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Si el objeto amado es vil, envilece al amante.

Leonardo Da Vinci
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I. CARTA DE JULIO
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Ceuta 18-12-79

¡Hola, mi sueco hermano!

Siento mucho que hayas perdido las dos manos y el bolígrafo.

Desde luego, parece mentira que me tengas tan abandonando; a mí, a tu hermano

pequeño, predilecto, que está sufriendo lo indecible en medio de tantos uniformes, galones y

estrellas. Ando esperando saber de ti, bandido, desde que me metieron en el cerro del

Muriano, allí en la sierra cordobesa, y de eso han transcurrido casi dos meses, ¿Oíste,

cabrón? ¡ Dos meses!.

Bueno, mejor acabo con tamaña retrónica (a ver si sirve de algo), para contarte que,

desde hace quince días, me encuentro en el Hospital militar de Ceuta, viviendo unas

experiencias que ni yo mismo me creo todavía. Te haría la relación desde el principio, pero

me temo que sería demasiado larga.

No te vayas a pensar que estoy enfermo. Para nada. Es una farsa que me inventé

para evitar permanecer en el Cuartel de Ballesteros, en la Línea de la Concepción, a donde

me enviaron una vez terminado el CIR. Y la verdad es que me ha salido todo a pedir de

boca y, por lo menos, no me he tenido que mamar ninguna guardia, ni que seguir

aguantando a los pejigueras de los soldados veteranos, manada de mentecatos, que se

dedican a fastidiar a los que ellos llaman chinches con las consabidas novatadas.

Me ha tocado la suerte de caer en gracia a la madre superiora, Sor Mercedes, una

monja joven estupenda (me suena extraño decirlo) que ostenta el rango de coronela, y que

tiene más agallas que cualquier oficial que yo me haya echado en cara. El otro día, sin ir más

lejos, le montó un tremendo numerito al teniente coronel, jefe de la zona, porque la

calefacción no funcionaba adecuadamente en algunas de las salas de los soldados, y sus

niños, como ella nos llama, estaban pasando frío en plenas Navidades.

El caso es que, aunque parezca un tanto raro, le he cogido cariño a esta mujer y

parece ser que ella también a mí. Según sus propias palabras, estoy cumpliendo una labor
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importante y, a poder que ella pueda, la mili la acabaré aquí. ¡Ojalá! Porque estoy a cuerpo

de rey, como que da gusto (y más ahora que hay turrones, mazapanes, y todo tipo de

golosinas), tengo tiempo para leer, hacer trabajos manuales, ver pelis en la tele, tocar la

guitarra, alegar con mis compañeros y… en fin, ya te contaré cuando nos veamos, que

espero que sea pronto.

¿Y tú, qué tal, hermano mío?

Imagino que seguirás como siempre, tan estupendamente, con tu rubia familia y tu

trabajito, en esa ciudad que tanto me gustó. Nunca olvidaré lo bien que me lo pasé ahí

contigo, Freda y los niños, y con todo el viaje de gente que conocí por esos lares. Siempre

que alguien menciona el libro "Suecia, infierno y paraíso", yo puntualizo que para mí es

solamente paraíso. Por lo menos Estocolmo, que es lo que yo conozco.

¡Qué ganas tengo de verte! o de escucharte o, al menos, de leerte.

Venga hombre, anímate a escribirme y cuéntame cosas, que estoy necesitado de

mimitos. Tú no sabes (si lo sabes, creo yo, porque también hiciste la mili lejos), lo que se

agradece una carta de la familia. La mía, desde luego, pasa de mí olímpicamente. Papa y

mamá ni se lo plantean. Alguna vez mandan tres letras ("la bendición de papá y mamá"),

cuando Carmen me escribe. Nuestro queridísimo hermano Javier, ese dichoso

espantapájaros, anda picado conmigo porque pasé, según él, por Madrid, en el verano y no

fui a visitarlo. Pero eso no es exacto. Lo llamé varias veces a la casa y nunca estaba. Yo iba

de paso y no podía quedarme allí más tiempo. Pero él no lo entiende de la misma manera,

claro está, con lo orgulloso que es, y ahora ni me escribe ni piensa hacerlo, el muy bestia. Y

yo, que tampoco soy flojo, pues me he apuntado a bruto y no voy a bajarme del burro.

Menos mal que tengo a mi hermana del alma, que, aparte de dirigirme unas letras de

vez en cuando, me telefonea a menudo desde la centralita del hotel Maspalomas. Por cierto,

y esto es un chisme, parece ser que últimamente está medio enamorisquiada de un tal

Sergio, un pibe muy agradable que conoció hace un mes y pico, y que trabaja en un hotel
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cercano por allí. Aunque es unos cuantos años más joven que ella, esperemos que eso no sea

un impedimento. A ver si esta vez atina, que me apetece verla feliz.

En fin, my darling, voy a terminar que ya me he extendido bastante, porque ahora

mismo van a tocar retreta y hay que encamarse sin rechistar.

Escríbeme pronto, anda, no seas ruin.

Muchísimos abrazos y fraternales besos

Julio.

P.D. Insisto: Roguemos un poco a la bendita providencia para que nuestra estupenda

y única hermana, Carmen, Carmela, Carmelilla, tenga suerte en el amor.


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II EL MAR DE LAS PARDELAS


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Eran las cuatro menos cinco de la tarde cuando Carmen miró su reloj por enésima

vez. Estaba desesperada por zafarse del tiempo y de tantas y tantas palancas y clavijas que

le tenían las manos hechas polvo, y por levantarse de aquella maldita e incómoda silla, en la

que se había pegado casi ocho horas seguidas. La espalda le daba latigazos y ya parecía no

sentir las nalgas. Su voz sonaba rajada al responder a las últimas llamadas de la jornada.

- ¿Si, dígame? ¿El hotel Tamarindos? Vale, ahora mismo le pongo. Al habla.

- Excuse me, ¿Beach club? O.K., right now.

- ¿Perdón? Sí, sí señora, hoy es día 18.

El intrincado panel de fibras de madera y amianto que tenía enfrente se le antojó de

pronto un grabado por el que, como en un cristal, fueron desfilando las bocas y los ojos de

los clientes que parecían estar encerrados en el tablero.

Cerró los ojos. Sus grandes pestañas temblaron repetidas veces sobre sus párpados

cansados y, casi imperceptible, una sonrisa asomó a sus labios. Se estaba acordando de

Sergio y de la cita que tenía concertada con él, a la salida del trabajo de ambos, para ir a

mariscar.

Si yo tuviera la suerte, de que Sergio se enamorara de mí, pensó mientras se

acariciaba los hombros y los brazos, con manos anhelantes, y elevaba los ojos, en los que se

adivinaba una mirada peregrina y esperanzadora.

¡Ilusa de mí! No me caerá esa breva. ¿Cómo se va a enamorar de una mujer que le

lleva tantos años? ¡Ay, Señor, échame un cabo!

Un nuevo ring la sacó del ensimismamiento.

-¡Si, dígame!

-Carmen, soy Sergio. Ya estoy aquí.

-¡Ah, sí, sí! Ya voy. Sólo un minuto -respondió sorprendida y con ganas de parecer serena.

Acto seguido, decidida, nerviosa, terminó de cuadrar la caja y, al ver que se acercaba la

operadora del turno siguiente, cogió su bolso, una mochililla donde llevaba comida y cosas
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de playa, y salió al pasillo del hotel. Aliviada, miró de reojo el diminuto y asfixiante cuarto

donde trabajaba, y se fue a dejar los contados a la recepción.

-Te están esperando -le dijo el recepcionista, no sin picardía.

-Ya lo sé, guapa -respondió Carmen, colorada, al tiempo que miraba hacia la salida y

divisaba la figura de Sergio, que la estaba abanando desde fuera. Ella le hizo un gesto (un

minuto para cambiarme) y se fue directa al vestidor, a punto de darle un fatuto de lo tensa

que se encontraba. Allí suspiró profundamente varias veces, mientras se quitaba el uniforme

y se ponía un traje estampado playero muy coqueto. Se pintó rápidamente los labios, se

guiñó a sí misma un ojo ante el espejo, y se dispuso para la aventura.

Entre silbidos y piropos que le prodigaron en el hall, decorado con guirnaldas,

serpentinas y bolitas de Navidad, y ambientado musicalmente con el “Bésame mucho” de

Ray Coniff, Carmen salió a la calle y, tímidamente, consciente de que era objeto de las

miradas cómplices de algunos de sus colegas, saludó a Sergio con un beso en la mejilla.

-¿Hoy saliste más temprano, no?

-Sí, solté a las menos cuarto -replicó él, en tanto que agarraba la mochila de ella y se

acercaba al coche.

Media hora más tarde llegaban a la playa de Medio Almud, entre Taurito y Tiritaña,

bajando por un barranquillo casi intransitable, que estaba vestido de julagas y tajinastes,

palmeras, beroles y tuneras. Iban sudorosos con el calor inusual que ofrecían los últimos

coletazos del otoño, y con unas ganas terribles de tirarse al agua.

Durante el camino, tanto en la carretera como barranco abajo, hablaron poco pero

pensaron mucho. Ella siguió dándole vueltas a la posibilidad de que él la quisiera. No le

parecía que la batalla estuviera del todo perdida, porque él había tenido un par de detalles

que mantenían su ilusión. Sobre todo desde que la invitó a ir a la playa por primera vez,

hacía cosa de un mes, y la agasajara con un asadero de sardinas y pulpos a la orilla de la

mar, siempre de lo más solícito. Nunca nadie le había dado ese gusto. Una semana después

la convidó al cine a Las Palmas, a ver Kramer contra Kramer, durante cuya proyección ella
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se hartó a llorar, y sólo habían transcurrido siete días desde que la llevara a cenar al Beach

Club, que era todo un lujo, y, seguidamente, a la discoteca que había encima del restaurante.

¡ Jamás se había divertido tanto ¡

La pena era que él no se había expresado todavía en los términos que ella quería oír

y, por supuesto, no iba a ser ella la que rompiera el hielo. No era su estilo. No estaba

dispuesta, bajo ningún concepto, a dar el primer paso. Igual que también había excluido,

pensó en aquellos momentos, el ritual del encantamiento. Recordó las palabras textuales de

una vecina ya anciana, Pinito Gil, a la que consideraba como si fuera su verdadera abuela,

que la quería ver casada para poderse morir tranquila, y que le repetía a menudo que a los

treinta se pone muy difícil eso de pescar a un hombre, y que lo mejor en tales casos es un

sortilegio.

-Con una tacita de café basta, muchacha. No te lo pienses más.

Carmen sonrió. Tampoco era ese su estilo. Prefería mil veces vestir santos antes que

cometer tamaña locura. No sería ella la primera solterona, ni la última, y si era su destino,

pues a aguantarse y tirar para adelante.

Por su parte, Sergio tampoco se quedó corto en pensamientos. Aún seguía

obsesionado con el desengaño amoroso que había sufrido el verano pasado. La mujer que

quería se había casado inesperadamente con otro, dejándolo tirado como agua sucia. Estuvo

más de un mes emborrachándose todas las noches y, en una de sus trompas, había llegado

incluso a presentarse ante la casa de su ex, balbuceando la canción de Jacques Brel “Ne me

quitez pas”, que él se sabía en francés.

-¡Déjame ser la sombra de tu sombra! -gritó hasta la saciedad bajo la ventana de la que

nunca llegaría a ser su esposa.

Entrado el mes de octubre, comenzó a serenarse, después de disipar la rabia que

siguió a la pena. Despotricó hasta desahogarse; mentalmente, y alguna que otra vez a viva

voz, dirigió los peores insultos a aquella pelandusca lagartona de mierda que lo había

hundido en la miseria.
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Cuando conoció a Carmen, una tarde inquieta y ventosa de primeros de noviembre,

se encontraba casi libre de aquel estado que le destrozaba los nervios. Un amigo lo había

invitado a pasar por el hotel Maspalomas, a tomar unas copas y picar algo en el bar. El rato

se prolongó y se prodigaron los whiskies, y cuando quiso darse cuenta ya le estaba

volviendo la sensación de haber sido ofendido y humillado. Y una vez más sintió deseos de

venganza. Se le ocurrió la terrible idea de llamar a aquella hija de perra y ponerla verde.

Pidió disculpas a su acompañante, que hablaba con el barman muy animado, y se dirigió a la

centralita del hotel que estaba situada al lado de la recepción. Se acercó a la ventanilla.

-Buenas tardes -dijo disimulando su irritación.

-Muy buenas -respondió Carmen, muy amable, aunque con gesto cansado. Era casi la hora

de suelta y se sentía agobiada. -¿Qué desea?

-Quiero hacer una llamada.

-¿Número, por favor?

-Tres, seis, uno, siete, ocho, cuatro.

-Un momento, por favor. Pase a la cabina uno.

-Gracias.

Algo hubo en aquel “gracias” que hizo que Carmen se fijara en Sergio y notara la

expresión contenida de su cara, sus ojos rojos y brillantes. También vio la pena en aquella

mirada que se desvió de inmediato. A su vez, Sergio, que caminó hacia la cabina, se quedó

pensativo ante el gesto de ella, y también reflexionó sobre aquel “gracias” que él mismo

había dicho, y que pareció haberlo serenado. Se le quitaron las ganas de llamar. No merecía

la pena. Por un momento se quedó parado, dudando, cortado además por la actitud de

aquella telefonista que le cambió el ánimo. No sabía qué hacer. Por fin decidió anular la

llamada y, aunque se le cruzó por un instante la idea de marcharse al bar para no enfrentarse

de nuevo a los ojos de Carmen, volvió a asomarse a la ventanilla.

-Perdone, señorita. No voy a hacer esa llamada.


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Carmen se había levantado y ultimaba los detalles, a punto de irse, esperando tan

sólo que llegara su sustituta.

-¿Cambiaste de parecer? - preguntó con cierta ternura, y tuteándolo sin darse cuenta.

-Sí, es mejor así - respondió él con tristeza, sanamente, dando pie a una réplica. Esta vez se

mantuvieron las miradas. Carmen nunca supo cómo se atrevió a decir lo que dijo a

continuación.

-Anímate, hombre, que tú eres muy joven para estar tan triste. Si quieres te invito a tomar

un café, o algo, que yo ya estoy terminando.

Y a él le pareció tan natural y agradable, tan raro y sencillo a un tiempo, que no pudo

negarse.

-De acuerdo. Te espero.

Tartamudeó un poco al decirlo, entre asustado y expectante. La cabeza le pesaba

ligeramente y el corazón se le aceleró, de manera que podía escuchar sus latidos.

Poco más de una hora después, Sergio ya le había relatado a Carmen la historia de su

desamor. Incluso llegó a confiarle el lado oscuro de su alma, lo perverso de sus sentimientos,

especialmente cuando deseara que el avión, en el que viajaba su exnovia en luna de miel, se

estallara por los aires y se hiciera mil pedazos, aunque murieran doscientas o trescientas

personas más con ella.

-¡Qué locura! Pues sí que tenías que haber estado mal -dijo Carmen alarmada. -Pero no te

preocupes. Me imagino que todo el que sufre ese tipo de desengaños, vendrá a sentir tres

cuartos de lo mismo.

Sergio suspiró aliviado.

-Me encanta hablar contigo, Carmen.

-A mí también contigo, la verdad.

Intimaron tanto, que, de inmediato, se creó entre ellos una fuerte dependencia.

Necesitaban verse, o al menos hablarse, a diario. Las razones no eran las mismas porque,

mientras Carmen empezó a alimentar una llama que, a pesar de sus treinta años, nunca se
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había encendido del todo en su interior, Sergio se apoyaba en el afecto y los mimos que ella

le prodigaba para salir definitivamente del vacío de la decepción. Por supuesto que él no

era ajeno a lo que ella sentía. Se dio cuenta desde el principio. Y más de una vez consideró

lo fantástico que tendría que ser enamorarse de alguien que le quería tanto, aún a sabiendas

de que era siete años mayor que él, cosa que le importaba bien poco. Incluso llegó a desear

que sucediera algo que le impulsara a quererla, algo así como acostarse por la noche y

despertarse irremediablemente enamorado por la mañana.

Lo que él no se imaginaba es que aquel dieciocho de diciembre de mil novecientos

setenta y nueve, en que se disponían a pasar la tarde mariscando, el destino les tenía

preparada una aventura que no olvidarían durante el resto de sus vidas y que les uniría para

siempre.

El mar iba a ser el protagonista.

Cuando, ya en la playa, se tiraron al agua y jugaron como dos chiquillos a chapoteos

y zambullidas, abandonados a los encantos de la naturaleza, las olas se acercaban

dulcemente al acantilado y se colaban por la desembocadura del barranco, flanqueado éste

por dos espigones montañosos que se cortaban en aristas escalonadas y abruptas. Roja y

verdoso, la arcilla y el almagre salpicaban de color los riscos negros. El cielo gozaba de un

azul claro e intenso bajo un sol radiante.

-Nadie diría que estamos ahora mismo en invierno -dijo Carmen al salir del agua, cogiendo

la toalla y sacudiéndose el pelo largo y rubio.

-Desde luego, nadie lo diría. Pero nosotros tenemos la suerte de vivir en una isla

afortunada, mi niña -apuntó él con orgullo.

-Pero aquí también se pone el sol. Y no tenemos sino un par de horas de luz.

-Muy bien. Tiempo suficiente para comer y mariscar.

Carmen asintió con una ancha sonrisa, mientras, sobre una roca plana, colocaba un

pequeño mantel, bordado por ella misma en tiempos de servidora social.


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-¿Tú crees que el agua llegará hasta aquí? -preguntó temiendo que la comida fuera a

mojarse.

-No creo. Me parece que la marea está empezando a bajar.

-¿Tú ya conoces esta playa?

-No, pero me supongo que si el agua llega tan arriba es que el mar está alto -respondió

Sergio, no muy seguro pero sin darle más importancia.

-Pues venga, vamos a comer.

Disfrutaron muchísimo con la merienda. Carmen había preparado unos sandwiches a

la inglesa, decía ella porque la enseñó una amiga londinense, que estaban deliciosos. Tenían

una crema de aguacate con perejil, ajo y un poquito de sal, zanahoria rallada, rodajas muy

finas de tomate y pepino, lechuga picadita y queso tierno. Sergio, por su parte, aportó una

tortilla de papas con cebollas blancas y perejil, que le había hecho su madre por la mañana.

Para acompañar, cerveza, Y para rematar, cosa que sorprendió muy agradablemente a

Sergio, Carmen sacó un termo de café. Viéndolo tan contento por aquel detalle, ella pensó

que a lo mejor tenían razón algunas de sus amigas al asegurar que a los hombres se los

conquista por el estómago.

El vapor del café y el humo de los cigarros mitigaron un poco el olor a mar. Ninguno

de los dos se dio cuenta, porque estaban demasiado entretenidos hablando de sus respectivas

familias, de que las olas subían cada vez más. Tampoco notaron que, mar adentro, se había

levantado una ligera ventisca que se acercaba sigilosamente.

-¡Qué bueno estaba todo! -suspiró Sergio.

-Si, pero vamos a espabilarnos.

Como les pareció oportuno no ir cargados, apañaron sólo lo imprescindible

(cuchillos, toallas, una bolsa de plástico, cigarros y fósforos) y se dispusieron a atravesar el

tramo de playa que les separaba del arrecife donde pretendían mariscar, y que se ocultaba

tras un recodo del acantilado que se metía en el mar. Los últimos pasos los dieron con el

agua por la cintura y Sergio tuvo que ayudar a Carmen a trepar en el trecho final. Fue
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entonces cuando él volvió a caer en la cuenta de que la marea iba bajando y supuso que a la

vuelta ya no se mojarían tanto.

Pero se equivocaba. La marea empezaba a subir y las olas se encrespaban cada vez

con más fuerza.

Si ellos no se percataron fue porque se encontraban totalmente enfrascados en su

trajín, escondidos detrás de un peñón, atentos a cualquier bicho que pudieran pescar antes de

que se fuera el sol.

Ajenos a la amenaza que les acechaba, agachados por los charcos de aquel islote

escabroso, anduvieron casi una hora seleccionando los burgaos más grandes, las lapas más

suculentas, e incluso atraparon cinco cangrejos blancos y una veintena de sabrosos

mejillones. Y ya con la bolsa bien llenita, saboreando de antemano la paella del día

siguiente, en el que ambos libraban, decidieron reposar un rato para ver el atardecer.

Se sentaron cuando el sol estaba a punto de ponerse y continuaron con la

conversación que traían entre manos. Él encendió cigarrillos para los dos. Ella volvió a

hablar de sus tres hermanos, Julio, Javier y Jacinto, que se hallaban en Ceuta, Madrid y

Estocolmo respectivamente. Los adoraba a los tres, pero sentía especial predilección por

Javier, el espantapájaros, porque se divertía mucho con él, especialmente durante la época

de carnaval.

-¿Y por qué lo llamas espantapájaros? - preguntó Sergio con curiosidad.

-Porque cuando era chico se ponía a bailar como los locos entre los millos y tomateros que

mis padres tenían en El Llano de la Cruz, allí en Ingenio. Y parecía que estaba espantando

pájaros. Y desde entonces se quedó con ese mote.

-¡Qué simpático!

-Ya lo conocerás. Seguro que te va a encantar.

El sol se ocultó detrás del peñón y cambió la luz del acantilado. Carmen y Sergio se

quedaron admirados al contemplar la transformación de colores que, por un instante, se

mantuvieron en todo su esplendor y, suavemente, se fueron difluyendo en el aire. Entre los


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riscos húmedos y apagados, corrió de repente un viento frío. Ella se estremeció. El se

levantó de un brinco y dijo que quería ver el ocaso en el horizonte, en tanto que se frotaba

las manos y los muslos. Ella también se incorporó. Inconscientemente miró a su alrededor,

como recelosa y, de seguido, sin saber porqué, cogió los mariscos, los cigarros y los

fósforos, se arrimó al pie del despeñadero y lo puso todo en una cuevita que estaba azocada

en el risco. Al darse la vuelta, tuvo la impresión de encontrarse en un abismo en sombras.

Un mal presentimiento la asaltó. Una pardela surgió como un rayo por el filo que daba a la

playa y se perdió despavorida, en medio de graznidos, cuando Carmen, erizada hasta el

tuétano, vio despuntar una cresta espumosa que se acercaba amenazante. El alma se le fue en

un grito.

- ¡Cuidado, Sergio! ¡Viene una ola enorme!

Sergio se paró en seco y dio la vuelta, en el preciso instante en que se escuchó un

violento estallido. Rebotada, una tromba de agua saltó por encima del peñón y cayó

estrepitosamente sobre él, arrastrándolo por los callados. Ella, metida en un susto, se acercó

rápidamente a él y lo ayudó a incorporarse y alejarse de allí. Quedó todo rasguñado, con

sangre en las rodillas y en las manos, y temblaba de frío y de miedo.

-¡Dios mío! Menos mal que caíste bien, que si no te matas.

Enseguida lo cubrió con una toalla, y con la otra secó la sangre que brotaba de las

heridas, afortunadamente superficiales, mientras decía que se iba a acercar hasta la playa

para traer un pequeño botiquín que siempre llevaba en la mochila. El no dijo nada, se limitó

a mirarla, con los ojos rayados de lágrimas, hasta que ella llegó al recodo que giraba hacia la

caleta donde se habían bañado. Y cuando vio que se quedaba quieta y pasmada, que las

manos se le fueron a la cabeza en gesto de asombro, él pudo adivinar lo que ella estaba

presenciando: el mar parecía un diablo desatado. Las olas se estrellaban contra el extremo

del acantilado, irrumpiendo en el barranco, y la playa y la roca, donde habían dejado las

mochilas y las ropas, habían desaparecido por completo. Una ola gigantesca espumeaba mar

adentro y se enfilaba con furia hacia la costa, cuando Sergio, maltrecho pero decidido, se
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acercó a Carmen. Había traído las toallas y se cubrieron con ellas. La visión que se les

presentaba era espeluznante. Se les antojó imposible que todo aquello estuviera sucediendo

de verdad. Siguieron el recorrido de la ola, como hipnotizados, y sólo reaccionaron cuando

la cresta rompió con furia y los persiguió mientras corrían espantados. Instintivamente, se

cobijaron en un zoco que había al pie del desfiladero. El agua no los alcanzó, pero la brisa

que despidió los dejó tiritando. Desconcertados, indefensos, se miraron; luego se buscaron

con los brazos para darse abrigo y protección

Los estampidos de las olas que se sucedieron y acompañaron su abrazo, estremecían

sus cuerpos encogidos contra los riscos. Cada vez era mayor la avalancha de agua, y la

espuma los azotaba con violencia. El miedo unió más sus cuerpos y, brincando a cada

bramido del mar que los asediaba incesante y sin piedad, ni siquiera notaron cómo caía

implacablemente la noche, ni vieron la bandada de pardelas que revolotearon por el

despeñadero para ir a posarse unos metros por encima de ellos. El pardusco color de sus

plumajes se confundió enseguida con la oscuridad que se adueñó del cielo, con un rumor

agreste y frío. Las contadas estrellas y la luna, que se dibujaba como una uña cortada en

medio círculo, nada pudieron hacer para romper la negrura de la noche.

-¡A ver cómo salimos de ésta! -pensaron los dos, más de una vez, incapaces de articular una

sola palabra. Silenciosos, a la expectativa de un destino horripilante, vivieron momentos de

pánico y de angustia, y rezaron, e invocaron al mar y a la tierra, y al universo entero para

que les ayudara a salir de aquel infierno.

El se autoculpaba por haberla invitado a aquella endemoniada playa, maldita la hora

en que se le ocurrió, y nunca, aunque escapasen de tamaña odisea, se iba a perdonar a sí

mismo. Se hallaba tan horrorizado como ella que, a su vez, sufría más por el destino de él

que por el suyo propio, y había elucubrado con finales de novelas y películas tremebundas y

románticas que eran sus preferidas. Se acordaron de sus familias, sus amigos, sus vivencias

pasadas; lamentaron que nadie supiera de su paradero, porque a nadie se lo habían

comentado y, repetidas veces, pensaron en lo bueno que sería salir sanos de aquel mal trago
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para comenzar una nueva vida los dos juntos. Pero la idea que les ocupaba casi todo el

sentido era la del último estallido, la ola fatal que los estamparía contra los riscos y, siempre

abrazados, los arrastraría irremediablemente por callaos y rocas hasta que el mar los

engullera en sus profundidades.

Resignados a su suerte, con los golpes de mar metidos en las sienes y el frío calado

en los huesos, no advirtieron que, a eso de la medianoche, el agua ya no chocaba con tanta

virulencia contra el peñasco y la estela había dejado de salpicarlos. Fue al dejar de soplar el

viento, que se mantuvo un buen rato y secó prácticamente las toallas que los abrigaban,

cuando cada uno descubrió el calor del cuerpo del otro, y reaccionaron al unísono. Abrieron

los ojos con incertidumbre, como por primera vez, y, desconfiados, miraron a su alrededor.

La noche negra no les impidió vislumbrar que el mar se había alejado y que sólo espumeaba

por el costado que lindaba con la playa. Entonces se buscaron con ojos nuevos, y una

sonrisa, también nueva, vibró en sus labios, que exploraron cada palmo de sus caras, de su

pelo, con besos alegres y tiernos. Incluso sus voces sonaron distintas.

- ¿Estás bien? - preguntó Sergio, acariciándole el pelo y la espalda.

- Sí, gracias a Dios - replicó ella con voz llorosa.

- Menos mal que escapamos de esta. Yo pensé que no lo íbamos a contar,

- Y yo. Pero de todas formas, no cantemos victoria, porque no sabemos .

Carmen no se imaginaba cuán acertada estaba al hacer aquella apreciación, que a

Sergio le apareció de lo más pesimista. Se percataron cuando, después de asomarse a la

playa, vieron que el mar la seguía embistiendo. Un rebumbio de arena y piedras rugía en la

orilla y asaltaba rabioso la boca del Barranco. El paso era inaccesible.

La minúscula luna se vino a posar en lo alto del acantilado y cientos de pardelas

volaron hacia ella, entre graznidos enloquecedores. Un canto macabro que sacudió los

cuerpos de Carmen y Sergio y los sumió nuevamente en la desesperación. Él se volvió como

loco y empezó a dar chillidos de rabia, pegando brincos, y ella, entre gemidos y temblores,

lo abrazó y lo apretó con dolor.


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Lloraron con tanto desconsuelo que, por poco, no oyen el ruido de un motor que

sonaba lejano. Alertados, se callaron al instante y, convencidos de que se trataba de un

barco, subieron hasta el repecho más bajo del peñón y miraron al mar. Una luz se movía con

lentitud allá adentro, y ellos gritaron socorro hasta enronquecer.

-Es difícil que nos oigan - sentenció Carmen, castañeando los dientes. -Están muy lejos.

De pronto, Sergio, histérico, dijo que le iba a pegar fuego a las toallas a ver si veían

las llamas.

-¿Dónde están los fósforos?

-¡Ay, Dios!, espero que no se hayan mojado. Yo los puse donde estábamos nosotros, en una

cuevita que hay allí -gritó ella. Él los fue a buscar a tientas en la oscuridad.

-¡Ya los tengo! ¡Y están secos! -gritó Sergio en tanto que brincaba hacia el morro, haciendo

sonar los fósforos. Una vez allí, cogió las toallas, las colocó en la parte más alta y las hizo

arder. Brillaron como una antorcha en medio del oscuro.

-¡Ojalá que nos vean, Dios mío! -gritó Carmen.

Ellos no supieron hasta la mañana siguiente que los guardacostas, que andaban en su

búsqueda, habían divisado el resplandor en la noche. Y no se enteraron porque, de

inmediato, deslumbradas por la luz de la llama, ciegas y encandiladas, las pardelas cayeron

sobre ellos en estampida y los picaron por aquí y por allí, en la cabeza y en la espalda, en los

brazos y en el cuello, hasta que el fuego se extinguió por completo.


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III. NO TODAS LAS MONJAS SON MUJERES QUE SE CASAN CON DIOS

PORQUE NO HAY UN DIOS QUE SE CASE CON ELLAS.


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El barco se iba a virar de un momento a otro. El ventoral que se levantó de repente lo

zarandeaba a capricho. Olas gigantes invadían la cubierta, se llevaban cualquier cosa que

cogieran por delante, y chocaban contra los cristales de la sala de pasajeros.

Todo el mundo estaba mareado, hasta los marineros y la gente que solía hacer

aquella travesía. Según se oía, pocas veces se había encrestado el mar en el estrecho con

tanta bravura.

-¡Pues vaya, hombre! Tenía que tocarme a mí, caramba, que es la primera vez que cruzo

este canal -gritó una señora de piel morena muy curtida, con marcado acento andaluz. Se

mantenía la frente con una mano y apretaba una bolsa para el mareo con la otra. A

intervalos, giraba un poco la cabeza y volvía los ojos cuajados hacia Julio; él quería

responderle que sí, que tenía razón, pero no podía emitir ni un solo sonido de tan revuelto

que iba. Ya no le quedaba nada en el estómago; había echado hasta la bilis, y cada viraje del

navío le producía unas náuseas insoportables. Sus ojos grandes y saltones se iban a echar

fuera de las órbitas y su piel castaña lucía un amarillo cetrino, que en nada se diferenciaba de

la del resto de los viajeros. Estaba desesperado por llegar a puerto. Tenía entendido que el

viaje duraba poco más de una hora, pero a él se le antojaba eterno y, cuando su estado se lo

permitía, miraba ansioso por la ventana esperando ver tierra. Sin embargo, también le

preocupaba la idea de la llegada; se había vomitado encima de la chupita y temía que lo

pescara la policía militar con aquella pinta por las calles de Ceuta. Menudo paquete le iban a

meter; y bien lo sabía él, que ya lo habían entrullado un fin de semana en Sevilla, porque

uno de aquellos cabrones lo sorprendió paseando con la gorra quitada en el parque de María

Luisa.

