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Introducción

La historia del hombre muestra que toda la vida social responde a


ciertas necesidades problematizadas colectivamente ya que, para
satisfacerlas, todas las acciones sociales están fuertemente inter-
relacionadas y dependen unas de otras. Esta misma historia in-
forma, desde sus inicios, de la existencia de acciones sociales com-
patibles con una respuesta directa a la percepción del hombre de
que la salud es una de sus necesidades fundamentales. El hombre
intuyó, y luego verificó, que sólo la vida saludable puede garanti-
zar su supervivencia y posibilitar su desarrollo como ser indivi-
dual y colectivo. En las últimas décadas, la creciente importancia
social asignada a una vida humana saludable, en armonía con la
naturaleza y con el resto de los hombres, ha definido en el mundo
contemporáneo, además, una nueva aspiración: la “salud óptima
para todos en un ambiente sustentable”.
Las acciones políticas, administrativas y técnico-operativas
orientadas directamente a la satisfacción de esa necesidad funda-
mental y, más recientemente, al logro de esta nueva aspiración han
constituido y constituyen, en conjunto, una “práctica social” ofi-
cial, a la cual se hace referencia con la expresión Salud Pública.
Es a través de esas acciones que se conduce, organiza y opera el
proceso de producción de los servicios de cuidado integral de la
salud colectiva, en un contexto histórico-social determinado.
La práctica sanitaria oficial, en tanto respuesta social a una
necesidad fundamental y a una aspiración siempre creciente, tuvo

[13] 13
que adoptar, a través de los años, modalidades cada vez más com-
plejas y coactivas, cada una de las cuales requería ser justificada
y legitimada socialmente con los mejores argumentos disponibles.
Estos requerimientos de argumentación dieron origen, en la Edad
Moderna, a una nueva “disciplina teórico-práctica”, a la que tam-
bién se denomina Salud Pública. Disciplina constituida por un
conjunto sistematizado de proposiciones y reglas que fundamen-
tan esa práctica, y de prescripciones o normas que formalizan y
legitiman la misma, en un contexto histórico-social determinado.
La pretensión de “verdad” de sus proposiciones y de la “efica-
cia” de sus reglas técnicas y estrategias tienen que estar valida-
das por el discurso teórico de la ciencia y de la tecnología dispo-
nibles. En tanto, que la pretensión de la “rectitud” (justicia) de las
normas jurídicas y morales consideradas más apropiadas por di-
cha disciplina, así como de la “corrección” de los procedimientos
correspondientes, deben ser validadas por el discurso práctico del
Derecho y de la Ética vigentes.
La Salud Pública, al igual que toda otra respuesta colectiva,
tiene un carácter histórico-social. Social, no solamente en cuanto
es una respuesta colectiva, sino en cuanto es parte de la sociedad
en que se desarrolla y, en consecuencia, está sometida a los mis-
mos condicionamientos y a las mismas relaciones que explican el
cambio del todo social. Histórica, no sólo en cuanto alude a los
cambios en su problemática, fundamentos, límites y recursos
cognitivos, normativos, tecnológicos y materiales en las sucesivas
situaciones o coyunturas históricas, sino al condicionamiento de
estos cambios por la evolución paralela de “lo demográfico”, “lo
cultural”, “lo económico” y “lo político” en la sociedad donde se
desarrolla. En cada período de la historia de una sociedad con-
creta se puede identificar una modalidad de “Salud Pública” ofi-
cial, que es fundamentada por la comunidad epistémica dominan-
te y formalizada y legitimada por la autoridad política.
Por las razones señaladas, la expresión “Salud Pública” ha
sido utilizada, en el lenguaje de esa disciplina teórico-práctica, para
designar conceptos distintos que dilucidan y definen de manera

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diferente a la práctica sanitaria en los sucesivos estadios del de-
venir de la sociedad occidental. Dilucidación y definición efectua-
das en función de un conjunto de criterios —cognitivos, tecnoló-
gicos, culturales, económicos y políticos— dominantes o
hegemónicos en un determinado tiempo y espacio. Más aún, se
han utilizado otras expresiones para hacer referencia parcial o to-
tal a esa misma práctica; entre las principales debemos destacar
las de “Higiene”, “Medicina Urbana”, “Policía Médica”, “Higie-
ne Pública”, “Sanidad”, “Salubridad”, “Higiene Social”, “Medi-
cina Social”, “Medicina Estatal”, “Medicina Preventiva”, etc. Cada
una de éstas designa a una modalidad específica de dicha prácti-
ca social que —conservando la finalidad y otros rasgos esenciales
propios de este tipo de respuesta social— enfatiza la aplicación
de determinado(s) aspecto(s) del conocimiento disponible en un
espacio y momento histórico determinados.
En el Perú y a inicios del siglo XXI, la Salud Pública oficial está
en crisis y, por ende, existe una exigencia para el diseño de un
nuevo modelo de Salud Pública que garantice, en las circunstan-
cias históricas actuales, mayores niveles de eficacia, rectitud (jus-
ticia social) y corrección en los esfuerzos que la sociedad y el Es-
tado realizan para satisfacer aquella necesidad. En el proceso de
búsqueda de este nuevo modelo los responsables de su diseño de-
berán cumplir tres requisitos esenciales: capacidad para aprender
creativamente de las experiencias pasadas, sin sentirse obligados
por ellas; voluntad para asumir una actitud crítica y proactiva fren-
te a un presente entendido como el momento de la acción para el
cambio; así como competencia para comprender el futuro como una
siempre renovada oportunidad de lucha por la realización de los
valores éticos expresados en el fin de la Salud Pública: contribuir
a garantizar a todos el más alto nivel posible de salud física, men-
tal y social en un ambiente sustentable.
Al respecto de ese diseño existe en el país una gran limitación
para poder cumplir con el primero de esos requisitos. No obstante
los aportes pioneros para la Historia de la Medicina y la Salud
Pública en el Perú hechos por los médicos Casimiro Ulloa, Hermilio

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Valdizán, Juan B. Lastres, Carlos E. Paz Soldán, Jorge Arias
Schereiber y, más recientemente, los importantes aportes de los es-
tudios historiográficos de Marcos Cueto, sobre la investigación
biomédica y el control de las enfermedades transmisibles en el
país, no se dispone aún de un estudio sistemático de la evolución
de las ideas y de las acciones de la Salud Pública nacional, du-
rante la Colonia y la República.
Tratando de iniciar la superación de esa limitación, desde el
año 1987 asumimos el compromiso académico de recopilar,
periodizar, ordenar y sistematizar los datos y la información dis-
ponibles sobre los principales hechos de la Salud Pública perua-
na, así como el de publicar los resultados de esta sistematización
en una primera versión, con los propósitos de utilizarla como ma-
terial docente a ser discutido en las maestrías de Salud Pública y,
esencialmente, de promover futuras investigaciones que permitan
dar una respuesta consistente a una pregunta básica: ¿cuáles son
las articulaciones de la Salud Pública nacional, en su evolución
histórica, con los procesos económicos, políticos, sociales y
macroadministrativos que se han desarrollado en el Perú durante
su vida republicana? Para el mejor cumplimiento de este compro-
miso se adoptó un enfoque metodológico que distinguió en el pro-
ceso republicano peruano dos etapas históricas: la oligárquica y
la demoliberal, etapas en las que se diferenciaron, a su vez, perío-
dos históricos. Finalmente debemos informar que, entre los años
1995 y 2001 y con el apoyo de la Universidad de San Marcos, he-
mos cumplido con dicho compromiso.
Al revisar desde el presente esa primera versión de nuestro re-
lato sobre la historia de la Salud Pública nacional, entendida como
parte indisoluble del pasado de nuestro Perú, hemos verificado que
este pasado sigue marcando las estructuras demográficas, políti-
cas, económicas, sociales y culturales de la sociedad peruana,
acompañando y condicionando el pensamiento y la acción de los
actores sociales que en el presente siguen tratando de construir,
desde sus particulares perspectivas, un futuro sanitario deseado.
Pero también hemos constatado que para comprender mejor el ori-
gen, las causas y los motivos de los avances y de los retrocesos

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que en ese pasado ha tenido la Salud Pública en nuestro país es
importante ampliar y/o complementar esa primera versión con los
resultados del análisis de: (I) los cambios que simultáneamente se
producían en el contexto internacional, condicionando las caracte-
rísticas del entorno nacional y, a través de éste o directamente, aque-
llos avances y retrocesos; (II) la “herencia colonial”, que estableció
las raíces de nuestra identidad mestiza; (III) la evolución de las ideas
filosóficas, científicas, ideológicas y de política social que fundamen-
taron y legitimaron la práctica sanitaria; (IV ) la información perti-
nente inicialmente omitida o la disponible con posterioridad a
nuestras primeras publicaciones; y, (V ) las opiniones y las suge-
rencias recibidas de los lectores de la primera versión, especialmente
de los profesores y alumnos de las maestrías de Salud Pública de-
sarrolladas recientemente en diversas universidades del país.
Por todo lo expuesto hemos adquirido un nuevo compromiso
que consiste en la elaboración y la publicación de la segunda ver-
sión de nuestro relato sobre el pasado de la Salud Pública perua-
na, con la pretensión de ampliar, complementar y perfeccionar la
primera, a partir de las consideraciones enumeradas en el párrafo
anterior. Pasado que hemos periodizado en tres grandes etapas:
la colonial, la repúblicana oligárquica y la repúblicana demoliberal.
Iniciando el cumplimiento de este nuevo compromiso hemos ela-
borado nuestra segunda versión de la historia de la Salud Pública
nacional en sus dos primeras grandes etapas, y la presentamos
en esta publicación titulada Cuatrocientos años de la Salud Pública en
el Perú: 1533-1933.
Esta publicación pretende ser, entonces, un ensayo sobre el de-
venir de las relaciones de la Salud Pública nacional con los cam-
bios económicos, políticos, sociales y culturales acontecidos en el
Perú y en el mundo occidental durante los años de la Colonia y de
la República Oligárquica. Ensayo estructurado en tres capítulos,
cada uno de los cuales tiene un contenido que corresponde a una
situación particular, la cual es demarcada en el tiempo por los cam-
bios más significativos tanto de las circunstancias históricas mun-
diales y peruanas, como de la modalidad oficial de la Salud Pública

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nacional. El primer capítulo, trata sobre los hechos vinculados con
la Higiene Pública durante toda la etapa colonial peruana, buscan-
do en ésta la identidad del Perú como país hispanoamericano. El
segundo, se ocupa de la Sanidad durante la primera mitad de la
etapa de la República Oligárquica, que se inicia con la indepen-
dencia político-militar del país en 1821; continúa con el primer mi-
litarismo, el régimen castillista y la llamada “República Práctica”,
y finaliza con el fracaso de ésta en 1876. El tercero y último, trata
sobre la Salud Pública durante la segunda mitad de la menciona-
da etapa, que comienza en 1877 con el gobierno de Mariano I. Prado
y termina, el año 1933, con el planteamiento de los grandes proble-
mas nacionales por las clases medias y populares y el derrumbe
ideológico del Civilismo. Entre el inicio y el final de esta segunda
mitad se sucedieron la Guerra del Pacífico, el segundo militaris-
mo, la pax cacerista, la “República Aristocrática”, el Oncenio de la
“Patria Nueva” de Leguía y la coyuntura de la crisis de los 30 que
finalizó dando inicio a la etapa demoliberal de nuestra historia
republicana.
Al terminar esta introducción, debo agradecer a los doctores
Jorge Miano Trelles, Manuel Salcedo Contreras, Elías Sifuentes
Valverde y Manuel Sotelo Baselli, por su colaboración en la elabo-
ración de la presente obra. También, a las autoridades de la Fa-
cultad de Medicina de “San Fernando” y del Consejo Superior de
Investigaciones de la UNMSM, especialmente a los doctores Fausto
Garmendia, Decano, Jorge Alarcón V., Coordinador del Departa-
mento de Medicina Preventiva y Salud Pública, y Alberto Perales
C., Director de la Unidad de Investigación, por las facilidades brin-
dadas para el desarrollo de este trabajo; así como al Consejo Na-
cional de Ciencia y Tecnología (CONCYTEC) cuyo subsidio eco-
nómico he hecho posible la publicación de este libro.

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Capítulo I

La higiene pública en el Perú


colonial y en su contexto

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Mundo occidental, higiene y sanidad

Entorno del Perú y de la sanidad occidental

La declinación del mundo occidental medieval y su transición ha-


cia la modernidad resultaron de la acumulación de una serie de
cambios culturales, económicos y políticos.

De la Escolástica a la “Ilustración” y el “Romanticismo”

En lo cultural, desde el siglo XII hasta el siglo XVII, en varios mo-


mentos y en distintos puntos de Italia, la filosofía clásica pagana
renació y las artes y las ciencias florecieron. Las ideas de Erasmo
de Rotterdam (1468-1536), exponente máximo de un humanismo
que no renuncia al catolicismo, eran leídas, traducidas y asimila-
das en la España de Carlos V . Se producía la Reforma de la Iglesia
(1520 a 1530), rompiéndose la unidad cristiana y, luego, se asistía
a las guerras religiosas en Europa. Además, en el siglo XVI se co-
mienza a difundir y aplicar el saber tecnológico acumulado du-
rante los últimos cuatro siglos. La invención de la imprenta a fi-
nes del siglo XV había hecho posible emancipar ese saber de la tra-
dición oral. En estos nuevos tiempos, una racionalidad humanis-
ta de carácter profundamente individualista se fue imponiendo
sobre el colectivismo anónimo y sobre las restricciones que el ca-
tolicismo había impuesto a la crítica y a la creatividad. Con la apa-

[21] 21
rición de la razón técnica de Leonardo da Vinci (1452-1519),
emerge la razón experimental. Se crea un nuevo instrumento: la
nuova scienza de Galileo Galilei (1564-1642), cuya obra permitió
una fundamentación exacta de la ciencia natural, así como la apa-
rición de la actitud y del método científico moderno [1, 2, 3].
El individualismo humanista, la creatividad, la laicización del
saber en las universidades y la invención de la imprenta forjaron
en el mundo occidental las bases de la ciencia moderna, modela-
das en el empirismo inductivo de Roger Bacon (1214-1294) y el
racionalismo deductivo mecanicista de René Descartes (1596-1650).
Nacen las ciencias naturales modernas: Nicolás Copérnico (1473-
1543), Juan Kepler (1571-1630), Isaac Newton (1643-1727), Andreas
Vesalius (1514-1564) y Guillermo Harvey (1578-1657) crean y de-
sarrollan los fundamentos de la Astronomía, la Física, la Anato-
mía y la Fisiología [2, 4].
Luego, llega el siglo XVIII aportando al mundo occidental la Ilus-
tración. Este movimiento cultural, con una fe suprema en la ley
natural y una profunda confianza en la razón humana, emergió
en un período crucial en la historia de este mundo, cuando una
nueva tolerancia a las ideas —asociada a viejas corrientes, como
el escepticismo y el empirismo— había surgido con la revolución
científica del siglo XVII, imponiéndose finalmente al dogmatismo
medieval. Para el ilustrado todo conocimiento no verificable em-
píricamente debía ser cuestionado y revisado. Los grandes descu-
brimientos de la Ciencia Natural en el siglo anterior habían de-
mostrado las grandes limitaciones de la cosmovisión escolástica.
El descubrimiento de los principios de la física y la mecánica in-
dujo al hombre ilustrado a considerar el universo —desde una nue-
va cosmovisión secular— como una inmensa máquina cuyo fun-
cionamiento obedecía a leyes inmutables y verificables. Además,
atendiendo a la exigencia racional de un orden en el conocimien-
to, el médico y naturalista Carlos Linneo (1707-1778) propone su
“Systema Naturae”, iniciando la moderna nomenclatura y clasifi-
cación botánica y zoológica [1, 2].

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La gran novedad de la nueva racionalidad que se inicia con
la Ilustración y, luego, caracterizará a la Era Moderna es su diso-
ciación consiste en dos dimensiones: (I) la secular, es decir, la que
sustenta la posibilidad de conocer empíricamente la realidad ob-
jetiva y transformarla; y (II) la trascendental, es decir, la que bus-
ca deductivamente las causas primarias o últimas de esa reali-
dad, la razón de ser de todo el universo y de cada cosa en el uni-
verso. En consonancia con las motivaciones y fundamentos del
nuevo modo de producción, organizado bajo moldes capitalistas,
la realidad concreta de las necesidades del hombre pasó a ser to-
mada conscientemente como el origen y las bases para la formu-
lación de los problemas humanos y de las respuestas correspon-
dientes, sustituyendo las motivaciones y fundamentos trascenden-
tales que sustentaban ideológicamente al antiguo orden feudal.
El momento inductivo del origen de la abstracción teórica, a par-
tir de la experiencia de los cinco sentidos materiales del hombre,
ganó terreno con relación a la deducción, considerada ahora como
una puerta siempre abierta a los “devaneos” metafísicos. Desde
Descartes (1596-1650), y, luego, con los aportes de John Locke
(1632-1704) y de David Hume (1711-1776), esa dimensión secu-
lar o “instrumental” de la razón pasó a incrementar —cada vez a
mayor velocidad— su autonomía, eficacia y valoración social y,
consecuentemente, su legitimidad. La razón moderna emancipó
su dimensión instrumental o tecnológica, esto es, pasó a privile-
giar su capacidad de interferir activamente en las condiciones de
vida del hombre [2, 5].
En las últimas décadas del siglo XVIII emergió en Europa un
nuevo movimiento cultural: el “romanticismo”. Consistía original-
mente en una rebelión contra las normas tradicionales éticas y clá-
sicas estéticas, un movimiento cuyo objeto era la liberación de la
personalidad de todos los convencionalismos. El francés J. J.
Rousseau (1712-1778) fue el último de los ilustrados y el primero
de los románticos; sin embargo, el romanticismo, en sus primeras
etapas fue principalmente alemán. Encarnaba una reacción con-
tra las crecientes complejidades de una naciente civilización tec-

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nológica y contra los problemas sociales ya creados por la indus-
trialización; de aquélla surgió un espíritu humanitario que se ma-
nifestaba en el odio a la injusticia y una fe apasionada en los de-
rechos naturales del hombre. Es decir, era el inicio de una primera
reacción ante los peligros de una racionalidad puramente instru-
mental. Reacción que promovía una nueva actitud ante el mundo
donde se privilegia los sentimientos y la imaginación, es decir
—en el lenguaje de J. Habermas—, la dimensión valorativa de la ra-
zón. Frutos del romanticismo fueron la filosofía idealista de E. Kant
(1724-1804) y los aportes filosóficos de Fichte (1762-1814), Schelling
(1775-1854), Hegel (1770-1831) y Schopenhauer (1788-1861) [2, 6].

Del mercantilismo al modo de producción capitalista

Con el deterioro de la economía medieval, el capital mercantil se


afirmó sobre las debilitadas relaciones feudales, con el predomi-
nio de una “burguesía” mercantil y bancaria sobre las tradiciones
de linaje y el dominio de la propiedad de la tierra de los señores
feudales [7]. Durante el Renacimiento, los antes poderosos comer-
ciantes de Italia y Alemania fueron sustituidos por las compañías
mercantiles inglesas y holandesas. El mercantilismo surgía impul-
sado desde las ciudades, o “burgos” medievales, donde circula-
ban “libremente” mercaderías e ideas.

La marcación del tiempo, antes pautada por las llamadas de las


campanas para las obligaciones religiosas, pasó al dominio de
los relojes y de los compromisos comerciales, aunque los nego-
cios se realizaban siempre sobre una invocación divina [8].

El avance de las ciencias naturales y el progreso tecnológico


durante los siglos XVI y XVII posibilitó el inicio de un nuevo modo
de producción que se venía perfilando desde períodos anteriores
basándose en la actividad comercial y financiera. Como resultado
de la “especialización del trabajo y la estandarización de sus ope-
raciones” se había logrado el control de la producción de bienes
en “escala” que caracteriza a la manufactura. La actividad artesanal

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se transforma en manufacturera. Se inicia la formación del “obre-
ro colectivo” y del modo de producción capitalista [9].
A mediados del siglo XVIII se acelera el progreso científico-tec-
nológico, lo cual permitirá la producción de bienes económicos en
“escala masiva”, iniciándose en Inglaterra la llamada “Revolución
Industrial” y una nueva etapa en el desarrollo del modo de pro-
ducción capitalista en Europa. Estos cambios en la economía pro-
vocaron una profunda transformación de la sociedad occidental,
con una reorganización del agro que, al destruir la servidumbre y
la economía basada en la aldea campesina, estimuló una fuerte
emigración rural hacia los centros urbanos. Por otro lado, esta nue-
va etapa del modo de producción capitalista significó la partici-
pación de dos nuevos protagonistas en la organización social: el
trabajador asalariado, especializado y sin acceso a la propiedad
personal de los medios de producción; así como el empresario, pro-
pietario de los factores productivos y cuya función era precisamen-
te organizar la actividad de la empresa [10]. Al cumplir esta últi-
ma función el empresariado capitalista pasa a tener influencia con-
siderable sobre la creación de las condiciones institucionales y ju-
rídicas necesarias para la continua expansión y fortalecimiento del
nuevo modo de producción [9, 11].
Asimismo, con el advenimiento de la racionalidad moderna y
el fortalecimiento del modo capitalista de producción en Europa,
el espacio público pierde su carácter metafísico que en la Edad
Media trascendía las necesidades y juicios de cada individuo par-
ticular y se reconfigura como “el espacio físico, institucional y cul-
tural de circulación y de cambio, societariamente organizados, de
valores materiales y espirituales de los sujetos privados”.
Los símbolos que delimitan la dimensión pública de la vida
social pasan a legitimarse, nuclearmente, a partir de su carácter
funcional económico. Por intermedio de un criterio “contractual”
el espacio público se reconstruye, es decir, se substituye la pseudo-
espontaneidad de la organización de los espacios de interacción
medieval por soluciones contractuales. El estrechamiento del ca-
rácter colectivo de la organización social de producción y la acep-

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tación de la propiedad privada como principio de división social
y técnica del trabajo fueron las bases materiales de esa
reconfiguración.
Bases que fueron condiciones de posibilidades ideológicas y
políticas para que el sujeto privado pudiera concebir y postular
que los juicios o valores relativos a sus necesidades económicas
individuales fuesen una fuente legítima de normas y símbolos para
la esfera colectiva de la vida humana en sociedad. Mientras más
orgánicamente la supervivencia material de los individuos se or-
ganiza en prácticas colectivizadas de producción y de consumo
de bienes económicos, más rápida y profundamente se estructura
y se legitima el espacio público moderno [5].
En resumen, es en los contextos cultural y económico descri-
tos donde se desarrollaron dos procesos, apenas analíticamente
distinguibles, que establecieron dos condiciones básicas para que
emergiera la Modernidad. Por un lado está la “emancipación de
la dimensión tecnológica de la razón” [6, 12] y, por otro, el “pro-
ceso de la emancipación de los sujetos privados en la constitución
del espacio público de la sociedad” [13, 14, 15]. “Ambos procesos
deberán ser considerados cuando se trate de comprender el naci-
miento de la Epidemiología, que va a constituirse en el saber que
fundamenta los contenidos de la Salud Pública científica” [5].

Del absolutismo al liberalismo político

Al final del siglo XV , la “razón de Estado” aparece con los Reyes


Católicos en España. Se asiste a la expansión marítima del Occi-
dente, con la fundación de los imperios coloniales de España y de
Portugal (siglo XVI), así como los de Holanda e Inglaterra (1609-
1621). Durante el siglo XVII, se implanta la monarquía absoluta en
casi todos los países europeos y se producen las guerras religio-
sas. La creciente extensión del comercio internacional exigió la par-
ticipación de los Estados, que para salvaguardar sus intereses eco-
nómicos y políticos debían contar con una burocracia central, así
como con ejército y marina permanentes. Los Estados nacionales
comienzan a adoptar una organización centralista y soberana, le-

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gitimada en un sistema jurídico escrito, lo cual lleva a una con-
centración absolutista del poder en Francia, Inglaterra y España.
Las lenguas nacionales poco a poco substituyeron al latín [1, 4].
Se iniciaron los esfuerzos para conocer los datos demográficos na-
cionales básicos con el propósito de utilizarlos para incrementar
el poder y el prestigio del Estado. Se publica la Aritmética Política
de William Petty (1623-1687). El libro clásico de esta disciplina,
Natural and Political Observations upon the Bills of Mortality, es pu-
blicado en 1662 por John Graunt [3].
Luego, en el siglo XVIII, los ilustrados franceses postulan que
la razón es el instrumento con el cual el hombre podía explicar y
transformar la sociedad y el Estado para lograr la felicidad. Ini-
ciaron la crítica de la forma de pensar basada en la tradición y la
fe, devaluando los argumentos que justificaban el derecho divino
de los monarcas, la justicia natural tomista y los dogmas de la Igle-
sia católica basados en la fe. Nada era demasiado sagrado para la
investigación: el absolutismo fue objeto de ataques, al igual que el
dogmatismo, la intolerancia y la censura. Para los ilustrados no
sólo existían leyes científicas del mundo físico y biológico, sino
que también debía haberlas para los mundos de la política, eco-
nomía, ética, religión, sociedad y filosofía. Había la convicción de
que si el método de la nueva ciencia era adecuadamente aplicado
a la vida social se podría obtener los conocimientos necesarios
para crear la sociedad perfecta [2].
En ese clima ilustrado se produce la revolución liberal francesa
de 1789, que impuso los principios de Libertad, Igualdad y Frater-
nidad en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciu-
dadano. En el preámbulo de ésta, se denuncia que “...la ignorancia,
el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son la sola cau-
sa de la infelicidad pública y de la corrupción del Gobierno”.
Asimismo, en tres de sus diecisiete artículos se lee:

Los hombres nacen libres e iguales en derechos y las distin-


ciones sociales no pueden fundarse más que en la utilidad co-
mún (...) El objeto de toda sociedad política es la conservación
de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos

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derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resisten-
cia a la opresión (...) La garantía de los derechos del hombre y
del ciudadano necesita una fuerza pública; esta fuerza es, por tan-
to, instituida en beneficio de todos y no para la utilidad particu-
lar de aquellos a quienes es confiada [16].

La Revolución Francesa de 1789 es el fenómeno histórico que


mejor refleja las aspiraciones y exigencias liberales de la nueva cla-
se empresarial capitalista en proceso de consolidación. Teniendo
como base el Humanismo del siglo XVI y del Racionalismo del XVIII,
se había creado una nueva corriente ideológica: el “liberalismo”.
Ideología que propone el parlamentarismo, la plena independen-
cia del hombre con respecto a los poderes públicos y a los otros
hombres, así como la soberanía de los naciones, entendida ésta
como la libertad de los pueblos. En el discurso liberal se repudia y
se desacraliza el pasado, aunque se tiene cuidado en ratificar que
la “propiedad privada es sagrada”. Esta revolución liberal —y la
Industrial que se desarrollaba en forma casi simultánea en Ingla-
terra—, constituyen las dos caras, una con rasgos más acusada-
mente políticos, y la otra con elementos más económicos de un mis-
mo proceso: la consolidación del “régimen capitalista moderno”
en el mundo occidental [1, 9, 11].

Higiene y sanidad en el mundo occidental

Concepciones de enfermedad entre los siglos XVI y XVIII

La Iglesia católica y la filosofía escolástica habían adoptado y pro-


movido, de manera dogmática, las ideas de Galeno sobre la enfer-
medad durante toda la época medieval. Sólo a partir del Renaci-
miento, en los mismos años que surgió la reforma religiosa, apare-
cieron las ideas antigalénicas de Paracelso (1493-154l), quien fue
el primero en concebir a la enfermedad como un “proceso vital
anormal”. Al lado de sus creencias en brujerías y demonios intuyó
una química de la vida humana mucho antes que Lavoisier la con-
firmara, en el siglo XVIII, con la demostración de que la respiración

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era una forma de oxidación. Las proposiciones alquímicas de
Paracelso afirmaban que la vida era un proceso químico y que la
enfermedad era un desequilibrio en la química del cuerpo.
Entre los siglos XVII y XVIII, tiempos de transición y de eferves-
cencia cultural, las nociones y los conceptos sobre la enfermedad
proliferaron bajo una nueva perspectiva: el estudio de este fenó-
meno correspondía a las ciencias naturales. Esto fue posible gra-
cias a la declinación de la hegemonía del dogma católico romano,
conservado intacto durante casi catorce siglos ante los avances de
la libertad de pensamiento y de una nueva idea del sentido de la
vida del individuo. No obstante, los antiguos sistemas filosóficos
—vitalista, humoral, metodista, etc.— mantenían su influencia en
el pensamiento médico. Por tal razón, los límites de esas nuevas
concepciones eran imprecisos; en sus contenidos se mezclaban
invocaciones divinas y espirituales con elementos racionales pro-
cedentes de las nuevas ciencias naturales. Además de la
iatroquímica, aparecieron las concepciones iatromecánicas y
animistas sobre la salud y enfermedad [4, 17].
Juan Bautista Van Helmont (1577-1644) inicia un sistema es-
pecial de vitalismo que aplica a la fisiología humana. Creía que
los procesos materiales del cuerpo son presididos por “arqueos”
o espíritus materiales específicos, y que estos procesos fisiológi-
cos son en sí mismos puramente químicos y debidos en cada caso
a un fermento especial. Franz de Le Böe o Silvio (1614-1672) con-
cedía gran importancia a las “alteraciones de la mezcla del cuer-
po”, considerando como factores determinantes de la enfermedad
a los jugos digestivos y sus anormalidades. Factores que penetran
en el interior del organismo y sobre todo en la sangre, como
“acrimonias”; éstas por su acritud o alcalinidad explican todas
las enfermedades. Resucita de esta manera a la patología humo-
ral con el nombre de “iatroquímica” [17, 18, 19].
Radicalmente opuesta a la iatroquímica fue la iatromecá-
nica, propuesta por Juan Alfonso Borelli (1608-1679). Este sistema
patológico considera —siguiendo las analogías del mecanicismo
cartesiano— al organismo humano como un reloj y a la enferme-

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dad como un mal funcionamiento mecánico. Borelli, sin embargo,
también se inspira en el vitalismo, en tanto considera que los mo-
vimientos mecánicos a los que se reduciría la vida venían dirigi-
dos por un principio superior e inteligente. De la división del cuer-
po en piezas y sistemas mecánicos surgirían los aparatos y siste-
mas orgánicos que serían tratados por las especialidades médicas
modernas. En esta perspectiva los sólidos orgánicos funcionan
impulsados por fuerzas, en la física estática, y los humores, como
todo líquido, siguen las leyes de la hidráulica, que fue como Harvey
describió la circulación de la sangre en 1628 utilizando imágenes
de bombas, válvulas y canales [17, 19].
Como reacción a los sistemas teóricos materialistas de la
iatroquímica y de la iatromecánica se desarrolló el “animismo” de
G. E. Sthal (1660-1734): “La enfermedad es un esfuerzo del alma
para restablecer las funciones alteradas y destruir las potencias
dañinas”.
Para los animistas o vitalistas, el “ánima” —el alma en cuan-
to principio vital— habitaba el cuerpo humano y era responsa-
ble por el tono que mantenía su vida, su conservación y autorre-
gulación. Cuando el alma está dañada no rige los procesos vita-
les en la forma debida. El tono propiciado por el ánima se distri-
buiría por el cuerpo a través de la sangre y, con su desequilibrio
que resultaría en contracciones o relajamientos, la enfermedad
ocurriría [4, 17, 18].
Como todo exponente genuino del Renacimiento, Thomas
Sydenham (1624-1689) enseñaba que para aprender nuevos he-
chos en Medicina era necesario abandonar todos los sistemas fi-
losóficos que pretendían explicar y muchas veces sustituir a la rea-
lidad misma. En este sentido criticaba los rezagos del pensamien-
to medieval que, en su entender, aún existían en las concepciones
de los iatroquímicos, iatromecánicos, animistas y vitalistas de su
tiempo:

Y, en verdad, es mi opinión que la razón principal por la que


todavía no poseemos una historia exacta de las enfermedades
es la suposición general de que éstas no son más que las opera-

30
ciones confusas e irregulares de la naturaleza desordenada y de-
bilitada, y por consecuencia es una labor inútil dar una descrip-
ción justa de ellas. (Sobre las Enfermedades Agudas, 1675.)

Lo que debía hacerse era, primero, proporcionar una descrip-


ción genuina y verdadera, una especie de historia natural, de cada
enfermedad (distinguiendo los síntomas constantes de los ocasio-
nales, que pueden variar con la edad, la constitución y el trata-
miento previo del enfermo; así como su presentación en ciertas épo-
cas del año, ya que algunas de ellas muestran estas recurrencias
“con la misma fidelidad que ciertos pájaros y plantas”); y, en se-
gundo lugar, establecer un método fijo y completo de tratamiento
de cada enfermedad. Para lograr el primer objetivo era necesario
reducir todas las enfermedades a ciertas especies con el mismo cui-
dado con que los botánicos describían sus plantas. De esta mane-
ra no sólo da por sentada la existencia independiente de las en-
fermedades, sino que además postula que es posible distinguirlas
entre sí partiendo de sus signos y síntomas característicos, tal como
el botánico procede para distinguir las diferentes plantas, basado
en sus características físicas. En sus escritos

... no cita a ningún autor, con la excepción de Hipócrates. Su


desprecio por la literatura médica [de su época] es proverbial...
No es de sorprender, por lo tanto, que uno de sus amigos más
cercanos fuera John Locke, el fundador del empirismo [20].

No obstante, como todo hombre de su tiempo, Sydenham tam-


bién especulaba sobre la explicación de las causas de la enferme-
dad, tal como veremos al tratar sobre su concepción de la “consti-
tución epidémica”.
En el siglo XVIII con una nueva percepción mecanicista del cuer-
po humano, donde la atención central de los médicos europeos
no estaba ya ubicada en los humores, los elementos sólidos pasa-
ron a participar más de las representaciones de salud y enferme-
dad, como centros de fuerzas físicas, dueños de movimientos que
dan forma y expresión a la vida. No podía escapar a la observa-
ción moderna de que las partes sólidas del organismo, sobre todo
el músculo, presentan manifestaciones “vitales” propias que se-

31
paran lo vivo de lo inerte. La imagen de fibras sólidas que se
distendían y se contraían había sido la base de la doctrina de la
“irritabilidad” de Francis Glisson (1597-1677); el exceso o la falta
de estimulación de factores externos al cuerpo posibilitaría la en-
fermedad lo que admitía, entonces, una consideración de los lími-
tes entre lo normal y lo anormal en dicha estimulación.
Friedrich Hoffman (1660-1742) resucitó el sistema de los
metodistas romanos al plantear que todas las propiedades y la ener-
gía de la materia la percibimos sólo como movimiento, como fuer-
zas iguales en oposición, como contracción y expansión. La salud
es movimiento normal, la enfermedad es un trastorno del movi-
miento y la muerte es ausencia de movimiento. Existe un fluido
nervioso que conserva normales las acciones del cuerpo, que es
como una máquina hidráulica; este fluido lo secreta el cerebro y
se distribuye en el organismo a través de los nervios y las arterias.
Su función es regular el “tono” de los tejidos, en este sentido se
definen los conceptos de “espasmo” y “atonía” para hacer refe-
rencia al exceso y a la falta de estimulación, respectivamente. Ejem-
plos de enfermedades espásticas son las inflamaciones localiza-
das, catarros o neuralgias; las enfermedades crónicas se clasifican
como debidas a la atonía. Por su parte, Albrecht Von Haller (1708-
1777) fue el primero, con su célebre “Disertación sobre las partes
sensibles e irritables de los animales”, en llamar la atención sobre
la “contractibilidad” muscular provocada por una excitación, so-
bre la “sensibilidad” y sobre la importancia de los “nervios” en
los procesos vitales. Clasificó los órganos y los tejidos según el gra-
do en que eran irritables [4, 5, 18, 21, 22].
Para William Cullen (1710-1790) el sistema nervioso desem-
peña el papel central en la patología humana y lo que se enferma
no son los humores del organismo, sino los sólidos. Existe una
“fuerza nerviosa” o “energía del cerebro” que inicia y mantiene
todos los procesos fisiológicos y patológicos que se dan en el or-
ganismo. Todas las enfermedades se inician en el sistema nervio-
so y otros factores patogénicos se consideran como secundarios.
La mayor parte de los padecimientos se debe a que los estímulos
debilitan al cerebro generándose así una reacción que, a su vez,

32
estimula la aparición de espasmos, los cuales aparecen como una
consecuencia de la acción debilitante inicial. Debilidad produci-
da por agentes externos como frío, miasmas, contagios y otros.
Combinó, así, su doctrina de la fuerza nerviosa con la de irritabi-
lidad de Glisson y con las ideas de espasmo y atonía de Hoffman
para explicar el origen de las enfermedades. Además, para Cullen
existían cuatro clases de enfermedades: las pirexias, las neurosis,
las caquexias y las locales. Cada una de éstas correspondía res-
pectivamente a alteraciones de las funciones vitales, animales, na-
turales y “otras”. La clase de pirexias se dividía en cinco órdenes:
fiebres, inflamaciones localizadas, exantemas, fluxiones y hemo-
rragias. La clase de neurosis contenía cinco órdenes, una de ellas
era “espasmos” [4, 5, 18, 21, 22].

Concepciones sobre las epidemias entre los siglos XVI y XVIII

Desde hacía mucho tiempo los defensores del ambientalismo


hipocrático postulaban que las epidemias y las enfermedades son
causadas por factores procedentes del medio ambiente. Se acepta-
ban como válidas dos afirmaciones: (I) ciertas emanaciones poseen
una acción mórbica a distancia; y, (II) dichas emanaciones surgen
de condiciones atmosféricas, astrológicas, telúricas o de acumula-
ción de heterogéneas substancias orgánicas en descomposición.
A partir de estas afirmaciones se desarrolló, desde el siglo XVI, la
noción de “constitución epidémica” que posteriormente se amplía
y se define como la “teoría miasmática”. Esa noción es entendida,
inicialmente, como un estado de corrupción particular de la atmós-
fera que produce ciertas enfermedades que se difunden en la ex-
tensión que dicho estado atmosférico se prolonga y lo permite; lue-
go, fue precisada por T. Sydeham en su obra Observationes medicae,
publicada en 1676. En ella las manifestaciones y la evolución de
las “enfermedades agudas” están determinadas por la índole de
la materia “morbífica” (partículas miasmáticas del aire), la locali-
zación somática de esta materia en la sangre, la mayor o menor
vitalidad del paciente y la fatalidad en su aparición.

33
El trastorno fundamental de estas enfermedades sería una pe-
culiar alteración de la sangre, a la que Sydenham dio varias de-
nominaciones: inflamación, conmoción, ebullición y fermentación.
Para este autor había dos tipos de enfermedades agudas febriles:
los disturbios epidémicos (plaga, viruela y disentería) produci-
dos por cambios atmosféricos, y las enfermedades interferentes
(fiebre escarlatina, angina, pleuresía y reumatismo). Mientras una
determinada constitución epidémica progresaba, el disturbio epi-
démico (por ejemplo la viruela) incrementaba su severidad y vio-
lencia hasta alcanzar su máxima expresión para luego declinar
conforme los elementos atmosféricos eran reemplazados por otros
que generarían una nueva constitución. Luego, ésta prevalecía
por un cierto período y estaría asociada con otro particular dis-
turbio epidémico.
Sydeham no llegó a precisar cuál era el origen del cambio de
los elementos atmosféricos, aunque creía que éste era causado por
una emanación surgida de la tierra y estuvo, incluso, propenso a
considerar posible un origen astrológico de las epidemias. En 1717,
Giovanni María Lancisi (1654-1720) publicó De noxius paludum
effluvis, sobre las emanaciones nocivas de los pantanos. Lancisi
creía que los pantanos producían la malaria a través de dos moda-
lidades de emanación: la animada y la inanimada. La primera era
la nube de mosquitos capaces de transportar y transmitir la materia
patogénica, la segunda se identificaba con los “miasmas” [3].
Por otro lado el nuevo conocimiento sobre la naturaleza, acu-
mulado durante los siglos XV y XVI, constituiría la base inicial para
tratar de refutar la teoría de la constitución epidémica. Como par-
te importante de esta base se pueden mencionar las proposiciones
alquímicas de Paracelso comentadas, a partir de las cuales se de-
sarrolla la iatroquímica que especula con la existencia de especia-
les acciones químicas que actúan a distancia. También el paradig-
ma iatromecánico de Borelli y Baglivi refuta como causas de las
epidemias la corrupción del aire y los factores astrológicos, plan-
teando así un “modelo biológico” en el que se combinan explica-
ciones iatromecánicas con iatroquímicas para dar una versión de
tipo “biológico” del contagio y de la extensión de las epidemias.

34
Por su parte, Girolamo Frascatoro (1478?-1553) había enuncia-
do, en 1546, la existencia de tres tipos esenciales de contagio: (I)
infección por puro contacto; (II) infección por contacto humano y
con objetos contaminados, como en la sarna, la tisis, la lepra; (III)
infección que actúa por contacto y con objetos, además que tam-
bién puede transmitirse a distancia, como son las fiebres
pestilenciales, la tisis, ciertas oftalmías, viruela y otras. La pala-
bra que usa para referirse a los objetos contaminados es fomes, que
en castellano se escribe “fomites” que significa “causa que excita
o promueve una cosa”:

... llamo “objeto contaminado” a cosas como vestidos, ropa de


cama, etc., que aunque no se encuentran corrompidos en sí mis-
mos, de todos modos pueden albergar las semillas esenciales
(seminaria prima) del contagio y así producir infección [23].

La teoría de que ciertas enfermedades son causadas por orga-


nismos vivos tan pequeños que son invisibles a simple vista era
ya muy antigua; se mencionan como sus iniciadores, entre otros,
a Columella (alrededor de 60 a. C.) y Marco Terencio Varro (116-
26 a. C.). Las ideas de Fracastoro no corresponden a esta teoría
porque él postuló las semillas “en términos fisicoquímicos” y no
biológicos. Se ha sugerido que uno de los primeros que documen-
taron la doctrina de que “las enfermedades contagiosas se dise-
minan por medio de pequeños animalitos a simple vista” fue
Athanasiuus Kircher (1602-1680), aunque sin poder poner a prue-
ba la validez de sus afirmaciones.
No podía ser de otro modo en vista de que aún no se formula-
ban los conceptos biológicos necesarios para darle un sentido cien-
tífico; además no se disponía de técnicas adecuadas para el estu-
dio de los microorganismos. De todas maneras se fue perfilando
la teoría del Contagium Vivum, postulando que la enfermedad era
transmitida del portador al infectado a través de partículas vivas
creadas espontáneamente por la corrupción de los humores. De
ella se deriva la teoría “contagionista” de la enfermedad epidémi-
ca, la cual va a competir con la teoría “atmosférica-miasmática”
hasta el fin del siglo XIX [3, 4, 23, 24].

35
De acuerdo con las ideas de la época, producida la enferme-
dad, ésta se transmitía por “infección” o por “contagio”. Estos con-
ceptos eran definidos de manera diferente a lo que es hoy usual y
hacían referencia a las distintas formas de propagación de una
enfermedad. En el primer caso era una materia o un miasma el
elemento transmisor; en el segundo era el sujeto enfermo mismo
ya sea por contacto mediato o inmediato. Los autores del
Compendium, publicado en 1842, afirmaban que:

La infección es el modo según el cual se propagan ciertas enfer-


medades debido a la acción tóxica o mórbica, que ejercen las ma-
terias vegetales o animales en descomposición y los miasmas ex-
halados por el cuerpo humano sano o enfermo, sobre uno o va-
rios individuos colocados en una oportunidad particular para re-
cibir su influencia (...) El contagio es un modo de propagación de
las enfermedades en virtud del cual, un individuo afectado, co-
munica su mal a uno o varios individuos que se hallan coloca-
dos en una oportunidad particular para recibirle, y que ellos mis-
mos sirven de elementos de propagación de esta enfermedad, cu-
yos caracteres, quedan por lo demás, siempre idénticos [25].

Concepciones de Higiene y Sanidad entre los siglos XVI y XVII

Al iniciarse el siglo XVI no existía el saber que contemplara los di-


ferentes elementos que afectan la salud colectiva, pero ya se reali-
zaban prácticas sociales dirigidas a organizar y dirigir los esfuer-
zos colectivos para tratar de controlar el máximo peligro sanitario
público de ese siglo: las epidemias. Prácticas que se fundamenta-
ban en las ideas contenidas en el paradigma hipocrático-galénico
y en los postulados de la higiene individual grecorromana que con-
tinuaban siendo dominantes en el pensamiento occidental.
Las ideas de carácter escolástico y galénico sobre el cuidado
de la salud continuaron vigentes durante mucho tiempo en el pen-
samiento médico. Estas ideas no aportaban ningún argumento
para fundamentar la importancia de las actividades de higiene di-
rigidas a evitar los sufrimientos de las masas. Al contrario, Ga-
leno enseñaba el carácter inevitable de tales sufrimientos: “La vida

36
de muchos hombres está comprometida en las tareas de su ocupa-
ción y es inevitable que ellos estén en peligro por lo que hacen (...)
y es imposible cambiarlo”.
En su tratado sobre higiene, De sanitate tuenda (157 d. C.), el
mismo Galeno sólo escribe reglas para el cuidado de la salud de
las minorías opulentas. La enfermedad, la miseria y la hambruna
ocasional eran consideradas como atributos normales e inevita-
bles de la vida de los pobres. Además, hasta el final del siglo XV ,
al peso de las ideas de Galeno se sumaba el consenso generaliza-
do de que las epidemias eran un castigo divino justamente envia-
do a los hombres por su conducta pecaminosa.
Recién a partir del siglo XVI las ideas sobre los beneficios de la
higiene pública habían comenzado a difundirse en Europa; Sir
Thomas Moro en Utopía (1516) describe un país imaginario don-
de la higiene protege la salud y la medicina la restaura, y donde
todos los que necesitan sus servicios tienen acceso a ellos. La po-
blación comenzó a asumir que la hora de “...la muerte no está pre-
determinada por Dios, sino que el hombre, en cierta medida, tiene
el poder en prolongar su vida”. Medicina e Higiene son medios
para este fin.
Se escriben varios libros sobre Higiene bajo el título De vita
longa. De todos éstos el más representativo del siglo es el Trattato
della Vita Sobria, escrito por el veneciano Luigi Carnaro y publica-
do en 1558 [26].
Al final del siglo XVII, los aportes de las nuevas ciencias natu-
rales aún no habían llegado a modificar significativamente los vie-
jos fundamentos de la higiene y de la práctica sanitaria medieval.
Se continuaba creyendo en la influencia astral sobre los proble-
mas colectivos de la salud —identificados con las epidemias— y
las medidas del aislamiento y de cuarentena seguían siendo las
únicas eficaces para limitar sus efectos. Pero ya se aceptaba que
tal influencia podía ser corregida si el individuo era capaz de su-
jetarse a una dieta equilibrada y a otros cuidados higiénicos.
Con relación al progreso de la Sanidad durante los siglos XVI
y XVII, lo único destacable es la creación del Consejo de Salud Mu-
nicipal, como la primera organización pública sanitaria permanen-

37
te responsable de las cuarentenas y del aislamiento de los enfer-
mos dentro de lazaretos. Mas las autoridades locales no habían
podido dar una respuesta suficiente a los problemas urbanos agra-
vados, primero, por el desarrollo comercial de las grandes ciuda-
des en la baja Edad Media y, luego, por el incipiente mercantilismo
renacentista. El crecimiento desordenado de las poblaciones ur-
banas y el hacinamiento de éstas en espacios reducidos agrava-
ron la insalubridad de las ciudades y favorecieron, por ende, la
presencia de grandes epidemias en los siglos XVI y XVII. En estas
circunstancias, los nacientes Estados nacionales se vieron obliga-
dos a participar en la normatividad general sanitaria; aunque, los
aspectos microadministrativos y operativos sanitarios siguieron
siendo manejados por las autoridades municipales o parroquiales.
Para Michel Foucault (1926-1984):

El plan de cuarentena fue un ideal político-médico de la buena


organización sanitaria de las ciudades en el siglo XVII. Hubo dos
grandes modelos de organización médica en la historia occiden-
tal: uno suscitado por la lepra y otro por la peste [...] La Higie-
ne Pública fue una variación refinada de la cuarentena [27].

Medicina urbana e higiene pública en Francia

No obstante el carácter “protocientífico” de las teorías vinculadas


con la salud, su aplicación en la práctica de la higiene permitió
importantes avances en el saneamiento de las ciudades a través
de la llamada “medicina urbana”, denominada así por M.
Foucault. Apareció en la segunda mitad del siglo XVIII y se desa-
rrolló en Francia como una respuesta a la necesidad, económica y
política, de ordenar la ciudad de un “modo coherente y homogé-
neo, regido por un poder único y bien reglamentado”. Sus accio-
nes se orientaban a eliminar o controlar todo lo que en el espacio
urbano podía provocar “malos aires”, cuya identificación estaba
fuertemente asociada a la percepción de olores pestilentes concen-
trados en cementerios, prisiones, hospitales, navíos, aguas estan-
cadas y excretas depositadas en la tierra.

38
Era necesario establecer los mejores métodos de ventilación en
las ciudades: corredores que garantizaran una buena circulación
de las cosas —del agua y del aire—, así como garantizar una ubi-
cación adecuada de las fuentes de agua y los desagües o de las
bombas y de los lavaderos fluviales. En opinión de Foucault, la
“medicalización de la ciudad” en el siglo XVIII permitió que los pro-
fesionales médicos se pusieran en contacto directo con otras cien-
cias afines, especialmente la química y la física; y que la medicina
pasara del análisis de las condiciones del medio, al estudio de los
efectos del medio sobre el organismo y, finalmente, al análisis del
propio organismo. Con la medicina urbana apareció, poco antes
de la Revolución Francesa, “la noción de salubridad” que hace
referencia “al estado del medio ambiente y sus elementos consti-
tuyentes en todo aquello que permita mejorar la salud” [27].
Al iniciarse en 1789 la Revolución Francesa, la ciudad de Pa-
rís ya había sido detenidamente estudiada por una policía médi-
ca urbana que había establecido las directrices de lo que se debe-
ría realizar para una adecuada organización de los servicios de
salubridad en la ciudad. Esto permitió que una de las primeras
decisiones tomadas por la Asamblea Constituyente en 1790 ó 1791
fuera la creación del “Comité de Salubridad” en los departamen-
tos y ciudades principales. La “salubridad” había sido entendida
como la base material y social requerida para el logro de los obje-
tivos de una “Higiene Pública” compatible con los principios
revolucionarios [27, 29].
Al final del siglo XVIII había triunfado ideológicamente el libe-
ralismo en Francia, imponiendo los principios de Libertad, Igual-
dad y Fraternidad en la Declaración Universal de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano. Se afirmaba, así, la idea de que los intere-
ses de los individuos libres eran la razón del Estado o de la socie-
dad política, y que los actos de los poderes Legislativo y Ejecutivo
debían subordinarse a dichos intereses para lograr la felicidad pú-
blica. La conservación de la salubridad del espacio público y el
desarrollo de la higiene colectiva eran dos condiciones para la pro-
tección de la salud humana y, por ende, para el logro de la felici-
dad social.

39
La “Policía Médica” o “Medicina de Estado” en Alemania

Al final del siglo XVIII Alemania estaba conformada por más de 30


pequeños Estados absolutistas y semifeudales gobernados por dés-
potas ilustrados. La teoría de gobierno dominante desde el siglo XVI
en tales Estados era el cameralismo, versión alemana del
Mercantilismo. De acuerdo con ella, para incrementar el poder po-
lítico y la riqueza nacional se requería aumentar, dirigir y contro-
lar la población de acuerdo a los intereses del Estado. La
“Polizaiwissenschaft” (ciencia del Estado) era uno de los principa-
les elementos de esta teoría que postulaba una población grande,
una política estatal en lo económico-social y una disciplina teóri-
ca y práctica de la administración pública [30]. Por otro lado, des-
de la perspectiva del absolutismo o despotismo, el Estado es res-
ponsable de sus gobernados y, sabiendo lo que les es apropiado,
ordena lo que ellos deben hacer para conservar su bienestar.
Dentro de ese marco teórico, el Estado reconoce que la protec-
ción de la salud de sus ciudadanos es una de sus obligaciones,
la cual debe ser cumplida a través de medidas legales y admi-
nistrativas. Leyes y regulaciones policiales debían prescribir lo
que los individuos tenían que hacer y debían evitar en los espa-
cios públicos y privados para mantener y restaurar su salud. La
conducción política y la administración de la higiene pública y
la sanidad eran, finalmente, funciones policiales de un Estado
paternalista. Se definía así una nueva concepción del papel del Es-
tado en el cuidado de la salud. Concepción que, luego, se deno-
minaría “Policía Médica” y sería entendida como la formulación
de una política médica y de su instrumentación con regulacio-
nes administrativas y policiales (mantenimiento del orden y de
la limpieza en el espacio público y privado) a cargo de organismos
gubernamentales.
El primer escrito sobre esta concepción alemana fue publica-
do en 1665 por Von Seckendorff (1626-1692), contemporáneo de
Petty. Sin embargo, el teórico más representativo de esta tenden-
cia fue Johann Peter Frank (1748-1821), quien en 1779 escribía lo
siguiente:

40
La seguridad interior del Estado es el fin de la ciencia general de
la policía. Una parte importante de ella es la ciencia que nos en-
seña a dirigir metódicamente la salud de los seres humanos que
viven en sociedad y de los animales que aquellos necesitan para
sus labores y su manutención... Por tanto, la política médica,
como la ciencia de la política en general, es un arte defensivo,
una doctrina mediante la cual los seres humanos y sus ayudan-
tes animales pueden ser protegidos contra las malas consecuen-
cias de su excesivo amontonamiento en la tierra; y, de manera
especial, es un arte para la promoción de su bienestar físico en
forma tal, que sin sufrir indebidamente de los males físicos, pue-
dan diferir lo más posible el destino al cual, finalmente, tienen
que sucumbir todos. Cuán extraño el que esta ciencia, que cada
día se hace más esencial para nuestra raza, sea tan poco cultiva-
da... Esto se debe quizá al hecho de que sólo recientemente la
gente ha comenzado a comprender el valor del ser humano y a
considerar la ventaja de la población [27, 29, 31, 32].

La obra de Frank, Medicinische Polizey, publicada entre 1779 y


1817 en seis volúmenes, tuvo una gran difusión en los Estados
germanos. Pero la aplicación de su propuesta en el resto de Euro-
pa tuvo limitaciones que se derivaban de sus fundamentos mer-
cantilistas y absolutistas que ya eran obsoletos en el siglo XIX. En
palabras de Foucault [27], la obra de Frank podía ser considerada
como una propuesta de “Medicina de Estado” que incluía medi-
das para “...la organización del saber médico estatal, la normali-
zación de la profesión médica, la subordinación de los médicos a
una administración general y, por último, la integración de varios
médicos en una organización médica estatal”.

Nacimiento de la salud pública moderna

Las nuevas condiciones sociales y culturales del siglo XVIII favore-


cieron el desarrollo de la Higiene Pública, como una disciplina
protocientífica que fundamenta el cuidado de la salud en el espa-
cio público; y de la sanidad como una práctica de intervención
del Estado nacional, orientada a mejorar la salud colectiva y, en

41
consecuencia, el bienestar de la población. En el nacimiento de la
Salud Pública moderna confluyen varias vertientes: la científica
de la medicina urbana y de la Policía Médica, que estudian los
factores espaciales y sociales que condicionan la situación de la
salud colectiva; la vertiente cultural, que ha configurado una men-
talidad “ilustrada” sensible a los problemas humanos, que se veían
agravados por la supervivencia del “Antiguo Régimen”; la vertien-
te política de la Revolución Francesa, que define la defensa de los
derechos naturales del ciudadano como el objeto de toda sociedad
política; y, finalmente, la vertiente económica, aportada por la Re-
volución Industrial, que provoca la aparición del proletariado y
su demanda al Estado de la modificación de las condiciones de
vida en que se encuentra, así como la revaloración de la fuerza de
trabajo como factor de producción.
A partir de sus postulados protocientíficos, la Higiene conti-
nuaba explicando el origen de las epidemias con la teoría “atmos-
férica-miasmática”, ahora complementada y renovada con la in-
terpretación social de las consecuencias negativas de la pobreza.
Además, la fundamentación de dicha teoría había sido reforzada
por los postulados de la iatroquímica, esencialmente con los de
Lancisi, que relacionó dicho origen con la “fermentación” del agua
estancada, de la cual se derivarían vapores pestilentes constitui-
dos por miasmas alcalinos, amoniacales o de óxido nitroso. Tam-
bién se le relacionó con la acción nociva del conjunto de los pro-
ductos químicos utilizados en la industria.
Esa teoría “atmosférica-miasmática” fundamentó una prácti-
ca sanitaria orientada a “sanear”, “ventilar” y “limpiar” los
entornos físicos. También justificó los esfuerzos realizados por los
municipios, para eliminar de los alrededores de los núcleos urba-
nos las actividades consideradas como nocivas a la salud (cultivo
de arroz, tratamiento de los curtidos, etc.). Esfuerzos coactivos que
generaron fuertes resistencias de los afectados, poniendo en evi-
dencia los conflictos entre los intereses económicos y los sanita-
rios. La importancia otorgada a los ambientes físicos y sus rela-
ciones con las condiciones de vida y de la salud de colectivos con-
cretos justificó los trabajos realizados por James Lind en 1753 so-

42
bre el escorbuto en la Armada, o los múltiples estudios efectuados
en Francia, Inglaterra y España sobre la situación de los alojados
en los hospitales, manicomios, orfelinatos y prisiones [28].
En algunos países europeos, entre los que se encontraban Es-
paña e Inglaterra, la conmoción producida por la peste de Marse-
lla de 1720 adquirió una especial significación para el desarrollo
de la Sanidad, la cual se configura como una estructura
institucional estatal permanente que tiene como misión controlar
las condiciones ambientales vinculadas con la aparición y difu-
sión de las epidemias. En España se sustituyó el Real Proto-
medicato por la “Junta Suprema de Sanidad”, organización esta-
tal, dependiente del gobierno central, jerarquizada e implantada
en todo el territorio nacional, con representación local a través de
las Juntas de Sanidad de menor ámbito espacial. Asimismo en In-
glaterra, a partir del informe elaborado por R. Mead se constituyó
un “Consejo de Salud”, con amplios poderes para llevar a cabo
las medidas consideradas oportunas para la lucha contra las
epidemias [28].

Inicio de la vacunación en el mundo occidental

La viruela fue descrita correctamente por el persa Razés (865-925),


y es evidente que había sido conocida desde tiempos inmemoriales
en la China y en la India. Durante siglos, los orientales habían
tratado de protegerse contra la enfermedad por medio de la llama-
da “variolación” o “inoculación” profiláctica, que efectuaban ha-
ciendo aspirar por la nariz la costra seca de pústulas variolosas,
introduciendo material varioloso en una vena, o fijando un frag-
mento de dicho material sobre un rasguño en la piel de personas
susceptibles, previamente no expuestas a esta enfermedad.

El inoculado recibe un caso atenuado de viruela-fiebre más baja


y menos exantema, que es raramente fatal y confiere inmuni-
dad a la infección posterior (Greenough 1980).

Si el procedimiento tenía éxito, el inoculado no adquiría la en-


fermedad durante las epidemias que inevitablemente asolarían a

43
la comunidad y se reducía el peligro de que la infección dejase
cicatrices severas y otras secuelas. Difiere de la vacunación
jenneriana principalmente en que una persona inoculada es con-
tagiosa, mientras que una persona vacunada no lo es.
La variolación parece haber sido traída a Europa durante el
siglo XVII, y en el siguiente siglo ya se había convertido en una prác-
tica tradicional (“comprar la viruela”) entre los campesinos pola-
cos, griegos, franceses y galeses (Hopkins 1943). Pero, no fue acep-
tada en los centros urbanos europeos hasta 1717, cuando comen-
zó a ser utilizada de manera esporádica. A mediados del siglo XVIII,
antes del descubrimiento de Jenner, la viruela era responsable del
10 % de la mortalidad total; frecuentemente desfiguraba la cara de
los que no mataba y era una de las principales causas de la ce-
guera. Las medidas más importantes para controlar la viruela se-
guían siendo el aislamiento y la cuarentena.
Edward Jenner (1749-1823) inició sus experimentos en 1788.
Hizo suya la observación popular de que las manos de las orde-
ñadoras eran frecuentemente contagiadas de las lesiones ulcera-
das de las vacas infectadas con la “cow-pox” (vacuna), y que di-
cho contagio provocaba una incapacidad para contraer posterior-
mente la viruela. A partir de esta observación, Jenner planteó la
hipótesis de la capacidad profiláctica de la vacuna y la sometió a
prueba mediante un procedimiento verificable con éxito. En 1798,
Edward Jenner publicó un folleto con los resultados de sus traba-
jos: Estudio de las Causas y Efectos de la ‘Variolae Vaccinae’, enferme-
dad descubierta en algunos de los condados del oeste de Inglaterra, parti-
cularmente en Gloucester, y conocido bajo el nombre de Vacuna. Publi-
cación que adquirió, posteriormente, una gran importancia en la
historia de la Salud Pública mundial.
Al principio, el uso del gran descubrimiento de Jenner provo-
có resistencias en la comunidad médica. Pero su trabajo estaba só-
lidamente fundamentado en datos experimentales, la vacunación
tuvo resultados positivos y convincentes y era necesario un méto-
do más seguro, inocuo y menos doloroso que la variolización. Todo
ello impuso en dicha comunidad la validez e importancia de su

44
trabajo, y se pudo iniciar en el mundo la vacunación masiva con-
tra la viruela. Se utilizó, entonces, el primer medio científico y efec-
tivo para la prevención de una enfermedad transmisible [29].

La beneficencia en el mundo occidental

Las ideas de “justicia” y del “bien común”

Tomás de Aquino (1224-1275 d. C.) admite los conceptos aristo-


télicos de justicia conmutativa y distributiva, pero introduce ele-
mentos de la doctrina católica. El Estado procede de Dios. La vida
terrenal en el Estado es sólo preparación de una futura vida espi-
ritual en Dios. El poder del gobernante debe subordinarse al po-
der espiritual, superior a él. A la cabeza de este poder espiritual
se encuentra Cristo en el cielo y el Papa en la Tierra. Estos ele-
mentos le permiten a Tomás diferenciar claramente entre “ley
eterna”, “ley natural” y “ley humana”. La ley eterna o “Divina”
constituye la sabiduría divina para el gobierno del mundo, inclu-
ye las leyes físicas y biológicas y las que permiten al hombre
disfrutar de existencia, conocimiento y libertad. La ley natural se
desprende de la ley eterna y está inscrita en la conciencia del hom-
bre para prescribirle que debe obrar de acuerdo con su naturale-
za. La ley humana, promulgada por el gobernante, aspira a ser la
expresión de la ley natural y sólo es genuina cuando se orienta al
logro del bien común. Esta diferenciación permitió a la Iglesia afir-
mar que la ley natural es un precepto que se encuentra por enci-
ma del gobernante o de la comunidad, por lo que si la ley huma-
na está en conflicto con la ley natural no puede ser considerada
como una norma de Derecho verdadera sino su perversión, por
cuanto impide al hombre cumplir con su fin esencial: realizar el
bien, gozar de Dios, alcanzar la felicidad. El pensamiento jurídi-
co español de los siglos XVI y XVII continúa el desarrollo de la vi-
sión tomista. Así, tenemos que Francisco Suárez sostiene la exis-
tencia de la ley natural en la conciencia del hombre, la cual es
inmutable y universal [33].

45
Además, para todos los pensadores occidentales anteriores al
siglo XVII, la perfección moral que cada persona alcanza en la co-
munidad depende de su lugar en ella. En el soberano, su bien indi-
vidual se identifica con el bien común. En los súbditos, sus bienes
individuales sólo podrán ser considerados como buenos cuando se
orientan a aquello que el soberano entiende como bien común. De
ahí que el máximo bien individual del súbdito sea la obediencia. Al
gobernante se le debe obediencia y piedad, lo mismo que a los pa-
dres. Tal es el fundamento del paternalismo, una constante en toda
la tradición sociopolítica de orientación naturalista [34].

Beneficencia privada y religiosa

La historia parece demostrar que en toda organización humana


se presenta como espontánea respuesta frente a la menesterosidad
o indigencia de algunos de sus miembros, una acción individual
o colectiva inspirada en ideas de caridad, fraternidad, en suma,
de amor al prójimo que busca socorrer al necesitado. Esta acción
orientada a la realización del bien, que es la beneficencia, apare-
ce, en su inicio, preferentemente espontánea y privada, y es

una de las primeras manifestaciones de la seguridad social cuyo


objeto es abolir determinados estados de necesidad que experi-
mentan seres humanos dentro de un cuerpo social [35].

Todas las grandes culturas de la antigüedad muestran im-


portantes manifestaciones de esta forma de la buena acción, que
se perfila cada vez con más claridad en la medida que se inter-
naliza en las organizaciones religiosas, que en su momento, asu-
men esta tarea como manifestación práctica del amor de Dios en
el hombre. Es así como el cristianismo revistió a la beneficencia de
un sentido esencialmente religioso, considerando a la limosna como
agradable a Dios y ejerciendo la caridad como un fin en sí mismo.
Para facilitar la organización de la beneficencia se instituyó el
diaconado, bajo la gestión de los obispos. Los diáconos hacían una
lista de los pobres de la diócesis que tenían derecho a la partici-
pación del patrimonium pauperum, constituido por las dádivas o

46
donaciones que los gobernantes y los particulares hacían a la
Iglesia. En el desarrollo de la obra caritativa de la Iglesia católica
se estableció la obligación de los obispos de habilitar lugares para
hospedar a los necesitados de asilo. Hospitales, hospicios, orfe-
linatos, casas de recogidas, etc. reconocen su origen en esta obli-
gación [35, 36].
En 1536, por orden de Francisco I de Francia, la beneficencia
fue secularizada a favor del Estado, aunque sólo en la ciudad de
París; pero Francisco II la extendió a toda Francia, y poco tarda-
ron los demás Estados en seguir esta conducta. Más aún, la Igle-
sia católica continuó ejerciendo su acción en el campo de la be-
neficencia, principalmente por medio de las ordenes religiosas
tradicionales, particularmente los benedictinos, cistercienses y
premostratenses, y nuevos institutos y órdenes que fueron apa-
reciendo. La secularización de la beneficencia, a partir del siglo
XVI, permitió el desarrollo progresivo de las organizaciones be-

néficas laicas. Éstas se organizaron, sin embargo, sobre bases


principalmente morales y religiosas; es decir, orientando sus ac-
ciones a la realización de la caridad, la fraternidad, el amor al
prójimo y, en última instancia, a la disciplina moral de quienes
la practican [35, 36].
El atributo común de la beneficencia no estatal, ya sea religio-
so o secularizado en cuanto a acción para el bien del prójimo, es
primero y principalmente su carácter de acción privada. Y, en con-
secuencia, se trata de una acción más o menos espontánea, desti-
nada a socorrer a los pobres o necesitados, impulsada por senti-
mientos de caridad y amor al prójimo, y fundamentada en el de-
ber religioso y/o ético de afirmar y de realizar determinados valo-
res que se derivan del bien.

Inicios de la asistencia pública

A partir de los siglos XIV y XV , se hace evidente la creciente insufi-


ciencia de la beneficencia religiosa y secularizada frente a la gra-
vedad y la extensión de la pobreza en Europa. La disminución de
los recursos religiosos y privados de beneficencia y su gestión no

47
siempre eficiente, junto a una creciente demanda de socorro en épo-
cas de crisis, indujeron a una mayor participación del Estado en
el campo de la beneficencia. Paulatinamente, las entidades públi-
cas empiezan a asumir las funciones operativas en dicho campo,
anteriormente entregada a los agentes no públicos, desempeñan-
do un papel cada vez más importante en el socorro a los pobres.
Experiencias de socorro municipal para los indigentes, en al-
gunas ciudades europeas, tienden a generalizarse a escala nacio-
nal a través de ordenanzas reales que establecen obligaciones a
las ciudades y a los pueblos en favor de los pobres. Destacada es
la influencia que en tal sentido ejerció don Juan Luis Vives (1492-
1540), amigo personal del gran humanista Erasmo de Rotterdam
y de Tomás Moro, quien brindó asesoría en la formulación de ta-
les normas en algunas municipalidades y que compartió sus ideas
con quienes se ocupaban de políticas de auxilio a los pobres en la
corte de Inglaterra. La sustitución de las colectas dominicales por
contribuciones obligatorias de todos los ciudadanos en ese país
marca el comienzo de lo que serán leyes nacionales sucesivas dic-
tadas durante el siglo XVI, base de la asistencia pública hasta el
presente. Tal proceso de reconocimiento de la obligación del Esta-
do para ayudar a los niños carentes de recursos y, en general, a
los pobres, se formalizó en Inglaterra con “The Poor Law Act” de
1601, durante el reinado de Isabel I [35].
La mencionada ley estableció la obligación de los servicios de
asistencia, anexos a cada una de las parroquias, de prestar ayuda
a los niños cuyos padres no podían cuidarlos, a los pobres váli-
dos y a los incapacitados o dolientes. Las parroquias nombraban
anualmente a dos o tres inspectores encargados, bajo la inspec-
ción de los jueces de paz, de hacer cumplir la “Ley de los Pobres”;
en especial, lo referente a las contribuciones de pobres (poor rates)
que debían hacer los parroquianos hacendados. A los niños huér-
fanos se les destinaba a un aprendizaje, a los pobres válidos se
les daba trabajo y a los incapacitados se les asistía. La obligación
de trabajar era ineludible para los pobres válidos que quisieran
obtener socorro.

48
Como cada parroquia era responsable por el mantenimiento
de los pobres residentes en su ámbito, ella procuraba reducir el
número de éstos buscándoles empleo. Con este objeto se crearon,
desde 1697, centros de manufactura en la forma de workhouses. Los
pobres que estaban en capacidad de trabajar eran enviados a es-
tos centros o se les encargaba otro tipo de labor por salarios muy
bajos y sólo a los incapacitados se les otorgaba una ayuda econó-
mica para su manutención. Esta orientación era coincidente con
el deseo contemporáneo de estimular la prosperidad nacional usan-
do a los pobres desempleados en la manufactura.
A partir del momento en que el pobre, incapacitado para tra-
bajar, se beneficiaba del sistema parroquial de asistencia, se veía
privado de los derechos de un vasallo normal; así, por ejemplo,
quedaba obligado a someterse a varios controles y otras medidas
de tipo coactivo. Estas medidas permitieron una asistencia locali-
zada de los pobres extremos y, al mismo tiempo, un control sani-
tario de los mismos; además, era un medio de limitar o restringir
la demanda de asistencia. En realidad, el fundamento de la asis-
tencia pública en esos años estaba más en el interés de abolir o
combatir el desorden social vinculado con la pobreza, que en el
mero afán de ayudar al prójimo. La pobreza era considerada un
problema personal, generado por la imprevisión, el vicio y la in-
moralidad del pobre; por lo que la vagancia y la mendicidad se
encontraban sancionadas social y penalmente [3, 37].
En Francia fue seguida similar política de asistencia pública.
Una ordenanza de Francisco I en 1536 dispuso que las parroquias
cuidasen de los pobres. La “Ordenanza de Moulins”, en 1566, ex-
tendió a todas las comunidades municipales la contribución de
pobres que existía en París desde 1547. Al mismo tiempo, los men-
digos no incapacitados eran obligados a trabajar en las tierras de
los señores locales o a prestar servicios especiales a éstos. Los men-
digos que se resistían eran severamente castigados. El número de
mendigos y vagabundos (gens sans aveu), aumentó considerable-
mente durante los siguientes siglos XVII y XVIII. Los edictos de Luis
XIV , que ponían bajo la inspección del Estado los establecimientos

49
de beneficencia eclesiásticos y las fundaciones, tampoco resolvie-
ron el problema de la mendicidad.
Como parte de esa política, los hospitales generales de Fran-
cia acogían a todo tipo de incapacitados para el trabajo:

Con anterioridad al siglo XVIII el hospital era una institución esen-


cialmente de asistencia a los pobres, pero al mismo tiempo... de
separación y exclusión. El pobre, como tal, necesitaba asistencia
y, como enfermo, era portador de enfermedades y posible pro-
pagador de éstas. En resumen era peligroso. De ahí la necesidad
de la existencia del hospital, tanto para recogerlo como para pro-
teger a los demás contra el peligro que él entrañaba [38].

Al final del siglo XVIII, la Revolución Francesa introduce algu-


nos elementos nuevos en la concepción de la asistencia pública
en cuanto se pretende afirmar a ésta como un derecho natural de
los pobres sobre la “abundancia de los ricos”. Dicha revolución
fijó los principios de la beneficencia pública, disponiendo en la
Constitución de 1793 que la sociedad tenía la obligación de soco-
rrer a sus miembros desvalidos, organizándose al efecto todo un
sistema de socorros; ya desde 1789 se crearon talleres nacionales
en los que se daba asistencia a cambio de trabajo; pero estos talle-
res se cerraron muy pronto por sus malos resultados. En 1789 ha-
bía en Francia 2 185 hospitales y hospicios [36].

50
El Perú durante la Colonia

Su incorporación al mundo occidental

La llegada de los españoles al Imperio de los incas, marcó un punto


de inflexión en el proceso histórico peruano. Hasta el inicio de la
Conquista, los pueblos peruanos habían realizado su desenvolvi-
miento económico y social de manera libre y autónoma. Al final
de la misma, el Perú autóctono había sido incorporado al mundo
occidental, en una condición colonial; es decir, como un Perú su-
bordinado a los centros de poder económico y político ubicados
en Europa. Subordinación que se expresaría, durante el virreinato,
en el carácter, sentido e intensidad de las relaciones exógenas de
dominio-subordinación entre la metrópoli del Imperio español y
el Perú colonial. Relaciones que también se dieron al interior del
mundo colonial peruano, entre la ciudad de Lima y el resto de las
ciudades y de los pueblos del virreinato.
El desarrollo autónomo del Perú indígena se sustentaba sobre
bases materiales y espirituales diferentes a las existentes en Euro-
pa, pero había logrado superar largamente los niveles de supervi-
vencia de sus pueblos y generar excedentes económicos para man-
tener grandes proyectos urbanos y Estados tan poderosos como el
de los incas.

Lo que encontraron los españoles... fue un mundo diverso don-


de los pueblos, desde miles de años atrás, habían iniciado un

[51] 51
largo proceso de dominio de la naturaleza,... de manera óptima
según las condiciones... todo el territorio andino estaba domes-
ticado, en sus múltiples versiones: las punas y los páramos, los
valles interandinos y las cuencas, los desiertos y los oasis (...)
Todo ello era posible porque el hombre dominaba sus circuns-
tancias, el mundo indígena no estaba congelado, sino todo lo
contrario, en pleno proceso de crecimiento y ampliación... [39]

Pero esa situación de progreso autónomo del mundo indígena


no podía ser apreciada como tal por los conquistadores españo-
les, cuya misión inicial era el control militar e ideológico de un
“nuevo mundo” percibido, desde una perspectiva española y ca-
tólica, como un conjunto de pueblos primitivos y “gentiles” que
debían ser “civilizados” cristianamente. En consecuencia, los con-
quistadores impusieron instituciones y costumbres españolas a los
conquistados, y trataron de eliminar las experiencias acumuladas
por el mundo indígena, convertido —de acuerdo con esa percep-
ción— en la antítesis de la civilización y del desarrollo.

Esto se tradujo muy pronto en segregación y marginalidad de


costumbres y gentes aborígenes, convirtiendo en estigma a la
condición indígena (...) Al congelar el mundo indígena por atra-
sado y primitivo se congeló también la experiencia que aquí se
había acumulado [39].

La conquista y la colonización del Imperio incaico obedecie-


ron a las necesidades de expansión política y de acumulación eco-
nómica de la monarquía española. Se trataba de imponer —utili-
zando la fuerza militar y la evangelización— las condiciones ma-
teriales e ideológicas que posibilitaran la extracción eficaz y co-
rrecta de los excedentes económicos y de los recursos metálicos de
los pueblos conquistados, con el propósito de atender los requeri-
mientos crecientes del desarrollo ibérico. Ello significó, por el lado
material, la implantación de un régimen colonial basado en la mi-
nería y en la explotación de las tierras, riquezas y fuerza de traba-
jo de los conquistados; y, por el lado ideológico, la formalización
de las normas jurídicas y el desarrollo de normas religiosas y cul-

52
turales que justificaron y legitimaron, en el mundo hispanoameri-
cano, ese régimen.
Con esos propósitos, la Corona española, ante la decisión de
considerar si los pueblos nativos de las Indias españolas servi-
rían a sus vasallos conquistadores de modo temporal o perpetuo,
optó por institucionalizar la “encomienda de indios”. A través de
esta institución, la Corona ponía al cuidado de cada conquista-
dor un determinado número de individuos, familias o pueblos in-
dígenas; concediéndole el derecho a percibir el tributo y servicios
personales de los mismos. Como contraparte, la Corona esperaba
la colaboración del encomendero en la prestación de servicio mili-
tar y en la evangelización indiana. La encomienda no concedía la
propiedad de la tierra ni de los indios. La fórmula inicial fue: “á
vos Fulano, se os encomiendan tantos indios de tal cacique y
enseñadle las cosas de nuestra santa fe católica”.
De esta manera, el rey cedía al encomendero el servicio perso-
nal y el tributo que como nuevos vasallos reales le debían los in-
dígenas, como una compensación por los gastos y esfuerzos que
había realizado para la conquista del Perú, pero sin ceder la pro-
piedad real del territorio conquistado. Aparentemente se trataba
de la solución más apropiada para satisfacer las expectativas per-
sonales de los conquistadores, de manera concordante con los in-
tereses de la monarquía [40, 41].
La encomienda se aplicó inicialmente en las Antillas, México
y, luego, en el Perú con una normatividad imprecisa, producién-
dose grandes abusos por parte de los encomenderos. El interés de
la Corona por evitar estos abusos y por restringir el poder de los
encomenderos, determinó que en 1542 se dictaran las “Leyes Nue-
vas de Indias”, que declararon la prohibición de la esclavitud y
regularon el trabajo y las tributaciones de los indígenas asigna-
dos a los encomenderos; asimismo, precisaron la duración y la he-
rencia de la concesión, la cual debía retornar al poder de la Coro-
na al cabo de dos a tres generaciones. Posteriormente, en 1552, se
promulgó la supresión de los servicios personales como parte del
tributo y se autorizó, con este objeto, el trabajo de los indios, bajo

53
la condición de ser libremente concertado y pagado. Estas restric-
ciones generaron rebeliones de los encomenderos, rebeliones que
fueron debeladas cruentamente en 1548 y 1553. La encomienda
en el Perú y en toda América inició su decadencia hacia finales
del siglo XVII —la población indígena había disminuido de tal
modo que “no había indios que repartir” (Gibson 1976)— y fue
finalmente abolida en 1721 con la “Ley de Restitución”. El
encomendero no fue precisamente un funcionario del aparato bu-
rocrático colonial, pero de hecho ejerció funciones semiguber-
namentales al inicio de la Colonia [40, 41].

Tres siglos de vida colonial: periodización

Los reyes que gobernaron España durante los casi tres siglos que
duró el Perú colonial pertenecieron a dos dinastías diferentes: la
casa de Habsburgo o Austriaca (1519-1700) y la casa de Borbón o
Francesa (1700-1821). En 1700, el último monarca Habsburgo mue-
re sin dejar descendencia. Franceses y austriacos pelean por la co-
rona de España y de las Indias españolas. El asunto de la suce-
sión se zanja con el tratado de Utrech. Felipe de Anjou, de origen
francés, es reconocido como Rey de España por las potencias eu-
ropeas. Durante la etapa colonial del proceso histórico peruano
se pueden distinguir, esquemáticamente, cuatro períodos. En el
transcurso de los mismos se desarrollaron los rasgos económicos,
políticos, sociales y culturales [40, 41, 42, 43, 44, 45, 46] que defi-
nieron las bases de la futura peruanidad republicana.

a) Período de la Conquista (1533-1545)

Los tiempos de la Conquista constituyen un período violento y trá-


gico caracterizado por el sojuzgamiento forzado de los indios, el
empeño evangelizador y lingüístico de los sacerdotes, la funda-
ción de ciudades y las rebeliones de los encomenderos. Los aspec-
tos políticos y estratégicos militares fueron los prioritarios.
La fundación de ciudades coloniales y el inicio de la evangeli-
zación de los indios fueron dos de los elementos fundamentales

54
de la conquista. Estas ciudades se comenzaron a erigir, por lo ge-
neral, sobre las antiguas urbes indígenas: se hacía indispensable
la ocupación permanente y controlada del territorio conquistado.
La ejecución de la evangelización, a cargo principalmente del cle-
ro regular de las órdenes religiosas, estaba sujeta al “Regio Patro-
nato” de la monarquía española.
En este período inicial, la preocupación central fue la supervi-
vencia y dominio militar de los conquistadores y la captura y re-
colección del “botín” (R. Mellafe 1965); de allí que las primeras
consideraciones gubernamentales territoriales tuvieron que ver con
la constitución de una serie de escalones de control militar e ideo-
lógico, desde los cuales los indígenas fueran vigilados y obliga-
dos a someterse y ubicarse en el nuevo régimen.

b) Período expansivo (1545-1650)

Es el período de la organización civil y religiosa del virreinato y


de la gran producción minera de oro y plata. En 1573 se dictó en
España las “Nuevas Ordenanzas de Población y Descubrimien-
to” que se constituyeron en el cuerpo jurídico y la base de la polí-
tica española en las Indias. En ellas se describe las tres fases del
proceso colonizador: primero, descubrir, en segundo lugar, poblar
y, finalmente, pacificar; quedando proscrita la palabra conquista. En
lo económico, el período se inicia con el descubrimiento de la mina
de Potosí y finaliza con la decadencia minera. Otros hechos que
lo caracterizan son: la colonización intensiva, la creación de las
reducciones, la desestructuración de la economía andina y el ini-
cio del establecimiento de relaciones desequilibradas entre el cam-
po y la ciudad.
Superado el período inicial de conquista, la ciudad colonial
asumió funciones económicas y administrativas que le fueron
muy favorables en sus relaciones con el campo. Así, mientras el
campo (incluyendo las áreas mineras) venía a ser básicamente el
sector que generaba los productos y los capitales, la ciudad ten-
día a extraerlos y concentrarlos, para exportarlos a la metrópoli
española o dedicarlos al consumo y atesoramiento urbano. La ciu-

55
dad tendía a absorber y concentrar los excedentes obtenidos en
áreas agrícolas, mineras, manufactureras (particularmente obrajes)
que eran las realmente productivas. Además, la fuerza de trabajo
campesina fue conducida hacia la ciudad y las áreas mineras, a
pesar de que esta movilización perjudicaba la dinámica de la eco-
nomía agrícola, ya debilitada por la extracción permanente de sus
excedentes.
Por otro lado, el surgimiento de ciudades mineras prósperas
de atractivos mercados impulsó la economía agrícola de su entor-
no; el caso más relevante fue el de la economía del sur del país,
que giraba alrededor de las minas de Potosí y de Huancavelica.
Directamente como proveedoras de dichos mercados o vinculadas
a los circuitos económicos establecidas alrededor de ellos, progre-
saron ciudades como Arequipa, Piura, Trujillo, y puertos como Ca-
llao y Arica. Finalmente, es importante insistir en que el oro y la
plata exportados pusieron en marcha un proceso de acumulación
originaria en Europa al precio del atraso de la economía peruana,
en especial de su área rural.

c) Período de la hegemonía religiosa (1650-1720)

Etapa del enclaustramiento místico. Se inicia con la baja de la pro-


ducción minera, el terremoto del Cusco de 1650, el inicio de los
repartos forzosos mercantiles hacia 1670 y la existencia de una
economía colonial estancada. Las ciudades se mantuvieron como
ejes del comercio y del dinamismo interregional. El desarrollo al-
canzado por la ganadería lanar permitió, en el siglo XVII, el apo-
geo de la industria textil a través de los obrajes. La Iglesia se forta-
leció económicamente y captó la mayor parte del excedente por le-
gados y donaciones. En la vida cotidiana, predominaban las pro-
cesiones y los autos de fe, la escolástica y la rivalidad de las orde-
nes religiosas.
Los criollos logran una mayor presencia en la sociedad colo-
nial, ingresan en las órdenes religiosas regulares y se desarrolla
el clero secular. Santa Rosa de Lima (1586-1617), primera santa

56
nacida en el nuevo mundo, fue beatificada en 1668 y canonizada,
muy rápidamente, en 1671. Al respecto, Teodoro Hampe (1998)
plantea la tesis siguiente: “Su diligente elevación a los altares fue
incentivada por el interés político de las elites criollas del
Virreinato”.

d) Período de crisis, inquietud científica y reformas (1720-1821)

Es el período de los viajeros de la ilustración, las rebeliones


anticoloniales, la expulsión de los jesuitas, la ilustración peruana
y la división del virreinato. Se inicia con la gran epidemia de 1719-
1720 y el rompimiento parcial del monopolio comercial por el tra-
tado de Utrech; prosigue con un conjunto de reformas políticas y
administrativas instrumentadas por la nueva casa reinante de
Borbón. Reformas que afectaron las bases económicas sobre las
cuales la élite conquistadora había afianzado su dominio. En el
año 1778 se decretó la libre navegación entre 13 puertos españo-
les y 22 americanos con gran ventaja para Buenos Aires y
Valparaíso y en desmedro de Lima y Callao. El cambio de ruta de
los circuitos de comercialización impactó seriamente a la econo-
mía de Lima y de todo el virreinato.
A lo largo de este período el virreinato fue sacudido por suce-
sivas revueltas y rebeliones que manifestaban, fundamentalmen-
te, el descontento generado por la instrumentación del proyecto
de reformas borbónicas. En 1821 se declaró, finalmente, la libera-
ción político-militar del país, iniciándose una nueva etapa en el
proceso histórico peruano.

Economía dependiente de la metrópoli

Economía precapitalista durante los Habsburgo

El régimen colonial permitió la creación de un sistema económico


precapitalista basado en la explotación del indígena cuya fuerza
de trabajo fue indispensable para la extracción minera, el cultivo

57
de las tierras, la construcción y la manufactura. El control de esta
fuerza de trabajo en el ámbito local originó fuertes disputas entre
los sectores dominantes de la sociedad (corregidores, sacerdotes y
curacas), que anteponían sus intereses personales a los de la me-
trópoli española. Ello obligó a que la Corona buscara los medios
para organizar dicha explotación en función de sus requerimien-
tos. Dos de estos medios fueron los implantados por el virrey Fran-
cisco de Toledo (1569-1581): la “reducción”, que agrupaba en pue-
blos a gran número de indígenas dispersos en los campos facili-
tando el control del trabajo, el cobro del tributo y la evangeliza-
ción; y la “mita”, antiguo sistema de trabajo andino que moviliza-
ba a los hombres mayores de edad (18 a 50 años) para la realiza-
ción de tareas comunitarias. La mita, durante la Colonia, fue un
sistema de trabajo forzado rotativo; cada año, una séptima parte
de los indios varones tributarios debían aportar su trabajo fuera
de su comunidad [42, 44, 46].
Durante la época colonial, la minería fue la principal activi-
dad productiva. Desde un inicio hubo una marcada preferencia
por los metales preciosos, los que eran considerados la verdadera
riqueza de Hispanoamérica. Para explotar esta riqueza se impuso
un sistema de producción que exigía la existencia de una canti-
dad apreciable de fuerza de trabajo permanente y de bajo costo,
así como un proceso tecnológico adecuado a las condiciones par-
ticulares del terreno andino [42, 44, 46].
La producción manufacturera, a cargo de los “obrajes”, y la agrí-
cola, destinada al consumo interno, siguieron en importancia a la
minera. Aspecto importante de la agricultura fue la formación de la
hacienda y el latifundio colonial. El origen de la hacienda hay que
buscarlo en la apropiación de los españoles de las tierras del rey
— que antes habían pertenecido al Inca y al culto—, en las mercedes
o donaciones de tierras otorgadas por las autoridades, en la com-
pra de éstas a los caciques y a usurpaciones o posesiones por la
fuerza. La formación de latifundios quedó facilitada por la despo-
blación indígena, que dejaba muchas tierras vacías [42, 44, 46].
La casa de Habsburgo estableció formalmente en sus dominios
el monopolio del comercio con sus colonias, con el objetivo de que

58
sólo España se beneficiara con la importación de sus productos
manufacturados y con la apropiación de los metales preciosos ex-
portados desde Hispanoamérica. Este intercambio comercial se rea-
lizaba a través del sistema de convoyes o flotas de galeones. El eje
estratégico de este movimiento comercial era la costa andaluza do-
minada por Sevilla. Mas el objetivo mencionado no pudo
alcanzarse cabalmente debido a que los comerciantes sevillanos
eran, en su mayor parte, sólo intermediarios de los comerciantes
del norte de Europa. Además, el cargamento que las flotas trans-
portaban del nuevo mundo a España atrajeron hacia el Caribe y
el Pacífico a corsarios y piratas que se apropiaban de los galeones
españoles y atacaban a los puertos del litoral peruano. Fueron va-
rias las oportunidades en que Paita fue saqueada y que Lima fue
atacada y bloqueada por los piratas. Este monopolio comercial, sin
embargo, favoreció a los comerciantes limeños vinculados con Se-
villa, pues todas las embarcaciones de carga que venían de Euro-
pa a Hispanoamérica debían cruzar el Caribe y dirigirse al puerto
del Callao con fines de control, para finalmente reexportar sus mer-
caderías hacia otras regiones coloniales [42, 44, 46].
Al final del siglo XVII, la economía de España estaba en crisis,
con una industria interna casi colapsada por la competencia exte-
rior y la presencia de mercaderes extranjeros que controlaban casi
todo el comercio y los transportes marítimos. Crisis que contrasta-
ba con la prosperidad creciente de Inglaterra, Francia y Holanda.
En estas circunstancias Carlos II —el último monarca Habsburgo—
muere sin dejar descendencia [42, 44, 46].

Economía mercantilista durante los Borbones

La dinastía de los Borbones inició su gobierno en España en me-


dio de una crisis económica. Para salir de tal crisis las nuevas au-
toridades definieron un plan de reformas inspirado en las políti-
cas seguidas por los gobiernos de los países vecinos del norte de
Europa; países que, adoptando teorías y prácticas mercantilistas,
habían alcanzado una prosperidad sin precedente. El punto prin-
cipal del mencionado plan estaba en la liberalización comercial:

59
“resultaba perjudicial para España tanto el monopolio sobre el co-
mercio americano como el sistema de flotas vigente”. Asimismo,
se debía evitar el contrabando y la defraudación, para lograr re-
cursos fiscales adicionales en beneficio de la monarquía. De ma-
nera concordante con este plan, en el año 1713, con el tratado de
Utrech, se concedió a Inglaterra el derecho legal de introducir mer-
cancías en las colonias españolas mediante el “navío de permi-
so”, rompiendo formalmente el monopolio. Posteriormente, se de-
bió decretar la libre navegación, pues recrudeció el contrabando.
Estas nuevas medidas produjeron un aumento espectacular de los
ingresos de aduanas y una reducción de los precios de las impor-
taciones en las colonias, con beneficio para el consumidor ameri-
cano. Sin embargo, detrás de ese aparente éxito comercial se es-
condía un completo fracaso para la monarquía española, pues si
bien el comercio creció, las ganancias se siguieron desviando al
extranjero [42, 44, 46].

Subordinación política a la Corona

Burocracia en apoyo al “absolutismo”: 1535-1700

En los años de la Conquista, en España se había fortalecido la au-


toridad de la casa de Habsburgo y se estaba constituyendo un Es-
tado nacional moderno cuyo rasgo más saltante era el absolutis-
mo del Rey. Éste gobernaba por “voluntad divina” y concentraba
en su persona todos los poderes: políticos, administrativos, legis-
lativos, militares y tributarios, así como los religiosos a través del
“Real Patronato”. Toda autoridad emanaba de la persona del Rey,
y cualquier desacato a la autoridad real era un delito gravísimo
de lesa majestad. Además, las Indias españolas eran posesión di-
recta y absoluta del Rey de España por derecho de descubrimien-
to. La autoridad de la futura burocracia colonial debía proceder
directamente del Rey:

...quien tenía en sus manos el poder sagrado, supremo y here-


dable de gobernar, legislar y sentenciar litigios, protegiendo y
castigando a sus súbditos. (Alcántara 1992)

60
Producida la conquista de las Indias españolas, la Corona tuvo
que enfrentar un problema clave: la organización del gobierno co-
lonial y de la administración de extensos territorios y poblaciones
en función de los intereses de la lejana metrópoli europea. Ello, en
condiciones de que los detentores efectivos del poder local eran
los conquistadores convertidos en encomenderos, y de que sólo se
podría disponer en el Perú de una pequeña burocracia de oficia-
les reales dirigida por un virrey. El “Buen Gobierno”, en el len-
guaje de la época, implicaba que los primeros españoles residen-
tes en el Perú aceptaran, en tales condiciones, subordinar sus in-
tereses particulares a los de la Corona. Este problema se agravó
en el primer período colonial por la violenta resistencia de los pri-
meros encomenderos a admitir la autoridad real, cuando ésta pre-
tendió mermar sus privilegios iniciales [47].
Si bien esas primeras reivindicaciones locales fracasaron gra-
cias a la sagacidad política de La Gasca y de Toledo, lo cierto es
que persistieron las tensiones entre las autoridades metropolita-
nas y los españoles residentes en el Perú. Además, ya en el siglo
XVII, a las reivindicaciones de éstos se sumaron las de sus descen-

dientes (los criollos). Estos últimos fueron adquiriendo un poder


efectivo que las autoridades metropolitanas no pudieron evitar y,
luego, obviar. Ya sea por vínculos matrimoniales o económicos,
los miembros del gobierno español entretejieron redes de intereses
comunes con los criollos, aunque persistieron diferencias forma-
les y sociales entre éstos y los nacidos en España.
El Rey de España gobernaba América mediante un organismo
colegiado denominado Real y Supremo Consejo de Indias, creado en
1524 y que residía en la Corte de Madrid. El Consejo tenía atribu-
ciones legislativas, financieras, militares, judiciales, eclesiásticas
y comerciales. Todas las normas jurídicas para las colonias eran
preparadas en él y todos los funcionarios reales en América esta-
ban bajo su control; constituía, asimismo, la máxima instancia ju-
dicial. El objetivo de la política del Estado era alcanzar el orden
público y la armonía entre los intereses metropolitanos y locales.
Para lograr este propósito, el Rey y el Consejo de las Indias dicta-

61
ron muchas leyes y disposiciones que constituyeron el Derecho In-
diano, que se caracterizó por su flexibilidad.
Por las razones anotadas, el esquema administrativo del
virreinato era muy complejo, con un mecanismo de mutua fiscali-
zación entre las diversas autoridades coloniales, designadas di-
recta o indirectamente por la Corona (virreyes, audiencias, corre-
gidores) o por el nivel político local (cabildo de Españoles, cabil-
do de Indios). Esquema administrativo que, obedeciendo a un pacto
implícito entre la autoridad metropolitana y la élite criolla, evita-
ba la desconcentración de poder central y la ruptura del equili-
brio político.
El virreinato del Perú fue creado por Real Cédula del 20 de
noviembre de 1542. El virrey era un funcionario nombrado, sujeto
a un plazo de gobierno y sometido a un juicio de residencia al tér-
mino de su mandato y siempre responsable ante el Consejo de In-
dias y el Rey. Era el representante personal del Rey con atribucio-
nes políticas, militares, legislativas, eclesiásticas, económicas y
tributarias. Además, presidía la Real Audiencia, con la cual man-
tenía relaciones complejas y en ocasiones tensas.
La Real Audiencia de Lima, creada en 1542; era el organismo ci-
vil más importante del régimen colonial, con autoridad para re-
solver asuntos judiciales, legislativos e incluso ejecutivos. Actua-
ba como institución colegiada y en sus tribunales se trataban, en
última instancia, la mayor parte de los juicios civiles y penales.
Ejercía una fuerza política importante debido a su contacto per-
manente con el Consejo de Indias y a que actuaba en nombre del
Rey. Los funcionarios de la audiencia formaban parte de una bu-
rocracia especializada, a la cual se ingresaba cumpliendo muchos
requisitos sociales y profesionales. Para evitar conflictos de inte-
reses, la autoridad metropolitana prefería designar para estos car-
gos a letrados españoles o procedentes de otras regiones america-
nas que no estuvieran relacionados con la población local. Sin em-
bargo, la crisis económica obligó que la Corona estableciera, des-
de 1687, la venta de altos cargos públicos en América, lo que posi-
bilitó que muchos criollos compraran dichos cargos en la judica-
tura. Posteriormente, desde 1750, los reyes borbónicos estuvieron

62
en condiciones de eliminar esa práctica inescrupulosa, nombran-
do candidatos españoles para copar todas las vacantes.
El Corregidor de Indios era un funcionario designado por la Co-
rona o por el virrey para cumplir funciones ejecutivas y judiciales
en el medio rural. El corregidor tenía como obligación impartir jus-
ticia, “inculcando a los indios las buenas costumbres y el aban-
dono de sus antiguos vicios y cultos”. Supervisaba la buena mar-
cha del corregimiento de indios y la efectiva tributación, realizan-
do continuas visitas a todos los pueblos. Además, debían vigilar
la actividad de curas, caciques y encomenderos, evitando que se
inmiscuyeran en asuntos judiciales y abusaran de los indígenas.
No obstante, muchos de los corregidores se enriquecieron a costa
de los indígenas a través “... del repartimiento, los trajines, la con-
fiscación de tierras y el alquiler de peones” ( Sánchez Albornoz
1978).
Esta institución fue introducida al Perú en 1565, cuando se di-
vidió el territorio del virreinato en 56 corregimientos. Alrededor
de 1765, según Cosme Bueno, su número se había incrementado a
74. En 1784, al entrar en funcionamiento las Intendencias, la ins-
titución fue eliminada.
El Cabildo de los Españoles, llamado también Ayuntamiento, era
la institución urbana de gobierno local encargada de la adminis-
tración, ornato y seguridad de la ciudad y de su entorno. Repre-
sentaba a todos los vecinos de la ciudad, pero especialmente a los
principales (encomenderos, comerciantes, hidalgos, etc.). Ante el
Cabildo se presentaban las disposiciones reales que debían cum-
plirse en su ámbito, para su ratificación: por ejemplo, los títulos
de los funcionarios reales.
El Cabildo, estaba compuesto por dos alcaldes, elegidos anual-
mente, [y] un número variable de regidores... La venta de los car-
gos de regidores comenzó en 1581 y en 1686 todos los cargos se
vendían a perpetuidad (...) El Cabildo... era como dice Konetzke
una oligarquía de los notables de la ciudad... inmediatamente des-
pués de la conquista tuvieron gran poder. En los siglos XVII y XVIII
decayeron notablemente [42].

63
A partir de 1570 surgieron las llamadas “reducciones”, que
eran réplicas de pueblos españoles destinadas a la ocupación ex-
clusiva de indígenas: con sus iglesias, Cabildos de Indios y normas
locales. Cada pueblo de indios tenía dos alcaldes, cuatro regidores
y un alguacil con atribuciones judiciales, penales y civiles, así como
dos mayordomos responsables del control de las fiestas, de los
mercados, del ornato y del orden público.
Los españoles respetaron la autoridad étnica y los mecanis-
mos de sucesión del “curaca”, antigua autoridad prehispánica de
los “ayllus”. Se le denominaba “cacique” y era supervisado por el
corregidor. Su persistencia era necesaria, en tanto cumplía el pa-
pel de intermediario entre el Estado y los pueblos indígenas, asu-
miendo la responsabilidad de la recaudación del pago del tributo
y de la organización de la mita. Algunos de los caciques aprove-
chaban su condición de autoridad étnica, para tener mano de obra
gratuita y apropiarse de las tierras de los indios.
Esa administración colonial tuvo entre otros defectos el exce-
so de formalismo y el incumplimiento solapado de las normas le-
gales, cuando éstas afectaban los intereses de los “principales”,
aplicando en la práctica el principio de “acato pero no cumplo”.
Además, las grandes distancias entre la metrópoli y las colonias
contribuyeron a la lentitud y la ineficiencia, así como a la corrup-
ción y el nepotismo de la burocracia.
En Lima, sede del virreinato, se establecieron las principales
instituciones de la administración colonial. El papel político-ad-
ministrativo asignado a Lima permitió que la ciudad estableciera
una forma de dominación patrimonial y burocrática sobre el resto
del virreinato; así, por ejemplo, sus más altos funcionarios tenían
el monopolio de la gestión de recursos de “merced real”, tanto de
propiedad, cargos y empleos a diferentes niveles, como de renta
efectiva. Utilizando esta forma de dominación, los conquistadores
y sus descendientes organizaron diversos mecanismos políticos
de apropiación de los excedentes económicos producidos por la
población indígena y esclava en el resto del país. De esta manera,
a su primitiva función política y administrativa, Lima añadió la

64
función económica de mercado. Esta última función se refuerza
cuando la Corona española le asigna a la ciudad el control del
monopolio comercial con las colonias [45, 48].

Burocracia en apoyo al “despotismo ilustrado”: 1700-1821

Al instalarse la casa de Borbón en la Monarquía de España se


importó de Francia un nuevo modelo administrativo unitario y
centralizador. Los reinos del Imperio español, incluyendo el pe-
ruano, pierden antiguos privilegios y autonomía y el Consejo de
las Indias es reemplazado por el Ministerio de Indias y Marina.
Se iniciaba, así, un proceso de renovación de la estructura del
Estado español que tendió hacia la centralización administrativa,
la apertura del libre comercio, la abolición de los regímenes parti-
cularistas regionales y a una reducción de los poderes descon-
centrados [46, 47].
La reforma borbónica trató de establecer el “despotismo ilus-
trado”, en especial durante el reinado de Carlos III (1759-1788). Re-
forma que se inspiró tanto en los postulados de la Ilustración como
en los valores tradicionales del “Antiguo Régimen”. Es decir, se
adoptó la tendencia liberal en lo económico, al mismo tiempo que
la tendencia conservadora en lo político, buscando la máxima cen-
tralización y el control absoluto de todas las fuerzas del Reino. La
creación de los Ministerios en España refleja las tendencias mo-
dernas de una administración pública secularizada, al ser consti-
tuidos como meros instrumentos ejecutivos del soberano absolu-
to, dejando de lado los antiguos Consejos: “... en adelante, solamen-
te el soberano tendría funciones deliberativas” [44, 46].
La adopción simultánea de esas tendencias hizo necesaria la
reorganización del aparato burocrático en todos los niveles del
virreinato: se crearon nuevos cargos públicos y las viejas institu-
ciones fueron revitalizadas. Para garantizar el compromiso de la
burocracia con estas reformas se profesionalizó la administración
pública y se eligió funcionarios españoles para cubrir los princi-
pales cargos administrativos. Los criollos fueron casi totalmente

65
excluidos de los altos cargos públicos o, si pertenecían a la buro-
cracia, sus promociones eran frecuentemente retrasadas; se rom-
pió, entonces, el delicado equilibrio de intereses que había existi-
do entre la Corona y sus súbditos americanos. Estas dificultades
fueron muy criticadas por los criollos y se comenzó a insistir en el
derecho inalienable de éstos para gobernar la tierra donde habían
nacido. Este discurso fue el precursor de los movimientos por la
independencia de América.
Se separaron del Perú el virreinato de Santa Fe o de Nueva
Granada (1739), el virreinato de Buenos Aires (1778) y, posterior-
mente, la capitanía general de Chile. La innovación administrati-
va territorial de mayor alcance fue, dentro de los nuevos límites
peruanos, el establecimiento del sistema de las “Intendencias”
(1784). Éstas eran circunscripciones de amplia extensión, que abar-
caban grandes provincias. Fueron creadas teniendo en considera-
ción varios criterios, como la relativa unidad del territorio, la faci-
lidad de las comunicaciones y la existencia de una economía rela-
tivamente estable. Los antiguos corregimientos fueron reemplaza-
dos por los “partidos”.
La aplicación de ese sistema implicó profundas alteraciones
en la burocracia colonial, pues suponía el establecimiento de un
nuevo escalafón administrativo regional que se superponía a las
antiguas autoridades. Al frente de cada Intendencia se hallaba un
Intendente con amplias atribuciones en el gobierno regional. Tam-
bién era responsable del orden público y de suministrar facilida-
des logísticas al ejército colonial en su jurisdicción. Desaparecie-
ron los corregidores, substituidos por los subdelegados y por los
alcaldes mayores, nombrados inicialmente por el Intendente y luego
por el mismo virrey. Como parte de la profesionalización de los
servidores públicos, se expidió el año 1803 una importante Real
Orden otorgando pensiones a los empleados de la Real Hacienda.
La aplicación de la Reforma Borbónica en la organización po-
lítica del virreinato del Perú significó también la creación de la
Audiencia del Cusco y un intento ambicioso por revitalizar los ca-
bildos y agilizar su funcionamiento:

66
En el siglo XIX... el Cabildo Abierto, en que podían intervenir to-
dos los vecinos, se convirtió en foco de agitación en favor de la
emancipación (...) Era la única institución que se perpetuaba por
sí misma y que no era un mero apéndice de la administración
colonial [41].

Ese conjunto de cambios administrativos rompió con el


“pactismo” medieval y con el monopolio comercial y la libre na-
vegación, que se tuvieron con los Habsburgo. De esta manera, se

... atacaba tanto los intereses creados como las aspiraciones de


los múltiples grupos coloniales, recortaba la autonomía y pri-
vilegios sociales, regionales y corporativos y enfrentaba a la so-
ciedad toda creando malestar y conflicto [44].

La ciudad de Lima, dada su naturaleza burocrática y co-


mercial, fue afectada de manera más intensa, iniciándose un
retraimiento general de la economía urbana que duraría varias
décadas [48].
Es en este contexto de malestar y conflicto que se produce la
revolución indígena popular de Túpac Amaru (1780-1781), la que
fue debelada cruelmente ante la falta de apoyo de los criollos y de
sus allegados. Luego, se produce el movimiento independentista
democrático-burgués de 1812-1815 que también fue derrotado por
un ejército colonial ya profesionalizado. No obstante la derrota
militar de estos movimientos emancipatorios, la invasión de Es-
paña en 1808 por los ejércitos napoleónicos y la deposición de Fer-
nando VII habían iniciado el deterioro político y militar de la mo-
narquía borbónica y significó, esencialmente, el principio del fin
del Imperio español en América.
Finalmente, los esfuerzos por la independencia americana
triunfaron en el Perú como resultado de la interacción de factores
endógenos y exógenos. Entre los exógenos: la coyuntura españo-
la, el liderazgo de San Martín y Bolívar y el impacto ideológico de
las dos grandes revoluciones liberales de la época —la norteame-
ricana de 1776 y la francesa de 1789. En 1821 se declaró, final-
mente, la liberación político-militar del país, con una actitud

67
ambivalente de los criollos frente a ella y la ausencia política de
las fuerzas populares e indígenas [44, 49].
En la América española existían, hasta el siglo XVII, unidades
de soldados con instrucción militar conocidas como tropas vete-
ranas, pero su número era muy reducido, su disciplina escasa y
su preparación defectuosa. A partir del siglo XVIII, la existencia de
un peligro evidente para la estabilidad del Imperio español había
determinado que los Borbones decidieran traer de España unida-
des completas del ejército regular, bien equipadas, disciplinadas
e instruidas en las técnicas del arte militar prusiano para actuar
como “Cuerpos Expedicionarios” destinados a convertirse en un
modelo para la formación de un ejército colonial profesional. En
total fueron 89 los batallones del ejército de línea español que lle-
garon al territorio americano entre 1766 y 1788 [50, 51, 52].
Los resultados del trabajo de esas unidades fueron muy im-
portantes, pues contribuyeron a crear un espíritu militar entre los
soldados indianos; además, sirvieron de instructores en el manejo
de armas y los movimientos y tácticas de guerra entre la oficiali-
dad y la milicia. Sin embargo, el costo de sus pasajes y de su ma-
nutención era muy alto, razón por la cual el gobierno borbónico
decidió organizar rápidamente a las unidades militares profesio-
nales indianas para evitar mayores gastos. El esfuerzo inicial se
centró, entonces, en la creación de un sistema de defensa colonial
constituido por unidades fijas cuya misión era reclutar, organizar
e instituir a los soldados indianos que serían parte del futuro ejér-
cito colonial americano.
Con el tiempo, estas unidades adquirieron suficiente poder y
autonomía para asumir el control de las plazas americanas, mien-
tras las unidades peninsulares quedaban en calidad de tropas de
refuerzo. Estos hechos permitieron aumentar el ejército colonial de
una dotación inicial de 10 550 hombres en 1739, a otra de más de
30 000 en 1790. Para satisfacer las necesidades de esta extraordi-
naria fuerza militar se organizaron varios servicios: intendencia,
sanidad, centros de instrucción y las academias de matemáticas.
Además, se abrieron algunas empresas destinadas a la fabricación

68
de pertrechos de guerra como armas, municiones y vestidos [50,
51, 52].
La creación de ese ejército profesional indiano fue una de las
más importantes reformas borbónicas. Fue importante desde el lado
monárquico porque su acción permitió a la Corona mantener sus
colonias, en medio de políticas expansionistas de potencias extran-
jeras rivales, así como sostener el Imperio español en América, mu-
chas décadas después de que la fidelidad al Rey en este nuevo
mundo se había deteriorado o agotado. Fue quizá más importante
desde el lado de los patriotas, porque del ejército indiano salieron
los oficiales criollos que —identificados con las ideas de la eman-
cipación— organizaron ejércitos independentistas capaces de de-
rrotar militarmente a los realistas. En opinión de E. Bernales B.:

El desenlace violento de la Emancipación motivó que una frac-


ción de las elites... que habían tenido la posibilidad de ubicar a
sus hijos como oficiales de los ejércitos metropolitanos, se con-
virtiera a la ideología emancipadora. Sin embargo más que una
clase política capaz de conducir el proceso, lo que se configuró
rápidamente fue un caudillismo militar, constituido por anti-
guos oficiales criollos que se habían pasado al bando
independentista. Dadas las necesidades de la guerra, (...) fue sólo
cuando quienes habían recibido entrenamiento en los ejércitos
de la Corona abrazan la causa de la Independencia, que el
espontaneismo popular auspiciado por líderes políticos
iluministas, comienza a convertirse en la formación orgánica
de ejércitos militares con capacidad de confrontación de las hues-
tes leales a la Corona. (...) Las bases para el caudillismo se dan
en ese contexto, en el que la Independencia radicará más en la
eficacia militar de estos oficiales, que en la acción de improvi-
sadas e inexpertas dirigencias políticas [52].

Sociedad estamental y discriminatoria

En el Perú, durante los tres siglos de vida colonial, la organiza-


ción social se caracterizó por ser estamental, jerarquizada,
racialmente discriminatoria y corporativa. Según las leyes colonia-

69
les existían formalmente en el Perú dos repúblicas o estamentos.
El rey gobernaba ambas repúblicas aunque con leyes distintas que
señalaban sus derechos y obligaciones particulares:

• La República de los españoles, dominante, agrupaba en una


estructura piramidal jerarquizada a los peninsulares y crio-
llos. Exonerados del tributo, de la mita y de la encomienda.
En esa estructura se distinguían tres estratos: la nobleza, el
medio y el bajo pueblo. Los conquistadores, convertidos en
encomenderos, y sus descendientes “beneméritos”, ocupa-
ban el vértice de la pirámide social.
• La República de los indios, subordinada a la anterior, incluía
a los grupos étnicos indígenas. Al interior de la misma tam-
bién existían jerarquías. En un extremo estaba la nobleza y
los curacas, y en el otro los indios de “cédula o tributarios”,
sujetos al tributo y la mita, y los indios “forasteros”, que pres-
taban servicios a los españoles en las haciendas, minas u
obrajes.

Los negros no estaban considerados en ese régimen estamental.


Para evitar que la economía de las Indias españolas se desploma-
ra con las limitaciones, primero, y la prohibición efectiva, después,
de la utilización de la mano de obra esclava indígena, se optó por
reemplazarla con la fuerza de trabajo de esclavos procedentes del
África o de otras colonias. El negocio del tráfico de esclavos ne-
gros fue, además, sumamente lucrativo [45, 46]. Desde el punto de
vista legal eran considerados, apenas, como objetos o bienes
semovientes. Según una nota aparecida en el Mercurio Peruano, del
año 1791, los negros se hallaban “reducidos a nivel de fardo de
mercancías, y tratado a veces peor que jumentos”. Los negros sus-
tituyeron a los indios en los trabajos agrícolas, de arrieraje,
artesanales y, luego, en el servicio doméstico. No podían, igual que
los indios, usar armas de fuego y montar a caballo, no podían an-
dar de noche por las ciudades, ni tener indios a su servicio, tam-
poco llevar adornos de oro, ni ingresar a las escuelas. Se llamaba
negro “bozal” al que procedía directamente del África [53].

70
El esquema formal de las dos repúblicas tampoco había consi-
derado a un nuevo grupo que fue el resultado de la interacción
sexual de los miembros de tres “razas”: españoles, indios y ne-
gros. Grupo heterogéneo de mixtura racial, denominado “castas”,
conformado por mestizos (español/india), zambos (negro/indio)
y mulatos (blanco/negro). Las clasificaciones eran complica-
das, pasando del primer grado al cuarterón, al quinterón y al
requinterón de cada uno de estos tres tipos principales. Las cas-
tas también incluían a los negros “horros” o libres. Los “pardos”
agrupaban a los mulatos y zambos. Los mulatos nacían con el es-
tigma o “nota de infamia” de ser hijos ilegítimos de los dueños de
esclavos y habitualmente nacían esclavos por tener madre escla-
va. De manera distinta, los zambos nacían libres por ser su madre
una india libre [45, 46, 53].
Inicialmente, el virrey Toledo aconsejaba el mestizaje por “vía
de gratificación (...) para conseguir pacificación, quietud y obedien-
cia de los padres y de ellos mismos, más adelante”. Posteriormen-
te, cuando los mestizos “blanco-india” y “mestiindios” crecieron
en número se convirtieron en un problema. En este sentido, el mis-
mo Toledo debió comunicar su preocupación al Rey, recordándo-
le que los primeros hijos de españoles con indias tenían sus pre-
tensiones “juzgando que por parte de las madres es suya la tierra
y sus padres la ganaron y conquistaron”. Estaba prohibido que
los mestizos usaran armas o arcabuz so pena de muerte, pues se
temía que se “alzaran con la tierra”, además de ser de difícil iden-
tificación ya que cuando, según Toledo, cometían un delito “lue-
go se visten como indios y se meten entre los parientes de sus ma-
dres y no se les puede hallar” [53]. Por su ilegitimidad, el
mestiindio también fue considerado miembro de una casta infa-
mante, por lo que se le vedó acceso a la enseñanza, a los empleos
públicos, el sacerdocio, restricciones que después fueron disminui-
das o suprimidas. A partir del siglo XVII se generalizó el prejuicio
de que los mestizos tenían una conducta extraña al del resto de la
sociedad colonial, siendo calificados de resentidos, revoltosos, des-
leales y peligrosos.

71
En la Guía Política, Eclesiástica y Militar para el Virreinato del Perú
se informaba que para el año 1793 la distribución porcentual de
la población por “calidad” era la siguiente: indios 56,5%; “espa-
ñoles” (incluía a los criollos) 12,7%; mestizos 22,7%; pardos 3,8%
y negros 3,7% [54].
La delimitación de cada uno de esos grupos “raciales” estaba
asociada a fueros privativos y especiales obligaciones, que deli-
neaban con precisión, por ejemplo, los lugares donde podían resi-
dir, las ocupaciones que podían desempeñar, las corporaciones a
las que podían pertenecer, los tribunales a los que podían recu-
rrir, los medios de transporte que podían usar, etc. En los
estamentos de la sociedad colonial se diferenciaban, a su vez, sec-
tores funcionalmente divididos y organizados de acuerdo a las di-
ferentes actividades específicamente adscritas.

La sociedad dividida jerárquicamente en estamentos, a su vez


subdividida en... corporaciones, se entroncaban con la figura per-
sonal del monarca... los individuos se ubicaban según su naci-
miento que, a su vez, determinaba la ocupación y la posición
social... [54].

La población económicamente activa urbana se organizaba en


corporaciones o gremios según su profesión u oficio. Los gremios
se regían por un cuerpo de normas llamadas ordenanzas; éstas
eran dictadas por los cabildos y prescribían los derechos y obli-
gaciones de los miembros, las técnicas de producción, las opera-
ciones y la administración de la corporación. Desde 1780, las au-
toridades impusieron la agremiación forzosa de todos los artesa-
nos bajo la pena de cárcel. El resultado de esta reforma fue la for-
mación de nuevos gremios que tuvieron una destacada partici-
pación en la vida económica de las ciudades, hasta bien entrado
el siglo XIX.
En la población colonial se repetía, en los diferentes niveles,
la aplicación del mismo principio jerarquizador y corporativo vi-
gente desde el medioevo.

El Estado tenía un carácter corporativo. Dentro de él coexistían,


independientemente, privilegios y jurisdicciones para amplios

72
sectores (indios, europeos, eclesiásticos, negros) así como para sec-
tores más reducidos y específicos, tales como: indios en misiones,
pueblos de indios, indios encomendados; mercaderes; clero regu-
lar, clero secular, funcionarios de la Inquisición; esclavos negros,
libertos y así sucesivamente. La huella medieval... de un régimen
pluralista de privilegios compartamentalizados [55].

La Iglesia como actor social protagónico

Iglesia católica y la evangelización

En 1508, por Bula del papa Julio II se había establecido el “Patro-


nato Real Indiano” en favor de los Reyes de España. Por él, la mo-
narquía española y sus representantes en el nuevo mundo tenían
el derecho de decidir todo cuanto se relacionara con la provisión
de obispados, dignidades y curatos; así como de elegir la modali-
dad de cristianización en sus dominios. Como contraparte, la mo-
narquía estaba comprometida a sostener, en sus territorios, a las
misiones de la Iglesia con fondos financieros procedentes, esen-
cialmente, del cobro del diezmo [41, 46].
Producida la conquista e incorporadas las tierras peruanas a
la Corona española, ésta se vio frente al problema de la incorpora-
ción del indígena peruano a la cultura occidental. Las institucio-
nes culturales, especialmente las de gobierno y las religiosas, de-
bían ser impuestas al pueblo conquistado, con la finalidad de con-
solidar la nueva situación política. Resultaba indispensable, en-
tonces, iniciar la evangelización, pues ésta sería el mejor medio
para lograr dicha incorporación. En este sentido, la labor de evan-
gelización obedeció a un vasto plan protegido por la Corona y rea-
lizado por las órdenes religiosas de más prestigio en España [56].
Mientras la conquista civil supuso la destrucción de la econo-
mía, el gobierno y las costumbres cotidianas indígenas, las órde-
nes religiosas combatían la religiosidad indígena para suplantar-
la por la fe cristiana a través de la evangelización. La conquista
de las almas fue una tarea exclusiva de los misioneros de la Igle-
sia, en tanto ésta reconocía la situación del indígena como un ser

73
humano con derecho a ser cristianizado. A partir de 1534, las ór-
denes de frailes dominicos, franciscanos y agustinos comenzaron
a extenderse por el Perú; hasta finales del siglo XVI, la Iglesia en
las Indias fue exclusivamente de frailes. Recién en la última déca-
da del mismo siglo comenzó a extenderse en forma cada vez más
importante el clero secular, al que se le fueron entregando curatos
y doctrinas cada vez en mayor número [41, 46, 56].
La evangelización hizo necesaria la presencia de curas en to-
dos los poblados donde debían cumplir su misión pastoral. Las
circunscripciones que estaban bajo su mandato espiritual eran lla-
madas “doctrinas”. Los cargos de “curas doctrineros” eran otor-
gados tanto a clérigos seculares como a frailes de órdenes religio-
sas. La ley imponía las normas que debían ser cumplidas por es-
tas autoridades, como el conocer las lenguas indígenas y enseñar
y adoctrinar a los indios en español. Los métodos de evangeliza-
ción incluían la destrucción física y mental de las antiguas reli-
giones, ídolos, huacas y templos. Para cumplir con sus funciones,
los curas disponían de un ingreso fijo deducido del tributo paga-
do por los indígenas, así como los ingresos extra por servicios
parroquiales. Lamentablemente, las “doctrinas” administradas por
curas deshonestos, dispuestos a utilizar procedimientos repetida-
mente condenados por la autoridad eclesiástica como civil, se con-
virtieron con el tiempo —al igual que los corregimientos— en cen-
tros de explotación de los indios.
El proceso de evangelización del Tahuantinsuyu no fue fácil.
En este proceso los indígenas aceptaron ser bautizados y cristiani-
zados, se sometieron a las apariencias del culto cristiano, pero de-
bajo de él escondieron los ritos autóctonos. No obstante sus exhibi-
ciones públicas de piedad cristiana, muchos indígenas continua-
ron adorando a sus huacas y manteniendo sus creencias y rituales
en secreto. Continuaban practicando todas las formas de su anti-
gua y compleja religiosidad. Esta resistencia a la nueva religión era
atribuida, por los españoles, a la “idolatría” de los indígenas.
Las denuncias sobre idolatría se inician en 1541 cuando se evi-
dencia la continuidad de las prácticas religiosas ancestrales. Ha-
bía que extirpar las idolatrías y para ello era indispensable el co-

74
nocimiento de tales prácticas. Los “extirpadores de idolatrías”, en-
tre los que destacaron José de Arriaga y Francisco de Ávila, estu-
diaron el mundo religioso nativo para encauzar sus esfuerzos pe-
dagógicos; convirtiéndose, de esta manera, en los mejores cronis-
tas informantes sobre la religión en el Tahuantinsuyu [56]. Final-
mente, la fusión de los elementos paganos nativos y católicos ori-
ginó un catolicismo mestizo y popular.
La Iglesia católica dispuso durante toda la etapa colonial de
importantes prerrogativas tanto jurisdiccionales como económicas
y culturales. La Iglesia percibía la mayor parte de los diezmos y se
beneficiaba con un conjunto de primicias. Además, por testamen-
tos y legados se enriqueció y se convirtió en la gran propietaria de
haciendas y obrajes. Sus privilegios le permitieron cumplir un pa-
pel preponderante, casi exclusivo, en la educación, así como en el
desarrollo de las actividades culturales, en donde sus normas y
preferencias se imponían sobre el resto de la sociedad en forma
dogmática.

La Compañía de Jesús

La Compañía de Jesús, orden religiosa de ascendencia militar, lle-


gó al Perú en 1568, caracterizándose por su ardor religioso, su
celo misionero y su destacada labor en el campo de la educación
y la cultura. Para financiar sus actividades misionales y educati-
vas, los jesuitas administraron empresas agropecuarias, industria-
les y financieras que les dieron un gran poder económico y políti-
co. El éxito de las empresas jesuitas se basaba en la buena direc-
ción, en la reinversión de sus utilidades, en el empleo de una mano
de obra esclava o semiservil y en la producción a gran escala para
el mercado [42, 46].
Los jesuitas fundaron grandes misiones destinadas a conver-
tirse en centros de esfuerzos catequizadores. Por ejemplo, la histo-
ria de la Amazonía peruana fue fundamentalmente, hasta la ex-
pulsión de la Compañía, una historia de la actividad de las mi-
siones jesuitas. Participaron activamente como maestros en los di-
ferentes niveles educativos, especialmente en los Colegios Mayo-

75
res, influyendo poderosamente en la formación de funcionarios,
intelectuales y artistas que destacaron en el gobierno y la cultura
virreinal, así como en la construcción de una nueva ideología po-
lítica de la élite colonial [42, 46].
En el siglo XVIII se difundió en la España borbónica la doctrina
regalista, que preconizaba reducir el poder de las instituciones ecle-
siásticas para convertirlas en instrumentos dóciles de la política
estatal. Los regalistas percibían a los jesuitas como un serio obstá-
culo para el control de la Iglesia, por su independencia frente a
los obispos, su devoción por el Papa y su resistencia a la autori-
dad de los funcionarios. Influida por estas ideas, la Corona ex-
pulsó en 1767 a la Compañía de Jesús de los dominios españoles.

El Tribunal de la Inquisición

El Tribunal del Santo Oficio o Tribunal de la Inquisición fue cons-


tituido en el Perú, en 1569, para evitar la propagación de las here-
jías y controlar más eficazmente la moral cristiana de la población.
Esta institución tenía un carácter represivo sobre los “antiguos cris-
tianos” y las castas que adoptaban posiciones heréticas. También
los judaizantes, los sospechosos de hechicería y aquéllos de con-
ducta escandalosa eran candidatos al temible juicio de la Inquisi-
ción. El Tribunal no juzgaba a los indios que, por ser “neófitos”
en la religión, no eran responsables de herejía y estaban bajo la
tutela del “Tribunal de Extirpación de las Idolatrías” [42, 46].
La Inquisición tenía competencia para revisar los libros publi-
cados en los países extranjeros, muchos de los cuales entraban
clandestinamente a los territorios españoles y transmitían ideas
consideradas por la Inquisición como peligrosas o heréticas, por
lo que su edición, circulación y lectura eran censuradas severa-
mente. En el caso de detectar alguna de esas ideas en algún libro,
éste era prohibido y anotado en un index que debía ser difundido
en forma de carteles en las puertas de los templos. De esta mane-
ra, la lectura de obras de autores importantes —como Montesquieu,
Voltaire, Maquiavelo, Rousseau, Milton, Adam Smith, etc.— fue
vedada para el público hispanoamericano [42, 46].

76
El Santo Oficio condenó al tormento a muchos brujos y astró-
logos que practicaban su arte “con mezcla de muchas supersticio-
nes, haciendo juicio por las estrellas”, así como a psicópatas, his-
téricos, epilépticos, etc. Durante su existencia en el Perú, la Inqui-
sición condenó y ejecutó por garrote o por la hoguera a treinta he-
rejes o hechiceros. Con el correr de los años, esta institución ad-
quirió mucho poder político y una cómoda situación económica,
producto de la confiscación de los bienes de los condenados. Pero,
a fines del siglo XVIII se recortaron las prerrogativas de la Inquisi-
ción y en 1813 se decretó su abolición definitiva [42, 46, 57].

Otros rasgos culturales coloniales

Discriminación sexista y por “defecto de nacimiento”

La situación jurídica de la mujer dentro de la sociedad española


estaba normada por las leyes de Toro, las cuales formalizaba su
desigualdad con el hombre en derechos y obligaciones. Según esta
legislación, las mujeres eran tenidas como menores de edad y por
tanto estaban sujetas a la tutela y protección de padres y herma-
nos antes del matrimonio. A partir de ese momento pasaban a de-
pender del marido. Su misma condición las convertía en incapa-
ces de asumir determinadas responsabilidades legales y limitaba
sus posibilidades de recibir una educación superior. En tanto el
destino de la mayoría de mujeres era la vida matrimonial, sólo de-
bían recibir una formación para cumplir cristianamente sus “pa-
peles naturales” de esposa, madre y ama de casa [46].
En la concepción colonial, la relación matrimonial era la úni-
ca legalmente sancionada como legítima y sagrada. Las demás for-
mas de relación intersexual, que incluían el concubinato, la biga-
mia, el adulterio y la prostitución violaban las normas morales que
regían la sociedad por lo que eran denominadas “relaciones
ilícitas” para recalcar su carácter clandestino y vergonzoso. Los
hijos ilegítimos que resultaban de estas relaciones ilícitas eran mar-
cados por una concepción impura. Las autoridades debían defen-
der la moral sexual católica que sólo autorizaba el matrimonio, por

77
lo que se impedía el acceso de los hijos ilegítimos a los puestos
públicos en la Iglesia y en el gobierno. Ésta era una forma de dis-
criminación social, pues estos hijos pertenecían frecuentemente a
grupos sociales de bajo nivel económico, donde el índice de enla-
ces irregulares era grande [46].
Es importante apreciar que la ley establecía diferencias sus-
tantivas entre los hijos ilegítimos, clasificándolos de acuerdo con
la naturaleza de sus progenitores. Así, los nacidos de relaciones
permanentes entre solteros o concubinos eran considerados “hi-
jos naturales”, mientras los que eran producto de uniones esporá-
dicas adúlteras o incestuosas eran llamados “bastardos”. Final-
mente, los huérfanos o hijos no reconocidos legalmente por el pa-
dre eran denominados “expósitos”. Las normas legales eran
benevolentes con los hijos naturales, se les permitía heredar; mien-
tras que eran severas con los bastardos y expósitos, los cuales car-
gaban con una “nota de infamia” por defecto de nacimiento y de-
bían limitarse a ganar su sustento sin esperar algún auxilio de su
progenitor [46].

Imaginario colectivo y fervor religioso

Un aspecto importante del contexto que analizamos es el imagi-


nario colectivo y el fervor religioso de la población colonial, en es-
pecial durante el siglo XVII, cuando surge en el Perú una fuerte co-
rriente de misticismo, con la aparición de numerosos santos y bea-
tos. Los hombres y mujeres dedicados a la vida religiosa en Lima
constituían cerca del 10% del total poblacional. Desde finales del
siglo XVI y durante todo el XVII, unas sesenta personas fallecieron
en Lima con fama de santos. De ellos sólo tres alcanzaron a ser
canonizados durante el virreinato: Santo Toribio de Mogrovejo, San
Francisco Solano y Santa Rosa de Lima, la primera de todos. El
ideal de santidad que tenía como personaje central al “fraile será-
fico y milagrero” o a la “virgen estática y penitente” contrastaba,
cada vez más, con la realidad vigente donde era cotidiana la ex-
plotación de los indígenas y otras prácticas anticristianas.

78
Luis Millones explica el fervor religioso, el surgimiento de bea-
tas, santas y alucinados como resultado de un sentimiento gene-
ral de inseguridad colectiva:

El aglomeramiento urbano, la ausencia de un recojo sistemático


de basura y la falta de desagües actuaban como un caldo de cul-
tivo para enfermedades contagiosas. Los hospitales, más que cen-
tros de curación, eran puntos de contagio y muerte. Pero la gen-
te no sólo se moría a causa de enfermedades. Los terremotos fla-
gelo de Dios, causaban pánico entre la población. Las grandes
procesiones y los interminables sermones no impidieron que
Dios siguiera castigando a sus habitantes por sus pecados (...) A
estas dos causas de incertidumbre hay que agregar otras fuentes
de temor entre la población de origen europeo: la eventualidad
de una sublevación de grupos indígenas o de un levantamiento
de negros, o la posibilidad de una incursión pirata. En fin, tan-
tas incertidumbres, peligros y, sobre todo, la certeza de una muer-
te próxima, hicieron posible una vida ritual. [58].

En ese clima de fervor religioso y misticismo, al que se suma-


ba la escasa eficacia de la medicina oficial, no puede sorprender
la importancia que rápidamente alcanzó el uso de las prácticas
médicas religiosas, importadas de España, y el gran arraigo que
éstas adquirieron, posteriormente, en la cultura colonial. Los cre-
yentes tenían una fe absoluta de que con el ruego, las plegarias y
las procesiones se curaban los enfermos, se salvaban los “posesos”
y se alejaban las epidemias. Para el mejor resultado de sus plega-
rias, los creyentes tenían en el santoral sus abogados o protecto-
res “celestiales” contra determinadas enfermedades: San Sebastián
y San Roque, para la peste; San Lázaro, para la lepra; San Bar-
tolomé, para las enfermedades de la piel; Santa Lucía, patrona de
los invidentes; San Hipólito, para los alienados; San Camilo de
Lelis, para los cancerosos. Además, para fortalecer esa fe absoluta
se dieron múltiples testimonios de “curaciones milagrosas y ma-
ravillosas” —validados por las autoridades eclesiásticas— reali-
zadas por personajes como San Martín de Porres, Santa Rosa de
Lima, el beato Juan Masías y otros “bienaventurados” que vivie-
ron en el Perú durante la Colonia.

79
Educación de carácter escolástico [40, 42, 46]

En 1551 se creó la Universidad de Lima, bajo la advocación de


San Marcos, con la finalidad de adoctrinar, enseñar y difundir,
fundamentalmente, la fe religiosa. La estructura y funcionamiento
de la “Real y Pontificia Universidad de San Marcos” correspon-
dían a la de una universidad medieval. Hasta 1637, los únicos es-
tudios que se realizaban en sus claustros eran los de Teología, Ar-
tes y Leyes:

La universidad de Lima se fundó a solicitud de fray Tomás de


San Martín, primer Provincial de la Orden Dominica en el Perú;
funcionó durante veinte años en el Convento de Santo Domin-
go, cuyos priores de la Orden fueron los rectores del Instituto,
hasta que fue secularizada por Real Cédula dada en Madrid por
S.M. Don Felipe II el 30 de diciembre de 1571. Pero no obstante
su secularización, en la enseñanza continuaron predominando
las disciplinas teológicas y el escolasticismo; los maestros eran
frailes del convento y los profesionales vestían hábito talar... la
colación de los grados... se efectuaba en el recinto de los tem-
plos con mayor ritualidad religiosa que científica [59].

Las universidades desarrollaron, por su orientación elitista y


escolástica, una enseñanza conservadora y dogmática, donde se
impuso el prejuicio, el sofisma y la preocupación metafísica. Pre-
cepto pedagógico esencial fue el de magister dixit. La educación
universitaria colonial era predominantemente religiosa; cualquier
explicación se encontraba, finalmente, en las Sagradas Escrituras
y no en la observación ni en el análisis inductivo. Se fomentaba,
así, el dogmatismo y el memorismo [60].
A partir del siglo XVII se crearon los colegios de las órdenes
religiosas, los Colegios Mayores y las universidades de San Igna-
cio del Cusco (1621), San Cristóbal de Huamanga (1677) y de San
Antonio de Abad del Cusco (1692). El carácter escolástico de las
universidades existentes, así como las rivalidades entre los cléri-
gos españoles y criollos encargados de su dirección, dificultaron
el progreso de las mismas, acrecentándose la importancia y el nú-
mero de los colegios. Éstos eran entidades de estudios menores y

80
mayores, que operaban de manera independiente de las universi-
dades, a las que hicieron una gran competencia. Los estudiantes
preferían estudiar en los colegios y sólo iban a la universidad para
obtener los grados. El Colegio Mayor más importante fue el de San
Martín, conducido por los jesuitas. A los colegios asistían criollos,
mestizos, hijos de curacas y principales, así como personas bene-
méritas A los Colegios Mayores y universidades se acudía para
recibir una educación superior y el grado académico (bachiller,
doctor y maestro) que los calificaba para acceder a los altos car-
gos de la burocracia civil y eclesiástica [42, 59, 60].
En el sistema educativo se distinguían, al final de la Colonia,
tres niveles: (a) primeras letras, consistente en ejercicios de
lectoescritura en castellano; (b) estudios menores, para la educa-
ción elemental en latín, doctrina cristiana y matemáticas básicas;
y, (c) estudios mayores, que se iniciaban en los Colegios Mayores,
con los estudios de Artes o Filosofía aristotélica que conducían al
título de Licenciado en Artes, Cánones o Teología. Además, una
vez obtenido este título, el “bien nacido” podía ingresar a la uni-
versidad. Los grados académicos estaban reservados, en la prácti-
ca, a la élite española y criolla, que cumplía los requisitos de “pu-
reza de sangre” y/o de “bien nacidos”. Los indios, castas y ne-
gros difícilmente podían acceder a una educación de calidad; por
lo que era frecuente que sus familias firmaran, con un maestro de
taller, los llamados “contratos de aprendizaje” para que sus hijos
aprendieran un oficio artesanal.
En el último tercio del siglo XVIII se inició una etapa enciclopé-
dica de la universidad; sin embargo, continuó existiendo una fuerte
resistencia a la incorporación del racionalismo ilustrado que se
refugió en los Colegios Mayores y, a partir de 1771, en el Real
Convictorio de San Carlos, que desde su fundación se constituyó
en un “foco de renovación pedagógica e ideológica” [42, 60].

La Ilustración al final del Perú colonial

A medida que avanzaba el siglo XVIII iba aumentando la oposición


a la escolástica en España y en el Perú, sobre todo por la difusión

81
de las ideas enciclopedistas y la activa presencia de los diversos
grupos intelectuales ganados al movimiento de la filosofía ilus-
trada. Difusión que se favoreció con la declinación de la influen-
cia de la Iglesia en la vida colonial, sobre todo a partir de la ex-
pulsión de los jesuitas, la orden que conducía la vida intelectual
en el país [42, 60].
En parte, gracias a la Ilustración fue que en el siglo XVIII mo-
narquías y naturalistas europeos organizaron una docena de ex-
pediciones científicas al Perú que realizaron importantes estudios
que combinaron la historia natural con la geografía y las observa-
ciones sociales y políticas. Las expediciones europeas alentaron
la organización en la ciudad de Lima de la “Sociedad Académica
de Amantes del País” que, entre 1791 y 1795, publicó el Mercurio
Peruano. La Ciencia Natural empezó a desarrollarse en la Colonia,
con la creación de centros de estudios naturalistas como la Escue-
la Náutica (1791), el Anfiteatro Anatómico (1792), el Colegio de
Medicina (1811), etc. [46, 59].
Los intelectuales peruanos que hasta esos años habían perma-
necido lejanos de los centros del saber científico y limitados en sus
inquietudes por la Inquisición tuvieron la oportunidad de acer-
carse a las ciencias naturales al mismo tiempo que a las nuevas
concepciones sociales y políticas. “La lectura de los libros prohi-
bidos se hizo general dentro de la élite intelectual criolla”. Se de-
sarrollaba en esta élite una nueva necesidad: confiar en la razón
antes que en la tradición, aunque sus esquemas y prácticas siguie-
ron cargados de idealismo y no llegaron a mostrar una total cohe-
rencia y consistencia con esa nueva necesidad [42, 46, 59, 61].
Los pensadores peruanos que, en una u otra forma, conduje-
ron el proceso de emancipación política eran hombres “ilustrados”
que confiaban en el poder de la razón y en la posibilidad de reor-
ganizar profundamente la sociedad colonial basándose en princi-
pios racionales.

La crítica de la estructura colonial... se acentúa en las esferas de


la educación, política, derecho, religión, situación social, econo-
mía y comercio. De la crítica pasaron a los planes de reforma,

82
que pretendían casi siempre formas liberales en todas las esferas
antes mencionadas, pero... en vista de que por las vías racionales
y jurídicas no se obtenían las reformas liberales programadas,
toma cuerpo el movimiento separatista revolucionario a través
del cual se hacen efectivas y reales las evidencias racionales (...)
El proceso de la ilustración, desde la perspectiva de la Emancipa-
ción, podría, pues, sintetizarse en dos grandes momentos: razón
y revolución. La razón, punto de partida que hizo evidentes las
necesidades de cambio y la revolución que hizo efectivo y real
ese cambio [56].

83
La policía sanitaria en la Colonia

Problemas de la población

La despoblación y la explotación indígena

Se ha estimado que el tamaño de la población autóctona, al mo-


mento de la llegada de los españoles, alcanzaba los 9 ó 10 millo-
nes de habitantes. Un siglo después no llegaba, aparentemente, a
700 mil. A partir de estas cifras se generalizó la idea de una catás-
trofe demográfica con una disminución del 92% en apenas un si-
glo. Sin embargo esa cifra, de 700 mil, ha sido cuestionada porque
en su cálculo sólo se incluyó a la población tributaria. Finalmen-
te, aun cuando no es posible negar la gran disminución de la po-
blación indígena a partir de la conquista, sí se discuten los nive-
les de despoblamiento. Además, hoy se piensa que el deterioro de-
mográfico nativo se detuvo a mediados del siglo XVII.
La disminución de la población indígena de las Indias espa-
ñolas está ampliamente documentada en los testimonios de los cro-
nistas y de las autoridades del siglo XVI. Este hecho constituyó una
temprana preocupación de los Reyes de España quienes, más allá
de razones paternalistas o humanistas, comprendieron, en el len-
guaje de un clérigo de la época, que “Las Indias sin indios no vale
nada”. Carlos V , por Cédula de 28 de enero de 1541, prohibió que
los indios de tierras frías fueran sacados a las calientes ni al con-
trario, “porque esa diferencia es nociva para su salud y su vida”,

[85] 85
y Felipe II , por Cédula de 27 mayo de 1582, afirma: “que por el
tratamiento que reciben los indios, éstos se iban acabando, que en
algunas partes faltaban algo más de la tercera parte” [41, 53].
Se han mencionado las guerras, los maltratos, la explotación
y las epidemias, como causas que explican esa despoblación. So-
bre las tres primeras existen dudas sobre su capacidad para ma-
tar rápidamente a una población numerosa a gran escala. Las epi-
demias sí tienen esta capacidad, especialmente cuando la pobla-
ción afectada no ha desarrollado previamente una defensa
inmunológica específica. Este tipo de causa biológica puede ex-
plicar, además, la diferencia entre la disminución demográfica de
la Costa y aquella que afectó a la Sierra, puesto que las epidemias
se desarrollaron más en las zonas cálidas y húmedas, donde se
volvieron endémicas.
Con relación a la explotación del indígena por parte de los es-
pañoles, ésta comenzó con la Conquista. No obstante la prohibi-
ción de la esclavitud del indígena, establecida tempranamente por
la Corona, persistieron los abusos cometidos contra el indio. En la
Cédula Real de Felipe II, datada el 27 de mayo de 1582, se afirma
lo siguiente:

... que los trataban peor que esclavos y como tales se hallan mu-
chos vendidos y comprados de unos encomenderos a otros y
algunos muertos a azotes, y mujeres que mueren y revientan,
con las pesadas cargas y a otras y a sus hijos las hacen servir en
granjerías, y duermen en los caminos y allí paren y crían mor-
didos de sabandijas ponzoñosas, y muchos se ahorcan, y otros
se dejan morir sin comer y otros toman yerbas venenosas y que
hay madres que matan a sus hijos pariendo, diciendo que lo ha-
cen para librarlos de los trabajos que ellas padecen... [53].

Ésos y otros excesos que se cometieron contra los pueblos in-


dios crearon una situación en la que estaba en peligro el éxito de
la política española en América. Tratando de superar esta situa-
ción crítica, la Corona española desarrolló la legislación indiana.
Parte de esta legislación se encuentra en la Recopilación de Leyes de
Indias, publicada en 1681, que contiene las normas promulgadas

86
en España para el gobierno de sus colonias. Entre ellas, las leyes
que crearon autoridades —corregidores, curas doctrineros y caci-
ques— que vivieran en permanente contacto con los indígenas
para velar por su protección y buen adoctrinamiento cristiano y,
de otro lado, vigilar el pago de sus correspondientes tributos por
tratarse de súbditos libres de la Corona.
Pero los legisladores no habían previsto las difíciles y conflic-
tivas relaciones entre esas autoridades encargadas del gobierno y
protección de los indígenas. En la casi totalidad de los casos, la
ley fue sobrepasada por los intereses personales que se impusie-
ron en el ejercicio del poder. De manera contraria a la intención de
la legislación indiana, los corregidores, curas y caciques entraron
en una abierta competencia por apropiarse y beneficiarse del tra-
bajo y bienes de los indígenas. Con esta conducta se descuidó la
protección y evangelización de los indios, así como se perjudicó a
la Corona, pues sus ingresos tributarios disminuyeron [42, 46].
A la explotación inicial de los indios por los encomenderos se
sumó, entonces, los abusos de los funcionarios encargados de evi-
tarla. En esta situación, la capacidad de los miembros de la comu-
nidad indígena era insuficiente para satisfacer las desmedidas ex-
pectativas de lucro de todos sus explotadores. Ello generó perma-
nentes conflictos, entre corregidores y curas, por el acceso directo
a la mayor cantidad posible de los escasos recursos de los indíge-
nas; así como mutuas denuncias ante las autoridades reales y ecle-
siásticas correspondientes. Por el otro lado, la reacción de los in-
dígenas frente a esos abusos fue polarizada. Los más tolerantes
buscaron la protección paternalista del explotador convirtiéndose
de esta forma en peones o trabajadores serviles vinculados a la
tierra; en tanto que los menos tolerantes recurrieron al empleo de
la violencia en revueltas y rebeliones cuya máxima expresión fue
la que protagonizó Túpac Amaru II en 1780.

Limitaciones de la información demográfica

Arca Parró informa sobre seis empadronamientos generales levan-


tados en la Colonia, pero advierte que no eran verdaderos censos

87
porque su finalidad era exclusivamente tributaria o religiosa. El
primero, realizado en 1548 durante el gobierno de Pedro de la
Gasca, empadronó a 8 285 000 habitantes. En el tercero, efectuado
entre 1570 y 1575 siendo virrey Francisco de Toledo, se empadro-
nó un total de 1 067 693 indios varones tributarios; mientras que
en el sexto y último ejecutado entre 1791 y 1795, siendo virrey Gil
de Taboada y Lemos, se contabilizaron 1 076 122 (sin contar la
Presidencia de Quito, que tenía 700 000) [53].
En la revisión bibliográfica realizada en 1970 por Francisco
Pini R. [62], no se identificó ninguna publicación periódica con
información demográfica sobre el virreinato del Perú antes del fi-
nal del siglo XVIII. Sólo a partir del año 1793 aparecen, primero, la
Guía Política, Eclesiástica y Militar del Virreinato del Perú, números
anuales de 1793 a 1797; y, luego, el Almanaque Peruano y Guía de
Forasteros, números anuales de 1799 a 1821. Pini encontró, ade-
más, valiosa información demográfica sobre la ciudad de Lima en
la colección del Mercurio Peruano de Historia, Literatura y Noticias
Públicas, publicada desde 1791 hasta 1795. Los datos de tamaño y
de distribución de la población en el ámbito del virreinato que con-
tenían estas publicaciones se presentaban según intendencias y
por razas y castas. Los datos sobre Lima presentados para el año
1790 se distribuían según las variables: “estado secular” (estado
civil), sexo, “calidades” (razas y castas), “destinos y categorías”
(ocupación), cuartel y otras.
En ninguna de las publicaciones revisadas por Pini se presen-
taba información estadística sobre la natalidad, mortalidad y
morbilidad de la población colonial. Una de las razones de esta
omisión era que el Estado colonial había confiado a la Iglesia el
monopolio de los registros civiles, situación que se mantuvo inal-
terable durante toda la etapa colonial y las tres primeras décadas
de la República. En el cumplimiento de esta responsabilidad hubo
desidia por parte de los párrocos en enviar a la autoridad civil,
según regulaba la normativa vigente, la relación mensual de los
bautizos, casamientos y entierros de sus parroquias [63].

88
Discriminación de la población “no española”

El sociólogo Gonzalo Portocarrero [64] define al “racismo” como


una falsa doctrina que afirma la desigualdad de los seres huma-
nos. Según esta doctrina: “Existirían grupos de seres humanos
—“razas”— definibles por ciertos invariantes genéticos que deter-
minarían sus posibilidades de logro intelectual y moral. Por tan-
to, las jerarquías sociales tendrían una base biológica, siendo en-
tonces naturales e insuperables”.
En páginas anteriores se ha caracterizado a la sociedad colo-
nial como racialmente discriminatoria y se han descrito algunos
de los prejuicios raciales vigentes implícitos en la subvaloración,
segregación y postergación de los indígenas, mestizos, “pardos”
y negros. En la Historia de la Medicina Peruana, de Lastres [65], se
transcriben y comentan disposiciones coloniales que legitiman el
trato discriminatorio al esclavo negro, así como las opiniones y
testimonios sobre su naturaleza, comportamiento y triste situación.
Entre los principales de esos comentarios están:

•Los esclavos destinados al Perú llegaban al Callao y eran alo-


jados en un corral. En el día funcionaba la “feria de negros”,
en la cual sus “propietarios” los exhibían a los compradores.
Pero en el puerto, la venta resultaba agotadora mientras se
hacía el “negocio”. El traficante debía cuidar su “carga”, ali-
mentarlos y curarlos para que no murieran. Se trataba de que
los gastos no superaran los beneficios esperados.
•El cabildo de la Ciudad de los Reyes tuvo que dictar ordenan-
zas, al inicio de la conquista, para reglamentar la distribu-
ción de los esclavos “ya que habían muchos negros y que
hacían mucho daño a los indios”. Cuando se consideraba
que estaban enfermos de lepra eran agredidos: “Estos desdi-
chados se guarecían en los montes y cañaverales del río o en
las huacas y ruinas que por aquella época abundaba en los
alrededores de Lima, donde morían de hambre y miseria, sin
otro testigo que su propia desventura y sin otro consuelo que
su desamparo”.

89
•Mendiburu, en su Diccionario Biográfico, critica las excesivas
penas que se imponían a los esclavos prófugos; incluso era
permitido matarlos si se resistían en el momento de su captura.

Otra manifestación del racismo vigente en la Colonia es la for-


ma en que se expandió espacialmente la ciudad de Lima desde la
sexta década del siglo XVI. Década en que las autoridades colonia-
les consideraron que indios y miembros de otras castas estaban
ocupando lotes de la “ciudad-damero”, previstos para edificios
públicos y vecinos notables, cuando su lugar “natural” debía es-
tar fuera de ese perímetro. Con este propósito se fomentó la forma-
ción de dos núcleos urbanos que polarizaron el crecimiento de
Lima. En los espacios intermedios entre el damero central de la
ciudad colonial y esos dos núcleos urbanos —uno, de concentra-
ción indígena (El Cercado) y, otro, de concentración de los negros
(San Lázaro)— se desarrollaron los principales ejes de crecimien-
to de Lima hasta el final del siglo XIX [58].
Hacia el sureste de la ciudad, hacia los Andes y detrás de la
muralla, se ubicó el “Pueblo de Indios del Cercado”, creado en
1571. Fue construido a manera de gueto con el objeto de concen-
trar en dicho lugar a los indios que cumplían servicios personales
a los encomenderos residentes en Lima. Su concepción arquitectó-
nica, rodeada de altos muros con sólo dos puertas de entrada y
salida, y bajo estricta administración, señala sus objetivos de con-
trol físico de los indígenas y de dominio ideológico [48, 66]. De
acuerdo a Aldo Panchifi:

Desde el primer momento esta zona no fue bien considerada


por la sociedad limeña. No sólo era un lugar de indios sino que,
en sus alrededores se construyeron el Hospital de Mendigos e
Insanos de Santo Toribio (1669)... y también callejones, tambos
para arrieros y... chinganas [67].

Hacia el noreste de la ciudad, detrás de las murallas y del río,


se ubicó el barrio de Malambo, que en su origen fue casi una cár-
cel de esclavos africanos, donde éstos vivían hacinados, muchas
veces enjaulados, sufriendo hambre e inhumanos castigos de sus

90
amos, listos a ser comercializados y luego conducidos a hacien-
das y minas. Además, tuvo la triste distinción de haber sido el área
del primer basurero de la ciudad de Lima. En verano, cuando el
río Rímac se desbordaba, todo el basural se empozaba en Ma-
lambo. En 1563, cuando se desató una epidemia de lepra en Lima
cuyo foco infeccioso se encontraba en Malambo, todos los negros
que transitaban por las calles de la ciudad de Lima eran conside-
rados como leprosos y tuvieron que huir y refugiarse al “otro lado
del río” del cruel apedreamiento del que eran objeto.
Ese mismo año se estableció en dicha zona una enfermería
para leprosos, así como la parroquia de San Lázaro; alrededor de
tales construcciones se formó el “Arrabal de San Lázaro”, habita-
do por negros enfermos, sus familias expulsadas de la ciudad, y
sacerdotes a cargo del hospital y la parroquia. Algunos años des-
pués se construyó el hospital de San Lázaro. Entre 1573 y 1592
otros grupos de esclavos, negros libertos, indígenas, artesanos y
blancos pobres, convergen en la zona construyendo casas de ve-
cindad para pobres y solares de recreo para vecinos de mejor con-
dición económica, constituyendo un nuevo núcleo urbano que se
comunicaba con la ciudad a través de un puente. En 1711, el vi-
rrey Diego Ladrón de Guevara crea en ese lugar el hospicio de cie-
gos, mancos y tullidos. De esa manera, Malambo se convirtió en
un lugar donde habitaban indios y negros, pero además era el lu-
gar de residencia de leprosos, tullidos y ciegos. Todo esto daba a
la zona el estigma de la miseria, el dolor y la muerte, y le daba al
malambino el estigma de ser pobre, sucio, enfermo y “carachoso”
[66, 68].

Normatividad básica de la policía sanitaria

Higiene Pública en las Leyes de las Indias

Las normas más importantes en los reinos de España eran las


Pragmáticas Sanciones, dictadas por el rey, sin concurso de nin-
gún cuerpo legislativo y cuyo cumplimiento era obligatorio en to-
dos los dominios de la Corona. La Real Cédula era la forma más

91
común adoptada para legislar sobre temas coloniales; durante
los Habsburgo, era precedida de un estudio por parte del Consejo
de Indias. Le seguían en orden de importancia las reales provisio-
nes, las reales cédulas, las reales órdenes, las cartas reales y las
ordenanzas.
Entre las normas coloniales que trataban asuntos vinculados
con la higiene pública, la policía sanitaria y la beneficencia son
importantes las ordenanzas que, entre 1572 y 1574, dictó el virrey
Francisco de Toledo. En ellas, el virrey “ordena y manda” evitar
toda acción que pudiera constituirse en una “ofensa pública y co-
nocida de Dios Nuestro Señor” o en una trasgresión a “la buena
policía” del espacio público. Es así, por ejemplo, que entre las “Or-
denanzas para los indios de todos los departamentos y pueblos
de este Reyno”, se incluían las relacionadas con los siguientes te-
mas o mandatos: pena para los que vendieran a sus hijas y otras
indias para mancebas; los alcaldes visiten las cárceles cada sába-
do; cuidado que han de tener los alcaldes con los huérfanos; que
los hijos ilegítimos no se quiten de sus madres sin quitarles la
crianza; cuidado que se ha de tener en los hospitales y enfermos;
que los corregidores tomen cuenta a los mayordomos de los hos-
pitales y por su ausencia los alcaldes; que en cada pueblo haya
mercado dos veces en la semana; que los alcaldes cuiden de que
las calles y casas estén limpias, y que los indios tengan “barba-
coas” en que duerman; que los alcaldes visiten los tambos. Entre
otras Ordenanzas, “sobre los bienes de comunidad y cuenta que
de ellos se ha de tener”, debemos remarcar dos: la XVII, “Que del
indio que estuviere enfermo todo el año, o la mayor parte de él,
que no se cobre tributo y se pague de la caja de la comunidad”, y
la XVIII, “Que se cobre de los indios el tomín de hospital” [69].
La ordenanza XVIII sobre el tomín de hospital, dice lo siguiente:

Por cuanto por mi mandato los visitadores comisarios que pro-


veí para la visita general, dejaron mandado hacer hospitales en
cada pueblo,... y porque en el resumen de esta visita los indios
naturales quedaron reservados de muchas contribuciones y car-
gos que antes solían tener, y es justo que de ellos salga el pro-

92
veer para el sustento de los dichos hospitales, pues en ellos han
de ser socorridos y curados en sus enfermedades. Ordeno y man-
do: que los Alcaldes, Caciques y principales tengan particular
cuidado de cobrar en cada un año, de los indios tributarios que
hubiere en cada repartimiento un tomín de plata ensayada... y
tendrán particular cuenta los corregidores de tomar en cuenta a
los dichos alcaldes, de lo que sobre esto hubieren hecho, y de
lo que así montara esta limosna, se meta en la caja que tuviera
el hospital, haciendo cargo de ello al mayordomo del [69].

Según el padre Arriaga, cuyo estudio de idolatría fue publica-


do en 1621, la legislación con respecto a la práctica médica era
ambivalente, al menos durante la primera mitad del siglo XVII. Aun-
que las autoridades coloniales dictaron disposiciones específicas
dirigidas a eliminar procedimientos que consideraban inacepta-
bles, la escasez de médicos los forzó a tolerar la práctica de los
curanderos indígenas. Arriaga concluye su estudio con una serie
de recomendaciones: “Constituciones que deja el visitador en los
pueblos para remedio de la extirpación de la idolatría”. En estas
recomendaciones, además de las prohibiciones al alcoholismo, la
danza, y a los sacrificios en ceremonias rituales, se imponen seve-
ras restricciones al curanderismo:

De aquí adelante los Indios Hechiceros ministros de Idolatría,


por ningún modo curaran a los enfermos; por quanto la expe-
riencia ha ensenado, que cuando curan hacen idolatrar a los en-
fermos, y les confiesan sus pecados a su modo gentílico; y si
otros Indios uviere que sepan curar porque conocen las virtu-
des de las yerbas, examinará el Cura de este pueblo el modo
con que curan que sean ageno a toda supertición [70].

Sin embargo, como era de esperar, los esfuerzos de Arriaga y


de otros sacerdotes que intentaron extirpar esas prácticas de ido-
latría fueron un fracaso total [71]. No obstante el manto de oculta-
miento que cubrió las prácticas curanderiles y que limitó el cono-
cimiento de las mismas durante el resto de la etapa colonial, el
número de procedimientos legales contra los individuos acusados
de hechicería o idolatría demuestra que las creencias tradiciona-

93
les “médicas” y religiosas indígenas continuaron jugando un pa-
pel importante en la vida colonial [72].

Policía de salubridad en la Constitución de Cádiz, 1812

Para Ugarte del Pino [73] la “Constitución Política de la Monar-


quía Española de 1812”, promulgada en Cádiz a 19 de marzo de
1812, puede ser considerada peruana. Las juntas de gobierno sur-
gidas en España, después de que el Rey Fernando VII cayó prisio-
nero de Napoleón, se unieron en una junta central que se convir-
tió en un Congreso —las Cortes de Cádiz— que sesionó con parti-
cipación de diputados peruanos. Las sesiones se realizaron bajo
una influencia ideológica liberal, que se impuso finalmente a las
ideas del despotismo borbónico [74]. Es así, que en el art. 1º de
dicha Constitución se prescribe, que “La Nación española es la
reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, en el art.
3º, que “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo
mismo pertenece á esta exclusivamente el derecho de establecer sus
leyes fundamentales”, y en el art. 4º que “La Nación está obligada
a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la
propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos
que la componen”.
Asimismo, en su art. 13º se señala:

El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que


el fin de toda sociedad política no es otro, que el bien estar, de
los individuos que la componen [75].

La Constitución de Cádiz se publicó y juró en Lima los días 2


y 4 de octubre de 1812 respectivamente, durante el gobierno del
virrey Abascal y Souza. Tuvo las siguientes características: consa-
gró el principio de igualdad entre americanos y peninsulares; pro-
clamó la libertad de del pensamiento y su libre expresión; procla-
mó la soberanía del Pueblo; derogó todos los símbolos del antiguo
vasallaje; prescribió la elección de los Cabildos por el voto popu-
lar; suprimió el tributo indígena y la mita; abolió el Tribunal de la

94
Santa Inquisición y otorgó el sufragio a los analfabetos. El mismo
Ugarte comenta:

Pese al barniz de religiosidad que se le dio... que se mantendría


en casi todo el siglo XIX en todas las constituciones peruanas...
no se pudo ocultar la influencia de la Constitución francesa...
[73, 74].

Pero, lamentablemente, el regreso de Fernando VII (1814) repre-


sentó un regreso al despotismo y “... una burla de la monarquía
española a los sagrados derechos que los americanos habían de-
fendido en las Cortes” [76].
En lo que corresponde a la sanidad y la beneficencia, en la
Constitución de Cádiz [75] se encuentran referencias a estos te-
mas en los siguientes artículos:

-Art. 131. Las facultades de las Cortes son... Vigesimatercia: Apro-


bar los reglamentos generales para la policía y sanidad del
reyno.
-Art. 321. Estará a cargo de los ayuntamientos: Primero: La policía
de salubridad y comodidad. Segundo: Auxiliar al alcalde en todo
lo que pertenezca á la seguridad de las personas... Sexto: Cuidar
de los hospitales, hospicios, casas de expósitos y demás estableci-
mientos de beneficencia, baxo las reglas que se prescriban.
-Art. 325. En cada provincia habrá una diputación...
-Art. 335. Tocará á estas diputaciones... Séptimo: Formar el cen-
so y las estadísticas de las provincias. Octavo: Cuidar de que los
establecimientos piadosos y de beneficencia llenen su respecti-
vo objeto, proponiendo al Gobierno las reglas que estimen con-
ducentes para la reforma de los abusos que observaren.

El cabildo y la policía sanitaria

Conforme a la organización política medieval de España, eran los


alcaldes comunales que presidían los cabildos los responsables
en velar por la higiene pública y la policía sanitaria de las ciuda-
des y pueblos de su jurisdicción. Por ello fue el cabildo, también
llamado ayuntamiento, la más importante institución del régimen

95
colonial en lo concerniente a dictar normas sanitarias. Entre sus
múltiples atribuciones administrativas se encontraban:

vigilar el aseo de la ciudad, cuidar de la reparación de las ca-


lles, inspeccionar los camales, inspeccionar los establecimien-
tos de beneficencia y organizar la baja policía... interviniendo
principalmente en la fijación de los precios de los alimentos y
las mercancías necesarias para la vida en la ciudad [55].

