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ÍNDICE

CAPÍTULO 1. Claves y dimensiones del desarrollo de la persona


1. Etimología y evolución del término «persona»
2. Naturaleza racional y persona humana
3. Principales características de la persona
3.1. Corporalidad
3.2. Apertura al mundo y a las demás personas
3.3. Racionalidad
3.4. Libertad
4. ¿Quién soy «yo»?
5. ¿Son personas todos los seres humanos?
6. Las dimensiones educables de la persona
6.1. La educabilidad, característica humana
6.2. La educación del cuerpo, las emociones, la inteligencia y la voluntad

CAPÍTULO 2. E1 sentido de la acción humana


1. Los actos humanos y otros actos del hombre
2. El fin de los actos voluntarios
3. Voluntariedad y actos no voluntarios
4. Génesis del acto libre
5. Libertad y responsabilidad moral
6. El sentido de la existencia humana
7. La educación de la voluntad

CAPÍTULO 3. Ciudadanía: entre la diversidad y la globalización


1. Comunitarismo-liberalismo
2. Localismo-universalismo. Globalidad-diversidad
3. Propuesta pedagógica al problema actual de la ciudadanía

CAPÍTULO 4. Elaboración de una teoría pedagógica de los derechos humanos


1. Concepto, fundamento y características de los derechos humanos
1.1. El educador y la fundamentación ética de los derechos humanos
2. Algunos datos históricos sobre los derechos humanos y su evolución
3. Hacia una teoría pedagógica de los derechos humanos

CAPÍTULO 5. Sobre el porvenir de la educación moral


1. La educación moral y el tiempo por-venir
2. El aprendizaje de lo serio. La educación moral y el acontecimiento
3. El aprendizaje de lo trágico. La educación moral y el rechazo de lo intolerable
4. El aprendizaje de la resistencia. La educación moral y la normalización
5. Telón: ética de la mirada
CAPÍTULO 6. Teorías, modelos y estrategias en educación moral
1. Acerca de la necesidad de la educación moral
2. Paradigmas, teorías y modelos
2.1. Propuesta de clarificación terminológica: ¿qué es un método?
2.2. Paradigmas y teorías, referentes para los modelos de educación moral
2.3. Teorías de educación moral: la heterónoma y la autónoma
2.4. Los modelos de educación moral
2.4 .1. Socialización
2.4 .2. Clarificación de valores
2.4 .3. Desarrollo del juicio moral
2.4 .4. Formación de hábitos y del carácter
2.5. La construcción de la personalidad moral
3. Una palabra sobre las técnicas y estrategias en educación moral

CAPÍTULO 7. Los agentes en la educación moral


1. Agentes en educación moral
1.1. Claves para comprender la función educadora de los agentes de educación moral
1.2. La importancia de cada agente moral
2. La necesaria formación en educación moral
2.1. La familia como agente moral
2.2. Las instituciones educativas y su incidencia en la formación moral
3. La fuerza educadora del medio

CAPÍTULO 8. El aspecto ético en la configuración profesional de la educación


1. La búsqueda de configuración de una imagen profesional del educador
2. La dimensión ética de la educación en las perspectivas instrumental e Intrínseca
3. El educador y la deontología profesional
CAPÍTULO 1- CLAVES Y DIMENSIONES DEL DESARROLLO DE LA PERSONA

Es, sin duda, sumamente oportuno comenzar un libro de Educación Moral con un capítulo
dedicado al estudio de la persona. Como veremos más adelante, los humanos somos los únicos seres
corpóreos -al menos, los únicos de quienes tenemos noticia- que somos sujetos de moralidad. Esto es así
debido a una serie de características propias y exclusivas de nuestra especie, como son la plasticidad
biológica, la ausencia de instintos, la racionalidad y la capacidad de autodeterminarnos la obrar por
razones que nosotros mismos decidimos, que llamamos libertad. Responder a la pregunta acerca de qué
es una persona requiere elaborar toda una Antropología Filosófica, tarea que -como es evidente- excede
el propósito de este trabajo. Sin embargo, cualquier actividad educativa tiene una respuesta, al menos
implícita a este interrogante y posee una imagen ideal de lo que constituiría la perfección humana.
Todos tenemos una idea de lo que es una persona, formada de modo intuitivo. Sin embargo,
cuando llega el momento de perfilar su definición, de describir cuáles son los rasgos que la caracterizan,
quiénes son personas y las consecuencias que pueden derivarse de todo ello, nos hallamos ante una tarea
problemática, que se plantea en ocasiones de manera controvertida y que, en cualquier caso, nunca
resulta sencilla. En primer término, quizá no esté de más señalar algo obvio: el ser humano no es una
realidad simple sino un todo complejo en el que se pueden distinguir, sin separarlas, muchas
dimensiones: es un ser corpóreo, pero es más que su cuerpo; es un sujeto individual, pero necesita de la
sociedad formada por sus semejantes; sus capacidades cognoscitivas se orientan no sólo a la
contemplación teórica, sino también a la acción práctica y a la producción técnico-artística; y
experimenta una serie de necesidades materiales, biológicas, cognitivas, afectivas, estéticas y
trascendentes que tiene que satisfacer. Frente a esta aparente dispersión, el catalizador de su unidad
interna, que constituye asimismo la razón última de la dignidad humana y el fundamento de la radical
igualdad de todos los hombres -independientemente de sus diferencias somáticas, culturales, materiales,
etc.-, es que cada humano es un ser personal.
A lo largo de este capítulo se van a tratar temas como la etimología y evolución del término
«persona»; la diferencia que puede establecerse entre la naturaleza racional de los seres humanos y su
condición personal; las principales características de la persona; y si son personas todos los seres
humanos. Se analizará asimismo una de las características fundamentales del ser humano, la
educabilidad, para determinar por último qué dimensiones de la persona pueden ser educables.

1. Etimología y evolución del término «persona»


El hecho de que estudiemos la etimología de las palabras que empleamos no obedece,
habitual-mente, a un afán de arqueología lingüística, ni tampoco tiene pretensiones eruditas. Se
considera conveniente prestar atención a este tema porque, frente a quienes piensan que el lenguaje es
un mero signo, código expresivo o envoltorio del pensamiento, aquí se sostiene la tesis -avalada por las
investigaciones de la Filosofía Analítica- de que el lenguaje contiene y expresa el pensamiento.
La relación entre lenguaje y pensamiento no es extrínseca, sino que estas realidades están
ínti-mamente vinculadas, hasta el punto de que se puede afirmar que el uso del lenguaje es una de las
actividades racionales por excelencia. Se trata, además, de un acto consciente, porque hablar significa
saber lo que uno está diciendo cuando emplea el lenguaje. Así pues, el análisis de la etimología de las
palabras nos ofrece una especie de genealogía conceptual de aquello que nombramos. El estudio de la
formación y transformaciones de los términos muestra además la evolución que se ha ido produciendo
en nuestro modo de comprender la realidad. En el caso de la palabra «persona», este hecho se muestra
particularmente interesante, como veremos a continuación.
Es de sobra conocido que el término castellano «persona» tiene su origen más remoto en el
ámbito del teatro griego y nos ha llegado a través de su versión al latín. Prosopon era el nombre que
recibía la máscara con que cubrían su rostro los actores griegos. Esta máscara ocultaba los rasgos
concretos del actor que interpretaba un papel, pero al representar unas facciones arquetípicas, permitía a
los espectadores identificar fácilmente al personaje que estaba en la escena. Al mismo tiempo, gracias a
una especie de embudo situado cerca de la boca, se lograba que la voz del actor resonara -que en latín se
expresa con el verbo personare- y se escuchara con más nitidez y volumen hasta en las últimas filas del
teatro.
Por otra parte, en el Derecho Romano se empleó el término «persona» para designar al
nacido que sobrevive al menos durante 24 horas fuera del seno materno, ha sido reconocido y se le
otorga un nombre. Este ser humano, en cuanto persona, era tenido por todos como sujeto de derechos y
miembro nato de la sociedad civil.
Como se puede observar, estas dos acepciones de la palabra «persona» se refieren al ser
humano como ejecutor de un rol social o titular de un estatuto jurídico, bien en el ámbito de una
representación teatral o en el conjunto más amplío de la sociedad civil. Por detrás, o sustentando esos
roles, como su supuesto y soporte, se intuye siempre a la naturaleza humana.

Hay un tercer sentido en el que se empleó la palabra «persona» en el mundo grecorromano:


dentro del campo de la gramática. La persona es cada una de las inflexiones que puede adoptar un verbo
cuando se conjuga. En este sentido, «persona» es un pronombre sin apenas contenido conceptual.
Porque ¿qué notas esenciales o contenido ontológico se puede atribuir a «tú» o a «ellos», etc.? Pues
bien, éstas son las tres fuentes etimológicas del término «persona» tal como lo empleamos en la
actualidad, pero desde la antigüedad clásica hasta nuestros días esta palabra ha ido sufriendo una serie
de transformaciones importantes. En gran medida, éstas han tenido su origen en la necesidad teológica
de dotar de una estructura metafísica adecuada al misterio cristiano. Más concretamente, las claves
ontológicas de la noción de persona aparecen en el contexto de la Cristología de mediados del siglo IV.

A partir del siglo II, algunos Padres de la Iglesia emplearon la noción de persona a modo de
pronombre, en el sentido gramatical al que nos referíamos antes, para designar tanto a Dios Padre, como
a Jesucristo o al Espíritu Santo. A partir del siglo IV, el dogma trinitario se formula empleando los
conceptos ousia o substantia para designar la esencia divina e hypostasis y persona para referirse a cada
uno de los sujetos dialogantes que subsisten en la unidad de la esencia. Así, persona empezó a significar
la totalidad sustancial de un sujeto que manifiesta concretamente una esencia. Éste es el sentido
adoptado por Boecio, en el siglo VI, cuando definió la persona como «el supuesto individual de
naturaleza racional».
Esta definición de la persona subraya la racionalidad y libertad de los seres personales -su
espiritualidad-, pero no resulta totalmente adecuada cuando se aplica al ser humano, porque no hace
ninguna referencia al organismo biológico y a las condiciones de espacio y tiempo, que son esenciales
para la existencia humana. Tras el desarrollo y expansión de la filosofía de Descartes se experimenta
otro giro importante en el modo de entender qué es la persona y, como consecuencia, el término empieza
a caer en desuso. Hasta entonces, se consideraba que el fundamento de la dignidad de las personas
consistía en que cada hombre era un ser personal, porque ha sido hecho a imagen y semejanza de su
Creador, que es un Dios Personal. Pero la identificación progresiva del hombre con el «yo pienso»
cartesiano propicia, especialmente a partir de Locke, que prefiera emplearse la palabra «sujeto» para
designar a los seres humanos.
Frente a los «objetos» del mundo, el ser humano es aquel que tiene conciencia y voluntad y
puede decidir por sí mismo. Nos encontramos, de nuevo, con una definición que tiene las mismas
limitaciones que la de Boecio aunque sea por motivos diferentes.
¿Cómo podemos definir entonces a la persona? No es sencillo esbozar una respuesta. Por
eso, no vamos a intentar hacerlo de manera directa, sino acercándonos al tema por partes, en
aproximaciones sucesivas.

2. Naturaleza racional y persona humana

Al mencionar las definiciones de persona de Boecio y de Locke, echábamos de menos la


referencia a la corporalidad humana. Por eso vamos a intentar aproximarnos a una caracterización de la
persona partiendo de ese hecho concreto evidente, por otra parte-: que los humanos tenemos cuerpo.
Más concre- tamente, somos un tipo de organismo vivo cuya definición más antigua -formulada por
Aristóteles hace más de veinticinco siglos- es la que nos caracteriza como «anímales racionales».
Las personas tenemos muchos rasgos en común con el resto de los seres vivos. Por eso,
quizá convenga empezar preguntándonos qué significa estar vivo. Fue también Aristóteles quien sostuvo
que la principal característica de los vivientes es tener un principio intrínseco de energía ?un acto
peculiar llamado psique-. Los seres vivos no son desde que empiezan a vivir todo lo que pueden llegar a
ser; y por eso deben superar con su propia actividad la distancia que separa la situación inicial -más
precaria e imperfecta- de aquella plenitud que es propia de su especie. Alcanzan su perfección
realizando una serie de operaciones que tienen en el propio ser vivo su principio de energía para la
acción. Los vivientes se caracterizan por tender a sus fines movidos, por unos impulsos internos propios.
Aquello a lo que tienden, en último término, es a la plenitud o perfección propias de su naturaleza, a su
autorrealización, que experimentan subjetivamente como felicidad. Existe, pues, una finalización o
teleología natural presente en todos los seres vivos.
Dentro de los seres vivos, se pueden distinguir entre formas de vida vegetativa y formas de
vida animal, subdivididas a su vez en diferentes especies. Cada especie viviente se diferencia de las
demás porque tiene una naturaleza o modo de ser peculiar, propio y exclusivo de los individuos que la
integran, unas cualidades que hacen que ese viviente sea «chopo» , «tigre» , «hombre» , etc. Pero no
existe una cualidad que signifique «ser persona»; lo que sucede, más bien, es que de algunos seres vivos,
debido a que poseen determinadas cualidades que se han identificado previamente, decimos que son
personas. Del ser humano se dice que es persona, porque es lo que es de una manera distinta a como
son lo que son el resto de los seres vivos. Es decir, a los individuos de la especie homo sapiens sapiens
no los designamos solamente con el concepto que hace referencia a su especie -«hombres»-, sino que
decimos, además, que son «personas». Persona designa al titular de unas cualidades, no a esas
cualidades que todas las personas comparten y que constituyen la esencia o naturaleza propia del animal
racional. Ser persona, por tanto, no es un elemento de la esencia, sino que designa al individuo: señala la
singularidad de una vida humana individual. Pues bien, sí la noción de persona no es una de las notas de
la naturaleza humana, podemos preguntarnos qué tipo de relación existe entonces entre las personas y su
naturaleza.
La naturaleza -es decir, la esencia o modo de ser propio- establece los límites definicionales y
operacionales de lo que es un humano, distinguiéndolo claramente de las naturalezas no-humanas y
contraponiéndolas a ellas; mientras que la persona singulariza a la naturaleza humana: designa a un ser
humano real concreto, que existe siempre en crecimiento ilimitado.
Se podría decir, por tanto, que la naturaleza responde a la pregunta acerca de qué es el ser
humano: ¿Qué es un hombre? Es un animal racional; mientras que la pregunta acerca de la persona sólo
puede formularse en estos términos: ¿Quién es éste, al que ya reconozco como ser humano? Es tal
persona (y aquí, habría que indicar su nombre propio).
Spaemann sostiene que las personas son individuos que se comportan de una manera
peculiar respecto de su esencia: no son su esencia, sino que la tienen y, por tanto, la experimentan como
contingente, pueden disponer de sus capacidades naturales, por lo que poseen un margen de libertad.
Esto quiere decir que el concepto de persona no sirve para identificar algo como algo sino que afirma
algo sobre un ser determinado. Persona no es tampoco un predicado que atribuya una cualidad adicional
que distinga a un ser dentro de los individuos de su especie. Lo que cada persona es se compone de una
serie de cualidades que, en la mayoría de los casos, comparte con otros. La combinación individual de
esas cualidades será siempre probablemente singular; pero lo que hace que una realidad sea una persona
no es su singularidad, sino algo que le hace ser única.
El ser humano es más que su naturaleza: además es persona. Se puede decir, entonces, que
el hombre tiene naturaleza y, por tanto, no es la naturaleza la que lo tiene a él. El hombre está, en cierto
sentido, «emancipado de la naturaleza» y su fin no es idéntico al de la especie. Su obrar, como veremos,
no está prefigurado en su organización instintiva, mientras que los demás seres vivos viven por la
especie y para ella, actuando al dictado de los instintos impresos en su naturaleza. El ser humano, al ser
más que un mero ejemplar de su especie, es un fin en sí mismo y no debe ser utilizado como medio
porque posee dignidad por sí mismo, y no en función de otros individuos o del conjunto.

Teniendo en cuenta todo lo que se acaba de decir, se podría proponer la siguiente definición
de persona, que iremos explicitando a lo largo de los próximos apartados: persona es el individuo de una
especie de animal cuyos miembros típicos son seres inteligentes y pensantes, con razón y reflexión, que
pueden considerarse a sí mismos como siendo las mismas realidades simientes, deseantes y pensantes en
diferentes tiempos y lugares.

3. Principales características de la persona

Según hemos señalado, ser persona es una dignidad que se reconoce a un titular: el
individuo que posee una naturaleza dotada de una serie de características peculiares. ¿Cuáles son esas
notas que definen a nuestra especie y la distinguen del resto de los vivientes? Aristóteles subrayó tres: la
racionalidad, la capacidad de hablar y la inclinación política. Posteriormente se hizo hincapié en la
autoconciencia y la libertad, la capacidad de transformación del mundo mediante el trabajo productivo, o
la dimensión simbólica. Con el fin de sintetizar en el menor número de categorías posible todos los
elementos específicos de la naturaleza humana, se van a señalar cuatro rasgos que constituyen las
características naturales de la esencia humana, y permiten reconocer como persona al titular de los
mismos: nos referimos a la corporalidad, la apertura al mundo y a las demás personas, la racionalidad y
la libertad. Todos ellos están intrínsecamente vinculados y forman un sistema orgánico coherente y, por
lo tanto, no pueden estudiarse adecuadamente de manera aislada, porque se implican mutuamente.
Ahora, por razones expositivas, los trataremos por separado, intentando resaltar su mutua
remitencia.

3.1. CORPORALIDAD
Los humanos somos un tipo peculiar de organismo vivo. Más concretamente, pertenecemos
al grupo de los mamíferos y, sin prejuzgar ulteriores precisiones que puedan establecerse como
consecuencia del desarrollo de la paleontología, nuestra especie se describe como la de los homo sapiens
sapiens y se caracteriza, a nivel bioquímico, por tener 23 pares de cromosomas en los núcleos celulares.
Tener cuerpo no es accidental para los humanos, hasta el punto de que aunque seamos más
que nuestro cuerpo- es más adecuado decir «yo soy mi cuerpo» que «tengo un cuerpo». El hecho mismo
de nuestra existencia como seres humanos está vinculado a la corporalidad -a la concepción y a la
muerte-; y nuestro organismo -considerado tanto desde el punto de vista fisiológico como desde las
perspectivas estética, cultural, funcional, etc.- es uno de los elementos que integran la identidad
personal. El organismo humano reúne una serle de rasgos que permiten considerarlo un cuerpo muy
adecuado para el desarrollo de una existencia personal. Su característica principal, que de alguna manera
engloba a las demás, es la plasticidad biológica. El bipedismo, la inespecialización funcional de la mano
humana, la ausencia de instintos, la posibilidad de modulación de las tendencias por el entendimiento y
la voluntad, etc., son otros tantos elementos propios de nuestra naturaleza que constituyen, en su
conjunto, la condición de posibilidad de un modo de vida absolutamente diferente al que caracteriza al
resto de los vivientes.
El cuerpo es, además, el lugar de nuestra inserción en el mundo y el medio a través del cual
las personas podemos relacionarnos entre nosotros y con el entorno. Sólo podemos ser con otros y para
otros si no somos exclusivamente conciencia, es decir, si tenemos un «lado exterior» que a los demás se
les da como «algo», como una exterioridad en la que se manifiesta una subjetividad. El ser humano
puede entrar en relación y ser-con los demás, precisamente a través de la corporalidad. La corporalidad
encierra, por tanto, la posibilidad de que los demás puedan objetivarnos.

3.2. APERTURA AL MUNDO Y A LAS DEMÁS PERSONAS


Una característica propia de los humanos es también nuestra apertura radical. Los hombres
no estamos clausurados en nosotros mismos, sino orientados hacía lo otro, y nos relacionamos de
manera natural y necesaria con el mundo y con los demás seres humanos. Esta apertura al mundo es, en
ciertos aspectos, semejante a la de otros seres vivos que necesitan relacionarse con lo que les rodea para
su subsistencia y para el desarrollo de la especie. Como los demás vivientes, somos al mismo tiempo
dependientes e independientes: es decir, viviendo una existencia separada de los demás seres, sin
embargo, necesitamos de ellos. Los animales también están abiertos cognoscitivamente al entorno, pues
precisan un conocimiento sensible previo de aquello que va a servirles como alimento o como pareja
adecuada. Sin embargo, la apertura al mundo del ser humano es más amplía y tiene otras características.
Nuestro entendimiento está abierto intencionalmente a la totalidad de lo real; y la libertad humana está
intencionalmente abierta a la totalidad del bien, sin hallarse determinada por bienes sensibles concretos e
inmediatos. En ese sentido, suele decirse que mientras el resto de los vivientes se mueven dentro de los
límites del perimundo, medio o nicho ecológico que les es propio sin poder trascenderlo, el hombre
habita en el mundo.
Los anímales sólo captan como relevantes aquellas realidades que están relacionadas con su
supervivencia o con la conservación de la especie, y poseen una dotación instintiva predeterminada que
señala el sentido que adoptará su conducta dentro de su ciclo funcional de la vivencia. Por el contrarío,
el número de percepciones de la realidad que pueden tener interés para un ser humano es infinito, y una
vez que se ha percibido algo como estímulo no se desencadena necesariamente una respuesta, sino que
el hombre puede inhibir la acción. Además, una vez que se ha decidido dar respuesta al estímulo
percibido como tal, ésta puede desplegarse en un número indeterminado de direcciones. Las tendencias
humanas quedan a disposición de lo que determinen el entendimiento y la voluntad en orden a la acción.
Pero más interesante y más significativa aún que la apertura del hombre al mundo es su apertura y
relación con los demás seres personales. De hecho, se ha afirmado que una persona única
-numéricamente una y sólo una- sería una contradicción: el solipsismo es incompatible con el concepto
de persona. La vida humana no se define por la tendencia a la conservación y a la propagación de la
especie, sino que uno de sus rasgos distintivos es la autotrascendencia, cuya forma más elevada se llama
amor. El ámbito que necesita un ser humano para su desarrollo como humano es el de la acogida y el
reconocimiento, situación que sólo puede producirse si el que reconoce y acoge es alguien semejante a
uno mismo.
Dado que el ámbito propio de la existencia humana es el de las relaciones con sus
semejantes, conviene distinguir entre los diversos modos de relación que pueden establecerse entre las
personas, para comprender mejor lo que se entiende por relaciones interpersonales. Como señala Ferrer,
se puede producir una forma distante y periférica de relación, cuando la persona se limita a estar
serialmente junto con otras -por ejemplo, en la cola de un autobús-; otros tipos de relación lo constituyen
el grupo en acción -como sucede, por ejemplo, en las manifestaciones-; o es el caso de la comunidad
convocada por un bien indiviso del que las personas pueden participar sin merma del bien -como es el
caso de la relación que se produce a causa del gozo compartido por quienes asisten juntos a un
concierto-. Por último, es posible llegar al tipo de relaciones propiamente interpersonales, que es cuando
se puede empezar a emplear el pronombre «nosotros» con plenitud de sentido. También dentro del
ámbito interpersonal pueden distinguirse grados y clases: así, es diferente el tipo de relación que se da
entre padres e hijos, entre hermanos, amigos, cónyuges, etc. Pero todos estos casos tienen en común la
creación de un espacio de convivencia, propiciado por el reconocimiento del otro y su acogida. Se abre
así un lugar de intermediación que, no dándose fuera de las personas singulares, no lo puede formar cada
uno aisladamente por más que esté junto a otros seres humanos. Sólo sobre la base de ese ámbito común,
sostenido por las personas, puede quedar integrada personalmente una relación.
En el seno de las relaciones interpersonales, los humanos quedan constituidos como seres-
con los que otros seres humanos pueden hablar, y no meramente como cosas acerca de las que se puede
hablar. Por eso, reducir a la persona al estatuto de objeto -de conocimiento, de discurso, de disfrute o de
utilidad, por poner sólo algunos ejemplos-, es no hacer justicia a su modo de ser personal. De ahí que
una de las características principales de la existencia humana es que para poder vivirse en plenitud, se
debe desarrollar como coexistencia entre semejantes, posibilitada por la apertura mutua, gracias a la cual
se establece una red de relaciones interpersonales que sitúa a los seres humanos en un ámbito intermedio
entre la fusión y la exclusión, que son los rasgos típicos de las relaciones entre los cuerpos físicos o el
resto de los seres vivos.

3.3. RACIONALIDAD
La racionalidad ha sido reconocida desde los mismos inicios de la filosofía como un rasgo
propio de la naturaleza humana. Los anímales superiores poseen un sistema perceptivo bastante
sofisticado, que consta de tres fases principales: a) sensación, b) síntesis sensorial-configuración
perceptiva, y c) valoración, comprensión del significado. Pero para los animales, valorar y comprender
el significado son funciones que realizan teniendo siempre como punto de referencia su propia situación
orgánica. Esto significa que las cosas sólo son valorables y significativas como medio o término de sus
dinamismos biológicos, que tienen unos fines fijos, inalterables, regidos por la dinámica instintiva.
El ser humano, además del conocimiento y valoración sensibles, puede conocer la realidad
sin referencia a la propia situación orgánica, O incluso al margen de ella. La razón, inteligencia o
entendimiento, es la capacidad cognoscitiva humana que goza de esa autonomía. Así, podemos
comprender el significado de realidades como «noche estrellada», «paralelogramo» o «referencia», que
no guardan relación alguna con nuestras necesidades biológicas o con la propagación de la especie. Esto
quiere decir que los humanos somos capaces de establecer la diferencia entre lo que las cosas son «en
sí» y lo que son «para mí». Es decir, somos capaces de objetivar y conceptualizar la realidad.
El entendimiento humano se da cuenta de que puede conocer la totalidad de lo real, y entre
esta totalidad, conocerse a sí mismo y a la propia subjetividad. Ese darse cuenta es la función del
intelecto que se denomina conciencia, y cuando el objeto de conocimiento es la propia subjetividad,
hablamos de autoconciencia. Por lo tanto, la autoconciencia no es originaria en el ser humano, sino que
se da siempre
en un segundo momento. Es la reflexión del entendimiento sobre sí mismo y sobre la propia subjetividad
que, como todo movimiento reflexivo, es posterior al acto por el que se conoce algo. Por eso, no es
adecuado definir al ser humano primaria y fundamentalmente como autoconciencia, porque sólo
podemos ser conscientes de nosotros mismos y formular el pronombre de primera persona singular
«yo»- en un segundo momento, tras la reflexión sobre aquello que ya éramos y que todavía no sabíamos
de nosotros mismos. Además, no se puede adquirir propiamente la conciencia de ser un «yo» sin tener
algún conocimiento de alguien que es distinto de mí y semejante, como un posible «tú», aunque todavía
no hayamos entablado ninguna forma de reciprocidad con él. Así pues, los seres humanos somos sujetos
conscientes de nosotros mismos que, simultáneamente, nos conocemos como realidades naturales que
existen en el mundo, que sienten, piensan y entienden; es decir, experimentamos que es el mismo sujeto
el que tiene hambre, es consciente de su hambre como hambre suya, y desea calmar su hambre
comiendo. A través del recuerdo elaboramos nuestra subjetividad y nos convertimos en objetos para
nosotros mismos: sólo somos conscientes de nosotros mismos cuando lo somos de aquello que nos
hemos apropiado, es decir, de nuestro pasado. La capacidad racional humana que permite realizar la
operación reflexiva constituye en cada uno de nosotros un «adentro» que es inalcanzable desde el
exterior. Éste es un ámbito de intimidad que resulta incomunicable de manera absoluta. Somos -sin
embargo- reconocibles a través del cuerpo y de los estados psíquicos reflejados por él; pero nuestra
dimensión subjetiva interna escapa a toda posible objetivación y es lo que hace a cada humano un ser
único, inconfundible, inasimilable a los demás o a la especie. Por esa razón la filosofía clásica decía de
la persona que es inefable.
La racionalidad y la corporalidad humanas son las condiciones de posibilidad de otro de los
rasgos propios de nuestra especie: el lenguaje. Los animales racionales somos los únicos que hablan.
Sólo nosotros hemos creado un sistema de signos convencionales mediante el cual podemos expresar el
pensamiento y comunicarnos, facilitando la vida en sociedad. El lenguaje es una manifestación de que
las relaciones de los hombres con el mundo están mediadas simbólicamente. Vivimos en un mundo
interpretado, y lo seguimos interpretando continuamente: somos, como señalara Cassirer, el animal
simbólico.

3.4. LIBERTAD
La idea de persona está estrechamente unida a la de libertad. ¿De qué es libre la persona?
Como ya hemos mencionado, fundamentalmente es libre de su propia naturaleza, porque como no la es
sino que la tiene, puede disponer de ella y relacionarse libremente con su modo de ser. Los hombres no
están programados para hacer instintivamente aquello a lo que su naturaleza les inclina. Es libre el que
hace lo que quiere; pero para poder hacer lo que se quiere, es preciso saber lo que se quiere hacer. De
ahí la íntima relación que existe entre racionalidad y libertad en los seres personales. Así, cuando se nos
pregunta por qué hacemos esto o aquello, respondemos señalando las razones que nos han llevado a
obrar así; no indicamos las causas de la acción, porque la causa del obrar humano es siempre el querer
del agente. La biología describe los instintos como pautas de comportamiento fijas, estereotipadas,
comunes a una especie, que son eficaces en orden a su objeto, irresistibles e innatas.
Los instintos fundamentales son el de supervivencia y el de propagación de la especie. Pues
bien, atendiendo a esta definición, se puede afirmar taxativamente que el ser humano carece de instintos,
porque uno de los rasgos más señalados de sus acciones es que éstas son imprevisibles. No se puede
negar, sin embargo, la existencia de tendencias naturales inscritas en la biología humana; pero éstas no
tienen la fijeza e irresistibilidad que se atribuyen, por definición, a los instintos.
La capacidad que tiene el ser humano de obrar u omitir la acción como respuesta a un
estímulo, es lo que ha recibido el nombre de libertad de ejercicio; y la capacidad de obrar de un modo u
otro, es decir, de la manera que él mismo elige, se llama libertad de determinación, o autodeterminación.
La vivencia de nuestra propia libertad es una de las experiencias más profundamente arraigadas en la
subjetividad humana. Y se percibe con una especial intensidad en los casos en que a uno no le es
permitido ejercerla: bien porque se le impide obrar como uno quiere, o porque se le obliga a actuar de
manera contraría a sus decisiones. Correlativamente, el ejercicio de la capacidad de autodeterminación
nos hace experimentar de un modo muy intenso que somos nosotros mismos y que podemos
trascendernos. Esta autoposesión característica de la libertad es lo que permite tener por inalienables los
actos en los que la persona se expresa. La libertad constituye así el fundamento de la moralidad, ya que
por ella somos responsables de nuestras acciones.
El dominio que tiene el hombre sobre los bienes externos es sólo una muestra de su
dignidad, en cuanto que proyecta hacia el exterior el autodominio que le es inherente. Pues bien, éstos
son los cuatro rasgos propios, las características peculiares de la naturaleza humana. Cada ser humano
tiene esta naturaleza, es decir, así es como es, lo que es un homo sapiens sapiens. Y cada ser humano no
sólo es un individuo de su especie, sino que es persona porque tiene su naturaleza de manera diferente a
como tienen la suya los demás seres que existen.

4. ¿Quién soy «yo»?

Como ya señalamos, el proceso de autorrealización es el desarrollo progresivo mediante el


cual los vivientes alcanzan la plenitud natural que poseen en potencia cuando comienzan a existir. En el
ser humano este proceso se desarrolla simultáneamente en distintos planos: biológico, cultural y
existencial. En el plano biológico, en cuanto organismo viviente, el hombre debe desarrollar su propio
cuerpo a partir de la primera célula fecundada, actualizando la información contenida en el patrimonio
genético. En el plano cultural, el hombre -que es biológicamente un ser humano desde su concepción- se
humaniza, es decir, se hace plenamente humano, por la interiorización de una cultura, esto se logra a
través de los procesos de enseñanza y aprendizaje. En el plano existencial, el hombre se hace a sí
mismo, construye su identidad personal, modula su temperamento según un cierto carácter, vislumbra lo
que quiere que sea su proyecto existencial, y puede resolverse a conseguirlo como fruto del ejercicio de
su libertad.
La autorrealización en el plano biológico se desarrolla de manera espontánea, con tal de
que se proporcione alimento al viviente, y se «deje hacer» a las leyes biológicas. La autorrealización en
el plano cultural se logra mediante el proceso de socialización, por el que se incorpora al individuo a la
cultura de un determinado grupo humano. Se distinguen dos etapas en este proceso: la socialización
primaria y la secundaría. La socialización primaria es la que tiene lugar en la infancia. Es simultánea e
inseparable de la adquisición del lenguaje, que constituye el primer contenido y el instrumento de la
socialización. El lenguaje permite al niño vivir en un universo de signos y símbolos con los que adquiere
los esquemas básicos de clasificación para diferenciar los objetos según el género, el número, el ser, la
acción, etc. En la socialización primaria los adultos son los principales protagonistas y los niños
aprenden y asumen la realidad que se les presenta como la única existente y concebible: el mundo es
para ellos indubitable y masivamente real. El universo infantil, así constituido, proporciona a cada
individuo una estructura mental ordenada en la cual puede confiar y sentirse seguro.

La socialización secundaría comprende los procesos siguientes que introducen a un


individuo ya socializado primariamente en nuevos sectores de su mundo cultural. En ella se lleva a cabo
la interiorización de las instituciones y la adquisición del vocabulario, los conocimientos y los modos de
valoración propios del rol que desempeñará en la sociedad. La socialización secundaría tiene lugar en
una esfera y a un nivel de la personalidad en los que la afectividad tiene menos importancia que en la
primaria, por ello, los contenidos de la socialización secundaria son más frágiles que los de aquélla.
Como la socialización secundaria presupone siempre la primaria, es posible que puedan plantearse
problemas de compatibilidad entre una y otra. Para ser hombre, por tanto, es preciso tener un tipo
peculiar de organismo: el característico de la especie homo sapiens sapiens. Para ser p1enamente
humano se precisa además haber asimilado una cultura a través de los procesos de socialización. Y para
ser sí mismo se requiere que el ser humano haya tomado decisiones libres de acuerdo con el modelo o
proyecto existencial que se ha propuesto.
El descubrimiento de la propia vida ocurre de manera semejante a como se descubre el mar
en el que uno está navegando. Cuando nos descubrimos a nosotros mismos llevamos ya siendo algunos
años, alrededor de ocho o diez, por lo menos. Para cuando somos capaces de reflexionar sobre nosotros
mismos y tomar la vida en nuestras manos tenemos ya una concepción del mundo y unos valores que
hemos asimilado en el proceso de socialización. Empezamos a ser protagonistas de nuestra vida el día en
que nos miramos a nosotros mismos y pensamos en nuestra existencia como algo que queremos asumir
y protagonizar. Lo que marca el inicio de la juventud es el descubrimiento de que el futuro que se abre
ante nosotros no tiene por qué discurrir guiado necesariamente por el azar, la necesidad o por otras
personas, como había sucedido hasta entonces sino que puede ser, en buena medida, conducido por
nuestras decisiones.
La filosofía Contemporánea suele concebir el esquema según el cual se desarrolla la vida
humana como una «estructura narrativa». MacIntyre sostiene que se puede pensar en el hombre como un
todo cuya unidad depende de una narrativa que conecta el nacer con el morir. Acción, identidad y
narración son conceptos íntimamente relacionados con el desarrollo de la vida de los hombres. Los actos
aislados pueden considerarse elementos de una historia que quizá todavía no ha sido contada. Cada
individuo sería el «coautor» de la historia de su propia vida, y lo llama coautor, porque hay aspectos de
nuestra biografía sobre los que no tenemos un control absoluto: por ejemplo, no nos han preguntado si
queríamos o no existir, ni hemos elegido el cuerpo que tenemos, la época, el lugar y la cultura a la que
pertenecemos, etc.
Ya se ha señalado que una de las características del ser humano consiste en su apertura y
relación con los demás. Pues bien, para saber realmente quiénes somos debemos ser capaces de
responder también a la pregunta acerca de las historias de las que formamos parte. La identidad personal
se construye lentamente, en el entretejerse mutuo de unas historias que organizan nuestras experiencias
en secuencias coherentes. Así pues, debo admitir que yo soy, en parte, lo que heredo: un pasado
específico que está presente de algún modo en mí presente; y me encuentro formando parte de historias
que otros continuarán después de que yo haya muerto: soy el portador de una tradición.
Muchas crisis de identidad se producen cuando se percibe la propia existencia como un
conjunto de fragmentos discontinuos que no pueden articularse entre sí formando una historia, porque
no se encuentra el hilo conductor que dé sentido a los retazos sueltos que componen la propia vida. Por
eso, aunque se comprendan algunos actos aislados, puede resultar incomprensible en su conjunto y, por
tanto, absurda o sin sentido. Se hace necesario entonces reinterpretar esos retazos englobándolos en una
historia más abarcante, dentro de la cual puedan ser considerados como partes de un todo con sentido.
Resumiendo: la respuesta a la pregunta «¿quién soy yo?» ha de responderse, por una parte,
diciendo que «yo» soy una identidad numérica inequívoca, que no es definible por ninguna
determinación cualitativa porque no se me puede identificar mediante ninguna descripción. En este
sentido ontológico el «yo», considerado como punto de identidad numérica, es un concepto
completamente vacío. Desde la perspectiva existencial, mi identidad personal está constituida -tanto
para mí mismo como para los demás- no sólo por el pronombre personal. El criterio que tienen los
demás para determinar mi identidad es exterior: mi cuerpo, como existencia continua en el espacio y el
tiempo. Desde el punto de vista de la interioridad, cada uno puede decir que, además de ser este cuerpo,
«yo» es el protagonista de este pasado y de estos proyectos que reconoce como suyos.

5. ¿Son personas todos los seres humanos?

Como ya hemos dicho, los seres con una serle de características -corporalidad,
autoconciencia, racionalidad, libertad, etc.- deben ser considerados y reconocidos como personas. Sin
embargo, puede plantearse la duda acerca de sí son personas todos los seres humanos, o no puede
considerarse como tales a aquellos que no tienen -porque no tienen aún, no tienen en acto o nunca
podrán llegar a tener- alguna de las característica propias de los seres racionales, como es el caso de los
niños, los que duermen, los deficientes profundos, etc.
La diferencia que hemos establecido entre naturaleza y persona puede ofrecernos una
primera vía de aproximación para responder a esta cuestión. Como señala Ferrer, deberíamos
plantearnos, en primer lugar, cuándo empieza la naturaleza humana a ser persona. Dicho de otra manera:
cuándo empieza el hombre a ser persona. Esta pregunta puede formularse también así: ¿Cuándo «algo»
empieza a ser «alguien»? Este tránsito es muy difícil de justificar ontológicamente y no se dispone de
ninguna información empírica que nos permita realizar ese salto categorial. «El único criterio empírico
de que disponemos es la continuidad procesual en el desarrollo de un ser idéntico, lo cual vuelve
arbitraría cualquier fijación del momento en que acaecería la conversión de un ser natural en persona.»
Tanto la naturaleza como la persona son aspectos constitutivos de un mismo ser, interactuantes en todas
las etapas de su desarrollo, que se diferencian de acuerdo con la función que a cada uno compete que,
como ya señalamos, consiste en que la naturaleza establece los límites ontológicos y operacionales de lo
que es humano, mientras que la persona singulariza esa naturaleza humana.
De esta misma opinión se muestra Spaemann cuando sostiene que todos los humanos, por
el hecho de pertenecer a la especie homo sapiens sapiens, por compartir la misma naturaleza -aunque
algunos la posean en la fase del desarrollo biológico o en condiciones precarias-, deben ser reconocidos
como personas. Los individuos de las especies vivientes, afirma, se hallan vinculados entre sí por
relaciones de parentesco, por unos lazos genealógicos. No existiría un ejemplar singular de esa especie
sí no existieran otros. Todos los seres humanos -como reconoce la paleontología contemporánea-
estamos emparentados entre nosotros. Los miembros de nuestra especie no sólo somos parientes, sino
que nos hallamos desde el principio tejiendo una red de relaciones, que es interpersonal. «Humanidad»
no es, como «animalidad», un concepto abstracto que designa un género, sino simultáneamente el
nombre de una concreta comunidad personal a la que no se pertenece por poseer determinadas
cualidades constatables fácticamente, sino en la que se entra a formar parte por generación, por
mantener una vinculación genealógica con «la gran familia humana».
La madre, o quien se ocupa del recién nacido, trata al niño desde el principio como una
persona igual a ella, no como un objeto que se puede manipular o un ser vivo al que amaestrar. Enseña
al niño a hablar no sólo hablándole de las cosas que tiene alrededor, sino hablándole a él. Y sólo porque,
desde el principio, no tratamos a los hombres como si fueran algo, sino como alguien, la mayoría de
ellos desarrollan las cualidades que justifican posteriormente ese trato.

Por lo que se refiere a los disminuidos psíquicos, los percibimos como enfermos y no como
cosas o animales de otra especie. Sí no fueran alguien sino algo, tendrían que poseer una normalidad
específica, un modo de ser distinto del modo de ser de las personas, un nicho ecológico propio, diferente
del humano. Pero los disminuidos son considerados inevitablemente por nosotros como seres humanos-
no-normales, es decir, enfermos. Y por lo tanto, más necesitados de ayuda. Su existencia es, quizá, la
más dura de la humanidad, pero no por eso los consideramos reintegrados o subsumidos en el mundo
animal.
Por lo que respecta a los seres humanos en fase de formación -desde la concepción a la
infancia- no es correcto considerarlos personas «en potencia», porque es imposible que de algo devenga
alguien. Sí el ser persona fuera un estado, podría devenir poco a poco; pero sí persona es alguien que
pasa por diferentes estados, entonces es persona en todos ellos. Cada uno afirma de sí mismo que «nació
tal día», aunque el ser que nació en ese momento no podía decir «yo» por aquel entonces. No decimos
«aquel día nació algo de lo que yo procedo». Ese ser humano era yo. El ser personal no es resultado de
ningún desarrollo, sino la estructura característica de un ser en desarrollo. Un desarrollo que, por otra
parte y al menos en su dimensión existencial, no acaba nunca.
Por todas estas razones, parece que nos vemos abocados a reconocer a cualquier ser
humano como persona; y se debe aceptar que tiene derecho a un lugar en la comunidad de personas ya
existente. Ese reconocimiento y acogida de la persona, aunque es un acto de libre espontaneidad -porque
uno podría negarse a concederlo-, no obedece a una actitud arbitraría, porque quien reconoce a cualquier
ser humano como persona percibe su postura como una respuesta adecuada; de la misma manera que es
adecuado dar la razón voluntariamente a alguien cuando la tiene.
Por el contrario, se negaría el carácter personal a los seres humanos sí se exigiera, además
de la simple pertenencia al género humano, algún otro criterio cualitativo por cuya virtud los hombres
fueran reconocidos como alguien y aceptados por la comunidad de personas. Hay que recordar que cada
hombre es digno en sí mismo y no porque ejerza como miembro de una especie o desempeñe un rol en
un ámbito social. Es propio de la dignidad de la persona gozar de independencia respecto del contexto.
Esta dignidad manifiesta que se posee una excelencia singular y no sólo que el individuo es un caso
particular de un conjunto.

Como ya hemos señalado, para poder reconocer la condición personal de alguien -y para
deber hacerlo- sólo es posible emplear un criterio: la pertenencia biológica al género humano. Sí existe
alguien, existe desde que hay un organismo humano individual, y seguirá existiendo mientras ese
organismo esté vivo. Porque la persona es el hombre y no una cualidad que posee el hombre.

6. Las dimensiones educables de la persona

Al desarrollar los temas propios de su ámbito, la Filosofía de la Educación parte de la


consideración del ser humano en cuanto educable. Es decir, da por sentado que los hombres son los
protagonistas de los procesos educativos. ¿En qué consiste esa característica de la educabilidad? ¿A qué
dimensiones de su ser afecta? Vamos a ver brevemente estos aspectos en los siguientes apartados.
6.1. LA EDUCABILIDAD, CARACTERÍSTICA HUMANA
La educabilidad o capacidad para ser educado es una consecuencia de la racionalidad, la
libertad y la plasticidad biológica, rasgos esenciales de la naturaleza humana.

Sin embargo, la educabilidad, en cuanto categoría antropológica, va más allá de la mera


plasticidad del organismo humano. Para poder ser educado, el hombre debe tener ciertamente aquellas
disposiciones biológicas que lo permitan; es decir, ha de poseer una notable ductilidad para recibir las
influencias educativas que tanto el entorno como otros seres humanos le proporcionan, y debe ser capaz
también de elaborar nuevas estructuras personales a partir de estas influencias. Pero, aunque la
educabilidad tenga una base psicobiológica, lo cierto es que no se agota en ella, sino que debe abarcar
todos los aspectos que explican el desarrollo integral del hombre. Así, se debe considerar la
educabilidad como la capacidad que tiene el ser humano de incorporar a su vida nuevos aprendizajes, y
esto confiere a la educación su carácter imprescindible.
Las principales notas que definen la educabilidad son las siguientes:
 Se trata de una cualidad específicamente humana.
 Consiste en la capacidad de adquirir nuevos conocimientos y habilidades.
 Incluye las dimensiones biológica y cultural del ser humano.
 Supone la influencia del medio exterior, personal y social.
 Es la condición de posibilidad de un proceso abierto y que no acaba nunca.
 Permite al sujeto dirigir este proceso hacía una finalidad propuesta.
 Pone a los hombres en condiciones de ser plenamente humanos.
Así pues, la educabilidad es una propiedad o atributo de la persona en cuanto tal, que le
permite configurarse a sí misma a través de un proceso permanente en el que vienen a integrarse el
conjunto de disposiciones plásticas propias del individuo con los influjos ambientales y el autogobierno
del educando. ¿A qué dimensiones del ser humano afecta esta característica de la educabilidad?

6.2. LA EDUCACIÓN DEL CUERPO, LAS EMOCIONES LA INTELIGENCIA Y LA VOLUNTAD


Hamann afirma que la capacidad de aprendizaje del hombre significa posibilidad de
adquirir conocimientos y habilidades, de modificar el comportamiento y de poder ir adaptándose a
objetivos precisos. Así pues, se puede afirmar que son educables todas aquellas facultades humanas
capaces de adquirir conocimientos y habilidades.
De acuerdo con la estructura biopsicológica propia de nuestra naturaleza, los hombres
somos seres corpóreos que: realizan una serie de funciones vitales de tipo vegetativo; conocen
sensiblemente; tienen emociones; son capaces de conocer intelectualmente; y de autodeterminarse a
obrar gracias a su libertad. ¿Qué dimensiones, entre todas éstas, son educables?
Por lo que se refiere al cuerpo, los procesos vegetativos -como por ejemplo, las funciones
respiratorias o metabólicas- se realizan al margen de nuestro conocimiento y control. Ciertamente estas
actividades no son susceptibles de adquirir hábitos, y por lo tanto no son educables. Las funciones en las
que interviene el aparato locomotor -el esqueleto y los músculos- sí son susceptibles de modificación
por el ejercicio, dentro de los límites que marca la estructura anatómica de nuestra especie. De hecho,
debemos aprender a manejar nuestro propio cuerpo -tenemos que aprender a andar, a atarnos los
zapatos, deben enseñarnos a utilizar adecuadamente los cubiertos, a practicar un deporte, o a bailar
ballet, etc.-. Estas actividades no se desencadenan de manera espontánea en nuestro organismo -como
sucede con el crecimiento del pelo- pero podemos llegar a dominarlas -algunas mejor que otras, y unos
más que otros- gracias al aprendizaje y la repetición de actos.
Por lo que respecta al conocimiento sensible, podría parecer que éste se produce de manera
espontánea, y en cierta medida es así. Pero también es posible aprender a mirar -un paisaje o una obra de
arte-, aprender a oír música, etc. Por lo tanto, la sensibilidad externa es, sin duda, una dimensión
educable.
¿Qué decir de los afectos? Hay en este ámbito una componente espontánea, involuntaria y,
en ocasiones, casi irresistible. Así, se suele decir que enamorarse no es algo que uno haga, sino algo que
a uno le pasa. Sin embargo, cada vez son más frecuentes los estudios pedagógicos que señalan la
necesidad de una educación sentimental, precisamente para conseguir modular y ser dueños y no
esclavos de nuestras propias pasiones o para desarrollar los afectos adecuados ante la realidad: a sentir
horror ante la injusticia, alegría ante el bien, etc. Ciertamente, educar los afectos no es tarea fácil, pues
-como ya señalara Aristóteles debe hacerse de manera política e indirecta, a través del conocimiento,
pero es sin duda una labor importante y necesaria.
En relación con la inteligencia, cabe señalar que su objeto propio es la verdad. ¿Podemos
llegar a conocer la verdad? ¿Podemos alcanzar nuevas verdades o solamente rememoramos aquellas que
ya estaban impresas en nuestra mente de modo innato? Ésta es una cuestión ardua, tratada ya desde los
tiempos de Platón en sus Diálogos -sobre todo en Menn-. A pesar de la aparente contundencia de sus
argumentos en contra, en la práctica casi nadie niega la posibilidad de que se produzca realmente un
avance en el conocimiento. La verdad se puede conocer, enseñar y aprender y, de hecho, todos hemos
participado en formas institucionalizadas de educación intelectual: escuelas, universidades, etc. Es
posible, por tanto, crecer en el conocimiento de la verdad y adquirir algunos hábitos intelectuales: de
análisis, síntesis, inducción, deducción, etc. Todos ellos se basan en capacidades o disposiciones
naturales, pero ha sido necesaria su actualización por el contacto con maestros o con libros que han
ejercido una función auténticamente educativa en relación con la capacidad de cada uno.
Finalmente, por lo que respecta a la voluntad, conviene recordar que se trata de la facultad
cuyo objeto propio es tender al bien que ha sido conocido por la inteligencia, y que la libertad es la
propiedad que tiene la voluntad humana por la que puede autodeterminarse a obrar. Como se trata de
una voluntad libre, ésta puede moverse a sí misma a obrar con el fin de obtener aquellas cosas que el
entendimiento le presenta como buenas. Como nuestro conocimiento de la realidad puede ser imperfecto
y todo lo que conocemos tiene aspectos positivos y negativos, la voluntad goza de un amplio margen de
indeterminación: nada le atrae de manera irresistible y por eso puede decidir libremente la dirección y el
sentido en el que va a actuar.
Sí esto es así, ¿es posible educar la voluntad? Puede parecer que, aun en el caso de que
fuera posible, no sería legítimo, porque sí lo propio de la voluntad libre es determinarse a obrar por sí
misma, cualquier influencia que se ejerciera sobre ella no sería educativa, sino manipuladora. Sin
embargo, no parece absurda ni contraria a la dignidad humana la expresión: «hay que aprender a hacer el
bien». La cuestión sería por tanto, saber si es posible enseñar a alguien a que quiera hacer el bien
libremente. En la respuesta que se dé a esta pregunta se juega la posibilidad misma de la educación
moral, pues es ése el nombre que recibe la educación de la voluntad.
¿Se puede ayudar a alguien a que quiera -y lo consiga- obrar rectamente? O, en otras
palabras, ¿es posible y deseable la Educación Moral? Para contestar adecuadamente a esta cuestión es
necesario analizar la estructura interna del obrar humano, y ésa es la tarea que se va a acometer en el
próximo capítulo.
CAPÍTULO 2: EL SENTIDO DE LA ACCIÓN HUMANA

¿Es posible enseñar a alguien a que quiera hacer el bien? ¿Podemos aprender a querer obrar
rectamente? Estos interrogantes con los que se concluía el capítulo anterior plantean la condición de
posibilidad de la Educación Moral porque, en el fondo, lo que se está cuestionando es la capacidad de
educar la voluntad sin ir en contra de su característica más sobresaliente: la libertad o capacidad de
autodeterminación.
Para poder responder adecuadamente estas preguntas es preciso estudiar en primer término
cuál es la estructura interna del acto voluntario -cómo lleva a cabo la voluntad su acto propio- y qué
dimensiones de la persona están implicadas en la acción libre. Pero esto no basta porque, de la misma
manera que la vida humana no es un asunto exclusivamente biológico, la existencia personal tampoco se
reduce a una mera sucesión temporal de acciones libres, sino que se constituye como un fenómeno
biográfico. Llegar a la plenitud, es decir, alcanzar la perfección propia de nuestra naturaleza constituye
el bien último que da sentido y ordena todos los demás fines particulares que nos proponemos -que
adquieren, por tanto, la condición de medios en relación con él-. Nuestra vida se ordena a la realización
de un proyecto que cada uno se traza y que se considera, de manera genérica, como lo que da sentido a
su existencia, lo que le hace feliz.
Estos dos aspectos -la adecuada comprensión de la naturaleza de los actos voluntarios y el
análisis del sentido de la existencia- son fundamentales para determinar si es posible la Educación
Moral, es decir, si se puede ayudar a la voluntad a que realice mejor sus actos; pues en esto consiste
precisamente la educación: en prestar una ayuda perfectiva y eficaz que sea respetuosa con la naturaleza
del agente. En el caso de que sea posible la Educación Moral -como aquí se sostiene- el paso siguiente
consistirá en determinar cómo se puede llevar a cabo esta tarea, qué medios es posible emplear, cuál es
la metodología más adecuada a seguir, etc. Aquí nos limitaremos a señalar algunas líneas generales, ya
que se estudiarán con más detenimiento todas estas cuestiones en capítulos sucesivos.

