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Gabriel Cebrián

© Stalker, 2003
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Ilustración de tapa: Gabriel Cebrián

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Sucedáneos

Gabriel Cebrián

Sucedáneos

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Gabriel Cebrián

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A Marcela.

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“Maldito seas Satanás


quítate el antifaz,
en ese espejo no cabemos los dos”

(Del álbum “Enemigos íntimos”, de Joaquín Sabina


y Fito Páez)

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Sucedáneos

Paso la mano sobre el vidrio empañado y abro una


ventana redonda que me permite mirar hacia afuera,
hacia la noche fría y húmeda de junio, aunque las i-
mágenes se dirtorsionen en acuáticos desenfoques.
Por la calle suburbana de vez en cuando pasan autos,
digamos... dos o tres por minuto, con su concierto de
luces en tránsito y ruido de motor con fondo de siseo
de neumáticos sobre el pavimento mojado. Acá a-
dentro, sobre la mesa de este oscuro bar, solos, como
cada noche, yo, mi copa, mis cigarrillos, mi encen-
dedor, mi cuaderno, mi birome y los recuerdos y
fantasías que confluyen y conspiran para arrojar una
especie de máculas compulsivas que embadurnan de
signos al papel.
Antes que nada, y más allá de cualquier cosa que se
pueda conjeturar, lo anterior no constituye en modo
alguno uno de esos soliloquios en los que suele en-
frascarse un escritor mientras tantea eventuales lí-
neas argumentales sobre las cuales encauzar su nue-
va historia, no; nada de eso. Lo mío es compulsivo,
como ya dije, y si el tan mentado síndrome de la ho-
ja en blanco existe, en mí parece funcionar exacta-
mente al revés.
He tenido mil vidas, pienso, he vivido mil veces,
mientras extraigo una servilleta de papel, y luego de
levantar la copa, la restrego sobre el rastro circular
de líquido y la dejo a modo de posavasos. Semejante
acervo debe ser lo que provoca esa suerte de fluir
infundibuliforme de expresión, que se manifiesta co-
mo avalancha de palabra escrita, y que apenas si da
resuello a la operatoria del amanuense atosigado por
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innumerables voces que se disputan prioridades en


su interioridad. Pero parece ser que, así como he vi-
vido mil veces, he muerto otras tantas, o sea, tantas
menos una, muerte que correspondería, por ahora, a
esta vida actual. Me gustaría aclarar, aunque segura-
mente es ocioso, que no me refiero a que he experi-
mentado esa suerte de iluminación nirvánica que nos
contacta con avatares anteriores, no. Simplemente he
vivido y muerto demasiadas veces en ésta vida, y su-
pongo que más de uno sabrá a qué me refiero por
propia experiencia.
Le hago una seña al Gordo mostrándole mi copa va-
cía. El Gordo me hace un guiño desde detrás del
mostrador y se vuelve a por la botella. Luego da la
vuelta, viene y me sirve. En tanto lo hace, como ca-
da noche, cabecea en referencia a mi cuaderno y me
pregunta:
-¿Cómo va eso?
-Ojalá lo supiera –respondo, sin mayor ánimo de en-
trar en diálogo acerca de ese tema específico con a-
quel interlocutor específico.
-Seguro que marcha bien. Yo te tengo fe.
-Bueno, creo que no es una cuestión de la que se tra-
ta de tener fe o no. No estoy buscando nada, sabés.
Es más que nada, despuntar el vicio. Es un berretín.
Por otra parte, viste, no hay mayor verdad que la que
dice el tango ése cuando dice que la fama es puro
cuento. Yo la tuve, vos sabés, y no me dejó gran co-
sa. Nada bueno, bah.

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Sucedáneos

Deja la botella sobre la mesa y también sobre ella a-


poya sus gruesos puños, me mira con sarcasmo y
suelta:
-Bueno, pero te dejó guita, ¿o no?
-¿Y a vos te parece que la guita es algo bueno?
-A mí, sí.
-Mirá, tal vez si tuviera que ganarme la vida, al me-
nos tendría algo por qué luchar.
-Te quejás de lleno. Me parece que no sabés lo que
decís –alega, con cierto desdén, seguramente un po-
co de resentimiento ante lo que supone un snobismo
de mi parte, y vuelve a su posición. Claro que algo
de razón debe tener, pero no es una línea de análisis
que yo esté dispuesto a abordar, precisamente en es-
te momento.
Unas pocas personas beben y platican somnolientas
en las otras mesas. En los parlantes suena Joaquín
Sabina. Torpe como un suicida sin vocación, canta,
y me parece una buena frase. Vuelvo a mirar por la
ventana acuosa abierta sobre el vidrio por mi mano
minutos antes, y veo que en la puerta del bar una jo-
ven de unos veinticinco años, rubia, de tan buen as-
pecto que se advierte aún con la distorsión visual re-
ferida anteriormente, discute con un joven de más o
menos su edad, ajenos ambos (al parecer a tenor de
la importancia de la disputa) a la pertinaz llovizna
que cae sobre ellos. De pronto, el muchacho le plan-
ta un beso en la mejilla y emprende la marcha cami-
nando; pasa a mi lado vidriera de por medio y desa-
parece a mi detrás. La mujer se queda viéndolo irse
durante un buen rato, quizá hasta perderlo de vista.
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Parece querer guardar morbosamente esa imagen de


la ruptura en su memoria. Luego entra en el bar, en-
juga un poco su pelo y su abrigo, deja este último
colgar sobre el respaldo de una silla que corresponde
a una mesa que está a escasos metros de la mía, y se
sienta de modo que quedamos enfrentados. Me mira
como diciendo ¿vos qué mirás?, yo me encojo de
hombros y miro para otro lado, llevo la copa a mis
labios y sorbo un buen trago. He pasado por situa-
ciones como la que parece estar pasando ella tantas
veces... tal vez le vendría bien a aquella muchacha
hablar conmigo, pero lo que es a mí...

Abro el cuaderno. Acabo de terminar un relato catár-


tico basado en hechos y circunstancias, si se quiere
reales, acerca de los acontecimientos que rodearon al
accidente en el que perdieron la vida casi todos los
integrantes de una famosa banda de rock, y que tal
vez me animaría a publicar si no fuera por la insos-
layable sospecha que inducirá al público a creer que
estoy especulando con la sangre de mis ex camara-
das. Tal vez vea la luz cuando la muerte advierta que
le quedé en el tintero y venga finalmente por mí, pe-
ro ese asunto también me tiene bastante sin cuida-
do. Veamos qué sale ahora...

El sol se iba escurriendo como un drenaje de sangre


sobre los verdes morros de aquél lugar muy lejos de
cualquier poblado, en una fazenda de la Isla de Ita-
parica. Otro día había concluído, uno no muy fruc-
tífero en cuanto al hallazgo de piezas en la excava-
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ción correspondiente a una caverna que se suponía


era un asentamiento humano de hace unos setecien-
tos años, en la cual participaba Kathy Finders. Ka-
thy salió de los subsuelos de la cueva y, cegada por
el fulgor rojizo del ocaso, pensó casi mecánicamente
en la alegoría platónica. Iba cargada con un par de
baldes con muestras poco atractivas, o que al menos
no colmaban las expectativas de una antropóloga
ambiciosa y de prestigio creciente como lo era ella.
Tendría tiempo de examinarlas mejor esa noche, a
la luz del fuego que cotidianamente se encendía en
medio del carperío que albergaba a expertos y estu-
diantes.

Bueno, es un comienzo. Otra vez muestro mi copa al


Gordo, que esta vez, por suerte, la vuelve a llenar en
silencio. Parece algo mosqueado, ya se le va a pa-
sar. Veo que la rubia ya no me mira con fastidio, si-
no que lo hace con un dejo de curiosidad. Nada nue-
vo. La gente se mostraba curiosa al ver un indi-
viduo algo entrado en años, de larga cabellera y bar-
ba canosa, bebiendo solo y, sobre todo, escribiendo
en una mesa de bar. Y aún más llamaba su atención
cuando podían reconocer en mí al Gringo Bersa, el
antiguo guitarrista sobreviviente de Richter 7.3, la
célebre banda que lo fue aún más luego de la men-
cionada tragedia. Ahora soy yo quien la mira como
diciendo ¿qué mirás?, y ella la que se encoge de
hombros y mira hacia otro lado. Vuelvo al cuaderno,
advirtiendo que estoy visualizando a Kathy Finders

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como la muchacha ésta con la que cruzamos miradas


inquisidoras y gestos excusatorios, alternativamente.

Llegó a su carpa y dejó los baldes fuera, ya que días


atrás vio salir un tremendo arácnido de uno de e-
llos, y no quería ese tipo de sorpresas otra vez. Des-
corrió el cierre de un tirón rápido, la cremallera
produjo su clásico glissando ascendente, entró en la
carpa de rodillas, tomó jabón, shampoo, calzones y
medias limpias, encendió un Lucky Strike, salió y
emprendió el camino hacia la cachoeira, a unos
cuatrocientos metros de allí, donde se higienizaba
casi todos los días. Había salido de la excavación u-
nos minutos antes para poder gozar de un baño más
cómodo e íntimo. Detestaba esos baños en la casona
del dueño de la fazenda, con escasa agua y abun-
dante público. Al contrario, caminar entre esas lo-
madas verdes de suaves pendientes, entre palmeras
y cebúes, entre crepusculares cromáticas celestes,
hasta llegar al sitio en donde un arroyuelo se preci-
pitaba desde unas rocas rojizas cortadas a pico exu-
dando tenues halos de espuma, era por lejos lo más
gratificante que le ocurría luego de aquellas jorna-
das de sofocación subterránea.
Llegó a la caída de agua. Miró alrededor, y nada
más que animales, vegetación, morros y cielo po-
dían verse en la claridad menguante del atarceder.
Se quitó la ropa y se sentó en el pequeño embalse
pedregoso que se formaba al pie de la pequeña cas-
cada. El contacto con la frescura del agua era mag-
nífico. Apoyó su espalda contra la pared de roca y
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dejó que la corriente fluyera sobre su torso, su pelo,


su cara; incluso bebió. Se relajó tanto que ya había
anochecido cuando echó mano a los artículos de to-
cador.
Mientras se fregaba el pelo, tuvo un breve lapso de
disgusto al proyectar la imagen mental de Pat Cor-
nell, arqueólogo de Yale y responsable de aquella
excavación -que tenía por objeto encontrar restos de
culturas proto-arawaks en las islas de la Bahía-. Re-
sultaban más que evidentes los celos profesionales y
el encono personal que se prodigaban mutuamente.
A regañadientes la había aceptado en esa empresa,
y éso solamente por cuanto algunos popes de la es-
pecialidad habían intercedido por ella. Le resultaba
por demás molesto que todo el tiempo la estuviera
escudriñando, vigilando, a causa del más que funda-
do temor de que, en caso que hallara alguna pieza
interesante, se la ocultara para después sacar su
propio provecho; provecho que de todos modos y en
todo caso correspondería a sus méritos, más allá de
las eventuales jerarquías que obedecían absoluta-
mente a circunstancias sociales o políticas, las que
en ningún caso se compadecían con razones de mé-
ritos académicos o capacidades personales.

Termino otra copa y apachurro otra tagarna contra el


fondo del cenicero de vidrio, ya a estas alturas bas-
tante colmado. La brasa se resiste a extinguirse y si-
gue arrojando una columna de humo blanco, hace ar-
der una colilla apagada anteriormente y entonces la
combustión genera un olor acre desagradable; así
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que tomo una tercera y aplasto cuidadosa y enérgica-


mente cada foco ígneo, con fastidiosa determina-
ción. Intento mirar hacia fuera una vez más, pero la
humedad ahora más densa, solo me permite ver for-
mas absolutamente borrosas de luces de colores so-
bre fondo negro, y cuya sinuosidad las hace cambiar
caleidoscópicamente ante el más leve movimiento
de cabeza. Extraigo otro lienzo de papel del serville-
tero y lo paso por la superficie vítrea de modo que al
tiempo de desempañar, absorba la humedad distor-
sionante; con lo cual, ahora sí, consigo discernir me-
jor lo que discurre allá fuera.
¿Existirá acaso un paño, digamos... mental, que per-
mita aclarar de modo análogo las imágenes borrosas
y distorsionadas que nos vienen a la conciencia des-
de la memoria? Creo que buena falta me haría, para
poder desembrozar la maraña de recuerdos, de cuasi
recuerdos, de remembranzas patinadas por capas y
capas de fantásticas adherencias, de reminiscencias
alteradas por las circunstanciales interpretaciones
provocadas por un yo inmerso hasta el tuétano en el
drama existencial... tal vez la clave esté en incre-
mentar los umbrales de lucidez, pero con este modo
de vida que llevo y a estas alturas, parece una causa
perdida. Deberé conformarme con los datos imper-
fectos y subjetivos de un bagaje simbólico y preñado
de autorreflexivas sublimaciones.
La muchacha rubia revuelve una copa alta, de base
fina y boca ancha, que contiene un líquido color ver-
de claro. Seguro que debe tener menta, pienso, mien-

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Sucedáneos

tras mediante la reiterada seña solicito al Gordo otro


J&B.
-Te dejo la botella, si no me vas a hacer dejar un sur-
co, desde allá hasta acá. Igual, por la guita no hay
problema, ¿no? –Insinúa, con un guiño.
-Decime, ¿te jodió, ese comentario?
-No Gringo, todo bien. Aparte, vos sos uno de mis
mejores clientes, no me voy a poner a discutir con
vos. A mí sí me importa la guita.
-Está bien –acuerdo, mientras tomo la botella y me
sirvo una generosa medida. –No te preocupes, si las
cosas en ese sentido van mal, cosa que no creo,
siempre tendrás en mí un socio dispuesto a aportar
capital para mantener la nave a flote.
-Mirá que te lo tomo en cuenta, eh.
-Pero es que hablo en serio. Fijate, vos sabés... esto
es más mi hogar que mi propia casa. Si se te ocurre
cerrar, te mato. Che, hablando de otra cosa, ¿qué es
eso que está tomando la mina aquella? –Le pregunto,
y justo en ese momento ella me mira, aunque no cre-
o que haya oído.
-Un trago que se llama Perro Verde.
-¿Y qué tiene?
-No sé, me parece que menta, piña colada, vodka y
no sé qué otra porquería. Esperá que le pregunto al
pibe que los prepara.
-No, dejá, no importa.
Ahora la botella de J&B se agrega a la íntima gestalt
que queda configurada por los bordes de la pequeña
mesa cuadrada frente a la cual estoy sentado, hus-
meando ora hacia fuera, hacia el húmedo nocturno, a
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Gabriel Cebrián

través del círculo irregular que transparentara la re-


distribución de humedades sobre el vidrio, causada
primero por mi mano y luego por una servilleta de
papel; ora a la bella rubia sentada en otra mesa simi-
lar a la mía en posición enfrentada a mi respecto,
que parece haber terminado de romper una relación
amorosa y que bebe pausadamente su Perro Verde, y
de cuando en cuando intercambia miradas y leves
gestos conmigo, situación casi inevitable debido al
antedicho posicionamiento. Pero en el microsistema
que constituye mi mesa y del que les hablaba hace
unos instantes, también están el cuaderno y la biro-
me, en cuyas profundidades me sumerjo, y me abs-
traigo del bar, de la calle, de la muchacha rubia, in-
cluso de mí mismo. Los únicos elementos que pare-
cen entrar en ese espacio abierto allá, en Itaparica, y
que corresponden a este mundo fenoménico que me
rodea con sus impresiones si se quiere concretas, co-
mo una suerte de anclas newtonianas que me impi-
den trasladarme integralmente a percibir las escenas
del sitio arqueológico, son el vaso de whisky y los
cigarrillos, a los que recurro constantemente, debido
a la ansiedad que siempre me han producido todas
las actividades creativas que se me haya ocurrido de-
sarrollar.

Cuando iba arribando nuevamente al campamento,


pudo ver las llamas que indicaban que el fogón ya
se había encendido. Otra noche más, fingiendo ca-
maradería, además de entusiasmo por las estúpidas
canciones americanas y también brasileras, de las
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Sucedáneos

cuales apenas si entendía algunas pocas palabras y


con las que los estudiantes locales se encabritaban,
tocaban instrumentos autóctonos, hacían batucadas
y hasta bailaban esa suerte de danza marcial a la
que llamaban “capoeira”. Luego de dejar los ele-
mentos en su carpa, desplegó una pequeña silla, se
sentó y encendió otro cigarrillo. La noche era calu-
rosa, y en el cielo, hacia el este, comenzaban a pro-
ducirse algunos relámpagos. Quizá esa noche el fo-
gón se frustrara por razones climáticas, pero vaya a
saber...
Dos estudiantes morenos, al parecer quienes habían
iniciado la fogata, la saludaron y le preguntaron si
había ido a la cachoeira. Ella respondió afirmativa-
mente, y fue objeto de un par de bromas en por-
tugués que no alcanzó a comprender, y que causa-
ron mucha gracia a los mismos que las formulaban.
Supuso que tendrían que ver con alguna cuestión
picaresca, por el modo y el tono, además de la evi-
dente atracción sexual que la bella antropóloga
blanca ejercía especialmente sobre la muchachada
de color. Luego le pidieron cigarrillos, y, entre risi-
tas, le dijeron que no se enojara: “é só uma brin-
cadeira”, se excusaron, y eso lo entendió. Les convi-
dó los cigarrillos, y ellos a cambio le invitaron unos
tragos de cachaza. A Kathy no le agradaba para
nada aquel licor barato y aguardentoso, pero como
corresponde a una buena antropóloga, le pareció i-
napropiado rehusar, así que bebió unos pocos tra-
gos disimulando el rechazo, y devolvió la botella. Ya
aparecían en oleadas de cuatro o cinco, grupejos de
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profesionales y estudiantes que volvían con su carga


del sitio, en unos casos. O de las duchas colectivas,
en otros. Americanos, italianos, franceses, argenti-
nos, uruguayos, brasileros, todos, un total de unos
cuarenta y cinco, a clasificar piezas, a participar del
fogón o simplemente a descansar. Kathy general-
mente encontraba algo gracioso en esos diálogos
que se suscitaban en las noches, entorpecidos por
las diferentes lenguas, en esa pequeña babel de de-
senterradores de reliquias del pasado.

Tal vez haya sido debido a un percepto proviniente


de mi campo de visión periférica, tal vez a uno de
orden auditivo –ruido que hace la silla al ser arras-
trada,- o, lo más probable, a ambos, levanto la vista
del cuaderno justo a tiempo para ver a la joven in-
corporarse y dirigirse hacia el baño. Tiene un cuerpo
magnífico, que acompasa perfectamente con la no-
bleza y finura de sus rasgos. El joven que la dejara
plantada tan intempestivamente un rato antes, debía
estar sobrado de mujeres o era un tonto de capirote.
Aunque tal vez podría ser que fuera solo un amigo, o
un pariente, con el cual discutiera acerca de asuntos
o conflictos familiares... pero no, pensándolo bien,
tanto esa disputa bajo la llovizna, esa resolución cor-
tante de la situación por parte del joven y sobre todo,
la actitud de la mujer, que permaneció largos mo-
mentos viéndolo marcharse, sugerían de modo ine-
quívoco el trasfondo pasional de la situación. Claro
que no era asunto mío. O sí, teniendo en cuenta que
se había desarrollado justo frente a mí, y por ello
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Sucedáneos

constituía una parte, insignificante si se quiere, pero


parte al fin, de mi experiencia total; y si existe una
providencia o cosa por el estilo que de alguna forma
equilibra todo cuanto sucede en este cosmos que nos
es dado experimentar, tal vez aquello tendría un e-
fecto determinante en el derrotero de mi actual exis-
tencia. En cierto modo, ya me había determinado,
por cuanto ya había dedicado unos cuantos minutos
de mi tiempo mental al análisis de dicha situación,
en detrimento de otras eventuales consideraciones
posibles, probablemente de orden literario. Y la inte-
racción visual y gestual con la muchacha bebedora
de Perros Verdes también me había modificado en
un sentido anímico, al menos, al punto que mi subje-
tividad, sin intervención alguna por parte de mis pro-
cesos concientes, la había proyectado idealmente co-
mo Kathy Finders, personaje central de una nueva
lucubración en ciernes.
Doy unos tragos y la acidez estomacal dice presente.
Me incorporo a mi vez, para ir al baño también yo, y
de pasada le pido al Gordo que lleve a mi mesa hielo
y soda. Cuando voy atravesando el ala lateral del
mostrador, rumbo a los sanitarios, veo salir a la jo-
ven y encaminarse en sentido inverso, de regreso a
su mesa; de modo que cuando nos cruzamos me veo
obligado –a causa seguramente de atavismos socio-
culturales difíciles de precisar- a pronunciar queda-
mente un “Buenas noches”.
-Buenas noches –responde, también en voz baja y
denotando algo de sorpresa.

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Gabriel Cebrián

Mientras orino, me pongo a pensar si ese intercam-


bio formal de “buenas noches” constituye técnica-
mente un diálogo, o al menos un inicio de algo por
el estilo. ¿Qué opinarían al respecto los analistas es-
tructurales del lenguaje? Bueno, parece excesivo lle-
gar a semejante nivel de evaluación, tan solo para
considerar lo que más bien luce como un resurgi-
miento del afán de mi vieja personalidad, inclinada a
abordar mujeres apetecibles, concluyo, mientras sa-
cudo y enfundo. Abro la canilla, restrego bajo el
chorro de agua los dedos que pudieron haber tomado
contacto con el orín, y advierto que no hay paños de
papel en el dispenser, así que me los seco en la parte
trasera del pantalón. Este Gordo...
Desando el camino hacia mi mesa y volvemos a cru-
zar miradas con la rubia, lo que me genera una suer-
te de vacilación anímica que difícilmente podría ana-
logar a timidez. Me siento, sirvo más whisky, le a-
grego un poco de soda de la jarrita de cerámica que
el Gordo dejó momentos antes, intento tomar un hie-
lo (de ésos de forma tubular) con la pincita de metal
y resulta que vienen todos pegados en un bloque. Se
nota que guardan en el freezer los baldecitos de me-
tal ya llenos, y el cliente, que se joda. Deberían man-
dar, aparte de la pincita, un picahielo. Entonces de-
vasto el témpano monobloque a groseros golpes de
pinza, ruidosamente, y desprendo unos cuantos frag-
mentos que arrojo sobre mi brebaje, ahora suaviza-
do. Enciendo otro cigarrillo. Bebo al aguado J&B , y
asumo con placer que de este modo podré trasegar
varios más, sin temer que se me agujeree el esófago.
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Sucedáneos

Sabina ahora canta algo sobre el muro de Berlín. Por


lo menos que le pongan hash a la pipa de la paz,
dice. No parece mala idea.
Paso una nueva servilleta de papel sobre la escotilla
abierta en la vidriera, justo a tiempo para ver arribar
en su auto a Leo Quaglia. Leo había sido el manager
de la banda y el productor de todos los discos. ¿Qué
diablos está haciendo aquí? Mientras Leo se toma
con sendas manos del parante y de la puerta del auto
para impulsar hacia fuera su obesa humanidad, pien-
so que ha venido por mí, que alguien le ha dicho que
aquí podía hallarme. Y a poco de ingresar al bar y
desplegar su vista hasta encontrarme, lo confirma.
Se acerca, y plantándose frente a mí de modo que in-
terrumpe el circuito visual establecido con la mucha-
cha rubia que al parecer acaba de terminar una rela-
ción amorosa y que bebe parsimoniosamente Perros
Verdes, me suelta:
-Viejo cabrón, sos más difícil de encontrar que Sad-
dam Hussein. –No puedo evitar que un reflejo de
risa me sacuda levemente.
-Buenas noches, Leo –saludo, y pienso que no hay
caso, que alguien en algún momento me debe haber
impuesto esa formalidad social de andar deseando a
todo el mundo buenos días, buenas tardes y/o buenas
noches. Leo se queda viéndome, con una estúpida
sonrisa en su rechoncha cara rubicunda, enmarcada
por pelo y barbas rojiblancos. Al cabo de unos mo-
mentos empiezo a sentirme molesto, justo cuando él
me pregunta:
-¿No vas a invitarme un trago?
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Gabriel Cebrián

-Mirá, ya nos saludamos, y me alegra verte bien. Te


invito todos los tragos que quieras, pero si los tomás
en otra mesa. Mirá la cantidad de mesas vacías que
hay. Tenés para elegir.
Haciendo caso omiso de mi sugerencia, aparta la si-
lla enfrentada a la mía y se sienta. La silla cruje de
modo tal que hace temer por la integridad de ambos.
Me refiero a él y a la silla, obviamente.
-Leo, estoy ocupado, ¿entendés? –Intento disuadirlo,
ya que por un lado es cierto que quiero permanecer
solo, escudriñando la experiencia de Kathy Finders
en ese espacio mental alternativo abierto reciente-
mente en Itaparica; pero por otro también es cierto
que sé absolutamente qué es lo que lo trae por aquí,
a contactarme, como lo ha hecho ya varias veces en
el pasado, y me fastidia sobremanera reiterar cíclica-
mente la misma secuencia.
-¿Ocupado? ¿En qué? Me dijeron que te andás ha-
ciendo el escritor, ahora. Y por lo que veo, parece
que es cierto –señala, cabeceando ligeramente hacia
atrás para señalar mi cuaderno abierto. Lo cierro.
-Yo no me ando haciendo el nada. Lo único que te
pido es... si me andás buscando, espero que no sea
para lo mismo de siempre. Ya te dije mil veces...
-Esperá, esperá un cachito. Vos no podés seguir ne-
gándote, no podés rifar una carrera, un prestigio, to-
do, así porque sí...
-No estoy rifando nada. Cumplí con los contratos
que tenía, como pude, y tomé una decisión que hace
a mi voluntad más sincera y a mi derecho como per-
sona a elegir lo que carajos me caliente. Eso es todo.
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Sucedáneos

Si es por ese rollo que me andás buscando, dejame


de joder y tomatelás. Ese tema no está sujeto a dis-
cusión, y mucho menos, a revisión –le aclaro, enfáti-
camente, de modo que sospecho que la rubia a sus
espaldas puede haber oído el tenor de mi alegato.
Me sirvo más whisky, también soda, y ataco al hielo
con la pincita tal vez demasiado enérgicamente, ya
que algunos fragmentos saltan sobre la mesa, se des-
lizan y caen sobre Leo.
-Bueno, bueno, no es para ponerse así. Estás algo
tenso, por lo que se ve.
-Ése es tu problema, ¿ves? No hace cinco minutos
que estás acá y es la segunda vez que decís “por lo
que se ve”. Vos estás muy preocupado “por lo que se
ve”, y difícilmente advertís que algunas cosas fun-
cionan “por lo que no se ve”.
-¿Cómo cuáles, por ejemplo?
-Dejá, no importa. Nada que se pueda comer, beber,
fornicar o ingresar en tu cuenta bancaria, “por lo que
se ve”.
-Ah, pero qué ironía más fina... ¿sabés qué? Tal vez
podría hacerme cargo de tu representación en los
quehaceres literarios.
-No, gracias. Por suerte, de vos ya zafé.
-Estaba siendo irónico yo, ahora. Manteneme el ni-
vel, por favor.
Enciendo un cigarrillo y comienzo a hacer anillos de
humo. Decido esperar que Leo pierda el impulso, se
canse y se marche. Pero lo conozco, y sé que antes
de ello intentará varias estrategias. No voy a negar
que un poco me intriga saber qué nueva oferta for-
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Gabriel Cebrián

mulará esta vez. Ahora bien, yo puedo permanecer


callado, e incluso intentar volver mentalmente a Ita-
parica, aún con el pelmazo aquel sentado enfrente y
tomándose mi whisky. Él, en cambio, antes de unos
cuantos segundos se verá obligado a decir algo. Cosa
que conspira abiertamente contra mi concentración,
pero que a cambio me permite cierta ventaja estraté-
gica frente a aquel individuo que ve en mí solamente
la oportunidad de llevar a cabo uno más de sus pin-
gües negocios.
-Mirá, Gringo, yo sé que vos creés que yo solamente
veo en vos un negocio, pero te aseguro que no es así.
(Viene por el lado sentimental, “por lo que se ve”. Y
encima parece haberme leído la mente)
-¿Sabés? –Prosigue: -No puedo verte así, tirado en
un bar de mierda, chupando a lo loco, fantaseando
historietas, cuando podrías tener a miles y miles de
personas coreando tu nombre... ¿vos sabés lo que
significaría anunciar el retorno del Gringo Bersa a
los escenarios?
-Mirá, tal vez para vos signifique algo. Para mí tam-
bién seguramente significa algo, pero creo que signi-
fica algo muy distinto que lo que significa para vos.
-Te estoy hablando de llenar estadios. Te estoy ha-
blando de salir en las tapas de los diarios, de las re-
vistas...
-Si tan solo advirtieras el escozor que me causa sim-
plemente oír, todo eso que estás diciendo, segura-
mente apelarías a otro argumento.

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Sucedáneos

Comienza a mesarse la barba, síntoma inequívoco


que está saliéndose de sus casillas. Mejor. Tal vez la
entrevista dure menos de lo que pensaba.
-Loco, oíme... no podés elegir estar así, escondién-
dote... ¿acaso no sirvió para nada la terapia ésa que
hiciste? Parece que hubieras tenido vos, la culpa del
accidente...
-Te pido por favor que no hagas referencia a eso.
-¿Ves? ¿Por qué no? Ya pasó, Gringo, dejá de auto-
castigarte, por favor.
-Al contrario de lo que te pueda parecer, no me auto-
castigo. Muy lejos de eso. Simplemente, hago lo que
tengo ganas y cuando tengo ganas. Cosa que nunca
hubiera podido decir, ni remotamente, en los tiem-
pos que trabajábamos para vos.
(El Gordo pasa con otro Perro Verde para la mesa
de enfrente. Me acuerdo de la muchacha y Leo, en
consecuencia, se torna aún más insoportable.)
-No digas que trabajaban para mí. En todo caso, yo
trabajaba para ustedes, también. Éramos un equipo.
Y lo bien que salía todo.
-Sí, salía todo muy bien hasta que...
-Hasta que dejaron de ser los viejos camaradas del
barrio y comenzaron a comportarse como unos putos
superstar, con todos los vicios y las egolatrías pro-
pias de unos tilingos cualquiera... vos y el pelotudo
ése de Nicolás, haciéndose los Lennon-McCartney...
-Mirá –lo interrumpo,- no me voy a venir a bancar
ningún pase de facturas de tu parte, ni nada que se le
parezca, porque si no, te levantás y te las tomás por
donde viniste. No me hagas calentar.
27
Gabriel Cebrián

-¿Y hasta cuándo pensás seguir así? ¿Acaso no vas a


ser razonable alguna vez, y dejarte de joder con este
ostracismo? ¿Te das cuenta del tiempo que estás per-
diendo? ¿Te das cuenta que no podés ser así, con un
montón de gente que está esperando que des señales,
y que sigue comprando los discos que tienen tus can-
ciones? ¿O la querés jugar de víctima y hacerte ro-
gar?
-Te dije que me vas a hacer calentar...
-No, no, escuchame. Yo sé que vos me despreciás, y
no sé por qué. Te juro que aparte del laburo, pienso
en vos, humanamente. Mirá cómo estás...
-¿Y por casa cómo andamos? ¿No pensaste en ir a
un nutricionista, vos?
-No me chicaniés, te estoy hablando en serio. Ya te
aguanté en la época de las drogas, ahora te estás bus-
cando una cirrosis; tampoco seas tan injusto, y fijate
que ni siquiera te lo digo por mí. No seas injusto con
vos mismo.
-Sería injusto si alguna vez te hubiera pedido algo,
¿no te parece? Si hiciste algo por mí, en el pasado,
muchas gracias. Y si hice algo por vos, no me debés
nada. Ahora, cada cual por su ruta, ¿okey?
-¿Oíste hablar de los Infantes Terribles?
-¿Eh?
-Si oíste hablar de los Infantes Terribles, estoy di-
ciendo.
-¿Me estás hablando de literatura? ¿De Rimbaud, y
ésos?
-¿Quién carajos es, ese “Rambó”?

28
Sucedáneos

-Bueno, pelotudo, enfants terribles es una denomi-


nación que se suele utilizar para con algunos litera-
tos juveniles, por eso te digo...
-No, qué sé yo de qué cuernos hablás. Yo te digo de
una banda de pibes, que estoy llevando yo. Son pen-
dejos, pero muy buenos. Capaz que se pusieron el
nombre por eso, son medio piraditos, así, como vos.
-Ahá, ¿y?
-Mirá; del primer disco que les produje, vendieron
veinte mil copias, cifra nada despreciable para una
ópera prima, más con un mercado deprimido como
el nuestro, y eso aparte del MP3 y todas esas cosas
nuevas que sirven para piratear...
-Bueno, Leo, vos sabrás que el que roba a otro la-
drón...
-Esperá, dejame terminar. Con el segundo, que salió
hace dos meses, cuadruplicaron la cifra; es más, las
ventas del primero también aumentaron significati-
vamente.
-Mirá vos.
-Es más: La página de internet está entre las treinta
más visitadas en el país, y ya empezaron a entrar de
otros.
-Te felicito. Siempre fuiste bueno para esto. Tratalos
bien, a los pibes. Cuando pueda, los escucharé.
-No, escuchame a mí. Los pibes, fueron los que me
pidieron que venga a hablar con vos.
-¿Para?
-Porque te admiran, zopenco. Y porque siempre me
preguntan por vos. Y porque hasta fantasean con la
idea que un día vayas a tocar con ellos.
29
Gabriel Cebrián

-Ésa fantasía se la generaste vos. Te conozco. En to-


do caso, es problema de ellos. Y ni se te ocurra man-
darlos para acá.
-Te digo: son justo la banda que vos necesitás para
armar un regreso como el que te merecés. En serio,
te lo digo.
-Leo, ya que hablás en serio, te voy a decir en serio
unas cuantas cosas, que espero que queden bien cla-
ras para siempre, ¿me atendés?
-No espero una respuesta ahora. Tomate un tiempito.
-No, esperá, dejame hablar vos, ahora. Primero, de-
berías saber que después de lo que les pasó a los mu-
chachos, agarré la guitarra nada más que por la pre-
sión que me pusiste para que cumpla con algunos de
los contratos que quedaron pendientes, los que podía
cumplir yo solo, y eso solamente para que no nos e-
jecutaran. Segundo, cada vez que toqué, en esas con-
diciones, sentía que mis dedos sangraban, y experi-
menté una fobia tal que hoy día ni siquiera me gusta
oír el sonido de la guitarra eléctrica, a veces. Terce-
ro, cada vez que sueño que estoy tocando la viola,
que a veces lo sueño, experimento una sensación de
tabú analogable a la que te produciría soñar el peor
incesto que te puedas imaginar. Así que ahora, ¿por
qué no te dejás de joder y me dejás trabajar tran-
quilo?
-¿Pero no te das cuenta que eso es algo enfermizo?
¿Qué tenés que sobreponerte a éso, precisamente,
enfrentándolo y haciéndolo?
-Que sea algo enfermizo, puede ser. Pero sabés qué,
estoy lo suficientemente sano como para permitirme
30
Sucedáneos

alguna que otra patología. Así que gracias, de todos


modos. Podés decirle a los chicos malos que se las
arreglen sin mí, como hasta ahora lo han hecho. Vos
mismo decís que lo vienen haciendo bien, así que no
hay problemas. Y hasta te daría mi teléfono y mi di-
rección, si me prometés que no me vas a volver a
joder con lo mismo.
-Vas a volver, Gringo, vas a volver... y vas a ser tan
hijo de puta que le vas a dar tu representación a otro.
-Quedate tranquilo. Te prometo que después del ex-
orcismo te voy a llamar. Y eso, solamente si el ritual
católico da resultado.
-Seguí fantaseando, dale. Seguite escapando, dándo-
le a los cuadernitos... ¡qué desperdicio!
-Ah, y decile a los pibes terribles que me versionen,
así seguimos facturando.
-Yo hago mi laburo, no como vos.
-Lo estoy haciendo. Solo que cambié de rubro.
-Vos sos músico. Seguí insistiendo con eso de la es-
critura que vas a hacer el ridículo.
-Puede ser. Igual, no me importa.

Se levanta, con un gesto de frustración indisimula-


ble, mete la mano en el bolsillo, saca un fajo de bi-
lletes y tira cincuenta pesos sobre la mesa.
-¿Qué hacés? –Le pregunto.
-Me pago los tragos, ¿no se nota?
-Está bien, no hace falta. ¿No me pediste que te invi-
te, acaso?
-Invitame cuando tengas una actitud más razonable
para con vos mismo. Y cuando me trates como a un
31
Gabriel Cebrián

amigo, y no con ese desprecio, que sinceramente, me


duele.
-Yo no te trato con desprecio. Pasa que no entendés
que estoy afuera. Definitivamente. Hablemos de o-
tras cuestiones y vas a ver cómo la cosa cambia. La
verdad es que me obligás a ponerme a la defensiva.
-Puede ser. Pero bueno. Igual pensalo, ¿está?
-Está. Cualquier cosa, yo te ubico. Pero sería desho-
nesto de mi parte permitir que esto que te estoy di-
ciendo te genere alguna expectativa.
-Ya sé. Te conozco. Pero no pierdo las esperanzas de
que algún día vuelvas a la normalidad.
-Yo también te conozco. Si no, no permitiría que me
dijeras unas cuantas cosas que me decís.
-Mirá quién habla...

Lo veo retirarse. Fugazmente, cruzo otra mirada con


la rubia, al parecer intrigada tanto como yo lo estuve
durante su breve disputa romántica. Luego paso la
mano por el vidrio para ver mejor a Leo apuntar al
auto con su llavero (la alarma al desactivarse hace
sonar la bocina brevemente un par de veces), abrir la
puerta y sentarse (o mejor debería decir arrojarse so-
bre sus asentaderas), provocando un ostensible ba-
lanceo de la suspensión. Enciende el motor, las lu-
ces, seguramente el estéreo, aunque no lo sé, engra-
na la marcha y arranca. Al fin.
Vuelvo al microsistema de mi mesa. Observo que ya
queda bastante poco whisky en la botella, pero ahora
tengo a quién echarle culpas y tranquilizar así a mi
conciencia; la que a su vez, se deja embaucar, frau-
32
Sucedáneos

dulentamente. A continuación tomo el cuaderno y,


con el pulgar de mi mano izquierda, voy soltando
pausadamente las hojas, hasta alcanzar el punto a
partir del cual dejan de amontonarse las palabras y
los renglones comienzan a determinar espacios con
su métrica regular e insinuante. Pero algo parece ha-
ber sucedido. No consigo conectar nuevamente con
la historia, y eso es a causa del imbécil ése de Leo,
que vino a disturbarme y a avivar algunos rescoldos
que aún queman en mi interior. Trajo a colación mi
relación con Nicolás, el pianista de la banda. Y en
cierto punto, el muy hijo de puta tiene razón. Es ver-
dad que en un principio fuimos como hermanos, te-
níamos todas las ilusiones, vocación y una causa.
Todavía recuerdo cuando llevábamos rodando sen-
das cubiertas de Ford Falcon por la Avenida Pavón,
para venderlas y conseguir algo de dinero, que nos
permitiría comprar un micrófono para tocar esa no-
che en un cabaret de mala muerte. No teníamos na-
da, solo a nosotros mismos y a la música. Éramos
honestos y leales, aún manteníamos los principios
básicos que hacen a la verdadera amistad, ésos que
después se fueron con el suceso y la abundancia. No
sé qué pasó ni cuando pasó, aunque debe haber su-
cedido de modo paulatino; el hecho es que, luego de
un tiempo de giras, grabaciones y reportajes, nos fui-
mos convirtiendo primero en extraños, y luego desa-
rrollamos algo que se parecía mucho a la enemistad.
Pero no quiero que otra vez se siente el fantasma de
Nicolás en mi mesa. Ya bastante tengo con las largas
conversaciones que mantenemos cada vez que sue-
33
Gabriel Cebrián

ño. Estoy cansado de pedirle perdón, y de sentirme


culpable por no haber estado en esa camioneta esa
noche fatídica. Tal vez sea cierto también lo que di-
ce Leo acerca de mis supuestas conductas autodes-
tructivas. Tal vez, más o menos inconcientemente,
esté castigándome a mí mismo. Pero tiendo a consi-
derar a mis vicios fundamentalmente en sus virtudes
balsámicas, más que en cualquier otra forma. Par-
tiendo de la base que creo firmemente que toda in-
terpretación es en cierto modo tramposa, me avengo
a los trasfondos ideológicos. Salud.