¡Maldita la hora en que se me ocurrió a mí esta locura!, pensó, aturdido, entre arcadas que le

comprimían dolorosamente el estómago. Se arrepentía de haber inventado tamaña mentira

para escapar del cuartel. Aprovechando la coyuntura (él usaba mucho esa palabra) de que, a

veces, orinaba a cuentagotas, sobre todo cuando ingería alcohol, se le ocurrió alegar ante el

capitán médico de la compañía que ya le habían pronosticado una prostatitis en consultas


22

previas. El oficial no se quedó muy convencido, puesto que consideraba a Julio demasiado

joven para padecer dicha enfermedad, pero lo vio tan seguro de sí mismo y tan educado, que

le dio el pase para el hospital.

-Tendrás que ir a Ceuta, ya que ni aquí, en la Línea, ni en Algeciras, hay sección de

urología -sentenció el capitán en tanto que firmaba la orden de traslado.

Mejor; mientras más lejos, mejor, pensó Julio, que habría argumentado cualquier patraña

con tal de conseguir su propósito de alejarse de aquel cuartel en el que recalara varios días

antes, y que le resultaba del todo insoportable, en especial porque no había nadie conocido.

Allí se sintió desangelado, perdido entre tanto ser extraño; lo trataban al trancazo limpio y,

por ser recién llegado, fue considerado como un bicho o chinche, expuesto a que le jugaran

cualquier trastada. Le hicieron bañar con agua fría de madrugada; lo engañaron para que se

presentara ante un falso teniente, que era un soldado disfrazado. En fin, se rieron de él como

quisieron los muy mamones. Y ya más que harto, concluyó que debía echarle un poco de

teatro al asunto. Siempre le había gustado la pantomima y, resuelto, se impuso el reto de

una buena representación para salir airoso y bien parado. Por eso, al día siguiente, se metió

en el baño rápidamente y, sólo ante el espejo, apuró su afeitado, se peinó bien y se aprendió

de memoria, cuidando las palabras y las poses, el texto que recitaría ante el oficial médico.

Lo más que le podría pasar es que descubrieran su juego y lo devolvieran al punto de partida

pero, mientras tanto (él confiaba bastante en sus posibilidades y en su buena fortuna) estaría

lejos de aquel maldito lugar y viajando a expensas del ejército.

¿Quién le iba a decir que aquel viaje gratis le iba a resultar tan caro?

-¡Mi madre! Por poco no lo cuento -dijo casi melodramáticamente a la señora andaluza que

viajó a su lado, en tanto que, todavía con el vaivén del barco trincado en el estómago,

descendía por la escalerilla y pisaba tierra firme.

La ciudad, envuelta en una bruma de agua y sal se levantaba en la Punta de Almina y

se extendía por la Almadraba y otros barrios antiguos, hasta escalar la ladera del Monte
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Hacho. Dos grandes espigones, de levante uno y de poniente el otro, cerraban el amplio

puerto acosado por un Mediterráneo bravío. El aire húmedo y frío envolvía la mañana.

Julio observó a los viajeros. La mayoría eran soldados y árabes ceutíes ataviados con

vistosos darrás y turbantes. Como él, daban la impresión de estar sumidos en una nube densa

y tonta que les hacía tambalear.

-¿Sabes dónde queda el hospital militar?

-Está cerca, pero más vale que cojas un taxi, porque es una buena cuesta y, sobre todo,

porque te puede molestar la p.m. -replicó el legionario con simpatía, mientras observaba la

chaqueta sucia de su interlocutor.

Un rato después, todavía pálido y muy preocupado, Julio se presentaba ante el cabo

de guardia del hospital militar Gómez Ulla, haciendo lo posible, aunque sin éxito, para que

no se le notaran los lamparones del uniforme.

-¿Qué te pasó, hombre? ¿Se te derramó el café con leche? -inquirió quisquilloso el cabo que

lo miró de arriba a abajo.

-No, es que me vomité en el barco.

-¡Estás bonito para una guerra! Venga, vámonos enseguida, antes de que te vea ningún

oficial.

Rápidamente atravesaron el patio de armas, entraron en el pabellón de los soldados, y

se dirigieron a la sala de urología. Varias monjas se cruzaron con ellos por los sombríos

pasillos y Julio se extrañó.

-¿Qué hacen aquí estas mujeres, mi cabo? -preguntó con cierta sorna en la voz.

-Trabajan. Ellas son las que cuidan de los soldados y oficiales enfermos; son hermanas de

la caridad y tienen aquí una comunidad.

-¡Qué curioso! No me lo imaginaba.

-Sí, hombre. Y la madre superiora, sor Mercedes, es coronela. Ella es la que más manda en

todo el hospital, y además lo hace muy bien.


24

-Me sorprende -añadió Julio, con andar pensativo. Estaba considerando que era más fácil

caer en gracia a unas monjas, aunque fueran medio militares, que a sargentos, tenientes o

capitanes, a los cuales nunca había podido encontrar el punto flaco.

Algo tengo que hacer yo para conseguir quedarme aquí, pensó. Siempre será mejor que estar

en el cuartel.

-¡Hola muchachos! Aquí tenéis un compañero nuevo. Es canario -gritó el cabo desde la

puerta de la sala, sacando a Julio de sus cávilas, para llamar la atención de los siete enfermos

que reposaban tranquilamente, algunos leyendo, en sus respectivas camas.

El hecho de ser canario pareció causar buena impresión entre los demás, todos

peninsulares, y Julio entró sin más en animada conversación con cada uno de ellos.

Respondió a preguntas que tenían que ver con las playas maravillosas llenas de extranjeras

rubias y tostadas, y con el clima tan benigno de las islas Canarias. Hablaron de mujeres,

enfermedades, profesiones, procedencias, familias y amigos, y sólo se callaron cuando entró

el cabo de cuartel, que iba a salir de compras, y venía a preguntar si querían algo de la calle.

-Yo quiero que me traigas una sueca soleadita como las que ha descrito el canario -saltó un

sevillano de nombre Cristóbal, al tiempo que se reía escandalosamente y se sujetaba el

abdomen con las dos manos porque le dolía al reírse.

Julio pidió que le trajeran unas cuantas novelas, una libreta para escribir, y también,

planeándolo al instante, un rollo de hilo de pita y otro de hilo acarreto fino, agujas de calar y

telas de forro. De paso preguntó si era posible conseguir una guitarra prestada porque tenía

ganas de alegrar el ambiente, sobre todo en aquellas fechas de diciembre, con las fiestas

navideñas detrás de la puerta.

-¡Ole, el salero del canario, que esto parece otra cosa, mi alma! -saltó el sevillano, después

de que Julio terminara de afinar la guitarra que le habían traído y entonara los sones de una

isa parrandera. Después vino un popurrí de música festiva y verbenera, y otra isa solicitada

por la audiencia, que era la primera vez que escuchaba música de las islas.
25

El jolgorio continuó un buen rato, y a él se sumaron otros soldados de salas contiguas

que también participaron en la cantanera.

-Échate un villancico, canario, que eso nos lo sabemos todos -gritó un legionario llamado

Damián al sacar inesperadamente un pandero de su taquilla; tenía los brazos tatuados de

cruces, rosas rojas y amor de madre.

Julio no lo había pensado, pero le pareció una buena idea cantar un villancico.

Encajaba en sus planes. Las Navidades estaban cerca y, ¿por qué no?, podía intentar formar

un grupo para cantar en misa o para llevar serenatas a los enfermos.

-Échate El Tamborilero, canario.

También le pareció apropiado que fuera el Tamborilero, por aquello de “el camino

que lleva a Belén”, para indicar que todavía faltaba un tiempito. Mientras cantaba con toda

aquella gente, se le antojó que estaba viviendo una situación irreal. Nunca se habría

imaginado que algo así le pudiera suceder. Y todo en menos de cuatro horas. Había partido

de Algeciras a las ocho de la mañana, todavía faltaba un poco para el mediodía, y daba la

impresión de que había transcurrido mucho más tiempo, con tantas vivencias juntas.

La escena le resultó incluso más surrealista cuando asomaron dos monjas por el

umbral de la puerta, con el propósito de avisar para el almuerzo. Se esperaron sin embargo,

con caritas angelicales, hasta el final de la canción e incluso dejaron oír sus voces en las

últimas estrofas.

Julio se impresionó. ¿ Quién le iba a decir a él, que despotricaba de curas y monjas,

que hacía siglos que no pisaba una iglesia, que el azar le depararía una aventura como

aquella?

-¡Qué bonito! -aplaudieron las monjas con alegría. -A la madre superiora le va a encantar.

¿Tú eres nuevo, no? -preguntó una de las hermanas, dirigiéndose a Julio.

-Sí, llegué esta mañana.

-Sé Bienvenido, hijo -replicó ella amablemente. -Para celebrarlo, vamos a almorzar, que ya

es la hora.
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-¿Dónde está hoy la madre superiora? -preguntó un soldado.

-Salió de compras para Benzú. Llegará al atardecer -respondió una monja.

Sor Mercedes empezó a oír los sones melodiosos de las cuerdas desde el momento

en que entró en el pabellón de soldados. Hacía siglos que nadie tocaba una guitarra en su

presencia y cantaba una canción que no fuera de misa. Una voz cálida y relajada, entonando

“si me pudieras querer como te estoy queriendo yo” le llegó por los pasillos, que se le

antojaron más claros que de costumbre, igual que una serenata llena de recuerdos que nunca

había podido olvidar del todo. Sus ojos grandes y nobles se llenaron de lágrimas que no

brotaron y de pronto, se sintió transportada en un tren lejano, y tuvo que sacudir la cabeza

para recomponerse. Suspiró profundamente, se estiró y, rogando a Dios, por siempre bendito

y alabado, que la perdonará por sus devaneos, avanzó por el corredor hasta llegar a la sala de

urología.

Se paró en la puerta y observó, entre sorprendida y admirada, la escena que tenía

enfrente. Los enfermos que ella conocía, y que solían descansar tranquilos en sus lechos,

dados a la lectura o dormidos a esa hora sombría de la tarde, se encontraban sentados en el

suelo, apoyados en los respaldos de las camas, con un ajetreo terrible de hilos y más hilos

que se esparcían por la estancia. Sobre una de las camas había un pequeño tapiz sin terminar,

telas, agujas y varias tirillas de madera. Tan enfrascados andaban en su labor que ninguno se

percató de la presencia de la monja; ni siquiera Julio, que estaba de espaldas a la puerta, en

su salsa, tal como él había deseado que ella lo encontrara. Lo tenía todo previsto. Creía que

la madre superiora se llevaría mejor impresión si veía primero su trabajo y después a él.

-¡Pero bueno! ¿Qué ha pasado aquí? Si esto parece más un taller de artesanía que una sala

de enfermos.

Los soldados miraron hacia el canario; sor Mercedes se aproximó.

-¿Tú quién eres, hijo mío?


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A Julio se le subieron los colores a la cara, mientras se volvía y contestaba a la

pregunta.

-¿Y en tan poco tiempo has montado este tinglado? -inquirió la monja.

-Ha sido fácil. Yo he trabajado mucho con la pita. Aprendí desde pequeño, en mi casa; mi

familia hacía bolsos, alfombras, lámparas y otras cosas para los turistas. Es muy sencillo;

si quiere la enseño.

Sor Mercedes, muy animada, acercó una silla y se sentó. Julio cortó un trozo de pita,

midiendo desde la mano derecha, con el brazo estirado, hasta el hombro contrario; lo agarró

luego por una punta y le dio dos vueltas alrededor del dedo índice izquierdo; así formaba un

redondel por el que metía la otra punta y hacía un nudo, luego otro y otro hasta conseguir

una roseta perfecta.

-Después se cosen unas con otras y se puede hacer cualquier cosa.

-¡Qué lindo! Pues me gustaría que hicieras un nido para el ruiseñor que tenemos en la

comunidad.

-Eso está hecho.

-¿Y por qué estás aquí, Canario?

-Parece ser que tengo una prostatitis.

-¿Una prostatitis? ¿Tú? ¿Con ese color que tienes?

-La verdad es que no sé -respondió Julio sintiéndose descubierto.

-Bueno, ya veremos. Pero ahora cántanos una cancióncita como la que escuché cuando

venía hacia acá. ¿Quieres?

-Por supuesto. Le gustan los boleros ¿ no?

-Muchísimo -respondió ella que se emocionó con la letra del pobre bardo, enamorado de una

niña de la alta sociedad, y que murió de pena porque pensaba, erróneamente, que ella no lo

quería.

Acabado el tema, sor Mercedes dijo justo lo que Julio deseaba escuchar.
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-Mira, canario, aunque estés sano, que no sé por qué me da que tú no tienes ninguna

prostatitis ni nada por el estilo, aquí puedes realizar una buena labor, y yo me las arreglaré

para que permanezcas entre nosotros el tiempo que quieras.

El giro de los acontecimientos se produjo con tal rapidez y de manera tan fácil que,

por un momento Julio creyó que estaba soñando. Todo salía a pedir de boca y, desde luego,

no iba a ser él quien desaprovechara la ocasión que le ofrecían. A punto anduvo de dejar

aflorar la alegría que sentía por dentro, pero se contuvo prudentemente; no quería que se le

notara demasiado y se limitó a decir:

-Muchas gracias. La verdad es que tengo una suerte que no merezco.

Ante aquella tesitura le vinieron ganas de proponer a la madre superiora la idea que

había tenido de montar un coro pero, y desde entonces creyó firmemente en la telepatía, ella

se le adelantó:

-¿Qué me dices, canario, de ensayar con unos cuantos soldados para cantar en misa y

llevar serenatas a los enfermos?

-Se puede intentar.

-Sería magnífico disponer de un coro para estas fechas tan señaladas.

Había algo especial en sor Mercedes que atraía tremendamente a Julio. Tal vez fuera

su amplia sonrisa, o su voz firme y cariñosa, quizá su mirada sincera. No lo sabía con

exactitud, pero sí era consciente de que aquella mujer de tez blanca y brillante, que debía

rondar los cuarenta, poseía un carisma singular que despertaba su admiración.

¡Una monja que despertaba su admiración! ¡Qué locura!

En tales cavilaciones andaba cuando llegó la hora de dormir, con las luces ya

apagadas, saboreando aún la estupenda cena (no el arroz con gorgojos del cuartel) en la que

tuvo que recitar una oración de gracias, a petición de sor Mercedes. Y entre bostezos

imaginó las carcajadas de sus amigos de siempre, todos unos descreídos, una vez que se

enteraran de la situación en la que se encontraba. Así mismo vio las caras de sus hermanos

que lo miraban pícaros y burleteros, y se reían de él a mandíbula batiente; e incluso, ya en


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estado de casi ensoñación, llegó a oír la voz irónica de su padre, anticlerical empedernido

que no pisaba la iglesia por miedo a enfermarse, gritando que las monjas son mujeres que se

casan con Dios porque no hay un dios que se case con ellas.

-¡Arriba!, chicos, que les está esperando un desayuno rico y calentito para matar los fríos

de diciembre. Y después a ensayar.

Intentando buscar algún tema para empezar a ensayar se encontraban los soldados

una hora después.

-Vamos a ver si sacamos un espiritual negro y nos inventamos la letra; seguro que a las

monjas les gusta.

-Vale, Canario, pero antes vamos a probar este chocolatito marroquí, que está de muerte -

dijo Aurelio, un gallego que formaba parte del coro, mientras mostraba un buen pedrusco de

hash.

-No sé, tío. A lo mejor no nos conviene -observó Julio, temiendo que una tontería diera al

traste con sus propósitos.

-Venga, niño. Siempre nos echamos los canutos aquí y nunca ha pasado nada –apuntó el

legionario, que llevaba allí varios meses.

-Vale. Pero no lo cargues mucho, que si no, no damos pie con bola -replicó Julio, un tanto

desganado, al tiempo que dirigía la mirada hacia el mar que se veía desde el solario donde se

encontraban ensayando y que era la terraza trasera del pabellón de los soldados. Le gustaba

fumarse un canutillo de vez en cuando, pero no aquel momento no le parecía el más

apropiado.

-Háztelo tú, canario, y le pones lo que quieras.

-Vale. Pásame los materiales. Pero no fumamos más, sobre todo porque tengo miedo de que

nos pesquen.

-No te preocupes, canario, que por aquí no pasa nunca nadie.

No estuvo muy acertada aquella apreciación del gallego.


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-¿Qué haces, canario?

Los diez componentes del coro se quedaron de piedra, cuando oyeron la voz de la

madre superiora, que se presentó de improviso. Julio se volvió y, con la voz temblorosa,

mostrando las manos que había ocultado instintivamente, respondió:

-Estoy haciendo un porro, madre, qué le voy a decir.

Se produjo un espectante silencio, durante el cual se miraron unos a otros con cara de

consternación. Después, ante el asombro y preocupación general, sor Mercedes indicó a

Julio que la acompañara a su despacho.

-La verdad es que no me esperaba esto y ahora mismo no sé qué es lo que debo hacer.

-No es tan grave, madre. No creo que deba escandalizarse por eso; pero si quiere no lo

haremos más.

Aunque no le agradaba, sor Mercedes ya no se sorprendía por hechos como éste. Ella

sabía que los soldados fumaban canutos y más de una vez, sin saber por qué, se había

preguntado qué efectos produciría.

-Pues lo que pasa es que uno se sensibiliza más de lo corriente y se siente con mayor

intensidad todo lo que hace.

-¿Por ejemplo?

-Bueno pues... se saborea más la comida, se queda uno con todos los detalles de una

película, de una novela, resultan más bonitos los paisajes, suena mejor la música, e incluso

es más fuerte la sensación del amor cuando se hace.

A sor Mercedes no le chocaron las últimas palabras que oyó. Sin embargo se quedó

pensativa y, aunque no lo manifestó, su mente se trasladó años atrás para, en un momento,

rememorar innumerables escenas de su pasado escondido y sólo abordado en secreta

confesión. En su recuerdo vio los ojos implorantes de un hombre que esperaba el sí decisivo

para casarse con ella. Él, que era un hombre temeroso de Dios y siempre la había respetado,

quería formar un hogar. Pero ella nunca acabó de aceptar la idea del sexo; le producía

verdadero pánico. Había intentado lo indecible para vencer aquel absurdo temor que le
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impidió realizar su más ansiado anhelo, que era tener hijos. Por aquellas fechas se dedicaba

a la enseñanza de preescolares, y tanto sus parientes como sus amigos la animaban para que

creara su propia familia. Pero no pudo ser. No fue la voluntad del señor. Y eso que se sentía

atraída por el cuerpo del que entonces fuera su novio. Le gustaba el aroma varonil que

despedía. Más aún, en la actualidad siempre evocaba aquella fragancia cuando entraba en las

habitaciones de los soldados y respiraba el ambiente embriagado por sus olores. Se

avergonzó de ello en un tiempo y se confesaba continuamente. Pero ahora estaba segura de

que Dios no la juzgaba por eso, porque Él sabía que no era nada que tuviera que ver con el

deseo carnal, sino con el amor que ella prodigaba a sus semejantes.

Julio percibió la añoranza en los ojos acuosos de Sor Mercedes, la cual cambió la

expresión adusta de su cara.

-¡Ay, canario! Aunque quiera, no puedo enfadarme contigo. Pero tienes que prometerme

que no volverán a fumar más porros de esos. O por lo menos que yo no los vea.

Suspirando aliviado, Julio salió alegremente al solario donde sus compañeros

aguardaban en suspenso. Y después de narrarles lo sucedido, continuaron los ensayos, no sin

antes fumarse un buen canuto entre todos, costumbre que repitieron en días sucesivos.

-¡Canario, tu hermana al teléfono!

Julio se extrañó. Carmen le dejó dicho que llamaría en una semana y sólo habían

pasado tres días. Algo le hizo pensar que nada bueno sucedía y, preocupado, salió como un

tiro hacia la cabina.


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IV. A CARMEN LE LLEGÓ EL AMOR.


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Carmen colgó el teléfono y enjugó las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Se

había emocionado muchísimo al contarle a Julio la horrenda aventura que Sergio y ella

tuvieran la desgracia de vivir la noche anterior. Todavía le seguía pareciendo una pesadilla

de la que no se podía olvidar por más que quisiera, y temía quedarse dormida. Sus sueños

estaban repletos de grotescas pardelas que no cesaban de picotearla y de olas enormes que la

estrellaban contra los acantilados.

Cuando, reciente la mañana, consiguieron reanimarla, abrió los ojos asustados y miró

a su alrededor desconfiadamente. Después empezó a sacudir el aire con manos tensas y

agitadas, al tiempo que gritaba y brincaba en la cama. Ya calmada, habiendo descubierto la

agradable realidad de estar a salvo, lloró hasta desahogarse sobre los hombros de su madre y

de su padre, que la habían acompañado desde el alba, preocupados y solícitos. Entre llantos

preguntó por Sergio.

-Está bien. Sólo tiene un brazo partido. Tú tuviste más suerte al caer del peñón -respondió

una de las dos enfermeras que se hallaban en el cuarto.

-¿Dónde está?

-En la habitación contigua. Recobró el conocimiento enseguida y se ha pasado todo el

tiempo preguntando por ti. Cuando te encuentres bien puedes ir a verlo.

-Pobrecito -sollozó Carmen, mientras se incorporaba con dificultad, y se cerraba la bata azul

de algodón que su madre le había llevado. Tenía las manos completamente vendadas y

mostraba varias heridas en los brazos, la frente y la cabeza.

-Espera un poco, mujer. No te apures tanto. Tienes que descansar –observó la enfermera.

-No importa. Tengo que verlo ya.

Carmen se levantó, se calzó unas zapatillas que también le habían traído de casa y,

apoyándose en su madre, pidió a la enfermera que la acompañase.

A Sergio se le saltaron las lágrimas cuando la vio. Luego alargó el brazo sano para

acogerla y, cuando se abrazaron, lloraron primero, y se rieron luego llenos de una inmensa

alegría, ante la visible emoción de las enfermeras y de los padres de ambos que,
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discretamente, abandonaron la estancia. Entre sollozos, presa de pena y amor, ella tocó

dulcemente las heridas de él, y las besó despacio, una a una, como si quisiera curarlas con

sus labios, en tanto que, con voz temblorosa, pronunciaba palabras afectuosas.

-¡Mi niño, mi amor!

Después se miraron largamente. El beso que siguió a la mirada fue eterno, tanto

como el mundo que giró dentro de ellos en un torbellino, igual que el mar que acaricia la

playa y que, al mismo tiempo, ruge encrespado contra las rocas.

No precisaron decir nada más. Ninguna palabra habría sido tan elocuente como aquel

beso del que despertaron turbados, y que dibujó tibias y expresivas sonrisas en sus caras.

-Ya soy todo tuyo -susurró Sergio en medio de suspiros.

-¡Por fin! -replicó Carmen, que también suspiró. En sus ojos se reflejó un cierto brillo

victorioso. -Mira por donde -añadió- ahora casi me alegro de haber pasado por todo esto.

-Y yo, cariño. ¡Hay que ver cómo cambian las cosas! -sentenció él, estirándose relajado

sobre la cama.

A partir de ese momento, todo cobró un matiz distinto. Ambos tuvieron la impresión

de que una nueva luz bañaba el mundo y se colaba por las ventanas de la habitación para

recorrer las paredes y la cama y darle brillo a sus ojos.

Ahuyentadas las sombras, vencida la tristeza, Carmen y Sergio se rieron de ellos

mismos, parodiaron los chichones producidos por los picotazos de las pardelas, e incluso se

burlaron de la postura de él, con un brazo tieso y sostenido por un hilo que pendía del techo.

-Parece que vas a cantar el cara al sol - se mofó ella, con una carcajada franca y

desenfadada.

De igual forma se rieron también los amigos y compañeros de trabajo, que vinieron

de visita, y sobre todo Pinito Gil, que llegó acompañada de su hijo mayor, y que, con sus

risas y picardías, arrancó las carcajadas de unos y otros. Cuando entró en la habitación, con

aquella pinta menuda de moño emperifollado, el pañuelo estampado caído alrededor del
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cuello y la cara de alpispa que siempre lucía, llamó la atención de propios y extraños. De

inmediato se dirigió a Carmen, que se había sentado a un lado de la cama de Sergio.

-¡Jesús, mi niña de mi alma! ¡Cómo me alegro de verte tan bien como te veo! Menos mal

que no son sino mataduras y rasguños.

Con la lágrima en el ojo, las manos de Carmen sobre las suyas, se volvió y miró a

Sergio con curiosidad.

-¡Jesús, querío! Me recuerdas a un pimpollo estoñando, con ese brazo empenicado.

Todos rieron la gracia.

-¡Ay, Pino! Tú siempre tan alegre. Que Dios te conserve el ánimo - dijo la madre de

Carmen, a lo que el padre añadió:

-Y la salud, mi niña, que mírela usted con más de ochenta años y todavía se menea que da

gusto verla.

Alegando que la vida dura un suspiro y que bastante bien que lo sabía ella, Pinito Gil

se arrimó a un lado del cuarto, que era amplio y espacioso, y entabló conversación a diestro

y siniestro. De reojo, no obstante, y a veces con su habitual descaro, observaba las miradas

que Sergio y Carmen se dirigían mientras hablaban, ajenos por completo, y pensó que

Carmen, por fin, había requebrado al hombre que quería. Se alegró tanto que estuvo a punto

de gritarlo inocentemente, pero se fijó que allí había gente que ella no tenía el gusto de

conocer, y decidió guardárselo.

-Que en boca cerrada no entran moscas, mi amor -le diría más tarde a Carmen, en tono

confidencial, a modo de despedida. -No sabes tú lo contenta que me voy, Carmilla. Fíjate tú

cómo cambian las cosas de un día para otro, mi hija.

-Si es verdad, Pinito. Anoche tan desgraciados y hoy tan felices.

-Así mismo es, amante. Son los designios del señor que todo lo puede. Pero bueno, ya

seguiremos con la conversa cuando estés en casa.

-Mañana mismo me dan el alta, según creo. Sergio tendrá que quedarse unos cuantos días

más.
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-Y tú a cuidarlo y a conservarlo.

-En cuerpo y alma.

Una entrañable sonrisa afloró al rostro de Carmen, mientras veía desaparecer a Pinito

Gil por el pasillo del hospital. Una sonrisa placentera, que era nueva en ella, que brotó sola,

con total naturalidad, y que le hizo más bonita la mirada. Recibió no sé ni cuántos piropos

aquel día y hasta ella misma se encontró más guapa ante el espejo. Sin embargo, no había

podido frenar las lágrimas cuando habló por teléfono con su hermano menor, al que le contó

absolutamente todo lo sucedido. De entrada, desde el teléfono de la habitación, había

llamado a Javier, su hermano madrileño, como ella decía. Pero él no estaba en casa. De

seguido marcó el número de Jacinto, el hermano sueco, pero tampoco lo encontró. Por

último decidió llamar a Julio.

Después de colgar, se quedó un rato pensativa. Como tantas otras veces se puso a

imaginar lo que estarían haciendo sus tres hermanos en aquellos momentos, los lugares en

donde se movían, la gente con la que lidiaban.

A Julio lo vio guitarra en ristre, canta que te canta, con los soldados en el solario que

él había descrito por teléfono. Incluso se imaginó a la monja que lo había pescado

fumándose un porro.

A Jacinto lo contempló en la casa tan preciosa que tenía, absorto en la nieve a través

de los cristales, aquellos ojos grandes y expresivos, o arrimado al rincón de la chimenea, con

los niños y la esposa, todos calentitos.

Los recuerdos la ayudaron a recrear la escena. Ella había convivido dos años antes

con la pareja y los niños, y trabajado con ellos en un restaurante que arrendaron en la parte

vieja de Estocolmo. Fue una buena época, pero pasó mucho frío.

Abrigándose instintivamente con sus brazos, Carmen se acurrucó en el sillón donde

estaba sentada, y cambió de personaje.

Javier apareció bailando, metido en una malla negra, alto y esbelto, blanco y rubio,

en medio de claros y oscuros, que brincaban con él, al son de una música entre flamenco y
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jazz, que eran sus ritmos preferidos. También le gustaba la música brasileña, el rock

sinfónico, el pop, y todo lo que fuera bailable. Ultimamente, se sentía atraído por los sones

de países exóticos que él había visitado, sobre todo los que tenían mucha percusión. Africa

lo tenía medio embrujado. Hacía bien poco que había viajado a Marruecos, y todavía le

duraba la grata sensación de haber danzado en la plaza Djem´a el-Fna, en Marrakech, con un

montón de jóvenes árabes, empujados todos por una musical tradicional bereber que los

llevó casi al paroxismo.

Javier bailaba todos los días del mundo.


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V. EL BAILE DEL ESPANTAPÁJAROS.


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Si no fuera por el baile, no sé qué sería de mí. Cuando estoy bailando, me evado

absolutamente de todo; la música me coge de tal forma, que mi cuerpo se mueve solo, se

deja llevar, y a veces tengo la impresión de ser otra persona distinta, como un doble que se

suelta y no atiende sino al sonido, al ritmo, al movimiento. A mí me parece que es una

especie de transformación, y me imagino que ustedes, que son todos bailarines, sabrán

bastante del asunto. Quizá resulte extraño lo que voy a contarles, a lo mejor pensarán que

estoy loco, pero siendo yo un crío de cinco o seis años me ponía a bailar con cualquier

ruido que sonara de manera persistente. La verdad es que me pasaba el día baila que te

baila.¿Se imaginan ustedes eso? Seguro que de haberme visto, se habrían asombrado y

reído.

Mi madre fue la primera que se dio cuenta, una tarde que estaba moliendo café. Yo

empecé a mover los pies golpeándolos contra el suelo, mientras que, con la boca,

reproducía el sonido del molinillo.

-Rum, rum, rum.

-Jesús, mi niño, estate quieto!, que parece que tienes el mal de san Vito.

A mi padre le gustaba mucho tocar con cucharas y vasos y botellas, y cualquier cosa

que pescara a mano, para que yo bailara al compás. Y allí en la cocina, con el tac tiqui

tiqui tac, con el clin clan clon de los instrumentos domésticos, yo me pegaba unas danzas

impresionantes, ante las risas de mis padres.

Poco a poco, el asunto fue cobrando dimensiones.

En mi casa había un cuarto viejo, techado con latones que, con el viento, marcaban

un traqueteo metálico y estridente que me atraía. No saben ustedes la cantidad de veces que

mis padres me encontraron allí dentro, completamente abstraído, dando tumbos de un lado

para otro. De hecho se empezaron a preocupar, porque no era normal, y especialmente mi

padre me llamaba de todo menos por mi nombre: Saltaperico, violín, salpatica, fosforillo,

castañuela.
40

Y es que yo bailaba con el croar de las ranas, el cri cri de los grillos, con la

matraquilla del molino de gofio, que estaba cerca de casa, con el agua que brincaba en la

cantonera, con la máquina de coser...

