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Gabriel Cebrián

© Stalker, 2005
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Ilustración de tapa: Reptilia, por el autor.

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REPTILIA y otros ensueños

Reptilia
Y otros ensueños

Gabriel Cebrián

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Gabriel Cebrián

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REPTILIA y otros ensueños

REPTILIA

La idea de dios es una idea confortable.

Gilberto Gil

Quisiera hablar sin reti-


cencias acerca de las repercusiones que tiene en el pla-
no social la aseveración de que el encéfalo del reptil
influencia los actos del hombre. En éste, el neocórtex
representa alrededor de un 85 % del encéfalo, lo cual
refleja en cierta medida su importancia comparado con
el sistema límbico y el complejo reptílico. Tanto la neu-
roanatomía, como la historia política y la propia in-
trospección ofrecen pruebas de que el ser humano es
perfectamente capaz de resistir el apremio de ceder a
los impulsos emanados del encéfalo del reptil. Es preci-
samente nuestra adaptabilidad y largo proceso de ma-
duración lo que impide que aceptemos servilmente las
pautas de conducta genéticamente programadas de que
somos portadores, y ello de forma más manifiesta que
en las restantes especies. Pero, si bien el encéfalo trino
constituye un buen modelo del comportamiento del
hombre, no podemos ignorar el componente reptílico
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Gabriel Cebrián

de la naturaleza humana, sobre todo en lo que atañe a


los actos rituales y jerárquicos. Por el contrario, el
modelo del encéfalo trino puede ayudarnos a compren-
der mejor la naturaleza profunda del ser humano. Por
ejemplo, los aspectos rituales de muchas enfermedades
psicóticas como la esquizofrenia pueden ser resultado
de la hiperactividad del complejo R. Podríamos con-
templar, también, que el carácter ritual que posee el
comportamiento de los niños es consecuencia del to-
davía incompleto desarrollo de su neocórtex.

“Neurología Básica”, Gustavo Zuccolilli, Ph. D.

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REPTILIA y otros ensueños

UNO

El Códice

Quizá haya sido la casualidad, aunque dudo


tanto de ella como de su contrario, sea éste el concepto
que fuere, no es momento ni lugar para disquisiciones
que, por otra parte, parecen ser el foco de las actuales
disputas entre racionalistas anquilosados y disparatados
heraldos de la new age. A ellos, pues, la preocupación
acerca de eventuales providencias, sean meramente me-
canicistas, u operativas en rangos de conciencia ajenos
a nuestra órbita mental. Para lo que hace al presente
reporte tanto da, y ello hasta el punto que este mismo
exordio se me aparece más mierdoso que los efluvios
cloacales del burdel más concurrido de Bizancio. Pero
el copete es el copete, y no voy a andar entrando en
tema diciéndoles así de buenas a primeras, por ejemplo,
que por aquellos días me encontraba angustiado por la
desaparición de Waldo, un old english sheeper que
había sido mi único afecto y compañía durante los
últimos catorce años. Todas las mañanas lo llevaba con
su correa por el Paseo del Bosque, y como no podía
romper el hábito de caminar por allí, continué ha-
ciéndolo solo. Fue entonces que aprendí cuánto de me-
cánico tiene la añoranza, cómo podía llegar a echar de
menos incluso los molestos tirones que Waldo daba a
mi brazo ni bien olisqueaba alguna porquería almizcle-
ña sobre la cual orinar o cagarse, sintetizando valores

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Gabriel Cebrián

escatológicos de ambos mundos -en una curiosa con-


currencia semántica que estaría tentado a someter a i-
dénticos análisis causales si no fuera porque iría a cons-
tituirse en otra suerte de coprofagia conceptual como la
que acabo de denostar. Menos ahora, que como opor-
tunamente lo hiciera con César Vallejo, me ahoga Bi-
zancio-. Tanto que estoy perdiendo el hilo de lo que
realmente quiero contar. Tal vez un punto aparte me
ayude a no seguir cargando con el fantasma de Waldo y
con estos otros, resultantes y rezumantes de discursivas
miasmas.

Hay un espíritu en el Paseo del Bosque. Ojo, no


estoy hablando de una presencia telúrica, ni del cuerpo
fantasmático de algún individuo que hubiere sido asesi-
nado allí, ni de nada por el estilo. Estoy hablando de u-
na configuración metafísica, quizá podría decirse men-
tal, que corresponde a ese singular ecosistema encla-
vado en medio de la urbe. Eso es muy claro para mí,
intuitivamente lo advierto, y tengan en cuenta que no
soy dado a elaborar supercherías o construcciones fan-
tásticas fuera de las que puedan resultar inherentes a mi
oficio de escritor, y ello aún con reservas. Ni siquiera lo
mencionaría si no estuviese absolutamente seguro, si no
lo hubiese experimentado sin sombra de duda cada vez
que recorro su extensión. Y si no me creen, vayan y
siéntense en la pequeña barranca que orilla el brazo de
agua que, saliendo del lago, bordea el Anfiteatro. Pocos
lugares he visto con tanta belleza quieta, tanta lujuriosa
mansedumbre, con árboles inclinándose sobre las aguas
fluyentes y que luego de la natural reverencia inician,
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REPTILIA y otros ensueños

sólo entonces, su mística ascención en busca de solares


tentempiés. Si alguien permanece allí, con la debida
quietud interior, durante amaneceres o crepúsculos, no
venga luego a decirme que no sabe de qué le he estado
hablando. Cuente con que mi respuesta será que tiene
algún canal tapado, y con ello dejaré de lado toda even-
tual discusión. Pasa que el espíritu del lugar es muy re-
fractario a consideraciones, aún inconcientes, respecto
de asuntos como cuotas de automóviles y/o electrodo-
mésticos, o desaveniencias románticas de dudosa esto-
fa, sólo por ejemplificar con algunas preocupaciones de
lesa espiritualidad. Claro que tampoco es necesario ser
el Peregrino Ruso, o Yogananda. Basta con un poco de
sosiego interior y apertura sensible, elementos de perso-
nalidad que afortunadamente no son tan comunes como
para generar una avalancha de disturbadores en el natu-
ral santuario. Además, esto no es un folleto turístico de
gancho esotérico, qué diablos. En realidad, sé lo que no
es, pero no me atrevería, aún, a decir lo que es. Claro
que la definición por vía negativa no es muy precisa
que digamos, pero lamentablemente –a mi juicio- hasta
que no se despeje la incógnita metafísica, creo que no
queda otro camino, náufragos como estamos en el océa-
no de relatividades. La cosa es que en esta especie de
para sí del relato, que visiblemente trepida antes de a-
sumir su debido en sí dada la carga de traumas que tal
paso supone, aprovecho para describir la atmósfera
mental, inmanente y trascendente, que contextuó el ha-
llazgo del block de hojas manuscritas que, según mis
cálculos, había sido abandonado u olvidado allí poco
tiempo antes, dado que lucía en perfectas condiciones.
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Gabriel Cebrián

Y que -dicho sea de paso- maldigo hoy el hecho tal vez


fortuito, tal vez no, de que haya caído en mis manos.
He perdido para siempre el gusto por esos andurriales,
tan gratos otrora.
Basta, pues, de pusilánimes circunloquios. Basta
de reservas y pruritos atinentes a la pertinencia o no de
publicar el contenido de aquel block, que llegó a
obsesionarme. No es responsabilidad mía lo que pueda
ocurrir una vez que tome estado público, aunque tal
revelación se dé a mi través. El espíritu del bosque me
puso allí, me lo entregó de modo que, implícitamente
confiado en mi endeble hermenéutica de los sucesos
reales, haga lo que a continuación voy a hacer, que es
transcribirlo para que la inercia de las ruedas del
destino lo conduzca adonde corresponda, y aquí sí que
hago votos a una providencia trascendental que justi-
fique tal decisión, que no arroje sobre mis débiles hom-
bros el peso de sus impredecibles consecuencias.
Recuerdo que aquel día me levanté antes del a-
manecer. Preparé café, me senté a beberlo y fue allí que
me tenté con una porción de pizza de anchoas que había
quedado en su caja de cartón desde la noche anterior; lo
que redundó en una gastritis tan inmediata como con-
tundente. Decidí anticipar mi caminata por el Bosque,
suponiendo que ello ayudaría a activar la digestión del
atípico desayuno. Entré por la avenida 122, por suerte
no había barro. Saludé al Espíritu del Bosque, como lo
hago casi todos los días; y luego, particularmente, al
ombú que es el verdadero autor de varios de mis relatos
(sé que esta clase de precisiones atentará directamente
contra la credibilidad de lo que viene a continuación, y
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REPTILIA y otros ensueños

por cierto, no me parece una mala idea. El mejor antí-


doto contra las irrupciones de realidades profundas es el
escepticismo; y los resguardos psicológicos, afortuna-
damente, no son producto de generación espontánea).
Tras lo cual, fui a sentarme a la vera del arroyuelo que
les decía. La acidez había cedido, y me hallaba en in-
mejorables condiciones para intentar la diaria comunión
naturalista, quizá incluso animista, que aquel lugar pro-
piciaba en mi alicaído ánimo. Claro que aquí advierto
un detalle fundamental que me quedó en el tintero, y
que es necesario consignar para no omitir elementos
que, si bien pueden no ser cruciales, hacen a los tras-
fondos estructurales de todo relato, máxime si se trata
de uno referido a ese ámbito de discernimiento que in-
vocamos bajo el concepto de realidad. Y es éste: todos
sabemos lo molesto que puede ser un músico en una
vecindad determinada, sobre todo si ejecuta instrumen-
tos esencialmente estentóreos. Eso hace que varios de
ellos vayan a practicar en el área frente al Anfiteatro del
Lago (cualquiera que haya pasado por allí sabe de qué
estoy hablando). Muchas veces, a la epifanía natural se
agregan distintas interpretaciones de instrumentos va-
rios, generalmente de viento y de percusión; y muchas
veces, también, las escalas, redobles o lo que fuese co-
adyuvan a las instancias meditativas, aunque otras tan-
tas, en lugar de coadyuvar, conspiran. Éste era el caso
del trompetista que, esa mañana, se empeñaba en hacer
sonar su instrumento como si se tratase de una chancha
separada de sus lechones y a punto de ser hendido en su
yugular el acero sacrificial. Lo que vendría a demostrar
que si bien la música puede abrirnos las puertas del in-
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Gabriel Cebrián

finito, también a veces puede clausurarlas definitiva-


mente. Los músicos de Jericó deben haber sonado
bastante parecido, creo, toda vez que el desagradable
bullicio producido por el madrugador soplacaños confe-
ría bastante credibilidad a lo que hasta entonces yo
había supuesto mera leyenda. Pensé en llegarme hasta
él y pedirle no ya que dejara de tocar, sino que al
menos lo hiciera según cánones mínimamente musica-
les, pero no tuve la fortaleza anímica para enfrentar la
discusión que con toda seguridad sobrevendría. Preferí,
en cambio, realizar un ejercicio de descontextuación
temporal, imaginando que estaba en una foresta del
triásico, oyendo los cantos de apareamiento de colosa-
les reptiles en celo. No fue una gran idea, pero ayudó
bastante en ese trance. Lo difícil fue imaginar cómo
harían aquellas grandes bestias -de apéndices nasales
que exorbitaban largamente sus diámetros craneanos a
modo de penacho- para ejecutar esas escalas aleatorias
y veloces que llegaban a alcanzar mecánicas de un scat
cacofónico. En fin. Al cabo la cuestión dejó de intere-
sarme, y como el impiadoso pseudomúsico parecía
tener cuerda para rato, decidí marcharme en busca de
otro lugar, quizá menos bonito pero sí más melódico.
Sin embargo, la oprobiosa fanfarria cesó; tal vez no
debía marcharme de allí, finalmente. Aguardé un par de
minutos, sin poder alcanzar grado de concentración
alguno, por cuanto mi atención estaba enfocada en de-
terminar si se trataba de un descanso o si la tortura au-
ditiva había finalmente acabado. Fue entonces que oí el
rumor de algo así como hojas de papel agitadas por el
viento. A contrario de lo que sentí entonces, hoy creo
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REPTILIA y otros ensueños

que quizá hubiese sido mejor que el bronce bullanguero


hubiese continuado.

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬


En un principio pensé que debía destruir el ob-
jeto que abrió una puerta que quizá no debió ser abierta
nunca, y olvidar el asunto definitivamente, librar a la
humanidad de algo que no puedo hoy día discernir si
llegará incluso alcanzar dimensiones de pandemia. Mas
me veo obligado -aún con mis facultades mentales dis-
minuidas en orden a un proceso entrópico cuyas causas
me son igualmente indiscernibles, hoy por hoy- a dar
testimonio de los extravagantes sucesos a cuyos anales
tuve acceso y que creo me han colocado a mí mismo al
borde del abismo, uno tan oscuro que tan sólo puedo
intuir. He aquí el contenido del block:

Mi nombre es, o era, Efraín Belmonte. Si mi le-


tra se torna por momentos casi ilegible, o se adivinan
en los trazos repentinamente irregulares mecánicas es-
tertorosas, ello se debe al contacto sobre mi piel, fugaz
y aleatorio, de una lengua helada, que adivino bífida.
Tal vez esté equivocando el orden de los elementos a
referir, y frustrando así la intelección cabal de los he-
chos que pretendo transmitir, pero no puedo hacerlo de
otro modo. No tengo tiempo ni ganas, y mucho menos
capacidad, para articular el relato según pautas míni-
mamente ortodoxas. Como dije antes, mi cabeza no es
la que solía ser. Ahora mismo el ojo reptiloide, de par-

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Gabriel Cebrián

padeo perpendicular y pupila oblonga, abre ante mí su


vórtice a la vez hórrido y sugestivo. Su poder hipnótico
crece de modo proporcional a la desesperación que la
propia estructura que parece contenerlo, genera. Es al-
go así como esa ambigüedad entre repulsión y fasci-
nación que el género humano siente ante los saurios,
pero en grado superlativo. Tal vez sea algo analogable
a la fiebre compulsiva, tan dañina como placentera,
que produce la afición a las llamadas drogas duras.
Soy, o era, investigador naturalista. He pasado
años en los laboratorios del subsuelo del Museo de
Ciencias Naturales, examinando, restaurando, clasifi-
cando piezas, al sesgado fulgor de los tragaluces,
cuando no a la trémula luminiscencia del viejo y pen-
diente portalámparas. Cerámicas, utensilios de hueso,
piedra, madera o metal, urnas funerarias con todo y
cadáveres, viejas fotografías impresas en cristal, frag-
mentos de meteorito, lo que fuera, era analizado e in-
ventariado -o reinventariado, en el caso de que ya lo
hubiera sido en vetustos registros, en parte legibles, en
parte destruidos a causa de las ratas o la humedad-.
Aquella tarea, si bien tan pautada y rutinaria en un
sentido, resultaba todo lo contrario si se tenía en cuen-
ta lo diverso y abigarrado del material a clasificar.
(Siento un violento escozor en mi coxis, supon-
go que será la cola que está empezando a desarrollar-
se. El tiempo se está agotando, he de aprovechar mien-
tras pueda mantener tanto las estructuras lingüísticas
como la morfología cada vez menos humana de mi ma-
no)

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REPTILIA y otros ensueños

Entre el conjunto de elementos a codificar hallé


una bolsa de arpillera sin identificación alguna, casi
vacía, en cuyo mero fondo había un rollo de cuero,
probablemente de alguna especie de cérvido que no a-
tiné a identificar fehacientemente. Tal vez fue en ese
preciso momento que se produjo esta extraña infesta-
ción, cuyos alcances físicos no descartan un proceso de
metamorfosis paralelo en ámbitos más sutiles y por
ende arduos a todo intento clasificatorio. Lo extendí, y
una substancia polvorienta se esparció rápidamente en
una nube, que ingresó en mi sistema respiratorio y me
hizo toser. Entonces pensé que se trataba de inocuos
detritus de materia en descomposición, o simple acu-
mulación de polvo y suciedad a través del paso del
tiempo. Hoy no estoy tan seguro de ello, me inclino a
pensar que efectivamente había en él algún agente ca-
talizador de la grotesca metamorfosis que experimento.
Luego de ello, y aún desavisado de todo cuanto so-
brevendría a aquel simple acto de descubrimiento, el
descubrimiento propiamente dicho estuvo dado por la
certeza inmediata de que se trataba de un antiguo códi-
ce, al parecer maya. ¿Qué diablos podía estar hacien-
do allí una pieza como aquella? Si se trataba de una
pieza legítima, su valor científico era incalculable, co-
mo asimismo su eventual valor en términos económi-
cos. Si era lo que parecía ser, no resultaba imaginable
el grado de ignorancia necesario para haberlo arroja-
do a la nulidad de los otros objetos que se apilaban a-
llí. Hasta el más basto de los empleados de maestranza
debía suponer que, cuando menos, se trataba de un ele-
mento pasible de ser cotizado muy bien en cualquier
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Gabriel Cebrián

mercado; fuera especializado o no, ya que tanto la be-


lleza del diseño como la sugerencia de una antigüedad
inquietante le conferían una valoración mínima por de-
más importante. Entre signos de característica logogrí-
fica (que no he sido capaz de descifrar y que no pa-
recen responder a los formalismos de grafías mayas, o
de entronque náhuatl) estaban representadas en detalle
figuras seriadas que mostraban una metamorfosis que
iba desde el ser humano a una curiosa configuración
de híbrido, un saurio antropomorfo. La secuencia de fi-
guras, analogable a esos gráficos que describen la evo-
lución de los primates al homo sapiens, se dirigía de a-
bajo hacia arriba, donde una especie de diagrama con
características de constelación, remataba a manera de
diadema estelar la cabeza del homosaurio. Seguramen-
te era vestigio de una curiosa mística perdida, respon-
diente al endiosamiento de caimanes, o de algún otro
reptil.

Pasé el resto de la tarde revisando meticulosa-


mente cuanto archivo o inventario pudiera existir ati-
nente a la notable pieza, más no hallé la más mínima
referencia, siquiera tangencial. Una rareza se sumaba
a otra, y ello no era más que el principio de una hipér-
bole de extravagancias. Que un objeto como ése estu-
viera allí, arrojado prácticamente al olvido, o al menos
a una flagrante irrelevancia –por demás incongruente
con su valor-, era insólito, pero quizá más lo era el he-
cho de que no obrara el menor registro de su existen-
cia. De cualquier modo, el estado de las cosas favore-
cía la rienda suelta que a continuación di a una inci-
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REPTILIA y otros ensueños

piente codicia, no muy clara de que su sesgo fuera de


índole científica o económica; podría decir que ya en-
tonces comencé a tentar una línea de acción para con-
ciliar de algún modo la consecución de ambos réditos.
Aunque ni uno ni otro me fueron asequibles, finalmen-
te. Solamente un magnético horror, similar al del pa-
jarillo fascinado por la hipnótica mirada de la voraz
serpiente.
Una vez que estuve seguro de la inexistencia
formal del presunto códice en los registros del Museo,
lo embalé en su arpillera y lo introduje en mi mochila,
dispuesto a llevármelo y diciéndome a mí mismo que no
se trataba de un hurto, toda vez que estaba llevándome
un objeto cuya existencia parecía omisa de todo pro-
pietario, fuera persona física o razón social, como tam-
poco se acreditaba su pertenecia a patrimonio cultural
alguno. En todo caso, si alguien eventualmente se arro-
gara algún derecho sobre él, resultaría evidente que no
era digno de tal titularidad, dados el descuido y la de-
sidia que había observado a su respecto.

Me disponía a salir, y fue cuando lo vi por pri-


mera vez. Claro que pensé que la visión era producto
de la alteración nerviosa que el hallazgo me había pro-
vocado. Eso fue lo que impidió que lo patente de aquel
fugaz vistazo me dejara seco del susto. La débil luz del
atarceder se extinguió casi por completo, de golpe. Al-
go parecía haber obstruido su flujo desde el tragaluz, y
cuando me volví a ver de qué podía tratarse, vi, como
decía, por primera vez el ojo, ese terrible ojo que me
miraba a través de los vidrios sucios y de los abismos
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Gabriel Cebrián

del espacio y del tiempo; ese ojo que me había enfoca-


do, y que ya jamás iba a dejar de hacerlo.

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬


Salí del Museo como huyendo, actitud paradó-
jica si se tiene en cuenta que el portentoso saurio, si no
había sido una alucinación, estaría allí afuera. Pero
claro que estaba convencido de su carácter ilusorio,
producto de la impresión que me había provocado tan
singular hallazgo. No obstante no pude evitar sentirme
ligeramente atemorizado, y arrojé un par de vistazos de
soslayo, como quien no quiere la cosa, hacia la línea
de árboles en derredor, que se tornaba más difusa a
medida que la luz crepuscular menguaba, ya agonizan-
te. Luego, y casi como efectuando una maniobra dis-
tractiva para conmigo mismo, miré los bustos de La-
marck, Cuvier y los demás, suerte de gárgolas casi pla-
nas e insufladas de epistemológicas relevancias, y con-
sideré socarronamente la posibilidad de que un día fue-
ra agregada mi efigie a la ristra de celebérrimos in-
cluidos en el tributario frontispicio. Claro que los esmi-
lodontes de piedra parecían custodiar aquel parnaso
cientificista de advenedizos improvisados, descarados
reclamantes de ese sitial sin mayores méritos que los
conferidos por un golpe de suerte. Rápido de pies, a-
lados por el entusiasmo y la ansiedad, inicié el camino
hacia mi casa, no muy lejana, en el barrio de la Esta-
ción de Ferrocarril. Cuando pasaba frente al Anfitea-
tro del Lago tuve una percepción extraña y luego otra

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REPTILIA y otros ensueños

más. La primera fue que, a pesar de estar en pleno mes


de julio, y de que la temperatura difícilmente ascendie-
ra por encima de los cinco grados, el croar de los ba-
tracios se oía particularmente fuerte, como si se hubie-
se tratado de una tórrida nochecita estival. La segun-
da, que en su momento creí se trataba de mera suges-
tión, fue el primer contacto físico que quizá pueda ca-
racterizarse como interdimensional, ya que si bien ca-
rezco de experiencia previa en sucesos como ése, no
hallo otro concepto capaz de describir siquiera aproxi-
madamente el evento. Tal vez me hallara inquieto por
lo sucedido y por la extraña visión que había tenido
minutos antes; todo ello, asociado a la extemporánea
fanfarria sexual de los batracios, consiguió enervarme
de modo que necesité encender un cigarrillo. Saqué el
paquete del bolsillo superior de mi campera, y mientras
accionaba el encendedor, sentí el contacto húmedo y
helado de algo invisible pero de consistencia orgánica,
sobre el dorso de mi mano derecha. Instintivamente,
antes de percatarme justamente de lo inmaterial, o al
menos de lo imperceptible de tal agente, sacudí la
mano de modo que el encendedor voló hacia los pastos
que crecen en la barranquilla que da al arroyuelo. Por
supuesto que ni intenté recobrarlo, sino que caminé tan
rápido como daban mis piernas sin iniciar la carrera.
En contados segundos bordeaba el estadio de Estu-
diantes, rumbo hacia la Avenida 1, rumbo hacia la luz,
el gentío, hacia todas esas cosas que mal se supone dan
un marco de seguridad, un entorno resguardado de e-
sas irrupciones de otros planos que suelen acometer a
los solitarios, aprovechando la debilitación de sus dis-
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Gabriel Cebrián

cursos y sus esquemas de realidad por la falta de co-


rroboración social del fenómeno. Vaya una presunción
tan vana. Cuando determinadas puertas son abiertas,
ya ni en medio de la más populosa conglomeración hu-
mana puede evitarse el tránsito metafísico. No iba a
tardar mucho en comprobarlo.
No podía quitarme la sensación que el contacto
me había provocado. Froté la zona hasta que enrojeció
visiblemente, mas la sensación permanecía, quizá ali-
mentada por la atávica friega. Me llamé a sosiego, me
increpé a mí mismo argumentando que estaba compor-
tándome como un jovenzuelo desbordado por superche-
rías en un momento en el cual era importante mantener
la calma, y sobre todo, la lucidez. En ese plan encontré
conducente tomar una copa en un bar, distenderme un
poco antes de encerrarme a analizar el supuesto códi-
ce. Así lo hice. Entré en el primer bar que quedó de ca-
mino y decidí ocupar un taburete frente a la barra. Eso
me abría la posibilidad de interactuar, mediante con-
versación o aún en silencio, con el barman, los mozos o
eventuales clientes que se ubicaran por allí, a contrario
de lo que ocurriría en la soledad de una mesa, que hu-
biese propiciado la recaída en lúgubres consideracio-
nes. A la primer copa de caña Legui recobré un poco
de presencia de ánimo, más que nada debido a que la
ingesta del licor iba acompañada por recomendaciones
que me daba a mí mismo en el sentido de lo desmesura-
do de mi reacción ante un par de sucesos evidentemen-
te ilusorios, producto de la excitación nerviosa. A la se-
gunda, mi temple había alcanzado a reconstituirse, y ya
barajaba mentalmente líneas de acción tendientes a ha-
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REPTILIA y otros ensueños

cer fructificar de modo más conveniente la oportunidad


que el destino había puesto ante mí. A la tercera, las
proyecciones eran cada vez más osadas, más ambicio-
sas. A la cuarta el desasosiego regresó, para demos-
trarme palmariamente que, fuera lo que fuese que pro-
vocaba esas extrañas alucinaciones, no iba a respetar
entorno alguno. Sentí una repentina y fuerte comezón
en el dorso de la mano que había recibido el contacto,
y antes de rascarme, observé que la piel enrojecida y
reseca comenzaba a levantarse, a desprenderse en mi-
núsculos fragmentos de epitelio muerto. Pensé que, con
toda seguridad, algún insecto me había picado, aunque
no lo hubiere visto, cosa harto razonable teniendo en
cuenta la escasa luz que había en aquel momento. Pero
no fue más que levantar la vista y ver en el espejo en-
frentado a las vidrieras que dan a la avenida, otra vez,
el ojo descomunal, que sugería voracidad en cada una
de sus células, si es dable percibir algo como eso. La
violencia del giro que di para mirarlo directamente
hizo que volcara el licor sobre el mostrador. Sólo pude
ver entonces el normal trajín de la calle a esas horas.
El barman se aproximó, pasó un trapo de rejilla sobre
la bebida derramada y ofreció servirme otro. Rehusé,
pagué lo consumido y salí de allí lo más rápido que
pude, ante la mirada perpleja de él y de uno de los
mozos, que parecieron advertir mi paranoia, aunque
con toda seguridad deben haberla atribuido a causas
más naturales, si eso puede decirse, desde nuestro statu
quo cultural.

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Gabriel Cebrián

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬


(Voy a abreviar. Y ello no por otra causa que la
transición que estoy experimentando, y que me impulsa
cada segundo a ver las cosas desde otra perspectiva;
desde una que no sólo no me dejaría expresarme de
modo coherente para mis ex congéneres, sino que hasta
puede considerar este reporte como un acto de alta
traición. Aún tengo un pie en cada mundo, un sistema
nervioso que no ha terminado de mutar y que por ello
todavía es capaz de hallar las sinapsis que le permiten
desarrollar pensamiento y lenguaje humanos. Aunque
se hace cada vez más difícil separar los códigos, sean
éstos lingüísticos o genéticos -intuyo que tienen más
que ver entre sí que todo lo que la ciencia humana ha
considerado hasta ahora-.)

Llegué por fin a casa, agitado, conmocionado,


casi convencido ya de que cuanto había experimentado
obedecía a alguna extraña cuestión asociada al códice.
Comencé a estudiarlo. Los signos glíficos que acompa-
ñaban la representación de la metamorfosis que ya co-
menté, resultaban esquivos a mi entendimiento, cosa
lógica teniendo en cuenta que no era un erudito ni
mucho menos. Tampoco tenía mucho material que me
ayudara en la contingencia, y hallaba peligrosa la idea
de dar traslado a algún especialista, so riesgo de lla-
mar la atención respecto del objeto que me proponía
acaparar. Así que extremé mis escasísimos recursos de
frente a los crípticos jeroglíficos, sin mayores resulta-

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REPTILIA y otros ensueños

dos en lo inmediato. El más mínimo atisbo de sentido


me era totalmente esquivo. Ante tal situación, y sin de-
jar de lado el infructuoso estudio, bebí suficiente vino
como para llegar a mi cama en estado de semiincon-
ciencia. Mas ello no impidió que el grotesco contacto
sucediera de nuevo. Esta vez, desperté con el ojo obser-
vándome en un plano picado como desde el cielorraso,
brillante en medio de la oscuridad de la habitación. Y
la gélida lengua –ya podía identificarla como un órga-
no análogo, al menos en lo funcional- dejándo sus hó-
rridos efluvios en pinceladas sucesivas, juguetonas, so-
bre mi pecho desnudo. Me desesperé, pensando en la
comezón y deterioro que la piel de mi mano había
sufrido luego de su contacto. Me sacudí, encendí la luz
y la extraña infestación cesó, no así la sensación en la
zona contactada, que luego devendría en comezón y de-
terioro epitelial. Me levanté frenético, y fui a arrojarme
agua sobre el pecho, aún a pesar del frío, esperando
que de alguna forma la ablución fuera posible, aunque
sospechaba en mi fuero íntimo que tal cosa era, al
menos, improbable. Lo que había considerado en un
principio un golpe de fortuna extraordinario se estaba
convirtiendo en una verdadera pesadilla, tanto más
horrorosa cuanto discurría en plena vigilia, en ese ám-
bito que en un sentido tan restrictivo consideramos rea-
lidad. Mientras echaba agua sobre mi pecho, un nuevo
síntoma desquiciante apareció ante mis ojos. El dorso
de mi mano derecha, donde había recibido el primer
contacto, se estaba escamando, pero no en el sentido
que solemos dar a esa forma verbal en relación a
enfermedades de la piel, sino en otro, si se quere más
23
Gabriel Cebrián

literal: minúsculas puntas de láminas córneas, o sea


escamas, habían comenzado a brotar de la superficie
inficionada de modo tan atípico. Quise creer que esta-
ba en la cama, soñando aquella pesadilla, pero la con-
tundente vivacidad de la experiencia era insoslayable.
Algo extraño, fatal y hasta repulsivo me estaba ocu-
rriendo a partir del contacto con aquel códice, y ya no
me parecía tan increíble que hubiera sido arrojado,
huérfano de toda consideración, al eventual y piadoso
olvido. Pensé que quizá lo más apropiado en orden a
evitar la propagación de su malignidad, habría sido
incinerarlo. No por nada el agente purificador por ex-
celencia, para el hombre, es el don de Prometeo. Mas
la codicia conspiró contra aquel acto, que de todos mo-
dos hubiese resultado tardío para mí, aunque proba-
blemente habría evitado que su progresión continuase
involucrando a otros seres humanos.
Impedido de conciliar el sueño, volví al códice
con renovado fervor, ya que ahora buscaba en él una
salida, una cura para esos síntomas tan extraños y que
con tanta virulencia me habían afectado. Encendí la
lámpara del estudio y la luz pareció más vívida, más
aguda quizá, y los colores parecían obedecer a cromá-
ticas diferentes. Fue entonces que advertí que mis pu-
pilas habían comenzado a estrecharse transversalmen-
te, con el consiguiente estiramiento en sentido longitu-
dinal. Ello, en un iris que evidenciaba también un color
diferente, aunque quizá lo haya visto así debido a la
nueva configuración. Incluso algo parecido a una
membrana transparente mostraba su incipiencia en mis
conjuntivas. Aún anonadado me percaté de que estaba
24
REPTILIA y otros ensueños

temblando, un poco a causa de la impresión de las ano-


malías que experimentaba, y sobre todo por el frío.
“Los lagartos necesitan calor del ambiente para man-
tener su temperatura corporal”, pensé, y me dije que
no podía estar pensando cosas como ésa. Debía estar
volviéndome loco, sin duda. Todos los cambios ocurrí-
an vertiginosamente, sin darme tiempo a irlos asimi-
lando siquiera un ápice.
Luego de encender un buen fuego, me enfrenté
por fin al códice, y tal vez a causa de la diferente con-
figuración ocular, o quizá a procesos paralelos que es-
tuvieran gestándose en ámbitos fisiológicos menos
comprobables a simple vista, comencé a distinguir en
él figuras y signos que antes no había notado. Y lo más
llamativo era que, de alguna manera, tanto éstos, como
los anteriores, ya no me parecían tan crípticos. Conec-
taban con alguna parte de mi ser, quizá nueva, que era
absolutamente reacia y refractaria a conceptualizacio-
nes propias de nuestro género, y digo “nuestro” sin es-
tar seguro de que aún me reste algo de membrecía.
Voy a intentar configurar, según moldes de co-
municación humana, lo que creí interpretar de ese do-
cumento que parecía ser una puerta hacia otra moda-
lidad del ser. La evolución, en este planeta, se vio alte-
rada dramáticamente con el cataclismo que acabó con
los grandes saurios. Eso dio origen a líneas alterna-
tivas que no alcanzaron a ser siquiera un sucedáneo de
lo que debería haber sido su proyección óptima. Varias
leyendas, con mayor o menor grado de fundamento,
nos hablan de esa disyuntiva en la que las especies
menos dotadas tomaron, por imperio del desastre, la
25
Gabriel Cebrián

posta evolutiva. Eso ha hecho que sea ésta un área


retrasada, en lo absoluto, respecto del plan universal; y
ahora, en el ciclo que está transcurriendo, las diversas
jerarquías han diseñado una forma de influir sobre el
material genético, operativa desde los tejidos más pro-
fundos que nos conectan con el universo y que definen
la constitución de nuestros cuerpos planetarios. Así, las
características cromosómicas se retrotraen hasta el
punto anterior al holocausto y, en un breve lapso, vuel-
ven a reconstituirse ontogenéticamente, hasta un esta-
dio cercano al de las máximas expresiones de lo que
hubiese sido en el caso de haber continuado los proce-
sos filogenéticos normales.

