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Leonardo Da Vinci
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I. CARTA DE JULIO
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Ceuta 18-12-79
Desde luego, parece mentira que me tengas tan abandonando; a mí, a tu hermano
pequeño, predilecto, que está sufriendo lo indecible en medio de tantos uniformes, galones y
estrellas. Ando esperando saber de ti, bandido, desde que me metieron en el cerro del
Muriano, allí en la sierra cordobesa, y de eso han transcurrido casi dos meses, ¿Oíste,
Bueno, mejor acabo con tamaña retrónica (a ver si sirve de algo), para contarte que,
desde hace quince días, me encuentro en el Hospital militar de Ceuta, viviendo unas
experiencias que ni yo mismo me creo todavía. Te haría la relación desde el principio, pero
No te vayas a pensar que estoy enfermo. Para nada. Es una farsa que me inventé
me enviaron una vez terminado el CIR. Y la verdad es que me ha salido todo a pedir de
boca y, por lo menos, no me he tenido que mamar ninguna guardia, ni que seguir
dedican a fastidiar a los que ellos llaman chinches con las consabidas novatadas.
monja joven estupenda (me suena extraño decirlo) que ostenta el rango de coronela, y que
tiene más agallas que cualquier oficial que yo me haya echado en cara. El otro día, sin ir más
niños, como ella nos llama, estaban pasando frío en plenas Navidades.
El caso es que, aunque parezca un tanto raro, le he cogido cariño a esta mujer y
parece ser que ella también a mí. Según sus propias palabras, estoy cumpliendo una labor
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importante y, a poder que ella pueda, la mili la acabaré aquí. ¡Ojalá! Porque estoy a cuerpo
de rey, como que da gusto (y más ahora que hay turrones, mazapanes, y todo tipo de
golosinas), tengo tiempo para leer, hacer trabajos manuales, ver pelis en la tele, tocar la
guitarra, alegar con mis compañeros y… en fin, ya te contaré cuando nos veamos, que
Imagino que seguirás como siempre, tan estupendamente, con tu rubia familia y tu
trabajito, en esa ciudad que tanto me gustó. Nunca olvidaré lo bien que me lo pasé ahí
contigo, Freda y los niños, y con todo el viaje de gente que conocí por esos lares. Siempre
que alguien menciona el libro "Suecia, infierno y paraíso", yo puntualizo que para mí es
mimitos. Tú no sabes (si lo sabes, creo yo, porque también hiciste la mili lejos), lo que se
agradece una carta de la familia. La mía, desde luego, pasa de mí olímpicamente. Papa y
mamá ni se lo plantean. Alguna vez mandan tres letras ("la bendición de papá y mamá"),
espantapájaros, anda picado conmigo porque pasé, según él, por Madrid, en el verano y no
fui a visitarlo. Pero eso no es exacto. Lo llamé varias veces a la casa y nunca estaba. Yo iba
de paso y no podía quedarme allí más tiempo. Pero él no lo entiende de la misma manera,
claro está, con lo orgulloso que es, y ahora ni me escribe ni piensa hacerlo, el muy bestia. Y
yo, que tampoco soy flojo, pues me he apuntado a bruto y no voy a bajarme del burro.
Menos mal que tengo a mi hermana del alma, que, aparte de dirigirme unas letras de
vez en cuando, me telefonea a menudo desde la centralita del hotel Maspalomas. Por cierto,
y esto es un chisme, parece ser que últimamente está medio enamorisquiada de un tal
Sergio, un pibe muy agradable que conoció hace un mes y pico, y que trabaja en un hotel
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cercano por allí. Aunque es unos cuantos años más joven que ella, esperemos que eso no sea
Julio.
P.D. Insisto: Roguemos un poco a la bendita providencia para que nuestra estupenda
Eran las cuatro menos cinco de la tarde cuando Carmen miró su reloj por enésima
vez. Estaba desesperada por zafarse del tiempo y de tantas y tantas palancas y clavijas que
le tenían las manos hechas polvo, y por levantarse de aquella maldita e incómoda silla, en la
que se había pegado casi ocho horas seguidas. La espalda le daba latigazos y ya parecía no
sentir las nalgas. Su voz sonaba rajada al responder a las últimas llamadas de la jornada.
- ¿Si, dígame? ¿El hotel Tamarindos? Vale, ahora mismo le pongo. Al habla.
pronto un grabado por el que, como en un cristal, fueron desfilando las bocas y los ojos de
Cerró los ojos. Sus grandes pestañas temblaron repetidas veces sobre sus párpados
cansados y, casi imperceptible, una sonrisa asomó a sus labios. Se estaba acordando de
Sergio y de la cita que tenía concertada con él, a la salida del trabajo de ambos, para ir a
mariscar.
acariciaba los hombros y los brazos, con manos anhelantes, y elevaba los ojos, en los que se
¡Ilusa de mí! No me caerá esa breva. ¿Cómo se va a enamorar de una mujer que le
-¡Si, dígame!
-¡Ah, sí, sí! Ya voy. Sólo un minuto -respondió sorprendida y con ganas de parecer serena.
Acto seguido, decidida, nerviosa, terminó de cuadrar la caja y, al ver que se acercaba la
operadora del turno siguiente, cogió su bolso, una mochililla donde llevaba comida y cosas
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de playa, y salió al pasillo del hotel. Aliviada, miró de reojo el diminuto y asfixiante cuarto
-Ya lo sé, guapa -respondió Carmen, colorada, al tiempo que miraba hacia la salida y
divisaba la figura de Sergio, que la estaba abanando desde fuera. Ella le hizo un gesto (un
minuto para cambiarme) y se fue directa al vestidor, a punto de darle un fatuto de lo tensa
que se encontraba. Allí suspiró profundamente varias veces, mientras se quitaba el uniforme
y se ponía un traje estampado playero muy coqueto. Se pintó rápidamente los labios, se
Ray Coniff, Carmen salió a la calle y, tímidamente, consciente de que era objeto de las
miradas cómplices de algunos de sus colegas, saludó a Sergio con un beso en la mejilla.
-Sí, solté a las menos cuarto -replicó él, en tanto que agarraba la mochila de ella y se
acercaba al coche.
Media hora más tarde llegaban a la playa de Medio Almud, entre Taurito y Tiritaña,
bajando por un barranquillo casi intransitable, que estaba vestido de julagas y tajinastes,
palmeras, beroles y tuneras. Iban sudorosos con el calor inusual que ofrecían los últimos
Durante el camino, tanto en la carretera como barranco abajo, hablaron poco pero
parecía que la batalla estuviera del todo perdida, porque él había tenido un par de detalles
que mantenían su ilusión. Sobre todo desde que la invitó a ir a la playa por primera vez,
mar, siempre de lo más solícito. Nunca nadie le había dado ese gusto. Una semana después
la convidó al cine a Las Palmas, a ver Kramer contra Kramer, durante cuya proyección ella
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se hartó a llorar, y sólo habían transcurrido siete días desde que la llevara a cenar al Beach
Club, que era todo un lujo, y, seguidamente, a la discoteca que había encima del restaurante.
La pena era que él no se había expresado todavía en los términos que ella quería oír
y, por supuesto, no iba a ser ella la que rompiera el hielo. No era su estilo. No estaba
dispuesta, bajo ningún concepto, a dar el primer paso. Igual que también había excluido,
pensó en aquellos momentos, el ritual del encantamiento. Recordó las palabras textuales de
una vecina ya anciana, Pinito Gil, a la que consideraba como si fuera su verdadera abuela,
que la quería ver casada para poderse morir tranquila, y que le repetía a menudo que a los
treinta se pone muy difícil eso de pescar a un hombre, y que lo mejor en tales casos es un
sortilegio.
Carmen sonrió. Tampoco era ese su estilo. Prefería mil veces vestir santos antes que
cometer tamaña locura. No sería ella la primera solterona, ni la última, y si era su destino,
obsesionado con el desengaño amoroso que había sufrido el verano pasado. La mujer que
quería se había casado inesperadamente con otro, dejándolo tirado como agua sucia. Estuvo
más de un mes emborrachándose todas las noches y, en una de sus trompas, había llegado
incluso a presentarse ante la casa de su ex, balbuceando la canción de Jacques Brel “Ne me
-¡Déjame ser la sombra de tu sombra! -gritó hasta la saciedad bajo la ventana de la que
siguió a la pena. Despotricó hasta desahogarse; mentalmente, y alguna que otra vez a viva
voz, dirigió los peores insultos a aquella pelandusca lagartona de mierda que lo había
hundido en la miseria.
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se encontraba casi libre de aquel estado que le destrozaba los nervios. Un amigo lo había
invitado a pasar por el hotel Maspalomas, a tomar unas copas y picar algo en el bar. El rato
volviendo la sensación de haber sido ofendido y humillado. Y una vez más sintió deseos de
venganza. Se le ocurrió la terrible idea de llamar a aquella hija de perra y ponerla verde.
Pidió disculpas a su acompañante, que hablaba con el barman muy animado, y se dirigió a la
centralita del hotel que estaba situada al lado de la recepción. Se acercó a la ventanilla.
-Muy buenas -respondió Carmen, muy amable, aunque con gesto cansado. Era casi la hora
-Gracias.
Algo hubo en aquel “gracias” que hizo que Carmen se fijara en Sergio y notara la
expresión contenida de su cara, sus ojos rojos y brillantes. También vio la pena en aquella
mirada que se desvió de inmediato. A su vez, Sergio, que caminó hacia la cabina, se quedó
pensativo ante el gesto de ella, y también reflexionó sobre aquel “gracias” que él mismo
había dicho, y que pareció haberlo serenado. Se le quitaron las ganas de llamar. No merecía
la pena. Por un momento se quedó parado, dudando, cortado además por la actitud de
aquella telefonista que le cambió el ánimo. No sabía qué hacer. Por fin decidió anular la
llamada y, aunque se le cruzó por un instante la idea de marcharse al bar para no enfrentarse
Carmen se había levantado y ultimaba los detalles, a punto de irse, esperando tan
-¿Cambiaste de parecer? - preguntó con cierta ternura, y tuteándolo sin darse cuenta.
-Sí, es mejor así - respondió él con tristeza, sanamente, dando pie a una réplica. Esta vez se
mantuvieron las miradas. Carmen nunca supo cómo se atrevió a decir lo que dijo a
continuación.
-Anímate, hombre, que tú eres muy joven para estar tan triste. Si quieres te invito a tomar
Y a él le pareció tan natural y agradable, tan raro y sencillo a un tiempo, que no pudo
negarse.
Poco más de una hora después, Sergio ya le había relatado a Carmen la historia de su
desamor. Incluso llegó a confiarle el lado oscuro de su alma, lo perverso de sus sentimientos,
especialmente cuando deseara que el avión, en el que viajaba su exnovia en luna de miel, se
estallara por los aires y se hiciera mil pedazos, aunque murieran doscientas o trescientas
-¡Qué locura! Pues sí que tenías que haber estado mal -dijo Carmen alarmada. -Pero no te
preocupes. Me imagino que todo el que sufre ese tipo de desengaños, vendrá a sentir tres
cuartos de lo mismo.
Intimaron tanto, que, de inmediato, se creó entre ellos una fuerte dependencia.
Necesitaban verse, o al menos hablarse, a diario. Las razones no eran las mismas porque,
mientras Carmen empezó a alimentar una llama que, a pesar de sus treinta años, nunca se
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había encendido del todo en su interior, Sergio se apoyaba en el afecto y los mimos que ella
le prodigaba para salir definitivamente del vacío de la decepción. Por supuesto que él no
era ajeno a lo que ella sentía. Se dio cuenta desde el principio. Y más de una vez consideró
lo fantástico que tendría que ser enamorarse de alguien que le quería tanto, aún a sabiendas
de que era siete años mayor que él, cosa que le importaba bien poco. Incluso llegó a desear
que sucediera algo que le impulsara a quererla, algo así como acostarse por la noche y
setenta y nueve, en que se disponían a pasar la tarde mariscando, el destino les tenía
preparada una aventura que no olvidarían durante el resto de sus vidas y que les uniría para
siempre.
por dos espigones montañosos que se cortaban en aristas escalonadas y abruptas. Roja y
verdoso, la arcilla y el almagre salpicaban de color los riscos negros. El cielo gozaba de un
-Nadie diría que estamos ahora mismo en invierno -dijo Carmen al salir del agua, cogiendo
-Desde luego, nadie lo diría. Pero nosotros tenemos la suerte de vivir en una isla
-Pero aquí también se pone el sol. Y no tenemos sino un par de horas de luz.
Carmen asintió con una ancha sonrisa, mientras, sobre una roca plana, colocaba un
-¿Tú crees que el agua llegará hasta aquí? -preguntó temiendo que la comida fuera a
mojarse.
-No, pero me supongo que si el agua llega tan arriba es que el mar está alto -respondió
la inglesa, decía ella porque la enseñó una amiga londinense, que estaban deliciosos. Tenían
una crema de aguacate con perejil, ajo y un poquito de sal, zanahoria rallada, rodajas muy
finas de tomate y pepino, lechuga picadita y queso tierno. Sergio, por su parte, aportó una
tortilla de papas con cebollas blancas y perejil, que le había hecho su madre por la mañana.
Para acompañar, cerveza, Y para rematar, cosa que sorprendió muy agradablemente a
Sergio, Carmen sacó un termo de café. Viéndolo tan contento por aquel detalle, ella pensó
que a lo mejor tenían razón algunas de sus amigas al asegurar que a los hombres se los
El vapor del café y el humo de los cigarros mitigaron un poco el olor a mar. Ninguno
de los dos se dio cuenta, porque estaban demasiado entretenidos hablando de sus respectivas
familias, de que las olas subían cada vez más. Tampoco notaron que, mar adentro, se había
tramo de playa que les separaba del arrecife donde pretendían mariscar, y que se ocultaba
tras un recodo del acantilado que se metía en el mar. Los últimos pasos los dieron con el
agua por la cintura y Sergio tuvo que ayudar a Carmen a trepar en el trecho final. Fue
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entonces cuando él volvió a caer en la cuenta de que la marea iba bajando y supuso que a la
Pero se equivocaba. La marea empezaba a subir y las olas se encrespaban cada vez
trajín, escondidos detrás de un peñón, atentos a cualquier bicho que pudieran pescar antes de
Ajenos a la amenaza que les acechaba, agachados por los charcos de aquel islote
escabroso, anduvieron casi una hora seleccionando los burgaos más grandes, las lapas más
mejillones. Y ya con la bolsa bien llenita, saboreando de antemano la paella del día
siguiente, en el que ambos libraban, decidieron reposar un rato para ver el atardecer.
conversación que traían entre manos. Él encendió cigarrillos para los dos. Ella volvió a
hablar de sus tres hermanos, Julio, Javier y Jacinto, que se hallaban en Ceuta, Madrid y
Estocolmo respectivamente. Los adoraba a los tres, pero sentía especial predilección por
Javier, el espantapájaros, porque se divertía mucho con él, especialmente durante la época
de carnaval.
-Porque cuando era chico se ponía a bailar como los locos entre los millos y tomateros que
mis padres tenían en El Llano de la Cruz, allí en Ingenio. Y parecía que estaba espantando
-¡Qué simpático!
El sol se ocultó detrás del peñón y cambió la luz del acantilado. Carmen y Sergio se
levantó de un brinco y dijo que quería ver el ocaso en el horizonte, en tanto que se frotaba
las manos y los muslos. Ella también se incorporó. Inconscientemente miró a su alrededor,
como recelosa y, de seguido, sin saber porqué, cogió los mariscos, los cigarros y los
fósforos, se arrimó al pie del despeñadero y lo puso todo en una cuevita que estaba azocada
Un mal presentimiento la asaltó. Una pardela surgió como un rayo por el filo que daba a la
tuétano, vio despuntar una cresta espumosa que se acercaba amenazante. El alma se le fue en
un grito.
violento estallido. Rebotada, una tromba de agua saltó por encima del peñón y cayó
estrepitosamente sobre él, arrastrándolo por los callados. Ella, metida en un susto, se acercó
Enseguida lo cubrió con una toalla, y con la otra secó la sangre que brotaba de las
heridas, afortunadamente superficiales, mientras decía que se iba a acercar hasta la playa
para traer un pequeño botiquín que siempre llevaba en la mochila. El no dijo nada, se limitó
a mirarla, con los ojos rayados de lágrimas, hasta que ella llegó al recodo que giraba hacia la
caleta donde se habían bañado. Y cuando vio que se quedaba quieta y pasmada, que las
manos se le fueron a la cabeza en gesto de asombro, él pudo adivinar lo que ella estaba
presenciando: el mar parecía un diablo desatado. Las olas se estrellaban contra el extremo
del acantilado, irrumpiendo en el barranco, y la playa y la roca, donde habían dejado las
mochilas y las ropas, habían desaparecido por completo. Una ola gigantesca espumeaba mar
adentro y se enfilaba con furia hacia la costa, cuando Sergio, maltrecho pero decidido, se
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acercó a Carmen. Había traído las toallas y se cubrieron con ellas. La visión que se les
presentaba era espeluznante. Se les antojó imposible que todo aquello estuviera sucediendo
la cresta rompió con furia y los persiguió mientras corrían espantados. Instintivamente, se
cobijaron en un zoco que había al pie del desfiladero. El agua no los alcanzó, pero la brisa
que despidió los dejó tiritando. Desconcertados, indefensos, se miraron; luego se buscaron
sus cuerpos encogidos contra los riscos. Cada vez era mayor la avalancha de agua, y la
espuma los azotaba con violencia. El miedo unió más sus cuerpos y, brincando a cada
bramido del mar que los asediaba incesante y sin piedad, ni siquiera notaron cómo caía
despeñadero para ir a posarse unos metros por encima de ellos. El pardusco color de sus
plumajes se confundió enseguida con la oscuridad que se adueñó del cielo, con un rumor
agreste y frío. Las contadas estrellas y la luna, que se dibujaba como una uña cortada en
-¡A ver cómo salimos de ésta! -pensaron los dos, más de una vez, incapaces de articular una
mismo. Se hallaba tan horrorizado como ella que, a su vez, sufría más por el destino de él
que por el suyo propio, y había elucubrado con finales de novelas y películas tremebundas y
románticas que eran sus preferidas. Se acordaron de sus familias, sus amigos, sus vivencias
comentado y, repetidas veces, pensaron en lo bueno que sería salir sanos de aquel mal trago
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para comenzar una nueva vida los dos juntos. Pero la idea que les ocupaba casi todo el
sentido era la del último estallido, la ola fatal que los estamparía contra los riscos y, siempre
abrazados, los arrastraría irremediablemente por callaos y rocas hasta que el mar los
Resignados a su suerte, con los golpes de mar metidos en las sienes y el frío calado
en los huesos, no advirtieron que, a eso de la medianoche, el agua ya no chocaba con tanta
virulencia contra el peñasco y la estela había dejado de salpicarlos. Fue al dejar de soplar el
viento, que se mantuvo un buen rato y secó prácticamente las toallas que los abrigaban,
cuando cada uno descubrió el calor del cuerpo del otro, y reaccionaron al unísono. Abrieron
los ojos con incertidumbre, como por primera vez, y, desconfiados, miraron a su alrededor.
La noche negra no les impidió vislumbrar que el mar se había alejado y que sólo espumeaba
por el costado que lindaba con la playa. Entonces se buscaron con ojos nuevos, y una
sonrisa, también nueva, vibró en sus labios, que exploraron cada palmo de sus caras, de su
pelo, con besos alegres y tiernos. Incluso sus voces sonaron distintas.
playa, vieron que el mar la seguía embistiendo. Un rebumbio de arena y piedras rugía en la
volaron hacia ella, entre graznidos enloquecedores. Un canto macabro que sacudió los
loco y empezó a dar chillidos de rabia, pegando brincos, y ella, entre gemidos y temblores,
Lloraron con tanto desconsuelo que, por poco, no oyen el ruido de un motor que
barco, subieron hasta el repecho más bajo del peñón y miraron al mar. Una luz se movía con
-Es difícil que nos oigan - sentenció Carmen, castañeando los dientes. -Están muy lejos.
De pronto, Sergio, histérico, dijo que le iba a pegar fuego a las toallas a ver si veían
las llamas.
-¡Ay, Dios!, espero que no se hayan mojado. Yo los puse donde estábamos nosotros, en una
cuevita que hay allí -gritó ella. Él los fue a buscar a tientas en la oscuridad.
-¡Ya los tengo! ¡Y están secos! -gritó Sergio en tanto que brincaba hacia el morro, haciendo
sonar los fósforos. Una vez allí, cogió las toallas, las colocó en la parte más alta y las hizo
Ellos no supieron hasta la mañana siguiente que los guardacostas, que andaban en su
inmediato, deslumbradas por la luz de la llama, ciegas y encandiladas, las pardelas cayeron
sobre ellos en estampida y los picaron por aquí y por allí, en la cabeza y en la espalda, en los
III. NO TODAS LAS MONJAS SON MUJERES QUE SE CASAN CON DIOS
zarandeaba a capricho. Olas gigantes invadían la cubierta, se llevaban cualquier cosa que
Todo el mundo estaba mareado, hasta los marineros y la gente que solía hacer
aquella travesía. Según se oía, pocas veces se había encrestado el mar en el estrecho con
tanta bravura.
-¡Pues vaya, hombre! Tenía que tocarme a mí, caramba, que es la primera vez que cruzo
este canal -gritó una señora de piel morena muy curtida, con marcado acento andaluz. Se
mantenía la frente con una mano y apretaba una bolsa para el mareo con la otra. A
intervalos, giraba un poco la cabeza y volvía los ojos cuajados hacia Julio; él quería
responderle que sí, que tenía razón, pero no podía emitir ni un solo sonido de tan revuelto
que iba. Ya no le quedaba nada en el estómago; había echado hasta la bilis, y cada viraje del
navío le producía unas náuseas insoportables. Sus ojos grandes y saltones se iban a echar
fuera de las órbitas y su piel castaña lucía un amarillo cetrino, que en nada se diferenciaba de
la del resto de los viajeros. Estaba desesperado por llegar a puerto. Tenía entendido que el
viaje duraba poco más de una hora, pero a él se le antojaba eterno y, cuando su estado se lo
permitía, miraba ansioso por la ventana esperando ver tierra. Sin embargo, también le
pescara la policía militar con aquella pinta por las calles de Ceuta. Menudo paquete le iban a
meter; y bien lo sabía él, que ya lo habían entrullado un fin de semana en Sevilla, porque
uno de aquellos cabrones lo sorprendió paseando con la gorra quitada en el parque de María
Luisa.
¡Maldita la hora en que se me ocurrió a mí esta locura!, pensó, aturdido, entre arcadas que le
para escapar del cuartel. Aprovechando la coyuntura (él usaba mucho esa palabra) de que, a
veces, orinaba a cuentagotas, sobre todo cuando ingería alcohol, se le ocurrió alegar ante el
previas. El oficial no se quedó muy convencido, puesto que consideraba a Julio demasiado
joven para padecer dicha enfermedad, pero lo vio tan seguro de sí mismo y tan educado, que
Mejor; mientras más lejos, mejor, pensó Julio, que habría argumentado cualquier patraña
con tal de conseguir su propósito de alejarse de aquel cuartel en el que recalara varios días
antes, y que le resultaba del todo insoportable, en especial porque no había nadie conocido.