Finalmente, la tormenta había seguido su curso ha-


cia otros lares, de modo que luego de la cena la
gente comenzó a apiñarse en las cercanías del fue-
go. Mientras Kathy contemplaba y oía los números
amateurs cotidianos, se acercó a ella Rubén Darío
Ercilla Márquez, un reconocido arqueólogo perua-
no, que trabajaba en la cuadrícula de al lado de la
suya.
-Kathy, me gustaría platicar a solas contigo un mo-
mento.
A Kathy le pareció raro, teniendo en cuenta que to-
dos los días tenían oportunidad de hablar durante el
trabajo, y el peruano rara vez lo hacía. Siempre lu-
cía serio y concentrado en su tarea. No obstante,
cierto tono de alarma en su voz excitó su curiosidad,
por lo que sugirió dar una vuelta por los alrededo-
res del campamento. Caminaron unos cuantos pasos
hacia la oscuridad circundante, hasta estar seguros
que nadie podría oírlos.
34
Sucedáneos

-¿Qué ocurre? –Preguntó Kathy, cuyo manejo del


español no era muy fluido, pero tampoco del todo e-
lemental, como sí lo era el del portugués.
-En este tiempo que llevamos aquí, me ha parecido
advertir que tu relación con el Dr. Cornell no es
muy buena que digamos, ¿verdad?
-Puede ser. Pero... ¿por qué preguntas eso?
-Pregunto por... una circunstancia que se ha susci-
tado hoy día, ahorita, hace un rato nomás. Y que me
ha provocado una gran incertidumbre, sabes. Fíjate
que yo tampoco me fío de ese Cornell; sencillamen-
te, es que no puedo tolerarlo. Es demasiado arro-
gante y ambicioso. Se me hace que es una muy mala
persona.
-Well, eeehhh, somos los dos.
-¿Cómo dices?
-Digo que somos los dos... que no toleramos a él.
-Ah, sí, pues. Y yo necesito hablar con alguien, acer-
ca de ésto que he encontrado hoy. Una persona ca-
paz, instruida, y a la vez, confiable.
-Buen... gracias por confianza que me das.
-No, gracias a ti, por escucharme.
-Oye, pero vas me a asustar. Dime qué ocurre...
-Hoy, apenas dejaste tú de trabajar en la cueva, y yo
estaba a punto de hacer otro tanto, toqué una pieza
sólida por debajo de la capa arcillosa ésa en la que
hallamos tantas valvas, ¿me entiendes?
-Sí, te entiendo. Continúa, por favor –respondió, al-
go tensa por la ansiedad, ahora manifiesta en el re-
lato de Rubén Darío. Encendió un Lucky Strike.
-Convídame uno, por favor.
35
Gabriel Cebrián

-Oh, sí. Sorry...


-No acostumbro fumar, tú sabes, pero es que estoy
algo nervioso. Bueno, trataré de ser breve... hallé
este fragmento de cerámica, aparentemente parte de
una sofisticada vasija... pero que estoy seguro que
es otra cosa, –hizo una pausa en tanto rebuscaba en
el bolsillo de su pantalón- cosa que de ningún modo
pienso dársela al hijoputa ése.
Extrajo el pedazo de cerámica y se lo tendió. La for-
ma cuadrangular del objeto, de acabada silueta
romboidal, y su estructura plana, contradecían la
condición fragmentaria que la irregularidad de los
bordes, a su vez, sugería. Kathy accionó su encende-
dor y acercó la llama al objeto para verlo en detalle.
En el centro, una figura pintada en color negro da-
ba todo el aspecto de una araña, aunque algo pare-
cido a un ojo humano se podía observar hacia el
centro del redondeado cuerpo.
-Well well well well well... es verdad, es cosa muy...
rara... ¿rara, se dice? Extraña, ésto es, extraña. És-
to parece...
-Parece corresponder a la cultura Moche. Anterior,
aún. A asentamientos premochicas, tal vez a los pri-
meros pobladores de mi tierra. ¿Qué demonios pue-
de estar haciendo un objeto como éste, aquí?
-Pues... no lo séi. ¿Tú estás siguro que es eso?
-Sí, pues. Estoy seguro.
-Esto podría... probar... que las gentes de por aquí...
vinieron desde el oeste, pasaron por Amazonia...
-A mí se me hace muy difícil pensar eso. Debes tener
en cuenta que esa migración, si es que se produjo,
36
Sucedáneos

llevó muchísmo tiempo: y durante ese proceso, pare-


ce imposible que no hayan tomado contacto con o-
tras culturas y gentes diversas que modificaran en
mucho su expresión. De hecho, eso parece haber o-
currido, a todo lo largo del camino se han encontra-
do piezas que muestran influencias moches, o prein-
cas en general. Pero nada tan lejano, en tiempo y
espacio, y con caracteres tan definitivamente puros.
-Sabes muy bien lo que estás hablando... parece.
-Sí, conozco el tema. Y por propia experiencia ade-
más. Por mi origen, y por ser descendiente de aborí-
genes, he tenido oportunidad de conocer tradiciones
y folklores que el ámbito científico desconoce, o co-
noce y no lo tiene en cuenta.
-Y ésto parece una de ellas...
-Sí, ésta pieza parece ser una de esas cuestiones. El
ojo sobre el torso de la araña es un símbolo que al-
gunos brujos y curanderos aún utilizan hoy día.
-¿Tú pensas que es... como se dice, esto... dange-
rous?
-Peligroso.
-Eso, peligroso.
-Podría ser. Se dice por allá que en los lugares a-
donde un signo como éste aparece, más vale dejar
todo donde está y tomar distancia.
-Bien, pero nosotros somos cien...tíficos, ¿no es así?
-Sí, se supone que así es. Pero quien ha crecido co-
mo yo, en los lugares que lo hice, y ha visto las co-
sas que yo vi, puede convertirse en científico, pero
sabe muy bien que hay cosas que la ciencia hoy día
no puede comprender.
37
Gabriel Cebrián

-Entiendo, pero los americans también pensamos a-


sí.
-Puede ser que teóricamente, pero la cultura es ab-
solutamente determinante, y las nuestras son distin-
tas, tú sabes.
-¿Crees que hay aquí un maldición, o algo como...?
-Voy a decirte cuanto sé, y podrás sacar tus propias
conclusiones. Por ejemplo, una vez, cerca de Nazca,
un grupo de arqueólogos y estudiantes, seis en total,
hallaron lo que parecía la entrada de una especie de
gruta subterránea. Se deslizaron por la grieta en la
mera piedra, y a poco hallaron una suerte de antro,
en cuya pared está pintada una imagen idéntica a
ésta.
-Oh. Dime qué ocurrió.
-Continuaron el descenso y el pasillo se bifurcó. To-
maron uno de ellos, a la luz de sus linternas, y luego
otro; y así, hasta quedar absolutamente extraviados
en la estructura laberíntica de los pasadizos. Solo
uno de ellos pudo salir, unos cuantos días más tar-
de, famélico y casi muerto de sed.
-¿Y qué dijo que ha ocurrido?
-Si bien se recuperó físicamente, jamás lo hizo men-
talmente. El pobre hombre enloqueció, y nunca más
recuperó el más breve lapso de cordura.
-¿Cómo sabes entonces, del ese signo?
-Porque estuve allí, años más tarde, en esa especie
de antesala, y vi con mis propios ojos el signo pin-
tado en la pared. Pero está de más decir que ni si-
quiera ebrio emprendería la marcha por esos pasa-
dizos. Mas ésa no es la única historia relacionada
38
Sucedáneos

con él. Los curanderos, o los brujos, diría mejor, ya


que éstos son los que no solo no curan sino que ha-
cen daños, dicen hacer valer una vieja magia que
consiste en enterrar tejidos de la persona a quien
quieren perjudicar, sean pelos, uñas, o lo que fuere,
dentro de una vasija sellada que tiene pintada en su
superficie este símbolo de la araña y el ojo.
-Oh.
-Y, lo que es más llamativo, es que alertan a los de-
savisados colocando, de modo que sea encontrada
antes, una placa como ésta que tenemos aquí, ya que
cualquier contacto con la vasija maldita, o más pre-
cisamente con lo que hay en su interior, puede resul-
tar fatal.
-Eso quiere decir...
-Quiere decir que muy probablemente hallemos una
vasija de ésas no muy lejos de donde hallé esta pieza
que tienes en tus manos.

Bien bien bien bien bien... como dice nuestra amiga


Kathy Finders, parece que el asunto viene de maldi-
ción, y que toma un giro por demás remanido y con
un dejo de viejo filme de Christopher Lee... ¿no es-
taré tomando por el camino fácil, situación ésta acer-
ca de la cual llamaba la atención Alfred Bester como
el gran problema del narrador? ¿No tendrá razón el
gordo infame ése de Leo, y estaré metiéndome en
camisa de once varas? En fin, intentaré que el trata-
miento y algún que otro giro en la historia sostengan
la idea, o mejor dicho, la falta de ellas. En definitiva,
al igual que en la música y probablemente en las de-
39
Gabriel Cebrián

más artes, la importancia de la estructura tiende a ser


relativa, toda vez que la cuestión parece pasar por
los arreglos y la solvencia técnica de su ejecución.
El marco formal suele ser, según yo creo, una mera
excusa. Y que conste que no estoy articulando un ar-
did de ésos a los que suelen apelar los mediocres pa-
ra justificar sus escasos talentos. Puedo desdoblar-
me, objetivar y justipreciar mis productos, sean bas-
tos o no tanto, sin la menor condescendencia ni es-
peciales consideraciones para con esa parte de mi yo
que los produce. Es esa falta de capacidad para emo-
cionarme -que parece signar esta vida actual, luego
de las diversas debacles de las anteriores-, la que me
lo permite; puedo evaluar mis imaginerías sin corta-
pisas sentimentales respecto de mí mismo.
Una vez que concluyo una rápida lectura de lo que
acabo de escribir, siento que Kathy Finders está vi-
va, de algún modo. Voy a servirme y advierto que
solo queda un fondo bastante insignificante, muy po-
ca soda (sin gas, ya) y el antiguo bloque de hielos se
ha licuado. Hago una seña al Gordo y cruzo una nue-
va mirada con la rubia que sorbe lentamente su Pe-
rro Verde, aunque ya no sé si será el segundo, el
tercero o el cuarto. Pienso que en algún momento su
blonda cabellera, de seguir en esa tesitura, adquirirá
tonalidades verdes. Sí, seguramente, y se transfor-
mará, a instancias del alcohol, en una Perra Verde.
En ese momento, me agradaría seguir siendo objeto
de su interés, y estar lo suficientemente borracho co-
mo para que todo me importe aún menos.

40
Sucedáneos

-Gringo, vos sabés que yo nunca me meto, con vos,


pero...
-Qué, ¿me vas a decir que no tome más?
-Bueno, te voy a sugerir, en todo caso. Mirá que la
noche es larga...
-Gracias, Gordo, por la sugerencia. Pero de todos
modos, mirá: traeme, por favor, otra botella de J&B,
más soda, más hielo y un atado de cigarrillos... ¿cuá-
les tenés?
-Tengo Lucky, Marlboro box y Camel.
-Traeme Lucky.
-Decime, el gordo ése que te vino a ver...
-¿Qué pasa?
-No sé. Me pareció que te jodía.
-No solamente eso. Me tomó el whisky, así que tene-
lo en cuenta al momento de las “sugerencias”.
-Bueno, la cosa es que no me gusta.
-A mí tampoco. Bueno, pero no, no es tan malo.
-¿Quién es?
-Es Leo Quaglia, representante de artistas.
-¿Tu antiguo representante?
-Así es.
-¿Y qué quería? Bah, me imagino.
-Traete lo que te pedí y te cuento.

Mientras el Gordo cumple con su tarea, me repanti-


go un poco y bebo el fondo de whisky que acabo de
servirme, mientras evalúo el grado de narcosis que
va provocándome la ingesta de J&B. Nada preocu-
pante: un cierto leve mareo, un asimismo ligero gra-
do de excitación que supongo siempre ayuda, para
41
Gabriel Cebrián

escribir o para lo que fuere, una mayor indolencia


respecto de mis sentimientos y de los ajenos, en fin,
todos los efectos deseados y ninguna contraindica-
ción manifiesta, excepto el ya señalado nivel de pe
hache en mis cavidades gastroesofágicas. Pero creo
que podré dar cuenta de, digamos... media botella
más, sin grandes sobresaltos ni deterioros significati-
vos. Mañana será otro día, creo, y en todo caso, no
padeceré nada que no pueda solucionarse con sal de
frutas y aspirinas.
El Gordo se acerca con la botella y la jarra de soda
en una mano y los cigarrillos y el baldecito de hielo
en la otra; tiene cancha, pero no sé, me parece que
resultaría más cómodo y seguro utilizar una bandeja.
Deja todo sobre la mesa y se sienta en la misma silla
que el otro gordo –Leo- estuvo sentado unos cuantos
minutos antes, de modo que otra vez una voluminosa
humanidad interrumpe mi circuito visual-gestual con
la muchacha rubia que bebe despaciosamente Perros
Verdes.
-Decime, Gringo, el cóso ése te vino a buscar para
que vuelvas, ¿no?
-Sí, de vez en cuando insiste.
-Y... yo digo, ¿no...?
-¿Otra “sugerencia”, me vas a formular? –Interrum-
po, aprovechando las pausas producidas en el discur-
so del Gordo por lo que considera una necesidad de
guardar tacto respecto de un mensaje que, supone,
puede llegar a irritarme. Supone bien, claro.
-¿Puedo?

42
Sucedáneos

-Mirá, Gordo, no lo tomes a mal, pero estoy cansa-


do, sabés. Cansado de decirle a todo el mundo una y
otra vez lo mismo, cansado de tener que explicar que
no estoy tratando de llamar la atención ni haciéndo-
me rogar, de dar excusas, de justificarme incluso te-
niendo que traer a colación la tragedia que me apartó
de todo eso... vos sabés, como es la historia. Ya lo
hemos hablado muchas veces.
-Sí, está bien, no quería caer otra vez en lo mismo.
Es solo que... esperá. Voy a buscar un vaso. ¿Te jode
si me siento un rato?
-Al contrario. Pero ahí está Miguelito.
El Gordo le hace una seña a Miguelito para que le
alcance el vaso, y cuando éste lo trae, le indica que
se quede un rato en la barra, atendiendo a los clien-
tes, mientras hablamos unos asuntos. Tres mujeres
mayores –en realidad, pienso en ellas como “viejas”,
directamente- se enfundan en sus tapados y salen a
la noche destemplada, entre comentarios risueños y
ampulosos visages propios de la necesidad de de-
mostrar afecto y deseos de que aquella velada se re-
pita. Odio estas secuencias estereotipadas tan abso-
lutamente ofensivas a la originalidad. Tal vez lo ha-
ga porque, entre otras, he perdido la capacidad de
gozar de aquellas situaciones comunes, de los afec-
tos simples y sin otra finalidad que no sea la de ma-
tar el tiempo y salir de uno mismo para no tener que
enfrentarse a los propios fantasmas... bueno, pensán-
dolo bien, no parece ser una pérdida, sino más preci-
samente, todo lo contrario. En fin...

43
Gabriel Cebrián

“...lívido por exceso de sangre fría...” canta Sabina


-tal vez oportunamente respecto de mis disquisicio-
nes-, ahora con fondo de guitarras eléctricas y en
tiempo de rock and roll. Procedo a servir el whisky
mientras pregunto al Gordo si desea agregarle soda o
hielo, a lo que él rehúsa estirando el brazo izquierdo
y apuntando con la palma de su mano a la boca del
vaso que acaban de alcanzarle. Entonces le comento:
-Che, Sabina está bien, pero... ¿tanto?
-Y, mirá, a la gente le gusta... y a mí también.
-Sí, a mí también, pero podrías poner otra cosa, digo,
¿no? Aunque sea para matizar, viste...
-¿Qué querés escuchar?
-Nada, nada, dejá. Todo bien, era un comentario, na-
da más. Ahora, terminemos con lo que habíamos
empezado. Creo que tenías una sugerencia que for-
mularme, y creo que ya sé cuál es, y creo que vos sa-
bés lo que pienso al respecto; que, por otra parte, ya
te lo insinué, si mal no recuerdo, o te lo dije explíci-
tamente. ¿Ya está? ¿Hablamos de otra cosa?
-Mirá, Gringo, a veces pienso que deberías conside-
rar la posibilidad de volver a lo tuyo, de recibir el a-
fecto de la gente, qué sé yo... ¿no te tienta, ni un po-
quito? ¿Y las minas? ¿No te gustaría tener de nuevo
para elegir, en vez de andar haciendo cambios de lu-
ces con cualquier tilinga que viene al bar?
-Eeeeeh. ¿A qué te referís?
-Dale, que te vi.
-Bueno, no está nada mal, la rubia bebedora de Pe-
rros Verdes, ¿no te parece?
-No sé, no me fijé muy bien. Pero ése no es el punto.
44
Sucedáneos

-No, ya sé. El punto es: punto, y aparte –sentencio,


graficando con el índice como un pointer. –Hable-
mos de otra cosa, ¿sí?
-Está bien. Pero sabés qué... estaba pensando que me
gustaría promocionar el boliche con vos.
-¿Sabés que estaba pensando en cambiar de bar?
Tras lo cual, el Gordo toma su vaso y vuelve a su ha-
bitáculo, detrás y debajo de todos esos jarros para
cerveza que cuelgan de una especie de marquesina
ornamentada de afiches estilo antiguo. Volvemos, la
rubia y yo, y según la nomenclatura gordiense, a ha-
cernos cambio de luces. Miro la calle acuosa y de al-
guna manera refleja me viene a la mente lo que dijo
el Gordo acerca de las mujeres. He tenido algunas, y
quizá -teniendo en cuenta la media que supongo,
más que nada por una estadística a vuelo de pájaro y
tomando en cuenta a los sujetos que conozco-, tal
vez debería decir muchas. A diferencia de lo que me
sucede con otros temas, las recuerdo como episodios
o capítulos de un libro existencial, como escenas de
una única obra de teatro durante las cuales yo actua-
ba, unas veces más conciente que otras de mi rol de
actor, dramático unas veces, comediante otras. Inclu-
so puedo recordar ocasiones en las que desarrollé
conductas que muy plausiblemente podrían asimilar-
se al vodevil, o al slapstick, e inclusive algunas otras
más que podrían haber sido dignas del más absurdo
polichinela, como corresponde a un tano de ley. Río
quedamente de estas absurdas pero no por eso me-
nos atinadas consideraciones, y en un tris advierto
que el recuerdo de la mayoría de aquellas historias
45
Gabriel Cebrián

me produce un regusto amargo, que si hilo fino y lo


analizo cabalmente, descubro de manera inequívoca
que de él puede traducirse un dejo de lástima por mí
mismo, cosa que no me agrada particularmente. La
cuestión sexual siempre ha venido acompañada de u-
na problemática colateral a veces difícil, a veces mo-
lesta, a veces patética. Esa suerte de lástima retros-
pectiva que puedo sentir por la persona que fui du-
rante cada uno de esos episodios obedece a varios
factores diferentes, y pensar metódicamente en ellos
me obligaría a efectuar sinopsis mentales, a las cua-
les no soy muy afecto por temperamento. Por sexo,
caricias y un poco de ternura me he vuelto a veces u-
na marioneta, otras veces he desarrollado neurosis
de los tipos más diversos y que no estaría en condi-
ciones de precisar en su terminología técnica, he
dejado de lado principios, individualidad y voluntad;
pero lo peor, supongo, es que cometí actos de trai-
ción que difícilmente pueda perdonarme, y ello fun-
damentalmente, porque no quiero. Miro otra vez ha-
cia la calle. La llovizna no amaina, debe ser sudesta-
da, nomás, como dijo el taxista que me trajo, “la lu-
na se hizo con agua, vio”. Miro por la ventana, digo,
y ha vuelto a formarse esa acuosidad difuminada
menos regularmente que en el resto del vidrio a cau-
sa de las diversas frotaciones, y que confiere a las
imágenes una especie de impresionismo sinuoso, a
más de un brillo húmedo, intenso y profundo, en el
que me pierdo durante algunos momentos, como ab-
sorto por cierta propiedad mesmerizante inmanente
al mismo, al menos para mí; de modo que, debido a
46
Sucedáneos

ella, y seguramente al whisky, quedo atrapado en un


modo perceptual excluyente que reduce el mundo a
ese lugar extraño. Como en un vértigo quedo incor-
porado como una burbuja de percepción pura en los
límites de ese cosmos espontáneo, deslizándome ve-
lozmente entre las líneas sinuosas y rielantes que
cambian de forma y dirección debido a una mecáni-
ca cuyos tópicos resultan ignotos e imprevisibles pa-
ra mí. Tan inmerso me hallo en tales fantasmagorías
que, realmente, me cuesta un ingente esfuerzo volver
a situarme en mi humanidad concreta, en el bar del
Gordo, frente a una bella muchacha rubia que bebe
despaciosamente sus Perros Verdes y lucubrando u-
na historia ficticia localizada en una isla de la Bahía
de Todos los Santos, respecto de la cual no tengo la
menor idea de cómo sigue, y mucho menos, cómo va
a concluir.

Ya había comenzado el movimiento en las carpas


cercanas cuando Kathy despertó. Normalmente, ni
bien el sol comenzaba a despuntar, ella ya estaba
despierta y preparándose para otra jornada en la
excavación. Pero la noche anterior había estado a-
gitada, tensa, tanto que no había podido conciliar el
sueño hasta quién sabe qué hora.
Rápidamente se incorporó, se arregló mínimamente
y salió de su carpa. Los muchachos que la noche an-
terior la habían chanceado le ofrecieron un pequeño
vaso de plástico con café. Ella lo tomó, les agrade-
ció y enfiló directamente hacia la cueva. Ingresó,
saludando en forma automática a quienes trabaja-
47
Gabriel Cebrián

ban más cerca de la entrada, y continuó caminando,


a veces semiagachada debido a la escasa altura del
corredor entre la piedra, hasta su cuadrícula. Por
supuesto, Rubén Darío allí estaba, quién sabe hacía
cuánto.
-Buen día –la saludó.
-Buen día –respondió Kathy. -¿Has encontrado al-
go?
-Pues sí. Pero no aquí debajo. Aquí en la pared... fí-
jate... –mientras le indicaba miró por sobre su hom-
bro, y Kathy supo que lo hacía previendo una posi-
ble llegada del Dr. Cornell.
-No veo nada.
-Fíjate bien. Hay unos indicios de pigmentos negros.
Ayer, con la escasa luz del atardecer, no lo pude ad-
vertir. Pero hoy, y más sabiendo lo que buscaba, no
tuve dificultad en descubrirlos –comentó, mientras
pasaba un cepillito sobre la roca.
-Ah, sí. Ahora yo veo... y tú crees...
-Creo que alguna vez fue la... –volvió a mirar por
sobre su hombro y completó la frase en voz más
baja- ... una imagen como la que te mostré ayer. Ya
no hay modo de saberlo, la figura desapareció hace
años. Pero estoy seguro que es eso.
-¿Y qué vamos a hacer, si eso está ahí abajo?
-Antes que nada, sacarlo y ocultarlo, como sea. Des-
pués, veremos. Cuento contigo, ¿no es verdad?
-Sí, mucho. Puedes hacer eso.
-Ok. –dijo, y le guiñó un ojo.
Kathy comenzó a hacer el trabajo en su parcela,
mecánicamente, ya que prestaba mucha más aten-
48
Sucedáneos

ción a la tarea de su colega y ahora cómplice en la


cuadrícula contigua. Tal y de acuerdo a los temores
manifestados por Rubén Darío, pocos minutos des-
pués se hizo presente en el lugar Pat Cornell. Pre-
guntó en inglés como iban las cosas por allí, con
manifiesta animosidad insinuada tanto en el tono
como en el gesto, a lo que, mientras su compañero
lo ignoraba abiertamente, Kathy le deseó los buenos
días con el propósito de dejar sentado que la gente
de bien, ante todo, saluda. Cornell hizo caso omiso
de tal observación tácita, y se apresuró a indicar
que esa noche quería un informe completo de los ha-
llazgos realizados por cada uno de ellos, un inventa-
rio de las piezas y, por supuesto, las propias piezas
acompañando el reporte. Era evidente que el diálo-
go privado de la noche anterior no había escapado
a su atención, y lo había puesto alerta y dispuesto a
redoblar su ya de por sí estrecha vigilancia.
-You know, you makes me sick –Le respondió el pe-
ruano, con desprecio. Cornell acusó el impacto, mas
procuró permanecer lo más incólume que la ira con-
tenida le permitía. Entonces Rubén Darío se incor-
poró, lucía amenazante. Cornell entonces dejó ver
que, entre otras bajezas personales evidentes, tam-
bién era cobarde, dado que insinuó que esa noche
hablarían, visiblemente sorprendido y turbado por
el giro que habían tomado los acontecimientos, aun-
que poco dispuesto a abandonar su posición de au-
toridad.

49
Gabriel Cebrián

-You don´t have any doubt about it –le respondió,


desafiante, y volvió a su actividad. Cornell miró se-
veramente a Kathy, y se marchó.
-Yo no sabía que tú hablas inglés...
-Muy poco, Kathy, y solo bajo presión –ambos rie-
ron.
-Tu crees que...
-Mira, reaccioné así porque debía hacerlo. Era ne-
cesario. El bastardo nos debe haber visto anoche, o
alguien le ha contado, y sabe que estamos detrás de
algo. Ahora, y gracias a mi reacción, nos asegura-
mos que no ande por aquí fisgoneando por el resto
del día. Por supuesto, es mi último día aquí. Así que
debo encontrar lo que hay aquí debajo, hoy mismito.
-Veo que piensas todo.
-Piénsalo, él no cree que vamos a irnos, o que al
menos yo lo haré, en lo inmediato. Y si yo no hubie-
se reaccionado así, habría estado todo el día hosti-
gándonos, y de ese modo advertiría lo que voy a ha-
cer, que es excavar sin pausa ni cuidado hasta ha-
llar lo que busco.
Tras lo cual, y en un todo de acuerdo con lo que a-
cababa de decir, se abocó a la tarea, aflojando la
tierra con una pala de mano y quitándola precisa-
mente a mano limpia, sin el menor cuidado de los
pequeños objetos que pudieran aparecer. Entonces
Kathy abandonó su parcela, se inclinó al lado de su
compañero y procedió a realizar el trabajo en igual
forma, a lo que Rubén Darío observó:
-Hazlo de modo enérgico, pero ten mucho cuidado.
Quién sabe qué podría pasar si la vasija se rompe.
50
Sucedáneos

-Oye, tú me asustas.
-Haces muy bien en asustarte, mira. Yo estoy aterro-
rizado. Pienso, incluso, que puede haberse resque-
brajado ya, en cuyo caso no habrá precaución que
valga. Pero aún y pese a todo, estoy dispuesto a to-
mar los riesgos.
-Tú crees en la maldición.
-No creo que sea una maldición. Más bien creo que
es un veneno, o algo como eso.
-Pero tú dices que... uno que entró en esa... cueva en
el Perú...
-Sobrevivió.
-Eso. Y si es el veneno...
-Bueno, no sé si murieron por ello, o se perdieron y
murieron de sed, o sofocación. O, aún suponiendo
que fuese veneno, tal vez el sobreviviente estaba le-
jos al momento de liberarlo, o por alguna causa, a
él no lo afectó, al menos al grado de provocar su
muerte. Vaya uno a saber...
Continuaron en silencio, hasta que momentos más
tarde, casi cuarenta centímetros debajo del nivel en
que habían comenzado, la pala de Kathy golpeó
contra algo sólido y al parecer, de entidad. Febril-
mente escarbó con los dedos y a poco pudo discernir
lo que parecía una superficie redondeada de cerá-
mica.

Es la hora cuando aparece la pendejada. Grupos de


cuatro o cinco jóvenes de distinto sexo entran desde
la húmeda noche y ocupan las mesas, primero las
que dan a la calle y luego las otras. Al cabo de una
51
Gabriel Cebrián

hora, más o menos desde las doce a la una, todas es-


tán copadas, de modo que los que van llegando se a-
piñan sobre la barra y pierdo contacto visual con el
Gordo. Por suerte estoy bien provisto. Pero no voy a
negar que un poco me agobia la situación. Está bien
que tengo la capacidad de aislarme e ignorar el en-
torno más ruidoso y molesto, pero no es lo mismo.
Apelo a la escotilla abierta en el vidrio, a mi cuader-
no, al whisky –que a estas alturas comienza a ha-
cerse sentir-, a la visión de la bella rubia bebedora de
Perros Verdes que, de algún modo, a estas alturas -y
quizá por encontrarse un poco atosigada como yo
por el entorno, o tal vez por la lenta pero no por ello
menor ingesta de licor-, no disimula en nada sus es-
porádicas miradas en mi dirección. ¿Un nuevo affai-
re? ¿Otra de esas experiencias que empiezan y aca-
ban en uno, por más que se tienda a pensar que son
de a dos que se desarrollan? No, no estoy muy dis-
puesto que digamos. Pero tampoco estoy muy dis-
puesto a dejarla correr así nomás, en caso de que su
interés no sea solo superficial y referido únicamente
a términos visuales.
Me levanto para ir al baño otra vez, y cuando atra-
vieso de nuevo aquel corredor en el que rato antes
crucé a la rubia y a la vez cruzamos sendos “buenas
noches”, un pibe de unos veintipocos años, de pelo
largo y barba algo rala y rojiza me mira y algo cam-
bia en su expresión. Pongo cara de pocos amigos y
sigo hasta el baño.Repito en todos los términos la se-
cuencia de acciones y pensamientos de la vez ante-
rior, solo que esta vez tanto mis movimientos como
52
Sucedáneos

mis pensamientos se ven un poco más torpes y nu-


blados, respectivamente, por la diferencia a favor de
alcohol en sangre. Pero he de repetir aquí que por u-
na cuestión que supongo tendrá que ver con la eco-
nomía universal, a una merma en determinados as-
pectos corresponde un aumento en otros. Veremos.
Salgo y lo primero que veo es al joven aquél, que
parece haber quedado focalizado en la puerta del ba-
ño esperando que salga. Desando rápidamente el ca-
mino hacia mi mesa, me siento, echo una ojeada a la
muchacha y me vuelvo hacia el visor abierto sobre el
vidrio empañado que me conecta con el acuoso noc-
turno; aunque esta vez con la conciencia anclada en
el bar, no sea cosa que las imágenes distorsionadas y
brillantes me atenacen de tal modo que vaya a des-
pertar en una ambulancia o peor, en un centro asis-
tencial. Y por qué no considerar la posibilidad de no
despertar jamás, y pasar de plano a una nueva exis-
tencia en la que el tiempo discurra de otra manera,
incomprensible en el aquí y ahora humano, en la que
permanecería deslizándome a través de las sinuosi-
dades luminosas y húmedas como una jangada per-
ceptual en perpetuo movimiento.
-Disculpe, maestro –dice una voz a mis espaldas. No
necesito volverme para saber que quien se dirige a
mi coronilla es el pibe de unos veintipocos años, de
pelo largo y barba algo rala y rojiza. Permanezco u-
nos cuantos segundos observando las imágenes dis-
torsionadas y brillantes, las sinuosidades luminosas
y húmedas, mientras Sabina ahora canta algo así co-
mo hostias colega, te pareces a Sabina, ése que can-
53
Gabriel Cebrián

ta. “Joder con la sincronicidad”, me digo, tal vez in-


fluído por el modo castizo del perenne intérprete.
Por más que dilate la situación, sé que el párvulo no
desistirá, que permanecerá allí, y que con mi actitud
únicamente conseguiré exacerbar su afán de interac-
tuar. Así que me vuelvo y clavo en él una mirada
mezcla de indiferencia y fastidio. Espero que hable,
a contrario, supongo, de lo que él espera. La presión
está de su lado. Así que suelta:
-Vos sos el Gringo Bersa.
-Te voy a decir dos cosas. La primera, es que, debi-
do a la diferencia de edad que existe entre nosotros,
considero que deberías tratarme de usted. La segun-
da, es que no, no soy ningún Gringo, y menos, Ber-
sa.
-Sí, sos el Gringo Bersa. Claro que con algunos años
más, y más pelos.
-Bueno, supongamos que lo soy. ¿Y?
El pibe se me tira encima y me abraza. Mientras ca-
vilo acerca de cómo tomar semejante expresión de a-
fecto, observo por sobre su hombro que buena parte
de la concurrencia observa con curiosidad la escena
de la cual soy partícipe involuntario. En especial el
amigo y las dos jovencitas que departían con él en la
barra.
-Yo sabía. Yo sabía –repite cerca de mi oído, como
si yo fuera el propio Sai Baba y él un discípulo que
nunca tuvo dinero para viajar a la India. No puedo
negar que una pizca de esa corriente afectiva, tal vez
debido al alcohol, llega a tocar alguna cuerda recón-
dita de mi sensibilidad.
54
Sucedáneos

-Haceme el favor de soltarme –le digo no obstante,


mientras advierto por el rabillo de mi ojo derecho se-
micerrado por la presión de su hombro izquierdo en
mi pómulo, que la joven rubia que bebe a lentos y
espaciados sorbos sus Perros Verdes nos observa a-
hora con ojos bien abiertos y expresión de gran inte-
rés. El joven afloja un poco el abrazo, sin soltarme,
ya que permanece tomado de mis hombros, mientras
me dice:
-¡Gringo querido, yo sabía que eras vos!
-Mirá, si no te dejás de hacer aspavientos y te quedás
tranquilo, le voy a pedir al dueño que te eche.
-¿Me puedo sentar? Un minuto, dale, no seas ortiva.
-Un minuto.
-¿Les puedo decir...?
-Ni se te ocurra. Es más, donde uno de ellos dé un
paso en dirección a esta mesa, te vas vos también.
-Está bien, está bien –concede, mientras casi se arro-
ja sobre la silla que rato antes ocuparan primero Leo
y después el Gordo. Esta vez, y dada la diferencia
material entre este joven y los anteriores ocupantes,
puedo mantener la visual sobre la rubia sin esforzar-
me demasiado. El joven me mira como si él tuviera
unos cuantos años menos y yo fuera Santa Claus
(voy a tratar de dejar de pensar en estos absurdos
términos comparativos y a apechugar la realidad tal
como viene; quizás así llegue por un momento a vol-
ver a saborear el gusto por la celebridad perdido).
-Una cosa te voy a aclarar –digo, sintiendo un poco
de escozor moral por la posición autoritaria que asu-
mo, aunque lo sojuzgo argumentándome que lo hago
55
Gabriel Cebrián

en defensa propia, -no me preguntes por qué abando-


né la música, y mucho menos me pidas que vuelva a
tocar. ¿Estamos?
-Bueno. Suerte que me avisaste. ¿Sabés una cosa?
Tengo todos los discos de Richter 7.3.
-Lo imaginaba. Por favor, pibe, tratá ser ser un po-
quitín más original, ¿podrías?
-Sí, Gringo, sabés qué pasa... la emoción, viste.
-No lo estás logrando.
-Che, que ortiva que sos. Parecés Prince.
-¿Ves? Eso estuvo mejor –digo, y río un poco. Él
parece encantado.-¿Cómo te llamás?
-Nahuel, me llamo.
-Che, Nahuel, ¿te puedo hacer una pregunta?
-¡Claro!
-¿Qué tiene de extraordinario encontrarte con un tipo
que tocaba la guitarra y hacía algunas canciones, y
solo unas pocas relativamente buenas?
-No, pero es que vos no entendés... ojalá supieras lo
que siento cada vez que escucho algunos solos tu-
yos... que me lo pregunte eso mi viejo, tá bien, pero
vos...
-Entiendo. Touché. -La puta que lo parió. El univer-
so conspira, si sigo bebiendo y la gente a mi alrede-
dor sigue comportándose de este modo... –Andá a
pedirle un vaso al Gordo. A partir de esta noche vas
a poder contarle a quienquieras que te sentaste a la
mesa del gran Gringo Bersa y te invitó un whisky.
Me mira, exultante, y se apresura a obedecer mi co-
mando, tan grato para él. Observo que mientras es-
pera a que el Gordo, visiblemente sorprendido, le al-
56
Sucedáneos

cance la copa, habla eufórico con su grupo; y tam-


bién que finalmente, ya vaso en mano, los conmina
con el dedo, seguramente advirtiéndoles que los ma-
taría si se acercaban. Estos chicos...
Vuelve a la mesa con aire radiante. No puedo dejar
de pensar en el fenómeno de idealización que hace
que estos chicos te idolatren a modo tal que el sim-
ple hecho de estar sentados a tu mesa pueda conver-
tirse en el evento más trascendental de sus vidas. Le
sirvo una buena medida de J&B.
-La puta que lo parió –dice, meneando la cabeza y
mirando el whisky adentro de la copa y mirándome
alternativamente. –Decime, Gringo, ¿qué es de tu vi-
da, hoy por hoy? Desapareciste del mapa, tío.
-Nada extraordinario, Nahuelito. Me tomo unos tra-
gos por ahí, escribo...
-¿Canciones?
-No, canciones no. Escribo cuentos, qué sé yo, cosas
como ésa.
-¿Cuentos? ¿Escribís cuentos?
-Sí, ¿te parece raro?
-¿Ahí, en ese cuaderno?
-En este y en algunos otros que ya completé. ¿Qué
clase de pregunta es ésa?
-¿Y yo podría...
-Esperá, esperá. Te dije que disponías de un minuto
para hablar conmigo, y desde ya, no te vas a poner a
leer acá.
-Está bien, pero que conste que me encantaría leer lo
que escribís.

57
Gabriel Cebrián

-Supongo que alguna vez tendrás ocasión de hacerlo,


y desilusionarte.
-No creo. Vos sos un maestro.
-Por favor, dejá de adularme. Que haya hecho algu-
na que otra canción interesante no me habilita auto-
máticamente para cualquier cosa, ¿no te parece?
-No, seguro, pero se trata de otra cosa, tío.
-No soy tu tío.
-Es una forma de decir, tío. No la compliqués. Peor
sería que te te dijera “boludo”, como dicen los pen-
dejos ahora todo el tiempo. “Che, boludo, qué hacés,
boludo”, y así.
-Si, desde ese punto de vista...
-Te decía que se trata de otra cosa. Mirá, Gringo se-
gún yo veo las cosas, cuando uno tiene buen gusto,
tiene buen gusto, y no hay con qué darle. Si vos no
hubieras tenido talento y sobre todo, autocrítica, no
hubieras hecho las canciones que hiciste, ni los arre-
glos, ni los solos...
-Pero eso es otra cosa.
-No, no es otra cosa. Si de algo estoy seguro es de
que, si no tuvieras reales condiciones, no te hubieras
embarcado en semejante asunto. Mirá que te conoz-
co, eh.
-¿Ah, sí? ¿Me conocés?
-¡Claro que te conozco! Vos pensá, cuando escribías
las letras de tus temas, ¿no era acaso tu interioridad
la que afloraba?
-Bueno, pero...
.Bueno, pero nada. Yo pienso así, fijate. Todos los
que los escuchamos, y les prestamos atención, y tra-
58
Sucedáneos

tamos de descifrar el sentido último de lo que que-


rías decir, te conocemos más aún que gente que por
ahí está más cerca tuyo en tiempo y espacio, ¿o no
es así?
-Puede ser, sí. Sabés qué, no sos ningún boludo, vos,
me parece.
-¿Y sobre qué escribís?
-Sobre cualquier cosa que me venga a la mente. Pero
no me parece un tema que venga a cuento ahora; pa-
rece un reportaje, ésto.
-Qué casualidad.
-¿Qué casualidad?
-Sí, mirá, este año me recibí de periodista, y conse-
guí laburo en Generación Y, la revista de rock.
-Tá que lo parió. Entonces debo interpretar que esto
no es un diálogo desinteresado de tu parte, sino que
muy hábilmente me estabas haciendo el entre para
sacar todo tipo de cosas que publicar en el próximo
número del pasquín ése. Y pensar que me estabas
cayendo simpático.
-Eeeeh, no me digas eso. La verdad, Gringo, me jode
que me digas eso. Te prometo que no voy a publicar
nada que no quieras que publique. Vine a sentarme
con vos porque te admiro, como te dije, y nada más.
-Decime que no pensaste ni por un momento en la
nota.
-Bueno, no te voy a mentir, en algún momento se me
cruzó. Pero por supuesto, ni hablar que me importa
muchísimo más el hecho de estar acá, sentado con
vos, charlando.