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬

Con gran esfuerzo he llegado hasta aquí, y creo


que he cumplido con el deber de comunicar el testimo-
nio que me ha sido impuesto, tanto por el que era como
por el que estoy en camino de convertirme. El ojo fren-
te a mí ya se ha vuelto mío, y no me pidan que traduzca
lo que tal asimilación supone, porque no podría hallar
la manera de decírselo. Mi tiempo como hombre se ha
acabado. He pasado los últimos días tratando de adap-
tarme a la nueva morfología, lo que implica reajustes
estructurales en cuestiones básicas, como la alimenta-
ción, por ejemplo. Saqué carne del refrigerador y no
pude ingerirla hasta que alcanzó un determinado grado
de putrefacción. Cuando se iba terminando, la fortuna
trajo hasta mi puerta un viejo pastor inglés, viejo por
26
REPTILIA y otros ensueños

raza y cronología. Lo he alentado a entrar con los


últimos restos de carne. Me place, sobre todo, la fauna
entomológica que al cabo de unos días pulula en los
cadáveres. Hoy mismo alguien llamó a la puerta, no
podría precisar quién fue, por cuanto huyó no más me
hubo visto. Ello me llevó al espejo, y créanme, no soy
tan feo. Debe haberlo impresionado la cola de rata que
pendía de la comisura de mis crecientes fauces.

Me ha costado un ingente esfuerzo transmitirles


lo que acabo de exponer, y conste que los procesos in-
terpretativos, en el caso presente, tienen implicancias
que exorbitan desmesuradamente las barreras de tipo
lingüístico. Exímanme, pues, de referenciar la cantidad
de corroboraciones que pueden hallarse en los distin-
tos cultos arcaicos de todos los continentes, o de la ve-
racidad de las intuiciones lovecraftianas, o de los atis-
bos de Bárbara Marciniak -verdaderos en gran parte,
aunque negativamente influenciados por las concien-
cias de las Pléyades a las que servía de canal-. Soy el
fenómeno que está en el propio portaobjetos, y no nece-
sito corroboración alguna. La evidencia es contunden-
te, que otros se atrevan a investigar respecto de lo que,
como dije, he sentido el deber de informar. Ya es hora
de ir allá, adonde el guardián del ojo dimensional me
espera para abrir el vórtice, debajo del puentecito en-
tre la avenida Cúcolo y el Anfiteatro, donde fui contac-
tado por primera vez. Claro que he dispuesto las cosas
para que el códice continúe su función de reparar lo
que se ha roto en el tejido conectivo de la evolución.
Alguien lo recibirá, del mismo modo que yo lo he he-
27
Gabriel Cebrián

cho, inconciente de una fortuna de la que -si fuese im-


puesto de antemano- huiría como de la peste.

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬


Hasta aquí el contenido del block de hojas que
dejó Efraín Belmonte, a pocos pasos del sitio en el que
abandonó su humanidad para marcharse quién sabe ha-
cia qué sustrato de realidad, a bordo de su nuevo orga-
nismo de estructura lacertiforme. Me ha confundido so-
bremanera. No sé si siento lástima o una oscura clase
de envidia, seguramente respondiente a mis cromoso-
mas supérstites. Siento ira, sí, por lo que hizo con Wal-
do, y que por otra parte significa que toda aquella meta-
morfosis, si es que no es producto de una febril y en-
fermiza imaginación, ocurrió por aquí cerca. Lo que sí
siento, inequívocamente, es miedo. Pregunté por Efraín
Belmonte en el Museo de Ciencias Naturales, confirmé
su existencia y su desaparición, y me enteré de que se
trataba de un tipo circunspecto, casi antisocial, sin fa-
miliares o amigos conocidos, con antecedentes de seve-
ros trastornos mentales, lo que hizo que nadie se preo-
cupara mayormente cuando se esfumó. Busque en los
manicomios, seguro que lo encontrará por algún lugar
de ésos, fue una de las irónicas respuestas. Incluso creí
advertir en los profesionales consultados cierto alivio
por su desaparición.

Lo que es yo, no he vuelto a los viejos rondines


por el Paseo del Bosque, y muchísimo menos por el
28
REPTILIA y otros ensueños

santuario natural que celebré al principio de esta his-


toria. Temo que el mero contacto con el block, incluso
sin el códice, me haya expuesto a alguna forma de in-
fección. Tiemblo de sólo pensar en ver de buenas a pri-
meras el horrendo ojo reptiloide que a veces se me apa-
rece, por ahora y afortunadamente, sólo en sueños. Re-
gularmente siento el contacto de la lengua maldita, pero
me contengo asegurándome que es mera sugestión, y
luego me aterro al pensar que eso mismo era lo que se
decía a sí mismo el pobre Belmonte. Claro que todavía
no he advertido mutación alguna. Por ahora.

29
Gabriel Cebrián

DOS

Filaria

Wiku daba los útimos retoques al pulido de la


estatuilla que había estado tallando, con la que iba a tra-
tar de convencer a Jarjar, la hechicera, que lo aceptara
como aprendiz de sus artes mágicas. Había trabajado en
ella durante siete lunas, pero había valido la pena. El
orgullo relucía en sus ojos al contemplar el icono, pen-
saba que hacía mayor justicia al Dios del río que cual-
quier otro que hubiese visto antes. Después de un escru-
puloso cotejo, decidió que no había ya más que hacer,
que el acabado de la pieza era inmejorable, y echó a an-
dar, liviano y con paso seguro, a la choza de Jarjar, allí
al lado de la cascada de cuyo guardián era amiga y po-
dría decirse que ama. Tal era el poder de sus conjuros.
Ni se agitó al trepar la escarpada pendiente ha-
cia la choza de Jarjar, erigida en un promontorio, aun-
que casi oculta a la vista por la exuberante vegetación
que, pletórica de humedad por los efluvios de la casca-
da, cubría toda la zona. La llamó, con una mezcla de
ansiedad y temor reverente.
-¿Qué estás molestándome otra vez? –Dijo Jar-
jar, atravesándolo con la profundidad de sus ojos azaba-

30
REPTILIA y otros ensueños

che.- ¿No te he dicho que no quiero ninguna clase de


tratos contigo?
Wiku bajó la cabeza, y para su desgracia se per-
cató de que una gota de saliva se había escurrido entre
sus labios, cayendo sobre la hierba, lo que motivó el a-
gudo escarnio de la hechicera:
-¿Ves que aún eres un torpe niño que se babea?
Vuelve cuando termines de cortar los dientes, so imbé-
cil.
-Te he traído un regalo –se animó a decir Wiku,
con voz trémula, las manos apretando la estatuilla con-
tra su trasero.
-¿A ver? ¿De qué se trata? –Inquirió ella, sin a-
bandonar el tono intimidante pero dispuesta a darle una
oportunidad a la codicia.
-He tallado una imagen de Ontiku, el Dios que
vino del este.
-Guárdate, idiota, de tan sólo pronunciar su
nombre. Tienes suerte de que no ande por aquí, de que
tenga asuntos más importantes en qué ocuparse. Y mu-
cho más te valdrá que la imagen ésa que dices no vaya
a ofenderlo aún más que tu arrogancia.
-Puedes juzgarla por ti misma. Es tuya –dijo, y
se la tendió. Jarjar la tomó, y pese a que mantuvo el ce-
ño fruncido, Wiku sintió que la había conmovido.
-Bueno, parece que te has esmerado. –Concedió
finalmente la bruja, mas se apresuró a añadir: -Igual, no
vayas a pensar que por esto voy a transmitirte mis po-
deres.
-No, Jarjar, nada me honraría más que eso, pero
sé que no soy digno.
31
Gabriel Cebrián

-Bueno, no me hagas perder más tiempo, vete


ya.
Apesadumbrado, iniciaba el descenso cuando o-
yó que le decía:
-Espera un momento. Tal vez te dé una oportu-
nidad, si demuestras que tienes coraje.
-Pídame lo que quieras, y te lo demostraré –ase-
guró Wiku. Su organismo, saturado de secreciones a-
drenalínicas, le impedía medir las eventuales conse-
cuencias de tal arrojo.
-Pasa, tal vez puedas hacer algo por mí.
Por primera vez ingresó a la choza de la bruja.
Enseres, objetos de culto, imágenes y fetiches estaban
diseminados por doquier. Se sentaron sobre la tierra a-
pisonada, y le ofreció zumo de frutas y frijoles. Wiku
no tenía hambre, mas no se atrevió a rehusar.
-Ontiku está muy enojado –comenzó a decir, y
al instante el muchacho supo que su prueba consistiría
en hacer algo que ayudara a serenar al Dios. Y sintió
que tenía que decir algo.
-Eso es malo –observó.
-Claro que es malo, estúpido. Ontiku me ha he-
cho saber que está enojado porque un intruso ha llegado
a estas tierras. Uno muy peligroso, que trae consigo una
maldición, la misma maldición que lo obligó a venir
aquí, la misma que acabó con sus antiguos sacerdotes,
en las tierras en las cuales se pone el sol.
-¿Qué debo hacer? –Preguntó, ahora su ansiedad
provocada por el temor ante el posible enfrentamiento a
un poderoso hechicero.

32
REPTILIA y otros ensueños

-¿Qué crees? Localizar y matar al desgraciado


antes de que lo haga él con nosotros, valiéndose de sus
malas artes.
-¿Cómo podría hacerlo si no me enseñas antes
los secretos de tu magia?
-Ése no es mi asunto. Es evidente que Ontiku te
ha enviado a mí con esta preciosa estatuilla como señal.
Él es el único que puede ayudarte, y parece que está
dispuesto a hacerlo. Ahora vete, no hay tiempo que per-
der.

II

Así comenzaron los merodeos de Wiku por los


alrededores del lugar en el que vivía, un asentamiento
de cinco o seis grupos familiares en los que costaba dis-
cenir relaciones parentales muy concretas, por cuanto
estaban fusionándose según los azarosos tropismos de
la sexualidad caribeña. Eran parte de tribus que habían
sido forzadas a la diáspora, por la necesidad de perma-
necer discretas e inofensivas a los ojos de esos hombres
pálidos tan despiadados que venían en los grandes bar-
cos. Durante dos días acechó cuanto lugar le parecía ap-
to para refugio, o escondite, pero no halló indicio algu-
no del intruso. Caminaba agazapado en la espesura con
paso ligero, era menos que una sombra en la danza de
claroscuros ejecutada por el sol y la foresta.
Al atardecer de la tercera jornada, cuando había
empezado a formarse en su mente la idea de que acaso
todo aquello no era más que una ocurrencia de Jarjar
para fastidiarlo, tuvo un atisbo. Le pareció ver una som-
33
Gabriel Cebrián

bra deslizándose entre las rocas de un congosto forma-


do por el río. Se quedó congelado. Tal era el temor que
sentía ante la posibilidad de confrontar con un poderoso
hechicero, tan intenso que hubiera preferido que fuese
un jaguar. Al menos podía intentar repelerlo con su cu-
chillo, el cuchillo que apretó en su diestra, con el que
había tallado la imagen de Ontiku, el que esperaba aho-
ra le ayudase en ese trance.
Observó el lugar y vio cómo la sombra, eviden-
temente de configuración humana, parecía asegurarse
que nadie le estaba viendo, e iba ganado confianza y
mostrándose más a medida que crecían la oscuridad y
la certeza de que no había nadie por allí. Entonces
Wiku advirtió que era un hombre de piel muy oscura,
casi negra, lo que hizo que se explicaran inmediata-
mente sus hábitos nocturnos. Traía consigo una lanza.
Probablemente salía del escondrijo a tratar de cazar su
sustento. El moreno ascendió por el talud pedregoso,
mostrando una cierta dificultad en su pie izquierdo. Tal
vez tomaría en su dirección, así que Wiku improvisó un
plan: trepó con agilidad al árbol más adecuado, por
suerte de copa frondosa, y esperó. Sus conocimientos
de los meandros selváticos parecían ser igualmente ase-
quibles al hombre de piel negra, ya que siguió el cami-
no que había supuesto. Cuando, completamente desavi-
sado, pasaba por debajo, Wiku saltó sobre él y le asestó
un sonoro golpe en la cabeza con el mango del cuchillo.
No había querido matarlo, pero no estaba seguro de no
haberlo hecho. De cualquier modo, para evitar sorpre-
sas, buscó fibras y lo ató fuertemente de las muñecas y
al tronco de un árbol. En la oscura noche Wiku perma-
34
REPTILIA y otros ensueños

neció en guardia, lanza y cuchillo en mano. El negro


aquel, al que ni siquiera veía en la oscuridad, era un
brujo poderoso, y tal vez pudiera secarlo con sólo diri-
girle una mirada. La alternativa era matarlo allí mismo,
antes de que volviese en sí, pero había oído decir que
comer carne de hechicero mientras éste aún está con
vida, transmitía mejor los poderes espirituales de uno a
otro. Decidió correr el riesgo. Quizá no fuera tan pode-
roso como para ultimarlo con un simple vistazo. Si lo
hubiese sido, no habría caído en una trampa tan burda
como la que le había tendido.
A poco sintió un olor extraño, desagradable,
como de algo putrefacto. Pensó que tal vez el brujo ha-
bía soltado el vientre cuando sufrió la conmoción. Mo-
mentos después dos brillos blancuzcos, ominosos en el
marco de densa oscuridad, le señalaron que había des-
pertado.
Ninguno de los dos habló, intuitivamente sabían
que jamás conseguirían entenderse de ese modo. Sin
embargo, en la mirada que ambos sostuvieron a lo largo
de la noche, con toda seguridad un sinnúmero de men-
sajes sutiles deben haberse dejado trasuntar. Cuando la
luz diurna fue regenerándose, Wiku pudo ver cada vez
más en detalle y con creciente repulsión, el origen del
hedor.

III

La pierna izquierda del moreno era un cuadro


monstruoso. Hinchada, deformada, como cubierta por
escamas supurantes y con moscas y otros insectos pulu-
35
Gabriel Cebrián

lando, atraídos por la acre pestilencia. Wiku, al borde la


náusea, llegó a la conclusión de que jamás comería de
ese asqueroso brujo, ni aún las partes aparentemente
buenas, vivo o muerto. Quizá traía en su propio cuerpo
la peste que había diezmado a los sacerdotes de Ontiku
en las tierras occidentales más allá de las grandes a-
guas. Tal vez lo mejor era incinerarlo allí mismo y aca-
bar de una vez con el intruso y su peste. ¿Acaso ésa se-
ría la voluntad de Ontiku? ¿Cómo podía saberlo él, aje-
no como estaba a cualquier relación personalizada con
los dioses? No le parecía apropiado ir a preguntarle a
Jarjar, porque ello suponía darle chance de escape al
brujo, chance que seguramente estaría en condiciones
de tomar, aún siendo un curandero de poco vuelo. Wiku
no sabía qué era lo correcto en esa situación, y plañía
interiormente al Dios del río, para que le dé una señal,
para que lo ayude a ejecutar la obra que él mismo le
había encomendado. El moreno pareció advertir sus
tribulaciones, y comenzó a hablarle. El discurso, ininte-
ligible para él, fluía por entre los gruesos labios más
que nada para apoyar las ideas que intentaba transmi-
tirle por gestos y señas, que se veían acotadas a una mí-
nima expresión por cuanto tenía las manos atadas a la
espalda. Lo único que quedó claro al muchacho fue que
el negro maldecía su suerte, que su angustia era real, y
que pretendía utilizarla para despertar sentimientos pia-
dosos en él. Y ello lo arrojó a un estado de desespera-
ción, a un estupor en el que sus dudas crecían vertigi-
nosamente. Gritó al brujo que callase, amenazándolo
con su propia lanza. El brujo obedeció, mas continuó
llorando en silencio, lo que acentuó el desasosiego de
36
REPTILIA y otros ensueños

Wiku, que se sentó sobre la hierba intentando clarificar


su mente. No sabía qué hacer. Tampoco Ontiku parecía
ayudarlo mucho que digamos en la emergencia. Había
una única posibilidad: tratar de ponerse en el lugar de
Jarjar. Ella sabría muy bien qué hacer, y el muchacho
no podía pretender interpretar los deseos del Dios del
río, pero sí podía figurarse lo que haría Jarjar en aquella
situación. Mal que pesara al extranjero de la pierna pu-
trefacta, una inferencia simple lo llevó a la conclusión
de que la bruja lo habría ofrendado como sacrificio al
Dios del río.

IV

Caminó hasta el río, por suerte a unos cuantos


pasos, por lo que no debió dejar solo mucho tiempo a
su prisionero. Llamó a Ontiku a voz en cuello. Si acu-
día, estaría dándole señales de que estaba listo para re-
cibir la ofrenda. Ontiku no se hizo esperar. Casi inme-
diatamente divisó las rugosidades de su piel, en las mí-
nimas partes que podían verse recortadas sobre la su-
perficie del agua, acercándose lenta y majestuosamente.
Quedó pasmado ante el portentoso tamaño del saurio,
pero no se detuvo en esas consideraciones, sino que
corrió a ejecutar de una buena vez un acto que estaba
reñido con su talante, poco dado a agresividades de
cualquier índole. Con su cuchillo cortó las fibras que lo
amarraban al árbol, cuidándose muy bien de que sus
muñecas permanecieran atadas. Luego le indicó incor-
porarse, y a punta de lanza lo condujo al sitio desde el
cual sería despeñado. Antes de llegar, y al parecer con-
37
Gabriel Cebrián

ciente de lo que iba a ser su destino final, el supuesto


brujo se volvió de golpe y le arrojó un cabezazo que a-
penas si pudo evitar echándose hacia atrás; pero lo que
no pudo evitar fue la mordida que, mientras el moreno
caía de bruces a resultas del impulso, llegó a propinarle
en el tobillo derecho. Asustado, asqueado y fuera de sí,
lo atravesó con la lanza por la espalda, caído de bruces
como estaba. Los gritos del intruso, desgarradores al
comienzo pero mermando a medida que la vida se le es-
capaba, se perdieron en la espesura con su aire de fan-
farria fúnebre.
Corrió hacia una corriente de agua secundaria e
hizo sangrar la herida del tobillo todo lo que pudo, co-
mo lo habría hecho con la mordedura de cualquier ani-
mal venenoso. Luego preparó un emplasto de hierbas
medicinales y se lo aplicó. Mas en su fuero íntimo se
sentía infectado, convencido de la futilidad de tales pro-
cedimientos. Cuando regresó al sitio del desastre, en-
contró que el hechicero ya había muerto. Arrancó un
par de hojas grandes y resistentes, las interpuso entre
sus manos y las del brujo, aún atadas, lo arrastró hasta
el río y lo arrojó. Ontiku no se dejó ver, quizá ya ni es-
taba por allí. Wiku se quedó mirando el oscuro cadáver,
que flotaba y desaparecía aguas abajo.

La mordedura se había infectado. Hasta allí era


algo normal, todos sabemos que si hay heridas que se
infectan son las de esa clase. Pero el instinto le decía
que había algo maligno en ella. Decidió enfrentarse con
38
REPTILIA y otros ensueños

Jarjar y contarle los sucesos tal y como habían ocurrido.


Seguramente hallaría todo tipo de razones para demos-
trarle que había sido un idiota, pero ella era la única que
podría ayudarlo si esa horrorosa peste le había sido
contagiada.
No consiguió sino lo previsto en primer térmi-
no, esto es, insultos, descalificaciones de todo tipo e in-
cluso mayores zozobras. La hechicera le había asegura-
do que no existía mejor manera de ofender a un Dios
poderoso como Ontiku que arrojarle un cadáver como
tributo. Y que la peste sería una bendición para él, si es
que conseguía matarlo antes de que Ontiku viniera a
cobrar la afrenta. Estaba solo, aterrado y sin esperanzas,
sobre todo cuando apenas pasados dos días los bordes
de la herida comenzaron a hincharse y a adquirir un
color ceniciento. Durante el breve lapso que pudo disi-
mular el estigma, trató de comportarse normalmente, de
disimilar los alcances de una tragedia inminente, a sa-
biendas de que si la gente de la aldea lo descubría, daría
con sus huesos en la soledad del monte, como probable-
mente le había ocurrido al hombre negro al que había
dado muerte. Pero el tobillo se hinchaba, la extraña
eczema cubría cada vez mayor superficie en su cuerpo,
así que acopió una buena cantidad de víveres. Había
decidido encerrarse cuanto tiempo le fuese posible en
su pequeño toldo de ramas dobladas en arco, cubiertas
de follaje.
Había conseguido disuadir a los pocos que acu-
dieron a ver qué le ocurría, argumentando que había te-
nido un sueño, en el cual el propio Ontiku se le había a-
parecido y le había exigido que se encerrase hasta que
39
Gabriel Cebrián

le fueran entregados poderes especiales. Tal vez así


conseguiría que la gente le alcanzara guajes con agua y
alimento, y, llegado el caso, trataría de sugerirles que
los poderes chamánicos trajeron como contrapartida la
deplorable condición de su físico, y de ese modo no lo
echarían de la aldea. Para cuando el rumor llegó a oídos
de Jarjar, casi la totalidad de su piel se había cubierto
de escamas supurantes, y sus testículos se habían hin-
chado de igual forma que el tobillo en el que el hombre
negro lo había mordido. Su mente se agitaba frente a la
oscuridad de una muerte tan aciaga, de una maldición
tan ominosa.
Poco después tuvo al menos el bálsamo de la ce-
guera, que le negó la visión (aunque vaga, en la penum-
bra de la tienda) de su cuerpo, tan obscenamente enfer-
mo. Dejó de alimentarse, decidió dejarse morir. Una
noche soñaba que era apresado por una enorme serpien-
te, que lo apretaba hasta sofocarlo, mientras clavaba sus
terribles ojos en los suyos y le escupía al rostro salivas
urticantes, cuando oyó que alguien lo llamaba, desde
otro mundo, y despertó.

VI

-¿Quién?
-¿Despertaste, estúpido? –Preguntó Jarjar, en
voz baja.
-¿Qué estás haciendo aquí?
-Vine a ver quién era el idiota que estaba tratan-
do de hacerse el brujo, aunque siempre sospeché que se
trataba de ti.
40
REPTILIA y otros ensueños

-Vete. Ya que me has mandado a la muerte, al


menos déjame morir en paz.
-Calla, idiota. Sé que estás muy enfermo, pero
tal vez pueda curarte.
-No hay cura para mi mal. Ya estoy ciego, y mi
piel es la de un monstruo. Los dolores a veces se vuel-
ven intolerables.
-Oye, te digo que puedo curarte, y evitar que to-
da esta gente prenda fuego a tu tienda contigo dentro.
Si consigo sanarte, tal vez hasta te tomen por brujo,
quién sabe.
-¿Y por qué harías eso?
-Porque me gustó tu estatuilla; porque creo que,
tal vez de un modo equivocado, has intentado prestar
servicio a Ontiku. Y sobre todo, porque ha sido el pro-
pio Ontiku quien me lo ha ordenado.
-Yo sabía que el Dios del río iba a ser magná-
nimo conmigo, que iba a valorar mi pura intención de
servirlo...
-Deja de mentir, idiota. Has insultado al Dios en
palabra y en obra, estabas entregándote a tu muerte y
ahora sales con eso...
-Cúrame, Jarjar. Ontiku te lo ha ordenado.
-Deberás venir a mi choza.
-¿Cómo? No puedo ver, y apenas sé si puedo
caminar, ya que mi pie está terrible, y hace muchísimo
tiempo que siquiera intento hacerlo.
-O sales de allí en silencio, aprovechando la
quietud de la noche, y vienes a mi choza, o llamo a la
gente de la aldea para que te queme vivo.
-Lo intentaré, entonces. Pero ayúdame.
41
Gabriel Cebrián

-Yo te guiaré, con una rama. No pretenderás que


te toque y se me pegue tu maldición...
-Deberás tener un poco de paciencia –dijo,
mientras salía de la tienda, casi arrastrando el pie.
-Camina, idiota. Y más vale que lo hagas rápi-
do. Quién sabe si todavía puedo hacer algo por ti.

Llegaron al promontorio sobre el cual se erguía


la choza de Jarjar. Subirlo significó un suplicio extra
para el pobre Wiku, que había agotado sus escasas fuer-
zas en un camino que tan sólo días atrás no le habría
insumido más que unos cuantos gráciles saltos. Durante
el camino, la hechicera le había reprochado ácidamente
su hedor, y le había dicho que parecía un renacuajo con
patas. El muchacho no podía creer que una persona pu-
diera ser tan cruel como para burlarse de una desgracia
semejante.
Jarjar, siempre valiéndose de una rama, ubicó al
pobre Wiku al borde mismo de la barranca, de espaldas
al río. Le dijo que aguardase allí, que tenía que esperar
la llegada de Ontiku para que el ungüento que iba a pa-
sarle surtiera el debido efecto. Sin embargo, y en un to-
do de acuerdo con las sospechas del muchacho, simple-
mente cogió una rama más contundente, y lo empujó
hacia atrás. Wiku perdió pie y cayó a las aguas, para
comprobar que el Dios del río ahora aceptaba compla-
cido la ofrenda, esta vez aún con vida.
Jarjar oyó el chapoteo; luego se dirigió a la cho-
za, arrojó al fuego las ramas con las que había mani-
pulado al pobre muchacho y se dijo que la peste al fin
había concluido. Nunca supo que el leve escozor en su
42
REPTILIA y otros ensueños

brazo era el primer indicio de que la muerte en la aldea


recién comenzaba su danza. Un mosquito. Un simple
mosquito que unos cuantos segundos antes estaba pi-
cando a Wiku, y que fue interrumpido por el empujón
homicida.

43
Gabriel Cebrián

TRES

Luo Tatoohua
Al-Adrish había insistido a su padre para que le
permitiera acompañarlo en la caravana que atravesaría
el gran desierto, cargada de sal y armas para dar a los
Nubios a cambio de oro, marfil y otros objetos precio-
sos. Desestimó todos los argumentos con los que había
tratado de disuadirlo. A las penurias y peligros que ase-
guraba su padre iba a exponerse, el muchacho oponía
su necesidad de foguearse en los pormenores de la vida
del comerciante, de conocer todos los secretos de la
profesión para ser un día como él. Sus fundamentos hi-
cieron que finalmente accediera; claro que entonces no
sabía que el interés de Al-Adrish era sin embargo muy
otro, que su entusiasmo obedecía a motivaciones abso-
lutamente distintas a las que invocaba. No imaginó que
entre los cientos de historias que habían oído de labios
de rapsodas y derviches, a las cuales ambos eran tan
afectos, una en particular lo había impresionado, una
tan sugestiva e inquietante que lo había llevado casi a la
obsesión, que lo había compelido a viajar a tierra de los
Nubios para comprobar con sus propios ojos si el prodi-
gio realmente existía, tal como había dicho el extraño
transmisor de historias que había pasado fugazmente
por Alejandría. En rueda de relatos y recitación de his-
torias clásicas como las que se dice contó Scheherazade
al Sultán Schahriar durante más de mil noches, y otras
menos populares, el hombre oscuro que había llegado

44
REPTILIA y otros ensueños

del sur había dicho que allá cerca de donde nace el gran
río que fecunda el desierto existía un ser monstruoso,
oculto en una caverna que se perdía en las profundida-
des de la tierra. Un ser que exigía una joven agraciada y
virgen cada nueve lunas para primero desflorarla y lue-
go devorarla viva. Alguien observó que los griegos de
antaño contaban una historia muy parecida, y el moreno
no se inmutó al asegurar que por cierto, que los griegos
habían tomado esa historia de los esclavos y la habían
deformado según sus preferencias. Pero la bestia exis-
tía, desde tiempos inmemoriales, y había dado lugar a
montones de historias que iban adquiriendo nuevas for-
mas según la cultura que la fraguase como propia.
Tal vez no sea ocioso referir aquí algunas de las
características personales de Al-Adrish, sobre todo las
que incidieron para que se aventurara en una empresa
tan azarosa. Criado en el seno de una famila de cierto
poderío económico, formado por los mejores maestros
que el dinero puede pagar, versado en las tradiciones
artísticas y religiosas de su cultura, desde muy tempra-
na edad sintió el llamado del conocimiento. En vano
intentó ingresar en la Cofradía de los Buscadores de la
Verdad, pero su pretensión fue rechazada una y otra
vez, tanto por su juventud como por no contar con el
consentimiento expreso de su padre, quien no veía con
buenos ojos esa clase de actividades, las que eran con-
sideradas por el común de esa gente como análogas a lo
que nuestra cultura entiende como bohemia banal e
infructífera. Por supuesto, a esa edad, la oposición no
hizo otra cosa que exacerbar la determinación del mu-
chacho a unírseles a como fuera posible. No más oír el
45
Gabriel Cebrián

relato del moreno, que hubiese servido para aterrorizar


al más valiente, creyó hallar el salvoconducto que le
permitiría ingresar a la Cofradía. Sería testigo del
prodi-gio, por monstruoso que fuera. Averiguaría cuan-
to le fuera posible acerca del mismo y lo expondría ante
la Hermandad, la que en valoración de su coraje, de su
compromiso y de su aporte, ya no tendría excusas para
negarle la tan ansiada membrecía.

Casi dos lunas les llevó alcanzar los confines del


gran desierto, allí donde la aridez cede ante la lujuria
verde de la selva. Pasarían allí unos cuantos días, en los
cuales las bestias descansarían del largo viaje y los
hombres también, aunque en el entretanto se verían o-
bligados a ocuparse de los menesteres comerciales. Al-
Adrish fingió interesarse por dicha actividad sólo lo es-
trictamente necesario como para que su padre no advir-
tiese el ardid.
Una noche, aprovechando que su padre había
ido temprano a su tienda para descansar del ajetreo del
día, decidió internarse en la espesura y llegar hasta la
aldea de los lugareños. Iba munido de su alfanje, por si
cualquier humano o predador nocturno lo amenazaba.
También de dos bolsas de sal, para sobornar a cual-
quiera que pudiese indicarle la localización del legen-
dario monstruo. Además, por supuesto, de algunas pro-
visiones, por si la empresa se prolongaba más allá de lo
previsto.
A poco andar surgieron las complicaciones. Era
muy difícil hallar el rumbo que un comerciante local le
habían señalado, y la espesura nocturna relativizaba al
46
REPTILIA y otros ensueños

máximo toda referencia. Los escarceos en la maleza,


los sonidos proferidos por animales que no atinaba a re-
conocer, le provocaban sobresaltos y escalofríos. Cuan-
do decidió volver sobre sus pasos, sobrecogido por las
circunstancias, advirtió que se había perdido, y se de-
sesperó. Caminó como pudo, entre una oscuridad tan
cerrada como el invisible follaje, que parecía querer re-
tenerlo, sujetarlo allí y dejarlo a merced de lo que fuera.
Caía ya presa de la desesperación cuando pudo ver el
lejano resplandor de un fuego. Respiró profundamente,
y algo más aliviado, fue en su dirección. Al llegar al
borde del claro se encontró que no era una aldea, sino
una choza aislada, con un fuego ardiendo a su frente.
Bueno, en todo caso, una choza era teóricamente menos
peligrosa que una aldea. Era difícil que un individuo o
una sola familia fueran a sacrificarlo a algún dios paga-
no, cosa que perfectamente podía ocurrir en un pobla-
do. El o los habitantes de la vivienda sabrían indicarle
como volver a la caravana. A esas alturas eso era lo ú-
nico que pretendía, toda vez que su fervor por encontrar
el ser prodigioso había cedido lugar a la preocupación
por la supervivencia.
Se acercó, trémulo. Cuando estuvo a unos pocos
pasos de distancia preguntó en voz alta si había alguien
en casa. Vio cómo se corría una cortina de fibras vege-
tales trenzadas y adivinó una figura humana, un hombre
de color del que apenas si podían distinguirse los con-
tornos en la penumbra. Oyó que le preguntaba en su
propio idioma qué buscaba.

47
Gabriel Cebrián

-Estoy perdido. Necesito volver a la caravana


que llegó a la región hace dos noches. Espero que pue-
da ayudarme.
El hombre de color salió por fin a su encuentro.
Su indumentaria colorinche y estrafalaria, mas el extra-
ño maquillaje que le daba un aspecto casi animal, hicie-
ron que Al-Adrish dedujera al momento que se trataba
de un hechicero. Tal vez, si las cosas se reconducían,
regresaría a su plan original, aunque el coraje que lo a-
lentaba al inicio había menguado ostensiblemente, lue-
go de haberse extraviado en la jungla nocturna. Ya
frente a él, pudo observar que se apoyaba sobre un ca-
yado en cuyo extremo, a manera de empuñadura, estaba
tallada la cabeza de un cocodrilo, o un lagarto por el es-
tilo.
-Es muy peligroso andar por aquí de noche –ob-
servó el negro. –Más aún si no conoces el lugar.
-Sí, acabo de darme cuenta de ello.
-¿Y qué te ha llevado a internarte en la selva a
medianoche?
-Estaba buscando una aldea.
-¿Para comerciar? –Tanteó, la vista fija en las
bolsas.
-No. Para hallar a alguien que pudiera darme in-
formación acerca del extraño ser al cual se le ofrenda u-
na bella virgen cada nueve lunas.
El hechicero se quedó viéndolo con gran curio-
sidad. La mirada fue tan intensa que Al-Adrish se sintió
mareado. Luego se sentó frente al fuego, e hizo señas al
muchacho para que hiciese otro tanto. Tal parecía que

48
REPTILIA y otros ensueños

el destino lo había llevado a dar con la persona indica-


da.
-¿Qué es lo que quieres saber? –Preguntó, al ca-
bo de un tiempo durante el cual el muchacho se sintió
profundamente embarazado.
-He oído de ese ser muy lejos de aquí, en mi tie-
rra, y me ha dado una fuerte curiosidad por saber si en
realidad existe. Y si es así, quisiera verlo con mis pro-
pios ojos.
-Eres muy osado. Eso sería mucho más peligro-
so que aventurarte solo en la jungla, de noche. Puede
que, de verlo con tus propios ojos, sea la última cosa de
este mundo que ellos podrán ver.
-Existen cosas peores que la muerte.
-Ya lo creo que sí. Una, por ejemplo, podría ser
que tu alma quedara prisionera por toda la eternidad en
esas catacumbas.
-Nadie puede capturar un alma.
-Eso es lo que tu crees. Tal vez eso que dices
sea cierto para los hombres, pero lo que tu osadía te im-
pulsa a desear conocer es asunto de dioses, no de hom-
bres.
-¿Acaso el mostruo es un dios?
-Es hijo de un dios y de una mujer.
-Estas dos bolsas de sal y quizá unas más que
pueda conseguir serán tuyas si me dices todo lo que sa-
bes acerca de ese ser, y adónde hallarlo.
Los ojos del hechicero relucieron de codicia. Hi-
zo una pausa dramática demasiado obvia y luego co-
menzó su informe.