Allí se sintió desangelado, perdido entre tanto ser extraño; lo trataban al trancazo limpio y,
por ser recién llegado, fue considerado como un bicho o chinche, expuesto a que le jugaran
cualquier trastada. Le hicieron bañar con agua fría de madrugada; lo engañaron para que se
presentara ante un falso teniente, que era un soldado disfrazado. En fin, se rieron de él como
quisieron los muy mamones. Y ya más que harto, concluyó que debía echarle un poco de
una buena representación para salir airoso y bien parado. Por eso, al día siguiente, se metió
en el baño rápidamente y, sólo ante el espejo, apuró su afeitado, se peinó bien y se aprendió
de memoria, cuidando las palabras y las poses, el texto que recitaría ante el oficial médico.
Lo más que le podría pasar es que descubrieran su juego y lo devolvieran al punto de partida
pero, mientras tanto (él confiaba bastante en sus posibilidades y en su buena fortuna) estaría
¿Quién le iba a decir que aquel viaje gratis le iba a resultar tan caro?
-¡Mi madre! Por poco no lo cuento -dijo casi melodramáticamente a la señora andaluza que
viajó a su lado, en tanto que, todavía con el vaivén del barco trincado en el estómago,
se extendía por la Almadraba y otros barrios antiguos, hasta escalar la ladera del Monte
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Hacho. Dos grandes espigones, de levante uno y de poniente el otro, cerraban el amplio
puerto acosado por un Mediterráneo bravío. El aire húmedo y frío envolvía la mañana.
Julio observó a los viajeros. La mayoría eran soldados y árabes ceutíes ataviados con
vistosos darrás y turbantes. Como él, daban la impresión de estar sumidos en una nube densa
-Está cerca, pero más vale que cojas un taxi, porque es una buena cuesta y, sobre todo,
porque te puede molestar la p.m. -replicó el legionario con simpatía, mientras observaba la
Un rato después, todavía pálido y muy preocupado, Julio se presentaba ante el cabo
de guardia del hospital militar Gómez Ulla, haciendo lo posible, aunque sin éxito, para que
-¿Qué te pasó, hombre? ¿Se te derramó el café con leche? -inquirió quisquilloso el cabo que
-¡Estás bonito para una guerra! Venga, vámonos enseguida, antes de que te vea ningún
oficial.
se dirigieron a la sala de urología. Varias monjas se cruzaron con ellos por los sombríos
-¿Qué hacen aquí estas mujeres, mi cabo? -preguntó con cierta sorna en la voz.
-Trabajan. Ellas son las que cuidan de los soldados y oficiales enfermos; son hermanas de
-Sí, hombre. Y la madre superiora, sor Mercedes, es coronela. Ella es la que más manda en
-Me sorprende -añadió Julio, con andar pensativo. Estaba considerando que era más fácil
caer en gracia a unas monjas, aunque fueran medio militares, que a sargentos, tenientes o
Algo tengo que hacer yo para conseguir quedarme aquí, pensó. Siempre será mejor que estar
en el cuartel.
-¡Hola muchachos! Aquí tenéis un compañero nuevo. Es canario -gritó el cabo desde la
puerta de la sala, sacando a Julio de sus cávilas, para llamar la atención de los siete enfermos
El hecho de ser canario pareció causar buena impresión entre los demás, todos
peninsulares, y Julio entró sin más en animada conversación con cada uno de ellos.
Respondió a preguntas que tenían que ver con las playas maravillosas llenas de extranjeras
rubias y tostadas, y con el clima tan benigno de las islas Canarias. Hablaron de mujeres,
el cabo de cuartel, que iba a salir de compras, y venía a preguntar si querían algo de la calle.
-Yo quiero que me traigas una sueca soleadita como las que ha descrito el canario -saltó un
Julio pidió que le trajeran unas cuantas novelas, una libreta para escribir, y también,
planeándolo al instante, un rollo de hilo de pita y otro de hilo acarreto fino, agujas de calar y
telas de forro. De paso preguntó si era posible conseguir una guitarra prestada porque tenía
ganas de alegrar el ambiente, sobre todo en aquellas fechas de diciembre, con las fiestas
-¡Ole, el salero del canario, que esto parece otra cosa, mi alma! -saltó el sevillano, después
de que Julio terminara de afinar la guitarra que le habían traído y entonara los sones de una
isa parrandera. Después vino un popurrí de música festiva y verbenera, y otra isa solicitada
por la audiencia, que era la primera vez que escuchaba música de las islas.
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-Échate un villancico, canario, que eso nos lo sabemos todos -gritó un legionario llamado
Julio no lo había pensado, pero le pareció una buena idea cantar un villancico.
Encajaba en sus planes. Las Navidades estaban cerca y, ¿por qué no?, podía intentar formar
También le pareció apropiado que fuera el Tamborilero, por aquello de “el camino
que lleva a Belén”, para indicar que todavía faltaba un tiempito. Mientras cantaba con toda
aquella gente, se le antojó que estaba viviendo una situación irreal. Nunca se habría
imaginado que algo así le pudiera suceder. Y todo en menos de cuatro horas. Había partido
de Algeciras a las ocho de la mañana, todavía faltaba un poco para el mediodía, y daba la
impresión de que había transcurrido mucho más tiempo, con tantas vivencias juntas.
La escena le resultó incluso más surrealista cuando asomaron dos monjas por el
umbral de la puerta, con el propósito de avisar para el almuerzo. Se esperaron sin embargo,
con caritas angelicales, hasta el final de la canción e incluso dejaron oír sus voces en las
últimas estrofas.
Julio se impresionó. ¿ Quién le iba a decir a él, que despotricaba de curas y monjas,
que hacía siglos que no pisaba una iglesia, que el azar le depararía una aventura como
aquella?
-¡Qué bonito! -aplaudieron las monjas con alegría. -A la madre superiora le va a encantar.
¿Tú eres nuevo, no? -preguntó una de las hermanas, dirigiéndose a Julio.
-Sé Bienvenido, hijo -replicó ella amablemente. -Para celebrarlo, vamos a almorzar, que ya
es la hora.
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Sor Mercedes empezó a oír los sones melodiosos de las cuerdas desde el momento
en que entró en el pabellón de soldados. Hacía siglos que nadie tocaba una guitarra en su
presencia y cantaba una canción que no fuera de misa. Una voz cálida y relajada, entonando
“si me pudieras querer como te estoy queriendo yo” le llegó por los pasillos, que se le
antojaron más claros que de costumbre, igual que una serenata llena de recuerdos que nunca
había podido olvidar del todo. Sus ojos grandes y nobles se llenaron de lágrimas que no
brotaron y de pronto, se sintió transportada en un tren lejano, y tuvo que sacudir la cabeza
para recomponerse. Suspiró profundamente, se estiró y, rogando a Dios, por siempre bendito
y alabado, que la perdonará por sus devaneos, avanzó por el corredor hasta llegar a la sala de
urología.
enfrente. Los enfermos que ella conocía, y que solían descansar tranquilos en sus lechos,
suelo, apoyados en los respaldos de las camas, con un ajetreo terrible de hilos y más hilos
que se esparcían por la estancia. Sobre una de las camas había un pequeño tapiz sin terminar,
telas, agujas y varias tirillas de madera. Tan enfrascados andaban en su labor que ninguno se
su salsa, tal como él había deseado que ella lo encontrara. Lo tenía todo previsto. Creía que
la madre superiora se llevaría mejor impresión si veía primero su trabajo y después a él.
-¡Pero bueno! ¿Qué ha pasado aquí? Si esto parece más un taller de artesanía que una sala
de enfermos.
pregunta.
-¿Y en tan poco tiempo has montado este tinglado? -inquirió la monja.
-Ha sido fácil. Yo he trabajado mucho con la pita. Aprendí desde pequeño, en mi casa; mi
familia hacía bolsos, alfombras, lámparas y otras cosas para los turistas. Es muy sencillo;
si quiere la enseño.
Sor Mercedes, muy animada, acercó una silla y se sentó. Julio cortó un trozo de pita,
midiendo desde la mano derecha, con el brazo estirado, hasta el hombro contrario; lo agarró
luego por una punta y le dio dos vueltas alrededor del dedo índice izquierdo; así formaba un
redondel por el que metía la otra punta y hacía un nudo, luego otro y otro hasta conseguir
-¡Qué lindo! Pues me gustaría que hicieras un nido para el ruiseñor que tenemos en la
comunidad.
-Bueno, ya veremos. Pero ahora cántanos una cancióncita como la que escuché cuando
-Muchísimo -respondió ella que se emocionó con la letra del pobre bardo, enamorado de una
niña de la alta sociedad, y que murió de pena porque pensaba, erróneamente, que ella no lo
quería.
Acabado el tema, sor Mercedes dijo justo lo que Julio deseaba escuchar.
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-Mira, canario, aunque estés sano, que no sé por qué me da que tú no tienes ninguna
prostatitis ni nada por el estilo, aquí puedes realizar una buena labor, y yo me las arreglaré
El giro de los acontecimientos se produjo con tal rapidez y de manera tan fácil que,
por un momento Julio creyó que estaba soñando. Todo salía a pedir de boca y, desde luego,
no iba a ser él quien desaprovechara la ocasión que le ofrecían. A punto anduvo de dejar
aflorar la alegría que sentía por dentro, pero se contuvo prudentemente; no quería que se le
Ante aquella tesitura le vinieron ganas de proponer a la madre superiora la idea que
había tenido de montar un coro pero, y desde entonces creyó firmemente en la telepatía, ella
se le adelantó:
-¿Qué me dices, canario, de ensayar con unos cuantos soldados para cantar en misa y
Había algo especial en sor Mercedes que atraía tremendamente a Julio. Tal vez fuera
su amplia sonrisa, o su voz firme y cariñosa, quizá su mirada sincera. No lo sabía con
exactitud, pero sí era consciente de que aquella mujer de tez blanca y brillante, que debía
En tales cavilaciones andaba cuando llegó la hora de dormir, con las luces ya
apagadas, saboreando aún la estupenda cena (no el arroz con gorgojos del cuartel) en la que
tuvo que recitar una oración de gracias, a petición de sor Mercedes. Y entre bostezos
imaginó las carcajadas de sus amigos de siempre, todos unos descreídos, una vez que se
enteraran de la situación en la que se encontraba. Así mismo vio las caras de sus hermanos
estado de casi ensoñación, llegó a oír la voz irónica de su padre, anticlerical empedernido
que no pisaba la iglesia por miedo a enfermarse, gritando que las monjas son mujeres que se
casan con Dios porque no hay un dios que se case con ellas.
-¡Arriba!, chicos, que les está esperando un desayuno rico y calentito para matar los fríos
Intentando buscar algún tema para empezar a ensayar se encontraban los soldados
-Vamos a ver si sacamos un espiritual negro y nos inventamos la letra; seguro que a las
-Vale, Canario, pero antes vamos a probar este chocolatito marroquí, que está de muerte -
dijo Aurelio, un gallego que formaba parte del coro, mientras mostraba un buen pedrusco de
hash.
-No sé, tío. A lo mejor no nos conviene -observó Julio, temiendo que una tontería diera al
-Venga, niño. Siempre nos echamos los canutos aquí y nunca ha pasado nada –apuntó el
-Vale. Pero no lo cargues mucho, que si no, no damos pie con bola -replicó Julio, un tanto
desganado, al tiempo que dirigía la mirada hacia el mar que se veía desde el solario donde se
encontraban ensayando y que era la terraza trasera del pabellón de los soldados. Le gustaba
apropiado.
-Vale. Pásame los materiales. Pero no fumamos más, sobre todo porque tengo miedo de que
nos pesquen.
Los diez componentes del coro se quedaron de piedra, cuando oyeron la voz de la
madre superiora, que se presentó de improviso. Julio se volvió y, con la voz temblorosa,
Se produjo un espectante silencio, durante el cual se miraron unos a otros con cara de
-La verdad es que no me esperaba esto y ahora mismo no sé qué es lo que debo hacer.
-No es tan grave, madre. No creo que deba escandalizarse por eso; pero si quiere no lo
haremos más.
Aunque no le agradaba, sor Mercedes ya no se sorprendía por hechos como éste. Ella
sabía que los soldados fumaban canutos y más de una vez, sin saber por qué, se había
-Pues lo que pasa es que uno se sensibiliza más de lo corriente y se siente con mayor
-¿Por ejemplo?
-Bueno pues... se saborea más la comida, se queda uno con todos los detalles de una
película, de una novela, resultan más bonitos los paisajes, suena mejor la música, e incluso
A sor Mercedes no le chocaron las últimas palabras que oyó. Sin embargo se quedó
confesión. En su recuerdo vio los ojos implorantes de un hombre que esperaba el sí decisivo
para casarse con ella. Él, que era un hombre temeroso de Dios y siempre la había respetado,
quería formar un hogar. Pero ella nunca acabó de aceptar la idea del sexo; le producía
verdadero pánico. Había intentado lo indecible para vencer aquel absurdo temor que le
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impidió realizar su más ansiado anhelo, que era tener hijos. Por aquellas fechas se dedicaba
a la enseñanza de preescolares, y tanto sus parientes como sus amigos la animaban para que
creara su propia familia. Pero no pudo ser. No fue la voluntad del señor. Y eso que se sentía
atraída por el cuerpo del que entonces fuera su novio. Le gustaba el aroma varonil que
despedía. Más aún, en la actualidad siempre evocaba aquella fragancia cuando entraba en las
que Dios no la juzgaba por eso, porque Él sabía que no era nada que tuviera que ver con el
deseo carnal, sino con el amor que ella prodigaba a sus semejantes.
Julio percibió la añoranza en los ojos acuosos de Sor Mercedes, la cual cambió la
-¡Ay, canario! Aunque quiera, no puedo enfadarme contigo. Pero tienes que prometerme
que no volverán a fumar más porros de esos. O por lo menos que yo no los vea.
antes fumarse un buen canuto entre todos, costumbre que repitieron en días sucesivos.
Julio se extrañó. Carmen le dejó dicho que llamaría en una semana y sólo habían
pasado tres días. Algo le hizo pensar que nada bueno sucedía y, preocupado, salió como un
Carmen colgó el teléfono y enjugó las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Se
había emocionado muchísimo al contarle a Julio la horrenda aventura que Sergio y ella
tuvieran la desgracia de vivir la noche anterior. Todavía le seguía pareciendo una pesadilla
de la que no se podía olvidar por más que quisiera, y temía quedarse dormida. Sus sueños
estaban repletos de grotescas pardelas que no cesaban de picotearla y de olas enormes que la
Cuando, reciente la mañana, consiguieron reanimarla, abrió los ojos asustados y miró
agradable realidad de estar a salvo, lloró hasta desahogarse sobre los hombros de su madre y
de su padre, que la habían acompañado desde el alba, preocupados y solícitos. Entre llantos
-Está bien. Sólo tiene un brazo partido. Tú tuviste más suerte al caer del peñón -respondió
-¿Dónde está?
-Pobrecito -sollozó Carmen, mientras se incorporaba con dificultad, y se cerraba la bata azul
de algodón que su madre le había llevado. Tenía las manos completamente vendadas y
-Espera un poco, mujer. No te apures tanto. Tienes que descansar –observó la enfermera.
Carmen se levantó, se calzó unas zapatillas que también le habían traído de casa y,
A Sergio se le saltaron las lágrimas cuando la vio. Luego alargó el brazo sano para
acogerla y, cuando se abrazaron, lloraron primero, y se rieron luego llenos de una inmensa
alegría, ante la visible emoción de las enfermeras y de los padres de ambos que,
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discretamente, abandonaron la estancia. Entre sollozos, presa de pena y amor, ella tocó
dulcemente las heridas de él, y las besó despacio, una a una, como si quisiera curarlas con
sus labios, en tanto que, con voz temblorosa, pronunciaba palabras afectuosas.
Después se miraron largamente. El beso que siguió a la mirada fue eterno, tanto
como el mundo que giró dentro de ellos en un torbellino, igual que el mar que acaricia la
No precisaron decir nada más. Ninguna palabra habría sido tan elocuente como aquel
beso del que despertaron turbados, y que dibujó tibias y expresivas sonrisas en sus caras.
-¡Por fin! -replicó Carmen, que también suspiró. En sus ojos se reflejó un cierto brillo
victorioso. -Mira por donde -añadió- ahora casi me alegro de haber pasado por todo esto.
-Y yo, cariño. ¡Hay que ver cómo cambian las cosas! -sentenció él, estirándose relajado
sobre la cama.
A partir de ese momento, todo cobró un matiz distinto. Ambos tuvieron la impresión
de que una nueva luz bañaba el mundo y se colaba por las ventanas de la habitación para
mismos, parodiaron los chichones producidos por los picotazos de las pardelas, e incluso se
burlaron de la postura de él, con un brazo tieso y sostenido por un hilo que pendía del techo.
-Parece que vas a cantar el cara al sol - se mofó ella, con una carcajada franca y
desenfadada.
De igual forma se rieron también los amigos y compañeros de trabajo, que vinieron
de visita, y sobre todo Pinito Gil, que llegó acompañada de su hijo mayor, y que, con sus
risas y picardías, arrancó las carcajadas de unos y otros. Cuando entró en la habitación, con
aquella pinta menuda de moño emperifollado, el pañuelo estampado caído alrededor del
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cuello y la cara de alpispa que siempre lucía, llamó la atención de propios y extraños. De
-¡Jesús, mi niña de mi alma! ¡Cómo me alegro de verte tan bien como te veo! Menos mal
Con la lágrima en el ojo, las manos de Carmen sobre las suyas, se volvió y miró a
-¡Ay, Pino! Tú siempre tan alegre. Que Dios te conserve el ánimo - dijo la madre de
-Y la salud, mi niña, que mírela usted con más de ochenta años y todavía se menea que da
gusto verla.
Alegando que la vida dura un suspiro y que bastante bien que lo sabía ella, Pinito Gil
se arrimó a un lado del cuarto, que era amplio y espacioso, y entabló conversación a diestro
y siniestro. De reojo, no obstante, y a veces con su habitual descaro, observaba las miradas
que Sergio y Carmen se dirigían mientras hablaban, ajenos por completo, y pensó que
Carmen, por fin, había requebrado al hombre que quería. Se alegró tanto que estuvo a punto
de gritarlo inocentemente, pero se fijó que allí había gente que ella no tenía el gusto de
-Que en boca cerrada no entran moscas, mi amor -le diría más tarde a Carmen, en tono
confidencial, a modo de despedida. -No sabes tú lo contenta que me voy, Carmilla. Fíjate tú
-Así mismo es, amante. Son los designios del señor que todo lo puede. Pero bueno, ya
-Mañana mismo me dan el alta, según creo. Sergio tendrá que quedarse unos cuantos días
más.
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-Y tú a cuidarlo y a conservarlo.
Una entrañable sonrisa afloró al rostro de Carmen, mientras veía desaparecer a Pinito
Gil por el pasillo del hospital. Una sonrisa placentera, que era nueva en ella, que brotó sola,
con total naturalidad, y que le hizo más bonita la mirada. Recibió no sé ni cuántos piropos
aquel día y hasta ella misma se encontró más guapa ante el espejo. Sin embargo, no había
podido frenar las lágrimas cuando habló por teléfono con su hermano menor, al que le contó
llamado a Javier, su hermano madrileño, como ella decía. Pero él no estaba en casa. De
seguido marcó el número de Jacinto, el hermano sueco, pero tampoco lo encontró. Por
Después de colgar, se quedó un rato pensativa. Como tantas otras veces se puso a
imaginar lo que estarían haciendo sus tres hermanos en aquellos momentos, los lugares en
A Julio lo vio guitarra en ristre, canta que te canta, con los soldados en el solario que
él había descrito por teléfono. Incluso se imaginó a la monja que lo había pescado
fumándose un porro.
A Jacinto lo contempló en la casa tan preciosa que tenía, absorto en la nieve a través
de los cristales, aquellos ojos grandes y expresivos, o arrimado al rincón de la chimenea, con
Los recuerdos la ayudaron a recrear la escena. Ella había convivido dos años antes
con la pareja y los niños, y trabajado con ellos en un restaurante que arrendaron en la parte
vieja de Estocolmo. Fue una buena época, pero pasó mucho frío.
Javier apareció bailando, metido en una malla negra, alto y esbelto, blanco y rubio,
en medio de claros y oscuros, que brincaban con él, al son de una música entre flamenco y
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jazz, que eran sus ritmos preferidos. También le gustaba la música brasileña, el rock
sinfónico, el pop, y todo lo que fuera bailable. Ultimamente, se sentía atraído por los sones
de países exóticos que él había visitado, sobre todo los que tenían mucha percusión. Africa
lo tenía medio embrujado. Hacía bien poco que había viajado a Marruecos, y todavía le
duraba la grata sensación de haber danzado en la plaza Djem´a el-Fna, en Marrakech, con un
montón de jóvenes árabes, empujados todos por una musical tradicional bereber que los
Si no fuera por el baile, no sé qué sería de mí. Cuando estoy bailando, me evado
absolutamente de todo; la música me coge de tal forma, que mi cuerpo se mueve solo, se
deja llevar, y a veces tengo la impresión de ser otra persona distinta, como un doble que se
especie de transformación, y me imagino que ustedes, que son todos bailarines, sabrán
bastante del asunto. Quizá resulte extraño lo que voy a contarles, a lo mejor pensarán que
estoy loco, pero siendo yo un crío de cinco o seis años me ponía a bailar con cualquier
ruido que sonara de manera persistente. La verdad es que me pasaba el día baila que te
baila.¿Se imaginan ustedes eso? Seguro que de haberme visto, se habrían asombrado y
reído.
Mi madre fue la primera que se dio cuenta, una tarde que estaba moliendo café. Yo
empecé a mover los pies golpeándolos contra el suelo, mientras que, con la boca,
-Jesús, mi niño, estate quieto!, que parece que tienes el mal de san Vito.
A mi padre le gustaba mucho tocar con cucharas y vasos y botellas, y cualquier cosa
que pescara a mano, para que yo bailara al compás. Y allí en la cocina, con el tac tiqui
tiqui tac, con el clin clan clon de los instrumentos domésticos, yo me pegaba unas danzas
En mi casa había un cuarto viejo, techado con latones que, con el viento, marcaban
un traqueteo metálico y estridente que me atraía. No saben ustedes la cantidad de veces que
mis padres me encontraron allí dentro, completamente abstraído, dando tumbos de un lado
padre me llamaba de todo menos por mi nombre: Saltaperico, violín, salpatica, fosforillo,
castañuela.
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Y es que yo bailaba con el croar de las ranas, el cri cri de los grillos, con la
matraquilla del molino de gofio, que estaba cerca de casa, con el agua que brincaba en la
Créanme que no me estoy inventando nada. Muy pocas veces he contado esto,
Recuerdo que una víspera de san Juan, mi padre y yo fuimos a coger piñas para la
hoguera a un cercado plantado de millos que teníamos en un llano. Los millos eran dos
veces más altos que yo. El viento los castigaba fuerte y se revolvían enloquecidos. Sonaba
un silbido que se perdía lejano y un aleteo que se mantenía constante y agitado. Entre
ambos me agarraron y me impulsaron a bailar con frenesí, levantando los brazos y dando
vueltas como un trompo. Fue como arrancar en un vuelo del que me sacó mi padre con un
grito.