59
Gabriel Cebrián

-O sea, que si yo te pido que ni menciones en la


revista este encuentro, ¿lo harías?
-Ya te lo dije.
-Bueno, tomate otro, entonces –digo, mientras le sir-
vo y me sirvo.
-¿Te puedo hacer una pregunta?
-¿Cómo periodista?
-¿Por qué estás tan a la defensiva?
-¿Te parece que estoy a la defensiva?
-Yo pregunté primero.
-Veo que, de algún extraño modo, estás tomando el
control de este diálogo.
-Yo no estoy tomando el control de nada. Vos estás
evadiendo la pregunta, que no es lo mismo.
-Mirá, puede ser que esté algo cerrado a las cuestio-
nes sociales, pero eso no significa de ningún modo
que esté a la defensiva.
-Reitero la pregunta.
-Y yo la respuesta. No me vengas a correr, mocoso
de mierda.
Ambos reímos. Definitivamente, Nahuel me resulta
simpático. Bebe un trago, sopesa su próxima pregun-
ta, y la formula:
-Decime una cosa, ¿ya publicaste?
-No, aún no. Tengo trato con un par de editores, pero
nada al firme. De todos modos, no es algo que me
quite el sueño. Ya pasé por eso, cuando era músico.
Necesitaba llegar, hacerme un nombre, encontrar un
medio de vida que no fuera laburar en una gasoline-
ra, o en una oficina... ahora no necesito nada de eso,

60
Sucedáneos

y mucho menos de los ajetreos de andar poniendo la


cara por acá y por allá...
-¿Vos sos conciente de la cantidad de gente que da-
ría su alma por estar en la posición en la que estás
vos?
-¿Y vos sos conciente que hay personas y tempera-
mentos para los cuales todo eso no significa más que
una gigantesca rotura de pelotas?
-Convengamos que no es muy frecuente.
-Bueno, si querés ponelo así: tal vez sea eso lo que
me hace diferente. Hasta hace breves minutos, yo e-
ra una especie de semidiós, para vos. Ahora, cono-
ciste al hombre y ya me convertí en un tipo más, co-
mo cualquier otro. Solo que un poco excéntrico, en
el sentido que no halla placer en un montón de pelo-
tudeces que a otros hijos de vecino los desvelarían.
-No es así.
-No importa. En todo caso, tené en cuenta que ya pa-
sé por eso, y esa experiencia es la que, en todo caso,
me da la posibilidad de elegir.
-Debés ser un escritor fantástico, si escribís como
hablas. Reitero que me gustaría leer lo que hacés.
-Veo que estás volviendo a la subjetividad idolátrica.
Está bien, me hace sentir más seguro. Ahora te voy a
pedir que me dejes solo, Nahuel. De veras que fue
un placer.
-¿Qué posibilidades hay de que pueda volver a ha-
blar con vos?
-Tomá, dejame tu teléfono, o E-mail, o lo que quie-
ras –indico, mientras le acerco mi birome y una ser-
villeta. –Yo me comunico, en todo caso.
61
Gabriel Cebrián

-Pero llamame, eh. No seas ortiva –reclama, mien-


tras anota unos números y/o letras, no sé.
-Te prometo que, si algún día tengo algo que decir,
vas a ser mi periodista personal. ¿Vale?
-Llamame aunque sea para tomar unos whiskys. La
próxima corre por mi cuenta.
-Lo consideraré.
-¿Te puedo dar otro abrazo?
-Definitivamente, no.
No obstante, rodea la mesa, me abraza y me planta
un beso en la mejilla. Se separa un poco, toma mi
cara entre sus manos, me mira unos instantes, me
suelta, da media vuelta y se dirige a reunirse con su
grupo. ¡Qué manifestación de afecto espontáneo!
-Nahuel –lo llamo, y se vuelve un instante. –Podés
publicar lo que quieras, pero ni se te ocurra mencio-
nar este bar.
-Okey, gracias –dice, me guiña un ojo y sigue su ca-
mino.
La Rubia que bebe pausadamente sus Perros Verdes
me observa ahora con una media sonrisa cautivante,
a lo que le digo en voz alta de modo que me oyen en
varias mesas más:
-Nos estábamos poniendo de novios.
Ella ríe, yo también y supongo que alguien más de
cuantos han oído, mas permanezco con mi vista en
la muchacha, sin importarme un bledo el resto de los
eventuales escuchas. Guardo la servilleta al azar, en-
tre las hojas de mi cuaderno, y busco la página en la
que Kathy Finders, dotada en mi fantasía personal

62
Sucedáneos

de la imagen visual correspondiente a mi vecina de


mesa, acaba de hallar la ominosa pieza de cerámica.

-Ten mucho cuidado al manipularla –dijo Rubén


Darío a Kathy, con ojos desmesurados y tono ansio-
so.
-Don’t worry, I’ll be very careful with this thing.
Él pensó en pedirle que continuara ejercitando el
español, pero la situación había atrapado toda su a-
tención y diligencia. A puros dedos quitaron la tie-
rra en derredor al preciado y a la vez temido objeto,
hasta que pudieron extraerlo sin riesgo alguno res-
pecto de su integridad. Allí estaba, frente a sus ojos,
una vasija de cerámica, de aproximadamente 700 cc
de capacidad, sin otra pintura que el ícono que mos-
traba un ojo sobre una araña de color negro. Se afi-
naba hacia el cuello, y luego volvía a ensancharse.
En la boca había una substancia sólida, que la se-
llaba. Parecía grasa derretida, pero no podía tratar-
se de eso, dado que el tiempo la hubiera deteriora-
do. Era algo de lo más extraño. Kathy comentó:
-That’s very strange, in really.
-Por favor, intenta hablar español, ¿quieres? El a-
sunto ahora es... cómo sacar de aquí esta pieza sin
que lo advierta Cornell.
-Es raro... que esto esté así... ¿entero, se dice?
-Sí, es muy raro. Todo es muy raro en referencia a
esta pieza, créeme.
-¿Qué es ésto? –Preguntó Kathy, en referencia a la
substancia que obturaba la boca del recipiente.

63
Gabriel Cebrián

-Ojalá lo supiera. Mira, creo que debemos actuar a-


hora mismo, sin dudar un instante. ¿Vienes o te que-
das? –La determinación que acompañaba a los di-
chos de aquél hombre hizo vacilar un instante a Ka-
thy.
-¿Tú que dices?
-Digo que trataré de salir, con la pieza oculta en mi
chaqueta, intentando que Cornell no me vea. Y lue-
go, tomaré mi mochila y me largaré del mismo mo-
do.
-Voy contigo. No pienso cómo será aquí si me que-
do.
-Bien. Entonces fíjate si anda por ahí.
Kathy fue hasta la boca del pasadizo donde estaban
sus cuadrículas, desde donde se accedía visualmente
a la entrada de la caverna. Cornell no estaba. Solo
dos estudiantes americanos que departían más que
nada por señas con los dos brasileros que se habían
divertido a su costa y le habían convidado cachaza.
Entonces caminó hasta la entrada propiamente di-
cha, y vió que el terreno y el campamento estaban
desiertos. Volvió rápidamente y dijo a su cómplice
que podían salir.
-Anda ve tú primero. Ahorita te sigo.
Entonces ella salió, caminó hasta su tienda, ingresó,
metió unas cuantas cosas en su mochila y se asomó
con cuidado, justo para ver a Rubén Darío emerger
por la boca de la cueva, chaqueta en mano, y diri-
girse a su carpa. Unos momentos después salió y
ambos, mochilas en mano, emprendieron el camino

64
Sucedáneos

por detrás del campamento, hacia donde los morros


los ocultarían más rápidamente.

Enciendo un cigarrillo. La pequeña llama, azulada


en su base, va fundiéndose en un amarillo rojizo que
se prende de la punta del Lucky Strike y la combus-
tión crepita levemente en orden al vacío que se pro-
duce desde mis labios y al contraer las mejillas. La
mecánica del vicio me lleva ahora a sorber unos tra-
gos de whisky, y la claustrofobia a mirar otra vez ha-
cia la noche líquida a través de la mirilla abierta en
el vapor que se adhiere al cristal de la vidriera. A-
quel mundo alternativo de luces y sombras fluores-
centes constituye un buen refugio, en el cual puedo
aquietar las mientes, ejercitar una especie de medita-
ción trascendental psicodélica, o algo por el estilo.
Descanso un momento allí, perdido en corredores de
un nocturno agitado por brillos que se mueven veloz
y sinuosamente, y vuelvo al bar. La muchacha rubia
que bebe detenidamente sus Perros Verdes está mi-
rándome otra vez. De modo que inicio un ejercicio
mental que consiste en tratar de adivinar quién será
el primero que se acerque al otro; o si en un determi-
nado momento la joven pagará su cuenta y saldrá pa-
ra siempre de mi vida –circunstancia ésta que, estoy
seguro, intentaré de abortar al momento que pase a
escaso metro y medio a mi frente rumbo a la salida-.
Aunque el tema de las mujeres es para mí otro tema
parecido al de la guitarra, y vuelvo a él con la recu-
rrencia propia del beodo en ciernes. Todo parte del
mismo hecho que me ha condicionado, que ha ope-
65
Gabriel Cebrián

rado como un antes y un después en mis vidas. Me


refiero al accidente, claro. Nicolás y yo habíamos
funcionado, desde muy chicos, como una dupla per-
fecta. Tanto para componer como para arreglar, don-
de yo me paraba él seguía, y viceversa. Siempre fun-
cionamos en tándem, siempre tirábamos para el mis-
mo lado. Hasta que un buen día, apareció Leo y nos
dijo que nos hacía falta una voz femenina. Al prin-
cipio nos sorprendimos, y cuando nos comentó que
había conocido a una cantante formidable y de muy
buena presencia, directamente lo acusamos de usar-
nos para saciar sus bajos instintos. Pero después de
analizarlo concienzudamente, llegamos a la conclu-
sión que podía ser buena idea, y concertamos una ci-
ta en la sala para ver de qué se trataba, una especie
de prueba. Así llegó Mora, una espléndida morocha
de ojos claros y un cuerpo que era una invitación a la
lujuria más desenfrenada. De más está decir que la
prueba fue simplemente una formalidad. Para colmo,
cantaba como una sirena.
Nicolás ganó en la atropellada. Los otros tres, Clau-
dio –el bajista-, Pilín –el baterista- y yo, nos queda-
mos mirando mientras Nicolás tomaba la delantera y
se quedaba con el premio mayor. Digamos que hasta
ahí, todo bien. Los problemas comenzaron después.

Juego un poco con el índice de mi mano derecha, re-


volviendo los fragmentos de hielo dentro del vaso.
Miro a la muchachada en las mesas o apiñada sobre
el mostrador; mientras, Sabina canta pero nadie pa-
rece prestarle atención, él y sus músicos solo propor-
66
Sucedáneos

cionan un murmullo que amalgama todos los soni-


dos de conversación, risas, cristales, etcétera, que su-
ben y bajan de volumen aleatoriamente. Prestándole
atención a estos vaivenes de la marea sonora, advier-
to que el modo de vibración que corresponde a los
estímulos de orden sónico puede también perfecta-
mente configurar una suerte de universo paralelo en
el cual licuar momentáneamente mi encarnadura es-
paciotemporal. Dejo de pensar entonces de la mane-
ra en que habitualmente se hace, esto es, hilando pa-
labras y conceptos, y me sumerjo en un mundo so-
noro en el que los volúmenes, timbres, cadencias,
rítmicas extrañas, silencios y demás modulaciones
de frecuencia constituyen un todo en sí mismo, en el
que operan reglas internas absolutamente propias y
que parecen estar allí para ser descubiertas por mí.
Mas caigo en la cuenta que estoy ingresando en un
trance aún más tiránico que el que puede producirme
la visión de las humedades rielantes y sinuosas que
obtengo de la escotilla abierta en el vidrio empaña-
do, por lo que, luego de un breve tironeo, vuelvo a
pensar ajustado a cánones ortodoxos y todo alrede-
dor tiende a ser lo que era, para bien o para mal.
Cuando vuelvo de la ensoñación acústica, encuentro
al Gordo sentado a mi mesa. De alguna manera ad-
vierte que he vuelto en mí, o tal vez haya sido harto
evidente, quizás al punto que debería sentirme abo-
chornado, pero qué va.
-Gringo, decime, ¿estás bien?
-Sí, ¿por?
-Porque estabas como ido.
67
Gabriel Cebrián

-No estaba, “como ido”, estaba “ido”, sí, ¿cuál es?


¿No me puedo ausentar por un momento?
-Pensé que por ahí no te sentías bien.
-No te preocupes. Estoy bien. Hacía rato que no es-
taba tan bien.
-Bueno, me alegro, pero...
-Me deliré un poco, ¿okey? Estaba perdido entre re-
cuerdos y cosas del pasado. ¿Querés un whisky?
-Y dale, serví. Vamos a terminar los dos completa-
mente ebrios. Vos podés, yo tengo una imagen que
cuidar.
-Yo ya no, pero viste cómo es la paradoja. En la épo-
ca de oro, cuanto más vicioso parecía, la imagen era
más favorable, al menos, en términos de marketing.
La cosa era que no nos costaba nada dar imagen de
reventados, simplemente actuábamos naturalmente.
Y Leo contaba los billetes, nos garpaba nuestra parte
y hasta nos conseguía las substancias.
-Ahá. ¿Y a qué le daban?
-Un poco de todo, viste. Pero sobre todo, alcohol y
cocaína. A full. Eso fue lo que me parece que nos
llevó a la debacle final.
-Debés estar en pedo, vos. Es la primera vez que te
escucho hablar de eso, al menos en estos términos.
-¿Te parece? Bueno, la corto acá.
-No, dale, seguí. Soy todo oídos.
-Tenés razón, me estoy poniendo nostálgico, dejá,
hablemos de otra cosa.
-Como quieras. Pero esta noche en particular han es-
tado pasando cosas, por acá, viste.
-¿A qué te referís?
68
Sucedáneos

-Y, vino primero el gordo ése, después entró la rubia


que está acá atrás, después el pibe que te vino a jo-
der...
-Sí, no ha sido una de esas noches tranquilas que es-
tamos vos, yo y dos o tres más.
-Por suerte, dejá que siga así. Lo que me parece es
que algo se te movió, y ahora estás con ganas de ha-
blar. Dale, date el gusto.
-Te decía que un poco perdimos el control. Lamento
haber terminado así con Nicolás...
-Nicolás era...
-Nicolás, mi amigo de la infancia, el pianista. Todo
anduvo bárbaro hasta que llegó la mina ésa.
-¿La cantante?
-Sí, la cantante. Mora.
-Sí, otra vez que te emborrachaste, algo me dijiste a-
cerca de ella.
-No estoy borracho, gil.
-No, digo, otra vez.
-Bueno, la perra ésa nos hizo pelear, después pasó lo
que pasó y nunca tuvimos oportunidad de hablar de
frente. Fuimos dos pelotudos, pero quién iba a sa-
ber...
-Y bueno, a veces las cosas son así.
-Por eso te digo, por ahí si no hubiéramos estado tan
cebados, la cosa habría sido distinta. Al poco tiempo
que vino a la banda, ya salía con Nico. Pero viste có-
mo es, compartíamos mucho tiempo, entre shows,
ensayos, grabaciones... y la mayor parte del tiempo
estábamos relocos, dale que te dale al trago y al nari-
guete...
69
Gabriel Cebrián

-Me imagino.
-Claro.

Aquí estoy, contándole al Gordo cosas que jamás an-


tes había dicho a nadie. Tal vez haya estado dema-
siado tiempo solo, tal vez eso opere en forma tal que
el Gordo es no solamente mi único amigo, sino mi
única familia y hasta mi único afecto en vida. Tal
vez el alcohol me esté haciendo ver que el Gringo
duro e indestructible que se la banca solo entre tra-
gos y veleidades literarias, es nada más que una
fachada, nada más que un personaje que he aprendi-
do a impostar ante mí mismo, y la voy a cortar con
estas consideraciones porque me voy a poner a llorar
y eso es lo último que haría, aunque más no fuese en
honor del personaje que me ha ayudado a sobrevivir
todos estos años en esta vida episódica a la que pien-
so aferrarme a ultranza. Lo que sí, no puedo conte-
ner la verborragia, hallo un sentido revulsivo en cada
palabra que cae de mi lengua ya algo entorpecida
por el J&B.
-La cuestión, Gordo, es que la loca se me comenzó a
insinuar, viste. Al principio, algo recatada, como to-
das las minas, viste. Y yo, si bien era susceptible,
porque estaba bárbara y tenía el plus de su voz incre-
íble (cosa que a los músicos nos pega, por supuesto),
permanecí en mis trece, básicamente por respeto a
Nicolás. Pero la procesión iba por dentro.
-Aguantá un cacho. Arreglo un par de cosas con Mi-
guelito y me quedo un rato acá con vos.
-Okey –asiento, no muy seguro de acordar con eso.
70
Sucedáneos

Volvemos a cruzar miradas con la bella muchacha


rubia que degusta con parsimonia sus Perros Verdes,
y pienso que estamos llegando a un grotesco cuasi-a-
dolescente. Hora de volver a Itaparica, sin escalas.

A eso de las diez de la mañana, ya el sol caía a ple-


no sobre los científicos que, mochilas al hombro, su-
bían y bajaban las verdes lomadas con una actitud
interna definida que solo podría asimilarse al cabal
sentimiento de ser fugitivos. En tanto lo hacían, pro-
curaban establecer estrategias a futuro. En primer
lugar, justificarían su abandono intempestivo de la
empresa en motivaciones reales, dada la caracterís-
tica básicamente indeseable de Cornell. Lo acusa-
rían de hostigamiento, animosidad, discriminación y
toda otra figura que fuera a ocurrírseles. Y ello ante
estrados académicos, judiciales o los que correspon-
dieren, además. En segundo lugar, y tal vez la cues-
tión más de fondo, estaba el objeto aquél que Rubén
Darío llevaba envuelto en ropas para una mayor se-
guridad, dentro de su mochila. ¿Qué harían con él?
De ninguna manera podían denunciar su hallazgo
ante las autoridades universitarias que habían orga-
nizado la excavación, sin dar por tierra con las ar-
gumentaciones respecto del abandono del trabajo de
campo. Una simple inferencia directa asociaría esa
suerte de huída subrepticia con el afán de apoderar-
se de lo que consideraban un hallazgo extraordina-
rio. En ese sentido, estaban absolutamente limitados
y condicionados, debían manejarse con total caute-
71
Gabriel Cebrián

la. Kathy comentó entonces que conocía a un alto


directivo de Yale, a quien admiraba y respetaba tan-
to por sus conocimientos como por su hombría de
bien. Cuando le refirió su nombre, Rubén Darío re-
cordó haberlo oído mencionar alguna vez. Ella le a-
seguró entonces que podían contar con su discre-
ción, y al propio tiempo, a través de él, con la infra-
estructura necesaria para efectuar los análisis perti-
nentes con el menor riesgo posible, teniendo en
cuenta las alarmantes características que él mismo
había señalado respecto de la extraña vasija. En
principio, el antropólogo del Perú estuvo de acuer-
do. Pero puso como condición un par de entrevistas
previas para discernir vivencialmente el mérito y o-
portunidad de dar traslado a ese fulano del hallaz-
go.

Cada vez que desde el camino contiguo al cual se-


guían a prudente distancia se oía un motor, proce-
dían a agacharse entre las irregularidades del terre-
no para evitar ser vistos. Cuanto menos gente supie-
ra de ellos, tanto mejor.

Vuelve el Gordo, vaso en mano, y se sirve de la bo-


tella de J&B, en cuyo interior la línea de flotación va
mermando a ojos vista. Yo en tanto hago señas a Mi-
guelito para que nos alcance hielo y soda.
-¿Cómo era el asunto, entonces, con la mujer ésa?
-¿Así, a boca de jarro, me preguntás?
-Dale, Gringo, entre nosotros...

72
Sucedáneos

-Estaba en otra cosa, disculpame. Ya no sé si tengo


ganas de hablar de eso.
-Bueno, como quieras... ¿querés que te deje solo?
-No, está bien. Mirá, te la hago corta. Resulta que yo
estaba saliendo con una chica, en ese momento, una
chica buena, piola, viste. Pero al lado de Mora no te-
nía ni para empezar, en ningún sentido. Y yo adver-
tía, paralelamente, que Mora se insinuaba ante mí
cada vez más, incluso generando situaciones moles-
tas con Nicolás, ¿me entendés?
-Sí, te entiendo.
-Bueno, la cosa es que mi chica me rompió las pelo-
tas al respecto, y la mandé a pasear. Cuando quedé
solo, la cosa empeoró.
-Me imagino.
-Sí, tal cual. Yo, la verdad, me sentía enamorado de
ella, pero estaba dispuesto a renunciar a cualquier
cosa que me ofreciera con tal de no traicionar a mi a-
migo.
-Situación típica.
-No sé. ¿Te pasa muy seguido?
-Dale, seguí, seguí.
-Un día escribí una canción, una rara canción (digo,
para mi estilo, ¿no?) de amor. Pero no era una bala-
da lenta, ni tampoco onda melódica, viste. Era una
especie de rythm & blues potente, con un estribillo
más poderoso aún y bien machacado...
-Un amor explosivo, por lo que se ve...
-Sí, puede ser, puede decirse así, creo. La cosa es
que lo llevé a la sala de ensayo y se los mostré. Aho-
ra pienso que tal vez no fue buena idea, que tendría
73
Gabriel Cebrián

que haberlo dejado para tocarlo en casa, qué sé yo...


aparte, viste, ante tantas insinuaciones, yo sentía que
podía insinuar algo a mi vez. Aparte, nadie tenía por
qué pensar que lo había hecho inspirándome en mis
sentimientos hacia ella.
-Esas cosas se notan, Gringo.
-Sí, puede ser. Pero en mi fuero íntimo, sentía que
seguía siendo honesto.
-Pero claro, eso no se duda.
-Bueno, la cuestión que fui y se los canté acompa-
ñándome con la viola. Pilín le agarró la vuelta ense-
guida, como lo hacía siempre, bah, y me acompañó
espontáneamente, y muy bien, desde la primera ver-
sión. Increíble, vos sabés, el tipo ése. El estribillo te-
nía incluso contratiempos, que yo simplemente traté
de cabeceárselos, es decir, de marcárselos con la ca-
beza, aunque me parecía que era imposible que me
interpretara. La cosa es que no sé si era intuición, o
qué, pero el loco de primera le embocó hasta eso. De
más está decir que las otras dos veces que llegamos
a esa parte, las tocó con firuletes y todo.
-Gringo, obviá la parte de técnica musical, querés.
Lo único que me sugiere es que te da como saudade
de todo eso.
-Está bien –concedo, tomando nota mental del cabal
entusiasmo que me genera, curiosamente en estas
instancias, el recuerdo de la interacción musical de
aquella tarde con Pilín. Mientras continúo refiriendo
la historia al Gordo, permanezco alerta a estas nue-
vas sensaciones que parecen resurgir desde algún lu-

74
Sucedáneos

gar recóndito de uno de mis otros yoes perimidos.


Continúo:
-Canté la canción, como te venía diciendo, para ver
si les gustaba. La letra era mitad castellano y mitad
inglés, inglés americano, me parece. Cada estrofa se
cerraba con la frase “Come on, Shadylight, I wanna
fall in love”.
A lo cual el Gordo cae en el remanido asunto de a-
graviarse por las dudas que lo estén puteando, así
que le traduzco, más o menos, deteniéndome en la a-
claración de la palabra compuesta, probablemente
un neologismo, “shadylight”. Pero estas precisiones
parecen no importarle demasiado, así que le explico
que viene a cuento porque mientras cantaba, tenía la
plena sensación de que todo el mundo sabía a quién
me estaba refiriendo. Especialmente, ella.
-Una vez que terminamos la interpretación, Pilín y
Claudio se mostraron encantados; En tanto Mora,
por su parte, lucía como conmocionada, boquiabier-
ta, y con sus hermosos ojos verdes igual, ante el in-
superable arqueamiento de cejas.
-Ahá. Te recuerdo que estás hablando, no estás es-
cribiendo.
-¿Por qué decís eso?
-No, nada, seguí, seguí.
-No te hagás el pillo.
-Y vos, dejá de contarme las cosas como si estuvie-
ras dando una conferencia en la Facultad. Parecés un
gay, hablando.
Reímos un buen rato, brindamos, bebemos y sigo:

75
Gabriel Cebrián

-Nico no dijo absolutamente nada. Simplemente se


limitó a buscar los acordes en el piano.
-Vos pensás que también él...
-Se dio cuenta, seguro. Mora entonces me pidió la
letra. Le pasé el papel, y mientras lo leía, comencé a
darle algunas sugerencias acerca de cómo me pare-
cía que debía cantarlo, a lo que ella me interrumpió
y me dijo “No, querido. Ésta la cantás vos. Ésta se
canta con voz de macho.”
-¿Eso, dijo?
-Eso, dijo. Te imaginás... se produjo un silencio im-
presionante, hasta que me vi en la obligación de in-
terrumpirlo, diciendo algo como: “Bueno, fijémonos
cómo sale, o busquémosle la vuelta”, a lo que ella
replicó: “No, nada de eso. Lo cantás vos. Si querés,
te hago unos coros”. Y así fue que lo hicimos, la lo-
ca se mandó unos coros en armonía verdaderamente
fantásticos, así que nadie tuvo nada que objetar, al
menos desde el punto de vista estético. Pero mien-
tras lo hacíamos, supe que ella en ningún momento
me sacaba los ojos de encima. El conflicto iba to-
mando estado público, todos lo podíamos sentir, y
yo particularmente sentía que no podía hacer ya na-
da al respecto.
-¡Qué situación!
-Ni que lo digas. Esa misma noche estaba programa-
da una fiesta por el cumpleaños de Claudio. Así que
fui, y como de costumbre, bebimos bastante y tam-
bién consumimos coca. Nico permaneció taciturno y
bebió en forma desmesurada, hasta que finalmente

76
Sucedáneos

ocurrió lo que tenía que ocurrir: se fue a una habita-


ción y se quedó profundamente dormido.
-Me imagino lo que siguió.
-Y, sí, ¿no? Borrachos como estábamos, y con los a-
prontes que habíamos tenido, la cosa se planteó de
modo que no solamente pasó lo que tenía que pasar,
sino que toda la previa fue en público, allí mismo, en
la casa de Claudio.
-¿Hicieron el amor ahí, delante de todo el mundo?
-Pero no, zopenco, por eso te aclaré que fue la pre-
via. Lo suficiente para que a nadie le quedara la me-
nor duda acerca de a dónde, o mejor dicho, a qué,
nos dirigíamos.
-Ah, está, está.
-La cuestión es que, nunca supe bien por intermedio
de quién, el affaire llegó a oídos de Nico, que no me
dirigió la palabra por unos cuantos días. Mora quería
dejarlo y venirse conmigo, o al menos eso era lo que
me decía a mí. Pero yo, herido en el amor y en la a-
mistad, me negué de plano.
-Sí, te conozco.
-Soy un gilipollas, ¿verdad?
-No, yo no dije eso. Pero si vos lo decís...
-A partir de allí la cosa cambió. Nos veíamos nada
más que en los shows, tratamos de acotar los ensa-
yos al mínimo indispensable; y cuando ensayába-
mos, era onda trabajo de laboratorio, cada uno en lo
suyo y dialogando lo menos posible, al menos Nico,
Mora y yo. Los otros dos, aunque de lo más incómo-
dos, trataban de mostrar neutralidad.
-Che, parece el final de los Beatles.
77
Gabriel Cebrián

-Sí, eso era lo que nos decía Leo cada vez que habla-
ba con uno o con el otro, “déjense de joder, quién
carajo se creen que son”; y apelaba a eso para ha-
cernos entender que lo primero era el proyecto, y
que nos dejáramos de pendejadas. Tal vez tenía ra-
zón. Fijate que los dos últimos discos, grabó cada u-
no sus partes por separado.
-Una situación de mierda.
-Claro, pero había contratos que cumplir. Cuando to-
cábamos, ellos iban como siempre en la combi y yo
me iba y me volvía en mi auto. No sé si lo hacía por
despecho, o por vergüenza, o por qué, pero ahora me
parece que la jugué de caprichoso y forcé la nota.
-Bueno, las cosas fueron como fueron, y no hay más
remedio. Aparte mirá, si hubieras movido fichas pa-
ra recomponer las cosas, hoy no estarías acá, contán-
dome todo esto.
-Andá a saber cómo hubieran sido...
-Bueno, en cualquier caso, no hay forma de saberlo,
ni tampoco motivo alguno para que cargues con cul-
pas.
-¿Vos creés eso, en serio?
-Qué, ¿acaso vos no lo creés?
-A veces no estoy seguro.
-Bueno, lamento comunicarte que eso es enfermizo.
No soy psicólogo, vos lo sabés, pero tampoco soy
tan otario.
-Gracias por la parte que me toca.
Entonces el Gordo se levanta, apoya otra vez los pu-
ños en la mesa y, antes de volver a su taburete del
lado interno del mostrador, me dice:
78
Sucedáneos

-Aflojá, Gringo. Por favor, aflojate el lazo, dejate de


joder. Vos no sos Dios, sabés, aunque algunos cuan-
tos pendejos te lo quieran hacer creer.
-¿Por qué me decís eso?
-Porque te manejás como si todo fuera tu responsa-
bilidad. O producto de tu error. Desde mi criterio,
fuiste el tipo más leal del mundo. No sé, y por ahí te
jode que te lo diga, pero me parece mucho más des-
preciable, en todo caso, la actitud de tu presunto a-
migo, que si hubiera tenido un poco de dignidad per-
sonal, y también la mitad del sentido de lealtad que
tenés vos, se hubiera abierto de la mina ésa y se hu-
biera dejado de joder.
-¿Sabés que nunca lo había pensado de ese modo?
-Sí, tan vivo para algunas cosas y tan tarado para o-
tras. Te dije, te conozco.
Con un dramatismo cuya oportunidad está rigurosa-
mente premeditada, levanta sus puños y se marcha.

Microclima otra vez. Aquí estoy yo, con mis recuer-


dos, casi todos karmáticos a mi pesar, mi cuaderno
cerrado cuya marca comercial, quizá ironía del desti-
no, es “Gloria”, mi bebida, mis cigarrillos, el cenice-
ro repleto, el baldecito de hielo y la pinza, ambos de
acero inoxidable, el servilletero; a mi derecha, la mi-
rilla abierta en el vidrio empañado que me conecta
con un exterior ideal, en el que la noche fría y llu-
viosa se transforma en un universo de luces y som-
bras móviles, que sobre un fondo de negro absoluto
configuran imágenes que se derriten en una suerte de
Dalí fulgente y posmoderno, en donde puedo de al-
79
Gabriel Cebrián

guna manera sumergirme y divagar a velocidades es-


calofriantes, al menos por momentos; a mi frente, la
bella muchacha rubia que sorbe con lentitud sus Pe-
rros Verdes y de vez en cuando cruza miradas con-
migo que se me antojan cada vez más cargadas de
significado y menos casuales, por cierto, y que gene-
ran una expectativa que puede traducirse en inquie-
tud interna somatizada a través de un cosquilleo as-
cendente entre el diafragma y la espina dorsal, que
preanuncia en breve descargas de adrenalina y pro-
bablemente también, con un poco de suerte, de se-
men; a mi izquierda, una mesa con cuatro jóvenes
standard, dos masculinos y dos femeninos, y más a-
llá la barra en la que el Gordo y Miguelito escancian
a diestra y siniestra; finalmente, a mis espaldas, y a-
simismo por detrás de las de la muchacha rubia, dis-
curre el bar con sus mesas repletas de gente practi-
cando el viejo hábito de la socialización, con mayor
o menor talento y entusiasmo, según cuestiones in-
natas, adquiridas, y por qué no, astrológicas. El rui-
do de enseres y conversación, cada vez más intenso
(creo que crece en forma directamente proporcional
al índice de alcohol en sangre de la concurrencia)
hace que sea más dificultosa la audición de las can-
ciones de Sabina, como también del ruido de los mo-
tores y neumáticos sobre el pavimento mojado, pro-
ducido por automóviles que, ya a esta hora, circulan
según intervalos ostensiblemente más largos.
Bebo un trago de J&B, y ya no me importa gran co-
sa si tiene hielo o si está lo suficientemente rebajado,
la gastritis parece haber quedado atrás, quién sabe a-
80
Sucedáneos

dónde o cuándo. Aunque tal vez se deba a las virtu-


des anestésicas del alcohol parcialmente metaboliza-
do que la sangre lleva, en oleadas pulsatorias, hasta
mi cerebro.
Pero así como he abierto esa escotilla que me per-
mite observar la calle nocturna y húmeda, difumina-
da en hipnóticos y aleatorios desenfoques, también
he abierto otra más en el interior del cuaderno de ta-
pa color naranja, presuntuosamente denominado con
una entelequia tan difícil de ontologizar como lo es
el vocablo “Gloria”; una ventana a través de la cual
me es dado escudriñar la experiencia de una antro-
póloga norteamericana en la Bahía de Todos los
Santos, en oportunidad de realizar un hallazgo, pro-
bablemente macabro, y a la que visualizo como la
joven rubia que sentada frente a mí degusta plácida-
mente sus Perros Verdes. Aprovecharé una vez más
la capacidad abstractiva que me provoca tal ejercicio
y traduciré en palabras, tal vez desgarbadamente y
de manera inadecuada, las vicisitudes del abandono
huidizo que protagonizan Kathy Finders y su colega
y presunto cómplice, Rubén Darío Ercilla Márquez.

A eso de las dos de la tarde, y luego de una agota-


dora caminata bajo el inclemente sol, comenzó a in-
sinuarse cierto incipiente urbanismo, y cayeron en
la cuenta que estaban llegando, ¡por fin! a Nazaré.
Decidieron comer algo allí, y luego, ya entrada la
noche y de la forma más subrepticia posible, tomar
un autobús hasta Bom Despacho y desde allí el ferry
boat que los dejaría finalmente en Salvador.
81
Gabriel Cebrián

Continuaron la marcha casi exhaustos, conteniendo


el peso de las mochilas en bajada, inclinándose ha-
cia atrás; y esforzándose hasta perder el aliento en
subida, echando el peso hacia delante, por las calle-
jas de aquella ciudad baja levantada sobre el irre-
gular terreno, de casas humildes y tradicionales, al-
gunas de ellas aparentemente muy antigüas. La ex-
traña pareja del aindiado peruano y la pálida y ru-
bia americana llamaba poderosamente la atención
de los vecinos, todos ellos negros o mulatos que sa-
ludaban con aires de curiosidad y hasta salían a ve-
ces de sus viviendas para observarlos, situación ésta
que no favorecía mucho las aspiraciones del dúo de
pasar lo más desapercibidos que les fuera posible.
Dada la hora y la canícula, solamente encontraron
abierto, en la avenida de la estación de autobuses,
una especie de bar restorante llamado “Bar do Zé”,
según rezaba un cartel de dos hojas de chapa en el
que además se ofrecían los platos especiales. Si bien
había unas mesas en el exterior, debajo de un alero
que proporcionaba sombra y podía aprovecharse u-
na brisa leve, decidieron ingresar al comedor inter-
no, para evitar ser interceptados por cualquier a-
gente de Cornell o por él mismo, que si bien técnica-
mente no tenía poder de policía sobre ellos, quién
sabe los ardides e incluso métodos violentos a los
que podía echar mano si sospechaba que su partida
intempestiva se debía a un hallazgo como el que ha-
bían efectuado.
Ocuparon la mesa más apartada de la entrada, aun-
que el salón era verdaderamente pequeño. En otra
82
Sucedáneos

mesa dos niños jugaban con soldaditos. Un hombre


moreno, de baja estatura y algo grueso, saludó en
portugués. Rubén Darío respondió el saludo y pre-
guntó en esa suerte de mix que suele denominarse
como “portuñol”, qué había para comer. El more-
no, seguramente el tal Zé, le respondió:
-Agora, temos só tiragostos y ensopado de galinha.
-¿Qué es, tiragostos?
-Boi.
-Ah, boi. Bueno, faz o favor, trai as duas coisas –el
cantinero sonrió, seguramente por la impericia idio-
mática tan mal disimulada. – Y Schincariol en ga-
rrafa, ¿tein?
-Sim, temos – respondió, y se apresuró a dar curso
al pedido.
-¿Boy? –Inquirió Kathy.
-Boi es buey. Así que ve preparando tus maxilares,
los vas a necesitar –repondió, sonriente, Rubén Da-
río, en tanto el moreno les servía sendos vasos de
cerveza. Bebieron con avidez, tan es así que antes
que les trajeran la comida, ya habían dado cuenta
de dos garrafas.
Tal lo anunciado, los dados de carne de buey resul-
taron imposibles para el aparato masticatorio de
Kathy, así que después de forcejear unos minutos
con un par, para luego tragarlos casi enteros, sola-
mente aprovechó, y ello debido al apetito producto
de la extenuante caminata, las tiras de cebolla frita
y ennegrecida que los acompañaban. Sin embargo,
dio buena cuenta del guisado de gallina, que conte-
nía verduras y frijoles y aparte, sabía bastante bien.
83
Gabriel Cebrián

Antes de retirarse preguntaron por una posada, y les


recomendaron una a escasas dos cuadras. Alli fue-
ron. Se trataba de una casa de dos plantas, con va-
rias habitaciones y un baño a compartir en cada pi-
so. Pese a que las habitaciones eran absolutamente
mínimas, oscuras y muy poco aseadas, a más de
contar con una sola cama, resolvieron ocupar solo
una. Sería solamente por tres, o a lo sumo cuatro
horas.
Dejaron el equipaje sobre el piso, por supuesto que
la mochila que contenía el objeto fue depositada con
sumo cuidado; se quitaron las chaquetas y se tendie-
ron a lo ancho del angosto camastro. Conversaron
un rato en la semioscuridad, sobre todo de las líneas
de acción a seguir, de los recursos con que ambos
contaban, de la necesidad de arribar a los Estados
Unidos cuanto antes, de los eventuales contratiem-
pos que podrían llegar a tener en las aduanas con el
objeto aquél, etcétera. Pero hacía mucho calor allí.
Rubén Darío se incorporó y se quitó la camisa, de-
jando ver su torso desnudo, y volvió a tenderse al la-
do de Kathy. Kathy hizo lo propio, obedeciendo más
a una pulsión de índole sexual que a la temperatura
ambiente. Entonces él, mirándola con avidez mani-
fiesta, le comentó que era una mujer muy bella. Ella
sonrió, y le dijo en su limitado español que él se veía
mejor sin camisa. Luego se sentó en la cama, deján-
dolo hacer. Él entonces la rodeó con su brazo, la be-
só, y mientras tanto el beso como las respiraciones
se hacían más intensos, inició una caricia ascenden-
te por entre las piernas de Kathy, que entregada ya,
84
Sucedáneos

y deseosa a partir de una larga abstinencia, no sola-


mente no opuso la menor resistencia sino que, a su
vez, comenzó a masajear los activos genitales de su
colega. A poco se desnudaron uno al otro con apa-
sionamiento febril, y la esplendorosa desnudez de la
rubia cegó de deseo al hombre aquél, que la tendió
en la cama y sin más preámbulos, la penetró de un
solo empujón, aprovechando la lúbrica humedad de
su compañera. Comenzó entonces a moverse sin la
menor intención de complacerla, preocupado única-
mente por su bienestar, circunstancia ésta que hizo
que la muchacha saliera de la obnubilación provo-
cada por el furor sexual y ya no se sintiera tan segu-
ra de hacer lo que estaba haciendo. Mas era tarde
para contener al enjundioso peruano, que extrema-
ba esfuerzos para lograr el remate tan codiciado.
Kathy pensó en el extraño ídolo que estaba allí al
lado, en la mochila, en la rara historia que el hom-
bre aquél había referido acerca de ella, y lo sintió
un completo extraño. Iba a apartarlo por la fuerza
cuando advirtió que ya estaba derramándose en su
interior.