Créanme que no me estoy inventando nada. Muy pocas veces he contado esto,

porque temo que la gente se ría de mi.

Recuerdo que una víspera de san Juan, mi padre y yo fuimos a coger piñas para la

hoguera a un cercado plantado de millos que teníamos en un llano. Los millos eran dos

veces más altos que yo. El viento los castigaba fuerte y se revolvían enloquecidos. Sonaba

un silbido que se perdía lejano y un aleteo que se mantenía constante y agitado. Entre

ambos me agarraron y me impulsaron a bailar con frenesí, levantando los brazos y dando

vueltas como un trompo. Fue como arrancar en un vuelo del que me sacó mi padre con un

grito.

-¡Javier, mi hijo, para ya, que pareces un espantapájaros!

El caso fue que cogí vicio con el baile entre los millos. Estaba deseando que hiciera

viento para salir abierto hacia el cercado. Supongo que me vio un montón de gente y que

todos pensaron lo mismo que mi padre, porque desde entonces me identificaron con el

espantapájaros. Y aún hoy, mis hermanos y muchos amigos me llaman por ese nombre. Y

yo, cada vez que bailo, veo esa figura en mis ojos, en mis recuerdos.

Siempre tendré presente la frase de mi madre, cuando me buscaba y no me veía por

ningún sitio:

-¡Seguro que está bailando!

O el grito que pegaba al llamarme:

-¡Javieeer! ¡Deja ya de bailar!


41

VI. LA DESPEDIDA.
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...yo no sé pedir coñac

ni cuantró, ni chartré, ni champan,

vino tinto con sifón.

Vaya usté al cabaré

vaya usté, verá usté lo que ve,

como bailan el fox-trot.

Las plumas revoloteaban con el movimiento de los brazos y el contoneo de la

cintura. Las más de mil plumas irisadas de la gran capa-cola de pavo real se meneaban

suavemente con el aire caldeado del estío, que soplaba de cuando en cuando, creando un

ambiente de espectáculo de sala de fiestas. El largo traje negro, jaspeado de lentejuelas

multicolores se ajustaba perfectamente al impreciso talle que evolucionaba erótico e

insinuante. Diez mil lentejuelas cosidas a mano, centelleando con la luz de los focos

instalados en varios rincones de la gran azotea que, en un abrir y cerrar de ojos, y como por

arte de magia, se convirtiera en una especie de cabaré familiar, por mor de la mano del

artista.

Telas morunas más que coloridas y tapices exóticos de medio mundo colgaban de los

laterales del improvisado escenario, en uno de cuyos rincones, empenicadas, dos colchas

antiguas estampadas en dorados y azules, hacían las veces de camerino. En él entraba el

artista entre número y número, y siempre reaparecía transformado: de brasileira, de Carlos

Gardel, de Mary Sampere, de Liza Minelli, de Frank Sinatra, incluso de Lola Flores, en los

momentos de más arrebato.

... Y las mozas que van a la playa con sus pretendientes,

mientras andan diciéndose versos y cantándose el vals de las olas,

yo, muy fina, voy y les robo el almuerzo de las cacerolas.

Sí señores, la tromba marina.

-Quince años y un hambre canina, figúrese usté - replicó la audiencia en peso, que ya

tenía conocimiento de la letra, en medio de carcajadas y griterío, entusiasmados con la fiesta


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al aire libre, con la luna y con las estrellas, sin parar de aplaudir, a pesar del calor sajariano

que cuajaba la noche.

Estaba la familia al completo, algunos vecinos que eran considerados como de la

casa, y los amigos de toda la vida. Se habían reunido para despedir a Javier, que partía para

Madrid al día siguiente.

-¿A qué hora coges mañana el avión, Javi? -preguntó la madre por enésima vez, preocupada

como de costumbre por la marcha de su hijo.

-¿Otra vez, mamá? Ya te lo he dicho siete veces.

-¡Mi madre! ¡Con el calor que hace ahora en Madrid! -saltó Julio, no sin pícara malicia.

-¡Cállate, cabrón! No me lo recuerdes.

La despedida del espantapájaros se había convertido en una especie de rito. Desde

que Javier se marchó para Madrid, que iba para quince años, habían celebrado siempre

aquella reunión el día antes de su partida. Solía ser entre agosto y septiembre, cuando él

venía de vacaciones, pero esta vez, como Carmen se casaba a finales de mayo, se

adelantaron las fechas.

Acudían siempre los mismos, más algún allegado y, entre los bailes y cantos del

anfitrión y la albricia general, montaban unos saraos que hicieron historia.

Pero bueno, se puede saber cómo se ha formado

zafarrancho tan disparatado.

También por carnavales, que era realmente cuando Javier lucía sus modelos, tenían

lugar encuentros similares, aunque más espontáneos e improvisados. Durante tales festejos

él se vestía sólo para salir a la calle. Mientras se disfrazaba, actuaba muchas veces, a modo

de ensayo, ante sus hermanos y amigos que siempre fueron amantes de sus locuras.

- Te voy a poner unos misterios tales en la cara que vas a parecer la reina del Folie

Bergére.

La rayita del ojo, las pestañas postizas, las lentillas de colores, el rímel, los

consabidos preámbulos del carnaval que llevaba horas de risas y juergas, y después rumbo a
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Las Palmas para botarse en el parque Santa Catalina, a eso de las dos de la mañana, que era

cuando verdaderamente empezaba la noche.

-¡Arriba de la noche, que la noche es nuestra! -fue el lema del último carnaval, y Javier lo

gritaba al avanzar por el parque, plenamente decidido y con un meneo que causaba

sensación. Todos se hacían notar, pero era él quien, para no variar, formaba corros y

montaba el show por los bares, donde muchos le conocían, contando una historia que

previamente había imaginado. Como un guión que iba retocando según la conveniencia. Con

su ambiguo disfraz opar, blanco y negro, mitad hombre, mitad mujer, unidas las caras

opuestas, juntas para cantar y bailar, se presentaba como un ser andrógino con doble

personalidad.

- Yo soy lo que quiera ser,

para ti puedo ser hombre,

para ti seré mujer.

Su lado varonil era blanco, con ojo oscuro, y vestía de traje negro y brillante hasta la

bota alta de punta dorada. Su lado femenino era negro, con ojo claro, gran pestaña y párpado

de oro, y una malla blanca y reluciente, con tules que colgaban hasta el finísimo tacón de

aguja. El peinado, todo un lujo, su propia melena, una espesa mata de pelo, también opar,

resaltaba el juego de las dos caras y atraía las miradas de los demás. Todo el mundo tenía

que ver con él.

- Yo soy la black y el white,

soy la noche y soy el día,

para unos soy el sol,

para otros la agonía.

Consciente de su éxito, atrevido a más no poder, derramando dinamismo y simpatía,

Javier continuó su actuación con el alegato de que a él le gustaba expresar las cosas a su

manera, o sea a través del canto y del baile, porque desde que sufrió aquella híbrida

transformación, sus dos partes acabaron enamoradas gracias a la música y a la danza.


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Entonces, coquetamente, sacó un casete de su bolso, blanco y negro con solapa de lengüeta,

y pidió al barman que pusiera el play por la cara A.

- Anda, precioso, por favor, que te vas a quedar alucinado, que yo no me ando con

boberías. Se te va a subir hasta la temperatura. Además, me deberías invitar a una copa,

que te estoy llenando esto de público.

El barman, que soltó un risotada y dijo okey, cogió y puso la cinta.

Cadencioso, ligeramente sensual, empezó a sonar el tema “My way”, al tiempo que

Javier, ante la expectación general y especial de sus hermanos y amigos, abría los brazos y

diciendo prego, please, por favor, s’il vous plait, se hizo un hueco de escenario y empezó a

cantar:

And now the end is near

and so I face the final countdown.

Su lado hombre imitó a Frank Sinatra y se insinuó repetidas veces a las mujeres; se

acercó eróticamente a ellas, hizo juegos con un canotier que arrebató a uno de los

extranjeros, y consiguió que se menearan al compás de la música que, poco a poco, fue

cobrando tintes de discoteca.

Su lado mujer emuló a Shirley Bassey; se movió más por la sala, abriendo

obscenamente los brazos y estiró con garbo el cuello. Se apoyó en los respaldos de las sillas,

lanzó besos volados, dejó entrever la lengua y se mordió los labios con morbo.

...I´ve lived life as a fool

I travelled each and every highway.

Con descaro, agarró a los hombres por la cintura para impulsarse y saltar un poco por

el aire, elegante, firme, sin desmarcar ni un instante el paso, arrogante por los bravos que

acompañaban sus giros, y haciendo gala de su buen acento inglés.

... I did it my way.

Las ovaciones que arrancaba, clamorosas y efusivas, no eran tan sentidas como las

que le brindaban sus familiares y amigos en el show del verano, como él decía, donde
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participaban todos, ya fuera con las luces, el decorado, la música..., y cuando él finalizaba

sus numeritos, allí estaban Julio y su pandilla para continuar la juerga.

Aquí me pongo a cantar al compás de la vihuela

que al hombre que lo desvela una pena extraordinaria

como el ave solitaria con el cantar se consuela.

Se sabían un repertorio sin fin de canciones de todos los países, sambas, boleros, una

ranchera, una chacarera, un tango, un mambo y cuando pa Chile me voy cruzando la

cordillera, late el corazón contento, una chilena me espera.

Cantar y actuar se había convertido en una gran diversión. Todos tocaban algún

instrumento, mayoritariamente la guitarra, pero además, le mandaban tanto al piano como a

la bandurria, el laúd, la flauta, el timple, y lo que pescaran por delante, incluida la gaita.

La noche refrescó un poco y los concurrentes lo agradecieron, sofocados con tanta

cantanera y tanto bailoteo, según palabras de Pinito Gil (¡cómo iba a faltar ella!), en una de

sus siempre festejadas ocurrencias. Aprovechando una de tantas, Javier, que ya había sido

aguijoneado, le pidió que le hiciera la relación de la historia del calvo, que él no se la sabía y

que, por lo visto, fue motivo de carcajadas en todo el pueblo.

-¿Y a ti quién te lo contó, condenado?

Instintivamente, Javier miró para su madre y para su hermana, sentadas en el mismo

banco. Pinito Gil se percató de ello.

-¡Claro!, tenía que ser. O fue Ana María, que parece que no rompe un plato, o fue la hija

Carmen, que tampoco se queda atrás.

Su hablar tan particular y sus maneras genuinas llamaban la misma atención que su

cuerpo flaco y estirado, sus ojos vivarachos, grandes como almendras, y su voz de timple .

Además tenía una memoria sorprendente y solía relatar sus cuentos con pelos y señales.

Resulta que una mañana que estaba ella vendiendo pescado en El Ejido, con las

demás barqueras y un genterío que daba miedo, pues entonces pasó y se paró en frente de

ella un coche, con un hombre calvo dentro que le gritó:


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-¡Oiga señora! ¿tiene viejas pa tres o cuatro kilos?

-Sí, querío, sí tengo. Abájate.

El hombre se apeó y ella, según despachaba el pescado, se fijó como aquel consumío

calvo miraba sin reparo ninguno para las tetas de una de las barqueras que estaba pegada a

ella, una tal Fefita Romero que, la pobre, bastante tenía ya con aquel cargamento delantero

que Dios le había dado.

-¿Y usted de dónde es señora? -preguntó de remplón aquel calvo echao palante, hijo de

todos los diablos, siempre con los ojos pegados a las tetas de Fefita.

-¿Yo? De aquí, mi niño. Del Ingenio.

-Pues usted debe tener leche ahí pa amamantar al pueblo entero.

-Juanita, que de por sí era poca cosa, se quedó muerta. Pero yo, al pesque, estomagada ya

de por demás por la bobería de aquel zoquete malcriado de mierda, salté como una araña

y le dije: y pendejos pa ponerte a ti una peluca, ¡pedazo de sinvergüenza!

Javier casi se explota de risa. Los demás también, aunque conocían la anécdota, y

Pinito Gil siguió ensalsada relatando la reacción del calvo que se puso como una hoja de

perejil, y que tuvo que aguantar el rezongo de los presentes, mujeres en su mayoría, que se

rieron de él al revés y al derecho. Y además se fue sin pescado ni nada.

- Él se fue con el rabo entre las patas. Y por aquí no ha vuelto más.

-¡Ni se le ocurre! -gritaron casi todos, muertos de risa, y más se rieron todavía cuando Pinito

Gil, animada por la fiesta y el licorcito de moras de Guayadeque con ron de Telde que

brindó la noche, empezó a hablar de su marido, hombre justo y cabal como pocos, ¡que en

gloria esté!, que Dios se lo llevó hace ya diez años y parece que siempre está presente,

Virgen santísima del Carmen.

No fueron los cuentos sobre su añorado esposo lo que hizo reír tanto a los demás,

sino el número incontable de veces que repitió su nombre. Constantino Toribio, que así se

llamaba, estuvo de boca en boca y se convirtió en uno de los protagonistas de la noche.

Luego continuaron la broma con sus propios nombres y resultó que la mayoría eran
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compuestos de dos y tres, y hasta cuatro. A la madre, Ana María, la hija de Matildita

Sánchez, le pusieron de pila Ana María de las Nieves Apolonia. El padre, Pepe Ruiz (Pepe

el ruín para los íntimos), temía que su mujer lo llamara por el nombre completo. ¡José

Onofre Alejandro!. Hasta el retintín con que lo decía denotaba que había pulgas sueltas.

-Y de tales palos... pues ya se entiende que nosotros, los desprotegidos hijos que nada

pudimos hacer para remediarlo, tengamos los nombres tan lindos que tenemos. Por lo

menos el mío, desde luego -añadió Javier, que gruñó en un gesto dedicado a sus padres.

-¿Te parece feo tu nombre, amante? ¿Por qué ? -preguntó la madre con aire de

preocupación.

-¿Cómo que porqué? ¿Te resulta bonito Javier Antonio Clemente?

-Que perdió el cepillo al lavarse los dientes -gritó Carmen parodiando la infancia, mientras

abrazaba con ternura a su reciente esposo.

-Pues anda que tú no puedes quejarte, guapa, porque mira que Carmen Delfina de Jesús no

tiene desperdicio.

- Parecen nombres de novela cursi -intervino Jacinto. -El mío, Jacinto José María es digno

de mención especial en un día de acción de gracias. Y no digamos nada de Julio Alfredo

Rafael, nuestro soldadito que está de permiso; ese es un nombre de telenovela colombiana.

-La verdad es que se lucieron con todos nosotros -apuntó Javier a sus padres en tanto que se

acercaba a ellos y les pellizcaba en las mejillas.

-A mi que me registren -saltó el padre. -Eso fue cosa de tu madre. Yo sólo los apuntaba en

un papel y luego se lo llevaba al cura.

La noche se prolongó hasta las tantas. Las guitarras volvieron a sonar y se

desgranaron canciones que, para los allí presentes, eran temas de siempre, ligeros,

melancólicos, románticos, de los que arrancan suspiros y hasta lágrimas. Las voces se

oyeron suaves, acompasadas, llenas de sentimiento, elevando al cielo las penas de un amor,

la alegría de otro, el desvelo de los celos y la nostalgia de escuchar tu risa loca y sentir

junto a mi boca, como un fuego, tu respiración.


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Nostalgia, aunque anticipada, fue lo que sintió Javier aquella noche inolvidable, a

poco de acostarse, pensando que al día siguiente debía regresar a Madrid. No es que sufriera,

porque estaba acostumbrado y también le gustaba la vida que hacía allí, pero le costaba

tener que marcharse, dejar a la gente que más quería, y aquella tierra suya tan particular, de

montañas marcadas tan sugerentes, los inmensos barrancos cada vez más secos, esos riscos

pelados y vivos con la luz, las playas, el sol, la maravilla de poder estar todo el año en

mangas de camisa.

Una vez más, Javier rememoró la vida que había llevado en la isla, hasta que cumplió

los veinte, antes de aventurarse por otros lares. Se centró especialmente en la evocación de

los cinco años que vivió por su cuenta en la capital, después de abandonar el pueblo, el

trabajo y el mundo que tenía a sus quince años.

Un día se presentó ante sus padres y, decidido, les dijo:

-Papá, mamá, yo me voy a ir a vivir a Las Palmas.

Nada pudieron hacer para disuadirlo. La madre, que llevaba tiempo viéndolo venir,

que tenía de sobra asumido que su primogénito volaría en cualquier momento, hizo algunas

intentonas fallidas, y recurrió a las lágrimas y a la sangre que tira.

-¿A dónde vas a ir tú, mi hijo? Eres un niño todavía.

-¡Déjalo que se vaya! -gritaba el padre. -Así aprenderá lo que es la vida. Ya verás cómo

pronto vuelve.

-Yo ya sé lo que es la vida, papá. Hace tiempo que lo sé. Lo que pasa es que quiero otra. Yo

no quiero seguir trabajando en el almacén. No me gusta. Yo tengo bastante talento para

buscarme un trabajo en Las Palmas.

-¡Pero aquí puedes trabajar si quieres, mi hijo!


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-¡Por favor, mamá! ¿Dónde voy a trabajar yo aquí? ¿Usted me quiere decir? Al almacén

será, a apartar tomates, como siempre. ¡Toda la vida con los malditos tomates!. Yo me

quiero marchar. Me tengo que marchar. Y me gustaría que ustedes lo entendieran.

No les quedó más remedio. Con todo el dolor de sus almas, ella resignada y él a

regañadientes, tanto la madre como el padre ayudaron a Javier a realizar su deseo.

Ana María le habilitó una buena talega, con un cartucho de gofio de millo recién

tostado, aún caliente y ronchadito; un viaje de higos pasados, que ella misma había puesto a

secar en la azotea; varias latas de sardinas en aceite de oliva, para los bocadillos; un buen

tajo de queso duro de Tirajana; cuatro huevos sancochados, que son tan buenos para

mantener; dos panes de puño de cuarto kilo; unos cuantos puñados de almendras y dos

manojos de manzanilla y pasote, que es lo mejor que hay para asentar la barriga.

Cuando Javier vio aquel matalotaje se puso como un cabrito.

-¡Por Dios, mama! ¡Ni que me fuera a ir pa Cuba!

Sin embargo, más que nada para hacerle el gusto a su madre, apencó con la talega y

cogió también los veinte duros que ella le dio a escondidas del esposo.

Por su parte, Pepe Ruiz, que por aquellas fechas se ganaba la vida con un pirata,

dando viajes entre Ingenio y Las Palmas, llevó al hijo a la capital y lo dejó en el parque

Santa Catalina, con la luna sobre El Puerto de la Luz. Intentó convencerlo para buscar una

pensión juntos y quedarse más tranquilo, pero Javier, que no quería alargar la despedida y

tenía ganas de verse solo, lo disuadió con una mentira:

- No se preocupe, papá. Yo conozco a un chico que trabaja en un bar aquí cerca. Seguro

que él sabe de algo.

Ya con el coche arrancado, disimulando la angustia que estuvo a punto de hacerle

llorar, Pepe Ruiz también le dio cien pesetas a su hijo, aquel malandrín que le había salido

tan independiente y rebelde y que, además, era su orgullo más grande porque se parecía en

todo a él. Altos, idénticos talles, el mismo cuello, los pómulos marcados, la nariz ancha, los

labios gruesos, la misma mirada lejana que no encuentra el horizonte que busca. Incluso
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tenían el mismito hoyo en la barbilla, donde les cabía una lenteja. Calcados hasta en los

movimientos y en los gestos.

En principio, hasta recién cumplidos los catorce, Javier disfrutaba con la

comparación. Su padre era un hombre bien considerado, diligente y amante de rondas y

parrandas; de asaderos en la playa; de ir a coger papas los domingos o a echar un techo, a

cuyo final siempre había un buen sancocho o un cochino asado y la fiesta duraba hasta la

noche. También era aficionado a ir al cine y contar luego las películas con todo detalle, y a

leer novelas del oeste de Marcial La Fuente Estefanía, o de Siver Kane. Solía identificarse

con “el muchacho”, y se lo pasaba en grande matando bandoleros y asesinos.

Pero un día, Javier concluyó que el tren de vida de su padre, aunque no dejaba de

tener sus encantos, era repetido y sin sorpresas, sin aventuras, que era lo que él, que estaba

en la flor de la juventud, ansiaba de una manera rabiosa.

Por eso, cuando se vio solo en medio del parque, rodeado de gente extraña y

variopinta que deambulaba con el mar y los barcos, que compraba recuerdos en los quioscos,

o sentados en las terrazas de los bares, bajo la luna, le pareció que, de repente, el mundo

entero se había trastocado, que él mismo era otra persona, y que una música desconocida le

sonaba en el oído, insinuante, y lo atraía irremisiblemente. Entonces se puso a bailar.

¡Y bien que bailé aquella noche! No estuvo mal para ser la primera, pensó Javier, a

punto de dormirse, derrotado a causa de tanto ajetreo, y medio triste por la despedida.

Siempre le dolía un poco cada vez que se marchaba. Pero aquella noche tuvo una extraña

sensación que no pudo explicarse y que fue la causa de los inquietantes sueños que lo

asaltaron cuando se durmió.


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VII. CARTA DE JACINTO.


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Estocolmo 5-2-80.

¡Querido y mimoso hermanito!

Hace tiempo que recibí tu carta llena de quejas. Desde luego, no puedes negar que

eres el niño de la familia, el mismo rebotallo madrero que siempre has sido. Si no te he

respondido antes es porque he estado más pendiente de nuestra hermana, que de milagro está

viva. Aún me duele cuando me imagino la escena, a punto de ser tragada por el mar y

devorada por las pardelas. Parece una película de Hitchcock. Ante una cosa de estas, a uno

no le queda más remedio que ser humilde, y plantearse lo poquita cosa que somos, apenas

nada, frente a los elementos de la naturaleza.

Lo peor del asunto, y esto no se lo digas a nadie de la familia, que no quiero

preocuparlos, es que, con esa historia de las pardelas, me han vuelto un poco los miedos y la

inseguridad que tuve después de lo que me pasó. De hecho he tenido que acudir

nuevamente al siquiatra, que ya hacía más de dos años que no iba. El asegura que es una

reacción lógica que se me irá pasando. Yo también espero que sólo sea eso, pero lo cierto es

que hace unos días estuve soñando otra vez con los lagartos. En fin, prefiero no hablar de

ello. A lo mejor no debería ni mencionártelo; si lo hago es porque sé que a ti no te afecta

tanto como al resto de la familia, puesto que tú tenías pocos años y no te enteraste de nada.

Cambiando de tercio, te diré que me resulta muy divertido, y curioso, imaginarte

entre monjas y cantando en misa. Carmen me llamó el día de año nuevo y me puso al

corriente. Casi me estallo de risa cuando me contó que en Noche Buena cantaste

“Campanitas que van repicando, después de la homilía, y que las monjas lloraron a moco

tendido. También me habló de la conferencia que le diste a la madre superiora sobre el

porro. Sin duda alguna eres de lo que no hay. Ni que decir tiene que te saliste con la tuya,

como siempre. Creo que has tenido mucha suerte y que esa es una forma muy agradable de

hacer la mili. ¡Ojalá que sigas con tan buena estrella, hermanito del alma!
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Por aquí todo sigue bien. Ahora hace un frío que te pelas y está nevando sin parar.

Supongo que debería estar acostumbrado a estos rigores, que ya son más de doce los años

que llevo en este país, pero sin embargo, siempre estoy congelado durante el invierno y me

duelen los huesos. Cuando salgo a la calle más parezco un envoltorio, de tanta ropa que me

pongo. Freda y los niños, como quiera que se han criado todos aquí, no padecen el frío tanto

como yo.

A pesar del tiempo, hemos estado de paseos navideños, patinando en los lagos

helados, sobre todo en Norrtëlje, que es donde viven mis suegros y donde hay, como sabes,

una laguna enorme que es fantástica para patinar. Seguro que no has olvidado la vez que

almorzamos allí con mi familia sueca, y te vomitaste a causa de los arenques crudos que

comiste por compromiso.

También hemos visitado el zoo de Skansen y el tivoli de Gronalund, y otros muchos

lugares que tú conoces como Gamla Stan, la ciudad vieja, que tanto te gustaba, y donde

ahora tenemos el restaurante y la casa. Por supuesto que hemos cerrado unos días para

descansar y disfrutar las fiestas. Pero se acabaron y ya estamos de vuelta a la normalidad.

Para terminar, y para darte un pisco de envidia, te diré que me he gozado un montón

de conciertos. En la Casa de la Opera, que está en Kungsträd Garden, al lado de la iglesia de

San Jacobo, ¿te acuerdas?, cantaron entre otros Harry Belafonte y Dione Warwick, y en el

Hamburger Börs, donde yo trabajaba antes, actuaron Sammy Davis Jr. y Liberace. Por cierto

que éste último dio la nota de la noche. Apareció en medio del escenario a oscuras, con un

candelabro encendido que colocó sobre el piano, arrastrando una enorme capa de armiño y

con las manos llenas de anillos que destellaban en la casi total oscuridad de la sala. Me

encantaron todas las actuaciones y me estuve acordando de ti, a sabiendas de que habrías

gozado muchísimo. ¡Rabia, rabia!

En fin, soldadito de convento, hermano de mis entretelas, acabo ya con mi carta.

Espero que sigas con esa fortuna tuya, que parece que naciste de pie, y no tengas que volver

al cuartel de La Línea de La Concepción.


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Un montón de besos y abrazos de todos nosotros y míos en especial. Escribe pronto.

Jacinto

P.D. Recuerda que no debes decir nada con respecto a mis miedos y al sueño que

tuve. Que quede entre nosotros. Y tú no te preocupes, que seguro que se me pasará.

Muá, muá.
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VIII. LAS BRUJAS DE LA LOMA.


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-Lo que le sucedió a mi hermano Jacinto es algo que puede resultar increíble. Yo he

terminado por aceptarlo, aunque siempre he mantenido mis dudas, porque toda mi gente

asegura que es rigurosamente cierto. En particular mi madre, que para mi tiene un don

especial, una percepción más allá de lo que se considera natural, y la única persona que

llegó a meterse en el mundo embrujado de su hijo. Gracias a eso, ella fue quien lo salvó.

-¡Dios mío, canario! ¿Qué me estás contando? -saltó sor Mercedes, con los ojos de par en

par, en tanto que se recogía en su sillón y escondía las manos juntas en las mangas de su

hábito.

-Usted me preguntó qué le había pasado a mi hermano, y yo , pues, he empezado a

contárselo.

-Sí, pero no pensaba que me fueras a hablar de brujerías y cosas de esas, que me asustan

sobremanera.

-Y a mí. Por eso estoy preocupado. Si no quiere no sigo con la historia, porque si ya está

asustada, mejor es que me calle –avisó Julio que, con la carta de su hermano aún entre los

dedos nerviosos, se aproximó a la mesa del despacho de la madre superiora.

-¡Ay, hijo mío! La verdad es que ahora estoy intrigadísima, y no me puedo quedar sin

saberlo.

-¿Seguro, madre?

-Seguro.

-Pues agárrese entonces. Jacinto contaba tan sólo dieciocho años, cuando empezó a tener

relaciones con una muchacha que conoció en el paseo de los domingos que, por aquel

entonces, allá por el año sesenta y seis, solía celebrarse en las calles de El Ejido, donde

está mi casa, que es el barrio más concurrido del pueblo. Ella, que se llamaba María

Isabel, que era una chica quinceañera, morena y bien parecida, de ojos negros y con una

mirada rara, procedía de Las Cumbres donde, según las voces, se daban bastantes casos de

brujería y espiritismo. Mucha gente creía entonces en el maldeojo, en los maleficios, en los

espíritus que se aparecen cuando uno menos lo espera. En sus cuentos, los mayores, las
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abuelas sobre todo, hablaban asombrados de cadenas que sonaban estridentes en la noche,

arrastradas por caballos desbocados, y toros embravecidos. De hecho, y eso parece ser que

lo vio mucha gente, un toro negro de cuernos retorcidos arrastró a un vecino desde Las

Mejías, un barrio de campos y ganado, hasta la entrada del callejón de mi casa. Casi dos

kilómetros anduvo el animal con el hombre enredado entre los cuernos. Desde entonces

clavaron allí una cruz y todo el mundo se persigna ya sea saliendo o entrando. Según la

leyenda, a él le habían pronosticado que moriría de forma tan tremenda, y la causa fue que

había jugado con una mujer a la cual repudió más tarde. Al toro lo mató un municipal de

siete balazos.

-¡Jesús, José y María! -susurró sor Mercedes, suspirando, cada vez más sobrecogida,

mientras se hacía la señal de la cruz repetidas veces.

-El caso es que cuando María Isabel, sus dos hermanas y su madre recalaron en Ingenio,

recién fallecido el padre, las cuatro forradas de negro cerrado, con los calores del reciente

verano, no tuvieron muy buena acogida. Además, alquilaron una casa en La Loma, allá por

la degollada del barranco de Guayadeque, a la salida del pueblo rumbo a la cumbre, y allí

se aislaron igual que pajarracos durante varios meses, saliendo solamente para comprar

provisiones. Enseguida empezaron a oírse los rumores.

-¡Mire usté el cuerverío que se vino a posar ahora en lo alto del pueblo!

-Pos poco no es, no.

-A mí esto no me abarrunta nada bueno.

-Con la zafra, después, parece ser, de haber gastado todos los cuartos que tenían

ahorrados, no les quedó más remedio que ir a trabajar a los almacenes de tomate. Iban las

cuatro aferradas del bracillo, con los ojos en el suelo, calladas como tunos, ajenas al

mundo que las rodeaba. Y, si mucho se habló de ellas nada más asomar, más saliva corrió

cuando, quince días después, Jacinto empezó a mocear con María Isabel. ¡Para qué fue

aquello! Las pusieron verdes a las cuatro. Lo menos fuerte que se dijo es que eran pájaros
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de mal agüero, cuervos negros sueltos en La Loma y a María Isabel, en especial las

resentidas jóvenes casaderas, la trataron de puta parriba.

Por eso, cuando mi madre se enteró de las relaciones de su hijo con aquella sibilina,

puso el grito en el cielo.

-¿Tú estás loco o qué? Con todas las mujeres que hay en este pueblo, te has tenido que ir a

fijar en una forastera que tiene fama de hechizadora. ¡Ay, señor!, que estos hijos me quitan

del mundo. Primero el mayor, que se marcha a vivir a los madriles, que sabrá Dios lo que va

a ser de él, y ahora me sale este meleguín con que está enamorado de una zajorina de esas.

-Ni los requilorios de mi madre, ni las continuadas advertencias de mi padre, que era

menos apasionado, convencieron a Jacinto para que dejara a María Isabel. Estaba

encegado; mientras más le decían, más se emperraba él. Muy pronto corrió el rumor de que

le habían echado los polvos de la mala celestina en una taza de café o en un caldito.

-Tú no estés comiendo ni bebiendo nada en esa casa -fue el consejo de Pinito Gil, que, de

seguido, profirió no sé ni cuantas maldiciones contra aquella familia que trajo el mal al

pueblo.

- Unos meses más tarde, y dado que no ocurría nada que justificara los temores que ni el

viento había disipado, las aguas parecieron calmas y la gente terminó por acostumbrarse a

aquella extraña familia. Incluso se aceptó el hecho de que Jacinto esperara a María Isabel

todos los días en el cruce del Ejido, para acompañarla hasta el almacén de Verdugo, donde

él también trabajaba desde hacía tiempo.

