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Metnal

Rafael Peñaloza N.

Siempre me han atraído la aventura y la naturaleza. Por eso, cuando un grupo de


geólogos me invitó a acompañarlos a una excursión a la selva, acepté sin dudar. La meta
de la expedición era explicar el origen de unas formaciones montañosas apartadas de
cualquier actividad tectónica. Mientras ellos hacían sus mediciones y análisis, yo me
dedicaba a recorrer el área, sorprendido por la escasa variedad de vida animal; apenas
llegué a observar, muy a lo lejos, a un par de perros salvajes; y escuchar el canto
lastimoso de una lechuza.
Esa tarde, cansados del calor y la humedad, decidimos darnos un festín de psilocibina.
No fue difícil encontrar suficientes monguis para el grupo, que luego cocimos junto con
una gran variedad de verduras picadas y un poco de queso fresco para darle consistencia
al plato.
Apenas necesité un par de bocados antes de sentirme en paz conmigo y la selva que
nos rodeaba. Cerré los ojos por un par de minutos, escuchando el crujir de la leña y
aspirando el humo que despedía, llenándome con su calor bajo el brillo de una luna llena
que apenas se había despegado del horizonte. Cuando mis párpados se levantaron, me
sorprendí al ver a una mujer sentada a mi lado, mirándome divertida.
No la había visto antes en el grupo. Tenía pelo negro, muy corto y unos ojos muy
grandes también obscuros. Su piel morena daba una impresión de palidez bajo la luz de
la fogata. Su voz, un tanto grave para ser femenina, complementaba el trance de los
hongos. Me dijo que su nombre era Cimil. Tras una breve charla, me preguntó si quería
ir a explorar un poco la zona. ¿Por qué no? Me puse de pie y la seguí, tambaleándome
un poco al caminar.
Muy pronto llegamos a una cueva, a la que entró confiadamente. Debía ser la
espeleóloga del grupo; eso explicaría por qué no la había visto antes. Dentro de la cueva
había un delgado pasillo. La seguí por éste. A los pocos segundos era incapaz de ver
nada. Las frías paredes a mis lados y el sonido de pasos frente a mí me guiaban en mi
ceguera. Un desagradable olor se volvía más intenso a cada paso que dábamos; Cimil
seguía firme, sin dar muestras de haberlo notado.
Cuando le pregunté si sabía a dónde nos dirigíamos, me dijo que al Metnal. No supe si
le había entendido bien. ¿Íbamos a encontrar algo de metal? Ese lugar no parecía una
mina. Ella caminaba cada vez más rápido, alejándose de mí. A pesar de hacer mi mayor
esfuerzo, no lograba alcanzarla. Ni lo necesitaba, el túnel no tenía ninguna ramificación,
por lo que perderme resultaba imposible.
Dando vuelta en una esquina logré ver una luz lejana. Llegué por fin a un enorme
cuarto. Una pequeña apertura sobre él permitía a la luna reflejar la luz sobre las piedras,
y sobre las pilas de huesos que llenaban el piso. Cimil no aparecía por ningún lado.
Los huesos comenzaron a moverse de pronto. El sonar de los cascabeles dorados
atados a ellos los delataba. Poco a poco se irguió lo que sería un esqueleto humano,
excepto por la cabeza que tenía un largo hocico culminando en cuatro largos colmillos.
Me miraba a través de sus fosas vacías y se relamía con una lengua inexistente.
Me tomó unos segundos reaccionar ante esta aparición. En cuanto tuve conciencia,
hice lo único que se me ocurrió: dar la vuelta y echar a correr hacia la salida. El
esqueleto animado se avalanzó hacia mí con toda su furia. Apenas había dado unos
pasos cuando sentí sus dientes atravesar mi pantorrilla. Mientras caía de bruces, un
aullido agudo llenó mis oídos.
Al momento en que golpeé con el suelo, una enorme luz roja llenó mi vista. Me
encontraba frente a la fogata. Un enorme perro gris aullando agonizante a mis pies, con
un machete casi tan grande como él atravesando su cuerpo. Un charco de sangre se
comenzaba a formar bajo mi pierna. Atónito, intenté darme la vuelta. Un enorme
cascabel dorado colgado de mi cuello exhaló su canto fúnebre.

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