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DESAPARICIONES MISTERIOSAS

AMBROSE BIERCE
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CRUZAR UN CAMPO NO ES FÁCIL

Una mañana del mes de julio de 1854, un hacendado llamado


Williamson, que vivía a seis millas de Selma, Alabama, estaba sentado
en la galería de su casa, junto a su esposa y a un hijo. Inmediatamente
frente al edificio había un parque, que ocupaba una extensión de unas
cincuenta yardas entre la casa y la carretera pública, o, según la llama-
ban, “la picada”. Cruzando la carretera se extendía un espeso pastizal
de unos diez acres de superficie, totalmente llano: ni árboles, ni rocas,
ningún objeto natural o artificial alteraba la chatura del terreno. En esa
época, no había siquiera animales domésticos en ese campo. En otro
campo, más allá del pastizal, una docena de esclavos trabajaba a las
órdenes de un capataz.
-Me olvidé de mencionarle a Andrew esos caballos.
Andrew era el capataz.
Williamson recorrió, distraídamente, el sendero de grava, se de-
tuvo a cortar una flor, cruzó la carretera y penetró en el pastizal, demo-
rándose, al cerrar el portón que hacía las veces de entrada, a saludar a
un vecino que pasaba, Armour Wren, quien vivía en una plantación
lindera. Mr. Wren viajaba en un carruaje abierto, junto con su hijo
James, un jovencito de trece años,
Tras alejarse unas doscientas yardas del punto de encuentro, Mr.
Wren le comentó a su hijo:
-Me olvidé de mencionarle a Mr. Williamson esos caballos.
Mr. Wren le había vendido a Mr. Williamson unos caballos que
debía entregarle ese día, pero que, por alguna razón que ahora se nos
escapa, no podría entregarle sino al día siguiente. El cochero recibió
orden de regresar y, citando el vehículo se volvió, los tres vieron a
Williamson, que cruzaba distraídamente el pastizal. En ese momento
tropezó uno de los caballos, que estuvo a punto de caer. Apenas se
había recobrado cuando James Wren exclamó:
-Pero, papá, ¿qué se hizo de Mr. Williamson?
Esta narración no se propone responder a esa pregunta.
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Transcribo a continuación el relato del caso según declaración ju-


rada de Mr. Wren, presentada durante el curso de los procedimientos
legales relativos a la finca Williamson:
“La exclamación de mi hijo me incitó a mirar hacia el lugar don-
de había visto al occiso (sic) un segundo antes, pero él no estaba allí, ni
se lo veía en ninguna parte. No diré que en ese momento me sorprendí
en exceso, o que advertí la gravedad de lo aunque me pareció muy
singular. Mi hijo, sin embargo, estaba estupefacto, y no dejó de repe-
tirme la pregunta en formas diversas hasta que llegamos al portón.
Sam, mi criado negro, estaba igualmente alterado, o más, pero más me
guío por la actitud de mi hijo que por sus propias observaciones. [Esta
oración fue tachada del testimonio]. Cuando, ante el portón del campo,
descendimos del carruaje, y mientras Sam colgaba (sic) la yunta a un
poste, Mrs. Williamson, con su niño en brazos y seguida por varios
sirvientes, se acercó corriendo por el sendero, muy alterada, gritando:
¡Desapareció! ¡Desapareció! ¡Oh, Dios mío, qué horrible!", y ha-
ciendo otras exclamaciones de ese tenor, que no recuerdo con claridad.
Tuve la impresión de que se referían a la desaparición de su esposo.
Sus modales eran bruscos aunque no más, según mi parecer, que lo que
consentían las circunstancias. No tengo motivo alguno para sospechar
que, en ese momento, ya hubiese perdido el uso de sus facultades.
Jamás he vuelto a ver o a oír hablar de Mr. Williamson."
Como era de esperar, este testimonio fue corroborado en casi to-
dos sus particulares por el único testigo ocular (si tal denominación es
apropiada) restante: el joven James. Mrs. Williamson había perdido la
razón y los sirvientes, por supuesto, no eran competentes para testifi-
car. Al principio, el joven James Wren había declarado haber visto la
desaparición, pero nada de ello registra su testimonio ante la corte.
Ninguno de los que trabajaban en el campo hacia el que Williamson se
dirigía lo había visto en absoluto, y la rigurosa investigación que se
practicó en la plantación y en la propiedad vecina no proporcionó pista
alguna. Los negros propiciaron las historias más monstruosas y grotes-
cas que lograron popularidad en esa parte del Estado durante muchos
años, y que quizá aún hoy la conserven; aunque lo que se acaba de
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narrar es, por cierto, lo único que se sabe al respecto. Las cortes falla-
ron por el deceso de Williamson, y su finca fue distribuida según las
prescripciones de la ley.
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CARRERA INCONCLUSA