El caso fue que cogí vicio con el baile entre los millos. Estaba deseando que hiciera
viento para salir abierto hacia el cercado. Supongo que me vio un montón de gente y que
todos pensaron lo mismo que mi padre, porque desde entonces me identificaron con el
espantapájaros. Y aún hoy, mis hermanos y muchos amigos me llaman por ese nombre. Y
yo, cada vez que bailo, veo esa figura en mis ojos, en mis recuerdos.
ningún sitio:
VI. LA DESPEDIDA.
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cintura. Las más de mil plumas irisadas de la gran capa-cola de pavo real se meneaban
suavemente con el aire caldeado del estío, que soplaba de cuando en cuando, creando un
insinuante. Diez mil lentejuelas cosidas a mano, centelleando con la luz de los focos
instalados en varios rincones de la gran azotea que, en un abrir y cerrar de ojos, y como por
arte de magia, se convirtiera en una especie de cabaré familiar, por mor de la mano del
artista.
Telas morunas más que coloridas y tapices exóticos de medio mundo colgaban de los
laterales del improvisado escenario, en uno de cuyos rincones, empenicadas, dos colchas
Gardel, de Mary Sampere, de Liza Minelli, de Frank Sinatra, incluso de Lola Flores, en los
-Quince años y un hambre canina, figúrese usté - replicó la audiencia en peso, que ya
al aire libre, con la luna y con las estrellas, sin parar de aplaudir, a pesar del calor sajariano
casa, y los amigos de toda la vida. Se habían reunido para despedir a Javier, que partía para
-¿A qué hora coges mañana el avión, Javi? -preguntó la madre por enésima vez, preocupada
-¡Mi madre! ¡Con el calor que hace ahora en Madrid! -saltó Julio, no sin pícara malicia.
que Javier se marchó para Madrid, que iba para quince años, habían celebrado siempre
aquella reunión el día antes de su partida. Solía ser entre agosto y septiembre, cuando él
venía de vacaciones, pero esta vez, como Carmen se casaba a finales de mayo, se
Acudían siempre los mismos, más algún allegado y, entre los bailes y cantos del
También por carnavales, que era realmente cuando Javier lucía sus modelos, tenían
lugar encuentros similares, aunque más espontáneos e improvisados. Durante tales festejos
él se vestía sólo para salir a la calle. Mientras se disfrazaba, actuaba muchas veces, a modo
de ensayo, ante sus hermanos y amigos que siempre fueron amantes de sus locuras.
- Te voy a poner unos misterios tales en la cara que vas a parecer la reina del Folie
Bergére.
La rayita del ojo, las pestañas postizas, las lentillas de colores, el rímel, los
consabidos preámbulos del carnaval que llevaba horas de risas y juergas, y después rumbo a
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Las Palmas para botarse en el parque Santa Catalina, a eso de las dos de la mañana, que era
-¡Arriba de la noche, que la noche es nuestra! -fue el lema del último carnaval, y Javier lo
gritaba al avanzar por el parque, plenamente decidido y con un meneo que causaba
sensación. Todos se hacían notar, pero era él quien, para no variar, formaba corros y
montaba el show por los bares, donde muchos le conocían, contando una historia que
previamente había imaginado. Como un guión que iba retocando según la conveniencia. Con
su ambiguo disfraz opar, blanco y negro, mitad hombre, mitad mujer, unidas las caras
opuestas, juntas para cantar y bailar, se presentaba como un ser andrógino con doble
personalidad.
Su lado varonil era blanco, con ojo oscuro, y vestía de traje negro y brillante hasta la
bota alta de punta dorada. Su lado femenino era negro, con ojo claro, gran pestaña y párpado
de oro, y una malla blanca y reluciente, con tules que colgaban hasta el finísimo tacón de
aguja. El peinado, todo un lujo, su propia melena, una espesa mata de pelo, también opar,
resaltaba el juego de las dos caras y atraía las miradas de los demás. Todo el mundo tenía
Javier continuó su actuación con el alegato de que a él le gustaba expresar las cosas a su
manera, o sea a través del canto y del baile, porque desde que sufrió aquella híbrida
Entonces, coquetamente, sacó un casete de su bolso, blanco y negro con solapa de lengüeta,
- Anda, precioso, por favor, que te vas a quedar alucinado, que yo no me ando con
Cadencioso, ligeramente sensual, empezó a sonar el tema “My way”, al tiempo que
Javier, ante la expectación general y especial de sus hermanos y amigos, abría los brazos y
diciendo prego, please, por favor, s’il vous plait, se hizo un hueco de escenario y empezó a
cantar:
Su lado hombre imitó a Frank Sinatra y se insinuó repetidas veces a las mujeres; se
acercó eróticamente a ellas, hizo juegos con un canotier que arrebató a uno de los
extranjeros, y consiguió que se menearan al compás de la música que, poco a poco, fue
Su lado mujer emuló a Shirley Bassey; se movió más por la sala, abriendo
obscenamente los brazos y estiró con garbo el cuello. Se apoyó en los respaldos de las sillas,
lanzó besos volados, dejó entrever la lengua y se mordió los labios con morbo.
Con descaro, agarró a los hombres por la cintura para impulsarse y saltar un poco por
el aire, elegante, firme, sin desmarcar ni un instante el paso, arrogante por los bravos que
Las ovaciones que arrancaba, clamorosas y efusivas, no eran tan sentidas como las
que le brindaban sus familiares y amigos en el show del verano, como él decía, donde
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participaban todos, ya fuera con las luces, el decorado, la música..., y cuando él finalizaba
Se sabían un repertorio sin fin de canciones de todos los países, sambas, boleros, una
Cantar y actuar se había convertido en una gran diversión. Todos tocaban algún
la bandurria, el laúd, la flauta, el timple, y lo que pescaran por delante, incluida la gaita.
cantanera y tanto bailoteo, según palabras de Pinito Gil (¡cómo iba a faltar ella!), en una de
sus siempre festejadas ocurrencias. Aprovechando una de tantas, Javier, que ya había sido
aguijoneado, le pidió que le hiciera la relación de la historia del calvo, que él no se la sabía y
-¡Claro!, tenía que ser. O fue Ana María, que parece que no rompe un plato, o fue la hija
Su hablar tan particular y sus maneras genuinas llamaban la misma atención que su
cuerpo flaco y estirado, sus ojos vivarachos, grandes como almendras, y su voz de timple .
Además tenía una memoria sorprendente y solía relatar sus cuentos con pelos y señales.
Resulta que una mañana que estaba ella vendiendo pescado en El Ejido, con las
demás barqueras y un genterío que daba miedo, pues entonces pasó y se paró en frente de
El hombre se apeó y ella, según despachaba el pescado, se fijó como aquel consumío
calvo miraba sin reparo ninguno para las tetas de una de las barqueras que estaba pegada a
ella, una tal Fefita Romero que, la pobre, bastante tenía ya con aquel cargamento delantero
-¿Y usted de dónde es señora? -preguntó de remplón aquel calvo echao palante, hijo de
todos los diablos, siempre con los ojos pegados a las tetas de Fefita.
-Juanita, que de por sí era poca cosa, se quedó muerta. Pero yo, al pesque, estomagada ya
de por demás por la bobería de aquel zoquete malcriado de mierda, salté como una araña
Javier casi se explota de risa. Los demás también, aunque conocían la anécdota, y
Pinito Gil siguió ensalsada relatando la reacción del calvo que se puso como una hoja de
perejil, y que tuvo que aguantar el rezongo de los presentes, mujeres en su mayoría, que se
- Él se fue con el rabo entre las patas. Y por aquí no ha vuelto más.
-¡Ni se le ocurre! -gritaron casi todos, muertos de risa, y más se rieron todavía cuando Pinito
Gil, animada por la fiesta y el licorcito de moras de Guayadeque con ron de Telde que
brindó la noche, empezó a hablar de su marido, hombre justo y cabal como pocos, ¡que en
gloria esté!, que Dios se lo llevó hace ya diez años y parece que siempre está presente,
No fueron los cuentos sobre su añorado esposo lo que hizo reír tanto a los demás,
sino el número incontable de veces que repitió su nombre. Constantino Toribio, que así se
Luego continuaron la broma con sus propios nombres y resultó que la mayoría eran
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compuestos de dos y tres, y hasta cuatro. A la madre, Ana María, la hija de Matildita
Sánchez, le pusieron de pila Ana María de las Nieves Apolonia. El padre, Pepe Ruiz (Pepe
el ruín para los íntimos), temía que su mujer lo llamara por el nombre completo. ¡José
Onofre Alejandro!. Hasta el retintín con que lo decía denotaba que había pulgas sueltas.
-Y de tales palos... pues ya se entiende que nosotros, los desprotegidos hijos que nada
pudimos hacer para remediarlo, tengamos los nombres tan lindos que tenemos. Por lo
menos el mío, desde luego -añadió Javier, que gruñó en un gesto dedicado a sus padres.
-¿Te parece feo tu nombre, amante? ¿Por qué ? -preguntó la madre con aire de
preocupación.
-Que perdió el cepillo al lavarse los dientes -gritó Carmen parodiando la infancia, mientras
-Pues anda que tú no puedes quejarte, guapa, porque mira que Carmen Delfina de Jesús no
tiene desperdicio.
- Parecen nombres de novela cursi -intervino Jacinto. -El mío, Jacinto José María es digno
Rafael, nuestro soldadito que está de permiso; ese es un nombre de telenovela colombiana.
-La verdad es que se lucieron con todos nosotros -apuntó Javier a sus padres en tanto que se
-A mi que me registren -saltó el padre. -Eso fue cosa de tu madre. Yo sólo los apuntaba en
desgranaron canciones que, para los allí presentes, eran temas de siempre, ligeros,
melancólicos, románticos, de los que arrancan suspiros y hasta lágrimas. Las voces se
oyeron suaves, acompasadas, llenas de sentimiento, elevando al cielo las penas de un amor,
la alegría de otro, el desvelo de los celos y la nostalgia de escuchar tu risa loca y sentir
Nostalgia, aunque anticipada, fue lo que sintió Javier aquella noche inolvidable, a
poco de acostarse, pensando que al día siguiente debía regresar a Madrid. No es que sufriera,
porque estaba acostumbrado y también le gustaba la vida que hacía allí, pero le costaba
tener que marcharse, dejar a la gente que más quería, y aquella tierra suya tan particular, de
montañas marcadas tan sugerentes, los inmensos barrancos cada vez más secos, esos riscos
pelados y vivos con la luz, las playas, el sol, la maravilla de poder estar todo el año en
mangas de camisa.
Una vez más, Javier rememoró la vida que había llevado en la isla, hasta que cumplió
los veinte, antes de aventurarse por otros lares. Se centró especialmente en la evocación de
los cinco años que vivió por su cuenta en la capital, después de abandonar el pueblo, el
Nada pudieron hacer para disuadirlo. La madre, que llevaba tiempo viéndolo venir,
que tenía de sobra asumido que su primogénito volaría en cualquier momento, hizo algunas
-¡Déjalo que se vaya! -gritaba el padre. -Así aprenderá lo que es la vida. Ya verás cómo
pronto vuelve.
-Yo ya sé lo que es la vida, papá. Hace tiempo que lo sé. Lo que pasa es que quiero otra. Yo
-¡Por favor, mamá! ¿Dónde voy a trabajar yo aquí? ¿Usted me quiere decir? Al almacén
será, a apartar tomates, como siempre. ¡Toda la vida con los malditos tomates!. Yo me
No les quedó más remedio. Con todo el dolor de sus almas, ella resignada y él a
Ana María le habilitó una buena talega, con un cartucho de gofio de millo recién
tostado, aún caliente y ronchadito; un viaje de higos pasados, que ella misma había puesto a
secar en la azotea; varias latas de sardinas en aceite de oliva, para los bocadillos; un buen
tajo de queso duro de Tirajana; cuatro huevos sancochados, que son tan buenos para
mantener; dos panes de puño de cuarto kilo; unos cuantos puñados de almendras y dos
manojos de manzanilla y pasote, que es lo mejor que hay para asentar la barriga.
Sin embargo, más que nada para hacerle el gusto a su madre, apencó con la talega y
cogió también los veinte duros que ella le dio a escondidas del esposo.
Por su parte, Pepe Ruiz, que por aquellas fechas se ganaba la vida con un pirata,
dando viajes entre Ingenio y Las Palmas, llevó al hijo a la capital y lo dejó en el parque
Santa Catalina, con la luna sobre El Puerto de la Luz. Intentó convencerlo para buscar una
pensión juntos y quedarse más tranquilo, pero Javier, que no quería alargar la despedida y
- No se preocupe, papá. Yo conozco a un chico que trabaja en un bar aquí cerca. Seguro
llorar, Pepe Ruiz también le dio cien pesetas a su hijo, aquel malandrín que le había salido
tan independiente y rebelde y que, además, era su orgullo más grande porque se parecía en
todo a él. Altos, idénticos talles, el mismo cuello, los pómulos marcados, la nariz ancha, los
labios gruesos, la misma mirada lejana que no encuentra el horizonte que busca. Incluso
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tenían el mismito hoyo en la barbilla, donde les cabía una lenteja. Calcados hasta en los
cuyo final siempre había un buen sancocho o un cochino asado y la fiesta duraba hasta la
noche. También era aficionado a ir al cine y contar luego las películas con todo detalle, y a
leer novelas del oeste de Marcial La Fuente Estefanía, o de Siver Kane. Solía identificarse
Pero un día, Javier concluyó que el tren de vida de su padre, aunque no dejaba de
tener sus encantos, era repetido y sin sorpresas, sin aventuras, que era lo que él, que estaba
Por eso, cuando se vio solo en medio del parque, rodeado de gente extraña y
variopinta que deambulaba con el mar y los barcos, que compraba recuerdos en los quioscos,
o sentados en las terrazas de los bares, bajo la luna, le pareció que, de repente, el mundo
entero se había trastocado, que él mismo era otra persona, y que una música desconocida le
¡Y bien que bailé aquella noche! No estuvo mal para ser la primera, pensó Javier, a
punto de dormirse, derrotado a causa de tanto ajetreo, y medio triste por la despedida.
Siempre le dolía un poco cada vez que se marchaba. Pero aquella noche tuvo una extraña
sensación que no pudo explicarse y que fue la causa de los inquietantes sueños que lo
Estocolmo 5-2-80.
Hace tiempo que recibí tu carta llena de quejas. Desde luego, no puedes negar que
eres el niño de la familia, el mismo rebotallo madrero que siempre has sido. Si no te he
respondido antes es porque he estado más pendiente de nuestra hermana, que de milagro está
viva. Aún me duele cuando me imagino la escena, a punto de ser tragada por el mar y
devorada por las pardelas. Parece una película de Hitchcock. Ante una cosa de estas, a uno
no le queda más remedio que ser humilde, y plantearse lo poquita cosa que somos, apenas
preocuparlos, es que, con esa historia de las pardelas, me han vuelto un poco los miedos y la
inseguridad que tuve después de lo que me pasó. De hecho he tenido que acudir
nuevamente al siquiatra, que ya hacía más de dos años que no iba. El asegura que es una
reacción lógica que se me irá pasando. Yo también espero que sólo sea eso, pero lo cierto es
que hace unos días estuve soñando otra vez con los lagartos. En fin, prefiero no hablar de
tanto como al resto de la familia, puesto que tú tenías pocos años y no te enteraste de nada.
entre monjas y cantando en misa. Carmen me llamó el día de año nuevo y me puso al
corriente. Casi me estallo de risa cuando me contó que en Noche Buena cantaste
“Campanitas que van repicando, después de la homilía, y que las monjas lloraron a moco
porro. Sin duda alguna eres de lo que no hay. Ni que decir tiene que te saliste con la tuya,
como siempre. Creo que has tenido mucha suerte y que esa es una forma muy agradable de
hacer la mili. ¡Ojalá que sigas con tan buena estrella, hermanito del alma!
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Por aquí todo sigue bien. Ahora hace un frío que te pelas y está nevando sin parar.
Supongo que debería estar acostumbrado a estos rigores, que ya son más de doce los años
que llevo en este país, pero sin embargo, siempre estoy congelado durante el invierno y me
duelen los huesos. Cuando salgo a la calle más parezco un envoltorio, de tanta ropa que me
pongo. Freda y los niños, como quiera que se han criado todos aquí, no padecen el frío tanto
como yo.
A pesar del tiempo, hemos estado de paseos navideños, patinando en los lagos
helados, sobre todo en Norrtëlje, que es donde viven mis suegros y donde hay, como sabes,
una laguna enorme que es fantástica para patinar. Seguro que no has olvidado la vez que
almorzamos allí con mi familia sueca, y te vomitaste a causa de los arenques crudos que
lugares que tú conoces como Gamla Stan, la ciudad vieja, que tanto te gustaba, y donde
ahora tenemos el restaurante y la casa. Por supuesto que hemos cerrado unos días para
Para terminar, y para darte un pisco de envidia, te diré que me he gozado un montón
San Jacobo, ¿te acuerdas?, cantaron entre otros Harry Belafonte y Dione Warwick, y en el
Hamburger Börs, donde yo trabajaba antes, actuaron Sammy Davis Jr. y Liberace. Por cierto
que éste último dio la nota de la noche. Apareció en medio del escenario a oscuras, con un
candelabro encendido que colocó sobre el piano, arrastrando una enorme capa de armiño y
con las manos llenas de anillos que destellaban en la casi total oscuridad de la sala. Me
encantaron todas las actuaciones y me estuve acordando de ti, a sabiendas de que habrías
Espero que sigas con esa fortuna tuya, que parece que naciste de pie, y no tengas que volver
Jacinto
P.D. Recuerda que no debes decir nada con respecto a mis miedos y al sueño que
tuve. Que quede entre nosotros. Y tú no te preocupes, que seguro que se me pasará.
Muá, muá.
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-Lo que le sucedió a mi hermano Jacinto es algo que puede resultar increíble. Yo he
terminado por aceptarlo, aunque siempre he mantenido mis dudas, porque toda mi gente
asegura que es rigurosamente cierto. En particular mi madre, que para mi tiene un don
especial, una percepción más allá de lo que se considera natural, y la única persona que
llegó a meterse en el mundo embrujado de su hijo. Gracias a eso, ella fue quien lo salvó.
-¡Dios mío, canario! ¿Qué me estás contando? -saltó sor Mercedes, con los ojos de par en
par, en tanto que se recogía en su sillón y escondía las manos juntas en las mangas de su
hábito.
contárselo.
-Sí, pero no pensaba que me fueras a hablar de brujerías y cosas de esas, que me asustan
sobremanera.
-Y a mí. Por eso estoy preocupado. Si no quiere no sigo con la historia, porque si ya está
asustada, mejor es que me calle –avisó Julio que, con la carta de su hermano aún entre los
-¡Ay, hijo mío! La verdad es que ahora estoy intrigadísima, y no me puedo quedar sin
saberlo.
-¿Seguro, madre?
-Seguro.
-Pues agárrese entonces. Jacinto contaba tan sólo dieciocho años, cuando empezó a tener
relaciones con una muchacha que conoció en el paseo de los domingos que, por aquel
entonces, allá por el año sesenta y seis, solía celebrarse en las calles de El Ejido, donde
está mi casa, que es el barrio más concurrido del pueblo. Ella, que se llamaba María
Isabel, que era una chica quinceañera, morena y bien parecida, de ojos negros y con una
mirada rara, procedía de Las Cumbres donde, según las voces, se daban bastantes casos de
brujería y espiritismo. Mucha gente creía entonces en el maldeojo, en los maleficios, en los
espíritus que se aparecen cuando uno menos lo espera. En sus cuentos, los mayores, las
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abuelas sobre todo, hablaban asombrados de cadenas que sonaban estridentes en la noche,
arrastradas por caballos desbocados, y toros embravecidos. De hecho, y eso parece ser que
lo vio mucha gente, un toro negro de cuernos retorcidos arrastró a un vecino desde Las
Mejías, un barrio de campos y ganado, hasta la entrada del callejón de mi casa. Casi dos
kilómetros anduvo el animal con el hombre enredado entre los cuernos. Desde entonces
clavaron allí una cruz y todo el mundo se persigna ya sea saliendo o entrando. Según la
leyenda, a él le habían pronosticado que moriría de forma tan tremenda, y la causa fue que
había jugado con una mujer a la cual repudió más tarde. Al toro lo mató un municipal de
siete balazos.
-¡Jesús, José y María! -susurró sor Mercedes, suspirando, cada vez más sobrecogida,
-El caso es que cuando María Isabel, sus dos hermanas y su madre recalaron en Ingenio,
recién fallecido el padre, las cuatro forradas de negro cerrado, con los calores del reciente
verano, no tuvieron muy buena acogida. Además, alquilaron una casa en La Loma, allá por
la degollada del barranco de Guayadeque, a la salida del pueblo rumbo a la cumbre, y allí
se aislaron igual que pajarracos durante varios meses, saliendo solamente para comprar
-¡Mire usté el cuerverío que se vino a posar ahora en lo alto del pueblo!
-Con la zafra, después, parece ser, de haber gastado todos los cuartos que tenían
ahorrados, no les quedó más remedio que ir a trabajar a los almacenes de tomate. Iban las
cuatro aferradas del bracillo, con los ojos en el suelo, calladas como tunos, ajenas al
mundo que las rodeaba. Y, si mucho se habló de ellas nada más asomar, más saliva corrió
cuando, quince días después, Jacinto empezó a mocear con María Isabel. ¡Para qué fue
aquello! Las pusieron verdes a las cuatro. Lo menos fuerte que se dijo es que eran pájaros
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de mal agüero, cuervos negros sueltos en La Loma y a María Isabel, en especial las
Por eso, cuando mi madre se enteró de las relaciones de su hijo con aquella sibilina,
-¿Tú estás loco o qué? Con todas las mujeres que hay en este pueblo, te has tenido que ir a
fijar en una forastera que tiene fama de hechizadora. ¡Ay, señor!, que estos hijos me quitan
del mundo. Primero el mayor, que se marcha a vivir a los madriles, que sabrá Dios lo que va
a ser de él, y ahora me sale este meleguín con que está enamorado de una zajorina de esas.
-Ni los requilorios de mi madre, ni las continuadas advertencias de mi padre, que era
menos apasionado, convencieron a Jacinto para que dejara a María Isabel. Estaba
encegado; mientras más le decían, más se emperraba él. Muy pronto corrió el rumor de que
le habían echado los polvos de la mala celestina en una taza de café o en un caldito.
-Tú no estés comiendo ni bebiendo nada en esa casa -fue el consejo de Pinito Gil, que, de
seguido, profirió no sé ni cuantas maldiciones contra aquella familia que trajo el mal al
pueblo.