1. Los actos humanos y otros actos del hombre


La Ética ha distinguido siempre entre los diferentes tipos de acciones que puede realizar el
ser humano. Algunas de ellas son actividades propias de todos los vivientes -como nutrirse, que es una
acción que llevan a cabo tanto los vegetales como cualquier animal-. Otras, son actividades específicas
de quienes pertenecen al reino animal -como las operaciones propias del aparato locomotor-. Y hay un
tercer tipo de acciones que son exclusivamente humanas -como, entre otras, las que dan origen a las
variadas formas culturales-.
Dentro del conjunto de acciones que realiza un ser humano -como son, por ejemplo, comer,
digerir, pasear, respirar, escribir una novela, casarse, etc.-, hay que distinguir entre aquellas que ejecuta
voluntariamente -comer, pasear, escribir, casarse- y las que no están sujetas al control de su voluntad
-como digerir o respirar- y que, por tanto, no realiza en cuanto hombre, sino en cuanto ser vivo. Las
primeras, las voluntarias, reciben el nombre de actos humanos, mientras que las últimas son llamadas
genéricamente actos del hombre. Así pues, se entiende por acción humana la actividad voluntaria:
aquella que la persona es libre de hacer u omitir y libre de hacer de una manera o de otra; mientras que
son actos del hombre las acciones no voluntarias realizadas por un ser humano. Se ha afirmado que estas
últimas no serían propiamente acciones, sino cosas que le ocurren al hombre -tanto en su interior como
en el mundo que le rodea- mientras que las acciones voluntarias sí podrían considerarse sus obras.
Aquí nos limitaremos al estudio de los actos humanos -los que tienen su origen en la
voluntad-, aunque hay que tener presente que los actos voluntarios no son fácticamente aislables de los
demás actos del hombre, porque es una la persona que actúa. Entre los actos del hombre y los actos
humanos existe una interconexión orgánica, de tal manera que, aun siendo realmente diferentes, sólo son
separables mentalmente con vistas a su estudio. Así, se comprueba que una alteración en las acciones del
hombre influye necesariamente en la funcionalidad de las operaciones humanas y viceversa. Por otra
parte, se debe considerar también que existe una jerarquización entre ambas, de tal modo que las
acciones voluntarias presuponen las actividades más básicas del hombre y descansan sobre ellas. En
consecuencia, es muy difícil separar lo puramente sensitivo de lo racional en el ser humano, ya que estos
ámbitos están conectados recíprocamente en el plano funcional.
La libertad de que gozan los seres humanos, como ya vimos en el capítulo anterior, es una
realidad estrechamente vinculada a la ausencia de instintos característica de su naturaleza. E1 hombre
carece de pautas de conducta preprogramadas con las que hacer frente a sus necesidades vitales, por eso
goza de una facultad racional y una capacidad volitiva que es libre y le permite autodeterminarse a
obrar. Por carecer de instintos, el ser humano debe prefijar cognoscitivamente el fin de sus acciones y
debe también proyectar cómo las va a realizar. En otras palabras: tiene que determinar qué quiere hacer
y cómo va a conseguirlo, antes de ponerse a actuar para lograrlo. Así, todo lo que no está determinado
por la biología o por algún tipo de necesidad causal de orden físico, ha de ser proyectado por la razón
práctica, querido por la voluntad y ejecutado bajo su impulso. La actividad libre del hombre, además de
hacer posible su supervivencia biológica, configura la conducta moral de una persona; porque todas sus
acciones, aun siendo muchas y realizadas a lo largo de un amplío período de tiempo, constituyen una
forma de ser biográficamente unitaria a la que llamamos carácter o personalidad moral, cuestión sobre la
que volveremos más adelante.
¿Qué caracteriza a una acción como un acto humano y lo distingue del resto de los actos del
hombre? Tradicionalmente se ha descrito la actuación libre como el comportamiento gobernado por la
razón y la voluntad, es decir, como una acción que procede de un principio intrínseco (voluntad) con
conocimiento formal del fin (razón). Que procede de un principio intrínseco, quiere decir que la acción
tiene su origen en el querer de la voluntad, que es la facultad apetitiva racional. Así, cuando uno actúa
libremente, la respuesta que mejor se ajusta a la pregunta « ¿Por qué haces esto?», es «Porque quiero».
Uno podrá además aducir los motivos que le han llevado a querer obrar de esa manera, pero sí estos
motivos han sido determinantes para la acción, es porque el agente ha querido.
Tener conocimiento formal del fin significa que el sujeto libre actúa conociendo cuál es el fin
de sus actos y lo conoce en cuanto fin, esto es, como objetivo de su obrar. Por lo tanto, la acción humana
no puede ser entendida adecuadamente como un «hacer» externo, separado del propósito interior del que
procede ý que lo inspira. La descripción de cualquier acto libre debe comprender la unidad intrínseca
que existe entre la conducta exterior y el proyecto interior que ésta manifiesta. Si se atendiera sólo a la
ejecución, se estaría tratando a la acción humana como sí fuera un simple evento físico. Así pues, para
comprender de modo adecuado qué significa obrar voluntariamente, hay que ver la acción libre como un
acto conscientemente originado por mí. Para obrar libremente la persona debe saber qué hace cuando
actúa y querer hacerlo.

2. El fin de los actos voluntarios


E1 fin al que tiende la acción libre es un bien conocido intelectualmente, que le es propuesto
a la voluntad como tal por la razón. Siempre se obra para conseguir siempre reprobables, según el
principio ético de que el fin no justifica los medios; además, el mal que producen al torturado y a la
persona que infringe la tortura que, por tratarse de seres personales, son bienes en sí mismos- es muy
superior al presunto bien que podría suponer obtener esa información, que siempre tendrá condición de
medio, es decir, de bien para algo.
Además de decidir el fin de la acción, una de las principales tareas que hay que realizar para
obrar libremente consiste en conectar los medios con los fines. La diferencia entre medios y fines es
relativizable en sus pasos intermedios: así, el fin de una acción puede considerarse medio para otra
-como es el caso de querer aprobar un examen para obtener un título, para poder ejercer una profesión,
para obtener el dinero suficiente y la estabilidad profesional necesaria para formar una familia, etc.-;
pero esta diferencia es absoluta en sus extremos, porque hay cosas que sólo pueden ser medíos -como el
dinero- y otras que poseen en sí mismas el rango de fines -como el caso de las personas o la felicidad-.
Así, hay que concluir que aunque el agente siempre obra impulsado por el deseo de alcanzar un fin que
tiene carácter de bien, el móvil de su acción puede ser un bien verdadero o un bien aparente. Se trataría
de un bien aparente cuando lo que se considera bueno es, en realidad, algo malo en sí mismo que no se
capta como tal, o algo que no es bueno para el agente dada su situación particular o es un medio no apto,
desproporcionado, para conseguir el fin sí se considera el conjunto de la ordenación teleológica de los
medíos y los fines de la acción humana.
Como la captación correcta o incorrecta de la realidad en cuanto buena y adecuada para la
existencia humana corre a cargo, fundamentalmente, de la inteligencia -aunque los sentidos y la
afectividad también intervengan en el proceso de conocimiento-, es de gran importancia educar la
dimensión cognoscitiva del ser humano como condición necesaria para una adecuada formación de la
voluntad. Por eso, como ya señaló Sócrates, uno de los aspectos fundamentales de la educación de la
voluntad debe orientarse a mejorar el conocimiento de la verdad, a favorecer la adquisición del saber.

3. Voluntariedad y actos no voluntarios


Se han definido los actos voluntarios como aquellas acciones que proceden de un principio
intrínseco con conocimiento del fin; y también como los actos conscientemente originados por la
persona.
La voluntariedad es la cualidad propia de los actos libres que designa la manera peculiar que
tiene la voluntad de tender a su fin. Esta propiedad nos permite reconocer al acto libre como esa acción
en la que se cumplen las cuatro notas siguientes:
a) Se trata de un acto consciente. Esto significa que la acción libre ha sido proyectada deliberadamente.
Este proyecto incluye, por tanto, un juicio intelectual en la estructura misma del acto.
b) Está guiada y ordenada por la razón práctica. La función intelectual que se encarga de orientar el
finalismo de la acción libre es la razón práctica, que es la función del entendimiento que se ocupa de
considerar la verdad de la acción.
c) Tiene carácter activo, porque se trata de un acto que es promovido positivamente por la persona, no
algo que le sucede. En ese sentido, el agente es dueño de la acción que realiza.
d) Es autorreferencial. Por oposición a lo que sucede en los actos de conocimiento, querer algo implica
una cierta identificación con el bien que se quiere; por eso la persona queda comprometida en el acto
mismo de su voluntad. Como señaló acertadamente Kierkegaard, al elegir algo me elijo a mí mismo
porque me vinculo a ese algo que elijo.

Pues bien, sí tenemos en cuenta estas cuatro notas que caracterizan a los actos voluntarios,
podemos distinguirlos de otras acciones que, aun teniendo la apariencia de actuaciones libres, no lo son
realmente porque no responden al ejercicio pleno de la libertad.
El caso más evidente de falta de libertad se produce cuando alguien no obra porque quiere,
sino porque otro -otras personas o circunstancias- le obligan a actuar de determinada manera. Esto
sucede cuando se recurre a la violencia, la amenaza, el chantaje, la manipulación de la información, etc.
No se puede hablar entonces de actos libres, sino de heterodeterminación, una conducta contraria a la
autodeterminación característica de la libertad humana. Sin pretender ahora precisar hasta qué punto y
en qué casos estas constricciones ajenas a la voluntad del agente anulan o limitan el ejercicio de la
libertad, sí se puede afirmar que quien obra en estas condiciones no lo hace exclusivamente porque
quiere, sino porque se ve obligado a ello; y sí no existiera esa presión opuesta a la voluntad, la persona
no actuaría de ese modo.
En segundo lugar, tampoco actúa de manera libre quien obra de modo arbitrario. Quien no es
capaz de justificar razonadamente los motivos por los que actúa de determinada manera, no está obrando
de modo humano. Quizá pueda experimentar subjetivamente un grado máximo de autodeterminación;
pero, al faltar el elemento racional que es propio de todo acto libre, esa persona no es en realidad dueña
de sí misma y de su acción, sino que está siendo arrastrada y se deja llevar por «lo que le brota» en cada
momento.
Por último, también es contraría a la acción libre la indeterminación. Es el caso opuesto a la
conducta arbitraria, porque se trata de la actitud propia de quien no se decide a actuar y se entretiene
indefinidamente en la deliberación acerca de lo que debería o le gustaría hacer. El indeciso acaba sin
poder obrar como quiere porque siempre llega tarde y la vida -el paso del tiempo, las circunstancias u
otras personas- ya ha decidido por él.

4. Génesis del acto libre


Los actos libres comienzan con la captación de un bien por la inteligencia y tienen la
estructura de un diálogo entre el entendimiento y la voluntad donde se actualiza la voluntariedad, esa
característica que los define como tales. Este diálogo es iniciado por la inteligencia, pero es la voluntad
quien pronuncia la última palabra, pues es esa facultad el principio activo y el motor desencadenante de
la acción. Este diálogo se establece en tres niveles: en lo tocante a la determinación del fin, en lo que
mira a la elección de los medios y, por último, en lo que conduce a la ejecución de lo que se ha decidido
con vistas a la consecución del fin. Por lo que respecta a la determinación del fin, el acto voluntario se
inicia con la consideración por parte del entendimiento de alguna realidad que se valora como buena
bajo algún aspecto, porque no es posible querer lo que no se conoce o no se considera bueno. La
voluntad puede adherirse libremente o no a ese bien que le es propuesto por la inteligencia. Así, por
ejemplo, puedo considerar que no estaría mal ser reina de Inglaterra -algún aspecto bueno, por lo menos
el económico, debe tener-. Pero si, dada mi situación y circunstancias, no me parece un fin conveniente
o posible, la voluntad no se adhiere a él, lo rechaza, y aquí se acaba todo diálogo posterior con el
entendimiento. Si, por el contrario, el bien que presenta la razón es aceptado por la voluntad -como
podría ser el caso de que se considere bueno comprar un coche- el proceso sigue adelante. La voluntad
se adhiere a este bien -en este ejemplo, la compra del coche-, se lo propone como fin de su acción y hace
la intención de conseguirlo.
Pero querer comprarse un coche no es suficiente para disfrutarlo. Hay que decidir qué coche
-nuevo o de segunda mano, de qué marca, tamaño, precio, color-, cómo se va a pagar -en metálico, a
plazos, hipotecando la vivienda-, cuándo -ahora, dentro de tres meses, en las rebajas-, dónde -aquí o en
otra ciudad, en qué concesionario-, etc. Todas estas cuestiones se refieren a los medios conducentes a la
obtención del fin que la persona se ha propuesto. Para determinar qué medios son los más aptos se abre
nuevamente el diálogo entre la razón y la voluntad. La primera pondera los pros y los contras de cada
una de las posibilidades que se le ocurren con vistas a la compra. La voluntad interviene en este proceso
deliberativo del entendimiento descartando algunos medios y consintiendo en otros. Así se va perfilando
el tipo de coche que quiero comprar: nuevo, pequeño, de marca nacional, color rojo, etc. Este proceso
deliberativo podría prolongarse hasta el infinito, porque todo lo que conocemos o es un bien limitado, o
lo conocemos limitadamente; todo, por lo tanto, presenta luces y sombras. La razón podría seguir
considerando indefinidamente las ventajas y los inconvenientes de las distintas posibilidades: si es un
coche pequeño se aparca mejor, pero es poco vistoso; sí es nuevo tengo más garantías mecánicas, pero
resulta más caro; sí lo compro ahora lo disfruto ya, pero si espero a rebajas me resulta más económico,
etc.
Llega un momento, por tanto, en el que hay que decidirse, y la voluntad elige una de las
posibilidades que tiene ante sí porque quiere, ya que las razones que le presenta la inteligencia no son
necesariamente concluyentes desde el punto de vista lógico. Incluso en el caso en que lo fueran, la
voluntad siempre conserva la capacidad de decidir en contra de lo que parece más razonable. ¿Por qué?
Porque quiere.
Para percibir en toda su nitidez la capacidad de autodeterminación de la voluntad, hay que
considerar, además, que es precisamente esta facultad la que establece cuál va a ser el criterio que
primará sobre los demás -económico, estético, o de seguridad, etc.-; y aun después de haberlo hecho,
siempre puede actuar en contra de su propio criterio. Para sustentar la verdad de estas afirmaciones,
basta apelar a la experiencia que tiene cada uno de nosotros como agente libre. ¿No hemos actuado
alguna vez en contra o al margen de lo que considerábamos razonable, simplemente porque nos ha dado
la gana?
Pues bien, una vez que se ha determinado el fin de la acción y se han elegido los medios que
se van a emplear para conseguirlo, hay que poner por obra los actos que llevarán a lograrlo
efectivamente. De nuevo, es el entendimiento el que planifica, combina y pone en orden las acciones
que habría que ejecutar; y la voluntad manda a las potencias sensitivas y locomotoras que realicen los
actos correspondientes. Cuando ya se ha conseguido el fin que el agente se proponía al obrar, la
voluntad descansa en él y la persona disfruta, goza. Sí, por el contrario, no se ha podido alcanzar el fin o,
habiéndolo logrado, no responde a las expectativas que se habían previsto, se experimenta un
sentimiento de frustración o fracaso.

5. Libertad y responsabilidad moral


Retomando algunas de las ideas principales que se han tratado en los apartados anteriores,
recordemos que el rasgo que define a los actos libres es que se trata de acciones realizadas porque la
persona quiere, sin haberse visto obligada a obrar de esa manera por factores externos, ni tampoco por
motivos interiores. Nada ni nadie le determina desde fuera y tampoco actúa impelida internamente por la
fuerza lógica de la argumentación porque, como también se ha visto, la voluntad puede obrar en contra o
al margen de los criterios que ella misma ha establecido y jerarquizado, y en contra o al margen de lo
que presenta como razonable la deliberación intelectual.
En consecuencia, cuando una persona obra libremente es dueña de sus actos, porque esa
conducta tiene como origen y causa la decisión autónoma de su voluntad. Por lo tanto, el agente está en
condiciones de responder de su obrar ante quien le pida cuentas: ante la legítima autoridad -divina o
humana- y, de manera aún más apremiante desde el punto de vista subjetivo, cada uno debe dar razón de
lo que hace ante sí mismo. Por último, también se es responsable ante la totalidad del universo y, en
mayor medida, ante los demás seres humanos porque, dado que somos seres corpóreos y sociales por
naturaleza, nuestras acciones repercuten de manera más o menos directa en las vidas de otras personas
singulares, en el entramado de las relaciones humanas y en el conjunto del universo material que
habitamos. No hay acciones libres que sean, en sentido estricto, moralmente neutras o indiferentes,
porque mientras que el punto de vista técnico tiene presente de modo exclusivo la consecución de fines
particulares, la perspectiva moral es aquella que contempla la acción humana como buena o mala en
relación con el perfeccionamiento del hombre considerado en su totalidad. El fin natural que, como seres
vivos conscientes, encontramos impreso en nosotros mismos es conducir nuestra naturaleza a la
perfección que le es propia.
Esta finalidad de la existencia humana no está simplemente «puesta», ni es «inventada», sino
que se halla impresa en nosotros como aquella suprema aspiración constitutiva de nuestra vida a la que
los griegos llamaron eudamonía, que se traduce habitualmente como felicidad, y que no debe
confundirse con un estado de euforia subjetivo. Por eso, algunos autores prefieren traducir eudamonía
por vida lograda, que indica el producto objetivo de un proyecto racional optimizante: una culminación
de la naturaleza que no tiene que ir unida necesariamente a la vivencia subjetiva de entusiasmo. La
existencia humana ha de ser considerada como un todo, y la perfección o imperfección moral atañe a
este fin global de la vida en su conjunto. La vida lograda necesita para su cumplimiento de una serie de
condiciones que no son caprichosas ni están dejadas totalmente a la libre disposición de los hombres. La
vida humana puede culminar o malograrse y esto es resultado, fundamentalmente, de la actuación libre.
Los fines particulares de las acciones son objetivos libremente elegidos que pueden estar o no en
consonancia con el fin de la vida humana.
Cada acto libre singular, además de perseguir su finalidad específica, que es concreta y
particular, va forjando simultáneamente el carácter moral que configura al ser humano. La palabra
griega ethos, que designaba la morada habitual de una persona, se empezó a emplear para designar el
carácter moral, la disposición estable o conjunto de hábitos y costumbres que sustentan la acción
humana y la dirigen. Los hábitos son disposiciones estables para la acción que no emanan
espontáneamente de la naturaleza, sino que surgen y se fortalecen por la repetición de actos en una
determinada dirección, a partir de las disposiciones naturales presentes en los sujetos. Estos hábitos
inclinan a obrar con más facilidad en la dirección en la que se orientan los actos concretos a los que
deben su origen. Los hábitos morales son disposiciones operativas que inclinan al agente libre a obrar de
una determinada manera. Cuando estos hábitos se orientan rectamente en la dirección a la que apunta el
fin del hombre y contribuyen a la consecución de la vida lograda, se llaman virtudes. Las virtudes
morales son, por tanto, disposiciones operativas buenas, que facilitan al ser humano la consecución de su
fin natural.
El desarrollo cognitivo y el recto uso de la razón -en otras palabras, el conocimiento de la
verdad- es condición necesaria para que puedan desarrollarse las virtudes morales, pero no es suficiente.
Porque para obrar bien no basta la claridad en el entendimiento, sino que se precisa también rectitud en
el apetito. Por eso, para desarrollar con éxito la Educación Moral se debe incidir tanto en la dimensión
cognitiva como en los ámbitos afectivo y volitivo de las personas.

6. El sentido de la existencia humana


Ya se ha señalado anteriormente que el ser humano debe prefijar cognoscitivamente el fin de
sus acciones y proyectar cómo las va a realizar; es decir, debe determinar qué quiere hacer y cómo va a
conseguirlo antes de ponerse a actuar para lograrlo. Así, todo acto libre es proyectado por la razón
práctica, querido por la voluntad y ejecutado bajo su impulso, y esta actuación libre configura el talante
moral de la persona. Las acciones humanas, aun siendo múltiples, constituyen una forma de ser
biográficamente unitaria. El fin último al que tiende el obrar humano es a alcanzar la felicidad. En
sentido metafísico, la felicidad puede identificarse con la plenitud, la perfección propia de nuestra
naturaleza y la vida lograda. Este fin constituye el bien último que da sentido y ordena todos los demás
bienes particulares, que adquieren así la condición de medios en relación con él. Pero aunque el deseo de
felicidad es la inclinación más universal que existe, llegar a determinar concretamente en qué consiste,
cuál es el contenido material de la felicidad para cada persona es uno de los asuntos en los que no nos
ponemos de acuerdo. Dónde se halla la felicidad y qué es lo que da sentido de la existencia humana son
temas estrechamente vinculados a otras cuestiones fundamentales, en las que al hombre le va su propia
vida, como son: ¿Quién soy yo? ¿Quién quiero llegar a ser? ¿Cómo quiero vivir? ¿De dónde vengo y
adónde me dirijo?, etc. Por muy diferentes que sean las variadísimas respuestas que se ofrecen a estos
interrogantes, todas tienen en común un elemento: coinciden en la necesidad de hacer realidad un
proyecto que cada persona se traza, y que considera como aquello que da sentido a su existencia.
En cierta manera, no debería extrañarnos esta diversidad en las respuestas que llega, en
ocasiones, a plantearse como fuertes discrepancias-, porque ya dijimos que una de las cualidades más
notables de los seres personales es su irrepetibilidad; por tanto, es lógico que cada uno se forje una idea
-la suya- de lo que le haría feliz. Pero sí, por otra parte, se considera que los seres humanos somos
esencialmente iguales, porque compartimos la misma naturaleza, parece que sería posible establecer
algún marco de referencia objetivo, que permita distinguir entre proyectos de felicidad que conducen
hacía una vida humana lograda de aquellos que no lo hacen. Así pues, para poder determinar el
contenido material de la felicidad y el sentido de la existencia humana, habrá que tener en cuenta tanto
las diferencias propias de los seres personales, como la común naturaleza humana que comparten.
Cuando nos preguntamos en qué consiste, objetivamente, una vida humana lograda, nos
estamos moviendo en la dimensión de la igualdad del género humano. ¿Qué se puede decir a este
respecto? En ocasiones, cuando se trata de cuestiones complejas como es el caso que ahora nos ocupa,
es mejor aproximarse a ellas utilizando una vía negativa. Por eso nos resulta más fácil enumerar aquello
sin lo que no es posible vivir una existencia lograda. Analizando la estructura psicosomática del ser
humano se puede afirmar que cuando el hombre no tiene cubiertas de manera mínimamente digna las
necesidades biológicas -comida, vestido, cobijo, etc.-, es muy difícil que se pueda hablar de una vida
plenamente humana. Asimismo, el hombre tiene otro tipo de necesidades afectivas, intelectuales,
volitivas, etc., a las que es necesario atender para que pueda desarrollarse una vida lograda. En ese
sentido, la ausencia de vínculos personales -la soledad, el amor no correspondido, el desprecio, etc.-, así
como la ignorancia o la falta de libertad son contrarias a la felicidad humana.
Por lo que respecta a la vivencia subjetiva de la felicidad -que es la que más interesa a cada
uno en el plano existencial-, ésta se halla íntimamente vinculada a que la persona encuentre sentido a lo
que hace: tanto a cada uno de sus actos singulares como a la vida considerada en su conjunto. Cuando se
trata de la felicidad personal, no basta con que se den las condiciones objetivas que se consideran
indispensables para que el hombre pueda sentirse dichoso, sino que es necesario además percibir que la
propia existencia es valiosa -que es útil para algo y, sobre todo, que le importa a alguien-, ya que, de lo
contrarío, toda la vida se vuelve irrelevante.
La diferencia que existe entre las condiciones objetivas y el contenido subjetivo de la
felicidad es semejante a la distinción que se establece entre el método de la explicación, característico de
las Ciencia Experimentales y la interpretación, propia de las Ciencias Humanas. Las Ciencias
Experimentales persiguen el ideal de la verificación y buscan una instancia en la que se resuelvan las
posibles diferencias de juicio. Las Ciencias Humanas, por el contrarío, descansan muchas veces sobre la
capacidad de comprensión y la sensibilidad del investigador. En otras palabras, en las Ciencias Humanas
es necesaria una cierta dosis de intuición y ésta no es comunicable. No se trata de acumular cada vez
más datos, de haber sido iniciado en unos sistemas de razonamiento lógico-formales o de la
combinación de las dos cosas. Las Ciencias Humanas no se pueden formalizar: son conocimientos en los
que se avanza gracias a una cierta iluminación interior de carácter intuitivo, casi artístico. Las acciones
concretas y los momentos singulares tienen sentido sí es posible integrarlos en un proyecto al que
también pueda atribuírsele una significación. Para que el proyecto que se hace para la propia existencia
tenga unas mínimas posibilidades de conducir efectivamente hacia la felicidad, es necesario que cumpla
algunas condiciones que pueden, grosso modo, reducirse a estas dos: debe poder encuadrarse en lo que,
en sentido objetivo, puede constituir una vida humana lograda; y ha de ser congruente con las
condiciones individuales de la persona que lo formula.
Desde el punto de vista objetivo, el proyecto existencial debe estar conforme con las
condiciones generales de la perfección de la naturaleza humana que ya hemos mencionado. En su
vertiente subjetiva, el modelo de existencia que la persona proyecta para sí misma debe tener en cuenta
sus condiciones particulares, pues cada persona es una modalización concreta de la naturaleza humana y
no existe nadie que sea un «ser humano en general». Para acertar en el proyecto existencial que cada uno
formula para sí, conviene recorrer un camino que pasa por tres etapas: el conocimiento propio, la
aceptación de sí mismo y la propuesta de una meta ambiciosa pero asequible.
Antes de cualquier posible formulación de lo que uno quiere llegar a ser, es necesario
esforzarse por conocerse a sí mismo. La pregunta: ¿Cómo puedo ser feliz? es sustituible por estas otras:
¿Qué quiero llegar a ser?, o ¿cómo quiero llegar a ser? Pues bien, para poder emprender la tarea de
llegar a ser lo que uno se ha propuesto, es imprescindible conocer la meta que se desea alcanzar y
también es igualmente necesario saber el punto desde el que se parte; en este caso, quién soy yo, cómo
soy yo. Este conocimiento debe abarcar los aspectos biológico, psicológico, biográfico y sociocultural
del ser humano, pues todos ellos forman parte de lo que es la persona concreta.
Además del conocimiento propio, sí se quiere llegar a ser feliz, es necesaria la aceptación de
uno mismo, tal como se es. El conocimiento propio proyecta luces y sombras sobre nuestra persona,
aspectos que nos gustan y otros que nos parecen negativos; esto es lógico, pues no hay nadie perfecto ni
tampoco situaciones o biografías que no sean mejorables. Pero, aun rechazando todo conformismo, hay
que aceptar la realidad tal como es. Todo defecto tiene su aspecto positivo anejo y viceversa. Lo
verdaderamente importante es no caer en el autoengaño, porque aunque no nos guste la realidad que
somos, sólo aceptándola tal como es podremos intentar mejorarla efectivamente.
Por último, una vez adquirido un conocimiento suficiente de uno mismo aunque nunca nos
conoceremos perfectamente, porque la autoconciencia humana no es absoluta-, y habiendo aceptado el
modo de ser propio y las condiciones concretas de nuestra existencia -con sus posibilidades y
limitaciones-, es el momento de proponerse metas que estén en consonancia tanto con las condiciones
objetivas de la vida humana lograda como con las circunstancias personales. Estas metas deben ser lo
suficientemente altas como para impulsar al sujeto a la acción y, a la vez, han de presentársenos como
asequibles -aunque haya que esforzarse para conseguirlas- porque, de manera habitual, quien se propone
lo imposible se desmoraliza o está llamado al fracaso.
Al considerar la cuestión del contenido subjetivo de la felicidad, es bueno tener en cuenta la
experiencia común, que señala que una cierta noción de significado ocupa un lugar imprescindible para
poder caracterizar la conducta humana, en tanto que las acciones, deseos y proyectos de cualquier
persona siempre tienen algún sentido para ella. La comprensión de la conducta humana -tanto la propia
como la ajena- sólo se alcanza tras una labor de interpretación que debe tener en cuenta las intenciones
del agente y el contexto en el que la acción se desarrolla, porque la descripción de los aspectos
meramente físicos implicados en el obrar no es suficiente para comprenderla. La consideración del
comportamiento humano como la conducta característica de agentes intencionales que experimentan
deseos y se proponen fines a sí mismos, hace necesario intentar comprenderlo en términos significativos.
Una acción tiene sentido cuando hay una coherencia entre la conducta del agente y el significado que
esa situación tiene para él. Esta coherencia no requiere que la acción sea racional según la acepción que
tiene este término en el ámbito de la lógica formal; o que el agente posea una claridad y seguridad
absolutas en relación con lo que está haciendo. El significado de su acción puede ser en ocasiones
también confuso para él mismo, pero, incluso en esos casos, la acción debe tener algún sentido para
quien la realiza.
Así pues, la única manera de encontrarle sentido a una actividad humana es comprender ese
comportamiento de manera que se haga patente su coherencia interna, y en eso consiste la
interpretación. Interpretar es el intento de clarificar o comprender algo -una actividad humana, un texto,
una obra de arte, etc.-. El objeto de estudio se nos presenta en un primer encuentro como confuso,
incompleto, carente de significado o, incluso, contradictorio, y la interpretación busca iluminar esa
coherencia que se presume y que no se percibe de manera inmediata.
La labor de interpretación sólo puede abordarse cuando se da un objeto o un ámbito -en este
caso, la existencia humana- acerca del que puede hablarse en términos de coherencia o no coherencia, de
tener sentido o carecer de él.
Cuando se afirma que algo no se entiende, se está asumiendo implícitamente que hay algo
que entender, que podríamos ser conducidos hasta un referente si supiéramos cuál es el vínculo que lo
une con la expresión. Y también se asume que ese vínculo es real y, precisamente porque se supone que
este vínculo existe, la tarea de la comprensión se presenta ante nosotros como un proyecto viable. Así, la
posibilidad de experimentar que uno no es feliz, afirmar que la propia vida no tiene sentido, supone
admitir implícitamente no sólo que puede tenerlo, sino que debe tenerlo y que, por tanto, tiene que haber
alguna manera de vivir que merezca la pena ser vivida. La existencia humana no es, en sí misma, un
absurdo, ni una pasión inútil. Al admitir que debe haber algún modo de vida que merezca la pena vivir,
no se quiere decir que sólo haya un tipo de vida que tenga sentido, sino que hay modos de vida a los que
se les puede encontrar sentido y, en cambio, a otros no.
Esto significa que cualquier proyecto de vida no es válido como proyecto de vida lograda.
Sin duda, la plenitud de la existencia humana puede ser entendida de muchas maneras, pero no de
cualquier modo, porque la naturaleza del hombre es como es. Por tanto, las diferentes propuestas de lo
que constituye una vida lograda pueden evaluarse, y la superioridad de unas sobre otras se podrá
establecer atendiendo a que desde la mejor interpretación se puede obtener una visión que permita, no
sólo comprender la propia posición, sino también las otras; pero no a la inversa.

7. La educación de la voluntad
Al inicio de este capítulo nos preguntábamos si es posible la Educación Moral, es decir, si se
puede ayudar a la voluntad a que realice mejor sus actos, respetando su propio modo de ser. Esto
suponía cuestionarnos dos asuntos: la posibilidad de formar a las personas para que hagan un buen uso
de su libertad y cómo se podía llevar a cabo esta tarea. En algunos ambientes, la expresión «Educación
Moral» sugiere, erróneamente, un proceso por el que se hacen asimilar a un sujeto una serie de normas
éticas o religiosas de manera irreflexiva. Aquí, por el contrario, la entendemos como la tarea formativa
que busca ayudar a cada persona, para que adquiera la autonomía necesaria que le permita obrar de
acuerdo con lo que piensa que debe hacer, después de haberse informado adecuadamente.
Ya se ha señalado que el objeto propio de la voluntad es el bien conocido intelectualmente y
que obrar bien hace mejor al sujeto, que va forjándose así un carácter moral. La Educación Moral debe
afrontarse, por tanto, desde los dos ámbitos que están implicados en la acción humana: hay que actuar a
nivel intelectual y a nivel volitivo. Para ello, es preciso emplear recursos lógicos y recursos retóricos:
ambos actúan complementándose mutuamente de manera eficaz, como causas instrumentales del
aprendizaje y facilitadores de la formación moral.
Por un lado, deben emplearse recursos lógicos porque, como también se ha dicho, parte
importante de la educación moral se orienta a perfeccionar el conocimiento de la realidad. Ésta es una
premisa necesaria para que el agente moral pueda formular juicios acertados acerca de lo que es o no
bueno -tanto en sentido absoluto, como para él, aquí y ahora-. Para esto, además de transmitir
información -contenidos verdaderos- se deben fomentar una serie de disposiciones o hábitos
intelectuales que proporcionan las herramientas racionales necesarias para poder seguir avanzando
autónomamente en el conocimiento de la verdad. Éstas son, por ejemplo:

a) La atención y el respeto a la realidad. Cada una de las realidades que nos rodea, y nosotros mismos,
tenemos un modo de ser peculiar. La primera condición para obrar bien consiste en dejar que esa
realidad nos hable, respetando la naturaleza de cada cosa, sin confundir lo que es con lo que nos gustaría
que fuera.
b) Evitar dejarse llevar por prejuicios. Esta actitud, estrechamente relacionada con la anterior, exige
realizar el esfuerzo de eliminar cualquier tipo de prejuicio que se pueda tener en relación con
determinadas cosas, personas, grupos sociales, etc. Sólo así se estará en condiciones de dejar hablar por
sí misma a la realidad.
c) Profundizar. Es necesario ir más allá de las primeras impresiones que se puedan percibir,
trascendiendo las apariencias, intentando descubrir las causas más profundas que dan razón de los
diferentes sucesos y los verdaderos motivos que llevan a obrar a las personas.
d) Tamizar las opiniones por uno mismo, sin dejarse llevar por falsos argumentos de autoridad. Esto no
significa que se deba adoptar una actitud de rechazo o desconfianza ante todo lo que no se ha verificado
personalmente; se trata más bien de comprobar la fiabilidad de las propias fuentes, sin asumir
acríticamente opiniones cuyo único valor consiste en ser las últimas que se han propuesto o venir
respaldadas exclusivamente por la aprobación de la mayoría.
e) Reconocer el alcance y las limitaciones de la capacidad intelectual humana, aceptando que
conocemos muchas cosas con certeza, pero que nuestro saber no es ni absoluto ni definitivo, y siempre
podemos progresar y profundizar en este aspecto.
El conocimiento de la realidad y la corrección del discurso lógico constituyen las premisas
básicas para obrar rectamente, pero no son suficientes en sí mismas para mover a la voluntad a hacer el
bien que conoce. Los razonamientos no bastan para hacer buenos a los hombres, para que éstos quieran
hacer el bien. Por lo tanto, es necesario mover la voluntad y esto sólo se logra si se consigue deleitar,
animar, impulsar, presentando ejemplos atractivos de lo que se considera valioso.
En definitiva, para mover la voluntad hay que ejercitar el arte de la Retórica. El término
«Retórica» ha sufrido una fuerte evolución semántica desde sus orígenes griegos hasta nuestros días. La
Retórica era el arte que empleaban los buenos oradores para hacer más fácilmente comprensible la
verdad, mostrándola en todo su esplendor, facilitando así la adhesión intelectual y vital de quienes les
escuchaban. Aquí vamos a emplear esta palabra en ese sentido originario. En la actualidad, muchas
veces se identifica erróneamente la Retórica con los discursos demagógicos y sofísticos, significando un
lenguaje hueco, sin contenido de verdad, embaucador y con pretensiones estéticas.
En cuanto arte, la Retórica se diferencia de la Lógica y la Sofística. La Lógica es el arte de la
argumentación, utiliza demostraciones que se basan en evidencias sensibles o intelectuales y avanza
siguiendo las reglas del discurso racional. La Sofística, por su parte, es la habilidad que tienen algunos
oradores para presentar como verdaderos un argumento y su contrario. Los sofistas fueron considerados
por Sócrates gente despreciable, traficantes de ideas a quienes no interesaba en absoluto la verdad, sino
que vendían sus habilidades en el Ágora al mejor postor. A diferencia de una y de otra, la Retórica es el
arte de presentar el conocimiento verdadero de manera que no sólo convenza intelectualmente a quien
escucha, sino que también mueva su voluntad a adherirse a esa verdad que se comprende.
Pues bien, desde la antigüedad clásica, se ha considerado necesario el empleo de medios
retóricos además de los lógico-racionales en la educación, porque el maestro no debe limitarse a instruir
-a ser transmisor de contenidos verdaderos-, sino que ha de pretender positivamente la formación del
alumno, que éste sea mejor en cuanto humano, ayudándole para que se adhiera a la verdad teórica y
vitalmente. Se ha vuelto a subrayar recientemente la necesidad del empleo de medios retóricos en la
educación porque, tanto los contenidos intelectuales como las virtudes morales no pueden adquirirse
empleando exclusivamente procedimientos lógicos o demostrativos.

Las virtudes, las intelectuales y las morales, no pueden enseñarse teóricamente: requieren
práctica, el trato frecuente con personas que las posean y las hagan brillar en sus vidas. En esta
dirección se orientan las corrientes pedagógicas contemporáneas que consideran la presentación de
modelos -reales o de ficción como un instrumento eficaz para la formación moral de las personas, y
también las que defienden que hay determinadas habilidades y disposiciones que se adquieren mejor
siguiendo el modelo educativo característico de los talleres renacentistas, donde los aprendices se
formaban viendo cómo ejercía su oficio el maestro. Observación de una conducta excelente en orden al
fin, horas de trabajo junto al profesional experimentado, preguntas y respuestas: éstos eran los medios
que se empleaban en los talleres para formar a las jóvenes generaciones de profesionales.
Aunque ahora no es el momento de desarrollar estas cuestiones correspondería a la
exposición de las estrategias propuestas para la formación moral-, sí se considera interesante apuntarlo,
porque señalan el camino por donde puede desarrollarse una educación moral efectiva y respetuosa a un
tiempo con la libertad, ya que mostrar en la práctica una vida excelente constituye el camino más
adecuado para que los hombres quieran, libremente, ser mejores.
CAPÍTULO 3_CIUDADANÍA: ENTRE LA DIVERSIDAD Y LA GLOBALIZACIÓN

Vive, pues, justa y santamente aquel que es un honrado tasador de las cosas; pero éste
es el que tiene el amor ordenado, de suerte que ni ame lo que no debe amarse, ni ame más lo que ha de
amarse menos, ni ame igual lo que ha de amarse más o menos, ni menos o más lo que ha de amarse
igual (San Agustín, De doctrina christiana, L. I, c. XXVII, 28).
Discernir el auténtico valor de la comunidad y nuestro papel en ella, es, sin duda,
asunto de gran importancia en el orden de los amores del que habla Agustín. Éste es el objeto de
reflexión de la política que no puede ser, por lo tanto, una actividad totalmente separada de la reflexión
ética y de la formación del hombre en cuanto que sujeto moral. La reflexión ética no es sino ponderar
el valor de cada cosa en relación al bien del hombre y actuar en consecuencia.
En el campo que nos ocupa, la ciudad o la organización de la vida en común, ese
oficio de tasador, que es oficio de discernir lo que nos conviene, lo que debemos querer, se enfrenta a
dos problemas concretos. Primero, el lugar que la comunidad juega en la vida del individuo y
viceversa, y segundo, las tensiones local y universal que se enfrentan en el seno de una sociedad
concreta y en la relación que ésta tiene con otras. Del análisis de estos dos problemas podremos
extraer algunas conclusiones importantes sobre la formación de las virtudes cívico-morales, y también
interesantes consideraciones sobre la correcta integración en la vida de la comunidad de las cuestiones
en torno a la diversidad y en torno a la globalidad.

1. Comunitarismo-liberalismo
El debate cívico político actual está centrado en torno a posiciones que, como pasa en
casi todos los debates, terminan simplificándose alrededor de dos términos básicos, en nuestro caso,
liberalismo y comunitarismo. Ambas posiciones parten de una idea antropológica y de ambas
posiciones se derivan distintos presupuestos pedagógicos.
Antes de continuar con la reflexión de cada uno de estos modelos, necesitamos aclarar
que definir la historia del debate liberal comunitario en la teoría política del último cuarto del siglo
pasado, exige antes una importante precisión terminológica en torno al término liberal. Qué sea un
liberal depende en primer lugar de la perspectiva que adoptemos. A nivel global, por ejemplo, suele
identificarse civilización liberal con civilización occidental. Así, se opone civilización liberal a
civilización oriental o a civilización islámica, esos grandes «otros». La nuestra sería una civilización
liberal, pues pone como uno de sus pilares fundamentales la libertad individual, asunto en el que
estarían de acuerdo todos los grandes pensadores de nuestra civilización, aunque sobre la
consideración de la libertad y la naturaleza del sujeto que la sustenta, el hombre, pudiesen existir y de
hecho existen, múltiples matizaciones.
Prescindiendo de esa acepción laxa, y ciñéndonos a un debate que tiene lugar dentro
de la propia civilización occidental, la palabra liberal tiene muchas y muy variadas acepciones, ya que
resulta un concepto atractivo a pensamientos de muy diverso signo y ninguno pretende renunciar
fácilmente a enarbolar la bandera de la libertad, como tampoco nadie huye del término solidaridad o
justicia. Por simplificar las cosas, podríamos decir sin equivocarnos que la traducción política del
término liberal tiene dos concepciones básicas y rivales según sea el ámbito geográfico en el que nos
situemos. Lo que en Europa conocemos como liberalismo se parece más al libertarianismo
norteamericano, mientras que lo que allí se denomina liberalismo se corresponde con un pensamiento
europeo socialdemócrata. Así, autores liberales son R. Dworkín, J. Rawls, o, en Europa J. Habermas.
Estos autores, defensores del estado social o del bienestar apoyados en una idea de justicia distributiva,
tienen sin duda importantes diferencias con liberales economicistas clásicos más apoyados en el
derecho de la propiedad como L. von Mises, F. A. Hayek o R. Nozick cuya principal fuente de
preocupación es el creciente peso del estado en la vida y la organización social de los individuos. No
obstante, a pesar de estas diferencias, podríamos decir que estos dos tipos de liberalismo se
caracterizan porque en ambos modelos «los individuos son primordiales y la sociedad de orden
secundario; la identificación del interés del individuo es previa e independiente a la construcción de
cualquier lazo moral o social entre individuos».

Una vez establecido el significado del término liberal, podríamos, simplificando aún
más el debate y las múltiples relaciones entre todos los autores que lo protagonizan, decir que el
comunitarismo actual surge sobre todo como reacción a esta consideración básica del individuo y su
libertad. Aunque esta reacción sea posterior al triunfo del liberalismo, al menos en su nomenclatura
actual, encuentra su justificación en el pensamiento clásico de Aristóteles.
Vamos a explicar ahora cómo nace el liberalismo y dónde el comunitarismo puede
rastrear sus lagunas. El nacimiento del liberalismo no es separable del proceso de desencantamiento y
racionalización que acompaña según Weber a la modernidad ilustrada. Ese desencantamiento es el
paso progresivo de lo dado a lo construido. Con la Ilustración, el hombre, gracias a su razón, es dueño
de su vida y no lo son sus mayores o la tradición, ambas potenciales fuentes de prejuicios. Para Kant,
lo importante es descubrir racionalmente nuestro deber a fin de poder obrar autónoma y correctamente.
Sin embargo, el problema es que ese desencantamiento del mundo dado, esa sospecha
de la tradición conducen al difícil callejón del politeísmo axiológico. La razón triunfante, la única que
resiste la «crítica de la razón pura», es la razón de la ciencia positiva, la razón instrumental, la razón
que establece medios para alcanzar fines, pero no la razón que establece fines últimos que quedan
reducidos al ámbito privado del sujeto y donde por lo tanto no es posible la discusión «racional». La
razón, a través de la cual llegamos a la verdad de las cosas y también de la existencia humana, al ser
incapaz de fundar un único sentido de la vida, es incapaz de descubrir el bien de una polis donde
conviven ahora muchos bienes. La consecuencia de lo dicho hasta ahora es clara, entre el bien del
individuo y el bien de la polis se crea un abismo y el bien de la polis no puede ser nada más que el
dictado por el poder del más fuerte, o, en el mejor de los casos, el que surge como fruto de un
consenso estratégico.
Desde estas ideas podemos entender que el nuevo objeto de la ética pública no sea ya
descubrir un sentido de la vida común, pues, entre las diversas ideas de bien ninguna tiene derecho a
imponerse, ya que son fruto de una inclinación no estrictamente racional. Pero, sí no es el bien el
objeto de la ética pública, ¿cuál es su objeto?
Llegados a este punto, encontramos en la escuela de Francfort y en lo que se ha
llamado segunda modernidad, el más serio intento por defender un concepto. Conviene recordar aquí
el célebre texto kantiano ¿Qué es la ilustración? Eje de comprensión de este tipo de liberalismo. Dice
Kant: La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa
la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque
su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella
sin la tutela de otro. ¡Sapere ande! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la
ilustración» Kant, M.
El proceso para lograrlo es a través de lo que se conoce como éticas dialógicas o
procedimentales. Estas éticas tratan de recuperar un ámbito de fines morales propicio para la reflexión
de una ética racional, este ámbito es el que corresponde a la reflexión sobre lo justo, reservando el
ámbito de lo bueno a las elecciones y modos de vida particulares de los distintos individuos o
subcomunidades.