49
Gabriel Cebrián

-Hace ya mucho, en los tiempos de los abuelos


de los abuelos de mis abuelos, los dioses vinieron a esta
tierra, a bordo de sus naves luminosas. Después de ver
su danza en el cielo, mis antepasados no dudaron de
que se trataba de ellos. Creyeron que habían venido a
reestablecer relaciones con los hombres, las que habían
sido rotas cuando les arrebatamos el secreto del fuego.
Muchísimas generaciones habían pasado ya desde que
eso había sucedido, y los hechiceros de entonces estu-
vieron de acuerdo en que finalmente habían perdonado
la afrenta y volvían para gratificarnos otra vez con sus
dones. Convencidos de ello, el Gran Jefe y los magos
fueron a establecer contacto. Grande en verdad fue su
sorpresa cuando vieron que estos dioses no eran como
los describían los mayores, sino que, a pesar de lucir
como hombres, su piel era idéntica a la de Tatoohua, el
lagarto del río. A pesar de la impresión que tales seres
les habían causado, decidieron darse a conocer. Al fin y
al cabo eran dioses, y no había que desaprovechar la
oportunidad de lograr sus favores. Los dioses se mos-
traron arrogantes y crueles. Con líneas de una luz pare-
cida a la de sus naves, ultimaron a los más fuertes de
los guerrreros de la comitiva, para demostrar que no so-
lamente no estaban allí para favorecernos, sino que to-
maban absoluto control mediante la fuerza. En un par-
padeo sólo quedaron frente a los visitantes el Gran Jefe
y un par de hechiceros, inmovilizados por el pavor. To-
dos los demás huyeron entre la espesura. Fueron apre-
sados, sometidos a cruentos estudios con maquinarias
cuyo poder resulta inimaginable, y luego los dejaron
marchar, a cambio de que les fueran entregadas siete de
50
REPTILIA y otros ensueños

las mujeres más bellas de la aldea. Una de ellas, quién


sabe debido a qué causa, apareció cuatro lunas más tar-
de. La pobre no supo decir cómo había huido, o si era
que le habían permitido regresar. Se había vuelto loca.
Y en su vientre llevaba el germen de aquellas bestias, al
que una vez nacido no se atrevieron a matar por miedo
a que los dioses malditos regresaran y dieran muerte a
todos. El retoño maligno creció, se volvió enorme y
repugnante, y fue a establecerse en la caverna; a la cual,
desde entonces, debe llevarse una joven virgen y her-
mosa cada nueve lunas. Desde entonces, los padres de
cada niña que se destaca por su belleza, sufren el horror
de saber que luego de la primer regla su hija segu-
ramente será ultrajada y devorada por la bestia.
-Suena horroroso.
-Lo es, y créeme que sé de lo que te estoy ha-
blando. Mi propia hija, mi pequeña Endira’a, fue some-
tida y devorada por esa maldición que dejaron los dio-
ses pérfidos. Por eso te digo, joven que vienes del nor-
te, cuídate mucho de continuar con esas absurdas ideas
en tu cabeza.
-Es que no entiendes. Necesito verlo. De ello
depende mi destino.
-No sé cuáles son las razones de tu necesidad,
pero sí sé que te llevarán a una muerte horrible.
-¿Por qué estás tan seguro de ello? ¿Acaso todos
quienes lo han visto murieron?
-Hasta donde sé, las únicas que lo han visto des-
de que fue a su mundo subterráneo han sido nuestras
doncellas; y sí, todas ellas han muerto.
-No soy una doncella...
51
Gabriel Cebrián

-Eso salta a la vista. Pero tampoco te serviría de


mucho ser el más fiero de los guerreros, teniendo en
cuenta frente a qué te propones ir a plantarte.
-Quiero decir que es probable que si un hombre
va a su encuentro, sin intenciones agresivas, nada indi-
ca que necesariamente vaya a resultar muerto.
-No conozco ningún hombre lo suficientemente
estúpido como para correr ese riesgo.
-Bueno, tal vez no sea yo un un hombre cabal
aún, pero creo que soy esa clase de estúpido.
-Estoy empezando a creerlo yo también.
-Bueno, ¿me vas a indicar adónde está la caver-
na?
-¿Me dejarás la sal?
-Por supuesto. Y si tu información es buena, te
traeré el doble.
-Mi información es buena, pero dudo que vayas
a traerme algo, si continúas empecinado en ver lo que
no es de este mundo.
-¿Cuál es tu nombre?
-Bangwebi, hijo de Makula.
-Muy bien, Bangwebi, hijo de Makula: verás en-
tonces como echo un vistazo al monstruo y vuelvo aquí
para celebrarlo contigo.
-Sólo te llevaré hasta él si me juras por todos tus
dioses que jamás volverás por aquí, con sal o sin ella.
-Está bien, si ése es tu deseo.
-Aunque dudo mucho que puedas retornar a al-
guna parte.
-No puedo apostarte nada, ya que prefieres no
volver a verme.
52
REPTILIA y otros ensueños

-No es que lo prefiera. Es simplemente que sé


que los asuntos de los dioses no deben ser interferidos.
-No pienso interferir en ningún asunto divino.
-No importa lo que tú pienses. Importa lo que
pueda pensar él.
-Si está dotado de inteligencia, advertirá que no
represento ningun peligro.
Bangwebi soltó una carcajada tal que sobresaltó
a Al-Adrish. Luego dijo:
-Existe una poción que nuestros ancianos más
sabios recomiendan beber antes de acercarse al territo-
rio de Luo Tatoohua.
-Ah, ¿sí? ¿Ése es su nombre?
-Así lo llamamos nosotros.
-Y esa poción, ¿es efectiva?
-Sí. No sé muy bien por qué, pero ellos aseguran
que surte efecto.
-¿Puedo conseguir un poco de esa poción?
-¡Claro! Tengo siempre una buena cantidad a-
quí.
-¿Sueles acercarte a su territorio?
-No suelo acercarme. Vivo en él. Este cayado es
símbolo de respeto y sumisión. Él ha devorado a mi hi-
ja, y sabe que pese a ello no he levantado siquiera un
guijarro en su contra. En cambio, no me he llevado muy
bien con la gente de la aldea, tú sabes, desde que me o-
bligaron a entregar a mi hija. Me he vengado con cier-
tas magias de quienes decidieron que ella fuera la vícti-
ma del sacrificio. Y luego me he refugiado aquí, en te-
rritorio de la bestia, adonde no se atreven los hombres a
poner el pie, más que para traer a las víctimas, atiborra-
53
Gabriel Cebrián

dos de esa poción que te he dicho. La caverna está justo


detrás, a menos de doscientos pasos.
La voz de Al-Adrish tembló al formular la pre-
gunta:
-¿Serías tan amable de ofrecerme un poco de esa
poción?
-Claro, pero ni por un momento sueñes que te a-
yudará a salir de allí con vida, si es que intentas entrar.
Nadie sabe qué puede hacer Luo Tatoohua ante una in-
vasión semejante, sencillamente porque nadie lo ha in-
tentado. Lo que sí se sabe es que es muy celoso de su
territorio. Si me ha permitido permanecer aquí es por-
que ya le he dado lo que más quería en el mundo, y sa-
be que mi ira se dirigió hacia los que la eligieron, no
hacia él.
-¿Cómo sabes que él lo sabe?
-Para saber eso tendrías que ser mi aprendiz,
pero no estás dispuesto a ello y, en todo caso, menos
dispuesto estoy yo. Yo solamente puedo, ya que estás
tan determinado, proporcionarte la poción e indicarte el
camino. Una vez que nos hayamos despedido, no quie-
ro volver a verte.
-Entiendo.
-No quiero volver a verte nunca más. De todos
modos, estoy convencido que ningún hombre sobre esta
tierra volverá a verte alguna vez.
-Te enviaré un emisario con tu peso en sal, para
hacerte saber que he visto al hombre lagarto y he vivido
para contarlo.
-Me sorprenderás, en ese caso, y tal vez enton-
ces me atreveré yo a beber un poco de poción e ir a ver
54
REPTILIA y otros ensueños

a la bestia que ha devorado al único tesoro que tuve en


mi vida.
Diciendo eso, se incorporó y fue hacia el inte-
rior de la choza. Al cabo de unos momentos, regresó
con un odre. Volvió a sentarse de cara al fuego, con
gesto adusto, como sobrecogido por lo que parecía ser
una instancia crucial, en un sentido litúrgico. Luego
cantó algo en un dialecto que el joven desconocía, y le
tendió el recipiente. Al-Adrish lo tomó en sus manos, y
luego de examinarlo brevemente, desató el tiento que
impedía que el contenido se derramase, llevó la abertu-
ra hasta sus labios y bebió. Al tercer trago la pestilencia
se hizo sentir, y de un modo tan violento que hizo ar-
cadas hasta sentir que su pecho se partía en dos. La sen-
sación de náusea se vio reforzada por inevitables facto-
res psicológicos que agudizaban la repulsa, al imaginar
casi tácitamente toda una gama de sustancias asquero-
sas que podía contener el brebaje. Cuando consiguió
controlar un poco su organismo, Bangwebi le reclamó
el odre, diciendo que ya era suficiente. Al-Adrish cele-
bró para sus adentros, ya que no habría sido capaz de
volver a beber de esa porquería.
Sintió un leve mareo, y lo atribuyó a la terrible
experiencia que acababa de atravesar. Respiró hondo, y
advirtió que la maleza, detrás de Bangwebi comenzaba
a mecerse armónicamente, como si danzara al compás
de una música lenta y suave. Era extraño, no lo había
notado antes, y la tenue brisa no justificaba ese vaivén
tan plástico y sugerente, tan despojado de esos movi-
mientos bruscos o espasmódicos que son naturales en
ese contexto. A poco todo el entorno, incluídos el fuego
55
Gabriel Cebrián

y el propio Bangwebi, ingresaron en esa especie de mo-


vimiento fluctuante, en esas ondulaciones visuales cuya
simetría espaciotemporal ya le resultaba enervante. Ya
no le cupo duda de que el hechicero lo había drogado,
tal vez envenenado. Entró en pánico. Quizá era un ca-
níbal, y había hallado a su presa. Se horrorizó de pensar
que probablemente su joven cuerpo pronto sería proce-
sado en heces humanas que servirían a su vez de ali-
mento para los insectos de la selva. Quiso echar mano a
su alfanje, mas no pudo moverse. Estaba allí, víctima
de su propia necedad, a merced de un brujo demente.
Había ido a buscar la posibilidad de ingresar a una vida
más elevada y, en su torpe inexperiencia, no había ha-
llado sino la más abyecta de las muertes. Entre las osci-
laciones que dificultaban su visión advirtió que Bang-
webi lo miraba con atención, con una siniestra sonrisa
dibujada en los labios. Quiso sacudir la cabeza, para
despejarse, pero la rigidez era cada vez más intensa. La
voz de su madre, en el interior de su cabeza, le decía,
como tantas otras veces, que no es bueno para el hom-
bre querer saber acerca de los dioses más de lo que los
propios dioses están dispuestos a mostrarle. Nada bue-
no puede resultar de ello. El infierno está lleno de per-
sonas bienintencionadas que se convirtieron en demo-
nios por imperio de la arrogancia.
De pronto el entumecimiento cesó por comple-
to. Se halló caminando en un sendero tallado en la roca,
que discurría entre edificios enormes, igualmente pé-
treos. Era un lugar extraño, tan extraño que sólo una co-
sa podía deducirse: no era de este mundo. El viento ca-
liente hacía a la atmósfera casi irrespirable. Al-Adrish
56
REPTILIA y otros ensueños

sudaba copiosamente, hecho éste que lo volvía concien-


te de la patente materialidad de su experiencia corporal
en esos andurriales ajenos, pertenencientes a un cosmos
diferente. Por doquier se agitaban millares de lagartijas,
que huían presurosas para evitar que las pisase. Suelo y
paredes estaban cubiertos de ellas, como en una suerte
de infestación reptiliana. De cuando en cuando algún
saurio mayor, e incluso serpientes, aparecían a su vista.
Continuó caminando a paso firme. Era concien-
te de lo incongruente de la situación, pero no sabía qué
otra cosa hacer. Sólo podía dirigir sus pasos, impulsa-
dos por una urgencia tan tenaz como ignota. Tenía la
poderosa sensación de que necesitaba ir a alguna parte,
más no podía siquiera imaginarse a cuál, así que conti-
nuó caminando entre los ciclópeos edificios. Ya el ins-
tinto, o esa urgencia indiscernible, le indicarían que ha-
bía llegado a destino.
Al rato se acostumbró a las lagartijas. Eran tan-
tas que, pese a no tener la menor intención, pisó y des-
pachurró a unas cuantas de ellas. El viento caliente no
cedía; por el contrario, era cada vez más fuerte y más
cálido. El polvo lo hizo toser, y una sed abrasadora co-
menzó a mortificarlo. La ciudad parecía ser tan grande
como los edificios que la componían; Al Adrish no qui-
so siquiera pensar en cómo serían sus habitantes, si es
que los tenía, más allá de las lagartijas y demás reptiles.
Hasta que el sendero llegó a su fin. Un edificio
portentoso, el mayor de cuantos había visto, se erguía
frente a él, cerrándole el paso, dejándole como única
posibilidad de salida el desandar todo el tortuoso cami-
no ya recorrido. Al-Adrish se dejó caer sobre las rodi-
57
Gabriel Cebrián

llas. Supo que no lo lograría, que el calor y la sed lo


abatirían antes de que pudiera hacerlo. Se echó a llorar,
e inmediatamente supo que ésa era una forma más de
perder el vital elemento, así que con esfuerzo logró
contenerse. Y ello le valió que, en el silencio que se
produjo a continuación, pudiera oír el sonido claro y
cristalino de aguas fluyentes. Venía desde el interior del
edificio mayor, el que había dado por terminado su de-
rrotero.
Subió los escalones de piedra con gran dificul-
tad, ya que debía colgarse primero con los brazos, fle-
xionarlos hasta poder apoyarlos en el borde y luego ele-
var el resto de su cuerpo, para volver a comenzar. Re-
sultaba obvio que la escalinata de acceso no había sido
construida a escala humana. Llegado que hubo a la ex-
planada, y frente a las enormes puertas labradas en pie-
dra, sintió que el esfuerzo había sido vano. No podía i-
maginar cómo abrirlas, y para colmo desde allí el soni-
do del agua fluyente podía oírse con mayor intensidad.
Debía estar justo detrás del infranqueable portal. Ello
hizo que su sed recrudeciera hasta alcanzar niveles de
angustia. Tal vez ese mundo no era real, pero igualmen-
te se sentía morir. Pensó que todas esas lagartijas de-
bían proveerse de agua en algún sitio, y que tal vez de-
bía extremar sus últimas fuerzas en buscar la fuente, an-
tes de resignarse a una horrenda agonía. Pero su desa-
zón fue total cuando advirtió que los pequeños reptiles
iban y venían con toda facilidad por la hendija debajo
del portal. Presa del furor comenzó a patearlos, a piso-
tearlos. Las humedades orgánicas que brotaban de los
cuerpos masacrados parecían ser el único líquido ase-
58
REPTILIA y otros ensueños

quible, pero sabía que moriría de sed antes de siquiera


intentar absorber esa asquerosidad. Tal vez hallara un
lugar desde el cual despeñarse, para acabar de una vez
por todas el extraño martirio al que había sido arrojado
por la poción de un salvaje. Atenido a ese plan, fue has-
ta un extremo de la explanada, y si bien no halló lugar
alguno desde el cual concretar su suicidio, sin embargo
encontró algo que quizá, de alguna forma, tenía que ver
con la posibilidad de salir de semejante atolladero: justo
al final, donde el piso y las paredes del inmenso edifi-
cio se unían en ángulo recto con la de los que bordea-
ban la acera por la que había llegado, estaba el cayado
de Bangwebi. Lo tomó en sus manos temblorosas, aún
a pesar de la repulsa que le causaba, sobre todo el reptil
de la empuñadura; y se preguntó qué quería decir, por
qué había llegado junto con él a ese horrible mundo, a-
parente escenario de antiguas civilizaciones extintas y
hogar de millones de saurios en la actualidad, si es que
tal palabra significaba algo allí. A poco abandonó la es-
peculación, por cuanto asumió que era inoperante pen-
sar en términos objetivos, inmerso como estaba en un
cosmos fuera de todo orden racional e incluso natural.
Así que regresó al enorme portal, cayado en mano, lo
blandió como si hubiese sido el cetro de poder de un
mago, y le ordenó a viva voz que se abriese. Lo infruc-
tuoso de la maniobra lo llevó a sentirse absurdo, pensó
que solamente le había faltado decir “ábrete, sésamo”
para que el dislate hubiera sido aún más grotesco. Vol-
vió a encabritarse, dio un violento golpe a la piedra con
el cayado y entonces, para su sorpresa, oyó un sonido
profundo. El bloque había comenzado a moverse.
59
Gabriel Cebrián

Ingresó a una única estancia tan colosal que le


fue imposible no sentirse más pequeño aún que la mi-
ríada de animalejos que prácticamente tapizaban el pi-
so. Las paredes de piedra eran tan altas que no podía
mirar su punto más alto sin inclinar la cabeza hacia
atrás todo lo que su cuello permitía. A partir de allí, to-
do convergía en una cúpula circular cuyo cenit alcanza-
ría unos mil pies de altura, quizá más. Pero muy poco
tiempo perdió en analizar el gigantesco entorno, calmar
la sed era lo primero. A su derecha, una vertiente salida
de la mera roca caía sobre una especie de pequeño lago
artificial a cuya vera se amontonaban los reptiles. Los
apartó a golpes con el cayado, y como no le agradaba la
idea de beber del lugar en el que abrevaban ellos, hun-
dió el pie y comprobó que el agua llegaba hasta su rodi-
lla. Prefirió el contacto de los odiosos animales sobre
las partes sumergidas que beber de ese asqueroso caldo,
así que llegó hasta donde el agua cristalina se precipi-
taba y bebió hasta que sintió el estómago hinchado.
Luego se echó, exhausto, contra una pared que en la luz
decreciente del atardecer parecía perderse en líneas de
fuga extravagantes, tanto por su proyeción como por su
enormidad.
Mas la sed saciada tuvo la inconveniencia de de-
jarle espacio mental para otras preocupaciones, menos
acuciantes en lo inmediato pero que devendrían todo lo
contrario a poco andar. Debía pasar la noche en un lu-
gar inconcebible, al que había accedido empujado por
las artes diabólicas de un hechicero demente, rodeado
de reptiles y quién sabe de qué otras cosas, sin tener
idea de cómo o de si podría alguna vez salir de ese es-
60
REPTILIA y otros ensueños

pantoso lugar. Para colmo no tenía yesca ni material


alguno para encender un fuego que le permitiera ver al-
go, y mantener a raya a cualquier reptil venenoso al que
se le ocurriera acercarse. Así que mientras la luz iba
menguando, sus temores crecían en forma inversamente
proporcional. A causa de la repulsa, arrojaba con movi-
mientos compulsivos las frías y viscosas alimañas que
se le subían cada vez más atrevidamente en tanto la os-
curidad avanzaba. Estaba a punto de caer presa de un
pánico ululante; quien haya sido que maquinó esa tortu-
ra, debía ser alguien muy demoníaco, sino el mismísmo
demonio. Mas la función aún siquiera había comenza-
do.
Entre sacudidas de lagartos y pataleos que, ati-
nados o no, adivinaban serpientes, recordó el cayado
que había dejado a su diestra, apoyado en la pared. Era
el único elemento que le había resultado útil en todo a-
quel macabro peregrinaje. Le había permitido acceder
al agua. Tal vez lo ayudara una vez más, no sabía có-
mo, aunque al menos podía utilizarlo como vara de cie-
go en esa negritud homogénea. Lo tomó y se incorporó.
Comenzó a caminar, con paso inseguro, retirando el pie
cada vez que pisaba algo reptante y perdiendo por ello
el equilibrio, arrastrando la punta del cayado de un lado
a otro para despejar lo más posible el suelo invisible,
sin saber hacia adónde se dirigía. Aunque tendía hacia
su izquierda, ya que se había tirado a descansar cerca
de ese muro, y además había sido a su través que logró
ingresar. Poco después consiguió tomar contacto con él,
luego de apartar con el madero un cúmulo de organis-
mos tan pesado que daba la impresión de que se habían
61
Gabriel Cebrián

conglomerado allí para evitar que lo tocase. Entonces


caminó paralelamente al muro, buscando que un golpe
del cayado produjera otra milagrosa apertura que le
permitiera salir al ciclópeo callejón, huir de esa negrura
plagada de bestias repulsivas, buscar alguna pista que
pudiera ayudarlo a despertar de esa pesadilla. Pero nada
de eso iba a suceder. Por el contrario, sus pasos se vol-
vieron cada vez más tortuosos. Más y más reptiles se a-
montonaban en su camino, lo trababan, lo hacían pati-
nar. Ni las patadas ni las barridas con el cayado le re-
sultaban ya efectivas, su avance se iba tornando una lu-
cha desesperada contra una marea de escamas frías y
gelatinosas. A medida que sus fuerzas menguaban, las
huestes reptílicas redoblaban una y otra vez su número,
y pronto se vio agobiado por el cansancio, el asco, el
terror. Ni siquiera pudo dejarse caer, por cuanto su
cuerpo estaba inmerso en una masa bullente de saurios,
ofidios, batracios y quién sabe qué otras especies re-
pugnantes que ni siquera su imaginación, azuzada por
la fobia, podía representarse. Se entregó a la muerte; es-
peró que llegara pronto, tan pronto como fuera posible,
para librarlo de esa repulsiva agonía. Y aún cuando le
parecía imposible, cada instancia daba lugar a otra aún
peor. Sumergido como estaba en la palpitante maraña
orgánica, oyó un colosal chapoteo y sintió como los la-
zos que lo atenazaban cedían al instante. El sonido gro-
tesco había venido desde donde supuso estaba la fuente
en la que había saciado su sed rato antes. Y continuaba,
mientras todas las alimañas parecían huir, liberándolo
pero al parecer dejándolo expuesto a lo que fuera que

62
REPTILIA y otros ensueños

producía esa suerte de chapaleo obsceno, que se acerca-


ba ostensiblemente en la oscuridad.
Corrió a ciegas, paralelamente al muro al que a-
zotaba una y otra vez con el cayado, fuera de sí, desen-
cajado, sin conseguir apertura alguna y oyendo a la por-
tentosa bestia que se acercaba inexorablemente, agrade-
ciendo a la oscuridad por evitarle la visión de algo que
con toda seguridad le haría perder la razón para siempre
y que ahora, como a resultas de una reminiscencia pro-
veniente de otro mundo, comprendió que se trataba del
propio Luo Tatoohua.
Lo sintió acercarse más a cada momento, hasta
que algo que le pareció una suerte de tentáculo lo asió
por el tobillo y jaló hacia atrás, con fuerza tal que hizo
que su cara castigara contra el piso, rompiéndole los in-
cisivos superiores. Pero casi no tuvo siquiera tiempo de
lamentar tal pérdida, por cuanto otros tentáculos lo
aferraban y lo manipulaban para dirigirlo hacia algo
que no podía ser otra cosa que fauces. Sintió una espe-
cie de ventosa en la cabeza, que lo succionaba. No pudo
ya respirar, y al instante supo que su tiempo había aca-
bado.

Despertó en su tienda, y a punto estuvo de con-


vencerse que todo había sido nada más que una pesa-
dilla, de no haber sido por el regusto sanguinolento y la
ausencia de las piezas dentales. Intentó pensar con co-
herencia, hallar una explicación razonable para tan tre-
menda experiencia. La pavura, cuya continuidad con el
despertar abonaba la idea del mal sueño, estaba ahí, en
una inmediatez directamente ligada a lo que pareció ser
63
Gabriel Cebrián

su muerte. Tal vez había bebido una poción embriaga-


dora, había caído de bruces sobre una roca y había alu-
cinado el resto de cuanto había ocurrido en aquella no-
che infernal. Afuera el sol irradiaba, y estaba de nuevo
en la caravana de su padre. Salió y lo encontró, sentado
al frente de la tienda, con el rostro transido de amargas
preocupaciones.
-¿Dónde has estado?
-Fui a dar un paseo por la espesura –respondió
Al-Adrish, no sabiendo muy bien a qué le convendría ir
ateniéndose en el interrogatorio en ciernes.
-¿Cinco días de paseo, y de regreso en esas con-
diciones?
-¿Cinco días?
-Con sus noches.
-Pues entonces no sé que decirte. Debo haberme
enfermado, debo haber contraído alguna fiebre u otra
dolencia propia de esta región.
-No sé de ninguna fiebre que te arranque los
dientes, créeme.
-Pude haberme caído, la verdad es que no sé –
En eso se percató que solamente él y su padre estaban
por allí; no había ni rastros de los hombres que traba-
jaban para él y que en circunstancias normales andarían
en torno, ocupados en su diario trajín. -¿Dónde están
todos?
-Huyeron.
-¿Huyeron?
-Sí, en cuanto te vieron llegar agitando esto –di-
jo, mientras tomaba de detrás de su asiento el cayado
rematado por la cabeza de saurio. Al-Adrish sintió un
64
REPTILIA y otros ensueños

sofoco que casi se convierte en asfixia. Su padre se a-


prestó a socorrerlo. Cuando hubo recuperado el aire, o-
yó que le decía:
-Solamente un individuo permaneció aquí luego
de tu arribo. Estábamos haciendo unos intercambios de
mercadería. No pareció asustarse como los otros, y me
dijo la razón por la cual todos los demás, incluído mi
personal, huyeron como de la peste.
-¿Cuál es esa razón?
-Dijo que te habías topado con Luo Tatoohua, o
algo así. Parece ser que es una especie de monstruo que
arrebata el alma a las personas que se atreven en sus
dominios.
-Esto no puede estar ocurriendo.
-Sin embargo, así es. Ya ves hasta dónde te ha
llevado tu imprudencia. Yo sabía que no debía traerte
conmigo a este viaje. Pero cómo iba a saber que eras
tan estúpido...
-¿Y qué más dijo?
-Que te secarás en vida a menos que vayas a
verlo. Dice que él puede ayudarte a recuperar tu espí-
ritu.
-Debo ver a ese hombre.
-Entonces es cierto que te has topado con ese
demonio...
-¡Sí, por el amor de Dios! ¡Debo verlo! ¡Dime a-
dónde encontrarlo, no hay tiempo que perder!
Al-Adrish cayó de rodillas y supo que no tenía
esperanza alguna, cuando oyó de labios de su padre la
insólita respuesta:

65
Gabriel Cebrián

-Su nombre es Bangwebi. Y me aseguró que sa-


brías adonde hallarlo.

66
REPTILIA y otros ensueños

Otros ensueños

Deus et lingua
-Dios habla en lenguaje matemático.
-Primero, Dios, no sé si existe. Segundo, si exis-
te, dudo que hable. Tercero, si habla, dudo que lo haga
en lenguaje matemático.
-Lamento que la zancadilla cartesiana te haya a-
fectado tanto. Lo que te digo es harto evidente. Ya lo
sabían los pensadores de la antigüedad, y mismo hoy
día la única manera de aproximarse al plan divino es a
través del análisis de ecuaciones. Más allá de todas las
reducciones mecanicistas, segmentadoras de procedi-
mientos gnoseológicos en función de pragmatismos va-
rios, más allá de las elaboraciones de corte psicologista,
metafísicas o filosóficas, viciadas por su inevitable
componente subjetivo, sólo quedan números y fórmu-
las que desentrañar. La gran metáfora del secreto nom-
bre de Dios, el número cabalístico, la resolución del
teorema primario; ése es el único camino hacia la ver-
dad objetiva. Todo lo demás son lenguajes ajustados a
conceptos que acaban autofagocitándose, una vez ter-
minado su acto de canibalismo respecto de todo otro
discurso más o menos opuesto, o incongruente con él
mismo.
-El tuyo también es un discurso de ese tipo que
querés dar por perimido.
67
Gabriel Cebrián

-Claro, pero porque aún no he podido ajustarlo a


términos algebraicos, y si lo hubiese hecho, dudo que
pudieras llegar a entenderlo.
-¿Ves lo que te digo? Las matemáticas están
bien para contar volúmenes de cosechas, cantidad de
huevos en el gallinero, o si querés, capacidad de fuego
de un ejército. O cosas como ésas. Si las extrapolás a
cuestiones metafísicas, terminás hablando más giladas
que los pitagóricos y los idiotas esos que ahora tratan
de averiguar con la calculadora qué carajo pasaría si ca-
yeras en un agujero negro, o si viajaras a cinco veces la
velocidad de la luz. (Entre paréntesis, el cálculo “ofi-
cial”de la velocidad de la luz ya me parece un número
arbitrario, establecido por tipos que dan por cierto algo
incomprobable. No saben qué carajo es la luz, a ciencia
cierta, pero creen saber a qué velocidad viaja... cual-
quiera, decime vos si no están delirando.)
-No, pero eso ha sido demostrado con prolijas
experimentaciones y apoyatura de tecnología adecuada.
-Ah, a eso sí le das crédito, ¿no? Bueno, mi ami-
go, supongo que estás escogiendo arbitrariamente los
medios para adaptarlos a fines preestablecidos. Eso es
lo que hemos estado haciendo, los homo sapiens. Dise-
ñar herramientas de acuerdo a nuestras necesidades. Al
principio, puliendo piedras. Después, sofisticando las
técnicas y desarrollando artefactos cada vez más com-
plejos, en un principio para tomar ventaja en las cues-
tiones de supervivencia y dominio del entorno. Des-
pués, el propio impulso y las capacidades de algunos
individuos, sobrados de tiempo por las condiciones que
esta escalada tecnológica generó en ámbitos si se quiere
68
REPTILIA y otros ensueños

sociológicos, hizo que el modelo de mensura determi-


nara primero las características de los objetos a estu-
diar, y propició un estado de cosas en el que la corrobo-
ración estaba ya dada potencialmente en los instrumen-
tos diseñados para tan fraudulento cotejo. Fijate que u-
na impronta tan decisiva para el derrotero evolutivo del
organismo humano tenía, como lo hizo, que cristalizar-
se de modo tal que seguramente nos llevará algunos
milenios más desarticular ese molde tan restrictivo.
-Está bien, pero precisamente las matemáticas y
la lógica simbólica, por las características abstractas
que les son propias, constituyen la única vía para despe-
jar esos componentes culturales distorsionantes a los
que hacés referencia.
-Y un carajo. Por el contrario, esa clase de len-
guaje define palmariamente el diagrama que estructura
lo que ingenuamente llamamos cosmos. Una ínsula de
ecuaciones sujetas a elementales empiries que nos deja
en un archipiélago de presunto sentido y cuyas costas
se ven azotadas por el maremágnum de elementos caó-
ticos irreductibles. La regularidad en las sucesiones de
día y noche, el equilibrio de los sistemas planetarios,
las fases lunares, todo eso es apenas un ápice de certi-
dumbre enclavado en lo absoluto, que es caótico, in-
mensurable, indiscernible e inabarcable por cualquier
componenda metódica.
-Dios es la unidad. A partir de un acto de diver-
sificación, de evidente sesgo numérico, produjo lo que
conocemos como realidad. Y es nuestro deber desandar
las líneas de creación, adecuarlas a un sistema, discri-

69
Gabriel Cebrián

minar y juntar, hallar la pauta general que descifre por


fin la economía celeste.
-Siendo así, sería muy fácil. La secuencia enton-
ces sería: 0; 1 y 2 ⁿ.
-¡Joder! ¿Sabés que tenés razón?
-Igual, no lo tengas muy en cuenta. Es sólo una
pequeña contribución para evitar que tu sacrosanto len-
guaje abstracto continúe sufriendo la misma absurda e
infecunda complejización que los demás. El ser y el no
ser, mas todos los claroscuros entrambos, no aceptan
clave alguna. El misterio final se ríe de todo intento de-
codificador. Cualquier empresa en ese sentido resulta, a
ultranza, payasesca.

-Ladran, Sancho. Señal que factoreamos.

70
REPTILIA y otros ensueños

Te digo que fue orsái

-Te digo que fue orsái.