- Unos meses más tarde, y dado que no ocurría nada que justificara los temores que ni el
viento había disipado, las aguas parecieron calmas y la gente terminó por acostumbrarse a
aquella extraña familia. Incluso se aceptó el hecho de que Jacinto esperara a María Isabel
todos los días en el cruce del Ejido, para acompañarla hasta el almacén de Verdugo, donde
-¡Hay que ver cómo lo han engatusado al pobre, con lo bueno y guapo que es!
-Dichos con cierta resignación y también con un toque de recelo, estos comentarios
recorrieron el pueblo y el “a ver qué pasa” quedó en suspenso siempre ante la expectativa
de que lo que acaeciese, fuere lo que fuere, no iba a ser precisamente bueno.
Una vez acabada la zafra, a Jacinto lo entronizaron para que se fuera a trabajar a
un reconocido restaurante de Las Palmas, de aprendiz de camarero. Se hizo ver que era
algo casual e inesperado, pero, en realidad fue una treta urdida en familia para alejarlo de
después de tantear que ya tenía casi diecinueve años, y que no quería malgastar su vida
entre tomates, aceptó de buena gana, sin imaginar ni por asomo que al año siguiente se
historia.
-Pues no le queda nada; lo peor viene ahora. ¿Le importa que encienda un cigarrillo?
-No debería, pero bueno; pase como algo excepcional. Pero sigue, hijo mío, que estoy en
ascuas.
La vida de Jacinto cobró un rumbo insospechado desde que se fue a trabajar a Las
Palmas. Claro, él estaba hecho a una rutina que no le permitía ver más allá de sus propias
narices, fijo de casa al almacén y del almacén a casa. El cine y el paseo de los domingos
gran ciudad que crecía a pasos agigantados, rebosada de caras raras, europeos del norte que
se paseaban por la playa de Las Canteras, todos grasientos, apestando a coco y a vainilla, y
siempre trincados al gin-tonic, al dry-martini, al campari soda y al whisky con seven up.
-Aquello es otro mundo -sentenció Jacinto ante los ojos atentos de María Isabel, en una de
-¡Jarabe de pico! -le escupió ella a la cara después de repetidas ausencias. -¡Tanta bobería y
El se agarró a la excusa del trabajo, que era mucho y había que estar fijo pegado,
porque, por si fuera poco, era aprendiz y le tenía que echar horas extras. Pero lo que en
realidad ocurría tenía más que ver con otro tipo de aprendizaje.
Desde el primer día que pisó el Colón Playa, un restaurante de lux de las Canteras,
acortinado de oro viejo y con techo de bizcocho artesonado, Jacinto se sintió presa de las
miradas de las extranjeras. Alto, resultón, un pollo pera, el elegante uniforme negro y azul
turquesa resaltaba su piel morena. Tenía además unos labios carnosos, casi obscenos y, de
arriba a abajo, ofrecía un aspecto de lo más exótico, como de la tierra, que volvía locas a las
por todo lo alto, con pasta en el bolsillo, el American Express o el Diner’s Club en el bolso,
lo sedujeron a la primera de cambios. Y él, que todo lo más y mucho, sólo había conseguido
que una chica, María Isabel, se dejara coger las manos y besar las mejillas, también perdió la
-¡Jesús, canario, qué gráfico eres ! -intervino nuevamente sor Mercedes, un tanto
escandalizada.
Durante el verano conoció y retozó con tal cantidad de mujeres, que sus compañeros
de trabajo le apodaban el macho de las Cañadas. Dicho sea de paso, la profesión se le daba
muy bien. Tenía una elegancia innata portando la bandeja y sirviendo las mesas, así como un
don de trato muy particular, siempre amable y sonriente, y dispuesto en todo momento a
dedicar un piropo o una gracia al cliente. Además, de oído, aprendió sobre la marcha
palabras y frases en inglés y sueco, y casi sin darse cuenta, mantenía conversaciones un
tanto gestuales con los extranjeros, sobre todo con sus ligues de turno. Con ellas paseó
alegremente por la avenida y playa de Las Canteras, bailó hasta la saciedad en las discotecas
y clubs de la zona, el Sorongo, el Juanita Banana, el Bier Stube, y degustó los más finos
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platos de los mejores restaurantes del momento, como eran el Baldaquín, el Cuatro
Caballeros o el Patio Andaluz. Y cuando tenía el día libre no iba casi nunca para Ingenio,
sino que se pegaba sus buenos guirres por el sur, o por el interior de la isla, siempre, por
Ni que decir tiene que también sin percatarse, y cosa lógica, se vio pensando en
María Isabel como si, de pronto, formara parte de un pasado lejano con el que ya no se
identificaba en absoluto. Era consiente, no obstante, de que debía verla para aclarar la
situación y zanjar el asunto, pero prefirió dejar que el tiempo hablara por sí solo, que ella se
diera cuenta, por la ausencia de él, que ya no había nada donde rascar. Y sanseacabó.
Sin embargo, un día que fue al pueblo a ver a la familia, el padre lo cogió en un
aparte y le dijo:
-Yo creo que es más caballeroso que vayas a hablar con ella. Un hombre tiene que ser un
explicación.
Aquel día hacía un sol de justicia. Sobre todo en las partes altas, en La Loma, donde
la casa de María Isabel y su familia parecía un espejismo de calor. Las cuatro mujeres,
desesperanza, de tedio y amargura. En especial la novia desdeñada, que se quedó con la miel
en los labios; labios que ahora le sabían a retama, a leche de tabaiba, a tajinaste negro. Una
novia podrida de rencor, de despecho, y alentada por la madre que juraba venganza.
-El que la hace la paga, eso te lo juro yo. Él tendrá que venir por aquí aunque sólo sea una
A María Isabel le daban miedo las maldiciones de la madre, la rabia que denotaba su
voz, la mirada ladina, casi diabólica, y el rictus de sus labios cuando mentaba a Jacinto.
Meses y meses con el mismo sunsuneo, largando sapos y culebras, la lengua acerada, la boca
María Isabel se enfermó con esa idea. Obsesionada, veía a Jacinto por todas partes,
en especial a la sombra de la palmera que estaba enfrente de la casa, al filo mismo del
barranco, que era el rincón de sus encuentros: él de pie, apoyado al tronco de la palmera,
mirando los riscaderos con saltos de lluvia de invierno, o soleados con flores; los ojos
puestos en la ventana de la cocina, desde donde ella lo veía venir, tan guapiado, tan suyo y
tan de ella. Jacinto la adoraba y le prometía que nadie lograría jamás apartarlo de ella; le
imploraba que se dejara besar los labios, que ya llevaban más de seis meses juntos, y que él
la quería de verdad, no para jugar. Ella le habría dado no uno , sino mil, mil besos, lo habría
abrazado con frenesí, pero la madre siempre estaba acechando en la ventana, atenta a cada
uno de los movimientos de la pareja, y garraspeaba cuando los notaba con ganas de
acaramelarse.
Con las ganas se quedaron los dos. Pero ahora, mientras Jacinto gozaba de las mieles,
y las pieles, que le ofrecían las suecas en bandeja, con finas y adornadas servilletas, María
Isabel tragaba hiel e incubaba un odio exacerbado que hizo de su vida un calvario; un
tormento que irrumpía incluso en sus sueños. Ni una sola noche dejó de soñar con los ojos y
los labios y la voz dulce de su amado, que la besaba y la amaba y la poseía con
voluptuosidad, ellos dos solos en un mundo que, de tan soñado, llegó a parecerle real.
-No quiero volver a despertarme nunca -le dijo una mañana a su madre, la cual, enfurecida,
le gritó que dejara los sueños aparte y abriera bien los ojos para cuando llegara la hora de la
verdad.
-Pobre muchacha. Me están dando ganas de llorar -apuntó sor Mercedes en un respiro de
-Desde luego que no. Sobre todo teniendo en cuenta que no siguió el consejo de mi padre.
Ocurrió justo el verano siguiente. No hacía ni quince días que Jacinto se había
casado con Freda, una joven preciosa y rubia que procedía del norte de Suecia, de la que se
Estocolmo, repletos los dos de ilusiones y con unas ganas tremendas de aventuras. María
Isabel no era mas que un recuerdo borroso en el tiempo, simple parte de un pasado que a
Jacinto se le antojaba ajeno, como si fuera otra persona, y no él, quien lo hubiera vivido. Por
eso, cuando la casualidad hizo que se reencontraran aquella pesada mañana de finales de
septiembre, Jacinto tuvo la impresión de que su antigua novia era una perfecta desconocida.
Ojerosa, con la tez de aceituna descolorida, iba del brazo de una de sus hermanas, aún de
luto, y quiso pasar de largo con la cabeza gacha; pero él, acompañado de su flamante y
llamativa esposa, a la que paseaba alegremente por el pueblo, se paró ante ellas en un gesto
-¿Qué tal anda la familia? -preguntó él, en un esfuerzo sobrehumano, con ganas de echar a
correr.
-Vamos tirando.
La ráfaga de viento caliente asirocado, que barrió la calle, aumentó la tensión creada.
Pero algo hizo cambiar la actitud de María Isabel. Una sonrisa velada, casi furtiva, afloró a
sus ojos.
palabras de la que había sido su gran amor, la mujer por la cual se había enfrentado a su
familia y al pueblo entero. Mas bien creyó que ella no le guardaba ningún rencor y sintió
remordimientos.
-Perdona por no haber ido a hablar contigo. Debí haber pasado por tu casa y no lo hice.
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María Isabel intercambió una mirada con su hermana y puso un gesto de estudiada
indiferencia.
-No tiene importancia. De todas formas... todavía estás a tiempo de pasar por allí. Y lleva a
tu mujer si quieres.
Jacinto creyó notar el amor de ella en la mirada que le dirigió, en el tono dulce de su
voz. Apenado, por unos instantes, recuperó la ya añeja sensación de quererla, y consideró
Freda no quiso ir. No lo dijo, pero no le habían gustado aquellas mujeres. Las vio
como personajes sombríos sacadas de una película de misterio, de esas antiguas en blanco y
negro, y ciertamente habría preferido que Jacinto tampoco fuera porque, y eso tampoco lo
dijo, presentía algo que la inquietaba, y que se acentuó tan pronto como él desapareció calle
arriba.
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Una taza de café negro retinto, colado con agua turbia de las cumbres; tres gotas de
leche del fruto verde de una amapola roja mezclado con lágrimas de vinagre rancio; una
trompeta seca de semilla del diablo, hervida con el agua; un hilo de sangre de regla de María
La misma mano que revolvió la pócima y se la ofreció a la víctima, fue la que cortó
las adormideras a su tiempo y pinchó la fruta con un alfiler; puso a secar las flores del
hechizo a la sombra para que el sol no se chupara la esencia, y escarbó en el fondo del
Jacinto con sus mocos y sangre de una herida al rozar con las espinas de la palmera, en una
La mano de la madre de María Isabel fue también la que cerró con rabia el frasco
destaparlo con perfidia y vaciarlo despacito en la taza que sería la protagonista de la escena.
café.
El cielo aparecía inundado de colores chillones que, a cual más vivo, se lanzaron
hacia el barranco en un torbellino y animaron por parejo a árboles, plantas y piedras que,
como reptiles teñidos de mil matices, empezaron a retorcerse por los riscos. Después se
dirigieron a él; desnudo al pie del abismo, paralizado de terror, nada pudo hacer para evitar
el embate. Un rojo le entró por la boca y lo bañó todo por dentro, hinchando su estómago.
Un azul difuminado penetró por sus oídos y atravesó un túnel lleno de una extraña
vegetación que fue entintándose de manera paulatina. Un violeta violento se metió por su
nariz y subió hasta la frente, para luego derramarse por cada uno de los recovecos del
cerebro y salir por los ojos, donde chocaban, sin adentrarse, un verde monte y un fulgurante
amarillo que lo encandilaba. Entre chispas, el cielo titilando ante él, vio cómo las palmeras y
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los pinos y los beroles y las tabaibas se revolvían y estiraban sus ramas, que treparon hacia
él y lo agarraron de las piernas y los brazos y el pecho... Entonces gritó. Gritó desesperado.
Y de su grito salieron miles y miles de ojos y de bocas de María Isabel. Los ojos lo miraban
con odio, con amor, con ira, con dulzura, con pena, con deseo... Las bocas lo besaban y lo
mordían, y chupaban y devoraban su cuerpo entero, sacando lenguas y más lenguas, suaves
Sobresaltado, presa de un pánico que le duraría siete interminables días, Jacinto tuvo
la sensación de seguir soñando cuando notó que algo pegajoso y alargado se resbalaba por
su cuello, subía a la mejilla y garrapateaba por la oreja. Se quedó rígido, el alma en un hilo,
apretados los párpados, los dientes a punto de quebrarse unos contra otros, hasta que, lo que
quiera que fuere, se deslizó a través del pelo y se escurrió sobre la almohada. Entonces, muy
despacio, abrió los ojos. Un destello de sol se colaba por la ventana entornada y se
proyectaba en el techo y la pared central de la alcoba, para perderse detrás del catre de hierro
forjado. Entre los barrotes que se iluminaban a saltos, ladeada la cabeza hacia el rastro de
luz, vio un enorme lagarto negro que corrió por la pared y el techo y se paró, después de
-¡Hay un lagarto en el techo! -gritaba entre temblores, traspuesta la cara, los ojos en otro
mundo, ante el pasmo y la desesperación de la familia. Uno por uno, levantaron la vista para
ver al bicho. Pero nadie lo vio. Y todos pensaron, nada más mirarlo, que Jacinto estaba en un
trance que no podía ser sino cosa de brujería. Incluso Freda, la esposa, que no sabía nada en
absoluto sobre los amores pasados de su marido, ni tampoco de asuntos tan oscuros,
relacionó lo que sucedía con aquellas dos mujeres tan raras que le habían presentado el día
anterior. Más aún, había estado pensando en ellas desde que su esposo se fuera a visitarlas y
no se las pudo quitar del sentido. Porque cuando él volvió de la visita ya no era el mismo
Jacinto que ella conocía, juguetón y cariñoso, sino que se había mostrado distante y cansado,
muy cansado. Ana María, la madre, también se había percatado de la mustia expresión en el
rostro de su hijo pero, por descabellada, porque no quiso creer que aquellas mujeres fueran
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tan malas como las pintaban, descartó la idea del maleficio y, aunque le rezó siete
padrenuestros antes de dormirse, prefirió pensar que lo que tenía él era más bien cosa de
No se puede decir que mantuviera tales criterios al día siguiente, reconcomida por el
se sabe qué artes y qué lazos del demonio que aquellas brujas habían desatado.
-Yo las mato. Como Ana María que me llamo, y que Dios me perdone, pero a esas malditas
-¡Hijas de Satanás! ¡Malos demonios se las coman! Yo que tú -añadió dirigiéndose a Ana
María -me presentaba ahora mismo en la casa de esos cuatro pendejos, y ponía las cartas
sobre la mesa.
-Demasiado que sí. Y además deberían ir tu marido y tu hijo Javier, que por suerte está
-Yo también quiero ir, mamá - pidió Carmen, que siguió a su madre hasta la alcoba y la
-No, mi niña; tú te quedas en casa, con tu cuñada, para cuidar de Jacinto. Y le preparas el
desayuno a Julio.
camino cuesta arriba con pie firme. Pinito Gil se encargó de ir pregonando lo que pasaba a
todo bicho viviente y, cuando alcanzaron la loma, eran un séquito de más de treinta
personas.
-¿Qué se les ofrece? -preguntó desalada la madre de María Isabel, desde la ventana de la
-Tú lo sabes muy bien, pedazo de bruja, pájaro de mal agüero -replicó Ana María, con las
El aire se espantó con los gestos y las miradas amenazantes de los componentes de la
-De calumnia nada, ¿será pelleja? Eso es una verdad como un templo, que mi hijo vino
ayer a esta casa lleno de salud y regresó a la mía blanco como la muerte. ¡Ustedes le
Los ánimos se pusieron al rojo vivo, y más aún cuando María Isabel asomó por
detrás de su madre.
-¡Mira la mosquita muerta sacando el jocico! ¡Menudo rebenque! -saltó Pinito Gil que,
-¡Suelten las piedras! ¡Suéltenlas! -chilló Pepe Ruiz, dejando caer la suya, al tiempo que la
habría ocurrido una desgracia; se habría paralizado el rumor de la mañana, acorralado por el
odio, el miedo y la angustia que se batían silenciosos, filudos como espuchos de piteras, bajo
El mismo cielo vio desaparecer, el mismo día, a la zorrúa de la tarde, siempre tan
negras, a las cuatro mujeres barranco arriba, cargadas de bártulos y amargura. Se ocultaron
Si eres ruin se te aparecerán las cuatro brujas de La Loma, solían amenazar las madres a sus
hijos pequeños. Se las comparaba con el diablo suelto, o con los chupasangre, que se
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escondían detrás de los arbustos para llevarse a los niños malos y dejarlos secos como
cueros de baifo.
Nadie supo, sin embargo, del sufrimiento que arrastró a María Isabel a cometer
tamaña locura, ni de la sumisión que debía a su madre, ni tampoco del gran amor que tanto
la había obsesionado.
Nadie excepto Jacinto. Todavía confuso, recién cobrado el sentido común, con el
recuerdo vago de unos lagartos soñados, Jacinto pensó en María Isabel, y en lugar de
maldecirla, se puso tan triste que arrancó a llorar desconsolado, marmullando lo mal que él
se había portado con ella, pobrecita mía, que tanto me quiso. Lloró todo el día sin
continencia, y hasta llegó a decir entre lamentos que se merecía lo que ella le había hecho, y
Ana María se alegró del llanto de su hijo y juntó sus lágrimas con las de él, en los
besos que le dio en la frente, y en los ojos, y en las mejillas, en un abrazo intenso y sereno
que acabó con el dolor de su hijo, su propia carne, al que ella había rescatado de la sinrazón.
Le costó lo suyo. Hizo acopio de unas fuerzas que ni ella misma se imaginaba tener,
y, con la ayuda inestimable de su esposo, sus hijos Javier y Carmen, su nuera y Pinito Gil, y
del café por escudillas durante siete días y siete noches en vela, consiguió adentrarse en el
racional. Se había dejado llevar por un pálpito, un impulso del corazón, mediante el cual
intuyó que era ella y sólo ella, nada de médicos ni santeros ni zajorines, la única persona
estómago, alrededor del ombligo, y no dudó un instante en encerrarse a solas con su hijo y
sus alucinaciones.
De entrada encendió siete velas a las ánimas benditas del purgatorio, colocadas en la
mesa de noche, debajo de un cuadro del sagrado corazón de Jesús. De rodillas, rogó y rogó
por la salvación de su hijo. Ofreció su vida por la de él, que aún florecía, e incluso pidió
perdón para aquellas mujeres que lo habían hechizado, porque no sabían lo que hacían.
Después, de una cajita de cedro que había cogido de la luna del armario, sacó siete
desabrochado el pijama. Luego le pegó un parche poroso sobre el ombligo, se puso otro ella
misma, y recitó:
Jacinto. Una rama de poleo, otra de ruda, una medalla de san Benito, un rosario de semillas
Agotada, entre bostezos, al borde del desvanecimiento, Ana María notó un temblor
en el cuerpo poseído del hijo, y consideró que era una buena señal.
-¡El lagarto tiene los ojos y la boca de María Isabel. Y me mira, y me escupe! -gritó Jacinto,
entre sacudidas.
Ana María levantó la vista y le pareció ver un sombraje donde antes no había
divisado nada. Pero creyó que, lo más probable, se debía al juego de las llamas de las velas
Sin embargo cambió de parecer al día siguiente cuando, desmadejada como estaba
después de oír a su hijo proferir a viva voz que había dos lagartos en el techo, tuvo la
impresión de entrever dos ligeras siluetas que, igual que ramalazos fugaces, se escabulleron
-Tengo que ver esos bichos como quiera que sea -pensó en voz alta. -Y después matarlos. Si
Convencida, se emperró en aquella idea de tal manera que no despegó los ojos del
techo, a la espera de que se materializaran los espectros que había atisbado de soslayo. Sólo
dejaba de acechar con el fin de reponer las velas de las ánimas, repetir los santiguados, asear
a Jacinto y para recoger la comida que traían sus hijos o su marido. Ella se alimentó de ralas
de café y gofio con queso duro picado. Para el enfermo, caldito de pichón, agua de arroz, y
que, extenuado, se dormía, ayudada de un biberón, ella le hacía tragar poco a poco, y lo
secaba con cuidado cuando él salpicaba el líquido con sus sobresaltos y clamores. Después
lo limpiaba con una toallita de algodón impregnada en esencia de romero, la cara, las manos,
En sus sueños gritados, Jacinto seguía viendo los miles de ojos y de bocas de María
Isabel. Los mismos ojos y las mismas bocas de los lagartos que lo aterrorizaban, y que
Fue entonces cuando Ana María los vio. Los había adivinado con cierta claridad
cuando eran cinco y seis, pero no los había podido retener. Se esfumaban enseguida y no
dejaban rastro alguno. Sin desesperarse, despejada a pesar de no haber pegado un ojo, ella
siguió erre que erre, empeñada por completo, hasta que el séptimo día divisó siete lagartos
claros en el techo. Incluso los vio moverse y sacar lenguas rasposas y afiladas. No dejó de
mirarlos y repitiendo “ tengo que matarlos “, agarró un palo que había colocado previamente
al lado de la cama. Despacio, se subió a ella y, sin dudar lo más mínimo, encolerizada,
Ana María notó que las cortinas se movieron y pensó que el mal se había ido por la
ventana. Luego se abrazó a su hijo y lo oyó llorar durante horas hasta que se quedó dormido.
Los dos soñaron que los ojos y las bocas de María Isabel se alejaron por la degollada
y los riscaderos del barranco, se esparcieron por las laderas y el valle, y se convirtieron en
flores.
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X . LA QUEIMADA.
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-¡Canario, al teléfono!
Julio pidió permiso a sor Mercedes, que seguía pasmada con la historia que había
-¡Hola!
-¡Hola melocotón!
- ¡Hola, Julito!
Sorprendido, ni reconoció de entrada a sus interlocutores. La risa les delató. Eran sus
tres hermanos.
-Esto es que tu hermana, que está loca, se está jugando el pellejo, porque como me cojan
-¡Pero, chacha! ¿Cómo lo has hecho? -insistió Julio ante las carcajadas de Javier y Jacinto.
-¡Mi madre, qué locura! Esto no me lo esperaba yo. Pues venga, que viva la pepa. ¡Hola,
-Y aquí Gran Canaria, que es la que tiene el mando. Y ya que los tengo reunidos, ahí va la
noticia por la cual me he atrevido a llamarles a los tres al mismo tiempo: ¡Me voy a casar!
El jolgorio que se formó fue de mucho cuidado. Los tres hermanos gritaron hurras y
-Y, por supuesto, cuento con ustedes tres en calidad de cocineros y camareros. Y además
Desaforados, alegaron un rato más; Javier y Julio, que andaban medio picados, se
congraciaron nuevamente y prometieron escribirse sendas cartas. Así mismo, Julio quiso
saber cómo le iba a Jacinto con sus pesadillas y, dado que era un secreto entre ambos, se las
ingenió (no en vano era de Ingenio), para que pasara desapercibido, echando manos a un
-Pues soñé que yo tenía una granja y ustedes me cogían los huevos.