¿Qué es lo justo para esta doctrina? Para profundizar en la idea de justicia en la


corriente liberal resulta fundamental acudir a la obra de John Rawls titulada Teoría de la Justicia. En
esta obra, Rawls trata de establecer un concepto individualista de sujeto como un ser esencialmente
racional. Un sujeto que puede descubrir, más allá de posiciones particulares concretas, qué es la
justicia a partir de lo que él llama «posición originaria». Desde esta posición originaria y tras un «velo
de ignorancia» gracias a la cual nadie tiene, o sabe que tiene, una posición social determinada, ni una
historia, ni un rol social, etc., podemos centrarnos en descubrir las condiciones justas que fundan un
modelo social justo.
Sí reflexionamos un poco, podemos ver que estas condiciones son en un punto
similares a las formuladas por Habermas cuando habla de las condiciones ideales del discurso.
Ciertamente la teoría contractualista de Rawls y la comunicativa de Habermas contienen múltiples e
importantes diferencias, pero también una similitud radical. En ambos casos se parte de la idea de que
es posible pensar desde la idea de un sujeto puro, abstracto, ideal, cuyo único interés es alcanzar el
conocimiento de las mejores reglas de juego válidas para todos, y cuyo descubrimiento puede y sólo
puede hacerse por medios racionales.
En un debate así se debe prescindir de introducir elementos éticos controvertidos de
cualquier clase, pues se considera que dichos elementos están manchados por intereses y posiciones
particulares, pues hacen referencia a lo bueno, algo propio de cada individuo y que sólo puede
introducir ruido en un debate estrictamente racional sobre lo justo.
Sin embargo, antes de abandonar esta distinción entre justo y bueno que establece el
liberalismo reservando lo universalizable a lo justo, hemos de aclarar que la relación entre lo justo y lo
bueno no es establecida de una vez para siempre. Así, un elemento o convicción individual o de un
grupo de personas que en un principio pueda pertenecer al ámbito de lo bueno, pues es la expresión de
un deseo individual, o al menos no universal, puede pasar a formar parte de lo justo si esa persona
convence con razones a todos de la bondad de su principio y de cómo ese principio, que inicialmente
puede pertenecer sólo a sus convicciones, se deriva claramente del respeto debido a cada ser humano
en función de su dignidad, aspecto que pertenece al ámbito de lo que es justo para todos.
De igual manera puede pasar al revés, una convicción de la mayoría puede, con el
paso del tiempo, perderse o transformase en una práctica diferente y el sentido originarlo de dicha
práctica puede sólo conservarse en un resto. Dicha práctica habría dejado de ser considerada como
justa y pasaría a ser considerada como buena sólo para un grupo de personas. De esta forma, y con el
fin de dejar al libre albedrío la mayor cantidad de espacio posible, el ámbito de lo justo quedará
reducido a la búsqueda de procedimientos que aseguren la defensa de la dignidad y los derechos de
toda persona, que aseguren su participación en píe de igualdad en las decisiones que competen a la
vida pública. La diferencia entre lo justo y lo bueno resulta así equivalente a la diferencia entre lo
mínimo exigible y lo máximo no exigible. La ética pública es una ética mínima, una ética que sobre
todo recoge procedimientos para lograr la mayor y mejor representatividad de todos en las decisiones
que afectan a la vida común.
Por último, deberíamos añadir que, a partir de esta teoría, es posible pensar tanto en
un estado intervencionista como en un estado mínimo, aunque, para muchos de estos autores el papel
del estado es primordial para paliar las desigualdades a través del estado del bienestar. Ninguna
participación es realmente libre sin una cierta igualdad de derechos realmente disponibles a través de
las medidas compensatorias que el estado puede y debe proveer.
En resumen, la libertad respecto a los bienes últimos, ya que es el individuo quien los
define autónomamente, y el importante papel asignado al estado a la hora de hacer visible lo justo a
través de las políticas del bienestar son los dos rasgos prácticos más decisivos de este liberalismo.
El principal problema al que se enfrenta el liberalismo y con el que no cuenta en su
radicalidad es el carácter paradójico de la relación individuo-comunidad. El individuo llega a ser tal
dependiendo de la comunidad en la que viva y a la que deberá contribuir con su juicio. De tal forma
que no existe un individuo sobre el que construir una comunidad de la misma manera que existe el
suelo sobre el que proyectar un edificio o de la misma manera que existen unos ladrillos con los que
construir la casa, pues no precede el individuo a la ciudad ni la ciudad al individuo y ambos resultan
incomprensibles sin el otro. Dicho con otras palabras, es imposible e inhumano situarse en una
posición de neutralidad o tras un «velo de ignorancia» como Rawls pretende. En una estructura así, las
relaciones que formamos en la vida diaria resultan cruciales para entender a los individuos que viven
en ellas y para entender las concretas aspiraciones de una vida buena y de un buen juicio. Esta
situación paradójica tiene su raíz en la radical estructura dependiente que posee el ser humano. Esta
estructura dependiente, magníficamente analizada por MacIntyre y cuyo pensamiento seguiré ahora,
es común a otros anímales societarios como por ejemplo los delfines. La dependencia humana no
resulta un mal inevitable, sino la posibilidad de toda educación, incluida-o mejor dicho sobre todo- la
educación moral y cívica. La famosa pregunta platónica en torno a la posibilidad de enseñar la virtud
tiene su respuesta positiva en el análisis de la dependencia humana, de las relaciones que son fruto de
esa dependencia, y de las consecuencias que se derivan de esas relaciones en el aprendizaje del juicio
práctico sobre el bien individual y el bien común.
Hablamos ahora de bien común, pues el comunitarismo, en cualquiera de sus
múltiples versiones, pone el acento en la consideración del bien frente al deber y lo justo, o el valor,
frente al procedimiento. El comunitarismo es la respuesta al excesivo racionalismo falso e irreal en el
que nos había situado la modernidad cartesiana. El hombre forma su independencia desde la
dependencia. Por eso resulta interesante y necesario que nos preguntemos por el sentido,
características, requisitos y consecuencias de la dependencia humana. El hombre depende de los otros
porque, en primer lugar, necesita de su cuidado. Las aportaciones que provienen de la antropología
física resultan significativas para analizar la radicalidad de este cuidado a través, por ejemplo, del
concepto de prematuridad o neotenia, de Portmann-este autor denomina al primer año en la vida de un
niño como «el año extrauterino del embrión»-. Esta neotenia reafirma la enoiine dependencia de los
adultos que tiene el ser humano en los primeros años de su vida y la moldeabilidad social del mismo.
Pero es que de este cuidado no se limita al ámbito fisiológico o material, sino también al psicológico y
simbólico-cultural. El hombre necesita de los otros para aprender las virtudes necesarias para el
desenvolvimiento de sí mismo y los necesita de varías maneras.
a) Los necesita para mantener relaciones que estimulen la capacidad de evaluar, modificar o rechazar
sus propios juicios prácticos, ¿lo que considero buenas razones son realmente buenas razones?
b) Los necesita para desarrollar la capacidad de imaginar futuros alternativos posibles de modo que
pueda elegir racionalmente entre ellos.
c) Los necesita también, para adquirir la capacidad de distanciarse de sus deseos y ser capaz de
indagar racionalmente lo que es necesario para buscar su propio bien aquí y ahora, y, en caso de ser
necesario, reorientar sus deseos.

Este último punto es sumamente importante, pues hace posible que el hombre
adquiera una personalidad propia que le permita ser dueño de su vida. Sin embargo, muchas veces la
incapacidad para alcanzar el tercer punto está en relación con la incapacidad de distanciarse de las
personas que proveen el cuidado o con quienes se inicia el juicio práctico (padres o grupo de iguales),
lo que podríamos definir la dependencia de los vínculos de afecto iniciales. Si el hombre no es capaz
de distanciarse de ese grupo de personas a las que necesita pero de las que debe aprender a separarse
será difícil que encuentre una voz propia. Nada de esto debe entenderse como una manera de justificar
que la dependencia humana sea un mal a evitar lo antes posible, sino más bien al contrarío, que es un
bien que contribuye a crear personas independientes en la interdependencia que constituye toda vida
humana. La clave de la educación cívica no está, por lo tanto, en el cultivo de una autonomía
individualista que pone sus intereses en competencia, sino en el cultivo de un tipo de relaciones
humanas que tienen su origen en la propia condición humana dependiente.
Podremos comprender mejor esta situación si analizamos la evolución que sigue un
niño hasta alcanzar la independencia y profundizamos en la calidad de las relaciones con otros que
debe mantener hasta alcanzarla y, una vez alcanzada, conservarla. En un principio, comenta
MacIntyre, el niño habrá aprendido que para satisfacer sus deseos iniciales -no sólo materiales sino
también afectivos- debe complacer a sus mayores. Sin embargo, para que realmente el niño llegue a
ser un razonador práctico independiente, un hombre libre, deberá aprender un paso más, deberá
aprender de su mundo de relaciones más próximas que podrá complacerles no actuando para
complacerles, sino actuando para hacer aquello que es mejor y que es bueno para él, incluso sí no es
del agrado de algunos adultos. Siempre es difícil enseñar esto en la amistad o en la paternidad y para
algunos adultos es imposible. Por eso el aprendizaje que todos hemos realizado y que nos ha preparado
para la vida social es imperfecto en algún grado. El niño que logra esa independencia de los deseos y
de otros adultos lo habrá hecho a través de algún tipo de conflicto más o menos profundo y en esos
conflictos nacen gran parte de los problemas sociales. Por eso la habilidad para participar
en un conflicto sin ser destruido por él es una habilidad necesaria que difícilmente se consigue en una
sociedad paternalista y sobre protectora y por eso también suele aprenderse de forma imperfecta.
Estos aspectos, que manifiestan algunos rasgos del cuidado necesario, nos muestran la
tremenda importancia de la familia, primer círculo de aprendizaje social, y nos sirve para entender la
relevancia que ese ámbito tiene como objeto de formación de la educación cívico-moral. La
importancia de reconocer la naturaleza de nuestras dependencias afectivas para evitar quedar cautivo
de las mismas es el eje básico del psicoanálisis y, quizás, el más productivo. Pero es que además de los
cuidados paternos necesarios, también los otros resultan fundamentales, no sólo para enseñar las
virtudes de juicio y morales que nos van a permitir encontrar cuál es la mejor opción entre las muchas
opciones posibles para actuar, sino también para promover nuestro propio autoconocimiento necesario
para poder llevar mi vida personal y contribuir a la vida común. Sin autoconocimiento soy incapaz de
imaginar futuros alternativos realistas y soy incapaz de evaluar mi propia historia vital y la de mí
comunidad, ¿en qué sentido los otros fomentan mí autoconocimiento?
Lo fomentan porque nosotros confiamos en los juicios que tenemos de nosotros
mismos en la medida en que coinciden con los juicios de aquellos que nos conocen bien. Por eso
tendrá dificultades quien se proteja en exceso resistiéndose a mostrarse a los demás tal y como es o
quien abuse de la mentira. Una persona así tenderá fácilmente a ser víctima de sus propias fantasías.
Es posible que esa falta de autenticidad sea promovida por algunos tipos de organización social
totalitaria que favorece la delación y la desconfianza. En este sentido, las actividades que favorezcan la
honestidad, la sinceridad y la veracidad resultan cruciales a la hora de favorecer una vida social que
contribuya al crecimiento e independencia de sus miembros. Pero es que, además, los demás no sólo
son necesarios cuando el niño está en fase de crecimiento o en formación de su personalidad, sino que,
cuando nos hemos convertido en adultos, en razonadores prácticos independientes, en el momento en
que hemos superado una gran parte de las relaciones de dependencia, también entonces los otros son
necesarios para poder mantenernos en la vida social con un juicio y unas prácticas lo más acertadas
posible sobre la realidad y sobre nosotros mismos. ¿Por qué? Porque ante muchos problemas podemos
desconocer detalles que los otros nos suministran, o porque podemos cegarnos por ciertos prejuicios
que los otros nos ayudan a ver. Por eso, la mejor manera de evitar este tipo de errores es la amistad y
la deliberación en común, es decir, seguir manteniendo vínculos de dependencia y compromisos
concretos con otras personas.
Es cierto que muchas veces nos podemos ver en la obligación de tener que defender posiciones contra
la opinión de todos o la gran mayoría de los que nos rodean, incluso contra la de aquellos en quienes
confiamos, la independencia puede requerir eso, pero siempre hacen falta razones excepcionalmente
buenas para hacerlo. Y sólo lo podremos hacer si la calidad de nuestras relaciones con los demás ha
sido suficientemente buena.
Hemos visto que en las relaciones de dependencia el hombre aprende una serie de
virtudes fundamentales para la vida común. Pero además, para Maclntyre, existen algunas
características de las relaciones de dependencia que es necesario entender para poder comprender
también cómo funcionan en ellas las virtudes humanas, cómo éstas tienen su raíz en su estructura
relacional, y cómo la calidad de esta estructura es básica para el crecimiento personal. Deberemos
hacer referencia a dos de esas características. La primera es que las relaciones humanas no están
regidas en su mayor parte por la reciprocidad estricta, y la segunda es que esa asimetría se manifiesta
no sólo en algunas relaciones individuales, sino también en el tipo de estructura social en la que vive el
hombre.
En la vida humana no siempre podemos dar a quien nos da, un padre da a un hijo
pensando que muy probablemente nunca recibirá de él las atenciones que él le ha dado, lo mismo
sucede en la ayuda prestada a un desconocido o la que otorga un maestro a sus alumnos, por eso tiene
sentido el pensar que ser un buen ciudadano tiene que ver con la calidad de los cuidados y la atención
que se ha recibido en la etapa infantil y en la adolescencia. Para que la sociedad funcione es necesario
este tipo de reciprocidad basada en la generosidad. Que estas relaciones no sean puramente recíprocas
como lo son las mercantiles y que, además, formen parte esencial de la creación del sentido de la vida
social y personal quiere decir que si la relación social está bien estructurada y a mí me han enseñado
bien doy al otro porque eso constituye mi bien.
Cuando a un niño se le enseña que debe preocuparse de los demás, no se le enseña
diciendo que así se preocuparán de ti y debes hacerlo con un interés egoísta, sino que debes hacerlo
«porque así serás mejor persona» porque para tu bien, tu realización necesita del desarrollo de esa
parte de tu personalidad, pero eso no puede hacerse, o puede hacerse difícilmente si la calidad de lo
que has recibido es mala bien porque has recibido poco (maltrato) o bien porque has recibido mal
(sobreprotección). Ambas actitudes crean un ambiente falto de confianza y temeroso. La correcta
relación educativa debe preparar al otro para los momentos en los que es posible que uno se vea en la
obligación de dar mucho más, desproporcionadamente más, de lo que ha recibido.
Además, el hecho de que esas relaciones sociales no sean mercantiles implica también que no son
siempre necesariamente simétricas: no es la simetría la que marca el grado de justicia en todas las
relaciones, sino la búsqueda del bien del otro. Éste es el motivo que justifica que ciertas instituciones
no puedan mantener relaciones puramente simétricas con los individuos. Se otorga un poder superior a
ciertas instituciones (escuela, familia, ministerio, policía, etc.) pensando que ese poder asimétrico
jerárquico va a estar al servicio de los individuos que van a vivir bajo esa institución.
Pero como bien han sospechado muchos pensadores desde hace mucho tiempo
objetivo que las justifica. Un padre que obliga a su hijo a realizar unos estudios superiores que el hijo
no desea es un claro ejemplo de abuso de la justa asimetría. Estas virtudes y otras más son aprendidas
en la misma relación social y comunitaria. Sin embargo, es posible que estas mismas virtudes no se
den o por los vicios del sujeto o porque las estructuras en las que se sustenta una relación humana
concreta esté también viciada. La consecuencia es que, en estos casos, las estructuras asimétricas no
responden al sentido que las justifican que no es otro que la contribución al crecimiento individual y
comunitario de los sujetos que conviven bajo esa estructura.
Una gran paradoja humana radica en el hecho de que el crecimiento humano libre sólo
sea posible en base a virtudes que reconozcan la justa medida de esa asimetría. Virtudes como la
confianza o el reconocimiento de la dependencia sólo pueden florecer en la práctica justa de la
asimetría. Pero el cultivo de estas virtudes sólo es posible cuando la persona o la institución que
temporalmente dispone del poder que le otorga esa asimetría no sucumbe a dos tipos de tentaciones
contrarías. La primera es la tentación de la dominación (abuso del poder) y la segunda es la tentación
del permisivismo (dejación del poder). En la formación de la ciudadanía esos dos tipos de prácticas -el
abuso y la dejación- dan lugar a dos tipos de comunidades igualmente enfermas: la comunidad
nacionalista homogeneizadora o la comunidad del desarraigo y el individualismo. También, aunque
parezca paradójico, para ambas existe el mismo tipo de solución, el fortalecimiento del tejido social o
la sociedad civil. Pero antes de ahondar en esta solución deberemos describir dos problemas más que
se presentan como consecuencia directa de la asimetría anteriormente descrita.

2. Localismo-universalismo. Globalidad-diversidad
La consideración de la dependencia humana y las peculiares relaciones que de este
fenómeno se derivan nos conducen a dos tipos de problemas cuando nos centramos en las relaciones
entre los individuos y el estado. Primero, el problema de conciliar dos principios fundamentales de la
vida común, por una parte el necesario respeto a las diferentes formas de expresar la necesidad de
pertenencia, fenómeno propio de los actuales estados plurinacionales o pluriculturales. Y segundo,
aunque no podemos subestimar el poder y la influencia que el estado-nación tiene en la vida de sus
miembros, debemos reflexionar acerca de los problemas pedagógicos que trae el ligar un estado a la
idea de Volk o comunidad fuerte, y los problemas que se derivan de renunciar a este tipo de estado,
algo que si bien también tiene dificultades, resulta, como ahora veremos, inevitable en estados
plurinacionales.
Estos problemas no resultan tan graves para los liberales clásicos. Para éstos siempre
ha sido importante que los estados se limiten a establecer normas que defiendan la libertad individual
como valor supremo. Por eso, los liberales podrán, mediante procedimientos racionales, tratar de
solucionar los problemas que surgen entre culturas que son liberales, los problemas que pueden existir
entre Quebec o el resto de Canadá, o el País Vasco y el resto de España. Estos problemas son los que
se conocen, en palabras de Tamir como «interculturalismo tenue» (thin interculturalismo). Este
interculturalismo tenue tiene lugar entre culturas que no difieren en torno a la consideración de la
persona humana como ser libre y autónomo. Sin embargo, este liberalismo clásico representado, por
ejemplo, en David Millerló no podría justificar de ninguna manera la presencia en un estado liberal de
una cultura iliberal -«interculturalismo denso» (thick interculturalism)-, en un caso así la cultura
liberal tendría derecho e incluso el deber de educar a los miembros de estas otras culturas en los
valores del liberalismo, ya que para este tipo de liberalismo toda costumbre que no permita la plena
libertad de los individuos es perversa.
Desde un punto de vista un poco más cercano al comunitarismo pero sin necesidad de
dejar de reconocer el valor primordial de la libertad, podríamos aceptar un interculturalismo del tipo
«denso», siempre que se cumpliesen unos mínimos. Cabría considerar a Charles Taylor como
representante de esta posición, en tanto que para él es necesario el reconocimiento de toda cultura y su
posible valor para poder iniciar la construcción del verdadero ciudadano que sólo se hace en una
comunidad con vínculos y relaciones concretas.
El autor canadiense Will Kymlicka ha continuado las investigaciones de Taylor y
desde una postura liberal intenta proteger los derechos de las minorías en dos libros muy influyentes
para la filosofía política actual. La tesis básica de este autor y su propuesta para resolver los conflictos
entre comunidades en el seno de estados liberales plurinacionales pasa por reconocer los derechos de
las minorías otorgándoles mayores cuotas de autogobierno a fin de que se puedan sentir cada vez más
reconocidos dentro de un estado. El problema, que Kymlicka no afronta, es que dentro de una minoría
siempre hay otras minorías en un proceso ad infinitum, lo que nos conduce a pensar que el problema
básico de la relación entre los hombres, la diferencia, se debe definir en otros términos que no pueden
ser resueltos por la política sino por la pedagogía.
El tratamiento que la pedagogía debe hacer del problema de los nacionalismos,
expresión de un problema más amplio cual es la identidad común, es doble. Por una parte, es necesaria
una teoría antropológica que explique el sentido que tiene en el hombre la necesidad de pertenencia y
las distintas formas que tiene de manifestarse y, por otra, es también necesario que se piensen criterios
que validen qué formas de pertenencia resultan constructivas y cuáles resultan destructivas. La
pedagogía puede ofrecer desde su ámbito un juicio de valor acerca de las manifestaciones humanas; de
hecho, ése es parte de su cometido si quiere colaborar en el establecimiento de fines y de medios para
alcanzar los fines de una vida valiosa. El resultado ha de ofrecer una manera humanizadora de articular
el binomio local global tan de moda.
Para iniciar el problema desde el punto de vista antropológico acudiremos a dos
capítulos del famoso libro de Geertz, La interpretación de las culturas, concretamente a los capítulos 9
y 10 dedicados al surgimiento de los nuevos estados tras la descolonización y a los mecanismos de
generación de una nueva identidad común.
Algunas de las cosas más interesantes que descubrimos en esos procesos son las
siguientes:
a) La primera conclusión que parece establecer Geertz y que puede establecer cualquiera que se
acerque al tema de las identidades colectivas, concretamente al problema de los nacionalismos, es la
resistencia que éstos manifiestan. Los nacionalismos parecen imponerse más allá de la lógica que
aparentemente poseen ciertos cosmopolitismos universalistas. Si, a pesar de que conlleven muchas
veces efectos terribles y xenófobos, a pesar de que no resulten ser lo más rentable económicamente,
continúan teniendo la fuerza que tienen, o bien son fruto de la ofuscación o del miedo, o bien
responden a la satisfacción de una necesidad humana real de pertenencia a un grupo. No obstante,
quizás ambas cosas son ciertas. El hecho es que, utilizando las palabras del propio Geertz, «parece
bien, pues, dedicar menos tiempo a vituperarlo -que es más o menos como maldecir a los vientos- y
más tiempo a tratar de establecer por qué el nacionalismo toma las formas que toma y cómo podría
impedirse que desgarrara las sociedades, al propio tiempo que
crea y desgarra toda la estructura de la civilización moderna».
b) La segunda consecuencia que podemos extraer de los estudios antropológicos de Geertz es que los
problemas y las tensiones en torno a la identidad nacional no siempre están en el ojo del huracán. La
identidad nacional siempre resulta más fuerte y homogénea cuando tienen un enemigo al que
enfrentar. Parece como sí «el otro» fuese necesario para pensar en el nosotros. Esta situación, que se
explica bien en los procesos coloniales, sirve también para explicar ciertas resistencias a movimientos
ilustrados y universalistas por parte de algunos grupos humanos. Pero construir una identidad colectiva
cuando no existen enemigos, cuando no hay un «otro» al que contraponerse no resulta tan sencillo. En
esos momentos se muestra la debilidad de los nacionalismos pues, «hacer Italia no es hacer italianos».
c) En la respuesta al quiénes somos surgen dos fuerzas encontradas, las epocalistas y las esencialistas.
Responder de forma esencialista es constituirse una identidad común con formas simbólicas extraídas
de tradiciones locales que son capaces de reconocerse a sí mismas a lo largo de un tiempo. Estas
respuestas «tienden, como los idiomas vernáculos, a ser psicológicamente aptas, pero socialmente
aislantes». Por otra parte, existe la posibilidad de construir la identidad en base a ideas y tendencias
más universalizadoras «con formas propias del movimiento general de la historia contemporánea -es
decir, que son epocalistas- tienden, como las lenguas francas, a ser socialmente desprovincializantes,
pero psicológicamente forzadas ».
d) Las posturas epocalistas y esencialistas no se dan de manera absolutamente pura en el mundo de los
nacionalismos, sino que existe una dura pugna entre ellas. El triunfo de una u otra depende del manejo
de aspectos simbólicos: «Un incremento en la circulación de los diarios, un súbito aumento de la
actividad religiosa, una disminución de la cohesión familiar, una expansión de las universidades [...]
son -lo mismo que los fenómenos contrarios- elementos del proceso en virtud del cual están
determinados el carácter y el contenido de ese nacionalismo entendido como "fuente de información"
para la conducta colectiva. »
e) Como último punto de este análisis antropológico del fenómeno del nacionalismo y su construcción
podíamos identificar dos tipos de deseo que subyacen en los grupos humanos detrás de los
movimientos epocalistas o esencialistas. Dos tipos de deseo que pugnan por hacerse dueños de la
identidad nacional. Estos deseos son el deseo de ser y el deseo de prosperidad. No es que ambos tipos
de deseo sean incompatibles, pero, podríamos decir sin equivocarnos que el deseo de ser goza de
mejor salud cuando nos explicamos con criterios esencialistas que tratan de remarcar cosas como el
carácter diferencial, cultura y tradiciones propias, etc. Sin embargo, el deseo de prosperidad, mayor
justicia, mejor gobierno, etc., está en camino de satisfacerse mejor cuando nos vinculamos con
explicaciones epocalistas de nosotros mismos. Explicaciones atentas a los derechos humanos al
progreso material y científico, etc.

Como antes hemos visto, estas diferentes formas de explicarnos y de sacar a la luz lo
que queremos como grupo están relacionadas con el manejo y circulación de símbolos, y por lo tanto,
puede ser objeto de una intención pedagógica. ¿Cuál es la intención pedagógica que debe guiar a los
estados-nación en el mundo actual?, ¿cómo debe responder la pedagogía a sus desafíos?, ¿qué
propuestas debe hacer para que ese sentimiento de pertenencia, que es una concreta forma de amor, no
se convierta en un sentimiento patológico o en una forma de odio? Éstas son preguntas que exceden al
objeto de la filosofía política porque pasan de considerar como central la pregunta sobre los
«derechos» de los grupos a la reflexión sobre las «obligaciones pedagógicas» que esos grupos tienen
en la formación de la identidad ciudadana y personal de los miembros del grupo. El cumplimiento de
estas obligaciones pedagógicas tiene dos consecuencias, permitirán entender lo universal desde lo
local y permitirán mantener la diversidad en un mundo global.

No cabe duda de que por poco que apliquemos el sentido común, el papel y la
influencia de los estados en la vida de sus miembros es cada vez más importante siquiera sea por la
cantidad de servicios que el estado satisface en la vida social, sanidad, educación, seguridad..., incluso
cultura y ocio. Cada vez más, y seguramente de manera no muy afortunada, el estado no tiene un papel
subsidiario en la vida civil y sí un papel protagonista. No es que el estado acuda a suplir aquellos
espacios a los que la sociedad civil no llega sino que sustituye o pretende muchas veces sustituir, la
propia iniciativa civil convirtiéndose en el centro de la vida pública. La tendencia de esta forma de
entender el papel del estado hacía el totalitarismo es evidente y ampliamente estudiada por algunos
liberales clásicos. Sí el estado deja de tener un papel subsidiarlo pasa a convertirse en competidor de la
sociedad civil con la que compite, en una evidente posición de poder cada vez más importante, por un
mismo mercado.
Pero el peligro y las consecuencias no sólo son visibles en el campo de la economía,
pues una competencia de ese estilo reduce las iniciativas y la creatividad civil en aquellos campos más
asumidos por el estado, y puede potenciar la idea de que el estado puede funcionar presentándose a sí
mismo como el guardián de los valores de la comunidad cuyas necesidades puede proveer justamente
pero que a su vez exige la lealtad y apego que se exige al ámbito más local. ¿Qué problema puede
surgir de esta situación? Que, aun en los estados democráticos, la participación y grado de influencia
en las decisiones estatales por parte de los individuos es muy limitado debido a la influencia de grupos
de poder político y económico con lo que la participación y los lazos comunitarios nunca pueden ser
tan estrechos como los que pueden existir en una comunidad más pequeña. Pretender que existan lazos
así es la raíz de todo totalitarismo y puede ocultar razones siniestras de dominación y control sobre la
vida y libertad de los ciudadanos. Un estado así constituido trataría de imponer a todos los ciudadanos
símbolos que representan sólo a un grupo -todo el mundo puede pensar en casos en los que la bandera
de un partido se ha convertido en la bandera de un país o una región-, lenguajes, religiones...,
arrogándose el derecho a una dirección de la vida nacional que excede las legítimas funciones de un
estado.
Pero, el hecho de que los estados modernos, que además son plurinacionales o cada
vez más pluriculturales, no deban, porque no puedan, funcionar como funcionan las pequeñas
comunidades no quiere decir que no tengan responsabilidades en la educación cívica de sus miembros,
pero sí que quiere decir que, al menos en parte, esa función se define por una cierta retirada del
escenario educativo. Por permitir que la sociedad civil ofrezca sentidos a la vida pública que sean
compatibles con la pluralidad que realmente es el signo de un estado moderno y de cuya existencia sí
que el estado es responsable. Sin embargo, al considerar éste como el primer objetivo del estado
debemos alejarnos de cualquier intento por convertir al estado en algo parecido a una comunidad.
Ciertamente, el estado moderno no justifica su existencia por su sentido comunitario,
sino por una consideración moderna de la ciudadanía que trasciende las consideraciones en torno a
pertenencias étnicas o de tipo excluyente; sin embargo, esto no quiere decir que el estado no pueda y
deba favorecer la existencia de comunidades o identificaciones comunitarias, pero que coexistan bajo
el paraguas de un mínimo modelo cívico que no es suficiente pero sí necesario. En este sentido resulta
incompleta la teoría de Habermas en favor de la formación de un patriotismo constitucional. Para
Habermas, Europa necesita: «Un patriotismo europeo de la Constitución» que «a diferencia de lo que
ocurre con el americano, habría de surgir de interpretaciones diversas (impregnadas por las distintas
historias nacionales) de unos mismos principios jurídicos universalistas [...]

Para ello no se necesita tanto un rememorativo asegurarse de los orígenes comunes en


el Medievo europeo como una nueva autoconciencia política que responda al papel de Europa en el
mundo del siglo XXI. En el ascenso y descenso de los imperios, la historia universal sólo parecía hasta
ahora haber concedido a éstos una única salida a escena. Éste fue el caso tanto de los imperios del
mundo antiguo, como de Estados modernos como Portugal, España, Inglaterra, Francia y Rusia. Como
excepción que confirma la regla, a Europa en su conjunto se le ofrece hoy una segunda oportunidad.
Pero tal oportunidad no podrá aprovecharla al estilo de su vieja política de poder, sino sólo
ateniéndose a una premisa distinta, a saber, a un entendimiento no imperialista con otras culturas y a la
voluntad de aprender de ellas».
Es importante resaltar que el papel del estado en lo que respecta a la educación cívica
de sus ciudadanos no puede reducirse a un papel de respeto constitucional, que es el respeto a unas
normas básicas de relación entre individuos como un bien necesario en una sociedad pluralista. Ni
siquiera es suficiente con que convirtamos ese respeto en un respeto activo. El patriotismo
constitucional es un criterio válido a condición de que no se pretenda que sea el único criterio bajo el
que se desarrolle la vida comunitaria ya que el estado moderno regido por normas puramente
procedimentales no puede ofrecer un aparato político que esté regido por la necesaria virtud social de
«la justa generosidad» de la que habla Alasdair Maclntyre.
Las relaciones sociales y comunitarias muchas veces obligan a dar o a
comprometerse más allá de lo que se pueda recibir y un compromiso de este tipo excede un tipo de
participación comunitaria que, en las actuales situaciones pluralistas, ningún estado actual puede por sí
mismo satisfacer, pero que sí puede permitir y favorecer. Dicho de otra manera, en términos políticos
necesitamos un marco de convivencia en un mundo plural global y sin duda un extraordinario marco
de convivencia, el único realmente válido, hoy por hoy, son los derechos humanos. Ahora bien, desde
el punto de vista pedagógico los derechos humanos sólo pueden marcar un ideal o una finalidad a la
pedagogía, no un método. Necesitamos de comunidades o relaciones humanas concretas y locales en
los que se vivan diferentes catálogos concretos de virtudes públicas y relaciones de pertenencia si no
queremos que estos derechos se conviertan en las brujas y unicornios de los que habla Maclntyre.
Principios tan abstractos e irreales tan despegados de la vida real y de las relaciones reales entre los
ciudadanos que se conviertan en increíbles.

3. Propuesta pedagógica al problema actual de la ciudadanía


Retornando a la cita de san Agustín con la que abríamos este capítulo, podríamos
decir que el problema de la relación local universal, diversidad, globalidad no se soluciona atendiendo
a la teoría de los círculos concéntricos de la que habla Nussbaum, sino profundizando en las relaciones
debidas con los más cercanos.
Nussbaum propone, en línea con el pensamiento estoico, que nos comprendamos a
nosotros mismos no como seres carentes de relaciones locales, sino como seres rodeados por círculos
concéntricos; el yo, la familia, la familia extensa, el vecindario, la ciudad, la nación..., la humanidad
entera. «Nuestra tarea como ciudadanos del mundo será atraer de alguna manera estos círculos hacía el
centro.» Pero ¿cómo se hace esto? Es la pregunta pedagógica que las tesis de Nussbaum no pueden
responder.
Es en una comprensión profunda de los auténticos compromisos que tenemos con
aquellos seres de los que dependemos o que dependen de nosotros, desde donde podremos abrirnos a
compromisos en los que «nada humano nos sea ajeno». La tarea educativa debe, por tanto, potenciar
las relaciones justas y generosas en el ámbito local esperando que esas relaciones formen a la persona
en una sensibilidad abierta a todo ser humano.
CAPÍTULO 4: ELABORACIÓN DE UNA TEORÍA PEDAGÓGICA DE LOS DERECHOS
HUMANOS

En este capítulo vamos a mostrar algunas de las relaciones que la educación mantiene
con los derechos humanos. Empezaremos presentando, descriptivamente, el concepto y las diferentes
corrientes que tratan de fundamentar a estos derechos.
A continuación, se analizará críticamente el enfoque, a nuestro juicio, más
conveniente para quien aspira a ejercer como un educador. Tras señalar las características de estos
derechos y presentar algunos datos históricos, nos centraremos en las posibilidades diversas de su
enseñanza, para terminar proponiendo una vía de acercamiento a una teoría pedagógica de los
derechos humanos que nos ayude a conocer y practicar mejor la educación.

1. Concepto, fundamento y características de los derechos humanos


Tal vez convenga empezar realizando algunas distinciones de términos. En los textos
internacionales, principalmente, los elaborados por la ONU y por el Tribunal Europeo de derechos
humanos, lo habitual es referirse a los «derechos humanos», a los «derechos del hombre» o a los
«derechos fundamentales del hombre». En los dos primeros casos puede considerarse que son
expresiones sinónimas, si bien cabría hacer algunas matizaciones que ahora no procede. La tercera
expresión, sin embargo, suele utilizarse más para referirse a los derechos humanos que ya han sido
incorporados a las Constituciones de cada país, es decir, cuando ya han sido «positivizados», cuando
forman parte de la regulación interna de un sistema jurídico concreto. Nuestra Constitución de 1978 se
refiere así, entre otras denominaciones, a los derechos fundamentales del hombre en la línea que
acabamos de indicar. La expresión históricamente más utilizada es la de «derechos naturales», sí bien
desde hace tiempo y por razones que veremos más adelante, se tiende a sustituir por «derechos
innatos», «inviolables» -así se usa en el art. 10 de nuestra Constitución «originarios». Otra expresión
que el lector puede encontrar, sobre todo, en textos de lengua inglesa es la de «derechos morales». En
este caso, se trata de resaltar que los derechos humanos lo son porque responden a una serie de
necesidades «morales», propias y específicas del hombre, previas a su reconocimiento jurídico y no
derogable. Los derechos del hombre son innatos porque, en este
enfoque, responden a la constitución moral del ser humano.
El uso de unos u otros términos depende, en muchos casos, de la concepción que se
mantenga acerca del fundamento último de los derechos humanos. Para algunos autores, agrupados en
la corriente denominada positivismo, los derechos humanos y las declaraciones de derechos de
determinados colectivos (mujeres, niños, trabajadores, etc.) son sólo textos de buena voluntad,
plagados de intenciones excelentes, pero que no llegan a ser derechos específicamente considerados,
derechos positivos, hasta que no son plasmados en un sistema jurídico concreto, respaldado y apoyado
por el poder del Estado. En este caso, la fuente de derecho no corresponde en rigor ni a los derechos de
las grandes declaraciones ni al sujeto, sino a los derechos de un ordenamiento jurídico concreto que
será el que establezca qué son en realidad derechos básicos de las personas. Quienes se adscriben a
esta corriente de pensamiento suelen utilizar, como ya se ha indicado, la expresión derechos
fundamentales para acentuar la concreción jurídica particular que determinen los textos
constitucionales, siendo así que lo que quede fuera de los mismos, no existe, no puede existir o no
puede reconocerse, en rigor, como derechos de la persona.
Por el contrarío, los que se consideran iusnaturalistas mantienen que los derechos
humanos son ya derechos, antes de su concreción positiva, pues reflejan las necesidades y aspiraciones
concretas, humanizadoras, de toda persona. Para esta tradición, los derechos humanos constituyen la
concreción histórica de la Ley natural, de un orden de obligaciones morales superior, objetivo y
universal, previo al Derecho positivo y a la mera voluntad del legislador. Aquí la fuente de derecho es
el propio sujeto, su condición humana, o bien, para otros, alguna perspectiva religiosa que ha hecho al
hombre, a su naturaleza humana, sujeto de unas aspiraciones naturales, propias de la persona. En este
caso, como podrá imaginarse, los términos más utilizados son los de derechos naturales e innatos.
Además de las dos corrientes de fundamentación señaladas, hay otra tercera que trata
de proponer una vía de acercamiento entre ambas a través de un iusnaturalismo crítico, atípico,
relativo, o de un iusnaturalismo deontológico, o de un positivismo evolucionado hacia el
reconocimiento de criterios éticos anteriores a su «positivación» en derechos legales. Este enfoque
trata de armonizar los desacuerdos entre los dos anteriores, aceptando la objetividad y universalidad de
los derechos humanos pero como proceso y producto histórico y no como una derivación de una Ley
natural, al mismo tiempo que reclama la necesidad de «positivizar» dichos derechos en los diversos
textos constitucionales para seguir profundizando en los nuevos retos que plantea el reconocimiento de
la dignidad humana. De este modo, los derechos humanos son criterios, expectativas y exigencias de
moralidad, históricos, que surgen y evolucionan. Pero lo que les concede su condición de derechos no
es simplemente el estar recogidos en leyes, sino el estar enraizados en lo más propiamente humano.
Como dice Berlín, «hablar de nuestros valores como objetivos y universales no equivale a decir que
exista algún código objetivo, que se nos haya impuesto desde fuera, que no podamos quebrantar
porque no lo hicimos nosotros; equivale a decir que no podemos evitar aceptar esos principios básicos
porque somos humanos».

1.1. EL EDUCADOR Y LA FUNDAMENTACIÓN ÉTICA DE LOS DERECHOS HUMANOS


A un educador no puede dejarle indiferente una perspectiva u otra de las planteadas.
Como en otros muchos casos, el mundo educativo tiene razones, más que justificadas, para reconocer
la importancia que para la formación humana tiene divisar con juicio crítico la realidad imperante, las
prácticas educativas habituales, los fines de la persona aún por realizar, en definitiva, un horizonte de
posibilidades de realización humana, en unos casos, mejorable y, en otros, todavía no alcanzado.
Desde este argumento cabe pues afirmar que a los educadores no les puede bastar con
los derechos escritos, con los realmente «positivizados», porque sus aspiraciones no se reducen a
cumplir sólo con lo ya establecido, conseguido o reconocido, sino que deben ayudar a alcanzar
realidades mejores, sociedades más justas, familias más acogedoras y formativas, escuelas más
educativas, relaciones humanas más solidarias... Por eso, me parece conveniente que un educador no
reduzca sus juicios a enfoques exclusivamente positivistas del derecho, en el modo que hemos
indicado, y que tenga la aspiración de acercarse, con los matices históricos, religiosos o filosóficos que
considere necesarios, a enfoques más críticos, a miradas y valoraciones más amplias y abiertas que las
existentes.
Determinar lo que es radicalmente común a toda la humanidad es un proceso histórico
dada la forma en que trabaja nuestro entendimiento y nuestra voluntad. Pero, al mismo tiempo, es un
proceso de descubrimiento cuyo producto aspira a ser algo más que una mera convención. Como ha
señalado Ignatieff, «los activistas de derechos humanos han claudicado demasiado frente al
relativismo cultural. El relativismo es la coartada inevitable de la tiranía. No hay ninguna razón para
disculparse por el individualismo moral subyacente al discurso de los derechos humanos: es
precisamente este aspecto el que lo hace atractivo a los colectivos oprimidos o explotados). Conviene
referirse así a una búsqueda permanente de las verdades o posibilidades más radicales sobre el derecho
a ser hombre. Esto es lo que ha de entenderse, a nuestro juicio, por una fundamentación ética o crítica
de los derechos humanos: concebir las posibilidades de una vida más plenamente humana en una
verdad práctica -lo más esencial y atemporal posible- sobre la dignidad del hombre. «No son por lo
tanto -afirma Gadamer- normas escritas en las estrellas o que tuvieran su lugar inalterable en algún
mundo natural moral, de modo que sólo hubiera que percibirlas. Pero por otra parte tampoco son
meras convenciones, sino que reflejan realmente la naturaleza de las cosas; sólo que ésta se determina
a su vez a través de la aplicación a que la conciencia moral somete a aquéllas.»
Las matizaciones señaladas no pretenden en modo alguno restar importancia al
enfoque legalista de los derechos humanos. Muy al contrario, pues a nadie se le escapa que estos
derechos sólo pueden llegar a ser realmente efectivos cuando quedan plasmados en un ordenamiento
constitucional concreto. Como indica Hierro, «el orden legal que la concepción de los derechos
humanos requiere como "justo" implica, al menos, dos consecuencias básicas: en primer lugar, que los
derechos humanos queden situados (declarados y protegidos) en un escalón normativo superior al de la
legislación ordinaria y, en segundo lugar, que sean susceptibles de protección jurisdiccional frente al
legislador». Ahora bien, sí no nos conformamos con lo que ya tenemos, sí además pensamos que se
puede y se debe aspirar a humanizar más la convivencia y que hay que extender estos derechos allí
donde no están reconocidos o no se cumplen, entonces habrá que observar que nuestra tarea radical,
como educadores y ciudadanos, estriba en permanecer activamente comprometidos en proyectarnos
hacía una toma de conciencia de lo humanamente justo, cuyo punto de referencia no podrá limitarse
sólo al conjunto de derechos fundamentales ya establecidos. Pero tampoco, si no queremos dejar
incompleto el argumento, la toma de conciencia de lo humanamente justo puede limitarse a las
posiciones de disenso o de oposición de individuos o grupos. Es cierto que las insatisfacciones que los
sujetos perciben entre las normas y valores vigentes y sus aspiraciones o expectativas hacía mejores
modos de vida son el motor del progreso moral, pero no cabe olvidar que en rigor este progreso se
dice humano -o, en su caso, deshumanizados- no sólo por la consideración aislada de las
circunstancias sino también con relación a la idea de hombre a la que vamos aspirando. Unas mismas
circunstancias pueden ser desigualmente valoradas por su contribución al pleno desarrollo del hombre
en función de la idea previa que tengamos acerca de lo que éste debería llegar a ser.
Por eso, como se ha señalado más arriba, para un educador no puede ser indiferente el
modo en que fundamentemos los derechos humanos, siendo necesario saber compaginar lo que ya no
estamos dispuestos a renunciar como una conquista histórica, expresión de la dignidad de la persona, y
las circunstancias particulares de nuevas expectativas o aspiraciones humanizadoras. Un educador ni
puede temer el ejercicio responsable de la libertad de los sujetos, ni puede situar la paz social como un
valor absoluto, ni desentenderse de las particulares aspiraciones de las personas ni, finalmente,
tampoco puede dejar a un lado la idea de hombre y de trato humanizados que vamos alcanzando.
Entre algunas corrientes de la filosofía del Derecho es habitual considerar que los
derechos humanos poseen las características de ser imprescriptibles, irrenunciables, inalienables y
universales. En primer lugar, los derechos humanos son «imprescriptibles», no están sujetos a
otorgamiento. No se pueden otorgar y, por tanto, tampoco se pueden perder. Son reconocibles en cada
hombre exclusivamente por el hecho de ser hombre. Lo más destacado de esta característica de los
derechos humanos es la consideración temporal que supone afirmar su imprescriptibilidad. En efecto,
no son derechos que se adquieran o que se pierdan por el hecho mismo de que transcurra el paso del
tiempo; tampoco hay un momento determinado a partir del cual se empiecen a tener o a perder.
Finalmente, no son derechos sujetos a condiciones subjetivas de edad, sexo, raza o creencias. Los
derechos humanos son «irrenunciables» e «inalienables», es decir, no se puede renunciar ni entregar a
otros sujetos e instituciones el derecho a ser hombre.
Si, como hemos visto, los derechos fundamentales de la persona no pueden ser
otorgados, esto es, atribuidos por alguna condición circunstancialmente adquirida o sobrevenida sino
que han de ser reconocidos a cada hombre por el hecho mismo de existir, entonces, la posible
consideración de renunciar voluntariamente a ellos supondría, en cierto modo, una renuncia a nuestra
propia condición humana. Como señala Gewirth, «todos los derechos humanos tienen un fundamento
racional en las condiciones necesarias o necesidades de la acción humana, de modo que ningún agente
humano puede denegarlas o violarlas so pena de autocontradicción». Finalmente, los derechos
humanos aportan un criterio o expectativa de moralidad que es, al mismo tiempo, universal y
particular: el derecho a ser hombre, el derecho a ser mujer. Como ya hemos expuesto en otro trabajo,
el derecho a ser hombre es un criterio moral universal porque abarca a todos los hombres en lo que
tienen más de común: su inacabamiento como tarea irrenunciable. Por otra parte, es un criterio moral
particular porque el derecho a ser hombre (la tarea de hacernos) es una empresa en la que somos
insustituibles: se concreta en voluntades individuales que expresan con mayor o menor empeño su
capacidad de valorar, de reinterpretar la herencia recibida según los intereses y necesidades personales.
El sentido universalista y particular del derecho a ser hombre permite descubrir así un ideal común de
humanidad en tensión dialéctica con un ideal del yo particular. Quien es consciente de esta tensión,
también lo será de la responsabilidad individual de mantener su ideal del yo sin esperar a la
intervención del Estado, de las instituciones o de los grupos sociales. Quien es consciente de esa
tensión, también lo será de la responsabilidad común con otros individuos de saber valorar el empeño
de otros ideales del yo distintos y hasta opuestos al propio, por su colaboración en elaborar nuevos
ideales de humanidad. Necesito a los otros con sus particulares formas de querer ser hombres para que
mi tensión individual -mi historia particular- entre el ideal del yo que quiero darme y el ideal común
de humanidad que diviso no lleguen nunca a identificarse, esto es, ni llegar a absolutizar mi proyecto
personal de vida que es el riesgo trágico en cualquier búsqueda de la excelencia personal, ni llegar a
absolutizar tampoco las formas de vida actuales que es la enfermedad del miope existencial.
Todos los educadores saben que su tarea más difícil estriba, precisamente, en mostrar
y animar a los educandos a que no se conformen con la mediocridad, a que aspiren a lograr horizontes
biográficos más valiosos. Me parece que los derechos humanos pueden aportar, en su lectura
antropológica y ética, parte de esa mirada o voz autobiográfica, especialmente en determinadas edades
donde se acentúa la búsqueda de la propia identidad.

2. Algunos datos históricos sobre los derechos humanos y su evolución


Para delimitar la evolución histórica de los derechos humanos se suele recurrir
a muchísimos factores y muy diversos. Téngase en cuenta que nos estamos refiriendo a derechos que
le corresponden a todo ser humano, a derechos que tratan de expresar las expectativas y necesidades
más básicas para poder empeñarse, cada uno, en lograr una vida más plena. De este modo, no es
exagerado afirmar que la evolución de estos derechos corre paralela a la historia de la humanidad. En
este sentido, el factor histórico más importante fue y, por lo mismo, sigue siendo, el reconocimiento de
la dignidad del hombre. Por eso, la lectura adecuada de esta evolución estriba en saber reconocer cómo
hemos ido asumiendo, con enormes dificultades, retrocesos y avances, una idea de la dignidad humana
desde la conciencia moral, individual y colectiva, de deberes u obligaciones para lograr una
convivencia más humanizadora.
Autores de las más variadas tendencias y tradiciones no dudan en señalar a la
dignidad humana como la condición de posibilidad de los derechos humanos. Al mismo tiempo, hay
que reconocer también las importantes diferencias que mantienen sobre el modo de entender esa
dignidad. Para situar hoy el concepto de derechos humanos en un marco de fundamentación adecuado,
no parece suficiente reconocer al hombre sus facultades particulares y distintivas con los demás
anímales, sino partir del reconocimiento de un dato previo y más determinante: la identidad primigenia
de todos los hombres en el hecho mismo de su condición humana como condición digna de aprecio,
con valor intrínseco.