-¡Qué pena me da el hijo de Ana María!

-¡Hay que ver cómo lo han engatusado al pobre, con lo bueno y guapo que es!

-Dichos con cierta resignación y también con un toque de recelo, estos comentarios

recorrieron el pueblo y el “a ver qué pasa” quedó en suspenso siempre ante la expectativa

de que lo que acaeciese, fuere lo que fuere, no iba a ser precisamente bueno.

Por desgracia, el tiempo, y no mucho, terminó dándoles la razón.


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Una vez acabada la zafra, a Jacinto lo entronizaron para que se fuera a trabajar a

un reconocido restaurante de Las Palmas, de aprendiz de camarero. Se hizo ver que era

algo casual e inesperado, pero, en realidad fue una treta urdida en familia para alejarlo de

lo que todos consideraban su propia perdición.

De entrada, con la sospecha de que lo estaban engoando, el se negó. Pero luego,

después de tantear que ya tenía casi diecinueve años, y que no quería malgastar su vida

entre tomates, aceptó de buena gana, sin imaginar ni por asomo que al año siguiente se

casaría nada menos que con una sueca.

-¿Qué me dices, canario? ¿Cómo es posible? –interrumpió la madre superiora, inmersa en la

historia.

-Lo que está oyendo, madre.

-¡Jesús, qué cosas!

-Pues no le queda nada; lo peor viene ahora. ¿Le importa que encienda un cigarrillo?

-No debería, pero bueno; pase como algo excepcional. Pero sigue, hijo mío, que estoy en

ascuas.

La vida de Jacinto cobró un rumbo insospechado desde que se fue a trabajar a Las

Palmas. Claro, él estaba hecho a una rutina que no le permitía ver más allá de sus propias

narices, fijo de casa al almacén y del almacén a casa. El cine y el paseo de los domingos

eran toda su diversión. Y de repente, va y se encuentra metido de pleno en la capital, en la

gran ciudad que crecía a pasos agigantados, rebosada de caras raras, europeos del norte que

se paseaban por la playa de Las Canteras, todos grasientos, apestando a coco y a vainilla, y

siempre trincados al gin-tonic, al dry-martini, al campari soda y al whisky con seven up.

-Aquello es otro mundo -sentenció Jacinto ante los ojos atentos de María Isabel, en una de

sus primeras escapadas al pueblo para verla.

-¿Tú no me irás a olvidar? -preguntó ella desconfiada.

-Claro que no -aseguró él.


61

-¡Jarabe de pico! -le escupió ella a la cara después de repetidas ausencias. -¡Tanta bobería y

tanto amor y al final se te va toda la fuerza por la boca!

El se agarró a la excusa del trabajo, que era mucho y había que estar fijo pegado,

porque, por si fuera poco, era aprendiz y le tenía que echar horas extras. Pero lo que en

realidad ocurría tenía más que ver con otro tipo de aprendizaje.

Desde el primer día que pisó el Colón Playa, un restaurante de lux de las Canteras,

acortinado de oro viejo y con techo de bizcocho artesonado, Jacinto se sintió presa de las

miradas de las extranjeras. Alto, resultón, un pollo pera, el elegante uniforme negro y azul

turquesa resaltaba su piel morena. Tenía además unos labios carnosos, casi obscenos y, de

arriba a abajo, ofrecía un aspecto de lo más exótico, como de la tierra, que volvía locas a las

escandinavas, suecas en su mayoría. Libres, resueltas, dispuestas a pasar unas vacaciones

por todo lo alto, con pasta en el bolsillo, el American Express o el Diner’s Club en el bolso,

lo sedujeron a la primera de cambios. Y él, que todo lo más y mucho, sólo había conseguido

que una chica, María Isabel, se dejara coger las manos y besar las mejillas, también perdió la

cabeza y sólo pensaba con el sexo.

-¡Jesús, canario, qué gráfico eres ! -intervino nuevamente sor Mercedes, un tanto

escandalizada.

Durante el verano conoció y retozó con tal cantidad de mujeres, que sus compañeros

de trabajo le apodaban el macho de las Cañadas. Dicho sea de paso, la profesión se le daba

muy bien. Tenía una elegancia innata portando la bandeja y sirviendo las mesas, así como un

don de trato muy particular, siempre amable y sonriente, y dispuesto en todo momento a

dedicar un piropo o una gracia al cliente. Además, de oído, aprendió sobre la marcha

palabras y frases en inglés y sueco, y casi sin darse cuenta, mantenía conversaciones un

tanto gestuales con los extranjeros, sobre todo con sus ligues de turno. Con ellas paseó

alegremente por la avenida y playa de Las Canteras, bailó hasta la saciedad en las discotecas

y clubs de la zona, el Sorongo, el Juanita Banana, el Bier Stube, y degustó los más finos
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platos de los mejores restaurantes del momento, como eran el Baldaquín, el Cuatro

Caballeros o el Patio Andaluz. Y cuando tenía el día libre no iba casi nunca para Ingenio,

sino que se pegaba sus buenos guirres por el sur, o por el interior de la isla, siempre, por

supuesto, en muy buena compañía.

Ni que decir tiene que también sin percatarse, y cosa lógica, se vio pensando en

María Isabel como si, de pronto, formara parte de un pasado lejano con el que ya no se

identificaba en absoluto. Era consiente, no obstante, de que debía verla para aclarar la

situación y zanjar el asunto, pero prefirió dejar que el tiempo hablara por sí solo, que ella se

diera cuenta, por la ausencia de él, que ya no había nada donde rascar. Y sanseacabó.

Sin embargo, un día que fue al pueblo a ver a la familia, el padre lo cogió en un

aparte y le dijo:

-Yo creo que es más caballeroso que vayas a hablar con ella. Un hombre tiene que ser un

hombre. De lo contrario es un guanajo.

Él reconoció que el padre estaba en lo cierto. María Isabel se merecía una

explicación.

Aquel día hacía un sol de justicia. Sobre todo en las partes altas, en La Loma, donde

la casa de María Isabel y su familia parecía un espejismo de calor. Las cuatro mujeres,

calladas siempre, siempre de negro hasta en sus lechos, se consumen de soledad y

desesperanza, de tedio y amargura. En especial la novia desdeñada, que se quedó con la miel

en los labios; labios que ahora le sabían a retama, a leche de tabaiba, a tajinaste negro. Una

novia podrida de rencor, de despecho, y alentada por la madre que juraba venganza.

-El que la hace la paga, eso te lo juro yo. Él tendrá que venir por aquí aunque sólo sea una

vez; y cuando venga, sabrá con quién ha dado.

A María Isabel le daban miedo las maldiciones de la madre, la rabia que denotaba su

voz, la mirada ladina, casi diabólica, y el rictus de sus labios cuando mentaba a Jacinto.

Meses y meses con el mismo sunsuneo, largando sapos y culebras, la lengua acerada, la boca

amarga de veneno y la misma machacona frase metida en el sentido.


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- Él viene. Tú verás que él viene.

María Isabel se enfermó con esa idea. Obsesionada, veía a Jacinto por todas partes,

en especial a la sombra de la palmera que estaba enfrente de la casa, al filo mismo del

barranco, que era el rincón de sus encuentros: él de pie, apoyado al tronco de la palmera,

mirando los riscaderos con saltos de lluvia de invierno, o soleados con flores; los ojos

puestos en la ventana de la cocina, desde donde ella lo veía venir, tan guapiado, tan suyo y

tan de ella. Jacinto la adoraba y le prometía que nadie lograría jamás apartarlo de ella; le

imploraba que se dejara besar los labios, que ya llevaban más de seis meses juntos, y que él

la quería de verdad, no para jugar. Ella le habría dado no uno , sino mil, mil besos, lo habría

abrazado con frenesí, pero la madre siempre estaba acechando en la ventana, atenta a cada

uno de los movimientos de la pareja, y garraspeaba cuando los notaba con ganas de

acaramelarse.

Con las ganas se quedaron los dos. Pero ahora, mientras Jacinto gozaba de las mieles,

y las pieles, que le ofrecían las suecas en bandeja, con finas y adornadas servilletas, María

Isabel tragaba hiel e incubaba un odio exacerbado que hizo de su vida un calvario; un

tormento que irrumpía incluso en sus sueños. Ni una sola noche dejó de soñar con los ojos y

los labios y la voz dulce de su amado, que la besaba y la amaba y la poseía con

voluptuosidad, ellos dos solos en un mundo que, de tan soñado, llegó a parecerle real.

-No quiero volver a despertarme nunca -le dijo una mañana a su madre, la cual, enfurecida,

le gritó que dejara los sueños aparte y abriera bien los ojos para cuando llegara la hora de la

verdad.

-Pobre muchacha. Me están dando ganas de llorar -apuntó sor Mercedes en un respiro de

Julio. -La verdad es que tu hermano no se portó bien con ella.

-Desde luego que no. Sobre todo teniendo en cuenta que no siguió el consejo de mi padre.

Pero tampoco se merecía lo que le hicieron aquellas brujas.


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Ocurrió justo el verano siguiente. No hacía ni quince días que Jacinto se había

casado con Freda, una joven preciosa y rubia que procedía del norte de Suecia, de la que se

prendó locamente. Ella también estaba enamoradísima y pensaban marcharse juntos a

Estocolmo, repletos los dos de ilusiones y con unas ganas tremendas de aventuras. María

Isabel no era mas que un recuerdo borroso en el tiempo, simple parte de un pasado que a

Jacinto se le antojaba ajeno, como si fuera otra persona, y no él, quien lo hubiera vivido. Por

eso, cuando la casualidad hizo que se reencontraran aquella pesada mañana de finales de

septiembre, Jacinto tuvo la impresión de que su antigua novia era una perfecta desconocida.

Ojerosa, con la tez de aceituna descolorida, iba del brazo de una de sus hermanas, aún de

luto, y quiso pasar de largo con la cabeza gacha; pero él, acompañado de su flamante y

llamativa esposa, a la que paseaba alegremente por el pueblo, se paró ante ellas en un gesto

obligado y, ocultando su embarazo, dijo:

-Muy buenos días, María Isabel; y la compaña.

-Para quien los tenga -replicó ella, seca.

-¿Qué tal anda la familia? -preguntó él, en un esfuerzo sobrehumano, con ganas de echar a

correr.

-Vamos tirando.

La ráfaga de viento caliente asirocado, que barrió la calle, aumentó la tensión creada.

Pero algo hizo cambiar la actitud de María Isabel. Una sonrisa velada, casi furtiva, afloró a

sus ojos.

-Dicen que te has casado. Mi enhorabuena.

-Gracias. Esta es mi mujer, Freda.

Entre saludos y felicitaciones, Jacinto no percibió el resabio disimulado en las

palabras de la que había sido su gran amor, la mujer por la cual se había enfrentado a su

familia y al pueblo entero. Mas bien creyó que ella no le guardaba ningún rencor y sintió

remordimientos.

-Perdona por no haber ido a hablar contigo. Debí haber pasado por tu casa y no lo hice.
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María Isabel intercambió una mirada con su hermana y puso un gesto de estudiada

indiferencia.

-No tiene importancia. De todas formas... todavía estás a tiempo de pasar por allí. Y lleva a

tu mujer si quieres.

Jacinto creyó notar el amor de ella en la mirada que le dirigió, en el tono dulce de su

voz. Apenado, por unos instantes, recuperó la ya añeja sensación de quererla, y consideró

que, como mínimo, ella se merecía una visita.

- Está bien. Esta tarde mismo nos damos un salto.

Freda no quiso ir. No lo dijo, pero no le habían gustado aquellas mujeres. Las vio

como personajes sombríos sacadas de una película de misterio, de esas antiguas en blanco y

negro, y ciertamente habría preferido que Jacinto tampoco fuera porque, y eso tampoco lo

dijo, presentía algo que la inquietaba, y que se acentuó tan pronto como él desapareció calle

arriba.
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IX. SIETE LAGARTOS.


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Una taza de café negro retinto, colado con agua turbia de las cumbres; tres gotas de

leche del fruto verde de una amapola roja mezclado con lágrimas de vinagre rancio; una

trompeta seca de semilla del diablo, hervida con el agua; un hilo de sangre de regla de María

Isabel; posos del barranco, y mucha azúcar para matar el sabor.

La misma mano que revolvió la pócima y se la ofreció a la víctima, fue la que cortó

las adormideras a su tiempo y pinchó la fruta con un alfiler; puso a secar las flores del

hechizo a la sombra para que el sol no se chupara la esencia, y escarbó en el fondo del

barranquillo para extraer un puño de tierra y enterrar, de paso, un pañuelo olvidado de

Jacinto con sus mocos y sangre de una herida al rozar con las espinas de la palmera, en una

de las citas con su primera novia.

La mano de la madre de María Isabel fue también la que cerró con rabia el frasco

donde guardó celosamente el flujo ofendido de la feminidad de su hija para, en su momento,

destaparlo con perfidia y vaciarlo despacito en la taza que sería la protagonista de la escena.

Las miradas expectantes, cómplices, ansiosas y, en apariencia, sonrientes de las

cuatro mujeres se entrecruzaron cuando los labios de Jacinto se abrieron y saborearon el

café.

El cielo aparecía inundado de colores chillones que, a cual más vivo, se lanzaron

hacia el barranco en un torbellino y animaron por parejo a árboles, plantas y piedras que,

como reptiles teñidos de mil matices, empezaron a retorcerse por los riscos. Después se

dirigieron a él; desnudo al pie del abismo, paralizado de terror, nada pudo hacer para evitar

el embate. Un rojo le entró por la boca y lo bañó todo por dentro, hinchando su estómago.

Un azul difuminado penetró por sus oídos y atravesó un túnel lleno de una extraña

vegetación que fue entintándose de manera paulatina. Un violeta violento se metió por su

nariz y subió hasta la frente, para luego derramarse por cada uno de los recovecos del

cerebro y salir por los ojos, donde chocaban, sin adentrarse, un verde monte y un fulgurante

amarillo que lo encandilaba. Entre chispas, el cielo titilando ante él, vio cómo las palmeras y
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los pinos y los beroles y las tabaibas se revolvían y estiraban sus ramas, que treparon hacia

él y lo agarraron de las piernas y los brazos y el pecho... Entonces gritó. Gritó desesperado.

Y de su grito salieron miles y miles de ojos y de bocas de María Isabel. Los ojos lo miraban

con odio, con amor, con ira, con dulzura, con pena, con deseo... Las bocas lo besaban y lo

mordían, y chupaban y devoraban su cuerpo entero, sacando lenguas y más lenguas, suaves

y ásperas, que lamían cada uno de sus poros.

Sobresaltado, presa de un pánico que le duraría siete interminables días, Jacinto tuvo

la sensación de seguir soñando cuando notó que algo pegajoso y alargado se resbalaba por

su cuello, subía a la mejilla y garrapateaba por la oreja. Se quedó rígido, el alma en un hilo,

apretados los párpados, los dientes a punto de quebrarse unos contra otros, hasta que, lo que

quiera que fuere, se deslizó a través del pelo y se escurrió sobre la almohada. Entonces, muy

despacio, abrió los ojos. Un destello de sol se colaba por la ventana entornada y se

proyectaba en el techo y la pared central de la alcoba, para perderse detrás del catre de hierro

forjado. Entre los barrotes que se iluminaban a saltos, ladeada la cabeza hacia el rastro de

luz, vio un enorme lagarto negro que corrió por la pared y el techo y se paró, después de

varios giros, en la parte más soleada, justo enfrente de la cama.

-¡Hay un lagarto en el techo! -gritaba entre temblores, traspuesta la cara, los ojos en otro

mundo, ante el pasmo y la desesperación de la familia. Uno por uno, levantaron la vista para

ver al bicho. Pero nadie lo vio. Y todos pensaron, nada más mirarlo, que Jacinto estaba en un

trance que no podía ser sino cosa de brujería. Incluso Freda, la esposa, que no sabía nada en

absoluto sobre los amores pasados de su marido, ni tampoco de asuntos tan oscuros,

relacionó lo que sucedía con aquellas dos mujeres tan raras que le habían presentado el día

anterior. Más aún, había estado pensando en ellas desde que su esposo se fuera a visitarlas y

no se las pudo quitar del sentido. Porque cuando él volvió de la visita ya no era el mismo

Jacinto que ella conocía, juguetón y cariñoso, sino que se había mostrado distante y cansado,

muy cansado. Ana María, la madre, también se había percatado de la mustia expresión en el

rostro de su hijo pero, por descabellada, porque no quiso creer que aquellas mujeres fueran
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tan malas como las pintaban, descartó la idea del maleficio y, aunque le rezó siete

padrenuestros antes de dormirse, prefirió pensar que lo que tenía él era más bien cosa de

remordimientos y pena de María Isabel.

No se puede decir que mantuviera tales criterios al día siguiente, reconcomida por el

dolor y la impotencia de ver a su segundo retoño revolverse en la locura, hechizado por no

se sabe qué artes y qué lazos del demonio que aquellas brujas habían desatado.

-Yo las mato. Como Ana María que me llamo, y que Dios me perdone, pero a esas malditas

las mato yo.

Sus maldiciones fueron pocas comparadas con las de Pinito Gil.

-¡Hijas de Satanás! ¡Malos demonios se las coman! Yo que tú -añadió dirigiéndose a Ana

María -me presentaba ahora mismo en la casa de esos cuatro pendejos, y ponía las cartas

sobre la mesa.

-¿Tú crees, Pino?

-Demasiado que sí. Y además deberían ir tu marido y tu hijo Javier, que por suerte está

aquí. Y yo, claramente.

-Yo también quiero ir, mamá - pidió Carmen, que siguió a su madre hasta la alcoba y la

ayudó a quitarse el traje que llevaba y a ponerse uno serio de calle.

-No, mi niña; tú te quedas en casa, con tu cuñada, para cuidar de Jacinto. Y le preparas el

desayuno a Julio.

Enfilados como tiros, sumamente decididos, se botaron a la calle y encararon el

camino cuesta arriba con pie firme. Pinito Gil se encargó de ir pregonando lo que pasaba a

todo bicho viviente y, cuando alcanzaron la loma, eran un séquito de más de treinta

personas.

-¿Qué se les ofrece? -preguntó desalada la madre de María Isabel, desde la ventana de la

cocina que daba al patio y al barranco.

-Tú lo sabes muy bien, pedazo de bruja, pájaro de mal agüero -replicó Ana María, con las

venas del cuello a pique de reventar.


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El aire se espantó con los gestos y las miradas amenazantes de los componentes de la

comitiva. Y se quedó quieto, expectante.

-No sé de qué me está hablando, señora. Y no falte, que yo a usted no le he faltado.

-¿Ah, no ? ¿Te parece poca falta haber embrujado a mi hijo?

-Esa es una calumnia muy grande.

-De calumnia nada, ¿será pelleja? Eso es una verdad como un templo, que mi hijo vino

ayer a esta casa lleno de salud y regresó a la mía blanco como la muerte. ¡Ustedes le

hicieron algo! - gritó Pepe Ruiz encorajinado, saliendo en defensa de su esposa.

Los ánimos se pusieron al rojo vivo, y más aún cuando María Isabel asomó por

detrás de su madre.

-¡Mira la mosquita muerta sacando el jocico! ¡Menudo rebenque! -saltó Pinito Gil que,

envenenada, se agachó y cogió una piedra. Muchos la secundaron.

-¡Métete padentro! ¡Métete padentro! -gritó la madre de María Isabel.

-¡Suelten las piedras! ¡Suéltenlas! -chilló Pepe Ruiz, dejando caer la suya, al tiempo que la

madre de María Isabel cerraba la ventana.

Si alguno de los presentes se hubiera atrevido a tirar la primera piedra, de seguro

habría ocurrido una desgracia; se habría paralizado el rumor de la mañana, acorralado por el

odio, el miedo y la angustia que se batían silenciosos, filudos como espuchos de piteras, bajo

un cielo que se viró de agua y plomo.

El mismo cielo vio desaparecer, el mismo día, a la zorrúa de la tarde, siempre tan

negras, a las cuatro mujeres barranco arriba, cargadas de bártulos y amargura. Se ocultaron

con el ocaso y nunca más se supo de ellas.

Sin embargo permanecieron clavadas en la memoria del pueblo, como mujeres

perversas que, incluso, asustaban a los niños que se portaban mal.

Si eres ruin se te aparecerán las cuatro brujas de La Loma, solían amenazar las madres a sus

hijos pequeños. Se las comparaba con el diablo suelto, o con los chupasangre, que se
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escondían detrás de los arbustos para llevarse a los niños malos y dejarlos secos como

cueros de baifo.

Nadie supo, sin embargo, del sufrimiento que arrastró a María Isabel a cometer

tamaña locura, ni de la sumisión que debía a su madre, ni tampoco del gran amor que tanto

la había obsesionado.

Nadie excepto Jacinto. Todavía confuso, recién cobrado el sentido común, con el

recuerdo vago de unos lagartos soñados, Jacinto pensó en María Isabel, y en lugar de

maldecirla, se puso tan triste que arrancó a llorar desconsolado, marmullando lo mal que él

se había portado con ella, pobrecita mía, que tanto me quiso. Lloró todo el día sin

continencia, y hasta llegó a decir entre lamentos que se merecía lo que ella le había hecho, y

que, además, seguro que había sido inducida por su madre.

Ana María se alegró del llanto de su hijo y juntó sus lágrimas con las de él, en los

besos que le dio en la frente, y en los ojos, y en las mejillas, en un abrazo intenso y sereno

que acabó con el dolor de su hijo, su propia carne, al que ella había rescatado de la sinrazón.

Le costó lo suyo. Hizo acopio de unas fuerzas que ni ella misma se imaginaba tener,

y, con la ayuda inestimable de su esposo, sus hijos Javier y Carmen, su nuera y Pinito Gil, y

del café por escudillas durante siete días y siete noches en vela, consiguió adentrarse en el

mundo obsesivo de su hijo y sacarlo de él.

Nunca supo realmente cómo lo había hecho. No se lo explicaba de una manera

racional. Se había dejado llevar por un pálpito, un impulso del corazón, mediante el cual

intuyó que era ella y sólo ella, nada de médicos ni santeros ni zajorines, la única persona

sobre la tierra capaz de lograr que Jacinto se recuperara de su extravío. Lo sintió en el

estómago, alrededor del ombligo, y no dudó un instante en encerrarse a solas con su hijo y

sus alucinaciones.

Primero lo dispuso todo, repartiendo tareas a unos y otros - tú te encargas de la

comida, tú del niño, tú de los animales...- y después se entregó única y exclusivamente a la

labor que se convertiría en el mayor reto de su vida.


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De entrada encendió siete velas a las ánimas benditas del purgatorio, colocadas en la

mesa de noche, debajo de un cuadro del sagrado corazón de Jesús. De rodillas, rogó y rogó

por la salvación de su hijo. Ofreció su vida por la de él, que aún florecía, e incluso pidió

perdón para aquellas mujeres que lo habían hechizado, porque no sabían lo que hacían.

Después, de una cajita de cedro que había cogido de la luna del armario, sacó siete

fotografías de Jacinto y las puso una delante de cada vela.

- Líbralo, Señor, de la locura.

Líbralo, Señor, del dolor.

Líbralo, Señor, de la desesperación.

Líbralo, Señor, del miedo.

Líbralo, Señor, de la enfermedad.

Líbralo, Señor, del infierno.

Líbralo, Señor, de la muerte.

De seguido, se quitó un crucifijo que siempre guardaba en el pecho, y lo dejó

suavemente sobre el estomago desnudo de Jacinto, al que previamente le había

desabrochado el pijama. Luego le pegó un parche poroso sobre el ombligo, se puso otro ella

misma, y recitó:

- Yo te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Yo te quito quebranto, maldeojo, calentura.

Y todo daño que tengas vaya al fondo del mar,

donde nunca, jamás, nadie lo pueda encontrar.

La mirada extraviada, los párpados que se cerraban y abrían, la boca musitadora, el

sudor manando de su frente, las manos presionando ligeramente sobre el abdomen de

Jacinto. Una rama de poleo, otra de ruda, una medalla de san Benito, un rosario de semillas

de eucalipto, unas tijeras, un cuchillo.

- Yo te santiguo maldeojo, de los pies a la barriga,

de la barriga a los pies, yo te santiguo otra vez.


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Ni te corto con cuchillo ni con tijeras,

sino con la mano del Espíritu Santo.

Agotada, entre bostezos, al borde del desvanecimiento, Ana María notó un temblor

en el cuerpo poseído del hijo, y consideró que era una buena señal.

-¡El lagarto tiene los ojos y la boca de María Isabel. Y me mira, y me escupe! -gritó Jacinto,

entre sacudidas.

Ana María levantó la vista y le pareció ver un sombraje donde antes no había

divisado nada. Pero creyó que, lo más probable, se debía al juego de las llamas de las velas

que crepitaban y lanzaban destellos por las paredes.

Sin embargo cambió de parecer al día siguiente cuando, desmadejada como estaba

después de oír a su hijo proferir a viva voz que había dos lagartos en el techo, tuvo la

impresión de entrever dos ligeras siluetas que, igual que ramalazos fugaces, se escabulleron

por la penumbra de la habitación.

-Tengo que ver esos bichos como quiera que sea -pensó en voz alta. -Y después matarlos. Si

los mato, seguro que mi hijo se salva.

Convencida, se emperró en aquella idea de tal manera que no despegó los ojos del

techo, a la espera de que se materializaran los espectros que había atisbado de soslayo. Sólo

dejaba de acechar con el fin de reponer las velas de las ánimas, repetir los santiguados, asear

a Jacinto y para recoger la comida que traían sus hijos o su marido. Ella se alimentó de ralas

de café y gofio con queso duro picado. Para el enfermo, caldito de pichón, agua de arroz, y

agüita guisada de pasote, zarzaparrilla y anís estrellado. Aprovechando los momentos en

que, extenuado, se dormía, ayudada de un biberón, ella le hacía tragar poco a poco, y lo

secaba con cuidado cuando él salpicaba el líquido con sus sobresaltos y clamores. Después

lo limpiaba con una toallita de algodón impregnada en esencia de romero, la cara, las manos,

los pies y el estómago, mientras rezaba sus letanías.


74

En sus sueños gritados, Jacinto seguía viendo los miles de ojos y de bocas de María

Isabel. Los mismos ojos y las mismas bocas de los lagartos que lo aterrorizaban, y que

fueron aumentando de uno en uno, día a día, hasta llegar a siete.

Fue entonces cuando Ana María los vio. Los había adivinado con cierta claridad

cuando eran cinco y seis, pero no los había podido retener. Se esfumaban enseguida y no

dejaban rastro alguno. Sin desesperarse, despejada a pesar de no haber pegado un ojo, ella

siguió erre que erre, empeñada por completo, hasta que el séptimo día divisó siete lagartos

claros en el techo. Incluso los vio moverse y sacar lenguas rasposas y afiladas. No dejó de

mirarlos y repitiendo “ tengo que matarlos “, agarró un palo que había colocado previamente

al lado de la cama. Despacio, se subió a ella y, sin dudar lo más mínimo, encolerizada,

arremetió contra uno de los lagartos y le aplastó la cabeza. De inmediato desaparecieron

todos. De inmediato también Jacinto dejó de gritar.

Ana María notó que las cortinas se movieron y pensó que el mal se había ido por la

ventana. Luego se abrazó a su hijo y lo oyó llorar durante horas hasta que se quedó dormido.

Ella también cayó rendida en ese momento.

Los dos soñaron que los ojos y las bocas de María Isabel se alejaron por la degollada

y los riscaderos del barranco, se esparcieron por las laderas y el valle, y se convirtieron en

flores.
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X . LA QUEIMADA.
76

-¡Canario, al teléfono!

Julio pidió permiso a sor Mercedes, que seguía pasmada con la historia que había

escuchado, y salió corriendo por el pasillo.

-¡Hola!

Tres voces distintas le respondieron.

-¿Cómo anda el soldadito español?

-¡Hola melocotón!

- ¡Hola, Julito!

Sorprendido, ni reconoció de entrada a sus interlocutores. La risa les delató. Eran sus

tres hermanos.

-¡Pero, bueno! ¿Qué es esto?.

-Esto es que tu hermana, que está loca, se está jugando el pellejo, porque como me cojan

pierdo el puesto -replicó Carmen.

-¡Pero, chacha! ¿Cómo lo has hecho? -insistió Julio ante las carcajadas de Javier y Jacinto.

-¡Hello! Aquí Estocolmo.

- ¡Hola, hola! Al habla Madrid.

-¡Mi madre, qué locura! Esto no me lo esperaba yo. Pues venga, que viva la pepa. ¡Hola,

hola!, aquí Ceuta.

-Y aquí Gran Canaria, que es la que tiene el mando. Y ya que los tengo reunidos, ahí va la

noticia por la cual me he atrevido a llamarles a los tres al mismo tiempo: ¡Me voy a casar!

El jolgorio que se formó fue de mucho cuidado. Los tres hermanos gritaron hurras y

vivas y se embarullaron hablando al mismo tiempo, desatinados de contento.

-¿Y cuándo va a ser el magno acontecimiento? -preguntó Javier.

- El veintiuno de mayo, a las doce de la mañana, en el juzgado del pueblo. Y después un

fiestón en el merendero del barranco de Guayadeque.

-¡Ñós, qué rico! Debajo de los árboles y con el agüita corriendo.

-Y guitarras y cantaneras, y un asadero de todo lo que se pueda asar.


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-¡María santísima! Estoy deseando que llegue la hora.

-Y, por supuesto, cuento con ustedes tres en calidad de cocineros y camareros. Y además

quiero que mi hermano mayor sea el padrino.

-Eso está hecho.

Desaforados, alegaron un rato más; Javier y Julio, que andaban medio picados, se

congraciaron nuevamente y prometieron escribirse sendas cartas. Así mismo, Julio quiso

saber cómo le iba a Jacinto con sus pesadillas y, dado que era un secreto entre ambos, se las

ingenió (no en vano era de Ingenio), para que pasara desapercibido, echando manos a un

chiste que le habían contado.

-¿Saben lo que soñé anoche?

-¿Qué soñaste? - preguntaron los otros tres al unísono.

-Pues soñé que yo tenía una granja y ustedes me cogían los huevos.

Todos se rieron y rezongaron.

-¡Ah, cabrón!

-¿Y ustedes qué? ¿Han soñado alguna cosa simpática o tienen pesadillas? -insistió Julio,

con garraspeo, para hacerle llegar la onda a Jacinto. Este la pescó y, para descanso de su

hermano, contestó:

-Últimamente no he tenido sino sueños agradables, al menos los que recuerdo. Sueño

mucho con Gran Canaria y con el sol.

Minutos más tarde, Julio entró nuevamente en el despacho de la madre superiora, que

andaba entre papeles, y, con la sonrisa de oreja a oreja, la hizo partícipe de la buena nueva.

-¡Ay, hijo mío! ¡Cuántas cosas os pasa a vosotros! -dijo Sor Mercedes en tanto que

rubricaba su firma en varios certificados y estampaba el cuño del hospital.

-Como todo el mundo, me imagino -replicó Julio al sentarse con plena confianza.

-No sé qué decirte, la verdad. Es cierto que todo el mundo tiene sus vivencias, pero las de tu

familia son muy particulares, canario.


