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La consigna que expresaba este múltiple cuestionamiento era la de “que se vayan todos”,
coreada por millones desde las primeras jornadas del alzamiento popular.
Pronto se haría claro que esa caracterización de “clase política” era instrumentalmente
eficaz, pues permitía volver contra ella toda la furia contenida ante la impresionante
degradación de las condiciones de vida. Sin embargo, y en medio de un proceso que
todavía está en curso en las asambleas a mayo de 2002 -y que seguramente durará
mucho tiempo-, la propia práctica de las discusiones comenzó a evidenciar que los
verdaderos factores de dominación en la sociedad argentina no reposaban en esa
supuesta “clase política” sino en el poder económico, cuyo núcleo sólo “gerencialmente”
estaba constituido por actores argentinos ya que lo formaban los bancos extranjeros, las
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empresas productivas y distributivas transnacionales y los grupos -también foráneos- que
se habían hecho cargo de los principales servicios públicos.
Con todo lo despreciable que pudiera ser el papel cumplido por quienes ejercían los
poderes del Estado, su impotencia para dar algún tipo de soluciones a la crisis -cosa que
tal vez deseaban, al hacerse evidente que ahora les iba la vida en ello- hacía evidente
que su poder de decisión era irrelevante y que si el “espectáculo político” que brindaban
era consentido por el verdadero poder era sólo en la medida en que fe resultara funcional.
En este aspecto, las asambleas barriales seguían el curso que desde hacía algunos años
habían adoptado los piquetes de trabajadores desocupados: partiendo de su base local,
territorial si se quiere, comenzaban a cuestionar el poder en función de comprender que
debían ellos mismos hacerse cargo de su existencia si es que querían sobrevivir. Puestas
ante esa tarea, las asambleas se encuentran con el desolador panorama de la
desarticulación social, que había alcanzado tal grado que casi podría hablarse de
disolución. El proceso iniciado en 1976 había arrasado con el entramado de
organizaciones trabajosamente construido hasta entonces: en 2002 habían prácticamente
desaparecido las juntas vecinales, las asociaciones de fomento, las bibliotecas populares,
los clubes barriales, las actividades parroquiales, las sociedades mutuales y cooperativas.
En medio del páramo de la organización y representación social, lo único que subsistía
eran los sindicatos y los partidos políticos, a los que con toda justicia los asambleístas
consideraban como inútiles -cuando no contrarios- a cualquier empresa de resistencia al
aniquilamiento y de reconstrucción social.
La responsabilidad por esta devastación era en parte debida a los factores del poder real:
el entramado de organizaciones sociales era disfuncional al proyecto puesto en marcha
en 1976, que impuso sus bases con los métodos brutales de la dictadura. Pero había
continuado al mismo ritmo desde la redemocratización del país en diciembre de 1983
gracias a que se apoyaba -especialmente durante los años del menemismo- en la
extraordinaria victoria lograda en el terreno del imaginario colectivo: la idea de la
solidaridad social, bastardeada en los discursos de Alfonsín y de la Rúa y directamente
rechazada en el de Menem, había cedido el espacio mental a los espejismos del
individualismo más craso.
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La ilusión inmediatista del “salvarse solo” desplazó en el alma y el corazón de
demasiados argentinos a la larga constatación de que eso sólo era posible con la
acción colectiva, con la ayuda mutua; en la Argentina del 2000, las ideas dominantes
eran las de la clase dominante, las del neoliberalismo. Con resistencias en algunos, con la
intuición de la necesidad en otros -los más “vecinos”, los más ligados al medio territorial-,
las asambleas han ido de a poco asumiendo esta situación y el hecho de que deben
encarar simultáneamente todas las tareas que antes cumplían los organismos que han
desaparecido; más que “querer ser todo”, los asambleístas sentían que “debían serlo”. En
el nuevo contexto, conceptos antes legítimamente rechazables como el del
asistencialismo y hasta el de la caridad perdían sentido, pues cualquier forma de
solidaridad se hacía necesaria para subsistir; de allí que tantas asambleas hayan
instrumentado compras comunitarias de alimentos o hayan organizados ollas populares
en sus zonas de influencia. En cuanto organismos sociales conscientes de los problemas
inmediatos -en tiempo y espacio-, las asambleas no se centraban en la forma tradicional
de “hacer política” sino que reinventaban la política en sentido amplio, como búsqueda del
bien común.