Todavía está muy extendida la tendencia a fundamentar la dignidad humana en la


sobresaliente actuación de ciertos sujetos, lo cual es acertado para resaltar lo que en la filosofía
tradicional se conoce como «segunda dignidad»: la especial capacidad y el peculiar empeño de
algunos hombres en particular por lograr una singular soberanía y excelencia en el recio ejercicio de
sus libertades. Sin embargo, la idea de la dignidad humana en su sentido más radical y en el más
preciso para delimitar el concepto de los derechos humanos no puede interpretarse desde esta
perspectiva, pues estaríamos negando o, cuando menos, cuestionando la titularidad de estos derechos a
quienes por defecto, inmadurez o deterioro no son, por cierto, sobresalientes ni incluso capaces de
ejercitar las superiores capacidades humanas, lo que en el fondo sería tanto como negarles su peculiar
condición personal, su derecho a ser hombres, a aspirar y a ser ayudados a alcanzar los mejores modos
de vida que les quepa desarrollar. La dignidad humana sólo puede constituirse en el verdadero
fundamento de los derechos humanos y en la aspiración dinamizadora y alentadora de la evolución y
extensión de los mismos, cuando se conciba, como ya se ha señalado, en términos referidos al
recíproco reconocimiento y aprecio entre los hombres de que la condición humana y su pleno
desarrollo tiene un valor intrínseco.
En consecuencia, la manifestación jurídica del reconocimiento de dicha dignidad
humana se expresará en la protección necesaria para que cada hombre pueda participar de un conjunto
fundamental de derechos iguales para todos, así como en respetar mediante un trato cada vez más
humano los particulares proyectos personales de vida que cada sujeto decida desarrollar desde esa
participación común a toda la humanidad. Sí bien la dignidad humana va a ser una idea básica en la
evolución de los derechos humanos, lo que hoy conocemos también como «derechos fundamentales
del hombre» son, en realidad, un concepto del mundo moderno que se irá fraguando desde el siglo
XLV al XVII para consolidarse en el siguiente con las primeras declaraciones de derechos humanos de
ámbito nacional. La idea de la dignidad humana, atribuible históricamente a la doctrina ética cristiana
al afianzar la primacía del individuo y sus derechos naturales e innatos, irá convirtiéndose
paulatinamente en conciencia política y, por tanto, alentadora del reconocimiento social y jurídico de
la igualdad básica de los hombres. En este contexto histórico, los derechos humanos, tal y como hoy
los conocemos, comenzarán su consolidación en tres ámbitos: en la libertad de creencia como un
derecho personal de los individuos para poner fin al enfrentamiento religioso; en los límites del poder
para frenar el fortalecimiento del Estado como poder absoluto mediante teorías contractualistas que
recogiesen como función de la sociedad y de los poderes institucionales el reconocimiento de los
derechos que le corresponden a los sujetos por su condición humana y, por último, en la necesaria
humanización de las garantías procesales. Surgirán así, en el siglo XVIII , con la aparición del Estado
moderno basado en el constitucionalismo, separación de poderes, poder del pueblo, etc., las primeras
Declaraciones de derechos humanos, sí bien de ámbito nacional, destacando principalmente la
«Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia» de 1776 y la «Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano», elaborada tras la Revolución Francesa. En estos textos, los derechos
humanos reconocidos son los que podríamos considerar derechos civiles o políticos dirigidos a
garantizar la independencia de los sujetos frente al Estado y su derecho a participar activamente en el
gobierno de la nación. Durante el siglo XIX y muy especialmente en el XX los derechos humanos, en
su expresión normativa y como expectativa moral de convivencia, irán adquiriendo mayor rango
internacional hasta alcanzar plena importancia mundial en la «Declaración Universal de Derechos del
Hombre». La Declaración fue el resultado de un amplío trabajo de consenso. Ninguno de los 58 países
que entonces formaban las Naciones Unidas votó en contra, aprobándose por 48 votos. Hubo, sin
embargo, ocho países que se abstuvieron por diferentes motivos, especialmente por la inclusión del
artículo 17 relativo al derecho a la propiedad privada. Los países que se abstuvieron fueron los del,
entonces, bloque socialista (URRS, Checoslovaquia, Polonia, Ucrania, Bielorrusia y Yugoslavia), más
Sudáfrica y Arabia Saudita. Hubo también dos países (Honduras y Yemen) que no participaron en la
votación. El consenso en torno a la Declaración se logró, en parte, eludiendo el problema de otorgarle
cierto carácter de ley internacional, como Tratado multinacional, que forzase a los gobiernos a su
cumplimiento.
La Declaración Universal de Derechos Humanos enuncia una serie de derechos,
pero sólo obliga moralmente a respetarlos. La Declaración consta de un preámbulo, con siete
«considerandos», una «declaración aprobatoria» y 30 artículos que abarcan: principios generales (arts.
1 y 2); Derechos civiles y políticos (arts. 3 al 21, el derecho a la vida; a la libertad y a la seguridad de
la persona; el derecho a no ser sometido a esclavitud, servidumbres, torturas, ni tratos degradantes; la
igualdad ante la ley; la protección frente a la detención y encarcelamiento arbitrario; el derecho a un
proceso justo; el derecho a la propiedad privada; el derecho a la participación política; el derecho a
ejercer las libertades fundamentales de pensamiento, conciencia y religión, opinión y expresión....);
Derechos económicos y sociales (arts. 22 al 25, derecho a la seguridad social; al trabajo, a la
protección contra el desempleo, a igual salario por trabajo igual, a fundar sindicatos y a sindicarse;
derecho al descanso, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas
pagadas; derecho a un nivel de vida digno; la maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados y
asistencia especiales); Derechos culturales (arts. 26 y 27, derecho a la educación, gratuita y obligatoria
en la enseñanza elemental, la instrucción técnica ha de ser generalizada, el acceso a los estudios
superiores será igual para todos en función de los méritos; derecho a una educación que garantice el
pleno desarrollo de la personalidad humana, derecho de los padres a escoger el tipo de educación que
quieran se dé a sus hijos; derecho a participar libremente en la vida cultural...); Derechos relativos a
las relaciones entre los ciudadanos y la comunidad internacional (arts. 28 al 30, toda persona tiene
deberes respecto a la comunidad...).
La Declaración Universal de 1948 es el texto de derechos humanos más famoso, pero
no el único elaborado y aprobado por las Naciones Unidas. La propia Declaración Universal fue
completada unos años más tarde con dos Tratados o Pactos Internacionales que, a diferencia de la
Declaración, alcanzan valor jurídico en aquellos países que los aceptan: el Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
Tanto la Naciones Unidas como sus organizaciones especializadas (OIT, UNESCO,
etc.) aprobaron a lo largo de la segunda mitad del siglo XX NUMEROSAS Declaraciones y Pactos.
La UNESCO publica anualmente un informe sobre los principales instrumentos internacionales de
derechos humanos. En la actualidad, la legislación internacional sobre derechos humanos está
constituida por más de ochenta convenios, tanto universales como regionales, que son jurídicamente
vinculantes. Mientras que el número de declaraciones y recomendaciones es mucho mayor, si bien no
obligan oficialmente a los Estados, aunque influyen decisivamente en la elaboración de normas
vinculantes.
Como muestra de su «positivación» histórica y, sobre todo, para la clasificación de los
diferentes derechos humanos, es habitual referirse también a varias generaciones de derechos, cada
una de las cuales pretende integrar los logros y superar la experiencia de las limitaciones de las
anteriores. Los llamados derechos de primera generación, libertades civiles y políticas y garantías
procesales, tal como se recogen en las declaraciones de finales del siglo XVIII, representarán un logro
frente a las pretensiones absolutistas del viejo orden. Estos derechos se inspiran, como ya se ha
señalado, en el ideal de la libertad, principalmente de la libertad de conciencia y libertad religiosa, e
incluyen aspiraciones como el derecho a la participación política, el derecho a garantías legales y
juicio, el derecho a la propiedad privada, etc. Se inició así la democracia política. «El ciudadano, a
través de los derechos civiles que protegían la libertad personal frente a las injerencias del Estado, y
mediante los derechos políticos que aseguraban la participación en la gestión y organización del poder,
se hace protagonista del poder en sus distintas manifestaciones. »
Algunos de los más conocidos son: Convención relativa al estatuto de los refugiados (1951);
Declaración de derechos del niño (1959); Convención relativa a la lucha contra las discriminaciones
en la esfera de la enseñanza (1961); Declaración sobre la eliminación de la discriminación de la mujer
(1967); Convención internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial
(1969); Declaración de derechos del retrasado mental (1971); Convención internacional sobre la
eliminación de la represión y el crimen de apartheid (1973); Convención sobre la eliminación de todas
las formas de discriminación contra la mujer (1979); Declaración sobre la eliminación de todas las
formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o las convicciones (1981); Convención
contra la tortura y otras penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes (1984); Declaración sobre el
derecho al desarrollo (1986); Convención sobre los derechos del niño (1989); Convención
internacional sobre la protección de los derechos de los trabajadores emigrantes y sus familias (1990);
Declaración sobre los derechos de las personas pertenecientes a minorías nacionales o étnicas,
religiosas y lingüísticas (1992)...
Con el desarrollo de las ideas sociales, a fínales del siglo XIX y principios del XX, la
segunda generación de derechos, derechos de igualdad, buscará corregir las distorsiones del
liberalismo inicial. El concepto de derechos humanos se amplía, para abarcar, junto con los anteriores,
los derechos económicos, sociales y culturales: derecho al trabajo, a la vivienda, a la salud, a la
educación... Mientras que los derechos de primera generación pretenden limitar el poder del Estado,
los segundos implican una mayor intervención estatal: promoción de políticas de empleo, vivienda,
servicios de seguridad social, planificación y dotación de recursos para la enseñanza, etc. De la
democracia política se abrió paso a la democracia social. El Pacto Internacional de derechos sociales,
económicos y culturales de 1966 muestra esta ampliación de los derechos humanos desde la
perspectiva de un Estado social y democrático de derecho, sí bien fueron otros textos los que iniciaron
la evolución indicada: Constitución mexicana de 1917, la Declaración Rusa de los Derechos del
pueblo trabajador y explotado de 1918 y la Declaración de derechos de la constitución alemana de
1919.
Finalmente, tenemos los llamados derechos de tercera generación o derechos de
solidaridad cuyo ámbito sería no ya los derechos de los individuos desde sí mismos y sus diferentes
actividades, sino los derechos de los sujetos y de las futuras generaciones desde el respeto a los bienes
comunales (la paz, un entorno ecológico sano, un desarrollo sostenido y equilibrado, conservación del
patrimonio de la humanidad, etc.). Estos nuevos derechos han ido entrando poco a poco en las
declaraciones y textos de derechos humanos, como la Carta africana de derechos humanos y de los
pueblos, adoptada por la Organización para la Unidad Africana en 1981, o la Declaración del derecho
al desarrollo de la ONU, de 1986. Así como los derechos cívico-políticos se basan en el ideal de la
libertad, y los derechos sociales en la meta de la igualdad, estas nuevas categorías ponen de manifiesto
la necesidad de ir más allá de las responsabilidades de los Estados para con sus ciudadanos.
Los derechos humanos son aspiraciones que nos comprometen con el mundo en su
conjunto, con las generaciones actuales y con las futuras. En cualquier caso, conviene reconocer que
«el problema no reside en descifrar teóricamente qué derechos pertenecen a lo que ideológicamente se
denomina generaciones de derechos, sino en ir entendiendo que desde sus orígenes la lucha por los
derechos ha tenido un carácter global, no parcelado. No hay generaciones
de derechos, hay generaciones de problemas que nos obligan a ir adaptando y readaptando nuestros
anhelos y necesidades a las nuevas problemáticas».

3. Hacia una teoría pedagógica de los derechos humanos


La educación y los derechos humanos mantienen entre sí un conjunto de relaciones
muy variadas. Para empezar, basta observar que la educación es uno de los derechos humanos
proclamados en la Declaración Universal de 1948 y que, a su vez, la educación es el derecho humano
encargado de enseñar el resto de derechos. Por eso, uno de los proyectos permanentemente abiertos
por los organismos internacionales es su enseñanza. Sin embargo, sigue sin lograrse una extensión
aceptable de la misma. Las razones son varías. Por un lado, la indefinición curricular de los derechos,
programas sobrecargados, temor a posiciones de contenido ético y político, etcétera. Por otro, a
menudo se sigue pensando en la teoría y la práctica educativa desde perspectivas localistas muy
centradas en los valores y costumbres particulares, en las que criterios de clara aspiración universal
como los derechos humanos encuentran a veces muy difícil acomodo.
Además de su enseñanza, un educador no puede perder de vista otras relaciones que
alcanzan a cualquier tarea educativa, pues son las que explican por qué la educación es, ella misma, un
derecho humano. En efecto, los derechos humanos promueven el derecho a ser hombre/ mujer, y este
derecho sólo puede alcanzarse en toda su expresión a través de la educación de las nuevas
generaciones. Por otra parte, la educación es un proyecto de humanización permanentemente y los
derechos humanos permiten garantizar social y políticamente ese proyecto. Finalmente,
los derechos humanos ayudan a desarrollar un pensamiento y una práctica educativa que tenga como
aspiración alcanzar una educación humanizadora, esto es, comprometernos en adoptar decisiones que
resalten lo específicamente humano y personal de nuestros alumnos. Esta línea de investigación
teórica y práctica está muy vinculada, como es lógico, con la enseñanza de derechos humanos, pero el
centro de su interés no es tanto el conocimiento de los mismos como la fundamentación ética y política
de las finalidades educativas. Se trataría de elaborar así una teoría pedagógica de los derechos
humanos.
En este último apartado vamos a ocuparnos, primero, de describir diversos aspectos
relacionados con la enseñanza de estos derechos, para terminar con algunas ideas que nos permitan
avanzar hacia esa comprensión educativa de los derechos humanos.
Numerosos instrumentos internacionales han reconocido la importancia que tiene una
educación para los derechos humanos. En el artículo 26 de la Declaración Universal, párrafo 2, se
señala ya que «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el
fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales». En 1974, la
UNESCO aprobó el primer instrumento normativo concreto para una educación en derechos humanos.
En 1978, en Viena, se celebró un Congreso Internacional sobre la enseñanza de los derechos humanos,
señalando que la educación debe tener los siguientes objetivos en la promoción de los derechos del
hombre: fomentar actitudes de tolerancia, respeto y solidaridad; impartir conocimientos acerca de los
derechos humanos y propiciar la toma de conciencia personal acerca de las distintas maneras en que
los derechos humanos se pueden plasmar en realidades políticas y sociales. En otro Congreso,
celebrado casi diez años después, en Malta, se propuso la elaboración de un sistema de enseñanza y
educación sobre derechos humanos que abarcase a todo el sistema educativo de cada país, con la
participación de organizaciones públicas, organizaciones no gubernamentales y medios de
comunicación. En el siguiente encuentro celebrado en Montreal, en 1993, se insistió en la estrecha
relación de fondo entre los derechos humanos y la democracia, proponiendo que la enseñanza para los
derechos humanos tiene que incluir a la educación para la democracia. Ese mismo año se aprueba la
Declaración y el Programa de Acción sobre Derechos
Humanos. Entre las propuestas más mencionadas se encuentra la de necesidad de considerar a los
derechos humanos como una unidad de sentido, globalmente, «dándoles a todos el mismo peso». Otro
aspecto interesante del Programa de Acción es que promovió el Decenio de las Naciones Unidas para
la educación en derechos humanos (19952004).
El plan de aplicación de este programa está constituido por una serie de
«componentes» básicos: evaluar las necesidades y formular estrategias eficaces de educación en la
esfera de los derechos humanos; fortalecer los programas y la capacidad para la educación en la esfera
de los derechos humanos a nivel internacional, regional, nacional y local; preparar de forma
coordinada materiales eficaces para la educación en derechos humanos; fortalecer el papel y la
capacidad de los medíos de comunicación en la educación en derechos humanos y dar difusión
mundial a la Declaración.

La enseñanza de derechos humanos se suele definir, desde los organismos


internacionales, como «el conjunto de actividades de capacitación, difusión e información orientadas a
crear una cultura universal en la esfera de los derechos humanos, actividades que se realizan
transmitiendo conocimientos y moldeando actitudes, y cuya finalidad es:
a) fortalecer el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales;
b) desarrollar plenamente la personalidad humana y el sentido de la dignidad del ser humano;
c) promover la comprensión, la tolerancia, la igualdad entre los sexos y la amistad entre todas las
naciones, las poblaciones indígenas y los grupos raciales, nacionales, étnicos, religiosos y lingüísticos;
d) facilitar la participación efectiva de todas las personas en una sociedad libre;
e) intensificar las actividades de la paz de las Naciones Unidas».
Nosotros hemos hecho una propuesta más modesta en la que los principales objetivos
generales que pretendemos conseguir con la enseñanza de los derechos humanos pueden sintetizarse
en los siguientes:
1) Descubrir el valor de todos y cada uno de los seres humanos.
2) Adoptar un compromiso humanizador para extender los valores de los derechos humanos en nuestro
entorno.
3) Valorar críticamente la situación del lugar donde vivimos, teniendo como criterio el desarrollo y
cumplimiento de los derechos humanos.
Además de plantear la enseñanza de los derechos humanos, también podemos analizar
las implicaciones generales y particulares de esos derechos para el conocimiento educativo. Como
señalamos, se trata ahora de aproximarnos a una teoría pedagógica de los derechos humanos. En
concreto, vamos a proponer una serie de ideas en torno a los fines, los sujetos y las condiciones de la
educación desde el significado de esos derechos.
¿Para qué le sirven los derechos humanos a un educador? Para comprender que su
tarea se debe desarrollar desde una perspectiva humanizadora encaminada a lograr ayudar a sus
educandos a que alcancen proyectos de vida, personales y sociales, más humanos y a que los
desarrollen mediante un trato más humano. Los derechos humanos contribuyen decisivamente a
resaltar parte de las bases éticas de la educación porque nos ayudan a comprender el significado
humanizador de las finalidades educativas. Nos ayudan a comprender que cuando afirmamos que la
tarea educativa trata de favorecer el desarrollo personal, de ayudar a lograr proyectos de vida, de
alcanzar una posición personal en la existencia o de aspirar a una vida más humana, este proyecto
tiene en los derechos humanos el reconocimiento jurídico y ético de mínimos necesarios para
establecer qué valores resaltan la condición humana. Los educadores que, además de enseñar estos
derechos, pretenden hacer de la educación un derecho humano son los que, a su vez, les guía el interés
pedagógico de resaltar lo más humano de sus alumnos, lo más universal, los horizontes de existencia
más abiertos y seguros desde la búsqueda de sí mismos, de su identidad particular, de su proyecto de
vida. Comprender el significado humanizador de las finalidades educativas, desde los derechos
humanos, supone en realidad mostrar a los alumnos el reto de saber vivir más humanamente, el reto de
sustituir las miopías localistas por empeños de auténtica envergadura existencial: «que allí donde estés
logres para todos más libertad, más justicia, más igualdad, más pluralismo, más tolerancia, más
solidaridad...».

Para empezar puede observarse el vuelco de perspectiva que supone este


planteamiento al reconocer que la tarea educadora no es propositiva e intencional porque dirija su
atención a unos fines. Esto, con ser cierto, no establece la precisión pedagógica necesaria, pues del
mismo modo puede afirmarse de casi cualquier acción humana. Un arquitecto, médico, carpintero o
mecánico también plantea su tarea con el propósito intencional de atender a los fines que le son
propios en su respectiva profesión. Lo que realza y sitúa con más acierto la tarea educadora es que el
educador da forma a una adecuada intencionalidad educadora cuando mantiene su atención a los fines
propios y esenciales de la condición humana, fines que ahora sí, hace suyos en la acción educativa. No
es una exageración considerar, por tanto, que los educadores mantienen una mirada antropológica
sobre las bases comprensivas de la condición humana cuando atienden a los valores o fines de las
grandes declaraciones de derechos humanos. Por eso, es imprescindible que quien aspire a ser un buen
educador lea y analice estas declaraciones, pues le van a propiciar unos sólidos pilares de intenciones
educativas al reparar en fines consensuados sobre la condición humana. La mirada sobre los fines de la
persona, o es antropológica y filosófica en un primer análisis, o es ciega para entender la dinámica
interna de la formación humana.
Otro cambio de perspectiva que favorece relacionar, como hemos hecho, los fines de
la educación con los valores imperantes en las grandes declaraciones de derechos humanos, es ofrecer
a los educadores una perspectiva crítica sobre su tarea de relativa seguridad. Los educadores deben
saber armonizar, y las condiciones educativas cotidianas les obligan a ello, una perspectiva
conservadora y otra transformadora. En la mayoría de los textos pedagógicos, la referencia a ambas
funciones se suele relacionar con las condiciones sociales imperantes, señalando así que la educación
trata de mantener la convivencia en sus mejores posibilidades y, al mismo tiempo, cuando puede,
sugerir otras situaciones o criterios mejores. Esto es cierto y muy importante. Sin embargo, creo que
perdemos de vista otro enfoque más pedagógico al no considerar detenidamente que las tareas
conservadora y transformadora muestran sus posibilidades más radicales en la misma acción educativa
diaria. Ayudar a educar es ayudar o guiar para que los sujetos sepan mantenerse y cambiarse. La
educación, en rigor, es una invitación entusiasta a ser de otro modo, a alcanzar las posibilidades
humanas no logradas pero alcanzables.
Los cambios sociales son apasionantes para analizar y, más aún, para intervenir en
ellos. Pero más apasionante es participar en ayudar a colaborar en las revoluciones personales,
condición real de cualquier otro cambio social o político. Pues bien, los derechos humanos ofrecen a
los educadores el horizonte crítico necesario para saber armonizar, como decíamos, sus funciones
conservadoras y transformadoras. Estos derechos reflejan los valores humanizadores esenciales que
han de ser conquistados y conservados una y otra vez por cada nuevo sujeto en formación. Pero, al
mismo tiempo, esos derechos han de ser contemplados y proyectados como horizontes de valor, de
transformación. De este modo, los educadores pueden percibir en los derechos humanos un contenido
histórico de moralidad que permite valorar el progreso moral individual y colectivo. Un educador
puede animar a sus alumnos a que aspiren a lograr una madurez moral consistente en saber analizar
críticamente si sus comportamientos, las normas de convivencia o las instituciones amplían o reducen
las expectativas de moralidad de los derechos humanos. Como ya se expuso al inicio del capítulo, el
fundamento de esta propuesta radica en que los derechos humanos aportan un criterio o expectativa
radical de moralidad que es, al mismo tiempo, universal y particular: el derecho a ser hombre.

Otra aportación interesante de los derechos humanos al pensamiento y la acción educativa


estriba en recordar a los educadores la importancia de aprender a mirar a sus alumnos como seres
humanos en desarrollo. Desde este marco de reflexión, los educandos son sujetos de derechos morales
y, por tanto, el educador aprende a respetarlos cuando transforma los derechos de aquéllos en
obligaciones morales hacia ellos. Sus derechos son mis deberes. Se puede realizar así una interesante
lectura pedagógica de, por ejemplo, la Convención sobre los derechos de la infancia, tratando de
deducir qué tipo de deberes y obligaciones se derivan para los educadores y los adultos en general.
Son los educandos, vistos como seres humanos en desarrollo, los que nos obligan a los educadores
más, y siempre antes, que cualquier legislación particular. El compromiso radical de los educadores
pasa por saber reconocer en sus alumnos no sólo su situación particular de estudiantes, menores,
ciudadanos, hijos e hijas, sino sobre todo por saber integrar estas condiciones
en un proyecto educador, de partida y de llegada, de una mayor humanización, esto es, ayudarles a que
quieran ser y seguir siendo más libres, más justos, más solidarios, etc.
Los derechos humanos, desde esta perspectiva pedagógica, permiten a los educadores
aspirar a emprender proyectos educativos de mayor calidad humanizadora, preguntándose: ¿Estoy
cumpliendo adecuadamente mis deberes morales con ellos? ¿Estoy ayudándoles realmente a ser más
humanos y a tratar más humanamente a los demás? ¿Les estoy animando a ser más libres, más
justos...? Y sin olvidar, por un lado, que «todos estos valores individuales cobran su fuerza en la
medida que cada ser humano se proyecta hacia una convivencia más justa y solidaria. En la medida en
que sabe participar y cooperar en la construcción de una auténtica convivencia entre todos los hombres
y mujeres». Y, por otro, que «el reconocimiento de la dignidad humana se concreta así en el rechazo
de toda forma de violencia y de toda clase de instrumentalización del ser humano»
Cuando era estudiante de los últimos años de primaria, varios profesores usaban como
estrategia motivadora del rendimiento la colocación pública y solemne de unas enormes orejas de
burro, recortadas con cartón y coloreadas con tintes muy llamativos. La puesta en escena se realizaba
al terminar el mes, sobre las orejas de los dos estudiantes que, al parecer, peor rendimiento habían
tenido. La estrategia pedagógica de motivación incluía, para más escarnio (aunque esto sólo lo hacía
uno de los docentes mencionados, a los otros, según nos comentaban, les parecía ya desconsiderado),
que tras la colocación de las orejas, el resto del alumnado debía ponerse de pie para abuchear, silbar y
corear «buuurrrooo». Recuerdo que una de las representaciones fue simpáticamente jaleada un día por
alguien que se presentó a sí mismo como inspector y que, como buen asesor pedagógico, le propuso al
profesor la posibilidad de trasladar la escena a la hora del recreo, con la sana intención de mejorar los
efectos educativos. Me alegra que los educadores hayamos interiorizado los mínimos criterios morales
para considerar, sin excepciones, que esa práctica no respeta la dignidad de los alumnos. Me alegra
también suponer que se mantendría el mismo criterio aunque se demostrase empíricamente, con
correlaciones positivas y muy altas, que incrementa el rendimiento de los alumnos.
Los derechos humanos, como es evidente, no abarcan todas las obligaciones morales
de un educador pero sí nos ayudan a comprender la música, el tono, la melodía del fondo
antropológico, filosófico y moral de todas ellas. Y, sobre todo, nos permiten interrogarnos,
críticamente, desde la premisa real de que aquellos profesores también pretendían ayudar con todas sus
buenas intenciones a sus alumnos, ¿qué prácticas educativas estamos desarrollando hoy, aquí y ahora,
con total seguridad de criterios morales y pedagógicos, que mañana puedan ser cuestionadas como
prácticas atentatorias contra los derechos de la infancia? ¿Lo que estoy haciendo y diciendo, y cómo lo
hago y cómo lo digo, respeta realmente su dignidad humana? ¿Qué ideas y supuestos sobre la
educación me acercan o, en su caso, alejan de favorecer el desarrollo humanizador de mis alumnos?...

Me parece que, para un educador, la lectura atenta de las principales declaraciones de


derechos humanos puede favorecerle una visión apasionada de las posibilidades del progreso moral del
ser humano. Esa visión apasionada es la misma que tiene que acompañar al educador para poder
transmitir a sus alumnos que, tras las múltiples formas de llegar a ser, compartimos unos ideales
básicos de realización personal y social. Un buen educador tiene que cultivar la necesaria sensibilidad
para mirar con respeto y simpatía la búsqueda de identidad de sus alumnos. Pienso que esa mirada
puede tener mayor alcance pedagógico y, por tanto, puede ayudar a madurar más y mejor sí los
educadores reflexionan sobre las necesidades del desarrollo humanizados. Los derechos humanos
contribuyen así, en una parte muy importante, a comprender esas necesidades y sus plurales
expresiones, precisamente, en lo que consiste la tarea educativa.
CAPÍTULO 5: SOBRE EL PORVENIR DE LA EDUCACIÓN MORAL

¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es
también un hombre que dice sí desde su primer movimiento. (ALBERT CAMUS, L?homme révolté).
Ser moral significa no sentirse nunca lo suficientemente bueno. (ZYGMUNT BAUMAN, La
ambivalencia de la modernidad).

1. La educación moral y el tiempo por-venir


Los humanos estamos instalados en el tiempo, por eso nuestra condición es finita,
contingente e histórica. Pero también vivimos en el espacio. Cada espacio puede estar atravesado de
tiempo, de tiempos distintos cuya vivencia confieren a cada uno de aquellos una habitabilidad moral y
existencial específica. Y los espacios, a diferencia de los territorios, no tienen fronteras: son lo abierto.
Desde este punto de vista, no es deseable, aunque fuese posible, plantear una «educación moral» al
margen de estas coordenadas: el tiempo (vivido) y el espacio (habitado), un cierto «ahora» y un
determinado «aquí» o «dónde». Esto vuelve difícil, pero al mismo tiempo atractiva, la reflexión sobre la
educación moral. ¿Cuál es el tiempo de la educación moral, y cuál su porvenir? ¿Cuál es su espacio y su
«apertura»?
En lo que sigue, plantearé la inquietud por la educación moral a la luz de un tiempo
por-venir, entendiendo por tal lo que nos obliga a una apertura -y a una espera- sin condiciones -o
«incondicional»- a lo que pueda llegarnos, a lo que pueda pasarnos, a lo que pueda acontecernos. Lo que
pueda pasarnos o acontecernos es lo inesperado. Lo que sobrepasa todas nuestras anticipaciones y
planificaciones, lo «inaccesible», es lo repentino, lo discontinuo; es lo no previsto, lo no planificado ni
anticipado, lo que sorprende y requiere una mirada y un ver sorprendidos, una mirada capaz de captar el
instante mismo de la sorpresa, como hacen los niños. Es lo que golpea, lo que aturde, lo que conmueve.
No se planteará, entonces, la educación moral de acuerdo a esa idea del tiempo futuro como lo que se
puede prever o fabricar, sino de acuerdo a la idea de un tiempo-oteo, como lo que reclama estar en loo
abierto, no «ante el mundo», sino «en el mundo», con un alma «desvestida de conceptos».
Es necesario, aquí, como dice Lanosa, ensayar una distinción, que se basa en el uso de
las palabras más que en la lógica de los conceptos, entre futuro y porvenir. Lo mejor es citarle:
«Mientras que el futuro se conquista, el porvenir se abre. Mientras que el futuro nombra la relación con
el tiempo de un sujeto activo definido por su saber, por su poder y por su voluntad, un sujeto que sabe lo
que quiere y que puede convertirlo en real, un sujeto que quiere mantenerse en el tiempo, el porvenir
nombra la relación con el tiempo de un sujeto receptivo, no tanto pasivo como paciente y pasional, de un
sujeto que se constituye desde la ignorancia, la impotencia y el abandono, desde un sujeto, en fin, que
asume su propia finitud, su propia mortalidad».
Inevitablemente, entonces, plantearé la educación moral en los términos, no de un
saber acabado o de una ciencia, sino en los términos de una experiencia del sujeto, de una experiencia
que cada uno hace desde la existencia, donde existir es exponerse, arriesgarse y «estar expuestos». Para
ello, hemos de poder hablar y decir la educación moral como un acontecimiento de la experiencia. Por
todo ello, hablaré de la educación moral no como lo destinado a normalizar nuestras conductas, sino
como lo que nos empuja a autogobernarnos, a aprender a cuidar de nosotros mismos, a ocuparnos del
mundo y a acoger lo otro que no somos y pone en cuestión la pretensión de construirnos una identidad
fija e inamovible.
Frente a quienes creen que la expresión genuinamente humana adopta una única
modalidad -tanto en el orden del pensamiento como en el orden de la acción moral, Michael Oakeshott
defendió hace mucho una idea bastante sencilla y modesta que tiene que ver con lo que estoy diciendo:
«Como seres humanos civilizados, no somos los herederos de una investigación acerca de nosotros
mismos y el mundo, ni de un cuerpo de información acumulada, sino de una conversación, iniciada en
los bosques primitivos y extendida y vuelta más articulada en el curso de los siglos. Es una conversación
que se desenvuelve en público y dentro de cada uno de nosotros [...] propiamente hablando, la educación
es una iniciación en la habilidad y la participación en esta conversación en la que aprendemos a
reconocer las voces, a distinguir las ocasiones apropiadas para la expresión, y donde adquirimos los
hábitos intelectuales y morales apropiados para la conversación».
Algunas de estas voces tienen una tendencia innata a la violencia y al barbarismo.
Otras no, pero también se pueden pervertir. Algunas de estas voces son más conversables que otras. Y
hay algunas que saben combinar muy bien la tensión entre la seriedad y el espíritu de juego. Oakeshott
lo dice muy bien: «Como ocurre con los niños, que son grandes conversadores, el espíritu de juego es
serio y la seriedad es al final sólo juego.» Sí en los últimos siglos la conversación «moral» de la
humanidad se ha vuelto insulsa y aburrida, quizá por haber perdido de vista esta tensión, entonces a lo
mejor lo que hay que hacer es considerar que hay otras voces recuperables y francamente conversables
para que semejante conversación nos vuelva a atrapar y nos inquiete. Una de esas voces es la del poeta.
La voz de la poesía no nos dice cómo tenemos que vivir, por eso es conversable y es libre. Es, su
presencia, como una visita inesperada: «La poesía es una especie de holgazanería, un sueño dentro del
sueño de la vida, una flor silvestre plantada en medio de nuestro trigo.» Es la otra voz, que decía Octavio
Paz.
Como bien sabía el poeta Paul Celan, la poesía da testimonio de lo inexpresable
conceptualmente, y su forma expresiva es la de una lengua de nadie. El ejemplo más característico de
ello es el de aquellos que, como el propio Paul Celan, intentan hablar de una experiencia límite -la del
mundo de los campos de exterminio y concentración, que él mismo vivió- tan espantosa que su propia
escritura y relatos se constituyen en lo que M. Blanchot denominó, precisamente, «escritura del
desastre». Y es que, como dijo Primo Levi, él mismo superviviente de Auschwitz, la palabra construida
en el seno de la cultura de lo humano es incapaz de dar cuenta de la experiencia donde esa misma
cultura resulta radicalmente abolida. Me pregunto sí, en ese tiempo por-venir del que he hablado, una
educación moral debería seguir siendo pensada y concebida marginando lo discontinuo y asimétrico del
dolor de los humillados, de las experiencias límites a cuya luz todos nuestros códigos morales y
conceptos quedan pulverizados.
Quiero plantear esa educación en un tiempo por-venir a la luz de la importante noción
de acontecimiento para mostrar que, tal vez, es hora ya de plantear la educación, en general, y la
filosofía moral, en particular, no desde las situaciones que entendemos como «normales», sino desde la
discontinuidad de lo que calificado como lo «anormal» es expresión de la asimetría del sufrimiento, del
dolor, de lo otro que no vemos, de los sujetos que necesitan nacer dos veces, una del útero materno y
una segunda vez con la ayuda de todos los demás. Tendríamos, entonces, que tratar de recuperar una
cierta dimensión poética para la educación moral, para decirla o mostrarla de otro modo. Tal vez, el
lenguaje apropiado para dar cuenta de ese otro modo de decir y pensar la educación moral se inscriba
justamente en una especie de «lengua de nadie», en una lengua poética, que es algo así como «el trémulo
aliento de la novedad permanente». Este decir poético no trataría, desde luego, de encerrar en conceptos
firmes ni en ideas fijas lo que, como experiencia ética, se escapa a ambos. Más bien, se trataría de
imaginar lo no dicho y de alterar el orden excesivo de las cosas. Como ha escrito Edouard Glissant: «No
atenerse únicamente al humanismo, a la bondad, la tolerancia, que son elusivos, sino lanzarse de lleno en
las mutaciones sucesivas de la pluralidad aceptada como tal.»

Albert Camus señaló en L'homme révolté algo de suma importancia aquí mientras
reflexionaba sobre el sentido de la rebeldía: «Se ama a la humanidad en general para no tener que amar a
los seres en particular. » Desde este punto de vista, una educación moral en un tiempo porvenir es un
aprendizaje de lo serio, o lo que es igual, el aprendizaje de lo que creíamos ya sabido bajo una
dimensión inédita a la luz de los imprevistos acontecimientos que nos dan a pensar en un mundo que es
el nuestro. Es, también, el aprendizaje de lo trágico, es decir, de las lecciones éticas que nuestro pasado
reciente nos traen como responsabilidad y como dolor, y el aprendizaje, también, de la afirmación de la
vida, en vez de la muerte, en ausencia de un sentido único acerca de la vida y del mundo; el aprendizaje,
en suma, del nacimiento. Se trata, entonces, del aprendizaje de la resistencia -ética y crítica- frente a
todo intento de dominación y deshumanización, de una crítica de lo inhumano en nuestra actualidad. Se
trata, en fin, de un aprendizaje de la mirada, de un aprender a ver el mundo como por primera vez, bajo
el registro del recuerdo de la infancia del hombre, de ese tiempo, anterior a la palabra conquistada, en el
que podíamos fracturar la realidad a través del sentido.

2. El aprendizaje de lo serio.
Gílles Deleuze decía que el problema del pensamiento contemporáneo consiste en
que, en nombre de la modernidad, se ha producido un retorno a las abstracciones, bloqueándose con ello
la capacidad de llevar a cabo análisis en términos de movimiento. Como pensador, la característica del
filósofo no es el ser un sujeto reflexivo, sino más bien un sujeto creador. Es importante, decía, retirarle
el derecho a «reflexionar sobre», como sí el filósofo estuviera destinado a mirar las cosas siempre por
encima del mundo aunque siempre desde la posición privilegiada de la seguridad de un yo ensimismado
y protegido ante lo otro. Más bien, Deleuze pensaba que hay que construir conceptos capaces de
movimiento intelectual. Es difícil sustraerse a esta lógica de la reflexión, que mira desde arriba y camina
hacia atrás, buscando los orígenes, a ese estilo de pensar el mundo desde la posición asegurada de un yo,
por así decir, divino. Como sujeto creador, el pensador busca lo que no sabe dónde ni cómo encontrar
con exactitud -exacteness is a fake, decía A. N. Whitehead-, lo que explora ensayando mil maneras,
tentativa y creadoramente.
Pero el sujeto creador no vive, sin embargo, esclavo de lo creado, en tanto producto
acabado o como final de la cadena de lo fabricado, sino siempre en el principio de lo que se crea. Lo
creado, como lo nacido, pese a ser el resultado de un acto fértil de fecundación, a la postre siempre es
nuevo, nunca, en su repetición, lo mismo. La fecundación siempre ha existido siendo lo mismo, lo
nacido siempre es nuevo. Pensar las cosas del mundo desde esa lógica que mira desde arriba es pensar el
mundo desde el afuera de la existencia humana (contingente, finita y siempre plural en su expresión).
Pensar las cosas del mundo desde su adentro es, por el contrarío, amarlas antes de haberlas conocido
-como al hijo al que se ama antes de conocer su rostro-, es colocarse en una posición que piensa lo que
acontece -los acontecimientos que resquebrajan nuestras categorías y conceptos más firmes de forma no
defensiva; es pensar el acontecimiento adentrándose en él.
Estas ideas resultan sumamente interesantes para plantear una educación moral en un
tiempo porvenir, cuando lo por-venir no es un tiempo previsto y fabricable, sino imprevisible y
discontinuo. En un tiempo así, pasado y futuro parecen escindirse aunque se remiten mutuamente el uno
al otro. Aquello que buscamos lograr, en nuestro horizonte de expectativas éticas y morales, necesita
tener presente lo que ya fue, lo que se intentó y también el cúmulo de errores que ya cometimos.
En este sentido, lo primero que deseo señalar ahora es que una educación moral en un
tiempo por-venir tendría que poder enmarcarse en la noción de acontecimiento, pues es gracias a nuestra
apertura a los acontecimientos –aquello que no se puede buscar y que no sabemos cuándo ha de llegar-
que podemos transformarnos como sujetos éticos. Toda educación moral, cuando la educación moral no
es un conjunto de prescripciones que buscan imponerse y normalizar las conductas de los sujetos, es, de
hecho, un acontecimiento de transformación para el sujeto.

¿Qué es un acontecimiento? Un acontecimiento es, por una parte, lo que pasa «ahora»:
«aquí» y «ahora». Es lo presente, lo actual, lo que en su ocurrir actual desgarra en cierto modo como una
herida introduciendo una cierta discontinuidad, una asimetría, un cierto desorden y novedad y un
registro de lo nuevo, tanto en el orden del pensar como del hablar y del actuar.
Pero un acontecimiento es, también, lo que habiendo ya ocurrido tiene una cierta
presencia y actualidad, lo que, habiendo pasado, es todavía actual y presente, y por eso nos da a pensar
en nuestro presente. El gesto que la época clásica inicia al agrupar a los «locos» como seres «no
normales», ese gesto, que es un cierto «gesto ético», que inicia toda una explosión de saberes, prácticas
y discursos sobre lo otro de la salud mental, así como una serie de espacios donde poder encerrar la
locura y silenciar las voces quebradas del enajenado, es un gesto que enuncia un acontecimiento,
muestra un talante moral y espiritual, que una y otra vez se repite en la historia, a propósito de otros
individuos. Ese drama, como en el teatro, se repite una y otra vez. Es preciso prestar atención a esa
repetición de los acontecimientos, es preciso prestar atención a los gestos con los que cada época inicia
determinados acontecimientos que determinan nuestros modos de pensar y practicar la educación,
también la adjetivada como «moral».
Con todo, lo más evidente de esta noción es su carácter imprevisible como
«experiencia» que el sujeto hace en sí mismo como efecto de lo que le pasa; carece de una naturaleza,
por así decir, prometeica: no se puede prever antes de que suceda. Prometeo, el audaz y previsor, el que
se adelanta, no nos sirve como modelo para dibujar el perfil del acontecimiento. Pro-meteo, el que
comprende de antemano, el que prevé. Quizá su hermano, Epimeteo, sea más adecuado: el que
comprende todo después de que las cosas han ocurrido. Quizá el que comprende demasiado tarde, o tal
vez el que comprende, el que aprende, después de haber padecido la experiencia. El acontecimiento es
una determinada experiencia de la vivencia del tiempo.
Preguntémonos entonces: ¿qué tiempo es el tiempo del puro acontecer? No es, desde
luego, «el tiempo según el antes y el después, el tiempo dotado de una dirección y de un sentido, el
tiempo irreversible representado por la línea que va de atrás hacia delante». Más bien se trata de un
tiempo a-crónico, el cual remite a la figura de aión (derivado de aieí, «siempre», de la misma raíz que da
el latín aeternus). E1 tiempo aquí referido es un tiempo-todo de un niño que juega, donde el juego
expresa, precisamente, lo que todo juego contiene: la ocasión, el estado de excepción, el acontecimiento
imprevisto, el instante original, en definitiva, lo que irrumpe por sorpresa y resquebraja la continuidad
del tiempo. E1 acontecimiento es, pues, una irrupción imprevista en un estado de cosas que mantenía un
decurso continuo y un transcurrir habitual. Es una fractura, una quiebra, una herida en el tiempo. Es lo
discontinuo e imprevisto, lo que nos sorprende.
Aquello que se experimenta como acontecimiento es, muchas veces, lo que tal vez ya
sabíamos que iba a suceder. Por ejemplo, el nacimiento de un hijo. Como dato, como punto de
información, el nacimiento de un hijo es un hecho que sucederá: es lo consabido. No obstante, su
acaecimiento es un acontecimiento porque es un impacto en el orden de nuestra experiencia como
hombres. E1 nacimiento de un hijo opera una transformación en el sujeto. E1 impacto está, pues, en la
relación que nosotros establecemos con ese hecho -el nacimiento- o lo que el mismo hace
en nosotros. La experiencia que se hace transforma el hecho en acontecimiento significativo. E1
acontecimiento, aquí, toma la forma de una relación de concernimiento personal. Nos proporciona un
registro nuevo. Lo sorprendente de todo acontecimiento está en esa toma de conciencia particular, el de
la natalidad y la renovación. «Darse cuenta es descubrir sin moverse del sitio la vieja novedad, vieja por
su contenido material o gramático, pero completamente renovada por nuestra manera de percibirla. » La
experiencia consiste en tomar conciencia de lo que ya sabíamos en un registro diferente, en el registro de
lo serio. En la toma de conciencia del acontecimiento sabemos hasta qué punto nos concierne lo que nos
pasa. La toma de conciencia de un acontecimiento es un aprendizaje de lo serio, no meramente otro
aprendizaje, sino un aprendizaje-otro. Nos tomamos «en serio» el asunto de que se trate, sea la muerte o
la vida. Tomarse «en serio» algo es no tomarlo a la ligera. Tomarse en serio a alguien, y esto es básico
en educación moral, es tomar conciencia de su densidad existencial. Es acogerlo como acontecimiento
en uno, como otro en mí que me da a pensar. Tomar conocimiento de algo, más allá del hecho del mero
estar informado de ello, de tomar noticia de algo, es descubrirlo de otro modo, o quizá mejor, de un
modo-otro. Por eso, como dice Jankélévitch, los tres aspectos esenciales del aprendizaje del
acontecimiento son su efectividad, su inminencia y su carácter de concernimiento personal.
Todo acontecimiento es algo que tiene lugar -es efectivo- y que de hecho ocurre en un
aquí, en un ahora y a un quién. Pero como el verdadero acontecimiento ocurre de repente, como llega sin
avisar, ese aprendizaje moral de la seriedad se da en su inminencia, esto es, en el instante en que ocurre;
ni antes ni después. La forma del acontecimiento es la forma del instante, y por eso no admite copias ni
reproducciones. Es lo singular puro. Y en su carácter repentino, al acontecimiento fuerte únicamente
cabe esperarlo pasionalmente, es decir, recibirlo, abrirse a él, incondicionalmente.
Como sorpresa, el acontecimiento resulta ser, por tanto, lo inconcebible, lo que
situado más allá del concepto y del conocimiento en su formato lógico tradicional, mantiene una
relación de alteridad con el conocimiento teórico. Puede decirse que el acontecimiento se da en la
exterioridad del conocimiento, que se sitúa en su vector excéntrico. Abordar el acontecimiento como la
exterioridad del conocimiento, equivale, negativamente, a una desepistemologización del problema de la
verdad moral y, positivamente, a una afirmación o constatación de que la verdad se dice de muchas
maneras y según una variedad de sentidos. Una excesiva epistemologización de la verdad moral no
garantiza actuar a favor de los itinerarios de la lucidez ética En su carácter imprevisto, la introducción
contemporánea del acontecimiento en el seno de la filosofía es la inserción de lo que da a pensar en el
pensamiento mismo. Se trata de un desafío que nos invita a un nuevo ejercicio del pensar moral: como si
la realidad no fuera otra cosa que un conjunto de acontecimientos dispuestos a darnos que pensar, y por
tanto la realidad fuera fuente y origen de una nueva manera de entender la lucidez, más allá de cualquier
orden preestablecido del ser y de las cosas. El acontecimiento es lo singular puro y «a la pregunta de si
es posible pensar el acontecimiento, se responderá: ¿es posible pensar otra cosa como no sea el
acontecimiento? Y aun: ¿es posible hacer del pensar otra cosa como no sea un acontecimiento? De todos
es sabido que no se piensa cuando se quiere, sino cuando ocurre eso llamado pensar».
El acontecimiento, siendo lo que da a pensar, tiene simultáneamente la forma del
verdadero pensar. Pensar el acontecimiento es, ni más ni menos, pensar lo que nos da a pensar, porque el
pensamiento tiene que pensar lo que le conforma, y se forma tanto con lo que piensa como con lo que le
fuerza, le violenta y le provoca. Pensar moralmente, de este modo, es pensar abriéndonos al mundo,
pensar dejándonos afectar por lo que nos pasa y por lo otro. Pensar el «acontecimiento», entonces, es el
«ensayo moral» de un imposible, hasta el punto en el que un acontecimiento es lo «conceptualmente»
impensable. Lo que toma la forma del acontecimiento es lo inenarrable, lo indecible. Desde este punto
de vista, no hay «teorización» posible de lo impensable. En sentido estricto, no sirve intentar pensar
«sobre» el acontecimiento. El acontecimiento es un choque, un impacto que nos aturde. Sólo cabe
pensarlo como esa modalidad de pensamiento que se activa después de la primera conmoción. El
acontecimiento hay, pues, que vivirlo bajo el registro de la experiencia, es decir, en rigor, hay que
sentirlo: en el orden de los acontecimientos nos constituimos como sujetos éticos que tomamos
conciencia de vernos afectados por lo que sentimos y por lo que nos pasa. Como acontecimiento, la
educación moral está en la dimensión de una singular patética.
Decía el poeta austríaco Rilke que «no hay nada menos apropiado para aproximarse a
una obra de arte que las palabras de la crítica: de ellas se derivan siempre malentendidos más o menos
desafortunados. Las cosas no son tan comprensibles ni tan formulables como se nos quiere hacer creer
casi siempre; la mayor parte de los acontecimientos son indecibles, se desarrollan en un ámbito donde
nunca ha penetrado la palabra. Y lo máximamente indecible son las obras de arte, existencias llenas de
misterio cuya vida, en contraste con la nuestra, tan efímera, perdura». Hay una suerte de indecibilidad en
el acontecimiento, como antes señalé, justificado por su misma resistencia a ser nombrado mediante los
conceptos tradicionales de la lógica y de crítica. Donde el concepto todavía no puede penetrar es,
justamente, el espacio en que hacemos la experiencia, porque primero viene la experiencia y luego la
palabra que la nombra. El acontecimiento es el lugar de la desnuda experiencia. Y «como saben todos
los niños el mundo de la experiencia (como el bosque de Alicia) es innominado, y vagamos por él en un
estado de perplejidad, la cabeza llena de balbuceos, de conocimiento e intuición». El verdadero
acontecimiento, como la auténtica experiencia, se deja nombrar y pensar de otro modo, de una forma
que no es estricta ni exclusivamente conceptual, esto es, por unas palabras y por un pensamiento de un
orden distinto, quizá de una palabra poética. Este orden poético nos proporciona una gramática y una
semántica nueva.
Dicho con G. Steiner, se trata de una organización articulada de la percepción, la
reflexión y la experiencia, la estructura nerviosa misma de la conciencia humana cuando es capaz de
comunicarse consigo misma y con otros. Es una «gramática de la creación», una gramática de lo
erótico, del «intelecto formador» y de la psique bajo la forma del eros. Para desarrollar en nosotros esta
gramática moral, esta articulación de la percepción ética, la reflexión y la experiencia, lo que precisamos
es una manera distinta de pensar la educación moral, una mirada nueva en la que, dicho ahora
pedagógicamente, aceptemos el reto de introducir verdaderos contenidos de conciencia en el sujeto que
se educa.
Aunque el hombre es un ser que actúa, también es un ser que padece, un animal
patético. Somos como consecuencia de lo que hacemos y elegimos, tanto como resultado de lo que nos
pasa y, en este sentido, más relevante desde un punto de vista ético son los acontecimientos que las
acciones. El acontecimiento introduce una cierta idea de la pasividad en nuestra condición, algo parecido
a una cierta quietud, actitud de recepción e incluso de «abdicación». Pensar lo humano desde el
acontecimiento implica una estética de la abdicación y una cierta ética de la pasividad, por así llamarla.
Un fragmento del Libro del desasosiego de Pessoa ilustra esa estética: «Conformarse
es someterse y vencer es conformarse, ser vencido. Por eso toda victoria es una grosería, los vencedores
pierden siempre todas las cualidades de desaliento con el presente que los llevaron a la lucha que les dio
la victoria. » El vencedor parece perder las cualidades y la tensión de quien se decepciona, de quien
aprende a base de decepciones, desencantos y conflictos trágicos o contrariedades profundas.
El que vence, el hombre fuerte de voluntad y de acción, es el que, al final, se conforma, el que se siente
satisfecho. «Sólo vence el que nada consigue nunca. Sólo es fuerte quien siempre se desanima. Lo mejor
y más púrpura es abdicar. » En esta estética de la abdicación y de la renuncia, actuar es reposar, esperar
lo que está por venir sin buscarlo. «Todos los problemas son insolubles. La esencia de la existencia de
un problema es la ausencia de cualquier solución para el problema. Buscar un acontecimiento significa
que el acontecimiento no existe. Pensar es no saber existir.» Pensar es «no saber»; es afirmar no-saber,
antes de haber vívido, en qué consiste eso que llamamos existir. O lo que es lo mismo: pensar es tener
que aprender a existir bajo el régimen de la aventura. Es estar a la espera sin buscar ni planificar. De ahí
que pensar el acontecimiento suponga también toda una ética de la pasividad -una exploración del saber
recibir o que nos pasa- y una crítica de la acción pura.
Una tradición dominante en el pensamiento occidental, platónica en esencia, sostiene
que el sabio y el hombre de bien -aquel que lo tiene claro, podría decirse- es el que menos necesidad
tiene de los demás porque es autosuficiente e invulnerable. A partir de ahí resulta relativamente fácil
pensar que el valor es una dimensión o un reducto de intención pura, el resultado de una elección y de
unas acciones puras. Y, sin embargo, la fortuna -en el sentido griego del término- juega un papel crucial
en la conformación de la existencia humana. «Las tragedias son la mejor crítica de la razón pura»,
porque la experiencia trágica del conflicto es una ocasión de aprendizaje más que de elevación hacía
bienes supremos e inmutables: «Existe un tipo de saber que se aprende al sufrir, ya que este último es
precisamente la percepción adecuada de cómo es la vida humana en semejantes casos.»
Lo que somos o creemos ser, el yo que pronunciamos, la identidad que creemos
poseer es el resultado de la contrariedad, del conflicto trágico, es decir, de lo que nos pasa: de los
acontecimientos que nos marcan. En este sentido, la identidad es el resultado de una historia, de una
historia-relato cargada de contradicciones, contrariedades, tragedias y cosas que nos pasan, de
experiencia realizada en nosotros. Y «las historias son series de acontecimientos que desobedecen a las
intenciones de los sujetos.» No somos, entonces, el resultado de la ejecución de un plan previo, de un
proyecto o programa, sino el resultado de una aventura: el milagro del puro inicio. Suceden muchas
cosas; pero eso no basta para hacernos, formarnos o transformarnos. Es necesario que esos sucesos se
tornen historias a través de los acontecimientos: que nos den a pensar, que hagamos experiencia en ellos,
que introduzcan la discontinuidad en nuestra conciencia y vivencia del tiempo.
De todo ello cabe deducir una idea central: plantear una educación en el tiempo por-
venir exige prestar atención a un cierto saber que conmueve. Me refiero al saber trágico. Prestar atención
a ese saber es recordar ejemplarmente lo que el pasado nos trae como sufrimiento, como dolor y como
responsabilidad ética por el dolor del otro. En la siguiente sección me ocuparé de este asunto.