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Para afianzar su argumento, sor Mercedes, que se levantó y miró al mar, citó la

terrible experiencia de Jacinto con los lagartos, la no menos tremenda odisea de Carmen con

las pardelas, y la obsesión de Javier por el baile y la música. Al oírla, Julio sonrió.

Casualmente estaba mascullando los mismos pensamientos.

-Yo creo que deberías escribir una novela sobre tu familia. Yo que tú aprovecharía esas

historias. Parecen películas.

-¡Total! Es más, hasta yo mismo creo que estoy viviendo una película desde que me

encuentro aquí con ustedes.

Los dos se rieron y congratularon de estar tan avenidos. Hacía sólo dos meses que se

habían conocido y parecían amigos de toda la vida.

-La verdad es que nunca me había pasado esto con nadie, canario.

-Ni yo podía imaginar que iba a tener tanta amistad con una monja. Y menos aún que me

vería cantando en misa con un coro de soldados.

A propósito, sor Mercedes preguntó a Julio por la canción elegida para la

consagración y comunión del domingo siguiente.

-Sorpresa.

-Yo le tengo miedo a tus sorpresas.

Se refería a un tema que el coro había interpretado durante el oficio del día de la

Epifanía, justo en el momento en que tres soldados disfrazados de reyes magos, se acercaron

al pesebre, situado a un lado del altar. Julio había inventado una letra eclesiástica, como él

decía, y la había adaptado al ritmo del rock de la cárcel, escandalizando tanto a monjas como

a militares.

Los reyes magos fueron a adorar

al niño Dios que estaba en el portal,

y le llevaron con gran devoción:

oro, incienso y mirra

y un montón de amor,
79

todo el mundo a adorar,

todo el mundo en el portal

corrieron a adorar a Dios.

Pero ahora ensayaban una pieza de Lole y Manuel, cuya letra pegaba bastante para

misa.

Todo el mundo cuenta sus penas

pidiendo la comprensión,

Quien cuenta sus alegrías no comprende al que sufrió.

A los soldados que componían el coro, cada vez más numeroso, les encantaba la hora

del ensayo. Normalmente mataban el tiempo medio aburridos por allí, tendidos en las camas,

leyendo o entretenidos con las manualidades de Julio. Por eso, cuando se encontraban en el

solario para cantar, con el mar enfrente, se lo pasaban estupendamente. Aparte de los temas

obligados de iglesia, que repetían una y otra vez hasta que sonaran bien, le entraban a todo

tipo de canciones, desde sudamericanas, pasando por los Beatles, los Rollings, Carole King

etc., para acabar en los setenta con Supertramp o Pink Floyd entre otros. Además se echaban

sus buenos chistes, alegaban y, cómo no, aquella era la hora esperada del canutito al ponerse

el sol, a pesar de las protestas de Julio, que siempre cedía y fumaba.

-Soy un paradoja.

-Oye, canario -dijo Cristóbal, el sevillano -Este domingo será el cumpleaños del gallego. Le

mandaron una garrafa de cinco litros de orujo, y hemos pensado preparar una queimada

para celebrarlo. ¿Qué te parece?

-A mí bien, pero habrá que consultarlo con la madre superiora.

-De eso te encargas tú, que la tienes en el bote.

-Vale. Pero vamos a seguir con el ensayo, que esto anda muy verde todavía.

De lo que pasa en el mundo,

por Dios que no entiendo ná,

el cardo siempre gritando


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y la flor siempre callá.

Las monjas se emocionaron y lloraron a gusto durante la interpretación y,

sobrecogidas, corearon el estribillo (todo es de color) mientras se acercaban a comulgar. La

capilla estaba a tope. No era obligado asistir, pero desde que se creó el coro, el templo se

llenaba domingo tras domingo, y fiestas de guardar; cada cual entonaba como podía, y todo

dios cantaba y soltaba lágrimas de emoción y añoranza. Especialmente lacrimógena resultó

ser la noche de Navidad, durante la misa del gallo, cuando Julio, atragantado, cantó con

nostalgia :

¡Ay!, qué triste es andar por la vida,

por sendas perdidas, lejos del hogar,

sin oír una voz cariñosa, que diga, amorosa,

llegó Navidad.

Se inundaron los mares con los llantos, como reza la letra de otra canción, al igual

que ocurrió con la de Lole y Manuel.

En medio de la euforia y las felicitaciones, Julio, que ya había obtenido el permiso de

la madre superiora para festejar el aniversario del gallego, aprovechó la coyuntura y susurró

al oído de la hermana cocinera, sor Fátima, su segunda gran amiga dentro del hospital, que a

ver si no era mucho pedir que ella hiciera una tarta de manzana, de esas que a ella siempre le

salían riquísimas, para completar la faena. Adulada, ante aquellos ojos de niño mimoso, la

hermana cocinera no pudo negarse. No era la primera vez. Desde que se conocieron, ella

mala en cama y él, coro que te pego, prodigando serenatas navideñas a los enfermos

(veinticinco de diciembre, fun, fun, fun) sor Fátima se quedó gratamente sorprendida por el

alegre desparpajo de Julio. Ella, mujer corpulenta de cara bonachona que rondaba los

sesenta, lo vio flaco y se ofreció a alimentarlo bien, a cebarlo, una vez recuperada de su

malestar. El la cogió por la palabra. Se metió en la cocina y husmeó por aquí y por allá,

interesado en las artimañas de la monja, que era experta en postres. Para delicia de Julio,
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que a goloso no le ganaba nadie, sor Fátima tenía renombrada fama por sus tartas de

manzana, con canelita, jengibre, y limón. Juntos se pasaban horas metidos entre calderos;

ella le habló de recetas, de los distintos platos regionales, y de qué especia es buena para el

cocido, o la fabada o para el rancho. Además, a sor Fátima le encantaban los chistes

verdosillos, y en eso el experto era Julio. Más de una vez tuvieron que taparse la boca, para

que no oyeran sus carcajadas fuera de la cocina.

-¡Ay, canario! ¡Eres el diablo! Cualquier día me van a amonestar por conducta licenciosa.

Había una tercera monja muy amiga de Julio. Se llamaba sor Josefa y tenía noventa y

cinco años. Prácticamente ciega, su labor en la comunidad consistía en escuchar las noticias

de la radio y comunicarlas luego a las hermanas durante las comidas. Parecía un pajarito

esmirriado al que el viento podía llevarse en cualquier instante.

-¿Quién es ese canario que tan bien canta y que tanto me ha hecho llorar hoy? -preguntó a

la madre superiora, según salían de la sonada misa de Pascuas.

Cuando se lo presentaron, sor Josefa, con su frágil vocesita, en un gesto casi coqueto,

dijo:

-En mi época también yo cantaba como los ángeles, y que Dios me perdone la presunción.

-Seguro que todavía se defiende -replicó Julio, simpático y adulador.

-¡Qué va!, hijo mío. Eso ya es historia. Yo ya soy historia.

-Habría que verlo -insistió él. -Un día de estos nos echamos un dúo.

A la tarde siguiente, Julio pasó por la comunidad y preguntó por ella. Recién

almorzada, se disponía a dar la vueltecita de rigor, para bajar la comida, guiada por una de

las hermanas. El le ofreció el brazo, que ella aceptó encantada, y durante el paseo se quedó

alucinado con las innumerables historias que la monja le contó, desde que empezara su

noviciado en la misiones, a principios de siglo. África fue su primer destino. Allí se gozó la

primera guerra mundial. Recaló más adelante en Sudamérica, poco tiempo, y en mil

novecientos veintidós la llamaron de España para que se hiciera cargo del hospital militar de
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Ceuta, que había sido inaugurado recientemente. Como madre superiora, con rango de

coronela, tuvo el orgullo de poner firmes nada menos que a Franco.

-Sí, hombre, sí; él llegó muy ufano a pesar de tener una pierna lisiada, y empezó a dar

órdenes en la sala de heridos, sin tener en cuenta que yo tenía más galones que él.

-¡No me diga, sor Josefa! ¿Y usted qué le dijo?

-Simplemente que yo tenía el mando allí.

-¿Y se calló?

-Como una tumba.

De vuelta a la comunidad, venían cantando El Tamborilero; él bajó el tono para oírla

a ella, y se eñulgó con aquel pisco de voz rajada tan llena de sentimiento.

A partir de entonces se veían a diario, después del almuerzo, y la estampa de los dos

brazo con brazo, enzarzados en una conversación, o entonando coplas varias, se convirtió en

algo cotidiano y digno de verse.

-¡Joder, canario! Tienes conquistadas a todas las monjas, chiquillo -gritó el sevillano,

mientras que, con una cuchara de palo, daba vueltas a la mezcla de refrescos, frutas y orujo.

-¡Hay que ver el cacho de tarta que sor Fátima hizo gracias a ti.

Aparte de los ingredientes propios del mejunje, la queimada contó con un aditivo

especial.

-¿Qué tal si le añadimos esto que tengo aquí? -sugirió con cara de pícaro el gallego, el

festejado, ante la sorpresa del resto del grupo, en tanto que mostraba un pedrusco de cien

gramos de chocolate. Lo había comprado a la zorrúa, con el único afán de agradar a sus

compañeros y, sin esperar respuesta alguna, lo zumbó dentro de la cacerola, justo cuando el

orujo acababa de arder. De inmediato arrebató la cuchara al sevillano y siguió removiendo la

mestura hasta que el tosco se derritió por completo. Lo que resultó fue una especie de jarabe

canelo y medio pastoso, al que todos miraron con regaño.

-¡Mi madre! ¡A ver quién se traga eso ahora! -protestó Julio. No rechazó sin embargo el

vaso bien lleno, el primero, que el gallego le ofreció con deferencia.


83

-¡Nos vamos a agarrar un disparate que te cagas! -saltó el sevillano entre risas.

Cada uno con su bebida, los más de veinte soldados que rodeaban la gran perola

cuartelera se miraron con ojos sonrientes y labios dudosos. Pronto se dejó oír que aquello no

estaba mal, un poco áspero tal vez, pero dulcito y consistente.

-¡Y tanto! Parece un batido -sentenció Julio, en medio de garraspeos y de la risa general de

los demás. Todos manifestaron con golpes de tos y con las manos en el cuello, el efecto de la

dichosa pócima.

Entonces llegaron las monjas con la tarta y con el cumpleaños feliz.

-¿Cómo quedó esa queimada? -preguntó sor Fátima.

Los soldados se miraron unos a otros y esbozaron sonrisas de complicidad.

-Se puede beber -respondió el festejado.

-Pues a mi me gustaría probar un sorbito, si la madre superiora lo permite -insistió la

hermana cocinera.

Los soldados volvieron a mirarse, esta vez un poco desorientados.

-Bueno, de acuerdo; todo sea por Dios. Nos tomaremos todas un poquito, porque esta es

una situación muy especial. Pero que no sirva de precedente. Y después partiremos la tarta.

Las hermanas, las más jóvenes sobre todo, aplaudieron la decisión de sor Mercedes.

Ante el callado asombro de sus compañeros, el gallego, con temblique en la mano,

fue sirviendo vaso tras vaso, y ofreciéndolos gentilmente a las monjas, que bebieron

buchitos con timidez.

-Está bueno, pero tiene un tacto algo así como terroso -apuntó sor Fátima un tanto

regañada.

-Debe ser la canela -soltó el sevillano.

A punto estuvieron todos los soldados de explotarse de risa. Pero se contuvieron.

-¡Vamos a partir la tarta! -resolvió Julio, apurado, al tiempo que cogía la guitarra.
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Volvieron a cantar el cumpleaños feliz. Después, envueltos en una especie de nube

dulce, tanto unos como otras entonaron Alma, Corazón y Vida, La Paloma, Guantanamera y

hasta bailaron La Bamba y el Tico-tico.


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XI. ROSITA LUNA.


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Javier se quedó pensativo después de colgar el teléfono. Se había alegrado

enormemente por la noticia de la boda de Carmen, su niña bonita, que por fin iba a ver

cumplido su deseo más grande.

Sin embargo, desde hacía tiempo le ocurría que la felicidad de los demás, el hecho de

que dos personas se enamoraran mútuamente le daba una envidia terrible. El nunca se había

enamorado. Tenía treinta y cinco años sobre sus espaldas y aún no sabía lo que era el amor.

Lo había visto y sentido en los ojos de otros, otras miradas, otras sonrisas, una forma

peculiar de besar y abrazar: la plenitud, que él conocía sólo de oídas, al hacer el amor

cuando se ama. Cuando de otros labios que adoraban sus besos brotaban palabras de amor

apasionadas, frases que llegaban a parecerle ridículas (te quiero mi amor, ojalá se pare el

tiempo en este instante y quedarnos así para siempre) Javier se mostraba un tanto incómodo.

No porque se las dijeran, puesto que le gustaba sentirse querido, sino más bien por la

imposibilidad de pronunciarlas él. Desde que cruzó el umbral de los treinta, empezó a notar

la urgencia de entregarse a alguien en cuerpo y alma, de abrazar a otra persona y despertar

en el mismo abrazo en el que se habían dormido, de mirar con ojos enamorados. Le dolía la

ausencia de esa chispa tan especial, de la que todos hablaban alguna vez, que descubría la

sensación de morir de placer, de que el mundo entero se agolpa en las sienes y parece

estallar entre chispas, colores y gemidos. El éxtasis.

Javier suspiró. Una cierta tristeza, nostalgia por algo desconocido, lo embargó de

pronto. Todo se lo habían contado. Incluso sabía del dolor del amor, del desasosiego de la

espera por alguien que no llega, y la cabeza se pone a elucubrar que si le habrá pasado algo,

que si estará, tal vez, con otra persona; los celos aflorando a la mirada, la angustia del

desamor.

De tanto oírlo, sobre a todo a sus amigos que lo tenían como piedra de descanso, de

tanto ver unirse a unos y separarse a otros, llegó a ser experto en el amor de los demás.

Acudían a él porque sabía escucharles y darles un mimo y una frase de ánimo, tan necesarios
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en momentos desorientados. Por eso, lógicamente, nadie le creía cuando confesaba que

nunca se había enamorado.

-¡Venga ya, niño, tú estás de guasa!

De broma se había tomado Javier siempre el amor. Jugando, muchas veces frívolo y

díscolo, había permitido que entrara en su vida una larga lista de amoríos que, en su

mayoría, actuaban como él. Vivieron los sesenta y los setenta a un ritmo casi desaforado,

libres, ajenos u olvidados de las antiguas doctrinas del sexo tabú. La misma doctrina que

recibieron y que Javier cargaba cuando recaló en Las Palmas, en la primavera del sesenta,

con quince añitos y unas ganas imperiosas de comerse el mundo.

La noche era espléndida. De estrellas. En el cielo medio azul marino, la luna aparecía

como si la hubieran mordido, plantada justo encima del parque Santa Catalina, para no

perderse, como espectadora de excepción, el show que se avecinaba.

Bañado por su reflejo, con cara infantil pero con una decisión adulta que se

manifestaba en sus pómulos prominentes y en sus ojos vivarachos, Javier entró en el parque

con paso de baile. Ni la mochila pequeña que llevaba al hombro, ni la talega que casi

arrastraba, fueron obstáculo para su danza. Bailó al son del bramido de los barcos, del

traqueteo de las tartanas, del guindilla que rodaba en bicicleta con el sacalú inglés, de la

guagua de dos pisos, también inglesa, que venía empolvada de los arenales. Así mismo,

absorto, continuó al ritmo de las diferentes músicas de los bares y terrazas. En uno de ellos,

El Derby, danzaba una señora toda pintarrajeada, repleta de abalorios y colgajines, que se

acompañaba de una jurria de gatos y que atrajo la atención de Javier. Curiosamente, al verlo

aparecer, también ella se interesó por él y, con coquetería, le dedicó el tema que sonaba en

play back.

Hello, Dolly, this is Louis, Dolly,

It’s so nice to have you back where you belong,

I feel so good...
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La melodiosa voz de Louis Armstrong y el loquinario aspecto de aquella mujer que

simulaba un cromo, dieron alas a Javier que, sin más, posando la talega en el piso y la

mochila en una silla, rompió a bailar con soltura.

Si grande era el estupor de los clientes, ingleses la mayoría, ante el numerito fuera de

serie de Rosita Luna con su coreografía de gatos, cómo sería cuando vieron a aquel

jovencito rubio y bruñido que se embebía en un trance de música y baile.

-¿Y tú de dónde saliste, mi amor? -gritó la dama de los gatos, entusiasmada, nada más

acabar la pieza. Lo miró de arriba a abajo. Le hizo un repaso de los zapatos puntudos negros,

los pantalones de dril acampanados, la camisa lisa entallada y abrochada hasta el cuello y, a

un tiempo, le encasquetó un beso estallado de rojo carmín a uno que le compró una

estampita sagrada.

Javier tuvo que sacudir la cabeza para salir del limbo.

-¿Cómo?

-Que de dónde apareciste, hombre -replicó ella, más que curiosa y siempre sonriente.

Para muchos de los allí reunidos, en especial para los extranjeros que, de paso,

observaban cada cosa como si fueran retazos pintorescos de la vida cotidiana del país, el

encuentro y la charla entre Javier y Rosita Luna pudo bien parecer una escena de teatro

estudiada. Atentos, oyeron como él respondía que acababa de llegar de su pueblo, y que

venía en busca de aventuras, de un trabajo y, por de pronto, de una pensión donde alojarse.

-¿Y cuánto money traes, corazón?

-¿Qué?

-Dinero. ¿Cuánto dinerito tienes?

-Cuatrocientas pesetas. Doscientas que me dieron mis padres y otras doscientas que reuní

cogiendo cochinilla.

-¿Cochinilla? ¿Qué es cochinilla? -se entrometió un inglés curioso, fricando las

consonantes.

- Es un bicho que se da en las tuneras y sirve para teñir -contestó Javier sin dilación.
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-¿Tuneras? ¿Qué significa tuneras? -insistió el inglés, con pinta de pimiento morrón,

queriéndose comer a Javier con los grandes ojos azules que tenía.

-Mira, corazón, apúntate en una academia si quieres aprender canario -saltó Rosita Luna

con total descaro. -Además, que se te está viendo venir, ¡julandrón!

En el acto, dirigiéndose ahora a Javier y abriendo un paraguas pintado de lunas, dijo :

-Ven acá, precioso. Vamos a sentarnos un pisco bajo la luna lunera cascabelera.

Indeciso, él la siguió hasta una mesa que hacía esquina y desde donde se divisaba la

luna.

-¡Mírala, mira la luna! Qué bella es! Ella es mi fiel consejera. Ella es mi reina y mi guía.

¿La ves?

Entre admirado y perplejo, Javier asintió. Aquella mujer estaba como una jaira,

pensó; pero había algo en ella que le inspiraba confianza. Tal vez sus ojos, grandísimos y

resaltados por el arco iris que lucía en los párpados; o la mirada perdida, pero noble, que

reverenciaba a la luna.

- Yo tengo los ojos siempre puestos en la luna, aunque no la vea. Y ella ha hablado conmigo

esta noche, poco después de aparecer tú, durante tu baile. Y me dijo que tú y yo juntos

podemos brillar con la luz que ella nos presta.

Javier la escuchó con atención. Ella lo halagó; lo llamó perifollo, guayabo, pichón, y

él se dejó llevar. Ella le dijo que bailara y él bailó. De terraza en terraza, de mesa en mesa,

con Bill Halley y los Comets, con Elvis, con James Brown, con Marilyn... y con la ronca voz

de Rosita Luna que pregonaba a los cuatro vientos que el parque resplandecía esa noche con

una luz especial. Señalando a la luna y a Javier, que estaba sumido en el baile y movía los

brazos en vuelo, dijo y repitió que él era el cacho de luna que faltaba en el cielo y que,

nostálgico, bailaba la danza de la soledad con el pensamiento y las alas desplegadas hacia

el hogar del que se había desprendido.

Si bien llamaba la atención el discurso de Rosita Luna, que no perdía ripio y seguía

vendiendo santos y chicles basoca mientras disertaba, lo que realmente atraía al personal era
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la figura cadenciosa y armónica de Javier que parecía estar en otro mundo, y que inspiró

ternura y fascinación en algunos, al tiempo que, en otros, despertó pasiones y deseos

lujuriosos.

-¡Hola, cachito de luna! Tómate algo conmigo -le propusieron más de una, y de uno, al

finalizar su debut, en especial el inglés colorado que se convertiría en eterno y penitente

admirador, y que insistió una y otra vez. Javier rehusó en cada caso, siempre muy educado y

con sonrisa, y al pesado de turno, como diría más tarde Rosita Luna, ni si quiera lo miró

directamente a los ojos.

-Mira mi amor, mi lindura; nos hemos hecho doscientas ocho pesetas esta noche, nuestra

primera noche juntos gracias a la luna. Cien para ti y ciento ocho para mí y los gatos. ¿Te

parece bien?

-Bien es poco, me parece bienísimo -respondió él encantado, mientras ella le pellizcaba la

mejilla, de pie ambos delante de la pensión Ripoche. ¿Cómo iba a parecerle mal? Se había

pegado quince días cogiendo cochinilla al solajero, clavándose todo de espinas, para juntar

doscientas cochinas pesetas, y en dos o tres horas había ganado la mitad nada más que

bailando.

-Aquí vas a dormir como un rey, ya verás. Y mañana vendré a recogerte temprano para

pasear por la ciudad y comprarte ropita nueva. Lo primero que haremos será dar una

vuelta en tartana, como los turistas.

Un gran beso selló la noche. Javier se llevó los labios de Rosita Luna pintados en la

mejilla, como una estrella más. Un estrella que se quedó fijada en su cara fruto de los miles

de besos que ella le prodigó a lo largo de una unión que duró cinco años.

A Javier se le enturbiaban los ojos al evocar los tiempos aquellos que, según él

mismo argumentaba con cierto alardeo entre sus amistades, fueron los tiempos de las tres

DESEN, o sea desenfadados, desenfrenados y desenfundados, o también de las dos

DENSEN, es decir densen por el coño y densen por el culo.


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Suerte tuve yo de no pescar ninguna enfermedad, porque hay que ver la guerra que

dio este cuerpo, repitió en distintas ocasiones, partis y juergas, con su basca madrileña en la

que, y aunque no quisiera, siempre sobresalía, tan zalamero y afectuoso. Alardeaba de haber

implantado el beso entre los hombres de su entorno, costumbre que él había adquirido en el

ambiente del parque Santa Catalina, en los clubs y discotecas, donde el personal era de lo

más variopinto.

-Ustedes eran un poco sosos cuando yo los conocí. Sólo se daban la mano fría y rígida.

Tuve que llegar yo para que entrara la pasión en este pueblo de bárbaros -decía él,

echándose flores, mientras repartía pellizcos y besos.

-Lo que pasa es que tú eres un besucón y un sobajiento -le replicaron a menudo entre risas.

Y si alguien, alguna vez, se llegó a mostrar reticente, terminaba rindiéndose cuando Javier

rompía a bailar.

¡Música, por favor!

Cualquier ritmo, cualquier estilo, era bueno para sus famosas exhibiciones. Tanto

que muchos le pedían que montase sus numeritos en cumpleaños y bodas para alegrar el

cotarro. Y si él hubiera querido, habría sacado partido de ello, puesto que más de una vez lo

invitaron a participar en concursos de teatro y televisión.

Seguro que te llevas el primer premio, le decían.

Pero siempre se negaba con el pretexto de que aquello no era para él.

-A mí no me va competir. Lo único que busco es divertirme. Y si tiro por ese rumbo, ya no

será un juego sino un trabajo. Y yo quiero seguir jugando.

Se lo podía permitir. Llevaba casi quince años viviendo del cuento, como él decía, y con los

trajes que cortaba y confeccionaba, por lo general de disfraces y de salas de fiestas, ganaba

lo suficiente para sus lujos, que no eran pocos. La casa y la comida las tenía aseguradas

gracias al también seguro amor de Stewart, el pretendiente inglés que había conseguido

convencerlo para vivir con él en Madrid.


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Estiguar, como todos lo nombraban tanto en la isla como en la península, era un

prestigioso y joven ingeniero, que rondaba los treinta cuando fue a parar a Las Palmas, a

finales del cincuenta y nueve; vino contratado por un tal mister Leacock para un proyecto

relacionado con pozos artesianos. Al conocer a Javier, aquella noche de luna mordida, se

sorprendió a sí mismo temblando de excitación ante la vista de un jovencito tan encantador,

tan viril y delicado a la par, y desde entonces se convirtió en su más ferviente admirador.

Cada noche lo fue a ver actuar junto a Rosita Luna, y lo miraba y remiraba palmo a palmo,

sin perder ningún movimiento, ni un giro, la más mínima pose de la cara o las manos, ni

siquiera el mordisqueo de los labios, o el lascivo paseo de la lengua de una comisura a otra

de la boca.

Cada noche que actuaba, Javier tenía garantizada al menos una invitación. Con la

sonrisa más ancha de su cara, cada vez más morena, Estiguar se la ofrecía ilusionado; un

seven up los primeros meses; un whisky con seven up durante varios años; un dry-martini

con mucho hielo de último. El invitado la recibía con simpatía (thank you very much) pero

distante e indiferente y, con el mismo aire, respondía negativamente a la sugerencia de ir por

ahí a dar una vuelta.

La mirada triste de Estiguar fue testigo cercano y mudo de la evolución de la vida de

Javier. Lo encontró terriblemente atractivo (fucking wonderful! Terrific!) la noche que

cambió el pantalón campana y la camisa ceñida por el vaquero blue colorado y el niki inglés

de algodón, así como los zapatos topolinos por botines de cuero. No sólo sus ojos se lo

comieron entonces. Pero fueron otras las manos que lo asieron al final de la velada; y

muchas más, y nunca las suyas, las que se lo llevaron en noches sucesivas. Mujeres maduras

y elegantes, alguna con pinta de vampiresa, otras más jóvenes y deportivas; hombres

también maduros, carrozones de buen ver siempre encorbatados, fueron los que disfrutaron

la adolescencia del niño que llegó a la ciudad, y siguieron gozando del joven vividor que era

Javier al cumplir los veinte.


93

La mirada celosa de Estiguar se tragó la peor parte de la obsesiva película en la que

él era un personaje en off que observaba y seguía el rumbo del protagonista estrella con sus

diversos acompañantes. Una película que, para mayor suplicio, él mismo se encargaba de

recrear en soledad, obstinado, cuando los demás personajes salían de escena.

Estiguar soportó tal tortura durante cinco años. Perdió el apetito, el sueño, parte de su

cordura, y a punto anduvo incluso de quedarse sin el trabajo que lo había traído a Las

Palmas. De suerte que, viéndolo en aquel estado desolador, sus jefes le ofrecieron un

cambio de residencia y un puesto nuevo. En principio se negó. No le apetecía nada

marcharse a Madrid y dejar de ver a Javier. Siguió persiguiéndolo noche tras noche, como

los locos, por los bares del Refugio, por las discotecas, El Búho, El Tam Tam, El Saxo, por

los cabarés, El Flamingo, El Tánger Club, y fue después de una fuerte reprimenda con

amenaza de despido, cuando reaccionó y decidió aceptar la oferta. Con todo el dolor de su

alma se iría a vivir a la capital del reino, en calidad de consejero-asesor para la importación

de maquinaria industrial británica. Amargado, indefenso e indeciso, pero con la idea de

borrar aquellos cinco negros años de su vida, Estiguar se hizo a la idea de partir. Al tanto de

que su aspecto no era precisamente saludable, resolvió dedicar un tiempito a sanarse, a hacer

un poco de ejercicio, a nadar en Las Canteras y comer bien. Además dejó de salir por las

noches y, por supuesto, no pisó el parque.

Varios días antes de la inminente partida, medio despistado de su obsesión, se dejó

caer por El Guanche, un bar tertulia tipo taberna que había en La Puntilla. Traía el pelo

mojado de agua salada y arena en las sandalias, y venía dispuesto a zamparse unos

calamares fritos del día, que eran la especialidad de la casa. Como quiera que fue

directamente a la barra y se sentó en un taburete para hacer su pedido, no se percató de que,

en una mesa medio recóndita del comedor, solo y pensativo, se encontraba Javier.

Había terminado de almorzar y saboreaba un grand marnier amarillo escarchado con

cierto aire de ausencia, cuando vio entrar al que siempre había considerado un plasta

pretencioso. En las últimas semanas, sin embargo, Javier había echado en falta sus miradas
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incesantes y escrutadoras que lo hacían sentirse deseado, las invitaciones, los requiebros, la

forma de dirigirse a él con tanta amabilidad. Incluso llegó a pensar que, a lo mejor, se habría

ido de la isla. Pero ahora, al tropezarlo allí, con aquella pinta playera tan simpática, rubio de

piel ya curtida con gafas de despistado, delgadísimo, Javier se sorprendió a sí mismo

interesado en la persona a quien tantas veces despreciara. Sin pensarlo dos veces, siguiendo

su vena impulsiva, se levantó, cogió su copa, se acercó a la barra y se sentó justo en el

taburete al lado de Estiguar.

-¿Estabas perdido? -preguntó con descaro y sin preámbulos.

Estiguar se quedó de una pieza cuando lo miró.

-¿Qué? -La voz se le truncó al salir.

-Hombre, que hace tiempo que no se te ve el pelo, y yo me preguntaba si te habías perdido o

si te habías marchado de la isla.

-No, la verdad es que todavía estoy aquí -fue todo lo que consiguió pronunciar.

-No hace falta que lo jures -bromeó Javier, sonriendo ante el apuro de su interlocutor. -¿Y

qué tal, cómo te va?

-Bien -mintió el inglés. -¿Y a ti?

-Pues mira, la verdad es que estoy cansado de esta ciudad y de la gente que me rodea, y de

lo que hago.

-¿Y qué te gustaría hacer? -se atrevió Estiguar con un destello repentino de esperanza en los

ojos.

-Pues ahora mismo me gustaría dar una vuelta por ahí, a cualquier parte de la isla, ya sea

el sur o el campo.

-¿Ahora mismo?

-Si.

Estiguar sonrió encantado. No se lo podía creer. No era posible que todo aquello

fuera cierto. Entonces miró fija y tiernamente a Javier y dijo:

-Pues... en la puerta tengo el coche.


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XII. ISLA Y PENÍNSULA.


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El invierno húmedo había dejado el campo tupido de flores y el amarillo de las

retamas disfrazaba las cumbres. Las montañas, todavía embebidas, se escaldaban con el sol,

rezumaban el agua de sus entrañas y desprendían el olor de la tierra mojada que empieza a

secarse. También olía a eucalipto, a incienso moro, a jazmín...

Estiguar adoraba los paisajes del interior de la isla, las formas y expresiones de los

repechos y picos montañosos, las verdes explanadas salpicadas de ganado, que tanto le

recordaban su tierra natal. Más de una vez disipó su pena abstraído en la inmensidad que se

ofrecía a su vista, los valles floridos, los pinares empinados hacia el cielo, el juego de sol y

sombras a la hora del crepúsculo, cuando el horizonte se desgarra en celajes encendidos, esa

hora que para él era mágica y misteriosa y que tantas veces había inmortalizado con su

cámara inseparable. Tenía miles de fotos y diapositivas de la mayoría de los parajes de Gran

Canaria, con las que, sin duda, podía ilustrar un estudio de la isla en los últimos seis años, en

especial de la capital y de la zona sur.

