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Es, sin duda, sumamente oportuno comenzar un libro de Educación Moral con un capítulo
dedicado al estudio de la persona. Como veremos más adelante, los humanos somos los únicos seres
corpóreos -al menos, los únicos de quienes tenemos noticia- que somos sujetos de moralidad. Esto es así
debido a una serie de características propias y exclusivas de nuestra especie, como son la plasticidad
biológica, la ausencia de instintos, la racionalidad y la capacidad de autodeterminarnos la obrar por
razones que nosotros mismos decidimos, que llamamos libertad. Responder a la pregunta acerca de qué
es una persona requiere elaborar toda una Antropología Filosófica, tarea que -como es evidente- excede
el propósito de este trabajo. Sin embargo, cualquier actividad educativa tiene una respuesta, al menos
implícita a este interrogante y posee una imagen ideal de lo que constituiría la perfección humana.
Todos tenemos una idea de lo que es una persona, formada de modo intuitivo. Sin embargo,
cuando llega el momento de perfilar su definición, de describir cuáles son los rasgos que la caracterizan,
quiénes son personas y las consecuencias que pueden derivarse de todo ello, nos hallamos ante una tarea
problemática, que se plantea en ocasiones de manera controvertida y que, en cualquier caso, nunca
resulta sencilla. En primer término, quizá no esté de más señalar algo obvio: el ser humano no es una
realidad simple sino un todo complejo en el que se pueden distinguir, sin separarlas, muchas
dimensiones: es un ser corpóreo, pero es más que su cuerpo; es un sujeto individual, pero necesita de la
sociedad formada por sus semejantes; sus capacidades cognoscitivas se orientan no sólo a la
contemplación teórica, sino también a la acción práctica y a la producción técnico-artística; y
experimenta una serie de necesidades materiales, biológicas, cognitivas, afectivas, estéticas y
trascendentes que tiene que satisfacer. Frente a esta aparente dispersión, el catalizador de su unidad
interna, que constituye asimismo la razón última de la dignidad humana y el fundamento de la radical
igualdad de todos los hombres -independientemente de sus diferencias somáticas, culturales, materiales,
etc.-, es que cada humano es un ser personal.
A lo largo de este capítulo se van a tratar temas como la etimología y evolución del término
«persona»; la diferencia que puede establecerse entre la naturaleza racional de los seres humanos y su
condición personal; las principales características de la persona; y si son personas todos los seres
humanos. Se analizará asimismo una de las características fundamentales del ser humano, la
educabilidad, para determinar por último qué dimensiones de la persona pueden ser educables.
A partir del siglo II, algunos Padres de la Iglesia emplearon la noción de persona a modo de
pronombre, en el sentido gramatical al que nos referíamos antes, para designar tanto a Dios Padre, como
a Jesucristo o al Espíritu Santo. A partir del siglo IV, el dogma trinitario se formula empleando los
conceptos ousia o substantia para designar la esencia divina e hypostasis y persona para referirse a cada
uno de los sujetos dialogantes que subsisten en la unidad de la esencia. Así, persona empezó a significar
la totalidad sustancial de un sujeto que manifiesta concretamente una esencia. Éste es el sentido
adoptado por Boecio, en el siglo VI, cuando definió la persona como «el supuesto individual de
naturaleza racional».
Esta definición de la persona subraya la racionalidad y libertad de los seres personales -su
espiritualidad-, pero no resulta totalmente adecuada cuando se aplica al ser humano, porque no hace
ninguna referencia al organismo biológico y a las condiciones de espacio y tiempo, que son esenciales
para la existencia humana. Tras el desarrollo y expansión de la filosofía de Descartes se experimenta
otro giro importante en el modo de entender qué es la persona y, como consecuencia, el término empieza
a caer en desuso. Hasta entonces, se consideraba que el fundamento de la dignidad de las personas
consistía en que cada hombre era un ser personal, porque ha sido hecho a imagen y semejanza de su
Creador, que es un Dios Personal. Pero la identificación progresiva del hombre con el «yo pienso»
cartesiano propicia, especialmente a partir de Locke, que prefiera emplearse la palabra «sujeto» para
designar a los seres humanos.
Frente a los «objetos» del mundo, el ser humano es aquel que tiene conciencia y voluntad y
puede decidir por sí mismo. Nos encontramos, de nuevo, con una definición que tiene las mismas
limitaciones que la de Boecio aunque sea por motivos diferentes.
¿Cómo podemos definir entonces a la persona? No es sencillo esbozar una respuesta. Por
eso, no vamos a intentar hacerlo de manera directa, sino acercándonos al tema por partes, en
aproximaciones sucesivas.
Teniendo en cuenta todo lo que se acaba de decir, se podría proponer la siguiente definición
de persona, que iremos explicitando a lo largo de los próximos apartados: persona es el individuo de una
especie de animal cuyos miembros típicos son seres inteligentes y pensantes, con razón y reflexión, que
pueden considerarse a sí mismos como siendo las mismas realidades simientes, deseantes y pensantes en
diferentes tiempos y lugares.
Según hemos señalado, ser persona es una dignidad que se reconoce a un titular: el
individuo que posee una naturaleza dotada de una serie de características peculiares. ¿Cuáles son esas
notas que definen a nuestra especie y la distinguen del resto de los vivientes? Aristóteles subrayó tres: la
racionalidad, la capacidad de hablar y la inclinación política. Posteriormente se hizo hincapié en la
autoconciencia y la libertad, la capacidad de transformación del mundo mediante el trabajo productivo, o
la dimensión simbólica. Con el fin de sintetizar en el menor número de categorías posible todos los
elementos específicos de la naturaleza humana, se van a señalar cuatro rasgos que constituyen las
características naturales de la esencia humana, y permiten reconocer como persona al titular de los
mismos: nos referimos a la corporalidad, la apertura al mundo y a las demás personas, la racionalidad y
la libertad. Todos ellos están intrínsecamente vinculados y forman un sistema orgánico coherente y, por
lo tanto, no pueden estudiarse adecuadamente de manera aislada, porque se implican mutuamente.
Ahora, por razones expositivas, los trataremos por separado, intentando resaltar su mutua
remitencia.
3.1. CORPORALIDAD
Los humanos somos un tipo peculiar de organismo vivo. Más concretamente, pertenecemos
al grupo de los mamíferos y, sin prejuzgar ulteriores precisiones que puedan establecerse como
consecuencia del desarrollo de la paleontología, nuestra especie se describe como la de los homo sapiens
sapiens y se caracteriza, a nivel bioquímico, por tener 23 pares de cromosomas en los núcleos celulares.
Tener cuerpo no es accidental para los humanos, hasta el punto de que aunque seamos más
que nuestro cuerpo- es más adecuado decir «yo soy mi cuerpo» que «tengo un cuerpo». El hecho mismo
de nuestra existencia como seres humanos está vinculado a la corporalidad -a la concepción y a la
muerte-; y nuestro organismo -considerado tanto desde el punto de vista fisiológico como desde las
perspectivas estética, cultural, funcional, etc.- es uno de los elementos que integran la identidad
personal. El organismo humano reúne una serle de rasgos que permiten considerarlo un cuerpo muy
adecuado para el desarrollo de una existencia personal. Su característica principal, que de alguna manera
engloba a las demás, es la plasticidad biológica. El bipedismo, la inespecialización funcional de la mano
humana, la ausencia de instintos, la posibilidad de modulación de las tendencias por el entendimiento y
la voluntad, etc., son otros tantos elementos propios de nuestra naturaleza que constituyen, en su
conjunto, la condición de posibilidad de un modo de vida absolutamente diferente al que caracteriza al
resto de los vivientes.
El cuerpo es, además, el lugar de nuestra inserción en el mundo y el medio a través del cual
las personas podemos relacionarnos entre nosotros y con el entorno. Sólo podemos ser con otros y para
otros si no somos exclusivamente conciencia, es decir, si tenemos un «lado exterior» que a los demás se
les da como «algo», como una exterioridad en la que se manifiesta una subjetividad. El ser humano
puede entrar en relación y ser-con los demás, precisamente a través de la corporalidad. La corporalidad
encierra, por tanto, la posibilidad de que los demás puedan objetivarnos.
3.3. RACIONALIDAD
La racionalidad ha sido reconocida desde los mismos inicios de la filosofía como un rasgo
propio de la naturaleza humana. Los anímales superiores poseen un sistema perceptivo bastante
sofisticado, que consta de tres fases principales: a) sensación, b) síntesis sensorial-configuración
perceptiva, y c) valoración, comprensión del significado. Pero para los animales, valorar y comprender
el significado son funciones que realizan teniendo siempre como punto de referencia su propia situación
orgánica. Esto significa que las cosas sólo son valorables y significativas como medio o término de sus
dinamismos biológicos, que tienen unos fines fijos, inalterables, regidos por la dinámica instintiva.
El ser humano, además del conocimiento y valoración sensibles, puede conocer la realidad
sin referencia a la propia situación orgánica, O incluso al margen de ella. La razón, inteligencia o
entendimiento, es la capacidad cognoscitiva humana que goza de esa autonomía. Así, podemos
comprender el significado de realidades como «noche estrellada», «paralelogramo» o «referencia», que
no guardan relación alguna con nuestras necesidades biológicas o con la propagación de la especie. Esto
quiere decir que los humanos somos capaces de establecer la diferencia entre lo que las cosas son «en
sí» y lo que son «para mí». Es decir, somos capaces de objetivar y conceptualizar la realidad.
El entendimiento humano se da cuenta de que puede conocer la totalidad de lo real, y entre
esta totalidad, conocerse a sí mismo y a la propia subjetividad. Ese darse cuenta es la función del
intelecto que se denomina conciencia, y cuando el objeto de conocimiento es la propia subjetividad,
hablamos de autoconciencia. Por lo tanto, la autoconciencia no es originaria en el ser humano, sino que
se da siempre
en un segundo momento. Es la reflexión del entendimiento sobre sí mismo y sobre la propia subjetividad
que, como todo movimiento reflexivo, es posterior al acto por el que se conoce algo. Por eso, no es
adecuado definir al ser humano primaria y fundamentalmente como autoconciencia, porque sólo
podemos ser conscientes de nosotros mismos y formular el pronombre de primera persona singular
«yo»- en un segundo momento, tras la reflexión sobre aquello que ya éramos y que todavía no sabíamos
de nosotros mismos. Además, no se puede adquirir propiamente la conciencia de ser un «yo» sin tener
algún conocimiento de alguien que es distinto de mí y semejante, como un posible «tú», aunque todavía
no hayamos entablado ninguna forma de reciprocidad con él. Así pues, los seres humanos somos sujetos
conscientes de nosotros mismos que, simultáneamente, nos conocemos como realidades naturales que
existen en el mundo, que sienten, piensan y entienden; es decir, experimentamos que es el mismo sujeto
el que tiene hambre, es consciente de su hambre como hambre suya, y desea calmar su hambre
comiendo. A través del recuerdo elaboramos nuestra subjetividad y nos convertimos en objetos para
nosotros mismos: sólo somos conscientes de nosotros mismos cuando lo somos de aquello que nos
hemos apropiado, es decir, de nuestro pasado. La capacidad racional humana que permite realizar la
operación reflexiva constituye en cada uno de nosotros un «adentro» que es inalcanzable desde el
exterior. Éste es un ámbito de intimidad que resulta incomunicable de manera absoluta. Somos -sin
embargo- reconocibles a través del cuerpo y de los estados psíquicos reflejados por él; pero nuestra
dimensión subjetiva interna escapa a toda posible objetivación y es lo que hace a cada humano un ser
único, inconfundible, inasimilable a los demás o a la especie. Por esa razón la filosofía clásica decía de
la persona que es inefable.
La racionalidad y la corporalidad humanas son las condiciones de posibilidad de otro de los
rasgos propios de nuestra especie: el lenguaje. Los animales racionales somos los únicos que hablan.
Sólo nosotros hemos creado un sistema de signos convencionales mediante el cual podemos expresar el
pensamiento y comunicarnos, facilitando la vida en sociedad. El lenguaje es una manifestación de que
las relaciones de los hombres con el mundo están mediadas simbólicamente. Vivimos en un mundo
interpretado, y lo seguimos interpretando continuamente: somos, como señalara Cassirer, el animal
simbólico.
3.4. LIBERTAD
La idea de persona está estrechamente unida a la de libertad. ¿De qué es libre la persona?
Como ya hemos mencionado, fundamentalmente es libre de su propia naturaleza, porque como no la es
sino que la tiene, puede disponer de ella y relacionarse libremente con su modo de ser. Los hombres no
están programados para hacer instintivamente aquello a lo que su naturaleza les inclina. Es libre el que
hace lo que quiere; pero para poder hacer lo que se quiere, es preciso saber lo que se quiere hacer. De
ahí la íntima relación que existe entre racionalidad y libertad en los seres personales. Así, cuando se nos
pregunta por qué hacemos esto o aquello, respondemos señalando las razones que nos han llevado a
obrar así; no indicamos las causas de la acción, porque la causa del obrar humano es siempre el querer
del agente. La biología describe los instintos como pautas de comportamiento fijas, estereotipadas,
comunes a una especie, que son eficaces en orden a su objeto, irresistibles e innatas.
Los instintos fundamentales son el de supervivencia y el de propagación de la especie. Pues
bien, atendiendo a esta definición, se puede afirmar taxativamente que el ser humano carece de instintos,
porque uno de los rasgos más señalados de sus acciones es que éstas son imprevisibles. No se puede
negar, sin embargo, la existencia de tendencias naturales inscritas en la biología humana; pero éstas no
tienen la fijeza e irresistibilidad que se atribuyen, por definición, a los instintos.
La capacidad que tiene el ser humano de obrar u omitir la acción como respuesta a un
estímulo, es lo que ha recibido el nombre de libertad de ejercicio; y la capacidad de obrar de un modo u
otro, es decir, de la manera que él mismo elige, se llama libertad de determinación, o autodeterminación.
La vivencia de nuestra propia libertad es una de las experiencias más profundamente arraigadas en la
subjetividad humana. Y se percibe con una especial intensidad en los casos en que a uno no le es
permitido ejercerla: bien porque se le impide obrar como uno quiere, o porque se le obliga a actuar de
manera contraría a sus decisiones. Correlativamente, el ejercicio de la capacidad de autodeterminación
nos hace experimentar de un modo muy intenso que somos nosotros mismos y que podemos
trascendernos. Esta autoposesión característica de la libertad es lo que permite tener por inalienables los
actos en los que la persona se expresa. La libertad constituye así el fundamento de la moralidad, ya que
por ella somos responsables de nuestras acciones.
El dominio que tiene el hombre sobre los bienes externos es sólo una muestra de su
dignidad, en cuanto que proyecta hacia el exterior el autodominio que le es inherente. Pues bien, éstos
son los cuatro rasgos propios, las características peculiares de la naturaleza humana. Cada ser humano
tiene esta naturaleza, es decir, así es como es, lo que es un homo sapiens sapiens. Y cada ser humano no
sólo es un individuo de su especie, sino que es persona porque tiene su naturaleza de manera diferente a
como tienen la suya los demás seres que existen.
Como ya hemos dicho, los seres con una serle de características -corporalidad,
autoconciencia, racionalidad, libertad, etc.- deben ser considerados y reconocidos como personas. Sin
embargo, puede plantearse la duda acerca de sí son personas todos los seres humanos, o no puede
considerarse como tales a aquellos que no tienen -porque no tienen aún, no tienen en acto o nunca
podrán llegar a tener- alguna de las característica propias de los seres racionales, como es el caso de los
niños, los que duermen, los deficientes profundos, etc.
La diferencia que hemos establecido entre naturaleza y persona puede ofrecernos una
primera vía de aproximación para responder a esta cuestión. Como señala Ferrer, deberíamos
plantearnos, en primer lugar, cuándo empieza la naturaleza humana a ser persona. Dicho de otra manera:
cuándo empieza el hombre a ser persona. Esta pregunta puede formularse también así: ¿Cuándo «algo»
empieza a ser «alguien»? Este tránsito es muy difícil de justificar ontológicamente y no se dispone de
ninguna información empírica que nos permita realizar ese salto categorial. «El único criterio empírico
de que disponemos es la continuidad procesual en el desarrollo de un ser idéntico, lo cual vuelve
arbitraría cualquier fijación del momento en que acaecería la conversión de un ser natural en persona.»
Tanto la naturaleza como la persona son aspectos constitutivos de un mismo ser, interactuantes en todas
las etapas de su desarrollo, que se diferencian de acuerdo con la función que a cada uno compete que,
como ya señalamos, consiste en que la naturaleza establece los límites ontológicos y operacionales de lo
que es humano, mientras que la persona singulariza esa naturaleza humana.
De esta misma opinión se muestra Spaemann cuando sostiene que todos los humanos, por
el hecho de pertenecer a la especie homo sapiens sapiens, por compartir la misma naturaleza -aunque
algunos la posean en la fase del desarrollo biológico o en condiciones precarias-, deben ser reconocidos
como personas. Los individuos de las especies vivientes, afirma, se hallan vinculados entre sí por
relaciones de parentesco, por unos lazos genealógicos. No existiría un ejemplar singular de esa especie
sí no existieran otros. Todos los seres humanos -como reconoce la paleontología contemporánea-
estamos emparentados entre nosotros. Los miembros de nuestra especie no sólo somos parientes, sino
que nos hallamos desde el principio tejiendo una red de relaciones, que es interpersonal. «Humanidad»
no es, como «animalidad», un concepto abstracto que designa un género, sino simultáneamente el
nombre de una concreta comunidad personal a la que no se pertenece por poseer determinadas
cualidades constatables fácticamente, sino en la que se entra a formar parte por generación, por
mantener una vinculación genealógica con «la gran familia humana».
La madre, o quien se ocupa del recién nacido, trata al niño desde el principio como una
persona igual a ella, no como un objeto que se puede manipular o un ser vivo al que amaestrar. Enseña
al niño a hablar no sólo hablándole de las cosas que tiene alrededor, sino hablándole a él. Y sólo porque,
desde el principio, no tratamos a los hombres como si fueran algo, sino como alguien, la mayoría de
ellos desarrollan las cualidades que justifican posteriormente ese trato.
