de
estar muertos, hombre, muertos. Bueno el pobre tipo (el
jefe, no el de la funeraria) escribió este libro bajo
el dictado de la vieja gata. ¡Por poco le mata también!
Buttercup hizo la cubierta y las ilustraciones. Butter-

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cup es en realidad Sheelagh M. Rouse, una alta y cim-
b re ante ru b ia qu e hab la co n a ce n to in glés , q ue no de ja de
asombrar de la noche a la mañana a los canadienses y
ame rica nos de po r aq uí . H a hecho u nas ilustrac iones mu y
buenas, pero claro yo le di consejos. Si no entiende el
lenguaje gatuno peor para ella. A pesar de todo, trabajó
mucho y la señora Bigotesgrises está satisfecha con los
dibujos. De todos modos es ciega y no puede verlos,
¡Deberían ustedes dejar que Buttercup ilustrara su pró-
ximo libro!
Ma, claro está, es mi Ma. Nos ama, y sin Ma todos
nosotros estaríamos ya en la perrera. Este libro está
dedicado a ella. Sus antepasados eran escoceses, pero
nunca lo diría con lo generosamente que reparte la
comida. La vieja gata come como un caballo. Yo como
poquito. Ma nos alimenta a las dos.
Bueno, amigos, así es. Ahora a leerlo ustedes solos.
¡Ta! ¡Ta!
LADY KU'EI
Prólogo

«Te has vuelto loca, Feef —dijo el lama—. ¿Quién


va a creer que tú escribiste un libro?» Me sonrió con
condescendencia y me acarició debajo de la barbilla del
modo qu e más m e gu s taba , a n te s de s al i r de l a hab i ta ció n
para algún recado.
Yo me senté a deliberar. «¿Por qué no iba a poder
yo escribir un libro?», pensé. Es verdad que soy un gato,
pero no un vulgar gato, ¡oh no!, soy una gata siamesa
que ha viajado y visto mucho. «¿Visto?» Bueno, claro,
ahora estoy completamente ciega y tengo que confiar en
el lama y lady Ku'ei para que me expliquen el presente
escenario, pero tengo mis memorias.
Claro está que soy vieja, muy vieja desde luego, y no
poco enferma, pero ¿no es ésta una buena razón para
dejar escritos los hechos de mi vida, mientras pueda?
Aquí está, pues, mi versión sobre la vida con el lama
y los días más felices de mi vida, días de sol después de
una vida de sombras.

FIFÍ BIGOTESGRISES
Capítulo primero

L a fu tu ra m a d re g r i t a b a a p u n to d e e s ta l l a r . « ¡ Q u i e ro
un gato! —chillaba—. ¡Un bonito y fuerte gato!» El
ruido, dijo la gente, era terrible. Pero, claro, a madre
s e l a c o n o c í a p o r s u a l t í s i ma v o z . A n te s u p e rs i s t e n te
d e m a nd a , l a s m e j o r e s g a te r í a s d e P a r í s fu e ro n re p a s a d a s
e n b u s c a d e u n b u e n g a to s i a m é s c o n e l n e c e s a ri o p e -
d i g re e . C u a n t o m á s a g u d a s e v o l v í a l a v o z d e l a f u t u r a
ma d re , m á s s e d e s e s p e ra b a n l a s p e rs o n a s mi e n tr a s s e -
g u í a n l a b ú s q u e d a i nc a n s a b l e m e n te .
F i na l m e nt e s e e n c o n t ró u n c a nd i d a to mu y p re s e n ta b l e
y é l y l a fu tu ra ma d re fu e ro n p re s e n ta d o s f o r ma l m e n te . D e
e s te e nc u e n tro , a s u d e b i d o ti e m p o , a p a re c í y o , y s ó l o a m í
s e m e p e r m i ti ó v i v i r ; m i s h e rma no s y h e rma n a s fu e ro n
a ho g a d o s .
M a d re y y o v i v í a m o s c o n u n a v i e j a f a m i l i a fr a n c e s a q ue
t e n í a n u n a e s p a c i o s a f i nc a e n l a s a fu e ra s d e P a rí s . E l
ho m b re e r a u n d i p l o m á t i c o d e a l to ra ng o q u e i b a a l a
c i u d a d c a s i to d o s l o s d í a s . A me nu d o n o v o l v í a p o r l a
noche y se quedaba con su amante. La mujer, q u e v i v í a
c o n n o s o t r a s, m a d a m e D ip l o m a r e r a u n a m u j e r muy
dura, superficial e insatisfecha. Nosotros los gatos no
éramos «personas» para ella (como en cambio sí lo
somos para el lama) sino meros objetos para ser mos-
trados en los tés.
M a d re t e n í a u n g l o r i o s o t i p o , c o n e l m á s n e g ro d e l o s
rostros y una recta cola. Había ganado muchos premios.
Un día, antes de que yo dejara de mamar, estaba can-
tando una canción más alto que de costumbre. A mada-
me Diplomar le dio un ataque y llamó al jardinero.
«Pierre —gritó--, llévala al lago inmediatamente, no
puedo soportar más el ruido.»

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Pierre, un francés de corta estatura y rostro chupado, que nos
odiaba porque a veces nosotras ayudábamos en el jardín
inspeccionando las raíces de las plantas para ver si crecían, recogió a
mi preciosa madre, la metió dentro de un viejo saco de patatas y se
alejó en la distancia. Esa noche, sola y atemorizada, lloré hasta caer
dormida en un frío cobertizo donde no podía estorbar a madame
Diplomat con mis lamentos.

Iba dando vueltas nerviosamente, enfebrecida en mi fría cama


hecha con viejos periódicos de París echados sobre el suelo de
cemento. Retortijones de hambre estremecían mi pequeño cuerpo y me
preguntaba cómo iba a arreglármelas.

Cuando los pequeños rayos del alba se colaron con desgana a


través de las ventanas cubiertas de telarañas del cobertizo, me
sobresalté al oír el ruido de pesados pasos que subían por el camino.
Dudaron ante la puerta y entonces la empujaron y abrieron. «¡Ah! —
pensé con alivio—, es sólo madame Albertine, la mujer de limpieza.»
Crujiendo y con la respiración entrecortada, bajó su masiva forma
hasta el suelo, metió un gigantesco dedo en un bol de leche caliente y
poco a poco me persuadió para que bebiera.

Durante días me moví en el valle del dolor, penandc por mi madre


asesinada, asesinada únicamente por su gloriosa voz. Durante días no
sentí el calor del sol, ni me emocioné ante el sonido de una voz bien
amada. Pasé hambre y sed y dependía absolutamente de los buenos
oficios de madame Albertine. Sin ella me habría muerto de hambre ya
que era demasiado joven para comer sin ayuda.

Los días fueron convirtiéndose en semanas. Fui


aprendiendo a cuidar de mí misma, pero las durezas
de mis primeros tiempos me dejaron con una
constitución bastante débil.

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La finca era enorme y a menudo paseaba por ella,
alejándome de la gente y de sus patosos y mal dirigidos
pies. Los árboles eran mis favoritos, me subía a ellos
y me estiraba a lo largo de una amistosa rama, tomando
el sol. Los árboles susurraban anunciándome los días
más felices que me llegarían en el ocaso de mi vida. En-
tonces no los entendí pero confié en ellos y siempre
retuve las palabras de los árboles ante mí, incluso en
los momentos más oscuros de mi vida.
Una mañana me desperté con extraños deseos, difí-
ciles de definir. Solté un quejido interrogante que des-
graciadamente madame Diplomat oyó. «¡Pierre! —gri-
tó—. Busca un gato cualquiera, para empezar ya ser-
virá.» Más tarde durante el día, me cogieron y me metie-
ron bruscamente en un cajón de madera. Antes de que
pudiera darme cuenta de la presencia de alguien, un
viejo gato de mal aspecto se subió a mi espalda. Madre
no había tenido mucho tiempo de explicarme «los hechos
de la vida», así es que no estaba preparada para lo que
siguió. El viejo y apaleado gato se deslizó sobre mí y
sentí un espantoso golpe. Por un momento pensé que
u n a d e l a s p e r s o n a s m e ha b í a d a d o u na p a ta d a . Se nt í u n
cegante dolor y como si algo se rompiera. Di un grito
de agonía y terror y me volví fieramente contra el viejo
gato. Salió sangre de una de sus orejas y sus gritos se
sumaron a los míos. Como el rayo, la tapadera de la
caja fue retirada y unos ojos asombrados espiaron. Me
deslizé fuera, al escapar vi al viejo gato escupiendo y
revolcándose, saltar derecho a Pierre qu e cayó hacia atrás a
los pies de madame Diplomat.
Corrí a través del césped y me dirigí al refugio de
u n a mi s t o s o m a n z a no . M e e n c a r a m é s o b r e e l a m a b l e t ro n -
co, llegué a uno de sus miembros y me eché a lo largo
con la respiración entrecortada. Las hojas susurraban
en la brisa y me acariciaban dulcemente. Las ramas se

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mecían y crujían y despacio me llevaron al sueño del
agotamiento.
Durante el resto del día y toda la noche estuve
echada en la rama, hambrienta, aterrada y enferma, pre-
guntándome por qué los humanos son tan crueles, tan
s al va jes , t an poco cu id adosos po r los se nti m ie ntos de los
pe que ños an im al es que d epe nde n abso lu ta me n te d e e l los.
La noche era fría y caía una ligera llovizna proveniente
de París. Estaba empapada y temblando, sin embargo
me aterrorizaba bajar y buscar refugio.
L a f r í a l u z d e l a m a ne c e r d i o p a s o p o c o a p o c o a l g ri s
de un día cubierto. Nubes de plomo se deslizaban pre-
cipitadamente a través del bajo cielo. De vez en cuando
caían unas gotas de lluvia. Hacia media mañana una
figura familiar apareció a la vista; venía de la casa.
Madame Albertine, tambaleándose pesadamente y emi-
ti e ndo so nido s a mi s tosos , s e a ce rcó al á rbo l y m i ró hac ia
arriba con su mirada de corta de vista. La llamé débil-
mente y alargó su mano hacia mí. «Mi pobre pequeña
Fifí, ven a mí corriendo, que tengo tu comida.» Me des-
lizé de espaldas por el tronco. Se arrodilló sobre la
hierba junto a mí, acariciándome mientras yo bebía la
leche y comía la carne que había traído. Al terminar mi
comida, me restregué contra ella con gratitud, sabiendo
que no hablaba mi lengua y yo no hablaba francés
(aunque lo comprendía perfectamente). Subiendo a su
a nc h o h o m b r o m e l l e v ó a l a c a s a y a s u h a b i t a c i ó n . M i r é a
mi alrededor con los ojos abiertos de sorpresa e interés.
Ésta era una habitación nueva para mí y pensé lo
apropiada que sería para estirar las patas. Conmigo
todavía sobre su hombro, madame Albertine se dirigió
pesadamente hacia un ancho asiento en la ventana y
miró hacia fuera. «¡Ah! —exclamó suspirando pesada-
mente—. ¡Qué lástima! Entre tanta belleza, tanta cruel-
dad.» Me subió a su anchísimo regazo y me miró a la

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cara al decir: «Mi pobre preciosa y pequeña Fifí, ma-
da me Dip lom at es u na mu jer du ra y c ru e l. Una a spi rante ,
si la hubo nunca, a subir en la escala social. Para ella
no eres más que un juguete para ser mostrado; para mí
tú eres una de las pobres criaturas de Dios, pero claro
no entenderás lo que te estoy diciendo, gatita». Yo ron-
roneé para demostrar que sí la entendía y le lamí las
manos. Me dio unas palmaditas y dijo: «Oh, tanto
amor y afecto desperdiciados. Serás una buena madre,
pequeña Fifí».
Mientras me enroscaba cómodamente en su regazo
m i ré p o r la v en t a na . L a vi sta e r a t an i n ter e sa n te que tuv e
que levantarme y pegar la nariz contra el cristal para
tener mejor vista. Madame Albertine me sonrió amistosa-
mente al tiempo que jugueteaba con mi cola, pero la
vista ocupaba toda mi atención. Volviéndose se levantó
de golpe y, con las mejillas juntas, observamos. Debajo
de nosotros los bien cuidados céspedes parecían una lisa al-
fombra verde bordeada de dignos cipreses. Girando sua-
vemente hacia la izquierda, el suave gris de la avenida
se prolongaba hacia la distante carretera de donde lle-
gaba el sordo ruido del tráfico rodado procedente y en
dirección hacia la metrópolis. Mi viejo amigo el man-
zano estaba solitario y erguido junto al pequeño lago
artificial, cuya superficie reflejaba el pesado gris del
cielo y brillaba como el plomo. Al borde del agua, crecía
una cinta de cañas que me recordaba la franja de pelo
del viejo cura que venía a ver al «duque», el marido
de madame Diplomat. Volví a mirar el estanque y pensé
en mi pobre madre que la habían matado allí. «¿Y a
cuántos otros?», me pregunté.
Madame Albertine me miró repentinamente y dijo:
«Pero mi pequeña Fifí, si creo que estás llorando. Sí,
has vertido una lágrima. Es un mundo muy cruel peque-
5a cruel para todos nosotros». En la distancia se

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vieron de repente pequeños puntos negros que yo sabía
que eran coches, los cuales entraron en la avenida y \se
acercaron a gran velocidad hacia la casa frenando entre
una nube de polvo y un gran rechinar de neumáticos. La
campana sonó furiosamente haciendo que se me erizase
el pelo y que mi cola se esponjara. Madame cogió una
cosa que yo sabía que se llamaba teléfono y oí la aguda
voz de madame Diplomar, agitada: «Albertine, Alber-
tine, ¿por qué no atiendes a tus deberes?». La voz paró
de golpe y madame Albertine suspiró frustrada: «¡Ah!
Que la guerra me haya llevado a esto. Ahora trabajo
dieciséis horas al día por pura pitanza. Tú descansa,
pe que ña F i fí ; a quí tie ne s un ca jó n de tierra », Su sp i ra ndo
otra vez volvió a darme unas palmaditas y salió de la
habitación. Oí crujir la escalera bajo su peso, luego
silencio.
La terraza de piedra bajo mi ventana estaba llena
de gente. Madame Diplomat iba y venía inclinando la
cabeza sumisamente, así que supuse que eran personas
importantes. Aparecieron, como por arte de magia, mesi-
tas cubiertas de finos manteles blancos (yo usaba pe-
riódicos —el Paris Soir— como mantel), y criadas que
iban sirviendo comida y bebidas en profusión. Me volví
para enroscarme cuando un pensamiento repentino me
h i zo e nd e re z a r l a co la c o n a l a r m a . H a b í a o l v i d a d o la m á s
e l e m e nt a l d e l a s p re c a u c i o ne s ; h a b í a o l v i d a d o l a p r i m e ra
cosa que mi madre me había enseñado. «Siempre inves-
tiga una habitación extraña Fifí —había dicho—. Re-
córrelo todo minuciosamente. Asegúrate de todos los
caminos. Desconfía de lo poco corriente, lo inesperado.
Nunca descanses hasta conocer la habitación.»
Sintiéndome llena de culpa me puse sobre mis pies,
h u s m e é e l a i r e y d e c i d í c ó m o p r o c e d e r . To m a r í a l a p a r e d
izquierda primero y daría la vuelta. Salté al suelo, miré
bajo el asiento de la ventana husmeando por si había algo

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e sp ec ia l , emp ez a ndo a r eco noc e r la s i tua ció n , los p e l ig ro s
y las ventajas. El papel de la pared era floreado y gas-
tado. Grandes flores amarillas sobre un fondo púrpura.
Altas sillas escrupulosamente limpias pero con el rojo
terciopelo del asiento gastado. Los bajos de las sillas y
mesas estaban Impíos y no tenían telarañas. Los gatos
ven los bajos de las cosas, no solamente lo de encima y
los humanos no reconocerían las cosas desde nuestro
punto de vista.
Un alto armario se erigía contra una de las paredes y
yo me moví hacia el centro de la habitación para estu-
diar cómo subirme a lo más alto. Un rápido cálculo me
mostró que podía saltar de una silla a la mesa —¡oh
cómo resbalaba!— y llegar a lo alto del armario. Durante
un rato estuve allí lamiéndome la cara y las orejas mien-
tras iba pensando. Casualmente miré detrás mío y por
poco caí alarmada; una gata siamesa me miraba, eviden-
temente la había estorbado mientras se lavaba. «Raro
—p e n s é — , n o e s p e ra b a e nc o n t ra r a q u í u n a ga ta . M a d a m e
Albertine debía de tenerla secretamente. Le diré "hola-.»
Me volví hacia ella, y ella al parecer tuvo la misma idea y
se volvió hacia mí. Nos miramos con una especie de
ventana entre nosotras. «¡Extraordinario! —murmuré—,
¿cómo puede ser?» Cautelosamente, anticipando una
trampa, observé alrededor de la parte trasera de la ven-
t a n a . N o ha b í a n a d i e a l l í . C u r i o s a me n te c a d a m o v i m i e n to
q u e y o h a c í a e l l a l o c o p i a b a . A l fi na l c a í e n l a c u e n t a .
E s t o e ra u n e s p e j o , u n ra ro a r te fa c to d e l q u e m i ma d re m e
h a b í a h a b l a d o . C i e r t a m e nt e é s te e ra e l p ri m e ro q u e yo
v e í a , y a q u e é s ta e ra m i p ri m e ra v i s i ta d e n t ro d e l a c a s a .
M a d a m e D i p l o ma t e r a mu y p a r t i c u l a r y a l o s g a to s no s e
l e s p e rm i t í a e s ta r d e n tro d e l a c a s a a me nos d e que
quisiera mostrarlos. Yo hasta el momento me había es-
capado de esta indignidad.
«De todos modos —me dije a mí misma— debo con-

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tinuar con mi investigación.» El espejo puede esperar
Al otro lado de la habitación vi una gran estructura de
metal con tiradores de bronce en cada esquina y todo el
espacio entre los tiradores, cubiertos con un mantel. Rápi-
d a m e n te me d e s l i z é d e l a rm a ri o a l a me s a , p a ti na n d o u n
poco sobre el encerado y salté directa sobre la estructura
de metal cubierta por un mantel. Aterrizé en el medio y
ante mi horror la cosa me lanzó al aire. Al volver a
aterrizar eché a correr mientras decidía qué hacer.
Por unos instantes me senté en el centro de la alfom.
bra roja y azul de un dibujo como de «remolinos» que
aunque escrupulosamente limpia, había visto mejores días
en otros lugares. Parecía ser perfecta para estirar las
patas, así es que le di unos suaves estirones y parecía
ayudarme a pensar más claramente. ¡Claro! Esa gran
estructura era una cama. Mi cama cra de viejos perió-
dicos echados sobre el su elo de cemento de un cobertizo
Madame Albertine tenía como un viejo mantel echado
sob re u na espe ci e d e e s truc tu ra de h ie rro . Ron ro ne ando de
placer por haber resuelto el problema, me dirigí hacia é s t a
y e x a m i n é l a p a r t e i n f e r i o r c o n g r a n i n t e r é s . I n mensos
muelles cu biertos por lo que obviamente era una e s p e c i e d e
t r e m e n d o s a c o r a s g a d o , s o p o r t a b a n l a c a r g a a m o n to na da
s o b re é s to s . P o d í a v e r c l a ra m e n te d o n d e e l p e s a d o c u e r p o
de madame Albertine había destrozado algunos de los
muelles que colgaban.
Con espíritu de investigación científica tiré de una
tela a rayas que colgaba de una esquina al otro lado
cerca de la pared. Ante mi increíble horror, salieron
p lumas volando. «¡Por todos los gatos! —exclamé yo—.
Guarda pájaros muertos aquí. No me extraña que sea
tan enorme, debe comérselos durante la noche.» Unos
cuantos rápidos husmeas alrededor y había ya agotado
todas las posibilidades de la cama.
Mientras observaba a mi alrededor y me pregun.

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t a b a d ó n d e mi r a r l u e g o , v i u n a p u e r t a a b i e r t a . D i m e d i a
docena de pasos y sigilosamente me agaché junto a un
poste de la puerta, inclinándome un poco hacia delante
para que un ojo pudiera echar un primer vistazo. A pri-
mera vista el cuadro era tan extraño que no podía com-
prender lo que estaba viendo. Algo brillante en el suelo
c o n u n d i b u j o b l a n c o y ne gr o . C o n t ra u na d e l a s p a re d e s
una especie de abrevadero (sabía lo que era porque los
había cerca de los establos), mientras que contra otra
pared sobre una plataforma de madera, había la taza de
p o rc e l a na m á s g r a nd e q u e j a m á s h a b r í a p o d i d o i ma g i n a r .
Estaba sobre la plataforma de madera y tenía una tapa-
dera de madera blanca. Mis ojos se iban agrandando y
tuve que sentarme y rascarme la oreja derecha mientras
deliberaba. Quién bebería en algo de semejante tamaño,
me preguntaba.
En aquel momento oí el ruido de madame Albertine
subiendo las crujientes escaleras. Apenas parándome a
ver si mis mostachos estaban en orden, corrí hacia la
p u e r ta p a r a s a l u d a r l a . A n te m i s g ri to s d e j ú b i l o , l l e na d e
contento, dijo: «¡Ah!, mi pequeña Fifí, he robado lo me-
jor de la mesa para ti. Esos cerdos se están hartando,
¡uf! ¡Me dan ganas de vomitar!». Se agachó y me puso
los platos, ¡verdaderos platos!, delante mío, pero no tenía
tiempo para la comida todavía, tenía que decirle lo mu-
cho que la quería. Ronroneé mientras ella me acogía en
su ancho pecho.
Esa noche dormí a los pies de la cama de madame
Albertine. Echa un ovillo en la inmensa colcha, estuve
más cómoda que nunca desde que me habían separado
de mí madre. Mi educación fue en aumento; descubrí la
razón de lo que en mi ignorancia había creído que era
una taza de porcelana gigante. Me hizo enrojecer rostro
y cuello al pensar en mi ignorancia.
A la mañana siguiente madame Albertine se vistió

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y bajó la escalera. Se oían los ruidos de mucha conmo-
ción, muchas voces altas. Desde la ventana vi a Gaston,
el chófer, limpiando el gran Renault. Al poco rato
desapareció para volver después con su mejor uniforme.
L l e v ó e l c o c he a l a e n t ra d a d e l a c a s a y l o s c r i a d o s l l e n a -
ron el portaequipaje de maletas y paquetes. Me agaché
más, monsieur el duque y madame Diplomat se diri-
gieron al coche y fueron conducidos por Gaston avenida
abajo.
El ruido debajo mío creció, pero esta vez era como
d e g e n te c e l e b r a nd o a l g o . Ma d a m e A l b e rt i n e s u b i ó ru i d o -
samente las escaleras con el rostro rebosante de felicidad y
rojo por el vino. «Se han ido, pequeña Fifí —gritó,
aparentemente creyendo que yo era sorda—. Se han
ido, durante toda una semana estaremos libres de su
tiranía. Ahora nos divertiremos.» Estrujándome contra
e l l a m e l l e v ó a b a j o d o n d e s e c e l e b ra b a u n a f i e s t a . T o d o s
l os c riado s p are cí an más conte ntos a ho ra , y yo m e se ntía
o rg u l l o s a d e q u e m a d a m e A l b e r ti n e m e l l e v a ra e n b ra z o s a
pesar de que temía que mi peso de cuatro libras la
cansara.
Por una semana todos ronroneamos juntos. Al final
de esa semana lo arreglamos todo y asumimos la más
miserable de nuestras expresiones preparándonos para
la vuelta de madame Diplomat y su marido. Él no nos
preocupaba, solía pasearse por ahí tocándose su Legión
de Ho no r e n el bo tón d e l a so lap a . Sea como fu e re e s taba
siempre pensando en el «servicio», no en los criados
ni gatos. El problema era madame Diplomat. Era una
mujer regañona, desde luego, y fue como el perdón de
la guillotina cuando oímos el sábado que volverían a
irse una semana o dos, ya que tenían que verse con lo
«mejorcito».
El tiempo pasaba rápidamente. Por la mañana ayu-
daba a los jardineros levantando una planta o dos para

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ver si las raíces crecían satisfactoriamente. Por las tardes
me re t i ra b a a u n a c ó m o d a ram a d e l v i ejo m a nz ano s o ñ a n -
do en climas más cálidos y antiguos templos donde los
sacerdotes vestidos con túnicas amarillas daban vueltas
silenciosamente siguiendo sus oficios religiosos. Repen-
tinamente me despertaba el sonido de aviones de las Fuer-
zas Aéreas francesas rugiendo locamente a través del
cielo.
Estaba empezando a ponerme pesada ahora y mis
gatitos empezaban a moverse dentro de mí. No me era
f á c i l mo v e rm e a h o ra , te n í a q u e m e d i r m i s p a s o s . D u r a n t e
los últimos días cogí el hábito de ir a la lechería a mirar
cómo ponían la leche de las vacas dentro de una cosa
que daba vueltas y producía dos chorros, uno de leche y
otro de crema. Me sentaba sobre un estante bajo para
no molestar. La lechera me hablaba y yo le contestaba.
Un atardecer estaba sentada sobre el estante a unos
s ei s p ie s de un cu bo l le no de lec he . La leche ra me es taba
hablando de su último novio y yo le ronroneaba asegu-
rándole que todo iría bien entre ellos. De repente se oyó
un chillido que atravesaba el tímpano como cuando a un
gato macho se le pisa la cola. Madame Diplomat entró
en la lechería corriendo y gritando: «Te dije que no

tu vieras gatos aquí, nos e n v e n e n ar ás ». Cogió lo primero


que encontró a mano, una medida de cobre y me la tiró
con toda su fuerza. Me dio en el costado con mucha
violencia y me hizo caer en el cubo de la leche. El dolor
fue terrible. Apenas podía chapotear para mantenerme a
fl o te . Se ntí sal í rsem e l as entra ña s . El suel o se tamb al eó
bajo pesados pasos y madame Albertine apareció. Rápi-
damente inclinó el cubo y tiró la leche manchada de
sangre. Pasó suavemente sus manos sobre mí. «Llama
al señor veterinario», ordenó. Yo me desmayé.
Al despertar estaba en la habitación de madame
Albertine en un cajón forrado y caliente. Tenía tres

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costillas rotas y había perdido mis gatitos. Durante algún
tiempo estuve muy enferma. El señor veterinario venía a
verme a menudo y me dijeron que le había dicho
pa lab ras du ras a m adam e D iplo ma r. «C rue ldad . C rueldad
innecesaria», había dicho. «A la gente no le gustará.
Dirán que es usted una mujer mala.» «Los criados me
han dicho —dijo él— que la futura madre gatita era
muy limpia y muy honrada. No, madame Diplomat, fue
muy malvado de su parte.»
M a d a m e A l b e rt i ne m e m o j a b a l o s l a b i o s c o n a g u a , ya
que tan sólo pensar en leche me hacía palidecer. Día tras
día intentaba convencerme para que comiera. El señor
veterinario dijo: «Ahora no hay esperanza, morirá, no
puede vivir otro día sin comer». Pasé a un estado coma-
t o s o . D e s d e a l g ú n l u g a r m e p a re c í a o í r e l s u s u r ro d e l o s
árboles, el crujir de las ramas. «Gatita —decía el man-
zano—, gatita, esto no es el fin.» Extraños ruidos me
z u m b a b a n e n l a c a b e z a . V i u n a b r i l l a n te l u z a m a r i l l a , v i
maravillosos parajes y olí placeres celestiales. «Gatita
—susurraban los árboles—, esto no es el fin, come y
vive. No es el fin. Tienes una razón para vivir, gatita.
Tendrás días felices en el ocaso de tu vida. No ahora.
Esto no es el fin.»
Abrí los ojos pesadamente y levanté algo la cabeza.
Madame Albertíne con grandes lágrimas corriéndole por
las mejillas, se arrodilló junto a mí aguantando algunos
finos pedazos de pollo. El señor veterinario estaba de
p i e j u n to a l a m e s a l l e n a n d o u n a j e r i n g a c o n a l g o d e u n a
botella. Débilmente tomé uno de los pedazos de pollo, lo
retuve un instante en la boca y lo tragué. «¡Milagro!
¡Milagro!», dijo madame Albertine. El señor veterinario
se volvió con la boca abierta y poco a poco fue dejando
la jeringa y vino hacia mí. «Es como usted dice, un
milagro —remarcó--. Estaba llenando la jeringa para
administrarle el golpe de gracia y evitar así más sufri-

24
miento.» Les sonreí y emití tres ronroneos, todo lo que
pude. Mientras volvía a adormecerme les oí decir: «Se
recuperará».
Durante una semana continué en un pobre estado;
no podía respirar hondamente, ni podía dar más que
unos pocos pasos. Madame Albertine me había traído mi
cajón de tierra muy cerca, ya que madre me había ense-
ñado a ser muy cuidadosa con mis necesidades. Una se-
mana más tarde madame Albertine me llevó abajo. Ma-
dame Diplomat estaba de pie ante una habitación con
una mirada burlona y de desaprobación. «Hay que lle-
varla a un cobertizo, Albertine», dijo madame Diplomat.
«Con perdón, señora —dijo madame Albertine—, toda-
v ía no es tá lo su fic ie n te me n te bi en, y si se l a ma l tra ta , yo
y otros criados nos iremos.» Con un altivo resoplido y
mirada, madame Diplomat volvió a entrar en la habi-
t a ció n . Ab ajo e n la s coc in as a l gu nas d e l as v ie jas mu je res
vinieron a hablarme y dijeron que se alegraban de que
estuviera mejor. Madame Albertine me dejó en el suelo
suavemente para que pudiera moverme y leer todas las
noticias de cosas y de la gente. Pronto me cansé, ya que
aún no me encontraba bien, y me dirigí a madame Alber-
tine, levanté la mirada hacia su rostro y le dije que
quería ir a la cama. Me cogió y volvió a lo más alto
de la casa. Estaba tan cansada que me dormí profunda-
mente antes de que me metiera en la cama.
Capítulo II

E s fá c i l s e r s e n s a to d e s p u é s d e l o s a c o n te c i m i e n to s .
Escribir un libro trae recuerdos. A través de la dureza
de los años, pensé a menudo en las palabras del viejo
manzano: «Gatita, esto no es el fin. Tienes un propósito
en la vida». Entonces pensé que no era más que una
amabilidad para animarme. Ahora lo sé. Ahora en el
ocaso de mi vida tengo mucha felicidad; si estoy au sente,
aunque no sea más que unos minutos, oigo: «¿Dónde
está Fifí? ¿No le ha pasado nada?». Y sé que soy amada
po r mí mis ma no só lo po r mi apa rie nc ia. E n m i ju ve ntud
era distinto, no era más que una pieza de escaparate o
como diría la gente moderna una «pieza de conversación».
Los americanos dirían un «juguete ingenioso».
Madame Diplomar tenía sus obsesiones. Tenía la
obsesión de ascender más y más en la escala social de
Francia, y mostrarme en público era un seguro amuleto
para el éxito. Me odiaba, ya que odiaba a los gatos (ex-
cepto en público) y no se me permitía entrar en la casa a
menos de que hubiera invitados. El recuerdo de mi
primera «presentación» lo tengo vívido en mi mente.
Estaba en el jardín un día caluroso y soleado. Du-
ra nte un ra to h ab ía es tado m i ra ndo a l as ab ej as l lev ando
p o l e n s o b re s u s p a ta s . En to n c e s m e m o v í p a ra e x a m i na r
e l p i e d e u n c i p ré s . El p e r ro d e u n v e c i n o h a b í a re c i e n te -
mente estado allí y dejado un mensaje que yo quería
leer. Echando frecuentes miradas sobre mi hombro para
ver si estaba a salvo, dediqué mi atención al mensaje.
Poco a poco me fui interesando más y más y fui per-
diendo la conciencia de cuanto me rodeaba. Inesperada-
mente unas ásperas manos me agarraron y me despertaron
de mi contemplación del mensaje del perro. Pzzt, silbé

26
mientras me liberaba dando un fuerte golpe hacia atrás al
hacerlo. Subí al árbol y miré hacia abajo. Siempre corre
primero y mira luego —había dicho madre—. Es mejor
correr sin necesidad que parar y no poder volver a correr.»
M i ré ha c i a a ba j o . Es ta b a P i e r re , e l j a rd i n e ro , a ga rr á n-
dose la punta de la nariz, un reguerillo de sangre le iba
corriendo por entre sus dedos. Mirándome con odio, se
agachó, cogió una piedra y la tiró con toda su fuerza.
Di la vuelta al tronco del árbol, pero así y todo la vibra-
ción de la piedra contra el tronco casi me hizo caer.
Volvió a agacharse para coger otra piedra en el mismo
m o m e n t o q u e m a d a m e A l b e r t i n e a n d a n d o s i l e n c i o s a m e n te
sobre el musgoso terreno adelantó un paso. Recogiendo l a
escena en una mirada, adelantó ágilmente la pierna y
Pierre cayó al suelo cara abajo. Le cogió por el cuello
y lo levantó sacudiéndolo. Lo agitó con violencia, no era
más que un hombre pequeñito, y le hizo tambalear.
«Dañas a la gata y te mato, ¿me oyes? Madame Diplo-
mat te envió a buscarla, hijo de perra, no para que la
dañaras.» «La gata se me escapó de las manos y me
caí contra el árbol y me sangra la nariz —balbució
Pierre—, perdí los estribos a causa del dolor.» Madame
Albertine se encogió de hombros y se volvió hacia mí.
«Fifí, Fifí, ven con mamá», llamó. «Ya voy», grité mien-
tras ponía mis brazos alrededor del tronco y me desli-
zaba de espaldas. «Ahora tienes que comportarte lo me-
jor que puedas, pequeña Fifí —dijo madame Albertine—.
La señora 1 quiere mostrarte a sus visitas.» La palabra
señora siempre me divertía. El señor duque tenía una se-
ñora en París así que, ¿cómo era madame Diplomat
la señora? De todos modos, pensé, sí quieren que tam-
bién se la llame «señora», por mí no hay problema. Esta
era gente muy rara e irracional.
1. En inglés mistress significa señora y amante.

27
Andamos juntas a través del césped, madame Alber-
tine me llevaba para que mis pies estuvieran limpios para
l as v is i tas . Sub imos lo s a nchos p eld año s de pi ed ra do nde
vi un ratón escurriéndose en un agujero junto a un
arbusto y atravesamos la galería. Al otro lado de las
puertas abiertas del salón vi a una multitud de gente
sentada y charlando como un grupo de gorriones. «He
traído a Fifí, señora», dijo madame Albertine. La «se-
ñora» se levantó de un salto y me tomó con cuidado de
los brazos de mi amiga. «¡Oh, mi querida dulce y chi-
quitina Fifí! », exclamó mientras daba la vuelta tan aprisa
qu e me ma re é. L as muj e res s e l eva n ta ro n y se agrup a ron
cerca de mí profiriendo exclamaciones de admiración. Los
gatos siameses en Francia eran una rareza en aquellos
t i e m p o s . I nc l u s o l o s ho m b re s a l l í p re s e n te s s e mo v i e ro n
p a ra m i ra r . Mi n e g ro ro s t ro y b l a n co c u e rp o t e rm i n an d o en
una cola negra, parecía intrigarles. «Excepcional entre lo

ex cepc io na l —d i jo la se ño ra — . Un magn í fico pedigree;


costó una fortuna. Es tan cariñosa, a veces duerme con-
migo por la noche.» Yo grité protestando ante tales men-
tiras y todo el mundo retrocedió alarmado. «Está ha-
blando», dijo madame Albertine, a quien se le había
ordenado que se quedara en el salón «por si acaso».
Como el mío, el rostro de madame Albertine reflejaba
s o r p r e s a d e q u e l a s e ñ o r a d i j e r a t a n ta s f a l s e d a d e s . « A h ,
Renée —dijo una de las invitadas—, deberías llevarla a
América cuando vayas. Las mujeres americanas pueden
ser una gran ayuda en la carrera de tu marido si les
gustas y la gatita ciertamente llama la atención.» La
señora apretó sus delgados labios de modo que su boca
desapareció por completo. «¿Llevarla? —preguntó—.
¿C ó m o l o ha rí a ? A rm a r í a j a l e o y te nd r í a m o s d i f i c u l ta d e s
cuando volviéramos.» «Tonterías, Renée, me sorpren-
des —replicó su amiga—. Conozco a un veterinario que
te dará una droga con la que dormirá durante todo el

28
vuelo. Puedes arreglártelas para que vaya en una caja
acolchada como equipaje diplomático.» La señora asintió
con la cabeza: «Sí, Antoinette, tomaré esta dirección».
Durante un rato tuve que quedarme en el salón.
Hacían comentarios sobre mi tipo, se admiraban de lo
largo de mis piernas y la negrura de mi cola. «Yo creía
que todos los mejores tipos de gato siamés tenían la
cola enroscada», dijo una. «Oh no —contestó la seño-
ra—, gatos siameses con colas enroscadas no están de
moda ahora, cuando más recta la cola mejor el gato.
Pronto enviaremos a ésta a juntarse y entonces tendremos
gatitos para dar.» Finalmente madame Albertine dejó
el salón. «¡Puff! —exclamó—. Dame gatos de cuatro
patas en cualquier momento antes que esta variedad de
dos patas.» Rápidamente di una ojeada a mi alrededor;
no ha b í a v i s to n u n c a g a to s c o n d o s p a ta s a n te s y no c o m-
prendía cómo podían arreglárselas. No había nada de-
trás mío excepto la puerta cerrada, así es que meneé la
cabeza con un gesto de extrañeza y seguí andando junto a
madame Albertine.
Estaba oscureciendo y una ligera llovizna golpeaba las
ventanas cuando el teléfono en la habitación de madame
Albertine sonó irritablemente. Se levantó para contes-
tarlo y la aguda voz de la señora rompió la paz. «Alber-
tine, ¿tienes a la gata en la habitación?» «Sí, señora,
todavía no está bien», replicó madame Albertine. La voz
de la señora subió un octavo de tono: «Te he dicho,
Albertine, que no la quiero en la casa a menos de que
haya visitas. Llévala al cobertizo inmediatamente. ¡Me
asombro de mi bondad dejándote quedar; eres tan inútil!».
Muy a pesar suyo madame Albertine se puso un grueso
abrigo de punto, se metió dentro de un impermeable y
se enroscó un pañuelo en la cabeza. Cogiéndome en bra-
zos me arropó con un chal y me bajó por la escalera tra-
sera. Se paró en la sala de los criados para coger una lin-

29
terna y fue hacia la puerta. Un viento tempestuoso me
dio en la cara; unas nubes bajas corrían a través del cielo
nocturno; desde un alto ciprés un búho ululó desma-
yada me nte , ya q u e nu es t ra p re se nc ia hab ía esp ant ad o al
ratón que había estado cazando. Ramas cargadas de
lluvia nos rozaban y echaban su carga de agua sobre
n o s o t r a s . E l c a m i n o e ra r e s b a l a d i z o y t ra i d o r e n l a o s c u -
ridad. Madame Albertine se arrastraba cautelosamente
escogiendo sus pasos a la tenue luz de la linterna mur-
m u r a n d o i m p re c a c i o n e s c o n t r a m a d a m e D i p l o ma t y t o d o
lo que ésta representaba.
A n te noso tras ap a rec ió el cobe rti zo , como u na ma rca
más negra en la oscuridad de los sombríos árboles. Em-
pujó la puerta y entró. Hubo un golpe tremendo al des-
lizarse al suelo una maceta que había quedado cogida a
sus voluminosas faldas. Muy a mi pesar se me erizó la
co la d e mi edo y se m e fo rmó u n agu do trazado a lo l a rgo
de mi espinazo. Iluminando con su linterna un semi-
círculo delante de ella, madame Albertine se adentró
en el cobertizo y fue hacia el montón de viejos periódi-
cos que eran mi cama. «Me gustaría ver a esa mujer
encerrada en un lugar como éste —murmuró para sus
adentros—. Ya le bajarían un poco los humos.» Me dejó
con cuidado en el suelo, se aseguró de que tenía agua,
nu nca bebía leche ahora, sólo agua, y pu so unos cuantos
pedacitos de pata de rana a mi lado. Después de darme
unas palmaditas en la cabeza, fue retrocediendo poco a
poco y cerró la puerta tras ella. El difuso sonido de sus
pasos fu e ahogándose bajo el mordaz viento y el chapoteo
de la llu vi a sob re e l ga lva nizado te jado d e hi e rro . Od iab a
este cobertizo. A menudo a la gente se le olvidaba mi
existencia por completo y yo no podía salir hasta que
abrían la puerta. Con demasiada frecuencia me había que-
dado a llí s i n comida ni bebida du ra nte dos o inclus o tres
días. Los gritos no servían de nada, ya que estaba dema-

30
siado lejos de la casa, escondida en un bosquecillo de
á rb o l e s , l e j o s , d e t rá s d e t o d o s l o s r e s t a n t e s e d i f i c i o s . M e
estiraba hambrienta poniéndome más y más arrugada es-
perando a que alguien de la casa se acordara de que no
se me había visto por ahí por algún tiempo y viniera, a
investigar.
¡Ahora es tan distinto! Aquí me tratan como a un
ser humano. En vez de casi morir de hambre tengo siem-
pre comida y bebida y duermo en un dormitorio con mi
propia cama de verdad. Mirando hacia atrás a través de
los años, parece como si el pasado fuera un viaje cru-
zando una larga noche y como si ahora hubiera salido
a la luz del sol y al calor del amor. En el pasado tenía
qu e es ta r a le rta a los pa sos pa to sos , aho ra todo e l mu ndo
vigila por si yo estoy ahí. Los muebles no se cambian
nunca de lugar a menos de que se me enseñe su nuevo
sitio porque soy ciega y vieja y ya no puedo cuidar de
mí misma; como dice el lama soy una querida vieja
abuela que goza de paz y felicidad. Mientras dicto esto
estoy sentada en una cómoda silla donde los calientes
rayos del sol se posan sobre mí.
Pero todo a su debido tiempo, los días de las som-
bras estaban todavía conmigo y todavía el sol tenía que
aparecer después de la tormenta.
Sentía extraños movimientos dentro de mí. En voz
baja, ya qu e me sentía insegura, canté una canción. Deam-
bulaba por el terreno en busca de algo. Mis deseos eran
vagos y sin embargo apremiantes. Sentada junto a una
ventana abierta, sin atreverme a entrar, oí a madame
Diplomat usando el teléfono. «Sí, está llamando. La en-
viaré inmediatamente y la recogeré mañana. Sí, quiero
vender los gatitos tan pronto como sea posible.» Poco
después Gaston vino a mí y me puso en una caja de
madera donde no se podía respirar con la tapa bien
cerrada. El olor de la caja, aparte del ambiente irrespi-

31
rable, era de lo más interesante. Había servido para llevar
comida, patas de rana, caracoles, carnes crudas y ver-
duras. Estaba tan interesada que apenas noté cuando
Gaston cogió la caja y me llevó al garaje. Durante un
rato dejó la caja sobre el suelo de cemento. El olor a
aceite y gasolina me daba ganas de vomitar. Por fin
Gaston volvió a entrar en el garaje, abrió las grandes
puertas de entrada y dio el contacto a nuestro segundo
co che , u n v ie jo C i troe n . Tra s ec ha r m i c aj a con bas tante
r ud e za e n e l p o r ta equ ipa jes e nt ró d el an t e y s al imo s . F u e
un viaje terrible, tomábamos las curvas tan aprisa que
mi caja rodaba con violencia y paraba con un golpe. A
la próxima curva volvería a repetirse el proceso. La
oscuridad era intensa y los humos del tubo de escape
me ahogaban y me hacían toser. Creí que el viaje no
t e rm i na rí a nu n c a . D e re p e nt e e l c o c h a s e d e s v i ó , s e o yó
un espantoso chirrido de los neumáticos al patinar, y
cuando el coche volvió a ponerse recto y siguió corriendo, mi
caja dio la vu elta y se quedó boca abajo. Me di contra una
aguda astilla y mi nariz empezó a sangrar. El Citroén se
ta mba leó a l pa ra r y p ro nto o í voce s . Abri e ro n el po rta -
equipajes y por un momento hubo silencio y entonces
«Mira, hay sangre!», dijo una voz extraña. Levantaron
mi caja, la sentí balancearse mientras algu ien la llevaba.
Subieron unos peldaños, se veían sombras a través de
las rendijas de la caja y adiviné que estaba dentro de
una casa o cobertizo. Se cerró una pu erta, me levantaron
más alto y me colocaron sobre una mesa. Desmañadas
mano s a ra ñaba n l a supe rf ici e ex te rna y ab rie ro n la c aja .
Yo guiñé los ojos ante la repentina luz. «Pobre gatita»,
dijo una voz de mujer. Alargando los brazos puso la
mano debajo mío y me cogió. Yo me sentía enferma, con
ganas de vomitar y mareada por los humos del tubo de
escape, medio ida por la violencia del viaje y sangrando
bastante por la nariz. Gaston, allí, de pie, estaba blanco

32
y asustado. «Debo telefonear a madame Diplomat», dijo
un hombre. «No me haga perder mi trabajo —dijo Gas-
ton—, conduje con mucho cuidado.» El hombre cogió
el teléfono mientras la mujer me secaba la sangre de la
nariz. «Madame Diplomat —dijo el hombre—, su gatita
está enferma, está desnutrida y ha sido espantosamente
a g i tada po r e st e v ia je . P e rderá su g a t a , mad ame , a me nos
de que se la cuide mejor.» «Por Dios —oí que replicaba
la voz de madame Diplomat—, tanto jaleo por un gato.
Ya la cuidamos. No la tenemos consentida y mimada,
qu i e ro qu e ten g a g a t i to s .» «Ti e n e u s ted un a ga ta s i am es a
muy valiosa, del mejor tipo en toda Francia. Descuidar a
esta gata es un mal negocio, como usar sortijas de
diamantes para cortar cristal.» «Ya la conozco —con-
testó madame Diplomat—. ¿Está el chófer aquí?, quiero
hablar con él.» El hombre pasó el teléfono a Gaston en
s i l e nc i o . P o r a l gu n o s i n s ta nte s e l t o r re n te d e p a l a b ra s d e
la señora fue tan grande, tan vitriólico que no podía per-
seguir su fin, simplemente atontaba los sentidos. Final-
mente, después de mucho estirar llegaron a un acuerdo.
Yo tenía que quedarme ¿dónde estaba yo?, hasta que
estuviera mejor.
Gaston se fue temblando todavía al pensar en ma-
dame Diplomat. Yo seguí echada sobre la mesa mientras
el hombre y la mujer me atendían. Tuve la sensación
de un ligerísimo pinchazo y casi antes de que pudiera
darme cuenta me quedé dormida. Fue una sensación de
lo más peculiar. Soñé que estaba en el cielo y que mu-
chos gatos me hablaban, preguntándome de dónde venía y
q u i é n e s e r a n m i s p a d r e s . H a b l a b a n e n e l m e j o r f ra nc é s
gatuno siamés además. Levanté la cabeza pesadamente y
abrí los ojos. La sorpresa ante el lugar donde estaba
causó el erizamiento de mi cola y un escalofrío en mi
espinazo. A pocos centímetros de mi rostro había una
puerta de red de hierro. Yo estaba echada sobre paja lim-

33
pia. Detrás de la puerta de alambre había una gran
habitación que contenía todo tipo de gatos y algunos
perritos. Mis vecinos a cada lado eran gatos siameses.
«Ah, la desgraciada está moviéndose», dijo uno. «¡Uf!
¡Cómo te colgaba la cola cuando te trajeron!», dijo el
otro. «¿De dónde vienes?», chilló un persa desde el
otro lado de la habitación. «Estos gatos me ponen
enfermo», gruñó un pequeño poodle desde una caja
en el suelo. «Yeh —murmuró un perrito justo fuera
de la órbita de mi vista—, a estas damas les darían
una buena paliza en mi Estado.» «Oíd a este perro
yanqui dándose aires —dijo alguien cerca—, no
lleva aquí el tiempo suficiente como para tener
derecho a hablar. No está más que a pensión, eso
es!»
«Yo soy Chawa —dijo la gata de mi derecha—. Me
han sacado los ovarios.» «Yo soy Sang Tu —dijo la
gata de mi izquierda—. Yo luché con un perro,
pequeña, deberías ver a ese perro, desde luego poco
q u e d a d e é l.» « Y o s o y F i f í — r e s p o n d í t í m i d a m e n t e — .
N o s a b í a q u e había más gatos siameses aparte de mí y
de mi desapar ecida mad re.» Po r algú n tiempo se hizo el
silencio en la gran habitación y entonces surgió un
gran rugido al entrar el hombre que traía la comida.
T o d o e l m u n d o hablaba a la vez. Los perros pedían que
se les alimentan primero, los gatos llamaban a los perros
cerdos egoístas. S e o í a e l e n t r e c h o c a r r u i d o s o d e l o s
p l a t o s d e c o mi d a y el gorjeo de agua al llenar los botes
p a r a b e b e r y l u e g o el glup glup de los perros al comenzar a
comer.
El hombre se acercó a mí y me miró. La mujer entró y
atravesó viniendo hacia mí. «Está despierta», dijo el
hombre. «Preciosa gatita —dijo la mujer—. Tendremos
que fortalecerla, no puede tener gatitos en su presente
estado.» Me trajeron una abundante porción de comida
y siguieron con los otros. Yo no me encontraba denla.
siado bien, pero pensé que sería de mala educación no
34
comer, así es que me lo propuse y pronto lo hube ter-
minado todo. «¡Oh! —dijo el hombre cuando volvió—,
estaba hambrienta.» «Vamos a ponerla en el anexo —dijo
la mujer—, tendrá más luz solar allí, creo que todos
estos animales la molestan.»
El hombre abrió mi jaula y me acunó en sus brazos
mientras me llevaba a través de la habitación y a través
de una puerta que no había podido ver antes. «Adiós»,
chilló Chawa. «Encantada de conocerte —gritó Sang
Tu—. Dales recuerdos míos a los gatos machos cuando
les veas.» Cruzamos el umbral de la puerta y entramos
en una habitación iluminada por el sol, donde había una
gran jaula en el centro. «¿Va a meterla en la jaula de los
monos, jefe?», preguntó un hombre a quien no había
visto antes. «Sí —replicó el hombre que me llevaba—,
necesita cuidados, ya que no llevaría en su presente es-
tado.» ¿Llevaría? ¿Llevaría? ¿Qué es lo que suponían
que iba a llevar? ¿Creían que iba a trabajar yo aquí
llevando platos o algo parecido? El hombre abrió la
puerta de la jaula grande y me metió. Se estaba bien
aparte del olor a desinfectante. Había tres ramas y es-
tantes y una agradable caja de paja forrada de tela para
dormir. Me paseé alrededor con cautela, ya que madre
me h a b í a e n s e ñ a d o a q u e i nv e s t i g a ra c o m p l e ta m e n te c u a l -
quier lugar extraño antes de instalarme. Una rama de
árbol me invitaba, así es que saqué mis pezuñas para de-
mostrar que ya me sentía instalada. Al encaramarme por
la rama vi que podía mirar sobre un pequeño cercado y
ver más allá.
Había un gran espacio cerrado con alambre todo
alrededor y por encima. Pequeños árboles y arbustos
llenaban el terreno. Mientras observaba, un gato siamés
de lo más magnífico salió a la vista. Tenía un tipo fan-
tástico, largo y delgado con pesados hombros y la más
negra de las colas negras. Mientras atravesaba despacio

35
el terreno iba cantando la última canción de amor. Yo
escuché extasiada, pero por el momento tenía demasiada
vergüenza para contestar cantando. Mi corazón latía y
tuve una sensación de las más extrañas. Se me escapó
un gran suspiro mientras él desaparecía.
Durante un rato me quedé sentada en lo más alto
d e e s a ra m a , l l e na d e s o rp re s a . Mi c o l a s e mo v í a e s p a s .
módicamente y mis piernas temblaban tanto de la emo-
ción que apenas podían soportarme. ¡Qué gato!, ¡qué
tipo más formidable! Podía imaginármelo llenando de
gracia un templo en el lejano Siam, con sacerdotes de
amarillas túnicas saludándole mientras dormitaba al sol.
¿ Y m e equ ivo cab a? Se ntía que hab ía mi rado e n mi d i rec-
ción, que lo sabía todo de mí. Mi cabeza era un torbe-
llino con pensamientos sobre el futuro. Despacio, tem-
b l a n d o , d e s c e n d í d e l a ra m a , e n t ré e n l a c a j a d e d o rm i r y
me eché para seguir pensando.
Esa noche dormí inquieta; al día sigu iente el hombre
d ijo que yo tení a fieb re a cau s a de l ma l v ia je e n co che y
los humos del tubo de escape. ¡Yo sabía por qué tenía
fiebre! Su bello rostro negro y su larga cola arrastran-
dose se habían apoderado de mis sueños. El hombre
dijo que me encontraba débil y que tenía que descansar,
Durante cuatro días viví en esa jaula descansando y
comiendo. A la mañana siguiente me condujeron a una
casita dentro del cercado con redes. Al instalarme miré a
mi alrededor y vi que había un muro de red entre mi
compartimiento y el del guapo gato. Su habitación estaba
cuidada y arreglada, su paja estaba limpia y vi que su
bol de agua no tenía polvo flotando sobre la superficie.
No estaba dentro en aquel momento, adiviné que esta-
ría en el cercado jardín dando un vistazo a las plantas.
Llena de sueño, cerré los ojos y di unas cabezadas.
Una poderosa voz me hizo saltar despertándome y miré
tímidamente al muro de red. « ¡Bueno! —dijo el gato

36
s i a m é s — , e n c a n ta d o d e c o n o c e r te , d e s d e l u e g o .» S u g ran
rostro negro estaba contra la red, y sus vívidos ojos
azules disparaban sus pensamientos hacia mí. «Nos va-
mos a casar esta tarde —dijo él—. Me gustará, ¿y a ti?»
Enrojeciendo toda yo escondí mi cara entre la paja. «Oh,
no te preocupes tanto —exclamó él—. Estamos haciendo
un noble trabajo; no hay los suficientes de nosotros en
F ra n c i a . T e g u s ta rá , y a v e r á s » , r i ó m i e n t r a s s e s e n t a b a a
descansar después de su paseo matinal.
A la hora de comer, vino el hombre y rió al vernos
sentados cerca el uno del otro con sólo la red entre nos-
o t ro s y c a nt a nd o u n d ú o . E l g a to s e a l z ó s o b re s u s p a ta s y
le rugió al hombre: «¡Saca esa... puerta de en medio!»,
usando algunas palabras que me hicieron enrojecer toda
otra vez. El hombre sacó despacio la clavija, volvió a
colgarla fuera de peligro, dio la vuelta y nos dejó.
¡ O h ! Es e ga to , e l a rd o r d e s u s a b ra z o s , l a s c o s a s q u e
me dijo. Después nos qu edamos echados uno junto al otro
en un dulce calor y entonces tuve el escalofriante pensa-
miento: yo no era la primera. Me levanté y volví a mi
habitación. El hombre entró y volvió a cerrar la puerte-
cilla entre nosotros. Por la noche vino y me volvió a
llevar a la jaula grande. Dormí profundamente.
Por la mañana, vino la mujer y me llevó a la habita-
ción en la que había estado al ingresar en este edificio.
Me colocó sobre una mesa y me aguantó fuertemente
mientras el hombre me examinaba a fondo cuidadosa-
mente. «Tendré que ver al dueño de esta gata porque
la pobrecita ha sido muy maltratada. ¿Ves? —dijo indi-
cando mis costillas izquierdas y tocando donde todavía
me dolía—. Algo espantoso le ha pasado y es un animal
demasiado valioso para que se le descuide.» «¿Damos
un paseo en coche y nos acercamos a hablar con la due-
ña?» La mujer parecía estar realmente interesada en
mí. El hombre contestó diciendo: «Sí, la recogeremos, y

37
de paso qui zá pod re mos cob ra r nu es tros hono ra rios ta m-
bién. La llamaré y le diré que devolveremos la gata y
re cog e remo s e l d ine ro» . D esco lgó el t el é fono y hab ló co n
m adam e D ip lom a t. La so la p reo cupac ió n de és ta pa re cía
ser que «el parto de la gata» pudiera costarle unos pocos
f r a nc o s d e m á s . C o nv e n c i d a d e q u e no s e r í a a s í , e s tu v o
de acuerdo en pagar la cuenta tan pronto como me devol-
vieran. Y eso fue lo que decidieron: me quedaría hasta
la tarde siguiente y luego me devolverían a madame
Diplomat.
«Eh, Georges —gritó el hombre—, devuélvela a la
jaula de monos, se queda hasta mañana.» Georges, un
v ie jo e nco r vado a qu ie n no h ab ía v is to a nt e s , v ino h ac ia
mí tambaleándose y me cogió con sorprendente cu idado.
M e p u s o s o b re s u ho mb ro y e m p e z ó a a n d a r . Me l l e v ó a
la gran habitación sin parar para poder hablar con los
otros. La habitación donde estaba la jaula de monos y
cerró la puerta tras nuestro. Durante unos segundos
a r r a s t r ó u n p e d a z o d e c u e r d a d e l a n t e d e m í . « P o b r e c i ta
— m u rmu ró p ar a s í— , ¡es t á c l a ro que n ad ie ha ju gado
contigo en tu corta vida!»
Sola otra vez, subí a la empinada rama y miré más
allá del cercado metálico. Ninguna emoción se movía
d e n t r o m í o a h o ra , s a b í a q u e e l g a t o t e n í a c a n ti d a d e s d e
Re in as y yo no era m ás que u na d e ta n tas . La gen te que
conoce a los gatos, llama siempre a los gatos machos
«Toms» y a las hembras «Reinas». No tiene nada que
ver con el pedigree, no es más que un nombre ge-
nérico.
Una rama solitaria se mecía cu rvándose bajo un peso
considerable. Mientras estaba mirando, el gran Tom saltó
del árbol y se plantó en el suelo. Se encaramó a toda
velocidad por el árbol y volvió a hacer lo mismo una
y otra vez. Yo miraba fascinada y entonces se me ocurrió
que estaría haciendo sus ejercicios matinales. Perezosa.