Ufffff... ¡qué secuencia!, pienso, mientras bebo unos


buenos tragos de J&B y reparo en la incipiente erec-
ción que la situación atestiguada me ha producido.
Creo que no es buena idea en lo inmediato echar otra
ojeada a la muchacha rubia que bebe como al acaso
sus Perros Verdes, so riesgo que los procesos fisio-
lógicos referidos se vuelvan más acuciantes. Así que
recurro nuevamente a los universos alternativos, vi-
85
Gabriel Cebrián

suales y auditivos, que he sabido conseguir; esta vez


en forma combinada, y poco me importa sumergir-
me tanto en ellos que puedan hacerme dar una ima-
gen decadente de mí mismo. Soy el Gringo Bersa, y
según dicen, más de uno pagaría por verme ebrio al
punto de perder el conocimiento, qué joder.
Luego de algunos cuantos deslizamientos por aque-
llos rápidos psicodélicos, vuelvo a mi encarnadura y
como en un despertar glorioso observo a la bella mu-
chacha rubia etc. etc. que sigue observándome. Qui-
zá sea hora, ya, pero creo que estoy lo suficiente-
mente ebrio como para ni pensar en efectuar el pri-
mer movimiento. De cualquier modo, me parecería
por demás extraño que después de semejante interac-
ción visual, se largue sin decir al menos una palabra.

La situación me lleva a pensar otra vez en mujeres.


Recuerdo cada final, cada despedida, mientras el hi-
jo de puta de Sabina se hace eco y canta “porque to-
dos los finales, son el mismo repetido”, y la gran pe-
rra que lo parió. Recuerdo cada final y cada uno de
ellos me duele fatalmente, y encima todos así, jun-
tos... a veces siento lástima por mí, a veces por el
recuerdo de la persona que se supone una vez qui-
se... pero no, sea como sea, el sentimiento de infeli-
cidad es autorreferencial y colijo que siempre, a cada
momento, sentí y siento lástima de mí mismo, lo que
no es ni bueno ni oportuno de andar descubriendo
justo ahora, esta noche, en este estado. Aunque tal
vez, sea debido a todo ello. Las cosas y los recuer-

86
Sucedáneos

dos se tornan cada vez más difusos, todos, quizá a


excepción de la acción en Itaparica.
Vuelvo a los recuerdos, que difusos o no, quieren
venir a mí en un afán casi inconciente, que mi inte-
rioridad parece pedir a gritos, de hallarle un sentido
a todas estas cuestiones que parecen desembocar
precisamente en un aquí y ahora del que entro y sal-
go en los vaivenes de una psiquis endeble y huidiza.
Me acuerdo de Marga, que la última vez que hici-
mos el amor, ante mi actitud, precisamente huidiza,
me tomó por los pómulos y me exigió: ¡Dá la cara,
hijo de puta! O de la preciosa nuca de Magalí, que
besé antes de marcharme para siempre, cuando arro-
jaba verduras en una cacerola de agua hirviendo para
la cena de su hijita, mientras sin una palabra ni un
gesto se estremecía entre sollozos afónicos... la pe-
queña Gaby, yéndose entre la gente de esa gran ave-
nida, llorando a mares, sin inportarle un comino las
miradas curiosas de la gente, y dejándome en idénti-
ca situación, solo que parado allí, en esa esquina,
viéndola irse y sintiéndome como un miserable tutor
que por egoísmos personales abandona a un menor
incapaz en la jaula de las fieras... y otras más pro-
saicas, desde luego, como por ejemplo cuando a tra-
vés del hueco de la escalera de su departamento, en
oportunidad que lo abandonara valija en mano, le
grité a Paquita la cuarentona “que tengas una feliz
menopausia”. Bueno, ésta última reminiscencia sirve
al menos para cortar un poco el dramatismo emocio-
nal en el que me había visto inmerso. Pero he aquí
que vuelve, como una oleada de aguas amargas, con
87
Gabriel Cebrián

la obstinación de un búmerang, con la humildad de


esos perros que uno azota y arroja a la calle pero que
no obstante siempre regresan... pero ahora, sorpresi-
vamente, viene a mí el recuerdo de mi Fender Stra-
tocaster amarilla modelo ’72. Recuerdo vagamente
la noche que la entregué, en su estuche que más bien
sentía como un ataúd, al primer aprovechado que vi-
no por ella. Realmente, es la primera vez que noto su
falta, algo raro está pasando; esta noche de ebriedad
catártica parece estar reservándome aún algunas sor-
presas, sorpresas de las cuales seguramente mañana,
resaca de por medio, me arrepentiré.
Por la ventánula mágica observo detenerse una com-
bi. Se bajan un par de monos que a toda prisa co-
mienzan a descargar instrumentos y equipos de soni-
do. Hablando de sorpresas, música en vivo. Lo único
que me faltaba. Mejor, así vuelvo a Nazaré.

Estaban en la pequeña terminal de ómnibus. Kathy


se había recogido el pelo debajo de un pañuelo azul,
y llevaba anteojos oscuros aunque ya casi era de no-
che. Abordaron el vehículo con destino a Bom Des-
pacho, y poco más de una hora después esperaban
la salida del ferry a Salvador de las 21.10.
Casi no habían cruzado palabra después del evento
sexual en la pocilga de Nazaré. Respecto de dicho
evento, pasó que Rubén Darió se había dormido
profundamente después del encuentro carnal, tanto
que a poco roncaba ruidosamente. Ella, por su par-
te, había ido a higienizarse al apestoso baño, en
donde sintió verdadero asco por lo que acababa de
88
Sucedáneos

hacer. Luego volvió e intentó dormir en el suelo, con


su mochila como almohada, pero a pesar del can-
sancio, no lo consiguió. Su cabeza era un remolino
de imágenes y palabras que la llevaban a dramati-
zar aún más su ya precaria situación, como suele
suceder en trances como ése.
Ahora, mientras aguardaban entre la negrada que
se iba apiñando en la galería abierta frente al em-
barcadero, de pronto Kathy notó que su compañero
se ponía tenso, al tiempo que fijaba la vista en un
punto, hacia el cual se volvió. Allí pudo ver un gru-
po de cuatro personas, tres hombres jóvenes y una
mujer, que si bien no eran mucho más claros en
cuanto a pigmentación que la mayoría de los demás
viajeros, su tipo racial era diferente, se correspon-
día más con el de los aborígenes del tipo andino.
Por alguna razón más o menos indefinida, ella se a-
larmó también, por lo que preguntó:
-¿Son ellos del Perú, también?
-Parece que sí. Tal vez no signifique nada, tal vez
estén aquí por sus propios asuntos. Pero mantengá-
monos cautos.
Entonces se dio uno de esos procesos en los que uno
no atina a discernir si las miradas de soslayo que
los otros nos arrojan obedecen a las nuestras pre-
vias, o son anteriores y obedecen a un factor con-
creto y determinado. La cuestión que al cabo de un
rato de ese intercambio visual furtivo, Rubén Darío
indicó a Kathy que lo siguiera, y se dirigió a la am-
plia sala de espera repleta de sillas de plástico que
a su vez estaban absolutamente ocupadas, y busca-
89
Gabriel Cebrián

ron un lugar cercano a la reja, aún cerrada, que


conducía al pasillo que desemboca en la cubierta
del ferry. Permanecieron allí, callados y taciturnos,
contrastando en un todo con la ruidosidad y algara-
bía propias de las gentes de color que los rodeaba.
No habían pasado dos o tres minutos cuando vieron
ingresar en la sala al grupo de andinos, cosa que,
en principio, no significaba nada, dado que mucha
gente hacía lo mismo; como tampoco podía negarse
una eventual coincidencia respecto del hecho que se
ubicaron a esperar a escasos metros de ellos. Lo su-
ficiente como para corroborar que se trataba de
gente del Perú, dadas las inflexiones características
y los regionalismos propios de su expresión oral.
Pero el semblante de Rubén Darío mostró a Kathy,
en forma inequívoca, que tales presunciones no al-
canzaban a convencerlo de la inocencia en las acti-
tudes observadas por sus coterráneos. Kathy, casi
en un susurro, le preguntó:
-¿Cómo tu crees que ellos saben algo?
-Mira, si se trata de lo que creo que ellos son, debes
tener en cuenta que estas gentes cuentan con medios
que nosotros apenas si nos atreveríamos a recono-
cer como posibles. -A continuación, bajó aún más la
voz, y agregó: -Creo que son hechiceros.
-¿Qué dices, tú?
-Habla despacio. Digo que son hechiceros, brujos...
“sorcerers”.
-Oh, ya veo. My God...

90
Sucedáneos

Un murmullo venía creciendo entre el gentío, ahora


por demás numeroso. Ellos, inmersos como estaban
en el breve pero intenso diálogo, tan solo lo advir-
tieron cuando quedaron finalmente a solas con sus
pensamientos. El creciente clamor se debía a que ya
eran las 21.10, y aún la gente que llegaba a la isla
no había desembarcado. Probablemente sucedía a-
demás que el ferry aún no había llegado, pero ése e-
ra un asunto que desde allí no se podía corroborar.
A las 21.15, el griterío era por demás intenso, y se le
habían agregado golpes y sacudidas a la reja, tales
que hacían temer por su integridad. Esta gente ba-
hiana tenía, al parecer, un sentido muy estricto del
respeto que debía prestarse a sus derechos como u-
suario. Un par de minutos después, comenzó a verse
desfilar del otro lado de la reja a los pasajeros que
descendían de la nave, cosa que no fue suficiente
para calmar a los agitados revoltosos que ya habían
conseguido torcer unos cuantos barrotes. Circuns-
tancia por la cual, los alarmados empleados de la
compañía abrieron finalmente la puerta de reja, ge-
nerando en el pasillo de embarque una afluencia
contraria en donde todos, los que desembarcaban y
los que abordaban, chocaban entre sí, se empuja-
ban, incluso llegaban a discutir airadamente, a pun-
to de golpearse. En ese maremágnum humano, Ka-
thy y Rubén Darío no pudieron evitar la marea, y
fueron en vilo a través del agitado corredor. Kathy
pudo observar, entre empellones y apretujamientos,
que su colega caminaba aferrado a la mochila con
todas sus fuerzas. como si se tratase de un balón de
91
Gabriel Cebrián

rugby. Unos pocos pasos adelante, sintió que la si-


tuación se agitaba aún más, y por ello, así como por
el griterío más cercano y acuciante ahora, se volvió
para ver, alelada, que los peruanos habían aborda-
do a Rubén Darío; y que en tanto uno de ellos for-
cejeaba tratando de quitarle la mochila, los otros lo
golpeaban salvajemente. Dada la agresividad mani-
fiesta de tal situación, se produjo espontáneamente
un claro a su alrededor, la gente se apartaba hasta
colocarse fuera de peligro y observaba con curiosi-
dad la acción. Kathy, aprovechando esos espacios
abiertos, caminó dos o tres pasos en dirección al fe-
rry y se volvió a observar, presa del pánico, que el
sangrante antropólogo prefería conservar su equi-
paje antes que cubrirse de los feroces golpes que le
llovían desde todas direcciones. Mas fue en vano, ya
que entonces sucedió que al no poder quitárselo, u-
no de los atacantes arrancó la cubierta de la mochi-
la y extrajo de un tirón el pulóver que envolvía la
vasija, de modo que ésta salió del capullo y se estre-
lló contra el piso del corredor, dejando así ver, en-
tre los fragmentos, una especie de polvillo cenicien-
to que se elevaba en parte como un humillo perver-
so. Kathy quedó congelada, esperando la muerte
propia y la de las personas que estaban allí en de-
rredor. Incluso, atávicamente, interrumpió la respi-
ración y se tapó boca y nariz con la mano derecha.
Pero sus presunciones no fueron pertinentes, ya que
nada de eso sucedió. En cambio, se hicieron presen-
tes unos uniformados y, pistolas en mano, procedie-
ron a la detención de los agresores, incluida la mu-
92
Sucedáneos

jer; también cargaron con lo que quedaba de Rubén


Darío, absolutamente inconciente y probablemente
el único cadáver a resultas del incidente. Kathy, lo
único que sentía era pavor, lo que le impidió inten-
tar cualquier mínimo gesto de solidaridad para con
él. En cambio, y ante la extraña actitud que había a-
sumido la mujer peruana -que le gritaba algo a ella
mientras la llevaban detenida,- temió verse involu-
crada y se perdió entre la gente hacia el ferry.

Bien bien bien bien bien... como dijo una vez nues-
tra amiga Kathy Finders, vuelvo al bar y también a
mí, y vuelvo también a pensar en esa suerte de equi-
librio cósmico que entorpece capacidades al tiempo
que exacerba otras, y me refiero específicamente al
agente psicoactivo que corresponde a la droga llama-
da alcohol. Puede ser que no hable bien ahora, pero
todo me lleva a suponer que en contrapartida, escri-
bo mejor.
Estoy un poco cansado ya, me duele la cabeza, he
bebido y he fumado sin parar, ya no me resultan tan
agradables las filigranas luminosas de la escotilla a-
bierta en la vidriera empañada, ni tan seductoras las
modulaciones del sonido ambiente, al que ahora se
han agregado en primerísimo plano los golpes ases-
tados al bombo y las pulsaciones arbitrarias a los de-
más instrumentos por parte de los técnicos que pre-
paran el sonido para el show musical en ciernes. Por
más escándalo que hagan, no podrán evitar que vuel-
va a voluntad a bordo del ferry para fisgar qué está
93
Gabriel Cebrián

pasando con Kathy. Hallo en eso mucha más sustan-


cia que aquí, y no creo que eso suponga una patolo-
gía mental importante.
De cualquier manera, cruzo como al acaso nuevas
miradas con la rubia, encantadora a estas alturas, que
continúa sin prisa pero sin pausa bebiendo sus Pe-
rros Verdes y observándome, y procedo a hacer se-
ñas al Gordo para que venga a asistirme. Me cuesta
aproximadamente un minuto y treinticinco segundos
lograr que perciba mi mensaje gestual. Poco después
se acerca, apoya sus gruesos puños sobre la mesa y
suelta:
-No me digas que querés más whisky.
-No, todavía tengo un poco. Lo que no tengo es hie-
lo y soda, ¿puede ser?
-Sí, ahora te traigo.
-Y decime, ¿desde cuándo hay música en vivo, acá?
-Desde hoy. ¿No te lo había dicho?
-No, al menos no me acuerdo.
-Bueno, se me debe haber pasado. Sí, desde hoy, vis-
te.
-Razones de marketing, me imagino.
-¿Y de qué otras podrían ser? Hay gente tocando en
todos lados, hoy por hoy. Y como está depreciado el
oficio, y en general son horribles, los monos éstos te
vienen y te hacen el show gratis, o por unas cuantas
cervezas, cuanto mucho.
-Plín caja.
-Sí, plín caja. ¿O por qué te creés que hay tanto pi-
berío, hoy?
-Pensé que porque era sábado.
94
Sucedáneos

-Sí, sábado con lluvia, acordate...


-Tenés razón, ahora que lo decís.
-Pero claro, viejo, ellos se encargan de todo. Llevan
la gacetilla al diario, invitan a todos los amigos...
-Y vos facturás. Ya la conozco, Gordo, ya la padecí
cuando era pibe, yo también.
-Bueno, pero vos eras bueno, y eso hizo la diferen-
cia.
-A veces es cuestión de suerte, Gordo. Conocí tipos
mucho más grosos que yo que nunca llegaron a na-
da.
-Algo les faltaría. Otra cosa sería si tocaras vos. A
vos sí te pago. Pero ahí podemos cobrar una buena
entrada, ¿no?
-“¿Tú también, Bruto?” Andá y traeme el hielo y la
soda.
-Mirá que sos gringo pero no sos César, ¿eh? Acá el
que manda soy yo, todavía.
Levanta sus puños y los lleva consigo para preparar
el balde con hielo, destapar la soda y volver. Apro-
vecho para preguntarle:
-¿Y qué banda se supone que toca, hoy?
-No sé, unos tales “Póker de Reinas”, creo.
-Jamás los oí mencionar.
-Más vale, ¿a quién te parece que puedo traer, sin
poner moneda? ¿A Liza Minelli?
-No, claro, claro. Yo preguntaba, nomás.

No más el Gordo se vuelve hacia la barra, queda pa-


rado y de frente a mí un individuo de unos cuarenta
y pico de años, quizá cincuenta, de pelo largo, des-
95
Gabriel Cebrián

cuidado y canoso, y una barba que responde a la


misma descripción. Es alto, algo flaco y desgarbado,
y me mira con una sonrisa patética, de esas que tie-
nen los recién liberados de un campo de concentra-
ción. Parece que aquí vamos de nuevo. Definitiva-
mente, no me parece una buena idea, en lo personal,
el aggiornamiento del bar, en el sentido de traer a ca-
ballo de los grupejos la caterva rockera que indefec-
tiblemente me reconocerá, más allá de los años, de
los pelos y de la barba y de las canas que he agrega-
do a mi humanidad desde aquellos viejos tiempos lo-
cos.
-¿Te conozco? –Le pregunto, reproduciendo todas
las pautas fisionómicas y de expresión oral que em-
pleé cuando me dirigí por primera vez al joven Na-
huel un par de horas antes, solo que ahora el despre-
cio y la hurañía se ven explicitados más libremente a
causa de la continuidad en la ingesta de J&B.
-Hijo de puta, estás arruinado –me responde, sin va-
riar en un ápice esa mueca de sonrisa que ya co-
mienza a exasperarme.
-Por lo visto, vos me conocés a mí. Sí, soy un hijo de
puta. Y sí, también estoy arruinado. Pero si bien yo
no te conozco, me da como que vos, no sé si sos más
hijo de puta que yo, pero lo que se ve a simple vista
es que estás ostensiblemente más arruinado.
-Mi hija me llamó por teléfono y me dijo que estabas
acá.
-¿Y quién coño es tu hija?
-La flaquita de pelo largo aquella que está allá.
-¿Con Nahuel?
96
Sucedáneos

-Sí, está saliendo con él. ¿ Me puedo sentar?


-No.
-Gracias –dice, mientras corre la silla hacia atrás y
se sienta a pesar de la negativa.
-Este pendejo de mierda... –pienso en voz alta, refi-
riéndome a Nahuel, claro.
-El pibe no tiene la culpa. ¿En serio que no te acor-
dás de mí? Claro, acá la estrella sos vos, y hasta cier-
to punto sería natural que no me recuerdes. Pero sa-
bés qué, juntos, hicimos cosas que un músico, por lo
general, no olvida.
-¡No me cuentes! –Exclamo, con aires evidentes de
estar ironizándolo. -¿Qué hicimos? ¿Tocamos Stra-
vinski en el Colón?
-No, supongo que hicimos cosas mucho más diverti-
das que eso.
-¿Cómo por ejemplo? –Pregunto, tanteando alguna
pista que me recuerde quién diablos puede ser el hi-
ppie veterano que se acaba de sentar a mi mesa sin
ser convidado. Parece muy seguro de sí mismo, así
que debe ser cierto que lo he tratado alguna vez.
-Como por ejemplo, un fin de semana en una quinta,
en la quinta de Clarisa, ¿te acordás de Clarisa?
-Creo que sí. Era por ahí por Longchamps, ¿no?
-Por ahí por Adrogué, más bien.
-Sí, sí. Algo me acuerdo.
-Bueno, Clarisa es la madre de aquella chica que es-
tá ahí con Nahuel.
-Tu hija, bah.
-Eso creo, al menos. Si no es hija tuya...
-¿Eh? ¿Qué estás diciendo?
97
Gabriel Cebrián

-Nada, nada –relativiza semejante insinuación con


algunas risas. -No vengo a plantearte un juicio por
paternidad, Gringo. Aparte se parece más a mí que a
vos.
-Bueno, seas quien seas, por favor, andá y dejame de
joder con esas insinuaciones delirantes.
-Esperá un cachito, lo que quiero decir es que Clari-
sa primero estuvo con vos, y después la agarré yo.
Claro que yo la tomé más en serio.
-Te felicito. Seguramente debe ser así, ya que apenas
si me acuerdo de ella. En realidad, me acuerdo poco
y nada de aquellos días. En realidad, me acuerdo so-
lamente de algunas cosas que suelen sacarme de qui-
cio, y en realidad preferiría no acordarme de nada,
en realidad, en realidad, en realidad...
-Sí, demasiada realidad junta... como decía Thomas
Eliot, el género humano no soporta demasiada reali-
dad. Bueno, no pensé que pudieran joderte un par de
recuerdos, en todo caso, disculpame, yo soy Julián, y
tenía muchas ganas de volver a verte.
-Julián, eh... –de pronto siento algo de vergüenza por
mi comportamiento intempestivo y misántropo,- dis-
culpame, ¿querés? Todo ha resultado muy difícil pa-
ra mí, últimamente. No quiero justificarme, ni nada
de eso, pero la cosa es que no me he estado sintiendo
muy bien, ¿sabés? –No dejo de sorprenderme cada
vez más con estas actitudes repentinas, que me lle-
van ahora a decir cosas como ésta a un individuo
que se supone he conocido alguna vez, pero que de
hecho, desde mi experiencia conciente, resulta un
perfecto extraño.
98
Sucedáneos

-Está bien, Gringo. Igual siempre me caíste bien. No


hemos pasado mucho tiempo juntos, es cierto, pero
siempre te recordé con mucho cariño.
Tal vez haya sido esa manifestación de sentimiento
que me destraba algunas reminiscencias...
-Julián... a vos te decían “Conejo”, ¿no es así? -La
sonrisa complacida que se dibuja en su cara me de-
muestra que estoy en lo cierto. –Conejo y la puta que
te parió, hubieras empezado por ahí, encima con ese
nombre gay que tenés... –ahora ambos reímos. -No
solamente debés ser bastante más hijo de puta que
yo, sino que estás más arruinado, todavía. Eras un
lindo pendejo, mirá en lo que te fuiste a convertir...
-Bueno, estoy empezando a pensar que hubiera pre-
ferido que no me recordaras. Vos tampoco sos Do-
rian Gray, Gringo.
-Ni que lo digas. –Hago señas al Gordo y cuando
viene le pido otro vaso y otra botella de J&B. Antes
de ir por el pedido, pregunta:
-¿Reunión de viejos amigos?
-Algo así, sí –respondo.
-Sí, ya me comentaron los pibes. –Y agrega, diri-
giéndose al Conejo: -Si sos amigo, vigilalo un poco
que se está zarpando de whisky.
-Está bien, mami –ironizo. –Sos el primer bolichero
que conozco que alienta al cliente a que consuma
menos.
-Ésa sí que no te la creo. En más de un bar te deben
haber cortado el chorro, a vos.
-Dale, haceme quedar mal adelante de mi amigo...

99
Gabriel Cebrián

El Gordo se va. El Conejo y yo nos miramos por u-


nos momentos, y por detrás de su melena canosa en-
treveo durante unos segundos a la muchacha rubia
sorber pacientemente sus Perros Verdes; ella, por
supuesto, sigue con atención los movimientos que se
suscitan en mi mesa. El Conejo, con expresión de es-
tar sumido en viejos recuerdos, de pronto me pre-
gunta:
-Decime una cosa, ¿realmente no te acordás del fin
de semana ése que pasamos encerrados en una habi-
tación de la quinta de los viejos de Clarisa?
-¿Cómo? Es decir, debería estar muy borracho, en
todo caso. Así que si me sodomizaste, te pido por fa-
vor que no me lo cuentes.
-¡Pero mirá si sos pelotudo! Claro que estábamos re-
locos. Cuarenta y ocho horas sin parar improvisando
a dos guitarras, Gringo. Únicamente consumimos á-
cido, coca, cerveza y algún que otro tentempié.
-Con razón no me acuerdo.
-Bueno, pero yo sí. Fue glorioso, tocamos algunos
puntos altísimos. ¡Qué lástima que no lo grabamos!
-Perá... ahora algo me acuerdo... ¿no fue que te dije
que el Conejo estaba sacando conejos de la galera,
por las cosas que se te ocurrían con la viola?
-Sí, creo que dijiste algo así.
-¿Ves? Me acuerdo más de esa estúpida ocurrencia
que del resto.
-Sí, dijiste: “Che, Conejo, dejá de sacar conejos de la
galera que esto ya parece un cuento de Cortázar”.
-Ahá, sí. Los debería ver y todo, a los conejos, con
semejante nivel de tóxicos.
100
Sucedáneos

-Fue mágico, Gringo, deberías acordarte. Bah, en to-


do caso, vos debés tener muchas, de ésas; en cam-
bio, lo que es para mí, fue mi momento de gloria. La
historia que tengo para contarle a mis nietos, o sea.
-Dejate de joder. Yo no tengo ninguna, ya ves que ni
siquiera me acuerdo de ésa. Es más, he procurado ol-
vidar todo aquello, vos sabés muy bien cómo termi-
nó.
Pasa el Gordo y deja sobre la mesa la nueva botella
de J&B, un baldecito con hielo, una botella de soda
y un vaso para el Conejo. Levanta los vacíos, cambia
el cenicero y se retira. El Conejo menea levemente
la cabeza y me dice:
-Sinceramente, me parece una boludez que tomes las
cosas así.
-Por favor, Conejo, estamos bien. No empieces vos
también con esa jerga que me tiene podrido. Durante
años todo el mundo me dice lo mismo, y me obliga a
tener que explicar que ya sé, que probablemente ten-
gan razón, y que si pudiera manejarlo o elaborarlo
de otra forma, ya lo hubiera hecho. Hay demasiadas
cosas que no sabés, me parece.
-Bueno, Gringo, puede ser. Pero tené en cuenta que
hay muchas cosas que puedo saber y que vos no sa-
bés que las sé. Mejor dicho, que no te acordás.
-¿A qué te referís?
-Después que pasó lo de los pibes, te fui a ver. Y te
encontré muy mal, sabés. Absolutamente borracho,
aparte. Seguro que no te acordás.
-Para nada.

101
Gabriel Cebrián

-Claro, claro. Y permanecí con vos hasta que te que-


daste dormido sobre la mesa.
-Ah, ¿sí?
-Sí, y hablaste y hablaste y me contaste un montón
de cosas. Yo también terminé ebrio, pero me acuer-
do cada palabra que me dijiste. Incluso sospecho que
sé cosas que vos, a esta altura, con los bloqueos que
generaste, no las debés recordar.
-Sabés qué, Conejo, no quiero que me las cuentes.
-Seguro. Casi no hacía falta que lo dijeras.
Le convido un Lucky Strike, tomo otro para mí y los
encendemos simultáneamente, cada uno con su en-
cendedor. Sirvo su copa, luego la mía, le ofrezco so-
da o hielo, a lo que rehúsa, así que agrego a mi whis-
ky el agua en sus distintas modalidades termoquími-
cas y, aprovechando el impasse en la conversación,
vuelvo a mirar unos momentos por la mirilla abierta
en la superficie empañada del vidrio. La prueba de
sonido ha terminado, la música suena más fuerte y
Sabina ya no dice lo suyo; supongo que debido a una
cuestión de clima previo al recital de Póker de Rei-
nas, ahora están pasando “Heros”, de David Bowie,
y cosas por el estilo. La voz del Conejo me sustrae
del nuevo periplo deslizante por entre las luces fluo-
rescentes y el ritmo sostenido del Duque.
-Clarisa te manda saludos.
-Ahá –respondo, casi somnoliento. – Retribuíselos.
-Dice que le gustaría que vayas a cenar una noche
con nosotros.
-Gracias, lo tendré en cuenta. ¿Cocina bien?
-No, pero podemos pedir algo por teléfono.
102
Sucedáneos

-Debe ser buena mina, seguro.


-Claro. En cambio, ella dice que vos estás loco.
-Bueno, no hace falta ser muy suspicaz...
-Dice eso porque no llegaron a salir ni una semana, y
no obstante, cuando la dejaste, le dijiste que nunca
habías amado a nadie como la habías amado a ella.
-Probablemente fuera cierto cuando se lo dije.
-Andá a saber. Pero parece raro, ¿no?
-Parece raro, sí, viste cómo son esas cosas... pero de-
cime. ¿no te jode hablar de temas como ése?
-¿A mí? Para nada; si no, no lo haría.
-Claro, pero no sé el nivel de morbo que tenés.
-No me parece morboso.
-Sos un tipo muy sano, Conejo. Yo que vos me voy,
a ver si te contagiás.
-Sí, me voy un rato, pero no por eso. Me voy a char-
lar un rato con los pibes. ¿Me aguantás otro whisky?
-Tomá lo que quieras. Vení y servite. Ah, y decile a
Nahuel que es un buchón, pero que igual, le agradez-
co este reencuentro que hizo posible.
-Ok. Pero el agradecido soy yo. Antes de irme paso,
si no te jode –dice, mientras se sirve.
-Todo bien.
-Y si te vas primero, avisame.
-Todo bien.

Mientras se va hacia la barra donde están sus amigos


juveniles, cruzo una nueva mirada con la rubia y re-
cuerdo que su sosia, Kathy Finders, acaba de abor-
dar el ferry. Nuevamente hago correr las hojas del
cuaderno Gloria de tapas anaranjadas con el pulgar
103
Gabriel Cebrián

de mi mano izquierda, mientras con la derecha tomo


el bolígrafo que vertirá el contenido de su canuto in-
terior en signos que me llevarán a averiguar qué pasa
con la joven y agraciada antropóloga, envuelta en vi-
cisitudes tan extrañas y azarosas en la Bahía de To-
dos los Santos.

Kathy caminó entre el gentío, ya algo más disperso


luego del incidente, e ingresó en el atestado navío
de tres plantas. Subió una escalera lateral intentan-
do ver si en el piso superior había algún asiento en
el cual descansar sus temblorosas piernas, pero no
halló ninguno. Volvía por la misma escalera en sen-
tido inverso, cuando chocó con una negra que car-
gaba un ventilador, el que se le soltó de las manos y
cayó ruidosamente escaleras abajo. Siguió su des-
censo haciendo caso omiso de las palabras, ininteli-
gibles para ella, que vociferaba la mujer, y sintiendo
crecer la angustia a raíz del incidente que la expo-
nía a la atención de toda aquella gente extraña.
Atravesó la planta central del buque, fue hasta la
parte trasera y salió a un pequeño cuadrado descu-
bierto en donde había unos bancos de madera, uno
de ellos desocupado. Dejó su mochila debajo, detrás
de sus piernas, y miró, ora la espuma que los pode-
rosos motores dejaban detrás, ora las luces de la
ciudad de Salvador que crecían allá a los costados
de la nave, hacia donde podía ver. En tanto, trataba
de pensar qué iba a hacer a continuación. Arribaría
al embarcadero del ferry muy cerca de la mediano-
104
Sucedáneos

che, sola, en una ciudad desconocida; y peligrosa,


según lo que había oído. Cuando vino, había llega-
do al aeropuerto, y había tomado un ómnibus que
después de una hora o quizá más de trayecto, la ha-
bía dejado en la estación del ferry; y de allí, a Ita-
parica y a la excavación. Solo tenía una vista oca-
sional y fugaz de aquella ciudad, y de día. Kathy, si
bien no era mujer de escaso temperamento, ni de in-
timidarse así porque sí, se sentía poco menos que a-
batida, y encima no podía darse el lujo de flaquear
en tales circunstancias. Respiró hondo y se dio fuer-
zas a sí misma, asegurándose que, fuera como fuese,
saldría adelante.
Bajó del ferry y siguió a la mutitud, que dos o tres
cuadras después se iba desperdigando. Llegando a
una avenida vio gente apiñada en lo que parecía ser
una parada de autobús, aunque no había ninguna
casilla ni señal que así lo indicara. Pensó en pre-
guntar si iban al “downtown”, pero no halló ni por
asomo palabra adecuada en portugués, ni en espa-
ñol, así que aguardó allí, ante la curiosa mirada de
los morenos. De todos modos, las luces de la ciudad
se veían a su derecha, en el sentido del tránsito, así
que no había error posible.
Hurgó en sus bolsillos y encontró que apenas tenía
diez reales, esperaba que fuesen suficientes. A poco
se detuvo una combi, y un muchacho abrió la puerta
y vociferó distintos puntos del recorrido. Ella subió
automáticamente y le extendió los diez reales, sin
pronunciar palabra. El muchacho los tomó y le de-
volvió cinco. Kathy entonces advirtió que el tipo hu-
105
Gabriel Cebrián

mano del pasaje no era muy tranqulizador, y ello


pese a que no era una persona prejuiciosa. Hacia
los asientos del fondo vio una familia de hombre,
mujer e hija pequeña, así que atravesó el corredor y
se sentó a su lado. Luego de unos quince minutos,
más o menos, vio por la ventanilla a su izquierda el
colosal Ascensor Lacerda, que comunica la ciudad
baja con la alta. Recordó haberlo visto alguna vez
en postcards, y le pareció oportuno descender allí.
Consideró que, si se trataba de un punto turístico,
tendría que haber hoteles por allí cerca. Se incorpo-
ró, fue hasta la parte delantera del vehículo y dijo al
chofer “I want to go down”, acompañándose de se-
ñas que, en todo caso, resultaron más explícitas que
las palabras. Pero no fue más que hablar en inglés,
y el muchacho que vociferaba destinos en cada pa-
rada comenzó a exigirle, con una verborragia abso-
lutamente ininteligible para ella, que le diera más
dinero. Eso resultaba claro también, obviamente por
las señas. Ella intentó una discusión, a todas luces
imposible de ser mantenida con un mínimo de enten-
dimiento. El mulato que venía con la familia enton-
ces terció, desde el fondo, y Kathy adivinó por el te-
nor del diálogo, que estaba saliendo en su defensa.
Como el grado de agresión en la disputa crecía,
consideró que generar un hecho de violencia allí po-
día costarle bastante más que cinco reales, así que
los sacó del bolsillo y se los tendió. Como un ábrete
sésamo, la puerta de la combi se abrió y pudo des-
cender, por fin, en la Cidade Baixa, a unas cuatro o

106
Sucedáneos

cinco cuadras del Elevador, en tanto el griterío den-


tro de la combi continuaba.
Caminaba por las calles hostiles, llamando la aten-
ción de los pocos transeúntes como un cartel lumi-
noso ambulante. Un negrito flacucho y sucio, de u-
nos cinco años, se le acercó y mientras frotaba su
estómago con la mano, le espetó “Eu tem fome”.
Ella lo entendió, pero intentó decirle que no llevaba
dinero, mientras abría las manos y le mostraba las
palmas vacías. El niño comenzó a gritarle, cada vez
más fuerte y en tono más agresivo. Entonces apare-
ció un muchacho joven, atlético y muy simpático; su
blanca y pareja dentadura, exhibida en una amplia
sonrisa, contrastaba marcadamente con la oscuri-
dad de la piel. Venía con un puñado de cintitas de
tela de colores en cada mano, y sobre su cabeza ra-
pada surgía un penacho de pelos muy rizados y ru-
bios, evidentemente teñidos, que brotaban de una
superficie ínfima y se abrían hacia arriba, logrando
un efecto idéntico al de las grullas. Habló con el ni-
ño unos instantes y lo convenció de quién sabe que
cosa, ya que depuso su actitud y se marchó corrien-
do. El joven dirigió la mirada hacia Kathy; ésta dijo
automáticamente la palabra “Hotel”, denunciando
así tanto su pronunciación angloamericana como su
total desconocimiento de la lengua autóctona.
-“Hóutel”, vocé queres um “hóutel” – la remedó y
se rió. No obstante ella se sentía bastante más tran-
quila en compañía de ese sujeto tan desconocido co-
mo simpático. Luego añadió: -Meu nome é Michael.
Vocé és...
107
Gabriel Cebrián

-Kathy.
-¡Kathy, ooooh, Kathy! –Vociferó, con entusiasmo. –
tu tens um nome bonito, certamente, bonito atê de
mais. Me, Michael, you, Kathy, jajajajajaja. Eu
gosto muito de você, Kathy. Mais não devería ficar
sozinha pelas ruas... –se interrumpió ante la mirada
de la mujer blanca, que denotaba una total falta de
comprensión a lo que le decía. Entonces procedió a
atarle en la muñeca una de las pulseritas de tela que
traía consigo. Kathy alcanzó a leer la inscripción
estampada sobre ella: “Lembrança do Nosso Senhor
do Bonfim”, mientras Michael se esforzaba para ha-
cerle comprender que dicho “Senhor” le traería
“boa sorte”; ella dedujo sin mayor dificultad el
mensaje, dada la similitud con el español en el caso
específico de la palabra suerte. Realmente, la nece-
sitaría. A continuación el joven pareció requerir a
cambio algo de dinero, empleando la palabra
“coins”, que todo indicaba conocía por razones
profesionales, dado el target de su negocio dirigido
al turismo extranjero. Ella se excusó con el mismo
gesto que momentos antes había utilizado con el ni-
ño, añadiendo “I don´t have money right now, plea-
se believe me, it´s true.” Michael sonrió y pareció
entender. La acompañó al Elevador y ya en la parte
alta de la ciudad, caminó con ella, chisteando y tra-
tando de lograr comunicarse entre su mínimo inglés
y el nulo portugués de la recién llegada. La guió
hasta un hotel a pocas cuadras, donde comienza el
Largo do Pelourinho. Allí, los recibió un conserje
muy particular, un negro de proporciones y cara de
108
Sucedáneos

muy pocos amigos. Hablaron un momento entre e-


llos y luego se dirigieron a Kathy en portugués, e in-
terpretó que le preguntaban de qué modo haría efec-
tivo el pago. Ella ofreció sus “credit cards or ameri-
can dollars”, y el gigantesco moreno aceptó la se-
gunda opción. Kathy pagó dos noches por adelanta-
do con un billete de cien, sin siquiera echar un vis-
tazo a la habitación. Aceptó el cambio en reales y
dio unos cuantos a Michael, que se deshacía en
cumplidos tan evidentes como intraducibles para e-
lla de modo literal.
Una morena cuarentona la acompañó hasta la habi-
tación en el primer piso, y se marchó sin pronunciar
palabra. Era una habitación antigua, amplia y muy
alta, con un pequeño baño y ducha sin bañera. La
cama, un bloque de cemento con sábana únicamente
sobre el magro colchón. Una saliente del cemento
constituía la mesa de noche; sobre ella, una peque-
ña lámpara era toda la luz asequible durante las ho-
ras de oscuridad. Hacia el frente de la cama, una
gran ventana, muy alta y con pesadas cortinas de te-
la verde oscuro, que daba a una calleja de empedra-
do cuyo pintoresquismo habría sin duda fascinado a
Kathy en circunstancias más gratas. Al lado de la
ventana, en el rincón sobre la derecha, un soporte
con un televisor a colores aparatoso y vetusto. Sobre
la pared lateral, también hacia su derecha, una re-
pisa más pequeña con un igualmente antiguo venti-
lador de paletas, idéntico al que en el ferry, rato an-
tes, había echado a rodar escaleras abajo.