3. El aprendizaje de lo trágico.
Existe una convicción relativamente extendida según la cual la práctica de la
educación se lleva a cabo dentro de un medio -el lenguaje que nunca puede pretenderse neutral. Porque
al decir algo siempre intentamos enunciar algo al otro o a los otros. Dentro de este espacio lingüístico,
parece imponérsenos de forma constante un punto de vista sobre el mundo y sobre el uso de la mente
con respecto a este mundo. O dicho en otros términos: el medio dentro del cual educamos o nos
educamos impone necesariamente una perspectiva o un punto de vista dentro de la cual se ven las cosas,
así como una actitud hacia lo que miramos o percibimos.
Esto vale tanto para la educación, globalmente considerada como proceso de
aprendizaje humano, como para la educación moral del sujeto de la educación. Desde este punto de
vista, nuestros encuentros con el mundo no son encuentros directos, sino encuentros mediados por
formas. Leemos, escribimos, enseñamos, aprendemos, trabajamos dentro de un espacio cultural que
impone sus reglas del juego, sus restricciones y sus posibilidades. Lo hacemos desde un tiempo y desde
un espacio, en un aquí y en un ahora. Estos encuentros son caminos o sendas que llevan al mundo y a
nosotros mismos a través siempre de los textos en que consisten los productos culturales que nosotros
mismos creamos. Educamos y vivimos dentro de una cultura y esa misma cultura nos permite crear o
producir más cultura o distintas formas culturales. De este modo, educarse es tratar con esas formas
culturales, es hacer experiencia constante en el trato con un mundo que adopta la forma de un texto que
se nos da a leer, a interpretar y que puede llegar a conmovernos o, en el peor de los casos, a dejarnos
como estábamos.
La educación, también la adjetivada como «moral», por tanto, depende de la cultura,
entendida como texto que se da a leer y que se nos propone como algo que nos da a pensar, para
inquietarnos y abrir nuestro horizonte de experiencias éticas. La educación depende de la cultura, de una
filosofía de la cultura -de una cultura o atmósfera moral, podríamos decir- del mismo modo que depende
de un punto de vista interpretativo sobre la historia y sobre nuestra relación con el pasado. Vivimos en
un mundo interpretado, decía el poeta Rainer María Rilke. Esto es importante para la educación moral y
para una consideración de la educación desde el punto de vista ético, pues «el educador es aquel que
transmite la palabra dicha, la palabra del pasado, de la tradición, a un recién llegado, pero no para que
éste la repita, sino para que la renueve, la vuelva a decir, la convierta en "palabra viva". Y el educador
también es aquel que reconoce la palabra del otro, la nueva palabra, la palabra del recién llegado. E1
educador escucha la palabra del otro y él mismo se transforma en esta palabra y se renueva».
La cultura, de la que depende la educación moral para permitirnos llegar a ser, es un
estado moral de la mente, en su sentido más amplío y a la vez profundo, un estado mental que,
históricamente, se traduce en los distintos puntos de vista en que puede definirse el mundo, la relación
del yo con el mundo y del sí mismo con los otros. Los diferentes movimientos intelectuales y culturales
resumen los diversos aspectos en que se pueden captar dichos estados de la mente según el espíritu de
cada época. No es posible hablar, razonar o pensar la idea de la formación moral sin tener presente esos
diversos estados de la mente, esos espacios de pensamiento o esos movimientos del espíritu que
convulsionan cada época histórica.
Así, por ejemplo, si planteamos la idea de la educación moral en la estela de lo que
específicamente supusieron los modernos totalitarismos, cuyas figuras emblemáticas de terror y dolor
son Auschwitz y Kolyma, lo que en realidad hacemos es responder a lo que cabría entender como un
imperativo ético básico para un modo correcto de pensar la educación moral y la educación política en
nuestra era, a saber: instalar e integrar el saber de la educación en el espíritu trágico de la época, en los
estados mentales, en este caso, de nuestro controvertido siglo XX recién finalizado. Planteamos la
posibilidad de que la educación, la re-pensemos desde la experiencia del sufrimiento personal y social
que las sociedades civilizadas son capaces de causar. Se trata de plantear la educación moral, no desde
las situaciones normales, sino desde lo otro: desde las situaciones límites, desde la asimetría del
sufrimiento.
En cierto modo, el espíritu de nuestra época es, pese a todo lo que pudiese pensarse, el
de la alianza entre la razón y la barbarie. Como ha escrito Imre Kertész, Premio Nobel de literatura y
superviviente de varios campos de concentración, «da la impresión de que los dos grandes principios
que constituyeron el motor de la creatividad europea, la libertad y el individuo, ya no son unos valores
inamovibles. Auschwitz demostró que debemos cambiar de forma radical la visión del hombre creada
por el humanismo de los siglos XVIII y XIX ; la dinámica productiva de nuestro mundo, que ha barrido
todo, y los correspondientes métodos e instrumentos de dirección de masas parecen arrasar, a su vez,
con los restos de la libertad individual».
El espíritu de nuestra época, definitivamente, impone a nuestras prácticas culturales y
a nuestros discursos pedagógicos sobre la educación moral un estado de la mente en virtud del cual ya
no es posible seguir manteniendo la inocencia, lo que no significa, como decía Albert Camus, que
tengamos que perder la fe y la esperanza en el cultivo de la humanidad y de lo verdaderamente humano.
Porque si recordamos lo que aconteció en los campos de exterminio nazis o en los campos de trabajo
soviéticos, es, quizá, porque con ese ejercicio de memoria «ejemplar» y descargado de ira a lo mejor
somos capaces de detectar las condiciones que hoy hacen posible que nuestro mundo se pueble de otros
espacios de abandono. Miramos éticamente el pasado para comprender mejor el presente, para dar
sentido a nuestros saberes y conocimientos, para intentar, como dice Claudio Magris, construir utopías
enlazadas con un cierto desencanto, porque lo humano es una intención que camina hacía delante. Con
ese ejercicio tenemos la posibilidad de detectar las consecuencias que se generan cuando a los nacidos se
les impide la continuidad en el mundo, o cuando la vida humana se convierte en algo superfluo, o
cuando a través de la educación, y al amparo de una idea de la educación muy humanista y excelente, se
logra que la gente sea, en el fondo, sumamente infeliz.
En su ensayo La tragedia griega, Albin Lesky señala que lo que hemos de sentir como
trágico debe significar la caída desde un mundo ilusorio de seguridad y felicidad a las profundidades de
la miseria ineludible. En ese «viaje al fin de la noche», la experiencia de lo trágico se encuentra en el
acontecimiento de vernos afectados en las más profundas capas de nuestro ser, es decir, en la relación
que lo trágico tiene con nuestro propio mundo. La experiencia de la decepción profunda el
resquebrajamiento de un mundo de seguridad- y el sentirnos afectados en lo más hondo de nuestra
relación con el mundo constituyen los elementos que parecen definir la experiencia de lo trágico.
La tragedia es el lugar donde el yo «social» -enfrentado a la maldad caprichosa de los
dioses- se quiebra y no sabe quién es. La tragedia es inherentemente moral y política. Tenemos
innumerables ejemplos de ello, sin necesidad de remitirnos, quizá como deberíamos hacerlo, al mundo
griego: por ejemplo, la pregunta que el individuo desolado se formula ante «la peste» que asola a la
ciudad, en la obra de Albert Camus. Pero esta dimensión política y a la vez moral de lo trágico es
abismal, pues revela una carencia terrible, el no-saber sobre los fundamentos mismos sobre los cuales
reconstruir la ciudad amenazada tras el derrumbe. ¿Sobre qué base edificar de nuevo lo destruido? Tras
la muerte de Antígona, ¿cómo fiarse de las leyes dictadas por el Estado, tan crueles ante lazos tan
íntimos como los del amor fraterno? Como ocurre en Antígona y en Hamlet, sólo después de haber
retirado los cadáveres puede comenzar la actividad política y, podríamos añadir la educativa. Pero ¿de
verdad se puede? ¿De verdad es tan fácil?
El recuerdo de las grandes tragedias colectivas del siglo XX quizá tiene su lado mejor
en el hecho de que esa memoria del horror nos permite, cuando la memoria no es una tapadera para la
venganza o para la ira, recuperar dimensiones esenciales de la experiencia y del lenguaje humanos que
casi hemos perdido. Hay un texto de George Steiner que merece la pena citar aquí: «La inhumanidad
política de nuestra época ha degradado y embrutecido el lenguaje más allá de todo presente.
Las palabras han sido empleadas para justificar la falsía política, enormes distorsiones
de la historia y las bestialidades del estado totalitario. Es concebible que de esas mentiras y ese
salvajismo algo se les haya metido en la médula. Porque se las ha empleado con fines tan bajos, las
palabras ya no rinden todo su significado [...] En Las troyanas, Eurípides poseía la autoridad poética
para comunicar al público ateniense la injusticia del saqueo de Melos, para comunicarlo y reprocharlo.
Aún había proporción entre la crueldad y el alcance o la capacidad de reacción de la imaginación. Me
pregunto si todavía es así: ¿Qué obra de arte podría dar expresión adecuada a nuestro pasado
inmediato?». Los modernos totalitarismos constituyen un «monumental atentado contra la libertad»,
como notó Hannah Arendt. Al final de Los orígenes del totalitarismo, Arendt se expresaba de este modo:
«La crisis de nuestro tiempo y su experiencia central han producido una forma enteramente nueva de
gobierno que, como potencialidad y como peligro siempre presente, es muy probable que permanezca
con nosotros a partir de ahora, de la misma manera que las demás formas de gobierno que surgieron en
diferentes momentos históricos y basadas en experiencias fundamentalmente diferentes han
permanecido con la Humanidad al margen de sus derrotas temporales -monarquías, repúblicas, tiranías,
dictaduras y despotismo.»

La tesis arendtiana relativa a que la moderna «crisis de la educación» tiene dos de sus
manifestaciones mayores en la «crisis de la tradición» y en la «crisis de la autoridad», y su convicción
en la imposibilidad de poder remitirnos ya a la autoridad de la tradición como base para el ejercicio de la
educación, parece forzar el pensamiento, también el pedagógico, a nuevas tareas de comprensión de los
acontecimientos históricos y políticos. La educación entra en «crisis» cuando, dejando de acoger a los
nuevos que llegan, abandonamos nuestra responsabilidad con el cuidado del mundo. De ahí la
importancia de tratar de comprender cómo fue posible la implantación de los campos de concentración y
exterminio. Por otra parte, la formación literaria y humanista no parece garantía suficiente para evitar la
barbarie. «Está comprobado -ha escrito G. Steiner-, aun cuando nuestras teorías sobre la educación y
nuestros ideales humanísticos y liberales no lo hayan comprendido, que un hombre puede tocar las obras
de Bach por la tarde, y tocarlas bien o leer y entender perfectamente a Pushkin, y a la mañana siguiente
ir a cumplir con sus obligaciones en Auschwitz y en los sótanos de la policía.» Entonces, la pervivencia
de una forma de vida ética en la sociedad democrática, de sus hábitos, sus prácticas y sus valores, parece
depender de una educación ética asentada en una ética de la memoria y del rechazo de lo intolerable, una
ética que expresa toda una pedagogía y una ética de la resistencia.

4. El aprendizaje de la resistencia.
Nos resistimos frente a lo que vivimos como opresión y tratamos de rebelarnos.
Decimos «no». Pero al mismo tiempo, toda rebelión supone la afirmación de un cierto «sí»: perseguimos
aquello que estimamos es mejor para nosotros como salida de lo que nos oprimía. Aunque se diga que
nuestra época no es una era donde sean posibles ya las grandes revoluciones, como los grandes
metarrelatos, lo cierto es que la estructura «biopolítica» de las sociedades modernas capitalistas nos dan
la oportunidad para el ejercicio de la resistencia ética e intelectual. Una de las características de toda
sociedad biopolítica es la progresiva pérdida de experiencia a la que el individuo se ve sometido en
virtud de innumerables prácticas sociales de normalización, las cuales, muchas veces, hacen que no
podamos reconocernos al margen de lo que las políticas del «bienestar», y sus leyes, dictan y prescriben.
Los defensores de las políticas de globalización, para los cuales la libertad de mercado, sin el cual el
crecimiento económico no sería posible, no es otra cosa que la expresión de los principios clásicos del
«liberalismo político», tienden a calificar como «destructivas» y, por qué no, de «totalitarias» cualquier
crítica al sistema. Por una vez, la crítica al sistema es señal de actitud reaccionaría. Círculo cuadrado.
Creo que es necesario plantear la educación moral, en ese tiempo porvenir, a la luz de los
acontecimientos que nos recorren tratando de poner en cuestión la biopolítica moderna como el nuevo
paradigma de la racionalidad política y económica.
En el transcurso de una entrevista publicada en abril de 1978, el pensador francés M.
Foucault reconocía que estaba poco interesado por las cosas eternas, las que no cambian, sobre aquello
que permanece estable bajo lo cambiante de las apariencias. Lo que le interesaba era el
«acontecimiento»: «El acontecimiento nunca fue una categoría filosófica, excepto, quizás, en los
estoicos, para quienes era un problema lógico. Pero, una vez más, Nietzsche fue el primero en definir la
filosofía como actividad que pretende saber lo que pasa y lo que pasa ahora. Dicho de otra manera,
estamos atravesados por procesos, por movimientos, por fuerzas; no conocemos estos procesos ni estas
fuerzas y el papel del filósofo es, sin duda, ser el que diagnostica tales fuerzas, diagnosticar su
actualidad. » La práctica de dominación total de los modernos totalitarismos, los cuales intentaron hacer
viable el principio de «todo es posible», comparten con la práctica democrática contemporánea esa
estructura de cuño biopolítico. La política del bienestar deviene poder de normalización en la medida en
que, al preocuparse por el crecimiento económico, la salud y la prosperidad de los individuos, interviene
activamente en sus condiciones de vida asimilándoles a las normas impuestas.
En una conferencia dictada en octubre de 1979 en la Universidad de Stanford, decía
Foucault: «De la idea que el Estado posee su propia naturaleza y finalidad, a la idea de que el hombre es
el verdadero objeto del poder del Estado, en la medida en que aporta un suplemento de fuerza, donde es
un ser viviente, trabajador, hablante, donde constituye una sociedad y pertenece a una población y a un
entorno, se aprecia un incremento de la intervención del Estado en la vida del individuo. Se acrecienta,
también, la importancia de la vida para los problemas del poder político, de
lo que resulta una animalización del hombre a través de las técnicas políticas más sofisticadas.
Aparecen, en la historia, entonces, el despliegue de todas las posibilidades de las ciencias humanas y
sociales, así como la posibilidad simultánea de proteger la vida y de autorizar el holocausto.»
El fenómeno «biopolítico» consiste precisamente en esto: es la forma en que a partir
del siglo xvii se racionalizan los problemas que plantea a la práctica gubernamental fenómenos
específicos de un conjunto de seres vivos constituidos como población: salud, higiene, natalidad,
longevidad, razas, etc. De acuerdo con su figura tradicional, el poder (soberano) es definido como
derecho de vida y de muerte. Se trata de un derecho que se ejerce, sobre todo, del lado de la muerte,
contemplando la vida sólo indirectamente como abstención de derecho del soberano a matar. La
soberanía queda entonces definida bajo el principio de hacer morir o dejar vivir.
Es a partir del siglo XVIII cuando, según Foucault, con el surgimiento de la ciencia de
la policía, la preocupación por la vida y la salud de los súbditos empieza a ocupar un lugar central en los
mecanismos del Estado y el poder soberano empieza a transformase en biopoder. Hay que entender por
«biopolítica», entonces, el conjunto de estrategias, prácticas y discursos orientados a la gestión política
de la vida humana con el fin de regularla impidiendo que los acontecimientos permitan a los sujetos
hacer experiencia en el mundo de la vida personal. Nuestras sociedades actuales parecen haber
transformado ese antiguo principio en otro nuevo, que lo atraviesa de parte a parte: se trata del derecho
de hacer vivir o dejar morir.
Este principio se aplica a la vida del hombre, no en tanto que sujeto ético y político,
cuya vida puede componerse en un relato o trama narrativa, sino en tanto que miembros de una especie.
De acuerdo con esto, la biopolítica moderna genera una cultura apropiada a sus propósitos, y cuyos
objetos de saber y objetivos de control se refieren, no tanto al nacimiento, la muerte o el envejecimiento
como formas de experiencias individuales del sujeto, sino a la natalidad, la mortalidad y la longevidad
en tanto que «problemas» a resolver racional y técnicamente. Se trata, por tanto, en la cultura
biopolítica, de gestionar la vida y los procesos biológicos del hombre-especie para asegurar no tanto su
disciplina como su regulación.
Sí las experiencias de los modernos totalitarismos suponen una fractura en la
continuidad de la historia moral, la biopolítica moderna es un resto de tales totalitarismos. Esta fractura
de la que hablamos implica, de una parte, insistir en la necesidad de la comprensión, como trabajo
específico de un pensar cuyo origen es, precisamente, la experiencia o las experiencias que dan a pensar.
Ese trabajo de comprensión ética busca dar sentido al conocimiento mismo. El pensamiento, también en
el ámbito de la educación moral, tiene su fuente en los acontecimientos que retan nuestros modos
tradicionales de pensar, entender y elaborar conceptos. Pero además, es necesario revisar el legado
moral de las humanidades a la luz de dichas experiencias demoledoras. Se trata de intentar comprender,
por ejemplo, la universidad y la enseñanza de las humanidades en este espacio como lugar de resistencia
crítica y del ejercicio de la palabra franca y libre. Lo que J. Derrida denomina
«Universidad sin condición» tiene que ver con esta necesidad de un espacio público donde la razón, la
palabra y las Humanidades se den de otro modo.

Se trata de un lugar en el que nada está resguardado de ser cuestionado, un espacio


donde se pueda poner en práctica una palabra franca, abierta, un último lugar de resistencia crítica y más
que crítica- frente a todos los poderes de apropiación dogmáticos e injustos. «Me gustaría vincular esta
problemática de la universidad sin condición a un testimonio, a un compromiso, a una promesa, a un
acto de fe, a una declaración de fe, a una promesa de fe. En la universidad, esta profesión de fe articula
de forma original la fe con el saber y, especialmente, en ese lugar de incondicionalidad que
denominaremos Humanidades. »
Todorov, por su parte, se refiere a la defensa de un humanismo moderno
-parafraseando a C. Magris podemos llamarlo «humanismo desencantado» que se distingue por dos
rasgos centrales: «El primero es el reconocimiento del horror del que son capaces los seres humanos. El
humanismo, aquí, en absoluto en un culto al hombre, en general o en particular, en una fe en su noble
naturaleza; no, el punto de partida son, aquí, los campos de Auschwitz y Kolirra, la mayor prueba que se
nos haya dado en este siglo del mal que el hombre puede hacer al hombre. La segunda característica es
una afirmación de la posibilidad del bien: no del triunfo universal del bien, de la instauración del paraíso
en la tierra, sino de un bien que conduce a tomar al hombre, en su identidad concreta e individual, como
fin último de su acción, a quererlo y amarlo [...]
¿Cómo conciliar esta ausencia de ilusiones sobre el hombre, por una parte, con el mantenimiento del
hombre como objetivo de la acción, por otra? Ése es el desafío que deben aceptar los humanistas
modernos, los humanistas después de Kolima y después de Auschwitz.» Se trata de un humanismo
crítico y, por ello, ni inocente ni ingenuo, uno que sabe que el hombre es un animal racional, pero frágil
y dependiente de otros seres humanos. Un humanismo consciente, entonces, de que tanto la ética como
la educación, a la luz de la experiencia de los modernos totalitarismos, tiene que plantearse ahora desde
la experiencia límite de lo peor, en vez desde la utopía aún no desencantada del Bien, desde la
experiencia de las situaciones extremas (en el caso de la ética) o de los más débiles, discapacitados y de
los que sufren (en el caso de la educación); un humanismo que sabe que es prioritario erradicar el
sufrimiento y el dolor, que es preciso recordarlo, desde una posición no victimista, porque en ello reside
la mayor contribución que se puede hacer al progreso humano, qua
humano. Sí la tradición del humanismo clásico, la cultura, las artes, las ciencias y la literatura
constituyeron una barrera muy frágil frente a la barbarie, entonces tenemos que abrirnos a la decepción,
pero sin cerrarnos a la posibilidad de un nuevo humanismo. Una de las fuentes de esta decepción se
encuentra en una cierta experiencia del desencanto y de la crítica de lo actual. Se trata de analizar la
paradoja central de nuestra época.

La enseñanza humanista en nuestra sociedad de masas está atravesada por una


contradicción radical que no podemos olvidar. Nuestra organización económica y social está fundada
sobre criterios de eficacia y utilidad que el humanismo tradicionalmente ha rechazado. En su
funcionamiento cotidiano, nuestras sociedades se encuentran en las antípodas de aquello que queremos
enseñar como una lección de Auschwitz. Procedemos como si la «normalidad» para la cual la escuela
dice querer preparar no fuese en cierto modo congruente con la «anormalidad» de las estructuras
sociales que facilitaron la implantación de los modernos totalitarismos.
Hemos señalado más atrás hasta qué punto la experiencia concentracionaria y, en
general, los modernos totalitarismos, rompen la continuidad de la tradición cultural y humanista
occidental, como si fuese insostenible ya el discurso sobre el Hombre del humanismo clásico. Creo que
esta evidencia tiene que ver precisamente con la necesidad de revisar este discurso: quizás abandonar el
discurso humanista moralizante que tan poca capacidad de resistencia opuso al dominio totalitario.
Quizá se trate, incluso, de re-Ilustrar a la Ilustración misma, la cual irrumpe en la historia como una
interrogación de la actualidad, de la racionalidad dominante, pero también como impulso del sujeto que
desea gobernarse a sí mismo, que quiere aprender a cuidar de sí como una experiencia de la libertad, a
partir de la cual puede dar forma a su vida y a su existencia sin sentirse culpable por ello. La experiencia
humana del aprendizaje moral podría significar, entonces, darse cuenta de qué es lo que hemos
heredado, qué porción deseamos conservar del pasado y qué parte definitivamente alejar de nosotros.
Darnos cuenta, por ejemplo, de que la modernidad también creó las condiciones para que el totalitarismo
perviva, más allá de los regímenes políticos que lo pusieron en práctica en nuestro pasado reciente, en
forma de «soluciones totalitarias» al estilo democrático. Entender que somos herederos de una tradición
que tiende a ver en la ley externa el fundamento de la moral y que cualquier intento por darse forma
ética a uno mismo muchas veces es una condena. Darnos cuenta, también, que somos los herederos de
una moral social que asienta las reglas de conducta políticamente aceptable en las relaciones con los
demás, de modo que cualquier forma de retirada del espacio social se mira con recelo. Darnos cuenta, en
fin, de que cada vez que se nos anima a conocernos a nosotros mismos, ese sí mismo es, precisamente,
la instancia que debería rechazarse en aras de nuestros valores más democráticos y solidarios.
Se trata entonces de no abandonarnos sin más a la lógica de las relaciones sociales
como si éstas no fueran, como de hecho lo son muchas veces, relaciones de dominación. ¿De dónde
debería entonces partir una ética después de los totalitarismos sino del análisis preciso, en contextos
concretos y particulares, de la experiencia de los individuos, que no están dispuestos a soportar ya lo
intolerable? Más aún: ¿No deberíamos incluso revisar, también, el uso abusivo, en la lógica del
capitalismo neoliberal, del calificativo «totalitario» como una forma velada de impedir la crítica del
sistema que tanto sufrimiento produce en millones de seres humanos? Lo importante de este aprendizaje
ético sería, entonces, enfrentarse a las formas de poder que se inclinan sin avisar al polo de la
dominación, esas relaciones que nos «achican» en vez de hacer nuestra casa con los demás más amplía,
amable y habitable. Es una ética, claramente, de la resistencia, esa herencia legada sin testamento alguno
de la que nos habló Hannah Arendt. Es una ética que junto al no del que quiere salir busca afirmar el sí
de la existencia, la afirmación sin rencor de la vida misma.

5. Telón: ética de la mirada


Hablando de lo que interesa cuando se trata de la educación moral, la última palabra
pertenece a la libertad. En Retorno a Tipasa, dijo Albert Camus: «Precisamente porque pocas épocas
piden tanto como la nuestra que se adapte uno a lo mejor lo mismo que a lo peor, me gustaría no eludir
nada y guardar con exactitud una doble memoria. Sí, existe la belleza y existen los humillados. Sean
cuales sean las dificultades de la empresa, querría no ser jamás infiel ni a la una ni a los otros.» Habría
que preguntarse si el intento de deslealtad selectiva no está condenado al fracaso. ¿Puede haber belleza
sin solidaridad con los humillados? O mejor todavía: ¿puede haber belleza cuando, silenciando la voz de
los humillados por las instituciones que conocemos, pretendemos hablar por ellos? Para no perder este
impulso de belleza, quiero terminar preguntándome sí la misma no podría renovarse aprendiendo a ver
de nuevo, es decir, quiero terminar preguntándome por la necesidad de una pedagogía de la mirada.
Entre lo que ocurre y puede ser visto y mirado, y las palabras que quieren decir lo
percibido, a veces existe una distancia insalvable. Se establece un «silencio» incómodo. ¿Cómo decir,
con qué palabras nombrar, lo que sucedió en los campos de exterminio cuando sólo contamos con la
transmisión de una memoria que no es la nuestra? Se trata de intentar ver, a través del arte, de la
imaginación y de una mirada distinta lo que desde nuestro presente nos resulta ya invisible. El ojo, aquí,
es la fuente de lo que podemos llegar a saber, la fuente del sentido de lo que ocurrió y no hemos vívido.
Esta mirada que aún podemos tener ha de vincularse a un cierto silencio que permite una escucha. «La
mirada se cumplirá en su verdad propia y tendrá acceso a la verdad de las cosas, si se posa en silencio
sobre ella; si todo calla alrededor de lo que ve.» Quiero sugerir que esa mirada necesita que la memoria
excesiva calle en su ruido para permitir ese silencio y esa escucha. Francisco de Goya tituló uno de sus
grabados No se puede mirar. Que algo «no se pueda mirar» puede significar varías cosas. Por ejemplo,
que lo contemplado sea tan horrible que la mirada, para protegerse, escape de cualquier tipo de
contemplación de lo horrible. En ese caso, puesto que ese mirar es inadecuado, o tal vez insoportable, lo
que hacemos es narrar. Y si no se puede mirar, entonces lo único que nos queda es el ejercicio del
testimonio, los relatos, las crónicas, las historias vividas en las situaciones extremas.
En su ensayo Sobre la fotografía, Susan Sontag decía, a propósito de las imágenes del
mundo que capturan las cámaras fotográficas, que si bien la fotografía implica que sabemos algo acerca
del mundo cuando aceptamos lo que las fotografías nos muestran, la verdadera comprensión empieza
cuando no se acepta el mundo por su apariencia, porque la comprensión está arraigada en la capacidad
de decir no. «Solamente lo narrativo puede permitirnos comprender. » A pesar de todo, existe una
mirada que, cuidando de lo que ve, al mismo tiempo que mira también narra y ofrece un testimonio. Se
trata de una mirada que es, a la vez, original, sorprendida y poética. Esta «mirada original» supone una
visión que, por decirlo con Merleau-Ponty, ve siempre desde alguna parte pero sin encerrarse del todo en
su perspectiva: «Ver es entrar en un universo de seres que se muestran, y no se mostrarían sí no pudiesen
ocultarse unos detrás de los demás o detrás de mí. En otros términos, mirar un objeto, es venir a
habitarlo.» Al ver el mundo lo habitamos y entonces las cosas se constituyen en moradas abiertas a mi
mirada.

Definir la mirada no es posible; porque toda definición delimitaría lo que, en el caso


de la mirada, es lo ilimitado, es decir, lo abierto. Mirar es guardar. En francés garder, con un prefijo, re-
garder, parece asociarse a una visión dirigida hacía algún punto. Mirar es, entonces, tener cuidado,
guardar, guardarse, tener miramientos con lo que se ve. Cuidar lo que se ve, protegerlo. En este sentido
original, mirar es cuidar lo que se ve, tener miramientos y poner cuidado con lo que se mira y con la
intención que se pone en el ojo que mira. ¿Será mirar acoger lo que se ve tal y como es, sin
modificaciones? ¿Será la ética de la mirada un decir la verdad de lo contemplado con unos ojos que
protegen, que saben cuidar la dignidad de lo visto?
Hay miradas que se protegen de lo que ven, y miradas que, tomando bajo custodia lo
que contemplan, parecen caer en aquello en lo que se abandonan. Es una mirada derramada. Una mirada
que parece olvidarse de un yo instalado en el ojo que mira y que se deja sorprender por lo otro; es una
mirada que deja caer los ojos hasta sumergirse profundamente en aquello que ve y trata de contemplar.
Es una mirada que cae y que se deposita, en una especie de abandono, en aquello que contempla. Y lo
contemplado parece acoger, en su apertura, todo nuestro mirar.
Como dice Bernard Noël en Journal du regard, sí poner algo en palabras consiste en
proyectar el mundo sobre su intimidad, colocar en imágenes entraña algo así como una proyección de la
propia intimidad en el mundo. Aquí, la mirada es un espacio de comunicación; hace del espacio un
elemento de la comunicación; su materia. Pero ninguna mirada se agota en el momento de ver, como
dice Starobinsky; parece llevar en sí un impulso perseverante, una reanudación obstinada, porque lo
escondido fascina. Es una mirada impaciente que abre todo un espacio al deseo de ver más y de ver más
cosas de lo que a primera vista se percibe. «El espacio visible es a la vez testimonio de mi poder para
descubrir y de mí impotencia para alcanzar.» La vista llega antes que las palabras. Primero miramos,
luego decimos y nombramos. Por eso, por la vista establecemos nuestro lugar en el mundo, y es un lazo
vivo entre la persona y el mundo, entre el yo y los otros. Aunque explicamos el mundo con palabras, las
palabras nunca pueden anular el hecho esencial de que estamos rodeados de mundo: mundo que
podemos ver y otros que, al mismo tiempo que podemos verlos, nos miran. Mirar es, desde luego, un
acto voluntario e intencional. Cuando miramos, parece que lo que vemos queda a nuestro alcance,
aunque no necesariamente al alcance de nuestro brazo. Nos situamos en una relación a distancia con lo
que vemos. Todo lo que nuestra mirada registra y capta nos pone en contacto con el mundo. Y así
cuando coleccionamos fotografías en realidad coleccionamos el mundo. Con todo, quizá hay que saber
mirar lo que vemos para sentir que nuestra mirada es acogida. Se ha dicho que mientras la ciencia nos
enseña a ver lo que no vemos, la filosofía nos enseña a mirar todo lo que hay, precisamente lo que
vemos.
Pero aprender a ver lo que vemos es mirarlo de otro modo, no con la mirada
necesariamente de la ciencia, sino con una mirada a la vez temerosa, curiosa y apasionada del comienzo.
Esa mirada que se sumerge profundamente en lo que se dispone a ser visto, es una mirada original. Es
una mirada cargada de infancia. La mirada cargada de infancia es la mirada de niño que abre los ojos a
lo que hay. Se dispone ese mirar a lo que se ofrece a nuestros ojos, y se llena de mundo como por
primera vez en ausencia de una palabra previa que signifique ese mirar. Es una mirada original,
entonces, porque contempla lo que hay desde un tiempo acontecimiento que es su incipit, su comienzo.
El único decir que es posible tras esa primera mirada es un decir balbuciente, un decir que deletrea lo
visto. Lo «imposible» de esta mirada tiene que ver con la pérdida definitiva de la infancia en nosotros,
del tiempo de la infancia, tal y como Alejandra Pizarnik dice en su comentarlo de un texto de Henri
Michaux: «No es dado al hombre conocer a sus semejantes. Tampoco, el conocimiento del niño que fue:
fue niño pero lo olvidó, ha olvidado por completo la atmósfera interior de su infancia. Se trata, pues, de
una pérdida de la memoria del tiempo de la infancia.» Ese tiempo tiene su propia mirada, que Michaux
describe así: «Miradas de la infancia, tan particulares, ricas en no saber; ricas de extensión, de desierto,
grandes por ignorancia, como un río que fluye [...], miradas todavía no atadas, densas de todo aquello
que se les escapa, plenas de lo todavía indescifrable. Miradas del extranjero... » .
El recurso a esta mirada infantil, a una mirada cargada de infancia, no es ni retórica ni
accidental. Estamos acostumbrados a ver lo que hay sabiendo de antemano qué es y qué significa lo que
vemos. Sabemos de la existencia de los muertos por la violencia y por la reiteración de las imágenes,
pero no sabemos el sentido de su ausencia. Esa mirada nuestra, mirada adulta, es una mirada que pone
sus ojos en la necesidad de interpretar lo que vemos. Pero a ese mirar le falta algo. Le falta la
experiencia de la mirada inédita capaz de apreciar lo nuevo y lo inédito del caso, su singularidad como
acontecimiento. Podemos recordar aquí la mirada que perseguía Zaratustra: la mirada del niño que,
avisado de que está a punto de recibir un regalo, entreabre y entrecierra los ojos como sí al mismo
tiempo quisiera y no quisiera ver lo que se le va a dar. Ese mirar entreabierto mira, por así decir, no el
objeto, sino el instante del regalo, mira y ve la sorpresa, el devenir inocente de la sorpresa. Es una
mirada sorprendida que captura, en un instante, la sorpresa misma.
Alberto Giacometti decía en una entrevista que le resultaba desesperantemente
imposible reflejar la apariencia de lo que veía. La sensación de fracaso a la hora de copiar la realidad
que tenía delante se convirtió para él en algo positivo, pues ya no se trataba sólo de copiar la realidad,
sino de intentar comprender por qué fallaba en su intento. La incapacidad para experimentar ese
«sentimiento de fracaso», decía Giacometti, se debía a la tendencia a tomar la realidad como «pretexto».
A fuerza de mirar la «semejanza» entre lo que pintaba o esculpía y sus objetos dejaba de reconocer -de
ver- a la gente. Este matiz es importante: ver y mirar. El que ve no tiene el mismo horizonte que el que
mira: el que mira elige, el que ve, no, simplemente se sumerge en lo que contempla. El que mira toma en
consideración no sólo la imagen que capta, sino también la imagen que ofrece. Ver es un acto que incide
en lo esencial, mientras la mirada es una percepción que hace de nosotros uno de los lados del mundo. Y
como dice Pascal Dibie: «Mi mirada, para no ver sólo un mundo rectilíneo y estratificado, ha tenido que
adquirir amplitud, abrirse en un ángulo mayor, oscilar, agudizarse y ajustarse a la medida de nuestro
mundo, en suma, ha tenido que inventarse unos ojos nuevos.» Una mirada que no sólo mira, sino que
desea ver, necesita inventarse unos ojos nuevos, necesita ver con una mirada inédita que rescate de las
sombras la esencia oculta de las apariencias.
«Nadie sabe escribir», anotó Lyotard. «Cada uno, incluso el más "grande", escribe
para atrapar por y en el texto lo que no sabe escribir.» Hay una fragilidad profunda en el escritor,
parecida a la fragilidad de una mirada incapaz de captar lo que ve. Semejante a una «frontera», en la
mirada, como en la escritura, la decepción del que ve circunscribe y delimita el espacio de su visión.
Podemos así imaginar al escritor perseguido por el espectro de su propia infancia, de una infancia que es
al mismo simultáneamente un tiempo que fue y la expresión característica del momento inicial de la
experiencia: allí donde el tiempo es el destino del hablante, del futuro escritor.
Imaginamos a ese escritor perseguido por el fantasma de su infancia como perseguido
por el tiempo que expresa la fuerza del comienzo. Y podemos desear también, al querer capturar lo que
no se deja atrapar por nuestra mirada intencional, acceder a esa visión infantil, a esa mirada original e
inédita que, instalada en el tiempo del puro acontecer, sólo cae, se sumerge, se derrama. Tal vez esa
mirada inédita, ese mirar que ve con ojos nuevos sumergiéndose en lo que se ofrece para ser visto, no
sea otra cosa que una mirada que no elige lo que ve, sino una mirada infantil y sorprendida, una mirada
al fin matinal. No obstante, de algún modo «todo comienzo es ilusorio», como dice un verso de Andrés
Sánchez Robayna. Pretender una mirada cargada de la fuerza del inicio y del comienzo, una mirada que
no simplemente se sitúe ante el mundo o ante lo que ve, sino que se instale con la inconsciencia de la
inocencia en el mundo, en lo abierto, como diría Rilke, es pretender una mirada que, vuelta al tiempo de
la infancia, nos hace ver con ojos llenos de una cierta melancolía. Pero esta mirada es posible, pese a
todo. Y no es un ver melancólico, sino una mirada original, una mirada infantil que, haciendo silencio
alrededor, acalla la palabra incesante, la palabra excesiva, y reconoce, al fin, que toda palabra no es más
que un hilo tensado que vibra en la inmensidad del silencio.
CAPÍTULO 6- TEORÍAS, MODELOS Y ESTRATEGIAS EN EDUCACIÓN MORAL

1. Acerca de la necesidad de la educación moral


Resulta evidente que todo ser humano debe desarrollar su propia personalidad, todas y cada
una de sus capacidades, pero de forma especial, debe decidir cómo quiere ser y el modo como quiere vivir.
Estas decisiones vitales se asientan, de forma explícita o implícita, en la concepción que tenga sobre el
hombre y la sociedad. El sentido que posee del ser humano y la comunidad, la relación entre ambos, etc.,
serán los condicionantes del proyecto vital de cada persona. Lógicamente, lo que todos pretendemos es
asegurarnos la creación de formas de vida viables, personalmente deseables y colectivamente justas y
libres, pero para ello necesitamos la intervención, de forma directa e indirecta, de diversos agentes que nos
muestren esas formas de vida deseables, esos valores, habilidades, etc., que nos ayuden en el desarrollo de
nuestra personalidad moral. Ésta es la tarea de la educación moral.
Ahora bien, hablar de educación moral es de alguna manera una redundancia, algo como
decir educación educativa, porque la educación en sí ya es algo que implica lo moral. La educación se
refiere siempre a la estructura moral del ser humano. Como personas tenemos una condición física, una
condición psicológica, una condición social... y una condición moral. Estas dimensiones no son realidades
separadas, sino que forman una unidad. Así, el origen de la condición moral puede situarse en la
desespecialización psicobiológica del ser humano, el cual no está atado a los estímulos del entorno.
Nuestra respuesta a estos estímulos no es automática. Tenemos que dar desde nosotros mismos respuesta a
cada situación, por lo que en cierta manera no nos queda más remedio que ser libres y, en consecuencia,
responsables: sujetos que deben dar respuestas.
La relación del ser humano con la realidad se fundamenta en un vínculo de justificación. En
el animal existe un ajuste automático entre situación y respuesta. En los humanos, por el contrario, este
mecanismo está mucho más difuminado. Al responder a una situación, primero tenemos que hacernos
cargo de ella recomponerla mentalmente- y decidir entre distintas posibilidades, esto es, justificar
-básicamente ante nosotros mismos- lo que hacemos, para, después, llevarlo a la práctica. Pero al decidir
entre las distintas posibilidades que se nos ofrecen, no sólo estamos decidiendo una forma de
comportamiento, sino que a la vez nos vamos autodefiniendo, autodeterminándonos a nosotros mismos. Y,
por tanto, al dar respuesta a cada situación, los seres humanos vamos configurando nuestra forma de ser,
nuestra personalidad moral: vamos pasando de una estructura moral indiferenciada (que es simple
posibilidad de ser) a una estructura moral diferenciada (una forma de ser concreta). Toda educación es
una actividad moral, ya que trata de ayudar al educando a ir configurando esa personalidad moral,
consolidando una forma de situarse y responder a la realidad.
Ahora bien, sí aceptamos «que una persona moralmente educada tiene que conocer lo que
debe hacer, querer hacerlo y ponerlo en práctica», estamos reconociendo que ese individuo necesita una
formación dirigida hacia el desarrollo de contenidos, capacidades, destrezas, actitudes y valores que le
ayuden a desarrollar la voluntad y la afectividad que dirijan su conducta. Además, resulta asimismo
evidente que no existe un único modo de entender la educación, por lo que también podemos afirmar que
aunque toda educación es moral, hay diversas formas de atenderla, de orientar de forma específica la
acción educativa hacía este objetivo. De ahí que existan distintas teorías y modelos teóricos acerca de
cómo entender y llevar a cabo una educación moral específica, a tenor de las circunstancias y los modos
de pensar predominantes, o influidor por las teorías filosóficas, políticas, sociales, etc., que prevalecen en
cada momento histórico.

2. Paradigmas, teorías y modelos

2.1. PROPUESTA DE CALIFICACIÓN TERMINILÓGICA: ¿QUÉ ES UN MÉTODO?


¿Cuáles son las teorías más significativas en este campo? ¿Qué modelos educativos debemos
seguir? Antes de abordar este punto, el primer problema con el que nos enfrentamos es la enorme
confusión existente en torno a los términos que se están utilizando. Sí acudimos a la bibliografía que se ha
publicado sobre este tema, nos encontramos con que se habla de forma indistinta de teorías, modelos,
medios, estrategias..., cuando son conceptos que implican contenidos distintos. Por ello, y como primer
paso, intentaremos aclarar estos conceptos, comenzando por el de método.
El primer requisito imprescindible para hacer valer cualquier conocimiento sobre la realidad
gira en torno al modo de conocerla. Es decir, qué pasos hemos seguido para acceder, conocer, explicar,
comprender... ese hecho. En definitiva, qué método hemos utilizado para desvelar y conocer esa realidad,
así como de qué pasos nos hemos valido para comprender y transmitir ese saber. No es lo mismo utilizar
un método u otro, o dejar el aprendizaje de esa noción simplemente al azar. El cómo se haya accedido a él
va a ser determinante para su validez, así como la teoría y el modelo en el que nos asentamos para
justificar nuestras decisiones.
Ahora bien, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de método? Etimológicamente, método
significa camino previamente conocido, estructurado, modo de proceder programado (meta + odos: hacia,
dirección, progreso + camino). Implica un orden intencionado, una guía establecida con la intención de
ayudar, de dirigir una actividad hacía una meta prefijada. Medina Rubio lo define como un proceder
ordenado a la consecución de un fin, aplicable a casos similares. Touriñán, a su vez, señala que «actuar
con método es lo mismo que ordenar los acontecimientos para alcanzar un objetivo». Como
consecuencia, los resultados que se logran a partir del seguimiento de un método determinado obtienen
mayor valor que aquellos que se adquieran por casualidad, ya que los primeros están contrastados, de
forma sistemática, por una serie de exigencias que aseguran su validez.
De esta manera, el método nos aporta, sin duda, una facilidad de actuación, con la
consiguiente economía de esfuerzos. Gracias a él sabemos cómo tenemos que proceder para alcanzar la
meta deseada. A la vez, facilita el acceso a aspectos nuevos, ya que libera parte de nuestros esfuerzos
hacía campos todavía no resueltos, poco conocidos, etc. «El método es una vía, un medio, no el fin
mismo, sino algo que tiene relación, que expresa una referencia al fin. El método es necesario para llegar a
éste, pero carece de significación por sí solo.» Por ello, el método se escogerá en referencia a lo que se
pretenda, a la finalidad que se persiga. Se trata de una forma ordenada racionalmente de organizar todo el
proceso instructivo para dirigir el aprendizaje con el objeto de lograr unos resultados previamente
concretados. Racionalizar cada una de las fases y pasos que se van a llevar a cabo, de acuerdo a unos
objetivos y a una finalidad. Se identifica con la planificación del proceso instructivo en cualquiera de sus
ámbitos, ya sea formal o no formal. Lógicamente, sí la educación es una actividad intencional, se hace
necesario seguir un método previamente establecido para el logro de los objetivos y finalidades que se
pretenden, de acuerdo a un modelo que justifique esas elecciones. La eficacia de la educación estriba en la
concreción del método apropiado, de acuerdo a esos fines y objetivos acordados, y a los educandos a los
que se dirige esa actuación, a la vez que se adecuará al marco teórico en el que sustenta todas sus
proposiciones.
Por otro lado, todo método exige la planificación de una serie de acciones que, a su vez,
reclaman las estrategias de aprendizaje, o técnicas. Estas técnicas se traducen en una serie de actividades
que posibilitarán el logro de los objetivos previstos. Por ello, ante cualquier propuesta educativa se trata
de:
• conocer el modelo teórico del que se parte;
• identificar los objetivos que se quieren alcanzar;
• elegir las estrategias, técnicas, actividades... idóneas para con seguirlo;
• observar la ejecución de éstas para comprobar si las estrategias elegidas
• son las adecuadas;
• evaluar los resultados para saber hasta qué punto se han logrado dichos objetivos.
En definitiva, saber de dónde partimos, qué se quiere lograr y saber cómo lograrlo, lo que
supone analizar cada modelo, junto con sus estrategias y técnicas. Gráficamente se representa tal como
indica la figura 6.1.

PARADIGMAS
 MODELOS  TÉCNICAS  ESTRATEGIAS
TEORIAS

2.2. PARADIGMA Y TEORÍAS, REFERENTES PARA LOS MODELOS DE EDUCACIÓN MORAL


A lo largo de la historia de la educación, ateniéndonos en este caso a propuestas específicas
de educación moral, se han planteado diversos modelos (Durkheim, Dewey, Piaget, Kohlberg...) que
responden a grandes paradigmas y/ o teorías morales. Todos ellos abogan por estrategias y técnicas
diferentes a la hora de desarrollar las capacidades del ser humano y la adquisición de conocimientos,
destrezas y valores. Cada uno de ellos han estado sujetos, lógicamente, a una determinada idea sobre el
hombre, su puesto en el mundo y su sentido, la idea de cultura, etc.
Por otro lado, resulta evidente que no existe una única ciencia capaz de explicar toda la
realidad. Ésta presenta tal riqueza, que cualquier acercamiento implica seleccionar acotar un espacio de
ésta para ordenarlo de tal modo que podamos explicarlo, comprenderlo. Lógicamente, ante este hecho, no
encontramos consenso en torno al modo de conocerla, a la vez que cada ciencia aborda esa realidad desde
perspectivas diferentes y con objetos de valoración y análisis distintos, ni tampoco a la hora de
transmitirla. De aquí que la psicología, la sociología, la pedagogía... al estudiar al ser humano hayan
abordado la dimensión moral desde planteamientos diversos, a la vez que cada una de ellas plantee teorías
y modelos distintos sobre este mismo aspecto.
Un primer paso a la hora de analizar la educación moral es intentar situar qué paradigmas son
los que actualmente respaldan estas propuestas educativas. Aunque no es éste el lugar para entrar en el
análisis del concepto de paradigma, y aceptando la complejidad de su definición, lo entendemos como
conjunto de creencias, postulados, valores, actitudes, que aportan una visión del mundo, compartida por
un grupo de científicos, y que implica específicamente unos modos peculiares de percibir y comprender la
realidad y, por tanto, supone una metodología determinada. Los paradigmas representan una visión del
mundo que define, para quien la sostiene, la naturaleza de esa realidad, el lugar del individuo en él, el
rango de las posibles relaciones entre ese mundo y sus partes, etc. En consecuencia, dependiendo del
paradigma en el que cada científico está enclavado, se realizará la investigación de una manera u otra,
presentará unas características específicas, ofertará unos modelos de problemas así como de soluciones,
planteará un modo de transmitir esos conocimientos. Ahora bien, un paradigma no es algo cerrado, sino
dinámico, que debe estar sujeto al replanteamiento de todos sus supuestos, a entrar en «crisis» y a
proponer otros modelos de interrogación de la realidad: es decir, generar la revolución científica, tal como
proponía el propio Kuhn. En este sentido, la ciencia siempre irá evolucionando y generando modelos,
leyes, teorías... diferentes, más precisas, etc. Desde hace algún tiempo, existe un gran consenso a la hora
de concretar los tres grandes paradigmas desde los que se aborda la realidad: el empírico o positivista, el
interpretativo o heinienéutico, y el socio-crítico. Tres posturas, predecir, comprender y liberar, que
subyacen en todo planteamiento ante cualquier experiencia vital de nuestro tiempo.