El de Lima fue el cabildo más importante en lo concerniente a


la administración de las normas de higiene pública. El primer ca-
bildo de Lima fue presidido por sus alcaldes Nicolás de Ribera, el
Viejo, y Juan Tello, que de esta manera se constituyeron en los pri-
meros funcionarios que actuaron como autoridades en el campo
del cuidado de la salud colectiva en Lima. Al tomar sus primeras
disposiciones, después del fundar Lima, eligieron la ubicación de
la futura catedral y la del palacio de Pizarro y, luego, reservaron
una manzana para la construcción de un hospital. Éste se cons-
truyó algunos años después. La primera preocupación de los es-
pañoles al establecer colonias y fundar ciudades era la de cons-
truir primero una iglesia, una casa de gobierno y un hospital.
Durante los años de la Colonia, el cabildo de Lima, resguar-
dando a la ciudad contra las epidemias, ordenó varias veces cua-
rentenas para los barcos que venían de Panamá. Asimismo, el pri-
mer Protomédico Sustituto, Dr. Hernando Sepúlveda, tuvo que ju-
rar ante el cabildo, primera autoridad sanitaria, para poder ejer-
cer su cargo. El nombramiento de Protomédico procedía del Rey,
pero debía ser refrendado por el cabildo. Además, en el Libro de
Cabildos de Lima queda constancia de la primera visita de boticas,
realizada el año de 1537 por el citado Protomédico y otros miem-
bros del cabildo, para verificar si el boticario “cobraba contra la fe
católica” y si éste fuera el caso “tasaren y lo dañado tomaren” [77].
José Riva Agüero comenta que los cabildantes trataban todo
lo vinculado con “... las tasas y ordenanzas de... ganados, víveres,
aguas, barcos que entran al Callao, gremios, etc. (...)”, así como las
precauciones higiénicas y cuarentenas contra la peste, como la es-
tablecida contra la epidemia que devastaba México por los años
de 1560 y contra los valles del Norte en 1589.

96
Además, el cabildo de Lima, después de establecerse el men-
cionado Real Tribunal en 1570, tuvo que señalar salarios y nom-
brar médicos de hospitales y de médicos de negros, así como asu-
mir otras funciones de competencia del Protomedicato, debido a
que esta entidad no las cumplían [78, 79].
En las anotaciones registradas en el Libro de Cabildos al final
de la Colonia, publicadas por B. Lee y J. Bromley, se leen las dis-
posiciones dictadas para el control de la viruela; así como todo
lo referente a la venida de la expedición filantrópica de la vacuna.
En dicho libro se escribe, el 8 de marzo de 1803, lo siguiente: “So-
bre hospitales en el campo para inoculación de las viruelas”. “Tam-
bién se manifestó el expediente sobre que se fabriquen Hospitales
en el campo para la inoculación de las viruelas, a cuyo propósito
expone el Procurador que todo lo conducente en respuesta al tras-
lado que se le dio se mandó que se reservara para Cabildo pleno”.
En la sesión del 26 de noviembre de 1805 y en las siguientes
se toman otras disposiciones administrativas, como nombramien-
to de los facultativos para el fluido vacuna, vinculadas con su par-
ticipación en las actividades de la expedición filantrópica [78, 79].

97
Control de las grandes plagas y las
endemias en el Perú colonial

Control de las epidemias

Las primeras “plagas” en la América india: siglo XVI

Cuando el aislamiento del nuevo mundo fue roto por la Conquis-


ta, la América india también se puso en contacto, por vez primera,
con gérmenes patógenos del viejo mundo que provocaron epide-
mias que se caracterizaron, durante el primer siglo después del
primer contacto, por su rápida propagación y su alta letalidad.
Esta última ha sido estimada entre el 30 y el 50% de los casos.
Características explicadas por la ausencia de experiencia inmuno-
lógica específica de los indígenas que, además, estaban debilita-
dos como consecuencia de la guerra, el hambre y el trabajo forza-
do. Posteriormente, la epidemiología de estas enfermedades se mo-
dificó gradualmente debido a que los nativos se hicieron más re-
sistentes y las enfermedades menos virulentas [41, 53].
Para tener una idea de la magnitud y trascendencia de estas
epidemias es conveniente citar al cronista Cieza de León que, co-
incidiendo con Juan de Betanzos, en la descripción de la epide-
mia que provocó la muerte de Huayna Cápac dice: “... una gran
peste de viruela vino, tan contagiosa que más de doscientos mil
almas murieron en todos los distritos colindantes”. Así como ci-
tar a Montesinos cuando en el año 1585 describía otra epidemia
de la manera siguiente:

[99] 99
Este año ubo en la ciudad del Cuzco una peste tan grande de
viruelas y sarampión y dolor de costado, y venía con tanta ma-
licia que a los que daba esta peste los llenaba de lepra y morían
dello muchas personas, y solo era en tierra del de Cuzco, y se
pegaba con tanto rigor, de modo que las ciudades se guardaban
y velaban con todo cuidado. Se tomaron algunas precauciones
para evitar el contagio, como cerrar ciertos caminos para que
nadie pudiese pasar a pié ni a caballo del Cuzco a Guamanga, y
que se despoblase el tambo de Vilcas, y que nadie que viniese
del Cuzco se le diese recaudo [80].

En el siglo XVI, la población indígena reaccionó con horror ante


los efectos de las desconocidas plagas; los cronistas de la época
narran que reaccionaron con suicidios, infanticidios y negativa de
tener hijos. Asimismo, con la incorporación de las creencias cris-
tianas en la visión del mundo andino, las ideas indígenas con res-
pecto a la enfermedad cambiaron. Los pobladores andinos habían
creído por mucho tiempo que la ira divina podía ser una de las
causas de enfermedad. Según esta misma creencia, dichos pobla-
dores entendían, después de la conquista, que los antiguos dioses
andinos enviaban esas nuevas y mortales plagas para castigar a
aquellos que los habían abandonado por el dios de los europeos.
Pero pronto los curas católicos, que viajaban por todo el virreinato
con la misión de eliminar las “idolatrías”, les enseñaron que el
Dios de los cristianos castigaba con la enfermedad y la muerte a
aquellos que rehusaban rendirle culto. Finalmente, los indígenas
optaron por utilizar tanto los rituales religiosos tradicionales, como
los que enseñaban los curas católicos, con el fin de no despertar
la ira de ninguna divinidad con capacidad de castigarlos con una
plaga [71].
En el siglo XVI ocurrieron las epidemias de más alta letalidad,
diecisiete de ellas fueron calificadas por J. Lastres [65] como “gran-
des plagas”, las cuales contribuyeron de manera significativa a la
despoblación indígena ya comentada. Otros historiadores aceptan
que durante ese siglo coincidieron en el Perú varias epidemias de
sarampión y viruela; y que otra de influenza recorrió el país en 1558-
1560, reapareciendo desde Lima hasta Piura durante 1581-1591. En

100
1546 una epidemia cuyos signos eran fiebre y sangrado, alcanzó al
área andina; algunos cronistas la reportaron como peste [41].

Epidemias entre el siglo XVII e inicios del XIX

Las numerosas epidemias que se presentaron en el Perú colonial


fueron descritas de manera poco exacta, por lo que es difícil reco-
nocer, en cada brote epidémico, de qué enfermedad se trataba. En
muchos de los informes de la época se lee denominaciones de
“berruga”, “pestilencia”, “alfombrilla”, “tabardillo”, “peste”, “con-
tagio”, etc. Sin embargo, de acuerdo a estudios de J. Polo [80] y H.
Valdizán [81], la mayor parte de ellas eran, probablemente, de vi-
ruela y sarampión, y con menor frecuencia de tifus exantemático,
paperas e influenza.
En los siglos XVII y XVIII hubo varios brotes de sarampión y vi-
ruela. En 1614 y 1615 una epidemia de “difteria” atacó las ciuda-
des de Cusco y Potosí [41]. Entre 1719 y 1720 se produjo en el Sur
del virreinato una gran epidemia: “En el Alto Perú hubieron ‘fie-
bres mortíferas’... Murió mucha gente: 72,800 según un autor... El
Padre Gumilla dice que... murieron más de doscientos mil indios.
Arequipa también fue visitada por la epidemia. En el Cuzco co-
menzó hacia 1720 y la mortalidad fue de 20,000. Sus síntomas fue-
ron catalogados por los cronistas como correspondientes al ‘tabar-
dillo’ o tifus exantemático”.
Además, por esos años, señala Córdova y Urrutia,

la aparición de una rara enfermedad llamada‘vómito negro o


fiebre amarilla’. Dicha epidemia fue producida por la llegada
de navíos guarda-costas a nuestras playas. Ya la fiebre amarilla,
había hecho estragos en Brasil, apunta Valdizán, desde 1685 [82].

La colonización de la Selva, realizada recién en el siglo XVIII, tra-


jo como resultado la propagación de epidemias a las que los aborí-
genes selváticos no eran inmunes. Entre 1709 y 1737 se sucedieron
epidemias de viruela y sarampión que ocasionaron la muerte de nu-
merosos pobladores. Los estragos que las epidemias causaron entre
las etnias evangelizadas generaron una actitud de rechazo frente a

101
los misioneros, que explican así las numerosas rebeliones de
amueschas y campas que se sucedieron en dicho siglo [46].
Entre 1802-1805 se registra la última epidemia de viruela en
la época colonial, antes de la primera vacunación masiva en el
Perú. Al respecto, Mendiburu apunta

que se generalizó la viruela como una verdadera epidemia


que hizo perecer a muchos pacientes, los más de la clase de
indígenas [83].

De acuerdo a varios testimonios de la época, después de di-


cha vacunación, la viruela prácticamente desapareció del país en-
tre 1805-1819, para reaparecer con un pequeño brote epidémico
nacional en 1920 [84]. La última epidemia de viruela en la Lima
colonial se presentó en el año 1818.

Medidas de control de epidemias: 1535-1821

Desde el siglo XIV las reglas de “cuarentena” veneciana de 1423


estaban siendo utilizadas en Europa como un mecanismo eficaz
para evitar la importación de alguna enfermedad “pestilencial”.
La cuarentena implicaba la detención de las embarcaciones con-
taminadas o sospechosas de estarlo y en el aislamiento de la tri-
pulación fuera del puerto, hasta que hubiera transcurrido el tiem-
po suficiente sin casos nuevos de alguna “pestilencia”. En 1520
se aplicó la cuarentena, por primera vez, en las Indias españolas;
sin embargo, no se pudo evitar la difusión en América de una pa-
vorosa epidemia de viruela que arrasó a la población indígena.
Posteriormente, la Corona española tuvo que establecer las orde-
nanzas correspondientes para la implantación de cordones sanita-
rios y de la cuarentena en determinados puertos de su territorio colo-
nial: La Habana, Santo Domingo, San Juan, Cartagena, Maracaibo,
Guayaquil, Callao, Valparaíso, Buenos Aires y Montevideo.

Eran puertos que tenían un buen comercio de esclavos negros


provenientes de áreas de fiebre amarilla y eran lugares de en-
trada muy vulnerables a la introducción de epidemias de vi-
ruela, cólera y peste (...) Pareciera obvio decir que la ciudad que

102
comenzara a sufrir la implantación de la cuarentena en América,
fuera Santo Domingo (1520)... Después vendrán los puertos del
Perú y Chile (1589). En Santiago de Chile el alcalde ordenó ese
año prohibir el arribo de barcos limeños. Luego seguirán Bue-
nos Aires (1621)... La Habana sufrió el mismo tratamiento (1711)
y así continuó siendo una práctica corriente por mucho tiempo.
En 1622 el Marqués de Guadalcázar ordenó una cuarentena con-
tra todos los negros que llegaban al Perú provenientes de Pana-
má [85].

Los esclavos destinados al Perú llegaban al Callao desde Pa-


namá, y según crónicas de la época eran portadores de muchas
enfermedades:

por ser bien sabidos que traían viruela, sarampión, tabardillo


de que venían infectados; de allí eran conducidos a los arraba-
les herrados, encadenados de dos en dos, como los presidiarios,
en donde permanecían a la intemperie hasta que encontraban
comprador [65].

Por esta razón el marqués de Guadalcázar (1621-1628) orde-


nó, según consta en sus memorias, que todos pasaran cuarentena.
En 1630 se dictó una ordenanza que obligaba a los barcos que tra-
ficaban con los esclavos que se detuvieran a una legua de distan-
cia del Callao hasta que un equipo de tres médicos certificara la
ausencia en su “carga” humana de enfermedades como la viruela
y otras “pestilencias”.
De manera distinta a la cuarentena, frente a la sospecha de
casos de peste en la ciudad, se confinaba a los individuos enfer-
mos en sus viviendas, para vigilarlos y controlarlos uno a uno,
con un registro lo más completo posible de todos los fenómenos
ocurridos durante la observación: “... el modelo religioso era sus-
tituido, así, por el de la revisión militar” [27].
La reacción práctica de las autoridades coloniales frente a la
difusión de las epidemias en las ciudades incluyó —además del
aislamiento— las siguientes medidas: el establecimiento de hos-
pitales provisionales; las disposiciones sanitarias para los entie-
rros; la indicación de remedios médicos rudimentarios; las cam-

103
pañas caritativas; y, generalmente bajo el auspicio de la Iglesia,
las rogativas y procesiones en las que se imploraba la ayuda de
San Roque y, luego, de Santa Rosa. Cuando se trataba de epide-
mias en los poblados indígenas, el comportamiento de dichas au-
toridades era muy distinto. En estos casos la reacción frente a las
muertes masivas fue escasa y tardía; sólo adquirieron cierta im-
portancia cuando provocaron, debido a su gran magnitud, pro-
blemas para la disponibilidad de fuerza de trabajo semiservil.

Vacunación antivariólica: 1805-1821

Entre 1802-1805 asoló al país la última gran epidemia de viruela


de la época colonial que, de acuerdo a testimonios de esos años,
fue comparable en malignidad con las grandes epidemias de los
siglos anteriores. Unanue, en 1802, con fluido vacuno traído en
un navío que iba a Filipinas, trató de comenzar la vacunación
jenneriana en el Perú,

aunque no obtuvo, en puridad de verdad, un verdadero grano,


pero de todas maneras logró atenuar en parte su contagiosidad.
Esta epidemia se prolongó hasta el año 1805, empleándose en
un comienzo el antiguo procedimiento de variolización, lo que
provocó una acentuación de la epidemia, de tal forma que el
gobierno se vió obligado a ‘prohibirla baxo fuertes penas den-
tro de la Capital’... [86].

Según escribe Moreno, citado por Lastres, el monarca español


al oír y leer en el Almanaque Peruano del año 1803, los terribles es-
tragos de dicha epidemia, “lleno de compasión y amor hacia sus
fieles vasallos”, ordenó se formase una expedición para propagar
y promover la vacunación en sus extensos dominios de todo el
mundo. Ésta fue la “Real Expedición Filantrópica de la Vacuna”,
que dio la vuelta al mundo, poco tiempo después de la publica-
ción del descubrimiento de Jenner. La expedición llegó al Perú
el 23 de diciembre de 1805 y, posteriormente, a Lima el 23 de
mayo de 1896, conducida por su vicedirector, don José Salvany y
Lleoport [86].

104
Dos meses antes de que la expedición ingresara al Perú llega-
ron a Lima, desde Buenos Aires, los primeros vidrios que conte-
nían el fluido vacuno; el cirujano Pedro Belomo obtuvo, el 23 de
octubre de 1805, el primer “grano” perfecto y se iniciaron las
vacunaciones jennerianas exitosas en Lima. En esos años, la pro-
pagación de la vacuna se realizaba conduciendo el fluido en fras-
cos (“vidrios” o “cristales”) o disponiendo expediciones para con-
ducirla por niños “de brazo en brazo”; en tanto que el fluido se
aplicaba por incisión o picadura siguiendo los procedimientos
“del Quaderno”, es decir, los de Moreau de la Sarthe. Preocupa-
ción permanente de los propagadores del fluido era conservar la
potencia biológica del virus para garantizar la continuidad de la
eficacia de la vacunación [86].
Sin embargo, las vacunaciones masivas recién se iniciaron
en el país con las acciones de la “Real Expedición Filantrópica
de la Vacuna”. La ruta en el Perú era por mar y tierra, según la
ordenanza:

que siendo lo más esencial y difícil de la empresa la conserva-


ción del fluido vacuno con toda su actividad en tan dilatados
viajes ha resuelto el Rey que lleven los facultativos niños expó-
sitos que no hayan pasado las viruelas para que mediante una
progresiva vacunación en Madrid y a bordo hagan aquellos a
su criterio la primera operación brazo a brazo y después en los
cuatro virreynatos el modo de practicarla enseñar a hacerla al-
gunos facultativos naturales [87].

En palabras de Salvany, correspondía a la expedición “con-


ducir la vacuna y proponer los medios para perpetuarla” y en este
sentido presentó al gobierno un plan para conservar el fluido-va-
cuna en todo el Reino. Las actividades de la expedición se exten-
dieron por todo el país, dominantemente en Lima y alrededores
[86, 87].
El día 3 de enero de 1807, al concluir la expedición sus activi-
dades en el país, Salvany hace entrega formal del fluido-vacuna a
los consultores Pedro Belomo y José Manuel Dávalos [86]. Final-
mente, no obstante sus continuas quejas sobre las resistencias de

105
los naturales para recibir el fluido vacuna, el mismo Salvany pudo
informar que se vacunó a un total de 197 004 personas, entre mayo
de 1806 y enero de 1807. La viruela prácticamente desapareció del
país entre 1806 y 1819.
A poco de haber llegado a Lima la expedición filantrópica se
dispone, por decreto virreinal de 10 de julio de 1806, la formación
de una “Junta Conservadora del Fluido Vacuno”, que comenzó a
funcionar desde el 1 de julio de 1806. Inicialmente se le asignó gran
importancia, lo que se expresa en el hecho de que tenía al virrey,
como presidente, y al Arzobispo de Lima, como copresidente. Fue
constituida como el organismo director que legislaba en todo lo
concerniente al buen uso y propagación del profiláctico o especí-
fico, como también se llamaba entonces a la vacuna. Belomo,
Dávalos y Félix Devotti asesoraban a la junta para que la activi-
dad biológica de la vacuna no amenguara. En la primera sesión
de la junta se acordó constituir las “Juntas Subalternas” en las ca-
pitales de las principales intendencias. Acuerdo que sólo fue par-
cialmente concretado, por problemas económicos [86].
La junta solicitó con frecuencia en Lima la colaboración de los
alcaldes de barrio para que condujeran a las personas que debían
ser vacunadas a la casa donde se encontraban los niños en que se
conservaba la vacuna, sin mucha fortuna. En 1818 comenzaron a
presentarse quejas sobre la mala conservación de la vacuna en
Lima, y en abril de 1820 los mismos asesores informaron que “el
fluido había degenerado, hasta llegar a un ‘extremo fatal’, motivo
por el cual pidieran que se enviara a Lima, vacuna de Arequipa,
Cuzco o Chile y, [en la Junta] también se vio en esa oportunidad,
el ofrecimiento de un Sr. Rendón para conducir vacas con ‘gra-
nos’, desde Nazca” [87].
La última sesión de la junta se realizó el 19 de mayo de 1820.

106
Control de algunas endemias

La malaria y la “cascarilla”

Las “tercianas” o malaria parece ser un problema que afecta a los


peruanos desde la época prehispánica. Es probable que por ella
durante el Incanato los pueblos nativos prefirieron asentarse en
las alturas de los Andes, antes que en las feraces tierras de los va-
lles de la Costa y de la Selva alta. Al respecto Chiriboga opina:

El conocimiento que tenían los Incas de las inclemencias de los


valles cálidos de los Andes Orientales, quizá sí esté realzado por
haberse encontrado las grandes ciudades de los antiguos en la
frontera de estas regiones [88].

Argumenta también, citando a cronistas coloniales, que los


Incas consideraban a los valles de la Costa como “pestilentes”. En
el virreinato se consideró a los valles de la Selva alta y algunos de
la Costa, entre ellos el del río Nasca, como valles de “mucha arbo-
leda”, “muy calientes” y “muy enfermos” para la “gente serrana”
y también para los españoles [89]. Los informes de las autorida-
des y de los médicos de la época mencionan a las “tercianas, pre-
sentes desde tiempos remotos en los valles cercanos de Lima” [90].
De acuerdo con los criterios de Sydenham, las tercianas, en tan-
to “especie morbosa característica”, formaba parte de las enferme-
dades agudas, en la que una “materia morbígena” proveniente del
aire, atacaba a la sangre y producía una “fermentación” anómala.
La fiebre servía para “hervir” la “materia morbífica”, que con la
sudoración era eliminada del organismo [91].
A comienzos del siglo XVII se dieron a conocer en el mundo
occidental las virtudes medicinales de un árbol indígena del Perú:
el “palo de las calenturas”, “cascarilla” o “quina”. En 1632 llegó
su corteza a Roma por intermedio de los jesuitas, que fueron sus
difusores. La primera noticia escrita acerca del uso de la quina se
encuentra en un libro religioso publicado en España en 1639. El
autor, Antonio de la Calancha (1584-1654), monje agustino, prior
del convento de Trujillo y cronista de su Orden, escribió:

107
Dase un árbol que llaman de calenturas en tierra de Loja, con
cuyas cortezas de color de canela, hechas polvo, dados de bebi-
da el peso de dos reales, quita las calenturas y tercianas; han
hecho en Lima efectos milagrosos [92].

La quina pareció dar la razón tanto a las patologías como a


las terapéuticas de la época. Según señala Laín Entralgo:

Los iatroquímicos... le atribuyeron la propiedad de corregir la


“fermentación” febril de la sangre y disolver las mucosidades de
los pequeños vasos. Frente a ellos los iatromecánicos pensaron
que la quina diluye el líquido hemático y disminuye así la fuerza
de su rozamiento en la pared vascular. Unos y otros coin-
cidieron, sin embargo, en estimar que el nuevo medicamento
daba un golpe de muerte a la tradicional farmacodinamia
galénica. Lo que la pólvora ha sido in re militari, eso ha sido la
quina in methodo curandi, escribirá Ramazzini [93].

En el caso de Sydehman, éste utilizó la quina sólo para la cu-


ración de la malaria, reafirmando su idea de que cada enferme-
dad tenía un remedio específico [94].
Inicialmente en Europa, no obstante los evidentes efectos de la
quina, los médicos vieron con desdén ese nuevo medicamento por-
que su empleo no se avenía a las enseñanzas de Galeno. Además,
la observaban con sospecha debido a que los jesuitas la utiliza-
ban. Por estas razones, la corteza fue empleada casi exclusivamente
como remedio secreto, en la forma de polvos o de cocimiento. Re-
cién en 1677 se reconoció oficialmente a la quina como un fárma-
co, al ser incluida en la farmacopea londinense con el título de
Cortex peruannus. En 1820, los franceses Pelletier y Caventou ais-
laron de la quina los alcaloides quinina y cinconina, cuyo uso por
la medicina oficial adquirió pronto gran predicamento [95].
Por otro lado, Estrella [94] comenta que Jorge Juan y Antonio
de Ulloa en su obra Relación Histórica del viaje a la América Meridio-
nal (1748) dicen sorprenderse por el hecho de que siendo endémi-
cas las tercianas en algunas zonas de la Real Audiencia de Quito
y conociendo los nativos las virtudes de la quina, no la usaran,
“... poseídos de la aprehensión de que siendo la naturaleza de este
simple, cálida en extremo, no podía serles provechosa”.

108
Lo que sucedía, según opinión del mismo Estrella, era “... que
los indígenas consideraban contraproducente usar un remedio ‘cá-
lido’ (la quina o cascarilla) para una enfermedad también ‘cáli-
da’, (las tercianas, o paludismo)”.

La lepra y medidas para su control

Descubierto un caso presunto de lepra se procedía, durante la Co-


lonia, a aplicar las medidas de aislamiento ya señaladas en la Bi-
blia. El sospechoso era expulsado del espacio común, de la ciu-
dad, como una forma de purificar el medio urbano; era un modelo
de exclusión y de tipo religioso [27]. Como ya se comentó, el “Arra-
bal de San Lázaro” de la ciudad de Lima se originó en 1563 cuan-
do se desató una epidemia de lepra, cuyo foco de infección se en-
contraba en esta zona. Ese mismo año se estableció en la zona,
que luego se llamaría Malambo, una enfermería para leprosos, con
dos salas pequeñas; y se adquirió los solares adyacentes con el
fin de garantizar el aislamiento de los presuntos leprosos. Todo
ello por iniciativa del acaudalado Antonio Sánchez.
Algunos años después la enfermería se convirtió en el hospi-
tal San Lázaro. Pronto la capacidad de internamiento del hospital
fue superada por la demanda. Los otros hospitales de Lima no ad-
mitían a leprosos por temor al contagio, de manera que los des-
graciados enfermos tenían que ocultarse, favoreciendo de esta ma-
nera los riesgos de propagación. Luego, en 1606 cinco personas
caritativas cedieron sus bienes y recogieron limosnas para concluir
y ampliar la obra física del hospital, así como fundar el templo de
San Lázaro. Con esa ampliación se dispusieron de tres salas, las
que destinaron una a mujeres, otra a hombres de origen español y
una tercera a negros. Al mismo tiempo se formaron una herman-
dad y una cofradía para el tratamiento de los leprosos de todas
las clases y sexos [48, 69].
En 1746, el violento terremoto que sufrió Lima casi destruyó el
hospital, quedando los enfermos leprosos a la intemperie o al mal
abrigo de chozas que se construyeron para albergarlos, en las que
permanecieron, según A. Fuentes, “durante seis años sufriendo los

109
rigores de las estaciones”. La hermandad, a cargo de la adminis-
tración del hospital, se encargó finalmente de reedificarlo con una
capacidad de 53 camas. El nuevo local funcionó como hospital
hasta 1825, cuando sus internados son trasladados al hospital re-
fugio de Incurables y, luego, es convertido en “caserna” (mesón o
parador) [48, 69].

Otros problemas

De acuerdo a J. Lastres, la “rabia” hizo en 1803 su primera apari-


ción en el Perú. Unanue afirma, en su obra El Clima de Lima, que
“cayeron varios hombres enfermos con todo el aparato de la hi-
drofobia”. Por los años 1807 y 1808, volvió la rabia humana a ha-
cer su aparición con más fuerza, haciéndose ostensible sus efec-
tos letales en Lima, Arequipa e Ica. El Teniente Protomédico de
Arequipa informa que la rabia: “grasó en esta ciudad y sus con-
tornos y aun en la mayor parte de la provincia”. Además de las
epidemias, los informes de las autoridades y de los médicos de la
época mencionaban con frecuencia la presencia de enfermos del
“mal gálico”, así como “de éticos, tísicos y otros enfermos conta-
giosos” [65, 84]. Frente a estos problemas, las autoridades locales
se limitaban a adoptar las medidas de aislamiento de los afecta-
dos, y las que indicaban los protomédicos para el tratamiento de
los “contagiosos”.

110
Higiene ambiental en el Perú colonial

Higiene y policía urbana

Problemas de higiene urbana

Los principales problemas de saneamiento de las nuevas ciuda-


des coloniales estuvieron siempre vinculados con las escasas ca-
pacidades materiales de sus autoridades para garantizar el abas-
tecimiento de buena agua para la bebida y la cocina, la limpieza
de las calles, la disposición de las basuras, la eliminación de las
excretas y la protección de los mercados de alimentos, tal como lo
establecía las leyes dictadas en España y las ordenanzas locales.
Estas insuficientes capacidades eran especialmente evidentes en
la ciudad capital al final del siglo XVIII. No obstante las ordenan-
zas que se habían dictado al respecto en la ciudad de Lima y que
se detallarán más adelante, su situación sanitaria era terrible y
peligrosa: acumulación de basuras, acequias abiertas en las calles
principales portadoras de todo tipo de desechos, jirones polvo-
rosos, sin empedrar, falta de canalizaciones del agua y desagüe,
plagas de gallinazos simulando servidores de la baja policía en
todos los techos y en todas las aceras; focos de infección en todos
los hogares con los silos abiertos, falta de baños públicos y par-
ticulares, etc. [96].
Hipólito Unanue describía y explicaba esa situación de dete-
rioro ambiental de la manera siguiente:

[111] 111
Lima, cuyo temperamento ha sido en la pluma de diferentes sa-
bios hipérbole de la benignidad, se halla reducida a ser la patria
de las más funestas enfermedades y el sepulcro de los naturales
y extranjeros. Si se inquieren con atención las causas, se descu-
brirá que la falta de celo público ha mudado las saludables cua-
lidades de este cielo clementísimo. Lo primero, por permitirse
que las calles y plazas fuesen establos de los excrementos y des-
pojos de la multitud de cuadrúpedos que entran, salen y se en-
cierran en ella, formándose por esta causa enormes muladares.
Lo segundo, porque a las acequias que atraviesan casi todos los
barrios, y arrastran las basuras de las casas, se les ha dejado for-
mar a su arbitrio pantanos, sin cuidar de dárseles otra circula-
ción ni limpia que la desecación que hacen los ardores del estío.
Lo tercero, porque, estando los hospitales en el centro de la ciu-
dad, con camposantos muy estrechos, y siendo muchas las bóve-
das de las iglesias, con ventanas de comunicación, o a las calles,
o al interior de los conventos, se dejan los cadáveres casi al haz
de la tierra. Lo cuarto, porque en el siglo pasado se prohibió
seriamente se introdujesen en la capital partidas de negros bo-
zales, por las pestes que habían causado; en el presente se han
admitido sin reservas. Lo quinto, porque los paños infectos de
contagio, o continuaban en la familia, o por una falsa piedad se
daban a los pobres, etc. (...) La experiencia de todos los siglos, y
de todos los países de la tierra, nos enseña que cada una de estas
causas por sí sola puede apestar al lugar más sano y perpetuar
sus dolencias. ¿Qué hará, pues, la reunión de todas? [97].

A los problemas derivados de la falta de capacidad de las au-


toridades para garantizar la higiene urbana en las principales ciu-
dades coloniales se sumaron los provocados por desastres natu-
rales, especialmente terremotos, que afectaron duramente a dichas
ciudades en varias oportunidades durante la época colonial. Los
daños materiales provocados por los sismos fueron cuantiosos de-
bido a que las construcciones eran inadecuadas para resistir los
violentos movimientos del suelo. Se construía aprovechando los
materiales de cada región y de acuerdo a las condiciones climáticas,
primando las construcciones de adobe o de quincha en la Costa y
las de piedra en las regiones altas. Durante el período colonial,

112
las incipientes ciudades del virreinato fueron igualmente destrui-
das por grandes sismos. Lima en 1586, 1687 y 1746; Arequipa lo
fue sucesivamente en 1582, 1600 y 1784; la ciudad imperial del
Cusco en 1650; Trujillo en 1619, 1725 y 1759 [98].
El más violento terremoto, sucedido el 28 de octubre de 1746,
echó por tierra casi todas las edificaciones de Lima, al mismo tiem-
po que un maremoto cubría el Callao. Según la información ofi-
cial, perecieron en Lima 1 141 personas de un total de 60 000 ha-
bitantes. De los 4 000 habitantes de que se componía la población
del Callao, sólo pudieron salvarse unos 200. Los damnificados so-
brevivientes sufrieron de privaciones y de los efectos de vivir en la
intemperie. “Vino el hambre, y luego los catarros, tabardillos y do-
lores de costados. Muriendo más gente de enfermedad, que entre
las ruinas de la ciudad: el número de víctimas en ella y el Callao
pasó de 16,000”.
De las 3 000 casas existentes en Lima, y distribuidas en 150
manzanas, sólo 25 quedaron en pie. Cayeron a tierra los principa-
les y más sólidos edificios, entre ellos los monasterios, conventos
y hospitales. Del puerto del Callao sólo quedaron vestigios. En las
24 horas que siguieron a este formidable terremoto se contaron 200
temblores. Correspondió al virrey conde de la Superunda recons-
truir Lima y su puerto. Estos fenómenos motivaron en la ciudad
de Lima un cambio arquitectónico relevante, mientras la devoción
por el Señor de los Milagros iba en aumento [83, 98].

Normas de higiene y policía urbana

Tempranamente se dictaron los reglamentos de 1513 del rey Fer-


nando el Católico, y las Instrucciones de Felipe II de 1573, que
normaban la elección de espacios para el asentamiento de las nue-
vas ciudades coloniales, así como la higiene y policía urbana. Las
ordenanzas de poblaciones establecían las condiciones higiénicas
y ecológicas que debían tener dichos espacios: “aire puro y suave,
sin exceso de calor o frío”, “aguas muchas y buenas para beber y
regar”, clima benigno, y estar ni muy lejos ni muy cerca de las po-
blaciones indígenas. De ser posible debía estar cerca del mar. En

113
una de las ordenanzas se explicitaba: “No elijan sitios demasiado
altos, por las molestias de los vientos..., ni en los bajos, porque sue-
len ser enfermos, haciendo observaciones de lo que más convenga
a la salud y accidentes que pueden ofrecer”. La elaboración de los
planos de las ciudades era previa a su edificación. Con relación a los
pueblos de indios, las mismas ordenanzas señalaban que debían
tener “sitios acomodados y sanos”, así como “doctrinas, hospita-
les y todo lo demás necesario en que sean curados los enfermos”
[41, 46, 96].
Es en cumplimiento de dichas ordenanzas que, tan pronto se
fundó Lima, fue preocupación de España y Pizarro dotar a la nue-
va ciudad de lo necesario para su cuidado y desarrollo. En la mis-
ma acta de su fundación se dan ordenanzas que reglamentan su
policía municipal, el arreglo de las acequias para distribuir el agua,
el arrojo de basuras, el entierro de cadáveres; y se hace constar que
el valle del Rímac “contiene en sí las calidades que requieren te-
ner las ciudades que se pueblan” [99]. En el año 1551, la Corte
expidió las llamadas “27 Ordenanzas de Lima” para el gobierno
de la capital peruana. En una de ellas se reitera la prohibición de
lavar y de abrevar en el río, y echar inmundicias, porque “en esta
ciudad no hay fuentes donde la gente beba, sino que todos beben
del río” [96]. Ordenanzas análogas se dictaron, posteriormente,
para las principales ciudades coloniales.
Tratando de evitar los problemas urbanos existentes en Euro-
pa, donde las ciudades se habían desarrollado sin ninguna previ-
sión, con calles y callejones desordenados, formando grandes la-
berintos habitacionales, las nuevas normas reales establecían
que las ciudades se diseñaran con el principio geométrico del
“damero”. Por ejemplo, en el plano original de la ciudad de Lima,
descrito como “ajedrezado”, se habían trazado 117 rectángulos
denominados “manzanas”; cada una de ellas fue dividida en 4
partes iguales, todas con esquinas, recibiendo la denominación de
“solares”, que fueron adjudicados según los merecimientos de sus
fundadores. La población fue ordenada con 13 “cuadras” de lon-
gitud y 9 de latitud [41, 96].

114
Asimismo, en las ordenanzas de Toledo dictadas entre 1572 y
1574, se incluyen reglas sobre higiene y policía urbana, en los si-
guientes temas: molinos y molineros de la ciudad, carnicerías y
mataderos, “borracheras y tabernas del vino que usan los indios”,
ribera y río que pasa por la ciudad, “alhóndigas” (depósitos de
granos y legumbres) de la ciudad, agua pública que viene o ha de
venir a la ciudad, etc. Además, se detallan las reglas para regular
la utilización de las acequias; entre las principales: (I) la obliga-
ción de tener licencia para cerrarlas, abrirlas o reformarlas, (II) las
tengan limpias bajo pena, (III) no echen estiércol ni tengan caballe-
rías sobre ellas, bajo pena, (IV ) estén cubiertas las que están o atra-
viesan las calles, bajo pena; (V ) ninguna persona sea osada a rom-
per ni rompa ninguna de las que atraviesan las calles [69].

Obras de higiene y policía urbana

Para abastecerse de agua para beber, los vecinos de las ciudades


coloniales tenían que transportarla en cántaros de barro desde los
ríos y vertientes más cercanos o —si se habían instalado— de las
piletas públicas, abastecidas desde un río por canales de barro.
En el caso de la ciudad de Lima, su primera pileta pública, inau-
gurada alrededor del año 1578, estuvo abastecida por acueductos
de cal y ladrillos —partían de manantiales ubicados a seis kiló-
metros más arriba de la capital—, que fueron construidos por el
cabildo de Lima. En los años posteriores se fue acrecentando el
número de pilas y canales de conducción del agua, dotándose tam-
bién a algunas casas de pileta propia [69]. Lima dispuso, desde
1650, de una pila monumental, que aún perdura, en la Plaza Ma-
yor; desde ahí el agua era transportada a los hogares de los pu-
dientes en cilindros de madera o de hierro por miembros de un
gremio de aguadores sujeto a pragmática o reglamentación. Los
miembros de este gremio estaban obligados, dos veces al mes, a
matar a los perros callejeros; usaban para ello un garrote reforza-
do con plomo [96].
Muy pronto, casi paralelamente al progreso urbano y crecimien-
to de la población, se dotó a Lima de un sistema de acequias abier-

115
tas en el medio de la calle, por las que corría un caudal suficiente
de agua para arrastrar las basuras y residuos de las casas y calles,
que eran conducidas fuera de la población por medio de otras ace-
quias de mayor tamaño que desembocaban en el río. Este sistema
de desagüe primitivo subsistiría en Lima y en otras ciudades del
país hasta muy entrada la República, actuando como uno de los
principales focos de infección y propagación de la disentería, la fie-
bre tifoidea y otras enfermedades agudas diarreicas [69].
Con relación a la policía sanitaria en Lima, a mediados del
siglo XVI se estableció el matadero de Castilla, ubicado en la calle
“Rastro de San Francisco”, por haber ordenado el cabildo que en
dos días de la semana se hiciera el “rastro” (arrastre de las reses)
correspondiente. No se tiene información sobre el control sanita-
rio de las carnicerías y de otros establecimientos encargados de la
comercialización de los alimentos, aunque es de presumir que, de
existir, era muy insuficiente [69].
Recién desde 1790, bajo el gobierno del virrey Gil Lemos y
Taboada, se comenzó a aplicar, a instancias de Hipólito Unanue,
una política “ventilatoria” orientada a limpiar las ciudades de los
basurales, pantanos y desperdicios cuyas emanaciones generaban
aires viciados. En 1792, Unanue enumeraba y alababa lo realiza-
do en Lima por Gil:

... los carros de limpieza establecidos desde el año anterior,... la


supresión de acequias inmundas y formación de silos, que ade-
más de servir para el aseo de las casas, podrán ser muy útiles en
los terremotos a que está expuesta Lima... [el interés del virrey] a
fin de que se formen los sepulcros y osarios fuera de las ciuda-
des... Por estos cuidados la salud del ciudadano gozará de mejor
suerte. Como las capitales dan siempre el tono a las ciudades de
su dependencia, ya el Cuzco se hace libre de sus inmundicias,
Arequipa con una hermosa Alameda y Tarma con otra igual... [97].

Otra obra importante para la salubridad de Lima fue la cons-


trucción del cementerio, inaugurado en 1808 por el virrey Abascal
y cuyos planos y ejecución estuvo a cargo de Matías Maestro. En
este mismo año se dio el reglamento respectivo prohibiéndose
sepultar cadáveres en las iglesias. Hasta entonces era aceptado

116
sepultar los cadáveres de personajes ilustres en las iglesias y con-
ventos, costumbre venida de España y que se había conservado
con celo religioso [100]. Las importantes acciones que se realiza-
ron para mejorar la salubridad de la ciudad de Lima, durante las
gestiones de los virreyes Frey don Francisco Gil Lemos y Taboada
(1790-1796) y don José Fernando de Abascal (1806-1816), son
concordantes con las recomendaciones de la medicina urbana.

Higiene y ambiente laboral

El mayor riesgo de muerte del indígena estuvo condicionado por


los abusos cometidos en la utilización de su fuerza de trabajo, es-
pecialmente en las minas. Si bien la mita servía para varias activi-
dades, el trabajo por 10 meses en las minas era el más importante.
La minería colonial requería de mucha mano de obra de operarios
libres y, después de la reforma de Toledo, de mitayos. La utiliza-
ción de estos últimos permitió abaratar los costos de explotación
de la minería, ello porque el empresario minero se aprovechaba
doblemente del indio mitayo; primero, reservándole las tareas más
pesadas y peligrosas; y, segundo, pagándole una baja remunera-
ción, muchas veces inferior a la inicialmente acordada. Se estaba
lejos de cumplir con la ley en lo que correspondía al pago de una
remuneración “de acuerdo a sus necesidades” [42, 44, 46].
En el caso de los operarios libres permanentes y los mitayos la
mortalidad en las minas fue muy alta. Inundaciones, caídas, neu-
monías y envenenamientos por mercurio contribuyeron a incremen-
tar sus riesgos de muerte El jurista Solórzano y Pereira, alrededor
del siglo XVII, advertía: “Y en efecto, si continuando el apretar, y apu-
rar a los indios en este servicio, se puede temer y recelar que se aca-
ben y falten del todo, y con ellos las mismas riquezas que estamos
buscando”. Asimismo, el virrey Conde de Alba (1655-1661) denun-
ciaba: “Las piedras de Potosí y sus minerales están bañados de san-
gre de los indios, y que si exprimieran el dinero que de ellos se saca
habría de brotar más sangre que plata” [101]. La mina más grande
era la de Potosí, donde trabajaban en tres turnos 13 500 mitayos,
llegados desde la Sierra sur. Los indios de la Costa y la Selva esta-

117
ban exceptuados bajo el argumento de que no podían soportar la
altura ni el frío de la puna donde estaba ubicado el yacimiento [46].
Los efectos negativos comentados se presentaban con mayor
intensidad en los mitayos de las minas de azogue de Huancavelica,
en la Sierra central. El virrey Toledo, señala en sus memorias el
constante riesgo a que estaban sometidos los indios “de andar en
el beneficio del azogue y labor de ello...”. Asimismo, fray Lizárraga
escribe lo siguiente: “... el trabajo de socavón, labrando el cerro a
‘tajo abierto’... lo cual es la total extinción de los miserables indios...
salen los pobres azogados, no los curan, luego vienen a sus tie-
rras así enfermos; ninguno escapa que venga enfermo de Guan-
cavilca; ni en seis y ocho meses y un año y año y medio, con gran
apretamiento de pecho, y así enferman y acaban la vida”.
Por último, Tadeo Haënke, explorador que visitó el Perú en el
siglo XVII, al referirse a esas minas comenta:

... respiran continuamente una atmósfera cargada de partículas


metálicas, y los vapores que estas despiden en la fundición, ade-
más de las particulillas de azogue que se introducen por la planta
de los pies en los ensayos por crudo, causa frecuentes parálisis,
esputos sanguíneos y cólicos. También las frías impresiones del
ambiente exterior, al salir abochornados con el trabajo... pro-
ducen en el trabajador frecuentes pasmos, que arrastran a la se-
pultura a muchos centenares de operarios [101].

En el mismo sentido, Hipólito Unanue denunciaba las terri-


bles condiciones de trabajo en las minas, la ausencia de una poli-
cía minera y los desgraciados efectos de dichas condiciones en la
salud de los trabajadores:

... En Europa, para remediar semejantes desgracias, se cuida de


que los asientos de minas están proveídos de profesores, peri-
tos y de auxilios. En el Perú se carece de todos [97].

Con relación a los “obrajes”, un maltrato similar es testifica-


do, entre 1734 y 1745, por Jorge Juan y Antonio de Ulloa, marinos
y geógrafos españoles, cuando narran:

El trabajo en los obrajes empieza antes [de] que aclare el día, a


cuya hora acude cada indio a la pieza que le corresponde según

118
su ejercicio, y en ella se reparten las tareas,...; y luego que se con-
cluye esta diligencia, cierra la puerta el maestro del obraje y los
deja encarcelados. A mediodía se abre la puerta para que entren
las mujeres a darles la pobre y reducida ración de alimento, lo
cual dura muy poco tiempo, y vuelven a quedar encerrados. Cuan-
do la oscuridad de la noche no les permite trabajar entra el maes-
tro del obraje a recoger las tareas; aquellos que no las han podi-
do concluir, sin oír excusas ni razones, son castigados con tanta
crueldad, que es inexplicable; y hechos verdugos insensibles, aque-
llos hombres impíos descargan sobre los indios azotes a cientos,
porque no saben contarlos de otro modo... [102].

De manera concordante con las intenciones de la política


paternalista de los Habsburgo, aunque de manera contradictoria
con la existencia de un sistema de explotación del trabajo del in-
dio, el Rey y el Consejo de las Indias dictaron numerosas leyes y
disposiciones para la protección de los indígenas que trabajaban
en las minas y los obrajes. Asimismo, durante los Borbones se con-
tinuó con la misma política. Al respecto, Paz Soldán [103] alaba
con entusiasmo las normas contenidas en las Reales Cédulas del
28 de enero de 1541, del 20 de enero de 1589 y la de Servicio Per-
sonal del Indio de 1601; así como en las ordenanzas de minería
dictadas en 1783, 1786 y 1787 que ampliaron los alcances de las
anteriores, permaneciendo formalmente vigentes hasta el año 1900.
Estas últimas eran una adaptación de las que habían sido dadas
para la nueva España.
Todos los historiadores coinciden en afirmar que el contenido
de las Leyes de las Indias alcanzó, para la protección de los indí-
genas, perfiles admirables. Pero la casi totalidad de los mismos, a
diferencia de Paz Soldán, enfatizan que en esa época existía, en
mayor medida de lo que sucede actualmente, un dislocamiento en-
tre la intención de la norma y su aplicación por los empleadores y
las autoridades encargadas de hacerla cumplir. Era evidente que
las normas aludidas, pese a su origen y a su espíritu caritativo o
paternal, significó apenas un conjunto de enunciados de intencio-
nes que, por lo general, nunca se concretaron cuando afectaban
los intereses de dichos empleadores y autoridades.

119
Entidades vinculadas con la
higiene pública colonial

La universidad y la medicina colonial

Las cátedras médicas en la universidad: 1638-1821

La estructura y funcionamiento de la “Real y Pontificia Universi-


dad de San Marcos” correspondían a la de una universidad me-
dieval bajo el modelo salmantino. La educación universitaria des-
preció en esos tiempos a las nacientes ciencias naturales. El siglo
XVII muestra similar desaprensión. Médico y curandero son casi la

misma cosa; y cuando en 1637 se discutía en la universidad sobre


la instauración de las cátedras de Medicina, algunos docentes se
opusieron alegando la superioridad de los curanderos sobre los
médicos y la inutilidad de dichos estudios [104]. Hasta 1637 los
únicos estudios que se realizaban en sus claustros eran los de Teo-
logía, Artes y Leyes. Recién en 1638, por Real Cédula de Felipe IV ,
se inició formalmente la enseñanza de la Medicina con la instau-
ración de las cátedras de Prima y de Vísperas de Medicina. Poste-
riormente dicha enseñanza se amplió con la creación de las cáte-
dras de Galeno o de Método en 1691 y de Anatomía en 1711. Esta
última funcionó irregularmente hasta 1752, cuando el Rey confir-
mó su creación, [105, 106].
Hasta el siglo XVIII la enseñanza universitaria de la Medicina
se desarrollaba de manera teórica, conservadora y dogmática, im-
poniéndose el prejuicio, el sofisma, la preocupación metafísica y

[121] 121
el verbalismo. Precepto pedagógico esencial fue el de magister dixit.
Los catedráticos de Prima y Vísperas de Medicina se limitaban a
leer y comentar las materias de estudio, sobre la base de los textos
de Hipócrates, Galeno, Avicena y Pablo de Egina [106].

Hasta 1723, la Universidad de San Marcos nada sabía acerca de


la doctrina de la circulación de la sangre, descubierta por Harvey
en 1628 [104].

Por otro lado, el gobierno colonial no permitía seguir la carre-


ra universitaria a los mestizos, zambos, mulatos y cuarterones,
asumiendo que eran hijos ilegítimos y, por lo tanto, con una “nota
de infamia”. El cumplimiento estricto de esta norma de exclusión,
además de la poca estima que la élite criolla tenía de la Medicina,
mermaban considerablemente la posibilidad de aumentar el ingre-
so a la carrera médica universitaria:

... al punto que sólo habían “cuatro graduados” y uno se repu-


dió del profesorado, en 1737. Los cirujanos, latinos y
romancistas, reclutados entre gente de la baja esfera social, eran
en su mayoría mulatos. Estos hacían su aprendizaje en los hos-
pitales, al lado de los Maestros de Medicina... Mas, la carrera
académica, el doctorado, sólo era permitido a los de raza blan-
ca [106].

Recién con Hipólito Unanue, que en 1787 obtiene por concur-


so la cátedra de Anatomía, se inicia la reforma de la enseñanza de
la Medicina en el Perú. Reforma que trata de hacerse basándose
en la clínica, las disecciones anatómicas y la anatomía compara-
da; siguiendo el método anatomoclínico que se desarrollaba en
Francia. El 21 de noviembre de 1792 se inauguró solemnemente el
“Anfiteatro Anatómico” y, al poco tiempo, se organizaron las “Con-
ferencias Clínicas y Demostraciones Anatómicas”, como parte de
los esfuerzos a realizar para dar énfasis a la enseñanza práctica
en la formación médica. El éxito obtenido por Unanue en dichas
conferencias lo motivaron bien pronto a pensar en la necesidad
de fundar un colegio destinado especialmente a la enseñanza de
la Medicina y así lo expresó claramente en su memoria de 1796
[107].

122
El “quadro sinóptico” de Unanue: 1808

En la revista La Minerva Peruana , de 1808 —relata Hermilio


Valdizán—, se da cuenta del “Quadro sinóptico de las Ciencias
que enseñarán en el colegio de Medicina de San Fernando de Lima,
que se funda de orden del Excmo. Virrey Don José Fernando
Abascal y Sousa”, editado con autorización de Unanue y fechado
el 13 de agosto de 1808. Este cuadro, considerado el primer currí-
culo de estudios para la formación de médicos elaborado en el Perú,
precisa: “Que el objeto de este Colegio es formar Médicos útiles á
la Salud pública, á las Artes y á la Industria, cultivando las cien-
cias”. Luego enumera y organiza dichas ciencias en dos catego-
rías: la de las ciencias básicas, en la columna de la izquierda, y la
de las ciencias médicas en la columna de la derecha:

•Las ciencias básicas están agrupadas en tres ramas: (I) Mate-


mática, subdividida en pura (Aritmética y Geometría) y mixta
(Mecánica, Óptica y Astronomía); (II) Física, subdividida en
Experimental y Química; y, (III) Historia Natural, subdividida
en Mineralogía, Botánica y Anatomía. Recomendando como
autores a Bauls, Farcroy, del Río, Linneo y Bunells.
•Las ciencias médicas, a su vez, están agrupadas en dos gran-
des ramas: la Medicina Teórica y la Medicina Práctica. En la
primera de estas ramas, incluye a la Zoonomía (“Vida orgá-
nica, sus leyes, sus funciones, su muerte, Higiene”), la Patolo-
gía (“Nosología, Semiología, Terapéutica”), la Psicología (“su
alma, sus potencias, su comercio con el cuerpo, males que lo
originan, sus remedios”). En la segunda de las ramas, a la
Clínica (“Interna, Externa”), la Operatoria (“Anatómica, Qui-
rúrgica”), la Obstétrica (“Anatómica, Quirúrgica, Médica”),
la Farmacéutica (“Nomenclatura, uso, acción, preparación
de los remedios”) y la Topográfica (“Lugares, Temperamen-
to, Meteoros, Vivientes, Costumbres, Epidemias. Observa y
cura, ordena y escribe la MEDICINA PERUANA”). Recomen-
dando como autores a Hipócrates y a los de la Escuela de
Leyden.

123
Al comentar ese “Quadro Sinóptico”, Paz Soldán destaca en lo
que se refiere a la denominada, por Unanue, Medicina Topográfica
lo siguiente:

... Quería Unanue que se estudiara los lugares —conocimiento


del GEOS— los temperamentos y metéoros —conocimiento del
COSMOS— y por último los vivientes y sus costumbres —co-
nocimiento de los SOCIOS— y los conflictos con los otros seres
vivos en esas resultantes de las Epidemias, juego de los
“biones”, que en su tiempo estaba envuelto en tinieblas tales
que Sydenham creía invencibles. Y después de recomendar este
apasionante estudio, concluye con un consejo... “Observa y Cura,
Ordena y Escribe la MEDICINA PERUANA”, divisa con que de-
berían salir los médicos que su ardiente apostolado creador am-
bicionaba para su patria [108].

Por su parte, R. Beltrán comenta:

No escapó a la sagacidad de Unanue, la importancia básica de


la historia de las ciencias... enseña anatomía histórica y decide
emplear la topográfica para escribir la historia de la medicina
peruana, y creó la cátedra de Geografía Médica del Perú... Pero
la culminación filosófica-humanista del plan de Unanue se en-
cuentra en la psicología aplicada a la medicina... [105]

Colegio de Medicina y Cirugía de San Fernando: 1811-1821

En 1808, Unanue envía al nuevo virrey, don Fernando de Abascal


y Souza, un memorial donde le solicita la creación del colegio de
San Fernando. La solicitud fue favorablemente acogida por dicho
virrey, que en su largo viaje por tierra de Buenos Aires a Lima,
había constatado la falta de médicos para atender los graves pro-
blemas de salud colectiva. Abascal estaba en la ciudad de Buenos
Aires cuando fue nombrado en 1806 Virrey del Perú. En el men-
cionado memorial Unanue argumentaba que el colegio debía si-
tuarse en uno de los dos mayores hospitales de Lima: San Andrés
o Santa Ana; pero esta parte de la iniciativa tropezó con la incom-
prensión y la resistencia de las cofradías que tenían a su cargo

124
esos hospitales. Finalmente, el local del Colegio se edificó en ple-
no ángulo de la Plaza de Santa Ana, entre el hospital de San An-
drés y el de Santa Ana, no lejos del antiguo hospital de la Caridad
y muy cerca del hospital de San Bartolomé. Su fábrica estuvo en-
cargada al presbítero Matías Maestro [108].
El “Colegio de Medicina y Cirugía de San Fernando” fue in-
augurado el 1 de octubre de 1811. Su independencia de la univer-
sidad hasta su conversión en la Facultad de Medicina fue posible
por gestión de Hipólito Unanue, que tenía el apoyo político del
virrey. La enseñanza de la Medicina dejó de realizarse en la Uni-
versidad de Lima (San Marcos), aunque ésta siguió otorgando los
grados académicos. Las primeras autoridades del Colegio fueron:
Hipólito Unanue, director; P. Francisco Romero, rector; y J. M.
Galindo, secretario. Los catedráticos fundadores fueron: José M.
Dávalos, en Materia Médica; Félix Devotti, en Clínica Externa (Ci-
rugía); José G. Paredes, en Geometría; José Pezet, en Anatomía; Mi-
guel Tafur, en Vísperas de Medicina; Hipólito Unanue, en Prima
de Medicina y José Vergara en Clínica Interna [84].
Por Cédula de 19 de mayo de 1815, el Colegio adquirió el ran-
go de “Real Colegio de Medicina y Cirugía de San Fernando” y se
aprobó el plan de estudios, en el cual se reemplazó la cátedra de
filosofía peripatética con dos más científicas y positivas: una de
física experimental y otra de química. En sus aulas estudiaban los
hijos de españoles residentes en el virreinato y los mestizos y cas-
tas, siempre que no tuvieran “nota de infamia”. El virrey Abascal
en su memoria de gobierno fundamentaba la creación del Colegio
diciendo:

Faltaba un Colegio de Medicina y Cirugía... Por esta culpable


omisión de los vecinos, vinieron a quedar privadas muchas fa-
milias de la honrada subsistencia que podían rendirles emplear
a sus hijos en el ejercicio de una u otra profesión; siendo lo más
doloroso que por el escaso número de gentes de color que se
dedicaban a ellas, carecía de facultativos el Reino... y los muchos
hospitales construidos a expensas de la Soberanía para la asis-
tencia y curación de los naturales, se hacían inútiles por la insufi-
ciencia de los religiosos a cuyo cargo estaba la curación de los

125
enfermos, no siendo posible suplirse la ignorancia con la caridad,
ni la falta de luces en materias de Medicina, con los mejores sen-
timientos de piedad... constándome por experiencia propia y por
la relación de los profesores de vacuna, quienes a su tránsito por
muchos lugares de consideración no han encontrado personas
aptas y dispuestas a quien encomendar la conservación del im-
portante fluido que a tanta costa como trabajo hizo pasar a estas
distancias la beneficencia de nuestros Soberanos. (...) La conside-
ración de estos males... me obligó a plantear un colegio para las
expresadas facultades y sus auxiliares. (...) El cuadro sinóptico que
se acompaña firmado por el Protomédico del reino Dr. Dn.
Hipólito Unanue, acredita la inteligencia y los conocimientos de
este benemérito profesor... [108].

Sobre la participación del colegio en la emancipación, Hermilio


Valdizán comenta:

... hay excepcional unanimidad de nuestros cronistas al dejar


constancia de los muy importantes servicios prestados por el
Real Colegio... a la causa de nuestra emancipación política... Se
celebraban Juntas en las cuales se acordaba la mejor forma de
ayudar a los compatriotas que habían enarbolado la bandera de
la más santa de las rebeldías. Y el Colegio de San Fernando fue
uno de esos focos de rebelión... [81].

El colegio de San Fernando, si bien nació con los mejores aus-


picios y con los mejores profesores disponibles, no llegó a desa-
rrollar todo el plan de enseñanza concebido por Unanue, inspira-
do en el de la Escuela de Leyden, porque el movimiento
independentista ya bastante intenso creaba una gran inestabili-
dad gubernamental y social. Don Hipólito Unanue, su director fun-
dador, fue enviado en 1814 a las Cortes Peninsulares y el virrey
protector y fundador del colegio fue retirado del país en 1816 [107].
El sentimiento religioso de la época se expresaba nítidamente
en la universidad y en la formación médica. San Lucas presidía el
estudio médico en la universidad y la Virgen María el colegio de
San Fernando. Los médicos y cirujanos en el acto de su recepción
por el Real Tribunal del Protomedicato “Juran en forma, hacer bien,

126
y fielmente sus oficios; defender en público, y en secreto el Miste-
rio de la Purísima Concepción de María Santísima Señora Nues-
tra; de asistir a los pobres de limosna, y sin llevarles derecho, ni
salario alguno; y cumplir con las obligaciones de sus encargos”.
En el mismo sentido, el 3 de junio de 1819, el colegio de San
Fernando acordó:

Quede elegida y reconocida desde este día por Patrona de los


estudios de este Colegio la Virgen María en el misterio de su
gloriosa ascensión a los cielos y se haga fórmula la promesa u
ofrecimiento que deberán hacer los alumnos el día de su recep-
ción en el Colegio en que protesten elegirla, la elijan e invo-
quen por patrona de su carrera literaria [109].

Real tribunal del protomedicato: 1570-1821

El “Real Tribunal del Protomedicato”, era una institución creada


en la España de 1442, como un tribunal formado por los
protomédicos o examinadores, que reconocía la suficiencia de los
que aspiraban a ser médicos y concedía las licencias necesarias
para el ejercicio de dicha facultad; además hacía las veces de cuer-
po consultivo en el campo del cuidado de la salud colectiva. Fue
establecido en el virreinato del Perú en 1570, teniendo como sede
la ciudad de Lima. Aunque había contado con un Protomédico
desde el año 1537, cargo que fue desempeñado por el Dr. Hernando
de Sepúlveda.
El Tribunal del Protomedicato en el Perú estaba encargado de
regular y controlar el ejercicio de las profesiones médicas, en rela-
ción directa con la Real Audiencia y el virrey. Tenía como miem-
bros: el Presidente del Tribunal, que era al mismo tiempo el
Protomédico General del virreinato; los alcaldes examinadores, dos
de Medicina y uno de Cirugía; el fiscal y el escribano o letrado
asesor. Además, el Protomedicato contaba con un alguacil mayor
y un portero. Su jurisdicción alcanzaba a todo el virreinato del
Perú. Las autoridades del tribunal nombraban a los Protomédicos
Particulares de Provincias o Tenientes Protomédicos [79].

127
El rey Felipe II nombró, por Cédula del 14 de febrero de 1568,
al Dr. Francisco Sánchez de Renedo, su primer Presidente del
Tribunal, que ocupó el cargo entre 1570 y 1578. Recién al final
del siglo XVII, un peruano recibió ese nombramiento; se trataba del
Dr. Francisco Bermejo y Roldán, natural de Lima, que ejerció el
cargo entre 1692 y 1700. En el momento de la declaración de la
Independencia peruana, Hipólito Unanue ejercía el cargo de Pro-
tomédico. Entre 1570 y 1821 se sucedieron un total de diecinueve
Protomédicos [110].
Formalmente, el Tribunal del Protomedicato debía cumplir, en
el Perú, las siguientes funciones: examinar a los que aspiraban ac-
tuar como “médicos o físicos, cirujanos, farmacéuticos, flebótomos
y sangradores”, y conceder las licencias correspondientes a los que
mostraban suficiencia profesional; ejercer la dirección y el control
de la enseñanza y los asuntos vinculados con el gobierno de las
profesiones médicas; administrar la justicia con relación al ejerci-
cio de tales profesiones para evitar los excesos de los facultativos;
tomar conocimiento de las plantas medicinales existentes en su
jurisdicción; así como recaudar, administrar e invertir los recur-
sos monetarios provenientes de las multas y del pago de los dere-
chos de examen. En el caso de la presentación de brotes epidémi-
cos, el Protomédico debía entregar el dictamen correspondiente a
las autoridades del cabildo, para que ellos tomaran las medidas
del caso. Asimismo, desde el año 1646 se había dispuesto, por Cé-
dula Real, que el Protomédico tuviese anexo a su cargo la cátedra
de Prima de Medicina de la universidad, que era entonces la de
mayor jerarquía académica [79, 84].
El tribunal estuvo muy lejos de cumplir a cabalidad las nume-
rosas funciones que tenía asignadas formalmente. Todos los in-
formes de la época coinciden en afirmar que durante toda su exis-
tencia se limitó a dar cartas de aprobación para el ejercicio de las
“profesiones médicas” y a tratar de resolver numerosos asuntos
contenciosos, en especial, pleitos entre médicos y cirujanos. Al fi-
nal de la vida colonial, el tribunal tenía “una vida lánguida, limi-
tándose a otorgar diplomas” [84].

128
Los gremios “médicos”

Hermilio Valdizán, Juan Lastres y Juan Ramón Beltrán [81, 105,


109, 111] nos informan, que durante la Colonia cuatro eran los
“gremios” que ejercían el arte de curar en el Perú: el de médicos, el
de cirujanos, el de flebótomos o barberos y el de farmacéuticos o
boticarios:
•El gremio de médicos era el más distinguido. Conformado por
médicos venidos de Europa y, a partir del siglo XVII, de algu-
nos profesionales peruanos a quienes el Protomedicato había
concedido el título de Profesor Médico y la universidad los
grados de Doctor, Licenciado y Bachiller. Los doctores eran
graduados con estudios completos, en cuya virtud usaban
las “borlas” correspondientes a dicho título. La recepción del
grado de Doctor era complicada y comprendía una ceremo-
nia, con examen y todo, que se celebraba en la catedral, en el
altar de Nuestra Señora de la Antigua. Los Licenciados en
Medicina podían ser “romancistas” o “latinos”, según el len-
guaje utilizado durante sus estudios (castellano o latín res-
pectivamente); debían “sostener sobre medicina y práctica y
una de filosofía natural, tomándole los puntos de Hipócrates
y Avicena” para ser graduados. Por último, era preciso ser
Bachiller en Artes (Filosofía) para graduarse como Bachiller
en Medicina, [106]. El número de miembros peruanos del gre-
mio fue muy limitado porque se concedía el título y el grado
sólo a los que no tenían impedimentos genealógicos previs-
tos en la ley. Además, la élite criolla del país no tenía en mu-
cha estima la profesión de médico y destinaban a sus hijos a
otras ocupaciones de mayor valoración social. Por su origen
social y su formación académica, los médicos tenían desdén
por los cirujanos y por todo tipo de intervención quirúrgica.
•El gremio de cirujanos seguía en jerarquía social, a gran dis-
tancia, al de los médicos. Sus miembros debían aprobar deter-
minadas pruebas de competencia y recibir la autorización
correspondiente del Tribunal del Protomedicato. Los Licen-
ciados en Cirugía, tanto romancistas como latinos, estaban

129
autorizados para ejercer la cirugía de la época, incluida algu-
nas intervenciones obstétricas y ginecológicas. Cuando uno
de ellos se dedicaba a la ortopedia era denominado “algebris-
ta”. El gremio estaba conformado por unos cuantos cirujanos
extranjeros, los barberos o aprendices que venían de ultramar
e ingresaban al gremio y cirujanos preparados en el país. Con
relación a estos últimos, Lastres dice: “Solamente podían es-
tudiar Cirugía aquellos mal nacidos, porque era un arte para
gente de color y éstos la habían desempeñado durante los tres
siglos virreinales... Su estudio era poco decoroso y mirado
con desdén por las clases elevados. Los “pardos” aprendían
el arte al lado de un buen maestro que se dignara enseñarles
(...) Unanue fue quien elevó la dignidad profesional del Ciru-
jano nacional, fundando primero el Anfiteatro Anatómico y
principalmente el Real Colegio de Medicina y Cirugía de San
Fernando en 1808”.
•El gremio de barberos o flebótomos tenía una jerarquía aún
inferior al de los cirujanos. Los “sangradores” aprendían su
arte en forma empírica, prodigando el recurso heroico de la
“sangría”. Gozaron de gran popularidad. El mismo San Mar-
tín de Porres ejerció la flebotomía con gran éxito. Además, se
limitaban a cumplir funciones de cuidado de enfermería y de
curación de heridas de poca importancia.
•Por último, estaban catalogados los boticarios y el gremio de
las “comadres o recibidoras” que ejercían, en competencia
con cirujanos, la obstetricia y aun la ginecología.

Los primeros conquistadores no trajeron médicos ni cirujanos.


En abril de 1537, el cabildo de Lima refrendó el poder otorgado
por el Rey de España a su vasallo Hernando de Sepúlveda para
que éste cumpliera las funciones de Protomédico Sustituto en es-
tas tierras. Luego, llegaron algunos médicos y cirujanos europeos
y en 1637 se inició la formación universitaria de médicos y ciruja-
nos en el país. El número de médicos y cirujanos competentes que
ejercieron, autorizados por el cabildo y el Tribunal del Proto-
medicato, durante la Colonia siempre fue limitado. Junto con ellos

130
ejercían “numerosos curanderos y empíricos” [106]. Unanue, al re-
ferirse a la situación del ejercicio de la Medicina en el país, fue
reiterativo en problematizar el escaso número de médicos capaci-
tados y el inapropiado comportamiento de éstos.

En el Perú no han tenido sus moradores otro asilo en las graves


y frecuentes epidemias y demás accidentes que han padecido que
la impericia de los empíricos, el total abandono y el bárbaro arrojo
de los charlatanes: médicos capaces de acabar por sí solos con el
linaje humano (...) Los primeros que fijando su residencia en
Lima, tenían el lugar más eminente en la Facultad, son pintados
en el siglo de la conquista como unos hombres ignorantes, se-
dientos de oro y olvidados enteramente del bien público. En el
siguiente, sus conocimientos prácticos se reputaban inferiores a
los supersticiosos que conservan los indios, y a los que por un
instinto automático adquieren los sirvientes de los hospitales (...)
Fundáronse las cátedras para esparcir la luz de la enseñanza. Pero,
o porque la medicina no mereció aquella atención que las demás
ciencias, o porque al abrigo de las tinieblas del siglo era fácil pro-
fesarla sin entenderla, nadie procuró penetrar sus misterios.
Creíanse demasiadamente instruidos los que poseían un fárrago
de recetas adquirido por una práctica grosera, o que juzgaban
explicar y ordenar por el hombre quimérico, que se habían figu-
rado en la mente, las leyes reales del cuerpo físico. En uno y otro
caso corría un riesgo evidente la salud del pueblo [112].

Al final de la Colonia persistían las diferencias sociales entre


los estamentos y las castas que se expresaban en la composición
de los gremios médicos. Diferencias cotidianas que iban más allá
de las establecidas formalmente y que eran muy nítidas en la uni-
versidad. Desde el año 1698 la Real Cédula de Carlos II prohibía el
ingreso a la universidad a los que tenían “nota de infamia”; pero
al aplicarse esta prohibición a todos los “pardos”, el conde de
Castelar tuvo que dar un edicto precisando que ese ingreso estaba
impedido sólo a las castas que tenían “nota de infamia”. No obs-
tante, el año de 1701 los médicos suplicaron al Rey, que ningún
“pardo” fuese admitido a los grados académicos. El Rey denegó
esta petición, ordenando se guardase el contenido del artículo 238

131
de la norma citada: “por la que se excluía solamente a los peniten-
ciados o a los que tuvieron nota de infamia”. En 1752 y en 1768, el
Rey debió reiterar esa orden. Sin embargo, las autoridades univer-
sitarias siguieron impidiendo el ingreso de los “pardos” a los es-
tudios de Medicina, los cuales —salvo casos excepcionales— tu-
vieron que limitarse, por más de tres siglos, al ejercicio de la Ciru-
gía: “El caso más flagrante fue el del mulato Valdés (destacado ci-
rujano), por el que pidió el cabildo de Lima al Rey una excepción
(para que se graduara como Médico), y esta fue concedida” [59].

132
La beneficencia colonial

Asociaciones de beneficencia

Las instituciones de caridad privada

La beneficencia privada se difundió significativamente durante la


época colonial debido a la conjunción de la permanente labor y
dedicación de las cofradías y hermandades, del fomento y apoyo
de la Corona; así como de los constantes legados y mandas testa-
mentarias de ilustres benefactores que hacían grandes donaciones
de bienes, capitales, propiedades y rentas con ese fin. La disponi-
bilidad y la buena administración de tales recursos permitieron la
creación, ampliación, mantenimiento y el mejoramiento de los hos-
pitales, las casas de recogimiento y los hospicios.

Las instituciones caritativas en el Perú... tuvieron su origen en


la caridad privada que no sólo las fundó, sino que las proveyó
de todos los medios necesarios para su subsistencia y progreso
[113].

Las “cofradías” son las congregaciones que forman algunas


personas, con autoridad competente para ejercitarse en obras de
piedad. Según refiere Valdizán [77], la mayoría de las cofradías
establecidas en el Perú colonial tenían por objeto “cuidar de la cera
y decencia con que se lleva el santísimo a los enfermos”; cada una
de ellas tenía sus “Mayordomos” y “Hermanos Veinticuatros” o

[133] 133
diputados, y en las más importantes figuraban los elementos más
aristocráticos de la Lima virreinal. Las leyes españolas prohibie-
ron que se hiciera la fundación de alguna cofradía, sin licencia
del rey y del obispo diocesano. Así lo ordenó Felipe II, en su Real
Cédula del Pardo, de 7 de mayo de 1591. Nueve años después la
Cédula de Felipe II en Aranjuez, 11 de mayo de 1600, precisaba:

... para fundar Cofradías, juntas o cabildos de españoles, indios,


negros, mulatos o otras personas de cualquier estado o calidad,
aunque sea para cosas y fines píos y espirituales, proceda licen-
cia nuestra, y autoridad del Prelado Eclesiástico, y habiendo he-
cho sus Ordenanzas y Estatutos, les presenten en nuestro Real
Consejo de las Indias, para que en él se vean, y se provea lo
que convenga...; y si se confirmaren o aprobaren, no se puedan
juntar... sino estando presentes algunos de nuestros Ministros
Reales, que por el Virrey, Presidentes o Gobernador fuere nom-
brado, y el Prelado de la Casa donde se juntaren.

Esta prescripción se reprodujo en las Reales Cédulas de 9 de


noviembre de 1763 y 17 de septiembre de 1766; además, por Cé-
dula de 21 de diciembre de 1744 se ordenó al virrey del Perú que
hiciera cerrar algunas cofradías por haberse establecido sin la real
licencia. De esta manera los reyes españoles, siempre celosos de
los privilegios y fueros de su autoridad, se reservaron el derecho
de dar las licencias para la fundación de las cofradías y el funcio-
namiento de sus hospitales y otros establecimientos de beneficen-
cia [103, 113, 114].
En cumplimiento de las ordenanzas y estatutos de su funda-
ción, la cofradía administraba los bienes y las rentas de las “ca-
sas de misericordia” a su cargo; para ello, nombraba anualmente,
en cada una de ellas, un mayordomo y varios diputados auxilia-
res o celadores. El mayordomo, al final de su gestión, enviaba las
cuentas a la cofradía para su aprobación; las cuales, una vez apro-
badas internamente, debían ser examinadas y aprobadas por un
Ministro Real, a cuyo cargo corría la protección de la casa de mi-
sericordia administrada.

134
En la composición de esas asociaciones caritativas se repro-
ducía el carácter estamental y racista de la sociedad colonial. Las
cofradías y las “hermandades”, constituidas para el socorro de los
“hermanos”, se diferenciaban por la “raza” y gremio de sus aso-
ciados. El jesuita Bernabé Cobo informa que alrededor del año 1650
existían en la ciudad de Lima un total de 57 de estas organizacio-
nes: 25 de españoles, 13 de indios y 9 de negros y mulatos; desta-
cando “las memorias pías de gruesa renta que se han instituido...
para utilidad de los pobres, y servicio del culto divino (...) los cua-
les se emplean en remediar doncellas pobres, criar huérfanos y
otras obras de misericordia” [96].
Los santos patrones de las cofradías y de las hermandades de
los gremios eran elegidos conforme a su afinidad con el ejercicio
del oficio de sus miembros: los plateros tenían como patrón a San
Homobono, los tintoreros a San Gabriel, los zapateros a San
Crispín, etc. De las 77 cofradías y hermandades que existieron en
Lima entre 1746 y 1810, las más importantes eran la Archicofra-
día de Veracruz (españoles), la de San Crispín (zapateros), la de
San Crispiniano (zapateros indios) y la del Rosario (pardos) [46].
Cada establecimiento de asistencia al indigente desarrollaba sus
actividades cumpliendo sólo la reglamentación dictada por la co-
fradía de la que dependía [99].

Las casas de recogimiento y hospicios [46, 115, 116]

Las casas de recogimiento eran entidades creadas para albergar a


las doncellas criollas o mestizas pobres, viudas o madres solteras
abandonadas que buscaban refugio y protección de la Iglesia. En
estos locales las mujeres vivían enclaustradas y se les proporcio-
naba alimentación, alojamiento, educación y seguridad frente a
los “peligros del mundo”. Asimismo tuvieron una labor correc-
tiva, pues aquí llegaban mujeres que habían cometido delitos
como adulterio, robo o lesiones, para recibir un castigo ejemplar.
Por otro lado, los hospicios eran casas destinadas para albergar
pobres y expósitos.

135
La primera casa de recogimiento que se creó en el Perú fue la
de San Juan de Letrán en el Cusco, en 1551. En 1553 se fundó el
recogimiento de Nuestra Señora del Socorro en Lima a los que le
siguieron el de Nuestra Señora de los Remedios en el Cusco, y el
que Isabel de Porras fundó en Lima en 1602. Muy pronto se crea-
ron otros recogimientos, en casi todas las provincias peruanas, por
iniciativa de las autoridades eclesiásticas y civiles locales que, lue-
go, supervisaban directamente sus operaciones. Los jesuitas fun-
daron algunas casas, en tanto que las congregaciones de otras ór-
denes laboraban en las demás cumpliendo disposiciones de la Co-
rona hispana para controlar la mendicidad. A diferencia de los
conventos, que eran fundados por iniciativa privada, las casas de
recogidas tuvieron que ser solventadas con apoyo estatal puesto
que no recibían apoyo de las personas pudientes. La precaria eco-
nomía de estas entidades hizo que muchas veces recurrieran a di-
ferentes estrategias como comercializar algunas labores manuales
o pedir limosnas para su mantenimiento.
Con relación a los principales hospicios y casas de recogimien-
to que funcionaron durante la Colonia en la ciudad de Lima, los
autores que escriben sobre el tema [46, 99, 103, 113, 117] coinci-
den en destacar los siguientes:

•El “Recogimiento de Doncellas” de San Juan de la Penitencia.


Se fundó en 1538 como una casa de alojamiento para el cui-
dado y educación de mestizas y de mujeres en riesgo moral.
En 1576 su local fue comprado por la Real Universidad de
Lima, por lo que sus beneficiarias pasaron a alojarse en diver-
sos conventos y monasterios, hasta que en 1670 se concentra-
ron en el “Beaterio de las Amparadas”.
•El “Hospicio de Santa Cruz de Atocha” o “Casa de Expósi-
tos”, fundado en noviembre de 1603 por don Luis de Ojeda
(Luis Pecador). Posteriormente estuvo bajo la administración
de una cofradía de escribanos, la “Hermandad de los Niños
Perdidos, huérfanos y desamparados de Nuestra Señora de
Atocha”. A los niños recogidos eran confiados a la lactancia

136
de amas asalariadas que residían fuera del hospicio, pero
sujetas a severo control. El padre Cobo refiere que los niños
recogidos anualmente sumaban de cuarenta a cincuenta y
que el total de asilados alcanzaba a 120 en el año 1639. La
casa de expósitos funcionó hasta 1850 al lado de la Iglesia de
los Huérfanos, luego fue trasladada a la plaza de la Recoleta
y desde 1918 fue integrada a la organización del Puericultorio
Pérez Araníbar, en Magdalena.
•La “Casa del Divorcio y Abandonadas”, fundada en 1605 por
el arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo, asociado a don Fran-
cisco de Saldaña. Se destinó al recogimiento de las mujeres
abandonadas o separadas de sus esposos y a la educación de
niñas. Habiendo el terremoto de 1655 arruinado su local en la
calle de las Divorciadas, la casa se integró, en 1670, al “Beaterio
de las Amparadas”.
•El “Beaterio de Amparadas” u “Hospicio de las Amparadas o
Recogidas” comenzó a funcionar en 1670. Gracias a la preo-
cupación del venerable predicador P. Francisco del Castillo,
el virrey conde de Lemos autorizó su establecimiento. Gozó
de la mayor protección de los monarcas de España y de sus
virreyes en el Perú. Destinado inicialmente a refugiar a muje-
res abandonadas o arrepentidas, se extendió luego a colegio
de Educandas y, posteriormente, a lugar de reclusión de mu-
jeres de mala vida. Inicialmente ubicada en la calle de las
Desamparadas, lo que es hoy el monasterio de Santa Rosa,
pasó en 1771 al local de la calle Colegio Real, junto al antiguo
hospital de San Pedro, hasta su desaparición en 1870.
•El “Real Hospicio de Pobres” fue instituido y fundado por el
virrey Amat en 1765, a instancias del benefactor don Diego
Ladrón de Guevara. Comenzó a operar, con 24 indigentes en
su local del colegio de Caciques del Cercado. Dejado a la ad-
ministración de la Corona, decayó hasta quedar en la
precarísima situación de tener que ceder los patios y casi toda
la morada de su local para un cuartel de tropas regulares.
Para remediar tal situación, el virrey De la Pezuela, dictó el

137
decreto de 26 de agosto de 1819 que creó la “Junta de Real
Beneficencia” para que administrara el hospicio y lo fortale-
ciera. Cambios normativos posteriores desactivaron a la jun-
ta en 1820.

Junta Real de Beneficencia: 1819-1820

En medio de las dificultades políticas y económicas presentes en


los últimos años del Perú colonial, la administración gubernamen-
tal del “Real Hospicio de los Pobres” no podía evitar el deterioro
de sus acciones en auxilio de la indigencia. En estas circunstan-
cias el virrey De la Pezuela dictó, primero, el decreto de 20 de
septiembre de 1817, por el que declara el restablecimiento del hos-
picio y, luego, el decreto de 26 de agosto de 1819 que creó la “Jun-
ta Real de Beneficencia” con la misión de

esclarecer, consolidar y realizar todos los derechos del Real Hos-


picio (...) conforme a las intenciones del Soberano, al bien de
sus vasallos pobres, y al concepto público [118].

El virrey delegó a la junta su representación para encargarle


todo lo relativo al indicado establecimiento. En el texto del men-
cionado decreto se siguió utilizando el lenguaje colonial de la
caridad:

... bondad de S.M. y de la piedad de aquel promotor... el acierto y


la extensión de ideas tan benéfica en honra y gloria de Dios, ho-
nor del Soberano, y auxilio de la indigencia de esta ciudad
fidelísima... que robustecido por la caridad de que abunda, con
los auxilios que se fomenten y constituido baxo de un sistema el
más pío y bien reglado... por tanto, debiendo encomendar esta
ciudad del modo más conforme a las intenciones del Soberano, al
bien de sus vasallos pobres, y al concepto público, he resuelto ins-
talar una Junta que se titulará de REAL BENEFICENCIA.

La junta debía cumplir las siguientes tareas: (a) formar las cons-
tituciones del Real Hospicio; (b) promover arbitrios; (c) estimular
la piedad pública; (d) hacer levantar el plano de un nuevo local
para los pobres blancos en la Portada del Callao; y, (e) detallar la

138
refacción que necesita el antiguo local del hospicio del Cercado
para destinarlo al auxilio de los pobres de color [118].
El 22 de septiembre de 1819 se instaló la junta en la casa
de su presidente, el oidor D. Manuel Genaro de Villota. En su se-
gunda sesión se incorporó D. Matías Maestro. Este último redac-
tó las instituciones o reglamento del hospicio y fue el mayor ani-
mador del cumplimiento de las tareas encomendadas, a pesar de
las dificultades ocasionadas por las luchas independentistas. Fi-
nalmente, la junta fue desactivada formalmente en 1820; sin embar-
go, la vigilancia del hospicio y la construcción de su nuevo local
quedó encomendada al deán Echague, con el título de Director
Espiritual [118] .

Asistencia hospitalaria

El hospital colonial como casa de misericordia

Las primeras disposiciones de la Corona para el buen gobierno


de sus colonias destacan la importancia asignada a la construc-
ción y operación de los hospitales o “casas de misericordia”. Los
hospitales eran considerados, en esos siglos, como casas que sir-
ven para recoger pobres y peregrinos por tiempo limitado y, lue-
go, como casas en que se curan enfermos pobres. La caridad cris-
tiana era el argumento oficial de la importancia de estos estableci-
mientos. De ellos sólo se esperaba que cumplieran una función de
asistencia social-religiosa: cuidar con piedad al que llamaba a sus
puertas. Además, la tecnología médica disponible antes del siglo
XIX no habría permitido esperar que cumplieran, de manera eficaz,

una función recuperativa de la salud. El primero de estos locales


en el país fue una pequeña “casa-enfermería”, establecida en Lima
durante el año 1538 y ubicada en la “Calle de la Rinconada de
Santo Domingo”, sobre dos solares asignados por don Francisco
Pizarro para servicio de la ciudad. En 1541, una Real Cédula or-
denó establecer hospitales en todo pueblo de españoles o indios,
fundados o por fundar, “donde sean curados los pobres enfermos
y se ejercite la caridad cristiana”.

139
En esos tiempos de evangelización y de fervor religioso no po-
dían faltar, en el Perú colonial, las iniciativas piadosas y los apor-
tes monetarios de la caridad privada, para la fundación de esas
“casas de misericordia”: se fundaban generalmente por el deseo,
el trabajo y los aportes iniciales de algún personaje o vecino pu-
diente. Respecto de estas iniciativas de los benefactores particula-
res, la Corona se reservaba una simple relación de amparo y, oca-
sionalmente, hacía aportes de la hacienda real. En los casi tres si-
glos de vida colonial, el número de hospitales en operación au-
mentó y disminuyó en medio de grandes contrastes. No era infre-
cuente que tales casas, luego de la muerte del benefactor funda-
dor, se empobrecieran y, luego, desaparecieran.
Las primeras “casas de misericordia” eran sencillas construc-
ciones de tabiques de madera, cañas, esteras, bejucos y barro. Pos-
teriormente, algunas de ellas fueron reemplazadas por grandes
edificaciones, con paredes de piedra y adobe, ladrillo y cal, altos
techos, artesanados y tallados, cruceros de salas y “cobachas”;
además de capillas interiores dotadas de retablos y tallas, con por-
tadas de piedra tallada, con amplios zaguanes y patios floridos.
Recién en 1858 y en Lima, los catres de fierro reemplazarían a las
“antiguas y pestíferas cobachas” [77] .
En 1821 se disponía en el Perú de cincuenta hospitales, once de
los cuales se ubicaban en Lima. Las ciudades de Anta, Arica,
Ayacucho (Huamanga), Arequipa, Callao, Cajamarca, Cusco,
Chachapoyas, Huancavelica, Huaura, Huaraz, Huaylas, Ica,
Lambayeque, Moquegua, Moyobamba, Piura, Puno, Trujillo, Saña y
Sicuani contaban con uno o más hospitales. El establecimiento se
construía para atender, de acuerdo al carácter estamental de la so-
ciedad colonial, a los indigentes de una determinada raza y casta;
pero también hubieron hospitales para determinado tipo de enfer-
medad y aún para incurables, además de los destinados a las mu-
jeres, a ciertas profesiones y al cuidado de los convalecientes [119].
Por otro lado, los sismos, el tiempo, la falta de pago de tribu-
tos, los problemas administrativos, etc., afectaron seriamente la es-
tructura física y la calidad de la atención social en la mayoría de
los hospitales que mantenían sus operaciones. En sus informes a

140
los virreyes sobre la situación de Lima, Hipólito Unanue es reite-
rativo en insistir, por un lado, en la insuficiencia y el deterioro de
la obra física y, por otro, en el “abandono en que se halla el régi-
men curativo” en los hospitales, señalando como causas de estos
defectos, la falta de médicos y cirujanos; así como las “arbitrarie-
dades de las hermandades de los hospitales” [120].

La administración hospitalaria colonial

Paz Soldán [103] destaca el hecho de que la Corona reservó de su


Real Patrimonio, rentas fijas para el mantenimiento de los hospi-
tales. La más importante de éstas, el noveno y medio del total de
los diezmos, que todos pagaban al Rey. Otras rentas procedían del
“derecho de escobillas y relave y el famoso ‘Tomín de Hospita-
les’... que pagaban los indios, reteniéndole del salario que goza-
ban como mitayos”, creado por el virrey Toledo. Las limosnas y
donaciones aportadas por los opulentos de la época incrementaban
significativamente las rentas públicas destinadas a la asistencia.
Además, la misma Corona hacía, en determinadas oportunidades,
donaciones importantes con este objeto.
Otros estudiosos coinciden con Paz Soldán en señalar que el
financiamiento de los gastos operativos de los hospitales era ge-
neralmente mixto, aunque mayoritariamente privado. Se utiliza-
ban diversas fuentes: (a) bienes generadores de rentas aportados
por los fundadores; (b) legados por testamentos; (d) donaciones
destinadas al culto y sostén del establecimiento; (e) ingresos pro-
pios por alquileres, enfiteusis, mandas, préstamos y colocaciones;
(f) cuotas pagadas por los asociados, sea del gremio o de los pro-
pios miembros del mismo; (h) asignaciones de la Hacienda Real.
En algunos casos los fundadores aportaban propiedades y rentas
seguras para que los establecimientos pudieran atender sus reque-
rimientos sin tener que recurrir al apoyo del gobierno.
Con relación al patronato de los hospitales se produjeron al-
gunos conflictos entre las autoridades civiles y religiosas colonia-
les. Habiendo un Arzobispo de Lima llevado su queja a Roma, por
el derecho de patronato que sobre los hospitales reivindicaba el

141
virrey, una nueva Cédula Real, dada en Cobejos en 1593, confir-
mó lo dispuesto en la de Pardo:

Porque bien se sabe que los hospitales de los pueblos españo-


les son de Patronato, fundados y dotados con mi hacienda y li-
mosnas que les he hecho y hago de ordinario, y los que hay en
los pueblos de los indios se mantienen con la cuota que el Vi-
rrey D. Francisco de Toledo les adjudicó en las tasas y también
en las sementeras y otros bienes de comunidad, que los indios
tienen para este objeto [113].

El gobierno estableció leyes y reglamentos para el control del


buen funcionamiento de los hospitales coloniales. Normas que
en 1681 conforman el “Título Quarto. De los Hospitales y Cofra-
días” de la “Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias”.
La “Ley iii. Que los Virreyes, Audiencias y Governadores pongan
cuidado en los Hospitales [establecía:] Mandamos A los Virreyes
del Perú y Nueva España, que cuiden de visitar algunas vezes los
Hospitales de Lima y México y procuren que los Oidores por su
turno hagan lo mismo, quando ellos no pudieren por sus perso-
nas, y vean la cura, servicio y hospitalidad que se haze á los en-
fermos, estado del edificio, dotación, limosnas, y forma de su dis-
tribución, y por qué mano se haze, con que animarán á los que
administran...”.
En opinión de Jorge Basadre, ese sistema complejo de admi-
nistración y control externo mantuvo, a la par que la autoridad
real sobre los hospitales, la honradez en el manejo de las rentas
asignadas.

Anualmente los hermanos elegían un mayordomo y cuatro ce-


ladores. Olvidaban ellos sus propios asuntos para atender a los
miserables. Cuando se presentaban las cuentas el hospital nun-
ca perdía; y por el contrario ganaba por caridad de alguno de los
mayordomos [121].

La gestión interna del hospital era ejercida por personal reli-


gioso, encargado de dirigir las operaciones cotidianas del estable-
cimiento, así como de la asistencia alimentaria y la salvación de
las almas de las personas hospitalizadas. Se llamaba al médico

142
para atender a los enfermos graves, más para cumplir con un re-
quisito administrativo que para buscar una acción médica eficaz.
Las ordenes hospitalarias de San Juan de Dios y de Pedro de
Betancourt fueron las más importantes en dicha gestión, aunque
también participaron otras ordenes menores. Los hermanos
betlemitas, de la Orden de Pedro de Betancourt, usaban barbas lar-
gas y eran conocidos como los “barbones”; llegaron a Lima a fi-
nes del siglo XVII para encargarse de la asistencia de enfermos en
el hospital del Carmen, para luego extenderse por todo el Perú con
sus hospitales [103, 77].
La Orden de San Juan de Dios llegó a Lima alrededor de 1606,
siendo el hospital de San Diego el primero que administraron. Lue-
go, “sus casas se multiplicaron como por milagro, por el resto del
Virreinato”. Los juandedianos usaban capuchas abultadas y eran
llamados por el pueblo los “frailes capachos” [103]. Esta congre-
gación, fundada por San Camilo de Lelis, estableció su primera
provincia en Lima el año 1735. Aún cuando no se ocupaba direc-
tamente de la asistencia de enfermos, sí tenía que ver con ellos en
la asistencia de los últimos momentos de la vida. Eran los “Pa-
dres de la Buena Muerte”, que tenían como advocación “La Bue-
na Muerte” [77].

Los hospitales de Lima

La historia de la construcción de hospitales coloniales comenzó


con las realizaciones urbanísticas en la nueva Colonia. En Lima,
al distribuirse los solares, se delimitaron las áreas correspondien-
tes a templos y hospitales. El cabildo de Lima inició, el 16 de mar-
zo de 1538, la edificación de la primera enfermería en la Rincona-
da de Santo Domingo para los españoles, siendo comisionado para
la dirección de la fabricación del hospital y como su mayordomo,
Juan Mero. Hacia 1800, el explorador Tadeo Haencke contabilizó
en Lima un total de 1 000 camas hospitalarias, repartidas en 50
enfermerías que funcionaban en diez hospitales disponibles [99,
112, 113].

143
Los principales hospitales de la Lima colonial, descritos
por Montesinos, Ulloa, Olaechea, Paz Soldán y Lastres, son los
siguientes:

•Hospital Santa Ana. Cuya construcción se inició, a iniciati-


vas del arzobispo Loayza, en 1548 y fue destinado al
adoctrinamiento y a la atención de la salud de los indios hom-
bres y mujeres. En palabras de Córdova y Urrutia, para “la
curación de los miserables indios que morían como bestias en
los campos y en las calles”. Al comenzar sus operaciones en
1549, el cabildo trató de incorporar el hospital a su adminis-
tración; pero la Iglesia logró el apoyo de la Corona para que
mantuviera su autonomía de gestión bajo el Patronazgo Real.
A poco de entrar en operación, cuenta Fuentes, se asistían
300 enfermos diarios. La historia del hospital está unida al
nombre de fray Jerónimo de Loayza, Arzobispo de Lima, quien
dedicó gran parte de su vida al servicio personal del hospital,
hasta morir en una de sus “cobachas” y dejar sus restos en el
panteón del hospital. En 1606 la gestión del hospital fue puesta
a cargo de una hermandad de 24 personas notables de Lima.
En 1642, Montesinos describe al hospital:

Tiene dos cruceros, uno principalísimo donde se curan hombres


y otro para mujeres; fuera de esto y salas distintas para enferme-
dades contagiosas, ay de ordinario trescientas camas y llegan al-
gunas veces a cuatrocientos, porque se curan aquí indios de todo
el Reino; ay cuatro clérigos... se dicen por los indios difuntos que
allí mueren ocho misas rezadas cada semana; desde que se fundo
han muerto cincuenta mil indios y más; entyerranse los yndios
que mueren en un patio, que bendizó el Arzobispo, que esta en-
tre la Iglesia Parroquial y el claustro del hospital [122].

•Hospital de San Andrés. Fue fundado en 1552 para la aten-


ción de los varones españoles pobres y funcionó en forma
autónoma y regular desde 1556; refundiéndose en él los res-
tos de la enfermería de la Rinconada de Santo Domingo. El
virrey Toledo, en 1570, fue quien dio a este hospital sus pri-

144
meras ordenanzas y reglamento; hasta que en diciembre de
1602 el virrey Luis de Velazco aprobó la fundación de una
hermandad de notables y acaudalados que se encargó de su
dirección. Bajo ésta, el hospital amplió su oferta de atención,
aumentando sus salas y construyendo hasta un servicio para
“locos”. Unanue dice que en 1793 contaba con nueve salas,
256 camas y que sus rentas eran cuantiosas. Las salas de
enfermos formaban un enorme crucero en cuya intersección
había de alzarse un altar para consuelo de todos los pacien-
tes, aún de los agonizantes.
•Hospital de la Santa María de la Caridad o de los Santos
Cosme y Damián. Fue fundado en 1559 para la atención de
las mujeres españolas. Su inspirador fue fray Ambrosio de
Suerra, cuyo ejemplo estimuló al español don Pedro Alonzo
de Paredes que organizó la hermandad de la Misericordia y
la Caridad. Esta cofradía también prestaba asistencia en el
entierro de los muertos, en la educación de los huérfanos y en
el acompañamiento de los ajusticiados. Basándose en
donaciones fundaron, además, un hospicio para pobres y un
colegio para la educación de doncellas desvalidas. El progre-
so de la hermandad fue tal que los virreyes mismos pertene-
cían a ella. Tenía una renta muy alta, sin embargo sus egresos
eran mayores que sus ingresos fijos, cubriendo el déficit la
caridad pública.
•Hospital de San Lázaro. Como ya se informó en páginas ante-
riores inició sus operaciones en 1563 y estaba destinado a la
atención de los leprosos. Funcionó hasta el año 1825 cuando
fue refundido en el hospital Refugio de Incurables.
•Hospital del Espíritu Santo. En el año 1575, Miguel de Acosta
y un grupo de navieros crearon con este hospital un sistema
de protección y asistencia de los marinos. Sus rentas proce-
dían de tasas que pagaban las numerosas naves que ingresa-
ban y salían del puerto del Callao; así como de cuotas del 5%
sobre sus soldadas, pagadas por los marinos asalariados.
Fue el hospital donde se hicieron las primeras prácticas de
cirugía y por ende la formación de cirujanos. Subsistió hasta

145
1822, fecha en que fue trasladado a la nueva población de
Bellavista, siendo la base del primer hospital naval.
•Hospital o Casa de Convalecencia de San Diego. Fue fundado
en 1593, por doña María Esquivel y su esposo, para la aten-
ción de los convalecientes que egresaban del Hospital San
Andrés. La administración estuvo a cargo de la hermandad
de San Diego y la asistencia hospitalaria a cargo de los reli-
giosos de San Juan de Dios. El Padre Camacho amplió este
hospicio hasta para 24 camas.
•Hospital de San Pedro. Una hermandad de 25 clérigos, enca-
bezada por el presbítero Almeida, fundó en 1594, con sus
bienes, la enfermería u hospital de dicho nombre para sacer-
dotes o clérigos seculares, párrocos de doctrina y presbíteros
pobres y enfermos. Sosteniéndolo con dichos bienes y con
limosnas públicas. Trasladado en 1767 al antiguo convento
de San Pablo de los padres jesuitas, subsistió hasta 1875.
•Hospital de Convalecencia de Nuestra Señora del Carmen u
hospital de Barbones. Fundado en el año 1648 por el indio
Juan Cordero y el presbítero don Antonio Dávila, para la aten-
ción de los convalecientes egresados del hospital Santa Ana;
preparándolos así para el retorno de sus faenas y labores de
origen. Llegados a Lima la hermandad de los betlemitas, se
les entregó su administración al final del siglo XVII.
•Hospital Real de San Bartolomé. Al esfuerzo de fray Bartolomé
Vadillo, de la Orden de San Agustín, se debió la creación de
este hospital:

Afectado de sentimiento al ver que los negros pobres no tenían


refugio en sus dolencias y que aún morían algunos en el campo
y arrabales de Lima, abandonados cruelmente, por los mismos
a quienes había servido, proyectó hacer un Hospital donde pu-
diesen acogerse y morir evitando el escándalo... [83].

Con la colaboración del padre Francisco del Castillo S. J., esta-


bleció una casa de socorros en Barranca, que desde el 6 de enero
de 1646 sirvió de albergue a los negros enfermos y necesitados.
Luego, con la ayuda de otros hombres virtuosos, el llamado

146
“Hospital de Vadillo” fue trasladado en 1651 a un gran local
ubicado en Barrios Altos bajo la denominación de “Hospital de
San Bartolomé”. Recibían enfermos de los dos sexos en 118
camas, que se aumentaban conforme a las necesidades. Des-
pués de la Independencia, en 1826, el libertador Simón Bolívar
dispuso que se desalojara el hospital para que sirviera de cuar-
tel a la División Colombia, fecha desde la cual quedó converti-
do en cuartel y, después, en hospital militar hasta 1961.
•Los Refugios de los Incurables. Eran dos hospitales, uno para
cada sexo, que llevaron el nombre de “Refugio” y fueron fun-
dados separadamente. El de hombres debió su fundación a la
caridad del español Domingo de Cueto, en 1669; fue adminis-
trado por los padres betlemitas. En 1794, bajo el gobierno del
virrey Avilés, se fundó el Refugio de las Incurables Mujeres,
contiguo al anterior.
•Hospital del Cercado. Fue un lugar de convalecencia de los
Padres de la Compañía de Jesús. Luego de la expulsión de la
orden jesuita del territorio peruano fue convertido en colegio
de caciques.

Cerca del final de la Colonia, Hipólito Unanue señala que los


hospitales de Lima habían sufrido un gran deterioro físico como
consecuencia de los terremotos y que la atención que brindaban
no correspondía a las necesidades de servicios curativos de la po-
blación limeña. En un informe que emitió el 15 de enero de 1808
en apoyo a la iniciativa de que el colegio de San Fernando se cons-
truyera en el hospital de Santa Ana, afirmaba:

Lima, que en todo se manifiesta caritativa y generosa, tiene hos-


pitales para las diversas castas que la habitan, pero cualquier
hombre que con medianos conocimientos ponga un poco de aten-
ción, echará de ver que sus grandes hospitales, cuales son Santa
Ana y San Andrés, no pueden dar, en el pie en que se hallan
colocados, la debida y arreglada asistencia a los enfermos que se
acogen a ella. Estos grandes edificios, con cerca de una docena
de salas y centenares de camas, se ven muchas veces tan ocupa-
dos que es necesario poner crujias para dar lugar a los enfermos

147
(...) Pero para la asistencia de todo este número no tiene más
que un médico y un cirujano que los visita dos veces. No tiene
sino un enfermero que es regularmente el cirujano, y unos cuantos
sirvientes que carecen de toda instrucción... Finalizada ésta [la vi-
sita del médico] queda un recetario inmenso en manos de un ci-
rujano y luego la distribución de remedios en manos de hom-
bres idiotas que frecuentemente truecan los frenos, y cuando sue-
na la campana de la agonía no se puede asegurar si ésta es efec-
to del mal o de un error de los sirvientes [112].

El problema de la asistencia a los enfermos mentales

La sociedad colonial vinculaba, por lo general, los desordenes


mentales y las alucinaciones con lo demoníaco o lo místico. Eran
consideradas manifestaciones de una alianza con el diablo o de
una conducta malvada antes que de una enfermedad y por lo tan-
to eran delitos que debían ser sancionados. Muchos alucinados
fueron llevados a los tribunales de la Inquisición para ser juzga-
dos, luego torturados y algunas veces arrojados a la hoguera. Mu-
jeres que estaban convencidas de tener dones proféticos o que de-
cían recibir señales celestiales y visitas de los serafines fueron
cruelmente castigadas [123].
Los orates, siendo considerados peligrosos, eran excluidos del
resto de la sociedad de igual manera que los mendigos, misera-
bles y desahuciados. Aquellos alucinados que no ameritaban ser
llevados al tribunal del Santo Oficio eran internados en las
loquerías que existían en los hospitales de San Andrés y Santa
Ana. En estos lugares, los instrumentos y procedimientos de re-
presión más utilizados para “tratar” a estos desafortunados eran:
cepos, baños sorpresivos, asfixia por sumergimiento, encierros lar-
gos, amarras con grilletes, sometimientos por hambre, castigos cor-
porales y terribles sangrías que ponían en peligro sus vidas [124].
El desprecio por la condición humana de estos desafortunados era
tal que en días festivos estaban “a disposición de la curiosidad y
burlas del público (...) con el objeto de recabar limosnas de los vi-
sitantes, que suelen ser muchos” [125].

148
Ideas sobre la higiene y la beneficencia
en el Perú colonial

Pensamiento filosófico hegemónico

Desde el siglo XVI hasta inicios del XVIII

Al hombre medieval se le enseñó que el mundo era estático, finito,


perfecto en su ordenación y que las verdades absolutas habían sido
reveladas por Dios. En esta Edad de la Fe no había espacio para
la crítica y la creatividad. En el siglo IX aparece una escuela
teológica que enseña un nuevo saber filosófico: la Escolástica, que
fundamenta esta aceptación dogmática de la “verdad revelada”.
Filosofía que se hace hegemónica en el mundo occidental durante
varios siglos.
Esa hegemonía comenzó a debilitarse a principios del siglo XIII;
al regresar los cruzados de Tierra Santa, se difunde en Europa me-
dieval la lógica de Aristóteles y los comentarios sobre sus obras,
procedentes del mundo arábigo. En el mismo siglo nacen las uni-
versidades y las órdenes de los franciscanos y los dominicos, que
eventualmente conquistan las universidades de París y de Oxford.
Para impedir el debilitamiento de la fe dogmática, los dominicos
Alberto Magno (1193-1280) y Tomás de Aquino (1225-1274) desa-
rrollaron una nueva escolástica cristiana, partiendo del principio
de que el conocimiento nace de dos fuentes paralelas: la razón y
la revelación. Enfatizando, sin embargo, que la razón no puede

[149] 149
contradecir la revelación divina. Afirmaban que el intelecto puede
probar la existencia de Dios, pero no sus atributos; “la fe empieza
donde la razón acaba”. Se trataba, así, de armonizar la fe católica
con la razón aristotélica. Esta escolástica tomista se difundió y se
hizo dominante en Europa entre los siglos XIII y XVI. Un agudo crí-
tico de la escolástica tomista fue el franciscano Juan Duns Escoto
(1266-1308), quien niega la posibilidad de aquella armonía. Para
él, la teología es una disciplina práctica que enseña al hombre a
manejar los dogmas de la fe. Mas para conocer la Naturaleza se
debe cultivar un ideal racional demostrativo, riguroso y crítico, in-
dependiente de la fe. Sentó el principio de que todo lo que no es
rigurosamente demostrado depende, finalmente, de la voluntad
humana [2].
De acuerdo al peruano David Sobrevilla, la filosofía llega al
Perú de Europa, y más concretamente, de España. En consecuen-
cia la filosofía comienza por ser en el Perú algo extraño a la cultu-
ra en la que fue insertada; circunstancia que da lugar a un tipo de
pensamiento “imitativo” que se orienta tardíamente por los cam-
bios del pensamiento occidental. En el Perú colonial la escolástica
tomista estuvo vigente y predominó hasta la primera mitad del si-
glo XVIII; fue enseñada en la Universidad de San Marcos por los
dominicos, primero, y por los jesuitas, después. El curso “Prima
de Duns Scoto” sólo se creó en 1701, y el de “Vísperas” en 1724,
ambos en la Universidad de San Marcos; sin embargo, no despla-
zó a la escolástica tomista de esta universidad, donde siguieron
proliferando los cursos sobre materias teológicas y religiosas. El
mismo Sobrevilla distingue dos períodos en la filosofía virreinal:
el de 1550-1750 o de la escolástica, hegemónica en la universidad,
y el de 1750-1830 o de la ilustración, cultivada fuera de los claus-
tros universitarios [126].
Por su parte, la filósofa e historiadora María Luisa Rivara de
Tuesta opina al respecto lo siguiente:

La filosofía americana durante los siglos XVI y XVII, se sostiene,


fue la filosofía escolástica, pero como podemos apreciar por el
estudio de su vertiente humanista, no llegó a América con pu-

150
reza teorética... pone en cuestión el texto aristotélico sobre la es-
clavitud, pero sobre todo contribuye a... la tarea pedagógica de
adoctrinar a los indígenas. Renovada por el Renacimiento y las
ideas de reforma actúa, un tanto encubierta, en el proyecto de
realizar en América el ideal de un cristianismo más puro y au-
téntico, al mismo tiempo que convertir a la iglesia en institución
pedagógica al servicio del ordenamiento moral de la sociedad (...)
La realidad americana, tanto en lo que respecta a los hombres
como en lo concerniente al mundo natural, rompió los estrictos
marcos de la escolástica. Conviene, por eso, diferenciar el movi-
miento ideológico que obligó a la creación de nuevas
conceptualizaciones para la praxis de dominación, del movimien-
to filosófico académico que se transplantó de España a América.
Y es que en materia de filosofía todo lo que vino al nuevo mun-
do procedió de España [56].

Las ideas de Erasmo de Rotterdam, representante máximo del


Humanismo, también habían llegado a América como una exten-
sión del movimiento de su asimilación en España. Los ideales
erasmasianos prenden en América con mayor fuerza en su aspec-
to reformador cristiano debido a necesidades de carácter histórico
señaladas en la cita anterior.
En resumen, de acuerdo a los comentarios de Rivara de Tues-
ta y de Sobrevilla, los argumentos filosóficos utilizados por las au-
toridades españolas para legitimar la organización y la dinámica
de la sociedad colonial procedieron de la filosofía escolástica, teo-
ría oficial de la Iglesia, aunque matizada por el desarrollo de su
vertiente humanista que actuó en las disquisiciones jurídico-
teológicas sobre la guerra y el justo título al dominio y el reconoci-
miento de la naturaleza humana del indígena americano. Sin em-
bargo, el pensamiento de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino
fue hegemónico en la educación universitaria, generando un esti-
lo de razonamiento basado en el respeto a las opiniones de las
autoridades, el barroquismo en la forma y el silogismo aristotélico
como instrumento esencial de argumentación en todo campo de
la actividad colonial, entre ellos el de higiene y policía sanitaria,
así como el de la beneficencia o asistencia pública.

151
Recién a mediados del siglo XVIII una élite criolla abrió en el
país un espacio a la filosofía de la Ilustración y la ideología de la
Emancipación; iniciando un movimiento, clandestino y casi sub-
versivo, dirigido a rechazar el pensamiento escolástico para reno-
var los conocimientos sobre la naturaleza, de manera concordan-
te con los avances y las inquietudes de la ciencia moderna.

Desde mediados del siglo XVIII hasta inicios del XIX

El movimiento filosófico de la Ilustración alcanzó a España du-


rante el siglo XVIII, pero se diferenció del francés por su defensa de
la Iglesia católica. Sus cultores eran ilustrados cristianos que de-
fendían a la Iglesia por su esencia: “la fe en Dios y en Cristo sal-
vador”. La Ilustración peruana se originó en la española y, por
ende, sus cultores también eran cristianos ilustrados. Los libros
de los ilustrados franceses —entre ellos los relacionados con la
Higiene Pública— fueron leídos y difundidos por un grupo selec-
to de los médicos criollos. Entre éstos destaca Hipólito Unanue.
La participación de estos ilustrados, preocupados por el destino
nacional, iba a ser esencial en la fundamentación y legitimación
de la práctica sanitaria en la futura República peruana:

Unanue procuró introducir en el saber tradicional los nuevos


aportes de la filosofía ilustrada y de la ciencia moderna [126].

Pero, además, las ideas filosóficas de la élite criolla no sólo se


encontraban en la ilustración, como muy bien lo comenta Leopoldo
Zea, sino en otras corrientes filosóficas:

el tradicionalismo francés, el eclecticismo, el utilitarismo, la es-


cuela escocesa, el socialismo romántico de Saint Simon [127].

Los hombres de ciencia criollos toman conciencia de la identi-


dad de América y ellos comenzaron a querer a esta realidad físi-
ca, moral y social. Del romanticismo toman “su preocupación por
el destino nacional” [127]. La América Hispana podía también te-
ner su destino propio.

152
Pronto se pasó de los problemas propios del naturalista a los
problemas políticos y los científicos se convirtieron en conspira-
dores en el Perú [59]. Actividad subversiva que se expresó en una
lucha singular en la cual el apellido muchas veces protegió de la
dura represión virreinal a criollos de prestigio o de fortuna impli-
cados en la conspiración [61].

Legitimación de la situación del indígena

La política y las formas de colonización de las Indias españolas


se inspiraron, inicialmente, en las tradiciones de la reconquista
medieval ibérica. Los territorios americanos ocupados por los es-
pañoles se tornaron por derecho de conquista en tierras de realengo
o de propiedad del Rey. De este derecho se derivaba que la pro-
piedad particular de la tierra sólo se podría adquirir por merced o
concesión del monarca español. Pero,

... las tierras recién incorporadas a la corona suscitaron una se-


rie de problemas...: el determinar la naturaleza humana del in-
dígena americano para poderlo aceptar como miembro de la re-
ligión cristiana y de la corona española, el afán de los conquis-
tadores de obtener nombradía y enormes fortunas en corto tiem-
po y, por último, el hecho de que muchos sacerdotes se vieron
envueltos en intereses ajenos a su ministerio (...) Estos proble-
mas, unidos a la licencia moral que reinó en los primeros tiem-
pos de la conquista, trajeron como consecuencia muchos atrope-
llos e injusticias [76].

En los inicios de la conquista de las Indias españolas se ha-


bían producido polémicas sobre el derecho a la libertad de los in-
dios. En el año 1500, la Corona había ya declarado que los indios
eran “libres y no sujetos a servidumbre”; era permisible, sin em-
bargo, esclavizar a los indios en caso de “guerra justa”. Los con-
quistadores y encomenderos trataban de legitimar la esclavitud del
indígena argumentando que no tenían “alma” y que su naturale-
za estaba más cerca de la animal y no de la humana. De este modo
perseguían legitimar su explotación total por la fuerza y por la

153
guerra. Los sacerdotes venidos a la América, especialmente los do-
minicos, recusaron ese argumento y denunciaron la explotación
existente. En 1512, como respuesta a esa denuncia, la Corona pro-
mulgó las Leyes de Burgos. Estas normas, destinadas a proteger a
los indios de un trabajo esclavo, no alcanzaron los resultados es-
perados. Recién en 1542, con la promulgación de las “Nuevas Le-
yes”, la esclavitud de los indios fue definitivamente abolida. Pero
si bien, en éstas y posteriores leyes, los indios eran considerados
súbditos libres, estaban en la condición de “menores de edad” que
debían contar con una protección y tutoría legal efectivas [40, 47].
Previamente se habían producido grandes discusiones entre
los teólogos y juristas españoles sobre el contenido de una obra de
Juan Ginés de Sepúlveda, publicada en Roma. En esta obra su au-
tor, siguiendo las teorías aristotélicas de la existencia natural de
hombres para mandar y de otros para obedecer, afirmaba “... que
los indios eran siervos, bárbaros, incultos e inhumanos por natu-
raleza, y si se negaban a obedecer a otros hombres más perfectos,
era justo sujetarlos por la fuerza y por la guerra”.
Esta afirmación fue rebatida, entre otros, por fray Bartolomé
de las Casas. Como resultado final de esas discusiones el princi-
pio de la libertad de los indios fue reiterado y fortalecido en las
nuevas leyes españolas. Otro resultado de las mismas discusio-
nes fue la Bula de Paulo III, de 9 de junio de 1537; en ella, el Papado
declaraba:

los indios son verdaderos hombres y que no sólo son capaces de


entender la fe católica, sino que de acuerdo con nuestras infor-
maciones, se hallan en deseos de recibirla [47].

Así, se armonizaba la doctrina de la Iglesia con la del Estado


español.
La concepción sociopolítica vigente en la época, basada en pos-
tulados aristotélicos, tomistas y humanistas, fundamentó una fic-
ción jurídica de la existencia de una “República de los Españo-
les” junto a otra “República de los Indios”. El Rey gobernaba am-
bas, aunque con leyes distintas, que señalaban sus derechos y obli-
gaciones particulares.

154
Las relaciones del Rey con el resto de la sociedad diferían de
acuerdo al principio de “limpieza de sangre” de los súbditos, lo
que acarreaba la constitución de diferentes “repúblicas” o
estamentos sociales, con particulares derechos y deberes... [44].

Mientras los nacidos en España eran “cristianos viejos” o


se destacaban por su “limpieza o pureza de sangre” (no tenían
ascendencia negra, judía ni morisca), la población de los conquis-
tados tenían un origen “gentil”. Por lo tanto, los miembros de
la “República de Españoles” debían encargarse de cristianizar a
la “República de Indios” recibiendo a cambio servicios de sus
conquistados.
Además de los argumentos utilizados para formalizar en el
Derecho Indiano la condición de “menores de edad” de los indí-
genas americanos, también se consideraban válidos otros de ca-
rácter biológico y ecológico. Hasta el siglo XVI era hegemónica en
Europa la creencia de que las zonas tórridas no podían ser habi-
tadas por el excesivo calor y la gran humedad que caracterizaban
su clima. Posteriormente, las evidencias derivadas de la expansión
geográfica de la población europea fue modificando esta concep-
ción aristotélica; sin embargo, persistía la convicción de que el de-
sarrollo biológico de los pueblos y habitantes de las Indias espa-
ñolas —que se hallaban precisamente en zona tórrida— era afec-
tado negativamente por el medio geográfico y las “dañinas” cons-
telaciones celestes.
Esas dudas sobre la calidad biológica del aborigen americano
persistieron durante toda la época colonial. En el siglo XVIII algu-
nos científicos destacados, como el francés Buffon, despertaron en
el mundo académico una polémica sobre la debilidad del hombre
americano y la influencia enervante del clima húmedo. Según
Buffon (1707-1771), el continente americano era inmaduro desde
el punto de vista biológico, el ambiente es húmedo e impropio para
el florecimiento de los seres animales y que el hombre que lo habi-
ta está afligido por deficiencias biológicas. Además el historiador
Robertson asentaba, en su obra sobre América,

155
la debilidad de constitución del hombre peruano y su extrema
indolencia para obtener la libertad, su poca sensibilidad para la
belleza y el amor, la limitación de sus facultades intelectuales,
su aversión al trabajo... [128].

Asumiendo como verdaderas esas afirmaciones, los espa-


ñoles podían considerar a los indígenas como seres degenerados
e inferiores y justificar, de esta manera, su dominación; así como
argumentar la inconveniencia de que el país fuera gobernado por
criollos, en tanto éstos eran personas que nacían y vivían en un
clima que afectaba su biología y, por ende, el desarrollo de sus
capacidades.
La respuesta peruana a las aseveraciones de Buffon y Robertson,
desde una perspectiva criolla, fue la que se dio con sus doce to-
mos de exaltación de los valores históricos y naturales, en el Mer-
curio Peruano de 1791. Los criollos ilustrados aceptaban la influen-
cia del clima en el desarrollo del hombre, aunque discrepaban de
que sus efectos fueran los mismos en los distintos estamentos de
la población peruana. Por ello exaltaron las bondades del clima
peruano y las notables capacidades del “español americano” que
se desarrollaba en un clima “clementísimo”; asimismo criticaron
como absurda la idea de que tal clima convertía a los residentes
en la misma “raza embrutecida” de los indígenas nativos, “sin dis-
tinguir el originario del forastero, ni sus clases o jerarquías, que
tienen inexplicable variedad en su cultura, usos y costumbres; po-
niendo en un mismo paralelo al Español Americano, con el Indio
más inculto de la Sierra” [130].
Con relación al Mercurio Peruano, César Lévano nos advierte
que a esta revista hay que examinarla con respeto, pero con caute-
la crítica:

Está muy claro que allí por primera vez se estudia y se siente al
Perú como una realidad separada. Esa es su mayor grandeza.
Al mismo tiempo, en ella se refleja un espíritu de casta contra
indios y negros (...) Nos referimos a la exaltación de España con-
quistadora y al desdén por el indio, y a la suposición de que
entre indios, españoles y negros no era posible la unidad, por

156
la sencilla razón de que los peninsulares eran espiritual e intelec-
tualmente superiores [130].

Para fundamentar su comentario nos remite a la lectura del


texto titulado “Carta remitida a la sociedad, que publica con al-
gunas notas” (Mercurio Peruano, tomo X, pp. 215-216). El lector
autor de la carta sostenía que el tributo que pagaban sólo los in-
dios y la exención de otros derechos que gozaban “... son otras
tantas líneas de división que forman dos repúblicas, en cierto
modo distintas en un mismo Estado: lo cual en política viene a ser
un desorden”.
Respondieron los mercuristas: “La legislación conoció la cor-
tedad no solo de ideas sino de espíritu del indio y su genio imbé-
cil, y para igualar de algún modo esta cortedad con el carácter pre-
ponderante que como conquistador tenía el español respecto de
aquél, les concedió sabiamente las exenciones y protección de que
se trata”.
Otra cuestión importante planteaba el lector, opinando que el
tipo de legislación hasta ese momento seguido “... esto es el de la
separación, se ve que no aprovecha. Pruébese pues, si tendrá me-
jor efecto la reunión”.
A ello contestaron los mercuristas “Dexamos establecido en
nuestras notas que tenemos por imposible la unión y común so-
ciedad del indio con el español, por oponerse a ella una grande
diferencia en los caracteres, y una distancia tan notable en la ener-
gía de las almas”. Más adelante formulaban la conjetura de que
con el tiempo desaparecerían los indios.
Hipólito Unanue, consejero de virreyes y miembro del grupo
intelectual del Mercurio Peruano, enfatiza la influencia de la hume-
dad en la conformación somatopsíquica del hombre americano, en
especial del indígena [131]. Al respecto, J. Carrizales analiza las
obras del sabio peruano y comenta: “De acuerdo con Unanue, los
cambios constantes de temperatura, como la humedad y el calor
de la costa, habían hecho a los indígenas de ‘huesos duros y car-
nes blandas’. El exceso de humedad había producido que sea ‘ma-
yor la debilidad de sus fibras’ y nervios, y que por lo tanto sean

157
particularmente susceptibles a las epidemias. Su sensibilidad los
hizo tímidos y miedosos, pero también los proveyó de gran ‘ima-
ginación’... facultad que los hizo perezosos, sin energía para ‘los
esfuerzos y ejercicios de voluntad’... si el clima húmedo afectó el
cuerpo del indígena, el medio ambiente modificó sus característi-
cas espirituales (...) Frente a algunas de estas características...
Unanue defendió un medio de control social que seguramente fue
muy utilizado durante y después del período colonial: la periódi-
ca flagelación...”.
La visión del indígena andino como un ser inferior y perezoso
que requería ser azotado para “salvarlo” no fue un invento de
Unanue y puede remontarse a los prejuicios de los conquistadores
españoles del siglo XVI, a partir de los cuales justificaban su domi-
nación. Lo importante es verificar que Unanue y los otros miembros
del grupo redactor del Mercurio Peruano, no obstante su identifica-
ción con las ideas ilustradas de Europa del XVIII, integraba a estas
nuevas ideas los viejos prejuicios racistas coloniales [132].

Concepciones de enfermedad y epidemia

Escolástica y galenismo

Durante la primera mitad de la época colonial predominaba un


enfoque medieval y galénico sobre las epidemias. Enfoque susten-
tado en los conocimientos derivados tanto de la observación di-
recta de la “plaga” como de la tradición hipocrática, sistematizados
por Galeno y trasmitidos a los médicos medievales. Había, enton-
ces, una aceptación general de que alguna alteración atmosférica,
una corrupción o envenenamiento del aire, producía la “enferme-
dad”. Corrupción que, a su vez, era producida por descomposi-
ción de la materia orgánica, aguas estancadas y pútridas, o por
razones astrológicas o sobrenaturales. Al penetrar en una perso-
na este aire corrupto se alteraba el equilibrio humoral corporal y
se iniciaba la enfermedad en el individuo. La “enfermedad” ad-
quiría un carácter colectivo o masivo cuando una “maligna” con-

158
junción de estrellas provocaba una corrupción atmosférica que afec-
taba a todo un territorio y se hacía especialmente virulenta. En los
escritos hipocráticos se había destacado las variaciones meteoro-
lógicas y el carácter de las estaciones como los elementos determi-
nantes en el ascenso y descenso de una epidemia y las variacio-
nes de su incidencia estacional y anual [133].
El Dr. Francisco Bermejo y Roldán [134], Catedrático de Prima
de Medicina y Protomédico General del virreinato del Perú, en su
discurso sobre un brote epidémico de sarampión sucedido en Lima
durante el año 1694, cita a Hipócrates cuando éste hace una divi-
sión de las enfermedades agudas en: (I) las semejantes, universa-
les, comunes o públicas: “aquellas de quien en un mismo tiempo
enferman muchos”; y (II) las particulares o desemejantes: “aque-
llas de quien muchos o pocos en diversos tiempos diferentemente
enferman, cada uno según su naturaleza, y según el mantenimiento
que ha usado”. Luego, cita a Galeno cuando divide al grupo de
universales y comunes en tres subgrupos: (a) enfermedades vul-
gares o populares, las “Epidemias” de los griegos, “aquellas de
que enferman muchos de diferentes naturalezas, de una propia
edad, de una propia suerte y de un mismo tiempo”; (b) enferme-
dades pestilentes, similares a las anteriores, aunque se diferencian
“en que las vulgares... mueren pocos y de las pestilentes los más”;
y (c) enfermedades provinciales o “Patrias” o “Endemias” de los
griegos, “propias de una Provincia o de algún Pueblo, o por el si-
tio particular de él, por la vecindad de algunas lagunas o lugares
cenagosos, por el estorbo de algunos montes hacen a los vientos
saludables, o por particulares influencias del cielo que les cupo
en suerte”. De acuerdo a estas divisiones y conceptos concluye el
autor que el brote de sarampión de 1694 no ha sido pestilente sino
vulgar y popular.
Las causas del sarampión son, para Bermejo y Roldan, de dos
tipos: (I) las que proceden del mal régimen del mantenimiento cor-
poral, actúan en cada individuo en particular; y (II) las que proce-
den del aire y actúan de manera semejante y común sobre todos o
los más. Este segundo tipo de causa actúa, a su vez, de dos mane-

159
ras: (a) cuando “por los pulsos, y por la respiración, nos sustenta
y altera”; y (b) por “causas superiores y más altas”, como cuando
se difunden en el aire las constituciones y las alteraciones produ-
cidas por “movimientos superiores”, que dan origen a las enfer-
medades populares y pestilentes. Estas causas superiores, pueden
dividirse, en “cualidades demasiadas, y fuera del natural”; y en
“constituciones varias y violentas de los tiempos del año, de las
cuales se hacen las epidemias simples y solas (...) son malignas
infecciones influidas del cielo al ayre (sic) por particulares aspec-
tos y configuraciones de Planetas y varias mezclas y juntas de es-
trellas...”. Es conveniente hacer notar que los antiguos entendían
por “infección” todo lo que tenía por efecto corromper el aire, y no
fue sino en el siglo XIX que se trató de diferenciarlo del “contagio”.
Casi cincuenta años después de Bermejo, el padre jesuita J.
Gumilla, Superior General de las Misiones Jesuitas de Orinoco, es-
cribía al respecto:

supongo que nadie questiona, ni duda de la existencia de inmu-


merables poros, por donde los cuerpos de los vivientes y los in-
sensibles exhalan cantidad de efluvios, ya saludables, ya noscivos;
estos corren con el ayre, ya favorables, ya danosos, según la va-
riedad de sus qualidades, y la diversa disposición de los cuerpos
en que se introducen [135].

Luis Ángel Ugarte, después de analizar las transcripciones de


los contenidos de las obras médicas publicadas en el Perú virreinal,
hasta el final del siglo XVII, concluye:

las transcripciones... parecen demostrar categóricamente, el es-


tancamiento de la Medicina Peruana: Hipócrates y Galeno impe-
ran en absoluto y sin restricciones en el pensamiento médico...
La Astrología Médica, que interpreta la influencia de los astros
sobre la salud humana por acción que podría decirse sobrenatu-
ral y en cierto modo mágica, es creencia predominante. La in-
fluencia directa e inmediata de la voluntad divina, expresada en
epidemias y muertes enviadas por Dios como castigo a los pue-
blos, en el nacimiento de monstruos y otras manifestaciones de
la “cólera divina” eran también plenamente aceptados (...) No se

160
menciona, probablemente por desconocerlos en absoluto, a
Paracelso sus entia, ni a Santorio y sus mediciones, que florecie-
ron en Europa el siglo anterior; ni a... las doctrinas yatroquímicas;
menos aún a Harvey y la circulación de la sangre, ni a Descartes
y su teoría corpuscular ni a las doctrinas yatrofísicas que revolu-
cionaron la medicina del siglo XVII [136].

Ilustración, Ciencia y Unanue

A medida que avanza el siglo XVIII las nuevas doctrinas filosóficas


y científicas se van conociendo en el Perú en sus formulaciones
originales o a través de traducciones o reseñas de las obras de los
principales filósofos y científicos. Un factor que favoreció la difu-
sión de esas doctrinas fue la influencia ejercida por los viajeros
ilustrados que visitaron el Perú en el siglo XVIII y principios del
siglo XIX. Las visitas de Alexander von Humboldt y Tadeo Hanke,
al igual que las expediciones científicas de los hermanos Ulloa
(1735), la de la Academia de París, representada por P. Bouger, L.
Gaudin y C. de la Condamine, que venían a medir el arco meri-
diano, la expedición Botánica de Dombey, Ruiz y Pavón (1778) y
la de Malaspina (1790) dieron impulso a la inquietud científica.
Por otro lado profesionales europeos que radicaron en el Perú,
como los médicos Pedro Petit, Federico Bottoni y Martín Delgar,
contribuyeron también al conocimiento de las nuevas doctrinas
científicas en la comunidad médica del país [76].
Además, después de la expulsión de los jesuitas la acción de
los profesores laicos, como Pedro de Peralta Barnuevo y Rocha
(1663-1743), favoreció dicha difusión. De gran talento y erudición
representó, aparte de su tendencia mística, un espíritu abierto a
las formas modernas del saber científico y de sistemas como los
de Copérnico, Gasendi y Descartes, de los cuales se sirvió para
criticar la doctrina escolástica. Sin embargo, en su carácter de ca-
tedrático de Prima de Matemática de la Real Universidad de San
Marcos y de Cosmógrafo Mayor del Reino continuaba establecien-
do —en la publicación El Conocimiento de los Tiempos, Ephemerides

161
del año 17... (de 1732 a 1743)— juicios y pronósticos de la enferme-
dad con base en la Astrología. Al igual que los otros cosmógrafos
de la Colonia fundamentaban sus pronósticos constitucionales con
datos resultantes de la observación de las estrellas. Por ejemplo,
al hacer los pronósticos sobre la salud de la población de Lima
para el año 1732, escribía:

Estío: Y aunque la Luna en Libra amenaza algunas muertes, las


desvanece Jupiter con que está en exacta conjunción. Sin embar-
go recelo dolores de ojos (...) Otoño: Será esta fructífera estación
mas enferma que sana, por que Mercurio y Marte, como si fue-
ran vestibulo de Abysmos sus Espheras se traen consigo séquito
de enfermedades, bien molestas Toses, dolores de oydos, de vien-
tre y orina, con amenazas de Viruelas y Sarampión (...) Invierno:
Será de Sazon bien templada, y no menos pluviosa. Sin embar-
go observese parsimonia, para librarse de algunas enfermeda-
des, y tumores porque la Luna, embidiosa de aquella ilustre Es-
trella, les amenaza con algunas muertes (...) Primavera: Todo el
mundo se modere en el mantenimiento, en las pasiones y en el
trabajo. Armarse de alegria, sosiego y dieta contra los males ame-
nazados, esto es daños, y dolores de oydos, viruela, sarampion,
y otros accidentes de riesgo que amenazan a la juventud y al ser
humano [77].

Recién en 1750, el padre Juan Rer, quien había asumido la


cátedra de Prima de Matemáticas y estaba a cargo de la publica-
ción de El Conocimiento de los Tiempos, hace en ella una adverten-
cia acerca de la Astrología y sus pronósticos, en la que distinguía
la Astronomía, que observa el movimiento del sol, las lunas y los
planetas y de acuerdo a esas observaciones hace pronósticos de
eclipse del sol y la luna basados en reglas científicas y la Astrolo-
gía que pretende “pronosticar con muy débiles o ningún funda-
mento, Tempestades, Temblores, Hambrunas, Guerras y aun los
varios sucesos...” [76].
El español Cosme Bueno (1711-1798), sucesor de Rer y consi-
derado el continuador de la obra de Peralta, ocupó el mismo car-
go que ellos y dictó, además, la cátedra de Método de Galeno en la
Universidad de San Marcos, cuando Unanue hacía sus estudios

162
médicos universitarios. Había seguido estudios de farmacia y de
medicina, y abandonó las ideas peripatéticas para convertirse en
un difusor de la física newtoniana y de las doctrinas médicas de
Beerhave. Encargado de la edición de El Conocimiento de los Tiem-
pos y como Cosmógrafo Mayor del Reino, preparó los “Almana-
ques” donde analizó las incidencias físico-médicas de la pobla-
ción de Lima y del Perú. En opinión de J. Lastres, los “Almanaques”
constituyen una especie de Geografía Médica y Metereopatología
donde se puede reconstruir, sobre la base de datos fidedignamente
constatados, el estado de clima, las enfermedades causadas por
los cambios atmosféricos, el estado de clima, los terremotos, etc.
[76]. Fue uno de los primeros en trazar la geografía médica perua-
na e informa en una de esas publicaciones:

Las quebradas son muy enfermizas, en que se notan dos castas


de males, que también se observan en otras provincias frías. El
uno es de berrugas que en no brotando a tiempo suele ser en-
fermedad bien molesta y peligrosa. El otro es una llaga corro-
siva, especialmente en la cara, de dificilísima curación y de que
perecen algunos [133].

Gabriel Moreno en su Elogio al Dr. Cosme Bueno, que se publi-


có al año siguiente del fallecimiento del sabio, testimoniaba:

Nuestros estudios físico médicos de aquel tiempo estaban redu-


cidos al puro peripatetismo... El doctor don Cosme, abandonando
la ruta común... Primer prosélito de Newton en el Perú, adqui-
rió la regla y exactitud de su espíritu a fuerza de estudiarlo... buscó
la realidad en Hipócrates, Areteo y Celso, sus más antiguas y
puras fuentes, recorriendo con indecible trabajo, todos los escri-
tores que en los siglos subsiguientes habían seguido sus pasos,
hasta encontrar con la Escuela Boerhaviana que ya empezaba a
resonar en el Nuevo mundo. Fue el primero que en esto supo
venerar al restaurados de la Medicina... [137].

Por su parte, Luis A. Ugarte hace una revisión del contenido


de seis de las obras publicadas por Cosme Bueno, entre 1756 y
1796, y después de celebrar que con ellas se comenzó a vencer el
menosprecio que la intelectualidad peruana sentía por las cien-

163
cias físicas, advierte el retraso de dicho contenido, con relación a
los avances que se producían en Europa, haciendo los siguientes
comentarios:

se aprecia una fuerte influencia de las doctrinas yatrofísicas que


estuvieron de boga en Europa el siglo anterior... Hay también
influencia de la teoría de la tonicidad y laxitud de las fibras de
Hoffman... Casi todos los autores que cita han florecido en si-
glos anteriores o muy al comienzo del siglo XVIII... Recién en 1796
hace referencia a la teoría del flogisto de Stahl publicada antes de
1734 [136].

José Hipólito Unanue Pavón (1755-1833), médico, prócer de la


Independencia, contribuyó a la formación de la “Sociedad Acadé-
mica de Amantes del País” (1790), y bajo el seudónimo de “Aristio”
colaboró en el Mercurio Peruano. Creador del Anfiteatro Anatómi-
co (1792), fundó la Escuela de Medicina de San Fernando (1808) y
contribuyó poderosamente con sus conferencias y escritos a dar
mayor extensión a los conocimientos de la medicina, la cirugía, la
higiene y la sanidad. Discípulo de Cosme Bueno hacía, en 1792,
los siguientes comentarios:

... Contaminado el aire, la tierra y los vientos varió el genio y


curso de las endémicas. Adquiriendo por la negligencia fuer-
zas formidables, las benignas se hicieron perniciosas, entre-
tanto que las esporádicas y estacionarias aceleraban sus perío-
dos. Llegó el tiempo fatal en que bajo un cielo donde jamás
habían dominado las pestilencias, cada accidente es una peste
terrible... Las convulsiones arrasan sin piedad los hermosos pim-
pollos... Las fiebres eruptivas son un astro maligno, cuyos te-
mibles influjos no perdonan...; y en un país poblado de bos-
ques de cascarilla, corren las intermitentes arrasándolo de un
extremo a otro (...) Delante de la muerte marchan la consterna-
ción y la miseria. Convertidos en hospitales los pueblos, cada
habitación es un retrete... [97].

En el año 1803, en su discurso sobre el panteón del convento


de San Francisco, afirmaba:

164
Lima por razón de su clima cálido y húmedo y método de sus
entierros es la más expuesta a que la dañen los cadáveres. Toda
la infección de estos proviene de que los factores pestilentes que
se levantan de ellos, alteran y corrompen el aire que respira-
mos. Pues nada acelera y aumenta tantos estos vapores como el
calor y la humedad; estos son principales agentes de la corrup-
ción y disolución de los cuerpos... Y debe advertirse que el con-
tagio introducido por la boca hace estragos incomparablemen-
te mayores que los que resultan del que se introduce por el cu-
tis, aplicándose el cuerpo sano al enfermo [136].

Unanue publicó en 1806, a los 51 años de edad, su obra cum-


bre Observaciones sobre el clima de Lima, y sus influencias en seres or-
ganizados, en especial el hombre [138]. El contenido de esta obra, que
se constituyó en un texto de referencia obligada de los estudios
médicos en el Perú republicano, está organizado en cinco partes:

•En la primera se trata acerca de los accidentes geográficos de


Lima, las variaciones del clima y su influencia en las perso-
nas como factores morbígenos. En las observaciones
metereológicas se ocupa de las influencias del sol y estacio-
nes del año, la luna, los eclipses, vientos y lluvias.
•En la segunda se ocupa de la influencia del clima en la vege-
tación, los animales y en especial en el hombre y su ingenio.
Al tratar lo referente al hombre, comienza haciendo un estu-
dio del efecto diferenciado del clima sobre las razas.
•En la tercera se trata sobre las influencias del clima en las
enfermedades del organismo y del ánimo y los medios para
preservarse de ellas; tomando precauciones en la niñez y en
las demás edades. De esta parte de la obra transcribimos las
siguientes afirmaciones:

El hombre, antes de morir, padece muchas alteraciones en su sa-


lud. Una parte de éstas proviene del abuso que hace de las cosas
que se le concedieron para su subsistencia y recreo; la otra de las
calidades del cielo bajo el cual mora. Y aún a las primeras extien-
de el clima sus influencias: pues según las disposiciones que en-

165
gendra en nuestros cuerpos, así es la capacidad de éstos para re-
sistir o ceder el daño que les amenaza (...) Por eso el estudio de
Medicina debería empezar por el clima, pues que según la varia
posición y condiciones de éste deben variar en la aplicación de
las reglas generales de aquélla (...) El calor y la humedad combi-
nados hacen endebles los cuerpos y los exponen a todos los ma-
les que nacen de esta condición en los diversos tiempos de vida.

•La cuarta, trata de los medios de curar las enfermedades del


clima; sobre la dieta y los remedios.
•La quinta, estudia la constitución epidémica de Lima en 1799,
señalando la patología médica en las diversas estaciones.

De la lectura de esta última obra se infiere que Unanue seguía


muy de cerca los progresos de la Medicina y que sus conocimien-
tos estaban a la altura de los más avanzados de su época: “cono-
ce y cita los descubrimientos médicos o relacionados con la medi-
cina. Hechos en Europa relativamente pocos años antes”, y trata
de aplicarlos a la realidad nacional. Así recibe elogios de perso-
nalidades contemporáneas suyas como Humboldt y los colabora-
dores de revistas de prestigio, como era el caso del Memorial Lite-
rario de Madrid. Además 150 años después, el historiador George
Rosen la consagra, en su A History of Public Health, como una de
las más importantes obras de Geografía Médica que circulaban a
fines del siglo XVIII e inicios del XIX [136].
Al final de la época colonial latinoamericana los mejores fru-
tos del movimiento cultural de la Ilustración, en el campo de la
salud colectiva, se resumen en: las publicaciones de Hipólito
Unanue (1755-1833); los estudios de Eugenio Espejo (1747-1795)
sobre las características de la viruela y la higiene en la Presiden-
cia de Quito; y los de José Celestino Mutis (1732-1808) sobre el
carate o pinta en Nueva Granada [85]. Todos ellas, a partir de la
teoría “atmosférica-miasmática”.

166
Legitimación de la higiene pública

Responsabilidad del Estado en el cuidado de la salud

De acuerdo al pensamiento de la época, la autoridad ejercida por


la Corona española sobre sus súbditos para dirigir y organizar los
esfuerzos colectivos para el logro del bienestar y, en consecuen-
cia, de la salud de los miembros de la sociedad colonial se deriva-
ba del “derecho divino” del rey a ejercer dicha autoridad. Norma
suprema legitimada en el mundo occidental, hasta el siglo XVII, a
partir de las ideas de los griegos sobre el carácter natural de la
“justicia distributiva” y las de Tomás de Aquino sobre la organi-
zación del Estado y la preeminencia de la norma del “bien común”.
La meta del bien común, parte esencial de la política social espa-
ñola, se basaba en la convicción de que lo divino y lo secular es-
tán íntimamente relacionados.
Las relaciones del rey con sus súbditos eran verticales y esta-
ban mediatizadas por la organización estamental y corporativa de
la sociedad colonial. Cada súbdito real pertenecía a un estamento
y a un grupo social o corporación según su origen social, su ocu-
pación o su raza. Las distintas corporaciones tenían cartas de cons-
titución que enumeraban los derechos y las obligaciones de sus
miembros particulares. Pero tales “derechos” eran considerados
como “privilegios” concedidos por el Rey. Las obligaciones tenían
su origen en el hecho “natural” de haber nacido en un estamento
y una corporación determinada; y, de manera excepcional tenían
su origen en la circunstancia de que el estatus social alcanzado
efectivamente por el miembro de una corporación requería que in-
gresase en otra (la Iglesia, el Ejército o un gremio dado). Todos los
súbditos tenían plena conciencia de pertenecer a un pueblo, una
corporación y una raza. Esta organización imponía obligaciones
“naturales” que el súbdito aceptaba como un destino en la vida o
una misión por cumplir [128].
El rey mantenía una relación de padre-hijo o de “patrón-sier-
vo” con todos sus súbditos coloniales: éstos recibían la protección
y el favor real a cambio de lealtad, servicios y cumplimiento de

167
obligaciones “naturales”. Parte de esta protección real de carácter
paternalista se debía realizar, a través de la burocracia colonial,
en el campo del cuidado de la vida y de la salud de los peruanos,
aunque respetando los diferentes derechos de los distintos
estamentos y corporaciones. Es decir, manteniendo en dicho cui-
dado un carácter diferencial de acuerdo con la raza, el gremio y el
rango social de la persona, en virtud del principio natural de jus-
ticia distributiva.
En general, la larga “paz andina” existente entre las rebelio-
nes del siglo XVI y del siglo XVIII muestra que el “derecho divino”
de los reyes Habsburgo a gobernar de manera paternalista y dife-
renciada —presentándose como promotores del bien común y, es-
pecialmente, “defensores de los humildes”— había logrado cierto
grado de legitimación en la sociedad colonial. Es así, que “cuan-
do Túpac Amaru fue a Lima en 1776 para reclamar sus derechos
ancestrales, fue con la ilusión de que siempre hay una justicia por
encima del poder local”. Recién a partir de 1780, cuando los
Borbones, en un exceso reformista, renunciaron al paternalismo
para presentarse como “déspotas ilustrados” se hicieron eviden-
tes, para la élite criolla peruana y sus aliados, las debilidades de
los argumentos de legitimación del régimen de la Colonia [128].

Otros fundamentos del cuidado de la salud colectiva

Es a partir del Renacimiento y el posterior desarrollo de una reno-


vada cultura humanista que la pobreza y la enfermedad pierden
los matices positivos promovidos por la Iglesia católica durante el
medioevo (intersección ante Dios, acercamiento a Jesucristo, pur-
ga de las propias culpas, prueba de Dios, etc.), para comenzar a
prevalecer, en el pensamiento de los gobernantes católicos de Eu-
ropa, sus efectos negativos (insalubridad, debilidad militar ante
el enemigo, disminución de la capacidad de producir y de la ri-
queza, etc.). Efectos que debían ser evitados para incrementar el
poder del Estado nacional. Desde el siglo XVI, la Corona española
establece una serie de regulaciones para evitar todo tipo de activi-
dades que puedan afectar a la salud de la población y, por ende,

168
disminuir el poderío del Estado. Además, desde el punto de vista
de la práctica sanitaria, los cabildos dictan las ordenanzas de po-
licía sanitaria destinadas a evitar la insalubridad. Lamentablemen-
te, por razones ya comentadas, dichas regulaciones nunca llega-
ron a ser cumplidas a cabalidad en el Perú colonial.
Finalmente, como ya se comentó, la monarquía borbónica, en
el siglo XVIII, fomentó un ambiente más favorable para la introduc-
ción en el virreinato de los nuevos conocimientos científicos pro-
cedentes de Europa. De hecho, a lo largo del siglo, crece en cifras
absolutas y porcentuales dentro del conjunto de las obras médi-
cas el número de traducciones de obras modernas de Higiene Pú-
blica, y los ilustrados peruanos presentan, a las autoridades
virreinales, los argumentos teóricos suficientes para que éstas
adopten las innovaciones tecnológicas utilizadas exitosamente en
Francia e Inglaterra, como eran las obras de saneamiento urbano
y la vacunación antivariólica. Así desde 1793, bajo el gobierno del
virrey Gil Lemos y Taboada, y hasta 1808, bajo el régimen de
Abascal, Hipólito Unanue argumentó exitosamente la aprobación
y la aplicación de normas que mejoraran la precaria salubridad
colonial y promovió una política “ventilatoria” que limpiara Lima
de los basurales, pantanos y desperdicios cuyas emanaciones eran
consideradas como el origen de las enfermedades. Sus escritos y
su actuación pública contribuyeron al abandono de la costumbre
de enterrar a los muertos en las iglesias, a la construcción de ce-
menterios extramuros, a la organización de la baja policía encar-
gada de la limpieza de las calles, a la difusión de la vacuna con-
tra la viruela y al mejoramiento de los hospitales. Además, desde
1805, pocos años después del informe de Edward Jenner, se esta-
ba masificando en el Perú la vacunación contra la viruela.
En los años iniciales de la República peruana, bajo los go-
biernos de San Martín y de Bolívar, Unanue y otros ilustrados
médicos continuarían con sus importantes aportes para la or-
ganización de la higiene y la asistencia públicas, promoviendo
la formalización de los dispositivos legales que crearon en 1826
las “Juntas de Sanidad” y la “Dirección General de Beneficen-
cia Pública”.

169
Legitimación de la beneficencia pública

Paz Soldán no tiene dudas de que durante la Colonia la política


de asistencia pública de la Corona española estuvo orientada por
la piedad:

La moral cristiana, que tenía como principio social la caridad,


fue la que impulsó a los gobernantes españoles a formular la
asistencia social en la naciente colonia. El derecho divino de la
autoridad monárquica de la época, aparejó asimismo el deber
divino de velar porque la piedad hiciera menos dura la condi-
ción de los súbditos de España [103].

Para la moral cristiana, la “caridad” es la mejor de las virtu-


des y, con relación al prójimo, es un sentimiento generalizado de
benevolencia para con los otros. Sentimiento que se fundamenta
en el deber moral de amar al prójimo como a nosotros mismos. De-
ber que se basa, a su vez, “... en el amor a los hombres por ser to-
dos hijos de Dios y, por tanto, hermanos. Los actos de caridad para
el prójimo se llaman obras de misericordia”.
En su sentido más amplio la caridad conduce al cristiano vir-
tuoso a hacer el bien a sus semejantes en proporción a los bienes
que posee; en un sentido restringido lo lleva principalmente al cui-
dado y socorro de los indigentes [139].
Durante la mayor parte de la Colonia, de acuerdo con una vi-
sión ideologizada del Estado paternalista, el rey de España era
para sus súbditos lo que el padre es para los hijos. Era responsa-
ble de ellos y, sabiendo lo que les era bueno, ordenaba lo que de-
bían hacer para conservarse bien en cuerpo y en alma. De manera
concordante con esta visión y el conocimiento de los abusos que
se cometían en las colonias, los monarcas tuvieron que dar priori-
dad a la asistencia caritativa de los indígenas mediante medidas
administrativas supuestamente efectivas. Así, se expiden al res-
pecto numerosas normas, entre ellas, la Cédula Real de 7 de octu-
bre de 1541 que ordena:

a los Virreyes, Audiencias y Gobernadores que por especial cui-


dado provean en todos los pueblos de españoles y de indios de

170
sus provincias y jurisdicciones se funden hospitales donde sean
curados los pobres enfermos, y se ejercite la caridad cristiana.

Y la de 18 de septiembre de 1693 que, con relación a las soli-


citudes para fundar nuevos monasterios, dispone de manera
contraria:

Apliquen las limosnas... a la continuación y manutención de un


hospital, pues es obra en que tan inmediatamente ejercitan la
caridad y bien público de las provincias [112].

En relación con la función realmente cumplida por los hospi-


tales en la sociedad colonial es conveniente citar a M. Foucault
cuando afirma:

Con anterioridad al siglo XVIII el hospital era una institución


esencialmente de asistencia a los pobres, pero al mismo tiem-
po... de separación y exclusión. El pobre, como tal, necesitaba
asistencia y, como enfermo, era portador de enfermedades y po-
sible propagador de éstas. En resumen era peligroso. De ahí la
necesidad de la existencia del hospital, tanto para recogerlo
como para proteger a los demás contra el peligro que él
entrañaba. Hasta el siglo XVIII el personal ideal del hospital no
era el enfermo al que había de curar sino el pobre que estaba
moribundo. Se trata de una persona que necesitaba asistencia
material y espiritual, que ha de recibir los últimos auxilios y los
últimos sacramentos. Esta era la función principal del hospital. El
personal hospitalario no estaba destinado a curar al enfermo sino
a conseguir su propia salvación. Era un personal caritativo (reli-
gioso o laico) que estaba en el hospital para hacer obras de mise-
ricordia que le garantizaran la salvación eterna. Por consiguien-
te, la institución servía para salvar el alma del pobre en el mo-
mento de la muerte y también del personal que lo cuidaba [140].

Las afirmaciones de Foucault son concordantes con las opi-


niones de Unanue y Paz Soldán cuando éstos se refieren a los hos-
pitales coloniales, también denominados “Casas de Misericordia”.
Unanue testimonia, en enero de 1808:

Un hospital es una casa consagrada por la piedad para que los


hombres indigentes que no pueden ser asistidos en sus propias

171
casas, en los mayores de nuestros males que son las enferme-
dades, se refugien allí donde encuentren médicos y medicinas
y una asistencia dulce y arreglada que pueda consolarlos en ellas...
[112].

Asimismo Paz Soldán, revisando otros testimonios de la épo-


ca, opina:

A los hospitales y demás centros de asistencia para los enfer-


mos, los huérfanos, los desvalidos y los pobres se tuvieron, lo
que fue un admirable acierto, más que como órganos de acción
médica y asistencial, como instrumentos insuperables para rea-
lizar, por el amparo social, la fraternidad cristiana. La caridad
puso en esta inmensa tarea humana, luz inextinguible [103].

En lo referente a la asistencia hospitalaria específicamente di-


rigida a los indígenas, Paz Soldán hace el siguiente comentario:

España creó un derecho a la asistencia, digna de nuestro recuer-


do y nuestra alabanza. La enfermedad del indio, al par que le
exceptuaba del pago de tributos y de ejecutar los trabajos de
mitas y obrajes, le daba derecho a ser asistido en los hospitales
(...) Eso fue una consecuencia natural del hecho de que los in-
dios, después de haberse debatido sobre si eran o no seres racio-
nales, se acabó por concederles un Alma que había que salvar.
Así nació lo que ha llamado la Asistencia espiritual, religiosa [103].

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182
Capítulo II

La sanidad en los inicios de la


República peruana: 1821-1876

183
Mundo occidental y medicina social

Un entorno revolucionario

En el siglo XIX los problemas de la salud colectiva en el mundo


occidental fueron inherentes al proceso de industrialización capi-
talista. El mismo proceso que creaba la economía de mercado, la
fábrica y las ciudades obreras daba origen a nuevas condiciones
urbanas e epidemiológicas que exigían nuevas respuestas socia-
les para la conservación de la salud y la prevención de la enfer-
medad. Las crónicas de la época describen a las grandes masas
de pobres sobreviviendo precariamente en las ciudades obreras,
así como a trabajadores hombres, mujeres y niños soportando sa-
larios de hambre y jornadas extenuantes.
Las fábricas proporcionaban ocupación a personas cuya úni-
ca propiedad era su capacidad de trabajo, sin ninguna protección
contra los nuevos riesgos generados por la industria. Las grandes
epidemias de influenza, cólera, tifo, viruela, etc., que se presenta-
ron en Europa produjeron miles de muertes, afectando con mayor
rigor a la población obrera y sus familias [1]. Tan temprano como
1804, los precursores de la medicina social en la Francia
posrevolucionaria afirmaban que: “Les maladies dépendent des
erreurs de la societé” [2].
Esas condiciones de pobreza extrema resultaban de la avidez
empresarial, cada vez mayor, para acumular y ampliar el capital
industrial a costa de la explotación de la fuerza de trabajo. Para

[185] 185
los defensores ortodoxos del liberalismo económico, la pobreza era
una consecuencia del fracaso individual. Para Adam Smith (1723-
1790) la riqueza era el resultado de la inteligencia y del esfuerzo
personal. Robert Turgot (1721-1781) afirmaba que: “cada uno es
libre de seguir su suerte, siendo responsable por su éxito o por su
fracaso”. Para estos liberales, la distribución igual de oportunida-
des para el éxito exigía simplemente la protección estatal de los
derechos fundamentales de “vida, libertad y propiedad” de todos
los ciudadanos. Es decir, si se protegían los derechos legales no
habría obstáculos en el camino de nadie para conseguir la felici-
dad, excepto los derivados de la torpeza o de la desidia indivi-
dual. Anatole France ironizaría esta afirmación comentando que
se proponía alcanzar la felicidad de todos “mediante una majes-
tuosa igualdad ante la ley que prohíba a los ricos y a los pobres
por igual robar pan y dormir bajo los puentes” [1, 3].
La llamada “clase obrera” o “proletaria”, cuya pobreza plan-
teaba, durante este período, similares problemas en todos los paí-
ses industrializados, creó e impulsó una nueva corriente política:
el “socialismo”, que postula principios colectivistas opuestos a los
individualistas del liberalismo. No obstante esta contradicción
ideológica, en los países europeos donde aún había resistencias
al programa liberal inicial —emancipación plena de los hombres
y de los pueblos— se estableció una alianza precaria entre los ra-
dicales liberales y los socialistas para alcanzar algunas reivindi-
caciones. Además, los mendigos, marginales, artesanos y proleta-
rios urbanos que se amontonaban en medio de la miseria y de la
inmundicia tenían de común —aunque su conciencia política no
fuese única— el odio a los ricos y su rebeldía contra las condicio-
nes en que vivían.
Sentimientos que sumados al despertar social, generado por
la experiencia de la Revolución Francesa, fueron las fuerzas
motivadoras para su participación, aliados a los liberales radica-
les, en los movimientos libertarios de 1848, que iniciados con el
estallido revolucionario de París de febrero de ese año se expan-
dieron violentamente por la Europa continental poniendo en peli-

186
gro la estabilidad del nuevo orden. El Manifiesto Comunista de Marx
y Engels apareció poco antes de la revolución de París. A la eman-
cipación individual y el carácter sagrado de la propiedad priva-
da, preconizadas por el liberalismo, Marx propone la libertad del
grupo frente al individuo y la propiedad colectiva antes que la pri-
vada. Durante el desarrollo de las luchas obreras y nacionalistas
de 1848 se hicieron patentes las contradicciones antagónicas en-
tre los fines que perseguían, realmente, los “burgueses” liberales
y los socialistas. Esta alianza de clases se disolvió cuando los pri-
meros consiguieron el control político efectivo [1, 4].
En Europa, los movimientos revolucionarios liberales de 1848
marcaron el momento de transición de una formación social ya su-
perada a otra de carácter capitalista. Los médicos, al igual que otros
intelectuales, cumplieron un papel importante en la legitimación y,
luego, en el diseño del nuevo orden que reemplazaba al feudal, el
cual se mostraba impotente para enfrentar con eficacia el deterioro
de la situación social [5]. Un poderoso instrumento para el triunfo
material e ideológico de los liberales, en su período revolucionario,
fue la difusión de los resultados de estudios médico-sociales que
denunciaban las miserables condiciones de vida y de salud de los
obreros; así como mostraban las relaciones directas de la pobreza
cotidiana y la insalubridad del espacio público con la mayor fre-
cuencia de la enfermedad y de la muerte prematura.
A pesar de sus primeros éxitos y de su rápida difusión por
toda Europa, los movimientos radicales o libertarios terminaron
en el fracaso. Los líderes radicales son desplazados del escenario
oficial y emergen dominantes los defensores del liberalismo eco-
nómico ortodoxo. Estos últimos imponen en los países del Occi-
dente, entre 1850 y 1860, un nuevo equilibrio político con una re-
lativa prosperidad europea. Las vías marítimas y ferroviarias y el
telégrafo internacionalizan cada vez más la economía. Prusia con-
sigue la unidad alemana sobre las ruinas de Segundo Imperio fran-
cés en 1871. El Imperio británico se expande; Alemania consigue
la hegemonía en Europa continental y Japón la inicia en Asia. La
crisis de 1875 y la guerra ruso-turca amenazan el equilibrio euro-

187
peo. Los Estados Unidos, nueva gran potencia mundial, impone
su dominio en América [1].
No obstante el fracaso político de los movimientos libertarios
en Europa, sus efectos ideológicos, sumados a los cambios en la
organización del trabajo derivado de la Revolución Industrial, co-
locó a la Salud Pública y a la Medicina modernas frente a un nue-
vo desafío: mantener e incrementar la fuerza de trabajo. Esta nue-
va función no podía darse sin un cambio radical de la concep-
tuación del cuidado de la salud colectiva. En este sentido, basán-
dose en los estudios sociales realizados por los líderes radicales
de los movimientos sanitaristas, las nuevas autoridades políticas
comenzaron a aceptar el hecho de que la disponibilidad de la fuer-
za de trabajo requerida por la industria de la época, sólo podía
garantizarse con el mejoramiento de las condiciones de salubri-
dad y que al Estado le correspondía una responsabilidad en este
propósito. Salomón Neuman resumía las ideas dominantes en el
grupo médico radical cuando, en 1849, decía:

La Salud Pública debe cuidar a la sociedad como un todo, consi-


derando las condiciones físicas y sociales que pueden afectar
adversamente a la salud, tales como el suelo, industria, alimen-
tación y vivienda; ella debe proteger a cada individuo conside-
rando todas las condiciones citadas. Estas pueden ser conside-
radas en dos categorías: aquellas como la pobreza y la enfer-
medad, en las cuales los individuos tienen el derecho de reque-
rir asistencia del Estado; y aquellas, en las cuales el Estado tiene
el derecho y la obligación de interferir con la libertad indivi-
dual, por ejemplo en el caso de una enfermedad transmisible o
mental... [6].

Concepciones de la enfermedad en Europa

Dos conceptos de enfermedad antagónicos, el ontológico y el fi-


siológico, prevalecían en el contexto revolucionario descrito. El pri-
mero, más antiguo, había sido adoptado, desarrollado y soste-
nido por la naciente Clínica Moderna y era impulsada por la

188
“Escuela Clínica de París”. El segundo, más reciente, era procla-
mado, sostenido y difundido agresivamente por la Medicina
Fisiológica y por los cultores de la Medicina Social.
Desde fines del siglo XVII se estaba desarrollando el concepto
ontológico (“ontia”: cosa, entidad) de la enfermedad y en el siglo
XIX ya se postulaba la existencia de entidades patológicas bien de-

finidas, reconocibles por la presencia de signos y síntomas carac-


terísticos que frecuentemente obedecen a una causa específica y,
además, poseen una historia natural propia. En su forma más exa-
gerada o extrema este concepto afirma que la enfermedad disfruta
de una existencia distinta a la del organismo donde se encuentra.
Es considerada, entonces, como un “parásito” que penetra a un
organismo sano y lo habita, transformándolo de esa manera en
uno enfermo. Una forma menos exagerada de este concepto sos-
tiene que cada enfermedad tiene sus propias leyes de crecimiento,
desarrollo y declinación, que reproduce fielmente cada vez que se
presenta, sea en el mismo sujeto o en distintos sujetos y que esta
regularidad permite reconocerla y además clasificarla de manera
apropiada. Los principales personajes que contribuyeron, entre
1650 y 1830, al desarrollo de este concepto, en sus aspectos bási-
camente descriptivos, fueron: Thomas Sydenham (1624-1689),
Boissier de Sauvages (1706-1767), William Cullen (1712-1790),
Phillipe Pinel (1755-1826), Xavier Bichat (1771-1802) y los miem-
bros de la llamada “Escuela Clínica de París”, especialmente Pierre
Cabanis (1757-1808), Jean N. Corvisart (1755-1821) y René T.
Laennec (1781-1826) [7].
Por otro lado, el concepto fisiológico de la enfermedad sostie-
ne que ésta es solamente la manifestación de procesos funciona-
les alterados y que no posee existencia independiente o separada
del organismo, ni como un “parásito” ni como una entidad clíni-
ca. La enfermedad, de acuerdo con este concepto, es simplemente
la vida en condiciones anormales, lo único que distingue al hom-
bre enfermo del hombre sano son desviaciones cuantitativas de los
procesos fisiológicos normales. En su forma más exagerada niega
la realidad de los distintos padecimientos y se limita a usarlos

189
como ficciones convenientes que facilitan la comunicación y el in-
tercambio de ideas; el orden aparente que estas ficciones introdu-
cen en la patología es falso y sólo existe en la mente de los obser-
vadores. En 1836, el fisiólogo francés François Magendie plantea-
ba que los fenómenos patológicos no son otra cosa que procesos
fisiológicos alterados: “La Medicina es la fisiología del hombre en-
fermo”. Este concepto fisiológico de la enfermedad encontró en
François Joseph Victor Broussais (1772-1838) a su más importan-
te exponente y difusor [7].
La Medicina Fisiológica de F. J. V. Broussais partía de la idea
de que la vida sólo es posible como respuesta a estímulos exter-
nos o internos, también conocidos como “irritación”, que ponían
en juego la sensibilidad y la contractibilidad orgánicas; el oxíge-
no era el principal estímulo externo: “La vida comienza principal-
mente por la irritación, pero más en particular por el calor que ex-
cita los procesos químicos del organismo”. La enfermedad no era
un ente externo que se instala en el cuerpo, sino el propio movi-
miento anormal de los tejidos debido a los estímulos irritantes ex-
ternos, que favoreciendo contracciones y distensiones de fibras,
debilitan nervios y cerebros —como en las “fiebres” del solidismo
de Cullen— y movilizan tejidos. Cuando el organismo se enferma
es porque algunos órganos están hiperestimulados. Entre esos es-
tímulos se encontraban los “miasmas” y el trabajo excesivo que
afectaba el tono de los tejidos. La enfermedad era fisiología altera-
da. En forma categórica, Broussais negaba la existencia de enfer-
medades específicas [8, 9].
Broussais combatía, en el encuentro entre los siglos XVIII y XIX,
a la Clínica Moderna de Cabanis, Pinel y Xavier Bichat, así como
a las clasificaciones de enfermedades formuladas por sus estudios
de casos en hospitales. Éstos eran establecimientos debidamente
transformados en instrumentos terapéuticos y educacionales como
parte de los beneficios sociales de la Revolución Francesa. La com-
batía por creer que era un proyecto ontológico que perseguía sola-
mente conocer las manifestaciones de la enfermedad y no sus cau-
sas. Además, afirmaba que las enfermedades no podían ser consi-
deradas como entes o seres particulares con identidades estable-

190
cidas por la nosografía, por una localización de signos y sínto-
mas combinados. Criticaba que los clínicos trataran las infla-
maciones —que conducían a las “fiebres”— en base a esa concep-
ción ontológica [8].
La propuesta de Broussais, a pesar de la oposición que encon-
tró, gozó pronto de gran fama y logró imponerse hasta que fue des-
plazada por los avances de la fisiología experimental y la micro-
biología. La Clínica Moderna se desarrollaba en los hospitales y
en los laboratorios, donde más tarde se refugiaría la fisiología ex-
perimental de C. Bernard y la microbiología de L. Pasteur y R.
Koch, en tanto que las ideas de Broussasis inspirarían la Medici-
na Social que surgió como un resultado de la Revolución Indus-
trial en el siglo XIX.
De la concepción de la enfermedad como fisiología alterada
a la concepción de la Medicina Social sólo hay un paso y éste es
expresado por Virchow en 1848 en la siguiente forma:... “Los su-
jetos de la terapia no son enfermedades sino condiciones; en to-
das partes estamos sólo interesados en cambiar las condiciones
de vida. Enfermedad no es nada más que vida en condiciones
alteradas”... [10].