-What a shit! Esos malditos edificios rompen con todo. Cuando yo llegué aquí sólo existía

El Faro -dijo a Javier, con tono de enfado, refiriéndose a los dos o tres hoteles y restaurantes

encajonados en medio de los innumerables tomateros que ocupaban la enorme llanura de

Maspalomas, desde las mismas dunas hasta las bocas de los barrancos que escapaban

montaña arriba.

-Es verdad -respondió Javier. -Yo también me acuerdo. Cuando estaba en la escuela, los

maestros nos traían aquí de excursión y nos bañábamos en el lago. Era una gozada.

Se encontraban de pie en lo alto del Morro Bezudo, ensimismados ante la vista

impresionante que abarcaba y barría cielo, mar y tierra. Un gozo para los ojos, sólo

entorpecido por unas pocas moles de cemento que, según Estiguar, se multiplicarían con el

tiempo, y eran el primer indicio del desarrollo que asfixiaría la isla en un futuro no muy

lejano.

-Ya verás como dentro de veinte o treinta años no quedará ni un barranco virgen en este

sur.
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A Javier nunca se le había ocurrido pensar en el futuro de las cosas que le rodeaban.

Ni siquiera se había planteado el suyo hasta que Estiguar, en el segundo paseo juntos, que

los llevó a Artenara, le propuso vivir con él en Madrid.

-¿Qué me respondes?

-No sé, Estiguar, no sé. Eso sí que es otro mundo. Por un lado me encanta la idea. Me

atraen las aventuras, y esa es una gran aventura -replicó Javier, mirando de reojo a su

interlocutor. Después se quedó pensativo un rato.

Hacía tiempo que su cuerpo le venía pidiendo un cambio de escenario y de

personajes, y la oferta que le hacían era de lo más apetitosa, porque le apartaría de la

monótona existencia en la que se encontraba inmerso. Al principio estuvo muy bien; los dos

o tres primeros años que vivió en Las Palmas pasaron muy a gusto, conociendo gente nueva

de todos los sitios, con sus bailes en el parque y dinero más que suficiente hasta para lujos.

Y además con un montón de amoríos. Pero ya tenía la sensación de estar metido en un

círculo vicioso, harto de vivir de noche, de las amanecidas casi diarias, de perderse el día en

la cama. A veces sentía remordimientos de estar desperdiciando su vida. Y es que, en

realidad, no había hecho otra cosa en cinco años. Ni siquiera aprovechaba la playa de Las

Canteras, que la tenía al lado, para tonificar un poco su cuerpo maltratado. Menos mal que

una vez se impuso la tarea, terrible sacrificio de tres meses, de realizar un curso de sastrería,

tres horas diarias de cuatro a siete, porque se empeñó en confeccionar él mismo sus trajes de

carnaval.

-Mira, Estiguar. Yo no estoy seguro de nada. Yo no estoy enamorado de ti, y no estoy

acostumbrado a que me quieran con la intensidad que me quieres tú. Me caes muy bien, me

gustas, y considero que eres una persona muy interesante pero...

-Lo podemos intentar. Yo no te voy a exigir nada que tú no desees.

Estiguar, que en aquellos momentos se habría agarrado a un clavo ardiendo,

aprovechó el titubeo de Javier. Éste suspiró. Le costaba trabajo creer y asimilar que alguien
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lo quisiera tanto, que lo mimara a todas horas y que le ofreciera una vida en bandeja. Le

daba un poco de miedo, algo así como vértigo.

¿Qué hago?, se preguntó Javier. Si aceptaba tenía que darle un giro a su vida, un vuelco

radical que incluía convivir con otra persona. Una persona que, además, estaba enamorada

de él, lo cual conllevaba una gran responsabilidad.

-Mira, Estiguar -Yo no quisiera hacerte daño, pero tampoco quiero engañarte. Hasta ahora

he sido un veleta, y no sé si podré adaptarme a vivir contigo. Pero me gusta mucho la idea,

no lo niego, y si tú te arriesgas...

-Y Estiguar se arriesgó, desde luego. Para él fue como ver los cielos abiertos, me

imagino -dijo Julio, mirando alegremente a su hermano. Le habían dado permiso, firmado

por la Madre Superiora, para asistir a la boda Carmen y, de paso, se había acercado a Madrid

a ver a Javier.

-Exactamente. Y la verdad es que sufre bastante por mí, porque, para mi desgracia,

yo no he cambiado mucho. Sigo siendo un pendón como la copa de un pino. Y mira que lo

he intentado, pero no hay manera. Ya van para quince años que llegué a Madrid con el

propósito de arreglar un pisco mi vida, y me parece que la tengo cada vez más liada. Vine

huyendo de los amores fáciles y pasajeros, y centrarme más en mi relación con Estiguar,

pero todo ha sido en vano. No tengo remedio. No le soy fiel ni a Cristo. Soy un infiel, un

ninfómano, o... ¿cuál es la palabra para los hombres?

-Sátiro.

-Eso, un sátiro es lo que soy.

-Pero en tu caso es una mezcla porque... como te gustan los dos sexos...

-O sea que se puede decir que soy un “ninfótiro”, ¿no?

Risas.

-Un calentón es lo que eres, ¡cabrón!


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Más risas. Las dos copas de vino de reserva chocaron para festejar la ocurrencia. Una

entre muchas, porque aquel quince de mayo, día señalado en Madrid, el cabeza y el rabo de

la familia, como ellos mismos se denominaban, se hallaban de lo más eufóricos. Javier

celebraba la presencia de su hermano, que nunca lo había visitado, el soldadito que no

hablaba de otra cosa que sus experiencias en el hospital militar de Céuta, en medio de

monjas y misas. Por su parte, Julio no cabía de contento, porque tenía nada menos veinte

días de permiso, y también por encontrarse de vacaciones en Madrid, gracias a que Javier le

había pagado el viaje.

-Y Estiguar...¿cómo lleva tus historias?

-Sufre mucho, ya te lo dije, pero lo disimula. Yo no sé cómo me aguanta.

-Mucho te tiene que querer para soportar la vida que le das, ¿no?

-Desde luego. La verdad es que no me lo merezco.

Era la primera vez que los dos hermanos intimaban tanto. Un par de vinos y otros

tantos “flais”, que así llamaba Javier a los porros, ayudaron y estimularon la conversación y

la risa, y también la sensación de quererse más que nunca. Hablaron de mil cosas distintas,

de la infancia de ambos, de los juegos casi salvajes de los tiempos de Javier, de los padres,

del hermano sueco que ya parecía extranjero hasta cuando hablaba en castellano, de la

hermana tan estupenda que se iba a casar, y se emocionaron con los ojos llorosos y entre

risas desenfadadas.

-¿Qué? ¿Te gusta el costo que traje de Ceuta ?

-¡ Joder! Está buenísimo.

-Y además barato, que me dieron treinta gramos por un talego.

-¿Tú no te estarás enviciando, verdad?

-¡Qué va! Fumo muy poco. Pero venga, vámonos pa la calle, a celebrar a san Isidro

Labrador.

-Si quieres, te metes en la iglesia y le cantas un tema a la guitarra; así no pierdes la

costumbre. ¿Eh, Julito ? -picó Javier a su hermano.


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-¡ Cállate, cabrón!, que aún me quedan seis meses.

-No te podrás quejar del cuartel que te estás pegando.

-No, pero creo que ya es suficiente.

-¡A mamársela!

-¡Cochino!

Jugueteando, como dos chiquillos con zapatos nuevos, medio abrazados, Javier y

Julio pasearon por un Madrid engalanado, radiante de sol y caras risueñas, regado de buen

vino y con olor a cocido y flores. Recorrieron media ciudad. En los jardines del Palacio Real

se salpicaron con agua de una fuente. En la Plaza Mayor se gozaron un concierto de guitarra

española. Corretearon y compraron helados por el paseo del Manzanares y, con la luna en lo

alto, se metieron en Las Vistillas y bailaron dislocados en las verbenas hasta el alba.
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XIII. LA BODA.
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-¡Madre del amor bendito! Esto parece la sociedad de naciones.

-Es verdad, quería. Es que mis hijos tienen amigos hasta en el quinto de los infiernos. Pero

ven pacá, que nos están llamando pa un retrato.

-A mi no, que me da mucha vergüenza.

-¡Jesús, Pino! ¡No seas boba! Venga, vamos.

Ana María, nunca tan alegre como aquella mañana de primavera, tiró de Pinito Gil,

y la enderezó, y le quitó las manos de la cara para salir en la foto.

-Usted no puede faltar, Pinito. Usted es de la familia -gritó la novia, llena de júbilo, radiante

con su traje azul de cristal cortado, que de lejos parecía el mar, en tanto que, muy coqueta, a

través de las lluvias y orquídeas de su ramo, recorría una por una, como en un barrido de

cámara, las caras de los que posaban con ella.

Por un lado, informalmente ataviado, guapísimo y cariñoso, el novio con sus padres

y hermanos, cuatro chicos y tres chicas, todos menores que él. Salvo el padre, que iba muy

serio, la familia lucía ropas estampadas y llamativas; sobre todo la madre, que era la

madrina, iba a tono con el fulgor de las flores del barranco. Por el otro, y en este orden,

aparecían Javier, el padrino más guapo del mundo; Ana María con su midifalda negra

modernísima que le trajeron de Estocolmo y su blusa violeta de seda que le compraron en

Madrid; Pinito Gil, que al final salió con la mano en la boca; Pepe Ruiz, el padre orgulloso

con la camisa remangada a pesar del gesto jocicudo de la esposa; Estiguar, que fue de

inglesito hasta con bombín; Jacinto con su esposa e hijos suecos, reblanquidos como la cal y,

con la guitarra al lado, Julio.

-¡A ver, un pajarito! ¡Digan todos la palabra sexi!

Los novios se hicieron no sé ni cuántas fotos. Primero con la familia, luego con los

amigos, que no faltó ni cristo, y después posaron en cada uno de los rincones del merendero

donde celebraban la boda, en especial alrededor de la gran-grandísima mesa banquete que,

sin duda, merecía ser retratada una y cien veces. Si variopinta era la concurrencia, cómo no

sería de variado el despliegue de suculentos platos de medio mundo. Había de todo. Desde
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las socorridas papas arrugadas con mojo, tan del gusto de los de fuera, la tortilla española, la

pata de cerdo, las carnes asadas y en salsa, los distintos salpicones y ensaladas, hasta el

salmón y arenques suecos, el caviar ruso, el marisco africano, el paté y los quesos franceses,

la repostería inglesa, y que si el chateaubriand, el provençale o el coeur de filette, y otras

finezas a la parrilla asadas allí mismo y servidas con cremas de champiñones, nueces,

aguacate y roquefort... También se pecó de sofisticados en la bebida. Era raro que la gente

pidiera simplemente un vino, un ron o una cerveza; casi todo el mundo quería cosas

extrañas, un whisky sour, un white lady, un manhattan, un gin fizz, o combinados

rebuscados con alcoholes varios, frutas y refrescos, un toque de canela, otro de jengibre y

padentro.

Los efluvios asomaron a las caras. Los humos del asadero subían por los árboles y se

escapaban al barranco, junto con el bullicio, las cantaneras y los sones de las guitarras. El sol

del mediodía se filtraba entre las copas de los pinos, los almácigos, las palmeras, los

eucaliptos, salpicando de luz los rincones. El agua de la acequia que bajaba por un lado del

merendero, saltaba clara y enmudecida por las voces y las cuerdas.

Cada recoveco, cada cara, cada sonrisa, fueron recogidos por la cámara de Estiguar,

proclamado fotógrafo oficial de la boda, que anduvo disparando sin cesar a diestro y

siniestro, una vez encontrado el ángulo, una mirada bonita, instantáneas naturales, un recodo

verde con agua corriendo, niños sorprendidos... A los novios los apabulló a fotos y, ya

entrada la tarde, cuando sólo quedaban los más allegados, hizo mutis entre los árboles y se

perdió barranco arriba, ensimismado en la contemplación del paisaje, en las extrañas

mezclas de vegetación. Guayadeque le seguía pareciendo un lugar mágico. Ya no era el

mismo paraíso de hacía veinte años, totalmente virgen, con caminos de tierra para los

animales, y algún que otro jeep, siempre verde y mimado por el agua de las cumbres que

bajaba en caideros, en riachuelos continuos. Habían desaparecido los grandes charcos donde

uno se podía tirar de cabeza en días de calor, los saltos y cascadas que caían sobre la

espalda, la vegetación salvaje reventando de colores. Ahora, con la carretera de asfalto que
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llegaba cerca de la Montaña de las Tierras, y casi olvidado de la lluvia, el barranco aparecía

medio desnudo, maltratado, desprovisto de gran parte de sus galanuras.

-Fucking cars! -maldijo Estiguar, que hablaba en inglés cuando se quedaba solo, de pie en lo

alto de un repecho, desde donde se divisaba la carretera.

Igualmente se acordó de otros parajes de la isla que, por desgracia, habían sufrido la

misma suerte, en especial el sur, la capital y la mayor parte de la costa.

- Es el precio del progreso - siguió pensando en inglés. - La putada ( the fucking thing ) es

que todo depende del puto dinero (fucking money ); y lo más grave es que los cabrones

( fucking people ) que tienen el puto dinero no tienen ni puta idea (fucking idea ) de lo que

es el respeto por la naturaleza. Sólo les interesa el puto negocio (fucking business ).

Estiguar estaba tan metido en sus pensamientos que no se percató de que Javier, que

había previsto darle un susto, se acercaba sigilosamente por detrás para agarrarlo por el pie.

-Shit! ¡Cabrón!

Risas de Javier.

-Hace un rato que te busco. Algunos han pensado que a lo mejor te fuiste porque te sentías

incómodo entre tanta gente.

-¡ Qué va! ¡Qué tontería! Tú sabes que a mi me gusta pasear solo con mi cámara.

- Eso les dije. Pero insistieron para que viniera por ti.

- Pues venga, vamos pallá.

Por el camino Estiguar le sacó varias fotos a Javier. Una sentado al pie de un palo de

sangre, cuyo tallo rojo parecía un cristal transparente al sol, intenso como el amarillo de las

flores de los beroles que salían en ramilletes de los riscos; otra en el banco del olivo; otra

abrazado a un taginaste, con un racimo de flores blancas, cual peineta, asomando por detrás

de la cabeza; otra más tumbado sobre un mar rojo de amapolas, con la sonrisa llegándole a

las orejas. La última en el zoco de una higuera de mayo, de ramas achaparradas,

aprovechando un rayo de sol que irrumpió contra un tronco y lo encendió unos instantes.

Allí se besaron y abrazaron con ternura.


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Murmuraron los millos y las hojas de los árboles con el aire que bajó de la montaña.

El rumor del barranco arrastró también los sones de la música, las voces, las guitarras, los

timples, las percusiones domésticas de cucharas, botellas, palos, cajones o cualquier objeto

a mano, y el colorido de las plantas y las flores pareció cobrar un cierto aire de solemnidad.

El mismo aire radiante que lucía en las caras de los que festejaban la boda; todos

desgañitados cantando, con color de campo en las mejillas, los ojos cuajados de alcohol y de

chocolate marroquí, del que trajo Julio que, por cierto, se había pegado la noche anterior de

fábrica para llevar los canutos preparados a la celebración y servirlos entre los concurrentes

que quisieran como si de puros se tratara. No los hizo a mano, sino con una maquinilla

especial para el caso, con filtro y todo, y además les encasquetó una etiqueta dorada para que

pasaran desapercibidos.

-Y así, si nos preguntan, diremos que son cigarrillos holandeses que nos trajo una amigo

que vino de Armsterdan.

-¿Un habano o un holandés? -era la pregunta de Julio, portando en una mano los puros y en

la otra los porros, debidamente dispuestos en bonitas cajas de cedro.

-¡Qué atrevido eres, Julito -dijo Estiguar con una ancha sonrisa.

-¿No te fumas uno, inglés? -replicó Julio en un guiño a Pancho Guerra y siguió, con tono de

reproche, que mira tú, que viniste a coger la misma maldita manía familiar de llamarme

Julito, en diminutivo, que ya tengo veintitrés años y no hay manera de que me digan Julio,

¡coño!, que me haré viejo y siempre seré el niño de la casa.

-Sí quiero -dijo Estiguar.

-¿Cómo?

Que me des un pitillo de esos y te dejes de tanto rollo, ¡Julito!

-¿Será cabrón el anglosajón este?

Julio soltó una carcajada y, sacando la lengua, se escabulló con un “see you”.

Estiguar lo siguió con la mirada. Una mirada que viajó al pasado y evocó una escena

en la que Julio, con ocho o nueve añitos, brincaba de alegría porque el amigo inglés de su
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hermano le había regalado nada menos que ¡una bicicleta! En la imagen aparecían también

los demás miembros de la familia y el patio empedrado lleno de flores y plantas, en un día

de Reyes, meses después de que él y Javier se marcharan a vivir a Madrid. ¡Quince años

ahora mismo!

Luego siguió rememorando otras secuencias. En una de ellas vio los ojos del padre

de Javier que lo miraban desconfiados e inquisitivos, como queriendo preguntar : ¿Qué hay

entre mi hijo y tú? Parecían expresar descaradamente que no se creía en absoluto la historia

de que eran amigos y punto, como siempre había dicho Javier, que nunca quiso dar más

explicaciones.

-¡Me da lo mismo lo que crean! ¡No se te ocurra decirles nada!

Y nunca dijeron nada. A Estiguar le costó muchos esfuerzos sostener la mirada de

Pepe Ruiz, pero se lo fue ganando poco a poco; le traía su ron preferido, sus buenos puros, y

le cogió vicio a la baraja, al subastado y a la zanga en especial, sólo para caerle bien al que

él, por lo bajo, llamaba suegro.

Con Ana María fue diferente. Ella le hizo ver claramente desde un principio, sin

palabras, que era consciente de lo que ocurría. Pero jamás le mostró recelos ni le puso malas

caras. Al contrario, siempre fue atenta y la misma madre para su hijo. Es más, hubo

momentos en los que Estiguar percibió ciertos ademanes de gratitud hacia él por querer

tanto a Javier.

Mi suegra es adorable, estaba pensando Estiguar justo en el momento en que Ana

María vino a sacarlo de su ensimismamiento.

-Vamos pallá, amante, que estamos allí todos alrededor de Pinito Gil, que hoy está

ensayada. ¡Y sólo faltas tú de la familia!

Ese “sólo faltas tú de la familia” lo emocionó. No era la primera vez que había

tenido la sensación de ser un miembro más del clan. Había sido precisamente Ana María la

que, de una manera natural y espontánea, con la mirada sosegada que la caracterizaba, había

puesto la chispa para que se creara un ambiente agradable entre ellos.


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Todavía emocionado, Estiguar puso el brazo sobre el hombro de Ana María, y

replicó: ¡Vamos pallá, amante, como dices tú!

La fiesta que tenían montada alrededor de Pinito Gil era terrible. Y ella actuaba como

una niña chica a la que le ríen la gracia. En aquel momento estaba contando la vez que había

asustado a su marido, uno de sus relatos más famosos.

-Resulta que mi esposo estaba en cama, malo malísimo el pobre, con el cuarenta de fiebre,

con sudores y delirios, y yo, que era más ruin que el mismo diablo, cogí una sábana blanca

y un quinqué encendido y me subí a la azotea; allí me puse a pegar patadas y brincos en

medio de la noche, ¡ pun, pun, catapún ! Constantino Toribio, que era tan supersticioso,

empezó a llamarme: ¡Pino! ¡Pinillo! ¿Dónde andas, muchacha? Pero yo, de mala,

contrimás sabiendo que él estaba muerto de miedo, seguí pegando saltos en el techo hasta

que lo hice levantar y salir al patio. Entonces me eché la sábana por encima y bajé la

escalera oscura dando aullidos como una bruja y sacudiendo el quinqué. Y él se meó y se

cagó todo por las patas pabajo.

Las carcajadas se oyeron hasta en La Montaña de las Tierras, el corazón mismo del

barranco, y la fiesta continuó hasta las tantas, entre juegos, chistes, música y baile. Cantaron

todos y de todo. Y, con la luna asomando entre las copas de los árboles, acaramelados y con

todos los ojos puestos en ellos, los novios se echaron un tema juntos:

Quiero tu luz, tu túnica caída, y el lirio rojo de tu amor primero.

Quiero tu sauce reventando verde en el verde caliente del enero.

Después se dieron un beso de esos eternos y arrancaron el aplauso de la

concurrencia, para la que aquel momento fue sumamente emotivo. Un momento que la

cámara de Estiguar no dejó escapar.


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XIV. EN ALAS DEL TIEMPO.


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-¡Qué guai, mami! ¡Me flipa verte vestida de negro! ¡Estás hiperguapa!

-Gracias, cariño, pero hoy no estoy de humor para sentirme guapa. ¿Tú ya estás

preparada?

-Sí.

-Pues dile a papá que se dé prisa, que el entierro es a las seis.

-¿Y Javier?

-Tu hermano ya está en Ingenio. Se marchó con el tío Estiguar según salió del instituto.

¡Venga, espabila! Y coge un abrigo, que allá arriba hace frío.

Carmen termina de arreglarse y sale hacia la cocina. Mete en un túper las galletas que

suele hacer para su madre y justo se dispone a coger el teléfono cuando éste suena.

-¿Sí? ¡Ah, Jacinto! Te iba a llamar en este momento... Sí, ya salimos... Sí, porque quiero

estar un ratito con la familia antes del entierro, y ya son las tres y pico... Pues vale, nos

vemos en casa. Chao.

Es una tarde de viento en Ingenio. Por la cuesta Caballero hacia arriba, sube ese

viento frío de ráfagas inquietas, y levanta y arrastra la tierra en nerviosos remolinos que

atraviesan las calles y dejan el aire tupido; una nube de polvo se mezcla con otras nubes

grises y estériles y envuelven el pueblo en un ambiente raro y melancólico.

-¡Cada vez hay más casas en este dichoso lugar! -dice Carmen, que continúa explicando a

su hija Paula, que va detrás, cómo ha cambiado Ingenio desde que ella era una niña hasta la

actualidad.

-¿Tú ves ese viaje de casas y edificios a ambos lados de la carretera? Pues todo estaba

lleno de cercados plantados. Papas, tomates, millo, calabazas, habichuelas. Antes esto era

campo. Seguro que vas a decir que estoy igual que el tío Estiguar que está fijo hablando de

lo linda que era antes la isla. Pues precisamente él te puede dar una clase de historia

gráfica con todas las fotos y diapositivas que tiene. El empezó a sacar fotos desde el año

cincuenta y nueve y estamos a punto de entrar en el dos mil, pues...¡madre mía!, prefiero no

decirlo.
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Carmen suspira profundamente y, una vez más, se abandona a la evocación de un

recuerdo que pervive en su pensamiento de manera dolorosa, y en el que está a punto de

sumergirse cuando, de repente, su hija Paula la rescata.

-¡Mami, mami! ¡Ahí está la abuelita! ¡Y fíjate en el traje que lleva puesto! -La niña esboza

una sonrisa cariñosa, acostumbrada ya a las excentricidades de la abuela.

Ana María, que ve a su hija bajar del coche sin aparcar, saluda alegremente desde la

entrada del callejón de su casa. En pleno invierno, lleva una susana de manga corta

estampada de verde y amarillo, unos zapatos blancos entrados y un pañuelo azul al cuello. El

pelo, aunque corto, se le engrifa con el viento.

-¡Mamá, por favor! ¡Vas a coger frío! ¿Tú te crees que se puede ir con esa pinta en medio

de este ventoral? ¡Ay mamá, por Dios!, ¡vamos pa dentro!

-¿Me trajiste las galletitas, cariño?

-Sí.

Carmen abraza a su madre por la espalda y la lleva callejón adentro.

-¡Tienes que cuidarte más, mamá!

-Yo estoy bien, Carmita. Yo siempre estoy como una rosa. Pero... ¿sabes una cosa?

-¿Qué, mamá?

-Que Pino Gil se marchó. Dios la mandó llamar y ella se fue con él.

-Ya lo sé, mamá. Por eso estamos todos aquí, para asistir a su entierro. Y por eso mismo te

voy a cambiar de ropa, porque no te puedes presentar allí de esa manera.

-¡No, no! ¡Yo me encuentro bien así! ¡Déjame así! ¿Tú no me encuentras guapa?

-Claro que sí mamá. Pero parece que vas a ir a una verbena.

Ana María se suelta de los brazos de su hija y, ágilmente, con pasitos cortos, una

mano en el pecho, se da un par de giros casi infantiles, tan infantiles como la continua

sonrisa de sus labios y la mirada anhelante de sus ojos.

-¿Sabes una cosa, Carmita, mi niña?

-¿Qué, mamá?
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-Que le voy a decir a Pino Gil que le lleve un recado a mi niño. ¡Mi niño lindo!

-Vamos pa dentro mamá.

-¡Le voy a mandar muchos besitos, muchísimos besitos a mi niño precioso.

-Sí mamá, todos los que tú quieras.

Carmen se sobrecoge y tiene que hacer un gran esfuerzo para no romper a llorar.

-No llores, Carmita, mi amor. No merita la pena.

Ahora es Ana María quien abraza a su hija, le toca el pelo y la cara y le da besos en

los hombros.

-¡Mi niña! ¡La niña de mis ojos! Ven conmigo que te voy a peinar y verás como se te quita

todo. ¡Anda, ven!

Carmen, cada vez más emocionada, se deja llevar de la mano hasta el recibidor.

-Siéntate, amante. Verás que rico. Además te voy a cantar una canción:

rema, rema, niña sirena

ora en la playa, ora en la arena

con un zapato de oro que suena.

Las lágrimas terminan resbalando por las mejillas de Carmen y ella se las seca

enseguida, tan pronto oye las voces de su hija y de su esposo que entran por el callejón, así

como las de Estiguar, Jacinto y Julio, que provienen del interior de la casa. Todos se acercan

al recibidor, en cuya puerta se apiñan entre besos y abrazos; Paula corre apresurada hacia

Ana María.

-¡Hola abuelita! Yo también quiero que me peines.

-¡Claro que sí, mi amor!

-¿Y dónde están mi hijo y mi padre? -pregunta Carmen.

-Javier fue a comprar dulces y papá se acostó un rato a echar la siesta y todavía sigue

trancado - respondió Julio que aún estaba a medio vestir.


112

-Pues hay que despertarlo. Ya deberíamos ir tirando para el tanatorio. ¿Y a quién se le

ocurrió la estupenda idea de comprar dulces ahora? Seguro que fue el troglodita de mi

hermano Jacinto. ¡Qué goloso eres, mi niño!

-¡Pues no! hoy fue tu hijo el que lo propuso, que tampoco es flojo él.

Quince minutos más tarde la familia en pleno se presenta en el duelo. Van

seriamente vestidos e incluso Ana María, convencida por su hija, lleva un traje azul muy

aparente.

Pinito Gil, cuyo féretro sigue aún descubierto, la carita de pajarillo aterido entre

blondas y flores, era la mayor de siete hermanas longevas, y todas juntas, alrededor de la

difunta, lloran a moco tendido y gritan con la desesperación obligada para el caso.

-¡Ay Pino! ¡Tú eres la primera! ¡Ya todas iremos diendo pallá!

-¡Ay, Pino, que tú eras la alegría de la familia! ¡Ayyy!

Hay sonrisas disimuladas entre algunos que miran la escena, que les parece de otra

época.

-¡Sssss! ¡Silencio, que la asustan! ¡Dejen que el espíritu descanse!

Todo el mundo se calla cuando Ana María, que viene del bracillo de su esposo, entra

en la estancia y, con un dedo en los labios, en voz muy baja, impone silencio. Luego se

aparta de Pepe Ruiz y se acerca al ataúd.

-¡Hay que hablarle bajito para que no se sobresalte! Ella ahora está volando hacia el cielo,

y si la asustamos a lo mejor se cae. Y yo quiero que llegue al cielo para que le lleve muchos

besitos a mi hijo Javier, que está allí con Dios.

El sobrecogimiento es general. Nadie consigue que no se le erice la piel, y las

lágrimas brillan en casi todos los ojos. Ana María se acerca a Pinito Gil y le toca la cara y le

pone más flores en el pelo.

-¡Pino! ¡Pinillo! ¡Qué bonita estás! ¿Verdad que está bonita? - pregunta girando la mirada

a un lado y a otro. -¡Mi niña! Pronto estarás en el cielo. A mí también me gustaría, para ver

a mi hijo y darle muchos besos. Pero no puedo irme todavía, porque tengo tres hijos más
113

que cuidar. Dile que lo quiero mucho, ¡muchísimo!, y que nunca lo he olvidado. ¡Mi niño!

Dios me lo dio y Dios me lo quitó.

La sonrisa se borra un instante de sus labios y su mirada parece extraviarse en un

mundo tenebroso. Carmen se acerca de inmediato a ella.

-Ven , mamá. Vamos a sentarnos un poquito.

El cuerpo de Ana María tiembla excitado cuando su hija la ciñe suavemente por la

cintura y la lleva junto a la familia.

Todos la miran. Todos ven las lágrimas brotar de sus ojos; unos ojos donde se lee la

más inmensa tristeza, la indefensión total, la incertidumbre. Pero no emite ni un gemido;

sólo un profundo suspiro de alivio cuando, todavía un poco perdida, comprueba que está con

los suyos, con sus hijitos, que son su delirio, con su familia. Entonces los toca y los mira uno

por uno, y recobra la sonrisa y el brillo de los ojos. Queda en el aire una amarga sensación, y

el silencio se rompe con la llegada de los funerarios que retiran los candelabros, las coronas,

los ramos, y se disponen a cerrar el féretro, despertando de nuevo la angustia de las

hermanas de Pinito Gil, que, esta vez, lloran con más ganas y hasta se aferran a la caja.

-¡No se la lleven todavía! ¡Déjenmela ver por última vez!

-¡Ay Pino, qué mundo éste!

-¡Hay que ver cómo es la vida! Hoy estamos aquí y mañana no sabemos.

-Y que lo digas, Julito. ¡Somos tan vulnerables! -replicó Estiguar, mientras colocaba

diapositivas en los carretes, mirando una por una, para que siguieran un orden cronológico y,

más exactamente, para no intercalar ninguna foto de Javier, el gran amor de su vida, y su

mayor tormento, del que tenía más de mil, con el fin de no hurgar en la herida aún no

cicatrizada. Sólo paisajes. Vistas de la isla antes y ahora, haciendo un estudio comparativo,

a petición de Paula, la actual niña bonita de la casa, que sólo contaba doce años, y que,

espoleada por su madre, sentía gran curiosidad por conocer la evolución de Gran Canaria a

partir de la llegada del turismo.


114

-¡Yo alucino en colores! Parece otro sitio completamente distinto -gritó Paula entusiasmada,

después de ver proyectadas dos panorámicas del sur, sacadas desde la Loma de San Agustín,

una del año cincuenta y nueve y otra cuarenta años después. Y se entristeció, aunque menos

que los mayores, al comprobar que la isla verde preciosa de entonces era ahora, por muchas

zonas, una tierra seca, árida y repleta de horribles edificios construidos sin orden ni

concierto, y coches y más coches, y fábricas e industrias que la ensuciaban.

La sesión de diapositivas, que duró más de dos horas, dio lugar a una encendida

discusión en la que participaron todos, salvo Ana María, que sólo decía ¡qué bonito! o ¡qué

feo!, y de Pepe Ruiz, que empezó a roncar a los cinco minutos de proyección. Se acaloraron,

protestaron, criticaron a los políticos, el abuso de poder, y la desidia de la gente a la hora de

manifestarse por ideales determinados.