38
mente, porque no tenía nada mejor que hacer, seguí
echada en mi cama y afilando mis pezuñas hasta que
brillaron como las perlas alrededor de la garganta de
madame Diplomat. Luego aburrida, me dormí bajo el
reconfortante sol del mediodía.
Algún tiempo después cuando el sol ya no estaba
justo encima mío sino que se había ido a calentar algún
otro lugar de Francia, me despertó una dulce, maternal
voz. Observé con cierta dificultad por una ventana casi
fuera de mi alcance y vi una vieja reina que había visto
muchos veranos. Estaba decididamente llenita y mien-
tras estaba allí en la repisa de la ventana lavándose las
orejas, pensé lo agradable que sería charlar un rato.
«¡Ah! —dijo ella—. Ya estás despierta. Espero que
s ea d e tu a g rad o la e s ta nc ia a quí ; nos e no r g u l le ce pe ns ar
que ofrecemos el mejor servicio de Francia. ¿Comes
bien?» «Sí, gracias —contesté—. Me cuidan muy bien.
¿Es usted la señora propietaria?»
«No —contestó—, a pesar de que mucha gente cree
que lo soy. Tengo la responsable tarea de enseñarles a
los nuevos Toms sementales sus deberes; yo les sirvo
de prueba antes de que sean puestos en circulación ge-
neral. Es un trabajo muy importante, muy preciso.» Nos
quedamos un rato absortas en nuestros propios pensa-
mientos. «¿Cómo se llama?», pregunté. «Butterball»,'
replicó ella. «Yo estaba muy llenita y mi pelo brillaba
como la mantequilla, pero esto era cuando era mucho
más joven», añadió. «Ahora hago varios trabajos aparte
d e e s e d e q u e t e h a b l é , ¿ s a b e s ? Ta m b i é n h a g o d e p o l i c í a
e n l o s a l ma c e n e s d e l a c o m i d a p a ra q u e no no s m o l e s te n
los ratones.» Se relajó pensando en sus deberes y luego
dijo: «¿Has probado ya nuestra carne cruda de caballo?
¡Oh! t i e n e s que probarla antes de que te vayas. Es real-

1. Bola de mantequilla.

39
mente deliciosa, la mejor carne de caballo que se puede
comprar en lugar algu no. C reo que a lo mejor la tendre.
mos para cenar, vi a Georges, el ayudante, cortándola
hace poco». Después de una pausa dijo con voz satis.
fecha: «Sí, estoy segura de que hay carne de caballo para
cenar». Nos quedamos sentadas pensando y nos lavamos
un poco y entonces madame Butterball dijo: «Bueno,
tengo que irme, ya miraré de que te den una buena
r a c i ó n ; c re o q u e p u e d o o l e r a G e o r ge s q u e t ra e l a c e na
ahora». Saltó de la ventana. En la gran habitación detrás
mío, podía oír gritos y chillidos. «Carne de caballo»,
«dame a mí primero», «¡estoy 'hambriento, aprisa Geor-
ges!», pero Georges no se inmutaba; al contrario, atra-
vesó la gran habitación y vino directo a mí, sirviéndome a
m í p r i m e r o . « Tú p r i m e r o , g a t i t a — d i j o é l — , l o s o t r o s
p u e d e n e s p e ra r . Tú e re s l a m á s c a l l a d a d e to d o s , o s e a
que tú primero.» Ronroneé para demostrarle que apre
ciaba completamente el honor. Me puso delante una gran
cantidad de carne. Tenía un perfume maravilloso. Me
froté contra sus piernas y emití uno de mis más altos
ronroneos. «Tú no eres más que una gatita pequeña
—d i j o é l — , t e l a c o r ta ré . » Mu y e d u c a d a m e n te c o r tó to d a
la pieza en pequeños trocitos y entonces con un «que
comas bien, gata», se fue a atender a los otros.
La carne era sencillamente maravillosa, dulce al pala-
dar y tierna a los dientes. Finalmente me senté hacia
atrás y me lavé la cara. Un ruido como de arañazos me
hizo mirar hacia arriba justo cuando un negro rostro
con ojos relampagueantes apareció en la ventana. «Buena,
¿verdad?», dijo madame Butterball. «¿Qué te dije?
Servimos la mejor carne de caballo que aquí pueda en-
contrarse. Pero espera. Pescado para desayunar. Algo
d e l i c i o s o , a c a b o d e p ro b a r l o y o . B u e no , q u e t e n g a s u na
buena noche.» Al decir esto se dio la vuelta y se marchó
¿Pescado? Yo no podía pensar en comida ahora,

40
estaba llena. Esto era un cambio tan grande en compa-
ración a la comida de casa; allí me daban trozos que los
humanos dejaban, porquerías con salsas tontas que a
menudo me quemaban la lengua. Aquí los gatos vivían
con un verdadero estilo francés.
La luz iba desapareciendo al ponerse el sol en el
c ie lo oc cid ent al . Lo s p áj a ros vo lv ía n a c asa a le tea ndo , vi e-
jos cuervos llamaban a sus compañeros y discutían los
sucesos del día. Pronto la oscuridad se hizo más profunda y
llegaron los murciélagos batiendo sus afelpadas alas
mientras iban y venían persiguiendo a los insectos de la
noche. Encima de los altos cipreses aparecía la luna
naranja, tímidamente, como dudosa de meterse en la
oscuridad de la noche. Suspirando de satisfacción, me subí
perezosamente a mi cajón y caí dormida.
Soñé y todas mis esperanzas salieron a la superficie.
Soñé que alguien me quería simplemente por mí misma,
simplemente como compañía. Mi corazón estaba lleno
de amor, amor que tenía que ser reprimido porque nadie
e n m i c a s a s a b í a n a d a d e l a s e s p e ra n z a s y d e s e o s d e u n a
joven gatita. Ahora, gata vieja, estoy rodeada de amor
y doy el mío también. Ahora conocemos momentos du-
ros, pero para mí esto es la vida perfecta donde familia y
yo somos uno, y soy amada como una persona real.
La noche pasó. Estaba nerviosa e incómoda porque
me iba a casa. ¿Volvería a sufrir penalidades otra vez?
¿Tendría una cama de paja en vez de viejos y húmedos
p e ri ó d i c o s ? , me p re g u n ta b a . A n te s d e q u e p u d i e ra d a rm e
cuenta, era de día. Un perro ladraba penosamente en la
h a b i ta c i ó n g ra n d e . « Q u i e ro s a l i r , q u i e ro s a l i r» , d e c í a u n a y
otra vez. «Quiero salir.» Por ahí cerca un pájaro estaba
rega ña ndo a su co mpa ñera po r habe r retrasado e l desayu-
no. Gradualmente iban apareciendo los sonidos normales
del día. La campana de una iglesia tañía con su áspera
voz llamando a los humanos a algún servicio. «Después

41
de la m is a voy a l pueb lo a comp ra rme u na blu sa nu ev a ,
¿Me acompañarás?», preguntaba una voz femenina. Si-
guieron su camino y no pude oír la respuesta del hombre.
E l e nt re c ho c a r d e c u b o s me r e c o rd a b a q u e p ro n to s e rí a
la hora de desayunar. Desde el cercado de red el guapo
Tom alzó la voz con una canción de saludo al nuevo
día.
La mujer vino con mi desayu no. «Hola, gata —dijo—,
co me b ie n, ya qu e te va s a ca sa es ta ta rde.» Yo emi tí u n
ronroneo y me froté contra ella para demostrar que la
e n te nd ía . Lle vab a rop as nuev as y co n vo lant es y p a rec ía
e s ta r muy an im ada . A me nudo me so nrío pa ra m is ade n-
no s c u a nd o p i e ns o e n c ó m o n o s o tro s , l o s g a to s , v e r n o s
l a s c o s a s . S o l e m o s s a b e r e l h u m o r d e u na p e r s o n a p o r
su ropa interior. Nuestro punto de vista es distinto,
¿entiendes?
El pescado era muy bueno pero estaba cubierto de
una comida, algo como de trigo, que tuve que sacar.
«Bueno, ¿verdad?», dijo una voz desde la ventana.
«Buenos días, madame Butterball», repliqué. «Sí, esto
es muy bueno pero ¿qué es esta especie de cubierta de
trigo qu e hay?» Madame Butterball rió con benevolencia.
«¡Oh! —exclamó—, debes de ser una gata de campo.
Aquí siempre, pero siempre, tomamos cereales por la
mañana para tener vitaminas.» «¿Pero por qué no me
las dieron antes?», persistí. «Porque estabas bajo trata-
miento y te las daban en forma líquida.» Madame But-
terball suspiró: «Tengo que irme ahora, hay tanto que
hac e r y ta n poco ti empo . I nte nta ré v e rte antes de qu e te
vayas». Antes de que pudiera contestarle había saltado
de la ventana y pude oír su crujir por entre los arbustos.
Se oía un confuso murmullo procedente de la habi-
tación grande. «Sí —dijo el perro americano—, así que
le digo a él, no quiero que metas las narices en mi lam-
parilla, ¿ves? Siempre está vagando por ahí para ver lo

42
q u e p u e d e hu s me a r . » To ng F a , u n g a to s i a m é s q u e h a b í a
llegado la tarde anterior, estaba hablando con Chawa.
«Dígame, señora, ¿no nos permiten investigar el terreno
por aquí?» Yo me enrosqué y eché un sueñecillo; toda
esta charla me estaba dando dolor de cabeza.
«¿La metemos en un cesto?» Me desperté con un
sobresalto. El hombre y la mujer habían entrado en mi
habitación por una puerta lateral. «¿Cesta? —preguntó
la mujer—, no necesita que se la ponga en una cesta,
la llevaré sobre mi regazo.» Se dirigieron a la ventana y
se quedaron hablando. «Ese Tong Fa —murmuró la
mujer—, es una lástima acabar con él. ¿No podemos
h a c e r n a d a p a r a e v i ta r l o ? » E l h o m b r e s e m o v i ó i n c ó m o d o y
se acarició la barbilla. «¿Qué podemos hacer? El gato e s
viejo y casi ciego. Su dueño no quiere perder el
tiempo con él. ¿Qué podemos hacer?» Hubo un largo
silencio. «No me gusta —dijo la mujer—, es un crimen.»
El hombre siguió silencioso. Yo me hice tan pequeña
como me fue posible en una esquina de la jaula. ¿Viejo y
c ie go ? ¿ E ra n és t as ra zon es pa r a u na s en t enc ia de mu e rt e ?
Ningún recuerdo de los años de amor y devoción;
matar a los viejos cuando no se pueden cuidar ellos mis-
mos. Juntos, el hombre y la mujer entraron en la habi-
tación grande y cogieron al viejo Tong Fa de su caja.
La mañana fue pasando lentamente. Yo tenía pensa-
mientos sombríos. ¿Qué me pasaría a mí cuando fuese
vieja? El manzano me había dicho que sería feliz, pero
c u a n d o u n o e s j o v e n e i n e xp e r t o , e s p e r a r p a r e c e a l g o s i n
fin. El viejo Georges entró. «Aquí tienes un poco de
carne de caballo, gatita. Cómela que te vas a casa pron-
to.» Yo ronroneé y me froté contra él, y él se agachó
para acariciarme la cabeza. Apenas hube terminado de
c o m e r y h a c e r m i toilette c u a n d o l a m u j e r v i n o p o r
mí. «Bueno, vamos, Fifí —exclamó, a casa con madame
Diplomat (la vieja perra).» Me cogió y me llevó a través

43
de la puerta lateral. Madame Butterball estaba esperando,
«Adiós, Feef —gritó---, ven a vernos pronto.» «Adiós,
m a d a m e B u t te r b a l l — re p l i q u é yo —, m u c ha s gr a c i a s p o r
su hospitalidad.»
La mujer fue hacia donde estaba el hombre espe.
rando junto a un enorme y viejo coche. Ella entró y se
aseguró de que las ventanas estuvieran casi cerradas; en-
tonces entró el hombre y conectó el motor. Arrancamos
tomamos la carretera que conducía a mi casa.
Capítulo III

El coche iba zumbando por la carretera. Altos ci-


preses se erguían orgullosos al lado de la carretera con
frecuentes huecos en sus filas como testimonio de los
de sas tres d e u na gra n gu e rra , una gue rra qu e yo co noc ía
sólo por haber oído hablar de ella a los humanos. Se-
guimos corriendo, parecía no tener fin. Me preguntaba
cómo funcionaban estas máquinas, cómo corrían tanto
y durante tanto rato; pero no era más que un pensa-
miento intermitente, toda mi atención estaba puesta en
las vistas del campo que iba pasando.
Durante la primera milla o así había ido sentada
sobre el regazo de la mujer. La curiosidad me ganó y
con pasos inseguros me dirigí a la parte trasera del
coche y me senté sobre un estante al mismo nivel de la
v e n ta n a t ra s e ra d o nd e h a b í a u n a g u í a M i c h e l í n , ma p a s y
otras cosas. Podía ver la carretera detrás nuestro. La
mujer se movió más cerca del hombre y se murmuraban
dulzuras. Me preguntaba si ella también iría a tener
gatitos.
Al sol le faltaba una hora a través del cielo cuando
el hombre dijo: «Deberíamos estar casi allí». «Sí —re-
plicó la mujer—, creo que es la casa grande a una milla y
media de la iglesia. Pronto la encontraremos.» Seguimos
conduciendo más despacio ahora, disminuyendo la
velocidad hasta parar al girar hacia el camino y encon-
t r a r e l p o r ta l c e r ra d o . U n d i s c re to b o c i n a z o y u n ho mb r e
salió corriendo de la portería y se acercó al coche. Viendo y
reconociéndome, se volvió y abrió el portal. Sentí una

gran emoción al darme cuenta de que yo había sido el


motivo de que se abrieran las puertas sin que tuvieran
que dar ninguna explicación.

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Cruzamos el portal y el portero me saludó grave.
mente al pasar. Mi v ida habí a sido muy ex tra ña, decidí,
ya que ni sabía la existencia de la portería o el portal
Madame Diplomat estaba al lado de uno de los céspedes
h a b l a n d o a u n o d e l o s a yu d a n t e s d e P i e r re . Se v o l v i ó a l
acercarnos y anduvo despacio hacia nosotros. El hombre
paró el coche, salió e inclinó la cabeza educadamente.
«Hemos traído su gatita, madame —dijo él—, y aquí
tiene una copia certificada del pedigree del gato semen-
tal.» Los ojos de madame Diplomat se abrieron asombra.
dos cuando me vio sentada en el coche. «¿No la en-
cerraron en una caja?», preguntó. «No, madame —re-
p licó e l homb re — , e s un a gatita m uy bu ena y ha estado
quieta y comportándose todo el tiempo que ha estado
con nosotros. Consideramos que es una gata que se com-
porta excepcionalmente bien.» Me sentí enrojecer ante
tamaños cumplidos y fui lo suficiente maleducada para ronronear
dando a entender que estaba de acuerdo. Madame Diplomat s e
volvió imperiosamente al jardinero ayu da nte y d i jo :
« Co rre a l a ca sa y di le a m ada me A lb e rt i n e q u e l a q u i e r o
ver inmediatamente». «¡Pub! —gritó el gato del po rte ro
de sd e d e trá s de u n á rb ol —, ya sé dónde has estado.
N o s o t r o s l o s g a t o s d e c l a s e b a j a n o somos suficiente
para-ti, tienes que tener niños bonitos!» « D i o s m í o — d i j o
la mujer en el coche—, hay un gato. Fifí no debe tener
contacto con Toms.» Madame Diplomat se g i ró en
r e d o n d o y t i ró u n p a l o q u e a r ra nc ó d e la tierra. Pasó a
un pie de distancia del gato del portero « Ja, ja — rió
mientras corría—, no podrías dar con la aguja de una
iglesia, con un cepillo de la ropa a seis pulgadas de
d istancia... vieja !», volví a enrojece r. El lenguaje era
terrible y sentí un gran descanso al ver a madame
Albertine andando patosamente a toda prisa por el camino
con su rostro radiante en señal de bienvenida. Le grité y
salté derecha a sus brazos, diciéndole lo mucho

46
que la quería, cómo la había encontrado a faltar y todo
lo que me había pasado. Por unos momentos nos olvida-
mo s d e to d o ex ce p to d e no s o tr a s , e nto n c e s la ra sp o s a v o z
de madame Diplomat nos hizo volver al presente. «Al-
bertine —chilló ásperamente—, ¿se da cuenta de que
me estoy dirigiendo a usted? Haga el favor de atender.»
«Madame —dijo el hombre que me había traído—,
es ta ga ta h a s i d o ma l t ra t a d a . N o h a c o m id o lo s u f ic i e n t e .
Las sobras no son lo suficientemente buenas para gatos sia-
meses con pedigree y debería tener una cama caliente y

cómoda.» «Este gato es valioso —siguió diciendo—, y


sería una gata de concurso si se la tratara mejor.»
Madame Diplomat fijó su mirada altanera. «Esto no
es más que un animal, hombre, le pagaré su cuenta,
pero no intente enseñarme lo que tengo que hacer.»
«Pero, madame, estoy intentando salvar su valiosa pro-
piedad», dijo el hombre, pero lo redujo al silencio
mientras leía la cuenta, cloqueando con desaprobación
de todo lo que veía. Luego, abriendo su monedero,
sacó su talonario de cheques y escribió algo en un trozo
de papel antes de dárselo. Madame Diplomat se volvió
con rudeza y se fue con paso airado. «Tenemos que vivir
esto cada día», le susurró madame Albertine a la mujer.
Asintieron con simpatía y se fueron conduciendo des-
pacio.
Había estado fuera casi una semana. Mucho debía
de haber pasado durante mi ausencia. Pasé el resto del día
yendo de un lado a otro renovando asociaciones pasadas
y leyendo todas las noticias. Durante un rato descansé
segura y recogida sobre una rama de mi viejo amigo el
manzano. La cena fueron las acostumbradas sobras, de
buena calidad, pero así y todo sobras. Pensé lo mara-
v i l l o s o q u e s e r í a t e ne r a l go c o m p ra d o e s p e c i a l m e n te p a ra
mí en vez de siempre tener «restos». Al llegar el cre-
púsculo Gaston vino a buscarme, y al encontrarme me

47
arrancó d el sue lo y co rrió a l cobe rtizo co nm igo . Empujó
l a p u e rt a h a s ta a b r i rl a y m e e c h ó e n e l o s c u ro i n te ri o r ,
dio un portazo tras él y se fue. Siendo francesa yo misma,
me duele mucho tener que admitir que los humanos han-
ceses son, desde luego, muy duros con los animales.
Pasaron días y semanas. Gradualmente mi tipo se
convirtió en el de una matrona y mis movimientos fueron
más lentos. Una noche cuando estaba casi al final, Pierre
me tiró con rudeza al cobertizo. Al aterrizar en el duro
suelo de cemento, sentí un dolor terrible, como si me
estuvieran rompiendo. Dolorosamente, en la oscuridad de
ese cobertizo, nacieron mis cinco bebés. Cuando me hube
recuperado un poco, rompí un poco de papel y les hice
un nido caliente y los llevé allí uno a uno. Al día si-
guiente nadie vino a verme. El día fue pasando lenta-
mente pero tenía trabajo alimentando a mis bebés. La
noche me encontró mareada de hambre y completamente
seca, ya que no había ni comida ni bebida en el cober.
tizo. El nuevo día no trajo alivio, no vino nadie y las
horas se alargaron más y más. Mi sed era casi insopor-
table y me preguntaba por qué tenía que sufrir tanto.
Al caer la noche los búhos ululaban y se precipitaban
sobre los ratones que habían cogido. Yo y mis gatitos
e s t á b a mo s e c h a d o s j u n to s y yo me p re g u n ta b a c ó m o i b a a
seguir viviendo el próximo día.
El d ía sigu iente hab ía ya ava nzado cuando oí paso s.
Se abrió la puerta y allí, de pie, estaba madame Alber-
tine, pálida y enferma. Se había levantado especialmente
de su cama porque había tenido «visiones» de mí en
apu ro s . Co mo l o si ntió , tra ía com ida y agua . Uno de mis
bebés había muerto durante la noche y madame Alber-
tine estaba demasiado furiosa para poder hablar. Su furia
era tal al ver la manera como me habían tratado que
fue y trajo a madame Diplomat y al señor duque. Ma-
dame Diplomat sintió haber perdido un gatito y el dinero

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que eso representaba. El señor duque sonrió desampara-
damente y dijo: «Quizá tendríamos que hacer algo. Al-
guien tendría que hablar a Pierre».
Poco a poco mis gatitos fueron cogiendo fuerzas,
gradualmente iban abriendo sus ojos. Vino gente a ver-
los, el dinero cambió de manos y antes de que dejara
de amamantarlos me los sacaron. Yo divagaba por la finca
d e s c o n s o l a d a m e n te . Mi s l a m e n to s e s to rb a b a n a m a d a m e
Diplomat y ordenó que me encerraran hasta que
callara.
Ahora ya me había acostumbrado a ser exhibida en
l a s r e u n i o n e s s o c i a l e s y n o d a b a n i n g u n a i m p o r t a n c i a q ue
me sacaran de mi trabajo por el jardín para pasearme p o r
el salón. Un día fue distinto. Me llevaron a una
habitación pequeña donde madame Diplomat estaba sen-
tada ante un escritorio y un hombre extraño estaba sen-
tado en frente. «¡Ah! —exclamó él, cuando me entraron
en la habitación—, así que ésta es la gata.» Me examinó
e n s i l e n c i o , to r c i ó e l s e mb l a n te y s e re s t re gó u na d e s u s
orejas. «Está algo descuidada. Drogarla para que se la
pueda llevar como equipaje en un avión puede dañar su
constitución.» Madame Diplomat frunció el ceño enfa-
dada: «No le pido un sermón, señor veterinario —dijo
ella—, si no hace lo que le pido muchos otros lo harán».
Postuló furiosamente: «¡Cuánta tontería por un mero
gato!». El señor veterinario se encogió de hombros im-
potente. «Muy bien, madame —replicó—, haré lo que
usted quiera, ya que tengo que ganarme la vida. Llame
u na ho ra o as í a ntes de co ger e l av ión .» Se l ev an tó , buscó a
tientas su cartera y salió tropezando de la habitación.
Madame Diplomat abrió el balcón y me envió al jardín.
Había un aire de reprimida animación en la casa.
Sacaban el polvo y limpiaban las maletas y pintaban en
e l l a s e l n u e v o r a n go d e l s e ñ o r d u q u e . L l a m a ro n a u n c a r-
pintero y le dijeron que hiciera una caja de viaje de ma-

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d e ra q u e c u p i e ra e n u na m a l e ta y c a p a z d e c o n te ne r u n
gato. Madame Albertine corría de un lado para otro y
tenía el aspecto de esperar que madame D iplomat cayera
muerta.
Una mañana, como una semana más tarde, Gaston
vino al cobertizo por mí y me llevó al garaje sin darme
desayuno. Le dije que tenía hambre, pero como de
costumbre no me entendió. La doncella de madame Di-
plomat, Yvette, esperaba en el Citroén. Gaston me
metió en una cesta de caña con una tapadera con correas
y me colocaron en el asiento de atrás. Arrancamos a gran
velocidad. «No sé por qué quieren que droguen al gato
—dijo Yvette—, las reglas dicen que se puede llevar un
gato a USA sin ninguna dificultad.» «¡Uh! —dijo Gas-
ton—. Esa mujer está loca, ya he dejado de intentar
adivinar lo que le hace gracia.» Se quedaron callados y
se concentraron en conducir más y más aprisa. Los saltos
e ran te rribl es . Mi po co pe so no e ra su fic ien te p a ra ap re-
tar los muelles del asiento y me iba poniendo más y más
morada dándome con los lados y la parte de arriba del
cesto. Me concentré en estirar las patas y hundí las pezu-
ñas en la cesta. Fue realmente una triste batalla para
p re v e ni r l a p é r d i d a d e l c o n o c i m i e n to a c a u s a d e l o s g o l -
pes. Perdí toda noción del tiempo. Finalmente paramos
patinando y rechinando. Gaston agarró mi cesta, subió
unas escaleras y entró en una casa. Dejó caer la cesta
sobre una mesa y sacó la tapadera. Unas manos me co-
gieron y me sentaron sobre la mesa. Inmediatamente caí,
mis piernas ya no me soportaban, había estado agarrotada
demasiado rato. El señor veterinario me miró horrori-
z a d o y l l e no d e c o mp a s i ó n . « P o d rí a ha b e r m a ta d o a e s ta
g a ta —exc la mó e nfad ado a G a s ton— , no pu edo d a rl e una
inyección hoy.» El rostro de Gaston se hinchó de furia.
«Drogue al... gato, el avión sale hoy. Le han pagado,
¿no?» El señor veterinario descolgó el teléfono. «No

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puede telefonear —dijo Gaston—, la familia está en el
aeropuerto de Le Bourget y tengo prisa.» Suspirando
el señor veterinario cogió una gran jeringa y se volvió
hacia mí. Sentí un agudo y doloroso pinchazo en lo más
profundo de mis músculos y todo a mi alrededor se vol-
vió rojo, luego negro. Oí una lejana voz decir: «Ya está,
esto la mantendrá callada durante...». Entonces el com-
pleto y absoluto olvido descendió sobre mí.
Se oyó un horroroso rugido, tenía frío y respirar era
un esfuerzo espantoso. Ni una pizca de luz en ningún
sitio; nunca había conocido una oscuridad semejante.
Durante un rato temí haberme vuelto ciega. Mi cabeza
pa rec ía que se es tu vi e ra p arti e ndo e n p eda zos ; nu nc a me
había sentido tan enferma, tan maltratada, tan mise-
rable.
El horroroso rugido continuaba hora tras hora; creí
que me iba a estallar la cabeza. Sentía extrañas pre-
siones en mis oídos y las cosas de dentro hacían click y
pop. El rugido cambió haciéndose más fiero, luego una
sacudida, un fuerte ruido metálico y fui enviada con
v i o l e n c i a c o n tr a l a ta p a d e ra d e m i c a j a . O t r a y o t ra s a c u -
dida y el rugido disminuyó. Ahora un extraño retumbar
como las ruedas de un coche rápido sobre una pista de
cemento. Más extraños movimientos y retumbos y enton-
ces el rugido murió. Otros ruidos aparecieron sin em-
bargo, el rascar de metal, voces ahogadas y un chug chug
justo debajo mío. Con un golpe perturbador se abrió
una gran puerta de metal a mi lado y extraños hombres
e nt ra ro n c o n g ra n e s t r u e n d o e n e l c o m p a r t i m i e n t o d o n d e
yo e s t a b a . Ru d a s m a n o s a g a r r a b a n m a l e ta s y l a s t i r a b a n a
un cinturón moviente que se las llevaba fuera de la
vista. Entonces me llegó el turno. Volé por el aire y
aterricé con un golpe como para romper los huesos.
Debajo mío algo daba tumbos y siseaba. Otro golpe y mi
viaje terminó. Me eché de espaldas y vi el cielo del ama-

51
necer a través de algu nos agujeros para el aire. «Eh, ahí
h a y u n g a to » , d i j o u n a e x tr a ñ a v o z . « O k a y , B u d , n o no s
i ncu mbe » , rep li có el o tro homb re . Si n c e re monia al gu na
agarraron mi caja y la echaron sobre una especie de
vehículo; apilaron otras maletas encima y alrededor y

ese algo con motor arrancó con un ruido rum, rum, rum,
Perdí el conocimiento, debido al dolor y al susto.
A b rí mis o jos y mi rando a tra vés de l a tel a me tál ica
v is lu mb r é u na des nuda bomb il la e léc t r ic a . M e mov í con
dificultad y débilmente me tambaleé hasta un plato de
agua que había cerca de allí. Era casi demasiado esfuerzo
beber, casi demasiado problema seguir viviendo pero
después de beber me encontré mejor. «Bien, bien, se-
ñ o r a , ¿ e s t á s d e s p i e r t a ? » M i r é y v i a u n v i e j o y p e q u e ño
ho m b re n e g ro q u e e s ta b a a b ri e nd o u n a l a ta d e c o m i d a ,
«Sí, señora, tú y yo, los dos, tenemos caras negras,
espero cuidarte bien, ¿eh?» Me metió la comida dentro y
yo intenté un ronroneo para demostrarle que apre-
c iab a su am abi l idad . Me a cari c ió la c abe za. « E h, ¿a que
esto es algo? —murmuró para sí mismo—. Espera que
le cuente a Saddie, ¡hombre, hombre!»
Poder volver a comer era maravilloso. No podía co-
mer mucho porque me sentía muy mal, pero lo intenté
p a ra q u e e l h o m b re ne g ro n o s e s i n ti e r a i n s u l ta d o . M á s
tarde di otro mordisquito y bebí un poco y luego me
entró sueño. Había un trozo de manta en la esquina
así es que me enrosqué en ella y me dormí.
Más tarde me di cuenta de que estaba en un hotel.
El personal iba bajando al sótano para verme. «Oh,
¿verdad que es lista?», decían las sirvientas. «¡Caray!
Mira, hombre, esos ojos, son bellísimos», decían los
ho m b re s . Una d e l a s v i s i t a s f u e mu y b i e nv e ni d a , u n c he f
f r a nc é s . U no d e m i s a d m i ra d o re s l l a m ó p o r u n te l é fo n o :
«Eh, FranÇois, baja aquí, tenemos un gato siamés fran-
cés». Unos minutos después un hombre gordo venía taro-

52
baleándose por el corredor. «Tú eres el ch at f r ar k aí s,
¿no?», dijo mirando a los hombres que estaban de pie
alrededor. Yo ronroneé más y más alto, era como un
lazo con Francia el verle. Se acercó y miró con ojos de
miope y ec hó a hab la r e n un to rren te de fra nc és pa ris ino.
Yo ronroneé y le chillé que le entendía perfectamente.
«Ja —dijo una voz oculta—, ¿sabéis?, el viejo FranÇois y
el gato se tocan en todos los cilindros.»
El negro abrió mi jaula y yo salté directamente a los
brazos de Francois, me besó y yo le di algunos de mis
mejores lengüetazos y cuando me volvieron a meter en
la jaula tenía lágrimas en los ojos. «Señora —dijo el
ne gro qu e se cu idaba de mí—, no dudes de que has he cho
un ligue. Supongo que vas a comer bien ahora.» Me gus-
taba mi asistente, como yo, tenía el rostro negro; pero
las cosas agradables no duraron para mí. Dos días más
tarde nos trasladamos a otra ciudad de los Estados Unidos y
me dejaron en una habitación subterránea casi todo el
ti empo . Du rante los año s s igu i entes la v ida e ra la mism a ,
día tras día, mes tras mes. Me usaban para producir
gatitos que me sacaban antes casi de que dejaran de
mamar.
Finalmente el duque fue reclamado a Francia. Otra
vez me drogaron y no supe nada más hasta despertar
mareada y enferma en Le Bourget. La llegada a casa
que yo había contemplado con placer fue, en cambio,
un triste suceso. Madame Albertine ya no estaba allí,
había muerto pocos meses antes de que volviéramos.
Habían cortado el viejo manzano y habían hecho mu-
chos cambios en la casa.
D u r a n te a l g u no s m e s e s v a g u é d e s c o ns o l a d a me n t e p o r
ahí trayendo algunas familias al mundo y viendo cómo
me las sacaban antes de que yo estuviera preparada. Mi
salud empezó a empeorar y más y más gatitos nacían
muertos. Mí vista fue volviéndose insegura y aprendí

53
a « s e n t i r » m i c a m i n o . ¡ N u n c a o l v i d é q u e a T o n g F a lo
habían matado porque era viejo y ciego!
C a s i d o s a ño s d e s p u é s d e ha b e r v u e l to d e A m é r i c a ,
m a d a m e D i p l o ma t q u i s o i r a I r l a nd a p a ra v e r s i e ra u n
lu gar apropiado para vivir ella. Tenía la idea fija de que
yo le había traído su erte (aunque no por eso me trataba
mejor) y yo tuve que ir a Irlanda también. Otra vez me
l l e v a ro n a u n s i t i o d o n d e m e d ro g a ro n y p o r u n t i e mp o l a
vida dejó de existir para mí. Mucho más tarde des.
p e r té e n u n a c a j a f o r ra d a d e t e l a e n u n a c a s a e x t ra ña ,
S e o í a u n c o ns t a n t e z u mb i d o d e a v i o n e s e n e l c i e l o . El
olor de carbón quemado me cosquilleaba los orificios
nasales y me hacía estornudar. «Está despierta», dijo una
abierta voz irlandesa. ¿Qué había pasado? ¿Dónde es.
tab a yo ? Se ntí pá ni co p e ro es taba demas iado déb il pata
moverme. Sólo más tarde oyendo voces humanas y

explicándomelo un gato del aeropuerto comprendí la

historia.
El av ió n había a te rrizado en el ae ropue rto i rlandés
Los hombres habían sacado las maletas del departamento
de equipajes. «Eh, Paddy, hay un viejo gato muerto

aquí!», dijo uno de los hombres. Paddy, el capataz, se


acercó a mirar. «Busca al inspector», dijo. Un hombre
habló por el micro y pronto apareció un inspector del

Departamento de Animales en escena. Abrieron mi caja y


m e c o g i e ro n c u i d a d o s a me n te . « B u s c a d a l d u e ño » , d i j o e l
inspector. Mientras esperaba me examinó. Madame
Diplomat se acercó furiosa al pequeño grupo que me

r o d e a b a . Em p e z a n d o a b ra ma r y a c o n ta r l o i m p o r ta n te
que ella era, fue cortada muy pronto por el inspector.
«La gata está muerta —dijo el inspector—, por viciosa
crueldad y falta de cuidado. Está embarazada y usted
la ha drogado para evadir la cuarentena. Esto es una
seria ofensa.» Madame Diplomat empezó a llorar di-
ciendo que afectaría la carrera de su esposo si la
llevaban
54
a los tribunales por una ofensa tal. El inspector tiró de
su labio inferior y entonces con una decisión repentina
dijo: «El animal está muerto. Firme una renuncia con-
forme podemos disponer del cuerpo y por esta vez no
diremos nada. Pero le aconsejo no volver a tener gatos».
Madame Diplomat firmó el dicho papel y salió medio
llorando. «Bien, Brian —dijo el inspector —deshazte del
cuerpo.» Se fue y uno de los hombres me metió otra
vez en la caja y se me llevó. Muy vagamente oí el sonido
de tierra revuelta, el ruido de metal sobre piedra y qui-
zás una pala rascando contra una obstrucción. Entonces
me cogieron y oí débilmente: «¡Glorioso sea! ¡Está
viva!». Ante esto volví a perder la conciencia. El hom-
b re , as í m e lo co n ta ro n , m i ró de sco n fi ad ame n te al reded o r y
entonces seguro de que no le observaban, llenó el foso
que había cavado para mí y se me llevó corriendo a una
casa próxima. No volví a saber nada hasta «Está des-
pierta», dijo una abierta voz irlandesa. Manos dulces me
acariciaron, alguien me mojó los labios con agua. «Sean
—dijo la voz irlandesa— esta gata está ciega. Le he
balanceado la luz delante de sus ojos y no la ve.» Yo
estaba aterrorizada pensando que me matarían por mi
edad y ceguera. «¿Ciega? —dijo Sean—. Realmente es
una bonita criatura. Iré a ver al vigilante para ver si
puedo quedarme sin trabajar el resto del día. Bueno, y
después la llevaré a mi madre, la cuidará. No podemos
tenerla aquí.» Se oyó el ruido de una puerta abriéndose
y cerrándose. Unas suaves manos me aguantaban y me
ponían la comida justo debajo de mi boca, y hambrienta
comí. El dolor dentro de mí era terrible y pensé que
pronto moriría. Mi vista había desaparecido por com-
pleto. Más tarde, cuando vivía con el lama, gastó mucho
dinero para ver si se podía hacer algo pero descubrieron
que mis nervios ópticos se habían roto con los golpes
que había tenido.

55
L a p u e r ta s e a b ri ó y s e c e rr ó . « ¿ B i e n? » , p re g u n tó l a
mujer—. «Le dije al vigilante qu e me sentía mal después
de ver cómo trataban a una criatura de Dios. Dijo: "CIa.
ro, Sean, tú siempre fuiste único para sentir tales cosas,
bueno, puedes marcharte". Así que aquí estoy. ¿Cómo
sigue?»
«Mm, así así —contestó su mujer—. Le mojé los
labios y comió un pedazo de pescado. Se pondrá bien
pero ha pasado un mal trago.» El hombre deambulaba
por ahí: «Dame algo de comer, Mary, y llevaremos el
gato a madre. Voy a salir ahora y miraré los neumá-
ticos». Yo suspiré. Más viajes, pensé. El dolor dentro
de mí era u n rep e tido do lo r esp asmód ico . Po r ahí se o ía
el entrechocar de platos y el sonido de un fuego que
atizaban. Pronto la mujer fue hacia la puerta y llamó:
«El té, Sean, el agua está hirviendo:>. Sean entró y oí
cómo se lavaba las manos antes de sentarse para comer.
«Tenemos que callarnos —dijo Sean—, si no nos per-
seguiría el guarda. Si podemos ponerla bien, sus gatitos
nos da rán d ine ro . Es ta s c ria tu ras so n va li os ís ima s , ¿s a-
be s? » Su mu j er l le nó o tra taz a de té a nte s de co n te s ta r.
«Tu madre lo sabe todo sobre los gatos, ella hará que
se reponga, ella es capaz si es que hay alguien que lo sea.
M á rc h a t e a n te s d e q u e l o s o tro s te rm i n e n d e t ra b a j a r.»
«Y tanto» —dijo Sean mientras retiraba su silla ruido-
samente y se levantaba. Se acercaron a mí y sentí que
cogían mí caja. «Puedes poner la caja en la bolsa, Sean
—dijo la mujer—, llévala bajo tu brazo, voy a hacer un
cabestrillo para que puedas llevar el peso en tus hom-
b ro s , a u n q u e n o e s q u e p e s e mu c ho , ¡ p o br e c i l l a ! » S e a n ,
con un tirante en sus hombros y alrededor de mi caja,
se volvió y salió de la casa. El frío aire irlandés se colaba
de l ic iosa me n te e n mi ca ja , tra ye ndo co ns ig o su v i go roso
aliento del mar. Me hizo sentir mucho mejor, ¡si tan
sólo el espantoso dolor se fuera! Un viaje en bicicleta

56
era una experiencia completamente nueva para mí. Una
dulce brisa me llegaba a través de los orificios para el
aire y el ligero mecimiento que no era desagradable me
r e c o rd a b a e s ta r e c ha d a s o b r e l a s a l ta s ra m a s d e u n á rb o l
que se mecía al viento. Un ruido como un crujido me
llenó de curiosidad durante un rato. Primero pensé que
mi caja se estaba rompiendo, luego concentrándome mu-
c ho d e c i d í q u e l a c o s a d e l a s i e n to d o nd e s e s e nt a b a Se a n
necesitaba aceite. Pronto llegamos a un terreno empi-
nado. La respiración de Sean empezó a raspar en su
garganta, los pedales se movían más y más despacio
hasta parar por completo. «¡Uf! —exclamó—, es una
p e s a d a c a j a l a q u e t i e n e s » , p u s o m i c a j a s o b re e l a s i e n t o ,
sí, ¡rechinaba!, siguió a pie pesadamente empujando su
bicicleta despacio. Luego se detuvo, abrió el picaporte
de un portillo y empujó la bicicleta dentro; se oía el ras-
pado de la madera con el metal y el portillo se cerró de
golpe detrás nuestro. ¿Dónde me meto ahora?, pensaba
yo. Me llegó a la nariz el agradable olor a flores. Lo
inhalé apreciativamente. «¿Y qué me has traído, hijo
mío?», preguntó una voz de vieja. «Te la he traído
para ti, madre», replicó Sean orgullosamente. Apoyando
la máquina contra la pared, cogió mi caja, se limpió los
pies con cuidado y entró en el edificio. Se sentó con un
suspiro de alivio y le contó toda la historia que sabía
de mí a su madre. Después de manosear la tapa la le-
vantó. Hubo un silencio durante un momento. Luego,
«¡Ah! ¡Qué preciosidad de criatura debió de ser en sus
tiempos! Mírala ahora con su pelo burdo por la falta de
c u i d a d o . M i r a c ó m o s e l e v e n l a s c o s t i l l a s . ¡ Q u é c ru e l d a d
tratar así a estas criaturas!».
F i n a l m e nt e me c o gi e ro n y m e p u s i e ro n s o b re e l s u e l o .
Es desconcertante perder la vista repentinamente. Al
principio mientras me movía con pasos vacilantes me
daba contra las cosas. Sean murmuró: «Madre, crees

57
que... ¿sabes?». «No, hijo mío, éstos son gatos mu\
inteligentes, desde luego, gatos muy inteligentes. Re.
cuerda que te dije qu e los había visto en Inglaterra. No,
no, dale tiempo y verás cómo se las arregla.» Sean se
v o l v i ó h a c i a s u m a d re : « Ma d r e , v o y a l l e v a r m e l a c a j a y
dársela al vigilante por la mañana, sabes.»
L a v i e j a c o r r í a d e u n l a d o a o tro t ra ye n d o c o m i d a v

agua y muy oportunamente me llevó a un cajón de tierra.


Finalmente Sean se fue prometiendo volver dentro de
unos días. La vieja cerró la puerta con cuidado y echó
otro pedazo de carbón en el fuego hablando para sí

m is ma todo e l ra to en lo que pe ns é s e rí a i rl and és . Pa ra


los gatos, claro está, la lengua no tiene mucha impon
ta nc ia , ya que co nve rsa n y e scuc ha n po r te lep a tí a . Los
hu m a no s piensan e n s u p ro p i o i d i o m a y e s a v e c e s u n
poco confuso para un gato siamés francés aclarar pensa. mientos-
imágenes enmarcados en alguna otra lengua desconocida.
Pronto nos echamos para dormir, yo en una caja
j un to al fu ego y l a v ie ja e n u n ca mas tro al o t ro l ad o d e
la habitación. Yo estaba absolu tamente agotada, sin em-
b a rg o , e l d o l o r m o rd i é n d o m e d e n tro , n o m e d e j a b a d on
m i r. F i na lmente el ca nsancio ga nó a l dolor y me do rmí.
M i s s u e ño s fu e ro n te r ro r í f i c o s . ¿ A d ó n d e ha b í a i d o ? Me
preguntaba en mis sueños. ¿Por qué tenía que sufrir
tanto? Temía por mis gatitos que tenían que llegar.
Temía que murieran al nacer, temía que no muriesen,
ya que ¿qué futuro tenían? ¿Podría yo en mi débil
estado alimentarlos?
P o r la m añ an a, l a v ie ja e mp ez ó a mo ve rs e . L o s mu e-
lles del camastro crujieron al levantarse y se acercó a
atizar el fuego. Arrodillándose junto a mí, me acarició
l a cab eza y d ijo : « Yo vo y a i r a m is a y lue go com e remo s
a l g o » . S e l e v a n t ó y p r o n t o s e f u e . O í s u s p asos des va .
n ec e rse po r el c am ino . Se o yó e l c l ic de la ve r ja d el ja t .

58
din y luego silencio. Yo me di la vuelta y volví a dor-
mirme.
Al final del día había recuperado algunas fuerzas.
Pude moverme despacio. Primero me daba contra casi
todo, pero pronto aprendí que no cambiaban los mue-
bles muy a menudo. Con el tiempo aprendí a encontrar
mi camino sin darme demasiados golpes. Nuestros vi-
brissae (bigotes de gato) actúan como un radar y po-
demos encontrar el camino en la más negra de las
noches cuando no hay ni un destello de luz que ver.
Ahora mis antenas tenían que trabajar todo el tiempo.
Unos días más tarde la vieja le dijo a su hijo, que
había ido a verla: «Sean, limpia el cobertizo de la leña
que voy a ponerla allí. Con eso de que es ciega y yo
que tampoco veo bien, tengo miedo de darle una patada y
dañar a los gatitos y significa mucho dinero para nos-
otros. Sean salió y pronto oí una gran conmoción proce-
dente del cobertizo de la leña al mover cosas y hacer
montones de carbón. Entró y dijo: «Ya está todo arre-
glado, madre,, he puesto montones de periódicos en el
suelo y he cerrado la ventana».
Así que otra vez mi cama era de periódicos. Irlan-
deses esta vez. «Bueno —pensé—, el manzano dijo hace
años que la suerte me llegaría en uno de los momentos
más negros. Ya casi era hora.» El cobertizo era de plan-
chas de madera embreadas con una desvencijada puerta y
e l s u e l o e ra d e t i e r r a p i s a d a y e n l a p a re d s e gu a rd a b a
una increíble colección de cosas de la casa, trozos de
carbón y cajas vacías. Por alguna extraña razón la vieja
tenía un enorme candado para cerrar la puerta. Cuando
venía a verme se quedaba ahí murmurando y rebuscaba
sin cesar entre las llaves hasta encontrar la correcta.
Finalmente con la puerta abierta entraba a trompicones,
tanteando el camino, en el triste interior. Sean quería
reparar las ventanas para que entrara algo de luz; ningún

59
r a yo e n tr a b a e n e s te o s c u ro a g u j e ro , p e ro , c o m o d i j o la

vieja, «el vidrio cu esta dinero, hijo mío, el vidrio cuesta


dinero. Espera a que tengamos los gatitos para vender»
L o s d í a s i b a n a r r a s t r á n d o s e . Te n í a c o m i d a y a g u a
pero tenía también un constante dolor. La comida era
escasa, suficiente para vivir, pero no suficiente para for-
talecerme. Viví para dar a luz a mis gatitos y seguir
viviendo era una lucha. Ciega, enferma y siempre ham-
brienta mantuve un débil agarramiento a la vida y fe en
esos «mejores días que llegarían».
Pocas semanas después de llegar a Irlanda sabía que
mis gatitos nacerían pronto. Los movimientos se volvían
d i fí ci le s y e l do lo r au me ntaba . Ya no podía es ti ra rme a
todo lo largo ni enroscarme en un círculo. Algo había
pasado dentro de mí y sólo podía descansar sentada con
m i pe cho apoyado contra a lgo du ro pa ra ev i ta r p eso e n
mis partes bajas.
Dos o tres noches más tarde hacia medianoche me

asaltó un espantoso dolor. Chillé en la agonía. Poco a


poco con un inmenso esfuerzo mis gatitos vinieron al

mundo. Tres de los cinco estaban muertos. Me quedé


echada jadeando durante horas, todo mi cuerpo como en

llamas. Esto, pensé, era el fin de la vida, pero no, no iba a


serlo. Seguí viviendo.
L a v i e j a e n t ró e n e l c o b e r ti z o p o r l a m a ñ a n a y d i jo
cosas terribles al encontrar tres gatos muertos. Dijo cosas

tan terribles que luego dijo una plegaria para ser perdo-
nada. Yo pensé que ahora con dos gatitos que cuidar,
pod ría i r d en tro d e la cas a do nde hab ía ca lo r y al go más

que periódicos para echarse. Pero la vieja parecía odiarme


por tener sólo dos gatitos vivos. «Sean —le dijo un
atardecer a su hijo—, esta gata no vivirá más de dos o
tres semanas. A ver si puedes dar voces de que tengo
dos gatos siameses para vender.»
Me iba debilitando cada día. Ansiaba la muerte pero

60
temía por mis gatitos. Un día, cuando ya casi dejaban de
mamar, un coche aparcó junto a la entrada. Oí el clic
de la verja al abrirse y dos personas acudieron por el
caminito. Un golpe a la puerta de la casita. Unos segun-
dos más tarde se abrió. La voz de una mujer dijo: «Creo
entender que tiene un gatito siamés para vender». «Ah,
claro, ¿quiere usted pasar?», replicó la vieja. Por un
tiempo hubo silencio, luego la vieja vino desordenada-
mente y agarró a uno de mis bebés. Unos minutos más
tarde volvió murmurando con mal humor: «Bah, ¿por
qué querrán verte?». Me agarró tan violentamente que
grité de dolor. Me llevó dentro de la casa mostrándome
un gran afecto. Voces suaves dijeron mi nombre y me
tocaron ligeramente. El hombre dijo: «Queremos llevar-
nos a la madre también. No vivirá a menos de que sea
tratada». «¡Ah! —dijo la vieja—, es una gata muy
saludable y buena, lo es.» Yo leí los pensamientos en la
mente de la vieja: «Sí —pensó—, ya lo he leído todo
acerca de usted, puede pagar mucho». Empezó a hacer
mucho jaleo diciendo cuánto me quería y lo valiosa que
yo era. Que no tenía intención de venderme. Yo me
volví en dirección al hombre y dije: «Me estoy muriendo,
ignóreme y cuídese de mis dos hijos». El hombre se
volvió a la vieja y dijo: «¿Dijo que tenía dos gatitos?».
Ella admitió que así era, así que el hombre dijo con
firmeza: «Nos llevaremos los tres gatos o ninguno». La
vieja dijo un precio que me sorprendió enormemente,
pero el hombre sólo dijo: «Bueno, prepárelos que nos
los llevaremos ahora». La vieja salió aprisa de la habi-
tación para esconder su alegría y para poder volver a
contar el dinero. Pronto mis dos chicos fueron puestos
en una cesta muy especial que el hombre y la mujer
habían traído. La mujer se sentó en la parte trasera del
coche conmigo en su regazo y la gran cesta la colo caro n
en el asiento delantero junto al hombre. Despacio y con

61
c u i d a d o e m p e z a m o s l a m a r c h a . « Te n d re m o s q u e l l a m a r
al vet para que vea a Fifí inmediatamente, Rob», dijo
el hombre. «Está muy enferma, llamaré tan pronto corno
l l e gu e m o s a c a s a , v e nd r á h o y . ¿ D e j a rá s q u e l o s g a t i to s
vayan juntos?» «Sí», dijo el hombre. «Entonces no es-
tarán solos.» Seguimos marchando con tanto cuidado
que no sentí ningún dolor. Las palabras del manzano
volvieron a mi mente: «Conocerás la felicidad, Fifí»
¿Era esto?, me preguntaba.
Segu imos rodando po r la ca rre tera du ra nte muc has
m i ll as , ento nce s g i ramo s por una agud a cu rv a con cu í•
dado y tomamos u na subid a mu y e mpinada. «Bu eno , ya
e s tamo s en cas a , ga to s» , d ijo e l ho mb re . Pa ró e l mo to r,
salió y se llevó la cesta que contenía a mis gatitos. La
mujer salió con cuidado sin sacudirme y me llevó en
brazos, subimos dos o tres peldaños hasta la casa. ¡Qué
diferencia! Aquí sentí inmediatamente que se me qu ería y
e ra b i e nv e ni d a ; d e c i d í q u e e l á rb o l te ní a ra z ó n . ¡ P e ro
me sentía tan terriblemente débil! La mujer se dirigió
a l t e l é fo no y h a b l ó c o n e l ve t q u e h a b í a n m e nc io nad o .
D e s p u é s d e d a r l a s g ra c i a s c o l g ó . « V e n d rá e n s e g u i d a » ,
dijo ella.
No tengo la intención de escribir sobre mi operación
o mi larga lucha para volver a la vida. Bastará decir que
m e hic ie ro n un a ope ració n mu y di fíc i l para s aca rme u n
i nme nso tu mor u te rino . Me h i ci e ron u na hi s te re c tom ía,
así que me quedé libre de la dureza de tener más
bebés. El hombre y la mujer se quedaron conmigo noche
tras noche, ya que la operación fue tan severa que creye-
ron que no me recuperaría. Yo sabía que no sería así
porque ahora estaba en casa y me querían.
Capítulo IV

Mi operación ya pasó, todo lo que tenía que hacer


ahora era recuperarme. Antes había estado demasiado
enferma para preocuparme de quién vivía en la casa o
cómo era. El señor veterinario irlandés había dicho: «De-
ben llevarla a casa y darle cariño, lo necesita mucho y
no vivirá si sigue viviendo aquí». Así que a casa me
llevaron. Durante los dos primeros días estuve muy
quieta, con el hombre y la mujer cuidándome todo el
tiempo y persuadiéndome para que probara las más ex-
quisitas comidas. No las tomaba muy fácilmente porque
yo quería que tuvieran que persuadirme. Quería saber
que me consideraban lo suficiente importante para to-
marse el tiempo necesario para persuadirme.
El tercer día después de que el veterinario irlandés
hubiera estado allí, el hombre dijo: «Voy a dejar entrar
a lady Ku'ei, Feef». Salió y pronto volvió murmurando
con afecto a alguien. Al acercarse dijo: «Feef, ésta es
lady Ku'ei. Ku, ésta es la señora Fifí Bigotesgrises».
Inmediatamente oí la más bella voz de una joven señora
gata siamesa que hubiera oído jamás. ¡El tono! ¡La
fuerza! Yo me quedé emocionada y deseé que mi pobre
madre hubiera podido oír una voz tal. Lady Ku'ei se
sentó en la cama con el hombre sentado entre nosotras.
«Yo soy lady Ku'ei —dijo ella—, pero como vamos a
vivir juntas, puedes llamarme miss Ku'ei. Estás ciega,
así que cuando puedas andar te enseñaré el lugar y te
indicaré los obstáculos, el excusado, donde comes, etcé-
tera. Y hablando de esto —remarcó en un tono de satis-

facción—, aquí no comemos restos, ni rebuscamos las

basuras (cuando nadie mira); nuestra comida la compran


especialmente para nosotras y es de la mejor calidad.

63
A ho ra a tie nde po rqu e vo y a hab la rte un po co de la cas a y
no voy a hacerlo dos veces.» «Sí, miss Ku —repliqué
hu m ild e m en te — , te p res to to d a m i a te nc i ó n . » Me es ti ré
un poco para aliviar la presión en mis puntos.
«Esto es Howth, condado de Dublín —comenzó
m i s s Ku — , v i v i m o s e n u n a c a s a c o l ga d a e n l o m á s a l to
de una colina. El mar está a ciento veinte pies bajo nues.
tro, justo debajo, así es qu e no caigas o la gente se mo•
lestaría si dieses con un pez. Debes mantener tu dignidad
con las visitas, recuerda que eres un P.S.G., pero puedes
alborotar libremente con la familia.»
«Por favor, miss Ku —intercedí—, ¿qué es 1 1 1 7

P.S.G.?»
« ¡Bu eno , vamos ! Eres u na es túp ida vi ej a g a ta — re .
plicó miss Ku—, cu alquier a sabe qu e P.S.G . indica qu e
e re s u n Pedigree gato siamés a pesar de que no estás
demostra ndo la inte lige nc ia esperad a de noso tros. P e ro
no interrumpas, te estoy dando la información esencial.>
« L o s i en to , mi ss Ku , no te in te r ru m p i ré o t r a ve z .» Mi s s
Ku pensativa se rascó la oreja con el pie. «El hombre,
como tú le llamas, es el lama T. Lobsang Rampa del
Tibet. Entiende el siamés gatuno tan bien como tú y yo,
así que no puedes esconderle los pensamientos. Es gran
d e , b a rb u d o y c a l v o y e s tá c a s i m u e rto d e l c o ra zó n , ha
t e n id o u na o d o s a fe cc io n es c o ron a ri as . H a es t ad o mu y
enfermo, desde luego, y todos pensamos que íbamos a
perderle.» Yo asentí gravemente sabiendo lo que era
e s t a r e n f e r m a . M i s s K u c o n t i n u ó : « S i t i e n e s p ro b l e m a s
díselo y te ayudará en seguida, si quieres alguna comida
e n p a r ti c u l a r , d í s e l o , l e p a s a r á e l re c a d o a M a » . « ¿ Ma ? —
p r e g u n t é y o — , ¿ e s t á t u m a d r e c o n t i g o ? » « N o s e a s tan
ridícula —replicó miss Ku con cierta aspereza—. Ms es
Rab, la mu jer, ya sabes, la que hace nuestra compra, lava
nuestros platos, nos hace la cama, cocina para nos. o t r o s
y nos deja dormir en su cama. Yo soy su gata,

64
¿ s a b e s ? , t ú e re s l a g a t a d e l l a m a — d i j o m i s s K u c o m o d e
pasada—. Dormirás aquí, en esta habitación, a su lado.
Oh, claro, no puedes ver a Ma. Es algo baja, bonitos
ojos y tobillos y una cómoda gordura en todas las otras
partes. Ningún hueso se te clavará cuando te sientes en
su regazo.»
Hicimos una pausa por un momento. Miss Ku para
r e c o b ra r l a re s p i ra c i ó n y yo p a ra a s i mi l a r l a i n fo rma c i ón
que se me había dado tan repentinamente. Míss Ku
jugueteaba con la punta de su cola perezosamente y con-
tinuó: «Tenemos a una joven señora inglesa viviendo
con nosotros como uno de la familia. Es muy alta, muy
delgada y tiene el pelo del color de un Tom mermelada
qu e v i una ve z. B a s ta nte amab le al f in y al cabo y te hará
caso a pesar de que le gustan los grandes apestosos perros y
niños chillones».
«Bueno, Ku'ei —dijo el lama—, Feef debe descan-
s a r , y a l e c o n ta rá s m á s l u e g o .» C o g i ó a m i s s K u y l a s a có
de la habitación. Durante un rato seguí echada en su
cama ronroneando de contento. Se acabaron los restos,
siempre había pensado que me gustaría tener algo com-
prado especialmente para mí. Ser querida, ésta había
sido mi ambición a través de los largos y míseros años.
Ahora me querían, y mucho. Sonreí satisfecha y caí
dormida.
Cuando mis heridas de operación se cerraron y me
s a c a ro n l o s p u n to s , p u d e i r m o v i é nd o m e má s y m á s . Mu y
cautelosamente al principio por mi ceguera, pero más
segura cuando me enteré de que no se movía nada sin
que antes me llevaran allí y me enseñaran su posición
en relación con las otras cosas. Miss Ku'ei iba conmigo
diciendo dónde estaba todo y a las personas que venían
se las avisaba de que era ciega. «¿Qué? —replicaban—.
¿Ciega? Pero tiene unos ojos tan grandes y bonitos,
¿cómo puede ser ciega?»

65
Finalmente consideraron que estaba la suficientemente
bien como para salir al jardín. El aire era maravilloso con
el lor del mar y las plantas. Durante muchos días no
dejaba a nadie entre la puerta y yo, estaba constantemen-
te aterrorizada de que me dejasen fuera. Miss Ku me
regañaba: «No seas una vieja absurda, Feef, somos per.
sopas aquí, nadie te dejará fuera nunca». Nos echába-
mos en la cálida hierba y miss Ku me describía la es.
cena. D ebajo nuestro los movimientos de las olas llega.
ban a nosotras con su blanca espuma. El agua en la cueva
debajo de la casa gruñía y rugía y en días tormentosa
pa rec ía ag i ta r todo el ac an ti l ado . A la i zqu ie rda es taba
e l aca nt il ado co n e l f a ro a l f in a l . A u n mi l la o a sí e n e l
mar, se erigía el Ojo de Irlanda cobijando al pequeño
puerto de los peores estampidos del turbulento mar
l a nd é s . A l a d e re c ha s e v e í a e l D i e n t e d e l D i a b l o p ro t e
giendo de las altas olas el lugar donde se bañaban los
hombres. A miss Ku le gustaba muchísimo mirar ba-
ña rs e a lo s homb res , y p robab le me n te a mí me hu bi era
g us tado t amb ié n s i hub ie ra pod ido ve r toda s l as cos as,
como los demás.
Detrás de la casa se erigía el pico del monte de
Howth desde cuya cima se veían, en un día claro, las mon.
tañas del País de Gales en la tierra firme y las montañas
de Mourne en Irlanda del Norte. Esos fueron días felices
mientras nos desperezábamos a la luz del sol y miss Ku

m e hab laba d e nuestra fam i li a . G radu a lm ente fu i pe r-


d ie nd o m is t emo r es d e que m e de ja ra n fu e r a . Ya no me
enviaban a un gran y rudo Tom. Ahora se me quería
pura y simplemente por mí misma y como la misma miss
Ku dijo, me ensanché bajo la influencia como una flor
a la que se llevara a la luz del sol después de haber
estado encerrada en la oscuridad de un solitario sótano
Fueron días maravillosos; el lama me ponía en las ramas
bajas de un arbolito y me tenía cogida para que no

66
pudiera caerme y yo soñaba que aquí finalmente había
entrado en el cielo.
Las gaviotas me preocupaban al principio mientras
volaban por encima y decían con sus gritos: «Mira esa
gata ahí abajo, la llevaremos al acantilado y entonces
nos la comeremos». Miss Ku rugía nuestro famoso grito
siamés de guerra y desenvainaba sus pezuñas preparada
para cualquier ataque. En el aire se oía débilmente sus
z u g - z u g - z u g, y todos los pájaros encima daban vueltas
locamente y se escapaban. Por un tiempo no comprendí
lo que pasaba, no podía estar siempre haciendo pregun-
tas y entonces encontré la respuesta. Los barcos de pes-
c a d o e s ta b a n e nt ra nd o y l o s p á j a ro s i b a n e n b u s c a d e l o s
desechos de pescado que se quedaban en los muelles.
Ya estaba descansando en la agradable sombra de
u n a rb u s to V er on ic a u n a t a r d e s o l e a d a c u a nd o m e l l a m ó
miss Ku: «Prepárate, Feef, vamos de paseo en coche».
Un coche y miss Ku estaba contenta. «Pero, miss Ku
—expuse yo—, simplemente no podría ir en coche, ¿y
si me dejaran en algún sitio?» «Feef —gritó el lama—,
ven, vamos todos a paseo.» Yo estaba casi desmayada
del susto y me tuvieron que coger y llevarme en brazos
al coche. No así miss Ku, que cantaba de contento y
corrió al coche gritando: «Yo tengo el sitio de delante».
«¿Conducirá el lama, miss Ku?», pregunté tímidamente.
«Claro que sí, y no le llames el lama todo el tiempo,
llámale jefe como yo.» Así que el lama, perdón, el jefe,
e nt ró e n e l c o c h e y s e s e n tó e n e l a s i e n to d e l a n t e ro j u nt o
a miss Ku. Ma se metió en el coche y se sentó detrás
conmigo en la falda. La joven señora inglesa (no podía
decir su nombre todavía) se sentó junto a Ma. «¿Seguro
que has cerrado las puertas?», preguntó el jefe. «Claro,
siempre lo hacemos», replicó Ma. «Venga, venga, ¿para
qué perdemos el tiempo?», gritó miss Ku. El jefe hizo
lo necesario para poner el coche en marcha y nos fuimos.