109
Gabriel Cebrián

Kathy dejó al lado de la cama su mochila, se quitó


los pesados borceguíes y las medias y se tendió, ab-
solutamente extenuada. ¡Qué día! Mañana mismo i-
ría al Aeropuerto y reservaría pasaje en el primer
vuelo a los Estados Unidos, aún habiendo ya paga-
do dos noches en aquella pocilga, y ello solamente
por si no conseguía viajar en forma inmediata.
Intentaba dormir, pero los acontecimientos de las
últimas veinticuatro horas acudían una y otra vez,
en tropel, obsesivamente, a su conciencia. ¿Qué ha-
bría sido de Rubén Darío luego del brutal ataque
del que había sido víctima?¿Qué absurdo instinto la
había llevado a mantener sexo con él? ¿Qué había
sido toda esa historia acerca de la pieza de cerámi-
ca, aparentemente una superchería, tal y como lo
debía haber supuesto desde el mero comienzo, y que
la había arrojado allí, sola, desconcertada tanto con
las circunstancias como con sus propias actitudes
ante las mismas?
El cansancio finalmente fue más fuerte que el ritmo
febril de su mente desbocada, y entró en ese sopor
previo al sueño profundo. La ensoñación la llevó o-
tra vez a la pasarela de embarque al ferry. Allí vol-
vió a ver a la mujer peruana, en exacta repetición de
la escena de horas antes, y esta vez tuvo tiempo para
ver la expresión de urgencia primaria en su rostro, y
para descifrar la palabra que le gritaba, a ella, y
que había pasado por alto durante el griterío y el tu-
multo. La mujer aquella le había gritado: “¡Íncubo!
¡Íncubo!”. Se despetó agitada, jadeante, y ya no pu-
do conciliar el sueño.
110
Sucedáneos

Parece que me despierto juntamente con Kathy. Su


referencia en el mundo si se quiere real, la joven ru-
bia que bebe apaciblemente sus Perros Verdes, me
está mirando, y tal vez lo haya estado haciendo du-
rante la redacción de toda la secuencia relacionada
con la llegada de Kathy a Salvador. Le guiño mi ojo
izquierdo. Ella levanta durante un breve lapso su co-
pa llena hasta la mitad del líquido verdoso, y luego
bebe un par de tragos, todo parece indicar que a mi
salud. Pienso en levantarme e ir a hablar con ella,
pero enseguida cavilo que si todo el mundo parece
querer sentarse hoy a mi mesa, ella no debe ser la
excepción; así que vuelvo a sumergirme en la venta-
nilla abierta sobre el vapor condensado en micropar-
tículas sobre el vidrio que da a la desapasible noche
de llovizna, para ver solo un amasijo abigarrado de
luces y sombras brillantes, una suerte de paradoja
parcial, si nos atenemos solo al segundo término...
en fin... ahora está sonando esa especie de fantoche
desagradable que es Marilyn Manson, y me da por
pensar que tal vez, subliminalmente, haya sido esta
caricatura repulsiva de un demonio, la que me sugi-
rió, en algún nivel inconciente, la cuestión ésa del
íncubo. ¿Podrá ser mi expresión escrita tan aleatoria
y sujeta a tan accidentales asociaciones? ¿O ésta es
tan solo una lucubración más? Bueno, evidentemen-
te de un modo u otro, siempre será así, tal parece, ya
que cuando intento buscar fundamentos más sólidos
solamente hallo nuevas asociaciones fortuitas, nue-
111
Gabriel Cebrián

vas dinámicas azarosas que deliran mi psique como


una bola de pinball. Seguro, palabras que obedecie-
ran a un pensamiento objetivo y afiatado en sus pro-
pias fuentes; palabras incondicionadas y puramente
unívocas en un sentido evolutivo claro y determinan-
te, seguramente serían las proferidas o escritas por
un místico probo, y no por un fabulador de escasa
monta que busca, más maradoniana que literaria-
mente, hacer fintas a un equipo rival compuesto de
fantasmas a quienes resulta imposible cometerles
foul y mucho más aún, sacarles tarjeta roja.

El hielo ha vuelto a licuarse, salvo uno o dos peque-


ños fragmentos. La soda ha perdido su gas, así que,
dado que la concurrencia masiva de esta noche me
impide un fluido intercambio de señas con el Gordo
o Miguelito, me sirvo el J&B y le agrego el agua del
baldecito de hielo. Enciendo otro Lucky. Doy un tra-
go y una pitada, con mis papilas todavía saturadas
del whisky. Buena combinación. El escenario parece
estar ya preparado, una tenue luz rojiza crea un am-
biente de expectativa. No a mí, por supuesto. Prefie-
ro este lugar cuando hay menos agite.

La ingesta incesante me lleva a tener que ir otra vez


al baño. Solo que esta vez deberé pasar junto a Na-
huel, el Conejo, las chicas, etcétera. Espero no tener
que detenerme a charlar, pero no abrigo muchas es-
peranzas. Me incorporo con cierta dificultad y, tal
como lo suponía, el Conejo me intercepta y me pre-
senta a su hija Clarisa, a la otra jovencita, Leyla, cre-
112
Sucedáneos

o que me dice, y al otro sujeto veinteañero y pelilar-


go que parece responder al alias de “Poliya”. A Na-
huel ya lo conocía. Mientras estoy procediendo a los
mínimos formalismos que tanto mi personalidad co-
mo mi embriaguez me permiten, observo que al-
guien se da vuelta en el taburete de detrás de Nahuel
y me sonríe. Es Leo Quaglia, mi ex manager, otra
vez.
-¡Leo! ¿Qué hacés, otra vez, acá? –Le pregunto, con
genuina sorpresa. Él parece disfrutar mucho mi des-
concierto, y responde:
-Me dijeron que venga a ver a los pibes éstos, que
andan muy bien. Es mi negocio, qué querés que le
haga. Había pensado que era antes, el show, así que
pasé hoy temprano y adiviná con quien me encon-
tré?
-Pobres pibes –ironizo, refiriéndome a la eventual
representación de Leo a los “Póker de Reinas”y eso
es lo último que mi escueto yo social me permite ha-
cer allí. Voy al baño, orino y vuelvo a mi mesa rau-
damente y mirando un punto fijo en el vacío frente a
mí. Pienso en marcharme a casa, pero un nuevo cru-
ce de miradas con la joven rubia que bebe lánguida-
mente sus Perros Verdes me disuade. Observo el
cuaderno, y la tapa color naranja con la inscripción,
a más de la leve descontextuación propiciada por el
alcohol, me sugiere una puerta a la Gloria.

Poco hacía que el sol se había insinuado en líneas


de luz que ingresaban por la escasa abertura entre
113
Gabriel Cebrián

las cortinas verdosas, cuando Kathy decidió levan-


tarse. Tomó de su mochila la bolsa de plástico en la
que guardaba los objetos de tocador y experimentó
una reminiscencia de la cachoeira en la que se ba-
ñaba allá en la isla, menos de cuarenta y ocho horas
antes. Cómo había cambiado la realidad, en tan po-
co tiempo...
Abrió la ducha y esperó que el agua se entibiara. Si
bien no hacía nada de frío -más bien todo lo contra-
rio-, no le agradaba el agua fría. Al cabo de unos
segundos salía poco menos que hirviendo. Parecía
no haber término medio, ya que un solo grifo habili-
taba el flujo elemental. Debía elegir entre cocerse o
congelarse, por lo visto. Entonces comprendió que,
al ser un calefón eléctrico, siempre alcanzaba una
misma temperatura; o sea que cuanto mayor y más
rápido era el caudal que pasaba a su través, más se
iba entibiando. Arregló el sistema a fin de lograr u-
na calidez agradable, y dejó que el agua tibia la a-
cariciara durante un buen rato. Luego se cambió, se
puso jeans y remera por primera vez en varios días,
se maquilló, ajustó de nuevo su pañuelo para ocul-
tar el pelo rubio, encendió un cigarrillo. Tomó el pe-
queño bolso de mano que contenía documentos, tar-
jetas de crédito y efectivo, se colocó las gafas de sol,
se observó brevemente en el espejo del baño y aban-
donó el cuarto.
Pasó por la conserjería y dejó las llaves a la morena
que la noche anterior la había acompañado hasta la
habitación sin mediar palabra entre ambas. Bajó los
dos altos escalones de granito de la entrada y salió
114
Sucedáneos

a la calle empedrada. Tomó hacia la izquierda por


la avenida de la esquina. Se sorprendió por las ca-
racterísticas sociables y ruidosas de la negrada ba-
hiana: tocaban sus instrumentos, bailaban y canta-
ban en las calles, hablaban a los gritos, bromeaban
y reían estruendosamente... gente feliz. Volvió a pen-
sar que le habría gustado estar allí en otras circuns-
tancias, aún a pesar del permanente acoso del que
estaba siendo víctima por parte de vendedores am-
bulantes y limosneros, a quienes conseguía apartar
con gestos y señas de que no traía dinero.
A poco llegó al sitio abierto –no parecía una plaza-
que se hallaba en la parte alta del Elevador Lacer-
da. Hacia la izquierda, se veían varias paradas de
autobuses, y un flujo permanente de los mismos. Se
acercó y el primero que estaba allí detenido, en pro-
ceso de embarque y desembarque, tenía pegado en
la parte interior del parabrisas un cartel que decía
“Aeroporto”. Sin dudar, lo abordó. Cuarenta minu-
tos después ingresaba nuevamente al Aeropuerto de
Salvador. Las cosas parecían comenzar a funcionar.
Después de un breve periplo por entre las oficinas
de las distintas compañías, consiguió adquirir un
pasaje a Miami recientemente devuelto, para las
cinco de la tarde. No le quedaba muy bien, debería
tomar otro vuelo desde allí hasta New Haven. Pero
necesitaba, más que nada, estar en su país, hablar
en su idioma, arreglar su situación académica luego
del abandono intempestivo del trabajo de campo; y,
por sobre todo, necesitaba descansar física y men-
talmente.
115
Gabriel Cebrián

Fue hasta una oficina de “exchange” y cambió unos


dólares, los suficientes para los viajes de ida y vuel-
ta hasta el hotel, y para comer algo, ya que desde la
comida en Nazaré no había probado bocado. Prefi-
rió el autobús al taxi; por una parte, había pasado
por esa operatoria, ya la conocía; y por la otra, no
estaba dispuesta a sufrir más sorpresas desagrada-
bles.
Cuando salía a tomar el ómnibus, vio un puesto de
venta de comidas que estaba a cargo de una mujer
negra (como casi todo el mundo allí, en los diversos
grados de melanina) algo entrada en años, vestida
con el traje típico de bahiana. Se acercó y vio en el
mostrador una especie de bolas grandes rebozadas y
al parecer, fritas. Le preguntó en español cuál era el
nombre. La negra sonrió y le respondió:
-Acarajé. O acarajé é nossa comida típica.
-Acarashé –aventuró, dubitativamente, Kathy.
-Isso, acarajé. Vocé vai podé-le dizer a seu filho que
comiú o acarajé da Marléne, na Bahía.
Algo dentro de Kathy se estremeció. No quiso repa-
rar en lo poco que había entendido. Mas casi como
un reflejo involuntario, dijo:
-I beg your pardon...
La morena interpretó el gesto, o el tono, y repitió la
frase lentamente, acompañándose de señas esta vez,
y mirándola fijamente a los ojos. La zozobra hizo
presa de Kathy cuando la vendedora describió semi-
círculos con la mano derecha combada sobre el pro-
pio estómago, en tanto con la izquierda señalaba el
de ella.
116
Sucedáneos

-Perdón, ¿podría hablar contigo unos momentos?


La joven rubia parada frente a mí con su recién reno-
vada copa de Perro Verde. Ya era hora. “¿Contigo?”
Forma pronominal inusual en el Río de la Plata. A e-
so debe agregarse el acento andino, tal vez algo in-
congruente con su tipo racial. Hummm...
-Por supuesto –digo, pasando en un tris del puesto
de acarajés en la salida del Aeropuerto de Salvador
al bar del Gordo, con el corazón palpitante, tanto por
la insinuación de la tal Marléne, formulada en un
contexto tan tenebroso, como por la repentina apari-
ción de Kathy Finders frente a mi mesa; es decir, no
es Kathy Finders, pero la abrupta trancisión hace
que así lo experimente durante breves segundos, los
suficientes como para que ella reclame:
-¿No vas a invitarme a tomar asiento?
-Por supuesto –repito, y queda flotando la sensación
que son las dos únicas palabras de mi léxico. Tomo
nota mental que entre las desventajas del alcohol de-
bo considerar la falta de reflejos, físicos y mentales.
Ella se sienta, y apoya la copa de Perro Verde sobre
mi mesa. Parecería ser que finalmente, las cosas es-
tán cayendo en su lugar. La joven, como yo lo había
anticipado, fue quien tomó la iniciativa, así que aho-
ra le tocaba jugar. Aguardo, mientras nos miramos
fijamente el uno al otro, que haga su movida. Por su-
puesto, ésta no demora más que unos pocos segun-
dos.
-Oye, has bebido bastante esta noche, ¿no es así?
117
Gabriel Cebrián

-Bueno, por lo que se ve, “tú” has atrapado más pe-


rros que la misma perrera municipal. Y todos verdes.
-Bueno, eres un hombre ocurrente; tal vez sea ello lo
que te hace tan popular.
-¿Por que creés que soy tan popular, a ver?
-Pues hombre, tu mesa ha sido un desfile de gentes,
a las cuales no siempre has tratado bien, y sin em-
bargo parecen dispensarte gran consideración... pero
dime, ¿cuál es tu nombre?
-Veo que me has estado prestando atención. Me di-
cen Gringo.
-Okey, Gringo. En mi país le decimos así a los ame-
ricanos. –Bebe un sorbo de su Perro Verde y añade:
-De todos modos, me gustaría saber cómo te llamas,
en verdad.
-Yo te diría que en verdad me llamo Gringo, ahora si
querés saber qué dice mi documento de identidad, en
él dice que me llamo Pedro.
-Pedro, pues. El Gringo Pedro, personaje popular de
este bar.
-Tanto más popular ahora, que una jovencita rubia y
ligeramente ebria viene espontáneamente a comprar-
tir mi mesa.
-Mira, Gringo, más vale ligeramente que completa-
mente, y sabes lo que quiero decir...
-Sé lo que insinuás, pero lamento tener que contra-
decirte.
-Ya, ya, no hace falta que discutamos por ello. Pue-
des embriagarte todo lo que tú quieras.
-Por cierto.

118
Sucedáneos

-Oye, no tienes necesidad de ser desagradable, ¿sa-


bes?
-No es una cuestión de necesidad. Uno es como es.
¿Puedo probar tu trago?
-Adelante, pruébalo.
Tomo un poco, lo mantengo unos segundos en mi
boca y luego lo degluto. No me parece gran cosa.
-No me parece gran cosa. Demasiado dulce.
-Mira, ¿sabes qué creo? Creo que no le vendría nada
mal un poco de dulzura a tu vida.
-Y vos, ¿estarías dispuesta a dármela?
-Oye, ¿ acaso qué crees que he venido a hacer? –Di-
ce, y explota en una efusiva serie de carcajadas. Me
cae muy simpática, la bella rubia norteña, que ahora
en mi mesa vuelve a sorber distraídamente, y con o-
jos brillantes de picardía, su Perro Verde. Me encan-
tan su desenfado y su audacia.
-Bueno –le digo, más que nada por decir algo, -estoy
en desventaja. Sabés varias cosas de mí, y sin em-
bargo yo no sé más nada que lo que denota tu acen-
to. ¿De dónde sos?
-Soy del Perú, de la zona de Iquitos.
Durante un momento evalúo lo que acaba de infor-
marme y me sorprendo levemente; ya que la manera
de expresarse de aquella atractiva jovencita me había
puesto alerta acerca de la probable coincidencia que
podía suscitar con la historia que intentaba descifrar
en mi cuaderno Gloria de tapas anaranjadas.
-Ah, ¿sí? –Observo, como al acaso. -No das el tipo
de la mayoría de tus compatriotas que andan por acá,
vos sabés...
119
Gabriel Cebrián

-¡Pues claro que no! Soy del Perú, y allí he vivido


desde los dos años. Pero nací en Francia.
-¿Cómo es eso?
-Claro, mis padres son franceses. Mi padre aún vive
allí, en Lyon. Se divorciaron cuando yo era casi un
bebé. Por razones profesionales, y harta de la cultu-
ra europea, mi madre se radicó aquí en Sudamérica.
-¿A qué se dedica tu madre?
-Es etnóloga.
-Sabés que ya me lo suponía...
-Qué, ¿acaso eres un adivino?
-No lo sé. Tal vez.
Se queda mirándome fijamente, tanto, que siento que
de alguna forma interactúa con mis pensamientos, y
me da por pensar que quizá lo haya estado haciendo
desde que se sentó en la mesa de allá enfrente, desde
detrás de su copa de Perro Verde. Tal vez toda aque-
lla historia haya sido sugerida por una corriente de
conciencia impersonal que de alguna extraña manera
estaba fluyendo entre ambos. Tal vez era simple ca-
sualidad, borracheras concurrentes, el destino jugan-
do un poco azarosamente en base a mis visiones del
mundo viscoso y húmedo de la noche a través de la
ventana abierta en el vidrio empañado; mi aproxima-
ción zen a los sonidos y silencios en tabula rasa es-
paciotemporal, algún fenómeno telepático estableci-
do a partir del cambio de miradas cuyo carácter fur-
tivo se fue diluyendo a medida que la historia avan-
zaba...

120
Sucedáneos

-Oye, ¿te sientes bien? –Oigo que me pregunta, y su


voz me trae como desde un abismo de especulacio-
nes.
-Sí, eso creo –respondo con palabras aspiradas y al-
go rasposas. –Lo que sí, tengo miedo de preguntarte
tu nombre.
-¿Por qué dices tal cosa?
-Decime tu nombre y después te explico.
-Bueno, mi nombre es Catherine.
Siento, literalmente, que algo como un puño golpea
en mi estómago. Tomo el vaso de J&B y bebo un
buen trago.
-Oye, estás actuando algo raro, ¿sabes?
-No es una noche muy común para mí, esta noche.
-¿Y supones que ello tiene algo que ver conmigo?
-En tren de suponer, supongo que tiene mucho más
que ver de lo que te imaginás.
-Mira, vas a conseguir asustarme, si sigues hablando
de ese modo. ¿Quieres explicarte, por favor?
-¿Creés en la telepatía?
-¿Qué clase de pregunta es ésa?
-Bueno, dejame corroborar algo más... ¿tu apellido
es...?
-Trouver.
-¡Bingo!
-¿Qué cosa dices?
-Trouver, en francés, significa buscar, o algo así,
¿no es cierto?
-Sí lo es.
-Bueno, querida Kathy, héte aquí que en este cuader-
no que ves, estoy escribiendo la historia, presunta-
121
Gabriel Cebrián

mente ficticia, de una antropóloga americana cuyo


nombre es, nada más ni nada menos, que el de Kathy
Finders. ¿Entendés, ahora, mi sorpresa?
-Finders es... buscador, o el que busca, ¿no es así?
-Sí, algo por el estilo. To find puede traducirse por
Trouver.
-Es mucha casualidad. No te creo.
-Está acá –afirmo, y busco un párrafo que ella obser-
va con ojos desmesurados.
-Oye, pero esto no puede ser casualidad...
-Acabás de decir que sí.
-Bueno, he cambiado de idea, pues. ¿Puedo leerlo?
-No aún, está crudo y sin terminar –digo, mientras
recupero el cuaderno de sus manos.
-¿Acaso eres escritor?
-Intento serlo.
-Claro, hombre, si me preguntas a mí te diría que tie-
nes pasta. Eres raro, huraño pero atractivo, en cierta
forma... pareces bastante agudo y se nota que no es-
tás bien contigo mismo.
-¿Eso significa que tengo pasta de escritor? Yo pen-
saba que la cosa pasaba por otro lado. Aparte, me
gustaría saber por qué decís que se nota que no estoy
bien conmigo mismo.
-Bueno, pues hombre, eso salta a la vista. Y dime, ya
que no puedo leerlo, ¿puedes contarme, aunque sea
someramente, de qué trata la historia de mi homóni-
ma?
-Podría ser, pero antes, si no te molesta, preferiría
hacerte algunas preguntas.
-No me molesta.
122
Sucedáneos

-Pero veo que has acabado con tu Perro. Voy a pe-


dirle al Gordo que te traiga otro.
-No, gracias. Creo que ya bebí suficientes Perros
por hoy. Voy a quedar verde.
-No, mi querida Kathy, en la mesa del Gringo Bersa,
se bebe.
-Siendo así, seremos dos los ebrios, no abrigues du-
das.
Consigo intercambiar señas con Miguelito realmente
pronto, al parecer hay gran expectativa en la barra a-
cerca de la incipiente relación de un servidor y la jo-
ven rubia. Mientras lo preparan, comienzo a relatar-
le el nudo de la historia que hasta el momento se de-
sarrolla en Bahía. Se sorprende un tanto cuando ha-
go referencia al antropólogo peruano, tal vez hallan-
do una nueva coincidencia, si se quiere tangencial.
También muestra ciertos conocimientos no tan su-
perficiales de la especialidad, al señalarme que tanto
las fechas referidas a la cultura arawak como así las
de su eventual interacción con aborígenes andinos,
no resistirían un análisis por más laxo que fuese. Me
siento algo molesto por la observación, y replico:
-No estoy tratando de escribir una tesis. Es solo fic-
ción. Aparte, quién sabe.
-Bueno, pues, eso es cierto. Cosas más raras que ésa
he visto...
-Ah, ¿sí? -Pregunto con interés, intentando extraer
más información de esa veta que acaba de salir a la
luz, pero aca está Miguelito quitando la copa vacía
de la mesa y poniéndola en su bandeja, para luego e-
jecutar la operación contraria con la llena. Cuando se
123
Gabriel Cebrián

retira volvemos por un segundo al ya viejo juego del


intercambio de miradas, y luego le reitero mi inquie-
tud:
-¿Has visto cosas muy raras, decís?
-Desde que era muy pequeña he acompañado a mi
madre en sus trabajos de campo. He visto de todo un
poco. Éste continente vuestro es fascinante, créeme.
Pero estabas contándome la historia. No quise inte-
rrumpirte con tecnicismos, te pido que me disculpes.
-¿Cosas raras como cuáles? –Insisto.
-Ánda, pues, termina tu historia y puede que después
te cuente alguna.
Prosigo con las peripecias de la Finders, las que ella
escucha con sumo interés y algo de asombro. Ello a-
sí, hasta que llego a la secuencia sexual en Nazaré,
la cual, quién sabe debido a qué razón objetiva o no,
parece perturbarla. Sensación ésta que se hace paten-
te cuando le cuento el segmento en que recuerda, ca-
si oníricamente, que la mujer peruana gritaba ¡Íncu-
bo! ¡Íncubo! Entonces menea su cabeza con incre-
dulidad, y se emociona visiblemente.
-¿Otra “casual coincidencia”? –Me atrevo a pregun-
tar.
-Por favor, continúa –dice, y algo como una súplica
en el timbre de su voz me lleva a obedecerle sin ob-
jeción alguna. Finalmente, parece quebrarse cuando
la morena Marléne sugiere a Kathy su estado de gra-
videz. Ésta vez, bebe su Perro Verde sin la parsimo-
nia observada hasta el momento. Ahora soy yo quien
pregunta:
-¿Te sentís bien?
124
Sucedáneos

-Sí, sí, discúlpame... es que...


-Estás embarazada. –Aventuro, con una certeza que
no sé si viene del conocimiento de la emocionalidad
femenina, de cierta dote de adivinación repentina o
exacerbada debido al alcohol, de la concatenación de
datos curiosamente análogos entre las dos Kathys a
las que visualizo como una sola, o qué sé yo de dón-
de cuernos.
-Sí, así es.
-Y ese muchacho que se marchó cuando llegaste...
-Ése es el íncubo –dice, y suelta un carcajeo que de-
nota más tristeza que otra cosa. –Tú sabes, estoy
muy conmocionada con todo esto. Mira, no creo en
lo más mínimo ya que las cosas hayan sido así por
mera casualidad. Es demasiado...
-Por eso te pregunté si creías en la telepatía.
-Ojalá fuera así. Por un momento has logrado que
piense que el imbécil ése es el mismo demonio.
-¿Lo conocés bien?
-No mucho más que tu Kathy al Rubén Darío ése,
qué quieres que te diga. Quizá un poco más, pero e-
videntemente he sido víctima de un engaño.
-No asume su paternidad, ¿es eso?
-¡Pues claro que no! Íbamos a discutirlo aquí, hoy,
pero todo cuanto tenía por decir lo dijo nomás en la
puerta. Ese hijoputa no ha merecido nunca una mu-
jer como yo.
-Bastaba con verlos.
-¿Eso crees tú, verdaderamente?
-Sí, Catherine, saltaba a la vista.

125
Gabriel Cebrián

-Y bueno, pues, las cosas están así. Igual que la Ka-


thy de tu cuento, en un país extraño, embarazada, a
punto de huir sin saber muy bien de qué, emborra-
chándome en la mesa de un extraño que parece ha-
ber estado escribiendo mi propia historia... tienes ra-
zón, es una noche muy rara, antes lo era solo para ti,
ahora parece que lo es para ambos... de alguna ma-
nera estamos involucrados.
-Así parece. Aunque más no sea en una serie de ca-
sualidades que nos han llevado a considerar toda una
retahíla de posibilidades esotéricas.
-Dejemos al diablo de lado, ¿quieres? En mi caso se
trata solamente de un bribón bueno para nada que ú-
nicamente intentaba seducirme.
-Y vaya que lo hizo.
-¿Vuelves a tratar de parecer desagradable? Es una
lástima, ya comenzabas a caerme bien.
-Al menos no estoy tratando de seducirte.
-Entonces deberías comunicárselo a tu rostro.
-¿Qué decís?
-No importa. Lo que me importa es que me cuentes
cómo termina tu historia.
-Ojalá lo supiera.
-¿Cómo? ¿Es que acaso no lo sabes?
-No. No tengo la menor idea.
-¿Pero qué clase de escritor eres?
-Te lo dije. Estoy tratando de serlo.
-Bueno, pues piénsalo... ¿cómo has de terminar la
historia de tu Kathy?
-No es cuestión de pensar. Las cosas no funcionan a-
sí conmigo. Yo simplemente escribo.
126
Sucedáneos

-Bueno, escríbelo, pues. ¿Te ayudaría si me voy de


nuevo a mi mesa?
-No creo que eso sea posible. Hay cuatro personas o-
cupándola.
-Bueno, entonces iré a la barra. Por favor, escribe.
Escribe hasta que se te acalambre la mano. Necesito
saber.
-Me estás metiendo demasiada presión. Está bien,
convengamos que las cuestiones parecen estar liga-
das, pero una cosa es escribir pensando una historia
ficticia sin más consecuencias objetivas que la eva-
luación crítica de un lector eventual y otra muy dis-
tinta es hacerlo como si uno estuviera interpretando
un oráculo.
-Tú solo escribe como lo hacías hasta ahora. Por fa-
vor, escribe. –Dice, mientras toma su copa de Perro
Verde, se levanta y se dirige hacia la barra. Otra vez
solo, pero ésta vez con una especie de misión-expe-
riencia-desafío-literomancia o lo que fuere, sobre mi
aturdido cerebro. ¿Sería capaz de volver a la saga de
la Kathy original después de esta irrupción del mun-
do objetivo, que de modo tan ostensible se había asi-
do de la ficción? Una cosa era gambetearle la aten-
ción a los ruidos, o a los pelmazos o no tanto que ve-
nían a mi mesa de cuando en cuando, y otra cosa
muy distinta parecía ser respecto de la función reve-
ladora que la Kathy “real” parecía conferir, tan a pie
juntillas, al desarrollo y definición de mi relato.
Pienso que debo despojarme de toda inclinación éti-
ca, o humanitaria, sea conciente o inconciente, e in-
gresar en la historia otra vez con el mismo espíritu
127
Gabriel Cebrián

que lo hice hasta ahora, esto es, con el simple afán


de averiguar, desapasionadamente, qué es lo que está
ocurriendo allí. Veamos...

Abrió la puerta de su departamento. Encendió la luz


y sintió el olor a encierro, así que abrió las per-
sianas y ventanas del living. Dejó la mochila sobre
un sofá, fue a la cocina y enchufó la heladera, que
comenzó a funcionar con un suave zumbido. Estaba
famélica, ya que solamente había ingerido un par de
gin-tonics en la escala forzada del Aeropuerto, la
que por suerte, había resultado breve. Volvió al li-
ving, tomó el teléfono y encargó una pizza. Luego se
sentó en otro sofá, tomó el control remoto de una
mesita a su lado e intentó encender el televisor. Es-
taba desenchufado, claro. No tuvo ganas de levan-
tarse, así que desistió. Su ánimo había cobrado cier-
ta serenidad, la que fue haciéndose más ostensible
gradualmente: primero, cuando abordó el avión en
Salvador; luego, al descender en su patria, y ahora,
al ingresar a esa suerte de capullo existencial y cir-
cunstancial que configuraba su departamento. Otra
vez allí, todo aquel asunto de Bahía simplemente se
le antojaba tan solo como una fábula burda extraída
de folklores del candomblé, tales como las que había
oído en los fogones de Itaparica.
Allí estaba su computadora. Había pensado en ella
durante el viaje, de averiguaciones que debía hacer
en la red, ya que había cosas que conocía muy de
sesgo, como por ejemplo, la cuestión de los íncubos
128
Sucedáneos

y los súcubos. Era conciente que no debía focalizar-


se morbosamente en esa cuestión, so riesgo de lle-
gar a generarse una neurosis obsesiva. Pero no pu-
do evitar que el reflejo de ansiedad la llevara a ha-
bilitar primero el paso de corriente, y a encender la
computadora después.
No encontró gran cosa acerca de dichos ítems. La
mayoría eran imágenes de diablesas sexys o de
monstruosos demonios haciendo presa de apuestos
hombres y bellas mujeres, más alguna referencia a
un célebre cómic que, a pesar de su supuesta popu-
laridad, le resultaba absolutamente desconocido.
Pero en una página, por supuesto nada académica,
pudo leer alguna información relativamente útil y,
más que nada, referencias demoníacas que no hicie-
ron otra cosa que revivir la angustia recién conju-
rada. “Los incubos son demonios que seducen muje-
res. Es sabido que ejecutan el acto sexual sin pro-
porcionar a su víctima el menor placer, más bien
generan en ella una especie de repulsión atávica.”
Pues bien, algo así parecía haber ocurrido aquella
tarde calurosa en Nazaré... Nazaré, tan luego, justo
un nombre tan caro a la cristiandad, qué mejor lu-
gar para efectivizar el sacrílego acto de engendrar
un anticristo... aunque pensamientos como ése son
los que abren la puerta a las patologías mentales.
Decidió seguir adelante sin atar cabos tan sutiles,
tratando de atender solo al fondo de la problemáti-
ca, sin prestar mientes a lucubraciones desquician-
tes. El artículo seguía dando pelos y señales de la a-
natomía del diablo, y ello fue bueno porque referen-
129
Gabriel Cebrián

cias a un pene bifurcado para una doble penetra-


ción y aberraciones por el estilo, solamente servían
para acreditar la teoría, ya absolutamente funda-
mentada por el sentido común, de que todo aquello
era mera imaginación desbordada de gentes igno-
rantes. A continuación, la genealogía y prosapia de
tales seres fantásticos incluía comentarios tales co-
mo que el propio Alejandro Magno había sido pro-
ducto de una inseminación maligna como aquellas
que se describían; que según crónicas del pueblo
hebreo, contactaban carnalmente a los seres huma-
nos desde sus albores; que fueron sustancia de fol-
klores galos, quienes los denominaban “Drusios” y
sostenían que los druidas malignos eran engendra-
dos por ellos; y, en un orden algo más respetable,
estaba el comentario del propio San Agustín, quien
sostenía que nadie podía dudar legítimamente de un
hecho tan documentado. Bueno, todos sabemos lo
estrecha que era la estructura mental del medioevo
en Europa...
Sonó el timbre del portero eléctrico y se sobresaltó.
Había llegado la pizza.

Parece que la cosa sigue funcionando, solo me hace


falta una leve abstracción. No hay quien pueda dete-
ner la pluma del Gringo Bersa, ni el propio Belcebú
corporizándose en su mesa y reclamando para sí al
personaje. A Kathy Finders, podría ser. A la blonda
Catherine Trouver, tendría que disputármela con to-

130
Sucedáneos

das las argucias que le son atribuídas y algunas más.


Incubada y todo.
Hablando de Catherine, mi nueva amiga franco-pe-
ruana que parece haberse unido a mí por lazos invi-
sibles, la veo departir animadamente con el grupo de
mis conocidos, viejos y nuevos, que se apiña en la
barra. No creo estar siendo egocéntrico cuando pien-
so que seguramente estarán hablando de mí; pero lo
que es yo, tengo trabajo que hacer.

Solo habían quedado unos cuantos carozos de acei-


tunas y restos de mozzarella en el interior de la caja
térmica de cartón que unos minutos antes había al-
bergado una fragante pizza estilo italiano. Kathy es-
taba saciada; había engullido, prácticamente, aquel
manjar que hacía tanto tiempo no le era dado pro-
bar. Tomó una lata de Budweiser del refrigerador,
la que si bien no estaba aún a la temperatura ópti-
ma, le serviría en el arduo proceso digestivo que so-
brevendría. Mientras la bebía, tomó el teléfono ina-
lámbrico y la pequeña agenda de la mesita del telé-
fono. Buscó: Dr. Gloucer, Alphonse J.
Discó el número, y mientras oía la señal que llama-
ba, le afloró un eructo de modo oportuno, toda vez
que hubiera sonado muy mal de haber ocurrido en
ocasión de estar dialogando con el distinguido cate-
drático. A poco respondió:
-Hola.
-Buenas noches, ¿Doctor Gloucer?
-Él habla
131
Gabriel Cebrián

-Tal vez se acuerde de mí. Le habla Katherine Fin-


ders.
-Katherine Finders...
-Usted me apadrinó en mi tesis doctoral, ¿recuerda?
Una que trataba sobre la pemanencia de elementos
de hechicería arcaica entre los curanderos actuales
de Venezuela.
-Ah, sí, recuerdo su trabajo, y ahora, a usted. Real-
mente fue una excelente faena, la suya. Y recuerdo
también la solvencia técnica y estilística de su for-
mulación, además.
-Oh, bueno, muchas gracias. Disculpe que lo moles-
te...
-No es molestia. Ahora que recuerdo, recuerdo tam-
bién que por ello avalé e impulsé su solicitud de
participar en la excavación del Dr. Cornell en el
Brasil. ¿Es que me está hablando desde allí?
-No, Doctor. Surgieron algunos problemas.
-Sí, creo que ya puedo imaginar qué clase de pro-
blemas. Ése Cornell es un tipo difícil, a veces.
-Bueno, según me parece, ése es solamente uno de
los problemas que me gustaría conversar con usted.
-Suena algo preocupada, Katherine.
-Lo estoy, créame.
-¿Le parece un asunto urgente? Quiero decir, ¿se
trata de algo tan urgente como para venir a verme
ahora mismo?
-Doctor Gloucer, acabo de llegar del Brasil. Necesi-
taría tomar una ducha...
-Como usted prefiera.
-¿Puede ser en una hora, hora y media?
132
Sucedáneos

-¿Realmente usted cree que las circunstancias lo a-


meritan?
-No lo creo. Estoy segura.
-Confío en su juicio, Katherine Finders. La espero.
-Gracias, Doctor Gloucer. Allí estaré.
-¿Tiene mi domiclio?
-Lo tengo.
-Ok., la veo luego.
-Adiós, y gracias otra vez.

Una hora y media después apretaba el timbre de u-


na lujosa casa ubicada a solo diez o doce cuadras
de su departamento. Ya había estado una vez allí, en
ocasión de tener que formular consulta acerca de u-
nos puntos atinentes a su investigación. El Doctor
Gloucer abrió la puerta y la saludó con gentileza,
invitándola a pasar. Ingresó a una suerte de porche,
y recordó que el estudio se ubicaba atravesando una
puerta doble de cristales, hacia la izquierda. Casi
sin esperar indicación, enfiló hacia allí. Él se apre-
suró a abrir accionando el dorado picaporte, le in-
dicó pasar muy caballerosamente y tomar asiento
frente a un amplio escritorio. Luego, ocupó el sillón
de estilo frente a ella y delante de un lienzo enorme
de motivos marítimos que colgaba de la pared.
-Se la ve muy bien, Katherine Finders –observó el
Doctor Gloucer, y ella no supo bien si lo hizo para
romper el hielo o para iniciar un cortejo.
-Ni que diga cosa semenjante –respondió ella, de
puro convencimiento, y más allá de la obligada co-

133
Gabriel Cebrián

quetería propia de su género. –He pasado unos días


terribles, créame.
-Oiga, está consiguiendo preocuparme.
-Lo siento, Doctor. Trataré de contener un poco mi
nerviosismo.
-No lo haga, cuénteme. Y por favor, llámeme Al, o
Alphonse, al menos, ¿quiere?
-Está bien, Doctor; oh, Alphonse... permítame pre-
guntarle, primero... ¿usted conoce a un antropólogo
peruano llamado Rubén Darío Ercilla Márquez?
-No, no recuerdo haber oído de él. ¿Debería?
-No, no, le pregunto porque fue a sus instancias que
abandoné el sitio que estaba excavando Cornell.
-Ah, ¿sí? ¿Y cómo fue eso?

A continuación, Kathy le refirió los sucesos vincula-


dos al hallazgo de la extraña vasija y también al fol-
klore que, según Rubén Darío, le era propio. En esta
instancia, el Doctor Gloucer observó que nada de a-
quello que le refería le parecía conocido, y mostró
severas dudas acerca de la veracidad de lo sosteni-
do por el peruano, ni aún teniendo en cuenta que de-
bido a sus orígenes pudiera haber tenido acceso a
datos no chequeados por la ciencia. Pero también
remarcó lo poco ético de proceder a abandonar el
trabajo, ocultando piezas al encargado de la exca-
vación. Kathy, si bien reconocía tal extremo, se ex-
cusó argumentando que el obtuso ése de Cornell ca-
si los había empujado a asumir una actitud como é-
sa. Gloucer halló tal argumento atendible solo rela-

134
Sucedáneos

tivamente , e insistió en remarcar tanto la impruden-


cia como la inadecuación de la conducta asumida.

Entonces la cosa entró en un terreno difícil de refe-


renciar para Kathy, ya que debía explicar algo que
no le resultaba fácil de explicarse siquiera a sí mis-
ma: la experiencia en el motel de Nazaré. Como pu-
do, y sintiendo el rubor como un estigma en su faz,
finalmente lo hizo. Al Doctor Gloucer, al menos en
lo aparente, no le produjo gran impresión. Luego
prosiguió con el incidente en el ferry, y manifestó
sus dudas acerca de la integridad física de su colega
luego de la brutal golpiza.
-O sea, no hay siquiera rastros de aquella supuesta-
mente extraña pieza en su poder –observó.
-No, absolutamente ninguno.
-Bueno, así es muy difícil conjeturar algo. Es más,
nos costará mucho explicar las causas que la lleva-
ron a cometer acciones tan reñidas con la seriedad
profesional que debe observar un egresado de Yale.
-Créame, Alphonse, que eso es lo que menos me in-
teresa, al menos por ahora.
-¿Está preocupada por la salud de su compañero?
-Por una parte, sí. Pero hay dos hechos concurren-
tes que tomaron lugar después, y que han logrado
asustarme sobremanera.
-¿Y cuáles son, esos hechos?
-Primero, una mujer -que estaba con los sudameri-
canos que atacaron a Rubén Darío-, en oportunidad
de ser prendida por la policía bahiana, me miró con

135
Gabriel Cebrián

ojos espantados y me gritó a voz en cuello la pala-


bra “íncubo”.
-Oh, pero usted no va a tomar en serio una cosa se-
mejante... yo entiendo que las circunstancias... su
estado psíquico, la puedan haber llevado a confun-
dirse, pero Katherine, no va a decirme que una pro-
fesional como usted puede pensar por un momento
que algo así pueda ser real.
-Sí, sé que suena como el guión de una mediocre pe-
lícula de terror.
-Esa gente es muy supersticiosa, ¿sabe?
-Sí, lo sé.
-Bueno, entonces, al menos en ese sentido, tranquilí-
cese.
-Está bien; de todos modos, me ayuda mucho hablar
con usted.
-Ya lo creo, si me va a comparar con los farsantes a
quien ha estado prestando oídos últimamente. Pero
hablaba de dos hechos, si mal no recuerdo.
-Así es. El otro fue en el Aeropuerto de Salvador. A-
llí, una negra vendedora de comidas típicas hizo re-
ferencia a mi supuesto estado de gravidez.
-O sea, solo unas horas después de la relación se-
xual... vaya una percepción, ¿no lo cree?
-¿Perdón?
-No, solamente estoy siendo irónico. Mire, Katheri-
ne, desde mi perspectiva, lo primero que usted debe
hacer es volver a su casa, tranquilizarse y tratar de
dormir. Mañana, con la mente un poco más clara,
debería preocuparse por asuntos más de este mun-
do, como por ejemplo, realizarse un chequeo médico
136
Sucedáneos

exhaustivo, especialmente en lo que hace a temas de


infectología, y quedarse tranquila al menos en ese
sentido. Después veremos cómo regularizar su situa-
ción en el ámbito profesional, buscar la manera de
minimizar las consecuencias de su actitud inmadura
e impensada. Pero no se presione, todos cometemos
errores. Sobre todo durante la juventud, y usted es
aún una mujer muy joven. Creo que no le vendría
mal la interacción con una persona más experimen-
tada, como yo, por ejemplo. Me agrada usted mu-
cho, es una persona aguda e inteligente. Tal vez un
poco demasiado sensible, y eso la ha hecho pasible
de una evidente manipulación. Tal como veo las co-
sas, ese tal Ercilla nosecuántos se ha burlado de us-
ted. La ha engañado para aprovecharse de sus en-
cantos, que realmente, no son pocos.
-¿Usted lo cree?
-¿Qué cosa? ¿Sus encantos?
-No, la actitud traicionera de mi colega.
-Le reitero, no me cabe la menor duda.