Higiene y medicina social en Europa

Higiene Pública en Francia

La revolución liberal de 1789 y las necesidades del régimen


napoleónico habían comenzado en transformar a Francia en un
país industrial. En la primera mitad del siglo XIX las respuestas
sociales a los efectos negativos de la industrialización comenza-
rían a reflejarse en la evolución de la Higiene Pública y de la Sani-
dad francesas. El representante más destacado de esa nueva Hi-
giene Pública fue Louis René Villermé (1782-1863), quien realizó
estudios sobre la distribución de la morbilidad y mortalidad en
París, según las condiciones de vida de las diferentes clases so-
ciales; además realizó estudios sobre los efectos que causaban en

191
la salud de los obreros textiles las condiciones del ambiente labo-
ral. Simultáneamente, Alexander Parent Duchatelet realizaba es-
tudios en el mismo sentido y los socialistas utópicos seguidores
de Saint Simon presentaban, en la década de los treinta, propues-
tas semejantes a las que impulsó Chadwick en Gran Bretaña.
Los antecedentes inmediatos de la Higiene Pública en Francia
se encuentran conceptualmente en los postulados de los
Enciclopedistas de la Revolución Francesa que alababan las exce-
lencias que aportaría la futura libertad en el mejoramiento de la
salud de los individuos y en el bienestar colectivo; y, luego, en las
ideas del socialismo utópico, especialmente de Saint-Simon. Esta
confluencia de ideas científicas y políticas dio lugar a la creación
de la Higiene Pública como una disciplina académica. Así, en 1794,
se crea la primera cátedra de Higiene en la nueva Facultad de Me-
dicina de París y que en 1829 aparece la primera revista de la es-
pecialidad: Annales d’Hygiene Publique et de Medicine Legale. Esta
revista contiene las primeras aplicaciones de la estadística moder-
na al estudio de los problemas de la salud colectiva [11].
Por el lado de la Sanidad, se va aceptando la idea de que ga-
rantizar el derecho de los pobres a la protección de su salud es
una obligación del Estado. En 1790 se había creado, gracias a una
moción de J. I. Guillotin, el “Comité de Salubrité” con el fin de con-
trolar públicamente el ejercicio de la medicina y su enseñanza, el
cuidado de la salud colectiva y los servicios sanitarios. Tras va-
rios intentos legislativos se crea un sistema de beneficencia públi-
ca, con una estructura jerarquizada y distribuida territorialmente,
tanto en el aspecto social como en el asistencial; además de una
red unificada e integral de hospitales generales, con una serie de
médicos asignados a cada colectividad. En 1802 se establece en
París un “Conseil de Salubrité” y paulatinamente se crean orga-
nismos similares en otras ciudades. En 1848, la Segunda Repúbli-
ca nombró un Consejo de Salud Pública, adscrito al Ministerio de
Agricultura y Comercio, con la misión de aconsejar al ministro en
todos los asuntos vinculados con la salud. Al final del mismo año
otra ley creó los Consejos Sanitarios Locales en todo el territorio

192
francés con la función de asesorar en el campo de la salud a los
prefectos de los distritos [ 11, 12].
Para Foucault la “Higiene Pública” de Francia podía ser en-
tendida, a principios del siglo XIX, como una “técnica de control
y de modificación de los elementos del medio que pueden favo-
recer o perjudicar la salud”; abarcaba en lo esencial los elemen-
tos conceptuales de lo que se iría a desarrollar y llamar, primero,
“Higiene Social” y, luego, “Medicina Social”: “Una de la gran-
des revistas médicas de la época, Revue d’Hygiene Publique, que
empieza a publicarse en 1820, será el portavoz de la medicina
social francesa” [12].

Medicina Social y sus relaciones con la Medicina Fisiológica

En el contexto revolucionario descrito no podía sorprender que


surgieran los términos de “Higiene Social”, en 1838, y de “Medi-
cina Social” en 1848. El primero, introducido por J. A. Rochoux
para referirse al conocimiento sistematizado de las relaciones en-
tre la enfermedad, los problemas sociales y una significativa in-
tervención del Estado en la solución de tales problemas; el segun-
do, acuñado por Michel Levy y Jules Guerin para explicar los
condicionantes sociales presentes en la enfermedad. Además, en
su momento, los socialistas utópicos como Saint-Simon, Fourier,
Blanc, etc., propugnaban reformas sociales en las que la Medicina
y el cuidado de la Salud colectiva cobran especial relevancia por
tratarse de materias cuya responsabilidad pública es evidente para
los socialistas.
En ese contexto la “Medicina Fisiológica” de Broussais fun-
damentó los postulados de la Medicina Social, pensada y promo-
vida por los jóvenes médicos alemanes que participaron en los
movimientos revolucionarios de 1848, como parte de sus propues-
tas de reformas económicas y políticas. Para estos médicos, la mera
descripción de los fenómenos de la enfermedad era totalmente in-
suficiente en vista de que apenas representa el primer paso de la
ciencia; era necesario avanzar a la explicación, es decir, a com-
prender las interrelaciones entre los diferentes fenómenos, su gé-

193
nesis y su desarrollo, sus mecanismos más íntimos y sus conse-
cuencias más amplias [7].
La Medicina Social surgió, así, como un proyecto de penetra-
ción del conocimiento médico y de ampliación de la intervención
médica sobre las condiciones de vida, sobre el medio social orga-
nizado por el modo de vida capitalista en su etapa de Revolu-
ción Industrial. El sistema de ideas que constituiría la Medicina
Social fue el resultado de la internalización y el reprocesamiento
de las ideas revolucionarias por una intelectualidad médica libe-
ral radical. Era una medicina que se autorreconocía como segui-
dora de la Medicina Fisiológica de Broussais y adversaria de la
Clínica. La Medicina Social de fines del siglo XVIII, e inicios del
siglo XIX en Europa, constituiría de hecho el primer saber sanita-
rio típicamente moderno al tomar como objeto de estudio la
transindividualidad del proceso salud-enfermedad, al identificar
“patologías” en el “cuerpo” social y al buscar la determinación
de las mismas en las condiciones de vida de los diversos grupos
socialmente diferenciados [8, 10].
Juan César García percibe un importante punto común entre
la Medicina Fisiológica y la Social en la introducción en ambas
concepciones de la categoría “energía”, procedente ésta de la ter-
modinámica de la Física de Newton. A partir de esta categoría:

se concibe a la enfermedad como una variación cuantitativa (...)


de una norma supone un hombre que puede separar una parte
de sí mismo, un potencial, para que sea utilizado por otra perso-
na, para luego volver a producir esa misma energía, o sea, supo-
ne el operario en un sistema capitalista [10].

La energía es vista, entonces, como una “fuerza potencial”


(fuerza de trabajo), en el caso de la Medicina Social, o un tono nor-
mal, en el de la Medicina Fisiológica, que por excitación o irrita-
ción podían tener sus niveles normales alterados. En ambos ca-
sos, la enfermedad está vinculada al desgaste físico y al deterioro
de los cuerpos [10].
Broussais veía a la salud y a la enfermedad limitadas entre sí
por el exceso o la disminución del trabajo fisiológico normal por la

194
acción de estímulos ambientales entre ellos los miasmas. La Medi-
cina Social admitía como causa de la enfermedad a los miasmas:

gases pútridos emanados de la corrupción de materias diversas,


expelidos en el deterioro crítico de las condiciones de vida [12].

Al admitir esta causa, su política se traducía en acciones orien-


tadas a la eliminación o control de los gases expelidos de la “in-
mundicia de los pobres”. La diferenciación y cualificación de la
“pestilencia del rico” y la “pestilencia del pobre” fue uno de los
factores que permitió la introducción de la cuestión social en el
debate sobre la salud y la enfermedad [8].

Bases del modelo sanitario en Inglaterra

Antes que en el resto de Europa, el incremento de la urbanización


que acompañó a la Revolución Industrial, al crear condiciones es-
peciales de hacinamiento, insalubridad y pobreza, habían exacer-
bado las “pestilencias” en Inglaterra. El cólera, la tifoidea y la vi-
ruela ponían en peligro la supervivencia de la fuerza de trabajo y
la salud del resto de la población urbana y constituían una grave
interferencia en la economía, el comercio y el desarrollo del Esta-
do. En estas circunstancias, la capacidad del sistema “parroquial”
de auxilio al pobre —establecido a partir de “The Poor Law Act”,
expedida en 1601— había sido ampliamente rebasada por las ne-
cesidades de las masas de trabajadores desocupados, asentadas
en las ciudades industriales. Este problema de desfase entre la ofer-
ta y la demanda de trabajo se convirtió en una cuestión social y
económica fundamental. Por la segunda década del siglo XVIII, la
pobreza y la desocupación se agudizaron alcanzando los distur-
bios sociales proporciones nunca observadas. Sin embargo, la si-
tuación permaneció sin cambios especiales hasta 1834, cuando fue
aprobada la “New Poor Law Act”. Ley firmemente enraizada en
posiciones teóricas liberales desarrolladas por británicos, entre
ellas, la doctrina de la necesidad de una respuesta racional a los
problemas sociales; en la economía política de Adam Smith (1723-

195
1790), Malthus (1766-1834) y Ricardo (1772-1823); y en la filoso-
fía radical, legal y administrativa del abogado Jeremy Bentham
(1748-1832), fundador del “utilitarismo” [6, 13, 14].
La tendencia “utilitarista” desarrolló las bases normativas para
la política británica social —aplicada durante gran parte del siglo
XIX— que impulsó el movimiento moderno de la Salud Pública en

Inglaterra. Bentham, en su obra Introduction to the principles of morals


and legislation (Londres, 1780), combinó el optimismo de la Ilus-
tración con una visión práctica del empirismo de Locke, para es-
tablecer el axioma fundamental de una filosofía social utilitarista:
“la mayor felicidad posible para el mayor número”; así como su
máxima suprema: “elevar al máximun el placer y reducir al míni-
mum el dolor”. De acuerdo con sus ideas, el aumento de la felici-
dad general es el objeto único de la Moral y el fundamento del De-
recho. En consecuencia, el objeto del legislador debe ser la felici-
dad pública, en tanto que la utilidad general es el criterio de la
eficacia de la racionalidad legislativa [6, 13, 14, 15].
Como parte de esa política normativa se desarrollan las pri-
meras acciones de reforma sanitaria, más propiamente de ingenie-
ría sanitaria, que incluyen la limpieza de las ciudades, la cons-
trucción de instalaciones de agua y de alcantarillado, la elimina-
ción de basuras y residuos sólidos, la atención del estado de las
viviendas, etc. Acciones que estuvieron a cargo, esencialmente, de
las municipalidades.

Medicina Social y Salud Pública moderna en la Francia


del siglo XIX

En 1848, Jules Guerin utilizó por primera vez en Francia la expre-


sión de “medicina social”. Lo hizo para designar a la propuesta
de reforma médica que ya formaba parte del discurso de las
movilizaciones libertarias y obreras en Europa:

Examinada a la luz de la medicina social... Horas de trabajo más


cortas significarán menos fatiga para el trabajador. Altos salarios
significarían mayor energía y mayor bienestar ya que el obrero

196
será capaz de obtener más y mejor alimento. Las consecuencias
fisiológicas de estos factores, que parecieran perjudiciales para la
industria, resultarán de hecho una fuerza de trabajo mejor y más
productiva.

Para Guerin todos los términos utilizados hasta entonces para


designar a los conceptos que hacían referencia al cuidado de la
salud colectiva —higiene pública, policía médica, higiene social—
eran inapropiados en tanto no expresaban claramente el propósi-
to de dicho cuidado [11, 16, 17].
Sobre la base de los contenidos teóricos desarrollados por la
Medicina Social, los médicos franceses fueron perfilando el con-
cepto moderno de Salud Pública. Así opina Ann La Berge, cuan-
do afirma que lo construyen:

... al incluir dentro de su objeto de trabajo una amplia variedad


de aspectos relacionados con el bienestar y al asumir la Salud Pú-
blica como una ciencia social y administrativa fundada en el re-
conocimiento del derecho natural a la salud y la responsabilidad
que compete al Estado de proteger la salud de los ciudadanos
[18].

Coincidiendo con esta opinión, Milton Terris comenta:

... la Salud Pública en el sentido moderno había comenzado en el


siglo XIX en Francia, no en Inglaterra ni Alemania. Esto lo atesti-
guaron los ingleses. Richardson, el colega de Snow, señaló en 1855
que los ingleses se encontraban muy rezagados con respecto a
los trabajadores de salud pública franceses, ya que éstos conta-
ban con una literatura sobre el tema muy desarrollada y funda-
mentada en la investigación científica. Además, a los trabajado-
res franceses les interesaban todos los aspectos de la salud públi-
ca, no meramente las enfermedades epidémicas [19].

Propuestas de Medicina Social y de Salud Pública en Alemania

Alemania, a mediados del siglo XIX, continuaba siendo un conglo-


merado de Estados germanos semifeudales, del cual Prusia era el
más importante y el más grande. La unificación de estos Estados

197
era la mayor aspiración de los alemanes patriotas y liberales en
esos años y a este objetivo fue ligada la cuestión de la reforma de
la organización sanitaria. Las nuevas corrientes de pensamiento
y de acción procedentes de Francia influyeron en el comportamien-
to de un grupo radical de médicos liberales alemanes, liderados
por Rudolf Virchow, Rudolf Leubuscher y Salomón Neuman.
Después de estudiar una epidemia, entre febrero y marzo de
1848, Virchow llegó a la conclusión de que las causas de la mis-
ma eran tanto sociales y económicas como físicas. Su informe, “Re-
porte sobre la Epidemia de Tifus en la Alta Silesia”, era una de-
nuncia contra el régimen dominante. De regreso a Berlín, en me-
dio de los violentos movimientos obreros y libertarios que se ex-
tendían en Europa fundó, con Leubuscher, un nuevo diario, Die
medizinische Reform, que se convirtió en el órgano del movimiento
de reforma sanitaria alemán. En este diario escribiría:

Los médicos son los abogados naturales de los pobres y los pro-
blemas sociales caen en su mayor parte dentro de su jurisdicción
(...) La medicina es una ciencia social y la política no es otra cosa
que la medicina en gran escala [14, 15, 20].

Al fracasar los estallidos revolucionarios de 1848, el movimien-


to de reforma sanitaria declinó rápidamente en Alemania. En me-
dio de la reacción conservadora que siguió a este fracaso, las ideas
de Virchow y de sus colaboradores sobre la Medicina Social fue-
ron consideradas anatemas por las autoridades políticas; perdie-
ron importancia en la sociedad alemana y la difusión de su órga-
no periodístico tuvo que ser interrumpida. En el último número
de su diario, publicado el 29 de junio de 1849, Virchow compara-
ba esta situación de rechazo con la que enfrentó Moisés:

... Nosotros ahora debemos errar en el desierto y luchar... La re-


forma médica que nosotros teníamos en mente era una reforma
de la ciencia y de la sociedad. Nosotros desarrollamos los princi-
pios (y) aún sin la futura existencia de este órgano ellos conti-
nuarán avanzando [20].

El 30 de marzo de 1849, Salomón Neuman presentó a consi-


deración de la “Sociedad de Médicos y Cirujanos de Berlín” un

198
borrador para una “Ley de Salud Pública”, donde se expresa lo
esencial del pensamiento del grupo médico reformista. De acuer-
do a este documento la Salud Pública tiene como objetivos: (a) la
salud mental y el desarrollo físico de los ciudadanos; (b) la pre-
vención de todo peligro para la salud; y (c) el control de la enfer-
medad. La Salud Pública debe cuidar a la sociedad como una to-
talidad, considerando las condiciones físicas y sociales generales
que pueden afectar adversamente a la salud, tales como el suelo,
la industria, la alimentación y la vivienda. Éstas pueden ser con-
sideradas en dos grandes categorías: (a) condiciones tales como
la pobreza y la debilidad, en las cuales el individuo tiene el dere-
cho de requerir asistencia del Estado; y, (b) condiciones en las cua-
les el Estado tiene el derecho y la obligación de interferir con la
libertad personal del individuo, por ejemplo, en casos de enferme-
dad transmisible o de alteración mental. La Salud Pública puede
cumplir con estos deberes asegurando la disponibilidad de un per-
sonal médico bien entrenado, en número suficiente y adecuada or-
ganización, así como de apropiadas instituciones sanitarias [15].
El derecho a la propiedad individual, incluso de los medios
de producción, no era discutido por el grupo médico reformista.
Más aún, Neuman, en su libro La salud pública y la propiedad, pu-
blicado en 1847, justifica el derecho a la salud en la siguiente for-
ma. El Estado pretende ser un Estado de derechos de propiedad.
Su fin es proteger la propiedad de los individuos. Sin embargo, la
única propiedad que posee la mayoría de los individuos es su ca-
pacidad de trabajo, que depende completamente de su salud. En
consecuencia, el Estado tiene el deber de protegerla y los indivi-
duos tienen el derecho a insistir en que su salud, que es su única
posesión, sea protegida por el Estado [2, 14].

Formalización de la Salud Pública moderna en Inglaterra

Las epidemias de cólera a lo largo del siglo XIX, la primera en 1832-


1833, evidenciaban el fracaso de la organización sanitaria de ca-
rácter parroquial preexistente en Inglaterra y, por ende, la necesi-
dad de replantearla radicalmente. Replanteamiento que implicaba

199
la formalización de la intervención del Estado en los esfuerzos para
el cuidado de la salud colectiva, contraviniendo los principios “li-
berales” vigentes. Con este fin el Parlamento Británico nombró, en
1840, el “Select Committee on the Health of Town” que estuvo en-
cargado de los estudios y de las propuestas correspondientes.
En 1842, el mencionado comité publicó, en tres volúmenes, los
resultados de su investigación. El tercero de ellos era el Inquiry into
the Sanitary Condition of the Laboring Population of Great Britain, de
Edwin Chadwick, discípulo de Jeremy Bentham. Partiendo de sus
observaciones y adoptando la teoría miasmática, Chadwick había
llegado a las siguientes conclusiones:

• La salud de los trabajadores y sus familiares está afectada


por el mal estado del medio físico y social, “vinculado con
defectos en la situación y estructura de la economía interna o
la residencia de la clase laboral”; así como de “la salubridad
de la ocupación en sí misma o por su ejercicio en diferentes
lugares y circunstancias”.
• La Salud Pública debe actuar de manera preferente sobre el
medio físico y social: “Las grandes medidas preventivas son:
el drenaje de aguas servidas, la limpieza de las calles, vivien-
das con abastecimientos de agua y mecanismos de elimina-
ción de excretas y, especialmente, la utilización de más efi-
cientes y baratos modos de remoción de desechos sólidos fue-
ra de los pueblos.
Por ello las autoridades locales debían garantizar a los ciu-
dadanos la dotación adecuada de obras de alcantarillado y
drenaje, así como de servicios apropiados de suministros de
agua y de eliminación de basuras. Los médicos sólo serían
importantes “cuando aparece la enfermedad, como resultado
de descuidos en las medidas administrativas apropiadas” y
para puntualizar la localización, naturaleza y curso de la
enfermedad en una área dada, por lo que es necesario “... un
‘District Medical Officers’... para iniciar las medidas sanita-
rias y reclamar el cumplimiento de la Ley”.

200
• La conveniencia de que todos los pueblos cuya tasa de morta-
lidad fuera superior a 23 por mil habitantes, fueran puestos
bajo la jurisdicción de un organismo que debía constituirse y
que se llamaría “General Board of Health” [15].

Como consecuencia de ese informe, el gobierno nombró a “The


Royal Commision on Health of Towns and Populous District” para
que verificara la validez de las conclusiones de Chadwick y para
que recomendara las enmiendas legislativas más convenientes. En
su informe de 1845, la Real Comisión recomendó que se establecie-
ran nuevas disposiciones legislativas que tuvieran aplicación en
todas las grandes ciudades del país y que se encargara a un orga-
nismo de ámbito nacional para que emprendiera la ejecución de
las obras de saneamiento y de las medidas administrativas pro-
puestas por Chadwick. Sobre la base de estas recomendaciones se
presentó un proyecto de ley que fue rechazado sucesivamente en
las legislaturas de 1846 y 1847. Finalmente, después de muchas
discusiones en el Parlamento y en la sociedad, el 31 de agosto de
1848 fue aprobada la Ley de Salud Pública, durante el gobierno de
la reina Victoria [5, 15]. De esta manera, el concepto moderno de la
Salud Pública, perfilado en Francia, se comenzó a concretar en el
Derecho Positivo y en la Administración Pública de Inglaterra.
La “Ley de Salud Pública” fue la primera en el mundo que for-
malizó en el Derecho Positivo de un país los fundamentos de la
Salud Pública moderna. Incorporó, en términos generales, las re-
comendaciones hechas en primer lugar por Chadwick, aunque es-
tableció algunas restricciones importantes como eran, por ejemplo,
que sus mandatos sólo serían aplicables en ciudades distintas de
Londres y que el sometimiento a las directrices de la “General
Board of Health” u “Oficina General de Salud” sólo serían obli-
gatorios en las localidades cuya tasa de mortalidad fuera supe-
rior a 23 por mil habitantes o en las que fuera aprobado ese some-
timiento por al menos el 10% de los ciudadanos que pagaban im-
puestos. La Ley también estableció la posibilidad de obligar a la
creación de “Local Board of Health” en aquellas localidades don-
de la mortalidad fuera mayor de 23 por mil habitantes [5, 10, 15].

201
Con la aplicación de la ley aparecen, además de la Oficina Gene-
ral de Salud, la figura del “Medical Officer of Health” (MOH) como
funcionario sanitario a tiempo completo. El primer MOH de Lon-
dres fue John Simon, que luego, con William Farr, sentarían las
bases de un nuevo concepto de Salud Pública, el de “State Medicin”
o “Medicina de Estado”.
Posteriormente se van a producir otros avances bajo el gobier-
no de Gladstone, como la reforma de la administración local en
1871, la creación del Ministerio de Sanidad y de las autoridades
sanitarias locales en 1872 y la promulgación de la Ley de Sani-
dad de 1875. De esta manera se consolida la llamada “Medicina
de Estado”, entendida como una práctica de carácter público, cons-
tituida por jefes locales de sanidad e inspectores sanitarios; ade-
más de oficiales médicos financiados por las autoridades locales.
Práctica que se convertirá en una nueva especialidad médica, con
obras como Essays in State Medicin (Wyldemory Ramsey 1856).
Especialidad que se consolida como tal en la Universidad de
Cambridge en 1868, donde se entrega el primer certificado de es-
pecialista en 1871 [10].

La polémica entre “contagionistas” y “anticontagionistas”

Durante el siglo XIX siguió la vieja discusión entre los “contagio-


nistas”, defensores del “contagium vivum”, y los “anticon-
tagionistas”, defensores del contagio inanimado. Hasta finales de
ese siglo ninguna teoría de los “contagionistas” podía explicar sa-
tisfactoriamente todos los hechos vinculados con el origen y la di-
fusión de las enfermedades epidémicas; no resistían a la confron-
tación con los hechos. Dados los conocimientos de la época pare-
cía más consistente la teoría “anticontagionista”, que concebía al
contagio como el paso directo de alguna influencia química o físi-
ca de una persona enferma a una víctima susceptible por contacto
directo o por medio de objetos contaminados, o hasta a través de
la atmósfera cuando las distancias son relativamente cortas [21].

202
Los “anticontagionistas” se uniformaban en su rechazo del
“contagium vivum”, pero diferían en sus teorías para explicar las
enfermedades, aunque la mayor parte de ellos asumían la teoría
de los miasmas. La Medicina Fisiológica de F. J. V. Broussais y de
la Medicina Social sustentaban la teoría anticontagionista. Así,
Virchow afirmaba que las epidemias se diferenciaban en “natura-
les”, que atribuía a factores como el clima y las estaciones del año,
y “artificiales”, que eran provocadas por “defectos producidos por
la organización social y política”. Muchos de los reformistas sa-
nitarios —especialmente Chadwick y Soutwood Smith— habían
fundamentado exitosamente sus propuestas legislativas a partir
de esta teoría. La “Medicina Urbana” se había legitimado sobre la
base de los postulados anticontagionistas [5, 11, 15, 22].
Desde una perspectiva opuesta a la miasmática, los “conta-
gionistas” estrictos, entre ellos William Budd (1811-1880) y John
Snow (1813-1858), sostenían que la única causa de las infeccio-
nes y epidemias era el “contagium vivum” específico. Budd había
demostrado la transmisión de la fiebre tifoidea a través de las he-
ces y la ropa de cama utilizada por el paciente. Snow, a su vez,
había descrito la epidemia de cólera de Broad Street en Londres
demostrando la transmisión de la enfermedad a través del agua
de un pozo que estaba contaminado, demostración que fue razo-
nada inductivamente. El creador de los postulados que más tarde
darían sustentación al proyecto biologicista de la Microbiología,
Jacob Henle (1809-1885), opinaba que existían algunas enferme-
dades “miasmático-contagiosas” pero su opinión no fue debida-
mente considerada [8, 15].
Existe consenso de que en la mitad del siglo XIX, poco antes
de la afirmación de la Microbiología, las teorías contagionistas al-
canzaban su mayor declinación. Fue cuando el anticontagionismo
de los médicos reformistas liberales alcanzaba su mayor respeta-
bilidad. En esos tiempos el descrédito de las ideas de la especifici-
dad de las enfermedades y la creencia generalizada en la genera-
ción espontánea impedía la aceptación del modelo contagionista,
además el desarrollo técnico del microscopio aún era limitado. El

203
hecho de que en 1854, por lo menos veinte años antes de que se
aceptara la teoría contagionista, Snow la utilizara a fin de expli-
car el cólera fue una hazaña notable [11, 19].
Pero esa polémica no tenía sólo motivaciones teóricas, era tam-
bién una pugna política. El “contagionismo” había encontrado su
expresión material en la cuarentena y su burocracia y sus defen-
sores con escasas excepciones, como la del liberal Henle, eran con-
servadores y reaccionarios; representaban el antiguo régimen. Los
liberales y radicales, como Virchow en Alemania, Villermé en Fran-
cia y Alison en Escocia, que atribuían la enfermedad a la pobreza
y a otras condiciones sociales y los propugnadores del misma,
como Farr y Simon en Inglaterra, eran anticontagionistas y con-
trarios a la cuarentena [19].
La discusión nunca fue sólo sobre el contagio, sino “siempre
sobre el contagio y las cuarentenas” [22]. Al comentar esta pugna,
Rosen [15] puntualiza las implicaciones económicas de la cuaren-
tena contrarias a los intereses comerciales e insinúa que los ata-
ques contra el contagionismo fue también parte de una lucha con-
tra la burocracia y por la libertad comercial, contra la reacción y
por el progreso, desde una perspectiva liberal.
Recién a partir de 1874 la teoría contagionista se afirmó cien-
tíficamente con las revelaciones de Louis Pasteur y Robert Koch.

El interés de Koch por la fotografía y la oportunidad que tuvo


de utilizar los perfeccionamientos de la microscopía, posibilita-
ron la comprobación categórica de la “teoría de los gérmenes” y
el desplazamiento del centro del escenario de las discusiones so-
ciales a los anticontagionistas revolucionarios de mediados del
siglo XIX. Al final, no se podía fotografiar un miasma o una in-
fluenza [8].

Pero, no sería sino hasta que a esas revelaciones se le agrega-


ron los conceptos de transmisión a larga distancia por el agua y
los alimentos, y muy especialmente por portadores humanos y ani-
males, que se derrota a la teoría anticontagionista y se inicia una
nueva era de la Medicina y la Salud Pública [21].

204
Asistencia pública y previsión social en Europa

Inicios de la asistencia pública: 1800-1876

La revolución liberal francesa había fijado los principios de la “Be-


neficencia Pública” o “Asistencia Pública”. En la Constitución de
Francia de 1793 se prescribió que la sociedad tenía la obligación
de socorrer a sus miembros desvalidos debiendo organizarse a tal
efecto todo un sistema público de socorros. En el reporte de Fran-
cisco de la Rochefoucauld Liancourt (1747-1827) se lee:

Hasta ahora la Asistencia ha sido mirada como un beneficio, ella,


es más, un deber, que para ser bien cumplido impone que los
socorros que prodiga se encaminen a la utilidad general (...) De
la cuna a la tumba, el hombre ya no es ya un ser aislado sino
que forma parte integrante de una sociedad maternal y
providente: niño, lo reconoce y lo asiste, si se halla abandonado;
adulto, lo cuida si está enfermo, lo auxilia, si se halla inválido, y
le proporciona trabajo, si lo hiere la desocupación; viejo, dulcifica
sus últimos días... El plan de nuestra Asistencia abraza el ciclo
completo de la vida humana [23].

En la Francia revolucionaria, con la abolición y la confisca-


ción de las fundaciones privadas, se centralizó el servicio de la
beneficencia, se estableció un impuesto para sostenerlo, inscribién-
dose las recaudaciones en el libro de la Beneficencia Pública. La
Restauración abolió ese conjunto de disposiciones. La posterior le-
gislación francesa estableció nuevamente los depósitos de mendi-
cidad, por decreto de 5 de julio de 1808; reglamentó los socorros
de los niños abandonados y a los huérfanos, por decreto de 19 de
enero de 1819; y dictó las reglas relativas a la administración de
los hospicios y oficinas de beneficencia, a través de la Ordenanza
Real de 31 de octubre de 1821. Por su parte, en Inglaterra se efec-
tuó en 1834 una reforma de la asistencia pública, haciéndose a
las “work-house” todo el eje del sistema de asistencia y sometién-
dose en ellas a los indigentes válidos a un trabajo duro y mal re-
tribuido, con la consecuencia de que al poco tiempo quedaron re-
ducidos sus beneficiarios a muy escaso contingente [24].

205
En las últimas décadas de este período, no obstante la existen-
cia de una serie de limitaciones, la asistencia pública en Europa
continuó desarrollándose, con acciones de auxilio domiciliario y
en el interior de las casas de trabajo, hospicios u hospitales. En
Inglaterra, desde 1867, la administración de la asistencia pública
comenzó a ser inspeccionada por la “Poor Law Commissiom” la
cual se convirtió, en 1871, en una rama del “Local Government
Board”, encargada de hacer los reglamentos de asistencia públi-
ca. Asimismo, en Francia se producen cambios normativos de la
asistencia pública, entre ellos los derivados de la ley sobre los hos-
picios y los hospitales de 13 de agosto de 1851; la de 1866, que
dio carácter facultativo a la beneficencia departamental; la de 21
de mayo de 1873 sobre las comisiones administrativas de los
bureaux de beneficencia y las de los hospicios y hospitales, modi-
ficada en 1879 con un sentido liberal [24].

Organizaciones de ayuda mutua y seguros


privados: 1800-1876

En la etapa inicial del capitalismo y en nombre de la libre de con-


currencia, el Estado sólo intervenía en la vida económica para con-
trolar la moneda, los salarios, las aduanas y, también, para prohi-
bir la formación de sindicatos. En esta situación, los miembros de
la nueva clase proletaria frente a la política liberal de prohibición
de los sindicatos tuvieron que recurrir a formas de organización
de defensa mutua para responder a las necesidades urgentes en
caso de desempleo, muerte, enfermedad y nacimiento. La creación
de las llamadas organizaciones de socorros mutuos se inspiró en
las “guildas”, corporaciones gremiales y otras formas de organi-
zación de los artesanos medievales. Estas asociaciones mutuales
no contrariaban el principio liberal del esfuerzo voluntario, del
ahorro voluntario. De acuerdo a este principio cada individuo de-
bía cuidar de su seguridad por intermedio del ahorro para la ve-
jez y los casos de urgencia o de pérdida del trabajo. Los sindica-
tos recién fueron autorizados al final del período que estudiamos,

206
en Francia (1864), Alemania (1869), Canadá (1872) e Inglaterra
(1874) [25].
Por otro lado, los seguros privados se habían comenzado a di-
fundir extraordinariamente a partir del siglo XVII; la compañía
Lloyds fue constituida después del gran incendio de Londres en
el año 1666. El seguro privado se dirigía a garantizar, antes que
nada, a la propiedad privada. En la perspectiva liberal, la propie-
dad es la primera garantía de la libertad y de la supervivencia de-
biendo ser protegida de toda situación en que pudiera ser amena-
zada. En consecuencia, los seguros privados se difundieron en va-
rias direcciones para garantizar no sólo la propiedad privada, sino
también el consumo de nuevas mercancías como los servicios mé-
dicos y funerarios [25].

207
Perú: de la Independencia nacional al
final de la República práctica

Cambios en el escenario político

Primer caudillismo militar: 1821-1844

Durante el proceso de la emancipación peruana, la aristocracia crio-


lla —heredera de los bienes materiales de los encomenderos y terra-
tenientes del virreinato— mantuvo una actitud ambigua frente a di-
cho proceso y se mostró, en el momento de la Independencia, des-
articulada e incapaz de cohesionar un centro nacional dominante
que le permitiera asumir inmediatamente la dirección política del
nuevo Estado. En estas circunstancias sucesivos caudillos milita-
res asumieron, precariamente, la conducción gubernamental; con el
apoyo económico de grupos de poder regionales y locales —confor-
mados básicamente por latifundistas y comerciantes— que se en-
contraban en una situación de autonomía frente a cualquier preten-
dido centro nacional. Los políticos civiles, mayormente eclesiásti-
cos y abogados, abrazaron el liberalismo o el conservadorismo y ter-
minaron sirviendo o combatiendo a los caudillos.

De ahí que durante todo el siglo pasado se diera una fluida


relación entre oligarquías y caudillos, que vino a definir el per-
fil político social de la naciente república dada la falta de dife-
renciación y participación política autónoma de la población
dominada [26].

[209] 209
Se inició así la República con un período de caudillismo mili-
tar en un país fragmentado. Fue un período de gran confusión e
inestabilidad política. En sólo algo más de 20 años, se suceden o
superponen 53 gobiernos, se reunieron 10 Congresos y se dictan
cinco constituciones políticas. En 1838 hubo siete presidentes casi
simultáneamente. Desorientación y discontinuidad política que
respondían, parcialmente, tanto a la ambición personal de los cau-
dillos como a la confrontación ideológica de tres propuestas de
régimen político para el nuevo Estado.
Basadre destaca que al comenzar la existencia del Perú como
país independiente los dirigentes políticos tuvieron tres opciones
para organizar el nuevo Estado: el modelo republicano liberal,
adoptado por Estados Unidos, que tenía coincidencias ideológi-
cas con los principios de la Revolución Francesa de 1789; el mo-
delo monárquico-constitucional, que se había consolidado en In-
glaterra; y el modelo napoleónico, de gobierno autoritario y perso-
nal, con raíces democráticas, ensayado en Francia. Las tres opcio-
nes tuvieron partidarios. Monteagudo y parte de la nobleza crio-
lla intentaron crear, sin éxito, una monarquía constitucional entre
1820 y 1821. Bolívar esbozó con el nombre de “República Vitali-
cia” una fórmula de gobierno autoritario, con cierta semejanza con
el consulado napoleónico, que tuvo su principal propulsor, a par-
tir de 1824, en José María de Pando; fórmula que no llegó a ser
concretada. Francisco Javier de Luna Pizarro, José Faustino
Sánchez Carrión y Francisco Javier Mariátegui defendieron el mo-
delo republicano liberal que, finalmente, se impuso por coincidir
con el clima ideológico dominante en la época [27, 28]. Descarta-
do el modelo monárquico-constitucional, la confrontación de las
ideas nucleares de las otras dos opciones definió las luchas
doctrinarias: la idea del gobierno fuerte, al estilo de un despotis-
mo ilustrado, defendida por los autoritarios y conservadores, y la
idea de la libertad, defendida por los liberales y los radicales.
Julio Cotler reafirma y complementa el comentario de Basadre
afirmando que la recomposición social, que desde fines del siglo
XVIII estaba en curso en el Perú y en el resto de Hispanoamérica

—como efecto de las grandes revoluciones liberales de Estados Uni-

210
dos y de Francia— y que se detuvo con la guerra independentista,
así como la emergencia del caudillismo, se expresó en el nivel po-
lítico-ideológico en la pugna entre los “conservadores” y los “li-
berales”. Para Cotler:

En verdad, lo que los conservadores propugnaban era el mante-


nimiento del orden patrimonial con un Estado personificado en
la figura de un gobernante que administrara autoritaria y buro-
cráticamente a la sociedad, compuesta de estamentos y corpora-
ciones en que se destacaba la expoliación colonial y la protección
paternal a los indios. Frente a esto, los liberales propugnaban la
ruptura del centralismo burocrático y la repartición del poder en
las distintas esferas regionales, así como la destrucción de las for-
maciones estamentales y corporativas, sus fueros y privilegios,
dando cabida por lo tanto a la libertad de movimiento de perso-
nas, propiedades y capital (...) Además, hasta mediados del siglo
XIX, los liberales y radicales blasonaron de antiespañoles, mien-
tras los autoritarios y conservadores se sintieron ligados a la tra-
dición colonial [26].

En el período del caudillismo se pueden distinguir tres situa-


ciones políticas:

• Protectorado de San Martín y dictadura de Bolívar (1821-


1827). Los hechos más importantes son: la declaración de la
Independencia del Perú, en julio de 1821, la elaboración de la
Constitución de 1823, el fin de la guerra de emancipación
político-militar (1824), la discusión sobre el tipo de régimen
político del nuevo Estado, la elaboración de la Constitución
Vitalicia de 1826 y, finaliza, con la salida del país de las tro-
pas colombianas en enero de 1827. Un cabildo abierto, efec-
tuado el 17 de enero de 1827, derogó la Constitución Vitalicia,
terminando así el régimen bolivariano en el Perú [28, 29].
• Determinación de los límites de la nacionalidad peruana
(1827-1842). Años de incertidumbre geográfica política con
relación a Bolivia, que finaliza en 1842 con la paz de Puno.
Campaña y conatos de guerra contra Bolivia y Colombia entre
1828 y 1834. Inicio y fin de la Confederación Perú-Boliviana

211
(octubre 1836-enero 1839). Campañas peruano-bolivianas de
Socabaya, Paucarpata, Yungay e Ingavi entre 1835 y 1842; la
segunda y la tercera con injerencia chilena al lado de uno de
los bandos peruanos. Se dictan tres Constituciones Políticas,
las de 1828, de 1834 y de 1839, así como se aprueba el Pacto
de Tacna (mayo 1837) [27, 29].
• Anarquía militar y final del período (1842-1844). Últimos años
de lucha de los caudillos militares. Esta última situación del
primer militarismo termina el 17 de junio de 1844 en la bata-
lla de Carmen Alto, cuando el general Ramón Castilla derrota
al general Manuel Ignacio de Vivanco y puede establecer con-
diciones mínimas para un gobierno constitucional relativa-
mente estable.

La Iglesia católica fue la única institución colonial que sobre-


vivió casi íntegra a la guerra de la Independencia. Combatida por
los liberales y defendida por los conservadores, tuvo que mante-
nerse fuera de la escena oficial gubernamental, en tanto se había
iniciado su secularización. Durante la guerra, el alto clero comba-
tió la revolución, en tanto que muchos sacerdotes criollos apoya-
ron la causa de la Independencia. Por eso, el clero liberal que lu-
chó por la Independencia gozó de estima general.

Neopatrimonialismo autoritario: 1845-1872

Durante este período político de 26 años se sucedieron, sin consi-


derar los interinos, siete gobiernos presididos sucesivamente por:
Ramón Castilla (1845-1851), José Rufino Echenique (1851-1855),
Ramón Castilla (1855-1862), Miguel San Román (1862-1863), Juan
Antonio Pezet (1863-1865), Mariano Ignacio Prado (1865-1868) y
José Balta (1868-1872) .
El inicio de este período, que corre entre 1845 y 1851, fue mar-
cado por la poderosa presencia de Castilla, que impuso el “apaci-
guamiento nacional” por un sexenio, el primero de paz que vivió
el país luego de la anarquía que sucedió a la Independencia. Para
lograrlo, puso en práctica una discontinua y contradictoria alianza

212
con autoritarios y liberales. Ante la falta de grupos económicos po-
derosos y en interacción, capaces de fortalecer y liderar el pro-
ceso institucional, Castilla estableció un modelo neopatrimo-
nialista autoritario, con un gobierno unitario que tuvo como eje
central el dominio ejercido por el Poder Ejecutivo. Este dominio
estuvo facilitado con el dinero proveniente de las exportaciones
guaneras, legitimado ideológicamente por el discurso cohesio-
nador del “amor a la Patria” del intelectual conservador Bartolomé
Herrera y mantenido por la mencionada alianza [26, 28].
La noción liberal de “soberanía popular”, exacerbada por los
demagogos, era para Herrera la causa del desorden que reinaba
en la República. Para refutarla esbozó la idea alternativa de “so-
beranía de la inteligencia”. Por ella se entendía que el derecho de
gobernar y dictar leyes debía ser ejercido por aquellos a los que la
providencia los hubiera signado como los más capaces. La élite
elegida tenía como misión combatir “la tiranía de los partidos”
que, a criterio de Herrera, amenazaba deteriorar el tejido social del
país [30].
El mensaje ideológico de Herrera generó una reacción liberal
que inicialmente tiene su expresión en la polémica Benito Laso con
Herrera, las discusiones parlamentarias entre Pedro Gálvez y
Herrera y la rivalidad entre los colegios Guadalupe y San Carlos.
Guadalupe encarna el sentido de la libertad, el espíritu democrá-
tico, la soberanía del pueblo, el laicisismo, la reivindicación de la
libertad de la discusión y de la conciencia. San Carlos defiende el
orden, el espíritu aristocrático, la soberanía de la inteligencia, el
providencialismo y clericalismo, la tendencia a la disciplina de la
obediencia. Basadre enfatiza que proseguía la lucha ideológica en-
tre liberales, “cada vez más pragmáticos y amigos de la transac-
ción”; los radicales, calificados como “rojos”, y los conservado-
res, que continuaban identificados con la tradición colonial:

No es por eso una casualidad que el diario “La Civilización”, de


Santiago de Chile, escribiera en 1851: “El Partido Conservador
tiene como principal misión la de restablecer en la civilización y
en la sociabilidad de América el espíritu español, para combatir

213
el espíritu socialista de la revolución francesa”. Así se explica tam-
bién las invectivas de algunos escritores liberales contra España
[27, 28].

El discurso de Herrera sirvió a Castilla para justificar sus ac-


ciones políticas autoritarias durante su primer gobierno. Entre
ellas, la orientación del gasto público (pago a militares y burocra-
cias civiles, construcción de obras públicas en el interior del país),
la Ley de Amnistía de 1847 y la Ley de la Consolidación de la Deu-
da Interna en 1850, mediante la cual el Estado reconocía la deuda
que los caudillos militares habían contraído con los propietarios
y terratenientes nacionales durante las guerras independentistas
y civiles [27].
Al final del primer gobierno de Castilla se realizaron eleccio-
nes presidenciales. Entonces compitieron los liberales, entusias-
mados por los sucesos de las jornadas revolucionarias libertarias
y obreras de 1848 en Europa, y los conservadores. En un escena-
rio político diseñado y controlado por Castilla, fue elegido el ge-
neral Echenique y derrotados los liberales. Durante la gestión de
Echenique (1851-1855) se produjo el escándalo de la consolida-
ción de la deuda interna, que provocó el reinicio, en el año 1854,
de las guerras civiles. Éstas duraron hasta el 5 de febrero de 1855,
cuando Castilla y los liberales vencen a Echenique en la batalla
de La Palma. Después de esta batalla se instaló un “gobierno re-
volucionario provisorio” que tuvo como Presidente a Castilla y
como ministros a los liberales Domingo Elías, Pedro Gálvez y Ma-
nuel Toribio Ureta. La medida inicial de este gobierno fue la con-
vocatoria a elecciones para una Convención Nacional, sin men-
cionarse lo referente a elecciones presidenciales [27, 28]. Pero, la
crítica al castillismo ya había empezado a tomar fuerza en el par-
lamento, en la prensa y en las publicaciones liberales. El modelo
elitista y autoritario, defendido por Herrera, comenzaba a ser
cuestionado por sectores urbanos, con el argumento de que la vo-
luntad del pueblo debía ser el eje central de la conducción de la
República [31].

214
La Convención Nacional, instalada el 14 de junio de 1855, se
convirtió en el núcleo central de las críticas contra el régimen
castillista. Para Basadre, la obra de la Convención de 1855-1857
fue “verdaderamente enorme”; elaboró una nueva Constitución y
un conjunto de leyes adyacentes a ella. La Constitución, promul-
gada en 1856, tuvo un carácter liberal y permitió la manumisión
de 20 000 esclavos, la supresión del tributo indígena y otras medi-
das que atacaron la raíz de la institución colonial. Estas reformas
suscitaron fuertes resistencias y reacciones por parte de los auto-
ritarios. Además, el Ejecutivo había mantenido ante el debate doc-
trinario una estudiada indiferencia, e incrementado sus conflictos
de autoridad con la Convención. Las contradicciones ideológicas
y los conflictos de intereses concretos entre los convencionalistas
y el Ejecutivo hicieron insostenible la situación política. Todo ello
explica que el 2 de noviembre de 1857 un cuerpo del Ejército, en
un “atentado inaudito” e impune, la disolviera [28, 31].
El siguiente Congreso que se reunió en octubre de 1858 pro-
clamó a Castilla como Presidente Constitucional, que continuó
gobernando al país hasta 1862. En el nuevo Congreso de 1860,
en el cual se enfrentaron los moderados y los conservadores, se
formuló la Constitución de 1860 que, finalmente, se limitó a ha-
cer algunas modificaciones de tipo administrativo a la del 56, en-
tre ellas la omisión de las juntas departamentales y la reducción
de las municipalidades en número y atribuciones. Las críticas al cas-
tillismo se incrementaron siempre a través del discurso liberal-
republicano.
En 1862 fue elegido el general San Román como Presidente de
la República, apoyado por los liberales. San Román enfermó y mu-
rió en los inicios de 1863; en tales circunstancias lo reemplazó el
general Pezet, primer vicepresidente. Tres años después se produ-
jeron los incidentes con España que culminaron con el Combate
del Dos de Mayo de 1866 en el Callao y con la retirada de la es-
cuadra española. Previamente, el 28 de febrero del mismo año, ante
las vacilaciones del gobierno frente a los españoles, Pezet había
sido derrocado por el coronel Mariano Ignacio Prado. Luego de la

215
victoria contra España hubo un período confuso de desorden y
guerra civil que obligó a Prado a retirarse del país. Los conserva-
dores retornaron al poder y se anularon los actos de gobierno de
Prado; entre ellos la promulgación de la Constitución de 1867. A
partir de enero de 1868 volvió a estar vigente la Constitución de
1860 y continuó rigiendo, con interrupciones durante la Guerra
con Chile, hasta 1919.
Las siguientes elecciones presidenciales las ganó el coronel
José Balta, que durante su gestión de 1868 a 1872 trató, sin éxito,
de reconstruir el esquema de apaciguamiento nacional utilizado
por Castilla. Pero los tiempos habían cambiado y

ni Balta poseía el arraigo nacional y la astucia política de Castilla,


ni la Caja Fiscal daba para nuevas aventuras... las piezas funda-
mentales sobre la que descansaba la “pax castillista”, ejército y
burocracia civiles, yacían en lamentable estado de abandono. A
medida que la crisis económica se profundizó..., el deteriorado
edificio “institucional castillista”, cimentado a través de cada vez
más inmanejable política de patronazgo, hizo evidentes sus hon-
das grietas y precarios cimientos [31].

Ante la crisis financiera su joven Ministro de Hacienda, Nico-


lás de Piérola, decidió “romper con el corrompido sistema de los
consignatarios” y estableció un contrato de venta de guano y fi-
nanciación con la Casa Dreyfus: “Hiere gravemente a los intere-
ses... capitalistas nacionales... y sostiene impávido la agitación pro-
testante de los perjudicados”. Pero, apartado Piérola, el gobierno
vuelve a la política de empréstitos y negociados que dilapida los
recursos fiscales [28, 29].
Con las grandes utilidades de la consolidación de la deuda
interna, la liberación de los esclavos y con los beneficios de los
consignatarios, acumulados por cerca de 25 años, se formó en el
Perú una élite comercial y financiera —la “burguesía comercial”
en términos de Mariátegui—, hábil para utilizar el Estado en su
beneficio. Este grupo social conformado, en su gran parte, por gente
nueva y emergente en el escenario político dirigió la organización,
durante la campaña electoral presidencial de 1871, de la denomi-

216
nada “Sociedad Independencia Electoral”, “... antecedente y ma-
triz del Partido Civil, nació con un ideario republicano de corte
nacionalista, conscientemente construido”. Lentamente, a través
de un intenso trabajo político de catorce meses de campaña, se gestó
un sólido aparato partidario formado por círculos parlamentarios,
asociaciones y prensa que posibilitó el triunfo al ciudadano Ma-
nuel Pardo, su candidato y líder natural. En opinión de C. Mc Evoy:
“El novedoso frente político civilista estuvo constituido por una
vanguardia socialmente heterogénea, en la cual los ‘sectores me-
dios’ ocuparon un lugar fundamental” [32].
Al final de la campaña electoral presidencial, 1871-1872, la más
violenta de la historia política peruana, el “Estado Patrimonial
Castillista” se derrumbó.

Los elementos que lo sustentaban, ejecutivo autoritario,


congreso sumiso, burocracias obedientes, ideología concilia-
dora, faccionalismos adormecidos, máscara democrática, e in-
gentes cantidades de dinero para complacer a todos habían
desaparecido [31].

La República práctica: 1872-1876

Desde su aparición en el escenario político, la “Sociedad Indepen-


dencia Electoral” se presentó como heredera y portadora del viejo
ideal republicano y como una organización conformada por “los
que trabajan porque la igualdad no sea una utopía y la República
una quimera” [33]. Su eslogan de la campaña de 1871 era “Repú-
blica Práctica-República de la Verdad”. Manuel Pardo declaraba
que la República Práctica tenía por finalidad: “convertir en reali-
dad las promesas de medio siglo, las palabras en hechos y las teo-
rías en instituciones verdaderas”, para lo cual se requería articu-
lar los esfuerzos de todos los “hombres laboriosos” del país. En
su discurso insistía que era el trabajo el que generaba el orden, la
decencia, la disciplina, la educación, la moral y el autocontrol, cua-
lidades imprescindibles para el buen ciudadano republicano. En
opinión de Mc Evoy:

217
... el ideal de “La República” significó una esperanza para mu-
chos miembros de la cada vez más polarizada sociedad peruana.
Para los sectores propietarios... era la concreción de un ordena-
miento social, que permitiría el resguardo de la ley y sobre todo
de la propiedad... Para los sectores medios y populares... signifi-
caba una vuelta a un orden de justicia y trabajo, que había sido
quebrado por la imposición del modelo guanero... [32]

El nuevo gobierno ofrecía el orden frente al desorden, el traba-


jo frente a la vagancia y el dominio del ciudadano frente al de la
“plebe”.
La elección de Manuel Pardo como Presidente de la República
para el período 1872-1876, luego del trágico asesinato de Balta,
expresaba el malestar ciudadano con el modelo diseñado por
Castilla y recreado durante décadas por una sucesión de gobier-
nos militares. El 2 de agosto de 1872 por primera vez un régimen
civil llegaba al gobierno, en este caso representando a los conser-
vadores más lúcidos.

En el incierto escenario social que sirvió de marco a la desapari-


ción violenta de un modelo político agotado empezó a perfilarse
un diseño político alternativo... se empezaron a dar los primeros
trazos de un modelo político innovador. En el mismo, la
institucionalidad cívica, cimentada en los ideales republicanos de
legalidad, trabajo y participación ciudadana, pretendió sustituir
al patrimonialismo cohesionador de antaño [31].

Pero Pardo y los civilistas encontraron el erario en una situa-


ción deplorable. Toda la riqueza del guano estaba afectada para pa-
gar la deuda externa y había un déficit presupuestario de 8,5 millo-
nes de soles. Todos los esfuerzos realizados por Pardo, para rever-
tir la crisis, no impidieron la bancarrota fiscal de 1874 [24, 29].

Aquel temprano intento de creación de identidades nacionales,


que nació como respuesta a la crisis del modelo político neo-
patrimonial articulado por el general Ramón Castilla, se vio in-
tensamente confrontado no sólo por la grave crisis económica
que azotó al país en la década de 1870, con su punto más álgido
en 1874, sino en las abiertas resistencias al mismo, que desem-

218
bocaron en un intenso conflicto sociopolítico y en mucho casos
cultural entre reformadores y reformados [34].

Las elecciones de 1876 dieron el triunfo a Mariano Ignacio Pra-


do, quien tenía el apoyo del Ejército y de un sector importante de
la coalición civilista.

Cambios en la economía republicana

Crisis económica después de la emancipación: 1821-1844

El Perú inició su vida republicana con la herencia de una econo-


mía colonial desarticulada, en medio de una difícil situación de
empobrecimiento general provocado por la precipitada fuga de ca-
pitales “realistas”, que marcó el punto culminante de la desacu-
mulación colonial, y agravado por la desintegración del orden pa-
trimonial, la ruptura del comercio colonial, así como el alto costo
económico y social de las guerras independentistas:

se calcula que entre 1809 y 1825, el Perú sostuvo una fuerza ar-
mada, de ambos bandos, de cerca de 50,000 hombres totalmente
superior a sus limitadas capacidades demográficas y económicas
(...) además las actividades bélicas habían producido una parali-
zación y decadencia general de las actividades económicas... Las
fuentes financieras del Estado habían sufrido también una gran
merma [29].

Además, las luchas de los caudillos siguieron provocando un


grave deterioro o la destrucción de la infraestructura productiva:
las minas habían sido anegadas o abandonadas; las haciendas y
los obrajes deteriorados, el ganado y la producción textil confisca-
dos para mantener a los ejércitos; los viejos caminos incaicos esta-
ban destruidos o abandonados y los virreinales descuidados, lo
que agravó la desintegración geográfica. En 1844 el cónsul inglés,
residente en Islay, escribía al Ministro de Relaciones Exteriores de
su país lo siguiente:

Actualmente, desde todo punto de vista, el panorama es som-


brío y la apariencia del país es la de haber sufrido recientemente

219
uno de esos terribles terremotos que dejan todo destruido y en
ruinas. Las tierras están yermas, los edificios deben ser recons-
truidos, la población ha disminuido, el gobierno es inestable y
deberán promulgarse leyes justas, reunirse nuevos capitales y ga-
rantizar la tranquilidad. No se ha trazado todavía un plan básico
de mejoramiento... [35].

La producción agrícola y minera recién comenzó a recuperar-


se en 1834, con base a la exportación de algodón, salitre y guano.
Además, la dependencia económica externa del Perú cambió de
dirección: España cedió lugar a Inglaterra y Francia que iniciaron
su dominio comercial y financiero de la economía peruana.

La ruptura de la articulación mercantil y colonial del Perú con


España produjo un fraccionamiento de las relaciones económi-
cas interregionales o intersectoriales, con su correspondiente
correlato político... En estas circunstancias se dio un nuevo pacto
colonial, aunque esta vez entre una República “independiente”,
con los dos países que emergían como centros capitalistas indus-
triales, Inglaterra y Francia [26].

Entre 1839 y 1840 ocurrió un importante hecho en el área de


transportes pues el camino andino del azogue y de la plata, que
unía Lima con Buenos Aires, por la ruta de la Sierra, atravesando
Huamanga, Cusco, el Collao, Potosí y Córdoba fue abandonado y
se fue deteriorando, mientras se establecía la navegación a vapor
en la Costa peruana con los barcos a vapor “Perú” y “Chile” en
noviembre de 1840; cambio tecnológico que favoreció el despegue
relativo de la economía del litoral y la parálisis del desarrollo del
interior andino [29].

“Prosperidad nefasta” y su derrumbe: 1845-1876

En la década de los 40 del siglo XIX la Revolución Industrial había


provocado, en los países occidentales, la despoblación del campo,
el hacinamiento de los obreros en las ciudades y la mayor deman-
da urbana de productos alimentarios. Estas circunstancias hicie-
ron que el guano y otros fertilizantes del agro se convirtieran en

220
recursos naturales básicos para el desarrollo de las nacientes po-
tencias industriales y tuvieran, en consecuencia, una alta deman-
da internacional.
En el Perú la fácil explotación y venta de sus recursos del guano
hicieron que la exportación de este producto dominara la vida eco-
nómica nacional durante cerca de 40 años y aportara los recursos
financieros requeridos para un período del proceso peruano que
Basadre denominó de “prosperidad nefasta”. La bonanza del
guano favoreció la abolición del tributo indígena y de la esclavi-
tud, así como posibilitó la creación de una red ferrocarrilera. En
este período creció la producción y la exportación de algodón y
de azúcar, como una respuesta también a las necesidades de los
países industrializados. Parte de las utilidades del guano fueron
utilizadas para extender y modernizar las haciendas de la Costa.
Julio Cotler [26] informa que en 1846 los ingresos fiscales prove-
nientes del guano constituían el 5% del primer presupuesto de la
República que se formuló en el país; veinte años después, en 1866,
esos ingresos financiaban el 75% del presupuesto nacional.
Durante los años de la bonanza exportadora, las autoridades
peruanas se endeudaron con la banca europea. Asimismo, la deu-
da interna consolidada se infló enormemente durante el gobierno
del general Echenique (1851-1854); además, los bonos de la deu-
da interna fueron convertidos, hasta por un monto de trece millo-
nes de soles, en títulos de la deuda externa. Medidas financieras
que generaron problemas financieros y políticos. Estos últimos pro-
vocaron el reinicio de las guerras civiles entre 1854 y 1857.
A lo largo de la década de los sesenta, los propietarios y terra-
tenientes enriquecidos con la consolidación de la deuda interna
reemplazaron a los consignatarios extranjeros en su doble condi-
ción de comerciantes del guano y banqueros del Estado. José Car-
los Mariátegui comenta al respecto:

Las utilidades del guano y del salitre crearon en el Perú, los pri-
meros elementos sólidos del capital comercial y bancario. Se for-
mó en el Perú una burguesía confundida y enlazada en su ori-
gen y en su estructura con la aristocracia, conformada principal-

221
mente por los sucesores de los encomenderos y terratenientes
de la Colonia, pero obligada por su función a adoptar los princi-
pios fundamentales de la economía y de la política liberales. Las
concesiones del Estado y los beneficios del guano y del salitre
crearon un capitalismo y una burguesía [36].

Como ya se comentó, esta “burguesía” dirigió la organización


de la denominada “Sociedad Independencia Electoral” que, lue-
go, daría nacimiento al Partido Civil. El proyecto económico del
Partido Civil, es decir, de la élite comercial y financiera, era crear
las condiciones para canalizar los capitales acumulados en la ex-
tracción de las nuevas materias primas a fin de destinarlas a in-
crementar el comercio con Europa. Esta expansión, a su vez, de-
bía favorecer el desarrollo de la demanda interna valorizándose
la propiedad. Además, garantizando el equilibrio presupuestal y
con la garantía del guano se lograría el crédito internacional para
financiar la conexión comercial de las áreas productivas nacio-
nales con Europa. En consecuencia, era necesario contratar em-
préstitos para la construcción de ferrocarriles que entroncaran
minas y haciendas con los puertos. No se consideraba la posibi-
lidad de que los ferrocarriles no tuvieran, en la realidad peruana
de la época, nada que transportar o que no llegaran a ninguna
región productiva.
En el año 1868 se comenzó a tomar conciencia de las conse-
cuencias “nefastas” del mal manejo de los excedentes económi-
cos, la deuda externa alcanzó los 45 millones de soles y el déficit
fiscal a 17 millones. En 1869 se produjo una brusca alza de pre-
cios de alimentos en algunas ciudades de la Costa, principalmen-
te en Lima. Ante esta crítica situación el nuevo gobierno, presidi-
do por el coronel José Balta, eliminó los consignatarios del guano
y firmó un contrato de venta adelantada de guano con la Casa
Dreyfus de París para tener acceso al crédito internacional. Esta
medida permitió, efectivamente, conseguir empréstitos internacio-
nales y comenzar, con fuerza y a un alto costo, un plan de reac-
tivación de la economía, cuyo eje central fue la ejecución del plan
ferrocarrilero: “Entre el 20% y el 25% de la riqueza que produjo el

222
guano fue empleada en la construcción de ferrocarriles”. El gran
constructor de estos ferrocarriles fue el ingeniero norteamericano
Henry Meiggs. Lamentablemente, la construcción de las redes
ferrocarrileras no produjo los efectos económicos esperados por el
gobierno, ni los resultados deseados por la élite comercial y finan-
ciera en el mediano plazo; pero sí significó apartarse de la políti-
ca de equilibrio fiscal propuesta por la misma élite [26, 29].
Durante todo el período del “apogeo del guano” las autorida-
des habían endeudado al país de manera desmesurada y, peor
aún, los cuantiosos excedentes económicos disponibles habían sido
derrochados, sin ser utilizados eficazmente en el financiamiento
de las bases de un desarrollo autónomo nacional. El comporta-
miento económico y fiscal del país dependía, de manera extrema,
de la evolución de los volúmenes y de los valores internacionales
de las exportaciones del guano. En estas circunstancias, la deca-
dencia de dichas exportaciones durante la primera mitad de la dé-
cada de los 70 tuvo efectos catastróficos sobre las vulnerables fi-
nanzas del país; en 1874 se desencadenó una grave crisis finan-
ciera y monetaria que haría fracasar el gobierno de Pardo y la pre-
tensión hegemónica civilista [26, 29].
Durante la gestión de Pardo la urgencia de construir un nue-
vo Estado en medio de esa crisis obligó adoptar, al gobierno civi-
lista, medidas económicas drásticas sustentadas en el apoyo a la
banca nativa y en la estatización del salitre. Medidas que, al afec-
tar a diferentes sectores sociales, provocaron fracturas y reaco-
modos importantes en la coalición policlasista que había llevado
al civilismo al poder. La estatización del salitre, realizada el 28 de
mayo de 1875, evidenció ese intento gubernamental de asumir el
control real de la nueva riqueza que podía ser explotada en un
próximo ciclo de expansión exportadora. Dicha estatización

además de afectar los intereses del capitalismo británico y de la


“burguesía” chilena puso en manos de un grupo de capitalistas
nacionales, principalmente ligados a la banca, la administración
de la nueva riqueza fiscal [34].

223
El derrumbamiento del “modelo guanero”, que entró en su fase
final durante los primeros meses de la administración de Pardo,
coincidió, asimismo, con la primera fase de la “Gran Depresión”
europea (1873-1876). Durante los años iniciales de la misma y en
medio de la primera crisis mundial de la deuda externa, el Perú
bajo la gestión de Pardo se declaró en bancarrota. La Guerra del
Pacífico marcaría, pocos años después, el final del aporte del guano
y el salitre a la economía nacional, así como el agotamiento políti-
co del inicial Proyecto Civilista.

Cambios y conflictos sociales

Ascenso de los criollos y mestizos: 1821-1844

La eliminación de la burocracia colonial y la emigración de los


peninsulares y criollos adictos a la causa realista dio la oportuni-
dad para que criollos y mestizos, que figuraban en las posiciones
intermedias de la sociedad colonial, ocuparan las posiciones va-
cantes y aquellas que las nuevas circunstancias hacían posible.
En el proceso social los mestizos (militares, clérigos, profesiona-
les, mineros y comerciantes) concretaron mejor tal oportunidad, ele-
vando rápidamente su posición social o política. No puede sor-
prender, entonces, que mestizos como Gamarra, Santa Cruz y
Castilla llegaran tempranamente a la Presidencia de la nueva Re-
pública, imponiéndose a sus rivales. Basadre explica los resulta-
dos de la rivalidad sin tregua entre Castilla y Vivanco contrastan-
do sus distintos orígenes y personalidades:

en este combatir sin tregua, del mestizo tarapaqueño y el blanco


y aristocrático limeño; del feo, rudo, realista y sarcástico hombre
de cuartel y el arrogante, pulido y caballeroso hombre de acade-
mia y salón [27].

Con relación a la situación de indios y esclavos, las condicio-


nes socioeconómicas estructurales heredadas de la colonia se im-
pusieron, finalmente, sobre las intenciones liberales que, a través
de cambios en la norma jurídica, pretendían modificar dichas con-

224
diciones. La abolición del sistema de tributo indígena, la libertad
de los hijos de esclavos y el principio general de “libertad de tra-
bajo” proclamado por los primeros libertadores no tuvieron efec-
tos reales en este período. No pasaría mucho tiempo para que los
caudillos, como Gamarra y Salaverry, reinstauraran el comercio
de esclavos a fin de levantar la abatida producción agrícola de la
Costa y que La Mar reimplantara la contribución indígena para
financiar los gastos gubernamentales y el pago de los funciona-
rios locales; así como estableciera otros cambios en la nueva
normatividad impidiendo, de esa manera, que las comunidades
pudieran vender sus tierras.

Las nuevas y viejas oligarquías regionales lograron encontrar los


caminos para reacomodarse y asentarse legalmente... los indíge-
nas fueron violentamente incorporados en condición servil a las
haciendas que se venían multiplicando y extendiendo, anulando
así la política propiciada por los ideólogos liberales (...) Por otro
lado, la explotación servil y esclavista de la población trabajado-
ra hizo posible que se mantuvieran incólumes las bases de la so-
ciedad colonial.

En el área rural, la ruptura de las categorías estamentales y


corporativas consolidó el poder de los terratenientes locales y per-
mitió que los criollos y los mestizos reemplazaran legalmente a
los españoles, apropiándose de las propiedades y trabajo indíge-
na en su provecho. “Así, al amparo de la nueva legislación los
grupos entonces dominantes reeditaron la conquista española so-
bre la población indígena” [26].
En última instancia, lo central en la pugna entre conservado-
res y liberales consistía en bloquear o favorecer la recomposición
social, mantener estabilizado el orden jerárquico y corporativo de
la sociedad o bien romper con la legalidad colonial, dando cabida
legítima a la emergencia de grupos que buscaban librarse de los
exclusivismos patrimoniales. El carácter liberal y antihispánico de
las guerras de la Independencia favoreció la aprobación de una
serie de dispositivos legales que propugnaban, formalmente, la
igualdad social, rompiendo los exclusivismos implantados en fa-

225
vor de los españoles. Pero, dichos dispositivos solamente favore-
cieron a los criollos y mestizos. Los indígenas, finalmente, pasa-
ron a ser sólo ciudadanos en teoría, pues el tributo personal y el
servicio personal perduraron; además, la liberalización del mer-
cado de tierras impuesta por Bolívar provocó en su aplicación la
desintegración de muchas comunidades campesinas en beneficio
de los grandes hacendados o latifundistas. Asimismo, la libertad
de los esclavos demoraría aún en concretarse de manera efectiva.
Además, el sistema gremial había permitido a los artesanos pro-
teger su campo de trabajo y a las autoridades coloniales impedir
que se hiciera la competencia a la manufactura española que ex-
portaba sus productos al Perú. Pero después de la Independencia
y a medida de que los productos importados procedentes de In-
glaterra y Francia se imponían en el mercado por sus menores cos-
tos, el gremialismo ya no tenía razón de ser.

Los gremios, además, representaban una traba para la libre dis-


posición de trabajadores de oficio que requerían las clases domi-
nantes limeñas, para el desarrollo urbano y para la conforma-
ción de un mercado libre de trabajo cuya necesidad se hizo sen-
tir a medida que estas clases dominantes invertían su capital en
nuevas actividades urbanas [37].

Problemas y crisis sociales: 1845-1876

El desarrollo de las haciendas algodoneras y azucareras y, espe-


cialmente, el de las nuevas actividades extractivas —en las islas
guaneras y en los campos salitreros— requería una alta disponi-
bilidad de mano de obra en zonas de la Costa donde la población
era escasa. La mano de obra indígena permanecía aún en una si-
tuación de inmovilidad y aislamiento en el área rural de la Sierra.
Los centros urbanos, todavía muy incipientes, tampoco podían
proporcionar un apreciable contingente de mano de obra para esas
tareas. Asimismo, la población negra utilizada en las haciendas
costeñas, liberada de la esclavitud en 1854, no era suficiente. En
estas condiciones se importaron culíes chinos de Hong Kong y

226
Macao, mano de obra semiservil que trabajó en condiciones espe-
cialmente duras.
La situación de servidumbre y aislamiento de estos trabajado-
res no les permitía organizarse. Este nuevo tipo de mano de obra
fue usado principalmente en las islas guaneras, en las plantacio-
nes y en la construcción de las vías ferroviarias. Entre 1849 y 1875
se importaron 90 000 culíes. Sin embargo, la utilización de los
culíes en aquellas actividades económicas resultó muy costosa
para sus empleadores, que finalmente optaron por fomentar la uti-
lización de la población indígena como mano de obra para las nue-
vas actividades extractivas. La búsqueda de una mejor y más am-
plia movilidad geográfica para la masa indígena fue uno de los
argumentos con que se justificó la construcción de las vías ferro-
viarias que unían a la Sierra con la Costa [38].
En las ciudades, gran parte de los trabajadores artesanales per-
dieron su independencia en el trabajo y las protecciones gremia-
les con que contaban anteriormente. Tuvieron que enfrentar direc-
tamente la competencia de empresas de mayor productividad y se
incrementó la desocupación urbana. La resistencia de los artesa-
nos frente a la competencia de los productos importados dio lu-
gar a una serie de violentas movilizaciones, tales como la de 1851
y la de diciembre de 1858; así como el motín popular de 1865. En
julio de 1872 los graves disturbios populares que acompañaron la
insurrección de los hermanos Gutiérrez, contaron con la partici-
pación activa de los artesanos de Lima y Callao [37].
La economía de Lima, en la década de los 60, era controlada
por unas pocas casas comerciales, principalmente extranjeras, que
no podían absorber una mano de obra flotante y marginal en per-
manente expansión. La vagancia y la delincuencia en Lima comen-
zaron a ser un grave problema y suscitó intensas discusiones en
el Congreso de 1860. Los efectos de la epidemia de fiebre amarilla
de 1868 evidenciaron la existencia en la capital de este sector mar-
ginal que vivía en los límites de la indigencia. En 1859, Francisco
Carassa, Presidente de la Beneficencia de Lima, aludía a los
12 000 “desgraciados” que vivían de la caridad pública; cantidad

227
muy preocupante en una población limeña de cerca 100 000
personas [39].
Por otro lado, entre 1860 y 1876 se asistió a un incipiente de-
sarrollo industrial en Lima y Callao; en este último año ya se po-
día comenzar a diferenciar en Lima a los obreros de las fábricas
ya establecidas, de los artesanos de los grandes talleres y los pe-
queños artesanos independientes. Pero los obreros no sumaban un
número considerable y no tenían la presencia y la organización
de los artesanos. Otro hecho laboral importante fue la moviliza-
ción y la concentración en campamentos de grandes masas de tra-
bajadores obreros, para el desarrollo del plan ferrocarrilero, en con-
diciones epidemiológicas distintas a las tradicionales. [37, 40].
Al final del período la población negra manumisa formaba un
“subproletariado rural y urbano”, muchas veces en estado de per-
manente desocupación, sobreviviendo gracias a los “beneficios y
abusos de un sistema paternalista como añadidos a las familias
extensas del patriciado criollo”. El tráfico de los culíes no modifi-
có esta situación. Tampoco era mejor la situación de la población
indígena. Liberados del tributo personal, se agravó su dependen-
cia respecto a los grandes terratenientes. Antes de aquella libera-
ción, la cobranza del tributo era también un medio auxiliar para
el reclutamiento de mano de obra en las haciendas. Sin este recur-
so, los hacendados intensificaron la usurpación de las tierras que
poseían los indígenas con el fin de que la desposesión les obliga-
ra a emplearse en sus haciendas [41].
Los desajustes entre fuerza de trabajo disponible y la localiza-
ción geográfica de la misma que hemos descrito, así como las op-
ciones efectivas de ingreso y consumo provocaron diferentes y su-
cesivos conflictos sociales desde mediados de la década de los 60
en adelante. De esos años fueron las movilizaciones de los artesa-
nos en Lima y Callao, las sangrientas rebeliones indígenas en
Puno, la matanza de campesinos desposeídos de sus tierras en
Cañete e Ica y las frustradas rebeliones de los culíes chinos. En
las islas guaneras ocurrieron suicidios colectivos de culíes y en
las haciendas se iniciaron motines, especialmente en 1876 [37, 41].

228
El entorno administrativo de la sanidad

Inicio precario de la administración republicana: 1821-1844

Al inicio de la República, la debilidad del Estado por la desapari-


ción de la burocracia colonial, así como la inestabilidad de la con-
ducción gubernamental, impidió el control político del territorio
peruano y facilitó, en consecuencia, que en el interior del país los
terratenientes sumaran, a la propiedad de la tierra, el poder políti-
co en su localidad: el “gamonalismo”. Los caudillos financiaron
sus fuerzas militares particulares con los aportes de los gamonales
y comerciantes provincianos, con el compromiso de que —una vez
en el poder gubernamental— representarían sus intereses locales
y les dispensarían protección y favores (cargos públicos y tierras).
La historia formal de la administración pública republicana se
inicia con la proclamación de la Independencia. El 8 de octubre de
1821 se expidió el “Estatuto Provisional” en el cual se establecen
tres ministerios: Guerra y Marina, a cargo de Bernardo Mon-
teagudo; Gobierno y Hacienda, con Juan García del Río; y Relacio-
nes Exteriores, con Hipólito Unanue. Además, don José de la Riva
Agüero fue nombrado Presidente (Prefecto) del nuevo departamen-
to de Lima. El estatuto sanmartiniano tiende a reformar la admi-
nistración pública colonial en cierta medida, aunque conservando
las instituciones más importantes y la legislación colonial al res-
pecto, respetando la permanencia del personal civil, “siempre que
no estuviera en oposición con la independencia del país” [42].
En octubre de 1824, al asumir el poder Bolívar, se fusionan tem-
poralmente los tres ministerios en uno solo: el Ministerio General
de los Negocios del Perú, a cargo de José Faustino Sánchez Carrión.
Durante su gestión se estableció la Corte Suprema de Justicia, el
Tribunal de Seguridad Pública, el Colegio de Artes y la Universi-
dad de Trujillo, las Juntas de Sanidad, etc. El año 1826 se creó la
Beneficencia Pública de Lima [42].
En 1828, durante el gobierno de La Mar, los ministerios eran
tres: Gobierno y Relaciones Exteriores, con 11 empleados; Guerra

229
y Marina, con 13; y el de Hacienda, con 12. En 1841 eran cuatro, a
los tres mencionados se había sumado el de “Instrucción Pública,
Beneficencia y Negocios Eclesiásticos”. En diciembre de 1842, du-
rante el gobierno de Vidal, se dispuso la reunificación de los mi-
nisterios, con el objeto de hacer economías, por tal motivo las fun-
ciones políticas del nuevo ministerio fueron asignadas al Ministe-
rio de Gobierno y Relaciones Exteriores, a cargo de don Benito Laso
[42, 43].
La Constitución de 1839 suprimió todos los órganos guberna-
mentales locales, inclusive las municipalidades. El prefecto, el in-
tendente de policía, el subprefecto y el gobernador fueron los fun-
cionarios encargados de velar por los intereses regionales y de las
ciudades. Dieciocho años se vivirá en el país sin municipalida-
des, y cuando el Congreso de 1852 las restaura las ubicará como
meras dependencias del Ejecutivo.

La administración del modelo castillista: 1845-1871

La “pax castillista”, 1845-1851, posibilitó el establecimiento de las


bases de la organización nacional. Desde el primer gobierno de
Castilla la educación pública recibió un gran apoyo, por la influen-
cia de Bartolomé Herrera. Se inició el ordenamiento de las finan-
zas públicas con la implantación, en 1846, del presupuesto públi-
co. En 1845 se ensayó por primera vez el asfalto como pavimento
y se comenzó a efectuar el enlosado de las calles de Lima. El de-
creto del 15 de mayo de 1847 dispuso los fondos para el desarro-
llo de obras públicas en los departamentos, y la circular del 12 de
octubre de 1848, dirigida a los prefectos y gobernadores litorales,
señaló la preferencia que debían darse a la construcción de cana-
les, caminos y muelles.
La Ley del 22 de enero de 1850 estableció, por vez primera en
el Perú republicano, un régimen de jubilación y cesantía de los
servidores civiles del Estado, la llamada “Ley de Goces de 1850”,
que tuvo una vigencia de 124 años, con algunas modificaciones.
En lo que se refiere a otras obras públicas, lo más destacado fue
la construcción de las vías ferroviarias de Lima al Callao en 1851

230
y las de Arica a Tacna; así como el Mercado Central y las instala-
ciones de agua potable en los puertos del Callao, Arica e Islay.
Se promulgó el reglamento de policía, así como los de beneficen-
cia y de estadística. Durante el gobierno de Echenique se promul-
garon el Código Civil y el Código de Comercio (copia del Código
Español de 1829); además, se continuó con la construcción de vías
ferroviarias [26, 29].
Durante el segundo gobierno de Castilla, sobre la base de los
recursos generados por el guano, se logró centralizar la adminis-
tración pública, hasta entonces a cargo de las oligarquías locales.
La Convención de 1855-1857 formuló un conjunto de leyes que,
promulgadas por Castilla, formalizaron el inicio del desarrollo efec-
tivo de la burocracia estatal. La Ley de Ministros, de 1856, creó el
Consejo de Ministros y señaló que éstos debían ser cinco: Relacio-
nes Exteriores; Gobierno, Culto y Obras Públicas; Justicia, Instruc-
ción y Beneficencia; Guerra y Marina; y Hacienda y Comercio. Ade-
más se dio impulso a la exploración y ocupación de la Amazonía.
En 1855 se promulgó un nuevo “Reglamento de Instrucción Pú-
blica” y se reformó la organización de la Universidad Nacional Ma-
yor de San Marcos. El Reglamento de Ingenieros de 1860 creó la
Dirección de Obras Públicas del Ministerio de Gobierno, para cen-
tralizar e impulsar los trabajos de este ramo. El decreto de 15 de
octubre de 1861 estableció las Juntas de Obras Públicas en las ca-
pitales de departamentos y provincias. Entre otras normas impor-
tantes que se dictaron: las leyes del Fiscal de la Nación, de las Jun-
tas Departamentales, de las Municipalidades, de la Guardia Na-
cional, de la Organización Interior de la República, de la Respon-
sabilidad de los Funcionarios Públicos, de las Elecciones, de los
Caminos, Diezmos y Primicias, del Censo y Registro Cívico, etc.
Además se realizó el Censo General del Perú, se promulgaron los
nuevos Códigos Penal y de Enjuiciamientos Penales, se instaló agua
potable y el uso del alumbrado a gas en Lima [28, 29, 44, 45].
Las políticas de ampliación de la administración pública y de
impulso a las obras públicas continuaron durante la gestión de
los gobernantes que sucedieron a Castilla. La nueva Ley de Mi-
nistros de 1862 señaló nuevamente cinco Ministerios: Relaciones

231
Exteriores, Gobierno (unido a los ramos de Policía y Obras Públi-
cas), Justicia (con los ramos de Culto, Beneficencia e Instrucción
Pública), Guerra y Marina, y Hacienda y Comercio. El gobierno de
Balta desarrolló la red ferroviaria nacional, construyó la carretera
entre Lima y Callao, realizó obras para el aumento del caudal del
río Rímac y contribuyó eficazmente con la modernización y la ex-
pansión urbana de Lima, que aumentó su población y creció so-
bre el valle del Rímac: “Los trabajos públicos, fomentados por un
Estado rico y dispendioso, habían variado la apariencia de Lima.
Así, junto a las cuadrillas de peones que derrumbaban los pesa-
dos muros de la ciudad, habían otros trabajando en el ferrocarril
de La Oroya, en un nuevo camino al Callao, en el Palacio de la
Exposición, en el nuevo puente sobre el río Rímac...”.
Asimismo se realizaron obras en provincias, como la cañería
de agua en el puerto de Mollendo, el sistema de agua potable de
Pisco, una nueva aduana en el Callao y en otros puertos [32, 46].
De los 440 millones de soles que los gobiernos peruanos per-
cibieron por el guano durante el período 1847-1878, Hunt calcula
que el 29% se destinó a cubrir los gastos de la administración pú-
blica, que en este lapso se incrementaron de 44,8 millones en 1847
a 147,5 millones de soles en 1878, es decir, en un 229%. A su vez,
el 24,5 % de los 440 millones se gastó en el mantenimiento de las
Fuerzas Armadas. Hunt estima, entonces, que el 54% del total de
los ingresos citados se destinó a cubrir los gastos corrientes del
gobierno [26]. Dicho gasto permitió la institucionalización y el for-
talecimiento de las Fuerzas Armadas; así como el establecimiento
de una estructura básica y permanente de gobierno, constituida
por prefectos, subprefectos, jueces y gendarmes distribuidos en el
interior del país. Funcionarios que, por un lado, limitaron la auto-
nomía de los caciques locales, subordinándolos al poder central;
y, por otro, fueron

los misioneros de la economía monetaria. Con frecuencia eran


las únicas personas que percibían un salario en metálico y con-
formaban un pequeño mercado en las provincias del interior [47].

232
Varios estudiosos han subrayado que la consolidación del Es-
tado en el Perú, alcanzada a mediados del siglo XIX, se derivó de
una aparente contradicción: una política comercial liberal al lado
de un Estado autoritario, centralizado y, muchas veces, represivo.
La búsqueda del orden prevaleció sobre el supuesto contenido igua-
litario del liberalismo político y social. Más importante aún, este
propósito se complementaba con ideas establecidas de cómo con-
seguir obediencia y subordinación en el Perú.

La administración de la República práctica: 1872-1876

El primer civilismo se propuso alterar radicalmente el legado po-


lítico y económico “castillista” para iniciar así la construcción del
Estado-Nación civilista. La estrategia básica propuesta, original-
mente, se orientaba a equilibrar las medidas económicas liberales
con las democratizadoras y cohesionadoras, como eran el fortale-
cimiento de la educación y la formación del ciudadano republica-
no deseado. Pero, este pretendido inicio de la “realización de la
República” tenía como escenario real un país al borde de la ban-
carrota fiscal y amenazado por el peligro inminente de la insu-
rrección política y del desborde social. Esta situación impidió apli-
car dicha estrategia y, mucho menos, a realizar una obra física im-
portante; asimismo, obligó a la nueva administración a tomar me-
didas restrictivas drásticas en lo económico y privilegiar, desde
un primer momento, la utilización de todos los medios políticos e
ideológicos disponibles para sustentar su estabilidad [34].
El aparato electoral organizado para la campaña 1871-1872
fue la base de donde surgieron los funcionarios que iban a confor-
mar el armazón, en el ámbito nacional, del nuevo Estado civilista.
Para este propósito se conformó una red de prefectos y subpre-
fectos, leales al Partido Civil, que se enlazaban entre ellos y con
las autoridades de Lima vía el correo y el telégrafo. La tarea esen-
cial de estos funcionarios consistía en el mantenimiento del orden
y la seguridad pública, así como la reconstrucción de un princi-
pio de autoridad, que se encontraba muy deteriorado. Los repre-

233
sentantes civilistas contaron, para el mejor cumplimiento de di-
cha tarea, con el apoyo de una rama del ejército encargada de la
seguridad interna del país: la policía. Organismo que estaba con-
formado por el cuerpo de celadores en las ciudades y de gendarmes
en las zonas rurales. La organización de esta importante entidad
se llevó a cabo de acuerdo a la ley del 31 de diciembre de 1873.
Además, con el propósito de centralizar y fortalecer la función
del gobierno Nacional, la nueva autoridad política eliminó los gre-
mios, los fueros privativos de la Iglesia y del Ejército; así como los
derechos de peaje, portazgo y aduanas interiores que controlaban
las juntas departamentales, dirigidas hasta entonces por las oli-
garquías locales. Estas medidas generaron, como reacción, una co-
rriente provinciana favorable al federalismo y contraria al “cen-
tralismo limeño” [29, 40, 44].
Otra de las medidas de la administración pardista fue la
refundación, el 7 de noviembre de 1872, de la “Guardia Nacional”,
cuya finalidad formal era que los ciudadanos adquirieran una edu-
cación cívica y colaboraran en la preservación y desarrollo de la
“cosa pública”. Pero, en la práctica los oficiales encargados de di-
rigir los batallones de la Guardia fueron reclutados entre los prin-
cipales dirigentes civilistas y se constituyó, en esencia, en el “par-
tido armado”. Aunque la administración se encargó en todo mo-
mento de negar que la Guardia intentase ocupar el lugar del Ejér-
cito era obvio que aquélla era una fuerza paralela al poder militar.
Su finalidad real era la de reequilibrar el poder a favor de los civi-
les, dándoles a éstos una participación efectiva en el uso de la fuer-
za coactiva. La eficiencia de este nuevo aparato represor, brazo ar-
mado del “Estado Civilista”, fue evidenciada en su triunfo abso-
luto sobre la insurrección nacional de 1874.

Sin embargo, lo anterior no significó la desaparición del Ejército.


A este le cupo un importante papel... El mismo estuvo subordi-
nado, sin embargo, a los dictámenes... impuestos por el “Estado
Civilista”(...) de la misma manera como el civilismo creó la ima-
gen de un ciudadano ideal, “ilustrado y valeroso”, capaz de pre-
servar la República, inventó una nueva entidad para los mili-

234
tares. En la misma el modelo idealizado de “el militar de honor”,
activo defensor de las instituciones ciudadanas, propendió a la
domesticación y cooptación del ejército (...) La reducción de los
militares a sus cuarteles o en algunos casos a tareas de coloniza-
ción en la selva... los fue alejando del poder político, que por mu-
chas décadas habían usufructuado con amplia libertad [34].

El Perú había ensayado con Santa Cruz, entre 1828 y 1834, la


descentralización a través de juntas departamentales, las cuales
habían sido revividas en las Constituciones de 1856 y 1867 sin
que fueran establecidas en la práctica. La “Ley Orgánica de Mu-
nicipalidades”, de 9 de abril de 1873, dio inició, como parte del
Plan de Reforma institucional y hacendaria de Pardo, al segundo
ensayo descentralista en nuestro país. En opinión de Basadre, esta
Ley sobre la administración local de la República se inspiró en el
“Estatuto de la Tercera República de Francia”, promulgado en
1871. Su filosofía diferenciaba el gobierno nacional del gobierno
local, en razón de “lo que le compete al ciudadano como tal” es
diferente de “lo que es su atribución como vecino”. La norma crea-
ba y señalaba la organización y funciones de los concejos depar-
tamentales, concejos provinciales y concejos distritales; así como
las responsabilidades de las juntas directivas correspondientes y
de las autoridades de estos organismos, precisando las jerarquías,
gradaciones y relaciones funcionales.
A diferencia de lo que ocurriera en 1828, los concejos tuvieron
atribuciones concretas y también rentas específicas enumeradas
con todo detalle. Otra diferencia provenía de la composición de
los concejos departamentales ya que ellos guardaban, en cuanto
al número de sus miembros, relación con los provinciales, con un
delegado elegido por cada concejo provincial y 25 elegidos por los
colegios electorales de las provincias. El presupuesto de los con-
cejos departamentales debía incluir, aparte de las sumas necesa-
rias para la administración misma, las subvenciones a las provin-
cias destinadas al sostenimiento de la educación primaria, los gas-
tos concernientes al local y el personal de los colegios de instruc-
ción media del departamento; así como los que demandaren la con-

235
servación y propagación del fluido vacuno y otros gastos que
fueran necesarios. Sin embargo, junto a los débiles intentos fede-
ralistas de la organización se dio, también, una tendencia, en el
gobierno, hacia la burocratización y centralización del aparato es-
tatal. Los concejos y, con ellos, la descentralización, funcionaron
hasta 1880 con resultados poco halagadores [40].
Para los civilistas la reorganización municipal resultaba fun-
damental para el fortalecimiento de la “escuela política” ciudada-
na. La utilización en favor de la localidad de las potencialidades
de las municipalidades provocaría, según las ideas de la admi-
nistración pardista, un doble efecto en la organización política na-
cional, libraría a los pueblos de la tutela administrativa centralis-
ta del pasado y liberaría al gobierno de una serie de obligaciones
ajenas a la administración central. En este contexto de ideas la
profesionalización de las burocracias fue una de las principales
preocupaciones del “Estado Civilista”. Por otro lado, en clara alu-
sión a la imprescindible división de labores entre civiles y milita-
res, la “Ley Orgánica de Municipalidades” prohibió explícitamente
la presencia de militares en dichas instancias del poder [34].
No obstante las intenciones reformistas del civilismo, la crisis
económica del modelo guanero, la posterior bancarrota del Esta-
do peruano y las resistencias locales frente al nuevo tipo de pro-
ceso de injerencia estatal sobre las autonomías políticas y cultura-
les tradicionales impidieron el éxito de la reforma administrativa.

Secularización de la Iglesia peruana

Pilar García Jordán señala que el nuevo Estado republicano pre-


tendió asumir funciones hasta entonces delegadas a la Iglesia, al
mismo tiempo que limitar su poder económico e influencia social,
cultural y política. Proceso de secularización que se inició con el
surgimiento de la República en 1821 —contando con los antece-
dentes borbónicos— y concluyó en 1919, después de la introduc-
ción de la tolerancia de cultos en la Constitución peruana. Las dos
primeras fases de este proceso son las que a continuación se des-

236
criben. La primera, delimitada entre 1821 y 1844, se caracteriza
por que afectó, solamente, al funcionamiento interno y a las pro-
piedades religiosas, debido a que la pretensión de los diferentes
gobiernos se limitó a formar una Iglesia controlada y subordina-
da al Poder Ejecutivo. Desde la primera carta constitucional, se re-
conoció a la religión católica como la creencia oficial del Estado,
el cual se encargaría de conservarla y defenderla de cualquier ata-
que a sus dogmas y principios fundamentales:

El período fue... de una relativa armonía entre la iglesia y el esta-


do ya que los sectores dirigentes, civiles y eclesiásticos, participa-
ron de las mismas posiciones regalistas sobre el papel de la insti-
tución eclesial en la sociedad, se legitimaron mutuamente, y es-
tuvieron igualmente interesados en la continuidad de las estruc-
turas sociales y económicas [48].

La segunda fase, delimitada entre 1845 y 1879, transcurrió en


medio de un programa de débiles reformas liberales que afectaron
la economía eclesial; entre ellas: la abolición de los fueros perso-
nales y corporativos, así como de las cargas que limitaban el de-
sarrollo agrícola, tales como censos, diezmos, capellanías, uso del
trabajo gratuito indígena, cobro de aranceles parroquiales, etc. Es-
tas reformas, así como el intento estatal por asumir funciones has-
ta entonces a cargo de la Iglesia, tales como el Registro Civil, hi-
cieron inevitable los conflictos entre las autoridades del Estado y
de la Iglesia. Paralelamente a estos conflictos, sin embargo, todos
los gobiernos siguieron considerando a la Iglesia como un

elemento cohesionador y homogeneizador de la desvertebrada


sociedad peruana y puntal del orden social, razón por la cual pre-
tendieron confirmar a la iglesia como aparato funcional del esta-
do, y al clero, como un funcionarado a su servicio [48].

Para ello contaron, entre otros mecanismos, con la asala-


rización de los sacerdotes tras la abolición de los diezmos entre
1856 y 1859 y el control progresivo de la economía eclesial,

cuestiones ambas que, paradójicamente, se confirmaron en 1874


con el reconocimiento Vaticano del patronato al Perú [48].

237
Ante el hecho de que los proyectos gubernamentales provoca-
ban la pérdida, por la Iglesia, de espacios de poder detentados tra-
dicionalmente, como era el campo educativo, la institución reac-
cionó con una fuerte defensa de sus posiciones y de su ideología,
y presionaron a los gobiernos, directamente o a través de organi-
zaciones católicas de la sociedad civil. En ambos casos el clero y
los sectores vinculados con la Iglesia elaboraron un agresivo dis-
curso católico en torno a la supuesta necesidad de la religión ca-
tólica y de la Iglesia que la difundía, como los únicos instrumen-
tos que podían garantizar la existencia de la “nación”. Al respec-
to, Carmen Mc Evoy comenta:

Los conflictos entre el civilismo y la Iglesia se iniciaron muy tem-


prano... durante las elecciones presidenciales de 1871... los secto-
res reaccionarios católicos acusaron a Pardo de “rojo” y “masón”
y de estar planeando el cierre de conventos. Sin embargo, no
fue hasta que la reforma educativa irrumpió en el tradicional
campo de acción de la Iglesia que la soterrada pugna no adqui-
rió tonos preocupantes para la administración [34].

El conflicto mayor se produjo debido a la ley del Congreso que


votó a favor de la contratación de profesores extranjeros, princi-
palmente alemanes, y a la difusión masiva de El Educador Popular.
Una ola de rumores invadió todo el país, especialmente los depar-
tamentos del sur: “... cierre de conventos, reemplazo de los frailes
locales por profesores alemanes y la incautación, por parte del go-
bierno, de los cuadros de las iglesias”. Rumores que señalaron los
temores del clero provinciano frente a los avances ideológicos del
Estado civilista. Es de esta manera que la cultura política tradicio-
nal, que tuvo la expresión más depurada en el castillismo, encon-
tró en los reductos más conservadores de la Iglesia a sus aliados
naturales contra la ideología civilista. “Conceptos tan poderosos
en el imaginario colectivo peruano como, ‘bien común’, ‘concilia-
ción nacional’ o ‘familia peruana’ ofrecieron tenaz resistencia a
un discurso propiciador de la individualidad, la autonomía y la
crítica”.

238
Sanidad en el Perú republicano: 1821-1876

La población en la República

Censos y empadronamientos

Según la Guía de Forasteros de 1828, la población del Perú ascen-


día a un total de 1 249 723 habitantes, en tanto que en El Peruano
se la calculaba en 1 325 000 pobladores. En la Guía de Forasteros
para 1847, “según las Matrículas actuadas hasta 1836 y otros da-
tos” esa población era de 1 373 736 habitantes. La polémica sobre
la “despoblación” peruana seguía vigente en los periódicos
limeños hasta pocos días antes de la batalla de Ayacucho [41]. En
esos días se argumentaba que esa despoblación era consecuencia
de las guerras independentistas, internacionales y civiles, la
subalimentación, las deficientes condiciones higiénicas y sanita-
rias y las enfermedades.

Haigh que visitó al Callao poco después de la Independencia, re-


fiere que la ciudad estaba demolida y que los habitantes sufrían
inauditas privaciones: el hambre con su cortejo natural de pesti-
lencias los diezmó a tal punto que más de las tres cuartas partes
perecieron “muchos murieron en sus casas”, hubo escasez de ví-
veres [49].

En el caso específico de la población de la ciudad de Lima se


estimaba, en diferentes volúmenes de la Guía Política, Eclesiástica y

[239] 239
Militar, que había disminuido de 64 000 habitantes en 1820 a
54 618 pobladores en 1836. Decrecimiento que, en opinión de los
responsables de la Guía, “provino sin duda de la guerra de Inde-
pendencia y trastornos sucesivos que desolaron la capital”. Por
otro lado, el cosmógrafo mayor Eduardo Carrasco, informaba en
la Guía de Forasteros para el año 1842 que entre el 1 de enero y el 31
de octubre de 1841 se había sepultado a un total de 2 242 cadáve-
res en el cementerio general de Lima. A partir de esta cifra se pue-
de estimar, para Lima y el año 1841, una tasa de mortandad gene-
ral de 45 defunciones por mil habitantes [50].
El Oficial Mayor del Ministerio de Guerra y Marina informó,
en 1850, que según las “últimas matrículas que existen archiva-
das en la Dirección de Hacienda” se había calculado para el Perú
y ese mismo año una población total de 2 001 122 habitantes, dis-
tribuida en 13 departamentos; el departamento del Cusco era el
más poblado y concentraba el 17,3% del total calculado. El Censo
de la República de 1862 dio oficialmente un total de 2 487 916 ha-
bitantes, distribuido ahora en 16 departamentos (los tres nuevos
departamentos, con relación a 1850, eran Cajamarca, Ica y la pro-
vincia litoral de Loreto). Nuevamente el departamento más pobla-
do era el Cusco, con el 12,6% del total. La densidad demográfica,
en la República, era de 1,28 habitantes por km2 [41, 50].
Los resultados del Censo de 1876 informan una población to-
tal de 2 699 196 habitantes, distribuida en 21 departamentos (los
cinco nuevos, con relación a 1862, eran: Apurímac, Huánuco,
Lambayeque, Tacna y Tarapacá). El departamento más poblado
era Áncash, con el 10,6% del total. La población censada en la ciu-
dad de Lima alcanzaba los 101 488 habitantes, menor a la calcu-
lada 14 años antes, y representaba sólo el 3,8% del total. La densi-
dad demográfica, en la República, era de 1,4 por km2 [41, 50]. No
obstante la poca exactitud de las cifras de densidad demográfica
departamental que resultan del censo de 1876, éstas coincidían con
la insuficiencia de la fuerza de trabajo para las actividades
extractivas en la Costa, la evidente despoblación en amplias zo-
nas del litoral y de la Selva peruana; así como la concentración

240
relativa de la población en la Sierra. Desequilibrios que se agrava-
ban por la desarticulación espacial, no resuelta con el plan
ferrocarrilero y por la escasa movilización demográfica interna.
Otras características demográficas informadas por el Censo de
1876 [51] fueron:

• composición proporcional de la población total por “raza”:


indígena 57,5%; mestiza 24,8%; blanca 13,7%; negra 1,9 % y
amarilla 1,3%.
• proporción de la población total que no sabía leer ni escribir:
84,5%.
• pirámide de edades: hay barras quinquenales que rompen la
uniformidad; la barra de los censados de 16 a 20 años (naci-
dos entre 1856 y 1860) aparece especialmente corta; irregula-
ridades que parecen corresponder a los años en que el país
había sido azotado por epidemias, como las últimas de fiebre
amarilla
• ciudades con más de 100 000 habitantes: sólo la de Lima
(101 488).
• ciudades con menos de 100 000 y más de 40 000 habitantes:
ninguna.
• ciudades con menos de 40 000 y más de 15 000 habitantes:
Callao (33 503), Arequipa (29 237) y Cusco (18 370).

Alberto Arca Parró es citado cuando dice, al comentar los cen-


sos realizados en el siglo XIX, lo siguiente:

además de las deficiencias de orden técnico, no inspiran con-


fianza, porque ellos se hicieron en períodos de revoluciones y
de crisis políticas y económicas, y también porque respondie-
ron a fines tributarios, siguiendo la tradición colonial, y con pro-
pósitos electorales o militares, de acuerdo con las inquietudes
de la época [51].

De todos esos censos el de 1876 es el único que puede ser con-


siderado como una operación censal de carácter nacional. Por tal
razón, no obstante sus limitaciones de cobertura y consistencia,

241
iba a servir en la segunda mitad del siglo XX como el punto de par-
tida en el estudio del crecimiento demográfico del Perú.

Registros de hechos vitales

Con relación a datos de mortalidad, el cosmógrafo general


Carrasco presenta información sobre la composición por causas
de muerte del total de cadáveres sepultados en el cementerio ge-
neral de Lima en el año 1841, en la que aparecen como las causas
de mayor magnitud: “otras enfermedades” (49,4%), “disentería”
(14,9%), “fiebres” (9,6%), “tisis” (9,3%) y “costado” (8,0%) [49].
Al final del gobierno de Pardo, los registros de hechos vitales
se seguían haciendo con muchas deficiencias en las parroquias y
los cementerios. Además, no se preparaba información sobre di-
chos hechos con excepción de la referente a la ciudad de Lima. Al
final de 1875, Leonardo Villar hacía el siguiente comentario sobre
esta última:

El cuadro... de las inhumaciones hechas en el Cementerio Gene-


ral... si bien marca un número preciso de defunciones, presenta,
sin embargo, una lamentable confusión en la designación de las
enfermedades que han terminado por la muerte. Allí nada hay
ordenado ni ordenable; un laberinto en que no hay ningún hilo
que pueda servir de guía. Hay un grupo de tisis y otro de tubér-
culos, uno de neumonía, otro de pulmonía y otro de inflama-
ción, sin especificación de ninguna clase. Por otra parte, faltan
otras enfermedades comunes como las renales llamadas de
Bright, que tantas víctimas hacen, en especial en chinos... [52].

A pesar de la casi ausencia de datos estadísticos nacionales


procedentes de registros, Fernando Ponce [53] informa los resulta-
dos de cálculos oficiales hechos —cien años después— utilizan-
do métodos demográficos indirectos, a partir de los cuales se esti-
ma para el año 1876 los siguientes índices: 44,6 nacidos vivos por
mil habitantes; 32,5 defunciones por mil habitantes; 30,0 años de
esperanza de vida al nacer.

242
Toda la información cualitativa disponible coincide en seña-
lar que persistían las grandes desigualdades en las condiciones
de trabajo y de vida de los distintos estratos de la sociedad perua-
na descritos para la época colonial. Grandes sectores de la pobla-
ción indígena continuaban existiendo precariamente en una eco-
nomía de autosubsistencia, o eran explotados, al igual que los
miembros de la “raza” negra y los culíes chinos, en una economía
orientada a la exportación. Sobrevivían en un entorno donde se
aceptaba como “natural” su postergación social y su marginación
del escenario político. Como ejemplo del desinterés por los proble-
mas de esos sectores, transcribimos parte de la memoria presenta-
da en diciembre de 1875 por el Dr. Leonardo Villar, Inspector del
“Lazareto”, a las autoridades de la Beneficencia de Lima:

Allí [hospital Dos de Mayo] se recibe muchas veces, chinos libres


remitidos por los Comisarios de distrito con motivo de sus en-
fermedades, sin pensionarles con ningún gravamen: y también
muchísimas veces, los chinos abandonados por sus patrones, sea
porque la enfermedad ha tenido un aspecto desfavorable, o sea
porque se halla prolongado la curación... [54].

Estas condiciones negativas hacen presumir que los riesgos de


enfermar y de morir de estos últimos grupos eran muy superiores
a los que se estimaban para la población promedio del país.

Normatividad vinculada con la demografía

Durante el primer gobierno de Castilla se aprobó, por decreto de


29 de abril de 1848, el “Reglamento General de Estadística” que
en su parte considerativa precisa: “Que una estadística extensa,
prolija y bien sistematizada es la base indispensable para un buen
arreglo administrativo y económico de todos los ramos de servicio
público”. El decreto creó el Consejo Directivo y las Juntas Regio-
nales y Provinciales para el “estudio de los fenómenos vivos del
país”. Uno de los objetivos de estos organismos era el recojo de
datos sobre “Territorio y parte científica” que incluía: “los facto-
res de orden mesológico susceptibles de favorecer las pestilen-

243
cias”, los casos de viruela, las condiciones de los desagües y mer-
cados, el número de médicos en zonas habitadas, etc. [55]. Duran-
te su segundo gobierno, el 14 de mayo de 1861, se dio una ley lla-
mada del “Censo y Registro Cívico” que ordenó el levantamiento
de un censo de población. Esta ley se ocupaba más de lo referente
al registro cívico —para los efectos electorales— que de los aspec-
tos estadísticos. En cumplimiento de esta norma se realizó el Cen-
so de 1862.
La ley de 30 de abril de 1873 reorganizó el Ministerio de Go-
bierno y Obras Públicas, distinguiendo en su estructura cuatro di-
recciones: Gobierno, Policía, Obras Públicas y Estadística. Esta
última se dividía en tres secciones: Estadística de la Población, Te-
rritorial y del Estado. La Dirección de Estadística de la Población
fue establecida como dependencia del Ministerio de Gobierno, por
decreto supremo del 1 de julio de 1873. Dos meses antes del final
del gobierno de Pardo, esta nueva dirección estuvo a cargo de la
organización y ejecución del Censo General de 1876, el primero
que se realizó en el país con fines estadísticos, antes que con pro-
pósitos tributarios y electorales.
Desde la época colonial la documentación referente a los naci-
mientos, defunciones y matrimonios estuvo a cargo de los párro-
cos; correspondió al gobierno de Pardo entregar en el año 1872
los registros del Estado Civil a las municipalidades, cumpliendo
así lo dispuesto por el Código Civil de 1852 y la nueva Ley de Mu-
nicipalidades. Ante la oposición de la Iglesia, el gobierno había
mediatizado la norma en enero de 1859, resolviendo que la fun-
ción de la municipalidad se limitaba a la revisión mensual de los
libros parroquiales. El cumplimiento efectivo de esta limitada fun-
ción, inclusive, fue casi nulo porque el mismo Estado no contó con
funcionarios civiles departamentales, provinciales y distritales su-
ficientemente convencidos de su importancia. Finalmente, la ino-
perancia de la burocracia civil del interior del país permitió que la
Iglesia continuara ejerciendo, de facto, el control de la información
de los hechos vitales de los peruanos [48].

244
La población de la Selva y las colonizaciones

En el Perú del siglo XIX se desconocía la demografía y todo lo que


sucedía en una tercera parte de su territorio, la ubicada al Este de
los Andes, la Selva. Uno de los pocos espacios selváticos conoci-
dos fue el ocupado por la diócesis de Maynas, incorporado al
virreinato peruano en 1802.
El 21 de noviembre de 1832 se aprobó la primera Ley de Colo-
nización de la Montaña, por la cual se creó el departamento de
Amazonas y a través de la cual se pretendió estimular, sin éxito,
el poblamiento migratorio y el ingreso de capitales extranjeros. Se
organizaron expediciones de exploración y colonización de la re-
gión amazónica. En 1841, un grupo de colonos sobrevivientes del
ataque de los huambisas a Borja, fundó Iquitos. También comen-
zó a explotarse el caucho en Loreto y se trajo vapores para la na-
vegación por los ríos amazónicos. Las colonias de San Ramón
(1847) y La Merced (1869) iniciaron la apertura hacia la Selva cen-
tral, con la ciudad de Tarma como cabecera. Agricultores tarmeños
y colonos italianos comenzaron, en Chanchamayo, la producción
de aguardiente para su venta en la Sierra. Colonos alemanes fun-
daron el pueblo de Pozuzo en el oriente de Cerro de Pasco en 1857.
La falta de medios de transporte impidió el progreso de estas em-
presas y el incremento de la inmigración europea [47].
En 1845 se aprobó la llamada Ley de Protección de las Misio-
nes de Ucayali, para fomentar la evangelización como un medio
de incorporación de los selváticos nativos al Perú y “en la prácti-
ca, como mecanismo de control del territorio y reducción de sus
habitantes para su utilización como mano de obra”. Los nativos
que, en opinión de las autoridades civiles y eclesiásticas de la épo-
ca, estaban “organizados en ‘hordas salvajes’ eran ‘idólatras’, ‘bár-
baros’, ‘inútiles’, e impedían el desarrollo del país, el progreso del
Estado”. Al final de la década de los 70, el número de personal
eclesiástico dedicado a la reducción de indígenas sólo alcanzaba
a 46 misioneros, cifra irrisoria si pensamos que el espacio a con-
trolar rondaba los 770 000 km2. La situación demográfica y econó-
mica inicial no se había modificado significativamente [48].

245
La Constitución Política y la Sanidad

Las Constituciones durante el primer militarismo

Entre 1821 y 1840 se dieron cinco constituciones. La primera, de


1823, es liberal y constituye una afirmación republicana contra el
monarquismo; no llegó a regir. La segunda, de 1826 y vitalicia de
Bolívar, es autoritaria; tampoco se llegó a aplicar. La tercera, de
1828, es liberal como la de 1823 y opta por la República descen-
tralizada como base para una futura implantación del federalismo;
rigió durante seis años. La cuarta, de 1834, repite en gran parte el
texto de 1828, atenuando la nota descentralista para facilitar la
Confederación Perú-Boliviana; rigió apenas seis meses. La quinta,
de 1839, es una Carta Política de tipo conservador que expresa las
tendencias autoritarias, nacionalistas centralistas y unitarias do-
minantes en esa coyuntura; rigió durante 15 años En las cinco
Constituciones aludidas, lo relacionado con los aspectos sociales,
con excepción de lo que corresponde a la educación, estuvo muy
poco explicitado [27, 28].
El primer Congreso Constituyente se instaló el 22 de sep-
tiembre de 1822; aprobó, el 16 de noviembre de 1822, las bases de
la Constitución Política del Perú y promulgó el 12 de noviembre
de 1823 la primera Constitución republicana:

Carta política que fue de tendencia liberal, individualista y en cierto


sentido elitista, pues correspondía... a los intereses de los criollos
que dominaban el Congreso [29].

El Congreso estuvo presidido por el clérigo Javier de Luna


Pizarro, quien ejerció en el mismo una influencia preponderante;
actuaron como secretarios: José Faustino Carrión y Francisco Ja-
vier Mariátegui.

El Congreso Constituyente de 1822, instalado después de la de-


posición y destierro de Monteagudo y del fracaso del monar-
quismo de San Martín... Aprovechando la falta de un gran caudi-
llo, los liberales dieron pábulo a su celo doctrinario... El Congre-
so mostró también su liberalismo en la Constitución de 1823...

246
caracterizándose también por su tono retórico y lírico y por su
espíritu abstracto (llegó a declarar que si la nación no conserva o
protege los derechos individuales, ataca al pacto social). Pero de
otro lado, el Congreso mantuvo su intolerancia religiosa [católica]...
las sesiones se abrían en nombre de Dios todopoderoso... [28].

En lo que corresponde al campo social, la Constitución de 1823


fue más parca que la Constitución de Cádiz. En el art. 135º de su
Capítulo IX “Régimen Interior de la República” se puede leer:

Son atribuciones de esta Junta [Departamental] ... 2. Formar el


censo y estadística de cada departamento, cada quinquenio, con
presencia de los datos que suministren las Municipalidades, y re-
mitirlo al Senado... 4. Cuidar de la instrucción pública, y de los
establecimientos piadosos y de beneficencia.

Apenas, en el art. 140º del Capítulo X “Poder Municipal” se


prescribe:

Las atribuciones del régimen municipal depende: 1º De la policía


del orden... 2º De la policía de la instrucción primaria... 3º De la
policía de beneficencia... 4º De la policía de salubridad y seguri-
dad... 5º De la policía de comodidad, ornato y recreo.

Además, a instancias de Hipólito Unanue, se consagró el prin-


cipio de la asistencia social dirigida por el Estado “sin preocupa-
ciones confesionales”.

La Constitución Política de 1826 fue impuesta en el país durante


la dictadura de Bolívar, como un paso previo a la formación de
la “Confederación de los Andes”, que abarcaría: Venezuela, Nue-
va Granada, Quito, Perú y Bolivia. Pese a la oposición de los cír-
culos liberales y autonomistas fue jurada el 9 de diciembre de
1826. Un mes después, el 27 de enero de 1927, un Cabildo Abier-
to derogó la llamada “Constitución Vitalicia de Bolívar” [29]. Con
relación a la higiene y beneficencia, apenas se lee en su art. 81º
que una de las atribuciones asignadas al Presidente de la Repú-
blica era: “Mandar establecer hospitales militares y casas de in-
válidos”. Sin embargo, en su art. 148º, se reconoce por vez pri-
mera la obligación del Estado de establecer algunos límites a la
libertad económica respetada y protegida por el Estado: “Nin-

247
gún género de trabajo, industria o comercio puede ser prohibi-
do, a no ser que se oponga a las costumbres públicas, a la segu-
ridad, y a la salubridad de los peruanos”.

La tercera Constitución Política de la república peruana, dada


por el Congreso Constituyente, formada en su mejor parte por li-
berales y presidido por Javier de Luna Pizarro, fue promulgada
por el mariscal José de La Mar el día 18 de marzo de 1828. Se ins-
piró en el modelo norteamericano, con un parlamento bicameral y
un período presidencial de cuatro años, y restableció las juntas
departamentales [29]. Con relación a los temas vinculados con la
sanidad y la beneficencia se incluyen las normas que se habían
prescrito en la dos anteriores, suprimiendo el término “caridad”
utilizado en la del 1923:

• En el título cuarto “Poder Legislativo” se incluye:

Art. 48º. Son atribuciones del Congreso... 2º Aprobar los regla-


mentos de cualesquiera cuerpos o establecimientos nacionales...
17º crear establecimientos de beneficencia. Art. 75º Son atribu-
ciones de estas Juntas [Departamentales] ... 3º Promover y cui-
dar los establecimientos de beneficencia; y en general, todo lo
que mire a la policía interior del departamento, excepto la de se-
guridad pública... 9º Formar la estadística de cada departamento
en cada quinquenio.

• En el título noveno “Disposiciones Generales”:

Art. 166º Es libre todo género de trabajo, industria o comercio, a


no ser que se oponga a las costumbres públicas, a la seguridad,
y a la salubridad de los peruanos. Art. 171º Garantiza [la Consti-
tución] también la instrucción primaria gratuita a todos los ciu-
dadanos... y los establecimientos de piedad y beneficencia.

La Convención Nacional, dominada por los diputados libera-


les, aprobó el 10 de junio de 1834, una nueva y cuarta Constitu-
ción Política, también de corte liberal, que fue promulgada por el
presidente Luis José Orbegoso. Pero poco después, el 22 de febrero
de 1835, se sublevó el general Felipe S. Salaverry. “La Constitu-
ción de 1834 es casi la misma de 1828, inclusive textualmente”

248
[28]. Con relación a los temas vinculados con la Sanidad y la Be-
neficencia, en la nueva Constitución se prescribe:

• En el título cuarto, del Poder Legislativo:

Art. 51º Son atribuciones del Congreso:... 17º Crear o suprimir


establecimientos públicos que sean dotados por la Nación, y pro-
mover el adelantamiento de los establecidos.

• En el título quinto, Poder Ejecutivo:

Art. 85º Son atribuciones... 30º Ejercer la suprema inspección en


todos los ramos de policía y establecimientos públicos, costea-
dos por el Estado, bajo sus leyes y ordenanzas respectivas.

• En el título séptimo, Régimen Interior de la República:

Art. 134º Son atribuciones de estos funcionarios (Prefecto,


Subprefecto o Gobernador): 1º Hacer ejecutar la Constitución y
las leyes del Congreso, y los decretos y órdenes del Poder Ejecu-
tivo... 4º Mantener el orden y la seguridad pública en sus respec-
tivos territorios.

• En el título noveno, Garantías Constitucionales:

Art. 162 Es libre todo género de trabajo, industria o comercio, a


no ser que se oponga a las buenas costumbres o a la seguridad y
salubridad de los ciudadanos, o que lo exija el interés nacional,
previa disposición de una ley.

La quinta Constitución de la república peruana, llamada de


Huancayo, fue sancionada por el Congreso General del Perú y ju-
rada el 9 de diciembre de 1839. Su contenido correspondía a la
inspiración del mariscal Agustín Gamarra de dotar al Perú de un
gobierno fuerte de tinte personal, que permitiera controlar los fac-
tores que lo predisponían a la anarquía. Era una Carta Política de
tipo conservador con predominio del régimen presidencialista, que
estableció instituciones de tipo autoritario y suprimió las juntas
departamentales y las municipalidades. Rigió entre 1839 y 1855,
año en que el 26 de julio se promulgó el Estatuto Provisorio de la
Convención Nacional. Su vigencia tuvo un paréntesis: el Directo-

249
rio de Vivanco [28]. Con relación a los temas vinculados con la
sanidad y la beneficencia, en la nueva Constitución se prescribe:

• En el título décimo segundo, Poder Ejecutivo:

Art. 87º Son atribuciones del Presidente de la República... 27ª Dar


reglamentos de policía para mantener la seguridad y moral pú-
blica... 30ª Dar reglamentos a los establecimientos de beneficen-
cia pública, y velar sobre la recta inversión de sus fondos.

• En el título décimo octavo, Garantías Constitucionales:

Art. 169º Es libre todo género de trabajo, industria y comercio, a


no ser que se oponga a las costumbres públicas, o a la seguri-
dad, o salubridad de los ciudadanos... Art. 174º Garantiza [la Cons-
titución] también la instrucción primaria gratuita a todos los ciu-
dadanos... y los establecimientos de piedad y beneficencia.

Constituciones Políticas de 1856, 1860, 1867

La Convención Nacional convocada en 1855 por Ramón Castilla


aprobó la sexta Constitución del Perú, la cual fue promulgada el
19 de octubre de 1856 por el mismo Castilla. La Convención, do-
minada por los liberales, fue demasiado teórica y poco práctica y
suscitó grandes resistencias y reacciones en contra de una carta
política “liberalísima”, siendo las principales la revolución
vivanquista de Arequipa y la sublevación de la Escuadra. La Con-
vención Nacional fue disuelta por la fuerza el 2 de noviembre de
1857 [56]. Con relación a los temas vinculados con la sanidad y la
beneficencia, en la nueva Constitución se incluyen las siguientes
normas:

• En el título cuarto, Garantías Individuales:

Art. 16º La vida humana es inviolable, la ley no podrá imponer


pena de muerte... Art. 22º Es libre todo trabajo que no se opon-
ga a la moral, seguridad o salubridad pública... Art. 23 La Nación
garantiza la instrucción primaria gratuita y los establecimientos
públicos de ciencias, artes, piedad y beneficencia.

250
• En el título décimo sexto, Municipalidades:

Art. 115º Corresponde a las Municipalidades la administración,


cuidado y fomento de los intereses locales y de los establecimien-
tos respectivos que se hallen dentro de su territorio; le corres-
ponde igualmente la formación y conservación del Registro Cí-
vico y del censo de las poblaciones con arreglo a la ley.

Elegido Presidente Constitucional, Castilla rompió con sus alia-


dos liberales y convocó a otro Congreso Constituyente el cual apro-
bó la llamada Constitución moderada. Esta constitución, promul-
gada el 25 de noviembre de 1860, reemplazó a la liberal de 1856 y
es, hasta el día de hoy, la que ha tenido más larga duración en
nuestro país [57]. Con relación a los temas vinculados con la sa-
nidad y la beneficencia, se incluyen sólo tres artículos en el título
IV , Garantías Individuales:

Art. 16º La ley protege el honor y la vida contra toda injusta agre-
sión: y no puede imponer la pena de muerte sino por el crimen
de homicidio calificado... Art. 23º Puede ejercerse libremente todo
oficio, industria o profesión que no se oponga a la moral, a la
salud ni a la seguridad nacional... Art. 24º La Nación garantiza la
instrucción primaria gratuita y el fomento de los establecimien-
tos públicos de ciencias, artes, piedad y beneficencia.

En la Constitución Política de 1867, sancionada por el Con-


greso Constituyente de 1867 y promulgada el 29 de agosto de 1867
por el general Mariano Ignacio Prado, Presidente Provisorio de la
República, se repite casi textualmente el contenido de los Arts. 23
y 24 de la Constitución de 1856. En el primero se reemplaza el tér-
mino “salud” por la expresión “salubridad pública”.

Normatividad básica vinculada con la Sanidad

Normas sanitarias “ilustradas”: 1821-1844

Hipólito Unanue, el primero de los “ilustrados” peruanos, firma


el acta de la Independencia del Perú el 15 de julio de 1821 y desde
entonces hasta fines de septiembre de 1826 se dedicó de lleno a la

251
función pública. El Congreso Constituyente, en 1825, lo declara
“Benemérito de la Patria en grado eminente”. El pensamiento mé-
dico social de Unanue se expresa en los decretos que se promul-
garon durante su gestión como alto funcionario gubernamental;
entre los principales, los que tratan sobre: la protección a la infan-
cia (1821), los hospitales militares (1825), el reglamento del traba-
jo de los esclavos (1825), la creación de las fundaciones públicas
relativas al ramo de Sanidad (1826), la creación de la Dirección
General de Beneficencia (1826), la creación de las Juntas de Sani-
dad (1826), la creación de la Casa de Maternidad (1826), la circu-
lar sobre demografía nacional dirigida a las autoridades del país
(1826). A todo lo cual cabe agregar su comunicación del 24 de mayo
de 1826 sobre vacuna y cementerios [58, 59].
La forma de fundamentar ésos y otros dispositivos legales, dic-
tados durante este período —sin establecer después los medios para
su instrumentación efectiva— revela que Unanue y sus otros auto-
res creían que bastaba la fuerza de la razón y de la moralidad
filantrópica para garantizar el cumplimiento de una norma políti-
ca en el campo social. Habían adoptado el ideario y el optimismo
de los ilustrados cristianos, expresados en la legislación española
de la época sobre cuestiones relacionadas con la Sanidad y la Asis-
tencia Pública, así como las teorías liberales y filantrópicas de la
Revolución Francesa, sin entrar en otro tipo de consideraciones. Paz
Soldán, al comentar la influencia de Hipólito Unanue en la políti-
ca sanitaria durante los gobiernos de San Martín y Bolívar dice:

Entre tanto que militó en las filas hispanas Unanue en materia


médico-social fue un proyector de los progresos peninsulares al-
canzados después de la renovación cultural médica que determi-
naron... el gran Feijóo primero y la Academia Médica Matritente
después. Cuando reaparece en el escenario nacional... como uno
de los pilares de la nueva patria, en todos sus actos demostró la
influencia que en su espíritu había producido las doctrinas
filantrópicas y culturales de la Enciclopedia y de los revoluciona-
rios franceses del 89 [58].

Con relación a la protección de la salud de los trabajadores, al


declararse la independencia del país, se dispuso que todas las le-

252
yes y ordenanzas que se habían dictado durante la Colonia para
tal fin continuaran en vigencia, salvo las que fueran derogadas
explícitamente. El año 1824, mediante decreto, se suprimió formal-
mente el trabajo forzado de los indios en las minas y el año 1825
se reglamentó el trabajo de los esclavos. No obstante esas normas,
las condiciones de trabajo de indios y esclavos no se modificaron
significativamente.
En lo referente a la Sanidad Militar, en 1823 se aprobó el “Re-
glamento de la Profesión de Cirujanos del Ejército” y en 1826 el
“Reglamento de Hospitales Militares”, en este último se encargó
al gobierno el financiamiento de los gastos operativos de los esta-
blecimientos citados.

Normas sanitarias y laborales: 1845-1876

Durante el período 1845-1876 las normas legales dictadas


específicamente para la protección de la salud colectiva y la salu-
bridad urbana se limitaron a las de carácter administrativo, orien-
tadas al control de las epidemias, especialmente la fiebre amarilla
urbana y al financiamiento de algunas obras públicas de sanea-
miento básico. Las normas más importante dictadas en estos años
fue la “Ley de Vacunaciones de 1847” y la “Ley de Creación del
Servicio de Médicos Titulares”.
Con relación a la legislación sobre la protección en el trabajo,
continuaron vigentes las leyes coloniales, como las Siete Partidas,
el Fuero Juzgo, el Fuero Real y las Leyes de las Indias. Una excep-
ción fue el decreto supremo de 29 de julio de 1840, reglamentario
de los gremios. Conforme a este último dispositivo estaban obliga-
dos a reunirse e inscribirse gremialmente todos los individuos que
en la capital se dedicaran a las artes mecánicas o de la industria
fabril; sin embargo, en 1859 funcionaban en la capital apenas una
fábrica de hilado y otra de papel. Esa continuidad formal en la
legislación laboral no impidió que su aplicación fuera influida por
las modalidades propias de un régimen republicano y, fundamen-
talmente, por el dominio que fue adquiriendo el pensamiento libe-

253
ral en el manejo de los asuntos vinculados con el campo laboral
del sector económico moderno [60].

Organismos públicos responsables de la Sanidad

Autoridades políticas de la Sanidad: 1821-1876

Los asuntos gubernamentales vinculados con los problemas de la


salud colectiva estaban a cargo del Ministerio de Gobierno, cuyos
funcionarios presidían las Juntas de Sanidad y las Municipalida-
des. Aunque, como ya se indicó, estas últimas dejaron de funcio-
nar entre 1839 y 1852. Los asuntos de salubridad e higiene públi-
ca eran considerados asuntos policíacos vinculados con la con-
servación del orden y de la higiene en el espacio público y, por lo
tanto, debían estar a cargo de las autoridades de organismos cuya
función era mantener dicho orden. Autoridades del Ministerio de
Gobierno y Policía —Prefectos, Intendentes o Gobernadores— que
debían recibir, para una mejor toma de decisiones normativas y
administrativas, el apoyo técnico del Protomedicato y, luego, de la
Junta Directiva de Medicina; así como de las Juntas de Sanidad.
La Policía estaba encargada de vigilar y hacer cumplir las dispo-
siciones sanitarias dictadas tanto por los municipios como por ella
misma. Por su parte, los asuntos gubernamentales relacionados
con la asistencia o beneficencia pública estuvieron a cargo de la
rama de beneficencia de los ministerios, mientras funcionaron, de
“Instrucción Pública, Beneficencia y Asuntos Eclesiásticos” o de
“Justicia, Instrucción, Culto y Beneficencia”.

Juntas de Sanidad: 1826-1876

El decreto supremo del 1 de septiembre de 1826 dado por Andrés


Santa Cruz, Presidente del Consejo de gobierno y refrendando por
el ministro de gobierno José de María Pando, creó las “Juntas de
Sanidad”.

254
Este decreto... fue evidentemente inspirado y redactado por
Unanue, quien tomó por modelo los estatutos de la Junta Supe-
rior Gubernativa de Medicina de Madrid, creada a fines del siglo
XVIII [58].

El decreto, además de crear en la capital del país una “Junta


Suprema de Sanidad”, dispuso establecer: una “Junta Superior de
Sanidad” en cada capital de departamento; una “Junta Munici-
pal de Sanidad”, en cada población que considerara conveniente
la Junta Suprema; y una “Junta Litoral” “en los puertos de mar y
poblaciones marítimas por donde puedan introducirse contagios
exóticos” [61].
La “Junta Suprema de Sanidad” estuvo conformada por seis
miembros: el Prefecto de Lima, quien la presidía; el Protomédico
General, que la presidía en ausencia del Prefecto; un medico, un
químico y dos vecinos. Sus principales atribuciones eran:

• Nombrar las personas que debían conformar las Juntas Supe-


riores y el médico de cada una de las Juntas Litorales.
• Proponer al gobierno y comunicar, con su aprobación, a las
Juntas Superiores todas las medidas que se creyeran oportu-
nas para “prevenir o atajar el contagio”.
• Vigilar permanentemente las Juntas Superiores y Litorales.
• Prescribir las “reglas que dicten los conocimientos médicos a
fin de mantener la higiene pública y doméstica”.
• Aprobar o reprobar la introducción o uso de medicamentos,
sin cuya aprobación no podrán venderse o usarse; y nombrar
facultativos de farmacia para registrar las facturas de medici-
nas venidas del extranjero.
• La “policía interior” de los hospitales de la capital y la del
cementerio general.
• Conservar lo mejor posible el “benéfico fluido de la vacuna”.
• La superintendencia general de “todos los ramos de Salubri-
dad Pública”.

Cada “Junta Superior de Sanidad”, a su vez, debía estar cons-


tituida por cinco o seis miembros: el prefecto, como presidente; el

255
protomédico del departamento, como vicepresidente; un químico,
si lo hubiere: y dos a tres vecinos. Las principales funciones que
se le asignaba eran las siguientes:

• Nombrar el médico y los vecinos que con el alcalde deben


componer las Juntas Municipales; así como velar que éstas
cumplan oportunamente las tareas asignadas.
• La inspección inmediata sobre la “policía interior” de los
hospitales de la capital del departamento y de sus cemente-
rios o lugares de inhumación.
• Impedir en el departamento el uso y venta de medicinas y
drogas, que no hayan obtenido la aprobación de la Junta Su-
prema.
• Formar la topografía médica del departamento y comunicar-
la a la Junta Suprema.
• Recibir y distribuir la vacuna a las Juntas Municipales.

Cada “Junta Municipal de Sanidad” debía estar conformada


por: el intendente (donde hubiere), el gobernador, el alcalde, un
médico y uno o dos vecinos. La norma precisaba que los agentes
de policía y todas las demás autoridades locales debían auxiliar a
los miembros de la Junta, en todo aquello que éstos les requirieran
para el mejor ejercicio de sus funciones. Entre las principales ta-
reas asignadas estaban las siguientes:

• Cuidar que se remuevan de las calles, plazas y demás lugares


públicos “todos los elementos de infección”, limpiándose en
épocas y horas convenientes las acequias, letrinas, mulada-
res y demás “depósitos de inmundicias”.
• Cuidar que en el mercado no se vendan frutas, pescados o
carnes no saludables.
• Cuidar que, en las municipalidades donde no residen la
Junta Suprema y las Superiores se observen puntualmen-
te las reglas prescritas para la “policía de hospitales y
cementerios”.

256
• Reclamar de los agentes de policía se maten “los perros infec-
tados de sarna y atacados de rabia”, que vagan por las calles
y que se disminuya el número de los que estén sanos.
• Hacer que se recojan en hospitales a los que padezcan “enfer-
medades contagiosas”.
• Avisar a la Junta Superior para que ésta informe a la Supre-
ma, cuando se observen “indicios de peste, epidemia o
epizootía”, para que la última expida las órdenes convenien-
tes, según lo exija la gravedad del caso.
• Además, se ordena que los agentes de policía y todas las de-
más autoridades locales impartirán todo su auxilio a los in-
dividuos de la Junta Municipal, siempre que lo requieran para
el ejercicio de sus funciones.

La “Junta Litoral de Sanidad” debía estar conformada por el


Comandante de Marina (donde lo hubiere), el capitán de puerto,
el administrador de aduana, un médico y un vecino. Estaba a car-
go de todas las medidas de sanidad marítima, fundamentalmente
las de cuarentena y fumigación. Las principales tareas que se les
había asignado se resumirán en páginas posteriores, al tratar so-
bre el control de las enfermedades pestilenciales.
En el mismo decreto se establece que son fondos de la Sani-
dad: los derechos de sanidad que deben pagar todos los buques
procedentes del extranjero; las multas impuestas por faltas a la “po-
licía sanitaria”; las patentes para la venta de medicamentos y dro-
gas nuevas; los derechos que deben pagarse por el registro de las
facturas de medicina; las cantidades complementarias que en el
“caso de contagio de una población” deberá dar el gobierno. Es-
tos fondos debían estar en disposición de la Junta Suprema, la cual
tenía que arreglar, con aprobación del gobierno, las dietas even-
tuales y sueldos de los agentes de la policía sanitaria. Además,
los fondos debían servir para costear la construcción y manteni-
miento de los lazaretos, sueldos de sus guardas, compra de falúas
y botes de sanidad, y lo demás que fuera necesario para el servi-
cio en los puertos.

257
Al iniciarse el primer gobierno de Castilla, las autoridades en-
contraron que las Juntas de Sanidad no funcionaban y estaban
poco menos que olvidadas, en circunstancias de peligro en el país
por la importación de la fiebre amarilla, desde Centroamérica, y
del cólera que había invadido Europa. En enero de 1849 dicho go-
bierno ordenó y logró que las juntas se reorganizaran para que se
tomaran las medidas preventivas correspondientes. En esta opor-
tunidad —bajo la autoridad de la Junta Suprema de Sanidad— se
llegaron a aplicar severas cuarentenas provocando reacciones y
resultados que comentaremos más adelante [55].
Los años siguientes, no obstante la relativa estabilidad del país
las juntas no pudieron mantener la continuidad en su funciona-
miento. Así, en septiembre de 1859 y en febrero de 1868, ante la
presentación de la fiebre amarilla en el país, tuvieron que ser nue-
vamente restablecidas formalmente, con las mismas atribuciones
señaladas en su decreto de creación de 1826. Además, cuando fun-
cionaban no disponían del poder y de los recursos operativos su-
ficientes para cumplir a cabalidad sus atribuciones.
La insuficiencia de recursos materiales y la improvisación con
que se actuaba —después de 42 años de creadas las juntas— pue-
den ser inferidas de la lectura del “Acuerdo de la Junta Suprema de
Sanidad” de 7 de marzo de 1868, que con relación a la epidemia de
fiebre amarilla en Lima hace recomendaciones que evidencian la
ausencia de medidas permanentes de profilaxis y de control:

Que se establezca en el local del Refugio un lazareto provisional


que será subvencionado, por el Gobierno, para asistir allí a los
que se hallen atacados por la enfermedad (...) Que las Municipa-
lidades proporcionen por lo pronto, a su costa, un carruaje para
conducirlos de los hospitales al lazareto, suministrando en lo su-
cesivo los que sean necesarios, según el incremento que tome
este mal; (...) Que se suspendan todas las obras de canalización y
excavaciones y en general todas aquellas que den lugar a exhala-
ciones mefíticas que corrompen la atmósfera; (...) Que se practi-
casen por los agentes de la Municipalidad las visitas domiciliarias
que tienen por objeto cuidar de que las casas particulares se man-
tengan en el mejor estado de aseo posible [61].

258
Además, las Juntas de Sanidad no pudieron recoger “los da-
tos para la formación de un cuerpo de leyes sanitarias”, ni tuvie-
ron la efectividad deseada en el cumplimiento de sus otras fun-
ciones. Todos los testimonios de la época informan sobre la dis-
continuidad y la inoperancia que caracterizaron a las juntas que
se llegaron a organizar. Características que eran una consecuen-
cia de la interacción de causas exógenas y endógenas. Entre las
primeras se pueden destacar: la fragmentación social y la anar-
quía político-administrativa, o la pugna política, que impidieron
la continuidad de toda política gubernamental y la estabilidad de
los órganos administrativos. Y entre las causas endógenas: la con-
cepción “policial” de la Sanidad; la actitud policíaca y la inesta-
bilidad en el cargo de los funcionarios del Ministerio de Gobier-
no, que presidían las juntas; la escasa disponibilidad de recursos
financieros y la debilidad operativa intrínseca de toda organiza-
ción colegiada.
La Junta Suprema sólo se llegó a conformar en contadas oca-
siones durante esos años y, en dichas ocasiones, funcionó sólo por
un corto tiempo. Por tal razón las autoridades políticas de turno
preferían recurrir directamente —en caso de peligro de una epide-
mia— al debilitado Protomedicato y, luego, a la Junta Directiva de
Medicina para que les indicara las medidas sanitarias a seguir,
tal como informa Hermilio Valdizán en el documento La Facultad
de Medicina de Lima. 1856-1911. Asimismo, Luis A. Ugarte en la
revisión que hace sobre este tema comenta:

En la colección de leyes del Perú encontramos las siguientes dis-


posiciones: en julio de 1837 un oficio del Prefecto de Lima al
Protomédico, pidiéndole indique las medidas que deben tomar-
se para impedir la epidemia del cólera, que entonces hacía estra-
gos en Centro América llegue al Perú; igual sucede en 1842, ante
el peligro de la fiebre amarilla que se presentó en Guayaquil [62].

Servicio Municipal Sanitario: 1856-1876

Sólo a partir de 1856, fecha en la cual se restablecieron las muni-


cipalidades, se fue creando una verdadera administración local,

259
que antes de su suspensión en 1839 no había tenido sino una for-
ma muy incompleta. No obstante el restablecimiento de estas ins-
tituciones, su imperfecta organización y falta de recursos no per-
mitió a la mayoría de las administraciones locales, dar a sus ser-
vicios de sanidad el impulso necesario. Estando éstos reducidos,
aún en la capital del país, a lo más elemental e indispensable. Con
excepción del servicio de vacuna, que se prestaba de manera más
o menos constante, aunque sin la debida regularidad y eficacia,
todas las demás acciones sanitarias se encontraban en el mayor
abandono, a menos que se estuviera en tiempo de epidemias o de
amenazas de su importación, en cuyo caso se reunía la Junta Mu-
nicipal de Sanidad, siempre en receso, para dictar las medidas de
protección correspondientes. Pero estas medidas no tenían gran
efectividad debido a que no se contaban con los medios materia-
les requeridos, ni el personal organizado y experimentado para la
aplicación de tales medidas [63].
La municipalidad de la capital realizó varias tentativas, espe-
cialmente desde la reforma administrativa local de 1872, para su-
plir dichas deficiencias en el campo sanitario. Así fue como en 1873
se dictó la primera “Ordenanza de Policía Sanitaria” de la pro-
vincia de Lima, por la que se establecieron algunas medidas de
verdadera policía sanitaria y un Servicio Municipal Sanitario que
puede considerarse —a criterio de Ulloa— como un serio ensayo
en este campo de la administración local. Pero la norma, en au-
sencia de recursos materiales, no fue suficiente para garantizar un
nivel aceptable de atención sanitaria, que en la práctica apenas
pudo extenderse a la vigilancia del cumplimiento de las reglas hi-
giénicas del Reglamento de Policía Municipal, las cuales dejaban
mucho que desear. No había una inspección permanente de los
comestibles y las bebidas; ni la necesaria inspección de estableci-
mientos públicos e industriales; careciéndose totalmente de per-
sonal profesional especializado en el trabajo sanitario [63].
Entre las dificultades que tenían las autoridades para cumplir
con sus funciones sanitarias estaban —además de la escasez de
recursos— la información parcial e insuficiente sobre la situación

260
de salud en su ámbito. L. Villar, en su Memoria del Inspector de Hi-
giene y Vacuna de Lima, para el año 1875 informa:

Dando cumplimiento a lo prescrito en el art. 33º de la Ley Orgá-


nica de Municipalidades... debo declarar ante todo que los estre-
chos límites a que queda reducida su acción, delante del práctico
terreno en que obran las inspecciones de la misma naturaleza de
los Consejos Provinciales, no le permiten que sus labores sean
de aplicación inmediata y directamente realizables. Agrégase a
esto, la falta de cooperación de parte de los inspectores de pro-
vincias distintas de la de esta capital, que no son capaces de su-
ministrar ningún dato, cualquiera sea su importancia, aun cuan-
do hayan sido requeridos con tal objeto [52].

Los médicos titulares: 1855-1876

Por decreto Dictatorial de 13 de julio de 1855, el gobierno de


Castilla creó el cargo de “Médico Titular”, primer funcionario ci-
vil permanente de la Sanidad peruana. En la parte considerativa
del decreto se critica que hasta esa fecha el gobierno se ha limita-
do a “establecer en algunas poblaciones médicos titulares sin atri-
buciones bien determinadas, o a mandar ocasionalmente profeso-
res a lugares donde ha cundido la peste”. En la parte resolutiva
se ordena establecer en cada capital de departamento un médico
titular, “dependiente de la Junta Directiva de Medicina y de la au-
toridad política respectiva”. Las principales obligaciones de este
funcionario médico eran las siguientes: (I) asistir personalmente
los hospitales de la capital del departamento, (II) vigilar los otros
hospitales del departamento, (III) dar cuenta al gobierno trimestral-
mente, por intermedio de la autoridad política, del estado de salu-
bridad pública en su ámbito, (IV ) visitar cada dos años los princi-
pales pueblos del departamento, estudiando todo lo concerniente
a su población, (V ) constituirse personalmente en los lugares don-
de se produzcan epidemias para realizar las acciones de control
necesarias [61, 62].

261
El 29 de octubre de 1870, durante el gobierno de Balta, el Con-
greso de la República convirtió el mencionado decreto en la “Ley
de Creación del Servicio de Médicos Titulares”. Aprobada esta ley
por el Congreso no fue promulgada por el Ejecutivo. Sólo dos años
después, en conformidad con lo dispuesto en la Constitución, fue
puesta en vigencia por ley del Congreso de 22 de agosto de 1872,
durante los primeros días del gobierno de Pardo. En ella se prescri-
be que: “En cada una de las provincias de la República habrá un
médico titular” y que “serán destinados de preferencia, con el suel-
do de su clase, los cirujanos del Ejército que no cumplan servicio
activo”. Días antes de aprobarse esta ley en el Congreso había sido
promulgada la Ley de 19 de agosto de 1872 que ordenaba la exis-
tencia en cada provincia del país de un médico titular, a cargo del
presupuesto del Concejo Municipal Departamental [61, 62].
La norma sólo pudo ejecutarse parcialmente durante los años
que tuvo vigencia, en tanto su cumplimiento cabal exigía la pre-
via existencia de condiciones financieras, organizativas y, espe-
cialmente, profesionales médicos que estuvieran dispuestos a ejer-
cer su profesión fuera de la ciudad capital. Incluso en las provin-
cias de Lima hubo dificultades para su apropiado cumplimiento,
tal como puede verificarse en la Memoria del Inspector de Higiene y
Vacuna de Lima, presentada en diciembre de 1875:

... consignada en el Presupuesto del Concejo Departamental una


partida para los médicos titulares de las provincias de Huarochirí,
Canta, Cañete, Chancay y Yauyos, uno de los principales empe-
ños del que suscribe, ha sido el que se lleve a debido efecto la
provisión de facultativos para dichas provincias. La existencia de
un médico en ellas, en algunas de que, jamás han contado sus
vecinos con una persona idónea para el cuidado de sus dolen-
cias, es un elemento de beneficios cuya importancia resalta a pri-
mera vista. Puesta de este modo la asistencia facultativa, al al-
cance de todos, dejará de ser la prerrogativa de la gente acomo-
dada... Desgraciadamente a pesar de la noble misión que tiene
que llenar un médico titular en su provincia, por lo general no
encuentra en el contorno suyo sino dificultades que vencer. Ahí
están las exigencias exageradas de parte de algunos, la falta de

262
movilidad para recorrer con la vacuna los diferentes distritos y
aun los embarazos con que tropieza para el percibo de sus habe-
res [52].

En virtud de las Resoluciones Supremas de 18 de noviembre


de 1874, de 21 de julio y de 30 de septiembre de 1875, se reiteró y
se precisó que eran de exclusiva competencia del Concejo Munici-
pal Departamental el nombramiento de los médicos titulares; así
como la vigilancia en el cumplimiento de sus deberes, la conce-
sión de sus licencias y el abono de sus haberes [52, 61].

263
Control de las pestilencias y las
endemias: Perú, 1821-1876

Epidemias en el Ejército Libertador: 1821-1824

Durante la marcha del Ejército Libertador por el territorio perua-


no, en especial por la Sierra, las enfermedades que afectaron a los
soldados fueron, principalmente

la malaria, el tifus exantemático, la verruga peruana, el soroche,


las broncopulmonares, las parasitosis intestinales y las
avitaminosis, en sus múltiples formas. En último término viene
la viruela. [Que] Había, pues, dejado de ser, entre 1820 y 1824,
un grave problema sanitario [49].

Con relación a las epidemias, el ejército sanmartiniano y el


virreinal fueron diezmados por la malaria y la disentería en el año
1821; el primero en Huaura y el segundo durante su acampamiento
en Aznapuquio. Lastres transcribe parte de un documento de B.
Vicuña Mackena, donde éste relata:

Junto con los calores del estío en 1821, cayó sobre el ejército Li-
bertador esta terrible peste tropical que es conocido en el Perú
con el nombre de tercianas. En pocos meses, en pocos días, el
campamento de Huaura fue convertido en un vasto hospital y
en breve, el hospital, mismo fue un inmenso osario. Apenas ha-
bía brazos para cavar las sepulturas... Aquel brillante ejército que
había partido de Chile en agosto de 1820... se moría en los ar-
dientes arenales de la costa... De los cuatro mil hombres que ha-

[265] 265
bían desembarcado en Pisco, tres mil estaban en los hospitales a
mediados de abril de 1821, y había días en que morían 30 a 50
soldados...

Lastres comenta la epidemia en Aznapuquio, sede del Estado


Mayor del virrey Pezuela, diciendo que fue similar a la de Huaura,
aunque la malaria se presentó con una menor intensidad “porque
los peruanos que componían casi totalmente al Ejército Real, eran
menos propensos a adquirir las tercianas que los argentinos”. Si-
multáneamente a esos sucesos, la población de Lima estaba sien-
do asolada por la malaria y la disentería que habían adoptado un
carácter epidémico. Cuando los restos de las tropas de San Martín
entraron a Lima, el 10 de julio de 1821, la situación epidemiológica
empeoró:

La ciudad de Lima no pudo escapar del terrible flagelo, y en un


momento dado la metrópoli virreynal se convirtió en un recep-
táculo de apestados. Sus hospitales estaban repletos de enfermos
y no bastando para contener su crecido número... fue necesario
que los religiosos de San Francisco de Paula abandonaran su con-
vento. Los fallecimientos no bajaban de veinte soldados por día,
y hubo casos en que se llegó a ciento siete, como sucedió en el
hospital de Santa Ana [64].

Después de 1824 no se presentarían en el país otros brotes epi-


démicos de malaria y disentería de esa misma intensidad y
letalidad. Además, en el resto del período 1821-1876 las “enfer-
medades pestilenciales” concentraron la atención de las autorida-
des políticas peruanas. Con el desarrollo del comercio internacio-
nal, por vía marítima, se habían incrementado significativamente
los riesgos de que se propagaran en el país las pandemias o epi-
demias mundiales de la peste negra, el cólera morbus y la fiebre
amarilla. Esta última amenazó con hacerse presente en el Perú a
fines de 1833.

266
“Epidemias amarílicas”: 1824-1876

El problema de la fiebre amarilla

La descripción más antigua de la fiebre amarilla data de 1495,


cuando una epidemia azotó a la isla La Española. Dos siglos más
tarde la enfermedad afectó a otras islas del Caribe. Tal como co-
mentaba Sir M. Burnet:

... parecía que brotaba como un miasma de las malolientes y aba-


rrotadas bodegas de los barcos de esclavos negros... Durante dos
siglos y medio, la fiebre amarilla estableció sus posesiones en el
mar Caribe; originaba la muerte de ingleses, españoles y nati-
vos... pero respetaba de un modo extraño a los esclavos negros.
Con el tiempo... se originó una población que parecían estar
inmunizadas contra sus ataques, pero casi todos los recién llega-
dos a esa comunidad tenían que habérselas con los ataques de la
enfermedad [65].

A veces se propagaba ampliamente por toda la zona


subtropical del norte y del sur de América. En 1668 se registró en
Nueva York la primera epidemia en los Estados Unidos y en 1685
se declaró la primera epidemia en el Brasil. En los siglos XVIII y XIX
se sufrieron epidemias devastadoras en América.
En 1851 había una epidemia de fiebre amarilla en Nueva
Orleans; enseguida se difundió a Panamá, donde existía un foco
endémico, cuyos “materiales” fueron tomados y transportados por
embarcaciones para ir diseminándolos en los puertos donde toca-
ron, como Guayaquil, Paita y el Callao [66]. El primer caso de esta
epidemia se presentó en el Perú a fines de diciembre de 1851, cuan-
do llegó al Callao D. José M. Vázques, procedente de las Antillas y
de paso por Panamá, quien enfermó en Lima y murió, a princi-
pios de enero de 1852, en el hospital “San Andrés”. Éste fue el
inicio de un pequeño y corto brote epidémico en el Callao y Lima,
en los meses de enero y febrero de 1852 [67].
Un año después de aquel brote el diario El Comercio, del 3 de
enero de 1853, informó que en el Callao había tres casos de fiebre

267
amarilla, existiendo una epidemia de esta enfermedad en Pana-
má. En el mismo mes de enero tocó en Paita el vapor “Lima”, pro-
cedente de Panamá, y dejó ahí al padre jesuita Taurel por estar
gravemente enfermo de fiebre amarilla; el Padre murió a los pocos
días. El mismo vapor llegó a Lima el 31 de enero de 1853, donde
desembarcó a D. Felipe Ramírez Rosales, ya enfermo de dicha fie-
bre, para morir en los primeros días del mes de febrero [66]. La
evolución de la epidemia de fiebre amarilla así iniciada se exten-
dió con gran rapidez en Lima hasta el mes de agosto de 1854, año
cuando alcanzó su máxima intensidad:

Creció la invasión en modo tal que en 1854 todos los distritos de


Lima... quizá todas las calles, fueron presa del tifus icteroides, acti-
vada la epidemia con el arribo de la división de los Generales
Torrico y Pezet, fuerte de 2,000 hombres. En mayo la enfermedad
se hizo rara, más no desapareció hasta el mes de agosto con la
muerte del último amarílico del hospital San Andrés.

Inicialmente la forma predominante de la enfermedad fue la


benigna pero, luego, con el paso del tiempo se incrementó el nú-
mero de casos graves, aumentando la letalidad. No se conservan
estadísticas de esta epidemia [68].
Posteriormente, de acuerdo a la información disponible, la fie-
bre amarilla se presentó de manera esporádica, entre 1855 y 1867,
en Trujillo, Islay, Paita, Callao, Lima y otras ciudades del litoral
peruano. Rómulo Eyzaguirre menciona la presencia de la enfer-
medad en Lima en 1855 (50 casos) y en 1856 (uno de los batallo-
nes de Castilla perdió casi la mitad de su gente), así como de in-
formes o rumores de casos aislados —la mayoría no confirmados—
en 1859, 1865, 1866 y 1867 [68].
En 1868, catorce años después de la epidemia amarílica de
1854, se presentó la mayor de las ocurridas en la historia de Lima.
El 12 de febrero se registró el caso inicial de fiebre amarilla en el
Callao y el 22 del mismo mes recibió el hospital de Santa Ana al
primer enfermo de esta dolencia, que a mediados de marzo se hizo
epidémica. La epidemia duró hasta junio del mismo año, al
acentuarse los fríos de invierno. No se registraron nuevos casos

268
hasta febrero de 1869, cuando se produjo un brote de menor dura-
ción e intensidad. De acuerdo con la Memoria del Director de Bene-
ficencia, los hospitales atendieron en 1868 a 6 042 personas por
fiebre amarilla, de las cuales fallecieron 2 561. Como en ese mis-
mo año el total de muertos por fiebre amarilla alcanzó los 4 445,
se infiere que 1 884 falleció en sus domicilios. La población de la
capital no llegaba a cien mil habitantes. Eyzaguirre calcula en 10
660 el total de amarílicos durante la epidemia de 1868 [64, 68].
Descollante fue el comportamiento de Manuel Pardo, como Presi-
dente de la Beneficencia, durante esta epidemia:

De ochenta a cien personas morían diariamente. Las carrozas


no cesaban un instante de transitar por las calles aumentando
la consternación general. Los sepultureros no descansaban un
minuto en su penosa tarea de cavar nuevas fosas... Todos te-
mían el contagio y no sólo tomaban precauciones, sino que se
alejaban de aquéllos a quienes el flagelo amenazaba. Pardo vi-
sitaba diariamente los hospitales, es decir, los focos más abun-
dante de esa peste... Pardo se conquistó el corazón de Lima con
su conducta” [46].

Control de la fiebre amarilla y otras pestilenciales: 1821-1876

Las medidas de protección o de control de las pandemias o epide-


mias mundiales de cólera, fiebre amarilla y peste negra utilizadas
por las autoridades peruanas, durante los primeros 55 años de la
República, fueron las mismas que en la Colonia.
En lo referente a la “fiebre contagiosa llamada amarilla”, el de-
creto supremo del 1 de septiembre de 1826, que creó a las Juntas
de Sanidad, establecía que todo buque procedente de países en que
se hubiera desarrollado esta enfermedad “debía ponerse en facha,
a dos tiros de cañón del puerto”, para esperar la falúa de la Junta
Litoral de Sanidad, e informar, su capitán, si todos los miembros
de su tripulación y de su pasaje “estaban sanos y sin contagio”.
Si tal era el caso, subían a bordo los miembros de la junta para
examinar el rol y la patente de sanidad; y estando conformes se le

269
permitía entrar al puerto. En caso contrario o cuando existía al-
gún motivo para “temer contagio”, la autoridad debía impedir la
entrada al puerto del buque y hacerlo pasar al lazareto para que
se cumpliera en él una rigurosa cuarentena, “sin la menor dispen-
sa, porque cualquier descuido, por pequeño que sea, suele causar
males de mayor trascendencia”. Ésta se abreviaba o prolongaba a
juicio del médico de la junta y, durante el tiempo establecido, de-
bía observarse una “perfecta incomunicación entre los contagia-
dos y los guardas y demás empleados de sanidad”. El barco in-
festado y su carga debían ser fumigados o sujetos a otros métodos
de desinfección. Los víveres debían ser arrojados al agua. Además,
en el mismo decreto se ordenaba: “en los lazaretos que se establez-
can, y particularmente en el de la isla San Lorenzo, habrá dos de-
partamentos separados, uno para barracas desahogadas y gran-
des, para habitaciones de los pasajeros y tripulación; y el otro, de-
partamento para fumigar y ventilar los fardos [61].
Con relación a la aplicación de esas medidas frente a la ame-
naza del ingreso de una epidemia de cólera, Paz Soldán relata:

Cuando el cólera invadió la América Central y México, por el


año 1833, el Gobierno Peruano adoptó un régimen absoluto de
aislamiento; el que reiteró en 1837, por igual motivo. Medidas
precautorias fueron tomadas con los buques que habían tocado
los puertos de esos países. Se les sometía a cuarentenas de rigor
a su arribo, se prohibía visitarlas, se retardaba su descarga y
carguío, se les azufraba y se crearon lazaretos para los enfermos
sospechosos. Los alimentos que aportaban se arrojaban al mar;
la harina, la carne y otros comestibles. La correspondencia se les
picaba, fumigaba y se distribuía mucho tiempo después de su
llegada. El terror justificaba tales medidas y las hacía observar
sin burlas. Era la línea universal de defensa y el Perú, gracias a
su Protomédico la adoptaba [69].

El temor a la introducción en el país de la fiebre amarilla des-


de Centroamérica y del cólera desde Europa, hizo que el gobierno
de Castilla ordenara, en 1849, la reactivación de las Juntas de Sa-
nidad, que tomaron severas medidas de aislamiento y cuarentena

270
con los buques que habían tocado puertos de esas regiones. En
estas circunstancias se produjo un incidente diplomático, cuando
el representante de Inglaterra ante el gobierno de Lima se opuso a
tales medidas alegando que “eran dañosas al comercio de su na-
ción y al libre tránsito de las naves”. Frente a estos alegatos, el
gobierno respaldó las medidas que habían adoptado las autori-
dades sanitarias nacionales y por decreto supremo de 25 de enero
de 1850 precisó, para el país, la conducta administrativa en mate-
ria de sanidad marítima:

... cuarentena de 7 a 9 días para los buques procedentes de pue-


blos infectados por la fiebre amarilla, el cólera u otra plaga cuya
calidad infecciosa admitiera la ciencia; la fumigación como prácti-
ca de rigor en casos de existir a bordo enfermos confirmados,
medida de observación sin resistencia alguna. Además se señaló
la visita sanitaria forzosa de todo buque haciéndose de su reali-
zación un deber de los capitanes de puerto [55, 70].

En aplicación de esta norma, en enero de 1851 se puso en cua-


rentena, en el Callao, al buque “Maid-Orleans”, venido de Pana-
má, por haber muerto a su bordo, de fiebre amarilla, cuatro mari-
neros de la dotación. Un mes después el gobernador de Piura in-
formó que el vapor “Bolivia”, que hizo su viaje de Panamá, con-
dujo enfermos de fiebre amarilla, de los que murió uno a su llega-
da a Paita [66].
En 1856 la Sociedad Médica discutía el origen y el modo de
propagación de la última epidemia de fiebre amarilla en Lima. Un
grupo de médicos “anticontagionista”, entre los que se encontra-
ba Casimiro Ulloa, planteaba que la fiebre amarilla se había desa-
rrollado espontáneamente en Lima y se había trasmitido por in-
fección. Otro grupo, liderado por Macedo, sin negar dicho plan-
teamiento lo relativizaba, afirmando que la epidemia había sido
importada. Detalles de esta discusión se presentan más adelante
al tratar sobre los fundamentos teóricos de la Sanidad peruana en
esos años.
No obstante la vigencia formal de las medidas de control des-
critas, éstas no fueron aplicadas con el rigor y la continuidad con-

271
venientes debido a las presiones ejercidas por los comerciantes que
eran afectados económicamente por tales medidas. Esta conducta
explica que la fiebre amarilla invadiera varias veces nuestro terri-
torio. Con relación a la gran epidemia de 1868, Macedo y Villar
[46, 66] critican:

Un punible olvido de parte de los que estaban encargados en el


Callao de vigilar por la salubridad pública, hizo que se descuida-
sen los medios y la manera de impedir la introducción, esa vez,
de la epidemia que tantos estragos vino a ocasionar.

En otros testimonios de ese año se afirma que: “Habíase pre-


sentando la fiebre amarilla con caracteres graves a principios de
aquel año en Panamá; y el gobierno del Perú, de conformidad con
el parecer de la Facultad de Medicina, ordenó una cuarentena
de siete días para las naves procedentes del puerto antedicho,
exigiéndoles, al mismo tiempo, patente de sanidad para ser ad-
mitidas. Surgieron enérgicas protestas del comercio, respaldadas
en la prensa y llegaron a suspenderse las medidas precautorias
adoptadas”.
Iniciados los brotes epidémicos en el territorio peruano se
tomaban, al igual que en la Colonia, medidas de aislamiento de
los enfermos en lazaretos y hospitales, la eliminación de las mias-
mas; así como otras de tipo mágico-religioso. Basadre recoge estos
testimonios:

El 12 de febrero de 1868 fue dado a conocer que un caso de fie-


bre amarilla había sido descubierto en el Callao. Una comisión
nombrada por el gobierno confirmó el 18 la existencia de la en-
fermedad. El 22 de febrero recibió el hospital de Santa Ana al
primer enfermo con esta dolencia... El 11 de marzo se abrió el
antiguo hospital de Incurables para que sirviera de lazareto, a
pesar de no tener las condiciones requeridas. En abril se conclu-
yó rápidamente el nuevo lazareto cuya limitación a 400 enfer-
mos hizo necesario conservar el antiguo (...) Para combatir las
miasmas que infectaban la atmósfera, según creencias de la épo-
ca, la artillería estuvo haciendo disparos con pólvora en las calles
y esquinas de la ciudad durante quince días (...) Se abrieron y se

272
arreglaron convenientemente espaciosos lazaretos y se destina-
ron unos vehículos antiguos... para transportar a los enfermos a
los indicados asilos (...) y a todas horas del día y de la noche se
escuchaba el sonido uniforme y clamoroso de la campanilla que
anunciaba el paso del Santo Viático por las solitarias calles; su-
premo y divino consuelo que nuestra sublime Religión ofrece a
los que ya no pueden recibir ninguno de los hombres (...) Había
un silencio mortal en las calles y en las casas, interrumpido sólo
por los gemidos...Todos temían el contagio y no sólo tomaban
precauciones, sino que se alejaban de aquéllos a quienes el flage-
lo amenazaba [46].