67
Quedé sorprendida de la suavidad de nuestro tta.
yecto. Esto era muy distinto de ser tirado violentamente d e
un lado a otro como había sido mi experiencia en
F ra nc i a y A m é r i c a . B a j a m o s u n a p e n d i e n te m u y f u e rt e y
tomamos u na cu rv a d i fí ci l . Rod ando qu izá , ¿q ué e ra n
aquí, millas, kilómetros?, tres o cuatro minu tos girarnos
a la derecha, seguimos otro minuto o dos y paramos
Pararon el motor. El olor del mar era fuerte. Unas ligeras
gotas que llegaban con la brisa me cosquilleaban la nariz
Ruidos de muchos hombres, sonidos de motores de pu/.
p u f. U n fu e r te o l o r a p e s c a d o , y p e s c a d o q u e h a b í a e s .
t a d o d e m a s i a do r a to a l s o l . O l o r d e hu m o y d e c u e rd a s
alquitranadas. «Ah, pescado bueno —dijo la joven in.
g l esa resp i ra ndo el ai re—. ¿Vo y a busc a r u n poco ? » Así
que fue a ver a un viejo amigo que nos vendería pescado
recién salido del mar. ¡C ling!, hizo la cosa del equipaje en
la parte trasera del coche cuando echaron el pescado allí.
¡Bang!, hizo la puerta al entrar en el coche la joven
inglesa y cerrarla de golpe. «Miss Ku — m u r m u r é — . ¿ Q ué
es e s te lugar?» «¿Es to? Éste es e l pu erto de pesca do nde
toda s la s ba rca s vi en en a tra e rno s nu e s tra c en a , grandes
naves para guardar pescado junto a nosotros y al o t r o l a d o
agua. Barcos atados con pedazos de cuerda para que
no se vayan antes de que todo el mundo esté
preparado.» «¿Y ese humo?» «Oh, cuelgan pescado en
el humo, así no se corrompe tan aprisa o por lo menos
no puedes olerlo en seguida a causa del humo.» Saltó
sobre el respaldo del jefe y gritó: «¿A qué esperamos?
Vamos a Portmarnock». «Oh, Ku, eres un desastre de
impaciente», dijo el jefe, mientras ponía el coche en
marcha.
«Miss Ku —dije yo, me temo que en un tono preocu-
pado—, esta joven inglesa, no puedo decir su nombre y
l a ma ne ra com o lo p ro nu nc io e s u n i nsu l to p a ra u n Tom
demasiado embalado. ¿Qué hago?» Miss Ku se sentó y

68
pensó durante un rato y entonces dijo: «Bueno, no sé».
De repente se animó y dijo: «Eh, ya lo sé. Lleva un
vestido verde, es muy alta y delgada y el pelo encima es
una especie de amarillo. Oye, Feef, llámala Buttercup,'
ella no lo sabrá». «Gracias, miss Ku —repliqué yo—,
la llamaré miss Buttercup.» «Miss Nada —respondió
m i s s K u — , s i d e b i é ra mo s d a r l e t í t u l o s e r í a m i s s i s , c o m o
t ú h a t e n i d o g a t i t o s t a m b i é n . N o , F e e f , n o e s t á s e n t r e la
educada sociedad francesa ahora; estás en casa así que
dices, jefe, Ma y Buttercup. Yo soy miss Ku.»
El coche siguió avanzando despacio y suavemente.
Casi antes de saber lo que pasaba habíamos llegado allí y
paramos. Se abrieron las puertas del coche y me sacaron
en brazos. «¡Ah!, esto es vivir», gritó miss Ku. Unas
manos suaves cogieron las mías y las hundieron en la
arena. «Mira, Feef, arena», dijo el jefe. El rugido y el
rumor de las olas contra las rocas me calmaba, el sol
calentaba mi espalda. Miss Ku corría como loca por la
arena chillando con alegría. La familia (mi familia) estaba
sentada al lado tranquilamente. Yo me senté a sus pies y
jugaba con un guijarro. Yo era demasiado vieja y no me
había curado lo suficiente todavía como para correr como
u n c a b a l l o d e s b o c a d o c o m o m i s s K u . C o n l a a g r a dable y
cálida luz solar me quedé dormida...
Había nubes encima del sol y el débil gotear de

lluvia. «Raro —pensé—, ¿cómo puedo estar a q uí ? » En-


tonces lo comprendí, estaba viajando en Astral. Ligera
como una nube, me sentí empujada pasando sobre carre-
teras costeras y moviéndome hacia el interior. Más y
más al interior, el gran aeropuerto «Le Bourget». Una
l a rga h il e ra de e rgu idos cip re ses qu ie tos como ce ntinel as a
l o la r go d e u n a ca r re te ra r e c ta . La a gu ja d e u na i g les ia
medio tapada de niebla y los árboles en el cementerio
1. Flor (Botón de oro).

69
l lo rando ba jo l a l luv ia po r aqu el los qu e estab an deb ajo .
Me moví llevada por la corriente como un fantasma,
seguí moviéndome y bajé. De repente vi, ya que no se
es ciego en el Astral. «En memoria de...»
Por un momento no comprendí, luego sí. «Madame
Albertine —grité— enterrada aquí.» Se me escapó una
lágrima. O sea que había sido la única que me había
a mado . A ho ra s e hab ía ido y y o h abí a co nse gu ido la f e li-
cidad y cariño. Pero entonces pensé que ella se había
ido de este malvado mundo y entrado en el amor y la
f e l i c i d a d ta mb i é n . C o n u n s u s p i ro y u n a ú l t i ma m i ra d a
volví a ascender y seguí mi camino.
Debajo mío el portero estaba barriendo un patio
detrás de la portería. Un perro atado al muro, gruñó y
gimió intranquilo a mi paso. La casa apareció amenazante
a n te m í , m a j e s tu o s a , f rí a c o n a s p e c to d e p o c o s a m i go s ,
co mo p ro h ibi endo que se e ntra se e n e l la . Mad ame D ip lo-
mat salió a la terraza. Instintivamente me volví para
c o r re r, p e ro c l a ro , e l l a n o me v i o p l a ne a nd o a l a a l tu ra
de sus hombros. Parecía delgada y cansada. Grandes
arrugas de descontento destruían sus facciones. Los lados
de su boca se volvían hacia abajo y con delgados labios
y apretados orificios nasales, se la veía desde luego
amargada.
Seguí mi camino, me moví hacia el viejo manzano y
me paré en seco aterrada. El árbol había desaparecido, l o
habían talado e incluso su base había sido extraída
Silenciosamente, dolorosamente planeé alrededor. Movida
por un extraño impulso me moví hacia el viejo cober-
tizo que había sido mi única casa. Mi corazón casi se
paró; los restos de mi amigo el manzano estaban apilados
co n tra u n mu ro como le ña pa ra e l fu ego . Un mov imie n to
d e l a p u e r ta y a hí e s t a b a P i e r re c o n e l h a c ha l e v a n ta d a .
Yo grité y desaparecí del lugar...
«Pobre, pobre, Feef», dijo el jefe levantándome en

70
su hombro y echó a andar conmigo. «Has tenido una
pesadilla y a la luz del sol. Me asombras, Feef.» Yo tuve
u n e s c a l o f r í o y r e p e n t i n a me n t e s e n tí g ra ti tu d . V o l v i e n do
mi cabeza le lamí la oreja. Me llevó a la orilla del agua y
se quedó allí de pie conmigo sobre el hombro. «Sé lo que
sientes, Feef —dijo él—, yo también he pasado por cosas
d u r a s , ¿ s a b e s ? » M e a c a r i c i ó l a e s p a l d a , y v o l v i é n dose
e chó a a nd a r e n d i re cc ión a lo s d e más . « ¿ Vo lvemo s? —
p re gu n tó — . La v ie ja ab u e la B i go te s g ris es e s tá ca n sada.»
Yo ro n ro ne é , ro n ro n e é y ro n ro n e é . Era s i m p l e m e n te
maravilloso tener a alguien que pensara en mí, que me
pudiera hablar. Subimos todos al coche y emprendimos
el camino de vuelta a casa. Supongo que soy una vieja
gata chalada o algo así, pero tengo unas cuantas fobias.
Ni ahora me gustan los coches. El ser ciega tiene algo
que ver con ello, pero todavía ahora tengo el temor de
que me van a dejar en algún sitio. Miss Ku'ei es serena,
una experimentada dama de sociedad a quien nada sor-
p re nde . En todos lo s momentos es due ña d e la s i tu ac ió n.
Yo, bueno, como digo, soy a veces algo excéntrica. Esto
hace todavía más maravilloso el que me quieran tanto.
E s u n a s u e r t e q u e a s í s e a p o r q u e a h o r a n o p u e d o s o p o r-
ta r es ta r sol a . D u ra nte año s e s tuve ha mb ri e n ta de a fec to y
ahora quiero todo el que me faltó.
Corrimos sobre la montaña de Howth a lo largo de
donde las vías de los trenes hacían meandros junto a la
c a r re te ra , ha s t a l l e g a r a l p u n to má s a l to . L u e g o b a j a m o s
al pueblo, giramos a la izquierda antes de llegar a la
iglesia, pasada la casa de los O'Grady otra vez a la iz-
quierda y llegamos a casa. El querido y viejo señor
Loftus, «nuestro policía», estaba mirando por encima
del muro. Nunca pasábamos junto a él sin hablarle, por-
que el jefe decía que era uno de los mejores hombres
d e I rl a nd a o c u a l q u i e r o t ro s i t i o . Y o e s ta b a c a n s a d a , c o n -
tenta de llegar a casa. Todo lo que quería era un poco

71
de co mid a , algo de beber y lu ego do rmir en la c ama de l
jefe con el rumor de las olas adormeciéndome, recordan-
do los tiempos en que madre me cantaba hasta que
me dormía. Lo último que oí antes de dormirme fue a
m is s Ku : «H i , qu ie ro ba ja r co nti go a l ga raje y gu arda r e l
co ch e» . El ru ido so rdo de u na pu e rta y t odo se quedó
qu ie to . Era ma rav il loso do rm i r, sab ie ndo qu e nad ie ve n-
dría a perseguirme o buscarme para llevarme a un oscuro
cob e rti zo . S abi e ndo que s e me respe taba co mo a un se r
humano, tenía los mismos derechos que los demás en
la casa. Con un suspiro de satisfacción me enrosqué v
ronqué un poco más fuerte.
«¡Feef! ¡Abuela Bigotesgrises! Sal de esta cama, el
jefe quiere meterse.» «Ku'ei, no seas tan mandona. Por
supuesto que Fifí puede quedarse en la cama. ¡Va, cá-
llate!» El jefe parecía enfadado. Levanté un poco la
cabeza para oír m ejo r, ento nc es ad iv iné dónde e s taba el
suelo y salté. Unas manos suaves, pero firmes, me co-
g i e ro n y v o l v i e ro n a me t e rme e n l a c a m a . « B u e no , F e e f,
e re s t a n ma l a c o m o K u ' e i . Q u é d a te e n l a c a m a y ha z m e
compañía.» Me quedé.
El lama (perdón, el jefe) era un hombre enfermo,
Hacía ya algún tiempo que había tenido tuberculosis (uno
de mis bebés había muerto de esto hacía años) y a pesar
de que le curaron sus pulmones no se habían quedado
igual. Había tenido una trombosis coronaria tres veces
y otras cosas también. Como yo, tenía que descansar
mu cho . A vec es du rante l a noc he se pa seaba d e un lado a
otro de la habitación a causa del dolor. Yo paseaba
ju nto a él intentando consolarle. Esas largas horas de la
noche cuando estábamos solos eran las peores. Yo dor-
mía mucho durante el día para poder estar con él du.
rante la noche. Ma dormía en u na habitación al otro lado
de la casa y miss Ku la cuidaba. Buttercup dormía en
una habitación del piso de abajo desde donde podía

72
mi ra r m ás al lá de l ma r i rlan dés y po r l as ma ña na s ve r e l
barco de Liverpool dirigiéndose al puerto de Laoghaire.
El jefe y yo dormíamos en una habitación que daba a
l a b ahía de B al sc adde n y al pu e rto y e l mar d e I rl and a . S e
quedaba echado en la cama durante horas mirando la
siempre variada escena con sus poderosos binóculos
japoneses. Nuestro gran amigo, Brud Campbell, había
extraído el deficiente cristal de origen e insertado uno
del más pu ro cristal plata para que el paisaje no perdiera en
nada.
Mi e n tras es tába mos se n tados ju n tos , él e scu d riñando
el paisaje, me iba diciendo todo lo que veía, poniéndolo
en pensamientos-imágenes telepáticas, así que yo podía
verlo tan bien como él. El Ojo de Irlanda; me contaba
cosas sobre los monjes que muchos años atrás habían
intentado construir una pequeña iglesia allí, pero final-
mente se habían tenido que rendir a las tormentas que
azotaban el lugar.
Miss Ku me habló del Ojo de Irlanda también. Había
sido lo suficientemente valiente como para ir con el jefe
en un bote hasta allí atravesando el mar, para jugar con la
a re na d e l a i s l a . Me c o n tó c o s a s d e l o s g a t o s p i ra ta s q ue
v i v í a n e n l a i s l a y a s u s t a b a n a l o s p á j a ro s y l o s c o ne j o s .
E l j e f e n o m e e x p l i c ó na d a s o b re l o s g a to s p i ra ta s ( q u i z á
no creía que los gatos pudieran caer tan bajo), pero sí
me contó cosas sobre los contrabandistas humanos e in-
cluso podía nombrarlos. Había bastante contrabando en
el distrito y el jefe conocía a casi todo el mundo conec-
tado con éste, había tomado muchas fotos con una má-
quina telefoto.
Ma también hacía fotografías y donde quiera que
fuese llevaba una cámara en su bolso. Pero la mayor
p reo cupac ió n de Ma e ra cu ida rnos a todo s e in tenta r que e l
jefe siguiera viviendo unos cuantos años más. Estaba
siempre ocupada. Miss Ku, claro está, lo supervisaba todo

73
y se aseguraba de que nadie hiciera el vago y de tener
todos los viajes en coche que quisiera.
Buttercup estaba muy ocupada también. Ayudaba en
las cosas de la casa y cuidaba al jefe y daba grandes
paseos para coger ideas para dibujar y pintar. Es una
artista muy hábil, me dicen miss Ku y el jefe. Ésta es la
razón por la que le pedí que me ilustrara este librito mío. Y
miss Ku dice que lo está haciendo mejor de lo que
nadie podría hacerlo. Ojalá pudiera verlos pero nadie
puede darme la vista.
Siempre metíamos al jefe en cama antes de que le
diera un ataque de corazón y entonces venía el señor
Loftus a hablar con él. El señor Loftus era un hombre
e no rm e , a l to y cu ad rado y todos le adm i rab an i nme ns a .
mente. Miss Ku, que me ha dado permiso para decir
que es un flirt, l e a d o ra b a . L a s e ñ o r ' . O ' G r a d y e ra o tr a
visita bienvenida, una que llegaba en cualquier momento
Una a quien se la aceptaba como a una de la familia.
Bru d Campbell no venía tan a menudo como hubiéramos
d e s e a d o , e ra u n ho m b re m u y o c u p a d o , o c u p a d o p o rq u e
era un trabajador tan bueno, y sus visitas eran dema-
siado escasas.
U n d í a e s ta b a n h a b l a n d o d e v i a j e s , d e v i a j e s a é r e o s
en particular. Miss Ku dijo: «10h! cuando vinimos de
Inglaterra (con gritos de alegría) la línea aérea no per.
mitía ir a los gatos e n e l m i s m o c o m p a r t i m e n to q u e l o s
humanos. El jefe dijo: "Bueno, si no quieren a mi gato
tampoco me quieren a mí, alquilaremos un avión y nos
llevaremos todas nuestras cosas también". —Miss Ku hizo
una pausa para crear más efecto dramático y continué—:
Así que alquilamos un avión y tenían una botella de
oxígeno para el jefe y se enfadó en el aeropuerto de
Dublín porque querían ponerle en una silla de ruedas
como a un inválido». Me dio como una sensación de
calor el pensar que la familia nos tenía tanto en
cuenta
74
a miss Ku y a mí, como a cualquier ser humano. En-
tonces el jefe se rió de nosotras y nos dijo que éramos
un par de gatas criticonas.
«Miss Ku —dije yo una mañana—, la señora O'Grady
viene mucho por aquí, pero ¿por qué no el señor?»
«Querida, querida —replicó miss Ku—, tiene que tra-
bajar, se cuida de la electricidad de Irlanda y si no la
metiese en los hilos, ¿cómo íbamos a cocinar?» «Pero
miss Ku, nosotros utilizamos gas en una cosa de metal y
unos hombres traen esas cosas de metal cada tres se-
manas.» Miss Ku suspiró exasperada. «Feef —dijo ella,
después de respirar hondo para calmarse, como nos había
enseñado el jefe—. Feef, la gente ve y para ver nece-
sita la electricidad, ¿entiendes? Tú no ves, por eso
no lo sabes. Tenemos unas botellas de cristal atadas a
unos palos y colgadas del techo. Cuando la gente les
echa electricidad nos llega la luz a través de los hilos.
U t i l i z am o s e l e c tr i c i d ad , F e e f . » S e v o l v i ó m e d i o m u r m u -
rando: «Los gatos me ponen enferma, siempre pregun-
t a n d o t o n te r í a s » . S i n l u g a r a d u d a s , u t i l i z á b a m o s e l e c t r i -
cidad. El jefe y Ma tomaban muchas fotos de color y las
e ns eñ aba n en u na pa n ta ll a co n una lá mpa ra espe ci al . Me
g u s t a b a s e n t a r m e d e e s p a l d a s a l a l á m p a r a y d e c a r a a la
pa n ta l la p o rque los r a yos de la l ámpa r a e r an ma r av ill o-
samente calientes.
No teníamos teléfono en Howth, alguien me dijo
q u e l a g e n te d e l o s te l é fo no s i rl a nd e s e s n o t e n í a n l í ne a s .
No comprendía por qué no ponían más como hacían
otros países, pero a mí no me importaba. Usábamos el
teléfono de la señora O' Grady, que lo ofrecía muy con-
tenta. A Ma le gustaba mucho «Ve O'G», como la llamá-
bamos nosotras. Al jefe le gustaba también, pero veía
más al señor Loftus. Desde el gran ventanal que daba a
la bahía, se podía ver al señor Loftus viniendo por la
curva al pie de la alta montaña y luego avanzando pesa-

75
damente por la carretera de Balscadden hasta el final
donde iba todo el mundo de picnic. Cuando no estaba
de servicio solía venir a hacer una visita y era siempre
una visita bien acogida. El jefe estaba en la cama y el

señor Loftus se sentaba enfrente de él y de la ventana.

Escuchábamos la voz del mundo también. El jefe tenía


una poderosa radio de onda corta que transmitía
programas de China, Japón, India y de los puestos de
Policía y Bomberos de Irlanda. Yo prefería música de
Siam o Thailandia o como sea que llamen ahora al
pais de mis antepasados. Escuchando la música de
Siam yo me quedaba sentada meciéndome suavemente
y seguía la melodía con la cabeza. Yo veía con los ojos
de mi mente, los templos, los prados y los árboles.
Volvía los ojos atrás a toda la historia de mis
antepasados. Algunos de nosotros fueron al Tibet (el
país del jefe) y allí guardaban los templos y las
lamaserías. Como protectores del Tibet, también
nosotros fuimos enseñados a ahuyentar a los ladrones
y a guardar las joyas y los objetos religiosos. En el
Tibet estábamos casi negros a causa del intenso frío.
Tal vez no sea un hecho generalmente conocido que
mi raza altera el color de acuerdo con la temperatura
ambiente. En un país frío, helado, nos volvemos muy
oscuros. En los países tropicales somos casi blancos.
Nuestros gatitos nacen absolutamente blancos y poco
después aparecen las «marcas» características. Del
mismo modo que los humanos tienen distintos
colores, como blanco, amarillo, marrón y negro,
también nosotros. Yo soy un gato con características
foca, mientras que miss Ku tiene características
marrón chocolate. Su padre, por cierto, fue el soldado
campeón de chocolate. Miss Ku tenía un gran
pedigree. Mis papeles, por supuesto, se habían
76 perdido. Miss Ku y yo lo discutíamos un día. «Ojalá
pudiera enseñarte mis papeles, miss Ku —dije yo—.
Me apena pensar que se quedaron en Francia. Me
siento, bueno, un poco como desnuda sin ellos.» «Bueno,
bueno, Feef —me consoló miss Ku—, no pienses más
en ello. Hablaré con el jefe y le pediré que destruya los
míos y entonces las dos estaremos sin papeles.» Antes
de que pudiera contestarle, se había dado la vuelta y
salido de la habitación. La oí bajar las escaleras y diri-
girse donde estaba el jefe haciendo algo con un largo
t u b o d e b ro n c e q u e te n í a c ri s t a l e n a m b a s p u n ta s . P a re c e
que ponía la cosa encima de un ojo para poder ver
me j o r m á s l e j o s . P o c o d e s p u é s , e l j e fe y m i s s Ku s u b i e r o n
todavía discutiendo. «Bueno —dijo él—, si así lo quieres.
Siempre fuiste una gata alocada.» Se dirigió a un cajón y
o í el ro za r de pap el es y el ras ca r de u na ceri l la a l fro ta rla .
Me llegó el olor a papel quemado y luego también el
sonido de las tenazas al ser removidas las cenizas. Miss Ku
vino y me dio un empujón. «Bien —dijo con una son-
risa—, ahora deja de preocuparte por tonterías. Al jefe
y a Ma les importan un pito estos papeles o pedigrees,
nosotros somos sus hijas.»
Mi nariz se arrugó y estornudé. Había un olor deli-
cioso en el aire, algo que no había oído nunca antes.
«¡Feef! ¿Dónde estás, Feef?» Ma me llamaba. Le dije
que ya venía mientras saltaba de la cama. Siguiendo mi
olfato, conducido por ese maravilloso olor, bajé las esca-
leras. «Langosta, Feef —dijo Ma—, pruébala.»
Nuestra cocina tenía un suelo de piedra y el jefe nos
dijo a miss Ku y a mí que había una historia al efecto,
que había un pasadizo bajo las losas que conectaba la
c o c i n a c o n e l s ó t a n o . M e p o n í a ne rv i o s a p e n s a r q u e a l gú n
pirata o contrabandista podía empujar las losas desde
abajo y yo cayera. Pero Ma me estaba llamando y me
llamaba para que probara un nuevo tipo de comida.
Siendo una gata siamesa francesa, sentía un interés na-
tural por la comida. Ma me pellizcó las orejas con cariño
y me llevó al plato de langosta. Miss Ku estaba ya

77
delante del suyo. (Atácalo, Feef —dijo ella—, estás
h u r g a n d o c o m o u n a v i e j a c r i a d a i r l a n d e s a .» C l a r o e s t á
nu nc a m e i m p o rt a b a l o q u e m e d e c í a m i s s Ku ; te ní a e l
corazón tan bueno como la más pura carne de gambas y
m e ha b í a a c e p ta d o a m í , u n a d e s c o no c i d a , s o l a y m u -
riéndose, en su casa y con alegría. A pesar de toda su
severidad, todas sus maneras autocráticas, era una per.
sona a la cual si se la conocía se la amaba.
La langosta era deliciosa. «Es del Ojo de Irlanda,
Feef —dijo miss Ku—, el jefe creyó que nos gustaría
como algo especial.» «Oh —repliqué yo—, ¿no la
come?» «Nunca, cree que es una porquería. De todos
modos si a ti y a mí nos gusta, nos la comprará pata
nosotros. ¿Recuerdas esas gambas, Feef?» Desde luego
q u e m e a c o rd a b a . C u a n d o e l j e f e y M a m e t ra j e ro n a l a
c asa po r p ri me ra ve z, yo e s tab a ha mb ri enta , pe ro de ma-
siado enferma para comer. «Dale una lata de gambas —
d i j o e l j e f e — . E s t á d e b i l i t a d a p o r e l h a m b r e . » A b r i e . ro n
l a l a t a p e ro a s í y to d o no q u e rí a n i p ro b a r l o . E l j e f e c o g i ó
u n a ga mb a y m e l a p a s ó p o r l o s l a b i o s . P e n s é q ue nunca
había comido nada tan celestial. A ntes de que me d i e r a
cuenta me había terminado toda la lata, Real. mente
sentí vergüenza de mí misma y aún ahora enrojezco
cuando pienso en ello. Si miss Ku quiere hacerme
enrojecer, me dice: «¿Recuerdas esas gambas, Feef?».
«Feef —dijo miss Ku—, el jefe va a llevarnos a dar
un paseo en coche. Pasaremos por delante de la casita
donde viviste. Bu eno, qu e no te dé un ataque; pasamos.»
Miss Ku salió para dirigirse al garaje con el jefe a buscar
el coche, un buen Halcón Humber. Yo me quedé con Ma
ayudándola a arreglarse, luego bajé abajo para asegurarme
de que Buttercup había cerrado la verja lateral del jardín.
E n t ra mo s e n e l c o c h e y b a j a m o s l a c o l i na , b a j o e l p u e n te
del ferrocarril y hacia Sutton (donde otro viejo amigo,
el doctor Chapman vivía). Seguimos tragando muchas

78
millas y a su debido tiempo llegamos a Dublín. Miss Ku
ayudaba a condu cir al jefe, diciéndole cu ándo ir de prisa, s i
venían coches y por dónde girar. Yo aprendí mucho
grac ia s a e l la . Ap re nd í cos as sob re Du b lín. Mi en tras d iri -
gía al jefe, «¡Para, para! ¡Cuidado con esa esquina,
rápido! ¡No dejes pasar a ese coche!», me iba describiend o
lo que veía. «Esto es la estación de Westland Road
d e s d e d o n d e s a l e n l o s t re n e s . A q u í v e a l a d e r e c h a , j e f e .
S í , F e e f , a ho ra e s ta m o s e n l a c a l l e N a s s a u . V e d e s p a c i o ,
jefe, le estoy describiendo esto a Feef. Antes vivíamos
aquí, Feef, enfrente los terrenos de Trinity College.
Jefe, vas tan aprisa que no pu edo contárselo a Feef. Esto es
el parque de St. Stephen, yo he estado aqu í. Los patos
hacen cuac-cuac aquí. Cuidado, jefe, con el guardia en
esa esquina. Compramos las radios en esta calle, Feef.»
Así fuimos siguiendo por las calles de Dublín con miss
Ku comentando sin parar. Entonces, dejando las calles y
las casas atrás, el jefe apretó algo con el pie y el
coche corrió más aprisa al ser más alimentado.
Fuimos siguiendo por las carreteras de la ladera de la
montaña junto a lo que miss Ku llamó un reservoir, lo
que parecía ser un bol de agua para beber los de Dublín.
Llegamos a la casita. El coche paró . El jefe miró en mi
dirección y viendo lo afectada que estaba, apretó el
acelerador. Respiré hondo, aliviada, medio temiendo que
a p e s a r d e to d o m e i b a n a d e v o l v e r c o mo u n a i nú ti l , c i e g a
y vieja gata. Para demostrar mi felicidad ronroneé y lamí
la mano de Ma. «¡Por todos los Toms! Feef —dijo mi s s
Ku—. Creímos que te iba a dar un ataque y que
morirías en olor de santidad. ¡Agárrate, niña, eres un
miembro de la familia!»
Jugamos entre el brezo durante un rato. Miss Ku
gritando cuántos conejos iba a coger. Entonces vio lo
que el jefe dijo que era una oveja, y calló de r ep e n te . Yo
no podía ver a la extraña criatura, pero en cambio
detecté

79
un raro olor ovejuno y la peste de vieja lana. Pronto vol.
v i m o s a s u b i r a l c o c h e y s a l i m o s c o r r i e nd o e n d i re c c i ó n
a cas a . A l pasa r el fa ro de B a i le y , l a s i ren a de l a n ieb la
mugía como una vaca a punto de dar a luz. Un tranvía
p a s ó d a n d o tu m b o s c o n s u s r u e d a s h a c i e nd o c l an q u e ty .
clan k, cl an que ty-c l an k sobre l as ví as de h ie rro . «P a ra
en Correos —dijo Ma—. Debería haber unos paquetes
ahí.»
« F e e f — d i j o m i s s K u m i e n t ra s e s p e r á b a m o s a M a — ,
F ee f , u n ho m br e le d i jo a l j ef e qu e tu s dos g a t i tos e s tán
muy bien. Crecen muy bien y tienen rostros negros y
c o l a s a h o ra .» S u s p i ré c o n te n t a . L a v i d a e r a b u e n a p a r a
c o n mi g o . Mi s n i ño s e ra n f e l i c e s y e s ta b a n j u n to s . E ra n
los últimos gatitos que jamás tendría y me sentía orgu-
llosa de ellos, orgu llosa de qu e hubieran sido aceptados y
de que fueran felices.
Capítulo V

«¡Ah! Buenos días —dijo Pat el cartero cuando


Ma y yo abrimos la puerta después de oír su llamada—.
Hay una gran cantidad de cartas para él esta mañana.
Por poco me rompo la espalda, de veras, trayéndolas
cuesta arriba.» Pat, el cartero, era un viejo amigo nuestro.
Son muchas las veces que el jefe le recoge en su coche y
le acompaña en sus rondas de cartero, cuando sus piern a s
ya no pueden más. Pat lo conocía todo y a todo el
mundo del distrito y nos enterábamos de muchas cosas
p o r é l . Y o s o l í a h u s m e a r e l d o b l a d i l l o d e s u s p a n ta l o ne s
para saber si había pasado por la cuesta o a través de
las laderas de brezo. Solía saber también cuándo Pat
hab ía emp inado el codo pa ra ma nte ne rs e ca l ie nte en su s
rondas al anochecer.
Ma llevó las cartas dentro y yo me subí a la cama
de l je fe pa ra ay uda r le a l ee rla s . Hab ía much as es a ma ña -
na, cartas de Japón, de la India y de amigos de A lemania.
Una carta de Dublín. Se oyó el ruido de un sobre al ser
rasgado y del papel al ser extraído. «Mm —dijo el jefe—.
Los oficiales de impuestos de Irlanda son tan malos
como los ingleses. Lo que piden es un puro robo. No
tenemos recursos para seguir viviendo en Irlanda.» Se
quedó en un silencio lleno de tristeza. Ma revoloteaba
j un to a la cam a . Bu tte rcup s ubió co rrie ndo la s e sca le ras
para ver lo que había en el correo. «Me sorprende —dijo
e l j e fe — q u e l o s d e l o s i m p u e s to s i rl a n d e s e s no i n te n te n
que gentes como nosotros nos quedemos en el país, en
v e z d e e c h a r n o s c o n s u s e xc e s i v o s y s a l v a j e s i m p u e s t o s .
Gastamos mucho aquí, pero la Oficina de Impuestos no
e s t á n u n c a s a t i s f e c h a , q u i e r e n c o m e rs e a l a g a l l i na y l o s
huevos al mismo tiempo. A nosotros, los escritores, se

81
nos trata más duramente que a nadie, aquí.» Yo asentí
con simpatía y empujé mi cabeza contra la pierna del
j e f e . Q u e r í a n a c i o n a l i z a r s e i r l a n d é s , ad or a ba a l o s i r l a s .
deses, a todos menos a los de los impuestos. Este cuerpo,
para el jefe era de una peste peor que la de una lata
sucia de un gato Tom, eran tan poco razonables, tan
ciegos. El jefe sacó una mano y me pellizcó una de mis
o re j a s . « S i n o f u e ra p o r v o s o t ra s , ga ta s , F e e f , i r í a m o s a
Tánger o a Holanda o a algún otro sitio donde nos dieran l a
b i e n v e n i d a ; p e r o t ú e r e s m i v i e j a g a t a a b u e l a y n o te
molestaría aunque mi vida dependiera de ello.» «Uf,
jefe! —repliqué yo—. ¡Mira quién habla! Aguantaré
tanto como tú y un poco más. Mi corazón está bien,»
«Sí, Feef —contestó él mientras me frotaba mi barbilla y
pescuezo—. Tu corazón está bien, eres la gata abuela más
b u e n a q u e ha h a b i d o nu n c a . » Q u i zá — re p l i q u é yo — t ú y
yo moriremos al mismo tiempo y entonces no nos
separaremos. Me gustaría esto.»
Todos estuvimos algo tristes durante el resto del día.
Estaba claro que era una pérdida de tiempo intentar vivir
en Irlanda si los de los impuestos se lo iban a quedar
t od o . Y a t en íamo s b as ta n te s p ro bl em a s s in és te . Los pe.
riodistas estaban siempre merodeando por ahí, a veces
mirando la casa a través de binóculos y colgando espejos d e
unos palos y o r i e n tá nd o l o s hacia los d o r m i to ri o s . L a
Prensa había contado mentiras sobre el jefe y en ningiín
momento le habían dejado dar su versión sobre las cosas.
El jefe considera a los periodistas como a lo más canalla
del mundo, lo sé, se lo he oído decir demasiado a me-
n u d o . P o r l o q u e m e d i j o m i s s K u , s é q u e t i e n e t o d a la
razón.
«Voy a casa de la señora O'Grady a telefonear a
B ru d C a m p b e l l — d i j o M a — , c re o q u e a l g u i e n h a f o r za d o
la cerradura de la puerta trasera y hay que repararla.»
«¡Oh! Supongo que fueron esos turistas de Liverpool

82
—replicó el jefe—. Brud me contó que su padre había
tenido turistas acampando en su jardín delantero.» Ma
s a l i ó h a c i a l a c a r re te ra y m i s s K u l l a m ó d e s d e l a c o c i n a
diciendo que había una comida muy buena lista para
nosotras. Yo bajé y encontré a miss Ku al pie de la
escalera. «¡Ah!, estás ahí, Feef —dijo ella—. He conven-
c ido a B u tte rcup pa ra qu e nos d ie ra nues tra co mid a tem-
prano, para que así podamos ir al jardín a ver si las
flores crecen bien. Gruñó un poco, pero hizo lo que le
dije al final. ¡Ataca!» Yo siempre «atacaba». Me gus-
taba la comida y siempre creí en comer para estar fuerte.
Ahora pesaba siete libras completas y nunca me había
sentido mejor. Encontraba mi camino sin dicultad, tam-
bién. El jefe me enseñó cómo hacerlo. «Eres una vieja
tonta y despistada, Feef», dijo él. «¿Por qué, jefe?»,
p re gu n té y o . « B u e n o , e r e s c i e g a y a s í y to d o e n e l A s t ra l
p u e d e s v e r . ¿ P o r q u é c u a n d o d e s c a ns a s n o t e c o l o c a s e n
el plano astral para ver si se ha movido alguna cosa?
¿Por qué no das un buen vistazo al lugar? Vosotros los
gatos no usáis el cerebro que se os dio.» Cuanto más
pensaba en ello más me gustaba la idea, así que cultivé
el hábito de viajar al modo astral cuando dormía. Ahora
no me doy golpes ni tengo morados, sé el lugar de casi
cada cosa.
«Ha venido Brud», gritó Ma. Miss Ku y yo estába-
mos encantadas, quería decir que ahora podríamos ir al
jardín porque el jefe siempre salía y hablaba con Brud
Campbell mientras éste trabajaba. Corrimos hacia la
puerta y miss Ku le dijo al jefe que debería tomar un
tónico, ya que empezaba a andar despacio. «¿Ir despa-
cio? —replicó él—; podría cogerte en cualquier mo-
mento.»
Al principio la situación de la casa me había sor-
prendido porque se entraba por el piso de arriba y el
piso primero estaba por debajo del nivel de la carre-

83
tera. Miss Ku me lo explicó: «Ves, estamos colgados
sobre el lado del acantilado como un grupo de gallinas
c l u e c a s . E l a c a n ti l a d o d e s c i e nd e p o r l a c a r re te ra y ha y
un muro para impedir que caiga la gente. Bueno, el
caso es que esta casa tenía dos pisos hasta que llegamos
nosotros y la convetimos en uno». Teníamos sitio de
sobra en la casa y el jardín. Había dos jardines, uno a
cada lado de la casa. Antes los inquilinos de arriba
tenían el jardín de la derecha y los de abajo el de la
izquierda. Nosotros los teníamos todos. Había árboles
con ramas bajas, pero a mí no me permitían salir nunca
so la po rqu e la f am il ia te nía m iedo de que me ca ye ra de l
acantilado o de que me subiera a un árbol y cayera,
Claro está, no habría caído de hecho, pero era agradable
te ne r a ge nte qu e se p reo cupa ra tanto d e mí . B u tte rcup
so l ía s enta rse e n el j a rdí n tom ando e l so l , ha ci endo que
su amarillo de encima se volviera más amarillo, como
decía miss Ku. Nos gustaba que estuviera en el jardín
p o rq u e s o l í a o l v i d a rs e d e n o s o t ra s y p o d í a mo s e x p l o ra r
más. Una vez fui al lado del acantilado e intenté des.
cender. Miss Ku llamó al jefe rápidamente y éste vino y
m e c o g i ó a n t e s d e q u e p u d i e r a c a e rm e . T e n í a m o s q u e
tener cuidado cuando estábamos en el jardín, todavía
por otra razón. Había gente merodeando por ahí para
ver si podían fotografiar al lama. Dos coches paraban
junto a los muros del jardín y la gente se encaramaba
para ver dónde vivía Lobsang Rampa. Una soleada tarde,
el jefe miró por la ventana y vio un grupo de mujeres
haciendo un pícnic sobre el césped. Se enfadaron mucho
cuando él salió y las echó. Muchos residentes en estas
carreteras con vistas panorámicas de Howth, tenían ex
periencias similares; los turistas creían que podían ir
a todas partes, hacer tantos daños como quisieran y dejar
sus basuras para que las recogieran los otros.
«Feef, acabo de oír al jefe y a Ma hablando», dijo

84
miss Ku. «¿Dónde está Marruecos?» «¿Marruecos? Miss
Ku, esto será Tánger, un lugar en el Mediterráneo. A mí
me llevó allí madame Diplomat. Casi fuimos a vivir
allí. Hace calor, es apestoso e incluso los peces son
contrabandistas.» Desde luego que conocía el lugar. Me
habían llevado allí en un barco desde Marsella y me
había mareado durante todo el viaje. Por aquellos días
veía, y los fieros nativos con sus sucias túnicas me ha-
bían asustado bastante. Yo esperaba que no fuéramos a
Tánger.
Miss Ku y yo dormimos toda la tarde. El jefe y Ma
se habían ido a Dublín y Buttercup estaba ocupada lim-
piando su habitación. Sabíamos que no podríamos salir,
así es que dormimos y viajamos un poco en astral. Como
todas las mujeres del mundo, ya sean mujeres gatas o
mujeres humanas yo tenía mis temores. Vivía con el
temor de que algún día me despertaría y me encontra-
ría en alguna sofocante y apestosa caja en algún aero-
puerto. Claro está, cuando estaba despierta y oía voces,
la gente me tocaba y se preocupaban tanto de mí, sabía
que lo malo había desde luego pasado, pero cuando se
duerme, uno teme las pesadillas. A menudo por las
noches el jefe me tomaba en sus brazos y decía: «Venga,
venga, Feef, no seas una vieja tonta. Claro que estás en
casa y te quedarás con nosotros para el resto de tu
vida». Entonces ronroneaba y me sonreía a mí misma
y me sentía reasegurada. Entonces me volvía a dormir y
volvía a tener una pesadilla.
«Feef, ya vuelven, están subiendo la colina.» Miss
Ku se dio la vuelta e hizo una carrera conmigo hasta la
puerta de entrada. Llegamos allí justo a tiempo, cuando
el coche paraba. Miss Ku se metió en el coche para ayu-
dar al jefe a guardarlo y comprobar que se cerraba bien
e l g a r a j e . L u e g o t u v o q u e p a s e a r s e a l o largo del alto
muro para asegurarse de que los caracoles no se
estaban
85
comiendo el cemento. Saltó por encima del portillo verde y
g ri tó an te la pue rta: «¡Ab re, ab re! Es tamos aqu í». En .
tonces el jefe llegó junto a ella, abrió la puerta y en.
traron.
« ¿B u e no ? » , d i j o B u t t e r c u p c u a n d o e s t u v i m o s t o d o s
sentados. «¿Cómo te fue?» «Una pérdida de tiempo»,
dijo el jefe. «Fuimos a la Embajada marroquí, pero el
tipo de allí no nos ayudó en nada. No iremos a Tánger,»
S e q u e d a ro n e n s i l e n c i o y y o ro n ro ne é p a r a m i s a d e n•
tros ante el placer de no Marruecos. «Vimos al señor y
la señora vet en Dublín —dijo Ma—. Vendrán mañana a
tomar el té con nosotros.» Sentí un bajón, el señor
v e te rin a rio i rla ndé s e ra u n homb re a g radab le , un ho m .
b re m u y a m a bl e y b u e no , p e ro ni ng ú n vet, n o i m p o rt a
lo bueno que sea, es un héroe para sus pacientes gatos.
M i s s K u f ru nc i ó e l c e ño . « ¡ La s o re j a s , F e e f , l a s o re j a s!
Tendremos que escaparnos mañana o nos limpiarán los
o ídos .» La fami l ia s igu ió h abl a ndo , d iscu tie ndo qué ha.
c e r , d ó nd e i r . N oso t r as s al imos d e la hab i ta ció n y b aj a-
mos las escaleras para tomar nuestro té.
El señor vet irlandés llegó con la señora vet irlan-
desa. Nos gustaba mucho, pero sus ropas olían horri-
blemente a entrañas de animales y a medicinas. El señor

vet irlandés estaba muy interesado en un gran telescopio


q u e u ti l i za b a e l j e fe p a ra m i r a r l o s b a rc o s e n l a d i s t a n-
cía. Miss Ku y yo estábamos escondidas debajo de un
sillón que tenía unos volantes alrededor y escuchábamos
todo lo que decían.
«Fifí está muy bien», dijo el jefe. «Sí, desde luego»,
dijo el señor vet irlandés. «¿Crees que aguantaría un
viaje a Cork o a Belfast?», preguntó el jefe. «Desde
luego —respondió el señor vet irlandés—, aguantaría
cualquier cosa mientras estuviera segura de que se la
quiere. Tiene más salud como mínimo que tú.» «¡Anda,
anda! —murmuré yo para mis adentros—. Todo lo que
86
deseo es ser querida y ya lo puedo aguantar todo.» Sa-
lieron al jardín y colocaron el gran telescopio. Miss Ku
corrió a esconderse detrás del marco de la ventana para
poder ver sin ser vista. «Están mirando un barco, Feef
—dijo miss Ku; y entonces repentinamente—: Escón-
dete, entran!» Se oyó el ruido del frotar de pies en la
alfombrilla y entonces entraron. «¿Has visto a las gatas,
hoy?», preguntó el jefe. Sólo sus colas desapareciendo
p o r l a s e s q u i n a s » , d i j o e l s e ño r v e t i rl a nd é s . « D e s d e l u e go
me siento orgulloso de Feef —siguió—, fue una madre
muy buena. He examinado a los gatitos. Están muy
bien.» Yo empecé a ronronear de placer. Miss Ku me
hizo callar. «Cállate, vieja loca. Nos oirán.»
Esa noche el jefe se puso enfermo, más de lo normal.
Algo había ido mal dentro suyo. Yo pensé que quizá
tenía el mismo problema que yo había tenido y se lo
dije a miss Ku. «Feef —replicó ella, medio divertida
medio enfadada—, ¿cómo iba a tener el jefe un tumor
uterino? Eres todavía más corta de lo que creía, Feef.»
Al día siguiente fue a ver al médico especialista ir-
landés. Vino un taxi a la puerta y el jefe y Ma se fueron,
bajaron la colina, giraron la curva desapareciendo de la
vista de miss Ku y hacia Dublín. El tiempo apenas pa-
s a b a . El t i e mp o i b a a r ra s t rá n d o s e m á s y m á s . Es tá b a m o s
preocupadas. Finalmente miss Ku percibió el ruido de
u n c o c he s u b i e nd o p e s a d a m e nt e l a c o l i n a . C a m b i a ro n l as
marchas, el coche corrió más, luego aminoró la marcha
y paró ante la puerta. Ma y el jefe entraron, el jefe
parecía más pálido y más cansado que normalmente y
miss Ku me lo susurró rápidamente. Nos movimos a un
lado para no estar por enmedio pero el jefe enfermo
o no, siempre tenía tiempo y energía para agacharse y
hablar a sus «criaturas». Yo noté la falta de vitalidad
en sus manos cuando me acariciaba y me sentí enferma
del estómago de tan preocupada. Poco a poco fue en-

87
trando en su habitación y se echó en la cama. Esa noche
m is s Ku y yo n os tu rnamo s para es tar desp iertas co n é l .
S í , y a s é q u e m u c ho s h u m a no s s e re i rí a n d e e s to , p e n .
sando que los «animales» no tienen sensibilidad, ni razón,
ni sentimientos por los otros, pero los humanos son
animales también. Miss Ku y yo entendemos todas y
cada palabra dicha o pensada. Nosotros entendemos a
l o s hu m ano s , p e ro lo s hu man o s no nos e n ti e nde n a no s-
otros, ni lo intentan prefiriendo tomarnos por «criaturas
inferiores», «animales mudos» o algo así. No nos hace.
mos la guerra los unos a los otros, ni nosotros animales
m a tamo s si n n ec es idad , si no ta n só lo pa ra pode r com e ,
No torturamos ni metemos a nuestros compañeros en
campos de concentración. Nosotros los gatos siameses
tenemos probablemente el coeficiente más alto de inte-
ligencia entre todos los animales. Sentimos, amamos y
a m e nu d o t e n e m o s m i ed o , pe ro nu nc a o d ia mo s . L o s b u -
ru anos nunca tienen tiempo de investigar nu estra inteli-
gencia, ya que están demasiado ocupados intentando
hacer dinero de un modo honesto o deshonesto, según
lo que se presente. El jefe nos conoce tan bien como a
s í m i s m o . P u e d e h a b l a r no s p o r t e l e p a tí a ta n b i e n c o mo
hablamos miss Ku y yo. Y nosotras podemos (y lo hace-
mo s) hab la r con él . Como di ce e l je fe , human os y a ni ma-
les podían hablar por telepatía en los viejos tiempos, p e r o
e l homb r e abusó de l p ri vi le g io y a sí pe rd ió e l pod e r. Los
animales todavía tienen este poder.
Los días se convirtieron en semanas y el jefe no
mejoraba. Se hablaba ahora de una clínica, de una opera-
ción y todo el tiempo tenía que descansar más y se volvía
más pálido. Miss Ku y yo estábamos muy quietas, muy
preocupadas y no pedíamos para ir al jardín. Nos do-
l í a m o s p r i v a d a m e n t e e i n t e n t á b a mo s e s c o n d e r n u e s t ro s
temores al jefe.
Una mañana, después de desayunar, cuando yo estaba

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sentada en la cama con él y miss Ku estaba en la ven-
tana diciéndoles a las gaviotas que no hicieran tanto
ruido, el jefe se volvió hacia Ma y dijo: «Lee este ar-
tículo. Dice las grandes oportunidades que hay en Ca-
nadá . P a rec e qu e es c ri to res , a rtis tas , do cto re s , todos so n
apreciados. Tal vez sea el lugar para nosotros. ¿Qué
crees?» Ma cogió el artículo y lo leyó. «Por lo que
puedo leer está bien» —dijo ella—, pero no me fío de
ninguno de estos artículos. Creí que querías ir a Holan-
da. De todos modos no estás suficientemente bien.»
«No podemos quedarnos aquí —dijo el jefe—, los
de los impuestos irlandeses lo hacen imposible. ¡Shee-
lagh!», le gritó a Buttercup. El jefe siempre seguía la
costumbre oriental de consultar a toda la familia. «Shee-
lagh —preguntó—, ¿qué piensas de Canadá?» Buttercup
le miró como si no estuviera del todo bien de la cabeza.
Miss Ku trabajaba extra poniéndome al corriente de las
cosas que yo no podía ver. «Sí —dijo en un susurro—,
Buttercup cree que está tan enfermo que no sabe lo que
se dice. ¿Canadá? ¿Canadá? ¡Caramba!
Más tarde, durante la mañana, el jefe salió de la
cama y se vistió. Yo intuía que no sabía qué hacer.
Llamó a miss Ku, me levantó sobre su hombro y salió
al jardín. Andaba despacio, bajando por el camino del
jardín y se quedó de pie mirando al mar. «Me gustaría
quedarme aquí para el resto de mi vida, gatas —dijo él,
pero los de los impuestos aquí, hacen unas demandas
tan contorsionantes que tenemos que irnos para poder
vivir. ¿Os gustaría ir a Canadá?» «Claro, jefe —dijo
miss Ku—. Iremos donde tú digas.» «Sí, yo estoy bien
para viajar —dije yo—, estoy preparada para ir donde
sea, pero tú no estás suficientemente bien.»
Esa tarde, el jefe tuvo que ir al especialista irlandés
o tra v ez . Volv ió hora s más ta rde y yo me di cuenta de
que las noticias eran malas. Así y todo todavía tuvo una

89
discusión sobre Canadá. «El ministerio canadiense de in.
migración pone anuncios en los diarios —dijo él—. Va-
mos a pedir detalles. ¿Dónde está la Embajada?» «En 11
plaza Menion», dijo Buttercup.
Unos días más tarde cantidades de anuncios llegaron
procedentes de los canadienses en Dublín. La familia
s e p us ie ro n a l e e rlo s tod os . « H a ce n mu cha s p rom esa s» ,
dijo el jefe. «Sí, pero este no es más que publicidad»,
dijo Ma. «¿Por qué no llamamos a la Embajada?», pre-
guntó Buttercup. «Sí —replicó el jefe—. Tenemos que
estar muy seguros de que admitirán a las gatas, ni lo

pensaría un momento si tuvieran que quedarse en cuaren-


te na o a l go pare cido . La cu are nte na d e todos modos es
algo malvado.»
E l j e f e y M a c o g i e r o n el H umb e r y s e m a r c h a r o n a

Dublin. La mañana pasó lentamente, el tiempo siempre


parece arrastrarse cuando el futuro es incierto y los seres
amados están ausentes. Finalmente volvieron. «Burocra-
cia, burocracia —dijo el jefe—. Siempre me sorprende
que estos desgraciados funcionarios sean tan desagrada-
b l e s . Me g u s ta rí a p o ne r a a l g u no s d e e s to s ti p o s s o b re
mis rodillas y darles una paliza en...» «Pero no tienes
q u e ha c e rl e s n i n gú n c a s o —d i j o Ma — . No s o n m á s q u e
oficinistas que no saben nada.» Miss Ku solapadamente
susurró: «El viejo les ganaría a todos. Sus brazos son
mucho más fuertes que los de los occidentales y ha
t e n i d o q u e l u c h a r m u c ho .» « ¡ Ja ! M e gu s ta r í a v e rl e d a r-
les una buena tu nda», suspiró. El jefe era grande, había
e s p a c i o d e s ob ra s p a ra s e n t a rn o s j u n ta s s o b re é l . C a s i
doscientas treinta libras y todo era músculo y hueso.
A mí me gustan las personas grandes, probablemente
porqu e nunca tu ve la suficiente comida para permitirme
crecer del todo.
« Ll e na m o s t o do s l o s p a p e l e s , n o s to m a ro n n u e s t ra s
huellas dactilares y todas estas tonterías —dijo el jefe-

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Mañana os llevaré a verlas. Tú tendrás que ir como
nu estra hija adoptiva, si no hay que tener una cierta suma
de dinero, alguien que te garantice o alguna otra ton-
tería. Los canadienses que he visto hasta ahora parecen
infantiles.» «Se te ha olvidado decir que todos tenemos
que ir a que nos hagan un examen médico», dijo Ma.
«Sí —replicó el jefe—, le pediremos a la señora O'Grady
si puede quedarse con las gatas, no las dejaría solas por
nada, significan más para mí que todo el Canadá junto.»
La co mid a es tab a l is t a , as í qu e a te nd imos a es to p rime ro ;
yo siempre he creído que se pueden discutir las cosas
con más calma después de una buena comida. Vivíamos
b i e n , n a d a e ra d e m a s i a d o b u e no p a ra n o s ot r a s , l a s g a ta s .
Miss Ku era y es poco comilona, tenía mucho cuidado
con su tipo y desde luego era una mujer gata de lo más
elegante y bonita.
«¡Eh! —gritó el jefe—, la señora O'Grady se acerca
por la carretera.» Ma se apresuró a salirle al encuentro
y hacerla entrar. Miss Ku y yo bajamos abajo a ver lo
que hacía Buttercup, teníamos la esperanza de que estu-
v i e ra s e n ta d a e n e l j a rd í n , y a q u e a s í no s o tr a s p o d rí a mos
salir y hacer un poco de jardinería. Yo ya hacía algún
t i e m p o q u e t e n í a p l a n e a d o a r ra n c a r l a s ra í c e s d e a l g u n a s
p l a n ta s p a ra a s e g u ra rm e d e q u e c re c í a n s a t i s fa c to r i a me n-
te. A miss Ku le había dado por observar atentamente
la casa del señor conejo. Ambas queríamos decirle unas
pocas palabras acerca de lo poco amable que era. De
todos modos no fue así, Buttercup estaba haciendo algo
en su habitación, así es que divagamos por ahí y nos
sentamos en la habitación donde guardaban las maletas.
A la mañana siguiente hubo mucho trabajo. El jefe
nos llevó fuera temprano para que pudiéramos hablar
con el señor conejo. Miss Ku descendió como unos doce
pies por la parte delantera del acantilado y le gritó su
mensaje a través de su puerta. Yo estaba sobre el hom-

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b ro d el j e fe , no me de jab a ba ja r , y l e g r i taba a m iss Ku
las cosas que yo quería decirle. Estábamos muy enfada.
das con el señor conejo. Lu ego nos hicimos las pezuñas
en uno de los árboles. Teníamos que estar bien para
cu ida r a l a s eñ o ra O 'G rad y cu and o l a f ami l ia es tu vi e ra
e n D u b l í n . C a d a u na d e no s o tr a s to ma m os u n b a ñ o e n
el polvo al final del jardín, restregándolo bien por nues•
tro pe lo y en to nce s ya es tába mos p rep a rad as pa ra un a
carrera loca por el jardín. Yo seguía de cerca a miss Ku
porque así me guiaba y yo no me daba contra nada
S i e m p re to má b a m o s e l m i s m o c a m i n o a s í e s q u e yo y a
conocía todos los obstáculos.
«¡Venga, venid dentro, salvajes!», dijo el jefe. Arras.
trando los pies y pretendiendo ser fiero hizo correr a
miss Ku tanto como podía para entrar en la casa. Me
cogió, me deslizó sobre su hombro y me llevó dentro y
ce rró la pue rta tras él. «¿Ap risa , ap risa!, Fe ef —gritó
m is s Ku —. A qu í hay u na nu e va c aj a de l co lmado y e s tá
l l ena de no ti cia s .» E l j e fe m e de jó e n el suel o y yo co rrí a
la caja para poder leer las últimas noticias de la tienda del
pueblo.
La familia estaba lista para irse. El jefe nos dijo adiós
ti rá ndono s de l as o rej as , y nos ro gó qu e cu idá ra mos de
la señora O'Grady. «Bueno —dijo miss Ku—, estará a
salvo con nosotras, ¿tenemos que poner la cadena en
la puerta?» Por un momento pensé sugerir que le pi-
dieran al señor Loftus que viniese a cuidarla, pero luego
d e c i d í q u e e l j e fe l o hu b i e r a h e c h o s i l o hu b i e ra c re í d o
n ec esa r io . La s eño r a O 'G ra d y s e i ns taló y m is s K u d i jo :
«Venga, Feef, ahora es el momento de hacer algunas
de esa s fa enas qu e no podemo s hace r cuan do l a fa mi li a
está aquí». Dio la vuelta y encabezó el camino hacia
abajo. Recorrimos todas las habitaciones de la casa para
as e g u ra rno s d e q u e e l s e ño r c o ne jo no ha b í a e n t ra d o y
robado nada. De vez en cuando miss Ku decía: «Subiré

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un momento arriba a ver si Ve O'G está bien. Debemos
cuidarla». Se iba, dando tumbos por la escalera, haciendo
ru ido ad rede pa ra ve r que V e O 'G no se s i nti e ra esp iada .
C a d a v e z m i s s K u v o l v í a y d e c í a : « Sí , e s tá b i e n » . E l ti e m po
iba arrastrándose poco a poco, peor aún, parecía retro-
ceder. «¿Crees que están bien, miss Ku», pregunté por
milésima vez. «Claro que están bien, ya he pasado por
momentos como éste antes. ¡Claro que están bien!», ex-
clamó ella intentando convencerse a sí misma. Sólo por
el movimiento nervioso de la punta de su cola, traicio-
naba su emoción. «Ya sabes de sobras que tienen que
ir al médico, tienen que examinarlos a los tres y luego
tienen que ir a un hospital para qu e les vean por rayos X
los pulmones.» Se lamió una mano nerviosamente, mur-
murando, tut-tut, tut-tut, mientras se examinaba sus bien
cuidadas pezuñas.
No podíamos soportar la comida. La comida nunca
pod ía tom a r el l ug a r d el amo r. Mi en tras se gu ía ne rv ios a,
recordé las palabras de mí querida madre: «Bueno, bue-
no, Fifí —había dicho—, conserva la calma bajo cual-
qu ie r c i rcu ns ta nc ia . La p reocup ac ión nu nca re sol vió nin-
gún problema. Si estás ocupada preocupándote, no tienes
tiempo de ver la salida de una dificultad.» «¿Crees que
están bien, Feef?», preguntó miss Ku. «Sí, miss Ku —re-
pliqué yo—. Estoy segura de que ya están de vuelta.»
«Pobre señora O' Grady —dijo miss Ku—. Creo que
deb e rí amos i r a rriba y consol a rla .» Nos leva n ta mos y nos
dirigimos por el corredor, miss Ku en cabeza y yo si-
guiendo sus pasos. Ju ntas subimos las escaleras y segui-
mos por el corredor de arriba y entonces estallamos en
gritos de júbilo ante la puerta, que se abrió dejando
entrar a la familia.
E l h o s p i t a l p ro n t o n o t ó l a s e nf e r me d a d e s d e l j e f e , se
dieron en seguida cuenta de que había tenido tubercu-
losis y muchas otras cosas. «Escribiré una recomenda-

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ción para que le permitan ir —dijo el doctor del hos-
pital—, ya que con su educación y su habilidad para
escribir, sería usted una persona grata para el C anadá.»
Pasaron más días y entonces el jefe recibió una carta que
decía que podía ir al Canadá si firmaba esto y aquello y
se presentaba al O ficial Médico de Sanidad en C anadá El
jefe estaba tan enfadado por todas las tonterías buro-
c rá ti c a s q u e c a s i ra s gó to d os l o s p a p e l e s , d e s g ra c i a d a .
m e n te ( c r e e m o s a h o ra ) , s e l i m i t ó a f i r m a r l o s e n c o g i é n-
dose de hombros.
« ¿ C ó m o l l e v a r e m o s a l a s g a t a s a l l í ? » , p re gu n t ó M a .
«Irán con nosotros en el avión o no iremos ninguno de
no s o t ro s . Es to y h a s ta l a c o ro n i l l a d e to d as e s a s re g l a s
tan tontas», dijo el jefe. Durante días preguntaron en
d i s t i n ta s l i n e a s a é re a s p a ra p o d e r c o ge r u n a e n l a q u e
nos permitieran ir con la familia en vez de ir en un
o s c u ro y d e s a g ra d a b l e p o rta e q u i p a j e s . F i n a l me n t e u n a
l í n e a S w i s s a i r a c o rd ó q u e s i e l j e f e y l a f a m i l i a i b a n e n
primera y pagaban los precios del equipaje de miss Ku y
yo, podríamos estar en el compartimento de primera
clase con ellos a condición de que viajáramos cuando
hubiera muchos asientos vacíos. El jefe dejó bien sen-
tado que no se separaría de nosotras, así es que pagó
las muchas libras que pedían. Luego tuvo otro pensa-
miento. íbamos a volar directamente al aeropuerto de
Idlewild, Nueva York en vez de Montreal. Si una línea
aérea canadiense nos hubiera cogido, hubiéramos hecho
el viaje por la ruta más corta, directamente a Canadá
pero como Swissair volaba directo a Nueva York no po-
d íamo s esco ger. La cues tió n a ho ra e ra que Swis sa i r nos
dejaba ir en el compartimento de los pasajeros, pero
¿ y l a l í n e a a m e ri c a na q u e n o s l l e v a rí a d e N u e v a Y o rk s
D e t ro i t? E l j e fe t e m í a q u e s i n o l o a r re g l a b a to d o d e s d e
a quí ac aba ríamo s qu edá ndonos col gado s e n Nu eva Yo rk
sin transporte. Llevaba nuestras cosas una agencia de

94
viajes de Dublin, así que el jefe les hizo preguntar defi-
nitivamente lo que pasaría con la línea americana y si
estaban conformes, reservar y pagar nuestros billetes de
primera clase desde Nueva York a Detroit y alquilar un
coche que nos llevaría a través de la frontera americano-

canadiense hasta W indsor donde íbamos a vivir .