Ahá. Parece que en este juego de roles el inconciente


me juega de modo que me cabe el sayo del Doctor
Gloucer... miro una vez más por la ventana abierta
en la vidriera empañada y observo una vez más las
formas sinuosas y brillantes y examino una vez más
el grado de intoxicación de mi sistema nervioso y oi-
go una vez más la música que ahora se ha vuelto un
poco más retro con Grand Funk y su “People, let´s
stop the war” y reviso una vez más el contenido de
137
Gabriel Cebrián

los recipientes en mi mesa y tomo una vez más mis


Lucky Strikes y mi encendedor... y pienso: “¿Real-
mente, esta jovenzuela pensará que hallará una clave
acerca de su destino, al parecer en una etapa tan cru-
cial, en las fantasías que arroja sobre el papel un in-
dividuo raro y absolutamente extraño? ¿Acaso ese
individuo extraño, aún para sí mismo, piensa que ha-
llará una clave que le sirva, sino a él, a un semejante,
en las febriles maquinaciones elaboradas al único e-
fecto de conjurar fantasmas, autoanalizarse o tal vez
afirmarse en una actividad creativa, habiéndose visto
impedido de hacerlo en la que se suponía le era con-
sustancial? En todo caso, parece que en vez de gene-
rar certezas lo único que consigo es aumentar expo-
nencialmente el campo de las incertidumbres.
Aparece el Gordo. Apoya otra vez los puños en la
mesa, y dice:
-Gringo, la rubia de los Perros Verdes está obsesio-
nada con vos.
-¿Por qué decís eso?
-No hace más que preguntarle a todos aquellos que
te conocen cosas sobre vos.
-Viste. Cuando uno es ganador...
-Sí, Gringo, vos naciste de culo. Tenés una buena es-
trella. Lástima que seas tan ingrato con el destino.
-Eh, viejo, pará de agredirme.
-No te agredo. Simplemente estoy tratando de que
no te agredas vos. ¿Qué pasó? ¿Se vino a tu mesa y
la rajaste?
-Nada que ver. Fue ella la que decidió irse.
-No la habrás tratado muy bien, entonces.
138
Sucedáneos

-No se trata de eso, viste, es un poco largo de expli-


car. Igual, tenemos un asunto pendiente.Ya que estás
acá, ¿por qué no me lo mandás a Miguelito con un
poco más de hielo?
-Ahora te lo mando.
Se va, algo desconcertado, creo que debido a que no
logró la información que buscaba. No es asunto mío.
O mejor dicho, es asunto mío; todo, menos su curio-
sidad respecto de él. A poco viene Miguelito con el
hielo y me mira con un valor agregado respecto de
otros días. Aprovecho y le pregunto:
-Che, Máikel, chusmeame qué es lo que están ha-
blando allá.
-Están hablando de vos, de qué van a estar hablando.
-Ah ¿sí? ¿Y qué dicen?
-Y, el tal Julián cuenta anécdotas viejas, el gordo ése
también, y cada vez que puede remarca que sos un
desperdicio, que con un talento como el que tenés te
emperrés en escribir cuentitos mediocres que no va a
leer nadie.
-Siempre lo mismo, bah.
-No sé. La cuestión que la rubia abría cada vez más
grandes los ojos, a medida que escuchaba.
-No digas...
-Sí, te digo. Parece que la impresionó tu prontuario.
-Está bien, que sirva para algo.
Miguel se va a seguir con su tarea y yo cavilo en la
eventualidad de seguir con la mía, aunque no me va
gustando el sesgo del derrotero que va tomando la
historia de Kathy Finders. Por un lado, puede llegar
a recaer en una fantasía aberrante y de dudoso buen
139
Gabriel Cebrián

gusto, digna de un thriller barato; y por otro, recalar


en una historia romántica por demás difícil de dige-
rir, sobre todo luego del exordio macabro que ya in-
defectiblemente la compone. Espero fervientemente
que surja alguna línea capaz de trascender esta dis-
yuntiva, este principio de tercero excluído que pare-
ce excluir además, y coherentemente con su potestad
esencial, toda eventual originalidad y/o profundidad
conceptual emergentes. Pero es obvio que eso no de-
pende de mi voluntad, dado que mi escritura semiau-
tomática tiende a dispararse sin tener en cuenta blan-
co alguno. ¿Tendrá algo que ver mi apellido? Bueno,
ésta sí parece ser la inferencia de un beodo.

Los estudios clínicos no habían mostrado síntomas


ni vestigios de patología alguna. En otro orden, tuvo
que concurrir a los claustros a justificar los hechos
que la llevaron a abandonar el sitio arqueológico; y
un poco por sus alegatos, y mucho por las influen-
cias que puso en juego el Dr. Gloucer, tanto su si-
tuación profesional como su prestigio quedaron lim-
pios. Había retomado casi de inmediato sus activi-
dades de rutina, intentando con ello, a más de nor-
malizar su cotidianeidad, distraer la mente para no
volver obsesivamente al affaire brasileño. Una única
nube oscura enturbiaba su horizonte, una nube que
crecía geométricamente a medida que los días pasa-
ban. Según sus cálculos, llevaba una semana de a-
traso en su ciclo menstrual. En un principio, trató de
convencerse que era ella misma quien lo provocaba,
140
Sucedáneos

dado el cuadro de ansiedad tanto más agudo debido


a las connotaciones macabras que habían concurri-
do en la eventual concepción. Pero ya era hora de e-
fectuar las corroboraciones necesarias. No podía ni
debía darse el lujo de seguir esperando, como si na-
da, respecto de un asunto que podía poner en juego
su salud física y mental, como a la vez ser el dispa-
rador de una cuestión ética que, en circunstancias
normales, ya tendría resuelta. Siempre había soste-
nido que en caso de tener un embarazo no deseado,
lo llevaría adelante en las circunstancias que fue-
ran. Pero aquí se agregaban elementos poco tran-
quilizadores, que la obligaban a reconsiderar aque-
llos hasta ahora firmes principios. Solicitó turno en
el instituto más prestigioso de New Haven, para rea-
lizarse en primera instancia los tests correspondien-
tes a su estado. Eventualmente, el feto sería objeto
de todos los análisis disponibles en relación a sus
condiciones de normalidad.
Unos pocos días más tarde, durante los cuales la tan
ansiada menstruación tampoco llegó, recibió de ma-
nos de la empleada administrativa del Instituto el
sobre que confirmaba su estado de gravidez. En un
principio, no supo qué hacer. Su madre, el único fa-
miliar directo en vida, era una mujer ya algo entra-
da en años, frágil de salud y por sobre todo, anti-
cuada al extremo de espantarse ante la menor suge-
rencia de una cuestión semejante; y ello, ateniéndo-
se solamente al embarazo en un contexto normal.
Por otra parte, enfrascada como había estado en los
asuntos y quehaceres profesionales, no había culti-
141
Gabriel Cebrián

vado sus escasas amistades, tanto las juveniles como


las de la universidad, lo que resultaba poco propicio
para conseguir interlocutores con quienes desarro-
llar una charla de índole tan íntima como la que ne-
cesitaba con urgencia.
Caminó por las calles sin rumbo, obnubilada por la
nueva situación y recriminándose por haber sido tan
imprudente, con el sobre del análisis en su mano.
Sus pasos la dirigieron hacia el único lugar donde
podía encontrar, al menos, alguien con quien ha-
blar. Aún a riesgo de volver a comportarse de modo
ingenuo y confiar plenamente en la decencia y bue-
nas intenciones de su mentor profesional.
Poco después, ya había comentado al Dr. Gloucer
la novedad. Éste, al igual que había ocurrido la vez
anterior, no se mostró sorprendido en lo más míni-
mo, y le recomendó que por resguardo de su salud
mental, pensara solamente en las implicancias rela-
tivas a un embarazo normal, y que dejara de lado
todas las lucubraciones fantásticas o macabras.
-Es inevitable que tal como han sucedido las cosas,
tenga tendencia a pensarlas en términos apocalípti-
cos –añadió.- Mas espero que me escuche y tenga en
cuenta que yo veo la situación mucho más objetiva-
mente, y me considero una persona ecuánime.
-Por cierto, Alphonse, que lo escucho. Estoy profun-
damente agradecida por todo lo que ha estado ha-
ciendo por mí.
-No hay nada que agradecer. Es más, acabo de co-
rroborar cierto supuesto que sospeché desde el mis-
mo momento que me contó esa rara historia.
142
Sucedáneos

-Ah, ¿sí? ¿Y cuál es ese supuesto? –Inquirió Kathy,


con real intriga.
-Hace unos días hablé con los principales referentes
de la especialidad en el Perú. Hicieron una revisión
exhaustiva de los profesionales de todas las mate-
rias que pudieren tener que ver con este asunto. Por
supuesto, nadie oyó hablar jamás de un antropólo-
go, arqueólogo o lo que fuere que responda al nom-
bre de Rubén Darío Ercilla Márquez.
-¿Está seguro que pasó bien los datos?
-Por supuesto. Los tomé del informe que elaboramos
juntos.
-Oh, Dios...
-Evidentemente, se trata de un timador. Quién sabe
cómo se las arregló para ingresar en el sitio. Míni-
mamente, tiene que haber conseguido papeles fra-
guados, de todo tipo. Eso, solamente, ya lo configu-
ra como un individuo peligroso. Si a ello le agrega-
mos la golpiza de la cual fue usted testigo, por otra
parte propinada por coterráneos suyos, no nos que-
da más que conjeturar que se trató de un ajuste de
cuentas, o algo por el estilo.
-Todo parece encajar de modo coherente, viéndolo
de ese modo.
-¿Es que acaso preferiría considerarlo a la luz de
infestaciones satánicas propias del medioevo?
-Hablar con usted me hace sentir mucho más tran-
quila, Alphonse. No sabe cuánto le agradezco todo
esto.
-Ya le dije que no tiene nada que agradecerme. Es
más, hubiera sido bueno que conservara en su poder
143
Gabriel Cebrián

un mínimo fragmento de aquella pieza que desente-


rraron; así podría haberle demostrado que esa vasi-
ja debe haber sido horneada tan solo unos días an-
tes.
-Es muy probable, de acuerdo a todo lo que usted
me dice. Pero sabe, hay algo dentro mío... algo que
podría llamarse intuición femenina, o instinto, o
vaya a saber como podría llamársele...
-Bueno, con todo respeto, mi querida Katherine, yo
lo llamaría simplemente “sugestión”.
-Ojalá tenga usted razón.
-Le conviene pensarlo en esos términos, créame que
le será muy provechoso. –A continuación la observó
fijamente, y luego añadió: -Ahora, hablando en tér-
minos prácticos, y discúlpeme si ingreso en un terre-
no que hace a su más estricta intimidad, ¿ya pensó
qué es lo que va hacer respecto de ese embarazo?
-Si las pruebas en el embrión son normales, pues lo
tendré.
-¿Lo ha pensado bien?
-Sí, es un tema de conciencia que siempre me resultó
claro. En circunstancias ordinarias, al menos.
-Me agrada su espíritu. Es más, yo también pienso
que es la actitud correcta. Y sabe qué, todo ese a-
sunto del farsante que se hace llamar Rubén Darío
me ha intrigado. Si usted está de acuerdo, yo activa-
ría resortes legales y diplomáticos para dar con él,
más que nada en función de los eventuales perjui-
cios que pudiere haber causado a la tarea del grupo
liderado por Cornell, y para terminar de convencer-
la de lo irracional de la cuestión esa del íncubo.
144
Sucedáneos

-¿Podría hacer eso sin necesidad de que yo tenga


que estar dando testimonios, o yendo a los tribuna-
les?
-Por cierto. Bastaría con las declaraciones formula-
das en el ámbito académico.
-Entonces, estoy de acuerdo. Si es que sobrevivió a-
quella noche, me agradaría conocer las razones que
lo impulsaron a manipularme de tal forma.

Sísísísísí, a mí también me gustaría saber, me digo,


mientras observo que la segunda botella de J&B está
tocando a su fin. Me sirvo lo que queda, y pienso
que me va a costar convencer al Gordo que me pon-
ga otra. Cierro momentáneamente el cuaderno y ad-
vierto que han subido unos pibes al escenario... es
decir, que han ido a pararse allá contra una pared en
un espacio abierto por corrimiento de las mesas, y
que hace las veces de escenario. Veo que un skinhe-
ad se cuelga una guitarra cuya marca desconozco, o-
tro con la cabeza llena de rastas hace lo propio con
un bajo formato violín como el Höhner que usaba y
a veces usa aún McCartney, otro lleno de fierros
incrustados en la cara se hace cargo de la batería y
un pelilargo ondulado, flaco y con un buzo que le
queda desmesuradamente grande, detrás de un tecla-
do cuya marca o características no alcanzo a divisar.
Hacen un poco de ruido, cada uno con su instrumen-
to, y se les une una pelirroja atractiva, pero vestida
de una manera absolutamente estrafalaria. Vuelvo a
pensar, como muchas veces que veo cosas como ésta
145
Gabriel Cebrián

en televisión, que estos pibes empiezan primero por


buscar el look y recién después se preocupan por a-
prender música, si es que alguna vez lo hacen. El
skinhead presenta a la banda, “Póker de Reinas” y
yo pienso que si nos atenemos a las reglas del juego
de póker, deben ser gays, toda vez que allí en ese
grupo, cuatro, son los nenes. Entran a full (ups) so-
bre un cuatro por cuatro a todo trapo y todos atacan
la tónica, o sea, me cago en la armonía. Puff.
Se acerca Catherine y me pregunta, casi a los gritos,
si concluí con mi historia (que ella considera suya),
y le respondo, asimismo desgañitándome, que aún
no.
-¡¿Qué haces, entonces, prestándoles atención a es-
tos mamarrachos?!
-¡Epa! ¡No vengas a darme órdenes, tampoco!
-¡Por favor, continúa, si es que puedes!
-¡Oíme! ¡No tenés que tomar tan en serio lo que yo
pueda escribir!
-¡Según lo que he podido oír de tus gentes, aquí el ú-
nico que no se toma en serio eres tú!
-¡No creas todo lo que te digan!
-¡Yo creo cuanto me viene en gana! ¡Escribe, por fa-
vor! –Grita, forzada por las circunstancias acústicas,
y vuelve a la barra. Tiene razón. Mejor me vuelvo a
New Haven.

Kathy se levantó a eso de las diez de la mañana. Ha-


bía dormido plácidamente, la conversación con el
Doctor Gloucer la había tranquilizado bastante, y
ya había comenzado a asumir la idea de su materni-
146
Sucedáneos

dad. Se cepillaba los dientes de atrás cuando sintió


arcadas, y si bien era algo que ocurría con frecuen-
cia, no pudo evitar asociarlo con su estado. Omitió
el cigarrillo que usualmente consumía mientras pre-
paraba el desayuno, y caviló que iba a ser muy duro
intentar suprimir el que consumía a continuación
del mismo. Tal vez cuatro o cinco al día no fueran
nocivos para el bebé, y en caso de ser un hijo del de-
monio, tal vez hasta le sentarían bien. Se maldijo a
sí misma por jugarse mentalmente este tipo de bro-
mas macabras, mientras extraía el vaso de la cafete-
ra.
Llevó hasta la mesa del living la bandeja con hue-
vos, tostadas, manteca y mermeladas y el humeante
tazón de café con leche, la depositó sobre la mesa y
encendió el televisor. Tres o cuatro mujeres hacían
gimnasia mientras ella agregaba sal a los huevos y
manteca y mermelada a las tostadas. Comenzó por
los huevos. Tomó el control remoto, cambió canales
en busca de algo más sustancial. Mientras pasaban
fugaces imágenes entre parpadeos y bandas de soni-
do entrecortadas en idéntico ritmo, le pareció ver u-
na imagen conocida... volvió atrás. Era el canal de
noticias local. Aterida, reconoció la casa del Prof.
Gloucer rodeada por las cintas amarillas que usa la
policía para cercar la escena de un crimen. No pudo
contener un gemido cuando leyó en el videograph:
“Último momento, hace instantes: el renombrado
Doctor Alphonse Gloucer, importante autoridad de
Yale, brutalmente asesinado”. Dos minutos después
ya se había vestido y corría a toda velocidad hacia
147
Gabriel Cebrián

la casa de Gloucer. Cuando llegó, pudo ver unos


cuantos curiosos, periodistas y varios agentes de po-
licía que se encontraban en la puerta. Intentó ingre-
sar, mas fue detenida por una mujer negra y gorda
vestida de uniforme policial.
-Espere, espere -le dijo la mujer, mientras la tomaba
del brazo lo menos agresivamente posible. –¿Es us-
ted pariente del Doctor?
-No, soy su asistente –mintió, aunque en cierta for-
ma, así lo sentía. -¿Puede usted decirme qué fue lo
que ocurrió?
-El Doctor fue asesinado. Le pido por favor que se
tranquilice.
-¿Quién podría haber hecho una cosa así? –Pregun-
tó Kathy, bañada en lágrimas.
-Eso es lo que estamos tratando de investigar, por e-
so es conveniente que no ingrese nadie. Es necesario
peritar cada centímetro de la casa. Debemos preser-
var toda pista posible.
-¿No podría entrar un segundo?
-No, de ningún modo. Eso es imposible. Aparte, cré-
ame que no se lo aconsejo. Mire, señorita, lo lamen-
to, pero el loco que hizo ésto está verdaderamente
enfermo.
-¿Por qué dice eso?
-No debería estar hablando de eso con usted, ¿sabe?
Y tampoco me parece que le vaya a hacer bien.
Kathy respiró hondo, y trató de lucir lo más serena
posible. Luego dijo, con expresión de súplica:

148
Sucedáneos

-Agente, soy una científica. Disculpe el desborde e-


mocional que mostré al llegar, pero sepa que puedo
asumir cualquier cosa que tenga a bien informarme.
-Siendo así, pues le anticipo que el loco que hizo es-
to realmente debió odiar al Doctor Gloucer. Lo digo
por la saña que empleó en el homicidio. Sincera-
mente, no atinamos a adivinar qué arma pudo haber
utilizado para despedazarlo de la manera que lo hi-
zo.
Kathy sintió que el corazón se le estrujaba, pero era
conciente que si demostraba su estado no consegui-
ría un solo dato más.
-Ah, ¿sí? –dijo no obstante, con voz quebrada.
-Sí, el tipo está totalmente loco. Incluso dibujó con
la sangre una forma extraña en la pared.
-¿Qué clase de forma? –Inquirió, denotando una vez
más la ansiedad (ya no había modo de ocultarla) y a
sabiendas de lo que se le respondería.
-No sé, parece un insecto; una araña, o algo así.
Con una especie de ojo en medio.
Kathy fue hasta el cordón de la vereda, se sentó, se
tomó la cabeza y comenzó a sollozar. La agente se
acercó y le preguntó:
-Oiga, ¿se siente bien?
-No –le respondió, y profirió un aullido de crescen-
do escalofriante.

Bueno, si vamos a por el thriller, que incluya flete y


embalaje, como le gustaba decir a Gurdjieff. A falta
de sangre menstrual, buena es de la otra, me digo a
149
Gabriel Cebrián

mi vez; y si el personaje de Gloucer quería ponerse


mi pellejo, pues bien, ya se lo arranqué. No sé si el
alcohol estará poniéndome un poco belicoso, o quizá
sea la atronadora y desagradable ejecución de “Pó-
ker de Reinas”. El hecho es que alguien acaba de
trozar al pobre catedrático de Yale, y es Rubén Da-
río quien se lleva todas las apuestas. Tal vez la cues-
tión desestabilice algo a Catherine, la encarnada, e i-
gualmente incubada; o tal vez, lo que resultaría más
lógico en todo caso, la convenza finalmente de la fa-
tuidad de buscar correlatos reales en mis enfermizas
ocurrencias. Mi principal preocupación es ahora, en
este momento, procurarme un poco de whisky, y en-
tre el gentío y el estruendo, difícilmente lo consiga
desde mi mesa. Así que me levanto y voy hasta la
barra, copa en mano. Bien sé que el Gordo va ha
promover un escándalo antes de habilitarme otra bo-
tella.
-¡Oh, pero miren quién se ha dignado a venir! –Ex-
clama Leo, con su burdo sentido de la ironía.
-¡Vine por una copa, no prejuzgues! –Digo a voz en
cuello, que es la única manera de comunicarse con
los párvulos ruidosos allá adelante desatando un hu-
racán de decibeles mal armonizados.
-¡¿Qué te parecen los pibes?! –Me pregunta Leo. –
Yo simplemente lo miro con cara de “¿Qué me estás
preguntando?”. A buen entendedor, solo un gesto.
Aparte me ahorro dolor de cabeza. Solo vuelvo a
gritar para reclamarle a Miguelito que me llene el
vaso de J&B con un par de hielos y vuelvo rauda-
mente antes de que me birlen la mesa.
150
Sucedáneos

Otra vez aquí, en el microclima que me permite ais-


larme de un entorno agresivo en términos auditivos,
amenazante en un nivel social, narcotizante respecto
de los estímulos visuales que obtengo de la escotilla
abierta en el vidrio y que me reclama como parece
que hacía el vacío con Baudelaire... y un interno bu-
llendo entre excéntricas aunque arquetípicas fabula-
ciones, acideces gástricas, recuerdos karmáticos, pe-
sadumbres recurrentes y expectativas afectivo-se-
xuales a partir del encuentro con una bella mujer, tan
curiosamente asimilada a mis excéntricas aunque ar-
quetípicas fabulaciones, referidas al inicio de este in-
ventario parcial de los elementos que bullen en mi
interno. Vaya un caldo de cultivo.

Volvió a su casa presa de una angustia terminal, la


garganta le dolía espantosamente. ¿Sería el propio
Rubén Darío quien estaba detrás de semejante abe-
rración? ¿Sería acaso su próxima víctima ella mis-
ma? ¿Debía manifestar a la policía todo cuanto sa-
bía, o al menos creía saber? En este caso, ¿la toma-
rían por loca? Demasiados interrogantes y una úni-
ca certeza: estaba sola otra vez. Sola y aterrada.
Ingresó en su departamento. Allí estaba la bandeja
del desayuno casi sin tocar, aunque el tazón de café
se había volcado. Seguramente fue ella, pero no lo
recordaba. La TV encendida mostraba todavía imá-
genes de la casa de Gloucer. El cronista ya empeza-
ba a hablar de cultos esotéricos, de rituales satáni-
cos, de ferocidad inusitada... pero... ¿acaso ésa no
151
Gabriel Cebrián

era ella? Oh, Dios, sí. Se vio a sí misma en la panta-


lla hablando con la oficial de policía, luego cami-
nando hacia el cordón de la vereda; y luego pudo,
absolutamente impresionada, oír su propio alarido
que sonó claro, aún a pesar de la distancia que ha-
bía existido entre ella y el micrófono del cronista.
Debió apelar a un gran esfuerzo para no volver a
proferir otro semejante.

Se dejó caer en el sillón. Ahora, estaba expuesta. Se-


guía siendo imprudente, pero en la vorágine, y ante
el tremendo impacto que le había producido el ase-
sinato de su protector, jamás se le había ocurrido
pensar en la eventualidad de salir en TV y mucho
menos dando una muestra tan gráfica de sus senti-
mientos. Ahora, los investigadores sabían. Ahora, lo
que era muchísimo peor, el asesino, fuera quien fue-
se, sabía. Si no lo sabía ya de antes. Se sintió ace-
chada, se sintió presa. El cazador estaba ahí fuera,
en algún lugar. Se había cuidado muy bien de dejar-
le un mensaje muy claro, y le costaba pensar posibi-
lidad alguna que la gráfica sangrienta en la pared
tuviera otro destinatario que ella. Intentó calmarse y
pensar... ¿qué habría querido decirle? ¿Qué iba a
matarla a ella también? ¿Que si se atrevía a inte-
rrumpir el funesto embarazo, correría la misma
suerte? En solo unos cuantos días, su vida se había
transformado en una pesadilla.
Decidió dedicarse a limpiar y a ordenar los elemen-
tos del fallido desayuno, aunque más no fuera para
distraer un poco sus inquietantes pensamientos.
152
Sucedáneos

Siempre que estaba agitada, la tarea manual conse-


guía apaciguarla un poco. Recogió los alimentos y
vajilla, guardó en la heladera los primeros, depositó
en la pileta los segundos para lavarlos luego, y tomó
el paño limpiador. Volvió a la mesa del living, y
mientras repasaba el café volcado, sonó el teléfono.
Se sobresaltó. A la tercer señal digital, atendió.
-Hola.
-Katherine Finders –dijo una voz grave que le sonó
amenazadora.
-¿Quién habla?
-Eso no debe saberlo ahora. A su debido tiempo lo
sabrá. Lo que sí debe saber, es que está siendo vigi-
lada. Debe cuidarse mucho, Katherine Finders. Y
sobre todo, debe cuidar mucho éso que usted ya sa-
be. -A continuación, el tono le indicó que su interlo-
cutor había cerrado la comunicación. No obstante,
gritó un par de veces “¡Hola! ¡Hola! ¡¿Quién es us-
ted?! Luego rompió en llanto.

Afortunadamente, los chicos presuntamente “raros”


de “Póker de Reinas” están saludando, y la escasez
de aplausos más algún que otro silbido insidioso no
hace plausible que haya bises. He terminado la copa
y me siento como inhibido de pedir más; o sea que a
contrario de los ebrios digamos... tradicionales, que
cuanto más lo están más exigen ser servidos, yo, in-
versamente, adopto un carácter remilgado y vergon-
zoso. Hablando de rarezas... pero algo debo hacer, al
respecto. Ahora comienza a sonar Jimmy Cliff. “Re-
153
Gabriel Cebrián

bel in me”, creo que se llama el tema. Oh, qué bien


se siente un poco de música.
Viene Leo y vuelve a ocupar la silla frente a mí. Ya
no me molesta, sino que, por el contrario, lo encuen-
tro oportuno. Parece ser mi salvoconducto hacia una
nueva botella de J&B.
-¿Y? –Me pregunta. -¿Qué te parecieron los pibes?
-¿En serio me lo preguntás? ¿Acaso sos sordo?
-¿Tan malos te parecen?
-Mirá, no les presté atención, pero francamente, me
parecieron una molestia infernal. Pero no sé, el que
sabe de esto sos vos, capaz que haciéndose los locos
y clavándose cosas en la cara venden un montón de
discos, qué sé yo.
-Sos un guacho irónico, Gringo.
-Y vos, sabés que son horribles, qué me venís a pre-
guntar... che, Leo, haceme un favor...
-¿Qué necesitás?
-No vamos a estar acá conversando a pico seco, ¿no
te parece?
-Está duro, el Gordo, ¿no?
-Dale, haceme la segunda.
Hace una seña con la mano y viene Miguelito. Le pi-
de una botella de J&B, a su cuenta.
-No tenemos más J&B. Ya se las tomó todas el Grin-
go –informa, y ríe. Ya no hay respeto para un viejo
ex combatiente del rock nacional.
-¿Qué hay? –Pregunto, tratando de hacer caso omiso
de la insinuación tan paradójicamente directa.
-Nos queda White Horse, eeeh... Grant´s, Vat 69...
-Grant´s, ¿te va? –Pregunto a Leo.
154
Sucedáneos

-Sí, cualquiera. Traete un Grant´s.


-Marcha...
-¿Qué onda con la rubia? –Me pregunta, de golpe.
-No sé. Me parece que en este momento te debe es-
tar odiando.
-¿A mí? Por qué, ¿porque ocupé esta silla?
-No, porque está esperando que termine esta historia
que estoy escribiendo. Está muy intrigada.
-Ah, mirá vos. Ya tenés lectores. Tal vez seas bueno
para eso, también.
-Tal vez. Quién te dice...
Miguelito vuelve y deposita la botella, el hielo y la
soda. Buen muchacho.
-¿Vas a tomar hasta caer al piso? –Me pregunta.
-¿Y vos?
-No, yo cuando sienta que no voy a estar en condi-
ciones de manejar, paro.
-Bueno, yo, cuando sienta que no voy a estar en con-
diciones de manejar, le pido al Gordo que me llame
un taxi y sigo. Dejen de jugar conmigo a la mamá y
el papá, ¿quieren?
-En todo caso, sos vos el que reclama atención como
un pendejo.
-¿Yo? Yo lo único que quiero es que me dejen en
paz... mirá, Leo, no me obligues a ser intemperante...
en serio, no estoy tratando de llamar la atención ni
nada. ¿Por qué me decís una cosa así?
-Bueno, si todos los que nos preocupamos por vos te
vemos tomar actitudes absurdas, a veces casi auto-
destructivas... no sé, viste, no soy psicólogo, pero e-

155
Gabriel Cebrián

so mismo es lo que dicen que hacen los pendejos pa-


ra llamar la atención.
-¡Otra vez!
-Bueno, está bien, hablemos de otra cosa. Si no fuera
por la botella de whisky ya me hubieras echado a la
mierda, ¿no?
-En honor a la verdad, creo que sí. Aunque ya me es-
toy acostumbrando un poco a la vida social. Mirá, a-
hí viene mi nueva amiga.
-Psé...
Catherine Trouver se acerca y nos pregunta si inte-
rrumpe, a lo que Leo se apresura a decir que el que
está interrumpiendo es él, y hace unos movimientos
de cintura para arrastrar hacia atrás su voluminosa
humanidad con todo y silla, pero la joven y yo le pe-
dimos que se quede. Deposita sobre la mesa su copa
de Perro Verde y toma asiento enfrentándose a la
ventanilla abierta en el vidrio que tantas veces me ha
llevado a pasear esta noche por sus ondulaciones lu-
minosas y húmedas.
-Anda, cuéntame cómo va esa historia –me reclama
abiertamente, sin ambages, lo que me parece es pro-
ducto de tantos canes esmeralda.
-Oigan, pónganme un poco al tanto, antes –requiere
a su vez Leo.
-No creo que valga la pena –tercio, y me dirijo a Ca-
therine. –Mirá, la cosa parece haber apuntado hacia
otro lado, la historia ha tomado un derrotero que no
parece tener absolutamente nada que ver con tu his-
toria.

156
Sucedáneos

-Esperen, esperenesperenesperen –dice Leo, con una


breve pausa después del primer “esperen” y luego
soltando los restantes tres sin solución de continui-
dad. -¿Acaso lo que vos estabas escribiendo tiene al-
go que ver con la señorita? ¿O entendí mal?
-Parecía ser que una serie de casualidades operaban
entre cierta situación que ella está viviendo y lo que
yo estoy escribiendo -expliqué.
-¿Una “serie de casualidades”? –interrogó ella, con
espíritu de negación a través de la duda implícita en
la pregunta. –Fíjate –aclara a Leo- que su personaje
se llama igualito que yo.
-¿En serio?
-Bueno –digo en un intento por relativizar tal aseve-
ración,- es cierto que resulta casi sorprendente, pero
no es tan igual.
-Mira -continúa ella explicándole a Leo, -su perso-
naje se llama Katherine Finders, y mi nombre es Ca-
therine Trouver.
-Bueno, el nombre concuerda –observa Leo.
-Sí –concede ella, -pero lo que tu no pareces advertir
es la similitud semántica entre Finders y Trouver –y
a continuación, procede a explicársela. Leo luce algo
sorprendido, y luego hace unos comentarios acerca
de ciertas características brujeriles de mi personali-
dad, por supuesto, caprichosas.
-Sea como sea –intervengo, - mi historia ha tomado
un derrotero absolutamente disociado con la cues-
tión que me contaste. A no ser que haya un sicópata
detrás tuyo, tratando de asesinarte.

157
Gabriel Cebrián

-Y, uno nunca sabe –dice ella, con la suficiente cal-


ma como para deducir que no toma seriamente tal
posibilidad, cosa que me tranquiliza. Aunque a la
vez parece deslizar cierto dejo de decepción respecto
de la presunta función adivinatoria que debía osten-
tar mi relato; la que, al parecer, acababa de frustrar-
se.
-No puedo ayudarte, como ves. Lo lamento. Bah,
por un lado, ya que por otro me siento mucho más
aliviado, al saber que puedo fantasear sin provocar
alteraciones en los planes de cierta jovencita que, e-
ventualmente, pudieran hacerme sentir culpable, o al
menos, responsable.
-Finalmente resultaste un fiasco –me dice, casi en to-
no despreciativo, lo que me confirma que demasia-
dos Perros Verdes embarullan su cabeza. –Segura-
mente es como dice él, seguramente eres un excelen-
te músico con veleidades de escritor, pero sin el me-
nor sustento.
-Ya veo que estuviste hablando de más, como siem-
pre –reprocho a Leo.
-Anda, sé un buen chico, toca una canción para mí,
ya que no vas a complacerme con tus cuentos.
-No, gracias, paso. Prefiero seguir escribiendo. Así
que si quieren, pueden seguir dialogando entre uste-
des, no me molesta en lo más mínimo. Si me banqué
semejante póker de reinas... permiso... digo, mien-
tras vuelvo a abrir mi cuaderno Gloria de tapas ana-
ranjadas y hago correr las hojas con el pulgar de mi
mano izquierda y tomo el bolígrafo con la derecha.

158
Sucedáneos

Había pasado un día terrible. Después del misterio-


so llamado telefónico, se había acostado en su cama
y no se había movido de allí. Todo aquél macabro
asunto daba vueltas y vueltas en su cabeza, y no so-
lamente nada se le aclaraba, sino que el tentar posi-
bilidades le generaba la sensación de encontrarse
encerrada en un laberinto en el que indefectiblemen-
te las puertas se cerraban, más tarde o más tempra-
no. El solo pensar en salir a la calle le producía pá-
nico. Se sentía vigilada aún allí, con todas las puer-
tas y las ventanas cerradas.
Consideró permanecer así, sin hacer nada, esperan-
do el curso de los acontecimientos; más que nada
porque toda otra línea de acción que se le ocurría i-
maginar, por una razón u otra, se tornaba inviable
ante el menor análisis. Tal vez estuviera siendo es-
pecialmente negativa, tal vez estuviera siendo dema-
siado prudente. Pero ya estaba sobradamente de-
mostrado a los excesos que podía arrojarla la falta
de prudencia.
Tampoco era cuestión de dejarse morir de inani-
ción. Se levantó, se puso un par de pantuflas y fue al
baño. Luego encendió la luz del living y la TV. Puso
la MTV, no quería saber nada de noticias ni de co-
sas por el estilo. Los Red Hot Chili Peppers tocaban
“Californication”. Fue hasta la cocina a hacerse u-
na ensalada, tal vez consiguiera digerir algunos ve-
getales.
Mientras comía logró distraerse algo, observando
un clip de los Smashing Pumpkins que tomaba la i-
159
Gabriel Cebrián

conografía del Viaje a la luna, de Méliès, y luego un


especial de Radiohead. Terminó el bowl completo, y
mientras sorbía con placer la segunda lata de Bud-
weiser, encendió un Lucky Strike sin la menor preo-
cupación por lo que consideraba ya un engendro, en
casi toda la polisemia del término.
Sonó el timbre, y si bien no se sobresaltó, todos sus
sentidos se pusieron alerta. Se levantó de la silla, la-
ta y cigarrillo en su mano derecha; fue hasta el in-
tercomunicador del portero electrónico y con la iz-
quierda tomó el auricular. Preguntó: “¿Quién es?”
“¿Señorita Finders?” -Inquirió a su vez la voz de un
hombre. –“Somos de la Policía. Necesitamos hacer-
le algunas preguntas.” Luego de una pausa tal vez
algo larga, accionó el botón que destrababa la puer-
ta de acceso al edificio. Momentos después llama-
ban a su puerta. Observó por la mirilla la placa de
uno de los agentes, aunque no podía leer el nombre.
Descorrió los cerrojos y les abrió. Se trataba de un
hombre alto, de pelo rojizo y ojos claros y facciones
angulosas; iba vestido de traje gris, camisa blanca y
corbata negra, al igual que sus puntiagudos zapatos
charolados. Junto a él, pero uniformada, estaba la
negra que esa misma mañana le había informado lo
poco que sabía del asesinato de Gloucer. Los hizo
pasar, y los invitó a sentarse en los sillones ubica-
dos ni bien se trasponía la entrada. Antes de tomar
asiento, el hombre se presentó, estirando la mano;
Kathy debió dejar sobre la mesita baja en medio de
los sillones la lata de Bud, y cambiar el cigarrillo de
mano antes de estrechar la que se le ofrecía.
160
Sucedáneos

-Soy el Teniente Lockwell. A la Sargento Lewis creo


que ya la conoce, ¿no es así?
-Sí, la vi esta mañana. ¿Cómo está, Sargento Lewis?
-Oh, bien, señorita Finders. ¿Cómo está usted?
-Acá estoy. No muy bien, como sabrán comprender.
-Sí, claro, claro –dijo Lockwell. –Ciertamente, esta-
mos todos muy impresionados por lo ocurrido. Y en-
tiendo que tal vez no sea un buen momento para im-
portunarla con preguntas, pero debemos apelar a su
comprensión, ya que el tiempo juega un papel muy
importante si queremos dar con el sujeto que esta-
mos buscando.
-Entiendo, entiendo –concedió Kathy, mientras su
mente bullía tratando de determinar qué cosas debía
decir y cuáles otras la comprometerían quién sabe
en cuántos modos o respecto de quién.
-Parece ser usted, señorita Finders... ¿cómo era su
nombre? Ah, sí, Katherine. Decía que parece haber
sido usted la última persona que vio con vida al Dr.
Gloucer, ¿no es así?
-No sé. Ayer estuve en su estudio, sí... pero dígame,
¿usted cómo lo sabe?
-Bueno, parece ser que antes de ser ultimado, Glou-
cer estuvo haciendo algunas anotaciones que el ase-
sino no se tomó el trabajo de revisar. A pesar de la
sangre, pudimos descifrarlas. Allí mencionaba su vi-
sita y su preocupación acerca de un tal Rubén Darío
Ercilla Márquez, quien parecía haberle estado ju-
gando ciertas bromas pesadas a usted.
-Oh.