-¡Ah, cabrón!
-¿Y ustedes qué? ¿Han soñado alguna cosa simpática o tienen pesadillas? -insistió Julio,
con garraspeo, para hacerle llegar la onda a Jacinto. Este la pescó y, para descanso de su
hermano, contestó:
-Últimamente no he tenido sino sueños agradables, al menos los que recuerdo. Sueño
Minutos más tarde, Julio entró nuevamente en el despacho de la madre superiora, que
andaba entre papeles, y, con la sonrisa de oreja a oreja, la hizo partícipe de la buena nueva.
-¡Ay, hijo mío! ¡Cuántas cosas os pasa a vosotros! -dijo Sor Mercedes en tanto que
-Como todo el mundo, me imagino -replicó Julio al sentarse con plena confianza.
-No sé qué decirte, la verdad. Es cierto que todo el mundo tiene sus vivencias, pero las de tu
Para afianzar su argumento, sor Mercedes, que se levantó y miró al mar, citó la
terrible experiencia de Jacinto con los lagartos, la no menos tremenda odisea de Carmen con
las pardelas, y la obsesión de Javier por el baile y la música. Al oírla, Julio sonrió.
-Yo creo que deberías escribir una novela sobre tu familia. Yo que tú aprovecharía esas
-¡Total! Es más, hasta yo mismo creo que estoy viviendo una película desde que me
Los dos se rieron y congratularon de estar tan avenidos. Hacía sólo dos meses que se
-La verdad es que nunca me había pasado esto con nadie, canario.
-Ni yo podía imaginar que iba a tener tanta amistad con una monja. Y menos aún que me
-Sorpresa.
Se refería a un tema que el coro había interpretado durante el oficio del día de la
Epifanía, justo en el momento en que tres soldados disfrazados de reyes magos, se acercaron
al pesebre, situado a un lado del altar. Julio había inventado una letra eclesiástica, como él
decía, y la había adaptado al ritmo del rock de la cárcel, escandalizando tanto a monjas como
a militares.
y un montón de amor,
79
Pero ahora ensayaban una pieza de Lole y Manuel, cuya letra pegaba bastante para
misa.
pidiendo la comprensión,
A los soldados que componían el coro, cada vez más numeroso, les encantaba la hora
del ensayo. Normalmente mataban el tiempo medio aburridos por allí, tendidos en las camas,
leyendo o entretenidos con las manualidades de Julio. Por eso, cuando se encontraban en el
solario para cantar, con el mar enfrente, se lo pasaban estupendamente. Aparte de los temas
obligados de iglesia, que repetían una y otra vez hasta que sonaran bien, le entraban a todo
tipo de canciones, desde sudamericanas, pasando por los Beatles, los Rollings, Carole King
etc., para acabar en los setenta con Supertramp o Pink Floyd entre otros. Además se echaban
sus buenos chistes, alegaban y, cómo no, aquella era la hora esperada del canutito al ponerse
-Soy un paradoja.
-Oye, canario -dijo Cristóbal, el sevillano -Este domingo será el cumpleaños del gallego. Le
mandaron una garrafa de cinco litros de orujo, y hemos pensado preparar una queimada
-Vale. Pero vamos a seguir con el ensayo, que esto anda muy verde todavía.
capilla estaba a tope. No era obligado asistir, pero desde que se creó el coro, el templo se
llenaba domingo tras domingo, y fiestas de guardar; cada cual entonaba como podía, y todo
ser la noche de Navidad, durante la misa del gallo, cuando Julio, atragantado, cantó con
nostalgia :
llegó Navidad.
Se inundaron los mares con los llantos, como reza la letra de otra canción, al igual
la madre superiora para festejar el aniversario del gallego, aprovechó la coyuntura y susurró
al oído de la hermana cocinera, sor Fátima, su segunda gran amiga dentro del hospital, que a
ver si no era mucho pedir que ella hiciera una tarta de manzana, de esas que a ella siempre le
salían riquísimas, para completar la faena. Adulada, ante aquellos ojos de niño mimoso, la
hermana cocinera no pudo negarse. No era la primera vez. Desde que se conocieron, ella
mala en cama y él, coro que te pego, prodigando serenatas navideñas a los enfermos
(veinticinco de diciembre, fun, fun, fun) sor Fátima se quedó gratamente sorprendida por el
alegre desparpajo de Julio. Ella, mujer corpulenta de cara bonachona que rondaba los
sesenta, lo vio flaco y se ofreció a alimentarlo bien, a cebarlo, una vez recuperada de su
malestar. El la cogió por la palabra. Se metió en la cocina y husmeó por aquí y por allá,
interesado en las artimañas de la monja, que era experta en postres. Para delicia de Julio,
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que a goloso no le ganaba nadie, sor Fátima tenía renombrada fama por sus tartas de
manzana, con canelita, jengibre, y limón. Juntos se pasaban horas metidos entre calderos;
ella le habló de recetas, de los distintos platos regionales, y de qué especia es buena para el
cocido, o la fabada o para el rancho. Además, a sor Fátima le encantaban los chistes
verdosillos, y en eso el experto era Julio. Más de una vez tuvieron que taparse la boca, para
-¡Ay, canario! ¡Eres el diablo! Cualquier día me van a amonestar por conducta licenciosa.
Había una tercera monja muy amiga de Julio. Se llamaba sor Josefa y tenía noventa y
cinco años. Prácticamente ciega, su labor en la comunidad consistía en escuchar las noticias
de la radio y comunicarlas luego a las hermanas durante las comidas. Parecía un pajarito
-¿Quién es ese canario que tan bien canta y que tanto me ha hecho llorar hoy? -preguntó a
Cuando se lo presentaron, sor Josefa, con su frágil vocesita, en un gesto casi coqueto,
dijo:
-En mi época también yo cantaba como los ángeles, y que Dios me perdone la presunción.
-Habría que verlo -insistió él. -Un día de estos nos echamos un dúo.
A la tarde siguiente, Julio pasó por la comunidad y preguntó por ella. Recién
almorzada, se disponía a dar la vueltecita de rigor, para bajar la comida, guiada por una de
las hermanas. El le ofreció el brazo, que ella aceptó encantada, y durante el paseo se quedó
alucinado con las innumerables historias que la monja le contó, desde que empezara su
noviciado en la misiones, a principios de siglo. África fue su primer destino. Allí se gozó la
primera guerra mundial. Recaló más adelante en Sudamérica, poco tiempo, y en mil
novecientos veintidós la llamaron de España para que se hiciera cargo del hospital militar de
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Ceuta, que había sido inaugurado recientemente. Como madre superiora, con rango de
-Sí, hombre, sí; él llegó muy ufano a pesar de tener una pierna lisiada, y empezó a dar
órdenes en la sala de heridos, sin tener en cuenta que yo tenía más galones que él.
-¿Y se calló?
a ella, y se eñulgó con aquel pisco de voz rajada tan llena de sentimiento.
A partir de entonces se veían a diario, después del almuerzo, y la estampa de los dos
brazo con brazo, enzarzados en una conversación, o entonando coplas varias, se convirtió en
-¡Joder, canario! Tienes conquistadas a todas las monjas, chiquillo -gritó el sevillano,
mientras que, con una cuchara de palo, daba vueltas a la mezcla de refrescos, frutas y orujo.
-¡Hay que ver el cacho de tarta que sor Fátima hizo gracias a ti.
Aparte de los ingredientes propios del mejunje, la queimada contó con un aditivo
especial.
-¿Qué tal si le añadimos esto que tengo aquí? -sugirió con cara de pícaro el gallego, el
festejado, ante la sorpresa del resto del grupo, en tanto que mostraba un pedrusco de cien
gramos de chocolate. Lo había comprado a la zorrúa, con el único afán de agradar a sus
compañeros y, sin esperar respuesta alguna, lo zumbó dentro de la cacerola, justo cuando el
mestura hasta que el tosco se derritió por completo. Lo que resultó fue una especie de jarabe
-¡Mi madre! ¡A ver quién se traga eso ahora! -protestó Julio. No rechazó sin embargo el
-¡Nos vamos a agarrar un disparate que te cagas! -saltó el sevillano entre risas.
Cada uno con su bebida, los más de veinte soldados que rodeaban la gran perola
cuartelera se miraron con ojos sonrientes y labios dudosos. Pronto se dejó oír que aquello no
-¡Y tanto! Parece un batido -sentenció Julio, en medio de garraspeos y de la risa general de
los demás. Todos manifestaron con golpes de tos y con las manos en el cuello, el efecto de la
dichosa pócima.
hermana cocinera.
-Bueno, de acuerdo; todo sea por Dios. Nos tomaremos todas un poquito, porque esta es
una situación muy especial. Pero que no sirva de precedente. Y después partiremos la tarta.
Las hermanas, las más jóvenes sobre todo, aplaudieron la decisión de sor Mercedes.
fue sirviendo vaso tras vaso, y ofreciéndolos gentilmente a las monjas, que bebieron
-Está bueno, pero tiene un tacto algo así como terroso -apuntó sor Fátima un tanto
regañada.
-¡Vamos a partir la tarta! -resolvió Julio, apurado, al tiempo que cogía la guitarra.
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dulce, tanto unos como otras entonaron Alma, Corazón y Vida, La Paloma, Guantanamera y
enormemente por la noticia de la boda de Carmen, su niña bonita, que por fin iba a ver
Sin embargo, desde hacía tiempo le ocurría que la felicidad de los demás, el hecho de
que dos personas se enamoraran mútuamente le daba una envidia terrible. El nunca se había
enamorado. Tenía treinta y cinco años sobre sus espaldas y aún no sabía lo que era el amor.
Lo había visto y sentido en los ojos de otros, otras miradas, otras sonrisas, una forma
peculiar de besar y abrazar: la plenitud, que él conocía sólo de oídas, al hacer el amor
cuando se ama. Cuando de otros labios que adoraban sus besos brotaban palabras de amor
apasionadas, frases que llegaban a parecerle ridículas (te quiero mi amor, ojalá se pare el
tiempo en este instante y quedarnos así para siempre) Javier se mostraba un tanto incómodo.
No porque se las dijeran, puesto que le gustaba sentirse querido, sino más bien por la
imposibilidad de pronunciarlas él. Desde que cruzó el umbral de los treinta, empezó a notar
en el mismo abrazo en el que se habían dormido, de mirar con ojos enamorados. Le dolía la
ausencia de esa chispa tan especial, de la que todos hablaban alguna vez, que descubría la
sensación de morir de placer, de que el mundo entero se agolpa en las sienes y parece
Javier suspiró. Una cierta tristeza, nostalgia por algo desconocido, lo embargó de
pronto. Todo se lo habían contado. Incluso sabía del dolor del amor, del desasosiego de la
espera por alguien que no llega, y la cabeza se pone a elucubrar que si le habrá pasado algo,
que si estará, tal vez, con otra persona; los celos aflorando a la mirada, la angustia del
desamor.
De tanto oírlo, sobre a todo a sus amigos que lo tenían como piedra de descanso, de
tanto ver unirse a unos y separarse a otros, llegó a ser experto en el amor de los demás.
Acudían a él porque sabía escucharles y darles un mimo y una frase de ánimo, tan necesarios
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en momentos desorientados. Por eso, lógicamente, nadie le creía cuando confesaba que
De broma se había tomado Javier siempre el amor. Jugando, muchas veces frívolo y
díscolo, había permitido que entrara en su vida una larga lista de amoríos que, en su
mayoría, actuaban como él. Vivieron los sesenta y los setenta a un ritmo casi desaforado,
libres, ajenos u olvidados de las antiguas doctrinas del sexo tabú. La misma doctrina que
recibieron y que Javier cargaba cuando recaló en Las Palmas, en la primavera del sesenta,
La noche era espléndida. De estrellas. En el cielo medio azul marino, la luna aparecía
como si la hubieran mordido, plantada justo encima del parque Santa Catalina, para no
Bañado por su reflejo, con cara infantil pero con una decisión adulta que se
manifestaba en sus pómulos prominentes y en sus ojos vivarachos, Javier entró en el parque
con paso de baile. Ni la mochila pequeña que llevaba al hombro, ni la talega que casi
arrastraba, fueron obstáculo para su danza. Bailó al son del bramido de los barcos, del
traqueteo de las tartanas, del guindilla que rodaba en bicicleta con el sacalú inglés, de la
guagua de dos pisos, también inglesa, que venía empolvada de los arenales. Así mismo,
absorto, continuó al ritmo de las diferentes músicas de los bares y terrazas. En uno de ellos,
El Derby, danzaba una señora toda pintarrajeada, repleta de abalorios y colgajines, que se
acompañaba de una jurria de gatos y que atrajo la atención de Javier. Curiosamente, al verlo
aparecer, también ella se interesó por él y, con coquetería, le dedicó el tema que sonaba en
play back.
I feel so good...
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simulaba un cromo, dieron alas a Javier que, sin más, posando la talega en el piso y la
Si grande era el estupor de los clientes, ingleses la mayoría, ante el numerito fuera de
serie de Rosita Luna con su coreografía de gatos, cómo sería cuando vieron a aquel
-¿Y tú de dónde saliste, mi amor? -gritó la dama de los gatos, entusiasmada, nada más
acabar la pieza. Lo miró de arriba a abajo. Le hizo un repaso de los zapatos puntudos negros,
los pantalones de dril acampanados, la camisa lisa entallada y abrochada hasta el cuello y, a
un tiempo, le encasquetó un beso estallado de rojo carmín a uno que le compró una
estampita sagrada.
-¿Cómo?
-Que de dónde apareciste, hombre -replicó ella, más que curiosa y siempre sonriente.
Para muchos de los allí reunidos, en especial para los extranjeros que, de paso,
observaban cada cosa como si fueran retazos pintorescos de la vida cotidiana del país, el
encuentro y la charla entre Javier y Rosita Luna pudo bien parecer una escena de teatro
estudiada. Atentos, oyeron como él respondía que acababa de llegar de su pueblo, y que
venía en busca de aventuras, de un trabajo y, por de pronto, de una pensión donde alojarse.
-¿Qué?
-Cuatrocientas pesetas. Doscientas que me dieron mis padres y otras doscientas que reuní
cogiendo cochinilla.
consonantes.
- Es un bicho que se da en las tuneras y sirve para teñir -contestó Javier sin dilación.
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-¿Tuneras? ¿Qué significa tuneras? -insistió el inglés, con pinta de pimiento morrón,
queriéndose comer a Javier con los grandes ojos azules que tenía.
-Mira, corazón, apúntate en una academia si quieres aprender canario -saltó Rosita Luna
-Ven acá, precioso. Vamos a sentarnos un pisco bajo la luna lunera cascabelera.
Indeciso, él la siguió hasta una mesa que hacía esquina y desde donde se divisaba la
luna.
-¡Mírala, mira la luna! Qué bella es! Ella es mi fiel consejera. Ella es mi reina y mi guía.
¿La ves?
Entre admirado y perplejo, Javier asintió. Aquella mujer estaba como una jaira,
pensó; pero había algo en ella que le inspiraba confianza. Tal vez sus ojos, grandísimos y
resaltados por el arco iris que lucía en los párpados; o la mirada perdida, pero noble, que
reverenciaba a la luna.
- Yo tengo los ojos siempre puestos en la luna, aunque no la vea. Y ella ha hablado conmigo
esta noche, poco después de aparecer tú, durante tu baile. Y me dijo que tú y yo juntos
Javier la escuchó con atención. Ella lo halagó; lo llamó perifollo, guayabo, pichón, y
él se dejó llevar. Ella le dijo que bailara y él bailó. De terraza en terraza, de mesa en mesa,
con Bill Halley y los Comets, con Elvis, con James Brown, con Marilyn... y con la ronca voz
de Rosita Luna que pregonaba a los cuatro vientos que el parque resplandecía esa noche con
una luz especial. Señalando a la luna y a Javier, que estaba sumido en el baile y movía los
brazos en vuelo, dijo y repitió que él era el cacho de luna que faltaba en el cielo y que,
nostálgico, bailaba la danza de la soledad con el pensamiento y las alas desplegadas hacia
Si bien llamaba la atención el discurso de Rosita Luna, que no perdía ripio y seguía
vendiendo santos y chicles basoca mientras disertaba, lo que realmente atraía al personal era
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la figura cadenciosa y armónica de Javier que parecía estar en otro mundo, y que inspiró
lujuriosos.
-¡Hola, cachito de luna! Tómate algo conmigo -le propusieron más de una, y de uno, al
admirador, y que insistió una y otra vez. Javier rehusó en cada caso, siempre muy educado y
con sonrisa, y al pesado de turno, como diría más tarde Rosita Luna, ni si quiera lo miró
-Mira mi amor, mi lindura; nos hemos hecho doscientas ocho pesetas esta noche, nuestra
primera noche juntos gracias a la luna. Cien para ti y ciento ocho para mí y los gatos. ¿Te
parece bien?
mejilla, de pie ambos delante de la pensión Ripoche. ¿Cómo iba a parecerle mal? Se había
pegado quince días cogiendo cochinilla al solajero, clavándose todo de espinas, para juntar
doscientas cochinas pesetas, y en dos o tres horas había ganado la mitad nada más que
bailando.
-Aquí vas a dormir como un rey, ya verás. Y mañana vendré a recogerte temprano para
pasear por la ciudad y comprarte ropita nueva. Lo primero que haremos será dar una
Un gran beso selló la noche. Javier se llevó los labios de Rosita Luna pintados en la
mejilla, como una estrella más. Un estrella que se quedó fijada en su cara fruto de los miles
de besos que ella le prodigó a lo largo de una unión que duró cinco años.
A Javier se le enturbiaban los ojos al evocar los tiempos aquellos que, según él
mismo argumentaba con cierto alardeo entre sus amistades, fueron los tiempos de las tres
Suerte tuve yo de no pescar ninguna enfermedad, porque hay que ver la guerra que
dio este cuerpo, repitió en distintas ocasiones, partis y juergas, con su basca madrileña en la
que, y aunque no quisiera, siempre sobresalía, tan zalamero y afectuoso. Alardeaba de haber
implantado el beso entre los hombres de su entorno, costumbre que él había adquirido en el
ambiente del parque Santa Catalina, en los clubs y discotecas, donde el personal era de lo
más variopinto.
-Ustedes eran un poco sosos cuando yo los conocí. Sólo se daban la mano fría y rígida.
Tuve que llegar yo para que entrara la pasión en este pueblo de bárbaros -decía él,
-Lo que pasa es que tú eres un besucón y un sobajiento -le replicaron a menudo entre risas.
Y si alguien, alguna vez, se llegó a mostrar reticente, terminaba rindiéndose cuando Javier
rompía a bailar.
Cualquier ritmo, cualquier estilo, era bueno para sus famosas exhibiciones. Tanto
que muchos le pedían que montase sus numeritos en cumpleaños y bodas para alegrar el
cotarro. Y si él hubiera querido, habría sacado partido de ello, puesto que más de una vez lo
Pero siempre se negaba con el pretexto de que aquello no era para él.
Se lo podía permitir. Llevaba casi quince años viviendo del cuento, como él decía, y con los
trajes que cortaba y confeccionaba, por lo general de disfraces y de salas de fiestas, ganaba
lo suficiente para sus lujos, que no eran pocos. La casa y la comida las tenía aseguradas
gracias al también seguro amor de Stewart, el pretendiente inglés que había conseguido
prestigioso y joven ingeniero, que rondaba los treinta cuando fue a parar a Las Palmas, a
finales del cincuenta y nueve; vino contratado por un tal mister Leacock para un proyecto
relacionado con pozos artesianos. Al conocer a Javier, aquella noche de luna mordida, se
tan viril y delicado a la par, y desde entonces se convirtió en su más ferviente admirador.
Cada noche lo fue a ver actuar junto a Rosita Luna, y lo miraba y remiraba palmo a palmo,
sin perder ningún movimiento, ni un giro, la más mínima pose de la cara o las manos, ni
siquiera el mordisqueo de los labios, o el lascivo paseo de la lengua de una comisura a otra
de la boca.
Cada noche que actuaba, Javier tenía garantizada al menos una invitación. Con la
sonrisa más ancha de su cara, cada vez más morena, Estiguar se la ofrecía ilusionado; un
seven up los primeros meses; un whisky con seven up durante varios años; un dry-martini
con mucho hielo de último. El invitado la recibía con simpatía (thank you very much) pero
cambió el pantalón campana y la camisa ceñida por el vaquero blue colorado y el niki inglés
de algodón, así como los zapatos topolinos por botines de cuero. No sólo sus ojos se lo
comieron entonces. Pero fueron otras las manos que lo asieron al final de la velada; y
muchas más, y nunca las suyas, las que se lo llevaron en noches sucesivas. Mujeres maduras
y elegantes, alguna con pinta de vampiresa, otras más jóvenes y deportivas; hombres
también maduros, carrozones de buen ver siempre encorbatados, fueron los que disfrutaron
la adolescencia del niño que llegó a la ciudad, y siguieron gozando del joven vividor que era
él era un personaje en off que observaba y seguía el rumbo del protagonista estrella con sus
diversos acompañantes. Una película que, para mayor suplicio, él mismo se encargaba de
Estiguar soportó tal tortura durante cinco años. Perdió el apetito, el sueño, parte de su
cordura, y a punto anduvo incluso de quedarse sin el trabajo que lo había traído a Las
Palmas. De suerte que, viéndolo en aquel estado desolador, sus jefes le ofrecieron un
marcharse a Madrid y dejar de ver a Javier. Siguió persiguiéndolo noche tras noche, como
los locos, por los bares del Refugio, por las discotecas, El Búho, El Tam Tam, El Saxo, por
los cabarés, El Flamingo, El Tánger Club, y fue después de una fuerte reprimenda con
amenaza de despido, cuando reaccionó y decidió aceptar la oferta. Con todo el dolor de su
alma se iría a vivir a la capital del reino, en calidad de consejero-asesor para la importación
borrar aquellos cinco negros años de su vida, Estiguar se hizo a la idea de partir. Al tanto de
que su aspecto no era precisamente saludable, resolvió dedicar un tiempito a sanarse, a hacer
un poco de ejercicio, a nadar en Las Canteras y comer bien. Además dejó de salir por las
caer por El Guanche, un bar tertulia tipo taberna que había en La Puntilla. Traía el pelo
mojado de agua salada y arena en las sandalias, y venía dispuesto a zamparse unos
calamares fritos del día, que eran la especialidad de la casa. Como quiera que fue
en una mesa medio recóndita del comedor, solo y pensativo, se encontraba Javier.
cierto aire de ausencia, cuando vio entrar al que siempre había considerado un plasta
pretencioso. En las últimas semanas, sin embargo, Javier había echado en falta sus miradas
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incesantes y escrutadoras que lo hacían sentirse deseado, las invitaciones, los requiebros, la
forma de dirigirse a él con tanta amabilidad. Incluso llegó a pensar que, a lo mejor, se habría
ido de la isla. Pero ahora, al tropezarlo allí, con aquella pinta playera tan simpática, rubio de
interesado en la persona a quien tantas veces despreciara. Sin pensarlo dos veces, siguiendo
-No, la verdad es que todavía estoy aquí -fue todo lo que consiguió pronunciar.