No obstante esas dolorosas experiencias, las autoridades sa-


nitarias no llegaron a establecer la infraestructura requerida para
el control permanente de las “plagas”. En la Memoria del Inspec-
tor del Lazareto, dirigida en 1875 a la Dirección de la Sociedad de
Beneficencia de Lima, se informaba y comentaba lo siguiente:

Este establecimiento creado en 1868, con motivo de la epidemia


de fiebre amarilla, que se presentó en aquella época, está desti-
nada, en la actualidad, a llenar un doble fin. El principal es la asis-
tencia de los enfermos atacados por la viruela; y el accesorio, dar
cabida a los colonos chinos que no pueden pagar sus estancias
en el hospital “Dos de Mayo”, o que sufren de la enfermedad
llamada lepra tuberculosa... Considerando ahora al Lazareto bajo
el punto de vista higiénico y de conveniencia para la asistencia
de los enfermos, se nota desde luego, su inoperancia para una
casa de sanidad. Fabricado exabrupto..., fue hecho en un sitio, tal
vez, el menos salubre de la población, y de un modo tan especial
que hace creer, que sin duda se pensó que pasada la plaga se
debería incendiar o destruir el edificio por completo. Allí domi-
nan constantemente las fiebres a períodos, de tal modo, que no
hay empleado que no se enferme de ellas, en sus formas más o
menos graves; esas fiebres entran allí a complicar cualquier otra
enfermedad y a retardar las convalecencias; en ese local todas
las estaciones son exageradas y hay siempre un abundante des-
prendimiento de efluvios; en fin, allí la higiene no es posible sino
en la apariencia, y sin poderla hacerla efectiva... El servicio del
Lazareto lo hace un médico que lo es también a la vez del “Asilo

273
de Mendigos... [En los doce últimos meses] han entrado 273 en-
fermos... [y] fallecidos 71... En medio de este movimiento sólo
ha habido 13 enfermos con viruela” [54].

Epidemias de viruela y la vacunación: 1821-1876

Viruela y vacuna durante los primeros lustros: 1821-1847

Lastres afirma que el segundo período de la vacunación anti-


variólica en nuestro país se extiende desde 1822, año en que San
Martín dicta el decreto sobre la vacunación, hasta 1847, en que
Ramón Castilla legisla sobre la vacunación en cada provincia. Al
llegar San Martín a Lima, en 1821, persistían los rezagos del brote
de viruela iniciado tres años antes, lo que motivó —a instancias
de Unanue y de Tafur— se dictara el 16 de febrero de 1822 un de-
creto que ordena, en su primer artículo:

Todos los curas antes de salir a sus curatos se presentarán al


Protomédico Dr. D. Miguel Tafur, de quien recibirán el fluido va-
cuno, debiendo exhibir ante el presidente del departamento el
certificado de haberlo así cumplido...

De acuerdo a este decreto, los presidentes, gobernadores, te-


nientes gobernadores, prelados de los conventos, comisarios de
barrios, todos, desde su puesto, tenían la obligación de vacunar,
ya solos, ya haciéndose acompañar por un médico, al que se da-
ría el título de Inspector de Vacuna y tendría como misión ayudar
a los párrocos en su tarea. Todos los funcionarios anteriormente
nombrados tenían la obligación de informar cada mes sobre los
niños que no estaban vacunados al Presidente de la Junta Conser-
vadora y Propagadora del Fluido Vacunal en Lima y, en los de-
más pueblos a sus respectivos párrocos,

para que se obligue sin demora a las madres a presentar sus hi-
jos en los términos que se hallan prevenido [49, 71].

Lastres comenta que el decreto tuvo inicialmente efectos favo-


rables, impidiendo que la viruela limitara las operaciones milita-

274
res de los Ejércitos Libertadores. Posteriormente se dictan, entre
1825 y 1830, otras normas complementarias precisando, por con-
sejos de los protomédicos Unanue y Tafur, la forma en que se de-
bía administrar el fluido. Los párrocos seguían encargados de pro-
pagar el fluido, pero no siempre cumplían con oportunidad esta
nueva función de su ministerio, y hubo que ejercer un control so-
bre ellos: “debían enviar una razón cada trimestre de los vacuna-
dos, razón que era visado por el síndico procurador de la Munici-
palidad”. Además, muchos párrocos desconocían las bases de la
propagación del fluido vacuno, dando lugar a una serie de pro-
blemas vinculados con su conservación. En 1832, el gobierno de
Santa Cruz ordenó la forma como debería ser administrada la va-
cuna. Luego, el ministro José María Pando, en circular del 18 de
julio de 1832, tuvo que criticar la indiferencia “con que se miraba
la vacuna que tantos gastos costaba al estado mantenerla y pro-
pagarla” [49, 71].
En los hechos, como consecuencia del descuido de los respon-
sables de mantener la eficacia de la vacuna y de los problemas
operativos señalados, la vacunación no alcanzaba coberturas úti-
les. Por ello, la enfermedad volvió a tener caracteres epidémicos
en los años 1828 y 1832, especialmente en la Sierra. En la epide-
mia de 1828, la viruela produjo tales estragos que el gobierno tuvo
que dictar, entre otras, las medidas siguientes: (I) no recibir nin-
gún varioloso en los hospitales; (II) ningún médico debía curar en
casas particulares sin notificar a la Prefectura; (III) vacunación obli-
gatoria [70]. Asimismo, por el año de 1838 nuevamente sobrevino
una epidemia de viruela de regulares proporciones, a la llegada
de las tropas chilenas que venían a combatir la Confederación.

Viruela, la vacuna y la generación herediana: 1847-1876

En opinión de Lastres, el tercer período de la vacunación en el Perú


transcurre entre los años 1847 y 1859. Período en que la genera-
ción de médicos formados por Heredia, bajo la presión de una nue-
va epidemia, legisla y organiza la vacunación antivariólica, por

275
encargo del gobierno de Castilla. Pero luego, citando a Ruiz, el mis-
mo Lastres prolonga dicho período hasta el año 1883, cuando se
instala el Servicio Municipal de Vacuna [71].
El 25 de noviembre de 1847 se dictó, durante el gobierno de
Castilla, una ley autorizando al Ejecutivo para que establezca en
cada capital de provincia uno o más vacunadores ambulantes “que
propaguen el fluido en todas direcciones y a quienes se señalará
donaciones... en compensación de su trabajo”. Días después, el
ministro José Dávila Condemarín, por circular de 7 de diciembre
del mismo año, encargó a los prefectos dictasen las disposiciones
necesarias para “conseguir de un modo satisfactorio la inocula-
ción del fluido, y en superar las contrariedades que la preocupa-
ción y la ignorancia oponen... a efecto que no queden sin vacunas
en ningún lugar las personas que no lo estén”. La circular, acom-
pañada de un pliego de instrucciones, había sido inspirada por el
protomédico Cayetano Heredia, amigo del Ministro. Además, se
dictaron entre 1847 y 1862 medidas para propagar el fluido vacu-
no, reglamentar la vacunación y hacer más efectivas las campa-
ñas contra la viruela [69, 72].
No obstante esas medidas, en 1857 Casimiro Ulloa afirmaba
que todavía no existía una legislación apropiada para la propa-
gación de la vacuna. Era evidente que después de 50 años de ini-
ciada la vacunación en nuestro país numerosos pueblos de la Sie-
rra, la Costa y la Selva no tenían acceso a ella. Además, era proba-
ble que el fluido vacunal utilizado hubiera perdido su eficacia pre-
ventiva. Ese mismo año Ulloa y otros profesores de la Facultad
plantean la necesidad de adquirir una nueva vacuna “o del cow-
pox de preferencia”; centralizar la propagación y conservación del
fluido “bajo la dirección y vigilancia de la Facultad... con agentes
en todos los departamentos”; y propiciar la revacunación en gran
escala [69, 72].
Por el año 1859 aparece en Lima una violenta epidemia de vi-
ruela. Se hacía necesario actuar en forma más enérgica contra la
viruela. El 13 de octubre de 1859 llega al país, procedente de Pa-
rís, una “cajita que contiene 30 tubos capilares llenos de fluido
vacuno”, para que se vacune en los hospitales de la Beneficencia;

276
aplicado el fluido demuestra su efectividad. En la Facultad de
Medicina se forma una comisión que pone en consideración del
gobierno un dictamen fechado el 15 de diciembre de 1859, con un
proyecto que reglamenta las atribuciones de una “Junta Central
de Vacuna”, creada por decreto gubernativo de 14 de septiembre
de 1859. Proyecto que es aprobado el 14 de febrero de 1860 por
parte del gobierno en todas sus partes. Durante el año 1860,
gracias a los esfuerzos de la nueva junta, se vacunaron en Lima
cerca de 8 000 personas logrando amortiguar los efectos de la
epidemia [71].
No obstante la labor de la nueva Junta Central de Vacuna, en
1863 la viruela recrudece en Lima y, conforme hace notar Ulloa,
presentando una malignidad que “pocas veces ha afectado entre
nosotros”. Además, concluye que “después de doce años, la in-
munidad contra la viruela, que procura la vacuna, sino desapare-
ce, disminuye notablemente”, por lo que se hace necesaria la
revacunación [71].
Villar hacía notar, nuevamente, la resistencia que las clases
populares limeñas hacían a las brigadas de vacunación, en esta
oportunidad durante la epidemia de viruela de 1873:

comisiones de médicos y alumnos de la Escuela de Medicina,


que recorrían de casa en casa los diferentes distritos, suplican-
do en cada una de ellas, que se prestasen a la inoculación de la
vacuna. Pues bien, a estas comisiones, que no tenían más estí-
mulo que la filantropía, se les recibía en algunas casas con des-
deñosa negativa y en otras hasta con invectivas y actos de gro-
sera provocación [52].

En resumen, durante el período 1845-1876 la viruela se pre-


sentó en su forma epidémica en los años 1847, 1852, 1859, con es-
pecial violencia; así como en 1860; 1862; 1863, con una letalidad
del 25%. Luego,

no escasearon los variolosos en los años 1867, 1868; después en


1872 hasta que una nueva epidemia en 1873 produjo 1,331 de-
funciones [71].

277
El doctor Zapater informaba, en el año 1876:

La viruela ha grasado también, el año que terminó con bastante


fuerza y continuará desbastando estas poblaciones si no se to-
man las medidas necesarias para extinguirla [73].

Otras epidemias y las endemias: 1824-1876

La “Fiebre de La Oroya” y su control: 1870

Otro problema de salud que adquirió relevancia en los años que


estudiamos fue la “Fiebre de La Oroya”. El plan de construcción
de vías ferroviarias —eje del proyecto económico civilista— se ha-
bía visto dificultado en su progresión, hacia el interior del país, por
la presencia endémica de la disentería y la malaria. Durante la cons-
trucción del tramo Lima a La Oroya del ferrocarril central se pobló
la zona verrucosa central con numerosos trabajadores, extranjeros
en su mayoría; esta población, debilitada por la malnutrición, la
malaria y la disentería, sufrió la agresión de la bartonella. En estas
circunstancias los campamentos fueron asolados en el año 1870
por la aparición de una “epidemia espantosa y compleja” que cau-
só la muerte de cientos de trabajadores. Problema que, sólo después
de varios años, fue identificado sin lugar a dudas como una forma
epidémica —que cursa con una anemia febril— de la verruga pe-
ruana. Al respecto, Julián Arce comentaba:

En efecto, mientras las obras no llegaban a la altura de Chosica,


la enfermedad reinante entre los obreros fue la malaria, pero
cuando se emplazaron los trabajadores en las quebradas
verrucógenas, apareció al lado de las fiebres maláricas más va-
riadas y de numerosos casos de verruga eruptiva, una fiebre
de violencia extraordinaria en su difusión, de marcha rápida y
mortalidad altísima, que fue designada con el nombre de fiebre
de la Oroya. Que se cebó de preferencia en los individuos ex-
traños a esa región —indígenas, chilenos, yanquis y europeos,
casi en su totalidad— produjo terribles estragos en los campa-
mentos [74].

278
En el campamento de Cocachacra, a 37 km de Lima y a 1 700
metros sobre el nivel del mar, se instaló el hospital de campaña
“Hope” para atender a los trabajadores enfermos con esa fiebre.
Numerosos enfermos fueron trasladados a Lima. La letalidad es-
timada fue del 20%. Los estragos fueron de tal magnitud que des-
pertó la alarma en la capital, temiéndose por su salubridad. Por
decreto de 30 de marzo de 1871, el gobierno nombró una comi-
sión —conformada por L. Villar, A. León y J. A. de los Ríos—
para que investigara lo sucedido. Esta comisión, luego de una
permanencia de escasas horas en la zona, concluyó que se trata-
ba de casos de malaria, muchos de ellos de la forma perniciosa
[75, 76].
Hermilio Valdizán [77] afirma que Gago de Vadillo escribió
en 1630 la primera referencia que se conoce sobre la verruga pe-
ruana, donde se menciona a la región de Huaylas como una zona
verrucógena y recogió la opinión vulgar que atribuye el origen de
la enfermedad a las aguas. Cosme Bueno en 1764 había descrito
su presencia en Canta. En 1858, Manuel Odriozola publicó sus
observaciones sobre la verruga en el Medical Times y en Gazette. Des-
pués de la epidemia de La Oroya, el Dr. Ricardo Espinal, basán-
dose en sus observaciones clínicas, sostuvo por vez primera que
la fiebre de La Oroya precedía a la erupción verrugosa. En 1872,
Tomas Hutchinson afirmaba que los cambios bruscos de la tem-
peratura y los excesos alcohólicos eran las causas de las fiebres.
Enrique Basadre, interno de Espinal, presentó en 1873 su tesis de
bachiller defendiendo la teoría unicista. Nicolás Pancorvo atribuía
a un “mefitismo”, emanado de los terrenos y los pantanos, la cau-
sa de la fiebre de La Oroya la cual, en su opinión, era diferente a
la malaria y no tenía relación con la verruga. En el mismo año de
1873 esas opiniones se discutieron en la Sociedad Médica de Lima,
refutándose a Pancorvo, reivindicándose a Espinal como el pri-
mero en reconocer la unidad etiológica y afirmándose que la fie-
bre es un estado latente y morboso de la verruga peruana [75, 76].

279
Otras epidemias y causas de muerte: 1821-1876

La escasa información disponible señala que, con excepción de la


viruela y la fiebre amarilla, no se habían producido cambios sig-
nificativos en el comportamiento descrito para las enfermedades
de mayor prevalencia en la Colonia.
Juan Manuel Valdéz, Protomédico General de la República, in-
forma al Prefecto del departamento de Lima sobre un “exceso de
muertos en mayo de 1842” diciendo lo siguiente: “Así que siendo
endémicas en Lima, en la primavera y estío las enfermedades
eruptivas, y las fiebres biliosas, y en el otoño e invierno, las tercia-
nas, disenterías, catarros, pulmonías y pleuresías, eran muy nu-
merosos los enfermos de dichos males y mayor su gravedad en
unos años que otros”. Para Valdéz las causas de tal exceso de muer-
tes eran: la miseria, las convulsiones políticas y los cambios
climáticos [78].
Al referirse a las epidemias y otras causas de muerte en Lima
durante la segunda mitad del siglo XIX, Eyzaguirre informaba para
el subperíodo 1850-1875, lo siguiente:

• “La mortalidad infantil es asombrosa entre 0 y 2 años, a pun-


to tal que casi iguala a la tuberculosis”. Siendo Lima “una de
las ciudades más tuberculosas del mundo”.
• La gripe epidémica se había presentado a fines de julio de
1851, en 1858, en 1863 y en marzo de 1875. A la del año 1863,
el pueblo la denominó “mala fe”, por su malignidad; a la de
1875 la llamó “jardinera”, por acompañarse de un exantema.
• El sarampión se presentó en forma epidémica en febrero de
1863 produciendo una gran mortalidad entre los niños. Los
médicos en gran parte la denominaron “roseola” y el público
la llamó “alfombrilla” y, luego, “jardinera”.
• La difteria se presentó de manera esporádica en 1850 y en
1855. En 1858 se presentó un brote epidémico: “se tiene noti-
cias de que ocurriera un total de 60 casos, de los que 15 murie-
ron,... con mayor frecuencia en niños de 3 a 5 años”.

280
• El coqueluche siempre estaba presente, pero sin constituirse
en epidemia. Asimismo, todas las formas del paludismo se
presentaban tanto en la ciudad como en las haciendas de la
provincia, pero no se conocía su prevalencia [68].

Asimismo, según otros testimonios de la época la “disentería”


se presentaba con una alta incidencia y en algunas oportunida-
des llegaba a adoptar un carácter epidémico. La verruga actuaba
bajo condiciones especiales en la Sierra y la lepra tendía a locali-
zarse en ciertas regiones aisladas.

La tuberculosis y la “climatoterapia”: 1821-1876

Francisco Almenara Butler [79], al presentar sus estadísticas de


mortalidad en Lima, muestra que en el período 1872-1876 la tisis
pulmonar es la principal causa de muerte en la población de jóve-
nes. De acuerdo a los testimonios de la época, revisados acucio-
samente por el profesor José Neyra [80], la tuberculosis tenía una
alta prevalencia en las comarcas húmedas y en los centros costeros
más poblados, afectando principalmente a los emigrantes de re-
giones andinas. Emigrantes serranos que al trasladarse, por razo-
nes de trabajo, de climas de altura, considerados saludables, a cli-
mas “yungas” o de los llanos, considerados “pestilentes”, adqui-
rían la enfermedad.
Asimismo, desde la Colonia estaba generalizada la idea de que
el cambio de clima, especialmente a la de Jauja, era la terapia más
eficaz contra dicha enfermedad. El Dr. O. García Rosell, citado por
José Neyra, opinaba:

el envío de los enfermos a Jauja se debió a la afinidad que en-


contraban los españoles entre los Andes y los Pirineos, lugar don-
de se acostumbraba enviar a los enfermos de tuberculosis
pulmonar [80].

En 1871, el Dr. José María Zapater [81] publica su trabajo titu-


lado Sobre la influencia del clima en la enfermedad de la tisis pulmonar
tuberculosa. Después de presentar los resultados de sus estudios

281
meteorológicos sobre Jauja, el autor concluye que para el tratamien-
to de la TBC el clima de esta ciudad es superior a todos los cono-
cidos por las siguientes razones: la escasez de oxígeno y de ozo-
no, la vegetación de la misma ciudad y la sequedad del clima.

Se muestra partidario de la doctrina de la contagiosidad de la en-


fermedad (Koch no descubriría el bacilo sino 11 años después)...
Da las reglas generales para los enfermos durante la permanen-
cia en Jauja y para su viaje a esa ciudad. Reglas que con ligeras
variantes han sido seguidas durante la época de oro de la
climoterapia de tuberculosis en el Perú.

Este médico, con el transcurso de los años y hasta el final del


siglo XIX,

debía convertirse en el ardiente y empecinado defensor del cli-


ma de Jauja como panacea de la tuberculosis [80].

En 1875 don Antonio D. D’Ornellas, destacado profesor de la


Facultad de Medicina, se ocupa también de la influencia del cli-
ma de los Andes sobre la tisis. En su extenso trabajo insiste sobre
la apreciación de aquellos años sobre la alta frecuencia de la TBC
en las regiones bajas y su rareza en las zonas andinas.

Señala —es el primero en hacerlo— que los tres factores esencia-


les en tisioterapia son: “un aire reparador, una temperatura fres-
ca y una altura considerable. Esta última obra de manera gene-
ral y de manera local preparando y determinando la dieta respi-
ratoria”, es decir el mejor suministro de aire a los pulmones.

Aconseja, por último, que la climatoterapia debe durar de 18 a


24 meses para ser beneficiosa y que la mejor época para viajar a
Jauja es la estación de lluvias [82].

El problema de la malaria: 1821-1876

La malaria seguía siendo endémica en la Costa y en la ceja de la


Selva, aunque a veces adquiría su forma epidémica. Afectando es-
pecialmente a la gente de las regiones andinas que migraban a esas
zonas. Sin embargo, la organización de la lucha colectiva contra

282
la malaria recién estaría considerada en la agenda sanitaria pe-
ruana del siglo XX. Más aún, en ninguna de las normas sanitarias
dictadas en las últimas ocho décadas del siglo XIX se menciona
específicamente a la malaria; de 236 tesis presentadas en la Facul-
tad de Medicina, entre 1854 y 1900, apenas tres tenían como tema
el paludismo [83].
La principal razón de ese escaso interés por controlar la ma-
laria parece residir en la idea generalizada de que la malaria era
un proceso de aclimatación de los emigrantes serranos a los va-
lles “muy calientes”, antes que una verdadera enfermedad. Idea
que prevaleció hasta los inicios del siguiente siglo, no obstante
los brotes epidémicos que se presentaron en el país durante los
años que estamos analizando. Entre ellos el que asoló a la ciu-
dad de Lima, entre 1821 y 1824, y los informados por L.
Avendaño en Moyobamba (1888) y por J. Arce en Chiclayo (1889)
[64, 84]. Además, la malaria era confundida a menudo con otros
procesos febriles.

283
284
Higiene ambiental: Perú, 1821-1876

Los severos problemas de saneamiento urbano, descritos para el


final de la época colonial, se agravaron por los efectos de las acti-
vidades bélicas desarrolladas durante la lucha por la independen-
cia. Lastres cita las impresiones de viajeros que visitaron las ciu-
dades de Lima y el Callao en los primeros años de la República:

El polvo es la primera impresión que se tiene en esta ciudad


[Lima]. La limpieza de las calles consistía en una barrida efectua-
da en la tarde por equipo de chinos. (Lanfond, G.)
Por cada media calle corre una acequia en la que se ordena arro-
jar los desperdicios; pero como esto rarísima vez se cumple, las
calles se convierten en receptáculos de suciedad de un extremo a
otro. El trabajo de carguío se hace en burros y mulos [49].

Las acequias de Lima seguían atravesando casi todos los ba-


rrios y arrastrando las basuras de los hogares limeños formaban
pantanos que recibirían como único tratamiento la desecación na-
tural de los ardores del estío. El saneamiento urbano continuó sien-
do un problema crítico en el país por el desorden cívico prevalente
durante el primer militarismo y por la escasa capacidad guberna-
mental para mantener la salubridad de las ciudades, incluso en
la capital. Según Jorge Basadre, en 1841 la fisonomía de Lima pa-
recía no haber cambiado desde el Virreinato; el abastecimiento de
agua del río hasta las pilas de la ciudad, por ejemplo, continuaba
haciéndose a través de cañerías coloniales muchas de ellas dete-

[285] 285
rioradas. El mismo Basadre relata que recién el 9 de octubre de
1834 el Concejo Municipal de Lima contrató:

... la colocación de una cañería de fierro colado [la primera en el


país] desde la caja de Santo Tomas hasta la pila de la Plaza de
Armas, con la capacidad para dar agua a todas las pilas de las
calles donde debía pasar. La cañería debía tener en distintos lu-
gares respiraderos para regar con facilidad y, en el caso de in-
cendio, poder colocar una máquina para extinguirlo. Anterior-
mente se había usado cañería de barro [85].

Durante los gobiernos de Castilla y, especialmente, de Balta se


desarrollaron obras públicas destinadas al desarrollo urbano de
Lima y al mejoramiento de las condiciones sanitarias de los prin-
cipales puertos. Así, en 1845 se ensayó por primera vez el asfalto
como pavimento alrededor del palacio de gobierno, y se comenzó
el enlosado de las calles de Lima; además se realizó la construc-
ción del Mercado Central en Lima y la instalación de agua pota-
ble en los puertos del Callao, Arica e Islay.
Los testimonios de alrededor de 1855 informan que en el país
sólo Lima tenía cañerías de fierro para conectar el abastecimiento
de agua a domicilio. Tubos de este metal reemplazaron a los de
arcilla lo cual hizo aumentar extraordinariamente el consumo de
agua en las casas. Al mismo tiempo, en el Callao se seguía consu-
miendo agua insalubre cuya conducción se efectuaba sobre un te-
rreno fangoso y sin precaución alguna que la librara de inmundi-
cias, aunque ya en 1846 se había firmado un contrato para colo-
car una cañería de fierro destinado a abastecer de agua a la ciu-
dad y a los buques anclados en el puerto. [46].
La empresa de agua de Lima adquirió los derechos sobre el
abastecimiento del agua potable de esta ciudad en virtud de las
resoluciones supremas del 29 de octubre de 1855, 15 de marzo, 30
de mayo y 25 de junio de 1865 y 26 de septiembre de 1873. El go-
bierno de Balta realizó obras para el aumento del caudal del río
Rímac y contribuyó eficazmente con la modernización y la expan-
sión urbana de Lima, que aumentó su población y creció sobre el
valle del Rímac. Además realizó otras obras en provincias, como

286
la de cañerías de agua en el puerto de Mollendo y la dotación de
servicios de agua potable para la población de Pisco [29, 44, 46].
Los servicios de desagüe continuaron durante gran parte de
este período; por eso en Lima se hicieron acequias descubiertas en
medio de la calle, con derivaciones al interior de los domicilios.
Estas acequias atravesaban a la ciudad, todas ellas conectadas en-
tre sí y dependientes del río Huatica; eran estrechas, sin cauce de
mampostería y sólo construidas por simple excavación del terre-
no. Era permitido, y sólo muy entrada la noche, arrojar allí aguas
residuales y basura de toda clase procedentes de las casas veci-
nas “único modo de desembarazarse de los desperdicios y las
deyecciones que por esos años tenía el viviente limeño”.
En el año 1856, el Dr. J. Macedo narraba:

Todos vemos que sus calles, aún las centrales, se hallan constante-
mente poco aseadas, las acequias que las atraviesan se encuentran
cargadas de inmundicias; materias en putrefacción se hallan depo-
sitadas en los bordes de muchas de ellas, exhalando una fetidez
insoportable; no abunda menos en muladares que circundan la
población, muy particularmente en las orillas del río que la atra-
viesa desprendiendo materias en descomposición... [86].

Las obras de canalización de los desagües en la ciudad de


Lima se iniciaron en 1868 y se extendieron hasta 1872, bajo la di-
rección y la administración de la municipalidad, pero sufragando
los gastos los propietarios. Sólo a partir de 1870 se establecieron
canales subterráneos profundos y cubiertos que, además de dar
curso a las aguas de los ríos que atraviesan la ciudad, recibieron
también las aguas residuales caseras. El diámetro de estos cana-
les era más ancho en los jirones que en las calles transversales,
siguiendo los primeros la dirección de las cañerías del agua pota-
ble, de Este a Oeste (Guía del Viajero, Lima, 1898) [46].
Para la mejor realización de ésas y otras actividades para el
desarrollo de la infraestructura social, el gobierno creó, en 1860,
la Dirección de Obras Públicas y en 1861 las Juntas de Obras Pú-
blicas en las capitales de departamentos y provincias. Sin embar-
go, esas obras no fueron suficientes para que el mejoramiento de

287
la salubridad fuera significativo en el país, ni siquiera en el ámbi-
to de Lima y el Callao. En los últimos años de la década de los
setenta continuaron siendo calificadas como deficientes las con-
diciones de saneamiento urbano en todo el país e insuficientes los
esfuerzos de las autoridades responsables. En este sentido, el
Dr. Manuel Adolfo Olaechea, opinando sobre las causas de una
epidemia de viruela, decía lo siguiente:

Por cuya razón el médico se halla en la obligación de estudiar


constantemente no sólo la naturaleza de la enfermedad sino las
condiciones de localidad y clima para evitar el desarrollo de cier-
tos estados mórbidos... y remover todas las causas que directa
o indirectamente vengan a alterar sus funciones orgánicas. De
aquí nace la importantísima cuestión de la profilaxis (...) tene-
mos que confesar la triste situación: que las autoridades encar-
gadas de velar por la baja policía, jamás se han preocupado en
que se cumpla el Reglamento Municipal... sólo la denuncia [de
Olaechea, de un caso de viruela escorbútica o hemorrágica que
se presentó en la calle del Chivato]... el celo y la actividad poco
común desplegada por el Sr. H. Alcalde... ha llegado con sus
medidas oportunas a destruir [en la calle del Chivato] todos los
focos de insalubridad, que son los que protegen y albergan las
causas reales del contagio. Pero todas esas medidas se han es-
trellado contra la acción del miasma que con un poder vertigi-
noso se ha propagado en la atmósfera, descomponiendo los ele-
mentos del aire que respiramos por la falta completa del ozono
y por la presencia del viento noroeste (...) La miseria que so-
porta el pueblo, la mala alimentación de la clase media y po-
bre, los malos hábitos, los abusos... de los alcohólicos... que vi-
ven en habitaciones pequeñas, reducidas y casi sin abrigo, son
causas que influyen de un modo poderoso sostener una epide-
mia (...) La Junta de Salubridad Pública, debiera fijar también
su atención en la existencia de múltiples cementerios que exis-
ten en los extramuros... siendo como son verdaderos focos de
fermentaciones pútridas y por supuesto, otros tantos de conta-
gios... Otras causas... son: la posición topográfica de la capital y
la del Cementerio General [87].

288
Organismos vinculados con la Sanidad:
Perú, 1821-1876

La instrucción pública y la universidad

Durante el período 1821-1844

Desde el inicio de la República, la educación fue la principal pre-


ocupación de los sectores dirigentes. San Martín y Bolívar se ocu-
paron de establecer colegios e implantar el método lancasteriano
de instrucción o sistema de monitores que era el que estaba vigen-
te en Europa. Posteriormente, a partir de 1834 se intentan aplicar
las ideas pragmáticas de la educación norteamericana. Al final del
período 1821-1844 se había duplicado el número de escuelas pri-
marias en el país, aunque muchos padres de familia de las clases
populares se negaban a enviar a sus hijos a dichas escuelas [88].
Las universidades siguieron funcionando de acuerdo a las re-
gulaciones coloniales durante el período analizado. Se creó, ade-
más, la Universidad de Trujillo y se fundó la del Gran Padre San
Agustín en Arequipa. Los personajes que comenzaron a dar los
mayores aportes prácticos en el campo de la educación superior
fueron Bartolomé Herrera, desde el antiguo Convictorio de San Car-
los, y Sebastián Lorente, pedagogo liberal contratado por el Cole-
gio de Guadalupe el cual había sido fundado por Domingo Elías
(1841). San Carlos formaría a la élite conservadora y Guadalupe a
los liberales [88].

[289] 289
Durante el período 1845-1871

Recién en 1850, a los noventa días del triunfo militar de Castilla


en La Palma, se expidió el primer “Reglamento de Instrucción
Pública” de la época republicana en el Perú; aunque pronto se
hicieron evidentes sus insuficiencias. Por tal razón, el segundo
reglamento fue elaborado y promulgado cinco años después,
durante el cogobierno de Castilla y la Convención liberal. El Re-
glamento de 1855 tuvo un carácter revolucionario para la época,
pues no sólo fomentó “la unidad de pensamiento nacional y los
buenos estudios” sino que dictaminó la profesionalización de la
tarea educativa y la institucionalización del patronazgo estatal
hacia la misma. Señaló a la instrucción pública tres metas: la
popular, a cargo de la escuela; la media, bajo la responsabilidad
del Colegio; y la profesional, a cargo del instituto profesional y
de la universidad. Los establecimientos públicos quedaron bajo
la Dirección Superior del Ministerio del ramo de la instrucción y
los no públicos debieron ser autorizados y quedaron bajo la vigi-
lancia oficial [34, 70, 89].
Con relación a los estudios universitarios, en la sección IV de
dicho reglamento se precisó el carácter republicano de la universi-
dad; se integró a ella los colegios mayores y se organizó el régimen
facultativo. La universidad era entendida como la reunión de cin-
co facultades: Teología, Jurisprudencia, Medicina, Filosofía y Le-
tras, y Matemáticas y Ciencias Naturales. El reglamento de cada
universidad era potestad de las juntas universitarias, las que de-
bían remitirlo a la citada dirección. En la misma sección se definió
el currículo básico de cada Facultad, que seguía siendo el que ha-
bía seguido el colegio correspondiente, durante la última parte de
la época colonial. Los colegios de teología de San Carlos y de San
Fernando se integraron a la Universidad de San Marcos [70, 88].
El reglamento de 1850 fue ratificado por decreto dictatorial de
1856 y reformado por el estatuto de 1861. La Universidad de San
Marcos fue reformada por decreto ley de 7 de abril de 1856 y fue
objeto de una cuidadosa reglamentación de sus funciones. Al res-
pecto, Jorge Basadre comenta:

290
Este Reglamento (el de 1850) lo mismo que el de 1861 fueron resistidos
por la Universidad, por cuanto se sostuvo en la época que se afectaba el
fuero universitario y las constituciones aprobadas por cédulas reales y
bulas pontificias. En efecto, los atributos establecidos en esos documen-
tos constitutivos prerrepublicanos fueron dejados de lado; la universi-
dad pasó a ser institución estatal, bajo la Dirección de Estudios del Mi-
nisterio del ramo.

No obstante esas resistencias, el estatuto fue impuesto. La uni-


versidad fue definida y organizada como centro de formación pro-
fesional, siendo las facultades de Derecho y de Medicina las que
concentraron el mayor interés de los estudiantes. La formación era
hasta esa entonces europeizante y enciclopédica. Según Víctor A.
Belaúnde, recién en 1866 se crean las cátedras de Historia del Perú,
la de Geografía Histórica y la de Historia General de América [89].
La gran ilusión de Bartolomé Herrera, como educador, fue la
formación de una clase dirigente con la capacidad intelectual y
moral necesarias para llevar a cabo las complejas tareas guberna-
tivas que el país requería. Es por ello que la labor docente de
Herrera, en el convictorio de San Carlos y en su proyecto de refor-
ma, fue la de formar ciudadanos en el terreno más profundo de su
mundo interno: las conciencias individuales. De esta manera se
terminaría en el país, de una vez por todas, “la tiranía de las le-
yes, la rebelión de los partidos y en los gobiernos la violencia”. El
colegio de San Carlos, escuela de republicanos, se encargaría de
velar de que el ciudadano pudiera usar de su libertad “sin peli-
gros”. Si bien el castillismo hizo suyas muchas de las ilusiones
educativas de Herrera, dirigiendo una parte importante del pre-
supuesto estatal al mejoramiento de la educación nacional, la
orientación de ésta no fue la deseada por Herrera [31].

Durante la República práctica: 1872-1876

La educación formal e informal cívica fue utilizada deliberadamen-


te, durante la República práctica, como mecanismo estatal para tra-
tar de formar y reformar las estructuras mentales de los ciudada-
nos y crear una comunidad de conciencia, cohesión y sostén del

291
proyecto civilista. Se entendía como la búsqueda de una virtud cí-
vica, desde el poder, capaz de forjar identidades colectivas, así
como de socializar y disciplinar a los “ciudadanos republicanos”.
Se trataba de

conformar la “verdadera” identidad del ciudadano y de canali-


zar, asimismo, sus energías individuales..., constituir “un pueblo
valeroso e ilustrado” capaz de oponerse “al pueblo belicoso y
extraviado” o dicho en términos más crudos la meta de los civi-
listas consistió en “moralizar a la plebe”...

El interés estatal por la “homogeneización cultural” y la edu-


cación cívica coincidió con las crecientes necesidades y expectati-
vas de amplios sectores medios emergentes. Sin embargo, entre las
necesidades compartidas de la nueva administración y las de los
sectores emergentes se interpuso tercamente un sector conserva-
dor de la Iglesia [34].
El 18 de marzo de 1876, como parte del proyecto educativo ci-
vilista, se expidió un nuevo “Reglamento General de Instrucción
Pública”. Este reglamento estableció la educación primaria obli-
gatoria y gratuita, y se orientó a establecer un sistema educativo
que integrara culturalmente al país y que calificara a la población
para el trabajo productivo. En lo que se refiere a la universidad, la
norma reconoció su autonomía económica y administrativa:

La instrucción superior... está bajo la inmediata dependencia e


inspección económica y administrativa de sus respectivos Con-
sejos Universitarios (...) Habrá en Lima una... Universidad Ma-
yor de San Marcos, que se compondrá de todas las Facultades
que comprende la instrucción superior; y en los departamentos
habrá universidades menores...

Ratificó la supresión de la Universidad de Ayacucho, de ori-


gen colonial, y cerró la de Trujillo, creada por Bolívar en 1824, así
como la de Puno, creada por Ley de 1856 y en receso desde 1865;
la subsistencia de las universidades menores de Arequipa y de
Cusco estaba sujeta a su reorganización [40]. La autonomía otor-
gada no alcanzaba a los aspectos académicos:

292
Jurídicamente, el Estatuto será de tipo intervencionista; en él figu-
rará íntegramente el Plan de Estudio de las Facultades de San Mar-
cos. El Consejo Universitario y los Consejos de Facultad carecían
de atribuciones para aprobar su propio plan de estudios [89].

En el curso de la ejecución del proyecto universitario de Par-


do, fuertemente ligado a la modernización del país, se creó la Es-
cuela de Ingenieros, la de Minas y la de Agricultura, la Escuela
Normal de Mujeres y la de Bellas Artes, algunas de ellas a cargo
de profesores extranjeros. Además, para colaborar en la formación
del “servidor moderno del Estado”, el gobierno creó en la Univer-
sidad de San Marcos, por decreto del 7 de abril de 1875, la facul-
tad de Ciencias Políticas y Administrativas. El objeto de la facul-
tad, dirigida por el prestigioso intelectual francés Pablo Praduere
Foderé, fue la generalización del derecho en sus diversas especia-
lidades. El manejo político se convertiría, de esa manera, en un
asunto de abogados altamente especializados y promocionados
mediante un patronazgo estatal. Se pretendía propiciar el desa-
rrollo de una burocracia calificada que permitiría la forja del “ciu-
dadano republicano”. Esos abogados arquitectos en “la alta y fría
esfera delas ideas”, tendrían la misión de colaborar en el dictado
de “leyes justas y útiles” que terminarían con el reinado de las
“pasiones ardientes” [34, 90].
Pero, si bien es cierto que la educación masiva, promocionada
por la administración civil, fomentó la idea de la democratización
del conocimiento, también es cierto que en la práctica hubo una
clara jerarquización y diferenciación entre las múltiples esferas del
“campo intelectual” civilista. El sistema educacional formal, al es-
tablecer una división del trabajo entre las actividades manuales y
las intelectuales, Escuela de Artes y Oficios para Artesanos y Fa-
cultad de Ciencias Políticas y Administrativas para burócratas in-
telectuales, por ejemplo, tendió a reproducir o a recrear la tradi-
cional distribución del capital intelectual en lugar de alterarla. Si
bien se intentó promover la educación técnica y manual, el con-
trol del Estado quedó, como en el pasado colonial, en manos de
los “hombres cultivados” [34].

293
Estudios médicos en la República temprana

Colegio de la Independencia: 1821-1856

Los estudios médicos se siguieron realizando en el “Colegio de


Medicina y Cirugía”, denominado ahora “Colegio de la Indepen-
dencia” por orden expresa del general San Martín en homenaje a
la contribución de sus maestros y alumnos en la guerra indepen-
dentista. En ese momento, Francisco Javier de Luna Pizarro era rec-
tor (1819-1823) e Hipólito Unanue el director del colegio. El rector
tenía a su cargo las funciones administrativas del plantel y el títu-
lo de director era más bien honorífico y su nombramiento recaía
casi forzosamente en el Protomédico General.
Concluido el cuarto año de dichos estudios en el colegio los
alumnos estaban en condiciones de optar los grados universita-
rios de Bachiller en Filosofía y en Medicina en la Universidad de
San Marcos. Igualmente podían obtener en el colegio los grados
de Maestros en Filosofía y en Medicina; luego de dos años obliga-
torios de Clínicas, interna y externa, en las salas de los hospitales
Santa Ana, San Andrés y San Bartolomé. Concluidos los exáme-
nes, cumplidos los ejercicios al cabo de seis años de estudios, un
examen general de todas las materias del currículo autorizaba al
alumno para presentarse ante el Tribunal del Protomedicato para
obtener su título de “Profesor de Medicina”, que le daba derecho
al ejercicio público de la profesión médica [91].
El funcionamiento del colegio, al igual que en cualquier otra
organización nacional, fue afectado seriamente por la anarquía y
convulsión política que caracterizó al período 1821-1844. Más aún,
recién se estaba poniendo en práctica el Plan Sinóptico de Unanue
y, además, sus mejores profesores abandonaron al colegio al tener
que asumir importantes cargos políticos. La situación se hizo crí-
tica en 1831, cuando las autoridades tuvieron que hacer un lla-
mado a los padres de familia para que enviaran a sus hijos a estu-
diar Medicina. En estas circunstancias es nombrado Cayetano
Heredia como rector del colegio; al respecto, Valdizán comenta:

294
La decadencia del Colegio... había llegado a sus límites más do-
lorosos a tal punto que en los anales de 1836 a 1840 apenas sería
posible consignar como exponente de la labor escolar los títulos
otorgados por el Protomedicato... [92].

Coincidiendo con este comentario, Paz Soldán resalta los es-


fuerzos de Heredia en tan difícil situación:

Cuando el Dr. Heredia, en 1834, fue llamado al Rectorado del


Colegio..., éste se hallaba en el mayor abandono, pues escaso de
rentas para su sostenimiento, y de estudiantes, por el menospre-
cio con que se miraba la profesión médica, era probable su pronta
ruina... En medio de las discusiones políticas que entonces agita-
ban a la Patria, venciendo mil dificultades, sostuvo el Colegio has-
ta 1839 [cuando fue retirado del cargo] [91].

Para tratar de remediar esa situación de deterioro, el mariscal


Gamarra nombró una “Junta Gubernativa del Colegio”, cuya opi-
nión dio origen a un nuevo reglamento para el colegio, aprobado
por Gamarra el 28 de enero de 1840. Paz Soldán califica a este re-
glamento como “reaccionario” y lo atribuye al principal miembro
de la junta, el Protomédico General:

obra que fue de José Manuel Valdés, en plena senectud y terca-


mente opuesto a salir de la Escolástica [91].

Luego, el general Francisco de Vidal, al iniciar su gestión como


Presidente de la República, restituyó a Cayetano Heredia en el car-
go de rector del colegio y dictó el decreto de 23 de diciembre de
1842, nombrando una comisión para que estudiara con Heredia
la reorganización del colegio entonces en colapso. En cumplimiento
de esta norma se formuló el nuevo reglamento del Colegio de la
Independencia, que fue aprobado por un nuevo decreto de 4 de
marzo de 1843, derogando el aprobado tres años antes. En este
nuevo dispositivo se prescribe

El Colegio de la Independencia destinado a la enseñanza de la


Medicina, está bajo la inmediata protección del Gobierno y su-
jeto al Ministerio del respectivo ramo como establecimiento
nacional.

295
El capítulo VII de este reglamento contenía el currículo de estu-
dios del Colegio, que consideraba un claustro de nueve profesores
y de dos maestros, uno de Filosofía y otro de Matemáticas. Las ma-
terias eran: (I) Química; (II) Historia Natural; (III) Anatomía Gene-
ral y Descriptiva y Patológica; (IV ) Fisiología e Higiene; (V ) Patolo-
gía General y Terapéutica General; (VI) Materia Médica, Arte de
Formular y Medicina Legal; (VII ) Instituciones Quirúrgicas; (VIII) Clí-
nica Interna y Nosografía Médica; (IX) Clínica Externa, Anatomía
Topográfica y Obstetricia [91].
Desde 1841, Cayetano Heredia inició una serie reformas del
Colegio de la Independencia que culminarían en 1856 con la crea-
ción de la Facultad de Medicina. Para instrumentar académica-
mente estas reformas Heredia, con su escaso peculio, envió a Pa-
rís un grupo de jóvenes que había concluido sus estudios en el
Colegio de la Independencia. Entre los becarios que se beneficia-
ron del altruismo del “padre Cayetano”, estuvieron José Casimiro
Ulloa, José Pró, Francisco Rosas, Rafael Benavides y Camilo Segu-
ra. Éstos se encargaron de enviar desde París libros para la biblio-
teca del colegio y materiales para los gabinetes de Física y de His-
toria Natural y el laboratorio de Química. Desde comienzos del
siglo XIX, París era el centro de renovación en las ciencias médicas.
Ulloa y sus compañeros estuvieron en esta ciudad entre 1851 y
1854 [45, 62].

La Facultad de Medicina: 1856-1876

Después de que la Universidad de San Marcos fuera reformada


por decreto ley de 7 de abril de 1856, Heredia presentó al gobierno
un proyecto de reglamento para la Facultad de Medicina, elabora-
do por el Maestro con la colaboración de sus discípulos que ha-
bían regresado de París, especialmente Ulloa. El 1 de abril del mis-
mo año el gobierno nombró una comisión, conformada por Miguel
A. de los Ríos, Camilo Segura y Julián Sandoval, para que le infor-
mara sobre este proyecto. El informe solicitado fue entregado el 30
de julio avalando, con algunos cambios, el proyecto original; se
dejaba constancia de que:

296
era una concordancia bien meditada de nuestros estatutos actua-
les con los de la Facultad de Medicina de París.

El 9 de septiembre de 1856 el gobierno expidió el “Reglamento


Orgánico para la Facultad de Medicina de la Universidad de
Lima”, dando nacimiento a este centro académico. Finalmente, el
6 de octubre de 1856 se reunieron bajo la presidencia del decano
Cayetano Heredia los profesores titulares que el gobierno había
nombrado para que formaran la Facultad de Medicina. En esta pri-
mera reunión, de instalación formal de la nueva Facultad de Me-
dicina, se eligieron a los profesores Ulloa y Segura como secreta-
rio y administrador de rentas de la Facultad, respectivamente. José
Casimiro Ulloa continuaría durante 35 años, hasta el día de su
muerte, en el cargo de secretario [70].
En el Reglamento de 1856 se estipula que:

El antiguo Colegio de la Independencia es el lugar destinado para


la enseñanza universitaria de las Ciencias Médicas; se denomina-
rá en adelante Escuela de Medicina y estará bajo la inmediata pro-
tección del Ministerio de Instrucción Pública y del Director Gene-
ral de Estudios (...) La Facultad de Medicina de la Universidad de
Lima, organizada según este reglamento, tiene la dirección cien-
tífica, moral y administrativa de la Escuela (...) La instrucción de
las ciencias médicas se proporciona gratis por la Escuela a todos
los alumnos que, con las condiciones que exigen este reglamen-
to, quieran recibirla.

Además, se prescribe el Plan de Estudios a seguir en la Facul-


tad, así como se le confía a ésta las atribuciones que tenía la desa-
parecida Junta Directiva de Medicina [70]. El plan de estudios, fi-
jado en el Título II de la Sección II de dicho reglamento, compren-
día las siguientes cátedras: Química Médica, Historia Natural Mé-
dica, Física Médica e Higiene, Anatomía Descriptiva, Anatomía
General y Patológica, Fisiología, Patología General, Nosografía
Médica, Nosografía Quirúrgica, Terapéutica General y Materia
Médica, Farmacia, Medicina Operatoria y Anatomía Topográfica,
Medicina Legal y Toxicológica, y cuatro Clínicas, dos internas y
dos externas. En total, dieciséis cátedras. La duración de este plan

297
para los estudiantes de Medicina se señaló en siete años, median-
te una ascensión metódica. Se impuso desde el primer año la asis-
tencia a los hospitales y al Anfiteatro Anatómico [70].
La gestión de Cayetano Heredia en la nueva Facultad se ex-
tendió hasta el año 1860. Lo reemplazó el Dr. Miguel Evaristo de
los Ríos quien actuó como decano de 1860 a 1876, aunque sólo lo
fue de manera efectiva hasta 1873, pues desde esa fecha desempe-
ñó el cargo el Dr. Manuel Odriozola, que había sido elegido
accesitario. Durante la administración de Ríos se dio comienzo a
la provisión de cátedras por medio de concurso por oposición; se
creó en agosto de 1866 la “Cátedra de Partos, Enfermedades
Puerperales y Niños” y en septiembre de 1871 la “Cátedra de Of-
talmología”, designándose a los Drs. Rafael Benavides y José Ma-
ría Romero, respectivamente, para conducirlas. Asimismo, se ins-
taló un Museo de Zoología y Mineralogía y un Gabinete de Quí-
mica, así como el Jardín Botánico entró en funciones desde 1871
[93, 94].
Asimismo, a partir de 1853, los principales hospitales de Lima
sumaron a sus funciones curativas las de formación médica uni-
versitaria. Con esta finalidad se precisó, por decreto del 26 de
abril de 1853, las relaciones entre la Beneficencia de Lima y el Co-
legio de Medicina para garantizar así la práctica clínica de los
alumnos de medicina en los ambientes hospitalarios. A partir de
la expedición de esta norma ningún estudiante podía recibirse de
médico o cirujano sin que hiciera constar, con el certificado res-
pectivo, haber tenido dos años de práctica en los hospitales [70].
Durante el gobierno de San Román se crearon, por decreto su-
premo de 20 de diciembre de 1862, las “Juntas de Medicina” de
Arequipa, Cusco y Trujillo, bajo la dependencia de la Facultad de
Medicina de Lima. De acuerdo a este dispositivo los aspirantes a
recibirse en Medicina y Cirugía se debían presentar a dichas jun-
tas, “acompañando los certificados de que habla el art. 64º del ci-
tado Reglamento”, para ser examinados. Esta modalidad de ense-
ñanza no pudo ser instrumentada de manera apropiada por lo que
tuvo vida efímera. Otro decreto expedido el año 1875, durante el
gobierno de Pardo, suprimió dichas juntas [40, 93].

298
En el año 1875 se precisó formalmente que dependían de la
Facultad todos los “internos” de los hospitales de beneficencia e,
igualmente, los que prestaban sus servicios en las enfermerías del
panóptico y de las “carceletas”. Un año después se dictó un nue-
vo “Reglamento General de Instrucción Pública” en el cual se es-
tableció un plan de estudios de Medicina, distinto al vigente des-
de 1856. El nuevo reglamento, a ser comentado en el capítulo III,
señalaba que la duración de los estudios universitarios para las
otras profesiones médicas debía ser: cuatro años para Farmacia,
dos años para Flebotomía, dos años para la formación de “dentis-
tas” y cuatro años en la Clínica de Partos para las alumnas de la
Maternidad [40].

Enseñanza de la Higiene: 1821-1876

Pocos e imprecisos son los datos relativos a la enseñanza de la


Higiene en el país con anterioridad al establecimiento de la Facul-
tad de Medicina. La docencia especializada de la Higiene aparece
formalmente en la formación del médico peruano, cuando en el
art. 32º del reglamento de 1840 se establece la cátedra de Fisiolo-
gía e Higiene, que fue dictada el año de 1841 por el Dr. Juan
Gastañeta quien la dictó juntamente con otras cátedras debido a
la angustiosa situación económica del colegio. En el nuevo regla-
mento de 1843 la enseñanza de la Fisiología continuó unida con
la de Higiene. La asignatura de Fisiología e Higiene tenía como
objeto el cuerpo humano y sus funciones normales, se dictaba en
el segundo año de estudios y debía dársele un “carácter experi-
mental” (art. 10º del título VIII). La Higiene era, de esta manera, con-
ceptuada como un capítulo de la Fisiología que trataba sobre las
reglas del “buen vivir”. El año 1843 estuvo encargado el Dr. Mari-
no Aranda de la enseñanza de esta asignatura [95, 96, 97, 98].
Los temas enseñados como propios de la Higiene de esa épo-
ca se encuentran en los textos de autores franceses sobre esta ma-
teria, que se encuentran en el Museo de la Facultad de Medicina
de la UNMSM. Por ejemplo, el texto Manuel D’ Hygiène, de F. Foy

299
[99], publicado el año 1845 en París. El autor estructura el conte-
nido de su manual en once capítulos agrupados en dos partes:
Primera parte, “Materias de la Higiene”:

• Cap. I. Objetos celestiales u objetos difundidos dentro del es-


pacio. Trata los siguientes temas: (I) atmósfera; (II) vicisitudes
atmosféricas; (III) meteoros; (IV ) corrupción del aire; (V ) electri-
cidad atmosférica; (VI) fluido galvánico; (VII) magnetismo te-
rrestre; (VIII) astros; (IX) calor.
• Cap. II. Objetos terrestres debido a la naturaleza. Incluye el
tratamiento de los temas que siguen: (I) localidades, suelos;
(II) terrenos; (III) climas; (IV ) aclimatación; (V ) estaciones; (VI)
aguas.
• Cap. III. Objetos debido a la naturaleza y a la industria de los
hombres. Trata los siguientes temas: (I) habitación; (II) alum-
brado; (III) calefacción; (IV ) ciudades, villas, (V ) campamentos,
ambulancias, embarcaderos; (VI ) prisiones, presidios; (VII)
inhumaciones, cementerios, exhumaciones; (VIII) basureros,
mataderos, carnicerías, fábricas de cuerdas, fábrica de pólvo-
ra, alcantarillas, puertos, canales, mercados, pantanos; (IX )
villas, burgos, bebederos, cisternas, carreteras, charcos, es-
tanques; (X) emanaciones; (XI) alimentos; (XII) vestimentas: ( XIII)
cosméticos.

Segunda parte, “Sujetos de la Higiene”:

• Cap. I: nacimientos, edades, sexos, razas.


• Cap. II: sentidos, su desarrollo, acción cerebral, sensaciones,
percepciones, inteligencia, pasiones.
• Cap. III: gimnasia, educación física.
• Cap. IV : temperamentos, constituciones, idiosincrasias, ten-
dencias, hábitos.
• Cap. V : calorificación animal, excreciones.
• Cap. VI: educación moral e intelectual, profesiones.
• Cap. VII: sistema penitenciario.

300
• Cap. VIII: vida, mortalidad, población, enfermedades, errores
populares en Medicina, epidemias, lazaretos, cuarentenas,
cordones sanitarios.

El 9 de septiembre de 1856, en aplicación del “Reglamento Or-


gánico para la Facultad de Medicina de la Universidad de Lima”,
la enseñanza de la Higiene Pública se desprendió de la Fisiología
para unirse a la Física en la asignatura de “Física Médica e Higie-
ne”, que se dictaba en el cuarto año de estudios. De esta manera,
la Higiene comenzó a salir de “la condición subalterna en que ha-
bía vivido hasta entonces”. En opinión de Paz Soldán, esta nueva
asociación de materias expresaba la superación de la concepción
de Higiene como una disciplina protocientífica que trataba sólo
de las reglas del buen vivir individual, para sustituirla con un nue-
vo concepto “que la relacionaba con el estudio de los climas y de
la meteorología, proyectándola como una ciencia del Cosmos en
sus relaciones con la salud individual, con lo que incuestio-
nablemente se dilato el estrecho campo de las actividades científi-
cas que hasta entonces la había aprisionado”.
Al establecerse la Facultad de Medicina, Cayetano Heredia lla-
mó al Dr. Rafael Benavides (1832-1915) para que se hiciera cargo
de la nueva cátedra de Física Médica e Higiene. Benavides perma-
neció en la dirección de la asignatura durante nueve años, cuan-
do en 1865 fue llamado a ocupar la nueva cátedra de “Partos, En-
fermedades Puerperales y de Niños”. Paz Soldán lo describe como
un “maestro intuitivo y ameno que años después diera tanto ful-
gor a la Obstetricia...” [93, 94, 100, 101].
Al renunciar Benavides a la cátedra de Física Médica e Higiene
lo reemplazó el Dr. Martín Dulanto (1831-1910), quien hasta enton-
ces era catedrático auxiliar de “Ciencias Auxiliares” (agrupaba Fí-
sica, Química e Historia Natural). El Dr. Dulanto estuvo encargado
de la cátedra desde el año 1865 hasta el día de su muerte. Valdizán,
que fue su alumno, lo describe como un maestro claro y ameno en
sus explicaciones; por su parte Paz Soldán lo califica como “maes-
tro de un espíritu dotado de humorismo y de una heterodoxia cien-
tífica poco frecuente entre nosotros...” [95, 96, 101, 102].

301
Reguladores de las profesiones médicas

Protomedicato General del Estado: 1821-1848

En 1821, tuvo lugar un acto solemne en el Real Tribunal del


Protomedicato por el cual esta institución colonial se convirtió en
el “Protomedicato General del Estado”, continuando con su fun-
ción básica de supervisar el ejercicio de las profesiones médicas.
Unanue era el Protomédico General del Estado (1807-1825).
La institución continuó, formalmente, con las atribuciones que
tenía desde su creación; aunque ya desde 1811, con el funciona-
miento del Colegio de Medicina y Cirugía de San Fernando se ha-
bía generado una duplicación de funciones. Aunque los títulos se
daban en el colegio, el Protomedicato continuaba con la autoridad
para refrendar los títulos y autorizar el ejercicio profesional en el
país cobrando para ello derechos costosos. Esta situación persis-
tió hasta el 30 de diciembre de 1848, cuando se creó la “Junta Di-
rectiva de Medicina” y se marcó el fin del Protomedicato. Los
Protomédicos Generales que sucedieron a Unanue fueron cuatro:
Miguel Tafur (1825-1833), Juan Gastañeta (1833-1835), José Ma-
nuel Valdés (1835-1843) y Cayetano Heredia (1843-1848) [103].
A lo largo de sus casi trescientos años de existencia el
Protomedicato sólo pudo atender lo referente a la refrendación de
títulos, toma de exámenes, atención de asuntos contenciosos entre
profesionales médicos e imposición de multas por ejercicio ilegal
de la Medicina. Nunca pudo cumplir a cabalidad sus otras im-
portantes responsabilidades en el campo de la Higiene Pública,
por no poder disponer de los recursos materiales necesarios y de
las capacidades para formarlos [48].

Junta Directiva de Medicina: 1849-1856

El 30 de diciembre de 1848 se creó por decreto la “Junta Directiva


de Medicina” en reemplazo del “Protomedicato General del Esta-
do”. Uno de los considerados del decreto de su creación señala
que tomaba como modelo “una Junta semejante a la que erigió en

302
Madrid la Ordenanza Real del 18 de enero de 1804”. La junta ela-
boró su reglamento, aprobado por el gobierno el 13 de abril de 1850,
que le asignó las mismas atribuciones que el viejo Protomedicato.
La Presidencia de la junta, a diferencia del Protomedicato, debía
ser rotativa, mensualmente, entre sus siete miembros, los cuales
eran maestros de Medicina [70].
Durante sus ocho años de existencia, la junta estaba encarga-
da de todo lo relativo a la autorización y el control del ejercicio de
las profesiones médicas, en tanto que el Colegio de Medicina con-
tinuaba a cargo de todo lo concerniente a la enseñanza de dichas
profesiones.

Los miembros de la Junta eran a su vez Profesores del Colegio y


ejercían, por lo tanto dobles funciones. Los profesores del Cole-
gio, específica Heredia, examinan cada año a los alumnos en las
materias del plan de estudios, y luego, quedan bajo el control de
la Junta, la que los somete a cierto número de pruebas para con-
ferirle el grado de doctor.

Heredia es opuesto a esta duplicidad de funciones “que por


su naturaleza no conviene separarlas” y va a abogar por la crea-
ción de una Facultad de Medicina que, reemplazando al colegio y
a la junta, asuma todas las funciones [100].
La junta coexistió con el Colegio de Medicina funcionó hasta
el 6 de octubre de 1856, cuando fue desactivada. Oportunidad en
que la “Facultad de Medicina de la Universidad de Lima” pasó a
centralizar las funciones de enseñanza, expedición de grados y
títulos; así como el control de las profesiones médicas.

Cuerpo de Cirujanos del Ejército: 1844-1876

El “Cuerpo de Cirujanos del Ejército” fue reorganizado el 24 de


junio de 1855 por decreto dictatorial de Castilla, en el que se pre-
cisan las obligaciones de los médicos y cirujanos del Ejército para
proporcionar una atención apropiada en los hospitales militares
y en los buques de guerra. En el decreto se definió los niveles de
Cirujano Mayor y Cirujanos Mayores de primera y segunda clase,

303
uno para cada cuerpo y uno por buque. “Esta medida no se cum-
plió y se fue nombrando cada vez mayor número de cirujanos que
los que necesitaban los servicios” [104].
Posteriormente, en el año 1857, el mencionado decreto se con-
virtió en ley por decisión de la Convención nacional. El art. 8º de
la Ley estableció, para asegurar el reclutamiento de cirujanos, que
todos los que estudiaran gratuitamente la carrera de Medicina, a
expensas del Estado, estarían obligados a servir por cinco años,
en el lugar donde le señalare el gobierno o en el Ejército o la Ar-
mada con el sueldo de su clase [61].
En 1866, durante el gobierno de Prado, se dictó el decreto de-
nominado “Cirujanos del Ejército y Armada” por el cual se orde-
na que los Cuerpos de Artillería y Caballería, residentes en la ca-
pital, serán asistido por un cirujano, para conciliar la mayor eco-
nomía de ambas dependencias con sus necesidades reales de aten-
ción. Con ocasión de la Combate del Dos de Mayo, el Cuerpo Mé-
dico Militar tuvo una destacada labor que fue muy elogiada por
la prensa.

En las muchas operaciones de pequeña o mediana cirugía, como


las numerosas amputaciones, emplearon el cloroformo, confor-
me afirma Villar [104].

304
Asistencia social en el Perú: 1821-1876

Organización de la beneficencia

Junta de Beneficencia: 1825-1826

La acumulación de los problemas económico-financieros de las


hermandades, durante los últimos años de la guerra independen-
tista, había provocado una desastrosa situación en los estableci-
mientos de asistencia privada administrados por aquéllas. Situa-
ción que provocó la clausura de algunos locales y un deterioro de
sus servicios. Al término de la mencionada guerra las autorida-
des de la nueva República no podían dejar de poner su interés en
esta situación, que se agravaba con el incremento de las necesida-
des sociales; en consecuencia, se comenzaron a realizar, desde oc-
tubre de 1825, una serie de ensayos que tenían como finalidad ra-
cionalizar la gestión de las entidades de beneficencia ya existen-
tes, que hasta ese momento estaban a cargo de las hermandades,
bajo las reglas del régimen administrativo colonial [105].
El decreto de octubre de 1825 del Consejo de gobierno, que crea
la “Junta de Beneficencia” como una entidad secular autónoma,
es el primero de esos ensayos. La junta debía tomar a su cargo todo
lo que existía en materia de asistencia en el territorio del país. Es-
tuvo presidida por el Dr. don José Cabero, Vocal de la Corte Su-
prema de Justicia, entidad que sucedió a la Real Audiencia, tenien-

[305] 305
do como sus otros miembros a altos funcionarios de la época. En
el lenguaje utilizado en la parte considerativa del decreto, se apre-
cia nítidamente el origen y el carácter ideológico de la norma:

Plantear las instituciones que tienden al bien público e interesan


a la humanidad es uno de los deberes más sagrados y deliciosos
de un Gobierno Justo. La comunidad que le ha confiado el ejerci-
cio de sus más augustos derechos, reclama igualmente los que
se deben al hombre en todos los aspectos de la vida. Si bien la
prosperidad y riqueza individual son consecuencias de las leyes
y el orden; no por eso la beneficencia ocupa un lugar menos emi-
nente; porque dirigiéndose a la porción de la sociedad que de-
manda los primeros efectos de la naturaleza, no se puede olvi-
dar sin acarrear sobre sí una responsabilidad que aflige más que
la injusticia misma [106].

La junta tuvo una vida efímera debido, entre otras razones, a


que estaba conformada por funcionarios que, por tener otras altas
responsabilidades, no podían reunirse con regularidad. Ocho me-
ses después de creada fue desactivada y reemplazada por la Di-
rección General de Beneficencia. Al respecto, C. Ulloa escribe:

La firma del Dr. Unanue, uno de los miembros del Consejo de


Gobierno, revelan que el sistema establecido fue inspiración suya
(...) Un personal de semejante naturaleza, tan ajeno a las funcio-
nes que se le encargaban y con deberes oficiales que reclamaban
su preferencia, no podía consagrar al servicio de la Beneficencia
toda la atención que demandaba su difícil y penosa situación [107].

Dirección General de Beneficencia Pública: 1826-1834

El 30 de junio de 1826, por decreto del Consejo de gobierno, se creó


la “Dirección General de Beneficencia Pública”. Así, los estableci-
mientos de beneficencia de la ciudad de Lima quedaban someti-
dos a la autoridad directa del gobierno nacional, mediante una
dirección general adscrita al Ministerio del Estado en la rama del
Interior. En la parte considerativa de este decreto —rubricado por
Hipólito Unanue como Presidente del Consejo y por su amigo José

306
María de Pando, como Ministro de Gobierno o del Interior— se
argumenta que la nueva norma obedece:

... a la necesidad de centralizar la administración gubernativa y


económica de los establecimientos de Beneficencia de esta capi-
tal, a fin de promover eficazmente la recaudación de sus rentas,
su oportuna inversión en alivio de la humanidad doliente, la co-
rrección de los abusos que hayan podido introducirse, y el plan-
teo de mejorar que son susceptibles.

Para atender tal necesidad, en la parte prescriptiva del mismo


decreto se ordena establecer la mencionada dirección compuesta
por un director, un contador y un tesorero:

Se pondrán desde luego bajo su inspección los establecimientos


siguientes: Hospicios de pobres; Casas de huérfanos y de huér-
fanas; Hospitales; Casa de Amparadas; Cementerios; Cárceles; y
el fomento de la vacuna; sin perjuicio de las atribuciones que le
corresponde al Prefecto como primer magistrado del departa-
mento (...) El Ministro de Estado en el departamento del Interior
queda encargado de la ejecución del presente decreto, y de to-
mar las medidas necesarias para que sea extensivo, en lo posi-
ble, a los demás departamentos de la República, para alivio de la
humanidad desvalida; objeto preferente de los desvelos pater-
nales del Gobierno [106].

Seis años de funcionamiento de esta dirección general basta-


ron para demostrar sus grandes defectos y limitaciones:

... sea por falta de celo, sea principalmente por deficiencias de


atribuciones, no pudo... arreglar ni la exacta percepción de las
rentas, ni el buen servicio de los establecimientos; por lo que el
Gobierno de 1832, presidido por el general Gamarra, el 31 de
agosto de dicho año, después de haber dispuesto en febrero, que
la Dirección iría cesando en sus funciones a medida que se fue-
sen planteando los arreglos que el Gobierno se proponía hacer,
decretó que continuase la Dirección, pero reformando sus atri-
buciones y responsabilidades [107].

307
No obstante las disposiciones correctivas establecidas desde
1832 fracasó el ensayo de la gestión directa de la asistencia social
por el Estado. La dirección nunca pudo cumplir aceptablemente
las funciones asignadas y fue desactivada en 1834.

Sociedades públicas de beneficencia: 1834-1844

Para corregir los problemas generados por la Dirección General


de Beneficencia y con la finalidad de tutelar las rentas y los bie-
nes de las suprimidas hermandades y de sus numerosos estable-
cimientos asistenciales se crearon la “Sociedad de Beneficencia del
Callao”, por decreto de 29 de marzo de 1834, y la “Sociedad de
Beneficencia de Lima”, por decreto de 12 de junio de 1834. Estos
decretos firmados por el general Luis José Orbegoso, Presidente
Provisorio de la República, concretan a criterio de Paz Soldán un
concepto de “caridad dirigida por el gobierno”. En la parte
considerativa del segundo decreto se fundamenta la norma por

... el estado triste en que se hallan estos establecimientos y su


falta de arreglo, sólo pueden remediarse encargándose a perso-
nas caritativas, que cuiden de los hospitales y demás casas de mi-
sericordia [106].

Ese segundo decreto estableció en Lima una Sociedad de Be-


neficencia, compuesta de cuarenta personas designadas por el go-
bierno, por nombramiento separado. La sociedad, a su vez, debía
elegir un director y tantos mayordomos cuantos hospitales exis-
tían abiertos y cuatro diputados para cada uno. El Ministro de Es-
tado en el ramo de gobierno fue encargado de su ejecución. Te-
niendo como base el contenido del decreto, la Sociedad de Benefi-
cencia de Lima elaboró su primer reglamento el 26 de julio de 1834.
Un año y medio después, el 25 de enero de 1836, se aprobó su nue-
vo reglamento [107, 108].
Dentro del marco de la reforma general institucional, iniciada
en 1836 por Santa Cruz para crear y, luego, fortalecer la Confede-
ración Perú-Boliviana, el éxito de la nueva Beneficencia de Lima
motivó el decreto protectoral de 6 de septiembre de ese año por el

308
cual creó en cada capital de departamento una “Administración
Departamental” encargada de mejorar el manejo de las rentas de
los establecimientos de “educación y beneficencia” existentes en
su ámbito. Sin embargo, todos los testimonios de la época coinci-
den en que el manejo conjunto de esas rentas menoscabó la auto-
nomía y atribuciones de la Beneficencia; así como provocó un in-
cremento inconveniente del personal administrativo. Además, se
había creado en cada capital departamental una “Junta de Benefi-
cencia” que se convirtió en la gestora real de los establecimientos
de beneficencia. [107, 108].
Desaparecida la Confederación, después de la derrota de Santa
Cruz en Yungay, y restablecida la autonomía del Perú, el nuevo go-
bierno de Gamarra separó, a partir del 28 de febrero de 1840, las
rentas de beneficencia de las que correspondían a la educación. Tres
meses después, por decreto supremo de 13 de mayo de 1840, se res-
tableció a las sociedades de beneficencia a la situación administra-
tiva que tenían en el año 1836, con la única modificación de que las
juntas generales fueran presididas por el ministro del ramo. El pri-
mer considerando de este decreto lo fundamentaba:

Que la experiencia ha hecho conocer que bajo el régimen que


tuvo la Beneficencia por el Reglamento del 25 de enero de 1836,
las casas de misericordia y demás establecimientos a su cargo fue-
ron bien servidas y se hicieron ahorros en utilidad de las mismas
casas.

El nuevo Ministro de Estado de Instrucción Pública, Benefi-


cencia y Negocios Eclesiásticos quedaba encargado del cumpli-
miento del decreto [107, 108]. La administración de la Beneficen-
cia de Lima tuvo, sin embargo, entre 1840 y 1847, problemas de
ineficiencia que se expresaron en la incapacidad de sus autori-
dades para presentar las cuentas de dicha administración. Ello fue
explicado, posteriormente, por los responsables de la manera
siguiente:

Acabando de salir el país..., de la revolución y la guerra que


derrocó al Gobierno de la Confederación, todo se resentía del
desorden, que las rentas no podían ser cobradas con exactitud

309
y se hallaban además en abatimiento, sufriendo pérdidas
de consideración. La situación no podía ser más desastrosa. He-
cha la liquidación resultó que eran muchas las deudas, no sólo
por suministros, sino por sueldos y salarios de empleados y
sirvientes [107].

Cambios en las sociedades de beneficencia: 1844-1876

Por circular de 22 de junio de 1847 del ministro del ramo de benefi-


cencia se establecieron nuevas directivas para el funcionamiento de
la Sociedad de Beneficencia de Lima, en la que se ordenaba organi-
zar con carácter de permanente los servicios de asistencia a los en-
fermos, inválidos, huérfanos y a los atacados por dolencias cróni-
cas. Con la experiencia recogida se aprobó, el 9 de septiembre de
1848, el nuevo “Reglamento Orgánico de la Sociedad de Beneficen-
cia de Lima”. En este año los establecimientos a cargo de dicha so-
ciedad eran: los hospitales de San Andrés, de Santa Ana y de Incu-
rables; el hospicio de viudas de comerciantes, el hospicio de
lactantes y huérfanos, la Maternidad y el hospicio de amparadas.
Corresponden también a los primeros años del gobierno de
Castilla los reglamentos para la asistencia de los huérfanos y para
la administración del cementerio capitalino y de los existentes en
provincias. Para las cofradías de Lima se dictó el decreto del 11
de diciembre de 1844, en el que se señalaban las condiciones para
ser cofrade y las obligaciones y derechos que éste contraía; ade-
más se crearon los cargos de Cobradores, Mayordomo y Juez. Lue-
go, en el año 1853 se creó una junta de cofradías, cuyos miembros
eran nombrados por el gobierno, con la misión de

entender en todo lo orgánico y de contabilidad, inspección y con-


servación de las cofradías; quedando lo contencioso al fuero co-
mún, conforme á las leyes vigentes [109].

El 18 de enero de 1865 el gobierno de Pezet aprobó el proyecto


presentado por la Sociedad de Beneficencia de Lima para su nue-
vo “Reglamento Orgánico”. En esta nueva norma se elevó a cien
los socios y se declaró incompatible el cargo de socio con otro em-

310
pleo público, con excepción de médico. Los socios se organizaban
en dos juntas: una general, compuesta por el total, y otra denomi-
nada “Comisión Permanente”, que era la gubernativa y ejercía la
superintendencia correspondiente. Esta comisión tenía un direc-
tor “que desempeña las funciones activas que corresponden a la
Sociedad de Beneficencia”. La cuenta debía ser examinada por el
gobierno, pero no el presupuesto [110].
A pesar de todas las nuevas disposiciones las cofradías de
Lima no eran bien administradas, por ello se dictó el decreto su-
premo de 18 de diciembre de 1865 que en su art. 1º prescribe:

Encárgase a la Sociedad de Beneficencia de Lima, la administra-


ción y manejo de las cofradías, archicofradías, congregaciones,
Hermandades u otras corporaciones de este género, existentes
en esta capital y sus provincias.

En los considerandos de este decreto se argumenta la conve-


niencia de centralizar la administración de estas corporaciones
para garantizar no sólo la economía en el manejo de las rentas,
sino el más seguro cumplimientos de los fines con que fueron es-
tablecidas; así como se facilitaría al Supremo Gobierno la aplica-
ción de las rentas excedentes a objetos de instrucción pública y de
beneficencia. Esta medida provocó fuerte oposición y fue combati-
da como injusta e ilegal, se fundamentó que se atacaba a la pro-
piedad y también que había nacido de un gobierno dictatorial. A
pesar de estos argumentos la Corte Suprema declaró que no había
despojo, como lo pretendían los administradores de las cofradías;
además, el gobierno constitucional que sucedió al dictatorial, tam-
poco atendió la reclamación de los citados administradores. Pos-
teriormente, con arreglo a este decreto, se adjudicaron al hospital
Dos de Mayo los sobrantes de las rentas de cofradías [109].
En 1868 se informaba que la Sociedad Pública de Beneficencia
de Lima administraba los hospitales de San Andrés, Santa Ana y
San Bartolomé, la casa de insanos, la de lactantes (huérfanos), el
cementerio, los colegios de huérfanos de Santa Cruz y de Materni-
dad, el hospicio de incurables, las casas de pobres (mujeres) y las
Cofradías; además había iniciado la construcción del hospital Dos

311
de Mayo, del asilo de mendigos y el hospicio de Santa Rosa (para
niños pobres):

El intenso trabajo que dedica a estos menesteres resulta compli-


cado en el mismo año por el imprevisible y triste que le origina-
ron la epidemia de fiebre amarilla y el terremoto del sur, y sien-
do muy destacados... los servicios que prestó en la lucha contra
estas dos calamidades, y parte de las cuales consistió en estable-
cer lazaretos, para la primera, y en la promoción de erogaciones
de todo género en favor de los damnificados y recojo de huérfa-
nos menores para la segunda [111].

Con relación a las beneficencias del interior del país, el 28 de


octubre de 1848 se crearon las “Juntas de Beneficencia Provincia-
les” en las capitales de provincia, cada una constituida por cinco
miembros. Sus principales funciones eran: cuidar de los estableci-
mientos piadosos, velar sobre los hospitales y sobre la inversión
de las rentas de la beneficencia, reivindicar los bienes de la insti-
tución caídos en manos ajenas, edificar cementerios o administrar
los existentes. Cada una de las juntas estaba sometida a la autori-
dad política provincial correspondiente. De acuerdo al art. 94º de
la Ley de 5 de enero de 1857:

Los subprefectos deben impedir en sus provincias los gastos ex-


cesivos en las funciones de cofradías, y el que se instituyan otras
o más de las establecidas, sin el permiso correspondiente [109].

Antecedentes del seguro social en el Perú

Fundación de la Caja de Ahorros de Lima: 1868

El 3 de agosto de 1868, o sea, al día siguiente de haber asumido la


Presidencia de la República don José Balta se reunió la Junta Ge-
neral de la Sociedad de Beneficencia de Lima bajo la dirección
de don Manuel Pardo, en la cual se presentó y se aprobó la si-
guiente proposición: “Organícese, bajo el patronato de la Sociedad
de Beneficencia, una Caja de Ahorros para el pueblo”. El 2 de

312
septiembre quedo aprobado por la Junta el proyecto de Estatutos;
en éste se define la naturaleza jurídica y los fines de la Caja: “... es
una institución de Beneficencia destinada a recibir pequeñas su-
mas que los particulares quisieran colocar: ella se funda exclusi-
vamente en bien del público y para ofrecer a todas las personas
laboriosas el medio de hacer economías”. Finalmente, por decreto
supremo de 28 de octubre de 1868, se autorizó a la Sociedad de la
Beneficencia de Lima para fundar la “Caja de Ahorros” y se apro-
baron los estatutos que presentó. El gobierno coincidía con la jun-
ta al considerar esta iniciativa “altamente civilizadora y útil para
morigerar las costumbres del pueblo, la creación de cajas de aho-
rros, donde pueda adquirir hábitos de moralidad” [112].
En la Memoria del año 1868 de la Beneficencia de Lima se ex-
presaban nítidamente las ideas de esta institución sobre el servi-
cio de ahorros:

La Caja de Ahorros constituía una necesidad premiosa para nues-


tro pueblo, que apartado por sus hábitos y educación, de toda
idea de economía y previsión, carece de cuanta institución se ha
creado en otras partes para estimular esa inclinación, de que de-
pende el bienestar de las familias pobres (...) El pueblo de Lima
no tiene siquiera donde guardar en seguridad el sobrante de su
jornal, y nada extraño es que manifieste poca inclinación a eco-
nomizar, quien presencia diariamente los atentados de que son
víctimas los individuos que, dados al trabajo, logran reunir su-
mas que sirven de alimentos al robo y frecuentemente al asesi-
nato. En sus principios la Caja de Ahorros no ejercerá probable-
mente más función que la de Banco de Depósito para las peque-
ñas economías del pueblo, pero aún bajo este título desempeña-
rá una función importante [113].

Mutualismo artesanal

La orientación liberal de la nueva República terminó con el carác-


ter corporativo de los gremios, que se convirtieron en organizacio-
nes de ayuda mutua entre trabajadores. La competencia de los pro-
ductos importados y el peligro de “proletarización” dieron un gran

313
impulso al mutualismo artesanal, en la etapa del desarrollo urba-
no que correspondió al apogeo del guano y del salitre, incluyendo
en ellas nuevos trabajadores de oficio y obreros especializados.
Para Basadre el iniciador del movimiento de organización obrera
en el Perú fue Mariano Salazar y Zapata quien trabajaba en el Ca-
llao: “Como los lancheros que él llegó a contratar eran, cuando se
enfermaban, trasladados a Lima en camillas por no haber enton-
ces en el puerto hospitales ni médicos produciéndose, cuando fa-
llecían, erogaciones para sepultarlos, concibió la idea de formar
una sociedad de auxilios mutuos”. Después de superar recelos del
gobierno logró concretar su iniciativa cuando se formó en el Ca-
llao, el 23 de mayo de 1858, la “Sociedad Filantrópica Democráti-
ca”, con el objeto de prestar atención médica y una serie de servi-
cios a los trabajadores y sus familiares [114].
En 1860 se constituyó la “Sociedad de Artesanos Auxilios Mu-
tuos” que puede considerarse como la primera organización im-
portante de trabajadores en el país; junto con sus objetivos
asistencialitas esta sociedad “reflejó una preocupación de tipo li-
beral y anarquista”. Se crearon igualmente, entre otras, la “Socie-
dad Auxilios Póstumos”, la “Unión Universal” y la “Sociedad Ti-
pográfica de Auxilios Mutuos”. Esta última era la más poderosa
en 1875 y registraba más o menos unos 500 asociados, con fondos
depositados en la Caja de Ahorros [37, 40].
No faltaron en el país los esfuerzos para el cooperativismo,
según el modelo de las sociedades europeas de ese tipo, para crear
talleres de carpinteros, sombrereros y sastres, sin embargo este mo-
vimiento se interrumpió. El cooperativismo no llegó, en esos años,
a ser tan sólido y estable como el mutualismo [37, 40].

Asistencia hospitalaria en las beneficencias

Administración hospitalaria: 1821-1878

Al iniciarse la República se instituyó formalmente el régimen de


la igualdad civil en el país y, en consecuencia, no podían persistir
“las diferencias de castas que estatuía toda la legislación colonial”;

314
así es que la primera reforma introducida en el ejercicio de la asis-
tencia hospitalaria, fue su sujeción a un régimen común. De este
modo sus hospitales no fueron ya de españoles, de indios o de
negros, sino de todos los solicitantes de sus servicios; aunque con-
tinuaron sometidos, como los demás establecimientos de asisten-
cia social, a sus respectivas hermandades o cofradías [107].
Los hospitales heredados de la Colonia pasaron a ser condu-
cidos por las sociedades de beneficencia. Por los problemas
contextuales ya descritos progresaba el deterioro físico denuncia-
do en 1811 por Unanue. Deterioro que alcanzó un nivel crítico du-
rante los ocho años de gestión de la “Dirección General de Benefi-
cencia”, en 1832 se decía de ella:

lejos de producir los buenos efectos que debieron esperarse de


su establecimiento, ha sido una de las plagas de esta Capital; que
los clamores continuos de los ciudadanos en favor de la Huma-
nidad, escandalosamente desatendida, no se acogieron de modo
favorable [108].

Once años después, alrededor de 1843, el Protomédico Gene-


ral del Estado se queja del “lamentable descuido y desaseo de los
hospitales”, así como del

estado de atraso de la enseñanza en el Colegio de la Indepen-


dencia, y en particular, de la Cirugía, entregada a manos empíri-
cas, ignorantes e inmorales [78].

La reorganización de las beneficencias públicas, ya reglamen-


tadas, permitiría en el curso de los siguientes años una renova-
ción administrativa y técnica de los hospitales de su propiedad,
orientada a la conversión de éstos en lugares de curación médica
de enfermedades y no sólo en lugares de “buen morir” o de asis-
tencia y separación de los pobres. No obstante, los servicios de di-
chos establecimientos siguieron destinados formalmente a los en-
fermos indigentes o faltos de recursos y, por lo tanto, se propor-
cionaban de manera gratuita. La atención profesional estaba a car-
go de médicos de la beneficencia, con escasa o ninguna remune-
ración, o de los médicos titulares de provincias.

315
Con relación a la situación administrativa de los hospitales
de la Sociedad de Beneficencia de Lima, J. C. Ulloa narra que en
1856, habiendo llegado de estudiar la beneficencia pública en los
principales Estados de Europa, presentó a la Dirección de la Be-
neficencia de Lima comentarios a la Memoria que para ese año ha-
bía presentado su vicedirector, encargado de la Dirección, Fran-
cisco Carassa; entre sus comentarios, la mayoría coincidentes con
las opiniones del vicedirector, aparecen los siguientes:

En el servicio médico o sanitario, el vicio consiste en que los en-


cargados de practicarlo no lo verifican del modo que podía espe-
rarse de su celo y su ilustración, y como las necesidades de los
enfermos lo requieren. En la Memoria se señalan las causas... Las
principales son: la pequeñez de la retribución que se da a los fa-
cultativos, y el excesivo número de enfermos que tiene cada uno
a su cuidado [150 a 200 por médico]... número desproporciona-
do que obliga necesariamente al facultativo a ser negligente con
sus enfermos... Es pues, de urgente necesidad hacer una distri-
bución mejor de enfermos entre los facultativos, reduciendo, cuan-
to a menos a ciento, el número [de enfermos] que debe formar
cada departamento... nos asociamos a su deseo de ver aplicado
en nuestros hospitales el sistema que rige en Francia... [alumnos]
internos, que llenan las funciones de los segundos médicos ac-
tuales en cada departamento, y que tengan bajo su vigilancia a
los externos y alumnos de medicina que hagan allí su práctica
hospitalaria (...) los defectos del servicio hospitalario lo atribuye
el Vice Director a su personal, compuesto precisamente de aque-
llos hombres “cuya alma es tan áspera como su mano, y que no
ha sentido jamás los impulsos de la caridad cristiana”. Nuestro
modo de ver no es tan exclusivo: reconocemos aquella como la
principal causa; pero no negamos su parte de influencia al modo,
prescrito por el reglamento, como se practica el servicio en cues-
tión, y la inexactitud de vigilancia de parte de los superiores de
los establecimientos... creemos con el Vice Director que no se ob-
tendrá nada lisonjero, mientras no se importe a nuestro suelo
esa orden religiosa fundada por el Apóstol Vicente de Paul, con-
sagrada al alivio de los desgraciados enfermos. Las Hermanas
de Caridad no sólo son para estos pacientes y amables enferme-

316
ras, sino la religión que sostiene, la familia que consuela, la amis-
tad que aconseja... [115]

Desacuerdos surgidos en 1856 entre la Facultad de Medicina,


recién fundada, y la Sociedad de Beneficencia de Lima habían
creado dificultades en la asistencia suministrada en los hospita-
les de la Beneficencia por los alumnos del último año de Medici-
na, quienes estaban encargados de secundar a los médicos y re-
emplazarles en su ausencia, servicio que había sido implantado
desde 1853. Las recomendaciones hechas en la memoria aludida
y los comentarios de Ulloa fueron, aparentemente, atendidas.
Aquella asistencia de los alumnos de Medicina fue restablecida
desde 1859, aunque funcionó en forma irregular hasta 1875, año
en que se llegó a ser exigido legalmente el concurso anual para
proveer las plazas de “internos”, de acuerdo a un reglamento pre-
parado por la Facultad [40].
Asimismo, la Beneficencia de Lima culminó las gestiones para
traer desde Francia a las Hermanas de la Caridad y la Misión
Lazarosas de San Vicente de Paúl, cuyos miembros llegaron al país
a partir del año 1858. El contrato original celebrado por esas reli-
giosas con el Ministro del Perú en Francia establecía que ellas no
podían atender asuntos administrativos; sin embargo, con el paso
de los años, ellas asumieron la dirección técnica y administrativa
de los hospitales [77].
Otra observación hecha por Ulloa, en el año 1856, se refiere a
un tema que cerca de ciento cincuenta años después sigue siendo
un tema de discusión: la participación del médico y del adminis-
trador en el manejo de los hospitales:

... ha incurrido el autor de la Memoria en una omisión que de-


ploramos... El vicio capital del sistema administrativo de nues-
tros hospitales... consiste en la separación completa en este siste-
ma de la parte administrativa del elemento médico y en la posi-
ción subalterna que se da a éste respecto de aquella...: se ha per-
dido de vista el fin principal de las casas hospitalarias; y allí don-
de era necesaria la presencia constante de la ciencia, se ha prefe-
rido los consejos de las tradiciones de oficina. La consecuencia de

317
esto es que se deja a las personas extrañas a la ciencia la solución
de las cuestiones más importantes para el bienestar y el alivio de
los enfermos... los diputados y los mayordomos son los árbitros
de todas las reformas que haya de introducir en la ventilación,
en el aseo, en la distribución de las salas... sin que al médico le
quepa otra intervención que la de visitar sus enfermos y dictar
sus prescripciones, muchas veces embarazadas por un celo poco
ilustrado de parte... de la administración [115].

La opinión de Ulloa, al respecto, era que el administrador se


limitara a fijar el presupuesto de los gastos, controlar éstos y velar
sobre todo lo que sea de su competencia, sin invadir jamás el do-
minio de la ciencia sanitaria, a cuyo fin

concurriría muy poderosamente la intervención de los médicos


en todas las cuestiones que tuviese que resolver la administra-
ción [115].

Avances en la atención obstétrica: 1826-1876

La enseñanza formal de la obstetricia no existió en la época colo-


nial en nuestro país. La atención de los partos se realizaba, casi
exclusivamente, utilizando las empíricas y peligrosas prácticas de
las llamadas “recibidoras... iniciadas en el arte obstetriz merced a
la transmisión familiar de unos pocos conocimientos”. Sí bien al-
gunos médicos españoles y peruanos de fines del siglo XVIII ya ha-
bían ejercido episódicamente la Obstetricia, este ejercicio no cons-
tituía una verdadera especialidad; además, tales médicos no te-
nían ningún interés en capacitar a las recibidoras [116].
En esas condiciones el gobierno peruano de 1826 contrató los
servicios profesionales de madame Benita Paulina Cadeau de
Fessel, partera francesa graduada en París el año 1818, con gran-
des honores y premios y que llegó al Perú con su esposo médico.
Ese mismo año, por decreto supremo del 10 de octubre de 1826, se
creó la “Casa de Maternidad de Lima”, con el objetivo de “soco-
rrer a las indigentes pobres en sus partos y formar parteras ins-
truidas y hábiles”. La casa de Maternidad comenzó a operar, para

318
la atención de los partos de las indigentes, en una parte desocu-
pada del antiguo hospital del Espíritu Santo. El 26 de octubre de
1829 se inauguró la “Clínica y Escuela de Parteras” en el vetusto
hospital de “Santa María de la Caridad”, ubicado en la plaza de
la Inquisición, actual sede del Congreso. Pero, sólo una resolución
suprema de 12 de mayo de 1830 concedió personería al “Colegio
de Partos”, que inició sus operaciones en el antiguo local del cole-
gio de jóvenes pobres de “Santa María del Socorro” colindante con
el hospital de la Caridad. Allí trabajó madame Fessel hasta 1836
[116, 117].
Tanto la casa de Maternidad como el colegio de Partos fueron
organizados y dirigidos por madame Fessel y funcionaron con re-
cursos financieros asignados por la Beneficencia de Lima. Escru-
pulosa en su misión docente Fessel publicó, en 1827, antes de ini-
ciar las acciones del colegio, su Curso elemental de Partos. Sus pri-
meras alumnas obtuvieron del Protomedicato del Estado el título
de “maestras parteras”. Hasta 1836, año en que Fessel regresó a
Francia, todo cuanto se organizó en Lima, en materia de la ense-
ñanza y asistencia obstétrica moderna se debió a ella. Antes de su
regreso presenta al Protomédico su Relación del Estado Actual del
Arte Obstetriz en esta capital, y exposición de algunos hechos principa-
les de práctica observados en estos últimos años, donde se evidencia la
amplitud de su visión docente, así como se exhibe la situación la-
mentable de la obstetricia en el Perú al hacerse cargo del colegio.
Valdizán comenta la importancia de la obra de Fessel diciendo:

una verdadera revolución en la asistencia obstétrica que pasaba


de manos de las recibidoras a manos de profesionales debida-
mente preparadas para el ejercicio de su importante misión [116].

Las malas condiciones físicas y la insalubridad del antiguo


hospital de la Caridad determinaron su clausura en el año 1840.
Las enfermas que se asistían en él fueron trasladadas al hospital
de mujeres de Santa Ana, ubicado en la plaza Italia de los Barrios
Altos. El hospital contaba con 14 salas de hospitalización de las
cuales tres se destinaron a labores obstétricas: una para parturien-

319
tas, otra para puérperas y la tercera destinada a madres enfermas
con niños recién nacidos [118, 119].
El colegio de Partos, ante la ausencia de madame Fessel, se
constituyó en una dependencia accesoria del mismo hospital de
Santa Ana, llegando un momento en que “no existía sino en su
nombre... no se enseñaba nada porque no tenía ninguna alumna”.
En estas circunstancias, la junta permanente de la Beneficencia
acordó restablecer el colegio, para lo cual “fue preciso solicitar y
aún rogar a algunas jóvenes para que se dedicasen al aprendizaje
de este interesante arte”. Cuatro años después, el 6 de diciembre
de 1845, en una ceremonia pública presidida por el Presidente de
la República, general Ramón Castilla, el Tribunal del Proto-
medicato examinó y juramentó a cuatro nuevas maestras parteras
[118, 119].
El 19 de mayo de 1847 se inauguraron las obras físicas del nue-
vo colegio de Partos. Además, se renovó los estudios de obstetri-
cia, adecuándolos a las nuevas orientaciones que venían de Fran-
cia y que eran transmitidas por la nueva organización del colegio,
por la buena gestión de Camilo Segura que regresaba de París. Pos-
teriormente, Carassa recordaría:

Este Colegio... fue reformado y mejorado en su parte material y


económica, en el año 1847. La Beneficencia contribuye a fomentar
los adelantamientos de tan útil y tan benéfica Institución [118, 119].

La casa de Maternidad de Lima es trasladada nuevamente en 1857;


esta vez hacia el colegio de San Idelfonso, también conocido como
el beaterio de Amparadas, donde funcionó durante 18 años. En
1875 es trasladada al hospital San Andrés que luego es desactivado,
obligando a un cuarto traslado de la Maternidad, que regresó en
1877 al hospital de Santa Ana, después de 20 años [120].

Todos los testimonios recogidos, desde el inicio de la segunda


mitad del siglo XIX, coinciden en destacar la brillante gestión del fi-
lántropo don Francisco Carassa como presidente o director de la
Sociedad de Beneficencia de Lima. Fue durante su gestión que se
iniciaron, en 1855, las reformas que permitieron, a sus sucesores, el
desarrollo de la asistencia hospitalaria en la Beneficencia de Lima.

320
Avances en la atención de los enfermos mentales: 1859-1876

Hasta mediados del siglo XIX los enfermos mentales eran tratados
cruelmente en el país, siendo recluidos en las llamadas “loquerías”
de los hospitales San Andrés y Santa Ana. En 1827 un médico fran-
cés, Abel V. Brandín, tras denunciar el uso indiscriminado, en esas
loquerías, de los baños sorpresa, purgas, sangrías y de protestar
contra la asfixia por sumergimiento, la caída de elevación, la
ahorcadura, el trépano y la castración, aconsejó “mesura terapéu-
tica” y prescribir métodos naturistas y más humanos. Las reco-
mendaciones de Brandín no fueron escuchadas [121].
En 1857 cuando Casimiro Ulloa, a su regreso de Europa, visi-
tó ambas loquerías quedó impresionado y conmovido por la si-
tuación de los pacientes:

En esos lúgubres lugares, desprovistos de la más elemental hi-


giene, permanecían encerrados en estrechas celdas, atados con
cadenas de hierro y con cepo en los pies. Se llegaba incluso a
castigarlos con látigo cuando los pobres enfermos se agitaban
en su demencia. Ulloa había observado en Francia los magnífi-
cos resultados obtenidos desde que Felipe Pinel reemplazó estos
métodos medievales por procedimientos científicos y humanita-
rios y se impuso la noble misión de lograr esta reforma en el
Perú [122].

Ulloa comenzó a hacer gestiones ante las autoridades para que


se creara un hospicio especializado en la atención de enfermos
mentales. Gestiones que tuvieron éxito con el director de la Benefi-
cencia Pública de Lima, don F. Carassa. Ulloa escogió un lugar
adecuado para su funcionamiento, en la “Quinta Cortez” del ba-
rrio del Cercado, una antigua casa de retiro y convalecencia de
padres jesuitas, caracterizada por su extensión considerable. La
Beneficencia dedicó dos cuantiosos legados para la remodelación
de esa casa de retiro para que sirviera de “hospicio de insanos”.
Fue remodelado conforme a los planos del arquitecto Cluzeau, con
una capacidad para 160 enfermos [122, 123].

321
El hospicio fue inaugurado el 16 de septiembre de 1859 por
Castilla; recibió el nombre del “Hospicio Civil de la Misericordia”.
Su primer director fue Ulloa quien expresó su satisfacción por la
culminación de su iniciativa, aunque señalando que “la construc-
ción no ha sido guiada por las necesidades técnicas, sino más bien
del arreglo de un viejo local, siguiendo la política del remiendo”.
El nuevo hospicio, a pesar de no satisfacer del todo a los médicos,
contaba con una serie de condiciones materiales de las que los
orates nunca habían disfrutado: camas, servicios higiénicos, ven-
tilación, luz, alimentación regular y patio de recreo [122, 123, 124].
El hospicio comenzó a brindar al paciente psiquiátrico una se-
rie de cuidados que antes eran inusitados: el personal de servicio
debía velar por la higiene y la alimentación de los internados, te-
nía que tratarlos con dulzura y suavidad y abstenerse de agre-
dirlos física o verbalmente, so pena de ser suspendido o expulsa-
do del hospicio. El paciente debía ser considerado un enfermo, no
sólo un desviado; de esa manera, el objetivo de los alienistas era
la curación, con todo lo complejo que esta palabra implica en las
enfermedades mentales. Hacia ese objetivo apuntaba una práctica
cuyo aspecto central era el tratamiento moral del paciente [124].
Las iniciativas de modernización de la asistencia mental propues-
tas por Ulloa adquirieron viabilidad política porque no estuvie-
ron al margen del proceso general de reforma y modernización del
Estado iniciado por el régimen autoritario de Castilla, del cual el
mismo Ulloa llegó a formar parte.

Construcción del hospital Dos de Mayo: 1875

Un acontecimiento de trascendencia nacional, el combate del Dos


de Mayo de 1866, puso en evidencia las limitaciones del sistema
hospitalario disponible en Lima, ciudad en la que estaban con-
centradas, sin embargo, las camas hospitalarias del país. Los tres
principales hospitales limeños —San Andrés, Santa Ana y San
Bartolomé— fueron insuficientes para atender a los numerosos he-
ridos. Adicionalmente, los estragos de la epidemia de fiebre ama-
rilla de 1868 hicieron aún más evidentes dichas limitaciones y la

322
existencia de un creciente sector marginal que vivía en los límites
de la indigencia:

El lazareto del Refugio, donde llegaban a morir los desposeídos,


fue probablemente transitado con horror por conocidos médi-
cos limeños como Celso Bambarén, Francisco Rosas, Manuel
Odriozola y José Antonio Encinas, así como también por muchos
voluntarios de la Beneficencia de Lima. Los miembros del direc-
torio de la misma... firmantes en su mayoría del acta de funda-
ción de la Sociedad Independencia Electoral, experimentaron di-
rectamente la precariedad en la que vivía la ciudad [32].

En razón de esas evidencias y del crecimiento demográfico de


Lima se hizo imperativo el reemplazo del antiguo hospital de San
Andrés. La Beneficencia de Lima, impulsada por su director Ma-
nuel Pardo, comenzó la construcción del “Hospital Dos de Mayo”
de Lima en el año 1868. La solemne inauguración del hospital, rea-
lizada el 28 de febrero de 1875, fue presidida por Manuel Pardo,
entonces Presidente de la República. El día 8 de marzo de 1875 los
pacientes del hospital San Andrés fueron trasladados al nuevo hos-
pital: “Tarea muy difícil por la precariedad del transporte. Algunos
perecieron en el trayecto y muchos escaparon” [125, 126, 127].
En el momento de su inauguración el nuevo hospital tenía una
capacidad de 600 camas y era uno de los mejores de Sudamérica
y orgullo de la arquitectura nacional. La dirección del nuevo hos-
pital fue asumida por Juan J. Moreyra, inspector de la Beneficen-
cia y las funciones administrativas recayeron en las hermanas de
San Vicente de Paúl.

El nosocomio se edificó sobre campos de cultivo, cuyos contornos


inhóspitos, eran sumamente peligrosos por ser dominados por
personas de mal vivir que asaltaban a pacientes y trabajadores que
acudían al hospital. Los médicos demandaron tener una línea fé-
rrea que uniera el hospital con la Plaza de Armas... [127].

Para Basadre:

El hospital Dos de Mayo fue un símbolo del afianzamiento del


sentido profesional y científico de las instituciones de este tipo.

323
De los objetivos de custodia y benevolencia que ellas habían te-
nido se había evolucionado hacia la práctica en su recinto de la
mejor medicina que era posible ejercer. La educación clínica y la
investigación patológica las consagraban como parte indispensa-
ble de la formación de los médicos. La historia del hospital Dos
de Mayo, escenario del sacrificio de Carrión, está indisolu-
blemente ligada a la historia de la evolución de la medicina en el
Perú [40].

324
Ideas sobre la sanidad y la asistencia social
en el Perú: 1821-1876

Pensamiento filosófico dominante

Período de la Ilustración en el Perú: 1750-1830

De acuerdo al filósofo peruano David Sobrevilla [128], en la histo-


ria de la filosofía peruana el período 1750-1830 está signado por
la Ilustración, en tanto que el Romanticismo caracterizó al perío-
do de 1830-1880. Sobrevilla destaca, en el primer período, las ideas
de Toribio Rodríguez de Mendoza, expresadas en el manual Lu-
gares teológicos, y las de Hipólito Unanue que pretendió introducir
en el saber médico tradicional los nuevos aportes de la filosofía
ilustrada y de la ciencia moderna. Además, hacia inicios del siglo
se introducen en la Universidad de San Marcos, las nuevas ideas
de la filosofía francesa, por ejemplo las del sensualismo de Étienne
Bonnot de Condillac.
Los hombres ilustrados criollos tomaron conciencia de la iden-
tidad de América y “ellos comenzaron a querer a esta realidad fí-
sica, moral y social. Del Romanticismo toman “su preocupación
por el destino nacional. La América Hispana podía también tener
su destino propio” (Zea). Firmes creyentes en la omnipotencia de
la razón, la participación de estos ilustrados preocupados por el
destino nacional iba a ser esencial en la fundamentación y legiti-
mación de la práctica sanitaria y de la beneficencia en las prime-

[325] 325
ras décadas de la República peruana. Las críticas de nuestros ilus-
trados al sistema político estaban enmarcadas teóricamente den-
tro del cuadro de los principios generales de la Ilustración. La po-
lítica apenas se distinguirá de la pura moral. La virtud será su
principio y su fin. De esta manera el caos se convertiría en pros-
peridad. La razón se impondría a los hechos:

Todo consistía en crear algunas máximas sencillas y la ‘virtud’


propia del hombre las pondría en práctica... se produciría un avan-
ce continuo y un progreso definitivo y el gobierno adquiriría un
impulso y una fuerza de realización que radicaría, en última ins-
tancia, en sus recursos humanos [129].

Pero, como ya se indicó en el capítulo anterior, las ideas filosó-


ficas de la elite criolla no sólo se encontraban en la Ilustración sino
en otras corrientes filosóficas como el tradicionalismo filosófico, el
eclecticismo, el utilitarismo, la escuela escocesa, el socialismo ro-
mántico de Saint-Simon, lo que explicaría ciertas limitaciones en
la coherencia y la consistencia filosófica del discurso de estos ilus-
trados. Con relación a estas limitaciones Woodman [130] opina que
el sabio Hipólito Unanue, uno de los líderes de la Ilustración en el
Perú, no fue el científico ilustrado que el modelo de modernidad
sugería. Unanue, según Woodman, no estudió al mundo con es-
cepticismo a través de sus propios ojos, como lo hicieron otros ilus-
trados europeos, sino a través de los libros de otros; denotando con
ello la persistencia en el Perú de la influencia escolástica y huma-
nista que otorgaba autoridad a los textos clásicos.
Woodman reconoce, sin embargo, que al final de su carrera
Unanue se sobrepuso a los viejos modelos humanistas y se aven-
turó a enjuiciar la autoridad de la palabra escrita. Desgraciada-
mente, señala el mismo crítico, la tardía heterodoxia de Unanue
no fue algo que los otros intelectuales criollos estuvieron dispues-
tos a seguir. En consecuencia, afirma, la comunidad de médicos
que se formaron bajo su tutela, hicieron de la obra de Unanue un
nuevo canon libresco. Por su lado, J. Cañizares [131], propone una
interpretación diferente sugiriendo una explicación alternativa de
esas limitaciones de la ilustración en el Perú. Para ello analiza las

326
aparentes contradicciones entre la recepción favorable de las nue-
vas ideas filosóficas europeas y la persistencia de valores y pre-
juicios frecuentemente conservadores y reaccionarios en el pensa-
miento y la acción de los intelectuales criollos, y las explica como
un reflejo o una expresión de los conceptos y elementos naturales
y sociales del contexto hispano particular en el que la ilustración
peruana se desarrolló.
En el primer número del Mercurio Peruano, publicación en la
que colaboraban los ilustrados peruanos entre 1791 y 1795, José
Rossi y Rubí publicó su Idea General del Perú en el que revisaba
severamente la crítica situación económica del país. Manteniendo
una continuidad con esta línea crítica, Unanue escribió en 1826
un informe al Congreso como Ministro de Gobierno del Perú don-
de evaluaba con igual realismo los graves problemas y debilida-
des de la economía de la nueva República. Según la Idea General
del Perú, el único camino para resolver esa crítica situación era uti-
lizar las potencialidades comerciales de un país cuya naturaleza
era “fecunda en prodigios”. Unanue pensaba que el Perú era una
región privilegiada para el desarrollo del comercio internacional
y éste traería la prosperidad. Una medida esencial para aprove-
char esas potencialidades era acelerando la “circulación” de las
mercancías por medio del mejoramiento de las vías de transporte.
Otros elementos esenciales en la regulación de los “flujos comer-
ciales”, para Unanue eran el número de habitantes de la nación y
la oferta de mercancías [131].
Unanue consideró que una de las causas más importantes de
la decadencia peruana era la despoblación producida por enfer-
medades y epidemias. La lucha de Unanue por renovar la medici-
na peruana fue justificada como una lucha para aumentar su po-
blación saludable y trabajadora y para acelerar de esta manera los
“ritmos circulatorios”. La realización plena del proyecto de desa-
rrollo propuesto requería, entonces, no sólo de la comercialización
de las riquezas peruanas; incluía también el manejo “científico”
de la población, es decir, que el Estado interviniese en el cuidado
de la salud de los peruanos. Unanue y sus seguidores fueron con-

327
secuentes con estas ideas durante su gestión como autoridades
políticas y administrativas [131].

Período del Romanticismo en el Perú: 1830-1880

Con relación al segundo período, signado por el predominio de la


ideología romántica social, Sobrevilla destaca la gran polémica en-
tre conservadores y liberales (1845-1849) que, en su opinión, ha-
bría que ubicarla en el campo de la filosofía política.

Bartolomé Herrera, jefe de los conservadores, fue catedrático de


San Marcos y reformó sus estudios filosóficos reemplazando el
sensualismo de Condillac y el justinaturalismo de Heinecio por
el eclecticismo de Cousin, por el krausismo de Ahrens y por el
idealismo de Silvestre Pinheiro Ferreyra. Entre los liberales... hay
que mencionar sobre todo a... Sebastián Lorente (1813-1884)... or-
ganizó la Facultad de Letras de San Marcos de la que fue Decano
hasta en tres oportunidades [128].

Basadre hace los siguientes comentarios sobre la polémica en-


tre conservadores y liberales:

“Para estos últimos, todo debe perderse si es necesario para la


defensa de los derechos civiles y políticos del hombre... Nada
auténticamente bueno es posible sin la libertad y con ella, todo
lo bueno podrá obtenerse finalmente”. “En cambio para los pri-
meros, lo fundamental es la seguridad en la vida y la propiedad,
la protección al comercio y a la industria”. “Es el debate entre la
libertad y el orden, entre el individuo y el Estado, entre los que
están sugestionados por un ideal y los que miran ante todo la
seguridad real, entre los que se preocupan por construir el por-
venir mejor y los que se preocupan porque el presente no sea
destrozado, entre los que repudian y los que veneran el pasado,
entre los que temen el despotismo y al oscurantismo, y los que
temen a la anarquía y a la demagogia (...) En lo que respecta al
problema religioso, los liberales y radicales pretendieron la eli-
minación o, por lo menos, la supervigilancia de la acción del cle-
ro en el Estado y en la sociedad... A los autoritarios y conserva-
dores correspondió la defensa de la Iglesia y de la Religión en
todas las órdenes [27].

328
La ideología autoritaria cohesionadora, que legitimó el mode-
lo de transacción y acuerdo político de Castilla, tuvo como argu-
mento central la “unión sagrada” de todos los peruanos y la “con-
junción nacional” de todas las voluntades; para lograr dicha unión
a Castilla le correspondía una tarea histórica: “crear y robustecer
la paz pública”. A partir de este argumento el clérigo Herrera de-
sarrolló un esquema providencialista-autoritario de gobierno: la
fuente de la autoridad legítima provenía “de la naturaleza huma-
na y de las eternas leyes sobre que descansa la verdad” y, por ende,
quien la negara atentaba directamente contra la Providencia. El
pueblo es quien “consiente” la soberanía del que manda, pero no
es su origen ni quien la “delega”. Una vez designado el gobernante
el pueblo estaba en la obligación de rendirle su total obediencia;
para reforzarla, el mandatario debía procurar el bien común de la
comunidad que lo mantenía en el poder: “El pueblo no delega:
consiente” [28, 30, 31]. Condición necesaria para procurar el bien
común era el cuidado de la salud del pueblo.
A fines del decenio de 1860, Manuel Pardo y los principales
líderes del futuro Partido Civilista elaboraron un discurso opues-
to al de Castilla, adoptando una visión más amplia de la política
y promoviendo la participación ciudadana a través de la educa-
ción pública y la descentralización. Como liberales defendieron
la propiedad privada y la autonomía económica; pero como ro-
mánticos pragmáticos postularon la necesidad de contar con un
Estado promotor del bien común y, en consecuencia, con cierta
injerencia sobre las autonomías políticas y culturales vigentes. Su
concepción del Estado y de la democracia se resumía en su lema:
“la República Práctica”. En opinión de Carmen Mc Evoy, si Par-
do logro capturar la imaginación de muchos seguidores fue por-
que prometió, básicamente, materializar el viejo ideal republica-
no esbozado por Juan Faustino Sánchez Carrión: “Cada Estado o
República... constituía una unidad indivisible que se fundaba en
la realización de un fin moral supremo, el bien común... Asimis-
mo, en la República debía darse una convergencia entre poder y
sociedad...”

329
Este ideal significó para dichos seguidores libertad, pero prin-
cipalmente igualdad y justicia. Además, Pardo insistió, durante
toda su campaña como candidato a la Presidencia de la Repúbli-
ca, la importancia del pragmatismo y la reiteró en su primer dis-
curso como Presidente electo, cuando subrayó que su objeto no era
tanto presentar un “pomposo programa”, sino pedir a los legisla-
dores los “medios” para la “realización de los fines” que el país
debía alcanzar. En pocas palabras, se trataba de conseguir los me-
dios para convertir la utopía republicana en una realidad concre-
ta. Se trataba de establecer un equilibrio entre las intenciones y las
realizaciones, entre los ideales y las tareas concretas. Para ello se
requería “hombres laboriosos que formaban la nación”. La inten-
sa política de educación pública que se trató de instrumentar de-
bía ser el elemento cohesionador de esa República deseada. Du-
rante la gestión de Pardo se pueden verificar los elementos libera-
les de la misma: estabilización económica, fiscalidad, consolida-
ción estatal, así como los elementos democratizadores, educación
y formación del ciudadano republicano [132].

Fundamentos teóricos de la Sanidad peruana

Al iniciarse la República peruana la influencia de la perspectiva


atmosférica miasmática en el pensamiento y la acción sanitaria si-
guió, al igual que en la Colonia, hegemónica en la comunidad mé-
dica. La explicación de las causas de toda enfermedad colectiva
era básicamente la que daba Unanue, es decir, se fundamentaba
en las ideas de Sydenham y de los teóricos de los “miasmas”. Per-
sistía, en consecuencia, una aceptación generalizada de que los
cambios climáticos, los terremotos u otros fenómenos telúricos po-
dían provocar las epidemias y modificar sus comportamientos, así
como se creía que era muy importante, para conservar la salud co-
lectiva, eliminar o controlar todo lo que en el espacio público o
colectivo podría generar “malos aires”. A partir de los contenidos
teóricos desarrollados a partir de esta perspectiva miasmática se
había construido en Europa y hecho dominante en el nuevo Perú

330
una Sanidad que se fundamentaba en el control del orden y de la
higiene del espacio público. En nombre de la higiene y de la salud
las autoridades políticas debían controlar los espacios colectivos;
es decir, los lugares donde se realiza de manera cotidiana la
interacción entre el hombre y los elementos de su ambiente natu-
ral y social.
En el año 1827 José Manuel Valdés —posteriormente, Proto-
médico del Estado entre 1835 y 1843— publicó Memoria sobre las
enfermedades epidémicas que se padeció en Lima el año 1821. En el co-
mentario que Juan Lastres hace de esta memoria se evidencian las
ideas que, al respecto, tenía el Protomédico:

Un aforismo de Baglivi le sirve a Valdés de preámbulo a su


disquisición. La acción del clima, tal como la concebía Sydenham,
el genius epidemicus, es importante para dar forma a la enferme-
dad en determinado lugar. Hay enfermedades que sobresalen
por su sintomatología e imprimen la forma a la epidemia. El tem-
ple de la atmósfera, la calidad de las aguas, los vientos, etc... Las
enfermedades adoptan cierta evolución de acuerdo a la geogra-
fía del lugar... La medicina cambia con las longitudes y las latitu-
des. En el Perú deberá perfeccionarse el estudio de las enferme-
dades en relación con el clima y las causas físicas que alteran la
constitución del hombre (...) Se extiende Valdés a analizar las cau-
sas de estas epidemias que se pasan por los años 1818, 20 y 21,
sin que hubieran mediado fenómenos telúricos como son los te-
rremotos, cambios bruscos de temperatura, etc. Pero está con-
vencido que la última epidemia intensa, la del año 1818, dejó a
los organismos predispuestos a las enfermedades ‘biliosas... y
puede ser que haya aumentado esta predisposición el uso inmo-
derado de licores espirituosos que se hace en Lima’. Pero las causas
excitantes han sido ciertamente el efecto de la guerra contra Es-
paña... La escasez de víveres era grande y ‘muchos pobres pasa-
ron días enteros sin comer’. Estas deficiencias alimenticias origi-
naron ‘infartos gástricos y fiebres complicadas con ellos; y las ca-
lenturas que tomaban un carácter maligno. En los hospitales se
respiraba una atmósfera ‘pestilente y contagiosa’. Si a estas cau-
sas físicas, se añade el estado moral, escribe Valdés, se completa-
rá el cuadro [64].

331
Como ya se explicó en las primeras páginas del primer capí-
tulo, de acuerdo a las ideas de la época, producida la enfermedad
pestilencial, ésta se propagaba por “infección” o “contagio”. Es-
tos conceptos eran definidos de manera diferente a lo que es hoy
usual y hacían referencia a distintas formas de propagación de
una enfermedad. En el primer caso era una materia o un miasma
el elemento transmisor; en el segundo era el sujeto enfermo mis-
mo, ya sea por contacto mediato o inmediato.
No obstante el dominio de la teoría atmosférica-miasmática
en la orientación política y práctica sanitaria, continuaba su con-
frontación con la teoría contagionista en el mundo académico.
Como parte de esta confrontación en el Perú, en 1856 la “Socie-
dad Médica” discutía el origen y el modo de propagación de la
fiebre amarilla. Un grupo de médicos planteaba que la fiebre ama-
rilla se había desarrollado espontáneamente en Lima y se había
trasmitido por infección; para ello, argumentaba que la condición
de salubridad a que estaba expuesta la población de Lima —por
su situación topográfica, altitud, temperatura y características
higiénicas— la incluía en el grupo de poblaciones en que podía
desarrollarse espontáneamente la fiebre amarilla. Macedo, sin
negar dicho argumento, relativizaba el planteamiento precisan-
do que esa condición creaba sólo la posibilidad de desarrollo de
la enfermedad y que ella se convertiría en realidad sólo cuando
—además— existiese un estado epidémico, que se reconocería por
cambios notables, bien en el estado de la atmósfera (por la eleva-
ción anormal de su temperatura, por el predominio no acostum-
brado de los vientos), bien en sus habitantes (por una aglomera-
ción excesiva de ellos, por la miseria o mala calidad de sus ali-
mentos, o por trastornos físicos que cambian de modo brusco el
estado sanitario de una población).
Asimismo, argumentaba, una enfermedad primitivamente epi-
démica o por infección evolucionaba de manera explosiva, atacan-
do con preferencia a los oriundos del lugar, que han estado por
otra parte sometidos a las causas que han producido la enferme-
dad. En el brote de fiebre amarilla de 1852 no se habían registra-
do, afirmaba, aquellos cambios en el estado atmosférico de Lima,

332
ni la enfermedad se había manifestado de tal manera. Macedo y
sus seguidores planteaban entonces, de manera distinta al grupo
médico anticontagionista, que la fiebre amarilla tenía un origen
exógeno, es decir, que había sido importada. Argumentaban que
antes de ese año no se había presentado en Lima; pero que con el
transcurso del tiempo, desde que sus relaciones comerciales se ha-
bían activado con poblaciones de otros países o lugares donde rei-
naba, endémica o epidémicamente esta enfermedad, se introducían
en la ciudad nuevos habitantes y muchas mercaderías que habían
estado antes en dichos países o lugares, por lo que resultaba na-
tural suponer que, desde entonces, había existido una constante
amenaza para recibir en Lima esta enfermedad miasmática.

Una enfermedad contagiosa miasmática, una vez producida por


una causa cualquiera, no tiene necesidad para propagarse, de la
intervención de las causas que le dieron origen; en cierto modo
se reproduce por sí misma, se trasmite independientemente has-
ta un cierto punto de las condiciones atmosféricas; mientras que
una enfermedad por infección supone su curso como en su prin-
cipio alteración de la atmósfera;... la atmósfera, en la idea del con-
tagio, no es sino el medio en que se deposita o reproduce el vi-
rus o miasma contagioso, mientras en la infección es la causa de
la enfermedad [86].

En 1897, algo más de 70 años después de lo expresado por


Valdéz, el Dr. Manuel Adolfo Olaechea escribía sobre el origen de
un brote epidémico de viruela lo siguiente:

Para resolver tan complicado problema habría necesidad de co-


nocer perfectamente las variaciones meteorológicas de la capital,
las constituciones médica reinantes de año en año y la estadística
correspondiendo á algunas epidemias, con el objeto de conocer,
con la minuciosidad debida, las condiciones de localidad y de cli-
ma, para venir en conocimiento del predominio de tal ó cual gé-
nero de entidades mórbidas... La filosofía médica, no ha podido
aún hasta el día... fijar las causas de las epidemias y el modo en
que el principio miasmático se prepara para impresionar la eco-
nomía del hombre y romper la armonía de sus relaciones or-
gánicas, puesto que las epidemias se presentan en los pueblos,

333
después de un movimiento de preparación química latente e in-
apreciable que se opera en los elementos meteorológicos de un
modo lento y sucesivo sin que sea dado al hombre contener la
acción invasora y misteriosa, ni menos apreciar y conocer las cir-
cunstancias precisas que han presidido y seguido á su desenvol-
vimiento. Por cuya razón el médico se halla en la obligación de
estudiar constantemente no sólo la naturaleza de una enferme-
dad, sino las condiciones de localidad y clima para evitar el desa-
rrollo de ciertos estados mórbidos [87].

También escribía sobre las causas del sostenimiento y difusión


de la epidemia en Lima:

tenemos como factores bien conocidos que sostienen la actual


epidemia: el frío, el estado higrométrico y la falta absoluta de
aseo y limpieza de la población. Pero... ellos, son pura y simple-
mente elementos auxiliares de su propagación, pero jamás, cons-
tituyen los verdaderos motores que se encargan de la genera-
ción del miasma virulento... para mi modo de ver nace, se desa-
rrolla y se propaga bajo la influencia de una condición propia y
especial de la localidad... los miasmas de la putrefacción cadavérica
desprendidos del Cementerio General [87].

Las teorías propuestas por los médicos citados eran prepasteu-


rianas y, en consecuencia, tenían una serie de puntos cogniti-
vamente débiles. Para entender su lógica, debemos recordar, en-
tonces, que en esos años no se conocían aspectos esenciales de la
cadena de causalidad de las enfermedades transmisibles. No obs-
tante tales limitaciones teóricas, estas ideas orientaron con mucha
efectividad los movimientos mundiales de Sanidad y de Salud Pú-
blica del siglo XIX. El foco de interés es la población y las medidas
sanitarias están dirigidas a reducir los riesgos colectivos de enfer-
mar y morir; para ello es necesario evitar o controlar los miasmas
y mejorar las condiciones de vida de la población. Mejorar el sa-
neamiento del medio físico, reducir el hacinamiento y mejorar la
nutrición eran las estrategias sanitarias básicas que se derivaban
de esas teorías.
En el Perú, al igual que en el resto del mundo occidental, los
argumentos presentados en las discusiones académicas, las opi-

334
niones de los médicos y las proposiciones contenidas en los tex-
tos de consulta, como el Manuel D’ Hygiène de F. Foy, muestran
que la Sanidad —Salud Pública moderna antes de su era bacterio-
lógica— se fundamentaba esencialmente en la teoría atmosférica-
miasmática de la cual se derivaba una estrategia central: el con-
trol del medio físico y social para evitar o eliminar los “miasmas”.
Se debía evitar o eliminar los “malos aires” en los espacios públi-
cos, donde se realiza de manera cotidiana la interacción entre el
hombre y los elementos de su medio natural y social. Con relación
al personal más directamente vinculado con la Sanidad, Michael
Foucault comenta:

Los médicos eran entonces en cierta medida especialistas del es-


pacio. Planteaban cuatro problemas fundamentales: el de los em-
plazamientos (climas regionales, naturaleza de los suelos, hume-
dad, y sequedad: bajo el nombre de ‘constitución’, estudiaban la
combinación de los determinantes locales y de las variaciones de
estación que favorecen en un momento dado un determinado
tipo de enfermedad); el de las coexistencias (ya sea de los hom-
bres entre sí: densidad y proximidad; ya sea de los hombres y
las cosas: aguas, alcantarillado, ventilación; ya sea de los hom-
bres y animales: mataderos, establos; ya sea de los hombres y
los muertos: cementerios); el de las resistencias (hábitat, urbanis-
mos); el de los desplazamientos (emigración de los hombres, pro-
pagación de las enfermedades). Los médicos han sido con los mi-
litares, los primeros gestores del espacio colectivo... Los médicos
han pensado sobre todo el espacio de las residencias y el de las
ciudades [133].

Legitimación de la Sanidad republicana

Al nacer la República peruana ya habían pasado más de ocho


lustros desde la publicación de las obras de Frank, Bentham y de
la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Sus
contenidos no dejaron de influir, sin embargo, en la redacción de
todas las constituciones políticas que se dictaron en el país entre
1823 y 1839; así como en la normatividad de la Sanidad. Como ya

335
se comentó anteriormente, el sentido de esa influencia en lo políti-
co fue distinto en dichas Cartas Constituciones, en tanto expresa-
ba el resultado de la correlación de fuerzas entre los autoritarios
(defensores del Estado, el gobierno fuerte y el orden) y los liberales
(defensores de la primacía del individuo y de la libertad); pero fue
la misma en lo que se refiere a la Higiene pública y la Sanidad.
Reiteramos, la participación de los ilustrados cristianos en el
establecimiento de la legislación básica de la Sanidad peruana y
en su legitimación fue esencial en los primeros años de vida repu-
blicana. Al desaparecer la dirección administrativa de España so-
bre el Perú tuvieron que diseñar y justificar las bases de una nue-
va estructura sanitaria. Al respecto, en los considerandos del de-
creto supremo de creación de la Junta Suprema de Sanidad, dado
el 1 de septiembre de 1826, se reconoce que “se carece en el día de
leyes sanitarias, cuya importancia es reconocida por todas las na-
ciones cultas”, y que estando tal legislación fuertemente sujeta a
la influencia de las “circunstancias locales”, se debe tener espe-
cial cuidado en establecerla con base a la experiencia y observa-
ción, “para no causar perjuicios al comercio, ni a las demás rela-
ciones sociales”, y que los conocimientos requeridos para tal efec-
to sólo pueden adquirirse mediante la instalación de las Juntas
que se ocupen, a la par que desempeñen los deberes más esencia-
les a la conservación de la salud colectiva, en recoger los datos
“para la formación de un cuerpo de leyes sanitarias y examinar
los reglamentos adoptados en otros países” [58, 61].
Con relación a la creación de la Junta Suprema de Sanidad, el
diario oficial El Peruano del 4 de octubre de 1826 comentaba:

De la conservación de la salud pública, depende principalmente


la felicidad social. Las leyes más sabias serían superfluas, si de-
jando de lado la salubridad, no prescribiesen reglas para poner a
salvo al común de los males que padece la incuria, o una fatal
condescendencia en todo lo referente a la Higiene Pública; o si
dictadas una vez no las llevase a cabo para poner en cobro los
bienes más preciosos de la humanidad. Habiendo llenado el Go-
bierno la primera de estas obligaciones cúmplele ahora ponerle

336
el sello instalando la Junta Superior de Sanidad, mandada a crear
por el art. 1º de la ley del 1º de septiembre [49].

Además, las nuevas leyes también serían justificadas con base


a razones “humanitarias” y con argumentos “reconocidos por la
Ciencia Médica”.
Las ideas expresadas en El Peruano y el contenido de esa nue-
va normatividad reconocían que la salud colectiva es una condi-
ción necesaria para el logro de la “felicidad social” (el bien co-
mún) y, por lo tanto, que una de sus principales obligaciones del
naciente Estado republicano era garantizar su conservación a tra-
vés de medidas legislativas y administrativas. El logro del bien co-
mún justificaría, entonces, las leyes, las ordenanzas municipales
y las regulaciones policiales que los gobernantes sabios prescri-
bían para ordenar el comportamiento de los individuos y la colec-
tividad, en todo aquello vinculado con el mantenimiento y la res-
tauración de su salud. La conducción y la administración de la
Sanidad como una función de gobierno y policía se legitimaban,
entonces, en nombre del bien común. La concepción de la “Policía
Médica”, entendida como la formulación por gobernantes de una
política médica y su instrumentación a través de regulaciones ad-
ministrativas y policiales (mantenimiento del orden y de la lim-
pieza en el espacio público) fue la que predominó en la práctica
sanitaria nacional [6, 14].
La legitimación oficial de esa concepción policial de la Sani-
dad peruana tenía que realizarse dentro del marco normativo es-
tablecido por las sucesivas constituciones políticas que estuvieron
vigentes, por cortos lapsos, durante el período 1844-1876. Sin em-
bargo, estas cartas eran poco explícitas cuando trataban los temas
sociales. En la Constitución de 1856, de corte liberal, se declara
que la vida es inviolable y que la ley no podrá imponer la pena de
muerte, presuponiendo así el derecho a la vida y, en consecuen-
cia, el de la protección de la salud individual; prescribe, además,
la restricción de las actividades contrarias a la “salubridad públi-
ca” ampliando así esta restricción que en las anteriores Constitu-
ciones se limitaba a la “salubridad de los peruanos”, sin ninguna

337
alusión al ambiente; asimismo, se mantiene como deber del Esta-
do el de garantizar a las instituciones de piedad y de beneficen-
cia. Las Constituciones de 1860 y de 1867 —la primera restableció
la pena de muerte para el homicidio calificado— fueron muy pa-
recidas en lo que se refiere al cuidado de la salud; ambas garanti-
zan la existencia y difusión de establecimientos de piedad y de
beneficencia, así como se limitan las gestiones que atenten contra
la salud (art. 23) o la salubridad (art. 22) [56, 57].

Legitimación política de la beneficencia

El Diccionario de Economía Política en la segunda mitad del siglo


XIX definía a la beneficencia pública como

la caridad en el ejercicio de la cual interviene una autoridad pú-


blica en nombre del Estado, de la comunidad o de cualquier otra
división territorial, sea para suministrar los fondos, sea para or-
ganizarlos, o distribuir los socorros.

Sin embargo, en algunos países esta institución era algo más,


así por ejemplo en Inglaterra, donde todo ciudadano está obliga-
do a pagar un impuesto para el pobre, se ajustaba más a la defini-
ción dada por el abad Carton: “el poder humano imponiendo un
acto que la sociedad ha debido practicar por deber religioso: es la
contribución legal, en lugar de la voluntaria o meritoria; es el im-
puesto en lugar de la virtud”.
En nuestro país la justificación de las normas legales que re-
gulaban las Sociedades Públicas de Beneficencia estaba más de
acuerdo con el sentido de la primera definición. Así, en el decreto
supremo de 28 de septiembre de 1826 del Ministerio de Negocios
Eclesiásticos se prescribe la supresión de conventos y aplicación
de sus bienes y rentas a objetos de instrucción y beneficencia. Asi-
mismo, en los considerandos del decreto supremo de 20 de mayo
de 1867 del Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficen-
cia —estableciendo en Lima un “Asilo de mendigos”— se afirma:

Que muchas personas... se inutilizan para el trabajo y tienen que


buscar los medios de subsistencia apelando a la caridad social;

338
(...) Que por este motivo en todos los pueblos cultos se estable-
cen ‘asilos’ donde se acoge y mantiene á los mendigos a costa de
la beneficencia pública.

Y en opinión del Ministro

Esta medida... llena, de manera satisfactoria, una imperiosa ne-


cesidad constantemente reclamada por la humanidad y por la re-
ligión, fundada esencialmente en la caridad, virtud sublime cuyo
ejercicio tanto recomienda el Evangelio [134].

El Dr. J. C. Ulloa definía a la beneficencia, en esos años, como

la caridad ejerciéndose por una sociedad, bajo la autoridad del


Gobierno que interviene en todos sus actos [115].

De la lectura de esos considerandos y definiciones resulta evi-


dente de que los cambios en la justificación de la asistencia pú-
blica se inspiraron en los principios políticos y morales propues-
tos durante la Revolución Francesa, pero dentro de un marco re-
ligioso católico. A la misma conclusión llega Paz Soldán cuando
comenta:

Muchos decretos expedidos por los días de nacimiento de la Re-


pública en el Perú, tienen como origen estas ideas revoluciona-
rias finiseculares del XVIII (...) Nacionalizados apresuradamente los
servicios de asistencia, comienza la República experimentar los
postulados que venían de la Europa liberal. El 30 de junio de 1826,
la Beneficencia queda sometida a la autoridad directa del Esta-
do... Años después, en 1834, se crea la primera Sociedad Pública
de Beneficencia Pública de Lima, terminando la experiencia de la
directa gestión estatal en esta materia. Con estas Sociedades co-
mienza, efectivamente, un nuevo sistema de organización de los
socorros públicos en el Perú... No estamos lejos de considerar
que las Sociedades de Beneficencia republicanas, fueron un híbri-
do que nació de la Caridad languideciente de la Colonia y del
ímpetu juvenil del Estado republicano [108].

Por su parte J. C. García interpreta el origen en América Lati-


na de dichos cambios de manera distinta, afirmando que:

339
Durante la Colonia, estas instituciones (principalmente los hospi-
tales) eran lugares de refugio donde se ejercía la caridad cristia-
na como parte del aparato de hegemonía del Estado Monárqui-
co absolutista. El Estado precapitalista de las primeras décadas
de la independencia... no intenta alterar en su esencia la concep-
ción de beneficencia (que permanece siendo caritativa, respon-
diendo a una visión religiosa del mundo). Sin embargo, por par-
te de la burguesía urbana se entabla una larga y tortuosa lucha
por quitarle al poder religioso el control de las instituciones de
beneficencia. Así, en varios países las sociedades secretas impul-
saron la beneficencia, junto con la educación, como un arma de
lucha ideológica [135].

La distribución y los destinatarios finales de los recursos fi-


nancieros de la Beneficencia Pública de Lima comenzaron a ser
temas de debate público en el inicio de la segunda mitad del siglo
XIX. Aspectos importantes de este debate, desde una perspectiva

básicamente liberal, son planteados en 1856 por J. C. Ulloa cuando


dice:

La caridad pública mal dirigida o demasiada extensa puede ser


un peligro para el orden moral y político. Para convenir en la evi-
dencia de este principio, basta traer a la memoria el modo como
los socialistas comprenden la Beneficencia Pública, y los males so-
ciales que ocasionaría la realización de sus doctrinas. Aún sin reco-
nocer como un derecho la Beneficencia Pública, su ejercicio podía
ser perjudicial a la sociedad: para que sea eficaz y laudable es ne-
cesario que sea prudente; que no sea como se le ha llamado, una
prima a la improvisación y a la pereza, un estímulo a la ociosidad
y a la multiplicación de la clase pobre... de aquí la necesidad de
encerrarla en ciertos límites, y de someter a su aplicación a condi-
ciones que neutralicen, en cuanto sea posible, las tendencias que a
veces se desenvuelven en ella, alejándola de su objeto... Para aque-
llos en cuyo pecho arde la llama abrasadora de la caridad, la idea
sola de pretender limitar su aplicación es un sacrilegio: el mundo
sería estrecho para las nobles aspiraciones de estas almas genero-
sas (...) Nuestro propósito... es solicitar únicamente de la Sociedad
que la ejerce ciertas disposiciones reglamentarias que reduzcan el

340
número de personas que demanden sus socorros, de manera que
se hagan más provechoso para aquellos que tienen de ellos ver-
dadera necesidad... la indigencia es la única que tiene derecho a
sus auxilios: la Beneficencia no deberá, pues, dar entrada en sus
establecimientos más que a las personas que comprueben suficien-
temente su estado indigente...disminuirán el número de los que
solicitan sus socorros y restringirán su acción dándole por lo mis-
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351
Capítulo III

Salud Pública en una República


Oligárquica: Perú, 1877-1933

353
Mundo occidental y Salud Pública

El entorno capitalista monopólico

Positivismo, desarrollo tecnológico y capitalismo monopólico:


1875-1913

El “paradigma positivista” del conocimiento se hace hegemónico


en el mundo académico occidental durante el período 1875-1933.
Este paradigma parte del principio de la unidad de las ciencias
naturales y sociales y fue desarrollado por Auguste Comte (1798-
1857), John Stuart Mill (1806-1873) y, posteriormente, Emile
Durkheim (1858-1917) en el marco de la tradición empirista de
Locke, Newton y otros. Por el análisis en que se basaba cada una
de sus ramas, la ciencia ambicionaba llegar a la verdad:

La filosofía positivista dominante, orientada hacia el determinismo,


seguía pretendiendo hallar sólo en la Ciencia la base de todo cono-
cimiento válido y rechazaba toda conclusión que no derivase de la
aplicación rigurosa del método científico [1].

Hacia 1875 el prestigio de la ciencia es máximo en el mundo


occidental. El desarrollo de las ciencias naturales impulsa el pro-
greso tecnológico. Entre 1875 y 1900 la industria aparece directa-
mente influida por este progreso y por la rápida mejora de los me-
dios de comunicación. En todas partes se multiplican los ferroca-
rriles. A su vez, los requerimientos de la industria impulsan el pro-

[355] 355
greso tecnológico y el de los medios de comunicación. El precio de
los productos industriales disminuye, así como el de los transpor-
tes. El telégrafo da un impulso enorme a los negocios y relaciones
comerciales. Por otra parte, el aumento constante de la producción
impone a los países industriales la búsqueda de nuevos merca-
dos dónde exportar sus productos. Las condiciones y la expectati-
va de vida de la población de estos países mejoran significati-
vamente. Se produce una agudización de las luchas de los traba-
jadores contra la prolongación de la jornada laboral, lo que pro-
dujo la implantación de medidas legales para la limitación de di-
cha jornada.
Entre 1870 y 1913, antes de la gran guerra, los progresos téc-
nicos, incentivados por el capitalismo, habían decuplicado la po-
tencia productiva en Europa. Como ejemplo de este hecho basta
considerar que la capacidad de un alto horno era de 35 toneladas,
en 1870, y de 350 en 1913. A los prodigios realizados por el vapor
se añadían los de la electricidad y del petróleo. La ciencia seguía
impulsando la tecnología y ésta creaba industrias nuevas. La cons-
trucción de automóviles estaba en auge. La aviación y la navega-
ción submarina entraban en escena. La longitud de las vías férreas
en el mundo aumentó en un 80% entre 1890 y 1913. El patrón de
oro y la libertad de cambios había conseguido dotar al mundo de
una moneda internacional, a la cual se referían todos los sistemas
nacionales. Estados Unidos ocupaba el primer lugar entre las na-
ciones industriales del mundo, pero Europa era aún la que, por
sus sistemas de créditos internacionales, poseía la preeminencia
económica y financiera. Alemania se había convertido en una de
las primeras potencias europeas, después de que Prusia consiguie-
ra la unidad alemana en 1871 sobre las ruinas del segundo Impe-
rio francés [1].
El incremento de la producción mundial y las exigencias de la
competencia fue acompañado de una concentración de capitales
más acentuado. Las mayores posibilidades financieras y tecnológi-
cas condujeron a una concentración mayor de la industria, la cual
desde 1880 va cayendo bajo el dominio de las sociedades anóni-

356
mas, que reemplazan a las empresas individuales. Aparecen, en-
tonces, las grandes concentraciones capitalistas que sustituían la
“libre competencia” por el monopolio. De este modo, los mercados
no tardarían en caer bajo el dominio de inmensas corporaciones de
negocios y capitales. Se inicia, así, el capitalismo monopólico con
la formación, primero, de las corporaciones y, más tarde, de las gran-
des empresas transnacionales industriales y financieras [1].
Según Lenin, lo que caracteriza al capitalismo monopólico es
la exportación del capital financiero de las metrópolis capitalistas
hacia las economías menos desarrolladas. Esto era una consecuen-
cia de los gigantescos procesos de concentración de la producción
(trust, sindicatos y carteles), por el nuevo rol de los bancos y del
capital financiero (fusión de capital bancario e industrial). La bús-
queda de mayores beneficios económicos hace necesaria esta trans-
formación. El capitalismo competitivo enviaba mercancías, el nuevo
capitalismo comienza a enviar capitales que serán invertidas en
actividades productivas de mayor rentabilidad.

Las economías subordinadas... dejan de ser simples mercados de


comercialización de las mercancías importadas para convertirse
en economías de acumulación en función de los intereses y mer-
cados metropolitanos. Este paso es trascendental, así hace su apa-
rición el imperialismo o fase del capitalismo monopólico: un pe-
ríodo donde el capitalismo afecta directamente las estructuras pro-
ductivas de los países dominados [2].

A partir de entonces se observarían dos tendencias en el mun-


do occidental: una que encaminaba a las potencias industriales
por la senda del imperialismo colonial y económico; la otra que
pondría fin al libre cambio como política restaurando el protec-
cionismo, en un intento de proteger el mercado interior de la com-
petencia externa para reservar lo para la producción nacional. Es-
tas potencias compiten por una mayor expansión colonial y por
la conquista de nuevos mercados en las regiones “tropicales”, para
sus productos y su capital financiero Al presentarse dificultades
a la libertad del comercio exterior se refuerzan los nacionalismos.

357
La primera Guerra Mundial y la posguerra: 1914-1933

Como resultado de esas dos tendencias las grandes potencias eu-


ropeas se lanzan a una política imperialista y a una lucha por la
hegemonía continental, que culmina con el fin de la primera Gue-
rra Mundial (1914-1918). Se producen la Revolución Rusa de 1917
y el derrumbamiento de los Imperios centrales, que son derrota-
dos en 1918 por las potencias aliadas. El Tratado de Versalles
(1919), impuesto por W. Wilson, reagrupa políticamente a Euro-
pa. Al final de la guerra Estados Unidos ubica sus productos y
sus capitales en la arruinada Europa, surgiendo como el país do-
minante en el escenario financiero y económico mundial [1].
La posguerra europea (1918-1930) se caracterizó esencialmen-
te por la declinación de la hegemonía de la democracia liberal y
por el ascenso de los regímenes dogmáticos y autoritarios. Rusia
se reconstruye sobre una base autoritaria de colectivismo estatal.
Nace la URSS; el marxismo pretende reemplazar al liberalismo. El
fascismo triunfa en Italia (1922) y la sometió a una dictadura na-
cionalista que reemplazó el parlamentarismo por el corporativis-
mo. La crisis económica de 1929 alcanzó proporciones alarman-
tes en Alemania, terminando con el ascenso del nacionalsocialis-
mo. El mundo se dividió en áreas de dominio del liberalismo, del
estatismo y del dirigismo. El retroceso del liberalismo económico
y del individualismo reforzó el nacionalismo y el colectivismo [1].
La región de las Américas experimentó un período de creci-
miento acelerado entre 1918 y 1929, como resultado de una gran
expansión de su agricultura y su industria. Mientras que Europa
se recuperaba de la destrucción de su infraestructura social y eco-
nómica producida por la guerra, en la región se producía un pro-
greso sin precedentes en las comunicaciones, el comercio maríti-
mo, la construcción de vías férreas y carreteras, así como en los
viajes por avión. Los mayores requerimientos de una fuerza de tra-
bajo sana, derivados de aquella expansión, obligaron a una reva-
lorización de su importancia en el proceso productivo. Se hace evi-
dente que el control efectivo de las endemias en los países o áreas

358
“tropicales” es una condición necesaria para la penetración del
capital en condiciones de alta rentabilidad.
Ese crecimiento acelerado de las economías incipientes de
América Latina, iniciado con el fin de la primera Guerra Mundial,
se detuvo e invirtió espectacularmente con la caída de la bolsa de
valores de Nueva York en 1929. A la crisis económica le siguió
una crisis social, sin precedentes, con desempleo masivo y crecien-
tes desigualdades.

La Salud Pública en su era bacteriológica

Los grandes descubrimientos bacteriológicos: 1875-1900

Alrededor de la primera mitad del siglo XIX se estaban producien-


do grandes progresos en el campo de la Biología. M. J. Scheleiden
(1804-1881) y T. Schwann (1810-1882) enuncian su “teoría celu-
lar”, después de demostrar que los animales y los vegetales se
hallan constituidos por células; en tanto que en 1852, R. Remak
(1815-1865) plantea el principio embriológico “omnis cellula e
cellula”, es decir, que toda célula procede de otra célula negan-
do así la posibilidad de la “generación espontánea” de los seres
vivos. En 1858 Virchow fundamenta su doctrina de la “natu-
raleza celular” de todas “las manifestaciones vitales, fisiológi-
cas y patológicas, animales y vegetales”; ratificó el principio de
Remak e intentó demostrar que la célula constituye en realidad
el último elemento figurado de toda manifestación vital; la enfer-
medad dependería, entonces, de las alteraciones de la célula o
de complejos tisulares. Además, las observaciones clínicas de P.
Bretonneau (1778-1862) y de I. P. Semmelwies (1818-1865), con-
tribuían a consolidar la teoría de la individualidad de las enfer-
medades basadas en la especificidad de su etiología. Luego, con
los descubrimientos de Pasteur y de Koch se completaría la vali-
dación de los tres conceptos biológicos fundamentales que sir-
vieron para transformar la antigua teoría del “contagium vivum”
en la nueva “teoría del germen” o teoría infecciosa: (I) la teoría

359
celular; (II) la especificidad de las enfermedades y, (III) la ausen-
cia de generación espontánea o heterogénesis [3, 4].
En 1864, Louis Pasteur (1822-1895) resumió y publicó los re-
sultados de sus estudios sobre la fermentación, para hacer su más
revolucionaria contribución científica: la refutación de la teoría de
la generación espontánea y la demostración indisputable de la exis-
tencia de microorganismos, de su modo de reproducción y de su
especificidad patogénica. Los descubrimientos iniciales de Pasteur,
así como los que estaban efectuando Ferdinand Cohn (1828-1898)
y Robert Koch (1843-1910), establecerían los fundamentos científi-
cos de la Microbiología. Los avances que siguieron durante las si-
guientes dos décadas ocurrieron de manera muy rápida siguien-
do, en general, dos tendencias en su desarrollo.
Una tendencia, la de Koch, llevó al desarrollo de los métodos
para el cultivo y el estudio del germen o microorganismo. Pasteur
y sus colaboradores tomaron otra dirección concentrando su aten-
ción en los mecanismos de la infección y en la aplicación práctica
del nuevo conocimiento en la prevención y tratamiento de enfer-
medades contagiosas. La noción de “agente específico” de la en-
fermedad estuvo presente en los primeros estudios de Pasteur y se
fortaleció con las contribuciones de Koch. Este investigador enun-
cia sus famosos postulados sobre las condiciones biológicas nece-
sarias para identificar dicho agente: (I) hallazgo del microorganis-
mo en todos los casos de la enfermedad; (II) obtención de cultivos
puros del microorganismo a partir de los enfermos y, (III) repro-
ducción de la enfermedad al inocular el microorganismo en ani-
males [4, 5].
Con los métodos desarrollados por Koch en unos pocos años
—especialmente entre 1877 y 1897— los agentes biológicos espe-
cíficos de numerosas enfermedades humanas y de animales fue-
ron descubiertos, así como sus principales mecanismos de trans-
misión. De manera paralela, Pasteur —siguiendo las evidencias
de la vacunación Jenneriana— concibió la idea de prevenir las en-
fermedades infecciosas por medio de vacunas preparadas con ce-
pas atenuadas y comenzó a investigar, entre 1880 y 1888, la mo-

360
dificación de la virulencia en los gérmenes productores de enfer-
medad. Los resultados de estas investigaciones, especialmente en
el caso de la rabia humana, abrieron el camino para el desarrollo
de las vacunas y las antitoxinas impulsando el progreso de la
Inmunología y de los medios de prevención de la enfermedad [5].
El 14 de noviembre de 1888 se inauguró el Instituto Pasteur.
Posteriormente, Roux y Yersin aislaron la toxina diftérica de fil-
trados de cultivos del bacilo, lo que permitió a Behring, en Alema-
nia, desarrollar la antitoxina diftérica. Luego, Roux desarrolló la
seroterapia del tétanos y Calmette la antiofídica; Metchnikoff evi-
denció la acción fagocitaria y estudió la sífilis. La Microbiología
y, luego, la Inmunología aparecen, entonces, como los primeros re-
sultados de la utilización del nuevo conocimiento, generado del
estudio inicial de la acción biológica de los microbios (fermen-
tadora, enzimática) y su neutralización (pasteurización), para la
interpretación de la patogenia de las enfermedades contagiosas y
la posible prevención de las mismas [5].
A partir de esos descubrimientos se inició la formalización de
la Epidemiología como ciencia, superando así a la epidemiología
prepasteuriana de la constitución epidémica y de los miasmas. La
Epidemiología comenzó a desarrollarse como una disciplina “po-
sitiva”, sometiéndose a las exigencias cuantificadoras del resto de
las ciencias naturales. Las primeras construcciones teóricas de
esta nueva ciencia se hacen a partir de la noción abstracta de “me-
dio”. Noción formulada por primera vez, como cualidad de “po-
ner en relación”, en la Mecánica de Newton; trasladada, luego, por
Comte a las ciencias biológicas y, finalmente, adoptada como “me-
dio interno” por la patología experimental de Claude Bernard
(1813-1878). Previamente, en los trabajos John Snow (1813-1858)
había relacionado, de manera abstracta, los numerosos elementos
exógenos al organismo (que la Higiene, en los años anteriores ha-
bía asociado a la dimensión pública de la Salud) con las disfun-
ciones gastrointestinales que caracterizan al cuadro orgánico del
cólera.

361
Snow logra asociar, en los moldes del causalismo mecanicista de
las ciencias naturales, fenómenos naturales y no naturales, utili-
zando la noción de un espacio real extraño a los cuerpos biológi-
cos pero tornado conceptualmente continuo a éstos (...). A tra-
vés de ella, los elementos externos pueden tener su identidad ob-
jetiva restringida a la condición de “interdicción y transmisión”
de la mecánica fisiopatológica del cólera [6].

Esta nueva epidemiología tenía como su objetivo el estudio de


las enfermedades infectocontagiosas, más específicamente de sus
modos de transmisión. Explica a la enfermedad como una ano-
malía o deterioro biológico que tiene su origen en la agresión de
un agente externo, casi siempre biológico. Este agente es conside-
rado como la “causa” única y suficiente de la enfermedad. La in-
terpretación monocausal de la enfermedad comienza a hacerse
hegemónica en la comunidad científica. En 1906, Hammer publi-
ca su teoría de las epidemias estableciendo tres conceptos bási-
cos: infectados (I), susceptibles (S) y el de tasa de contagio (L); plan-
tea la primera ecuación matemática de una epidemia, modelo que
resultará mejorado posteriormente por Soper en 1929 [7].
Por su parte, la Medicina moderna, crea al final del siglo XIX,
contaba con técnicas clínicas y quirúrgicas más eficaces; mientras
que la anestesia y la asepsia de Lister (1880) ensanchaban el cam-
po de la cirugía. Los hospitales, que habían servido como “casas
de misericordia” y, luego, como “casa en que se curan enfermos
pobres”, se comenzaron a convertir en lugares de tratamiento de
enfermos graves. Ello fue posible debido a que incorporaron el or-
den, la limpieza y los avances tecnológicos en sus estructuras y
procesos. Sólo a fines del siglo XIX el saber médico llegó a tener
una eficacia objetiva para la atención de la salud de las personas.
En 1860 Florencia Nightingale, con un fondo de 50 000 libras
esterlinas que le fue entregado por sus servicios durante la guerra
de Crimea, organizó en Londres una escuela de enfermeras en el
hospital de Santo Tomás; años más tarde publicó dos libros de gran
importancia: Notas sobre Hospitales y Notas sobre Enfermería que lle-
garon a ser textos de medicina militar. Se iniciaba así el reconoci-

362
miento de la enfermería como una profesión. Además, las eviden-
cias estadísticas de las relaciones entre el mejoramiento del sanea-
miento urbano y los niveles de mortalidad y morbilidad obligaron
a las autoridades políticas, en los países desarrollados, a preocu-
parse cada vez más en ampliar y modernizar sus sistemas públi-
cos de abastecimiento de agua y eliminación de aguas servidas en
las ciudades de gran y regular tamaño.
De esa manera, la Ciencia mejoraba las condiciones de vida y
comenzaba a ser el mejor fundamento de una Medicina y de una
Salud Pública más efectivas. La existencia del hombre se prolon-
gaba y se acentuaba, en consecuencia, el crecimiento demográfico,
que desde 1860 no cesaba en Europa Occidental. Las ciencias na-
turales —renovadas por la teoría celular de Virchow, la Fisiología
experimental y la naciente Microbiología—, junto con la Geología,
la Paleontología, la Historia y la Sociología abrían a las tecnolo-
gías del cuidado de la salud nuevos horizontes.
Bajo la influencia de la Microbiología y del auge de la Clínica
Médica se produce, en las últimas décadas del siglo XIX, el domi-
nio de la interpretación monocausal de la enfermedad, el declive
de la dimensión social de la Higiene y, en consecuencia, el inicio
de la configuración de un modelo médico-sanitarista de carácter
naturalista. En este modelo se separa, por un lado, la acción sani-
taria que el Estado realiza a través de leyes sociales y obras de
saneamiento urbano y, por otro lado, la acción de prevención
individualizada que el médico realiza a través de su práctica clí-
nica, cuando pretende inculcar hábitos saludables en sus pacien-
tes. Se va a producir en las siguientes décadas una separación en-
tre las llamadas “Medicina Estatal” y la “Medicina Preventiva”.

La nueva tecnología médico-sanitaria: 1900-1920

En las dos primeras décadas del siglo XX los investigadores conti-


nuaron identificando microorganismos responsables de enferme-
dades específicas; así como precisando sus mecanismos de trans-
misión, aclarando en mucho la “teoría del germen”. Estos nuevos

363
conocimientos siguieron validando la interpretación monocausal
de la enfermedad. Adicionalmente, otros tipos de descubrimien-
tos, ocurridos en estas mismas décadas, reforzaron aún más esa
interpretación. Nos estamos refiriendo al nuevo conocimiento so-
bre el papel que desempeñaban en la fisiología animal algunos
factores químicos y bioquímicos, como las hormonas, grasas,
microelementos, vitaminas y otros; así como los efectos consecuti-
vos a sus carencias o excesos. En 1916 la idea de la exclusividad
del agente biológico como única causa de enfermedad era tan do-
minante en la comunidad médica que Joseph Goldenberg y sus
colaboradores tuvieron que inocularse material orgánico de pacien-
tes con pelagra para probar, primero, de que esta enfermedad no
era contagiosa y, luego, fundamentar su etiología nutricional
(Terris, 1987) [8].
Todos esos avances cognitivos, validados por la epidemiología
positivista, acumularon el saber suficiente para el mejor diseño del
modelo médico-sanitarista, orientado al diagnóstico etiológico, la
terapéutica específica, la medicina preventiva y los programas de
protección específica. La eficacia evidente de esta nueva tecnolo-
gía médico-sanitaria, especialmente en el control y tratamiento de
las enfermedades “tropicales” endémicas, se constituyó en un ar-
gumento económico y político contundente para convencer a las
autoridades gubernamentales en la necesidad de la reforma de la
organización y las funciones de los departamentos de Salud Pú-
blica. Reforma que implicaba estructuras, procesos y personal dis-
tintos a los utilizados anteriormente.
Ahora, se trataba de supervisar la higiene de los alimentos y
de la leche; crear y desarrollar servicios de laboratorios públicos;
impulsar las inmunizaciones, el saneamiento ambiental, la edu-
cación sanitaria y garantizar el compromiso de los médicos priva-
dos con las actividades de prevención y control de las enfermeda-
des transmisibles. Se hacía imperativo, además, la construcción y
la operación de redes de dispensarios para la atención de ciertas
enfermedades como la tuberculosis y las enfermedades venéreas,
así como la aparición de los primeros centros dedicados a la hi-

364
giene infantil y la atención materna. Había que conducir, admi-
nistrar y aplicar una nueva tecnología que exigía una reforma sa-
nitaria sustantiva.
La Salud Pública había cambiado, entonces, de fundamentos
cognitivos, de centro de estudio y de acción. Renunciaba a la epide-
miología protocientífica y las teorías anticontagionistas —defen-
didas por los creadores de la Medicina Social—, así como al mo-
delo de Sanidad Estatal, intervencionista y de orientación colecti-
vista. Para adoptar, en cambio, la epidemiología positivista y la
“teoría del germen”; así como el nuevo modelo biomédico y de
orientación individualista de atención de la salud. Antes la Salud
Pública había concentrado su atención sobre el medio físico y so-
cial; ahora, en su “era bacteriológica”, lo hacía sobre el medio bio-
lógico y el individuo. La antigua prioridad mundial del control
de las enfermedades “pestilenciales” en sus formas epidémicas
comienza a ser reemplazada y diversificada por la erradicación
de las enfermedades “tropicales” endémicas en los países subde-
sarrollados y por el control de las enfermedades crónicas en los
países industrializados.
La expansión imperialista se desarrolló en gran medida en
las regiones tropicales de Asia, África y América Latina. Pero, la
extracción de materias primas y productos para la exportación y
la construcción de vías de acceso para la penetración en los nue-
vos territorios económicos encontraron pronto, en los altos ries-
gos de enfermar y morir por enfermedades infecciosas, obstácu-
los que limitaron severamente los beneficios económicos de las
empresas extranjeras. En estas circunstancias la investigación para
el mejor conocimiento del control de esas “enfermedades tropica-
les” se constituyó en una inversión apropiada al interés econó-
mico capitalista.
Los principales monopolios comenzaron a otorgar respaldo
técnico y financiero a las escuelas e institutos de investigación de
Medicina Tropical. En la primera década del siglo XX las Escuelas
de Medicina Tropical de Londres, Liverpool, Hamburgo y Bruse-
las ya habían alcanzado un desarrollo importante. En 1913 se creó

365
el departamento de Medicina Tropical de la Escuela de Medicina
de Harvard, dirigido por Richard P. Strong, cuya primera tarea fue
organizar expediciones científicas de estudio de enfermedades tro-
picales a lo largo de la Costa este de Sudamérica, especialmente,
Ecuador y Perú. Entre los principales donantes para el finan-
ciamiento de las operaciones de este departamento se encontraba
la “United Fruit Company”, que tenía un virtual monopolio sobre
la producción y distribución de las bananas de Centroamérica y
otras importantes inversiones en América Latina [9].
En síntesis, en las primeras décadas del siglo xx, la Medicina
y la Salud Pública adoptan la teoría del germen como el núcleo
del modelo explicativo de la enfermedad. Con este modelo teórico
se producirá una profundización del saber médico sobre las en-
fermedades de los distintos sistemas orgánicos del individuo, lo
que conducirá a una mayor especialización del profesional de la
salud, así como a una mejor aplicación de los avances bacterio-
lógicos, inmunológicos, patológicos y clínicos para el tratamiento
de dichas enfermedades. Este tipo de saber permitió un gran pro-
greso en la lucha contra las enfermedades infectoconta-giosas, aun-
que tuvo dos efectos negativos: (I) la tendencia a sobresimplificar
los problemas de la salud, por desconocer o minimizar sus aspec-
tos no biológicos, especialmente los sociales, y, (II ) la deshu-
manización de la atención de la salud, derivada de la parcelación
del estudio y del tratamiento del individuo.

Inicios de la reincorporación de los aspectos sociales: 1920-1933

En los lustros iniciales del siglo XX, de grandes tensiones sociales


y políticas, reaparecen médicos que, en contra de la corriente
hegemónica en la comunidad científica, insisten en utilizar la
Epidemiología como un instrumento para estudiar las “patologías
sociales” generadoras de desigualdades y conflictos. Major
Greenwood [10], médico socialista inglés, profesor de Epide-
miología y Estadísticas Vitales de la “London School of Higien”,
reclama una delimitación más clara del campo objetivo de la

366
Epidemiología; asimismo recusa el carácter esencialmente descrip-
tivo que estaba adoptando en los últimos años.
Greenwood propone que asuma una posición crítica frente a
los fenómenos de salud que se observan en la realidad colectiva:
“Epidemiología es un estudio de la enfermedad como fenómeno
de masa; la unidad de observación no es el individuo sino un gru-
po”. En el estudio que realiza sobre el cáncer introduce metodoló-
gicamente el concepto de “clase social” para el análisis de la dis-
tribución de la enfermedad y también extrae las conclusiones ade-
cuadas acerca de la naturaleza “previsible” de muchos cánceres.
Para este médico el estudio de la enfermedad colectiva debe tener
siempre fines prácticos, es decir, buscar una intervención sanita-
ria eficaz, con relación a la cual la aptitud específica de la epide-
miología es, según él, la prevención de la enfermedad.
No obstante los aportes de Greenwood y los que hacen otros
autores en la década de 1930, la epidemiología “oficial” continuará
dando preferencia al enfoque positivista y, por ende, al manejo de
datos biológicos y al estudio de series de corta duración, minimi-
zado el efecto de “lo social”. En Estados Unidos, Kerr White for-
maliza el concepto de “epidemiología clínica”, en la línea de John
Paul, profesor de Medicina Preventiva de la Jhon Hopkins, para
sugerir que a partir del conocimiento de “lo individual” se cono-
cerán los detalles del origen de la enfermedad, así como las nece-
sidades reales de la familia, la comunidad y la población [11].
Mientras tanto, la elaboración teórica de la “Medicina Social”
alemana continuaba con Alfred Grotjahn, primer catedrático de
“Patología Social” en Berlín (1924) quien reservaba aquella expre-
sión para referirse específicamente a las relaciones de la sociedad
con la atención médica y utilizaba la de “Higiene Social” para re-
ferirse a sus relaciones con la práctica sanitaria. En su libro de
Patología Social, publicado en 1911, se lee que las bases sociales de
la enfermedad pueden ser consideradas como condiciones socia-
les que:

(a) pueden crear o favorecer la predisposición para una enfer-


medad; (b) pueden ellas mismas causar enfermedades directa-

367
mente; (c) puede trasmitir las causas de la enfermedad; y (d) puede
influir en el curso de la enfermedad [12].

Concede, sin embargo, más importancia a los factores técnicos


que a las relaciones sociales o al modo de producción, en el ori-
gen de las enfermedades producidas por la actividad industrial:
habría que sustituir al “sucio carbón” por la “fuerza eléctrica
pura”. Concede asimismo atención a la eugenesia, dentro de una
orientación darwinista [11].
En el mundo occidental, alrededor de 1918 y 1920, después de
la primera Guerra Mundial y del triunfo de la Revolución Socia-
lista en Rusia, las autoridades políticas comienzan nuevamente a
prestarse atención a los factores sociales como condicionantes o
determinantes de la salud colectiva. Por otro lado, la pandemia de
influenza de 1918, así como algunos brotes epidémicos de otras
enfermedades infecciosas fueron indicios de que las posibilidades
de una Salud Pública centrada en la teoría del germen no eran tan
grandes y que las medidas de protección derivadas de esa teoría
no eran tan efectivas como muchos suponían.
Hasta el final de la primera década del siglo XX las acciones
de la Salud Pública se orientaban esencialmente a la conservación
o “protección” de la salud individual. Es recién a partir del inicio
de la segunda década que los términos de “fomento” y “promo-
ción” de la salud, así como el de “comunidad”, aparecen en los
glosarios sanitarios. Los países anglosajones fueron los pioneros
y en ellos el innovador fue C. E. Winslow quien introdujo nota-
bles avances en el concepto de salud pública estableciendo las ba-
ses del concepto contemporáneo. Winslow había propuesto en la
“Convención Anual de la Asociación Médica para el Progreso de
la Ciencia” (1920) la siguiente definición del concepto:

... es la ciencia y el arte de impedir las enfermedades, prolongar


la vida, fomentar la salud y la eficiencia física y mental, median-
te el esfuerzo organizado de la comunidad para: 1) el saneamien-
to del medio; 2) el control de las enfermedades transmisibles; 3)
la educación sanitaria; 4) la organización de los servicios médi-
cos y de enfermería; y 5) el desarrollo de los mecanismos socia-

368
les que aseguren al individuo y a la comunidad un nivel de vida
adecuado para la conservación de su salud, organizando estos
beneficios de tal modo que cada ciudadano se encuentre en con-
diciones de gozar de su derecho natural a la salud y a la longe-
vidad [13].