Por lo que se refiere a los disminuidos psíquicos, los percibimos como enfermos y no como
cosas o animales de otra especie. Sí no fueran alguien sino algo, tendrían que poseer una normalidad
específica, un modo de ser distinto del modo de ser de las personas, un nicho ecológico propio, diferente
del humano. Pero los disminuidos son considerados inevitablemente por nosotros como seres humanos-
no-normales, es decir, enfermos. Y por lo tanto, más necesitados de ayuda. Su existencia es, quizá, la
más dura de la humanidad, pero no por eso los consideramos reintegrados o subsumidos en el mundo
animal.
Por lo que respecta a los seres humanos en fase de formación -desde la concepción a la
infancia- no es correcto considerarlos personas «en potencia», porque es imposible que de algo devenga
alguien. Sí el ser persona fuera un estado, podría devenir poco a poco; pero sí persona es alguien que
pasa por diferentes estados, entonces es persona en todos ellos. Cada uno afirma de sí mismo que «nació
tal día», aunque el ser que nació en ese momento no podía decir «yo» por aquel entonces. No decimos
«aquel día nació algo de lo que yo procedo». Ese ser humano era yo. El ser personal no es resultado de
ningún desarrollo, sino la estructura característica de un ser en desarrollo. Un desarrollo que, por otra
parte y al menos en su dimensión existencial, no acaba nunca.
Por todas estas razones, parece que nos vemos abocados a reconocer a cualquier ser
humano como persona; y se debe aceptar que tiene derecho a un lugar en la comunidad de personas ya
existente. Ese reconocimiento y acogida de la persona, aunque es un acto de libre espontaneidad -porque
uno podría negarse a concederlo-, no obedece a una actitud arbitraría, porque quien reconoce a cualquier
ser humano como persona percibe su postura como una respuesta adecuada; de la misma manera que es
adecuado dar la razón voluntariamente a alguien cuando la tiene.
Por el contrario, se negaría el carácter personal a los seres humanos sí se exigiera, además
de la simple pertenencia al género humano, algún otro criterio cualitativo por cuya virtud los hombres
fueran reconocidos como alguien y aceptados por la comunidad de personas. Hay que recordar que cada
hombre es digno en sí mismo y no porque ejerza como miembro de una especie o desempeñe un rol en
un ámbito social. Es propio de la dignidad de la persona gozar de independencia respecto del contexto.
Esta dignidad manifiesta que se posee una excelencia singular y no sólo que el individuo es un caso
particular de un conjunto.
Como ya hemos señalado, para poder reconocer la condición personal de alguien -y para
deber hacerlo- sólo es posible emplear un criterio: la pertenencia biológica al género humano. Sí existe
alguien, existe desde que hay un organismo humano individual, y seguirá existiendo mientras ese
organismo esté vivo. Porque la persona es el hombre y no una cualidad que posee el hombre.
¿Es posible enseñar a alguien a que quiera hacer el bien? ¿Podemos aprender a querer obrar
rectamente? Estos interrogantes con los que se concluía el capítulo anterior plantean la condición de
posibilidad de la Educación Moral porque, en el fondo, lo que se está cuestionando es la capacidad de
educar la voluntad sin ir en contra de su característica más sobresaliente: la libertad o capacidad de
autodeterminación.
Para poder responder adecuadamente estas preguntas es preciso estudiar en primer término
cuál es la estructura interna del acto voluntario -cómo lleva a cabo la voluntad su acto propio- y qué
dimensiones de la persona están implicadas en la acción libre. Pero esto no basta porque, de la misma
manera que la vida humana no es un asunto exclusivamente biológico, la existencia personal tampoco se
reduce a una mera sucesión temporal de acciones libres, sino que se constituye como un fenómeno
biográfico. Llegar a la plenitud, es decir, alcanzar la perfección propia de nuestra naturaleza constituye
el bien último que da sentido y ordena todos los demás fines particulares que nos proponemos -que
adquieren, por tanto, la condición de medios en relación con él-. Nuestra vida se ordena a la realización
de un proyecto que cada uno se traza y que se considera, de manera genérica, como lo que da sentido a
su existencia, lo que le hace feliz.
Estos dos aspectos -la adecuada comprensión de la naturaleza de los actos voluntarios y el
análisis del sentido de la existencia- son fundamentales para determinar si es posible la Educación
Moral, es decir, si se puede ayudar a la voluntad a que realice mejor sus actos; pues en esto consiste
precisamente la educación: en prestar una ayuda perfectiva y eficaz que sea respetuosa con la naturaleza
del agente. En el caso de que sea posible la Educación Moral -como aquí se sostiene- el paso siguiente
consistirá en determinar cómo se puede llevar a cabo esta tarea, qué medios es posible emplear, cuál es
la metodología más adecuada a seguir, etc. Aquí nos limitaremos a señalar algunas líneas generales, ya
que se estudiarán con más detenimiento todas estas cuestiones en capítulos sucesivos.
Pues bien, sí tenemos en cuenta estas cuatro notas que caracterizan a los actos voluntarios,
podemos distinguirlos de otras acciones que, aun teniendo la apariencia de actuaciones libres, no lo son
realmente porque no responden al ejercicio pleno de la libertad.
El caso más evidente de falta de libertad se produce cuando alguien no obra porque quiere,
sino porque otro -otras personas o circunstancias- le obligan a actuar de determinada manera. Esto
sucede cuando se recurre a la violencia, la amenaza, el chantaje, la manipulación de la información, etc.
No se puede hablar entonces de actos libres, sino de heterodeterminación, una conducta contraria a la
autodeterminación característica de la libertad humana. Sin pretender ahora precisar hasta qué punto y
en qué casos estas constricciones ajenas a la voluntad del agente anulan o limitan el ejercicio de la
libertad, sí se puede afirmar que quien obra en estas condiciones no lo hace exclusivamente porque
quiere, sino porque se ve obligado a ello; y sí no existiera esa presión opuesta a la voluntad, la persona
no actuaría de ese modo.
En segundo lugar, tampoco actúa de manera libre quien obra de modo arbitrario. Quien no es
capaz de justificar razonadamente los motivos por los que actúa de determinada manera, no está obrando
de modo humano. Quizá pueda experimentar subjetivamente un grado máximo de autodeterminación;
pero, al faltar el elemento racional que es propio de todo acto libre, esa persona no es en realidad dueña
de sí misma y de su acción, sino que está siendo arrastrada y se deja llevar por «lo que le brota» en cada
momento.
Por último, también es contraría a la acción libre la indeterminación. Es el caso opuesto a la
conducta arbitraria, porque se trata de la actitud propia de quien no se decide a actuar y se entretiene
indefinidamente en la deliberación acerca de lo que debería o le gustaría hacer. El indeciso acaba sin
poder obrar como quiere porque siempre llega tarde y la vida -el paso del tiempo, las circunstancias u
otras personas- ya ha decidido por él.
7. La educación de la voluntad
Al inicio de este capítulo nos preguntábamos si es posible la Educación Moral, es decir, si se
puede ayudar a la voluntad a que realice mejor sus actos, respetando su propio modo de ser. Esto
suponía cuestionarnos dos asuntos: la posibilidad de formar a las personas para que hagan un buen uso
de su libertad y cómo se podía llevar a cabo esta tarea. En algunos ambientes, la expresión «Educación
Moral» sugiere, erróneamente, un proceso por el que se hacen asimilar a un sujeto una serie de normas
éticas o religiosas de manera irreflexiva. Aquí, por el contrario, la entendemos como la tarea formativa
que busca ayudar a cada persona, para que adquiera la autonomía necesaria que le permita obrar de
acuerdo con lo que piensa que debe hacer, después de haberse informado adecuadamente.
Ya se ha señalado que el objeto propio de la voluntad es el bien conocido intelectualmente y
que obrar bien hace mejor al sujeto, que va forjándose así un carácter moral. La Educación Moral debe
afrontarse, por tanto, desde los dos ámbitos que están implicados en la acción humana: hay que actuar a
nivel intelectual y a nivel volitivo. Para ello, es preciso emplear recursos lógicos y recursos retóricos:
ambos actúan complementándose mutuamente de manera eficaz, como causas instrumentales del
aprendizaje y facilitadores de la formación moral.
Por un lado, deben emplearse recursos lógicos porque, como también se ha dicho, parte
importante de la educación moral se orienta a perfeccionar el conocimiento de la realidad. Ésta es una
premisa necesaria para que el agente moral pueda formular juicios acertados acerca de lo que es o no
bueno -tanto en sentido absoluto, como para él, aquí y ahora-. Para esto, además de transmitir
información -contenidos verdaderos- se deben fomentar una serie de disposiciones o hábitos
intelectuales que proporcionan las herramientas racionales necesarias para poder seguir avanzando
autónomamente en el conocimiento de la verdad. Éstas son, por ejemplo:
a) La atención y el respeto a la realidad. Cada una de las realidades que nos rodea, y nosotros mismos,
tenemos un modo de ser peculiar. La primera condición para obrar bien consiste en dejar que esa
realidad nos hable, respetando la naturaleza de cada cosa, sin confundir lo que es con lo que nos gustaría
que fuera.
b) Evitar dejarse llevar por prejuicios. Esta actitud, estrechamente relacionada con la anterior, exige
realizar el esfuerzo de eliminar cualquier tipo de prejuicio que se pueda tener en relación con
determinadas cosas, personas, grupos sociales, etc. Sólo así se estará en condiciones de dejar hablar por
sí misma a la realidad.
c) Profundizar. Es necesario ir más allá de las primeras impresiones que se puedan percibir,
trascendiendo las apariencias, intentando descubrir las causas más profundas que dan razón de los
diferentes sucesos y los verdaderos motivos que llevan a obrar a las personas.
d) Tamizar las opiniones por uno mismo, sin dejarse llevar por falsos argumentos de autoridad. Esto no
significa que se deba adoptar una actitud de rechazo o desconfianza ante todo lo que no se ha verificado
personalmente; se trata más bien de comprobar la fiabilidad de las propias fuentes, sin asumir
acríticamente opiniones cuyo único valor consiste en ser las últimas que se han propuesto o venir
respaldadas exclusivamente por la aprobación de la mayoría.
e) Reconocer el alcance y las limitaciones de la capacidad intelectual humana, aceptando que
conocemos muchas cosas con certeza, pero que nuestro saber no es ni absoluto ni definitivo, y siempre
podemos progresar y profundizar en este aspecto.
El conocimiento de la realidad y la corrección del discurso lógico constituyen las premisas
básicas para obrar rectamente, pero no son suficientes en sí mismas para mover a la voluntad a hacer el
bien que conoce. Los razonamientos no bastan para hacer buenos a los hombres, para que éstos quieran
hacer el bien. Por lo tanto, es necesario mover la voluntad y esto sólo se logra si se consigue deleitar,
animar, impulsar, presentando ejemplos atractivos de lo que se considera valioso.
En definitiva, para mover la voluntad hay que ejercitar el arte de la Retórica. El término
«Retórica» ha sufrido una fuerte evolución semántica desde sus orígenes griegos hasta nuestros días. La
Retórica era el arte que empleaban los buenos oradores para hacer más fácilmente comprensible la
verdad, mostrándola en todo su esplendor, facilitando así la adhesión intelectual y vital de quienes les
escuchaban. Aquí vamos a emplear esta palabra en ese sentido originario. En la actualidad, muchas
veces se identifica erróneamente la Retórica con los discursos demagógicos y sofísticos, significando un
lenguaje hueco, sin contenido de verdad, embaucador y con pretensiones estéticas.
En cuanto arte, la Retórica se diferencia de la Lógica y la Sofística. La Lógica es el arte de la
argumentación, utiliza demostraciones que se basan en evidencias sensibles o intelectuales y avanza
siguiendo las reglas del discurso racional. La Sofística, por su parte, es la habilidad que tienen algunos
oradores para presentar como verdaderos un argumento y su contrario. Los sofistas fueron considerados
por Sócrates gente despreciable, traficantes de ideas a quienes no interesaba en absoluto la verdad, sino
que vendían sus habilidades en el Ágora al mejor postor. A diferencia de una y de otra, la Retórica es el
arte de presentar el conocimiento verdadero de manera que no sólo convenza intelectualmente a quien
escucha, sino que también mueva su voluntad a adherirse a esa verdad que se comprende.
Pues bien, desde la antigüedad clásica, se ha considerado necesario el empleo de medios
retóricos además de los lógico-racionales en la educación, porque el maestro no debe limitarse a instruir
-a ser transmisor de contenidos verdaderos-, sino que ha de pretender positivamente la formación del
alumno, que éste sea mejor en cuanto humano, ayudándole para que se adhiera a la verdad teórica y
vitalmente. Se ha vuelto a subrayar recientemente la necesidad del empleo de medios retóricos en la
educación porque, tanto los contenidos intelectuales como las virtudes morales no pueden adquirirse
empleando exclusivamente procedimientos lógicos o demostrativos.
Las virtudes, las intelectuales y las morales, no pueden enseñarse teóricamente: requieren
práctica, el trato frecuente con personas que las posean y las hagan brillar en sus vidas. En esta
dirección se orientan las corrientes pedagógicas contemporáneas que consideran la presentación de
modelos -reales o de ficción como un instrumento eficaz para la formación moral de las personas, y
también las que defienden que hay determinadas habilidades y disposiciones que se adquieren mejor
siguiendo el modelo educativo característico de los talleres renacentistas, donde los aprendices se
formaban viendo cómo ejercía su oficio el maestro. Observación de una conducta excelente en orden al
fin, horas de trabajo junto al profesional experimentado, preguntas y respuestas: éstos eran los medios
que se empleaban en los talleres para formar a las jóvenes generaciones de profesionales.
Aunque ahora no es el momento de desarrollar estas cuestiones correspondería a la
exposición de las estrategias propuestas para la formación moral-, sí se considera interesante apuntarlo,
porque señalan el camino por donde puede desarrollarse una educación moral efectiva y respetuosa a un
tiempo con la libertad, ya que mostrar en la práctica una vida excelente constituye el camino más
adecuado para que los hombres quieran, libremente, ser mejores.
CAPÍTULO 3_CIUDADANÍA: ENTRE LA DIVERSIDAD Y LA GLOBALIZACIÓN
Vive, pues, justa y santamente aquel que es un honrado tasador de las cosas; pero éste
es el que tiene el amor ordenado, de suerte que ni ame lo que no debe amarse, ni ame más lo que ha de
amarse menos, ni ame igual lo que ha de amarse más o menos, ni menos o más lo que ha de amarse
igual (San Agustín, De doctrina christiana, L. I, c. XXVII, 28).
Discernir el auténtico valor de la comunidad y nuestro papel en ella, es, sin duda,
asunto de gran importancia en el orden de los amores del que habla Agustín. Éste es el objeto de
reflexión de la política que no puede ser, por lo tanto, una actividad totalmente separada de la reflexión
ética y de la formación del hombre en cuanto que sujeto moral. La reflexión ética no es sino ponderar
el valor de cada cosa en relación al bien del hombre y actuar en consecuencia.
En el campo que nos ocupa, la ciudad o la organización de la vida en común, ese
oficio de tasador, que es oficio de discernir lo que nos conviene, lo que debemos querer, se enfrenta a
dos problemas concretos. Primero, el lugar que la comunidad juega en la vida del individuo y
viceversa, y segundo, las tensiones local y universal que se enfrentan en el seno de una sociedad
concreta y en la relación que ésta tiene con otras. Del análisis de estos dos problemas podremos
extraer algunas conclusiones importantes sobre la formación de las virtudes cívico-morales, y también
interesantes consideraciones sobre la correcta integración en la vida de la comunidad de las cuestiones
en torno a la diversidad y en torno a la globalidad.
1. Comunitarismo-liberalismo
El debate cívico político actual está centrado en torno a posiciones que, como pasa en
casi todos los debates, terminan simplificándose alrededor de dos términos básicos, en nuestro caso,
liberalismo y comunitarismo. Ambas posiciones parten de una idea antropológica y de ambas
posiciones se derivan distintos presupuestos pedagógicos.
Antes de continuar con la reflexión de cada uno de estos modelos, necesitamos aclarar
que definir la historia del debate liberal comunitario en la teoría política del último cuarto del siglo
pasado, exige antes una importante precisión terminológica en torno al término liberal. Qué sea un
liberal depende en primer lugar de la perspectiva que adoptemos. A nivel global, por ejemplo, suele
identificarse civilización liberal con civilización occidental. Así, se opone civilización liberal a
civilización oriental o a civilización islámica, esos grandes «otros». La nuestra sería una civilización
liberal, pues pone como uno de sus pilares fundamentales la libertad individual, asunto en el que
estarían de acuerdo todos los grandes pensadores de nuestra civilización, aunque sobre la
consideración de la libertad y la naturaleza del sujeto que la sustenta, el hombre, pudiesen existir y de
hecho existen, múltiples matizaciones.
Prescindiendo de esa acepción laxa, y ciñéndonos a un debate que tiene lugar dentro
de la propia civilización occidental, la palabra liberal tiene muchas y muy variadas acepciones, ya que
resulta un concepto atractivo a pensamientos de muy diverso signo y ninguno pretende renunciar
fácilmente a enarbolar la bandera de la libertad, como tampoco nadie huye del término solidaridad o
justicia. Por simplificar las cosas, podríamos decir sin equivocarnos que la traducción política del
término liberal tiene dos concepciones básicas y rivales según sea el ámbito geográfico en el que nos
situemos. Lo que en Europa conocemos como liberalismo se parece más al libertarianismo
norteamericano, mientras que lo que allí se denomina liberalismo se corresponde con un pensamiento
europeo socialdemócrata. Así, autores liberales son R. Dworkín, J. Rawls, o, en Europa J. Habermas.
Estos autores, defensores del estado social o del bienestar apoyados en una idea de justicia distributiva,
tienen sin duda importantes diferencias con liberales economicistas clásicos más apoyados en el
derecho de la propiedad como L. von Mises, F. A. Hayek o R. Nozick cuya principal fuente de
preocupación es el creciente peso del estado en la vida y la organización social de los individuos. No
obstante, a pesar de estas diferencias, podríamos decir que estos dos tipos de liberalismo se
caracterizan porque en ambos modelos «los individuos son primordiales y la sociedad de orden
secundario; la identificación del interés del individuo es previa e independiente a la construcción de
cualquier lazo moral o social entre individuos».
