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DEL AMARILLO AL NEGRO

Era casi mediodía cuando me levanté. La casa estaba


agradable y silenciosa. No obstante accedí a la invitación de las
calles a pasear por su frescura limpia y vacía. Luego, bordeando
la muralla, me encaminé al parque de Takonera para sentarme
junto a la fuente que rodea una plaza tranquila. Me puse a leer.
"El gesto de la muerte", se titulaba el cuento. Un criado
persa se encuentra con la Muerte y recibe de ésta un gesto de
amenaza. Corre entonces a su amo, se lo cuenta y le pide sus
caballos para huir a una lejana ciudad, Ispahan. El amo se los deja
y parte. Por la tarde, el amo se encuentra con la Muerte y le
pregunta por qué ha mirado mal a su criado. La Muerte le
contesta que no le ha mirado mal, que ha sido un gesto extrañeza
al verlo allí, cuando esa misma noche tenía que llevárselo desde
Ispahan.

En mi mismo banco, no me quitaba ojo y, de repente, me


abordó:

-Perdona mi atrevimiento. Me llamo Javier. Quiero


felicitarte.
Un gesto de interrogante sorpresa por mi parte, le animó a
continuar.
-Sí, deseo felicitarte porque estás disfrutando aquí de tus
vacaciones, e igualmente porque acabas de leer ese cuentito de
Cocteau que tanto me ha hecho sufrir. Todo ello hace de ti una
persona inteligente -afirmó.

Encantada de un piropo tan poco frecuente en labios de un


hombre para dirigirlo a una mujer y curiosa a la vez, le pregunté
cómo un cuento podía provocar sufrimiento.
-Si estás dispuesta a escuchar... -repuso.
Asentí.
-Yo siempre había soñado con el Himalaya -confesó Javier
para iniciar su relato-. El mes pasado se me presentó la ocasión y
me uní a una expedición al Anapurna. Me adelanté a Katmandú
para agilizar las gestiones burocráticas y, habiéndolas acabado
antes de lo previsto, decidí visitar Benarés.
A la mañana siguiente, cuando la luna se deslucía contra un
cielo azul cada vez menos marino, yo abandonaba el Yogi Lodge y
me lanzaba a la calle. En la penumbra los devotos liberaban su
intestino en cuclillas y su tráquea mediante escupitajos a media
distancia.

Cuando me asomé al ghat, la dilatada superficie del río era


un espejo de oro y una multitud de hombres y mujeres de todo
tipo, edad, origen y condición descendía, en paralelo a una
saltarina cloaca, en busca del agua sagrada. En el Ganges, allí
donde vida y muerte se abrazan, ellos hacen abluciones, lavan,
depositan ofrendas, ejercitan asanas, mean, rezan, mueren o se
unen a la divinidad mientras chisporrotean sus vísceras.

Una brisa suave enredaba efluvios de sándalo, mogra y


jazmín regalando fragancias que me embriagaron. Escuché el
rumor del río que, envuelto en plegarias, servía de fondo a los
graznidos de los cuervos. Descubrí la danza de colores,
regodeándome en su variedad. Su sinfonía volvía loca a mi retina
que trasmitía a mi cerebro incesantes mensajes de bienestar.
Hizo una pausa y prosiguió:

En uno de los barridos que efectuaban mis pupilas se


posaron en el sari amarillo. ¡Qué amarillo!, pintaba de violeta la
superficie del río que servía de fondo a su figura. ¡Qué ojos!,
fuego divino de la mismísima Kali. Acababa de vestirse tras el
baño purificador y el sari, traslúcido en contacto con la divina
humedad, desvelaba la rotundidad de su cuerpo: hombros
redondos y pechos sublevados bajo el corpiño tirante, marcada
cintura que se abría en redondo y un pubis altivo de intuida
negrura similar a la rizada cabellera que se desplomaba a ambos
lados de su rostro.
-¿Tan hermosa era? -me atreví a preguntar.

-¡Maravillosa! Pero no me interrumpas ahora, por favor -me


pidió.

Complacida, seguí escuchando. El continuó


-Ella entonces depositó su mirada sobre mí e hizo un gesto
de asombro inmenso. Fue entonces cuando el negro relámpago de
sus pupilas me cegó y tuve que cerrar los ojos un instante.
Cuando los abrí, no estaba. De la riada humana rescaté retazos
de su amarillo luminoso. Corrí. Fue inútil.
La intranquilidad se apoderó entonces de mí. ¿Quién era?
¿La Muerte? ¿A qué venía tal cara de asombro? ¿Se asombraba
de verme allí porque debía llevarme desde el Anapurna? ¿Cuándo?

En dos patadas alcancé el hotel. Me cerré en la habitación.


El calor era abrasador. Me tendí bajo el ventilador con intención
de dormir. No podía apartar de mi mente ese cuento que tú
acabas de leer y que yo pensaba estar viviendo.

Me tiré a la calle. Caminé sin rumbo mientras la ciudad


ardía. Un cortejo fúnebre me arrastró. Sus miembros, cantando
salmos en torno a la difunta envuelta en rojo, me llevaron a
través de un enmarañado laberinto de callejas hasta Manikarnika,
el ghat de las cremaciones. Permanecí hasta la noche entre piras
funerarias envuelto en fragancias, nuevas para mí. Cuando
abandonaba el ghat, vi, de resbalón pero con toda seguridad,
cómo se deslizaba un sari amarillo.
En aquel instante tomé la decisión: La Muerte, no me había
de atrapar en Benarés. Tampoco lo haría en el Anapurna donde,
por la mueca de asombro, pensaba encontrarme. A partir de
entonces mi obsesión fue volar.
Un rickshauw al aeropuerto y un avión a Delhi esa misma
noche hicieron posible que anteayer, de madrugada, consiguiese
cambiar mi pasaje y tomar un avión a París.
Una vez en el avión, me relajé. De pronto percibí de reojo
cómo una masa amarilla se precipitaba hacia mí. Se sentó a mi
lado. Aterrado, me volví hacia ella. Dijo ser parisina y llamarse
Margot. ¿Sabes que se parecía a ti? -afirmó y, pensativo,
añadió-: tal vez por eso me he atrevido a contarte todo esto.

-¿Qué pasó en el avión? -le pregunté.


-Nada, aparte de mi terror, claro está. Estaba convencido
de que se trataba de la Muerte y que en cualquier instante
acababa... mi Viaje, con mayúscula.

-¿Y después? -inquirí con ansiedad.


-Margot resultó una mujer..., ¡encantadora! -confesó-. Pasé
la noche con ella en su buhardilla de la Rue Boileau, en Auteil.
Nunca olvidaré su cuerpo rotundo, sus hombros redondos, su
marcada cintura, su..., sobre todo, la negra y cálida profundidad
de sus ojos.

Javier calló. Yo me sentía bien. Posiblemente le sonreí, me


había quitado las gafas y tal vez me habría mirado a los ojos..., no
sé. El caso es que enmudeció, dijo que se le había hecho tarde y
se fue. Enseguida tuve que hacerlo yo también, pues una paloma
dejó caer su deposición sobre mi vestido preferido.

Ayer mismo lo lavé y ya está limpio mi vestido amarillo. Me


lo voy a poner, le va tan bien a un cuerpo como el mío, rotundo, de
hombros redondos, cintura marcada y pubis altivo, negro y rizado
como mis cabellos. Luego tengo que encontrar a Javier. ¡Ay!..., es
un cielo. Es el final de su Viaje.

Javier Mina, Junio de 1995


Leído por el autor y emitido en la Ser en Pamplona el 13 de agosto de 1999

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