A la vez, también sabemos que toda ciencia está organizando permanentemente un


ordenamiento sistemático de ideas ?constructos acerca de los fenómenos, y sus relaciones mutuas, de un
determinado sector de la realidad. De este modo, se pretende explicarla y describirla en base a la
elaboración de una teoría. Estamos creando una estructura teórica dentro de la cual hacemos inteligible
nuestro objeto de estudio. «Explicar unos hechos [...] es descubrir por qué necesariamente se han
producido así; y para ello es preciso elaborar teorías que permitan interpretar la vinculación entre el efecto
producido y las circunstancias en que se han producido; gracias a esas teorías, es posible alcanzar una
comprensión sistemática y unificada de fenómenos diversos.» De este modo, toda teoría es un intento de
descripción, y comprensión, de la realidad, por lo que toda ciencia construye teorías científicas que
explican la estructura de la realidad que estudian, de tal modo que gracias a ellas se puedan explicar y
describir los fenómenos aislados de esa realidad, con el fin de que cobren sentido dentro de esa unidad; se
puedan pronosticar sucesos futuros, ya que a partir de esa estructura y sus relaciones se puede predecir,
por necesidad o aproximación, sucesos, hechos, fenómenos... desconocidos; sólo desde una teoría se
puede predecir lo singular y sólo desde ella se puede plantear la enseñanza. Así, los datos, fenómenos,
hechos... aislados no dicen nada por sí mismos, sino que serán su enclave en una teoría, las interrelaciones
que generan y fundamentan esa teoría, las que darán valor a esos datos concretos y, por ende, consistencia
científica a ésta. A la vez que, al llevar a cabo la formación de cualquier dimensión del ser humano, se
exigirá partir de una teoría que, a su vez, reclamará unas estrategias y unas técnicas para desarrollarla, ya
que no puede existir sin la teoría, y éstas no pueden prescindir de ella. En definitiva, se trata de dos
actividades profundamente interdependientes e intervinculadas.
Fourez describe gráficamente cómo las teorías se pueden comparar con mapas geográficos.
De la misma manera que éstos no son copias de la realidad, sino que nos ayudan a situarnos y manejarnos
en un espacio concreto, las teorías son formas de situarnos en ella e intentar comprenderla. «Autores como
Popper (1971) y Wittgenstein (1981) consideran que las teorías son comparables a redes o mallas que nos
permiten describir y captar la realidad, tratando de explicar, predecir y dominar los fenómenos. Los nudos
de la malla simbolizan las relaciones entre los fenómenos, y el progreso científico consistiría en ir tejiendo
una malla cada vez más fina.» En esta línea, las teorías concretan las características de la investigación,
aportan un lenguaje común, determinan los principios que la fundamentan...
Todo estudio de la realidad se lleva a cabo siempre enclavado en una teoría, esa red que nos
ayuda a ir interpretando y conectando los diversos «datos» de la realidad que estudiamos. De una forma
explícita o implícita todo ser humano «lee» y actúa en la realidad a partir de una teoría, que es, en
definitiva, su modo de situarse en el mundo y «representa un verdadero marco conceptual que guía sus
mecanismos de comprensión, atribución, predicción, la planificación de su conducta y por último la propia
acción». Las teorías científicas también cumplen esta función, con la salvedad de que éstas son explícitas,
están formuladas de forma coherente y consistente, pretenden una explicación de la realidad aplicando el
método científico propio de su objeto de estudio. Sin embargo, tampoco sobre éstas y sobre lo que en un
determinado momento constituya el método adecuado a cada objeto ha existido unanimidad. En lo que se
refiere a nuestro tema, Aristóteles, Kant, Durkheim, Skinner, Freud, etc., todos ellos son claros
representantes de teorías de la moralidad que han tenido, y continúan teniendo, clara incidencia en la
formación moral. Por otro lado, no podemos olvidar las principales corrientes éticas que fundamentan la
moral. Nos referimos, en concreto, a la concepción teleológica, con Aristóteles como su más insigne
representante; la deontológica, con Kant; y la dialógica discursiva, con Haberlas y Apel como sus
promotores más significativos. Aquí no nos vamos a detener en analizar cada una de estas teorías. En su
lugar, y a modo de clarificación, proponemos la clasificación del estudio de la moral, con la consiguiente
propuesta formativa, de todos estos autores en dos grandes posturas que explican y fundamentan la
mayoría de las propuestas de educación moral: la heterónoma y la autónoma.

2.3. TEORÍAS DE EDUCACIÓN MORAL: LA HETERÓNOMA Y LA AUTÓNOMA


Al hablar de teorías de educación moral, se acostumbra a distinguir entre las que se basan en
una moral heterónoma y las que defienden una moral autónoma. La moral heterónoma acoge, por
ejemplo, todas aquellas propuestas que entienden la moral como un medio de adaptación del individuo a la
sociedad. «Sea por mecanismos biológicos de adaptación, o apelando a procesos de socialización,
identificación o condicionamiento, en todos estos casos el papel del sujeto que se adapta es muy limitado,
quedándole como principal tarea la de hacer suyas las influencias que desde el exterior se le imponen, y
sin que para ello tengan especial relieve sus capacidades cognitivas. » En suma, entienden esta formación
como una adaptación conductual a las reglas de la sociedad. La motivación de la conducta se guía en la
búsqueda de recompensas y en la evitación del castigo. Un aspecto definitorio de esta postura teórica es la
relatividad moral en la que se asienta. Autores significativos a destacar son, entre otros, Durkheim, Freud,
Skinner y Darwin.
La moral autónoma reúne, a su vez, todas aquellas teorías que comprenden la moralidad
como un desarrollo permanente en el que se va construyendo un pensamiento moral autónomo. Cada
sujeto, en interacción con el medio, va elaborando sus principios de valor, sus normas concretas de
conducta. Conceden gran importancia al análisis de los procesos de razonamiento moral. La motivación de
la conducta se orienta principalmente por la búsqueda de la realización personal. Defienden que los
principios morales son comunes entre todas las culturas, aunque esto no contradice que en cada una de
ellas se concrete de forma diferente. En esta postura debemos destacar la aportación de Piaget, Kohlberg,
Turiel, etc.
Otra propuesta sobre teorías de la educación moral que puede ayudar a clarificar este tema es
la clasificación que parte de la convicción de que el sentido moral surge como respuesta de cada individuo
a determinados estímulos. Es decir, se parte de una estructura psicológica de la que dependen tanto en la
configuración como en la realización de la moralidad. Pueden englobarse aquí la teoría psicoanalítica, la
cognitivo evolutiva y la teoría del aprendizaje social.

2.4. LOS MODELOS DE EDUCACIÓN MORAL


De todas estas teorías se desprenden diferentes modelos, es decir representaciones selectivas
de elementos esenciales, que nos permiten descubrirlos, explicarlos, conduciéndonos a la ordenación
racional de recursos, técnicas y procedimientos. Diferentes autores proponen distintas alternativas a la
hora de clasificar estos modelos, si bien normalmente éstas suelen ser complementarias. Basándonos en
algunas de estas propuestas, consideraremos los siguientes modelos como los más significativos:
a) socialización;
b) clarificación de valores;
c) desarrollo del juicio moral;
d) formación de hábitos y del carácter.

2.4.1. Socialización
El autor históricamente más representativo de este modelo es Emile Durkheim, para quien la
sociedad es tanto el origen como el fin de la moralidad. Las normas morales son expresión de un ideal
colectivo, sin el cual la sociedad no es posible. La moral está hecha por y para la sociedad. En
consecuencia, la educación se concibe como socialización, esto es, «la acción ejercida por las
generaciones adultas sobre las que no están todavía maduras para la vida social; tiene como objeto suscitar
y desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales que requieren en él tanto
la sociedad política en su conjunto como el ambiente particular al que está destinado de manera
específica». Esta socialización supone, en cierta manera, violentar la naturaleza humana individual. «La
sociedad tiene una naturaleza propia y, consiguientemente, exigencias totalmente diferentes de aquellas
que están implicadas en nuestra naturaleza individual. Los intereses del todo no son necesariamente los
intereses de la parte; por eso mismo, la sociedad no puede formarse ni mantenerse sin pedirnos
continuamente sacrificios que pesan sobre nuestras espaldas. Entre individuo y sociedad existe una
especie de antagonismo. La formación moral nunca se dará, por ello, de manera espontánea, sino que se
hace necesaria la intervención directa de los educadores que presionen la interiorización de las reglas
socio-morales necesarias para vivir en sociedad.
Para Durkheim, la moralidad descansa sobre tres pilares, que se convierten en objetivos de la
acción educativa: a) espíritu de disciplina, b) adhesión al grupo social, y c) autonomía de la voluntad.
a) Espíritu de disciplina. Es el primer elemento de la educación moral, porque, según Durkheim, es el
que hace posible la regularidad en las acciones morales y el respeto a la autoridad con que se nos
presentan las normas morales, y sin los cuales la moralidad no sería posible. Para que ésta pueda darse,
«es menester que el individuo esté constituido de tal modo que sienta la superioridad de aquellas fuerzas
morales de más alto valor y se incline ante ellas». Las normas morales extraen esta autoridad de su
carácter social, que se sitúa por encima del individuo.
b) Adhesión al grupo social. Ya que la moralidad nace de la sociedad y consiste en que el individuo haga
suyos los fines e ideales de la sociedad, el segundo elemento de la educación moral será la adhesión a los
grupos sociales, empezando por el más cercano, la familia, y terminando por la sociedad política, como
realización progresiva de un ideal de humanidad. «Para que el hombre sea un ser moral es necesario que
se interese por algo distinto de sí mismo, es necesario que sea y se sienta solidario de una sociedad, por
muy modesta que sea. Por eso, la primera tarea de la educación moral consiste en unir al niño con la
sociedad que le rodea desde más cerca, esto es, con la familia. Pero si en líneas generales la moralidad
empieza con el comienzo de la vida social, existen también diversos grados de moralidad en cuanto que no
todas las sociedades de las que el hombre puede formar parte tienen el mismo valor moral. Hay una, sin
embargo, que goza de una verdadera y auténtica supremacía en comparación con las demás; se trata de la
sociedad política, de la patria, pero con la condición de que se la conciba no como una personalidad ávida
y egoísta, preocupada únicamente de extenderse y engrandecerse en detrimento de las personalidades
semejantes, sino como uno de los múltiples órganos que concurren en la realización progresiva de la idea
de humanidad.»
c) Autonomía de la voluntad. Curiosamente, Durkheim, dentro de esta moral heterónoma que propone,
habla de autonomía de la voluntad. Ahora bien, aquí autonomía no significa, como en Kant, actuar por lo
que me dicta mí razón, y no por otros motivos (como las normas sociales). Para Durkheim, la razón del
hombre no se da a sí misma la norma, sino que ésta viene impuesta por la sociedad. «Pero este orden que
el individuo como tal no ha creado ni ha querido deliberadamente, puede ser suyo mediante la ciencia.»
Autonomía significa entonces conocimiento científico de esas normas en el sentido de comprender y
conocer por qué nos obligan de hecho, por qué son necesarias, de dónde extraen su fuerza, etc.
Se ha señalado que desde este planteamiento la moral se define como «una obra colectiva que
recibimos y adoptamos, pero que no contribuimos a elaborar. Y, por lo tanto, la responsabilidad del sujeto
que se está formando queda muy limitada; no tiene más tarea que hacer suyas las influencias que se le
imponen desde el exterior, sin que su conciencia y voluntad tengan papel alguno en la aceptación, rechazo
o modificación de las prescripciones morales que recibe». Con ello está limitando seriamente la
dimensión personal, creadora, que puede poner en activo cada individuo a la hora de ir aceptando los
contenidos morales. Plantea una formación moral desde la socialización realmente interesante; sin
embargo, deja abiertos muchos interrogantes a la hora de plantear una verdadera autonomía del sujeto y de
su contribución en el desarrollo y clarificación de esos mismos contenidos.

Otro interrogante que surge en un contexto de multiculturalidad es cómo debe formarse a los
ciudadanos que están viviendo en esas sociedades, qué grupo social debe prevalecer, cómo se
contemplarían los derechos de los grupos minoritarios en esa sociedad política de la que habla este autor,
etc. Sin duda, Durkheim no vivió esta situación, pero es uno de los principales problemas que se están
planteando en la sociedad actual y que no encuentra respuesta adecuada en este modelo.

2.4.2. Clarificación de valores


La clarificación de valores se desarrolló de forma especial en Estados Unidos en la década de
los años sesenta y setenta. Algunos de sus principales representantes son Raths, Kirschenbaum o Howe,
siendo la obra más representativa la de Raths, Harmín y Simon, Values and teaching (1966). Parte de la
psicología de Maslow y Rogers, en la que el educador aparece como un facilitador, que no tiene que
infundir valores, sino ayudar a cada cual a que clarifique los suyos.
La clarificación de valores puede definirse como «una acción consciente y sistemática del
profesor, u orientador, que tiene por objeto estimular el proceso de valoración en los alumnos con el fin de
que éstos lleguen a darse cuenta de cuáles son realmente sus valores y puedan, así, sentirse responsables y
comprometidos con ellos». Pretende, mediante una acción sistemática y planificada, ayudar al sujeto que
se educa a darse cuenta de lo que realmente aprecia y quiere, y a actuar así de acuerdo con sus propias
decisiones, y no con criterios del entorno. Se trata de colocar el centro de decisión en uno mismo: que los
criterios con los que se decide sean los propios criterios asumidos, y que la conducta sea coherente con
ellos. Es decir, que el sujeto sepa lo que quiere y actúe de acuerdo a ello. Según Raths, algo no llega a ser
un valor para alguien hasta que ese valor no sea asumido por uno mismo y se convierta así para él en un
compromiso de acción. Este modelo no consiste, por tanto, en la enseñanza de un sistema de valores
determinado, sino en promover en el educando el proceso de valoración, es decir, que aprenda a tomar
decisiones libres, teniendo en cuenta posibles alternativas y consecuencias, y a proyectarlas en la acción.
Según Raths, el proceso de valoración para que llegue a ser realmente asumido, implica siete exigencias u
operaciones, que pueden agruparse en las categorías de elección, estimación y actuación, es decir, un
proceso que implica pensamiento, afectividad y acción. Estas siete operaciones son:
1. Elegir libremente.
2. Elegir teniendo varias alternativas.
3. Elegir después de la cuidada consideración de las consecuencias de cada alternativa.
4. Estimar o apreciar la elección, sintiéndose satisfecho con ella.
5. Estimar la elección, deseando afirmarla públicamente.
6. Actuar según la elección.
7. Aplicarla repetidamente como un criterio o patrón de nuestra vida.
La metodología de la clarificación de valores trata, por tanto, de promover en el alumno esos
siete pasos. Entre las estrategias que se emplean destacan la respuesta clarificativa y la hoja de valores. La
respuesta clarificativa es un modo de responder a lo que el educando dice o hace, que, en lugar de imponer
un punto de vista, le estimula a una mayor reflexión y compromiso con lo que dice o hace. Hay respuestas
clarificativas para cada una de las siete operaciones anteriores. La hoja de valores, a su vez, consiste
básicamente en proponer un tema, problema, situación, etc., a partir de una representación, una película,
un acontecimiento..., que incite a pensar, y una serie de preguntas específicas que tratan de ayudar a que el
sujeto de la educación clarifique su punto de vista y se comprometa. Cada cual realiza individualmente la
hoja de valores, con el fin de que las elecciones no se vean influidas por otros o por el grupo, pasando
después a la puesta en común. El cuadro 6.1 recoge de forma sintética los elementos básicos de este
modelo.

La principal crítica que se ha hecho a la clarificación de valores es su relativismo moral: lo


que sea mejor depende de cada cual. No hay contenido valorativo objetivo que se considere mejor. Lo
único que cuenta es la coherencia interna del sujeto, que realmente sea consciente de cómo piensa y lo
traduzca en su conducta. Puede pensarse, además, que conduce a un cierto escepticismo, ya que
únicamente pretende el replanteamiento y problematización continua de nuestros puntos de vista. Este
relativismo y escepticismo induce a pensar que no existe ningún punto seguro y puede dificultar más que
ayudar a la decisión a la hora de actuar, pues, a veces, necesitamos adoptar decisiones y tener cierta
seguridad de que lo que estamos decidiendo es lo correcto. Sí nos dedicásemos a problematizar
continuamente, nunca decidiríamos nada. La decisión moral es una decisión arriesgada y también hay que
saber asumir ese grado de riesgo.
Raths, de hecho, admite que el profesor manifieste su punto de vista, que ofrezca una guía y
una respuesta de contenido no sólo clarificativa ante un problema. Ahora bien, sólo lo admite cuando los
alumnos ya tienen formado un criterio, no cuando no lo tienen. «Si, no obstante, un maestro siente que los
alumnos no están todavía acostumbrados al pensamiento crítico y a asumir posiciones independientes,
puede ocultar sus creencias y actitudes hasta que los muchachos dejen de depender de su autoridad
intelectual y moral.» Pero, entonces, ¿cuáles serán los criterios de elección de estos alumnos? Porque si
no son los del educador, serán los del entorno. Podríamos pensar sí en lo que se equívoca esta concepción
es en no tener suficientemente en cuenta que a la elección libre se llega siempre tras un proceso previo de
influencia, que, eso sí, ha de planificarse de tal manera que no dificulte esa elección. O dicho de otra
forma, que a la autonomía moral se llega tras un proceso previo de heteronomia. De hecho, hoy se
considera a la clarificación de valores de forma preferente como un instrumento o estrategia de educación
moral, que hay que saber combinar con otras técnicas, en la que se otorga valor a la orientación e
influencia del educador.

2.4.3. Desarrollo del juicio moral


El principal representante de este modelo es Kohlberg, que parte de la psicología de Piaget, la
pedagogía de Dewey y la ética de Kant. A partir de estas fuentes, ésta se puede explicar en base a las notas
que la definen. En concreto, nos referimos a los elementos cognitivista, deontológico, formalista y
universalista.
a) La característica cognitivista significa que es la razón la que determina el fundamento de la actuación
moral, es decir, lo que es correcto o no desde un punto de vista ético. Este fundamento no hay que
buscarlo en otros sitios: las normas sociales, la religión, o los sentimientos, sino que la propia razón es la
que lo descubre. Al colocar en la razón el fundamento de la moralidad, se subraya la autonomía moral de
los seres humanos. Es éste quien, mediante su razón, descubre cómo tiene que actuar. Esto se opone a las
éticas heterónomas, que sitúan el fundamento de la moralidad, fuera del hombre: en la religión o en la
sociedad. En consecuencia, el modelo de Kohlberg se centra en el desarrollo del juicio o razonamiento
moral, es decir, en cómo la gente piensa acerca de lo que es correcto o incorrecto y cómo pueden
estimularse formas más desarrolladas de razonamiento. Por eso, a su teoría se le llama también cognitivo-
evolutiva. En uno de sus trabajos escribía Kohlberg: «Este enfoque recibe el nombre de cognitivo porque
reconoce que la educación moral tiene sus bases en la estimulación del pensamiento activo del niño sobre
cuestiones y decisiones morales. Y se llama evolutivo porque entiende los fines de la educación moral
como un movimiento a través de los estadios morales.» Kohlberg habla de tres niveles y seis estadios de
razonamiento moral, que reflejamos de forma sintética en el cuadro 6.2.

b) El aspecto deontológico alude a que las éticas como la que sustenta el modelo de Kohlberg no se
refieren a cómo debe ser el ser humano (honesto, justo, paciente...), no se refieren a rasgos de carácter o
virtudes, sino a cómo debe comportarse. Kohlberg critica los enfoques de la educación moral centrados en
el fomento de rasgos del carácter, a los que califica de adoctrinantes: ¿qué justifica que sean esas virtudes
y no otras? ¿Qué significan cada una de ellas? «Los valores morales, en la corriente de la "educación del
carácter", son predicados o enseñados en términos de lo que podría ser llamado el "saco de las virtudes"
[...] La educación del carácter y otras formas de educación moral adoctrinante han apuntado a la
enseñanza de valores universales (se asume que la honestidad y la actitud de servicio son rasgos deseables
para todos los hombres en todas las sociedades), pero las definiciones detalladas que se usan de esas
virtudes son relativas: son definidas por las opiniones del profesor y por la cultura convencional,
descansando su justificación en la autoridad del profesor. »
c) El aspecto formalista proviene también de las éticas kantianas, ya que estas éticas formalistas no
proponen un contenido de moralidad (es decir, un contenido de lo que es bueno o malo, de lo que se puede
o no hacer), sino sólo criterios o principios formales racionales. En consecuencia, en el modelo cognitivo-
evolutivo de la educación moral tampoco hay un contenido de moralidad. Se pretende con ello alejarse de
cualquier posible influencia adoctrinante. No se enseñan normas de comportamiento, sino que lo que se
pretende es fomentar el desarrollo evolutivo del razonamiento moral, hasta llegar a una fase de
razonamiento autónomo basado en principios racionales. «La tradición de filosofía moral a la que
apelamos es la tradición racional o liberal, en concreto la tradición "formalística" o "deontológica" que va
de Kant a Rawls. En los postulados de esta escuela es básica la consideración de que una moralidad
adecuada está basada en principios, esto es, que los juicios se realizan en términos de princípios
universales aplicables a toda la humanidad. El concepto de principio debe ser distinguido del de regla o
norma. La moralidad convencional está basada en reglas, fundamentalmente del estilo "tú no harás", tales
como son presentadas por los Díez Mandamientos, en prescripciones de diferentes tipos de acciones. Los
princípios son fundamentalmente guías universales para tomar una decisión moral. Un ejemplo es el
"imperativo categórico" de Kant.» Para Kohlberg, el principio ético-racional fundamental es el principio
de justicia. En cada uno de los estadios existe una forma de entender la justicia. En su definición de cómo
se entiende la justicia como principio racional (universal) en el estadio superior, se basa en Rawls: lo justo
es lo que «cualquier miembro de una sociedad escogería para esa sociedad sí él ignorara la posición social
que iba a tener en esa sociedad».
d) Por último, la cualidad universalista recoge la vocación de las éticas kantianas, en las cuales esos
principios formales de actuación se presentan como condiciones a priori de racionalidad, es decir, como
algo que tiene que ser asumido por cualquier ser racional. Por tanto, no son principios relativos a una
época y lugar: no son contingentes, sino universales.
El modelo del desarrollo moral de Kohlberg participa de la misma nota de universalización, y
así éste trató de demostrar que el proceso evolutivo de desarrollo no es cultural, sino transcultural. Puede
variar el contenido del juicio, pero no su forma. Es un desarrollo no cultural, sino natural del hombre,
aunque cada cultura puede fomentarlo más o menos. Kohlberg critica por eso el modelo de clarificación
de valores. Ambos comparten la preocupación por huir de cualquier posibilidad de adoctrinamiento. Los
dos usan también los dilemas morales como procedimiento de educación moral. Pero, contrariamente a la
clarificación de valores, el modelo de Kohlberg se basa en la idea de que hay formas de moralidad más
altas o preferibles que otras, y que éstas son las que hay que fomentar mediante la educación. Esta forma
más alta es la del juicio moral basado en principios universales, que se alcanza ya en el último estadio.
Pasando de los fundamentos a la puesta en práctica, los principales procedimientos de educación moral en
este modelo son: a) la discusión de dilemas morales, para fomentar el razonamiento moral, y b) una
organización participativa de la escuela: lo que se ha llamado la comunidad escolar justa.

La discusión de dilemas o conflictos morales se basa en la idea de que cuando se pone a los
sujetos en contacto con formas de razonamiento moral algo por encima de las propias se fomenta el paso
de la inferior a la superior. Esta discusión y, por tanto, la educación moral deben estar presentes a lo largo
de las distintas áreas del currículo, pues en todas ellas pueden encontrarse situaciones de conflicto de
valores, sin constituir, por tanto, una asignatura especial. Preferiblemente, estas discusiones deben
centrarse en torno a dilemas reales, y no hipotéticos, que impliquen la decisión de quien se educa.
Según Kohlberg, tan importantes como estas discusiones morales es el ambiente en el que se
realiza la enseñanza. La promoción de un sentido de justicia en el educando se ve estimulada por un
ambiente institucional que refleje una planificación acorde. Esto le llevó a elaborar su idea de la
«comunidad escolar justa», como forma de organización escolar para la educación moral: se trata de una
forma de organización democrática participativa en la que todas las cuestiones importantes que afectan al
funcionamiento de la comunidad son debatidas en su seno. Se basa en el presupuesto de que «la discusión
de acciones y situaciones morales de la vida real consideradas como cuestiones de justicia y temas de
decisión democrática estimula el progreso tanto de razonamiento como de la conducta moral». Algunas
de las razones que apoyan esta idea son:
 El gobierno democrático de la escuela estimula a los alumnos a pensar por los mismos y a no depender
de imposiciones externas.
 Sí se acepta el principio de J. Dewey de que «se aprende haciendo», entonces el modo más efectivo de
enseñar los valores democráticos es dando oportunidades para practicarlos.
 Los errores se corrigen más fácilmente en una sociedad democrática en la que se estimula la libre
expresión de las distintas opiniones que en una sociedad cerrada o autoritaria.
 En un gobierno democrático de la escuela, los alumnos aprenden a enfrentarse con los problemas de la
vida real, lo cual favorece más el desarrollo moral que la discusión de problemas hipotéticos.
El modelo de Kohlberg ha sido objeto de diversas críticas, muchas de las cuales obligaron a
introducir revisiones y modificaciones. Así, por ejemplo, en revisiones posteriores se introdujo un estadio
de transición entre los niveles preconvencional y convencional (o estadios 4 y 5), caracterizado por el
relativismo y escepticismo, o se suprimió el estadio 6 integrándolo como una segunda forma del 5. Ahora
bien, precisamente el hecho de haber suscitado tanta atención da cuenta de la potencialidad del modelo, al
igual que el hecho de que muchas de estas críticas viniesen de sus propios continuadores. Aquí nos vamos
a centrar en tres tipos de críticas relativas a las características que hemos visto antes:
a) sobre la condición cognitivista; b) sobre la condición formalista y deontológica, y c) sobre la
condición formalista.
a) Se ha criticado al modelo de Kohlberg por centrarse en el desarrollo del razonamiento moral y
descuidar la acción moral. La educación moral no puede referirse sólo al razonamiento, sino sobre todo a
la conducta, y entre ambos no hay una relación necesaria: podemos razonar sobre lo que debemos hacer y
luego actuar de otra manera, pues en la conducta influyen otros factores además del razonamiento, por
ejemplo, de tipo afectivo. Peters subrayó esta limitación al enfoque cognitivo evolutivo de Piaget y
Kohlberg. «En este enfoque la explicación del desarrollo moral se adelanta sólo como explicación del
desarrollo del juicio moral. Existe el peligro de equiparar dicha explicación, de tipo cognoscitivo sobre el
desarrollo moral, con todo el asunto, lo que llevaría a malas interpretaciones. Considérese, por ejemplo, el
desarrollo del razonamiento de una persona autónoma. Para que dicho razonamiento influya en su
conducta tiene que captar que, por ejemplo, las consecuencias que tenga para otra gente se deben tomar en
cuenta en el caso de la ética de cumplir una promesa. Puede darse cuenta de que otra gente queda
perjudicada, pero no preocuparle mucho [...] Al menos, por tanto, la explicación de Piaget y Kohlberg
necesita complementarse por lo que se refiere a los aspectos motivantes y afectivos de la moralidad.»
b) En relación con la característica formalista y deontológica, así como Kohlberg critica de adoctrinante el
modelo de la educación moral como formación del carácter, los partidarios de dicho modelo critican a
Kohlberg que su forma de entender la educación moral conduce a un relativismo ético, al no proponer un
contenido de moralidad. Según Kevin Ryan, «desde el momento en que Kohlberg ignora el contenido en
favor de la estructura, no hay vía satisfactoria para juzgar en una determinada situación qué solución es la
mejor [...]. El problema, en mi opinión, es que una teoría moral que carece de la capacidad para distinguir
entre un comportamiento bueno y uno malo es de escasa utilidad para orientar el trabajo de aquellos
-profesores y padres- de quienes se espera que enseñen a los jóvenes un sistema ético adecuado o que les
proporcionen una brújula para orientarles moralmente en su actuación».
c) Por último, una parte de las principales críticas, o correcciones, que se han hecho al modelo Kohlberg
se han centrado en la pretensión de que los estadios de razonamiento moral son universales, es decir,
aplicables a todos los seres humanos de todas las culturas. Frente a esta pretensión, una discípula de
Kohlberg, Carol Gilligan trató de demostrar empíricamente la existencia de un sesgo de género en el
modelo, el cual respondería al modo de razonamiento moral de los hombres, en términos impersonales de
justicia y deber, pero no al de las mujeres, que se mueven más por criterios de relación personal, atención
al otro, afecto, etcétera. Como señala Rubio Carracedo, sería, sin embargo, incorrecto deducir de aquí
alguna diferencia en términos de «naturaleza»; más bien, lo que la crítica de Gilligan sugiere es «la
presencia de factores de aprendizaje social, que vienen a configurar el desarrollo moral según las
respectivas experiencias sociales de ambos sexos». Por otro lado, la transculturalidad, es decir, la
independencia de los estadios de condiciones culturales, sólo parece estar probada para los estadios más
bajos, mientras que los más altos se presentan en sociedades como la americana o la canadiense, pero no
en otras. Existe el recurso de pensar que lo que sucede es que hay sociedades o culturas más desarrolladas
moralmente que otras. La duda es, ¿qué permite afirmar que nuestra sociedad, o la americana, es mejor
que otras? En el fondo, lo que se cuestiona aquí es el mismo presupuesto filosófico kantiano del que parte
Kohlberg: la posibilidad de encontrar un criterio moral racional que sea universal, y no histórico o
cultural. Hoy la ética se debate entre quienes piensan que ese criterio todavía es posible y quienes lo
niegan.

2.4.4. Formación de hábitos y del carácter


Dentro de este modelo se reúnen diversos enfoques con una larga tradición en el ámbito
educativo, que se asientan, de una u otra forma, en la filosofía aristotélica, y que han vuelto a emerger en
propuestas como la adquisición de virtudes o la consolidación de hábitos. Entre ellas, ha adquirido durante
las dos últimas décadas especial relevancia el movimiento de educación moral como formación del
carácter.
Surgió en Estados Unidos de mano de autores como Lickona, Kilpatrick, Wynne o Ryan, como respuesta
a la clarificación de valores y al modelo cognitivoevolutivo de Kohlberg.
Presenta diferentes interpretaciones y concreciones, aunque todos ellos parten del
presupuesto de que la moralidad no reside únicamente en el aspecto cognitivo. Es decir, para considerar
una acción moral se debe tener en cuenta no sólo el conocimiento del bien, sino también la plasmación en
conductas concretas. La educación moral deberá estar enfocada, por ello, al conocimiento del contenido
moral a la vez que a la adquisición de disposiciones que faciliten el comportamiento moral, de modo que
la persona vaya fraguando su carácter. «El carácter, éticamente considerado, es la personalidad moral, lo
que a una persona le va quedando a medida que la vida pasa; [...] por lo tanto, va siendo definido a partir
de cada uno de los actos voluntarios que, a lo largo de su vida, va realizando; actos que van dejando su
huella en ella y, cuando se repiten, generan hábitos o disposiciones arraigadas para actuar de una
determinada manera. » Se trata, pues, de fomentar en la persona que se educa la adquisición de unos
rasgos o disposiciones morales gracias a los cuales, ante las diferentes situaciones de la vida, sepa decidir
y actuar de acuerdo con unos determinados valores que se han asentado en la estructura de su personalidad
(justicia, sinceridad, lealtad, solidaridad...). En este modelo, la actuación del educador resulta, por ello,
esencial no sólo para transmitir los contenidos y valores morales, para enseñar a pensar, para diseñar las
estrategias en situaciones de aprendizaje, sino también para lograr la actividad del educando, esto es, la
puesta en práctica de acciones conformes a las disposiciones morales que se pretenden fomentar.
La noción de rasgos o disposiciones del carácter viene a ser un sustituto moderno de lo que
los clásicos llamaban virtudes. Aristóteles, el filósofo clásico de la virtud por excelencia, la definía como
«una disposición a actuar de manera deliberada, consistente en una mediedad relativa a nosotros,
determinada por la razón y del modo en que la determinaría el hombre prudente». En el concepto de
virtud hay, pues, dos elementos principales: disposición y razón. La virtud es una disposición, un hábito o
una tendencia adquirida a obrar de una determinada manera. Aquí se subraya el aspecto volitivo o
disposicional, frente al exclusivamente cognitivo. El sentido de disposición de la virtud significa, además,
que una persona no es justa porque realice un acto de justicia, sino porque tiene la disposición a obrar de
manera justa. Esta disposición se consigue mediante la realización de actos acordes con ella. «A fuerza de
practicar la justicia, la templanza y la valentía, llegamos a ser justos, sobrios y fuertes.» Pero ¿cómo se
determina lo que en cada situación es una actuación justa?
Aquí entra el siguiente elemento: la razón. La virtud se mueve en un punto medio entre dos
extremos y este punto lo determina la razón práctica o prudencia. La prudencia delibera y decide el curso
de acción que hay que seguir atendiendo a las circunstancias específicas de la situación, pues el punto
medio que define el comportamiento virtuoso será en función de ellas diferente. Como aclara Gadamer, el
conocimiento deliberativo o práctico de la prudencia no opera de tal manera que «primero se tenga y luego
se aplique a una situación concreta. Las imágenes que el hombre tiene sobre lo que debe ser, sus
conceptos de justo o injusto, de decencia, valor, dignidad, solidaridad, etc. [...] son en cierto modo
imágenes directrices por las que se guía. Pero hay una diferencia fundamental entre ellas y la imagen
directriz que representa, por ejemplo, para un artesano el diseño de un objeto que pretende fabricar. Por
ejemplo, lo que es justo no se determina por entero con independencia de la situación que me pide la
justicia, mientras que el eidos de lo que quiere fabricar el artesano está enteramente determinado por el
uso al que se determina».
Según Aristóteles, de estos dos elementos, la educación moral debe comenzar por la
generación del hábito. «El llegar a ser buenos piensan algunos que es obra de la naturaleza, otros que del
hábito, otros que de la instrucción. En cuanto a la naturaleza, es evidente que no está en nuestra mano,
sino que por alguna causa divina la poseen los verdaderamente afortunados; el razonamiento y la
instrucción quizá no tienen fuerza en todos los casos, sino que requieren que el alma del discípulo haya
sido trabajada de antemano por los hábitos, como tierra destinada a alimentar la semilla, para deleitarse y
aborrecer debidamente, pues el que vive según las pasiones no prestará oídos a la razón que intente
disuadirle, ni aun la comprenderá y ¿cómo persuadir a que cambie el que no tiene esta disposición? En
general, la pasión no parece ceder ante el razonamiento, sino ante la fuerza. Es preciso, por tanto, que el
carácter sea de antemano apropiado de alguna manera para la virtud, y ame lo noble y rehúya lo
vergonzoso. » Esta misma idea la comparten los teóricos modernos de la formación del carácter.
Para Wynne y Ryan, «la primera necesidad moral del muchacho es evitar la racionalización.
En lugar de eso, debe aceptar que lo importante es hacer las cosas duras sin pensar en ello y sin esperar
una gratificación inmediata. Evidentemente, a medida que el alumno madura, o consolida una conducta
apropiada, su habilidad para enfrentarse a casos complicados aumenta. Entonces es el momento para
discutir temas complicados o conflictos de valores en pequeños grupos o charlas con el profesor. Pero
tales exploraciones deben siempre basarse en la obediencia y el esfuerzo. Las discusiones formales sobre
las virtudes tradicionales que transmite la escuela son menos importantes que el grado en el que el alumno
se compromete con ellas». La justificación que ofrecen estos autores es que problematizar continuamente
cualquier cuestión moral no fomenta la consolidación en el educando de un criterio moral, sino sólo
escepticismo.
Al igual que en otros modelos, también en éste cualquier área del currículo puede
aprovecharse para la educación moral, así como el contexto general de la escuela. Pero aquí el acento se
va a poner en la conducta moral, no en el razonamiento moral. Además de la enseñanza directa de esas
virtudes, algunos otros procedimientos que se señalan son:
 El impulso de conductas prosociales, es decir, fomentar que el alumno se comprometa en actividades de
cooperación social, tanto dentro como fuera de la escuela; puede tratarse desde la participación en grupos
de teatro o deportivos hasta actividades de voluntariado social.
 El uso de incentivos para premiar y promover conductas: desde la alabanza hasta el cuadro del alumno de
la semana.
 El ejemplo moral, mediante narraciones que exalten las virtudes que se quieren fomentar, el uso de
figuras de héroes que las encarnen, etc. Pero sobre todo se concede mucha importancia a la figura del
educador como modelo moral, por lo que se va a insistir en la necesidad de recuperar su sentido de
autoridad.
Como hemos visto, Kohlberg criticaba al modelo de la formación del carácter sus
posibilidades de adoctrinamiento al proponer un contenido concreto de moralidad, basado en un «saco de
virtudes». Estos autores hablan de virtudes como la amistad, la cortesía, el coraje, el patriotismo, etc. Pero
¿por qué esas virtudes y no otras? Desde la ética filosófica se han dado dos respuestas contrapuestas a esta
pregunta. La primera es la de los que consideran que las virtudes tienen un origen natural, encarnan el bien
o fin natural del hombre (para el ser humano es mejor y más perfecto ser de un modo que de otro, según el
modelo natural de hombre). La segunda respuesta es la de quienes subrayan el carácter histórico y social
de las virtudes, lo que nos acercaría de nuevo al modelo de la socialización. En cualquier caso, no parece
ser un problema que inquiete mucho a los partidarios del movimiento actual de la formación del carácter,
a menudo más preocupados por dar solución a una situación educativa que consideran deplorable, que por
una fundamentación radicalmente sólida de su propuesta. Así, para Wynne y Ryan, «en la práctica, las
virtudes que enseñan los educadores no son determinadas por refinados análisis acerca de los conflictos y
prioridades entre valores. Más bien tales prioridades vienen determinadas por las exigencias prácticas de
la vida escolar». Ello supone, en el fondo, situar la única fuente de justificación en la tradición y la
autoridad del educador.

2.5. LA CONSTRUCCIÓN DE LA PERSONALIDAD MORAL


En los últimos años se han desarrollado enfoques que, frente a ciertas limitaciones de los
modelos que hemos analizado anteriormente, en ocasiones demasiado centrados en un único aspecto o
momento del proceso de educación moral, pretenden ofrecer una visión más integradora, convencidos de
que «una persona moralmente educada tiene que conocer lo que debe hacer, querer hacerlo y ponerlo en
práctica», tal como ya hemos señalado al comienzo de este capítulo. Uno de estos modelos es la
propuesta de la educación moral como construcción de la personalidad moral. Éste intenta ser una
alternativa al modelo cognitivo-evolutivo, pero, contrariamente al movimiento norteamericano de la
formación del carácter, pretende superar la teoría de Kohlberg a partir de ella misma. Arranca, por ello, de
la idea de que toda conducta moral puede estar basada en la construcción racional y autónoma de
principios y normas universales. Considera que es posible hallar entre todos algunos criterios
universalizables, una ética de mínimos, a partir de la cual se pueda establecer un diálogo, en el que
podemos encontrar soluciones a los diferentes conflictos morales con los que inevitablemente nos vamos
enfrentando. En la actualidad, la evolución de la ciencia, de la tecnología, de las relaciones sociales, etc.,
disponen al individuo de forma constante ante situaciones hasta ahora inimaginables y a las que debemos
dar respuesta. En consecuencia, la educación moral tiene ahora una gran responsabilidad, a la vez que un
enorme panorama, pues la misma, «mediante el diálogo, la reflexión, la empatía y la autorregulación,
quiere ser capaz de facilitar la construcción de unos principios que sean universalmente aceptables, y que
permitan no sólo regular la propia conducta, sino también construir autónomamente las formas de vida
concretas que en cada situación se consideren, además de justas, mejores y más apropiadas». Un
presupuesto central de esta propuesta es la convicción de que la formación moral del educando no debe ser
un planteamiento impuesto, ni una aceptación de convicciones establecidas, sino que cada uno debe
construir su propia personalidad moral, es decir, una tarea permanente de reconstrucción personal y
colectiva de formas morales valiosas. Es un proceso que cada individuo debe llevar a cabo por sí mismo,
pero en estrecha colaboración con los demás, partiendo del pasado como elemento que aporta conductas
morales valiosas, pero que no determinará las decisiones posteriores. «Por consiguiente, no se trata de una
construcción en solitario, ni tampoco desprovista del pasado y al margen de todo contexto histórico. Todo
lo contrarío: es una tarea influida socialmente, que además cuenta con precedentes y con elementos
culturales de valor que sin duda contribuyen a configurar sus resultados.
Pero en cualquier caso es una construcción que depende de cada sujeto.» Para lograr la
construcción de esta personalidad moral deberá atenderse a:
 La adaptación a la sociedad y a sí mismo. Lógicamente, todo individuo deberá conocer y valorar los
elementos sociales valiosos, las pautas básicas de convivencia, la evolución de los criterios morales, etc.,
de tal forma que sea capaz de conocer, valorar y aplicar esos criterios vigentes. Este proceso debe ir
ayudando a que cada sujeto pueda ir adaptándose a ese entorno social, no por imposiciones heterónomas
ni por una simple asimilación, sino por un conocimiento y valoración de criterios que le ayudarán a
conocer mejor esa realidad social en la que vive y, a partir de ellos, se producirá su aportación personal.
 Otro aspecto esencial es la transmisión de los contenidos culturales y axiológicos que son considerados
como fundamentales en la construcción de los valores morales universales. Esos criterios que se
consideran intemporales y que dan consistencia a sociedades plurales. Valores como la justicia, la libertad,
la tolerancia o la solidaridad son claros ejemplos de este punto.
 Un tercer elemento clave en esta propuesta es la formación procedimental, es decir, la adquisición por
parte de todo individuo de aquellos procedimientos que le van a facilitar la capacidad de juicio, de
comprensión, de autorregulación, de diálogo... gracias a los cuales podrá construir de forma autónoma su
propia personalidad moral.
 Por último, todo este proceso está dirigido a la elaboración de la propia biografía en cuanto espacio
propio de valores, de personalidad moral, de tal forma que cada uno sea capaz de edificar una vida que
merezca la pena ser vívida y que, a la vez, contribuya también a esa felicidad social.
Todas estas fases se resumen en una coordinación constante de dos ideas directrices, la
autonomía de todo individuo y la razón dialógica, cuya articulación hace que siempre deba prevalecer la
razón y el diálogo para la solución de posibles conflictos. Esta propuesta va a suponer, así, que en la
educación se trabaje el desarrollo intelectual, las capacidades para saber valorar las perspectivas del otro,
el desarrollo de la autoconciencia y del autoconcepto, el desarrollo del juicio moral formal y contextual,
las capacidades para la argumentación y el diálogo, las habilidades relativas a la percepción de los
intereses y motivos propios y ajenos, la adquisición de información, el desarrollo de competencias
autorreguladoras, la aptitud para la acción, para las relaciones interpersonales, etc. «El respeto a la
autonomía personal y la consideración de los temas conflictivos a través de un diálogo fundamentado en
buenas razones son condiciones básicas para conseguir formas de convivencia personal y colectiva más
justas. Formas de convivencia que pueden ser tan variadas como lo decidan los implicados, y como lo
hagan posible las maneras culturales de cada persona y cada grupo tengan, pero que, en cualquier caso,
respetarán los valores y principios consensuados; es decir, aquellos que todos reconocen como deseables.»
El ejemplo más claro de un conjunto de principios consensuados válido para todos es la Declaración
Universal de los Derechos Humanos (1948), en la que se recoge una serie de valores esenciales mínimos
que pretenden ser extensibles a todo grupo humano, más allá de los contextos culturales y que se
demuestra como un buen documento gracias al cual podemos plantear unos valores mínimos válidos para
todos.
¿Cómo pretende este modelo la formación de personas moralmente autónomas? Básicamente mediante:
 El desarrollo del juicio moral, es decir, formación de las capacidades cognitivas de tal forma que sean
capaces de reflexionar sobre cada situación y resolver de forma autónoma los posibles conflictos de
valores que se den en ellas.
 La adquisición de los conocimientos necesarios para enjuiciar críticamente las diferentes circunstancias
que vivamos, así como proponer soluciones y comprometernos con ellas.
 La formación de las habilidades necesarias para adquirir conductas morales coherentes.
Para su logro, el educador, además de proponer actividades dirigidas al desarrollo y
consolidación de estas habilidades cognitivas, conductuales y actitudinales, deberá apostar por:
- La organización real del centro educativo como comunidad democrática.
- El carácter transversal y sistemático de las actividades de educación moral.
- La planificación de experiencias de participación social en diferentes entornos.

3. Una palabra sobre las técnicas y estrategias en educación moral


Ya hemos mencionado que todo modelo presenta, como resulta lógico, sus propias técnicas y
estrategias para desarrollar competencias específicas. Entendemos por técnica, aquellas formas concretas
de aplicación de un determinado modelo. Lógicamente ésta puede estar presente en modelos diferentes, a
la vez que el desarrollo de un modelo exige, como es lógico, varias técnicas distintas. Toda técnica
reclamará a su vez una serie de estrategias para llevarla a cabo, lográndose una constante interacción y
complementariedad entre todas ellas. Entendemos las estrategias como el camino para la consecución de
una destreza, que a su vez desarrolla una capacidad, o una actitud, por medio de una serle de tareas o
actividades.
Una vez aclarados estos presupuestos, consideramos que en la actualidad la elección de unas
técnicas u otras depende esencialmente de las capacidades que se quieren desarrollar, y para ello se
utilizan aquellas que se consideran idóneas independientemente del origen de las mismas. Un ejemplo es
la utilización como estrategia de la clarificación de valores con la finalidad de ayudar al educando a
reflexionar sobre aspectos concretos de su conducta, sin que por ello estemos asumiendo este modelo de
educación moral.
En cuanto a las estrategias proponemos dos alternativas, cuya elección reside en las
capacidades que se quieren desarrollar. Con ello pretendemos mostrar algunas de las opciones existentes,
pero que, en el fondo, están dirigidas a un mismo objetivo: el desarrollo de la personalidad moral
autónoma de la persona. La primera alternativa se plasma en el siguiente cuadro.

CUADRO 6.3.
Capacidades de autoconocimiento para el desarrollo del juicio moral de comprensión conceptual papa el
desarrollo de la perspectiva social y la empatía para la capacidad de diálogo.
Estrategias*
 clarificación de valores
 ejercicios de autoexpresión
 discusión de dilemas morales
 reconocimiento de alternativas y previsión de consecuencias
 ejercicios de análisis y constricción conceptual
 estudios de casos
 role playing
 juegos de simulación
 debates
 análisis de valores

Otra alternativa es la referida por Escámez, en la que se concretan las estrategias referidas al
conocimiento moral, al sentimiento y a la acción, a partir de la consideración de que «para que un
estudiante sea una persona moralmente educada tiene que haber sido formada atendiendo a la conducta, el
carácter, los valores, el razonamiento y los sentimientos. Estos cinco elementos no son simplemente
dimensiones independientes y yuxtapuestas una a otra, sino que sólo se es una persona moralmente
educada cuando se poseen en equilibrio y armonía» (ver cuadro 6.4).
Son dos modos de organizar y planificar una propuesta de educación moral. Al educador le
corresponde reflexionar sobre lo que pretende y decidir, de forma coherente, qué estrategias va a llevar a
cabo para alcanzar los objetivos que se propone. No podemos finalizar sin hacer mención a dos factores
que, de un modo u otro, siempre están presentes. En primer lugar, la importancia del ejemplo. Toda
persona produce, lo quiera o no, un efecto de modelaje sobre otros, máxime si está llevando a cabo tareas
de formación (un profesor, un padre o una madre, un educador de tiempo libre, etc.), o si tiene algún tipo
de ascendiente sobre otros (un héroe, un ídolo, un amigo...). También estamos inmersos en espacios que
nos educan.Vivimos en interacción constante en diferentes contextos de aprendizaje.