Con las ideas de Winslow y sus seguidores la educación sani-


taria se revalorizó y difundió en busca de nuevos métodos que po-
sibilitaran la participación activa de la comunidad en el fomento
y protección de su salud. La Antropología comienza a hacer im-
portantes contribuciones para alcanzar una mejor comprensión del
complejo fenómeno de la salud, como un componente esencial para
la vida del individuo y de cada comunidad.
Winslow (1877-1957), médico, sanitarista, docente y líder de
la Salud Pública en el mundo, no llegó a calificar explícitamente,
en su definición, a la “recuperación” de la salud como una fun-
ción básica sanitaria. Recién en la primera década de la segun-
da posguerra, como consecuencia de los grandes avances de la
medicina asistencial, de una práctica de atención médica cada
vez más cara y compleja, y de la creciente valoración de las ideas
de justicia social, se afianzaría la idea de que la recuperación de
la salud debía constituirse, también, en una función básica de la
Salud Pública.
Al final del período 1920-1933, Wade Hampton Frost, en Esta-
dos Unidos, centra la Epidemiología en el estudio de las enferme-
dades transmisibles y enfatiza su carácter social. En 1927 la defi-
ne como

ciencia de los fenómenos masivos de las enfermedades infec-


ciosas, o bien como la historia natural de las enfermedades
infecciosas [14].

Prosigue y afirma que:

la Epidemiología es esencialmente una ciencia inductiva, intere-


sada no solamente en la distribución de la enfermedad sino igual-
mente o más en dar en ella una filosofía consistente (...) ella es
esencialmente una ciencia colectiva, y su progreso está depen-
diendo en mucho de lo que ha sido hecho en otros campos [14].

369
El rigor metodológico de esta concepción fue confirmado por
Stallybrass en 1931 [11].

Inicios de la Salud Pública moderna en América

En Estados Unidos de Norteamérica: 1902-1933

En junio de 1798 el Congreso estadounidense había aprobado una


Ley de Hospitales de Marina (“Marine Hospital Service Act”), por
la que autorizó al Presidente nombrar médicos en cada puerto y
proporcionar medicamentos y hospitalización a marinos enfermos
e inválidos. De la paga de cada hombre debían deducirse veinte
centavos al mes y lo recaudado debía ser entregado a los oficiales
de aduanas del Departamento del Tesoro encargados de su custo-
dia. Posteriormente la preocupación de los Estados y del gobierno
federal por impedir la introducción al país de enfermedades epi-
démicas dio lugar, en 1878, a la primera ley sobre cuarentena en
los puertos. La obligación de aplicar esta ley recayó, finalmente,
sobre el “Servicio de Hospitales de la Marina”.
Los Estados debían solicitar el concurso de los médicos de este
Servicio, funcionarios federales, para el control de situaciones de
carácter local. Con relación a esta particular historia, un hito im-
portante había sido el “Informe de la Comisión Sanitaria de
Massachusetts”, presentada en 1850. Comisión presidida por
Lemuel Shattuck (1793-1859). En dicho informe se propone la crea-
ción de juntas locales y estatales de sanidad y de un cuerpo de
policía o inspección sanitaria, así como un conjunto de ideas y
lineamientos que, posteriormente, constituyeron las bases de las
actividades sanitarias en Estados Unidos [15, 16].
En 1902 el Congreso dio al “Servicio de Hospitales de la Mari-
na”, en reconocimiento de su desarrollo, el nuevo nombre de “Ser-
vicio de Salud Pública y Hospitales de Marina”, al mismo tiempo
que una organización definida bajo la dirección de un Cirujano
General. Éste tenía la atribución de convocar a una conferencia
anual de todos los directores estatales y territoriales de salubri-

370
dad. [15, 16]. Dos experiencias sufridas por los estadounidenses
en el tránsito del siglo XIX al XX dieron lugar a la consolidación de
la Salud Pública norteamericana como ciencia positiva y como ac-
tividad estatal, independiente de la medicina curativa y privada.
La primera fue la alta incidencia de la fiebre amarilla en el ejército
durante la guerra con Cuba; y, la segunda, los efectos de la
anquilostomiasis entre la fuerza laboral del Sur en pleno proceso
de su incorporación al desarrollo industrial del Norte. En 1909 se
crea la “Comisión para la Erradicación de la Anquilastomiasis”,
dirigida por Wickliffe Ross [11].
En 1912, el “Servicio de Salud Pública y Hospitales de Mari-
na” fue reorganizado y encargado de la coordinación y adminis-
tración de los principales programas federales de salud, ahora con
el nombre de “Servicio de Salud Pública de Estados Unidos”. Con
la reorganización, el servicio fue autorizado a reforzar la ley de
cuarentena, cooperar con Estados y comunidades en el control de
las enfermedades comunicables; así como a realizar el estudio y
regulación de los problemas derivados de la creciente urbaniza-
ción, tales como higiene, saneamiento y contaminación del agua
[15, 16]. Paralelamente a esas actividades públicas, en 1913 se creó
el Departamento de Medicina Tropical de la Escuela de Medicina
de Harvard cuya primera tarea, como ya se comentó, fue organi-
zar expediciones científicas de estudio de enfermedades a lo largo
de la Costa este de Sudamérica. Marcos Cueto comenta la argu-
mentación de su primer director, Richard Stong, para legitimar el
financiamiento y la ubicación académica de la medicina tropical:

Él enfatizó la urgente necesidad de proteger los intereses comer-


ciales y ciudadanos de Estados Unidos durante un período en que
se incrementaban los contactos con los trópicos. La construcción
del Canal de Panamá y el marcado incremento de las relaciones
marítimas comerciales reforzaban ese argumento (...) Strong creía
que había un mercado profesional creciente para graduados en
medicina tropical... [9]

En 1914, debido a las donaciones iniciales y la difusión de los


éxitos de sus investigaciones, el departamento fue transformado

371
en una escuela independiente que llegó a ofertar el grado de Doc-
tor en Medicina Tropical. Los problemas operativos que encontró
el “Servicio de Salud Pública de Estados Unidos” para cumplir
con sus objetivos, mostraron muy pronto que no se podía confiar
su gestión a funcionarios a tiempo parcial ni a los médicos loca-
les. Pero no se disponía de otro tipo de personal para encargarle
de dicha gestión, apenas en 1910 la Universidad de Michigan ha-
bía otorgado el primer grado académico de especialista en Salud
Pública, por lo que se propuso la creación de una nueva profesión
de funcionarios de Salud Pública a dedicación exclusiva. Como
respuesta a esta propuesta, en una reunión de 19 líderes en edu-
cación, medicina y salud pública, organizada por la “Oficina Ge-
neral de Educación de Estados Unidos”, se concluyó en la necesi-
dad de fundar una “Escuela de Salud Pública” de altos estándares,
afiliada con una Universidad y una Escuela Médica, organizada
como una entidad separada y con un Instituto de Higiene como
núcleo. W. Welch y W. Rose fueron encargados de formular un
plan para organizar dicha escuela.
Este plan fue presentado en 1916, como parte de un informe
que tuvo una gran influencia en el desarrollo de la enseñanza de
la Salud Pública en el mundo durante las siguientes décadas. En
el plan, la Salud Pública es reconocida como parte de un amplio
movimiento social; no obstante este reconocimiento los objetivos
fueron planteados, apenas, como la capacitación de médicos y otros
profesionales en los principios de la Higiene y de la Medicina Pre-
ventiva. Welch y Rose remarcaron que los temas de política social
no podían ser ignorados; sin embargo, tales temas fueron omiti-
dos en el currículo recomendado. En realidad se había optado, a
pesar de la protesta de Winslow, por una orientación positivista
basada en la ingeniería sanitaria y en la Bacteriología, postergan-
do las tendencias que valoraban la reforma social, los componen-
tes políticos y las ciencias sociales. La Universidad Jhon Hopkins
instrumentó, rápidamente, el plan presentado y estableció, en 1916,
su “Escuela de Higiene y Salud Pública” que comenzó sus activi-
dades lectivas en 1918, siendo su primer director el Dr. Welch. Lue-

372
go, se organizaron otras Escuelas de Salud Pública, sobre la base
de las recomendaciones Welch-Rose [11, 17, 18].
Después de la creación de la Escuela de Higiene y Salud Públi-
ca de la Universidad Jhon Hopkins, la medicina tropical comenzó
a ser vista en Estados Unidos como una simple disciplina acadé-
mica que no tenía méritos para tener un desarrollo institucional
independiente porque se superponía con los campos de la bacte-
riología e inmunología y se relacionaba con problemas, como el po-
bre saneamiento y la malnutrición, que no estaban restringidos a
las zonas tropicales. Además, desde 1915 la Escuela de Medicina
Tropical de Harvard había comenzado a tener problemas financie-
ros, en tanto sus operaciones dependían de donaciones privadas.
Por último, algunas de sus funciones se duplicaban con las asig-
nadas a otras dependencias de Harvard y sólo había podido enro-
lar a un pequeño número de estudiantes. Este escaso interés por la
especialidad era una consecuencia de que “simplemente los Esta-
dos Unidos ya poseía un imperio formal, y porque, de acuerdo a
un profesor de salud pública: En muchos países, las posiciones de
salud pública son más o menos fichas en el juego político”.
Todos estos problemas determinaron que en 1924 la Escuela
de Medicina Tropical se convirtiera en un Departamento de la Es-
cuela de Salud Pública de Harvard; y que, después del retiro de
Strong, a fines de la década de los 30, la medicina tropical desapa-
reciera como una separada unidad académica, cuando el Departa-
mento de Medicina Tropical fue fusionado con el Departamento de
Patología Comparada de la Escuela Médica de Harvard [9].
Desde sus inicios las actividades oficiales de Salud Pública en
Estados Unidos se cumplen en tres niveles: el federal, el estatal y
el local. Las legislaturas estatales definen la organización y las res-
ponsabilidades sanitarias en cada Estado. Tales leyes difieren,
aunque en todas ellas se prevé algún tipo de supervisión de una
autoridad federal, así como la existencia de un Departamento Es-
tatal de Salud o su equivalente, a cargo de una variedad de pro-
gramas y servicios ya sea a través de provisión directa de servi-
cios o por medio de convenios con unidades de salud locales. Es-

373
tas últimas actúan como unidades gubernamentales en los con-
dados, municipalidades, subdivisiones de condados, distritos es-
colares y distritos especiales [15, 16].

En América Latina: 1877-1933

Al final de la década de 1870 la controversia sobre el origen y la


transmisión de enfermedades infecciosas se había extendido en
todo el mundo. Los efectos de la misma, así como el acortamiento
de las distancias, provocado por el gran desarrollo del comercio y
de los transportes, impulsaron el interés sobre las condiciones de
salud que prevalecían en las diferentes partes del mundo. La co-
operación internacional para la prevención de las enfermedades
transmisibles se convirtió en una materia de gran importancia y
en 1851 se dio el primer paso para la creación de una organiza-
ción internacional de salud, con la apertura de la primera confe-
rencia sanitaria internacional de París.
El objetivo de la conferencia fue eliminar toda innecesaria de-
mora del comercio internacional, con la condición de garantizar
la protección de la salud general. Se propusieron regulaciones en
el primer intento de un código sanitario internacional. Teniendo
cuidado de que ninguna de ellas pudiera ser considerada como
una interferencia a la soberanía de cada país. Las propuestas pre-
sentadas en ésta y en las posteriores conferencias de París (1859),
Constantinopla (1866), Viena (1874) y Washington D. C. (1881) no
llegaron a producir ningún resultado práctico. Aún no existían las
condiciones epidemiológicas, teóricas y políticas suficientes para
alcanzar un consenso internacional al respecto [5].
En la década de 1870,g una epidemia de fiebre amarilla se ha-
bía propagado del Brasil al Paraguay, Uruguay y la Argentina; sólo
en Buenos Aires ocasionó más de 15 000 muertes. En 1877 la epi-
demia llegó a Estados Unidos y produjo 20 000 defunciones. Es
sólo en esta situación epidemiológica que el Congreso de los Esta-
dos Unidos autorizó al Presidente a convocar la citada “Quinta
Conferencia Sanitaria Internacional” (Washington, D. C., 1881),

374
con el fin de instituir un sistema internacional de notificación so-
bre la situación sanitaria real en los puertos y lugares... [19].

Es también partir de esa década “cuando comienza a insinuar-


se, de manera organizada, la influencia norteamericana en el res-
to del continente... La dependencia cultural, social y científica a
los Estados Unidos, reemplaza a las de Inglaterra y Francia, po-
tencias que a su vez usaron el espacio cedido por España y Portu-
gal” [20], y se inicia la institucionalización de esta dependencia
en la región mediante el movimiento en pro de la cooperación
interamericana. En 1890, la “Primera Conferencia Internacional de
los Estados Americanos”, celebrada en Washington D. C., estable-
ció la “Oficina Internacional de las Repúblicas Americanas” (la
actual OEA), con el propósito inicial de recolectar y difundir in-
formación que pudiera facilitar el comercio exterior.
Como parte de ese movimiento de cooperación, la “Segunda
Conferencia Internacional de los Estados Americanos” (México,
octubre 1901-enero 1902), recomendó que la oficina internacional
convocara a una convención general de representantes de las ofi-
cinas de salubridad de las repúblicas americanas para formular
acuerdos y disposiciones sanitarias y celebrar periódicamente con-
venciones de salud; asimismo se debería designar una Junta Eje-
cutiva Permanente, que se llamaría “Oficina Sanitaria Internacio-
nal”. La razón de esta iniciativa era la de llegar a establecer, de
manera consensual, medidas comunes de cuarentena marítima
para minimizar las pérdidas económicas y comerciales derivadas
de la aplicación indiscriminada de las mismas [19].
De manera coherente con esas iniciativas mundiales y regio-
nales de facilitar el comercio exterior, desde el año 1880 se habían
comenzado a crear, en cada uno de los países latinoamericanos,
los Departamentos Nacionales o Direcciones Generales de Higie-
ne o de Sanidad cuyas estructuras respondieron inicialmente a la
necesidad de realizar efectivas “campañas sanitarias” contra la
fiebre amarilla u otras “enfermedades pestilenciales” en las más
importantes ciudades portuarias de la región. Las acciones de es-
tas nuevas dependencias se fundamentaron en los principios de

375
la “teoría del germen” a los que se sumaron, luego, los de la “teo-
ría del mosquito”. Teorías que habían sido aceptadas y apoyadas
en la región por líderes científicos latinoamericanos, como los bra-
sileños Oswaldo Cruz y Carlos Chagas y el cubano Carlos J.
Finlay. Como resultados de estos esfuerzos sanitarios la fiebre
amarilla desaparecería de focos bien establecidos: Habana (1902),
Panamá (1905) y Guayaquil (1913) [20, 21, 22].
La “ I Convención Sanitaria Internacional” se realizó en Was-
hington D. C., del 2 al 5 de diciembre de 1902, con la participa-
ción de once países, entre los cuales no estaba el Perú. En este evento
se creó la “Oficina Sanitaria Internacional” —a partir de 1923, “Ofi-
cina Sanitaria Panamericana”— con la finalidad de “asegurar una
cooperación eficaz para el fomento de la salud de las Américas”.
En la resolución de esta Convención se resuelven cinco puntos,
de los cuales el tercero y el cuarto establecen:

Que la Oficina... estará obligada a prestar el mejor auxilio que


pueda y toda la experiencia que posea, para contribuir a que se
obtenga la mayor protección posible de la salud pública de cada
una de las Repúblicas, a fin de que se eliminen las enfermedades
y de que se facilite el comercio (...) deberá estimular y ayudar o
imponer por todos los medios lícitos a su alcance, el saneamien-
to de los puertos del mar, incluyendo la introducción de mejoras
sanitarias en las bahías, el alcantarillado o sistema de cloacas, el
desagüe del suelo, el empedrado, la eliminación de la infección
de todos los edificios, así como la destrucción de los mosquitos y
otros insectos dañinos [19, 23].

El Perú asistió a la “II Convención Sanitaria”, realizada en la


ciudad de Washington D. C., durante el mes de octubre de 1905,
teniendo como representante al Dr. Eduardo Lavorería. En ella se
adoptó la versión española de una Convención “Ad Referéndum”
que fijaba las normas a ser cumplidas por los países signatarios
de la misma cuando el cólera, la peste o la fiebre amarilla apare-
cieran en sus territorios [19].
En la “ IV Conferencia Sanitaria Internacional” (San José de Cos-
ta Rica, diciembre 1909-enero de 1910) se destacó que los nuevos
conocimientos sobre la patología y la epidemiología de las enfer-

376
medades transmisibles revelaban la importancia que para la solu-
ción de ese tipo de problema tenía la buena organización de los
servicios de salud local. De ahí en adelante el énfasis de estas con-
ferencias pasó paulatinamente de la cuarentena al control activo
y la lucha contra los brotes epidémicos, sobre la base de la organi-
zación de servicios adecuados de salud y la educación sanitaria
de la comunidad. Se pasaron a considerar temas como la legisla-
ción sanitaria, el estudio científico de las “enfermedades tropica-
les”, dándole más importancia a la parasitología y a la anatomía
patológica, las investigaciones de laboratorio en “medicina tropi-
cal” y patología general [23].
Ya era evidente que el mejor conocimiento sobre las enferme-
dades transmisibles y el desarrollo de los servicios de salud local
eran dos condiciones para el control efectivo de las endemias en
los nuevos territorios económicos. Endemias que elevaban los gas-
tos de producción y reducían la productividad de la fuerza de tra-
bajo [24]. En respuesta a estas evidencias económicas y a las reco-
mendaciones técnicas los principales monopolios organizaron fun-
daciones para prestar apoyo técnico y financiero a las estructuras
sanitarias estatales, a las Escuelas de Medicina Tropical y a los
Institutos de Investigación Bacteriológica.

Una de las innovaciones más controvertidas del capitalismo nor-


teamericano de comienzos del siglo veinte fue la burocratización
de la filantropía. Entre las motivaciones que llevaron a empresa-
rios prominentes como Carnegie, Guggenheim y Rockefeller a
crear fundaciones con complicados sistemas de jerarquía y
donaciones, estuvieron la búsqueda de prestigio, la defensa de
intereses y deseos humanitarios para superar los límites de la ca-
ridad que generalmente paliaba problemas pero no los resolvía.
Poco después de su creación, algunas de estas fundaciones esco-
gieron América Latina como uno de los escenarios internaciona-
les de sus actividades. Uno de los objetivos de esta expansión
fue la difusión de patrones culturales y de trabajo norteamerica-
nos [25].

Del reducido número de empresas que tenía el control de los


mercados nacionales latinoamericanos la más notable y represen-

377
tativa en este período era la “Standard Oil Company”, de John D.
Rockefeller. En 1913 se constituyó la “Fundación Rockefeller” (FR),
ante la legislatura de Nueva York, como un “organismo de carác-
ter privado para promover el bienestar de la humanidad”. La FR
colaboró directamente con los países mediante convenios y fidei-
comisos creados ex profeso lo cual permitió reproducir y trasla-
dar las experiencias y los resultados de las investigaciones sobre
Medicina y Salud Pública realizadas en Estados Unidos. Uno de
esos fideicomisos fue la “Junta Internacional de Sanidad” (1913-
1928), constituida para ampliar y reproducir el programa estado-
unidense de salud pública e iniciar campañas para erradicar en-
fermedades endémicas e infecciosas en las poblaciones rurales de
América Latina y África [24].

Entre 1913 y 1940 las actividades de la Fund. Rockefeller en


Latinoamérica estuvieron concentrados en el control de enfer-
medades infecciosas... que interrumpían el comercio internacio-
nal y amenazaban a residentes y empresas extranjeras. Este con-
trol se caracterizó por el envío de expertos norteamericanos que
con la anuencia de los gobiernos, asumían la dirección de las cam-
pañas destinadas a combatir epidemias... [de acuerdo al] plan-
teamiento inicial de que sólo campañas dirigidas por expertos ex-
tranjeros podían resolver lo que se percibía como el principal pro-
blema de la región... [25].

En los subsiguientes años las actividades de los departamen-


tos de Salud de los países latinoamericanos se reorientaron de la
corrección de las condiciones insalubres de los puertos al enfren-
tamiento de los problemas que afectaban a la población asenta-
das en áreas de producción agrícola. Las primeras campañas de
sanidad terrestre tuvieron como propósito el control de la anqui-
lostomiasis y de la malaria en las áreas de producción agro-
exportadora, debido a que se trataba esencialmente de elevar la
productividad de los trabajadores en zonas donde tales daños eran
endémicos. Progresivamente, los intereses de los países y, en con-
secuencia, de la oficina se diversificaron:

378
Según el informe anual del Director para 1922, las áreas de res-
ponsabilidad se limitaban a la ingeniería sanitaria, las conferen-
cias de instrucción médica, la vacunación contra la viruela, los
materiales de educación sanitaria, la fumigación de embarcacio-
nes y la incineración de desechos sólidos. Además de estos te-
mas regulares, el informe del Director para 1927 advierte las cre-
cientes preocupaciones continentales: adicción a las drogas, en-
fermedades venéreas, administración sanitaria, tuberculosis, pa-
rásitos intestinales, lepra, tracoma, malaria, puericultura, clima y
enfermedad e inmigración [26].

En la “V Conferencia Internacional de Estados Americanos”


(Santiago de Chile, 1923) se decidió dar a la conferencia el nom-
bre de “Panamericana”, en vez de Internacional, así como modifi-
car el nombre de la Oficina Sanitaria Internacional de manera aná-
loga. Con este nuevo nombre se reunió la “VII Conferencia Sanita-
ria Panamericana” (La Habana, 1924). Representante del Perú fue
Paz Soldán. En esta conferencia el Dr. Long y otros funcionarios
norteamericanos presentaron un proyecto de Código Sanitario
Panamericano, cuya traducción en español fue aprobada el 14 de
noviembre de 1924; el Código reemplazó a la Convención “Ad Re-
feréndum” de 1902. En la “ VIII Conferencia Sanitaria Panamerica-
na” (Lima, 1927), presidida por el Dr. Paz Soldán, se aprobó una
iniciativa de la delegación peruana en la que se recomendaba a
los gobiernos, que aún no lo hubieran hecho, la creación de un
nuevo Ministerio de Estado “ consagrado exclusivamente a los ne-
gocios médico-sociales” [19].
En los inicios de la década de los 30, la influencia de Estados
Unidos en el desarrollo de la Salud Pública latinoamericana y la
expansión de la Oficina Sanitaria Panamericana en la región eran
manifiestas.

Es por intermedio de estas reuniones de Directores Nacionales


que se difunden muchas de las concepciones que Estados Unidos
deseaban imponer en el campo de la sanidad. Al mismo tiempo,
y con los mismos propósitos, se crea la posición de Representan-
te Viajero, en 1929, siendo el primero el Dr. Long, que influye en

379
el cambio de las organizaciones de salud... El Dr. Long fue quien
redactó el Código Sanitario Panamericano... parte de su misión
fue la introducción de cambios en la estructura jurídica sanitaria
de los países de América Latina [27].

El informe del director de la OPS para 1930-1931 llamó la aten-


ción sobre los problemas de la peste, la fiebre amarilla, la malaria,
la tuberculosis, la viruela, el sarampión y la tos ferina; así como la
tasa creciente de mortalidad por cáncer en la región. La “Segunda
Conferencia Panamericana de Directores Generales de Sanidad”, en
abril de 1931, consideró una amplia gama de temas: saneamiento
urbano y rural, suministro adecuado de agua, control de produc-
ción y expendio de leche, notificación de enfermedades transmisi-
bles, enfermedades venéreas, tuberculosis, parásitos intestinales, vi-
ruela, malaria, peste, higiene industrial, protección a la maternidad
y a la infancia, nutrición, drogas adictivas y oncocercosis [26].
En el inicio de la tercera década del siglo XX, la Oficina Sanita-
ria Panamericana y la Fundación Rockefeller ya estaban apoyan-
do y asesorando de manera significativa a las organizaciones na-
cionales de sanidad en América Latina. En opinión de J. C. García:

Funcionalmente, existe a principios de siglo una división de tra-


bajo y, de acuerdo con ella, la Fundación Rockefeller se ocupa de
la sanidad terrestre en relación con la anquilostomiasis, malaria,
fiebre amarilla, y de la organización de la sanidad local, mientras
la Oficina se preocupa, fundamentalmente, de lograr un consen-
so sobre la sanidad marítima, especialmente sobre la regulación
de las cuarentenas... Los directivos del Servicio de Salud Pública
y Hospitales de Marina de los Estados Unidos tomaron parte ac-
tiva en la planeación, creación y dirección de las actividades de la
Oficina. Desde su creación, hasta 1936, los directores de la Ofici-
na fueron los Cirujanos Generales del Servicio de Salud Pública
de los Estados Unidos... [27].

Para que colaboraran con los expertos extranjeros en el man-


tenimiento de los programas de control y se encargaran de la ges-
tión de las organizaciones nacionales de salud, la Fundación
Rockefeller y, en menor medida, la Kellogs y otras entidades ha-

380
bían comenzado a otorgar becas para personal profesional latino-
americano que deseara capacitarse en Salud Pública. En la déca-
da de los 20 ya existían en América varias escuelas de Salud Pú-
blica que habían sido organizadas bajo las concepciones de Hi-
giene y Medicina Preventiva, de acuerdo con las recomendacio-
nes del informe Welch-Rose (1919) ya comentado. Entre ellas, la
Escuela de la Universidad Jhon Hopkins de Baltimore (1918), la
de Sao Paulo (1921) y la de México (1925), que comenzaron a ca-
pacitar los primeros cuadros de especialistas en Salud Pública de
América Latina [28].

La asistencia pública en el mundo

En agosto de 1889 se realizó el Congreso Internacional de Benefi-


cencia de París, presidido por el médico francés Teófilo Rousell.
Éste abrió el congreso haciendo el balance en ese año de la refor-
ma de la Beneficencia de Francia, entendida por él como un “pri-
mer ensayo de la unificación definitiva de los servicios de Benefi-
cencia”. El fundamento de esa reforma “es la creación del Consejo
Superior de Asistencia Pública, encargado del examen o estudio
previo y la refundición en él de la Higiene y de la Medicina Públi-
ca, completando así el perfeccionamiento de este ramo u órgano
del Poder Ejecutivo”.
En la primera sesión Monod, director de la Beneficencia de Pa-
rís, trató el tema: “Asistencia Pública en Francia de 1889”. Al res-
pecto, demostró la diferencia entre la limosna y el ahorro social,
entre la beneficencia y la obligación social, considerando la inter-
vención del Estado en la asistencia, como “la aplicación de los
principios de la justicia al interés social” y al gasto en asistencia
como la acumulación de un capital medido en función de la vida
humana. Una de las conclusiones del congreso fue: “La Asisten-
cia Pública debe ser obligatoria por la ley, para los indigentes tem-
poral o definitivamente incapaces, físicamente, de proveer a las
necesidades de la existencia, a falta de organización ya existente
o de otra Asistencia”.

381
En este foro también se presentaron los avances en otros paí-
ses en la organización de este tipo de asistencia donde no están
incluido solamente las entidades de socorro a los indigentes invá-
lidos y a los niños y viejos; sino también las instituciones de pre-
visión, de trabajo y de crédito para prevenir los efectos de la mise-
ria. La asistencia pública, además de ambulancias civiles estable-
cidas en los barrios, en la que siempre hay un médico de guardia,
dispone de escuelas de enfermeros, sociedades de socorros mutuos,
salas de asilo y guardianía de niños; además de casas para emi-
grantes las cuales son financiadas y dirigidas por el gobierno. Por
último, con relación a la asistencia en provincias, se destacaron
las conclusiones aceptadas por el Consejo Superior de la Asisten-
cia de París: asistencia pública obligatoria que se dará a domicilio
y por hospitalización, pero con tendencia de practicarla en domi-
cilio; se le imputará a la colectividad nacional más próxima a la
familia: el municipio, la parroquia y el barrio, pero se determina-
rán los gastos por autorización de sindicatos, como en Alemania,
y por la ayuda de una sociedad administradora más elevada, la
provincia, el departamento y últimamente el Estado [29].
Las concepciones y las aplicaciones de la Asistencia Pública,
vigentes al inicio del siglo XX, se encuentran en la obra Traité
Théorique et Pratique D’Assistance Publique, publicado en París el año
1900, que tiene como autores a H. Derouin, A. Gory y F. Worms,
funcionarios de la Asistencia Pública de Francia. La obra de 1 050
páginas se encuentra en el Museo de la Biblioteca de la Facultad
de Medicina de San Fernando y su contenido está estructurada en
las seis partes siguientes: (I) “Nociones Generales e históricas”,
110 pp.; (II) “Servicios de Asistencia Comunal”, 686 pp.; (III) “Ser-
vicios de asistencia departamentales”, 108 pp.; (IV ) “Servicios de
asistencia médica gratuitos”, 54 pp.; (V ) “Servicios de asistencia
nacional. Establecimientos nacionales de beneficencia”, 23 pp. y,
finalmente, (VI) “Materias diversas”, 40 pp. La segunda de ellas se
desagrega en ocho puntos: hospitales y hospicios, oficinas de be-
neficencia, administración general de la Asistencia Pública, bie-
nes y contribuciones, acciones de servicio público (afectación y

382
desafectación de bienes, adquisiciones por la vía de la expropia-
ción, arrendamientos, empréstitos, mercado de trabajo y de apro-
visionamiento), acciones relativas al dominio (acciones de gestión
y de disposición), compatibilidad y de lo contencioso.

Nacimiento del seguro social en el mundo

En la segunda mitad del siglo X I X el proceso capitalista


monopólico estaba transformando la vida de las personas en todo
el mundo. En Europa, las luchas de los trabajadores contra los
empresarios para lograr mejores condiciones de trabajo, así como
las movilizaciones de los obreros socialistas, adquirieron mayor
frecuencia y violencia. Para tratar de buscar respuestas a sus ne-
cesidades más urgentes los obreros sólo podían recurrir a esas
luchas y movilizaciones; además de sus débiles organizaciones
de defensa mutua. Los sindicatos recién fueron autorizados en
Francia, Alemania e Inglaterra a partir de los años 1864, 1869 y
1874, respectivamente.
En esas circunstancias las fracciones radicales de los bloques
dominantes empezaron a reconocer la existencia en el proceso pro-
ductivo de un enorme sobrecosto el cual resultaba de la pérdida
de fuerza laboral capacitada como consecuencia de las enferme-
dades ocupacionales, los accidentes y la exposición a riesgo en
las industrias. Los partidos liberales en el gobierno, impulsados
por esas fracciones, se vieron obligados a aceptar algunos de los
cambios que el socialismo y los obreros reclamaban. Entre ellos,
los que hicieran posible que todo trabajador estuviese cubierto con-
tra los riesgos de la miseria, la enfermedad, la invalidez y la vejez.
Posibilidad que sólo podía brindarle el Estado o un sistema de se-
guros sociales.
En Inglaterra (1897) y en Francia (1898) se dieron una serie de
leyes sobre viviendas obreras, seguros contra la invalidez y el paro,
reglamentación del trabajo, protección de niños y mujeres, salu-
bridad de talleres y responsabilidad patronal por accidentes de
trabajo. Para sostener este sistema de protección obrera, concebi-

383
do por los liberales en forma de seguros libres, la ley estimuló la
creación de mutuales. El liberalismo, abandonando el principio de
laiser-faire, llegaba así a preconizar la intervención del Estado en
el campo social. La organización del trabajo sobre bases acordes
con las condiciones que reclamaban con huelgas violentas los nue-
vos sindicatos obreros tropezaba con un gran obstáculo: la nece-
sidad de no aumentar los costos de la producción para no dificul-
tar la producción que las tarifas proteccionistas hacían cada vez
más difícil. Ello obligó a conferencias internacionales para esta-
blecer una legislación internacional del trabajo en 1905 y 1906. El
primer acuerdo fue la prohibición del trabajo nocturno para las
mujeres.
A finales del siglo XIX, la salud de los trabajadores se estaba
convirtiendo en un tema político en algunos países europeos, aun-
que por razones diferentes. Bismarck, canciller de Alemania, pen-
só que si el gobierno se hacía cargo de los fondos de enfermedad
de los sindicatos se eliminaría una fuente de legitimación de és-
tos, en un momento cuando los movimientos de los trabajadores
socialistas estaban tomando fuerza y, por otro lado, se aumenta-
ría la seguridad económica de los trabajadores. Por lo tanto, entre
1883 y 1889 el gobierno, presidido por Bismarck, creó el primer
sistema de “seguro social” ordenado por el Estado. Tal sistema
constituyó un ejemplo casi único en su clase durante unos 30 años.
El sistema de seguro social alemán se introdujo en tres etapas:
el seguro de enfermedad, en 1883; el seguro de accidentes de tra-
bajo, en 1884, y, finalmente, el seguro de invalidez y vejez en 1889.
De esta manera quedaban cubiertos obligatoriamente todos los tra-
bajadores asalariados de la industria. Al crear así el sistema por
etapas, confiando la administración del seguro de enfermedad a
las cajas de ayuda mutua existentes, la del seguro de accidentes
de trabajo a las asociaciones de empleadores y la del régimen de
pensiones a las autoridades provinciales, el gobierno alemán lo-
gró atenuar la oposición que estas medidas hubieran podido pro-
vocar [30]. La popularidad de este modelo de seguro social entre
los trabajadores condujo a la adopción de leyes similares en otros

384
países europeos: Austria (1888), Hungría (1891), Bélgica (1904),
Noruega (1909), Suiza (1911) y Gran Bretaña (1911).
Por esos mismos años Rusia había empezado a establecer una
red de estaciones médicas y hospitales provinciales bajo el mode-
lo de organización del “Zemstvo”, que integraba en un servicio
público gratuito las prestaciones asistenciales y preventivas y que
era financiado con ingresos tributarios. Después de la revolución
bolchevique, en 1917, Lenin propone cuatro objetivos básicos: (I)
la seguridad social que cubra a todos los trabajadores, a los inca-
pacitados, desempleados y necesitados; (II) la autogestión por los
asegurados en todos los centros del seguro; (III) la financiación de
este sistema por las empresas; y (IV ) la prestación sanitaria gratui-
ta universal por parte de los servicios públicos a cargo de las ad-
ministraciones locales y regionales.
Un año después en el Congreso de Departamentos Médico-Sa-
nitarios de 1918 se informa sobre la creación de una “Comisaría
de Salud del Pueblo” y se propone: (I) la protección de la salud de
los trabajadores como deber del Estado; (II) la unificación de todos
los servicios médicos y su conversión en públicos; (III) la gratui-
dad y calidad de las prestaciones dadas por los servicios sanita-
rios públicos; y (IV ) la participación de los obreros en el funciona-
miento de la estructura sanitaria pública. Esta propuesta se apli-
có con éxito en Rusia, aunque provocó el exilio de buena parte de
los médicos; ello obligó a desarrollar programas especiales de for-
mación médica. Posteriormente, la industrialización y planifica-
ción quinquenal económica, emprendida desde 1926, desarrolla-
rían la higiene industrial y las estructuras asistenciales específi-
cas para cada rama de la producción; así como las bases de la pla-
nificación sanitaria. Éste fue el primer ejemplo de un modelo de
sistema de seguridad social completamente centralizado y contro-
lado por el Estado.
La influencia del modelo bismarckiano empezó a difundirse
fuera de Europa después de la primera Guerra Mundial. En 1922
el Japón agregó los servicios médicos a las otras prestaciones a
las cuales tenían derecho los trabajadores, basándose en su tradi-

385
ción de paternalismo empresarial [5, 22]. En 1924, Chile fue el pri-
mer país latinoamericano en establecer el esquema del seguro so-
cial general que incluye la cobertura de enfermedad:

Como no existían los fondos locales de enfermedad, todos los


trabajadores estaban asegurados bajo un sistema nacional depen-
diente del Ministerio de Trabajo. Los familiares no estaban in-
cluidos... A diferencia de Europa, en Chile el dinero del Seguro
no se utilizaba para pagar servicios médicos privados; la agencia
pública de seguros creó sus propios policlínicos y su propio cuerpo
médico. El mercado de pacientes privados era tan pobre en Chi-
le, que los médicos recibían con beneplácito estos nombramien-
tos públicos asalariados... [31].

386
Perú: de la Guerra del Pacífico al
final de la República Oligárquica

Cambios políticos y crisis

La Guerra del Pacífico y el segundo militarismo: 1877-1895

En agosto de 1876 el general Mariano Ignacio Prado inició su ges-


tión como Presidente Constitucional del Perú con el apoyo del ejér-
cito y de un sector importante del civilismo. Pero pronto se presen-
taron disputas entre el Partido Civil y el Partido Nacionalista ya
que éste había aglutinado a pradistas, pierolistas y otros grupos
anticivilistas. El 16 de noviembre de 1878 fue asesinado don Ma-
nuel Pardo en las puertas del Congreso de la República. La muerte
del máximo líder civilista representó el momento culminante de un
intenso conflicto de dimensiones nacionales entre las fuerzas polí-
ticas citadas. Cinco meses después del asesinato de Pardo la crisis
política y económica, iniciada en 1874, se agravó el 5 de abril de
1879 con la declaración de guerra por parte de Chile al Perú.
La Guerra del Pacífico tuvo una causa económica: la jurisdic-
ción territorial sobre la zona salitrera. Un Perú profundamente di-
vidido debió defenderse en medio de una crisis económica y polí-
tica nacional, con un Ejército muy debilitado. Andrés Avelino
Cáceres fue uno los héroes de la resistencia peruana la cual estu-
vo centrada, básicamente, en la Sierra. La guerra terminó con la
derrota peruana y la firma del Tratado de Ancón el 20 de octubre

[387] 387
de 1883. Firmada la paz, los chilenos iniciaron la desocupación
gradual del país, que culminó en agosto de 1884. Luego de la par-
tida de los últimos contingentes militares chilenos la desolación y
la miseria reinaban en el Perú.
Al retirarse las tropas chilenas del territorio peruano, las fuer-
zas civiles no se encontraban en condiciones de organizar políti-
camente el país. El control político del Estado pasó nuevamente a
los militares y los gobiernos provinciales que con los terratenien-
tes retenían el dominio local. Al igual que en los primeros años de
la República, se sucedieron luchas entre los caudillos militares has-
ta que Cáceres, héroe indiscutido de la guerra, se impone a los de-
más. La conducción política de la posguerra tuvo dos fases: la pri-
mera muy corta, a cargo del general Miguel Iglesias y sus partida-
rios, nace y termina dentro de la guerra civil; la segunda, liderada
por el general Cáceres, en la cual se logra mantener la paz pública
por ocho años, aunque también acabaría en forma violenta. En esta
segunda fase el “Partido Constitucional” se constituyó en la co-
lumna vertebral del régimen cacerista, agrupando así a las fuer-
zas políticas sobrevivientes de la guerra (civilistas, demócratas y
liberales); además de los núcleos militares urbanos y serranos de
la resistencia que, comandados por Cáceres, habían decidido
politizarse.
Los “constitucionales” estuvieron en el poder durante los go-
biernos de Cáceres (1886-1890), Morales Bermúdez (1890-1893),
Borgoño (1893-1894) y, nuevamente, Cáceres (1894-1895) utilizan-
do para ello un modelo cívico-militar. La “pax cacerista” que se
estableció en el Perú, entre 1886 y 1894, tuvo tres soportes: la eco-
nomía exportadora, una compleja y difícil relación entre un Con-
greso civil y un Ejecutivo militar y, finalmente, un republicanismo
autoritario. Esto permitió el inicio de la restauración del principio
de la autoridad, el apaciguamiento nacional y la creación de nue-
vas bases materiales para la reconstrucción de la nación. Además,

El fortalecimiento del positivismo de corte autoritario, que para


mediados de la década de 1880 comenzó a desplazar al liberalis-
mo doctrinario, colaboró en proveer el elemento ideológico para

388
la construcción del régimen político autoritario y unitarista que
gobernó al Perú en los años subsiguientes de la guerra [32].

Sin embargo, en la medida de que la reconstrucción económi-


ca y política avanzaba en el país comenzaron a surgir las contra-
dicciones y tensiones de un modelo autoritario-constitucional de
gran fragilidad. Así después de una corta reactivación económi-
ca, entre 1886 y 1890, la situación financiera nacional se deterioró
sensiblemente por un declive del volumen y de los precios de los
productos exportados y en 1894 se inició una grave crisis política.
Nicolás de Piérola, Jefe del Partido Democrático, objeta el triunfo
de Cáceres en las elecciones presidenciales de ese año y acelera el
desgaste político del héroe de La Breña y de los militares que lo
mantenían en el poder. En noviembre del mismo año la inocultable
guerra civil entre las fuerzas del gobierno y de la coalición
pierolista dio un saldo de 2 000 muertos. En marzo de 1895 las
montoneras populares del norte, centro y sur del país, con el apo-
yo de los terratenientes del sur, llevan al gobierno a Piérola:

Aristocrático y popular, egolátrico y principista, “montonero” y


hombre de Estado, conspirador e ideólogo, Piérola actuó duran-
te más de cuarenta años; pero sólo llegó al poder en dos oportu-
nidades muy difíciles: durante la Guerra con Chile (1870-1881) y
en la crisis del segundo militarismo (1894-1895)... [33].

En el escenario político nacional de las últimas décadas, el ene-


migo más fuerte del “Partido Civil” y luego de los “constitu-
cionalistas” había sido Nicolás de Piérola, primero con su discur-
so de tendencias populistas durante la década de los 70 y, luego,
con su “Partido Demócrata”, fundado en 1884, que retomaba el viejo
tema del republicanismo democratizante: la ciudadanía como ne-
cesidad histórica ineludible. Después de la guerra con Chile
actuaban, además, otras fuerzas de menor importancia. Entre és-
tas estaban la “Unión Nacional” y los restos del “Partido Liberal”
[32, 33].
Al decir de Basadre, el partido “Unión Nacional” fue “una fu-
gaz explosión del radicalismo” que acentuó la defensa del indivi-
duo y proclamó la urgencia de las transformaciones sociales y tuvo

389
una vida activa entre 1891 y 1902 [33]. Su líder más representati-
vo fue Manuel González Prada quien, en su célebre discurso en el
Teatro Politeama, puso en evidencia la “tiranía del juez de paz,
del gobernador y del cura, esa trinidad embrutecedora del indio”.
En palabras de Julio Cotler puso de manifiesto:

... la distancia entre el país legal y el país real, en el que las condi-
ciones coloniales de explotación no habían variado, mientras las
constituciones y las leyes disponían lo contrario [34].

La “República Aristocrática”: 1896-1919

Para Alberto Flores Galindo la “oligarquía” peruana fue un gru-


po social numéricamente reducido, compuesto por un conjunto de
familias cuyo poder reposaba en la propiedad de la tierra (rasgo
imprescindible), las propiedades mineras, el gran comercio de im-
portación-exportación y la banca. Sus miembros tuvieron muy es-
caso interés —salvo excepciones— por las empresas industriales.
Se constituyó como parte de un país dependiente cumpliendo así
el papel de nexo entre el país y las metrópolis imperialistas.

Pero sería erróneo pensar en la oligarquía sólo con criterios eco-


nómicos... la pertenencia a la clase se definía además por el ape-
llido, lazos de parentesco, cierto estilo de vida: en otras palabras,
a lo que sería criterios estrictos de “clase” se añadían otros de
tipo “estamental”, como rezago y herencia de la colonia [35].

Desde fines del siglo XIX la “oligarquía” y sus aliados estable-


cieron un dominio casi absoluto sobre la sociedad peruana. Este
dominio fue ejercido a través de un Estado oligárquico en el cual
los agroexportadores, fracción hegemónica en el bloque dominan-
te, se organizan y actúan a través de su partido político: el Partido
Civil.
En septiembre de 1895, con el gobierno de Nicolás de Piérola
se inició la forma concreta que adquirió la dominación oligárquica
en nuestro país, a la que Basadre denominó “República Aristo-
crática”. Desde ese año y hasta 1919 la fracción agroexportadora

390
(la “oligarquía” en términos menos estrictos a los utilizados por
Flores Galindo) es reconocida en su calidad de dirigente hege-
mónica por las otras fracciones del bloque oligárquico-civilista.
Bloque que acumuló el suficiente poder para hacer del Estado el
instrumento político para la defensa de sus intereses. Durante el
período 1895-1919 se sucedieron gobernantes que, con excepción
de Piérola y Billinghurst, eran destacados miembros del Partido
Civil [34, 36].

Durante las dos primeras décadas del siglo XX, con la excepción
del gobierno de Billinghurst y en cierta manera del período de
Benavides, la oligarquía ejerció directamente el poder político...
Uno de los instrumentos que utilizó fue el Partido Civil. Estricta-
mente no fue un partido político en el sentido moderno y masi-
vo del término; se confundió con un círculo de amigos o con el
Club Nacional. Por eso describir sus componentes es describir a
la propia oligarquía [35].

La alianza básica de la dominación oligárquica-civilista se es-


tableció entre la fracción agroexportadora, a cargo de la conduc-
ción del aparato estatal central, y los terratenientes serranos que
seguían ejerciendo el dominio político en las zonas rurales. Esta
alianza se sustentaba en la complementariedad de intereses entre
la inversión imperialista y la persistencia de relaciones preca-
pitalistas. La alianza garantizaba altos beneficios económicos al
capital extranjero y sus aliados agroexportadores; así como la ex-
tracción del excedente del campesinado sujeto a las formas semi-
serviles de explotación y opresión de los terratenientes serranos.
El dominio social que ejerció la oligarquía en el país fue facilitado
por la pasividad o debilidad de los otros grupos sociales que esta-
ban en un proceso inicial de reconocimiento de su identidad y de
sus propios intereses.
Inicialmente, la alianza del Partido Demócrata de Piérola con
el Partido Civil de Pardo presidió los cambios en 1896-1899; so-
portó sin problemas la oposición parlamentaria del nuevo Parti-
do Liberal y la oposición escrita de la Unión Nacional. Pero, pronto
un importante sector de políticos limeños dio comienzo a un sutil

391
y efectivo proceso de centralización política y de desactivación de
los núcleos regionales pierolistas mediante la eliminación de la
contribución personal, el debilitamiento de las juntas departamen-
tales y una ley electoral que restringió la participación ciudadana
en las elecciones de 1896. Después de 1899 la alianza entre los
viejos enemigos civilistas y demócratas se rompió quedando los
civilistas con el gobierno que compartieron con los constituciona-
les quienes reaparecieron en la escena política. La fuerte presen-
cia en el aparato estatal del Partido Civil, junto con la neutraliza-
ción de su más poderoso rival, el Partido Demócrata, sentó las ba-
ses para la monopolización política oligárquica-civilista durante
las primeras décadas del siglo XX. El predominio civilista y la eli-
minación de las tendencias populares, defendidas por los demó-
cratas y los liberales, significó el triunfo de un republicanismo con-
servador en la “República Aristocrática” [36, 37].
Después de Piérola, que sentó firmemente las bases materiales
e institucionales de un nuevo Estado oligárquico, gobernaron su-
cesivamente: Eduardo López de la Romaña (1899-1903), ex Minis-
tro de Fomento de Piérola; Manuel Candamo (1903-1904), Jefe del
Partido Civil, que enfermó y murió en el ejercicio de la Presiden-
cia; José Pardo (1904-1908), hijo del fundador del Partido Civil; fi-
nalmente, Augusto B. Leguía (1908-1912), ex Ministro de Econo-
mía de Pardo. Esta continuidad del civilismo en el gobierno fue
rota temporalmente por Billinghurst quien triunfó en las eleccio-
nes presidenciales de 1912, representando a sectores progresistas
que exigían “abrir” el Estado, hacerlo más nacional y menos
oligárquico.
Las reacciones ante las movilizaciones y motines populares,
promovidas desde el gobierno de Billinghurst para dar viabilidad
a aquellas exigencias, aunadas a las derivadas por problemas fi-
nancieros y fiscales, provocaron el golpe de Estado del 4 de febre-
ro de 1914. Los conspiradores civilistas utilizaron al Ejército y al
coronel Óscar R. Benavides, Jefe de la Guarnición de Lima, para
romper la normalidad constitucional. Los miembros del Parlamen-
to que permanecieron en sus curules eligieron a Benavides como

392
Presidente Provisional. Éste, con la anuencia de la oligarquía, go-
bernó durante un año y en 1915 convocó a una Convención de
Partidos Políticos, la cual designó a José Pardo para su segunda
gestión como Presidente de la República (1915-1919). Basadre co-
menta estos hechos escribiendo lo siguiente:

... Dominaban sin embargo, los hacendados de la Costa: Pardo


Presidente de 1904 a 1908 y de 1914 a 1919, Leguía, sucesor de
Pardo, Aspíllaga candidato del primero en 1919 y del segundo
en 1912 eran productores de azúcar. Un elemento extraño y he-
terodoxo no sólo por su origen (capitalismo salitrero de Tara-
pacá) sino por su génesis demagógica y por su conato de acerca-
miento a las clases proletarias vino a representar el fugaz go-
bierno de Billinghurst entre 1912 y 1914. Los políticos profesio-
nales y la clase dirigente unidos con el ejército derrocaron a
Billinghurst [33].

Los años de la segunda gestión de José Pardo, 1915-1919, fue-


ron de una creciente polarización social y de un lento deterioro de
la alianza pluripartidaria que lo había llevado al poder; así como
del agotamiento ideológico del discurso oligárquico-civilista. Ade-
más, teniendo como contexto un mundo que cambiaba rápidamen-
te, como consecuencia de la primera Guerra Mundial, la adminis-
tración de Pardo debió enfrentar, sin éxito, las violentas fluctua-
ciones económicas internacionales. Al producirse una elevación
de un 42% en el precio de los alimentos de primera necesidad, el
desborde social y la violencia política se presentan en el escenario
nacional. La huelga general por las jornadas de ocho horas, en
mayo de 1919, sólo pudo ser levantada con el decreto guberna-
mental de reconocimiento de dicha jornada. Hacia fines de la ges-
tión Pardo, tanto los intelectuales como las clases medias y labo-
rales fueron tomando distancia de un régimen que se mostraba in-
capaz de ponerse a tono con las nuevas circunstancias [38].
Durante la “República Aristocrática” las posiciones claves del
poder económico y político fueron acaparadas por miembros de
las distintas fracciones del bloque dominante. Sin embargo, estas
fracciones disputaban enconadamente al interior del bloque por

393
el predominio de sus particulares intereses. La incipiente indus-
tria costeña se hallaba interesada en una reforma agraria que libe-
rase la fuerza de trabajo campesina y contribuyera a ampliar el
mercado interno. Los grandes propietarios de la Costa llamaban a
luchar contra los improductivos latifundios de la Sierra y, en cam-
bio, eran acusados por los latifundistas precapitalistas de “ven-
der la patria al extranjero” y de imponer un asfixiante centralis-
mo desde Lima. Ciertamente, en contraste con el resto del país, en
la capital se concentraban, cada vez más, la industria, la banca, el
comercio, la administración pública y otros servicios.

La crisis económica de 1919 (caída de exportaciones) y la crisis


política que implica la llegada de la “Patria Nueva”, estarán en el
transfondo de una gran sublevación campesina que convulsiona
a todo el sur andino [35].

La “Patria Nueva” en el “Oncenio” 1919-1930

Los movimientos populares de la segunda década del siglo XX ha-


bían mostrado nítidamente el desgaste ideológico del Partido Civil
y el agotamiento del modelo económico de la “República Aristo-
crática”. La oligarquía-civilista no había querido aminorar la
inequitativa distribución de los beneficios generados los cuales per-
manecían concentrados en la clase propietaria y, en menor medida,
en los comerciantes y empleados públicos. La cuestión de fondo en
la crisis del civilismo como forma particular de dominación fue la
brusca emergencia de sectores populares urbanos que, al adquirir
conciencia de su identidad y de sus propios intereses, plantearon
demandas económicas y políticas que una estructura oligárquica
cerrada y exclusivista era incapaz de asumir y resolver.
El malestar derivado de esta mala distribución de la riqueza
fue aprovechado por Augusto B. Leguía quien había estado aleja-
do del Partido Civil y del país desde 1913. En febrero de 1919
Leguía regresó al Perú de Londres para triunfar como candidato
en las elecciones presidenciales de este año, con un mensaje antici-
vilista y enarbolando reivindicaciones populares [39]. Triunfante

394
en las elecciones se adelantó a tomar el poder el 4 de julio del mis-
mo año, con apoyo de la gendarmería, argumentando rumores de
fraude. Luego, para legitimar este golpe de Estado, se derogó la
Constitución de 1860 y una Asamblea Nacional discutió y aprobó
la que fue promulgada en 1920.
Leguía inició su segunda gestión presidencial con un gran apo-
yo popular. Sucesivamente reelegido, en 1924 y en 1929, llegó a
completar once años ininterrumpidos de gobierno. Jorge Basadre
comentó al respecto:

Una ola mesocrática y popular, con precedentes en el caudillaje


de Piérola... y en el de Billinghurst... llevó al poder por segunda
vez a un hombre muy inteligente, muy audaz y lleno de mag-
netismo personal... El desplazamiento del grupo tradicionalmen-
te dominante se produjo al conjuro de la sugestión caudillesca
de Leguía en 1919... unció a su régimen pedazos o fragmentos
de esos partidos (demócrata y constitucionalista) y los niveló
con su propio partido democrático reformista, que por lo de-
más, nunca logró existencia autónoma. En cuanto al partido ci-
vil se desintegró... [33].

Durante su gestión, Leguía desplazará temporalmente del do-


minio político a las élites oligárquica-civilistas.

El mundo de la oligarquía, inmutable y duradero como lo había


mitificado la clase dominante, comienza a sufrir cambios signifi-
cativos cuando Augusto B. Leguía ensaya, bajo el amparo del ca-
pital imperialista, un programa de reforma tanto del Estado como
del país [35].

Una vez en el poder se inicia lo que Baltazar Caravedo ha lla-


mado el período democrático de Leguía (1919-1922), en el cual bus-
ca el apoyo de los nuevos grupos industriales, los sectores medios
y populares e impulsa “una demagógica campaña pro indígena y
antigamonalista”. El objetivo inmediato y urgente era “destruir los
mecanismos de poder que poseía el civilismo para romper así su
hegemonía” [40]. En 1920 se aprueba una nueva constitución que
reconoce y legaliza la propiedad de las comunidades indígenas e
instrumenta una vigorosa política pro indígena. Además, se legi-

395
timó la jornada de ocho horas, se dio la ley del empleado y se es-
tablecen comisiones de arbitraje para resolver los conflictos labo-
rales: “Así, gamonales y oligarcas sienten la agresión de la ‘Patria
Nueva’... las turbas urbanas asediaban a los señores” [41]. De esta
manera Leguía logra su primer objetivo: desplazar del gobierno y
del dominio político a los agroexportadores y a los terratenientes.
Una vez desarticulado el civilismo, se ingresa a lo que el mis-
mo Caravedo denomina la segunda fase (1923-1930) del “Once-
nio”, la cual estuvo caracterizada por la hegemonía norteamerica-
na y el apoyo abierto de la burguesía industrial. Se produce una
masiva intervención de inversiones directas de empresas norte-
americanas en la economía nacional y se contrajeron cuantiosos
empréstitos que endeudaron el país a los Estados Unidos. En esta
nueva situación, Leguía pudo forzar la emergencia política domi-
nante de una nueva burguesía que surgía de la industria, la espe-
culación urbana y el comercio —subordinada al capital norteame-
ricano—, asociando estrechamente al Estado con el capital y el go-
bierno norteamericano. También tuvo aliados en los sectores me-
dios urbanos conformados por la burocracia estatal y privada. Es-
tas alianzas le permitieron realizar, parcialmente, sus propias
ideas de modernización social y política, sin enfrentar una oposi-
ción eficaz.

Fue un nuevo sentido de gobierno que no era ya el patriarcal


señorial sino de moderno capitalismo financiero. Estimulado este
espíritu de empresa por cuantiosos empréstitos... revivió más en
grande los fastuosos días de 1870, y a su amparo comenzó a for-
marse una nueva plutocracia [33].

Pero los conflictos de intereses nunca superados entre las dis-


tintas fracciones del nuevo bloque dominante, sumados a sus con-
tradicciones con los sectores medios y populares emergentes fue-
ron creando, sumando y fortaleciendo las resistencias al régimen
leguiísta cuyas autoridades sólo atinaron a endurecer sus medi-
das represivas. “En las punas de Cuzco y Puno la ‘gran subleva-
ción’ comenzó a ser duramente reprimida. Los ‘eternos’ gamonales
seguían ocupando sus curules parlamentarias... recordando a

396
Leguía el poder del gamonalismo dentro de la ‘Patria Nueva’...”
En Lima, en mayo de 1923, con motivo de la instauración del Perú
bajo la advocación del Sagrado Corazón de Jesús, una manifesta-
ción popular es sangrientamente reprimida [41]. Comienzan a apa-
recer nuevos actores políticos en el escenario nacional, con men-
sajes ideológicos que generan una nueva correlación de fuerzas
favorable a los sectores medios y populares aún reprimidos. Leguía
recurrió a todos los medios con la finalidad de poner freno a los
nuevos movimientos políticos y evitar el deterioro del apoyo a su
régimen, pero fracasó en tal intento.

Leguía acabó rodeado por un grupo de incondicionales que sur-


gían de un extenso proceso de clientelaje basado en las preben-
das y corrupción [34].

El crack financiero de Wall Street, en 1929, precipitó una crisis


económica mundial que tuvo importantes efectos sobre la mayo-
ría de los países latinoamericanos. Marcó, por sus profundos efec-
tos sociales, un punto de inflexión en la historia de estos países.
En el caso del Perú precipitó la caída de Leguía y la apertura de
una nueva etapa de la República peruana: La demoliberal [36].
Basadre, al comentar la caída de Leguía, dice:

Dos reelecciones obtenidas sin seria lucha,... ayudaron a la hiper-


trofia del poder presidencial. Todas las instituciones —hasta el
Poder Judicial, las Municipalidades, la Universidad, el propio Ar-
zobispado— cayeron bajo la órbita de Leguía. Pero un día este
régimen que tan sólido pareciera se derrumbó. Fue por obra de
su propia descomposición, de la vejez del caudillo y, en mayor
grado, de la depresión mundial que interrumpió los emprésti-
tos, bajó los ingresos públicos y depreció la moneda... [34].

Es en esas terribles circunstancias económicas y políticas que


el comandante Luis A. Sánchez Cerro derrocó a Leguía en agosto
de 1930. Para ello contó con el apoyo de los terratenientes del sur
y luego con “el decidido apoyo de la población, que coincidió con
el ingreso masivo de las capas populares en la vida política del
país” [42]. La junta de gobierno, presidida por Sánchez Cerro, fue

397
percibida como el fin de la “odiada tiranía de Leguía”. El Mani-
fiesto de Arequipa recoge, en efecto, una serie de demandas popu-
lares muy concretas: la descentralización, la democratización, la
moralización y la realización de una Asamblea Constituyente que
elabore una nueva Carta Política alternativa a la de 1920, surgida
en el “Oncenio” [43, 44]. Producida el golpe de Estado, Leguía se
refugia en el buque de guerra “Grau”, luego es tomado prisionero
y encerrado en una celda del Panóptico. Allí enferma y muere el 6
de febrero de 1932, a los 69 años, abandonado por sus parientes y
amigos.

Desorientación política en una crisis general: 1930-1933

Al caer Leguía, a la crisis económica se sumó la desorientación


política. El subperíodo que va desde el derrocamiento de Leguía,
22 de agosto de 1930, hasta la instalación de la junta de Samanez
Ocampo, 10 de marzo de 1931, se caracterizó por una extraordi-
naria inestabilidad política generada por las pugnas entre las frac-
ciones oligárquica-civilistas y los sectores militares asociados a
ellas. Se producen constantes y numerosos alzamientos y motines
lo cual llevó a la junta de gobierno de Sánchez Cerro a desarrollar
una política cada vez más represiva:

Como después de Ayacucho y después de la guerra con Chile


nuevamente surgió el militarismo. Representándolo estaba el hé-
roe de la revolución, el Comandante Sánchez Cerro que... creó a
su alrededor devociones fanáticas y odios feroces [33].

Hubo en Lima, en menos de 7 meses, 6 movimientos militares


de carácter político y la insignia del poder presidencial cambió 5
veces de poseedor (Leguía, Ponce, Sánchez Cerro, Elías, Jiménez)
sin contar las horas que estuvo encargada a monseñor Holguín.
En el período de un mes (el último del ciclo) se produjeron 6 insu-
rrecciones militares; durante varios días funcionó un gobierno en
Lima y otro en el Sur, este último dividido en una junta castrense
y una Junta Civil. La amenaza de un desquiciamiento nacional

398
era evidente [45]. Diversos sectores políticos demandaban eleccio-
nes generales. El 1 de marzo de 1931 se ve obligada a renunciar la
junta presidida por Sánchez Cerro.
La junta de Samanez Ocampo hace la convocatoria y realiza
las elecciones demandadas. El estatuto electoral otorga espacios
de acción al APRA y al Partido Socialista. El período preelectoral,
de marzo a diciembre de 1931, transcurre en un entorno de cre-
ciente polarización. El APRA crece y llega a ser el principal parti-
do de masas del país. El temor a la revolución social lanzó a un
sector de las fuerzas oligárquica-civilistas a pactar con el milita-
rismo. La “Unión Revolucionaria” aparece como una aglutinación
de fuerzas políticas conservadoras tras la candidatura de Sánchez
Cerro, para defender el orden oligárquico. Balbi C. R. define a esta
nueva agrupación política como “un partido orgánicamente
contrarrevolucionario” y como “la respuesta reaccionaria a la co-
yuntura” [46]. El proceso electoral se desenvuelve en un ambiente
de enfrentamiento de fuerzas políticas polarizadas. El resultado
de este proceso lleva a Sánchez Cerro a la Presidencia de la Repú-
blica con 152 140 votos, quedando el APRA como segunda mayo-
ría con 106 088 votos.
El triunfo de Sánchez Cerro en los comicios de octubre de 1931,
lejos de restablecer el orden social agudizó la polarización políti-
ca. El APRA denuncia la existencia de fraude y no acepta los re-
sultados desencadenando en varios lugares del país movimientos
de corte insurreccional. El 8 de diciembre de 1931 Sánchez Cerro,
en el discurso inaugural de su mandato, dice lo siguiente:

La seguridad del Estado amenazada por el desarrollo de peligro-


sas ideologías políticas, económicas y sociales; los principios mo-
rales en quiebra; el respeto a la ley, a la soberanía nacional consi-
derados como arcaicos... (me compromete a defenderlo) de todo
peligro que amenace su existencia, el orden social o la estabili-
dad de las instituciones nacionales... [47].

En esfuerzo por resolver la crisis política se instaló, ese mismo


mes de diciembre, el “Congreso Constituyente de 1931”, donde te-
nía amplia mayoría los sanchezcerristas y el APRA participa en

399
minoría. En enero de 1932 el Congreso aprobó una ley de emer-
gencia que permitía al gobierno reprimir sin mayores trámites le-
gales cualquier acto que alterase el orden social vigente. Esta ley
representó un elemento decisivo en la represión del movimiento
popular y las organizaciones políticas antioligárquicas. En febre-
ro de 1932 se produce la deportación de los parlamentarios
apristas [44, 48].
En julio de 1932 se produjo la sublevación aprista en Trujillo,
con la muerte de los militares acuartelados en esa ciudad. Al no
conseguir respaldo, los sublevados son arrasados por fuerzas del
ejército enviadas desde Lima. Estos sangrientos sucesos provoca-
ron una profunda y larga enemistad entre el APRA y el ejército.
La derrota militar aprista marcó una alianza entre la oligarquía
renovada y el Ejército para controlar los movimientos populares.
Carentes de organizaciones políticas propias y eficaces y con un
mensaje ideológico agotado, el bloque dominante se vio obligado
a convertir al Ejército en el baluarte del sistema social vigente, es
decir, del orden oligárquico-civilista [48].
A partir de 1932 los grupos agroexportadores y terratenientes
de la Costa central y norte recuperaron su capacidad económica y
política imponiéndose a los terratenientes del sur del país. En ade-
lante los primeros podrán cohesionar al Ejército en su torno y
enfrentarlo con los movimientos populares, así como orientar la
política de acuerdo a sus intereses. Sofocada la insurrección
aprista y dispersados sus dirigentes, se endureció la intolerancia
oficial contra la oposición y la ofensiva contra los sindicatos. Las
organizaciones ligadas al movimiento obrero, particularmente el
Partido Comunista y la CGTP fueron afectadas seriamente por la
represión. Esta confederación de trabajadores había tenido su pri-
mer plenario en 1930, después de la caída de Leguía y en sus dos
primeros años de su existencia tuvo que conducir numerosas y vio-
lentas huelgas que la debilitaron en extremo: “la represión acabó
por desorganizarla en 1932” [49].
Los primeros días de abril de 1933, Sánchez Cerro promulgó
la nueva Constitución. Menos de un mes después, el 30 de abril
de 1933, el Presidente es asesinado por un militante aprista. El Con-

400
greso eligió como nuevo Presidente de la República al general Óscar
R. Benavides, entonces Jefe de la Defensa Nacional, quien repre-
sentaba la única garantía de la unidad del ejército.

Cambios económicos y crisis

Economía de guerra y de posguerra: 1877-1895

La crisis económica iniciada en 1874 se agravó con la Guerra del


Pacífico. A raíz de la derrota en el conflicto bélico, al cual no fue-
ron ajenos los intereses británicos, la endeble economía peruana
colapsó. Las consecuencias de la derrota fueron catastróficas para
la economía nacional, entre las principales se deben señalar las si-
guientes: (I) la pérdida definitiva de las salitreras y de las riquezas
de la provincia de Tarapacá y, luego, de Arica; (II) la ruina de la
producción y del comercio peruano por cinco años de bloqueo de
sus puertos, así como la ruina fiscal; y, (III) destrucción de las prin-
cipales haciendas de la Costa y de los ingenios azucareros ahí es-
tablecidos, así como la destrucción de puertos y de obras públicas.
Al empezar la posguerra, la miseria privada y pública era gran-
de. La economía sufría las consecuencias de la depreciación del
papel moneda, la emigración en masa de capitales desde 1880 y
los tremendos daños causados por la guerra a la agricultura, la
ganadería, la minería, la industria y el comercio; así como por la
ocupación y las luchas internas entre los caudillos. “El poder vol-
vió a caer como después de la independencia, en manos de los
jefes militares, espiritual y orgánicamente inadecuados para diri-
gir un trabajo de reconstrucción económica” [50]. Aunque pronto
la oligarquía comercial y terrateniente recuperó su predominio y
colaboró con la reanudación del crecimiento económico bajo el con-
trol de la inversión foránea, inglesa y estadounidense principal-
mente, cuya irrupción en el país fue alentada por las autoridades
peruanas para tratar de resolver los graves problemas financieros
derivados del endeudamiento externo.
De esa manera, mediante el reconocimiento práctico de la con-
dición dependiente del país, se buscó atraer los capitales requeri-

401
dos para impulsar la modernización económica. Las medidas más
importantes para ello fueron el retiro del papel moneda deprecia-
do (1887-1888) y la firma del Contrato Grace en 1889, después de
tres años de tensos debates. En cumplimiento de este controversial
contrato, el gobierno debía entregar a banqueros ingleses el con-
trol de ferrocarriles nacionales por 66 años, dos millones de hec-
táreas en la Amazonía, la libre navegación por el lago Titicaca y
una cuota de 80 mil libras esterlinas durante 33 años, para cance-
lar adeudos pendientes y en prenda de nuevas inversiones.
Los ferrocarriles fueron reparados y concluidos por la
“Peruvian Corporation”, la empresa que organizaron los acreedo-
res. Con el apoyo de la renovada infraestructura ferroviaria, los
capitales extranjeros se dirigieron sobre todo hacia la minería, la
explotación petrolera, la manufactura textil algodonera y la expor-
tación de algodón y de caña de azúcar. Finalmente, sólo llegó a
entregarse unas 450 000 hectáreas de las tierras en la Ceja de la
Selva. La falta de mano de obra y de vías de transporte hizo que la
propia “Peruvian Corporation” no insistiera en esas tierras, don-
de comenzó a cultivarse café, azúcar y tabaco. La cuota de 80 mil
libras sólo fue cumplida el primer año, lo que llevaría más tarde
(durante el “Oncenio” de Leguía) a que las líneas férreas construi-
das con los antiguos préstamos fueran cedidas a perpetuidad [51].
Desde el inicio de la República, la economía peruana había es-
tado dominada comercial y financieramente por el capital inglés,
que desempeñaba en el país fundamentalmente actividades mer-
cantiles, sin penetrar directamente en las productivas. Entre 1869
a 1900 el Perú enviaba guano, salitre y lanas a Gran Bretaña y a
cambio recibía principalmente textiles. Este país absorbió, en pro-
medio, el 60% de las exportaciones peruanas. Las que se destina-
ban a Estados Unidos eran aún insignificantes; en 1877 sólo re-
presentaban el 2,3% del volumen total exportado [52]. El modelo
cacerista, políticamente autoritario, ayudó a consolidar mediante
su política de exoneración tributaria a las exportaciones y del in-
centivo a las inversiones extranjeras en el país, los cimientos de la
nueva economía exportadora que sucedió a la Guerra del Pacífico.

402
En la reconstrucción y la modernización de la economía, lle-
vadas a cabo por el régimen cacerista, los resultados más impor-
tantes en el largo plazo fueron: la mecanización y la capitaliza-
ción de la industria azucarera durante la década de 1890; así como
el fortalecimiento y la expansión del sector minero, con el descu-
brimiento de nuevos yacimientos de plata y cobre, la imple-
mentación de una moderna tecnología (fundición y lixiviación), y
la creación de un cuerpo nacional de ingenieros de minas.

De esta manera la reconstrucción de la posguerra fue posible por


un cambio sensible en la naturaleza de las inversiones extranje-
ras que de préstamos al Estado devinieron en colocaciones di-
rectas en las áreas más importantes de materias primas, y por la
fusión y monopolización interna de los recursos productivos, par-
ticularmente tierras y minerales [32].

Los resultados, en el mediano plazo, de esa estrategia y de la


política laboral autoritaria no fueron los esperados. Si bien se ma-
nifestaron en una reactivación económica que se inició en 1886,
ésta se paralizó tempranamente. De 1890 a 1893 la situación eco-
nómica nacional se deterioró sensiblemente. En 1894 y principios
de 1895 reinó en Lima y en otros lugares del país una miseria es-
pantosa. Las limitaciones de concepción y de manejo político eco-
nómico-financiero, en el corto plazo, del gobierno de Cáceres se
presentaron como un impedimento para la continuidad de la
reactivación nacional.

Reactivación económica en la “República Aristocrática”:


1896-1919

A partir de 1895 la economía peruana dio inicio a un acelerado


proceso de reactivación. La “administración científica”, al decir
del segundo civilismo, provocó un incremento de la economía que
culminó en su “eclosión” durante el cuadrienio 1899-1903. El mo-
vimiento inmobiliario se elevó a cifras sin precedentes, se multi-
plicaron los bancos, las compañías de seguros y las casas de im-
portación-exportación. La infraestructura ferrocarrilera creció de

403
1 734 444 km en 1895 a 4 462 225 km en inicios de la década de
los 20. El modelo exportador, iniciado durante el régimen cacerista,
diversificado posteriormente con nuevos productos agrícolas y mi-
neros de exportación, se consolidó y se constituyó en el motor que
dinamizó la economía peruana. En efecto, entre 1898 y 1918 las
exportaciones peruanas aumentaron ocho veces debido a un es-
pectacular crecimiento de las del cobre y petróleo, monopolizadas
por el capital norteamericano. Comenzó un incipiente desarrollo
industrial. La bonanza económica continuó hasta el final de la pri-
mera Guerra Mundial, entre 1915 y 1919 las exportaciones crecie-
ron en un 300%; pero, simultáneamente el alza de los precios de
los productos de importación provocó un alza significativa del
costo de vida de los peruanos [34, 37].
Ese crecimiento económico estuvo íntimamente relacionado
con la expansión del capitalismo “imperialista”. Sus empresas que
operaban en el país pasaron de las actividades mercantiles a las
actividades directamente productivas. El porcentaje de las impor-
taciones procedentes de los Estados Unidos sobre las importacio-
nes totales pasa del 7,1% en 1892 al 29,8% en 1913. Luego, des-
pués de la apertura del canal de Panamá, esa cifra porcentual au-
menta velozmente alcanzando un valor cercano al 60% en 1919.
En lo que se refiere a las exportaciones peruanas se observa un
proceso similar, a partir de 1914 se impone definitivamente la su-
premacía norteamericana en el Perú [52].
Se produce un cambio en el proceso de penetración del capita-
lismo financiero en el país, que se dinamiza con la aparición del
“Cerro de Pasco Mining Corporation”, que de una producción de
apenas 275 toneladas de cobre en 1890 alcanza otra de 32 981 to-
neladas en 1920 y se convierte en el propietario de casi todas las
minas de la Sierra central. Flores Galindo al comentar el

imperialismo en el Perú [escribe:] las inversiones norteamericanas,


a partir de 1901, se realizarán fundamentalmente a expensas y de-
trimento de la naciente clase capitalista peruana y desplazando a
los inversionistas ingleses. En esta fase comienzan a aparecer las
grandes compañías norteamericanas que empiezan a capturar y

404
monopolizar las áreas productivas vinculadas a las exportaciones.
Se establecen también filiales de grandes bancos [2].

Asimismo, al final del siglo XIX y la primera década del siglo


XX se asistió a una ola transitoria de prosperidad en la Selva pe-
ruana y brasileña, por la demanda internacional del caucho, pro-
ducto que en esos años sólo se producía en esta región. Pero, este
auge terminó abruptamente en 1912 por la caída de la demanda
internacional del caucho amazónico en favor de la ofertada por
las nuevas plantaciones holandesas, donde la producción era más
rentable. Como enfatiza Flores Galindo,

La acción del capital imperialista fue rápida y violenta... Entre 1892


y 1910 el valor de exportación del caucho pasa del 1% al 30% del
valor total de las exportaciones peruanas; en 1911 se inicia el de-
clive y al año siguiente prácticamente desaparece [2].

La explotación del caucho causó una emigración de miles de


trabajadores, originarios del oriente peruano, hacia el Amazonas
del Brasil. Este movimiento emigratorio —se habla de 17 000 per-
sonas— duró hasta 1908, para detenerse y, luego, convertirse en
una reinmigración a los departamentos de origen, como consecuen-
cia de la liquidación de las compañías caucheras inglesas. Entre
los reinmigrantes había casos de lepra infectados en el Brasil, que
iniciaron una endemia de esta enfermedad en la Selva peruana.
Para la extracción del caucho, capitales británicos asociados
con agencias comerciales peruanas establecieron en la Amazonía
un sistema de explotación salvaje y primitivo, que depredaba re-
cursos y expoliaba a los trabajadores nativos y serranos engan-
chados. Los abusos y las condiciones de casi esclavitud del traba-
jo, especialmente en la región ubicada entre los ríos Caquetá y
Putumayo, generaron una serie de denuncias que alcanzaron una
resonancia internacional. Gracias a este cruel sistema, sin embar-
go, los empresarios y los comerciantes ubicados en Iquitos hicie-
ron grandes fortunas. Iquitos vivió años de apogeo, de ser un pe-
queño poblado con funciones de exploración y control de frontera
pasó a contar con unos veinte mil habitantes.

405
El auge del caucho impulsó en la Amazonía un sentimiento de
autonomía, que tuvo su clímax con la revolución separatista de
Loreto de 1896, movimiento que después de un éxito inicial fue
debelado con gran dificultad. El 21 de noviembre de 1898 se apro-
bó la Ley de Colonización de las Tierras de la Montaña, la cual ex-
presaba cierta preocupación de la oligarquía por lo que sucedía en
la región selvática. Años después, en 1921, apareció otro movimiento
separatista, dirigido por el capitán G. Contreras quien apresó a las
autoridades civiles y llegó a instalar un gobierno provisional en
Iquitos. Este intento también fue debelado desde Lima [2, 39].
A partir del año 1918, el final de la primera Guerra Mundial y
el reajuste del mercado internacional repercutieron negativamen-
te en la economía peruana. Se produjo una reducción de las ex-
portaciones y, en consecuencia, de las utilidades de los grandes
propietarios; reducción que, a su vez, provocó un proceso de des-
empleo. Además, al descender las exportaciones se paralizaron las
importaciones, con un alza de los costos de producción importa-
dos, lo que ocasionó una fuerte inflación y exacerbó una fuerte ten-
sión social en todo el país. Es en estas circunstancias tan difíciles
que Leguía regresó al país y postuló su candidatura para las elec-
ciones presidenciales de 1919.

Crecimiento en la “Patria Nueva” y su crisis: 1919-1933

Con el afianzamiento del capital foráneo en el sector primario


exportador, se constituyó en el país una típica economía de encla-
ve que restringió fuertemente el proceso interno de acumulación
al repatriarse la mayoría de las ganancias obtenidas. Este afian-
zamiento reforzó, además, la dependencia del gobierno peruano
“con respecto a los grandes contribuyentes: el capital imperialista
y la oligarquía nacional que producía para la exportación”. En el
caso de la minería, la penetración del capital foráneo y la bonan-
za exportadora de la primera Guerra Mundial fueron seguidos por
una fuerte recesión que expulsó del sector a los pequeños y me-
dianos propietarios de la minas.

406
La minería peruana quedó prácticamente controlada por una sola
compañía de dimensiones inmensas, la Cerro de Pasco Cooper
Corporation, compañía que pagaba al fisco la inmensa mayoría
de los impuestos sobre las exportaciones. Naturalmente, esta si-
tuación contribuyó a que tuviese una influencia decisiva en los
asuntos públicos [53].

Flores Galindo comenta que la lucha entre empresarios “na-


cionales” y extranjeros no fue arbitrada o dirimida por el Estado.
Los capitalistas o empresarios nativos necesitaban, al igual que
los consignatarios del guano de 1860-1869, su protección.

Pero el Estado de la República Aristocrática (1895-1932), controla-


do por agroexportadores, terratenientes y comerciantes, se enfeudó
al capital extranjero. Primero los británicos y después los norte-
americanos, utilizaron a sus “socios” nativos como intermediarios
o los incorporaron como burócratas en sus empresas [2].

En la década de los veinte mientras las exportaciones de azú-


car, algodón y lana declinan, como consecuencia de una coyuntu-
ra de precios bajos e inestables, las exportaciones de cobre y, espe-
cialmente, de petróleo se incrementan significativamente. La im-
portancia relativa del petróleo en las exportaciones se elevó, entre
1920 y 1930, del 5% al 30% del total anual.

Lo que significa que los sectores controlados más nítidamente


por el capital extranjero se convierten en los sectores más diná-
micos de la economía peruana [2, 54].

En síntesis, durante el “Oncenio” se fortaleció la nueva estruc-


tura económica del país. Los capitales americanos no solamente
capturaron las finanzas del Estado sino que también diversificaron
y ampliaron sus actividades dentro de los sectores productivos.
La presencia de los capitales extranjeros en la minería, el petróleo,
la agricultura azucarera y la industria se volvió hegemónica por
un cambio en la estructura de las exportaciones: los productos ex-
portables producidos en los sectores controlados por el capital ex-
tranjero adquieren una mayor importancia

407
así tenemos que entre 1919 y 1929, las exportaciones de minera-
les crecieron en un 175%, mientras que la exportación de pro-
ductos agrícolas creció solamente en un 45%. A fines del oncenio,
cobre y petróleo aparecen como los principales productos de ex-
portación [41].

En el Perú la crisis mundial de 1929 tuvo efectos especiales


debido al carácter vulnerable de su economía y a la profunda de-
pendencia de ésta a los intereses extranjeros. Dicha dependencia
había llegado a su punto crítico a fines de la década de los años
20, por el uso exagerado que del crédito externo realizó el Gobier-
no de Leguía. Durante el “Oncenio” se gastó 77 millones de soles
en obras públicas, dinero que provino fundamentalmente de em-
préstitos colocados en Estados Unidos. El control norteamericano
sobre las finanzas del Estado era alarmante: en once años la deu-
da externa había pasado de 10 a 100 millones de dólares; el 40%
de los ingresos fiscales de 1926-1928 había sido financiado por
esos préstamos [41]. La caída de los precios de los principales pro-
ductos de exportación y los efectos iniciales de la crisis mundial
fueron los desencadenantes del derrumbe de un leguiísmo cada
vez más totalitario. Las fracciones oligárquica-civilistas desplaza-
das del Gobierno recurrieron al Ejército para derrocar al líder del
“Oncenio”.
Entre 1929 y 1932 el valor de las exportaciones de cobre se re-
dujo en 69%; lanas en 50%, algodón en 42% y azúcar en 22%. Las
rentas fiscales se desplomaron y el Estado tuvo que reducir sus
gastos: el presupuesto nacional, después de haber llegado a un
monto de 50 millones de dólares en 1929, descendió hasta los 16
millones de dólares en 1932. El pago de la deuda externa tuvo que
ser suspendido. Estas reducciones, la ausencia de nuevas inver-
siones y la imposibilidad de concertar nuevos empréstitos produ-
jeron en el país una sensible baja de la actividad económica. Los
centros laborales redujeron drásticamente el volumen de su mano
de obra; la desocupación se hizo alarmante en las ciudades, en
Lima alcanzaba al 25% de los trabajadores; el número de los que
laboraban en la minería descendió de 32 000 en 1929 a cerca de

408
14 000 en 1932; los empleados del Gobierno, cuyo número se ha-
bía multiplicado durante el “Oncenio”, se encontraban impagos.
En estas circunstancias, las empresas no se limitaron a reducir la
mano de obra, sino que bajaron los salarios e intensificaron la exi-
gencia de una mayor productividad, para compensar la baja de
los precios y de la producción. Se produjeron múltiples conflictos
y huelgas que tuvieron como origen la rebaja de los salarios [48,
49, 55].

Movilizaciones sociales

Movilizaciones laborales e indígenas: 1877-1919

Por el lado de los trabajadores, en 1878 se reorganizó la “Unión


Universal de Artesanos” y en ella se ordenaron las distintas orga-
nizaciones gremiales. Después de la Guerra del Pacífico se puso
de manifiesto el renacimiento del artesanado urbano nacional con
la fundación, el 30 de mayo de 1886, de la “Confederación de Ar-
tesanos Unión Universal”. Algunos de los fundadores de la Con-
federación tenían ideas anarquistas: “Pero la obra de esta entidad
no produjo alarmas sociales” [36]. El movimiento socialista estu-
vo ausente de esas organizaciones y la Confederación asumió una
orientación “conservadora o moderadamente reformista” que no
tardaría a ser cuestionada por las tendencias radicales [56]. Para
1894, la fuerza gremial de los artesanos se evidenció al formarse
la mixta confederada, unida con gremios de hojalateros y obreros,
así como el surgimiento de otras organizaciones artesanales en
provincias [32].
Desde el inicio del siglo XX la incipiente industrialización en
Lima, la expansión minera en la Sierra, la modernización de las
haciendas y plantaciones de la Costa comenzaron a establecer con-
tingentes cada vez más importantes de trabajadores asalariados,
que muy pronto se organizaron en sindicatos. A partir de 1904
las organizaciones del movimiento obrero aparecen en el escena-
rio político y social, promoviendo huelgas por reivindicaciones sa-
lariales. En este año se había formado la Federación de Obreros

409
Panaderos “La Estrella del Perú”, con un claro tenor antica-
pitalista. Se forman otras organizaciones más extensas de obreros
textiles y de trabajadores portuarios, que bajo la conducción anar-
quista organizan huelgas exigiendo el aumento de los salarios, la
jornada de 8 horas, el seguro contra accidentes y un mejor trato
por parte de los empleadores. En la formación de movimientos
obreros se dieron dos modalidades: la de los centros extractivos-
exportadores y la de los centros urbanos industriales.
En 1904, el Dr. José Matías Manzanilla, con la intención de
controlar la creciente movilización laboral, presentó al parlamen-
to un conjunto de proyectos de normas legales que contemplaban
la regulación de problemas como los de estabilidad laboral, traba-
jo femenino y de menores, jornada máxima de trabajo,
indemnizaciones por accidentes, etc. Normas que debían ser váli-
das, de acuerdo a su autor, sólo para los trabajadores de transpor-
te, minería, grandes fábricas y puertos, así como para los obreros
agrícolas de las grandes haciendas; es decir, aplicables sólo en las
áreas de desarrollo capitalista [36]. En 1876 los artesanos y obre-
ros constituían el 25% de la población capitalina mientras que en
1908 llegaron a más de un tercio de la misma; es decir, alrededor
de 40 000 habitantes de Lima pertenecían a las clases trabajado-
ras [38]. Leguía, durante su primer gobierno, y luego José Pardo
insistieron en solicitar al Parlamento, sin éxito, la aprobación de
las propuestas de Manzanilla, en vista del incremento de la fuer-
za de los movimientos obreros y de la creciente protesta campesi-
na en el sur del país.
El 10 de abril de 1911 se efectuó, por vez primera en el país,
una huelga general. Ella determinó la cancelación del trabajo noc-
turno al que estaban obligados los obreros de Vitarte. El mismo
año y después de dos graves explosiones en los centros mineros
de la Sierra central, que costaron la vida a cerca de 100 trabajado-
res, el gobierno exigió y logró que el Congreso aprobara la ley de
accidentes de trabajo que siete años atrás Manzanilla había pro-
puesto sin éxito. Esos dos hechos, la huelga de Vitarte y la apro-
bación de la Ley N.º 1378, probaron que las demandas del pueblo

410
no sólo podían llegar a “los de arriba”, sino que la ciudad capital
podía ser movilizada en defensa de los intereses populares.

El método de la “acción directa” aprendida por algunos trabaja-


dores en tiendas anarquistas probó ser eficaz en las luchas obre-
ras del temprano siglo veinte. Aquél fue recreado, nuevamente,
durante las “Jornadas Cívicas” que llevaron a Billinghurst al po-
der [38].

Sin embargo, el gobierno siguió considerando a los problemas


laborales como asuntos sólo policíacos. En 1913, por decreto su-
premo del 24 de enero, se reglamentó las huelgas y se creó la Sec-
ción Obrera en las intendencias de la policía de Lima y Callao,
dependientes del Ministerio de Gobierno, para la tramitación ad-
ministrativa de las huelgas y las tareas de información y de regis-
tro de las mismas.
En 1914 el enfrentamiento obrero-patronal se endureció aún
más, llegando a niveles desconocidos en el país. Al aproximarse
las elecciones municipales las sociedades de obreros y de artesa-
nos de auxilios mutuos habían sido ya reemplazados por la Con-
federación General de Trabajadores. Ésta, que reconocía el anta-
gonismo de clases, perseguía la integración gremial a fin de pro-
mover un frente único de trabajadores. La situación de tensión
social provocada por las movilizaciones obreras se agudizó con
el triunfo de la Revolución Socialista de Rusia [34]. Es en circuns-
tancias tan difíciles, que el presidente José Pardo promulgó el de-
creto del 15 de enero de 1918, por el cual se reconoció la jornada
de trabajo de ocho horas en los talleres del Estado, en sus ferro-
carriles, establecimientos agrícolas e industriales y en las obras
públicas a cargo del gobierno. El mismo decreto estableció que
en las fábricas y empresas privadas o particulares la jornada de
labor debía fijarse de mutuo acuerdo, sólo a falta de tal acuerdo
se adoptaría el régimen oficial de ocho horas [57]. Este gran triun-
fo de la lucha obrera no fue seguido en los años siguientes por
reivindicaciones laborales exitosas, lo que provocó la crisis y el
desplazamiento final, fuera de la dirigencia laboral, del anarco-
sindicalismo [49].

411
En otro ámbito las rebeliones indígenas se multiplicaron a par-
tir de 1905, dirigidas contra la expansión de las haciendas lane-
ras a costa de las propiedades comunales. Expansión estimulada
por los cambios de los precios de la lana en el mercado mundial.
La lucha campesina contra el cerco de las haciendas y el gamo-
nalismo se extendió sobre todo en el Sur. En 1909 se logró la dación
de una ley que prohibía a las autoridades gubernamentales exigir
trabajo gratuito a los indígenas.
En el mismo año se aprobó que el contrato de “enganche” de-
bía ser pagado en efectivo y que nadie podía ser obligado al traba-
jo minero. Pero, al igual que en la época colonial, estas disposicio-
nes no tuvieron mayor efecto toda vez que los encargados de ha-
cerlas cumplir eran precisamente los principales usufructuarios del
trabajo indígena en condiciones de explotación [35]. Las revueltas
indígenas se sucedieron entre 1905 y 1920; éstas fueron general-
mente acciones locales y de corta duración, reprimidas pronta y
brutalmente, con la ayuda de la gendarmería y el ejército. Una de
las más importantes ocurrió en 1915, en Puno, dirigida por “Rumi
Maqui”. Su movimiento exigía la devolución de todas las tierras a
los indígenas para restaurar el Tahuantisuyo. La problemática in-
dígena comenzó a encontrar un canal de expresión nacional y a
establecer una cierta vinculación con el movimiento obrero a tra-
vés de la llamada “corriente cultural indigenista” [39, 49].

Emergencia de los sectores urbanos medios y populares:


1919-1930

Leguía dispuso, en la primera fase del “Oncenio”, la formalización


de varias reformas de carácter social y laboral, con la intención de
fortalecer el apoyo que le prestaban, inicialmente, los sectores ur-
banos medios y populares. Sin embargo, tales reformas no fueron
instrumentadas apropiadamente lo cual fue generando progresi-
vamente la decepción y el descontento de esos sectores, que cre-
cían en tamaño y organización alrededor de los grandes centros
productivos. En la minería el número de trabajadores crecería de

412
20 335, en 1914, a 32 321, en 1929; en la industria azucarera, el
número de braceros aumentaría de 19 945, en 1912, a 30 151, en
1928 [58]. Asimismo, los sectores medios —comerciantes, peque-
ños y medianos industriales, profesionales, empleados y estudian-
tes— se incrementaban de manera significativa [59].
En esa primera fase “populista” del Oncenio se dictó un con-
junto de normas referidas a la regulación de las condiciones de
trabajo de la fuerza laboral. Entre las normas consideradas positi-
vas por los trabajadores mencionaremos: (I) el D. S. que creó, en el
año 1920, la Sección de Trabajo del Ministerio de Fomento, base
del futuro Ministerio de Trabajo; (II) la R. S. de 3 de septiembre de
1920 que autorizó el nombramiento de personeros que realicen las
cuentas de los salarios percibidos por los obreros; (III) el decreto
del 20 de enero de 1921, sobre el contrato de trabajo entre obreros
y subcontratistas; (IV ) la Ley N.º 4239 del 26 de marzo de 1921,
modificatoria de la N.º 2851, en lo referente al descanso de muje-
res y menores de 18 años en los días sábados; (V ) el Decreto del 25
de junio de 1921, de reglamentación de las leyes concernientes al
trabajo de las mujeres y niños. Entre las normas consideradas ne-
gativas o regresivas por Basadre: (I) el decreto del 12 de mayo de
1920, que considera legales sólo las huelgas pacíficas y aplica el
calificativo de sediciosas a las que adquieren el carácter de
tumultuosas; así como, (II) la Ley N.º 4774 del 13 de noviembre de
1923, que autorizó al Ejecutivo para militarizar los servicios de
transporte, luz y fuerza motriz a fin de que no se interrumpan en
ningún momento y por ninguna causa [60].
Dentro de la tónica política de su primera fase, de búsqueda
de una aparente concertación en el campo laboral, el gobierno de
Leguía creó, por D. S. de 28 de abril de 1922, el “Consejo Superior
de Trabajo y Previsión Social”, presidido por el Ministro de Fo-
mento y conformado por expertos laborales. El sentido original del
decreto se define en su primer considerando: “Que la acción de
los Poderes Públicos en los problemas del trabajo y de los de or-
den social que le son conexos, debe estar encaminado a establecer
y garantizar el debido equilibrio entre los intereses del capitalis-

413
mo y del obrero”. El Consejo fue constituido por personal nom-
brado con un decreto gubernativo y por los personeros designa-
dos por los gremios de obreros y empleados. Su reglamento, apro-
bado en enero de 1923, establecía como sus principales funciones:
“Estudiar los proyectos de ley que sobre cuestiones relativas a la
industria y el trabajo, haya acordado el Ejecutivo remitir al Con-
greso y que tenga a bien someter al conocimiento del Consejo...”.
“Mediar a solicitud de algunas de las partes en los conflictos en-
tre industriales y obreros y empleados para solucionarlos conci-
liatoriamente, así como también para estudiar e insinuar al Mi-
nisterio de Fomento la forma de evitar o la manera de poner térmi-
no al conflicto equitativamente” [61].
Pero, seis años después de creado, en la llamada segunda fase
del gobierno de Leguía, el Consejo Superior de Trabajo fue reorga-
nizado por D. S. de 23 de agosto de 1929, reduciendo su nivel e
importancia administrativa y ampliando la participación de los
miembros vinculados al Ejecutivo. Además, la presidencia del
Consejo ya no estaba a cargo del Ministro de Fomento, sino de una
persona nombrada por el Ejecutivo. El argumento oficial de este
cambio fue el de imprimirle una “orientación eminentemente cien-
tífica, (y) su labor se desarrolle dentro del carácter consultivo con
que fue creado”. Al final del gobierno de Leguía se promulgó la
Ley N.º 6871 del 2 de mayo de 1930, que creó en Lima y Callao el
Juzgado de Trabajo para las reclamaciones sobre los derechos acor-
dados por las leyes del empleado y para las cuestiones provenien-
tes de accidentes de trabajo. En opinión de Basadre, esta ley fue
trascendental [60].
Hacia finales del “Oncenio” se suceden numerosas moviliza-
ciones de obreros y estudiantes impulsadas por nuevas corrientes
ideológicas; a ellas se sumaron las de los sectores medios empo-
brecidos y postergados por los procesos de concentración
monopólica. En respuesta a estas movilizaciones el régimen de
Leguía se hizo más intolerante y autocrático. En 1928 se vivía en
el Perú un clima político social de franca represión. Las distintas
manifestaciones de protesta eran violentamente reprimidas por el

414
gobierno y los líderes de la oposición desterrados u obligados a
vivir en la clandestinidad.
Finalmente, Leguía había instrumentado una política que al-
teró en forma definitiva la estructura económica del país y conso-
lidó su carácter dependiente del capital externo; pero al precio de
perder la base de sustentación social con que había iniciado su
gobierno y de acelerar la emergencia de fuerzas de oposición to-
talmente nuevas en el país. Sus planteamientos iniciales de refor-
ma social perdieron su validez, al reprimir de manera cruenta las
movilizaciones campesinas y amnistiar a las autoridades que se
encargaron de esa represión. Leguía terminó totalmente aislado de
las fuerzas sociales que al comienzo de su gestión le habían otor-
gado su total apoyo [48, 59].

Los dogmas tradicionales de la constitucionalidad más o menos


válidos entre 1895 y 1919 fueron rebasados decididamente por
el régimen de Leguía en nombre del orden público [33].

Conforme avanzaba el “Oncenio”, los sectores medios y obre-


ros afectados por los grandes cambios económicos buscaron ca-
minos y espacios para participar en las decisiones políticas y eco-
nómicas nacionales. Surgieron así numerosas organizaciones sin-
dicales, políticas y culturales que, de manera casi inevitable, de-
sarrollaron tendencias antiimperialistas y antioligárquicas [42]. El
movimiento estudiantil adquiere una presencia política relevante.
Es en aquella búsqueda que surgen los primeros partidos políti-
cos inspirados en las nuevas corrientes ideológicas mundiales: el
Partido Socialista, que el 20 de mayo de 1930 se transforma en Par-
tido Comunista; y el Partido Aprista Peruano, fundado el 21 de
septiembre de 1930, cuatro meses después del derrocamiento de
Leguía [59]. La acelerada penetración del capital imperialista en
la economía peruana, la absorción y el despojo de medianos y pe-
queños propietarios, los procesos de proletarización que genera-
ron habían provocado la eclosión de una conciencia nacional en
el Perú:

Un movimiento nacional implica la movilización de diversas cla-


ses sociales: es un movimiento pluriclasista... explica también su

415
ambivalencia... su contenido progresista depende en última ins-
tancia de la clase que anima la dirección del movimiento. La di-
rección... fue disputada entre Haya y Mariátegui. Es por eso que
el tema central de la polémica termino siendo la relación entre
clase, frente y partido [2].

Paralelamente a las movilizaciones sociales urbanas, en la dé-


cada del 20 se continuaban produciendo las ya comentadas rebe-
liones campesinas, especialmente en el sur del país. Rebeliones que
si bien no llegaron a trascender el ámbito local, al ser rápidamen-
te reprimidas producirían un relativo debilitamiento de los
gamonales serranos y pondrían en la agenda de discusión nacio-
nal el problema indígena. Generaron, así, corrientes ideológicas
como el indigenismo, que inició en el país el debate sobre el pro-
blema agrario y el problema nacional. Esas movilizaciones y la cre-
ciente preocupación ideológica sobre el problema indígena inci-
dieron en el reconocimiento legal de las comunidades por la Cons-
titución de 1920 [62, 63]. Sin embargo de este debate, en los últi-
mos años de la “Patria Nueva”, se dictó una ley por la que se daba
la oportunidad a los propietarios con títulos incompletos o sin ellos
para obtenerlos. De esta manera se facilitaba la legalización de la
propiedad de las tierras usurpadas a los campesinos por los nue-
vos latifundistas incorporados a la clientela política leguiísta. El
gamonalismo mantenía inalterada su situación de dominio sobre
el campesinado [48].

Luchas populares en una coyuntura de crisis: 1930-1933

La violencia y la tensión social fueron fenómenos cotidianos du-


rante los años de la crisis. Con la inestabilidad política se produjo
inicialmente una desatención de los reclamos obreros y luego una
represión extrema y sangrienta frente a sus movilizaciones. Se pro-
ducen las masacres obreras de Mal Paso y Talara. Los trabajado-
res textiles, mineros, choferes y petroleros generan los movimien-
tos huelguísticos más intensos de la década. Continuaba la dis-
puta por el control político de las movilizaciones obreras donde

416
se evidencian dos estilos de conducción. Mientras los socialistas,
suscritos a la tesis de la lucha de clases, promovían la huelga ge-
neral, los apristas buscaban la conciliación de clases a través de
la negociación y el arbritaje [64].
El frente único y la línea clasista, fomentados por Mariátegui,
habían culminado con la creación de la Confederación General de
Trabajadores (CGTP), el día 17 de mayo de 1929, que asumió la
dirección del movimiento obrero en los años 1930 y 1931, para lue-
go ir perdiendo fuerza hasta ser reemplazados, en 1934, por la
“Central Sindical de Trabajadores del Perú” (CSTP), de raigambre
aprista. “Frente a las elecciones de 1931, el Partido Comunista Pe-
ruano y la CGTP cuestionaron su carácter burgués y se negaron a
participar; por el contrario, el Partido Aprista intervino en la con-
tienda y se convirtió en la segunda fuerza electoral del país” [64].
El aprismo acabó representando a la oposición en la Constituyen-
te elegida en 1931.
El proceso electoral de 1931 se desenvuelve en un ambiente de
enfrentamiento de fuerzas políticas polarizadas. Tras la candida-
tura de Sánchez Cerro, la “Unión Revolucionaria” aparece como
una aglutinación de las principales fuerzas conservadoras y reac-
cionarias. El triunfo de Sánchez Cerro en los comicios de octubre
de 1931 agudiza la polarización política. El APRA denuncia la
existencia de fraude y no acepta los resultados, desencadenando
en varios lugares del país movimientos de corte insurreccional. Se
amplía la ofensiva reaccionaria: los despidos masivos de las gran-
des empresas se suceden, igualmente las detenciones, las perse-
cuciones, la prohibición de actos públicos y el cierre de locales.
Además, ya no son únicamente los miembros del ejército y la
gendarmería los encargados de restablecer el orden oligárquico,
la represión de los apristas es también asumida activamente por
las bases militantes de la “Unión Revolucionaria”, que adquiere
rasgos fascistoides. La base social del sanchecerrismo está consti-
tuida por sectores marginales y atrasados de la población urbana
que sólo tiene de común la adhesión incondicional al caudillo
“cholo”.

417
Por su parte, en diciembre de 1931 el APRA había interrumpi-
do los movimientos políticos de resistencia al resultado electoral
y aceptaba su condición de única expresión orgánica y legal de la
oposición en la Constituyente. La lucha parlamentaria pasa a ser
temporalmente, para el aprismo, la principal forma de enfrenta-
miento político. Sin embargo, van a sucederse hechos que agu-
dizan los enfrentamientos que culminan de manera sangrienta con
el asesinato de Sánchez Cerro. Entre estos hechos se destacan: se
dio la Ley de Emergencia (8 enero 1932), la expulsión de los repre-
sentantes apristas de la Constituyente (15 febrero 1932), la situa-
ción creada con el atentado contra Sánchez Cerro (6 marzo 1932),
la rebelión de la marinería (7 de mayo de 1932) y la insurrección
de Trujillo (7 julio 1932). Sofocada sangrientamente la insurrec-
ción aprista de Trujillo, deportados los parlamentarios apristas y
dispersados sus dirigentes, se endureció aún más la intolerancia
oficial contra la oposición y la ofensiva contra los sindicatos.
Al final de la crisis la represión había desmantelado a la inci-
piente estructura sindicalista y reducida a la organización políti-
ca aprista formal a un grupo partidario marginal. Las organiza-
ciones ligadas al movimiento obrero, particularmente el Partido
Comunista y la “Confederación General de los Trabajadores”
(CGTP), fueron afectadas seriamente por la represión.

El entorno administrativo

Descentralización y crisis administrativa: 1877-1895

Dentro del marco de la Constitución Política de 1860, el Poder Eje-


cutivo del gobierno central seguía organizado en cinco ministe-
rios que adoptaban distintas denominaciones. En 1877 eran lla-
mados: Ministerio de Gobierno, Policía y Obras Públicas; Ministe-
rio de Relaciones Exteriores, Ministerio de Hacienda y Comercio,
Ministerio de Guerra y Marina, y Ministerio de Justicia, Culto, Ins-
trucción y Beneficencia.

418
Los “Concejos Departamentales”, creados por la “Ley Orgáni-
ca de Municipalidades” de 1873, como parte de su plan de refor-
ma institucional y hacendaria de Pardo, habían dado inició al se-
gundo ensayo descentralista en nuestro país. Ensayo que sólo fun-
cionó hasta 1880, cuando fue liquidado por la Guerra del Pacífi-
co. Sus resultados no habían sido satisfactorios, la organización
de los servicios propios en las provincias y distritos demoraba, pre-
sentando imperfecciones y debilidades en el ejercicio de sus atri-
buciones. Los departamentos más populosos eran los que menos
contribuían con los gastos públicos. La mayor parte de ellos no
retribuía siquiera el valor de los servicios prestados, aun sin con-
siderar el de policía que era el más costoso [36]. En opinión de J.
C. Mariátegui ya habían fracasados antes de la guerra:

la reforma del 73 aparece como un diseño típico de descentrali-


zación centralista. No significó una satisfacción a precisas reivin-
dicaciones del sentimiento regional... reforzaban la artificial divi-
sión política de la república en departamentos, o sea, en circuns-
cripciones mantenidas en vista de las necesidades del régimen
centralista... Estaban destinadas a transferir al gamonalismo re-
gional una parte de las obligaciones del poder central, la ense-
ñanza primaria y secundaria, la administración de justicia, el ser-
vicio de gendarmería y guardia civil. Y el gamonalismo regional
no tenía en verdad mucho interés en asumir todas sus obligacio-
nes, aparte de no tener aptitud para cumplirlas... [50].

Durante los más de cinco años de ocupación chilena, como


consecuencia de la Guerra del Pacífico, las instituciones públicas
nacionales habían cesado de funcionar: los tribunales se habían
negado a administrar justicia, se cerró la universidad y los cole-
gios, se saqueó la Biblioteca Nacional y la Facultad de Medicina;
asimismo el poder gubernamental y militar se fragmentó entre va-
rios centros de mando. En el área rural prevaleció el caos más ab-
soluto. Sólo en 1886, tres años después de la salida de las tropas
chilenas de Lima, se pudo restablecer un gobierno suficientemen-
te fuerte bajo el mando de Andrés Avelino Cáceres, héroe de la gue-
rra, para imponer la autoridad en el país y empezar la recupera-
ción del Estado peruano.

419
El 13 de noviembre de 1886, durante el primer gobierno de
Cáceres, se aprobó la “Ley de Descentralización Fiscal” que pres-
cribió la separación de las rentas públicas en dos grandes rubros:
el de gastos generales, a cargo de la administración central, y el
de gastos para servicios departamentales, a cargo de las “juntas
departamentales”. La misma ley señaló que:

como gastos departamentales...: el servicio administrativo del de-


partamento... y sus provincias, el presupuesto del Poder Judicial
en primera y segunda instancia, la matrícula primaria en cuanto
constituyera déficit de los Consejos Provinciales y Distritales, el
sostenimiento de la guardia civil, la conservación y reparación
de caminos y puertos departamentales... (...). Con carácter de gas-
tos departamentales facultativos mencionó: el fomento de la ins-
trucción media y de la beneficencia y la construcción de nuevos
caminos y puertos y otras obras públicas, siempre dentro del área
departamental [65].

Cada junta departamental estaba conformada por un delega-


do de cada provincia elegido por el concejo provincial y el prefec-
to del departamento que la presidía. Los presupuestos departamen-
tales bienales, formulados por las juntas, debían ser remitidos, para
su revisión, al Ministerio de Hacienda y luego aprobados por el
Congreso. Al estar dirigidos por los prefectos, designados por el
Ejecutivo, y depender del Congreso para crear nuevos impuestos,
las juntas carecieron de la necesaria autonomía. En los años que
siguieron se ampliaron las funciones de las juntas; así por la Ley
de 24 de octubre de 1893 se excluyó a los prefectos de las juntas,
con lo cual se aumentó su autonomía, pero se cortó el enlace entre
estos organismos y el Poder Ejecutivo: “El debilitamiento del Esta-
do después de la guerra influyó en todo esto. Fortalecido el Esta-
do a partir de 1896, empezaría desde entonces un debilitamiento
de la descentralización fiscal” [33]. La experiencia terminaría en
un nuevo fracaso.
Las reales razones para la descentralización fiscal de 1886 han
sido comentadas de la siguiente manera:

420
Las Juntas no fueron creadas para administrar sino para recau-
dar y para vigilar. La administración continuó centralizada y los
presupuestos departamentales se tramitaron junto con el Presu-
puesto Nacional [36]. De lo que se trataba era de reducir o supri-
mir la responsabilidad del poder central en el reparto de los fon-
dos disponibles para la educación y la viabilidad. Toda la admi-
nistración continuaba rígidamente centralizada. A los departamen-
tos no se reconocía más independencia administrativa que la que
se podría llamar la autonomía de su pobreza... [50].

Derogada la “Ley Orgánica de Municipalidades” de 1873, se


aprobó la nueva “Ley Orgánica de Municipalidades” del 4 de oc-
tubre de 1892. En la nueva ley el sufragio directo quedó estableci-
do tanto para los concejos provinciales como para los distritales.
Anualmente los concejos provinciales debían elegir: alcalde, te-
niente alcalde, dos síndicos, un inspector por cada distrito y nue-
ve inspectores con responsabilidades específicas (policía, instruc-
ción primaria, estado civil, mercados, aguas, obras, espectáculos
públicos, lugares de detención e higiene).
Una tarea urgente que le correspondió a la administración
cacerista fue la de devolver al Ejército la identidad y la legitimi-
dad perdida durante su derrota frente a Chile. Para reorganizar y
unificar el Ejército se dictaron una serie de leyes que contempla-
ron la confección de un nuevo escalafón general, la revisión y re-
forma de las ordenanzas militares, la reapertura del colegio mili-
tar y la profesionalización del oficial y el soldado. La consigna
fue la de “culturizar al soldado” [32].
La escasez de recursos fiscales obligó a la restauración de una
“contribución personal” de los indígenas, que en el conjunto del
país llegó a representar el 50% de los ingresos del presupuesto de-
partamental, mientras que en los departamentos serranos alcanzó
el 70%, “demostrándose con ello el sumo retraso de sus activida-
des mercantiles y productivas... El éxito de la descentralización
quedaba pues muy atado al de esta capitación” [51]. En los últi-
mos años del segundo gobierno de Cáceres, como consecuencia
de la crisis fiscal, faltaba dinero para pagar a los empleados pú-
blicos. Por tal razón se dictó la ley de 23 de agosto de 1894 que

421
autorizó a las juntas departamentales y a los consejos provincia-
les suministrar fondos al Poder Ejecutivo con la finalidad de res-
tablecer el orden público y atender los servicios extraordinarios
que ello demandara.

Modernización del Estado Oligárquico: 1896-1919

Al iniciarse el gobierno de Piérola la situación de la administra-


ción pública, al igual que del resto de las instituciones naciona-
les, era muy insatisfactoria. En palabras de Basadre:

... El abatimiento y la pobreza imperaban no sólo en los orga-


nismos del Estado, sino en la vida misma de la nación... La ha-
cienda pública sin rentas saneadas, sin personal eficiente y sin
garantías para las masas tributarias; las obligaciones del fisco,
impagas o en el atraso...; la moneda inestable; la burocracia co-
rrompida o inepta o impotente; las prefecturas convertidas en
sataprías... [36].

Frente a esta situación tan crítica el nuevo gobierno empren-


dió la tarea de reorganizar el Estado como parte de la necesaria
reconstrucción nacional.

En ese sentido la acción del pierolismo consistió en modernizar


el Estado, a fin de permitir a la emergente burguesía contar con
los medios institucionales necesarios para lograr su inserción
periférica en el capitalismo internacional. Esto significó la reor-
ganización del ejército y la entrega de los recursos públicos a los
grupos que controlaban la marcha de la producción [34].

El gobierno del Estado, conducido por la oligarquía-civilista,


asumió un nuevo e importante papel: el de promotor de la partici-
pación del sector privado en la economía peruana. En cumplimien-
to de este papel, el gobierno dictó normas, creó instituciones y fi-
nanció obras públicas (edificios, carreteras, pavimentación de ca-
lles, alumbrado público, transporte, etc.), destinadas a establecer
las infraestructuras legales, administrativa y física requeridas. La
creación del “Ministerio de Fomento y Obras Públicas”, por ley

422
del 22 de enero de 1896, fue central en la modernización del Esta-
do Oligárquico.
El nuevo ministerio quedó a cargo de los despachos en las ra-
mas de Obras Públicas, que antes había pertenecido al Ministerio
de Gobierno; de Industrias, que había formado parte del Ministe-
rio de Hacienda, y de Beneficencia, extraído del Ministerio de Jus-
ticia e Instrucción. Posteriormente, por decreto del 25 de febrero de
1896 se crearon dos direcciones en el ministerio: la de Fomento, a
cargo de los Asuntos de Minas, Industrias, Beneficencia e Higiene;
y la de Obras Públicas e Irrigación. El primer Ministro de Fomento
fue don Eduardo López de la Romaña, quien tres años después fue
elegido Presidente de la República. Durante el período 1896-1919,
ocuparon el cargo de Ministro de Fomento cuatro médicos, distin-
guidos profesores de la Facultad de Medicina, los doctores: Fran-
cisco Almenara B., David Matto, Manuel C. Barrios y Belisario Sosa.
En el mismo año, 1896, y en razón de la creciente importancia
de la agricultura, la minería y, en menor escala, de la industria,
Piérola “decretó” la formación de cuatro “organismos gremiales”:
la Cámara de Comercio (fundada en 1888), las Sociedades Nacio-
nales de Industrias (1895), de Agricultura (1896) y de Minería
(1896) que representaban funcionalmente esos intereses económi-
cos ante el Ministerio de Fomento. Luego, se dictaron nuevos Có-
digos de Minas (1900) y de Aguas (1902), que fomentaron la segu-
ridad en la inversión minera y favorecieron la agricultura mercan-
til, respectivamente. También se contrató misiones de técnicos ex-
tranjeros que difundieron nuevas técnicas agrícolas y de riego. En
1902 se fundo la Escuela Nacional de Agricultura.

El Estado que constituyó la oligarquía se caracterizó, en pri-


mer lugar, por un débil desarrollo de sus aparatos adminis-
trativos... Esta es la razón por la cual resulta sobrevalorada la
función de los periódicos o de los organismos gremiales... Re-
sulta una consecuencia natural que la burocracia civil sea poco
numerosa... [35].

En el umbral del siglo XX la “pax cacerista” y el acelerado, aun-


que corto, proceso de reactivación económica había permitido un

423
desarrollo impresionante de la infraestructura productiva de Lima
y otros departamentos. Infraestructura que posibilitó el crecimien-
to económico del país en los siguientes años. En 1895 los limeños
fueron testigos de la inauguración de la primera planta generado-
ra de electricidad para abastecer a la industria. En los años si-
guientes se forman dos empresas eléctricas, cuatro compañías de
tranvías, compañías de agua potable y otras que operan en los
muelles. En 1900 las compañías de electricidad, gas y tranvías se
fusionaron con las Empresas Eléctricas Asociadas.

Así Lima, durante la primera década del siglo XX, fue la única ca-
pital latinoamericana que contó con empresas y servicios públi-
cos de propiedad nacional [66].

El gobierno central fortalecido fue recuperando las atribucio-


nes que, en tiempos de pobreza e impotencia, les había delegado a
las juntas departamentales. La abolición de la contribución perso-
nal fue dictada por el Congreso el 24 de diciembre de 1895, y al no
ser substituida por otro impuesto fue muy negativa para los pre-
supuestos departamentales. Además, en el parlamento se inició el
debate sobre la eliminación de las juntas. Para ello se argumenta-
ba: “Los servicios públicos que estaban a cargo de las Juntas De-
partamentales hállanse completamente desatendidos; la instruc-
ción puede decirse que agoniza y apenas da señales de vida en
los departamentos; la caridad oficial no se ejerce; la mayor parte
de los hospitales tienen que clausurar sus puertas porque no cuen-
tan con recursos y las obras públicas están paralizadas porque
no hay un centavo para atenderlas”. Sin embargo, al no poder el
nuevo régimen liquidar a las juntas, optó por seguir debilitándo-
las económicamente. Así por ley del 21 de octubre de 1897 se re-
dujeron las rentas y las funciones de las juntas. Los servicios a ser
atendidos por éstas tuvieron que ser reducidos a: “el fomento de
la instrucción primaria y media, el de los hospitales del respecti-
vo departamento si las Sociedades de Beneficencia no contaban
con fondos suficientes y el de las obras públicas, puentes y cami-
nos de carácter departamental” [36]. Por otro lado, en 1897 se lle-
varon a cabo, por primera vez en el país, elecciones municipales

424
de acuerdo con la ley de 1892, aunque la renovación de los conce-
jos en las distintas provincias tuvo que hacerse en diversas fechas.
Por Ley N.º 162 del 6 de diciembre de 1905, promulgada por
José Pardo, la instrucción primaria, que había estado a cargo de
las municipalidades con resultados deplorables, fue asumida di-
rectamente por el gobierno central. Basadre hace notar que en 1905,
antes de la ley, funcionaban en el país 1 425 escuelas primarias
municipales con un total de 100 000 alumnos; al dejar Pardo el
gobierno habían 2 415 escuelas de primaria y 280 de secundaria,
con un total de 168 168 alumnos. Por otra parte, el presupuesto
del Ministerio de Justicia e Instrucción que en 1904 representaba
el 9,63% del total del presupuesto público, llegó en 1907 al 17,24%
[36]. Se ha precisado, sin embargo, que esta importante obra edu-
cativa sólo benefició a las masas urbanas y no a las rurales.
De acuerdo con información presentada en las Cuentas Na-
cionales, el monto anual de los egresos fiscales ordinarios efecti-
vos, en soles a precios corrientes, aumentó de manera continua de
12,2 millones en 1899 a 29,9 millones en 1908; luego, siguiendo
una tendencia irregular de bajas y alzas, alcanzó un máximo, para
el período 1896-1919, de 54,4 millones de soles en 1918.

Burocratismo y Obras Públicas en la “Patria Nueva”:


1919-1930

La Constitución de 1920 puso de manifiesto las nuevas ideas so-


bre la organización del Estado. Se introducen los principios de
centralización de la Administración Pública y de autonomía del
Estado. Durante el “Oncenio” la burocracia estatal creció notable-
mente en todos los campos, entre otras razones, por las necesida-
des creadas por la política de modernización y de obras públicas
que se instrumentó, así como por razones de clientelismo político.
Las inversiones públicas destinadas a obras se multiplicaron y el
personal de la administración pública creció en un 544% de 1920
a 1931. Las funciones estatales se ampliaron y el presupuesto pú-
blico se cuadruplicó en los once años. El gasto público efectivo (en
millones de soles a precios corrientes) se incrementó de 66,5 en

425
1919 a 254,0 en 1929, con un máximo de 257,2 en el año 1928
[48, 59, 67].
El aumento del tamaño de la burocracia estatal fue acompa-
ñado de cambios cualitativos, como su profesionalización y su
creciente centralización, en un intento de recomposición del Es-
tado, tanto en lo que refiere a las funciones básicamente adminis-
trativas como en el desarrollo de los aparatos militares. Esto últi-
mo con el doble propósito de neutralizar al ejército y asegurar los
medios de control de la población. En 1919 se había creado el Mi-
nisterio de Marina y durante el “Oncenio” se crearon y desarro-
llaron la Guardia Civil, la Escuela Superior de Guerra Naval, así
como la Escuela de Aviación de las Palmas; estas últimas esta-
ban bajo la orientación y dirección de técnicos y oficiales norte-
americanos. Leguía estaba convencido de que el éxito de su régi-
men dependía, además de la entrada de capital financiero, de la
incorporación de la tecnología norteamericana. Con este propósi-
to su régimen incorporó a expertos norteamericanos en la Admi-
nistración Pública para dirigir las actividades educativas, agrí-
colas y sanitarias [48, 59, 68].
Con los recursos financieros derivados, básicamente, de los
empréstitos se emprendió una agresiva política de construcción
de costosas obras públicas: carreteras, obras de saneamiento ur-
bano, urbanizaciones, obras de irrigación, etc. La preocupación
central que asediaba a Leguía era urbanizar, construir caminos e
irrigar tierras eriazas. Se desarrolló la infraestructura ferroviaria,
la radiodifusión y las obras portuarias. Todo ello implicó un im-
portante proceso de urbanización, el cual conjuntamente con otros
cambios de tipo cultural llevaron a cierta modernización del país.
Surgen nuevas fortunas a partir del desarrollo de la industria de
la construcción y de la especulación basándose en la compra y
venta de terrenos; aumenta la actividad comercial [33, 34]. En pa-
labras de Basadre:

La penetración capitalista realizada en gran escala durante el go-


bierno de Leguía no tuvo primordialmente un carácter privado
(industrias, empresas particulares, etc.), sino fue en gran parte
de carácter financiero o con conexión presupuestal... En ella in-

426
tervino de preferencia el capital yanqui, aparte de algunos con-
tratistas privilegiados nacionales, parientes muy cercanos, rela-
cionados o adeptos al Señor Leguía [45].

Parte de la política vial se cumplió merced a los recursos su-


ministrados por el Estado y gracias a la aplicación de la Ley N.º
4113, del 10 de mayo de 1920. Esta “Ley de Caminos” estableció
el servicio obligatorio en toda la República, para la construcción y
reparación de los caminos y de sus obras anexas; servicio al que
se denominaba conscripción vial”. La forma en que se reglamentó
y se aplicó este dispositivo provocó abusos. En la práctica, la
conscripción solamente afectó al indígena [60].
Con el objeto de sanear las finanzas públicas, Leguía exten-
dió a 99 años la concesión ferrocarrilera que desde la firma del
Contrato Grace gozaba la “Peruvian Corporation”, a cambio de
la cancelación de la deuda que el Perú tenía con la empresa. Asi-
mismo, resolvió las diferencias que existían desde 1915 entre el
Gobierno del Perú y la “Standart Oil”, con relación a la propie-
dad y los impuestos que debía pagar la “International Petroleum
Company”, filial de esa corporación en el Perú. El acuerdo al que
llegó el gobierno de Leguía con dicha corporación satisfacía to-
dos y cada uno de los requerimientos norteamericanos, con lo que
su filial logró obtener un “estatus” particular y, por lo tanto, anti-
constitucional [48].
En 1920 se da una ley que convierte a las aguas de regadío en
propiedad del Estado y a partir de este momento se inicia una polí-
tica que tiende a mejorar las distribuciones en los valles costeños y
aplicar una tributación mayor por el consumo de esas aguas [41].
En 1922 se creó el “Banco de Reserva del Perú”, encargado de regu-
lar el sistema crediticio y centralizar la emisión monetaria; y recién
se pudo hablar con propiedad de moneda nacional, hasta entonces
dicha emisión había estado a cargo —de manera particular— de
los enclaves, la banca, las firmas habilitadoras, las haciendas y las
minas, restringiendo el intercambio y el crecimiento del mercado in-
terno [48]. Ese mismo año se aprobó la Ley N.º 4598, nueva “Ley de
Presupuesto”, que estaría vigente hasta el año 1962 [68].

427
La banca norteamericana, dueña de gran parte de la enorme
deuda contraída por el gobierno, exigió y obtuvo que la adminis-
tración aduanera y presupuestaria pasara a manos de sus funcio-
narios para asegurar el control financiero del país y asegurar los
reembolsos previstos. Las más importantes obras públicas fueron
encomendadas, además, a empresas dependientes de los presta-
mistas norteamericanos, como la “Foundation Company”. De la
misma manera, las grandes obras de saneamiento urbano fueron
controladas por una misión norteamericana [48].
Con relación a los gobiernos locales, en 1920 se suspendió la
electividad de los cargos municipales. Se decidió que el Ministerio
de Gobierno nombrara las juntas de notables, con los alcaldes y
regidores. Tuvieron que pasar cuarenta y tres años para que se vol-
viera a elegir de manera democrática a las autoridades de los gobier-
nos locales. Luego, por Ley N.º 4232 de 14 de marzo de 1921, se su-
primió las juntas departamentales, pasando su patrimonio a las mu-
nicipalidades. Esta centralización administrativa fue seguida, ade-
más, de una captura deliberada de todas las instancias del poder de
parte de los leguiístas. La impunidad resultante promovió, casi ine-
vitablemente, la corrupción administrativa. Basadre comenta:

Extintas las Juntas Departamentales, reducidos los concejos pro-


vinciales a juntas nombradas por el Ministerio de Gobierno, ab-
sorbidas buena parte de sus rentas por el poder central, intensi-
ficadas los trabajos de obras públicas que eran dirigidos desde
Lima, hipertrofiada la autoridad del Presidente de la República
con el sometimiento del Poder Legislativo y de las demás insti-
tuciones del Estado, se produjo un proceso de notable acentua-
ción del centralismo [60].

“Moralización” de la administración pública: 1930-1933

Las primeras medidas gubernamentales durante la coyuntura de


crisis respondieron a las demandas populares recogidas por el
Manifiesto de Arequipa de 1930. Es así, que se derogó la Ley de
Conscripción Vial, se instaló el “Tribunal de Sanción Nacional”
para el castigo de las inmoralidades administrativas del leguiísmo,

428
se suprimieron los juicios de desahucio, se procedió a la renova-
ción casi total de los directivos de la administración pública, etc.
Sin embargo, más allá de estas concesiones inmediatas, el régimen
que emergió de la revolución de Arequipa representaba los intere-
ses oligárquicos y éstos fueron los que orientaron, finalmente, su
acción gubernamental.
A pesar de la gran inestabilidad política, el Poder Ejecutivo
siguió conformado por los siete ministerios que ya existían con
Leguía y se realizaron algunos cambios importantes en la gestión
de las finanzas públicas y en los mecanismos de control fiscal y
financiero nacional. El 5 de diciembre de 1930 se invitó al profe-
sor Kemmerer Edwin, catedrático de las universidades de Prin-
centon y Cornell, experto financiero que había elaborado las leyes
orgánicas de los bancos centrales de Bolivia, Chile, Ecuador y Co-
lombia. La misión Kemmerer culminó sus labores en abril de 1931;
preparó once propuestas, dos informes y nueve proyectos de ley.
La junta de gobierno sólo aprobó tres referidos a la banca: el de-
creto ley 7126, del 18 de abril de 1931, que ratificó el sol de oro; el
decreto ley 7137 que dio lugar, el 28 de abril de 1931, a la creación
del “Banco Central de Reserva del Perú”, con el fin de mantener
la estabilidad monetaria; y el decreto ley 7159 o “Ley de Bancos”,
del 23 de mayo de 1931. El 3 de septiembre de 1931 se declaró ofi-
cialmente inaugurado el Banco Central de Reserva del Perú sien-
do su presidente el Dr. Manuel A. Olaechea y su vicepresidente,
don Pedro Beltrán [69].
Posteriormente, mientras se formulaba la Constitución de 1933
se reorganizó la Contraloría General de la República y se crearon
los Bancos de Fomento Agrícola, Minero e Industrial. Estos últi-
mos cambios favorecieron a los exportadores [68]. Como conse-
cuencia de la crisis fiscal, el gasto público disminuyó durante es-
tos años. En 1930 los ingresos y egresos públicos efectivos alcan-
zaron un total de 118,8 y 131,3 millones de soles, respectivamen-
te, con un déficit de 12,5 millones. Luego, los ingresos descendie-
ron a 99,8 en 1931 y a 91,3 millones en 1932; en tanto que los
egresos efectivos disminuyeron a 104,8 en 1931 y a 98,6 millones
de soles en 1932.

429
Bases demográficas y normativas de la Salud
Pública peruana: 1877-1933

Población y demografía

Censos y empadronamientos

Entre 1876 y 1940 no se contó con un censo general del país. Por
ello, sólo se dispone para los años intermedios estimaciones poco
confiables sobre el tamaño de la población peruana. Flores Galindo
[35] nos informa que en 1906 Alfredo Garland estimó una pobla-
ción de 3 600 000 habitantes, en tanto que Cheesman Salinas cal-
culó 6 000 000 para 1918. Sin embargo, también informa que al
empezar el “Oncenio” de Leguía el tamaño de dicha población se
estimaba en algo más de 4 000 000.
En cualquier caso era todavía un país poco poblado, si consi-
deramos que su superficie territorial era más de 1 285 000 km2 .
Esta población en su mayoría residía en el área rural, desconocía
el español y era quechua o aymara hablante. Sin embargo, esta si-
tuación comenzaría a variar desde la década del 20, cuando se
inicia el crecimiento urbano de Lima. Las ciudades de Arequipa,
Cusco y Trujillo también crecieron, en 1908 contaban con 35 000,
18 500 y 10 000 habitantes, respectivamente. Fuera del área de Lima
lo rural seguía predominando sobre lo urbano en el país. Se cono-
cía poco sobre la población selvática y sólo se disponía de datos
estimados sobre la natalidad y la mortalidad nacionales.

[431] 431
Entre 1895 y 1930 el Perú es un país en el que se moderniza su
estructura demográfica, pero donde apenas se inician las pri-
meras migraciones del campo a la ciudad y la urbanización es
aún incipiente. Sigue siendo un país agrario [35].

En 1876 la población de la provincia de Lima apenas supera-


ba los 120 000 habitantes, en los siguientes censos se verificó un
crecimiento significativo: 172 927 en 1908; 230 807 en 1920 y 376
097 habitantes en 1931. En 1920 se habían iniciado las migracio-
nes de las provincias a la capital, encabezadas inicialmente por
jóvenes procedentes de las capas medias, entre los cuales saldrían
muchos de los nuevos intelectuales. Apenas comenzaban las pri-
meras barriadas limeñas, en 1903 se estableció San Francisco de
la Tablada de Lurín, mientras que entre 1920 y 1923 se formaron
cinco nuevas barriadas entre las cuales se señalan a Matute y
Leticia. En 1920 residían cerca de 20 000 extranjeros en Lima; las
dos colonias más numerosas eran la japonesa (más de 9 000) y la
china (más de 5 000). Migración de grupos asiáticos que fue alen-
tada inicialmente para satisfacer los requerimientos de fuerza de
trabajo en los valles de la Costa [35, 39].

Registros y estimaciones de hechos vitales

Al igual que en años anteriores, los gobiernos continuaban tratan-


do de lograr uno de los objetivos de todo Estado moderno: el con-
trol de los registros de los hechos vitales y de otros hechos demo-
gráficos. Pero, la implantación del Registro Civil seguía tropezan-
do con los tres obstáculos de siempre: la resistencia de la Iglesia,
la incapacidad y desidia de los funcionarios civiles y el descono-
cimiento de la población de las normas gubernamentales al res-
pecto. El episcopado, consciente de su posición de fuerza, acordó
en 1902 y confirmó en 1905 que los párrocos llevaran los libros de
registros según las reglas del ritual romano; además, recomendó
que las partidas fueran cumplimentadas inmediatamente de cele-
brado el acto. El Estado peruano tuvo que hacer frente a la reali-
dad de los grandes defectos o de la inexistencia, en algunas zo-

432
nas, del Registro Civil, disponiendo en 1906, sin renunciar a di-
cha función, que los libros parroquiales tuvieran efectos civiles. A
partir de entonces el control sobre el movimiento demográfico fue
detentado, conjuntamente, por la Iglesia y el Estado. La informa-
ción disponible

no dejaba dudas sobre el papel del clero como brazo administra-


tivo del Estado y de la parroquia como oficina gubernamental,
funciones que se prolongaron por varias décadas [70].

No obstante la deficiente información disponible era evidente


la mayor importancia de determinados problemas de salud, así
como la deficiente respuesta a los mismos de parte de las autori-
dades oficiales. De acuerdo con las estimaciones cuantitativas que
dichas autoridades hacían, el Dr. Emilio Coni comentaba en 1901:
“Es necesario convenir en el hecho extraño pero verdadero, que la
población de Lima se ha mantenido estacionaria alrededor de
100,000 habitantes durante el curso de 36 años... El coeficiente de
mortalidad en ese mismo quinquenio (1893-1898) alcanza a 42,8
por mil habitantes, cifra muy superior a la correspondiente a Mon-
tevideo (14,11) y a Buenos Aires (20,0 por mil habitantes). Entre
las enfermedades infectocontagiosas predominantes, figuran la tu-
berculosis, paludismo, fiebre tifoidea, difteria, viruela, coqueluche,
etc. La tuberculosis representa el 25% del total de defunciones tér-
mino medio, ocurriendo el mayor número en hospitales... La fie-
bre tifoidea es endémica y a veces reviste carácter epidémico como
sucedió en 1899”.
Coni enumera como condicionantes de esta situación: el cre-
ciente deterioro ambiental, la falta de higiene, el alcoholismo, la
alta proporción de ilegitimidad en los nacimientos y la ausencia
de medios profilácticos para combatir las enfermedades
infectocontagiosas, las cuales “acumulaban”, según dichas esti-
maciones, más del 50% del total de defunciones registradas [71].
Veinticinco años después, en la exposición de motivos de un
proyecto de ley de Salubridad Pública presentado por la Comisión
de Higiene de la Cámara de Diputados [72, 73], de la cual forma-
ban parte los Drs. Pedro Villanueva y Francisco Graña se hacían

433
las siguientes apreciaciones sobre la demografía y el estado de sa-
lud, alrededor del año de 1925, de la población nacional:

• Importancia de la demografía y su descuido en el Perú: “No


hay un solo aspecto de la administración pública, que pri-
mordialmente no requiera el conocimiento de la población...
Y... es más premioso aún, tratándose de medidas protectoras
de la salud pública, ya que la demografía debe ser la guía de
toda obra de salubridad y el único juez para apreciar sus
resultados. En el Perú, sin embargo... [por la ausencia de un
censo desde 1876 y de oficinas permanentes de estadísticas]
es el más grave obstáculo con que ha tropezado esta Comi-
sión, para realizar el presente estudio, que ha podido salvar,
relativamente, por medio de apreciaciones indirectas y me-
diante la colaboración de los altos funcionarios de la sanidad
pública y militar”.
• Los coeficientes de mortalidad en el ámbito nacional están
dentro de los más altos del mundo y las principales causas de
muerte son las mismas que en la época colonial y “se han
opuesto a un activo crecimiento en toda la época republicana:
un grupo de enfermedades, en su gran mayoría evitables”.

Al referirse a los problemas de salud en la región de la Costa


se afirma que en las ciudades costeñas los cuadros de mortalidad
son semejantes a los de Lima; que en los valles del litoral y comar-
cas rurales la “endemia malárica agota la población propia y cie-
rra el paso a la de fuera”; y que en las ciudades de la Costa la
tuberculosis, las enfermedades infantiles, las infecciones tíficas y
la peste son las principales causas de morbimortalidad. En el mis-
mo sentido, destacan para la región de la Sierra “el tifus, la virue-
la y otras fiebres eruptivas que devoran la población andina”; y
para la región de la Selva, sobre la base de la información recogi-
da por una expedición científica en Madre de Dios, afirman que
“ejercen predominio cuatro enfermedades: el paludismo, el pián,
el parasitismo intestinal y la espundia. Últimamente se han ob-
servado algunos casos de lepra”.

434
• La importancia de los problemas de salud del indígena y su
trascendencia económica: “Víctima expiatoria de nuestra defi-
ciente política sanitaria ha sido y continúa siendo nuestra po-
blación indígena... la que desde los tiempos de la Colonia...
contribuye con sus extraordinarias condiciones de energía a
salvar todos los problemas de nuestra nacionalidad. A esta
raza debe el Perú su progreso agrícola, minero y ganadero; sin
su concurso la política vial en actual desarrollo, no podría pros-
perar;... en sus manos se encuentran las armas que la nación
ha confiado para la defensa nacional. El Congreso, al dictar
una ley que vote en el Presupuesto General una crecida suma a
salvar a nuestra población indígena de los estragos de las en-
fermedades, no sólo cumplirá un deber..., sino que va a solucio-
nar grandes problemas económicas y sociales”.

Siete años después del informe de la comisión citada, el Dr.


Ego Aguirre ratificaba lo esencial de esas apreciaciones:

Las endemias del país en el año han sido las conocidas. Se ha


mostrado más evidente la verruga, porque la obra vial movili-
zando muchos trabajadores a las zonas verrucógenas, facilitó la
morbosidad. El paludismo y las disenterías en la zona litoral, la
viruela y el tifus en las mesetas andinas, los males que con la
lepra tipifican la patología de la región amazónica emplearon,
como otras veces, las actividades de la salubridad [74].

Por otro lado, los escasos datos estadísticos existentes nos in-
forman parcialmente sobre la situación de salud en la ciudad de
Lima: la tasa de mortalidad por tuberculosis fue estimada en 4,24
por mil habitantes en 1931; además la tasa de mortalidad infantil
registrada se incrementó de una cifra de 157, en 1930, a otra de
192 por mil nacidos vivos, en 1933, debiendo precisar que el Dr.
Krumdieck señaló que una epidemia de coqueluche fue la causa
de este último aumento [75, 76].
Expresión del creciente deterioro de las condiciones de vida y
de salud de la población indígena fue la alta letalidad de la epi-
demia de malaria en una zona selvática, el valle La Concepción,

435
ocurrida en el año 1932. Paz Soldán al informar sobre los resulta-
dos de su estudio sobre esta epidemia; al respecto escribía:

Los informes indican que en septiembre de 1932 aparecieron


los primeros casos... los indios oriundos de las selvas apenas
representaban una defunción por 100 atacados, mientras que en-
tre los que proceden de las punas y están al servicio de las ha-
ciendas, la mortalidad llega a 40-50%..., que tanto enfermos
como fallecidos se cuentan por miles, habiendo calculado el Pa-
dre Sarazola 25,000 enfermos y 5,000 muertos... La infección de
estas tierras cálidas del Cuzco constituye una peligrosa amplia-
ción del dominio geográfico de la malaria en el Perú. Entre los
factores generales que explican la intensidad figuran: aumento
de la población y del movimiento migratorio; carencia de ele-
mentos médicos, farmacéuticos y sanitarios; y condiciones
primitivas de vida de las masas [77].

La política de inmigración

En los años que siguieron a la Guerra del Pacífico existía entre la


comunidad académica y la élite peruana una coincidencia prácti-
camente unánime en señalar a la inmigración como el factor fun-
damental del progreso, en especial si se trataba de alemanes o in-
gleses. El proyecto se vio justificado por tesis eugenésicas, más o
menos explícitamente, en las obras de J. Francisco Pazos Varela,
periodista y político; Hildebrando Fuentes, diputado y autor de
un proyecto sobre inmigración en el Congreso del 1891; y, Clemente
Palma, cuya tesis de bachiller, aprobada en 1897 por la Universi-
dad de “San Marcos, será comentada, más adelante, al tratar el
tema “Proyecto oligárquico-civilista” [78].
En los últimos años del régimen cacerista, en medio de la cri-
sis fiscal, se dictó una nueva Ley de Inmigración (1893) que a di-
ferencia de las leyes anteriores no estaba orientada a resolver el
problema de la escasa mano de obra, sino a mejorar la dotación
étnica de nuestra población. Definió como inmigrante a los extran-
jeros de raza blanca que llegaran al país para establecerse en él y
a los colonos especialmente contratados. La nueva norma asumía

436
que el bagaje étnico que predominaba en nuestra población era una
de las razones de nuestro fracaso en la Guerra del Pacífico y del
atraso nacional. Para atraer a los colonos europeos se estableció
que el gobierno pagaría los pasajes por vía marítima a las fami-
lias de raza blanca que vinieran a residir en el Perú, costeándoles
una semana de alojamiento en Lima y el viaje hacia su lugar de
instalación definitiva, donde se les mantendría por tres meses. Se
les entregaría tierras y semillas y se les exoneraría de impuestos
por cinco años. Se excluyó de estos beneficios a los inmigrantes
traídos al Perú en ejecución de la ley autoritativa de 1889 sobre
colonización y prolongación del ferrocarril de La Oroya. La nue-
va ley, sin embargo, no obtuvo los resultados esperados, por el
poco atractivo que tenía el Perú para los inmigrantes europeos [51].
Durante la “República Aristocrática” se continuó con la polí-
tica migratoria iniciada durante el régimen cacerista. El 21 de no-
viembre de 1898 se promulgó la “Ley de Colonización de Tierras
de Montaña”, que establecía las obligaciones de los colonos y los
compromisos sanitarios del gobierno en el proceso de ocupación
de los nuevos espacios económicos. En el mensaje presidencial de
julio de 1907 de José Pardo se informaba:

Con el objeto de iniciar una corriente de inmigración blanca, el


Congreso sancionó una partida en el presupuesto estimada al
pago de los pasajes de inmigrantes que viniesen al país y se han
dictado disposiciones convenientes para su aplicación... Se han
dictado las disposiciones que han prevenido ya los graves peli-
gros que pueden traer inmigrantes que no reúnan las condicio-
nes que el país desea [79].

Pero ésta y otras disposiciones destinadas a propiciar la en-


trada de inmigrantes europeos al país fracasaron y el gran flujo
migratorio de Europa hacia América sólo tocó marginalmente al
Perú. De manera distinta, la inmigración asiática se incrementó
en esos años a pesar de generar resistencia entre la élite peruana.
Mientras 12 000 europeos migraron al país entre 1880 y 1930, el
número de japoneses que arribó se estimó en 25 000. Al respecto,
Paz Soldán se lamentaba este hecho:

437
No podemos impedirlo. La inmigración asiática al Perú pertene-
ce a la categoría de los hechos fatales. El poder e imperialismo
del Japón, y la creciente influencia de la China en los consejos del
mundo, nos pone en la imposibilidad de cerrar nuestras fronte-
ras a los hombres amarillos... No está pues en nuestras manos
detener el oleaje amarillo. Mas sí podemos encauzar convenien-
temente esta corriente humana, depurando las condiciones
biosociales de los futuros inmigrantes... La repetición con que lle-
gan al Callao barcos japoneses infectados, indica que la selección
sanitaria no se efectúa con el rigor debido. Y es que la inferiori-
dad de la raza amarilla no es inferioridad fatal. La inferioridad
de esta raza se debe a sus deplorables características biológicas
por causa de su miseria... y por sus vicios y dolencias. Evítese
que estos despojos humanos, estos menos valores vengan en la
condición de inmigrantes y se habrá dado un paso trascendental
en la defensa de la raza nacional. [“Por la defensa de la raza: La
ola inmigratoria asiática y su gobierno sanitario”, El Comercio, 10
de diciembre de 1919.] [38].

Normas en el marco constitucional de 1860

Hasta el año 1919 siguió vigente la Constitución de 1860. La nor-


matividad sanitaria debía adecuarse, sin embargo, a los avances
científico-tecnológicos y a la nueva responsabilidad que el Estado
estaba asumiendo en el fomento del capital humano para el mejor
desarrollo de las actividades privadas. En razón de ello se pro-
mulgaron nuevas normas legales que modificaron la institucio-
nalidad de la Sanidad e incrementaron las posibilidades de su
acción efectiva.
Entre 1877 y 1903 las más importantes fueron dos: el “Regla-
mento General de Sanidad”, elaborado en 1884 y luego promulga-
do en 1887, que estableció una verdadera ley orgánica de sanidad
en el ámbito nacional; además de la nueva “Ley Orgánica de Muni-
cipalidades” de 1892, que normó lo relacionado a las atribuciones
de los Concejos Provinciales en el campo de la salubridad. Luego,
entre 1903 y 1933, la más importante fue la Ley del 6 de noviembre

438
de 1903 que creó la “Dirección General de Salubridad”, como órga-
no de línea del Ministerio de Fomento y Obras Públicas.

Reglamento General de Sanidad: 1887

Durante la gestión del general Iglesias, las antiguas normas regla-


mentarias de las juntas de sanidad, establecidas por Ley de 1826,
fueron modificadas por una comisión de la Facultad de Medicina
que elaboró un nuevo “Reglamento General de Sanidad”. Regla-
mento que fue revisado y aprobado el 10 de octubre de 1884 por
una comisión nombrada por el Gobierno y que estuvo integrada
por los Drs. Casimiro Ulloa, Manuel Barrios y Julio Becerra. En el
comentario editorial que al respecto hace, en junio de 1885, la re-
vista El Monitor Médico se afirma que: “El régimen sanitario esta-
blecido por dicho Reglamento, es análogo al implantado por el úl-
timo Reglamento de Sanidad de España, nación cuyas ideas y cos-
tumbres se asemejan más á las nuestras, desde que procedemos
de ella y nuestra emancipación de su dominio apenas cuenta poco
más de medio siglo”.
De acuerdo con este reglamento la dirección del Servicio de Sa-
nidad está encomendada a una junta o consejo supremo,

corporación consultiva del Gobierno en todo lo que se refiere a


Higiene; pero encargada también de dirigir la ejecución del Ser-
vicio, como hemos dicho, teniendo bajo su dependencia a todas
las demás corporaciones o Juntas de Sanidad [80].

Después de la caída del régimen de Iglesias, el 2 de diciem-


bre de 1885 el reglamento fue nuevamente revisado y, con las
“convenientes modificaciones”, aprobado por la Junta Suprema
de Sanidad el 14 de febrero de 1887 y, luego, aprobado y expedi-
do por el nuevo gobierno del general Cáceres, por decreto supre-
mo del 15 de febrero de 1887, refrendado por Félix C. C. Zegarra,
Ministro de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia. Decreto
que luego de ser sometido a consideración del Congreso y apro-
bado por éste, adquirió la fuerza de una ley. Su contenido se
estructuró en seis títulos:

439
• Título I: “De la organización del Servicio de Sanidad”, que
incluye cinco capítulos: (I) de la organización del Servicio de
Sanidad, (II) del personal del Servicio, ( III) de la Junta Suprema
o Central, (IV ) de las Juntas Departamentales y Litorales, y (V )
de las Juntas Provinciales o Municipales.
• Título II: “Del Servicio de Sanidad Marítimo”, que agrupa
seis capítulos: (I) de las visitas a los buques, (II) de las paten-
tes, (III) de las cuarentenas, (IV ) de los procedimientos para la
práctica de los reconocimientos o visitas y de las cuarente-
nas, (V ) del expurgo y desinfección, y (VI) de los lazaretos.
• Título III: “Del Servicio de la Sanidad Terrestre”, que incluye
once capítulos: (I) de los establecimientos industriales, (II) de
los mercados, (III) de los mataderos, (IV ) de los cementerios, (V )
del reconocimiento y traslación de cadáveres, ( VI) de las obras y
edificios públicos y civiles, ( VII) de los establecimientos higiéni-
cos municipales, (VIII) de las endemias, epidemias y epizootias,
(IX) de la vacuna, (X) del ejercicio de las profesiones médicas, y
(XI) de la estadística general y demografía médica.
• Títulos IV, V y VI, que trataban de los derechos sanitarios; de
los delitos, faltas y penas; y de las disposiciones transitorias,
respectivamente [65, 81].

Ley Orgánica de las Municipalidades: 1892

El 8 de octubre de 1892 el Congreso aprobó la nueva “Ley Orgáni-


ca de Municipalidades”, siendo Presidente de la Cámara de Sena-
dores, don Manuel Candamo, y de la Cámara de Diputados, don
Alejandro Arenas. El 14 de octubre de 1892 la ley fue promulgada
por el general R. Morales Bermúdez, Presidente de la República, y
refrendada por don Carlos M. Elías, Ministro de Gobierno y Poli-
cía. Al tratar sobre las atribuciones de los Concejos Provinciales
esta norma establecía en su art. 77º:

Reglamentar, administrar e inspeccionar los servicios de las po-


blaciones de su jurisdicción relativos a los siguientes ramos: 1º.-
Al aseo i la salubridad, pudiendo prescribir con tal objeto las re-
glas que deben observarse en los establecimientos i domicilios

440
particulares e impedir la venta de comestibles, licores o medica-
mentos de mala calidad... 2º.- A la provisión i a la conservación
de los manantiales, fuentes o depósitos de agua i a la distribu-
ción de éstas, así en la ciudad como en el campo; pero sólo en
cuanto sean de uso común (...) 5º.- A los lugares, por su natura-
leza, comunales, como mercados, mataderos, abrevaderos, de-
hesas i pastos; i a los depósitos de policía, cárceles de detenidos i
establecimientos de beneficencia, donde no existan sociedades de
esta especie (...) 10º.- A cuidar de la conservación i propagación
del fluido vacuno (...) 15º.- A expedir los respectivos reglamen-
tos de policía municipal... [65, 81].

En el art. 93º de la misma ley se establecen las atribuciones de


los inspectores de higiene y vacuna, entre las principales: “1º.- Vi-
sitar las boticas, asociados a un médico, para ver el estado de las
drogas i si la persona que las despacha es competente... 2º.- Hacer
visitas domiciliarias i de establecimientos públicos y dictar las me-
didas convenientes para mejorar el estado de higiene y de la salu-
bridad... 3º.- Propagar el fluido vacuno, haciendo que los vacuna-
dores recorran los pueblos de provincia... 4º.- Examinar los comes-
tibles y bebidas destinadas al consumo i dar cuenta al Alcalde de
los defectos i abusos que notaren, proponiendo mejoras oportu-
nas”. Por último, en su art. 100º se prescribe que entre los gastos
municipales provinciales de forzosa inclusión en el presupuesto
están: “7º.- Los que demande el sostenimiento de los hospitales
que se costeen con rentas provinciales (...) 13º.- Los de conserva-
ción y propagación del fluido vacuno i en general de todos los con-
cernientes a la higiene pública...” [65].

Ley de creación de la Dirección General de Salubridad: 1903

Un hito histórico en la evolución de la administración pública pe-


ruana fue la creación, en 1896, del Ministerio de Fomento y Obras
Públicas. Este hecho formaba parte importante del plan de recons-
trucción nacional diseñado por las nuevas autoridades guberna-
mentales. Éstas consideraban, además, que el ramo de fomento de

441
dicho ministerio tenía como ámbito de acción gubernamental todo
lo que no fuera

[inmanente] al Gobierno mismo como son la política, la adminis-


tración de la seguridad y la justicia, exceptuando también los ser-
vicios de culto y de instrucción [82].

A partir de esta consideración siete años después crearon una


nueva dependencia del Ministerio de Fomento: la “Dirección Ge-
neral de Salubridad”, encargada de los asuntos vinculados con la
salubridad y la sanidad, iniciando así una nueva etapa en la sa-
lud pública peruana. La ley de creación fue dada en el Congreso
el 25 de octubre de 1903; era Presidente del Senado don Ántero
Aspíllaga y de la Cámara de Diputados don Nicanor Álvarez Cal-
derón. Luego fue promulgada el 6 de noviembre de 1903 por don
Manuel Candamo, Presidente de la República, y refrendada por el
Dr. Manuel C. Barrios, Ministro de Fomento.
Las funciones asignadas inicialmente a esa dirección fueron
las siguientes: (I) velar por el cumplimiento de la legislación sani-
taria vigente, (II) estudiar y proponer las reformas que juzgue ne-
cesarias a fin de mejorar el estado sanitario del país, (III) organizar
un plan de defensa contra la importación de “gérmenes pesti-
lenciales exóticos”, (IV ) concertar y dirigir medidas profilácticas
para extinguir las enfermedades endémicas y epidémicas que exis-
ten en el país, y (V ) organizar la estadística demográfica médica
[65]. Estas funciones delimitaron el ámbito de acción de la Direc-
ción de Salubridad de tal manera que el control de las sociedades
de beneficencias continuó a cargo del Ministerio de Instrucción y
las municipalidades conservaron las atribuciones sanitarias que
se les había asignado en la ley orgánica de 1892.

Normas en el marco constitucional de 1920

La nueva Constitución Política y la Salud Pública: 1920

En el seno de la asamblea nacional, que había elegido como Presi-


dente Constitucional a Leguía, se aprobó la nueva Constitución

442
que fue promulgada el 18 de enero de 1920. Lo fundamental de
ella, ausentes las polémicas entre liberales y conservadores del si-
glo anterior, fue la influencia conceptual de las constituciones mexi-
cana y europeas modernas. Se incluyen, así, importantes reformas
que se derivaban de ideas sobre política y justicia social que ha-
bían adquirido vigencia después de la primera Guerra Mundial.
“La emoción social era especialmente interesante en los artículos
que reconocían y protegían a las comunidades indígenas” [83].
En su artículo 4º se precisa que el fin del Estado es garantizar
la libertad y los derechos de los habitantes y preocuparse por el
progreso moral, intelectual, material y económico del país; se in-
troduce el término de “garantías sociales” para referirse a los de-
rechos de la sociedad y de los menores y los trabajadores. El gran
teórico y gestor de esta constitución fue el político e intelectual
Mariano H. Cornejo, “quien soñaba con establecer en el Perú un
sistema parlamentario” [84].
En ella se estableció un período presidencial de cinco años, la
renovación integral del Parlamento paralela a la renovación pre-
sidencial, los congresos regionales, el reconocimiento a las comu-
nidades indígenas, la imposibilidad de suspender las garantías
individuales, etc. Con relación al cuidado de la salud, la constitu-
ción señala, por vez primera, la responsabilidad del Estado en el
establecimiento de los servicios sanitarios y de asistencia pública;
asimismo impone las bases normativas de lo que sería más tarde
el Seguro Social. En el Título IV , Garantías Sociales, se prescribe:

Art. 46º La Nación garantiza la libertad de trabajo pudiendo ejer-


cerse libremente todo oficio, industria o profesión que no se
oponga a la moral, a la salud ni a la seguridad pública. La ley
determinará las profesiones liberales que requieren título..., las
condiciones para obtenerlo y las autoridades que han de expe-
dirlo (...) Art. 47º El Estado legislará sobre la organización gene-
ral y la seguridad del trabajo industrial y sobre las garantías en
él de la vida, de la salud y de la higiene. La ley fijará las condicio-
nes máximas del trabajo y los salarios mínimos en relación con
la edad, el sexo, la naturaleza de las labores y las condiciones y
necesidades de las diversas regiones del país. Es obligatoria la

443
indemnización de los accidentes del trabajo en las industrias y se
hará efectiva en las formas que las leyes determinen (...) Art. 55º
El Estado establecerá y fomentará los servicios sanitarios y de
asistencia pública, institutos, hospitales, asilos y cuidará de la pro-
tección y auxilio de la infancia y de las clases necesitadas (...) Art.
56º El Estado fomentará las instituciones de previsión y de soli-
daridad social, los establecimientos de ahorro, los seguros y las
cooperativas de producción y de consumo que tengan por obje-
to mejorar las condiciones de las clases populares (...) Art. 57º En
circunstancias extraordinarias de necesidad social se podrá dictar
leyes o autorizar al Ejecutivo para que adopte providencias ten-
dientes a abaratar los artículos de consumo para la subsistencia,
sin que en ningún caso se pueda ordenar la apropiación de bie-
nes sin la debida indemnización (...) Art. 58º El Estado protegerá
a la raza indígena y dictará leyes especiales para su desarrollo y
cultura en armonía con sus necesidades. La Nación reconoce la
existencia legal de las comunidades de indígenas y la ley declara-
rá los derechos que les corresponden [83].

La necesidad de un Código de Salud

Formalmente, la Constitución Política de 1920 siguió vigente has-


ta el 9 de abril de 1933. Conforme transcurría la década de los 20
se hacían más fuertes las exigencias de los sanitaristas al gobier-
no para que se aprobara una ley que diera unidad y coherencia a
la dispersa legislación que sobre el cuidado de la salud se había
acumulado en el Perú. Al respecto, se recordaba que en el año 1917,
Abel S. Olaechea había presentado al Parlamento un proyecto de
“Ley Orgánica de Sanidad” y que en 1920, Paz Soldán había pre-
parado y propuesto un “Código de Salud”, pero sin éxito en am-
bos casos.
Carlos Bambarén criticaba a esa falta de unidad y coherencia
jurídica afirmando que: “En el Perú todo lo que se refiere a Sani-
dad, se presenta como algo, que si no es impreciso, está desarticu-
lado, inconexo, huérfano de la acción vinculadora, que asegura la
eficacia permite el éxito de la gestión...”; y que en las principales

444
resoluciones administrativas y legislativas que se han dado en
nuestro país

se observa la visión unilateral, el concepto restringido, en mu-


chas ocasiones, los factores circunstanciales que las dieron ori-
gen. Era una epidemia que había que combatir, lo que daba mo-
tivo a una ordenanza; era una necesidad local, la que hacía for-
mular disposiciones sanitarias; era el propósito de sistematizar la
asistencia curativa gratuita, la que dio origen a la Ley Orgánica
de Beneficencia, etc. (...) en muchas ocasiones la falta de una Ley
de Sanidad fué el principal escollo para el éxito de una campaña,
porque los hombres de leyes presentaban cortapisas jurídicas a
los arrestos sanitarios de los que estaban encargados de velar
por la salud colectiva [85].

En respuesta a esas exigencias y críticas se creó, en diciembre


de 1930, el “Consejo Consultivo de Salubridad” y se le encargó la
preparación de un Código Sanitario para la mejor armonía y coor-
dinación de los procedimientos conforme a los cuales deben lle-
varse a cabo los servicios de higiene y sanidad y asistencia social
en el territorio de la República. No obstante, al ser reemplazadas
las autoridades políticas en abril de 1931, el Consejo no pudo o
no consideró conveniente cumplir con el encargo. Al final de la
etapa oligárquica de la Sanidad peruana se podía repetir lo que
había escrito, años antes, el Dr. Ego Aguirre:

Nada vale que esté escrito en la carta fundamental de la nación


que el cuidado de la salud pública corresponde al Estado, si el
organismo oficial al que está encargado su cumplimiento carece
de poderes y de orientaciones fundamentales. La prédica y los
reclamos de los higienistas. No han logrado la dación de una ley
sustantiva que norme sus actos [74].

La Constitución Política de 1933 y la Salud

La Constitución Política del Perú de 1933 fue promulgada el 9 de


abril de 1933 y rigió formalmente hasta 1980. Tuvo un acento
parlamentarista y descentralista; creó los consejos departamenta-

445
les y el senado funcional; proscribió a los partidos internaciona-
les y reconoció a las comunidades indígenas.

Fue una Constitución demoliberal, con cierto predominio parla-


mentario, y destinada a evitar el entronizamiento de otra dicta-
dura similar a la de Leguía, recortando los poderes presidencia-
les [84].

Con relación a los temas vinculados con la sanidad y la bene-


ficencia, en la nueva constitución se prescribe, en su Capítulo I ,
Garantías Nacionales y Sociales II, lo siguiente:

Art. 42º El Estado garantiza la libertad de trabajo. Puede ejercer-


se libremente toda profesión, industria u oficio que no se opon-
ga a la moral, a la salud ni a la seguridad pública (...) Art. 46º El
Estado legislará sobre... las seguridades del trabajo industrial, y
sobre las garantías en él de la vida, la salud y la higiene. La ley
fijará las condiciones máximas del trabajo, la indemnización por
tiempo de servicios prestados y por accidentes, así como los sa-
larios mínimos en relación con la edad, el sexo, la naturaleza de
las labores y las condiciones y necesidades de las diversas regio-
nes del país (...) Art. 48º La ley establecerá un régimen de previ-
sión de las consecuencias económicas de la desocupación, edad,
enfermedad, invalidez y muerte; y fomentará las instituciones de
solidaridad social, los establecimientos de ahorros y de seguros,
y las cooperativas (...) Art. 49º En circunstancias extraordinarias
de necesidad social, se puede dictar leyes o autorizar al Ejecutivo
para que adopte providencias tendientes a abaratar las subsis-
tencias(...) Art. 50º El Estado tiene a su cargo la sanidad pública y
cuida de la salud privada, dictando las leyes de control higiénico
y sanitario que sean necesarias, así como las que favorezca el per-
feccionamiento físico, moral y social de la población (...) Art. 52º
Es deber primordial del Estado la defensa de la salud física, men-
tal y social de la infancia. El Estado defiende el derecho del niño
a la vida del hogar, a la educación, a la orientación vocacional, y
a la amplia asistencia cuando se halla en situación de abandono,
de enfermedad o de desgracia... [83].

Sobre el art. 52º de la Constitución de 1933, Ugarte del Pino


comenta: “El jueves 15 de septiembre de 1932, según consta en la

446
página 3,600 del Diario de Debates... se dio lectura a una solicitud
enviada al Congreso Constituyente por el Rotary Club de Lima,
recomendando que se incorporara a la Carta Política un artículo
disponiendo que la asistencia y cuidado del niño era deber pri-
mordial del Estado. El autor de esta iniciativa fue el distinguido
profesor sanmarquino: Dr. Dn. Carlos Bambarén...”.

447
Organización del Servicio de Sanidad:
Perú, 1877-1903

Estructura del Servicio General de Sanidad

Antes de 1887, seguía formalmente vigente la organización sani-


taria en las juntas de sanidad establecidas en 1826, entre las que
se distinguía una junta Suprema que funcionaba como un cuerpo
colegiado fundamentalmente consultivo. Las críticas a las limita-
ciones de este tipo de organización colegiada y consultiva ya han
sido comentadas en el capítulo anterior. A inicios de 1886, el Dr.
Ernesto Odriozola, posteriormente Decano de la Facultad de Me-
dicina, reiteraba algunas de dichas críticas:

... la llamada “Junta Suprema de Sanidad” con sus dependencias


casi siempre en receso, sólo da señales de vida cuando alguna
epidemia amenaza a la capital, y entonces toda su influencia, to-
das las medidas dictadas, tropiezan con innumerables resisten-
cias o dificultades nacidas de la falta de conveniente organiza-
ción... mientras tanto, en nuestra capital, mueren 35 a 40 por mil
cada año, cifra enorme que demuestra el desamparo absoluto
en que vivimos a este respecto. No quiero... trazar el lastimero
cuadro que ofrece el resto de nuestra República que yace, en este
punto de vista, en el más completo abandono, pues, todos sabe-
mos que cuando alguna epidemia estalla, por desgracia, en algu-
nos de los apartados departamentos, se envía a un médico para
que combata su desarrollo, quien llega algunas veces al lugar de
su destino cuando ya la enfermedad ha hecho todo el daño posi-

[449] 449
ble..., allá la cifra de mortalidad no puede calcularse y asunto tan
grave no nos preocupa en menor, por esa fatalísima tendencia
centralizadora en todo orden de cosas, que hace de la capital el
Perú entero... [86, 87].

Tratando de dar respuesta a esas limitaciones, el reglamento


general diseñó el nuevo Servicio de Sanidad como una gran red na-
cional que funcionaba con una junta suprema o central que no sólo
era la corporación superior consultiva del gobierno en el ramo de
sanidad, sino que también estaba encargada de dirigir los servi-
cios sanitarios terrestres y marítimos, para lo cual tenía bajo su
dependencia a las juntas departamentales y municipales. El “Ser-
vicio de Sanidad” estaba pensado, en consecuencia, como una to-
talidad conformada por el “Servicio de Sanidad Marítima” y el
“Servicio de Sanidad Terrestre”, cada uno de ellos con organiza-
ción y personal propios. Totalidad en la que se distinguían tres
niveles: el general, el departamental y el provincial o municipal.
El “Servicio General de Sanidad” estaba a cargo de la “Junta
Central o Suprema de Sanidad”. La junta era presidida por el mi-
nistro del ramo de beneficencia y conformada; además, por otros
18 miembros que ocupaban cargos “concejiles i honoríficos”. En-
tre los principales estaban el Prefecto de Lima, el Decano de la Fa-
cultad de Medicina, el Director de la Beneficencia de Lima, el Jefe
de la Sección de Marina del Ministerio del ramo, el Prior del Con-
sulado, el Alcalde Municipal de Lima; los catedráticos de Higie-
ne, de Medicina Legal y de Farmacia de la Universidad San Mar-
cos, el Director General del Ministerio de Beneficencia, quien ac-
tuaba como secretario de la junta, y otros.
Las principales funciones de la junta central fueron:

1ª.- Vigilar el cumplimiento de todas las leyes y Reglamentos


de Sanidad y de las leyes en general, en cuanto se relacionen
con la Higiene Pública. (...) 2ª.- Vigilar, igualmente, el cumpli-
miento de las funciones respectivas de cada una de las Juntas Sa-
nitarias Departamentales y Municipales. (...) 3ª.- Perseguir las omi-
siones y transgresiones que puedan constituir delitos sanitarios...
(...) 5ª.- Nombrar los médicos titulares de las provincias litora-
les, con aprobación del Gobierno y a propuesta, en terna, de la

450
Facultad de Medicina de Lima. (...) 6ª.- Dictar todas las medidas
higiénicas convenientes para impedir la invasión o desarrollo de
las epidemias... (...) 7ª.- Aprobar los Reglamentos de las Juntas
Departamentales y Municipales, y los de la policía médica expe-
didas por ellas. (...) 8ª.- Recaudar los fondos que le corresponden
provenientes de los impuestos de Sanidad y darles la inversión
determinada por el Reglamento. (...) 9ª.- Formar y someter a la
aprobación del Supremo Gobierno todos los proyectos de refor-
mas higiénicas y de policía médica que repute conveniente... (...)
11ª.- Elevar anualmente al Gobierno un informe sobre el Servi-
cio de Sanidad de toda la República durante el año [64].