-No, boludo, tenés un balde en la cabeza. El chabón es-
taba como medio metro habilitado...
-Qué balde, idiota. De acá a la china, estaba orsái. Vos
no sabés nada de fulbo, qué te la querés venir a dar, a-
cá.
-Yo, no sé de fulbo, boludo, qué decís. Yo voy a la can-
cha, no soy amargo como vos.
-Callate, decí la ley del orsái, a ver, decí...
-¿La ley del orsái? Eso es otra cosa, idiota, ésa es una
jugada que los chabones tiran, no un reglamento; ves
que sos un gil...
-Eso, te estoy diciendo; pasa que te hacés el boludo,
vos. La ley del orsái, ¿como se tira, a ver?
-No me cambiés la pregunta, sos vos el que la está bar-
deando. Aparte, ¿qué? ¿Te tengo que dar examen, aho-
ra? ¿De donde saliste?
-Te digo que fue orsái.
-Andá a ponerte los anteojos. Y eso, en el caso que se-
pas qué es orsái, porque me parece que no tenés ni idea,
chabón.
-No me hablés así.
-Tenés menos idea que Mirta Legrán, vos, de qué es or-
sái. Y te hablo como se me canta el orto.
-Ah, ¿sí? ¿Te la aguantás, gordo payaso?
-Andá y preguntale a tu vieja, si me la aguanto.

71
Gabriel Cebrián

El Colo agarró el sifón y se lo mandó de revés a


la jeta, pero el Panza alcanzó a desviarlo de un manota-
zo, así que fue y se estrelló contra la pared. Entonces el
Colo se le tiró encima y unas sillas y mesitas fueron a
parar a la mierda. Cayeron, haciendo un ruido bárbaro.
Se querían dar trompadas, pero la lucha en contacto
pleno dificultaba que los cruzados tuvieran el ángulo
suficiente como para impactar con eficacia. Entonces el
Panza lo agarró del cuello y empezó a apretar. El Colo
quiso hacer lo mismo, pero el Panza era más fuerte y
tenía el cogote más ancho, más onda buey. Así que el
Colo se enloqueció, tiró piñas, patadas, cabezazos, rodi-
llazos; hizo de todo, como en el peor de los trances e-
pilépticos. Pero el Panza sabía que con aguantar algún
que otro golpe la suerte para el otro estaba echada. Y a-
guantó. Después de unos estertores el Colo se quedó
mosca. El Panza se lo sacó de encima de un empujón y
se levantó, sacudiéndose la ropa como si nada. Sacó el
bicho y comenzó a echarle una soberana meada al po-
bre del Colo, cuya carrera de láiman había terminado de
una manera tan drástica. Una flor de meada. Y claro, se
había tomado nosecuántas birras. Mientras rociaba el ti-
bio orín sobre el tibio cadáver, me miró y me preguntó:
-¿Fue orsái?
-Me parece que sí, sí. –respondí, esperando que
mi acto de franqueza, aunque relativizado por si las
moscas, me valiera la vida. Parece mentira que un ajus-
tado pase de gol pueda llegar a ser la diferencia entre la
vida y la muerte...
-Bueno, igual, al hijo de puta éste ya le tenía
ganas de hace rato.
72
REPTILIA y otros ensueños

Se puso la gorra de Defensores de Cambaceres


y se fue. Unos minutos después el telebeam le dio la ra-
zón, aunque sospecho que ya hace rato que la ha
perdido.

73
Gabriel Cebrián

Apuró el trago

Sobre cualquier alegría, para estrangularla,


dí el salto sordo de la bestia feroz.

Arthur Rimbaud

Apuró el trago. No recordaba si era el quinto o


el sexto whisky. La brasa del cigarrillo dispersaba vo-
lutas estertorosas, agitadas en su incipiencia por una es-
pecie de Parkinson prematuro, quizás atribuible a tantos
vicios, a tanta depresión, a tanta angustia. ¿Qué diablos
le sucedía? ¿Por qué cuando las cosas marchaban de
modo apacible se empeñaba en buscar esa vuelta que lo
arrojara una y otra vez al abismo? ¿Por qué hacía de la
condición humana algo tan inhumano para sí mismo?
¿Por qué ese análisis paranoide, ese rumiar detallado de
cada circunstancia, esa búsqueda del estigma, del punto
débil en la estructura, de la nimiedad que lo condujera
inexorablemente a enemistarse con el mundo, él inclui-
do? Estaba enfermo, lo suficientemente enfermo como
para sufrir como un condenado, pero no como para mo-
rir una muerte balsámica, expurgatoria; una muerte que
su pusilanimidad le impedía ejecutar por mano propia.
Se vio a sí mismo como una casa fantasma que martiri-
zaba a los ocasionales huéspedes, y si bien ello le gene-
raba cargos de conciencia que retroalimentaban su an-
gustia, era precisamente él quien llevaba la peor parte,
74
REPTILIA y otros ensueños

dado que, –remordimientos aparte- era el anfitrión; es-


taba confinado irremediablemente a ese páramo de mie-
dos e incertidumbre.
¿Cuánto desprecio puede sentir alguien para
consigo mismo? ¿Cuánta hiel es necesario tragar antes
que el organismo colapse? Estaba enfermo, y los profe-
sionales no lo habían ayudado gran cosa. Por el contra-
rio, en las consuetudinarias sesiones de terapia había a-
prendido nuevos trucos con los cuales fustigar mejor a
su mente, flagelada ante la imposibilidad de sortear las
trampas que él mismo iba tendiéndose con cínica deter-
minación. Apuró el trago y pidió otro.

Subió al auto y emprendió el regreso a casa. No


podía seguir envenenando la sangre de su actual mujer.
Evidentemente, no lo merecía y no tenía por qué sopor-
tarlo, aunque el amor fuera, como ella decía, razón sufi-
ciente para una estoica tolerancia. Iba a ser justo con e-
lla. Había sopesado cuidadosamente cada una de las pa-
labras con las que trataría de hacerle entender lo fútil de
su sacrificio. Apostaba a que las asumiera, a que inter-
pretara la inutilidad de sus esfuerzos, la inconducencia
de seguir tragando mierda ajena sin una mínima ilusión
de que el asunto fuera a revertirse alguna vez. Había
algo erróneo en su propia esencia. Siempre iba a faltarle
algo, siempre encontraría pequeñas suciedades, aún en
la pulcritud más exasperante. Y siempre hallaría el mo-
do de justificarse, de mostrar ese costado obsesivo co-
mo estandarte ante cada renunciamiento. Siempre había
sido igual, con mayores o menores merecimientos por
parte de ellas. Simplemente se había parapetado detrás
75
Gabriel Cebrián

de su propio monstruo y lo había azuzado para espan-


tarlas, hubiesen sido más o menos bienintencionadas.

Entró el auto en el garage y sintió la boca amar-


ga y reseca. Sus manos temblaban tanto que le costó
meter la llave en la cerradura. Ingresó y se dirigió di-
rectamente a la habitación, resuelto a espetar de una vez
las palabras largamente meditadas, y a no aceptar di-
sensos. Mas grande fue su sorpresa cuando vio sobre la
cama perfectamente tendida una carta con su nombre.
Un papel en el cual las letras configuraban el mensaje
escueto y final: la “compasión” había llegado al límite,
su mujer se había marchado para nunca más volver.
El discurso que tan minuciosamente había ela-
borado devino impertinente por extemporáneo. Él mis-
mo, y su monstruo, también habían perdido pertinencia,
si no por expemporáneos, por insustanciales. Se sintió
grotesco, inmaduro, caprichoso, vil, banal, inútil y una
retahíla de lacras más. Fue hasta el living, se sirvió una
buena cantidad de whisky, apuró el trago y se sirvió
otro tanto. Encendió un cigarrillo más. Allí estaban él y
su monstruo, el espantajo y su sombra, tan ridículos en
su incongruencia. Remedos de una humanidad cabal, a
resultas de su incapacidad para elaborar traumas tan
pueriles como ellos mismos. Fue entonces que advirtió
que amaba, sin ilusión ya pero con todas sus fuerzas, a
esa mujer que había puesto límite a su morboso aban-
donismo. Qué ironía tan ácida que ese desplante póstu-
mo, que esa clausura lapidaria, haya sido finalmente lo
que había estado buscando durante tanto tiempo, en ca-
da una de sus relaciones. Volvió a formularse la pre-
76
REPTILIA y otros ensueños

gunta: ¿cuánto desprecio puede sentir alguien para


consigo mismo? Y entonces halló una respuesta: El su-
ficiente como para dejar de ser, de una buena vez por
todas, un cobarde fatuo y presuntuoso.

Salió al patio. Fue hasta el galpón, volvió con


un frasco de ácido muriático y se sirvió un buen tanto.
Elevó la copa a la salud del monstruo, que sonreía; y
apuró el trago.

77
Gabriel Cebrián

Investigador transfigurado
Cómo pesaba esa puta garrafa. Cuesta arriba por
el médano ya estaba por echar los bofes. Le dolían mu-
cho las manos, tan finas y tan poco acostumbradas a la
tarea física. Hacía mucho tiempo que no manipulaba o-
tra cosa que el teclado y el mouse de su computadora.
Hacía tres años, también, que no había podido salir de
vacaciones; ello desde que vendió su culo a la multime-
dios TNB. El último año, en particular, había sido muy
duro. Las amenazas de muerte grabadas en su contesta-
dor lo ayudaron a negociar una licencia con la gerencia
de noticias. Y se había alquilado un chalet en Gesell.
Con garrafa vacía, la puta que lo parió. Ya hablaría con
los de la inmobiliaria.
Rato después, ya cómodamente instalado en una
carpa de la playa, miró el mar. Pensó, como siempre en
esas circunstancias Yo te saludo, viejo océano, fórmula
que había tomado prestada de Lautréamont. Colocó una
silla al sol y tomó asiento. Desplegó el diario y se dis-
puso a leer, sobre todo las páginas de la sección en la
que trabajaba. Quería ver si su equipo había avanzado
algo en la investigación que él mismo había impulsado,
entrometiéndose en el tejido de las mafias que contro-
laban el poder desde la oscuridad. Pero no. Ni ahí. To-
do lo que hacían era refritar y parafrasear sus anteriores
informaciones. Meneó la cabeza, no atinaba a discernir
si lo hacían de incapaces o de cagones. Fuera de un mo-
do u otro, resultaba obvio que los apretes los seguiría
padeciendo él. Intentó tranquilizarse pensando en aque-
lla teoría que indica que cuando te la van a dar, no te
78
REPTILIA y otros ensueños

avisan. O por ahí sí, quién sabe. No tenía ninguna gana


de comprobarlo personalmente, en todo caso. Pasó un
pibe cargando una heladera más grande que su propio
cuerpo. Lo llamó y le pidió una lata de cerveza. El pibe
le estiró una Brahma medio caliente y se la cobró dos
pesos. En Brasil, en la playa, valía setenta centavos.
¿Cómo era eso del Mercosur?
Mientras bebía lo más rápidamente posible para
que no se disipara su escasa frescura, se percató de que
desde la carpa de al lado dos mujeres lo miraban. Una
de ellas lucía esplendorosa en su tanga. Alta, bien for-
mada, larga cabellera rojiza a fuerza de tintura y un to-
no de piel cobrizo producto de largas sesiones de bron-
ceador y transpiración. La otra, una gordita pequeña, de
anteojos, sin ningún atributo físico que resaltar. Se con-
centró en la primera. De a ratos lo seguían mirando, e
intercambiaban entre ellas algunas palabras entrecorta-
das por risitas nerviosas. ¿Lo habrían reconocido?
Luego de un buen rato de aquel mutuo fisgoneo,
la gordita se acercó y le preguntó:
-Disculpe, joven, con mi amiga nos estábamos
preguntando: ¿No es usted Camilo Forguet?
-Sí, soy yo. Pero ahora justamente estaba tratan-
do de olvidarme de eso.
-Bueno, disculpe, no quise incomodarlo.
-Todo lo contrario, disculpame vos. Es solamen-
te un comentario, de ninguna manera una insinuación,
no lo vas a tomar a mal. Lo que sí me molesta un poco
es que me trates de usted. Si no me equivoco, debemos
tener más o menos la misma edad, ¿no?

79
Gabriel Cebrián

-Parece que sí. Lo que pasa es que no resulta fá-


cil acercarse a una persona tan conocida...
-¿Tan conocida? Te parece?
-Bueno, nosotras estamos muy pendientes de la
realidad nacional. Leemos siempre su columna.
-Parece que vamos a ser vecinos.
En ese momento la bella amiga se acercó tími-
damente.
-Vení, Solange, vení que te presento al señor
Forguet.
Camilo se incorporó y cuando Solange le estira-
ba la mano con mucha clase, la desvió y le dio un beso
en la mejilla, mientras decía:
-Solange, me llamo Camilo.
-Ya sé –le contestó.- Estoy fascinada de estar
hablando con vos. No lo puedo creer.
-¿En serio me estás hablando?
-¡Pero claro!
(Cuando pusieron su foto en la columna se ha-
bía rayado muchísimo. Pensó que así sería un blanco
mucho más fácil para los esbirros de la mafia. Ahora,
en ese momento, no le parecía que hubiera sido tan ma-
la idea.)
-Solange, creeme que si hay alguien que está
fascinado, soy yo –dijo atrevidamente Camilo.
-Y yo, señor Forguet, soy Raquel –dijo la gorda,
un poco mosqueada.

Pasaron un día muy agradable. Nadaron, juga-


ron a las cartas, tomaron mate, caminaron por la playa;
incluso en un momento Camilo y Solange corrieron de
80
REPTILIA y otros ensueños

la mano a orillas del mar, riendo y salpicándose como


niños. El único problema era que Raquel no parecía se-
pararse de su amiga ni para ir al baño.
A instancias de Camilo nada se habló de su tra-
bajo ni de la actualidad nacional. A instancias de Solan-
ge y de Raquel, temas como aquellos serían tratados esa
noche en su departamento. Lo habían invitado a cenar.

* * *
Se bañó con agua casi fría, no soportaba la más
mínima tibieza sobre su piel afiebrada y enrojecida.
Luego pasó crema humectante por todo su cuerpo. Pen-
só en Solange y se excitó. Entró al living con una toalla
atada a la cintura y levantada en carpa sobre la entre-
pierna. Encendió la TV. No pudo con su genio y sinto-
nizó TNB Noticias. Como siempre, el vejete de las 19
se enardecía comentando casos policiales, haciendo
permanente hincapié en la acuciante trascendencia de
su especialidad. Era grotesco, aunque le inspiraba cierta
ternura.
Sacó de su bolso una pequeña lata y se sentó. La
abrió, tomó un trozo compacto y fragante de marihuana
y los papeles de fumar. Rompió un par de pedazos para
desmenuzar, extrajo una hojita de papel de fumar y lue-
go se frotó los dedos en la toalla para quitarse los restos
de crema. Se armó un buen faso y lo fumó despaciosa-
mente, sin exigir en lo más mínimo a su aparato respi-
ratorio. Le parecía una falta total de clase ese frenesí
tan común que llevaba a la gente a inhalar con desespe-

81
Gabriel Cebrián

ración para luego ahogarse y toser hasta las lágrimas.


Al fin y al cabo, era más o menos lo mismo.
El viejo de la tele iba terminando su rollo coti-
diano de ¡¿HASTA CUANDO VAMOS A TOLERAR...?
o sino ¡SEÑORES FUNCIONARIOS, SEÑORES LE-
GISLADORES, LOS CONMINO, EL PUEBLO LOS
CONMINA, A PONER UN COTO A ESTE ESTADO
DE COSAS! ¡ESTO NO PUEDE SEGUIR ASI!, etc.
etc.
Comenzó el noticiero de horario central. Camilo
abrió una lata de Quilmes y encendió un Marlboro.
Cuando volvieron de la segunda tanda publicitaria, y
pisando la cortina onda fanfarria de sintetizadores, el
conductor anunció:
Hay nuevas revelaciones en el caso “Fueros
Blancos”. Como ustedes saben, este resonante escán-
dalo vincula a los zares de la droga con altos funcio-
narios del Gobierno y de la oposición, como asimismo
con legisladores y miembros del Poder Judicial. Esta
red de complicidades y encubrimientos que amenaza
los estrados más altos del poder, comenzó a ser inves-
tigada a partir de los documentos revelados por nues-
tro columnista exclusivo, Camilo Forguet...”
-¡LA PUTA QUE LO REPARIÓ!
Apagó el televisor. Lo seguían mandando al
frente. ¿Lo estarían haciendo a propósito? Sabían de las
amenazas, los muy hijos de puta. Y de sus precipitadas
vacaciones. Y sin embargo recordaban a cada momento
su responsabilidad en el destape de semejante olla. Ca-
minó nerviosamente alrededor de la mesa, sintiéndose
una rata acorralada. Mas enseguida se recompuso un
82
REPTILIA y otros ensueños

tanto e intentó objetivar. El porro siempre lo ponía un


poco paranoico y dado a elucubrar más de la cuenta. En
cualquier caso, la producción no hacía otra cosa que re-
conocer sus méritos y promocionar su figura. Quizá en
cierto modo lo estuvieran protegiendo, dado que difícil-
mente se atreverían a disparar contra una celebridad.
¿O sí? Generalmente cuando te la van a dar no te avi-
san. ¿O sí? Acabó la cerveza y le pareció mucho más
conveniente pensar en su velada con Solange. Y con
Raquel, bah.

* * *
Las chicas habían estado excitadísimas. Parecía
que quien había ido a visitarlas hubiera sido el mismísi-
mo Antonio Banderas. Bueno, la popularidad debía te-
ner algunas ventajas entre tantas desventajas, las cuales
mejor era no recordar. Se desvivieron por atenderlo. Le
sirvieron un buen vino blanco, rabas, paella, helado,
café y champagne. Hubo una sola circunstancia desa-
gradable: Raquel no los dejó solos ni por un momento.

* * *

Volvió a su chalet. Tuvo una cierta dificultad


con la cerradura. Una vez que consiguió abrir la puerta,
fue a encender la luz y recibió un fortísimo golpe en la
boca del estómago que le cortó la respiración por com-
pleto. Inmediatamente fue tomado por los pelos y arro-
jado hacia el interior de la vivienda. Su agresor encen-

83
Gabriel Cebrián

dió la luz, mientras otro hombre lo apuntaba con una e-


norme arma de puño. El primero sacó el llavero del la-
do de afuera, cerró la puerta y echó llave. Se volvió ha-
cia Camilo, que boqueaba en el suelo, y dijo:
-Vaya, vaya, vaya; miren a quién tenemos por
aquí: el chico listo. El mejor del colegio. El fisgón. El
que mete su delicada naricita en donde no debe –y le
propinó un violento puntapié en el adolorido estómago.
Camilo se retorció entonces como una culebra. –Escu-
chame, nene, ¿vos sabés, vos tenés idea de con quién te
estás metiendo? No, me parece que no, pero... ¿sabés
qué? Antes de que mueras, hoy mismo, voy a darte una
vaga noción del peso de los enemigos que te tiraste
encima. Digo una vaga noción, porque al lado tuyo son
Dios. Y de ellos, como de Dios, un mortal tan mortal
como sos vos ahora, sólo puede tener apenas una leve
idea –se dirigió a su compañero: -¿No es así, Teddy?
-Así es, Mandango.
-Mirá, pendejo; la cosa es más o menos así:
Dentro de un año vienen las elecciones, viste. Y esas
cosas llevan mucha guita. Hay un circo muy grande
montado y hay también mucha gente que no puede a-
rriesgarse a perder. Porque si pierde la cuelgan. Y para
ganar, hace falta cada mínimo recurso. Como en la gue-
rra, viste. Y... ¿qué es lo que más jode en una guerra?
Un pusilánime putito venido a más, que se piensa que
le va a meter el dedo en el culo al tigre sin sufrir las
consecuencias. El putito venís a ser vos, por si no te
diste cuenta. Así que, Teddy, ¿qué hacemos con los pu-
titos chusmas y metidos como éste?
-Los matamos.
84
REPTILIA y otros ensueños

-¡Exactamente! ¡Los matamos! Así que, si venís


y te sentás acá...
-No, por favor, no siga con esto –rogó Camilo
con un resuello sólo muy recientemente recuperado.
-¿Que no siga con qué? Teddy, haceme el favor,
matalo.
-¡No, no, por favor!
-Ah. Ahora suplicás. Ahora llorás. Vení, sentate
acá que vamos a hablar otro rato.
Camilo obedeció y el llamado Mandango le ató
las muñecas a la silla.
-Oiga, por favor.. ¿por qué me ata? ¿Qué me va
a hacer?
-Mirá, pendejo, lo hubieras pensado antes. La
verdad, no me gusta matar maricones como vos. Me
gustan más los que se la bancan, te putean, te miran con
odio. Vos no. Vos llorás, rogás, te cagás encima. En fin,
no lo tomés como algo personal, no es que me guste
matar mariquitas, pero te hiciste el poronga y ahora te
las tenés que aguantar.
-¡No, por favor, le juro que no investigo más na-
da, que me voy del país, hago lo que usted quiera, pero
no me mate!
-¿Lo que yo quiera? –Preguntó Mandango,
mientras tomaba la corredera del cierre de su bragueta.
Él y su amigo se carcajearon sonoramente. Camilo no
pudo contener un sollozo.- No, nene, ya te dije que no
es nada personal, pero te tengo que matar. Vos me en-
tendés, tengo que cuidar mi laburo...
Dicho esto, sacó del bolsillo una gran bolsa de
polietileno y embolsó la cabeza de Camilo, tensándola
85
Gabriel Cebrián

brutalmente e impidiéndole la respiración. Mientras lo


hacía, preguntó con aire despreocupado a su compañero
si había reservado los boletos para el crucero de pesca
del día siguiente. Sí, contestó Teddy, espero que siga el
buen tiempo, y abrió la heladera. ¿Querés una cerveza?
Bueno, cómo no, respondió Mandango, en tanto trataba
de minimizar los sacudones con que Camilo pretendía
liberarse del asfixiante procedimiento. Sentía que sus
pulmones y su cabeza estaban a punto de estallar. Había
llegado su fin, en medio de sufrimientos terribles y un
terror ciego. En eso sintió que la letal máscara se aflo-
jaba. Aspiró con desesperación.
-No, sabés qué –dijo Mandango,- me parece que
vamos muy rápido con esta señorita. Primero me voy a
tomar la cerveza tranquilo y después, lo voy a matar.
¿O lo querés matar vos?
-Sabés que a mí tampoco me gusta matar muje-
res, niños y maricas. Si querés, lo jugamo' al truco.
-Está bien, vale. Me parece buena idea. Vos,
Camilo, ¿no tenés problema? Digo, que te mate uno o
el otro te da lo mismo, ¿no? –Camilo no contestó. So-
llozaba quedamente, y meneaba la cabeza
Se sentaron a la mesa y sacaron un mazo de car-
tas. Camilo asistía atónito a un partido de truco en el
que el perdedor sería su verdugo. No podía comprender
cómo los sucesos de su vida lo habían arrojado a aque-
lla absurda situación. Resulta que Teddy ni siquiera lle-
gó a las buenas, así que sería el encargado de matarlo.
Abrió otra cerveza, se incorporó, buscó un cuchillo y se
le acercó.
-¡DIOS MIO! ¡DIOS MIO!
86
REPTILIA y otros ensueños

-Pará, maricón, que te la voy a dar con ésta –le


dijo, mientras le mostraba una 45.
Cortó las amarras de las muñecas sin tener la
menor consideración por cualquier pellejo que pudiere
haberse cruzado en la línea de corte. Luego le ordenó
que se pusiera de rodillas. Camilo lo hizo, mientras se-
guía sollozando e implorando, ahora en voz queda. Te-
ddy lo enfrentó, le apoyó el caño en medio de la frente
y fue oprimiendo el gatillo con lentitud, mientras su
víctima apretaba los dientes, mascullaba pedidos de cle-
mencia y se babeaba. CLICK. No había bala. Los inva-
sores rieron a mandíbula batiente. Camilo vomitó. Allí
estaban en el piso restos apenas digeridos de rabas, ma-
riscos y arroz; sintió el olor ácido del fermento de vino
blanco y champagne.
-Pero si serás boludo –dijo Mandango a su socio.- Te
olvidaste de ponerle balas. Será posible, todo lo tengo
que hacer yo -extrajo una nueve milímetros de su soba-
quera, apuntó ciudadosamente a la cabeza de Camilo y
gatilló. CLICK. Más risas. Camilo, a esas alturas, de-
seaba morir. Cualquier cosa habría sido preferible a esa
sórdida agonía. Entonces Teddy corrió tres o cuatro pa-
sos y le dio otra patada en el estómago. Mandango le
dijo:
-Mirá, pendejo, ¿sabés por qué zafás? Porque no
nos gusta matar a putos como vos. Te voy a decir un
par de cosas que te las tenés que grabar en la cabeza,
oíme bien. La primera, obviamente, que te dejés de jo-
der para siempre con el rollo ése de la merca, ¿viste? Y
la segunda, que ni se te ocurra hablar con nadie de no-
sotros. Mucho menos con la yuta. Tenemos varios con-
87
Gabriel Cebrián

tactos, y si les decís algo nos enteramos a los dos minu-


tos. Y te venimos a ver. Y entonces nos cagamos en los
principios y te matamos, aunque seas una basurita femi-
noide. ¿Entendiste? –Camilo asintió con la cabeza. -
¿ENTENDISTE?
-Sí.
-Sí, ¿qué? -Conminó Mandango.
-Sí, señor –respondió Camilo, mientras sus a-
gresores se iban, cagándose de risa.
Ni bien salieron, se abalanzó sobre la puerta y
cerró con llave. Sabía que era irrelevante, pero actuó
respondiendo a reflejos producidos por un terror primal.
Luego, buscó frenéticamente su teléfono celular, mas
no pudo hallarlo. Los bastardos debían habérselo lleva-
do.

* * *
Recorrió a paso vivo las dos cuadras que lo se-
paraban de la Avenida 3. Entró en un bar y vio que te-
nía un teléfono, bien al costado de la barra. Lo solicitó,
y tuvo que aceptar una exorbitante tarifa. Discó. Al ca-
bo de unos segundos, escuchó la somnolienta voz del
jefe de Política Interior.
-Hola.
-Hola, Germán, habla Camilo.
-Camilo, por favor... ¿sabés qué hora es?
-No sé ni me interesa. Me ganaron la casa.
-¿De qué hablás?
-Los mafiosos, pelotudo; me esperaron adentro
de la casa que alquilé.
88
REPTILIA y otros ensueños

-¿Estás bien?
-Más o menos.
-¿Cómo, más o menos? ¿Qué te hicieron?
-Me golpearon, me hicieron el submarino seco y
dos simulacros de fusilamiento. Te juro que creí que no
la contaba. Estoy destrozado. Tiemblo como una hoja.
-¡Hijos de puta! ¿Avisaste a la policía?
-¿Estás en pedo? Se cuidaron muy bien de acla-
rarme que tienen contactos en la fuerza y que si decía
algo volverían.
-Pero algo tenés que hacer, loco, no te podés
quedar como si nada. ¿Querés que hable con...
-¡NO! ¡No se te ocurra hablar con nadie! ¡Te lo
prohibo!
-Bueno, está bien, quedate tranquilo.
-Eso se dice muy facilmente. Creo que no voy a
estar tranquilo durante los próximos veinticinco años.
Pero te llamaba para decirte lo que pienso hacer. Estoy
fuera de la investigación ésa. Fuera. Totalmente out.
¿Me copiás?
-Sí, Camilo, pero...
-Pero, un carajo. Estoy fuera. Nada ni nadie me
va a hacer cambiar de idea. Y por favor, que nadie, co-
mo en el último programa, me vuelva a mencionar en
relación a ese tema. ¿Me lo podés prometer?
-Bueno, voy a ver si puedo hacer algo.
-Eso no es suficiente. Prometémelo.
-Está bien, mañana a primera hora me encargo.
Pero vos también me tenés que prometer algo. Que ma-
ñana, más tranquilo, vas a reconsiderar la posibilidad de
hacer la denuncia.
89
Gabriel Cebrián

-Ni en pedo. Vos sabés muy bien que esta gente


tiene alcahuetes en todos lados, y más ahí. Escuchame,
Germán, estos tipos no están jodiendo. Y vos lo sabés
muy bien, no te hagás el boludo.
-Está, bien, está bien. Decime, ¿puedo hacer al-
guna otra cosa por vos?
-Hacé lo que te pedí. Creo que con eso basta por
ahora. Y no te gastés en llamarme. Creo que me afana-
ron el celular.
-Bueno. Entonces mantenete en contacto vos. Y
cuidate.
-Descontalo. Chau.

Fue hasta un taburete y consultó la carta. Pidió


un trago largo que incluía vodka, tequila, whisky y jugo
de pomelo, pero indicó que no le pusieran el jugo, sola-
mente un poco de hielo. Lo bebió de cuatro o cinco tra-
gos, ante la curiosa mirada del barman. Pidió otro. Pen-
só en el abrupto giro que su realidad había dado en po-
co más de una hora. De ser el crédito del periodismo lo-
cal, con las mejores aspiraciones a los grandes premios
de la especialidad, había devenido en un animal acorra-
lado, había experimentado la concisa materialidad del
pánico. Había enfrentado con párpados y dientes apre-
tados el ciego terror ante la inminencia de la muerte.
Cada una de sus células se había retorcido de desespe-
ración ante el insondable, haciéndole descubrir, en for-
ma tangencial a sus agónicos sufrimientos, infinidad de
cabos sueltos en su vida. Le hubiera gustado –realmen-
te, le hubiera gustado- plantarse frente a la muerte con
viril dignidad, como dicen que lo hizo el Che, o Mocte-
90
REPTILIA y otros ensueños

zuma. Pero esos hijos de mil putas habían hecho muy


bien su trabajo, de modo que ahora se encontraba de
nuevo con algunos viejos fantasmas. La falta de con-
fianza en sí mismo, esa sensación de inseguridad que lo
bloqueaba en circunstancias extremas e incluso no tan-
to. Evidentemente, sus logros intelectuales y profesio-
nales lo habían envuelto en un capullo de importancia
personal que lo había mantenido a cubierto de antiguos
sinsabores, producto todos de su dudoso temple. El es-
fuerzo psicológico de años para revertir ese sentimiento
había sido demolido en cuestión de minutos; está bien
que la mano había venido grosa, pero a la primera de
cambio se había derretido como el mantequita que en el
fondo era. Apuró el trago y pidió otro. Esas bombas de
profundidad parecían surtir efecto. Un par más y quizás
hasta conseguiría dormir. Mañana sería otro día, quién
sabe.

* * *
Una gota de sudor se deslizó en sus conjuntivas.
El ardor lo despertó. Se había dormido al sol, y esa ha-
bía sido una muy mala idea teniendo en cuenta su enro-
jecida piel. Arrastró la reposera debajo de la sombrilla y
se percató de que Solange y Raquel lo observaban. Las
saludó con la mano, lo más simpático que su decaído á-
nimo le permitía. Ellas contestaron, algo desconcerta-
das. Entonces abrió el diario y fingió leer.
En un momento Raquel se fue. Solange lo sem-
blanteó un rato y luego se acercó.
-Perdón, ¿te molesta si me siento acá?
91
Gabriel Cebrián

-¿Por qué me preguntás eso?


-No, porque te vi un poco taciturno. ¿Te pasa al-
go? Si querés, podés confiar en mí. Nos conocemos ha-
ce poco, es cierto, pero podés confiar. La pasé muy
bien, anoche. En serio, me siento muy cercana a vos...
-Bueno, me alegro, brindo por eso. ¿Vamos a
comprar unas cervezas?
-¿No te parece un poco temprano para arrancar
con las cervezas?
-Vamos, hace mucho calor, ¿no?
-Uf.

Camilo bebió su cerveza rápidamente y fue a


buscar dos más. Solange lo miraba, pensativa. Al cabo
le preguntó:
-¿Qué te pasa?
-¿Por?
-Estás raro, Camilo. Yo no te conozco casi nada,
pero ayer eras otro tipo.
-Está bien, agradezco mucho tu preocupación.
La verdad es que no he estado sintiéndome muy bien
que digamos.
-¿No estarás chupando mucho? Digo, ¿no? No
lo tomés a mal.
-No, no es eso.
-Entonces es anímico.
-Algo así. Nada serio, creo.
-Menos mal... vos sabés... que estoy tentada de
preguntarte algo...
-Adelante, vamos.
-No, no. Mejor no.
92
REPTILIA y otros ensueños

-Como quieras.
-No, que me pareció por un momento que te po-
días haber fastidiado porque Raquel no nos dejó a solas
nunca.
-¡Epa! Eso quiere decir algo, me parece. Si ese
algo presupone empatía de tu parte, continuá. Si no, ha-
blemos de cualquier otra cosa.
-¿Pero no es así?
-Mirá, linda, de ninguna manera me hubiera per-
mitido exteriorizar un berrinche semejante. Pero si cal-
za, dejalo.
-Entonces es otra cosa.
-Prefiero seguir hablando de mi supuesto fasti-
dio –Solange se estiró y le plantó un beso sobre la boca.
Sintió el gusto del bronceador, y si bien era bastante
amargo, lo paladeó como si hubiera sido néctar.
-¿Esta noche me invitás a cenar vos?
-Hecho –contestó, gambeteando mentalmente
algunos acuciantes fantasmas odiosamente redivivos.