Más allá de esto, en pocos meses las asambleas han puesto en marcha miles de
pequeñas iniciativas de tipo cultural -festivales, talleres artísticos y literarios,
revistas y boletines, jornadas abiertas de debate de los problemas nacionales-
signadas todas por el intento de reinstalar los valores solidarios. Lo que
estratégicamente puede ser aún más interesante es la discusión -e instrumentación en
algunos casos- de emprendimientos productivos colectivos, algunos de índole
autoeducativa (como pueden ser las huertas orgánicas) y otros pocos en los que se
generan productos comercializables, dando trabajo a algunos desocupados de la zona.
Tal vez este último tipo de proyectos es el que ha puesto a las asambleas ante sus propias
limitaciones, y las ha hecho ir comprendiendo que “no pueden ser todo”, y que los
ideologismos desde los que se las concebía como únicos -junto a los piqueteros-
instrumentos para la reconstrucción social no se correspondían con la realidad. El único
estudio que conocemos sobre su real implantación es el difundido a mediados de
marzo de 2002 por el Centro de Estudios para la Nueva Mayoría, la consultora de
Rosendo Fraga; sus datos debieran ser leídos críticamente, como todos los otros
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provenientes de institutos y organizaciones dependientes del poder. Sin embargo, y
refrendados por otras fuentes inorgánicas, nos permiten reconocer una tendencia. De
acuerdo al estudio, funcionaban entonces 272 asambleas en todo el país: 112 en la
Capital Federal, 105 en la provincia de Buenos Aires (la mayoría de ellas en el “primer
cordón” del suburbano bonaerense), 37 en la provincia de Santa Fe, 11 en Córdoba y
pequeñas cantidades en otras provincias. Según este informe, no habría asambleas en
Tucumán, Salta, Jujuy, Santiago del Estero, Mendoza, San Juan, San Luis ni en el Sur.
Esto seguramente puede ser refutado con el conocimiento de que sí existen algunas
asambleas en esos lugares pero, repetimos, nos da una imagen tendencial que nos
muestra dónde las asambleas se han implantado mejor. En la Capital Federal, donde vive
menos del 10% de la población, funcionarían el 41% de las asambleas de todo el país, y
si se les suman las del gran Buenos Aires estamos ante un 75% del total, cuando la
población de la zona es de menos de 1/3 del total de la Argentina. Incluso dentro de la
ciudad de Buenos Aires es muy marcada la diferencia de desarrollo entre, genéricamente,
“el sur y el norte” (apenas hay una asamblea en Villa Lugano), aunque es muy fuerte su
implantación en barrios medios porteños como Almagro y Villa Crespo, Boedo y Palermo.
Estos datos debieran ser matizados con los que surgen de un estudio de Gallup,
que revelan que las asambleas -y su metodología, sintetizada en el estudio por los
“cacerolazos”- cuentan con una amplísima simpatía social, cercana al 80%. Por
contraste, los piqueteros -y su método del corte de rutas- gozan de la simpatía de
un 40% de la población, lo que implica una creciente aceptación de su realidad a la par
de la continuidad de la desconfianza de los sectores medios y el oculto terror de quedar
librados o asimilados a su situación. Las conclusiones sociológicas que pueden extraerse
de estas mediciones son múltiples; limitémonos aquí a retener lo obvio, que es la
potencialidad futura que tienen las asambleas, y la influencia que su actitud solidaria tiene
ya en el conjunto de la sociedad argentina, al triunfo ya logrado en el terreno del
imaginario y de los valores: el individualismo neoliberal está en retroceso, aunque ni
remotamente esté ganada “la batalla final’.
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legítimos que atraviesan la sociedad. Entre ellos, también, las organizaciones políticas
que enfrentan este modelo -con distintos grados de profundidad en su cuestionamiento-,
fundamentalmente los partidos de izquierda.
En el caso italiano, Rifundazione Comunista -un partido de mucho menos peso que el PT
brasileño- participa de lo que es hoy la única oposición al neoliberalismo filofascista de
Berlusconi: las movilizaciones de millones de italianos de los últimos meses han sido
coordinadas por el Foro Social de Italia (ampliación nacional del de Génova), que incluye
en su seno a las fracciones del movimiento sindical que no están comprometidas con el
poder.