Estiguar, el único que se mantuvo sereno y que actuó de moderador, se divirtió

mucho durante la tertulia; le pareció una velada entrañable y disfrutó con las reacciones de

cada uno de ellos, sus gestos, la espontaneidad de sus expresiones y, de hecho, le habría

encantado sacar fotos a cada momento. Sobre todo a Javier, Javierín que, con sus dieciocho

años, se parecía endiabladamente al tío en cuya memoria le pusieron el nombre, al

maravilloso espantapájaros que lo enamoró bailando en el sesenta, allá por la edad media,

según decía el inglés con gran sentido del humor, refiriéndose a la cantidad de años que

habían pasado y a lo mayor que era ya. Tenía sesenta y nueve años y presumía de ello,

porque se encontraba justo en el meridiano erótico de su vida, el número más sexi y, en

contadas ocasiones, se echaba el único chiste que se sabía:

-¡Oye, Julito! ¿Sabes lo que es el sesenta y ocho?

-No.

-Pues tú me la chupas y te debo una.

-¡Mira tú lo espabilado que está el inglés éste de los cojones! Parece que no moja pero

empapa, el cabrón -protestó Julio después de la montada. -¡Y encima es la segunda vez que

me la pega!
115

Se lo pasaron bien aquella tarde, a pesar de la tristeza por la muerte de Pinito Gil, de

la que también hablaron un rato. Recordaron sus ocurrencias y sus cuentos y Julio, que era

quien más la visitaba, relató el encuentro que había tenido con ella, días antes de su muerte.

-Ya le costaba reconocer a la gente y prácticamente ni oía. Yo le grité mi nombre y la ayudé

a incorporarse en la cama. Ella se me quedó mirando fijamente, como si estuviera en otro

mundo y, cuando me reconoció, se le enturbiaron los ojos y se le saltaron las lágrimas al

decir mi nombre: “Julito”. Después, con una mirada muy triste, recitó una copla que me

puso los pelos de punta:

¡ Qué amarga la vida !

Y la muerte ¡ qué cierta !

¡ Qué pronto me habré de ver

con las patas por la puerta!

Y en ese momento, durante unos segundos, que eran años, exceptuando a los que no

vivieron la tragedia, se volvieron a sumergir en la ausencia siempre presente de Javier, el

primogénito de la casa, el hijo adorado, el hermano más encantador, el amante apasionado.

Ya estaban más o menos recuperados, salvo Ana María que se había quedado en un

estado de locura muy peculiar. Una pérdida de tino que fue un recurso que ella eligió para no

sufrir más. Porque los primeros años después de la absurda muerte de su hijo, ella vivió un

calvario insoportable, sin descanso, sin dormir ni comer y, muchas veces, tuvo que recurrir a

la bebida, a solas, a escondidas, sin mesura, para poder evadirse de la realidad que no dejaba

de atosigarla y que la estaba enfermando cada día más. Por eso, cuando una mañana

amaneció con la sonrisa y el brillo de los ojos dibujados, y empezó a comportarse como una

niña grande, casi siempre obediente, la familia se alegró, en cierto modo, de la simpática

chifladura de la madre, una especie de demencia juvenil que la mantenía activa, haciendo

todo lo que le decían, excepto comer. Sólo ingería lo necesario para sobrevivir, más que

nada fruta, y daba la imagen de una figura frágil y delicada que inspiraba ternura y

compasión. Cuando, alguna que otra vez, recuperaba momentáneamente la cordura y revivía
116

el amargo filo del dolor, ella misma se las ingeniaba, no se sabe cómo, para dar vuelta a la

tuerca y tornar al refugio donde la pena no tenía cabida. Las lágrimas solían acompañar la

transición de un estado a otro y Pepe Ruiz, esposo atento como pocos, estaba continuamente

pendiente de ella, haciendo de tripas corazón para simular fuerza, para dar ánimos y para

consolar. A pesar de no creérselo, el fue el más valiente tras la pérdida del primogénito,

aquel hijo suyo que le había salido tan particular y que tanta mala suerte había tenido.

Se preguntó entonces que dónde estaba ese Dios tan justo del que todo el mundo

hablaba. Si de verdad existiera no habría permitido que mi hijo muriera de una forma tan

estúpida. Si antes nunca había sido muy creyente, después de la fatal desgracia se convirtió

en un ferviente ateo que aprovechaba cualquier circunstancia adversa para despotricar de la

religión y de sus dogmas intragables. A veces, en especial cuando veía a su mujer llorar sin

consuelo, se atacaba de rabia y coraje y descargaba contra todo lo que fuera sagrado. El cielo

entero se le hacía poco. Después se marchaba de la casa enfurecido y se pegaba horas

caminando sin rumbo, dando patadas a las piedras, entre gritos e imprecaciones.

-Tal vez por eso no se ha vuelto loco -creyeron en la familia. -Porque tanto caminar hace

que se desahogue y se fatigue físicamente, y luego cae rendido y duerme bien.

Sin embargo, aunque el hecho de poder dormir y evadirse en el sueño suponía un

gran alivio para su cabeza, era otra la razón de que Pepe Ruiz no acabara transtornándose: su

esposa. Desde el momento en que comprendió que ella jamás se recuperaría de su desvarío y

de que otro loco añadido no iba a solucionar nada, cambió su actitud vociferante y agresiva

y, adoptando unos modales más propios de un padre que de un marido, se impuso la dura

tarea de cuidar de Ana María. Para poder dedicarse a ella plenamente, y como podía

permitírselo, se retiró del trabajo. Con los ahorros de su eterna profesión de taxista, más los

beneficios del coche, que arrendó al cincuenta por ciento, bastaba para cubrir los gastos de la

pareja. Y si había problemas, allí estaban los hijos, que trabajaban los tres, para echar una

mano. Una ayuda que nunca le faltó porque ellos estuvieron siempre dispuestos, apiñados,

como si la desgracia los hubiera acercado para que la carga fuera menos onerosa, y andaban
117

pendientes los unos de los otros. Sobre todo Carmen que, a pesar de ser de lágrima floja y

sufrir lo indecible por la situación de sus padres, desplegaba una actividad tal que parecía

estar en misa y repicando.

-¡Vaya una marcha que tiene mi madre! Parece que va de anfetas.

-Y que lo digas, Javi. Si no fuera por tu madre, mi maravillosa hermana, esta familia se iba

a pique -replicó Jacinto, al tiempo que pasaba a Estiguar un carrete de diapositivas de

Estocolmo y cogía una taza de chocolate calentito que Carmen servía en esos momentos.

-¡Cállate, que eres un adulón! -dijo ella.

-Que no, que es verdad, que eres mi hermanita predilecta.

-¡Claro! No tienes otra.

-Oye, por cierto, ¿dónde están los dulces que compró Javier?

- ¡Es verdad ! Yo los puse en la nevera.

Se atracaron de pasteles de la dulcería de Carmela, la del Ejido, esos dulce de

supervivencia, que son como bloques de veinticinco. Jacinto no se reventó de milagro. El

sólo devoró la mitad de la bandeja; el primero lo engulló casi entero, con la boca cual

marrajo y con ojos de gula lujuriosa.

-¡Uuhhmm!

-¡Ñós! Pareces una boa constrictor.

Se rieron un rato con ganas; bromearon con las clásicas tonterías de los piques

familiares e incluso Pepe Ruiz, que difícilmente esbozaba una sonrisa, se echó un buen par

de carcajadas que le salieron del alma. Y Ana María, conquistada por su hija (anda, mamá,

coge éste, que es de coco, como a ti te gusta) se comió un dulce entero y se bebió un café,

porque a ella no le gustaba el chocolate.

Carmen observó la escena desde la cocina y se quedó encantada. Era la primera vez

en casi diecinueve años que oía reír a su padre de aquella forma. También era la primera vez

que, con la ausencia de Javier, veía a la familia tan a gusto, tan propensa a la risa, diciendo

chistes y gastándose bromas domésticas. Y tuvo la impresión de que aquella manifestación


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de alegría era el mejor homenaje que le podían hacer tanto a Pinito Gil como a Javier, ya que

ambos, en vida, habían sido grandes amantes de una buena diversión y de la carcajada

simple y llana.

La voz de Jacinto, que acababa de empezar con la sesión de láminas de Estocolmo,

sacó a Carmen de su abstracción.

-Este es el lago que está delante de mi casa. Es una maravilla, pero hay culebras. Y te

pegan cada susto que no veas.

-¡Qué verdito está todo! –dijo Ana María.

- Si, mamá, pero hace mucho frío.

El frío fue, en realidad, la excusa perfecta de Jacinto para abandonar Suecia. Es

verdad que sus huesos se resintieron en los gélidos inviernos de nieve incesante, y que los

médicos le recomendaron un país cálido para evitar que empeorara, pero la razón primordial

fue que , a raíz de la inesperada muerte de su hermano mayor, se obsesionó con la idea del

suplicio que estaban viviendo sus padres y sus hermanos. No se podía quitar de la cabeza la

imagen de su madre a punto de enloquecer de pena. ¡Y él tan lejos y sin posibilidad de hacer

nada! Además, como cada vez que ocurría una desgracia que le afectara de cerca, sus

propios miedos reaparecieron y, de nuevo, sus sueños se llenaron de lagartos y de ojos, los

ojos multiplicados de aquella novia remota de la que nunca más se supo, pero que viviría

eternamente en sus pesadillas. Ansioso, sin sosiego, casi febril, decidió aprovechar los

consejos médicos para plantear su marcha como una cuestión de salud, sin mencionar la

urgente necesidad que de verdad le impulsaba. No lo comentó para no preocupar, y quizás

también para no herir a su esposa, con la cual seguía teniendo muy buenas relaciones, ni a

sus dos hijos, que ya entraban en la pubertad.

-Esta es una foto de finales del ochenta, el último año que pasé entero en Estocolmo.

-¡Fíjate los niños, qué lindos están! -gritó Ana María entusiasmada.

-Ese fue el año que yo me casé -dijo Carmen.


119

-Sí, y también el año en que Javier se... -se le escapó a Julio, pero Jacinto intervino muy

oportuno, a propósito de la diapositiva, alardeando de lo guapa que estaba su mujer en la

instantánea y lo comprensiva que había sido cuando él se dispuso a partir.

-¡Cómo vuela el tiempo, mi amor! -suspiró Carmen abrazando a Jacinto por la espalda.

-¡Vertiginosamente, mi niña! Y si no que me lo pregunten a mi, que ya tengo nietos.

-¡Qué pinta para ser abuelo! ¡No te lo crees ni tú! -saltó Julio de cachondeo.

-¡Cállate! Que tú también podrías serlo.

-Tampoco te pases, que sólo tengo cuarenta y cuatro añitos.

-¿Añitos? No me hagas reír.

Julio, con el pelo largo rizado en las puntas, pantalón acampanado de cuadros a lo

príncipe de Gales, camisa lisa con chaleco jipi y unos suecos marrones de plataforma de

corcho, apareció en la siguiente diapositiva.

-¡Mi madre! ¡Qué hortera! ¡Y qué cara de pibe!

-¡Oh! Todavía no había cumplido los dieciocho.

- Ahí sí se puede decir que son añitos.

-¡Y tanto! -replicó Julio con cierta nostalgia. Nunca olvidaría aquel viaje tan fabuloso, su

primera salida al extranjero, que Jacinto le había regalado por aprobar el COU, y el éxito

que, según presumía, había tenido en Estocolmo, con su piel morena y su pelo negro entre

tanta carne blanca y cabelleras rubias. Aún conservaba, como oro en paño, el libro “Suecia,

infierno y paraíso”, que tanto furor despertara en los setenta. Después, sin proponérselo,

continuó con un ligero recorrido por su etapa universitaria en La Laguna, donde se espabiló

más de lo que había imaginado y se acostumbró a arreglárselas solo, para, de inmediato, dar

un salto en el espacio y en el tiempo y aterrizar en Ceuta, con el recuerdo de las monjas y los

soldados con los que convivió cerca de un año. Su madre atesoraba todavía, en un cofrecito

de cristal, las cincuenta y dos medallas de plata que las monjas le habían regalado a él, al

licenciarse. La madre superiora, sor Mercedes, la hermana cocinera, sor Josefa y sor

Rosario, la monjita anciana que paseaba y cantaba con él, las tres apenadas por la tristeza
120

que embargaba a Julio tras la reciente pérdida de su hermano, se habían puesto de acuerdo

para regalarle tal ristra de medallas.

- San Blas, para la garganta; santa Lucía, para la vista; san Sebastián, para las heridas...

-¿Te acuerdas, Julito, de cuando las monjas te regalaron el santoral en pleno? -saltó de

pronto Jacinto, como por telepatía, al tiempo que pasaba de diapositiva, sin mirar a la

pantalla.

-Precisamente estaba pensando en eso. Mamá las tiene todas a buen recaudo.

-¡Fuerte medallerío! Tú ya estás bendito per omnia secula seculorum -añadió Carmen, muy

risueña.

Pero su expresión alegre se disipó cuando vio la imagen proyectada de Javier abrazándola,

que Jacinto había incluido por despiste y que quitó inmediatamente. Todos se viraron hacia

la madre pero, por suerte, Ana María no se había percatado de nada y continuaron la sesión.

Sin embargo Carmen retuvo grabada en la mente la foto, una de tantas, de cuando Javier y

ella habían viajado juntos a Suecia, en el verano del setenta y ocho, dos años antes de lo que,

para ella, había sido la peor de las desgracias: un revés del destino que marcó la vida de la

familia de tal forma que todos hablaban, y pensaban, en términos de “antes de” y “después

de”. Para ella fue especialmente duro en principio, porque se encontró sola al cuidado de sus

padres, que se habían abandonado por completo. A Julio le faltaban tres meses de mili y

Jacinto vivía en Suecia. Y ella tenía que desdoblarse para atender su trabajo, la casa y luego

sus padres. Y a todas estas, embarazada y abatida porque aún no podía aceptar que su

hermano se hubiera matado en una caída tan tonta.

La ayuda le llegó a Carmen desde todos los flancos. De cerca contó con Sergio, su

marido del alma, y con Pinito Gil, que parecía un molinillo. De lejos apareció primero el

soldadito recién licenciado que postergó los planes de vida independiente, para quedarse con

la familia tanto como fuera necesario. Poco después, comenzando el invierno, hizo su

entrada Jacinto, que permaneció hasta bien avanzada la primavera y que, cuando sus hijos

rondaban los veinte, se vino definitivamente y sólo visitaba Estocolmo en verano.


121

Estiguar, que no pudo aguantar más el infierno que lo consumía en Madrid, donde

había cambiado de residencia para que los recuerdos no lo mataran, fue el último en

presentarse, buscando consuelo, cuando las hojas secas le llenaron el alma de desolación.

-¿Sabes lo que te digo? -le largó Pinito Gil a Carmen un tiempo después. -Tú madre tiene la

locura tan bonita que tiene gracias al celo y al mimo de su familia. Si no estaría loca de

amarrar.

A Carmen le gustó recordar aquellas palabras de la que siempre consideró su única

abuela, y miró hacia Ana María. Sonrió al verla comer el dulce de coco, cachito a cachito, y

se le ensanchó la sonrisa cuando, de seguido, repasó las caras de los presentes. Echó de

menos a la familia sueca de Jacinto, pero recordó que llegarían dentro de muy poco, como

los últimos inviernos, y se alegró más aún.

-¿Cuándo viene tu gente, Jacinto?

-La semana que viene.

-¿Vendrán también tus dos nietitos?

-Sí señora, hasta el gato.

-¡Qué rico! ¡Todos juntos! -gritó Ana María.

-¡Oye! Estaba yo pensando -saltó Julio -que no está nada mal el tren de vida que llevas con

Freda. Ella viene los inviernos y tú vas los veranos. Y mientras tanto se echan de menos. Y

eso está bien, porque evita la monotonía, ¿no?

-Depende. Tiene sus pros y sus contras, como todo. Pero no está mal.

Era la hora de la despedida.

-Papá, no te olvides de darle a mamá la pastilla para dormir -dijo Carmen.

-Sí, mi hija.

-Y mañana la obligas a desayunar. Yo vendré un ratito al mediodía.

Ana María se empeñó, como de costumbre, en salir a decirles adiós en el callejón.

-¡Pero mamá, que hace mucho frío!

-¡Pues me abrigo, pero yo salgo!


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Pepe Ruiz la acompañó y salieron todos en procesión hasta la carretera, atacados por

el viento.

-¡Oye, Estiguar! ¿Te vas a ir a dormir ya? -preguntó Julio.

-No. ¿Por qué?

-Para echarnos la penúltima en La Pardela.

-Vale. ¿Te apuntas, Jacinto?

-¡Ni hablar! Mañana tengo que estar temprano en el restaurante. Además, que ustedes se

van para Arinaga y se quedan allí, pero yo vivo en Arguineguín.

Ana María, también fiel a la costumbre, estuvo diciendo adiós con la mano, entre

besos volados y cruces de bendición trazadas en el aire, hasta que los coches desaparecieron

calle abajo.

-¡Vaya una familia que tienes, Julito!

-Que tenemos, querrás decir. No te vengas a descartar ahora, que tú eres uno más.

Estiguar sonrió halagado.

-Yo creo que ya que te dedicas a la literatura desde hace tanto tiempo, deberías escribir

una novela basada en nuestras vidas. ¿No te parece?

-¿Por qué no? Material hay de sobra.

Sentados en la terracita de cristal de La Pardela, con el mar oscuro de luna reflejado

en los espejos, las olas chocando contra los ventanales y los sones de una samba bahiana de

fondo, se pegaron de cháchara hasta las dos de la mañana, y se agarraron una mazurca que

osciló entre triste y pensativa, o alegre y escandalosa, según se fuera terciando.

-¡Bien de vueltas que da el mundo! -suspiró Estiguar, nostálgico.

-Sobre todo ahora, con la tranca que tenemos -replicó Julio entre risotadas.

-Yo creo que deberíamos irnos a dormir.

-Espera, hombre. Vamos a echarnos la última. Y vamos a brindar por los cien años de

Pinito Gil, que fue una mujer fantástica.

-Vale. Y también por Javier, que fue mi gran amor.


123

-Eso. Por mi hermano también. ¡Salud!

-Cheers!

Nunca se habían agarrado una borrachera como aquella, y nunca antes habían

brindado por Javier. A Estiguar le salió sin querer, como para completar el brindis de Julio,

y tuvo la impresión de haberse liberado un poco del terrible pesar que llevaba más de veinte

años obsesionándolo. El dolor había remitido lo suficiente para permitirle reír de vez en

cuando, en especial cuando se encontraba con Julio, que le animaba, lo invitaba al cine, le

traía músicas preciosas, pero el remordimiento no lo dejaba vivir, pese a que él nunca lo

manifestó ni dijo a nadie la causa. Más de una vez, en las innumerables charlas que

mantenían, quiso revelar a Julio el gran secreto de su vida. Pero siempre se contuvo en el

último segundo. Temía que, de hacerlo, podría desmoronarse el mundo que le rodeaba, un

mundo que no quería perder; pero la razón primera que lo obligaba a callar era la promesa

que le había hecho a Javier, segundos antes de su muerte.

-¡Esto tiene que ser un secreto entre tú y yo! ¡Prométemelo!

Jamás conseguiría borrar aquellas palabras de su pensamiento. Ni tampoco la última

frase que Javier dijo, con la voz entrecortada y moribunda, recordando la primera vez que

salieron y se fueron de paseo en coche por la isla.

-¿Qué me ibas a decir, Estiguar? -preguntó Julio con voz pastosa.

-No, nada. Que mejor nos vamos a dormir.

Salieron escorados del bar, con pasos falsos, y recorrieron la avenida de la playa de

Arinaga, abofeteados por el viento húmedo que empujaba las olas, hasta llegar a sus casas

que, al igual que la de Carmen y Sergio, eran casi contiguas y daban al mar.

Estiguar se fue directamente a la cama. Pero antes de rendirse al sueño, y como otras

muchas noches, encendió el proyector automático que había instalado en su cuarto y se

durmió mirando a Javier, recién llegado a Madrid, guapo a rabiar, que le guiñaba un ojo, o

le hacía regañizas con la lengua, o le lanzaba un beso volado.


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XV. CARTA DE JAVIER.


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Madrid, 25 / 8 / 80

¡Hola Julito!

Hace ya dos meses que no nos vemos. Desde la noche de mi despedida, que fue a la

entrada del verano, con aquel aire sajariano del coño la madre, ¿te acuerdas? ¡Bien sudamos

aquella noche! Aquí es peor ahora, con el fuego que hemos tenido en Madrid este agosto.

¡Menos mal que empieza a refrescar!

Me acuerdo mucho del tiempo que pasamos juntos, primero aquí en Madrid, para

San Isidro, y luego en Ingenio, con la boda de Carmen. ¡Fue estupendo!

La verdad es que estoy un poco nostálgico y necesito contárselo a alguien. Pensé

escribir a Carmen, como siempre hago cuando quiero desahogarme, pero, como está

prácticamente de luna de miel, es mejor no preocuparla con mis historias por el momento.

Creo que contigo tengo confianza suficiente para decir libremente lo que siento, porque

considero que te has convertido en un hombrecito divertido y amable.

A lo mejor te sorprende lo que te voy a contar. Quizás tengas una imagen de mí más

alegre de lo que soy. Es verdad que soy alegre, que me divierto con facilidad, que donde

haya un pisco de música, ahí estoy yo el primero, pero, como todo el mundo, tengo mi lado

frágil.

¿Te acuerdas que una noche me preguntaste, aquí en mi casa, que si yo estaba

enamorado de Estiguar? Yo te respondí que no, que nunca me había enamorado de nadie, y

que ése era mi lado frágil. ¿Te acuerdas?

De eso es de lo que siento nostalgia. Tengo treinta y cinco años y todavía no sé lo

que es el amor. He tenido miles de amoríos y me he divertido mucho; sexualmente sigo

siendo un fueguillo, y se han enamorado de mí gente estupenda que me ha ofrecido todo;

pero mi corazón no parece interesarse por nadie y se mantiene indómito e inquebrantable.

Tengo ganas de que aparezca el amor de mi vida por alguna parte y me saque del vacío

existencial en el que me encuentro. Ojalá pudiera yo decidir y mandar en mis sentimientos.

De seguro que elegiría a Estiguar, porque es la persona que más me ha querido y me quiere,
126

y me encantaría verlo feliz y relajado. El pobre anda alterado por culpa mía, se obsesiona

por mi falta de fidelidad, sobre todo si lo engaño con otro hombre. Si es con mujeres se

amarga menos, pero si es con hombres se vuelve loco de celos y sufre lo indecible. Lo malo

es que no puedo ocultarlo porque tiene un olfato especial y siempre descubre si he estado

con alguien. Antes de ayer, por ejemplo, un amigo de la escuela de sastre a la que solía ir me

invitó a una sauna, y Estiguar lo supo según llegué a casa. Se puso fatal y se encerró en su

cuarto, que es lo que siempre hace, sin un sólo reproche, sin un grito, comiéndose por

dentro. Así estuvo ayer todo el día. Si por lo menos chillara y le pegara un rebencazo a la

mesa, o rompiera un vaso contra el piso, se desahogaría un poco; pero no, él se lo traga todo

y así está, como un manojo de nervios, flaco y ojeroso.

Yo no sé qué hacer. Cada vez me resulta más difícil nuestra relación. Tengo la

certeza de que lo mejor para los dos, sobre todo para él, que se merece alguien que lo quiera

de verdad, es que nos separemos. Lo peor del caso es que soy yo quien debe decidirlo

porque, si fuera por él, estaría toda la vida conmigo, aguantándome hasta que se muera. Yo

lo envidio por esa capacidad tan grande que tiene de amar. Por otra parte, me planteo qué

haría yo si nos separáramos. Tendría que buscarme la vida por mi cuenta, empezando de

cero, porque yo no he estudiado nada. El único diploma que tengo es el de ayudante de

sastrería y, aunque hago mis trabajitos, me los tomo en plan hobby y no me dan para mucho.

Ya no recuerdo lo que es trabajar. Casi todo mi vida he hecho lo que me ha dado la

gana y he vivido como un rey, rodeado de lujos, viajes y caprichos. Estiguar me mima

demasiado. Le encanta regalarme cosas. Y yo, la verdad, he abusado de su generosidad.

Igualmente creo haberme excedido con otra gente que me ofreció un mundo de opulencia,

sólo por mi cara bonita, pero también yo me sentí utilizado en esos casos. Nunca llegué a

notar el cariño y la pureza que Estiguar me transmite. Y por eso me da rabia no poder

corresponderle; me angustia esta incapacidad mía de no sentir más allá del sexo.

¡Menudo cacao mental! ¿No crees tú, hermano mío? ¡Y menudo rollo el que te acabo

de echar en esta carta que más parece un diario! La verdad es que tenía que echarlo pafuera
127

y ahora me encuentro mejor. Me gustaría que me respondieras pronto y me dieras tu opinión

sobre todo esto. Quizás me pueda ayudar a tomar una decisión.

Por cierto que hoy voy a visitar a un psicoanalista que me recomendaron. Yo nunca

había aprobado este tipo de consultas, pero lo intentaré a ver. Ya te contaré.

Bueno, my darling. Espero que estés mejor que yo. Tienes que volver por Madrid

cuando acabes la mili, que ya te queda menos. Así pasaremos un par de días juntitos.

Muchísimos besos

Javier.
128

XVI. EL VUELO DEL ESPANTAPÁJAROS.


129

Javier cerró la carta que había terminado de escribir y la dejó sobre el escritorio. No

estaba muy seguro de querer enviarla porque, quizás, el contenido era demasiado fuerte para

su hermano. Estuvo tanteándolo un rato, con un porro entre los dedos, engruñado en la silla

ergonómica de Estiguar, que padecía de la espalda, hasta que, después de una abúlica ojeada

a la mesa del comedor, con la losa del desayuno aún por recoger, estirándose como un gato

perezoso, resolvió que debía activarse de inmediato.

La mañana se presentaba ajetreada y, aparte de la cita con el sicoanalista, que era a

las once, debía pasar por el mercado; llevar a revelar unos rollos de fotos; comprar unos

cuantos metros de cuerda para cambiar la liña de la ropa que colgaba en el balcón durante el

verano; entrar en correos para enviar la carta a Julio, si es que por fín lo decidía y, sobre

todo y más importante, tener el almuerzo preparado para las tres. Pretendía sorprender a

Estiguar con una comida suculenta, en un intento de aplacarle el mal humor que venía

arrastrando desde hacía dos días. Además, antes de salir, debía dejar puesta una lavadora,

pues había un montón de ropa sucia, para tenderla a la vuelta, una vez hubiera quitado la liña

estropeada y colocado la nueva de un lado al otro del balcón

-¡Joder! Me tengo que dar prisa. Son casi las diez -dijo Javier en voz alta, estirándose una

vez más, y como si de repente le hubieran conectado un chip, a cámara rápida, recogió la

casa, barrió, fregó, puso una lavadora, se duchó y, a las diez y media, ya estaba ultimando

detalles para empezar lo que él consideró una especia de vía crucis, porque, en realidad, no

tenía ganas de hacer nada. Le daba todo lo mismo. Tan apático se encontraba que ni había

encendido la radio o pinchado un disco, lo primero que hacía siempre según se despertaba, y

peor aún, tampoco se había marcado un simple paso de baile en las tres horas que llevaba en

planta. Sólo se había escuchado a sí mismo desde que Estiguar, que se mantuvo taciturno

durante el desayuno, se marchó a las ocho y media. Y la música que emanaba de sus

pensamientos no era lo que se dice melodiosa ni armónica sino más bien un zumbido

machacón e hiriente que le impedía centrarse en otra cosa. Hasta él mismo se extrañó de no

haber oído siquiera el ruido mitigado y persistente de las obras que se estaban realizando
130

justo en frente de su edificio, en una casa antigua en reformas. El sonido de las amasadoras,

los taladros, las lijadoras, la grúa, las voces de los obreros y sus canturreos lo llevaban

acompañando más de un mes. Había que tener la puerta y las ventanas del balcón cerradas

para evitar la escandalera y el polvo.

En otro tiempo, Javier habría danzado, sin duda alguna, al son de cada uno de ellos,

pero ahora ningún ritmo conseguía privarlo del monólogo interior en el que se hallaba

atrapado y que se agudizó a raiz del truculento episodio que pudo haber acabado con las

vidas de su hermana Carmen y de Sergio, el mar de las pardelas, que a él se le antojó como

una odisea de lo más romántica con final feliz, de cuyos protagonistas sentía verdadera

envidia. ¡Ojalá me sucediera algo así! Otro gallo me cantaría.

Javier sacudió la cabeza con cierto hastío y profirió un grito de rabia.

Antes de cerrar la puerta para coger el ascensor, inconscientemente, se quedó

observando un instante el interior de la casa, su rincón de poder durante tanto tiempo, y se

dejó invadir por la rara impresión de que todo le resultaba ajeno, como si el mundo

encerrado entre aquellas paredes no fuera verdaderamente suyo.

En la calle, el aire estaba quieto, apresado entre el calor bochornoso de agosto y el

polvo de mortero y madera que provenía de la casa en restauración, una mansión señorial de

tres plantas que iba a ser reconvertida en biblioteca pública, con andamios colgando a lo

largo de la fachada y obreros ajetreados por todos lados. Dos amasadoras y una grúa

ocupaban la acera y parte de la calzada que, a veces, tenía que cerrarse al tráfico.

Javier, que se lamentó cabreado de que maldita la hora en que se duchó, ¡joder!, que

ya estaba otra vez empapado en sudor y encima con aquel polvillo pegajoso flotando,

atravezó con premura la calle, que olía a alquitrán derretido, y se dirigió a la Gran Vía,

donde Madrid se convierte en Los Madriles. Siempre le había fascinado pasear por allí, o

sentarse en una terraza y quedarse mirando, en actitud provinciana, como en un escaparate,

las caras y los atuendos de los viandantes de toda raza y condición que deambulaban
131

fugaces. Esta vez, se llevó la impresión de que nadie pertenecía a aquella ciudad, y que la

gente que iba y venía, él incluido, estaban allí simplemente de paso.

-¡Hombre, Javier, dichoso los ojos! -le saludó uno de los tantos compañeros de la escuela de

baile.

- ¿Qué tal?

-Hace meses que estás desaparecido. Desde que dejaste de ir a la escuela.

-Sí, es verdad.

-Mira a ver si te decides a volver, hombre, que a ti se te da muy bien.

-Seguro que volveré pronto, porque tengo ganas de reactivarme.

-¡Joder, tío! Jamás me olvidaré de la historia que nos contaste sobre tus bailes entre los

millos, cuando eras pequeño.

Javier sonrió y, remedando una frase que Estiguar solía utilizar, replicó que aquello

pertenecía a la edad media. Luego se despidió de su acompañante y, cincuenta metros

después, se metió en un laboratorio de fotos. Dejó los rollos y, según salió, se fue

directamente hacia una ferretería que estaba en la misma acera para comprar la liña. Había

un montón de gente y un hombre solo despachando. ¡Me cago en la leche!, pensó Javier

mientras miraba el reloj y, sin dudarlo, con la idea de volver más tarde, se dio la vuelta,

cruzó La Gran Vía y tiró rumbo a Malasaña, donde tenía la consulta el sicoanalista.