James Burne Worson era zapatero, habitante de Leamington,


Warwickshire, Inglaterra. Era propietario de un pequeño local, en uno
de esos pasajes que nacen de la carretera a Warwick. Dentro de su
humilde círculo, lo estimaban hombre honesto, aunque algo dado (co-
mo tantos de su clase en los pueblos ingleses) a la bebida. Cuando se
emborrachaba, solía comprometerse en apuestas insensatas. En una de
tales ocasiones, harto frecuentes, él se ufanaba de sus hazañas como
corredor y atleta, lo que tuvo como resultado una competición contra
natura. Apostaron un soberano de oro, y se comprometió a hacer todo
el camino a Coventry corriendo, ida y vuelta; se trata de una distancia
que supera las cuarenta millas. Esto fue el 3 de septiembre de 1873.
Partió de inmediato; el hombre con quien había hecho la apuesta -no se
recuerda su nombre -, acompañado por Barham Wise, lencero, y Ha-
merson Burns, creo que fotógrafo, lo siguió en un carro o carreta lige-
ra.
Durante varias millas, Worson anduvo muy bien, a paso regular,
sin fatiga aparente, porque poseía, en verdad, gran poder de resistencia,
y no estaba tan intoxicado como para que tal poder lo traicionara. Los
tres hombres, en su carruaje, lo seguían a escasa distancia, y, ocasio-
nalmente, se burlaban amistosamente de él o lo estimulaban, según se
los imponía el ánimo. Súbitamente -en plena carretera, a menos de
doce yardas de distancia, y mientras todos lo estaban observando- el
hombre pareció tropezar. No cayó a tierra: desapareció antes de tocar-
la. Jamás se halló rastro de él.
Tras permanecer en el sitio y merodearlo, presa de la irresolución
y la incertidumbre, los tres hombres regresaron a Leamington, narraron
su increíble historia, y fueron, al fin, puestos a buen recaudo. Pero
gozaban de buena reputación, siempre se los había juzgado sinceros,
estaban sobrios en el momento del hecho, y nada conspiró jamás para
desmentir el relato juramentado de su extraordinaria aventura; éste, no
obstante, provocó divisiones de la opinión pública en todo el Reino
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Unido. Si tenían algo que ocultar eligieron, por cierto, uno de los me-
dios más asombrosos que haya escogido jamás un ser humano en su
sano juicio.
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EL RASTRO DE CHARLES ASHMORE

Constituían la familia de Christian Ashmore su mujer, su madre,


dos hijas adultas, y un hijo de dieciséis años. Vivían en -Troy, New
York, eran gente adinerada y respetable, y contaban con muchos hijos,
algunos de los cuales, al leer estas líneas, tendrán la primera noticia del
extraño destino de ese joven. En 1871, o 1872, los Ashimore pasaron
de Troy a Richinond, Indiana, y, uno o dos años más tarde, a la vecina
localidad de Quincy, Illinois, donde Mr. Ashimore adquirió una granja
y paso a ganarse la vida con ella. A poca distancia de la propiedad,
había una fuente de la que brotaba permanentemente agua fresca y
cristalina, que la familia aprovechaba, en todas las estaciones, para uso
domestico
La noche del 9 de noviembre de 1878, a eso de las nueve, el joven
Charles Ashmore dejó el círculo familiar, reunido alrededor del fuego,
tomó un balde de lata y se dirigió a la fuente. Al no verlo regresar, la
familia se inquietó. Su padre, encaminándose a la puerta por la que
había salido el joven, lo llamó sin recibir respuesta. Encendió luego
una linterna, Y, junto con su hija mayor, Martha, que insistía en acom-
pañarlo, partió en su búsqueda. Había caído un poco de nieve que, si
bien ocultaba el sendero, hacía más claros los rastros del joven; cada
huella tenía contornos bien definidos. Tras recorrer poco más de medio
camino -acaso unas setenta y cinco yardas - el padre, que iba adelante,
se detuvo, y, elevando su linterna, examinó atentamente las tinieblas
que lo precedían.
-¿Qué pasa, padre? -preguntó la muchacha.
Pasaba lo siguiente: el rastro del joven se interrumpía abrupta-
mente, y, más allá, sólo se veía la intocada tersura de la nieve. Las
últimas huellas eran tan claras como las anteriores; incluso era perfec-
tamente visible la marca de los tachones. Mr. Ashmore alzó los ojos,
protegiéndolos con el sombrero, que mantuvo entre ellos y su linterna.
Brillaban las estrellas; ni una nube afeaba el cielo; la nueva explicación
a que había acudido (una nueva nevada con un límite cuyo trazado era
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obvio) le era negada. El hombre rodeó cuidadosamente los últimos ras-


