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Cita: “Mecanismo Cinematográfico”

Giles Deleuze, Cine y Filosofía de Paola Marrati, Nueva Visión, 2003

Este carácter analítico del movimiento cinematográfico atrae muy tempranamente


la atención de Henri Bergson: desde La evolución creadora, en 1907. El cine, para
reproducir en la pantalla un movimiento cualquiera, por ejemplo el de un
regimiento que desfila, procede en principio por descomposición. Se comienza por
tomar una serie de fotos instantáneas donde el desfile aparece cada vez en una
posición inmóvil; luego, esas instantáneas son yuxtapuestas y proyectadas en la
pantalla. Una serie de imágenes inmóviles de posiciones sucesivas se anima
entonces, pero con un movimiento que es por completo exterior. Al desarrollarse
en el aparato, la banda del film da a las imágenes, en si mismas estáticas, la
ilusión del movimiento. La operación del cine es así, según Bergson, doblemente
artificial: en lugar de captar los movimientos en el momento en que se hacen, se
contenta con tomas inmóviles de las que extrae enseguida, gracias al aparato, un
movimiento impersonal y abstracto, el "movimiento en general" (EC, p. 304, sq).
Pero lo que es necesario observar en relación con la "artificialidad" de este
procedimiento, es que el cine la comparte con la filosofía y con el lenguaje tanto
como con nuestra inteligencia y nuestra manera de percibir. Por esto, el me-
canismo cinematográfico coincide, según Bergson, con el mecanismo mismo del
pensamiento, y la nueva tecnología del cine naciente no hace más que confirmar
"la más vieja ilusión" del pensamiento conceptual (EC, p. 272).
Entre el cine y nuestros hábitos más antiguos, no hay sólo una analogía cómoda,
aunque sorprendente, sino una verdadera comunidad de naturaleza. El cine
expone, por decirlo así, por fuera, la operación más propia de la percepción y de
la inteligencia humanas: hay una "tendencia cinematográfica" que no es otra cosa
que nuestra "metafísica natural" (EC, p. 325-326). La operación que consiste en
descomponer todo devenir singular en una serie de elementos estables que son
como tomas, cortes inmóviles, y añadirles luego un movimiento abstracto, "el
devenir en general", es para Bergson un artificio, pero un artificio que es todo
salvo arbitrario. De una realidad siempre en devenir, siempre haciéndose y desha-
ciéndose, los vivos no perciben sino detenciones y estados, "instantáneas"
cortadas sabre el cambio. Y tienen razón en hacerlo: deben vivir y, para vivir,
actuar; y la acción tiene necesidad de una percepción restringida que selecciona,
de lo real, lo que tiene un interés. Nuestro lenguaje y nuestra inteligencia no se
exceptúan: desde este punto de vista, Bergson insiste en ello, también ellos están
orientados por la necesidad de actuar para vivir.
El privilegio de lo estable sobre lo inestable, de lo inmóvil sobre el movimiento,
proviene pues de esta orientación hacia la acción que es en sí misma necesaria y
legítima. Al menos en los límites que son los suyos. Y que también son franquea-
dos de entrada. El hábito de tomar instantáneas e inmóviles sobre el devenir de la
realidad, de no retener de ella, entonces, sino aquello que nos interesa a fin de
actuar, se desplaza hacia una "metafisica natural" depositada en el lenguaje, pero
ya también en los sentidos y en la inteligencia. Este hábito nos conduce a no
concebir el movimiento y el cambio sino como accidentes que sobrevendrían a las
cosas estables por naturaleza. La lógica aristotélica del juicio predicativo que
atribuye a un sujeto-sustancia un predicado-accidente expresa de una vez por
todas, según Bergson, la fuerza de este hábito. Pero entonces se instala una
ilusión. No sola-mente se olvida que lo estable es un corte del devenir, sino que se
cae en la trampa de creer posible "pensar lo inestable por intermedio de lo
estable, el movimiento por lo inmóvil" (EC, p. 273). Y se cae también en la trampa
de recomponer el movimiento con inmovilidades:
Tal es el artificio del cinematógrafo. Y tal es también el de nuestro conocimiento.
En lugar de vincularnos al devenir interior de las cosas, nos ubicamos fuera de
ellas para recomponer su devenir. Hacemos tomas de vistas casi instantáneas
sobre la realidad que pasa y, como ellas son características de esta realidad, nos
basta con enhebrarlas a lo largo de un devenir abstracto (...). Percepción,
intelección y lenguaje proceden en general así. Cuando se trata de pensar el
devenir o de expresarlo, o incluso de percibirlo, no hacemos otra cosa que
accionar una especie de cinematógrafo interior. Resumiríamos entonces todo lo
que precede diciendo que el mecanismo de nuestro conocimiento usual es de
naturaleza cinematográfica.
Este tema va a cumplir un papel muy importante en el análisis deleuzeano del
cine.