El de la agencia lo miró y viendo que la línea de Nu eva


York estaba de acuerdo en llevarnos en compartimento de
pasajeros, pagó todas las cuentas. «Bueno —dijo—, ya no
hay nada más de que preocuparse. Ahora tiene qu e llevar
este recibo a la Embajada, demostrarles que tiene suficiente
dinero para vivir en Canadá hasta encontrar trabajo y ya
está. Gracias por acudir a nosotros. Si qu iere volver alguna
otra vez estaré muy contento de servirles.»

O tra vez el jefe y Ma fu eron a la Embajada canadiense y


mostraron que todo estaba en orden. «¿Tiene un certificado
del veterinario diciendo qu e las gatas están bien?»,
preguntó un amargado oficinista. «Sí», dijo el jefe
enseñando los papeles pedidos. Ahora, sin nada más de que
quejarse, los oficiales tuvieron que darles el permiso
necesario para entrar en Canadá como «inmigrante
aterrizado», como dice ahora el jefe crudamente, «desde
luego que nos aterrizaron». Con los papeles en orden, Ma y
el jefe volvieron agotados a Howth.
«Bueno, gatas —dijo el jefe—, cuando salgamos tendréis
que ir en vuestras cestas, pero tan pronto como volemos
podréis salir y sentaras con nosotros. ¿Está claro?» «Está
claro, jefe —dijo miss Ku—, querremos salir, no te
preocupes.» «Seguro qu e saldréis; ahora dejad de
preocuparos, me habéis costado vuestro peso en oro.» Luego
se quedó pensando por un minuto y añadió: «Y os lo
merecéis absolutamente». El señor veterinario irlandés
conocía a unos humanos ciegos que hacían cestas, así que
el jefe hizo que nos hicieran una para cada una,
95
miss Ku y yo. C ada u na era del tamaño máximo y tenía-
m o s m u c ho e s p a c i o l i b re . E l j e f e s u gi r i ó q u e u s á ra mo s
las cestas como dormitorio durante una semana o dos
para acostumbrarnos. Así lo hicimos y era divertido.
La salud del jefe empeoró. Según todas las leyes
d e l s e n ti d o c o m ú n, hu b i é r a m o s t e n i d o q u e d e s i s t i r d e l
viaje a Canadá. En vez de esto, el jefe fue al especialista
i r l and és o tra v ez y le h ic ie ro n al go p a r a qu e pu d ie r a i r
aguantando. Tenía que descansar más y más y yo, sa-
biendo lo que era estar viejo y enfermo, temía mucho
por lo que pudiera ocurrir. El jefe había pasado sufri-
m i e n to s y d u re za s e n m u c ho s l u g a re s y a ho ra s e v e í a n
los resultados. Miss Ku y yo lo cuidábamos lo mejor
que podíamos.
«¿Cómo vamos a ir hasta Shannon?», preguntó Bu
tercup—. «En el tren irlandés, no —replicó el jefe—.
Tendríamos que cambiar en Limmerick y yo no me
siento con fuerzas. Tú y Ma tendréis que ir a Dublin y
ver si algún garaje puede llevarnos en un minibús o
algo parecido.» «Iremos un día antes —dijo Ma—, por-
que necesitas un día de descanso antes de emprender el
v u e l o . S e r á m e j o r p a r a l a s g a t a s t a m b i é n . » S e f u e ro n a
Du b lí n de já ndo no s a m iss Ku y a m í a l cu idado d el j e fe y
vigilando que no saliera de la cama. Mientras espe,
rábamos a que Ma y Buttercup volvieran, el jefe nos
contó historias de gatos que conooió en el Tibet.
« Es tá to d o a r re g l a d o —d i j o M a — . E s t á n d e a c u e rdo
en llevarnos y tienen un minibús que utilizan para visitas
de turistas. El hombre que conducirá suele ir a Shannon
a recoger a turistas americanos.» Ahora ya quedaba poco
que hacer. El jefe tuvo que ír todavía otra vez al espe.
c ia l is ta i rla ndé s . Todo s nues tro s p rep a ra ti vos lo s ha cí a-
m o s mu y e n s e c re to p o rq u e l a P r e n s a no no s d e j a b a e n
paz. Recuerdo poco antes cuando el jefe había estado
muy enfermo y fue a ver al especialista por vez primera

96
Tan pronto como el jefe salió de la casa, se le acercó un
periodista en el coche y empezó a preguntarle imper-
tinencias. Siempre le sorprendió al jefe que los periodis-
tas creyeran que tenían una especie de derecho divino
para hacer preguntas. «Chismosos pagados», les llamaba
el jefe y realmente le hubiera gustado tirarlos por el
acantilado.

«¡Eh, conejo irlandés! —chilló miss Ku, a unos doce pies


del lado del acantilado—. Nos vamos, conejo, así que no
destroces el jardín durante nuestra ausencia.» El señor
conejo irlandés no contestó. Miss Ku se contentó con
respirar pesadamente y luego subió corriendo a la cima
del acantilado. «Pájaros, pájaros —gritó miss Ku—,
vamos a volar como vosotros, vamos a volar más lejos
que vosotros.» «Chitón, chitón, miss Ku —la reñí yo—.
Se supone que es un secreto. Ahora todos los pájaros y
el señor conejo irlandés lo saben.» Miss Ku miró por
encima de su hombro y la sentí ponerse rígida. «Fúgate,
Feef —exclamó ella—, sígueme. Se acerca el rostro del
viejo vet.» Corrimos dentro, atravesamos la cocina y nos
metimos en la carbonera. «¡Uf! —tembló míss Ku—, casi
puedo sentir un hormigueo en mis oídos sólo de pensar
que puedan limpiármelos.» Cautelosamente miss Ku sacó
la cabeza por la esquina, vio que la costa estaba libre y
se aventuró fuera. Voces, voces arriba de la escalera.
«Tranquilizantes —decía el señor vet irlandés—. Dales
uno de éstos a cada una antes de subir al avión y
descansarán en paz, son tranquilizantes especiales.»
Hubo un silencio durante un rato y luego el jefe dijo
dudoso: «eLe irán bien a Feef?» «Claro que le irán bien, y
a vosotros también», dijo el señor vet irlandés. Se
encaminaron a una habitación y ya no oímos más.
Ciertamente no íbamos a arriesgar nuestros oídos
acercándonos para que nos cogieran. El señor vet
irlandés era muy eficiente limpiando oídos.

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Y a ha b í a n e nv i a d o l a s m a l e ta s p a ra q u e f u e ra n e n
barco. Ropa, libros, equipo fotográfico y una nueva
máquina de escribir que había comprado el jefe justo
antes de decidir emigrar. Ahora el equipaje que iba a ir
con nosotros estaba amontonado en la entrada. No mucho
porque no se podía llevar mucho yendo por aire. Miss
Ku y y o l l e v á b a m o s c a d a u n a nu e s t ra l a ta p e rs o na l d e
toilette, una gran cantidad de musgo (que utilizábamos en
vez de tierra) y una reconfortante cantidad de comida. No
pasaríamos hambre. El jefe estaba sentado hablando c o n
la señora O'Grady. El señor Loftus estaba de pie fuera,
parecía muy pálido y preocupado. Miss Ku y yo
r e c o r ri m o s l a c a s a q u e i b a a q u e d a r d e s i e r ta , d i c i e nd o
ad iós a lo s que ridos mu ebl es . Mi ss Ku s alt ó a u na v en-
tana y gritó: «Adiós, señor conejo, adiós, pájaros».
«El autobús está aquí», dijo 1\42. Ansiosas manos
co g ie ro n las m al e tas y l as co loc a ron de trá s . El se ño r \
l a se ño ra O 'G r ad y i n te n taban h ac e r c his tes pa ra h ace r
más ligera la despedida. El querido señor Loftus estaba
de pie allí, triste, limpiándose a escondidas los ojos con el
revés de la mano. El jefe recorrió la casa despacio para
a s e g u ra rs e d e q u e no no s d e j á b a m o s na d a y l u e go c o n
u n g es to de ca ns ancio ce rró l a pue rta de la n te ra y s acó
la llave entregándosela al señor O'Grady para que la
enviara al abogado que iba a ocuparse de la venta de
la casa. D espués de saludar al señor O'G rady y al señor
Loftus otra vez, el jefe se volvió y entró en el autobús
La puerta se cerró. Poco a poco el au tobús bajó rodando
p o r l a c o l i n a , a l e j á n d o n o s d e l a p re s e n c i a f í s i c a d e l o s
m ejo res ami gos qu e te n íamos e n el mu ndo. Gi ra mos p o r
la curva y empezamos una nueva vida.
Capítulo VI

El autobús iba rodando a lo largo del puerto, pasó


por debajo del viejo puente del tren, apresuró la marcha y
pronto dejamos el castillo de Howth detrás. íbamos
todos en silencio, el jefe cansado y agotado ya, mirando
a la tierra que amaba y que le pesaba dejar. «Si tan sólo
l o s d e l o s i m p u e s t o s n o fu e ra n t a n ra p a c e s » , p e ns a b a yo .
Nos sentamos junto a él en silencio. En Sutton todos
mi ra mos hac ia l a i zqu ie rda pa ra d ec i r u n s i le nc ioso ad iós
a otro viejo amigo, el doctor Chapman. Seguimos, se-
guimos hasta Dublín con el olor de las algas que venía
de la boca del río Liffey y las gaviotas que gritaban un
triste adiós por encima nuestro.
Miss Ku se sentó detrás sobre una rejilla de equipaje
desde donde podía ver fuera. «Escucha bien esto, Feef
—me llamó. Yo estaba sentada junto al jefe—. Voy a ir
dándote un comentario corriente de todas las cosas que
no has visto nunca. Esto es Clontarf, estamos pasando
por los jardines en este momento.» Había poca charla
en el autobús, nadie hablaba aparte de miss Ku. Yo
hab ía te nido se is me ses de pa raí so e n I rla nda , s eis m es es
en los que darme cuenta de que se me quería, de que
«pertenecía». Ahora nos íbamos, ¿adónde? El autobús
siguió rodando sin maniobras bruscas ni saltos ya que
la gente de Irlanda son muy corteses y siempre consi-
deran los derechos de los otros conductores.
Ahora el tráfico se iba volviendo más intenso. A ve-
ces parábamos cuando las luces estaban en contra nues-
tra. De repente miss Ku dijo: «Estamos pasando Trinity
College, Feef, dile adiós». Trinity College, justo enfrente
estaba la agencia de viajes que lo había arreglado todo.
Hubiéramos deseado poder parar y haberlo cancelado

99
todo. El jefe se agachó, me acarició debajo de la barbilla y
me estrechó más cerca suyo. El tráfico fue disminuyen. d o
al ir llegando a la salida de la ciudad. El conductor
apresuró la marcha.
« V a m o s a L i m me r i c k , F e e f — d i j o mi s s Ku — , p o d rí a
explicarte una..., había una joven gata en Kildare que
tenía hierba gatera en el pelo...» «Calla, Ku —dijo el
jefe—. ¿Cómo puede nadie pensar, si tú estás munan-
rando continuamente?» Durante un rato todo se quedó en
silencio, pero miss Ku nunca se quedaba callada mucho
t i e mp o . S e n ta d a e rgu i d a , i b a ha c i e n d o c o me n t a ri o s de
todas las cosas interesantes que creía que yo debería
s ab e r . Y o soy v ie ja y h e te nid o u na v id a d u ra . A r r e g l á r -
s e l a s s i n v i s ta e s d i f í c i l . E l v i a j e m e c a ns a b a , a s í e s q u e
dormí un poco.
De repente sentí un cambio en el movimiento y rá-
pidamente me erguí. ¿Habíamos llegado? ¿Cuánto había
dormido? ¿Qu é pasaba? El au tobús resbaló hasta parar-
se. «No pasa nada, Feef —dijo el jefe—, sólo hemos
parado para tomar el té.» «Estamos a mitad de camino
de Shannon —anunció el conductor—, siempre paro aquí,
sirven muy buenos tés.» «Vosotras dos id dentro —dijo
e l j e f e — . L a s g a t a s y yo no s q u e d a re mo s a q u í . » « B u e n o
—dijo Ma—, te traeré el té aquí. Ku'ei y Fifí pueden
tomar el suyo al mismo tiempo.» Ma y Buttercup salieron
del autobús y yo podía oírlas andar. El clic de una puerta y
ya estaban dentro de la tienda.
«Un pueblo con mercado —dijo miss Ku— muchos
coches aparcados. Un lugar pequeño y tranquilo. La gente
p a re c e s i m p á ti c a . H a y u n a v i e j a q u e t e e s t á s o n r i e nd o ,
F ee f , d evué lv el e la so nri sa . Es tá c ie ga —g ri tó m iss Ku a
la vieja—, no puede verte, háblame a mí en cambio.»
«¡Oh, c l a ro ! —dijo la vieja, a c e rc a n d o su ro s t ro a la
ventanilla—, ¡qué bonitas sois! Yo hablaba a la peque-
ñ i ta . M a r a v i l l o s o l o q u e ti e ne n ho y e n d í a .» « E h , v e n g a ,

100
Maw, tienes que preparar el té de Pew o se irá a tomarlo
al bar de Schaughnesseys». «Sí, sí, tienes razón, tengo
que irme», dijo la vieja mientras se iba arrastrando los
pies. «Me gusta su echarpe —dijo miss Ku—. Me gus-
taría tenerlo como colcha.»

Ma salió trayendo comida y bebida para el jefe. Nos


dio nuestra merienda también, pero estábamos dema-
siado excitadas para comer mucho. «¿Qué tienes, jefe?»,
pregunté yo. «Pan con mantequilla y una taza de té», re-
plicó él. Me hizo sentir mejor saber que estaba comiendo
aunque fuera poco, así que fui y di algunos deshilvana-
dos mordiscos a mi merienda, pero ¿cómo va a comer
una gata cuando está tan excitada? Pensé en los viajes
que había hecho antes, traqueteada en un coche de carre-
ras o drogada y medio sofocada en una caja de madera

casi sin aire. Ahora iba a viajar en primera y sin sepa-

rarme de mi f a mil ia . Me instalé al lado del jefe y ron-


roneé un poco. «La vieja Feef lo aguanta muy bien —le
dijo a Ma—, creo que se está divirtiendo aunque no lo
admita.» «Di algo de mí», gritó miss Ku desde la parte
trasera del autobús donde estaba vigilando el equipaje
y dirigiendo al conductor. «No sé cómo nos las arregla-
ríamos sin Ku'ei para cuidarnos y mantener el orden
—dijo el jefe pellizcándome una oreja—. «Miss Ku
organiza más jaleo que todos los gatos de Kilkenny jun-
tos.» El autobús siguió rodando, tragándose las millas,
alejándonos de todo lo que amábamos y conocíamos,
¿para ír adónde? Dejamos el condado de Típperary y
entramos en el condado de Limmerick. La oscuridad se
cernió sobre nosotros ahora y teníamos que ir más des-
pacio. El viaje era largo, largo, y yo me preguntaba cómo
aguantaría el jefe. Miss Ku dijo que se iba poniendo más
y más pálido al ir pasando las millas. El tiempo ya no
tenía ningún significado, horas y minutos simplemente
corrían juntos como si estuviéramos viviendo en la eter-

1 01
nidad. El monótono zumbido del autobús, el rechinar de
los neumáticos, las millas haciendo carreras con nosotros
pasando debajo de nosotros y cayendo en la nada detrás.
Incluso miss Ku se había quedado en silencio. Nadie
h a b l a b a a ho ra , s ó l o e l s o ni d o d e l a u to b ú s y l o s ru i d o s
de la noche. El tiempo se quedó quieto mientras las
millas volaban hacia el anonimato de la oscuridad.
Miss Ku saltó sobre sus pies; del más profundo
su eño s e d espe rtó co mpl e tam ente en u n ins ta nte , «Fe e f —
l l a m ó — . ¿ E s t á s d e s p i e r t a ? » « S í , m i s s K u » , r e p l i q u é yo.
«Unos dedos de luz están barriendo el cielo, sacandc l a s
n u b e s p a r a l o s a v i o n e s — e x c l a m ó e l l a — . D e b e m o s de
e s ta r c e rca d e S hanno n , debe mos de es tar c as i a ll í .» El
autobús siguió zumbando monótonamente, pero ahora
había un aire de expectación, la familia se irguió y miró. El
c o nd u c to r d i j o : « C i nc o m i nu to s m á s . ¿Q u i e r e n l a e n t r a d a
principal? ¿Salen esta noche?» «No —dijo Ma—,
descansaremos aquí esta noche y todo mañana, y saldre-
mo s p a ra N u e v a Y o rk m a ñ a n a p o r l a no c h e . » « En to n c es
querrán ir al motel _____ dijo el conductor—, hay un sitio
muy elegante.» Siguió conduciendo un poco más, giró
bruscamente y siguió quizás una media milla por una
carretera del aeropuerto antes de pararse ante un edificio.
Saliendo del autobús se dirigió a recepción. «No —dijo al
volver al autobús—, no les han reservado sitio, tenemos
q u e i r a l q u e e s tá c e rc a d e l a e nt ra d a , y a s é d ó nd e e s . »
Tal vez otra media milla antes de parar enfrente de
o t r o e d i f i c i o . E l c o n d u c t o r h i z o l o s t r á m i t e s y a n tes de
marchar esperó a que llegáramos al edificio que nos
co rrespo ndí a . L l eva mos nuestro e quip aj e de n tro o al me-
nos las cosas que necesitaríamos para la noche, mientras
que el equipaje más pesado se llevó directamente al aero-
puerto. «Necesito el tocador de señoras», gritó miss Ku.
«Aquí lo tienes», dijo Ma mostrándole la lata especial
que había colocado en el cuarto de baño. Cogiéndome

102
suavemente me llevó al cuarto de baño y me dejó tocar
cuál era mi lata. Luego, cuando entramos en el dormito-
rio, nos sentíamos mucho mejor. Como de costumbre la
f a m i l i a te ní a u n a h a b i ta c i ón p a ra c a d a u n o . Y o d o rm í c o n
el jefe, miss Ku durmió con Ma y la pobre Buttercup
tuvo que dormir sola. Miss Ku y yo trabajamos duro
investigándolo todo y asegurándonos que sabíamos todas
las rutas de escape y el lugar exacto de todas las cosas
necesarias. Entonces nos volvimos para cenar.
Ningún gato debería ser molestado hasta después de
haber tenido todas las oportunidades de investigar la
habitación. Los gatos tienen que saber siempre exacta-
mente dónde está todo. Nuestra vista es muy distinta
de la de los humanos y casi siempre vemos en dos di-

mensiones en vez de tres. Podemos detener el movimien-


to, esto sorprendería a los humanos, podemos alterar
nuestros ojos así que podemos aumentar el tamaño de
un objeto del mismo modo que un humano con un cris-
tal adecuado. Podemos alterar nuestra vista, así es que
podemos ver claramente a mucha distancia o ver cosas
a un palmo de nuestra nariz. El rojo está más allá de
nosotros, se nos muestra como color plateado. La luz
azul es para nosotros tan brillante como la luz del sol.
El grabado más fino, el insecto más pequeño es claro
para nosotros. Los humanos no comprenden nuestros
ojos, son instrumentos maravillosos y nos permiten ver
incluso luz infrarroja. Pero no mis ojos, ya que soy
ciega. Mis ojos, según dicen, parecen ser perfectos, son
de un azul violeta y están muy abiertos, pero a pesar de
esto no ven nada.
Todos dormimos esa noche, sin que nos molestaran
los zumbidos de los aviones cuando aterrizaban o despe-
gaban para irse lejos a través del océano. A la mañana
siguiente Ma y Buttercup salieron y trajeron desayuno
para todos. Nosotras no hicimos nada. Miss Ku sentada

103
en la ventana admiraba los vestidos de las mujeres que
iban y venían del aeropuerto. El jefe se vistió y nos llevó a
jugar en la hierba fuera del edificio, Yo me aseguré de
e s t a r c e r c a d e s u s m a n o s . N o q u e r í a r i e s g o s y p e r . derme
ahora.
«Feef —dijo miss Ku—. ¿Es éste el aeropuerto
d o n d e v i n i s te a l l l e g a r d e F r a n c i a ? » « S í , m i s s Ku — re .
pliqué yo—, pero entré por la puerta del equipaje, nunca
había tenido una experiencia tan feliz como ésta. Desde
aquí volamos al aeropuerto de Dublín pero claro yo
e s taba i nco nsc ie nte .» «Es tá b ie n , v ie ja ga ta —di jo m is s
Ku—, ya te vigilaré y me aseguraré de que hagas lo
que tienes que hacer. Yo tengo mucha experiencia en
estas cosas.» «Gracias, miss Ku —repliqué yo—. Te
agradeceré mucho que me hagas de guía.»
Llegó la hora de la comida y Ma nos hizo entrar den.
tro porque teníamos que comer y luego descansar. Termi-
nada la comida, nos echamos todos, miss Ku y Ma,
B u t te rc u p s o l a y e l j e fe c o n m i g o . D e s c a n s a mo s m u c ho
y a q u e n o s a b í a m o s l o q u e p o d r í a m o s d e s c a ns a r e n e l
avión. A mí me despertaron las caricias del jefe que
me decía: «Feef, eres una vieja dormilona, tú y Ku'ei
i d a c o r re r p a r a a b ri ro s e l a p e ti to p a ra e l té » . « ¡ V e n g a ,
Feef! —gritó miss Ku—. No hemos explorado el corre
do r, no ha y nad ie a ho ra. ;Va mos !» Yo sa l té d e la c ama,
me rasqué la oreja por un momento mientras pensaba
qué camino tomar, y entonces encontré las manos del
j e fe gui ándo me has ta l a p u ert a ab ie r t a . M is s Ku iba en
cabeza e hicimos nuestra investigación científica del corre-
dor y analizamos a la gente que había pasado por allí
«Vamos a recepción —dijo miss Ku—, podremos prei
sumir.» Mucha gente no han visto gatos siameses y debo
admitir, a pesar de correr el riesgo de inmodesta, que
causamos sensación. Me enorgullecí enormemente cuando
la gente pensó que yo era la madre de miss Ku. Dimos la

104
vuelta por la oficina de recepción y luego volvimos a
nuestra habitación para dormir otro rato.
Todas las luces del aeropuerto brillaban cuando nos
levantamos otra vez y cenamos. La oscuridad se fue vol-
viendo más profunda y se convirtió en noche. Despacio,
recogimos nuestras cosas, salimos a la cálida noche irlan-
desa, y atravesando la carretera nos dirigimos al aero-
puerto. Los empleados cogieron nuestro equipaje y lo
dejaron preparado para la inspección de aduanas. El jefe
tenía siempre palabras amabilísimas con los aduaneros
irlandeses, nunca había problemas con ellos. Nuestro
único problema con oficiales irlandeses fue con los de
los impuestos y era precisamente su codicia lo que nos
hacía abandonar Irlanda.
Un hombre de Swissair muy cortés nos saludó y nos
dirigió un par de palabras a miss Ku y a mí. «La Com-
pañía desearía que cenaran como invitados nuestros»,
dijo educadamente a la familia. «No gracias —replicó el
j e f e — , y a h e m o s c e n a d o y n o d e j a r í a m o s a n u e s t ra s g a t a s
ni por tan poco rato.» El hombre les dijo que le hiciéra-
mos saber si había algo que podía hacer por nosotros y
luego se fue dejándonos solos. Ma dijo: «¿Les das los
tranquilizantes a los gatos?». «Aún no —dijo el jefe—,
y no voy a darle ninguno a Feef, siempre está quieta.
Ya veremos cómo estará Ku cuando subamos al avión.»
Como soy ciega tengo grandes dificultades cuando
i nten to de sc rib i r los s i gui ente s suce sos . Mi ss Ku , d espués
de mucha persuasión y muy incomodada por ello, se ha
puesto de acuerdo para escribir las próximas pocas pá-
ginas.
Bueno allí estábamos sentados como unos desgra-
c iado s e n l a en trada p ri nc ipa l de l a e ropu erto de Sha nnon.
Había cantidades de gente allí sentadas como gallinas
c l u e c a s . L o s ni ño s c h i l l a b a n h a s ta ro m p e rs e l a c a b e z a d e l
mal humor y haciendo que la mía me doliera a causa

105
del bullicio. Algunos tipos yanquis que estaban sentados
en una esquina parecían patos rellenos. Creían que eran
i mpo rta nte s po rqu e ll evab an bo ls as qu e po ní an C D co n
etiquetas para París, de donde venía la vieja gata. El
reloj del aeropu erto debía estar oxidado o algo parecido
p o rq u e e l t i e m p o p a s a b a mu y d e s p a c i o . F i na l m e nt e u n
tipo vestido todo de azul vino hacia nosotros y casi besó
el polvo del suelo mientras nos decía que el vuelo Swiss
air de Shannon al aeropuerto internacional de Nueva
York estaba listo. Yo pensé que vaya una tontería, cómo
iba a ser el vuelo si todavía estaba en tierra. Intentó
aga rrar m i cest a p e ro el je fe y Ma no lo pe rmitiero n. E l
jefe cogió la cesta de la vieja gata y Ma agarró la mía.
Bu tte rcup sólo D io s sabe lo qu e cogió , yo e s taba de ma-
siado ocupada para mirar. Como un grupo de colegiales
en domingo, atravesamos la sala principal y salirnos
fue ra , a la os cu ridad , que e n rea l idad no lo e ra . Lo hu-
b ie ra s ido pe ro pa re cí a que toda s la s lu c es de Shan non
b ri l l a s e n . F u e r a , e n l a p i s ta , h a b í a n to d o t i p o d e l u c e s
de colores. Otras luces hacían señales como dedos en el
cielo. Entonces miré delante y vi el avión. ¡Jo! Vaya si
era grande, más grande que cualquiera de los que había-
mos visto en el aeropuerto de Dublín. Me pareció casi
tan grande como Howth sobre ruedas. Seguimos andando
en fila y nos acercamos más y más al avión, que parecía
hacerse más y más grande. En la entrada delantera había
como una escalera tapada por los lados para que los
hombres en tierra no pudieran ver lo que nosotros
gatos podemos ver siempre. Las mujeres quiero decir.
El vi ejo , co n l a v ie ja ga ta e n b ra zos , subió de spac io l a
escalera o escalinata o como quiera que lo llamen. Un
bien alimentado comisario de a bordo (¡jo!, si debía de
c o m e r b i e n ) s e i n c l i nó t a n to q u e c a s i h i z o crak. U na
azafata todavía mejor alimentada, vestida de azul marino y
cuello blanco nos saludó. No se inclinó, su faja no

106
se lo permitía. Todas las camareras y azafatas llevan fajas;
sé esto por un libro que el jefe escribió hace ya tiempo.
Bueno, nos colocaron a todos en el compartimento de
p ri m e ra c l a s e y l u e go s e f u e r o n a b u s c a r a l o s p a s a j e r o s
de pan y mantequilla para meterlos a bordo. Los colo-
caron en la parte de donde procedía el ruido.
Se encendió una luz para decir que no debíamos
fumar ( e quién oyó jamás de un gato que fumara?), y
que debíamos atar nuestros cinturones. Así lo hicimos.
El jefe agarró su cesta como si fuera algo precioso. Ma
agarró la mía sabiendo que lo era. Una desmesu rada gran
puerta de metal se cerró ruidosamente y todo el avión
tembló como si fuera a romperse en pedazos. De todos
modos no ocurrió así, sino que poco a poco se fu e movien-
do a lo largo de muchas luces. Multitud de gente fuera
saludaba con la mano. Vimos sus bocas abiertas al gritar.
Parecían como unos peces que habíamos tenido en un
recipiente hacía algún tiempo. Seguimos rodando, ha-
c ie nd o u n ru ido ho r ro ro so , e nto nce s cua nd o ya c reí a que
habíamos conducido hasta América, toda la cosa giró
en redondo casi punzando mi oído y el ruido aumentó.
Yo chillé para que el piloto parase pero no podía oírme
con todo el ruido que estaba haciendo. Hubo una repen-
tina sensación de violenta velocidad, tan repentina que
casi mezcló mi comida con mi cena, y ya estábamos en
el aire. El piloto debía ser inexperto, ya que puso el
avión de lado y dio la vuelta al aeropuerto para real-
mente asegurarse de que había salido. Vi luces debajo
de mí, cientos de ellas, luego vi mucha agua brillando a
la luz de la luna. «Eh —le grité—, hay agua ahí debajo,
no s a h o ga re mo s s i c a e m o s . » D e b i ó d e o í rm e p o rq u e p u s o
el avión bien y en seguida puso la cosa en dirección a
América.
Subimos más y más alto arriba entre las nubes pin-
tadas de plata por la luz de la luna, más arriba y más

107
a l to todav ía . Se gu i mos má s y más ráp idamen te y más
más alto y yo miré hacia fuera por la ventana y vi llamas
detrás de las alas. «¡Jolines! —me dije a mí misma—
ya que no han conseguido ahogarnos, van a freímos.» Ss

lo dije al jefe y me contestó O.K. (esto es americano,


p a ra d e c i r q u e e s tá b i e n) y q u e no d e b í a p r e o c u p a rm e
Miré un poco más y vi que unos tubos del motor estaban
blancos de calientes. Yo también me sentía así. El piloto
debió de recoger mis pensamientos porque nos habla
desde el techo y en su arenga nos dijo que no nos preocu-
páramos, que siempre salían llamas mientras ganábamos
altura.
La gorda azafata se nos acercó, me perdí lo que dijo
porque yo estaba muy alarmada por los crujidos cuando
se inclinaba. «Sus ropas no podrán aguantarlo», pensé yo.
Una pareja de estúpidos yanquis estaban echados en pri-
mera. Aparte de éstos, ¡qué gordos y miedosos eran!,
estábamos solos. Subimos a más de treinta mil píes o así,
cerca del cielo, y entonces el avión se niveló y seguimos
navegando junto a las estrellas.
«Vo y a darle a Ku u n a t a bl e ta » , dijo Ma , de s lizándo me
una sustancia nociva entre los labios antes de que yo o e l
v ie jo p ud ié ra mo s o b je t a r . Yo g u i ñé los o jos y t r a gu é . P o r
u n mome nto no p asó nada, lu ego se n tí un de li cio sa
ligereza de cabeza qu e me iba ganando. El deseo de can-
tar era irresistible. ¡Jo! Desde luego estaba alta. Los
viejos se iban enfadando más y más mientras que yo me
sentía más y más feliz.
Nota especial para los aficionados a los gatos: el
viejo preguntó en el zoo de Detroit después y se enteró
de que los gatos no se tranquilizan con
tranquilizantes. Simplemente nos emborrachan. Un
tipo en el zoo de Detroit dijo que había tenido la
misma experiencia que el jefe con un gato borracho.
Bueno fue divertido mien• tras duró. Bien, ahora
supongo que ya he hecho mi parte
108
y le volveré a pasar la tarea a la vieja gata, después de
todo ella lo empezó y es su paloma blanca.
El avión siguió monótono cubriendo cientos de millas
cada hora. Las luces se habían vuelto tenues y finalmen-
te se convirtieron en una desmayada luz azul. Miss Ku
estaba echada en su cesta, riéndose bajo para sus aden-
tros. Risita tras risita se le iba escapando. Al final ya
no pude resistirlo más, la curiosidad pudo más que los
buenos modos. «Miss Ku —dije yo bajo para no molestar
a nadie—, miss Ku, ¿de qué te estás riendo?» «¿Qué?
¿Yo riendo? Oh, sí, ¡ja, ja, ja!» Yo sonreí para mis
adentros, miss Ku realmente estaba encendida, como
d ice n los huma nos . Yo só lo hab ía vi sto una ve z a nte s a u n
gato en este estado y éste era un Tom que tenía la cos-
tumbre de meterse en una bodega de vino y beber las
gotas de vino. Ahora miss Ku estaba así. «Feef —rió—,
es demasiado bueno para callármelo, Feef, ¿estás escu-
chando? ¡Feef!» «Sí, miss Ku —respondí yo—, claro
qu e es toy e scuc ha ndo , es ta ré e nca ntad a de o í r tu cu ento .»
«Bueno —empezó ella—, pasó justo antes de que tú
llegaras a Howth. El jefe es un sacerdote budista o lama,
como ya sabes. Estaba un día sentado sobre una roca
junto al agua, cuando un monje católico, que estaba de
vacaciones con todo un grupo de ellos, se sentó junto
al jefe. «Hijo mío —dijo el monje (el jefe era suficiente-
mente viejo como para ser su abuelo)—. Hijo mío, no
has ido a misa hoy.» «No padre, no he ido», dijo el jefe
educadamente. «Debes ir a misa, hijo mío —dijo el
joven monje—, prométeme que irás hoy.» «No, padre,
no puedo prometerle esto.» «Entonces no eres un buen
cristiano, hijo mío», respondió enfadado el joven monje.
«No, padre —contestó el jefe humildemente—. Soy un
sacerdote budista, un abad de hecho.»
Miss Ku paró un momento y rompió a reír. «Feef
—dijo finalmente—, Feef, deberías haber visto a ese

109
joven monje, se escapó corriendo como si le persiguiera
el diablo.» Finalmente incluso miss Ku se cansó de ha-
blar y reír y se quedó dormida.
El jefe estaba enfermo cuando yo me desperté; el
comandante de a bordo estaba inclinado sobre él, dándole
una droga. El jefe es viejo y ha pasado muchas pruebas y
enfermedades, en el avión tuvo un ataque de corazón y y o
no esperaba que llegara al final del viaje. De todos
modos, me dijo a mí antes de salir: «Si tú puedes aguan-
tarlo, Feef, yo también. Es un desafío al qu e te someto»,
Yo tenía un sentimiento muy especial por el jefe, un
sentimiento muy especial porque él y yo podemos hablar
juntos tan fácilmente como miss Ku y yo podemos.
«¡Jolines! —dijo miss Ku en un tono apesadumbra.
do—, ciertamente tengo resaca. Me gustaría darle al
viejo vet alguno de sus tranquilizantes para que viese
cómo son. ¿Qué saben los veterinarios humanos sobre los
g a t o s d e s p u é s d e to d o ? » « ¿ Q u é ho ra e s , p o r fa v o r , mi s s
Ku?», pregunté yo. «¿Hora? ¿Eh? ¡Oh! No lo sé, estoy
trastornada con la hora, pero bueno, la lucecita azul
está apagada y todas las luces están encendidas. Pronto
se rá la h o ra d e show p a ra e l l o s .» Me d i c u e n t a d e l e n tre -
chocar de platos y los pequeños ruidos que hace la gente
al despertarse. Casi me había acostumbrado a mi ceguera,
pero era frustrante no ver lo que pasaba a mi alrededor,
n o p o d e r v e r . L a s m a n o s d e l j e f e b a j a r o n p a r a a c a ri c i a r -
me. «Tonta vieja gata —dijo él—, ¿de qué te preocupas
ahora? Despierta, es la hora del desayuno y pronto aterri-
zaremos.»
Una voz en el techo explotó llena de vida. «Abróchen•
se los cinturones, por favor, estamos aterrizando en el
Aeropuerto Internacional de Nueva York.» Oí el cling
de metal y entonces el jefe cogió con firmeza mi cesta.
La nariz del avión se inclinó y el sonido del motor cam-
bió. Hubo una sensación como de planear, de flotar y

110
entonces el motor puso toda su fuerza. Un golpe y un
rechinar de neumáticos. Otro pequeño golpe y el avión
rodó por la pista. «Quédense en sus asientos, por favor
—dijo la azafata—. Esperen a que el avión esté com-
pletamente parado.» Seguirnos rodando con el ocasional
rechinar de los frenos cuando el piloto movía el volante
y vigilaba la velocidad. Un tirón final y nos quedamos
quietos. Los motores disminuyeron su marcha y pararon.
Por un momento se oyó sólo el ruido de los pasajeros
respirando, entonces un gran golpe vino de fuera, se-
guido del rozar de metal contra metal. Una puerta se
abrió ruidosamente y entró una racha de viento helado.
«Adiós —dijo el comandante de a bordo—, vuelvan a
volar con nosotros.» «Adiós —dijo la azafata—. Espe-
ramos tenerlos con nosotros otra vez.»

Bajamos por la rampa con el jefe que me llevaba, Ma


llevando a miss Ku y Buttercup a la cola. Hacía un frío
espantoso y no podía entenderlo. «Brr —dijo miss Ku
con asco—. Una resaca primero y ahora... nieve.» La
familia se apresuró para que no tuviéramos que estar
fuera en el frío más de lo necesario. Pronto entramos
en un enorme vestíbulo. Miss Ku, que lo sabía todo,
dijo que era la Sala de Inmigración y Aduanas y era el
edificio más grande de este tipo en el mundo. El jefe
sacó todos nuestros papeles y todos pasamos por Inmi-
gración y fuimos a la Aduana. «¿Qué lleva usted?», pre-
guntó la voz de un hombre. «Nada para declarar —dijo
el jefe—, estamos de tránsito a Canadá.» «¿Qué son esos
gatos?», preguntó el aduanero. «¡Ohhh! —dijo una
aduanera con un suspiro bobo—, ya he visto antes. Pre-
c io - so s.» S e g u i m o s n u e s t r o c a m i n o , p o r l a d i f e r e n c i a d e
olor sabía que un hombre de color llevaba nuestras ma-
letas, pero el jefe y Ma todavía nos cogían a mí y a miss
Ku. En la sala principal el jefe se sentó porque estaba
tan enfermo y Ma fue a ver al personal de la compañía

111
aérea americana que nos iban a llevar a Detroit.
Tardó mucho en volver. Cuando volvió hervía por lo
enfadada que estaba.

«Han roto su contrato —dijo ella—. No quieren a


los gatos en el compartimento de los pasajeros, dicen
que tienen que ir con el equipaje, es algo que tiene
que ver con sus reglamentos. Dicen que los de
Shannon se equivocaron.»

De repente sentí mi edad, me sentí muy vieja. No


me sentí capaz de sobrevivir en el compartimento del
equipaje, ya había tenido demasiada experiencia en
estas cosas y me sorprendía que alguien pudiera
pensar que miss Ku lo aguantaría. El jefe dijo: «Si los
gatos no pueden ir, nosotros tampoco iremos. Vuelve
y diles que armaremos un escándalo y reclamaremos
el dinero, ya que se pusieron de acuerdo en llevar a
los gatos si pagábamos por adelantado.» Ma volvió a
irse y otra vez volvimos a sentarnos esperando. A su
debido tiempo Ma volvió y dijo: «Les he dicho que
estabas enfermo, nos enviarán a La Guardia en un
coche especial. Sugieren que nos instalemos en el
motel de allí y que veamos si la compañía aérea
cambia de opinión.»

Pronto estuvimos en un enorme coche, un


inmenso Cadillac que incluso tenía aire
acondicionado. «Caramba —dijo Buttercup, mientras
deshilvanábamos nuestro camino por el intenso
tráfico de las autopistas americanas—, no me gustaría
conducir aquí.» «No pasa nada si uno se queda en su
propia fila, señora», dijo el conductor. Veinte minutos
más tarde paramos ante lo que miss Ku me dijo luego,
era el motel más grande que jamás había visto.
Entramos todos. «Hay alguna objeción en tener gatos

112 siameses aquí?», preguntó el jefe. «Son muy


bienvenidos», dijo el hombre de recepción, echándonos
una buena mirada. «Desde luego son muy
bienvenidos», repitió mientras nos asignaba las
habitaciones. Parecía
que nos estaban llevando por millas de corredor antes de
llegar a nuestras habitaciones.
«¡El tocador de señoras, corriendo!», chilló miss Ku.
Yo le estaba agradecida por haberlo dicho. Sacaron las
necesarias facilidades rápidamente y contribuyeron en
gran manera a nuestra comodidad y paz mental.
«Comida», dijo Ma. «Prepara la de las gatas pri-
mero», replicó el jefe. Nuestra rutina estaba muy alte-
rada, pero así y todo creímos que podríamos comer.
V agamos al rededo r, m i ra ndo e n l as tres h abi tac iones
qu e hab ía mos tom ado e investi g amos co n muc ha c au te la en
e l pa si l lo . «D esd e aqu í s e v e e l a e ropu e rto —d i jo m iss K u —
. Esto debe de ser La Guardia.» Ma se levantó.
«Bueno —dijo—, voy a ir a ver a los de la compañía
a é re a , a v e r q u é p u e d e ha c e rs e . » L a p u e rt a s e c e r ró t ra s
ella y miss Ku y yo nos sentamos a cuidar al jefe. El viaje
había sido demasiado para él y estaba echado cuan largo
era sobre la cama. Buttercup entró. «¿Cómo iremos a
Windsor si la compañía aérea no nos lleva?», preguntó
ella. «No sé, quizás en tren —dijo el jefe—. Podríamos
tener un saloncito en el tren y las gatas estarían con
nosotros.» Yo estaba echando un sueñecillo cuando Ma
volvió. «No nos llevarán si los gatos no van en el com-
partimento del equipaje», dijo ella. «No —replicó el
jefe—. Encontraremos alguna otra solución.» Reinó el
silencio por un rato. Miss Ku y yo nos quedamos senta-
das, ju ntas, ambas temiendo tener qu e ír con el equipaje,
d e s p u é s d e t o d o n o p o d í a m o s q u e d a r n o s m u c h o t i e m p o en
el motel, los precios eran increíbles.
«Lo único que sugirieron fue un aerotaxi», dijo Ma.
«Bueno —replicó el jefe—. Nos devolverán el dinero
de los billetes de La Guardia a Detroit, ya que la com-
pañía aérea rompió el contrato. Esto r e d u c i r á e l c o s t e .
¿Dijeron lo que costaría volar todos de aquí al
Canadá?» Ma le dijo lo que ellos habían estimado que
podría cos-
113
tar y él casi se desmayó del susto. Lo mismo miss Ku y
y o . E n t o n c e s d i j o : « R e s e r v a e l a v i ó n p a r a m a ñ a n a p o r la
mañana, pero debe ser lo suficiente grande como para
llevar a las gatas con nosotros». Ma asintió y volvió a
salir.
Miss Ku y yo hicimos ejercicio haciendo carreras
a l red edo r d e la hab i tac ió n. Como e ra n h ab i tac io nes des-
conocidas, miss Ku me dijo dónde estaba todo y corría
delante de mí, yo la segu ía de cerca. Nos las arreglamos
p a r a d i ve r t i rnos d e ve rd ad y e nt re te ne r al j e fe a l m is mo
t i e mp o ; l e g u s t a b a m u c ho v e r no s j u g a r y s a l ta r a l a i r e .
Cuando nos cansamos, miss Ku me condujo a una ven-
ta na y me co ntó cos as sob re l as a l tas to rre s d e Man ha t-
tan entre las cuales el jefe había vivido y trabajado años
atrás.
Ma volvió y nos dijo que todo estaba arreglado y

que estaríamos en Windsor, Canadá, mañana a esta hora.


Luego nos pusimos a tomar el té, después de lo cual nos
sentamos y pensamos en la nu eva tierra donde íbamos a
vivir. La oscuridad llegó pronto y todos fuimos a nues-
tras camas para descansar lo máximo posible; el viaje
d e s d e H o w t h h a b í a s i d o i n c l u s o m á s c a ns a d o d e l o q u e
habíamos anticipado. Era un motel bastante agradable
pero muy caro, estando tan cerca del aeropuerto y de
N u e v a Y o rk , p e ro e l j e fe n o h u b i e ra p o d i d o a g u a n ta r e l
viaje sin descansar. Por la mañana tomamos nuestros
desayunos y nos despedimos del encargado de recepción,
le gustábamos bastante miss Ku y yo, lo cual, me dijo
miss Ku, demostraba sentido común por su parte. Debido
a que el jefe estaba enfermo y teníamos mu cho equipaje,
tomamos un coche del motel para que nos llevara al otro
l a d o d e l a c a rr e te ra h a s t a l a c o mp a ñ í a d e a e ro ta x i s . U n
hombre de color, muy agradable, se desvivía considera-
blemente asegurándose de que nos dejaba en la oficina
correcta y nos dejó lo más cerca posible. «Esperaré aquí,

114
señor —le dijo al jefe— hasta que vea que lo tienen todo
arreglado.»

Nos dirigimos a la oficina y primero nadie parecía saber


nada sobre nosotros. Entonces una tenue lucecita pareció
brillar en la mente de uno de los hombres y descolgó el
teléfono. «Seguro, seguro —dijo él— el piloto viene hacia
aquí, ahora. Esperen aqu í.» Esperamos y seguimos
esperando. Finalmente un hombre se precipitó fu rioso en la
oficina y dijo: «¿Son ustedes los que van a Canadá?»
Dijimos que sí lo éramos, miss Ku y yo añadiendo nu estras
voces para dar más énfasis. «O.K. —dijo él—, llevaremos el
equipaje a bordo y ¿qué hacemos de las gatas?» «Vienen en
el avión con nosotros», dijo el jefe con firmeza. «O.K. —dijo
el piloto—. Las dos damas deben sentarse detrás con una
cesta cada una en las rodillas.» Encabezó el camino hacia el
avión. «jolines! —exclamó Miss Ku con una voz asustada—.
No es más que... un juguete! D os motores. ¡Jolines!», volvió
a exclamar con fervor. «No sé cómo vamos a meter el trasero
del jefe en este pequeño asiento. Pero —ru gió ella—, inclu so
el piloto se ha afeitado la cabeza para tener más sitio.»

Ma y Buttercup escalaron al avión que según miss Ku


tenía casi tanto sitio dentro como un coche pequeño, con
espacio en los asientos traseros para dos personas
normales. Ma está bien encojinada, Bu ttercup es delgada,
así es que hacen dos personas normales. Sentí que todo el
avión oscilaba cu ando el jefe subió a bordo. Pesaba unas
doscientas veinticinco o treinta libras (tal vez hubiera
perdido una libra o dos en el viaje) y el avión se inclinaba
un poco. El piloto debía de ser el más pequeño del grupo,
ya que su peso aparentemente no tuvo ningún efecto. Puso
en marcha los dos motores, uno después del otro y los dejó
que se calentaran; entonces dejando poco a poco los frenos
fu e moviéndose despacio. Hici-

115
mos algunas millas por el suelo yendo hasta el otro lado d e l
aeropuerto. Miss Ku me iba poniendo al corriente. «¡Jo!
To d o s l o s a v i o n e s d e A m é r i c a s a l e n d e a q u í , u n o c a d a
m i n u t o p o r l o m e n o s . » D e r e p e n t e e l p i l o t o d e j ó salir
una palabra muy fea y desvió el avión hacia el lado f u e r a
d e l a p i s t a . « T e n e m o s u n p i n c h a z o — g r u ñ ó — . E l piloto de
esa línea acaba de avisarme por radio.» Detrás nu e s t ro s e
o í a u n ru i d o a g u d o , q u e ro m p í a e l t í mp a no , de sirenas y
motores de carreras. Toda una cabalgata de c o c h e s s e
desvió de la pista y nos rodeó. «¡Dios, olí D i os ! — gritó
m i s s K u p o r e n c i m a d e l r u i d o — . H a n hec ho ve ni r a la
Gua rd ia Nac iona l .» S acó los o jos cau telosamente por la
parte baja de la ventana con las orejas l l a na s p a ra q u e n o
l a v i e s e n , « P o l i s , m u c ho s p o l i s a q u í a b a j o , l o s b o m b e r o s
y u n co c he lle no de o fic ia les de aeropuerto y tienen
también una camioneta de reparaciones». «¡Jolines! ¡Por
Dios! —exclamó el jefe—. Qué espantoso jaleo por un
pobre y pequeño neumático r e ve ntado .» Los ho mb res
co rría n po r todos lados , la s s i renas emitían sus últimos
silbidos moribundos y se oía el sonido de los motores de la
camioneta mezclados con los de los a vio nes co rrie ndo
a nte s de de spe ga r. R epe ntino s golpes pesados y
movimientos debajo de nosotros y levantaron el avión unos
palmos para poder remover la rueda. Los coches se alejaron
corriendo y entonces la camioneta se alejó llevándose nuestra
ofensiva rueda. Nos sentamos cómodamente a esperar.
Esperamos una hora, dos horas « P o d r í a m o s h a b e r i d o a
Canadá andando en todo este tiempo», dijo el jefe
totalmente asqueado. Pausadamente la c a m i o n e ta de
a v e r í a s v o l v í a p o r l a c a r r e t e ra d e s e r v i c i o e v i ta n d o la
p i s ta . P a u s a d a m e n t e n o , lánguidamente, salieron hombres
de la camioneta y se acercaron al avión, paseando.
Finalmente fijaron la rueda otra vez y la camioneta se
f u e r á p i d a m e n t e . E l p i l o t o v o l v i ó a p o n e r e l motor en
marcha y lo dejó calentar. Habló por micro a

116
la torre de control comunicando que estaba preparado
para salir. Finalmente le dieron el permiso y apretó el
a ce le rado r, h i zo co rre r a l av ió n po r la p is ta y fá ci lmen te y
despacio lo subió al aire. El piloto ganó altura poco a
poco, se mantuvo muy por debajo de las rutas de las
líneas aéreas, situó el avión al nivel correcto y puso el
acelerador a la velocidad normal.
Volamos y volamos y volamos pero no parecía que
llegáramos a ningún sitio. «¿A qué velocidad vamos,
miss Ku?», pregunté yo. Alargó el cuello por encima
del hombro del piloto. «Ciento veinticinco, altitud seis
mil pies, compás con dirección Noroeste.» Le envidié
sus conocimientos, su posibilidad de ver. Yo no podía
hacer otra cosa que sentarme, dependiendo de los demás
para que me explicaran las cosas. Pensé, sin embargo, en
t o d o s l o s v i a j e s q u e h a b í a h e c h o e nc e r ra d a e n u n a c a j a ,
i nconsc ie nte . És te e ra mucho me jo r, ahora me tra tab an
mejor que a los humanos, ya que estaba sentada en el
regazo de Ma.
Capítulo VII

«¡Pont, Pom! —dijo miss Ku asomando entre el


h o m b r o d e l p i l o t o y e l d e l j e f e —. ¡Pom, Pom, Pom!
Ne ces i ta remos u n pa raca ídas , Fe e f, l a a guj a d e l a gaso -
lina está tocando el final.» El jefe se volvió al piloto,
« ¿ N o fu nc i o na l a agu j a d e la ga so li na ? » , p re gu n tó . «N o
tenemos combustible —dijo el piloto sin darle impor-
tancia—, siempre podemos bajar.» Debajo de nuestras
pequeñas alas, se extendían las cimas completamente
n e v a d a s d e l a s m o n ta ña s d e A l l e g h e n y e n P e ns i l v a ni a .
Mi ss Ku hi zo qu e me reco rri e ra u n e sca lof rí o de ho rro r
de arriba abajo del espinazo al describirme los vacíos
entre montes y las cumbres afiladas como hojas de afei-
tar que estaban esperándonos para recogernos del cielo.
El piloto consultó su mapa y alteró ligeramente nuestra
ruta. «10h! Miss Ku —exclamé yo aterrada—. Bajamos.»
« E h , t e n l a c a b e z a c o n c a l ma — r e p l i c ó m i s s K u c a l m a -
damente—. Aterrizamos para poner combustible, hay un
pequeño aeródromo justo delante de nosotros. Ahora sim-
plemente clava tus pezuñas en la cesta y aguántate.»

Bum, hizo el avión, bum, bum, volvió a hacer. Nos


« E h , te n l a cabe za co n c al ma — r epl icó mis s Ku t ra nqu i-
lam ente— . A terrizamos para pon e r combus tib le , hay u n
estación de servicio, abrió la puerta de golpe dejando
entrar el aire helado. Saltó al suelo y llamó a una mujer
que estaba junto a la manguera de la gasolina. «Llénelo»,
ordenó, mientras corría al más cercano excusado. La
mujer se acercó y echó mucha gasolina en las alas, sin

n i s i q u i e ra m i ra r e n n u e s t r a d i re c c i ó n . E l a e ró d ro m o
e s ta ba en vue lto po r la n iev e , qu e cub ría ed i fi cios y
p is ta s . Mi s s K u m e d e s c r i b i ó l o s n u m e r o s o s a v i o n e s
pequeños, trabados al suelo esperando a que sus
d u e ño s l o s d e j a ra n
118
l i b re s p a ra v o l a r . A l re d e d o r d e l a e ró d ro m o l a ni e v e c u b rí a
l a s l a d e r a s d e l a c o r d i l l e r a m o n ta ño s a e s p e r a n d o a l o s
d e s p re v e ni d o s . E l j e fe d i o u n o s p a s o s p o r l a n i e v e s i n s u
a b ri g o . «C u i d a d o — l e g ri té —, v a s a p e s c a r u n re s f ri a d o .»
« N o s e a s t o n ta , F e e f — d i j o m i s s K u — e s t e ti e mp o h e l a d o e s
c o m o u na o l a d e c a l o r c o mp a ra d o a l o q u e n o r m a l m e n te e l
j e f e e s tá a c o s tu m b ra d o . En e l Ti b e t , d e d o nd e v i e n e é l , e l
f r í o e s ta n i nt e n s o q u e i nc l u s o l a s p a l a br a s s e h i e l a n y
c a e n a l s u e l o .»
Lo s m o t o re s v o l v i e ro n a ru g i r y a v a nz a mo s s o b re l a
s u c i a ni e v e d e l a p i s ta . N o h a b í a to rr e d e c o nt ro l a q u í , e n
este p e q u e ño lugar, así es que el piloto calentó sus
mo to r e s , a p re tó e l a c e l e ra d o r y c o r r i ó p o r l a b l a nc a p i s ta .
A l s u b i r hi zo c í rc u l o s a l re d e d o r d e l p e q u e ño a e ró d ro mo
h a s ta q u e hu b o g a na d o l a s u f i c i e n te a l tu ra y e n t o nc e s s e
d i r i g i ó a t ra v e s a nd o l a s m o nt a ña s h a c i a C l e v e l a nd . A ho ra
y a h a b í a m o s o í d o m o to re s e n m a rc h a d u r a n t e ta n to ti e m po
q u e ya ni l o s no tá b a m o s .