* * *
Camilo comió frugalmente pero bebió bastante.
Solange, a la inversa. Esa mujer tenía verdadera ener-
gía. Ni siquiera hizo falta que se esforzara en mantener
una actitud sociable, tal era el despliegue de gracia e in-
teligencia que verborrágicamente vertía su invitada.
Rieron mucho, lo que Camilo consideró milagroso en
su situación. Poco a poco la conversación fue recalando
en esas generalidades poco consistentes, que a su pesar
denotan que las conciencias están concentradas en lo
93
Gabriel Cebrián

que vendrá a continuación de ese diálogo forzado, que


están esperando por la acción.
Junto con el café llegaron los besos. El café
quedó ahí; ellos, fueron caminando torpemente al dor-
mitorio, entre los tropiezos provocados por la necesidad
de no interrumpir ni por un instante la actividad erótica.
Cuando Solange se desnudó, Camilo no dio cré-
dito a sus ojos, frente a semejante preciosidad. Besaba,
tocaba, seguía los contornos con todos los sentidos que
podía a la vez. Ella lo dejaba hacer con un ronroneo de
gozo que hubiera hecho orinarse encima al mismísimo
Mahatma Ghandi. Pero algo no estaba bien. Aquel
cuerpo hermoso, aquel delicado perfume, aquella sedo-
sidad del vello pubiano prolijamente dispuesto, aquel
suave almizcle que sus caricias estimulaban, si bien lo
enloquecían y lo extasiaban, lo hacían sólo en un plano
formal, intelectual. Tanto su instinto como su encarna-
dura viril parecían ajenos a la deliciosa situación. Em-
pezó a experimentar una sensación como de presión al-
ta, sentía el rostro encendido. Evidentemente la sangre
fluía por lugares equivocados. Comenzó a sudar, mien-
tras se preocupaba pensando que Solange se daría cuen-
ta de sus dificultades. Así que redobló su actividad. Be-
saba y lamía desesperadamente todo el cuerpo de su a-
mante, la que se retorcía de gozo. Se concentró en las
zonas donde la piel era ostensiblemente más clara, allí
donde el pudor social intercepta a las radiaciones sola-
res. Primero los senos. Luego, la fresca y aromática va-
gina. Solange se debatía presa de la pasión, en tanto Ca-
milo se esforzaba por proporcionarle un orgasmo de ese
modo, ya totalmente convencido de que otro sería in-
94
REPTILIA y otros ensueños

viable. No obstante, y con gran disimulo, frotaba su


miembro, esperanzado en una reacción que no llegaba,
mientras seguía lamiendo, sorbiendo, acariciando.
De pronto se le ocurrió que los responsables de
su impotencia eran los visitantes de la noche anterior.
Los odió, los despreció con todas las fuerzas que no po-
día utilizar justo en ese momento, justo frente al templo
del deseo. Sublimó así un importante caudal de violen-
cia. Entonces se resignó, aplicándose a lamer y chupar
lo más eficazmente posible. Eso, al menos, lo estaba
haciendo bien. Y en tanto lo hacía, y atendía a los ester-
tores de su amiga con un dejo de amargura, por su
mente ahora levemente dispersa se cruzaban imágenes
de su infancia, donde los compañeros de clase lo fus-
tigaban por su falta de osadía. También de la milicia,
rememorando a varios suboficiales que le recordaban
cotidianamente su condición de tagarna, judas y cobar-
de. Y, obviamente, de Mandango y Teddy solazándose
con su pavura y remitiéndolo una y otra vez a su carác-
ter de marica y cagón. Entre estas malas evocaciones se
percató de la intensa descarga de Solange en su boca.
Ella, radiante y agradecida (y ya conciente de los pro-
blemas de Camilo) intentó, con todas las variantes que
puede manejar una mujer experimentada, dar vida a la
remisa flaccidez del pene de su amigo, tan en contra-
dicción con la emoción erótico-estética que ella le pro-
ducía. Mas no hubo forma. Entonces él se sintió pro-
fundamente humillado. Recibió una brutal herida en su
hombría. Se sintió como sólo pueden sentirse las perso-
nas a las que la realidad las lleva a enfrentarse nueva-
mente con traumas que parecían haber sido sepultados
95
Gabriel Cebrián

para siempre. Fue allí que Solange trató de mostrarse


comprensiva, sin ser demasiado explícita.
-Descansá, Camilo, despreocupate. Está todo
bien– y lo abrazó.
-No, linda, no sé qué me pasa. Me gustás mu-
cho, ¿sabés? En serio. Mucho. Mucho más de lo que
nunca me gustó nadie. Te lo juro. Y justo ahora...
-Ya, ya. Descansá. Te digo que está todo bien.
Me hiciste sentir bárbaro, sabés, no me explico por qué
te preocupás tanto.
-No, no me preocupo. Es que no quiero que
pienses que...
-No, si no pienso nada. En todo caso te entien-
do, tenés muchas presiones. Te digo en serio, puedo
entenderlo. No es nada grave; mirá, relajate, descansá y
vas a ver como solito y como quien no quiere la cosa el
pingo sale a la cancha.
-No, vos no sabés.
-¿Qué es lo que no sé?
Una gran necesidad de justificarse lo llevó a
contarle la nefasta experiencia de la noche anterior.
Aún sin haber recalado en detalles, la reacción de So-
lange no se hizo esperar.
-¿Por qué no me lo dijiste antes?
-Bueno, pensé que era mejor así. Es decir, ¿para
qué ibas a querer enterarte de algo tan sórdido?
-¿Que para qué me iba a querer enterar? ¡Para
no venir, loco, estás loco! ¿Cómo me podés compro-
meter así? ¡Sos un egoísta de mierda, Camilo! ¡Nada
más que por echarte un polvo me ponés en semejante
riesgo! ¡Debería darte vergüenza, che! No lo puedo cre-
96
REPTILIA y otros ensueños

er –y siguió recriminándolo mientras se vestía apresura-


damente.
-Está bien, disculpame, tenés razón. Pero fuiste
vos la que dijo de venir acá.
-Ah, y creés que eso te justifica. No, querido,
deberías haberme avisado antes y vos lo sabés, no ven-
gas ahora con argumentos pelotudos. Seguro que están
vigilando la casa y ya me conocen. ¿Vos te das cuenta
en el bardo que me metiste? Es increíble. Me imagino
que por lo menos habrás cambiado la combinación de
la cerradura.
-No.
-Entonces pueden entrar y salir cuando quieran.
Si me vieron entrar no se van a hacer esperar mucho.
Seguramente encontrarán más divertido el asunto con-
migo incluida.
-Probablemente para vos también hubiese sido
más divertido –agregó Camilo con pesadumbre.
-Sos una basura, Camilo, mirá encima las pelo-
tudeces que decís. No te quiero ver más –dijo, apuntán-
dole con el índice, y salió dando un portazo. Camilo se
levantó, encendió el televisor, abrió una lata de cerveza
y comenzó a armar un porro. El encuentro fallido con
Solange le había dejado una sensación como de frío
desprecio por sí mismo y por el mundo. Curiosamente,
ya no sentía miedo. Nada de eso. Solamente experimen-
taba un odio sordo y tenaz. Luego de fumar, y al no po-
der concentrarse en ningún programa, volvió al bar de
la noche anterior. Y esta vez redobló la dosis.

* * *
97
Gabriel Cebrián

Al día siguiente, a pesar del dolor de cabeza y


de la pesadez estomacal, emprendió el regreso a Capital
en su Chevrolet Corsa verde oscuro metalizado. Le pe-
gó de un tirón, parando solamente en los peajes, de mo-
do que poco después del mediodía estaba estacionando
en la cochera para empleados de TNB. Enfiló directa-
mente hacia la oficina de Germán. Entró sin siquiera
preguntar a la secretaria si podía hacerlo. Germán, ni
bien lo vio, se incorporó y fue a su encuentro.
-¡Camilo! ¿Qué hacés acá?
-Me volví, Germán, Las vacaciones son para es-
tar tranquilo, no para andar adivinando cuándo te la van
a dar en serio.
-Seguro, pero... ¿no estarás exagerando un po-
co?
-¡Pero la reputa que te parió, viejo! Decime,
¿vos me estás jodiendo a mí?
-No, Camilo...
-¿Alguna vez te gatillaron en la cabeza? ¿Algu-
na vez te embolsaron la cara mientras te decían que ya
no hay más aire para vos? No, pelotudo, así que no me
digás que estoy exagerando. ¿Qué te creés que soy?
¿Un fabulador? ¿O un cagueta?
-Bueno, está bien, tranquilizate. Yo no dije decir
eso. Quise decir que tenía la esperanza de que la cosa
no hubiera sido tan grave. Pero si vos lo decís...
-Claro que lo digo. Y lo digo porque fue. Y me
quedo corto, ¿sabés?
-Bueno, bueno. ¿Y qué pensás hacer, ahora?
¿Volver a trabajar?
98
REPTILIA y otros ensueños

-Vine a decirte personalmente que quizá necesi-


te una licencia más larga.
-Creo que eso lo puedo arreglar. Estuve hablan-
do con “el uno” de tu caso.
-¿Estuviste hablando?
-Claro, boludo. Vos mismo me pediste que no
se te mencionara más en relación a la investigación. Si
voy a hacer un arreglo así, en el tema central del mo-
mento, más vale que tengo que fundamentarlo. ¿no?.
-Cómo te cuidás el culo, vos, eh.
-Vamos, che, no me hablés así. Lo hice por vos.
Por tu seguridad.
-Ah, muchas gracias. Me quedo más tranquilo.
-No me ironices. Aparte, si no lo hubiera habla-
do en su momento, ¿cómo justificarías ahora esta licen-
cia extendida, eh?
-Tá bien. Dejalo ahí.
-¿Te puedo preguntar qué pensás hacer? ¿Vas a
viajar al exterior?
-Nada de eso, todo lo contrario. Voy a quedar-
me acá hasta que encuentre a los hijos de puta que me
apretaron.
-Vos estás del cráneo. No estás hablando en se-
rio.
-¿Tengo cara de estar hablando en joda?
-No, pero no podés decir eso. ¿Qué vas a hacer?
¿Justicia por mano propia?
-Me importa tres carajos la justicia. Lo único
que quiero es encontrarlos. Y cuando los tenga frente a
mí...

99
Gabriel Cebrián

La expresión desencajada que acompañó a esta


última frase impresionó a Germán, que argumentó:
-Camilo, vos no estás bien. Deberías hablar con
un psicólogo.
-Psicólogo, las pelotas. Voy a estar bien única-
mente cuando ese par de ratas caiga en la trampa. Vos
sabés que tengo mis contactos y mis truquitos para al-
canzar objetivos. Y sí, debo admitirlo: estoy obsesiona-
do. Buenas razones me asisten. Lo voy a hacer, Ger-
mán. Ni vos ni nadie va a impedírmelo.
-En todo caso, y ya que estás tan determinado,
creo que tengo algunos datos que pueden servirte.
-¿Estoy oliendo mierda o me parece que hablas-
te con alguien más?
-Está bien, O.K., entonces no te digo nada.
-No, no, ahora hablá. ¡HABLÁ! ¿Me oís?
-No grités, boludo. Después que corté con vos
hablé con el Comisario Parker.
-No lo puedo creer no lo puedo creer no lo pue-
do creer ¡NO LO PUEDO CREEEEEEER!
-Te pedí que no grites.
-¡Y yo te pedí que no hablaras con nadie, la con-
cha de tu madre! ¡Y mucho menos con la yuta! Pero de-
cime, ¿de ésta manera, traicionás mi confianza?
-No, loco, yo no traicioné nada. Hablé directa-
mente con el Jefe, no con un servicio ni con un buchón.
No me vas a decir que el Jefe va a estar entongado con
los narcos...
-Mirá, Germán, no sé si sos muy ingenuo o el
rey de los pelotudos.

100
REPTILIA y otros ensueños

-Camilo, por favor, no ofendas. Te perdono so-


lamente porque estás muy nervioso.
-¿Vos, me perdonás a mí? No, esto es joda...
-Sí, terminala, che. Parker juega para los bue-
nos. Si no, no me hubiera pasado ciertos datos.
-¿Y qué fue que te dijo?
-Cuando le comenté que probablemente te hu-
bieran sustraído el celular, inmediatamente me pidió el
número y lo intervino.
-O sea que cortaste conmigo y lo llamaste...
-Más vale, como decías, es un asunto grave, ¿o
no? La cosa es que hicieron una sola llamada, a eso de
las tres A.M. Después deben haber tirado el aparato por
ahí.
-¿Pudieron averiguar a quién llamaron?
-Sí. Pero es medio extraño. Llamaron a una casa
de venta de discos y cassettes de La Plata. Avenida 52
entre 7 y 8. Pleno centro. Se llama Fantasyland.
-Si, ya sé, la conozco. Pero ¿estás seguro? ¿A
las tres de la mañana?
-Te dije que era raro. Aunque Parker dice que
hace rato que se sospecha que el comercio es una panta-
lla para vender falopa y lavar algún que otro narcodó-
lar.
-Mirá vos –dijo Camilo, con la mirada perdida,
ya elucubrando estrategias. –Bueno, ahora me voy.
Tengo que hacer.
-Me imaginaba. ¿Necesitás alguna otra cosa?
-Sí. Que no hablés más con nadie. ¿Estamos?
-Estamos.

101
Gabriel Cebrián

-Y cualquier otra cosa que te enterés -sin andar


preguntando, por supuesto-, hacémela saber.
-Contá con eso.
Camilo llegó a la puerta y se volvió.
-Gracias, Germán.
-Cuidate. No hagas locuras.
-Eso no te lo puedo prometer. Pero no se lo di-
gas a Parker. Chau.
Salió a la calle. El calor era agobiante. Él no lo
notó.

* * *
Entró al bar y pidió una cerveza tres cuartos.
Desde esa mesa podía observarse muy bien el frente y
buena parte del interior de Fantasyland, incluso a pesar
del intenso tránsito humano y vehicular que se registra-
ba a esa hora en la avenida.
Quitó la piel bordó de los maníes salados, comió
un puñado y arrojó otros al chop de cerveza. Algunos
bajaban hasta el fondo, se iban cubriendo de pequeñas
burbujas y luego volvían a la superficie, donde genera-
ban una leve efervescencia y se hundían otra vez. No
pudo evitar la comparación de aquel efecto físico con
los ciclos que su ánimo observaba últimamente. Inclu-
so, al igual que su ánimo, los maníes permanecían en el
fondo la mayor parte del tiempo.
Más o menos una hora y media después, cuando
parecía que tal vez aquellos tipos nunca irían por allí,
vio a Teddy caminando por la vereda a pocos metros.
Sintió un escalofrío y levantó el chopp, para ocultar su
102
REPTILIA y otros ensueños

cara. El matón pasó a poco más de un metro de él, cru-


zó la calle y entró en la disquería. Mientras lo obser-
vaba conversar animadamente con el tipo del mostra-
dor, Camilo inició un sesudo análisis de la impresión
que el avistaje y la cercanía de Teddy le habían produ-
cido. ¿Era miedo a ser descubierto (y de este modo po-
ner en serios riesgos los resultados de su plan)? ¿O era
simplemente MIEDO? Se tranquilizó recordándose que
ese plan era prácticamente lo único que le importaba,
hecho éste que daba verosimilitud a la primera hipóte-
sis.
No obstante estas consideraciones, que hacían a
su interioridad, no perdió detalle de lo que ocurría en
Fantasyland. Fue entonces que sucedió un hecho fortui-
to que rápidamente agregó posibilidades a su estrategia:
Gaitán -un ex compañero suyo de la secundaria- había
entrado al negocio y departía jocosamente con Teddy y
el tipo del mostrador. Camilo se apresuró a pagar su
consumición, y lo hizo justo a tiempo, ya que Gaitán,
luego de lo que se vio como una breve transacción, sa-
ludaba a sus amigos y salía para el lado de calle 8.
Salió el bar y caminó en la misma direc-
ción, tratando en todo momento de no perder de vista a
Gaitán. Un par de cuadras más adelante fingió un en-
cuentro casual.
-¡Gaitán! ¡Qué hacés, cabronazo!
-¡Camilo! ¡No sé si saludarte o pedirte un autó-
grafo! ¿Cómo andás, chaval? ¿Cómo te trata esa fama?
-Y, más o menos, che. Mucha presión. A veces
me gustaría ser más canuto.

103
Gabriel Cebrián

-Bueno, loco, pero tan mal no te va. No te me i-


rás a quejar, ¿no? Entonces qué queda para los pobres...
-Estás bárbaro, dejate de joder –mintió Camilo.-
¿Andás con tiempo? ¿Vamos a tomar una birra?
-No, Camilo, ahora no puedo. Me encantaría, en
serio, pero tengo algunas cosas que hacer.
-¿Vivís siempre en Cantilo?
-Sí, ¿por?
-¿Podría visitarte? Digo, si no....
-Me gustaría que fueras al grano. ¿Qué andás
buscando? –preguntó Gaitán con un gesto insinuante.
-¿Qué tenér para ofrecer? –Inquirió a su vez Ca-
milo, con expresión similar.
-Venite esta noche. Después de las diez.
-Hecho.

* * *
A las diez y media estacionó frente a la casa de
Gaitán, no muy lejos de la suya propia. Presionó el tim-
bre. Una jovencita bastante atractiva abrió la puerta.
-Hola. Soy Camilo. Busco a Gaitán.
-Ah, sí, pasá. Yo soy Florencia, encantada.
-¡Pasá, Camilo! –Gritó Gaitán desde el interior.
Camilo entró al living y halló a su ex camarada sentado
a la mesa en malla, tomando cerveza y mirando un par-
tido de béisbol por ESPN.
-Hola, loco, ¿cómo andás?
-Bien. ¡Che, Flor, traé un vaso para Camilo!
-Está bien, dejá.

104
REPTILIA y otros ensueños

-No, qué está bien ni que ocho cuartos. Tomate


una birra, macho. ¿Y qué cuenta el periodista revela-
ción 1999?
-Poco y nada, Gaitán. Estoy de vacaciones.
-Después del bardo que armaste... ¿De vacacio-
nes y acá, en La Plata? Estás pirado, man. No me vas a
decir que no tenés guita.
-No, no es eso. Estuve unos días en la Villa, pe-
ro me aburrí y me vine.
-Vos estás majareta. O tendrás alguna historia
grosa por acá.
-Algo así.
-Viste. Otra no quedaba.
-Ahá. ¿Te gusta el béisbol?
-No, para nada.
-¿Entonces por qué lo mirás?
-Porque me gusta ver transpirar a los negros
mientras yo me rasco el higo. Ahora decime: ¿qué te
trae por acá?
-Mirá, Gaitán, te la voy a hacer corta. ¿Me po-
dés vender un poco de merca?
-Sí, pero si no me sacás en la tele. No tendrás u-
na cámara oculta, ¿no?
-No seas pelotudo, mirá lo que vas a decir...
-No sabía que tomabas.
-Pero yo sí sabía que vendías
-Eso lo sabe todo el mundo.
-¿Y no es peligroso?
-En absoluto. A mí no me toca el culo nadie. Pe-
ro igual te digo algo: no tengo el menor interés en salir
mañana por TNB.
105
Gabriel Cebrián

-Te dije que no seas boludo.


-Te digo en joda, che, no seas tan susceptible.
¿Y cuánto querés?
-Qué sé yo. ¿Es buena?
-La mejor, tío. Noventa por ciento de pureza.
Pero es cara, eh... si no querés tomar porquerías... algu-
nos la cortan con cosas que ni hablar.
-¿Y cómo és de cara?
-Decime cuánto querés.
-No sé... ¿diez gramos?
-Por ser vos, la bocha de diez te la puedo dejar a
... doscientos mangos.
-Hecho.
-Esperá –fue hasta un mueble, abrió un cajón,
sacó unas cosas y volvió. Con una cucharita que hacía
las veces de medida extrajo de un frasco diez porciones
que fue contando en voz alta, para no equivocarse; las
fue poniendo en una bolsita, le hizo un nudo y se la pa-
só a Camilo.- Ves, loco, la toco nomás y ya me dan ga-
nas de cagar. Mirá si será polenta. ¿Querés probar?
-Bueno. Pero de la que tomás vos.
-Es la misma, idiota.
-Está bien, dejá; ahora no quiero. Bueno, te dejo
tranquilo –Dijo, mientras tiraba dos billetes de cien so-
bre la mesa.
-No, si para mí es un placer. Y un privilegio, a-
hora. Quedate un rato, vamos a recordar los buenos vie-
jos tiempos.
-No es hora, Gaitán.
-Ah, ¿no? ¿Y cuál es hora?
-No sé. Nos hablamos, y organizamos un asado.
106
REPTILIA y otros ensueños

-De esos asados a organizar tengo dos bolsas


llenas. Pero está bien, como quieras.
Ya incorporándose, y como quien se acuerda al-
go de pronto, Camilo le preguntó:
-Ah, decime una cosa... hoy te ví hablando con
un tal Teddy, creo, en Fantasyland.
-Ésa, es la historia, ¿no? –Preguntó Gaitán, con
mirada fiera. -Ahora veo. Me estuviste siguiendo.
-No, loco, para nada. Cortala con la paranoia,
¿querés? Los vi, y al rato te volví a encontrar a vos, de
casualidad.
-Si, contamelá. Te digo una cosa: ya bastante
riesgo estoy corriendo al recibirte acá, viste; cualquiera
puede pensar que soy yo el buchón que te está dando
información clave, y vos sabés muy bien lo que eso im-
plicaría...
-No, en serio. Yo estaba con una mina en el bar
de enfrente. Nos estábamos despidiendo y cuando quise
acordar ustedes ya se habían ido.
-Está bien, ¿Y? ¿Cuál es?
-Que me gustaría saber dónde vive Teddy.
-No te metas con esa gente.
-Pero si los conozco. Les debo una mano, sabés.
A él y a su socio, un tal Mandinga, o algo así.
-Mandango.
-Eso, Mandango. Me vendieron un par de datos,
viste, y la cosa salió redonda. Me gustaría darles una
gratificación. Aparte de que me gustaría preguntarles
un par de cositas más, a vos no te voy a mentir.
-Seguro. No das puntada sin nudo, vos. Por eso
te va tan bien.
107
Gabriel Cebrián

-Bueno, ¿me lo vas a decir o no?


-Dijiste que la información se vende. ¿Qué soy,
gil, yo?
-No lo puedo creer. ¿Todo vendés vos, loco?
-¿Y vos no? ¿O te creés que me tragué eso de la
gratificación?
-Está bien. ¿Cuánto?
-Y, a ver... no me quiero abusar... otros doscien-
tos, Camilito, no lo tomés a mal.
-No, está bien, tomá. ¿Dónde viven?
-Viven los dos en una quinta de Arturo Seguí.
Anotá vos la dirección –se la dictó.- Y yo jamás te dije
nada.
-Y yo jamás estuve aquí.
-Vale.

* * *
Durante varios días se dedicó al estudio de la
finca que Gaitán le había señalado, munido de prismáti-
cos y desde distintos puntos, a bordo de un auto presta-
do. La información había sido buena. Vio a sus enemi-
gos, y a muy pocas personas más, ocasionales y casi
siempre mujeres con aspecto de trotacalles o adictas.
Por un lado, la poca frecuencia de las visitas le daba
mayores oportunidades de pillarlos solos. En cambio no
lo favorecía en lo más mínimo la disposición de aquella
edificación. Estaba implantada en la cima de una loma
pronunciada, sin otras viviendas en muchas cuadras a la
redonda, y el único acceso vehicular era una calle de ri-
pio. Todo parecía indicar que sus ocupantes querían
108
REPTILIA y otros ensueños

estar a resguardo de cualquier visita inesperada. Un in-


menso rottweiler macho, generalmente atado con una
gruesa cadena, reforzaba esa idea.

* * *
El miércoles siguiente, hacia las ocho y media,
cuando comenzaba a oscurecer, comprobó el funciona-
miento de la Ruger Redhawk 44 magnum que había ad-
quirido esa misma mañana. Era una joya. Y no debía
ser para menos, ya que tuvo que poner una luca dos-
cientos cash. El tipo de la armería lo había reconocido,
por lo que tuvo la deferencia de obviar el trámite previo
del certificado de buena conducta. Aunque Camilo no
se tragó el anzuelo: seguramente había pesado más el
me-tálico sobre el mostrador que su dudosa populari-
dad. Prometió vanamente realizar las burocráticas vici-
situdes pendientes y salió de allí con el fierro soñado.
Chequeó cuidadosamente cada uno de los ele-
mentos que iba a utilizar en el operativo. Se puso unas
ropas muy viejas y rotosas, una gorra, y salió. Esta vez
abordó su Corsa, generando un cuadro incongruente,
dado su andrajoso aspecto.
Estacionó en una cortada a cinco o seis cuadras
de la finca. Antes de bajar del auto aspiró una dosis ge-
nerosa de la cocaína que había comprado a Gaitán. Era
buena, excelente. Sintió casi enseguida los dientes dor-
midos, y se embriagó de una ansiedad que exacerbaba
todos sus instintos. Caminó despaciosamente en la calu-
rosa noche suburbana. Arturo Seguí era un lugar apaci-
ble, tranquilo; tenía el aire de los barrios marginales en
109
Gabriel Cebrián

épocas menos convulsivas. Extrajo el atado de Marlbo-


ro de su bolsito de campaña y encendió uno. Tomó un
buen trago de la pequeña botellita tipo petaca de Chivas
Regal, y de pronto sintió necesidad de aspirar más.
Extrajo la bolsita, metió repetidamente la punta de una
llave e inhaló varias veces de cada lado. Su nariz se en-
frió, mientras sus dientes parecieron cobrar la solidez
del diamante. Luego intentó bajar sus humos de Termi-
nator en aras del meticuloso cumplimiento de sus de-
signios, no fuera cosa que la excitación fuera a traicio-
narlo.
Finalmente llegó al descampado en cuyo punto
más alto se encontraba la casaquinta iluminada. Le pa-
reció poco prudente avanzar por el camino de grava,
más que nada por el perrazo, cuyos ladridos podían a-
lertar a sus enemigos. Así que avanzó cuerpo a tierra
los ùltimos ciento cincuenta metros, tal y como le ha-
bían enseñando pocos años antes en el Batallón de Co-
municaciones de City Bell. Lo hizo sin apurarse, cómo-
damente, sintiendo el placer que le producía el rol de a-
cechador; incluso tuvo la lucidez de advertir que se en-
contraba a sotavento, de modo que el rottweiler no po-
dría olfatearlo (menos mal que había leído a Heming-
way...).
Sintió el olor del asado, y pudo observar el hu-
mo que brotaba de la parrilla exterior. Vió salir a uno
de ellos –no pudo precisar cuál- que atizó las brasas y
volvió adentro. Entonces coligió que si daba un rodeo,
podría parapetarse detrás de la parrilla de ladrillos de
casi metro y medio de alto. El humo incluso acortinaría

110
REPTILIA y otros ensueños

cualquier exudación que pudiera olfatear el perro. Nada


podía fallar, estaba en control total de cada detalle.
Así que rodeó la casa, atravesó con sumo cuida-
do un alambrado -que afortunadamente estaba flojo- y
se apretó contra la caliente pared de la parrilla. Sacó la
Ruger del bolso y esperó. Unos minutos después oyó la
puerta corrediza y alguien que se acercaba. Escuchó el
clásico restallar de chispas que siguen al manipuleo de
carbones y rescoldos y aprovechó ese momento de acti-
vidad para sorprenderlo. Raudamente rodeó la parrilla y
apuntó a Mandango, que estaba agachado, atizador en
mano para romper las brasas grandes.
-Soltá el fierro, negro hijo de puta –dijo, mien-
tras el otro respingaba y el perro comenzaba a ladrar y a
tironear de la cadena. -¡Soltálo, te digo! Caminá. Dale,
movete, intentá algo, así te quemo ahora.
Ingresaron a la casa. Teddy estaba sirviéndose
vino y se quedó congelado. Camilo indicó a Mandango
que se sentara al lado de su socio, al que miró con aires
de locura asesina tales que lograron perturbarlo profun-
damente. Buscó a tientas en el bolsito una soga plástica,
la arrojó hacia Teddy y le ordenó que atara las manos
de su compañero detrás de la silla. Supervisó muy aten-
tamente la operación; cuando hubo terminado, le indicó
que se acercara a la ventana y lo esposó a las rejas.
-Estás loco –le dijo Mandango.- Estás loco, Ca-
milo, y te vas a arrepentir de esto.
-No –respondió.- El que tendría que estar arre-
pentido sos vos, de no haberme matado cuando pudiste
hacerlo. Ahora, el que va a morir sos vos. Yo no apreto
ni jodo. Estás muerto, Mandango, Te concedo un par de
111
Gabriel Cebrián

bocanadas de aire más porque quiero disfrutar de tu


muerte. Y de la del trolito éste amigo tuyo.
Comprobó las ligaduras de Teddy, aseguró la
Ruger en la cintura y salió al patio. Cortó un buen peda-
zo de vacío y volvió al comedor. Probó un bocado.
-Mmmmh... está bastante bueno. Lástima el vi-
no, loco. Son unas ratas. ¿Tan mal les paga su jefe? Es-
te Santa Ana es de cuarta, vieja. Qué vas a hacer, son
negros. ¿O están ahorrando? Al pedo, loco, si cuando
termine de comer los voy a matar –sacó el arma y la de-
jó sobre la mesa, muy onda Pancho Villa.
-Estás loco –repetía Mandango.
-Eso es mucho mejor que estar muerto –replicó
Camilo. Se sirvió ensalada y comió despreocupadamen-
te, aún a pesar de la sensación de anorexia producida
por la cocaína. Advirtió que los tipos se miraban entre
sí como no pudiendo dar crédito a la situación.- ¡Ah!
Pero ¿qué veo acá? –Se incorporó y fue hasta una ala-
cena.- Bacardi. Eso es otra cosa. Se lo deben haber re-
galado, no creo que ustedes tengan tan buen gusto.
¿Tienen Coca en la heladera? No saben lo que me gusta
el Cuba Libre –abrió el refrigerador. –Hummm... a
ver... no, no hay. Bueno... pero...¿qué es esto? ¿Lemon
pie? ¡LEMON PIE! ¡Muero por el lemon pie! ¡Gracias,
muchachos! Estoy emocionado. Les prometo que no los
voy a hacer sufrir mucho.
Volvió a la mesa y siguió degustando el vacío.
Comió un poco y apartó el plato. Mientras se servía un
vaso de ron, escuchó a Mandango que le decía:

112
REPTILIA y otros ensueños

-Mirá, yo que vos iría tomándome el olivo. ¿Es-


cuchás como ladra el perro? Tenemos gente cerca, en
cualquier momento va a venir a ver que pasa.
-Sí, ya sé, pero no te preocupés. Afuera está mi
abuelita con veinticinco marines... no ofendas mi inteli-
gencia, negrito, ésa es de Maxwell Smart.
-Yo te avisé.
-Gracias, pero creo que sería mejor que te preo-
cuparas por tu integridad, ahora. Es tu culo el que está
en el gancho. Aparte si aparece alguien, los primeros
que se mueren son ustedes.
-Tengo que ir al baño –dijo Teddy.
-¿Qué querés? ¿Mear o cagar? Porque mirá, te
podés mear encima; pero si vas a cagar, te suelto. Toda-
vía no terminé de cenar.
-Quiero cagar.
-Ya sabía que ibas a decir eso, si sos un cagón.
Cagate, nomás, total mierda con mierda no pasa nada.
Mierda más, mierda menos... –y tomó un buen trago de
ron.- Loco, si ese perro no se calla le voy a meter un
cuetazo.
-¿Còmo nos encontraste? –Preguntó Teddy.
-Pregunta estúpida. Mi especialidad consiste en
averiguar lo que la mayoría desconoce. Y un par de im-
béciles como ustedes deja un rastro que puede ser se-
guido hasta por un ciego en silla de ruedas. Es raro que
no los hayan liquidado antes. Aunque su estupidez evi-
dentemente los vuelve menos peligrosos y más maneja-
bles, qué sé yo. Quizá también haya algo de cierto en
eso de que todos los sinvergüenzas tienen suerte. Pero
si es así, a ustedes se les terminó. Son historia –miró su
113
Gabriel Cebrián

reloj.- Huy, se me está haciendo tarde. Me tomo otro


Bacardi, un par de saques, los mato y me voy.
Sacó la bolsita de merca y arrojó un poco sobre
la mesa. Enrrolló un billete de cien flamante y la aspiró.
Observó que sus dos enemigos sudaban la gota gorda y
se regocijó.
-¿Decías, Mandango, que tienen gente por acá
cerca?
-Sí –contestó desconcertado.
-Entonces, lo lamento por ustedes. Con un tiro
en la nuca se sufre menos, pero hace mucho ruido. Así
que... ¿cuál es el cuchillo más filoso? No pretenderán
que los despanzurre con un Tramontina...
-Andá a la puta que te parió –le dijo Mandango.
-Ah, cierto. Vos sos un tipo duro, de ésos que se
enfrentan a la muerte puteando y haciéndose los ma-
chos. Sin embargo mirá como sudás. Estás cagado hasta
las patas, pero te hacés el taura. La cosa es... ¿te parece
que vale la pena fingir incluso in extremis... -traduzco:
cuando tu muerte es inminente e inevitable? ¿Por qué
no sos un poco honesto y reconocés que se te frunce el
orto? ¿Qué sentido tiene que pretendas hacerte el chico
malo frente a la negrura final, que se cierne? Acá, éste
–dijo, mientras sacaba un facón bien filoso al que no
obstante pasó varias veces por un afilador de rueditas,
dramáticamente. Mandango tuvo un fuerte acceso de
tos e hizo arcadas. Camilo se acercó a él, puso el facón
ante sus ojos, en su cuello, en su estómago, observando
el tembloroso pánico que trasuntaba el condenado.
-¡Maldito! –Gritó Teddy.- ¡Maldito hijo de mil
putas!
114
REPTILIA y otros ensueños

-Les gustaría que todo pasara rápidamente, ¿no?