-No hace falta que lo jures -bromeó Javier, sonriendo ante el apuro de su interlocutor. -¿Y
-Pues mira, la verdad es que estoy cansado de esta ciudad y de la gente que me rodea, y de
lo que hago.
-¿Y qué te gustaría hacer? -se atrevió Estiguar con un destello repentino de esperanza en los
ojos.
-Pues ahora mismo me gustaría dar una vuelta por ahí, a cualquier parte de la isla, ya sea
el sur o el campo.
-¿Ahora mismo?
-Si.
Estiguar sonrió encantado. No se lo podía creer. No era posible que todo aquello
retamas disfrazaba las cumbres. Las montañas, todavía embebidas, se escaldaban con el sol,
rezumaban el agua de sus entrañas y desprendían el olor de la tierra mojada que empieza a
Estiguar adoraba los paisajes del interior de la isla, las formas y expresiones de los
repechos y picos montañosos, las verdes explanadas salpicadas de ganado, que tanto le
recordaban su tierra natal. Más de una vez disipó su pena abstraído en la inmensidad que se
ofrecía a su vista, los valles floridos, los pinares empinados hacia el cielo, el juego de sol y
sombras a la hora del crepúsculo, cuando el horizonte se desgarra en celajes encendidos, esa
hora que para él era mágica y misteriosa y que tantas veces había inmortalizado con su
cámara inseparable. Tenía miles de fotos y diapositivas de la mayoría de los parajes de Gran
Canaria, con las que, sin duda, podía ilustrar un estudio de la isla en los últimos seis años, en
-What a shit! Esos malditos edificios rompen con todo. Cuando yo llegué aquí sólo existía
El Faro -dijo a Javier, con tono de enfado, refiriéndose a los dos o tres hoteles y restaurantes
Maspalomas, desde las mismas dunas hasta las bocas de los barrancos que escapaban
montaña arriba.
-Es verdad -respondió Javier. -Yo también me acuerdo. Cuando estaba en la escuela, los
maestros nos traían aquí de excursión y nos bañábamos en el lago. Era una gozada.
impresionante que abarcaba y barría cielo, mar y tierra. Un gozo para los ojos, sólo
entorpecido por unas pocas moles de cemento que, según Estiguar, se multiplicarían con el
tiempo, y eran el primer indicio del desarrollo que asfixiaría la isla en un futuro no muy
lejano.
-Ya verás como dentro de veinte o treinta años no quedará ni un barranco virgen en este
sur.
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A Javier nunca se le había ocurrido pensar en el futuro de las cosas que le rodeaban.
Ni siquiera se había planteado el suyo hasta que Estiguar, en el segundo paseo juntos, que
-¿Qué me respondes?
-No sé, Estiguar, no sé. Eso sí que es otro mundo. Por un lado me encanta la idea. Me
atraen las aventuras, y esa es una gran aventura -replicó Javier, mirando de reojo a su
monótona existencia en la que se encontraba inmerso. Al principio estuvo muy bien; los dos
o tres primeros años que vivió en Las Palmas pasaron muy a gusto, conociendo gente nueva
de todos los sitios, con sus bailes en el parque y dinero más que suficiente hasta para lujos.
círculo vicioso, harto de vivir de noche, de las amanecidas casi diarias, de perderse el día en
realidad, no había hecho otra cosa en cinco años. Ni siquiera aprovechaba la playa de Las
Canteras, que la tenía al lado, para tonificar un poco su cuerpo maltratado. Menos mal que
una vez se impuso la tarea, terrible sacrificio de tres meses, de realizar un curso de sastrería,
tres horas diarias de cuatro a siete, porque se empeñó en confeccionar él mismo sus trajes de
carnaval.
acostumbrado a que me quieran con la intensidad que me quieres tú. Me caes muy bien, me
aprovechó el titubeo de Javier. Éste suspiró. Le costaba trabajo creer y asimilar que alguien
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lo quisiera tanto, que lo mimara a todas horas y que le ofreciera una vida en bandeja. Le
¿Qué hago?, se preguntó Javier. Si aceptaba tenía que darle un giro a su vida, un vuelco
radical que incluía convivir con otra persona. Una persona que, además, estaba enamorada
-Mira, Estiguar -Yo no quisiera hacerte daño, pero tampoco quiero engañarte. Hasta ahora
he sido un veleta, y no sé si podré adaptarme a vivir contigo. Pero me gusta mucho la idea,
no lo niego, y si tú te arriesgas...
-Y Estiguar se arriesgó, desde luego. Para él fue como ver los cielos abiertos, me
imagino -dijo Julio, mirando alegremente a su hermano. Le habían dado permiso, firmado
por la Madre Superiora, para asistir a la boda Carmen y, de paso, se había acercado a Madrid
a ver a Javier.
-Exactamente. Y la verdad es que sufre bastante por mí, porque, para mi desgracia,
yo no he cambiado mucho. Sigo siendo un pendón como la copa de un pino. Y mira que lo
he intentado, pero no hay manera. Ya van para quince años que llegué a Madrid con el
propósito de arreglar un pisco mi vida, y me parece que la tengo cada vez más liada. Vine
huyendo de los amores fáciles y pasajeros, y centrarme más en mi relación con Estiguar,
pero todo ha sido en vano. No tengo remedio. No le soy fiel ni a Cristo. Soy un infiel, un
-Sátiro.
-Pero en tu caso es una mezcla porque... como te gustan los dos sexos...
Risas.
Más risas. Las dos copas de vino de reserva chocaron para festejar la ocurrencia. Una
entre muchas, porque aquel quince de mayo, día señalado en Madrid, el cabeza y el rabo de
hablaba de otra cosa que sus experiencias en el hospital militar de Céuta, en medio de
monjas y misas. Por su parte, Julio no cabía de contento, porque tenía nada menos veinte
días de permiso, y también por encontrarse de vacaciones en Madrid, gracias a que Javier le
-Mucho te tiene que querer para soportar la vida que le das, ¿no?
Era la primera vez que los dos hermanos intimaban tanto. Un par de vinos y otros
tantos “flais”, que así llamaba Javier a los porros, ayudaron y estimularon la conversación y
la risa, y también la sensación de quererse más que nunca. Hablaron de mil cosas distintas,
de la infancia de ambos, de los juegos casi salvajes de los tiempos de Javier, de los padres,
del hermano sueco que ya parecía extranjero hasta cuando hablaba en castellano, de la
hermana tan estupenda que se iba a casar, y se emocionaron con los ojos llorosos y entre
risas desenfadadas.
-¡Qué va! Fumo muy poco. Pero venga, vámonos pa la calle, a celebrar a san Isidro
Labrador.
-¡A mamársela!
-¡Cochino!
Jugueteando, como dos chiquillos con zapatos nuevos, medio abrazados, Javier y
Julio pasearon por un Madrid engalanado, radiante de sol y caras risueñas, regado de buen
vino y con olor a cocido y flores. Recorrieron media ciudad. En los jardines del Palacio Real
se salpicaron con agua de una fuente. En la Plaza Mayor se gozaron un concierto de guitarra
española. Corretearon y compraron helados por el paseo del Manzanares y, con la luna en lo
alto, se metieron en Las Vistillas y bailaron dislocados en las verbenas hasta el alba.
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XIII. LA BODA.
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-Es verdad, quería. Es que mis hijos tienen amigos hasta en el quinto de los infiernos. Pero
Ana María, nunca tan alegre como aquella mañana de primavera, tiró de Pinito Gil,
-Usted no puede faltar, Pinito. Usted es de la familia -gritó la novia, llena de júbilo, radiante
con su traje azul de cristal cortado, que de lejos parecía el mar, en tanto que, muy coqueta, a
través de las lluvias y orquídeas de su ramo, recorría una por una, como en un barrido de
Por un lado, informalmente ataviado, guapísimo y cariñoso, el novio con sus padres
y hermanos, cuatro chicos y tres chicas, todos menores que él. Salvo el padre, que iba muy
serio, la familia lucía ropas estampadas y llamativas; sobre todo la madre, que era la
madrina, iba a tono con el fulgor de las flores del barranco. Por el otro, y en este orden,
aparecían Javier, el padrino más guapo del mundo; Ana María con su midifalda negra
Madrid; Pinito Gil, que al final salió con la mano en la boca; Pepe Ruiz, el padre orgulloso
con la camisa remangada a pesar del gesto jocicudo de la esposa; Estiguar, que fue de
inglesito hasta con bombín; Jacinto con su esposa e hijos suecos, reblanquidos como la cal y,
Los novios se hicieron no sé ni cuántas fotos. Primero con la familia, luego con los
amigos, que no faltó ni cristo, y después posaron en cada uno de los rincones del merendero
sin duda, merecía ser retratada una y cien veces. Si variopinta era la concurrencia, cómo no
sería de variado el despliegue de suculentos platos de medio mundo. Había de todo. Desde
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las socorridas papas arrugadas con mojo, tan del gusto de los de fuera, la tortilla española, la
pata de cerdo, las carnes asadas y en salsa, los distintos salpicones y ensaladas, hasta el
salmón y arenques suecos, el caviar ruso, el marisco africano, el paté y los quesos franceses,
finezas a la parrilla asadas allí mismo y servidas con cremas de champiñones, nueces,
aguacate y roquefort... También se pecó de sofisticados en la bebida. Era raro que la gente
pidiera simplemente un vino, un ron o una cerveza; casi todo el mundo quería cosas
rebuscados con alcoholes varios, frutas y refrescos, un toque de canela, otro de jengibre y
padentro.
Los efluvios asomaron a las caras. Los humos del asadero subían por los árboles y se
escapaban al barranco, junto con el bullicio, las cantaneras y los sones de las guitarras. El sol
del mediodía se filtraba entre las copas de los pinos, los almácigos, las palmeras, los
eucaliptos, salpicando de luz los rincones. El agua de la acequia que bajaba por un lado del
Cada recoveco, cada cara, cada sonrisa, fueron recogidos por la cámara de Estiguar,
proclamado fotógrafo oficial de la boda, que anduvo disparando sin cesar a diestro y
siniestro, una vez encontrado el ángulo, una mirada bonita, instantáneas naturales, un recodo
verde con agua corriendo, niños sorprendidos... A los novios los apabulló a fotos y, ya
entrada la tarde, cuando sólo quedaban los más allegados, hizo mutis entre los árboles y se
mismo paraíso de hacía veinte años, totalmente virgen, con caminos de tierra para los
animales, y algún que otro jeep, siempre verde y mimado por el agua de las cumbres que
bajaba en caideros, en riachuelos continuos. Habían desaparecido los grandes charcos donde
uno se podía tirar de cabeza en días de calor, los saltos y cascadas que caían sobre la
espalda, la vegetación salvaje reventando de colores. Ahora, con la carretera de asfalto que
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llegaba cerca de la Montaña de las Tierras, y casi olvidado de la lluvia, el barranco aparecía
-Fucking cars! -maldijo Estiguar, que hablaba en inglés cuando se quedaba solo, de pie en lo
Igualmente se acordó de otros parajes de la isla que, por desgracia, habían sufrido la
- Es el precio del progreso - siguió pensando en inglés. - La putada ( the fucking thing ) es
que todo depende del puto dinero (fucking money ); y lo más grave es que los cabrones
( fucking people ) que tienen el puto dinero no tienen ni puta idea (fucking idea ) de lo que
es el respeto por la naturaleza. Sólo les interesa el puto negocio (fucking business ).
Estiguar estaba tan metido en sus pensamientos que no se percató de que Javier, que
había previsto darle un susto, se acercaba sigilosamente por detrás para agarrarlo por el pie.
-Shit! ¡Cabrón!
Risas de Javier.
-Hace un rato que te busco. Algunos han pensado que a lo mejor te fuiste porque te sentías
-¡ Qué va! ¡Qué tontería! Tú sabes que a mi me gusta pasear solo con mi cámara.
- Eso les dije. Pero insistieron para que viniera por ti.
Por el camino Estiguar le sacó varias fotos a Javier. Una sentado al pie de un palo de
sangre, cuyo tallo rojo parecía un cristal transparente al sol, intenso como el amarillo de las
flores de los beroles que salían en ramilletes de los riscos; otra en el banco del olivo; otra
abrazado a un taginaste, con un racimo de flores blancas, cual peineta, asomando por detrás
de la cabeza; otra más tumbado sobre un mar rojo de amapolas, con la sonrisa llegándole a
aprovechando un rayo de sol que irrumpió contra un tronco y lo encendió unos instantes.
Murmuraron los millos y las hojas de los árboles con el aire que bajó de la montaña.
El rumor del barranco arrastró también los sones de la música, las voces, las guitarras, los
timples, las percusiones domésticas de cucharas, botellas, palos, cajones o cualquier objeto
a mano, y el colorido de las plantas y las flores pareció cobrar un cierto aire de solemnidad.
El mismo aire radiante que lucía en las caras de los que festejaban la boda; todos
desgañitados cantando, con color de campo en las mejillas, los ojos cuajados de alcohol y de
chocolate marroquí, del que trajo Julio que, por cierto, se había pegado la noche anterior de
fábrica para llevar los canutos preparados a la celebración y servirlos entre los concurrentes
que quisieran como si de puros se tratara. No los hizo a mano, sino con una maquinilla
especial para el caso, con filtro y todo, y además les encasquetó una etiqueta dorada para que
pasaran desapercibidos.
-Y así, si nos preguntan, diremos que son cigarrillos holandeses que nos trajo una amigo
-¿Un habano o un holandés? -era la pregunta de Julio, portando en una mano los puros y en
-¡Qué atrevido eres, Julito -dijo Estiguar con una ancha sonrisa.
-¿No te fumas uno, inglés? -replicó Julio en un guiño a Pancho Guerra y siguió, con tono de
reproche, que mira tú, que viniste a coger la misma maldita manía familiar de llamarme
Julito, en diminutivo, que ya tengo veintitrés años y no hay manera de que me digan Julio,
-¿Cómo?
Julio soltó una carcajada y, sacando la lengua, se escabulló con un “see you”.
Estiguar lo siguió con la mirada. Una mirada que viajó al pasado y evocó una escena
en la que Julio, con ocho o nueve añitos, brincaba de alegría porque el amigo inglés de su
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hermano le había regalado nada menos que ¡una bicicleta! En la imagen aparecían también
los demás miembros de la familia y el patio empedrado lleno de flores y plantas, en un día
de Reyes, meses después de que él y Javier se marcharan a vivir a Madrid. ¡Quince años
ahora mismo!
Luego siguió rememorando otras secuencias. En una de ellas vio los ojos del padre
de Javier que lo miraban desconfiados e inquisitivos, como queriendo preguntar : ¿Qué hay
entre mi hijo y tú? Parecían expresar descaradamente que no se creía en absoluto la historia
de que eran amigos y punto, como siempre había dicho Javier, que nunca quiso dar más
explicaciones.
Pepe Ruiz, pero se lo fue ganando poco a poco; le traía su ron preferido, sus buenos puros, y
le cogió vicio a la baraja, al subastado y a la zanga en especial, sólo para caerle bien al que
Con Ana María fue diferente. Ella le hizo ver claramente desde un principio, sin
palabras, que era consciente de lo que ocurría. Pero jamás le mostró recelos ni le puso malas
caras. Al contrario, siempre fue atenta y la misma madre para su hijo. Es más, hubo
momentos en los que Estiguar percibió ciertos ademanes de gratitud hacia él por querer
tanto a Javier.
-Vamos pallá, amante, que estamos allí todos alrededor de Pinito Gil, que hoy está
Ese “sólo faltas tú de la familia” lo emocionó. No era la primera vez que había
tenido la sensación de ser un miembro más del clan. Había sido precisamente Ana María la
que, de una manera natural y espontánea, con la mirada sosegada que la caracterizaba, había
La fiesta que tenían montada alrededor de Pinito Gil era terrible. Y ella actuaba como
una niña chica a la que le ríen la gracia. En aquel momento estaba contando la vez que había
-Resulta que mi esposo estaba en cama, malo malísimo el pobre, con el cuarenta de fiebre,
con sudores y delirios, y yo, que era más ruin que el mismo diablo, cogí una sábana blanca
medio de la noche, ¡ pun, pun, catapún ! Constantino Toribio, que era tan supersticioso,
empezó a llamarme: ¡Pino! ¡Pinillo! ¿Dónde andas, muchacha? Pero yo, de mala,
contrimás sabiendo que él estaba muerto de miedo, seguí pegando saltos en el techo hasta
que lo hice levantar y salir al patio. Entonces me eché la sábana por encima y bajé la
escalera oscura dando aullidos como una bruja y sacudiendo el quinqué. Y él se meó y se
Las carcajadas se oyeron hasta en La Montaña de las Tierras, el corazón mismo del
barranco, y la fiesta continuó hasta las tantas, entre juegos, chistes, música y baile. Cantaron
todos y de todo. Y, con la luna asomando entre las copas de los árboles, acaramelados y con
todos los ojos puestos en ellos, los novios se echaron un tema juntos:
concurrencia, para la que aquel momento fue sumamente emotivo. Un momento que la
-¡Qué guai, mami! ¡Me flipa verte vestida de negro! ¡Estás hiperguapa!
-Gracias, cariño, pero hoy no estoy de humor para sentirme guapa. ¿Tú ya estás
preparada?
-Sí.
-¿Y Javier?
-Tu hermano ya está en Ingenio. Se marchó con el tío Estiguar según salió del instituto.
Carmen termina de arreglarse y sale hacia la cocina. Mete en un túper las galletas que
suele hacer para su madre y justo se dispone a coger el teléfono cuando éste suena.
-¿Sí? ¡Ah, Jacinto! Te iba a llamar en este momento... Sí, ya salimos... Sí, porque quiero
estar un ratito con la familia antes del entierro, y ya son las tres y pico... Pues vale, nos
Es una tarde de viento en Ingenio. Por la cuesta Caballero hacia arriba, sube ese
viento frío de ráfagas inquietas, y levanta y arrastra la tierra en nerviosos remolinos que
atraviesan las calles y dejan el aire tupido; una nube de polvo se mezcla con otras nubes
-¡Cada vez hay más casas en este dichoso lugar! -dice Carmen, que continúa explicando a
su hija Paula, que va detrás, cómo ha cambiado Ingenio desde que ella era una niña hasta la
actualidad.
-¿Tú ves ese viaje de casas y edificios a ambos lados de la carretera? Pues todo estaba
lleno de cercados plantados. Papas, tomates, millo, calabazas, habichuelas. Antes esto era
campo. Seguro que vas a decir que estoy igual que el tío Estiguar que está fijo hablando de
lo linda que era antes la isla. Pues precisamente él te puede dar una clase de historia
gráfica con todas las fotos y diapositivas que tiene. El empezó a sacar fotos desde el año
cincuenta y nueve y estamos a punto de entrar en el dos mil, pues...¡madre mía!, prefiero no
decirlo.
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-¡Mami, mami! ¡Ahí está la abuelita! ¡Y fíjate en el traje que lleva puesto! -La niña esboza
Ana María, que ve a su hija bajar del coche sin aparcar, saluda alegremente desde la
entrada del callejón de su casa. En pleno invierno, lleva una susana de manga corta
estampada de verde y amarillo, unos zapatos blancos entrados y un pañuelo azul al cuello. El
-¡Mamá, por favor! ¡Vas a coger frío! ¿Tú te crees que se puede ir con esa pinta en medio
-Sí.
-Yo estoy bien, Carmita. Yo siempre estoy como una rosa. Pero... ¿sabes una cosa?
-¿Qué, mamá?
-Que Pino Gil se marchó. Dios la mandó llamar y ella se fue con él.
-Ya lo sé, mamá. Por eso estamos todos aquí, para asistir a su entierro. Y por eso mismo te
-¡No, no! ¡Yo me encuentro bien así! ¡Déjame así! ¿Tú no me encuentras guapa?
Ana María se suelta de los brazos de su hija y, ágilmente, con pasitos cortos, una
mano en el pecho, se da un par de giros casi infantiles, tan infantiles como la continua
-¿Qué, mamá?
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-Que le voy a decir a Pino Gil que le lleve un recado a mi niño. ¡Mi niño lindo!
Carmen se sobrecoge y tiene que hacer un gran esfuerzo para no romper a llorar.
Ahora es Ana María quien abraza a su hija, le toca el pelo y la cara y le da besos en
los hombros.
-¡Mi niña! ¡La niña de mis ojos! Ven conmigo que te voy a peinar y verás como se te quita
Carmen, cada vez más emocionada, se deja llevar de la mano hasta el recibidor.
-Siéntate, amante. Verás que rico. Además te voy a cantar una canción:
Las lágrimas terminan resbalando por las mejillas de Carmen y ella se las seca
enseguida, tan pronto oye las voces de su hija y de su esposo que entran por el callejón, así
como las de Estiguar, Jacinto y Julio, que provienen del interior de la casa. Todos se acercan
al recibidor, en cuya puerta se apiñan entre besos y abrazos; Paula corre apresurada hacia
Ana María.
-Javier fue a comprar dulces y papá se acostó un rato a echar la siesta y todavía sigue
ocurrió la estupenda idea de comprar dulces ahora? Seguro que fue el troglodita de mi
-¡Pues no! hoy fue tu hijo el que lo propuso, que tampoco es flojo él.
seriamente vestidos e incluso Ana María, convencida por su hija, lleva un traje azul muy
aparente.
Pinito Gil, cuyo féretro sigue aún descubierto, la carita de pajarillo aterido entre
blondas y flores, era la mayor de siete hermanas longevas, y todas juntas, alrededor de la
difunta, lloran a moco tendido y gritan con la desesperación obligada para el caso.
-¡Ay Pino! ¡Tú eres la primera! ¡Ya todas iremos diendo pallá!
Hay sonrisas disimuladas entre algunos que miran la escena, que les parece de otra
época.
Todo el mundo se calla cuando Ana María, que viene del bracillo de su esposo, entra
en la estancia y, con un dedo en los labios, en voz muy baja, impone silencio. Luego se
-¡Hay que hablarle bajito para que no se sobresalte! Ella ahora está volando hacia el cielo,
y si la asustamos a lo mejor se cae. Y yo quiero que llegue al cielo para que le lleve muchos
lágrimas brillan en casi todos los ojos. Ana María se acerca a Pinito Gil y le toca la cara y le
-¡Pino! ¡Pinillo! ¡Qué bonita estás! ¿Verdad que está bonita? - pregunta girando la mirada
a un lado y a otro. -¡Mi niña! Pronto estarás en el cielo. A mí también me gustaría, para ver
a mi hijo y darle muchos besos. Pero no puedo irme todavía, porque tengo tres hijos más
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que cuidar. Dile que lo quiero mucho, ¡muchísimo!, y que nunca lo he olvidado. ¡Mi niño!