tros (de modo que los hallara incólumes en un próximo examen) y
prosiguió hasta la fuente, seguido por la muchacha, débil y aterrada.
Ninguno había dicho una palabra ante lo que habían visto. La fuente
estaba cubierta por el hielo de muchas horas.
Al volver hacia la casa, examinaron el aspecto de la nieve a am-
bos lados del rastro y en todo su recorrido. No había huellas que se
apartaran del camino.
Nada nuevo reveló la luz de la mañana. Lisa, tersa, inmaculada, la
nieve todo lo cubría con su manto.
Cuatro días más tarde, la madre acongojada fue a la fuente por
agua. Al regresar, contó que, mientras pasaba cerca del sitio donde las
huellas se interrumpían, había escuchado la voz de su hijo y ansiosa-
mente lo había llamado, vagando por el lugar, ya que a veces creía que
dicha voz provenía de un lado, a veces de otro; la emoción y la fatiga
acabaron por dejarla exhausta. Le preguntaron qué había dicho la voz y
fue incapaz contestar, aunque confesó que las palabras eran perfecta-
mente claras. No tardó la familia en concurrir a ese sitio, pero, como
nada oyeron, tomaron la voz por una alucinación cuya causa eran la
gran ansiedad y los nervios extenuados de la madre. Pero, durante
varios meses, a intervalos regulares de pocos días, algunos miembros
de la familia, luego otros, oyeron la voz. Todos aseveraron que era,
inequívocamente, la voz de Charles Ashmore; todos estuvieron de
acuerdo en estimar que parecía provenir de un sitio muy distante y que,
aunque débil, su articulación era de una nitidez inobjetable; ninguno,
sin embargo, pudo determinar su origen ni repetir sus palabras. Los
intervalos de silencio se prolongaron cada vez más, y la voz se hizo
cada vez más débil y lejana; hacia el verano, dejaron de oírla.
Si hay alguien que conozca el destino de Charles Ashmore, es
probable que sea su propia madre. Ella ha muerto.
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FRONTERAS DE LA CIENCIA

En lo que se refiere al tema de la “desaparición misteriosa"


-cuyos casos hemos presentado con generosidad de detalle- correspon-
de traer a colación las afirmaciones del Dr. Hern, de Leipzig; no a
modo de explicación, a menos que el lector quiera adoptarla como tal,
sino en virtud del interés intrínseco que reviste la singularidad de su
especulación. Este distinguido científico ha expuesto sus argumentos
en un libro titulado Verschwinden und Seine Theorie, que ha causado
cierto revuelo, ‘particularmente”, aduce un escritor, entre los prosélitos
de Hegel y los matemáticos que sostienen la existencia real de un lla-
mado noeuclideano -o sea: un espacio cuyas dimensiones no son sólo
la longitud, el ancho y el espesor -, un espacio en que sería posible
hacer un nudo en una cuerda infinita y hacer pasar una pelota de goma
de adentro afuera sin 'solución de continuidad', o, en otras palabras, sin
romperla o quebrarla.-
El Dr. Hern cree que en el mundo visible existen espacios vacíos
-vacua, y algo más -, agujeros, por decirlo de algún modo, a través de
los cuales los objetos animados e inanimados pueden caer en el mundo
invisible, sin que se los vuelva a ver u oír. Su teoría es, más o menos,
la siguiente: el Espacio está colmado de éter luminífero, que es algo
material, una sustancia tal como lo son el aire o el agua, aunque mucho
más tenue. Toda fuerza, toda forma de energía se propaga por su me-
dio; en él tiene lugar todo proceso. Pero supongamos que existen cavi-
dades en este medium universal, tal como existen cavernas en la tierra,
o agujeros en el queso suizo. En tal cavidad no habría absolutamente
nada. Habría un vacío tal que jamás podría reproducirse por medios
artificiales; pues si bombearnos el aire de un recipiente queda el éter
luminífero. La luz no podría atravesar tales cavidades, pues nada po-
dría transportarla. Ningún sonido provendría de ellas, en ellas no exis-
tirían las sensaciones. No reuniría condición alguna que propiciara el
ejercicio de nuestros sentidos. En pocas palabras, en vacío semejante
nada podría ocurrir. Ahora bien, según comenta el escritor previamente
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citado, el sabio doctor jamás lo expresa con mayor concisión que en


este pasaje: "Un hombre sometido a tal encierro no podría ver ni ser
visto; ni oír ni ser oído; ni sentir ni ser sentido; ni vivir ni morir, ya que
la vida y la muerte son procesos que sólo pueden suceder donde hay
fuerza, y en un espacio vacío la fuerza no existe.- Habrá quien se pre-
gunte si los amigos de quienes se han perdido han de suponer su exis-
tencia, el destino eterno de su existencia, sometido a condiciones tan
atroces.
Tal como la hemos expuesto (con premura e imperfección), la
teoría del Dr. Hern, en la medida en que se propone como explicación
adecuada para las “desapariciones misteriosas” es posible de múltiples
objeciones; tal como él la expone (en la ”espaciosa volubilidad" de su
libro), no lo es tanto. Pero, aun tal como su autor la desarrolla, no da
cuenta (es, en verdad, incompatible con ciertos incidentes) de los
acontecimientos que hemos referido: por ejemplo, el sonido de la voz
de Charles Ashmore. No es mi deber dotar de afinidad a hechos y teo-
rías.

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