El "mecanismo cinematográfico del pensamiento" no habría esperado entonces al
nacimiento del cine para obrar, a lo sumo encontraría en éste el nombre que le
conviene. En suma, para resumirlo con Deleuze, "siempre hicimos cine sin
saberlo" (CI, p. 10). Y si pensamos en el modo en que procede el cine, ese arte de
imágenes en movimiento es tan incapaz como nuestra percepción y nuestra
inteligencia para captar los movimientos en el momento en que suceden. En el
cine, no habría, entonces, sino falso movimiento. Pero ¿cuál es el verdadero
movimiento?, ¿cuáles son sus características? La tesis de Bergson es célebre: el
movimiento es irreductible al espacio recorrido. Si se identifica el movimiento con
la trayectoria que éste ha dibujado, se cae en las paradojas irresolubles y nos
condenamos a no captar nada de él. Los argumentos de Zenón de Elea para
probar la inexistencia del movimiento presuponen ya esta identificación entre
movimiento y espacio recorrido que permanecerá, según Bergson, realizándose
en toda la historia de la filosofía, cuando ella es la raíz misma de la imposibilidad
de pensar el movimiento. ¿Por qué?
Porque el movimiento es indivisible, mientras que el espacio j recorrido es
divisible. De allí, precisamente, que el movimiento no se divida sino "cambiando
de naturaleza", convirtiéndose en otro movimiento, mientras que el espacio
recorrido es infinitamente divisible, descomponible y recomponible como se
quiera, porque es homogéneo. Puede constatarse esto con la paradoja de Aquiles
y la tortuga. Si Aquiles no puede alcanzar nunca a la tortuga porque su primer
paso lo conduce al punto donde estaba antes la tortuga y así sucesivamente, es
porque se presupone, erróneamente, que los pasos de Aquiles –y de la tortuga–
son arbitrariamente divisibles como los segmentos de una línea. Pero,
evidentemente, no se es así: cada paso es en realidad indivisible, y por esto
Aquiles no tiene ninguna dificultar en alcanzar a su tortuga con algunos saltos.
Indivisibles, los movimientos son también heterogéneos, mientras que los
espacios recorridos son homogéneos. Los pasos de Aquiles y de la tortuga
pueden bien dibujar en el espacio un mismo trayecto, pero sus movimientos
siguen articulaciones diferentes.
La naturaleza indivisible y heterogénea del movimiento destina al fracaso a toda
tentativa de reconstituirlo con posiciones en el espacio y con instantes en el
tiempo. Una vez efectuado el movimiento puede considerarse, sin dudas, su
trayectoria, cortarla en posiciones en el espacio y hacer corresponder éstas a
instantes. Pero lo que se obtiene con este procedimiento es, por un lado, una
sucesión de posiciones inmóviles y, por otro, un tiempo homogéneo y abstracto,
un tiempo espacializado. Se presupone que lo que es verdadero de la línea
trazada lo es también del movimiento; en cambio, incluso acercando al infinito dos
instantes o dos posiciones, el movimiento se nos escapará: "se deslizará siempre
en el intervalo" (EC, p. 307). La razón de esto es que estamos instalados desde el
comienzo en el absurdo de creer que una sucesión de inmovilidades puede
producir movimiento. Bergson denuncia aquí una espacialización ilegítima del
movimiento que implica una espacialización del tiempo mismo. Se reduce el
movimiento al espacio al hacerlo coincidir con una yuxtaposición de puntos, y se
reduce el tiempo a una sucesión de instantes que no hace otra cosa que
reproducir la yuxtaposición espacial, mientras que el movimiento real, indivisible y
heterogéneo, se hace en un tiempo cualitativo, en la duración. Deleuze resume
esta oposición con dos fórmulas: tenemos, por un lado, "cortes inmóviles + tiempo
abstracto", y por otro, el "movimiento real + duración concreta". Se comprende
mejor ahora la pertinencia de la afirmación de Bergson sobre el cine como
paradigma del "mecanismo del pensamiento". Los fotogramas son como tomas de
vistas instantáneas, "cortes inmóviles", posiciones o estados arbitrariamente
sustraídos del movimiento real que se hace desfilar a lo largo de un tiempo
abstracto y siempre el mismo: el tiempo "en" el aparato de proyección. En lugar de
instalarse en un movimiento singular y de captar su naturaleza, se lo descompone
y recompone artificialmente.
En cambio, en lo que concierne al problema de partida de Deleuze, el de hallar la
especificidad del movimiento de las imágenes cinematográficas, esta célebre tesis
de Bergson no parece hacernos adelantar mucho al respecto. El cine como falso
movimiento no es, por cierto, la respuesta buscada. Ahora bien, según Deleuze,
Bergson no propone una, sino tres tesis sobre el movimiento. La irreductibilidad
del movimiento al espacio recorrido no debe impedirnos atender a las otras dos
tesis y, sobre todo, a su articulación. Esta articulación va a permitirle hacer una
lectura cinematográfica de Bergson y encontrar una "alianza objetiva" entre
Bergson y el cine. Puesto que el conjunto del proyecto de Cl se basa en esta
alianza, es necesario precisar su contenido.