S e g u i mo s v o l a nd o , subiendo y bajando s u a v e m e n te
según l a s v a r i a b l e s c o r r i e n te s , y c o n ti n u a m o s volando
m i e n t ra s a no c h e c í a . E l hu m o d e P i t ts b u rgh p a s ó d e b a j o de
n u e s t r a a l a i z q u i e r d a , l a n i e b l a d e C l e v e l a n d s e d i s t i ng u í a
d e l a n te d e no s o t ro s . « V o l a re m o s p o r e nc i ma d e C l e v e l a nd
—d i j o el piloto— y a t r a v e s a re m o s el lago Erie d e s de
S a n d u s k y . E nt o n c e s t e n d r e m o s t re s i s l a s d e b a j o e n c a s o
d e f a l l o s d e l m o t o r . » E l a v i ó n s i g u i ó m o n ó t on a m e n te , c o n
l o s d o s mo to re s c a nt a nd o l a m i s m a m o nó to n a c a nc i ó n y e l
p i l o t o i n c l i n a d o s o b re l o s c o n t r o l e s . N o s o t r o s t e n í a m o s l o s
t r a s e ro s i n s e n s i b i l i z a d o s d e t a n to e s t a r s e n t a d o s . Y o m e
mo v í i n c ó m o da m e n te c u a nd o e l a v i ó n g i ró r e p e n t i na m e nt e
h a c i a l a d e r e c ha . « ¡ P o r to d o s l o s ga to s s a l ta ri ne s ! —
e x c l a m ó m i s s K u — . A l g u i e n h a v o l c a d o l a n e v e ra y t i r a do
t o d o s l o s c u b i to s d e h i e l o .» Ta r ta mu d e ó a l go m o l e s ta y
d i j o : « N o s o n c u b i to s d e h i e l o d e h e c h o , a p e s a r d e q u e l o
p a re c e d e s d e e s ta

119
altura. Todo el lago está helado y hay montones de hielo
p o r t o d a s p a r t e s . » « D e s d e a q u í p a r e c e n c u b i t o s d e h i e lo
que hayan caído», añadió insegura.
Debajo de nosotros se amontonaba el hielo y cual-
quier claro de agua se helaba inmediatamente. Este,
hab ía di cho e l pi lo to , e ra un i nv ie rno excep cio na lmen te
frí o y p reve ía n má s frío tod av ía . «L a is la de Pe le e —d i jo
el piloto—, estamos exactamente a medio camino a tra-
vés del lago. Pasamos sobre Kingsville y hacia "Windsor.»
El avión hacía como un silbido ahora, el aire enfriado
por el hielo, causaba alguna turbulencia. Yo estaba can-
sada y hambrienta y me sentía como si hubiera estado
viajando siempre. Luego pensé en el jefe gravemente
enfermo y viejo. Si él lo aguantaba yo también podía.
M e c u a d ré d e ho m b ro s , m e s e n té má s f i rm e m e n te y m e
se n t í m e jo r. «C i nc o m i n u to s y at er r i za re mo s e n e l a e ro -
puerto de Windsor», dijo el piloto. «Ohhh! —dijo miss
Ku excitada—, ya veo los rascacielos de Detroit.» El
tono del motor cambió y el avión pareció estirarse. Un
suave rascado sobre la pista cubierta de nieve y ya
es tábamos abajo , e n Ca nadá. El avió n rodó s uav emente
y giró a la derecha. «I zquierda, Izquierda —dijo el jefe
q u e c o no c í a b i e n e l a e ro p u e rt o — . É s t e e s e l a e ro p u e rto
que ya no se utiliza, tiene que ir al nuevo.» En ese pre-
c iso mom ento l os d e la to rre d e co n tro l confi rma ro n po r
radio lo que le había dicho el jefe. El piloto hizo rodar
su motor derecho para dar la vuelta al avión, siguió
m o v i é nd o s e q u i z á d u ra n te u n c u a r to d e m i l l a , e n to nc e s
puso los frenos y cortó el contacto de los motores.
Durante un momento nos quedamos sentados quietos,
sintiendo los músculos tan contraídos que nos pregun-
tábamos si podríamos salir de ahí jamás. Miss Ku mur-
muró: «Tan blanco como la parte de arriba de un pastel
d e N a v i d a d . ¿ D e d ó n d e v e n í a to d o e l p e rs o n a l ? » El
p i l o to e mp u j ó u n a p u e r ta p a r a a b ri rl a y e m p e z ó a s a l i r ,

120
D e r e p e n te , á s p e ra m e n te , re tu m b ó u na v o z : « ¿P a r a d ó nd e ,
gente?» El gritar áspero del hombre me sorprendió
desagradablemente y me preguntaba en qué especie de
lugar estábamos. Ahora sé que todos hablan de esta
manera tan ruda aquí. El jefe dice que se piensan que
e s t á n to d a v í a e n e l S a l v a j e O e s te d o n d e l a c o rt e s í a y l a
cultura se consideran «cursis».
El jefe replicó que éramos inmigrantes y que tenía-
mos todos los papeles en orden. El hombre gritó: «No
son horas, Inmigración está cerrado», y se volvió en-
trando en el edificio.
D e s p a c i o y c o n a g u j e ta s s a l i m o s d e l a v i ó n y n o s d i r i -
gimos hacia una puerta que decía: «Aduanas de Canadá».
La cruzamos y nos encontramos en una enorme y vacía
sala. Yo sabía que era grande y que estaba vacía por
los ecos de nuestras pisadas. Seguimos andando hasta
llegar a un mostrador. El hombre estaba detrás. «Han
llegado demasiado tarde —dijo—, no nos anunciaron
s u l l e ga d a . A h o ra n o h a y n i n g ú n o f i c i a l d e I nm i g ra c i ó n ,
yo no pu edo tocar sus cosas hasta que hayan pasado por
Inmigración.» «Se lo notificaron —dijo el piloto—. Se lo
notificaron de La Guardia, Nueva York, ayer. ¿Y yo
qu é? Yo te ngo qu e vo lv e r, fírmeme es te p ape l , no es más
que para decir que me presenté en las Aduanas de Ca-
n a d á . » E l h o m b r e d e A d u a na s d i o u n s u s p i r o t a l q u e s u
u n i fo rm e c ru j i ó y c a s i s e ro mp i ó . « Re a l m e n te no d e b e rí a
hacerlo —dijo él—, ya que mi turno acaba dentro de
pocos minutos. De todos modos...» Su pluma arañó el
p a p e l , e l p i l o t o m u r m u ró « g r a c i a s » a l a d u a n e r o y « A d i ó s ,
bue na s ge n tes» , a no so tros y s al ió p a ra s ie mp re d e nues-
tra vid a . Lo s mo to res de su a vió n s e pus iero n e n ma rcha y
murieron en la distancia.
Una puerta se abrió y se cerró. Unos pesados pasos
se acercaban más y más. «Eh! —dijo el aduanero a su
relevo—, esta gente dice que son inmigrantes. ¿Qué

121
h ac emos ? No so n ho ras ; bu e no e s tu p robl em a , aho r a se
h a t e rm inado m i tu r no . » Se v o l vió y s in m ás se fu e El
homb re que le hab ía rel evado hab ló e n u na bue na voz
i r l and esa . «S egu ro qu e los p as a remo s . H a ré qu e v e ng a u n
o fic ia l d e I nm i grac ió n d el Tú ne l. » Se vo lv ió ha ci a un
te lé fo no y fu e da ndo u na s í nte si s de nu es tra s i tuac ió n y
d e los p ro b le ma s qu e t en ía , s e vo lv ió a nos . o t ro s y d ijo :
« Aho ra v ie ne u n o fi ci al , yo no pu edo to ca r
su s cos as ha s ta qu e él l es d ec la re I nm i g ra n tes
a te rri zado s . ¿Qué l le va a hí ? » , p regu ntó . « D os ga tos
s ia mes es —rep li có e l je f e—. Aqu í e s tá n sus p ape les que
c e r ti fic an su bu e n e s tad o d e s alu d . » El homb re susp i ró y
vo lv ió al t e lé fo no « ...s í , dos g a to s si amese s . Sí , he vi s to
su s pape le s, sí , sólo qu e pensé que qu iz á qu e rrí a ve rlo s ,
¿no ? 0 .K » . Se v ol vió hacia noso tros. «Los ga to s pued en
pas a r, a ho ra te ne mos qu e espe ra r a qu e us tedes pu eda n
pa sa r.» Mis s Ku s e rió to n tam ente y m e susu rró : «N oso-
tra s ya es tamos , p e ro l a fam il i a se queda p la n tad a» .
E spe ramos y esp e ramo s . Espe ramos tan to ti empo —o
a sí lo c reí mos— como pa ra pode r vol ve r vo la ndo de
do nde v i ni mos. El ae ropue rto e ra mo rta lme n te abu rrido ,
ap en as s i s e o ía u n ru ido romp e r e l s il en cio . Y o i n tuí
qu e e l j e fe s e iba po nie ndo má s y más enf e rmo . Ma
v ag aba po r ahí i mpac ie nte y Bu tte rcup resp i raba co mo si
h u bi e ra l le gado al l í mi te d el a go ta mi en to y s ue ño . E n
a l gú n l ad o s e o yó el r uido d e u n a pu e r t a. « A h —d i jo e l
adu an e ro— a qu í vi e ne .» So nab an p asos por e l pas i llo . Se
a ce rc aba n m ás y má s . «E s ta g e n te di ce n se r i nm i g ra n tes
—d i jo e l adua ne ro — . Te h e l la mado po rqu e no p u edo
de ja rle s p asa r has ta que los h a yas de cl a rado l ib re s . A las
g a ta s y a l a s h a d ej a d o pa s a r S an id a d . El o f ic ia l d e I n-
m i grac ió n e ra u n vi ejo ag radab le pe ro no pa rec ía co noce r
el aeropuerto en absoluto, ni sabía a qué oficina entrar. I ba
p re gu n tá ndol e co sas al adua ne ro . Fi na lm ent e d i jo :
« Ve nga n po r aqu í » y se fue ha ci a una peque ña hab i ta

122
ción lateral. «Antes de poder empezar, tenemos que tener
papeles y cosas», murmuró para sí mismo mientras tiraba
sin sentido de cajones cerrados. «Esperen aquí —dijo—,
tengo que encontrar unas llaves.» Salió y pronto volvió
co n e l adua nero . Ju n tos fuero n p rob ando c ajo ne s y pue r-
ta s de a rma rios , mu rmu rando imp reca cio ne s pa ra sí m is-
mos al encontrarlos todos cerrados. Ambos hombres sa-
lieron y nosotros nos acomodamos para otra larga es-
pera.
«Las tenemos, ya tenemos las llaves —dijo el hombre
de Inmigración con aire de triunfo, ahora no tardare-
mos.» Durante unos minutos fue probando llave tras
llave volviéndose más y más pesimista. N inguna entraba.
Salió corriendo para solicitar la ayuda del aduanero.
juntos avanzaron hasta el ofensivo escritorio. «Tú le-
vantas —dijo el de Inmigración— y yo empujaré hacia
abajo, si podemos meter esto en medio, lo forzaremos.»
E l ru i d o d e ge m i d o s y g ru ñ i d o s c a s i no s e n v i ó a d o rm i r ,
luego el ruido de astillas y el sonido de un clavo o dos
de la ce rradu ra que c aí a a l su elo . Po r u n mo me nto n adie
habló; entonces el hombre de Inmigración dijo con una
voz estrangulada: «El escritorio... está vacío».
Él y el aduanero siguieron dando vueltas por ahí,
hac ie ndo experi me ntos m e tien do y ti rando de e sc ri to rio s y
armarios. Mucho más tarde el de Inmigración dijo:
«¡Ah, ya lo tengo!». Se oyó el crujir de papeles e impre-
caciones murmuradas, entonces una voz tapada dijo:
«Ahora tenemos los papeles que hay que llenar, ¿dónde
están los sellos?». Más búsquedas, más imprecaciones,
más espera. Miss Ku y yo echamos un sueñecillo y nos
despertamos al sentir qu e cogían nuestras cestas. «Ahora
v u e l v a n a A d u a n a s , p o r d o n d e e n t ra ro n » , d i j o e l ho m b re
de Inmigración. Volvimos a la sala. «¿Todo claro?»,
d ijo el o f ic ia l de A du an as , in spe cc ion ando n ues tro s pape -
les que ahora decían, «Inmigrantes aterrizados». Con

123
a i r e c a ns a d o e l j e f e c o g i ó l a s m a l e t a s y l a s p u s o s o b re
el mostrador y las abrió para la inspección. Metódica.
mente el aduanero repasó nuestra lista de maletas y
miró nuestros efectos. «Bueno —dijo—, pueden irse.»
Fuera del aeropuerto se extendía la nieve espesa, «el
invierno más frío desde hacía tiempo», nos dijo un em-
pleado de limpieza del aeropuerto. Rápidamente pusieron
nuestras maletas dentro de un coche que esperaba. Ma,
B u t te rc u p , mi s s Ku y y o n o s i ns ta l a m o s d e t rá s . E l j e f e
se sentó delante con el conductor. Arrancamos por la
r e s b a l a d i z a c a r r e te ra . E l c o nd u c to r no p a r e c í a e n a b s o -
luto seguro del camino e iba murmurando para sus
ad entro s : «G iramos aquí , no, toda vía no , no debe de se r
a qu í » . E l t ra yec to fue i ncómod o y muy la r go . A no so t ro s
nos parecía lo suficientemente lejos como para haber ido
volando. Saltamos por una carretera terriblemente mala y
casi volcamos al parar. «Aquí es —dijo el conductor—,
é s ta es la casa .» S al imo s y ll ev amos las ma le tas de n tro .
Miss Ku y yo estábamos demasiado cansadas para hacer
una verdadera inspección, así que deambulamos un poco
i n t e n ta nd o n o t a r l a s c o s a s má s i m p o r ta n te s . E l j e f e me
subió a su cama y caí profundamente dormida.
Al llegar la mañana, miss Ku vino y me despertó
diciendo: «Venga, vieja perezosa. Tenemos trabajo que
hacer, ahora anda detrás mío y te lo iré indicando todo».
Yo s al t é d e la c ama y me rasqu é b ie n pa ra de spe rta rme .
Entonces seguí a miss Ku. «Aquí es donde comemos
—dijo— y ésta es la estación de necesidades. Aquí hay
u na p a red co ntr a la qu e te romp e rí as e l c er eb ro s i lo tu-
vieras. Bien, recuerda su posición porque no lo repetiré.»
Siguió: «Aquí hay una puerta, lleva a un pequeño jar-
dín con un garaje al final y la carretera está después».
Me llevó por toda la casa y saltó a la repisa de una
ventana en la habitación del jefe. «¡Eh, Feef! —ex-
clamó—. Hay un porche para tomar el sol y luego un

124
g ra n c é s p e d y d e t rá s d e é s te e l m a r . E l m a r e s t á he l a d o . »
«No seas tan tonta, Ku», dijo el jefe, levantándome sobre
su hombro. «Ven, Ku», gritó yendo hacia la otra puerta.
La abrió llevándome y miss Ku pasó corriendo para lle-
gar al jardín la primera. «Esto no es el mar —dijo el
jefe—. Es el lago de Saint Clair y cuando el tiempo sea
más caluroso podréis salir las dos y jugar sobre la
hierba.»
Era un tipo de casa extraña, una rejilla en el techo
de cada habitación de abajo, hacía que pasara aire ca-
liente a la habitación superior. Miss Ku adoraba sen-
tarse en un dormitorio arriba sobre la rejilla, y mirar lo
que pasaba abajo en la cocina. Le llegaba calor extra de
los hornos de la cocina y también disfrutaba de la gran
atracción de saber todo lo que pasaba en la cocina, co-
nocer los comerciantes que llegaban a la puerta y lo que
se decía en la habitación del jefe.
Pocos días después de llegar a Canadá fue Navidad.
Desde luego era tranquilo, no conocíamos a nadie y du-
rante todo lo que para los otros eran las festividades,
no vimos a nadie ni hablamos con nadie. El tiempo era
muy frío, constantemente nevaba y la superficie del lago
e ra u n a s ó l i d a s á b a na d e h i e l o s o b re l a c u a l c o r r í a n u n o s
yates para el hielo. Yo pensé en otros años y otras
navidades. Madame Diplomat había sido una fervorosa
católica, y «Noél» significaba mucho para ella. La última
Navidad. que recuerdo, me habían encerrado en ese os-
curo cobertizo y todo el día siguiente también. A causa
de las celebraciones se habían olvidado de mí. Esta Na-
vidad fue realmente la más feliz de mi vida, ya que
podía pensar en los años pasados y saber que ahora me
querían realmente y saber que ya nunca más estaría
s o l a u o l v i d a d a o h a m b r i e n t a . D u r a n t e mi época con
madame Diplomat procuraba esconderme lo más posible.
Ahora si no me ven durante unos minutos, alguien dice:

125
«¿Dónde está Feef? ¿Está bien?» y se organiza en se-
guida una búsqueda. Ahora he aprendido que me quieren,
así que me quedo a la vista, o aviso mi presencia tan
pronto como oigo mencionar mi nombre. La comida
también es regular. El jefe dice que como una comida du-
rante todo el día. No cree en alimentar a los animales
só lo u na ve z al d ía . C re e qu e te ne mos e l su fic ie nte se n-
tido comú n p ara saber cuando hemos co mi do b as ta nte,
En co ns ecue nci a m iss Ku y yo s iemp re ten emo s com ida a
mano, día y noche.
L a N a v i d a d p a s ó y s e n t í a mo s l o re m o ta q u e e s ta b a
nuestra casa de las tiendas. Ningún autobús pasaba por
delante de nuestra puerta y la ciudad estaba a unas
quince millas. La única manera de ir a algún sitio era
en taxi. Los muchachos de las tiendas venían a nuestra
pue rta tra yendo lec he, carne y pan, pero no hab ía posi-
bilidad de elección. El jefe decidió comprar un coche.
« P r i m e r o c o mp ra r emos uno v ie jo —di jo — , y cu and o nos
ha yamo s a cos tu mb rado a l os sa lva je s c ondu c to res
c an adi en ses comp ra remo s otro me jo r.» Una cosa que
i mp re sio nó m uc ho a l je fe e ra l a to ta l fa l ta de co rt esí a en
l a ca rre te ra . Como dec ía a me nudo , los ame ric anas e ra n
l os p eo res co nduc to res d el mu ndo con los ca nad ie ns es
s i gui éndo le s mu y d e c e rca . C o mo qu e e l j e f e h a co n-
duc ido po r unos s ese n ta pa ís es deb ía de sabe r al go
sob re
ello .
E l tax i l le gó a la p ue rta y t o có l a b o cin a . E l j e fe
s al ió . M iss Ku l e g r i tó : «Co mp ra u n b u en coc he , je f e , no
de je s qu e te es t a fe n» . Oí la pu e rta d el taxi c e r r a r s e d e
golpe y el ruido de un coche al arrancar. «Espero
que compre uno bueno —dijo miss Ku—. Adoro ir en
coche, simplemente no puedo esperar a ir en él sólo
de vez en cuando.» Era absolutamente cierto, miss Ku
i r í a e n coc he a cu a lqu ie r lado e n cu al qui er mo me n to , le
gustaba la velocidad. A mí no me gusta ir en coche a

126
me n o s q u e v a y a m o s a no m á s d e v e i n t e m i l l a s p o r ho ra .
No hay nada divertido en la velocidad cuando se es ciego.
Miss Ku prefiere correr por la autopista yendo como
mínimo a la velocidad máxima autorizada por la ley. La
mañana pasó lentamente, nosotras nos poníamos ner-
viosas sin el jefe y Ma. Las orejas de miss Ku se erizaron.
«Llegan, Feef», dijo ella. Yo escuché y entonces oí.
Desgraciadamente era un taxi lo que volvía. Buttercup
ba jó de p ris a l as e sca le ra s y co rrió hac ia l a pue rta . Mis s
Ku saltó a la repisa de la ventana y dejó salir una ex-
clamación de disgusto. «Han vuelto en taxi, no han
comprado el coche», dijo con irritación.
Buttercup abrió la puerta. «¿Bueno? ¿Cómo os
fue?», preguntó. Miss Ku gritó: «¡Aprisa! ¡Aprisa! Con-
tad, decid algo. ¿Qué pasó?» «Bueno —dijo el jefe—,
vimos un coche que parecía ser lo que buscábamos. Es
un viejo Monarca. Van a enviarlo aquí para que poda-
mo s p ro b a rl o d u ra n te u n d í a , s i no s g u s ta l o p a g a mo s y
nos lo quedamos.» Miss Ku se volvió y corrió escaleras
arriba moviendo la cola de alegría. «Subiré y miraré
desde la ventana del baño», gritó. El jefe y Ma nos
contaron a Buttercup y a mí todo lo que había ocurrido.
íbamos a tomar una taza de té cuando miss Ku gritó:
«Vienen dos coches, ¡yupi!». Yo podía oírla haciendo
una pequeña danza de alegría en la habitación de en-
cima. El jefe y Ma salieron fuera y a miss Ku le dio
fiebre de impaciencia, corría en redondo como una gata a
q u i e n a c a b a n d e q u i ta r s u s g a t i to s . « ¡ C a ra m b a , c a ra m b a
— re s p i r a b a — , ¿ q u é d e b e n d e e s ta r h a c i e nd o ? » B u tt e rc u p
tampoco podía soportar el suspense. Se puso su
abrigo más gordo y salió fuera. Miss Ku emitió un aullido
que atravesaba el tímpano. «Desde aquí lo veo, Feef. Es
verde y tan grande como un autobús.» La familia entró
justo a tiempo de salvar a miss Ku de estallar de excita-
ción. El jefe la miró, luego la cogió y dijo: «¿Así que

127
quieres ver el coche, eh? ¿Quieres venir, Feef?» «No,
g ra c i a s — d i j e yo — , d e j a d m e a q u í , e n l u ga r s e g u ro . » El
jefe llevando a miss Ku y Buttercup bien abrigada, sa-
lieron al aire frío. Oí el ruido de un motor. Ma me
acarició la cabeza: «Ahora podremos ir a sitios, Feef».
Med ia ho ra má s ta rd e vo lv ie ro n. Miss Ku h e rví a de
excitación. «Maravilloso. Maravilloso», me gritó. «Fui a
Tecumseh.» «Miss Ku —dije yo—. Te dará un ataque
s i si gu e s as í . ¿ P o r qu é no t e s i ent as aqu í y m e lo cu e n-
tas todo? No puedo seguirte cuando tartamudeas de tan
excitada.» Por un momento creí que iba a enfadarse,
l u e g o c ru z ó l a h a b i ta c i ó n y s e s e ntó s o b r e e l r a d i a d o r.
C ru za ndo su s m a nos p ri moros ame n te di jo : «Bue no , fu e
así, Feef. El viejo me llevó fuera y me puso en el asiento
de atrás. Él se metió en el asiento del volante y había
sitio de sobras para él, ya sabes cuánto sitio ocupa. But-
tercup se sentó en el asiento delantero de pasajeros y
el jefe puso el contacto. Oh, tengo que decirte esto, el
c o c he e s v e rd e y e s a u to m á t i c o , l o q u e q u i e ra q u e e s to
signifique, y hay sitio para todos nosotros y dos más. El
jefe condujo despacio, se atiene demasiado a la ley, se
lo dije, y él dijo que esperara a que hubiera pagado el
coche. Van a ir allí esta tarde a pagar el dinero y as1
podremos correr. Así que fuimos a Tecumseh y volvi-
mos, y aquí estamos». Hizo una pausa mientras se pei-
naba la punta de su cola y dijo: «Deberías verlo, Feef.
¡Oh! Olvidé que eres ciega, bueno deberías poner el
t r a s e ro e n e s o s a s i e nt o s . T r e - m en - d o » . Y o m e s o n re í
para mis adentros, miss Ku estaba realmente emocionada
con el coche. Yo estaba emocionada al pensar que ahora
el jefe podría salir un poco. «Feef —dijo miss Ku—, el
c o c h e e s t á c al i e n t e . P o d r í a s f r e í r h u e v o s e n é l s i q u i -
sieras.»
La comida terminó pronto y entonces el jefe y Ma se
prepararon para salir. «No tardaremos —dijo Ma—.

128
Vamos sólo a pagar el coche y a comprar algo de comida.
Os llevaremos de paseo en cuanto volvamos.» «Yo no
quisiera salir, miss Ku —dije—. No me gustan los co-
ches.» «Oh, eres una gata vieja y tonta», dijo miss Ku.
Se sentó e hizo a fondo su t o i l et te , orejas, detrás de su
cuello, todo el cuerpo y hasta la punta de su cola. «Ten-
go que darle una buena impresión al coche nuevo —ex-
plicó--, si no le gusto quizá no irá bien.» Sorprendente-
mente aprisa Ma y el jefe volvieron. Yo estaba encantada
de oír el crujido del papel marrón y así saber que
habían traído comida fresca. Una de mis fobias, de los
días de hambre, era el terror a quedarme sin comida.
Mi sentido común me decía que era un terror absurdo
pero las fobias no son fáciles de hacerlas desaparecer.
Una fobia incluso mayor era, a pesar de que mi sentido
común me decía que no tenía por qué preocuparme, que
alguien intentara cogerme por la piel de detrás de mi
cuello. Esto es algo tan malvado que voy a escribir unas
líneas sobre ello. Después de todo si nosotros, los gatos,
no les decimos nuestros problemas a la gente, nadie lo
sabrá nunca.
Cuando iba a tener gatitos por tercera vez, Pierre, el
jardinero francés empleado por madame Diplomat, una
vez me cogió repentinamente por la piel trasera del cue-
llo. El dolor en los músculos de mi cuello fue sin duda
muy grande y mis bebés de pronto cayeron fuera de mí
y se mataron sobre el camino de piedra. El shock tan
repentino me causó daños internos. Llamaron al señor
veterinario y tuvo que empaquetar una parte de mí con
algo para comprimir la sangre. «Me has perdido cinco
gatitos, Pierre —dijo madame Diplomat enfadada—. De-
bería descontarlo de tu sueldo.» «Pero, madame —dijo
Pierre con la voz entrecortada—, tuve mucho cuidado,
la cogí por el cuello, debe de ser una criatura muy en-
fermiza, siempre tiene algo.» El señor veterinario
estaba
129
rojo de ira. «Están arruinando a esta gata —gritó—
Los gatos adultos no deben cogerse nunca por la piel
del cuello, sólo los tontos tratarían así a animales caros,»
M a d a m e D i p l o ma t e s ta b a fu r i o s a p o r l a p é rd i d a d e d i .
mero qu e había causado la muerte de mis gatitos, pero
estaba algo sorprendida. «Pero señor —dijo—, las nim
dres gatas llevan a sus gatitos por el cuello, ¿qué hay
de malo en ello?» «Sí, sí, madame —replicó el señor
veterinario—, pero las gatas madres llevan así a sus
gatitos cuando no tienen más que días. Cuando no tienen
más que unos días son tan ligeros que no les causa ningún
daño. Los gatos adultos deberían cogerse siempre de
modo qu e el peso lo lleve el pecho y las patas traseras, Si
no se puede dañar internamente a un gato.»
Yo soy una vieja gata tonta, pero tengo miedo de
que me coja alguien que no sea de mi familia. El jefe,
no dejará que me coja ningún desconocido, de todos

modos, así es que ¿por qué me preocupo? Él me coge


mejor que nadie y lo hace del modo correcto. Pone su
mano izquierda debajo de mi pecho, entre mis patas
delanteras donde se juntan con el cuerpo. Su mano
derecha soporta o bien la parte de delante de mis múscu-
los o si no deja que apoye las patas traseras sobre su
mano derecha. Cuando se aguanta a un gato nervioso o
desconocido, deberían tener siempre la mano derecha
a gu a n ta d o l a p a r te d e d e l a n te d e l o s m u s l o s , e n to n c e s
e l g ato no pu ede e scap a rse o da r p a tada s y es la fo rma
menos dolorosa de coger a los gatos. Hay gente que le
ha dicho el jefe: « ¡Oh!, yo siempre los cojo por el
c u e l l o , c o mo d i c e n a l g u no s l i b ro s s o b re g a to s » . B u e no ,
no importa lo que digan «algunos libros sobre gatos»,
nosotros los gatos sabemos lo que preferimos, y ahora
ustedes lo saben también. Así que, por favor, si ama a
l o s g a to s , si n o q u ie r e h ac e rn o s d a ño o injuriarnos,
cójanlos como lo hemos descrito antes. ¿Cómo le
gustaría
130
a usted que le cogieran? ¿Por su cuello? ¿O su pelo?
Nosotros lo odiamos.
Ni tampoco nos gusta que nos hablen pusy-pusy.
Entendemos cualquier lengua si la persona piensa lo
que está diciendo. El habla de bebé nos irrita y nos
hace totalmente incooperativos. Tenemos cerebro y
sabemos cómo utilizarlo. Una de las cosas que nos
sorprende de los humanos es que estén tan seguros de
que no somos más que «animales mudos», tan seguros
de que no hay otra vida y modo de sentir que la
humana, tan seguros de que no puede haber vida en
otro mundo, ya que los humanos creen firmemente que
son lo más alto de la evolución. Déjenme decir algo. No
hablamos inglés, ni francés ni chino, por lo menos no
el sonido, pero entendemos estas lenguas.
Conversamos a través del pensamiento. También así lo
hacían los humanos antes..., sí, antes de que
traicionaran al mundo de los animales y perdieran así
el poder de conversar por pensamiento. Nosotros no
usamos la «razón» (como tal) no tenemos lóbulos
frontales. Sabemos por intuición. Las respuestas nos
llegan sin que nosotros tengamos que desenmarañar
los problemas. Los humanos utilizan un «número». Nos-
otros los gatos cuando sabemos el número del gato a
quien deseamos hablar, podemos enviar nuestros men-
sajes a cientos de millas de distancia por telepatía.
Pocas veces los humanos pueden entender nuestros
mensajes telepáticos. Ma, algunas veces, el jefe,
siempre. Bueno, como miss Ku me ha recordado, esto
está muy lejos de hablar de nuestro primer coche de
Canadá. Pero yo sigo diciendo todavía, con todo el
respeto a miss Ku, que es bueno dar la opinión de una
gata sobre la mejor manera de coger y de tratar a un
gato.

A la mañana siguiente el cartero trajo cartas, mon-


tones de cartas. El jefe miró los sobres y yo oí el papel
al ser rasgado. Se oyó crujir al sacar el jefe una carta

131
d e l s o b re , l u e g o u n s i l e n c i o p o r u n m o m e n to m i e n t r a s
la leía. «¡Oh! —dijo—, estos canadienses son salvajes
Aquí hay una carta del Ministerio de Sanidad diciéndome
q u e s i no m e p re s e n to a p a r t i r d e a ho r a p u e d e n depor-
tarme.» Ma cogió la carta y la leyó ella misma. «La
primera vez que te han escrito, me pregunto por qué
e s c r i b e n d e e s t a m a n e r a » , d i j o e l l a . « N o l o s é — re p l i c ó
e l j e f e — . To d o l o q u e s é e s q u e m e a r re p i e n to a m a r g a «
mente de haber venido a este espantoso país.» Siguió
leyendo las cartas. «Aquí hay una de Aduanas, diciendo
que nuestras cosas, las enviadas por mar, han llegado y
a l g u i e n ti e ne q u e i r a a r re g l a r l o . E s to e s e n O u l l e t te .»
«Yo iré», dijo Ma saliendo para prepararse.
Ma volvió justo a tiempo para la comida. «No sé
p o r q u é e s t o s o fi c i a l e s c a n a d i e n s e s s o n ta n d e s a g ra d a -
b l e s — d i j o a l e nt ra r— . I nt e n t a r o n p o n e r d i f i c u l ta d e s a
causa de las máquinas de escribir. Dicen que si querías
u n a m á q u i na d e e s c ri b i r t e n í a s q u e h a b e r l a c o m p r a d o
en Canadá. Les dije que la compramos antes de ni si-
quiera pensar en venir a este país. Ya está todo arre-
glado ahora, pero fue muy desagradable.» Se sentó y co-
m i m o s . « ¿ Q u i é n q u i e re i r e n c o c he ? » , p re g u n tó e l j e fe .
«Yo», gritó miss Ku corriendo hacia la puerta. «Yo me
quedaré en casa y haré compañía a Fifí», dijo Ma. El
jefe, miss Ku y Buttercup salieron fuera y oí cómo se
abría la puerta del garaje y el coche al arrancar. «Ahí
van, Feef —dijo Ma, haciendo correr su mano arriba y
abajo de mi espinazo—. Van a visitar Windsor,»
Hicimos cosas por la casa, ayudé a Ma a hacer las camas,
yo corría arriba y abajo de las sábanas y quedaban mu y
bien planchadas. Tuvimos que atender a vendedores que
l l ama ro n a la pue rta , e l pa nad e ro y el l eche ro y a lgu ie n
que vino a preguntar el nombre del propietario. Los
c o c he s c o r rí a n f u e ra , n u n c a h e p o d i d o c o m p r e n d e r p o r
qué la gente va y viene tanto.

132
Al cabo de una hora aproximadamente, el jefe volvió.
Buttercup llevaba en brazos a miss Ku para que sus pies
no se enfriaran en la nieve. El jefe cerró el garaje y
entró a tomar el té. «No es bonito como Dublín, Feef
—dijo miss Ku—. Windsor es una ciudad muy pequeña
y todos los hombres parecen fumar puros fuertes y dicen
weal 1 guess.' Bajamos por una calle y yo creí que había
grandes rascacielos. Cuando llegamos al final vi el río
y los grandes edificios estaban en Detroit.» «Un hombre
ha traído nuestras maletas de la Aduana», dijo Ma. Poco
a poco entramos las maletas. Maletas de ropa, cajas de
libros, un magnetófono y la gran máquina de escribir
eléctrica. Durante todo el resto de la tarde estuvimos
ocupados desempaquetando. Miss Ku y yo, por nuestra
parte, lo examinamos todo y escarbamos ropas y pa-
peles. El jefe abrió la gran caja que contenía la má-
quina de escribir. «Ganamos mucho tiempo —dijo él—
adaptando allí el motor al voltaje canadiense. Ahora
podemos empezar otro libro sin perder tiempo.» Se
agachó, cogió la máquina del suelo y la colocó sobre la
mesa. Después de insertar una hoja de papel y enchufar
el cable, se sentó a escribir. La máquina saltaba y se
movía. El jefe se iba enfadando más y más. Se levantó,
fue a la caja de la electricidad y leyó «115 voltios, 60
ciclos. Volvió a la máquina, le dio la vuelta y leyó,
«115 voltios, 50 ciclos». «Rab —llamó—, han puesto
un motor que no correspondía a esta máquina. No se
puede utilizar.» «Llamaremos a la casa donde la fabri-
can —dijo Ma—, tienen una delegación en Windsor.
Semanas más tarde vimos que a los de la fábrica no les
interesaba, ni nos la querían cambiar, ni venderla. Final-
mente el jefe cambió la máquina por una portátil corrien-
te de una marca distinta y de otra empresa. Buttercup

1. Modo americanizado de decir «supongo».

133
utiliza esa máquina. El jefe utiliza la misma vieja Olympia
portátil en la que escribió, El tercer ojo, El médico de Lhasa,
e Historia de Rampa y ahora me escribe ni

libro.

Un día Ma y Buttercup fueron a Windsor a comprar


musgo para miss Ku y para mí. Tan pronto como volvieron,
miss Ku dijo sombríamente: «Huelo algo raro, Feef, recuerda
lo que te digo. Buttercup está fuera de sí. Huelo algo raro».
Asintió con la cabeza sabiamente y se alejó murmurando bajo
su aliento. «Sheelagh ha visto un mono», dijo Ma. El jefe
suspiró. «¿Supongo que habrá visto monos antes?», dijo él.
«Eh, Feef —me susurró miss Ku corriendo hacia mí—. Ésta es
la razón por la que huele de ese modo tan extraño, ha estado
cerca de un mono. ¡Por todos los gatos! Una nunca sabe lo
que hará esta joven.» «¿Cómo? ¿Te gustaría tener un mono en
casa?», Ma preguntó al jefe. « ¡Qué dices! —repli. có---. ¿No
vivimos ya con vosotras dos?» «No, en serio —dijo Ma—.
Sheelagh quiere un mono.» «Buttercup, oh, Buttercup, ¿qué
has hecho ahora?», preguntó miss Ku. «Feef —susurró--, al
viejo le ha caído esto como una patada. Un mono. ¿Qué
querrá luego?»
El jefe estaba sentado en una silla, yo me acerqué a él y
froté mi cabeza contra su pierna para demostrarle que
simpatizaba con él. Me desordenó el pelo y se volvió a
Buttercup. «¿A qué viene esto?», le preguntó. «Bueno —dijo
ella—, entramos para comprar el musgo y ahí había ese mono
sentado tristemente en una jaula. ¡Es monísimo!, le pedí al
hombre que me lo dejara ver y parece que tiene parálisis de
estar encerrado demasiado tiempo. Pero pronto se recuperará
si lo tenemos aquí», añadió con rapidez. «Bueno, no puedo
pararte —dijo el jefe—, si quieres un mono ve por él. Hacen
mucha porquería, sín embargo.» «Oh, ven a verlo», dijo But-
tercup excitada. «Es una monada», suspiró tan profun-

134
l a m e n te q u e s e nt í c ru j i r s u s b o to ne s , e l j e f e s e l e v a n tó .
«Venga, vamos, pues —dijo—, o si no cogeremos el trá-
fi co de la ho ra pu n ta .» B u ttercup co rrí a a l red edo r, de ex -
c i t a c i ó n, f u e e s c a l e r a s a r r i b a y v o l v i ó a b a j a r c o r r i e n d o .
Mi ss Ku se re ía pa ra sus ade n tros mie n tras sa l ía n . « Te n-
drías que ver la cara del jefe», dijo ella.
Esto es algo que me gustaría ver, el rostro del jefe.
Sé qu e es ca lvo , ba rbudo y gra nde , mi ss Ku me des c ribe
a la gente y lo hace bien, pero no hay nada que pueda
compararse con ver. Nosotras, las personas ciegas, ad-
quirimos un «sentido» por eso, hacemos como una es-
pecie de imagen mental del aspecto físico de una persona.
Podemos tocar el rostro de una persona, olerla, y decir
mucho por el tacto de las manos de ésta y por la voz.
Pero el color de una persona está más allá de nosotros.
D i v a g a m o s p o r a hí , c o n n u e s t ra s m e n te s m e d i o e n l a
casa y el té que se preparaba y la otra media en el jefe y
Buttercup preguntándonos lo que traerían al volver. «Yo
he vivido días y días en una jaula de monos, miss Ku »,
dije yo para conversar. «¿Qué? Bueno, deberían
haberte dejado allí, supongo», dijo miss Ku. «Monos,
¿quién quiere monos?», siguió en tono agraviado. Nos
sentamos y esperamos. Ma tenía el té preparado y se
sentó ju nto a noso tras y p robab leme nte pensó e n mo nos
también. «Voy a subir a mirar por la ventana del
b a ño — d i j o m i s s Ku — , y a o s e nv i a r é u n c a b l e e n c u a n to
vea algo», añadió mientras se volvía y corría ágilmente
por las escaleras. Un chico vino a la puerta trayendo el
periódico de la tarde. Ma fue y lo recogió del buzón y
e n tró pa ra ec ha r u na o je ada a los ti tul a res. N i un so nido
de miss Ku, instalada sobre la ventana del baño. Es-
peramos.
Capítulo VIII

Se abrió la puerta. El jefe y Buttercup entraron. Por el


modo de andar, sabía que llevaban algo pesado o volu-
minoso. Miss Ku corrió a mi lado. «¡Uf! ¡Qué peste!»,
e x c l a m ó . Y o a r r u g u é m i n a r i z . H ab í a u n o l o r a c re , u n
olor como de conejo mojado, malas cloacas o un viejo
Tom. «Bueno, gatas —dijo el jefe—, venid a decirle
hola al mono.» Puso algo sobre el suelo y ante lo raro
de mis impresiones, sentí algo recorrer mi espinazo y
mi cola empezó a ponerse como una escoba.
« ¡ C u i d a d o , F e e f ! — m e a d v i r t i ó m i s s K u — . Te n e m o s
un singular compañero aquí. Está dentro de una gran
jaula de loro. ¡Oh! ¡Jo! —exclamó ella desmayadamen.
te—. Ha echado un escupinazo.»
¿Crees que podemos sacarle esta cadena? —preguntó
Buttercup—. Estoy segura de que no pasaría nada sin
ella.» «Sí —dijo el jefe—, deja que le saquemos de la
jaula primero.» Se acercó a la jaula y oí el ruido como
de una pequeña puerta al ser abierta. De repente, de
una manera aplomante empezó la tormenta. Un ruido
qu e e r a e nt re e l son id o d e la s s i re na s de l o s b a rco s qu e
había oído en el puerto de Nueva York y el toque de
niebla en el faro de Bailey en Dublín. Miss Ku se echó
hacia atrás consternada. «¡Jolines! —exclamó—. Ojalá
pudiera hacer un ruido tal y que no me pasara nada.
Retírate, Feef, otro escupinazo.» Yo me retiré varios pies
a t r á s , s i n v o l v e rm e d e e s p a l d a s a l a c ri a t u r a , e n t o n c e s
m e i nc li né a m is s Ku y p reg un t é : « ¿L a está n ma t ando ? ».
«¿Matando? Por Dios, no. La criatura está neurótica,
empezó todo este jaleo incluso a n te s d e qu e l a to c a ran.
El jefe le está sacando una gran y ruidosa cadena
para que esa cosa esté más cómoda.»

136
«Pon algunos periódicos en el suelo —dijo el jefe—, a
ver si utilizamos la prensa para algo.» Oí el crujir de
papeles y entonces la criatura empezó a chillar, silbar y
aullar otra vez. «Miss Ku —pregunté yo—, ¿cómo le
llamaremos a esa cosa?» «Yo voy a llamarle Mono-chi-
llón», replicó miss Ku. «¡Por todos! ¡Oh, oh! —aña-
dió—. Buttercup se ha salido realmente de sus casillas
ahora.» «Mira, Sheelagh —dijo el jefe—, si colgamos
l a j a u l a a q u í e n t re l a s d o s h a b i ta c i o ne s , p o d r á v e r m á s ,
¿qué crees?» «Bueno, sí —replicó ella—, pero lo quiero
fuera de la jaula.» «Me parece a mí que necesita cuida-
dos —dijo el jefe—, buscaremos a un vet para que le
mire.» «Feef —susurró miss Ku—, larguémonos. Va a
venir un vet, tal vez pesque nuestros oídos.» Por si acaso
nos retiramos al refugio debajo de la cama del jefe. Ma
volvió del teléfono. «El vet vendrá mañana —dijo—,
no quería venir, pero, como le dije, era difícil llevarle
un mono. Vendrá hacia las once de la mañana.» «O.K.,
Feef —dijo miss Ku—. Salvadas por el gong, puedes
salir.» «Miss Ku —dije yo—, ¿qué aspecto tiene este
mono?» «¿Qué aspecto? ¡Oh!, como algo extraterrestre.
Una criatura feísima. La última vez que vi algo tan
horrible fue cuando Buttercup tuvo un bebé. Esto fue
en Inglaterra, sabes. La cosa era un macho y tenía una
c a ra c o mo e s te m o n o o e l m o n o t i e n e u n a c a r a c o m o e s e
pequeño Tom. Arrugado, acartonado, desolado. Hacen
ex traño s son idos s i n se n tido y s ie mp re es tán bab ea ndo.»
Miss Ku hizo una pausa reflexiva: «Ah, esos eran extra-
ño s d í a s —d i j o — , B u t te rc u p t e ní a u n ma ri d o y e n t o nc e s
un día dijo: "Eh, voy a tener un bebé", y dicho y hecho
lo tuvo en aquel momento. Ahora tiene un mono. ¡Puf!»
« ¡ O d i o , odio! _ _ _ dijo M o n o c h i l l ó n — . O d i o , odio,
odio todo. Vida en tienda mala. No quería ir. Eddie me
vendió rápidamente. ¡Odio!»
«Miss Ku —dije yo consternada—, ¿tú crees que

137
deberíamos hablar con Monochillón? No podemos p e r -
mitir todo este odio aquí, ésta es una buena casa.» «il iuf1
El tipo está nueces»,' replicó miss Ku, que a veces
hablaba de modo canadiense o americano. «¿Nueces?
¿Nueces? —dijo Monochillón—. ¡Cacahuetes! Yo buen
americano, no me gustan las otras. Gatas tontas, dejadme
en paz.»
El jefe vino y me tomó en sus brazos. «Feef —dijo
é s t e — , y o t e l l e v a r é j u n to a l a j a u l a y d i l e a l m o n o q u e
n o s e a e s t ú p i d o . N o p u e d e s a l i r n i t o c a r te , F e e f . » «Od i o
todo, odio todo —gritó Monochillón—. Marchaos de aquí,
m a rc haos d e aqu í . » Y o s en t í u n i n te nso d o lo r a l v e r que
una criatu ra fu ese tan tonta, estuviera tan equivocada y
fuera tan ciega espiritualmente. «Monochillón —dije yo—.
escúchame, queremos hacerte feliz, queremos que salgas de
esta jaula y vengas a jugar con nosotras, te cuidaremos.»
«Estúpida vieja gata —gritó Monochillón, salid de aquí.»
El jefe me acarició la barbilla y el pecho. «Es igual, Feef
—dijo él—. Quizá le volverá un poco el sentido común,
si le dejamos ir un poco.» «O.K., jefe —repliqué yo—.
Miss Ku y yo le cuidaremos y te diremos si podemos
co mu n ic a rno s co n é l . C reo que ha e s tad o e n u na ti enda
demasiado tiempo. Está neurótico. En fin, el tiempo
dirá.» «Eh, jefe —llamó miss Ku—, le diré unas pala-
bras a Buttercup. Si lo pone en el suelo, fuera de la
jaula, tal vez se encontrará mejor.»
La jaula estaba suspendida de la arcada entre las dos
habitaciones. El jefe intentó sacar a Monochillón mientras
Buttercup aguantaba la jaula para que no se moviese. El
aire se desgarró, nos hizo pedazos por los gritos de
M o no c hi l l ó n q u e s e a ga rr a b a a l a j a u l a y gri ta b a , g r i t a b a y
gritaba. «¡Jo! —dijo miss Ku—, desde luego es un
1. Del inglés nuts (nueces), que en el lenguaje corriente también
significa «chalado».

138
mono neurótico.» «Odio, odio», chillaba Monochillón.
Finalmente se quedó fuera y sentado sobre el suelo. Oí
un ruido como de gotear y empecé a moverme hacia
adelante para investigar. «¡Cuidado! —dijo miss Ku—.
Si adelantas tendrás que saltar el mar Amarillo y si no
vigilas —rugió—, te cogerán las olas que se acercan.»
«¡Rab!» «¿Sí?», replicó Ma. «¿Por qué no abrigas a
las gatas y las llevamos a ver el agua? La pobre miss Ku
se está muriendo de ganas.» Miss Ku y yo tenemos
chaquetas especiales para el frío, están tejidas en lana
gruesa y tienen agujeros para meter los brazos y nos
abrigan mucho. Ahora, con éstas puestas y cada una
envuelta en una manta todavía más caliente estábamos
preparadas para salir fuera; el jefe llevaba a miss Ku, ya
que él y miss Ku eran más aventureros. Ma me llevaba
a mí. Abrimos la puerta al otro lado del porche para
tomar el sol y bajamos a la hierba cubierta de nieve.
Por el tiempo que andamos, estimé que el jardín era
del tamaño del largo de tres casas. Al final había un
ancho muro de piedra detrás del cual había el lago he-
lado. «Tened cuidado —nos dijo el jefe a Ma y a mí—,
es muy resbaladizo por aquí.» «¡Ohhh! —chilló miss
Ku—. El lago es grandioso.» «¡Oh, Feef! —exclamó
e l la vo lv ié ndose ha ci a m í— . E s ta n g ra nde co mo un ma r,
tan grande como el mar de Howth. Y está helado. Vea-
mos, ¿qué puedo explicarte? ¡Ah, sí! Ante mí está el
lago. A mi izquierda hay una isla y en la cima de ésta
hay una torre donde hay hombres vigilando que nadie
r o b e e l h i e l o . D e b e ría n c o mp ra r re f ri g e ra d o res , sa b e s, y
hacer negocio. Justo delante a lo lejos puedo ver Estados
Unidos y a la derecha el lago se hace más y más grande.»
«¿Qué tal te va, Feef? —preguntó el jefe—. ¿No tienes
frío?» Le dije que estaba muy bien y encantada del
cambio.
«Ku —dijo el jefe—, ¿eres una gran y valiente gata?»

139
«¿Yo? Claro que lo soy», replicó miss Ku. «Bueno,
agárrate bien —dijo el jefe—, tú y yo iremos sobre el
h i e l o y e n t o n c e s p o d r á s c o n t á rs e l o a F e e f . » M i s s K u d i o
chillidos de contento. Oí el ruido de pasos que subían
sobre madera helada y miss Ku gritó desde lejos: «Eh,
Feef, estoy sobre el hielo. Tiene mucho grueso de es-
pesor. Podría andar hasta los Estados Unidos, Feef».
Estábamos contentas de regresar a casa, sin embargo,
donde se estaba caliente y donde Buttercup estaba cui-
dando a Monochillón, lo que demostraba una gran fe.
Cuando entramos se levantó rápidamente y puso al mono
sobre el suelo: «Oh, qué asco, encima de mi vestido
limpio». Miss Ku se volvió a mí: «¡Ugh —murmuró—,
recuérdame no tener nunca... un mono, Feef!».
La tormenta rugió toda la noche. «La peor desde
hacía años», dijeron los sabios que traían el pan y la
leche. «Habrá más», dijeron. Nosotros también lo sa-
bíamos, ya que escuchábamos el tiempo por la radio. Las
cañerías en los sótanos estaban heladas, sólidas. «Una
pena que las cañerías de Monochillón no se hielen», dijo
miss Ku sombríamente. El vet de monos había venido y
para nuestra gran alegría se había vuelto a ir. «No hay
cura —había dicho—. Pruebe a darle masajes en las
p i e r na s , ta l v e z a yu d e p e ro l o d u d o , l e h a n d e j a d o d e m a -
siado tiempo.» Con un rápido movimiento negativo de
cabeza se fue. Nosotras salimos de debajo de la cama
del jefe. Se oían golpes en el tejado de la casa de al
lado. En algú n lado, una lata iba rodando sobre la carre-
tera cubierta de nieve, impulsada por el viento. Mono-
chillón estaba sentado en medio del suelo. Nosotras es-
tábamos sentadas sobre un sofá. «¡Ugggh!», decía el
v i e n t o , d a n d o u n p r o f u n d o s o p l i d o . « ¡ P o n , R ap N , d i j o
nuestra doble ventana al entrar en la habitación trayendo
l a t o r m e n t a c o n s i g o . Buttercup entró en la habitación,
recogió a Monochillón y voló a una habitación distante

140
con él. Miss Ku y yo corrimos debajo de la cama del
jefe a esperar acontecimientos. El jefe cogió herramien-
tas, clavos y materiales y salió fuera a la tormenta an-
sioso por hacer algo antes de que volara algo o se derrum-
baran las paredes. Bu ttercup bajó las escaleras haciendo
ru ido co n sus ta cones , v es tida con u na gaba rd i na y cua l-
quier cosa que la protegiera del viento y la nieve. «¡Rep-
tiles, gusanos! —murmuró miss Ku—. Nosotras, pobres
gatas, volaremos a través del cielo hasta América si no
se dan prisa.» La casa temblaba ante la furia del tem-
po ra l . El je fe y B u tte rcup luc hab an co n sába na s d e p lás-
tico y pedazos de madera. Luchaban y casi volaron
cuando el viento se metió debajo de las sábanas de plás-
tico. Ma agarraba con toda su fuerza las cortinas para
que la nieve no llenara toda la habitación. Arriba Mono-
c hi l l ó n g ri ta b a c o m o l o c o . A l re d e d o r d e l a c a s a e l v i e nt o
h ac ía lo m is mo . F in al me n te e l j e fe y Bu t tercup e n t ra ro n ,
después de haber remendado un poco la ventana rota.
«Llama al propietario —dijo el jefe—, dile que lo hemos
r e p a rad o te m po ra l m e n t e p e ro q u e si n o l o a r reg l a n b i e n
caerá todo el tejado.» «El jefe tiene muy mal aspecto
—dijo miss Ku—, es su corazón, ¿sabes?»
El invierno parecía interminable. Miss Ku y yo pen-
sábamos que Canadá estaba en algún lugar cerca del Polo
N o r te . D í a t ra s d í a e ra l o m i s mo , t i e m p o a b u rr i d o , n i e v e y
temperaturas heladas. Miss Ku iba mucho en coche,
yendo a comprar y diciéndole al jefe dónde ir. Gritaba a
l o s c o n d u c t o r e s q u e i b a n d e t r á s q u e n o f u e r a n p i s á n dole
la cola y reprendiéndoles por sus malas costumbres. U n
día el jefe y Buttercup le pidieron que fuera a Detroit
co n ellos . Se fueron de jánd onos a Ma y a mí haciendo
las tareas de la casa. Monochillón estaba en su j a u l a .
C u a n d o v o l v i e r o n , m i s s K u e n t r ó c o n u n g r a n a i re d e
s u p e ri o ri d a d y s u c o l a ha c i a a r ri b a . « P u e d e s s e n t a r t e
junto a mí, Feef —dijo ella condescendientemen-

141
te—, y te contaré cosas de Detroit. Debes ensanchar tus
h o ri zo n tes , d e t o dos modos .» « S í , m iss Ku» , r ep li qu é yo ,
contenta de que se tomara tanto interés por mí. Me moví
hacia donde estaba ella golpeando impaciente el suelo con
su cola y me senté. Ella se instaló cómodamente y se iba
peinando los bigotes perezosamente mientras hablaba.
«Bueno, todo fue como sigue —empezó—: dejamos
este agujero y fuimos hacia donde el viejo Hiram hace
su whisky. Esto está cerca del lugar donde el jefe fue a
hacerse mirar los pulmones. Giramos a la izquierda,
pa samo s po r enc ima d e l as ví as d el t ren y nos d i ri gimos a
Wyandotte. Seguimos la marcha hasta que yo creí que
h a b í a m o s i d o l o s u f i c i e n t e l e j o s c o m o p a r a h a b e r vuelto
a I rlanda, entonces el jefe giró a la derecha y otra ve z a la
i z qu i e rda . Un t i p o qu e iba d e u n i fo rm e nos h i zo u n a s e ñ a l
con la mano y logramos meternos debajo del suelo. No
tuve nada de miedo, no creas, pero rodamos por un
t ú n e l t e n u e me n t e i l u m i n a d o . E l j e f e m e d i j o q u e í b a m o s
p o r d e b a j o d e l r í o d e D e t r o i t . Y o p o d í a c r e e r l o b i e n , e s to
e s l o q u e s e n t í a , é s t a e r a l a r a z ó n p o r l a q u e se n tía
e sca lo fríos arri ba y ab ajo d el esp ina zo . Se gui mos
conduciendo y salimos arriba y giramos donde había una
s e ñ a l q u e d e c í a « R e s b a l a d i z o c u a n d o e s t á m o j a d o » y e n-
tonces pagamos algo de dinero. Unos cuatro pies más
allá, un hombre metió su fea cabeza por la ventanilla y
dijo: «¿Dónde vais, buena gente?». El jefe se lo dijo y
B u t te rc u p c o mo d e c o s tu m b re d i o l a no t a y e l ho m b re
dijo: «O.K.», y seguimos nuestro camino.
«Debió de ser maravilloso, miss Ku —dije yo—.
Me gustaría muchísimo poder ver tantas maravillas.»
«Uf —dijo miss Ku—, todavía no has visto nada. Te
enterarás de todo. Nos dirigimos a una gran calle con
edificios tan altos que esperaba ver ángeles sentados
encima, encima del edificio, claro, los ángeles tendrían
que estar sentados sobre sus traseros. Los coches corrían

142
como si hicieran carreras, como si los conductores se
hubieran vuelto locos, pero, claro está, eran americanos.
S e g u i m o s c o nd u c i e n d o u n po c o y e nto nc e s v i e n e l a g u a
dos barcos amarrados con sus abrigos de invierno para
qu e no le s en tra ra la n ie ve . El j e fe di jo que l es sa ca ría n
las cubiertas de lona y llevarían a muchos americanos a
cualquier lado y los volverían. «Para eso pagarán mucho
d i n e ro . » Y o a s e nt í , s a b i e nd o a l g o d e e s ta s c o s a s , ya q u e
había estado en un barco en Marsella, lejos, en l as
orillas del cálido Mediterráneo. Sonreí pensando que
ahora estaba sentada vigilando a un mono loco en el
helado Canadá. «No interrumpas, Feef», dijo miss Ku.
«Pero si no he dicho una sola palabra, miss Ku», repliqué
yo. «No, pero estabas pensando en otras cosas. Quiero
t u a b s o l u t a a te n c i ó n s i q u i e r e s q u e c o n ti n ú e . » « S í , m i s s
Ku , so y toda a ten ció n » , rep li qué yo . Susp iró y co nti nuó :
«Entramos en unas soberbias tiendas. Buttercup tenía
l a m a n í a d e l o s z a p a to s . Mi e nt ra s mi ra b a l o s za p a to s y o
me eché de espaldas para poder observar un edificio
más que grande. El jefe me dijo que ese edificio en
particular se llamaba "Poster escocés", o algo así, pero
no me enteré de por qué iban a colgarlo. Bueno, final-
mente Buttercup decidió que ya había visto bastantes
zapatos, así que pudieron atender a la pobre Ku otra
vez. íbamos por una carretera horrible, tan destarta-
lada que creí que se me caerían los dientes y el jefe
dijo que estábamos en Porter. Primero pensé que era
el oporto que se bebe (no yo, claro) y luego pensé que
sería un hombre que cargaba cosas. Finalmente vi que
era la calle Porter. Giramos y nos dimos contra una tal
p ro tu b e ra nc i a e n l a c a r re te r a q u e c re í q u e s a l ta rí a n l as
ruedas. El jefe le dio dinero a otro tipo de uniforme y
pasamos una hilera de pequeñas casitas desde donde con-
trolaban el tráfico. Al levantar la mirada vi una estruc-
tura como un Meccano gigante y que llevaba una eti-

143
queta "Puente Embajador". Seguimos adelante y ¡oh!,
la vista. Al ir a Detroit habíamos ido por debajo del
río con los traseros de los barcos encima de nosotros.
Ahora al volver a Canadá íbamos tan altos que un ame-
ricano diría que estábamos intoxicados. Paramos en el
puente para mirar la vista. Detroit se extendía ante
nosotros como uno de los modelos qu e había visto hacer
al jefe. Trenes ferries llevaban vagones a través del agua.
Un fu e rabo rda s e ac e rcó co rri e ndo y los gra nde s ba rco s
del lago parecían juguetes en una bañera. Sopló el viento y
el puente tembló un poco. Yo también. "Vámonos de
aquí, jefe", dije yo y él dijo que bueno y seguimos
hasta el final del puente. "¿Qué llevan, buena gente?",
preguntó un hombre echándome una mirada terrible.
"Nada", dijo el jefe. Así es que seguimos conduciendo
hasta Windsor y aquí estamos.»
«¡Caramba! —suspiré yo—. ¡Qué aventura!» Pero
no era nada comparado con la aventura que tendría pocos
días después.
El jefe tiene muchas manías con los coches. Las cosas
tienen que estar bien y si el jefe piensa que un coche
no es como debe ría se r, hace que lo a rre gl e n i nm edi a ta .
m en t e . Tre s o cu a t ro d ías d espu és d e qu e m is s Ku fu e ra
de viaje a Detroit, el jefe vino y dijo: «No estoy satis-
fecho con la dirección del coche. Parece que va algo
dura». Ma dijo: «Llévalo a este garaje que hay en la
carretera, será más rápido que ir hasta Windsor». El
jefe se fue. Poco después creí oír el sonido de una
s i r e na d e P o l i c í a , p e ro d e s e c hé l a i d e a . Me d i a ho ra má s
tarde paró un coche delante de casa, se oyó el golpe de
una puerta y el jefe entró en la casa mientras el coche
se iba. «¿Ya está?», preguntó Ma. «No —dijo el jefe—.
Volví en taxi. Nuestro coche no estará hasta la tarde,
necesita nuevos puntos de dirección pero irá bien cuando
los cambien.» «¿Qué ha pasado?», preguntó Ma que

144
conoce bien la expresión del jefe. «Yo iba a veinticinco
millas por hora por la carretera —replicó el jefe— cuan-
do una sirena de Policía empezó a sonar detrás de mí. Un
c o c he d e l a P o l i c í a p a s ó rá p i d a m e n te p o r m i l a d o y p a ró
justo delante de mí. Yo paré, claro, y un policía salió de su
coche y se acercó bamboleándose hacia mí. Yo me pre-
guntaba qué habría hecho mal, yo iba a veinticinco mi-
llas o sea más bajo del límite. "¿Es usted Lobsang
Rampa?", preguntó el policía. "Sí", repliqué. "He leído
uno de sus libros", dijo el hombre. En fin, no quería
más que hablar y me dijo que los de la Prensa estaban
intentando encontrarnos.» «Es una lástima que no ten-
gan nada mejor que hacer —dijo Ma—. No queremos
nada con la Prensa, ya han dicho demasiadas mentiras
sobre nosotros.»
«¿Qué hora es?», preguntó el jefe. «Las tres y me-
dia», replicó Ma. «Creo que iré a ver si el coche está
arreglado. Si está, volveré a recogerte a ti y a miss Ku
y saldremos a probarlo.» Ma dijo: «¿Los llamo por
teléfono? Si está pueden traerlo, tú puedes llevar el
mecánico al garaje y entonces venir a buscarnos». «Voy
a llamar ahora», dijo Ma corriendo al pie de la escalera
donde teníamos el teléfono. Miss Ku dijo: «¡Oh!, estu-
pendo, voy a salir, Feef, ¿quieres algo?». «No, gracias,
miss Ku —repliqué yo—, espero que tengas un buen
viaje». Ma volvió corriendo: «El mecánico ya viene para
a q u í » . E l j e f e n o l l e v a b a u n a b r i g o g r u e s o , c o m o e l r e s to
de la gente, llevaba sólo algo ligero, lo justo para que
no le entrara la nieve. A menudo me hacía sonreír ver
a l j e f e s a l i r c o n s ó l o p a n ta l o n e s y c h a q u e t a c u a n d o t o d o
el mundo iba vendado con todo lo que podía ir me-
tiéndose.
«El coche está en la puerta», gritó Buttercup desde
arriba donde estaba entreteniendo a Monochillón. «Gra-
cias», dijo el jefe saliendo hacia donde estaba
esperando
145
e l mec ánico se ntado e n e l M o n ar c a v e rde. « V enga , m iss
Ku —dijo Ma—, tenemos que arreglarnos, no tardará
más que unos pocos minutos.» Miss Ku la siguió dando
pequeños saltitos para que Ma la ayudara a ponerse su
abrigo, el de lana azul con el ribete rojo y blanco. El
coche tenía calefacción, pero el camino hasta el coche
no. «Pensaré en ti, aguafiestas —me dijo miss Ku—,
m ie nt ra s ru edo po r l a au top is ta , tú e s ta rá s es cu c ha ndo
los chillidos de Monochillón.» «Ya ha llegado», dijo
Ma. «Adiós, miss Ku —grité—, cuídate.» Las puertas
se cerraron, el coche arrancó y yo me senté a esperar. Era
terrible estar sola; yo dependía completamente del jefe y
de miss Ku, eran mis ojos y a menudo mis oídos. Al
hac e rse u na vi e ja , p a rti cul arm ente de spués de una vid a
d u ra , e l o í d o s e v u e l v e me no s a g u d o . M i s s Ku e ra j o v e n y
h a b í a e s t a d o s i e m p re b i e n a l i m e n t a d a . E r a v i t a l , s a l u -
dable, alerta y tenía un intelecto brillante. Yo, bueno,
yo no era más que una vieja gata que había tenido de-
masiados gatitos, demasiadas durezas.
«Tardan mucho, Feef», dijo Buttercup bajando las
escaleras después de haber calmado a Monochillón. «Des-
de luego», repliqué yo antes de recordar que no com-
p re nd ía e l le ngu a je ga tu no . Fu e has ta l a ve n ta na y mi ró
hacia fuera y entonces empezó a preparar comida. Por 'o
que recuerdo era algo que tenía que ver con fruta y
verdura, ya que Buttercup adoraba la fruta. Personal-
mente no puedo soportar la fruta aparte de hierba vulgar.
A miss Ku le gustaba una uva de vez en cuando, las
blancas, le gustaban peladas y entonces se sentaba y las
c hupab a . Cu rios ame nte ta mb ié n le gus taba n (a m iss Ku )
l a s c a s ta ñ a s a s a d a s . Y o u na v e z c o no c í u n g a to e n F ra n -
cia que comía ciruelas y dátiles.
Buttercup encendió las luces. «Se está haciendo tarde,
Feef, me pregunto qué hacen», dijo. Fuera, el tráfico
rugía en la carretera al volver la gente de Windsor a casa

146
después de un día en la tienda o fábrica u oficina.
O tr o s c o c h e s c o r rí a n e n d i r e c c i ó n o p u e s ta c o n g e n te d e
v i d a p l a c e n te ra q u e i b a n ( l u e go e s t a r í a n a r ru i n a d o s ) en
busca de placeres al otro lado del río. Coches, coches,
coches por todos lados, pero no el que quería ver yo.
Mucho después de que el último pájaro en volar a
c a s a hu b i e ra e x p u l s a d o l a n i e v e d e s u ra m a p a ra p a s a r
la noche y hubiera escondido su cabeza debajo del ala
para dormir, se oyó finalmente el golpe de una puerta
d e c o c h e . E n tra ro n e l j e f e , M a y mi s s Ku . « ¿ Q u é p a s ó ? » ,
preguntó Buttercup. «¿Qué pasó?», repetí yo. Míss Ku
v i no hac ia m í y m e d i jo co n l a r esp i rac ió n e n t re co r tad a :
«Ven debajo de la cama, Feef, tengo que contártelo».
Juntas dimos la vuelta y nos dirigimos a la habitación
del jefe y debajo de la cama, donde teníamos nuestras
confidencias. Miss Ku se instaló bien y cruzó los brazos.
Se oían murmullos provenientes de la otra habitación.
«Bueno, Feef, fue así —dijo miss Ku—. Entramos
en el coche y yo le dije al jefe: "Vamos a exprimir esto,
v e r e m o s c ó m o v a " . F u i m o s a l a c a r re t e r a y a t r a v e s a m o s
Tecumseh, éste es el lugar del que ya te conté antes donde
casi todo el mundo habla francés y luego nos metimos
e n u n a d e e s ta s s u p e ra u to p i s t a s , d o n d e p o n e s e l p i e e n
el pedal del acelerador y te olvidas de todo.» Miss Ku
hizo una pausa por un momento para ver si su cuento
hacía el necesario efecto. Satisfecha de que la escuchaba,
continuó: «Seguimos caracoleando durante un tiempo y
e nto n c e s d i j e : " V e n g a , j e fe , a p ri e ta b i e n e l v i e j o a c e l e ra -
dor". Lo apretó un poco, pero yo vi que no íbamos a
más de sesenta, lo cu al es mu y legal. Apretamos un poco
más tal vez sesenta y cinco y entonces se oyó un cling
m e tá li co y u na l luv ia de ch isp as (como si fue ra l a no che
de Guy Fawkes) ' se disparó debajo de nosotros y por
1. Fecha en que se tiran petardos en conmemoración de un Intento de
volar el Parlamento en 1605.