Una vez establecido el significado del término liberal, podríamos, simplificando aún
más el debate y las múltiples relaciones entre todos los autores que lo protagonizan, decir que el
comunitarismo actual surge sobre todo como reacción a esta consideración básica del individuo y su
libertad. Aunque esta reacción sea posterior al triunfo del liberalismo, al menos en su nomenclatura
actual, encuentra su justificación en el pensamiento clásico de Aristóteles.
Vamos a explicar ahora cómo nace el liberalismo y dónde el comunitarismo puede
rastrear sus lagunas. El nacimiento del liberalismo no es separable del proceso de desencantamiento y
racionalización que acompaña según Weber a la modernidad ilustrada. Ese desencantamiento es el
paso progresivo de lo dado a lo construido. Con la Ilustración, el hombre, gracias a su razón, es dueño
de su vida y no lo son sus mayores o la tradición, ambas potenciales fuentes de prejuicios. Para Kant,
lo importante es descubrir racionalmente nuestro deber a fin de poder obrar autónoma y correctamente.
Sin embargo, el problema es que ese desencantamiento del mundo dado, esa sospecha
de la tradición conducen al difícil callejón del politeísmo axiológico. La razón triunfante, la única que
resiste la «crítica de la razón pura», es la razón de la ciencia positiva, la razón instrumental, la razón
que establece medios para alcanzar fines, pero no la razón que establece fines últimos que quedan
reducidos al ámbito privado del sujeto y donde por lo tanto no es posible la discusión «racional». La
razón, a través de la cual llegamos a la verdad de las cosas y también de la existencia humana, al ser
incapaz de fundar un único sentido de la vida, es incapaz de descubrir el bien de una polis donde
conviven ahora muchos bienes. La consecuencia de lo dicho hasta ahora es clara, entre el bien del
individuo y el bien de la polis se crea un abismo y el bien de la polis no puede ser nada más que el
dictado por el poder del más fuerte, o, en el mejor de los casos, el que surge como fruto de un
consenso estratégico.
Desde estas ideas podemos entender que el nuevo objeto de la ética pública no sea ya
descubrir un sentido de la vida común, pues, entre las diversas ideas de bien ninguna tiene derecho a
imponerse, ya que son fruto de una inclinación no estrictamente racional. Pero, sí no es el bien el
objeto de la ética pública, ¿cuál es su objeto?
Llegados a este punto, encontramos en la escuela de Francfort y en lo que se ha
llamado segunda modernidad, el más serio intento por defender un concepto. Conviene recordar aquí
el célebre texto kantiano ¿Qué es la ilustración? Eje de comprensión de este tipo de liberalismo. Dice
Kant: La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa
la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque
su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella
sin la tutela de otro. ¡Sapere ande! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la
ilustración» Kant, M.
El proceso para lograrlo es a través de lo que se conoce como éticas dialógicas o
procedimentales. Estas éticas tratan de recuperar un ámbito de fines morales propicio para la reflexión
de una ética racional, este ámbito es el que corresponde a la reflexión sobre lo justo, reservando el
ámbito de lo bueno a las elecciones y modos de vida particulares de los distintos individuos o
subcomunidades.
Este último punto es sumamente importante, pues hace posible que el hombre
adquiera una personalidad propia que le permita ser dueño de su vida. Sin embargo, muchas veces la
incapacidad para alcanzar el tercer punto está en relación con la incapacidad de distanciarse de las
personas que proveen el cuidado o con quienes se inicia el juicio práctico (padres o grupo de iguales),
lo que podríamos definir la dependencia de los vínculos de afecto iniciales. Si el hombre no es capaz
de distanciarse de ese grupo de personas a las que necesita pero de las que debe aprender a separarse
será difícil que encuentre una voz propia. Nada de esto debe entenderse como una manera de justificar
que la dependencia humana sea un mal a evitar lo antes posible, sino más bien al contrarío, que es un
bien que contribuye a crear personas independientes en la interdependencia que constituye toda vida
humana. La clave de la educación cívica no está, por lo tanto, en el cultivo de una autonomía
individualista que pone sus intereses en competencia, sino en el cultivo de un tipo de relaciones
humanas que tienen su origen en la propia condición humana dependiente.
Podremos comprender mejor esta situación si analizamos la evolución que sigue un
niño hasta alcanzar la independencia y profundizamos en la calidad de las relaciones con otros que
debe mantener hasta alcanzarla y, una vez alcanzada, conservarla. En un principio, comenta
MacIntyre, el niño habrá aprendido que para satisfacer sus deseos iniciales -no sólo materiales sino
también afectivos- debe complacer a sus mayores. Sin embargo, para que realmente el niño llegue a
ser un razonador práctico independiente, un hombre libre, deberá aprender un paso más, deberá
aprender de su mundo de relaciones más próximas que podrá complacerles no actuando para
complacerles, sino actuando para hacer aquello que es mejor y que es bueno para él, incluso sí no es
del agrado de algunos adultos. Siempre es difícil enseñar esto en la amistad o en la paternidad y para
algunos adultos es imposible. Por eso el aprendizaje que todos hemos realizado y que nos ha preparado
para la vida social es imperfecto en algún grado. El niño que logra esa independencia de los deseos y
de otros adultos lo habrá hecho a través de algún tipo de conflicto más o menos profundo y en esos
conflictos nacen gran parte de los problemas sociales. Por eso la habilidad para participar
en un conflicto sin ser destruido por él es una habilidad necesaria que difícilmente se consigue en una
sociedad paternalista y sobre protectora y por eso también suele aprenderse de forma imperfecta.
Estos aspectos, que manifiestan algunos rasgos del cuidado necesario, nos muestran la
tremenda importancia de la familia, primer círculo de aprendizaje social, y nos sirve para entender la
relevancia que ese ámbito tiene como objeto de formación de la educación cívico-moral. La
importancia de reconocer la naturaleza de nuestras dependencias afectivas para evitar quedar cautivo
de las mismas es el eje básico del psicoanálisis y, quizás, el más productivo. Pero es que además de los
cuidados paternos necesarios, también los otros resultan fundamentales, no sólo para enseñar las
virtudes de juicio y morales que nos van a permitir encontrar cuál es la mejor opción entre las muchas
opciones posibles para actuar, sino también para promover nuestro propio autoconocimiento necesario
para poder llevar mi vida personal y contribuir a la vida común. Sin autoconocimiento soy incapaz de
imaginar futuros alternativos realistas y soy incapaz de evaluar mi propia historia vital y la de mí
comunidad, ¿en qué sentido los otros fomentan mí autoconocimiento?
Lo fomentan porque nosotros confiamos en los juicios que tenemos de nosotros
mismos en la medida en que coinciden con los juicios de aquellos que nos conocen bien. Por eso
tendrá dificultades quien se proteja en exceso resistiéndose a mostrarse a los demás tal y como es o
quien abuse de la mentira. Una persona así tenderá fácilmente a ser víctima de sus propias fantasías.
Es posible que esa falta de autenticidad sea promovida por algunos tipos de organización social
totalitaria que favorece la delación y la desconfianza. En este sentido, las actividades que favorezcan la
honestidad, la sinceridad y la veracidad resultan cruciales a la hora de favorecer una vida social que
contribuya al crecimiento e independencia de sus miembros. Pero es que, además, los demás no sólo
son necesarios cuando el niño está en fase de crecimiento o en formación de su personalidad, sino que,
cuando nos hemos convertido en adultos, en razonadores prácticos independientes, en el momento en
que hemos superado una gran parte de las relaciones de dependencia, también entonces los otros son
necesarios para poder mantenernos en la vida social con un juicio y unas prácticas lo más acertadas
posible sobre la realidad y sobre nosotros mismos. ¿Por qué? Porque ante muchos problemas podemos
desconocer detalles que los otros nos suministran, o porque podemos cegarnos por ciertos prejuicios
que los otros nos ayudan a ver. Por eso, la mejor manera de evitar este tipo de errores es la amistad y
la deliberación en común, es decir, seguir manteniendo vínculos de dependencia y compromisos
concretos con otras personas.
Es cierto que muchas veces nos podemos ver en la obligación de tener que defender posiciones contra
la opinión de todos o la gran mayoría de los que nos rodean, incluso contra la de aquellos en quienes
confiamos, la independencia puede requerir eso, pero siempre hacen falta razones excepcionalmente
buenas para hacerlo. Y sólo lo podremos hacer si la calidad de nuestras relaciones con los demás ha
sido suficientemente buena.
Hemos visto que en las relaciones de dependencia el hombre aprende una serie de
virtudes fundamentales para la vida común. Pero además, para Maclntyre, existen algunas
características de las relaciones de dependencia que es necesario entender para poder comprender
también cómo funcionan en ellas las virtudes humanas, cómo éstas tienen su raíz en su estructura
relacional, y cómo la calidad de esta estructura es básica para el crecimiento personal. Deberemos
hacer referencia a dos de esas características. La primera es que las relaciones humanas no están
regidas en su mayor parte por la reciprocidad estricta, y la segunda es que esa asimetría se manifiesta
no sólo en algunas relaciones individuales, sino también en el tipo de estructura social en la que vive el
hombre.
En la vida humana no siempre podemos dar a quien nos da, un padre da a un hijo
pensando que muy probablemente nunca recibirá de él las atenciones que él le ha dado, lo mismo
sucede en la ayuda prestada a un desconocido o la que otorga un maestro a sus alumnos, por eso tiene
sentido el pensar que ser un buen ciudadano tiene que ver con la calidad de los cuidados y la atención
que se ha recibido en la etapa infantil y en la adolescencia. Para que la sociedad funcione es necesario
este tipo de reciprocidad basada en la generosidad. Que estas relaciones no sean puramente recíprocas
como lo son las mercantiles y que, además, formen parte esencial de la creación del sentido de la vida
social y personal quiere decir que si la relación social está bien estructurada y a mí me han enseñado
bien doy al otro porque eso constituye mi bien.
Cuando a un niño se le enseña que debe preocuparse de los demás, no se le enseña
diciendo que así se preocuparán de ti y debes hacerlo con un interés egoísta, sino que debes hacerlo
«porque así serás mejor persona» porque para tu bien, tu realización necesita del desarrollo de esa
parte de tu personalidad, pero eso no puede hacerse, o puede hacerse difícilmente si la calidad de lo
que has recibido es mala bien porque has recibido poco (maltrato) o bien porque has recibido mal
(sobreprotección). Ambas actitudes crean un ambiente falto de confianza y temeroso. La correcta
relación educativa debe preparar al otro para los momentos en los que es posible que uno se vea en la
obligación de dar mucho más, desproporcionadamente más, de lo que ha recibido.
Además, el hecho de que esas relaciones sociales no sean mercantiles implica también que no son
siempre necesariamente simétricas: no es la simetría la que marca el grado de justicia en todas las
relaciones, sino la búsqueda del bien del otro. Éste es el motivo que justifica que ciertas instituciones
no puedan mantener relaciones puramente simétricas con los individuos. Se otorga un poder superior a
ciertas instituciones (escuela, familia, ministerio, policía, etc.) pensando que ese poder asimétrico
jerárquico va a estar al servicio de los individuos que van a vivir bajo esa institución.
Pero como bien han sospechado muchos pensadores desde hace mucho tiempo
objetivo que las justifica. Un padre que obliga a su hijo a realizar unos estudios superiores que el hijo
no desea es un claro ejemplo de abuso de la justa asimetría. Estas virtudes y otras más son aprendidas
en la misma relación social y comunitaria. Sin embargo, es posible que estas mismas virtudes no se
den o por los vicios del sujeto o porque las estructuras en las que se sustenta una relación humana
concreta esté también viciada. La consecuencia es que, en estos casos, las estructuras asimétricas no
responden al sentido que las justifican que no es otro que la contribución al crecimiento individual y
comunitario de los sujetos que conviven bajo esa estructura.
Una gran paradoja humana radica en el hecho de que el crecimiento humano libre sólo
sea posible en base a virtudes que reconozcan la justa medida de esa asimetría. Virtudes como la
confianza o el reconocimiento de la dependencia sólo pueden florecer en la práctica justa de la
asimetría. Pero el cultivo de estas virtudes sólo es posible cuando la persona o la institución que
temporalmente dispone del poder que le otorga esa asimetría no sucumbe a dos tipos de tentaciones
contrarías. La primera es la tentación de la dominación (abuso del poder) y la segunda es la tentación
del permisivismo (dejación del poder). En la formación de la ciudadanía esos dos tipos de prácticas -el
abuso y la dejación- dan lugar a dos tipos de comunidades igualmente enfermas: la comunidad
nacionalista homogeneizadora o la comunidad del desarraigo y el individualismo. También, aunque
parezca paradójico, para ambas existe el mismo tipo de solución, el fortalecimiento del tejido social o
la sociedad civil. Pero antes de ahondar en esta solución deberemos describir dos problemas más que
se presentan como consecuencia directa de la asimetría anteriormente descrita.
2. Localismo-universalismo. Globalidad-diversidad
La consideración de la dependencia humana y las peculiares relaciones que de este
fenómeno se derivan nos conducen a dos tipos de problemas cuando nos centramos en las relaciones
entre los individuos y el estado. Primero, el problema de conciliar dos principios fundamentales de la
vida común, por una parte el necesario respeto a las diferentes formas de expresar la necesidad de
pertenencia, fenómeno propio de los actuales estados plurinacionales o pluriculturales. Y segundo,
aunque no podemos subestimar el poder y la influencia que el estado-nación tiene en la vida de sus
miembros, debemos reflexionar acerca de los problemas pedagógicos que trae el ligar un estado a la
idea de Volk o comunidad fuerte, y los problemas que se derivan de renunciar a este tipo de estado,
algo que si bien también tiene dificultades, resulta, como ahora veremos, inevitable en estados
plurinacionales.
Estos problemas no resultan tan graves para los liberales clásicos. Para éstos siempre
ha sido importante que los estados se limiten a establecer normas que defiendan la libertad individual
como valor supremo. Por eso, los liberales podrán, mediante procedimientos racionales, tratar de
solucionar los problemas que surgen entre culturas que son liberales, los problemas que pueden existir
entre Quebec o el resto de Canadá, o el País Vasco y el resto de España. Estos problemas son los que
se conocen, en palabras de Tamir como «interculturalismo tenue» (thin interculturalismo). Este
interculturalismo tenue tiene lugar entre culturas que no difieren en torno a la consideración de la
persona humana como ser libre y autónomo. Sin embargo, este liberalismo clásico representado, por
ejemplo, en David Millerló no podría justificar de ninguna manera la presencia en un estado liberal de
una cultura iliberal -«interculturalismo denso» (thick interculturalism)-, en un caso así la cultura
liberal tendría derecho e incluso el deber de educar a los miembros de estas otras culturas en los
valores del liberalismo, ya que para este tipo de liberalismo toda costumbre que no permita la plena
libertad de los individuos es perversa.
Desde un punto de vista un poco más cercano al comunitarismo pero sin necesidad de
dejar de reconocer el valor primordial de la libertad, podríamos aceptar un interculturalismo del tipo
«denso», siempre que se cumpliesen unos mínimos. Cabría considerar a Charles Taylor como
representante de esta posición, en tanto que para él es necesario el reconocimiento de toda cultura y su
posible valor para poder iniciar la construcción del verdadero ciudadano que sólo se hace en una
comunidad con vínculos y relaciones concretas.
El autor canadiense Will Kymlicka ha continuado las investigaciones de Taylor y
desde una postura liberal intenta proteger los derechos de las minorías en dos libros muy influyentes
para la filosofía política actual. La tesis básica de este autor y su propuesta para resolver los conflictos
entre comunidades en el seno de estados liberales plurinacionales pasa por reconocer los derechos de
las minorías otorgándoles mayores cuotas de autogobierno a fin de que se puedan sentir cada vez más
reconocidos dentro de un estado. El problema, que Kymlicka no afronta, es que dentro de una minoría
siempre hay otras minorías en un proceso ad infinitum, lo que nos conduce a pensar que el problema
básico de la relación entre los hombres, la diferencia, se debe definir en otros términos que no pueden
ser resueltos por la política sino por la pedagogía.
El tratamiento que la pedagogía debe hacer del problema de los nacionalismos,
expresión de un problema más amplio cual es la identidad común, es doble. Por una parte, es necesaria
una teoría antropológica que explique el sentido que tiene en el hombre la necesidad de pertenencia y
las distintas formas que tiene de manifestarse y, por otra, es también necesario que se piensen criterios
que validen qué formas de pertenencia resultan constructivas y cuáles resultan destructivas. La
pedagogía puede ofrecer desde su ámbito un juicio de valor acerca de las manifestaciones humanas; de
hecho, ése es parte de su cometido si quiere colaborar en el establecimiento de fines y de medios para
alcanzar los fines de una vida valiosa. El resultado ha de ofrecer una manera humanizadora de articular
el binomio local global tan de moda.
Para iniciar el problema desde el punto de vista antropológico acudiremos a dos
capítulos del famoso libro de Geertz, La interpretación de las culturas, concretamente a los capítulos 9
y 10 dedicados al surgimiento de los nuevos estados tras la descolonización y a los mecanismos de
generación de una nueva identidad común.