Deleuze considera al análisis bergsoniano sobre la diferencia entre los antiguos y
los modernos como una segunda tesis sobre el movimiento. Si la metafísica y la
ciencia griegas y la metafísica y la ciencia modernas se unen en la ilusión de
poder recomponer el movimiento con instantes o posiciones, esto no impide que
ellas efectúen esta recomposición según un principio divergente. Hay entonces
dos maneras bien diferentes de "perder el movimiento". La filosofía griega es una
filosofía de ideas, no retiene del movimiento sino momentos privilegiados, formas,
mientras que la ciencia moderna se constituye precisamente al renunciar a toda
idea de forma para considerar al movimiento en relación con un instante
cualquiera. El arte no es extraño a esta diferencia de actitud, al contrario. Bergson
pone como ejemplo de esto el galope de un caballo, fijado por las esculturas del
Partenón en una forma característica, que se supone restituye la esencia del
movimiento, mientras que la fotografía instantánea lo aísla en momentos
cualesquiera y descompone el galope en tantas posiciones diferentes como se
quiera. Es la distinción que ya hemos encontrado entre la síntesis ideal del
movimiento y su análisis sensible. El cine pertenece claramente a la segunda,
compete a la ciencia y a la metafísica modernas. ¿Por qué, entonces, se interroga
Deleuze, Bergson proyecta el cine hacia atrás, haciéndole expresar lo que hay de
común en la manera antigua y moderna de equivocarse sobre el movimiento en
lugar de situarlo, como parecería más legítimo, en su punto de divergencia, testigo
por excelencia de la ilusión moderna? La razón de ello es que, según Bergson, las
ciencias antigua y moderna llegan al mismo resultado. Por más radical que sea en
ciertos aspectos, la diferencia que las separa es así una diferencia "de grado más
que de naturaleza" (EC, p. 314). Para comprender esta posición de Bergson, es
necesario tener en cuenta, más explícitamente de lo que lo hemos hecho hasta
aquí, la naturaleza del tiempo. Si la filosofía de las ideas no retiene del
movimiento sino las formas, mientras que la ciencia moderna se interesa en el
instante cualquiera, es porque la primera es esencialmente estática; el tiempo no
interviene en ella sino como degradación de la eternidad. La ciencia moderna, en
cambio, introduce el tiempo como variable independiente. Con Kepler y Galileo, se
instaura un nuevo paradigma de cientificidad —en el sentido de Kuhn— donde el
tiempo se vuelve un elemento esencial. Bergson observa que la cuestión de
Kepler —a saber: cómo calcular las posiciones respectivas de los planetas en
cualquier momento, una vez conocida su posición en un momento dado— se
vuelve el problema ideal de toda ciencia. En adelante, se tratará, al menos en
principio, de conocer para cada sistema material las posiciones relativas de sus
elementos en función del tiempo como variable independiente. Entre, por un lado,
una ciencia estática donde el tiempo no interviene sino como degradación o
intervalo desdeñable entre el pasaje de una forma eterna a otra, y por otro, una
ciencia donde el tiempo es el elemento mismo de todo devenir y de todo cambio
posible, la diferencia parece radical. Sobre todo para Bergson, que hace del
devenir el problema decisivo de la filosofía. ¿Por qué entonces, a pesar de todo,
no considera la diferencia entre ciencia moderna y ciencia antigua sino como
diferencia de grado y no de naturaleza?
Sucede que hay distintos tiempos. Como Deleuze lo subraya con toda razón, la
cuestión central para Bergson es la de la producción de lo nuevo, y la filosofía
debe pasar de la búsqueda de lo eterno al análisis de lo que hace posible la
aparición de algo nuevo (Cl, p. 11). El tiempo es esta "condición de posibilidad";
nada nuevo se crea que no demande tiempo. Conocemos a un pintor, su manera,
el modelo, los colores que utiliza; sin embargo, observa Bergson, no podemos
prever lo que aparecerá sobre la tela "esa imprevisible nada que es el todo de la
obra de arte. Y es esa nada la que toma tiempo" (EC, p. 340). Hay un tiempo que
es necesario a la creación, en el arte, pero también en todos los otros terrenos, en
la historia, la sociedad, en la vida misma. Pero ¿de qué tiempo se trata? Del
tiempo como duración, cambio cualitativo incesante, que no es una suerte de
marco exterior donde los acontecimientos se producen, sino que no es más que
uno con la invención misma. Esta concepción conduce a Bergson a la
sorprendente afirmación de que "el tiempo es invención o no es nada" (EC, p.
341). Ahora bien, este tiempo que coincide con la producción de lo nuevo es
precisamente el que la ciencia moderna ignora.

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