147
todos lados. Yo miré al jefe y giré la mirada rápidamente.
El volante estaba suelto en sus manos.» Volvió a hacer
u na pau sa pa ra con tro la r el su spe nse y cua ndo obs e rvó
que me latía bastante el corazón, resumió.
«Allí estábamos, en la larga autopista yendo a se-
s en t a y c in co y a lgo má s . No t e n íamo s vo lan t e , los h ilos
de la dirección habían caído. Por suerte no había mucho
tráfico. El jefe de algún modo consiguió dominar el
c o c he y s e d e s l i z ó ha s ta p a ra r c o n u n a rue d a d e l a nt e r a
colgando en la cu neta. El aire apestaba a goma qu emada
ya que había tenido que frenar mucho para que no
cayéramos a la cuneta. El jefe salió, giró las ruedas delan-
teras manualmente y luego volvió y utilizó la marcha
a t rá s p a ra v o l v e r a l a c a r re te ra . Ma s a l i ó y s e fu e a u n
lugar donde había un teléfono y llamó al garaje para
qu e v i ni e ra n a bu sca rnos . Ent on ces no s se nta mos todo s
en el coche mientras esperábamos a que viniera la grúa.»
A m í m e m a r a v i l l a b a q u e m i s s K u n o d i e ra n i n g u n a
s eñ al de n e rv ios , e st ab a ca lm ada y reco g id a . Y o ape na s
podía esperar a que continuara. «Pero, miss Ku —le
d ij e— , a cababa n de a r re gl a r e l vo la n te , ésa e ra la r azó n
po r la que e l coc he es taba en e l ga raj e .» «Sí , s í —repl icó
miss Ku—, todas las cosas de la dirección que habían
cambiado cayeron porque se olvidaron de poner los tor-
nillos o algo parecido. Bueno, como iba diciendo, una
gran camioneta con una grúa detrás vino desde muy lejos
a re co ge rno s . E l h o m b re s a l i ó e hi zo u no s r u id o s c o m o ,
uf , uf , ¿y t o da v í a e s tá n v i v o s ? E n t re to d o s mo v i m o s e l
coche para que la camioneta pudiera estar delante. Yo
estaba sentada en el asiento delantero y gritaba por
encima del ruido diciéndole a todo el mundo lo que
tenía qu e hace r. O h, Fe ef, fu e re alm ente algo —
e x c l a mó—, todavía no te he contado ni la mitad.
B u e n o , l o s tre s no s m e timos en l a pa rte de la n te ra de l
Mo na rc a y l a g r úa le va n tó l as r u eda s de la n te r as . Yo
pe ns é e n e l aspe c to
148
poco digno que debíamos de presentar y entonces la grúa
empezó a moverse camino de casa con nosotros mecién-
donos y saltando detrás. Hicimos millas y yo diré siem-
pre que la rapidez de la grúa rompió nuestra transmisión
automática.» Dio un triste resoplido y dijo: «No eres
ningún ingeniero, Feef, si lo fueras sabrías que es muy
malo arrastrar un coche con transmisión au tomática. Un
arrastre demasiado rápido puede romperlo todo y esto
fue lo que ocurrió. Pero, bueno, no voy a darte una
conferencia técnica, de todos modos sería demasiado
para ti, Feef».
«Miss Ku —pregunté—, ¿qué pasó entonces?»
«¿Qué pasó entonces? ¡Ah, sí!, pasamos dando tumbos
sobre la vía del tren en Tecumseh y pronto estuvimos
en el garaje. El jefe estaba enfadado porque había pagado
para que le cambiaran las piezas, pero el hombre del
garaje no admitía culpa diciendo que era una "fuerza
mayor", lo que quiera que esto signifique. Nos condujo
a cas a e n su prop io coc he sin emb a rgo , yo l e d ij e que no
pod ía c a rg a r co n e l j e fe todo e l c am ino . Y a quí es ta mos . »
Y o o í a e l e nt re c h o c a r d e p l a to s y p e ns é q u e y a e r a ho ra
de ir pensando en nuestra comida; yo no había comido
n a d a m i e n t ra s e s p e ra b a p re o c u p a d a . P ri m e ro t e ní a u na
pregunta: «Miss Ku, ¿no estabas asustada?», pregun-
té. «¿Asustada? ¿Asustad a? Por todos los gatos, no.
Sabía que si alguien podía sacarnos del atolladero,
éste era el jefe y yo estaba allí para aconsejarle. Ma
e s t u v o m u y c a l ma d a , n o t u v i m o s p ro b l e m a s c o n e l l a . Y o
creí que tal vez le cogería pánico y podría arañar, pero
lo tomó todo como si nada. Ahora voy por comida.»
Nos levantamos de nuestros asientos de debajo de
l a c ama y no s d i ri gimos a la co ci na do nde l a c en a es taba
preparada. «El viejo aguanta hasta el final —d ijo miss
Ku—. ¿Me pregunto qué le ha dado ahora?» Subimos
corriendo arriba con nuestra cena para poder entrar

149
y e s c u c ha r s i n p e rd e r d e m a s ia d a c o m i d a n i d e m a s i a d o s
conocimientos. «Corre, Feef —me urgió miss Ku—,
p o d e m o s l a v a rn o s mi e n t ra s e s c u c ha m o s . » N o s d i r i g i m o s
a la salita y nos sentamos para lavarnos después de nues-
tra cena y coger todas las noticias. «Estoy cansado de
este coche —gruñó el jefe—, deberíamos cambiarlo por
otro mejor.» Ma hacía ruido, aclarándose la garganta y
todo eso, lo que indicaba duda. «Abajo con Ma —su-
surró miss Ku—, está contando el dinero.» «¿Por qué
no esperar? —preguntó Ma—. Todavía tenemos que re-
cibir esos derechos de autor, llegarán uno de estos días.»
«¿Esperar? —preguntó el jefe—. Si cambiamos el coche
a ho r a t o d a v í a t e n e m o s a l g o c o n q u é h a c e r e l c a m b i o . S i
e s p e ra mo s h a s ta q u e p o d a m o s , e l v i e j o Monarca e s ta r á
hec ho ped azo s y no va ld rá nad a . No , s i espe ramos ha s ta
que podamos, no lo haremos nunca.» «Monochillón se
ha comportado muy mal —dijo Buttercup cambiando el
tema—. No sé qué hacer con él.» Miss Ku se lo dijo y
f u e u n a s u e rte q u e B u t te rc u p n o e n te nd i e ra e l l e n gu a j e
gatuno. El jefe sí, y aplaudió dándole una traducción
educada y altamente censurada a Buttercup.
Esa noche al acostarme para dormir pensé en lo peli-
grosos que eran los coches. Pagar mucho para que los
pusieran a punto y luego las piezas caían y costaban más
dinero. Me parecía fantástico que la gente quisiera ir
haciendo carreras por el campo en una lata sobre ruedas.
Peligroso en extremo, diría yo, y preferiría quedarme
e n c asa y no sa l i r má s . Y a hab ía vi aj ado de mas iado , p en-
sé, y ¿adónde me había llevado? Entonces me desperté
de golpe. Me había llevado a Irlanda y si no hubiera
ido a ese país, no hubiera podido conocer al jefe, Ma,
Buttercup y miss Ku. Ahora completamente despierta,
me deslicé a la cocina para tomar una ligera colación
para pasar las horas de la noche. A l l í e n c o n t r é a m i s s K u
que no había podido dormir pensando en los peligrosos

150
momentos del día. Monochillón charlaba irritadamente y
como siempre ocurría con Monochillón oí como un
gotear de agua. Miss Ku me dio un codazo y murmuró:
« Me j u e g o l o q u e q u i e ra s q u e e l r í o d e D e t ro i t e s m u c ho
más profundo desde que esa cosa ha venido a vivir con
nosotros. Buttercup debe de haber perdido la cabeza
para querer a una criatura tal». «Odio, odio», gritó
Monochillón al aire nocturno. «Buenas noches, Feef»,
dijo miss Ku. «Buenas noches, miss Ku», repliqué yo. A
l a m a ña na s i g u i e n te e l j e f e f u e a l g a ra j e p a ra v e r q u é s e
podía hacer con el coche. Se pasó fuera casi toda la
mañana y cuando volvió conducía el Mo n a r c a . El jefe
siempre tiene una conferencia familiar cuando hay que
de cid i r al go impo rtan te . Esto es una cos tumb re o rie n ta l a
l a qu e no so tras , la s g a tas , nos su sc rib imos . Mis s Ku y y o
s i e m p re d i s c u t í a mo s l a s c o s a s a n te s d e q u e ni ng u n a d e
nosotras hiciera algo importante. En la conferencia
fa mi l ia r el j e fe y y o no s se nta mos ju n tos y Ma y m i ss Ku
se sentaron juntas. Buttercup se sentó sola, ya que Mono-
chillón no tenía ningún intelecto y simplemente chillaba:
«¡Odio, odio. Quiero irme. No quería venir». «Primero
—dijo el jefe—, tendremos que irnos de esta casa. Me
he enterado por la gente del garaje que al otro lado de
la carretera van a tirar todas las basuras de la ciudad,
van a llenar el agujero con basu ras. Esto traerá millones
de moscas en verano. Luego esta carretera es casi intransi-
t a b l e e n v e ra no p o r l a c a n ti d a d d e e x c u r s i o n i s ta s a me r i -
c a no s . A s í q u e n o s i re m o s . » S e d e t u v o y m i ró a l re d e d o r .
«Luego —continuó— han arreglado bien el volante del
co che , pe ro p ro n to te nd remos que vo lv e r a gas ta r di ne ro
con él. Yo propongo ir a Windsor y cambiarlo por otro.
La tercera cosa es qué vamos a hacer con Monochillón.
Se va poniendo peor y, como dice el vet, ne ce s i ta rá m á s y
más atención. ¿Se lo devolvemos a ese howbre? Lo
sabe todo sobre monos.» Durante bastante rato nos que-

151
damos quietos discutiendo cosas, coches, casas y monos
Miss Ku tomaba nota de todo, tenía una cabeza muy buena
para los negocios y siempre podía arreglar los de la otra
gente. «Creo que deberíamos ir a Windsor esta mañana —
dijo Ma—. Si lo tienes metido en la cabeza es mejor
hacerlo. Quiero mirar una casa también.» «¡Caramba!
dijo miss Ku—, acción finalmente; de seguro que hay
trab ajo para ra to e s ta mañana .» «Bueno , S hee la gh, ¿qué
hacemos con Monochillón», le preguntó el jefe a Butter-
c u p . « Lo c o g i m o s p a r a v e r s i p o d í a mo s c u r a r l o — re p l i c ó
ella— y como es obvio que no mejora y que encuentra a
faltar a los otros animales, creo que debería volver.»
«Bien —contestó el jefe—, veremos lo que puede ha-
cerse. Vamos a tener una semana muy ajetreada.» Miss
Ku interrumpió para decir lo absurdo que era vivir en el
campo lejos de Windsor. «Yo quiero ver las tiendas, ver
la vida», dijo ella. «¡Encontraremos un lugar en el
mismo Windsor esta vez!», dijo el jefe. Ma se levantó.
« No e nco n tra remo s nada si nos qued amos aqu í se n tados —
dijo ella— , voy a a rreglarme .» Salió cor ri endo y el jefe
fue fuera a insultar al Monarca que no nos había
servido bien. Antes de que Ma estuviera arreglada y se
dirigiera al coche, el jefe volvió. «Ese hombre de la
carretera —dijo él— pasaba por ahí y me vio en el
garaje. Ha parado para decirme que han estado inves-
tigando por ahí, intentando saber dónde vivimos.» La
familia ha tenido plagas de la gente de la Prensa, venían
de d isti ntas partes del mu ndo , todos p id iendo u na entre-
v is ta exc lus iva . Ta mbi én ll eg aba n ca rt as de toda s pa rtes
del mundo y a pesar de que ni uno entre mil incluía
s e l l o d e v u e l t a , e l j e f e l a s c o n te s t a b a t o d a s . S e e s t á v o l -
viendo más sensato, sin embargo, y ya no responde a
todas las cartas. Miss Ku y yo tuvimos que hablarle mu y
du ra me nte ante s de qu e hic ie ra u na fría d is c ri mi na ción .
Esto es algo muy suyo, se le puede persuadir si ve la

152
sensatez de una cosa. Miss Ku y yo a menudo tenemos
que escarbar algú n hecho para poder convencerle de que
el sentido común es mucho más seguro que la emo-
ción.
El jefe llamó a Buttercup por las escaleras: «Sheelagh,
hay una multitud de idiotas de la Prensa por ahí. Su-
giero que no contestes a la puerta y asegúrate de que está
c e r ra d a c o n l l a v e » . É l y M a s a l i e ro n , d e j á n d o n o s a m i s s
Ku y a mí protegiendo a Buttercup de la Prensa. Oí
arrancar el coche y los ruidos del jefe al hacer marcha
atrás y girar. «Bueno, vieja gata —dijo miss Ku jovial-
mente—, pronto iré en otro coche mejor. Deberías pro-
bar a ir más en coche, Feef, te ensancharía la mente.»
« C u i d a d o , g a ta s — d i j o B u t te rc u p b a j a n d o l a e s c a l e ra —,
quiero fregar este suelo.» Miss Ku y yo salimos y nos
sentamos sobre la cama del jefe. Miss Ku miró hacia
fue ra de la ven ta na y m e contó la e sce na . « El h ie lo e n el
lago se está rompiendo, Feef —me dijo con ilusión—.
Veo grandes pedazos dando vueltas y desapareciendo
donde la corriente es fuerte. Esto significa que el tiempo
pronto será más cálido. Tal vez incluso podamos ir en
bote, te gustaría esto, toda la bebida a tu alrededor,
nunca tendrías sed.»

Los gatos siameses somos. muy gregarios, tenemos


q u e te ne r ge n te q u e r i d a j u n t o a no s o t ro s . E l t i e mp o i b a
arrastrándose y casi se paró mientras esperábamos senta-
d a s . B u t te rc u p e s ta b a o c u pa d a e n l a c o c i n a y no q u e rí a -
mos estorbarla. Monochillón iba cantando para sí mismo:
«Quiero irme, quiero irme. Lo odio todo. Lo odio todo».
Pensé lo trágico que era, aquí tenía el mejor de los
hogares y no estaba satisfecho.
El gran reloj francés dio la hora. Yo bostecé y decidí
echar un sueñecillo para pasar el tiempo. Miss Ku ya
estaba dormida, su respiración era un suave murmullo
en el silencio de la habitación.
Capítulo IX

«¡Oh, Oh! —exclamó miss Ku emocionada—. Qué


p o d e ro s o y p re c i o s o a u to m ó v i l .» Su v o z fu e s u b i e n d o d e
tono hasta convenirse en un chillido: «Y es mi coche

nuevo , para aquí». Apretó más y más su nariz contra el


c ris t al de la ve nta na de la coc i na . « ¡Po r todos los ga tos !
—suspiró—. Capota dura, es azul, Feef, el color de tus
ojos y la parte de encima es blanca. ¡Hombre! No es poco
l i s t o e l j e f e q u e d á n d o s e u na c o s a a s í ! » « D e b o c a r g a r m e
de paciencia —pensé yo— y esperar a que me cuente
más.» Es bastante duro a veces ser ciega y tener que
depender tanto de las buenas obras de los demás. Un
coche del color de mis ojos había dicho. Yo me sentía
muy contenta de esto. Con la parte de encima blanca,
además; esto sería muy elegante y se notaría el azul
con gran ventaja. Pero ahora podía oír las puertas del
coche que se cerraban, el jefe y Ma entrarían pronto.
Los pasos se acercaban por el camino. Se oyó el abrir
de la puerta persiana y el golpe al cerrarse sola por el
resorte de muelle. Luego entraron el jefe y Ma. Buttercup
bajó corriendo las escaleras tan expectante como miss
Ku y yo.
«¿Venís a verlo?», nos preguntó el jefe a miss
Ku y a mí. Yo dije: «No, muchas gracias, ya me lo des-
cribirá miss Ku cuando vuelva». El jefe y Buttercup,
esta última llevando a miss Ku bien abrigada, salieron a
ver el coche. Yo podía captar el pensamiento telepático de
m is s Ku co mo e l la que ría . « Su n tuo so , F ee f , t r e m e ndo o l o r
a piel. Alfombrillas en las que realmente puedes
c l a v a r tu s p e z u ñ a s . ¡ P o r to d o s l o s s a l ta m o n te s ! H a y m e -
tros de cristal y sitio para sentarse en la ventana tra-
sera. Vamos a dar una vuelta por aquí la carretera, olé,

154
olé, Feef, hasta luego.» Algunos dirán: «Bueno, señora
Bigotesgrises, ¿por qué no podías coger los mensajes
telepáticos todo el rato?». La respuesta a esta sensata
pregunta es: Si todos los gatos utilizan con toda su
f u e rza l o s p o d e re s t e l e p á ti c o s c o ns ta n te me nt e , e l « a i re »
e s ta ría ta n l len o d e ru idos qu e nad ie e n te nde ría ni ngú n
mensaje. Incluso los humanos tienen que regular sus
estaciones de radio para no tener interferencias. Los
gatos pueden coger la onda del gato que quieran y en-
to nce s la d is ta nc ia no importa , pe ro cu alqu ie r o tro g a to
q u e e s t é e s c u c h a nd o e n e s a m i s ma o n d a ta m b i é n o y e e l
mensaje, así que se pierde la intimidad. Utilizamos len-
g ua je voc al cua ndo que remos hab la r p riv ada me n te y u ti -
lizamos telepatía para discusiones a distancia y mensajes
que hay que dar a la comunidad gatuna. Conociendo la
onda de un gato, determinada por la básica frecuencia
de l au ra , u no pued e co nv e rsa r co n u n ga to en cua lqu ie r
parte y el lenguaje no es una barrera. ¿No es una barrera?
Bueno, no mucho. La gente, incluyendo los gatos, tiende a
p e n s a r e n s u p ro p i a l e ng u a y a p ro ye c ta r fo to s - i m á g e nes
construidas directamente de su cu ltura y concepción d e
las cosas. No me excuso por perderme en detalles
s o b re e s to , y a q u e s i m i l i b r o d a a l o s h u m a n o s a u nq u e
no sea más que un poco de comprensión de los proble-
mas y pensamientos de los gatos, ya habrá valido la
pena.

Un humano y un gato ven la misma cosa pero desde


un punto de vista distinto. Un humano ve una mesa y
cualquier cosa que haya sobre ésta. Un gato ve solamente
lo que hay debajo de esta mesa y la parte baja de la
mesa. Vemos hacia arriba, desde el suelo hacia arriba.
La parte de debajo de las sillas, la vista debajo de un
co ch e , pi e rn as e s ti rándo se ha ci a a rriba como á rbol es en
un bosque. Para nosotros un suelo es una inmensa llanura
con objetos inmensos y pies patosos. Cualquier gato,

155
no i mp o r ta d o n d e e s té , v e e l m i s mo ti p o d e v i s ta , o s ea
que otros gatos pueden comprender el sentido de un men-
s a j e . P o r l o q u e o i g o e s c o m p l e t a m e n te d i s t i n t o c o n l o s
humanos, ya que proyectan una fotografía de perspec-
ti va comp le tam ente a je na a n oso tros , as í e s que a ve ces
nos sorprendemos. Los gatos viven con una raza de gigan-
te s. Lo s hu manos viv en co n u na raza de ena nos . Éc ha te
en el suelo con tu cabeza descansando sobre éste y verás
como los gatos vemos. Los gatos se suben a los mue-
bles y a las paredes para poder ver como ven los huma-
nos y así poder entender sus pensamientos.
Los pensamientos humanos son incontrolados y ra-
d i a n a to d a s p a r te s . Só l o p e rs o na s c o m o m i j e fe p u e d e n
controlar la radiación y distribución de sus pensamientos
para no «mezclarlos» con otros. El jefe nos contó a
miss Ku y a mí que los humanos conversaban por tele-
patía hace muchos años, pero abusaron del poder y lo
perdieron. Éste, dice el jefe, es el sentido de la Torre
d e B a b e l . C o mo no s o tro s , l o s hu m a no s a n te s u ti l i z a b a n
el habla vocal para hablar privadamente con un grupo
y t e l e p a tí a p a r a l a rg a s d i s ta n c i a s y m e n s a j e s a l a ra z a .
Ahora, por supuesto, los humanos o la mayoría usan
sólo habla vocal. Los humanos no deberían nunca con-
s i d e r a r i n f e r i o r e s a l o s g a t o s . Te n e m o s i n t e l i g e n c i a , c e -
rebro y habilidades. No utilizamos la «razón» del modo
generalmente aceptado, utilizamos la «intuición». Las
co sas «no s ll eg a n» , s abe mo s l a respu es ta s i n ne ces idad
de tener que desenmarañar el problema. Muchos huma-
nos no creerán esto, pero, como dice el jefe, «si los hu ma-
nos exploraran las cosas de este mundo antes de intentar
l as d el esp ac io, l es sa ld r ía me jo r lo ú l ti mo . Y s i no fu e ra
po r l as co sas de la m ente n o h ab ría co sas me cá ni cas en
absoluto, se necesita una mente para inventar algo
mecánico».
Algunas de nuestras leyendas cuentan grandes

cosas

156
sobre humanos y gatos en los viejos tiempos antes de
que los humanos perdieran sus poderes de telepatía y
clarividencia. ¿Rió algún humano ante la idea de leyendas
de gatos? Entonces, ¿por qué no reír de los gitanos
hu m a no s q u e t i e n e n l e y e nd a s d e h a c e s i gl o s ? Lo s g a t o s
no e s c ri b e n, no l o n e c e s i t a mo s , y a q u e te ne m o s u na m e -
moria total de todos los tiempos y podemos utilizar el
Archivo Akarico. Muchos gitanos humanos no escriben
t a m p o c o p e ro l a s h i s to ri a s q u e s a b e n p a s a n a t ra v é s d e
los siglos. ¿Quién entiende a los gatos? ¿Los entiende
usted? ¿Puede usted asegurar que los gatos no tienen
inteligencia? Realmente viven ustedes con una raza de
gente que no conocen porque nosotros, los gatos, no
queremos que se nos conozca. Espero que un día el jefe
y yo podamos escribir un libro de leyendas de gatos y
s e rá u n l ib ro qu e rea lm en t e so rp rend e rá a los hu ma nos.
Pero todo esto está muy lejos de lo que estoy escribiendo
ahora.
El sol brillaba cálido a través de la ventana de la
cocina cuando volvió miss Ku. «Brrr —dijo al entrar—,
h a c e f r í o fu e ra , F e e f , m e n o s m a l q u e e l c o c he t i e ne u na
c al e fac ció n mu y e f ic ie nte .» S e fu e a to mar a l go li ge ro de
co me r despu és de l a emoc ión d el co che nue vo . Yo p ensé
que también comería algo sabiendo que le gustaría tener
compañía. «La comida sabe bien, Feef —dijo ella—,
supongo que el salir me ha abierto el apetito. Deberías
subir al coche, tal vez entonces comieras incluso más que
ahora si es que esto es posible.» Sonreí, ya que nunca
he escondido que me gustara comer. Despu és de años de
s em i-hamb re e ra agradab le y reco nfo rta n te pode r come r
cuando uno quería. Mientras sentadas juntas nos lavá-
bamos después de nuestra comida, yo dije: «¿Me cuen-
t a s c o s a s d e l c o c he , p o r fa v o r, mi s s Ku ? » . P e n s ó p o r u n
momento mientras se lavaba por detrás de sus orejas y
peinaba sus bigotes. «Te he hablado del color —dijo

157
e l l a — y s u p o n g o q u e q u i e r e s s a b e r l o q u e p a s ó . B u e no ,
nos m etimo s en el coc he y el j e fe nos co n tó a Bu tte rcup y
a mí todo sobre el coche. El jefe y Ma fueron a los de
los coches y allí examinaron muchos coches. El ger e n t e
conoce bien al jefe y le señaló éste como uno muy
bueno. El jefe lo probó, le gustó y lo compró.
H i c i e r o n u n c a m b i o c o n e l v i e j o M o n ar c a . E l j e f e n o s
l l eva rá a l as dos lu e go , i rá es pec ia lme n te d espa cio pa ra
ti.»
Monochillón estaba gritando hasta desgañitarse otra
v ez . « ¡Qu ie ro irm e , qu ie ro i rme! » , au ll aba. B u tte rcup le
riñó, pero muy amablemente, por hacer tanto ruido.
Monochillón estaba loco, de esto estábamos seguros.
Siempre quejas de él. «¿Cuándo vamos a devolverlo?»,
preguntó Buttercup al jefe. «¡Hurra! —gritó miss Ku,
s a l ta n d o a l a i r e d e a l e g rí a — . El v i e j o y m i s e ra b l e mo no
se va, todo estará más seco entonces. Ojalá se le helaran
los grifos.»
La noche anterior había sido más fría que de cos-
tumbre y el agua se nos había quedado helada, Como
decía miss Ku, Monochillón era el más mojado de los
monos que jamás existió.
«Deberíamos telefonear y decir que vamos a devolverlo
—d i j o e l j e fe — ; no p o d e m o s s i m p l e m e n t e d e j a r a e s t a
c ri a tu ra a u n m u n d o q u e no l o s o s p e c ha . » M a fu e a l p i e
d e l a e s c a l e r a a t e l e f o n e a r . E l j e f e n u n c a u ti l i z a b a e l t e -
léfono si podía evitarlo, ya que a menudo cogía los pen-
samientos de una persona en vez de lo que estaban di-
ciendo, ¡dos cosas muy distintas! Después de dos inci-
dentes en los que el jefe había recogido el sentido equi-
vocado, decidieron que sólo Ma o Buttercup utilizarían
el aparato. Ma actuaba como «manager de negocios»
porque el jefe decía que le iba. Ma se cuidaba de todas
las cuentas, pero sólo porque el jefe así lo quería.
«Sí, podemos llevarle —dijo Ma añadiendo sombría-

158
mente—, pero no nos devolverán el dinero.» «Bueno,
Sheelagh, ¿qué haremos?», preguntó el jefe. Buttercup
estaba tan enojada que tartamudeó un poco mientras
golpeaba el suelo con los pies. «Bueno —dijo—, no
mejora y es obvio que no le gusta estar aquí. Creo que
ti e ne mi edo de l a s ga ta s o esta ría me jo r en u na ca sa si n
gatos. Devolvámoslo.» «¿Seguro? ¿Seguro del todo?», la
presionó el jefe. «Sí, lo devolveremos por su propio
bien.» «De acuerdo, sacaré el coche ahora.» El jefe se
levantó dirigiéndose al garaje. «¡Odio, odio! —chilló
Monochillón—. Quiero irme, quiero irme.» Tristemente
Buttercup lo sacó de la gran jaula y lo envolvió en una
manta. El jefe entró y cogió la gran jaula y la metió en
e l e s p a c i o s o p o r t a e q u i p a j e s d e l c o c he . S e s e n tó u n r a t o
en el coche con el motor en marcha para que el coche
estuviera caliente para Monochillón. Entonces satisfecho
de la temperatura, hizo sonar la bocina para que entrara
Buttercup. Oí cerrarse la puerta del coche y el ru ido del
m o t o r c o g i e n d o m á s y m á s v e l o c i d a d y a l e j á nd o s e e n l a
distancia.
El coche era precioso y miss Ku lo qu ería muchísimo.
Yo me monté en él unas cuantas veces pero, como ya
he dicho antes, no me gustan nada los coches. Un día
el jefe nos llevó a Ma, a miss Ku y a mí a un agradable
lugar debajo del Puente Embajador. Nos quedamos sen-
tado s en e l coc he y e l j efe ab rió u n po qu i to la v entani ll a
para que pudiera aspirar el aroma de Detroit al otro lado
del río. Miss Ku me recuerda que «aroma» es definitiva-
m ente l a pa lab ra equ ivo cada aqu í , pe ro como mí nimo es
u n a p a l a b r a e d u c a d a . M i e n tr a s e s tá b a m o s a l l í s e nt a d o s
en el calorcillo del coche, miss Ku me describió la escena.
«Encima nuestro está el Puente Embajador que atra-
viesa el río de Detroit como si fuera un Meccano encima
d e u n a b a ñe ra . Lo s c a r ro s , e s d e c i r , c a m i on e s e n a m e r i -
cano, Feef, ruedan sobre el puente como una intermí-

159
n a b l e p ro c e s i ón . H a y ta mb i é n m u c ho s c o c h e s p a rt i c u l a -
res. Los turistas paran sus coches en el puente para hacer
fotografías. Al otro lado nuestro hay una estación de tren
de mercancías, mientras que a la derecha los americanos
están construyendo un gran edificio, porque a los ame-
ricanos les gusta ir a estos sitios y hablar. Conferencias o
convenciones, lo llaman, significa realmente que se
escapan de la esposa y llenos de bebidas se lían con
mujeres pagadas.» Miss Ku paró un momento y luego
dijo: « ¡Oh!, cómo está bajando el hielo. Si pudiéramos
coger un poco y guardarlo hasta el verano haríamos una
fo rtu na . Bu e no , co mo iba di c ie ndo , si quie res le di ré a l
jefe que nos lleve a Detroit». «No, miss Ku, no gracias
— r epl iqu é ne rv ios ame n te —. M e t emo qu e n o d is f ru ta r ía
nada. Como no puedo ver, no valdría la pena que yo
fuera. De todos modos estoy segura de que al jefe le
encantaría llevarte a ti.» «Eres realmente una cursi llo-
rosa, Feef —dijo miss Ku—, estoy cansada de tu poco
esfuerzo.»
«Llevemos las gatas a casa y vamos a ver si encon-
tramos casa», dijo Ma. «De acuerdo —replicó el jefe—.
Ya es hora de que nos vayamos, de todos modos no me
gustó este lugar desde el principio.» Yo grité: «Adiós,
s eño r Pu e n te Emba jado r.» Yo hab ía te nido asoc ia cio ne s
previas con embajadores y cónsules así que no quería ser
p o c o r e s p e tu o s a c o n e s t e p u e n t e . E l m o t o r c o b ró v i d a y
m i s s K u l e g ri t ó a l j e f e : « O . K . a r r a n c a » . E l j e f e p re s i o n ó
suavemente el pedal y el coche empezó a moverse des-
pacio hacia una cuesta cubierta de nieve y luego por la
r i b e ra d e l rí o . A l p a s a r l a e s ta c i ó n d e W i nd s o r , u n t re n
silbó impaciente y casi salí de mi piel del susto. Segui-
mos a lo largo del río, pasamos la fábrica de bebidas y
c o n t i n u a m o s . P a s a m o s u n convento y miss Ku remarcó
que siempre pensaba en el señor Loftus, allí en Irlanda,
cuando pasaba por aquí. El señor Loftus tiene una hija

160
monja que vive en un convento y parece que le va muy
bien.
Paramos junto a la carretera después del largo tra-
yecto y el jefe dijo: «Estamos en casa, Feef, pronto
'tomaremos el té. ¿Tomamos el té primero, Rab?», pre-
guntó volviéndose a Ma. «Bueno —dijo ella—, así no
t e nd re mo s q u e p re o c u p a r no s p o r l a h o ra . » E l j e fe ha s u -
frido tanto que tiene que comer a menudo y poco.
A causa de los años «flacos» que pasé antes de llegar a
casa, como había predicho el viejo manzano, yo tam-
bién había sufrido y tenía que comer a menudo y poco.
Entramos en casa, llevándonos el jefe y Ma bien abri-
gadas, ya que todavía había nieve en la tierra. En casa
Bu tte rcup habí a p rep a rado el té , as í que m é di rigí hac ia
ella y le dije que estaba contenta de volver.
El té se acabó pronto. El jefe se levantó y dijo:
«Bueno, vamos, o si no cogeremos la hora punta.» Se
despidió de miss Ku y de mí y nos dijo que cuidáramos
de Bu ttercup. Lu ego salió seguido de Ma. O tra vez oímos
el ruido del motor muriendo en la distancia. Sabiendo
que estaríamos solas durante una hora o dos, hicimos
un poco de ejercicio primero; yo corría detrás de miss
Ku por la habitación y luego ella me perseguía a mí. Des-
pués hicimos una competición a ver quién podía hacer
más agujeros en el periódico en el mínimo de tiempo.
Esto pronto falló porque no teníamos más periódicos.
«Vamos a ver quién puede andar más tiempo sobre la
baranda de la escalera sin caer, Feef —sugirió miss Ku
e inmediatamente siguió—. Oh, olvidé que no puedes
ver, bueno esto no.» Se sentó y suavemente se rascó la
oreja izquierda esperando así obtener un rayo de ins-
piración.
«Feef», llamó. «Sí, miss Ku», contesté yo. «Feef,
cuéntame una historia, una de las viejas leyendas. Habla
bajito porque quiero dormirme. Tú puedes dormirte

161
después», añadió magnánima. «Bueno, miss Ku —repli-
qué yo—, te contaré la de los gatos que salvaron el
Reino.» «Uy, ésta es una buena; empieza.» Se instaló
cómodamente y yo me volví para estar de cara a ella y
empecé. «En aquellos tiempos, hace tal vez mil o un
millón de años, la I sla se extendía verde y preciosa bajo la
cálida mirada de un amable y sonriente sol. Las aguas
a zu les d aba n golp es jugu e tones a l as i ndol e ntes ro cas y
enviaban duchas de blanca espuma al aire en las que
danzaba el arco iris. La tierra era fértil y rica, con
a l tos y b e l lí simo s á rb o les que l le gaba n a l o s c ie lo s p a ra
ser acariciados allí por bálsamas brisas. De las tierras más
a l ta s sa lí an ríos s al tando sob re e no rm es roc as y que ca -
yendo en chorros formaban lagunas antes de ensancharse y
deslizarse tranquilamente hasta el mar que les daba la
b i e nv e ni d a . A l o l e j o s s e e l e v a b a n l a s m o n ta ñ a s y e s -
condían sus coronas por encima de las nubes, proveyendo
quizá fundaciones para las casas de los dioses. A lo largo
de las doradas playas ribeteadas por la blanca espuma
de las olas, jugaban y nadaban y hacían el amor los
nativos.
Aquí no había más qu e paz, alegría, una satisfacción
inefable. No se pensaba en el futuro, ni en las penas
ni en la maldad, tan sólo felicidad bajo las palmeras que
se mecían suavemente.
»Una ancha carretera llevaba al interior desde el
m a r , d e s a p a r e c i e nd o h a c i a e l f r e s c o o s c u r e c e r d e u n i n -
menso bosque, para volver a aparecer millas después
do nde la es cena e ra comp leta me n te di s ti nta . A quí hab ía
templos forjados de piedra de colores y metales como
plata y oro. Poderosas espiras que llegaban muy alto para
p in ch a r lo s c ie lo s , cú pu l as y va s tas ex te ns io nes d e ed i fi-
cios integrados por el tiempo. Desde lo alto de un alféizar
d e u n t e m p l o s e o í a n l a s n o t a s d e u n g o n g de tonos pro-
fundos que hacía volar desparramados a cientos de pá-

162
jaros que habían estado durmiendo en los sagrados muros
tocados por el sol.
»Mientras continuaba el profundo tañido, unos hom-
bres vestidos de amarillo se apresuraban en llegar hasta
un edificio central. Durante un rato continuaron estas
prisas, luego fueron calmándose y volvió a quedarse
todo quieto bajo el cielo abierto. En la asamblea prin-
cipal del inmenso templo, los monjes arrastraban sus pies
moviéndose de un lado a otro, especulando sobre cuál
sería la razón para esta repentina llamada. Finalmente se
oyó un ruido de una puerta en las lejanías del templo
y apareció una pequeña hilera de hombres con túnicas
amarillas. El obvio líder, un viejo marchito y seco por
los años, andaba despacio a la cabeza, escoltado por dos
g a tos i nmen sos , g a tos co n co las , o re jas y ros tro s ne gros
y cuerpos blancos. Juntos andaron hasta un podio, donde
el viejo se quedó un momento de pie mirando hacia el
mar de rostros fijos en él.
»"Hermanos de todos los grados —dijo finalmente,
despacio—. Os he llamado aquí para deciros que esta
nuestra Isla está en peligro mortal. Hace ya tiempo
qu e h emos suf r i do l as am ena za s d e c ie n tíf i cos qu e h ab i-
tan la tierra al otro lado de la montaña. Separados de
nosotros por un profundo desfiladero que casi divide
e s ta i sl a , no so n d e f ác il acce so . E n su te rri t o rio la c ie n-
c i a ha t o m a d o e l l u ga r d e l a re l i gi ó n . N o t i e n e n d i o s , n i
co nc epc ión a lguna de lo s de rec hos d e los d emá s . A ho ra,
he rm ano s de todos los g rados —e l vi ejo se de tu vo y m i ró
tristemente a su alrededor. Satisfecho de que tenía la
absoluta atención de su audiencia, resumió—, nos han
amenazado. A menos de que nos arrodillemos a los sin
dios y nos convirtamos en sirvientes de esos malvados
hombres, nos amenazan en matarnos con extraños y mor-
t a l e s g é r m e n e s . " P a r ó , c a n s a d o , c o n e l p e s o d e s u s a ño s
encima. "Nosotros, hermanos, estamos aquí para discutir

163
cómo evitar esta amenaza a nuestra existencia y libertad
Sabemos dónde se guardan los cu ltivos de gérmenes, ya
que algunos de nosotros han intentado robarlos en vano
para destruirlos. Hemos fallado y quienes fueron en-
viados han muerto torturados."
» "P a d re S a gr a d o — d i j o u n j o v e n m o n j e — , e s o s c u l ti -
vo s de gé rm ene s ¿ son volu mi no sos o pe sados d e l le va r?
¿Podría un hombre robarlos y correr con ellos?" Se
sen tó sint ié ndose lle no de te mo r po r haberse atre vido a
dirigirse al Sagrado Padre. El viejo miró tristemente ante
sí. "¿Volumen? —dijo—. No tiene volumen. Los culti-
vos de gérmenes están contenidos en un tubo que puede
cogerse entre el pulgar y un dedo y sin embargo una
gota se extendería por nuestra tierra aniquilándonos a
todos . No hay vo lum en p e ro e l cu l tivo d e gé rme nes es tá
d e n t ro d e u n a t o r re mu y v i gi l a d a . — V o l v i ó a h a c e r u n a
pausa y se secó la frente—. Para demostrar su desprecio
por nosotros lo han colocado en una ventana abierta
a la vista de todos los que hemos enviado a su tierra.
Un delgado árbol estira su frágil rama cruzando la ven-
ta na , u na rama s i n e mba rgo , del ta ma ño de mi mu ñeca .
Pa ra de mos trar q ue no nos te me n, e nv ia ron u n m ensa je
diciendo que rogáramos hasta que nos sintiéramos ligeros
de cascos y entonces tal vez la rama nos aguantaría."
» L a reunió n co nti nuó has ta l a m ad ru gada, mie n tras
los monjes discutían entre sí los modos y maneras de
salvar a su pueblo de la destrucción. "¿No podríamos
derruir la torre para que se rompiera, así desaparecerían
y nos salvaríamos de la destrucción?", dijo un monje.
"Sí, claro —dijo otro—, pero para derruirla, tendríamos
que llegar hasta allí y si pudiéramos coger el tubo ten-
dríamos el poder, ya que dicen que no hay ningún
antídoto, ningún modo de parar los malvados gérmenes."
»En un santuario interior, estaba el viejo echado
sobre su camastro. Junto a él yacían los dos gatos

164
guardándole. "Vuestra Santidad —dijo uno por telepa-
tía—, ¿no podría ir yo a esa tierra, subir al árbol y robar
el tubo?" El otro gato miró a su compañero. "Iremos
j u n to s — d i j o — , t e n d r e m o s d o b l e s p ro b a b i l i d a d e s d e c o n -
seguirlo." El viejo sacerdote se quedó pensativo, refle-
xionando en todo lo que se ponía en juego. Finalmente
habló telepáticamente. "Tal vez tengáis la solución
—dijo—, ya que nadie más que un gato podría encara-
m a r s e a e s e á r b o l y a g u a n t a r s e e n l a r a m a . Ta l v e z t e n -
g á is l a so lu c ión ." Se qu edó medi tando s u s pe ns ami e nto s
privados durante un rato, y ningún gato telepático pu ede
inmiscuirse en los pensamientos privados de uno. "Sí,
tal vez sea la respuesta —volvió a decir el viejo—. Os
llevaremos hasta arriba y cruzaremos el desfiladero para
q u e n o o s c a ns é i s y e s t a r e m o s a l l í e s p e r a n d o a q u e v o l -
váis salvos." Hizo una pausa y luego añadió: "Y no le
diremos a nadie más lo que haréis porque incluso en
una comunidad como ésta, los hay que hablan demasiado
libremente". "Sí —dio unas palmadas de contento con
las manos—, les enviaremos un emisario diciéndoles nues-
tros términos, esto les distraerá su atención."
»Los días que siguieron fueron de trabajo. El alto
sacerdote les hizo saber que quería enviar un emisario
y se recibió respuesta de que lo permitían. Unos hom-
b re s que cus tod iaba n a l e mi sa rio y po rtaba n dos ce stas ,
s u b i e ro n l a m o n ta ña , c ru za r o n l o s p a s o s d e l a ga r ga n ta
y llegaron hasta el territorio enemigo. El emisario se
adentró en el territorio y, protegidos por la oscuridad,
los gatos salieron de las cestas. Salieron tan silenciosos
como la misma noche. Se acercaron cautelosamente al
á rb o l y p a ra ron a l p i e d e é s t e . U t i l i z a ro n a l m á x i m o s u s
poderes telepáticos para determinar la presencia de un
enemigo. Sigilosamente ascendió uno, mientras el otro
vigilaba haciendo uso de todas sus capacidades telepá-
ticas. Con infinita cautela el gato que subía se
arrastró
165
por la rama hasta que finalmente pudo agarrar el tubo
ba jo la s m is ma s na rice s d el s o rp re ndido gu a rd ia . Mu cho
antes de que pudieran salir los hombres de la torre,
los dos gatos habían desaparecido en la oscuridad, lleván-
d o l e a l v i e j o s a c e rd o te e l tu b o q u e gu a rd a r í a a s u ti e r ra
durante los años venideros. Ahora, en esta tierra, los
gatos son sagrados para los descendientes del país y sólo
el gato sabe la razón.»
Un suave ronquido remató mi sentencia final. Le-
vanté la vista y escuché para cerciorarme. Sí, era un
ronquido, uno fuerte esta vez. Sonreí satisfecha y pensé:
«Bueno, soy una vieja y aburrida gata, pero como mí-
nimo puedo hacer dormir a miss Ku». De todos modos
no durmió mucho. Pronto se enderezó, alta y erguida.
«Empieza a lavarte, Feef —ordenó—. Están llegando a
c a s a y no p u e d o p e rm i ti r q u e t e n g a s m a l a s p e c to .» U n o s
momentos más tarde oímos el motor de un coche seguido
del ruido de la puerta del garaje. Luego pasos por el
camino y el jefe y Ma entraron.
«¿Cómo os fue?», preguntó Buttercup, sacándose el
delantal y dejándolo a un lado. «Hemos encontrado un
sitio —replicó el jefe—. Nos irá estupendamente. Te
llevaré a verlo si quieres, llevaremos a "Fanny Flap"
también.» El jefe a menudo llamaba Fanny Flap a miss
Ku , F a n n y F l a p p o r e l m o d o c o mo re v o l o te a b a a l r e d e d or
cuando estaba excitada. Yo estaba contenta de que no
me p i d i e ra q u e fu e s e a l n u e v o a p a r ta me nto , p e ro , c l a ro ,
el jefe sabía qu e yo odiaba estas cosas, y prefería esperar
h a s ta q u e to d o s n o s t ra s l a d á ra m o s j u n to s . ¿Q u é s e n t i do
tenía ir para una gata ciega? ¿Por qué iba a ir cuando
no s abí a nada d el si tio , n i si qu ie ra sab ía los obj e tos qu e
deb ía e vi ta r? P re fe rí a espe ra r a qu e todo e s tuv ie ra e n su
sitio, porque entonces el jefe y miss Ku me llevarían a
cada habitación y me señalizarían la localización de las
cosas, y el jefe me subiría y bajaría de los objetos para

166
poder memorizar la distancia a que había de saltar.
Cua ndo cono cía e l lu ga r, pod ía sa l ta r p a ra sub i r y ba jar
d e u na s i l l a s i n e q u i v o c a rm e o h a c e r m e d a ño . Me p o n go
de pie y toco una silla primero para evitar saltar al res-
p a l d o y l u e g o s a l to d o nd e q u i e ro . C l a ro e s tá , a l g u na v e z
m e do y co ntra a l go , p e ro ten go l a su fic ien te cabe za pa ra
no darme contra la misma cosa dos veces.
No estuvieron mucho tiempo fuera. En cuanto vol-
v i e ra n m i s s Ku se echó encima mío. «Conecta tus oídos,
Feef —ordenó—, ya es hora de que se te expliquen
algunas cosas. Es una casa dividida en dos apartamentos.
Hemos cogido toda la casa para que el jefe pueda escribir
otro libro. Nosotros viviremos en el piso de arriba. Las
habitaciones son grandes y dan al río de Detroit. Hay
un gran balcón con barrotes que dice el jefe que podre-
mos utilizar cuando el tiempo sea más bueno. Y, Feef,
ha y un á t ico do nde pode mos ju ga r y cub ri rno s de pol vo.
Te gustará.» Así que el jefe iba a escribir otro libro,
¿eh? Yo sabía que la gente le había estado persiguien-
do para que hiciera otro libro, sabía que había recibido
instrucciones especiales de entidades descarnadas. Ya ha-
bían decidido el título. Miss Ku recogió mis pensamien-
tos: «Sí —exclamó alegremente—. Tan pronto como nos
i ns ta l e mo s l a s e m a na p ró x i m a , i re m o s a v e r a l a s e ño ra
Durr para coger papel y empezar el libro». «¿La señora
Durr? —pregunté yo—. ¿Quién es la señora Durr?»
«¿No conoces a la señora Durr? Pero si todo el mundo
l a co no c e ; e s u n a se ño ra v e nd ed o ra d e li b r o s qu e d e mo -
mento trabaja para una empresa de Windsor, pero pronto
tendrá su propio negocio. No conoces a la señora Durr.
Bueno, bueno, ¿habráse oído nada semejante?», denegó
co n la cab ez a mie n tra s mu rmu raba co n asco . «Pe ro , ¿qué
aspecto tiene, miss Ku? —pregunté yo—. No puedo ver,
¿sabes?» «Oh, no claro, lo olvidé —dijo miss Ku dulci-
ficada en gran manera—. Siéntate, vieja gata, y te lo

167
d i ré . » N o s e nc a ram a m o s a l a rep i s a d e la v e n tana y no s
sentamos mirándonos la una a la otra. Miss Ku dijo:
«Bueno, te has perdido algo. La señora Durr —Ruth
p a ra l o s a m i go s — e s elegante. Re c ho n c hi ta p o r e l b u e n
l ado , bon i ta s f a cc iones y Ma d ice d e p elo ca s ta ño- ro ji zo ,
lo que quiera que esto sea. Lleva crinolina casi todo el
tiempo, supongo que no en la cama, y el jefe dice que
p a r e c e u n a f i g u r i l l a d e p o r c e l a n a d e D re s d e . B u e n a p i e l
también, ¿sabes? Como la porcelana, ¿entiendes, Feef?».
«Desde luego, miss Ku, muy gráfico, gracias», contesté
yo. «Vende libros y cosas y a pesar de que realmente
e s h o l a n d e s a , v e n d e l i b r o s e n i n g l é s . V e n d e rá l o s l i b r o s
del jefe. Nos gusta. Esperamos verla más, ahora que
vamos a vivir en la ciudad de Windsor.»
Nos queda mos s entadas pe ns ando en las v i rtude s de
la señora Durr y entonces se me ocurrió preguntar:
«¿Tiene alguna familia de gatos? Miss Ku se ensom-
b re c i ó . « A h , s i e nto q u e me h a y a s p re g u n ta d o e s o , e s u n
caso muy triste, muy triste.» Hizo una pausa y estoy
s e g u r a d e q u e l a o í h a c e r p u c h e ro s u n a s c u a n t a s v e c e s .
Pronto ganó el control de sus emociones y continuó:
«Sí, tiene a Stubby que es un Tom que no puede y
también una reina que tampoco puede. Fue una espan-
tosa equivocación; el pobre Stubby está todo mezclado
e n s u d e p a r ta m e n to v i ta l ; p e ro t i e n e u n c o ra z ó n d e o ro .
La persona más amable que podrías encontrar. Tímido,
muy reservado como cabe esperar de alguien en su con-
dición. El pobre sería una buena madre para algún gatito
sin casa. Tendré que hablarle al jefe de esto».
«¿Hay un señor Durr?», pregunté yo y añadió:
«Claro que debe de haberlo porque si no ella no sería la
señora Durr». «Sí, hay un señor Durr, hace la leche de
Windsor, sin él todo el mundo tendría sed. También es
holandés, eso hace a la hija doble holandesa, creo. Sí,
Feef, te gustará la señora Durr, vale la pena hacerle

168
ronroneos. Pero no tenemos tiempo ahora de discutir
tales cosas, tenemos que arreglar lo de la casa. La semana
q u e v i e ne te n e m o s q u e t ra s l a d a r no s y l e d i j e a l j e fe q u e
yo me cuidaría de que no tuvieras miedo.» «No tendré
miedo, miss Ku —repliqué—, me he trasladado bastan-
tes veces.» «Bueno —dijo miss Ku ignorando mi frase—,
la semana que viene se llevarán en una camioneta el
equipaje y las cosas y Ma estará allí para recibirlas.
Poco después, el jefe nos llevará a ti, a Buttercu p y a mí y
c u a n d o e s te mo s i n s ta l a d a s , e l j e f e y Ma v o l v e rá n p a ra
a se gu ra rs e de qu e todo e s tá b ie n aqu í , li mp io y to do eso
y devolverán la llave al propietario.
Ahora la nieve empezaba a derretirse y el hielo en
el lago se empezaba a romper y flotaba por encima del
río. Algunas tormentas repentinas nos recordaban que
todavía no era verano, pero podíamos suponer que lo
peor había pasado. Vivir en Canadá era increíblemente
caro, todo valía el doble o más de lo que hubiera costado
en Francia o Irlanda. El jefe intentó conseguir trabajo
escribiendo o en el mundo de la televisión. Constató, e
través de una amarga experiencia, que las empresas cana-
dienses no quieren residentes a menos de que sean (como
dice el jefe) peones de carga. Viendo que no podía me-
t e rs e e n a l g o d e e s c r i b i r o d e t e l e v i s i ó n , l o i n te n tó t o d o y
se encontró con que tampoco le querían. A nadie de
nosotros nos gu staba C anadá, había una notable falta de
c u l tu ra , u na g r a n f a l ta d e i n t e r é s p o r l a s c o s a s b o n i t a s
d e l a v i d a . Me c o ns o l é a m í m i s ma p e ns a nd o q u e p ro n to
llegaría el verano y nos sentiríamos todos mejor.
E l j e f e , B u t te rc u p y mi s s K u fu e ro n a d a r u n a v u e l ta
en coche un día, y creo que fueron a una tienda para
buscar musgo. Ma y yo hicimos las camas y unas cuantas
co sas de la c as a . H abí a que s aca r e l po lvo de la e sca le ra
y tirar los periódicos viejos. Para cuando terminamos
esto, ya habían vuelto. «¿Qué crees, Feef?», preguntó

169
miss Ku, acercándoseme y susurrándome al oído. «¿Qué?
Miss Ku, ¿qué ha pasado?» «Oh, ¡por... por! Nunca
l o a d i v i n a rá s . E s t o t e matará. H a e n c o n tr a d o a u n h o m -
bre que se llama Heddy que adora a los monos. ¡Monos!»
Miss Ku rió cínicamente: «No, Feef, no vamos a tener
u n mo no , tend re mos do s de e sos ho rro res. Su po ngo qu e
tendremos que nadar con dos trastos de esos trabajando a
toda p as ti l la e n e l depa rtam ento d e i nu ndac io nes .» Se
quedó en silencio por un momento, luego dijo: «Pero
qu i zá los po nd rá n en el po rc he , no po dríamo s te ne r do s
mo nos sa lva jes co rrie ndo por a hí. Mo noc hi l ló n no pod ía
andar, estos dos funcionan bien, garantizados, si no esta-
mos satisfechos devolverán el dinero». Exhaló un suspiro
espantoso y dijo: «Buttercup irá a ver a ese tal Heddy
pronto, ella adora a los monos». «¡Qué raro! —re-
marqué yo—. Los monos tienen tan mala reputación.
Recuerdo uno en Francia, era el animalito querido de
un hombre de mar retirado y se escapó un día y casi
de s trozó u na fru te ría . Yo no lo vi , no c reas . Un a se ño ra
llamada Butterball me lo dijo, se cu idaba de u n hospital
veterinario. Cuando estuve allí de paciente, me contó
la historia del último ocupante de la jaula, ese mono que
se cortó tirándose contra el cristal de un escaparate.»
Estábamos todos ocupados empaquetando; había qu e
m e te r ta ntas cos as e n la s ma le tas , m iss Ku y yo trab aj a-
mos mucho pisando las cosas para ocupar menos espacio
en los baúles. A veces teníamos que escarbar las cosas de
una maleta llena para asegurarnos de que no se había
olvidado nada. Tuvimos que arrugar papel tisú porque
todo el mundo sabe que el papel tisú arrugado es más
suave que el nuevo y duro. Trabajamos mucho, desde
luego, y estoy muy orgullosa de ello. Nos encantaba so-
b re to d o d e j a r l a s s á b a na s l i m p i a s a p u n to p a ra s u u s o .
A nadie le gustan las sábanas que llegan de la colada,
tiesas y poco amistosas. Miss Ku y yo teníamos un sis-