-Creo que estaría bien que ahora, después de explicarme cómo te sientes en estos

momentos, y para buscar el motivo de esa incapacidad tuya de amar, me contaras el

desarrollo de tu vida en Las Palmas y aquí en Madrid; la gente que has conocido, aparte

del amigo inglés que vive contigo, lo que has hecho, dónde te has movido...¿te parece?

Javier asintió con la cabeza. Se sentía aturdido, sofronizado, en un estado de

sonnolencia que, paradójicamente, le hacía pensar con claridad y rapidez.

-Yo empecé a vivir cuando me marché de mi pueblo a los quince años. Sobre todo a

nivel sexual, que es el aspecto predominante de mi personalidad. No sabía absolutamente

nada de nada y me dejé llevar de la mano de mujeres y hombres con dinero que me
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colmaron de regalos y grandes cenas en los mejores restaurantes, hoteles de cinco estrellas,

y que presumían de mí como un lujo más en sus vidas. Realmente fui un gigoló hasta que

apareció Estiguar y nos vinimos para acá.

-¿Y cómo es que te atreviste a una aventura tan comprometida sin estar enamorado?

-Me lo permitieron. Estiguar consintió porque él sí que estaba obsesionado conmigo y

habría hecho cualquier cosa para no perderme. Y yo, como de costumbre, seguí la

corriente. Creo que siempre me he movido al ritmo que han marcado otros, y desde que

llegué a Madrid me he mantenido en un rol que, aunque es cómodo y conlleva cierto

atractivo, se está vaciando de contenido poco a poco. Ahora mismo me siento como un ser

casi inútil que no sirve ni para amar.

-No creo que inútil sea la palabra -cortó el psicoanalista mientras ojeaba unos papeles que

había sobre su mesa, y leía en voz alta. -Es buen cocinero, sabe coser, es un buen amo de

casa, es fundamental en una fiesta porque canta, baila, cuenta chistes; es una persona a la

que se le puede hacer confidencias, buen amigo y además guapo.

Javier se sorprendió gratamente de las referencias que el médico tenía de él, y le

preguntó con la mirada curiosa.

-Lo dijo la misma persona que te aconsejó venir a verme, que también es paciente mío.

-¡Pues menos mal! Me sube la autoestima, que la tengo por los suelos -replicó Javier que,

con un gesto, pidió permiso para fumar.

-¿Fumas mucho?

-Últimamente sí; más que nada porros. Es que tengo un hermano haciendo la mili en Ceuta

que me manda chocolate cada dos por tres.

-¿No me digas?

-Sí, sí. Este verano he fumado practicamente a diario.

-De eso también podemos hablar porque no siempre conviene en estados depresivos; pero

me gustaría que siguieras el relato de la llegada a Madrid, con tu amigo, si no te importa,

claro.
133

El primer año fue, sin duda, el mejor para los dos como pareja. Estiguar se encargó

de que todo saliera a la perfección, de que no faltara el entretenimiento ni un instante. Se

pasaba el tiempo organizando excursiones, visitas a museos, teatros, cine, cenas... Cada

tarde, de vuelta del trabajo, ya traía dispuesto un plan de “guerra para este cuerpo”, frase

que Javier solía utilizar cuando tenía ganas de marcha, y que Estiguar había cogido prestada.

-Hoy vamos a visitar la zona de los Gerónimos. Primero nos metemos en el parque del

Retiro y en El Jardín Botánico; después damos un paseo por Recoletos y terminamos con

una copas en el hotel Ritz o el Palace, que están muy cerca. Y mañana, que tengo libre, nos

vamos a Toledo y...

Era incansable. Su actitud sólo se podía equiparar a la alegría que le embargaba. No

había un hombre más feliz en todo Madrid, ni en el mundo entero, pensaba él cuando estaba

con Javier, abrazándolo, acariciando su piel tersa, besándolo de arriba abajo, despacito, sin

dejar un solo hueco libre de sus labios.

-¡Parece que me vas a comer!

Estiguar soltó una carcajada.

-¡Desde luego que te comería entero, mi amor!

-Aparta de mí, Satanás, que te tengo miedo -gritó Javier y los dos se rieron muchísimo.

¿Será posible que todo esto sea cierto?, se preguntó Estiguar más de una vez. Jamás

había imaginado que se podía ser tan feliz. Le daba miedo pensar que, tal vez, fuera sólo un

espejismo. Vivir con Javier en Madrid, verlo todos los días a su lado, sólo para él, era la

experiencia más hermosa de su vida, aún sabiendo que sus sentimientos no eran

correspondidos. Miles de veces pidió a la providencia que aquello no se acabara, que se

detuviera el tiempo, ellos dos solos encerrados al mundo, ellos dos siempre de paseo juntos,

y él sacando fotos a su gran amor en todos los lugares visitados.

En menos de un año se recorrieron la península en coche, incluyendo Portugal,

durante los fines de semana, y además, por Navidades, se pasaron siete días en Londres, para

que Javier conociera a la familia inglesa, y otros tantos en Las Palmas


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-Le he comprado regalos a todos. A Julito le compré una bicicleta.

Javier, por su parte, se quedó impactado con el mundo que se le abrió de repente

cuando llegó a Madrid. Incluso llegó a plantearse que no había estado mal el cambio, y que

no podía quejarse en absoluto de lo bien que lo trataba la vida.

-¡Desde luego! Puedes presumir de ser una de las personas más afortunadas que han

pisado esta consulta. -observó el sicoanalista.

-¿Tú crees?

-Sin duda. Nadie me ha dicho nunca que haya sido tan querido y mimado como tú. La

mayoría de la gente se queja de lo contrario.

-Ya tú ves; y yo desesperado por querer a alguien igual que Estiguar me quiere a mí.

-¿Te sigue queriendo?

-Sí, como siempre. Si no fuera por eso, ya me habría mandado a la mierda, porque yo no le

he hecho la vida precisamente fácil.

-Perdona que te interrumpa. Me gustaría que siguieras el hilo de la historia. Si no te

molesta, preferiría que me contaras qué pasó después de ese primer año tan estupendo.

Pero espera, hay otra cosa que quiero saber antes. ¿Qué hacías... bueno... qué haces por

las mañanas mientras Estiguar trabaja?

-Ahora nada. Hace casi un año que estoy inactivo. Antes iba a bailar tres veces en semana,

tres horas cada día, a una escuela de danza. Me venía muy bien y estaba en forma. Me

apunté al año de llegar a Madrid, cuando empecé a notar la falta de ocupación. Igualmente

estuve asistiendo a un taller de costura durante varios años, los días que no iba a bailar. Y

también me vino bien porque ha sido el único medio que me ha proporcionado dinero

ganado por mí mismo. Además en ambos sitios he conocido gente cojonuda, que ahora son

amigos míos y, algunos y algunas fueron amantes desde un principio.

-¡Ya veo por donde vienen los tiros. Deduzco que tu fidelidad a Estiguar duró un año.
135

-Poco más. Pero de entrada no fui yo quien lo buscó. Fue él quien propició la primera

relación extramatrimonial, como quien dice, porque fue él quien me presentó a aquella

mujer tan guapa, una colega suya italiana, recién licenciada, que, nada más verme,

ignorante de la historia entre Estiguar y yo, me abordó de una manera descarada.

Se llamaba Gina y era de Roma. Apareció en la fiesta que el consulado inglés

celebraba anualmente en los salones del hotel Ritz; un fancy dress party, especie de baile de

carnaval, para conmemorar Haloween, que a Javier le estaba resultando cargante y cursi

hasta que ella se presentó disfrazada de muerte veneciana.

-¡Chao, bellisimo! ¿Quieres que te mate esta noche?

Consciente del cortejo, Javier se ruborizó un poco. Hacía tiempo que no ligaba y se

encontró falto de reflejos, pero le excitó aquella mujer de macabra vestimenta; le atrajo el

tono sensual de su voz cuando lo invitó a un asesinato tan peculiar, delante de las mismas

narices de Estiguar, que pareció no captar el galanteo.

-¿Qué me respondes, bambino? ¿Quieres ser la víctima de una muerte redentora? -insistió

ella, que iba a por todas, cada vez más insinuante.

Javier se encendió. Llevaba un año y pico sin tener relaciones con mujeres y aquella

italiana cachonda, que era más atrevida que la madre que la parió, le estaba despertando el

deseo salvaje de poseerla como a una potra de nácar, sin bridas y sin estribos, como decía

Lorca.

-¿Y qué pasó luego? -intervino el sicoanalista con curiosidad.

-Lo inevitable. Desde que tuve la posibilidad le pregunté a Gina que dónde me iba a

asesinar. Y sobre la marcha nos escapamos a una salita apartada en la que había un sofá y

por poco nos matamos de verdad. A Estiguar no le hizo maldita la gracia. Y menos todavía

cuando le comuniqué que había sido invitado a pasar un mes en Venecia y que ya había

aceptado la oferta.
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-Yo sabía que tanta felicidad no podía durar. Por lo menos no he sido engañado -dijo

Estiguar con mucha tristeza recordando la sinceridad de Javier antes de venirse para Madrid.

-¿Vas a volver a casa?

-Si tú quieres, sí. Sé que esto es una putada, pero parece ser que no puedo cambiar. Lo

siento.

-No te preocupes, yo ya estaba advertido. Y no me queda otro remedio que aceptarlo.

-Sí, ya, por eso me da más pena marcharme. Incluso me da vergüenza, pero...

Las lágrimas bañaron la cara de Estiguar después de la despedida. Nunca lloró

delante de Javier. No porque quisiera ocultar el llanto, sino para evitar influir en las

decisiones que el otro tomara, impulsado siempre por el afán de ayudarle, de protegerle, de

que sufriera lo menos posible. No puede decirse que sintiera lo mismo por la colección de

ligues internacionales y domésticos que alardearon de Javier por medio mundo y que lo

apartaban de él tres o cuatro meses al año.

Después de la Italiana vino una neoyorquina llamada Shirley, un bretón llamado

François, una alemana, un japonés, un ruso y una brasileña que se lo llevó para Salvador de

Bahía y lo envició con la samba y la bossa nova. Eso sin contar la lista de amantes

eventuales del pais con los que se veía en las saunas, en los cines, en los parques, y en cuyas

casas se quedaba de cuando en cuando. Estiguar no los odiaba. Consideraba que odiarlos era

darles demasiada importancia.

-Me cae bien a mí el Estiguar ese. No todo el mundo tiene tal capacidad de amar –

adujo el sicoanalista.

-¡Y tanto! Yo lo envidio por eso. Creo que ya lo he dicho. Y me duele no poder

corresponderle, porque es una persona excelente. Todo el mundo lo quiere. Mi familia, por

ejemplo, lo adora; hasta mi padre, que al principio no lo podía tragar. Mi hermana quiere

que nos vayamos a vivir para allá, a una casa que ya tiene apalabrada, al lado de la suya,
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justo a la orilla del mar. Y Estiguar dice que a lo mejor le conceden el traslado para el año

que viene.

-¿A ti te gustaría?

-Sí y no. Por una parte me atrae la idea de estar con mi familia, y el clima y las playas.

Pero por otra creo que la isla se me haría pequeña y me asfixiaría. No sé. Ahora mismo no

tengo nada claro.

-Pues debes aclararte Javier -apuntó el doctor. -Tú caso no es tan complicado como te

parece. Tú has vivido unas experiencias que yo considero exepcionales y la verdad es que

nunca he tenido un paciente con una vida tan intensa y curiosa como la tuya. Me dará un

poco más de trabajo que otros casos, pero me encanta y estoy seguro de que lo

resolveremos. ¿Y sabes por qué me encanta? Pues porque, aunque vuestra relación está

descompensada, hay nobleza por medio. Te voy a leer una cita de Leonardo Da Vinci que

tengo por aquí: “Si el objeto amado es vil, envilece al amante”. ¿Entiendes lo que te quiero

decir?

-Sí, perfectamente.

-Evidentemente no es el caso. Entre vosotros hay nobleza y respeto, lo cual es muy

importante. Además tú tienes un carácter muy extravertido que te ayudará a salir adelante.

En principio deberías dejar de obsesionarte por el hecho de no poderte enamorar. Yo te

sugiero que le quites importancia y que valores más la suerte que tienes, la fortuna diría yo,

de que alguien como Estiguar te quiera tanto.

Javier seguía pensando en las palabras del psicoanalista cuando entró en la recova de

Malasaña, apurado porque se le había hecho tardísimo y no le iba a dar tiempo de nada. Para

colmo había cola en todos los puestos donde solía comprar, y se entretuvo alegando con el

del pescado, la de las verduras, el de las frutas, y algún que otro conocido a los que solía

alegrar con sus chistes y gracias, y se le hizo la una dentro del mercado.

-Pues nada, mañana compro la liña y paso por correos a sellar la carta de Julio -pensó

resignado.
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Había comprado endibias, queso roquefort, nueces y nata para el entrante;

champiñones, puerros, jamón cocido y queso duro de rallar, para hacer unas galettes

normandas de segundo (receta de su amante bretón) y unos filetitos de gallo que iba a saltear

con ajos y perejil y acompañarlos con papas al horno.

-¡Estaba todo riquísimo! -suspiró Estiguar muy correcto, al finalizar el almuerzo que

había sido alegrado con un vinito blanco seco y bien frío, y coronado con un mus de papaya

canaria.

-Lo hice pensando en ti -replicó Javier sonriente -Además... -ahora puso expresión pícara -...

le añadí unos misterios afrodisiacos para que te pongan a tono.

-A mí no me hace falta ningún misterio de esos tuyos para entonarme.

Lo dijo sonriendo, pero se percibió un cierto tono de resentimiento escondido en la

voz de Estiguar, un resquemor que había anidado dentro de él, que le escocía cada vez con

más bríos, y que, últimamente, se manifestaba con bastante frecuencia. A pesar de que

siempre terminaba rindiéndose a los encantos de Javier, cuando éste se lo proponía, no fue

capaz de evitar el recelo y la desconfianza, e incluso una especie de rabia, hacia la persona

que más quería.

-Voy a poner una musiquita brasileña, de esas insinuantes que tanto te gustan, para

terminar de animarte -dijo Javier, seductor, consciente de los sentimientos encontrados de

Estiguar, que se había mantenido en su papel de ofendido durante la comida y que, poco a

poco, fue bajando la guardia. En principio ni se había inmutado mientras escuchaba el relato

sobre la visita al sicoanalista. Se había limitado a comer, a mirar de reojo a su acompañante

y, tres veces en total, de manera forzada, esbozó ligeras sonrisas simulando después que

tarareaba la música de piano que sonaba en ese momento. La voz de María Bethânia, grave y

sensual (si todos fueran igual a ti, qué maravilla vivir) y, sobre todo, el baile decididamente

erótico de Javier, acabaron con la resistencia de Estiguar, que, una vez más, se entregó sin

remisión.
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-Te voy a dar masaje en los pies, en la espalda y en la cabeza, como me haces tú siempre, y

luego vas a saber lo que es mojo con morena; tenemos toda la tarde para nosotros dos

solitos. Y luego, por la noche, podemos ir al cine, y a tomarnos unas copas, y a ver una

actuación musical en el Morocco o en el Xenon. ¿Qué te parece el plan, mi querido

anglosajón?

-Estupendo, mi amor. ¿Qué película quieres ver?

-Tengo tres en mente: El Tambor de Hojalata, que se llevó el oscar a la mejor película

extranjera; Kramer contra Kramer, que arrasó con los mejores oscars y que me atrae

menos porque dicen que es demasiado melodramática; o La Escopeta Nacional, que la

estrenaron el año pasado y aún no la hemos visto.

-Yo voto por la de Berlanga; creo que es divertidísima.

-Pues vale.

-¿Puedo seguir eligiendo yo?

-Claro.

-Pues entonces, en lugar de meternos en un sitio cerrado, preferíría una de las terrazas de

la Gran Vía. Hace mucho calor y es mejor estar en la calle por la noche. Además, cada día

me gusta más Madrid; se está abriendo y renovando y hay gente de todo el mundo que viene

con ganas de participar y disfrutar de estos aires nuevos.

-Me parece bien; hoy es tu día, my darling -dijo Javier, complaciente, mientras presionaba

los pies de su amante entre sus manos.

-¡Ahh! ¡Qué gusto! ¿Sabes una cosa?

-¿Qué?

-Que merece la pena que me enfade contigo porque es cuando único me mimas tú a mí; y

por una vez se invierten los papeles.

Estiguar se estiró de placer en la cama, traspuesto y encantado de recibir tantas

atenciones, y alargó los brazos para tocar a Javier.

-Tú quieto. Hoy te lo hago yo todo.


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-No creo que pueda sujetar estas manos.

-Ya lo sé, que eres un pulpo; un octopus, como dices tú.

Se rieron a gusto. Javier pensó que, por fin, había conseguido relajar el ambiente

entre ellos y también que, sin darse cuenta, estaba siguiendo las indicaciones del

sicoanalista. Sin saber por qué, aquella tarde se sorprendió a sí mismo estimando más que

nunca la relación con aquel hombre magnífico que tanto le había dado y que era capaz de

cualquier cosa por él.

Por su parte, Estiguar disipó los demonios de su propio infierno para deslizarse

dentro del paraíso que le ofrecían, en el que nunca pisó con firmeza, y, así mismo, evocó las

incontables veces que Javier se había quedado dormido mientras él le masajeaba los pies,

que eran los más preciosos del mundo, y se los besaba, y le mordía los dedos suavemente,

despacito, uno por uno.

¡¡RING!!

Ambos dieron un brinco en la cama.

-No lo cojas -sugirió Javier.

-¿Tú crees? ¿Y si a lo mejor es del trabajo?

-Pues cógelo, mi niño. Hay que ver qué oportuno.

Estiguar descolgó el teléfono.

-¿Sí?

-¿Está Javier?

Pausa.

-¿De parte de quién?

-Un amigo.

Pausa.

-Toma, es para ti.


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Se le cambió la expresión de la cara. Odiaba que llamaran por teléfono y preguntaran

por Javier sin nisiquiera dar los buenos días; pero, sobre todo, detestaba eso de “un amigo”;

era algo que le desquiciaba y, enrabietado, se levantó de la cama y se fue al baño.

-Oye, perdona, ahora no puedo seguir conversando. Ya te llamaré yo en otro momento

-resolvió Javier enseguida y salió detrás de Estiguar.

-¿Qué te pasa?

-¿Que qué me pasa? ¿Tú no lo sabes?

-Yo lo único que sé es que me acaba de llamar un amigo en un momento inoportuno.

-¿Un amigo? No me gustan nada esos amigos tuyos que ni saludan ni dan su nombre.

-Bueno, la verdad es que fue el tío con el que estuve el otro día.

-¿El otro día? Fue antes de ayer, por si no lo recuerdas.

-Vale, de acuerdo. Pero yo no quiero saber nada más de él.

-¿Y por qué tuviste que darle el número de teléfono?

-Yo no se lo di. Seguro que se lo dieron en la escuela de baile.

-No me vengas con historias.

-¿No me crees? Te estoy diciendo la verdad.

-La verdad, la verdad. La verdad es que ya no estoy seguro de poder seguir esta vida

contigo.

-¡Venga, hombre, por favor! Vamos a acostarnos otra vez; y descolgamos el teléfono.

-No, ahora no puedo. Creo que me voy a ir a dar un paseo, a tomar un café o algo por ahí.

-¡Por favor, Estiguar, no te pongas así.

-Me pongo como me da la gana.

Estiguar se vistió y se marchó sin decir una palabra más, ante el mudo desconsuelo

de Javier, que tembló como si un frío glacial le calara los huesos cuando el portazo hizo

resonar las paredes de la casa.

Nunca había visto a Estiguar comportarse así. Tampoco le había hablado nunca con aquella

rabia, ni dicho palabras tan hirientes. Tanto que le sorprendieron las lágrimas brotando
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furtivas de sus ojos. Entonces se llevó las manos a la cara, como si quisiera comprobar la

veracidad de su llanto. ¡Estaba llorando por Estiguar!

-¡Qué sorpresa! -dijo en voz alta, entre suspiros, y, enjugándose las lágrimas, feliz de

haberlas derramado, celebró en su interior lo sucedido, y deseó que Estiguar estuviera allí en

aquel momento para transmitirle sus impresiones. Seguro que se va a llevar una alegría,

pensó, en tanto que se dirigía al balcón con la esperanza de verlo.

El calor, que seguía insufrible, embistió a Javier, que estaba en calzoncillos, según

abrió la puerta del balcón y se alongó para mirar hacia la calle. Pasaba alguna gente, pero no

la persona que quería ver. Luego se fijó en la casa en obras, donde realizaban labores de

poco ruido aquella tarde, y se quedó unos minutos pendiente del trabajo de la grúa. Estaba

subiendo materiales a la tercera planta, justo enfrente de él, y, por un momento, le pareció

que la contrapluma del artilugio iba a rozar la barandilla derecha de su balcón. En aquel

rincón había colocadas unas macetas con claveles y geranios que ocultaban la parte del

madero horizontal que se adentra en la pared, así como tres listones verticales que bajaban

desde dicho madero hasta el piso. Seguidamente reparó en la liña de la ropa, que aún no

había cambiado y, sobre la marcha, decidido, entró en el salón, cogió unas tijeras, puso, de

paso, la radio bien alta y regresó bailando al balcón para cortar la cuerda por ambas puntas.

Después recordó que todavía tenía la colada dentro de la lavadora y miró el reloj. Si salía ya,

podría encontrar la ferretería abierta.

Sin pensarlo más, se introdujo en el baño, se refrescó la cara, se encasquetó unas

bermudas y una camiseta, y ya estaba saliendo cuando se dio cuenta de que se iba a ir sin

apagar la radio. Entonces le pareció oir un golpe seco que provenía de fuera, del balcón o de

la calle, y salió a mirar. Echó una ojeada rápida y, como no vio nada raro, supuso que se

trataba de la casa en obras, y optó por seguir su rumbo.

Si el volumen de la música no hubiera sido tan alto, seguro que Javier habría

escuchado el grito del conductor de la grúa que lo había visto asomar y que le indicaba que

tuviera cuidado con la barandilla porque la flecha del brazo de la grúa la había golpeado. Y
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si no hubiese tenido plantas en el lado derecho del balcón habría notado que dicho golpe

había despegado el madero de la pared y soltado varios de los listones verticales.

El conductor de la grúa fue el único de los obreros en darse cuenta de lo sucedido; de

inmediato, paró la máquina, bajó de la cabina y entró en el edificio donde vivía Javier, justo

cuando éste bajaba en el ascensor. Entonces se pegó los tres pisos a pie y tocó el timbre.

Como nadie abrió, escribió una nota, la deslizó por debajo de la puerta, y volvió a utilizar las

escaleras, no sin antes tratar de pillar el ascensor que, esta vez, subía ocupado.

Estiguar, que por segundos no se tropezó con Javier en la calle, y que vio desaparecer

al gruista por el rellano de la escalera según salió del ascensor, no se percató, cuando entró

en el apartamento, de la nota que había en el suelo, sino que le dio un toque involuntario con

el pie y fue a tener debajo del sofá que se hallaba en el centro del salón.

Ya se habían ido todos los trabajadores de la obra cuando Javier regresó silbando de

la ferretería, y se encontró a Estiguar, muy serio, sentado en el sofá, ojeando una revista de

fotos.

-Tengo que hablar contigo, Estiguar. Me ha ocurrido algo estupendo.

-Yo también quiero decirte algo muy importante -cortó el otro.

-¿El qué? -preguntó Javier, que cambió su actitud alegre, y, nervioso, empezó a desandar la

cuerda que había comprado mientras se dirigía al balcón, cuya puerta estaba abierta.

Estiguar lo siguió.

-Yo creo que deberíamos separarnos durante un tiempo. Me parece que me vendría bien

estar unos días solo, para pensar en nuestra relación y ver cómo me lo paso sin ti.

Javier se quedó de una pieza.

-¿Tan mal te encuentras conmigo?

-Últimamente sí. Estos días, por ejemplo, me he sentido fatal. Cada vez soporto menos que

me engañes, y menos aún que no me quieras.

-Pues yo precisamente quería decirte que esta tarde, después de que te marchaste enfadado,

tuve la sensación de que me estoy enamorando de ti.


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-Lo dudo mucho. Tú no sabes lo que es amar. Tú eres un témpano -sentenció Estiguar, con

voz amarga e irónica.

Javier enmudeció, ofendido, consciente de que Estiguar tenía sus razones para hablar

así, y, para disimular que estaba a punto de llorar, se puso a amarrar la liña en el barandal

izquierdo del balcón. Hizo unos cuantos nudos y, sin darse la vuelta, empezó a tensar la

cuerda para llevarla al lado opuesto.

-¿Cuándo quieres que me vaya? -preguntó con una tristeza desconocida para él, en tanto que

se paraba a mitad de camino.

Estiguar lo miró. La angustia estuvo a punto de ahogarlo. Luego, apoyándose en el

travesaño en el que Javier había amarrado la cuerda, de cara a la calle, respondió: Mañana

mismo, si no te importa. Te vas para Las Palmas, con tu familia.

Una repentina sensación de frío recorrió el cuerpo de Javier. Se sintió extraño; le

pareció que lo que estaba sucediendo era una réplica exacta de los pensamientos que había

tenido hacía un rato. ¡Estaba enamorado! Por fin se sentía implicado en una historia de

amor, una sensación que le gustó, pero que le dio miedo.

-¿Y qué vas a hacer tú aquí solo?

-No sé. A lo mejor me ligo a otro que me corresponda.

El sarcasmo afloró en el tono de Estiguar. Y, de pronto, Javier percibió el sabor de

los celos y agarró con rabia la cuerda entre las manos. Y mientras caminaba hacia atrás dijo:

¡Pues vete a la mierda!

Entonces, más indignado que nunca, descargando la ira contenida de tantos años,

Estiguar se viró, empujó a su amante por los hombros, con ambas manos, y replicó: ¡A la

mierda te vas tú!

Lo que vio a continuación se quedaría grabado para siempre en su recuerdo, como

una pesadilla horrenda e indeleble.


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Javier, que se aferró a la cuerda como si de la vida se tratara, salió despedido hacia

atrás para chocar contra la barandilla rota y, habiendo cedido ésta con chirridos

espeluznantes, caer irremisiblemente al vacío, en medio de gritos de asombro y terror.

Estiguar se quedó petrificado de espanto. No podía ser cierto. Era imposible que todo

aquello estuviera sucediendo de verdad. Aterrorizado, se asomó al balcón. Y cuando vio A

Javier estampado contra el asfalto, se le desorbitaron los ojos y se le revolvieron las

entrañas, y salio corriendo como un poseído por la casa y por las escaleras, entre aullidos de

dolor y consternación.

-¡Aún tiene pulso! ¡Que alguien llame a una ambulancia! -gritaba una de las muchas

personas que se arremolinaban alrededor de Javier, cuando Estiguar salió a la calle.

-¡Déjenlo, déjenlo! -Chilló desesperado, apartando a la gente, y arrojándose sobre su amado

en el más absoluto desconsuelo.

-¡Javier! ¡Javier! ¡No puede ser!

Varias frases en inglés salieron después de la boca de Estiguar, preguntándose repetidas

veces qué había hecho y dando por imposible aquella pesadilla.

-¡Ssssss! ¡Cállate, Estiguar! ¡Cállate!

Un hilo casi imperceptible de sangre se deslizaba por los labios del moribundo. Tan

imperceptible como su voz, que sonó serena y remota.

-¡Escúchame, amor mió! ¡No digas nada! Sólo que me tropecé... cuando iba a poner el

tendedero, y... que la barandilla estaba rota. Yo creo que fue la grúa ... ¿Me oyes?

Haciendo un gran esfuerzo, Javier mostró las manos con las marcas de la cuerda

dibujadas en ellas, y respiró con dificultad.

-¡No! ¡No! ¡No puede ser! -chilló Estiguar con voz desgarrada.

-¡Escúchame... por favor! Esto tiene que ser un secreto entre tú y yo. Prométemelo. No

quiero que te metan en la cárcel. ¡Prométemelo!

-Si, mi amor. Te lo prometo.

Javier sonrió. Su mirada era vagabunda.


146

-¿Sabes una cosa, Estiguar?

-¿Qué?

-Que te quiero.

-Y yo a ti, mi amor. Yo te adoro.

-Ya lo sé. Siempre lo he sabido. ¿Te acuerdas de ... cuando nos encontramos aquel día, y …

yo te dije que quería dar un paseo contigo … por mi isla preciosa?

-Claro que sí, mi vida. Claro que me acuerdo.

-Pues ahora me gustaría ir contigo a dar una vuelta por ahí, a cualquier parte del mundo.

A Estiguar estuvo a punto de arrancársele el alma, y el llanto lo desbordó por

completo cuando, con la voz entrecortada, ante la mirada ya perdida de Javier, respondió:

-Pues... en la puerta tengo el coche, mi amor.


147

EPÍLOGO
148

Las Palmas, 3 / 1 / 2002

¡Querida Sor Mercedes!

Por fin he terminado de escribir las crónicas sobre mi familia que usted me sugiriera

hace más de veinte años, y que me ha venido recordando en alguna de las cartas que me ha

enviado.

Empecé a escribirlas hace dos años, tras la muerte de Pinito Gil, de la cual hablamos

alguna vez, y después de una conversación con Estiguar, el miembro inglés del clan. Ambos,

al igual que usted y yo mismo, son personajes de la novela, y quizás sea la historia de

Estiguar, en relación con mi hermano Javier, la única que usted desconozca, porque, en su

momento, por pudor tal vez, yo no me atreví a contársela.

En lo que respecta a usted, espero que no se moleste porque haya mencionado

algunos detalles íntimos de su vida. Pero esos datos sentimentales, por así decirlo, son la

clave para comprender la humanidad que desprenden tanto su personaje como usted misma.

Espero que todo vaya bien por ahí y que usted siga estando fuerte y sana.

Nosotros estamos pasando un buen momento en general. Mis hermanos Carmen y

Jacinto se encuentran muy bien con sus respectivas familias; los hijos son encantadores y

Jacinto ya tiene nietos.

Estiguar es el que más me preocupa porque de vez en cuando sufre serias

depresiones; pero últimamente se le ve muy activo y divertido. Continúa con su afición a las

fotos, que por cierto me han ayudado mucho a la hora de describir los paisajes de la isla, y

ahora se dedica también a pintar marinas desde la azotea de la casa.

Con respecto a mis padres estoy más que contento. Mi padre vive por mi madre, y se

cuida para estar siempre pendiente de ella; y mi madre es cada vez más niña pero está

encantadora. De último, casi a diario, me pide que toque la guitarra para ella cantar. Y se

echa sus buenos boleros y sus tangos, y se ríe, y se le saltan las lágrimas de emoción.
149

En cuanto a mí, creo que estoy viviendo una de las mejores rachas de mi vida. No

sólo a nivel profesional, que estoy escribiendo bastante, sino también sentimental. Aunque

sigo soltero, y viviendo solo, tengo una vida amorosa muy agradable, sin compromisos y

ataduras. Me gustan tanto la soledad como la compañía y la verdad es que me divierto

mucho. La vida se está portando bien ahora.

Adjunto le envío un ejemplar de la novela y una foto de la familia actual al completo.

Sólo falta Estiguar, al que no le gusta posar para la cámara, pero, por supuesto, él también

está porque es el fotógrafo.

Todos ellos le mandan saludos, y yo un fuerte abrazo.

Hasta pronto,

Julio.

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