Algunas de las cosas más interesantes que descubrimos en esos procesos son las
siguientes:
a) La primera conclusión que parece establecer Geertz y que puede establecer cualquiera que se
acerque al tema de las identidades colectivas, concretamente al problema de los nacionalismos, es la
resistencia que éstos manifiestan. Los nacionalismos parecen imponerse más allá de la lógica que
aparentemente poseen ciertos cosmopolitismos universalistas. Si, a pesar de que conlleven muchas
veces efectos terribles y xenófobos, a pesar de que no resulten ser lo más rentable económicamente,
continúan teniendo la fuerza que tienen, o bien son fruto de la ofuscación o del miedo, o bien
responden a la satisfacción de una necesidad humana real de pertenencia a un grupo. No obstante,
quizás ambas cosas son ciertas. El hecho es que, utilizando las palabras del propio Geertz, «parece
bien, pues, dedicar menos tiempo a vituperarlo -que es más o menos como maldecir a los vientos- y
más tiempo a tratar de establecer por qué el nacionalismo toma las formas que toma y cómo podría
impedirse que desgarrara las sociedades, al propio tiempo que
crea y desgarra toda la estructura de la civilización moderna».
b) La segunda consecuencia que podemos extraer de los estudios antropológicos de Geertz es que los
problemas y las tensiones en torno a la identidad nacional no siempre están en el ojo del huracán. La
identidad nacional siempre resulta más fuerte y homogénea cuando tienen un enemigo al que
enfrentar. Parece como sí «el otro» fuese necesario para pensar en el nosotros. Esta situación, que se
explica bien en los procesos coloniales, sirve también para explicar ciertas resistencias a movimientos
ilustrados y universalistas por parte de algunos grupos humanos. Pero construir una identidad colectiva
cuando no existen enemigos, cuando no hay un «otro» al que contraponerse no resulta tan sencillo. En
esos momentos se muestra la debilidad de los nacionalismos pues, «hacer Italia no es hacer italianos».
c) En la respuesta al quiénes somos surgen dos fuerzas encontradas, las epocalistas y las esencialistas.
Responder de forma esencialista es constituirse una identidad común con formas simbólicas extraídas
de tradiciones locales que son capaces de reconocerse a sí mismas a lo largo de un tiempo. Estas
respuestas «tienden, como los idiomas vernáculos, a ser psicológicamente aptas, pero socialmente
aislantes». Por otra parte, existe la posibilidad de construir la identidad en base a ideas y tendencias
más universalizadoras «con formas propias del movimiento general de la historia contemporánea -es
decir, que son epocalistas- tienden, como las lenguas francas, a ser socialmente desprovincializantes,
pero psicológicamente forzadas ».
d) Las posturas epocalistas y esencialistas no se dan de manera absolutamente pura en el mundo de los
nacionalismos, sino que existe una dura pugna entre ellas. El triunfo de una u otra depende del manejo
de aspectos simbólicos: «Un incremento en la circulación de los diarios, un súbito aumento de la
actividad religiosa, una disminución de la cohesión familiar, una expansión de las universidades [...]
son -lo mismo que los fenómenos contrarios- elementos del proceso en virtud del cual están
determinados el carácter y el contenido de ese nacionalismo entendido como "fuente de información"
para la conducta colectiva. »
e) Como último punto de este análisis antropológico del fenómeno del nacionalismo y su construcción
podíamos identificar dos tipos de deseo que subyacen en los grupos humanos detrás de los
movimientos epocalistas o esencialistas. Dos tipos de deseo que pugnan por hacerse dueños de la
identidad nacional. Estos deseos son el deseo de ser y el deseo de prosperidad. No es que ambos tipos
de deseo sean incompatibles, pero, podríamos decir sin equivocarnos que el deseo de ser goza de
mejor salud cuando nos explicamos con criterios esencialistas que tratan de remarcar cosas como el
carácter diferencial, cultura y tradiciones propias, etc. Sin embargo, el deseo de prosperidad, mayor
justicia, mejor gobierno, etc., está en camino de satisfacerse mejor cuando nos vinculamos con
explicaciones epocalistas de nosotros mismos. Explicaciones atentas a los derechos humanos al
progreso material y científico, etc.
Como antes hemos visto, estas diferentes formas de explicarnos y de sacar a la luz lo
que queremos como grupo están relacionadas con el manejo y circulación de símbolos, y por lo tanto,
puede ser objeto de una intención pedagógica. ¿Cuál es la intención pedagógica que debe guiar a los
estados-nación en el mundo actual?, ¿cómo debe responder la pedagogía a sus desafíos?, ¿qué
propuestas debe hacer para que ese sentimiento de pertenencia, que es una concreta forma de amor, no
se convierta en un sentimiento patológico o en una forma de odio? Éstas son preguntas que exceden al
objeto de la filosofía política porque pasan de considerar como central la pregunta sobre los
«derechos» de los grupos a la reflexión sobre las «obligaciones pedagógicas» que esos grupos tienen
en la formación de la identidad ciudadana y personal de los miembros del grupo. El cumplimiento de
estas obligaciones pedagógicas tiene dos consecuencias, permitirán entender lo universal desde lo
local y permitirán mantener la diversidad en un mundo global.
No cabe duda de que por poco que apliquemos el sentido común, el papel y la
influencia de los estados en la vida de sus miembros es cada vez más importante siquiera sea por la
cantidad de servicios que el estado satisface en la vida social, sanidad, educación, seguridad..., incluso
cultura y ocio. Cada vez más, y seguramente de manera no muy afortunada, el estado no tiene un papel
subsidiario en la vida civil y sí un papel protagonista. No es que el estado acuda a suplir aquellos
espacios a los que la sociedad civil no llega sino que sustituye o pretende muchas veces sustituir, la
propia iniciativa civil convirtiéndose en el centro de la vida pública. La tendencia de esta forma de
entender el papel del estado hacía el totalitarismo es evidente y ampliamente estudiada por algunos
liberales clásicos. Sí el estado deja de tener un papel subsidiarlo pasa a convertirse en competidor de la
sociedad civil con la que compite, en una evidente posición de poder cada vez más importante, por un
mismo mercado.
Pero el peligro y las consecuencias no sólo son visibles en el campo de la economía,
pues una competencia de ese estilo reduce las iniciativas y la creatividad civil en aquellos campos más
asumidos por el estado, y puede potenciar la idea de que el estado puede funcionar presentándose a sí
mismo como el guardián de los valores de la comunidad cuyas necesidades puede proveer justamente
pero que a su vez exige la lealtad y apego que se exige al ámbito más local. ¿Qué problema puede
surgir de esta situación? Que, aun en los estados democráticos, la participación y grado de influencia
en las decisiones estatales por parte de los individuos es muy limitado debido a la influencia de grupos
de poder político y económico con lo que la participación y los lazos comunitarios nunca pueden ser
tan estrechos como los que pueden existir en una comunidad más pequeña. Pretender que existan lazos
así es la raíz de todo totalitarismo y puede ocultar razones siniestras de dominación y control sobre la
vida y libertad de los ciudadanos. Un estado así constituido trataría de imponer a todos los ciudadanos
símbolos que representan sólo a un grupo -todo el mundo puede pensar en casos en los que la bandera
de un partido se ha convertido en la bandera de un país o una región-, lenguajes, religiones...,
arrogándose el derecho a una dirección de la vida nacional que excede las legítimas funciones de un
estado.
Pero, el hecho de que los estados modernos, que además son plurinacionales o cada
vez más pluriculturales, no deban, porque no puedan, funcionar como funcionan las pequeñas
comunidades no quiere decir que no tengan responsabilidades en la educación cívica de sus miembros,
pero sí que quiere decir que, al menos en parte, esa función se define por una cierta retirada del
escenario educativo. Por permitir que la sociedad civil ofrezca sentidos a la vida pública que sean
compatibles con la pluralidad que realmente es el signo de un estado moderno y de cuya existencia sí
que el estado es responsable. Sin embargo, al considerar éste como el primer objetivo del estado
debemos alejarnos de cualquier intento por convertir al estado en algo parecido a una comunidad.
Ciertamente, el estado moderno no justifica su existencia por su sentido comunitario,
sino por una consideración moderna de la ciudadanía que trasciende las consideraciones en torno a
pertenencias étnicas o de tipo excluyente; sin embargo, esto no quiere decir que el estado no pueda y
deba favorecer la existencia de comunidades o identificaciones comunitarias, pero que coexistan bajo
el paraguas de un mínimo modelo cívico que no es suficiente pero sí necesario. En este sentido resulta
incompleta la teoría de Habermas en favor de la formación de un patriotismo constitucional. Para
Habermas, Europa necesita: «Un patriotismo europeo de la Constitución» que «a diferencia de lo que
ocurre con el americano, habría de surgir de interpretaciones diversas (impregnadas por las distintas
historias nacionales) de unos mismos principios jurídicos universalistas [...]
En este capítulo vamos a mostrar algunas de las relaciones que la educación mantiene
con los derechos humanos. Empezaremos presentando, descriptivamente, el concepto y las diferentes
corrientes que tratan de fundamentar a estos derechos.
A continuación, se analizará críticamente el enfoque, a nuestro juicio, más
conveniente para quien aspira a ejercer como un educador. Tras señalar las características de estos
derechos y presentar algunos datos históricos, nos centraremos en las posibilidades diversas de su
enseñanza, para terminar proponiendo una vía de acercamiento a una teoría pedagógica de los
derechos humanos que nos ayude a conocer y practicar mejor la educación.
¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es
también un hombre que dice sí desde su primer movimiento. (ALBERT CAMUS, L?homme révolté).
Ser moral significa no sentirse nunca lo suficientemente bueno. (ZYGMUNT BAUMAN, La
ambivalencia de la modernidad).
Albert Camus señaló en L'homme révolté algo de suma importancia aquí mientras
reflexionaba sobre el sentido de la rebeldía: «Se ama a la humanidad en general para no tener que amar a
los seres en particular. » Desde este punto de vista, una educación moral en un tiempo porvenir es un
aprendizaje de lo serio, o lo que es igual, el aprendizaje de lo que creíamos ya sabido bajo una
dimensión inédita a la luz de los imprevistos acontecimientos que nos dan a pensar en un mundo que es
el nuestro. Es, también, el aprendizaje de lo trágico, es decir, de las lecciones éticas que nuestro pasado
reciente nos traen como responsabilidad y como dolor, y el aprendizaje, también, de la afirmación de la
vida, en vez de la muerte, en ausencia de un sentido único acerca de la vida y del mundo; el aprendizaje,
en suma, del nacimiento. Se trata, entonces, del aprendizaje de la resistencia -ética y crítica- frente a
todo intento de dominación y deshumanización, de una crítica de lo inhumano en nuestra actualidad. Se
trata, en fin, de un aprendizaje de la mirada, de un aprender a ver el mundo como por primera vez, bajo
el registro del recuerdo de la infancia del hombre, de ese tiempo, anterior a la palabra conquistada, en el
que podíamos fracturar la realidad a través del sentido.
2. El aprendizaje de lo serio.
Gílles Deleuze decía que el problema del pensamiento contemporáneo consiste en
que, en nombre de la modernidad, se ha producido un retorno a las abstracciones, bloqueándose con ello
la capacidad de llevar a cabo análisis en términos de movimiento. Como pensador, la característica del
filósofo no es el ser un sujeto reflexivo, sino más bien un sujeto creador. Es importante, decía, retirarle
el derecho a «reflexionar sobre», como sí el filósofo estuviera destinado a mirar las cosas siempre por
encima del mundo aunque siempre desde la posición privilegiada de la seguridad de un yo ensimismado
y protegido ante lo otro. Más bien, Deleuze pensaba que hay que construir conceptos capaces de
movimiento intelectual. Es difícil sustraerse a esta lógica de la reflexión, que mira desde arriba y camina
hacia atrás, buscando los orígenes, a ese estilo de pensar el mundo desde la posición asegurada de un yo,
por así decir, divino. Como sujeto creador, el pensador busca lo que no sabe dónde ni cómo encontrar
con exactitud -exacteness is a fake, decía A. N. Whitehead-, lo que explora ensayando mil maneras,
tentativa y creadoramente.
Pero el sujeto creador no vive, sin embargo, esclavo de lo creado, en tanto producto
acabado o como final de la cadena de lo fabricado, sino siempre en el principio de lo que se crea. Lo
creado, como lo nacido, pese a ser el resultado de un acto fértil de fecundación, a la postre siempre es
nuevo, nunca, en su repetición, lo mismo. La fecundación siempre ha existido siendo lo mismo, lo
nacido siempre es nuevo. Pensar las cosas del mundo desde esa lógica que mira desde arriba es pensar el
mundo desde el afuera de la existencia humana (contingente, finita y siempre plural en su expresión).
Pensar las cosas del mundo desde su adentro es, por el contrarío, amarlas antes de haberlas conocido
-como al hijo al que se ama antes de conocer su rostro-, es colocarse en una posición que piensa lo que
acontece -los acontecimientos que resquebrajan nuestras categorías y conceptos más firmes de forma no
defensiva; es pensar el acontecimiento adentrándose en él.
Estas ideas resultan sumamente interesantes para plantear una educación moral en un
tiempo porvenir, cuando lo por-venir no es un tiempo previsto y fabricable, sino imprevisible y
discontinuo. En un tiempo así, pasado y futuro parecen escindirse aunque se remiten mutuamente el uno
al otro. Aquello que buscamos lograr, en nuestro horizonte de expectativas éticas y morales, necesita
tener presente lo que ya fue, lo que se intentó y también el cúmulo de errores que ya cometimos.
En este sentido, lo primero que deseo señalar ahora es que una educación moral en un
tiempo por-venir tendría que poder enmarcarse en la noción de acontecimiento, pues es gracias a nuestra
apertura a los acontecimientos –aquello que no se puede buscar y que no sabemos cuándo ha de llegar-
que podemos transformarnos como sujetos éticos. Toda educación moral, cuando la educación moral no
es un conjunto de prescripciones que buscan imponerse y normalizar las conductas de los sujetos, es, de
hecho, un acontecimiento de transformación para el sujeto.
¿Qué es un acontecimiento? Un acontecimiento es, por una parte, lo que pasa «ahora»:
«aquí» y «ahora». Es lo presente, lo actual, lo que en su ocurrir actual desgarra en cierto modo como una
herida introduciendo una cierta discontinuidad, una asimetría, un cierto desorden y novedad y un
registro de lo nuevo, tanto en el orden del pensar como del hablar y del actuar.
Pero un acontecimiento es, también, lo que habiendo ya ocurrido tiene una cierta
presencia y actualidad, lo que, habiendo pasado, es todavía actual y presente, y por eso nos da a pensar
en nuestro presente. El gesto que la época clásica inicia al agrupar a los «locos» como seres «no
normales», ese gesto, que es un cierto «gesto ético», que inicia toda una explosión de saberes, prácticas
y discursos sobre lo otro de la salud mental, así como una serie de espacios donde poder encerrar la
locura y silenciar las voces quebradas del enajenado, es un gesto que enuncia un acontecimiento,
muestra un talante moral y espiritual, que una y otra vez se repite en la historia, a propósito de otros
individuos. Ese drama, como en el teatro, se repite una y otra vez. Es preciso prestar atención a esa
repetición de los acontecimientos, es preciso prestar atención a los gestos con los que cada época inicia
determinados acontecimientos que determinan nuestros modos de pensar y practicar la educación,
también la adjetivada como «moral».
Con todo, lo más evidente de esta noción es su carácter imprevisible como
«experiencia» que el sujeto hace en sí mismo como efecto de lo que le pasa; carece de una naturaleza,
por así decir, prometeica: no se puede prever antes de que suceda. Prometeo, el audaz y previsor, el que
se adelanta, no nos sirve como modelo para dibujar el perfil del acontecimiento. Pro-meteo, el que
comprende de antemano, el que prevé. Quizá su hermano, Epimeteo, sea más adecuado: el que
comprende todo después de que las cosas han ocurrido. Quizá el que comprende demasiado tarde, o tal
vez el que comprende, el que aprende, después de haber padecido la experiencia. El acontecimiento es
una determinada experiencia de la vivencia del tiempo.
Preguntémonos entonces: ¿qué tiempo es el tiempo del puro acontecer? No es, desde
luego, «el tiempo según el antes y el después, el tiempo dotado de una dirección y de un sentido, el
tiempo irreversible representado por la línea que va de atrás hacia delante». Más bien se trata de un
tiempo a-crónico, el cual remite a la figura de aión (derivado de aieí, «siempre», de la misma raíz que da
el latín aeternus). E1 tiempo aquí referido es un tiempo-todo de un niño que juega, donde el juego
expresa, precisamente, lo que todo juego contiene: la ocasión, el estado de excepción, el acontecimiento
imprevisto, el instante original, en definitiva, lo que irrumpe por sorpresa y resquebraja la continuidad
del tiempo. E1 acontecimiento es, pues, una irrupción imprevista en un estado de cosas que mantenía un
decurso continuo y un transcurrir habitual. Es una fractura, una quiebra, una herida en el tiempo. Es lo
discontinuo e imprevisto, lo que nos sorprende.
Aquello que se experimenta como acontecimiento es, muchas veces, lo que tal vez ya
sabíamos que iba a suceder. Por ejemplo, el nacimiento de un hijo. Como dato, como punto de
información, el nacimiento de un hijo es un hecho que sucederá: es lo consabido. No obstante, su
acaecimiento es un acontecimiento porque es un impacto en el orden de nuestra experiencia como
hombres. E1 nacimiento de un hijo opera una transformación en el sujeto. E1 impacto está, pues, en la
relación que nosotros establecemos con ese hecho -el nacimiento- o lo que el mismo hace
en nosotros. La experiencia que se hace transforma el hecho en acontecimiento significativo. E1
acontecimiento, aquí, toma la forma de una relación de concernimiento personal. Nos proporciona un
registro nuevo. Lo sorprendente de todo acontecimiento está en esa toma de conciencia particular, el de
la natalidad y la renovación. «Darse cuenta es descubrir sin moverse del sitio la vieja novedad, vieja por
su contenido material o gramático, pero completamente renovada por nuestra manera de percibirla. » La
experiencia consiste en tomar conciencia de lo que ya sabíamos en un registro diferente, en el registro de
lo serio. En la toma de conciencia del acontecimiento sabemos hasta qué punto nos concierne lo que nos
pasa. La toma de conciencia de un acontecimiento es un aprendizaje de lo serio, no meramente otro
aprendizaje, sino un aprendizaje-otro. Nos tomamos «en serio» el asunto de que se trate, sea la muerte o
la vida. Tomarse «en serio» algo es no tomarlo a la ligera. Tomarse en serio a alguien, y esto es básico
en educación moral, es tomar conciencia de su densidad existencial. Es acogerlo como acontecimiento
en uno, como otro en mí que me da a pensar. Tomar conocimiento de algo, más allá del hecho del mero
estar informado de ello, de tomar noticia de algo, es descubrirlo de otro modo, o quizá mejor, de un
modo-otro. Por eso, como dice Jankélévitch, los tres aspectos esenciales del aprendizaje del
acontecimiento son su efectividad, su inminencia y su carácter de concernimiento personal.