Pero me queda algo de tiempo, todavía.
Entonces hizo algo inexplicable. Rodeó a Man-
dango y con un limpio corte soltó las amarras de sus
muñecas. Éste, a pesar del estupor, se abalanzó sobre la
mesa y tomó la Ruger, que había quedado allí. Desa-
prensivamente, Camilo le arrojó la llave de las esposas
que sujetaban a Teddy y muy aplomadamente le dijo:
-Ese juguete es mío. Dejalo ahí y agarrá el tuyo.
-Estás loco, hijo de puta.
-Ufa, viejo, ya me lo dijiste treinta veces. No
seas pesado, querés.
-¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar como a una
rata! –Amenazaba, con dientes apretados.
-Dale, pelotudo, soltá a tu amigo y sacá el vacío
del fuego que ya debe estar repasado. Y dejá el fierro
ahí, te dije.
-¡Loco, es boleta! –Gritó Teddy, todavía esposa-
do. Continuó: -¡Sos boleta, gil! ¡Negro, matalo de una
vez!
-No, esperá –contestó Mandango.- Vamos a ver
cuál es, primero. Por más pirado que esté creo que debe
tener algo para decir.
-Claro, boludo –terció Camilo.- Tranquilizate,
loco, o voy a pensar que sos muy “nerviosito”.
Ya suelto, Teddy lo acometió pero Camilo se
movió velozmente, rompió la botella de Santa Ana tinto
contra el borde de la mesa e interpuso una buena corona
de vidrio entre él y su atacante.
-¡Dale, matalo! ¿Qué esperás? –Dijo Teddy a
Mandango, exaltado.
115
Gabriel Cebrián

-¡Dale, matalo! –Remedó afectadamente Cami-


lo.- Teddy, sentate y dejate de joder, querés.
-¿Qué pasa, Negro, está descargada?
Mandango, bastante más aplomado que su ami-
go, comprobó el arma y anunció:
-Está llena. Hasta la recámara. Y sin seguro.
Sentémonos, vamos a hablar.
-Eso –dijo Camilo, arrojando el pedazo de bote-
lla a un rincón. Se sentaron, y Teddy tuvo una crisis
nerviosa que incluyó fuertes puñetazos a la mesa. El pe-
rro se debía estar desgañitando. A Camilo no le pareció
prudente seguir fustigandolos. Estaba más que satisfe-
cho. Tal vez él había aflojado un poco antes, cuandole
tocó estar del otro lado. Pero ellos eran dos, con expe-
riencia. Y sin embargo, los había sorprendido.
Mandango se levantó, fue hacia el interior de la
casa y volvió con su propia Smith & Wesson. Sacó la
bala de la recámara del arma de Camilo y se la tendió.
-Tomá –le dijo.- Guardala.
Camilo la tomó y la puso en la parte de atrás de
su cinturón. Levantó el vaso de ron, como brindando, y
se lo bebió de un saque.
-¿Y qué se supone que es ésto? –Le preguntó
Mandango.
-Creo que intenté probarme a mí mismo que po-
día sorprenderlos. Quería recuperar mi autoestima.
-Estás loco.
-¿Ustedes no?
-Puede ser –le contestó, y fue a la parrilla a bus-
car carne. Incluso Teddy, más recompuesto para enton-
ces, comió un poco.
116
REPTILIA y otros ensueños

* * *
Caminaba nuevamente por la fresca noche de
Arturo Seguí. Si bien ya iba terminando la botella de
ron, la cocaína lo mantenía lúcido y activo. Finalmente,
había hecho buenas migas con aquellos bastardos. Se
había divertido, y también había pergeñado ciertos pla-
nes, que incluían algunos acuerdos con los malvivien-
tes: Camilo dejaría de investigar algunas líneas y a
cambio ellos le pasarían otras. TNB tenía una gran sol-
vencia financiera, que le permitía pagar bien a los infor-
mantes. Todos contentos.

Cuando iba llegando a la cortada donde había


dejado el auto, oyó unos débiles sonidos metálicos. Se
puso alerta y descubrió un tipo hurgando en la cerradu-
ra del Corsa. Se acercó con mucho sigilo, pistola en
mano. Cuando estaba justo detrás del desavisado la-
drón, la cargó ruidosamente y le espetó:
-Quedate quieto.
El tipo quedó congelado. Camilo lo tomó por
los pelos, lo hizo dar media vuelta y le disparó en la ca-
ra. En la mano derecha sintió el retroceso del arma y en
la izquierda un fuerte tirón hacia delante. Luego arrojó
el cuerpo, tomó un trago de ron y subió al auto. Puso en
marcha el motor, encendió un Marlboro y arrancó. Em-
pujó un cassette al interior del estéreo y al momento a-
tronaba Enter sandman, de Metallica.
Ya en el Camino General Belgrano exigió su
máquina al máximo. Disfrutaba mucho de la velocidad.
117
Gabriel Cebrián

Al llegar al cruce con Cantilo observó que el semáforo


estaba en rojo. Siguió como venía. Al atravesar la inter-
sección arrojó fuera la botella, que estalló contra el pa-
vimento.
Estaba seguro que a partir de ese momento su
carrera iba a ser mucho más exitosa. Incluso, en el futu-
ro, quizá hasta incursionaría en la actividad política.
Aunque ahora, en lo inmediato, iría tras el rastro de So-
lange. Ya iba a ver, esa puta, lo que él era capaz de ha-
cer.

118
REPTILIA y otros ensueños

Ió lo he conocío al tal Loayza

Ió lo he conocío al tal Loayza, ése que dicen


que se venía lobo las lunas ienas. Una noche lo mata-
ron, al compadre, vio, y creo que jué una muerte inútil,
qué quiere que le diga. Que´l hombre juera lobo no
quiere decir que juera malo, la verdá.
Ió nunca juí de laburar mucho, vio. Pa’ mí el
trabajo lo mata a uno antes, y a nadie se le ha ocurrío
prohibirlo. Pero vio, a veces el haaaambre maaaanda y
no queda otra. Ansí que juí y me metí de hachero, no-
más, que era lo único que se conseguía. Hay que estar
en el trabajo del monte, no se vaya a creé, no... y güe-
no, pa’ descansar y que me pasen los dolores me toma-
ba una que otra caña, vio. Y no sé por qué diantres una
güelta un hijue puta se puso celoso y me tuve que rajar
pa’l monte. Estaba medio mechadito, no se vaia a creé,
pero no tanto como pa’ ver visiones, le digo. Le digo y
le juro. Me había acurrucáo al láo de un eucalitus y le
iba a dar al ojo, vio, pa’pasarla, cuando algo me olfa-
tió la oreja. En mi vida me han dáo un julepe pior. Era
Don Loayza, pero todo peludo y con uno diente ansí
(sí, sí, guárdese esa sonrisita pícara que se le está es-
capando porque le pego un bofete). Salté pa’l costáo y
le dije tenga mano, compadre, qué es lo que quiere, que
me anda oliendo. No, si hay que estar, vio. A un lobizón
uno se lo imagina pior que la milicada, a veces. Pero
este no. Este Loayza era un lobizón lírico, aunque no
me lo vaia a creé. Un lobo manso, y eso que ió no soy
San Francisco...
119
Gabriel Cebrián

-Quédese tranquilo. –me dijo-. No ando buscan-


do nada.
-¿Entonces pa qué me anda oliendo, pué? ¿Me
va a comé, o qué? Le dije ió.
-Sabe qué pasa, que cuando me toca convertir-
me le tengo una fe ciega al hocico, le juro. Más, de no-
che. Tendría que probarlo.
-¿A mí?
-No, digo que usté debería probá ser lobizón.
-No, ta loco usté. Por áhi andan los mozos car-
gando balas de plata pa’ darle.
-¡Balas de plata! Qué asoleáo que son, pué –di-
jo, haciendo que no con la cabeza. -Con una de plomo
basta y suebra, qué quiere que le diga. Pero si se quie-
ren poner en gasto...
-No diga...
-Claro. Vea, lo más de lo que andan diciendo
por áhi son bolazo. Qué ésto, quel sétimo macho, que
la luna... uno se hace lobo cuando quiere, vea. Se raja
pa’l monte y listo. Quédese tranquilo, hágase un toldo
y quédese por acá una temporadita. Va’ ver como todos
los pajueranos ésos lo toman por lobo. En unoj cuantos
días, nomás.
-Pa’ mí que usté esta loco –le dije, bastante a-
cojonáo, no se vaia a creé. Hay que decirle eso en el
hocico a un lobizón.
-Por áhi andamos rumbiando, compadre. Ende-
mientras piense que estoy loco, no va a podé ser lobo
usté.
-Pero que ió no quiero ser ansí, todo peludo y
con cara ‘e loco (y le digo a usté que si se sigue riendo
120
REPTILIA y otros ensueños

no le digo más nada aunque me tenga que pagar la


grapa).
-Como quiera –me dijo Loayza. -Güélvase pa’l
rancherío y enfriéntese al fierro del que lo anda bus-
cando. Vaia y déle y déle al quebracho pa’ pagarse el
trago. Vaia nomás. –Le juro que redepente se me vinie-
ron las ganas de probá.
-¿Y qué hizo entonces?
-Y qu’iba ió a hacé? Le pregunté si era muy jo-
dido el laburo e’ lobo.
-Y, mire, hay de todo, vio –me dijo. -Hay alguno
que no se aguantan la sé, vio...
-A mí me pasa...
-No, pero no estoy hablando de caña. Le digo lo
de la sangre, pué.
-Ah, joder -dije, y tragué saliva.
-Y, la sangrecita tira, vio. No le digo una de vez
en cuando, pero si le entra a dar...
-Sí, como todo.
-Claro, pero tiene la ventaja del monte, de no
andar aguantando toda la cháchara d’esos que dispué
viene y le dicen a uno que está loco, y no saben adónde
tienen el culo.
-¿Pero nomás por estar acá me van a crecer los
pelos, y me vuá poné tan feo?
-No, pa’eso la tiene que ver a Ñá Sotelo, que le
prepara un ungüento que lo deja boliáo, a uno. Un ra-
to, nomás. Dispué güelva por acá que lo muerdo, y lis-
to.
-¿Y usted qué hizo?

121
Gabriel Cebrián

-Y, lo que decía el tal Loayza no me parecía tan


bolacero. Ansí que le pregunté si m’iba a mordé fuerte
y me dijo que no, que hasta sacar sangre, nomás. Ansí
que me juí pa’ lo de Ña Sotelo, que me estaba esperan-
do; como si hubiera sabido, pué.
-¿Le puso el ungüento?
-Sí, y me dio una locura que ni le cuento, vea.
-¿Y después volvió con Loayza, para que lo
muerda?
-Claro,¿pa’ que me vuá dejá embadurnar con la
porquería ésa, si no?
-¿Y qué pasó?
-Usté pregunta mucho, joven. Pregunta cosas
pa’dispué ir a hacerse el vivo por áhi, y ansina no es.
Vea, haga una cosa: vaia a verla a Ña Sotelo y después
güelva por acá. Y sabe qué, me va a tener que invitar
algo más que un par de cañas pa’ que le cuente el final.

122
REPTILIA y otros ensueños

Logonautas

En una guardia a cuyo frente se


encontraba un médico dedicado y “benévo-
lo” había un letrero en la puerta del despa-
cho de este doctor que decía: “Consultorio
del doctor. Por favor golpee”. El médico se
vio llevado a la desesperación, y finalmente
a capitular, por un paciente sumamente obe-
diente, que jamás dejaba de golpear cuando
pasaba delante de la puerta.

Gregory Bateson

-Usted, doctor, se ajusta al pensamiento plenaó-


rico, que es de las matemáticas, y eso le impide cotebo-
rizar lo que intento decirle.
-Oh, no, yo no me ajusto a plenaoria alguna.
Precisamente, si eso hiciera, acotaría las tangentes cote-
borizantes a esquemas que no sería capaz de entender,
y sin embargo lo hago –respondió el doctor, adentrán-
dose en el juego que el paciente proponía, intentando
efectuar lo que en teoría había aprendido como “doble
vínculo terapéutico”, que indicaba exacerbar la psicosis
en el sentido que el sujeto propiciaba, con la finalidad
de alcanzar cotas de absurdo que acabaran con ese ca-
prichoso ardid semántico, con el cual pretendía exorbi-
123
Gabriel Cebrián

tar los contextos culturales comunes. Si bien era con-


ciente de que tales manejos del idioma -rígidamente a-
firmados en estructuras tan básicas que devienen incon-
cientes- eran propios de un sindrome bastante frecuente
en este tipo de patologías, había elementos en aquel in-
dividuo que lo distinguían en un sentido por demás in-
teresante en términos profesionales, mas algo inquie-
tantes en cuanto a la puesta en evidencia de factores
que colisionaban con el sentido común, y más aún, con
premisas básicas del pensamiento ajustado al método
propio de la ciencia. Del trato cotidiano con él había
creído observar que, cuando el detritus significante en-
tre tanta palabra inventada espontáneamente le sugería
alguna idea más o menos concreta, ésta comportaba una
suerte de anticipación visionaria. De hecho, el doctor
llegó a pensar que, de desentrañar más o menos fidedig-
namente los crípticos mensajes que el extraño neologis-
ta emitía, obtendría información respecto de eventos
que seguramente iban a ocurrir en un futuro cercano.
Por cierto, no lo había comentado con nadie, por cuanto
el derrotero lógico de las conclusiones apuntaría a que
lo asimilaran a él mismo a los psicóticos, en esa presun-
ción tan usual que supone que el contacto diario con e-
najenados termina por desestabilizar la psiquis del tera-
peuta. Por otra parte, debía estar alerta si pretendía ca-
minar por aquel angosto desfiladero entre contextos de
interpretación común y otros de comportamiento alea-
torio, sujetos a tropismos cuya interrelación caprichosa
generaba estructuras inestables. Máxime teniendo en
cuenta que esas caóticas composiciones, en este caso,

124
REPTILIA y otros ensueños

parecían despertar facultades difíciles de procesar desde


nuestro statu quo cultural.
-Usted dice sólo quemites para que yo me anzu-
rre. No está funcomitando correctamente.
-¿Funcomitando? –Preguntó, saliéndose por un
momento de la pauta, por cuanto tal forma verbal pare-
cía guardar una relación más apropiada con el supuesto
significante.
-Funcomitando, sí. Usted sabe –respondió, co-
mo si de alguna extraña manera diera un paso en direc-
ción a una comprensión mutua más ajustada a cánones,
como respondiendo a la actitud asumida por el doctor.
Y añadió, fastidiado: -Haciendo funcionar las ruedas al-
rededor de un camino que ya conoce.
-¿Depende de mí que avancemos?
-Depende de usted que pueda funitrar como se
debe; yo solo, sanatrego bastante bien.

Durante meses había tomado nota de las pala-


bras inventadas, tratando de hallar un patrón, o al me-
nos una mínima recurrencia, sobre la cual comenzar a
articular un ápice de relación coherente entre tales tér-
minos; pero había abandonado la confección de tal no-
menclador por cuanto observó que las palabras jamás se
repetían, ni una sola vez. Si existía un nexo relacional
entre ellas, operaba en niveles lógicos inasequibles para
él, y consideró que, siendo así, era más probable que
hallara algún sentido profundo si accedía a un hilo con-
ductor en forma espontánea, intuitiva, dejando al extra-
ño flujo lingüístico actuar libremente sobre él.

125
Gabriel Cebrián

-Todo esto es sanargósico. Estoy cansado de es-


trupilenos. Y usted, doctor, haría bien en no altraconi-
zarse de limbusparsis. Están en su propia casa, y lo in-
duflenigezarán ni bien se descuide. Ahora, déjeme ple-
nipensar. Estaré nadando en la argofasia cuando lo vea
arribar a usted, escatomorfo.

Andrajoso y ligeramente malholiente, el neolo-


gista se incorporó y abandonó el consultorio. A través
de los vidrios sucios lo vio marcharse, con paso cansi-
no, por los oscuros pasillos del hospital. “Están en su
propia casa, y lo induflenigezarán ni bien se descuide”,
había dicho, con esa característica sentenciosa que pa-
recía adoptar su expresión cuando asumía aires oracula-
res. Al margen de las incógnitas, casi absolutamente
imposibles de despejar, la formulación había ostentado
un fuerte tono de advertencia. Dos puntuales interro-
gantes lo alejaban de la interpretación taxativa. Uno:
¿quiénes estaban en su casa? ¿Se refería a su mujer y a
su hijo, a ocasionales visitantes, o a fantasmas o algo
por el estilo? Y el otro: ¿Qué corno habría querido decir
con induflenigezarán? Tomó el comprimido que utiliza-
ba para establecer la estática cerebral óptima en función
de lucubraciones abstractas y esperó unos minutos que
se metabolizara lo suficiente para ayudarlo en ese tran-
ce. No bien comenzó a abstraerse en secuencias de pa-
trones formales cada vez más abarcantes, el ejercicio se
convirtió en una especie de búsqueda clave, de frente a
un episodio que podía dar un vuelco absoluto a su vida.
Eso sintió, con la certeza propia de quien está aproxi-
mándose a una revelación trascendental. Sin embargo,
126
REPTILIA y otros ensueños

unos leves pruritos, referidos a la cruenta pérdida de


resguardos que parecía estar experimentando, lo alertó
en el sentido de que podía estar metiéndose en una co-
rriente de cuyo flujo le costaría salir, y ello si aún podía
hacerlo. Pero la inminencia de la resolución del dilema
que separaba los contextos psicóticos de otros valida-
dos por convencionalismos lo llevó a internarse aún
más; la pasión que lo había impulsado a abrazar esa
profesión se renovó con energía inusitada. En un mo-
mento supo que el lenguaje era básicamente algebraico,
que no importaban las palabras sino la relación entre las
mismas; entendió por qué solían asimilarse estos esta-
dos a metáforas de iluminación, y un abismo se abrió
en su mente. Un abismo tal que los diques cedieron es-
trepitosamente, y de golpe pudo comprender cada una
de las lógicas que habían empleado todos los pacientes
que había intentado en vano asistir, a lo largo de su ca-
rrera. Pero un factor de su vida, uno sólo que eran dos,
lo había alejado durante todo ese tiempo de la síntesis
esclarecedora a la que acababa de arribar. Salió corrien-
do del hospital, subió a su auto, manejó enloquecida-
mente, tergiversando toda señal de tránsito, semáforos,
gestos e insultos de los estupefactos conductores. En la
esquina de su casa chocó violentamente contra otro ve-
hículo, y se lastimó la frente. Sangrando, hizo caso o-
miso de los improperios y exigencias del damnificado y
caminó resueltamente hacia su casa. Su mujer e hijo,
advertidos por el ruido del choque, habían salido a la
calle y corrían a su encuentro, alarmados.

127
Gabriel Cebrián

-¿Qué pasó, por dios, estás bien? –Dijo uno de


ellos, pero el doctor no entendió lo que decía ni supo
cuál de ellos le había hablado.
-Ustedes desbunfijaron mi stratus –fue su res-
puesta, formulada mientras los señalaba con índice acu-
sador. Su mujer pensó que era efecto del golpe.
Lo siguieron, intentando contenerlo, pero no ha-
bía forma. El doctor entró en la cocina, tomó la cuchilla
de tronchar y, presa de una furia ineluctable, partió la
cabeza de ambos.

-La estringofrenia no es lo que fluctúa, doctor –


dijo el neologista. –El problema son todos esos nego-
funticios hiperclibantes.
-No olvides los disfunctios. Son capaces de ob-
truficar la sinanteria del avifunzor más certofalante –
respondió el doctor, desde la cama contigua. -Y ahora
dejame en paz. Ciertamente los oligotracios son peores
que los negofunticios en eso de descalibrar escolontes
trascendentales. Así que tené cuidado.
La noche, en tanto, caía sobre los lúgubres ven-
tanales del pabellón.

(Y ya que estamos, pensemos cuidadosamente si


esta expresión final tiene más o menos fundamento em-
pírico que las que acaban de pronunciar nuestros ami-
gos logonautas.)

128
REPTILIA y otros ensueños

Un gótico rioplatense
En el mundillo literario de la Ciudad de La Plata
uno puede conocer todo tipo de personajes, y este juicio
-que tal vez pueda predicarse legítimamente de hatos de
escritores de cualquier lugar del mundo- deberá ser
considerado autosuficiente, por cuanto toda enemistad
que pudiera granjearme dando ejemplos puntuales aten-
taría contra mi ya de por sí complicada relación con mis
“colegas”. Mas me es imprescindible consignar esta
suerte de salvedad previa, en orden a establecer ciertas
reservas éticas y estilísticas (en ese orden) que se me a-
parecen como insoslayables, dado el carácter que irá a-
sumiendo esta crónica, que con toda seguridad me de-
jará periclitando en una disyuntiva tan desagradable co-
mo lo es la siguiente: o bien quedaré como el más inge-
nuo de los palurdos, cuya sugestionabilidad mostrará
índices rayanos en la oligofrenia, o -caso contrario- mis
estructuras racionales resultarán tan cerradas que me
impedirán referir los sucesos tal como los experimenté
por el mero hecho de que no encajan en el ámbito de lo
socialmente consensuado; y, siendo así, adiós historia.
Y aunque no alcanzo a dilucidar cuál de ambas posibili-
dades me resulta, al menos en lo teórico, más excecra-
ble, optaré por la primera, en favor de la continuidad de
esta incipiente garrulidad. (Si están pensando que, de
alguna forma, intento con exte exordio generar en us-
tedes cierta complicidad o empatía antes de largar un
rollo de difícil digestión, pues bien, adelante, piénsenlo
nomás, porque éso es precisamente lo que me propon-
go. No voy a continuar con este asunto solo, orillando
129
Gabriel Cebrián

el disparate, sin la concurrencia de tejidos nerviosos a-


jenos que se animen a deambular los escarpados mean-
dros que corresponden a estos anales. Así que, lectores
remilgados, háganse y háganme el favor de abstenerse.)

Todo comenzó por allá por el 2000, el “día del


escritor” (no recuerdo en qué fecha cae tan particular e-
feméride; creo que tiene algo que ver con Cervantes,
que sí que hizo ruido con una sola mano). El propio In-
tendente me había cursado una invitación al agasajo
que con tal motivo se ofrecía en el Pasaje Dardo Rocha,
y mientras una parte de mí se envanecía por el hecho de
ser considerado “escritor” -menudo sayo- por los esta-
mentos oficiales, otra, mucho más objetiva, me alertaba
acerca de la inconveniencia de tararme, en el sentido de
confundir la real significación de ese rótulo, que tal vez
fuera apropiado para tipos como Juan de Patmos, o co-
mo los redactores del Gita (y quizá, en un orden menor,
como el referido manco de Alcalá); seguramente no lo
era para los invitados al ágape, ya que en este caso se
trataba de cuentamusas y juglares más preocupados por
codeos arribistas que por la propia alquimia gramatical,
motor y esencia lamentablemente preteridos por afanes
egotistas. Y permítaseme aclarar que estas considera-
ciones no comportan la más leve animosidad, nada de
ello. Es simplemente un análisis objetivo de ese fenó-
meno que un lúcido amigo mío define como “el galline-
ro literario platense”. Muchachos, más sudor y menos
pose...

130
REPTILIA y otros ensueños

Cuando llegué, advertí que estaba dispuesto un


servicio de lunch, no digo fastuoso, pero casi. Unas se-
senta o setenta personas, debidamente ataviadas para la
ocasión, aguardaban la apertura formal del acto. Por su-
puesto, traté de encontrar algún conocido para interac-
tuar, más que nada por ese estúpido prurito de orden
sociológico que hace que en esas situaciones el indivi-
duo, al encontrarse solo en la muchedumbre, se sienta
disminuido de algún modo, como perteneciendo a un
grado de existencia menor o a un estrato de considera-
ción inferior. Es increíble cómo los tropismos culturales
distorsionados son capaces de descalibrar incluso las
más afiatadas convicciones ideológicas...
En eso estaba cuando por detrás de las hileras de
sillas vi un penacho negro que me resultó conocido.
Con una inclinación de cabeza advertí que debajo de él,
como supuse, se encontraba Claudio, un amigo y colega
de extracción Dark, ataviado como siempre de puntillo-
so negro y luciendo su palidez cadavérica y sus violá-
ceas ojeras. (Mientras me dirigía hacia él, recordé lo
que una de mis hijas -entonces de tres o cuatro años-
me dijo en una oportunidad, cuando caminábamos por
calle 8, al cabo de algunos encuentros casuales: Papá,
¿vos no tenés ningún amigo normal?)

-Qué hacés, Gabriel –me dijo Claudio, luego del


sacudón que la sorpresa imprimió al penacho.
-Acá andamos, vine a ver de qué se trata ésto.
-Si éstos son los escritores que tenemos en la ci-
ty, estamos muertos.

131
Gabriel Cebrián

-Bueno, ésa es una condición que a los de tu


cultura no parece molestar demasiado...
-Es una forma de decir, boludo. Quiero decir
que de cepas tan berretas difícil que salga buen vino.
-Estoy de acuerdo, aunque sospecho que lo mis-
mo deben pensar ellos de nosotros. De vos, seguro.
-Mejor, que se vayan a cagar.
-Si te molesta tanto el ambiente, ¿para qué vi-
niste? –Inquirí, en plena conciencia de que muy bien
podía formularme idéntica pregunta a mí mismo.
-Vine porque me invitaron, y porque me ima-
giné que iba a encontrar a alguien con quien mantener
una conversación potable; así que esmerate, por favor.
-Lo único que falta... –dije, justo antes de recibir
un puñetazo leve en los riñones.
-¡Luichi! ¿Qué hacés acá? –Exclamé sorpren-
dido, nomás me dí vuelta y lo reconocí.
-Cómo andás, Cebrián...
-Acá andamos -respondí, y procedí a presentar-
los. No me pareció que establecieran buena frecuencia,
pero ése era asunto de ellos.
-¿Sos escritor, ahora? -Le pregunté, para decir
algo, ante la corriente gélida que operó luego de la pre-
sentación.
-Yo, no. ¿Y vos? –Contestó, socarrón.
-Tampoco, pero la diferencia está en que se lo
he hecho creer a varios, ya.
-Yo vine por el vino. Y vos sabés, esta gente
con tal de hacer número deja entrar a cualquiera.
-Ni que lo digas. Te dejaron entrar a vos...

132
REPTILIA y otros ensueños

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬


A continuación, una mujer fue aplaudida por el
mero hecho de sentarse a una mesa-estrado. Estaba
muy bien vestida, pero su discurso difícilmente podía a-
similarse a lo que se suponía que aquel evento apunta-
ba. El tema era el vino. Por un momento pensé que en
realidad me había equivocado de lugar y había entrado
a una degustación. Según dijo, se trataba de un “Vino
de Honor”, y vaya que tengo problemas con la correcta
interpretación de un término tan difuso (me refiero a
“honor”, no a “vino”, aclaración que por ociosa no deja
de ser pertinente). De todas formas, en esa situación,
cualquier aproximación semántica que pudiera yo tentar
me dejaba pedaleando en el aire. Después la mujer se
lanzó a hablar de los grandes beodos de la historia de la
literatura, y este tópico, aunque guardaba alguna rela-
ción más tangible entre palabra y cosa, era anulado bá-
sicamente por el contexto. Es otra de las argucias del
lenguaje, pensé, puede abstraerse al grado de derivar
en significados que nada tienen que ver con el entorno,
tanto así que toda la determinante significación de este
último elemento resulta fácilmente omisible. La litera-
tura, en aquella desfasada alocución, cedió finalmente
todo su espacio a la enología. La mujer anunciaba el sy-
rah, y éste era escanciado generosamente en las copas
de la concurrencia. Luego el cabernet, el merlot, etcéte-
ra, etcétera. Ojo, no digo que esté mal, ni que sea un
modo inadecuado de agasajar a quien sea y cualquiera
que fuese su oficio. Tal vez sean éstos los códigos de

133
Gabriel Cebrián

los verdaderos escritores, que uno no alcanza a desci-


frar. Aunque sospecho que tanto el vino como las facul-
tades gramáticas tenían sobrados motivos para agraviar-
se ante tan extravagante asociación. Pero bueno, Clau-
dio, el Luichi y yo nos esforzamos por rendir los me-
recidos “honores” a la bebida ofrecida, la que –en rigor
de verdad-, era excelente.
A continuación de las palabras de la mujer, la
horda literaria literalmente se abalanzó sobre la comida,
y uno es un poligriyo pero mantiene algo de clase, qué
joder. Realmente, fue oprobioso, y esto sí que lo digo
sin eufemismos ni relativización alguna. Hasta tal punto
lo fue que el Luichi -miren lo que les digo- lucía en me-
dio de aquel frenesí alimentario como un adalid de tem-
planza y urbanidad; un estoico, casi. Claudio se mani-
festó asqueado, sensación por demás comprensible si se
tiene en cuenta que una de las características esenciales
de su ideología parece ser la anorexia. Yo, en tanto, re-
cordaba la anécdota de Baudelaire cuando se abalanzó
sobre una mesa a comer desaforadamente, en repudio al
público de una de sus disertaciones, que se mostraba
más atraído por los alimentos que por el tenor de las lu-
cubraciones del poeta. En todos lados y en todo tiempo
se han cocido habas, y la frugalidad parece ser muy es-
quiva a los ámbitos intelectuales o pseudointelectuales,
si es que existe realmente una diferencia taxativa entre
ambos rótulos.
Evaluábamos la posibilidad de retirarnos de allí
cuando un hombre de unos cincuenta o sesenta años,
trajeado, con una barba candado entrecana y una mira-
da particularmente penetrante, se acercó con la vista fi-
134
REPTILIA y otros ensueños

ja en mi persona. A su lado, una joven de unos veinti-


pico de años, mulata, de pelo ensortijado, amplia y pa-
reja dentadura, ojos azules y figura desquiciante. Me
sorprendí de no haberla visto antes, circunstancia que,
de haberse producido, me habría impedido tomar debi-
da razón de todo cuanto acabo de contarles, ya que ha-
bría cautivado mi foco de atención de modo absoluto.
-Buenas noches, señor Cebrián –me dijo, con to-
no circunspecto y acento no carente de extranjerismo. –
Quería presentarle a mi hija –añadió, y durante unos
instantes de alelamiento celebré internamente mi exigua
celebridad. Luego me dirigí a la joven:
-¿Has leído mis libros?
Ella sonrió y no respondió a mi pregunta. Fue su
padre quien lo hizo.
-Ezili acaba de llegar de Puerto Príncipe, donde
ha permanecido toda su vida. No habla español. Si no
sabe francés, o algún dialecto yoruba, tendrá que comu-
nicarse por mi intermedio. Soy Timothy La Croix.
-Ellos son Claudio y el Luichi –los presenté, no-
tando que estaban tan estupefactos como yo, pero dado
su menor protagonismo, podían dar rienda suelta libre-
mente a su estupefacción. Luego de estrechar la mano
del misterioso extranjero y de saludar discretamente a
Ezili, permanecimos a la espera de ver cómo seguía a-
quel asunto. Fue entonces que Timothy La Croix hizo
el comentario adecuado:
-Qué gentes más desmesuradas. Parece que han
venido aquí sólo a matar el hambre.
-Es oprobioso –acordé.

135
Gabriel Cebrián

-Hablando de hambre, ¿me permitirían invitar-


los a cenar?