CUADRO 6.4.
Ámbitos Conocimiento moral Sentimiento Acción
Estrategias*
 Conciencia moral
 Conocimiento de valores morales
 Toma de perspectiva moral
 Razonamiento moral
 Toma de decisiones morales
 Autoconocimiento moral
 Narración
 Autoestima
 EmpatíaAmor al bien
 Autocontrol
 Role playing
 Narración
 Competencia
 Voluntad
 Hábitos morales

Tanto esos espacios, como las personas que interactúan en ellos, contribuyen a nuestra
formación. Lógicamente, dependerá del momento vital en que nos encontremos, de la personalidad, de
nuestras experiencias... para que estas influencias sean más o menos decisivas. Ahora bien, no hay duda de
su relevancia en el desarrollo de cada individuo. En segundo término, y muy relacionado con lo anterior,
hay que resaltar asimismo el clima que se vive en los ámbitos de convivencia cotidianos. No es lo mismo
aprender valores en un contexto autoritario que en un ambiente democrático, en espacios normativamente
predefinidos y cerrados que en entornos donde se fomente la cooperación, el diálogo... para la solución
cotidiana de los conflictos. Esta realidad crea ya por sí misma un ethos que colabora en la configuración
de un tipo de educación moral u otro.
CAPÍTULO 7- LOS AGENTES EN EDUCACIÓN MORAL

1. Agentes en educación moral


En educación resulta imprescindible la reflexión sobre la figura del educador. Es decir, aquel
agente que posibilita, impulsa, dirige, etc., con intencionalidad, explícita o implícita, un proceso de
aprendizaje. Independientemente de las diferentes teorías, modelos o enfoques existentes en educación,
siempre se ha defendido el papel indiscutible de los educadores como verdaderos artífices y agentes de la
formación de los educandos. La educación moral, lógicamente, no es ajena a su impulso y guía, por lo que
se impone el análisis de los distintos agentes que intervienen en el proceso de formación moral con el fin
de poder valorar los ámbitos en los que ésta se lleva a cabo, la implicación de cada uno de ellos, así como
sí consideramos necesaria su formación como agentes que están ejerciendo una influencia educativa
decisiva, junto con la responsabilidad que esto conlleva.
Ahora, ¿quién es un educador en educación moral? Como primera respuesta afirmamos que
todos somos, de una u otra forma, agentes de educación en la medida que interactuamos con los demás. Es
decir, en sentido amplío, cualquier cosa un libro, una película, un cuadro...- o persona puede ser agente
educativo en cuanto que al entrar en contacto con otro individuo, un colectivo o una institución, se
producen en éstos un cambio, una modificación, un nuevo aprendizaje que no tiene su origen en factores
biológicos de maduración. Y, sí aceptamos la dimensión moral como algo propio de la naturaleza humana,
será lógico concluir que, de una forma u otra, esos mismos educadores están incidiendo en el desarrollo
moral, están colaborando «[...] con la formación de una personalidad consciente, libre y responsable capaz
de enfrentarse a la indeterminación humana, y capaz de moverse equilibradamente en los planos personal
y colectivo para asegurar la creación de formas de vida viables, personalmente deseables y colectivamente
justas y libres».
Tradicionalmente al abordar este tema se han precisado una serie de educadores clave para el
desarrollo moral, debido, sin duda, a su singular relación directa y cotidiana con los educandos,
especialmente en edades tempranas, y debido a la intencionalidad de sus acciones. Esto conlleva, como es
lógico, el valorar la responsabilidad de sus actuaciones, en la medida en que deben lograr efectos
educativos en todos los educandos que tienen a su cargo, ya sean hijos, alumnos, ciudadanos,
profesionales...
Cuando hablamos de agentes educativos se entiende, de forma muy amplia, cualquier
instancia personal, institucional o material susceptible de promover unos efecto/ s educativo/ s, ya sea en
una dimensión humana específica o en sentido de formación integral. Tradicionalmente se ha hablado de
la fuerza educadora de la familia y de la escuela como instituciones con entidad educativa propia, ahora,
aunque cuando se trata este tema siempre hacemos referencia a estos educadores con intencionalidad
expresa, no debemos olvidarnos de todos aquellos que están influyendo indirectamente en el desarrollo
moral del individuo y de la sociedad. También debemos tener en cuenta que en la interacción con
cualquier agente educativo tan importantes son las acciones intencionadas, expresas, como todos los
elementos que en ella concurren y que están matizando cada acción educadora. El «ethos», el ambiente, el
entorno donde sucede educación resultan tan significativos como la acción misma. De aquí la importancia
del entorno y del clima como elementos educativos, y como condicionante tanto para el educador como
para el educando (ver fig. 7.1).
Como primer paso, los educadores morales más significativos y a los que debemos prestar
especial atención se centran en la acción de la familia y de la escuela, como institución y como acción
personal, a través de la actividad de sus diferentes miembros (padres, hermanos/ hijos, abuelos,
cuidadores, docentes, orientadores, directivos, etc.). En ambos ámbitos se debe atender tanto a las figuras
individuales y su acción específica, como al clima y la cultura que se ha configurado a raíz de la
interacción de todos sus miembros, su historia, su relación con el contexto sociocultural, etc.
También debemos ser conscientes de que cada vez se presta mayor atención al entorno
sociocultural, ya que su dimensión como agente de educación moral va cobrando especial relevancia en
nuestra sociedad por tres motivos:
a) El déficit socializador y moralizador que presentan estas instituciones clásicas de educación -familia y
escuela-. «Las oportunidades, los peligros y las inseguridades de la biografía, que anteriormente venían
definidos por el clan familiar, la comunidad local, las reglas de la posición estamental o la clase social,
han de ser ahora descubiertos, interpretados, decididos y reelaborados por el sujeto individual. Las
consecuencias que se sigan -en términos de triunfo o fracaso- descansan en los individuos».
b) La propia fuerza educadora de algunas de las instituciones que están configurando nuestras sociedades
-televisión, prensa, red, telefonía móvil. ..- y que forman parte de nuestro entorno cotidiano. Las barreras
espacio-temporales se han roto de forma definitiva, por lo que todo lo tenemos al alcance de la mano, todo
nos es cercano, pero no deja de ser extraño y lejano a la vez, lo que nos conduce al desarraigo, a la falta de
criterios claros donde consolidar nuestra identidad.
c) La fuerza del ambiente, del entorno como agente educativo impersonal, que influye de forma
determinante en la configuración de la personalidad moral (modas, estilos, normas...). Pero, a pesar de esta
realidad, «la educación tiene su base en la familia, se continúa en la escuela y se completa en la
comunidad local», aunque las fronteras entre unos ámbitos y otros son hoy en día difíciles de precisar, a
la vez que encontramos cambios importantes en las responsabilidades que tradicionalmente se han
atribuido a cada agente. Así, por ejemplo, con la incorporación cada vez más temprana de los niños a la
escuela, la familia ha relegado gran parte de sus competencias educadoras. No obstante, esto no quita que
en el proceso de formación de cada persona, cada uno de los agentes educativos mencionados deba
conocer, defender y llevar a cabo la especificidad de sus funciones que le dota de una singularidad única
en unos ámbitos comunes de actuación donde el ejercicio de una responsabilidad compartida resulta
imprescindible. Insistimos que cada agente debe tener claro cuáles son sus funciones, sumisión y, dentro
de su actividad, cuál es la tarea que le compete de forma exclusiva, cuál es corresponsable con otros
agentes y cuál es la tarea en la que únicamente debe colaborar, orientar. Clarificando todos estos aspectos
mejoraremos, sin duda, el desarrollo formativo de todo individuo, independientemente de que atendamos
de forma más directa la dimensión física, intelectual, afectiva o moral de la persona.

1.1. CLAVES PARA COMPRENDER LA FUNCIÓN EDUCADORA DE LOS AGENTES EN


EDUCACIÓN MORAL
Antes de abordar la función específica de algunos de los agentes de educación moral,
debemos plantearnos una serie de presupuestos que nos ayuden a concretar su función educadora. Cuando
reflexionamos sobre educación, estamos hablando de educadores y de educandos. Pero al utilizar ambos
términos debemos ser conscientes de que no estamos tratando de entes abstractos, de individuos en
términos generales, sino de personas concretas que viven en unos contextos históricos definidos, con unos
elementos socioculturales específicos y que deben saber hacer y resolver su propia vida en esas
circunstancias determinadas. Esto conlleva varias consecuencias pedagógicas de gran relevancia:
1. En primer lugar, la educación debe responder y ayudar a desarrollar las capacidades y posibilidades de
cada uno en unos entornos determinados ya definidos. Cada educando, y cada educador, está inserto en
una realidad sociocultural definida y en un tiempo histórico concreto de los que no puede, ni debe,
evadirse y a los que debe responder.
2. En segundo lugar todos nos vamos desarrollando gracias a los otros. «El mundo que nos es dado y
visible es un producto que esconde otros mundos no visibles de forma inmediata para nosotros cuyo
sentido ha de ser interpretado.» Y en ese proceso de interpretación necesitamos a los otros. Nos hacemos
gracias a los otros.

3. En tercer lugar, ningún agente es omnipresente ni definitivo, ni su influencia es la única importante en


la formación de esa persona. Sin duda, a lo largo del ciclo vital de cada individuo hay momentos en los
que resultará más significativa una influencia que otra, o comunidades, como la familia, que crean -o
deben crear- los fundamentos clave sobre los que se asentará todo el desarrollo posterior. Al analizar la
biografía de cada individuo podremos valorar la significatividad de estas influencias. No obstante, y a
pesar de esta afirmación, debemos tener claro que lo esencial es la interacción de todos estos agentes, que
a su vez deben plantearse de forma clara las funciones que deben atender, los contenidos que deben
transmitir dadas las circunstancias y contextos desde los que actúan. Los ámbitos en los que son
responsables únicos, y otros en los que deberá saber colaborar con otros.
4. En cuarto lugar, ninguno de estos agentes son educadores morales de forma exclusiva. La educación
presenta siempre una dimensión holista, es decir, su acción, aunque esté dirigida de forma prioritaria a una
dimensión humana específica (intelectual, afectiva, física...), afecta de forma indirecta a los otros ámbitos
del ser humano. La persona es una unidad, y toda acción revertirá, de una forma u otra, en todas las otras
dimensiones. En consecuencia, afirmamos, sin ninguna duda, que toda educación es educación moral, ya
que incide directa o indirectamente en esta capacidad. A la vez que en toda interacción aprendemos
contenidos morales. «De este modo, la educación moral se convierte en el nervio central de la educación
porque quiere dar dirección y sentido al ser humano en su conjunto. La educación moral, entendida como
uno de los aspectos particulares de la educación o entendida como eje transversal de todo proceso
educativo, es un aspecto clave de la formación humana. »
5. En quinto lugar, las acciones humanas nunca son actuaciones aisladas. Están unidas y relacionadas a
las de las personas con las que convivimos. «Ser persona significa ocupar un lugar que no existiría sin un
espacio en el que otras personas tienen su lugar.» Todos formamos parte de secuencias de historias
compartidas, por lo que para entender nuestro comportamiento debemos referirnos a la biografía de cada
uno, que, a su vez, está concatenada a las secuencias narrativas de otros. Para educar debemos ser
conscientes de esta realidad vital, ya que «[...] para responder adecuadamente a la pregunta "¿qué tengo
que hacer?", tengo que responder antes a otra "¿de qué historias o historia me encuentro formando
parte?"» .
6. En sexto lugar, no podemos perder de vista que la potencial educatividad de los agentes personales,
materiales, institucionales, etc., no radica en rigor en ellas mismas, sino en el uso, sentido y significado
que los educandos les atribuyen. Depende de la situación, formación y circunstancias de cada uno el que
se otorgue más o menos fuerza educativa a unos agentes o a otros. Las circunstancias personales,
contextuales, temporales... son las que condicionan la incidencia educativa de un agente, de una acción.
Con esto no se quiere restar importancia y relevancia a los educadores, ahora no debemos perder de vista
que, en definitiva, será cada educando el que otorga, por diversas circunstancias, una significatividad
pedagógica u otra a cada acción. Un mismo hecho presentará una incidencia formativa diferente en cada
individuo.
7. En séptimo lugar es muy común el error de convertir el proceso educativo en la sucesión de una serie de
espacios concatenados sin ninguna relación entre ellos. Así, cada individuo va pasando de forma
continuada, cíclica y sin conexión entre sí, de la familia a la escuela, y de ésta a la interacción en otros
grupos no formales e informales, y de aquí la utilización de los medios de comunicación social. Se
presentan todos estos espacios de convivencia de forma inconexa entre sí, como si fueran compartimentos
estancos. Ahora bien, sin perder de vista lo que acabamos de afirmar en el punto anterior, resulta
innegable que cada persona vive y va adquiriendo experiencias y conocimientos a lo largo de cada día en
los diferentes ámbitos de convivencia y en interrelación con los demás individuos de forma continuada. Es
una misma persona la que va asimilando la realidad que le rodea, conformando de este modo su propia
personalidad, independientemente de que sí en esos espacios exista o no un proyecto educativo definido y
de si se da o no una interrelación entre dichos grupos y/ o espacios, de sí puede hallar en ellos, o no, unas
pautas morales coherentes y con significado. La realidad es una unidad y cada individuo la vive como tal,
aunque a lo largo del día se sucedan interacciones por espacios y grupos diferentes entre sí. «La vida es
una operación unitaria sea cualquiera la complejidad de sus contenidos.» La realidad es una, se presenta
siempre en una compleja interacción de todos los ámbitos que la componen y cada persona la vive como
tal. Ahora bien, el análisis se hace necesario para aprehenderla y comprenderla. De aquí radica la
importancia del estudio diferenciado de los diversos agentes que confluyen en la formación de toda
persona, buscando, a la vez, la coherencia y conexión entre ellos.
8. En octavo lugar, la educación es un proceso que se desarrolla a lo largo de toda la vida. Nunca
podremos identificarlo como algo acabado, sino que va sucediendo de acuerdo a las necesidades y
posibilidades de cada etapa vital. Por ello, la educación moral también se dará y se concretará de forma
diferente a lo largo de la vida de cada individuo, ya que cada etapa vital reclama la satisfacción de unas
necesidades, el saber afrontar unos retos, plantear unos objetivos, desarrollar unos intereses. Todo ello irá
desplegándose de acuerdo a las situaciones que viva, las personas con las que se relaciona y sus propias
decisiones. «Necesitamos una educación y un aprendizaje al alcance de todos que permitan formarnos,
educarnos, instruirnos, entrenarnos profesionalmente, además de actualizarnos y perfeccionarnos de
manera permanente, para poder vivir en plenitud y con dignidad. »

1.2. LA IMPORTANCIA DE CADA AGENTE MORAL


Ya hemos afirmado que, de una forma u otra, todos somos educadores, en el sentido de que
todos estamos influyendo en los individuos que nos rodean. En este sentido, todos estamos educando
moralmente a las personas que conviven, directa o indirectamente, con nosotros. Buena parte de lo que
sabemos se lo debemos a otros, ya que vivir es formar parte de historias ya comenzadas, que están
interrelacionadas entre sí. Cuando nacemos nos incorporamos a una existencia en la que están ya
planteadas las coordenadas que me permitirán construir mi propia vida, punto de referencia para otros y
para los que vendrán después de mí. De aquí la responsabilidad de toda existencia con los otros y con lo
otro. En consecuencia, no existe un agente educativo dirigido de forma explícita y exclusiva al ámbito
moral, ya que todo educador es un educador moral, en la medida que toda educación conlleva
implícitamente la formación en valores, en actitudes... Es decir, ninguna educación es neutral, ni ninguna
acción educativa es indiferente, ninguna actuación de un educador resulta neutra. De aquí, volvemos a
insistir, la responsabilidad de toda intervención. Lógicamente, toda acción educa moralmente, por lo que
todo agente educativo, sea consciente o no de ello, influye en los individuos a los que atiende, o con los
que interactúa. De esta afirmación se desprende que, lógicamente, exista una gran diversidad de agentes
en educación moral. Ninguno de ellos puede erigirse en el responsable absoluto de esta dimensión
humana, aunque sí se puede concretar la importancia decisiva de unos frente a otros de acuerdo al nivel
madurativo de cada individuo y al momento biográfico específico de cada uno. Ahora bien, lo decisivo en
este punto es la necesaria coherencia y complementariedad que se debe buscar y lograr en todo proceso
formativo entre todas las propuestas educativas, entre los diferentes espacios de convivencia y entre todos
los agentes que intervienen en él.
En esta línea, lo importante para todo educador no es enseñar sin más una serie de valores,
mostrar cuantos más mejor, ofrecer estrategias educativas más o menos elaboradas de tal modo que se
tenga todo tipo de experiencias morales, sino lo esencial es ayudar a cada educando a estructurar su
universo de valores, a establecer su propia jerarquía, a dar sentido y significado al orden moral que
fundamenta sus acciones. «No se trata simplemente de decidir cómo se quiere vivir en el seno de una
comunidad, sino de decidir una buena manera de vivir la propia vida en el seno de una colectividad. » En
una sociedad pluralista se debe enseñar el complejo juego de la potenciación de los valores que colaboren
en la construcción de sujetos y culturas diferentes, a los que se les reconoce su memoria y su historia, su
identidad, a la vez que se logra que todos posean las habilidades y valores mínimos que permiten
diferenciar una sociedad pluralista de una yuxtaposición de comunidades más o menos equilibrada. Por
otro lado, también debemos ser conscientes de cómo han cambiado los referentes educativos en muy
pocos años. Si para las generaciones anteriores los modelos educativos estaban claros y eran unívocos,
aceptándose por la mayoría una serie de normas y valores como patrones de comportamientos establecidos
e indiscutibles, en la actualidad nos encontramos con un mundo en el que esas normas ya no son
universalmente aceptadas, en el que los referentes vitales cambian constantemente sin darnos tiempo a
desarrollar estrategias de adaptación y en el que la convivencia de estructuras morales diferentes, y hasta
opuestas, son una realidad cotidiana. «La educación moral supone, desde nuestra perspectiva, potenciar la
capacidad de orientarse con autonomía, racionalidad y cooperación en situaciones que suponen conflicto
de valores. No es pues una práctica reproductora, no puede asociarse con prácticas inculcadoras de
determinados valores, sino que debe entenderse como un espacio de cambio y transformación personal y
colectiva, como un lugar de emancipación y de autodeterminación.»
En esta nueva condición resulta absolutamente necesario educar en competencias morales.
Formar para la autonomía moral, que implica que cada uno sea capaz de actuar de acuerdo a la ley que hay
en su conciencia, es decir, la razón de su deber no se encuentra fundamentada en la norma o ley
establecida por otros, sino que él mismo ha sabido darle fundamento y significado a esas normas que
dirigen su vida, es capaz de autodeterminarse de forma responsable, de decidir el modo como quiere ser y
el modo como quiere vivir. Uno de los mayores problemas educativos con los que se enfrenta la sociedad
actual es la actuación de los agentes educativos en sociedades plurales, caracterizadas por la rapidez de los
cambios, la globalización de las interacciones, la multiplicidad de agentes con mensajes a veces
contradictorios... Los referentes claros e incontestables han desaparecido, en cambio han surgido con
fuerza nuevos modelos que se han erigido en agentes educativos, mientras que los que deberían actuar
como educadores -en primer lugar, la familia y la institución educativa- han abandonado este rol esencial.
El repliegue educativo de estas instituciones frente a la fuerza atractiva y arrolladora de los medios de
comunicación social, las tecnologías de la información y la comunicación..., que nos transmiten a un ritmo
trepidante datos, creencias, modas.., nos está conduciendo a una anomia moral ante la ausencia de
patrones morales claros, válidos y coherentes.

2. La necesaria formación en educación moral


A pesar de esta compleja realidad y la problemática diversidad de la sociedad actual,
seguimos reconociendo como educadores significativos en educación moral a la familia, especialmente los
padres, y a la institución educativa -desde la escuela infantil a la universidad, de la educación formal a la
no formal-. Por otro lado, y dados los nuevos indicadores sociales, sabemos que la educación se prolonga
más allá de la familia y de los centros educativos, por lo que debemos atender también como claros
agentes educativos al entorno, figura amplia y abstracta que se concreta en diferentes educadores de gran
fuerza, como son la cultura, el espacio, las tecnologías de la comunicación... Una tarea urgente hoy en día
estriba en concretar y clarificar sus funciones socializadoras y axiológicas, con el fin de, poco a poco,
saber valorar su incidencia educadora y sistematizar y planificar su acción de tal modo que se logren
acciones educativas coherentes y enriquecedoras para el individuo y la sociedad.
Ahora bien, el origen de todo el proceso educativo, donde se asientan las claves para el
desarrollo ulterior, está en los grupos primarios. Éstos «[...] bien estén formados por sujetos de la misma
edad -grupo de pares- o por el contrario se constituyan con sujetos de distintas edades -la familia o los
grupos escolares-, son siempre espacios de relación esenciales en la construcción de la personalidad
moral. Resultan lugares sociales insustituibles en la formación moral, porque aseguran una relación
interpersonal intensa entre sujetos unidos por lazos de afecto y respeto». Son espacios de convivencia
privilegiados, ya que las relaciones interpersonales en las que se basan están enraizadas en lazos de
cooperación y afecto dentro de una dinámica de cotidianeidad. De aquí la gran fuerza de su influencia
educadora. Es el espacio idóneo para la adopción de los elementos morales socialmente vigentes, junto
con el desarrollo de las capacidades metamorales de conducción de sí mismo (la conducta moral, la
autorregulación y el juicio moral). De aquí la importancia de estos grupos y el que, a pesar de la
significatividad de otros agentes, debamos centrarnos en su estudio.
No obstante esta afirmación, ¿podemos plantear la existencia de un profesional de la
educación moral? Aunque no defendemos la figura de profesionales dirigidos a la educación moral de
forma exclusiva, sí debemos destacar que en la actualidad están surgiendo importantes iniciativas que
aportan esta especialización al educador. Lógicamente debería ser un contenido que estuviera presente en
el currículum específico de la formación del profesorado, de los educadores sociales, etc., así como
suscitar en los padres la necesaria formación en este campo. Sin embargo, la realidad nos conduce a la
ausencia de estos contenidos en el currículum de los diferentes planes de estudio -formales y no formales-
de los educadores, junto con la falta de formación de los padres en este ámbito de actuación. Por ello,
resulta esencial hacer consciente a todo educador de la responsabilidad de su acción educativa y de la
fuerza educadora de todas sus actuaciones. Todo agente educativo es un educador moral, por lo que sería
absurdo plantear este ámbito humano como algo exclusivo de un único agente especializado, como algo
propio únicamente de la familia y la escuela. Todo ámbito educativo es responsable de formación moral,
por lo que una tarea esencial a acometer por los profesionales de la educación se concreta en hacer
conscientes a los diversos profesionales de su incidencia moral (políticos, periodistas, profesores,
presentadores de radio, televisión, monitores, médicos...), así como de la trascendencia educadora de todo
espacio de convivencia (los movimientos de ciudades educadoras, ONGs, la red...). Ahora, tampoco
debemos olvidar que esta colaboración debe estar fundamentada en la necesaria coherencia entre todos los
agentes que intervienen. Fomentar la lógica diversidad, manteniendo la convergencia de sus actuaciones
en la propuesta de fines y objetivos coherentes. Actuar como agente de integración a partir de la
diferencia, impulsando el progreso social y el desarrollo personal.

2.1. LA FAMILIA COMO AGENTE MORAL


La familia es la unidad clave en la configuración moral de todo individuo. A pesar de los
cambios estructurales y de contenido que está. En este punto resaltamos dos acciones específicamente
planificadas con esta temática y que se están llevando a cabo actualmente en España. Los cursos de
formación de posgrado en educación en valores organizados por la Universidad de Barcelona y la
Organización de Estados Iberoamericanos y dirigidos por la Dra. Buscarais (http:// www. campus-oei. org/
valo-res), y en la Universidad Complutense de Madrid el curso de Especialista Universitario en Educación
Moral y Cívica en el Sistema Educativo, dirigido por el Dr. Ibáñez-Martín (http:// www. ucm. es/ finfo/
quiron/ edmoral). También destacamos la actividad que desarrollan diferentes grupos de
investigación y que tienen tras de sí una consolidada trayectoria profesional especializada en este campo.
Son referencias obligadas las universidades de Barcelona, Madrid (Complutense), Murcia, Navarra,
Valencia.... En la actualidad está cobrando cada vez más fuerza la realidad de la incidencia moral del
trabajo profesional. En este sentido, por ejemplo, se está ofertando en numerosos planes de estudio una
materia sobre deontología profesional como clave para la capacitación profesional.

La familia sigue existiendo, y sigue prestando un servicio insustituible al desarrollo y apoyo


personal. Más que un obstáculo para el desarrollo individual, la familia sigue siendo una realidad y un
proyecto en el que se continúa creyendo, en el que se invierten la mayor parte de las energías personales, y
del que se espera que sea la fuente principal de nuestra satisfacción individual. » Una de sus funciones
esenciales es la influencia decisiva en la configuración moral de la persona en cuanto que cumple con las
características que la determinan como uno de los grupos humanos de mayor prestigio. Esto se debe a que
estamos ante un colectivo en el que se crea una relación:
- De dependencia estable entre todos los miembros que pertenecen a él. Esta relación es cotidiana,
interdependiente en la que se crean lazos de apego y una comunicación personal.
- Basada en un compromiso personal de largo alcance fundamentado en un proyecto en común y en la que
se propicia la relación intergeneracional, normalmente padres-hijos, que reclama a la vez la interacción
con otros individuos, ya sean familiares (abuelos, tíos...) o no (cuidadores, amigos...).
- Dinámica, ya que va cambiando al hilo del crecimiento y desarrollo de cada uno de los individuos de ese
grupo, así como en base a las vivencias y sucesos de todos y cada uno de los integrantes de la familia. La
interrelación entre todos los miembros cambia y evoluciona de forma constante, creándose así un
escenario de encuentro intergeneracional.
Aunque afirmemos que la familia no es la única agencia educativa, sí se la considera como
«[...] la más influyente en el aprendizaje de valores, de patrones valiosos de conducta y, también, su marco
más adecuado. Cuando éste fracasa o no se da, resulta muy difícil la suplencia». En esta influencia moral,
tan importante es el entorno sociofamiliar como el propio currículum familiar, es decir, todo aquel
conjunto de escenarios, prácticas, costumbres, creencias, etc., propios de cada una de ellas. De este modo,
cada miembro de este grupo accede a la sociedad, a la cultura a través de ese filtro que es la familia. En
ella se adquieren los primeros aprendizajes, las primeras experiencias, los primeros cánones para
interpretar el mundo... En ella se aprenden los valores en un ambiente de proximidad, comunicación,
afecto y cooperación, convirtiéndose así en el referente decisivo de aprendizajes especialmente eficaces y
duraderos para todos sus miembros. «En una sociedad tan "anónima" como la nuestra, en la que los
vínculos de integración a marcos estables de convivencia se han debilitado, la familia es, quizás, el último
reducto o espacio que queda al hombre de hoy para ser reconocido y acogido como tal.» A partir del
escenario educativo familiar, los objetos, los estímulos, las actividades cotidianas, el tipo de relación que
se establece entre sus miembros, las costumbres, los hábitos y las rutinas familiares configuran el modo de
interpretar, comprender y actuar en la sociedad. Todos los elementos cotidianos van constituyendo la
biografía y el currículum familiar, las diferentes personas que intervienen habitualmente, familiares o no,
así como los diferentes acontecimientos que van sucediéndose a lo largo de los años (nacimiento de un
nuevo miembro, desaparición de otro, cambios profesionales, problemas de todo tipo, etc.), inciden en la
conformación moral de todos sus miembros. Ninguna acción, entorno, suceso resulta indiferente en este
sentido, configurando un espacio educativo al que no hemos sabido prestar la atención que se debe.
En el grupo familiar se aprenden las claves a partir de las cuales se construyen las
representaciones globales acerca del funcionamiento de la realidad social. Ahora es importante recalcar
que el contenido de esos aprendizajes morales nunca será idéntico entre los padres y los hijos. Será
similar, ya que los hijos interpretan esos mensajes desde su propia realidad, además de que las
circunstancias de aprendizaje y de vivencia de ese contenido son radicalmente distintas a cuando lo
aprendieron sus padres, a la vez que cada individuo es un agente activo en el proceso de construcción de
valores. «Al aprovechar la experiencia de los demás -extraída en nuestras relaciones- adquirimos sus
comprensiones del mundo, sus explicaciones y sensibilidades; vamos compartiendo el sentido común que
rige la vida cotidiana. Esta forma de "crecer" no se constituye por una simple adición de materiales que
poder ir añadiendo sin más. También aprendemos que las personas tienen formas diversas de percibir y de
explicar las realidades que ven o que les afectan; es decir, nos asomamos a la evidencia del conflicto, a la
diversidad y a la relatividad [...].» Lógicamente, la eficacia de todos estos aprendizajes dependerá de:
la legibilidad del mensaje; la coherencia de los padres; el clima afectivo y la comunicación; la
participación, la posibilidad de vivencias esos modelos, y de darles un acento personal. Esto nos lleva a
considerar si podemos plantear unos valores clave en la dinámica moral familiar. Podríamos proponer
diversas alternativas, pero, al fin y al cabo, siempre aparecen los valores de solidaridad, tolerancia y
seguridad como elementos fundamentales de la interacción que sustenta este grupo. «En este sentido, una
familia que proporcione una red de apoyo ante las transiciones y crisis vitales, que acepte la diversidad de
opciones ante la vida y que, al mismo tiempo, proporcione seguridad para afrontar los diferentes retos del
desarrollo, supone una gran ayuda para recorrer con éxito el camino hacía la madurez. » Para su logro,
resulta lógico indicar a los padres una serie de pautas educativas con el fin de favorecer el logro de estos
aprendizajes. Entre ellas destacar, en primer lugar, que estas relaciones padres-hijos son siempre
bidireccionales. Cada uno de los miembros continúa su aprendizaje y tanto unos como otros, gracias a esa
interacción entre ellos como con el entorno en el que viven, van evolucionando consolidando unos
valores, unos contenidos morales, cambiando otros y descubriendo nuevos aspectos.
En segundo lugar, la necesidad de la participación de todos los miembros en la puesta en
práctica de esos valores, contribuyendo entre todos a la configuración de los escenarios educativos y al
currículum familiar. Como pauta tercera, también es importante resaltar la necesaria adecuación a las
peculiaridades de cada hijo (aparte de la edad biológica, debe adaptarse al estilo, las necesidades y los
intereses de cada uno). A la vez que es imprescindible saber conjugar exigencia con afecto, sensibilidad
con el esfuerzo. En cuarto lugar, se debe tener en cuenta el entorno en donde está inserto el grupo familiar.
Las posibilidades que éste ofrece, los inconvenientes y las influencias negativas que inevitablemente
suceden, las personas con las que interactúa, etc. Ninguna familia es una célula aislada dentro de una
sociedad. De aquí la responsabilidad que tiene tanto en la configuración de la personalidad de cada uno de
sus miembros, como en la mejora de la propia sociedad y en saber establecer una adecuada red de
interrelación dinámica, abierta y participativa.
Por último, un tema que no debemos olvidar, y que ya hemos mencionado, es el currículum
familiar, es decir, todos aquellos contenidos de las actividades cotidianas, los actores que intervienen, la
temporalización de esas actividades, las secuencias organizadas, etc. Las ideas previas de los padres, o de
las personas que influyen en la constitución y dinámica de esa familia (abuelos, tíos, amigos,
cuidadores...), los estilos de éstos, las estrategias educativas que se utilizan. Todos estos elementos están
constituyendo el fundamento de la personalidad moral de cada uno. Sí entendemos como paso previo que
«la construcción de la personalidad moral parte de un doble proceso de adaptación a la sociedad y a sí
mismo. Por tanto, en un primer momento vemos la educación moral como socialización o adquisición de
las pautas sociales básicas de convivencia. Y la vemos también como un proceso de adaptación a sí mismo
o de reconocimiento de aquellos puntos de vista, deseos, posiciones o criterios que personalmente se
valoran», defenderemos la importancia del papel de la familia en este desarrollo, así como la necesidad de
profundizar en esta propuesta y potenciar su formación.

2.2. LAS ISTITUCIONES EDUCATIVAS Y SU INCIDENCIA EN LA FORMACIÓN MORAL


Sobre el papel eminentemente educativo de toda institución educativa, especialmente de la
escuela, se ha escrito mucho. Unos le han otorgado una influencia decisiva en todo individuo, otros
cuestionan esta función. Ahora bien, lo que no cabe duda es que cada vez más personas, y desde edades
más tempranas, permanecen a lo largo de toda su vida gran parte de su tiempo en ellas. No es el único
espacio donde aprendemos, pero sí es uno de los ámbitos decisivos dado que son instituciones donde se
establecen relaciones constantes, cotidianas y directas con otros adultos, con los grupos de pares, aparte de
la familia o el grupo de iguales. Para muchos se convierte en el único lugar de interacción donde se
persiguen unas metas educativas explícitas y en las que todo, al menos teóricamente, está planificado y
diseñado para el logro de unos objetivos instruccionales y formativos. De este modo, cuando hablamos de
los centros educativos, independientemente de que mencionemos la educación infantil, la universidad, o
programas no formales, estamos refiriéndonos a entidades en las que interactúan una serie de sujetos con
diferentes niveles de responsabilidad, de actuaciones directas, de configuración de un entorno específico.
Hablamos del centro educativo como institución educadora, pero cumplirá únicamente este papel sí las
personas que intervienen en su planificación y ejecución pretenden realmente unos efectos educativos. Es
decir, sí se han propuesto unos fines educativos y todos los elementos que intervienen en esa organización
se han diseñado para el logro de esas metas. Por ello, más que examinar en este tema la función de las
instituciones educativas, su sentido... será necesario analizar la actuación de los diferentes profesionales
que intervienen en ellas y su complementariedad con las actuaciones educativas de la familia.
Toda institución escolar ha desempeñado siempre un papel definido a lo largo de su ya larga
historia, en el que se destacan como funciones esenciales: La transmisión de la cultura específica de la
sociedad en la que está enclavada. La ayuda a la integración y adaptación de cada alumno a esa
comunidad, por lo que enseñarán las normas, las pautas de conducta... propias de esa sociedad. El
desarrollo de destrezas específicas dirigidas al desarrollo profesional. La aportación de la posibilidad de
convivir con los iguales y con los adultos en espacios comunes reglamentados. Pretende promover los
elementos básicos para desarrollar las capacidades específicas de cada uno de sus alumnos, a la vez que
integrarle en la comunidad en la que vive. Aporta la cultura que le va a dar las coordenadas básicas para
desarrollar y afianzar su identidad, para interactuar y convivir con los demás, a la vez que le transmite el
bagaje necesario para afrontar su vida a lo largo de las diferentes etapas vitales. Otorga el marco de
referencia básico, gracias al cual sabemos interpretar la realidad y, de este modo, actuar en nuestro
contexto.
Pero el problema con el que se enfrenta hoy en día la institución educativa es que parte de
estas funciones siempre las ha compartido con otros agentes educadores, especialmente con la familia,
cuestión que en la actualidad no sucede así. Aparte de que ha pasado de ser una entidad socialmente
valorada y respetada, a ser objeto de crítica, cuestionando su autoridad. A la vez, el déficit socializador
con el que hoy acceden los alumnos a los centros educativos es significativo, lo que conlleva que ésta se
vea forzada a replantearse de nuevo sus funciones, no porque le añadan roles nuevos, sino porque debe
establecer cómo llevar a cabo muchos de los contenidos básicos de formación, cuando a lo largo de
décadas los ha compartido. Por otro lado, los medios de comunicación social, las tecnologías de la
información y la comunicación... se han consolidado como auténticos rivales en el ámbito educativo, ya
que están planteando contenidos más cercanos a los intereses de los educandos, utilizando contenidos y
canales de comunicación mucho más atractivos.
Estamos ante una auténtica socialización divergente, cuyo desarrollo extremo podría poner en
peligro la mínima cohesión social, ya que vivimos en una sociedad pluralista, en la que los distintos
grupos sociales, con potentes medios de comunicación a su servicio, defienden modelos contrapuestos de
educación, en los que se da prioridad a valores distintos cuando no contradictorios. En la actualidad esta
contraposición entre espacios educativos es uno de los aspectos más difíciles de solucionar, por lo que
«[...] la escuela se ha convertido en el escenario de actitudes, de expectativas, de disposiciones políticas,
sociales y personales, de prácticas, de conductas y de demandas tan encontradas y tan dispares que cada
uno de los pasos del proceso general de la enseñanza se ha transformado en una encrucijada de solución
difícil y casi siempre conflictiva». Mientras otros espacios educativos no son atendidos con estos mismos
criterios y exigencias. Al mismo tiempo, aunque las organizaciones educativas aún no han asumido de
forma plena el reto del acceso de todos a una educación formal, la conmoción que ha supuesto esta
extensión de la enseñanza a todos y en todos los niveles está todavía afectando al modo de plantear y
enfrentarse con los problemas que se dan en ella. «La situación actual carece de precedentes históricos,
supone el fin de un sistema basado en la exclusión, y configura una nueva concepción de nuestro sistema
de enseñanza que aún no somos capaces de valorar en su justa medida, porque todos nosotros hemos sido
educados en el anterior sistema educativo, y al carecer de otras referencias, tendemos inevitablemente a
comparar los problemas actuales con situaciones anteriores, sin entender que la generalización de la
enseñanza al cien por cien de la población supone un cambio cualitativo que modifica los objetivos, las
formas de trabajo y la esencia misma del sistema.» Esto nos exige que el primer paso a dar estribe en que
la escuela recupere la confianza en sí misma, su puesto en la sociedad actual, su peso en el desarrollo de
cada individuo, sin suplantar ni reemplazar funciones de otros agentes educadores.
Muchos autores afirman que el problema de la escuela es que «[...] aún vive en el pasado
porque el presente en el que se desenvuelve es ya profundamente diferente de la realidad en respuesta a la
cual ha sido concebida.» Entonces ¿qué debe hacer? ¿Cómo debemos plantear en la actualidad el papel de
toda institución educativa? En esta línea, defendemos que todo centro educativo debe formar básicamente
en tres ámbitos que deben desarrollarse de forma estrechamente interrelacionada: la autonomía personal;
la ciudadanía; el trabajo profesional.
Cada uno de ellos comprenderá una serie de contenidos, de destrezas y de actitudes
fundamentales que le ayudarán tanto en el logro de su madurez, como en la interacción con los demás, y
en su participación como ciudadano, facilitándole marcos compartidos de comprensión de lo que significa
la sociedad, junto con determinadas habilidades sociales y valores. Todo ello va a implicar que todo
individuo adquiera unas capacidades mínimas en cada uno de los ámbitos que acabamos de mencionar:
 Autonomía: transformación de la información en conocimiento; autoconocimiento y autoaceptación;
autodesarrollo en interacción con los otros; capacidad de expresar sentimientos, emociones, valores...
capacidad de elaborar juicios morales
 Ciudadanía: alfabetización cultural, tanto a nivel oral, numérico, escrito, icónico como digital;
alfabetización cívica y política; competencias cívicas; destrezas y valores que sustentan la convivencia
democrática.
 Trabajo profesional: conocimientos básicos del ámbito profesional; destrezas básicas específicas de su
profesión; capacidad para el trabajo en equipo; deontología profesional.
Estos tres ejes, identidad, ciudadanía y profesión, serán los factores sobre los que deberá girar
todo el proceso de enseñanza/ aprendizaje que se imparta en estas instituciones, y que después seguirá
desarrollándose a lo largo de toda la vida en todo espacio de aprendizaje, ya que sí la educación, proyecto
reflexivamente dirigido, no la pensamos como un instrumento para construir los pilares de la
humanización, la estamos apartando de sus funciones antropológicas fundamentales. Las nuevas
propuestas curriculares deben ir en esta línea. La fuerte carga instructiva que durante siglos ha asumido
esta institución, debe ser sustituida por una enseñanza dirigida fundamentalmente hacia el desarrollo de
destrezas, competencias, valores, actitudes... básicos que ayuden a cada individuo a desarrollar sus propias
capacidades y su propia identidad, a la vez que le doten de las herramientas necesarias para afrontar el
cambio cada vez más vertiginoso de nuestra sociedad.
Esto no quiere decir que no se valoren los conocimientos, sin duda, esenciales, y que son
contenidos fundamentales en la configuración de la identidad de cada persona, de cada grupo. Sino que a
la vez debe diseñar su acción educativa tomando en cuenta e incluyendo los otros espacios donde viven y
conviven los alumnos. Todos aquellos entornos donde también está sucediendo educación y previendo que
la educación es una tarea permanente que nos acompañará a lo largo de toda la vida.
Toda institución educativa debe volver a recuperar su rol de liderazgo en la educación. Su
responsabilidad continúa siendo la de formar personas, ciudadanos y profesionales autónomos, maduros,
responsables de sus decisiones, coherentes, competentes, que saben respetar otras manifestaciones e ideas
diferentes a las suyas, que saben colaborar, participar en un proyecto común. Ahora bien, la institución
escolar no es la única responsable de la formación de las personas. Debe cooperar con los otros
educadores, colaboración que implica saber defender cuál es el espacio propio de su actividad, cuál debe
ser compartido y cuál es específico de otros agentes e instancias y debe ser asumido por ellos. Sin duda, la
educación es una tarea compartida, pero el gran problema que hoy en día estamos viviendo es la dejación
de responsabilidades por parte de los educadores, lo que conlleva a un urgente análisis y adjudicación de
tareas, profundizando en el contenido de cada una de estas competencias. Por ello, uno de sus deberes es
defender sus propia! Funciones de toda intromisión, así como reclamar la actuación comprometida de
otros agentes cuando se trate de competencias compartidas. Contribuir a la clarificación de la actuación de
cada institución, ayudando a que cada uno asuma, de la mejor manera, la suya propia y, enseñando, si
fuera necesario, a abordarla. También tiene la responsabilidad de hacerse oír cuando la sociedad, a través
de cualquiera de sus instancias y medios de actuación, no lleva a cabo acciones educadoras, cuando entra
en contradicción con lo que pretende que la sociedad sea o está reclamando.
La institución educativa nunca debe perder de vista que es un eslabón más de una cadena
educativa. Fundamental, por cierto, ya que los alumnos que acceden a ella están en la etapa evolutiva en
que se condiciona gran parte de sus posibilidades posteriores y en la que se aportan los fundamentos de la
formación de la persona. Está iniciando y poniendo los cimientos del proceso madurativo de cada uno,
clave para su desarrollo posterior, aportando una educación básica necesaria para una mejor calidad de
vida y para continuar el aprendizaje durante toda la vida en un mundo cada vez más complejo. Cuando se
alude a una mejor educación básica para el siglo XXL, destaca la UNESCO, no basta con querer « hacer
lo mismo durante más tiempo», sino que es urgente pensar en otra educación que no sea una variante de la
heredada de otras épocas, buscar modelos nuevos en los que todas las instancias educadoras colaboren en
una línea coherente de actuación.
Los centros educativos no deben olvidar que deben responder a las necesidades de cada
alumno, a la vez que a las exigencias de la sociedad en la que están enclavados. De ahí que hoy en día la
dinámica de cada una de estas instituciones deba ser diferente, sencillamente porque el grupo de alumnos
que acuden a ella son diferentes y porque tienen la responsabilidad de proponer y desarrollar un Proyecto
Educativo en el que convergen profesores, alumnos, padres y todo aquel profesional que trabaje en esa
institución. Cada centro educativo debe crear su propia identidad y desde ella educar. Deberá tener en
cuenta la diversidad del alumnado, la interculturalidad de esta sociedad globalizada, la irrupción de las
tecnologías de la información y de la comunicación... es decir, deberá plantear su Proyecto Educativo y su
Proyecto Curricular de tal modo que logre que cada alumno que pase por sus aulas tenga la formación
necesaria y suficiente para integrarse en nuestra sociedad, ofertándole las condiciones necesarias para
madurar. O, al menos, haya hecho todo lo posible para que cada uno, con sus diferencias, con sus
problemas, tenga esta opción.
Por otro lado, toda institución educativa debe tener muy claro cuáles son sus
responsabilidades, saber exigir la intervención de otros agentes educativos, respetar, a la vez que ayudar,
la necesaria actuación de otros, defender los campos específicos del centro educativo y dinamizar aquellos
en los que deben integrar la actividad de varios agentes. Esto ayudaría, sin duda, a volver a creer en la
escuela, volver a recuperar el peso de la tarea de los profesores, recobrar la confianza de su tarea. «En
resumen: educar para la convivencia democrática es responsabilidad y tarea de todos, porque requiere
sustentarse sobre sólidas bases sociales y nutrirse en una profunda fundamentación moral, en vez de
limitarse a un simple adiestramiento o a reflejos artificiales.» Con relación a este aspecto, no somos
ajenos a la gran influencia que algunos agentes sociales están ejerciendo en toda la población. Los medios
de comunicación social, las tecnologías telemáticas... son ejemplos del poder que ejercen en la difusión de
modelos, en la creación de nuevas estructuras culturales, de nuevos hábitos, de creencias, de modas, etc.
Todos ellos son claros representantes de la educación informal. Aunque poseen también, no lo olvidemos,
unas posibilidades imponentes para poner en contacto culturas, para difundir conocimientos, ideas,
valores..., que cooperen en la consolidación de la cohesión social.

No es cuestión de querer anteponer unas instituciones a otras, ni comenzar una discusión en


el que se contraponen unos a otros, sino de buscar un equilibrio entre la educación formal, no formal e
informal, gracias al cual cada una de éstas sea capaz de aportar los elementos necesarios para atender las
necesidades formativas de cada individuo a lo largo de toda su vida, aporten elementos valiosos que
contribuyan a enseñar a convivir, a ser. La educación es una responsabilidad de la sociedad en su conjunto
que va más allá del rol que le compete en la actualidad a la escuela, además de que no podemos perder de
vista que el principal problema no es de carácter informativo, sino fundamentalmente actitudinal y
conductual. Es necesario construir un nuevo espacio social «[. ..] en el que todos tengamos reconocido el
derecho y el deber de participar como sujetos actores, en el cual todos nos consideramos acogidos,
reconocidos y respetados». Y atender este cambio es la verdadera revolución que debe acometer la
institución educativa en todos sus niveles.
Cuando hablamos de la institución educativa como educadora moral lo habitual es centrarse
en el análisis de la figura del profesor. Sin duda, es un factor fundamental en la formación moral de sus
alumnos. Pero en esa interacción cotidiana que se da entre profesores y alumnos existen otros elementos
que también condicionan el aprendizaje moral. En concreto nos referimos a las propias materias que se
imparten, no sólo el contenido de las materias sino la metodología con la que se enseña, los recursos que
se utilizan, la dinámica organizativa de la clase, del clima de cada aula, y de la posición que ocupe en ella
cada uno de los alumnos, etc. Todos estos elementos están contribuyendo, de forma explícita o implícita, a
la formación moral de cada educando.
Por otro lado, también debemos tener en cuenta cómo está influyendo en la formación de
cada uno el propio centro educativo, a partir de su propia organización, de los fines que persigue, el clima
que propicia, las normas que establece, etc. Tan importante son los documentos institucionales en los que
se plasman todos estos elementos, como el análisis de las prácticas cotidianas. Cómo se viven en el centro
todas estas interacciones son las que nos darán la clave para conocer cómo están formando a sus alumnos,
ya que lo decisivo en toda institución educativa a la hora de abordar la educación de forma coherente
estriba en la elaboración del Proyecto de Centro, proyecto que va a determinar tanto el clima, el ethos de
ese centro, como la actuación coordinada de todos los educadores que trabajan en él. Lo realmente
importante y lo que va a ir incidiendo en la formación de cada uno de los alumnos es lo que viva en el
aula, en los pasillos o en el patio de la escuela, la experiencia que tenga de su convivencia con los
compañeros, con los profesores y con el resto de los profesionales con los que trate. En definitiva, su
experiencia de la vida cotidiana de la escuela, con sus normas implícitas, sus hábitos, sus valoraciones...
No es indiferente un tipo de atención u otra, un tipo de experiencias u otras. De ahí que cada centro deba
plantearse cómo entiende la educación, cómo quiere plasmar la educación moral y cívica, de tal modo que
se refleje no sólo en la programación de las diferentes materias, sino también en sus diferentes ámbitos de
convivencia. Qué tipo de valores se quieren potenciar, qué tipo de destrezas consideran que deben
dominar, qué tipo de experiencias se quieren fomentar.
Pero no sólo es plasmarlo en el Proyecto de Centro, sino también concretar cómo se va a
llevar a cabo, con qué medíos, quiénes serán los responsables, plantear cómo se va a revisar este
aprendizaje, qué criterios se van a seguir para su evaluación en cada uno de los ámbitos de actuación,
cómo se va a evaluar el clima del centro de tal modo que se persiga realmente un proceso de enseñanza-
aprendizaje coherente. En este sentido, resulta esencial valorar el currículum oculto para integrar lo que
haya de positivo en el currículum manifiesto e intentar paliar, cambiar... aquellos elementos negativos o
contrarios al Proyecto de Centro.
Por otro lado, no debemos olvidar la actuación de cada profesor en el aula. No cabe duda de
que los profesores influyen en cómo aprenden los jóvenes a mirar y a tratar a otras personas, con sus
distintos intereses, preocupaciones y proyectos. Y esta influencia moral y cívica se produce en la mayoría
de las ocasiones de forma indirecta e inconsciente, en la interacción cotidiana entre profesores y alumnos
tanto en las aulas como fuera de ellas. No hay duda de que los profesores están formando más a través de
su conducta que a través de lo que dice, de sus explicaciones. Recordamos acciones, reacciones... no tanto
las explicaciones que nos dieron ante un hecho. Nos marca la conducta diaria de un educador,
positivamente cuando se detecta, coherencia en esa persona, y de forma negativa cuando descubrimos la
incoherencia. «[...] si usted me quisiera preguntar en qué circunstancias adquirí por primera vez paciencia,
precisión, economía, elegancia y estilo, tendría que responder que [...] debo ese reconocimiento a un
profesor de gimnasia que vivió mucho antes de estos días de la "educación física" y para quien la gimnasia
era un arte intelectual; y se lo debo a él, no por algo que dijera en algún momento, sino porque era un
hombre de paciencia, precisión, economía, elegancia y estilo". También debemos destacar que, a pesar de
seguir defendiendo la importancia decisiva de cada profesor en la formación de sus alumnos, debemos
también hacer mención que estos educadores forman parte de un Claustro, forman parte de un centro
educativo que tiene su propio Proyecto. De ahí que se deba exigir la necesaria coherencia en las
actuaciones con los otros profesores, que se intente plasmar un estilo propio como centro, lo que conlleva
una necesaria coherencia de los profesores con el Proyecto de Centro.
En la educación moral y cívica todo centro educativo debe convencerse de la necesidad de
salir de su propio recinto con el fin de enriquecer con otros proyectos, con otras actividades, esa
formación. Actividades de voluntariado, colaboración con proyectos de ayuntamientos, de ONGs, la
movilidad de profesores y estudiantes en todos los niveles, etc., ayudan a abrir perspectivas en la dinámica
y compleja configuración de la sociedad y a desarrollarse como persona, ya que la educación moral y
cívica presenta una innegable vinculación con la experiencia: no se puede aprender estos contenidos sin
referentes experienciales de los mismos. Resulta necesario que se entienda la responsabilidad que todos
tenemos en la dinamización de nuestra comunidad, en su mejora, en la comprensión de los problemas que
surgen.
Sin duda, «es necesario que exista en el ámbito de la institución escuela un espacio claro
donde se aprenda de forma vivencial a implicarse en proyectos colectivos del tamaño que corresponda
evolutivamente a la población con la que esté trabajando». La participación de agentes externos a la
escuela en diferentes actividades y ocasiones, las propias familias, los agentes sociales, las personas
mayores, representantes de organismos... todos ellos pueden aportar una visión diferente y
complementaría que enriquece sin duda. Las posibilidades que nos brinda hoy en día las tecnologías de la
información y la comunicación abren posibilidades hasta ahora insospechadas para este tipo de
aprendizajes. La interacción con otros grupos de iguales compartiendo intereses, conociendo sus culturas,
cooperando en proyectos... posibilitan experiencias de indudable valor.