Todo acontecimiento es algo que tiene lugar -es efectivo- y que de hecho ocurre en un
aquí, en un ahora y a un quién. Pero como el verdadero acontecimiento ocurre de repente, como llega sin
avisar, ese aprendizaje moral de la seriedad se da en su inminencia, esto es, en el instante en que ocurre;
ni antes ni después. La forma del acontecimiento es la forma del instante, y por eso no admite copias ni
reproducciones. Es lo singular puro. Y en su carácter repentino, al acontecimiento fuerte únicamente
cabe esperarlo pasionalmente, es decir, recibirlo, abrirse a él, incondicionalmente.
Como sorpresa, el acontecimiento resulta ser, por tanto, lo inconcebible, lo que
situado más allá del concepto y del conocimiento en su formato lógico tradicional, mantiene una
relación de alteridad con el conocimiento teórico. Puede decirse que el acontecimiento se da en la
exterioridad del conocimiento, que se sitúa en su vector excéntrico. Abordar el acontecimiento como la
exterioridad del conocimiento, equivale, negativamente, a una desepistemologización del problema de la
verdad moral y, positivamente, a una afirmación o constatación de que la verdad se dice de muchas
maneras y según una variedad de sentidos. Una excesiva epistemologización de la verdad moral no
garantiza actuar a favor de los itinerarios de la lucidez ética En su carácter imprevisto, la introducción
contemporánea del acontecimiento en el seno de la filosofía es la inserción de lo que da a pensar en el
pensamiento mismo. Se trata de un desafío que nos invita a un nuevo ejercicio del pensar moral: como si
la realidad no fuera otra cosa que un conjunto de acontecimientos dispuestos a darnos que pensar, y por
tanto la realidad fuera fuente y origen de una nueva manera de entender la lucidez, más allá de cualquier
orden preestablecido del ser y de las cosas. El acontecimiento es lo singular puro y «a la pregunta de si
es posible pensar el acontecimiento, se responderá: ¿es posible pensar otra cosa como no sea el
acontecimiento? Y aun: ¿es posible hacer del pensar otra cosa como no sea un acontecimiento? De todos
es sabido que no se piensa cuando se quiere, sino cuando ocurre eso llamado pensar».
El acontecimiento, siendo lo que da a pensar, tiene simultáneamente la forma del
verdadero pensar. Pensar el acontecimiento es, ni más ni menos, pensar lo que nos da a pensar, porque el
pensamiento tiene que pensar lo que le conforma, y se forma tanto con lo que piensa como con lo que le
fuerza, le violenta y le provoca. Pensar moralmente, de este modo, es pensar abriéndonos al mundo,
pensar dejándonos afectar por lo que nos pasa y por lo otro. Pensar el «acontecimiento», entonces, es el
«ensayo moral» de un imposible, hasta el punto en el que un acontecimiento es lo «conceptualmente»
impensable. Lo que toma la forma del acontecimiento es lo inenarrable, lo indecible. Desde este punto
de vista, no hay «teorización» posible de lo impensable. En sentido estricto, no sirve intentar pensar
«sobre» el acontecimiento. El acontecimiento es un choque, un impacto que nos aturde. Sólo cabe
pensarlo como esa modalidad de pensamiento que se activa después de la primera conmoción. El
acontecimiento hay, pues, que vivirlo bajo el registro de la experiencia, es decir, en rigor, hay que
sentirlo: en el orden de los acontecimientos nos constituimos como sujetos éticos que tomamos
conciencia de vernos afectados por lo que sentimos y por lo que nos pasa. Como acontecimiento, la
educación moral está en la dimensión de una singular patética.
Decía el poeta austríaco Rilke que «no hay nada menos apropiado para aproximarse a
una obra de arte que las palabras de la crítica: de ellas se derivan siempre malentendidos más o menos
desafortunados. Las cosas no son tan comprensibles ni tan formulables como se nos quiere hacer creer
casi siempre; la mayor parte de los acontecimientos son indecibles, se desarrollan en un ámbito donde
nunca ha penetrado la palabra. Y lo máximamente indecible son las obras de arte, existencias llenas de
misterio cuya vida, en contraste con la nuestra, tan efímera, perdura». Hay una suerte de indecibilidad en
el acontecimiento, como antes señalé, justificado por su misma resistencia a ser nombrado mediante los
conceptos tradicionales de la lógica y de crítica. Donde el concepto todavía no puede penetrar es,
justamente, el espacio en que hacemos la experiencia, porque primero viene la experiencia y luego la
palabra que la nombra. El acontecimiento es el lugar de la desnuda experiencia. Y «como saben todos
los niños el mundo de la experiencia (como el bosque de Alicia) es innominado, y vagamos por él en un
estado de perplejidad, la cabeza llena de balbuceos, de conocimiento e intuición». El verdadero
acontecimiento, como la auténtica experiencia, se deja nombrar y pensar de otro modo, de una forma
que no es estricta ni exclusivamente conceptual, esto es, por unas palabras y por un pensamiento de un
orden distinto, quizá de una palabra poética. Este orden poético nos proporciona una gramática y una
semántica nueva.
Dicho con G. Steiner, se trata de una organización articulada de la percepción, la
reflexión y la experiencia, la estructura nerviosa misma de la conciencia humana cuando es capaz de
comunicarse consigo misma y con otros. Es una «gramática de la creación», una gramática de lo
erótico, del «intelecto formador» y de la psique bajo la forma del eros. Para desarrollar en nosotros esta
gramática moral, esta articulación de la percepción ética, la reflexión y la experiencia, lo que precisamos
es una manera distinta de pensar la educación moral, una mirada nueva en la que, dicho ahora
pedagógicamente, aceptemos el reto de introducir verdaderos contenidos de conciencia en el sujeto que
se educa.
Aunque el hombre es un ser que actúa, también es un ser que padece, un animal
patético. Somos como consecuencia de lo que hacemos y elegimos, tanto como resultado de lo que nos
pasa y, en este sentido, más relevante desde un punto de vista ético son los acontecimientos que las
acciones. El acontecimiento introduce una cierta idea de la pasividad en nuestra condición, algo parecido
a una cierta quietud, actitud de recepción e incluso de «abdicación». Pensar lo humano desde el
acontecimiento implica una estética de la abdicación y una cierta ética de la pasividad, por así llamarla.
Un fragmento del Libro del desasosiego de Pessoa ilustra esa estética: «Conformarse
es someterse y vencer es conformarse, ser vencido. Por eso toda victoria es una grosería, los vencedores
pierden siempre todas las cualidades de desaliento con el presente que los llevaron a la lucha que les dio
la victoria. » El vencedor parece perder las cualidades y la tensión de quien se decepciona, de quien
aprende a base de decepciones, desencantos y conflictos trágicos o contrariedades profundas.
El que vence, el hombre fuerte de voluntad y de acción, es el que, al final, se conforma, el que se siente
satisfecho. «Sólo vence el que nada consigue nunca. Sólo es fuerte quien siempre se desanima. Lo mejor
y más púrpura es abdicar. » En esta estética de la abdicación y de la renuncia, actuar es reposar, esperar
lo que está por venir sin buscarlo. «Todos los problemas son insolubles. La esencia de la existencia de
un problema es la ausencia de cualquier solución para el problema. Buscar un acontecimiento significa
que el acontecimiento no existe. Pensar es no saber existir.» Pensar es «no saber»; es afirmar no-saber,
antes de haber vívido, en qué consiste eso que llamamos existir. O lo que es lo mismo: pensar es tener
que aprender a existir bajo el régimen de la aventura. Es estar a la espera sin buscar ni planificar. De ahí
que pensar el acontecimiento suponga también toda una ética de la pasividad -una exploración del saber
recibir o que nos pasa- y una crítica de la acción pura.
Una tradición dominante en el pensamiento occidental, platónica en esencia, sostiene
que el sabio y el hombre de bien -aquel que lo tiene claro, podría decirse- es el que menos necesidad
tiene de los demás porque es autosuficiente e invulnerable. A partir de ahí resulta relativamente fácil
pensar que el valor es una dimensión o un reducto de intención pura, el resultado de una elección y de
unas acciones puras. Y, sin embargo, la fortuna -en el sentido griego del término- juega un papel crucial
en la conformación de la existencia humana. «Las tragedias son la mejor crítica de la razón pura»,
porque la experiencia trágica del conflicto es una ocasión de aprendizaje más que de elevación hacía
bienes supremos e inmutables: «Existe un tipo de saber que se aprende al sufrir, ya que este último es
precisamente la percepción adecuada de cómo es la vida humana en semejantes casos.»
Lo que somos o creemos ser, el yo que pronunciamos, la identidad que creemos
poseer es el resultado de la contrariedad, del conflicto trágico, es decir, de lo que nos pasa: de los
acontecimientos que nos marcan. En este sentido, la identidad es el resultado de una historia, de una
historia-relato cargada de contradicciones, contrariedades, tragedias y cosas que nos pasan, de
experiencia realizada en nosotros. Y «las historias son series de acontecimientos que desobedecen a las
intenciones de los sujetos.» No somos, entonces, el resultado de la ejecución de un plan previo, de un
proyecto o programa, sino el resultado de una aventura: el milagro del puro inicio. Suceden muchas
cosas; pero eso no basta para hacernos, formarnos o transformarnos. Es necesario que esos sucesos se
tornen historias a través de los acontecimientos: que nos den a pensar, que hagamos experiencia en ellos,
que introduzcan la discontinuidad en nuestra conciencia y vivencia del tiempo.
De todo ello cabe deducir una idea central: plantear una educación en el tiempo por-
venir exige prestar atención a un cierto saber que conmueve. Me refiero al saber trágico. Prestar atención
a ese saber es recordar ejemplarmente lo que el pasado nos trae como sufrimiento, como dolor y como
responsabilidad ética por el dolor del otro. En la siguiente sección me ocuparé de este asunto.
3. El aprendizaje de lo trágico.
Existe una convicción relativamente extendida según la cual la práctica de la
educación se lleva a cabo dentro de un medio -el lenguaje que nunca puede pretenderse neutral. Porque
al decir algo siempre intentamos enunciar algo al otro o a los otros. Dentro de este espacio lingüístico,
parece imponérsenos de forma constante un punto de vista sobre el mundo y sobre el uso de la mente
con respecto a este mundo. O dicho en otros términos: el medio dentro del cual educamos o nos
educamos impone necesariamente una perspectiva o un punto de vista dentro de la cual se ven las cosas,
así como una actitud hacia lo que miramos o percibimos.
Esto vale tanto para la educación, globalmente considerada como proceso de
aprendizaje humano, como para la educación moral del sujeto de la educación. Desde este punto de
vista, nuestros encuentros con el mundo no son encuentros directos, sino encuentros mediados por
formas. Leemos, escribimos, enseñamos, aprendemos, trabajamos dentro de un espacio cultural que
impone sus reglas del juego, sus restricciones y sus posibilidades. Lo hacemos desde un tiempo y desde
un espacio, en un aquí y en un ahora. Estos encuentros son caminos o sendas que llevan al mundo y a
nosotros mismos a través siempre de los textos en que consisten los productos culturales que nosotros
mismos creamos. Educamos y vivimos dentro de una cultura y esa misma cultura nos permite crear o
producir más cultura o distintas formas culturales. De este modo, educarse es tratar con esas formas
culturales, es hacer experiencia constante en el trato con un mundo que adopta la forma de un texto que
se nos da a leer, a interpretar y que puede llegar a conmovernos o, en el peor de los casos, a dejarnos
como estábamos.
La educación, también la adjetivada como «moral», por tanto, depende de la cultura,
entendida como texto que se da a leer y que se nos propone como algo que nos da a pensar, para
inquietarnos y abrir nuestro horizonte de experiencias éticas. La educación depende de la cultura, de una
filosofía de la cultura -de una cultura o atmósfera moral, podríamos decir- del mismo modo que depende
de un punto de vista interpretativo sobre la historia y sobre nuestra relación con el pasado. Vivimos en
un mundo interpretado, decía el poeta Rainer María Rilke. Esto es importante para la educación moral y
para una consideración de la educación desde el punto de vista ético, pues «el educador es aquel que
transmite la palabra dicha, la palabra del pasado, de la tradición, a un recién llegado, pero no para que
éste la repita, sino para que la renueve, la vuelva a decir, la convierta en "palabra viva". Y el educador
también es aquel que reconoce la palabra del otro, la nueva palabra, la palabra del recién llegado. E1
educador escucha la palabra del otro y él mismo se transforma en esta palabra y se renueva».
La cultura, de la que depende la educación moral para permitirnos llegar a ser, es un
estado moral de la mente, en su sentido más amplío y a la vez profundo, un estado mental que,
históricamente, se traduce en los distintos puntos de vista en que puede definirse el mundo, la relación
del yo con el mundo y del sí mismo con los otros. Los diferentes movimientos intelectuales y culturales
resumen los diversos aspectos en que se pueden captar dichos estados de la mente según el espíritu de
cada época. No es posible hablar, razonar o pensar la idea de la formación moral sin tener presente esos
diversos estados de la mente, esos espacios de pensamiento o esos movimientos del espíritu que
convulsionan cada época histórica.
Así, por ejemplo, si planteamos la idea de la educación moral en la estela de lo que
específicamente supusieron los modernos totalitarismos, cuyas figuras emblemáticas de terror y dolor
son Auschwitz y Kolyma, lo que en realidad hacemos es responder a lo que cabría entender como un
imperativo ético básico para un modo correcto de pensar la educación moral y la educación política en
nuestra era, a saber: instalar e integrar el saber de la educación en el espíritu trágico de la época, en los
estados mentales, en este caso, de nuestro controvertido siglo XX recién finalizado. Planteamos la
posibilidad de que la educación, la re-pensemos desde la experiencia del sufrimiento personal y social
que las sociedades civilizadas son capaces de causar. Se trata de plantear la educación moral, no desde
las situaciones normales, sino desde lo otro: desde las situaciones límites, desde la asimetría del
sufrimiento.
En cierto modo, el espíritu de nuestra época es, pese a todo lo que pudiese pensarse, el
de la alianza entre la razón y la barbarie. Como ha escrito Imre Kertész, Premio Nobel de literatura y
superviviente de varios campos de concentración, «da la impresión de que los dos grandes principios
que constituyeron el motor de la creatividad europea, la libertad y el individuo, ya no son unos valores
inamovibles. Auschwitz demostró que debemos cambiar de forma radical la visión del hombre creada
por el humanismo de los siglos XVIII y XIX ; la dinámica productiva de nuestro mundo, que ha barrido
todo, y los correspondientes métodos e instrumentos de dirección de masas parecen arrasar, a su vez,
con los restos de la libertad individual».
El espíritu de nuestra época, definitivamente, impone a nuestras prácticas culturales y
a nuestros discursos pedagógicos sobre la educación moral un estado de la mente en virtud del cual ya
no es posible seguir manteniendo la inocencia, lo que no significa, como decía Albert Camus, que
tengamos que perder la fe y la esperanza en el cultivo de la humanidad y de lo verdaderamente humano.
Porque si recordamos lo que aconteció en los campos de exterminio nazis o en los campos de trabajo
soviéticos, es, quizá, porque con ese ejercicio de memoria «ejemplar» y descargado de ira a lo mejor
somos capaces de detectar las condiciones que hoy hacen posible que nuestro mundo se pueble de otros
espacios de abandono. Miramos éticamente el pasado para comprender mejor el presente, para dar
sentido a nuestros saberes y conocimientos, para intentar, como dice Claudio Magris, construir utopías
enlazadas con un cierto desencanto, porque lo humano es una intención que camina hacía delante. Con
ese ejercicio tenemos la posibilidad de detectar las consecuencias que se generan cuando a los nacidos se
les impide la continuidad en el mundo, o cuando la vida humana se convierte en algo superfluo, o
cuando a través de la educación, y al amparo de una idea de la educación muy humanista y excelente, se
logra que la gente sea, en el fondo, sumamente infeliz.
En su ensayo La tragedia griega, Albin Lesky señala que lo que hemos de sentir como
trágico debe significar la caída desde un mundo ilusorio de seguridad y felicidad a las profundidades de
la miseria ineludible. En ese «viaje al fin de la noche», la experiencia de lo trágico se encuentra en el
acontecimiento de vernos afectados en las más profundas capas de nuestro ser, es decir, en la relación
que lo trágico tiene con nuestro propio mundo. La experiencia de la decepción profunda el
resquebrajamiento de un mundo de seguridad- y el sentirnos afectados en lo más hondo de nuestra
relación con el mundo constituyen los elementos que parecen definir la experiencia de lo trágico.
La tragedia es el lugar donde el yo «social» -enfrentado a la maldad caprichosa de los
dioses- se quiebra y no sabe quién es. La tragedia es inherentemente moral y política. Tenemos
innumerables ejemplos de ello, sin necesidad de remitirnos, quizá como deberíamos hacerlo, al mundo
griego: por ejemplo, la pregunta que el individuo desolado se formula ante «la peste» que asola a la
ciudad, en la obra de Albert Camus. Pero esta dimensión política y a la vez moral de lo trágico es
abismal, pues revela una carencia terrible, el no-saber sobre los fundamentos mismos sobre los cuales
reconstruir la ciudad amenazada tras el derrumbe. ¿Sobre qué base edificar de nuevo lo destruido? Tras
la muerte de Antígona, ¿cómo fiarse de las leyes dictadas por el Estado, tan crueles ante lazos tan
íntimos como los del amor fraterno? Como ocurre en Antígona y en Hamlet, sólo después de haber
retirado los cadáveres puede comenzar la actividad política y, podríamos añadir la educativa. Pero ¿de
verdad se puede? ¿De verdad es tan fácil?