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬


Caminamos apenas un centenar de metros hasta
un restaurante, uno de esos que pretenden ser chinos,
aunque en realidad tal denominación no es sino una es-
pecie de argucia comercial, ligeramente sustentada por
dos o tres platos típicos en medio de una gruesa de re-
cetas criollas. Durante el trayecto -desde el Pasaje Dar-
do Rocha hasta el comedor orientalista- apenas si inter-
cambiamos alguna que otra palabra. Aunque por cierto,
otros mecanismos semióticos tuvieron lugar, como por
ejemplo la proverbial mirada de reojo que me arrojaba
de cuando en cuando el Luichi, ésa que siempre emplea
cuanto nos metemos en camisa de once varas (como
suele decirse); cosa que, desde nuestra azarosa adoles-
cencia, viene ocurriéndonos mucho más seguido de lo
que el sano juicio recomendaría. Claudio, en tanto, pa-
recía obsesionado con la puntera de sus botas negras, ya
que ni siquiera levantaba la cabeza para ver adelante, al
menos las veces en las que lo escudriñé.
Timothy La Croix se sentó en lo que, relativiza-
ciones aparte, se constituyó en la cabecera de la mesa;
nomás porque la ocupó, con ese porte majestuoso que
suelen adoptar los anglosajones y que tanto excitan
nuestra repulsa y nuestro sarcasmo. No obstante, era e-
vidente que lo asistía una fortísima personalidad, no ca-
rente de autoridad incluso, dado que de otro modo ya

136
REPTILIA y otros ensueños

habría sido objeto de alguna pulla o comentario irónico


de nuestra parte. Que para eso éramos mandados a ha-
cer. Sin embargo, allí estábamos, frente a una mucha-
cha hermosa en su hibridez blanco-negra, y su presunto
y blondo padre con acento inglés y aires de eminencia
-en un respecto difuso aún pero evidentemente, eminen-
te-.
-Ustedes se preguntarán –comenzó a decir-, cuál
es la razón por la que los he invitado a cenar con noso-
tros, ¿es así?
-Díganosla, si quiere –respondí, tratando de de-
mostrar cierta indiferencia, de lucir un urbanismo que
desde luego no poseo y de acortar la brecha entre su
suficiencia y nuestro estupor. (Claro que en el momento
ese cóctel metalingüístico sale mezclado, indiferencia-
do, procesado automáticamente de modo intuitivo; sólo
que ahora, al momento de estar relatándolo, me doy
tiempo para desmenuzar los ingredientes, al menos los
principales). El Luichi, como no podía ser de otra ma-
nera, tomó la posta y añadió:
-Es su prerrogativa, usted paga. Y permítame a-
delantarle que cuanto mejor sea la calidad del vino, ma-
yor será nuestra predisposición a oír lo que quiera que
sea que tiene para decirnos.
-No se preocupe, soy de rendir los honores co-
rrespondientes a las cepas mendocinas, créame. No se
me escapa que tienen ustedes los mejores malbeck del
mundo. Aunque tal vez prefiera vino blanco...
-Aún no he decidido qué voy a comer.
-A pesar de ser éste un lugar en el que el público
se sirve de esos desagradables recipientes colectivos, he
137
Gabriel Cebrián

conseguido (mediante un buen incentivo, por cierto)


que nos atiendan sin levantarnos de esta mesa. He en-
cargado una buena ración de carnes asadas, no voy a
perder la oportunidad de saborearlas ahora que ando
por aquí. A menos que prefieran otra cosa...
-No, está bien, ¿no es cierto? –Pregunté a mis
amigos, más que nada para dejar sentado que debíamos
ajustarnos al convite tal como venía. Por suerte, no sé si
al tanto o no de dichos contenidos imperativos subya-
centes, estuvieron de acuerdo. Como respondiendo a
pautas escénicas, un mozo (criollo) se apersonó, saludó
y procedió a descorchar y servir una botella de Trapi-
che malbeck. Cuando se hubo retirado, La Croix reto-
mó la palabra:
-En realidad, quería intercambiar algunas pala-
bras con usted –dijo, refiriéndose a mí.- Claro que no
tengo ningún inconveniente en que participen sus ami-
gos, más bien por el contrario. Ezili y yo somos per-
sonas básicamente sociales –la mulata sonrió, como si
hubiera entendido lo que su padre decía, o tal vez sólo
haya sido que al oír su nombre reaccionó en consecuen-
cia.
-¿Y a qué debo el honor? –Pregunté, esperando
en mi fuero interno que tuviera que ver con mi oficio li-
terario, circunstancia que me permitiría jactarme frente
a mis amigos, sobre todo ante el Luichi, que siempre
mostraba una cierta tendencia a minimizar mis logros
artísticos.
-Bueno, digamos que soy una persona de intere-
ses muy específicos. Vine a esta ciudad a recabar cierta
información respecto de logias masónicas que al pare-
138
REPTILIA y otros ensueños

cer tuvieron que ver con su fundación y desarrollo. Y


de ciertos eventos, por cierto no muy conocidos para la
gran mayoría, que ocurrieron hace ya mucho tiempo en
el Fuerte Barragán.
-Mire qué casualidad –dije-, mi abuela materna
era Barragán, y los genealogistas de la familia aseguran
que descendemos de aquellos antiguos ocupantes del
Fuerte. Claro que todos los Barraganes de la zona de-
ben afirmar lo mismo, con toda seguridad. Es una for-
ma de aristocratizar un apellido con connotaciones de
mancebía.
-Es cierto, vaya una casualidad –concedió. –Pe-
ro no lo sabía. No es debido a eso que he propiciado
esta entrevista, sino a una novela que acaba de dar a co-
nocer, y que trata de los ritos afroamericanos en el Bra-
sil.
-Exú –aclaré, mirando fijamente al Luichi con u-
na expresión que bien podría traducirse como “anotame
una”.
-Eso, Eshú –repitió, sibilando bastante la “sh”. –
Bueno, el hecho es que he pasado buena parte de mi vi-
da en Puerto Príncipe, y la fuerza de las circunstancias
me ha vuelto experto en cuestiones relativas a esa clase
de cultos. Supuse que podía hallarlo en esa reunión de
escritores, y el instinto no me falló. Pregunté a dos o
tres personas, y una de ellas lo señaló a usted. Me gus-
taría discutir algunas ideas que trasuntan de su relato.
-Oiga –me excusé-, no creo que vaya a sacar na-
da en limpio, conmigo. Sólo me instruí lo suficiente co-
mo para enmarcar una historia algo tenebrosa, sin el
menor rigor científico ni nada que se le parezca. Lo la-
139
Gabriel Cebrián

mento si le generé expectativas; lo cierto es que no ha-


llará en mí un interlocutor a su nivel, de acuerdo a lo
que ha dicho.
-No pretendo sostener discusiones eruditas.
Simplemente pasar el rato, usted sabe. Todas esas tra-
diciones tienen una función literaria exuberante, y qué
mejor que un literato, o un grupo de ellos –miró a mis
amigos- para conversar sobre temáticas tan sugestivas...
-Ezili es el Loa de la sensualidad y el amor car-
nal –dijo de pronto Claudio, como si la ficha que estaba
luchando por ubicar hubiese caído en ese preciso mo-
mento. La Croix lo miró con intensidad, gratamente
sorprendido por un dato erudito tan inesperado para él
como para el resto, hasta me atrevería a decir que para
el propio Claudio.
-¿Loa? ¿Qué carajo es, loa? –Preguntó el Lui-
chi, que siempre se sulfura cuando se encuentra frente a
conceptos que supone debería conocer y desconoce.
Debo confesar que yo -que en circunstancias como ésa
suelo hacerme el boludo- tampoco sabía qué cosa era,
aunque el contexto lo sugería.
-Son seres espirituales –explicó La Croix-, dio-
ses africanos que fueron trasplantados a América con el
tráfico de esclavos. Lo que más al sur llaman orishás, u
orichás.
-Ahá. Eso supuse –dije. –Ya ve lo que le decía,
mis conocimientos sobre el tema son de lo más exi-
guos...
-Y yo le decía a usted que me interesa mucho
más departir temas como éste con literatos que con eru-
ditos, o científicos. Verá, sostengo que tales folklores
140
REPTILIA y otros ensueños

han sido desarrollados por individuos de temple jugla-


resco, y no escapa a su criterio (de acuerdo a lo que he
leído, ¿no?), que los propios Loas obedecen a tales in-
clinaciones. Es más, es mi teoría que los sistemas re-
ligiosos siguen hoy día recreándose gracias al aporte de
poetas y narradores; son ellos quienes siguen articulan-
do casi inconcientemente los cimientos de las religiones
del futuro. Y si hilamos más fino, hasta le diría que a
algunos de nosotros un hilo providencial nos conecta
para servir a planes cuya entidad, de conocerla, nos de-
jaría pasmados. Si no, fíjese cómo este joven, Claudio,
reunido conmigo por el azar, parece conocer los códi-
gos de lo que puede resultar en una más que provechosa
serie de conversaciones...
-Conozco algo de eso porque mi cultura, los
Dark, los góticos y todas esas familias oscuras, tenemos
predilección por historias de vampiros, licántropos,
zombies y de todo lo que tenga que ver con la muerte
en general. Pero tampoco soy un erudito.
-Mejor así. De ese modo seremos todos recep-
tivos, y no estaremos buscando fisuras en el discurso a-
jeno. Digamos que es un óptimo punto de partida.
-Parece estar dando por hecho que vamos a inte-
grar una especie de foro ad hoc –dijo el Luichi, incapaz
de refrenar su esencial sarcasmo.
-No estoy dando nada por hecho; simplemente
estoy ofreciendo un intercambio de información, y qui-
zá una propuesta estética. Sigamos conversando amiga-
blemente como hasta ahora, y luego cada uno decidirá
si continuar con los diálogos vale o no la pena.

141
Gabriel Cebrián

Llegó el asado: vaca, cerdo, cordero, pollo. Va-


riedad como para dejar contentos a todos los orichás, ni
hablar de simples mortales que rara vez recibían un sa-
crificio como ése.

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬


Durante la cena, la conversación se centró en la
gran cantidad de coincidencias y a las más que escasas
diferencias entre los distintos cultos de origen africano
en América. De las ponderadas exposiciones de La
Croix pude comprobar lo que ya sospechaba, la identi-
dad y correlación entre las diferentes vertientes de a-
quellas religiones en nuestro continente. Quizá algunos
nombres fueran distintos, y algunos procedimientos li-
túrgicos levemente dispares; lo cierto era que, en un
sentido general, tales diferencias eran absolutamente
accidentales y carentes de toda significación. No eran
sino expresiones de las ya observadas entre los grupos
tribales africanos, tales como los ewe, los yoruba, las
distintas etnias del Golfo de Benín, de Ghana a Nigeria,
y tantas otras. Eran, evidentemente, ramas de un misti-
cismo tan primitivo como tenaz, capaz de sortear in-
demne las peores condiciones sociales y, de hecho, las
peores persecuciones religiosas que culto alguno haya
tenido que padecer. No hemos de olvidar que aún hoy
día, al margen de cualquier discurso humanista o liberal
que pretenda enarbolarse, en el fondo de nuestro incon-
ciente seguimos asimilando a la negrada y a sus dei-
dades con el paganismo, e incluso con prácticas de neto

142
REPTILIA y otros ensueños

corte satanista. Intepréteseme bien: de ninguna manera


adhiero a tan desatinados prejuicios; lo que sí digo, sin
embargo, es que en la esencia de nuestros parámetros
formativos, en el cacumen de nuestro aprendizaje reli-
gioso, de la cosmovisión que establece nuestra cultura,
tales prejuicios ocupan un sitio central, aunque luego
los dejemos de lado y hasta los denostemos en un sen-
tido dogmático. La Croix se encargó muy bien de re-
marcar la característica de estoica supervivencia que
corresponde a tales creencias, y de reivindicar la espiri-
tualidad negra (llegando incluso a sobreponerla a la
nuestra, a la que consideraba –creo que con buen cri-
terio- anquilosada, espuria en virtud de su casi perma-
nente sujeción a intereses de índole política, atada a es-
tructuras retrógradas, etcétera). La cosa estuvo bastante
entretenida, la temática resultaba interesante para todos
–incluso Ezili miraba fascinada a cada uno, aún sin sa-
ber a ciencia cierta los contenidos del diálogo-, y Clau-
dio tuvo oportunidad de demostrar su sapiencia respec-
to de los ritos vudú, que si bien no alcanzaban el nivel
del conocimiento -tanto teórico como vivencial- que
evidenciaba La Croix sobre la materia, resultaban sin
embargo suficientes para realizar valiosos aportes con-
ceptuales, y hasta para permitirse algunas observacio-
nes críticas respecto del discurso del erudito. El Luichi
relató sus experiencias con el Candomblé bahiano y yo,
que lo conocía también, me enganché; a resultas de ello
el diálogo derivó a un tópico que era de nuestra absolu-
ta predilección, o sea Salvador, Bahía de Todos los
Santos, su gente y su cultura. Luego de la feliz digre-
sión la cosa parecía haber tocado a su fin, al menos por
143
Gabriel Cebrián

aquella noche, ya que La Croix procedió a formularnos


una segunda invitación, para el sábado siguiente, en su
casona de City Bell:
-Los espero a cenar comida típica de Haití –dijo,
y añadió con tono misterioso: -Y si están de acuerdo,
vamos a hacerlo aún más interesante. Cada uno de uste-
des mencionará filósofos, o pensadores, y yo les de-
mostraré que si están acertados, repiten la palabra del
único pensador trascendente, fundacional; quien le dio
a los hombres toda la sabiduría que son capaces de al-
canzar: el Gran Thot. Caso contrario, en los propios tér-
minos de quien luego fuera llamado Hermes, les mos-
traré adónde han errado el tiro. Y luego, si me permi-
ten, contaré algunas historias que podrán parecerles
fantásticas, pero que estrictamente ocurrieron. Y pre-
sentaré pruebas, si es que hace falta.
-El caballero La Croix –dijo el Luichi, con sor-
na- es una especie de Lord Byron, por lo visto. Parece
que quiere recrear las noches de inspiración gótica aquí,
en tierras rioplatenses...
-Puede ser –concedió La Croix, aunque de su to-
no se desprendía que había recogido el guante-. Quiero
demostrarles que la mayoría de las ideas que circulan
por ahí no son producto de la inventiva de los autores,
sino de otras fuerzas que intervienen en un proceso de
información, que eligen cuándo y cómo manifestarse a
los supuestos “creadores”.
-Eso, desde cualquier punto de vista, es un dis-
parate –sentenció el Luichi.
-Acepte el desafío, entonces –respondió lacóni-
camente La Croix, seguro de estar hundiendo el corcho
144
REPTILIA y otros ensueños

que encerraría al díscolo Profesor de filosofía en el ma-


traz donde se realizaría un proceso que quizá pudiera
definirse como de alquimia mental.

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬


Salimos del restaurante, nosotros por nuestro la-
do y ellos por el suyo. En calle 8 nos despedimos de
Claudio y comenzamos la ascención hasta el barrio de
La Loma, por donde vivía en aquel entonces. El Luichi
seguía hasta Las Quintas, pasando por La Cumbre, si-
tuación geográfica que redundaba en hiperbóreas jac-
tancias de su parte. No voy a aburrirlos con los conteni-
dos, por demás previsibles, del diálogo que mantuvi-
mos durante la larga caminata. Baste consignar para los
efectos de esta crónica que, pese al ánimo quejoso, es-
céptico y malhumorado manifestado por mi amigo, yo
sabía que estaba más entusiasmado de lo que esas ten-
dencias psicológicas le permitían reconocer. Así que no
argumenté en lo más mínimo, a sabiendas de que con e-
llo sólo conseguiría exacerbar sus diatribas. Y peor aún,
podía incluso llegar a comprometer su asistencia al en-
cuentro pactado, de puro cabeza dura nomás que es. En
cuanto a mí, no me cuesta gran cosa reconocer que es-
taba harto entusiasmado con la cuestión. Por aquellos
días mi vida transcurría en la más plácida de las soleda-
des, y como siempre que eso ocurre, se había abierto
una ventana mística en mi espacio mental. Mucho sahu-
merio, meditación, lectura apropiada, visiones... pero e-
so ya lo conté en una novela. Sin embargo, me detendré

145
Gabriel Cebrián

en un breve análisis que espero no resulte demasiado


dormitivo para el paciente lector; y ojalá pudiera pro-
meterle orgías de furia y sangre para luego, mas lamen-
tablemente las cosas sucedieron de otro modo, tal vez
menos traumáticamente explícito, mas no por ello me-
nos inquietante. La cosa es... acabo de hacer mención a
“visiones”. La experiencia me indica que la soledad,
combinada con una cierta tendencia al buceo espiritual,
abre determinadas escotillas que permiten vislumbres
de un campo de conciencia extraño, en el cual los me-
canismos que estructuran nuestro antropocosmos dejan
de ser pertinentes (antes de que saquen la apresurada
conclusión de que estoy descubriendo la pólvora, dén-
me otro tiro). En esa especie de ósmosis dimensional,
aparecen individuos –ésto es, conciencias individuales,
fuerzas exógenas que interactúan con nosotros. La cla-
ve descansa entonces en esa básica disyuntiva que acota
la discusión a determinar si esos individuos tienen exis-
tencia extramental, pero acá lo que es tan simple alcan-
za grados de complejidad analógicos: a) ¿puede hablar-
se de existencia extramental de todo objeto o circuns-
tancia de cualquier cosmos atestiguable?; b) ¿son ope-
rativos los códigos relativamente válidos para la fun-
ción mental propia de la experiencia cotidiana –arti-
culados desde la unidad hipostática cuerpo-mente,-
cuando intenta hacérselos operar desde una estructura
que parece surgir de un paso abstractivo que pretende
superar tal dicotomía?; o c) por el contrario, la identi-
dad objeto-sujeto, ¿adquiere -en estas instancias supra-
lógicas- mecánicas cibernéticas diferentes, en cuyo ca-
so sería como tratar de medir la temperatura con un me-
146
REPTILIA y otros ensueños

tro (según la gráfica ejemplicifación de mi amigo Dic-


kinson)? En fin, me inclino a pensar que en trances co-
mo ésos es adecuado tener en cuenta el adagio al país
donde fueres haz lo que vieres, con la recomendación a-
dicional de no olvidar que la intuición no es algo que u-
no va y compra en el kiosco, sino que es una facultad
que debe afinarse y pulirse si es que se quiere sacar al-
go en limpio de tan fluyentes corrientes de existencia.
(Vaya una parrafada. Pero no estuvo tan tediosa, ¿ver-
dad?)

Llegué al viejo apartamento del primer piso, im-


pregnado por aromas de sándalo y otros bouquets flo-
rales. Si no hubiese sido por el desorden de enseres y
vajillas hasta podría haber parecido una ermita posmo-
derna. Y el polvo acumulado en el piso tampoco ayu-
daba mucho. Pero bueno, qué joder, ser uno mismo su
propio gurú no es tarea tan fácil. Por algo siempre an-
dan aconsejando que hay que buscarse un maestro, y
esto, al menos para mí, supone una oleada de claroscu-
ros que soy incapaz de considerar sin perder inmediata-
mente mi pequeña y esforzada cota de paz mental. Así
las cosas, me saqué la campera y la colgué del respaldo
de una silla, la que da a la mesita que sostiene la com-
pu. Encendí ésta, en un acto casi ya reflejo, y fui hacia
la heladera. Cerveza. Hacía frío para cerveza. Hacía
frío para salir a buscar alguna otra bebida que no fuera
cerveza. Síntesis: encender la pantalla infrarroja direc-
cional de no se cuántas calorías que me dio el gringo de
abajo, y tomar tranquilamente la cerveza.

147
Gabriel Cebrián

Estoy llevando a cabo una transición. He empe-


zado a pensar que no es irrelevante el hecho de tener
visiones y generar contactos con esas entidades que de
alguna manera traspasan capas dimensionales. Y que
tampoco es superflua mi nueva actitud ante tales suce-
sos. Antaño, nomás se insinuaba un toque de ésos, me
cagaba en los calzones, hablando mal y pronto. Ahora,
en lo álgido de una especie de poltergeist -por cierto
que menos macabro que los tradicionales, mucho más
plácido-, me mantenía calmo, sin preocuparme mayor-
mente por los visitantes; pero en cambio sí me preocu-
paba por su insistencia, imposible de cumplir para mí
por el momento, en que debía dejar el tabaco. Con qué
asquito deben ver a nuestro soma... pero las cosas es-
taban así, y de medio a medio que no puedo describir
con lenguaje somático lo grueso de lo que asumía que
ellos me estaban diciendo; y lo que me frustraba parti-
cularmente era que la necesidad de servicio que preten-
día insuflar a mi literatura a propósito de esos mensajes,
se veía bloqueada en su esencia precisamente porque
los códigos de transmisión de información procesados
por músculos, órganos y mucosas no hallaba correlato
en los otros, más esenciales, de sutil fluidez. Y no hay
metalenguaje, al menos a mi alcance, que pueda des-
brozar mínimamente tan evanescente trama.
Bebí unos tragos de cerveza, encendí un Gold
Leaf. Luego hice doble click en el acceso directo a

148
REPTILIA y otros ensueños

word1, y me vi enfrentado al segundo dilema, que hace


al formato de la expresión y que, si bien es cuestión de
entrecasa y se trata de un ámbito generalmente restrin-
gido al laboratorio del autor, los invito a pasar y echarle
un vistazo.
Para ello es necesario consignar unos breves da-
tos históricos. Después de que, con gran esfuerzo, hube
conseguido hilar unos cuantos cuentos cortos, dí por fin
ese salto al vacío que supone intentar una novela. Mal
que mal, pude dar cierta forma a cuatro de ellas. Lo que
me llevó a descubrir una cosa: para escribir una novela,
hace falta sólo una idea y todas sus ramificaciones (e-
llo, claro está, ajustándolo a un esquema por demás
simplificado); en cambio, para escribir un volumen de
relatos, hacen falta varias ideas, con menos ramificacio-
nes quizá; pero varias ideas no son joda cuando muchas
veces cuesta conectar alguna. Ergo, la narrativa más o
menos extensa era, desde mi punto de vista, mucho me-
nos exigente, al menos en lo cuantitativo de las estruc-
turas a estucar con existenciales escayolamientos. Con
ello quiero decir que volver al formato narración breve
-que según parecía, aquel extraño encuentro con La
Croix ameritaba- no era cosa que me halagara mucho,
en términos de inversión; hallar -o que lo halle a uno-
una buena idea, y quemarla en ocho o diez páginas me
parecía algo así como dilapidación lisa y llana. A poco

1
¡Y JODER CON LOS GALLEGOS QUE ANDAN
DICIENDO QUE EL ESPAÑOL ES LA LENGUA DEL NUEVO
MILENIO!

149
Gabriel Cebrián

caí en esa tendencia tan mía de autorreprocharme, esta


vez respecto de la facilidad con la que me embarco en
lo que el entusiasmo me muestra como un crucero de
placer, pero que indefectiblemente termina en azarosas
travesías. Es un cuento, nada más me dije, una pequeña
historieta macabra relacionada con este engreído ocul-
tista. Comencé a escribir, sin ningún plan o idea prees-
tablecida. Pero eso es lo que casi siempre hago. Y para
saber qué escribí entonces, sólo deben remitirse al co-
mienzo de este texto.

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬

La noche del viernes decidí ir a cenar a la cerve-


cería de diagonal 79 y 54, cuya carta incluye un omele-
tte de champiñones excelente, y puede verse el partido
de fútbol adelantado por T y C Sports. El mismo miér-
coles, o mejor dicho, ya en la madrugada del jueves,
había comenzado este cuento. Hasta entonces el resul-
tado, obviamente, no era descollante. Sin embargo el
tema prometía: un extranjero de lo más atípico, al pare-
cer experto en folklores extravagantes, me había con-
tactado a resultas de una novela que ya mientras la es-
cribía me había provocado ciertos resquemores; ustedes
saben, atávicos mecanismos de un tabú que me llevaron
a evaluar la posibilidad de estar involucrándome con
poderes que bien podían agraviarse con mi liviana in-
trusión, con orichás ofendidos que decidieran joderme
la vida, en fin, cosas como ésa. Comencé a pensar que
quizá el tal La Croix fuera un emisario de esos poderes
150
REPTILIA y otros ensueños

ofendidos, que a través suyo pudiera estar operando su


castigo. Estaba llamándome a sosiego, diciéndome que
no podía lucubrar semejantes dislates, cuando el propio
La Croix entró a la cervecería y vino directamente ha-
cia mi mesa, lo que permitía colegir que de alguna ma-
nera había sabido que me encontraría allí, y que redun-
dó en un recrudecimiento de los temores que intentaba
despejar a caballo del sentido común.
-Creí que no nos veríamos hasta mañana por la
noche –dije, sin siquiera saludar primero -dado que La
Croix, a su vez, había sentádose a mi mesa sin haber
sido convidado-, un poco por el estupor y bastante por
un sentimiento de invasión que se acopló perfectamente
a mis sombrías tribulaciones.
-Estimado Cebrián, solamente he querido entre-
vistarme con usted en vistas a esa reunión que dice, pa-
ra aclarar algunas cuestiones previas y para tener el pla-
cer de que platiquemos un rato a solas. Ése era el plan
primigenio, que habláramos a solas, y después, a su tra-
vés o como fuera, conseguir alguien más para dar mar-
co a la reunión. Pero quiso la casualidad que los demás
estuvieran ya allí, y me dije que era una excelente se-
ñal, que las cosas estaban mejor dispuestas de lo que
había supuesto en principio.
-Parece que la clarividencia es una de las artes
que ha frecuentado, por lo visto.
-La clarividencia es moneda corriente en algu-
nos niveles de vibración. Lamentablemente, aún no los
he alcanzado, pero puedo tener algunos atisbos, eso sí.
Me falta bastante pulimiento aún para que sea un ele-
mento cabal en mi acervo.
151
Gabriel Cebrián

-Habla como un alquimista...


-Es difícil no hablar como un alquimista luego
de que se alcanzan ciertos niveles de objetividad.
-¿Cómo es eso? –Pregunté, justo cuando una de
las meseras vino a tomar el pedido de La Croix, que se
inclinó por un formidable Caballero de las Cepas. Cla-
ro, con la afición que tienen a las sustancias puras y su-
tiles, los alquimistas no van a andar ingiriendo cual-
quier porquería.
-Usted lo sabe, Cebrián.
-No sé a qué se refiere.
-Digo que usted sabe a lo que me refiero.
-Aplique el método mayéutico, entonces, porque
realmente no tengo idea de qué es lo que está intentan-
do sugerir.
La Croix se repantigó en su silla, encendió un
habano con parsimonia, echándome miraditas de sosla-
yo, mientras la mesera dejaba la botella de tinto y por
suerte, dos vasos.
-La mayéutica es el método socrático, y el he-
cho que usted haya echado mano a esa figura es apro-
piado por donde se lo mire. En primer lugar, ha colo-
cado el eje del diálogo en un lugar más que adecuado,
por cuanto Sócrates, como buen griego de su época, fue
uno de los más entusiastas partidarios de las doctrinas
herméticas que derivaron en lo que después, con mayor
o menor grado de propiedad según el caso, se llamó al-
quimia. Es por demás prometedor su temperamento da-
do a los buceos filosóficos, fíjese. Todos los filósofos
de la Grecia antigua, sobre todo los presocráticos, exhi-
ben una incuestionable pertenencia a la doctrina primi-
152
REPTILIA y otros ensueños

genia de Toth, llamado por ellos Hermes. Todos ellos


abrevaron de las aguas del sabio que acuñó el molde del
pensamiento para toda esta etapa de la humanidad.
-He oído algo así, sí. Pero supongo que es una
hipótesis bastante difícil de sustentar.
-Si me permite disentir, estaría tentado a decirle
que por el contrario, si analizamos los datos históricos
con un mínimo de objetividad, esa hipótesis muy pron-
to se convierte en la única sustentable. Es imposible no
advertir la incuestionable derivación del pensamiento
de Parménides, Heráclito, y sobre todo de los atomistas,
del mensaje sintetizador plasmado para toda nuestra era
humana en las Siete Verdades Herméticas. Después nos
la pasamos encontrando correlaciones entre estos filó-
sofos, los taoístas, los Vedas, las doctrinas sufíes, las
budistas, indoamericanas, Gurdjieff, Castaneda, etcéte-
ra etcétera. ¿Cómo no hallarlas, si obedecen todos a i-
déntica inspiración primigenia? Después vienen indivi-
duos como Aldous Huxley y escriben obras como La fi-
losofía perenne, que señala todas las cuestiones en las
que las grandes religiones actuales son contestes, atri-
buyendo erróneamente dicho paralelismo a algo que
podría definirse, en términos jungueanos, como incon-
ciente colectivo, siendo que es lo natural, que no podría
ser de otro modo, ya que obedece a las vislumbres ori-
ginales, con mayor o menor grado de distorsión. ¿Aca-
so no es evidente que todos los sabios de la antigüedad
fueron a Egipto a buscar la palabra del mensajero de los
dioses? Podría parafrasear a Nietzsche y decir “mués-
treme un filósofo y le diré a qué Principio Hermético ha
prestado atención”. Juro que podría hacerlo, indepen-
153
Gabriel Cebrián

dientemente de la eficacia o torpeza con la que cada


uno ha operado. Y eso, sin tomar en cuenta las últimas
etapas del pensamiento occidental, en las cuales la he-
rramienta ha desplazado al objeto de estudio, tanto así
que parecería ser que es la cola la que mueve al perro.
-Mire, Don La Croix, sinceramente, he pensado
cosas como las que usted dice, pero nunca llegué a to-
marlas verdaderamente en serio.
-Entonces es una suerte que me haya cruzado en
su camino, aunque, como bien debe saber, ello no es
más que una forma de decir, si tenemos en cuenta el
Principio Hermético que establece la causalidad univer-
sal.
-Honestamente, ese tipo de glosa me es refracta-
rio. Últimamente ha sido manoseado por toda esa cater-
va de infundados y presuntuosos New Age que andan
pontificando por ahí...
-Y bueno, hay que tomar las cosas de quien vie-
nen, y recuerde que porque el burro patee, no hay que
cortarle la pata. El hecho de que unos cuantos imbéciles
repitan verdades eternas, no las hacen menos ciertas.
Aparte, esa es gente que ha sido tragada por un flagelo
que, si no tiene cuidado, es muy probable que llegue a
afectarlo a usted también.
-Cuál es ese flagelo?
-Richard Whilhelm lo caracteriza muy bien en
su interpretación del I Ching, cuando dice que una se-
micultura, un conocimiento a medias, es mucho más
nocivo que una completa incultura.
-Ah, es cierto, sí. Parece irrefutable, ¿no?
-Lo es, no tenga dudas.
154
REPTILIA y otros ensueños

-Pero lo que no termina de convencerme, es la


relación entre eso que para usted parece ser axiomático
con el hecho de que nuestros caminos se hayan cruza-
do. No estoy buscando un maestro, ¿sabe? Creo que eso
es lo último que necesito, hoy por hoy.
-En ningún momento he pretendido arrogarme
ese rol para con usted, si es que eso lo tranquiliza. A-
parte, usted ya tiene sus Maestros, ¿no es así?
-¿A qué se refiere?
-Me refiero a que últimamente, algunos indivi-
duos de vibración superior han estado apareciéndose
por su casa.
-¿Cómo sabe usted eso?
-Digamos que como supe que lo hallaría aquí. Y
no estoy haciendome el mago, el prestidigitador o el a-
divino. Puedo explicarle perfectamente, sin apelar a a-
gentes fantasmales, cómo lo he sabido. Es muy simple,
en realidad. Los mismos Maestros que han estado es-
forzándose en hacerle entender determinadas cosas, son
quienes me lo han dicho. Por mi vibración personal,
mantengo un intercambio mucho más fluido con ellos.
De todos modos es bueno para usted el haber atraído su
atención, claro que debería hacerles más caso en lo que
le dicen.
-Me gustaría aclararle que si no fuera por el Ca-
ballero de las Cepas, estaría comenzando a sentirme
muy nervioso.
-Pidamos otra botella, entonces.
-Está bien. Pero me gustaría saber cuál es el
plan.
-¿Qué plan?
155
Gabriel Cebrián

-El suyo, el de reunirnos mañana a cotejar filo-


sofías clásicas y herméticas.
-Oh, eso sería como explicar un pez analizando
solamente una de sus moléculas. Tendría que explicarle
el plan global, y eso es lo que he estado tratando de ha-
cer, no muy eficazmente, por lo visto.
-Observo que tiene una cierta tendencia a grafi-
car zoológicamente. Ya ejemplificó con perros, burros
y peces.
-Tal vez esté tratando de discernir en qué etapa
filogenética se ha trabado su evolución personal.
-Si no fuera porque invita un vino tan exquisito,
lo invitaría a salir a la calle a pelear –dije, tratando de
llevar la confrontación a un terreno físico, ya que en el
mental estaba siendo vapuleado. La Croix simplemente
se rió ante mi bravata; dejé el asunto así nomás, no hu-
biera sido cosa que, encima, saliera y me cagara a pa-
los. Entonces aproveché a dar voz a algo que, entre mu-
chos otros ítems, me había quedado en el tintero: -Dí-
game una cosa, todo esto del hermetismo, alquimia, fi-
losofía y demás, ¿tienen algo que ver con lo que el otro
día pareció ser el tema central de la charla, esto es, los
cultos afroamericanos, especialmente el Vudú?
-Todo tiene que ver con todo, si me permite la
obviedad. En cuanto al tema específico del Vudú, eso
no está incluido en la agenda de hoy. Deberá aguardar
hasta mañana para que lo abordemos.

(Antes de marcharse y -como serán capaces de


comprender- dejarme completamente anonadado, La
Croix se permitió darme un consejo, o mejor sería de-
156
REPTILIA y otros ensueños

cir, una enseñanza. Basándose en la Ley Hermética que


dice algo así como que el Todo está en todo, y que todo
está en el Todo, me dijo que, si al conocer a alguien
prestamos atención a esa parte trascendental -que inme-
diatamente asocié al concepto hinduísta de “atman”-, y
no nos dejamos confundir por todos los prejuicios so-
ciointelectuales adquiridos, al punto sabremos, de modo
inequívoco, qué clase de persona es y en qué vibración
oscila. Tal vez sea algo perogrullesco, pero creo que,
como todo pensamiento, tiene la profundidad que cada
uno sea capaz de darle. Lo que es a mí, y acorde al ni-
vel que he sido capaz de conferirle, me ha resultado de
inestimable ayuda, por eso es que no quise dejar de
compartirlo con ustedes.)

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬


Esta es la secuencia en la que un autor preocu-
pado por los formalismos que hacen a la adecuada es-
tructuración de un relato, haría hincapié en el estado de
zozobra mental que las circunstancias personales, adu-
nadas a las inducidas por el extraño personaje irrupto,
provocaban en su psique. Pero no es mi caso, toda vez
que la decisión de volcar al papel las vicisitudes de lo
que entonces ocurrió, me obligan a evitar dichas des-
cripciones, dado que generarían defectos onto y filoge-
néticos -si es que pueden parangonarse analógicamente
conceptos relativos al proceso literario con otros toma-

157
Gabriel Cebrián

dos de la evolución biológica2-. En el primer supuesto,


la falencia estaría dada por la proliferación de arbores-
cencias intimistas que colisionarían con el sentido rít-
mico que, según mis humildes entendederas, en esta
instancia exige acción. En el segundo, por la tendencia
a repetir situaciones y entornos de mis anteriores tra-
bajos; lo que si bien estaría justificado por la recurren-
cia existencial de tales conglomeraciones fácticas, lo
bueno de estos menesteres literarios es que pueden ob-
viarse al momento de ser transmitido el grueso de la in-
formación, en función de las posibilidades de interpre-
tación de estos contenidos tácitos, o no tanto. Y hablan-
do de intepretación, espero que la suya de este párrafo
resulte la mitad de lo dificutoso que fue para mí formu-
larlo. Sin rencores. Y una addenda: la referencia a onto
y filogenia comporta, a más de su expresa intencionali-
dad analógico-explicativa aplicada al plano discursivo,
un extra bonus semiótico que no tardarán en descubrir.
Y basta por ahora de estos devaneos epistemológicos,
que me hacen pasible de tantos reproches e incluso dia-
tribas de parte de mis lectores (de su parte, y de una
parte de ellos, me cago en la anfibología).