El órgano consultivo de la Junta Central era la Facultad de Me-


dicina de la Universidad de Lima.

Servicios departamentales y municipales

Los “Servicios Departamentales de Sanidad” estaban a cargo de


las “Juntas Sanitarias Departamentales” correspondientes. Bajo la
dependencia de la Junta Central, estas juntas de menor nivel ad-
ministrativo estaban encargadas de la ejecución y vigilancia del
servicio de sanidad en su respectivo ámbito departamental. Cada
junta estaba presidida por el prefecto del departamento y confor-
mada, además, por otros ocho miembros, entre los principales te-
nemos: el médico titular, el alcalde de la municipalidad de la ca-
pital departamental, el director de la sociedad de beneficencia y el
secretario de la prefectura, que actuaba como secretario de la jun-
ta. Las “Juntas Sanitarias Departamentales Litorales” estaban con-
formadas, además, por el capitán del puerto principal y el admi-
nistrador de la aduana. Ejercían las funciones vinculadas con la
Sanidad Marítima, siguiendo los procedimientos señalados en el
Título II del Reglamento General de Sanidad.
Las principales funciones de la Junta Sanitaria Departamen-
tal eran:

... 2ª.- Vigilar en su respectivo departamento la observancia de


las leyes y Reglamento de Sanidad, así como de las disposiciones
que dicte la Junta Suprema. (...) 3ª.- Secundar y apoyar todas las

451
medidas y disposiciones de las Juntas Municipales para mejorar
la higiene de las provincias y departamentos... (...) 5ª.- Dictar de
acuerdo con las Municipalidades respectivas, todas las medidas
de preservación que se reputen más eficaces para impedir la in-
vasión y propagación de epidemias. (...) 6ª.- Velar por la admi-
nistración de la vacuna del Departamento y el servicio del res-
pectivo Médico Titular. (...) 7ª.- Elevar anualmente a la Junta Su-
prema un informe sobre el Servicio de Sanidad del Departamen-
to durante el año vencido y proponer las reformas que juzgue
conveniente [64].

Los “Servicios Municipales de Sanidad” estaban a cargo de


las “Juntas Sanitarias Provinciales o Municipales”, bajo la depen-
dencia directa de la Junta Central, ejerciendo jurisdicción en el ramo
de sanidad sobre las municipalidades en sus respectivos distri-
tos. Sus funciones estaban precisadas en la Ley de Municipalida-
des y debían dar cuenta a la junta central de todas las ordenan-
zas y reglamentos que expidiera “para el mejor servicio higiénico
de la provincia”. Ejercían sus funciones siguiendo los procedimien-
tos señalados en el Reglamento General de Sanidad. En las muni-
cipalidades de las capitales de departamentos estas funciones de-
bían ser ejecutadas siempre bajo la dependencia de las municipa-
lidades, por las juntas o comisiones organizadas y reglamentadas
por aquéllas, conforme a sus recursos. En las demás capitales de
provincia o de distrito el servicio estaba a cargo de las mismas mu-
nicipalidades y su comisión de higiene.
El Servicio de Higiene Pública del Concejo Provincial de Lima
era el más desarrollado del país. Para Francisco Graña, la prime-
ra época de desarrollo sanitario de Lima había estado comprendi-
da entre 1868 y 1876, en que

merced á la feliz y patriótica iniciativa del Sr. José Bresani y á


la constancia é inquebrantable voluntad del inmortal Manuel
Pardo, se llevó a cabo la grande obra de canalizar Lima, prime-
ra población de Sudamérica, donde se estableció el sistema de
albañales [90].

452
Sin embargo, en diciembre de 1886, tres meses antes de la pues-
ta en ejecución formal del Reglamento General de Sanidad, el Dr.
Aurelio Alarco comentaba, como Inspector de Higiene del Conce-
jo Provincial de Lima, lo siguiente:

La Higiene Pública, que en los pueblos civilizados recibe esmera-


do culto, así de parte de la administración local como del pueblo,
ha sido entre nosotros sumamente desatendida... Nuestras auto-
ridades, así como nuestros hombres públicos... no se han pre-
ocupado de la salubridad del vecindario... nada o casi nada se ha
hecho en el sentido de organizar un Servicio de Higiene Públi-
ca..., confiados en la bondad de nuestro clima, no creían urgente
preocuparse de la salud pública, empeñados ante todo en luchas
políticas... Que se creyera hasta inútil ocuparse de la salud públi-
ca lo prueban: que el Servicio Médico Municipal, apenas ensaya-
do, fuera suprimido bajo pretexto de economía; que los servi-
cios químicos y meteorológicos hubieran sido y hoy mismo con-
tinúen tan pobremente instalados; que la policía de salubridad
no existe aún; que el Servicio Demográfico Estadístico sea tan im-
perfecto e independiente de la Sección de Higiene; finalmente,
que esté aún por crearse un verdadero Servicio de Salubridad...
La Inspección de Higiene comprende al presente 3 secciones: A-
el servicio de vacuna; B- el Laboratorio Municipal y servicio quí-
mico; y C- el laboratorio Meteorológico [88].

La Inspección de Higiene de Lima disponía de cinco médicos


sanitarios distribuidos en los cinco “cuarteles” donde estaba
zonificada la provincia de Lima. En cumplimiento de lo dispues-
to por el Reglamento General de 1887, el Concejo Provincial de
Lima formuló un nuevo proyecto de “Reglamento para el Servicio
de Sanidad Municipal de la Provincia de Lima” que, después de
ser revisado por la Junta Central de Sanidad, fue aprobado por
Resolución Suprema de 4 de enero de 1889. La nueva norma tenía
tres capítulos: “De la Junta de Sanidad Provincial”, “Del servicio
sanitario de la provincia”, y “De las rentas y gastos de Sanidad”.
Casimiro Ulloa criticaba el número exagerado de funciones que la
nueva norma asignaba al médico municipal:

453
Según el artículo 8º de dicho Reglamento, la ejecución del servi-
cio sanitario queda confiado a cinco médicos y a un número in-
determinado de químicos municipales permanentes. Los cinco
médicos municipales, uno por cada distrito, tendrán a su cargo
todas las funciones del servicio, con exclusión de la inspección de
los alimentos y bebidas, que está encargado a los químicos per-
manentes. Según esto, corresponde a los médicos municipales la
inspección de los establecimientos públicos y de toda la locali-
dad, la conservación y propagación de la vacuna, la asistencia gra-
tuita de los párvulos, la asistencia nocturna a los indigentes, la
comprobación de nacimientos y defunciones, el estudio de la
constitución médica, la remisión de informes anuales y trimes-
trales y cuanta comisión pueda encomendarles la Inspección de
Higiene... Una acumulación, además, tal de funciones... (en) cada
médico municipal... (que) es un imposible material (cumplirlas
adecuadamente)... [89].

Alrededor del año 1900 se hizo cargo de la Municipalidad Pro-


vincial de Lima una nueva administración con el compromiso
programático de impulsar la “higienización de nuestra capital”.
Compromiso que fue cumplido a cabalidad, marcando —a crite-
rio de Graña— la segunda época de desarrollo sanitario de Lima.
Esta administración estuvo presidida por Federico Elguera (1860-
1928), abogado y miembro destacado de la élite civilista. Elegido
alcalde de Lima (1901-1908), efectuó una recordada labor de ur-
banización e higienización de la capital.
Por una parte construyendo mercados modernos e iniciando
la pavimentación de las calles y la instalación de alumbrado eléc-
trico; por otra parte, preparando la ampliación de la ciudad me-
diante la apertura de nuevas vías (Paseo Colón, avenida de la Col-
mena) y disponiendo su ornato. Durante su gestión se inauguró
el Instituto Municipal de Higiene, en reemplazo del antiguo Labo-
ratorio Químico Municipal, y se contrató en Europa al bacteriólogo
italiano Ugo Biffi Gentile para que se haga cargo de la dirección
técnica del nuevo instituto. La Inspección de Higiene de la Muni-
cipalidad de Lima estuvo a cargo del Dr. Juan B. Agnoli quien cum-
plió un destacado papel en la lucha contra la peste bubónica en
Lima [90, 91].

454
Médicos titulares y el Servicio de Sanidad

Por ley del Congreso de 22 de agosto de 1872 se había prescrito


que en cada una de las provincias de la República se debía nom-
brar un médico titular a cargo del presupuesto del Concejo Muni-
cipal Departamental. En 1874 y de 1875 se reiteró y se precisó que
eran de exclusiva competencia del Concejo Municipal Departamen-
tal el nombramiento de los médicos titulares; así como la vigilan-
cia en el cumplimiento de sus deberes, la concesión de sus licen-
cias y el abono de sus haberes. Pero, la norma sólo pudo ejecutar-
se parcialmente durante los años que tuvo vigencia, en tanto su
cumplimiento cabal exigía la previa existencia de condiciones fi-
nancieras y organizativas de las municipalidades y, especialmen-
te, profesionales médicos que estuvieran dispuestos a ejercer su
profesión fuera de la ciudad capital.
Desde el año 1887, con la creación del Servicio General de Sa-
nidad, los médicos titulares formaron parte de los servicios de sa-
nidad departamentales y municipales; por otro lado, el pago de
haberes de los médicos y obstetrices titulares pasaron a estar a car-
go de las juntas departamentales, creadas por la Ley de Descen-
tralización Fiscal de 1886. La Junta Suprema del recién creado Ser-
vicio de Sanidad preparó el proyecto del nuevo “Reglamento de
Médicos Titulares”, que fue formalizado por el Ministro de Fomen-
to el 15 de mayo de 1896. De este reglamento nos parece intere-
sante destacar los siguientes párrafos ya que nos darán una idea
del exagerado número de tareas que se les seguía asignando a este
tipo de personal: “Prestar sus servicios profesionales en el Hospi-
tal o Lazareto que existiere en la localidad... Dar, en su casa, o en
otro lugar, una consulta de un número de horas determinado, para
atender en ellas gratuitamente a todos los enfermos pobres e
indigentes... Propagar la vacunación y revacunación en los luga-
res donde no existiere servicio de vacuna municipal... En los luga-
res donde no hubiera médicos de policía, los médicos titulares in-
formarán a la autoridad judicial, sobre todos los asuntos médico-
legales en que se le pidiera dictamen, practicando los reconocimien-
tos y autopsias que fueran necesarios”.

455
Tres años después, reconociendo las autoridades la imposibi-
lidad material de cumplir adecuadamente todas esas tareas, se hizo
una adición, por Resolución del 18 de febrero de 1899, a dicho re-
glamento. En ella se decía:

... que los médicos titulares que presten sus servicios en el hos-
pital de la provincia para que son nombrados, no están obliga-
dos a prestar servicios en los distritos; debiendo los Prefectos
en caso de aparecer en ellos alguna epidemia, solicitar la auto-
rización correspondiente para contratar un médico que la com-
bata [65].

Muchas de las plazas vacantes que el gobierno ofrecía para el


cargo de médico titular de provincia permanecían sin ser cubier-
tas. Ello provocó fuertes críticas a la supuesta escasa responsabi-
lidad social de la orden médica, que fueron publicadas en 1902
en el diario El Comercio. La Sociedad Médica Unión Fernandina
refutó dichas críticas presentando un conjunto de argumentos, en-
tre los que mencionaremos los siguientes:

Pero de ninguna manera resuelve el Gobierno el problema eco-


nómico suscitado en este caso... Son verdaderamente exiguas las
partidas asignadas en el presupuesto para servir esas plazas... Los
haberes... igualan ó por muy poco sobrepasan el de un amanuen-
se. Y todavía se paga con mucha irregularidad... En todas las po-
blaciones de nuestra costa, sierra y montaña se recurre al médi-
co, en la pluralidad de los casos, sólo en los últimos instantes de
la vida del paciente; en el momento oportuno para comprome-
terle á que expida la papeleta de defunción del que ha sido asisti-
do por comadres y curanderos... La renta proveniente de la prác-
tica privada diaria es tan reducida como la asignada por los pre-
supuestos departamentales... Pero el médico de provincia está
aislado de sus colegas, no dispone de recursos terapéuticos, ni
tiene muchos enfermos. No puede hacer práctica, debe quedar
forzosamente retrasado... [92].

Además, la extracción social y el escaso número de los médi-


cos disponibles en el país dificultaban su permanencia en dichos
cargos en las provincias del interior del país. Tres meses antes de

456
la creación de la Dirección General de Salubridad, el Concejo Pro-
vincial de Lima en su sesión del 18 de agosto de 1903 aprobó su
propio “Reglamento de los Médicos Sanitarios” en el que se pres-
cribía, entre otras normas, las que siguen:

Art. 1. Habrá un médico sanitario municipal por cada uno de


los cuarteles de la ciudad... Art. 2. Los médicos sanitarios muni-
cipales dependen directamente de la inspección de higiene del
honorable concejo provincial... Art. 3. Son deberes de los médi-
cos sanitarios: (1) Tener su domicilio en el cuartel respectivo.
(2) Dar diariamente en su domicilio a una hora fija, consultas
médicas gratuitas a los menesterosos que lo soliciten. (3) Prac-
ticar en su consultorio gratuitamente, la vacunación y revacu-
nación de todos los que lo pidan. (4) Practicar los reconocimien-
tos y expedir gratuitamente los certificados de buena salud de
todas aquellas personas á quienes las ordenanzas municipales
exigen este requisito... [93].

457
Organización de la Dirección General de
Salubridad: Perú, 1903-1933

Inicios de la dirección de salubridad

Creación de la Dirección General de Salubridad: 1903

La Sección de Beneficencia e Higiene, como dependencia de la Di-


rección de Fomento del nuevo Ministerio de Fomento y Obras Pú-
blicas, estuvo a cargo desde 1896 de la tramitación y ejecución de
los acuerdos de la Junta Suprema de Sanidad. Al final de los siete
años de su creación los resultados de sus acciones y de las Juntas
de Sanidad a su cargo fueron poco significativos, entre otras razo-
nes, por su ubicación en un tercer nivel jerárquico de la estructura
administrativa del ministerio y, por ende, su escasa capacidad po-
lítico-administrativa para gestionar mayores recursos. Así, al fi-
nalizar el año 1903, cuando la sección dejó de tener injerencia en
el campo de la Sanidad disponía en toda la República de, apenas,
46 médicos titulares, 5 médicos sanitarios de puerto y 9 obstetrices
titulares.
Para mejorar la eficacia de la conducción política del ramo de
Sanidad, la Sección fue desactivada como tal y en su reemplazo
se creó, por Ley del 6 de noviembre de 1903, la Dirección General
de Salubridad. Nuevo órgano de línea del Ministerio de Fomento
a cargo de un director general que dependía directamente del mi-
nistro del ramo. Las funciones asignadas, inicialmente, a esta di-
rección fueron las siguientes:

[459] 459
velar por el cumplimiento de la legislación sanitaria vigente; es-
tudiar y proponer las reformas que juzgue necesarias a fin de
mejorar el estado sanitario del país; organizar un plan de de-
fensa contra la importación de gérmenes pestilenciales exóti-
cos; concertar y dirigir medidas profilácticas para extinguir las
enfermedades endémicas y epidémicas que existen en el país;
organizar la estadística demográfica médica [65, 94].

El argumento oficial para justificar la urgencia de la creación


de la Dirección de la Salubridad fue la “invasión de la peste” en
varios puertos del país. El horror que se tenía en esa época a la
peste facilitó la inmediata creación de una estructura gubernamen-
tal centralizada y permanente en el campo de la salubridad. Para
los analistas de hoy día el episodio de la peste fue apenas un pre-
texto para justificar técnica y políticamente aquella creación, que
obedeció realmente a intereses económicos:

La burguesía en el poder que tenía como base económica la pro-


ducción capitalista de algunos sectores agroexportadores ubica-
dos fundamentalmente en la costa del país y que exportaba me-
diante acuerdos con los inversionistas extranjeros, poseía en el
momento de la creación de la Dirección aludida, clara conciencia
de la necesidad de hacer efectiva las acciones sanitarias en los puer-
tos, en la costa y en ciertas áreas productivas de la sierra para la
protección de los intereses económicos que representaban y que
para eso era indispensable la centralización [27].

Con ese mismo interés económico desde el inicio del siglo XX


se realizaban las primeras convenciones sanitarias internaciona-
les. Una de las recomendaciones de la “I Convención Sanitaria In-
ternacional” de 1902 había sido, precisamente, la de centralizar
las funciones sanitarias de un país en un organismo nacional en-
cargado de aplicar y coordinar las medidas higiénicas para el me-
jor control de las enfermedades pestilenciales.

Organización de la Dirección General: 1903-1919

El órgano directivo de la nueva estructura de salubridad, que te-


nía el alto nivel de dirección general, se organizó en dos seccio-

460
nes: la de Higiene y la de Demografía, y era servida por un direc-
tor, dos jefes de sección y tres amanuenses. El jefe de la Sección de
Higiene estaba encargado del control y la supervigilancia del Ser-
vicio de la Sanidad Marítima. Las primeras autoridades de la di-
rección general fueron el Dr. Julián Arce, como director general; el
Dr. Daniel E. Lavorería, como jefe de la Sección de Higiene; y el
Dr. Rómulo Eyzaguirre, como jefe de la Sección de Demografía. Los
auxiliares del Dr. Arce eran los médicos Casimiro Medina y Fran-
cisco Graña. Este último era, además, el redactor del Boletín de la
Dirección de Salubridad [94, 95].
Julián Arce (1863-1931), colaborador y continuador de la obra
científica de Carrión, había obtenido el grado de Doctor en Medi-
cina en 1889 con la tesis La fiebre de La Oroya y tenía estudios de
Medicina Tropical en Londres cuando fue nombrado como fun-
dador y primer Director General de Salubridad; cargo que desem-
peñó durante 7 años y 6 meses (8/01/04 al 19/07/11), en medio
de grandes dificultades. Renunció voluntariamente cuando el Go-
bierno, violando los reglamentos sanitarios, impuso por razones
políticas pena de cuarentena al “Canova”, buque que conducía al
Callao a tres diputados de la oposición. Miembro de la “Royal
Sanitary Institute” de Londres, desde 1910, fue elevado a la con-
dición de “Fellow”, en 1915, teniendo el honor de ser el primer
sudamericano con tal título. También fue fundador de la cátedra
de Enfermedades Tropicales en la Facultad de Medicina de Lima,
creada en 1916 [96, 97].
Daniel Eduardo Lavorería (1872-1934), fundador y primer Jefe
de la Sección de Higiene, fue un distinguido histólogo y catedráti-
co adjunto de la Facultad de Medicina desde 1890, quedando a
cargo del curso de Histología y Técnica Microscópica en 1909. Su
carrera como alto funcionario de la Dirección de Salubridad, pri-
mero como Jefe de Sección y desde 1913 como Subdirector de Sa-
lubridad, se extendió desde su ingreso el 8 de enero de 1904 hasta
el 24 de marzo de 1931, día en que falleció. Autor del valioso Pron-
tuario de Legislación Sanitaria, se distinguió, en palabras de su co-
laborador el Dr. Jorge Estrella Ruiz, por su

461
... extraordinario sentido de responsabilidad... su versación no-
toria en problemas de salud pública... la austeridad de su con-
ducta... [98].

El Dr. Rómulo Eyzaguirre (1864-1946) fue un destacado


nipiólogo e higienista, precursor de la estadística demográfica y
sanitaria en el Perú, catedrático auxiliar y, luego, adjunto de la cá-
tedra de Pediatría de la Facultad de Medicina entre 1896 y 1917.
Su carrera administrativa iniciada el 1 de febrero de 1904 como
fundador y jefe de la Sección Demografía —luego de Demografía
y Estadística— de la Dirección de Salubridad, finalizó con su fa-
llecimiento, el 4 de octubre de 1946, cuando desempeñaba el car-
go de asesor de la Dirección de Bioestadística del Ministerio de
Salud Pública y Asistencia Social. Acumuló un total de 52 años y
19 días de valiosos servicios prestados a la Nación. En opinión
de Leonidas Avendaño:

Su dinamismo se tradujo en su participación en numerosas acti-


vidades..., sobre todo en relación con la Medicina Social. Esta cien-
cia obra del gran René Sand fue motivo de sus prolijos estudios,
habiendo sido tal vez el iniciador de la difusión de dicha disci-
plina, con anterioridad a los trabajos de Carlos Bambarén F. y
Carlos Enrique Paz Soldán [98].

Dificultades iniciales de la Dirección: 1903-1919

El inicio de las actividades de dicha dirección no fue nada fácil


debido a lo complejo de su misión y a que fue creada con muy
escasos recursos y sin vinculaciones formales con otras entidades
que tenían responsabilidades en el cuidado de la salud colectiva,
especialmente con las municipalidades y las beneficencias públi-
cas. El primer local de su sede central estaba en el viejo Palacio de
la Exposición, en cuatro habitaciones destinadas a ese objeto; tuvo
como dependencias desconcentradas:

El Instituto de Vacuna, el lazareto flotante, el hospital de conta-


giosos, las estaciones sanitarias y el cuerpo de médicos sanitarios
y titulares y obstetrices de la república [94, 95].

462
Al omitirse esas vinculaciones, en la ley de creación de la Di-
rección de Salubridad, se perdió la oportunidad de establecer le-
galmente el carácter de las mismas. Por tal razón las otras entida-
des no se sentían obligadas a aceptar la dirección técnica de la
Dirección de Salubridad y muchas veces rechazaron con energía
una pretendida intromisión de ésta, por entender que afectaba ile-
galmente su autonomía. En otras ocasiones era la misma dirección
la que se inhibía de normar los aspectos técnicos de entidades que
no dependían formalmente de ella porque consideraba no tener la
fuerza política suficiente para hacerlo [85].
Sobre esas dificultades iniciales, treinta años después de la
creación de la Dirección de Salubridad, el Dr. Abel S. Olaechea tes-
timoniaba lo siguiente:

Labor ciclópea le correspondió al Dr. Julián Arce en 1903 en la


organización de la Dirección de Salubridad... Si en los momen-
tos de pavor que infundía la peste, autoridades y particulares,
todos actuaban y todos acataban las medidas que había que
poner en práctica, cuando la amenaza pasaba o se amortigua-
ba y se hacía necesario sentar de modo estable las bases (de la
Sanidad)... surgía la resistencia, venía la inercia del vecindario
y se suscitaban, a la vez, franca o disimuladamente, los con-
flictos institucionales, provocados, ya sea por la oposición de
las Juntas Departamentales para cooperar pecuniariamente en
las labores sanitarias, o ya por la de los Concejos Provincia-
les, que sin poder llevar a cabo por sí mismos las medidas hi-
giénicas a que están autorizados por la ley, encontraban daño-
so para sus fueros que las ejecutara la Dirección de Salubri-
dad. Las atribuciones, en efecto, que el Art. 77 de la Ley de
Municipalidades de 14 de octubre de 1892, señala a los Conce-
jos... ponen, en realidad, toda la higiene de las localidades bajo
la autoridad de los Municipios, de manera que sin una ley sa-
nitaria que determine la órbita de acción de la Dirección de
Salubridad y la de los Concejos Municipales en los asuntos re-
feridos, no es posible,... proceder libremente para llevar a cabo
medidas sanitarias imperiosas en bien de la colectividad, las
que eran aceptadas, repito, sólo en los momentos difíciles. Las
relaciones de la sanidad con la asistencia permiten colegir con

463
que facilidad también, no existiendo subordinación o dependen-
cia de las Beneficencias a la nueva Dirección, podrían suscitarse
roces entre ellas y éstas por cuestiones de fuero [99].

Durante la “República Aristocrática”, entre enero de 1904 y


septiembre de 1919, ocuparon el cargo de director general, además
de Julián Arce, otros dos personajes: Lauro Curletti (1881-1941),
médico, Doctor en Ciencias Naturales y político; y Abel S. Olaechea
(1874-1934), médico especializado en medicina interna y medici-
na de la piel, Doctor en Medicina desde 1908 con la tesis Estado
actual de los conocimientos relativos a la tuberculosis.
El Dr. Lauro Ángel Curletti, adherido al Partido Liberal, había
secundado la campaña política de Guillermo Billinghurst y fue
nombrado por éste en el cargo de Director de Salubridad, que lo
desempeñó por dos años y siete meses (20/07/11 al 10/02/14).
Creó entonces la asistencia pública de Lima, realizó acciones de
saneamiento e higienización de los inmuebles más deteriorados
de Lima y desplegó una intensa campaña de educación sanitaria
en la población. Posteriormente se identificó con el régimen de
Leguía y colaboró de manera destacada en su administración, pri-
mero, como Ministro de Marina (marzo de 1931) y, luego, como
Ministro de Fomento (15/08/21 al 16/02/23) [100, 101].
Por su parte, el Dr. Abel S. Olaechea fue nombrado como Di-
rector de Salubridad por el presidente provisional Óscar Benavides
y ratificado como tal por el gobierno de José Pardo. Desempeñó el
cargo por cinco años y siete meses (11/02/14 al 15/09/19). Du-
rante su gestión se prestó especial atención a los servicios de agua
y desagüe, se dio la ley de profilaxia del paludismo, la ley de de-
claración de enfermedades infectocontagiosas, el decreto de pro-
tección a la infancia y al finalizar su gestión se contrató los servi-
cios de la misión de Rockefeller para la lucha contra la fiebre ama-
rilla. Posteriormente desempeñó el cargo de Director del Hospital
Dos de Mayo [101, 102].

464
Los médicos titulares en la Dirección de Salubridad:
1903-1919

El art. 3.o de la ley que creó, en 1903, la Dirección de Salubridad


precisó que los médicos titulares de toda la República dependían
exclusivamente de dicha dirección. Aunque, sus haberes continua-
ron siendo pagados por las juntas departamentales. El trabajo de
estos profesionales siguió normado por el reglamento de médicos
titulares del año 1897, hasta que se aprobó, por decreto supremo
de 15 de octubre de 1915, el nuevo “Reglamento de Médicos Titu-
lares”. En esta nueva norma, firmada por el presidente José Pardo
y el ministro de fomento Belisario Sosa, se precisaba lo siguiente:
(I) Los cargos de médicos titulares son determinados en los presu-
puestos departamentales, habrá médicos titulares de una sola pro-
vincia, de dos o más provincias o de uno o varios distritos. (II) Los
médicos titulares son funcionarios dependientes de la Dirección
de Salubridad Pública; aunque, están, para lo administrativo, bajo
la dependencia de los prefectos o subprefectos. (III) Deben predo-
minar, en todo caso, las obligaciones de orden sanitario de los mé-
dicos titulares, sobre las que les corresponden en el orden médico,
el hecho de tener a su cargo el servicio del hospital en el lugar de
su residencia, no impide a los titulares salir a los distritos a com-
batir las epidemias que en ellos se presenten.
El nuevo reglamento señalaba 29 obligaciones formales de los
médicos titulares, entre las principales: (I) dar estricto cumplimiento
a las normas sanitarias vigentes y vigilar el cumplimiento de las
mismas; (II) prestar sus servicios profesionales en el hospital o la-
zareto existente en su lugar de residencia; (III) establecer un con-
sultorio externo público, gratuito, para atender en él diariamente,
durante hora y media, a la clase pobre de la población; (IV ) comba-
tir las enfermedades infectocontagiosas, de acuerdo con las auto-
ridades, mediante medidas profilácticas adecuadas y cumpliendo
las instrucciones que reciba de la Dirección de Salubridad; (V ) efec-
tuar en el lugar de su residencia, la vacunación y revacunación
antivariólica; (VI) gestionar ante la municipalidad provincial la ex-

465
pedición de ordenanzas con relación al servicio de aseo público,
el agua potable, la vigilancia de alejamiento de las materias ex-
cluidas, la desinfección, la vigilancia de expendio de alimentos,
los mataderos y plazas de abastos, y los demás asuntos comuna-
les relativos a la higiene pública y privada; y, (VII) hacer por lo me-
nos una visita anual a todos los distritos de su jurisdicción, soli-
citando para ello las facilidades necesarias de la prefectura y la
movilidad de la junta departamental respectiva [64].
Nuevamente se estaba asignando una excesiva cantidad de
obligaciones al médico titular. Sin embargo, el gobierno no dejaba
de reconocer dicho exceso, tal como se infiere de la lectura de la
resolución suprema de 22 de octubre de 1915, cuando se enfatiza
que tal situación demanda de los médicos una “consagración es-
pecial a su cargo y, con frecuencia, actos de gran abnegación” y
cuando resuelve, en consecuencia, que:

Las Juntas Departamentales, los Concejos Provinciales, las auto-


ridades políticas y los funcionarios de todos los ramos de la ad-
ministración pública, prestarán, dentro de la esfera de sus atri-
buciones legales, a los médicos titulares, todas las facilidades que
necesiten para el buen desempeño de sus atribuciones [64].

Persistieron los problemas, ya comentados, que dificultaban el


reclutamiento de profesionales para los cargos de médicos titula-
res en provincias. Con relación a las condiciones de trabajo que
les eran ofertadas por el Estado, nos parece interesante transcribir
los comentarios que en La Crónica Médica de junio de 1916 hace,
anónimamente, el médico J.A.P.:

... nunca se ha querido reconocer los sacrificios y los gastos que


representa un título de médico, y se cree que basta modesta re-
tribución para recompensarlo, y de allí que existan muchas pro-
vincias sin un facultativo que vele por la salud del vecindario. En
nuestros presupuestos, general y departamentales, se señalan
partidas para médicos titulares que oscila entre Lp. 10 y 20, can-
tidad que se ofrece no solo para asegurar la permanencia de ellos
en la provincia, sino también para una serie de atribuciones
anexas al cargo, entre las cuales hay una, la más pesada, la de

466
trasladarse á los distritos á combatir epidemias, obligándolo á
abandonar, en el día y sin excusa alguna, á los pocos clientes
que tenga en la ciudad. Además, la retribución señalada, que
debía ser pagada de preferencia y con toda puntualidad, no lo
es; hay muchos casos en que se les adeuda hasta seis meses ó
más de sueldos. Se dice también que esta asignación no es sino
una base para establecerse y que una vez allí se hará de cliente-
la y obtendrá una mejor renta. ¡Qué error tan profundo! En los
pueblos hay el convencimiento de que por el hecho de ser titu-
lar rentado debe atender á todos, de día y de noche, gratuita-
mente, y en caso de negarse á hacerlo, allí está el telégrafo que
se encargará de transmitir a la capital las quejas de los provin-
cianos sobre la incapacidad o inhumanidad de los Galenos, que
creyeron en la realidad de las ilusiones que le hicieron conce-
bir al ofrecerle el cargo. Además, tiene que luchar con la igno-
rancia, en el arte de curar, tan corriente en esos lugares, que
hace que los curanderos, brujos, etc., sean considerados como
superiores al médico y que ganen lo que se resisten á pagar á
este... Hay también el hecho de que siempre se hace intervenir
al médico en política, y éste tiene que hacerlo con el objeto de
conservar el puesto, al que ha tenido que aferrarse, una vez qui-
tado de su medio y sin base para establecerse en otro lugar me-
jor, pues si se niega á tomar parte activa en favor de tal ó cual
candidato, éste moverá todas sus influencias á fin de obtener su
separación, cosa que consigue siempre...” (...) “Cualquiera se
imaginaría que todas estas razones tan sencillas, tan visibles de-
bían haber sido notadas por la institución llamada á proponer
estas y muchas otras reformas; pero no es así, ella no se ocupa
sino de hacer más aflictiva la condición de los titulares, aumen-
tándoles cada día más sus obligaciones, dándoles comisiones a
lugares distantes y por último haciéndoles permutar constante-
mente. Y si nos referimos al Congreso, la cosa es peor... [103].

Comentarios similares a los que había efectuado, catorce años


antes, la Sociedad Médica Unión Fernandina con relación al tra-
bajo médico en el antiguo Servicio de Sanidad, aunque ahora se
sumaba la crítica a la interferencia negativa de los políticos.

467
Consejo Superior de Higiene: 1907-1919

Por decreto supremo del 15 de julio de 1907 se creó el “Consejo


Superior de Higiene” dándole atribuciones consultivas y casi le-
gislativas, con el propósito de ilustrar al gobierno nacional en la
formulación de las resoluciones y leyes relativas a la salud públi-
ca. El decreto indicaba que el consejo debía reunirse por lo menos
una vez al mes y fijó sus funciones. Estas reuniones se reglamen-
taron por resolución suprema del 17 de noviembre de 1907.
El consejo estaba presidido por el Ministro de Fomento y con-
formado, además, por el Director de Salubridad, el decano de la
Facultad de Medicina, el director de la Sociedad de Beneficencia
Pública de Lima, el alcalde del Concejo Provincial de Lima, el pre-
sidente de la Academia Nacional de Medicina; los catedráticos de
Higiene, de Bacteriología y de Clínica Médica de la Facultad de
Medicina; el catedrático de Derecho Administrativo de la Facul-
tad de Ciencias Políticas, el Presidente de la Cámara de Comercio,
los cirujanos jefes del Servicio de Sanidad Militar y Naval, el di-
rector del Instituto Nacional de Vacuna, y el jefe de la Sección de
Higiene de la Dirección de Salubridad, quien actuaba como secre-
tario. El consejo se reunió periódicamente, actuando como secre-
tario el Dr. Eduardo Lavorería, hasta el mes de julio de 1919 [65].

La Dirección de Salubridad en la “Patria Nueva”

Desarrollo y limitaciones de la Dirección General: 1919-1930

En 1919 la organización de la Sanidad peruana estuvo sujeta, de


manera similar a 1903, a nuevos cambios, que ahora obedecían a
las exigencias de la política de modernización del régimen de
Leguía. Inicialmente esta reorganización significó la contratación
de médicos e ingenieros norteamericanos, la mayor centralización
del aparato estatal sanitario y el énfasis en los servicios de aten-
ción a las personas. Sin embargo, la Dirección General de Salubri-
dad siguió actuando como dependencia del Ministerio de Fomento

468
y Obras Públicas, de acuerdo a las disposiciones de su ley de
creación y de las que luego ampliaron y precisaron sus funciones
y sus relaciones con las otras organizaciones vinculadas con la
salubridad.
Durante el “Oncenio”, se trató de incrementar la capacidad de
gobierno de la Dirección de Salubridad otorgándole formalmente
nuevas competencias para el control y supervigilancia del funcio-
namiento de las entidades públicas y privadas que actuaban en el
campo de la Salubridad, aunque respetando lo dispuesto en la Ley
Orgánica de Municipalidades sobre las competencias específicas,
en este mismo campo, de los gobiernos locales; así como la auto-
nomía de las Sociedades Públicas de Beneficencia. De acuerdo con
esas competencias, el Ministerio de Fomento y la Dirección de Sa-
lubridad hicieron aprobar o dictaron numerosas disposiciones le-
gales y administrativas de regulación y control. Sin embargo, to-
dos los testimonios de la época destacan que las normas estable-
cidas en tales disposiciones eran ignoradas o desacatadas, con casi
total impunidad, por los responsables de hacerlas cumplir o de
cumplirlas.
Para todos los interesados era evidente que la Dirección de Sa-
lubridad no tenía los recursos para ejercer con efectividad sus com-
petencias y, peor aún, que no tenía la voluntad o el poder político
suficiente para hacer cumplir normas que podrían afectar las au-
tonomías de las otras entidades que actuaban en el cuidado de la
salud colectiva, o los intereses económicos de las distintas frac-
ciones del nuevo bloque dominante. Esta situación política-admi-
nistrativa, que generaba ineficiencia e ineficacia, también impidió
avanzar en la coordinación o integración de las funciones preven-
tivas con las asistenciales. En inicios de la década de los 30 se
criticaba:

estas dos funciones que no pueden vivir desvinculadas dentro


del criterio técnico, han existido y existen separadas, desconecta-
das, sin mantener contacto para coordinar sus esfuerzos y con-
seguir el progreso demográfico del país [85].

469
Directores Generales de Salubridad en el “Oncenio”

Durante los tres primeros años del “Oncenio” se sucedieron tres di-
rectores generales de salubridad: José Gil Cárdenas, William
Wrightson y Henry Hanson. El primero, médico peruano, desem-
peñó el cargo por un año y ocho meses (16/08/19 al 15/05/21),
prestando especial atención a la lucha contra el paludismo en los
valles de Lima y al control de la epidemia de fiebre amarilla en el
norte del país. El segundo y el tercero eran ciudadanos norteameri-
canos que habían trabajado como expertos en las campañas contra
la fiebre amarilla, el paludismo y la peste, realizadas en el país. So-
bre la gestión de estos dos funcionarios, Jorge Estrella Ruiz —en
esos años amanuense de la Dirección de Salubridad— testimonia:

Quinto Director... lo fue el Ingeniero norteamericano William D.


Wrightson, desde el 1ro. de junio de 1921 hasta el 9 de marzo de
1922 [9.5 meses], habiendo percibido S/. 3,600 soles oro al mes,
como sueldo de Presupuesto y habiendo dispuesto en ese lapso
sólo de S/. 696,016... cantidad que prácticamente sirvió únicamen-
te para sostener los servicios de rutina. Para nosotros fue una
verdadera pena ver cómo el archivo de la Dirección... fue coloca-
do en costales y mandado a los basurales de Lima... El Dr. Henry
Hanson fue el 6to. Director, cargo que desempeño desde el 21
de marzo de 1922 hasta el 15 de julio del mismo año [4 meses].
Fondos disponibles? Solo S/. 180,681.60 para la atención de los
servicios sanitarios. Conservo copia de una carta dirigida al Sr.
Ministro Fomento, en que le dice que la labor del Director no
puede ni debe estar entrabada por diligencias encaminadas a ob-
tener el pago de libramientos para subvenir a las necesidades del
servicio. En esta época breve se creó la Comisión Inspectora de
Farmacia, la Liga Antituberculosa de Damas... y se expidió ese
bien inspirado decreto supremo de creación de las Oficinas De-
partamentales de Sanidad, redactado por el Dr. Lavorería, con el
que se hizo el primer serio ensayo de la descentralización sanita-
ria centralizada... [101].

Con relación al nombramiento de Hanson, los responsables de


La Crónica Médica se apresuraron a hacer el siguiente comentario:

470
Ha sido nombrado director de Salubridad Pública el médico ame-
ricano Henry Hanson, que en los últimos tiempos ha dirigido la
campaña antiamarílica y que con su designación ha roto la era
indocta, en que por desgracia había caído la primera institución
sanitaria del país, toda vez que la elección de sus directores se
había hecho últimamente con criterio que se apartaba de exigen-
cias científicas indiscutibles. En la nota de aceptación (dirigida al
Ministro de Fomento, el 14 de marzo de 1922) que publicamos
más abajo, determina el Dr. Hanson las condiciones necesarias
para el desarrollo de su actividad y las deficiencias actuales del
organismo sanitario del país, el más importante de los que fun-
ciona en toda nación... [104].

El ministro de fomento era Lauro Curlettí quien durante el


gobierno de Billinghurst había desempeñado el cargo de Direc-
tor General de Salubridad [101]. Lo principal del contenido de la
nota citada, que el autor la hizo pública y extensiva a toda la
población nacional, aparece en los párrafos que transcribimos
textualmente:

... las influencias de la política serán enteramente pospuestas y


que el criterio único para los nombramientos será el de las apti-
tudes de la persona para el trabajo que debe desempeñar (...)
Durante los últimos tres años he notado exceso de empleados
en algunas ramas del servicio de salubridad, y que casi todos tie-
nen una escasa remuneración. Digo escasa remuneración en el
sentido de que ellos dediquen a sus labores todo el tiempo que
sus cargos requieren; pero hasta donde yo he podido apreciarlo,
muchos de ellos no consagran en la práctica, tiempo alguno al
cargo que suponen desempeñan, por la simple razón de que es-
tán obligados a buscar recursos adicionales para poder vivir. Re-
sultará más ventajoso, tanto para los empleados mismos, como
para el gobierno, el que estos dediquen todo su tiempo a sus
obligaciones, dándoles una remuneración suficiente y
requiriéndoles una atención, no dividida, de sus deberes. (...) Los
médicos sanitarios departamentales deben tener una mayor am-
plitud en sus atribuciones, y en conformidad con su denomina-
ción, deben ser los representantes principales de la dirección de
salubridad en sus respectivos departamentos. (...) La autonomía

471
y completa independencia de los servicios municipales de higie-
ne debe ser modificada en forma que dé a la Dirección de Salu-
bridad Pública, por lo menos, una función de consejo, y en los
casos de emergencia o de evidente negligencia en las precaucio-
nes sanitarias, la autoridad necesaria para intervenir, efectivamen-
te, en ellos. (...) En las actuales condiciones es inútil e injusto amon-
tonar críticas y censuras sobre la Dirección de Salubridad porque
no combate la peste, la malaria, la tifoidea y las numerosas en-
fermedades existentes. La culpa no reside solamente en el servi-
cio de salubridad. Cada dueño de casa debería detenerse un mo-
mento a examinar en lo que ocurre en su hogar; hay allí mucho
que debe hacerse para mejorar las condiciones sanitarias gene-
rales del país... En ninguna de las municipalidades que yo conoz-
co existe un servicio adecuado de recolección y destrucción de
basuras. Es sólo debido a la suerte y la gracia de Dios, que la
peste no haya sido mucho peor de lo que es... (...) Mi aceptación
del cargo..., depende totalmente de la aprobación de parte del
país de esas ideas y de los procedimientos que he indicado, así
como de las facilidades de que se me concedan por todos aque-
llos a quienes concierne cooperar en el establecimiento de mejo-
res condiciones sanitarias. (...) Yo he visto muchas críticas, en la
prensa diaria, acerca de los empleados extranjeros que tienen suel-
dos crecidos; yo soy uno de esos empleados extranjeros que tie-
ne sueldo crecido; pero estoy listo para ahorrar al país la conti-
nuación de ese gasto, en cualquier momento, si se desea tomar
esa medida económica. Entre tanto, que se nos deje trabajar y
ver lo que se puede hacerse [104].

Es evidente que las condiciones exigidas por Hanson no po-


dían, en la práctica de la “Patria Nueva”, ser aceptadas por el go-
bierno de Leguía; esto explicaría su temprano retiro de dicha di-
rección después de apenas cuatro meses de gestión. En reemplazo
de Hanson se nombró al Dr. Sebastián Lorente y Patrón (1884-
1972), psiquiatra e higienista mental, quien estuvo a cargo de la
Dirección hasta la caída de Leguía. Lorente completó una gestión
de ocho años (16/07/22 al 24/08/30), la más larga en la historia
de nuestro país. Lorente decía rechazar el “retrógrado” concepto
“caritativo” de la medicina y de la beneficencia que él relacionaba

472
con el “civilismo y la oligarquía” y alababa los esfuerzos de Leguía
por construir un aparato estatal que daría como resultado una “sa-
lud pública preventiva y más fuerte” que enfatizaría los aspectos
operativos antes que los vinculados a la investigación. En los he-
chos se logró ampliar el ámbito formal de la regulación estatal en
el campo del cuidado de la salud colectiva y orientar una parte
significativa de los recursos fiscales al desarrollo de los servicios
de atención a la salud de las personas y de la creación de infraes-
tructura física de saneamiento básico [105, 106]. En el testimonio
que Jorge Estrella hace de la gestión de Lorente se destaca esta
orientación:

Sería largo tratar de puntualizar los nuevos servicios incorpora-


dos; pero nos baste señalar... la Junta de Defensa de la Infancia...
la Inspección Técnica de Urbanizaciones y Construcciones... el
Departamento de Higiene Industrial... el Instituto de Cáncer... el
Hospital Julia Swayne de Leguía... el Servicio Nacional Antipestoso
(...) No está fuera de lugar expresar que el desarrollo que alcan-
zó la Dirección se debió en gran parte a la autoridad que tuvo el
Director, se diría suprema, en asuntos sanitarios [101].

Bajo la influencia de Lorente, la sanidad peruana prestó me-


nor atención a la investigación básica, y los recursos destinados
al desarrollo de las capacidades científicas de los laboratorios pú-
blicos de bacteriología disminuyeron significativamente. Desarro-
llo que en los primeros años del “Oncenio” había sido justificado
en cuanto a su potencial beneficio para la salud colectiva [107].
Además de esa orientación, siguiendo las tendencias generales de
la administración pública durante el “Oncenio”, los recursos fis-
cales asignados a la Dirección de Salubridad y a sus dependen-
cias fueron destinados prioritariamente al incremento del perso-
nal. Es así, por ejemplo, que Estrella informa que la cantidad del
personal profesional médico aumentó, a pesar de las magras re-
muneraciones, de 78 en 1910, a 120 en 1920 y a 230 médicos en
1930. En este último año trabajaban también en esas dependen-
cias: 3 farmacéuticos, 3 dentistas, 6 ingenieros y 19 obstetrices; así
como 274 vacunadores, 100 de los cuales laboraban en Lima [101].

473
Inicios de las oficinas departamentales de salubridad: 1922-1930

El decreto supremo del 23 de junio de 1922, de “Reorganización


del Servicio Sanitario de la República y Creación de las Oficinas
Departamentales de Salubridad”, prescribía, entre otras normas,
las siguientes:

En las capitales de los departamentos o... capitales de una zona


sanitaria formada por dos o más departamentos funcionará una
Oficina Departamental de Salubridad, dependiendo directamente
de la Dirección del Ramo, servida por un médico sanitario depar-
tamental y por los empleados que sean necesarios. (...) Las Ofici-
nas..., tendrán, en la zona de su jurisdicción, la representación de
la Dirección de Salubridad y ejercerán las funciones que corres-
pondan a ésta... en todas las cuestiones sanitarias relativas al de-
partamento, que, por su naturaleza, no requieran la intervención
directa de la Dirección del Ramo. (...) Los Médicos Sanitarios De-
partamentales tendrán bajo su inmediata dependencia y respon-
sabilidad, todos los servicios de salubridad de la zona que le co-
rresponda, así como la supervisión de las labores de los médicos
titulares, médicos sanitarios, obstetrices titulares, ayudantes e ins-
pectores sanitarios y, en general, de todo el personal de sanidad
que trabaje dentro de dicha zona, con excepción de las Estaciones
Sanitarias, las que seguirán dependiendo directamente de la Di-
rección del Ramo, para lo relativo a los asuntos de sanidad marí-
tima, pero que colaborarán con la Oficina Departamental de Salu-
bridad respectiva, en lo que se refiere a Sanidad Terrestre (...) Los
Prefectos y las demás autoridades políticas, prestarán a los Médi-
cos Sanitarios Departamentales, todo el apoyo que éstos requie-
ran de dichas autoridades... (...) Habrá un Inspector General de
todos los servicios de salubridad existentes en los departamentos
y provincias de la República. Este médico Inspector General será
nombrado por el Gobierno, a propuesta de la Dirección General
de Salubridad... tendrá la obligación de visitar todos los departa-
mentos de la República una vez al año... [61, 108].

Luego de promulgada la norma se hizo necesario garantizar


la unidad de dirección en la ejecución de las actividades de sani-

474
dad en el país. Con este propósito se desactivó el antiguo servicio
de sanidad, creado por el Reglamento General de Sanidad de 1887,
suprimiéndose las juntas de sanidad departamentales, litorales y
provinciales, por resoluciones supremas del 15 de junio de 1923 y
del 8 de febrero de 1924; se transfirieron sus recursos a las nuevas
oficinas departamentales de salubridad. Además se establecieron,
por resolución suprema del 19 de febrero de 1926, los requisitos
para ser nombrado médico sanitario departamental:

haber servido de médico titular o médico sanitario de provin-


cias, por el término mínimo de cinco años a satisfacción de sus
superiores o haber desempeñado comisiones sanitarias de im-
portancia [61, 108].

Existe un consenso general de que las oficinas departamenta-


les de salubridad fueron, en palabras del Dr. Estrella, “el primer
ensayo serio de descentralización sanitaria centralizada” [101]. Sin
embargo, también existe el mismo consenso de que era un ensayo
teóricamente bien concebido, pero que no correspondía a la situa-
ción social y administrativa del país. Los años siguientes demos-
trarían esta indudable limitación, que impidió a estas oficinas al-
canzar la efectividad deseada; además, nunca dispusieron de los
medios materiales y financieros para una instrumentación míni-
ma aceptable. En realidad sólo se continuaba con la política
leguiísta de extender la autoridad del gobierno central a las pro-
vincias, disputando funciones tradicionales de las autoridades
departamentales, provinciales y municipales. Con las oficinas y
las campañas de control dirigidas desde Lima se disminuyó el po-
der de las autoridades locales en el campo de la salud. Una de las
consecuencias de esta orientación fue la centralización de las de-
cisiones políticas sanitarias y el comentado crecimiento de la bu-
rocracia central estatal [108].
Con relación a la situación laboral de los médicos titulares, ya
desde 1921 sus haberes eran pagados con fondos fiscales —por
disposición de la Ley N.º 4232 del 14 de marzo de 1921, que su-
primió las juntas departamentales creadas por la antigua Ley de
Descentralización Fiscal de 1886— y sus relaciones administrati-

475
vas fueron precisadas por el art. 11º del decreto que estamos co-
mentando, en el que se dice:

Los médicos titulares estarán subordinados al Médico Sanitario


Departamental para los asuntos del Servicio, y a su vez, tendrán
la supervigilancia y la responsabilidad del trabajo de la obstetriz
titular correspondiente, de los ayudantes e inspectores sanitarios,
de los vacunadores y de cualquier otro personal que preste ser-
vicios dentro de la provincia a su cargo [61].

Además, la Ley N.º 5967, del 13 de enero de 1928, concedió a


los médicos titulares goces de jubilación, cesantía y montepío, ha-
ciendo extensivos a ellos los beneficios de la ley del 22 de enero
de 1850 y del decreto del 4 de noviembre de 1851. Esta ley previó
que, en caso de invalidez o de muerte en acto de servicio, conti-
nuaba la pensión íntegra del médico invalidado o fallecido.

Crisis de la dirección de salubridad: 1930-1933

Acusaciones a las autoridades leguiístas: 1930-1931

Durante los primeros meses de la coyuntura iniciada por el derro-


camiento de Leguía se hicieron denuncias públicas de supuestos
actos de corrupción de las autoridades políticas y administrati-
vas del anterior régimen, así como de la desorganización e
ineficiencia imperantes en la Administración Pública durante el
“Oncenio”. Ovidio García Rossell, en esos meses dirigente del “Mo-
vimiento de Médicos Jóvenes”, recuerda años después:

El nuevo Gobierno tampoco tenía doctrina, un manifiesto impro-


visado, poco antes un telegrama, era más bien la expresión bien
pensada y mejor escrita, de una inquietud y propósito de cam-
bio, pero no una base de organización. Todo el país, en todos los
campos de la actividad, estaba presa de esa inquietud y la opi-
nión, tantos años cohibida, un poco por coacción directa, otro
poco por complicidad comprometedora y otro poco por un te-
mor, superior en proporción a la coacción, se lanzo en un gran
despliegue de liberalidad para exaltar los pedidos de reconoci-

476
miento y de reivindicación de derechos y de garantías de todos
los grupos de gentes de trabajo que rápidamente procedieron a
organizarse... Todo este movimiento se concretaba en senda co-
municación escrita y publicada e invariablemente dirigida al nuevo
Mandatario [109].

En lo que corresponde específicamente a la Dirección de Salu-


bridad es importante —para ubicarse en el ambiente social y emo-
cional de esos meses— leer parte del apasionado contenido del
Manifiesto que el “Movimiento de Médicos Jóvenes” elevó a la junta
de gobierno presidida por Sánchez Cerro:

En virtud de este nuevo orden de cosas... el gremio médico y, en


especial, los profesionales de las últimas generaciones
desvinculados de todo elemento político y partidarista, sentimos
renacer nuestros derechos inherentes a la profesión médica que
fueron anulados y pervertidos en régimen pasado, por quienes
tenían la misión de velar por ellos. Nos vemos impulsados a to-
mar esta actitud, debido a la desorganización, que demás está
decir, ha sido una de las causas, que unida al despotismo
imperante del anterior régimen ha hecho que se releguen nues-
tros justos derechos... La acción nefasta de la política, se inmiscu-
yó despiadadamente entre el elemento médico, hasta el extremo
de imponer por cerca de ocho años a un Director de Salubridad
perfectamente incapaz; y esto mirando solamente desde el pun-
to de vista técnico. El resto del personal, de esta dependencia o
de otras..., salvo excepciones, se conseguía por el favor político,
sin tomar antecedentes sobre la competencia y moralidad del
postulante... Es necesario, que los sistemas empleados hasta la
fecha, cesen por malos... Sintetizando lo arriba expuesto pedimos:
1ro. Que la acción depuradora se extienda a la profesión médica.
2do. La reorganización completa de la Dirección de Salubridad,
con personal idóneo, independiente y de comprobada compe-
tencia profesional. 3ro. Impedir el acaparamiento de puestos, por
medio de una comisión controladora... [110].

El Movimiento de Médicos Jóvenes se convertiría, luego, en


la Asociación Médica Peruana “Daniel A. Carrión”. En los
considerandos de la resolución de marzo de 1931, que ordenó la

477
reestructuración de la Dirección General de Salubridad, se hacen
graves acusaciones de corrupción a las autoridades leguiístas que
en años anteriores habían estado a cargo de la dirección; para un
mejor entendimiento transcribiremos estas denuncias:

Que como consecuencia de la mala administración política del país


durante los últimos años, los servicios dependientes del Ramo
de Salubridad se encuentran totalmente desorganizados; (...) Que
siendo del dominio público que en esta repartición se cometían
graves irregularidades, como lo demuestran los últimos infor-
mes presentadas por la Comisión nombrada al efecto; (...) Que
igualmente está comprobado que esta dependencia..., lejos de lle-
nar su función social en bien de la sanidad del país se convirtió
en un centro de latrocinios y peculados de todo orden;... [111].

Denuncias, que en su gran mayoría fueron posteriormente des-


estimadas por los encargados de investigarlas.

Cambios y reestructuración de la Dirección General: 1930-1933

Menos de un mes después de iniciada la gestión de la junta de


Sánchez Cerro, se modificó la estructura central de la Dirección
General de Salubridad Pública. En cumplimiento del decreto su-
premo del 15 de septiembre de 1930, la nueva Dirección General
tenía a su cargo tres secciones: la Administrativa, la Técnica y la
de Inspección Sanitaria. La Sección de Higiene fue reemplazada
por la Técnica; en tanto que la Sección de Higiene Industrial pasó
a ser una dependencia de la Dirección de Fomento. El “Servicio
de Sanidad Marítima”, que desde 1903 estaba bajo el control y
supervigilancia del Jefe de la Sección de Higiene, quedó a cargo
de la nueva Sección Técnica [94].
Se nombró como Director General al Sr. Pablo E. Sánchez Ce-
rro, hermano del presidente de la primera Junta de Gobierno, que
tuvo una gestión muy corta [101]. Sobre esta gestión, el Dr. Luis
Ángel Ugarte comenta:

... Desgraciadamente, esta vez como todas, prima la política


caudillista y lleva a la Dirección de Salubridad, no a la persona

478
especialmente capacitada sino a un allegado inmediato del Jefe
del Estado que estuvo no solo alejado de toda actividad sanitaria
sino aún del país y desconocía en absoluto el medio en que iba a
actuar. Por otra parte la crisis económica por la que atravesaba
el país y la infinidad de servidores de la causa revolucionaria que
solicitaban premios a su adhesión y amistad a la citada causa, pa-
recen que influyeron en la nueva organización... [112].

Seis meses después de aquel decreto, la junta de gobierno de


Samanez Ocampo dictó la resolución suprema del 25 de marzo de
1931, por la cual se nombró una comisión para la reorganización
de la Dirección General de Salubridad Pública, así como se creó la
Contraloría de la Dirección de Salubridad. La organización que
esta comisión planteó para la estructura central constaba de una
dirección general, una dirección y siete secciones: de Sanidad Ge-
neral, de Demografía y Estadística Sanitaria, de Farmacia y Quí-
mica, Legal y Administrativa, de Trabajo y Previsión Social, de Vi-
gilancia de las Profesiones Médicas y Paramédicas, y de Descen-
tralización Sanitaria [112].
Esa reorganización estuvo dificultada por los cambios frecuen-
tes de las autoridades políticas y administrativas, lo que impidió
mejoras significativas en la racionalidad de las estructuras y pro-
cesos. Expresión de la improvisación y la falta de continuidad en
los cambios sucedidos en esos años es lo sucedido con la ubica-
ción administrativa de la sección de Higiene Industrial, que origi-
nalmente ubicada en la Dirección de Salubridad pasó a depender
de la Dirección de Fomento. Luego de 6 meses, por resolución su-
prema del 17 de junio de 1931, volvió a ser dependencia de la Di-
rección de Salubridad. Menos de un mes después de la anterior
resolución, retornó a la Dirección de Fomento, ahora por una nue-
va resolución suprema del 10 de julio de 1931 [111].
La situación política y social casi caótica del país, en estos
años de violencia, se manifestó, también, en la falta de continui-
dad de las autoridades de la Dirección de Salubridad. En el lapso
de apenas 32 meses se sucedieron cuatro directores generales titu-
lares, sin considerar otros cuatro directores generales interinos o

479
accidentales que ejercieron el cargo, en promedio, por cinco me-
ses. Los cuatro titulares y el tiempo efectivo de su gestión fueron
los siguientes: Sr. Pablo E. Sánchez Cerro (06/11/30 al 25/02/31),
Dr. Mariano Pagador B. (11/03/31 al 05/01/32), Dr. Enrique Ru-
bín (06/01/32 al 30/11/32) y Luis Vargas Prada (11/12/32 al
30/04/33, en la primera parte de su gestión); en promedio, cada
uno tuvo menos de siete meses de gestión efectiva [101].
Además, como consecuencia de la crisis económica y fiscal, el
presupuesto financiero de la dirección se redujo. Así, en 1929 al-
canzaba a un total de 2,8 millones de soles, en tanto que en 1931 y
1932 ese monto alcanzó solamente a alrededor de 1,6 millones
anuales, en soles oro corrientes. La disminución de un presupuesto
tan exiguo repercutió fuertemente en los haberes del personal [101].
La preocupación por una administración transparente de recur-
sos financieros tan escasos explica la resolución suprema, del 28
de diciembre de 1932, que ordena a la nueva Contraloría Sanita-
ria la revisión de las cuentas de las dependencias de la Dirección
General de Salubridad [111]. Los problemas señalados explican
el escaso éxito que, en función de la eficiencia y la eficacia, se ob-
tuvo con los cambios organizativos de la Dirección de Salubridad.
Al final del año 1933, el Dr. Luis A. Ugarte, en ese entonces Médi-
co Sanitario Departamental del Cusco, hacía los siguientes comen-
tarios sobre la estructura central de dicha dirección: “La Dirección
técnica y ejecutiva de la Sanidad está encomendada a la Dirección
General de Salubridad, dependencia del Ministerio de Fomento,
organismo esencialmente burocrático, con un personal heterogé-
neo en el que el elemento técnico está representado por profesio-
nales médicos dedicados al ejercicio profesional en ramos gene-
ralmente no afines con las funciones que desempeñan en Sanidad
y que para ellos significa únicamente la ocupación de un tiempo
libre y una forma más de completar una renta precisa para el sos-
tenimiento de una situación social. En este organismo central es-
tán englobados los servicios locales de la capital y sus alrededo-
res, con atribuciones no bien definidas y verificando incursiones
frecuentes en las atribuciones municipales”.

480
Sus comentarios se hacen aún más críticos cuando se refiere a
los directivos de la mencionada dirección:

Los funcionarios de sanidad llegan al cargo sin preparación es-


pecial, muchas veces sin aptitudes y sin concepto de la
importantísima misión que se les encomienda; por otra parte,
conscientes de su irresponsabilidad técnica y de su situación pre-
caria esencialmente supeditada a la política personalista que los
ha llevado al cargo, convierten a su vez la repartición que les
está encomendada, en una agencia de colocaciones para poder
servir mejor los intereses de los gobernantes y del partido que
usufructúa el poder. En los últimos años esta situación se ha agra-
vado con la multiplicidad de intereses que aportan los represen-
tantes a congreso, representantes del caudillismo provinciano y
de los intereses personales de las huestes a que deben su incor-
poración al Congreso [112].

Deterioro de las oficinas sanitarias departamentales: 1930-1933

Las oficinas sanitarias departamentales, como dependencias de la


Dirección de Salubridad, también sufrieron los efectos de la crisis,
incluso en la falta de continuidad de sus directivos. Al respecto,
el Dr. Enrique Villalobos, uno de los más destacados sanitaristas
nacionales, daba el siguiente testimonio:

Estando yo de Médico Sanitario Departamental de Lambayeque


estalla el movimiento de Sánchez Cerro, Leguía es depuesto; en
tal ocasión, casi todos los funcionarios fuimos despedidos del car-
go, porque se estimaba que éramos leguiístas, cosa que no co-
rrespondía a la realidad [113].

En un período tan corto y con los problemas creados por la cri-


sis, la situación de las oficinas departamentales no podía mejorar;
peor aún, sufrieron un fuerte deterioro. Ugarte escribía al respecto:

En el resto del país, el servicio sanitario estaba representado teó-


ricamente, por las Oficinas Sanitarias Departamentales... que nunca
han tenido ni tienen existencia real, pues un médico con el título
de Sanitario Departamental no puede constituir por sí solo una

481
Oficina Técnica si carece de personal auxiliar y de los más ele-
mentales medios para realizar la labor sanitaria más insignifican-
te... En las provincias la sanidad está encomendada a los Médicos
Titulares Provinciales, con las atribuciones múltiples que ya co-
nocemos y entre las que predominan, en la práctica, las de or-
den médico legal y burocrático (expedición de certificados) limi-
tándose las de orden sanitario a informes incompletos sobre la
existencia de enfermedades infecto contagiosas y sobre el movi-
miento demográfico de la población. En el mejor de los casos
supervigilan el servicio de vacunación para el que cuentan a ve-
ces y otras no, con un personal de vacunadores. Hay todavía
muchas provincias que carecen de todo servicio sanitario o que
lo tienen solo por cortas temporadas, pues el estado cultural de
ellas es tal, que no es posible conseguir que haya médicos que
quieran permanecer en ellas por largo tiempo [112].

Para completar sus duros pero veraces comentarios sobre la


situación de la organización sanitaria, el Dr. Ugarte también ana-
liza el nivel municipal y termina su testimonio diciendo:

Los Concejos Municipales están encargados de la higiene gene-


ral de las poblaciones, de los servicios demográficos y estadísti-
cos y en parte de la vacunación antivariólica. Con excepción tal
vez de Lima y, a veces, de alguna otra ciudad importante, care-
cen en la generalidad de los casos del más elemental concepto de
su misión al respecto; en el mejor de los casos se limitan a dictar
ordenanzas aisladas en determinados aspectos de higiene local,
sin preocuparse posteriormente de hacerlas cumplir [112].

Oficina Regional de Higiene, Sanidad y Asistencia Social del


Oriente: 1931-1933

Por decreto ley N.° 7188, del 9 de junio de 1931, se estableció la


descentralización sanitaria de los departamentos de Loreto, San
Martín y Amazonas, creándose la “Oficina Regional de Higiene,
Sanidad y Asistencia Social del Oriente”. Oficina que estaba su-
bordinada directa e inmediatamente a la Dirección General de Sa-
lubridad. Inicialmente tuvo bajo su control y dependencia de to-

482
dos los servicios destinados a la atención de los leprosos, el per-
sonal de médicos titulares, los servicios de asistencia pública y de
profilaxis de las enfermedades venéreas, el servicio de preparación
de productos medicamentosos, el estudio de la flora y fauna re-
gional, y el servicio de investigaciones médicas de laboratorio. La
Oficina Regional tenía su sede en la ciudad de Iquitos y estaba a
cargo de un médico director que actuaba como jefe de todos los
servicios de salud ubicados en el ámbito regional. Las dependen-
cias de los demás ministerios, que actuaban en ese ámbito, debían
prestar el apoyo necesario, dentro del radio de su acción, a dicha
oficina [111].
La alta letalidad de la epidemia de malaria en La Convención
y Lares había provocado en el gobierno una revalorización de su
acción en el área selvática. En el segundo considerando del decre-
to ley 7188 se argumenta:

Que la actual organización sanitaria del país, además de signifi-


car el predominio del centralismo, es necesariamente ineficaz
cuando se trata de aplicarla indistintamente a zonas o regiones
para las cuales no se legisló específicamente, [en tanto que en el
quinto se precisa que las poblaciones de esos departamentos] han
solicitado en repetidas ocasiones una mejor orientación en las
cuestiones sanitarias que atañen a esos departamentos [111].

Fue el primer ensayo en el país, aunque de corta duración,


de una estructura sanitaria desconcentrada para la administra-
ción de la atención integral de la salud de la población en un ám-
bito regional; es decir, se atendía de manera conjunta los aspectos
sanitarios y asistenciales y se trascendía el ámbito meramente
departamental.

483
Institutos de vacuna: 1896-1933

La bacteriología en el Perú

Inicios de la Bacteriología en el Perú: 1889-1919

La Bacteriología llegó a la sanidad nacional a través de la univer-


sidad. En 1889 el Dr. Ricardo Flores (1854-1939), un médico pe-
ruano que hacía poco había completado sus estudios de posgrado
en París, dictó un curso libre de Técnicas Microscópicas y Bacte-
riología en la Escuela de Medicina de San Marcos. Fue él quien
trajo el primer microscopio al país y se encargó de realizar los es-
tudios hematológicos de Carrión enfermo. Según H. Valdizán, ese
primer curso

representa, en rigor de verdad, el verdadero origen de la ense-


ñanza de la Bacteriología en el Perú [114].

En 1890 fue creada la Cátedra de Bacteriología y Técnica Mi-


croscópica en la Universidad de San Marcos y el 21 de junio del
mismo año le fue encomendada al Dr. David Matto (1860-1914).
Para hacerse cargo de la cátedra, Matto llegó de Inglaterra, donde
hacía poco se había graduado en la Escuela de Medicina Tropical
de Londres. Previamente había concurrido como delegado del Perú
al Congreso Internacional de Medicina (1889), donde se asoció a
las investigaciones de Koch, y se había distinguido en 1887 por
sus estudios del cólera asiático en Chile. La enseñanza de esta dis-

[485] 485
ciplina se inició el siguiente año cuando el gobierno otorgó un pe-
queño subsidio para el establecimiento de un modesto laboratorio
para la docencia [107, 114].
Pronto la enseñanza de la Bacteriología se convirtió en uno de
los ejes del currículo de formación de los nuevos profesionales que
egresaban de la Escuela de Medicina de Lima:

Antaño... todos los esfuerzos se encaminaban a que la Escuela


tuviera gabinetes de física, museo de historia natural, herba-
rio, laboratorios de química y museo de anatomía patológica...
Después de 1886 eran otras las instalaciones que se necesitaban
puesto que la bacteriología reinaba (Leonidas Avendaño 1911).

Matto permaneció a cargo de la cátedra hasta 1914, año de su


muerte:

bajo su tutela se formó la primera generación de bacteriólogos


peruanos que consolidaron esta nueva especialidad en la Univer-
sidad [107, 114].

Le sucedieron en la cátedra los Drs. Abel S. Olaechea, entre


1914 y 1919, y Raúl Rebagliati, desde 1920. Además, otros dos he-
chos vinculados con la Enfermedad de Carrión impulsaron en el
país el interés académico por la Bacteriología. El primero, que esta
enfermedad, tal como lo señala Marcos Cueto, fue motivo de inte-
rés en muchas investigaciones médicas peruanas que se llevaron
a cabo durante el período 1850-1930. El segundo, la presencia en
el país de la expedición científica organizada, en 1913, por el nue-
vo Departamento de Medicina Tropical de Harvard, que estaba di-
rigido por Strong, para estudiar la mencionada enfermedad. Cueto
señala, además, que son tres las causas que explican esta prefe-
rencia: la historia del sacrificio de Daniel A. Carrión como parte
de la tradición médica local, el interés que el Positivismo había
generado en el estudio de las enfermedades nativas y el estado
mundial de la Bacteriología de la época, que ofrecía la oportuni-
dad de lograr un descubrimiento original sobre la etiología de una
enfermedad nativa [9]. A estas tres causas habría que agregarle
una cuarta: la investigación bacteriológica sobre dicha enferme-

486
dad podía ser realizada en cualquiera de los laboratorios que sur-
gieron desde 1903.
La misión de la expedición de Harvard en el Perú fue estu-
diar la verruga y la Fiebre de La Oroya; sin embargo, también pres-
tó atención a la leishmaniasis nativa, conocida como “uta”, y a
las infecciones causadas por protozoos que parasitaban los teji-
dos. En Lima las autoridades y los médicos peruanos prestaron
apoyo a la expedición; así, la “British Central Railroad Company”
dio facilidades para los estudios realizados entre Lima y La
Oroya. En el informe final de la expedición se validaron los ha-
llazgos de Barton con relación a la Fiebre de La Oroya; pero se
cuestionó la hipótesis de los médicos peruanos de la unidad
etiológica de esta entidad y de la Verruga Peruana. Strong creía,
erróneamente, que un desconocido virus era el agente etiológico
de la verruga [9].
Pero antes que las consideraciones académicas fueron las eco-
nómicas y políticas las que justificaron la creación de laboratorios
e institutos bacteriológicos públicos en el país. La élite nacional
sabía que las epidemias y la alta prevalencia de enfermedades in-
fecciosas ocasionaban pérdidas económicas crecientes y consti-
tuían grandes obstáculos para el éxito de sus políticas comercia-
les, laborales y migratorias. Por tales razones, para el Estado
oligárquico fue importante y urgente garantizar un control más
efectivo de dichas enfermedades mediante la creación de la Direc-
ción General de Salubridad y el Instituto Municipal de Higiene de
Lima; además de apoyar el establecimiento de laboratorios de bac-
teriología en los hospitales administrados por la Beneficencia Pú-
blica. El más importante de estos laboratorios fue el que se instaló
en 1906 en el hospital Dos de Mayo, donde los estudiantes de Me-
dicina realizaban su internado. Este mismo año se creó el labora-
torio del hospital de Guadalupe del Callao, donde trabajó Alberto
Barton, uno de los personajes claves de la investigación
bacteriológica peruana. Además, desde 1904 el gobierno del Perú
estableció dos becas anuales que eran otorgadas a los mejores es-
tudiantes de Medicina para ir a estudiar a Europa; parte de esas

487
becas se destinaron a la especialización en Bacteriología y Medi-
cina Tropical en París y Londres [9, 107].
Las consideraciones económicas y políticas también fueron las
que prevalecieron en la argumentación que efectuó Strong para fi-
nanciar la expedición científica de Harvard a la Costa este de Amé-
rica Latina. Su principal argumento fue que la investigación de
las enfermedades tropicales era crucial para la expansión econó-
mica de los Estados Unidos: “la naturaleza de las enfermedades
que existen en muchos de estos nichos-pestes deben ser primero
investigada... capital y trabajo necesitan solamente seguirlas”.
Además, según anota Marcos Cueto, el interés especial de la
expedición por el Ecuador y el Perú obedeció a las siguientes ra-
zones: primera, el puerto de Guayaquil y las zonas aledañas eran
considerados como nichos de enfermedades tropicales y, en con-
secuencia, se podrían obtener materiales a ser utilizados en la ins-
trucción de los estudiantes de Harvard; segunda, se conocía muy
poco sobre esta área, en contraste con las otras de América Latina
que habían sido estudiadas por la Armada de Estados Unidos, la
“United Fruit Company” y por la activa comunidad de científicos
brasileños; tercera, el misterio que rodeaba a la Fiebre de La Oroya
y a la verruga peruana ofrecía la oportunidad de descubrir un nue-
vo microorganismo; cuarta, el potencial interés económico de las
compañías americanas en la Amazonía del Perú cuna del árbol
del caucho [9, 107]. En las dos primeras décadas del siglo XX, lo
más destacado en el área de la Bacteriología nacional fue, enton-
ces, la investigación sobre la Enfermedad de Carrión:

se inició a fines del siglo XIX por los estudiantes de medicina que
trabajaron sus tesis de bachillerato bajo la dirección del profesor
de bacteriología David Matto. Los más destacados de ellos fue-
ron: Alberto Barton, Oscar Hercelles y Manuel O. Tamayo... Otros
investigadores peruanos que trabajaron en el problema... durante
los años 1900 a 1930 fueron. Julio C. Gastiaburú, Edmundo
Escomel, Carlos Monge, Raúl Rebagliati, Telémaco Battistini, Pe-
dro Weis y Daniel Mackehenie. Este grupo fue una parte impor-
tante de la élite científica de la época y fue capaz de desarrollar
una carrera científica en viejas y nuevas instituciones [107].

488
Alberto Barton (1871-1950), descubridor del agente etiológico
de la Enfermedad de Carrión, dirigió el laboratorio de bacteriolo-
gía del Hospital Guadalupe del Callao, a su regreso de Europa
donde fue enviado por el Congreso de la República para perfec-
cionar sus conocimientos médicos. Manuel Tamayo Möller (1878-
1909), con estudios de perfeccionamiento en Francia y Alemania,
fue uno de los investigadores formados por el italiano Biffi en el
Instituto Municipal de Higiene. Oswaldo Hercelles Monterola
(1873-1938) inauguró como director el Laboratorio Bacteriológico
del Hospital Dos de Mayo [98].

La Bacteriología durante el “Oncenio” y la crisis: 1919-1933

Durante el primer quinquenio de la década de los veinte, los ofi-


ciales de la Fundación Rockefeller estuvieron a cargo de las inves-
tigaciones sobre enfermedades tropicales realizadas en el país. Dos
de estos oficiales, el ingeniero William Wrightson y el Dr. Henry
Hanson, llegaron a ocupar el cargo de Director General de Salu-
bridad, entre junio de 1921 y julio de 1922. Su presencia en el más
alto nivel de las decisiones político-administrativas favoreció el
mayor apoyo de las agencias internacionales para estas investi-
gaciones. La más conocida de éstas fue la efectuada por Hideyo
Noguchi en la Sierra de Piura entre los años 1919 y 1920, que con-
cluyó con el aislamiento del Leptospira icteroides, como supuesto
agente etiológico de la fiebre amarilla; así como el desarrollo de
una vacuna específica que comenzó a ser administrada inmedia-
tamente bajo los auspicios de dicha fundación. Después de 1930
se estableció claramente que la Leptospira y consecuentemente su
vacuna no estaba en absoluto relacionada con la fiebre amarilla.
En la segunda mitad de la misma década del veinte, la política
sanitaria dio prioridad a las medidas operativas cotidianas de la
Sanidad y, en consecuencia, se reorientó la utilización de los labo-
ratorios públicos. Éstos tuvieron que concentrarse en la atención
de las demandas crecientes de apoyo diagnóstico, hechas por los
servicios de prevención y recuperación de la salud. La dedicación

489
al trabajo rutinario desplazó a la investigación bacteriológica. Para
las autoridades políticas de esos años, el nuevo saber básico debía
venir del mundo desarrollado y la sanidad peruana sólo debía li-
mitarse a importarlo y aplicarlo; estaba implícito que las medidas
aplicadas bajo la dirección de los expertos extranjeros no sólo eran
eficaces sino suficientes para el control de las enfermedades.
Al referirse a la reorientación del trabajo bacteriológico perua-
no durante la segunda fase del “Oncenio”, Cueto enfatiza que no
sólo se la puede explicar por la política sanitaria y la intervención
de la Fundación Rockefeller: “No todos los bacteriólogos perua-
nos con estudios de postgrado en Europa regresaron al viejo con-
tinente para reactualizar sus conocimientos (...) La dispersión
institucional y la ausencia de un claro liderazgo científico explica
otra debilidad de la comunidad científica peruana... reproducían
en el Perú lo que habían visto hacer con las enfermedades infec-
ciosas europeas (...) Esta situación de estancamiento persistió hasta
1936 cuando Telémaco Battistini creó el Instituto Nacional de Sa-
lud”. Battistini había retornado en 1926, después de haber perte-
necido al personal de investigación del Laboratorio Rockefeller en
Estados Unidos [107].

Los primeros institutos en el Perú

Instituto de Vacuna: 1896-1902

Al final del siglo XIX se planteó en el país la necesidad de crear un


“Instituto de Vacuna Animal”, en reemplazo del modesto “Esta-
blo Vaccinicus Animal” de la Exposición. Éste había sido organi-
zado por Aurelio Alarco en 1889 y proveía de vacuna antivariólica
a Lima y al resto del país, pero era necesario darle un mayor volu-
men a su producción. Alarco estaba a cargo de la Inspección de
Higiene de la Municipalidad de Lima [115].
El 10 de abril de 1892, Ricardo Flores, entonces Inspector de Hi-
giene del Concejo Municipal de Lima, fue comisionado por el go-
bierno de Borgoña para presentar un plan de organización del “Ins-
tituto Vaccinal” sugerido. Meses después, para el mejor cumplimien-

490
to de la ley de vacunación obligatoria, el gobierno dictó el decreto
supremo de 14 de octubre de 1892, en el que se organiza y regla-
menta el mencionado Instituto y se anuncia que “dependerá del Mi-
nisterio de Fomento”. En 1894 los Drs. M. C. Barrios y A. Pérez Roca
lograron inocular con éxito a tres terneras, sirviéndose del virus
animalizado que habían obtenido de París. De esta manera posibi-
litaron la producción de vacuna animal en el país. Al final de 1895,
el instituto se limitaba a la producción de la vacuna antivariólica,
en tanto que los sérums curativos eran importados regularmente
de Francia. En ese año el instituto importó de París 100 frascos de
sérum antipestoso, 100 frascos de sérum antiestreptocócico de
Behring y 30 frascos de sérum antitetánico [116].
Durante el gobierno de Piérola, por R. S. de 22 de mayo de 1896
y de conformidad con la propuesta de Flores, fue creado el Institu-
to de Vacuna como una dependencia del nuevo Ministerio de Fo-
mento. Asumiendo el gobierno central por vez primera la respon-
sabilidad de la preparación de la vacuna. A partir de esta fecha el
virus remitido por el Instituto Pasteur de París sirvió para prepa-
rar la vacuna, pasándola de ternera a ternera. De esta manera iba
a quedar abandonada la inoculación vaccinal de brazo a brazo,

que tanto peligros entrañaba, desde el punto de vista de la trans-


misión de diversas enfermedades [116].

El primer director del nuevo instituto fue el Dr. José María


Quiroga (1847-1904); quien

Durante la ocupación chilena contrajo el mérito de conservar el


fluido vacuno sin remuneración alguna (M. González Olaechea
1905).

Entre las obligaciones asignadas al director del instituto des-


tacamos: (I) tener en buena cantidad la vacuna animalizada, de
acuerdo a las prescripciones de la ciencia; (II) enviar a las Prefec-
turas de todos los departamentos la cantidad de vacuna necesa-
ria; (III) practicar la inoculación de la linfa en el instituto en días
determinados; (d) elegir las terneras que deben inocularse. El ins-
tituto produjo vacuna de buena calidad, que incluso se exportó a

491
Ecuador y Bolivia. Dos años después de su creación, con el pro-
pósito de crear una junta de vigilancia y diversificar su produc-
ción, el reglamento del Instituto de Vacuna, aprobado en 1892, fue
modificado por R. S. de 2 de mayo de 1898:

El Instituto tiene por objeto el cultivo de la vacuna y la prepara-


ción y conservación de todos los sérums que la ciencia descubra
y que se consideren eficaces, para combatir las enfermedades in-
fecciosas [65].

El 31 de enero de 1900, Quiroga informaba en su Memoria Anual:

Como resultado de una conferencia tenida con el anterior señor


Ministro de Fomento sobre la utilidad e importancia de los sue-
ros terapéuticos, llegamos a un acuerdo... para establecer una sec-
ción de serocultura... Entre las dolencias que hoy son justifica-
bles de los sueros terapéuticos, sin hablar de la Peste bubónica...,
tenemos la difteria...; la coqueluche...; la septicemia..., y por últi-
mo el carbón... Séame permitido tan sólo indicar que en razón
del largo tiempo que algunos de estos sueros reclaman para su
preparación —llegando en ocasiones hasta un año el tiempo re-
querido— nunca sería demasiada la actividad que se empleara
en la organización de este nuevo servicio. Por la corresponden-
cia que este Instituto sostiene con las autoridades políticas y mu-
nicipales y con los médicos titulares de toda la República, tengo
conocimiento de la casi total desaparición de formas graves de
viruela, y (en caso de presentarse en formas de relativa benigni-
dad) su carácter invasor es siempre victoriosamente combatido
con la propagación de la vacuna que oportunamente remite este
Instituto [117].

Instituto Municipal de Higiene: 1902-1933

El 28 de julio de 1884 fue inaugurado el “Laboratorio Químico


Municipal”, bajo la dirección del Dr. José A. de los Ríos, quien no
era bacteriólogo pero sí un destacado químico, profesor del curso
en la Facultad de Medicina. Ocupó un modestísimo ambiente en
el parque Neptuno. Diecinueve años después, debido a la acción

492
del alcalde Federico Elguera, dicho laboratorio fue trasladado al
local del paseo 9 de Diciembre, que fue originalmente el pabellón
del Perú en la Exposición Internacional de París de 1895 y que
daría lugar al “Instituto Municipal de Higiene” [98].
El Instituto Municipal de Higiene, establecido en 1902 por el
Concejo Municipal de Lima, fue inaugurado en 1903 y reemplazó
al Laboratorio Químico Municipal. Especialmente contratado por
la municipalidad, para hacerse cargo de la Dirección Técnica del
Instituto, llegó al Perú, en 1902, el bacteriólogo italiano Ugo Biffi
Gentile, ayudante del célebre Dr. Sannarelli de las universidades
de Bologna y Roma. Biffi trajo un moderno equipo de bacteriolo-
gía que convirtió al laboratorio municipal en el más moderno de
su tipo en el país. La nueva entidad se dividió en dos secciones
autónomas: la de Bacteriología, bajo la dirección del Dr. Manuel
Tamayo, y la de Química, cuyo jefe fue el Dr. Carlos A. García. Biffi
tuvo una corta permanencia en el país ya que regresó a Italia en
diciembre de 1904; pero ello no impidió que formara un grupo de
jóvenes que combinaron la práctica sanitaria con la investigación
bacteriológica; entre los que se destacaron figuran: Tamayo,
Gastiaburú y Rebagliati. En el año 1907, un médico de Chicago
que visitaba Lima dio testimonio de que:

La institución que da más prestigio a la ciudad de Lima es su


Instituto de Higiene. Está colocado enfrente de la Exposición Per-
manente, en un magnífico edificio de dos pisos dedicados exclu-
sivamente á investigaciones y trabajos científicos [118].

En 1913, durante la estadía en el Perú de la comisión de


Harvard, el bacteriólogo peruano Julio C. Gastiaburú, entonces di-
rector del Instituto Municipal de Higiene, se incorporó al equipo
de trabajo conducido por Strong. Fue en los laboratorios de este
instituto donde se realizaron los experimentos de la comisión de
Harvard, tanto con animales, como con un interno del hospicio
de Insanos El experimento humano, tal como lo puntualiza el mis-
mo Strong, fue autorizado por el director del hospicio, Dr. David
Matto, quien, además de psiquiatra, era profesor de Bacteriología
en la Universidad de San Marcos.

493
Julio César Gastiaburú (1881-1960) había reemplazado desde
1909 a Tamayo, después de la muerte de éste, y luego ocupó el
cargo de director del Instituto Municipal de Higiene hasta
septiembre del año 1930. Durante su gestión en el “Oncenio”, el
instituto tuvo que concentrarse cada vez más en tareas rutinarias,
tales como el análisis de agua potable y comestibles, exterminio
de ratas y producción de sueros y vacunas. La demanda de estas
tareas desbordó las capacidades institucionales porque las nece-
sidades de la ciudad estaban creciendo rápidamente, mientras el
personal y los recursos del instituto iban disminuyendo. Las su-
cesivas memorias de la entidad indican que la investigación esta-
ba estancada desde 1920 y que el otrora mejor laboratorio bacte-
riológico de Lima estaba en franco deterioro. No obstante, en esos
años la municipalidad inició la potabilización del agua, que se
consumía en Lima, por medio del cloro [107, 119]. La situación
del instituto, al igual que las demás entidades públicas, empeoró
con la crisis de los años treinta.

Instituto Nacional de Vacuna y Seroterapia: 1902-1933

Dos años después de lo informado por Quiroga en su memoria de


1900, se aprobó el decreto supremo del 21 de marzo de 1902, me-
diante el cual se reorganizó el Instituto de Vacuna del Ministerio
de Fomento, que cambió su denominación por la de “Instituto de
Vacuna y Seroterapia”, y apertura una sección encargada espe-
cialmente para el cultivo y conservación de los “serums” que se
empleaban para el tratamiento de ciertas enfermedades infeccio-
sas. Posteriormente, por resolución suprema del 20 de enero de
1905, se ordenó al instituto, en ese momento dependencia de la
Dirección de Salubridad, que contactara con uno o más institutos
de Estados Unidos y Europa para el envío mensual de sueros
antidiftérico, antitetánico y antipestosos. Estos sueros se suminis-
traban al público en general a precios de costo, pero a los
menesterosos se les daba en forma gratuitamente.
El reglamento del “Instituto Nacional de Vacuna y Seroterapia”
fue aprobado por resolución suprema del 16 de marzo de 1906.

494
En ella se explicita que está “bajo la dependencia y vigilancia in-
mediata y científica de la Dirección de Salubridad”; además que
la distribución de la vacuna será gratuita en tanto que la de los
sueros curativos se hará conforme a lo dispuesto en la R. S. del 20
de enero de 1905 [65].
En opinión del Dr. Leonidas Avendaño, el instituto recién ini-
ció su orientación científica con el nombramiento de un nuevo di-
rector, el Dr. Ramón Ribeyro (1877-1933)

auténtico bacteriólogo y serólogo con estudios de postgrado en


el Instituto Pasteur de París y que supo darle a la Institución se-
riedad y prestigio [98].

Poco tiempo después de egresado de la Facultad de Medicina,


siendo Ribeyro entonces jefe técnico del Laboratorio de Bacteriolo-
gía del Instituto, fue enviado a Europa por el gobierno de Manuel
Candamo para perfeccionar sus estudios en Bacteriología y en Va-
cuna Jenneriana. Hizo estos estudios en el Instituto Pasteur; visitó
y estudió la organización de todos los establecimientos vaccinales
de Europa. Publicó, en 1907, un importante informe sobre esta clase
de establecimientos y sobre las reformas que debían hacerse en el
Perú tanto en el centro vaccinógeno como en la lucha contra la
viruela. Habiendo muerto Quiroga en diciembre de 1904, Ribeyro
fue nombrado, el 15 de febrero de 1906, como director del institu-
to, cargo que desempeñó durante 15 años, en los que modificó los
métodos de cultivo y preparación y control de la vacuna. En 1914
fue nombrado profesor titular de Parasitología en la Facultad de
Medicina, cargo que desempeñó hasta su muerte [120].
La creciente importancia que adquiría el empleo de los sueros
específicos y de las vacunas microbianas en el tratamiento y la pre-
vención de las enfermedades infecciosas, así como el prestigio de
Ribeyro explican el contenido de la resolución del 13 de julio de
1917 por la cual se ordenó al Ministerio de Fomento el

estudiar la organización que debe tener un Instituto Nacional


de Higiene que se encargue de la preparación de sueros especí-
ficos y de vacunas microbianas...; de las investigaciones
etiológicas y epidemiológicas de las enfermedades infecciosas

495
autóctonas de nuestro país, de la preparación de personal sanita-
rio y de las demás funciones que desempeñan los institutos aná-
logos de otros países. En armonía con la organización... proceda
también el mismo Ministerio a hacer estudiar los planos y presu-
puestos de los edificios que deben constituirlo. Inclúyase en el
pliego respectivo... para el año próximo de 1918, la suma de ocho
mil libras para la iniciación de las construcciones del Instituto in-
dicado, el que se ubicará en esta capital [65].

Al final de la gestión de Ribeyro, durante la primera fase del


“Oncenio”, por Decreto Supremo del 20 de mayo de 1921 se reor-
ganizó el “Instituto Nacional de Vacuna y Seroterapia”. El gobier-
no había decidido ampliar las capacidades del Instituto para au-
mentar y diversificar su producción de biológicos sanitarios; ejer-
cer debidamente “el control de los servicios de vacunación
antivariólica y antitífica que le están encomendados” y realizar
investigaciones para el estudio de las enfermedades infectocon-
tagiosas endémicas en el país. En la nueva organización se dis-
tinguían tres secciones: la de Peste, la de Seroterapia y la de Vacu-
nas. En la misma norma se precisaba el presupuesto para su sos-
tenimiento y las rentas correspondientes. Desde el punto de vista
administrativo continuaba siendo una dependencia de la Direc-
ción General de Salubridad.
Pocos meses después de su reorganización, por decreto supre-
mo del 20 de octubre de 1922, se encargó al instituto la organiza-
ción de un servicio gratuito para el diagnóstico precoz bacterioló-
gico de las infecciones tíficas, paratíficas y colibacilares. Luego,
en agosto de 1924, se le encargó el control y la vigilancia de los
sueros, vacunas y salvarsanes. De 1921 a 1930 el jefe de la Sec-
ción de Seroterapia del instituto fue el Dr. Guillermo Almenara,
futuro Ministro de Salud. Finalmente, por Resolución Suprema del
26 de abril de 1929 se ordenó la creación de una sección encarga-
da de preparar y difundir la vacuna antituberculosa de Calmette
[101, 111].

496
Control de enfermedades infectocontagiosas:
Perú, 1877-1933

Normatividad básica específica

Normas de control en la Sanidad Marítima y su cumplimiento

A partir de 1887 las medidas de control de enfermedades infecto-


contagiosas tenían que realizarse de acuerdo a los procedimien-
tos establecidos en los Títulos I y III del Reglamento General de Sa-
nidad. En sus capítulos (I) de las visitas a los buques, (II) de las
patentes, (III) de las cuarentenas, (IV ) de los procedimientos para la
práctica de los reconocimientos o visitas y de las cuarentenas, (V )
del expurgo y desinfección y, finalmente, (VI) de los lazaretos para
la Sanidad Marítima.
En marzo de 1888 el gobierno peruano convocó, en Lima, el
Congreso Sanitario Americano que se llevó a cabo con delegados
del Perú, Chile, Bolivia y Ecuador. En este congreso se formuló un
proyecto de Reglamento Sanitario Internacional y se aprobaron
conclusiones técnicas sobre información sanitaria y profilaxia del
cólera y de la fiebre amarilla. El antecedente inmediato del evento
había sido el decreto de incomunicación absoluta que se había
aprobado en Chile y en Argentina por la aparición de un brote
epidémico del cólera asiático. Se trataba, en realidad de

evitar la repetición de ese caso y aprovechar, en servicio de los


intereses comerciales y de la salubridad de los pueblos, de los ade-
lantos de las ciencias médicas en el campo de la Higiene... [121].

[497] 497
No obstante dichos acuerdos, en el Perú no se cumplía con la
construcción de los lazaretos marítimos previstos por el Reglamen-
to General de Sanidad y tenían que seguirse aplicando medidas
de interdicción o incomunicación absoluta en situaciones de peli-
gro de importación de una enfermedad pestilencial. En las sesio-
nes de la Junta Central de Sanidad, la agenda estaba casi siem-
pre vinculada con la clausura de puertos e imposición de cuaren-
tenas. Es así, por ejemplo, que en la sesión celebrada el 12 de
septiembre de 1892, con asistencia del Sr. Ministro de Justicia y
Beneficencia, presidente de dicha junta, se tomaron los siguientes
acuerdos:

... que quedaran cerrados todos los puertos de la República,


para las procedencias directas de Europa que hubieran salido
después del 15 de agosto; y que se someta a cuarentena de ob-
servación a las procedencias que hubiesen tocado en puertos
del Pacífico, y que hubiesen sufrido en ellos la respectiva cua-
rentena y traigan patente limpia, sin haber ocurrido a bordo
caso alguno que modifique el carácter de la patente... Se acor-
dó nombrar médicos titulares para Paita, Ilo, Mollendo y
Salaverry, a fin de que hicieran las visitas durante la epide-
mia del cólera... La Facultad de Medicina presentará las pro-
puestas respectivas. Respecto al Lazareto del Callao se acordó
estudiar la conveniencia de construirlo en la isla de San Lo-
renzo, de una manera definitiva o provisional... [122].

En 1907 ya operaban en el país las estaciones marítimas de los


puertos Ilo, Callao y Paita, creadas por ley del 25 de octubre de 1903.
Cada una de ellas tenía un aparato clayton para la desinfección de
los buques y la carga, instalaciones especiales en tierra para el exa-
men y desinfección de los equipajes, además de lazaretos para la
observación y aislamiento de los casos sospechosos. También ope-
raba la estación de cuarentena, instalada frente a la bahía del Ca-
llao; así como las subestaciones sanitarias en los puertos de
Salaverry, Pacasmayo y Mollendo que disponían también aparatos
y medios de desinfección. En los demás puertos donde no existían
estaciones sanitarias habían médicos sanitarios de puerto que ejer-
cían la vigilancia sanitaria del tráfico marítimo [94, 118].

498
Al iniciarse el siglo XX, los nuevos resultados de los estudios
bacteriológicos y epidemiológicos fundamentaron la importancia
de la revisión de la normatividad vigente para el control de di-
chas enfermedades transmisibles. Revisión que se convirtió en una
preocupación central de las autoridades políticas. Así, por decre-
to supremo del 11 de marzo de 1910 se modificó el Reglamento
General de Sanidad en lo referente a la sanidad marítima, tenien-
do como base las propuestas del Consejo Superior de Higiene; se
trató de armonizarlo de acuerdo a los avances sobre la profilaxis
de dichas enfermedades [65]. Un año después, por D. S. del 24 de
marzo de 1911, se aprobó el Reglamento de Médicos Sanitarios del
Puerto. Finalmente, el Perú formó parte de la VII Convención Sani-
taria Panamericana de La Habana que adoptó ad referéndum, el
14 de noviembre de 1924, el Código Sanitario Panamericano.
Al final del año 1928 la Sanidad Marítima, dependencia de la
Sección de Higiene y Servicios Sanitarios de la Dirección de Salu-
bridad, ya ejercía el control de las actividades de los médicos sani-
tarios de puerto quienes tenían la obligación de hacer cumplir las
disposiciones del Reglamento de Sanidad Marítima de 1910 y del
Código Sanitario Panamericano de 1924. La Sanidad Marítima

vigila por medio del personal subalterno las estaciones sanita-


rias, las cuarentenas, los lazaretos marítimos, la profilaxia social
controlando la inmigración de los elementos extranjeros [123].

Normas de control en la Sanidad Terrestre y su cumplimiento

A partir de 1887 las medidas de control terrestre de enfermedades


infectocontagiosas tenían que realizarse de acuerdo a los procedi-
mientos establecidos en los Títulos I y III del Reglamento General
de Sanidad; en sus capítulos (VIII) de las endemias, epidemias y
epizootias; (IX) de la vacuna; y, (XI) de la estadística general y de-
mografía médica, para la Sanidad Terrestre. Luego se aplicarían,
adicionalmente, las establecidas por acuerdos internacionales de
tipo panamericano o fronterizo. Pero los procedimientos de Sani-
dad Terrestre no se cumplían cabalmente en el país. En 1901, Coni,

499
uno de los investigadores citados, criticaba la precariedad de las
actividades de control de enfermedades infectocontagiosas en el
Perú; al respecto comentó:

El servicio de desinfección pública no está organizado en Lima


y menos en el resto de la República. Nada hay sobre el parti-
cular. La única práctica que se sigue es la desinfección de las
habitaciones donde ha habido un caso de fiebre eruptiva o de
fiebre amarilla, que siempre es importada desde el exterior.
La desinfección la practican los empleados de la Inspección de
Higiene de la Municipalidad, tanto en Lima como en el Ca-
llao. Los procedimientos son muy deficientes y primitivos, pue-
de decirse ilusorios [71].

Recién en 1923, durante el “Oncenio” de Leguía, se fundó en


Lima, por iniciativa privada, la “Compañía Nacional de Higiene
y Desinfección”. Esta compañía se encargaba de realizar desin-
fecciones, fumigaciones y desinsectizaciones en establecimientos
públicos y privados mediante una tarifa establecida con la Direc-
ción General de Salubridad. Posteriormente, por sucesivas resolu-
ciones supremas —aprobadas entre julio de 1924 y agosto de
1927— la compañía fue reconocida como la entidad oficial encar-
gada del cumplimiento de las disposiciones sanitarias relativas a
las fumigaciones y desinfecciones obligatorias en el territorio na-
cional. Posteriormente, después de la caída de Leguía, por una se-
rie de problemas que se detallarán en páginas posteriores, la com-
pañía fue desactivada.

Normas sobre la notificación de enfermedades infectocontagiosas

A partir de 1906 se realizaron importantes avances normativos con


relación a la obligatoriedad en la declaración y control internacio-
nal de casos de enfermedades infectocontagiosas. El gobierno, por
resolución del 23 de agosto de 1906, aprobó la Convención Sani-
taria de Washington, de fecha 14 de octubre de 1905, de la cual el
Perú era signatario. En cumplimiento del artículo 1º de esta con-
vención, el gobierno estaba obligado de informar a los otros go-

500
biernos signatarios los casos de cólera, de peste bubónica y de fie-
bre amarilla que ocurrieran en su territorio, por lo cual debía ha-
cer obligatorio en el país la notificación de los casos de tales en-
fermedades. Por tal motivo y teniendo como base un informe soli-
citado a la Facultad de Medicina, se dictó el decreto supremo del
23 de junio de 1916 que hizo obligatoria, en el todo el país, la de-
claración de casos comprobados o sospechosos de cólera, fiebre
amarilla, peste bubónica y tracoma; así como los casos comproba-
dos de viruela, tifus exantemático, lepra y beriberi. En esos años,
el beriberi era considerado una enfermedad transmisible grave.
Cinco meses después de ese decreto, en noviembre de 1916, se
promulgó la Ley N.º 2348, que hizo obligatoria en todo el territo-
rio nacional la declaración y aislamiento de los casos comproba-
dos o sospechosos de enfermedades infectocontagiosas, así como
la desinfección correspondiente. La enumeración de las enferme-
dades declarables la tenía que hacer el Poder Ejecutivo oyendo al
respecto la opinión del Consejo Superior de Higiene. Pero recién
en 1924, ocho años después de promulgada la Ley N.º 2348, se
completó su reglamentación y se pudo exigir la declaración obli-
gatoria de tales casos. Esta reglamentación fue establecida con los
decretos supremos aprobados entre 1917 y 1924. En el último de
estos dispositivos se enumeran 20 enfermedades de declaración
obligatoria [61]. A pesar de esa obligatoriedad, la información re-
gistrada sobre las enfermedades infectocontagiosas en el país con-
tinuó siendo escasa y poco confiable.

Servicio de vacunación antivariólica

Sanidad municipal y vacunación obligatoria: 1877-1908

En los años 1879 y 1885 recrudeció la viruela en Lima. Leonidas


Avendaño verificó lo evidente, que las normas de vacunación no
se cumplían con la responsabilidad debida; asimismo advirtió que
en el año 1885 había aumentado el número de defunciones por
viruela, “tan rápidamente, hasta tal punto que la alarma ha cun-
dido por toda la ciudad”; además informó que sólo estaban vacu-

501
nados cerca de la mitad de los niños de Lima, recomendando que
la vacunación debía ser obligatoria y libre y no de competencia
exclusiva de la Sanidad municipal:

Y esto es tanto más necesario, cuanto que cuatro individuos que


son los que componen el cuerpo municipal de vacuna, son insu-
ficientes para una población como Lima, que tiene más de 120,000
habitantes [124].

Casimiro Ulloa propuso, en 1885, las siguientes medidas para


disminuir la mortalidad por viruela: aislamiento de los variolosos
en hospitales especiales, la desinfección de los hospitales donde
se asistían variolosos; así como la incineración de los cadáveres
[115]. Asimismo, se plantea la necesidad de crear un “Instituto de
Vacuna Animal” para garantizar la disponibilidad de una vacu-
na segura y de calidad; iniciativa que años después va a dar lu-
gar al “Instituto Nacional de Vacuna y Seroterapia”.
El 3 de enero de 1896, Piérola y su Ministro de Fomento, López
de Romaña, promulgaron la “Ley de Vacunación Obligatoria”. En
ella se declaró obligatoria la vacunación y revacunación
antivariólica en toda la República; para ello se encargó a los con-
cejos provinciales el estricto cumplimiento de lo dispuesto y se les
ordenó, para tal efecto, rentar el número de vacunadores que fue-
ran necesarios. Además se otorgó una subvención anual de diez
mil soles para el Instituto Vaccinal de Lima, siendo responsabili-
dad de éste remitir a los consejos provinciales la suficiente canti-
dad de vacuna. Sin embargo, la escasez de las rentas municipales
no permitieron, a la mayoría de los concejos municipales provin-
ciales, cumplir con lo ordenado por esta ley. Los escasos resulta-
dos obtenidos por la aplicación de dicha ley determinaron que nue-
ve años después se promulgara otra una nueva ley, el 27 de no-
viembre de 1905, en la cual se reitera la obligatoriedad en toda la
República de la vacunación y revacunación antivariólica; para que
esto se cumpliera se autorizaba al Poder Ejecutivo dictar las orde-
nes y reglamentos necesarios para su mejor cumplimiento.

502
Servicio de Vacunación y Revacunación: 1908-1933

Tratando de corregir las inconsistencias de la “Ley de Vacunación


Obligatoria” se aprobaron dos normas el año 1908: el “Reglamen-
to del Servicio de Vacunación y Revacunación Antivariólica” (de-
creto supremo de 8 de julio); y la Ley N.º 854 (promulgada el 23 de
noviembre) que exoneró a las municipalidades de la obligación fi-
nanciera que les había impuesto la ley de 1896, asignándola al
Ejecutivo, aunque se precisó que “en casos extraordinarios las
Municipalidades podrán nombrar vacunadores y sostenerlos con
sus propios fondos”.
Por su parte, el art. 22 del citado reglamento precisaba lo
siguiente:

Se establece un Servicio normal, permanente, de vacunación


antivariólica en el territorio de la República, que será desempe-
ñado por un personal de vacunadores departamentales y pro-
vinciales que nombrará el Gobierno (Central), por el Instituto
Nacional de Vacuna de Lima, por los médicos y vacunadores
municipales, médicos del Servicio de Sanidad Militar y Naval,
médicos inspectores de escuelas, y demás personas a quien el
Gobierno autorice para este objeto [65].

Luego de nueve años de aprobadas esas dos normas, la eva-


luación de la campaña antivariólica mostró que los resultados de
su aplicación seguían siendo insatisfactorios. Se concluyó, enton-
ces, que una de las principales causas de este hecho era la falta de
control y vigilancia de las acciones de vacunación practicadas en
las provincias. Para evitar esta omisión, por parte de las autorida-
des políticas y municipales responsables, se dictó el D. S. del 2 de
marzo de 1917 el cual ordenaba:

Los Prefectos de los Departamentos tendrán a su cargo la


supervigilancia de la vacunación que se lleve a cabo en el terri-
torio de su jurisdicción [65].

En la década de 1920 la ausencia de brotes importantes de vi-


ruela en las ciudades, y especialmente en Lima, hizo que se amino-
rara el interés primitivo de las autoridades políticas y académicas

503
sobre la vacuna antivariólica, a pesar de que esta enfermedad nun-
ca dejó de ser un problema de gran magnitud en el área rural, espe-
cialmente entre los campesinos de los departamentos más pobres.

Las dificultades en el transporte de la vacuna, por la falta de vías


de comunicación, su deficiente conservación, por la carencia de
equipos de refrigeración, en los lugares más apartados, la ausen-
cia de servicios de salud debidamente organizados y equipados,
fueron los problemas, que por muchos años atentaron contra la
erradicación de la enfermedad en el Perú [125].

Finalmente, después del derrocamiento de Leguía y de mane-


ra similar a lo que sucedió con otros servicios públicos se ordenó
la reorganización del Servicio de Vacunación Antivariólica, en este
caso por resolución suprema del 1º de abril de 1931 [111].

Control de la peste

El problema de la peste en el país: 1903

Actualmente se sabe que la “peste” es una zoonosis que afecta a


los roedores y sus pulgas, las cuales transmiten la infección
bacteriana a diversos animales y a las personas. La “peste huma-
na” se adquiere naturalmente como consecuencia de la introduc-
ción del hombre en el ciclo zoonótico durante una epizootia o des-
pués de ella, así como por la introducción de roedores o sus pul-
gas infectadas en el hábitat de las personas. La causa más frecuente
de exposición, que culmina en la enfermedad humana, es la pica-
dura de pulgas infectadas. La peste humana de contagio natural
suele tener la forma de “bubónica”, aunque también puede adop-
tar las mortales formas “neumónica” y “septicémica”. La peste
bubónica no tratada conlleva una tasa de letalidad de 50 a 60%;
sin tratamiento, la peste septicémica primaria y la neumónica son
mortales [126].
Durante muchos siglos la peste había sido el ejemplo por ex-
celencia de la enfermedad “pestilencial exótica” mortalmente pe-
ligrosa. Había generado en el medioevo las dos epidemias mayo-

504
res del mundo occidental, la “plaga” del reinado de Justiniano
(542 años d. C.) y la “Muerte Negra” de 1348. Al final del siglo XIX,
recién en 1894, Yersin y Kitasato identificaron su agente etiológico:
el bacilo de la peste o Yersinia pestis. Dos años después apareció,
en 1896, otra gran epidemia de peste en Asia y en la India, pero
las medidas de control seguían siendo las mismas que en el pasa-
do; en consecuencia en 1904 ya se había extendido al mundo oc-
cidental y se había producido un millón de muertos por año [127].
Las ratas de barco y sus pulgas transportaban esta plaga a los prin-
cipales puertos del mundo y en muchos países el bacilo de la pes-
te se estableció como parásito de la población local de roedores.
En 1903 el Perú fue el primer país de la Costa este de Sudamérica
que fue invadido por la peste.
La peste ingresó al Perú por los puertos de Pisco y el Callao
casi al mismo tiempo. En el Callao el primer paciente, del quien se
tiene referencia, enfermó el 28 de abril y el diagnóstico de peste fue
hecho en otro caso el 7 de mayo. Diez obreros del molino “Santa
Rosa” enfermaron entre el 28 de abril y el 7 de mayo y fueron cata-
logados como sospechosos de peste; cuatro de ellos murieron súbi-
tamente y dos fallecieron después de estar enfermos durante dos o
tres semanas (60% de letalidad). Un número inusual de ratas muer-
tas fue reportado en el molino y en otras partes de la ciudad del
Callao. Por otro lado en Pisco el primer caso de peste fue diagnos-
ticado el 5 de mayo; era un trabajador de una casa-aduana. Luego
se reportó también entre empleados de la casa-aduana, una muer-
te sospechosa el 1 de mayo y un caso aparente días antes. Ade-
más, ratas muertas habían sido encontradas en el piso de la mis-
ma casa-aduana durante la última parte del mes de abril [128].
Hubo consenso en considerar que la peste había sido impor-
tada a través de ratas enfermas de un barco infectado, antes que
de mercancías contaminadas; pero no hubo acuerdo sobre la fuente
de origen. Los barcos mencionados al respecto fueron el “Serapis”,
de Bangkok, que había dejado su carga de arroz en el Callao y Pisco
en diciembre del año anterior; además del “Amasis”, buque ale-
mán que había salido de San Francisco y que arribó al Callao en

505
febrero, después de estar en cuarentena en varios puertos, y luego
llegó a Pisco en el mes de marzo transportando madera y alimen-
tos. La plaga se extendió rápidamente a lo largo de la Costa pe-
ruana infectando los principales puertos en el curso de dos años
y alcanzando, eventualmente, comunidades del interior del país.
Al finalizar el año 1903 se habían registrado 172 casos humanos
y al final del año 1904 se había detectado un total de 940 casos en
ocho localidades de la Costa y una en la Sierra [129].
La mayoría de los casos de peste registrados en el país fueron
de la forma bubónica, siendo la buba inguinal la localización más
común. De acuerdo a los registros del cuadrienio 1904-1907, me-
nos del 3% de los casos fueron de la forma pneumónica. En junio
de 1904 seis casos pneumónicos fueron reportados cerca de Paita
y una de las epidemias en el departamento de Junín originó 21
casos pneumónicos [129].

La campaña de Lima: 1903-1906

La preocupación social por la alta letalidad de las enfermedades


“pestilenciales exóticas” se transformó en alarma nacional cuan-
do los primeros casos de peste bubónica se presentaron en Lima y
el Callao: 42 casos en 1903 y 405 en 1904. Aunque, según destaca
Cueto [130], mayor alarma causó en la oligarquía-civilista la noti-
cia de que la peste provocaría una estricta cuarentena en el Callao
la cual aislaría comercialmente al país:

No se trata ya simplemente de salvar vidas sino de salvar nues-


tros intereses económicos y fiscales. (Editorial del diario El Co-
mercio, septiembre 14 de 1903, p. 2.)

Cuando la peste superó, en 1903, las barreras de la cuarente-


na, que era la principal medida de control de esos tiempos, se hi-
cieron evidentes las dificultades orgánicas para un trabajo unifi-
cado y efectivo contra esta invasión; estas dificultades fueron de-
rivadas de la superposición de las atribuciones del gobierno cen-
tral y de los concejos provinciales en el campo de la salubridad.

506
En respuesta a esas dificultades en el ámbito nacional se creó la
Dirección General de Salubridad y se definió un amplio progra-
ma de trabajo en adición a la organización de las campañas loca-
les contra la plaga.
Para organizar la campaña de Lima se creó, a comienzos de
1904, la “Junta Directiva de la Campaña contra la Peste Bubónica
de la Provincia de Lima” y se potenció el recientemente creado Ins-
tituto Municipal de Lima que en 1903 ya tenía contratado a Biffi.
La junta, organizada al estilo de las que se formaban durante las
epidemias del siglo XIX, fue financiada por el Estado y estuvo cons-
tituida por representantes de la Dirección de Salubridad, la Muni-
cipalidad, la Beneficencia Pública y la Cámara de Comercio de
Lima. Juan B. Agnoli, Inspector de Higiene en la administración
de Elguera, fue nombrado presidente y tesorero de la junta [131].
La campaña de Lima consistió en la aplicación de suero
antipestoso junto con el aislamiento de los apestados, la desinfec-
ción, clausura y ventilación de los domicilios donde habían residi-
do los enfermos, así como la incineración de sus objetos persona-
les; además se realizó la desratización de la ciudad. La junta, diri-
gida por Agnoli, llegó a emplear a poco más de 100 peones encar-
gados de la visita a los domicilios, el traslado de los enfermos al
Lazareto, el entierro de los muertos y, subsidiariamente, a la caza
de roedores. Agnoli también dirigía a los albañiles encargados de
tapar las bocas de las madrigueras de las ratas, echar alquitrán a
los zócalos, destruir los tabiques y cielos rasos donde podían en-
trar los roedores y, eventualmente, destruir las edificaciones. Asi-
mismo, una policía de salubridad estaba dedicada a vencer la re-
sistencia de la población a tales medidas [131]. Las prioridades de
la campaña fueron: la identificación de los casos, el aislamiento de
los enfermos y la rápida inhumación de cadáveres. La cacería de
roedores y la incineración y reconstrucción de locales no llegaron
a ser importantes durante la campaña. La distribución del suero
Haffkine y la vacuna Yersin fue objeto de polémica [130].
Los efectos inmediatos de la campaña fueron un descenso de
la incidencia en Lima y el Callao: de 405 casos nuevos, en 1904,

507
se disminuyó a 157 en 1905 y a 118 casos en 1906; sin embargo
estos logros eran insuficientes. Cuando en 1906 Agnoli evaluó esta
primera campaña confesó que la peste seguía una “marcada ten-
dencia a la endemicidad”. Algo que le llamó la atención fue que
después de un año y medio el número de ratas capturada era más
o menos el mismo. Atribuyó este resultado a las limitaciones eco-
nómicas de la campaña, la ignorancia de la población y sus de-
plorables condiciones de vida y de vivienda, donde el deterioro
de las mismas estaba en relación directa con la reproducción de
las ratas:

Mientras cerros de basuras se hallen a pocos metros de los ba-


rrios más poblados, mientras la gente viva aglomerada en calle-
jones húmedos, estrechos y desaseados, mientras en las construc-
ciones se sigan usando materiales inaparentes e higiénicamente
condenables, sería irrisorio hablar de saneamiento [131].

La Campaña Nacional Antipestosa y sus resultados: 1904-1929

La Dirección General de Salubridad organizó, en adición a las cam-


pañas locales, una campaña nacional contra la plaga: lazaretos
fueron construidos o improvisados para el aislamiento de los
pestosos; tres estaciones marítimas sanitarias fueron construidas
para evitar la posterior reintroducción de la enfermedad y su di-
seminación a los puertos extranjeros desde el Perú, así como fue-
ron instrumentadas otras medidas de control. A pesar de estos es-
fuerzos de organización, los respectivos roles de los cuerpos cen-
trales y municipales no fueron claramente definidos y los gobier-
nos provinciales seguían celosos de su autoridad en materias de
sanidad local, construcción de viviendas e higiene urbana, por lo
que superado el terror inicial a la peste volvieron a presentarse
interferencias. Además aunque el Perú ratificó el 23 de agosto de
1906 la Convención Sanitaria de 1905, que incluía varias medi-
das orientadas a evitar la difusión de la peste por las ratas, aqué-
llas no fueron debidamente implementadas. En la práctica las ac-
ciones de control, realizadas entre 1903 y 1929, se concentraron

508
especialmente en el elemento humano, mientras que la acción con-
tra las ratas se efectuó esporádicamente; contra el vector pulga las
acciones fueron nulas. Las acciones en general se caracterizaron
por ser dispersas, discontinuas, limitadas a los momentos de cri-
sis y variables según localidad [61, 65, 132, 133].
En 1925, Lorente y Flores Córdoba informaron que, como par-
te de la campaña nacional, la vacuna antipestosa fue utilizada en
escala masiva en Piura, Cajamarca, Lambayeque, La Libertad y
Lima y que aplicada en invierno, mantuvo aquellas áreas libres
de plaga. En 1931, Eskey comentaba al respecto: “la vacuna
profiláctica ha reducido probablemente la incidencia humana en
alguna extensión”. Además, el suero antipestoso era el tratamien-
to acostumbrado para casos de peste [129].
Pero, hacia 1910 la peste peruana, inicialmente epidémica y
portuaria, se había transformado también en un problema rural
endémico, especialmente en el norte peruano, debido a que las ra-
tas del campo y luego los cuyes domésticos fueron infectados. Al-
rededor del año 1919 la peste comenzó a extenderse con intensi-
dad en las regiones andinas de poca altura, como son las sierras
de Piura, Lambayeque y Cajamarca. La peste se había asentando
en Lima y en la Costa norte, con un promedio anual de 722 casos
humanos para el período 1903-1923:

... su presencia en la Costa constituye para nuestro país una ame-


naza de futuras dificultades en el comercio con el exterior, deri-
vadas de las restricciones que conforme a los últimos acuerdos
internacionales deben sufrir los puertos infectados por ella,... des-
de su aparición hasta el año 1923 ha producido 16,665 casos, de
los cuales fueron fatales 8,565 [19].

En el siguiente sexenio, entre 1924 y 1929, se registraron 2 816


casos con un promedio anual de 469 casos humanos. Entre 1903
y 1929 la peste había tenido su más alto pico de incidencia en 1908,
con 1 691 casos en 53 focos; tuvo un segundo pico en 1926, con 1
200 casos en 66 focos, que siguieron a las lluvias torrenciales y
las consiguientes inundaciones del año anterior. Las lluvias inun-
daron las guaridas de los roedores y favoreció con ello la inva-

509
sión de las viviendas por las ratas. No sorprendió, en consecuen-
cia, que el impacto de las acciones de control no fuera satisfacto-
rio: en el año 1929 se registraba aún 311 nuevos casos en 40 focos
y habían, al final del mismo año, 12 departamentos estaban infec-
tados y en ellos 39 provincias [61, 65,132, 133].
De acuerdo a los estudios epidemiológicos de Eskay, la exten-
sión y la persistencia de la peste humana en el Perú dependía prin-
cipalmente del hecho de que las ratas encontraban muy seguros
los edificios de los puertos y ciudades, así como las viviendas ru-
rales para establecer sus guaridas:

No hay duda que la extensión de la infestación murina de los


edificios ha determinado la morbilidad de la plaga en las diferen-
tes comunidades del norte y del sur del Perú, de manera indife-
rente a las diferencias de condiciones climáticas (Eskey 1932).

Las características de esos edificios y viviendas serán comen-


tadas más adelante al tratar el tema “9. Saneamiento Ambiental
en el Perú”. Otros problemas no superados durante la primera
campaña nacional fueron las limitaciones económicas y de acce-
so geográfico para el trabajo sanitario en provincias; estas dificul-
tades eran más acentuadas en aquellas zonas donde las munici-
palidades no contaban con recursos suficientes para la baja poli-
cía, recibían tarde o insuficientemente los materiales para comba-
tir la peste y duplicaban sus funciones con los prefectos [129, 130].
El Perú tuvo la poca feliz distinción de haber tenido más casos de
peste que cualquier otro país de América en el primer tercio del
siglo XX y que, desde su introducción, ningún año estuvo libre de
esta enfermedad; el 88% de los casos registrados ocurrieron en las
provincias costeras del país.
Para explicar los magros resultados de la campaña, Cueto
enfatiza la importancia del rechazo cultural y de la resistencia so-
cial a ciertas acciones de control, derivados tanto de los valores
culturales e intereses económicos de la población como del com-
portamiento de las autoridades y responsables de la campaña. El
pueblo rechazaba el aislamiento en los lazaretos, el entierro rápi-
do y sin ceremonias que se ordenaba de los fallecidos y, en gene-

510
ral, el autoritarismo y rudeza con que las autoridades trataban a
los enfermos y sus familiares. Pero también las autoridades criti-
caban la persistencia de los campesinos en reconstruir las vivien-
das incineradas con las mismas condiciones iniciales de insalu-
bridad. En lo que se refiere a los grupos sociales altos, las resis-
tencias se debían a que las medidas sanitarias aumentaban los per-
juicios económicos generados por la peste; de especial resonancia
fue la resistencia de los propietarios a la incineración de sus loca-
les, un caso característico fue la imposibilidad de incinerar el mo-
lino “Santa Rosa”, donde aparentemente se había iniciado la epi-
demia. Por otro lado, como en las ciudades la mayoría de
“pestosos” procedían de barrios pobres, la peste fue asociada con
la miseria, la insalubridad de la vivienda y, en Lima, con la “raza”
china [130].

El Servicio Nacional Antipestoso: 1930-1933

Esa primera fase de la lucha antipestosa en el país, basada en la


organización de campañas en casos de brotes epidémicos, termi-
nó con la aprobación del decreto supremo de 25 de enero de 1929,
que creó el Servicio Nacional Antipestoso, como dependencia per-
manente de la Dirección General de Salubridad. Con el decreto el
gobierno cumplía el compromiso internacional derivado de la ra-
tificación, por el Congreso, del Código Sanitario Panamericano. El
Servicio Nacional, bajo el comando del Dr. Benjamín Mostajo y la
asesoría de representantes de la “Oficina Sanitaria Panamerica-
na” (OPS), emprendería desde 1930, la Campaña Nacional
Antipestosa [130].
Además, con el propósito de lograr una mayor eficacia en el
control de la peste se otorgó al director general de Salubridad am-
plias atribuciones, entre ellas las vinculadas con la autorización
de las nuevas urbanizaciones. En uso de esa autoridad se estable-
cieron normas para garantizar la construcción de edificios y vi-
viendas urbanas protegidas contra la invasión de ratas, se hicie-
ron previsiones para estudios bacteriológicos y epidemiológicos

511
y, finalmente, la fumigación de barcos y otras medidas afines fue-
ron especificadas.
El 1 de agosto de 1930 en la ciudad de Piura un convenio fron-
terizo bilateral fue firmado por las autoridades de salud del Ecua-
dor y del Perú para combatir de manera conjunta a la peste en sus
provincias fronterizas (Loja y Ayabaca) a lo largo de una línea su-
gerida por los representantes de OPS. Por decreto supremo del 5
de septiembre de 1930 se ordenó la reorganización de la “Campa-
ña Nacional Antipestosa”. El dispositivo estableció que la Direc-
ción de Salubridad debía proceder a la campaña de acuerdo con
el Dr. John. D. Long, Comisionado Viajero de la OPS, y con la co-
laboración del Dr. C. R. Eskey, epidemiólogo de la misma oficina.
Complementariamente a esa norma se aprobó la resolución supre-
ma del 29 de noviembre de 1930 que ordenó a los municipios pres-
tar su colaboración en esta campaña [111].
El personal responsable de la campaña recibió entrenamiento
en Lima y luego fue distribuido en las zonas endémicas. Epide-
miólogos asistentes fueron ubicados en los principales puertos
para supervisar la captura y el envenenamiento de las ratas, co-
leccionar sus pulgas e inocular cerdos de guinea para detectar la
infección pestosa; además cinco laboratorios troncales fueron es-
tablecidos. El envenenamiento fue utilizado para reducir la pobla-
ción de ratas y la captura fue el método usada para clasificar las
pulgas de las mismas; también se realizaron, de manera paralela,
actividades de saneamiento de los focos de peste.
La nueva campaña nacional se inició en noviembre de 1930
en las provincias de Lima y el Callao donde todas las haciendas
estaban infectas; luego se extendió del norte al sur del país entre
diciembre de 1930 y enero de 1931. Se realizó el envenenamiento
respectivo en toda la extensa zona infectada; se distribuyó 70 to-
neladas de veneno entre más de 100 pueblos y haciendas aleda-
ñas. En términos de incidencia, los resultados inmediatos fueron
notables: en 1932 sólo se comprobaron bacteriológicamente 57 ca-
sos humanos; además, con relación al año 1930, el número máxi-
mo de ratas capturadas por trampa había decrecido de 18 a 3 y el

512
índice de número máximo de pulgas por rata había caído de 34 a
3 [129, 134].

Control de la fiebre amarilla urbana

La amenaza de la fiebre amarilla urbana: 1877-1919

Durante la década de 1870, una epidemia de fiebre amarilla se pro-


pagó del Brasil al Paraguay, Uruguay y Argentina; sólo en Bue-
nos Aires ocasionó más de 15 000 muertes. En 1878 la epidemia
llegó a los Estados Unidos a través de contactos marítimos y des-
encadenó un brote en el valle de Misisipi que resultó en más de
100 000 casos y 20 000 defunciones. En el año 1880 el Congreso
de los Estados Unidos autorizó al presidente convocar la V Con-
ferencia Sanitaria Internacional la cual se celebró al año siguiente
en Washington. En este foro, el médico cubano Carlos Finlay afir-
mó que para la transmisión de la fiebre amarilla era necesario que
se diera la concurrencia de: (I) un caso de fiebre amarilla en un
período dado de la enfermedad; (II) una persona susceptible; y, (III)
un agente —el “vector”— capaz de transmitir la enfermedad de
un sujeto enfermo a uno sano. Debieron pasar 20 años para que la
Comisión Reed validara su teoría del vector y ésta fuera aceptada
unánimemente por la comunidad científica [135].
La amenaza de la invasión al Perú de una epidemia de fiebre
amarilla siempre estuvo presente. En 1883 apareció un pequeño
brote epidémico en el Callao el cual motivó un informe de los Drs.
Macedo y Villar, así como de otros médicos de la época. Este brote
se manifestó hasta el año 1889, con casos esporádicos en Lima, el
Callao y el norte del país. En la “Academia Libre de Medicina” y
en la Sociedad Médica “Unión Fernandina” se discutían los al-
cances de la amenaza y del control de ese brote. En junio de 1887
se criticaba, en la segunda de estas entidades, la orientación de
las medidas de control adoptadas:

Las causas de tal importación inesperada serían el poco cuidado


y la ninguna preocupación con que se reciben los buques de

513
patente limpia. Y la consecuencia sería funesta y dolorosa: ser
infestados, a pesar de las medidas de rigor de que hemos hecho
lujo durante 5 meses, resucitando la añeja incomunicación ab-
soluta mediante la clausura de nuestros puertos a toda proce-
dencia sospechosa y extendiendo los desprestigiados cordones
sanitarios!... Si la funesta guerra con Chile no le hubiera quita-
do sus caudales, se habría hallado en aptitud de poder rodearse
de lazaretos de aislamiento y de desinfección, que impidieran
la importación del temido azote a su territorio... La Junta Cen-
tral Sanitaria, comprendiendo la necesidad de contar siquiera
con un Lazareto Marítimo Central... ya que no tenemos ningu-
no en los límites de nuestra extensa costa, se ha apresurado a
prestarle su aprobación [al pensamiento o iniciativa de erigir
un Lazareto Central en la isla de San Lorenzo]... Por otra parte,
siguiendo los preceptos de Higiene Administrativa, hay tan ade-
lantada merced a las conquistas del microscopio y de la Quími-
ca moderna, las naciones tan civilizadas como Inglaterra han
sustituido las antiguas prácticas de pretender incomunicarse ce-
rrando todos los puertos y extendiendo a lo largo de sus fron-
teras cordones sanitarios... con una nueva opción, el uso de hos-
pitales de aislamiento y establecimientos de desinfección, que
a manera de filtros retengan los gérmenes de las enfermedades
contagiosas, a fin de impedir su introducción en el seno de las
poblaciones... [136].

Como respuesta a esta crítica las autoridades sanitarias comen-


zaron a distinguir dos tipos de cuarentena: una rigurosa y otra de
observación. Debía ser sometida a cuarentena rigurosa

todo buque que llega a un puerto con patente sucia, o cuando


durante su viaje se haya presentado algún caso de enfermedad
transmisible, como el cólera, la fiebre amarilla u otra enferme-
dad infecto-contagiosa, a juicio de la Junta de Sanidad [65].

En la guerra hispanoamericana de Cuba los norteamericanos


sufrieron 968 bajas en el campo de batalla y 5 438 por fiebre ama-
rilla; por tal razón se constituyó, en 1900, la Comisión de Fiebre
Amarilla de la Junta de Sanidad de los Estados Unidos, presidida
por el médico militar Walter Reed. Cuando la comisión comenzó
a trabajar en La Habana se vio obligada a descartar sus hipótesis

514
iniciales y poner a prueba la teoría del vector de Finlay. La empre-
sa dio lugar a una serie de experimentos en voluntarios humanos,
experimentos cuyos resultados validaron dicha teoría identifican-
do así al mosquito Aedes aegypti (entonces denominado Stegomya
fasciata) como el vector de la fiebre amarilla [137].
Posteriormente otros acontecimientos reafirmaron los hallaz-
gos de la Comisión Reed y sentaron las bases para los futuros pro-
gramas de control de vectores; entre los principales acontecimien-
tos tenemos: el éxito de los trabajos dirigidos por el médico militar
William Gorgas en La Habana (1898-1902) contra la fiebre amari-
lla y la malaria; la aplicación de las medidas de control del vector
durante la construcción del Canal de Panamá (1904-1914); la lu-
cha eficaz contra el brote de fiebre amarilla de 1905 en Nueva
Orleans; así como la eliminación de la fiebre amarilla de Río de
Janeiro en 1908, mediante la campaña contra el vector Aedes
aegypti, emprendida por Oswaldo Cruz. La fiebre amarilla se po-
día dominar eliminando los lugares de cría de los mosquitos, pro-
tegiendo de sus picaduras a los enfermos de fiebre amarilla y adop-
tando rígidas medidas para destruir enseguida todos los mosqui-
tos de cualquier casa donde se hubiera dado un caso de infección
[135, 137, 138]. Todo ello se llevó a cabo sin que se conociera la
naturaleza del germen responsable de la enfermedad.
A partir de estos acontecimientos se planteó la “Teoría de los
Centros Claves”, la cual suponía que la enfermedad sólo atacaba
a los seres humanos, producía inmunidad en las personas que so-
brevivían a la primera infección y era transmitida solamente por
el Aedes aegypti. Asimismo, para esta teoría la enfermedad era en-
démica en puertos y ciudades costeras importantes (denominados
centros claves) que siempre tenían un número importante de sus-
ceptibles; pero esto no sucedía con los pequeños poblados donde
no se mantenía un nivel de endemicidad que amenazara a pobla-
ciones mayores y que, por el contrario, estos poblados siempre eran
infectados desde afuera. La implicancia práctica era que la fiebre
desaparecería automáticamente si se realizaban rigurosas campa-
ñas contra los mosquitos en los centros claves, que no eran mu-

515
chos en América. Hacia 1910 las campañas se concentraron en la
destrucción de las larvas de Aedes de los contenedores de agua do-
méstica (los mosquitos depositaban sus huevos en estos recipien-
tes), simplificándose así los métodos tradicionales para combatir
los mosquitos. Se consideraba que si se reducía el porcentaje de
larvas a cerca del 2% de los contenedores analizados la fiebre des-
aparecería automáticamente [139].
En julio de 1918, la Fundación Rockefeller realizó su primera
campaña contra la fiebre amarilla en América Latina al controlar
un brote epidémico en Guayaquil. La campaña incluyó una comi-
sión científica que trató de identificar el agente etiológico de la fie-
bre. Un miembro de esta comisión, Hideyo Noguchi, anunció la
identificación de dicho agente, al que se denominó Leptospira
icteroides. Hideyo a su regreso a los Estados Unidos produjo una
vacuna y un suero para combatir la fiebre amarilla. Aunque estos
productos nunca fueron utilizados como el principal medio de pre-
vención y curación ambos fueron distribuidos y se utilizaron en
miles de personas en América Latina.

La campaña contra una epidemia de fiebre amarilla: 1919-1921

La fiebre amarilla urbana volvió a invadir el Perú en 1919, como


una propagación del foco epidémico en Guayaquil. Henry Hanson,
miembro del Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos en
Panamá, había llegado al país en mayo de 1919, contratado por el
gobierno de Pardo, para realizar un estudio sobre la malaria. An-
tes de terminar dicho estudio el nuevo gobierno de Leguía encar-
gó a Hanson que identificara y combatiera una nueva epidemia
que entre junio y noviembre había atacado a la población de tres
provincias del departamento de Piura. Identificada la epidemia
como de fiebre amarilla, Hanson organizó un escuadrón sanitario
para efectuar la campaña que se basó parcialmente en medidas
tradicionales, como: (I) el traslado de los enfermos a un lazareto;
(II) la fumigación de viviendas, una medida costosa que sólo com-
batía a los mosquitos adultos y que fue poco eficaz en la zona de-

516
bido al tipo de construcción que impedía la concentración del
humo; (III) la clausura del puerto de Paita, con una estricta cua-
rentena que generó las protestas de los comerciantes; (IV ) el esta-
blecimiento de un cordón sanitario formado por soldados, barrera
que era fácilmente burlada; (V ) la prohibición de reuniones des-
pués de la 6 p.m., con la equivocada idea de que éstas favorecían
la difusión de la enfermedad.
Además, el escuadrón sanitario realizaba el examen de los
reservorios domésticos de agua para buscar larvas del Aedes; asi-
mismo realizó acciones educativas para inducir a los pobladores
a la limpieza diaria de dichos reservorios. Estas últimas acciones
no lograron su objetivo. Con fondos limitados y con escaso perso-
nal, que además no tenía, al igual que Hanson, experiencia en fie-
bre amarilla, la campaña no tuvo éxito. En los seis primeros me-
ses del año 1920, diez lugares adicionales fueron infestados en el
departamento y se registró un total de 455 casos. Además, Hanson
enfermó de fiebre amarilla y al sobrevivir decidió regresar a su pa-
tria al término de su contrato. Pero en su viaje de regreso al dete-
nerse en Panamá le llegó una nueva propuesta del gobierno pe-
ruano para que ejecutara una campaña más elaborada de sanea-
miento de la costa norte [139].
A su retorno al país, a fines de 1920, Hanson encontró que la
fiebre amarilla y otras enfermedades, como la peste, asolaban Piura
y otros departamentos del norte. Paita, especialmente, sufría de un
brote severo de peste que opacaba la gravedad de la fiebre amari-
lla. Hanson, autorizado por Leguía, propuso una solución radi-
cal: la total incineración y reconstrucción de Paita:

Para poder cumplir su objetivo, Hanson fue investido de pode-


res especiales. Así por ejemplo, se puso bajo sus órdenes un gru-
po de cuarenta oficiales de caballería y un buque de guerra an-
clado en el puerto de Paita... Para controlar la situación, Hanson
procedió a reclutar un grupo de trabajadores de salud y a repe-
tir lo que William Gorgas había hecho en Panamá: quemar un
número apreciable de casas del puerto de Paita por considerar-
las insalubres. Su decisión se justificó argumentando que sus in-

517
genieros le habían informado que solamente eran habitables o
podían ser reacondicionadas seis casas de dicha localidad [19].

Pero, al comenzar a destruir la sección más pobre de Paita se


levantó tal resistencia popular que sólo unas pocas manzanas,
aproximadamente el 10% del pueblo, pudieron ser incineradas.
A comienzos de 1921 surgió el ofrecimiento de la Fundación
Rockefeller para colaborar en la campaña de control de la fiebre
amarilla. Leguía aceptó inmediatamente la colaboración, Hanson
fue nombrado director de la campaña y Wrightson director de la
Dirección de Salubridad Pública en mayo de 1921. La epidemia
ya se había extendido a Lambayeque y a La Libertad con una alta
letalidad. La fundación se comprometió a financiar, al igual que
el Estado, la mitad de los gastos que requería la campaña. Al final
de la misma la fundación había gastado US$ 115 000; pero el go-
bierno había cumplido sólo parcialmente con el trato [139].
Para tratar de evitar que la opinión pública dificultara la mar-
cha de la campaña, tal como había ocurrido en su experiencia an-
terior, Hanson concentró poderes especiales. Una resolución gu-
bernamental lo puso a cargo de todas las actividades sanitarias
desde el Callao hasta la frontera norte del Perú. Con esta autori-
dad podía tomar cualquier vapor y poner bajo su mando a los mé-
dicos y autoridades provinciales:

he arreglado una casi absoluta autonomía (dictadura) en todos


los asuntos relacionados con la campaña... porque es la única ma-
nera de lograr resultados en un país como éste (Hanson a W.
Rose, marzo 17 y junio 6, 1921).

Pero, tal como era previsible, la dirección autocrática que in-


tentó imponer Hanson generó más resistencias de la población que
nunca llegó a colaborar activamente con él; incluso se llegaron a
producir algunas protestas masivas de corta duración. Tal como
comenta Cueto:

Debido a la visión reduccionista que imperaba entonces en la me-


dicina tropical, las campañas en distintas regiones del tercer mun-
do eran llevadas a cabo suponiendo que en una cultura “atrasa-
da” y no científica, la enfermedad debía ser manejada con pocas

518
referencias a las percepciones y opiniones de los pacientes. Las
reacciones adversas de la población fueron tratadas como un
primitivismo que debía ser puesto de lado [139].

El trabajo que realizó Hanson con apoyo de la Fundación si-


guió, en gran parte, los lineamientos de acción derivados de la “Teo-
ría de los Centros Claves” ya comentada. La campaña profiláctica
fue efectuada sólo en los centros urbanos de cierta densidad de-
mográfica o situados en una ruta que facilitaba la diseminación de
la enfermedad a hogares no infectados. Además, empezó a utilizar
los sueros y las vacunas que había desarrollado Noguchi. Pero la
más importante medida fue la utilización de peces de los ríos como
larvicidas. Hanson había observado que los peces pequeños sobre-
vivían en los contenedores de agua doméstica comiendo las larvas
del Aedes; estos peces eran inofensivos para los humanos y exis-
tían en grandes cantidades en los ríos del norte. La solución adop-
tada fue muy simple: capturar y criar estos peces para luego distri-
buirlos en los contenedores de agua mediante un sistema que utili-
zó 100 trabajadores sanitarios. El sistema fue aceptado por la po-
blación y se convirtió en la medida más importante de la campa-
ña. Durante 1921, setecientas mil visitas domiciliarias fueron rea-
lizadas y un número mayor de peces fue distribuido. Hacia fines
de 1921, Hanson anunció que el índice del Aedes aegypti había des-
cendido a menos del 3% [139]. Como resultado de esta campaña el
último caso de fiebre amarilla se registró en 1921. En estas circuns-
tancias Whrigton renunció, en marzo de 1922, al cargo de Director
General de Salubridad Pública y Hanson es nombrado en su reem-
plazo hasta julio del mismo año, cuando regresó a los Estados
Unidos. Al mismo tiempo terminó la colaboración de la Fundación
Rockefeller con la campaña. Desde 1922, la Costa este de Sudamé-
rica permaneció libre de fiebre amarilla urbana.
Al retirarse del país, Hanson estimaba que para todo el perío-
do 1919-1921 se había producido un total de 15 000 casos de fie-
bre amarilla, con una letalidad del 10%; la mayoría de los casos,
diez mil, se habían producido en Lambayeque. Durante lo peor de
la epidemia localidades como Olmos, Motupe y Ferreñafe tuvie-

519
ron entre 8 y 20 muertos al día; pero nunca se llevaron registros
completos de la enfermedad. La participación de la Fundación
Rockefeller no fue totalmente desinteresada; se debe recordar que
en esa zona del país se ubicaban las concesiones petroleras otor-
gadas a la filial de la “Standard Oil”, propiedad de Rockefeller,
así como los principales enclaves agroexportadores azucareros. J.
C. García informaba al respecto:

La Fundación Rockefeller, organización filantrópica internacional,


no estaba desligada de los intereses económicos de Rockefeller.
Intereses que estaban creciendo en América Latina en la búsque-
da de nuevos campos petroleros, en la distribución de sus pro-
ductos y en la inversión de capital en varios sectores de la eco-
nomía [27].

La aplicación de la Teoría de los Centros Claves sirvió para


controlar la fiebre amarilla en zonas urbanas, pero desde media-
dos de la década de los veinte, nuevos descubrimientos indicaron
que dicha teoría y los hallazgos de Noguchi eran equivocados. Es-
tos descubrimientos eran los siguientes: la fiebre amarilla era trans-
mitida por distintas variedades de mosquito, la infección de mo-
nos salvajes que viven en la Selva, la existencia de una variedad
selvática de fiebre amarilla y, principalmente, que las pequeñas co-
munidades sí mantenían endemicidad y podían reinfectar a los
grandes centros poblados. En consecuencia, Noguchi estaba equi-
vocado y su suero y vacuna eran inútiles. Al final de la década de
los 20 un laboratorio de la Fundación Rockefeller estableció que la
fiebre era producida por un virus filtrable y no por una Leptospira,
pero sólo en 1937 una vacuna eficaz estaría disponible [139].

Inicios de la lucha contra la malaria

Nueva percepción económica del problema malárico: 1903

Durante los primeros años del siglo XX, la magnitud y el perfil de


la problemática de la salud colectiva nacional eran similares a los
existentes en el XIX. Sin embargo, la prioridad política asignada a

520
la malaria cambió. Las autoridades oligárquica-civilistas tenían que
resolver con urgencia el problema de la pérdida de las dos fuentes
principales de ingresos nacionales: el guano y el salitre. Para ello
era esencial el desarrollo de las haciendas y plantaciones de pro-
ductos agrícolas de exportación, generadoras de ingresos fiscales;
así como la mayor afluencia de capitales extranjeros y de migrantes
europeos en los nuevos espacios económicos. Estas haciendas y
plantaciones utilizaban tecnologías intensas en mano de obra, en
circunstancias que ésta era relativamente escasa. Ante el fracaso
de la política migratoria la mano de obra serrana adquirió una
nueva importancia para las haciendas y plantaciones de los va-
lles de la Costa y para las colonizaciones de la Selva.
Pero los serranos “enganchados” —durante los períodos de
siembra y cosecha que coincidían con la mayor presencia anofe-
lina— seguían trabajando sin ninguna protección. En esta situa-
ción de alta exposición a los riesgos de enfermar por malaria, así
como por la falta de experiencia inmunológica con el plasmodium
de gran parte de los migrantes, esta enfermedad provocó pérdidas
importantes del grado de uso y de la productividad de la escasa
fuerza de trabajo disponible; ello hizo que decreciera, en conse-
cuencia, las posibilidades de éxito de las políticas económicas de
los gobiernos civilistas. El paludismo comenzó a ser percibido, en-
tonces, como un problema de salud pública, cuya prioridad se fun-
damentaba en sus efectos negativos sobre el proyecto civilista de
crecimiento económico.
El 21 de noviembre de 1898 se promulgó la “Ley de Coloniza-
ción de las Tierras de Montaña” la cual establecía las obligaciones
de los colonos y los compromisos sanitarios del gobierno en el pro-
ceso de ocupación de nuevos espacios económicos. Además, al fi-
nal del siglo XIX y durante la primera década del siglo XX se asistió
a una ola transitoria de prosperidad en la Selva amazónica por la
explotación del caucho, que produjo gran demanda de fuerza de
trabajo. Finalizada abruptamente la “fiebre del caucho” sólo las co-
lonias promovidas por las empresas poderosas continuaron en la
región para la explotación de otros recursos naturales. Por ambas

521
razones se produjeron movimientos migratorios hacia esta región,
donde la malaria era endémica. Pronto se comenzaron a producir
epidemias de paludismo en las nuevas áreas colonizadas.
En 1903 el Ministro de Fomento, Dr. Manuel Barrios, al funda-
mentar la creación de la Dirección General de Salubridad, decla-
raba en la Cámara de Senadores lo siguiente:

El paludismo, que en unión de la tuberculosis y el alcoholismo,


constituye el factor más poderoso de la morbicidad y mortalidad
en los valles de la costa, de cuyos establecimientos agrícolas aleja
a los inmigrantes y a los trabajadores de la sierra, es otra enfer-
medad infecciosa que puede ser también combatida... [82].

La primera campaña antipalúdica: 1907

En el Report on the Central Territory of Perú dado por P.D.G. Clark


en el año 1891, para la empresa “Peruvian Corporation Ltd.
London”, se afirmaba —con relación a la colonización en Chan-
chamayo— lo siguiente:

La salud extraordinaria de la población europea así como la indí-


gena, puede ser tomada como el mejor índice de la salubridad
del clima. Garantizando precauciones ordinarias, no se debe te-
mer una infección malárica y, la disentería ocurre muy rara vez.
Comparando el clima de Chanchamayo con el de otros países
tropicales que conozco, no vacilo en afirmar que se debe consi-
derar como de los mejores que hay [140].

Clark es presentado por Max Kuczynski-Godard [141], como


“Curador del Jardín Botánico Real de Peradeniya, Ceylan” y un
“docto observador... con una experiencia de diez años en los tró-
picos”.
Dieciséis años después de ese informe se produjo, al no ga-
rantizarse las precauciones mencionadas por Clark, una epidemia
de malaria en Chanchamayo. El gobierno rápidamente informado
—probablemente por los directivos de la Peruvian—, dictó la re-
solución suprema del 9 de septiembre de 1907 que estableció las
medidas para combatirla. En esta oportunidad las máximas auto-

522
ridades eran: Presidente de la República, don José Pardo; Minis-
tro de Fomento, don Delfín Vidalón y, finalmente, Director Gene-
ral de Salubridad, el Dr. Julián Arce.
En cumplimiento de esa resolución, la recientemente creada
Dirección General de Salubridad “inició la campaña antipalúdica
en Chanchamayo, con la creación de dos enfermerías dispensa-
rios” para la profilaxia de los valles de Chanchamayo, Vitoc y
Monobamba [111, 142]. Por su parte, los hacendados formaron la
“Sociedad Filantrópica de Chanchamayo” que administró el hos-
pital de La Merced para atención de los palúdicos, entre 1908 y
1918, con apoyo económico del Estado. Una posterior resolución
suprema de 1 de julio de 1908 formaliza esa cooperación de los
hacendados con la campaña contra el paludismo [65].

La Ley 2364 o de Profilaxia del Paludismo: 1916-1933

El 23 de noviembre de 1916 se aprobó la Ley N.º 2364, “Ley de


Profilaxia del Paludismo”. En ella se ordenó al Ejecutivo, por vez
primera en el Perú, organizar la defensa contra el paludismo. Era
Presidente, José Pardo; Ministro de Fomento, Belisario Sosa; Presi-
dente del Senado, Amador F. del Solar; Presidente de Diputados, el
jurista, J. M. Manzanilla; y, Director General de Salubridad, Abel S.
Olaechea. La ley establecía en su art. 2º que los propietarios de los
fundos agrícolas o ganaderos y de los establecimientos industriales
o comerciales, así como los empresarios de obras públicas “en las
regiones o en los valles donde grasa el paludismo con carácter en-
démico, están obligados a precaver y a dispensar asistencia médi-
ca, respecto de esa enfermedad, a todas las personas que les pres-
ten sus servicios como empleados, operarios o dependientes”.
Además, en su art. 4º se precisa que la defensa contra el palu-
dismo comprenderá: (I) el saneamiento de los terrenos reconoci-
dos como focos de la endemia; (II) la protección de las habitacio-
nes contra los insectos transmisores del germen de dicha enferme-
dad; (III) la destrucción de dichos insectos y de sus larvas; y, (iv) la
distribución gratuita de la quinina a todas las personas expues-

523
tas a la infección palúdica. Por último, en su art. 27º señala que la
Dirección de Salubridad será la Oficina Superior encargada de vi-
gilar el cumplimiento de la ley,

correspondiéndole la dirección de los estudios y trabajos de que


ella trata y la organización y control del servicio correspondien-
te [65].

La misma norma prescribía que un valle podía ser considera-


do como zona palúdica y objeto de esta ley sólo después de haber
sido declarado como tal por el Poder Ejecutivo. En cumplimiento
de la norma se declararon zonas palúdicas, por resolución supre-
ma de 29 de noviembre de 1917, a los valles de los distritos de la
provincia de Lima; la provincia del Bajo Amazonas (Maynas); los
distritos de Morropón y Yapatera, de la provincia de Piura; el va-
lle de Majes, de la provincia de Castilla y, por último, el departa-
mento de Lambayeque. Asimismo, la provincia litoral de Mo-
quegua, por R. S. del 9 de octubre de 1918; las provincias de Ica y
Tacna, por R.S. de 8 de noviembre de 1918. Todas estas zonas, con
excepción de la de Maynas, estaban ubicadas en la Costa. La pri-
mera resolución suprema que ordena el cumplimiento de la Ley
N.º 2364 en una zona palúdica específica es la del 3 de mayo de
1918 para Chanchamayo. Luego de seis meses se aprueba la R. S.
del 29 de noviembre de 1918, que dispone la organización del Ser-
vicio Antipalúdico de Chanchamayo. También en el año 1918 se
dictan sendas resoluciones que ordena el cumplimiento de dicha
ley en el valle de Surco (24/05/18), el valle de Carabayllo (07/
06/18) y los valles de la provincia de Lima (04/10/18). Muchos
años después, el 29 de marzo de 1937, se dictarían las resolucio-
nes correspondientes para el Cusco [65].
Cueto comenta, con relación a la Ley N.º 2364 y su cumpli-
miento, lo siguiente:

... surgió como respuesta a una epidemia en Chanchamayo. Se-


gún esta ley, los hacendados debían proteger a sus trabajadores,
distribuir gratuitamente la quinina y destruir las larvas... Algu-
nos hacendados, especialmente de la costa norte y del centro,
cumplieron lo referente al sostenimiento de un servicio médico,

524
así como con el suministro de la quinina y la limpieza de los ca-
nales y acequias. Fue menos frecuente, la desecación de panta-
nos, considerados como “reservorios de riego” y la reconstruc-
ción de las rancherías de los trabajadores... En general el cumpli-
miento de la ley fue inconstante, creando una situación en que el
Estado y los hacendados querían traer migrantes pero no po-
dían pagar los costos de saneamiento [143].

Las dificultades para lograr que los hacendados cumplieran


con sus obligaciones legales se manifestaron en el contenido de dos
resoluciones supremas que se debieron dictar sobre el cobro de es-
tancias y la aplicación de la subvención fiscal al mencionado hos-
pital de La Merced. En la primera, del 14 de septiembre de 1917, se
ordena al Médico Sanitario de Chanchamayo que, de acuerdo con
la citada Sociedad Filantrópica, disponga lo necesario para exigir
de los jefes de las negociaciones agrícolas el pago de las estancias
que ocasione la asistencia de sus operarios y empleados en el hos-
pital, en tanto sólo correspondía asistencia médica gratuita a los
menesterosos que no fueran personal de dichas negociaciones. En
la segunda, del 19 de octubre del mismo año, se precisa que “el
objeto del Hospital que el gobierno sostiene en la Merced, es el de
atender a las necesidades del servicio de profilaxia antipalúdica
de los valles de Chanchamayo, Vitoc y Monobamba” y reiterando
lo dispuesto en la anterior resolución, en lo que se refiere al desti-
no de la subvención fiscal para la atención gratuita [65].

Continuación de las resistencias de los empresarios: 1919-1933

Al inicio del “Oncenio” de Leguía el paludismo era endémico en


la Costa, en algunas localidades de la Sierra y en todos los cen-
tros poblados de la Selva. Su tratamiento demandaba el uso de más
del 75% de las estancias en los establecimientos hospitalarios de
la Costa, establecimientos que estaban a cargo de las sociedades
públicas de beneficencia. En el período 1923-1930, el 15% de los
egresos del hospital Dos de Mayo era de pacientes maláricos, con
una letalidad intrahospitalaria de 1,2%, es decir, sus efectos eco-
nómicos negativos se incrementaban.

525
La importancia asignada a la malaria por parte del nuevo go-
bierno se expresó en el decreto supremo de 19 de septiembre de
1924 el cual aprobó el nuevo reglamento de la Ley N.º 2348 que
buscaba mejorar los registros de la morbilidad por enfermedades
transmisibles. Por vez primera en el país, ocho años después de
promulgada la Ley N.º 2364, se incluía al paludismo en la rela-
ción de enfermedades de declaración obligatoria, aunque sólo en
las zonas declaradas palúdicas [61].
En el año 1925 ante la Comisión de Higiene de la Cámara de
Diputados se denunciaba nuevamente la persistencia del proble-
ma malárico: “Es el más grave de todos los problemas por resol-
ver en nuestra actualidad sanitaria. La malaria despuebla nues-
tros valles, aniquila la raza, detiene el desarrollo de nuestras in-
dustrias costaneras, centros principales de la agricultura. Es exa-
gerada la cantidad de palúdicos. La mayoría pertenece a la raza
india y en ellos se presentan las formas más graves y por lo tanto
de más alta mortalidad... Se opone a la inmigración interior de la
Sierra a la Costa...”.
Las causas de esta situación, enunciadas por la comisión, fue-
ron: falta de asistencia para las personas atacadas por este mal;
las condiciones de las viviendas ya que no tenían protección con-
tra los zancudos; ausencia de criterio sanitario en la distribución
de las aguas de los regadíos, aguas estancadas, pantanos y terre-
nos inundados; cultivos que se hacían por inundación y, por últi-
mo, a la falta de educación sanitaria de la población ya que ésta
no sabía defenderse de la enfermedad. Finalmente, enfatizan que
ningún control efectivo podrá llevarse a la práctica

si a los agricultores de los valles... no se les obliga a que sean


colaboradores del Estado, en la campaña contra el zancudo, la
asistencia y aislamiento del palúdico y la defensa del sano [19].

Durante la Patria Nueva, a pesar de éstas y otras denuncias,


los objetivos esenciales de las campañas siguieron siendo los mis-
mos: el control de las larvas y la atención de los enfermos con la
quinina. El control de las larvas se realizaba con obras hidráuli-
cas, el drenaje de reservorios de agua o su rociamiento con sus-

526
tancias como el “verde de París” o el petróleo que impedían a las
larvas respirar en la superficie. Medidas complementarias fueron
la fumigación y la protección de las viviendas con mosquiteros y
telas metálicas.
La persistencia de la resistencia a la aplicación de la Ley N.º
2364 reveló nítidamente los conflictos de intereses económicos que
se pueden derivar de una norma sanitaria. Por ejemplo, el art. 24º
de dicha ley decía: “El cultivo del arroz o de otras plantas cuyo
desarrollo exige que el agua permanezca estancada, sólo se per-
mitirá a una distancia de las poblaciones que será determinada
en cada caso particular”. Sin embargo, al iniciar Leguía su segun-
da gestión de gobierno, la autoridad sanitaria dictó la resolución
suprema del 15 de mayo de 1920 que fijó rígidamente en dos kiló-
metros la distancia mínima que debía existir entre los cultivos de
arroz y los centros poblados [65].
El mismo art. 24º generó una polémica entre médicos y
arroceros. Estos últimos “eran un grupo más conexionado que los
hacendados serranos pero menos poderoso que los azucareros”.
En 1932 la Academia Nacional de Medicina aprobó una moción
de C. E. Paz Soldán advirtiendo de “la amenaza malárica del
arroz”. En la conferencia arrocera de ese mismo año se negó que
existiera una relación directa entre el arroz y la malaria y se criti-
có la obligación de realizar obras de saneamiento. Uno de sus prin-
cipales representantes señaló, posteriormente, que de existir ese
tipo de responsabilidad malárica, ésta sería

de la caña de azúcar, que requería de riegos intermitentes, y del


algodón, que exigía la formación de pozas en las acequias..., [ade-
más,] que la aplicación de la ley Antimalárica era utópica porque
era imposible destruir a todos los mosquitos... y que no se podía
suprimir el cultivo de arroz porque causaría carestía, desempleo
y hambre... [143].

Medidas complementarias a la Ley N.º 2364: 1919-1933

Las frecuentes infracciones de los empleadores al cumplimiento


de lo dispuesto en la Ley N.º 2364 obligaron al gobierno a estable-

527
cer normas complementarias. Entre ellas, el decreto supremo del
15 de diciembre de 1922 que ordenaba a los propietarios y con-
ductores de los fundos agrícolas de los valles de Lima y Callao
llevar a cabo las medidas sanitarias dictadas por la Dirección de
Salubridad y cumplir en todas sus partes con lo dispuesto por la
Ley N.º 2364 y, de manera especial, con lo que se refiere a la asis-
tencia médica que deben prestar a sus peones y operarios. Los al-
cances de este decreto se ampliaron sucesivamente, primero, por
resolución suprema del 10 de marzo de 1923, que extendió la mis-
ma orden en los demás valles de la República; y, luego, por otra
del 16 de mayo de 1924 que establecieron mayores obligaciones:

Las empresas agrícolas o industriales, conforme a la Ley 2364 y


las resoluciones vigentes están obligadas a proporcionar la asis-
tencia médica gratuita a sus empleados y operarios; y aquellas
en las que la población de éstos y sus familias asciende a mil o
más personas deberán mantener un servicio médico permanen-
te, que puede atender en cualquier momento, a los casos de en-
fermedades o accidentes que ocurran en la negociación [61].

Estas normas complementarias tampoco obtuvieron los resul-


tados deseados; las autoridades locales, representadas por los Mé-
dicos Sanitarios, no tenían los recursos requeridos para exigir su
cumplimiento. Tratando de superar una situación de impunidad
al incumplimiento de la Ley N.º 2364 se dictó la resolución supre-
ma del 28 de mayo de 1926 que asignó a la misma Dirección Ge-
neral de Salubridad tomar directamente

a su cargo el control de la asistencia médica de las negociaciones


agrícolas de la República, obligando a los representantes de esas
negociaciones al cumplimiento estricto de las leyes y resolucio-
nes vigentes y dictará las disposiciones necesarias... [61].

Pero la Dirección General, de manera similar a lo que sucedía


con las autoridades locales, no tenía los recursos para cumplir con
la misión asignada y la situación de impunidad persistió. Expre-
sión de ese desequilibrio de poder entre los empresarios y las au-
toridades sanitarias es el hecho de que sólo 11 años después de
promulgada la Ley N.º 2364 se aprobó su reglamento, por decreto

528
supremo del 5 de agosto de 1927. Este reglamento precisaba que
en las regiones declaradas maláricas eran obligatorios: la declara-
ción de los casos de paludismo, los dispensarios fijos y los dis-
pensarios ambulantes, así como el establecimiento de un servicio
sanitario encargado de dirigir la campaña contra la malaria y de
vigilar el cumplimiento de las disposiciones de la mencionada ley
y su reglamento [61]. Pero estas disposiciones también fueron in-
cumplidas en la mayoría de los casos.
Entre las resoluciones supremas compiladas por Lavorería y
Estrella [61, 101], vinculadas con la lucha antimalárica y aproba-
das entre 1923 y 1932, se encuentran:

• La del 7 de abril de 1923, sobre el cobro de las estancias de los


obreros palúdicos en los hospitales de beneficencia.
• La de 3 de junio de 1925, sobre el saneamiento de un terreno
en La Merced. La del 9 de octubre de 1925, sobre el estudio de
la desecación de las lagunas del valle de Tambo. La del 8 de
enero de 1926, sobre el estudio de desecación de terrenos
pantanosos por las comisiones técnicas de aguas.
• La del 14 de agosto de 1925, para un dispensario antipalúdico
en Nazca.
• Las que crean comisiones para: el estudio de los anofeles del
departamento de Lima y la epidemiología de la malaria (05/
02/26); el estudio de la profilaxis de la malaria (03/12/26) y
(05/12/27); un nuevo Plan de Lucha en las zonas rurales
(23/05/32).
• La del 10 de agosto de 1932, sobre el inicio de la campaña
antipalúdica en los valles de Lima. La del 11 de agosto de
1932, sobre la aprobación del memorándum para la Demos-
tración de Asistencia y Saneamiento Rurales. La del 3 de ene-
ro de 1933, que autoriza la prosecución de la campaña
antipalúdica en el valle de Carabayllo.
• La de 15 de septiembre de 1932, sobre la liberación de dere-
chos a la atebrina.
• Las que declaran zonas palúdicas a: los valles de los distritos
de Paita, Piura y Sullana (29/05/25); el departamento

529
Ayacucho (08/04/32); las provincias Piura, Sullana y Tum-
bes (21/04/32); la provincia del Santa(23/05/32); el distrito
Pariacoto (10/08/32); el valle de Chancay de la provincia de
Chancay y los distritos Cochabamba y Tacabamba de la pro-
vincia de Chota (28/12/32); la provincia de La Convención y
valle de Lares de la provincia Calca (28/12/32); los valles de
Huayabamba y Utcubamba del departamento de Amazo-
nas(28/12/32).

Con relación al incumplimiento de lo dispuesto para el con-


trol de la malaria, Paz Soldán escribía:

... no obstante imponer el Código de Aguas vigente y la ley 2364


de profilaxis del paludismo, la desecación de los terrenos
pantanosos, las necesidades superiores de la agricultura han re-
sistido semejante medida, que traería la ruina total de la produc-
ción agraria. La ley tampoco ha estado acertada al exigir a los
propietarios y empresarios de la tierra que hagan por su cuenta,
y bajo su responsabilidad, la asistencia de los enfermos, la
profilaxia y las labores de saneamiento [144].