161
Gabriel Cebrián

-Pero no nos adelantemos. Ayer, cuando estuvo con


él, ¿le manifestó alguna preocupación, o algo que
pueda ser considerado un indicio, algo que pudiera
tener que ver con lo que ocurrió después?
-No, no lo creo. Nada, que pudiera dejar entrever u-
na cosa así. Imagínese, esta mañana he recibido la
sorpresa más desagradable de mi vida.
-Entiendo. –El Teniente se quedó unos momentos su-
mido en profundas cavilaciones. La Sargento Lewis,
en tanto, la miraba fijamente con sus ojos negrísi-
mos y un poco saltones. Al cabo, Lockwell continuó:
-Chequeamos todas las llamadas que el Doctor reci-
bió y realizó durante los últimos días. También ha-
blamos con quienes habló. Llamativamente, casi to-
das las llamadas tenían que ver con el individuo ése
aparentemente peruano. Y digo aparentemente por-
que ninguno de los profesionales y funcionarios con-
sultados han oído jamás de él.
-El Doctor Gloucer suponía que se trataba de un im-
postor –dijo Kathy, casi automáticamente.
-Pero según la declaración que realizó hace unos
días en la Universidad, usted dice haberlo conocido,
en el Brasil, ¿no es así?
-Sí, así es. Por eso, el Doctor suponía que el sujeto
ése usaba nombre y hasta documentos falsos.
-¿Nos podría dar una descripción de él?
-Bueno, es un hombre bastante típico de su etnia –a-
quí advirtió que su jerga profesional difícilmente
fuera compatible con la policíaca, así que trató de
ajustarse.- Alrededor de un metro setenta de estatu-
ra, contextura atlética, moreno, cabello negro y cor-
162
Sucedáneos

to, ojos sesgados, nariz aguileña, ligeramente pati-


estevado... responde a las características de la po-
blación aborigen peruana, básicamente.
-¿Recuerda alguna seña particular, algo que pudie-
re diferenciarlo más específicamente?
-No, lamentablemente, es un individuo típico, como
ya dije.
-Bueno, eso ya es algo. Y dígame... ¿piensa que le
puede haber sido posible, a ese individuo, de alguna
manera, ingresar en la excavación arqueológica sin
ser advertido por nadie que no fuese usted?
-¿Cómo dice?
-Digo que si considera posible que ese individuo, de
alguna manera, haya podido ingresar en la excava-
ción arqueológica sin ser advertido por nadie que
no fuese usted.
-¿Por qué me pregunta eso?
-Porque hablamos por teléfono esta tarde con el Dr.
Cornell y nos manifestó que nunca hubo un indivi-
duo llamado así en el grupo a su cargo...
-¡Pero eso no es posible!
-Bueno, eso es lo que él dice. Y agregó que solamen-
te usted abandonó el trabajo repentinamente.
-Oh, Dios... ése Cornell me odia. Solamente un indi-
viduo ruin como él sería capaz de semejante menti-
ra.
-La verdad, Katherine, me parece difícil que Cornell
se arriesgue a mentir en una cuestión así, existiendo
de por medio un cadáver tán célebre. ¿Por qué ha-
bría de hacer tal cosa?

163
Gabriel Cebrián

-No sé, eso estoy tratando de discernir. Tal vez sea


él quien está detrás del crimen.
-Bueno, digamos que habría tenido que volar unas
cuantas millas. Y aún si fuera posible en términos de
tiempo, estarían las entradas y salidas en migracio-
nes, ¿no cree?
-Bien podría haberlo hecho a través de sus contac-
tos personales aquí, en New Haven.
-Mire, Katherine, no descartamos ninguna hipótesis,
pero sinceramente, no creo que algo así haya ocu-
rrido.
-Usted dice eso porque no lo conoce.
-Sospecho que pronto tendré oportunidad. Si puedo
abusar de su amabilidad un par de minutos más, me
gustaría preguntarle qué tipo de relación mantenía
con el Doctor Gloucer.
-Bueno, él fue Profesor en dos materias durante mi
carrera. Aparte, me apadrinó cuando desarrollé mi
tesis doctoral.
-Ah, usted es Doctora, sepa disculpar. Y yo que me
tomé el atrevimiento de llamarla por su nombre...
-Está bien, no se fije en ese detalle.
-Es una mujer muy joven, Doctora Finders.
-No tanto como puede parecer, créame. Y siga lla-
mándome Katherine, ¿quiere?
-Bien, Katherine. Decía que la apadrinó...
-Ah, sí. Y últimamente, luego del incidente éste en I-
taparica, también me prestaba oídos y consejo.
-¿Eso es todo?
-Eso es todo.

164
Sucedáneos

-Sin embargo, usted dijo esta mañana a la Sargento


Lewis que era su asistente.
-Cielos, eso dije para que me permitiera pasar. Sen-
tía que era mi deber estar con él, en ese momento,
luego de la ayuda y el afecto que me había demos-
trado últimamente. Oiga, estoy teniendo la sensa-
ción de estar siendo interrogada.
-Es que así es. Claro que no del modo que se inte-
rroga a un sospechoso...
-Qué aclaración tan oportuna...
-...pero sí del modo que suelo interrogar a alguien
cuando presiento que sabe más de lo que dice.
-¿Eso cree usted?
-Para serle franco, eso creo. Fíjese que la Sargento
Lewis me dijo que se quebró cuando le comentó a-
cerca del dibujo en la pared.
-Usted no me preguntó nada acerca de eso.
-¿Estaría dispuesta a contarme?
-¿Por qué no?
-No sé, dígamelo usted.
-Mire, Teniente, hoy mismo recibí una llamada en la
que un hombre, con tono amenazante, me decía que
estaba siendo vigilada.
-Ah,¿sí?
-Sí. Creo que sería bueno que intervengan mi línea,
también.
-Ya lo hicimos. Lamentablemente esa llamada que
usted dice debe haber sido efectuada antes. ¿Cree
que quien llamó pudo haber sido el peruano ése que
refiere?
-No, el que llamó era norteamericano.
165
Gabriel Cebrián

-¿Acaso piensa que pudo haber sido Cornell?


-No, no lo parecía, al menos. Era una voz muy gra-
ve.
-¿Dijo algo más?
-Sí. Dijo que me cuidara mucho y que cuidara “e-
so”.
-¿A qué se refería con “eso”?
-No lo sé –Kathy prefirió guardar para sí la suposi-
ción, por ahora. Después vería.
-Bueno, Doctora Finders, esto parece ser todo por
ahora. Le haremos saber cualquier cosa que surja
de la investigación. Y esperamos que sea recíproco.
-No se preocupe por eso. Tenga en cuenta que estoy
particularmente interesada en que este asunto, en el
que me encuentro tan dolorosamente involucrada, se
esclarezca cuanto antes.
-Me imagino que sí, si.

Ya estaban saliendo cuando Lockwell se volvió, co-


mo recordando un detalle importante, y le preguntó:
-Usted me dijo que no era, entonces, la asistente del
Doctor Gloucer, ¿no es cierto?
-Sí, eso dije, y también expliqué por qué mentí esta
mañana.
-O sea, usted no tiene llave de la casa de él, ¿no es
así?
-¡Claro que no!
-¿Y no sabe de alguien que sí pudiera haberla teni-
do?
-¿Por qué me pregunta eso?

166
Sucedáneos

-Porque el asesino, o bien era conocido del Doctor,


o bien tenía llave de su casa, ya que ninguna puerta
o ventana fue violentada.

-...se lo ha tomado muy en serio, pues.


-Sí, este tipo está loco. Yo no sé cómo puede hacer
lo que está haciendo, escribir sin parar en medio de
este ambiente –oigo que conversan mis compañeros
de mesa autoconvocados, ni bien traigo de vuelta
mis sentidos al bar. Leo continúa diciendo: -Siempre
fue un poco raro, tal vez sea cierto eso que dicen a-
cerca de los talentos... pero parece que a éste, con la
edad, se le viene agravando.
-Los estoy oyendo –digo, mientras cierro el cuader-
no.
-Ah ¿sí? –pregunta ella. -¿Antes no nos oías?
-Claro que sí –miento. –Lo que pasa es que no en-
contraba nada sustancial en su diálogo.
-Mientes, estabas dándole a lo loco a la lapicera, con
cara de estar en trance. No sé como haces para escri-
bir tan rápido, hombre; me refiero a que la pluma pa-
rece sostenida por un parkinsoniano –dice, y encuen-
tra extremadamente risueña su acotación. Leo tam-
bién ríe, aunque me parece que es por cumplido, no-
más. -¿Y? ¿Como marcha el asunto de mi sosia?
-Parece tomar un cierto tufillo policial, ahora.
-¿Pero cómo es eso? ¿Cambias de monta a cada re-
codo del camino?
-No sé, ya te lo dije. Yo no pienso, solamente visua-
lizo.
167
Gabriel Cebrián

-¿Tú me dijiste eso? Caray, no debo haberte com-


prendido –ironiza, y vuelve a reir. La verdad, ebria
parece bastante menos atractiva. Bueno, pero eso se
pasa. Me sirvo otro Grant’s, enciendo unos de mis
últimos Lucky Strikes.
-¿Así que no te acordabas del Conejo? –Me pregunta
Leo, repentinamente.
-Yo, no, al principio. Después sí me acordé. ¿Vos?
-Cómo no me voy a acordar de él... ¿sabés cómo me
hinchó las pelotas para que lo dejara entrar como se-
gundo guitarrista en tu banda?
-Lo hubieras dejado... no, está bien, suerte que no lo
dejaste, porque si no estaríamos recordándolo, pero
de otra manera.
-¿Ves lo que te dije –le dice a Catherine- acerca del
morbo de este tipo?
-Leo, al final me vas a hacer calentar... ¿qué mierda
tenés que andar contando, vos? Son cosas mías, vie-
jo, dejá de exponerme, ¿quién te crees que te da de-
recho...?
-Hey, Gringo, párale ya –interviene ella ante mi ex-
plosión. –Él nomás me ha contáo las razones que lle-
varon a que dejaras la música, pues. No veo motivo
para tanto escándalo, mira, a no ser que sea cierto
que tiendes a dramatizar todo como lo estás hacien-
do ahora.
-Claro, viejo, no te encabrites así, pará un poco.
-Está bien, está bien, digan lo que quieran. Me gus-
taría, sinceramente, dejar de ser por algunos momen-
tos el objeto de su atención.

168
Sucedáneos

-¡Ah, bueno! –Exclama Leo, con tono de querer re-


marcar un supuesto egocentrismo de mi parte.
-Contale a ella –replico,- dale, los problemas que te-
nés con el MP3 y la piratería de discos, ¿a ver?, en
lugar de hablar tanto de mí. En cuanto a vos, Cathe-
rine, no te sugiero nada por una cuestión de respeto,
¿me entendés?
-Oh, lo que estoy entendiendo es que eres un sujeto
de mala bebida. Ánda pues, quédate solo con tus su-
percherías. ¿Vamos a la barra? –Pregunta a Leo.
-Vamos, esperá que me sirva un poco de whisky de
la botella que le conseguí a este desagradecido –di-
ce, mirándome con cierto aire de enojo. Se sirve y se
marchan, no sin arrojar otras miraditas cargadas de
algo que puede ser interpretado como desprecio. Tal
vez sea un tipo despreciable, pero yo no había llama-
do a nadie a mi mesa. Como llegaron, podían irse.
Aparte, bien sabido es que el que se va sin que lo e-
chen vuelve sin que lo llamen. No es arrogancia ni
egocentrismo de mi parte evaluar tan probable vici-
situd. Ellos son los que generan con su atención per-
manente los niveles de previsibilidad que me asisten
para suponerlo.
“...don´t ever leave me alone”, ruega ahora casi a
los gritos pelados Paul McCartney, y sospecho que
la correlación entre las canciones que suenan en el
entorno y mis introspecciones parece haberse bifur-
cado, al igual que mi relato lo ha hecho respecto de
la experiencia vital de Catherine Trouver. ¿Es que
habré perdido el hilo? La escotilla psicodélica aún
está ahí, pero ya no me seduce ni me sugestiona. Los
169
Gabriel Cebrián

sonidos (por más que reproduzcan viejos registros de


The Beatles, superando afortunadamente el cotorreo
insustancial de la concurrencia), están ahí; pero ya
no me provoncan estados de concentración profunda
y trascendental como lo hicieron algo así como un
par de horas antes. El índice de alcohol en mi cere-
bro no solo aún está allí, sino que se supone que ha
crecido, y sin embargo parece embotarme menos, es-
toy ganando en una lucidez paradójica, en un alerta
absolutamente a contrapelo de lo que indicarían las
circunstancias bioquímicas. Supongo que debe estar
sucediéndome algo parecido a lo que les ocurre a los
deportistas que, luego de un período de agotamiento,
recobran un segundo aire. Aprovechémoslo, pues, y
volvamos a Connecticut.

La ensalada y las cervezas, combinadas con los ju-


gos gástricos, ardían en el esófago de Kathy. La dis-
pepsia es una dolencia de base psicológica, y sobra-
dos motivos había tenido últimamente para desarro-
llar, como mínimo, una patología así. Ahora resulta-
ba ser que, encima de todas las calamidades que ha-
bía debido soportar, la policía parecía encontrarla
sospechosa de tan brutal asesinato. Nada aparenta-
ba tener sentido, su mala estrella se había manifes-
tado de un modo patético. Presumía que todos esta-
ban en su contra, fuesen hechiceros, sicópatas asesi-
nos, policías... su experiencia se veía como uno de e-
sos guiones cinematográficos en los que, de buenas
a primeras, toda la realidad parece conspirar con-
170
Sucedáneos

tra una sola persona. Encima que no atinaba, pre-


viamente al diálogo con los agentes de policía, a de-
finir un curso de acción a seguir, tal parecía que a-
hora debía preocuparse además por demostrar su i-
nocencia respecto de un acto cuya brutalidad la ex-
cedía en cualquier sentido que quisiera evaluarla.
Puso un CD de The Beatles en el estéreo. Intentaría
relajarse un poco y descansar, para ver si más tar-
de, ya sosegada y repuesta en la medida de lo posi-
ble, atinaba a encontrar la actitud que mejor coad-
yuvara para sortear con el menor gravamen perso-
nal la situación en la que estaba inmersa.
Arrancaban las guitarras acústicas en la intro de
“For you blue” cuando volvió a sonar el teléfono,
reactivando todos sus crispados mecanismos nervio-
sos. ¿Sería otra vez el hombre misterioso que la ha-
bía amenazado antes? El teléfono estaba intervenido
ahora por la policía, así que se apresuró a contes-
tar. Tal vez allí estuviera la prueba de su inocencia,
y tendría un problema menos.
-Hola –dijo, y un ligero quiebre en la voz delató su
estado de ansiedad.
-Hola, ¿Katherine? –preguntó del otro lado una voz
femenina.
-Sí, habla Katherine. ¿Quién, allí?
-Usted no me conoce. Bueno, sí, nos hemos visto una
vez –aclaró, y por el acento español Kathy sospechó
de quién se trataba, -en el Ferry-boat, en Bahía.
-¿Usted es la mujer que estaba con los animales é-
sos que atacaron a Rubén Darío? –Preguntó, inten-

171
Gabriel Cebrián

tando dejar sentada la presunción de existencia del


mencionado.
-Digamos que soy la mujer que estaba con quienes
pretendían evitar que usted se encuentre en la situa-
ción en la que hoy se encuentra. Si prefiere llamar-
los animales, es su derecho. En cuanto a su supuesto
amigo, sería una ofensa para las bestias llamarlo a-
sí.
-Bueno, como sea, dígame qué quiere.
-Necesito hablar con usted. Mejor dicho, es usted
quien necesita, imperiosamente, hablar conmigo.
-¿Va a enloquecerme con la custión ésa del íncubo?
Disculpe, pero estoy tratando de volver a mi salud
mental. No tengo tiempo ni espacio para fantasías
morbosas.
-Ojalá fuera eso. Mire, tengo pruebas materiales pa-
ra demostrar absolutamente cualquier cosa que pue-
da yo informarle. Hágame caso, usted sabe bien a
estas alturas que no tiene muchas alternativas. Si no
me escucha, le aseguro que terminará dando a luz al
engendro en la cárcel. Hay un poder inmensamente
grande y demasiado oscuro urdiendo las cosas para
que así sea.
-Temo por mi seguridad, ¿sabe? No me fío de usted.
Dígame, por ejemplo, cómo hizo para ubicarme.
-Si fuimos capaces de ubicar a la serpiente escurri-
diza ésa que usted llama Rubén Darío, créame que
ubicarla a usted ha sido lo más fácil del mundo.
-Habla en plural. ¿Quién está detrás de usted?

172
Sucedáneos

-Digamos que un grupo de damnificados por las ar-


tes diabólicas de quienes nosotros llamamos “el ín-
cubo.”
-¿Ve a lo que me refiero? Ya ha conseguido alar-
marme con la sola mención de esa palabra.
-¡Es que hace muy bien en alarmarse! ¡No puede es-
tarse quieta mientras alguien está tramando quitarla
del medio y quedarse con su hijo! Mire, es necesario
que nos encontremos. Ya no puedo seguir hablando
más. Yo también estoy en peligro, créame. La espero
en el Café Adulis, al 228 de College St., en cuanto
pueda venir. Es cerca de su casa, y no hay tiempo
que perder. –Y a continuación, sin esperar respues-
ta, cortó la comunicación.
Kathy permaneció shockeada unos momentos, pero
incluso entonces sabía que concurriría a la extraña
cita. No había sido efectuada en un lugar desierto, o
en una dársena abandonada. El café Adulis, a esa
hora, estaría atestado de gente. Tal vez fuera cierto
que la mujer aquella también temía por su propia
seguridad.
Unos momentos después caminaba por Chapel St., y
mientras pasaba frente a Trinity Church, caviló a-
cerca de las consideraciones deíficas y demonológi-
cas que había detrás de todo ese tipo de construc-
ciones, expresión de atavismos primitivos que siem-
pre, desde su perspectiva cientificista, había asumi-
do como meras supercherías correspondientes a es-
tadios primitivos de especulación. Mas ahora, toda
la tradición de folklores extraños propia de New En-
gland, las fabulaciones propias de un Poe o del mis-
173
Gabriel Cebrián

mo Lovecraft, le parecían plausibles a la luz de su


coyuntura existencial.
A poco doblaba por College St. y llegaba al café.
Tal como supuso, mucho público ocupaba las mesas.
Pensó que iba a tener dificultades en individualizar
a la mujer peruana, ya que apenas si recordaba sus
facciones, aunque confiaba que el tipo racial la ayu-
daría reconocerla. Mas no hizo falta.
-Katherine –dijo la mujer, sobresaltándola, dado
que se había acercado por detrás. –Venga, mi mesa
está allá –añadió. Una vez sentadas, la mujer se
presentó:
-Mi nombre, desde luego, no importa gran cosa, pe-
ro me parece que usted se sentirá más tranquila si le
digo que me llamo Francisca Butrón. Es mi verda-
dero nombre, vea, si quiere corroborarlo, aquí lle-
vo mi pasaporte.
-Descuide –observó Kathy,- podría ser falso.
-Pero le aseguro que no lo es. Claro que entiendo
razonable que dude usted de todos, especialmente de
los sudamericanos, hoy por hoy.
-Es muy considerada.
-Cómo no serlo con alguien que está pasando por lo
que está pasando usted...
-¿De verdad le parece tan grave?
-Mire, Katherine, no es mi intención asustarla, sino
prevenirla.
-Bueno, aquí estoy, prevéngame. Hay una cosa que
me gustaría saber... ¿quién, o qué, supone usted que
es ese tal Rubén Darío Ercilla Márquez?

174
Sucedáneos

-Digamos que una vez fue un hombre. Digamos que


su madre y su padre eran hechiceros, y digamos que
a través de ellos y de su conocimiento ese hombre
estableció contactos con ciertas fuerzas malignas, y
aprendió a usarlas en su provecho.
-¿Usted se da cuenta de lo que está diciendo?
-Sí, y también me doy cuenta de a quién se lo estoy
diciendo. Me doy cuenta que por su experiencia cul-
tural y por su formación, lo primero que intentará
hacer es convencerse a sí misma de la absurdidad
de cuanto le diga. Yo le sugeriría que gane tiempo,
porque de un momento a otro, las aberraciones que
sucederán a su alrededor serán tan palmarias que
no tendrá más remedio que aceptarlas como reales.
Pero ni siquiera me deja terminar de hilar una idea.
Le decía que a partir de sus malas artes, y gracias a
los favores conseguidos de las fuerzas del mal, este
siniestro personaje, desde la oscuridad, ha logrado
establecer vínculos muy estrechos con quienes de-
tentan el poder en esta sociedad, ¿se da cuenta?
-¿De qué debo darme cuenta?
-De que ese individuo acaba de asesinar a una cele-
bridad local, y puede estar segura que gozará de ab-
soluta impunidad, dado que ya ha articulado los me-
canismos para inculpar a otra persona; o sea, a us-
ted.
-No debe ser tan fácil, hacer una cosa así...
-Depende de para quién, de los contactos que tenga,
y de la información que posea de funcionarios polí-
ticos y judiciales que eventualmente pudiere ser usa-
da en contra de ellos. Yo le aseguro que ese bribón,
175
Gabriel Cebrián

e incluso varios peces más gordos, están detrás de


un negocio que la dejaría pasmada en caso de que
lo conozca.
-¿Acaso no me lo va a decir?
-Y, mire, yo se lo diría, pero inmediatamente usted
se levantaría de esta mesa y no volvería a escuchar-
me nunca más.
-Pensaría que está loca, quiere decir...
-Sí, eso pensaría. Y no la culpo.
-Dijo que tenía pruebas materiales acerca de todos
los extremos que sostiene, ¿acaso me mintió?
-Fíjese –dijo, mientras hurgueteaba en su bolso. Ex-
trajo una foto y se la tendió. Era una foto en blanco
y negro que mostraba, posando abrazados y son-
rientes, a Rubén Darío Ercilla Márquez, al Alcalde
de New Haven y al Rector de la Universidad de Ya-
le. Kathy ahogó un grito de sorpresa, y luego dijo,
como tanteando la situación y también para buscar
nociones que de algún modo la tranquilizaran:
-Hoy día, con los photoshops digitales, una fotogra-
fía no constituye prueba segura.
-Bueno, le aseguro que ésta es una instantánea ab-
solutamente auténtica, o al menos eso creo. Sabe, u-
na vez, en Cajamarca, casi lo tuvimos. Se nos esca-
pó, pero nos quedamos con su equipaje. Allí encon-
tramos esta foto.
-¿Acaso usted sugiere que el Alcalde y el Rector son
algo así como esbirros del demonio?
-Sugiero que son personajes nefastos, sencillamente.
No sé a ciencia cierta a qué glorifican, o cuál es el
culto que íntimamente profesan. Lo que sí sé es que
176
Sucedáneos

están involucrados en una manipulación de alcances


desquiciantes.
-¿A qué clase de manipulación se refiere?
-No podría precisar las cuestiones técnicas, ése se-
ría un tema que quizás usted, con su ciencia, podría
determinar mucho mejor que yo.
-¿Y ustedes? ¿Qué función cumplen? ¿Son acaso u-
na especie de grupo de tareas como los de Simón
Wiesenthal, dedicados a buscar demonios e impartir
justicia divina?
-Somos particulares damnificados, fíjese. No quere-
mos que esta banda de degenerados continúe ha-
ciendo a los demás lo que nos ha hecho a nosotros.
-¿Usted también fue utilizada del mismo modo que
yo?
-Preferiría no hablar de ello, de todos modos no
vendría al caso. Lo importante ahora, es ponerla a
salvo a usted y evitar, por todos los medios, que esa
criatura nazca.
-Oiga, espere, ésa no es decisión suya –dijo Kathy
enfáticamente.
-Es un engendro del mal, Kathy. Es un asunto que
nos concierne a todos.
-¿A qué se refiere? Sea más específica, por favor.
-Por lo que pudimos averiguar, se trata de un expe-
rimento que está desarrollándose desde hace déca-
das. Ése a quien usted llama Rubén Darío no es un
hombre. O sí, pero no es un hombre como todos. No
nació de una mujer.
-¿Cómo dice?
-Digo que nació en un laboratorio.
177
Gabriel Cebrián

-Pero está usted contradiciéndose. Dijo hace solo u-


nos momentos que sus padres eran poderosos hechi-
ceros...
-Eso dije, y no hay contradicción. Sus padres eran
poderosos hechiceros, sí, pero que murieron hace u-
nos setecientos cincuenta años.
-Eso es una locura. Sencillamente, no puedo siquie-
ra tomarlo en consideración. ¿Realmente pretende
que tome en serio semejante sarta de delirios?
-¿Tan descabellado le parece? ¿En este siglo? ¿Y en
New England, donde ya en 1928 Lovecraft escribía
“El caso de Charles Dexter Ward” y refería cosas
como ésta, sin conocer entonces los extraordinarios
avances que ha producido la genética en los últimos
años?
La real posibilidad de que efectivamente estuviera
ocurriendo lo que Francisca Butrón le sugería, fue
demasiado para el escaldado ánimo de Kathy, que
en forma totalmente desbordada, tomó su abrigo, se
incorporó y antes de marcharse, le gritó:
-¡Usted está loca! ¡Si se atreve a acercarse otra vez
a mí, o a mi hijo, la mato! ¿Me entiende? ¡La mato!

Salió a la noche y caminó sin rumbo por las calles


del Downtown. Pasó por la Universidad y encontró
que sus viejos sentimientos de afecto y membrecía
habían sido sustituidos por otros de recelo y miedo.
Trató de aclarar su mente mientras caminaba, y al
tomar por Church St. pasó frente la Subestación de
Policía. Estuvo tentada a ingresar y formular algu-
na denuncia, mas desistió al no saber qué cosa o a
178
Sucedáneos

quién denunciar. Aún no sabía a ciencia cierta quién


era el enemigo. Necesitaba ayuda, protección, con-
tención anímica y afectiva, pero nada de eso le era
asequible. Estaba sola. Se detuvo unos momentos en
la puerta de la Subestación, miró hacia adentro, y
luego continuó su marcha. Llegó a Ninth Square, y
cuando intentaba distraerse viendo un espectáculo
de malabaristas, oyó una voz, que reconoció como
la voz masculina que rato antes le había hablado
por el teléfono: “Está bien, Kathy. Está muy bien”
Se volvió hacia todos lados y no pudo individualizar
a nadie que estuviera dirigiéndose a ella. Entonces
volvió a oírla, con absoluta claridad. No era ella,
pero estaba dentro de ella. “Has estado haciendo
las cosas muy bien, estamos muy contentos contigo.
Continúa así, y evitarás darnos problemas; y sobre
todo, evitarás dártelos a ti.”
-¡Oh, Dios, Dios del cielo, ¿qué demonios me está
pasando?! –Exclamó, dejándose caer sobre sus ro-
dillas, sin la menor consideración respecto de artis-
tas, público y transeúntes ocasionales que detenían
sus actividades para observarla con curiosidad.

Un ruido proveniente del escenario me trae de nuevo


al Bar del Gordo. Un muchacho pelilargo prueba el
bombo de otra batería. Espero sinceramente que no
sea la segunda entrada de “Poker de Reinas”, no lo
toleraría. Me sirvo otro buen tanto de Grant´s, y ya
no me importa si hay hielo o agua. Miro hacia la ba-
rra y allí está mi séquito, hablando y riendo anima-
179
Gabriel Cebrián

damente. Tal vez sea una lástima ser cortesano de u-


na majestad autista, pero es problema de ellos. Yo
estoy bien aquí, con mi cuaderno, mi birome, mi
Grant’s, mis Lucky Strikes –que pronto tendré que
reponer-, mi mirador abierto en el vidrio empañado
y mi aproximación trascendental a los espacios so-
noros y sus silencios relativos. Hablando de eso, a-
hora está sonando “Thriller”, de Michael Jackson, y
vuelvo a tener fe en reeditar algún que otro metálo-
go1 en la azarosa historia que estoy desarrollando.
Repensándola, veo que he incurrido en referencias a
dos autores célebres de Nueva Inglaterra, y recuerdo
que durante una conversación con un viejo escritor,
el mismo me dijo que las citas no eran buenas, por-
que denotaban falta de ideas propias. Por supuesto
que no lo tomo en cuenta, aunque tal vez tenga ra-
zón.
Kathy Finders sola en su ciudad, acosada externa e
internamente por fuerzas quizá superiores a su en-
tendimiento. Catherine Trouver sola en una ciudad
extraña, rodeada por desconocidos y escasamente
dueña de su entendimiento a causa de los Perros
Verdes que sigue sorbiendo cada vez menos parsi-
moniosamente. Hablando de ella...
-Oye, vejestorio, temo que voy a darte otra oportuni-
dad –dice, mientras se sienta otra vez a mi mesa, a-
hora otra vez frente a mí, pero mucho más cerca que

1
En términos de Gregory Bateson Jr., correlación entre sucesos
del entorno inmediato y lo que se está hablando o pensando.
(N. del a.)
180
Sucedáneos

cuando ocupaba la suya propia e intercambiábamos


miradas y gestos.
-¿Otra? No sabía que había tenido una.
-Vaya, no te hagas el tonto.
-Bueno, trataré de aprovecharla esta vez, entonces.
¿Qué es lo que querés de mí?
-No sé, tal vez nada, tal vez proponerte que me a-
compañes hasta mi país y te quedes allí unos días.
-¿Al Perú?
-Sí, ¿qué crees?
-¿No sería mejor que fuéramos a Lyon a visitar a pa-
pi?
-Eres un sinvergüenza, pero me caes simpático. ¿Y?
Dime, ¿cómo anda tu Katherine?
-Mal, la verdad. Me he puesto un poco morboso, con
ella.
-Vosotros los escritores sois muy retorcidos. Las co-
sas son más simples.
-Bueno, pero así estaría haciendo algo parecido a re-
portes periodísticos, y entonces, sería algo absoluta-
mente prosaico, ¿no te parece?.
-Sabes bien de lo que te hablo. Debes escribir para el
pueblo, sino lo que haces es pura fantasía para elitis-
tas y pseudointelectuales.
-Gracias por el consejo, pero trataré de ignorarlo.
-Está bien, no importa. Y dime, ¿has pensado lo que
te propuse?
-¿Perdón? ¿Ir con vos a Perú?
-Que toques una canción para mí.
-Ah, era eso. ¿Realmente te halagaría que yo haga u-
na cosa así?
181
Gabriel Cebrián

-Más que eso. Dicen que eras de los buenos.


-Eso dicen. Pero lamento no poder complacerte, aun-
que quisiera. Desde hace muchos años no pulso una
guitarra.
-Eso no importa gran cosa. Claro, si realmente eres
de los buenos.
-Me estás chicaneando. No lo vas a conseguir de ese
modo.
-¿Y de qué modo podría? –Dice, con un mohín pica-
resco.
-Se me ocurre uno, pero debo excusarme de propo-
nértelo, para mantener el respeto a una futura madre.
-Futura madre, y un carajo. ¿Por qué crees que quie-
ro volver a mi país cuanto antes?
-¿Vas a abortarlo?
-Por supuesto.
-Ok., está bien. Es tu decisión. No me parece mal.
Lo que decidas es lo que cuenta.
-Lo sé, Gringo. Ya he pasado por esto. No es nada
grave, ¿no crees?
-Claro que no. Está bien. Brindemos por eso.
-Bueno, tampoco es motivo de celebración.
-Eso depende. ¿En qué estado anímico pensás reca-
lar?
-Tienes razón, Gringo, brindemos. Cuando tienes ra-
zón, tienes razón. Sobre todo, hoy.
-¿Qué tiene el día de hoy de particular?
-Dímelo tú.
-Bueno, puede ser porque nos conocimos. Otro moti-
vo no se me ocurre.

182
Sucedáneos

-Hay otro motivo. Uno muy importante. Uno que so-


lamente a un bebedor consuetudinario que pasa los
días sin hacer otra cosa que beber, condolerse y fan-
tasear, puede habérsele pasado por alto.
-Oh, no. No me lo digas.
-Sí que te lo digo. Vives fuera de la realidad, Gringo,
hoy cumples cincuenta años, según me han dicho.
-Te pedí que no me lo dijeras. ¿Hoy es dieciocho?
-Sí, a partir de las doce.
-Oh, ya veo.
Entonces Catherine hace una seña y sale el Gordo
desde detrás de la barra, cargando un pastel con veli-
tas encendidas y el séquito lo sigue como en sonrien-
te procesión hasta mi mesa. Si hay algo que me ha
molestado particularmente a lo largo de mi vida, es
este tipo de situaciones, en las que no obstante me
veo obligado a sonreír estúpida y poco creíblemente,
so riesgo de parecer aún más inadaptado social y de-
sagradecido de lo que soy. Para colmo de mi mal di-
simulada desazón, se acercan cantando el “Cumplea-
ños feliz”, llamando la atención de toda la concu-
rrencia. Todos me saludan, El Gordo, Miguelito, Le-
o, Catherine, Nahuel, el Conejo, las pibas que no me
acuerdo el nombre, y algún que otro colado. Como
para salir del paso, le digo al Gordo:
-Me imagino que no me vas a cobrar lo de hoy, en-
tonces.
-No te hagás problema, ya está todo pago.
-¿Puedo saber quién invitó?
-Leo.

183
Gabriel Cebrián

-Uffff –observo, medio en broma,- lo caro que me va


a salir, entonces.
-Él fue quien organizó esta especie de reunión sor-
presa. Yo no me pude negar.
-Sos un traidor, Gordo. Me dijiste que no te lo ban-
cabas y estuviste haciendo tratativas con él a espal-
das mías. Lindo amigo...
Entre tanto, Miguelito ha ido adentro por una mesa
más, que adosa a la mía y vuelve a irse y vuelve otra
vez con una pila de sillas plásticas encastradas unas
en las otras, y las reparte entre la concurrencia. So-
mos, por supuesto, el foco de atención del bar ente-
ro. En otras épocas, me habría resultado normal, pe-
ro hoy día estoy muy poco acostumbrado a este tipo
de situaciones. Nahuel se había apresurado a ocupar
la silla a mi lado, pero Catherine, Perro Verde en
mano, lo desaloja sin dar lugar a oposición alguna y
toma su lugar. Así está mejor.
Procedemos a los brindis, y en un alto porcentaje los
presentes brindan por mi retorno a la música. Dema-
siada presión, demasiado alcohol, demasiadas emo-
ciones para una sola noche. Mientras, continúan los
preparativos en el espacio abierto ahí enfrente que
hace las veces de escenario, por lo cual pregunto:
-Che, ¿van a tocar de nuevo esos chicos?
-No, ésta es otra de las sorpresas que Leo te ha pre-
parado -explica a medias el Gordo.
-Veo que se han hecho buenos amigos.
-Pues sí, y hemos arreglado algunos buenos nego-
cios, también. –Concede Leo, y añade: -Nosotros no
somos artistas, ¿sabés? Nosotros somos de una casta
184
Sucedáneos

inferior, somos solamente unos pobres comerciantes


comunes y corrientes.
-Sí, dale, seguí con esa ironía tan sutil que tenés. ¿Y
cuál es la sorpresa? ¿Que tengo que tocar?
-No lo sé, nadie puede obligarte –responde Leo, a
quien oigo aún a pesar de los gritos que a mi lado
suelta Catherine, en el sentido de que sí, debo tocar.
-¿Ésa es la sorpresa? –Reitero mi pregunta.
-La sorpresa –aclara Leo, - es que una banda de cre-
ciente popularidad va a venir a tocar aquí en tu ho-
nor.
-Los Infantes Terribles... –aventuro.
-¡Exacto! Vienen sin cobrar, nada más ni nada me-
nos, para agasajar a su ídolo e influencia.
-Bueno, pues, no sé qué decir. Estoy conmovido.
-Lo que hace el alcohol... –dice el Gordo, y todos rí-
en. No sé si será debido a eso, pero la verdad es que
hace mucho tiempo que no me sentía tan bien en una
reunión social, aunque hay que reconocer que últi-
mamente no había tenido muchas que digamos.
-Mirá, ahí llegan los pibes –observa Leo, y veo por
la escotilla bajar de una combi blanca a cuatro chi-
cos y un par de chicas. Entran al bar, con gesto an-
sioso; Leo los llama, me ven y se apresuran a abra-
zarme. Me siguen sorprendiendo los sentimientos
que continúan siendo generados por el hecho de ha-
ber compuesto un par de canciones, hace ya más de
veinte años atrás. Cada uno me saluda por mi cum-
pleaños, todos me llaman “Maestro”, y si bien esa
modalidad ha sido adoptada por los jóvenes de hoy
día para ser utilizada con los sujetos de mi edad, en
185
Gabriel Cebrián

este caso parece que el apelativo viene acompañado


de una suerte de valor agregado. Todos tienen un
look parecido al que llevábamos en los ´70, y eso me
cae muy pero muy bien. No tratan de llamar la a-
tención –al menos eso me parece a mí, que parezco
venir a ser el viejo cacique de la tribu- a partir de
mutilaciones físicas y vestuarios o peinados estrafa-
larios. Uno de ellos, al parecer el más resuelto, quizá
el líder (como suele decirse en la jerga), que me pre-
sentan como Iván, me explica que van a probar soni-
do y que, por supuesto, me esperan ahí adelante más
tarde durante el show.
-Estaré en primera fila –le prometo, a modo de gam-
bito.
-Él sonríe, y me dice, en inglés: “It’s your choice.
But remember that you have borned to be wild, too”.
Me hace gracia su respuesta, que incluye la referen-
cia a un viejo tema de Steppenwolf que solíamos to-
car en vivo con los Richter 7.3. Luego se marchan,
arrojándome de cuando en cuando miraditas voltea-
das para observar mi reacción. Yo solo sostengo una
estúpida sonrisa.
-¿Qué te dijo? –Me pregunta Catherine, después de
un leve codazo.
-Nada, un asunto entre él y yo, por eso lo dijo en in-
glés, y en clave.
-Oh, dime qué te dijo...
-¿Quién soy yo para violar sus reservas?
-Eres un mequetrefe bueno para nada.
-Oh, qué bien que lo hayas advertido –le respondo, y
bebo un buen trago de Grant’s. Por los cigarrillos,
186
Sucedáneos

ya no he de preocuparme. Hay por toda la mesa y de


diversas marcas.
-Bueno –apronta el Conejo, que había permanecido
en silencio hasta ese momento, al igual que los pi-
bes, que supongo debido a la timidez y al respeto se
han mantenido callados, mas sin abandonar su ex-
presión de expectativa por estar presenciando o aún
más, por estar siendo partícipes de algo que supon-
go, estarían dispuestos a considerar un hecho históri-
co relevante,- ¿vas a tocar con los pibes o no?
Ello provoca un estallido entre los demás en un sen-
tido que, a todas luces, me compromete sobremane-
ra. No sé qué responder, y trato de chequear breve-
mente en mi interioridad si aún persisten las ganas
de tocar que de modo incipiente parecieron aflorar-
me un rato antes, no podría precisar si hace una, dos,
tres o cuatro horas atrás. Ahí están. Bien. Incluso pa-
recen haber crecido. Antes, de cualquier modo, rega-
tearé un poco.
-Me gustaría verte a vos, otra vez, sacando conejos
de la galera.
-Solo lo haría si estás vos haciendo tus trucos, tam-
bién. –Respondo finalmente al Conejo. Observo que
los ojos de Leo brillan en la semipenumbra.
-Ok, déjenme pensarlo. –Concluyo, y esa sola frase
determina un tumulto que vuelve a acaparar la aten-
ción de toda la concurrencia. –Pero en todo caso ten-
drán que disculparme, hace casi veinte años que no
agarro una guitarra. Y con éstas modernas de ahora,
de acrílico y qué sé yo cuántos...
-Vos no te hagás problemas.
187
Gabriel Cebrián

-No dije que sí. Solamente dije que me dejen pensar-


lo, ¿está?
-Está, está –dicen casi a coro los dos Gordos, o sea,
el dueño del bar y Leo, que son quienes más me co-
nocen y saben que no es un buen momento para ejer-
cer presión.
-En todo caso, me gustaría resolver un asunto que
tengo pendiente, antes. ¿Ustedes no se enojarían...
-¿Te vas a poner a escribir? –Inquiere Leo, entre sor-
prendido y disgustado.
-Condición sine qua non. Lo lamento mucho, tengo
a alguien en estado de emergencia, y vos sabés, aho-
ra cuido de mis personajes como antes solía hacerlo
con las armonías y los tempos, viste.
-Entonces –se apresura a cerrar trato, como corres-
ponde a un buen comerciante,- si aceptamos darte el
tiempo para que resuelvas eso que decís, ¿vas a tocar
con los pibes?
-Prometo que al menos lo intentaré. Estoy borracho
y tengo los dedos duros.
-La borrachera no hace diferencia. Siempre tocaste
borracho, que yo recuerde –observa el Conejo, y to-
dos ríen, incluso yo.
-¿Tenemos que irnos? –Pregunta Leo.
-No, let’s the party started –respondo.
-Ah, estás actualizado, guacho –se sorprende Leo.
-Miro la MTV. Ése tema me encanta. Y más aún me
gusta la rubia que lo canta.
-¡Eres todo un pillo! –Grita Catherine, y ya observo
que ya su estado de ebriedad es evidente para todos
los contertulios.
188
Sucedáneos

-Sigan con la fiesta, nomás, yo me doy una vueltita


por aquí –digo, mientras hago correr las hojas de mi
cuaderno Gloria de tapas anaranjadas con el pulgar
de mi mano izquierda hasta hallar el sitio donde de-
jé, y tomo la lapicera con la derecha.
-¿Vas a escribir en este contexto? –Me pregunta sor-
prendido Nahuel, a la sazón ocupando la silla de al
lado a la de Catherine, luego del enroque. Leo no me
deja contestar, puesto que lo hace por mí:
-Éste está completamente majareta. Es capaz de es-
cribir en medio de un un scrown de rugby. –Le acla-
ra, mientras yo pienso que me queda muy poco tiem-
po para decidir la suerte de Katherine. Lamento cier-
tamente que se precipite así su destino por el peso
específico de una disciplina artística que parece no
cejar y me reclama desde el fondo de las cenizas
mortuorias de una vida pasada.