2
Hay que tener en cuenta que el contexto ayuda, por cuanto, si
consideramos el asunto desde la perspectiva de los Principios Her-
méticos, no existen de hecho diferencias entre cualesquiera entida-
des, sean físicas, mentales, espirituales o lo que fueren, en su sus-
trato último (el Todo); las aparentes disimilitudes responden mera-
mente a las distintas e infinitas frecuencias de vibración en las que
la creación se manifiesta.
158
REPTILIA y otros ensueños

A eso de las cinco de la tarde telefoneó el Lui-


chi. Me preguntó si aún pensaba asistir al convite de La
Croix, y le respondí que por cierto, que estaba ansioso
por concurrir, y que esperaba que él también lo hiciese,
dado que creí advertir una cierta reticencia de su parte.
Dos horas más tarde pasó por mi casa y emprendimos
la marcha hacia la avenida 7, a tomar el ómnibus 273.
Traía una carpeta con solapas ajada y sucia, de color ro-
sa, lo que evidenciaba que había cumplido con la con-
signa de abogar con pruebas al canto la originalidad de
alguno de sus popes filosóficos. Por supuesto, cono-
ciéndolo como lo conocía, no me sorprendió en lo más
mínimo que quisiera intercambiar información respecto
de nuestras propuestas, pero me rehusé de plano; sin
embargo, conseguí conformarlo transmitiéndole minu-
ciosamente el encuentro de la noche anterior y el conte-
nido del diálogo que se había suscitado. Sabía que los
elementos filosóficos y su vinculación con el pensa-
miento hermético contenidos en él azuzarían su curiosi-
dad y lo predispondrían mejor para la tertulia en cier-
nes.
Descendimos pasando el viejo Puente Venecia,
caminamos unas cuadras por el Camino General Bel-
grano hacia Capital y luego doblamos a la izquierda. La
noche era clara y fría, la petaca de whisky que había
traído el Luichi ayudó a mantener el calor corporal y a
entonarnos en vistas a una velada que parecía promete-
dora, si bien no mucho desde una perspectiva mera-
mente intelectual, sí en cuanto a la rienda suelta que se-
guramente daríamos a todo tipo de ocurrencias y diva-
gaciones. Por supuesto, por entonces yo colegía con
159
Gabriel Cebrián

gran expectativa lo que vendría después, que es ésto, el


procesamiento literario del material que acopié esa no-
che, y que más luego presentaré como un cuento más.
Circunstancia que denuncia una cierta liviandad, un di-
letantismo barato que hace que hechos y situaciones
más que adecuados para generar y desarrollar pautas de
evolución personal, se vean bastardeados por este be-
rretín presuntuoso que, como tantos otros vicios, va o-
pacando y diluyendo toda posibilidad personal de tras-
cendencia objetiva. Y, lamentablemente para mí, no
soy, no puedo, ni quiero, ser otro.
Finalmente llegamos a la dirección que nos ha-
bía sido indicada. Era una zona bastante despoblada, de
calles de tierra que definían manzanas con muy poca e-
dificación. Sobre una esquina, y rodeada de un alto cer-
co de ligustro, se alzaba una casa de estilo pretensa-
mente victoriano, no muy logrado en detalle pero que
no obstante suplía esa característica esnobista con evi-
dencias de suntuosidades extra. Estaba rodeada por un
amplio parque, en el que se erguían árboles añosos que
seguramente darían una exquisita sombra en verano; lo
cierto es que, en aquella noche invernal, conferían al
conjunto un cierto aire ominoso, casi diría que espec-
tral. Aunque seguramente esa impresión respondía más
a inquietudes subjetivas que a configuraciones paisajís-
ticas.
-Buenas noches, queridos amigos –saludó La
Croix, mientras abría la pesada puerta de rejas y nos ha-
cía pasar. Atravesamos el parque e ingresamos a la ca-
sa, a un gran living, con sillones al parecer antiguos, u-
na gran estufa-hogar de piedra conteniendo un crepitan-
160
REPTILIA y otros ensueños

te fuego encendido, varios tapices con motivos Haitia-


nos de evidente sesgo vudú, un piano vertical, en fin, e-
so es lo que ha quedado en mi memoria. Luego de indi-
carnos que nos sintiéramos como en casa, La Croix nos
sirvió un cóctel de ron con ananá que estaba de maravi-
lla. Lo mismo podía anticiparse de la cena, toda vez que
un aroma exquisito venía desde la cocina, arcada de por
medio. El agasajo inicial incluyó un puro caribeño de
excelente calidad, que solamente pude aprovechar yo,
ya que el nabo del Luichi sólo fuma cannabáceas.
-Estoy muy complacido por su visita, y funda-
mentalmente porque veo que han hecho la tarea –obser-
vó, en vistas a la carpetas que contenían las documen-
tales del Luichi.
-Ante todo –dijo éste-, permítame recordarle
que lo mío no son folklores raros. Yo solamente soy un
humilde profesor de filosofía.
-Profesor de filosofía, puede ser –puntualicé. –
Lo que seguro no sos, es humilde.
-Ya le dije, mi querido Luichi, que no estamos
aquí para evaluar los méritos o deméritos, estilísticos o
creativos, de esos folklores que usted dice. Por otra par-
te, hallo más que positiva la inclusión de un hombre
versado en los vericuetos del pensamiento occidental.
-Hablando de ello, me he quedado pensando en
lo que viene diciendo, cuando insinúa que es capaz de
determinar a qué principio hermético ha atendido cada
filósofo, al desarrollar su sistema.
-Bueno, no es una cuestión muy difícil de resol-
ver. Basta con tener los principios herméticos presentes
y relacionarlos con el corpus ideológico de cada uno de
161
Gabriel Cebrián

ellos. No solamente se hacen evidentes al instante las


correspondencias, sino que incluso permite una evalua-
ción cabal de la validez de cada sistema, en tanto se a-
parte más o menos de aquella información primigenia,
axiomática si las hay.
-Eso que acaba de decir es muy difícil de soste-
ner –observó el Luichi, algo molesto. –Y conste que
por respeto estoy hablando eufemísticamente, ya que si
no debería haber dicho que es un disparate.
-Puedo demostrárselo –aseguró La Croix, acep-
tando el desafío. –Pero si ya vamos a empezar con estas
discusiones previas, será bueno que convoque a Clau-
dio.
-¿Ya llegó? –Pregunté, sorprendido.
-Sí, hace un rato. Está en la habitación con Ezili.
Le está mostrando su colección de mariposas.
El Luichi y yo cruzamos sendas miradas de sor-
presa, no carentes de cierta sorna.

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬


Munido de su dosis de ron con ananá y de una
leve aunque sugestiva sonrisa, Claudio se integró al
diálogo. Ezili, sin embargo, permaneció en el interior
de la vivienda. Está bien que no hablaba español, pero
hubiera servido perfectamente como objeto decorativo
(antes de calificar al juicio precedente de machista, ob-
sérvese que no se remarca otra cosa que la facultad de
producir emoción estética, que constituye un alto valor

162
REPTILIA y otros ensueños

desde cualquier perspectiva, al menos para mí. El resto


es basura ideológica de la peor estofa).
-Bueno, tenemos un tema pendiente –expresó
La Croix, a manera de exordio-, y les aclaro que de nin-
guna manera pretendo que se aborde de modo confron-
tativo. Más bien preferiría que pongamos nuestra mejor
voluntad para hallar coincidencias más que disidencias.
Detesto las discusiones en las cuales cada uno fuerza
los argumentos más allá de su propia convicción, nada
más que para prevalecer a cualquier costa.
-Es una buena moción –observé.- Un querido a-
migo y maestro siempre dice que las ideas se atacan, las
personas no.
-Es muy buena preceptiva. Si me permite, la in-
corporaré a mi acervo dialéctico.
-Hágalo, siempre es bueno tenerlo en cuenta,
para evitar rispideces u ofensas ulteriores.
-Ya lo creo que sí. Bueno, estimado joven Clau-
dio, el tema a esclarecer acá con sus amigos se refiere a
la posibilidad o no de reducir los barroquismos de la fi-
losofía occidental a los preceptos basales propios del
pensamiento hermético.
-Siendo así, simplemente me limitaré a escu-
char, por cuanto tal consigna supera abiertamente mis
capacidades.
-Más allá de su modestia, verá que el tema re-
sultará lo suficientemente claro como para que cada u-
no de nosotros pueda manifestar sus pareceres. Hagá-
moslo sencillo. Por ejemplo, usted, Luichi, ¿qué filóso-
fo le gustaría traer a colación para que yo intente redu-
cirlo a las leyes universales reveladas en El Kybalion?
163
Gabriel Cebrián

-Me agradaría oír cómo se las arregla para ana-


logar a eso que usted dice con Gilles Deleuze, por e-
jemplo.
-Deleuze, eh...
-Claro, no esperaría que le mencionara a un pre-
socrático. Así la cosa le resultaría demasiado fácil...
-Oh, no vaya a creer que me resulta inadecuado
o inoportuno el filósofo que ha traído a colación, por el
contrario. Déjeme decirle, al respecto, que la reacción
de Deleuze contra las mediaciones dialécticas de am-
plio espectro (señeras del pensamiento occidental a par-
tir de Hegel) y su necesidad de concentrarse sólo en e-
mergentes caóticos y fragmentarios, es una manera de
expresar de modo inconciente y parafrástico el repudio
de esos sistemas tan imbricados y autorreflexivos en
que ha desembocado el pensamiento actual. Sistemas
en los cuales la condición de verdad está dada por su
cohesión interna, cada vez con menos fundamento real.
Y de alguna manera reconoce que lo real está en el últi-
mo fondo, en eso que no puede ser reducido a concep-
tos. Se concentra en los elementos que azarosamente la
experiencia pone ante él y, a partir de ellos, trata de de-
ducir segmentos funcionales en un sistema inconmen-
surable, que sólo ofrece leves rastros de repeticiones
sobre los cuales articular una pequeñísima y ocasional
cosmovisión, una mísera oportunidad de aprovecha-
miento en términos de pragmatismo, tentativa y efíme-
ra. Nada que no supieran ya los primeros pensadores
herméticos, o Lao Tsé, o Buddah. Es llamativo el ímpe-
tu de Deleuze, casi adolescente, cuando se ocupa de a-

164
REPTILIA y otros ensueños

rrojar bombas de entropía sobre un discurso obsoleto y


saturado de bizantinismos.
-Es demasiado general, eso que usted dice –ob-
servó el Luichi, meneando la cabeza con desaproba-
ción. –Así quienquiera puede analogar una cosa con
cualquier otra.
-Está bien, estamos de acuerdo en eso. Y eso
mismo que usted dice es, precisamente, otra de las cla-
ves herméticas. Pero profundizar y discutir ese tema
nos llevaría toda la noche y probablemente unas cuan-
tas más. De todos modos, debe concederme que no es
tan descabellado lo que acabo de decirle, ¿o sí?
-Le confieso que, sin asimilarlo directamente al
pensamiento hermético, he pensado algunas cosas co-
mo ésa. Pero claro que sigo considerando infundado su
paralelismo.
-Es un breve divertimento, como para ir entran-
do en tema. Tómelo como una especie de introito de-
portivo, una especie de ballet marcial previo al gran e-
vento. Y diga usted, Cebrián, ¿a qué filósofo le gustaría
que examináramos según mi lupa?
-Mire, no sé si puede considerarse estrictamente
un filósofo, pero últimamente me he vuelto devoto de
Gregory Bateson; y hasta donde sé, cada vez más gente
se une a esta especie de consideración que al parecer
excede holgadamente la cuestión intelectual.
-No habría podido elegir un autor más apropia-
do para graficar lo que trato de comunicarles. Bateson,
zoólogo, etnólogo, psiquiatra, epistemólogo, genetista,
todo eso y varias cosas más, es quizá el último gran al-
quimista. Se han dicho y escrito infinidad de cosas so-
165
Gabriel Cebrián

bre él y sobre su pensamiento, tan inquieto, abarcativo


y multifacético. Encarnó el ideal del hombre de conoci-
miento, demostró a los occidentales que su configura-
ción cósmica es sólo una más y quizá una de las más
tiránicas y arbitrarias. Me cuesta creer que no se haya
considerado a sí mismo un alquimista con todas las de
la ley; aunque sospecho que lo más probable es que lo
haya hecho y no se haya atrevido a manifestarlo, por-
que ya bastante le costaba que lo tomaran en serio sin
estas “excentricidades” adicionales. El statu quo es im-
placable con quienes lo enrostran con sus contradiccio-
nes e inconsistencias, a estas alturas ya grotescas.
-Es cierto –concedí; claro que hay que tener en
cuenta que yo soy más dado que el Luichi a esta clase
de abigarramientos ideológicos.
-Y para terminar, mi querido Claudio, ¿quiere
mencionar algún pensador?
-Yo de filosofía, mucho que digamos, no sé. Pe-
ro me gustaría saber qué opina de la poesía.
-¿Qué opino de la poesía? Bueno, esa pregunta
sí que no me la esperaba. Déjeme ver... en un principio,
cuando a un mamífero -que comenzaba a erguirse- se le
ocurrió descubrir... o mejor diría atribuir, funciones
simbólicas a gestos, pinturas, estatuillas o fonemas, la
cuestión inmediatamente adoptó, por imperio de las cir-
cunstancias, conntotaciones de suyo más trascendenta-
les aún, por cuanto fueron vinculadas casi de inmediato
al sustrato infinito que fue personalizado por el concep-
to que asociamos con dios-el-padre. A lo largo de las
primeras etapas evolutivas de esta experiencia que nos
despegó definitivamente de la animalidad, al menos en
166
REPTILIA y otros ensueños

términos de relación con el ecosistema, surgieron las


tradiciones difundidas por todo tipo de rapsodas. Du-
rante milenios la poesía fue el canal casi exclusivo de
transmisión de conocimientos, fueran objetivos o no.
Después los enajenados de siempre fueron desvinculán-
dola cada vez más de esos altos cometidos. Hoy día,
por cada poeta cabal que viene al mundo, una legión de
payasos presuntuosos y remilgados no solamente neu-
tralizan su aporte sino que ayudan a confinarlos en el
arcón de la oligofrenia, siempre cómplice de toda clase
de oscurantismos reaccionarios. Y conste que la verda-
dera innovación es, desde mi punto de vista, una vuelta
a lo más absoluto y primigenio, lo más legítimo y basal
del pleno conocimiento que permitió todo tipo de cre-
cimientos vegetativos, desde las flores más excelsas
hasta las malezas más dañinas. Heidegger se plantó an-
tes cuando aseguró que para saber todo cuanto se podía
de metafísica había que remitirse a Parménides y Herá-
clito. Debió haber seguido la genealogía de ese conoci-
miento. Si así lo hubiese hecho, habría llegado a Toth,
sin duda alguna.

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬


Luego de aquello que había sido definido por el
anfitrión como “introito”, quedó claro que a pesar del
carácter misceláneo de su exposición, y equivocado o
no, sabía de lo que estaba hablando. Globalmente, com-
partí la observación del Luichi, en cuanto a lo vago y
general de sus analogías, pero eso no las invalidaba a

167
Gabriel Cebrián

menos que, como bien había señalado él mismo, mantu-


viéramos una larga y penosa discusión. En cuanto a su
visión particular de la poesía, debo confesar que la en-
contré de lo más atinada. Estoy cansado de oír loas y
ditirambos a los “sugerentes”, los “logófobos”, los “e-
mocionales”, los “minimalistas” y toda clase de etique-
tas que no hacen más que dar pátinas majestuosas a im-
becilidades ególatras mal disimuladas. Si hay algo paté-
tico es un idiota con veleidades poéticas, o sea el no-
venta y nueve coma nueve por ciento de los farsantes
que se autodenominan “poeta”. Si el paciente lector
despunta este vicio, me agradaría que tuviese a bien mi-
rar hacia adentro y averiguar con toda honestidad las
motivaciones y fundamentos de tal vocación. Me agra-
decerá por el servicio que estoy prestando a su evolu-
ción personal, al disuadirlo de no continuar por la vida
con una máscara tan incómoda. Más vale enfrentarse a
tiempo con una frustración que ir a dar de cabeza en e-
sos fuegos fatuos en los que arden tantos bufos incon-
cientes.
Unos cuantos tragos de ron con ananá después,
La Croix sirvió la cena. Nada extraordinario, pero tam-
poco estaba mal: muchos vegetales, mariscos, legumi-
nosas y arroz. Y excelentes vinos vernáculos. Ezili no
estuvo presente, tal parecía que esa tertulia en particular
sólo admitía hombres. Con las frutas volvió el ron, y
para cuando llegó el momento del acto central, esto es,
la historia que iba a contarnos La Croix, ya estábamos
bastante mareados.

168
REPTILIA y otros ensueños

“A los veinte años dejé mi Oxford natal para ra-


dicarme en Cuba. Ello así a causa de los negocios pa-
ternos. Allí fue donde aprendí español, ya que por más
que mi padre abandonó la isla a los pocos años, yo per-
manecí allí. Por nada del mundo iba a dejar ese paraíso
tropical por las brumosas islas británicas. Aparte, ya ha-
bía establecido los suficientes lazos afectivos para con
el lugar y su gente como para declinar todo lujo excesi-
vo, frente a un buen pasar en el Caribe. Pero estas vici-
situdes no son importantes; las traigo a colación nada
más que para establecer el marco de la historia en sí,
que comienza cuando, a raíz de mis intereses por las re-
ligiones afroamericanas y su vinculación con la ense-
ñanza fundacional que hace unos minutos pretendí rei-
vindicar como creo se merece, hicieron que me trasla-
dara a Haití, para tomar contacto con ese rito tan temi-
do que vulgarmente se conoce como Vudú. Hoy día no
sé si fue buena idea, pero lo haría nuevamente, porque
aunque esa experiencia ha traído algunos sinsabores a
mi vida, me ha recompensado con tesoros de conoci-
miento que hubieran permanecido vedados para mí si
no lo hubiese hecho.”
“En aquella época yo no había comprendido del
todo las Siete Leyes, así que era presa ideológica de esa
clase de anarquismo necio que reaccionaba aún ante lo
que sólo conocía de oídas. Había oído el lema Libertad
y anarquía, pero un poco de libertad y anarquía, a
raudales. Y lo había tomado en serio, hasta donde al-
canzaba. Hay que ver, también; mucho aguardiente,
hermosas mujeres negras, espiritualismos, conflictos ra-
ciales y políticos, en fin, qué mejor caldo de cultivo pa-
169
Gabriel Cebrián

ra una vida en esos términos, ¿verdad? Cuando uno es


joven es imprudente y derrocha salud, y tal vez sea bue-
no que así sea. Así de viejos tenemos menos bultos a la
espalda, no sé si me explico...”
“Mis primeros años, no obstante esas disipacio-
nes a las que hice referencia, transcurrieron mediana-
mente apacibles, por cuanto los utilicé para aprender
los idiomas entremezclados que esa gente habla, y para
habituarme a sus costumbres. Mas en cuanto afiancé
medianamente mi posición en su sociedad, comencé a
inmiscuirme en sus rituales. Con prudencia, por cierto,
yo también temía a ese culto, muchas veces considera-
do diabólico, de suyo más agresivo que sus análogos a
lo largo de toda América. Al principio respeté sus có-
digos, como por ejemplo no aventurarme de noche en
ciertos barrios sin el santo y seña pertinente. Ustedes
saben, allá existen sociedades presuntamente secretas
que todo el mundo conoce, mas mantienen esa falsa pri-
vacidad a base del terror que inspiran a los demás, que
temen quedarse sin su alma, o convertirse en zombies,
por la acción de esos que se llaman a sí mismos Zòbòp.
Pero luego, y a causa de haberme enredado sexualmen-
te con la bella esposa de un Oungan, un hechicero po-
deroso y líder temido por todo el pueblo, me volví más
osado. Hasta que una noche fui atrapado por esos mise-
rables, que me golpearon y me arrancaron un buen me-
chón de cabellos, y algunos pedazos de mi camisa. Yo
sabía muy bien de qué se trataba aquello, y sabía tam-
bién que debía actuar con rapidez si no quería terminar
gravemente enfermo, o quizá muerto. Mis cabellos y
mis ropas serían embotelladas con los Wangas, espíri-
170
REPTILIA y otros ensueños

tus maléficos dominados por el Oungan y que me ani-


quilarían de un modo perverso. Cualquier negro de por
allí se habría dado por muerto, habría ido a lamentarse
y esperar la enfermedad y el deceso, tal era el terror que
le profesaban. Pero yo no. Si bien sabía que su magia
podía ser terriblemente efectiva –lo había comprobado
en numerosas ocasiones-, no pensaba caer derrotado sin
dar lucha. Así que nomás me repuse un poco, corrí a
hablar con otro Oungan y le ofrecí todo el dinero del
que disponía si me ayudaba en ese trance. Pese a lo ten-
tador de la oferta, el Oungan dudó, porque inmiscuirse
en una disputa semejante bien podía significar su propia
muerte. Me dijo que tendría una buena posibilidad si
destruía el recipiente en los cuales el hechicero había
encerrado sus Wangas, dejándolos libres. Entonces era
muy probable que se volvieran contra quien los había
atrapado. Pero si estaban en buenos términos con el
Oungan, probablemente sería lo último que yo hiciese
en esta vida. Aseguró que lo más probable era que se
volvieran contra su captor, y que, de todos modos, ésa
era la única oportunidad que tenía. Me dijo adónde te-
nía su Oufó, o sea, su templo. Así que corrí, sangrando
aún de mi arco superciliar derecho a causa de la recien-
te golpiza. Y tuve suerte, el Oungán y sus adeptos, los
que me habían golpeado, estaban en el peristilo, tocan-
do sus tambores -el manman, el segundo, el boula- alre-
dedor del poteu-mitan, poste en el que se relacionan los
hombres con los loas. Así que me proveí de un buen pa-
lo y, antes de que pudieran reaccionar, rompí todas las
vasijas del Péyi (el altar, o la estantería donde tienen
todos sus ídolos, las ofrendas y los objetos de culto).
171
Gabriel Cebrián

Cuán desesperado estaría que completé una destrucción


total en unos pocos segundos. Enseguida oí los gritos.
Tomé un enorme machete que estaba apoyado sobre el
Péyi y me dispuse a luchar por mi vida. Pero el griterío
obedecía a otras causas, ya que ninguno vino por mí.
Sin embargo, se habían congregado alrededor del Oun-
gan, que estaba convulso, como presa de la agonía. Así
que huí, siempre cargando este machete que es ése que
pueden ver ahí. Al otro día vino a verme el Oungan que
me había ayudado. Yo había permanecido encerrado en
casa con Aida, la madre de Ezili. Reclamó toda mi for-
tuna, y yo le ofrecí casi toda. Le supliqué que me dejase
lo suficiente como para huir con Aida a Cuba. Pero él
insistió en que debía cumplir mi parte del trato, y que e-
ra asunto nuestro cómo huiríamos después, si es que
podíamos hacerlo, dado el revuelo que habíamos causa-
do. Le dí el dinero y mis pertenencias, pero había ocul-
tado parte de él con los fines que dije.”
“Así que pasamos unos cuatro años en Barade-
ro. Allí nació Ezili, y comenzamos a creer que la pesa-
dilla había terminado. Una tarde, sin embargo, y para
mi desasosiego, me topé con el Oungan que me había
ayudado a librarme de su colega. Pareció alegrarse al
verme, y también al oír que las cosas marchaban muy
bien. Insistió en ver a Aida y a la pequeña, y no tuve
más remedio que invitarlo a casa. Maldito el momento
en que lo hice. Durante la cena hablamos generalidades,
de cómo eran las cosas en Cuba, y de cómo estaban en
Haití, entonces bajo el régimen dictatorial de los Duva-
lier. Luego serví tres copas de ron con jugo de frutas,
las distribuí y fui al baño. Cuando volví, Aida estaba en
172
REPTILIA y otros ensueños

la cocina aprestando algún dulce, y me pareció ver que


el Oungan se movía bruscamente, apoyando una copa
frente a sí. Seguramente puso alguno de sus filtros en
mi copa, pensé, y esperé la oportunidad de volver a
cambiarlas. El hechicero se distrajo un momento jugan-
do con Ezili y tuve mi oportunidad. Al poco rato cayó
como fulminado, y me felicité por la perspicacia que
había salvado mi vida, o al menos la voluntad, porque
seguramente estaba tratando de convertirme en su zom-
bie, como castigo a lo que había supuesto una felonía
de mi parte. Pero esa sensación de triunfo se hizo añi-
cos al ver que Aida caía presa de iguales síntomas. Los
dos lucían como muertos, pero yo sabía que no lo esta-
ban. Tiempo después los hice reaccionar, que es un de-
cir, porque estaba absolutamente catatónicos. El Oun-
gan hacía todo y cuanto yo le ordenaba, pero yo no era
capaz de movilizar a Aida. Ello porque era el Oungan
quien la había hechizado, y él a su vez, había perdido
toda voluntad. No podía verla así, tan hermosa, y tan
vacía. Así que terminé con su sufrimiento y el nuestro.”

-¿Y qué hizo con el Oungan?


-Lo conservé como mi esclavo personal. No se
merecía otra cosa.
-¿Y acaso pretende que le creamos semejante
disparate? –Preguntó el Luichi, agresivo ya por la bo-
rrachera y por la sensación de que La Croix estaba in-
tentando tomarlo por estúpido.
-Está aquí mismo, en la sala contigua. Espere.
Abrió la puerta y dijo Papa Legba, preséntate a
los invitados. Un negro anciano, de mirada perdida, in-
173
Gabriel Cebrián

gresó y nos hizo una reverencia. -Ahora –prosiguió La


Croix- prepara cuatro tragos de ron. –Y añadió, diri-
giéndose a nosotros: -Prepara buenos tragos, pero hay
que especificarle la cantidad. Quedó medio idiota, uste-
des saben.
Tomamos el trago y nos marchamos, prometien-
do encontrarnos de nuevo. Nos marchamos el Luichi y
yo, ya que Claudio subió nuevamente a la habitación de
Ezili a continuar viendo su colección de mariposas... en
fin. Durante el viaje de vuelta me tuve que aguantar su
perorata acerca de que el tipo estaba loco, que el negro
debía ser un actor entrenado para hacerse el tonto (cosa
que seguramente no le costaría demasiado), que La
Croix capaz era un envenenador, por lo que suponía
que debíamos ir a hacernos un chequeo médico, etcéte-
ra. Tal susto tenía encima que quiso quedarse a dormir
en mi casa, por si a alguno le daba un ataque de cata-
lepsia.

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬

Al día siguiente no me desperte hasta bien pasa-


do el mediodía. El Luichi seguía durmiendo, roncando
tan ruidosamente que cualquier sospecha de catalepsia
se hubiera visto ridícula.
Me senté a tomar un café y a fumar el primer ci-
garrillo del día. Encendí el televisor, comencé a hacer
zapping hasta que una imagen me heló la sangre.

174
REPTILIA y otros ensueños

-¡Luichi, vení a ver esto! –Grité, pronunciando


las palabras rápido, para perder lo menos posible del
audio.
-Eh, qué pasa, tío, que gritás, no ves que me
duele la cabeza...
-Shhhh, callate, mirá.
Se veía la finca de estilo victoriano berreta en la
cual habíamos pasado la velada anterior, y unos tipos
llevando cadáveres cubiertos en sendas camillas. Miste-
rioso asesinato en City Bell: al parecer se trataría de
un hombre de ciudadanía británica y una joven de co-
lor. Estamos aguardando precisiones. En cuanto las
tengamos les informaremos. Ahora volvemos a estu-
dios.
-Yo te dije –Observó el Luichi, cuyo malhumor
habitual se veía agudizado por la resaca. –Ese tipo está
loco.
-Estaba. ¿Qué mierda habrá pasado? ¿Y Clau-
dio?
-Qué sé yo. El cronista no dijo nada, ni de Clau-
dio ni del negro que se hace el zombie. Tiene que haber
sido uno de los dos. Mirá en el kilombo que nos fuimos
a meter... hay huellas digitales nuestras en todos lados.
-No te hagás problema. Los peritos argentinos
no son como los que salen en el Discovery Channel,
quedate tranquilo.
-Dale, hacete el vivo, encima.
-La única forma en la que nos pueden relacionar
es si lo atraparon a Claudio. ¿Vamos hasta la casa, a ver
si está, y si sabe algo?

175
Gabriel Cebrián

-¿Estás loco, vos? Ni en pedo. No quiero ver


nunca más a Claudio, a ese negro, y tal vez a vos,
tampoco; mirá en los quilombos que me metés...
-¿Yo, te metí? Viniste solo, no hinchés las pelo-
tas. Y si querés, quedate. Yo me voy a ver qué pasó, y
si tengo algo a qué atenerme.

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬

Llegué a casa de Claudio. Toqué timbre y me


pareció oír algo, un ruido apagado, como producido por
alguien que no quiere delatar su presencia para que el
visitante se vaya.
-Claudio, soy yo, Gabriel –dije, acercándome a
la persiana. Al cabo de unos segundos ésta se abrió lo
suficiente como para permitir ver por las hendijas. Y u-
nos segundos después me hizo pasar. Tenía una cara
que era el paradigma del dark, pero no parecía estar
muy orgulloso por ello. Más bien lucía sumamente pre-
ocupado.
-¿Qué pasó?
-Viste, qué escándalo. Creo que voy a desapare-
cer del mundo por un par de meses, por lo menos.
-¿Vos, los mataste?
-No. Bueno, en cierta forma, tal vez.
-¿Cómo?
-Mirá, te voy a contar todos los detalles pero si
me jurás que no le vas a contar a nadie ni lo andás es-
cribiendo por ahí, después.
-¿Te parece que haría una cosa así?
176
REPTILIA y otros ensueños

-Y, tratándose de vos, que sos un inconciente...


mirá, las cosas fueron así. Subí a la habitación de Ezili,
y me estaba esperando. Ya ahí algo me olía mal, era to-
do muy rápido, muy servido, vos me entendés... se me
tiró encima, con un frenesí sexual que me aturulló. Pero
yo estaba bastante borracho, y dudé que fuera a com-
placerla, así que fui al baño y me colé una pastilla de
éxtasis.
-Mirá vos, qué hombre de recursos...
-Y bueno, qué vas a hacer, a veces la química
ayuda, viste. La cosa es que volví, hecho una furia, y
cuando metí mano...
-No me digas...
-Sí te digo. La hermosa Ezili era un muchacho.
-No te puedo creer...
-Sí, la concha de su madre. ¿Ves que debí ha-
berlo matado yo? Tantos besos, de lengua para colmo...
puaj!
-Mmmh, qué asquito. ¿Y por eso los mataste?
-No, estaba de visitante, así que después de pu-
tearlo lo más discretamente que pude, me iba a ir. El
puto ése se quedó en la cama lloriqueando como una
mina, te juro.
-¿Y no te dio para echarle uno, aunque sea de
contención?
-No seas hijo de puta, cómo te podés reír, en-
cima... así que cuando me iba, como alma que lleva el
diablo (que así me parecía que era, literalmente), en el
parque nocturno me topé con el zombie. Casi me muero
del susto. Pero el tipo estaba ahí, tan humilde, tan cara
de nada, tan indefenso... que me dio lástima.
177
Gabriel Cebrián

-Ah, ¿sí?
-Sí, Gabriel qué querés que te diga... fue ahí que
me puse a pensar que el hijo de puta ése de La Croix
nos había mentido. Ezili no era hija suya. Por ahí era
hijo, lo cual no dejaba de ser mentira. Y si había men-
tido en eso, probablemente nos habría mentido en todo.
El negro aquél podía ser un obrero de su plantación, u-
na buena persona, vaya a saber, que había sido usada y
manipulada para esos experimentos enfermizos.
-Sí, tenés razón, vaya uno a saber...
-Bueno, la cosa es que, como te decía, lo ví ahí,
tan indefenso, tan incapacitado, tan sometido a la vo-
luntad de un par de degenerados hijos de puta que hice
causa común con él, desde el asco y la frustración que
había obtenido de Ezili.
-¿Y qué hiciste?
-Le mandé un éxtasis a él también.
-No me digas que...
-Unos momentos después comenzó a gritar de-
saforadamente, en un idioma desconocido, seguramente
el criollo de por allá. Otra vez casi me da un infarto.
Después corrió hacia la casa, y sin saber qué hacer, me
quedé viendo hasta que arrancó el machete que colgaba
de la pared, ése con que dijo huyó del Oufó. Entonces,
previendo la masacre, continué en lo mío que, como te
decía, era huir como alma que lleva una legión de dia-
blos. Me encerré acá y me quedé temblando. Ahora es-
toy pegado al televisor, mirando los noticieros y rezan-
do para que no venga la policía a buscarme.

178
REPTILIA y otros ensueños

‫٭‬ ‫٭‬ ‫٭‬


Ustedes dirán por qué, hoy día, cuatro años y
medio después, se me ocurre contarlo. Lo hago por tres
razones: la primera porque tanto el Luichi como yo so-
mos ajenos a todo acto criminal que pudiese haber su-
cedido aquella noche delirante; la segunda, porque el
nombre de Claudio no es tal y hoy día vive en Europa,
ni siquiera sé muy bien adónde; y finalmente, porque
creo que es mi deber hacer públicas las extraordinarias
propiedades terapéuticas que tiene el éxtasis, y que fue-
ran descubiertas por un azar que -casi diría- desafía la
causalidad hermética, a través de nuestro amigo dark
(con quien no hablo desde hace años; pero no obstante
estoy seguro de que no debe tener el menor interés de
atribuirse mérito alguno respecto de tal aporte a las
ciencias de la salud).

179
Gabriel Cebrián

180
REPTILIA y otros ensueños

Índice

Reptilia......................................... 5

Uno: El códice............................... 7
Dos: Filaria.................................. 30
Tres: LuoTatoohua...................... 44

Otros ensueños

Deus et lingua.............................. 67
Te digo que fue orsái................... 71
Apuró el trago.............................. 74
Investigador transfigurado........... 78
Ió lo he conocío al tal Loayza.... 119
Logonautas................................. 123
Un gótico rioplatense................. 129

Índice.......................................... 181

181

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