El cuerpo de Ana María tiembla excitado cuando su hija la ciñe suavemente por la
Todos la miran. Todos ven las lágrimas brotar de sus ojos; unos ojos donde se lee la
sólo un profundo suspiro de alivio cuando, todavía un poco perdida, comprueba que está con
los suyos, con sus hijitos, que son su delirio, con su familia. Entonces los toca y los mira uno
por uno, y recobra la sonrisa y el brillo de los ojos. Queda en el aire una amarga sensación, y
el silencio se rompe con la llegada de los funerarios que retiran los candelabros, las coronas,
hermanas de Pinito Gil, que, esta vez, lloran con más ganas y hasta se aferran a la caja.
-¡Hay que ver cómo es la vida! Hoy estamos aquí y mañana no sabemos.
-Y que lo digas, Julito. ¡Somos tan vulnerables! -replicó Estiguar, mientras colocaba
diapositivas en los carretes, mirando una por una, para que siguieran un orden cronológico y,
más exactamente, para no intercalar ninguna foto de Javier, el gran amor de su vida, y su
mayor tormento, del que tenía más de mil, con el fin de no hurgar en la herida aún no
cicatrizada. Sólo paisajes. Vistas de la isla antes y ahora, haciendo un estudio comparativo,
a petición de Paula, la actual niña bonita de la casa, que sólo contaba doce años, y que,
espoleada por su madre, sentía gran curiosidad por conocer la evolución de Gran Canaria a
-¡Yo alucino en colores! Parece otro sitio completamente distinto -gritó Paula entusiasmada,
después de ver proyectadas dos panorámicas del sur, sacadas desde la Loma de San Agustín,
una del año cincuenta y nueve y otra cuarenta años después. Y se entristeció, aunque menos
que los mayores, al comprobar que la isla verde preciosa de entonces era ahora, por muchas
zonas, una tierra seca, árida y repleta de horribles edificios construidos sin orden ni
La sesión de diapositivas, que duró más de dos horas, dio lugar a una encendida
discusión en la que participaron todos, salvo Ana María, que sólo decía ¡qué bonito! o ¡qué
feo!, y de Pepe Ruiz, que empezó a roncar a los cinco minutos de proyección. Se acaloraron,
mucho durante la tertulia; le pareció una velada entrañable y disfrutó con las reacciones de
cada uno de ellos, sus gestos, la espontaneidad de sus expresiones y, de hecho, le habría
encantado sacar fotos a cada momento. Sobre todo a Javier, Javierín que, con sus dieciocho
maravilloso espantapájaros que lo enamoró bailando en el sesenta, allá por la edad media,
según decía el inglés con gran sentido del humor, refiriéndose a la cantidad de años que
habían pasado y a lo mayor que era ya. Tenía sesenta y nueve años y presumía de ello,
-No.
-¡Mira tú lo espabilado que está el inglés éste de los cojones! Parece que no moja pero
empapa, el cabrón -protestó Julio después de la montada. -¡Y encima es la segunda vez que
me la pega!
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Se lo pasaron bien aquella tarde, a pesar de la tristeza por la muerte de Pinito Gil, de
la que también hablaron un rato. Recordaron sus ocurrencias y sus cuentos y Julio, que era
quien más la visitaba, relató el encuentro que había tenido con ella, días antes de su muerte.
decir mi nombre: “Julito”. Después, con una mirada muy triste, recitó una copla que me
Y en ese momento, durante unos segundos, que eran años, exceptuando a los que no
Ya estaban más o menos recuperados, salvo Ana María que se había quedado en un
estado de locura muy peculiar. Una pérdida de tino que fue un recurso que ella eligió para no
sufrir más. Porque los primeros años después de la absurda muerte de su hijo, ella vivió un
calvario insoportable, sin descanso, sin dormir ni comer y, muchas veces, tuvo que recurrir a
la bebida, a solas, a escondidas, sin mesura, para poder evadirse de la realidad que no dejaba
de atosigarla y que la estaba enfermando cada día más. Por eso, cuando una mañana
amaneció con la sonrisa y el brillo de los ojos dibujados, y empezó a comportarse como una
niña grande, casi siempre obediente, la familia se alegró, en cierto modo, de la simpática
chifladura de la madre, una especie de demencia juvenil que la mantenía activa, haciendo
todo lo que le decían, excepto comer. Sólo ingería lo necesario para sobrevivir, más que
nada fruta, y daba la imagen de una figura frágil y delicada que inspiraba ternura y
compasión. Cuando, alguna que otra vez, recuperaba momentáneamente la cordura y revivía
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el amargo filo del dolor, ella misma se las ingeniaba, no se sabe cómo, para dar vuelta a la
tuerca y tornar al refugio donde la pena no tenía cabida. Las lágrimas solían acompañar la
transición de un estado a otro y Pepe Ruiz, esposo atento como pocos, estaba continuamente
pendiente de ella, haciendo de tripas corazón para simular fuerza, para dar ánimos y para
consolar. A pesar de no creérselo, el fue el más valiente tras la pérdida del primogénito,
aquel hijo suyo que le había salido tan particular y que tanta mala suerte había tenido.
Se preguntó entonces que dónde estaba ese Dios tan justo del que todo el mundo
hablaba. Si de verdad existiera no habría permitido que mi hijo muriera de una forma tan
estúpida. Si antes nunca había sido muy creyente, después de la fatal desgracia se convirtió
religión y de sus dogmas intragables. A veces, en especial cuando veía a su mujer llorar sin
consuelo, se atacaba de rabia y coraje y descargaba contra todo lo que fuera sagrado. El cielo
caminando sin rumbo, dando patadas a las piedras, entre gritos e imprecaciones.
-Tal vez por eso no se ha vuelto loco -creyeron en la familia. -Porque tanto caminar hace
gran alivio para su cabeza, era otra la razón de que Pepe Ruiz no acabara transtornándose: su
esposa. Desde el momento en que comprendió que ella jamás se recuperaría de su desvarío y
de que otro loco añadido no iba a solucionar nada, cambió su actitud vociferante y agresiva
y, adoptando unos modales más propios de un padre que de un marido, se impuso la dura
tarea de cuidar de Ana María. Para poder dedicarse a ella plenamente, y como podía
permitírselo, se retiró del trabajo. Con los ahorros de su eterna profesión de taxista, más los
beneficios del coche, que arrendó al cincuenta por ciento, bastaba para cubrir los gastos de la
pareja. Y si había problemas, allí estaban los hijos, que trabajaban los tres, para echar una
mano. Una ayuda que nunca le faltó porque ellos estuvieron siempre dispuestos, apiñados,
como si la desgracia los hubiera acercado para que la carga fuera menos onerosa, y andaban
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pendientes los unos de los otros. Sobre todo Carmen que, a pesar de ser de lágrima floja y
sufrir lo indecible por la situación de sus padres, desplegaba una actividad tal que parecía
-Y que lo digas, Javi. Si no fuera por tu madre, mi maravillosa hermana, esta familia se iba
Estocolmo y cogía una taza de chocolate calentito que Carmen servía en esos momentos.
-Oye, por cierto, ¿dónde están los dulces que compró Javier?
sólo devoró la mitad de la bandeja; el primero lo engulló casi entero, con la boca cual
-¡Uuhhmm!
Se rieron un rato con ganas; bromearon con las clásicas tonterías de los piques
familiares e incluso Pepe Ruiz, que difícilmente esbozaba una sonrisa, se echó un buen par
de carcajadas que le salieron del alma. Y Ana María, conquistada por su hija (anda, mamá,
coge éste, que es de coco, como a ti te gusta) se comió un dulce entero y se bebió un café,
Carmen observó la escena desde la cocina y se quedó encantada. Era la primera vez
en casi diecinueve años que oía reír a su padre de aquella forma. También era la primera vez
que, con la ausencia de Javier, veía a la familia tan a gusto, tan propensa a la risa, diciendo
de alegría era el mejor homenaje que le podían hacer tanto a Pinito Gil como a Javier, ya que
ambos, en vida, habían sido grandes amantes de una buena diversión y de la carcajada
simple y llana.
-Este es el lago que está delante de mi casa. Es una maravilla, pero hay culebras. Y te
verdad que sus huesos se resintieron en los gélidos inviernos de nieve incesante, y que los
médicos le recomendaron un país cálido para evitar que empeorara, pero la razón primordial
fue que , a raíz de la inesperada muerte de su hermano mayor, se obsesionó con la idea del
suplicio que estaban viviendo sus padres y sus hermanos. No se podía quitar de la cabeza la
imagen de su madre a punto de enloquecer de pena. ¡Y él tan lejos y sin posibilidad de hacer
nada! Además, como cada vez que ocurría una desgracia que le afectara de cerca, sus
propios miedos reaparecieron y, de nuevo, sus sueños se llenaron de lagartos y de ojos, los
ojos multiplicados de aquella novia remota de la que nunca más se supo, pero que viviría
eternamente en sus pesadillas. Ansioso, sin sosiego, casi febril, decidió aprovechar los
consejos médicos para plantear su marcha como una cuestión de salud, sin mencionar la
también para no herir a su esposa, con la cual seguía teniendo muy buenas relaciones, ni a
-Esta es una foto de finales del ochenta, el último año que pasé entero en Estocolmo.
-¡Fíjate los niños, qué lindos están! -gritó Ana María entusiasmada.
-Sí, y también el año en que Javier se... -se le escapó a Julio, pero Jacinto intervino muy
-¡Cómo vuela el tiempo, mi amor! -suspiró Carmen abrazando a Jacinto por la espalda.
-¡Qué pinta para ser abuelo! ¡No te lo crees ni tú! -saltó Julio de cachondeo.
Julio, con el pelo largo rizado en las puntas, pantalón acampanado de cuadros a lo
príncipe de Gales, camisa lisa con chaleco jipi y unos suecos marrones de plataforma de
-¡Y tanto! -replicó Julio con cierta nostalgia. Nunca olvidaría aquel viaje tan fabuloso, su
primera salida al extranjero, que Jacinto le había regalado por aprobar el COU, y el éxito
que, según presumía, había tenido en Estocolmo, con su piel morena y su pelo negro entre
tanta carne blanca y cabelleras rubias. Aún conservaba, como oro en paño, el libro “Suecia,
infierno y paraíso”, que tanto furor despertara en los setenta. Después, sin proponérselo,
continuó con un ligero recorrido por su etapa universitaria en La Laguna, donde se espabiló
más de lo que había imaginado y se acostumbró a arreglárselas solo, para, de inmediato, dar
un salto en el espacio y en el tiempo y aterrizar en Ceuta, con el recuerdo de las monjas y los
soldados con los que convivió cerca de un año. Su madre atesoraba todavía, en un cofrecito
de cristal, las cincuenta y dos medallas de plata que las monjas le habían regalado a él, al
licenciarse. La madre superiora, sor Mercedes, la hermana cocinera, sor Josefa y sor
Rosario, la monjita anciana que paseaba y cantaba con él, las tres apenadas por la tristeza
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que embargaba a Julio tras la reciente pérdida de su hermano, se habían puesto de acuerdo
- San Blas, para la garganta; santa Lucía, para la vista; san Sebastián, para las heridas...
-¿Te acuerdas, Julito, de cuando las monjas te regalaron el santoral en pleno? -saltó de
pronto Jacinto, como por telepatía, al tiempo que pasaba de diapositiva, sin mirar a la
pantalla.
-Precisamente estaba pensando en eso. Mamá las tiene todas a buen recaudo.
-¡Fuerte medallerío! Tú ya estás bendito per omnia secula seculorum -añadió Carmen, muy
risueña.
Pero su expresión alegre se disipó cuando vio la imagen proyectada de Javier abrazándola,
que Jacinto había incluido por despiste y que quitó inmediatamente. Todos se viraron hacia
la madre pero, por suerte, Ana María no se había percatado de nada y continuaron la sesión.
Sin embargo Carmen retuvo grabada en la mente la foto, una de tantas, de cuando Javier y
ella habían viajado juntos a Suecia, en el verano del setenta y ocho, dos años antes de lo que,
para ella, había sido la peor de las desgracias: un revés del destino que marcó la vida de la
familia de tal forma que todos hablaban, y pensaban, en términos de “antes de” y “después
de”. Para ella fue especialmente duro en principio, porque se encontró sola al cuidado de sus
padres, que se habían abandonado por completo. A Julio le faltaban tres meses de mili y
Jacinto vivía en Suecia. Y ella tenía que desdoblarse para atender su trabajo, la casa y luego
sus padres. Y a todas estas, embarazada y abatida porque aún no podía aceptar que su
La ayuda le llegó a Carmen desde todos los flancos. De cerca contó con Sergio, su
marido del alma, y con Pinito Gil, que parecía un molinillo. De lejos apareció primero el
soldadito recién licenciado que postergó los planes de vida independiente, para quedarse con
la familia tanto como fuera necesario. Poco después, comenzando el invierno, hizo su
entrada Jacinto, que permaneció hasta bien avanzada la primavera y que, cuando sus hijos
Estiguar, que no pudo aguantar más el infierno que lo consumía en Madrid, donde
había cambiado de residencia para que los recuerdos no lo mataran, fue el último en
presentarse, buscando consuelo, cuando las hojas secas le llenaron el alma de desolación.
-¿Sabes lo que te digo? -le largó Pinito Gil a Carmen un tiempo después. -Tú madre tiene la
locura tan bonita que tiene gracias al celo y al mimo de su familia. Si no estaría loca de
amarrar.
abuela, y miró hacia Ana María. Sonrió al verla comer el dulce de coco, cachito a cachito, y
se le ensanchó la sonrisa cuando, de seguido, repasó las caras de los presentes. Echó de
menos a la familia sueca de Jacinto, pero recordó que llegarían dentro de muy poco, como
-¡Oye! Estaba yo pensando -saltó Julio -que no está nada mal el tren de vida que llevas con
Freda. Ella viene los inviernos y tú vas los veranos. Y mientras tanto se echan de menos. Y
-Depende. Tiene sus pros y sus contras, como todo. Pero no está mal.
-Sí, mi hija.
Pepe Ruiz la acompañó y salieron todos en procesión hasta la carretera, atacados por
el viento.
-¡Ni hablar! Mañana tengo que estar temprano en el restaurante. Además, que ustedes se
Ana María, también fiel a la costumbre, estuvo diciendo adiós con la mano, entre
besos volados y cruces de bendición trazadas en el aire, hasta que los coches desaparecieron
calle abajo.
-Que tenemos, querrás decir. No te vengas a descartar ahora, que tú eres uno más.
-Yo creo que ya que te dedicas a la literatura desde hace tanto tiempo, deberías escribir
en los espejos, las olas chocando contra los ventanales y los sones de una samba bahiana de
fondo, se pegaron de cháchara hasta las dos de la mañana, y se agarraron una mazurca que
-Sobre todo ahora, con la tranca que tenemos -replicó Julio entre risotadas.
-Espera, hombre. Vamos a echarnos la última. Y vamos a brindar por los cien años de
-Cheers!
Nunca se habían agarrado una borrachera como aquella, y nunca antes habían
brindado por Javier. A Estiguar le salió sin querer, como para completar el brindis de Julio,
y tuvo la impresión de haberse liberado un poco del terrible pesar que llevaba más de veinte
años obsesionándolo. El dolor había remitido lo suficiente para permitirle reír de vez en
cuando, en especial cuando se encontraba con Julio, que le animaba, lo invitaba al cine, le
traía músicas preciosas, pero el remordimiento no lo dejaba vivir, pese a que él nunca lo
manifestó ni dijo a nadie la causa. Más de una vez, en las innumerables charlas que
mantenían, quiso revelar a Julio el gran secreto de su vida. Pero siempre se contuvo en el
último segundo. Temía que, de hacerlo, podría desmoronarse el mundo que le rodeaba, un
mundo que no quería perder; pero la razón primera que lo obligaba a callar era la promesa
frase que Javier dijo, con la voz entrecortada y moribunda, recordando la primera vez que
Salieron escorados del bar, con pasos falsos, y recorrieron la avenida de la playa de
Arinaga, abofeteados por el viento húmedo que empujaba las olas, hasta llegar a sus casas
que, al igual que la de Carmen y Sergio, eran casi contiguas y daban al mar.
Estiguar se fue directamente a la cama. Pero antes de rendirse al sueño, y como otras
durmió mirando a Javier, recién llegado a Madrid, guapo a rabiar, que le guiñaba un ojo, o
Madrid, 25 / 8 / 80
¡Hola Julito!
Hace ya dos meses que no nos vemos. Desde la noche de mi despedida, que fue a la
entrada del verano, con aquel aire sajariano del coño la madre, ¿te acuerdas? ¡Bien sudamos
aquella noche! Aquí es peor ahora, con el fuego que hemos tenido en Madrid este agosto.
Me acuerdo mucho del tiempo que pasamos juntos, primero aquí en Madrid, para
escribir a Carmen, como siempre hago cuando quiero desahogarme, pero, como está
prácticamente de luna de miel, es mejor no preocuparla con mis historias por el momento.
Creo que contigo tengo confianza suficiente para decir libremente lo que siento, porque
A lo mejor te sorprende lo que te voy a contar. Quizás tengas una imagen de mí más
alegre de lo que soy. Es verdad que soy alegre, que me divierto con facilidad, que donde
haya un pisco de música, ahí estoy yo el primero, pero, como todo el mundo, tengo mi lado
frágil.
¿Te acuerdas que una noche me preguntaste, aquí en mi casa, que si yo estaba
enamorado de Estiguar? Yo te respondí que no, que nunca me había enamorado de nadie, y
Tengo ganas de que aparezca el amor de mi vida por alguna parte y me saque del vacío
De seguro que elegiría a Estiguar, porque es la persona que más me ha querido y me quiere,
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y me encantaría verlo feliz y relajado. El pobre anda alterado por culpa mía, se obsesiona
por mi falta de fidelidad, sobre todo si lo engaño con otro hombre. Si es con mujeres se
amarga menos, pero si es con hombres se vuelve loco de celos y sufre lo indecible. Lo malo
es que no puedo ocultarlo porque tiene un olfato especial y siempre descubre si he estado
con alguien. Antes de ayer, por ejemplo, un amigo de la escuela de sastre a la que solía ir me
invitó a una sauna, y Estiguar lo supo según llegué a casa. Se puso fatal y se encerró en su
cuarto, que es lo que siempre hace, sin un sólo reproche, sin un grito, comiéndose por
dentro. Así estuvo ayer todo el día. Si por lo menos chillara y le pegara un rebencazo a la
mesa, o rompiera un vaso contra el piso, se desahogaría un poco; pero no, él se lo traga todo
Yo no sé qué hacer. Cada vez me resulta más difícil nuestra relación. Tengo la
certeza de que lo mejor para los dos, sobre todo para él, que se merece alguien que lo quiera
de verdad, es que nos separemos. Lo peor del caso es que soy yo quien debe decidirlo
porque, si fuera por él, estaría toda la vida conmigo, aguantándome hasta que se muera. Yo
lo envidio por esa capacidad tan grande que tiene de amar. Por otra parte, me planteo qué
haría yo si nos separáramos. Tendría que buscarme la vida por mi cuenta, empezando de
sastrería y, aunque hago mis trabajitos, me los tomo en plan hobby y no me dan para mucho.
gana y he vivido como un rey, rodeado de lujos, viajes y caprichos. Estiguar me mima
Igualmente creo haberme excedido con otra gente que me ofreció un mundo de opulencia,
sólo por mi cara bonita, pero también yo me sentí utilizado en esos casos. Nunca llegué a
notar el cariño y la pureza que Estiguar me transmite. Y por eso me da rabia no poder
corresponderle; me angustia esta incapacidad mía de no sentir más allá del sexo.
¡Menudo cacao mental! ¿No crees tú, hermano mío? ¡Y menudo rollo el que te acabo
de echar en esta carta que más parece un diario! La verdad es que tenía que echarlo pafuera
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Por cierto que hoy voy a visitar a un psicoanalista que me recomendaron. Yo nunca
Bueno, my darling. Espero que estés mejor que yo. Tienes que volver por Madrid
cuando acabes la mili, que ya te queda menos. Así pasaremos un par de días juntitos.
Muchísimos besos
Javier.
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Javier cerró la carta que había terminado de escribir y la dejó sobre el escritorio. No
estaba muy seguro de querer enviarla porque, quizás, el contenido era demasiado fuerte para
su hermano. Estuvo tanteándolo un rato, con un porro entre los dedos, engruñado en la silla
ergonómica de Estiguar, que padecía de la espalda, hasta que, después de una abúlica ojeada
a la mesa del comedor, con la losa del desayuno aún por recoger, estirándose como un gato
las once, debía pasar por el mercado; llevar a revelar unos rollos de fotos; comprar unos
cuantos metros de cuerda para cambiar la liña de la ropa que colgaba en el balcón durante el
verano; entrar en correos para enviar la carta a Julio, si es que por fín lo decidía y, sobre
todo y más importante, tener el almuerzo preparado para las tres. Pretendía sorprender a
Estiguar con una comida suculenta, en un intento de aplacarle el mal humor que venía
arrastrando desde hacía dos días. Además, antes de salir, debía dejar puesta una lavadora,
pues había un montón de ropa sucia, para tenderla a la vuelta, una vez hubiera quitado la liña
-¡Joder! Me tengo que dar prisa. Son casi las diez -dijo Javier en voz alta, estirándose una
vez más, y como si de repente le hubieran conectado un chip, a cámara rápida, recogió la
casa, barrió, fregó, puso una lavadora, se duchó y, a las diez y media, ya estaba ultimando
detalles para empezar lo que él consideró una especia de vía crucis, porque, en realidad, no
tenía ganas de hacer nada. Le daba todo lo mismo. Tan apático se encontraba que ni había
encendido la radio o pinchado un disco, lo primero que hacía siempre según se despertaba, y
peor aún, tampoco se había marcado un simple paso de baile en las tres horas que llevaba en
planta. Sólo se había escuchado a sí mismo desde que Estiguar, que se mantuvo taciturno
durante el desayuno, se marchó a las ocho y media. Y la música que emanaba de sus
pensamientos no era lo que se dice melodiosa ni armónica sino más bien un zumbido
machacón e hiriente que le impedía centrarse en otra cosa. Hasta él mismo se extrañó de no
haber oído siquiera el ruido mitigado y persistente de las obras que se estaban realizando
130
justo en frente de su edificio, en una casa antigua en reformas. El sonido de las amasadoras,
los taladros, las lijadoras, la grúa, las voces de los obreros y sus canturreos lo llevaban
acompañando más de un mes. Había que tener la puerta y las ventanas del balcón cerradas
En otro tiempo, Javier habría danzado, sin duda alguna, al son de cada uno de ellos,
pero ahora ningún ritmo conseguía privarlo del monólogo interior en el que se hallaba
atrapado y que se agudizó a raiz del truculento episodio que pudo haber acabado con las
vidas de su hermana Carmen y de Sergio, el mar de las pardelas, que a él se le antojó como
una odisea de lo más romántica con final feliz, de cuyos protagonistas sentía verdadera
dejó invadir por la rara impresión de que todo le resultaba ajeno, como si el mundo
polvo de mortero y madera que provenía de la casa en restauración, una mansión señorial de
tres plantas que iba a ser reconvertida en biblioteca pública, con andamios colgando a lo
largo de la fachada y obreros ajetreados por todos lados. Dos amasadoras y una grúa
ocupaban la acera y parte de la calzada que, a veces, tenía que cerrarse al tráfico.