El recuerdo de las grandes tragedias colectivas del siglo XX quizá tiene su lado mejor
en el hecho de que esa memoria del horror nos permite, cuando la memoria no es una tapadera para la
venganza o para la ira, recuperar dimensiones esenciales de la experiencia y del lenguaje humanos que
casi hemos perdido. Hay un texto de George Steiner que merece la pena citar aquí: «La inhumanidad
política de nuestra época ha degradado y embrutecido el lenguaje más allá de todo presente.
Las palabras han sido empleadas para justificar la falsía política, enormes distorsiones
de la historia y las bestialidades del estado totalitario. Es concebible que de esas mentiras y ese
salvajismo algo se les haya metido en la médula. Porque se las ha empleado con fines tan bajos, las
palabras ya no rinden todo su significado [...] En Las troyanas, Eurípides poseía la autoridad poética
para comunicar al público ateniense la injusticia del saqueo de Melos, para comunicarlo y reprocharlo.
Aún había proporción entre la crueldad y el alcance o la capacidad de reacción de la imaginación. Me
pregunto si todavía es así: ¿Qué obra de arte podría dar expresión adecuada a nuestro pasado
inmediato?». Los modernos totalitarismos constituyen un «monumental atentado contra la libertad»,
como notó Hannah Arendt. Al final de Los orígenes del totalitarismo, Arendt se expresaba de este modo:
«La crisis de nuestro tiempo y su experiencia central han producido una forma enteramente nueva de
gobierno que, como potencialidad y como peligro siempre presente, es muy probable que permanezca
con nosotros a partir de ahora, de la misma manera que las demás formas de gobierno que surgieron en
diferentes momentos históricos y basadas en experiencias fundamentalmente diferentes han
permanecido con la Humanidad al margen de sus derrotas temporales -monarquías, repúblicas, tiranías,
dictaduras y despotismo.»
La tesis arendtiana relativa a que la moderna «crisis de la educación» tiene dos de sus
manifestaciones mayores en la «crisis de la tradición» y en la «crisis de la autoridad», y su convicción
en la imposibilidad de poder remitirnos ya a la autoridad de la tradición como base para el ejercicio de la
educación, parece forzar el pensamiento, también el pedagógico, a nuevas tareas de comprensión de los
acontecimientos históricos y políticos. La educación entra en «crisis» cuando, dejando de acoger a los
nuevos que llegan, abandonamos nuestra responsabilidad con el cuidado del mundo. De ahí la
importancia de tratar de comprender cómo fue posible la implantación de los campos de concentración y
exterminio. Por otra parte, la formación literaria y humanista no parece garantía suficiente para evitar la
barbarie. «Está comprobado -ha escrito G. Steiner-, aun cuando nuestras teorías sobre la educación y
nuestros ideales humanísticos y liberales no lo hayan comprendido, que un hombre puede tocar las obras
de Bach por la tarde, y tocarlas bien o leer y entender perfectamente a Pushkin, y a la mañana siguiente
ir a cumplir con sus obligaciones en Auschwitz y en los sótanos de la policía.» Entonces, la pervivencia
de una forma de vida ética en la sociedad democrática, de sus hábitos, sus prácticas y sus valores, parece
depender de una educación ética asentada en una ética de la memoria y del rechazo de lo intolerable, una
ética que expresa toda una pedagogía y una ética de la resistencia.
4. El aprendizaje de la resistencia.
Nos resistimos frente a lo que vivimos como opresión y tratamos de rebelarnos.
Decimos «no». Pero al mismo tiempo, toda rebelión supone la afirmación de un cierto «sí»: perseguimos
aquello que estimamos es mejor para nosotros como salida de lo que nos oprimía. Aunque se diga que
nuestra época no es una era donde sean posibles ya las grandes revoluciones, como los grandes
metarrelatos, lo cierto es que la estructura «biopolítica» de las sociedades modernas capitalistas nos dan
la oportunidad para el ejercicio de la resistencia ética e intelectual. Una de las características de toda
sociedad biopolítica es la progresiva pérdida de experiencia a la que el individuo se ve sometido en
virtud de innumerables prácticas sociales de normalización, las cuales, muchas veces, hacen que no
podamos reconocernos al margen de lo que las políticas del «bienestar», y sus leyes, dictan y prescriben.
Los defensores de las políticas de globalización, para los cuales la libertad de mercado, sin el cual el
crecimiento económico no sería posible, no es otra cosa que la expresión de los principios clásicos del
«liberalismo político», tienden a calificar como «destructivas» y, por qué no, de «totalitarias» cualquier
crítica al sistema. Por una vez, la crítica al sistema es señal de actitud reaccionaría. Círculo cuadrado.
Creo que es necesario plantear la educación moral, en ese tiempo porvenir, a la luz de los
acontecimientos que nos recorren tratando de poner en cuestión la biopolítica moderna como el nuevo
paradigma de la racionalidad política y económica.
En el transcurso de una entrevista publicada en abril de 1978, el pensador francés M.
Foucault reconocía que estaba poco interesado por las cosas eternas, las que no cambian, sobre aquello
que permanece estable bajo lo cambiante de las apariencias. Lo que le interesaba era el
«acontecimiento»: «El acontecimiento nunca fue una categoría filosófica, excepto, quizás, en los
estoicos, para quienes era un problema lógico. Pero, una vez más, Nietzsche fue el primero en definir la
filosofía como actividad que pretende saber lo que pasa y lo que pasa ahora. Dicho de otra manera,
estamos atravesados por procesos, por movimientos, por fuerzas; no conocemos estos procesos ni estas
fuerzas y el papel del filósofo es, sin duda, ser el que diagnostica tales fuerzas, diagnosticar su
actualidad. » La práctica de dominación total de los modernos totalitarismos, los cuales intentaron hacer
viable el principio de «todo es posible», comparten con la práctica democrática contemporánea esa
estructura de cuño biopolítico. La política del bienestar deviene poder de normalización en la medida en
que, al preocuparse por el crecimiento económico, la salud y la prosperidad de los individuos, interviene
activamente en sus condiciones de vida asimilándoles a las normas impuestas.
En una conferencia dictada en octubre de 1979 en la Universidad de Stanford, decía
Foucault: «De la idea que el Estado posee su propia naturaleza y finalidad, a la idea de que el hombre es
el verdadero objeto del poder del Estado, en la medida en que aporta un suplemento de fuerza, donde es
un ser viviente, trabajador, hablante, donde constituye una sociedad y pertenece a una población y a un
entorno, se aprecia un incremento de la intervención del Estado en la vida del individuo. Se acrecienta,
también, la importancia de la vida para los problemas del poder político, de
lo que resulta una animalización del hombre a través de las técnicas políticas más sofisticadas.
Aparecen, en la historia, entonces, el despliegue de todas las posibilidades de las ciencias humanas y
sociales, así como la posibilidad simultánea de proteger la vida y de autorizar el holocausto.»
El fenómeno «biopolítico» consiste precisamente en esto: es la forma en que a partir
del siglo xvii se racionalizan los problemas que plantea a la práctica gubernamental fenómenos
específicos de un conjunto de seres vivos constituidos como población: salud, higiene, natalidad,
longevidad, razas, etc. De acuerdo con su figura tradicional, el poder (soberano) es definido como
derecho de vida y de muerte. Se trata de un derecho que se ejerce, sobre todo, del lado de la muerte,
contemplando la vida sólo indirectamente como abstención de derecho del soberano a matar. La
soberanía queda entonces definida bajo el principio de hacer morir o dejar vivir.
Es a partir del siglo XVIII cuando, según Foucault, con el surgimiento de la ciencia de
la policía, la preocupación por la vida y la salud de los súbditos empieza a ocupar un lugar central en los
mecanismos del Estado y el poder soberano empieza a transformase en biopoder. Hay que entender por
«biopolítica», entonces, el conjunto de estrategias, prácticas y discursos orientados a la gestión política
de la vida humana con el fin de regularla impidiendo que los acontecimientos permitan a los sujetos
hacer experiencia en el mundo de la vida personal. Nuestras sociedades actuales parecen haber
transformado ese antiguo principio en otro nuevo, que lo atraviesa de parte a parte: se trata del derecho
de hacer vivir o dejar morir.
Este principio se aplica a la vida del hombre, no en tanto que sujeto ético y político,
cuya vida puede componerse en un relato o trama narrativa, sino en tanto que miembros de una especie.
De acuerdo con esto, la biopolítica moderna genera una cultura apropiada a sus propósitos, y cuyos
objetos de saber y objetivos de control se refieren, no tanto al nacimiento, la muerte o el envejecimiento
como formas de experiencias individuales del sujeto, sino a la natalidad, la mortalidad y la longevidad
en tanto que «problemas» a resolver racional y técnicamente. Se trata, por tanto, en la cultura
biopolítica, de gestionar la vida y los procesos biológicos del hombre-especie para asegurar no tanto su
disciplina como su regulación.
Sí las experiencias de los modernos totalitarismos suponen una fractura en la
continuidad de la historia moral, la biopolítica moderna es un resto de tales totalitarismos. Esta fractura
de la que hablamos implica, de una parte, insistir en la necesidad de la comprensión, como trabajo
específico de un pensar cuyo origen es, precisamente, la experiencia o las experiencias que dan a pensar.
Ese trabajo de comprensión ética busca dar sentido al conocimiento mismo. El pensamiento, también en
el ámbito de la educación moral, tiene su fuente en los acontecimientos que retan nuestros modos
tradicionales de pensar, entender y elaborar conceptos. Pero además, es necesario revisar el legado
moral de las humanidades a la luz de dichas experiencias demoledoras. Se trata de intentar comprender,
por ejemplo, la universidad y la enseñanza de las humanidades en este espacio como lugar de resistencia
crítica y del ejercicio de la palabra franca y libre. Lo que J. Derrida denomina
«Universidad sin condición» tiene que ver con esta necesidad de un espacio público donde la razón, la
palabra y las Humanidades se den de otro modo.
PARADIGMAS
MODELOS TÉCNICAS ESTRATEGIAS
TEORIAS
2.4.1. Socialización
El autor históricamente más representativo de este modelo es Emile Durkheim, para quien la
sociedad es tanto el origen como el fin de la moralidad. Las normas morales son expresión de un ideal
colectivo, sin el cual la sociedad no es posible. La moral está hecha por y para la sociedad. En
consecuencia, la educación se concibe como socialización, esto es, «la acción ejercida por las
generaciones adultas sobre las que no están todavía maduras para la vida social; tiene como objeto suscitar
y desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales que requieren en él tanto
la sociedad política en su conjunto como el ambiente particular al que está destinado de manera
específica». Esta socialización supone, en cierta manera, violentar la naturaleza humana individual. «La
sociedad tiene una naturaleza propia y, consiguientemente, exigencias totalmente diferentes de aquellas
que están implicadas en nuestra naturaleza individual. Los intereses del todo no son necesariamente los
intereses de la parte; por eso mismo, la sociedad no puede formarse ni mantenerse sin pedirnos
continuamente sacrificios que pesan sobre nuestras espaldas. Entre individuo y sociedad existe una
especie de antagonismo. La formación moral nunca se dará, por ello, de manera espontánea, sino que se
hace necesaria la intervención directa de los educadores que presionen la interiorización de las reglas
socio-morales necesarias para vivir en sociedad.
Para Durkheim, la moralidad descansa sobre tres pilares, que se convierten en objetivos de la
acción educativa: a) espíritu de disciplina, b) adhesión al grupo social, y c) autonomía de la voluntad.
a) Espíritu de disciplina. Es el primer elemento de la educación moral, porque, según Durkheim, es el
que hace posible la regularidad en las acciones morales y el respeto a la autoridad con que se nos
presentan las normas morales, y sin los cuales la moralidad no sería posible. Para que ésta pueda darse,
«es menester que el individuo esté constituido de tal modo que sienta la superioridad de aquellas fuerzas
morales de más alto valor y se incline ante ellas». Las normas morales extraen esta autoridad de su
carácter social, que se sitúa por encima del individuo.
b) Adhesión al grupo social. Ya que la moralidad nace de la sociedad y consiste en que el individuo haga
suyos los fines e ideales de la sociedad, el segundo elemento de la educación moral será la adhesión a los
grupos sociales, empezando por el más cercano, la familia, y terminando por la sociedad política, como
realización progresiva de un ideal de humanidad. «Para que el hombre sea un ser moral es necesario que
se interese por algo distinto de sí mismo, es necesario que sea y se sienta solidario de una sociedad, por
muy modesta que sea. Por eso, la primera tarea de la educación moral consiste en unir al niño con la
sociedad que le rodea desde más cerca, esto es, con la familia. Pero si en líneas generales la moralidad
empieza con el comienzo de la vida social, existen también diversos grados de moralidad en cuanto que no
todas las sociedades de las que el hombre puede formar parte tienen el mismo valor moral. Hay una, sin
embargo, que goza de una verdadera y auténtica supremacía en comparación con las demás; se trata de la
sociedad política, de la patria, pero con la condición de que se la conciba no como una personalidad ávida
y egoísta, preocupada únicamente de extenderse y engrandecerse en detrimento de las personalidades
semejantes, sino como uno de los múltiples órganos que concurren en la realización progresiva de la idea
de humanidad.»
c) Autonomía de la voluntad. Curiosamente, Durkheim, dentro de esta moral heterónoma que propone,
habla de autonomía de la voluntad. Ahora bien, aquí autonomía no significa, como en Kant, actuar por lo
que me dicta mí razón, y no por otros motivos (como las normas sociales). Para Durkheim, la razón del
hombre no se da a sí misma la norma, sino que ésta viene impuesta por la sociedad. «Pero este orden que
el individuo como tal no ha creado ni ha querido deliberadamente, puede ser suyo mediante la ciencia.»
Autonomía significa entonces conocimiento científico de esas normas en el sentido de comprender y
conocer por qué nos obligan de hecho, por qué son necesarias, de dónde extraen su fuerza, etc.
Se ha señalado que desde este planteamiento la moral se define como «una obra colectiva que
recibimos y adoptamos, pero que no contribuimos a elaborar. Y, por lo tanto, la responsabilidad del sujeto
que se está formando queda muy limitada; no tiene más tarea que hacer suyas las influencias que se le
imponen desde el exterior, sin que su conciencia y voluntad tengan papel alguno en la aceptación, rechazo
o modificación de las prescripciones morales que recibe». Con ello está limitando seriamente la
dimensión personal, creadora, que puede poner en activo cada individuo a la hora de ir aceptando los
contenidos morales. Plantea una formación moral desde la socialización realmente interesante; sin
embargo, deja abiertos muchos interrogantes a la hora de plantear una verdadera autonomía del sujeto y de
su contribución en el desarrollo y clarificación de esos mismos contenidos.
Otro interrogante que surge en un contexto de multiculturalidad es cómo debe formarse a los
ciudadanos que están viviendo en esas sociedades, qué grupo social debe prevalecer, cómo se
contemplarían los derechos de los grupos minoritarios en esa sociedad política de la que habla este autor,
etc. Sin duda, Durkheim no vivió esta situación, pero es uno de los principales problemas que se están
planteando en la sociedad actual y que no encuentra respuesta adecuada en este modelo.
b) El aspecto deontológico alude a que las éticas como la que sustenta el modelo de Kohlberg no se
refieren a cómo debe ser el ser humano (honesto, justo, paciente...), no se refieren a rasgos de carácter o
virtudes, sino a cómo debe comportarse. Kohlberg critica los enfoques de la educación moral centrados en
el fomento de rasgos del carácter, a los que califica de adoctrinantes: ¿qué justifica que sean esas virtudes
y no otras? ¿Qué significan cada una de ellas? «Los valores morales, en la corriente de la "educación del
carácter", son predicados o enseñados en términos de lo que podría ser llamado el "saco de las virtudes"
[...] La educación del carácter y otras formas de educación moral adoctrinante han apuntado a la
enseñanza de valores universales (se asume que la honestidad y la actitud de servicio son rasgos deseables
para todos los hombres en todas las sociedades), pero las definiciones detalladas que se usan de esas
virtudes son relativas: son definidas por las opiniones del profesor y por la cultura convencional,
descansando su justificación en la autoridad del profesor. »
c) El aspecto formalista proviene también de las éticas kantianas, ya que estas éticas formalistas no
proponen un contenido de moralidad (es decir, un contenido de lo que es bueno o malo, de lo que se puede
o no hacer), sino sólo criterios o principios formales racionales. En consecuencia, en el modelo cognitivo-
evolutivo de la educación moral tampoco hay un contenido de moralidad. Se pretende con ello alejarse de
cualquier posible influencia adoctrinante. No se enseñan normas de comportamiento, sino que lo que se
pretende es fomentar el desarrollo evolutivo del razonamiento moral, hasta llegar a una fase de
razonamiento autónomo basado en principios racionales. «La tradición de filosofía moral a la que
apelamos es la tradición racional o liberal, en concreto la tradición "formalística" o "deontológica" que va
de Kant a Rawls. En los postulados de esta escuela es básica la consideración de que una moralidad
adecuada está basada en principios, esto es, que los juicios se realizan en términos de princípios
universales aplicables a toda la humanidad. El concepto de principio debe ser distinguido del de regla o
norma. La moralidad convencional está basada en reglas, fundamentalmente del estilo "tú no harás", tales
como son presentadas por los Díez Mandamientos, en prescripciones de diferentes tipos de acciones. Los
princípios son fundamentalmente guías universales para tomar una decisión moral. Un ejemplo es el
"imperativo categórico" de Kant.» Para Kohlberg, el principio ético-racional fundamental es el principio
de justicia. En cada uno de los estadios existe una forma de entender la justicia. En su definición de cómo
se entiende la justicia como principio racional (universal) en el estadio superior, se basa en Rawls: lo justo
es lo que «cualquier miembro de una sociedad escogería para esa sociedad sí él ignorara la posición social
que iba a tener en esa sociedad».
d) Por último, la cualidad universalista recoge la vocación de las éticas kantianas, en las cuales esos
principios formales de actuación se presentan como condiciones a priori de racionalidad, es decir, como
algo que tiene que ser asumido por cualquier ser racional. Por tanto, no son principios relativos a una
época y lugar: no son contingentes, sino universales.