Debilidad extrema de las autoridades sanitarias: 1930-1933

Las autoridades sanitarias locales, con escasas competencias y casi


nulo poder político, nunca estuvieron en condiciones de exigir a
los poderosos hacendados el cumplimiento de normas que podrían
afectar sus intereses económicos. Además, la Dirección General de
Salubridad y todas sus dependencias desconcentradas se debili-
taron, aún más, durante la crisis de 1930-1933 por la falta de con-
tinuidad de su personal en la función pública y el deterioro de
sus siempre escasos recursos materiales. Esta debilidad extrema
de las autoridades sanitarias nacionales y locales se haría noto-
ria, en forma dramática, cuando se trató de enfrentar en esos años
la epidemia de paludismo en La Convención.
En el año 1932 se informó sobre el inicio, en el mes de agosto,
de la más severa epidemia de paludismo sucedida en el país, que

530
afectó a los valles selváticos de la Convención, Occobamba y Lares
y que duraría hasta el año 1934. Manifestación del deterioro ex-
tremo de las condiciones sanitarias y de vida de la población in-
dígena fue la alta letalidad de esta epidemia.
En 1933 el paludismo seguía siendo uno de los principales pro-
blemas en la Costa y en la Selva del país. Los pobres resultados
de la Ley N.º 2364 y de los numerosos dispositivos complementa-
rios serían comentados, años después, en un documento oficial:

No obstante que en su articulado (de la Ley 2364), así como en


su Reglamento, comprendía la mayor parte de postulados que
deben cumplirse en la lucha contra la malaria pocos fueron los
resultados obtenidos en esporádicas labores sanitarias empren-
didas con tal objeto. Aparte de la asistencia ocasional prestada
en algunos brotes epidémicos... y que se redujeron al empleo,
casi exclusivo, de la quinina en los enfermos; aparte de la inter-
vención limitada de Comisiones especiales y de uno que otro es-
tudio sobre el malarigenismo en nuestro medio, sin realización
posterior porque sus conclusiones no fueron debidamente apro-
vechadas, no se encaró hasta 1933, una verdadera acción técnica
en materia de lucha antimalárica [145].

Entre todas las epidemias de paludismo reportadas en el país,


la iniciada en los valles de La Convención, Occobamba y Lares,
en agosto de 1932, fue, por su especial severidad, la mejor estu-
diada. La Dirección General de Salubridad informaba, al respec-
to, que en 1933 una comisión científica (G. Almenara, P. Weiss, L.
A. Ugarte, C. Ugarte y J. Wille) estudió la epidemia y encontró que
la población de la parte baja de los referidos valles era afectada en
casi un 100% por la malaria y la anquilostomiasis; asimismo in-
formó que fueron encontrados los tres tipos de plasmodiums, con
ligero predominio del falciparum. La epidemia se mantuvo hasta
1934 cuando se apagó, después de eliminar o infectar a toda la
población susceptible. Según las autoridades, en una población
inicial de 25 000 habitantes, seis mil personas murieron y quince
mil enfermaron durante la epidemia [146].

531
Inicios de acciones contra la tuberculosis

Estudios nacionales sobre el problema de la TBC: 1855 -1895

En el volumen III del tomo v de la Historia de la Medicina Humana,


de Juan B. Lastres, se presenta un listado de tesis existentes en la
Biblioteca Central de la Facultad y presentadas a partir de 1854.
En este listado las primeras tesis que tenían como tema la TBC son
las siguientes: “La escrófula y la tuberculosis no pueden en el es-
tado actual de las ciencias médicas considerarse de idéntica natu-
raleza” (1859), de Federico Dodero; y “La tuberculosis pulmonar
se desarrolla con más frecuencia y es más favorecido, en su evolu-
ción, en los climas en que hay exceso en el oxígeno inspirado, re-
lativamente a la cantidad consumida en el organismo” (1884), de
Melchor Chávez V. También se informa que desde el año 1860,
Manuel Pardo escribe sobre los efectos beneficiosos del clima de
Jauja y son muchos los artículos de las revistas médicas que seña-
lan igual efecto climático para los casos de tuberculosis pulmonar.
Por su parte el profesor José Neyra Ramírez nos informa que
Manuel Rosas Fernández había presentado, en 1863, su tesis a la
Facultad de Medicina de París, tesis que llevó por título “Profilaxis
de la Tisis”; en ella se afirma, de acuerdo con Tschudi y Smit, que

los indios no mueren tísicos pues la tisis es frecuente en el litoral


y rara en las alturas de 1,650 a 3,300 m., y cuando los indios aban-
donan la altura contraen la enfermedad. Consideraba que los paí-
ses más aceptados desde el punto de vista profiláctico son aque-
llos donde el aire es frío, despojado de humedad y rico en ozono
y es de opinión de enviar a los enfermos a alturas superiores a
1,000 m [147].

También nos comenta que don José María Zapater presenta a


la Facultad de Medicina de Lima, en el año 1866, su tesis titulada
“Influencia perniciosa del clima de Lima en la tisis pulmonar
tuberculosa” y que desde esa fecha se convierte en el más empeci-
nado defensor del clima de la ciudad de Jauja como “panacea para
la tuberculosis”.

532
Si bien las tesis, los artículos y los trabajos citados sobre la TBC
—todos publicados antes de 1867— muestran la importancia asig-
nada por los médicos peruanos al clima y a la climoterapia, en
Europa se estaban produciendo avances importantes para el con-
trol de esta enfermedad. Entre los principales avances podemos
destacar: (I) la demostración, hecha en 1869 por Jean A. Villemin,
de que la TBC es una enfermedad contagiosa y transmisible; (II) la
creación de los primeros sanatorios para tuberculosos en Alema-
nia, realizada, unos pocos años antes, por Boehmer y Dettweiller;
y, (III) el descubrimiento del agente etiológico de la enfermedad, que
Robert Koch hace en 1882.

Acciones de la Beneficencia de Lima contra la TBC: 1896-1919

Esos avances mostraron a los médicos peruanos que no sólo la


climoterapia podía ser la respuesta médica social a la TBC, sino
que se hacía necesario asegurar el aislamiento del enfermo. Al res-
pecto en 1897, Rómulo Eyzaguirre reclama contra la indiferencia
de las autoridades hospitalarias que no toman medidas para ais-
lar a los tuberculosos en salas especiales, a pesar de que la marca-
da promiscuidad existente en las salas generales permitía que con-
tagiaran su enfermedad a los demás enfermos y al personal
asistencial. Eyzaguirre era por esos años el pionero de la asisten-
cia especializada de los tuberculosos y opinaba que no había cli-
ma específico para la TBC. Asimismo, se generaliza la idea, en la
comunidad médica limeña, de la necesidad de los sanatorios para
el tratamiento de los tuberculosos; a partir de esos años, sólo se
discute la mejor ubicación de los mismos: ¿en la llanura o en la
altitud?, ¿en Tamboraque o en Jauja? [147].
Los avances en el tratamiento y la prevención de la TBC con-
tinuaban en Europa. En 1892 Carlos Forlanini introduce el neu-
motórax artificial en el tratamiento de la enfermedad, primer mé-
todo activo de terapia de esta dolencia. En 1895 Karl Roentgen des-
cubre los Rayos X como un medio para el diagnóstico y el trata-
miento de la enfermedad. En 1889 Sir Robert Phillip crea, en
Edimburgo, el primer dispensario antituberculoso, seguido por

533
Calmette quien inauguró el primer dispensario francés en Lille.
Deberían pasar, como después comentaremos, cerca de 30 años
para que se creara el primer dispensario antituberculoso en el Perú.
En enero de 1900 el gobierno nombró una comisión para que
elaborara una propuesta de lucha contra la tuberculosis. La comi-
sión, presidida por el Dr. Belisario Sosa, presentó un informe que
orientaría, posteriormente, tanto las medidas específicas de pro-
filaxia de la TBC en el niño y la colectividad, así como las de tra-
tamiento en los sanatorios y las inmunizaciones (“seroterapia”)
[148]. El citado Eyzaguirre seguía denunciando en sus estudios e
informes, publicados en 1906, el gran problema de la TBC en la
ciudad de Lima:

La terrible tuberculosis, la enfermedad más curable entre todas


las crónicas, la que aventaja a todas las causas de la muerte, in-
clusive el cólera... es la que señala en Lima el mayor coeficiente
letal comparado con cualquier ciudad del mundo... se encuentra
en la relación del 24% sobre el total de muertes evitables. Ningu-
na ciudad iguala su coeficiente letal... [151].

De acuerdo al Dr. Estrella R. los cálculos hechos por Eyzaguirre


indicaban una tasa de 62,0 defunciones por 10 000 habitantes.
Tasa que se elevaba a 70,44 cuando se consideraban todas las for-
mas de tuberculosis [101]. En el Perú a partir de 1907 la idea de
construir un sanatorio comenzó a devaluarse. El 2 de diciembre
de ese año, en una sesión de la Beneficencia de Lima, el Dr. Abel
Olaechea, en su condición de médico adscrito a la Dirección de
Salubridad, opinó: “... los sanatorios han pasado de moda, ahora
es la época de los dispensarios, y si se quería construir un dispen-
sario se lo hiciese en Tamboraque”.
En 1908 Olaechea presenta su tesis doctoral en la cual expone
los argumentos que sustentan dicha opinión. Insiste en la nula in-
fluencia del clima en la evolución de la tisis y en la importancia
de construir dispensarios para su prevención [147]. Mientras tan-
to seguían produciéndose en Europa avances en el saber médico
sobre la prevención de la TBC; en 1908, von Pirquet emplea la
tuberculina con fines diagnósticos e introduce el término “alergia”.

534
En 1916 la Beneficencia de Lima inauguró el primer dispen-
sario antituberculoso construido en la capital del país. Hecho
significativo porque se construyó utilizando fondos que la Be-
neficencia tenía depositados para erigir un sanatorio, dando
prioridad a los aspectos preventivos antes que a los asistenciales
en la lucha contra la TBC. La construcción del Dispensario “Juan
M. Byron” había sido ordenada por una resolución suprema que
respondía a una iniciativa de Abel Olaechea, en ese entonces Di-
rector de Salubridad. El jefe fundador de este primer dispensa-
rio fue el Dr. Aníbal Corvetto quien permaneció en el cargo has-
ta el año 1922, cuando fue promovido a la Dirección de Dispen-
sarios y Gotas de Leche de la Junta de Hospitales de la Benefi-
cencia de Lima. Corvetto insistía en que el establecimiento debía
convertirse

en un preventorium tipo Calmette, perfecto; y como él hay que


inaugurar muchos otros [114, 150, 151].

Aníbal Corvetto (1875-1935), tisiólogo, considerado el creador


de la Escuela Tisiológica Peruana, se había graduado como Doc-
tor en Medicina con la tesis “Formas Clínicas de la Tuberculosis”
(1915); estaba encargado, desde 1910, del Servicio de Tuberculosos
del Hospital “Dos de Mayo”. Fue profesor universitario y autor
de numerosas campañas y trabajos científicos sobre su especiali-
dad. Introdujo en el país el neumotórax artificial en el tratamiento
de la TBC [97, 114].
También en 1916 la Beneficencia Pública de Lima recibió del
filántropo Domingo Olavegoya una donación de Lp. 10 000 (S/.
100 000) destinada específicamente a la construcción de un sana-
torio para tuberculosos en Jauja; años antes el mismo Olavegoya
había comprado y donado un terreno para dicho sanatorio. En
1917, don Augusto Pérez Araníbar anuncia, en la memoria de la
Beneficencia de Lima de ese año, que el costo de la obra sería de
S/. 250 000. La obra se inició en 1918 en el terreno que ya ocupa-
ban en parte las Hermanas de Caridad [152].

535
Acciones del Estado contra la TBC: 1919-1933

En 1921, Calmette anunció el descubrimiento de la vacuna


antituberculosa BCG, que se venía estudiando desde 1908, y la in-
trodujo, en 1922, como un medio de protección de los niños naci-
dos en familias de tuberculosos. Los resultados positivos de los
estudios realizados en Francia entre 1922-1936 no fueron corro-
borados, inicialmente, en otros países; esto retrasó el uso de la va-
cuna en el resto del mundo. Sin embargo, la resolución suprema
del 26 de abril de 1929 resuelve que la Dirección de Salubridad
proceda a establecer en el Instituto Nacional de Vacuna y
Seroterapia, una Sección encargada de la preparación y propaga-
ción de la vacuna antituberculosa del Dr. Calmette, “método que
ha dado eficaces resultados en otros países”. La Sección debería
suministrar la vacuna necesaria para el uso de la Junta de Defen-
sa de la Infancia y de las maternidades de la República, así como
para el público en general [111].
Desde 1922 el “Dispensario Antituberculoso Juan M. Byron”
estaba bajo la dirección del Dr. Max Arias Shereiber (1892-1951).
El nuevo director, a su retorno de un viaje de especialización en
Europa, donde trabajó en París con el profesor León Bernard y en
Barcelona con el sabio Jaime Ferrán, había asumido la dirección
del Dispensario Byron y del Servicio de Tisiología del Hospital
“San Bartolomé”; asimismo este doctor inició sus estudios e in-
vestigaciones de vacunación antituberculosa con la vacuna Ferrán.
A partir del año 1923 realizó jornadas para lograr introducir en el
país la vacuna BCC recién descubierta en Francia. Al crearse, en
1936, el “Servicio Nacional de Vacunación Antituberculosa”, Max
Arias fue su primer director [97, 153].
El Dr. Raúl Rebagliati fue el primero en proponer la creación
de una Liga Antituberculosa para enfrentar al creciente problema
de la TBC en el país. Por decreto supremo del 30 de mayo de 1922
se creó la “Liga Antituberculosa de Damas”; luego, se aprobó sus
estatutos, por resolución suprema del 11 de agosto de 1922. En
ellos se la define como una entidad de sanidad y beneficencia que

536
tiene como objeto combatir la difusión de la TBC poniendo en prác-
tica los medios de profilaxia más eficaces y auxiliando a los
tuberculosos que lo necesiten, con los elementos de asistencia o
de subsistencia que le sean indispensables y que los recursos de
la liga permitan suministrarles.
Los medios de acción previstos eran, además del concurso per-
sonal de las señoras, la cooperación que, para todos los asuntos
técnicos, le prestaría la Dirección de Salubridad Pública; los dis-
pensarios, sanatorios, hospitales o locales de aislamiento, escue-
las al aire libre, colonias escolares, desinfectorios y demás estable-
cimientos análogos que la Liga establezca; así como por los servi-
cios que organice de visitadoras honorarias a domicilio y de
pesquizadoras a sueldo para la asistencia y vigilancia de los en-
fermos no hospitalizados. Tendría como fondos propios las sub-
venciones públicas, los donativos y el producto de sus activida-
des sociales. Para mejorar la operatividad de la junta, los estatu-
tos fueron modificados por R. S. de 17 de abril de 1925. Asimismo,
por R. S. del 2 de marzo de 1926, el Ministerio de Fomento finan-
ció, a solicitud de la Liga Antituberculosa de Damas, la adquisi-
ción y ampliación de un local que dicha liga utilizaba para el fun-
cionamiento de un sanatorio de altura en Chosica para niños
pretuberculosos. Ampliación que permitiría albergar una pobla-
ción de 250 niños [61].
En el año 1922, el Sanatorio Olavegoya inició sus operaciones
con dos pabellones para pacientes gratuitos; su primer director fue
el Dr. Alfonso de las Casas y su asistente, el interno don Augusto
Gamarra. En 1923 se inauguraron otros dos pabellones y en 1926
el pabellón de pagantes. En atención a un pedido de un miembro
de la Cámara de Senadores para que se ponga término a la situa-
ción de desorganización que, según su opinión, atravesaba el sa-
natorio, el Ejecutivo dicta la resolución suprema del 4 de septiem-
bre de 1925 en la cual se ordena a la Dirección de Salubridad el
estudio y la formulación de un plan de organización y asistencia
de los tuberculosos en dicho establecimiento. En 1929 se inaugu-
raron, además, los pabellones de oficiales y tropa [147].

537
En enero de 1925 la Comisión de Higiene de la Cámara de Di-
putados denuncia nuevamente a la tuberculosis como una de las
principales causas de muerte en el país, especialmente en Lima a
la que califican como la “ciudad más tuberculizada del mundo”.
Al respecto se señaló como causas de esta situación: las condicio-
nes antihigiénicas de la ciudad, las enfermedades debilitantes, la
falta de asistencia y aislamiento de los atacados, la insuficiencia
de los medios de previsión, así como los factores sociales
predisponentes (miseria, analfabetismo y alcoholismo). Para en-
frentar este problema sugiere: construir un hospital de aislamien-
to, escuelas al aire libre, sanatorios marítimos y de altura, multi-
plicar los dispensarios, fomentar la enseñanza de la higiene, aba-
ratar la alimentación, mejorar la higiene urbana, reglamentar la
construcción de viviendas, a fin de que las casas tengan aire y luz
suficientes y, por último, establecer la higiene escolar [73].
Luego por Ley N.º 5816, promulgada el 6 de mayo de 1927, se
ordena al Ministerio de Fomento crear una junta, presidida por el
Director de Salubridad, encargada de la “exclusiva dirección cien-
tífica de la lucha antituberculosa en la República”. Los otros miem-
bros eran dos delegados por la Facultad de Medicina, un delega-
do por la Academia Nacional de Medicina, un delegado por el Cír-
culo Médico Peruano y un personero de la Sanidad Militar. Lue-
go, por R.S. de 20 de mayo de 1927, se integró a la Junta el Jefe de
Servicio Hospitalario de la Sanidad Naval [61].
El 5 de julio de 1929 se dicta una resolución suprema debido
a las alarmantes cifras de mortalidad por TBC en las poblaciones
de Arequipa y Mollendo y porque “una de las causas de propaga-
ción de esa enfermedad consiste en la contaminación de artículos
alimenticios elaborados o manipulados por personas atacadas de
tuberculosis”. Esta resolución ordena a la Oficina Sanitaria De-
partamental de Arequipa que proceda a establecer el servicio de
reconocimiento médico gratuito de todas las personas que se de-
diquen a la elaboración, manipulación o expendio de sustancias
alimenticias, realizando, siempre que sea necesario, el examen bac-
teriológico correspondiente y otorgando a las personas reconoci-
das una libreta sanitaria. Dicha oficina, de acuerdo con la prefec-

538
tura del departamento, organizaría el servicio de inspección co-
rrespondiente [111].
Por Ley N.º 7699, promulgada el 8 de febrero de 1933, se crea
el “Timbre Antituberculoso”. La ley estaba rubricada por Clemen-
te J. Revilla, Presidente del Congreso; L. A. Brandariz, Ministro de
Fomento, y por Luis M. Sánchez Cerro, Presidente de la Repúbli-
ca. El monto de lo recaudado, “Fondos pro campaña antitu-
berculosa” era entregado a una comisión ejecutiva formada por
delegados de las Beneficencias de la República, que se encargaba
de su distribución. Luego, por resolución suprema del 2 de junio
de 1933 se aprobó su reglamento. La Dirección de Salubridad, de
acuerdo con lo dispuesto en la ley N.º 5816, estaba encargada de
dirigir la campaña antituberculosa con el asesoramiento de la men-
cionada comisión ejecutiva [111, 154].
De acuerdo con la información disponible en la ciudad de
Lima, entre los años 1919 y 1930, la mortalidad por tuberculosis
del aparato respiratorio continuaba siendo alta. Fluctuó entre un
mínimo de 39,4 por diez mil (1926) y un máximo de 53,0 (1919),
con una mediana de 43,4 defunciones por diez mil habitantes. En
el período 1923-1930, el 11,6% de los egresos totales del hospital
Dos de Mayo fue de pacientes tuberculosos, con una gran letalidad
intrahospitalaria: 39,3%. Además, la tasa de mortalidad anual por
tuberculosis a nivel nacional era estimada, para el período, en diez
defunciones por cada mil habitantes [19, 148].

Profilaxia de las enfermedades venéreas

El problema de las enfermedades venéreas en el Perú al inicio


del siglo XX

Uno de los escasos documentos sobre la prostitución en Lima lo


escribió Pedro Dávalos y Lisson en 1908, cuando le fue encargada
la preparación de un reglamento sobre este problema, por parte del
gobierno de José Pardo. En el documento se informa que los burde-
les o sitios de prostitución acompañada de baile y bebida eran ob-
jeto especial de vigilancia policial. Los prostíbulos habían sido di-

539
vididos por la policía en tres categorías según el nivel económico
de los usuarios. Sólo las meretrices de la más alta categoría cono-
cían y observaban el lavado y las irrigaciones como medidas de
prevención; las condiciones del comercio sexual con las de más baja
categoría no podían ser peores. Pero más preocupante era la pros-
titución oculta a la policía, efectuada en con la mayor reserva y que
constituía el foco de mayor peligro para la difusión de enfermeda-
des venéreas por la carencia de precauciones higiénicas. El núme-
ro de meretrices inscritas en la policía de Lima no llegaba a 120,
cifra muy baja comparada con las de otras ciudades. En Lima no
había entonces reglamentos para la prostitución y las enfermeda-
des venéreas hacían estragos en todos los estratos sociales.

El muy generalizado peligro sifilítico acechaba a la juventud mas-


culina, incluyendo la de los círculos más aristocráticos [155].

En el estudio de las diferenciales de la morbimortalidad por


sífilis se utilizaban criterios racistas que eran aceptados por las
autoridades de la Facultad de Medicina y de la revista La Crónica
Médica. En su número 557 se publica, en 1912, un resumen de la
tesis de bachiller de C. Alfonso Pasquel, denominada “Frecuencia
de la Sífilis en Lima” del cual transcribimos lo siguiente:

La raza blanca, la mejor dotada, tiene y tendrá siempre la supre-


macía y el primer rango en la familia humana. Por eso, en nues-
tra nación, son los blancos los directores de la cosa pública, los
dueños de la riqueza... Los blancos, poseedores del predominio
social en todo orden de manifestaciones elevadas y cultas, los de
más amplio desarrollo intelectual..., no dejan por eso de pagar
grueso tributo a la enfermedad y la sífilis, que parece acomodar-
se bien donde existe ambiente de bienestar, los cuenta entre sus
clientes más asiduos y preferidos... Los mestizos ocupan el se-
gundo plano en la disposición estratiforme de los pobladores de
esta ciudad, lugar que les corresponde por su número y el valor
propio de su grupo étnico... La sífilis infecta poco al elemento
indígena... Los negros, que ocupan las más bajas esferas sociales,
se distinguen por su desarrollado sensualismo, y los hábitos de
ociosidad que les son innatos, dándoles ocasión al vicio... (es) la
clase más azotada por las infecciones venéreas... En el balance...

540
los indios alguna vez pagan menos y salen con ventaja del mun-
do de las miserias; siguen los amarillos, en los que los chinos vi-
ciosos y corrompidos, quizá no figuran con la morbosidad que
debieran, intoxicados por el opio y diezmados por la tuberculo-
sis; vienen después los mestizos y los blancos; y en último térmi-
no los negros que, a pesar de su escaso número, repartidos en la
población, es á quienes la sífilis ataca con mayor intensidad
morbífica [156].

Avances en el control y tratamiento de la sífilis en el mundo

Hasta el inicio del siglo XX se había acumulado un amplio conoci-


miento sobre los aspectos patológicos y clínicos de la sífilis, pero
recién en 1905 el agente etiológico de la enfermedad, el Treponema
pallidum, fue descubierto por Schaudinn y Hoffmann. Poco des-
pués Wassermann y asociados introdujeron métodos serológicos
para su diagnóstico. Además, antes del descubrimiento de la pe-
nicilina se identifican dos épocas en el tratamiento de la sífilis. La
primera (1493-1909) con el uso del mercurio, que tiene una efica-
cia muy baja y una dosis “curativa” muy cercana a la dosis mor-
tal. La segunda (1910-1943), con los arsenicales y el bismuto anti-
sifilítico, se inició cuando Ehrlich anunció, en 1910, el descubri-
miento de la arsfenamina o salvarsán; siguió con el uso de la
neoarsfenamina o neosalvarsán y terminó rápidamente con el des-
cubrimiento de la acción trepanomicida de la penicilina. Las des-
ventajas de la arsenoterapia eran dos: en primer lugar, sus efectos
tóxicos y su corto margen de seguridad; y, en segundo lugar, se
necesitaba un largo período de terapia continua para curar o do-
minar la enfermedad. En los primeros años de la década de los 30
se verificó que el bismuto tenía valor en el tratamiento de la sífilis,
por eso desplazó al arsénico como auxiliar en la sifiloterapia.

Orientación inicial del control de las venéreas: 1910-1923

El control de las enfermedades venéreas, según los testimonios de


principios del siglo XX, se limitaba al control policial del ejercicio

541
de la prostitución. Se continuaba con el patrón iniciado en Euro-
pa el siglo pasado, bajo el supuesto de que con el control policia-
co de la prostitución se eliminaba la fuente más importante de con-
tagio. Así, por decreto prefectural del 7 de febrero de 1910 se seña-
ló en Lima un barrio para “casas de tolerancia” y se expidió el
“carné” para las prostitutas.
Recién en el último año de la gestión del Dr. Julián Arce se
reorienta la profilaxia y el control de las enfermedades venéreas
cuando el gobierno encarga a la Dirección de Salubridad, por re-
solución suprema del 1 de julio de 1910, la organización y funcio-
namiento del “servicio sanitario de la prostitución”, la formula-
ción del reglamento sanitario correspondiente, así como la insta-
lación en Lima y el Callao de los dispensarios antivenéreos que
sean necesarios; además estos dispensarios debían instalarse en
otras ciudades del país. En los considerandos de la misma norma
se definen los principios que debían orientar la organización de
dicho servicio: “Que es deber del Estado atender a la profilaxia en
las enfermedades venéreas, que, además de los daños que ocasio-
nan a los individuos que las contraen, atacan también a los inte-
reses de la sociedad y de la raza; (...) Que la experiencia universal
ha probado la ineficacia de la reglamentación policial de la pros-
titución en la profilaxia de esas enfermedades; (...) Que la expe-
riencia ha probado también, que las medidas más eficaces en ese
sentido, son las que se refieren a la inspección y vigilancia sanita-
ria de las mujeres públicas y casas de tolerancia y al tratamiento
médico gratuito, en dispensarios adecuadas, de los enfermos de
afecciones venéreas...”.
En cumplimiento de lo dispuesto en esta última norma, la Di-
rección de Salubridad presentó al gobierno el proyecto de organi-
zación del dispensario de salubridad para la profilaxia de las en-
fermedades venéreas; este proyecto fue aprobado por resolución
suprema del 17 de marzo de 1911 [65]. Pero, no se había previsto
que en tres meses habría cambios en la conducción de la Direc-
ción de Salubridad y que no se disponía de los recursos financie-
ros que demandaría la instalación de dispensarios orientados ex-
clusivamente a la lucha contra las enfermedades venéreas.

542
Al iniciarse la gestión del nuevo director de salubridad, Dr.
Lauro Curletti, el gobierno desestimó el citado proyecto y optó por
otro tipo de organización que se orientara tanto a la “la profilaxia
de las enfermedades contagiosas que diezman a las poblaciones y
degeneran la raza”, como a los primeros auxilios de los acciden-
tes. Así se crea la “Asistencia Pública de Lima”, por decreto su-
premo de 5 de diciembre de 1911, y se encarga a la Dirección de
Salubridad organizarla con cinco secciones; una de ellas, el dis-
pensario para la profilaxia de las enfermedades venéreas. La ins-
pección de las meretrices continuó a cargo de los médicos de la
policía. El nuevo servicio fue inaugurado el 25 de febrero de 1912,
siendo su primer director el Dr. Enrique León García. Seis años y
medio después de creada, el 31 de julio de 1919, se dictó un decre-
to supremo reorganizando la Asistencia Pública, que se constitu-
yó en una Sección del Estado Mayor de Policía [65, 157].
Pero aquella medida aislada no era suficiente siquiera para co-
menzar a reducir el problema venéreo en la ciudad de Lima. La
falta de una ley que reglamentara la prostitución, las limitaciones
de la sección antivenérea de la Asistencia Pública y la ausencia
de un sifilicomio en Lima se hicieron patentes en el informe que el
26 de febrero de 1917 elevó a su Dirección la “Comisión de Hospi-
tales de la Sociedad de Beneficencia de Lima”, presidida por Ma-
nuel A. Olaechea [158]. El informe empieza recordando que tres
años atrás el intendente de policía había solicitado a la Beneficen-
cia el inmediato internamiento en el Hospital de Santa Ana de
aquellas prostitutas “cuyo estado de salud exige, su aislamiento y
curación”.
Que en esa oportunidad otra comisión había concluido que no
era posible a la Beneficencia, sin previa promulgación de leyes es-
pecíficas, coadyuvar en otra forma que no fuera el de asegurar fa-
cilidades dentro del orden vigente. Que posteriormente, el jefe de
la Asistencia Pública había dirigido una nota al prefecto del de-
partamento solicitando la hospitalización con “reclusión” de las
mujeres enfermas hasta que se haya demostrado su carácter in-
ofensivo desde el punto de vista venéreo; sugiriendo, además,

543
adaptar un local para tal fin o gestionar que dicha hospitaliza-
ción se realice por la Beneficencia asegurando en ambos casos que
las mujeres “estarían perfectamente recluidas”. Que el Ministro de
Justicia solicitaba un informe a la Beneficencia sobre dicha nota.
Teniendo como base estos antecedentes y tras ser detenida la deli-
beración, la comisión acordó reproducir en todos sus términos las
conclusiones del informe de la comisión de 1914, especialmente
en lo que se refería a la imposibilidad legal de “recluir a los enfer-
mos que el comercio genésico ocasione”. La comisión también
explicitaba en su propio informe las ideas centrales, además de
los prejuicios que sobre el problema venéreo y su control tenían
en esos años la comunidad médica:

• Magnitud y trascendencia del problema: “La generalización


de la sífilis y el mal venéreo no sólo en Lima y el Callao sino
en los otros departamentos de la República, amenaza al indi-
viduo, la familia y la raza; compromete nuestro crédito sani-
tario, señalándose a nuestro primer puerto como grave ame-
naza para el arribo de la marinería yanqui”.
• Necesidad de la reglamentación sanitaria de la prostitución:
“La prostitución... es un mal necesario e inevitable; la higiene
moderna dicta sus preceptos para su normal funcionamien-
to: la profilaxia antivenérea es uno de los principales capítu-
los de la salubridad pública y un deber nacional... debe
reglamentarse”.
• Responsabilidades que debe asumir el Estado: “La Dirección
de Salubridad... es la llamada a realizar la profilaxia antive-
nérea en la República; es ella quien debe organizar un cuerpo
de policía sanitario, que consciente de sus deberes, destierre
los procedimientos actuales de persecución y de vejamen para
las pobres mujeres...”.
• Prevención de las venéreas y el pueblo: la Dirección de salu-
bridad “debe organizar un Preventorium o Dispensario, don-
de se informe al pueblo ignorante, acerca de los estragos que
la sífilis y la blenorragia ocasionan y el medio de precaverse”.

544
• Asistencia a los enfermos: la Dirección de Salubridad “debe
tener a su cargo un Sifilicomio, que necesariamente se impo-
ne para la asistencia con reclusión de las contaminadas: asis-
tencia que debe ser humana y discreta...”.
• Ubicación administrativa de la Asistencia Pública: “La Asis-
tencia... que actualmente hace ensayos por limitar el mal, debe
ser dependencia de la Dirección de Salubridad, no solo porque
debe formar un cuerpo, sino por interés de orden científico”.
• Papel actual de la Sociedad de la Beneficencia: “ha organiza-
do en sus hospitales, salas destinadas únicamente a estas
enfermedades... cumple su misión y está dispuesta a secun-
dar la labor del Estado”.

En 1917 ya estaba en funcionamiento el Sifilicomio del Callao.


Asimismo, considerando que el neosalvarsán era el medicamento
de mayor eficacia en el tratamiento de la sífilis, el gobierno ordenó
al Ministerio de Fomento, por resolución suprema de 20 de abril
de 1917, que dispusiera lo conveniente para que el “Instituto de
Vacuna y Seroterapia” lo adquiriera en el extranjero en cantidad
suficiente para atender la demanda nacional y lo ponga a la ven-
ta a precio de costo. Siete años después, por resolución suprema
del 8 de agosto de 1924, se encargaría al mismo instituto el con-
trol y la vigilancia de la eficacia y pureza

de las preparaciones de arseno-benzol, denominadas “Salvarsan”


y “Neosalvarsan” y otras análogas [65].

Pasados tres años de las sugerencias de la Comisión de Hos-


pitales de la Sociedad de Beneficencia de Lima, el gobierno de
Leguía ordenó a la Dirección de Salubridad Pública, por resolu-
ción suprema del 4 de junio de 1920, organizar un Dispensario
Antivenéreo que funcionara bajo su dependencia y en el que se
debía realizar el servicio de profilaxia antivenéreo; este dispensa-
rio daría tratamiento gratuito a todas las personas de uno y otro
sexo que adolecían de este género de enfermedades.
En esos años la insuficiencia de recursos sanitarios en el país
era tan grande y las relaciones del régimen de Leguía con el de Es-

545
tados Unidos eran tan “amistosas” que la Dirección de Salubridad
dispuso, a fines del año 1920, que Hanson interrumpiera su traba-
jo contra la epidemia de fiebre amarilla en el norte para organizar
una breve campaña contra la prostitución en el Callao con el fin
de “impedir” el contagio venéreo de los miembros de una escua-
dra de la marina norteamericana que había llegado al país [139].

Ministerio de gobierno y el control de venéreas: 1923-1927

Once años después de la creación de la “Asistencia Pública de


Lima” se dictó el decreto supremo del 22 de febrero de 1923 que
estableció, ahora como dependencia del Ministerio de Gobierno,
el Departamento de Asistencia Pública, para ampliar “la defensa
social contra las enfermedades venéreas”. Este departamento se
constituyó sobre la base de la “Asistencia Pública de Lima” y los
Sifilicomios de Lima y el Callao “a cuyas secciones se agregarán
las de igual género que se organicen posteriormente en la Repú-
blica”. Un mes más tarde se aprueban otras dos normas, ambas
del 31 de marzo de 1923. La primera, un decreto supremo para
precisar que dicho departamento depende directamente del Minis-
terio de gobierno y Policía y que comprende, “por ahora”, sólo dos
servicios: el de Primeros Auxilios y el de Profilaxis de Enfermeda-
des Venéreas. La segunda, una resolución suprema que aprueba
el reglamento orgánico de la Asistencia Pública, constituida en ese
momento, por los servicios de Asistencia Pública de Lima y del
Callao [61, 157].
El reglamento interior para las Asistencias Públicas de Lima y
del Callao se aprobó por R. S. del 30 de junio de 1923. El regla-
mento tenía seis capítulos: (I) del Jefe y Subjefe de la Asistencia; (II)
Sección de Primeros Auxilios; (III) Sección de Odontología; (IV ) Sec-
ción de Profilaxia Antivenérea; (V ) Servicio de Laboratorio; (VI) De
la Administración. Las secciones antivenéreas continuaban con la
inspección (reconocimiento ginecológico) y expedición de los cer-
tificados correspondientes a las prostitutas, la propaganda de la
profilaxia antivenérea, así como el tratamiento de las meretrices
enfermas. Se suministraba gratuitamente a los enfermos de uno y

546
otro sexo que concurrían, los elementos necesarios para sus cura-
ciones, con excepción del arseno-benzol.
El 11 de abril de 1923 comenzó a operar en Lima el Sifilicomio
del Chirimoyo; su primer director fue el Dr. Julio Guillermo Arbulú
quien había regresado de Europa dos años antes. Arbulú organi-
zó técnica y administrativamente el servicio y permaneció en el
cargo por diez años [159]. Por resolución del 5 de septiembre de
1921 se había establecido una tarifa que deberían abonar las
meretrices que se hospitalizaban en el Sifilicomio de Lima; pero el
11 de abril de 1923 se reestableció la gratuidad de la hospitaliza-
ción En el Sifilicomio se hacía el examen semanal de las meretrices,
así como el internamiento obligatorio y gratuito de las que
resultaren enfermas del mal venéreo. El Reglamento del Sifilicomio
de Lima se aprobó por R. S. de 12 de diciembre de 1923; su objeto
era: “constituir un centro de aislamiento y curación de las muje-
res inscritas en el Registro de Prostitución de la Asistencia Públi-
ca de Lima y del Callao, que se hallen aquejadas de enfermedades
venéreas en los períodos en que estas enfermedades ofrecen peli-
gro de contagio”.
En el Sifilicomio, que dependía directamente del Departamen-
to de Asistencia Pública, funcionaban: una sección de hospitali-
zación para enfermas contagiosas y un consultorio externo para
el tratamiento de enfermas no contagiosas. En el reglamento se pre-
cisa que ninguna enferma podía salir del establecimiento sin ha-
llarse completamente curada y sin que su alta sea directamente
ordenada por el jefe [61]. Por iniciativa privada se organizó, en
1924, la “Liga Nacional de Higiene y Profilaxia Social” que tenía
como objeto:

difundir los conocimientos que permitan fomentar la eugenesia,


prevenir las dolencias en las que influyen factores sociales y com-
batir las plagas colectiva [61].

Su existencia fue reconocida oficialmente por R. S. de 16 de


septiembre de 1925. Estaba presidida por el Dr. Leonidas Aven-
daño, entonces catedrático de Medicina Legal y Toxicología, así
como director de la morgue judicial de Lima.

547
Entre el año 1925 y el de 1926 se crearon las Asistencias Pú-
blicas de las ciudades de Arequipa, de Cusco, de Iquitos, de
Trujillo, de Cerro de Pasco y de Chiclayo. La organización de es-
tas dependencias del “Departamento de Asistencia Pública” era
similar a la de Lima. Así por ejemplo, en el reglamento interior de
la Asistencia de Arequipa (R. S. de 28 de octubre de 1928) se con-
sideraba como unidades estructurales a: la Jefatura, la Sección de
Primeros Auxilios, la Sección de Profilaxia Venérea y la Sección
Tratamiento de Enfermedades Venéreas [61, 157].
La Primera Conferencia Nacional Antivenérea se celebró en
Lima el año 1926; en dicho evento se recomendó la creación del
Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, así como la creación de
una “Liga Nacional Antivenérea”. Cinco días después de conclui-
da la mencionada conferencia, por decreto supremo del 10 de
septiembre de 1926, se creó la “Liga Nacional Antivenérea” como
una institución de sanidad y beneficencia dedicada a la acción y
la propaganda antivenérea. Sería dirigida por un comité central y
recibiría el apoyo y auxilios oficiales para lograr sus fines.
Propendería a contrarrestar las causas sociales que favorecen la
prostitución.

Ministerio de Fomento y centralización de la campaña


antivenérea: 1927-1933

Por decreto supremo del 3 de enero de 1927, el Departamento de


Asistencia Pública, hasta ese día dependencia del Ministerio de
gobierno, pasó a ser dependencia del Ministerio de Fomento. El
decreto correspondiente fue firmado por Leguía y su Ministro de
Gobierno, Celestino Manchego Muñoz. El Director de Salubridad
era el Dr. Sebastián Lorente. Luego se aprobaron, por R. S. del 6 de
mayo de 1927, los estatutos de la Liga Nacional Antivenérea for-
mulados por su Comité central. En ellos se precisa el objeto de la
Liga: “el estudio del problema venéreo en el país y de todo aque-
llo que con él se relacione y colaborar con la autoridad sanitaria a
la campaña contra las enfermedades venéreas, de acuerdo con las
orientaciones trazadas por la primera Conferencia Nacional

548
Antivenérea”. En su organización se distinguen: el Comité de Ho-
nor, la Junta Consultiva, el Comité Ejecutivo Central y los Comités
departamentales y provinciales [61].
Por R. S. de 8 de marzo de 1929 se resuelve que en los lugares
de la República donde no estén organizadas las oficinas de Asis-
tencia Pública los médicos titulares tendrán a su cargo los servi-
cios de primeros auxilios y de profilaxia venérea; dichos profesio-
nales estarán sujetos a todo lo dispuesto en el Reglamento de la
Asistencia Pública de Lima y que actuarán bajo el control de la
Dirección General de Salubridad. Ese mismo año, atendiendo par-
cialmente a la principal recomendación de la Primera Conferen-
cia Nacional Antivenérea, se dictó el decreto supremo de 16 de
agosto de 1929 en el cual se ordena centralizar la campaña
antivenérea nacional en la Sección de Higiene y Profilaxia Social
de la Dirección General de Salubridad; así como se encarga a esta
Dirección la presentación al gobierno, para su aprobación, de un
plan de extensión de dicha campaña en todo el país.
Al final del “Oncenio” de Leguía, por decreto prefectural de 2
de enero de 1930 se había establecido en el Callao el “certificado
sanitario” como una condición necesaria de trabajo nocturno para
todas las camareras que prestaban servicios en cabarés y centros
de diversión en esa provincia. El certificado implicaba un “exa-
men completo de salud” mensual obligatorio de las camareras,
practicado por el médico de la Asistencia Pública; además, visitas
semanales de la autoridad a dichos locales para el control del cum-
plimiento de la norma sanitaria. Las mujeres que fueran sorpren-
didas en dichos locales sin tener el certificado correspondiente
eran consideradas como “meretrices clandestinas” y remitidas a
la comisaría a disposición de la Asistencia Pública. Según críticos
de la época la norma autorizó por vez primera el ejercicio del
meretricio ambulante [111].
Durante la coyuntura 1930-1933 no hubo progresos en el con-
trol de las enfermedades venéreas. El nuevo gobierno de la junta
de Samanez Ocampo, por decreto supremo del 9 de diciembre de
1930, flexibilizó la norma prefectural de enero del mismo año. Con-
siderando que era necesario garantizar el trabajo nocturno y vis-

549
tos los reclamos formulados por las camareras y propietarios de
esos locales se ordenó que sólo “las llamadas ‘damas de anima-
ción o bailarinas profesionales’ que desean trabajar en hoteles, ba-
res, cantinas y cabarés, se someterán a las prescripciones anterio-
res”. Además, el 7 de diciembre de 1932 se crearon dispensarios
antivenéreos en el barrio de La Victoria y en el distrito del Rímac,
dependientes de la Asistencia Pública, que aún tenía entre sus fun-
ciones el control sanitario de las meretrices [111].
En el año 1935, Luis A. Ugarte criticaba estos servicios y co-
mentaba al respecto:

Las campañas profilácticas contra las enfermedades venéreas si-


guieron y siguen encomendadas a los anacrónicos organismos
titulados Asistencias Públicas rara fusión de dos servicios
heterogéneos (de primeros auxilios y de profilaxia venérea, re-
ducida ésta casi únicamente al burocrático examen de las prosti-
tutas y sellado de sus libretas) [112].

Por su lado, en el mismo año, Ernesto Egoaguirre criticaba en


forma más dura esos servicios:

Nada hay tan desarticulado que la asistencia de los males llama-


dos secretos... Unos pocos consultorios hacen la obra curativa de
los que quieren sanar. El Sifilicomio, casa de tipo congregado y
de alma policial, es para las meretrices empadronadas... El hu-
milde museo de educación sexual todos los ignoran. Y la Liga
Antivenérea... jamás se ocupo del menester. La Sanidad Militar,
con su resorte disciplinario, es la que más hace en la materia [160].

Algunas acciones contra otras endemias

El problema de la lepra y otros en la Selva

El Mycobacterium leprae fue descrito como agente etiológico de la


lepra en 1874 por Hansen. La historia de la quimioterapia efecti-
va comenzó en 1908 con el descubrimiento de las sulfonas, pero
el valor de esta droga en el tratamiento de infecciones bacterianas

550
sólo sería demostrado a partir de 1937 y la eficacia del derivado
de la sulfona, promin, recién sería verificada en 1943. En 1915 los
Drs. Matías Ferradas y Lino Gónzales Zúñiga informaron sobre
la existencia de casos de lepra en la Selva peruana, enfermedad
que había sido traída por los caucheros desde el Brasil y que ame-
nazaba convertirse en un grave problema médico-social. De acuerdo
a José Neyra, en Apurímac el primer caso tratado fue informado
por Carlos Bush, Abancay 1927, pero precisa que existe informa-
ción suficiente para afirmar que el primer caso en Apurímac en
realidad se presentó durante el quinquenio 1885-1889 [161].
Por la Ley N.º 5020, del 28 de enero de 1925, se otorga al Po-
der Ejecutivo los recursos para la construcción e instalación de una
Leprosería Colonia Agrícola, la cual se llamaría “San Pablo”, en
el departamento de Loreto. Fue construida 300 km agua abajo de
Iquitos; reemplazó a la primitiva leprosería construida en Isla Pa-
dre, en 1906 frente a Iquitos, reconstruida en 1913 y desafectada
en 1917 [61]. El leprosorio San Pablo, inaugurado el 1 de junio de
1926, fue pronto destinado, por resolución suprema del 1 de abril
de 1927, a concentrar a todos los leprosos que hubiera en el país,
incluidos los que estaban internados en el Hospital de Guía. Cua-
tro años después se encargó a la Dirección de Salubridad, por re-
solución suprema de 16 de septiembre de 1931, disponer lo nece-
sario para trasladar a San Pablo a ocho leprosos que aún se en-
contraban en el hospital de Guía; asimismo se dispuso la expa-
triación de tres asiáticos internados atacados de dicho mal, por
entender que constituían un “grave peligro para la vida y la sa-
lud” de la población de Lima [111, 161].
El apogeo temporal de la explotación del caucho en la Selva
había mostrado el potencial económico de esta región y despertó
el interés del gobierno por sus problemas sanitarios.

Una expedición científica mandada por el gobierno y dirigida


por un médico, ha emitido últimamente un informe acerca de
la situación sanitaria del departamento de Madre de Dios... Se
deduce de este informe, cuyas apreciaciones pueden aplicarse a
toda la montaña, que todo está allá por investigarse. Apenas
puede afirmarse que ejercen predominio cuatro enfermedades:

551
el paludismo, el pian, el parasitismo intestinal y la espundia. Últi-
mamente se han observado algunos casos de lepra... [72, 73].

Por resolución suprema del 17 de junio de 1927 se encarga al


Médico Sanitario Departamental de Loreto la dirección de la lu-
cha antileprosa en el departamento y la reorganización del
leprosorio de San Pablo.

El tifus y otros problemas en la Sierra

Las “infecciones tifocólicas” eran, también, identificadas como un


problema sanitario de gran extensión en la Costa, en especial la
fiebre tifoidea. “Su más alta mortalidad se presenta en la raza in-
dia... La guerra a las moscas, la vacunación obligatoria y la purifi-
cación de aguas potables, condensan el programa a ejecutar”. Por
su parte, el tifus era una de las principales causas de muerte en la
Sierra.

En poblaciones desprovistas de hábitos higiénicos, sin recursos


materiales como el agua potable, ni medios de desinfección, es
muy difícil hacer una extirpación radical del tifus [72, 73].

Asimismo, la verruga peruana, en su forma epidémica, volvió


a presentarse en el año 1922 y, posteriormente, en 1932 cuando se
construyó la carretera central siguiendo el mismo trayecto de la
vía férrea a la Oroya.

Servicios de higiene y desinfección

Compañía Nacional de Higiene y Desinfección: 1923-1930

En 1923 se fundó en Lima, por iniciativa privada, la “Compañía


Nacional de Higiene y Desinfección” la cual se encargaba de rea-
lizar desinfecciones, fumigaciones y desinsectizaciones en estable-
cimientos públicos y privados, mediante una tarifa establecida. Por
R. S. del 5 de julio de 1924 se encomendó a la Dirección General
de Salubridad el control y reglamentación de esos servicios y se
estableció una rebaja del 25% en la tarifa de los que se prestaba a

552
las dependencias públicas. Posteriormente, por sucesivas resolu-
ciones —aprobadas entre julio y agosto de 1924— la compañía fue
reconocida oficialmente y declarada de utilidad pública; además
se le concedió un plazo de dos años para que implantara dichos
servicios en las principales ciudades del país. Luego, por R. S. de
28 de mayo de 1926, se precisó que el personal de dicha compa-
ñía debía considerarse subordinado a la vigilancia y control de la
Dirección de Salubridad, en todo lo vinculado con el ejercicio de
sus funciones, haberes y medidas disciplinarias [61, 162].
Por R. S. del 31 de diciembre de 1926 se aprobó el contrato en-
tre el Director de Salubridad y la Compañía por lo cual ésta cedió
al gobierno la administración y todo el material de su propiedad,
de acuerdo con las cláusulas establecidas en dicho contrato. Ape-
nas cuatro meses después, por resolución del 22 de abril de 1927,
se anularon dos cláusulas del contrato lo cual devolvió la admi-
nistración de la compañía a sus dueños primitivos. Al mes siguien-
te de esta anulación, por otra resolución del 20 de mayo de 1927,
se ordenó que todos los establecimientos que por la índole de su
categoría o comercio están expuestos a la contaminación pública
deben ser desinfectados mensualmente. Luego, se reconoció a la
compañía, por R. S. del 7 de agosto de 1927, como la entidad ofi-
cial encargada para el cumplimiento de las disposiciones sanita-
rias relativas a las fumigaciones y desinfecciones obligatorias en
el territorio nacional [61, 162].

Servicio de Higiene y Profilaxia de las enfermedades infecto-


contagiosas: 1931-1933

En el mismo sentido de la corriente de denuncias existente des-


pués de la caída de Leguía, el gobierno argumentó que era “nece-
sario cautelar los intereses del Estado en la Compañía Nacional
de Higiene y Desinfección, administrada por sus propios vende-
dores (al Estado)” y, en consecuencia, dictó la R. S. del 15 de octu-
bre de 1930 mediante la cual el Ministerio de Fomento tomó pose-
sión de dicha compañía al ser declarada insubsistente la resolu-

553
ción del 22 de abril de 1922. Un mes después, por R. S. del 29 de
noviembre de 1930, se ordenó la suspensión de los servicios de la
compañía y quedó la Dirección de Salubridad encargada de reci-
bir bajo inventario todos sus enseres [111, 162].
Muy pronto se hizo notar la falta de una entidad que atendie-
ra las demandas de acciones de desinfección; esto determinó la
promulgación de la R. S. del 29 de enero de 1931, que ordenó a la
Dirección de Salubridad organizar un nuevo servicio de desinfec-
ción. Después de varios ensayos y con la opinión del Consejo Con-
sultivo de Salubridad se dictó la R. S. del 17 de junio de 1931 me-
diante la cual se creó la “Inspección Sanitaria” en reemplazo de
la mencionada compañía. Una nueva resolución del 16 de
septiembre de 1931 señaló que esta “Inspección Sanitaria” debía
denominarse “Servicio de Higiene y Profilaxia de las Enfermeda-
des Infectocontagiosas”. Este servicio inició sus actividades en ju-
lio de 1931 y estuvo organizado en seis secciones: Higiene Urba-
na, Higiene Rural, Higiene de Vivienda, Higiene de Alimentación,
de Estadística y Control de las Enfermedades Infectocontagiosas
y, finalmente, el Servicio de Desinfección [111, 162].

554
Cuidado de la salud de las personas:
Perú, 1877-1933

Protección de la salud del niño

Antecedentes de las acciones públicas

A fines de 1894 se fundó la “Sociedad Auxiliadora de la Infan-


cia”. Institución nacida gracias al denodado esfuerzo de distin-
guidas damas de la sociedad limeña entre las que sobresalió la
Sra. Juana Alarco de Dammert (1842-1932), benefactora de la in-
fancia. Esta Sociedad tuvo que comenzar a operar prestando ser-
vicios en la atención de los heridos y los presos durante la guerra
civil que ensangrentó las calles de Lima (1895). Estableció una
escuela maternal para niños menores de 7 años (1896), con un
anexo constituido por un consultorio médico gratuito para la aten-
ción de los niños. Luego, fundó la primera “Cuna Maternal” (1901)
del país, para atender durante el día a los hijos de las madres tra-
bajadoras; además de la primera “Gota de Leche” (1908). También
inició la distribución de leche en las escuelas fiscales y demandó
insistentemente un hospital para la atención de los niños. Esta en-
tidad era financiada por donaciones particulares, recién desde
1906 comenzó a recibir una modesta subvención por parte del Es-
tado peruano [163]. Desde el 3 de mayo de 1911, por la importan-
cia que adquirieron sus acciones en la protección del niño, el go-
bierno ordenó a la Dirección de Salubridad que supervigilara su
funcionamiento.

[555] 555
La creciente percepción social de que la falta de higiene en la
lactancia era un importante factor de la alta mortalidad del niño
en el país explica la aprobación de dos dispositivos específicos
que inician la normatividad sanitaria de protección de la infancia
en el país. El primero es el “Reglamento de Obstetrices”, aproba-
do el 5 de mayo de 1916, que definió las funciones de las obstetrices
tituladas que nombraban las Juntas Departamentales, señalándo-
les la obligación expresa de asistir gratuitamente a las madres po-
bres en sus partos. El segundo es el decreto supremo “Sobre la Pro-
tección de la Infancia”, que el presidente José Pardo y el Ministro
de Fomento, Belisario Sosa, aprobaron el 23 de junio de 1916. Con
este decreto se asignaron tareas específicas al Ministerio de Fomen-
to, al Ministerio de Justicia e Instrucción y a las Sociedades Públi-
cas de Beneficencia para la mejor protección del niño; además se
ordenó a los gobiernos locales que:

En las capitales de departamento, así como en las ciudades que


sean capitales de provincia ó que tengan una población de 3,000
habitantes o más, las municipalidades respectivas expedirán or-
denanzas relativas a la inspección y vigilancia de la alimentación
de niños por medio de nodrizas... Las Municipalidades de los lu-
gares de que trata el artículo primero expedirán ordenanzas re-
lativas a los servicios de abastecimientos y venta de leche... (ade-
más) procurarán estimular la formación de sociedades que ten-
gan por objeto efectuar la pasteurización de la leche... [65].

Ocho meses después de aprobado este decreto, el gobierno or-


denó establecer dos “Gotas de Leche” en Lima, que se instalaron
y funcionaron algún tiempo bajo la gestión de la Dirección de Sa-
lubridad para luego ser transferidas a la Sociedad de Beneficen-
cia de Lima. En el mismo sentido preventivo de los dispositivos
anteriores, el 25 de noviembre de 1918, Pardo promulgó la Ley N.º
2851, “Ley sobre el Trabajo de las Mujeres y los niños”. En el art.
20º de esta norma se prescribía que los establecimientos que tuvie-
ran más de 25 operarias u obreras mayores de 17 años están obli-
gados a implantar “salas-cuna” en los talleres. El objeto de estas
“salas-cuna” era el de evitar la lactancia artificial, dando a las

556
madres que amamantan las facilidades necesarias para hacerlo du-
rante las horas de su trabajo en los talleres [165].
En abril de 1919 la “Comisión Encargada del Estudio de las
Causas de la Mortalidad Infantil en Lima”, presidida por A. Olae-
chea, llegó a las siguientes conclusiones: “... 4a.- La mortalidad es
mayor en los distritos 3.0 y 5.0, es decir, en los que hay mayor
superpoblación, mayor insuficiencia de las habitaciones y más re-
presentantes de las razas de color (...) 5a.- La mortalidad... guarda
estrecha relación con las razas. Así, la mortalidad, da... Para los
blancos: 16 por mil (igual a la general de Buenos Aires). Para los
negros: 27 por mil. Para los mestizos: 32.7 por mil (el doble que
los blancos). Para los indios: 54 por mil (más que triple que los
blancos) (...) 6a.- La mortalidad general es función principalmente
de dos factores, la tuberculosis y la letalidad infantil... A los niños
menores de 5 años corresponden 29,6 % (un tercio del total). El
79% de estas defunciones infantiles procede de los menores de dos
años y, todavía, las cuatro quintas partes de este porcentaje afec-
tan a los que no han cumplido un año. (...) 7a.- La mayor mortali-
dad infantil corresponde a los hijos ilegítimos en todas las razas,
en todos los distritos y para todas las enfermedades”.
La misma comisión propuso un “Proyecto de Estatutos para
la Constitución de una Sociedad Protectora de la Infancia”:

Dada la complejidad de las causas de la mortalidad infantil, la


Comisión propone que se organice en Lima una gran institu-
ción filantrópica que estudie y aborde la solución de todas las
cuestiones relativas a la defensa de la infancia, teniendo en mira
la trascendencia de su cometido y la urgencia de su labor, que
desgraciadamente, entre nosotros, no es encargada por el Esta-
do, que es el único llamado, según las modernas concepciones,
a tutelar la salud de la colectividad [164].

Junta de Defensa de la Infancia: 1922-1930

En la primera fase del “Oncenio”, el movimiento feminista estaba


ganando fuerza en el espacio político nacional. Expresiones de esta

557
mayor fuerza fueron: la promulgación, en 1922, de la Ley N.º 4526
que facultó a las mujeres mayores de 30 años poder formar parte
de las Sociedades Públicas de Beneficencia; así como la organiza-
ción, en el año 1924, del “Consejo Nacional de Mujeres” como en-
tidad representativa de todas las asociaciones femeninas del Perú.
El Consejo contó con treinta y seis sociedades afiliadas y funcio-
nó hasta el año 1934. El 21 de diciembre de 1924 se inauguró en
Lima la Segunda Conferencia Panamericana de Mujeres; en ella
hubo una sección dedicada a estudiar el trabajo de la mujer, su
protección y fomento, la asistencia social y el bienestar del niño.
El Consejo y la Conferencia fue presidida por la escritora Merce-
des Gallagher [166].
Como parte de ese movimiento sociedades femeninas, siguiendo
el ejemplo de la “Sociedad Auxiliadora de la Infancia”, crearon
Cunas Maternales y Gotas de Leches; la dirección de cada una de
ellas estaba sujeta a la reglamentación interna de las entidades que
las habían dado origen, casi siempre como reacciones emotivas
frente a la triste condición del “niño desvalido” en el país. No ha-
bía unidad técnica ni administrativa, sólo la había en el sentimiento
de una urgencia en la acción. Fue una primera etapa de un traba-
jo orientado por la caridad, sin normas que regularan y garanti-
zaran una protección efectiva del niño [76, 167]. Sin embargo, lo
realizado en esta etapa, básicamente por la iniciativa privada, creó
una situación que obligó al Estado a iniciar el cumplimiento de
sus responsabilidades constitucionales en la defensa del niño.
En el año 1922, por R. S. del 7 de abril, se dio el primer paso
oficial para la organización unitaria de la protección de la infan-
cia en el Perú, creándose la Junta de Defensa de la Infancia, enti-
dad que representaba al Estado en todo lo relativo a la protección
y defensa de la infancia. Para que dicha entidad cumpliera con
las funciones encomendadas se le asignó rentas específicas por
medio de sucesivas resoluciones supremas y de la Ley N.º 5176.
Por esta última se le adjudicaba el 50% del impuesto a los boletos
de entrada a los espectáculos públicos [61]. En el mes de julio del
mismo año se realizó la “I Conferencia sobre el Niño Peruano”,

558
presidida por el Dr. Pedro de Osma, “donde se marcaron los de-
rroteros que debían seguirse en la campaña de protección del niño”
[76]. En su sesión de clausura se aprobaron 50 votos y conclusio-
nes técnicas, entre las principales: la creación del “Instituto Na-
cional del Niño”, como estructura indispensable para obtener la
unidad de acción social en favor de la infancia “desvalida”; ade-
más que era “absolutamente indispensable” la edificación y fun-
cionamiento en Lima de un hospital especializado para la asis-
tencia de la infancia [168].
Alrededor de dos años después de la creación de la “Junta de
Defensa de la Infancia” fue aprobado su estatuto por decreto su-
premo del 25 de abril de 1924. En la nueva norma estaba prevista
la creación del “Instituto Nacional del Niño” como órgano técni-
co de la junta para todo aquello que se relacionara con los fines
de ésta. De acuerdo a su estatuto, la junta tenía como misión la
protección de la madre y del niño desde el período prenatal hasta
la adolescencia.
El “Instituto Nacional del Niño” se creó por decreto supremo
del 26 de abril de 1925 e inició sus funciones bajo la dirección de
Paz Soldán. El comité técnico de la junta organizó la propaganda
en favor de la protección del niño tratando de crear así una con-
ciencia popular sobre las prácticas de la puericultura. Debía, ade-
más, centralizar las relaciones de la junta con todas las entidades
públicas y privadas existentes o que se organizaran para la pro-
tección del niño. Una de esas entidades privadas era la “Sociedad
Auxiliadora de la Infancia” que seguía presidida por Juana Alarco
de Dammert. Al inicio de 1930 el Instituto había creado y/o
normado los “Centros de Salud Infantil”, en Lima y aledaños, la
“Central de Maternización de Leche”, los “Roperos Infantiles”, las
“Cunas Maternales”, la “Asistencia Maternológica” y la “Sección
de Amparo Legal de las Madres Abandonadas” [61, 165].
Paralelamente, gracias a las gestiones de la “Sociedad
Auxiliadora de la Infancia”, el 24 de agosto de 1923 se ordenó,
por resolución suprema, la construcción del hospital que había
sido recomendado, cuatro años antes, en la “I Conferencia Nacio-

559
nal sobre el Niño”. Para cumplir con lo ordenado se nombraron
dos comisiones: una presidida por el Director de Salubridad, Dr.
Sebastián Lorente, encargada de formular y presentar al gobierno
los proyectos arquitectónico y funcional; y otra presidida por la
Sra. de Dammert, encargada de: “Todo lo referente a la provisión
de fondos para la realización de las obras y la administración del
hospital al empezar su funcionamiento”. Las primeras obras se
iniciaron al final del año 1924 en terrenos donados por la Benefi-
cencia Pública de Lima. Una serie de decretos sucesivos crearon
rentas para la continuación de las obras, las que unidas a los apor-
tes de la Beneficencia y donativos particulares permitieron inau-
gurar el nosocomio el 1 de noviembre de 1929 con el nombre de
Hospital “Julia Swayne de Leguía” y, luego, abrir sus puertas al
público el día 2 de enero de 1930, siendo su primer director el Dr.
Carlos Krumdieck [76, 111].
Después del derrocamiento de Leguía se ordenó, por resolu-
ción suprema del 19 de septiembre de 1930, la investigación de la
“Junta de Defensa de la Infancia”, en especial de las gestiones fi-
nancieras realizadas desde su creación, hacía 8 años; además se
señaló a las instituciones que estaban incursas en esa investiga-
ción. Asimismo, por decreto supremo de ese mismo día se ordenó
la reorganización de la junta y se nominó a las personas que la
conformarían [111].
En el ámbito político ya existía conciencia de la alta vulnera-
bilidad del niño. La tasa de mortalidad infantil en Lima y el Ca-
llao durante el período 1920 y 1930 fluctuó entre un mínimo de
155 por mil (1927) y un máximo de 239 (1920), con una mediana
de 197 defunciones infantiles por mil nacidos vivos:

... cuadro verdaderamente pavoroso de la mortalidad infantil en


toda la República... Sólo nos referiremos a... la capital..., que es el
lugar sin embargo en que más abundan los medios de protec-
ción de la infancia. Por fiebre tifoidea, paludismo, viruela, sa-
rampión, escarlatina, tos convulsiva, difteria, influenza, tubercu-
losis, sífilis, meningitis, bronquitis, bronconeumonía, neumonía,
enteritis, y otras enfermedades murieron (los niños limeños de 0

560
a 1 año)... según información recogida en la oficina del Cemente-
rio, han sido sepultados (en los últimos 20 años) alrededor de
700 fetos por año... Este es el más trascendental de todos los pro-
blemas que el Congreso debe dejar resuelto a toda costa [19, 164].

Comisión Protectora del Niño: 1930-1933

Tres meses después de ordenada la reorganización de la “Junta


de Defensa de la Infancia” se aprobó la R. S. del 22 de diciembre
de 1930 que derogó todas aquellas disposiciones que daban vi-
gencia jurídica a la junta y se nombró a la Comisión Protectora de
la Infancia para sustituirla en todas sus atribuciones. En cumpli-
miento de esta resolución el Instituto Nacional del Niño pasó a
formar parte, junto con el Hospital del Niño, de las entidades del
ámbito de la mencionada comisión, la cual estaba presidida por
el Director General de Salubridad Pública [111].
El 17 de junio de 1931, con amplias resoluciones supremas se
aprobaron los reglamentos de los “Dispensarios de lactantes” y
de las “Cunas maternales”, establecimientos puestos bajo el con-
trol técnico y administrativo del Instituto Nacional del Niño el cual
a la vez dependía directamente, entonces, de la Dirección de Salu-
bridad. De acuerdo con el reglamento de los “Dispensarios de
lactantes”, la atención se ofrecía en los consultorios mater-
nológicos, “creados para asistir al niño aún dentro del vientre de
la madre”, y en los consultorios de lactantes, donde se atendía a
los niños “de 0 meses a 2 años medio de edad, sanos o ligeramen-
te enfermos... no hipertérmicos que estén en condiciones de volver
a asistirse en su domicilio”. En estos centros se practicaba sistemá-
ticamente la vacunación antivariólica.
Cada consultorio maternológico debía ser asistido por un mé-
dico obstetra, una obstetriz y una visitadora social. En tanto que
los consultorios de lactantes debían estar a cargo de un médico
pediatra a quien le estaban subordinados: la administradora del
dispensario, las visitadoras sociales de higiene infantil y las en-
fermeras puericultoras. En lo que se refiere a las “Cunas materna-

561
les”, su reglamento establecía que debían recibir a “niños pobres
de 0 meses a 4 años de edad, hijos de madres cuyas ocupaciones
o condiciones económicas no les permitían concretarse exclusiva-
mente a la crianza de sus hijos”; niños que permanecían bajo el
cuidado de un personal especializado en su crianza desde las 7:30
a.m. hasta las 5:00 p.m., “hora en que serán devueltos a sus res-
pectivas familias”. Cada cuna debía disponer del siguiente perso-
nal: un médico pediatra, una administradora, dos enfermeras, una
visitadora social, nueve niñeras, una cocinera, un ayudante, una
costurera, dos lavanderas, un mayordomo y dos sirvientas. Un Co-
mité Social de Damas era responsable de llevar a cabo los progra-
mas médico-sociales del niño y de las funciones administrativas
de la cuna [111].

Asistencia del lactante en Lima y en el hospital del Niño

Excepto los infantes enfermos que se atendían en las dos “Gotas


de Leche” que la Beneficencia de Lima mantenía en la Recoleta y
el Rímac, la asistencia de niños enfermos menores de un año estu-
vo a cargo del hospital de mujeres. Hasta 1924 era el viejo hospi-
tal Santa Ana donde se daba dicha asistencia. Los varoncitos ma-
yores de 4 años eran tratados en la sala de niños del hospital Dos
de Mayo. La antigua sala de “San José” del Santa Ana era la que
servía para la hospitalización de los lactantes enfermos, general-
mente acompañados por sus madres estuvieran sanas o enfermas.
Esta sala servía, al mismo tiempo, para la enseñanza de la cáte-
dra de Pediatría de la Facultad de Medicina.
Cuando el hospital Arzobispo Loayza reemplazó al de Santa
Ana se dispuso que los niños fueran atendidos en su Pabellón N.º
4, no obstante que éste no había sido construido para tal fin; ade-
más, quedó prohibido la hospitalización de las madres junto con
sus hijos. En este pabellón, a cargo del Dr. Miguel Morante, tam-
bién funcionaba la clínica pediátrica de la Facultad de Medicina
bajo la responsabilidad del Dr. Enrique León García. Recién en
1930, cuando comenzó a funcionar el hospital del Niño, Lima dis-

562
puso de un nosocomio especializado donde se podía atender al
lactante enfermo con una tecnología moderna [168].
De acuerdo a información del Dr. Krumdieck, la mortalidad
infantil intrahospitalaria en Lima era muy alta. En el arcaico “San-
ta Ana” se atendió, entre 1919 y 1924, a un total de 1 822 lactantes
de los cuales murieron 632, con una mortalidad de 34,7%.
Sorprendentemente la mortalidad se incrementó significativamente
en el moderno “Arzobispo Loayza”; entre 1925 y 1930 se atendió
un total de 2 769 lactantes y murieron 1 516 de ellos, con una mor-
talidad de 54,7%. Krumdieck atribuyó esa gran diferencia al he-
cho de que en el “Arzobispo Loayza” se separó al niño hospitali-
zado de su madre [76].
Después de la caída de Leguía se cambió el nombre del Hos-
pital “Julia Swayne de Leguía” —el cual había iniciado sus ope-
raciones en enero de 1930— por el de “Hospital del Niño”. El 5
de septiembre de 1930, Eduardo Goicochea asumió el cargo de di-
rector del Hospital y permaneció en él por 12 meses. Durante su
gestión se nombró una Comisión Revisora de Cuentas del Hospi-
tal (resolución ministerial del 29 de abril de 1931) y se aprobó el
Reglamento Interno del Hospital (resolución suprema del 3 de ju-
nio de 1931) [111]. El establecimiento tenía en operación 180 ca-
mas hospitalarias. En su organización se distinguían cuatro pa-
bellones (de Lactantes, de Medicina Interna, de Cirugía y Ortope-
dia, y de Tisiología); cinco consultorios (de Oftalmología, de Oído-
nariz-garganta, de Dermatología, Dental y de Fisioterapia); un Ser-
vicio de Rayos X y un Laboratorio Clínico. Desde que inició su
funcionamiento, en 1930, hasta el final del año 1933 se registró
un total de 1 684 egresos, con una mortalidad intrahospitalaria
de 49% [76].

Antecedentes de la higiene escolar 1899

En 1899 el gobierno organizó y realizó el “Congreso Higiénico Es-


colar” en el cual se establecen las primeras pautas referenciales
de la higiene escolar para ser cumplidas en todos los planteles del

563
país; para ello se encomienda a las municipalidades la organiza-
ción de la Inspección Médica Escolar. Entre las principales pau-
tas están las que corresponden a la higiene de los locales escola-
res (ventilación, servicios higiénicos, etc.); higiene del estudio (sis-
temas pedagógicos, salud mental del escolar) e inspección médico
escolar (a cargo del médico titular).
Nueve años después de dicho congreso, el gobierno dio el pri-
mer paso en la administración estatal de la Sanidad Escolar en el
Perú mediante la creación de una plaza para el médico del Servi-
cio Médico Escolar de Lima, en el presupuesto correspondiente a
1908 del ramo de educación. En 1920 se amplió este servicio, que
continuaba en el ramo de instrucción, al crearse plazas para mé-
dicos en Arequipa, Trujillo y el Callao; además de establecerse en
Lima una Clínica Dental Escolar. En 1928 el gobierno reorganizó
el Servicio Médico Escolar en Lima y el Callao al dotarlos de un
médico principal, tres médicos auxiliares y ocho vacunadores [169].

Higiene y asistencia del trabajador

Normas de Policía Minera

En mayo de 1897 el tema editorial de la revista La Crónica Médica


era la “Higiene Minera”. En su desarrollo se presentaba la proble-
mática del trabajador minero en el país, haciendo la observación
de que la misma no se había modificado significativamente desde
los años coloniales:

No hay obstáculo que arredre al minero. Juega su vida, momen-


to por momento, al azar de accidentes mil,... Particularizando más
respecto al Perú, cualquiera que haya frecuentado un asiento mi-
nero, se impresionará del descuido completo de toda regla hi-
giénica entre los llamados operarios... Pero no sólo la vida del
minero está constantemente amenazada por diversos accidentes...
Su salud está comprometida por causas mil. O es la demasiada
prolongación de las horas de trabajo; ó la influencia antihigiénica
de una iluminación defectuosa y de una atmósfera impura; ó el
peligro del frío, del calor, con la permanencia ó salida brusca

564
en exageradas profundidades... No existe en la Escuela de Minas
la enseñanza de la Higiene... En el Perú la morbilidad del minero
es superior á la de Europa ó de otros países... por las condiciones
de laboreo; y, los grandes enemigos desde tiempo inmemorial,
han sido y son el alcohol, la pleuresía, el tabardillo (tifus), las vi-
ruelas, etc... Hasta hoy poco o nada ha significado la vida de un
indio, de un operario. Su desaparición o muerte ha pasado des-
apercibida. !Quién se fija ó cuenta al indio minero que muere! Y
sin embargo ese brazo es irremplazable [163].

Recién el 15 de marzo de 1901 se expidió el “Reglamento de la


Policía Minera” el cual tenía por objeto establecer normas para evi-
tar accidentes en las labores mineras; garantizar la salud de los
operarios y dar seguridad en las relaciones de éstos con las em-
presas. Para efectos del cumplimiento de lo prescrito en el art. 8º
del reglamento, se dictó el decreto supremo del 2 de julio de 1910,
“Sobre Hospitales en las Empresas Mineras”, que ordenaba: “Los
hospitales establecidos o sostenidos por empresas mineras, para
asistencia de sus operarios, serán necesariamente regentados por
médicos reconocidos en el país, debiendo estar dichos estableci-
mientos bajo la vigilancia de la autoridad respectiva y de la Dele-
gación de Minería”.
Este decreto originó el reclamo del representante de la “Ce-
rro de Pasco Mining Co.” quien pidió al gobierno que el dispo-
sitivo fuera reconsiderado; dicho personaje argumentó, entre
otras razones, lo siguiente: “Por cuanto, siendo la mayoría de
sus empleados compuesta por americanos, éstos desean ser aten-
didos en su enfermedad por un compatriota que conozca las do-
lencias que le son propias y que hable su idioma... y que no pue-
de tomar a su servicio un médico peruano, que tenga la misma
[competencia] y sepa hablar inglés... y que, no es justo que se le
obligue a tener a su servicio un médico diplomado en el Perú,
desde que el mismo gobierno tiene muchas veces que emplear
empíricos en combatir epidemias, por falta de profesionales”.
Este pedido de reconsi-deración, escrito en términos tan inade-
cuados, motivó un severo informe de la Sección de Higiene de
la Dirección de Salubridad; en dicho informe se demostró el es-

565
caso fundamento de los argumentos de la compañía lo cual de-
terminó la desestimación del pedido [65].
El incremento de la población asalariada en el país y su ma-
yor nivel de organización hicieron conveniente, políticamente, la
promulgación de dispositivos legales de protección de la salud del
trabajador. Uno de ellos fue la resolución suprema del 27 de no-
viembre de 1907 que ordenó a la “Peruvian Corporation” proveer
asistencia médica gratuita a sus trabajadores empleados en la cons-
trucción de vías ferroviarias. Dieciséis meses después, por decreto
supremo del 6 de marzo de 1909, se amplió el anterior dispositivo
estableciendo que todas las empresas particulares que emprendían
obras de construcción de vías ferroviarias y empleaban un núme-
ro considerable de obreros debían aportar gratuitamente asisten-
cia médica y medicamentos a empleados y obreros; así como po-
ner en práctica medidas profilácticas para conservar los campa-
mentos en buenas condiciones de salubridad y evitar el desarro-
llo de enfermedades epidémicas; además, el médico debía enviar
un informe mensual sobre las actividades del Servicio a su cargo
a la Dirección de Salubridad [65].
Las normas vinculadas con la salud de los mineros fueron,
también, preocupación del gobierno de Leguía. Por decreto supre-
mo del 2 de mayo de 1924 se decretaba que: “Toda explotación
minera u oficina metalúrgica que se encuentre a más de 25 kiló-
metros de distancia de los lugares en que reside un facultativo, y,
que emplee por lo menos 50 operarios, deberá disponer de un mé-
dico rentado por su respectivo dueño u arrendatario... (y) cuando
el número de operarios sea menos de 50, las empresas deberán po-
seer un botiquín y un enfermero con conocimientos suficientes para
administrar los primeros auxilios a los enfermos o accidentados”.
Luego, por resolución suprema del 15 de marzo de 1929, se
actualizó el “Reglamento de la Policía Minera” de 1901 con el ob-
jeto de precisar sus regulaciones. Los Delegados Técnicos Inspec-
tores o en su defecto los Delegados de Minería quedaban encarga-
dos de vigilar su estricto cumplimiento e informar a la Dirección
de Minas lo que fuera pertinente [61]. Con relación a la efectivi-

566
dad de esas normas y otras vinculadas con la protección de la sa-
lud de los mineros es ilustrativo leer los siguientes comentarios
hechos en esos años:
Las minas tienen hospitales para la asistencia de accidenta-
dos y enfermos, pero cuando un obrero, queda inutilizado... des-
pués de una breve estada en el hospital, apenas se constata mo-
mentáneamente mejoría, es dado de baja, al mismo tiempo que se
le licencia como inservible del personal de la empresa. Y esos in-
válidos empiezan a arrastrar, sin ninguna responsabilidad para
la empresa minera, una existencia miserable por su comarca nati-
va o por las calles de la capital a la que vienen en busca de la
curación de sus males [171].

Normas sobre higiene y seguridad industrial del trabajo

Otros dispositivos importantes vinculados con el bienestar de la


fuerza laboral fueron: la Ley N.º 2760 del 26 de junio de 1918 por
la cual no se podía embargarse sino por deuda alimenticia las pen-
siones de montepío, así como los sueldos de los empleados públi-
cos y los salarios de los obreros, artesanos y jornaleros y sólo has-
ta la cuarta parte; la Ley N.º 3022 del 18 de diciembre de 1918 so-
bre la construcción de casas para los obreros y empleados públi-
cos; el decreto supremo del 15 de enero de 1919, que fijó en ocho
horas la jornada diaria de trabajo; la Ley N.º 2851 del 25 de no-
viembre de 1919 sobre trabajo de mujeres y niños y la Ley N.º 3010
del 26 de diciembre de 1919 sobre el descanso obligatorio domini-
cal extensivo a las fiestas cívicas. Estos dispositivos fueron deri-
vados del paquete de proyectos originalmente presentados por José
M. Manzanilla.
El gobierno peruano trató de regular, por vez primera, los pro-
blemas vinculados con la higiene y seguridad industrial con el de-
creto supremo de 29 de enero de 1926. En su parte considerativa
se argumenta: “Que es necesario dictar las medidas... para la de-
fensa de la vida y la salud de los obreros que trabajan en las fábri-
cas, talleres, industrias en general... (y) establecer las condiciones

567
sanitarias que deben reunir los establecimientos...”; para decretar,
en su parte resolutiva, diez normas generales de higiene y seguri-
dad industrial, la primera de la cual dice: “El Ministro de Fomen-
to llevará a cabo por medio de la Dirección General de Salubri-
dad, el control e inspección de la higiene y seguridad industrial
en la República” [61].

Primeros auxilios y la Asistencia Pública

Asistencia Pública de Lima: 1911-1918

Por decreto supremo del 5 de diciembre de 1911 se crea la “Asisten-


cia Pública de Lima” y se encarga a la Dirección de Salubridad Pú-
blica la organización del servicio. De acuerdo con la norma debería
componerse de cinco secciones: tres dispensarios (profilaxia de las
enfermedades venéreas, profilaxia de la tuberculosis y profilaxia de
las enfermedades de la infancia), una Oficina para la lucha contra
el alcoholismo, una Oficina para la lucha contra el alcoholismo y,
por último, Puestos de Socorro para los accidentes.
El 25 de febrero de 1912, durante el primer gobierno de Leguía
se inauguró en la ciudad de Lima el primer Servicio de Primeros
Auxilios para la atención de emergencias médicas como una sec-
ción de la “Asistencia Pública de Lima”. Este servicio se hizo in-
dispensable “para cubrir la gran demanda ocasionada por las tur-
bulencias callejeras de orden político”. Fue instalada con seis pues-
tos de socorro, uno por cada uno de los cuarteles en que estaba
dividida en esos días la ciudad de Lima. La oficina central tenía
un consultorio general, una sala para niños y el servicio de cami-
llas con el fin de acudir a las llamadas en caso de accidentes [157,
172]. El 31 de julio de 1919 se dictó un decreto supremo reorgani-
zando la Asistencia Pública, la cual se constituyó en una sección
del Estado Mayor de Policía.
En la revista La Crónica Médica se elogiaba la inauguración
de la Asistencia Pública y la orientación sanitaria adoptada,
diciendo:

568
La obra... tiene vastas proyecciones. No se ha limitado el supre-
mo gobierno a crear puestos de primeros auxilios y ambulan-
cias urbanas, sino que, abundando en deseos de hacer...
profilaxia é higiene, disminuir la mortalidad infantil y luchar
contra la tuberculosis, las enfermedades venéreas y el alcoho-
lismo, ha fundado también dispensarios servidos por especia-
listas, para curar gratuitamente a los menesterosos. Allí recibi-
rán las madres pobres además de medicinas para sus hijos, lec-
ciones prácticas de puericultura; se enseñará á los tuberculosos
la manera de que eviten ser dañinos á quienes los rodean; se
curará a los venéreos para impedir que propaguen sus males,
señalándoles los peligros que representan para los sanos; se bus-
cará reducir a la temperancia á los alcohólicos, tratándose al mis-
mo tiempo las lesiones que genera el alcohol... [172].

Cinco años después de esa inauguración, la opinión de los edi-


tores de la misma revista había cambiado. En su editorial de mar-
zo de 1917 criticaba:

La trágica muerte del poeta Leonidas Yerovi tan deplorada por


la sociedad de Lima, ha venido a poner de manifiesto los gra-
ves defectos del servicio público de primeros auxilios. La Asis-
tencia Pública no corresponde aquí a los fines para que fuera
creada. Se ha descuidado lo que es de primera importancia:
asistir inmediatamente y científicamente a las personas heri-
das o atacadas de accidentes en la vía pública. Por desgracia,
al organizarse la citada institución fue mal orientada utilizán-
dose los servicios de sus médicos en ambulatorios gratuitos, y
relegando a segundo término, para los practicantes, el cuida-
do de prestar auxilios a los heridos o accidentados en las ca-
lles... Como está hoy establecido, los beneficios del puesto de
primeros auxilios son demasiado modestos, y la policía o los
transeúntes son los que conducen allí al herido, como Dios ayu-
da. Esa mala organización da necesariamente resultados de-
plorables: los heridos van infectados de la Asistencia Pública
a los hospitales, los heridos se agravan al ser transportados
de manera anticientífica, con medios primitivos, y aún falle-
cen antes de poder recibir cuidados profesionales... [173].

569
Departamento de Asistencia Pública: 1919-1933

Tomando como base el Servicio de Asistencia Pública de Lima, es-


tablecido en 1912, y los Sifilicomios que ya funcionaban, fue crea-
do, por decreto supremo del 22 de febrero de 1923, el “Departa-
mento de Asistencia Pública” como una dependencia del Ministe-
rio de gobierno. Sus reglamentos interno y orgánico fueron apro-
bados en marzo y junio de 1923, respectivamente. En ellos se con-
sideraban sólo dos secciones operativas: la de Primeros Auxilios
y la de Profilaxia de Enfermedades Venéreas, en vez de las cinco
que existían anteriormente [61, 157].
Entre 1925 y 1926 se crearon los servicios de asistencia públi-
ca de Arequipa, Cusco, Iquitos, Trujillo, Cerro de Pasco y Chiclayo;
el de La Punta fue creado en 1929. Todos estaban bajo el comando
del mencionado departamento [61, 157]. La organización de los
establecimientos de asistencia pública en esas provincias fue si-
milar a la de Lima. Así, por ejemplo, en el reglamento interior de
la ubicada en Arequipa se consideraba como unidades estructu-
rales: la Jefatura, la Sección de Primeros Auxilios, la Sección de
Profilaxia Venérea y la Sección de Tratamiento de Enfermedades
Venéreas. La principal misión de la Asistencia era “prestar auxi-
lio inmediato de primera intención a todo accidente que pone en
peligro la vida o la salud del individuo”.
Cuatro años después de su creación, el departamento de asis-
tencia pública pasó a ser dependencia del Ministerio de Fomento
por decreto supremo de enero de 1927. Se restableció el Servicio
Médico Nocturno de la asistencia pública de Lima por resolución
suprema del 1 de abril de 1931 y se reorganizó la asistencia públi-
ca de Chiclayo por resolución suprema del 9 de julio de 1932 [111].
En el año 1933 la asistencia pública sólo cumplía dos funciones
esenciales: la asistencia médica-quirúrgica de urgencia y la
profilaxia venérea.

570
Atención a los enfermos mentales

La apertura del “Hospital Civil de Misericordia”, llamado después


“Manicomio del Cercado”, había respondido a la necesidad de su-
perar una atención represiva de la “locura” basada únicamente
en el maltrato y la reclusión, que hasta la primera mitad del siglo
XIX había prevalecido en Lima. Para Casimiro Ulloa y su discípulo

Manuel Muñiz, el orate era un enfermo que debía ser curado con
medios “morales”, especialmente la ocupación activa, o con técni-
cas como la hipnosis y los ejercicios gimnásticos traídos de la ex-
periencia sueca. El encierro en el manicomio sólo se justificaba por
razones terapéuticas, nunca como medida de represión [174]. Pero,
la vocación humanista de estos nuevos alienistas chocó con sus
propias actitudes autoritarias y, especialmente, con la obsesión de
la élite nacional por el orden urbano. Orden que implicaba el con-
trol policiaco del espacio urbano y de la conducta ciudadana.
Durante la República aristocrática la policía de Lima realizó
una intensa campaña destinada a combatir la delincuencia, el vi-
cio y la vagancia; además conducía a los orates, que deambulaban
en las calles, hacia los calabozos de las comisarías y de ellas al
manicomio del Cercado. Entre 1896 y 1908 la proporción de locos
remitidos al manicomio por la policía (37%) era más mayor al lle-
vado por sus propios familiares (35%). Una alta proporción de
internamientos obedecía a razones represivas vinculadas con el
orden urbano.

En los hechos, el manicomio formaba parte de todo un sistema


de engranajes represivos cuyo punto de partida eran las obse-
siones controlistas de las élites en el poder... La actitud de la ac-
ción policial que halló entre los galenos resultó finalmente favo-
rable. Casimiro Ulloa consideraba al loco como un ser
inherentemente peligroso (...) El empleo del terrible baño de ca-
miseta era considerado por Ulloa, al igual que el encierro por
Muñiz, como un tratamiento benéfico [174].

Por otro lado, la infraestructura física del “Hospital Civil de


Misericordia” resultó insuficiente y disfuncional desde sus inicios

571
para cumplir con sus fines. Así lo había señalado su primer direc-
tor, Casimiro Ulloa, a los cinco meses de su inauguración. En los
años siguientes se tuvieron que hacer ampliaciones parciales para
atender la mayor demanda generada por esa obsesión controlista,
así como por la disfuncionalidad del establecimiento se
incrementó. La sobrepoblación del manicomio hizo inviable el tra-
tamiento humanitario de los pacientes [175]. Sin embargo, debie-
ron transcurrir casi 30 años para que una comisión ad hoc, nom-
brada en 1887 por la Beneficencia, coincidiera con Ulloa sobre la
necesidad de construir en Lima un nuevo hospital para enfermos
mentales de ambos géneros.
A la muerte de Ulloa, en 1891, el cargo de director del “Mani-
comio del Cercado” fue ocupado por su discípulo el Dr. Manuel
A. Muñiz (1861-1898), médico-psiquiatra y catedrático de Física
Médica e Higiene. Persona de excepcionales dotes, ganó el con-
curso que para la construcción del nuevo “Manicomio Nacional”
había convocado, en 1896, el gobierno de Piérola. Pero Muñiz mu-
rió muy joven en el año 1898, antes de cumplir los 37 años y no
pudo realizar su proyecto. Durante su gestión, que duró siete años,
Muñiz continuó con la política de Ulloa. Era partidario de la asis-
tencia laica, con personal preparado; además quería que se cons-
truyera un nuevo manicomio en Lima y que se “adoptara un cuar-
tel para lunáticos, dependientes de cada hospital general local”.
También señalaba la conveniencia, económica y práctica, de la
creación de colonias agrícolas [176].
José Casimiro Ulloa (1829-1891), fundador y director por más
de tres décadas del manicomio del Cercado, fue el más famoso de
los discípulos que, en 1851, Cayetano Heredia envió a París para
que se perfeccionara. Ulloa tenía 22 años cuando llegó a Europa
donde tuvo la oportunidad de estudiar en universidades france-
sas, así como de visitar el hospital de Saint Luc de Londres y la
Salpetriere de París. Al enterarse de la revolución liberal que des-
encadenó Castilla, en 1854, retornó al país para colaborar con el
nuevo régimen; luego, dimitió en 1859 cuando conoció la inten-
ción del gobierno de anular la Carta Política de 1856. A partir de

572
esta experiencia inició su destacada carrera como político, ya sea
en el gobierno como en la oposición. Casimiro Ulloa fue un liberal
resuelto que se caracterizó por sus ataques contra los civilistas.
Durante la Guerra del Pacífico Casimiro Ulloa fue el organi-
zador de la Cruz Roja Peruana y actuó como Cirujano en Jefe de
los Ejércitos. Todo lo anterior no fue un obstáculo para su brillan-
te labor académica: reformador de la enseñanza médica, funda-
dor de casi todas las instituciones médicas de su época, secretario
perpetuo de la Academia Libre y de la Nacional desde su funda-
ción hasta su deceso, también lo fue de la Facultad de Medicina
durante 35 años. Periodista nato, fue animador de varias revistas
especializadas. Jorge Avendaño lo describe: “De carácter recio, li-
beral en sus ideas y tal vez muy rígido en sus procedimientos, des-
pertó afecto y tremendas odiosidades”. Ulloa falleció el 4 de agos-
to de 1891, a los 62 años de edad [98, 174, 175, 176].
A la muerte de Muñiz, la Sociedad de Beneficencia no encon-
traba a la persona para que pueda reemplazarlo; en la Cámara de
Diputados se propuso contratar los servicios de un profesional ex-
tranjero. En tales circunstancias en 1897 se optó por contratar y
comisionar al Dr. David Matto para que estudiara en Europa todo
lo relativo a la especialidad de psiquiatría, así como a la organi-
zación y gestión de este tipo de nosocomio para que luego él pu-
siera su nuevo saber técnico al servicio de la Beneficencia. A su
regreso de Europa, donde permaneció 14 meses, inició su gestión
como director del “Manicomio del Cercado” en 1899, cargo que
ocupó hasta el día de su muerte en el año 1914.
Matto (1860-1914) es el mismo personaje que en páginas ante-
riores hemos presentado al tratar el tema de Bacteriología. Es un
personaje notable como médico y como político. Como médico fue
el primer catedrático de Bacteriología en el país y el formador de
la primera generación de microbiólogos peruanos, además de ser
director del manicomio. Como político perteneció al Partido Cons-
titucional y en varias oportunidades ejerció interinamente su pre-
sidencia; fue Ministro de Fomento, durante los gobiernos de López
de la Romaña (04/11/02 a 07/09/03) y de Leguía (13/04/09 a

573
25/10/09) y elegido senador por el Cusco (1905-1910). Era sub-
decano de la Facultad de Medicina de San Fernando cuando
falleció [176, 177].
En agosto de 1901 se conformó la “Comisión encargada de las
obras del Asilo Nacional de Alienados” y dio inició a la construc-
ción del nuevo establecimiento, según el estudio de Muñiz y los
planos del arquitecto Gauterot, bajo el control de una comisión eco-
nómica. Después de avanzar en la obra física surgieron dificulta-
des que paralizaron los trabajos en los terrenos de Magdalena. Re-
cién en 1914 la Junta de gobierno, presidida por el entonces coro-
nel Oscar R. Benavides, autorizó a la Beneficencia el reinicio de
las obras para terminar con el mencionado proyecto. En 1915, Do-
mingo Olavegoya donó 56 116 m2 de terreno en Magdalena del
Mar para que se ejecutase el proyecto.
A la muerte de David Matto, en 1914, último director del ma-
nicomio del Cercado, sólo quedaron al cuidado de los enfermos
los Drs. Estanislao Pardo Figueroa y Wenceslao Mayorga, profe-
sores de la Facultad de Medicina que desde el año 1896 presta-
ban sus servicios profesionales como médicos auxiliares. “Se vol-
vió a pensar en la necesidad de contratar los servicios de un es-
pecialista extranjero que se hiciera cargo de la dirección del ma-
nicomio” [176]. El 1 de enero de 1918 comenzó por fin sus fun-
ciones el nuevo hospital con el nombre “Asilo Colonia de Mag-
dalena del Mar”; con la obra física aún no terminada se internó
a una población total de 606 enfermos. La mayoría de ésta, un
subtotal de 561 enfermos de ambos sexos, habían sido traslada-
da desde el manicomio del Cercado. También se transfirió, al nue-
vo establecimiento, a todo el personal profesional, administrati-
vo y auxiliar del antiguo manicomio. En esta oportunidad el Dr.
Hermilio Valdizán fue nombrado inicialmente en el cargo de Mé-
dico-Residente del asilo; cargo que en 1920 recién fue elevado a
la categoría de director. Asimismo, en mayo de 1918, de acuerdo
con el nuevo reglamento interno del Asilo Colonia, fueron desig-
nados los Drs. Lorente y Caravedo Prado como jefes de servicios
del mencionado asilo [178].

574
Al iniciar sus operaciones el Asilo Colonia se hizo evidente
que su capacidad arquitectónica no era suficiente para atender la
creciente demanda nacional y que no contaba con el equipamiento
apropiado. Al Dr. Caravedo le correspondió el enorme mérito de
interesar y de lograr que el filántropo Víctor Larco Herrera coope-
rara para la solución parcial de ese problema. Larco Herrera reali-
zó grandes donativos con esa finalidad. El primer donativo fue de
un millón doscientos mil soles. En 1919, Larco Herrera fue incor-
porado a la Sociedad de Beneficencia de Lima y encargado, a su-
gerencia de Caravedo, de la Inspección del Asilo Colonia [179].
Desde 1914 se había iniciado un movimiento humanista, aho-
ra desde el Estado, en pro del enfermo mental. El gobierno nom-
bró, por resolución suprema del 22 de marzo de 1914, una comi-
sión para que elaborara un proyecto de legislación sobre alienados.
Este mismo año Sebastián Lorente había intentado, sin éxito, de
establecer un servicio de psiquiatría en la Prefectura de Lima. Co-
menzaban a destacar como líderes de este movimiento el citado
Lorente, Caravedo y Valdizán. Al año siguiente, en 1915, Lorente
y Caravedo fundan el primer consultorio de enfermedades menta-
les y nerviosas en el hospital Santa Ana. Luego, Valdizán logra
establecer un segundo consultorio en el Hospital “Dos de Mayo”
(1916). En 1915, Lorente y Caravedo cumplen con lo dispuesto en
la resolución de 1914 y formulan el primer proyecto de legislación
en el Perú sobre la asistencia de los enfermos mentales. Caravedo
realiza las primeras observaciones en el país sobre las ventajas del
trabajo y del sistema abierto en el tratamiento de enfermos psiquiá-
tricos, sistema utilizado durante la construcción del Asilo [179].
Durante la gestión de Valdizán como director del Asilo Colo-
nia, con el entusiasmo de Caravedo y Lorente y con el apoyo eco-
nómico del Sr. Larco Herrera, se efectuó la segunda reforma psi-
quiátrica en el Perú avanzando de esta manera en la humanización
de la atención dirigida a los enfermos mentales. A pesar de la pri-
mera reforma se continuaban utilizando los llamados medios de
contención (baño de camiseta, alimentación forzada, camisas y si-
llas de fuerza y otros de tipo represivo); ello no se explicaba sólo

575
por la conducta agresiva de algunos de los orates y por los exce-
sos cometidos por unos guardianes —procedentes por lo general
de la marina mercante— sino también por la conducta autoritaria
de los anteriores directivos. La primera medida de esta segunda
reforma fue la supresión del uso de los medios de contención, uti-
lizando en su reemplazo otros más humanos y científicos. Esta
medida provocó un conflicto con el personal religioso que admi-
nistraba el establecimiento. Este personal, después de oponerse sin
éxito a dicha medida, comunicó a las autoridades de la Beneficen-
cia que se retiraba de dicha administración. Este conflicto fue ob-
jeto de discusión pública y de opiniones desfavorables a la posi-
ción adoptada por el personal citado. En La Crónica Médica, de fe-
brero de 1919, se afirmaba lo siguiente:

El arcaico y anticientífico régimen de nuestros hospitales está en


crisis... Cuando la Asistencia al hombre enfermo ha dejado de
ser fruto de la caridad, cuando se ha convertido en obligación
del Estado..., no puede sostenerse que continúe empírica: ella debe
ser científica y bajo la dirección médica exclusiva... Cuando la agru-
pación piadosamente fundada por Vicente de Paúl, ha ejercido
durante casi cincuenta años, entre nosotros la asistencia de los
alienados imbuidas de estas ideas (anticientíficas y perjudiciales
para el paciente), no tiene derecho para rebelarse cuando se le
quita el poder omnímodo que poseía en el Hospital de Alienados
y se le coloca bajo la dirección técnica de los médicos... Todos
nuestros hospitales requieren en el día revisar sus reglamentos
de acuerdo con el personal médico y reformar su organización
estableciéndolos bajo la dirección médica, que controle y dirija
su funcionamiento y oriente su asistencia... No es posible que las
Sociedades de Beneficencia continúen constituidas en la forma ac-
tual...; si no se les reforma oportunamente, están fatalmente con-
denadas a inhibirse de la asistencia hospitalaria, dando lugar a la
realización del proyecto de centralizar en un organismo autóno-
mo y nacionalizado, todo lo que se refiere a tutelar la salud de
la colectividad.

Coincidiendo con la opinión anterior, el diario La Prensa co-


mentaba en sus editoriales: “Se ha producido en el nuevo asilo-

576
colonia de la Magdalena un conflicto de orden administrativo...
En efecto, la administración de nuestros establecimientos de asis-
tencia caritativa, y los detalles íntimos del funcionamiento de es-
tos institutos se realizan hoy en la misma forma en que se realiza-
ban hace sesenta años, cuando la actividad de estos establecimien-
tos y su control curativo y de administración se hallaban inspira-
dos en un concepto meramente caritativo y piadoso; y hacían de
esa función más bien un deber religioso, que el cumplimiento de
una obligación jurídica de asistencia social, con carácter higiéni-
co y científico... La traslación del personal de asilados al nuevo
local de la Magdalena, la persistencia de las referidas religiosas
en la administración del establecimiento, transportadas con sus
viejos métodos del antiguo local del Cercado, y la carencia de un
personal suficientemente educado de enfermeros y de vigilantes,
hacía, desde luego, que fuera fatal el conflicto, que hoy ha estalla-
do entre los médicos, deseosos de que la reforma del local corres-
ponda también una revolución terapéutica y administrativa y las
antiguas gestoras del asilo, empeñadas, como es natural, en la con-
servación de una disciplina y de un método que su experiencia
errónea y sus ideas conservadoras presentan como los mejores que
pudieran emplearse. El conflicto, como se ve, no ofrece asidero para
una solución contemporizadora, como pretenden algunos. O los
hospitales y asilos de beneficencia son simples refugios goberna-
dos por ideas de mera caridad y por métodos de administración
sustraídos a toda dirección técnica; o ellos constituyen estableci-
mientos modernos de asistencia y de curación...”.
Cuando se retiraron las Hermanas de Caridad (31 de marzo
de 1919), éstas fueron reemplazadas por egresadas de la Escuela
de Enfermeras de la Beneficencia de Lima, fundada en 1915 por
iniciativa del Dr. Wenceslao Molina y bajo la acertada dirección
de enfermeras inglesas contratadas por dicha beneficencia. El nue-
vo personal estuvo bajo la inmediata supervisión de la Srta. Sara
Mac Dougall, enfermera inglesa especializada en la atención de
pacientes psiquiátricos, traída en 1920 para cumplir tal función
en el Asilo Colonia. Cuando se retiró la Srta. Mac Dougall, en 1929,

577
la Beneficencia contrató, en la misma Inglaterra, los servicios de
la Srta. J. R. Cumming para reemplazarla [176, 178, 179, 180].
En 1921, se establece el consultorio externo de enfermedades
mentales del Asilo Colonia el cual estuvo a cargo del Dr. Honorio
Delgado quien le dio un sentido profiláctico. Al año siguiente, en
1922, los Drs. Valdizán y Delgado, inspirados por la importancia
de la perspectiva profiláctica de las enfermedades mentales, for-
mulan una Cartilla de Higiene Mental. El año 1927, por decreto
supremo, se formó una comisión para que redactara un Proyecto
de Ley sobre Alienados y Toxicómanos. Este proyecto fue aproba-
do en la Cámara de Diputados habiendo quedando al voto en la
de Senadores el año 1930. Formaron parte de esta comisión los Drs.
Lorente, en ese entonces Director de Salubridad, y Caravedo, como
director del Asilo Colonia [179].
En 1929 se produjo la muerte de Hermilio Valdizán y en su
reemplazo como director del Asilo Colonia fue elegido, por con-
curso, el Dr. Baltazar Caravedo quien asumió el cargo el 13 de
septiembre de 1930. Caravedo solicitó y obtuvo el cambio de nom-
bre del Asilo por el de hospital “Víctor Larco Herrera”. De esta
manera se quería señalar el sentido real del establecimiento y re-
conocer el apoyo al mismo del benefactor Larco. Durante su ges-
tión se produjo una reorganización del hospital, enfatizando la
promoción del médico psiquiatra y estableciéndose el Servicio de
Asistencia Social, el Dispensario de Higiene Mental y la Escuela
Mixta de Enfermeros en Psiquiatría, fundada en 1930 y reconoci-
da como tal por el supremo gobierno en 1933 [178, 179].
Hermilio Valdizán (1885-1929) fue psiquiatra, maestro e his-
toriador de la Medicina. Egresado en 1910 como médico de San
Marcos, viajó luego a Europa donde efectuó estudios de historia
de la Medicina y se especializó en la rama de Psiquiatría, en clíni-
cas de Italia, Francia y Suiza. Nuevamente en el Perú optó el gra-
do de Doctor en Medicina (1915); fundó la cátedra de Enfermeda-
des Nerviosas y Mentales (1916) en la Facultad de Medicina; fue
director del Asilo Colonia desde 1920 hasta el día de su muerte.
Autor del Diccionario de la Medicina Peruana, La Facultad de Medici-
na de Lima, La Medicina Popular Peruana, entre sus principales obras.

578
Asistencia hospitalaria y regulación estatal

Asistencia hospitalaria en beneficencias públicas: 1877-1933

El desarrollo de la infraestructura hospitalaria y la prestación de


servicios de hospitalización siguieron estando a cargo, fundamen-
talmente, de las beneficencias públicas. Pero ya era evidente que
estas entidades no estaban en condiciones de atender, sin partici-
pación directa del Estado, las crecientes necesidades de reposición
urgente y de ampliación de dicha infraestructura. El 31 de mayo
de 1902, con relación a dichas necesidades, la Academia Nacio-
nal de Medicina opinaba lo siguiente:

Es indiscutible la necesidad de reemplazar el vetusto hospital de


Santa Ana por otro nuevo... La hospitalización de los enfermos
se ha transformado en el curso del siglo pasado [el Santa Ana
había sido fundado en 1549]... El hospital de Santa Ana, que no
puede correctamente denominársele de mujeres, desde que al-
berga en su seno una población heterogénea, no llena ya el ob-
jeto á que estaba destinado. De construcción primitiva y pobre
arquitectura, ruinoso... amontonamiento de miseria, en el que si
la muerte no hace más estragos, se debe á la abnegación sin lí-
mites que despliega el cuerpo médico y el personal adscrito á
este tétrico establecimiento... Es por eso que evidencia [la Acade-
mia] la necesidad de establecer, en reemplazo del hospital de Santa
Ana, tres edificios completamente independientes: un hospital
general para mujeres, un hospital dedicado exclusivamente á los
niños de ambos sexos y una maternidad... [Indican, además] la
conveniencia del establecimiento de un sanatorio á orillas del
mar... dedicado á la asistencia de los niños raquíticos, anémicos,
escrofulosos... [182].

Además, ya existía un consenso general de que los hospitales,


la mayoría construidos en la época colonial, necesitaban no sólo
un mejor mantenimiento, sino también grandes cambios en su or-
ganización y gestión. Las grandes salas de hospitalización reci-
bían indistintamente toda clase de pacientes: agudos, crónicos y
convalecientes, cualquiera fuera su padecimiento; apenas se sepa-

579
raban los enfermos de medicina de los que requerían atención qui-
rúrgica. Adicionalmente, los problemas económicos de las benefi-
cencias determinaban grandes atrasos en el pago de los magros
haberes de los profesionales de los hospitales.
En la Beneficencia Pública de Lima existía, desde 1921, la “Jun-
ta de Hospitales” la cual estaba presidida por el director de la Be-
neficencia. Este organismo colectivo debía ejercer la vigilancia de
todos los asuntos concernientes con los hospitales, pero no había
podido cumplir a cabalidad esta atribución por falta de un órga-
no responsable y ejecutor de sus disposiciones técnicas, económi-
cas y administrativas; además, por su constitución actuaba de ma-
nera intermitente y su presidente no era, por lo general, un profe-
sional médico. En razón de estas limitaciones se debió crear, a ini-
cios del año 1933, la “Oficina Técnica de Asistencia Social” cuya
principal atribución debía ser la de cumplir y hacer cumplir los
acuerdos de la junta de hospitales [183].
La única sociedad pública de beneficencia que, en el período
1877-1933, desarrolló nueva infraestructura de asistencia social fue
la de Lima. Financió las obras de construcción del Asilo Colonia
de Magdalena, terminadas al final del año 1917; del hospital “Ar-
zobispo Loayza”, iniciadas el 25 de mayo de 1915; así como el asi-
lo de la infancia u orfelinato de Magdalena del Mar. Además, bajo
la gestión del Dr. Augusto E. Pérez Araníbar, aprobó los proyec-
tos del asilo de mendigos, asilo de preservación moral, cámaras
de lactancia, hospital de niños, además de otros diseñados y/o
ejecutados en dicho período [184]. Como ya se comentó el 1 de ene-
ro de 1918, con la obra física aún no terminada, inició sus opera-
ciones el asilo Colonia.
El 11 de diciembre de 1924, con ocasión de las fiestas del cen-
tenario de la batalla de Ayacucho y en una solemne ceremonia
presidida por Leguía, se inauguró el hospital “Arzobispo Loayza”
en reemplazo del cuatricentenario hospital de Santa Ana. En el
acta de inauguración se hace constar que el hospital ha sido cons-
truido “para la asistencia pública y gratuita de las mujeres menes-
terosas y enfermas” e inaugurado “para aliviar el dolor de los po-

580
bres, bajo la bendición de Dios y la obediencia de la ley divina y
del deber legal que ordenan asistir al enfermo y consolar al tris-
te”. En julio de 1925 las pacientes del “Santa Ana” fueron trasla-
dadas al nuevo hospital. Su primer director fue el Dr. Juvenal
Denegri. El gestor principal de esta importante obra fue el Dr. Au-
gusto Pérez Araníbar. Al final del período que estamos analizan-
do el nuevo nosocomio disponía de un total de 569 camas hospi-
talarias [185, 186].
De acuerdo a lo que informa Miguel Rabí [186], las salas y los
servicios del hospital Arzobispo Loayza, en su primer año de ac-
tividad, fueron los siguientes: (I) Pabellones N.os 1, 2 y 3, de Me-
dicina General; (II) Pabellón N.º 4, Párvulos de primera y segunda
infancia; (III) Pabellón N.º 5, Servicios Quirúrgicos; (IV ) Pabellón N.º
6, Clínica de Ginecología y Clínica de Cirugía General; (V ) Pabe-
llón N.º 7, Servicio de Tuberculosis; (VI) Pabellón N.º 8, Enferme-
dades infecto-contagiosas y de la piel; (VII) Pabellón N.º 9, Cirugía
de Niños; (VIII) Servicio de Rayos X y Radio; (IX) Laboratorio de Quí-
mica, Bacteriología y Hematología; (X) Instituto de Anatomía Pato-
lógica; (XI) Gabinete Electroterápico; (XII) Consultorios de Dermato-
logía Sifilografía; (XIII) Consultorio Dental; (XIV ) Clínica de Otorri-
nolaringología; (XV ) Clínica Oculística; (XVI) Administración, a car-
go de la Superiora Sor Rosa Larrabure; (XVII) Escuela de Enferme-
ras; (XVIII) Servicio de Pensionistas o de Clínica de Pagantes.
La casa de Maternidad, que había sido trasladada al hospital
de Santa Ana en 1877, permaneció en este local por 45 años inin-
terrumpidos. En el año 1922 la planta física del hospital Santa Ana
es derruida parcialmente con el fin de dar paso a la prolongación
del jirón Huallaga. En 1925 las pacientes del Santa Ana son tras-
ladadas al nuevo hospital Arzobispo Loayza. En la parte no de-
rruida siguió funcionando la Maternidad de Lima, que después
de varias modificaciones y ampliaciones adoptaría, en 1943, la
nueva denominación de “Hospital Maternidad de Lima”.
La mortalidad intrahospitalaria de los hospitales de beneficen-
cia era muy alta, incluso en los hospitales modernos de Lima. En
la revista La Reforma Médica se publicó un análisis de dicha mor-

581
talidad, para el quinquenio 1926-1930, en los hospitales Dos de
Mayo y Arzobispo Loayza. En las tablas presentadas se muestra
que la mortalidad intrahospitalaria fluctuó en el hospital Dos de
Mayo entre un mínimo de 11,2% (1926 y 1930) y un máximo de
13,5% (1928); mientras que en el Arzobispo Loayza varió entre
13,7% (1926) y 16,5% (1930). La principal conclusión a la que lle-
ga el autor del análisis es:

Que nuestra mortalidad hospitalaria es muy alta; duplica y aún


triplica las cifras usuales por el mundo... [siendo] las enfermeda-
des epidémicas, endémicas e infecciosas las responsables de tal
fenómeno... [Ello] Nos indica que por mucho que siga afirman-
do la Sociedad de Beneficencia que los hospitales son para los
desvalidos, en realidad allí concluyen por ir los infectados, los he-
ridos por la excesiva insalubridad que impera en Lima... [187].

En 1930 las sociedades de beneficencia pública mantenían


hospitales en 44 ciudades del país con un total de 5 213 camas
hospitalarias que en ese año habían atendido a 78 883 enfermos,
con una productividad de 15 personas atendidas por cada cama
hospitalaria disponible. Del total de esas camas, correspondían
a Lima un subtotal de 1 535 y al Callao otro de 594. En el resto
del país se distribuían de la manera siguiente: 400 en Arequipa,
200 en el Cusco, 200 en Puno, 214 en Ica, 180 en Pisco, 180 en
Chiclayo, 150 en Cajamarca, 105 en Mollendo, 95 en Ayacucho,
92 en Chancay, 90 en Piura, 60 en Guadalupe, en Huancavelica
y en Lambayeque, 51 en Tarma, 40 en Cerro de Pasco, 40 en
Huancayo y para el resto de lugares cifras inferiores a 30. Del to-
tal de 5 213 camas correspondían a la Costa un subtotal de 3 775;
a la Sierra, 1 373; y a la Selva, apenas un subtotal de 65 camas
hospitalarias [99].
Al 31 de octubre de 1931 las sociedades públicas de benefi-
cencia administraban en todo el país establecimientos con un to-
tal de 7 996 camas disponibles en hospitales, lazaretos, hospicios
y otros establecimientos de caridad. De este agregado un subtotal
de 5 213 eran de hospitalización y estaban distribuidas en 44 ciu-
dades. La Beneficencia de Lima tenía en servicio 4 320 camas (54%

582
de ese total) que se repartían de la siguiente manera: hospital Dos
de Mayo, 710; hospital Arzobispo Loayza, 569; la Maternidad, 306
(parturientas 182, niños 124); hospicio del Refugio (crónicos, in-
válidos, incurables y ancianos), 345; hospital Víctor Larco Herrera,
1 056; sanatorio Olavegoya, 217; puericultorio Pérez Araníbar, 933;
asilo de mendigos 162 y escuela taller Santa Teresa [99].

Beneficencias extranjeras y asistencia hospitalaria: 1877-1933

La Sociedad Francesa de Beneficencia había sido fundada el 24


de junio de 1860 por gestión del entonces Cónsul General de Fran-
cia en el Perú, don Edmond de Lesseps. Una de las primeras ini-
ciativas de la Sociedad fue la de reunir fondos para la construc-
ción de una “Maison de Santé”, para la atención gratuita de sus
compatriotas y de los extranjeros con un pago razonable. La pri-
mera piedra del edificio fue colocada el 15 de agosto de 1867. En
mayo de 1870 fue firmado un contrato para la venida a Lima de
cuatro religiosas de San José de Cluny para atender este nuevo hos-
pital. El gobierno, por decreto del 18 de agosto de 1880, cedió a la
Sociedad Francesa el terreno de propiedad de la iglesia de
Guadalupe, sede de la “Maison de Santé”, que fue durante algu-
nos años el único hospital de Lima, aparte de los que sostenía la
Beneficencia. Su primer director fue un ilustre médico peruano: Dr.
Manuel Odriozola [188].
La Sociedad Italiana de Beneficencia fue fundada el 23 de mar-
zo de 1862 por iniciativa de José Canevaro. En 1881 fue erigido,
dentro de modestas características, el hospital “Vittorio Emma-
nuele II” en el antiguo colegio municipal de Guadalupe, con una
capacidad de sólo seis camas hospitalarias. En 1883 se efectuó la
compra del terreno para un nuevo local de dicho hospital; nuevo
local que fue inaugurado solemnemente el 5 de junio de 1892. José
Azzali, médico italiano llegado en 1877 y establecido en el Callao,
tuvo a su cargo la dirección de su servicio de cirugía desde 1885.
La congregación de las Hijas de Santa Ana estuvo muy vinculada
al funcionamiento de este nosocomio [189].

583
La Comunidad Angloamericana y la Misión Episcopal Meto-
dista habían iniciado conversaciones, en el año 1920, para edificar
un hospital de 40 camas para la atención de dicha comunidad en
el Perú. En estas circunstancias se presentó la oferta de venta de la
“Casa de Salud” de Bellavista, que ya funcionaba como hospital
desde 1906; oferta que fue aceptada. Para adquirir la “Casa de Sa-
lud” la Comunidad Anglo Americana se convirtió, el 16 de mayo
de 1921, en la Compañía Anónima Limitada “British American
Hospital”. La misión trajo de Estados Unidos al Dr. Warren Fleck,
médico cirujano y superintendente del hospital, y a la Srta. Louise
Kurath como jefa de enfermeras; ambos debían organizar el cuerpo
técnico y poner en capacidad de funcionar el “British American
Hospital” de Bellavista. La solemne inauguración del hospital se
realizó el 30 de octubre de 1921, con asistencia del Presidente
Leguía, el Ministro de Relaciones Exteriores y los embajadores de
los Estados Unidos e Inglaterra, entre otras personalidades. El Dr.
Fleck fue reemplazado, en noviembre de 1923, por el Dr. Eugene
Mac Cornack quien en compañía de su esposa, una experimenta-
da anestesista, dio inicio a una prestigiosa actividad quirúrgica que
duró hasta 1939 cuando retornan a Estados Unidos. En 1927 el pro-
medio diario de hospitalizados era de 37 [190].

Nuevas orientaciones sobre la asistencia hospitalaria pública:


1920-1933

El art. 55º de la Constitución de 1920 había establecido la obliga-


ción del Estado de fundar hospitales y de organizarlos en la Re-
pública, lo cual significó el reconocimiento político de que la asis-
tencia hospitalaria de los enfermos no era una obra de caridad,
sino un deber del Estado moderno. Para iniciar el cumplimiento
de este mandato, el gobierno expidió el decreto supremo del 4 de
septiembre de 1925 por lo que ordenaba al Ministerio de Fomento
que procediera a estudiar un “Plan General de Organización de
la Asistencia Hospitalaria en la República” por medio de una co-
misión presidida por el Director General de Salubridad. Paz Soldán

584
actuó como secretario de la misma [61]. Al final del Oncenio, en
1930, el gobierno estaba a cargo del financiamiento de los gastos
operativos de los hospitales de Contagiosos de Guía, de La Mer-
ced y de Niños “Julia Swayne de Leguía”, e iba a iniciar la cons-
trucción del hospital de San Ramón de Tacna.
El “Instituto Nacional del Cáncer” fue creado, como dependen-
cia de la Dirección de Salubridad, por resolución suprema del 8
de febrero de 1924, para estudiar y combatir esta enfermedad. Su
reglamento fue aprobado por R. S. del 20 de junio de 1924 y se fijó
como personal mínimo un médico radiólogo, un ginecólogo y un
anatomopatólogo. Luego, por R. S. de 25 de abril de 1924 se esta-
bleció el “Comité Permanente para el Control del Cáncer en el
Perú” destinado a unificar la lucha contra el cáncer y servir de
junta asesora al instituto. La resolución del 10 de septiembre de
1926 reconoció oficialmente la “Liga Anticancerosa”, luego deno-
minada “Liga Peruana contra el Cáncer”, que reemplazó en sus
funciones al Comité. La Ley del 15 de julio de 1927 señaló terreno
para la construcción del futuro hospital del Cáncer [61].

Regulación estatal de la práctica privada en salud: 1877-1933

El 12 de abril de 1877, visto el proyecto formulado por la Facultad


de Medicina de Lima, el gobierno de Mariano I. Prado aprobó el
“Reglamento para el ejercicio de los diferentes ramos de la Medi-
cina”. En su art. 1º se establece que: “Nadie podrá ejercer ramo
alguno de las ciencias médicas, si no está provisto de un diploma
profesional dado por la Facultad de Medicina”. En el reglamento
se establecen los requisitos para obtener el diploma de médico, far-
macéutico, obstetriz, dentista, preparador de drogas y de aguas
minerales y de flebotomista. En su art. 5º se prohíbe ejercer a un
mismo tiempo la Medicina y la Farmacia. Once años después de
aprobado este reglamento el gobierno de Cáceres, considerando que
“es necesario regimentar debidamente el ejercicio de la Medicina
y de la Farmacia, a fin de evitar los abusos que se cometen con
daño de la salud pública” promulgó el 28 de noviembre de 1888

585
la “Ley del Ejercicio de la Medicina y de la Farmacia”. En su art.
6º se prescribe que no será permitido abrir el servicio de una far-
macia o botica, sino a los que posean el respectivo diploma de la
Facultad de Medicina previas las demás formalidades estableci-
das en los reglamentos vigentes [61].
A partir de la vigencia de la Constitución Política de 1920 las
acciones de regulación y control estatal en el campo del cuidado
de la salud se fortalecieron y ampliaron su ámbito. Así se dicta-
ron, durante el gobierno de Leguía y la gestión de Curletti como
Ministro de Fomento, nuevas normas que formalizaron la partici-
pación de la Dirección de Salubridad en el control del ejercicio de
las profesiones médicas [61, 111, 191]:

• Resolución suprema del 24 de agosto de 1922, que aprueba el


reglamento que regulariza, controla y coloca bajo la
supervigilancia de la Dirección de Salubridad, por interme-
dio de la Comisión de Farmacia o sus delegados provinciales,
el ejercicio de la profesión farmacéutica, el comercio de dro-
gas y funcionamiento de las herbolerías. El reglamento cons-
ta de cinco capítulos: del ejercicio de la profesión farmacéuti-
ca, de los establecimientos de Farmacia, de las especialidades
farmacéuticas, de las Droguerías y de las herbolerías.
• Resolución suprema del 5 de enero de 1923 que, visto el pro-
yecto formulado por la Comisión nombrada por R. S. del 15
de diciembre de 1922, aprueba el “Reglamento para el Ejerci-
cio de la Profesión de Odontología en el Perú”, que se estruc-
tura en 29 artículos. En su art. 13º se establece que el ejercicio
de la profesión queda sujeto al control superior de la Direc-
ción de Salubridad Pública, la que lo ejercerá por intermedio
de la Comisión Inspectora de Odontología y los delegados
provinciales.
• Resolución suprema del 10 de agosto de 1923 que, visto el
proyecto presentado por la junta de vigilancia de la profesión
médica y de la obstetricia nombrada por R. S. de 6 de abril de
1923, aprueba el “Reglamento para el ejercicio de la Medicina
y la Obstetricia”. En la resolución se prescribe que la

586
supervigilancia de la profesión de la medicina y de la obste-
tricia es función propia del servicio nacional de sanidad, re-
presentado por la Dirección de Salubridad, que se ejercerá
por intermedio de la junta de vigilancia creada por decreto
gubernativo de 6 de abril de 1923.
• Las resoluciones supremas del 16 y del 22 de diciembre de
1930 de vigilancia del ejercicio de la Medicina, Odontología y
la Obstetricia. En ellas se dispone que el Ministerio de Gobier-
no, para evitar el ejercicio ilícito de esas profesiones y aten-
diendo a las indicaciones del de Fomento, dispondrá que las
autoridades políticas locales procedan a clausurar los con-
sultorios ilegales.
• Las resoluciones del 16 y 30 de septiembre de 1931, por las
que se crea y, luego, se amplía una comisión encargada del
control deontológico y la vigilancia en el ejercicio de las pro-
fesiones médicas. Estaba constituida por delegados de la Di-
rección de Salubridad, de la Facultad de Medicina, de la Aca-
demia Nacional de Medicina, del gremio médico, de la Escue-
la de Farmacia, del gremio de farmacéuticos, del Instituto de
Odontología, del gremio de odontólogos y de la Asociación
de Obstetrices.

A inicios del siglo XX, además de la “Maison de Santé” y del


hospital Italiano, ya funcionaban en Lima algunas clínicas priva-
das. La más importante era la ya citada “Casa de Salud” de
Bellavista. Su local había sido construido en 1800 para convento
de las Madres de Visitación. Más tarde fue cuartel y en 1886 fue
adquirida por la colonia italiana y convertido en hospital. En 1910
lo adquirieron dos médicos italianos que lo reconstruyeron y equi-
paron con los medios necesarios. En 1921, como ya se narró, fue
adquirida por la colonia angloamericana [190]. En 1919 los Drs.
Lorente, Valdizán y Caravedo establecen en Bellavista la primera
clínica psiquiátrica privada, que funcionaría hasta 1930. Una nue-
va clínica psiquiátrica, bajo la dirección de Honorio Delgado, co-
menzó a funcionar en 1930 en La Perla. Además de las menciona-

587
das, funcionaban las clínicas “Villarán, “Febres”, “Dulanto”,
“Pasquel”, entre las ubicadas en Lima.
Sin embargo, del crecimiento de la práctica privada en el cam-
po de cuidado de la salud, hasta el año 1922 no existían disposi-
tivos que precisaran la acción de regulación del Estado en el fun-
cionamiento de las clínicas u otras entidades privadas afines. Re-
cién el 17 de noviembre de ese año se dictó un decreto supremo
que establecía: “Las clínicas, casas de salud y establecimientos de
asistencia particular, estarán bajo la vigilancia de la Dirección de
Salubridad Pública, la que determinará las condiciones y requisi-
tos que deben reunir para su funcionamiento y apertura, siendo
entendido que ningún establecimiento podrá funcionar sin estar
a cargo de un médico que la dirija”. Este decreto se justifica argu-
mentando: “Que es necesario que dichos establecimientos estén
sujetos a procedimientos en armonía con las prescripciones cien-
tíficas al respecto; y que es, por otra parte, conveniente, establecer
la vigilancia en ellas, en conformidad con la Ley 2348”.
El reglamento del decreto recién fue aprobado el 9 de enero de
1925 por otro decreto supremo. Establece en su art. 1º que no se
permitirá la apertura de ningún establecimiento de asistencia mé-
dica particular, sin autorización de la Dirección de Salubridad Pú-
blica, “la que sólo la concederá cuando el establecimiento por abrir-
se reúna las condiciones y requisitos que este reglamento señala”.
Además, el decreto supremo del 22 de agosto de 1924 había am-
pliado el ámbito de control estatal sobre las entidades privadas:

Todas las instituciones públicas y privadas, establecidas o por


establecerse, que se ocupan de higiene, asistencia y profilaxia
social, someterán sus programas y actividades al control de la
Dirección de Salubridad Pública [61].

588
Saneamiento ambiental: Perú, 1877-1933

Problemas de saneamiento

Las pésimas condiciones de vivienda y salubridad urbana que


existían en esa época en el país se evidenciaron nítidamente con
ocasión de la aparición de la peste en el año 1903. Un gran núme-
ro de las viviendas, edificios de puertos y ciudades eran de tiem-
pos coloniales y del inicio de la República por lo que se encontra-
ban en pésimas condiciones. En Lima la mayoría de las casas se
caracterizaban por tener paredes huecas, cavidades amplias entre
el entablado de las habitaciones y el suelo, adobes en la planta
baja y paredes de quincha en la planta alta; es decir, condiciones
propicias para el refugio de las ratas y otros parásitos. Según un
estudio de la época, ni siquiera las mejores casas limeñas eran de
concreto. Otra dimensión del problema de la vivienda en Lima era
su tugurización.
En 1903 Rómulo Eyzaguirre, uno de los fundadores de la Di-
rección de Salubridad, realizó un estudio sobre la influencia de
las condiciones de vivienda sobre la mortalidad en Lima, infor-
mando que:

Los callejones arrojan una mortalidad casi igual a la que se pro-


duce en los demás domicilios juntos... La mortalidad en los hos-
pitales es considerable: si su cifra se agrega a la marcada para los
callejones, se patentiza más las influencias de la miseria y la falta
de higiene... [192].

[589] 589
En 1908 el médico Leonidas Avendaño y el arquitecto Santia-
go Basurco presentaron al gobierno un informe sobre las casas de
“vecindad” de Lima; resaltando que el 66,7% de los habitantes de
la capital sobrevivían en viviendas sobrepobladas e insuficientes
y que todas las enfermedades evitables, endémicas o no, hacían
grandes estragos en los callejones, solares, casas de vecindad y
lugares análogos porque allí encontraban a sujetos debilitados
“por el alcoholismo, la miseria, la ignorancia, la desidia” [193].
En 1909, en su tesis de doctorado en Medicina, Enrique León
García realizó un análisis de las condiciones de vivienda en Lima.
Según sus observaciones, antes del explosivo crecimiento demo-
gráfico registrado durante el “Oncenio”: el 77% de las personas
vivían mal alojadas, el 10 % suficientemente alojadas y el 13 %
gozaban con holgura del espacio habitable. Luego, datos del Mi-
nisterio de Hacienda señalaban que en 1920 la situación de haci-
namiento había empeorado: el 42% de las familias de Lima vivían
en un cuarto, mientras que sólo el 2% lo hacía en viviendas de
más de 10 habitaciones
Once años después de haber sido denunciadas por Avendaño
y Basurco las pésimas condiciones de higienización de las casas
de vecindad de Lima, el Inspector de Higiene del Concejo Provin-
cial de esta ciudad y futuro Ministro de Salud, Dr. Constantino
Carvallo, informaba al alcalde los resultados de las acciones rea-
lizadas al respecto por la municipalidad:

Desde el año 1915,... fue mi preocupación... ocuparme del estu-


dio del mejoramiento de las casas de inquilinato, en las que vive
el pueblo, llamadas entre nosotros, casas de vecindad y callejo-
nes... me fue posible presentar en los últimos meses del año de
1916, un proyecto de ordenanza y un reglamento para empren-
der de manera sistemática y científica el saneamiento de las fin-
cas de alquiler. Este proyecto... (se) promulgó como ordenanza
el día 1ro. de marzo de 1917. Desde entonces,... no he cesado un
solo momento en esta campaña [el informe tiene como fecha el
4 de junio de 1919]... La inspección ha realizado más de 20,000
visitas domiciliarias; ha pasado 2,000 notificaciones a los pro-
pietarios, indicándoles las reparaciones a efectuar en sus inmue-

590
bles...; ha pedido la clausura de 30 fincas, cuyas condiciones de
salubridad así lo exigían; ha conseguido que se reconstruyan en
las mejores condiciones 25 o 26 casas de vecindad... Bien poco
se ha conseguido..., pero no es debido a que la labor no ha sido
intensa; lo pequeño de lo ganado... se debe en primer lugar, a
la indiferencia con que las instituciones dueñas de fincas han
acogido esta ordenanza y a que no ha sido posible a esta ins-
pección obligarlas a su cumplimiento... La Sociedad de Benefi-
cencia Pública (dueña de una proporción enorme de casas de
inquilinato en Lima), desgraciadamente no ha colaborado has-
ta hoy en esta campaña... el número de fincas de alquiler de la
Sociedad de Beneficencia que amenazan ruina y cuyas condicio-
nes de higiene me obligan a pedir su clausura, llega a 71. Los
conventos y las comunidades religiosas, cuyos bienes forman
hoy la Sindecatura Eclesiástica, tampoco han cumplido con la
ordenanza... También es causa de dificultad en esta campaña la
escasez de recursos pecuniarios de esta inspección y del conce-
jo... Es además indispensable... que haga notar, la urgencia que
existe de que se apruebe el plan general de saneamiento..., so-
bre agua potable, canalización y pavimentación, pues es del do-
minio público que la totalidad de las casas de vecindad carecen
de agua, que sus canales son pésimos y que las condiciones de
salubridad serán siempre mediocres, por más reconstrucciones
que se hagan si estos servicios higiénicos primordiales faltan o
son insuficientes... [132].

En 1933, no obstante las obras de modernización e “higieni-


zación” hechas en la capital del país, el problema de los callejo-
nes y casas de vecindad limeñas seguía sin solución. Poco fue lo
que se hizo durante el “Oncenio” para el fomento y el mejoramiento
de la vivienda popular. Cabe hacer mención al respecto los esca-
sos resultados del decreto del 29 de septiembre de 1922 y la reso-
lución suprema del 18 de julio de 1930, dispositivos en los que se
ordenaba la instalación en todo callejón o casa de vecindad por lo
menos: un inodoro, una ducha y un botadero, por cada diez habi-
taciones; es decir, facilidades ubicadas a una distancia no mayor
de 25 metros de la habitación más alejada [111].

591
Las condiciones higiénicas de la vivienda en el resto del país
eran peores que las de Lima. En los poblados de la Costa, espe-
cialmente en el centro y el sur, las casas eran de adobe; en tanto
que en los del norte la quincha era el material de construcción más
utilizado. Las casas de quincha, a menudo de doble pared, eran
viviendas llena de tabiques, huecos, perforaciones del suelo e in-
tersticios imposibles de vigilar. Éstas eran hechas de material frá-
gil y perforable, ofrecían un fácil refugio a los insectos y óptimas
madrigueras a las ratas y otros roedores. Además, en diversos pun-
tos de la Costa urbana imperaban los sistemas ineficaces de elimi-
nación de desperdicios, las viviendas hacinadas y los depósitos
de alimentos y granos, facilitando la proliferación de las ratas. Por
otro lado, los mercados se improvisaban en las orillas de los ríos
donde contaminaban el agua y el ambiente; las calles eran estre-
chas y tortuosas y no tenían pavimentación. Antes de la década
del 20 la mayoría de localidades urbanas tenían acequias abiertas
que recorrían la vía pública; las principales ciudades contaban
con un sistema de alcantarillado cerrado pero precario y las vi-
viendas tenían silos de poca profundidad que eran criaderos para
las ratas. En la Sierra y la Selva la población rural sobrevivía en
tambos, galpones u chozas, en los que la totora, la caña y el barro
eran los principales materiales de construcción. Las acciones para
la higienización de las viviendas rurales se reducían a las de con-
trol de roedores durante las campañas antipestosas. Además, a la
ausencia de un sistema eficiente de baja policía se sumaba la au-
sencia o pésima condición de los servicios básicos de agua pota-
ble y desagüe. En los poblados más pobres, las viviendas consis-
tían en una reducida habitación alzada con barro o caña [129, 130].

Modernización e higienización de Lima

Después de la Guerra del Pacífico y durante gran parte del segun-


do militarismo se asistió al inicio de la modernización y el desa-
rrollo urbano de Lima. Este inicio se manifestó en la renovación
de las obras urbanas: nuevas construcciones, ampliación de ave-
nidas, pavimentación de las calles con asfalto, alumbrado públi-

592
co eléctrico y transporte. En 1906 se pone en funcionamiento el
tranvía eléctrico con siete rutas y 40 kilómetros de vía. Asimismo,
se construyen edificios públicos y grandes avenidas que se expan-
den fuera de los límites de las murallas coloniales, especialmente
en dirección de los balnearios del Sur. Y también aparecen las pri-
meras urbanizaciones tanto en terrenos baldíos al interior de la
vieja ciudad, como en huertas y chacras ubicadas inmediatamen-
te después del antiguo límite de las murallas. La ciudad comenzó
a perder sus rasgos coloniales.
En la década de los años 20, los grandes cambios se aceleran
en la capital, aunque benefician especialmente a la oligarquía y
a los sectores medios. Aparecen automóviles, camiones y ómnibus
de transporte humano, se avanza en el saneamiento y la pavimen-
tación de la ciudad, se construyen grandes avenidas (Brasil, Leguía),
plazas (San Martín) parques (La Reserva), barrios (La Victoria),
monumentos y hospitales. Aparecen nuevas residencias y urbani-
zaciones que, al generar problemas de dotación de servicios sani-
tarios, obligan al establecimiento de normas de regulación para el
desarrollo de estos asentamientos [61, 111]. Entre las nuevas nor-
mas de regulación sanitaria del crecimiento de Lima, destacan las
siguientes:

• El decreto supremo del 6 de octubre de 1922 que ordena: “A


partir de la fecha, no se podrá realizar urbanizaciones en Lima,
Callao, Chosica y Balnearios, sin que previamente haya hecho
la Dirección de Salubridad, el estudio de las condiciones sani-
tarias de ellas y sin que, además, los planos y proyectos hayan
sido aprobados por la Dirección de Obras Públicas”.
• El decreto Ley de 1924 que creó la “Inspección de Urbaniza-
ciones”, como dependencia de la Dirección General de Salu-
bridad, a la que se encomendó la tramitación de todo asunto
de urbanización en Lima y sus alrededores. Inspección que
funcionó en esa Dirección hasta 1931, en que por un nuevo
decreto Ley pasó a ser una dependencia de la Dirección de
Obras Públicas.

593
• La resolución suprema del 22 de agosto de 1924, que aprobó
el “Reglamento de Urbanizaciones”. En su art. 48º se señala
que todo proyecto de urbanización debe comprender: el tra-
zado de la nueva población o barrio, así como los estudios de
agua potable, de desagües y canalizaciones, de obras de
pavimentación y aceras, de instalación de alumbrado públi-
co, de obras de ornato y de vías de comunicación.
• Hacia 1925 se creó la Dirección Técnica de la Dirección de
Salubridad que incrementó el control sobre las construccio-
nes. En el ámbito nacional se refaccionaron los puertos con
medidas antirratas; se difundió el uso del concreto y asfalto,
así como el mejoramiento de los servicios de agua y desagüe.
• La Ley N.º 6186 del 28 de abril de 1928 que prescribe: “La
implantación de tuberías de agua potable en las calles de toda
zona urbanizada en formación o en urbanizaciones ubicadas
en los alrededores de las poblaciones de la República, se ejecu-
tarán necesariamente con la intervención directa del gobierno
y con la sujeción a las especificaciones que éste formule”.

En realidad, Lima estaba creciendo en forma que escapó a toda


previsión. A fines del siglo XVIII Lima había ocupado apenas 456
hectáreas; en 1908 esta superficie se había triplicado a 1 292 hec-
táreas. Según el censo de 1920, la ciudad tenía una extensión de 1
426 hectáreas y según el de 1931, un total de 2 037 hectáreas; es
decir, que en los últimos 11 años del período estudiado había te-
nido un aumento de 55,6 hectáreas por año o un incremento total
de 611 hectáreas que representaba casi el 43% del área ocupada
en 1920 [194].

Obras y servicios de saneamiento urbano

Obras y servicios de saneamiento: 1877-1920

Como parte del inicio de la modernización de la ciudad de Lima,


entre 1895 y 1919 se mejoró la red de cloacas de la ciudad y se
aumentó la calidad y la dotación de agua potable. Se siguió cons-

594
truyendo la red de albañales de la ciudad de Lima, aunque con
interrupciones. En 1901 se informaba que se había llegado a cons-
truir 55 kilómetros de esa red, a un costo de 1 248 299 soles [194].
En lo que se refiere al problema de las basuras en Lima, una solu-
ción parcial fue su traslado en carretas a los llamados muladares.
En la ciudad de Lima, por ejemplo, gran parte de las 60 toneladas
de basura, que en 1903 se producían diariamente, eran llevados a
muladares ubicados en los márgenes del río Rímac. Para entonces
ya estaban en el perímetro urbano. En el de Tajamar, los cerdos se
alimentaban de desperdicios y cerca del muladar de Monserrat
existía un matadero.
El gobierno central estuvo preocupado por el problema de in-
salubridad en el resto de ciudades del país; por ello trató de dar
impulso a las obras de infraestructura sanitaria en provincias. En
este sentido se promulgaron más de 50 leyes o resoluciones legis-
lativas para financiar, con asignaciones presupuestarias o vía em-
préstitos, dichas obras en las principales ciudades del país. Por
ejemplo, la ley de enero de 1895 que autorizó el Concejo Provin-
cial del Callao el cobro de arbitrios específicos para dotar de agua
y desagüe al puerto. En las otras ciudades del país los Concejos
Municipales estaban a cargo de financiar las obras de provisión,
conservación y distribución del agua para uso común, así como
los otros servicios de higiene urbana [194]. Pero, estas municipali-
dades eran administrativamente muy débiles. Recién a inicios del
siglo XX habían comenzado a formar una pequeña burocracia con
regidores especializados en el cobro de tributos e inspectores en-
tre los que se encontraba uno de higiene.
La consecuencia práctica de esa situación era la deficiente sa-
lubridad urbana en todo el país, principalmente por las pésimas
condiciones en que se prestaban los servicios de provisión de agua
de bebida y de alejamiento de aguas y materias excluidas. Ade-
más, las autoridades municipales estaban muy lejos de poder cum-
plir o hacer cumplir lo dispuesto en las normas del “Servicio de la
Sanidad Terrestre”, que incluía once capítulos: (I) de los estableci-
mientos industriales; (II) de los mercados; (III) de los mataderos; (IV )
de los cementerios; (V ) del reconocimiento y traslado de cadáve-

595
res; (VI) de las obras y edificios públicos y civiles; (VII) de los esta-
blecimientos higiénicos municipales.
Durante la primera gestión presidencial de José Pardo y sien-
do Ministro de Fomento José Balta se dictó el decreto supremo del
20 de enero de 1905 que, en su parte considerativa, señala:

los trabajos destinados a proveer agua potable y desagüe a las


poblaciones constituye la base fundamental de la higiene pública
y privada, cuyo estudio y supervigilancia corresponde al Minis-
terio de Fomento, por conducto de la Dirección de Salubridad,
[y que en su parte normativa ordena:] Todas las cuestiones rela-
tivas a la provisión de agua potable i desagüe de poblaciones,
correrán, en lo sucesivo, por la Dirección de Salubridad [65].

Luego de doce años del anterior decreto, durante la segunda


gestión presidencial de José Pardo y siendo Ministro de Fomento
Belisario Sosa, se expidió la resolución suprema del 30 de marzo
de 1917 en la que se recordaba:

Que los Prefectos, tanto por ser presidentes de las Juntas de Sa-
nidad Departamentales, cuanto por representar al gobierno en
los Departamentos, corresponde vigilar que se cumplan las le-
yes, reglamentos y disposiciones sanitarias y procurar que se
adopten todas las medidas conducentes a mejorar las condicio-
nes de salubridad de las poblaciones del territorio de su jurisdic-
ción. [Y, por ende, ordenaba:] Los Prefectos de los departamen-
tos de la República, oyendo a los médicos titulares respectivos,
presentarán dentro de un plazo de noventa días, a la Dirección
de Salubridad, un informe acerca de las condiciones en que se
verifican los servicios de agua y desagüe en las poblaciones de
más de tres mil habitantes, comprendidas en el territorio de su
jurisdicción;... En vista de los informes recibidos, la Dirección de
Salubridad Pública propondrá la ejecución de las obras de mejo-
ramiento de esos servicios, que sean posibles de llevar a la prác-
tica con el auxilio de fondos fiscales y utilizando los elementos
locales aprovechables... [111].

En esa misma resolución suprema se urgía a los prefectos que,


sin perjuicio de aquellos informes, se pusieran de acuerdo con la
“Junta de Sanidad Departamental respectiva” para dictar las dis-

596
posiciones conducentes a la protección de agua de bebidas de las
poblaciones, vigilando el cumplimiento por parte de las munici-
palidades de las disposiciones sanitarias relativas a ese servicio
y obligando que se lleven a la práctica, por quienes corresponde,
las mejoras en la captación, conducción o distribución del agua,
“que los médicos titulares indiquen y que la Junta de Sanidad
apruebe” [111].

Obras y servicios de saneamiento: 1920-1933

Quince años después de estar vigente el decreto supremo del 20


de enero de 1905, fue derogado expresamente por el decreto del 20
de febrero del año 1920 el cual ordenaba: “Todas las cuestiones
relativas a la provisión de agua potable, canalización de desagües
y eliminación de basuras correrán en lo sucesivo por la Dirección
de Obras Públicas. Queda derogado con este decreto el dado el 20
de enero de 1905”. El decreto de 1905 había otorgado esas atribu-
ciones a la Dirección de Salubridad [61].
Pero, el decreto de 1920 fue rápidamente modificado, en lo que
se refiere a la competencia sobre los proyectos, por uno nuevo apro-
bado el 8 de noviembre de 1921; este decreto estableció que todos
los proyectos relativos a la dotación de agua y su purificación de-
bían ser sometidos a la Dirección de Salubridad antes de dar co-
mienzo a las obras. El argumento fue el siguiente:

La cantidad y la calidad de agua que se suministra para el con-


sumo personal, el tratamiento y disposición de los desagües,
de las basuras y otros desperdicios y el drenaje de áreas de te-
rreno, ocupadas o no, son asuntos vitales todos, que afectan la
salubridad de la Nación [61].

Durante la primera fase del gobierno de Leguía se otorgó una


alta prioridad al desarrollo de las obras públicas de saneamiento
e “higienización” de las principales ciudades del país. La Ley N.º
4126, del 12 de mayo de 1920, facultó al Poder Ejecutivo para que
contratara la ejecución de las obras necesarias para dotar a las ciu-
dades de Lima, Callao y otras 30 del interior del país, de apropia-

597
das instalaciones de agua y desagüe, pavimentación y eliminación
de basuras aprovechando en lo posible, las instalaciones existen-
tes y los estudios realizados sobre la materia. Fijó, además, las ren-
tas y fuentes de financiamiento correspondientes. Parte de esas
rentas había pertenecido a las juntas departamentales y concejos
provinciales. Además, la Ley facultó al Poder Ejecutivo para pro-
ceder al saneamiento de otras poblaciones importantes, en la opor-
tunidad y forma que se juzgase conveniente. Al igual que en el
caso de otras obras públicas, se contrató a una empresa norteame-
ricana —en este caso la “Fundation Company”— para la instala-
ción de dichas obras. Esta labor se cumplió en el período 1922-
1925 con un costo de 460 380 libras peruanas. Entregadas las obras,
se canceló el contrato [195].
En cumplimiento de la Ley N.º 4126, el suministro de agua po-
table en Lima quedó a cargo del “Servicio de Agua Potable”, de-
pendencia del Ministerio de Fomento; de esta manera la adminis-
tración de tal suministro pasó del dominio municipal al guberna-
tivo. Solamente en la ciudad de Lima se gastó 30 millones de soles
para construir 200 000 metros de canalización, 360 000 metros de
tuberías para agua y 1 300 000 m2 de pavimentación, así como en
el mejoramiento de la planta de captación y almacenamiento “La
Atarjea”. Durante el “Oncenio” se construyó servicios similares a
“La Atarjea” en Arequipa, Cusco, Paita, Trujillo, La Punta, Huacho
Supe, etc. En síntesis, se instalaron aproximadamente, en las ciu-
dades señaladas en la Ley, un total de 992 000 metros de tuberías
de agua potable a un costo de 14,4 millones de soles, y se realiza-
ron obras de desagüe a un costo de 10,0 millones de soles; en total
24,4 millones, que representó casi el 32% del gasto total en obras
públicas realizado durante la Patria Nueva [41, 196].
La ejecución de las obras contratadas a la “Fundation Com-
pany” no fue totalmente satisfactoria, no obstante que muchas de
ellas estuvieron bajo el control de la Sección de Obras Sanitarias
de la Dirección de Obras Públicas. Las obras de saneamiento e hi-
gienización urbana realizadas fueron desbordadas en su capaci-
dad de servicio en las ciudades principales; entre otras razones
por defectos en su planificación y ejecución. Además, los trabajos

598
se habían desarrollado en forma incompleta y dispersa. En el caso
de la ciudad de Lima, por ejemplo, no se llegaron a concluir insta-
laciones importantes para el abastecimiento de agua potable lo
cual tempranamente determinó una disminución de la cuota per-
sonal de agua potable; en 1932 llegó a 290 litros y en 1933 a 260
por cada 24 horas. En un balance de los resultados de la aplica-
ción de la Ley 4126, se concluye de la manera siguiente:

Desgraciadamente, factores que todos conocemos de orden eco-


nómico y político han impedido la aplicación rigurosa de esta
ley [...] La ejecución de sus obras de saneamiento originó el de-
sarrollo (en Lima) de ciertos barrios o zonas que estimularon
el capital privado fomentando la edificación en ellos,... en don-
de a medida que se ejecutaban las obras de agua, desagüe y
pavimento la edificación se intensificaba, desarrollándose nú-
cleos urbanos..., cuyas condiciones higiénicas eran superiores a
las del centro de la ciudad, determinando un polo de atracción
sobre el capital privado... [194].

En 1930 la administración de la mayoría de los servicios de


agua potable y desagüe continuaba a cargo de los respectivos go-
biernos municipales y algunos dependían de la Sección de Agua
y Desagüe de la Dirección de Fomento. La administración munici-
pal era ineficiente; esto se agravó con el debilitamiento de los go-
biernos locales durante la coyuntura de crisis. Esta ineficiencia lle-
vó al gobierno central a buscar la cooperación técnica internacio-
nal para integrar los varios servicios de agua potable y desagüe
de Lima Metropolitana en un solo servicio que fue puesto a cargo
de una nueva entidad: la “Superintendencia del Servicio de Agua
Potable de Lima” [19]. En las ciudades no cubiertas por la Ley N.º
4126, las acciones municipales referidas al saneamiento consis-
tían, generalmente, en captar el agua de un manantial o río cerca-
no y en distribuir esta agua a la población. En cuanto al desagüe,
se limitaban, casi siempre, en reunir a las “aguas negras” en un
colector que las conducía al río más cercano si la ciudad estaba
en el interior; al mar si la ciudad estaba cerca de la Costa; pero en
ningún caso se depuraban tales aguas.

599
Las consecuencias de las limitaciones de las autoridades mu-
nicipales y prefecturales para hacer cumplir las normas naciona-
les y municipales de higiene y saneamiento vigentes se expresan
muy bien en el oficio del 16 de enero de 1930, que el Director Ge-
neral de Salubridad, Dr. Sebastián Lorente, envió al Sr. Alcalde del
Concejo Provincial de Lima con motivo de las medidas de protec-
ción y control de las fiebres tifoidea y paratífica. En el oficio se
afirma y se recomienda: “Se tiene conocimiento de que la dismi-
nución de los casos de fiebres tíficas y paratíficas que se observó
cuando la purificación de agua de bebida quedo establecida (en
Lima), se ha detenido y que existe una tendencia al aumento de
esos casos... Es necesario pues actuar sobre otras causas tifógenas
(cuyo control) corresponde a los servicios municipales...”. “El cul-
tivo de los vegetales de tallo corto, que se consumen crudos, en
terrenos irrigados con aguas excluidas o abonados con basura, está
prohibido por la resolución suprema del 18 de agosto de 1911...
prohibición que fue reiterada por la resolución suprema de 8 de
septiembre de 1922... no obstante la tenaz campaña de control...
hay todavía cultivos de este género (plantaciones clandestinas)
cuyos productos se expenden en los mercados...”. “Las viandas
preparadas en algunos hoteles y en casi la totalidad de las fondas
y cocinerías (están contaminadas por incumplimiento de las or-
denanzas al respecto)... razón por la que reitero a Ud... que se dé a
estas prescripciones el más estricto cumplimiento, castigando a los
infractores con las penas y las multas a que haya lugar... Algo aná-
logo ocurre con la leche que se expende... A tenor de las disposi-
ciones vigentes, la pasteurización de la leche antes de venderla al
público, es obligatoria desde el 1º. del presente año (1930) y debe
exigirse el cumplimiento de esta disposición; ...”. “La supresión
de los muladares fue ordenada por la resolución suprema de 17
de julio de 1925; hasta entonces existían tres principales: el de Ta-
jamar, el de Martinete y el de Monserrate... (este último) único que
quedo habilitado para depositar las basuras de la ciudad, mien-
tras se instalaba el horno crematorio y en el que se arregló una
explanada para que los carros de la baja policía pudieran avan-
zar hasta el lecho del río y verter en él las basuras que las crecien-

600
tes del río se encargarían después de hacer desaparecer... Se ins-
taló en seguida el horno crematorio, pero, como la capacidad de
éste es de 70 toneladas como máximo y las basuras de la ciudad
dan 120 toneladas diarias, sería necesario establecer otro horno
complementario” [111].

601
Entidades vinculadas con la Salud Pública:
Perú, 1877-1933

Sanidades de las fuerzas armadas

Organización de las sanidades

Por decreto supremo del 30 de marzo de 1904 se creó el “Servicio


de Sanidad del Ejército y de la Armada” con la responsabilidad
de “velar por la sanidad y la higiene” de las Fuerzas Armadas; el
11 de abril de 1911 se aprobó su reglamento. Luego, por decreto
supremo del 31 de mayo de 1915, se independizó el “Servicio de
Sanidad de la Marina”, del “Servicio del Ejército”. En concordan-
cia con este último dispositivo, por resolución suprema del 31 de
agosto de 1917, se resuelve que el Cirujano Jefe del Servicio de Sa-
nidad Naval será miembro del Consejo Superior de Higiene [65].
Posteriormente, durante el “Oncenio”, la Sanidad del Ejército y la
de la Marina, ya independizada de la anterior, continuaron cum-
pliendo sus funciones, limitándose a la atención de su personal.
Nueve años después de la inauguración del Dispensario Byron,
el 7 de julio de 1925 se promulgó la Ley N.º 5144 por la cual se
crea un dispensario antituberculoso para el servicio del personal
del Ejército; sus fines eran: el diagnóstico precoz, la designación
de los enfermos susceptibles de curar en los sanatorios y, final-
mente, la atención de un servicio especial para aquellos que por
la índole de su proceso no puedan beneficiarse del servicio

[603] 603
sanatorial. Finalmente, por decreto Ley 7318 promulgado el 18 de
septiembre de 1931 se creó el “Servicio de Sanidad Aérea”; norma
modificada por la Ley 7442 del 5 de octubre de 1931 [111].
Con relación a la atención de la salud del personal de las Fuer-
zas Policiales, por resolución suprema del 4 de septiembre de 1924,
se creó el “Servicio Médico de la Guardia Civil”, como dependen-
cia del Cuerpo de Seguridad de la Guardia Civil. El nuevo servi-
cio, a cargo de médicos civiles contratados, tuvo como su primer
Médico Jefe al Dr. Julio R. Delgado. Funcionó en dos enfermerías
ubicadas en la 3.a y la 5.a comisaría y en un servicio antivenéreo
sito en la 2.a comisaría del Cercado de Lima. En el año 1928 se
crea la Enfermería Central de la Policía en el Cuartel de Guadalupe.
Un año después, por decreto supremo del 12 de agosto de 1929, se
crea y se organiza el “Servicio de Sanidad de gobierno y Policía”
el cual se encargó de la selección, profilaxia y asistencia médica
del personal policial. Luego, el nuevo servicio fue elevado, por de-
creto supremo del 2 de enero de 1931, al nivel administrativo de
Dirección, a cargo del Coronel S.M.G. Dr. Carlos Rospigliosi. El
cuadro orgánico de la Sanidad en 1931 estaba constituido por una
dotación de doce médicos (en Lima, Callao, Arequipa, Cajamarca
y Tacna) y siete odontólogos (en Lima, Arequipa, Cusco, Tacna e
Iquitos) encargados de atender a los beneficiarios institucionales
[111, 197]. En 1932 las Sanidades Militar, Naval y de Policía da-
ban trabajo a 120 médicos.

Control de enfermedades venéreas en las Fuerzas Armadas

Una preocupación común de esas entidades fue la lucha contra


las enfermedades venéreas que aumentaba su incidencia entre su
personal. Según describe el Dr. G. Alarco, Coronel de Sanidad del
Ejército, en 1911 ya se habían puntualizado las directivas de la
campaña antivenérea en el Ejército:

... estableciéndose, por último, en el Reglamento del Servicio


de Sanidad Divisionario del 15 de abril de 1924, que estas do-
lencias son sociales y que deben combatirse con medidas del

604
mismo carácter... disponiéndose para esto la gratuidad del trata-
miento salvarsánico de la avariosis en el decreto supremo de
mayo de 1924 [198].

Por otra parte, por amplios decretos supremos del 21 de abril


de 1923 se dictaron medidas de carácter profiláctico para la dota-
ción de la Marina, de la Gendarmería y Policía; el propósito era
evitar la propagación de las enfermedades venéreas. Tales medi-
das estaban a cargo de los médicos de la marina y de la gendar-
mería y policía o, en defecto de aquéllos, de los médicos titulares.
Luego, por decreto supremo de 19 de noviembre de 1928, se regla-
mentó el servicio de profilaxia antivenérea en el personal subal-
terno de la Armada Nacional a cargo de los médicos de los bu-
ques y dependencias de la Armada peruana.
En 1925 la Comisión de Higiene de la Cámara de Diputados
vinculaba el incremento de la incidencia de la sífilis en el país con
el Servicio Militar Obligatorio:

La gran difusión adquirida por las enfermedades venéreas, es-


pecialmente la sífilis, colocan ya a esta enfermedad, entre las que
constituyen para nosotros un serio problema. Como ella es la
única que tiene el terrible privilegio de matar, enfermar y dege-
nerar el producto de la concepción, su desarrollo en un país de
población escasa, adquiere caracteres de la mayor gravedad. Un
factor importante de su propagación ha sido el Servicio Militar
Obligatorio. El año de 1897 fue llamado el primer contingente...
desde ese año a la fecha alrededor de 20,000 han salido de sus
hogares, entre 18 y 24 años para cumplir con la ley... Cuando
regresan a sus cuarteles [los conscriptos en licencia] el 27% están
contaminados. Por regla general el temor a los prejuicios y a la
vergüenza les hacen ocultar su enfermedad... Nuestra deficiente
organización de profilaxia antivenérea, no ha permitido jamás
curar definitivamente a estos enfermos. Con un tratamiento más
o menos ligero, muchas veces sin él, estos soldados son dados
de baja... Ahora bien, si se considera que la sífilis para su com-
pleta curación exige un período mínimo de cinco años, no ha-
biéndose seguido con ellos un régimen, puede imaginarse la
enorme difusión que ha adquirido esta enfermedad durante el
tiempo que existe el Servicio Militar... [72, 73].

605
Sociedad Peruana de la Cruz Roja

Durante la Guerra del Pacífico [193]

Dos días después de la declaratoria de la Guerra del Pacífico, el 5


de abril de 1879, la Facultad de Medicina de Lima designó una
comisión para que elaborara a la brevedad posible, un proyecto
de organización de ambulancias que debían actuar en los campos
de batalla. Ese mismo día se comunicó estos acuerdos al señor Mi-
nistro de Instrucción, Culto y Beneficencia. El 15 de abril se reunió
nuevamente la Facultad y se aprobó el Informe y el Proyecto de la
Comisión especial en el cual se proponía de manera detallada la
organización de las “Ambulancias Civiles” que actuarían bajo la
dirección de una junta central; estas ambulancias estarían confor-
madas por miembros designados por el ministerio del ramo de la
Beneficencia. En el informe se comenta sobre el Convenio de Gine-
bra de 22 de agosto de 1864 (Sociedad de la Cruz Roja), “cuyos
principios forman ya el Código Sanitario militar”. En la misma fe-
cha, el Decanato de la Facultad envió dichos documentos al su-
premo gobierno, haciendo resaltar la gran ventaja que tales apor-
tes tenían, sobre todo en lo referente a independizar las organiza-
ciones civiles de las militares ya que al ser las primeras distintas
a las segundas, deberían integrarse en sus esfuerzos, pues su fi-
nalidad era la misma, o sea, la asistencia y auxilio del soldado
enfermo y herido de los ejércitos en campaña.
Dos días después, por decreto supremo del 17 de abril de 1879,
el gobierno aprobó en todas sus partes el citado proyecto y dos
días más tarde, el 19 del mismo mes, nombraba el personal para
integrar la “Junta Central de Ambulancias Civiles”. Finalmente,
la directiva de la Junta quedó conformada por Monseñor Dr. José
A. Roca y Boloña, como presidente; el Dr. Manuel Odriozola, como
vicepresidente; el Dr. José Casimiro Ulloa, como secretario; el Dr.
Martín Dulanto, como prosecretario y el Dr. Pedro Correa y San-
tiago, como tesorero.
Con fecha 7 de mayo de 1879, tres semanas después del decre-
to de creación de las ambulancias civiles, el gobierno dicta otra

606
disposición por la que resuelve: “Que la denominación de la Jun-
ta creada por resolución del 17 de abril último, sea en lo sucesivo
la de Junta Central de Ambulancias de la Cruz Roja en el Perú” y
en un artículo siguiente indica que dicha Junta debía dirigirse ofi-
cialmente al gobierno de Chile para que se conceda a las ambu-
lancias del Perú las facilidades y garantías acordadas por la Con-
vención de Ginebra
En nota del 3 de marzo de 1880 enviada a Ginebra, el presi-
dente del “Comité Central de Ambulancia Civiles de la Cruz Roja
en el Perú” solicita al presidente del Comité Internacional de Cruz
Roja la incorporación oficial de su representado a este Comité. Fun-
damenta su solicitud de la siguiente manera: “El gobierno del Perú
que se había adherido ya al Convenio de Ginebra con fecha 2 de
mayo de 1879, ha creído dar un nuevo decreto, que responda a su
más amplia adhesión, poco explicada en el primero. En este senti-
do se ha expedido el decreto del 25 de Febrero en el Diario Oficial
(...) Al mismo tiempo estoy autorizado, por la resolución del go-
bierno,... a dirigirme a ese respetable Comité... para obtener nues-
tra incorporación (...) El Comité Central del Perú ya ha organiza-
do cuatro ambulancias civiles, que se encuentran establecidas so-
bre el teatro de operaciones y que han rendido servicios conside-
rables a los heridos de las naciones beligerantes (...) Por el hecho
del retardo de la organización de las ambulancias militares que
ha creado recientemente el gobierno del Perú, las ambulancias ci-
viles se han encargado del servicio en los hospitales militares y
civiles, al mismo tiempo que seguían al ejército para asistirlo en
las batallas”. Finalmente, por circular N.º 45, del Comité Interna-
cional de la Cruz Roja en Ginebra, publicada el 8 de mayo de 1880,
se reconoce internacionalmente la existencia en el Perú de una So-
ciedad de la Cruz Roja, la primera en América, cuya fundación se
remonta al mes de abril de 1879.
Durante la Guerra, la junta organizó cuatro “ambulancias ci-
viles” que actuaron primero en la Campaña del Sur, asistiendo a
las batallas de San Francisco, Tarapacá, Tacna y Arica y, poste-
riormente, en la defensa de Lima en las batallas de San Juan y

607
Miraflores. Especialmente al comienzo de la guerra ellas tuvieron
que reemplazar a las formaciones sanitarias militares que fueron
tardíamente puestas en marcha. La abnegada y meritoria labor rea-
lizada por tales ambulancias están registradas en los archivos de
la institución y en múltiples testimonios de las autoridades mili-
tares peruanas y chilenas.

Después de la Guerra con Chile [193]

Con el tratado de paz, las “gloriosas ambulancias civiles” entra-


ron en inactividad, por lo que era necesario reestructurar la or-
ganización de la junta para adecuarla a las nuevas necesidades
de tiempos de paz. En respuesta a tales necesidades, el supremo
gobierno creó la Sociedad Peruana de la Cruz Roja, con fecha 11
de mayo de 1886, y señaló sus nuevas funciones. La primera jun-
ta central o directiva de la nueva sociedad estuvo presidida por
el Sr. Aurelio Denegri. La labor realizada en esta segunda etapa
fue, fundamentalmente, de auxilio en tiempo de paz. Aunque, de-
bió intensificar su labor durante los conflictos internos, sobre todo
en el año de 1895, durante la toma de la capital por las tropas
revolucionarias.
La Sociedad Peruana de Cruz Roja comenzó a languidecer has-
ta que en 1910, ante un posible enfrentamiento bélico con una ve-
cina República del norte, sus dirigentes reactivaron la institución
y resolvieron, el 5 de abril de ese año: “prestar su concurso al Ser-
vicio de Sanidad del Ejército, conforme a los fines de la Institu-
ción y de acuerdo con las decisiones de las Conferencias Interna-
cionales de la Obra”. Por aquel entonces el Servicio de Sanidad
del Ejército, reorganizado en 1904, se hallaba en mejores condi-
ciones que en 1879 para actuar con eficacia. Fue por ello que la
Cruz Roja concretó su labor a cooperar en los hospitales que colo-
cados en las cabezas de las divisiones militares, se aprestaban
para actuar en caso de tener que recibir heridos de guerra. Final-
mente no se produjo el enfrentamiento bélico. Después vino la pri-
mera Guerra Mundial y la Cruz Roja entró nuevamente en años
de relativa calma, siempre dirigida por el Dr. Sosa.