La discusión de la cuestión del poder del Estado y de qué hacer eventualmente con
él son centrales para las asambleas y para el movimiento social argentino. No es
sólo la presencia en él de los partidos políticos, sino más bien una larga herencia de
concebir las soluciones a los problemas sociales como algo que debe esperarse de la
acción del Estado, lo que determina la persistente tendencia a pensar que “todo pasa por
allí”. Las fórmulas mecanicistas de “estatizarlo todo” siguen siendo preponderantes, aún
cuando la realidad esté diciendo a gritos que el Estado argentino está quebrado, sin
capacidad para dar respuestas a la sociedad. Pese a su evidencia, no se termina de
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comprender que los poderes del Estado son puro espectáculo, y que las fuerzas reales se
mueven -en un sentido y en otro- por fuera de él. Esta crisis de la función estatal, que va
más allá de la representatividad, es mundial, pero en el caso argentino la insuficiencia se
acentúa por la falta de la condición material que determina la viabilidad de un Estado en el
contexto capitalista: un mercado interno suficiente para basar en él la producción
económica.
La cuestión del poder del Estado, intensamente discutida en las asambleas, se relaciona
como decíamos con el qué hacer con él; a estos efectos, muchos asambleístas -en
función de viejos prejuicios o de la desorientación propia de organismos “en fundación” y
de prácticas nuevas- han resuelto, a veces formalmente, que hay que hacerse del poder
para construir el “socialismo”. Este socialismo consistiría fundamentalmente en la
reestatización de las empresas de servicios públicos, de la banca y el comercio exterior.
Parece obvio que, así definido, este socialismo no tiene nada de socialismo, como que
sus recetas han sido implementadas en muchos países -incluyendo la Argentina- en
períodos anteriores del capitalismo, y que durante la crisis de los años 1930 sirvieron,
precisamente, para salvarlo. Más aún: muchas de las empresas privatizadas hoy quieren
ser reestatizadas, y el ejemplo más claro es el de la proveedora bonaerense de aguas
corrientes Azurix (dependiente del grupo norteamericano Enron, suprema muestra de la
corrupción neoliberal), que fue “reestatizada” por la provincia de Buenos Aires pero sigue
siendo gerenciada por Azurix.
Esto demuestra que la reestatización puede ser una forma hueca, que socializa las
pérdidas y sigue reservando las ganancias, y que lo necesario no es estatizar los
principales resortes económicos sino socializarlos, en muchos casos a través de
cooperativas y mutuales, y sólo en circunstancias muy determinadas apelando a la
estatización. Esta posición, hoy en franca discusión por las asambleas, implica también
la lectura de ciertas lecciones del siglo XX que no pueden ser dejadas de lado. Rodolfo
Walsh decía que:
nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan
historia. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la
experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia aparece así como
propiedad privada cuyos dueños son los dueños de las otras cosas. Esta vez es posible
que se quiebre ese círculo.
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enteramente exceptuado. En medio de los sueños y utopías que se agitan en las
asambleas, en medio de la ruptura con esos valores y la intuición de que a dominación
de los globalizadores neoliberales no es más que un intento por disfrazar de “natural” su
apropiación de los recursos naturales del planeta y de las riquezas producidas por la
humanidad, la idea de reinstaurar un socialismo a la soviética -o a la china, si se quiere-
implica no sólo desconocer las imposibilidades del proyecto, dadas las actuales
relaciones de fuerzas (el Estado es un tigre de papel a todos los efectos, menos el de
reprimir) sino también olvidar que esos regímenes implosionaron por la falta de
participación y satisfacción popular, por las relaciones de dominación que implicaban -de
unos países por otros, y de castas burocráticas dentro de cada país- y por el fracaso de la
planificación económica central, dirigida por el Estado (por mucho que se llamara Estado
proletario). Si hemos de seguir apelando a la utopía del socialismo, debemos considerar
que debe ir siendo redefinido sobre la marcha; el propio Fidel Castro reconoció
últimamente que no hay nada parecido a un modelo unívoco.
Comencemos por afirmar: los futuros que valen la pena son los que se construyen,
los que van realizando paso a paso nuestros sueños. De allí que lo más importante
que se debe decir con respecto a las asambleas es que es necesario participar de
ellas; el análisis anterior no se basa -sólo- en teorías e intuiciones, sino en la
perspectiva que aporta el ser, trabajosamente, asambleísta de base. Es difícil de
transmitir el mundo de sensaciones a veces opuestas que genera esa participación: el
dulce sabor de los pequeños aciertos, de las cosas que salen bien, y la amargura de lo
desgastante, de la penosa forma en que percibimos cómo aún está presente en muchos
el individualismo imperante, que seguramente refleja el que no vemos en nosotros
mismos. Lo notable es que las asambleas hayan subsistido a semejantes tensiones, a los
intentos de ser manipuladas, y que cuenten con “núcleos duros” fundacionales que están
empezando a discernir las funciones que les competen y a desarrollar las nuevas redes
de lo que, confiamos, será nuestro futuro entramado social.