El modelo del desarrollo moral de Kohlberg participa de la misma nota de universalización, y
así éste trató de demostrar que el proceso evolutivo de desarrollo no es cultural, sino transcultural. Puede
variar el contenido del juicio, pero no su forma. Es un desarrollo no cultural, sino natural del hombre,
aunque cada cultura puede fomentarlo más o menos. Kohlberg critica por eso el modelo de clarificación
de valores. Ambos comparten la preocupación por huir de cualquier posibilidad de adoctrinamiento. Los
dos usan también los dilemas morales como procedimiento de educación moral. Pero, contrariamente a la
clarificación de valores, el modelo de Kohlberg se basa en la idea de que hay formas de moralidad más
altas o preferibles que otras, y que éstas son las que hay que fomentar mediante la educación. Esta forma
más alta es la del juicio moral basado en principios universales, que se alcanza ya en el último estadio.
Pasando de los fundamentos a la puesta en práctica, los principales procedimientos de educación moral en
este modelo son: a) la discusión de dilemas morales, para fomentar el razonamiento moral, y b) una
organización participativa de la escuela: lo que se ha llamado la comunidad escolar justa.
La discusión de dilemas o conflictos morales se basa en la idea de que cuando se pone a los
sujetos en contacto con formas de razonamiento moral algo por encima de las propias se fomenta el paso
de la inferior a la superior. Esta discusión y, por tanto, la educación moral deben estar presentes a lo largo
de las distintas áreas del currículo, pues en todas ellas pueden encontrarse situaciones de conflicto de
valores, sin constituir, por tanto, una asignatura especial. Preferiblemente, estas discusiones deben
centrarse en torno a dilemas reales, y no hipotéticos, que impliquen la decisión de quien se educa.
Según Kohlberg, tan importantes como estas discusiones morales es el ambiente en el que se
realiza la enseñanza. La promoción de un sentido de justicia en el educando se ve estimulada por un
ambiente institucional que refleje una planificación acorde. Esto le llevó a elaborar su idea de la
«comunidad escolar justa», como forma de organización escolar para la educación moral: se trata de una
forma de organización democrática participativa en la que todas las cuestiones importantes que afectan al
funcionamiento de la comunidad son debatidas en su seno. Se basa en el presupuesto de que «la discusión
de acciones y situaciones morales de la vida real consideradas como cuestiones de justicia y temas de
decisión democrática estimula el progreso tanto de razonamiento como de la conducta moral». Algunas
de las razones que apoyan esta idea son:
El gobierno democrático de la escuela estimula a los alumnos a pensar por los mismos y a no depender
de imposiciones externas.
Sí se acepta el principio de J. Dewey de que «se aprende haciendo», entonces el modo más efectivo de
enseñar los valores democráticos es dando oportunidades para practicarlos.
Los errores se corrigen más fácilmente en una sociedad democrática en la que se estimula la libre
expresión de las distintas opiniones que en una sociedad cerrada o autoritaria.
En un gobierno democrático de la escuela, los alumnos aprenden a enfrentarse con los problemas de la
vida real, lo cual favorece más el desarrollo moral que la discusión de problemas hipotéticos.
El modelo de Kohlberg ha sido objeto de diversas críticas, muchas de las cuales obligaron a
introducir revisiones y modificaciones. Así, por ejemplo, en revisiones posteriores se introdujo un estadio
de transición entre los niveles preconvencional y convencional (o estadios 4 y 5), caracterizado por el
relativismo y escepticismo, o se suprimió el estadio 6 integrándolo como una segunda forma del 5. Ahora
bien, precisamente el hecho de haber suscitado tanta atención da cuenta de la potencialidad del modelo, al
igual que el hecho de que muchas de estas críticas viniesen de sus propios continuadores. Aquí nos vamos
a centrar en tres tipos de críticas relativas a las características que hemos visto antes:
a) sobre la condición cognitivista; b) sobre la condición formalista y deontológica, y c) sobre la
condición formalista.
a) Se ha criticado al modelo de Kohlberg por centrarse en el desarrollo del razonamiento moral y
descuidar la acción moral. La educación moral no puede referirse sólo al razonamiento, sino sobre todo a
la conducta, y entre ambos no hay una relación necesaria: podemos razonar sobre lo que debemos hacer y
luego actuar de otra manera, pues en la conducta influyen otros factores además del razonamiento, por
ejemplo, de tipo afectivo. Peters subrayó esta limitación al enfoque cognitivo evolutivo de Piaget y
Kohlberg. «En este enfoque la explicación del desarrollo moral se adelanta sólo como explicación del
desarrollo del juicio moral. Existe el peligro de equiparar dicha explicación, de tipo cognoscitivo sobre el
desarrollo moral, con todo el asunto, lo que llevaría a malas interpretaciones. Considérese, por ejemplo, el
desarrollo del razonamiento de una persona autónoma. Para que dicho razonamiento influya en su
conducta tiene que captar que, por ejemplo, las consecuencias que tenga para otra gente se deben tomar en
cuenta en el caso de la ética de cumplir una promesa. Puede darse cuenta de que otra gente queda
perjudicada, pero no preocuparle mucho [...] Al menos, por tanto, la explicación de Piaget y Kohlberg
necesita complementarse por lo que se refiere a los aspectos motivantes y afectivos de la moralidad.»
b) En relación con la característica formalista y deontológica, así como Kohlberg critica de adoctrinante el
modelo de la educación moral como formación del carácter, los partidarios de dicho modelo critican a
Kohlberg que su forma de entender la educación moral conduce a un relativismo ético, al no proponer un
contenido de moralidad. Según Kevin Ryan, «desde el momento en que Kohlberg ignora el contenido en
favor de la estructura, no hay vía satisfactoria para juzgar en una determinada situación qué solución es la
mejor [...]. El problema, en mi opinión, es que una teoría moral que carece de la capacidad para distinguir
entre un comportamiento bueno y uno malo es de escasa utilidad para orientar el trabajo de aquellos
-profesores y padres- de quienes se espera que enseñen a los jóvenes un sistema ético adecuado o que les
proporcionen una brújula para orientarles moralmente en su actuación».
c) Por último, una parte de las principales críticas, o correcciones, que se han hecho al modelo Kohlberg
se han centrado en la pretensión de que los estadios de razonamiento moral son universales, es decir,
aplicables a todos los seres humanos de todas las culturas. Frente a esta pretensión, una discípula de
Kohlberg, Carol Gilligan trató de demostrar empíricamente la existencia de un sesgo de género en el
modelo, el cual respondería al modo de razonamiento moral de los hombres, en términos impersonales de
justicia y deber, pero no al de las mujeres, que se mueven más por criterios de relación personal, atención
al otro, afecto, etcétera. Como señala Rubio Carracedo, sería, sin embargo, incorrecto deducir de aquí
alguna diferencia en términos de «naturaleza»; más bien, lo que la crítica de Gilligan sugiere es «la
presencia de factores de aprendizaje social, que vienen a configurar el desarrollo moral según las
respectivas experiencias sociales de ambos sexos». Por otro lado, la transculturalidad, es decir, la
independencia de los estadios de condiciones culturales, sólo parece estar probada para los estadios más
bajos, mientras que los más altos se presentan en sociedades como la americana o la canadiense, pero no
en otras. Existe el recurso de pensar que lo que sucede es que hay sociedades o culturas más desarrolladas
moralmente que otras. La duda es, ¿qué permite afirmar que nuestra sociedad, o la americana, es mejor
que otras? En el fondo, lo que se cuestiona aquí es el mismo presupuesto filosófico kantiano del que parte
Kohlberg: la posibilidad de encontrar un criterio moral racional que sea universal, y no histórico o
cultural. Hoy la ética se debate entre quienes piensan que ese criterio todavía es posible y quienes lo
niegan.
CUADRO 6.3.
Capacidades de autoconocimiento para el desarrollo del juicio moral de comprensión conceptual papa el
desarrollo de la perspectiva social y la empatía para la capacidad de diálogo.
Estrategias*
clarificación de valores
ejercicios de autoexpresión
discusión de dilemas morales
reconocimiento de alternativas y previsión de consecuencias
ejercicios de análisis y constricción conceptual
estudios de casos
role playing
juegos de simulación
debates
análisis de valores
Otra alternativa es la referida por Escámez, en la que se concretan las estrategias referidas al
conocimiento moral, al sentimiento y a la acción, a partir de la consideración de que «para que un
estudiante sea una persona moralmente educada tiene que haber sido formada atendiendo a la conducta, el
carácter, los valores, el razonamiento y los sentimientos. Estos cinco elementos no son simplemente
dimensiones independientes y yuxtapuestas una a otra, sino que sólo se es una persona moralmente
educada cuando se poseen en equilibrio y armonía» (ver cuadro 6.4).
Son dos modos de organizar y planificar una propuesta de educación moral. Al educador le
corresponde reflexionar sobre lo que pretende y decidir, de forma coherente, qué estrategias va a llevar a
cabo para alcanzar los objetivos que se propone. No podemos finalizar sin hacer mención a dos factores
que, de un modo u otro, siempre están presentes. En primer lugar, la importancia del ejemplo. Toda
persona produce, lo quiera o no, un efecto de modelaje sobre otros, máxime si está llevando a cabo tareas
de formación (un profesor, un padre o una madre, un educador de tiempo libre, etc.), o si tiene algún tipo
de ascendiente sobre otros (un héroe, un ídolo, un amigo...). También estamos inmersos en espacios que
nos educan.Vivimos en interacción constante en diferentes contextos de aprendizaje.
CUADRO 6.4.
Ámbitos Conocimiento moral Sentimiento Acción
Estrategias*
Conciencia moral
Conocimiento de valores morales
Toma de perspectiva moral
Razonamiento moral
Toma de decisiones morales
Autoconocimiento moral
Narración
Autoestima
EmpatíaAmor al bien
Autocontrol
Role playing
Narración
Competencia
Voluntad
Hábitos morales
Tanto esos espacios, como las personas que interactúan en ellos, contribuyen a nuestra
formación. Lógicamente, dependerá del momento vital en que nos encontremos, de la personalidad, de
nuestras experiencias... para que estas influencias sean más o menos decisivas. Ahora bien, no hay duda de
su relevancia en el desarrollo de cada individuo. En segundo término, y muy relacionado con lo anterior,
hay que resaltar asimismo el clima que se vive en los ámbitos de convivencia cotidianos. No es lo mismo
aprender valores en un contexto autoritario que en un ambiente democrático, en espacios normativamente
predefinidos y cerrados que en entornos donde se fomente la cooperación, el diálogo... para la solución
cotidiana de los conflictos. Esta realidad crea ya por sí misma un ethos que colabora en la configuración
de un tipo de educación moral u otro.
CAPÍTULO 7- LOS AGENTES EN EDUCACIÓN MORAL
Cualquiera que se acerca a un entorno de interacción educativa puede advertir que gran parte
de las situaciones que se desarrollan en él tienen que ver con la ética, lo que ya desde un nivel puramente
experiencia) justifica conceptuar la educación como un acontecimiento ético. Es, pues, éste uno de esos
temas en los que «la reflexión teórica reafirma lo que sugiere la experiencia cotidiana», o, por decirlo con
Buzzelli y Johnson en su reciente libro The moral dimension of teaching, esa experiencia nos lleva a
reconocer que el significado ético de la educación no emana de ninguna teoría, sino de la actividad misma.
Cuando el educador piensa en su trabajo, comprueba que el conocimiento técnico es insuficiente para
responder a muchos de los problemas que se le plantean, y que cuestiones que a simple vista pueden
parecer valorativamente neutras, están en realidad «rebosantes de posibilidades morales». Lo mismo
sucede cuando de la experiencia del educador nos movemos a la del sujeto que se educa, según hemos
podido comprobar en los relatos de los alumnos de educación primaria participantes en nuestras
investigaciones narrativas sobre la percepción de la realidad cotidiana en la infancia. Uno de los alumnos
narra esa vivencia con estas palabras: «En mí colegio casi siempre estamos haciendo excursiones. Es muy
grande. Me lo paso muy bien. Lo que más me gusta es el patio: correr, jugar y hacer trampas y túneles
subterráneos. Lo que menos me gusta es los días esos en los que no encuentro amigos porque se han ido a
música, judo o cerámica. Mí profesora es muy buena, a veces nos dice que nos va a poner un castigo, y
luego no lo hace. Me gustaría tenerla el año que viene...» Y otro nos cuenta: «El colegio me gusta porque
puedes aprender cosas nuevas, aunque algunas veces me da un poco de pereza y también otras veces me
aburro. Como soy dudoso, cuando no entiendo algo en seguida lo pregunto. Se me dan bien las
matemáticas, y algo peor el lenguaje. Algunos profesores me gustan más y otros menos, sobre todo sí son
chillones o si se enfadan cuando hablamos o nos portamos mal. El profesor que más me gusta es el de
matemáticas... » En la experiencia escolar de estos alumnos, la relación con los profesores se vive sobre
todo en términos de cualidades morales: de su disposición para levantar un castigo o su paciencia y
autocontrol en situaciones de alboroto.
Durante los últimos años, la discusión acerca del sentido y naturaleza de esta vertiente ética
de la educación se ha vinculado a la demanda de una mayor profesionalización de las funciones
educativas. Lo interesante de la situación es que la misma apelación a la profesionalización del educador
ha sido esgrimida tanto para defender el carácter central de esa vertiente, como para mantener su lugar
secundarlo con respecto a otros modos de conocimiento más científica y técnicamente orientados. En este
capítulo vamos a indagar el lugar del aspecto ético en el proceso de configuración de la imagen
profesional del educador. Partiré de nuestro contexto cercano y rastrearé, en primer lugar, las dificultades
de los diferentes intentos de dar fonda a esa imagen profesional en las sucesivas reformas que ha
experimentado el sistema educativo a lo largo de los últimos treinta años. A continuación, expondré los
ejes de la discusión acerca de los dos diferentes modos de entender el trabajo de los educadores, el
conocimiento pedagógico y la relación entre la teoría y la práctica que subyacen en esas normativas, lo
que permitirá formular una propuesta sobre el sentido de la dimensión ética en la actividad de educar. A la
vista de los análisis anteriores, para finalizar valoraré el nuevo interés por la regulación deontológica de tal
actividad que ha surgido últimamente en nuestro país como consecuencia de esa pretensión de
profesionalización.
Un proceso en el que hay avances y retrocesos, pugnas con otros colectivos profesionales,
reivindicaciones de autonomía, tensiones de poder. En consecuencia, lo importante ya no es averiguar si la
enseñanza o cualquier otra ocupación educativa cumple o no con determinados rasgos previos, sino
indagar su mismo proceso de constitución, como puede hacerse a través de la imagen del profesional que
han ido plasmando las sucesivas regulaciones legales de la actividad. En nuestro caso, la Ley General de
Educación, de 1970, en su intento de modernización del sistema de educación, abogaba ya por el
desarrollo de una imagen profesional del educador, y establecía que «la profesión docente exige en
quienes la ejercen relevantes cualidades humanas, pedagógicas y profesionales. El Estado procurará, por
cuantos medios sean precisos, que en la formación del profesorado y en el acceso a la docencia se tengan
en cuenta tales circunstancias, estableciendo los estímulos necesarios, a fin de que el profesorado ocupe en
la sociedad española el destacado nivel que por su función le corresponde». En la reforma abierta por esta
ley, el discurso acerca de la profesionalización se inscribe en una pretensión de racionalización para la
cual lo ideal es que el proceso esté bien diseñado y planeado de antemano a fin de que el educador tenga
que improvisar lo menos posible. Es la época de las taxonomías de objetivos operativos; de la confianza
en que la generalización y la calidad de la educación, se conseguirán «introduciendo progresivamente los
nuevos enfoques, métodos, técnicas y medios que, debidamente evaluados y contrastados, sean de probada
eficacia y de los cuales se obtenga el mayor provecho posible».
Este discurso encierra, pues, una lógica que se hace explícita en la nueva política curricular.
Como ha señalado Beltrán Llavador, «sí el currículo es siempre un espacio de contradicciones, el de la
Ley de 1970 las manifestaba de forma especialmente transparente. Encubierto bajo un aspecto de
coherencia epistemológica o, si se prefiere, de una lógica a la que no se da nombre, su carácter
tecnocrático lo hacía compatible con la nueva lógica de la dominación emprendida bajo el pretexto de la
modernización social. La mentalidad profesional que se fue consolidando a partir de su generalización
resultaba, asimismo, contradictoria, como reflejó de manera evidente la configuración posterior de las
prácticas y el modo en que los profesores conformarían su actividad profesional, pretendiendo seguir
puntualmente los dictados de una ley en la que se quiso creer desde el principio». En la normativa de esta
ley no faltan referencias a espacios de iniciativa y decisión de los educadores. Sin embargo, añade este
autor, «es muy importante notar cómo, bajo la apariencia de optatividad máxima y de autonomía
profesional y de gestión de los centros, se introduce un procedimiento de control al que los profesores y la
propia sociedad resultaban especialmente vulnerables, porque les era desconocido hasta entonces.
Acostumbrados al ejercicio del control abierto que se había venido practicando desde el principio del
franquismo, de carácter especialmente ideológico, su desaparición se contempla con cierta ingenuidad al
suponer que no resulta reemplazado. Lo que, por el contrarío, ocurre es que los mecanismos de control
quedan incorporados en los mismos procesos y estos nuevos procesos son los que inaugura la, a su vez,
nueva concepción curricular».
Por otro lado, dentro de la peculiar circunstancia histórica española de los años setenta,
presidida por el proceso de transición política y la aprobación de la Constitución de 1978, la pretensión de
profesionalización de la Ley General de Educación no se vio inmune a la dinámica que se fue perfilando
en el panorama internacional a lo largo de estos años. Las restricciones y ajustes económicos que la
mayoría de los países tuvieron que imponer durante esta década a sus sistemas de educación incidieron
muy acusadamente en la situación y expectativas de los educadores docentes, relegados a un segundo
plano en las prioridades de los gobiernos, los cuales, «al tiempo que perseguían el progreso permanente
hacia la democratización de la educación y la expansión de las posibilidades educativas, trataban de
contener el gasto en educación y de conseguir que los sistemas de enseñanza tuviesen más cuidado de
"rendir cuentas" de dicho gasto. Este marco político no ha sido muy favorable a la mejora de la situación
del personal docente».