608
Después de la primera Guerra Mundial se replantean los fines
de las Sociedades de la Cruz Roja en el mundo para que actuaran
en labores propias de los tiempos de paz. Con base a esta nueva
orientación se instala en París, el 5 de mayo de 1919, la “Liga de
Sociedades de Cruz Roja”. El viejo lema Inter armas charitas es re-
emplazado por el de In bello et in pace charitas. En el Perú, por reso-
lución suprema de fecha 2 de octubre de 1922, se completa el comi-
té directivo y se ordena reorganizar a la Sociedad Peruana de la
Cruz Roja. En los considerandos se precisa que la Sociedad, fun-
dada en 1886, “ha prestado desde entonces importantes servicios
al país, cada vez que ha sido necesario atender a heridos de gue-
rra o prestar auxilios a las víctimas de accidentes o calamidades
públicas, sirviendo, en todo tiempo, desinteresadamente, la causa
de la humanidad y la cultura (...) Que es conveniente reorganizar
la indicada Sociedad... a fin de que pueda entrar en un nuevo pe-
ríodo de actividad y orientar su acción en la forma en que lo han
hecho las sociedades similares de otros países, cumpliendo los
acuerdos de la ‘Conferencia Internacional de las Sociedades de la
Cruz Roja’, reunida en Ginebra en marzo de 1920...”. El Dr. Sosa
fue elegido nuevamente como Presidente del Comité Directivo; per-
maneció en el cargo hasta el día de su muerte en febrero del año
1933. Con fecha 20 de junio de 1923, la Sociedad presentó al go-
bierno los estatutos preparados por el Comité Central; éstos fueron
aprobados por resolución suprema del 22 de junio del mismo año.
Tres años después, por decreto supremo del 11 de diciembre
de 1925, se ordena una nueva reorganización de la Sociedad Pe-
ruana de la Cruz Roja señalando que “además de los fines pro-
pios de ese género de sociedades, que constan en los Estatutos apro-
bados por resolución de 22 de junio de 1923, tendrá el de servir de
institución auxiliadora de la administración sanitaria del Estado,
en: las labores destinadas al mejoramiento de la salud, a la pre-
vención de las enfermedades y al alivio de los sufrimientos y cala-
midades públicas”. Asimismo, se precisa que el Comité Central
Directivo presentará al gobierno un memorial donde se indicará
la mejor forma en que se le puede prestar el apoyo oficial para la
consecución de sus fines. Además, designó a cuarenta personas

609
como miembros del citado comité. Según G. Fernández Dávila, es-
tos cambios tuvieron motivaciones políticas y que al entregar el
memorial solicitado la Sociedad estaría aceptando su subordina-
ción administrativa al gobierno. El memorial nunca fue entregado
y el comité no llegó a estructurar sus funciones
Por decreto supremo del Presidente D. Samanez Ocampo, de
fecha 19 de agosto de 1931, se designa el Comité Permanente de la
Cruz Roja Peruana en reemplazo del Comité Central Directivo de
la misma nombrado en 1925. Como Presidente Honorario se nom-
bra al Ministro de Fomento, como Presidente activo al Dr. Belisario
Sosa y como Secretario al Director de Salubridad. Se señaló que el
comité “presentará al gobierno el plan de sus actividades, indi-
cando, al mismo tiempo, la forma en que, a su juicio, puede pres-
tarle su apoyo, en orden al mejor éxito de los fines de la institu-
ción”. Al igual que el decreto de 1925, éste pretendía subordinar a
la Sociedad al gobierno, aunque no llegó a ser aplicado.
En febrero de 1933, después de una larga enfermedad, falleció
el Presidente de la Sociedad, coincidiendo con el conflicto bélico
Perú-Colombia. Por tales razones, el 23 de febrero de dicho año se
dictó un nuevo decreto que modificó el anterior del 19 de agosto
de 1931, nombrando un comité central de doce miembros. Esta nue-
va norma no indicaba ningún tipo de subordinación de la socie-
dad limitándose a nombrar las personas que se ocuparían, con
amplia libertad para actuar, del nuevo desarrollo de la Cruz Roja.
Dos días después el Dr. Miguel Aljovín fue elegido Presidente del
comité central. El 12 de abril del mismo año, el comité central apro-
bó el nuevo estatuto de la sociedad, el cual fue aprobado el día 27
del mismo mes y año.

Sociedades públicas de beneficencia

Problemas macroadministrativos

El 2 de octubre de 1893, al final del gobierno de Cáceres, se pro-


mulgó la “Ley sobre Sociedades de Beneficencias” que clasificó a
dichas sociedades en públicas y privadas; además precisó sus

610
objetivos que, en todos los casos, debían ser: el apoyo y protección
de los desvalidos. Clasificó como públicas a las fundadas, soste-
nidas o fomentadas por el Estado y por las autoridades departa-
mentales o municipales y a las declaradas como tales por el go-
bierno; y les otorgó la calidad de personas jurídicas. Las socieda-
des privadas, de manera distinta a las públicas, no podían adqui-
rir, por donación o testamento, bienes raíces o rentas perpetuas.
Las atribuciones de las públicas eran, además: (I) formular y mo-
dificar con aprobación del gobierno su reglamento; (II) adminis-
trar sus rentas y bienes conforme a las leyes vigentes; (III) adminis-
trar los establecimientos a su cargo; (IV ) establecer cajas de aho-
rros y montes de piedad, previa aprobación del gobierno; (V ) fo-
mentar la asistencia a domicilio; (VI) establecer asilos de la infan-
cia donde las rentas lo permitieran; (VII) aceptar la administración
de bienes para objetivos en armonía con su institución; y, (VIII) con-
tratar para los establecimientos que de ellas dependieran los ser-
vicios de congregaciones religiosas destinadas a fines de caridad.

Con la ley... quedó ratificado y reforzado en el Perú el principio


de que la asistencia social estaba fuera de la órbita del Estado...
vino a formar parte de la misma corriente de ideas y de prácti-
cas que había tenido expresión en la descentralización fiscal, en
la ley de Municipalidades y en la existencia de organismos téc-
nicos al margen de la burocracia y de la política como el Con-
sejo Superior de Instrucción Pública... [200].

Cuando la Dirección de Salubridad fue creada en 1903, como


dependencia del Ministerio de Fomento, los asuntos político-admi-
nistrativos vinculados con las Beneficencias fueron tratados inicial-
mente por dicha Dirección, por entender de manera pragmática que
la “sanidad y asistencia son inseparables”. Pero, la ubicación de
las Beneficencias en el ámbito de la Dirección de Salubridad no es-
taba formalizada y fue resistida por los directorios de esas entida-
des. Sus miembros, especialmente los de la Beneficencia de Lima,
formaban parte de la élite nacional o del civilismo, y no aceptaban
ese tratamiento. La influencia de estos directorios explica la
promulgación posterior de la Ley N.º 1227, del 21 de enero de 1910,

611
donde se ordena que dichos asuntos fueran tratados por la Sec-
ción de Culto del Ministerio de Justicia e Instrucción. Esta decisión
política, tomada durante la primera gestión de Leguía, fue inter-
pretada como un retroceso técnico, además de ser duramente criti-
cada por su falta de adecuación a la realidad sanitaria.
El 25 de septiembre de 1917 el gobierno de José Pardo presen-
tó a la Cámara de Diputados un Proyecto de Ley Orgánica de Sa-
nidad, que en su art. 2º estatuía que a la Dirección de Salubridad
“le corresponde la vigilancia de los servicios de Asistencia Social
dependientes de las instituciones de Beneficencia Pública, en con-
formidad con la ley orgánica del ramo”. El Proyecto no llegó a ser
aprobado, a pesar de que el mismo Presidente en su Mensaje al
Congreso de 1917 había manifestado: “Las funciones de profilaxia
y asistencia son en muchos puntos inseparables...; que el ejercicio
de la beneficencia es en mucho de naturaleza técnica y que el con-
cepto acerca de la misma ha evolucionado... ella ha dejado de ser
considerada como una simple función de caridad, para convertir-
se en un derecho a la asistencia para el individuo y en el deber
correlativo para el Estado” [160, 201].
Posteriormente, el gobierno de Leguía nombró, en 1925, una
comisión presidida por el Director de Salubridad para que elabo-
rara un “Plan de Reorganización de las Sociedades Públicas de
Beneficencia”; pero esta comisión nunca llegó a culminar la tarea
encomendada. En 1929 el mismo Leguía, al inaugurar el Hospital
“Julia Swayne de Leguía”, declaró:

nuestras Sociedades de Beneficencia responden a un criterio de la


caridad ya caduco, que establece una irritante desigualdad entre el
que la recibe y el que la otorga, y que está muy lejos de responder
a las necesidades, cada vez más imperiosas, de la vida contempo-
ránea. Por eso se impone su transformación en organismos flexi-
bles y permeables a la acción tutelar del Estado [99, 185].

Todos los intentos realizados, desde 1903, para formalizar la


ubicación de las sociedades de beneficencias en el ámbito de la
Dirección de Salubridad fracasaron debido a la resistencia de sus
directorios. No obstante, algunos de los miembros de estos órga-

612
nos directivos llamaron la atención, tempranamente, sobre las di-
ficultades de gestión administrativa y financiera, derivadas de una
normatividad obsoleta y de la creciente complejidad de las labo-
res asignadas a las sociedades. Finalmente, en el año 1931 la
Asamblea Constituyente nombró una comisión ad hoc para estu-
diar y presentar un proyecto de reforma de la Ley de Beneficencia,
que recién se haría efectiva en 1935 [99].

Problemas técnicos y microadministrativos

En 1890 los problemas técnicos y microadministrativos en la aten-


ción hospitalaria prestada por las Sociedades Públicas de Benefi-
cencias ya eran evidentes. La Academia Nacional de Medicina, en
su “Informe sobre la nueva organización de la Asistencia Públi-
ca”, afirmaba lo siguiente:

El sistema que instituye, a las Sociedades de Beneficencia, como


los cuerpos encargados del manejo y distribución de los bienes
de los pobres, está generalmente conceptuado de bueno..., pero
la manera como... llena sus deberes, en relación con la curación
de los enfermos pobres, es mala... Los Inspectores dejan que los
hospitales sigan sus cursos, fijándose tan sólo, y como la hono-
rabilidad les sugiere, que la Administración sea lo mejor, esto
es que se llene el presupuesto, aunque no haya ni medicina ni
higiene... Los Inspectores no pueden recoger las verdaderas ne-
cesidades de los hospitales, ni menos transmitirlas a la Junta
particular, lo que nada podrá legislar para ellos en lo que igno-
ra y no conoce... Los mismos hospitales están mal organizados,
que podría decirse, que no son casas de enfermos, sino simples
asilos para individuos pobres, que sanos o achacosos no requie-
ren sino cama y sustento. Comenzando porque en ellos no exis-
te una Dirección... no figura un director en todo el personal (no
pudiendo llamarse tal al Inspector, que sólo inspecciona —en
los pocos instantes que sus ocupaciones naturales les permi-
ten— ni la Madre Superiora que... corre por hoy sólo con el car-
go de administradora...), esos establecimientos funcionan como
cuerpos sin cabeza, en lo que todo se ha omitido, no respon-
diendo en ellos de la vida y la salud de los enfermos, sino la

613
virtud y buena voluntad de las hermanas de la Caridad y la ho-
norabilidad del Inspector... Bien comprende, la comisión, que
aunque no consta en el Reglamento que rigen los hospitales, que
las Madres Superioras sean sus Directoras... De nada de eso (los
aspectos técnicos de la Medicina y de la Higiene vigente en ese
período) se ocupan las administraciones de nuestros hospitales,
para ellas basta que un enfermo esté acostado en su cama
para suponerlo en condiciones de curación... el personal médico
es poco menos que un elemento exótico, que es sólo soportado
por la fuerza de la necesidad. El no tiene ningún derecho, ningu-
na franquicia, ni para el estudio, ni para el aprendizaje... [202].

Sin embargo, las autoridades de la Beneficencia no quisieron


o no pudieron adoptar las medidas correctivas sugeridas en el in-
forme de la Academia. Debieron pasar casi treinta años para que
dichas medidas fueran tomadas no por decisión de esas autorida-
des sino como consecuencia del conflicto planteado en 1919 por
el personal religioso del Asilo Colonia, que ya hemos comentado
en páginas anteriores.
Asenjo y R. Lorca, médicos chilenos de visita en el país a me-
diados de la década del 30, hacían el siguiente comentario al com-
parar las Beneficencias del Perú con la de Chile:

No existe una Sociedad Nacional de Beneficencia, sino organis-


mos locales y absolutamente autónomos. La Sociedad de Benefi-
cencia de Lima es la que ha alcanzado auge mayor... El verdade-
ro jefe de cada instituto es el inspector encargado. Los inspecto-
res de Lima vienen a representar el mismo papel que los anti-
guos administradores de hospital de Chile, adoleciendo de los
mismos defectos de no ser técnicos en la materia. Para subsanar
esta deficiencia, por debajo del inspector hay un director técnico,
más una madre superiora, que corre con la parte administrati-
va... Recarga enormemente el costo de administración, la exis-
tencia en gran escala de afecciones de larga hospitalización, pues,
aún dejando a un lado la tuberculosis, restan el paludismo que
es un verdadero problema, la fiebre ondulante que ha recrude-
cido desde 1926..., y la enfermedad de Carrión... [203].

Problemas económicos y financieros

614
Para tratar de resolver los crecientes problemas económicos y fi-
nancieros de las sociedades de beneficencia pública, el gobierno
dictó un conjunto de normas con el fin de aumentar sus rentas,
entre las principales tenemos: (I) la Ley del 22 de septiembre de
1898, que las autorizó a la explotación del ramo de loterías; (II) la
resolución suprema del 5 de octubre de 1907, que formalizó los
primeros estatutos del “Ramo de Loterías de Lima y Callao; (III) la
Ley N.º 643 del 14 de noviembre de 1907, que dispuso el no reque-
rimiento del expediente judicial de necesidad y utilidad pública
para la venta de bienes inmuebles pertenecientes a las Universi-
dades, Colegios de Instrucción Pública, Sociedades de Beneficen-
cia, Cofradías o Hermandades, bastando para su celebración la
autorización del gobierno; (IV ) el decreto del 17 de agosto de 1913,
que reglamentó el arrendamiento de bienes de las Beneficencias y
ordenó que sólo pudiera efectuarse en subasta pública y con arre-
glo a un conjunto de prescripciones detalladas en el mismo decre-
to; y, (v) para la conclusión del orfelinato Pérez Aranibar y del hos-
pital Arzobispo Loayza se había promulgado la Ley N.º 4518, del
5 de julio de 1922, por la que se creó el impuesto del 6% sobre los
premios de la Lotería de las Beneficencias de Lima y Callao.
En 1915, la Comisión de Hospitales de la Sociedad de Benefi-
cencia de Lima presentó un proyecto para declarar en lo futuro
los puestos de médicos de los hospitales y consultorios sosteni-
dos por la institución con el carácter de honorarios y gratuitos.
Este proyecto tenía como base la oferta de servicios gratuitos he-
cha por especialistas jóvenes para hacerse cargo de consultorios
de su respectiva especialidad. El proyecto motivó un comentario
negativo en el editorial de La Crónica Médica y no llegó a ser apro-
bado. Las conclusiones del citado comentario eran las siguientes:

En resumen, el examen de las solicitudes hechas para prestar


servicios honorarios en los hospitales, juzgado con criterio be-
névolo, pone de manifiesto á lo más, la existencia de activida-
des aprovechables en bien de los desvalidos sin aumentar los
presupuestos de las casas; pero de ninguna manera permite de-

615
ducir la conveniencia de dar carácter honorario y gratuito á to-
dos los cargos médicos de la Sociedad de Beneficencia que cuenta
con medios suficientes para continuar remunerándolos. La re-
tribución del trabajo es base de toda buena administración, y
probables por ello, no serían el orden y la puntualidad las ca-
racterísticas del servicio médico gratuito en los hospitales. Por
mucha abnegación y celo que se suponga en los médicos, no
podrían en muchos casos por servir gratis á los pobres, desaten-
der sus intereses personales hallándose obligados á encontrar
exclusivamente en su clientela privada los medios de subsisten-
cia... la Sociedad de Beneficencia cometería grave error sancio-
nando el proyecto... y esperamos... le niegue opinión favora-
ble. De todos modos tiene la adversa del cuerpo médico [204].

A pesar de las normas que el gobierno dictó para incrementar


las rentas de la Beneficencia de Lima, sus crecientes gastos y altos
niveles de ineficiencia en la operación y el mantenimiento de sus
establecimientos, siguieron produciendo crecientes déficit finan-
cieros en sus presupuestos anuales. En esta situación, sus autori-
dades pretendieron reducir sus gastos restringiendo la gratuidad
de la asistencia médica hospitalaria y congelando el monto de los
haberes de los médicos que laboraran en sus establecimientos. Para
formalizar la primera de esas medidas, se aprobó el decreto su-
premo del 28 de febrero de 1928, refrendado por el Ministro de Jus-
ticia, que en su parte considerativa decía: “Que es deber del Esta-
do reconocer y amparar el derecho de los indigentes, a ser atendi-
dos en los establecimientos de beneficencia pública, a la vez evi-
tar que los que no son tales, se aprovechen, sin pagar suma algu-
na, servicios destinados a los que realmente carecen de medios para
su asistencia”.
Asimismo, el mismo decreto en su parte prescriptiva decretaba:

Los enfermos que no acrediten su condición de indigentes, po-


drán ser atendidos en los diversos establecimientos, mediante
pago sujeto a tarifas módicas, las que deberán ser aprobadas pre-
viamente por el gobierno, tanto para los servicios completos de
hospitalización, cuanto por el despacho de recetas en los consul-

616
torios dispensarios o farmacias anexos a los hospitales de las So-
ciedades de Beneficencia Pública [61].

La congelación de haberes de los profesionales médicos, se-


gunda medida instrumentada, fue criticada por José Carlos
Mariátegui en los términos siguientes:

Puesta en el trance de hacer economías, la Beneficencia ha co-


menzado por los míseros haberes de los asistentes y externos de
los hospitales... inconcebible en una institución cuyo objeto prin-
cipal es, precisamente, la asistencia hospitalaria... La crisis econó-
mica de la Beneficencia, por sus efectos en los servicios hospita-
larios, indica claramente que esa institución ha llegado cargada
de años y de benemerancias, a la edad de la jubilación forzosa...
Hoy se encuentra en la imposibilidad de pagar cinco libras men-
suales a los médicos asistentes... Si algún servicio se quiere reser-
var a la Beneficencia, para conservarla por algún tiempo más
como una reliquia histórica, que se le encargue la asistencia de
los ancianos indigentes y de los mendigos. Esto sería tal vez la
ocupación adecuada a su tradición y sus aficiones. Pero los hos-
pitales deben pasar a manos más seguras y robustas... [206].

Refiriéndose a esa misma medida y a la situación profesional


del médico en esos años, Paz Soldán escribía:

... la situación de verdadero proletario creada al médico en nues-


tros hospitales; el crecimiento del número de consultorios gra-
tuitos, a menudo explotación de nuestro trabajo sin grandes be-
neficios públicos; la aparición de la asistencia de paga en pro-
vecho exclusivo de las Sociedades de Beneficencia... y mil otros
aspectos más del abandono de los intereses vitales de los médi-
cos, son testimonios inobjetables sobre que no hay todavía en
el Perú una fuerte agrupación solidaria capaz de redimir al prác-
tico de tan deplorable situación [207].

En los años 1929 y 1930 se informaba que los ingresos de 61


sociedades de beneficencia ascendían, en conjunto, a algo menos
de 8,5 millones de soles oro, de los cuales 5,5 millones correspon-
dían a la de Lima. La crisis general del país, durante el período
1930-1933, incrementó los gastos de asistencia y agudizó los pro-

617
blemas económicos de las beneficencias. La Beneficencia de Lima
seguía siendo la más desarrollada y con mayores rentas; sin em-
bargo en el año 1932 tuvo ingresos por 3,7 millones de soles y
egresos por 4,9 millones, con un déficit de 1,2 millones de soles
oro. Una consecuencia de estos problemas fue el crecimiento de
los servicios pagados en los dispensarios y hospitales [99, 205].

618
Inicios del seguro social: Perú, 1911-1933

El negocio de seguros en el país: 1888-1895

Como Basadre lo puntualiza, en el año 1888, año en el cual se


fundó la Cámara de Comercio, no existía en Lima ninguna com-
pañía de seguros nacional y los seguros de riesgo se ofrecían por
medio de agencias establecidas por cinco compañías extranjeras.
En 1889 se estableció en el país la “Sud Americana Insurance
Company”, con sede en Río de Janeiro, exclusivamente dedicada
a seguros de vida. También lo hizo la “New York Life Insurance
Company”, en la que comenzó a trabajar Augusto B. Leguía, to-
mando como campo de acción Piura, Lambayeque, Chiclayo,
Pacasmayo y Lima obteniendo grandes utilidades. En 1888 Leguía
organizó la empresa en el Ecuador y actuó luego en Chile y Boli-
via; en 1890 ya era subgerente del Departamento del Perú, Ecua-
dor y Bolivia, con residencia en Lima; tenía entonces 27 años. Las
compañía de seguros nacionales comenzaron a funcionar sólo a
partir de 1895 [208].

La primera iniciativa para establecer el Seguro Obrero: 1889

Basadre señala a Paulino Fuentes Castro como el primer peruano


que escribió sobre seguros para obreros. Fue en el periódico Nue-
vas Hojas para el Pueblo,, editado en 1889. Planteó ahí la tesis de

[619] 619
que era preciso introducir un sistema económico en las clases obre-
ras que las hiciera conservadoras de su propio bienestar y que las
resguardasen de la miseria, “asegurándoles días de consuelo para
la vejez”. Como no era posible dejar a la legislación gubernamen-
tal esta obra. Fuentes pedía que fuese iniciada reformando las so-
ciedades de auxilios mutuos y organizando cajas de ahorros es-
peciales por iniciativa particular y con el apoyo de pequeños ca-
pitales. Después de fundamentar su iniciativa, hacía notar que en
un mensaje del emperador de Alemania al Reichstag se había re-
comendado la sanción de leyes sobre seguros para obreros [208].

La Ley sobre Accidentes de Trabajo y su reglamento:


1911-1933

La presión de los movimientos laborales obligó al Congreso a apro-


bar la Ley N.º 1378 sobre “Accidentes de Trabajo”, promulgada el
20 de enero de 1911 durante la primera gestión de Leguía. De esta
manera se iniciaba en América Latina este tipo de legislación.

Hasta entonces los accidentes de trabajo quedaban prácticamente


indemnes, ya que su resarcimiento se regía por los dispositivos
del Código de 1852, conforme los cuales, quien por sus hechos,
descuido o imprudencia causaba perjuicios a otros, estaba obli-
gado a repararlo; pero la culpa no se presumía, sino que debía
probarse. Sin embargo... la ley no logró sacudirse completamen-
te de la vieja teoría de la culpa... [57].

J. C. García explica ese dispositivo debido a la existencia de


un fuerte interés del gobierno para favorecer a grupos financieros
nacionales e internacionales a través de la ampliación de los se-
guros privados:

Leguía tenía relaciones con el capital económico internacional


y había sido gerente general (antes de l908) para Ecuador, Perú
y Bolivia de la NW York Life Insuranse Company que pertene-
cía al grupo Morgan. Más tarde organizó y dirigió la Sud Ame-
ricana Insurance Company en Perú [27].

620
La nueva ley prescribía:

El empresario es responsable de los accidentes que ocurran a sus


obreros y empleados en el hecho del trabajo o con ocasión di-
recta de él. La presente ley sólo es aplicable a los obreros y em-
pleados cuyos salario anual no exceda de cientoveinte libras pe-
ruanas de oro... El empresario podrá sustituir la obligación por
indemnizaciones a que está sujeto en virtud de esta ley, por el
seguro individual o colectivo de sus obreros o empleados, he-
chos a su costa, sin ningún descuentos a éstos, por accidentes de
trabajo, en una sociedad de seguros debidamente constituida...
(o depositar un fondo de garantía)... [65].

Pero debieron pasar 15 años desde su promulgación para que


la “Ley sobre Accidentes de Trabajo” pudiera ser aplicada. Sólo
como consecuencia de las reiteradas demandas de las organiza-
ciones obreras esta norma legal fue instrumentada y reglamenta-
da durante la segunda fase del Oncenio de Leguía. Por D. S. del
14 de mayo de 1926 se instituyó el “Fondo de Garantía” que res-
pondería por la asistencia médica, las indemnizaciones y demás
obligaciones prescritas en la Ley N.º 1378; y por D. S. del 25 de
junio de 1926 se aprobó la “Reglamentación y Organización del
Fondo de Garantía”. En el art. 1º. de dicho decreto se precisa que:

El fondo de garantía sólo cubre la insolvencia voluntaria o forzosa


del industrial o propietario, frente al obrero accidentado [61].

Para el mejor cumplimiento del reglamento se creó, por decre-


to supremo del 26 de agosto de 1926, el “Consejo Superior Con-
sultivo de Accidentes de Trabajo” presidido por el Ministro de Fo-
mento. Formaban parte de este consejo otros doce miembros, entre
ellos un personero de las compañías de seguros y un representan-
te de los gremios obreros. El 19 de agosto de 1927 se dictó la reso-
lución suprema que penaba con multas a los infractores del regla-
mento [61]. Tempranamente se advirtieron las limitaciones de esos
dispositivos para la prevención de los riesgos y la atención apro-
piada de los accidentes de trabajo. En el año 1928 en Acción Médica
se escribía:

621
[A la Ley 1378] Echáronla al olvido las autoridades, los emplea-
dos y los obreros mismos. Los poderes públicos no se preocu-
paban en hacerla cumplir, los patrones encontraban facilidades
para burlarse y la clase proletaria renunciaba ingenuamente a
sus beneficios a trueque de ocultas transacciones que la misma
ley prohibe [209].

La administración del Fondo de Garantía para responder a las


obligaciones de los patrones derivadas de la Ley N.º 1378 pasó
estar a cargo de una oficina dependiente de la Sección de Trabajo
del Ministerio de Fomento; para ello se dictaron las Resoluciones
supremas del 3 de noviembre de 1930 y del 1 de julio de 1931. Ade-
más, por decreto supremo del 29 de febrero de 1931 se reorganizó
el Consejo Superior de Trabajo y Previsión Social [111].

El primer intento de creación de un Seguro Privado de Salud:


1928

El 25 de julio de 1928 por resolución suprema se autorizó la for-


mación de la “Compañía Nacional de Seguros de Salud”, entidad
privada a la que se le concedió la exclusividad para establecer en
el país una compañía de seguros de salud y, además, para la ex-
pedición de certificados de salud. De acuerdo con lo dispuesto por
dicha resolución: “Ejercerá sus actividades bajo el control de la
Dirección de Salubridad... Tendrá la obligación de establecer dis-
pensarios, consultorios y clínicas con el personal profesional com-
petente y en número suficiente para atender las necesidades de
sus servicios... La Compañía concesionaria no se ocupará de los
asuntos relacionados con accidentes de trabajo... y estudiará, pre-
sentando al gobierno para su aprobación, la forma en que puede
prestarse atención a los obreros cuyo estado de salud no les per-
mite el trabajo diario”.
La R. S. autorizaba al Director de Salubridad para que, repre-
sentando al gobierno, realice con el concesionario la escritura pú-
blica respectiva, incluidas expresamente las tarifas correspondien-
tes, así como la reglamentación de la norma que concedía a la com-

622
pañía aquella exclusiva por el término de 10 años, a partir del ini-
cio de sus actividades. La justificación de la expedición de esta
norma fue que

el establecimiento del Seguro propuesto contribuirá a la defen-


sa de la salud pública, proporcionando asistencia médica eco-
nómica y eficaz a las clases trabajadoras [61].

Al publicarse la resolución se produjo la inmediata protesta


de la orden médica. En estas circunstancias, el “Círculo Médico
del Perú” —asociación de profesionales médicos, fundada en 1922
con fines deontológicos— se transformó en el “Sindicato de Médi-
cos del Perú” y, bajo la presidencia del Dr. Fortunato Quesada,
encabezó un movimiento médico nacional que a través de una
“alturada protesta” obtuvo que se diera la resolución suprema del
5 de julio de 1929, que declaró sin efecto la del 25 de julio de 1928;
esta manera se canceló la concesión otorgada a la compañía. Po-
cos años después de este primer triunfo gremial médico desapare-
ció el sindicato [61, 210].

623
Educación y universidad: Perú, 1877-1933

Entidades educativas y la UNMSM

Durante la posguerra y la República Aristocrática: 1877-1919

Inmediatamente después de la Guerra del Pacífico se aprobaron


sucesivamente, en apenas cuatro años, tres Reglamentos Genera-
les de Instrucción: el de 1884, con Iglesias; el de 1886, durante el
gobierno de Cáceres, y el de 1888, también con Cáceres. Este últi-
mo repuso la vigencia del Reglamento de 1876 y siguió los
lineamientos educativos del gobierno civilista de 1872-1876. Lo
anterior no fue coincidencia, la puesta en marcha de la reforma
educativa cacerista correspondió, principalmente, al ideólogo ci-
vilista y ministro de la administración Cáceres, Luis Felipe Villarán
[32]. Según Enrique Bernales, los tres reglamentos eran muy mi-
nuciosos, promoviendo una fuerte intervención del Estado en la
“Universidad Nacional Mayor de San Marcos” (UNMSM) [211].
Luego, en el umbral del siglo XX se asistió a una polémica en-
tre Alejandro Deustua y Manuel V. Villarán, representante, el pri-
mero, de la “mentalidad del civilismo feudal, de los encomenderos
virreinales” y, el segundo, del “programa del civilismo burgués y,
por ende, demoliberal”, como anotaba J. C. Mariátegui. En 1900
Villarán en su discurso académico de ese año hizo la “primera
requisitoria eficaz contra el concepto literario y aristocrático de la

[625] 625
enseñanza trasmitida a la República por el Virreinato”. La reor-
ganización académica iniciada con la República aristocrática ha-
bía creado la necesidad de una revisión del régimen y métodos de
enseñanza. En palabras del mismo Mariátegui:

Recomenzaba el trabajo de la formación de una economía capi-


talista interrumpida por la guerra del 79 y sus consecuencias y,
por lo tanto, se planteaba el problema de adaptar gradualmente
la instrucción pública a las necesidades de esa economía en des-
envolvimiento... El régimen civilista restablecido por Piérola no
supo ni pudo dar una dirección segura a su política educacional.
Sus intelectuales... permanecían demasiado adheridos a los más
caducos prejuicios aristocráticos. [212]

El 9 de marzo de 1901 se promulgó una nueva “Ley Orgánica


de Instrucción”. La comisión encargada de elaborar el proyecto de
ley estuvo presidida por Francisco García Calderón y tenía entre
sus miembros a los Drs. Federico Villarreal, Manuel V. Villarán y
Ernesto Odriozola. Mediante esta ley se trató de instaurar, de
acuerdo al modelo francés, los liceos. En éstos se debía enseñar,
además de humanidades, materias prácticas como agricultura, co-
mercio, industrias y artesanías. Los liceos debían ser para
educandos de la clase media y de los departamentos del interior
del país. En la sección tercera de la ley se trató de manera extensa
de la universidad, incluyendo el plan de estudios de cada Facul-
tad; se hablaba de una enseñanza superior libre, pero bajo el con-
trol del Consejo Superior de Instrucción; los docentes debían ser
nombrados por períodos de cinco años y no podían ser admiti-
dos, como tales, personas que “habían sido influidas por la prédi-
ca de Manuel González Prada”. Se autorizó la matrícula en la uni-
versidad a las mujeres y se negó validez oficial a la enseñanza
superior particular. En opinión de E. Bernales esta ley tenía un
“carácter cerrado, conservador y acrítico”, por lo que sería un fac-
tor de los movimientos de protesta de los estudiantes que culmi-
narían con la primera reforma universitaria de 1919 [211, 213].
El 7 de enero de 1902, menos de un año después de promulga-
da la anterior, se promulgó otra “Ley Orgánica de Educación”. Ins-

626
pirada por Deustua, tuvo una profunda concepción aristocrática.
Calcó el modelo anglosajón; suprimió la división entre colegios y
liceos. Patrocinó el enciclopedismo, el intelectualismo, el memo-
rismo y la enseñanza de lenguas como el latín, el inglés y el ale-
mán en sólo 4 años. En la práctica fue inaplicable. Pero, en el mar-
co de esta ley se creó, el 28 de enero de 1905, la primera “Escuela
Normal” de varones en Lima; iniciándose así en el país la forma-
ción de maestros. El ministro del ramo, Jorge Polar, en su mensaje
al Congreso en 1905 sostuvo que el Estado tenía el derecho y el
deber de intervenir en la educación, que ésta no era un problema
sólo de educación sino de vida y que los maestros rurales debían
tener poca ciencia y mucha paciencia para enseñar a una “raza
infortunada y abatida”: los campesinos. Este discurso expresa cla-
ramente las ideas que sobre los campesinos tenían los intelectua-
les de principios del siglo XX al considerarlos como una “raza” o
un sector inferior [213, 214].
Para referirse a la situación de la universidad en esos años,
Basadre cita a Francisco García Calderón cuando éste escribía en
1907:

... Separada de los niveles inferiores de instrucción, en la cima de


la enseñanza, no sabe dirigir y coordinar los esfuerzos e ignora
su misión... Así, como fuerza educativa, su influencia es nula. Sin
ideal republicano, sin espíritu progresista, demasiado ligado al
pasado, no hace sino dar una instrucción débil y embrionaria. A
medias escolástica y a medias moderna, no se halla en ella ras-
gos ni direcciones fecundas. [215]

Por su parte, los estudiantes universitarios organizaron el


“Centro Universitario” que fue inaugurado solemnemente el 23 de
septiembre de 1908 dando inicio a sus actividades. Entre éstas, las
vinculadas al movimiento de “extensión universitaria”, que se ini-
ció en 1911. En enero de 1915 el consejo universitario acordó aus-
piciar la extensión universitaria. Luego, se dictaron lecciones po-
pulares conforme a programas aprobados por el mismo consejo.
Parte de esas lecciones fueron de Higiene y Medicina Social y es-
tuvieron a cargo de Paz Soldán. La “Federación de Estudiantes

627
del Perú” reemplazó al centro en 1917; su primer presidente fue
Fortunato Quezada, en ese entonces alumno de la Facultad de
Medicina [215].
En 1912, Edwin Bard —Jefe de una misión norteamericana que
operaba en el país desde 1909— publicó el trabajo Cuestiones sobre
las Universidades y la Instrucción Universitaria. Basadre al comentar
esta publicación resalta que el autor insistía en “el valor de las
ideas de Abraham Flexner sobre el aspecto social y cultural al lado
del científico profesional en la enseñanza de la Medicina” y que
se mostró partidario de “los cursos vocacionales, la extensión uni-
versitaria, la intensificación de las publicaciones, la venida de pro-
fesores extranjeros, el envío de estudiantes becarios” [215].
Por decreto supremo del 24 de marzo de 1917 se creó la prime-
ra universidad privada del país, la “Pontificia Universidad Cató-
lica del Perú”. Luego, deberían transcurrir 35 años para la crea-
ción de otra universidad en el país.

Reforma Universitaria en la “Patria Nueva” y la crisis:


1919-1933

En 1918 se había iniciado en Córdoba, Argentina, el movimiento


estudiantil en favor de la reforma universitaria. El estudiantado
universitario peruano recogió el mensaje de aquel movimiento y
lo procesó de manera beligerante. Para Basadre:

Las demandas estudiantiles se fundamentaron en el anhelo de


mejoramiento y modernización de la enseñanza y propugnaron
la participación en el gobierno de las Universidades, la docencia
libre, el derecho de tacha,... la periodicidad de las cátedras y el
concurso para ellas, la libertad de enseñar y la creación de se-
minarios y de becas para estudiantes pobres... fue, aparte de un
estallido de clases medias en la población estudiantil, una de-
manda clamorosa por una enseñanza mejor... Sus postulados
principales afirmaron la necesidad de elevar el nivel de la do-
cencia, de jubilar a los catedráticos ancianos, de poner límite al
derecho de propiedad sobre las cátedras... [33, 215].

628
El 2 de agosto de 1919 una asamblea de estudiantes de la Uni-
versidad de San Marcos decretó la huelga general. En medio de la
crisis universitaria, provocada por la lucha por la reforma, una
manifestación estudiantil, reunida el 4 de septiembre de 1919, ter-
minó en la plaza de Armas para entregar al presidente Leguía un
memorial que solicitaba su intervención en el conflicto. Leguía ha-
bía sido elegido “Maestro de la Juventud” en 1918 y manifestó,
un mes antes, simpatías hacia la reforma. El memorial no tuvo re-
sultados prácticos. Víctor Raúl Haya de la Torre fue elegido presi-
dente de la “Federación de Estudiantes del Perú”. El gobierno dic-
tó en septiembre y octubre de 1919 dispositivos legales que aco-
gieron parcialmente las demandas estudiantiles, surgieron las cá-
tedras libres y los delegados estudiantiles asistían a las sesiones
del Consejo Universitario. En marzo de 1920 se realizó el primer
Congreso Nacional de Estudiantes aprobándose la creación de las
universidades populares “González Prada” [213, 215].
El 30 de junio de 1920 el gobierno expidió la “Ley Orgánica
de Enseñanza”. En ella se establecen las primeras atribuciones de
autonomía en favor de los consejos universitarios, así como el prin-
cipio de la participación estudiantil. Dispuso, asimismo, que los
consejos de la facultad fuesen elegidos por su profesorado reuni-
do en Asamblea y que un estudiante integrara esos consejos. Ade-
más, se encargó, por vez primera, a la asamblea universitaria la
elección del rector y se dispuso el sistema de oposiciones para cu-
brir por concurso las cátedras principales.

Todas esas disposiciones se entendieron en un contexto de reno-


vación de profesores universitarios, la mayor parte de ellos acu-
sados de ser civilistas enquistados en la Universidad, no por sus
méritos académicos, sino por sus relaciones políticas. Pero esta
ley mantuvo disposiciones reglamentaristas, al disponer tam-
bién el plan de estudios de cada facultad. [211, 215]

Ante la agitación estudiantil, el gobierno decretó el receso de


la Universidad de San Marcos el 31 de mayo de 1921. Receso que
gracias a la presión general existente fue suspendido el 22 de mar-
zo de 1922. Los estudiantes en alianza con los trabajadores conti-

629
nuaron en su lucha reformista por: el cogobierno, la cátedra para-
lela, el derecho de tacha y la asistencia libre. Muchos de los inte-
lectuales que lucharon por la Reforma Universitaria fueron deste-
rrados. El 23 de agosto de 1928 el gobierno aprobó un nuevo “Es-
tatuto Universitario” según el cual el ministerio del ramo contro-
laría totalmente a la institución universitaria mediante un “Con-
sejo Nacional de Enseñanza Universitaria” y de normas autorita-
rias. El Consejo resultó en la práctica “inocuo” [213, 215].
Dentro del clima de crisis agravada por caída del gobierno de
Leguía se produjeron incidentes violentos en la Facultad de Medi-
cina. De algún modo, la universidad se sintió identificada con la
lucha contra lo que el “Oncenio” significó. El 25 de agosto de 1930
se declaró “en suspenso” el estatuto universitario de 1928 y se vol-
vió al régimen de la ley de 1920, que si bien implicó la autonomía
trajo consigo serios conflictos entre catedráticos y alumnos.
Sánchez Cerro dictó el “Estatuto Provisorio de la Universidad” el
6 de febrero de 1931. Este estatuto reconocía el cogobierno a través
de delegados estudiantiles de cada facultad y escuela ante el con-
sejo universitario. En estas circunstancias, José Antonio Encinas
asumió el Rectorado de San Marcos, el 20 de marzo de 1931, des-
pués de derrotar en la elección respectiva a Víctor Andrés Belaúnde
[33, 215].
El pensamiento reformista había penetrado plenamente en San
Marcos. Encinas, identificado con la Reforma, había orientado al
gobierno en la redacción del decreto Ley del 14 de marzo de 1931.
Dispositivo que acentuó la autonomía universitaria y permitió, a
Encinas, realizar, entre otros, los siguientes cambios: “A nivel aca-
démico, estableció un Plan de Estudios que se desarrollaría en tres
ciclos: Estudios Generales, Estudios Profesionales y de Especiali-
zación o Investigación. Las Asignaturas según el criterio de cada
Facultad o Instituto, podrían ser obligatorias o electivas. La Uni-
versidad empezó a trabajar como una verdadera comunidad de
docentes y discentes, la vida académica y cultural se desarrolló
enormemente”. Las relaciones entre el gobierno y la Universidad
de San Marcos fueron, entonces, cordiales [213].

630
Pero el triunfo de Sánchez Cerro en las elecciones presiden-
ciales de 1931 generó el descontento estudiantil. El APRA y los
grupos marxistas se hicieron fuertes en la universidad y el 8 de
mayo de 1932 se dictó un decreto por el que se suspendió el fun-
cionamiento de la Universidad de San Marcos, cesando a sus au-
toridades. En los considerandos del decreto se acusó a la univer-
sidad de ser una entidad que hacía propaganda subversiva y que
era un lugar donde “existen grupos extremistas afiliados al Soviet
y cuyas actividades se realizan con la tolerancia de las actuales
autoridades universitarias”. Encinas fue deportado. De 1932 a
1935 esta universidad cumplió únicamente funciones administra-
tivas [211, 213].

La Facultad de Medicina de San Fernando

Durante la Guerra del Pacífico y el segundo militarismo:


1879-1895

Dos días después de la declaratoria de la Guerra del Pacífico, el 5


de abril de 1879, los profesores de la Facultad de Medicina de Lima
se reunieron en sesión extraordinaria y acordaron, por unanimi-
dad de votos, en ceder los haberes que percibían como catedráti-
cos durante todo el tiempo que durara la contienda y ofrecer in-
condicionalmente sus servicios al gobierno: además se designó una
comisión para que elaborara a la brevedad posible un proyecto de
organización de ambulancias que debían actuar en los campos de
batalla. Manuel Odriozola cuenta que se suspendieron los cursos
de Medicina Operatoria y Oftalmología “porque los alumnos con-
currentes a estas clases fueron todos nombrados para prestar sus
servicios en ambulancias civiles”. En enero de 1880 ya había sido
distribuido todo el personal de 3.º a 7.º año de Medicina en las
ambulancias civiles y militares y en los diferentes hospitales de
sangre.
Durante la ocupación de la ciudad de Lima parte del ejército
invasor se acuarteló en los ambientes de la Universidad de San

631
Marcos ocasionando así graves daños a la infraestructura física y
la pérdida de valiosos equipos, especialmente en la Facultad de
Medicina. Firmada la paz y desocupada la capital, la universidad
volvió a sus locales; pero, por el estado en que se encontraban no
pudo realizarse la clausura del año de estudios de 1883. La nor-
malidad de la vida universitaria sólo vino a restablecerse en 1886.
El 17 de mayo de 1884 fue aprobado un nuevo “Reglamento
General de Instrucción”. Con relación a la interpretación de la com-
petencia del concejo universitario hubo, en octubre de ese año, un
enojoso incidente entre el Poder Ejecutivo y la Facultad de Medici-
na. Odriozola entró en conflicto con el dictador Iglesias y llegó a
ser destituido de sus cargos de decano y de profesor siendo some-
tido, además, al fuero judicial por el delito de desacato. Un grupo
de profesores principales y adjuntos solicitó la reconsideración de
tales medidas. Como respuesta a esta solicitud el gobierno recha-
zó la petición y los firmantes fueron separados de sus cargos, nom-
brándose a otros docentes sin cumplimiento del requisito del con-
curso y sin intervención del concejo universitario. En enero de
1886, días después del cambio de régimen político, el nuevo mi-
nistro, Tovar, firmó un decreto para restablecer las autoridades
universitarias que habían estado en funciones hasta octubre de
1884 y reconocer como catedráticos titulares a los que habían sido
despojados de este carácter.
En el año 1887, la Facultad de Medicina de Lima aprobó un
nuevo reglamento que establecía un nuevo currículo de seis años
de estudios, que comenzó a regir ese año. El nuevo plan de estu-
dios comprendía 36 materias. Una de ellas era la de “Higiene Pú-
blica” que se dictaba en el tercer año de estudios, otra era la de
“Enfermedades Tropicales”, dictada en el quinto año de estudios.
Las materias incluidas en el Plan eran:
1.er año: Anatomía Descriptiva (1.er curso); Física Médica; Quí-
mica Biológica; Botánica Médica; Ejercicios Prácticos de Anatomía,
Química y Botánica; asistencia diaria a los hospitales.
2.º año: Anatomía Descriptiva (2.o curso); Anatomía General;
Zoología Médica; Química Analítica, aplicada a la Clínica; Hidro-

632
logía Médica; Toxicología; Histología; Química Analítica; Clínica
Externa; Ejercicios prácticos de Anatomía.
3.er año: Fisiología General y Humana; Anatomía Topográfica;
Higiene Pública; Farmacia; Clínica Externa.
4.º año: Patología General; Anatomía Patológica; Nosografía Qui-
rúrgica; Terapéutica y Materia Médica; Clínica Interna y Externa.
5.º año: Nosografía Médica; Nosografía Quirúrgica; Medicina
Operatoria; Clínica Interna y Externa, Oftalmología Médica (de
mujeres); Otorrinolaringología; Vías Urinarias y su clínica; Enfer-
medades Tropicales; Dermatología y Sifiligrafía.
6.º año: Nosografía Médica (2.º curso); Obstetricia y Niños Re-
cién Nacidos; Medicina Legal y Toxicología; Clínica Interna y Clí-
nica Obstétrica [216].
El mismo año de 1887 comenzó a funcionar el Anfiteatro Ana-
tómico. El 7 de abril de 1888 se fija igualmente el número de años
de estudios en seis. Leyes posteriores, del 20 de octubre de 1893 y
2 de noviembre de 1896, restablecieron el régimen de siete años.
La cátedra de Bacteriología y Técnica Microscópica fue creada por
ley del 16 de junio de 1890 y estuvo a cargo del Dr. David Matto.
De esta manera, la Facultad de Medicina dio inicio a la “era
bacteriológica” en la enseñanza de la Medicina peruana; esto iba
a favorecer los cambios en la Higiene Pública y la Sanidad perua-
nas [216]. Además, en el año 1891 se organizó la Escuela Práctica
de Odontología y, en 1893, se solicitó la regularización de la ense-
ñanza de la obstetricia, que hasta ese entonces había estado diri-
gida por la Sociedad de Beneficencia que administraba la Mater-
nidad de Lima [217].
El plan de estudios del año 1893 incluía 38 materias a ser de-
sarrolladas en siete años de estudios. Una de ellas era la de “Hi-
giene Pública y Privada” que se dictaba en el último año de estu-
dios; otra era la de “Enfermedades Tropicales” que se continuaba
dictando en el quinto año de estudios. Además, por vez primera
se incluía la de Bacteriología. La distribución de las asignaturas
en los diferentes años de estudio era la siguiente:

633
1.er año: Anatomía Descriptiva; Física Médica; Química Médi-
ca; Botánica Médica; Ejercicios prácticos de Anatomía; Química y
Botánica; Clínica Externa.
2.º año: Anatomía Descriptiva (2.o curso); Zoología Médica; Quí-
mica Analítica; Ejercicios Prácticos de Anatomía y Química Ana-
lítica; Clínica Externa.
3.er año: Fisiología General y Humana; Anatomía General; Ana-
tomía Topográfica e Histología Normal; Clínica Interna (1.er curso).
4.º año: Patología General; Anatomía Patológica; Bacteriología;
Farmacia; Clínica Interna (2.º curso).
5.º año: Nosografía Médica (l.er curso); Nosografía Quirúrgica;
Terapéutica y Materia Médica; Clínica Externa y Clínica Interna
Médica (de mujeres); Otorrinolaringología; Vías Urinarias y su clí-
nica; Enfermedades Tropicales; Dermatología y Sifiligrafía.
6.º año: Nosografía Médica (2.º curso); Nosografía Quirúrgica;
Medicina Operatoria; Clínica Interna; Clínica Oftalmológica.
7.º año: Obstetricia; Medicina Legal, Toxicología, Deontología
Médica y Antropología Criminal; Higiene Pública y Privada; Clí-
nica Tocológica [216].

Durante la República Aristocrática: 1896-1919

La Facultad de Medicina de la Universidad de Lima continuó


funcionando en la plaza de Santa Ana (luego plaza Italia), sede
del antiguo local del colegio de la Independencia, hasta el 6 de
septiembre de 1903, fecha en que se inauguró el nuevo local que
es el edificio donde actualmente funciona. La ceremonia oficial
de inauguración fue el día 8 y se realizó solemnemente con la
presencia del Presidente de la República, E. López de Romaña, y
su Consejo de Ministros, el Presidente electo señor M. Candamo,
los generales Cáceres, Canevaro y Recavarren y el ingeniero
director de la obra señor Basurco, entre otras importantes perso-
nalidades académicas y políticas. El Ministro de Fomento era el
Dr. David Matto y el decano de la Facultad de Medicina el Dr.
Belisario Sosa [218].

634
Entre 1895 y 1920 se establecieron nuevas cátedras, se reorientó
la enseñanza de la Medicina y se reformuló el plan de estudios.
Las nuevas cátedras, el año en que se crearon y sus primeros res-
ponsables fueron: Ginecología (1895), a cargo de Constantino T.
Carvallo; Pediatría (1896), a cargo de Francisco Almenara; Oftal-
mología (1897) a cargo de Ricardo L. Florez; Dermatosifilografía
(1908), a cargo de Belisario Sosa desde 1911; Neuropsiquiatría
(1908), a cargo de Hermilio Valdizán desde 1916; Otorrinolarin-
gología (1909), a cargo de Juvenal Denegri; Urología (1909), a car-
go de Ricardo Pazos Varela; Enfermedades Tropicales (1916), a car-
go de Julián Arce; y Cirugía Infantil y Ortopedia (1920), a cargo de
Francisco Graña. Además, desde 1899 se había producido la divi-
sión de la cátedra de Física Médica e Higiene en dos asignaturas
autónomas. De acuerdo al Dr. Carlos A. Bambarén, desde 1906 se
manifestó en la Facultad de Medicina una corriente decidida por
favorecer la enseñanza práctica, creándose al efecto jefes de traba-
jo práctico en numerosas cátedras e impulsándose la docencia ob-
jetiva. Ernesto Odriozola cumplió, primero como profesor y luego
como decano de la Facultad, un papel importante de estos cam-
bios. Durante su gestión como decano —iniciada en 1911 y finali-
zada con su muerte en marzo de 1921— la Facultad de Medicina
envió a numerosos de sus egresados a estudiar en Europa. Los cua-
les, a su regreso, se incorporaron como docentes a la Facultad, con
evidente beneficio para la enseñanza. Además, al inicio de dicha
gestión, el 1 de octubre de 1911, la Facultad celebró dignamente el
primer centenario de la fundación del Colegio de San Fernando
por Unanue [215, 217, 219] .
En el año 1919 la distribución de asignaturas y materias en
los diferentes años de estudio de la Facultad de Medicina era la
siguiente:
1.er año: Química Biológica; Física Médica; Anatomía Descrip-
tiva (l.er curso).
2.º año: Química Analítica, aplicada a la Clínica; Historia Na-
tural Médica y Parasitología; Anatomía Descriptiva (2.o curso);
Anatomía General y Técnica Microscópica.

635
3.er año: Anatomía Patológica; Clínica Quirúrgica; Propedéutica;
Clínica Médica Propedéutica; Anatomía Topográfica; Fisiología;
Bacteriología.
4.º año: Farmacología; Clínica Médica Propedéutica; Clínica
Quirúrgica Propedéutica; Patología Interna; Nosografía Quirúrgi-
ca General; Patología General.
5.º año: Clínica Médica (de mujeres); Otorrinolaringología; Vías
Urinarias y su clínica; Nosografía Quirúrgica; Enfermedades Tro-
picales; Dermatología y Sifiligrafía.
6.º año: Clínica Quirúrgica; Obstetricia y su clínica; Medicina
Operatoria; Terapéutica; Oftalmología y su clínica; Higiene.
7.º año: Clínica Médica (de hombres); Pediatría y su clínica;
Ginecología y su clínica; Enfermedades del Sistema Nervioso y su
clínica; Medicina Legal y Toxicología [220].
De 1902 a 1908 el número de matriculados en la Facultad de
Medicina variaba entre 165 y 242 alumnos. De la “Memoria” [221]
que Ernesto Odriozola elevó al rector de la universidad en diciem-
bre de 1917 extraemos, por su interés siempre actual, lo siguiente:
“En el presente año el número de alumnos han aumentado consi-
derablemente en todas las secciones (Medicina, Obstetricia, Far-
macia y Odontología), con excepción de la de obstetrices, en la que
por el contrario ha habido una disminución, por la circunstancia
de haberse exigido la instrucción media completa, como requisito
indispensable... La aglomeración de alumnos... es asunto que debe
ya preocuparnos, porque lejos de demostrar una mayor amplitud
de nuestra capacidad profesional, debe estimarse como un equi-
vocado concepto de la finalidad especulativa de cada una de las
profesiones que se reciben en nuestro instituto. Muchos alumnos...
acogen una carrera por la que no tienen la menor vocación y se
convierten... en simples comerciantes con título... Hoy la aglome-
ración de que venimos ocupándonos, es ya superior a nuestros re-
cursos y hace difícil la enseñanza escrupulosa manteniendo en
zozobra la disciplina general”.
No obstante esta advertencia, el número de egresados de la Fa-
cultad de Medicina seguiría aumentando; de un promedio anual

636
de 18,0% en 1897-1906 subió a otros de 25,6% en 1907-1916 y de
26,7% nuevos médicos en 1917-1926. El número de matriculados
alcanzaba, en 1926, a un total de 381 alumnos. En 1919, de acuer-
do con estimaciones de Paz Soldán, trabajaban en el país 545 mé-
dicos; el 35,1% de este total tenía menos de diez años de egresado
de la Facultad. Además, el 13,5% del mismo total tenía el grado
académico de Doctor en Medicina [222].

Durante la “Patria Nueva” y la crisis: 1919-1933

El Dr. Lastres, al hacer referencia al desarrollo de la Facultad de


Medicina durante los años 20, señala que después de la primera
Guerra Mundial la influencia francesa en el progreso de la Medi-
cina nacional cedió paso a la norteamericana: “... nuestros estu-
diantes y médicos pusieron la proa hacia Norteamérica y fueron a
conocer sus adelantos”. Se preparó personal docente y se recibió
apoyo económico, para adquisición de equipos y materiales de la-
boratorio y de clínica, de instituciones “filantrópicas” como las
fundaciones Rockefeller y Kellogs.

Es así como ha quedado definitivamente consolidada ésta bené-


fica influencia americana que ha dado ya espléndidos frutos en
la docencia y la investigación. [219]

En el año 1926, el plan de estudios de la Facultad de Medici-


na San Fernando [223] era el siguiente:
1.er año: Anatomía Descriptiva (l.er curso); Física Biológica; Quí-
mica Biológica.
2.º año: Anatomía Descriptiva (2.o curso); Fisiología; Anatomía
General.
3.er año : Semiología Médica; Bacteriología; Parasitología;
Fisiología.
4.º año: Anatomía Patológica; Anatomía Topográfica; Noso-
grafía Quirúrgica; Patología General.
5.º año: Nosografía Médica; Medicina Operativa; Terapéutica;
Nosografía Quirúrgica (2.o curso); Patología General.

637
6.º año: Urología; Oftalmología; Radiología Clínica; Enferme-
dades Tropicales; Dermatología y Sifiligrafía; Otorrinolaringología.
7.º año: Ginecología; Patología e Intervención Obstétrica; Pedia-
tría; Medicina Legal y Toxicología; Higiene; Psiquiatría; Obstetri-
cia Normal; Cirugía Infantil y Ortopedia.
En 1931, durante el corto rectorado de Encinas, se creó el Ins-
tituto de Biología y Patología Andina como parte de la Facultad
de Medicina. Éste fue el primer instituto de investigación creado
en la universidad peruana. Carlos Monge Medrano sería nombra-
do director del instituto en 1934, después del receso universitario,
y permanecería en esa calidad hasta 1956 [107].
Según información oficial en febrero de 1933 el número de mé-
dicos graduados o autorizados por la Facultad de Medicina as-
cendía a 1 024. De este total residían en las provincias de Lima y
Callao, aproximadamente 500 (48,8% del total). Con esta informa-
ción Olaechea hizo unos cálculos para mostrar que, en compara-
ción con otros países, el número de médicos era insuficiente con
relación al tamaño de la población [75].

La enseñanza universitaria de la Higiene

Enseñanza de pregrado en la cátedra de Higiene: 1877-1933

Desde 1865, Martín Dulanto (1831-1910) estaba a cargo de la cáte-


dra de “Física Médica e Higiene” de la Facultad de Medicina. En
1893 se dividió la enseñanza de la cátedra, en dos asignaturas:
Dulanto se reservó la de Higiene y entregó la de Física Médica al
Dr. Manuel Muñiz. Ocho años después de esta división, la “Ley
Orgánica de Instrucción” de 1901 la formalizó, constituyéndose
una nueva cátedra autónoma: la de “Higiene Privada, Pública e
Internacional”. Dulanto fue, entonces, el responsable de la ense-
ñanza de la Higiene por casi 45 años, hasta el día de su muerte en
1910. Como político fue miembro del Partido Constitucional; des-
empeñó la cartera de Instrucción como Ministro de Estado, así
como los cargos de Director de Sanidad del Ejército Peruano de

638
Reserva en 1879 y de miembro de la Junta suprema de Sanidad
[224, 225].
La fundamentación teórica de la enseñanza de los temas de
Higiene Pública o Higiene Social se encuentra en los textos de au-
tores franceses de la época. En el Museo de la Facultad de Medici-
na de la UNMSM se pueden encontrar textos de esa disciplina,
publicados al final del siglo XI, casi todos escritos en francés y sólo
uno en inglés. A continuación se presenta la estructura del conte-
nido de cinco de los mencionados textos, que muestran las varia-
ciones del contenido de la Higiene en el tiempo, así como la cre-
ciente importancia de los temas vinculados con las enfermedades
infecciosas:

• El tratado D’Hygiène, de A Proust, en su décima edición, pu-


blicado el año 1881 en París. El autor, miembro del Comité
Consultivo de Higiene Pública de Francia, estructura el con-
tenido de su tratado (983 páginas) en catorce partes. La parte
tercera, dedicada al tema “Del hombre considerado como in-
dividuo - Higiene profesional e industrial” (225 pp.), es la
más desarrollada, con algo más de la cuarta parte del texto
total; sigue, en orden de extensión, las que tratan sobre los
temas “Enfermedades virulentas y miasmáticas. Etiología y
profilaxis” (110 pp.); “Higiene Internacional. Enfermedades
pestilenciales exóticas” (105 pp.); y “Climatología. Distribu-
ción geográfica de las enfermedades. Aclimatación” (89 pp.).
• El libro Traité D’Hygiène Sociale, de Jules Rochard, publicado
en París el año 1888. Rochard, miembro del Consejo de Hi-
giene Pública y de Salubridad de la Sena, estructuró su trata-
do, de 692 páginas, en ocho capítulos. Los más desarrolla-
dos son: “Higiene de las villas y los Presupuestos Municipa-
les” (186 pp.), “Profilaxia de Enfermedades Contagiosas”
(120 pp.) y “Profilaxia de las Enfermedades No Contagio-
sas” (103 pp.); que en conjunto concentran cerca de las 2/3
partes del contenido.
• El libro The Theory and Practice of Hygiene, de J. Lane Notter y R.
H. Firth, publicado en Londres el año 1896. El primero era

639
miembro del “Consejo del Instituto Sanitario de Gran Bretaña”
y examinador en Higiene y Salud Pública de la Universidad de
Cambridge. Los autores estructuran el contenido del libro, de 1
025 páginas, en 20 capítulos. El capítulo más desarrollado es
el dedicado al agua (120 pp.), en el que se trata los temas de su
examen con propósitos higiénicos y el de su examen bacterio-
lógico, entre otros vinculados con su provisión y distribución.
Le siguen, en orden de extensión, los dedicados a la ley sanita-
ria (95 pp.); y las enfermedades infecciosas (90 pp.). El capítulo
dedicado a las ocupaciones ofensivas (18 pp.) está, a diferen-
cia de la obra de A Proust, muy poco desarrollado.
• El libro Précis D’Hyhiéne Publique et Privée, de Paul Langlois,
Jefe del Laboratorio de Fisiología de la Facultad de Medicina
de París, publicado en París en el año 1896. Está organizado en
trece capítulos: De la Tierra; Del Agua; De la Atmósfera; De la
Alimentación; De la Vestimenta; De las Viviendas; Alejamien-
to de los Perjuicios; De las Villas, que incluye el tema de hospi-
tales; Higiene de Grupos Especiales, que incluye los temas de
higiene escolar, higiene militar e higiene naval; Higiene Indus-
trial; Enfermedades Contagiosas y Desinfección; Legislación
Sanitaria Francesa; y Legislación Sanitaria Comparada.
• El libro Précis D’Hygiene, de Jules Courmont, profesor de Hi-
giene de la Facultad de Medicina de Lyon, publicado en París
y en el año 1914. Con 810 páginas, organizadas en nueve
partes. Las partes más desarrolladas son: Los Grandes Pro-
blemas Urbanos (168 pp.), que incluye vivienda, estableci-
mientos, vías públicas urbanas, basuras, aguas residuales,
agua potable, hospital y cementerios; Enfermedades Infeccio-
sas y Parasitarias (120 pp.); y Las grandes plagas sociales (96
pp.), que incluye los capítulos de tuberculosis, cáncer y alco-
holismo. Las otras partes son: Nociones Generales de la Etio-
logía y de la Profilaxia (76 pp.), Higiene del Trabajo (62 pp.);
Generalidades (62 pp.); La Alimentación (43 pp.); Higiene
General (39 pp.); y, Enfermedades Epidémicas Necesitadas
de Medidas Internacionales (36 pp.).

640
En 1912, el Dr. Francisco Graña (1878-1959), después de lle-
nar todas las formalidades que exigía el reglamento de concursos
para la provisión de plazas, fue designado para ocupar la cátedra
de “Higiene Privada, Pública e Internacional”. El nuevo catedráti-
co tenía 34 años y había obtenido los grados de Bachiller y de Doc-
tor en Medicina con las tesis La Cuestión Higiénica (1903) y El Pro-
blema de la Población en el Perú. Inmigración y Autogenia (1908), res-
pectivamente; además había colaborado con el Dr. Julián Arce du-
rante la gestión de éste como Director General de Salubridad [98,
226]. En 1922, diez años después de estar a cargo de la cátedra de
Higiene, Graña la dejó vacante para ocupar la cátedra de Cirugía
Infantil y Ortopedia, recientemente creada.
Graña fue reemplazado en la cátedra de Higiene por el Dr. Car-
los Enrique Paz Soldán, quien había sido nominado catedrático in-
terino de Higiene el 20 de agosto de 1920, cuando tenía 35 años de
edad. Cuatro años después, por concurso, Paz Soldán ganó el car-
go de catedrático titular de Higiene, permaneció en él por cerca de
40 años. Graduado de médico-cirujano en 1915, antes de incorpo-
rarse a la cátedra había publicado La Asistencia Social en el Perú (1915)
y La Ciudad para la Medicina Social (1916); además, en 1918, a raíz
de su incorporación a la Academia Nacional de Medicina, sometió
a consideración de la misma un plan de saneamiento de la capital.
Paz Soldán definía a la Medicina Social como:

(la disciplina que) tiene por objeto el estudio de la Etnia poblado-


ra, en sus relaciones con los ambientes geocósmico-sociales, para
examinar las acciones y relaciones mutuas y llegar al conocimien-
to de las leyes que presiden, en el espacio y en el tiempo, la adap-
tación, la perduración y la perfección humanas [98].

Asimismo, en sus clases definía a la Higiene diciendo:

... es la disciplina que tiene por finalidad propia condensar en


síntesis doctrinarias los conocimientos científicos, médicos y so-
ciológicos para obtener con su aplicación el beneficio de la sa-
lud individual y colectiva del hombre a fin de tutelar su vida,
proteger su salud y asegurar para él y para su descendencia el
progreso bio-social [224].

641
En el Perú, no obstante la importancia otorgada a la enseñan-
za de la Higiene Pública en la comunidad académica mundial y
en el discurso de las autoridades de la Facultad de Medicina de
Lima, así como de la oportunidad abierta por la reforma universi-
taria, la importancia efectivamente asignada a la enseñanza de la
Higiene en el programa de estudios médicos no se modificó du-
rante la década de los veinte y, por ende, seguía siendo escasa.
Esta afirmación puede ser validada con los datos siguientes: en
1923 se dictó en la Facultad un total de 2 151 lecciones en el desa-
rrollo de todos los cursos; de ese total apenas 20 lecciones (menos
del 1% del total) se destinaron a la Higiene. Tres años después, en
1926, de un total de 2 021 lecciones, las que correspondieron a Hi-
giene fueron 31 (1,5 % del total) [223]. Al respecto, se ha hecho el
siguiente comentario:

La Facultad de Medicina... permanecía indiferente a los proble-


mas médico sociales del país. Lo poco que se hizo en este terre-
no, fue impulsado por la Cátedra de Tropicales, pero a instancias
del capital extranjero. Salvo individualidades, la mayoría no ex-
presaba el más mínimo interés por reorientar la formación mé-
dica, por ello los vientos de la Reforma Universitaria le vienen
de fuera, logrando pocos cambios significativos. Un estudio re-
ciente sobre los currículos de la Facultad de Medicina de San Fer-
nando demuestra que no hubo un verdadero currículo de estu-
dios hasta el intento del Dr. Hurtado. Surgían cátedras conforme
aparecían los especialistas, pero no se hacía en función de las ne-
cesidades del país [227].

Además, la nueva Ley Orgánica de Enseñanza de 1920, al


igual que la anterior de 1901, siguió dando a la cátedra la deno-
minación de “Higiene Privada, Pública e Internacional”.

Instituto de Medicina Social: 1924-1933

La legislatura regional del centro, presidida por el Dr. Paz Soldán,


el año 1923 aprobó la resolución legislativa N.° 656 en la cual se
dispuso crear el “Instituto de Medicina Social” en la Facultad de

642
Medicina de Lima; este instituto estaría encargado de investigar y
de enseñar la Medicina Social y la Higiene Pública, así como de
preparar al personal que ejecute las leyes sanitarias del país. La
misma norma regional, promulgada por Leguía el 27 de junio de
1924, señaló las rentas para su implantación y funcionamiento.
El instituto debía servir, según Paz Soldán, de centro de enseñan-
za y aprendizaje de la Higiene [61, 228].
En diciembre de 1926, Paz Soldán, en oficio dirigido al deca-
no de la Facultad de Medicina, describe y justifica la organización
que adoptará el instituto y adjunta los planos y el presupuesto de
construcción del mismo. El programa de estudios previsto incluía
los temas: (I) Demografía y la estadística sanitaria; (II) Biometría
de la población del Perú; (III) Legislación y administración sanita-
rias; (IV ) Evolución de las condiciones de higiene de los diferentes
grupos sociales; (V ) Elaboración de planes y proyectos relaciona-
dos con la profilaxis y la terapia sociales para mejorar la situa-
ción de la población; (VI) Propaganda popular destinada a des-
pertar o crear la conciencia sanitaria pública sobre los problemas
médico-sociales urgidos de resolución; y (VII) Investigaciones ori-
ginales sobre los asuntos de sanidad que interesan al Perú.
Para desarrollar tan vasto programa estaban previstos: un la-
boratorio de biometría y estadística, un laboratorio microbiológico
y químico para investigaciones médico-sociales, una biblioteca y
sala de lectura, un museo y un aula magna para demostraciones
y conferencias [228, 229, 230]. La ceremonia de inauguración del
local del instituto se efectuó el 17 de octubre de 1927, en uno de
los días de sesiones de la VIII Conferencia Sanitaria, con la presen-
cia del Sr. Presidente de la República y altas autoridades de la Con-
ferencia y del país. Paz Soldán estuvo a cargo del discurso central
el cual trató, fundamentalmente, sobre su agradecimiento y adhe-
sión a Leguía:

... mi mejor palabra de reconocimiento que sea para el señor Pre-


sidente de la República...,a quien una vez más tributo públicamen-
te las cordiales y sinceras expresiones de mi gratitud... Ud. pro-
mulgó la ley, la defendió en los momentos —fueron diez meses—

643
en que estuvo sometida al examen de diversas entidades adminis-
trativas, y la ha prestado últimamente, el inestimable apoyo de
una resolución suprema que la permitirá perdurar... Sin caer en la
lisonja se puede afirmar que cuando un jefe de Estado hace tales
actos en favor de la cultura pública, su proceder es digno de impe-
recedera gratitud... [228].

El primer director del instituto fue el Dr. Paz Soldán, en su con-


dición de catedrático de Higiene de la Facultad de Medicina de
Lima. Su presupuesto inicial fue de 10 000 soles oro (US$ 6 000)
al año [19]. El año 1931, cuatro años después de su solemne inau-
guración, se aprobó el reglamento del Instituto de Medicina So-
cial, en el que se precisa que es un órgano de la Facultad de Medi-
cina de la Universidad de San Marcos de Lima y que está bajo la
dirección inmediata de un director, el profesor de Higiene de esta
Facultad. Además se enfatiza que actuará como un centro de in-
vestigación y de enseñanza destinado a la Higiene y que podrá
organizar cursos especiales para la preparación de las Visitadoras
Sanitarias y de las Trabajadoras Sociales. Por último señala que
para obtener la mejor correlación de los trabajos del instituto con
los estudios médicos, se crea un Consejo de Vigilancia, que presi-
dido por el decano estará formado por los profesores de Higiene,
Medicina Legal, Bacteriología, Parasitología y Psiquiatría. Lamenta-
blemente, el instituto al igual que el resto de la universidad, entró
en receso desde 1932 [229].

Escuelas de enfermeras: 1880-1933

En el Perú, antes de la primera década del siglo XX, las labores de


enfermería estaban a cargo de personal religioso, las “Hermanas
de Caridad”, o de personal práctico, los “barchillones” y los
topiqueros. Las primeras tentativas para formar enfermeras se rea-
lizaron a raíz de la Guerra con Chile, en 1880, como respuesta a
las necesidades de la sanidad militar [231].
En 1904 se inició la formación técnica de personal de enferme-
ría en la “Casa de Salud” de Bellavista, aunque sin llegar a esta-

644
blecer una escuela formal. De acuerdo con Elizabeth Earle, en 1906
ya se realizaba un curso para formar enfermeras en esta casa de
salud; curso dictado por médicos [231, 232]. Un año después, por
resolución suprema del 15 de julio de 1907, se autorizó la funda-
ción de una Escuela de Enfermería en esa casa y la celebración de
un contrato firmado por el gobierno, representado por el Director
de Salubridad, y el Gerente de la Compañía Anónima “Casa de
Salud” de Bellavista. En este contrato el gobierno se comprometía
a suscribir cien libras peruanas por una sola vez a la casa, abonar
30 libras peruanas mensuales para la educación de 3 enfermeras
y sufragar el 50% de los gastos que demandara el viaje de ida y
vuelta a Inglaterra de una enfermera diplomada que se dedicara a
la enseñanza. En cumplimiento de lo pactado la casa contrató a
la Srta. Rosa Lietti quien había estudiado en el “Saint Thomas Hos-
pital” de Londres, bajo la dirección de Florence Nightingale.
Luego de algunas dificultades se dictó la resolución suprema
del 2 de agosto de 1907 que estableció los requisitos para el ingre-
so de las postulantes a dicha escuela; entre los principales
transcribimos los que siguen: “a) Ser mayor de 18 años y menor de
30...; c) Haber cursado con éxito la instrucción primaria completa;
ch) ser de buena constitución y gozar de buena salud habitual; d)
Observar buena conducta y moralidad; ... e) Comprometerse, igual-
mente, a servir al gobierno, al término de sus estudios, por tres años
contados a partir de la fecha de su diploma, con una remunera-
ción no menor de cien libras al año”. La Escuela, ya formalizada,
inicia sus clases el 2 de enero de 1908 y otorga las primeras diplo-
mas en diciembre de 1911. La Srta. Lietti fue la directora de la Es-
cuela de Enfermería hasta 1911 cuando regresó a Inglaterra. Fue
reemplazada por la Srta. María Albertina Vega, primera alumna
que obtuvo el diploma. En 1914 el gobierno suspendió su ayuda,
pero la escuela no interrumpió sus actividades [111, 190].
En 1915, el Dr. Wenceslao F. Molina, con la cooperación del
Dr. Ricardo Palma, fundó en Lima la Escuela Mixta de Enferme-
ros en el hospital Dos de Mayo. Inició las actividades docentes con
14 alumnos, tomando él mismo la dirección y contando como co-

645
laboradora principal a Miss Maud Carner, de la Escuela de Enfer-
meras de Harvard y del hospital Monte Sinaí de Nueva York. En
1917 se otorgaron las dos primeras diplomas. El curso duraba 5
años: tres de estudio y dos de servicios en el hospital [231, 232].
En 1921 culmina la venta de la “Casa de Salud” de Bellavista
a la comunidad angloamericana. Al reiniciar sus actividades como
British American Hospital, sus directivos nombran a una nueva
directora para el “Training School for Nurses del British American
Hospital”. Esta primera directora fue miss Louisa Kurrath. La nue-
va escuela no era sino la continuación de la que estaba funcio-
nando en la “Casa de Salud”; sin embargo, la resolución suprema
de 21 de octubre le concedió una nueva autorización para “esta-
blecer en dicho hospital cursos para la preparación de enfermeras
que puedan, una vez terminados esos cursos, ejercer la profesión
en el país”.
La condición para dicha autorización era que el hospital remi-
tiera a la Dirección de Salubridad el plan correspondiente de estu-
dios para su aprobación; además se estableció que las alumnas apro-
badas debían recibir un diploma que las acreditara como enferme-
ras. La escuela continuó funcionando con esa autorización hasta
que por resolución suprema del 5 de junio de 1928 el supremo go-
bierno le reconoce oficialmente como la primera escuela de enfer-
meras en el país, administrada por una entidad privada [111, 190].
La Escuela Mixta de Enfermeros del hospital Dos de Mayo sus-
pendió su funcionamiento en 1923 como resultado de un movi-
miento contrario a su permanencia en la Beneficencia. Un año des-
pués esta escuela reinició sus tareas ahora bajo la conducción de
las Hermanas de Caridad de San Vicente de Paúl. En 1926 la es-
cuela inició una segunda etapa en su existencia al ser trasladada
al Hospital Arzobispo Loayza y convertirse en una escuela exclu-
sivamente para señoritas [232]. La R. S. del 25 de febrero del año
1928 resuelve: “declarar oficial a la Escuela de Enfermeras que fun-
ciona anexa al hospital Arzobispo Loayza, la que en lo sucesivo,
se denominará Escuela Nacional de Enfermeras” y recomendar que
se utilicen los conocimientos de las alumnas diplomadas por la
escuela en los establecimientos de las sociedades de beneficencia,

646
así como en todos aquellos donde se atienda el tratamiento de las
enfermedades [111]. En el año 1929, para ordenar el ejercicio pro-
fesional de las enfermeras, el gobierno, por R. S. del 11 de enero,
resolvió que:

Las enfermeras que no hayan egresado de las escuelas especia-


les reconocidas oficialmente, no podrán ejercer la profesión, sin
previa presentación y registro, en forma gratuita, de sus títulos
o diplomas en la Dirección General de Salubridad [111].

En 1930, Abel Olaechea reclamaba una mayor oferta de enfer-


meras considerando que debía existir en el país una relación de
tres enfermeras por cada médico y se lamentaba que

... la única Escuela de Enfermeras que existe en Lima, laudable-


mente sostenida por la Sociedad de Beneficencia, no puede, por
deficiencias económicas, de local, etc., llenar su misión de modo
completo para con los hospitales de esta capital, prove-yéndo-
les de todo el personal secundario de asistencia que les es pre-
ciso. La peculiaridad de nuestra asistencia hace indispensable
disponer no solamente de enfermeras, sino también de enfer-
meros; es decir, de individuos aptos, por su preparación especial
y seleccionados moralmente, que sustituyan a los llamados
topiqueros o sean los enfermeros prácticos, que aún existen en
nuestros establecimientos hospitalarios [75].

En diciembre de 1930 se fundó, por iniciativa del Dr. Baltazar


Caravedo P. y con la anuencia de la Beneficencia Pública de Lima,
la “Escuela Mixta de Enfermeros Especializados en Psiquiatría”.
La escuela funcionó en el hospital Víctor Larco Herrera; contó con
la colaboración de los médicos psiquiatras que en él prestaban ser-
vicios, así como de las enfermeras inglesas contratadas por la Be-
neficencia para el mencionado hospital. Entre estas últimas des-
tacaron la Srta. Mary Robertson, quien durante tres años estuvo a
cargo de la Escuela y la Superintendencia de Enfermeros, y la Srta.
Alice Brothers. La escuela fue reconocida oficialmente por el go-
bierno el 26 de agosto de 1933. De allí salieron enfermeros capaci-
tados que laboraron eficientemente en una serie de clínicas, servi-
cios psiquiátricos y hospitales del país [176, 178].

647
El Instituto Nacional del Niño, con el propósito de satisfacer
sus requerimientos de personal capacitado para los dispensarios
de lactantes y cunas maternales, formuló un “Plan de Estudios de
la Escuela de Visitadoras Sociales de Higiene Infantil y Enferme-
ras de Puericultora” que se aprobó por R. S. del 14 de octubre de
1931. La misma resolución reconoció oficialmente los certificados
o diplomas que, para mejorar la eficacia de sus servicios, tuviera
que expedir la Comisión Protectora del Niño [111].

648
Evolución de las ideas vinculadas con la Salud
Pública: Perú, 1877-1933

El pensamiento filosófico dominante

El positivismo como filosofía dominante: 1870-1900

De acuerdo al filósofo peruano David Sobrevilla [233], las prime-


ras referencias al positivismo se encuentran en el Perú a media-
dos del siglo XIX, pero es sólo hacia 1870 cuando este movimiento
se afirma entre nosotros en el ambiente de la Facultad de Medici-
na y se hace dominante hasta 1900. Por su parte, María Luisa
Rivara de Tuesta, filósofa e historiadora, opina que el positivismo
alcanza su máxima vigencia doctrinaria entre 1885 y 1915:

El positivismo crea una atmósfera intelectual y doctrinaria que


invade todos los círculos cultos... El positivismo era en verdad la
nueva fe, hecha a la vez de atracción por la ciencia y la esperan-
za de una vida racionalmente fundada [234].

Tras de la derrota en la Guerra del Pacífico, intelectuales y re-


presentantes de las élites peruanas emprendieron un proceso de
reflexión crítica sobre los problemas nacionales con el fin de ini-
ciar la reconstrucción del Estado. En este proceso, pronto llegaron
a la convicción de que, para alcanzar tal fin, debían superar pre-
viamente: la ausencia de orden y estabilidad políticas, la interrup-
ción del progreso económico y, especialmente, la ausencia de una
cultura científica positivista. Para estos intelectuales, la regenera-

[649] 649
ción de la nación peruana exigía dos condiciones: (I) el abandono
de las visiones románticas que habían predominada en la vida in-
telectual peruana del siglo XIX; y, (II) el conocimiento científico de
la propia realidad. Aparece, así, un nuevo tipo de intelectual, po-
sitivista y pragmático, que hace de la conducción y la gestión gu-
bernamental un asunto a la vez técnico y político, cuyos resulta-
dos deben ser evaluados por datos e indicadores estadísticos. “La
mentalidad positivista fue un medio para establecer una estrecha
relación entre el nacionalismo y la ciencia” [79, 235].
Una de las instituciones que reflejó mejor la asociación desea-
da entre los intelectuales nacionalistas y la gestión gubernamen-
tal fue la Sociedad Geográfica de Lima, creada en 1888, como una
dependencia del Ministerio de Relaciones Exteriores. De acuerdo
a Luis Carranza, su primer director, los objetivos de la Sociedad
eran tres: aumentar los conocimientos sobre los recursos natura-
les del país y su explotación; defender las condiciones de
habitabilidad del espacio peruano para captar inmigrantes euro-
peos; y, mejorar la información geopolítica para evitar conflictos
sorpresivos como el de la Guerra del Pacífico [236]. Esta Sociedad
publicó una revista trimestral, el Boletín de la Sociedad Geográfica,
que difundió informes de exploradores, geógrafos y autoridades
locales. Promoviendo, así, un verdadero nacionalismo científico.
Luis Carranza (1843-1898), médico y periodista ayacuchano
fue un hombre múltiple. Periodista, trabajó como codirector del
diario El Comercio desde 1875, promoviendo el nacionalismo cien-
tífico. Parlamentario, actuó como diputado (1868-1874) y, luego,
como senador desde 1886 hasta el día de su muerte. Como políti-
co concurrió a la formación del Partido Civil (1871), defendió Lima
contra la invasión chilena y, luego integró el gobierno constituido
en Huancayo por el General Cáceres (1884), en el despacho de Gue-
rra y Gobierno. Científico, fue miembro fundador de la “Acade-
mia Libre de Medicina” (1884), organizador del Congreso Sanita-
rio de Lima (1888); y, cuando Cáceres asumió la Presidencia de la
República, obtuvo los auspicios para la organización de la Socie-
dad Geográfica, siendo su director por una década (1888-1898)

650
dándole continuidad institucional a esta organización emergente
[237, 238].
El Dr. Jorge Polar, futuro Ministro de Educación del régimen
civilista de José Pardo, al tomar posesión en 1896 del cargo de rec-
tor de la Universidad de Arequipa, expresó de manera clara el nue-
vo discurso positivista, ya ideologizado, de la élite peruana de la
posguerra. Polar señaló el desdén de la ciencia positiva hacia los
ideales del pasado peruano por ser “quiméricos y vagos”. A su
entender, el relativismo del conocimiento de Kant había mostrado
la falsedad de las especulaciones de los filósofos del pasado; es-
pecialmente en sus postulados políticos. Los mismos que al pro-
mover “la libertad, la igualdad y la fraternidad” fomentaban el ab-
surdo de orientar las energías sociales hacia los demás sin un co-
nocimiento pragmático y suficiente de la realidad del país. Al en-
fatizar la necesidad de fortalecer mentalmente a las élites intelec-
tuales del país “masticando hechos, asimilándonos realidades,
metiendo lastre de experiencias” en su pensamiento y en sus de-
cisiones, propiciaba el desarrollo de un empirismo pragmático,
fundamentado en una ciencia positiva o “ciencia de la verdad”
que debía ocupar, en lugar de la religión, el centro de gravedad
del nuevo ordenamiento político peruano [239].
En las primeras décadas del siglo XX, la vida universitaria e
intelectual en el Perú estuvo liderada por la llamada “generación
del 900”. Sus miembros se declaraban positivistas y, sin embargo,
exaltaban la filosofía de Herbert Spencer, especialmente su expli-
cación del progreso social como un proceso evolutivo, como la más
genuina realización de los ideales positivistas. Pero, “Es sabido
que el spencerismo fue sólo a medias positivismo. En el Perú, en
cambio, resulta el positivismo genuino. Y es que la denominación
de positivismo, usada por los propios hombres de la época, tiene
entre nosotros una significación más amplia que en Europa. Cu-
bre al mismo tiempo que la filosofía positiva en sentido estricto,
todas las formas del naturalismo, comprendiendo el materialismo
y doctrinas de transición hacia el espiritualismo del tipo de las de
Fouillée, Guyau o Hoffding”. Por esta forma de entender la filoso-

651
fía positivista, muchos de nuestros intelectuales pudieron decla-
rarse positivistas y, al mismo tiempo, abrazar la fe católica; así
como combinarla con teorías racistas inspiradas en H. Taine, A.
de Gobineau, E. Haeckel, L. Gumplowicz y, especialmente, Gusta-
vo Le Bon, para describir y explicar el atraso nacional. Por ello,
fue relativamente fácil para la mayoría de ellos abandonar en su
madurez el positivismo y enrolarse en el bergsonismo. El apogeo
del positivismo naturista en la filosofía peruano está signado por
el dominio del evolucionismo spenceriano. Su ocaso estuvo con-
dicionado por la declinación de dicho dominio [234].
Tal como Karem Sanders afirma, las propuestas que hicieron
los miembros de esa generación para la solución del atraso perua-
no propugnaban el estudio científico de la realidad nacional y eran
opuestas a los factores negativos de la herencia colonial; pero te-
nían “el hálito de su procedencia francesa y anglosajona” y se ba-
saban en teorías pseudocientíficas. Tales propuestas tenían de co-
mún tres ideas centrales: (I) la ruptura con el legado colonial, como
primera condición para hacer inevitable el progreso; (II) la necesi-
dad de formar élites nacionales, para gobernar el país; y, (III) la
promoción de la inmigración europea, para resolver el “problema
racial” [240].

La reacción espiritualista y el idealismo arielista: 1900-1920

Ariel de J. E. Rodó, publicada en 1900, tuvo un gran impacto en la


comunidad intelectual latinoamericana al principio del siglo. A
pesar de su pretendido idealismo era una obra de transición entre
el positivismo y el idealismo, una llamada a la juventud de la élite
latinoamericana a mantener los valores espiritualistas, arielistas
y latinos en contra de su reemplazo por los valores materialistas
y “calibanistas” de Norteamérica, sosteniendo a la vez que las dos
tradiciones eran compatibles. Era un mensaje optimista, pero que
nada decía acerca de los problemas específicos nacionales ni tam-
poco sobre las poblaciones indígenas. Los intelectuales peruanos
adoptaron a Rodó como su director espiritual.

652
La indiferencia y el desprecio de la tradición autóctona, junto
con la imitación del pensamiento europeo eran no sólo caracte-
rísticos del arielismo sino también del positivismo, de donde el
arielismo en parte se había derivado [240].

Siguiendo ese mensaje, hacia 1915 se produjo en el Perú una


reacción contra el positivismo naturalista de la generación del 900.
Esta reacción estuvo influenciada por la filosofía espiritualista;
comprendió, por un lado, la crítica de las esperanzas puestas en
la educación y la inmigración y, por otro, un reforzamiento de las
ideas de la importancia de la autoridad y de la élite. Uno de los
principales exponentes de esta reacción fue el profesor de filoso-
fía de San Marcos, Alejandro Deustua (1849-1945), quien introdu-
jo en el Perú las ideas de Guyau, Fouillée y Bergson, quienes a su
vez, habían ejercido una gran influencia —junto con Renan— en
la obra de José Enrique Rodó. Según Deustua, lo esencial de la con-
ciencia moral es el sentimiento de abnegación desinteresada, de
solidaridad simpática, que recibe de la conciencia estética fuerza
de elevación y de grandeza; en consecuencia, había que evitar el
utilitarismo de la educación técnica, promover la formación moral
y consolidar una élite dirigente con valores humanistas [233, 240].

El espiritualismo y la filosofía de los movimientos socialistas:


1920-1940

La renovación filosófica presidida por Deustua dio origen a la apa-


rición de una nueva generación filosófica en 1920, constituida por
profesores universitarios que habían sido formados cuando el po-
sitivismo declinaba. Sin embargo, esta filosofía continuaba influ-
yendo en muchos de ellos que, por lo demás, eran mayormente par-
tidarios de Bergson. Pero incluso quienes no lo eran, no ocultaban
sus simpatías por la metafísica espiritualista, lo cual es un rasgo
distintivo de esta generación. Los pensadores más representativos
de ella fueron: Mariano Iberico, Pedro S. Zulen y Honorio Delga-
do. Esta filosofía tiene en su versión política vinculaciones con las
ideologías de derecha:

653
como una nueva praxis derechista... interpretan y utilizan las fi-
losofías espiritualistas que en Europa han desplazado al positi-
vismo... la filosofía de Bergson fue elegida como el mejor sopor-
te doctrinario por los grupos tradicionales que antes habían res-
paldado su acción en las tesis positivistas. Seguían siendo los do-
minantes ningún cambio social parecía exigir su relevo en la con-
ducción del país [234].

Henri Bergson (1859-1941), filósofo francés, cuyo pensamien-


to ha sido caracterizado como perteneciente al evolucionismo es-
piritualista, combatió el materialismo y el monismo del positivis-
mo naturalista. Niega que la ciencia sea el único método válido y,
más aún, afirma que el pensamiento científico es incapaz, por el
análisis y la abstracción, de entender ni captar la vida y el espíri-
tu, que son el fondo de la realidad. La inteligencia falsea las reali-
dades que estudia: el movimiento lo construye yuxtaponiendo
inmovilidades; lo orgánico y lo vital lo trata como inorgánico y
sin vida; y el “tiempo” de la ciencia es vacío y mecánico, una serie
de espacios alineados unos tras otros. En cambio, la “intuición”
—que es una simpatía adivinatoria totalizante análoga al sentido
artístico— se “transforma al interior de un objeto para coincidir
con lo que tiene de único, en consecuencia, de inefable”. Afirma
que la única realidad es la vida, progresiva, avanzando en crea-
ciones sucesivas: el “impulso vital”. La materia no es más que un
elemento que no ha sido tocado por ese impulso [241].
En opinión de Sobrevilla [233], en estas décadas destacan, en
el campo de la filosofía política, dos pensadores que lideraron el
movimiento de inserción del materialismo histórico en el pensa-
miento nacional. El primero, José Carlos Mariátegui (1895-1930),
con su concepción del marxismo como método —cercana a la de
Lukacs en Historia y conciencia de clase (1922)—, aportó sus 7 ensa-
yos de interpretación de la realidad peruana, que presenta los resulta-
dos de la aplicación de dicho método en el estudio del Perú; ade-
más, aportó: su interpretación del problema racial como un pro-
blema económico, su aproximación del marxismo al freudismo y
a la religión, sus planteamientos estéticos y sus estudios literarios.

654
El segundo, Víctor Raúl Haya de la Torre (1895-1980), quien trató
de adaptar la doctrina marxista a la realidad latinoamericana, ela-
boró una filosofía de la historia que está presente en forma simple
en El antimperialismo y el Apra (1928-1935). Según Haya, cada pue-
blo debe lograr la conciencia de su espacio y de su tiempo, pues un
mismo tiempo no es aplicable a todos los espacios: la visión que
ofrece de la realidad histórica es relativa.
Por su parte, Rivara de Tuesta [234] opina que si bien los acto-
res de aquel movimiento filosófico político estaban directa o indi-
rectamente influidos por el marxismo, al que la revolución rusa
victoriosa otorgaba en esos años el prestigio de una teoría refren-
dada por los hechos, también acogieron y utilizaron otras tenden-
cias filosóficas: “El bergsonismo tiene una vez más su parte; con
él, el pragmatismo y el relativismo spengleriano influyen conside-
rablemente en la ideología del movimiento”. Además, como el tema
central de la reflexión es el Perú, hay en la obra de estos persona-
jes una tendencia muy clara a dar al pensamiento un carácter de
originalidad nacional. Rivara también enfatiza que otros dos ras-
gos caracterizan a estos actores: el primero, se trata de hombres
tanto de pensamiento como de acción, del tipo de militante políti-
co e ideólogo; el segundo, su negación de la universidad oficial,
por lo que crean las universidades populares, proponiéndose lle-
var las nuevas ideas a las masas populares.

La ideología racista

El racismo “científico” dominante

Desde el inicio de la década de 1870, el antiguo racismo pretendió


fundamentarse en la Ciencia mediante una nueva disciplina: la
“Eugenesia”, fundada por Francis Galton (1822-1911), primo her-
mano de Charles Darwin. En su libro Hereditary Genius its Laws
and Consequences (1869) propuso —a partir de datos estadísticos,
antropológicos y antropométricos— que un sistema de matrimo-
nios arreglados entre hombres distinguidos y mujeres de la clase

655
alta produciría una raza privilegiada y mejorada a través de va-
rias generaciones sucesivas [242]. Poco a poco las doctrinas racis-
tas se fueron radicalizando adquiriendo así un significado exclu-
sivista destinado a justificar, primero la discriminación y luego la
destrucción de pueblos enteros. Hay una aversión al mestizaje, lo
deseable es purificar la raza blanca. Impedir los cruzamientos, me-
jorar la calidad de la raza blanca, tales son los principios de la
llamada “higiene racial”, doctrina con amplia aceptación en la
Europa de esos años [243]. Foucault señala que el discurso del ra-
cismo científico

no fue otra cosa que la inversión hacia fines del siglo XIX, del
discurso de las guerras de las razas, o un retomar de este secu-
lar discurso en términos sociobiológicos, esencialmente con fi-
nes de conservadurismo social... [244].

Gonzalo Portocarrero afirma que el “racismo científico” —en


tanto valida la desigualdad intrínseca entre las razas— se difun-
dió fácilmente en el Perú oficial y se constituyó en la ideología im-
plícita del Estado oligárquico. Ideología que permitió a las élites
peruanas consolidar una idea de superioridad que justificaba la
exclusión de las mayorías del manejo de lo público, en circuns-
tancias que las ideas liberales y democráticas la cuestionaban
[245]. Las tesis eugenésicas divulgadas en el país por Gustave Le
Bon y otros teóricos europeos, sobre la degeneración de las razas,
la existencia de las razas superiores y su triunfo “inevitable” so-
bre las inferiores, ayudaron a dar categoría de “científico” a las
ideas, mantenidas por la cultura dominante peruana, de dominio
necesario de los blancos, o en su defecto los mestizos, sobre la po-
blación indígena [78].
Para Portocarrero la tesis para obtener el título de Bachiller
en Letras de Clemente Palma, El porvenir de las razas en el Perú,
aprobada en la Universidad de San Marcos en 1897, es un mani-
fiesto del “darwinismo social” en el Perú. En ella se define a las
razas india, negra y china como inferiores; a la española, relati-
vamente superior a la indígena, aunque carente de energía y de
estabilidad; y a las mestizas como insuficientemente dotadas de

656
carácter y espíritu: “les falta el alma de una nacionalidad”. La
opinión de Palma sobre la raza india es particularmente dura:
“raza embrutecida por la decrepitud, es por su innata condición
inferior, y por los vicios de embriaguez y lujuria, un factor inútil
(...) Los elementos inútiles deben desaparecer y desaparecen...
como sucede en Estados Unidos con los pieles rojas”. Pero, si bien
para Palma el genocidio de los indígenas sería la solución ideal,
reconoce que es inviable en el país: “En el Perú esa desaparición
será lenta, porque el contacto de las razas costeñas con las indí-
genas ejercerá una acción lenta de destrucción”. La única posibi-
lidad de salvación del Perú es el mestizaje equilibrado, que im-
plica el cruzamiento de los criollos con migrantes bien escogidos.
En su opinión la mejor terapia étnica para la raza criolla es el
cruce con la raza alemana, por lo tanto el mejor gobierno será aquél
“que favorezca la inmigración de algunos millares de alemanes
(...) lo cierto es que los pueblos son razadas de animales y que
sus instintos y tendencias no se modifican con leyes y con educa-
ción sino con cruzamiento acertados (...) los pueblos como espe-
cies vacunas que se mejoran haciendo cubrir a la hembra por un
toro de tales condiciones” [246].
Desde inicios del siglo XX las doctrinas racistas tuvieron que
ser reprocesadas en el Perú para apostar por el mestizaje equili-
brado en los términos señalados por Palma. Se hace evidente para
los dirigentes políticos que la aceptación del darwinismo social
europeo significaría el rechazo al mestizaje y, por lo tanto, la ne-
gación de un porvenir nacional. En consecuencia, el racismo radi-
cal fue proscrito formalmente de la ideología oficial y matizado en
el discurso público, aunque en los hechos fue el “fundamento in-
visible” que continuó legitimando la exclusión política y fortale-
ciendo el sentimiento aristocrático.

Ni el genocidio de los indígenas complementado con la inmigra-


ción de las “razas enérgicas”, ni la exclusión legal, el apartheid,
eran posibilidades reales. La única forma coherente de ser opti-
mista era apostando a la integración. El racismo radical llevaba
al pesimismo y la desesperanza [245].

657
La doctrina de la “Eugenesia” halló en ese contexto cultural
peruano fácil aceptación. Sus seguidores pretendían que la cien-
cia había probado la superioridad de la raza blanca y que, por lo
tanto, era necesario transplantar a nuestro territorio los supuesta-
mente virtuosos colonos europeos.

La “redención de la raza” y el indigenismo

Por otro lado, la “redención de la raza” nativa ya era un asunto


que inquietaba la opinión de los intelectuales y políticos. En 1888,
en el “Politeama” de Lima, Manuel González Prada había
reclamado:

No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y ex-


tranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico i los
Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios
diseminadas en la banda oriental de la cordillera. Trescientos años
há que el indio rastrea en las capas inferiores de la civilización, sien-
do un híbrido con los vicios del bárbaro i sin las virtudes del euro-
peo: enseñadle siquiera a leer i escribir, i veréis si en un cuarto de
siglo se levanta o no a la dignidad del hombre [245].

Después de la Guerra del Pacífico dar “educación a la raza


indígena” fue una de las tareas prioritarias que se planteó en esa
época para la reconstrucción nacional. Pero rápidamente se llegó
a la conclusión de que instruir en los principios de la civilización
occidental a dos de los tres millones de los indios de la Sierra, que
vivían en el autoconsumo y la sumisión del gamonal, era una ta-
rea a largo alcance que aún no tenía viabilidad en el país.
En los primeros años del siglo XX, como reacción a la Eugene-
sia y las políticas racistas, surgió una nueva doctrina: la “auto-
genia”. Según esta última doctrina la población sólo estaba “re-
trasada” en su evolución, pero no incapacitada para el progreso.
En consecuencia, preconizaba la regeneración de la raza andina,
a través de la educación, el servicio militar, y la higiene [79]. Los
miembros de la “generación del 900”, asimismo, imaginaron con
optimismo la posibilidad de un porvenir nacional mediante la

658
integración y un mestizaje; aunque sin llegar a romper, en su ar-
gumentación, con el racismo y el colonialismo:

La exclusión legal está legitimada por una mezcla de argumen-


tos paternalistas y etnocéntricos; aquí la presencia del racismo es
mucho más matizada. El elemento biológico está diluido. La idea
oficial es que la raza indígena está degenerada pero es rege-
nerable. La redención es posible, los genes no lo determinan
todo. La educación es la clave... la degeneración está más en la
cultura que en la biología. La exclusión política del indígena ten-
dría que ver con la falta de educación, con su incapacidad para
discernir su interés, y no con sus genes [245].

Como consecuencia de la difusión de ésas y otras ideas, a lo


largo de la década de 1910, asistimos a un progresivo interés por
los indígenas, bien por los sectores políticos liberales y conserva-
dores, bien por los ideólogos netamente indigenistas que plantea-
ron la necesidad de educar a los indios como mejor forma de in-
troducirlos en la “nacionalidad” [78]. Importante fue el papel de
la Asociación Pro-Indígena (1906-1916) formada por Joaquín Ca-
pelo, un intelectual positivista, junto con otros escritores como Pe-
dro Zulen y Dora Meyer. En su publicación El Deber Proindígena
(1912-1915), pusieron de manifiesto la explotación del indígena
en los centros mineros y las haciendas del interior, así como la
vinculación de ésta con las leyes sociales [79]. El movimiento
indigenista llamaría la atención sobre la necesidad de mejorar
la situación de la población indígena de reconocer y potenciar
su aportación a la vida nacional peruana, transformando al indio
de víctima en protagonista. Los indigenistas destacaron la mar-
ginación efectiva de los indígenas en el Perú: que en el mejor de
los casos, vivían aparte del mundo moderno; en el peor, sufrían
cada vez más los efectos de la modernización y el capitalismo sin
trabas que empezaban a afectar al campo a partir de finales del
siglo XIX [247].
La ideología racista, no obstante el movimiento indigenista y
de estar proscrita en el discurso oficial, continuaría manifestán-
dose en el discurso de autoridades académicas y, especialmente,
en el comportamiento cotidiano de los peruanos.

659
Oligarquía, racismo y aristocracia han estado tan íntimamente
vinculados que ninguno de ellos puede concebirse por separa-
do [245].

Con relación a dicha continuidad, es aleccionador recordar las


desfavorables reacciones, en sectores de la élite limeña, frente al
flujo de inmigrantes asiáticos llegados al Perú en las siguientes
décadas; así como leer algunos comentarios de catedráticos de la
Universidad de Lima, como fueron los casos de C. E. Paz Soldán
y J. Lastres. Este último escribía en 1951:

La raza de ébano traída del África, agregaba al ambiente, un pig-


mento y una nueva patología. Con ellos, aparte de una nueva
raza, con todas sus taras, se produjeron cambios fundamentales
en la raciología americana. Al indio adormilado y nostálgico, vino
a sumarse el negro rugiente, con su tropicalismo exagerado, se-
diento de venganza contra el blanco y almacenando, por heren-
cia racial, gran parte de los vicios de la humanidad [248].

Fundamentación teórica de la Salud Pública

Desde la perspectiva de las ciencias biológicas: 1877-1919

En el mundo los avances de la Bacteriología seguían siendo deter-


minantes en el desarrollo del pensamiento y de la acción de la Me-
dicina. Estos avances orientaron a la Medicina, ya que quería fun-
damentarse en una ciencia positiva, en la búsqueda, para cada una
de las enfermedades conocidas, del agente biológico causal y la
tecnología biomédica requerida para derrotarlo. Esta concepción
positivista y biologicista de la Medicina —punto de partida de la
organización del currículo de formación de los médicos propues-
to por el Informe Flexner— se extendió hacia la Salud Pública pe-
ruana que comenzó a fundamentarse en una epidemiología posi-
tiva, de modos de transmisión de enfermedades infectocontagiosas,
que mide los fenómenos colectivos en términos de morbimortalidad
y los describe con variables biológicas. Frente a esta concepción,
básicamente monocausal, los cientistas sociales oponían, sin éxito,

660
una perspectiva que destacaba los múltiples condicionantes
socioeconómicos de la salud.
La hegemonía que rápidamente alcanzó el positivismo y la teo-
ría del germen en la comunidad médica peruana se expresa en el
discurso del Dr. Ernesto Odriozola, [86, 87] realizado en abril de
1896. En él se anuncia con optimismo la esperanza de una supe-
ración definitiva de las viejas doctrinas médicas por el positivis-
mo: “... es de esperarse, con fundados motivos que la Historia ce-
rrará las páginas del presente siglo dejándolos resueltos, quizá de
manera definitiva... algunos aspectos de la Ciencia (...) los proce-
dimientos de investigación de la escuela positivista, cuyos traba-
jos dieron por resultado una serie de descubrimientos que honran
el ingenio humano... La obra magna de las ciencias médicas, en
los tiempos modernos, ha sido precisamente la de atravesar los
linderos de otras ciencias, llevando hasta el corazón de ellas la
luz de la observación clínica y de la experimentación positiva; la
de destronar las viejas doctrinas, sólo sostenidas por un
dogmatismo aristocrático (...) En otros tiempos se cortaba la cabe-
za de un criminal en nombre de una teoría muy discutida... pero
hoy se aísla al criminal enfermo en nombre de la precisión clínica,
de una certidumbre científica y de una confianza incontestable”.
También se define a la teoría bacteriológica como una nueva
doctrina hegemónica en las ciencias biológicas: “No recuerda la
historia, señores, ejemplo de otra doctrina que se haya difundido
tan pronto y con tantos bríos, que haya avasallado, en el grado
que lo ha hecho, todas las instituciones fundamentales de la Me-
dicina y hasta influido en los conocimientos todos de las ciencias
biológicas... Como toda teoría que se asienta sobre bases de obser-
vación y experimentación indiscutibles, la teoría bacteriológica ha
marchado con vertiginosa rapidez, marcando cada paso con un
nuevo descubrimiento y por virtud de esta transformación, los pue-
blos civilizados se apresuraron a levantar suntuosos edificios, lla-
mados laboratorios, reuniendo allí los elementos de estudio que
hoy la ciencia aconseja (...) que se nos tache en buena hora de ser-
viles, si nos rendimos discrecionalmente ante una doctrina que ha

661
superado en tal sentido al dogmatismo de Galeno, al naturalismo
de Hipócrates, al alquimismo de Avicena, al vitalismo de Barthez,
al humorismo, al solidismo y demás sistemas médicos conocidos”.
Finalmente, se enfatiza la revalorización de la medicina pre-
ventiva y de una Higiene Pública reorientada por la teoría
bacteriológica: “Con estos elementos y por procedimientos expe-
rimentales sorprendentes, Pasteur ha llegado a descubrir secre-
tos como la atenuación de los virus... En ellos se han dictado las
leyes que rigen hoy la Higiene Pública... y por último en ellos pue-
den decirse que han germinado los prodigiosos adelantos de la
cirugía (...) La Medicina Preventiva y la Higiene Pública son los
aspectos de las Ciencias Médicas que más adelantos han reali-
zado en estos últimos tiempos, gracias, sobretodo, a los progre-
sos de la Bacteriología. Hace varios años no más que, vagando
entre la duda y la hipótesis, la Higiene era una pobre ciencia,
plagada de incertidumbre y errores; pero surgió el poderoso ge-
nio de Pasteur, que imprimió a la Medicina nuevo rumbo, y en-
tonces el progreso no fue vana palabra para la Higiene, que aban-
donó el campo de la especulación para apoyarse en el terreno
más sólido y más seguro de las deducciones experimentales y de
los hechos positivos...”.
El Dr. Ernesto Odriozola (1862-1921), en el momento de dar
ese discurso era catedrático de la Facultad de Medicina de Lima,
presidente de la Academia Nacional de Medicina y tenía 34 años
de edad. Luego sería decano de la misma Facultad por diez años
(1911-1921), tres veces presidente de la Academia Nacional de Me-
dicina (1903-1905, 1912-1913, 1921-1922) y autor de la gran obra
La Maladie de Carrión:

fue un clínico brillante, que unía a su sólida cultura y clara inteli-


gencia una auténtica vocación por los estudios y por la enseñan-
za de la medicina, impulsando en nuestro medio los métodos de
exploración clínica propugnados por la Escuela Francesa. Su re-
putación rebasó nuestras fronteras y era conceptuado, tanto en
el país como en el extranjero, como el más conspicuo médico pe-
ruano de su época [97].

662
Algunos años después del discurso de Odriozola, en la tesis de
Bachiller de Francisco Graña —presentada en 1903 con el título La
Cuestión Higiénica— se aprecia nítidamente la influencia del positi-
vismo y del racismo en la formación académica del médico perua-
no. Frente a un supuesto crecimiento vegetativo nulo de la pobla-
ción, afirma que es necesario “acrecentar y perfeccionar el capital
más valioso para una nación: el hombre”, para este fin plantea que
el mejor medio es la “La Higiene, que estudia al hombre en sus rela-
ciones con el medio exterior, á fin de conseguir la viabilidad y
perfectabilidad del individuo y de la especie”. Luego, afirma que
sólo se puede lograr el crecimiento demográfico por un balance
vegetativo positivo, objetivo esencial de la Higiene, o por la inmi-
gración. Con relación a la inmigración, se plantean dos preguntas:

¿no encuentra en realidad un serio obstáculo en las condiciones


insalubres de nuestro país? ¿Acaso puede ofrecerse al inmigran-
te, del que esperamos su contingente de trabajo, inteligencia y
capital, con el que deseamos mejorar nuestra sangre, nuestras
costumbres y sentimientos, que habite exponiendo su existencia
en poblaciones y campos inhospitalarios y mortíferos como los
nuestros? [90].

Con relación al progreso que en esos años tiene la Higiene, re-


pite básicamente los argumentos de Odriozola:

... grandes y estrechas relaciones mantiene la higiene con las fa-


ses más interesantes de la actividad social... Cuan vasta es la es-
fera de acción de esta ciencia, que limitada no ha mucho á un
pequeño conjunto de preceptos más ó menos errados ó dudo-
sos, de reglas deducidas de la simple observación vulgar, de pre-
juicios y convencionalismos; se convierte merced a los maravi-
llosos adelantos realizados por la medicina en la última mitad de
la pasada centuria, y apoyada en la exactitud matemática de la
Estadística, en los sabios principios de la Economía Política, en
las infinitas aplicaciones de la Ingeniería y de la Agrimensura; en
una de las cuestiones más trascendentales de la civilización, con-
siderada hoy a justo título como “la última expresión del perfec-
cionamiento social, desempeñado por el adelanto científico de la
época”... [90].

663
Además, se cuida de relacionar dicho desarrollo con la Bacte-
riología:

Esta sorprendente evolución... (es) debida al portentoso descu-


brimiento de la doctrina bacteriológica, que haciendo conocer los
organismos productores de la mayor parte de las enfermedades,
ha echado las bases fundamentales sobre que reposan ahora só-
lidamente, todas las ciencias médicas: la etiología...; la patogenia...
Esta es toda la diferencia que existe entre la higiene antigua y la
moderna ciencia profiláctica: el conocimiento de las causas y de
las leyes que rigen la acción de estas causas; con lo que la higiene
ha adquirido en sus indicaciones, una precisión absoluta en sus
resultados, un carácter cierto de infabilidad [90].

Por último, subraya la importancia que, en su entender, ha ad-


quirido la nueva Higiene:

La medicina tiene incrédulos, la higiene no. Y todos han com-


prendido que el arte de prevenir las enfermedades reclama un
puesto más prominente que el de curarlas. Que su dominio es
más vasto, por que él se dirige á las masas, y que su acción es
más potente, porque es más fácil impedir que se enfermen mil
personas, que curar una sola. La Terapéutica es necesariamente
individual, puede ó no curar á un enfermo; la higiene salva á toda
una nación, esta es la diferencia [90].

La importancia de conocer estas ideas, interiorizadas por


Graña al final de su formación médica, reside en el hecho de que,
luego de trabajar en la recién creada Dirección de Salubridad, es-
tuvo a cargo, entre 1912 y 1922, de la enseñanza de la “Higiene
Privada, Pública e Internacional” en la Facultad de Medicina de
Lima, como catedrático titular.

Desde la perspectiva de las ciencias médicas y sociales:


1920-1933

En 1915 por iniciativa del rector de la UNMSM, don José Pardo, el


Consejo Universitario acordó auspiciar un programa de extensión
universitaria dirigido al público en general. Entre los catedráticos

664
que participaron en el dictado de lecciones populares, en el local
de la Confederación de Artesanos, estuvo Carlos Enrique Paz
Soldán quien había obtenido su título de médico cirujano en 1911
y su grado académico de doctor en el año 1915 sustentando la te-
sis La Asistencia Social en el Perú. Paz Soldán estuvo a cargo de tre-
ce conferencias sobre higiene y medicina social dictadas en el men-
cionado programa; estas conferencias fueron publicadas en 1916
como un libro titulado La Medicina Social. Ensayo de Sistematización.
De la primera de estas conferencias se transcribe lo siguiente:

La Medicina Social, contesta... el profesor Tropeano, es una dis-


ciplina encaminada a sintetizar y vulgarizar los resultados cien-
tíficos y prácticos de las diversas doctrinas biológicas y sociales,
informando las costumbres y leyes de los pueblos y de los go-
biernos con el fin de tutelar suficientemente la vida física, moral
y económica de las naciones, mediante la disminución de la mor-
bosidad y mortalidad humanas, la prolongación de la vida me-
dia de las clases pobres y el mejoramiento de la especie... estu-
diando únicamente las necesidades fisiológicas individuales en
relación con las contingencias sociales, el enfermo en relación
con la colectividad, la enfermedad con el ambiente económico y
moral, trata de reprimir y prevenir las infecciones de origen co-
lectivo —epidemias y endemias, intoxicaciones, sicosis y degene-
raciones sociales— precisando y conjurando los factores sociales
que determinan y sostienen tales enfermedades, con la promul-
gación de remedios sociales, queridos por el pueblo por virtud
de conciencia higiénica e impuestos por la legislación por obra
de los gobiernos civilizados (...) Pauperismo e ignorancia, he aquí
los dos factores más importantes de decadencia individual y de
génesis morbosa. Luchar contra sus estragos, amenguar en la me-
dida de lo posible sus funestas repercusiones sobre el organis-
mo nacional, indicar con alta inspiración científica las medidas
destinadas a su desaparición, tales son los anhelos generosos que
tienen en mira realizar los médicos sociólogos. Tal es asimismo
el fin que perseguimos con esta serie de conferencias, de vulga-
rización y de propaganda de la Medicina Social [215, 227].

Luego de cinco años de realizadas esas conferencias, Paz


Soldán se hace cargo de la cátedra de “Higiene Privada, Pública e

665
Internacional” en la Universidad de Lima. En esta época él trans-
forma la idea que tenía anteriormente sobre este tema:

la docencia de la Higiene en la Facultad de Medicina, sin dejar su


tradición se enrumba hacia lo social. Fue una dirección entonces
un poco heterodoxa. Ya no es el microbio únicamente, sino el
hombre, los que generan las enfermedades difusibles... la con-
vertimos en una verdadera doctrina médico-social... nuestra Fa-
cultad de Medicina contaba antes de esta nueva orientación de la
Higiene, convertida en Medicina Social, con cátedras especiales
de Bacteriología y Parasitología... [249].

Desde el año 1920 y hasta el final de sus casi cuarenta años


de catedrático principal, Paz Soldán expuso —de manera reitera-
da y sin mayores cambios— las ideas centrales de lo que él deno-
minó: “Primer Programa Analítico y Razonado” de la enseñanza
de Higiene en la Facultad de Medicina de Lima.
En la exposición del mencionado programa Paz Soldán, luego
de comentar sus experiencias sobre la enseñanza-aprendizaje de
la Higiene durante sus viajes a Europa, Norteamérica y Latinoa-
mérica, establece a manera de conclusiones la forma en que él en-
tendía la Higiene “Integral” y lo que ésta debía significar en el pro-
ceso de educación médica y sanitaria en el Perú. Conclusiones pre-
sentadas en un esquema que, en su opinión, exponía de manera
simple “cuál es la concepción que tiene de la Higiene la Escuela
Médica de Lima y la norma que sigue en su enseñanza”. Concep-
ción “integral” que era definida, según el “pensamiento” de su
autor, de la manera siguiente: “es la disciplina que tiene por fina-
lidad propia condensar en síntesis doctrinarias los conocimien-
tos científicos médicos y sociológicos para obtener con su aplica-
ción el beneficio de la salud individual y colectiva del hombre a
fin de tutelar su vida, proteger su salud y asegurar para él y para
su descendencia el progreso bio-social”. Paz Soldán, además,
enfatizaba orgullosamente: “No es la repetición de otros. Es algo
original que metodiza la inteligencia y la permite alcanzar nue-
vas cumbres para la doctrina y la acción médico-sociales” [224].
Los fundamentos y los alcances de esa nueva concepción
eran precisados, por el mismo Paz Soldán, mediante el mencio-

666
nado esquema a ser utilizado para la “docencia moderna de Hi-
giene”. Este esquema tenía tres “cuerpos” o “tramos”:

• El primero, constituido por los “postulados, hechos, doctri-


nas y sugerencias” de las ciencias médicas y las ciencias so-
ciales que integrados “en armónico conjunto”, actúan como
“inspiradoras de la Higiene”, a la vez que “nutren en reali-
dad a la Higiene ampliando su radio de acción y convirtién-
dola en Medicina Social”. Es el cuerpo de los fundamentos
científicos de la nueva Higiene Integral.
• El segundo, es la misma cátedra que, utilizando criterios
propios de la Higiene, “aplica y transfigura los hechos y doc-
trinas” de las disciplinas médicas y sociales, “armonizán-
dolos en un haz que los unifica y los hace utilizables para
obtener el progreso sanitario individual, colectivo y racial”.
Es el cuerpo teórico de la nueva Higiene que resulta de esta
armonización.
• El tercero, es el campo de acción docente de la cátedra que
diverge en cinco direcciones: (I) la “cátedra magistral” a car-
go del maestro, en la cual habrán de plantearse los problemas
sanitarios nacionales y las soluciones correspondientes; (II)
el “laboratorio técnico”, donde se realiza la búsqueda pa-
ciente de todo aquello que pueda contribuir a un mejor cono-
cimiento sobre los “hechos y doctrinas médico-sociales mal
esclarecidos”; (III) el “museo de higiene”, donde se llevarán a
cabo los trabajos prácticos, que incluyen las excursiones sa-
nitarias, y se deberá encerrar todo cuanto tiene de conquista-
do la Higiene aplicada en el propio país y en el resto del
mundo; (IV ) la docencia dirigida a “combatir y disipar la ig-
norancia de los de arriba”, influyendo con sus enseñanzas y
sugerencias en la preparación de las leyes y en la ejecución de
los actos del poder político; y, (V ) la docencia dirigida a “for-
mar la conciencia sanitaria popular”, enseñando y adoctri-
nando a las masas a fin de que puedan sentir la necesaria
convicción de los beneficios de la Higiene, superando “la ru-
tina y los prejuicios de los de abajo”.

667
El mismo Paz Soldán se encarga de remarcar que todas esas
acciones docentes “cuando cristalizan en hechos concretos, cuan-
do imprimen su huella benéfica en la vida social, cobran tres as-
pectos únicos: o son actos de asistencia social, o son actos de sa-
neamiento del medio o son actos de profilaxia y administración
sanitaria (...) Y estas tres formas posibles de realización siempre
convergen a un punto que es meta: el progreso del individuo, de
la colectividad y de la raza”. Asimismo, recalca que el higienista
deberá ser “un político en el más alto sentido de la palabra”, para
inspirar las leyes y actos del poder público; así como “casi un após-
tol”, para formar la conciencia sanitaria popular [224].
Un poco menos de 50 años después de esa exposición de Paz
Soldán, los Drs. H. Sarmiento y J. Alarcón, profesores de Medicina
Preventiva y Salud Pública de la UNMSM, hacen el siguiente comen-
tario sobre la trayectoria de este personaje y el impacto de su obra:

Ubicamos a Paz Soldán dentro de los intelectuales menos imbui-


dos del pensamiento oligárquico de la época, tuvo, por esta ra-
zón, ideas surgidas de las condiciones surgidas de las condicio-
nes sociales de la Europa capitalista, las que sin embargo, por no
tener un sustento social real no llegaron a realizarse. Esto expli-
caría... el por qué no se cristalizó el esquema que resume la ense-
ñanza de la Higiene en la Facultad de Medicina durante los años
que estuvo al frente de ella, el cual no deja de tener vigencia (...)
¿Qué clase social podía levantar y luchar por la consigna de una
medicina social?, Paz Soldán comprendió, en sus inicios, que esa
clase era el proletariado; pero al no percibir las leyes del cambio
social, vuelve los ojos a otros lares y no continuó transitando por
el camino social. No podía ser otro el comportamiento de un in-
telectual aislado, sin sostén social, sin una clase vigorosa que lo
empuje. Pero los logros que en ese corto período (1915-1937) al-
canzó el pensamiento de Paz Soldán no dejaron de imprimir su
huella en la obra posterior, aunque cada vez más tenue [227].

El Dr. Paz Soldán (1885-1972), calificado por Jorge Avendaño


como “Apóstol de la Medicina Social”, fue un hombre notable. Casi
40 años encargado de la cátedra de Higiene de la Facultad de Me-
dicina. Secretario de la Academia Nacional de Medicina en 1919-

668
1920, fue desde 1926 Secretario Perpetuo de la misma, cargo en el
que permaneció durante más de 30 años. Creador y director de la
revista Reforma Médica, que se publicó desde 1915 hasta 1966. Prin-
cipal gestor y luego director del “Instituto de Medicina Social”, in-
augurado en 1927. Presidente de la Sociedad Peruana de Historia
de la Medicina, creada en 1939. Asesor de las autoridades nacio-
nales de salud y representante del Perú en múltiples reuniones in-
ternacionales. Fue, además, “publicista distinguido e infatigable
y mentor obligado de todas las cuestiones vinculados con la Me-
dicina Social y Concejal de Lima, en varias oportunidades” [98].
En las primeras décadas del siglo XX las limitaciones polí-
tico-administrativas de la Sanidad peruana —derivadas tanto de
una rectoría sanitaria a cargo de un ministerio orientado esencial-
mente al fomento de las obras públicas, como de una conducción
política separada de los asuntos sanitarios y asistenciales— eran
cada vez más evidentes. Por ello, en casi todos los eventos médi-
cos y sanitarios se recomendaba al gobierno la creación de un Mi-
nisterio que se hiciera cargo de la sanidad, la asistencia y la pre-
visión, de manera conjunta. Uno de estos eventos fue la VIII Confe-
rencia Sanitaria Panamericana (Lima, octubre de 1927), presidi-
da por Paz Soldán, donde se aprobó una iniciativa de la delega-
ción peruana que dice:

La VIII Conferencia... reitera su adhesión a la reforma del Esta-


do para prepararlo a la realización política de la Higiene; y decla-
ra que sólo con el funcionamiento de un Ministerio consagrado
exclusivamente a los negocios médico-sociales es posible la ple-
na ejecución de una política nacional e internacional. En conse-
cuencia, recomienda a los Gobiernos que aún no lo hayan he-
cho, la creación de un nuevo Ministerio de Estado [19].

El Dr. Carlos Bambarén, al tratar ese mismo tema, resume la


opinión de la orden médica nacional al final del Oncenio de la
manera siguiente:

Cuando se fundó en 1903 la Dirección de Salubridad, la exposi-


ción de motivos declaraba que la meta... era la creación del Mi-
nisterio de Salud Pública... Paz Soldán ha sido, entre nosotros, el

669
campeón de esta idea que ha merecido acogida casi general de
los técnicos nacionales y extranjeros a quienes se ha consultado
su opinión... Muchos han dicho que para las necesidades del país
basta una Dirección de Salubridad..., pero sobre el Director de
Salubridad existe otro funcionario de la administración pública
que no tiene ninguna responsabilidad profesional, que no posee
la fe esculápica y que no tiene que rendir ninguna cuenta al gre-
mio médico, que es quien debe juzgar en todo momento la ac-
tuación de una repartición gubernativa que debe ser netamente
apolítica, es decir, sin las obligaciones del círculo partidarista que
gobierna en un momento dado el país... El Ministro de Sanidad
y Asistencia Social debe ser el único consejero que tenga el jefe
de gobierno para resolver estas cuestiones; no es posible que tra-
te de ellas un Ministro no profesional, un Ministro que no cono-
ce el léxico y la técnica de la Medicina..., y el panorama resulta
más sombrío todavía, cuando se contempla lo que pasa en la Asis-
tencia, que resuelve todas sus cuestiones sin recibir el control
orientador de las autoridades del ramo de la salubridad pública
y que usa como conducto regular para sumarse al dinamismo
gubernativo, la Dirección de Beneficencia del Ministerio de Jus-
ticia, Culto, Instrucción y Prisiones [250].

Bambarén también criticaba, al igual que la mayoría de


sanitaristas peruanos a inicios de la década de los 30, la persis-
tencia de la antigua delegación que el Estado le había hecho a las
sociedades de beneficencia de la asistencia médico-social, así como
los defectos en la gestión de estas instituciones. Los argumentos
de tipo doctrinario y técnico que fundamentaban esa crítica eran
los siguientes:

La caridad indiscutiblemente monopolizó, durante varios siglos,


la asistencia del enfermo... Cambiado —desde la revolución fran-
cesa— el concepto de Asistencia y transformada en obligación
del Estado, las cosas han variado substancialmente; no se asiste
al hombre por caridad, sino por obligación y por conseguir que
la salud —capital— rinda y produzca... Entre nosotros, la Benefi-
cencia ha ejercido estas funciones (asistenciales) por delegación
del Estado, pero su estructura la monopoliza hasta la fecha con
criterio confesional y otros conceptos sociales ya en bancarrota

670
en el mundo. Con estos errores nada tiene de extraño que siga
aplicando doctrinas medievales y que siempre mantenga cues-
tiones de fuero, prerrogativas que figuraban en las leyes del
Virreynato, pero que están en pugna con la democracia. Se ex-
plica así que la Beneficencia caritativa halla seguido en el Perú
vida lánguida... en retraso con las conquistas científicas y los nue-
vos postulados de la técnica asistencial. Vida mediocre llevan la
mayor parte de las beneficencias del Perú, sólo la de Lima y Ca-
llao han adquirido bastante volumen, porque los legisladores die-
ron leyes especiales para ellas impulsando sus servicios; las de-
más que no han tenido esta ayuda, se mantienen estáticas, fuera
del campo del progreso [250].
Mientras el Estado adquirió el desarrollo necesario, mientras se
preparaban los técnicos que debían reemplazar a los empíricos,
mientras el concepto de la caridad subsistió, para ser sustituido
por el concepto de obligación estadual frente al enfermo, se ex-
plica que existiese en el Perú organizaciones fruto de la filantro-
pía, instituciones resultado de la caridad, que más piensen en
las ideas éticas y en los conceptos de la vida futura, que en la
defensa del capital actual, en la protección del hombre... no es
posible que vivan desarticuladas las instituciones que se dedi-
can a la función curativa aquellas que tienen por objeto la fun-
ción preventiva [251].

Carlos Bambarén (1892-1973), médico-cirujano, doctor en Me-


dicina (1919) y en Ciencias Naturales (1922); fue catedrático inte-
rino de Medicina Legal (1920) y de Higiene (1922) de la Facultad
de Medicina y, luego, catedrático de Derecho Penal en la Facultad
de Derecho de la UNMSM. Director y principal redactor de La Cró-
nica Médica. Miembro de la Sociedad Geográfica de Lima y acadé-
mico titular de la Academia Nacional de Medicina durante cin-
cuenta años. En palabras de su contemporáneo Jorge Avendaño:

fue un apasionado de la Medicina Social, poseído de un gran afán


de saber... y sobre todo por la desinteresada difusión de los más
recientes conocimientos... propagandista convencido del nuevo
apostolado de la Medicina Social... Dotado de rígida ética, siem-
pre fue austero y valiente en sus afirmaciones... [98, 114].

671
Legitimación oficial de la Salud Pública

Durante los gobiernos oligárquico-civilistas: 1877-1919

El proyecto oligárquico-civilista defendía las ideas liberales, el po-


sitivismo científico y la modernización del país. Se trataba de ha-
cer del Perú un país europeo lo cual significaba una nación orde-
nada, próspera y culta según los parámetros occidentales. Para los
gobiernos civilistas la promoción de una economía de exportación
de materias primas y atracción de capitales e inmigrantes extran-
jeros, especialmente europeos, parecían resumir sus propuestas
económicas. Postulaban que las claves para comprender la situa-
ción del Perú eran fundamentalmente dos: la presencia de la po-
blación indígena y la ausencia de inmigrantes anglosajones. Am-
bas cuestiones, que habían formado parte de la mentalidad colec-
tiva desde la independencia y se habían desarrollado a partir de
1845 con la progresiva incorporación a la economía occidental, al-
canzaron su cenit en la última década del siglo XIX y los primeros
años del siglo XX cuando el credo positivista les brindó la ilusión
de una oportunidad única para conseguirlo: la teoría de la selec-
ción natural aplicada a la sociedad [78].
Posteriormente, el fracaso de la política de inmigración y la de-
cadencia de las tesis darwinistas, junto con la progresiva decep-
ción de los ideólogos antaño promotores del positivismo, propi-
ciaron una reacción “espiritualista” y un redescubrimiento del pa-
sado histórico peruano por parte de intelectuales miembros de la
llamada “generación del 900”. Esta generación, en un plantea-
miento congruente con los postulados civilistas, estuvo influen-
ciada también por ideas de modernización económica y de orden
político. Para ellos el progreso del país consistía en el crecimiento
de una economía de exportación, el libre comercio, una democra-
cia representativa limitada y el desarrollo de una educación técni-
ca y científica. Asimismo, consideraban que una autoridad fuerte
era indispensable para conseguir estos objetivos [38].

672
Uno de los principales representantes de esta generación fue
Francisco García Calderón quien enfatizaba, en 1907, que un país
como el Perú, desintegrado y fragmentado social y racialmente, ne-
cesitaba de un liderazgo político fuerte que viniera de una oligar-
quía educada y progresista. Esta élite serviría para fortalecer al Es-
tado, atraer inversiones en la economía e incorporar a las masas
indias en la vida nacional. Por otra parte, era muy claro que la
única mano de obra disponible en el Perú era la indígena [78].
Con respecto al Estado y sus políticas sociales, los gobiernos
del segundo civilismo no tuvieron una actitud indiferente. Pensa-
ron que el Estado debía empezar a cumplir un rol moderador, pro-
motor e integrador y que el Ejército, la educación y la salud públi-
ca debían servir para integrar y formar a la población indígena.
Esto último significó la concepción de la educación y la salud como
instrumentos civilizadores, formadores de ciudadanos y una ma-
yor injerencia del gobierno central en la sociedad a costa de atri-
buciones que en parte tenían las municipalidades. Según la Ley
de Instrucción de 1876, la educación primaria estaba en manos de
las municipalidades. Esto se modificó en la ley de 1905, dado por
el gobierno de José Pardo, en la cual el nivel de educación pasó a
depender del gobierno central del Estado y se declaró obligatoria
y gratuita [38].
La élite civilista consideró la protección sanitaria de los puer-
tos, de las ciudades y de la población como una responsabilidad
del Estado, y como un requisito para la marcha normal de la eco-
nomía de exportación, la intensificación de la productividad de
una escasa fuerza de trabajo, así como la atracción de las inver-
siones y los inmigrantes europeos. En el mensaje presidencial de
José Pardo de julio de 1905 se afirmaba:

Cada día son más palpables las ventajas del Servicio Especial
de Salubridad. Tiene la preferencia en todos los países cultos.
En el Perú ejerce además otra función: la de conservar la pobla-
ción para su crecimiento. Nuestra posición geográfica, la poca
extensión irrigada de la Costa y la limitación de los recursos
fiscales hacen difícil pensar en la inmigración en la escala sufi-

673
ciente para ser actor de crecimiento inmediato de población. La
tarea tiene que concretarse, por ahora, a conservar la que existe
para que se aumente por reproducción, y esta es la labor de la
Dirección de Salubridad (El Peruano, 28 de julio de 1905).

De acuerdo con estas consideraciones se había creado, dos


años antes, la Dirección General de Salubridad; este hecho con-
virtió al Ministro de Fomento y Obras Públicas en la más alta au-
toridad política en Sanidad. Se superaba así la antigua concep-
ción de la Sanidad como la “policía médica” encargada, solamen-
te, de la conservación del orden del espacio colectivo. En la expo-
sición de los motivos que argumentaban la Ley de Creación de la
Dirección General de Salubridad tenemos:

Precisa por lo tanto la organización y preparación de un sistema


nacional que se adapte a las necesidades y recursos del país. La-
bor de tanta importancia que requiere una dedicación tan espe-
cial no podrá ser llenada satisfactoriamente sino por una nueva
dependencia de este ministerio, á la que se encargaría la solución
de este delicado problema sanitario y la de todos los asuntos
que se relacionan íntimamente con la conservación y mejora-
miento de la salud pública. No basta la acción de los concejos
municipales para afrontar y resolver acertadamente los múlti-
ples y complicados problemas que afectan el estado sanitario
del país y que requieren una preparación técnica especial, en
las personas encargadas de su solución y estudio... Los bien en-
tendidos intereses del país exigen pues, la creación, en el minis-
terio de mi cargo, de una Dirección de Salubridad Pública... En
ningún país, sin duda, se hará sentir con más fuerza que en el
Perú, la falta de una Dirección Superior de Salud Pública. Sin
unidad en la concepción, sin método en el plan, sin oportuni-
dad en la ejecución, los procedimientos profilácticos en el Perú
no han dado sino muy escasos resultados prácticos... [252].

La nueva concepción del papel del Estado en el campo de la


Salud Pública se define muy bien en el memorial que, para crear
la Dirección de Salubridad, presentó al Congreso el Ministro de
Fomento, Manuel Camilo Barrios:

674
Los adelantos de la ciencia y una más perfecta percepción de las
necesidades de los pueblos, en orden a su bienestar y felicidad,
han establecido como principio administrativo que uno de los pri-
meros deberes de los poderes públicos es atender la conserva-
ción y mejoramiento de la salud humana... La prudencia más ele-
mental aconseja, pues, no sólo dirigir los esfuerzos del Estado a
limitar y extinguir rápidamente los focos epidémicos actuales, sino
a prevenir para el futuro la renovación de la dolorísima situación...
Precisa, por lo tanto, la organización y preparación de un sistema
de defensa que se adapte a las necesidades y recursos del país.
No es únicamente cuando aparece una epidemia mortífera o una
enfermedad exótica devastadora, que la acción de los poderes pú-
blicos debe manifestarse en guarda de la salud y la vida... Tam-
bién debe exteriorizarse en las épocas normales cuando sólo ac-
túan las causas patógenas comunes... [253].

Barrios era médico de profesión, catedrático de Medicina Le-


gal y Toxicología de la Facultad de Medicina de Lima desde 1884
y su secretario desde 1891; posteriormente a su gestión como Mi-
nistro de Fomento fue decano de esta facultad de 1907 a 1915.

Durante la “Patria Nueva”: 1919-1930

Carmen Mc Evoy comenta que el 4 de julio de 1919 “la política de


lo posible se impuso sobre un ideal cívico-republicano a todas lu-
ces inviable. Así, el surgimiento de un experimento político-ideo-
lógico alternativo, denominado de la ‘Patria Nueva’, 1919-1930,
sustituyó violentamente al fracasado republicanismo... Sin embar-
go, a pesar de su autoproclamada novedad... no pudo ocultar su
inocultable aire de familia con el patrimonialismo autoritario, que
modeló tempranamente a la cultura política peruana” [254].
El gobierno de Leguía fue, en sus primeros años, marcada-
mente populista. Potenciaba “un programa de reivindicaciones po-
pulares; la vieja política elitista del civilismo intenta ser reempla-
zada por una política nacional que prometía colocar el Estado al
servicio de la mayoría” [255].

675
La Constitución de 1920 puso de manifiesto las nuevas ideas
sobre la organización del Estado y la influencia conceptual de las
constituciones mejicana y europea de la primera posguerra euro-
pea. Se introducen los principios de centralización de la adminis-
tración pública y de autonomía del Estado; asimismo se legalizó
la propiedad de las comunidades indígenas. Además, Leguía creó
el “Patronato de la Raza Indígena” y una sección de asuntos in-
dígenas en el Ministerio de Fomento, encabezada por un indige-
nista renombrado, Hildebrando Castro Pozo. Fundó escuelas agra-
rias e instituyó el “Día del Indio” [247]. La “Patria Nueva” incluía
así, tempranamente, una política orientada hacia las necesidades
de la población indígena del Perú; se trataba de aprovechar o aten-
der el clamor creciente del movimiento indigenista.
Pero, transcurridos esos primeros años, una vez desarticula-
do el Civilismo, el régimen ingresa a su segunda fase (1923-1930)
la cual estuvo caracterizada por la hegemonía norteamericana y
el apoyo abierto de la burguesía industrial. Fase en la cual los con-
flictos de intereses fueron creando resistencias al régimen leguiísta,
cuyas autoridades sólo atinaron a hacerse más intolerantes frente
a la crítica de sus oponentes. En un intento de impedir que algún
obstáculo lo desviara de su meta de instalar la “Patria Nueva”
—en verdad sólo equivalente al establecimiento de un Estado “mo-
derno”—, el régimen leguiísta regresó a las viejas formas del
patrimonialismo autoritario, utilizando los mecanismos de coac-
ción antes que los de búsqueda de legitimación.
Además de una nueva constitución, el proyecto modernizador
de Leguía se caracterizó, en los hechos, por la realización de gran-
des obras públicas, la reorganización del sistema bancario y fis-
cal, el desarrollo de los organismos de seguridad estatal, un siste-
ma de instrucción pública más extendida y —para financiar todo
este desarrollo— la entrada masiva de capital extranjero, especial-
mente, norteamericano. Según Chavarría: “El gran diseño de
Leguía para el desarrollo nacional aspiraba nada menos que... la
construcción de una nueva nación. Esto le situaba en la línea cen-
tral de la tradición nacionalista reformista que había predomina-

676
do desde la década de los años setenta del siglo XIX entre las élites
principales del país”. Sin embargo, a juicio del mismo autor, esta
tradición encerraba una contradicción, a saber: “el conflicto repe-
tido entre la dependencia creciente del Perú, consecuencia de la
manera en que ocurrió la modernización capitalista, y una deman-
da creciente para la liberación nacional” [255].
Por otro lado, Leguía estaba convencido de que el éxito de su
proyecto dependía, además de la entrada de capital financiero,
de la incorporación de la tecnología norteamericana. Con este pro-
pósito su régimen incorporó a expertos norteamericanos en la ad-
ministración pública para dirigir las actividades educativas, agrí-
colas y sanitarias, argumentando que los recursos locales eran in-
adecuados y necesitaban modernizarse. Un funcionario extranje-
ro, citado por Cueto, cuenta al respecto que Leguía le confesó que
“su deseo era colocar a un norteamericano a cargo de cada rama
de las actividades del gobierno” [139].
Así, en el campo específico de la Salud Pública y durante los
tres primeros años del Oncenio se contrataron médicos e ingenie-
ros norteamericanos —con apoyo de la Fundación Rockefeller—
para dirigir las campañas contra la fiebre amarilla, el paludismo
y la peste. Además, entre 1921 y 1922, dos de estos profesionales
fueron nombrados y se sucedieron en el cargo de Director General
de Salubridad, a pesar de ser ciudadanos extranjeros. En estas cir-
cunstancias se hizo de conocimiento público una nota que he-
mos transcrito en páginas anteriores, donde uno de estos ciuda-
danos norteamericanos, Henry Hanson, condicionaba su perma-
nencia en el cargo a la aprobación de un conjunto de ideas y pro-
cedimientos que proponía en dicha nota. Sus principales propues-
tas eran: (I) eliminación del clientelismo político; (II) nombramien-
to de funcionarios a tiempo completo; (III) desconcentración de la
gestión; (IV ) médicos sanitarios que representaran a la dirección
de salubridad en sus respectivos departamentos; (V ) regulación de
la autonomía municipal; y, (vi) el fomento de la educación sanita-
ria [104]. Pero, las condiciones exigidas por Hanson para su per-
manencia en el cargo de Director General de Salubridad debieron

677
ser consideradas inaceptables por parte del Ministro de Fomento,
Dr. Lauro Curletti, porque exigían una independencia y una auto-
ridad no consideradas en la normatividad vigente y, peor aún, que
no correspondían a la práctica político-administrativa durante el
“Oncenio”. Por ello no puede sorprender que Hanson se retirara
de la Dirección General de Salubridad después de apenas cuatro
meses de gestión.
En reemplazo de Hanson se nombró al Dr. Sebastián Lorente
y Patrón, psiquiatra e higienista mental peruano, quien completó
una gestión de ocho años sin insistir en las exigencias de Hanson.
El nuevo director limitó su discurso político sólo al hecho de ex-
presar su rechazo al “retrógrado” concepto “caritativo” de la Me-
dicina y de la beneficencia, que él relacionaba con el “civilismo y
la oligarquía”, y a ensalzar los esfuerzos de Leguía por construir
un aparato estatal que, en su entender, daría como resultado la
ampliación de una “salud pública preventiva y más fuerte” [105].
Describía, además, a la Higiene Pública como una ciencia aplica-
da: “una ciencia que está destinada a hacer más bien que todos
los otros servicios médicos descubiertos o administrados de ma-
nera conjunta” [106].
De acuerdo con el estilo autoritario adoptado por el gobierno
de Leguía, en su segunda fase, no hubo mayor preocupación de la
Dirección de Salubridad por fundamentar y legitimar la política
sanitaria aplicada por el régimen. Esta conducta explica, en parte,
los comentarios tan negativos que sobre la gestión de Lorente se
realizaron después del derrocamiento de Leguía, entre ellos el ma-
nifiesto del “Movimiento de Médicos Jóvenes” (1931) y el del Dr.
Luis Ángel Ugarte (1933) presentados en páginas anteriores. Otro
comentario, en el mismo sentido, es el que hace Bambarén:

El empirismo y el ensayo poco afortunado, dominan el escena-


rio de la salubridad pública. Las instituciones que tienen a su car-
go la defensa de los componentes del agregado social, viven en
medio de una anarquía doctrinaria y funcional... Los médicos
verdaderamente capacitados en cuestiones médico-sociales, po-
cas veces han ido al Gobierno... La carrera sanitaria no ha to-

678
mado carta de ciudadanía entre nosotros; se cree que todos los
médicos son aptos para desempeñar funciones sanitarias, cuan-
do es todo lo contrario... [251].

Casi al finalizar el “Oncenio”, el 14 de mayo de 1930, el


subdirector de Salud Pública, Dr. Lavorería, debió hacer un infor-
me en que se precisó los cambios en la posición oficial sobre las
responsabilidades del Estado y de la Beneficencia en la asistencia
hospitalaria. Por su importancia, transcribimos los principales pá-
rrafos de dicho informe:

Es concepto anticuado y ya inaceptable, el que la asistencia hos-


pitalaria es un servicio de Beneficencia... Hoy se piensa de mane-
ra diferente. Hoy se juzga que el cuidado de la salubridad públi-
ca es el primer deber de los Gobiernos; que la asistencia de los
enfermos, no es una obra de caridad, sino una obligación del Es-
tado... No hay tampoco fundamento legal para considerar que
los hospitales deben ser dirigidos y administrados por las Socie-
dades de Beneficencia. Se comprende que los hospitales que han
sido fundados por esas sociedades y que ellas sostienen con sus
propios recursos, sean administradas por ellas, bajo el control y
supervigilancia de las autoridades de sanidad; no porque ello
sea bueno, sino porque hay ya intereses creados y derechos que
impiden hacer algo mejor; pero no hay razón alguna que obli-
gue a crear Sociedades de Beneficencia que se encarguen de ad-
ministrar hospitales que, como el de Tacna, son sostenidos por
el Estado... Pero aparte de los conceptos jurídicos y legales hay,
sobre todo, razones de orden técnico que obligan a evitar, siem-
pre que sea posible, que los hospitales estén dirigidos por las so-
ciedades de Beneficencia; porque es evidente que sólo puede di-
rigir y administrar con eficacia un servicio de orden técnico, como
es el de la asistencia de los enfermos, quien se ha dedicado a es-
tudiar los problemas que esa asistencia presenta tanto desde el
punto de vista médico,... como desde el punto de vista sanita-
rio... y como desde el punto de vista asistencial... Y los miem-
bros de las sociedades de Beneficencia, personas, en su gran ma-
yoría, dignísimas socialmente, no están preparadas para esta la-
bor. Por eso, los hospitales que el Gobierno ha fundado y sos-
tiene... no se han entregado a sociedades de Beneficencia, como

679
no se entregará tampoco el Hospital Policlínico [de Tacna] que
pronto se erigirá, ni ninguno de los que se creen y se sostengan
por el Estado [111].

Salud en los proyectos antioligárquicos

Propuesta aprista

El Perú de la década de los veinte, en la concepción de Víctor Raúl


Haya de La Torre (1895-1980), era una sociedad donde prevale-
cían las relaciones feudales: la clase dominante estaba compuesta
por un conjunto de gamonales, la industria se iniciaba, la burgue-
sía nacional era incipiente y el proletariado demasiado joven y nu-
méricamente reducido. En el Perú, por tener condiciones diferen-
tes, no podía repetirse el camino seguido por la revolución rusa.
Además, en Rusia el capitalismo había surgido como consecuen-
cia del desarrollo interno de ese país, mientras que en América La-
tina el capitalismo recién hacía su aparición como un derivado de
la expansión imperialista. En Indoamérica —como acostumbraba
decir Haya—, el imperialismo tenía un lado negativo y otro posi-
tivo: acarreaba dependencia y subordinación pero traía capitales,
desarrollo y progreso. Necesitábamos del capitalismo para poder
en el futuro, construir una sociedad socialista.
En América Latina, además, el imperialismo oprimía a un con-
junto de clases sociales, al pueblo y a la nación. En Rusia el pro-
blema de “clase” era el problema central; en el Perú el eje de la
acción política estaba dado por el “problema nacional”. Bajo la
inspiración de la revolución mexicana y del Kuo Min Tang, Haya
reivindicaba el papel revolucionario del nacionalismo. En el Perú
no se podía construir una sociedad socialista, se debía tratar de
edificar una sociedad en transición adecuada a las características
de Indoamérica, es decir, una sociedad en la que una política de
nacionalizaciones permitiría la edificación de una sólida econo-
mía estatal. El Estado, bajo cuyo control quedarían las grandes
empresas mineras y petroleras, estaría de esta manera en condi-

680
ciones de negociar con el imperialismo, sujetarlo a las leyes del
país e imponerle condiciones. El proyecto implicaba desarrollar
la economía peruana mediante la articulación entre el Estado y el
imperialismo. La construcción del Estado antiimperialista era el
producto de un frente conformado por las tres grandes clases opri-
midas por el imperialismo: el campesinado, el proletariado y las
clases medias [256].
El aprismo, movimiento de acción revolucionaria latinoameri-
cana fundado en 1924, fue organizado como Partido Aprista Pe-
ruano (APRA) en 1931; canalizó la insurgencia de las masas po-
pulares. El partido abogó por la transformación del Perú desde el
Estado a través de la implantación del “Estado antimperialista
aprista”. K. Sanders llama la atención que la

categoría de nación casi nunca apareció en el discurso hayista...


en todos sus escritos tanto antes como después de 1930, existen
muy pocas referencias a la identidad nacional del Perú... Los pe-
ruanos no tienen que ser peruanos, tienen que ser apristas; es
necesario consolidar no un Estado peruano, sino un Estado
aprista el lema del Partido es: “Sólo el aprismo salvará al Perú”.
Se transforma el Aprismo en una fuerza redentora que, por vir-
tud de sus principios salvadores y de su líder mesiánico, creará
un nuevo Perú [257].

En agosto de 1931 se reunió el “Primer Congreso Nacional del


Partido Aprista Peruano”, formado por las delegaciones de los co-
mités departamentales, provinciales sindicatos de trabajadores
manuales e intelectuales. En el evento se discutió y aprobó el pro-
grama oficial de gobierno postulado por el APRA, conocido, lue-
go, como el “Plan de Acción Inmediata” o “Programa Mínimo”.

El 9 de octubre de 1931, el candidato presidencial del Partido


Aprista c. Haya de la Torre recibió del Comité Ejecutivo Nacio-
nal este programa... siendo la primera vez en el Perú que un can-
didato aceptara el programa que su Partido le imponía [258].

En la parte general del capítulo “Estructura Económico-Políti-


co-Social del Estado” de dicho programa se incluían dieciséis
lineamientos de acción; el séptimo y el octavo eran los siguientes:

681
• “Fijaremos como finalidades del Estado garantizar la vida,
la salud, bienestar moral y material, la educación, la liber-
tad y la emancipación de las clases trabajadoras, procuran-
do abolir, según lo permitan las circunstancias y de una
manera gradual y paulatina, la explotación del hombre por
el hombre”.
• “Organizaremos el Seguro Social para amparar a todo ciuda-
dano que vive de su esfuerzo personal, contra las vicisitudes
que le impiden cumplir sus fines individuales y de familia; y
haremos gratuito el seguro para quienes sólo perciben el suel-
do mínimo”.

En el subcapítulo de “Higiene y Asistencia Social” se presen-


tan, de manera detallada, las acciones vinculadas con la Salud
Pública que a continuación se transcriben:

• “Crearemos un Instituto endemo-epidemiológico, con depen-


dencias regionales, para la lucha contra las epidemias y
endemias que azotan nuestro pueblo y para el estudio de di-
chas enfermedades y su investigación”.
• “Intensificaremos y reorganizaremos la lucha contra el palu-
dismo, la tuberculosis, la sífilis, enfermedades venéreas, le-
pra, cáncer, verruga, etc., mediante organismos adecuados
por personal eficiente”.
• “Crearemos hospitales regionales, casas de salud, dispensa-
rios y sanatorios”.
• “Organizaremos la lucha contra el alcoholismo, las toxico-
manías y crearemos centros regionales de profilaxia mental”.
• “Ampliaremos y crearemos las dependencias del Ministerio
de Higiene para aplicar debidamente los modernos postula-
dos de la Higiene Escolar”.
• “Protegeremos al niño en todas sus edades”.
• “Sanearemos todas las poblaciones del país”.
• “Contribuiremos a la formación de la conciencia sanitaria en
el país”.

682
• “Incorporaremos a las Sociedades de Beneficencia Pública
al Estado..., dentro del Ministerio de Higiene y Asistencia
Social”.
• Ampliaremos el cuerpo médico del Estado para que llegue a
las más apartadas localidades los beneficios de la ciencia”.
• “Crearemos la carrera sanitaria”.
• “Fomentaremos el deporte”.
• “Reorganizaremos las instituciones deportivas sobre bases
democráticas...”.
• “Intensificaremos la asistencia dental por el Estado”.
• “Estableceremos la codificación farmacéutica y elaborare-
mos la farmacopea peruana con intervención del gremio de
farmacéuticos”.
• “Controlaremos directamente por el Estado la venta de
narcóticos”.

Con relación a los responsables de la redacción e inclusión de


esos lineamientos y propuestas de acción en el programa mínimo,
el Dr. Flavio García Yaque, al hacer una semblanza sobre el Dr.
Eduardo Goicochea de la Reguera (1900-1966), ofrece el siguiente
testimonio:

Goicochea se une al movimiento social democrático que promue-


ve el entrañable amigo de la infancia Víctor Raúl Haya de la To-
rre y con un núcleo de jóvenes médicos hábiles, cultos, honestos
constituye el Sindicato de Médicos apristas que él enfatizaba ha-
bía sido creado no para la lucha de clases sino para el estudio de
los problemas de la Salud Pública, la sanidad ambiental, los ser-
vicios generales de salud, la asistencia médica que en todas sus
formas el Estado debe ofrecer a los ciudadanos. El grupo pasó a
ser el Consejo Médico Consultivo en la planificación y progra-
mación política del Apra y a él se debe la incorporación de la
Seguridad Social en el Perú que propugnó en el Programa de
1931... [259].

El mencionado Dr. Goicochea, nacido en Trujillo, obtiene su


título profesional de médico en la Facultad de Medicina de Lon-

683
dres (1926), revalida su título en Madrid y realiza estudios de per-
feccionamiento en pediatría en la Facultad de Medicina de la So-
borna en París, al lado del profesor A. B. Marfán. Regresa a Lima
en 1928, iniciando sus actividades profesionales en la Gota de Le-
che de Santa Teresa y, luego, como secretario de hospitales de la
Sociedad de Beneficencia de Lima, al lado del Dr. Julián Arce. En
septiembre de 1930 fue nombrado director del Hospital del Niño,
cargo en el que permaneció 12 meses [259].

Propuesta socialista

José Carlos Mariátegui (1894-1930) consideraba que si bien la


feudalidad persistía en el Perú, el capitalismo había iniciado un
lento desarrollo, especialmente en la agricultura de la Costa norte,
desde mediados del siglo XIX, bajo el impulso de los capitales acu-
mulados en el comercio guanero. El imperialismo traía consigo una
prolongación del desarrollo capitalista, éste era una consecuencia
del desarrollo de la economía mundial y un producto específico
de la “época de los monopolios”, que mientras acarreaba creci-
miento y desarrollo para los países centrales ocasionaba atraso y
dependencia en los países periféricos. “Los países latinoamerica-
nos llegan con retardo a la competencia capitalista. Los primeros
puestos están ya definitivamente asignados. El destino de estos
países dentro del orden capitalista es de simple colonia”. La libe-
ración latinoamericana del imperialismo era parte, etapa o fase de
la “revolución mundial”. El Estado antiimperialista no podía ser
una sólida defensa frente a la penetración extranjera. “A Norte
América capitalista, plutocrática, imperialista, sólo es posible opo-
ner eficazmente una América, latina o íbera, socialista” [260].
En el pensamiento de Mariátegui, el socialismo en el Perú de-
bía, en primer lugar, terminar con algunas tareas propias de la re-
volución burguesa que persistían incumplidas. Además, la idea
de “nación” no había agotado sus posibilidades en el Perú. Pero
el nacionalismo, para ser consecuente y poder llegar hasta el fi-
nal, debía estar hegemonizado por aquella clase que implicara una

684
verdadera negación del imperialismo. En este sentido sólo el pro-
letariado, a pesar de su debilidad numérica, estaba en condicio-
nes de poder realizar la tarea. Por otro lado, de acuerdo al razona-
miento de Mariátegui, el “Oncenio” planteaba con perentoria ac-
tualidad la cuestión socialista. La objeción fundamental de
Mariátegui hacia el aprismo era negar que las clases medias, que
la pequeña burguesía, pudiera ser la clase dirigente del partido y
de la revolución en el Perú. El instrumento de la revolución socia-
lista era el “partido de clase”. De acuerdo con las condiciones con-
cretas del Perú, debía ser un partido socialista basada en las ma-
sas obreras y campesinas [256].
En 1927, con ocasión de la VIII Conferencia Sanitaria Paname-
ricana, J. C. Mariátegui escribía sobre la Salubridad:

El problema sanitario, por sus relaciones con los más fundamen-


tales problemas de toda nación, ha dejado de constituir un tópico
reservado exclusivamente a los higienistas. No hay hombre de
Estado ni programa político, en nuestra época, que no reconozca
al factor demográfico toda la importancia que evidentemente tie-
ne... Políticamente el socialismo ha influido de manera decisiva
en la nueva valoración del capital humano... Y el primer valor de
la ciencia ha comenzado a ser su valor social... Las más originales
y revolucionarias instituciones de la asistencia social, correspon-
den hoy a Rusia, por razones substancialmente políticas (...) En el
Perú... Venciendo las resistencias defensivas del conservatismo y
la rutina, de nuestras “clases ilustradas”, los higienistas avanzan
visiblemente en la faena de formar “conciencia sanitaria”... Pero,
lógicamente, la propaganda y el estudio de los higienistas se si-
túa en un plano específico técnico. Y... el problema de la sanidad
necesita ser examinado en sus relaciones con el medio económi-
co-social. De otro modo, es imposible llegar a su esclarecimiento
integral. En esta labor, que escapa a la órbita particular de los téc-
nicos de la Higiene Pública, nos toca participar a todos los que
nos ocupamos, con objetivos de interpretación profunda e ínti-
ma, de los problemas nacionales (...) Y es que la sanidad tiene
que triunfar no sólo de la natural tendencia de las empresas a
obtener los mayores rendimientos con el menor gasto, sino tam-

685
bién del espíritu del señor feudal reacio a considerar al bracero
humilde como a un hombre con derecho a un racional e higiéni-
co tenor de vida... Sabemos bien que la miseria y la ignorancia
del indio, dependen ante todo de su servidumbre [261].

En mayo de 1929, con un pequeño grupo de asociados, Mariá-


tegui fundó el Partido Socialista. Unos meses antes, en octubre de
1928, el mismo Mariátegui había redactado el programa del Parti-
do Socialista, el cual fue aprobado por el primer Comité Central
del Partido. Dos de aquellos asociados, Julio Portocarrero, primer
secretario general de la “Confederación General de Trabajadores
del Perú” (CGTP), y Hugo Pesce, representaron al nuevo partido
en la “Primera Conferencia Comunista de América Latina”, que
tuvo lugar en Montevideo en mayo de 1929. Expusieron las tesis
desarrolladas por Mariátegui acerca de la situación peruana. Es-
tas tesis reflejaban el marxismo heterodoxo de su autor; pero fue-
ron rechazadas en aquella conferencia, además el ingreso del Par-
tido Socialista fue negado en la Tercera Internacional. Para ganar
la aceptación de los marxistas ortodoxos tendrían que rectificar
su marxismo sui generis y cambiar el nombre del Partido de So-
cialista a Comunista [262]. La asistencia de Portocarrero al con-
greso definió la adhesión de la CGTP a la Confederación Sindical
Latinoamericana [64].
El Dr. Hugo Pesce Pescetto (1900-1969), nacido en Tarma, via-
jó con sus padres a Italia en 1905; se graduó como médico en la
Facultad de Medicina de Génova (1923) y sería el fundador de la
Escuela Leprológica Peruana. Durante su estadía en Italia se ad-
hirió al Partido Popular y asistió muy de cerca a los acontecimien-
tos que instauraron el fascismo en ese país. Regresó al Perú en
1923, iniciando su amistad con José Carlos Mariátegui con quien
fundó el Partido Socialista Peruano.

Evitó los aspectos mercantiles del trato con la “clientela”, pen-


sando que el médico debe ser “un funcionario técnico de la co-
lectividad, sin más preocupaciones que su deber cotidiano”, se
orientó hacia trabajos de investigación y labores académicas [263].

686
Asimismo, integró el grupo de médicos que atendió a Mariá-
tegui durante su última crisis (abril 1931). Luego prestó sus servi-
cios profesionales en la colonia de Satipo (1932) [264].
El 20 de mayo de 1930, menos de un mes después de la muer-
te de Mariátegui, el Partido Socialista fue reorganizado y apareció
transformado en el Partido Comunista, sección peruana de la In-
ternacional; tuvo como secretario general a Eudocio Ravines, quien
había ingresado tempranamente a las filas de la Internacional en
Europa. Con estos cambios el marxismo perdió fuerza en el Perú
como movimiento ideológico; no produciría ninguna obra impor-
tante de doctrina social y se redujo las más de las veces a simple
propaganda. Otro tanto ocurrió en el campo de la investigación
filosófica donde el marxismo perdió el carácter de doctrina abier-
ta y viva, de “creación heroica”, que tenía en Mariátegui; luego se
fue haciendo cada vez más una dogmática naturalista y cien-
tificista reducida a transcribir y glosar el pensamiento de Lenin y
Stalin. En lo que se refiere a la línea estratégica, Ravines y sus se-
guidores introdujeron un cambio substancial, siguiendo las con-
signas de la Internacional querían repetir en el Perú la experien-
cia rusa por lo que en todo momento enarbolaron la consigna de
los soviets de soldados, obreros y campesinos: “Los comunistas,
para decirlo brevemente asumieron una táctica ultraizquierdista”.
Ravines era un profesional de la revolución, un militante dispuesto
a organizar al comunismo peruano en el más completo acuerdo
con la Internacional [234, 262].
No obstante esos cambios el ahora denominado Partido Co-
munista mantuvo el programa redactado por Mariátegui en 1928.
En este documento [265] se habían definido las reivindicaciones
inmediatas de los trabajadores; entre ellas tenemos:

• Establecimiento de los seguros sociales y de la asistencia so-


cial del Estado.
• Cumplimiento de las leyes de accidentes de trabajo, de protec-
ción del trabajo de las mujeres y menores, de las jornadas de
ocho horas en las faenas de agricultura.

687
• Asimilación del paludismo en los valles de la Costa a la con-
dición de enfermedad profesional, con las consiguientes res-
ponsabilidades del hacendado.
• Establecimiento de la jornada de siete horas en las minas y en
los trabajos insalubres, peligrosos y nocivos para la salud de
los trabajadores.
• Abolición efectiva de todo trabajo forzado o gratuito y aboli-
ción o punición del régimen semiesclavista en la montaña.
• Reglamentación por una comisión paritaria de los derechos
de jubilación en forma que no implique el menor menoscabo
de los establecidos por la ley.

En noviembre de 1930 la CGTP celebró en Lima un plenario


en el cual se aprobaron sus estatutos; en su art. 8º se define a la
CGTP como: “la Central Sindical de los organismos sindicales del
proletariado del país, que reconozcan y practiquen la lucha de cla-
ses”. La identidad ideológica de la Confederación con el “Partido
Comunista Peruano” quedó plasmada en este evento; Eudocio
Ravines, Secretario General del Partido Comunista, pronunció el
discurso de clausura. En la convocatoria de este plenario se inclu-
yó como uno de los temas: “la aprobación de un proyecto de se-
guro social presentado por la CGTP”. En vistas de ello, la CGTP
difundió “las bases generales para la constitución del seguro obre-
ro”. En el plenario se aprobó dicho proyecto, cuyos aspectos más
saltantes, con relación a su creación y a los beneficios para el tra-
bajador, fueron:

• “Creación del Seguro Social por cuenta de los capitalistas y


del Estado, sin gravamen alguno ni directo ni indirecto para
el trabajador y sin crear nuevos impuestos indirectos”.
• “Todos los obreros que actualmente se encuentran sin traba-
jo, o los que por razones de enfermedad, vejez invalidez, es-
tén imposibilitados de trabajar, tendrán derecho al seguro
social sin distinción de sexo, raza, de edad, de religión o de
nacionalidad”.

688
• “Todo trabajador tendrá derecho a ser favorecido por el segu-
ro social durante todo el tiempo que se vea obligado a perma-
necer desocupado” [266].

En el proyecto se proponía que los aportantes del seguro so-


cial serían sólo Estado y la empresa; el trabajador resultaba sien-
do únicamente beneficiario, comprendiéndose como tal tanto aquel
que tuviera empleo como al que se encontraba desocupado. El se-
guro cubría los riesgos de enfermedad, invalidez, maternidad, ve-
jez y desocupación del trabajador. El proyecto planteaba, además,
que para llevar a cabo la ley del Seguro Social el gobierno entrega-
se a la Comisión del Seguro un fondo de cinco millones de soles.
Dinero que debía recaudarse inmediatamente con la confiscación
de los bienes de la Iglesia y con la contribución directa del Estado
y de las empresas capitalistas [64]. La vía propuesta por la CGTP
para obtener estas reivindicaciones era, en la línea del Partido Co-
munista, la “conquista por la lucha activa de las masas obreras y
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