Javier, que se lamentó cabreado de que maldita la hora en que se duchó, ¡joder!, que
ya estaba otra vez empapado en sudor y encima con aquel polvillo pegajoso flotando,
atravezó con premura la calle, que olía a alquitrán derretido, y se dirigió a la Gran Vía,
donde Madrid se convierte en Los Madriles. Siempre le había fascinado pasear por allí, o
las caras y los atuendos de los viandantes de toda raza y condición que deambulaban
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fugaces. Esta vez, se llevó la impresión de que nadie pertenecía a aquella ciudad, y que la
-¡Hombre, Javier, dichoso los ojos! -le saludó uno de los tantos compañeros de la escuela de
baile.
- ¿Qué tal?
-Sí, es verdad.
-¡Joder, tío! Jamás me olvidaré de la historia que nos contaste sobre tus bailes entre los
Javier sonrió y, remedando una frase que Estiguar solía utilizar, replicó que aquello
después, se metió en un laboratorio de fotos. Dejó los rollos y, según salió, se fue
directamente hacia una ferretería que estaba en la misma acera para comprar la liña. Había
un montón de gente y un hombre solo despachando. ¡Me cago en la leche!, pensó Javier
mientras miraba el reloj y, sin dudarlo, con la idea de volver más tarde, se dio la vuelta,
cruzó La Gran Vía y tiró rumbo a Malasaña, donde tenía la consulta el sicoanalista.
-Creo que estaría bien que ahora, después de explicarme cómo te sientes en estos
desarrollo de tu vida en Las Palmas y aquí en Madrid; la gente que has conocido, aparte
del amigo inglés que vive contigo, lo que has hecho, dónde te has movido...¿te parece?
-Yo empecé a vivir cuando me marché de mi pueblo a los quince años. Sobre todo a
nada de nada y me dejé llevar de la mano de mujeres y hombres con dinero que me
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colmaron de regalos y grandes cenas en los mejores restaurantes, hoteles de cinco estrellas,
y que presumían de mí como un lujo más en sus vidas. Realmente fui un gigoló hasta que
-¿Y cómo es que te atreviste a una aventura tan comprometida sin estar enamorado?
habría hecho cualquier cosa para no perderme. Y yo, como de costumbre, seguí la
corriente. Creo que siempre me he movido al ritmo que han marcado otros, y desde que
atractivo, se está vaciando de contenido poco a poco. Ahora mismo me siento como un ser
-No creo que inútil sea la palabra -cortó el psicoanalista mientras ojeaba unos papeles que
había sobre su mesa, y leía en voz alta. -Es buen cocinero, sabe coser, es un buen amo de
casa, es fundamental en una fiesta porque canta, baila, cuenta chistes; es una persona a la
-Lo dijo la misma persona que te aconsejó venir a verme, que también es paciente mío.
-¡Pues menos mal! Me sube la autoestima, que la tengo por los suelos -replicó Javier que,
-¿Fumas mucho?
-Últimamente sí; más que nada porros. Es que tengo un hermano haciendo la mili en Ceuta
-¿No me digas?
-De eso también podemos hablar porque no siempre conviene en estados depresivos; pero
claro.
133
El primer año fue, sin duda, el mejor para los dos como pareja. Estiguar se encargó
pasaba el tiempo organizando excursiones, visitas a museos, teatros, cine, cenas... Cada
tarde, de vuelta del trabajo, ya traía dispuesto un plan de “guerra para este cuerpo”, frase
que Javier solía utilizar cuando tenía ganas de marcha, y que Estiguar había cogido prestada.
-Hoy vamos a visitar la zona de los Gerónimos. Primero nos metemos en el parque del
Retiro y en El Jardín Botánico; después damos un paseo por Recoletos y terminamos con
una copas en el hotel Ritz o el Palace, que están muy cerca. Y mañana, que tengo libre, nos
había un hombre más feliz en todo Madrid, ni en el mundo entero, pensaba él cuando estaba
con Javier, abrazándolo, acariciando su piel tersa, besándolo de arriba abajo, despacito, sin
-Aparta de mí, Satanás, que te tengo miedo -gritó Javier y los dos se rieron muchísimo.
¿Será posible que todo esto sea cierto?, se preguntó Estiguar más de una vez. Jamás
había imaginado que se podía ser tan feliz. Le daba miedo pensar que, tal vez, fuera sólo un
espejismo. Vivir con Javier en Madrid, verlo todos los días a su lado, sólo para él, era la
experiencia más hermosa de su vida, aún sabiendo que sus sentimientos no eran
detuviera el tiempo, ellos dos solos encerrados al mundo, ellos dos siempre de paseo juntos,
durante los fines de semana, y además, por Navidades, se pasaron siete días en Londres, para
Javier, por su parte, se quedó impactado con el mundo que se le abrió de repente
cuando llegó a Madrid. Incluso llegó a plantearse que no había estado mal el cambio, y que
-¡Desde luego! Puedes presumir de ser una de las personas más afortunadas que han
-¿Tú crees?
-Sin duda. Nadie me ha dicho nunca que haya sido tan querido y mimado como tú. La
-Ya tú ves; y yo desesperado por querer a alguien igual que Estiguar me quiere a mí.
-Sí, como siempre. Si no fuera por eso, ya me habría mandado a la mierda, porque yo no le
molesta, preferiría que me contaras qué pasó después de ese primer año tan estupendo.
Pero espera, hay otra cosa que quiero saber antes. ¿Qué hacías... bueno... qué haces por
-Ahora nada. Hace casi un año que estoy inactivo. Antes iba a bailar tres veces en semana,
tres horas cada día, a una escuela de danza. Me venía muy bien y estaba en forma. Me
apunté al año de llegar a Madrid, cuando empecé a notar la falta de ocupación. Igualmente
estuve asistiendo a un taller de costura durante varios años, los días que no iba a bailar. Y
también me vino bien porque ha sido el único medio que me ha proporcionado dinero
ganado por mí mismo. Además en ambos sitios he conocido gente cojonuda, que ahora son
-¡Ya veo por donde vienen los tiros. Deduzco que tu fidelidad a Estiguar duró un año.
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-Poco más. Pero de entrada no fui yo quien lo buscó. Fue él quien propició la primera
relación extramatrimonial, como quien dice, porque fue él quien me presentó a aquella
mujer tan guapa, una colega suya italiana, recién licenciada, que, nada más verme,
celebraba anualmente en los salones del hotel Ritz; un fancy dress party, especie de baile de
carnaval, para conmemorar Haloween, que a Javier le estaba resultando cargante y cursi
Consciente del cortejo, Javier se ruborizó un poco. Hacía tiempo que no ligaba y se
encontró falto de reflejos, pero le excitó aquella mujer de macabra vestimenta; le atrajo el
tono sensual de su voz cuando lo invitó a un asesinato tan peculiar, delante de las mismas
-¿Qué me respondes, bambino? ¿Quieres ser la víctima de una muerte redentora? -insistió
Javier se encendió. Llevaba un año y pico sin tener relaciones con mujeres y aquella
italiana cachonda, que era más atrevida que la madre que la parió, le estaba despertando el
deseo salvaje de poseerla como a una potra de nácar, sin bridas y sin estribos, como decía
Lorca.
-Lo inevitable. Desde que tuve la posibilidad le pregunté a Gina que dónde me iba a
asesinar. Y sobre la marcha nos escapamos a una salita apartada en la que había un sofá y
por poco nos matamos de verdad. A Estiguar no le hizo maldita la gracia. Y menos todavía
cuando le comuniqué que había sido invitado a pasar un mes en Venecia y que ya había
aceptado la oferta.
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-Yo sabía que tanta felicidad no podía durar. Por lo menos no he sido engañado -dijo
Estiguar con mucha tristeza recordando la sinceridad de Javier antes de venirse para Madrid.
-Si tú quieres, sí. Sé que esto es una putada, pero parece ser que no puedo cambiar. Lo
siento.
-Sí, ya, por eso me da más pena marcharme. Incluso me da vergüenza, pero...
delante de Javier. No porque quisiera ocultar el llanto, sino para evitar influir en las
decisiones que el otro tomara, impulsado siempre por el afán de ayudarle, de protegerle, de
que sufriera lo menos posible. No puede decirse que sintiera lo mismo por la colección de
ligues internacionales y domésticos que alardearon de Javier por medio mundo y que lo
François, una alemana, un japonés, un ruso y una brasileña que se lo llevó para Salvador de
Bahía y lo envició con la samba y la bossa nova. Eso sin contar la lista de amantes
eventuales del pais con los que se veía en las saunas, en los cines, en los parques, y en cuyas
casas se quedaba de cuando en cuando. Estiguar no los odiaba. Consideraba que odiarlos era
-Me cae bien a mí el Estiguar ese. No todo el mundo tiene tal capacidad de amar –
adujo el sicoanalista.
-¡Y tanto! Yo lo envidio por eso. Creo que ya lo he dicho. Y me duele no poder
corresponderle, porque es una persona excelente. Todo el mundo lo quiere. Mi familia, por
ejemplo, lo adora; hasta mi padre, que al principio no lo podía tragar. Mi hermana quiere
que nos vayamos a vivir para allá, a una casa que ya tiene apalabrada, al lado de la suya,
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justo a la orilla del mar. Y Estiguar dice que a lo mejor le conceden el traslado para el año
que viene.
-¿A ti te gustaría?
-Sí y no. Por una parte me atrae la idea de estar con mi familia, y el clima y las playas.
Pero por otra creo que la isla se me haría pequeña y me asfixiaría. No sé. Ahora mismo no
-Pues debes aclararte Javier -apuntó el doctor. -Tú caso no es tan complicado como te
parece. Tú has vivido unas experiencias que yo considero exepcionales y la verdad es que
nunca he tenido un paciente con una vida tan intensa y curiosa como la tuya. Me dará un
poco más de trabajo que otros casos, pero me encanta y estoy seguro de que lo
resolveremos. ¿Y sabes por qué me encanta? Pues porque, aunque vuestra relación está
descompensada, hay nobleza por medio. Te voy a leer una cita de Leonardo Da Vinci que
tengo por aquí: “Si el objeto amado es vil, envilece al amante”. ¿Entiendes lo que te quiero
decir?
-Sí, perfectamente.
importante. Además tú tienes un carácter muy extravertido que te ayudará a salir adelante.
sugiero que le quites importancia y que valores más la suerte que tienes, la fortuna diría yo,
Javier seguía pensando en las palabras del psicoanalista cuando entró en la recova de
Malasaña, apurado porque se le había hecho tardísimo y no le iba a dar tiempo de nada. Para
colmo había cola en todos los puestos donde solía comprar, y se entretuvo alegando con el
del pescado, la de las verduras, el de las frutas, y algún que otro conocido a los que solía
alegrar con sus chistes y gracias, y se le hizo la una dentro del mercado.
-Pues nada, mañana compro la liña y paso por correos a sellar la carta de Julio -pensó
resignado.
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champiñones, puerros, jamón cocido y queso duro de rallar, para hacer unas galettes
normandas de segundo (receta de su amante bretón) y unos filetitos de gallo que iba a saltear
-¡Estaba todo riquísimo! -suspiró Estiguar muy correcto, al finalizar el almuerzo que
había sido alegrado con un vinito blanco seco y bien frío, y coronado con un mus de papaya
canaria.
-Lo hice pensando en ti -replicó Javier sonriente -Además... -ahora puso expresión pícara -...
voz de Estiguar, un resquemor que había anidado dentro de él, que le escocía cada vez con
más bríos, y que, últimamente, se manifestaba con bastante frecuencia. A pesar de que
siempre terminaba rindiéndose a los encantos de Javier, cuando éste se lo proponía, no fue
capaz de evitar el recelo y la desconfianza, e incluso una especie de rabia, hacia la persona
-Voy a poner una musiquita brasileña, de esas insinuantes que tanto te gustan, para
Estiguar, que se había mantenido en su papel de ofendido durante la comida y que, poco a
poco, fue bajando la guardia. En principio ni se había inmutado mientras escuchaba el relato
y, tres veces en total, de manera forzada, esbozó ligeras sonrisas simulando después que
tarareaba la música de piano que sonaba en ese momento. La voz de María Bethânia, grave y
sensual (si todos fueran igual a ti, qué maravilla vivir) y, sobre todo, el baile decididamente
erótico de Javier, acabaron con la resistencia de Estiguar, que, una vez más, se entregó sin
remisión.
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-Te voy a dar masaje en los pies, en la espalda y en la cabeza, como me haces tú siempre, y
luego vas a saber lo que es mojo con morena; tenemos toda la tarde para nosotros dos
solitos. Y luego, por la noche, podemos ir al cine, y a tomarnos unas copas, y a ver una
anglosajón?
-Tengo tres en mente: El Tambor de Hojalata, que se llevó el oscar a la mejor película
extranjera; Kramer contra Kramer, que arrasó con los mejores oscars y que me atrae
-Pues vale.
-Claro.
-Pues entonces, en lugar de meternos en un sitio cerrado, preferíría una de las terrazas de
la Gran Vía. Hace mucho calor y es mejor estar en la calle por la noche. Además, cada día
me gusta más Madrid; se está abriendo y renovando y hay gente de todo el mundo que viene
-Me parece bien; hoy es tu día, my darling -dijo Javier, complaciente, mientras presionaba
-¿Qué?
-Que merece la pena que me enfade contigo porque es cuando único me mimas tú a mí; y
Se rieron a gusto. Javier pensó que, por fin, había conseguido relajar el ambiente
entre ellos y también que, sin darse cuenta, estaba siguiendo las indicaciones del
sicoanalista. Sin saber por qué, aquella tarde se sorprendió a sí mismo estimando más que
nunca la relación con aquel hombre magnífico que tanto le había dado y que era capaz de
Por su parte, Estiguar disipó los demonios de su propio infierno para deslizarse
dentro del paraíso que le ofrecían, en el que nunca pisó con firmeza, y, así mismo, evocó las
incontables veces que Javier se había quedado dormido mientras él le masajeaba los pies,
que eran los más preciosos del mundo, y se los besaba, y le mordía los dedos suavemente,
¡¡RING!!
-¿Sí?
-¿Está Javier?
Pausa.
-Un amigo.
Pausa.
por Javier sin nisiquiera dar los buenos días; pero, sobre todo, detestaba eso de “un amigo”;
-¿Qué te pasa?
-¿Un amigo? No me gustan nada esos amigos tuyos que ni saludan ni dan su nombre.
-Bueno, la verdad es que fue el tío con el que estuve el otro día.
-La verdad, la verdad. La verdad es que ya no estoy seguro de poder seguir esta vida
contigo.
-¡Venga, hombre, por favor! Vamos a acostarnos otra vez; y descolgamos el teléfono.
-No, ahora no puedo. Creo que me voy a ir a dar un paseo, a tomar un café o algo por ahí.
Estiguar se vistió y se marchó sin decir una palabra más, ante el mudo desconsuelo
de Javier, que tembló como si un frío glacial le calara los huesos cuando el portazo hizo
Nunca había visto a Estiguar comportarse así. Tampoco le había hablado nunca con aquella
rabia, ni dicho palabras tan hirientes. Tanto que le sorprendieron las lágrimas brotando
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furtivas de sus ojos. Entonces se llevó las manos a la cara, como si quisiera comprobar la
-¡Qué sorpresa! -dijo en voz alta, entre suspiros, y, enjugándose las lágrimas, feliz de
haberlas derramado, celebró en su interior lo sucedido, y deseó que Estiguar estuviera allí en
aquel momento para transmitirle sus impresiones. Seguro que se va a llevar una alegría,
El calor, que seguía insufrible, embistió a Javier, que estaba en calzoncillos, según
abrió la puerta del balcón y se alongó para mirar hacia la calle. Pasaba alguna gente, pero no
la persona que quería ver. Luego se fijó en la casa en obras, donde realizaban labores de
poco ruido aquella tarde, y se quedó unos minutos pendiente del trabajo de la grúa. Estaba
subiendo materiales a la tercera planta, justo enfrente de él, y, por un momento, le pareció
que la contrapluma del artilugio iba a rozar la barandilla derecha de su balcón. En aquel
rincón había colocadas unas macetas con claveles y geranios que ocultaban la parte del
madero horizontal que se adentra en la pared, así como tres listones verticales que bajaban
desde dicho madero hasta el piso. Seguidamente reparó en la liña de la ropa, que aún no
había cambiado y, sobre la marcha, decidido, entró en el salón, cogió unas tijeras, puso, de
paso, la radio bien alta y regresó bailando al balcón para cortar la cuerda por ambas puntas.
Después recordó que todavía tenía la colada dentro de la lavadora y miró el reloj. Si salía ya,
bermudas y una camiseta, y ya estaba saliendo cuando se dio cuenta de que se iba a ir sin
apagar la radio. Entonces le pareció oir un golpe seco que provenía de fuera, del balcón o de
la calle, y salió a mirar. Echó una ojeada rápida y, como no vio nada raro, supuso que se
Si el volumen de la música no hubiera sido tan alto, seguro que Javier habría
escuchado el grito del conductor de la grúa que lo había visto asomar y que le indicaba que
tuviera cuidado con la barandilla porque la flecha del brazo de la grúa la había golpeado. Y
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si no hubiese tenido plantas en el lado derecho del balcón habría notado que dicho golpe
inmediato, paró la máquina, bajó de la cabina y entró en el edificio donde vivía Javier, justo
cuando éste bajaba en el ascensor. Entonces se pegó los tres pisos a pie y tocó el timbre.
Como nadie abrió, escribió una nota, la deslizó por debajo de la puerta, y volvió a utilizar las
escaleras, no sin antes tratar de pillar el ascensor que, esta vez, subía ocupado.
Estiguar, que por segundos no se tropezó con Javier en la calle, y que vio desaparecer
al gruista por el rellano de la escalera según salió del ascensor, no se percató, cuando entró
en el apartamento, de la nota que había en el suelo, sino que le dio un toque involuntario con
el pie y fue a tener debajo del sofá que se hallaba en el centro del salón.
Ya se habían ido todos los trabajadores de la obra cuando Javier regresó silbando de
la ferretería, y se encontró a Estiguar, muy serio, sentado en el sofá, ojeando una revista de
fotos.
-¿El qué? -preguntó Javier, que cambió su actitud alegre, y, nervioso, empezó a desandar la
cuerda que había comprado mientras se dirigía al balcón, cuya puerta estaba abierta.
Estiguar lo siguió.
-Yo creo que deberíamos separarnos durante un tiempo. Me parece que me vendría bien
estar unos días solo, para pensar en nuestra relación y ver cómo me lo paso sin ti.
-Últimamente sí. Estos días, por ejemplo, me he sentido fatal. Cada vez soporto menos que
-Pues yo precisamente quería decirte que esta tarde, después de que te marchaste enfadado,
-Lo dudo mucho. Tú no sabes lo que es amar. Tú eres un témpano -sentenció Estiguar, con
Javier enmudeció, ofendido, consciente de que Estiguar tenía sus razones para hablar
así, y, para disimular que estaba a punto de llorar, se puso a amarrar la liña en el barandal
izquierdo del balcón. Hizo unos cuantos nudos y, sin darse la vuelta, empezó a tensar la
-¿Cuándo quieres que me vaya? -preguntó con una tristeza desconocida para él, en tanto que
travesaño en el que Javier había amarrado la cuerda, de cara a la calle, respondió: Mañana
pareció que lo que estaba sucediendo era una réplica exacta de los pensamientos que había
tenido hacía un rato. ¡Estaba enamorado! Por fin se sentía implicado en una historia de
los celos y agarró con rabia la cuerda entre las manos. Y mientras caminaba hacia atrás dijo:
Entonces, más indignado que nunca, descargando la ira contenida de tantos años,
Estiguar se viró, empujó a su amante por los hombros, con ambas manos, y replicó: ¡A la
Javier, que se aferró a la cuerda como si de la vida se tratara, salió despedido hacia
atrás para chocar contra la barandilla rota y, habiendo cedido ésta con chirridos
Estiguar se quedó petrificado de espanto. No podía ser cierto. Era imposible que todo
entrañas, y salio corriendo como un poseído por la casa y por las escaleras, entre aullidos de
dolor y consternación.
-¡Aún tiene pulso! ¡Que alguien llame a una ambulancia! -gritaba una de las muchas
Un hilo casi imperceptible de sangre se deslizaba por los labios del moribundo. Tan
-¡Escúchame, amor mió! ¡No digas nada! Sólo que me tropecé... cuando iba a poner el
tendedero, y... que la barandilla estaba rota. Yo creo que fue la grúa ... ¿Me oyes?
Haciendo un gran esfuerzo, Javier mostró las manos con las marcas de la cuerda
-¡No! ¡No! ¡No puede ser! -chilló Estiguar con voz desgarrada.
-¡Escúchame... por favor! Esto tiene que ser un secreto entre tú y yo. Prométemelo. No
-¿Qué?
-Que te quiero.
-Ya lo sé. Siempre lo he sabido. ¿Te acuerdas de ... cuando nos encontramos aquel día, y …
-Pues ahora me gustaría ir contigo a dar una vuelta por ahí, a cualquier parte del mundo.
completo cuando, con la voz entrecortada, ante la mirada ya perdida de Javier, respondió:
EPÍLOGO
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Por fin he terminado de escribir las crónicas sobre mi familia que usted me sugiriera
hace más de veinte años, y que me ha venido recordando en alguna de las cartas que me ha
enviado.
Empecé a escribirlas hace dos años, tras la muerte de Pinito Gil, de la cual hablamos
alguna vez, y después de una conversación con Estiguar, el miembro inglés del clan. Ambos,
al igual que usted y yo mismo, son personajes de la novela, y quizás sea la historia de
Estiguar, en relación con mi hermano Javier, la única que usted desconozca, porque, en su
algunos detalles íntimos de su vida. Pero esos datos sentimentales, por así decirlo, son la
clave para comprender la humanidad que desprenden tanto su personaje como usted misma.
Espero que todo vaya bien por ahí y que usted siga estando fuerte y sana.
Jacinto se encuentran muy bien con sus respectivas familias; los hijos son encantadores y
depresiones; pero últimamente se le ve muy activo y divertido. Continúa con su afición a las
fotos, que por cierto me han ayudado mucho a la hora de describir los paisajes de la isla, y
Con respecto a mis padres estoy más que contento. Mi padre vive por mi madre, y se
cuida para estar siempre pendiente de ella; y mi madre es cada vez más niña pero está
encantadora. De último, casi a diario, me pide que toque la guitarra para ella cantar. Y se
echa sus buenos boleros y sus tangos, y se ríe, y se le saltan las lágrimas de emoción.
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En cuanto a mí, creo que estoy viviendo una de las mejores rachas de mi vida. No
sólo a nivel profesional, que estoy escribiendo bastante, sino también sentimental. Aunque
sigo soltero, y viviendo solo, tengo una vida amorosa muy agradable, sin compromisos y
Sólo falta Estiguar, al que no le gusta posar para la cámara, pero, por supuesto, él también
Hasta pronto,
Julio.