La situación en este sentido no fue muy diferente en otros países de Europa, algunos de los
cuales se han visto forzados, sobre todo a partir de los noventa, a adoptar medidas que alivien la carencia,
actual o potencial, de aspirantes a la profesión, especialmente acuciante en algunas áreas (matemáticas,
ciencias, nuevas tecnologías o idiomas), llegando incluso en algunos casos a tener que cubrir los puestos
con personas que no siempre cuentan con la cualificación necesaria. La reordenación del sistema
educativo español acometida durante los años noventa, ya en el escenario consolidado de la nueva
sociedad democrática, trató en cierto modo, de responder a ese malestar del profesorado, desde el
convencimiento de que sin su colaboración cualquier intento de reforma estaría abocado al fracaso. La
Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo, de 1990, otorgó sobre el papel un mayor
sentido de profesionalidad y autonomía a los educadores docentes y a las escuelas, como factor clave de la
calidad de la educación. Más tarde, la Ley Orgánica de la Participación, la Evaluación y el Gobierno de
los Centros Docentes, de 1995, volvió a insistir en la especial importancia de su desarrollo profesional y
de los sistemas que permitiesen mejorar sus aspiraciones profesionales.
Frente a la orientación de perfil tecnocrático anterior, la reforma de estos años se inspira en
una concepción práctica, en la que el educador es visto como alguien que tiene que adoptar decisiones a
partir de la reflexión sobre su acción. Según el Libro blanco para la reforma del sistema educativo, previo
a la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo, «la reforma educativa precisa un
determinado perfil del profesor, que difiere significativamente del profesor tradicional [...] El perfil del
docente deseable es el de un profesional capaz de analizar el contexto en el que se desarrolla su actividad
y de planificarla [...] En resumidas cuentas, el perfil de un profesor con autonomía profesional y
responsable ante todos los miembros de la comunidad interesados en la educación»,
Pronto, sin embargo, muchos de quienes habían puesto sus esperanzas en el nuevo proceso,
comienzan a distanciarse de él, decepcionados por el cariz cada vez menos abierto a la innovación desde
la práctica que se va adoptando, y poco dispuestos a «confiar en que una Ley lo soluciona todo para, a
partir de aquí, dar paso a expertos en diseño y en proyectos curriculares, a tecnócratas de nueva visión ha
y a grupos editoriales». Sea como fuere, el anuncio y posterior implantación de la volcado su
escepticismo hacía los políticos, las familias y los pedagogos. El informe acerca de la profesión docente,
encargado por el Instituto Nacional de Calidad y Evaluación, que formó parte del estudio llevado a cabo
en nuestro país sobre el diagnóstico del sistema educativo en Educación Secundaria Obligatoria, volvió a
revelar algunos datos sobre esta sensación. Según el informe, los profesores siguen percibiendo una escasa
valoración social de su actividad, si bien se detecta que tal autopercepción no se corresponde con las
opiniones, globalmente más positivas, que la sociedad y los padres de los alumnos declaran tener de ellos.
Lo que existe es, pues, un desequilibrio, un déficit de autoimagen, que, quizá, denote la incertidumbre y
conflicto latente que experimentan los docentes ante lo que se ha llamado la redefinición de su papel
profesional, de sus funciones y obligaciones, forzada por la nueva dinámica de la vida social y familiar. El
discurso de la profesionalización habría funcionado, de este modo, más hacia el exterior que hacía al
interior del colectivo. Pero, como índica Langford, ambas cosas son imprescindibles y no existe ninguna
receta que garantice su logro automático. Recientemente, la Ley Orgánica de Calidad de la Educación ha
vuelto a insistir en la necesidad de «elevar la consideración social del profesorado», y lograr, mediante
diferentes medidas que tienen que ver con los sistemas de formación y promoción en la carrera
profesional, asegurar una calidad que pasa «por atraer a la profesión docente a los buenos estudiantes y
por retener en el mundo educativo a los mejores profesionales ». Consolidando la tendencia iniciada en los
noventa, en esta última ley, la pretensión de profesionalización se produce en el contexto de una búsqueda
de calidad abiertamente orientada hacia un mayor control de los resultados mediante mecanismos de auto
y heteroevaluación, que la sitúa en la línea de las reformas actuales de cuño neoliberal, animadas por el
objetivo de promover la libre competencia entre los centros educativos, dotándolos de mayor autonomía
en la adopción de decisiones y en la obtención y gestión de los recursos, flexibilizando las regulaciones de
elección escolar e introduciendo medidas de evaluación de resultados.
Probablemente sea aún pronto para adivinar la evolución de la imagen del educador que
traerá aparejada la reforma recién iniciada, y habrá que esperar a la concreción que se realice en su
desarrollo normativo. No obstante, ciertas tendencias internacionales actuales nos permiten obtener
algunos indicios. A ellas se ha referido, por ejemplo, el informe de la UNESCO Los docentes y la
enseñanza en un mundo en mutación, señalando que ciertas políticas educativas actuales que se hacen en
nombre de la calidad han llevado a algunos observadores a expresar «el temor de que se produzca una
tendencia a la "desprofesionalización" de los docentes y de la enseñanza, de manera que el papel del
maestro se límite al de un especialista que se encarga principalmente de poner en práctica los
procedimientos reglamentarios en lugar de formular un juicio profesional sobre el enfoque didáctico que
sería más adecuado y eficaz en una situación concreta». En una ponencia marco presentada en el 45
Congreso Mundial del International Council on Education for Teaching, John Elliot se ha referido
específicamente a algunos aspectos de la reforma del sistema educativo de Inglaterra y Gales, inspirada en
la política de la tercera vía, y ha mostrado cómo las medidas que se orientan hacía los mecanismos del
mercado, concuerdan sobre todo con la imagen del profesor como alguien que dispone de competencias
técnicas, y en consecuencia dan prioridad a una formación docente entendida como capacitación en
destrezas que tienen que ver con el diseño instructivo, la gestión, etc., frente a una formación pedagógica
de base amplia. A su vez, un sistema centrado en la evaluación de servicios y resultados, supone una
desconexión entre fines y medios desde la que hablar de los profesores como profesionales reflexivos,
como investigadores en la acción, o como pedagogos críticos, es considerado un discurso ideológico
escasamente útil. De este modo, concluye Elliot, la separación de medios y fines, que fue objeto de las
críticas que se hicieron décadas atrás a la pedagogía por objetivos, vuelve hoy a resurgir bajo una nueva
forma, que quizá, podríamos vaticinar, no tardará en hacerse explícita en nuestro sistema de educación.
b) Se considera la actividad educativa como una acción que no puede ser regulada totalmente de forma
previa, y al educador como alguien cuya profesionalidad no consiste simplemente en ejecutar diseños que
construyen otros, sino en ser capaz de considerar las circunstancias que se van produciendo y adoptar
decisiones. Saber actuar en educación no se resuelve en el conocimiento de unas cuantas recetas previas,
sino que exige el tacto del educador para saber captar en cada situación específica el curso de acción más
conveniente y mejor para el educando. Los problemas de la educación no son sólo problemas técnicos,
sino prácticos, esto es, problemas que no se resuelven simplemente aplicando una regla, sino que exigen
deliberar y decidir, desde parámetros no solamente técnicos, sino también éticos. En consecuencia, el
educador se considera como un agente reflexivo y moral que construye teoría (significado de su acción)
desde la práctica.
c) La relación entre teoría y práctica se invierte con respecto a la perspectiva instrumental. Ahora la teoría
no se considera como algo anterior a la práctica, que haya que aplicar, sino como algo que nace y es
verificado en la propia práctica. Desaparece la separación entre significado y ejecución. El educador no es
simplemente alguien que ejecuta, sino alguien que tiene que buscar y dotar de sentido a lo que hace y en
función de ese sentido adoptar decisiones. Se produce la unión de investigación (significado, teoría) y
acción (ejecución, práctica). La propia actividad se convierte, no sólo en una situación en sí misma
educativa para el educando, sino también, y al mismo tiempo, en una situación de perfeccionamiento
profesional del educador, tal como expresó Stenhouse, para quien «el currículum es el medio a través del
cual puede aprender su arte el profesor. El currículum es el medio a través del cual puede aprender
conocimiento el profesor. El currículum es el medio a través del cual puede aprender el profesor. El
currículum es el medio a través del cual puede aprender el profesor la naturaleza del conocimiento. Y el
currículum es el mejor medio a través del cual el profesor en tanto que profesor puede aprender todo esto
porque le permite poner a prueba ideas por obra de la práctica y, en consecuencia, basarse en su juicio más
que en el juicio de los demás».
Entre las limitaciones de este enfoque, se han señalado tanto su indiferencia hacia las
posibilidades de regulación científico-técnica, como el no tener suficientemente en cuenta las
implicaciones sociales y políticas de la educación. Para Ross, Cornett y McCutcheon, muchas de las
propuestas que se hacen en nombre de la perspectiva intrínseca fracasan debido a su orientación
inherentemente conservadora, al centrarse exclusivamente en lo interno de la actividad educativa y
descuidar sus condicionamientos externos, lo que deja poco espacio para la crítica. Esta perspectiva
proporciona una imagen autogratificante del educador como profesional que actúa con autonomía y
responsabilidad, pero es también una imagen exigente que suele chocar con las condiciones reales en la
que ejerce su trabajo, lo que -señalan Apple y Jungck- puede convertir esta retórica de la
profesionalización en un discurso vacío: La falta de tiempo para la planificación curricular es
característica de la estructura de muchas escuelas. Así, la solución del «currículo en paquete» (programas
previamente diseñados válidos para todos) tiende a convertirse en la respuesta generalizada a la demanda
de nuevos proyectos curriculares (por ejemplo, la introducción de la informática) en muchas escuelas,
especialmente desde que otras respuestas requerirían más dinero, algo que no podemos esperar en tiempos
de crisis económica.
Esta práctica compensa a los profesores por su falta de tiempo dotándolos de currículos
preenvasados en lugar de cambiar las condiciones básicas bajo las que se produce ese inadecuado tiempo
de preparación. Estas dos imágenes de la profesionalización, que he resumido en sus líneas principales y
que se han expresado en nuestro país en las sucesivas reformas legislativas, no sólo responden a
presupuestos epistemológicos distintos acerca de la educación y el conocimiento pedagógico. Lo que las
hace más difícilmente reconciliables es que, como dice Parker, suponen habitualmente estar instalado en
historias y cosmovisiones diferentes. «Quienes suscriben una de estas historias tienden a no entender a los
que suscriben la otra. No es sólo un desacuerdo intelectual o estético, sino plenamente una diferencia en
modos de entender y situarse en el mundo.» Esta distancia en el punto de partida lleva a dos diferentes
soluciones a la hora de articular las dimensiones técnica y ética de la educación.
Para la perspectiva instrumental, la ética entra en la actividad a través de la propuesta de
fines, que vienen fijados desde marcos normativos externos (la visión ética de la sociedad, los
instrumentos regulativos, las formulaciones de la ética filosófica, etc.) y como regulación exterior a la
actividad, por ejemplo, mediante el establecimiento de códigos deontológicos. Para la perspectiva
intrínseca, la ética es una dimensión consustancial a la actividad, a la que, en consecuencia, indica David
Carr, conviene más una caracterización en términos de comunicación y relación personal que de
aplicación de destrezas, más de compromiso que de ingeniería. Educar no se entiende, pues, como la
puesta en acción de un conjunto de conocimientos técnicos, sino como el resultado de una relación y un
compromiso que se expresa en el ejercicio del tacto o sensibilidad moral hacía la persona que se educa. El
educador no es neutral con respecto a los valores que se tratan de promover.
No es un mero ejecutor de pautas previamente diseñadas, sino alguien ligado al bien de la
persona que se le confía. El compromiso del educador con el bien del educando se convierte en la guía que
orienta las decisiones pedagógicas. En el caso concreto de la actividad educativa docente, escribe Hansen,
ello supone reconocer que ésta se sustenta en «una relación moral, no sólo académica, entre el profesor y
el alumno. Esa relación se manifiesta en el modo en que los docentes tratan la asignatura y a los alumnos.
Las opciones curriculares del profesor llevan implícito un juicio de valor o normativo "Esto vale la pena
estudiarlo, esto no (al menos, no ahora)". Cualquier modo de tratar con un alumno o de trabajar con él
revela una percepción y un juicio moral. Tal vez un profesor se pregunte "¿Por qué este alumno no
entiende el tema?" y actúe al respecto, o tal vez no se preocupe lo suficiente como para plantearse la
cuestión, lo que en sí es también una postura moral (inadecuada, se podría decir)».
Se han propuesto diferentes argumentos para justificar esta dimensión ética de la actividad
docente o educativa en general. En uno de los últimos trabajos al respecto, Buzzelli y Johnson los
sintetizan en dos ideas principales. «La literatura existente sobre la moralidad de la enseñanza ha
identificado dos vías
fundamentales por las que la enseñanza es una actividad moral. En primer lugar, esta actividad se
establece sobre una relación entre dos o más individuos. En segundo término, la actividad educativa
apunta a cambiar la conducta de los otros acercándola a fines preestablecidos. » Una revisión de los
principales argumentos ofrecidos obliga, sin embargo, a realizar algunas matizaciones. En primer lugar,
tal como se comprueba en la propia síntesis de Buzelli y Johnson, muchas veces estos argumentos se
quedan en un nivel periférico a la actividad, al situar su vertiente ética en aspectos comunes a otras
actividades humanas: trabajar con personas, estar orientada por un fin que se pretende conseguir en el
otro, basarse en una relación de desigualdad, exigir deliberación y decisión, etc. Podemos avanzar sobre
estos argumentos periféricos sí recabamos que el núcleo del significado ético de la actividad educativa no
se localiza simplemente en que se trate de una actividad que busque intencionalmente algo o en la que se
trabaje con personas, sino en qué hace del otro el fin de su intencionalidad. No es sólo que aspire a
alcanzar un fin en el otro, promover en él un cambio de estado, sino que el otro mismo es el fin de la
actividad, en el sentido de que con ésta se pretende afectar a la estructura de pensamiento, decisión y
acción de la persona que se educa, esto es, a la base de su personalidad moral, a lo que más
definitivamente hace que ella sea ella.
En segundo lugar, hablar de dimensión permite integrar este lado ético en una visión más
amplía de la educación que incluye también los necesarios momentos de planificación, diseño técnico,
provisión de medios, etc., pues escaso favor vamos a hacer a la profesionalización de la educación si el
compromiso del educador hacia la promoción de la persona que se educa no está guiado por una voluntad
de eficacia, eso sí, de una eficacia pedagógica que no es independiente de valoraciones éticas acerca del
mejor ser individual y social del educando. No se trata, pues, simplemente, de añadir una regulación ética
a un conjunto de destrezas técnicas, ni una capacitación técnica a una tarea fundamentalmente moral, sino
de entender que entre ambas dimensiones existe una compleja interacción que aconseja distanciarte de un
tecnicismo estrecho y de un moralismo retórico, ambos del igualmente desprofesionalizadores. En
consecuencia, hemos propuesto que «un educador está atendiendo a la dimensión ética de la educación
cuando, a lo largo proceso educativo, planifica la ayuda pedagógica de forma que incida en la estructura
moral del educando en orden a suscitarle efectos de orientación social y personal». Esta propuesta
pretende, en definitiva, hacer justicia a la complejidad de la tarea de educar, aunando la dimensión ética de
una actividad y relación de ayuda orientada hacía el ser moral del educando, con el necesario momento
técnico de la planificación con vistas a la consecución de un fin.
Esta apelación a los valores del liberalismo ético, en sentido amplío, dentro de una propuesta
pedagógica de perfil más bien comunitarista, no supone ninguna contradicción. Superada la confrontación
liberal-comunitarista de finales del siglo XX, y frente al clásico principio de neutralidad, desde la teoría
ética y política liberal no duda hoy en considerarse el liberalismo como un sistema comprensivo, basado
en valores sustantivos más que en criterios procedimentales. Así lo ha señalado recientemente Galston,
para quien «el estado liberal no puede se entendido como si fuese comprensivamente neutral. Más bien,
debe ser propiamente caracterizado como una comunidad organizada para la consecución de un conjunto
peculiar de objetivos públicos. Son estos objetivos los que sustentan su unidad, estructuran sus
instituciones, guían sus políticas y definen sus virtudes públicas». Citando de nuevo a Larry May, captar
mejor el sentido de la deontología y de la responsabilidad profesional requiere hoy una cierta confluencia
de planteamientos, «una perspectiva comunitarista progresista, matizada con aportaciones del liberalismo
y la teoría crítica». La perspectiva comunitarista destaca las posibilidades de la deontología profesional y
los códigos deontológicos como marcos de socialización y formación que responden a la idea de que las
identidades personales y profesionales se fraguan siempre en contextos específicos de relación y
pertenencia. La referencia a la perspectiva ética liberal y crítica abre el momento, ética y pedagógicamente
tan importante como el anterior, de la capacidad de remontarse desde y sobre los condicionamientos
colectivos.
Aplicando estas consideraciones a la propuesta formulada, podría decirse, para finalizar, que
se trata de utilizar pedagógicamente la deontología profesional para convertir los contextos de educación
en comunidades de aprendizaje vivencial de valores, comunidades morales, en el sentido, sustantivo y no
sólo procedimental, de comunidades que irradian un determinado ethos, pero un ethos basado en aquellos
valores que hacen del individuo un sujeto con capacidad de iniciativa y responsabilidad, esto es, los
valores de una comunidad política para la cual «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le
son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son
el fundamento de orden político y de la paz social». Para Galston, en una sociedad pluralista este
liberalismo comprensivo tiene que ser, en cualquier caso, consistente con la aspiración, de clara
repercusión para la formulación de una deontología profesional, a que la promoción de los valores
democráticos por medio de las iniciativas ciudadanas no se produzca a costa de la intromisión del estado
en la vida interna de estas iniciativas, al menos dentro de determinados límites, lo que a su juicio exige un
giro desde un liberalismo basado en la autonomía a un liberalismo basado en el pluralismo.