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piquetes y asambleas, y que el nuevo movimiento social también se está conformando. Y
esta percepción ayuda hoy a sobrevivir, en una sobrevivencia que podemos hacer que se
preñe de las utopías de una vida nueva.
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ASAMBLEAS POPULARES EN ARGENTINA (II parte)
Antes que desde la reflexión, esta pregunta nos sugiere una respuesta desde la
esperanza y el deseo. Nadie sabe hacia dónde van las asambleas, pero los que
participamos en ellas deseamos y esperamos que supere lo que ya son. Ya sabemos
qué son: organizaciones sociales de base, con mayor o menor implante local, y múltiples
vocaciones de intervención en la vida colectiva, incluyendo la vida política. Sabemos que
surgen de un impulso gregario y solidario que el neoliberalismo buscó arrasar, y arrasó
en parte, que contienen un instinto de ruptura y de búsqueda que no se inscribe en una
sola tradición y que resiste cualquier definición simplista. Ahí reside su fuerza y su
originalidad.
Hay una búsqueda radical e innovadora en el impulso que lleva a estos nuevos
actores sociales a la ocupación del espacio público, a la reapropiación de calles y
plazas que habían sido paulatinamente abandonadas por el dominio de la lógica
individualista que asignaba supremo valor a la privacidad y la seguridad. Pese a estar
viviendo en las peores condiciones de inseguridad conocidas, cede el imperio de la moda
“delivery” de consumo a domicilio y vuelve a haber discusiones en los bares. La lógica
“privatista”, que no se conformó con los servicios esenciales, sino que intentó
avanzar hacia todas las esferas de la existencia social, cae ya el 19 de diciembre
cuando los ciudadanos toman la calle en un inédito acto de desafío al estado de sitio. Esa
nueva radicalidad es la partera de las asambleas y subyace en el apelativo convocante de
“vecinos”, que resiste el uso de denominaciones ligadas al pasado -y a su sistema de
pertenencias políticas- y se refugie en una sustentación territorial.
La consigna convocante “que se vayan todos” revela con idéntica intensidad una ruptura
con formas preexistentes de lo político y evoca las perspectivas del mayo francés y su
“pidamos lo imposible”. Estas paradojas se levantan contra las racionalizaciones
neopositivistas, estas indeterminaciones que contraatacan tanto determinismo estéril,
nacen de una rebeldía que busca ser vivida sin molde previo. El “que se vayan todos” no
deja interlocutor instituido en pie. “No somos nada, queremos serlo todo”, dice la bandera
de una de las asambleas. Este “serlo todo” propone una nueva utopía, un lugar que
todavía no está.
Pero nada sale de la nada, por lo que nos parece necesario revisar algunos elementos del
entramado histórico del que el movimiento asambleario es heredero inconsciente. Lo
sepan o no, las asambleas recogen en su primer impulso de rebeldía las
experiencias pasadas, reformulando y resignificando las formas de participación
popular. A veces van hasta más allá de lo conocido: no sólo se refuta desde las
asambleas la forma de representación política, sino que se niega la idea misma de
delegación. Esta radicalidad es, sin embargo, frágil. Soporta la tentación siempre
presente de rendirse ante la lógica del poder, que necesita etiquetar, dar forma y
dirección. Refiriéndose a la contradicción que viven estos procesos nuevos, dice Horacio
González: “Cada irrupción hace un corte transversal, donde se plantean
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responsabilidades nuevas y un abandono del pasado. Un momento inaugural se declara
sin obligaciones con lo anterior, o que es quizá indispensable como protoforma de la
innovación. ¿Pero esa protoforma queda eximida de revisar las proformas anteriores? No
sería bueno que eso ocurriera. El problema es cómo plantearlo sin proponer a cada paso
que se recuerde que hay una historia anterior, porque esto en general lo hacen las
personas llamadas a esgrimir su conocimiento previo como único válido. Hay ahí un punto
sutil en el cual tienen que anudarse las necesidades de lo nuevo y una cierta memoria
anterior”.
Consciente de esta ambigüedad, quisiéramos sin embargo compartir una reflexión ahora
sobre las luchas revolucionarias de los años sesenta y setenta. Más allá de los orígenes
políticos, matices ideológicos y de metodología, la concepción predominante de las
organizaciones populares de aquel entonces descansaba en la centralización de la
toma de decisiones a través de un partido o una vanguardia, condición forzosa para
destruir el centro dominante del Estado y sustituirlo por otro Estado, con otros principios
éticos, políticos y económicos. La idea de la hegemonía de un centro aglutinante que
actuaba como imán y control de lo múltiple y fragmentado, estaba determinada por el
concepto y contexto del Estado-nación desde el que se pensaba la política y se actuaba.