3. La fuerza educadora del medio


Como ya hemos mencionado, un condicionante clave en el desarrollo moral de todo sujeto es
el contexto social en el que se vive. Entendemos que dentro de este término se consideren conceptos
multidimensionales como son el ambiente, el entorno o la cultura. Aspectos todos ellos difusos, difíciles
de concretar, pero de indudable injerencia en la formación de la persona, ya que son los que configuran el
modo de entender y ser en la vida. A través de ellos aprendemos de forma inintencional las claves para
interpretar la realidad. Percibimos las modas (a través del vestir, del lenguaje, la calle, la publicidad...), las
ideas previas, las creencias, los valores, etc., que condicionan nuestro modo de comprender el mundo que
nos rodea y nuestra interrelación con los demás.
Así, a la hora de analizar una acción formativa resulta fundamental estudiar, en primer lugar,
el contexto en el que ésta se desarrolla, ya que es un elemento determinante de su configuración. Este
entorno entendido tanto desde los aspectos institucionales, funcionales y materiales que la constituyen,
como desde la interrelación que los individuos establecen unos con otros y con lo otro, junto con el clima
que se consolida, serán claves para el desarrollo de la personalidad de cada uno.
Creencias, costumbres, tradiciones, modas... los vamos acogiendo a partir de estos elementos
contextuales. Aprendemos, en suma, lo que vivimos en nuestra realidad inmediata y cotidiana. Son esos
escenarios educativos los que realizan las funciones de mantenimiento, estimulación, apoyo,
estructuración y control, a partir de las cuales van desarrollándose las diversas experiencias formativas de
cada individuo. De ahí la importancia del análisis de todos los factores y elementos que los configuran.
Ahora, aunque, lógicamente, todo entorno ha ejercido siempre una influencia educadora, no es lo mismo
un medio que otro. Nunca ha sido un elemento neutral, de la misma forma que el ser humano siempre lo
ha transformado adaptándolo a sus necesidades, a sus intereses. La cultura, toda cultura ha supuesto
siempre esa transformación, lo que implica ya un modo de perpetuarla, una forma segura de formar a los
individuos que conviven en ese entorno. Así, afirmamos que todo el ecosistema no ha sido un decorado,
sino un verdadero promotor de la evolución humana. Por lo que también se trata de enseñar a dialogar con
las cosas, porque, sencillamente, las cosas también educan.
En esta línea, hoy en día damos cada vez más importancia a la ecología pedagógica, al medio
como factor educativo, al clima de toda institución como el nicho en el que realmente está sucediendo
educación. Variables extra e intragrupales condicionan este aprendizaje, ya que «no es posible entender la
formación de la personalidad moral sin considerar los contextos o medios de experiencia moral en que se
llevan a cabo los procesos formativos. La formación moral de los sujetos no resulta fácilmente explicable
al margen de los entornos en que viven y que les influyen. Se hace imprescindible entender la educación
moral desde una perspectiva ecológica».
CAPÍTULO 8- EL ASPECTO ÉTICO EN LA CONFIGURACIÓN PROFESIONAL DE LA
EDUCACIÓN

Cualquiera que se acerca a un entorno de interacción educativa puede advertir que gran parte
de las situaciones que se desarrollan en él tienen que ver con la ética, lo que ya desde un nivel puramente
experiencia) justifica conceptuar la educación como un acontecimiento ético. Es, pues, éste uno de esos
temas en los que «la reflexión teórica reafirma lo que sugiere la experiencia cotidiana», o, por decirlo con
Buzzelli y Johnson en su reciente libro The moral dimension of teaching, esa experiencia nos lleva a
reconocer que el significado ético de la educación no emana de ninguna teoría, sino de la actividad misma.
Cuando el educador piensa en su trabajo, comprueba que el conocimiento técnico es insuficiente para
responder a muchos de los problemas que se le plantean, y que cuestiones que a simple vista pueden
parecer valorativamente neutras, están en realidad «rebosantes de posibilidades morales». Lo mismo
sucede cuando de la experiencia del educador nos movemos a la del sujeto que se educa, según hemos
podido comprobar en los relatos de los alumnos de educación primaria participantes en nuestras
investigaciones narrativas sobre la percepción de la realidad cotidiana en la infancia. Uno de los alumnos
narra esa vivencia con estas palabras: «En mí colegio casi siempre estamos haciendo excursiones. Es muy
grande. Me lo paso muy bien. Lo que más me gusta es el patio: correr, jugar y hacer trampas y túneles
subterráneos. Lo que menos me gusta es los días esos en los que no encuentro amigos porque se han ido a
música, judo o cerámica. Mí profesora es muy buena, a veces nos dice que nos va a poner un castigo, y
luego no lo hace. Me gustaría tenerla el año que viene...» Y otro nos cuenta: «El colegio me gusta porque
puedes aprender cosas nuevas, aunque algunas veces me da un poco de pereza y también otras veces me
aburro. Como soy dudoso, cuando no entiendo algo en seguida lo pregunto. Se me dan bien las
matemáticas, y algo peor el lenguaje. Algunos profesores me gustan más y otros menos, sobre todo sí son
chillones o si se enfadan cuando hablamos o nos portamos mal. El profesor que más me gusta es el de
matemáticas... » En la experiencia escolar de estos alumnos, la relación con los profesores se vive sobre
todo en términos de cualidades morales: de su disposición para levantar un castigo o su paciencia y
autocontrol en situaciones de alboroto.
Durante los últimos años, la discusión acerca del sentido y naturaleza de esta vertiente ética
de la educación se ha vinculado a la demanda de una mayor profesionalización de las funciones
educativas. Lo interesante de la situación es que la misma apelación a la profesionalización del educador
ha sido esgrimida tanto para defender el carácter central de esa vertiente, como para mantener su lugar
secundarlo con respecto a otros modos de conocimiento más científica y técnicamente orientados. En este
capítulo vamos a indagar el lugar del aspecto ético en el proceso de configuración de la imagen
profesional del educador. Partiré de nuestro contexto cercano y rastrearé, en primer lugar, las dificultades
de los diferentes intentos de dar fonda a esa imagen profesional en las sucesivas reformas que ha
experimentado el sistema educativo a lo largo de los últimos treinta años. A continuación, expondré los
ejes de la discusión acerca de los dos diferentes modos de entender el trabajo de los educadores, el
conocimiento pedagógico y la relación entre la teoría y la práctica que subyacen en esas normativas, lo
que permitirá formular una propuesta sobre el sentido de la dimensión ética en la actividad de educar. A la
vista de los análisis anteriores, para finalizar valoraré el nuevo interés por la regulación deontológica de tal
actividad que ha surgido últimamente en nuestro país como consecuencia de esa pretensión de
profesionalización.

1. La búsqueda de configuración de una imagen profesional del educador


¿Qué es lo que permite afirmar que una determinada ocupación puede ser considerada o no
una actividad profesional? Desde la sociología de las profesiones tradicionalmente se ha respondido a esta
pegunta indicando una serie de características propias de las actividades profesionales, tales como
conocimiento y destrezas específicas, autonomía y responsabilidad, contribución social, remuneración,
etc. Superada la vieja dicotomía entre unas tareas liberales y otras serviles, en las que «el salario es como
el precio de una servidumbre» (Cicerón, De Officiis, I, 42, 150), quizás el aspecto más controvertido hoy
en día sea el de la autonomía. ¿En qué aspectos los profesionales pueden y deben actuar sin interferencia y
cuáles deben quedar abiertos a la discusión y decisión de los clientes y ciudadanos? En términos
generales, puede establecerse el criterio de que es el conocimiento y destrezas específicas lo que
fundamenta y delimita al área de autonomía del profesional. Aquellas cuestiones que entran dentro de tal
área quedan sujetas al juicio profesional; las que la trascienden deben abrirse a la decisión de los clientes
actuales o potenciales.
Por este motivo, hay que valorar positivamente el empeño epistemológico que viene
desarrollándose desde los años ochenta en nuestro país por la construcción de un conocimiento autónomo
de la educación, que vuelva a rescatarlo de la disolución de la que fue objeto en el antiguo modelo de las
Ciencias de la Educación. Se ha discutido ampliamente la modalidad de ese conocimiento: ¿es un
conocimiento científico-técnico sobre la pertinencia y eficacia de los medios adecuados para alcanzar
fines dados? ¿Es, más bien, un conocimiento ético sobre la bondad moral de los fines a conseguir? A mí
juicio, ninguna de estas dos alternativas resulta totalmente válida. Si, por un lado, supondría negar la
especificidad del conocimiento pedagógico e identificarlo sin más con el conocimiento ético, por otro,
sería restringirlo en exceso pretender que «todas las cosmovisiones básicas y normas morales esenciales
para los propósitos de una pedagogía práctica son asumidas como válidas y no son sometidas a
cuestionamiento renovador o explicación». Esta afirmación es cierta si significa que el conocimiento
pedagógico no crea él mismo las finalidades generales de la vida, pero es falsa si implica que ese
conocimiento no tiene nada que decir sobre la determinación de los propósitos específicamente
pedagógicos de la educación.
Entre las finalidades éticas generales y su determinación como fines de la educación, queda
un amplio campo de elaboración pedagógica, que no se limita exclusivamente a su concreción en función
de factores contextuales (de tipo psicológico, sociológico, etc.) sino que incluye también la discusión
sobre la cualidad formativa de dichas finalidades, esto es, sobre su concreción como efectos a conseguir
en la estructura de pensamiento, decisión y acción de la persona que se educa, tal como hemos planteado,
por ejemplo, en lo que se refiere específicamente a la cualidad formativa de la finalidad ética general que
supone el respeto y promoción de los derechos humanos, como requisito previo al diseño de actividades
para su desarrollo a través de modalidades de educación formal y no formal. Pero aquí no acaban los
problemas para la profesionalización de las actividades de educación. Autores como Hoyle han notado que
aunque algunas ocupaciones van adquiriendo paulatinamente esos rasgos que se supone les darían estatus
profesional, no por ello logran tener reconocimiento social como profesiones. La enseñanza -y lo mismo
podría decirse de otras actividades educativas- no ha escapado a esta dinámica. La razón hay que buscarla
en que «el desarrollo profesional de los profesores no se adapta al modelo imperante de
profesionalización, el cual tiene sus orígenes en la historia de ocupaciones tales como la medicina o el
derecho, y de aquí su escasa posibilidad de alcanzar estatus, excepto en el improbable caso de que la
enseñanza se convierta en el nuevo modelo de profesionalización». Este tipo de distorsiones ha llevado a
abandonar la respuesta tradicional centrada en un conjunto de rasgos y a sustituirla por enfoques más
centrados en el proceso de configuración profesional, en los cuales lo fundamental no es que una
ocupación se acomode o no a una serie de características previas, sino el mismo proceso histórico a través
del cual va conquistando un espacio y una imagen social.

Un proceso en el que hay avances y retrocesos, pugnas con otros colectivos profesionales,
reivindicaciones de autonomía, tensiones de poder. En consecuencia, lo importante ya no es averiguar si la
enseñanza o cualquier otra ocupación educativa cumple o no con determinados rasgos previos, sino
indagar su mismo proceso de constitución, como puede hacerse a través de la imagen del profesional que
han ido plasmando las sucesivas regulaciones legales de la actividad. En nuestro caso, la Ley General de
Educación, de 1970, en su intento de modernización del sistema de educación, abogaba ya por el
desarrollo de una imagen profesional del educador, y establecía que «la profesión docente exige en
quienes la ejercen relevantes cualidades humanas, pedagógicas y profesionales. El Estado procurará, por
cuantos medios sean precisos, que en la formación del profesorado y en el acceso a la docencia se tengan
en cuenta tales circunstancias, estableciendo los estímulos necesarios, a fin de que el profesorado ocupe en
la sociedad española el destacado nivel que por su función le corresponde». En la reforma abierta por esta
ley, el discurso acerca de la profesionalización se inscribe en una pretensión de racionalización para la
cual lo ideal es que el proceso esté bien diseñado y planeado de antemano a fin de que el educador tenga
que improvisar lo menos posible. Es la época de las taxonomías de objetivos operativos; de la confianza
en que la generalización y la calidad de la educación, se conseguirán «introduciendo progresivamente los
nuevos enfoques, métodos, técnicas y medios que, debidamente evaluados y contrastados, sean de probada
eficacia y de los cuales se obtenga el mayor provecho posible».
Este discurso encierra, pues, una lógica que se hace explícita en la nueva política curricular.
Como ha señalado Beltrán Llavador, «sí el currículo es siempre un espacio de contradicciones, el de la
Ley de 1970 las manifestaba de forma especialmente transparente. Encubierto bajo un aspecto de
coherencia epistemológica o, si se prefiere, de una lógica a la que no se da nombre, su carácter
tecnocrático lo hacía compatible con la nueva lógica de la dominación emprendida bajo el pretexto de la
modernización social. La mentalidad profesional que se fue consolidando a partir de su generalización
resultaba, asimismo, contradictoria, como reflejó de manera evidente la configuración posterior de las
prácticas y el modo en que los profesores conformarían su actividad profesional, pretendiendo seguir
puntualmente los dictados de una ley en la que se quiso creer desde el principio». En la normativa de esta
ley no faltan referencias a espacios de iniciativa y decisión de los educadores. Sin embargo, añade este
autor, «es muy importante notar cómo, bajo la apariencia de optatividad máxima y de autonomía
profesional y de gestión de los centros, se introduce un procedimiento de control al que los profesores y la
propia sociedad resultaban especialmente vulnerables, porque les era desconocido hasta entonces.
Acostumbrados al ejercicio del control abierto que se había venido practicando desde el principio del
franquismo, de carácter especialmente ideológico, su desaparición se contempla con cierta ingenuidad al
suponer que no resulta reemplazado. Lo que, por el contrarío, ocurre es que los mecanismos de control
quedan incorporados en los mismos procesos y estos nuevos procesos son los que inaugura la, a su vez,
nueva concepción curricular».
Por otro lado, dentro de la peculiar circunstancia histórica española de los años setenta,
presidida por el proceso de transición política y la aprobación de la Constitución de 1978, la pretensión de
profesionalización de la Ley General de Educación no se vio inmune a la dinámica que se fue perfilando
en el panorama internacional a lo largo de estos años. Las restricciones y ajustes económicos que la
mayoría de los países tuvieron que imponer durante esta década a sus sistemas de educación incidieron
muy acusadamente en la situación y expectativas de los educadores docentes, relegados a un segundo
plano en las prioridades de los gobiernos, los cuales, «al tiempo que perseguían el progreso permanente
hacia la democratización de la educación y la expansión de las posibilidades educativas, trataban de
contener el gasto en educación y de conseguir que los sistemas de enseñanza tuviesen más cuidado de
"rendir cuentas" de dicho gasto. Este marco político no ha sido muy favorable a la mejora de la situación
del personal docente».
La situación en este sentido no fue muy diferente en otros países de Europa, algunos de los
cuales se han visto forzados, sobre todo a partir de los noventa, a adoptar medidas que alivien la carencia,
actual o potencial, de aspirantes a la profesión, especialmente acuciante en algunas áreas (matemáticas,
ciencias, nuevas tecnologías o idiomas), llegando incluso en algunos casos a tener que cubrir los puestos
con personas que no siempre cuentan con la cualificación necesaria. La reordenación del sistema
educativo español acometida durante los años noventa, ya en el escenario consolidado de la nueva
sociedad democrática, trató en cierto modo, de responder a ese malestar del profesorado, desde el
convencimiento de que sin su colaboración cualquier intento de reforma estaría abocado al fracaso. La
Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo, de 1990, otorgó sobre el papel un mayor
sentido de profesionalidad y autonomía a los educadores docentes y a las escuelas, como factor clave de la
calidad de la educación. Más tarde, la Ley Orgánica de la Participación, la Evaluación y el Gobierno de
los Centros Docentes, de 1995, volvió a insistir en la especial importancia de su desarrollo profesional y
de los sistemas que permitiesen mejorar sus aspiraciones profesionales.
Frente a la orientación de perfil tecnocrático anterior, la reforma de estos años se inspira en
una concepción práctica, en la que el educador es visto como alguien que tiene que adoptar decisiones a
partir de la reflexión sobre su acción. Según el Libro blanco para la reforma del sistema educativo, previo
a la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo, «la reforma educativa precisa un
determinado perfil del profesor, que difiere significativamente del profesor tradicional [...] El perfil del
docente deseable es el de un profesional capaz de analizar el contexto en el que se desarrolla su actividad
y de planificarla [...] En resumidas cuentas, el perfil de un profesor con autonomía profesional y
responsable ante todos los miembros de la comunidad interesados en la educación»,
Pronto, sin embargo, muchos de quienes habían puesto sus esperanzas en el nuevo proceso,
comienzan a distanciarse de él, decepcionados por el cariz cada vez menos abierto a la innovación desde
la práctica que se va adoptando, y poco dispuestos a «confiar en que una Ley lo soluciona todo para, a
partir de aquí, dar paso a expertos en diseño y en proyectos curriculares, a tecnócratas de nueva visión ha
y a grupos editoriales». Sea como fuere, el anuncio y posterior implantación de la volcado su
escepticismo hacía los políticos, las familias y los pedagogos. El informe acerca de la profesión docente,
encargado por el Instituto Nacional de Calidad y Evaluación, que formó parte del estudio llevado a cabo
en nuestro país sobre el diagnóstico del sistema educativo en Educación Secundaria Obligatoria, volvió a
revelar algunos datos sobre esta sensación. Según el informe, los profesores siguen percibiendo una escasa
valoración social de su actividad, si bien se detecta que tal autopercepción no se corresponde con las
opiniones, globalmente más positivas, que la sociedad y los padres de los alumnos declaran tener de ellos.
Lo que existe es, pues, un desequilibrio, un déficit de autoimagen, que, quizá, denote la incertidumbre y
conflicto latente que experimentan los docentes ante lo que se ha llamado la redefinición de su papel
profesional, de sus funciones y obligaciones, forzada por la nueva dinámica de la vida social y familiar. El
discurso de la profesionalización habría funcionado, de este modo, más hacia el exterior que hacía al
interior del colectivo. Pero, como índica Langford, ambas cosas son imprescindibles y no existe ninguna
receta que garantice su logro automático. Recientemente, la Ley Orgánica de Calidad de la Educación ha
vuelto a insistir en la necesidad de «elevar la consideración social del profesorado», y lograr, mediante
diferentes medidas que tienen que ver con los sistemas de formación y promoción en la carrera
profesional, asegurar una calidad que pasa «por atraer a la profesión docente a los buenos estudiantes y
por retener en el mundo educativo a los mejores profesionales ». Consolidando la tendencia iniciada en los
noventa, en esta última ley, la pretensión de profesionalización se produce en el contexto de una búsqueda
de calidad abiertamente orientada hacia un mayor control de los resultados mediante mecanismos de auto
y heteroevaluación, que la sitúa en la línea de las reformas actuales de cuño neoliberal, animadas por el
objetivo de promover la libre competencia entre los centros educativos, dotándolos de mayor autonomía
en la adopción de decisiones y en la obtención y gestión de los recursos, flexibilizando las regulaciones de
elección escolar e introduciendo medidas de evaluación de resultados.
Probablemente sea aún pronto para adivinar la evolución de la imagen del educador que
traerá aparejada la reforma recién iniciada, y habrá que esperar a la concreción que se realice en su
desarrollo normativo. No obstante, ciertas tendencias internacionales actuales nos permiten obtener
algunos indicios. A ellas se ha referido, por ejemplo, el informe de la UNESCO Los docentes y la
enseñanza en un mundo en mutación, señalando que ciertas políticas educativas actuales que se hacen en
nombre de la calidad han llevado a algunos observadores a expresar «el temor de que se produzca una
tendencia a la "desprofesionalización" de los docentes y de la enseñanza, de manera que el papel del
maestro se límite al de un especialista que se encarga principalmente de poner en práctica los
procedimientos reglamentarios en lugar de formular un juicio profesional sobre el enfoque didáctico que
sería más adecuado y eficaz en una situación concreta». En una ponencia marco presentada en el 45
Congreso Mundial del International Council on Education for Teaching, John Elliot se ha referido
específicamente a algunos aspectos de la reforma del sistema educativo de Inglaterra y Gales, inspirada en
la política de la tercera vía, y ha mostrado cómo las medidas que se orientan hacía los mecanismos del
mercado, concuerdan sobre todo con la imagen del profesor como alguien que dispone de competencias
técnicas, y en consecuencia dan prioridad a una formación docente entendida como capacitación en
destrezas que tienen que ver con el diseño instructivo, la gestión, etc., frente a una formación pedagógica
de base amplia. A su vez, un sistema centrado en la evaluación de servicios y resultados, supone una
desconexión entre fines y medios desde la que hablar de los profesores como profesionales reflexivos,
como investigadores en la acción, o como pedagogos críticos, es considerado un discurso ideológico
escasamente útil. De este modo, concluye Elliot, la separación de medios y fines, que fue objeto de las
críticas que se hicieron décadas atrás a la pedagogía por objetivos, vuelve hoy a resurgir bajo una nueva
forma, que quizá, podríamos vaticinar, no tardará en hacerse explícita en nuestro sistema de educación.

2. La dimensión ética de la educación en las perspectivas instrumental e intrínseca


La evolución de la figura profesional del educador que emana de la normativa que ha
regulado el sistema educativo a lo largo de los últimos treinta años refleja los ecos de la discusión entre lo
que podemos llamar perspectivas instrumental e intrínseca de la educación, que representan dos maneras
antagónicas de entender la naturaleza de la actividad educativa, el conocimiento pedagógico y la relación
entre teoría y práctica. A continuación sintetizaré las líneas principales de cada una de estas dos
perspectivas con el objetivo de poder perfilar el significado ético de tal actividad. La perspectiva
instrumental entiende la educación como un medio para el logro de objetivos de carácter individual y
social, cuya consecución más eficaz exige cuidadosos procesos de planificación política y técnica. De esta
orientación general derivan las principales características de este enfoque:
a) Responde al propósito de dotar a la actividad educativa de mayor cientificidad y eficacia, frente a las
imágenes de vocación, talento innato, etc. Por eficacia se entiende la mejor relación posible entre coste y
beneficio, es decir, obtener los mejores resultados con el menor coste. Para ello hay que definir claramente
los objetivos, delimitar lo mejor posible las tareas, establecer secuencias pormenorizadas de funciones y
actividades, realizar controles periódicos sobre la consecución de los objetivos, etc. En definitiva, se
pretende tenerlo todo previsto, controlar la mayor cantidad posible de variables que pueden influir en el
proceso y dejar el menor espacio posible a la improvisación y decisión sobre la marcha.
b) Adopta un modelo de racionalidad instrumental. Hay unos fines previamente delimitados que se
pretenden lograr y se trata de determinar los medios más eficaces para alcanzarlos. Responde al esquema
«proceso-producto». Hay un producto que se quiere obtener, un objetivo en el educando, preferiblemente
medible en términos comportamentales, y se trata de establecer lo más potlienorizadamente posible el
«proceso» que hay que seguir, con la menor relación coste-beneficio, para conseguirlo. A favor de una
mayor eficacia, es preferible que este proceso se concrete en un diseño o conjunto de instrucciones
pormenorizadas elaborado por equipos de expertos, que posteriormente será aplicado en el contexto de la
acción.
c) La relación entre la teoría y la práctica es una relación de aplicación. Los expertos construyen la teoría,
que es aplicada posteriormente en la práctica. El educador se convierte en un técnico, alguien que aplica
procesos previamente diseñados para que no tenga que decidir e improvisar. Su responsabilidad es técnica:
aplicar lo mejor posible las pautas de acción preestablecidas. Él, por tanto, no interviene en la política de
determinación del currículo.
Esta concepción ha sido criticada tanto desde una pedagogía tradicional, que ve en la técnica
un peligro de deshumanización, como desde una pedagogía progresista, que ve en el predominio de la
racionalidad técnica un factor de dominación social. En concreto, se ha indicado la irrelevancia a la que
condena la propuesta de objetivos, al exigir que éstos estén formulados en términos comportamentales. Se
ha llamado también la atención sobre la imposibilidad de un control total de las situaciones de educación,
cuya gran variabilidad impide tenerlo todo previsto de antemano y condena al fracaso a quienes confían en
una capacitación simplemente técnica. La pretensión de cientificidad y control supone, además, la
separación de significado y ejecución. El educador se convierte en alguien que aplica actividades o realiza
tareas, pero cuyo sentido y finalidad en el proyecto general de educación le es ajena. Desde posiciones de
poder se determina lo que se entiende por educación y sus objetivos, que los expertos convierten en
secuencias de intervención y el educador, más tarde, aplica. Ello tiene consecuencias de carácter
profesional y político. Por una parte, se produce una inhibición y desprofesionalización (desconocimiento
y desconexión de la razón de la intervención) de la función educativa. Por otra, el educador se convierte
en un instrumento al servicio del poder político o cultural dominante. Como respuesta a la anterior, la
perspectiva intrínseca adopta el concepto de praxis, o acción, que en la tradición aristotélica de la que
parte esta postura se presenta en confrontación con el de poiesis, o producción. La producción es aquel
tipo de actividad cuyo efecto recae sobre algo distinto al sujeto mismo que actúa. Su fin es producir o
modificar algo, como sucede en la fabricación y la artesanía.
La acción es el tipo de actividad cuyo efecto no recae principalmente sobre algo exterior, sino
sobre el sujeto mismo que actúa. En la acción, el fin no es algo distinto y situado más allá de la acción
misma. En la producción lo que interesa es el efecto producido, la cosa producida. En la acción lo que
interesa es la cualidad de la actuación considerada en sí misma. La forma de conocimiento o disposición
racional que rige la producción es la tekhné, o conocimiento técnico. El modo de conocimiento que rige la
acción es la phrónesis, o prudencia, que incluye tanto el momento cognoscitivo de la deliberación y juicio,
como el volitivo de la decisión para la acción, y supone una especificación de principios éticos generales,
que cobran forma en una situación determinada. De esta distinción entre praxis y producción se derivan
varías consecuencias, que dan lugar a las características de la perspectiva intrínseca:
a) No hay una separación tajante entre medios y fines. La situación de educación no se considera una
situación instrumental, con respecto a un fin situado más allá de ella misma, sino una situación que por sí
y en sí debe ser educativa. No se trata de que el educando realice actividades para algo, sino que eso que
realiza tiene que ser ya por sí mismo educativo. Dewey expresó bastante bien esta idea cuando decía que
se entiende mal el carácter del fin de la educación si se considera «al enseñar y aprender como meros
medios de preparación para un fin desconectado de los medios. Que la educación es literalmente y siempre
su propia recompensa significa que ningún estudio o disciplina alegados son educativos sí no tienen valor
propio inmediato».

b) Se considera la actividad educativa como una acción que no puede ser regulada totalmente de forma
previa, y al educador como alguien cuya profesionalidad no consiste simplemente en ejecutar diseños que
construyen otros, sino en ser capaz de considerar las circunstancias que se van produciendo y adoptar
decisiones. Saber actuar en educación no se resuelve en el conocimiento de unas cuantas recetas previas,
sino que exige el tacto del educador para saber captar en cada situación específica el curso de acción más
conveniente y mejor para el educando. Los problemas de la educación no son sólo problemas técnicos,
sino prácticos, esto es, problemas que no se resuelven simplemente aplicando una regla, sino que exigen
deliberar y decidir, desde parámetros no solamente técnicos, sino también éticos. En consecuencia, el
educador se considera como un agente reflexivo y moral que construye teoría (significado de su acción)
desde la práctica.
c) La relación entre teoría y práctica se invierte con respecto a la perspectiva instrumental. Ahora la teoría
no se considera como algo anterior a la práctica, que haya que aplicar, sino como algo que nace y es
verificado en la propia práctica. Desaparece la separación entre significado y ejecución. El educador no es
simplemente alguien que ejecuta, sino alguien que tiene que buscar y dotar de sentido a lo que hace y en
función de ese sentido adoptar decisiones. Se produce la unión de investigación (significado, teoría) y
acción (ejecución, práctica). La propia actividad se convierte, no sólo en una situación en sí misma
educativa para el educando, sino también, y al mismo tiempo, en una situación de perfeccionamiento
profesional del educador, tal como expresó Stenhouse, para quien «el currículum es el medio a través del
cual puede aprender su arte el profesor. El currículum es el medio a través del cual puede aprender
conocimiento el profesor. El currículum es el medio a través del cual puede aprender el profesor. El
currículum es el medio a través del cual puede aprender el profesor la naturaleza del conocimiento. Y el
currículum es el mejor medio a través del cual el profesor en tanto que profesor puede aprender todo esto
porque le permite poner a prueba ideas por obra de la práctica y, en consecuencia, basarse en su juicio más
que en el juicio de los demás».
Entre las limitaciones de este enfoque, se han señalado tanto su indiferencia hacia las
posibilidades de regulación científico-técnica, como el no tener suficientemente en cuenta las
implicaciones sociales y políticas de la educación. Para Ross, Cornett y McCutcheon, muchas de las
propuestas que se hacen en nombre de la perspectiva intrínseca fracasan debido a su orientación
inherentemente conservadora, al centrarse exclusivamente en lo interno de la actividad educativa y
descuidar sus condicionamientos externos, lo que deja poco espacio para la crítica. Esta perspectiva
proporciona una imagen autogratificante del educador como profesional que actúa con autonomía y
responsabilidad, pero es también una imagen exigente que suele chocar con las condiciones reales en la
que ejerce su trabajo, lo que -señalan Apple y Jungck- puede convertir esta retórica de la
profesionalización en un discurso vacío: La falta de tiempo para la planificación curricular es
característica de la estructura de muchas escuelas. Así, la solución del «currículo en paquete» (programas
previamente diseñados válidos para todos) tiende a convertirse en la respuesta generalizada a la demanda
de nuevos proyectos curriculares (por ejemplo, la introducción de la informática) en muchas escuelas,
especialmente desde que otras respuestas requerirían más dinero, algo que no podemos esperar en tiempos
de crisis económica.
Esta práctica compensa a los profesores por su falta de tiempo dotándolos de currículos
preenvasados en lugar de cambiar las condiciones básicas bajo las que se produce ese inadecuado tiempo
de preparación. Estas dos imágenes de la profesionalización, que he resumido en sus líneas principales y
que se han expresado en nuestro país en las sucesivas reformas legislativas, no sólo responden a
presupuestos epistemológicos distintos acerca de la educación y el conocimiento pedagógico. Lo que las
hace más difícilmente reconciliables es que, como dice Parker, suponen habitualmente estar instalado en
historias y cosmovisiones diferentes. «Quienes suscriben una de estas historias tienden a no entender a los
que suscriben la otra. No es sólo un desacuerdo intelectual o estético, sino plenamente una diferencia en
modos de entender y situarse en el mundo.» Esta distancia en el punto de partida lleva a dos diferentes
soluciones a la hora de articular las dimensiones técnica y ética de la educación.
Para la perspectiva instrumental, la ética entra en la actividad a través de la propuesta de
fines, que vienen fijados desde marcos normativos externos (la visión ética de la sociedad, los
instrumentos regulativos, las formulaciones de la ética filosófica, etc.) y como regulación exterior a la
actividad, por ejemplo, mediante el establecimiento de códigos deontológicos. Para la perspectiva
intrínseca, la ética es una dimensión consustancial a la actividad, a la que, en consecuencia, indica David
Carr, conviene más una caracterización en términos de comunicación y relación personal que de
aplicación de destrezas, más de compromiso que de ingeniería. Educar no se entiende, pues, como la
puesta en acción de un conjunto de conocimientos técnicos, sino como el resultado de una relación y un
compromiso que se expresa en el ejercicio del tacto o sensibilidad moral hacía la persona que se educa. El
educador no es neutral con respecto a los valores que se tratan de promover.
No es un mero ejecutor de pautas previamente diseñadas, sino alguien ligado al bien de la
persona que se le confía. El compromiso del educador con el bien del educando se convierte en la guía que
orienta las decisiones pedagógicas. En el caso concreto de la actividad educativa docente, escribe Hansen,
ello supone reconocer que ésta se sustenta en «una relación moral, no sólo académica, entre el profesor y
el alumno. Esa relación se manifiesta en el modo en que los docentes tratan la asignatura y a los alumnos.
Las opciones curriculares del profesor llevan implícito un juicio de valor o normativo "Esto vale la pena
estudiarlo, esto no (al menos, no ahora)". Cualquier modo de tratar con un alumno o de trabajar con él
revela una percepción y un juicio moral. Tal vez un profesor se pregunte "¿Por qué este alumno no
entiende el tema?" y actúe al respecto, o tal vez no se preocupe lo suficiente como para plantearse la
cuestión, lo que en sí es también una postura moral (inadecuada, se podría decir)».
Se han propuesto diferentes argumentos para justificar esta dimensión ética de la actividad
docente o educativa en general. En uno de los últimos trabajos al respecto, Buzzelli y Johnson los
sintetizan en dos ideas principales. «La literatura existente sobre la moralidad de la enseñanza ha
identificado dos vías
fundamentales por las que la enseñanza es una actividad moral. En primer lugar, esta actividad se
establece sobre una relación entre dos o más individuos. En segundo término, la actividad educativa
apunta a cambiar la conducta de los otros acercándola a fines preestablecidos. » Una revisión de los
principales argumentos ofrecidos obliga, sin embargo, a realizar algunas matizaciones. En primer lugar,
tal como se comprueba en la propia síntesis de Buzelli y Johnson, muchas veces estos argumentos se
quedan en un nivel periférico a la actividad, al situar su vertiente ética en aspectos comunes a otras
actividades humanas: trabajar con personas, estar orientada por un fin que se pretende conseguir en el
otro, basarse en una relación de desigualdad, exigir deliberación y decisión, etc. Podemos avanzar sobre
estos argumentos periféricos sí recabamos que el núcleo del significado ético de la actividad educativa no
se localiza simplemente en que se trate de una actividad que busque intencionalmente algo o en la que se
trabaje con personas, sino en qué hace del otro el fin de su intencionalidad. No es sólo que aspire a
alcanzar un fin en el otro, promover en él un cambio de estado, sino que el otro mismo es el fin de la
actividad, en el sentido de que con ésta se pretende afectar a la estructura de pensamiento, decisión y
acción de la persona que se educa, esto es, a la base de su personalidad moral, a lo que más
definitivamente hace que ella sea ella.
En segundo lugar, hablar de dimensión permite integrar este lado ético en una visión más
amplía de la educación que incluye también los necesarios momentos de planificación, diseño técnico,
provisión de medios, etc., pues escaso favor vamos a hacer a la profesionalización de la educación si el
compromiso del educador hacia la promoción de la persona que se educa no está guiado por una voluntad
de eficacia, eso sí, de una eficacia pedagógica que no es independiente de valoraciones éticas acerca del
mejor ser individual y social del educando. No se trata, pues, simplemente, de añadir una regulación ética
a un conjunto de destrezas técnicas, ni una capacitación técnica a una tarea fundamentalmente moral, sino
de entender que entre ambas dimensiones existe una compleja interacción que aconseja distanciarte de un
tecnicismo estrecho y de un moralismo retórico, ambos del igualmente desprofesionalizadores. En
consecuencia, hemos propuesto que «un educador está atendiendo a la dimensión ética de la educación
cuando, a lo largo proceso educativo, planifica la ayuda pedagógica de forma que incida en la estructura
moral del educando en orden a suscitarle efectos de orientación social y personal». Esta propuesta
pretende, en definitiva, hacer justicia a la complejidad de la tarea de educar, aunando la dimensión ética de
una actividad y relación de ayuda orientada hacía el ser moral del educando, con el necesario momento
técnico de la planificación con vistas a la consecución de un fin.

3. El educador y la deontología profesional


La reforma del sistema educativo de los años noventa se acompañó en nuestro país de un
nuevo interés por el desarrollo de una deontología específica para profesores y profesionales de la
educación, que se concreto en la aprobación de algunos códigos deontológicos: los Criterios para una
deontología del docente, aprobados por el Consejo Escolar de Cataluña, en 1992, y el Código
deontológico de los profesionales de la educación del Consejo General de Colegios Oficiales de Doctores
y Licenciados en Filosofía y Letras y en Ciencias, de 1996, a los que se han ido sumando otras iniciativas,
como la emprendida en el terreno de la educación social, y que han venido a contrastar con cierto
desinterés por este tipo de regulaciones que manifestaban a comienzos de la década algunas
organizaciones sociales. Ya hemos visto que esta atención resulta de algún modo contradictoria con la
concepción práctica de la figura del profesional que inicialmente orientó la reforma de los noventa, tal
como se expresó en el Libro blanco de 1989. En el fondo, tal disonancia vendría a dar la razón a quienes
han señalado las dificultades que la retórica de la profesionalización que acompaña a lo que hemos
llamado perspectiva intrínseca encuentra a 1a hora de materializarse en los contextos de acción. Por otra
parte, con un alcance general, han sido muchas las críticas que se han hecho a estos instrumentos
deontológicos, en los que se han visto, por ejemplo, mecanismos más enfocados a defender los intereses
corporativistas de los profesionales que al beneficio de los clientes. Se les ha criticado también el moverse
necesariamente en un plano de excesiva generalidad, la imposibilidad de ofrecer respuestas adecuadas a la
inmensa variabilidad de circunstancias que pueden producirse, o el no poder garantizar una conducta
acorde, debido a la ausencia de relación automática entre conocimiento y acción ética. Está, además, el
problema de los posibles conflictos que pueden surgir no sólo entre los diferentes instrumentos
normativos, sino también entre los diferentes ámbitos de incidencia profesional que recogen los códigos:
la relación con los educandos, con los colegas, con las familias, los principios de la institución, etc.
Estas dificultades explicarían la escasa repercusión que estos instrumentos parecen tener en la
actuación profesional. Según comentaban hace unos años Strike y Ternasky, incluso en lugares como
Estados Unidos, en los que la tradición deontológica en el campo de las profesiones educativas se remonta
a más de un siglo, se comprueba que «los Códigos Éticos no parecen jugar actualmente un papel
significativo en la formación de los educadores o en sus vidas profesionales». Con una tradición
deontológica en este campo mucho más escasa, el efecto novedad no ha hecho que la situación sea muy
diferente en nuestro país. Así lo pusieron de manifiesto algunos de los resultados del informe del Instituto
Nacional de Calidad y Evaluación al que antes me he referido. Según reveló el informe, el aspecto ético
está muy presente en los intereses del profesorado: el 96 % de los profesores consultados (más de 3.000,
pertenecientes a 619 centros de Educación Secundaria) respondió que se preocupaba de incorporar este
aspecto en su práctica profesional, y el 87 % afirmó haber reflexionado con otros colegas sobre los
problemas éticos que aparecen en el desempeño de su trabajo. A su vez, el 90 % consideraría positiva la
existencia de un código deontológico. Sin embargo, un 56 % declaró no haber recibido nunca información
sobre los criterios éticos básicos para el ejercicio de la docencia, y el 95 % desconocía sí se estaba
estudiando o no la implantación de tal código en su Comunidad Autónoma. Estos resultados chocan
frontalmente con la intención y expectativas de las iniciativas deontológicas emprendidas, lo que plantea
serías dudas acerca de su eficacia.
He mantenido que muchas de estas dificultades con las que tropiezan los códigos
deontológicos tienen su origen en una cierta ambigüedad normativa, al estar éstos situados en una vaga
zona intermedia entre lo ético y lo jurídico, el compromiso moral y la ley positiva, que hace que en el
fondo queden condenados a no ser ni lo uno ni lo otro. Desde el punto de vista jurídico, surge la dificultad
de establecer mecanismos de control suficientemente operativos que otorguen al código credibilidad y
confianza pública. La alternativa es la de dar preeminencia al carácter ético del código, a su sentido de
obligación autoasumida, primando el objetivo de «autorregulación ética por medio de un Código
deontológico libremente aceptado», como se dice en la introducción del Código deontológico de los
profesionales de la educación.
Desde un punto de vista ético, surge, no obstante, la duda de hasta qué punto los códigos no
niegan la misma idea de profesionalidad en la que se sustentan. Esto es, la duda acerca de la posible
contradicción que puede darse entre deontología y profesionalización, especialmente en las situaciones en
las que la iniciativa regulativa no emana de los propios profesionales, y, en cualquier caso, cuando la
profesionalidad deja de ser entendida como categoría sociológica, para pasar a ser considerada como
competencia personal que entraña, junto a un componente cognitivo y de habilidades específicas, cierto
significado moral. Como hemos visto, la pretensión de regulación del comportamiento del profesional
mediante códigos deontológicos es consistente con la perspectiva instrumental y técnica de la educación,
pero lo es mucho menos con la perspectiva intrínseca, para la cual el aspecto ético es consustancial a la
actividad. Sí, como señala Koehn, «la práctica de las profesiones está, por esencia, moralmente
consolidada», no termina de entenderse para qué se necesita un listado de deberes que regule cómo debe
comportarse el profesional. Acaso ser y actuar profesionalmente ¿no significa saber ya ponderar y estar
dispuesto a seguir en cada momento el curso de acción más adecuado? En el fondo, ¿esa tipificación de
deberes no puede volverse en contra de la propia imagen y confianza en el profesional? como el propio
Koehn crítica al modelo contractualista. ¿Qué sentido pueden tener entonces los códigos deontológicos?
¿Simple testimonio público del compromiso ético que se supone asumido? ¿En qué se fundamenta y cómo
se asegura ese compromiso?
Este tipo de preguntas está animando a un replanteamiento y búsqueda de nuevas
posibilidades que den sentido a las iniciativas deontológicas que se están emprendiendo en el campo
educativo en nuestro país. Tal replanteamiento nos lleva a otra forma de entender los códigos
deontológicos, que, por encima de su limitada función de regulación de conductas, destaca sus
posibilidades como instrumentos de expresión y promoción de un conjunto de valores compartidos que
conforma una base de identidad profesional. La revisión del proyecto ético de la modernidad nos ha hecho
desconfiar de la separación tajante entre ética y ley, y a reconocer lo que podemos llamar la dimensión
constitutiva de los códigos deontológicos en tanto que sistemas normativos. Como cualquier otro sistema
normativo, los códigos no sólo regulan conductas, sino que en cierto modo también las constituyen: les
dan significado y ayudan a que se configuren. No es nada nuevo, ya Aristóteles observó que «los
legisladores hacen buenos a los ciudadanos haciéndoles adquirir costumbres, y ésa es la voluntad de todo
legislador» (Ética a Nicómaco, II, I, 1103b). Desde un punto de vista cercano al comunitarismo ético,
Larry May incide en esta dimensión constitutiva, más que regulativa, de la deontología profesional,
cuando señala que «debido a la naturaleza comunitariamente orientada de la vida profesional, la
socialización profesional es el factor clave en cualquier intento de cambiar las prácticas éticas de cualquier
grupo profesional».
Entendidos de esta forma, los códigos se convierten en espacios de socialización y
aprendizaje, expresión y generación al mismo tiempo de un ethos o modo de ser que otorga identidad
profesional. Precisamente, la carencia de esta identidad parece estar en el fondo de la desmotivación que
experimentan actualmente muchos docentes, tal como han podido comprobar Esteve, Franco y Vera en
sus investigaciones sobre el estrés del profesorado (Esteve, Franco y Vera, 1995, p. 218). Según lo que
hemos venido analizando, en nuestro campo concreto la identidad a promover mediante estos códigos
será, pues, la de profesionales comprometidos en la tarea ética de educar, esto es, profesionales que
buscan intencionalmente con su acción, docente o de cualquier otra modalidad educativa, suscitar en la
persona que se educa criterios de orientación personal y social.
Esta función constitutiva pone, a su vez, al descubierto la potencialidad de los códigos
deontológicos como posibles generadores de un ethos en situaciones de educación, esto es, de inmersión
vivencial en unos determinados valores ya no sólo en espacios de socialización profesional, sino en
entornos de interacción educativa. La idea ahora es entender los códigos como potenciales instrumentos de
uso pedagógico en contextos de educación, para lo cual deben cumplir algunas condiciones.
La primera condición se refiere a su elaboración y control. Tradicionalmente, los códigos
deontológicos se han vinculado al autogobierno del colectivo profesional. Tal vinculación se ha puesto,
sin embargo, en duda desde el argumento de que su contenido y control no necesariamente descansan en
un conocimiento profesional experto, lo que exige su apertura al público. Por encima de este argumento,
el sentido constitutivo y pedagógico propuesto para los códigos no deja otra alternativa, si es que con ellos
se pretende inducir un ethos que quiere ser democrático. Sobre todo sí, como han insistido las posturas
críticas al principio de neutralidad de la tradición liberal, la democracia no es un simple procedimiento
neutral, sino un modo de entender y actuar en la realidad social, educar en democracia exigirá un entorno
educativo fundado en un ethos, estilo o clima a través del cual todos puedan ver reconocida su voz en las
decisiones que se adopten. Los códigos dejan de ser instrumentos impersonales, transmisores de voces
ajenas, para convertirse en espacios de expresión de los diferentes actores implicados en el proceso de
educación, por ejemplo, de los miembros de una comunidad escolar.
La segunda condición se refiere al estilo normativo de los códigos. ¿Deben éstos recoger
principios generales o normas específicas? Como hemos podido observar en una pequeña investigación
sobre la aceptación de estos instrumentos, los propios educadores parecen preferir los códigos generales, y
demandan que, para ser operativos en situaciones educativas, no se entiendan como documentos cerrados,
definitivos, letra muerta, sino que permanezcan abiertos a la crítica y a las revisiones, adecuándose con
realismo a la problemática y a las circunstancias que vayan produciéndose. Ahora bien, no es
simplemente una cuestión de operatividad. De hecho, puede pensarse que desde el punto de vista de su
función regulativa o de control de conductas, serían preferibles los códigos detallados, que dejen el menor
lugar a las interpretaciones. Por el contrario, es claramente más acorde con la idea de profesionalidad y
con el significado socializador y pedagógico de los códigos, que los mismos se basen en enunciados de
principios que ofrezcan un amplio campo a la elaboración, a partir de ellos, de respuestas y proyectos
personales.
Por último, la tercera condición se refiere al soporte axiológico de tales códigos. También
éste queda implícito en su alcance pedagógico. Sí la pertinencia pedagógica de estos códigos radica en su
contribución a la generación de un determinado ethos en contextos de interacción educativa, este soporte
axiológico deberá responder como criterio fundamental a las finalidades generales que se asignan a la
educación, susceptibles de ser más tarde moduladas pedagógicamente en intencionalidades específicas. En
nuestro caso, éstas finalidades generales vienen enunciadas desde el propio texto constitucional: «La
educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios
democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.» Tal código deberá así basarse
en los principios éticos o «valores superiores» que, tal como recoge el artículo primero de la Constitución
española, sustentan el marco de nuestra convivencia: los valores de libertad, igualdad, justicia y
pluralismo, esto es, el marco axiológico propio de la tradición ética de la modernidad liberal.

Esta apelación a los valores del liberalismo ético, en sentido amplío, dentro de una propuesta
pedagógica de perfil más bien comunitarista, no supone ninguna contradicción. Superada la confrontación
liberal-comunitarista de finales del siglo XX, y frente al clásico principio de neutralidad, desde la teoría
ética y política liberal no duda hoy en considerarse el liberalismo como un sistema comprensivo, basado
en valores sustantivos más que en criterios procedimentales. Así lo ha señalado recientemente Galston,
para quien «el estado liberal no puede se entendido como si fuese comprensivamente neutral. Más bien,
debe ser propiamente caracterizado como una comunidad organizada para la consecución de un conjunto
peculiar de objetivos públicos. Son estos objetivos los que sustentan su unidad, estructuran sus
instituciones, guían sus políticas y definen sus virtudes públicas». Citando de nuevo a Larry May, captar
mejor el sentido de la deontología y de la responsabilidad profesional requiere hoy una cierta confluencia
de planteamientos, «una perspectiva comunitarista progresista, matizada con aportaciones del liberalismo
y la teoría crítica». La perspectiva comunitarista destaca las posibilidades de la deontología profesional y
los códigos deontológicos como marcos de socialización y formación que responden a la idea de que las
identidades personales y profesionales se fraguan siempre en contextos específicos de relación y
pertenencia. La referencia a la perspectiva ética liberal y crítica abre el momento, ética y pedagógicamente
tan importante como el anterior, de la capacidad de remontarse desde y sobre los condicionamientos
colectivos.
Aplicando estas consideraciones a la propuesta formulada, podría decirse, para finalizar, que
se trata de utilizar pedagógicamente la deontología profesional para convertir los contextos de educación
en comunidades de aprendizaje vivencial de valores, comunidades morales, en el sentido, sustantivo y no
sólo procedimental, de comunidades que irradian un determinado ethos, pero un ethos basado en aquellos
valores que hacen del individuo un sujeto con capacidad de iniciativa y responsabilidad, esto es, los
valores de una comunidad política para la cual «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le
son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son
el fundamento de orden político y de la paz social». Para Galston, en una sociedad pluralista este
liberalismo comprensivo tiene que ser, en cualquier caso, consistente con la aspiración, de clara
repercusión para la formulación de una deontología profesional, a que la promoción de los valores
democráticos por medio de las iniciativas ciudadanas no se produzca a costa de la intromisión del estado
en la vida interna de estas iniciativas, al menos dentro de determinados límites, lo que a su juicio exige un
giro desde un liberalismo basado en la autonomía a un liberalismo basado en el pluralismo.

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