Siempre me han atraído la aventura y la naturaleza. Por eso, cuando un grupo de
geólogos me invitó a acompañarlos a una excursión a la selva, acepté sin dudar. La meta de la expedición era explicar el origen de unas formaciones montañosas apartadas de cualquier actividad tectónica. Mientras ellos hacían sus mediciones y análisis, yo me dedicaba a recorrer el área, sorprendido por la escasa variedad de vida animal; apenas llegué a observar, muy a lo lejos, a un par de perros salvajes; y escuchar el canto lastimoso de una lechuza. Esa tarde, cansados del calor y la humedad, decidimos darnos un festín de psilocibina. No fue difícil encontrar suficientes monguis para el grupo, que luego cocimos junto con una gran variedad de verduras picadas y un poco de queso fresco para darle consistencia al plato. Apenas necesité un par de bocados antes de sentirme en paz conmigo y la selva que nos rodeaba. Cerré los ojos por un par de minutos, escuchando el crujir de la leña y aspirando el humo que despedía, llenándome con su calor bajo el brillo de una luna llena que apenas se había despegado del horizonte. Cuando mis párpados se levantaron, me sorprendí al ver a una mujer sentada a mi lado, mirándome divertida. No la había visto antes en el grupo. Tenía pelo negro, muy corto y unos ojos muy grandes también obscuros. Su piel morena daba una impresión de palidez bajo la luz de la fogata. Su voz, un tanto grave para ser femenina, complementaba el trance de los hongos. Me dijo que su nombre era Cimil. Tras una breve charla, me preguntó si quería ir a explorar un poco la zona. ¿Por qué no? Me puse de pie y la seguí, tambaleándome un poco al caminar. Muy pronto llegamos a una cueva, a la que entró confiadamente. Debía ser la espeleóloga del grupo; eso explicaría por qué no la había visto antes. Dentro de la cueva había un delgado pasillo. La seguí por éste. A los pocos segundos era incapaz de ver nada. Las frías paredes a mis lados y el sonido de pasos frente a mí me guiaban en mi ceguera. Un desagradable olor se volvía más intenso a cada paso que dábamos; Cimil seguía firme, sin dar muestras de haberlo notado. Cuando le pregunté si sabía a dónde nos dirigíamos, me dijo que al Metnal. No supe si le había entendido bien. ¿Íbamos a encontrar algo de metal? Ese lugar no parecía una mina. Ella caminaba cada vez más rápido, alejándose de mí. A pesar de hacer mi mayor esfuerzo, no lograba alcanzarla. Ni lo necesitaba, el túnel no tenía ninguna ramificación, por lo que perderme resultaba imposible. Dando vuelta en una esquina logré ver una luz lejana. Llegué por fin a un enorme cuarto. Una pequeña apertura sobre él permitía a la luna reflejar la luz sobre las piedras, y sobre las pilas de huesos que llenaban el piso. Cimil no aparecía por ningún lado. Los huesos comenzaron a moverse de pronto. El sonar de los cascabeles dorados atados a ellos los delataba. Poco a poco se irguió lo que sería un esqueleto humano, excepto por la cabeza que tenía un largo hocico culminando en cuatro largos colmillos. Me miraba a través de sus fosas vacías y se relamía con una lengua inexistente. Me tomó unos segundos reaccionar ante esta aparición. En cuanto tuve conciencia, hice lo único que se me ocurrió: dar la vuelta y echar a correr hacia la salida. El esqueleto animado se avalanzó hacia mí con toda su furia. Apenas había dado unos pasos cuando sentí sus dientes atravesar mi pantorrilla. Mientras caía de bruces, un aullido agudo llenó mis oídos. Al momento en que golpeé con el suelo, una enorme luz roja llenó mi vista. Me encontraba frente a la fogata. Un enorme perro gris aullando agonizante a mis pies, con un machete casi tan grande como él atravesando su cuerpo. Un charco de sangre se comenzaba a formar bajo mi pierna. Atónito, intenté darme la vuelta. Un enorme cascabel dorado colgado de mi cuello exhaló su canto fúnebre.