Esta concepción jerárquica era ordenadora de las fuerzas que se organizaban con la
finalidad de suplantar un poder oligárquico o burgués -de acuerdo a las distintas
corrientes- por un poder popular, con lo que se reproducían en el seno de las
organizaciones las relaciones autoritarias propias del poder, justamente porque se trataba
de la toma de un poder y su sustitución por otro. La participación popular aparecía
mediatizada y dirigida por las direcciones partidarias. En el caso de las organizaciones
armadas, la distancia entre las direcciones y las bases era aún más extrema, debido a su
estructura militar de corte vertical; inevitablemente se producía el aislamiento paulatino de
las conducciones respecto de los tiempos, las necesidades y la diversidad del movimiento
multifacético que querían representar. Las urgencias de las direcciones para operar en la
coyuntura política superficial acentuaron la preeminencia de lo militar sobre la actividad
política profunda de base, de la que se extraían los mejores cuadros sindicales,
intelectuales y estudiantiles para integrarlos al aparato militar. De este modo, se debilitó la
potencialidad de los distintos frentes sociales donde se actuaba, pues los métodos de
acción y los tiempos debían asimilarse a la visión general del intento revolucionario, que
quedaba en manos de la conducción. Las urgencias de la lucha por el poder imponían
prioridades situadas dentro de una lógica de acción y reacción y dejaban de lado
aspectos más importantes y definitorios para la transformación de la conciencia, como
son las relaciones más justas entre los sexos, la preservación ecológica y, en general, la
búsqueda de prácticas sociales y culturales opuestas a los valores dominantes. Las
direcciones se fueron aislando de las bases y las organizaciones terminaron por aislarse
de la sociedad.
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-incluidos los que no hemos recuperado- como recordatorio vivo. Tampoco intentamos
agotar aquí el análisis de la derrota de esas luchas; sus causas son varias y exceden
ampliamente estos comentarios. Lo que deseamos es señalar desde el ahora lo erróneo
de la concepción de lo político-social que adoptamos entonces, un error que creo se
agrava si esa misma concepción pretende ser aplicada en un tiempo signado por la
conversión del capitalismo a su fase neoliberal, con su característico intento de imponer
una inédita hegemonía global.
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acción solidaria. Estos principios éticos están por delante de lo político y determinan la
metodología.
Es alentadora la sintonía de estos movimientos nuestros con los nuevos movimientos que
nacen y se desarrollan por todo el planeta, y que emergieron a la atención publica -o
mediática- en 1999 en Seattle, al impedir la realización de la cumbre de la Organización
Mundial de Comercio. Seattle fue un gran acto inaugural del movimiento antiglobal
unificado, pues confluyeron grupos sociales heterogéneos: ecologistas, feministas, grupos
de resistencia urbana, sindicalistas críticos y hasta tradicionales, movimientos agrarios e
indígenas que, en un esfuerzo imaginativo de organización, abandonaron por un
momento su especificidad para mostrar sus puntos comunes de resistencia a la
deshumanización neoliberal.
Los autores de este artículo tuvimos el privilegio de asistir este año al Foro Social
Mundial de Porto Alegre, al que concurrieron más de 60.000 delegados de unos 150
países. Fue enriquecedor e inspirador escuchar el relato de representantes de
movimientos sociales que venían a veces de lugares lejanos, de culturas muy
distintas. Especialmente interesantes fueron los relatos de miembros de movimientos
más asentados, que enfrentaron dilemas similares a los nuestros; escuchar cómo los
pensaron, cómo los resolvieron desde su particularidad cultural y en qué consisten los
ejes del debate actual que internamente desarrollan, pues nadie tiene “todo resuelto
teóricamente”, como creíamos tener antes.
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de mayor alcance. Por el contrario, los movimientos sociales se articulan entre sí por
afinidades y actúan mancomunadamente cuando es necesario. Prueba de ello son las
masivas manifestaciones recientes contra Berlusconi en Italia, en las que participaron más
de dos millones de personas pertenecientes a movimientos diferenciados -incluidos,
naturalmente, los sindicatos-, que confluyeron en defensa del bien común para volver
luego a las tareas propias de sus intereses específicos.
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