170
tema especial de correr arriba y abajo de las sábanas
hasta que se qu edaban suaves y ya no tenían las du rezas
de los pliegues de las sábanas recién planchadas.
«¡Sheelagh! —llamaba Ma desde la cocina—. Aquí
hay el carpintero para ver lo de la jaula de los monos.»
«Ya voy», gritó Buttercup taconeando por las escaleras.
Miss Ku dio un gruñido desdeñoso. «¡Una jaula de mo-
nos! Esto costará un ojo de la cara. Vaya, no sé dónde
iremos a parar. Deberíamos ir a escuchar, nunca se sabe
lo bastante.» «Sí, sí —decía el carpintero—. Quiere la
jaula con secciones, ¿no? Las haré de prisa. Mi mujer
quiere ver los monos, ¿la traigo? ¿Sí? Ya voy.» Miss Ku
reía: «Tan pronto como dijo ya voy, se fue, Feef. ¡Oh,
qué enormidad va a ser esta jaula! El jefe, Ma, Buttercup y
nosotras podríamos entrar a la vez». «¿Habrá sitio en la
c a s a n u e v a , m i s s K u ? » , p r e g u n t é y o . « Sí , s í , d e s o b ra ,
tendremos un porche muy grande arriba rodeado com-
pletamente de red. Yo creí que lo tendríamos como
habitación de jugar, en lugar de ser así, será la sala de
los monos, ¡qué le vamos a hacer! Así cuecen las cas-
tañas.
Los últimos días fueron pasando despacio. El jefe y
Buttercup fueron a ver al señor carpintero holandés y
volvieron con las noticias de que la jaula estaba terminada y
l a e s ta b a n c o l o c a n d o e n l a c a s a nu e v a . C o n c a d a v i a j e
que hacía el jefe a Windsor se llevaba más y más cosas.
Miss Ku fue a ver si todo estaba en orden y volvió di-
ciendo: «Bueno, Feef, mañana dormiremos en la ciudad
de Windsor, desde donde puedes mirar y ver la vista de
D e t ro i t . H a y u n a b u e na v i s t a , hay gente que viene
hasta aquí en sus impresionantes coches. En fin,
traen dólares al país. Bueno, para el comercio y
todo eso».
El jefe me cogió y jugamos juntos un poco. Me
gustaba mucho jugar con él; tenía un palo delgado
con algo que sonaba en la punta y al arrastrarlo por
el suelo yo

171
podía cazarlo por el sonido. Claro está, me lo dejaba cazar
muy a menudo para darme confianza. Yo sabía que me
estaba dejando coger el palo, pero hacía ver que no lo
sabía. Esa noche me despeinó el pelo y me acarició el
p e c h o . « P ro n to , a l a c a m a , F e e f , q u e m a ñ a na te nd re m o s
un día muy ocupado.» «Buenas noches», dijeron Ma y
B u t te rc u p . « B u e na s no c he s » , r e p l i c a m o s n o s o t ro s , l u e go
el clic del interruptor al apagar el jefe la luz por última
vez en la casa.
¿Mañana? Mañana sería otro día y nos llevaría a
otra casa. Esa noche me eché y dormí.
Capítulo X

«¡Tralará, la, la!», cantaba miss Ku. «Otra vez en


movimiento, damos la vuelta al enorme mundo, como
un gato Tom en una barcaza. Vamos en coche a la ciudad
de Wi ndso r, mu e ve que te mue ve .» «O h , cál l a te u n poco ,
Ku —dijo el jefe—. Uno no es capaz ni de imaginarte
intentando cantar. Resígnate, de musical como yo, nada.»
Yo me sonreí para mis adentros. Era por la mañana y
miss Ku despedía al pasado crepúsculo con una canción.
Al hablarle el jefe, se alejó murmurando: «No aprecias el
arte, desde luego que no».
Yo es t i ré lo s b ra zos pe re zosa me n te , p ro n to d esa yu na-
ríamos. Ma ya estaba atareada en la cocina. El entre-
chocar de platos me llegó al oído, luego, «¡Ku! ¡Feef!
Venid a desayunar». «Voy, Ma», repliqué yo mientras
buscaba con el tacto el lado de la cama y saltaba al
suelo. Siempre era una aventura, salir de la cama y saltar
el suelo por la mañana. Los sentidos y percepciones de
u no no son tan a gudos cu ando se es tá ap enas desp ie rto y
s i e mp re te m í a s a l ta r e n l o s z a p a to s d e l j e fe o a l g o p a -
r e c i d o . N o e ra m á s q u e u n d é b i l te m o r , s i n e m b a r go , ya
que tenían especial cuidado para que no me hiciera
daño. «Feef ya viene», le gritó el jefe a Ma. «Ven a
tomar el desayuno, Feef —dijo Ma—. Deambulas medio
dormida esta mañana como una vieja abuela.» Yo son-
reí y me senté a desayunar. «No, un poco más a la
derecha, así», dijo miss Ku. «¿Qué más se ha de coger
ahora?», preguntó el jefe. «Voy a buscar el correo.» Ma
sugirió las cosas que eran más frágiles, y el jefe y But-
tercup las llevaron al coche. Teníamos un apartado de
correos en Windsor, porque si la gente sabía nuestra
dirección, se presentaban inesperadamente y esto compli-

173
c a b a l a s c o s a s , ya q u e e l j e fe no q u e r í a v e r a na d i e q u e
simplemente llamara y pidiese entrar. Miss Ku me dijo
que cuando la familia vivía en Irlanda, antes de apa-
recer yo en escena, llegó una mujer de Alemania y ordenó
qu e se la ad mi t i ese i nmed iata me nte , ya que «qu e rí a se n-
tarse a los pies del lama». Al decirle que no podía en-
trar, acampó al píe de la puerta hasta que el señor
Lof tus le ordenó que se fuera con un aire muy marcial y
fiero en su uniforme.
El tra sl ado e ra a lgo qu e no nos co nc e rnía a m iss Ku y
a mí. Pronto los hombres de las mudanzas cargaron
nuestras cosas y se fueron. Miss Ku iba por la casa
despidiéndose de todas las habitaciones. Ésta era una des-
ped ida d e la qu e es t áb amo s co n te n ta s , ya qu e nu n ca ha -
bíamos sentido simpatía por la casa. Finalmente, nos
llevaron a miss Ku y a mí bien envueltas al coche cal-
de ado ya . El je f e c e rró la s pue rtas de la ca sa y no s pu si-
mo s e n m a rc ha . L a c a r re t e ra e ra m a l a , m u y m a l a , c o mo
tantas carreteras canadienses; miss Ku me dijo que había
un letrero que ponía, «Carretera rota, conduzca a su
propio riesgo». Seguimos conduciendo y llegamos a un
cruce. Miss Ku gritó: «De aquí traían nuestra comida,
Feef, un lugar que se llama Para y Compra. Ahora esta-
mos en la carretera principal de Windsor». Esta carre-
tera era más uniforme. Arrugué la nariz al sentir un
repentino olor familiar, un olor que me recordaba al
señor ve t irlandés y su hospital para gatos. Miss Ku rió:
« N o s e a s t o n ta , F e e f , e s t o e s u n h o s p i t a l h u m a n o d o n d e
l l e v a n a l a s p e r s o n a s q u e e s t á n y a p r á c t i c a m e n te a c a b a -
das». Seguimos adelante y dijo: «Y aquí es donde hacen
coches, estamos pasando la fábrica Ford. Te lo diré todo,
Feef, te daré detalles de todo».
«Miss Ku —dije yo—. ¡Qué olor tan raro! En cierto
modo me recuerda las viñas francesas; sin embargo, es
u n olor distin to . » « D e s d e l u e g o q u e l o e s — d i j o m i s s

174
Ku—. Esto es una fábrica de bebidas. El grano que po-
dría alimentar a gente hambrienta lo prensan para hacer
un tipo de bebidas que mejor sería que la gente no las
bebiera. Ahora pasamos sobre un puente ferroviario.
To dos los tre ne s qu e va n y vi e ne n d esde cua lqu ie r lug a r a
Windsor pasan por debajo de este puente.» Seguimos
conduciendo un poco y entonces se oyó un golpe tan
ruidoso que salté directa al aire. «No seas boba, Feef —
dijo miss Ku—. No es más que el ruido de un tren.» El
j e fe g i ró e l c oc he y p a ró . «E s ta mos e n c a sa , F e e f » , dijo
Ma. Nos llevaron en brazos a miss Ku y a mí a través
d e l c a m i n o c u b i e r t o d e n i e v e y l a p u e r t a p r i n c i p a l hasta
llegar escaleras arriba.
Sentíamos un olor a barniz fresco y jabón. Yo hu smeé
e l s u e l o y d e c i d í q u e l o h a b í a n e nc e r a d o m u y b i e n h a c ía
poco. «No te preocupes de esto —dijo miss Ku—. Ya
mi ra rás e l suel o lue go . Vo y a ll eva rte po r toda s la s h abi-
t a c i o ne s y d e s c ri b i rt e e l l u ga r . Es tá a te n ta p o rq u e te n e -
mos algunos muebles nuevos.» «¡Sheelagh! —gritó el
jefe—. Vamos a devolver las llaves al propietario, no
t a r d a re mo s . » E l j e f e y M a s a l i e r o n , l e s o í b a j a r l a s e s c a -
leras, entrar en el coche e irse. «Bueno, ahora ven con-
migo», dijo miss Ku.
Fuimos por todo el apartamento, mientras miss Ku
iba señalándome los obstáculos y las posiciones de las
sillas.
Luego salimos a la parte trasera del porche. «Abre,
por favor», gritó miss Ku. «¿Quieres salir, Ku? —pre-
guntó Buttercup—. Bueno, abriré la puerta.» Cruzó la
cocina y abrió la puerta. Una ráfaga de aíre frío entró
dentro y nosotras salimos fuera. «Aquí —dijo miss Ku-
e s t á e l p o r c h e s u p e r i o r . Ta p a d o p o r t r e s l a d o s y p r o n t o
será el Salón de los Monos. Lo calentarán. ¡Brrr! Vámo-
nos, hace demasiado frío aquí.» Nos dirigimos a la
cocina y Buttercup cerró la puerta del porche con un
suspiro
175
de alivio y otro suspiro por los gatos tontos que dearn.
bulan, según ella, sin rumbo.
« A qu í es tá la h ab i tac ió n qu e co mpa rt i rás co n e l je fe.
Da a la vía del tren, al río de Detroit y a la ciudad de
D e t ro i t . En v e r a no , s e gú n me h a n d i c h o , b a rc o s d e to d o
el mundo pasan por delante de esta ventana. Veremos.
Veremos.» Miss Ku estaba en su elemento describiendo
la vista. «Un poco a nuestra izquierda, está el lugar
donde unos hombres cavaron un hoyo debajo del río e
hi ci e ron un a ca rre te ra qu e va a lo s Es tados Unidos ; más a
la izquierda está el Puente Embajador. El jefe dice que
la palabra Detroit es una corrupción del francés de
«derecha», supongo que tú lo sabrás, Feef.» De re-
pente miss Ku viró en redondo tan aprisa que su cola
me rozó la cara. «¡Caramba! —exclamó ella— un tipo
h o r r i b l e m e e s t á m i r a n d o , a d e m á s l l e v a u n a c a r te ra q u e
parece oficial.»
E s a no c he d o rm i m o s i n te r ru m p i d a m e n t e , m u y e s to r-
bados por el ruido y golpes de los trenes al pasar delante
de nuestras ventanas. Por la mañana Ma bajó los pel-
daños para recoger la leche. Volvió con la leche y una
carta que le pasó al jefe. «Qué es esto?», preguntó él.
«No lo sé —dijo Ma—, estaba en el buzón.» Se oyó el
ruido de un sobre al ser rasgado y abierto y luego silen-
cio mientras el jefe leía. «¡Por Dios! —exclamó éste—.
¿Es que no hay límite a las tonterías de los oficiales
canadienses? Escucha esto. Es una carta del Departamento
de Producción Nacional. Empieza:
Muy señor mío:

I n fo rm ac ión re cib ida po r e sta o f ic in a i ndi ca que


e s tá us ted pag a ndo al qui le r a un ex tranje ro no
r e s i d e n te e n C a n a d á y q u e n o ha p a g a d o l o s
impuestos requeridos. Como no ha pagado dí-

176
c ho s i m p u e s to s d e s d e e l 1 de ma y o d e 1959, s e
le pide que en el próximo alquiler envíe el sufi-
ciente dinero para cubrir la cantidad que debe-
ría haber sido pagada.
Si no cumple pagando dicho impuesto re-
querido por el Acta de Impuestos, será penali-
zado de acuerdo con...

«¿Ves? —dijo el jefe—. Llegamos aquí ayer y ya


recibimos amenazas. Ojalá pudiéramos despertarnos como
una pesadilla y encontrarnos otra vez en la vieja y que-
ri da Irla nda . ¿Po r qu é es tos i n madu ros canad ie nse s no s
amenazan e importunan de ese modo? Creo que voy a
llevar todo este asunto a oficiales de Ottawa.»
Miss Ku me dijo con un movimiento de cabeza:
«¿Ves, Feef?, como te dije, ese hombre horrible de ayer
e r a u n e sp í a d e i mp ues to s . Le v i .» E scu c hamo s m ie nt ras
el jefe seguía hablando de ello. «No comprendo este
país, me amenazan con deportarme en la primera carta
q u e m e e n v í a n. En v e z d e p e d i rme q u e v a y a a l a O fi c i na
de Salu d Nacional, me amenazm si no voy. Ahora el mis-
mísimo día de mudarnos, nos amenazan con todo tipo
de penalidades. La gente de este país no tiene la sufi-
ciente cabeza para comprender que los días del Salvaje
Oeste se acabaron.» «El jefe se está poniendo salvaje
—s u s u r ró m i s s Ku — , d e b e rí a m o s e s c o nd e r n o s d e b a j o d e
la cama.»
Los dí as iba n pas ando tra nqu i lam ent e . Gradu al me n te
nos acostumbramos a los ruidos de los trenes. El jefe
a r mó u n j al eo t e r r ib le a ce rc a d e l as c a r tas a m e na z a n tes , y
re cib ió ex cusas d e lo s emp leado s de I mpues to s Lo ca les y
ta mbién de l gobie rno de O ttawa. Apa reció una no ta en
l o s p e r i ó d i c o s h a b l a n d o d e l o s o f i c i a l e s c a n a d i e n s e s que
trataban de intimidar a los recién llegados. El tiempo fue
volviéndose más cálido y miss Ku y yo podíamos sen-

177
t a mos fue ra e n- el b al có n y ju g a r e n e l ja rd ín de ab ajo .
Un a ma ña na , e l j e fe vo lv ió de la O f ic in a de Co rreos d e
W a lke rv i ll e con b as ta nte s cart a s , como s iemp re , p e ro ese
d ía , e n p a r ti cu la r , t ra jo un a ca r t a muy bon i ta d e la
s eño ra O 'G rady . « La en cue ntro a fal ta r —dij o Ma—, O ja lá
p ud ie ra v en i r a v e rno s .» E l je f e se qu edó qu ie to d u ra n te
u n r a to : « E ra u na b u e na a mi g a , ¿po r qu é n o le d ic es que
v en ga ? » . Ma y Butte rcup a ll í se n tad as se qued a ron e n
s i le nc io y so rp re nd idas . «A l fi na l , e l je fe h a pe rd ido la
c abe za —susu rró mi ss Ku —. Es to es lo que l e ha hec ho el
Ca nad á .» «Rab —d ijo e l je fe— , ¿po r qué no l e es cribe s a
l a se ño ra O 'G rad y i nv i tá ndola a ve ni r ? D ile que s i v ie ne
e l m es p ró x imo e s ta rá aqu í a l m is mo t iemp o q u e la re i na
de I n glaterra . Fíjate en es to , la re i na de I n glate rra y la
s eño ra O'G rady de I rl an da a quí a l mismo tie mpo . D i le
qu e la re ina c ru za rá el río aqu í , del ante de no so tros .
D íse lo , po r todos los sa n tos , que te ngamo s respu es ta
p ro nto .»

Mi ss Ku co n h umo r a l go i nco ns ci ente di jo : «Bue no ,


Fee f, aho ra qu e fina lm ente n os hemos lib rado d e los
mo nos , t end r em o s a la se ño ra O 'G rad y» . Tod o s qu e r íam o s
mu cho a la se ño ra O'G rady y l a te níamo s co mo una
a mi ga d e ve rdad . Yo r eí y d ij e a m iss Ku qu e p a re cía
te ne r e l mismo con cep to de V e O'G que de lo s mo nos .
Mi ss Ku , co n su humo r d e co s tumb re , lo gi ró con tra mí
d ic ie nd o : « To nt e r ía s , F ee f , todo e l mu ndo apa r t e de ti
s abe qu e despu é s de las to rm entas v ie ne e l so l b ril la nte .
La s eño ra O'Grad y e s el sol de spués d e la to rme nta de
mo nos . » Lo s mo nos hab ía n s ido «u na to rm enta» , e s taba
co mpl e tam ente de a cue rdo . Poco de spués de ins ta la rnos
e n la c asa junto a l río , el señ o r ca rp i nte ro hol and és lle gó
co n u na cam ion e ta y u na j aul a . «Q ui e ro t rae r a m i mu j e r
p a r a qu e ve a a los mo nos , ¿ p ued o ?» , d i jo é l . Bu t t e rcu p ,
l a r ei na d e lo s m o no s , d i jo s í, q u e pod í a t rae r a su mu j e r
pa ra ve r a lo s mo nos cu a ndo s e hu b ie ran ins ta -

178
lado. El señor carpintero holandés y el hijo del señor
carpintero holandés llevaron todas las piezas y trabajaron
con todas sus fuerzas, bueno no demasiadas fuerzas para
juntar todas esas piezas. Luego se frotaron las manos, se
quedaron de pie a un lado y esperaron los dólares. Con
esto arreglado se fueron después de haberse asegurado
d e q u e l a s e ño r a d e l c a r p i n t e r o h o l a n d é s s e r í a i n v i t a d a
al Salón de los Monos. Creo que al día siguiente llega-
r o n d o s mo nos e n u na g ran c es ta , c la ro es t á . Bu t te r cu p,
e x c i t a d a p o r v e rl o s , c o n p o c a c a u te l a , a b ri ó l a t a p a u na
f r a c c i ó n d e m a s i a d o . « O h h — c h i l l ó m i s s K u — . Tí r a t e
debajo la cama, Feef, monos salvajes andan sueltos.» Nos
zambullimos debajo de la cama para no estar en medio
del paso, ní impedir la caza de los monos. El jefe, Ma y
Buttercup corrían por todas las habitaciones, cerrando
puertas y ventanas. Durante un rato fue la locura. Pa-
re cí a qu e hubi e ra o rdas de mo nos hac ie ndo ca rre ras por
ahí. Miss Ku dijo: «Me quedaré cerca de la pared, Feef, y
a s í e s t a r é a s a l v o p a r a a g a r r a r t e y t i r a r t e h a c i a a t r á s si
un mono viene por ti».
Finalmente cogieron a un mono y lo metieron en la
jaula y luego, después de mucha lucha, el segundo. La
familia se sentó y se secaron el sudor de sus frentes.
Pronto se levantó Buttercup y se transformó en una
mujer del cuerpo sanitario corriendo por la casa y sa-
cando las huellas de monos distribuidas en gran profusión
por todas partes. Como dijo miss Ku sabiamente: «¡Ca-
ramba! Menos mal que esos seres no vuelan, Feef!». El
jefe y Ma fueron recorriéndolo todo también, poniendo
las cosas en orden y ayudando a dejar el lugar en su
estado pre-mono.
El experimento monos no fue un éxito. El ruido,
el olor, la conmoción general que causaban esas criaturas
e r a d e m a s i a d o . U n l l a n t o f r e n é t i c o f u e dirigido al hombre
llamado Heddy. «Sí —acordó— estos salvajes monos

179
de los bosques sudamericanos no eran realmente apro-
piados para casas privadas sino para zoológicos.» Se
l l e v a r í a a l o s m o n o s y d e j a rí a q u e d a r n o s c o n u no d o m e s -
ticado, uno que había crecido en cautividad y por lo
tanto apropiado para las casas. Una pálida y agitada fa-
milia dijo: «¡No! —al unísono—, simplemente, llévese a
éstos. Llévese también la jaula, es de una buena me-
d id a » . As í p u e s , d os mono s y u na jau la mu y g ra nde e s pe -
cialmente construida para ellos se fueron por el mismo
camino por donde vinieron. Ahora miss Ku y yo pa-
seábamos por la casa con más confianza, no constante-
m en t e p e nd ie nte s d e los mon o s que pod ían h ab e r se e sca -
pado. Cuando hubo desaparecido el olor y después de
que hubieron limpiado a conciencia varias veces el por-
che, pasábamos mucho tiempo allí. Era un lugar agra-
dable, donde brillaba el sol sobre nosotros por las ma-
ñanas y desde donde podíamos oler las flores que cre-
c ía n en l o s jar d ines ce rc anos . Nos r eí amos mu c ho de los
monos pero sólo en retrospectiva, sólo en retrospec-
tiva.
Nuestra alegría por la marcha de los monos pronto
se hizo mayor con una carta de la señora O'Grady. Sí,
v end ría , es c rib ió . Su ma rido es taba muy co n te nto de que
t u v i e ra u n a o p o rt u n i d a d s e m e j a n te d e v i a j a r. « ¿ A q u é s e
dedicaba él?», le susurré a miss Ku. «Era un hombre
muy importante —me susurró ella—. Era la voz de un
barco y solía hablar para que todo el mundo le oyese.
Entonces le llamaban "chispas".» Miss Ku pensó por un
momento y luego añadió: «Creo que tenía algo que ver
c o n l a r a d i o , s í , d e b í a s e r a s í ; a h o ra p a re c e s e r que ha c e
toda la electricidad para Dublín». «¿Tienen familia, miss
Ku?», pregunté yo. «Sí, claro —replicó ella—. Tienen
una gatita niña, llamada Doris, también vendrá, y el
señor perro Samuel que vigila la casa. Es casi tan viejo
como tú, Feef.»

180
Las semanas fu eron pasando. Una mañana el jefe nos
l l a mó a m i s s Ku y a mí y no s d i j o : « B u e n o , g a ta s , l a s e -
man a p róx ima h ab rá mu cho tra ba jo y ruido . La re ina de
I ng l a te rr a v i e n e a W i n d s o r, h a b rá n b a nd a s d e m ú s i c a y
fuegos artificiales; la señora O'Grady y Doris llegarán
hoy. Tú, Ku, tienes que cuidar de Feef. Yo te hago res-
p o ns a b l e d e q u e F e e f e s té fu e ra d e p e l i g ro » . « O . K . , j e f e ,
O.K. —dijo miss Ku—. ¿No la cuido siempre como si
fuera mi propia tatarabuela?» Había muchos prepara-
tivos; Ma y Buttercup utilizaban cera extra para la casa, el
j e fe y noso tras u ti li záb amos e ne rgía ex tra i ntent ando n o
e s t a r e n m e d i o p a r a i m p e d i r q u e n o s b a r r i e r a n . « V a mos
a l á ti co —di jo m is s Ku f i na lm ent e— . Es t as mu je res c o n s u
l i m p i e z a h a c e n q u e e l l u g a r s e a p e l i g r o s o p a r a vivir.»
El tiempo era caluroso, terriblemente caluroso. Miss
Ku y y o e nc o n t r á b a m o s d i f í c i l i n c l u s o re s p i ra r . D e l m i s -
mo modo que nuestro primer invierno en Canadá fue
excepcionalmente frío, también ésta, la estación del calor
e ra excepcionalmente calurosa. Como dijo miss Ku:
« ¡C a ramb a , F ee f! , no se pu ede com e r nada c rudo aho ra,
todo se cuece con esta temperatura». Ma había ido a
Montreal el día antes para poder volar de vuelta con la
s e ñ o r a O ' G ra d y . H a c i a l a u n a d e l d í a d e l l e ga d a , e l j e f e
sacó el gran coche y se fue al aeropuerto de Windsor.
Buttercup deambulaba por ahí e iba mirando por la
v en t an a tod o e l r a to . M iss K u d ijo qu e hab ía muc ho que
v e r. D en tro d e pocos d ía s hab ría des f i les , ba nda s y a e ro-
planos volando por encima. No en honor de la señora
O'Grady, aclaró miss Ku, sino de la reina inglesa que
estaba en el distrito. Habría espectáculos de fuegos artifi-
ciales, lo que sabía que significaban grandes explosiones.
Pe ro a ho ra e s táb amos e s p e r a n d o a n u e s t r a b u e n a a m i g a
la señora O'Grady.
Miss Ku y yo estábamos tomando una comida ligera

181
para fortalecernos. Buttercup miraba por la ventana. De
r ep en t e d ijo : «¡ A h ! , aqu í es tán » ( lo d i jo en i n g lés , y a q ue
no hablaba gato) y entonces corrió escaleras abajo para
ab ri r la pue rta . « Tú n o te me tas en me dio d el pa so, F eef
—dijo miss Ku—. La joven hija gatita tal vez sea algo
patosa con los pies.» «Todos los humanos lo son», dijo
con un pensamiento retardado. «Tú quédate cerca de
mí y yo haré que no te pase nada.»
H a b í a u na g ra n c o nm o c i ó n e n l a e s c a l e ra , c ha rl a s y
risas y el ruido de maletas al ser depositadas con estruen-
do en el suelo. «¡Caramba! —dijo miss Ku— la pobre
Ve O'G tan acalorada como un pedazo de bacon recién
f r i to . E s p e r o q u e s o b re v i v a .» F i n a l m e n t e l l e ga ro n a r r i b a
d e l a e s c a l e r a y l a s e ñ o r a O ' G ra d y s e d e j ó c a e r s o b r e l a
s i l l a m á s c e rc a n a . C u a n d o s e hu b o re c u p e ra d o u n p o c o
Ma dijo: «Sal al balcón, tal vez se esté más fresco»
Todos nos dirigimos allí y nos sentamos. Durante un rato
se habló de Irlanda, un tema muy querido por el jefe y
M a . Lu e g o e mp e za ro n a h a b l a r d e l a re i n a i ng l e s a , u n
t e m a a ma d o po r B u t t e r c u p , p e ro q u e d e j a b a f r í o a l j e f e .
Miss Ku dijo: «Si quieres hablar de reinas, nosotras
somos las mejores reinas que jamás conocerás». La se-
ño ra O ' G ra d y p a re c í a má s y m á s a c a l o r a da . F i na l m e n te
s e re ti ró al p iso de aba jo don de se re fres có con l a me jo r
agua de Windsor y a su debido tiempo volvió algo más
fresca. Ma se había preocupado de que la señora O'Grady e
hija se instalaran en un buen hotel, el Metropole, y des-
pués de mirar durante un buen rato las luces de D etroit,
e l j e fe y Ma l a s l l e v a ro n a l ho te l . M i s s Ku fu e p a r a e ns e -
ñ a rle e l ca m i no al je fe y d e ci r l e p o r d ó nd e co nd u c i r. Su -
pongo que sería una media hora más tarde cuando el
jefe, Ma y miss Ku volvieron y todos nos fuimos a la
cama para descansar y estar preparados para el día si-
guiente.
Por la mañana Ma dijo: «Las recogeremos después

182
de desayunar cuando vayamos por el correo. Creo que
deberíamos llevarlas a dar una vuelta en coche por W ind-
sor para que vean el lugar». Tomamos el desayuno y en-
tonces miss Ku y yo ayudamos al jefe a vestirse. Está
muy enfermo, sabéis, y ha soportado lo bastante como
para acabar con cualquiera. Ahora tiene que descansar
mucho y cuidarse. Miss Ku y yo hemos dedicado nues-
tra s v ida s a cu ida rle . P ro n to él y Ma ba jaro n po r l a e sca -
lera trasera y cruzaron el jardín hasta el garaje. Nuestra
p r o p i e t a r i a v i v í a e n D e t r o i t , p e r o e n W i n d s o r s u s a s u n tos
estaban bien vigilados por su prima, una señora mu y
agradable que siempre nos hablaba muy educadamente a
miss Ku y a mí. A todos nos gustaba mucho. Nuestro
c o c h e e ra d e m a s i a d o g ra n d e p a ra e n tr a r e n e l g a ra j e de
nuestra casa, así que la prima de nuestra propietaria nos
dejaba tener el coche en su garaje que era muy grande
de sde lu ego . Sí , e ra una muj e r mu y ag radab le y hab laba
mucho con nosotras. Recuerdo qu e un día nos contó que
en vida de su padre todos los que llegaban aquí traba-
jaban con escopetas al lado debido a la auténtica ame-
naza de ataques indios. Su padre, nos dijo, llevaba al
g a n a d o v a c u no a b e b e r e n e l rí o d o n d e ha b í a n a ho ra l a s
vías de tren. Tenía otra casa a unas millas de Windsor
que era una verdadera cabina de leños, construida con
leña de nogal. Miss Ku fue a verla una vez y se quedó
mu y i mp re s i o n a d a p o r l a s e x t ra ñ a s c r i a tu ra s q u e v i v í a n
debajo de los peldaños. «¡Saltamontes gloriosos! —dijo
miss Ku—, tardan mucho.» Pensamos que era una pér-
d i d a d e ti e mpo s e n ta r no s y e s p e ra r , a s í e s q u e s u b i m o s
al ático y nos hicimos la manicura con la ayuda de las
vigas y tomamos un refrescante baño de polvo. Desde
la repisa más alta de la casa, miss Ku miró hacia abajo a
la calle unos cuarenta y cinco pies debajo. «Han lle-
g a d o » , g r i t ó y s a l tó á g i l m e n t e a l s u e l o d e l á ti c o . C o r ri e n do
por las escaleras llegamos justo a tiempo de decirles

183
hola al entrar. El jefe me cogió sobre su hombro y me
subió arriba. Miss Ku corría delante llamando a Butter-
cup para que viniera y dijera «buenos días, visitantes».
« Fu imos a v e r lo s bu qu es de gu e rra b ri táni cos —d ijo
el jefe—, están amarrados en el parque Dieppe. Tam-
bién dimos una vuelta por la ciudad. Ahora la señora
O'Grady quiere sentarse y recuperarse del calor.» Cogi-
mos sillas y las llevamos al balcón. La señora O'Grady
estaba desde luego muy interesada en la vista del río,
con barcos procedentes de todas partes del mundo pa-
s ando po r de la nte de su s o jos . El j e fe h ab ló d e u na ru ta
marítima diciendo que era por esa razón que había tan-
tos ba rco s . No l o ent end í e n a bso lu to y m is s Ku fue muy
vaga, pero parece que los humanos habían cavado un
hoyo para que el agua de los grandes lagos pasara más
de p risa al ma r. C omo qu e a l gunas c iudade s ame ric an as
cogían demasiada agua colocaron compuertas y unos cana-
d i e ns e s t e n í a n l a s l l a v e s . Te n í a n q u e a b r i r l a s c o mp u e r-
tas y dejar salir a lgo de agua p a ra que pud iera p asa r un
ba rco , ento nc es c e rraba n la co mpuerta de a trás y ab rían
otra vez la de delante. Todo era muy misterioso para
miss Ku y para mí, pero el jefe lo sabía todo sobre esto y
s e l o c o n t ó a l a s e ñ o r a O ' G r a d y q u e p a r e c í a e n t e n d e r de
lo que se trataba.
Pasaron unos cuantos días en los que la familia lle-
vaba a la señora O'Grady a contemplar las vistas. A mí
me p a re c í a q u e e ra u na p é rd i d a d e t i e mp o , y a q u e c o mo
de cí a mi ss Ku és tas pa saban po r d el ante de nues tra ven-
tana. « ¡Eh, Feef! —exclamaba—. Mira a esa mujer,
¿verdad que es una buena vista?» Había mucha activi-
d a d d e l a nt e d e n u e s t ra c a s a , ha b í a n ho mb re s c o l o c a n d o
a d o rno s y p a p e l e ra s . P e q u e ño s b o te s c o n e n c a rg a d o s d el
trabajo pasaban rugiendo por el agua gritando para de-
mostrar su importancia. Las muchedumbres venían y
se sentaban sobre las vías de tren, mirando al otro
lado del
184
a gu a y c a n t i d a d e s d e c o c h e s p a r a d o s e n t o r p e c í a n l a c i r -
culación por las carreteras. La familia se sentaba en el
balcón. El jefe hizo muchas fotografías y ese día tenía
una cosa con tres patas con una máquina encima. Sobre
l a máqu i na hab ía lo qu e miss Ku ll amó u n te l e fo to , suf i-
cientemente potente como para fotografiar un gato en De-
troit. La señora O'Grady se movía impaciente en su silla.
«¡Mirad! —exclamó muy excitada—. Toda la orilla
estadounidense americana está alineada con chaquetas ro-
jas de la guardia montada.» Miss Ku se aguantó la risa
mientras el jefe replicaba: «No, señora O'Grady no son
la guardia montada, es un tren cargado de tractores rojos
que han sido exportados de Canadá». Como dijo miss Ku,
parecían tro p a s c o n c ha q u e ta s ro j a s , a s í q u e c u a l q u i e ra
podía ser disculpado por tan inocente equivocación.
Se acercaban más barcos por el río. El ruido de la
muchedumbre se ahogó temporalmente, luego un gran
bla, bla, bla, y grandes gritos de júbilo. «Allí está —dijo
Ma— sola de pie sobre la cubierta trasera.» «Y allí está
e l p rí nc ipe —di jo Bu t te r cu p— , m ás a l ce ntr o de l b a rco . »
«Tomé una bonita foto de ese helicóptero —dijo el
j e fe —. Un homb re es tab a asom ado a la v enta n il la y fo to-
g ra f i a b a a l o s b a rc o s d e b a j o . S e rá u n a b u e n a fo to .» Lo s
barcos fueron alejándose río arriba y al desaparecer el
ú l ti mo b aj el de la v is ta , se vo lv ie ro n a p on e r e n ma r ch a
los coches. La muchedumbre se dispersó, y como dijo
miss Ku todo lo que quedó para recordarlo fue media
tonelada de basura. Otra vez volvieron los ferríes de
trenes a cruzar y cruzar el río y los trenes tronaban y
u l u l a b a n a l o l a r g o d e l a s v í a s d e l a n te d e n u e s t r a s v e n -
tanas.
M i e n t ra s h a b í a t o d a v í a l u z , a r r a s t r a r o n a l g u n a s b a r -
c az as hac ia e l c en t ro d e l r ío y la s de ja ro n sob r e el agu a
allí donde Canadá se volvía Estados Unidos y Estados
Unidos se volvía Canadá. Parece que si los fuegos arti-

185
fidales salían desde esta posición, ambos países y no
uno solo serían responsables por los daños que pudieran
c a u s a r s e . O tr a v e z s e j u n t ó e l g e n tí o t r a y e nd o c o n e l l o s
comida y bebida, sobre todo lo último. Todos los trenes
pararon y alguien debió decir a los barcos que no podían
ír más lejos. Finalmente llegó la hora de los fuegos arti-
f i c i a l e s . N o o c u rr i ó n a d a . P as ó m á s t i e m p o y to d a v í a no
p a s a b a na d a . U n ho mb re gr i t ó q u e u na d e l a s p i e z a s de
los juegos artificiales había caído al agua. Finalmente
se oyeron unos cuantos petardos ni suficientemente altos
para asustar a un gatito recién nacido y miss Ku dijo
que habían unas luces extrañas en el cielo. Y entonces
se acabó todo. El jefe y Ma dijeron que ya era hora de
llevar a la señora O'Grady al hotel. Ma dijo: «Toma-
remos un taxi, nunca podremos sacar el coche del garaje
con una multitud semejante». Llamó a la compañía de
taxis y le dijeron que todos los taxis estaban parados en
embotellamientos de tráfico. «Había un millón de per-
sonas o más delante del río —le dijeron— y el tráfico
es como un bloque sólido.» El jefe sacó el coche y él,
Ma y la señora O'Grady desaparecieron entre la multi-
tud. Más de un hora después volvieron Ma y el jefe y
dijeron que habían tardado una hora para hacer dos
millas.
Al día siguiente el jefe y Ma llevaron a la señora
O'Grady a ver Detroit, condujeron mucho y luego vol-
vieron a miss Ku y a mí. La señora O'Grady dijo que
quería hacer algunas compras allí, así que ella, Ma y
Buttercup se fueron juntas, dejándonos a miss Ku y a
mí cuidando del jefe. Ésa fue una semana muy llena,
muy ocupada como si fuesen dos o tres semanas de cosas
p a ra v e r c o mp rim id as e n u n a. Muy pronto los de los
aviones tuvieron que fletar un avión de vuelta a
Irlanda, a Shannon, desde donde habíamos salido
nosotros.
El jefe y Ma llevaron a la señora O'Grady e hija al
186
aeropuerto de Windsor. Como oímos que le decía Ma a
B u t te rc u p m á s ta rd e , e s p e ra ro n h a s ta q u e e l a v i ó n d e s -
pegó. Los O'Grady comenzaban un viaje de vuelta a
I rl a n d a qu e no so tro s hu b i é r a mo s d e s e a d o p o d e r ha ce r.
El jefe había probado duramente encontrar trabajo en
Windsor o en Canadá. No le importaba ir a cualquier
sitio en el campo. Lo único que le ofrecieron una vez
fue trabajar como jornalero y esto es demasiado tonto
p a ra d e s c r i b i rl o . C a na d á , e st a m o s to d o s d e a c u e rd o , e s
un país de lo menos civilizado y todos vivimos para ver
el día en que podamos dejarlo. De todos modos este
l i b ro no e s u n t r a t a d o d e l o s d e fe c to s d e l C a na d á ; e s to ,
de todas formas, llenaría una biblioteca entera.
Miss Ku y yo podíamos salir a menudo al jardín
ahora, nunca solas, claro, ya qu e habían muchos perros
en el distrito. Los gatos siameses no tememos a los
perros, pero los humanos sí tienen miedo de lo que
nosotros podamos hacerles a los perros. Es bien sabido,
q u e s e no s ha v i s to s a l ta r s o b re l a e s p a l d a d e u n p e r ro
que nos ataca, clavar las pezuñas y montar como un
hu ma no monta un c aba llo . A pa renteme nte e s tab a p e rmi -
tido que los humanos se ataran púas de hierro en los
talones y arrancasen los costados de un caballo con ellas,
p e ro s i no s o t ro s c l a v á b a mo s l a s p e z u ñ a s a u n p e r ro e n
defensa propia, se nos llamaba salvajes.
Esa tarde se estaba muy bien. Estábamos juntas de-
bajo de la silla del jefe —es muy grande; para sus doscien-
tas veinticinco libras necesita una gran silla— cuando todo
un grupo de coches pasó por nuestro lado haciendo sonar
sus estridentes bocinas. Nunca me había preocupado antes
p o r e s to , p u e s p e ns a b a q u e s i m p l e m e n te e r a n c a n a d i e n -
ses, con lo que no hacía falta que las cosas que hicieran
t u v i e ra n s e n ti d o a l g u no . S e m e o c u r ri ó d e c i r: « M i s s K u ,
me pregunto por qué hacen todo este ruido». Miss Ku era
muy erudita y al no ser ciega me llevaba una gran

187
ventaja. «Te lo diré, Feef —replicó—. Aquí cuando un
Tom y una reina humanos se casan, ponen cintas en sus
coches y conducen en procesión haciendo sonar las boci-
nas todo el rato. Supongo que significa: "Vigilad, un gru-
po de locos se acerca".» Se sentó más cómodamente y
a ñad ió : « Y cuando u n hu man o mue re y se lo ll eva n pa ra
e c h a rl o e n u n a g u j e ro e n l a t i e r ra , to d o s l o s c o c he s d e l
funeral dejan sus luces encendidas y llevan banderas
a zu les y b la nca s qu e pon en "f u ne ra l " vo lando a l lado d e
los coches. Tienen derecho a pasar en el tráfico y no
ti e ne n qu e pa ra r en los s emáfo ros » . « Es to es muy inte re-

sante, miss Ku, muy interesante», dije yo.


Miss Ku mordió una brizna de hierba unos instantes y
luego dijo: «Podría contarte muchas cosas sobre Ca-
nadá. Aquí, por ejemplo, cuando un humano muere se lo
llevan a una casa de funerales, lo arreglan, embalsamar lo
llaman, le pintan la cara y lo muestran en sus ataúdes o
cajas como las llaman aquí. Entonces unas personas les
ofrecen los últimos respetos: A veces ponen el cuerpo
medio sentado en la caja. El jefe dice que estas casas
de fu nerales son los mayores negocios que se han hecho
nunca. También cuando la gente va a casarse sus amigos
los duchan». Miss Ku paró y rió a carcajadas. «Cuando
oí esto por primera vez, Feef —rió—, pensé que los
amigos les daban un baño, sabes, una ducha. Pero no,
significa que los duchan con regalos. Sobre todo con
cosas que no quieren o cosas que todo el mundo les da.

¿ Que hac e una nov ia con med ia do ce na de col ado res d e


c a fé » Susp i ró . « E s un pa ís d e lo cos r ea lme n te » , d i jo . « Lo
mismo con los niños. No les hacen nada a los queridos
ni ñ i tos , no les ri ñe n, ti en en gu a rdi as espe ci al es que les
ayudan a cruzar la calle. Los tratan como si no tuvieran
c e reb ro p ropio, lo cu al e s tá b ie n, p e ro el p rob lema l le ga
cuando dejen el colegio, estarán solos. Nadie les cu idará
entonces. En estas partes, Feef, existe la insana costura-

188
b re de cu ida r de mas iado al g a ti to huma no. N u nc a h ace n
nada malo. Malo para ellos, Feef, malo para el país.
Deberían poner disciplina o años más tarde caerán en
el crimen por haber sido tratados demasiado su avemente
cuando eran jóvenes. Los niños de aquí son rastreros y
gamb e rros , ¡ba h !» Yo a se n tí co n si mpa tía . Mi ss Ku tenía
razón. Mima demasiado a un gatito y construye los ci-
m i e n to s p a ra u n a d u l to i ns a ti s f e c ho . E l j e f e s e l e v a ntó .
«Si vosotras, gatas, queréis quedaros aquí más rato
—d i jo-- yo i ré a rriba a busca r la máqu i na de fo to g ra fia r.
Qu iero fotografiar estas rosas.» El jefe era un gran amant e
de la fotografía y tenía una maravillosa colección de
f o to s d e c o l o r. D i o l a v u e l ta y s u b i ó e n b u s c a d e s u b u e na
máquina japonesa Topcon. «Psss», susurró al gato del o tro

l ado de la ca l le , «Psss, ten go a lgo que deci ros , l ady K u ' e i


s i v i e n e s u n m o m e n t o a l a c e r c a » . M i s s K u s e l e v an tó y
fue pa seá ndose tra nqu i lam ent e has ta e l ce rcado m e t á l i c o
al lado del jardín. Ella y el gato del otro lado de la calle
h a b l a ro n e n s u s u r ro s d u ra n te u n ra to , l u e g o m i s s K u
v o l v i ó y s e s e n t ó j u n t o a m í o t r a v e z . « S ó l o quería
darme lecciones en el último argot americano —dij o e l l a — .
Nada importante.» El jefe salió con su cámara para
fotografiar las flores. Miss Ku y yo nos retiramos debajo
de unos a rb u s to s , ya que odiábamos que se nos
f o t o g ra fi a r a . Ta m b i é n o d i á b a m o s q u e n o s m i r a s e n t u r i s -
ta s cu rioso s . Mi ss Ku te nía u n mo rti fic an te recue rdo de
una estúpida mujer canadiense metiendo sus narices por l a
v e n ta n i l l a d e l c o c h e s e ñ a l a n d o a m i s s K u y d i c i e n d o :
«¿Qué es, un mono?» Pobre miss Ku, enrojecía toda
ella cada vez que lo pensaba.
Esa noche, al ser sábado, había demasiada gente fuera.
Había una especie de fiesta en una casa de bebidas un
poco más arriba de la calle. Los coches iban rugiendo
p o r a h í y s e o í a n m u c ho s g r i to s y d i s c u s i o ne s m i e n t ra s
los hombres regateaban con mujeres que esperaban en

189
la calle. Nosotros nos fuimos a la cáma, Buttercup se
quedó en una habitación lateral de la casa donde tenía
fotos de monos y gatitos humanos y la estatua de un
b u l l d o g l l a ma d o C he s te r . Ma y m i s s Ku te n í a n u n a ha b i -
t a c i ó n q u e d a b a a l a p a r te d e l a n te ra d e l a c a s a y e l j e fe
y yo dormíamos en otra habitación que daba delante
t a m b i é n , d e c a r a a D e t r o i t y a l r í o . P r o n t o o í e l cl ic d e l
i n t e r r u p t o r a l c e r ra r e l j e f e l a l u z y e l c ru j i r d e l a c a m a
al meterse en ella. Yo me quedé sentada un rato sobre la
ancha repisa de la ventana, recogiendo los sonidos de
la noche y pensando. ¿Pensando? ¿Qué estaba pensando?
Bueno, estaba comparando el duro pasado con el agra-
d a b l e p re s e n te y p e n s a nd o q u e , c o mo m e h a b í a d i c ho e l
v i e j o m a n za no , a ho ra t e n í a u n h o g a r , e ra a m a d a y v i v í a
e n p a z y fe l i c i d a d . A h o ra , p o rq u e s a b í a q u e p o d í a ha c e r
lo que quisiera o ir a cualquier parte de la casa, ponía
un cuidado particular en no hacer nada que hubiera
p o d i d o o f e nd e r a l a i nc l u s o l e j a na ma d a m e D i p l o ma t e n
Francia. Recuerdo el lema del jefe: «Haz lo que te gus-
taría que te hiciesen a ti». Una cálida ráfaga de felicidad
m e e m b a r g a b a . El j e f e re s p i r a b a s u a v e m e n te y c ru c é l a
habitación yendo hasta su cama para asegurarme de que
estaba bien. Me enrosqué sobre su cama y caí dormida.
De repente me desperté por completo. La noche
estaba silenciosa excepto por un ruido lejano como de
raspar. ¿Una rata? Escuché durante un rato. El raspar
continuaba. Luego se oyó el ru ido sordo como de madera
a l a s ti ll a rse . S a l té s il encio sa me n te de la c ama c ru zando
l a ha b i ta c i ó n e n b u s c a d e m i s s K u . É s ta e n t ró e n a q u e l
momento en la habitación: «Tengo noticias para ti, mejor
será que te lo creas. Me enteré de ello hoy por el gato
d e l o t r o l a d o d e l a c a l l e . H a y u n l ad r ó n a b a j o , ¿ v a m o s
a cortarle el cuello?» Yo pensé durante un rato, los
gatos siameses hacen cosas por el estilo en defensa de
su propiedad, pero luego pensé que se nos suponía

190
c iv i li zado s as í q u e d ij e : «No , c reo qu e debe ría mos avi sa r
al jefe, miss Ku». «Oh, de acuerdo, sí —exclamó ella—,
pronto le romperá las siete costillas a ese ladrón.» Yo
salté a la cama y suavemente le di al jefe unas palmaditas
en el hombro. Alargó la mano y me acarició la barbilla.
«¿Qué pasa, Feef?», preguntó. Miss Ku se encaramó de
un salto y se sentó sobre su pecho: «Eh, jefe, hay un
ladrón abajo. Dale una buena tunda». El jefe escuchó
por un momento y luego silenciosamente buscó sus
zapatillas y su bata. Tras coger una potente linterna
que había ahí cerca, se arrastró sigilosamente por la
escalera con miss Ku y yo siguiéndole. Buttercup salió
de su habitación. «¿Qué pasa?», preguntó. «Shh, ladro-
nes», dijo el jefe mientras continuaba bajando. Debajo
nuestro el raspar había parado. Miss Ku gritó: «Ahí
e s t á» . O í u n o s p a s o s p e s a d o s y e l g o l p e d e l p o r t i l l o d e l
jardín. Ahora Ma y Buttercup se habían unido ya con
e l j e fe . To d o s r e g i s t ra m o s e l p i s o b a j o . U na fu e r te b ri s a
entraba por una ventana abierta. «¡Por todos los demo-
nios! —exclamó miss Ku—. El tipo ha roto el marco
de la ventana.» El jefe se vistió y salió para clavar el
m a rco d e la vent a na ro ta . No l l ama mos a la Po l ic ía . Un a
ve z a n tes u n g ru p o d e n i ñ o s ro b a ro n e l p o rt il lo t ra s e ro .
Ma llamó a la Policía y cuando finalmente llegó un poli-
c í a d i j o : « M m , t i e ne n u s te d e s s u e r te d e q u e n o s e l l e v a ran
el tejado sobre sus cabezas».
Noso tro s lo s ga to s s iam ese s te ne mos u n gra n s entido
de la responsabilidad. En el Tibet guardamos los templos y
también cuidamos a los que amamos aunque nos cueste la
vida. He aquí otra de nuestras leyendas.
H a c e c i e n to s y c i e n to s d e a ñ o s v i v í a u n v i e j o q u e e ra
el guardián de las selvas de una vieja lamasería en el
L e j a no O r i e n te . V i v í a e n l o m á s p ro fu nd o d e u n b o s q u e ,
compartiendo su cueva con una pequeña reina siamesa
que había sufrido muchas penalidades en este mundo.

191
Juntos, el viejo guardia, que era venerado como un santo,
y l a p eque ña ga ta s ia mes a pa seab an po r los ca mi nos del
bosque, ella a una respetuosa distancia detrás de él. Jun-
t o s i b a n e n b u s c a d e a ni ma l e s e n f e rmo s o h a mb ri e n to s ,
llevándoles consuelo a los afligidos y ayuda a los que
te nía n mi emb ros ro tos . Una noc he e l vi ejo gua rd iá n, que
de hecho era un monje, se retiró a su cama hecha con
ho j a s , a g o ta d o p o r u n e x c e p c i o na l d í a d e tr a b a j o . L a p e -
queña gatita se enroscó cerca suyo. Pronto estuvieron
dormidos, sin temer ningún peligro, ya que eran los
amigos de todos los animales. Incluso el salvaje jabalí y
el tigre respetaban y amaban al guardián y a la gata.
D u ra n te l as ho ra s m ás o scur a s d e l a noc he , un a s e r-
p i e n te v e ne no s a c o n ma l é v o l a i nt e n c i ó n re p tó d e n t ro d e
l a c u e v a . C e l o s a y c o n u na m a l d a d i n s a n a q u e s ó l o u na
serpiente venenosa podía mostrar, se deslizó sobre la
cama de hojas del durmiente monje y estaba a punto
de darle con las venenosas fauces. Saltando sobre sus
pies, la gata se lanzó al cuello de la serpiente distrayendo
su atención del ahora despierto monje, La batalla fue
larga y feroz con la serpiente culebreando y retorcién-
dose a lo largo y ancho de la cueva. Finalmente, casi
desplomándose de agotamiento, la gata mordió en la
espina dorsal de la serpiente que pronto quedó inmovi-
lizada por la muerte. Suavemente el monje separó a la
g a ti ta d e los mo ns truo sos pl i egu es d e la se rp ie nte mue r-
t a . L a a c u nó e n s u s b ra zo s y d i j o : « G a t i t a , h a c e y a t i e m -
po que tú y los de tu especie nos habéis cuidado a nos-
otros y a nuestros templos. Siempre tendréis un lugar
en los hogares, los fuegos y los corazones del hombre.
A partir de ahora nuestros destinos estarán unidos».
Yo pensé en todo esto mie ntra s nos d i ri gíamos todos
en tropel otra vez a nuestras habitaciones para dormir.
El jefe estiró su brazo y me tiró de las orejas cariñosa-
mente, luego se dio la vuelta y se quedó dormido.
Capítulo XI

«¡Feef!» Miss Ku subía la escalera en un gran estado


de excitación. «¡Feef! —exclamó al llegar arriba y entrar
e n la hab i tac ió n . E l v ie jo ha p e rdido el ju ic io» , mu rmuró
para sí misma mientras entraba corriendo en la cocina
en busca de algo de comer. ¿El jefe había perdido el
j ui cio ? No p o dí a e n te nde r lo qu e qu e rí a de ci r ; s ab í a qu e
había llevado a miss Ku en coche a Riverside. Ahora,
después de haber estado fuera más de una hora, miss
Ku decía que él había perdido la cabeza. Salté a la repisa
de la ve n ta na y re flex ion é sob re el lo . En e l rí o u n buqu e
hi zo so na r l a s i re na , cu ya se ña l , no s hab ía d ic ho el je fe,
quería decir: «Giro hacia el puerto».
S e o y ó e l s u a v e p a te a r d e p i e s y m i s s K u s a l tó l i g e r a
junto a mí. «Tiene una roca en la cabeza del tamaño de
la colina de Howth», dijo ella mientras se lavaba cuida-
dosamente. «Pero, miss Ku —expuse yo—. ¿Qué ha
pasado? ¿Cómo ha perdido el jefe la cabeza?» «Oh —re-
p l i c ó e l l a — . Íb a m o s c o n d u c i e nd o t a n p a c í f i c a m e n te y d e
repente al viejo se le metió una abeja en el sombrero.
Paró el coche y miró el motor. "No me gusta el ruido
que hace —dijo él—. Sé que va a ocurrir algo." Ma es-
taba allí sentada como un pato relleno sin decir nada.
Volvió a subir al coche y al arrancar dijo: "Llevaremos a
Ku a casa y luego iremos al garaje a ver qué otros
c o c h e s t i e ne n " . A s í q u e a q u í e s t o y , d e s p u é s d e h a b e r m e
echado aquí como si fuera un montón de basura mientras
ellos van placenteramente por aquí y por allá en mi
coche.» Se sentó malhumorada en el borde de la repisa
murmurando para sus adentros.
«¡Oh!», miss Ku saltó y bailó sobre la repisa de la
ventana en un ataque de excitación. «¡Caramba! —gritó,

193
con la voz haciéndosele más y más aguda—, es realmente
fantástico, muy elegante, un tremendo automóvil. Blanco y
rosa.» Yo seguí sentada y quieta, esperando a que se
c a l m a ra y m e d i j e r a l o q u e e s t a b a o c u r r i e n d o . E n a q u e l
momento oí la puerta de un coche al cerrarse y unos
segundos más tarde, el jefe y Ma subían por la escalera,
«¿coche nuevo, eh?», preguntó Buttercup. «Bueno
—pensé yo—, ahora sabré la historia.» «Sí, otro coche,
u n Me r c u r io — d i j o e l j e fe — . N o ha te n i d o m á s q u e u n
propietario y muy pocas millas. Un buen coche. Creo que
con el otro tendrán problemas de levas. Éste está a
prueba por el día, ¿queréis dar una vuelta?» Miss Ku
saltó sobre sus pies y corrió hacia la puerta para que por
lo menos a ella no la olvidaran. «¿Vienes a dar una
vu el ta e n el nu e vo coc he , Fe e f? » , p re gun tó e l j e fe m ie n-
tras me acariciaba la barbilla. «No, gracias —repliqué
yo—. Me guedaré aquí con Ma y vigilaré la casa.» Me
dijo que era una vieja vaga y luego bajó la escalera. Miss
Ku y Buttercup estaban sentadas en el coche. Les oí
a r ra n c a r y l u e g o Ma y y o p re p a ra mo s e l té p a ra c u a n d o
volvieran.
Ring, ring, ring, dijo el teléfono. Ma corrió a cogerlo, ya
que a los teléfonos no les gusta que los hagan esperar. « Oh,
hola , se ño ra Du rr», dijo Ma . Escuchó un momen to . Y o
podía oír los encubridos sonidos del teléfono, pero no
lo bastante fuertes para poder comprenderlos. «Ha
salido, está probando un coche nuevo. Se lo diré cu ando
vuelva», dijo Ma. Ella y la señora Durr hablaron du-
rante un rato y luego Ma volvió a su trabajo. Prontc
oímos al jefe, a Buttercup y a miss Ku que venían poi
l a es ca le ra de a trás despu és de gua rda r e l co che . « La se-
ñora Durr ha telefoneado —dijo Ma— sólo era uní
llamada amistosa, pero ha tenido algún problema, al
g u i e n l a h a d e j a d o c o l ga d a c o n e l l o c a l q u e i b a a a l q u i ,
lar.» A todos nos gustaba la señora Durr. Después de

194
h a b e r t ra b a j a d o d u ro p a r a o tr a e m p r e s a i b a a p o n e r s u
propia librería que iba a llamarse «Tierra del libro» en
l a P l a z a D o r wi n , e n W i nd s o r . « E s tá fu r i o s a — d i j o Ma — ,
no tiene donde guardar los libros y cosas hasta que
p u e d a t ra s l a d a rs e a l a ti e nd a nu e v a e n D o r wi n » . E l j e f e
s i guió t om a ndo su té s in d ec i r nad a has t a q u e hu bo t e r-
minado, entonces: «¿Por cuánto tiempo quería el sitio?»,
preguntó. «Un mes, no más», dijo Ma. «Dile que venga a
vernos. Puede guardar todas las cosas en el apartamento de
abajo por un mes. Pagamos el alquiler, la propietaria no
p ued e dec i r no s nad a m ie n t ra s no ve ndamo s al l í .» M a s e
dirigió al teléfono y marcó el número... «Ahí está
Ruth», gritó miss Ku. «Ku —dijo el jefe—, tú no eres
c an adi en se para ll ama r a todo e l mu ndo po r su no mb re
de pila, es la señora Durr.» «¡Uf! —dijo miss Ku—, es
Ruth para mí y el pequeño caballero señor gato es Chuli,
no señorito Durr.»
La señora Durr subió las escaleras de delante y todos
dijimos hola y luego todos bajamos por las escaleras tra-
s e ras pa ra ve r e l apa rtame nto d e ab ajo . El j e fe me pu so
sob r e su homb ro p o r qu e c re yó que hab ría n d ema siad os
pies para yo poder evitarlos, ya que no los veía. «Bueno,
aquí estamos, señora Durr —dijo el jefe—. Puede guar-
dar sus cosas aquí y trabajar todo el día si quiere. No
p u e d e v e n d e r a q u í , n i p u e d e p a g a r no s n i n gú n a l q u i l e r .
Entonces ni la propietaria ni el Municipio de Windsor
City pueden objetar. No hay tiendas por aquí, como ya
sabe.» La señora Durr parecía muy contenta. Jugó con-
migo y yo di mi mejor ronroneo de segundas, siempre
g u a rd a m o s l o s m e j o r e s p a r a l a f a m i l i a . Y o s a b í a q u e e l
señor Chuli Durr podría explicarle esto a ella cuando
fuera algo más viejo. En aquel momento era todavía
un gatito pequeño, desde luego, con su rostro y su cola to-
davía blancos. Aho ra e n e s te mo me n to e n qu e e s c ribo ,
creo entender que se ha convertido, desde luego, en
un
195
magnífico ejemplar de Tom. Recientemente, miss Ku
recibió una foto de él y lo describió con gran gusto y
detalladamente.
A la ma ña na si gu ie nte traj e ro n c an tidad es y c antida -
de s d e l ib ros a l apa rt ame nto de ab ajo . D u ra nte la m ayo r
parte de la mañana parecía haber hombres cargando gran-
des cajas y gruñendo fuertemente mientras luchaban para
meter esas cajas por las puertas. Poco después de la
comida oí que venían más hombres «Los hombres del
teléfono —dijo miss Ku—, tiene que tener un teléfono,
¿no? Cualquier tonto sabría esto.» Se oyeron ruidos
como de martillazos y poco después sonó la campanilla
del teléfono al probarlo. «Voy a bajar para ver si todo
va bien», dijo miss Ku. «Espera un minuto, Ku —dijo
el jefe—. Deja que terminen esos hombres y entonces
bajaremos todos a ver a la señora Durr.» Me pareció a
mí que lo mejor que podía hacer era tomar algo de
comer, ya que no sabía cuánto tardaríamos. Me dirigí
hacia la cocina y tuve la suerte de descubrir a Ma que
acababa de poner una porción de comida fresca. Le di
un empujoncito con mi cabeza y me froté contra su s pier-
nas a modo de gracias. Qué lástima pensé, que todavía
no hable gato como el jefe.
Al poco rato el jefe abrió la puerta de la cocina que
daba a la escalera trasera. Miss Ku corrió de cabeza hacia
abajo y yo ahora podía arreglármelas con la escalera,
c o n o c i e nd o to d o s l o s p e l d a ñ o s y s a b i e nd o q u e n o h a b r í a
o b s t á c u l o s . E l j e fe e ra m u y firme c o n e s to . E ra fa n á t i ca -
mente quisquilloso en lo referente a que mis «rutas»
estuvieran siempre libres de obstáculos y que los muebles
e s tu v ie ra n s iemp r e e n e l mis mo s i tio . Sup o ngo qu e co m o
que el jefe había estado ciego durante un año, entendía
mis problemas mejor que nadie.
Bajamos corriendo la escalera y patinamos al parar
en seco ante la puerta de la señora Durr. La abrió y nos

196
de jó e ntra r enc antada . Yo espe ré a l j e fe e n l a pue rta , y a
que no conocía los obstáculos. Me cogió y me llevó den-
t ro , c o l o c á n d o m e s o b re u na g ra n c a j a p a ra q u e p u d i e ra
hu s m e a r to d a s l a s no t i c i a s . A l gu n a s e ra n m e ns a j e s ma l
edu cados de jados po r p e rros, o tro s o lo re s i nd ic aba n que
e l fondo d e l a c aj a h abí a es tad o sob re u n su elo húm edo .
En un libro leí un mensaje de Sr.-Srta. Stubby Durr.
Él-ella estaba encantado de tener al. señorito Chuli Durr a
qu ie n cuid a r. Mi ss Ku dio u n su spi ro a nte eso s fe l ice s
r e cu e rdos . «El v ie jo S tu b b y e r a u n co mpañe ro mu y a g ra-
dable —dijo—. Es triste tener que decir que algo se
mezcló cuando le dieron el sexo, el pobre Stubby tenía
[os dos. Daba vergüenza. Yo fui una tarde a casa de
[os Durr y apenas si podía mantener la mirada fuera
de..., no, quiero decir que no sabía dónde mirar.»
«Sí, sí, miss Ku —dije yo—, pero tengo entendido
que él-ella tiene un carácter muy dulce y el señorito Chuli
Durr estará bien atendido.»
Miss Ku salía mucho en el coche Mercurio, y veía
todas las cosas interesantes alrededor o iba a Leamington y
l u g a r e s a s í . Y o e s t a b a e n c a n t a d a c u a n d o v o l v í a y m e [o
co n tab a todo , m e exp li caba toda s l as cos as qu e yo no
podía ver. Una tarde cuando volvió estaba radiante de
placer. Dándome empujoncitos dijo: «Ven debajo de la
:ama, Feef, te lo contaré todo». Me levanté y la seguí
ba jo la c ama . J un tas no s s en tamo s mu y ce rca u na de l a
ntra. Míss Ku empezó a lavarse y mientras se lavaba
lablaba. «Bueno, Feef, empezamos la excursión yendo
Yor la autopista. Pasamos muchas paradas de frutas y
verduras donde la gente vendía los productos que ha-
Día hecho crecer. Buttercup gritaba ¡ohhh! y ¡ahhh! cada
v e z q u e p a s á b a m o s u na . P e ro e l j e fe no p a ró . S e g u i m o s
Parchando un poco y luego más. Fuimos en dirección
11 lago y entonces pasamos una fábrica donde hacían
:incuenta y siete variedades distintas de comida. Piensa

197
en esto, Feef, piensa en cómo te gustaría perderte ahí.»
Lo p e n s é y c u a n to m á s l o p e n s a b a m á s s e g u r a e s ta b a de
que nada podía ser mejor que mi presente hogar. Cin-
cuenta y siete variedades de comidas, tal vez, pero aquí
tenía una variedad de amor, el mejor. El mero pensa-
miento me hacía ronronear. «Entonces fu imos a echar un
vistazo al lago —dijo miss Ku—, y vimos que el agua
estaba tan mojada como la de Windsor, así que dimos
la vuelta y volvimos a casa. En las paradas de fruta,
Buttercup hizo: "¡Ah! ¡Oh!", así que el jefe paró y ella
bajó y compró algunas de esas apestosas cosas que hacen
paf c u a n d o l a s m u e rd e s . E s t u v o ra d i a n te t o d o e l c a m i no
de vue l ta y de v ez en cua ndo toc aba las apes to sas fru tas y
pensaba en cómo iba a atacarlas. Entonces giramos
hacia Walkerville y recogimos el correo y aquí estamos.»
«Vosotras gatas deberíais abrocharos las orejas —dijo
el jefe—, mañana trasladarán las cosas de la señora Durr,
ahora ya tiene terminado su local en la Plaza Dorwin.»
«¡Oh!, chilló miss Ku—, ¿me llevarás a verlo?» «Claro
—dijo el jefe—. Y a Feef también si quiere.» Fuimos
abajo y llamamos a la puerta. La señora Durr la abrió y
muy educadamente nos invitó a pasar. Miramos por
t o d a s l a s h a b i t a c i o ne s , hu s m e a m o s to d a s l a s c a j a s d e l i -
b ros emp aqu e tad as , l is ta s ya p a ra se r transpo rtadas a la
nueva tienda. «¿Por qué las habían desempaquetado, miss
Ku?», pregunté yo. «Porque, vieja gata tonta —dijo
miss Ku—, tenía que mirarlos para asegurarse de que
e s t a b a n a l l í y h a c e r u n c a t á l o g o . C u a l q u i e r g a t o s e n s a to
sabría esto. De todos modos yo vi como lo hacía.» Me
acerqué a la señora Durr y me froté contra ella para
demostrarle que sentía que tuviera que trabajar tanto.
Entonces el jefe y Ma bajaron y todos salimos fuera al
jardín a oler las rosas.
Unos días más tarde el jefe y Ma estaban
discutiendo gravemente. «Los precios en este país
son tan fantástica-
198
m e n te a l to s q u e te n d r é q u e e nc o n t ra r u n tr a b a j o » , d i j o e l
jefe. «No estás lo suficiente bien de salud», dijo Ma. «No,
pero así y todo tenemos que vivir. Iré a la Oficina d e
Empleo a ver qué dicen. Después de todo puedo
escribir, he estado en la radio y hay muchas cosas que
sé hacer.» Salió en busca del coche. Ma le llamó: «Ku
quiere ir a Walkerville con nosotros a buscar el correo».
P o c o d e s p u é s e l j e fe c o nd u j o e l c o c he d e l a n t e d e l a c a s a v
Ma salió llevando a miss Ku. Subió al coche y se
fue ro n. H ac ia l a ho ra de com e r vo lv ie ro n co n un asp ec to
sombrío.
«Ven debajo de la cama, Feef —susurró miss Ku—,
te contaré lo que ocurrió.» Me levanté y me dirigí a
nuestro rincón de confidencias bajo la cama. Cuando
estuvimos bien instaladas, miss Ku dijo: «Después de
r e c o g e r e l c o r r e o , f u i m o s a l a O f i c i n a d e E mp l e o . E l j e fe
bajó del coche y entró. Ma y yo nos quedamos sentadas
en el coche. Al cabo de mucho rato el jefe salió con
un aspecto como de estar realmente harto de todo.
Entró e n e l coc he , lo puso en m a rc ha y a rra ncó s in dec ir
n i u na pa lab ra . Fuim os a es e si t io d eb ajo de l P ue nte Em -
b a j a d o r , ¿s a b e s , F e e f ? , d o nd e te l l e v a mo s . P a ró e l c o c he y
dijo: "Ojalá pudiéramos irnos de este país". "¿Qué
pasó?", preguntó Ma. "Entré —dijo el jefe— y una ofici-
nista detrás del mostrador se rió tontamente, haciendo
ruidos como de cabra, mientras manoseaba una imagi-
naria barba. Yo me dirigí a otro empleado y le dije que
quería trabajo. El hombre rió y dijo que no encontraría
o tra cos a m ás q ue traba jo m anu al como cu al qui e r o tro. ..
P. D." "¿P.D.?", preguntó Ma. 'Qué es esto" "Persona
desplazada —replicó el jefe—. Estos canadienses creen
que son un regalo al mundo del cielo, creen que cual-
quier extranjero es un ex presidiario o algo parecido.
Bueno, el hombre me dijo que ni siquiera encontraría
trabajo de jornalero si no me afeitaba la barba. Otro

199
e m p l e a d o v i n o y d i j o : " N o q u e r e m o s b e a t n i k s a q u í , d a mos
nuestros trabajos a los canadienses".»
Miss Ku paró y suspiró con simpatía. «El jefe lleva
barba porque no puede afeitarse, sus huesos de la man-
d í b u l a s e l o s r o mp i e ro n l o s j a p o n e s e s a p a ta d a s c u a nd o
estaba prisionero. Ojalá pudiéramos salir de Canadá o
por lo menos fuera de Ontario», añadió miss Ku. Yo
sentía más lástima de lo que po día describir. Yo sabía lo
q u e e ra s e n t i rs e p e rs e g u i d o s i n n i n gu n a ra zó n v á l i d a . Me
l ev an t é , m e a ce r qu é al j e fe y l e di je cu á n to l o se n tí a . M i s s
Ku me llamó: «No le digas nada a Buttercup, no
queremos desilusionarla sobre Canadá. Oh, olvidé que
no entiende gato».
Durante el resto del día, el jefe se quedó muy
qu ie to y tenía poco que d eci r a nad ie . Cua ndo esa noc he
nos fuimos a la cama, yo me senté junto a su cabeza y
ronroneé hasta que cayó dormido.
De spués de de sa yuna r a la ma ña na si guie nte , e l j e fe
llamó a miss Ku y dijo: «Eh, Ku, vamos a la Plaza Dor-
win a ver la tienda nueva de la señora Durr. ¿Vienes?».
«Jolines!, sí, señor jefe», dijo miss Ku excitada. «¿Y tú,
Feef?», me preguntó el jefe. «Yo no, jefe, gracias —re-
pliqué yo—, ayudaré a Buttercup a cuidar de la casa.»
Mientras el jefe, Ma y miss Ku visitaban la tienda de la
s e ñ o r a D u r r , B u t t e r c u p s e t o m ó u n b a ñ o e x t r a y y o me
senté sobre la cama del jefe y pensé y pensé.
« ¡ E h! — c h i l l ó m i s s K u m i e n t r a s c o r r í a e s c a l e r a s a r r i -
ba—. Eh, Feef, tiene un local muy bueno, no puedo que-
d a r m e , t e n g o q u e c o m e r a l g o a n t e s . » C ru z ó c o r r i e n d o la
habitación, desordenando las alfombras y entró en la
cocina. Yo salté perezosamente de la cama y escogí cui-
d a d o s a me n te m i c a m i n o , c u i d a d o s a m e n t e p o rq u e no q u e -
r í a t ro p e z a r c o n u na d e l a s a l fo mb r a s m a l p u e s t a s . « Oh ,
d e s d e l u e g o t i e n e u n b o n i t o l o c a l — d i j o m i s s Ku e n t re
m o r d i s c o s —, t i e n e t a r j e t a s pa r a t o d a s l a s o c a s i o n e s , c a r -

200
tas de felicitación para cuando entras en la cárcel, cartas
de condolencia para cuando eres lo suficiente bobo de
entrar en Canadá, y cartas de pésame para cuando te
casas. En cuanto a libros tiene de todo. Tiene cantidades l e
libros del jefe, El tercer ojo y El médico de Lhasa.
Deberías ir, Feef, es justo yendo a Dougal, al otro lado
d e l a s v í a s d e l t r e n y to d a s l a s t i e nd a s a l a d e re c h a s o n
Plaza Dorwin. El jefe te llevará en cualquier momento.
También tiene libros franceses, Feef.» Me sonreí a mí
m i s m a y e l j e fe re í a a c a rc a j a d a s d e t rá s m í o . « ¿C ó mo v a a
leer mi Feef si es ciega?», le preguntó a miss Ku. Oh!
—exclamó contraída—. Olvidé que la pobrecilla no
puede ver.»
El jefe se puso enfermo. Muy enfermo. Creímos que
iba a morir, pero de algún modo se las arregló para
a ga rr a r s e a l a v i d a . U na no c he m i e n t ra s l e c u i d a b a , l os
Dtros hacía rato que habían ido a la cama, un hombre
l e l o tro lado de la muerte v in o y se pu so a nues tro lado.
Yo es ta b a a c os tu mb ra d a a e s tas v i s i ta s , to d o s lo s ga to s o
están, pero éste era, desde luego, un visitante muy
importante. Los ciegos, como ya les he dicho antes, no
un ciegos cuando se trata del astral. La forma astral del
¡ e f e d e j ó s u c u e rp o d e e s te m u nd o y s o nr i ó a l v i s i ta n te .
El jefe, en el astral, llevaba las túnicas y vestimentas de i n
alto abad de la orden lamástica. Yo ronroneé hasta :asi
reventar cuando el visitante se inclinó y me hizo
:osquillas en la barbilla y dijo: «¡Qué preciosa amiga
ienes aquí, Lobsang!». El jefe pasó sus astrales dedos
; o b re m i p i e l , e nv i a nd o e x tá ti c o s e s c a l o f rí o s d e p l a c e r a o
l a r g o d e m i c u e r p o y r e p l i c ó : « S í , e s u n a d e l a s p e r s o nas
más leales de la Tierra». Discutieron cosas y yo cerré n i s
p e r c e p c i o n e s a l p e n s a m i e n to t e l e p á t i c o , y a q u e u n o l o
debería jamás robar los pensamientos de nadie, sólo
: s c u c h a r c u a n d o t e l o p i d e n . P e ro a p e s a r d e to d o o í :
1 C o m o te m o s tr a m o s e n e l c ri s t a l q u e re m o s q u e e s c r i b a s

201
un libro que se titule Historia de Rampa». El jefe
parecía
triste y el visitante resumió: «¿Qué más da si la gente
de la tierra no cree? Quizá no tienen la capacidad. Tal
vez tus libros, al estimularles el pensamiento, les
ayudarán a tener esta capacidad. Incluso su propia
Biblia cristiana dice que a menos de que se vuelvan
como niños, creyendo...». El cuerpo astral del jefe, en
las radiantes y doradas túnicas de la Alta Orden,
suspiró y dijo: «Como quieras; después de haber
llegado tan lejos y sufrido tan to, sería una pena
dejarlo ahora».
Miss Ku entró. Vi su forma astral salir de golpe de
su cuerpo con el susto de ver a las brillantes figuras./
«¡Oh! —exclamó ella—. Me siento como un gusano
entrometiéndome así. ¿Habrá bastante con una reveren-
cia?» El jefe y el visitante se volvieron hacia ella y
rieron. «Bienvenida eres siempre, lady Ku'ei», dijo el
v i s i t a n t e . « Y t a m b i é n l o e s m i v i e j a g a t a , F e e f » , d i j o el
j e fe , r o deá ndom e co n su s b ra zo s . E l je f e m e qu e rí a m ás a
mí, probablemente porque él y yo habíamos sufrido
ta nto co n los du ros go lpes de la v ida . Noso tro s te ní amos
los lazos más fuertes posibles que nos unían. Me gustaba
que fuera así.
Por la mañana, Ma y Buttercup entraron en la habi-
t a c i ó n p a ra v e r c ó m o e s ta b a e l j e fe . « ¡ B u e n o ! — e x c l a m ó
él—. Voy a escribir un nuevo libro.» Esta frase produjo
g ru ñ i d o s . . Ma y B u t te rc u p fu e ro n a v e r a l a s e ñ o ra D u rr
para comprar papel y otras cosas. El jefe se quedó en
cama y yo me senté junto a él y lo cuidé. No estaba lo
bastante bien para escribir, pero el libro simplemente
te n ía qu e esc ri bi rse . Lo empe zó e se m ismo d ía y se s entó
en la cama tecleando con la máquina de escribir. «Doce
palabras en cada linea, veinticinco líneas en cada página,
e s t o s o n t re s c i e n t a s p a l a b r a s e n c a d a p á g i n a , y h a r e m o s
unas seis mil palabras por capítulo, más o menos», dijo
el jefe. «Sí, supongo que estará bien así», dijo miss Ku.

202
«Y no olvides que un párrafo no debiera tener más de
cíen palabras —añadió—, o cansarás a los clientes.» Se
volvió con una risita y dijo: «Deberías escribir un libro,
F e e f . P a ra a l e j a r a l l o b o d e l a p u e r ta . B u t t e rc u p no p u e -
de, todos los lobos vendrían en manada a la puerta, si
comenzara su lúcido cuento».
Yo sonreí. Miss Ku estaba de muy buen humor, y
e s t o m e h a c í a f e l i z . E l j e f e a l a rg ó l a m a n o y m e a c a r i c i ó
la oreja. «Sí, escribe un libro, Feef, yo te lo pasaré a
máquina», dijo él. «Debes continuar con la Historia de
Rampa, jefe —repliqué yo—. De momento sólo has es-
c ri to e l tí tu lo .» Él rió e h i zo roda r a miss Ku , que es taba
intentando meterse sobre sus rodillas en el lugar de la
máquina, de cabeza. «Venga, Feef —llamó mientras se
ponía en pie—, ven a jugar conmigo, deja que el viejo
juegue y teclee con la máquina.»
Ma estaba hablando con alguien, no sé quién. «Está
muy enfermo —dijo ella—, su vida ha sido demasiado
dura. No sé cómo puede seguir viviendo.» Miss Ku me
dio unos golpecitos, sombría. «Espero que no la palme,
Feef —dijo en un susurro—, va muy bien tenerlo por
aquí. Recuerdo lo amable que fue cuando murió mi her-
mana. Todavía no había crecido del todo y enfermó y
murió en brazos del jefe. Era la mismísima imagen
tuya, Feef, el tipo de mujer gorda de bar. El jefe ado-
rab a a mi he rm an a Sue . Oh, cl a ro —di jo e l la—, tú t ie nes
tu s anzuelos clavados en el corazón del jefe, desde luego.
Yo también, admira mi cerebro.» Yo salté a la cama y
me a c e r q u é a l j e f e . P a ró d e t e c l e a r p a r a a b ra z a rm e , siem-
pre tiene tiempo para nosotras. «No te mueras, jefe
— d i j e y o — , r o m p e r í a s l o s c o ra zo n e s d e to d o s no s o t ro s . »
F ro té mí c a b e za c o n t ra s u b r a z o m i e nt r a s re c o g í a s u
mensaje telepático. Sintiéndome mejor me dirigí a sus
p i e s y me e nro s q u é a l l í .
C a r ta s , c a r ta s , c a r ta s . ¿ Es q u e no ha b í a t ra b a j o e n

203
Canadá? ¿No querían más que jornaleros o peones? El
jefe envió solicitudes de trabajo, una después de otra,
pero parecía, como dijo él, que los canadienses sólo daban
t r ab ajo a los c an adi en ses o a a qu e llo s que t e ní an a lgu na
influencia política o de algún sindicato. Alguien dijo
que habían muchos trabajos en la más cultivada y civi-
lizada Columbia Británica, así es que el jefe decidió ir
a l l á y v e r e x a c t a m e n te c u á l e s e r a n l a s c o n d i c i o n e s . C o n -
servó sus fuerzas con mucho cuidado y se decidió que
Buttercup iría también para cuidarle. Y así llegó el día y
se fueron a ver si las condiciones en Vancouver eran
mejores.
No hay ninguna alegría cuando el ser amado está
fuera, cuando los minutos tardan en convertirse en tristes
horas. Cuando esperar es un siglo y uno está preocu-
pado. La casa estaba muerta, marchita, incluso Ma se
mo ví a si le nc ios ame nte como s i fue ra u n ve la to rio . L a lu z
s e h abí a ido de mi a lma , sentí los oscu ros tentácu los de l
miedo apoderándose de mí, diciéndome que no volvería,
qu e es tab a e nfe rmo , todo lo que era te rrorí fi co y p reocu-
pante. Por la noche me acurrucaba junto a su fría y
triste cama para asegurarme de que no era una pesadilla.
Los ciegos viven ensimismados y los temores, a los ciegos,
les corroen y hielan el alma.
Mi ss Ku ju gaba con fo rz ada a le g ría . Ma nos cuid aba ,
pero sus pensamientos estaban en otro lugar. Había un
frío alrededor que me penetraba inexorablemente. Yo
me sentaba sobre el telegrama que había enviado y tra-
taba de tranquilizarme a través de éste. Ésta es una época
q u e t e ng o q u e p a s a r a p ri s a i nc l u s o e s c ri b i e nd o . S e r á s u-
ficiente decir que cuando se abrió la puerta y volvió el
jefe, me sentí dilatar de amor. Mi vieja forma estaba
a punto de reventar de alegría, y ronroneé tan alto y
tanto que casi me cogió dolor de garganta. Yo divagaba
por ahí, dándole cabezadas al jefe, frotándome contra

204
todo el mundo y contra todo. «No seas tan asna, Feef
—me riñó miss Ku—, se diría que eres una jovencita
s al id a de l nido, e n ve z d e u na v ie ja t a ta tat a t a ta r ab ue la
gata. Me sorprende tu ligereza.» Ella estaba sentada bien
puesta con sus brazos cruzados delante suyo. El jefe le
estaba explicando a Ma todo el viaje, a nosotras también,
s i hub i é ramo s e scu c hado en v ez d e ron ro ne a r s in p a ra r .
Buttercup no estaba bien, el viaje y la comida distinta
la habían trastornado, estaba echada sobre su cama.
«Salimos del aeropuerto de Toronto y llegamos a
V ancou ve r al cabo d e cu a tro h o ras y med ia . N o es tá ma l,
s i s e c o ns i d e ra l a d i s t a nc i a d e u n o s m i l e s d e m i l l a s . V o -
lábamos a más de siete millas de altura, más altos que las
Rocosas.» «¿Qué son las Rocosas, miss Ku?», pregunté
yo en un susurro. «Pedazos de piedras grandes con nie-
ve encima», replicó ella. «Encontramos Vancouver muy
amistoso, un bonito lugar, desde luego —continuó el
jefe—. Pero hay mucho desempleo allí. Es tan distinto
de Ontario como el cielo del infierno. Si alguna vez
tenemos la oportunidad es allí donde viviremos.»
Miss Ku entró corriendo. «Creo que Buttercup está
muriéndose —exhaló—, ¿llamo a los de la funeraria?»
El jefe y Ma fueron a su habitación, pero la pobre But-
tercup sólo tenía nervios debido al cambio de comida y
clima. El jefe le dijo contento a miss Ku que no había
necesidad de los de la funeraria.
«¡Mira! —le dijo el jefe a Ma—. Vi esto en Van-
couver y no pude resistir comprarlo. Es igual que la se-
ñora Durr. Lo compré para ella.» «Feef —dijo miss Ku
excitada—, es una figurilla de porcelana de una mujer,
es exac tam ente igual que la s eño ra Du rr. E l mi smo co lor
de pelo y también como ella lleva crinolina. «jo! ex-
clamó miss Ku —seguro que esto la tumbará en la vieja
calle Kent.» Tuve que reírme, el argot de miss Ku era
realmente internacional, incluso sabía el peor en
francés.
205
Esa noche, echada en la cama al lado del jefe, sentí
mí corazón a punto de estallar de felicidad. El
chocar de los trenes desviándose ya no parecía
amenazante. Ahora cada vagón que chocaba con el
siguiente, moviéndolos hacia delante, parecía decir:
«Ha vuelto, ja, ja, ja. Ha vuelto, ja, ja». Yo me estiré
y suavemente puse la mano del jefe entre la mía y
entonces me dormí.
Durante las siguientes semanas el jefe estuvo
muy ocupado con la Historia de Rampa. Del mundo
astral venían visitas especiales y por la noche le
hablaban mucho. Como dice el jefe en sus libros, no
hay muerte; «La Muerte», es solamente el proceso de
renacer a otro tipo de existencia. Es muy complicado
para un gato todo esto. Pero es tan simple, tan
natural. ¿Cómo va uno a explicar el proceso de
respirar o andar? ¿Cómo va uno a explicar el proceso
de ver? Es tan difícil explicar todo esto como lo es
explicar que no hay muerte. Es tan fácil explicar lo
que es la vida como explicar lo que la muerte no es.
El jefe y los gatos pueden ver siempre el mundo
astral y hablar con la gente del astral.
Había llegado el momento de pensar en otro
lugar donde vivir, ya que Windsor no ofrecía nada.
No había posibilidad de empleo y el escenario de
Windsor era aburrido y poco interesante. Unos pocos
árboles trataban de embellecer el lugar, que era
sobre todo industrial en pequeña escala. La
atmósfera era húmeda debido a los grandes
depósitos de sal debajo de toda la ciudad. Como dijo
sabiamente miss Ku, «Oh, qué húmedo agujero de
queso es Windsor». Miramos mapas y leímos libros y
finalmente decidimos mudarnos a un lugar en la
Península del Niágara. Ma puso anuncios en los
periódicos esperando obtener una casa conveniente.
Llegaron respuestas, y la mayoría de gente con casas
para alquilar, parecían creer que sus casas estaban
construidas con ladrillos de oro, juzgando por el
dinero que pedían.

206
Le dijimos a la simpática prima de nuestra propieta-
ri a e n W i ndso r que nos íba mos , y s e pu so a g rad abl eme nt e
triste. Ahora llegó el momento de la gran limpieza. El
hobby de Buttercup es jugar con una rugiente aspi-
radora, y ahora tenía una gloriosa excusa para tener el
chisme gritando todo el día. Al jefe le habían enviado a
l a c a ma . H a b í a te ni d o t re s a ta q u e s d e t ro m b o s i s c o ro na -
ria en el pasado, tuberculosis y otras cosas. Escribir His-
toria de Rampa le había agotado. La señora Durr vino v
le dijo a Ma: «Yo la llevaré a usted y a las gatas en
coche cuando quiera. Tal vez Sheelagh pueda llevar al
doctor Rampa». Siempre se podía confiar en la señora
Durr para cosas como ésta. Yo sabía que tendría el
completo asentimiento de Chuli.

íbamos a alquilar una vivienda amueblada, de modo


que podíamos vender nuestros muebles, que eran casi
nuevos. Nadie quería pagar por ellos dinero en billetes.
Los canadienses prefieren ir a personas que dejan dinero a
los que llaman «Compañías Financieras», ya que así,
creen ellos, todo el proceso parece más bonito. Habién-
dose asegurado del dinero de estos usureros, el canadiense
suele comprar cosas absurdas pagando un poco cada
semana. Miss Ku me dijo una vez que había visto un
anuncio que decía «cualquier coche por diez dólares de
depósito». Finalmente el jefe y Ma supieron de un agra-
dable joven que iba a casarse, así que decidieron darle
l a ma yo r pa rte de los mu ebl es como re ga lo d e boda s . Ma
había preguntado antes y le dijeron que enviar los mue-
b l e s h u b i e ra s i d o p ro h i b i ti v o . C o g e rí a m o s t a n s ó l o u n a s
cu an tas co sas e spec ia lm en te que ridas e h i ci mos a rreg los
c o n u n a c a s a d e mu d a nz a s . M i s s K u y y o e s tá b a m o s c o n -
t e n t a s d e q u e n u e s t r o c a b a l l i t o m e c i e n t e v i n i e r a . Te n í a -
mos un viejo caballete qu e utilizábamos como lima de las
uñas y como plataforma para saltar también. Teníamos
también un arreglo con el jefe, según el cual, no araña-

207
riamos los muebles mientras tuviéramos nuestra lima.
Las visitas a veces miran sorprendidas cuando ven el
c a b a l l e t e e n t r e l o s m u e b l e s , p e r o e l j e f e d i c e : « E s i g u a l lo
que piense la gente, mis gatas son primero».
Abajo en el jardín, miss Ku llamó en voz alta: «Eh,
gato del otro lado de la calle, ven aquí». Pronto el gato
salió de su puerta trasera, miró a ambos lados por el
tráfico y cruzó la calle. Se quedó de pie con su nariz
pegada contra el cercado de alambre esperando a que
miss Ku hablara. «Nos vamos, gato —dijo ella—. Nos
v a mo s ha c i a d o nd e e l a gu a c o r re a p ri s a . Te nd re m o s un a
casa con árboles; tú no tienes árboles, gato.» «Debe de
ser maravilloso moverse tanto como tú, lady Ku'ei», dijo el
gato del otro lado de la calle. «Me voy dentro ahora, pero
t e m a n d a r é u n t e l e p a t o g r a m a c u a n d o l l e g u e m o s a nuestra
nueva casa.»
A l a m a ña n a s i gu i e n t e l o s h o m b re s d e l a s m u d a nz as
vinieron por los muebles que iban a llevarse. Bajaron
las cosas por la escalera y las cargaron dentro de un
camión que según miss Ku era tan grande como una
casa. Pronto las grandes puertas se cerraron de golpe, un
po te nte mo to r s e pu so e n ma rcha y nues tra s co sas empe -
zaron su viaje. Ahora teníamos que sentarnos en el
suelo como un grupo de gallinas cluecas; no podía darme
contra nada ahora, no había nada en medio. «Eh, Feef,
no hemo s d icho ad iós a l á ti co » , d ijo miss K u . Sa l té sobre
mis pies y corrí junto con ella escaleras arriba. Juntas
corrimos por el piso y nos encaramamos a las vigas que
soportaban el tejado de la casa. Esas vigas eran de nogal,
de árboles que crecían en los alrededores cuando los
indios vivían allí. Eran fantásticas para las uñas; miss
Ku y yo emp ez amo s co n g ran vo lu n tad a a fi la r los bo rdes
d e n u e s t r a s p e z u ñ a s a l a p e r fe c c i ó n . L u e g o n o s m e t i m o s
por un agujero cerca de la recta chimenea donde los
humanos no podían meterse. «Adiós, arañas —dijo miss

208
Ku—, ahora podréis tejer unas cuantas telas y no nos
cazaréis.» Rodamos por última vez en el polvo debajo
de los maderos del su elo, algunos no los habían colocado
bien cuando vinieron los electricistas, y luego corrimos
bajando la escalera otra vez casi sin aliento.
Un coche paró fuera. Miss Ku saltó a la repisa de la

ventana y gritó: «Vaya, Ruth, tarde otra vez, como de


costumbre. ¿Qué ocurre contigo, pies de plomo?». La
señora Durr subió la escalera y todos le dimos los buenos
días. Entonces, excepto el jefe, todo el mundo cogía cosas
pequeñas y las bajaba y metía en el coche. El jefe es-
taba muy mal y le hicieron una especie de cama en la
parte trasera de nuestro coche. Buttercup iba a conducir,
ya que el jefe estaba enfermo, y pensaba hacer el viaje
en dos etapas. Ma, la señora Durr y miss Ku y yo íbamos
a hacer las doscientas cincuenta millas en un día. Pronto
estuvo todo listo para nuestra marcha. «Adiós, jefe
—dije yo—, te veremos mañana.» «Adiós, Feef —re-
plicó él—, no empieces a preocuparte, todo irá bíen.»
«O.K. —dijo miss Ku—. En marcha.» La señora Durr
hizo algo con sus pies y el coche empezó a moverse hacia
delante. Fuimos sobre el puente del tren, pasamos por
C o r re o s d e W al k e rv i l l e , h a s ta a r ri b a d e to d o , y d e j a m o s
e l ae ropu e rto de W i ndso r a l a i zqu ie rd a . Yo co noc ía es te
distrito, pero pronto estuvimos en carreteras nuevas y
d e p e nd í a d e l a i nfo rm a c i ó n d e m i s s K u . « A l l í e s tá S a n to
To m á s » , g r i t ó m i s s K u . O h , p e n s é , ¿ h a b í a m o s c h o c a d o ?
¿ Cómo e ra que nos e nco n trába mos e n Sa n to Tom ás ? « To -
m a remo s a l go de com e r, F ee f, ta n p ronto como sa l gamos
de este cruce», dijo miss Ku. Entonces caí en la cuenta
y me sonrojé al pensar en mi estupidez. Santo Tomás era
una pequeña ciudad. En Canadá una pequeña aldea es un
pueblo, y un pueblo algo mayor es una ciudad. En fin
s u p o n g o q u e l o s f ra nc e s e s ta m b i é n ti e n e n a l gu n a s p e c u -
liaridades, si tan sólo las supiera.

209
Viajamos durante horas y finalmente miss Ku dijo:
«Las señales me dicen que estamos casi allí. Sí, ahí está el
hotel Fort Erie. Hay agua delante de nosotros, Feef, el
otro lado del lago». «¿Hemos llegado, miss Ku?», pre-
gunté yo. «¡Cielos! Todavía no —replicó ella—. Tene-
m o s a l g u n a s m i l l a s m á s q u e h a c e r . » V o l v í a a p o s e n t a r me
bien.
El coche giró a la izquierda y luego a la derecha. El
motor aminoró la marcha y paró. Pequeños ruidos me-
t á l i c o s s a l í a n d e l t u b o d e e s c a p e . P o r u n m o me n to na d i e
habló, luego miss Ku dijo: «Bueno, ya estamos, Feef.
Coge tus cosas». Ma y la señora Durr salieron del coche y
nos llevaron a miss Ku y a mí a la casa. Otra vez
estábamos en una casa de paso. Ahora estaba ansiosa por
que llegara el jefe, pero esto no sería hasta la mañana
siguiente.
Capítulo XII

«Debemos darnos prisa, Feef —dijo miss Ku—, el


jefe y Buttercup llegan mañana y tenemos que conocer
c ad a c en t ím e tr o d e a qu í ante s d e qu e l le gue n . Sí gue me .»
Se volvió y encabezó el camino entrando en una habita-
ción. «Ésta es la sala de estar —dijo ella—. Salta aquí,
es la altura de tres gatos y entonces estás delante de una
v ent an a .» Fue g u iá ndome , indi cá ndome todos lo s pu ntos
de interés. Luego entramos en la habitación que iba a
ser del jefe y mía. «Desde aquí se ve el agua entre los
árboles, Feef», dijo miss Ku. En aquel preciso instante
se oyó un espantoso estruendo, un sonido como un
rugido, un rechinar y martillear lleno de silbidos. Sal-
ta mos a l aí re a sus tad as y al ca e r me de spi s té y en lu gar
de caer sobre la cama caí en el suelo.
«¡Gloria sea y cincuenta Toms! —exclamó miss Ku-
¿Qué ha sido esto?», afortunadamente Ma hablaba con
l a s e ño ra D u rr : « O h , h a b rá s i d o l a b o m b a s u p o n g o , to da
el agua del lago la sacan con una bomba.»
Nos sentamos tranquilizadas, no había por qué
preocuparse, ya había memorizado el ruido. Aquí hay
una cosa como una rejilla —dijo miss Ku—, debe de ser
para dejar salir el agua si la casa se inunda o así.» De
repente se oyó como un rugido apagado debajo nuestro
un aire caliente nos dio contra nosotras como el aliento d e
un gigante. Dimos la vuelta y volamos a salvo debajo d e
la cama esperando los acontecimientos. «Oh —dijo
miss Ku asqueada—, no es nada, no es más que el aire
de la c al e fac ció n . C reí p rim ero qu e el ga to m ás grand e de
la creación venía tras nuestro.» «Feef —miss Ku me dio
un empujoncito, yo había estado durmiendo un poco—,
Feef, hay un pequeño bosque fuera. Supongo que el

211
viejo nos dejará jugar allí cuando vuelva a enderezarse
sobre sus patas traseras.» Me puso triste pensar que el
jefe estaba todavía en la carretera y que no llegaría hasta
mañana. Para distraer mi mente de estos pensamientos,
me levanté y divagué por ahí, sintiendo el camino con el
t a c t o c o n m u c h o c u i d a d o . D e a l g ú n l u g a r v i n o u n t ap t a p
al agitarse una rama en el viento dando contra el
t e j a d o . E l l u ga r no e r a n i ng u n a ma ra v i l l a , y a q u e e s ta b a
bastante descuidado, pero estaría bien por el momento.
No era un lugar al que nos gustaría llamar hogar, no
hubiéramos vivido allí permanentemente aunque nos lo
hubieran regalado.
Esa noche fuimos temprano a la cama. La señora
Durr tenía que conducir de vuelta a Windsor por la
mañana. Miss Ku y yo habíamos tenido la esperanza de
que se quedara unos días, pero al pensar en ello nos
d imos cue n ta de que sus libros se se nti rían so li ta rio s s in
ella y el señorito C huli Durr se estaba convirtiendo en un
joven y bonito gato siamés y necesitaría atención. Por
la noche la bomba de agua gimió y rechinó y el sistema
de calefacción silbó y sopló. Fuera, los árboles crujían y
hacían caer sus hojas durante la noche con el viento
procedente del lago. Miss Ku se arrastró cerca de mí y
susurró en una entrecortada voz: «Eh, es un lugar algo
siniestro, Feef, con todos esos árboles, y acabo de ver
una araña enorme mirándome». La noche parecía tardar
mucho en pasar, cuando empezaba a creer que no ter-
minaría nunca, oí el lejano piar ele los pájaros en los
árboles mientras hacían sus planes del día para buscar
co mid a . E n a lg ún lu ga r u na a rd i ll a ras caba ru idos amen te
debajo de la ventana. Sentí que había llegado el día.
Ma se movió y sin ganas se levantó para encararse
con el nuevo día, un día en el que había que hacer
muchas cosas para limpiar la casa. Miss Ku y yo deam-
bulamos por ahí, tratando de pensar en algún lugar que

212
todavía no hubiéramos investigado. Sabíamos que ha-
b ía un g ra n só ta no deba jo de la ca sa , pero Ma no s había
dicho que no podíamos ir hasta que viniera el jefe porque
h a b í a b o m b a s d e a g u a y c o s a s q u e d a b a n v u e l ta s y z u m -
baban y se movían. Nos dirigimos perezosamente a una
habitación de delante y nos subimos a la repisa de una
ventana. «Bueno, en fin, ¿has visto? —exclamó miss
Ku—. Hay una ardilla ladrona, no, cientos de ellas, co-
m i é n d o s e nu e s t ro s á rb o l e s .» D i o u n o s g o l p e c i to s c o n l o s
p i e s e n o j a d a y p a ra d i s t r a e rl a l e d i j e : « ¿ C ó m o e s l a v i s ta
a h í fu e ra , m iss Ku ? » «O h , un lu ga r b as t ant e ab a nd on ado
—remarcó—. Los árboles necesitan una poda, el terreno
n e c e s i t a q u e l o l i m p i e n , l a c a s a n e c e s i t a s e r p i n t a d a , lo
d e c o s t u m b r e e n e s t o s a g u j e ro s q u e s e a l q u i l a n . S i l e e s
los anuncios creerías que vas a un palacio. Lo ves y
te preguntas cómo el montón de piedras aguantará otro
invierno.»
El resto de la mañana fue muy duro, muebles que
había que cambiar de sitio, y la limpieza, y sólo miss Ku y
yo para decirles a Ma y a la señora Durr cómo hacerlo.
Estábamos bastante agotadas cuando miss Ku miró por
l a v e n ta n a y d i j o : « E l j e f e y B u t te rc u p a c a b a n d e l l e ga r» .
«Tengo el tiempo justo de decir adiós —dijo la señora
Durr—. Debería marcharme ya o tendré problemas.»
Durante el resto del día nos quedamos dentro y tra-
b a j a m o s . A l d í a s i g u i e n te e l t i e m p o e r a c á l i d o y s o l e a d o .
El jefe dijo: «Venga, gatas, vayamos al jardín». Me
cogió y me puso sobre sus hombros. Miss Ku ya estaba
bailando excitada ante la puerta. Salimos y el jefe me
dejó en el suelo al pie de un árbol. «¡Ohhh! —chilló
miss Ku—, los árboles son enormes.» «Yo solía encara-
marme a árboles como éstos, miss Ku —repliqué yo—
Te n í amo s á rbol es como és to s e n F ra ncia .» «Grrr — ru gió
la amarga voz de un gato de dos casas más allá—. Vos-
otras, gatas extranjeras... no sois buenas para nada. Esa

213
ciega y vieja gata no ha subido a un árbol en su vida,
sólo los gatos canadienses pueden subir y de qué ma-
nera.» Se volvió y gritó lleno de mofa al que se cuidaba
de los gatos de una institución local: «Esos extranjeros
creen que nosotros somos unos palurdos, ellos sí que
no pueden encaramarse». «¿Ah sí, gato canadiense? —
respondí yo—. Pues verás cómo esta vieja y ciega gata
puede subir.» Estiré mis brazos y los puse alrededor del
tronco del árbol y empecé a subir como solía hacerlo en
los viejos y malos tiempos. Subí unos veinticinco o treinta
pies y luego me eché a lo largo de una rama. Ma salió
corriendo preocupada, Buttercup también, haciendo «Tsh,
tsh, tsh». Corrieron detrás de la casa donde se guardaba
una escalera. El jefe se quedó junto al árbol para poder
cogerme si caía. Ma y Buttercup vinieron corriendo con
l a e s c a l e ra , e l j e fe l a a ga r ró y l a c o l o c ó c o n t ra e l t ro n c o .
Poco a poco subió, me cogió suavemente y me puso
s o b re s u ho mb ro . « V i e j a , t o n t a g a t a — d i j o d u l c e me n t e —.
¿Quién oyó hablar jamás de gatos viejos y ciegos que
suben a los árboles?» Yo estaba tan arrepentida, podía
oír su corazón palpitando y entonces pensé en su trom-
bosis coronaria. De todos modos le había dado una lec-
ción a ese estúpido gato canadiense que había querido
insultarme.
Miss Ku echada para atrás reía, reía y reía. «Oh,
Feef —exclamó cuando pudo controlar su alegría—, fue
lo más divertido que he visto durante años, tiraste las
piñas de medía docena de ardillas, que cayeron rodando
como cosas locas. El gato de dos casas más allá salió como
el rayo con el perro de una casa más allá tras él. Eres
muy lista, Feef.» Estaba tan divertida que se había
echado sobre su espalda dando más y más vueltas. «De-
berías dejar que te hicieran un test de tu cerebro —dijo
el jefe—, aunque no tienes cerebro con el que hacer
las pruebas.» Así y todo me hizo sentir bien saber que

214
u n a v i e j a c i e g a ga ta s i a m e s a f ra n c e s a p u d i e ra ha c e r re í r a
miss Ku.
El jefe y Ma solían llevarnos a miss Ku y a mí al
bosque y nos dejaban jugar entre los árboles. Como sabía
que los gatos dan sorpresas, el jefe guardaba una esca-
lera cerca. El terreno estaba lleno de serpientes y a
mis s Ku l e fasc i naba n . Yo ten í a si emp re muc ho cu idado , y a
que tenía miedo de tropezar con una. Había un cabal l e r o
erizo que vivía en un agujero cerca de un viejo árbol.
Y o l e hab lé m uc h as v ec es. Mi s s Ku m e d i jo q u e solía
s e n t a r s e a n t e s u p u e r t a y n o s m i r a b a m i e n t r a s h a - damos
nu estro ejercicio. Claro está, guardábamos las distancias,
ya que nadie nos había presentado, pero le admirábamos
mucho y nos contaba muchas cosas sobre el lugar y l o s
ha b ita n t e s lo c a l e s, a s í c o m o t a m b i én s o b r e l o s árboles
y el territorio. «Tengan cuidado con el racoon —nos
dijo—, es algo violento si está enfadado y es capaz de
sacarle las entrañas a cualquier perro. Bueno, tengo que
t r a b a j a r y h a c e r l a l i m p i e z a . » D e s a p a r e c i ó y m i s s Ku
d i j o : « E h, e n no mb re d e . . . ¿ q u é e s u n racoon?». « Me t e m o
que no pueda decírtelo, miss Ku», repliqué yo. Se quedó
un rato sentada y entonces rascándose una oreja
reflexivamente dijo: «Ma colecciona unas fotos de ani-
ma l e s d e l o s pa q u e te s d e té . L e s e c h a ré u n v i s ta z o c u a nd o
volvamos. ¿Racoon? Mmm». Entramos y Buttercup
e s ta b a s a c a nd o e l p o l v o . Si e mp re i n te n tá b a m o s s a l i r d e l
paso cuando tenía el humor de sacar el polvo, ya que
siempre había el peligro de que nos barriera. Todo era
suciedad ante ella cuando tenía un trapo de polvo o la
aspiradora en la mano. Miss Ku revolvió algo por ahí y
oí cosas cayendo al suelo. «¿Qué estás haciendo, Ku?»,
p re gu n tó B u t te rc u p a l go e n f a d a d a . « V e n a l a ha b i ta c i ón ,
Feef —dijo miss Ku—. No hagas ningún caso de But-
tercup, tiene mal humor porque la aspiradora ha dicho
paf y no va.»

215
El jefe había alquilado una especie de bote y una
tarde cuando el sol ardía y estaba en el cielo, dijo: «Va,
llevemos a las gatas al lago». «A mí no, jefe —repliqué
yo nerviosamente—, déjame fuera.»
«Oh, venga, Feef, no seas tan cursi», dijo el jefe. Ma
llevaba a miss Ku y el jefe me llevaba a mí. Bajamos por
e l s e n d e ro ha s t a e l l a g o y e l j e f e p re p a ró e l b o t e y a g u a nt ó
fuertemente una cuerda para que no escapara. Ma y
miss Ku subieron al chisme y luego el jefe me subió a
mí. Sentí un mecimiento y una salpicadura o dos y
luego sentí que nos movíamos. «No voy a poner el mo-
tor —dijo el jefe—, el ruido tal vez sería demasiado
para ellas.» Nos deslizamos tranquilamente y miss Ku
se sentó delante cantando: «Un gato que teme al mar
soy yo». Desgraciadamente tuvo que parar para decir:
«Oh, voy a vomitar». El jefe tiró de un pedazo de cordel y
el gruñido del motor nos dio tal susto que un poco
más y tuvimos gatitos. El bote iba aprisa y miss Ku
es ta b a ta n i n te res a d a qu e se o l v i d ó d e vo m i t a r . Me g r itó :
«Estamos a veinte pies de Estados Unidos, Feef, esto es
Grand Island. ¡Qué grande es esto de ir en bote!».
Afortunadamente, el sol se escondió detrás de una nube y
el jefe decidió llevarnos a casa. Yo estaba muy con-
tenta, ya que no me gustaba la idea de toda esa agua
alrededor. Simplemente no le veía ningún sentido flotar
e n a l go qu e pod ía hu nd i rs e , m e p a re cí a a m í qu e ya te n ía -
mo s su f ic ie n tes p rob le mas sin b usc a r má s . F u imo s a c asa
y tomamos el té. Los atardeceres empezaban a hacerse más
cortos así que nos fuimos todos a la cama temprano.
Miss Ku y yo estábamos sentadas en la repisa de la
ventana de la habitación del jefe. Fuera había todos
los ruidos de la noche. Debajo de los maderos del suelo
había un ratón de campo diciendo que debía buscar más
c o m i d a y e n t ra rl a p a ra e l i n v i e r no . Re p e n t i n a me n te , m i s s
Ku se agachó y gruñó profundamente con voz ronca:

216
«¡Vaya! —exclamó—. Hay un enorme gato con un jersey
de fútbol a rayas». Una voz telepática muy agradable
rompió el silencio: «¿Son ustedes las damas gatas ex-
tranjeras de las que he oído hablar?» «Desde luego,
l o so mo s — r e p l i c ó m i s s K u — . ¿ Q u i é n e r e s t ú ? » S e o y ó l a
voz otra vez y había como una pizca de risa escondida en
ella: «Soy Raku, el oso, vivo aquí y mantengo la noche
l i b re d e p e r ro s e n t ro m e ti d o s » . « Enc a n ta d a s d e c o no c e rl e
—replicó miss Ku—, sobre todo ya que hay gruesos
cristales entre nosotros.» «Oh, estarían completamente
a salvo conmigo —contestó Raku, el oso salvaje—. Yo
s ie mp re re spe to los in t e res es d e los que alqu i la n . B ue no ,
ahora tengo que irme a mis negocios.»
«Miss Ku —dije yo—, parece un caballero muy
agradable, ¿qué aspecto tiene?» Se quedó pensando un
momento y luego empezó a lavarse mientras replicaba:
«Bueno, pa re ce u n e no rme Tom , e l m ás g ra nde que ha yas
v i st o j a m á s . M u c h o m á s g r a n d e q u e m u c h o s p e r r o s . R a -
yas en la cola como si fueran restos de pintura mojada
de una jaula. ¡Y sus pezuñas...! —Hizo una pausa para
dar énfasis y luego añadió—: tiene pezuñas como la
cosa que utiliza Buttercup para recoger las hojas del jar-
dín. Oh, un caballero muy agradable mientras uno esté
en su buen lado, y el lado bueno es con un muro de la-
drillos por medio». La voz se dejó oír otra vez: «Eh,
antes de qu e lo olvide, pu eden pasear por el bosque como
si f u e ra s u y o , s e r á n m u y b i e n v e n i d a s » . « D e s d e l u e g o n o s
hace un gran honor —repliqué yo—. Le diré a Ma que
le invite alguna vez a tomar el té.» «Bueno —exclamó
miss Ku—, supongo que debo meterme en el saco, un
dfa muy ocupado mañana, el jefe me lleva a Ridgeway,
tengo algunas compras que hacer.» Se fue a dormir
con Ma.
El tiempo se iba enfriando rápidamente, las hojas
caían con un continuo crujir seco, y las ardillas, que ha-

217
bían estado sin hacer nada du rante todo el falso calorcillo
de l o to ño , es taba n e sca rb ando fre né tic ame nte en los mo n-
t o n e s d e h o j a s e n b u s c a d e p i ñ a s . B u t te rc u p r e c o g í a c o n
e l r a s t r i l l o l a s h o j a s , h a b l a b a s u l e n gu a j e y o l í a a h o j a s .
Y s e g u í a n c a y e n d o l a s h o j a s e n g ra n p ro fu s i ó n . E l h u m o
de las hojas al quemarse, subía al cielo desde todas las
casas del distrito y desde todos los lados del parque. El
aire se hizo más frío, ahora sólo el jefe salía sin abrigo.
Buttercup se abrigó, como dijo miss Ku, como si estu-
viera en algún lugar concreto del Polo Norte. Una ma-
ñana al despertar encontramos algo de nieve que volaba
sobre el lago, se amontonaba delante de la casa y hacía
l as ca rre te ra s i n tra ns i tab les. Co n sus tremendo s ru gidos
y e n t re c ho c a r s a l i e ro n l a s m á q u i n a s s a c a ni e v e s , c o n s u s
c u c h i l l a s e s c a r d a d o r a s c o r ta n d o y r a s p a n d o l a n i e v e a l o
largo de la superficie de la carretera. Despu és de la nieve
llegaron las heladas. El lago se helé, un arroyo por ahí
cerca se convirtió en una sólida masa de hielo. Locos
pescadores vinieron con herramientas especiales para cor-
tar agujeros en el hielo de varios centímetros de grueso
para poder sentarse y tiritando tratar de pescar algo.
Mañana tras mañana la carretera se llenaba de nieve y
el tráfico tenía que parar. Grandes tormentas aullaban
furiosamente por la casa. Una noche la bomba del agua
paró. El jefe salió de la cama a las dos de la madrugada
y bajó al lago llevando una gran barra de hierro y un
pesado martillo. Ma se levantó y puso el agua a hervir
para hacer té. Yo podía oír martillazos y el sonido de
hielo al romperse. «Miss Ku —pregunté yo—. ¿Qué
pasa?» «Si el jefe no puede romper el hielo alrededor de
la bomba de agua, no tendremos agua para el invierno.
Sabes, Feef, hace tanto frío que el lago se ha helado.
El viejo ahora ha ido a sacar el hielo y entonces pondre-
mos un tapón encima.» Yo me estremecí, esto de Canadá

218
parecía ser un frío y cruel país, sin ninguna amenidad
civilizada como tenía Europa.
Con la llegada del frío, Ma ponía comida cada noche
para las criaturas salvajes, ya que si no morirían de
hambre. El señor Raku estaba muy agradecido y venía a
nues tra ve ntana cad a no che . El s eño r topo ca nad ie nse
vino también, pero el episodio más divertido lo debemos
al ratón Rouse. Un día, Buttercup estaba haciendo la
colada en los bajos cuando un ratón muy agradable y
bien hablado llegó y se sentó a sus pies. (Miss Ku dice
que era un conejo de Noruega pero para mí era un ratón.)
Este ratón le cogió un gran cariño a Buttercup y ella
también parecía tenérselo. Después del episodio de los
monos nada nos sorprendía de Buttercup. «Debemos re-
cordar nuestros modales, Feef, y no comernos al tipo»,
dijo miss Ku. Buttercup y el ratón pasaban muchos mo-
mentos agradables en los bajos. Miss Ku y yo le asegu-
ramos que no le haríamos daño, así que no se
preocupaba por nosotras y sólo daba vueltas alrededor
d e B u t t e r c u p . E r a e m o c i o n an t e .

El invierno dejó paso a la primavera y estuvimos


contentos de dejar este sitio y trasladarnos a otro más
cerca de las tiendas. Todavía no había trabajo para el
j e fe . D ese spe rado esc rib ió al p ri me r m i ni stro de C a nadá,
al ministro de Inmigración y al ministro de Trabajo. A
ninguno parecía importarle en lo más mínimo. Estos
ministros parecían ser todavía peor que los de otros
p a í s e s . Su p o ng o q u e e s to e s p o r q u e C a na d á e s t a n p o c o
civilizado, tan poco amable. Ahora vivimos con la espe-
ranza de ahorrar dinero suficiente para salir de Canadá.
Yo estaba sentada en la ventana de nuestro nuevo
apartamento y hablaba amistosamente con u n gato encar-
gado de u n mo te l. Le explicab a nue s tras a ventu ras . «Uh,
Feef —dijo miss Ku—. Deberías escribir un libro.» Lo
pensé en la quietud de la noche; cuando estábamos los

219
dos despiertos lo discutí con el jefe. «Jefe —dije—.
¿Crees que yo podría escribir un libro?» «Claro que po-
drías, Feef —replicó él—. Eres una vieja gata abuela
muy inteligente.» «Pero no puedo escribir a máquina»,
protesté yo. «Entonces me lo dictarás y lo escribiré yo,
Feef», dijo él. Por la mañana nos sentamos juntos.
Abrió la máquina de escribir, la gris Olimpia con la
que ya había escrito El tercer ojo, El médico de Lhasa
e Historia de Rampa. Abrió la máquina de escribir y
dijo: «Venga, Feef, empieza a dictar». Así pues, con su
apoyo y con miss Ku para ayudarme, por fin he
terminado este libro. ¿Les ha gustado?
Epílogo

Y así fue como durante dos años más vivimos bajo el


helado clima del Canadá, y la disposición más helada
aún de las autoridades canadienses. A causa de esto
decidimos por fin emigrar hacia países más cálidos. Ele-
gimos Uruguay, puesto que allí me habían ofrecido una
oportunidad de continuar con mi trabajo.
Ku'ei y Fifí se hallaban excitadísimas, la primera en
mucho mayor grado, puesto que durante días se lo pasó
tratando de ¡ronronear en castellano! Y por fin llegó el
día de la partida. N uestro equipaje, enviado previamente,
ya debería estar a bordo del barco. Subimos al tren en
Buffalo, en el Estado de Nueva York atravesando en la
rugiente máquina la oscuridad de la noche.
To da e sa noche el tren nos mec ió co n su va iv én e n el
c a m i no ha c i a l a c i u d a d d e N u e v a Y o rk . L a ú n i c a p e n a q u e
n o s a b r u m a b a a l d e j a r e l C a n a d á e r a l a d e s e p a r a r no s d e
a l gu no s f i e l e s a m i g o s . Lo s ga t o s p e n s a b a n q u e e l t r e n e r a
divertido, pero mis pensamientos estaban muy le jos d e
a l l í ; m e p r e g u n t a b a q u é m e p r o p o r c i o n a r í a l a nu e v a v i da
q u e i b a a e mp re nd e r . ¡ El C a n a d á ha b í a r e s u l t a d o u n a
desilusión tal! Por fin llegamos a Nueva York y allí
d e s c a n s a m o s d u ra n te e l re s t o d e l d í a e n un c o no c i do hotel.
Al atardecer nos dirigimos al puerto donde embarca-
mos en un modernísimo buque. Fifí y Ku'ei rondaron
juntas por los camarotes, olfateando nuevos olores y
volviendo a sentir nuevamente el gusto de la vida a
bordo.
Se sucedieron las tormentas que llevaron la destruc-
ción y la muerte a muchos. Navegamos con una de las
peores tormentas que se produjeron en los últimos años.

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D u r a n te l a s e g u nd a no c he d e n a v e g a c i ó n a rr e c i ó l a fu r i a
d e la to rm en ta y no lejo s d e no s o t ro s se hu nd ió u n b a rco
c o n s u p e s a d a c a r g a . L a s e ño r a F i fí B i g o te s g r i s e s , c i e g a ,
v ie ja y d éb il su f r ió u n a t aque a l co r azó n qu e l a a le jó p a ra
siempre de esta vida. Pero llevó con ella nuestro impere-
cedero amor.
Apesadumbrados, continuamos nuestra travesía del
A tl á n ti c o , c o n n u e s t r o s c o r a z o n e s d e s t r o z a d o s . A l l í l l e g a -
mos a nuestro destino: la República Oriental del Uruguay.
Incluso antes de tocar tierra nos encontramos con extra-
ños —ahora firmes amigos—, dispuestos a ayudarnos.
C o m o F i f í l o h u b i e ra q u e ri d o , l e s d i l a s gr a c i a s p o r to do s
nosotros a dos amigos en particular: el señor Alfredo
Pérez Lagrave y a su muy atractiva y amable esposa,
Sabina, que tanto hicieran por evitarnos trabajos e inco-
modidades. Fifí la hubiera adorado en la misma forma
que lo ha hecho Ku'ei.
No pienso en Fifí como un animal, ni como un con-
j un to de hu esos e nvu el tos en u na g as tad a p ie l . Te ní a un a
d e f i n i d a p e r s o n a l i d a d y u n e s p í r i t u b e l l o y a m a b l e , p l e no
de encanto y de calor humano. Viví con ella las veinti-
cuatro horas del día, la conocía. Me e r a t a n fá c i l co nve r-
sar con ella (por telepatía) como con cualquier otra
persona. Era en verdad una prueba viviente de que los
a ni m a l e s p o s e e n u n a l ma y q u e c u mp l e n h a s ta e l fi n c o n
su tarea, a pesar de s u c o m p le x ió n a n a t ó m ic a , d i fe r e nt e
de la de los seres humanos.
Fifí, te echo mucho de menos; ¡fuiste una maravi-
llosa compañera!

T. LOBSANG RAMPA

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