La despertaron unos golpes bastante violentos a su


puerta. Miró automáticamente el display de su reloj
despertador. Eran las 6.00 am. Ni siquiera llegó a
alarmarse, dado que sus sentidos estaban aún embo-
tados por la dosis tal vez excesiva de somníferos a
los que apeló para poder conciliar el sueño, luego
de una noche tenebrosa como había sido para ella
la noche pasada. Aunque a poco, los procedimientos
normales de su psiquis la retrotrajeron a sus oscu-
ras presunciones y al nerviosismo que le había re-
sultado consustancial, últimamente. Así es que se
enfundó en un salto de cama y atravesó el living.
189
Gabriel Cebrián

Quienquiera que fuese, o era del edificio o ya había


sorteado la puerta de entrada al mismo.
-¿Quién es? –Preguntó, aunque ya había visto el
rostro del Teniente Lockwell a través de la mirilla.
-Soy el Teniente Lockwell. ¿Puedo pasar?
Mientras descorría los cerrojos y abría la puerta,
Kathy dijo como al acaso que debía ser un asunto
muy serio el que lo traía por allí, a esas horas. De-
trás de Lockwell, como la vez anterior, ingresó la
Sargento Lewis.
-Sí, se trata de algo muy serio –le respondió, en tan-
to la miraba con una animosidad evidente, que no
había mostrado durante la entrevista anterior.
-¿Quieren beber un café?-Ofreció Kathy, ya que ha-
bía advertido tardíamente, con posterioridad al pri-
mer encuentro, que ella había bebido toda su lata de
Budweiser sin ofrecer nada a los oficiales.
-No gracias, seré breve. Usted habló ayer, a eso de
las 9.30 pm., con una tal Francisca Butrón, ¿no es
cierto?
-Así es.
-Bueno parece ser que las personas que se acercan
a usted tienen mal pronóstico, entonces.
-¿Por qué dice eso? –Preguntó, con un nudo en la
garganta que hizo que su voz flaqueara.
-Porque fue hallada en George St., muy cerca del
hotel en el cual se hospedaba...
-¿Muerta?-Interrumpió Kathy.
-Sí, despedazada en una forma parecida a la que lo
fue el Dr. Gloucer.
-Oh, Dios.
190
Sucedáneos

-Eso es lo que suele decir –observó fríamente el Te-


niente Lockwell.
-¿Cómo dice?
-Que eso es lo que suele decir cada vez que le doy
traslado de la información de que se ha producido
un crimen, o que es informada acerca de las carac-
terísticas del mismo.
-Me está tratando ya, directamente, como a una sos-
pechosa.
-Mire, Doctora Finders –el trato formal que emplea-
ba el oficial le sonó a ironía,- convengamos que las
circunstancias no están favoreciéndola mucho, últi-
mamente.
-Lo sé. Es que alguien está articulando las cosas co-
mo para que sea yo quien luzca como una psicópata
asesina.
-Lamentablemente para usted, nosotros solamente
nos basamos en evidencias; aunque, claro está, to-
mamos en cuenta las suposiciones. Pero por cierto
que no tienen el mismo peso probatorio, las eviden-
cias que las suposiciones, usted sabe.
-Sí, lo sé.
-En este sentido, le comento que hay varios testigos
que se encontraban anoche en el Café Adulis, que a-
firman haber presenciado el momento en que usted
amenazó de muerte a la occisa a voz en cuello, de-
lante de toda la concurrencia que se hallaba en el
bar.
-Bueno, pero ello fue debido a que estaba tratando
de preservarme.

191
Gabriel Cebrián

-¿Suponía que la señora Butrón representaba algún


peligro para usted?
-No sé quien o qué, hoy día, resulta peligroso para
mí.
-Mire, está bien que las cosas no estén muy claras,
pero su comportamiento denota cierta paranoia.
-¿Acaso usted es psicólogo?
-Bueno, no lo soy, pero he hecho un curso de psico-
logía forense destinado a oficiales de policía. Detrás
de esto hay un psicópata; ¿o por qué supone usted
que estoy a cargo de la investigación, sino?
-Claro, sepa disculpar, pasa que estoy un tanto ner-
viosa.
-No se disculpe, Doctora.
-Cree que estoy loca, ¿no es así?
-¿Usted qué cree?
-¿Acaso vino a detenerme? En todo caso, tengo de-
recho a llamar a mi abogado, ¿no es así?
-¿Es que va a declararse culpable?
-¡De ningún modo! Ya le dije que hay alguien detrás
de todo esto, tratando de inculparme.
-Entonces no se apresure.
-Ella misma, la tal Francisca Butrón, me dijo por te-
léfono que temía por su vida.
-¿A qué se refiere?
-Sí, éso es lo que ella me dijo. ¿Acaso no grabaron
la llamada?
-Por supuesto que lo hicimos. Pero en ningún mo-
mento ella dice algo así. Es más, lo que se deduce de
lo que grabamos es que ella solamente quería ha-

192
Sucedáneos

blar con usted porque parece ser que ha sido usted


la última persona que vio a su hermano con vida.
-No sé quién es su hermano.
-Su hermano, Eligio Butrón, era un trabajador rural
de la hacienda en la cual se lleva a cabo la excava-
ción a cargo de Cornell.
-¿Acaso no ve? Es él quién está detrás de todo esto.
-No, no me queda tan claro como a usted. Sobre to-
do como parecen haberse desarrollado los aconte-
cimientos. Pero me está obligando a saltar... estába-
mos con Francisca. Los testigos del café Adulis nos
dijeron que usted amenazó a Francisca si es que ella
se acercaba a usted, o a su hijo. ¿Es que acaso tiene
uno?
Kathy se sintió absolutamente acorralada. Era hora
de hablar, de decir cuanto sabía, o al menos cuanto
le parecía. La suerte parecía estar echada.
-Estoy embarazada.
-¿Está segura?
-¿Por qué me pregunta tal cosa?
-Porque en base a lo que pudimos leer en los apun-
tes de Gloucer, parece ser que usted decía estar em-
barazada de un modo bastante peculiar. Así que en-
contramos la clínica en donde se realizó los estu-
dios, y el diagnóstico elaborado allí, según los ar-
chivos obrantes, difiere de lo que usted nos está di-
ciendo ahora. El resultado del test de embarazo dio
negativo.
-Espere un momento –dijo incorporándose, y sin-
tiendo que por fin podía acercar una evidencia a su

193
Gabriel Cebrián

favor. –Por aquí mismo tengo el resultado de los es-


tudios.
Fue hasta el mueble-biblioteca en el cual había de-
jado el sobre del laboratorio, lo tomó y mientras lo
abría, volvió hacia los sillones en los que la espera-
ban Lockwell y la silenciosa Lewis, quien seguía ob-
servándola con sus ojos de aceituna negra.
-Vea, aquí están... –dijo, mientras estiraba las ho-
jas de papel con el diagnóstico, hasta que pudo le-
erlas. -Oh, Dios –volvió a soltar la muletilla, dado
que en el papel podía observarse el resultado con-
trario al que había leído un par de días antes. -¿Có-
mo ha podido suceder una cosa así? ¡Alguien ha en-
trado aquí! ¡Alguien ha entrado y ha sustituido el
sobre!
-Cálmese, Doctora Finders.
-¿Cómo supone que puedo calmarme cuando algún
maldito psicópata está intentando inculparme de se-
mejantes crímenes?
-Bueno, esa persona a quien usted se refiere, debió
entrar también en el laboratorio, imprimir un nuevo
informe e igualmente, sustituirlo. La cosa es que na-
die allí observó nada raro en este sentido, fíjese.
-¡Pero es que alguien tiene que haberlo hecho! No
pensarán...
-No pensamos nada, Doctora Finders, como le dije
anteriormente, solamente consideramos evidencias.
Evidencias que parecen implicarla de igual modo en
el asesinato de Eligio Butrón.
-¿Cómo dice? –Aquí su mentón comenzó a temblar
en un anuncio de llanto inminente.
194
Sucedáneos

-Según Cornell (y la Policía del Estado de Bahía pa-


rece haberlo confirmado con pruebas), el tal Eligio
Butrón fue visto por unos colaboradores brasileños
del sitio arqueológico marcharse con usted a bordo
de una camioneta propiedad del occiso..
-No, pero nada de eso sucedió...
-Déjeme terminar. Unas horas más tarde, ingresó en
un motel del pueblo de Nazaré con una mujer blan-
ca. Claro que en un motel de esas características,
nadie pide identificación ni documentos, cosa que
está mal, pero las cosas son así en Sudamérica, ¿no
es verdad? –Kathy no respondió. Estaba sumida en
una pesadumbre terminal. Entonces Lockwell conti-
nuó: -Creo que ya irá adivinando que Eligio Butrón
fue hallado horas más tarde despedazado como su
hermana y Gloucer. Lo curioso es que nadie oyó na-
da, ni tampoco vio salir a la misteriosa mujer blan-
ca que ingresó con él a la habitación.
-Esto no puede estar pasando –pensó Kathy en voz
alta.
-Lamentablemente, es así –la corrigió Lockwell. –Y
créame que por desgracia, estas cosas ocurren más
a menudo de lo que le parecería a usted. Debe ser
un mal de nuestra sociedad, generar este tipo de
monstruos. Así es que, preventivamente, y dadas las
circunstancias, Doctora Finders, me veo en la obli-
gación de tener que llevarla a la Subestación.
-¿Estoy detenida?
-Sí. Por supuesto que sigue siendo inocente hasta
que las evidencias sean sometidas a consideración
de un tribunal y se compruebe lo contrario. Tómelo
195
Gabriel Cebrián

de esta forma: si usted no ha sido culpable de seme-


jantes aberraciones, éstas le están tocando muy de
cerca, y podrá sentirse mucho más protegida en la
Subestación de Policia. Y yo, por mi parte, debo tra-
tar por todos los medios a mi alcance que no siga
habiendo más personas destrozadas por ahí, ¿no le
parece?
-Necesitaría hablar con un abogado.
-Nos ocuparemos de eso. Aparte, Doctora Finders,
por más que quisiese no podría dejarla en libertad.
En principio, hace un par de horas recibimos un ca-
ble de Interpol. La justicia del Brasil también cree
tener pruebas suficientes para acusarla del homici-
dio de Eligio Butrón. Pero no se aflija, intentaremos
unificar las causas aquí, en nuestro país.
-¿Debería darle las gracias por eso?
-Usted sabrá, pero de todos modos le informo que
tanto las garantías constitucionales como las condi-
ciones de reclusión no son las mismas allá que aquí,
vea. Una cosa más: ¿me permitiría revisar el depar-
tamento?
-¿Qué es lo que piensa encontrar? ¿El arma homici-
da?
-Generalmente no sé lo que busco hasta que lo en-
cuentro. Mis superiores siempre han cuestionado es-
te método, pero han tenido que rendirse ante la evi-
dencia de que, para mí al menos, funciona.
-Adelante. No tengo nada que perder. Parece que ya
he perdido la batalla completa.
-Dígame, en su fuero íntimo, ¿está convencida de
que no ha sido usted quien perpetró los asesinatos?
196
Sucedáneos

-¿Me está hablando en serio? Sé, que no he sido yo.


Jamás podría haber hecho una cosa así, y mucho
menos, tres veces.
-Entonces, no se entregue –aconsejó, tal vez sola-
mente por piedad, mientras se incorporaba y comen-
zaba la requisa. La Sargento Lewis, por su parte,
continuaba observándola del mismo modo, con igual
fijeza, mientras Kathy rompía en un llanto silencioso
y volvía a leer, aún incrédula, el análisis clínico.
-¿Podría revisar su cartera? –Preguntó Lockwel,
desde la mesa junto a la ventana.
-¿Serviría de algo que le dijera que no?
-La verdad que de nada, creo.
-Entonces deje de lado la cortesía y revise cuanto le
plazca.
-Está bien, aclarado el punto –dijo, y puso manos a
la obra. Unos momentos después volvió a pregun-
tar:
-Éste spray, es de gas paralizante, ¿no es así?
-Sabe que es así –repondió Kathy, denotando fasti-
dio.
-¿Y puedo preguntar por qué lo lleva?
-¿No es obvio? Lo llevo por razones de seguridad.
Antes incluso de volar al Brasil, ya lo llevaba. ¿Aca-
so no fue usted quien hace unos momentos nomás
hablaba acerca de la brutalidad que parece emerger
de nuestra cultura. ¿O es que no lo recuerda?
-Oh, sí, por cierto. Es solo que...
-¿Solo que qué? –Inquirió agresivamente Kathy.
-No, decía que... bueno, no importa.
-No, sí importa. Dígame.
197
Gabriel Cebrián

-Bueno, pensaba que es raro que en un motel, du-


rante la tarde, en un pueblo como me han dicho que
es Nazaré, una mujer ultime de semejante modo a un
hombre joven sin que nadie oiga nada...
-Eso lo explicaría, ¿no es cierto?
-Sí, y también explicaría por qué nadie oyó nada en
George St., cuando murió la hermana.
-Está bien. Adelante. Siga armando su rompecabe-
zas.

Mientras Lockwell continuaba con su labor, y Ka-


thy, apiadándose de sí misma, sollozaba quedamente
e intentaba determinar si se trataba de una conjura,
como le había dicho la tal Francisca Butrón, la Sar-
gento Lewis permanecía viéndola del mismo e inin-
terrumpido modo. Eso la exasperó. De modo tal que,
aunque más no hubiera sido para romper esa desa-
gradable situación, le preguntó:
-Oiga, ¿qué piensa usted de todo esto?
La negra no pareció registrar la pregunta. Mantuvo
la vista y la actitud como si nada le hubiese sido di-
cho. Kathy se exasperó aún más.
-Oiga –reiteró, -le he preguntado algo.
-Y yo la he escuchado. Es solo que no tengo ganas
de responder.
-¿Y a qué se debe eso? –Trató de indagar, advirtien-
do de pronto que la animosidad de aquella mujer
hacia ella era mucho mayor de lo que presuponía.
-Se debe básicamente a que no le gustaría oír mi o-
pinión acerca de todo esto. Ya no me convencerá ar-

198
Sucedáneos

gumentando que es una científica, y que por eso es


capaz de asimilar cualquier cosa que yo le diga.
-Dígame, entonces qué piensa, y ya.
-Bueno, ya que insiste le diré que usted, para mí, no
es nada más que una maldita zorra con suerte.
-Sargento Lewis, haga el favor, de guardar las for-
mas, ¿quiere? –observó con autoridad Lockwell des-
de el comedor.
-No importa, Teniente –dijo Kathy. –Yo se lo he pe-
dido, y necesito al menos de la debida sinceridad al
condenado.
-Usted aún no ha sido condenada.
-No es lo que parece. ¿Me permitiría seguir hablan-
do con la Sargento?
Lockwell no respondió. Los negros ojos de Lewis a-
hora brillaban con una mezcla de repulsión y des-
precio.
-Dígame, Sargento Lewis, ¿sinceramente cree usted
que soy una persona con suerte?
-Sí, sinceramente lo creo.
-No la entiendo.
-Claro que no me entiende. Usted parece no enten-
der, o no querer entender nada. Digo que me parece
que es una zorra con suerte porque o está o finge es-
tar loca de remate; en cualquier caso la declararán
inimputable, y la confinarán en un asilo y gozará de
privilegios que no corresponden a una asesina de su
calaña.
-¡Sargento Lewis! –Gritó Lockwell desde el come-
dor.

199
Gabriel Cebrián

-Está bien, está bien –concedió Kathy. –En todo ca-


so, he sido yo quien le ha pedido su opinión. Y si eso
que dice es cierto, acordaría con ella en lo absoluto.
-No parece estar muy segura de nada, ¿no es ver-
dad?-Preguntó Lockwell
-Estoy segura solamente de que debo callarme hasta
tanto no sea asesorada jurídicamente.
-Está bien. Eso es lo que le recomendaría yo, tam-
bien. En cuanto a usted, Sargento Lewis, ya hablare-
mos más tarde.
-Déjela en paz. No ha hecho nada.

Unos minutos después, en ocasión de estar revisan-


do el dormitorio, Lockwell salió al living y la llamó:
-Doctora Finders, podría venir un momento, por fa-
vor? -El tono amable del Teniente no la llamó a en-
gaño. Al instante supo que alguna prueba incrimina-
toria había sido hallada. Al menos eso fue lo que
sintió. Y tal suposición cobró fuerza cuando añadió,
dirigiéndose a la Sargento:
-Haga el favor de venir usted también.

Ingresaron en el dormitorio. Kathy preguntó si po-


día encender un cigarrillo, y no halló objeción. Evi-
tó recaer en el comentario que se imponía, respecto
del cigarrillo del condenado. Ya había llegado al lí-
mite de sus fuerzas. Estaba a punto de desmayarse
cuando extrajo un Lucky Strike y el encendedor de
la cajetilla. Oyó, como en una pesadilla, que Lock-
well decía algo así como:

200
Sucedáneos

-Estaba admirando la calidad de la madera que re-


cubre el techo, cuando advertí que había un corte
muy sutil en dos de las tablas, aquí mismo, en el rin-
cón más lejano a la ventana.
-Jamás lo había advertido –aseguró Kathy, con voz
cansada.
-Sí, como le dije, es muy sutil. Jamás hubiera repa-
rado en él si no me hubiera detenido a admirar la
calidad, tanto de la madera como del trabajo en sí.
Y a continuación, pensé que tal detalle no se conde-
cía con ninguno de ambos.
-No tengo el punto –dijo la acusada.
-El punto es que, lo más probable, esas tablas cons-
tituyan una puerta falsa hacia el espacio que queda
entre el techo y el cielorraso de madera. Voy a pro-
ceder a quitarlas, si me permite.
-Ya le dije, haga lo que quiera.
El Teniente Lockwell le preguntó si tenía una esca-
lera de uso doméstico. Kathy, que se había arrojado
en la cama, indicó, mientras exhalaba el humo, que
estaba en el lavadero. Lewis se apresuró a buscarla,
se notaba en su actitud que confiaba en la intuición
de su superior. A poco volvió, y abrió la escalera
justo debajo de donde se ubicaban las casi imper-
ceptibles ranuras. Lockwell subió cuatro o cinco es-
calones, y tocó las maderas. Luego las empujó leve-
mente con el dedo. Finalmente, y al ejercer un poco
más de presión, una de ellas saltó hacia el interior,
cayó y quedó visible en parte por la abertura recién
efectuada, de unas diez pulgadas de ancho y unas

201
Gabriel Cebrián

veinticinco de largo, transversal a las casi imper-


ceptibles ranuras.
-Como ven, no estaba clavada. Ésto parece confir-
mar la idea de que no están colocadas así porque sí.
Sargento Lewis, antes de continuar con el procedi-
miento, he de pedirle que consiga a alguna persona
del edificio que pueda oficiar como testigo, por fa-
vor.
-Enseguida, Teniente –dijo, y salió.
Mientras apagaba el cigarrillo, Kathy preguntó:
-¿Qué supone que va a hallar ahí dentro? ¿El arma
homicida, acaso?
-Le reitero, Doctora Finders. Nunca sé qué es lo que
busco hasta que lo encuentro.
-¿Cómo puede haberse armado una maniobra como
ésta?
-Mire, Doctora, no sé aún de qué maniobra se trata,
y mucho menos quién o quiénes puedan haberla eje-
cutado. Sin pecar de simplón, me permitiría asegu-
rarle que, en lo que hace a cuestiones policiales, la
hipótesis más sencilla es generalmente la correcta.
Sé que en lógica, o en filosofía, no podría precisarlo
muy bien, hay un postulado que dice algo por el es-
tilo.
-Lo conozco. Pero no tengo ganas de teorizar, ¿sa-
be?
-Sin embargo, la que comenzó a especular fue usted.
-Tiene razón. Por favor, terminemos con ésto. No sé
qué hay allí, no sé si usted también responde a la es-
tructura que me está incriminando, y la Sargento
Lewis, o cualquier otra persona que ella traiga para
202
Sucedáneos

atestiguar. Ya han conseguido que llegue a dudar de


mí misma, casi.
-No me lo diga. Si fuese cierto que lo hizo, y no lo
recuerda, sería bueno que se esfuerce. Caso contra-
rio, desarrollar obsesiones paranoides no va a ayu-
darla en lo más mínimo. Confíe en que cuando tenga
yo el menor indicio de una conspiración en su con-
tra, me esforzaré hasta el límite para investigar las
consecuencias finales, quienquiera que fuese que es-
té detrás de ella.
En eso ingresaron la Sargento Lewis y la vecina del
piso superior, la señora Hammersmith. La señora
Hammersmith era una mujer bastante mayor, abso-
lutamente tradicional, reservada y, al parecer, un
tanto tímida e impresionable. Entró demudada, co-
mo quien ingresa al lugar en donde está desarro-
llándose un drama terrible; que era, por otra parte,
efectivamente lo que estaba ocurriendo. Ella, la se-
ñora Hammersmith, aún no podía estar segura de e-
so, pero no obstante la situación parecía superar su
ya de por sí escaso bagaje anímico. Tanto era así
que se excusó:
-Buenos días. Sepan disculpar, pero no sé de qué se
trata todo esto. No sé que se supone que haga... nun-
ca estuve en una situación semejante.
El Teniente, aún encaramado a la escalera, la tran-
quilizó, asegurándole:
-No se preocupe, señora...
-Hammersmith.
-...Señora Hammersmith. Es muy simple. Yo me fija-
ré qué hay aquí dentro, si es que hay algo, y usted,
203
Gabriel Cebrián

en todo caso, expondrá cuando le sea preguntado,


de qué cosa se trató. ¿Está claro?
La Señora Hammersmith asintió con un leve movi-
miento de cabeza, a punto de llorar. Entonces Lock-
well quitó la otra madera suelta, introdujo su mano
derecha y tanteó en el oscuro interior. Kathy había
salido de su sopor, y estaba tensa como una estaca.
Tenía los dientes tan apretados que le dolían.
-Oh, ¡mierda! -exclamó el Teniente, mientras saca-
ba el brazo de golpe. Unas manchas parduzcas pa-
recidas a las que producía la sangre oxidada se po-
dían ver en la parte interna de la manga de su saco
gris. La Sargento Lewis abrió aún más sus negros o-
jos. Kathy volvió a sollozar. La señora Hammer-
smith empalideció a ojos vista, y lucía a punto de
desmayarse. Entonces Lockwell, luego de quitarse el
saco, alcanzárselo a Lewis y arremangarse la cami-
sa lo más posible, volvió a introducir su brazo en el
entretecho. Al cabo de unos instantes, haciendo pa-
lanca con su mano, consiguió enderezar y poner a
descubierto lo que parecía el mango corto de un ha-
cha. Y lo era. Al llegar a la extremidad superior, la
presunta hoja quedó transversal, de modo que se
trabó. Entonces lo giró, siguió el descenso del obje-
to y finalmente pudieron ver asegurado en el tope
del mango un objeto finamente labrado en oro sóli-
do; el que no obstante su delicada terminación, esta-
ba dotado de una potencialidad agresiva realmente
contundente. Se trataba de un Tumi, ese cuchillo
sacrificial propio de la cultura Mochica del antiguo
Perú, con restos de sangre, cabellos y seguramente
204
Sucedáneos

otros tejidos humanos. Las manchas hemáticas que


asimismo se podían ver en el mango contendrían,
con toda certidumbre, las huellas dactilares de Ka-
thy.

Con un ágil salto, la Sargento Lewis evitó que la


Doctora Finders, transfigurada, absolutamente fue-
ra de sí, atravesara los vidrios de la ventana del
cuarto, hacia la cual se había arrojado con obvia
intención suicida.

He concluido, pero mantengo la vista en el cuaderno


haciendo de cuenta que no, dado que necesito un po-
co de tiempo antes de volver al sorpresivo agasajo
que los gordos parecen haber preparado para mí, en
una forma analogable aunque de intencionalidad in-
versa a la de la estructura que Kathy suponía había
sido articulada para inculparla y sin embargo des-
pués tuvo que enfrentarse con la evidencia de su psi-
cosis... si alguna vez llega a publicarse, tal vez algún
lector suspicaz sospeche de la locura de la Doctora
Finders desde el mero comienzo, y tal vez esto sea
muy malo para un narrador, que aún el lector más
mediocre resulte menos ingenuo que el propio autor;
lo cierto es que solo hacia el final me fue claro que
era la propia antropóloga, víctima de una fobia se-
xual con múltiples causas tácitas o no tanto, quien
había desarrollado un alter ego capaz de cometer a-
trocidades que resultaban absolutamente desconoci-
205
Gabriel Cebrián

das para su plano conciente. Claro que me resulta


mejor así, de cualquier modo. No me hubiera gusta-
do que la historia recayera en excentricidades reñi-
das con cotas mínimas de racionalidad, en fantasías
abstrusas como la incubación satánica o en la pro-
blemática tan remanida hoy día que tiene que ver
con la genética y los procesos de clonación. Me gus-
ta más así, desembocando en ese clasisismo históri-
co de thriller psicológico onda Hitchcockiano que fi-
nalmente aporta tanto oxígeno a los sistemas racio-
nalistas que sostienen nuestra magra visión del mun-
do...

En un soslayo observo que han dejado un trozo de


pastel delante de mi cuaderno Gloria de tapas ana-
ranjadas, que no he tocado ni aún en la semiincon-
ciencia provocada por el ensimismamiento literario.
Claro que, en forma automática, sí he bebido y he
fumado, eso sí. Con cierto beneplácito advierto que
la charla ha derivado en asuntos comunes relativos a
la situación dada, líneas de diálogo de temas perso-
nales que no me incluyen, por lo que primero giro la
cabeza y observo que el vidrio empañado ha sido ob-
jeto de nuevos fregados, mi escotilla a la noche de
claroscuros sinuosos y húmedos es ahora solamente
una más entre otras, mucho más casuales y por ende,
más irregulares desde el punto de vista formal. Por
alguna causa me molesta demasiado más de lo que
cualquier razón objetiva justificaría. Ahora están pa-
sando Who made who?, de AC/DC. No quisiera es-
pecular mucho respecto de probables nuevos metálo-
206
Sucedáneos

gos. El final de la historia me ha alterado un poco el


ánimo, me ha puesto un tanto de mal humor. Tal vez
la inminencia de tener que cumplir con lo prometido,
la ansiedad que ello me genera, sea a ultranza lo que
me perturba.
Todo indica que la actuación de los pibes bravos se
producirá de un momento a otro. Cierro el cuaderno,
y ese mero hecho vuelve a concitar el interés del sé-
quito.
-¡Hála pues, hombre, has regresáo al mundo de los
vivos! –Vocifera Catherine mientras me asesta un
codazo en las costillas mucho menos leve de lo que
resultaría normal.
-¿Terminaste tu historia? –Pregunta a su vez Leo, y
no sé si es mi impresión, pero sospecho que está en-
treviendo la posibilidad de ampliar su negocio con-
migo en el rubro literatura; o sea: si consigue reedi-
tar mi carrera musical, le resultaría relativamente fá-
cil comercializar mis escritos, aún a pesar de la esca-
sa calidad que pudieran mostrar.
-Sí, la terminé.
Se produce un silencio en el que todos parecen espe-
rar que diga algo, supongo que acerca de la historia
que acabo de terminar. Como no lo hago, Nahuel se
interesa por saber de la extensión del cuento y me o-
frece sus contactos para publicarlo en Generación Y.
No me parece mala idea, pero igual respondo que a-
ún me falta revisarla. Por supuesto, Catherine, atibo-
rrada de Perros Verdes, no puede evitar ser impru-
dente; creo que necesita remarcar su protagonismo,
ya pretérito según yo creo, en la historia en cuestión.
207
Gabriel Cebrián

-Dime, Gringo, qué es lo que ha ocurrido con mi al-


ter ego... –salvo Leo, que estuvo presente mientras
hablábamos del tema rato antes, los demás parecen
sorprenderse.
-Bueno, tu alter ego parece que agotó las coinciden-
cias en el nombre, y un cierto aparente estado que no
voy a referir. O sea que no parece ser tu alter ego,
ya. Pero hablemos de otra cosa, ¿quieren?
-Oye, ya, deja de ser tan desagradable, pues –conti-
núa, con su tono alcohólico.
-¿Te creés que estoy siendo desagradable a propósi-
to? Pues lamento desilusionarte.
-Dime al menos cómo ha terminado tu Kathy.
-Mal. Terminó siendo ella la asesina. Solo que no lo
sabía.
-Suena simplón, ¿sabes?
-Lo es, quizá. Pero bueno, me salió eso, qué querés
que le haga.
-Tal vez si pensaras y organizaras las cosas desde el
principio...
-No sé, no me funciona así. Es como si pensara qué
es lo que voy a tocar antes de una improvisación. Pa-
ra mí no tiene sentido. Necesito meterme, y bucear,
tratando de encontrar las cosas que ya están en algún
lado.
-Tal vez –aventura Leo- esa técnica tenga que ver
más con la música que con las letras, Gringo. No por
nada te digo que lo tuyo, es la viola.
-Probablemente he dado un mal paso, no lo discuto,
pero eso no me invalida para siempre, che, déjense
de joder, no me corten la mano, por eso. Vos acorda-
208
Sucedáneos

te, el disco La Verdad Interior, que fue el que gra-


bamos en el pico de repercusión, fue una porquería.
-Pero se vendió bien.
-Claro, pero eso no significa nada. Estamos hablan-
do de calidad estética, y no de valor de comercializa-
ción. Si hubiera sido el primero, a la mierda con to-
do lo que pasó después. Se vendió porque la marea
lo llevó arriba, y porque el que le siguió fue el me-
jor, pero bueno... aparte esta historia, al final, no sé
si es tan mala. Aún tengo que corregirla, capaz que
en una nueva lectura me gusta más. Lo que tiene que
ver con la autovaloración de la propia obra, para mí
es muy anímico, viste. Me pasa igual que con las
canciones... si estoy deprimido y las oigo, me depri-
mo aún más, me avergüenzo, me quiero morir. Y si
estoy eufórico, me creo que soy el Hendrix blanco.
Así que déjense de joder y no me tiren abajo, no me
descarten antes de tiempo, ¿quieren?
-¡Brindo por eso! –Propuso con énfasis Nahuel, y
levantó su copa. Nos unimos al brindis y le dije:
-Gracias, pibe. Vos vas a ser el primero en leerlo, y
probablemente, en editarlo. No comulgues con estas
bestias, nacionales y extrajeras.
(Por supuesto que soy objeto de pullas y hasta de al-
gunos golpes, sobre todo del lado de Catherine.)
-Casi casi no se merece la principal sorpresa de la
noche –insinúa misteriosamente Leo.
-¿Más sorpresas? ¿Les parece poco obligarme a ha-
cer el payaso ahí delante? Después de tantos años,
tengo más miedo que la primera vez que toqué en
público.
209
Gabriel Cebrián

-¿Miedo vos? ¿Miedo de tocar? En serio que has


cambiado mucho, Gringo. La verdad, no te reconoz-
co –me dice Leo, meneando la cabeza.
-Ah, ¿sí? –Se interesa Catherine. -¿Solía ser un mu-
chachote valiente?
-No sé si era valiente, inconciente o beodo – le res-
ponde; -la cosa que mientras todos los demás casi se
hacían pis encima cuando la cantidad de público em-
pezó a ser importante, antes de subir a escena, éste
Gringo permanecía por allí dando vueltas con su co-
pa, su cigarrillo y preguntando cómo había salido
Bánfield. Ésa, o alguna otra cuestión por el estilo,
parecía ser lo único que le preocupaba. Y mantener
el gaznate húmedo; como ahora, claro –dice, apun-
tándome con un golpe de mentón. Todos ríen, y yo
me siento casi halagado por las malas famas que se
me atribuyen. Es como que cobro un poco de con-
fianza a partir de ello y vuelvo a ser por un momento
el indolente Gringo Bersa, aquél que no tenía nada
que perder y las cosas comenzaban a salirle, aquél
que había descubierto su facilidad para digitar sobre
el diapasón de la guitarra eléctrica y con poco es-
fuerzo alcanzaba una posición en la que muchos jó-
venes y no tan jóvenes pronto lo consideraban el me-
jor en su género; aquél que parecía que no iba ya a
tener que preocuparse por hacer colas en las madru-
gadas en busca de un empleo tedioso y rutinario, y
vivía cada día de su vida, en su totalidad, como una
fiesta que encima, recién estaba comenzando.
Encabritado por la sensación de recuperar el ayer
perdido, me vuelvo hacia Catherine, la tomo por los
210
Sucedáneos

pómulos y le propino un apasionado beso. Ella co-


rresponde, hay algo parecido a unos gritos de entu-
siasmo en la popular y después, cuando separo mis
labios de aquellos que saben a Perro Verde, la joven
no se priva de decir:
-¡Pero mira que había resultao atrevido, el vejesto-
rio! –Ni hablar de que todos quienes la oyeron, in-
cluídos los ocupantes de las mesas contiguas, ríen
hasta ahogarse. Yo también. Cómo cambian las co-
sas. Todo en una noche.

Voy por un poco más de Grant´s, pero el Gordo a-


nuncia que ha llegado la hora del champagne. Hay
también vítores para él. Se lo ve feliz. Sospecho que
es por mí, pero también porque sabe que soy capaz
de volver a tocar y a hacerlo solamente en este bar,
mal que le pese a Leo. A él, en todo caso, podría lle-
gar a conformarlo con las grabaciones y que me deje
de joder. Siempre y cuando me quede tiempo para
escribir... bah, pensándolo bien, hasta la próxima
muerte, parece que tiempo es lo que sobra. A pesar
del anuncio, y forcejeando un poco con Catherine,
consigo servirme un poco de Grant’s, levanto la co-
pa y propongo brindar por todas las muertes que es
necesario vivir para nacer a otra cosa. Ni siquiera me
queda claro a mí qué es lo que quiero decir, pero
bueno, parece ser que los escritores somos así, como
atina a decir ante el desconcierto general una de las
chicas que está con Nahuel, cuyo nombre jamás hu-
biera podido retener aún sin haber bebido tanto.

211
Gabriel Cebrián

Llega Miguelito con el champagne y las copas ade-


cuadas para su ingesta, ésas de ahora que son alar-
gadas, finitas en la boca y ligeramente panzonas en
la parte de abajo. Intenta servirme primero, pero re-
húso.
-Hey hey hey hey hey –dice el Gordo, -es tu cumple-
años, es el día de tu regreso, tenés que brindar con
champagne.
-¿El día de mi regreso? No alucines, Gordo. Voy a
ver cómo tocan los pibes y por ahí me prendo, pero
es solamente para no desairar a tanta y tan hermosa
gente aquí presente -digo con ironía, y un nuevo co-
ro de aaaaaahhhs y uuuuuuuuuhhhs subrayan el am-
biguo descontento que mis palabras y actitud gene-
ran. Todos insisten en que debo beber champagne.
-Está bien -concedo, -pero quiero dejar sentado que
después no quiero cuentos, eh. Si sigo con whisky,
la piloteo. Si mezclo, puede ser que en vez de oírme
tocar tengan que llevarme en andas antes de jugar el
partido.
-¡Hála, correremos el riesgo!
-Te tiramos en el baldío de la esquina y nos queda-
mos escuchando a Iván y al Conejo, que la tiene cla-
ra –desafía Leo, viejo conocedor de mi temperamen-
to.
-Ah, ¿sí? –Recojo el guante, bebiéndome el cham-
pagne de un saque aún antes del brindis y estirando
la copa para reclamar más. –Borracho, y después de
casi dos décadas de inactividad, éste Conejo y el o-
tro párvulo se van a querer cortar los dedos, van a
ver.
212
Sucedáneos

-¡Ésa es la actitud! –Grita el Gordo. Se lo ve feliz de


verdad, y voy a tener que ser justo y considerar que
en un alto porcentaje, es por mí. Debo tener ángel,
por cierto. Soy un viejo cabrón y destemplado, y sin
embargo la gente me quiere. De más está decir que
toda la concurrencia del bar ya sabe de qué se trata y
nos mira con total atención.
Leo se pone de pie, y todos lo siguen menos yo, que
permanezco en mi silla pelando unos maníes que a-
cabo de robar del platito del sector juvenil, consumi-
dor fiel de maníes y cerveza.
-Parate, gil, que voy a hacer un brindis por vos –me
increpa. Obedezco. –Brindo por el amigo de toda la
vida, Pedrito el Gringo Bersa, a quien hemos desen-
terrado hoy, dieciocho de junio, de una vez y para
siempre –Me parece algo fuerte lo de “desenterra-
do”, así que levanto mi copa y propongo, a mi vez:
-Y yo brindo porque, si ustedes como dicen, me han
desenterrado, esta señorita me sacuda el polvo.
-Anda que eres descarado... –me dice Catherine, al-
go tocada en el pudor, entre las risas de los demás.
-Y yo brindo –es el turno del Conejo- por las oportu-
nidades que me ha dado la vida: primero, la de haber
podido tocar con un maestro como es el Gringo; y
segundo, la de poder restituírle hoy una parte de su
cuerpo. Aquella que una noche que seguramente no
debe recordar, afectado como estaba entonces por el
alcohol y los somníferos, me dejó en custodia.

Como respondiendo a una señal, resulta que Migue-


lito da la vuelta al mostrador cargando algo en sus
213
Gabriel Cebrián

manos. A medida que se acerca veo que trae un estu-


che de guitarra. Mis piernas comienzan a temblar.
Me vuelvo a sentar en la silla, mientras el Gordo y
Leo se apresuran a correr vasos, botellas, pedazos de
pastel a medio mordisquear, ceniceros; hasta mi cua-
derno Gloria de tapas anaranjadas sin que me impor-
te un rábano, y depositan el estuche. Miro al Conejo
y le digo:
-Eras vos –le dije. –Maldita sea si me acuerdo. -Él
me devuelve la mirada con sonrisa radiante y ojos
húmedos, como los de los demás, como los míos
propios.
Con manos temblorosas destrabo los cierres, levanto
la tapa y aquí está... mi Fender Stratocaster amarilla
modelo ’72. Sé que estoy llorando, y no me importa.
La abrazaría como si fuera una persona, juro que lo
haría si... má sí, beso sus cuerdas. Nuevas, el Conejo
ha tenido la gentileza de ponerla a punto. Mientras
siento el contacto de las paralelas metálicas contra
mi boca, el diafragma me salta, produciéndome le-
ves espasmos, y sé que estoy dando un espectáculo,
pero para eso estamos los artistas, qué joder. Aún
haciendo el ridículo consigo emocionar a toda la pla-
tea. El bar entero estalla en una ovación (a escala,
claro, no entra tanta gente); y salgo un poco del
shock y pienso que jamás hasta hoy me habían a-
plaudido por mostrar mis debilidades, y pienso en
las implicancias que eso sugiere, y pienso en que me
he enquistado demasiado tiempo en caprichos obtu-
sos, y pienso en los años que dejé de darme este
gusto, y pienso que he muerto otra vez, y pienso que
214
Sucedáneos

quizá sea tiempo de morir en verdad, de una vez y


para siempre, pero morir de puro gusto, carajo.

Levanto la vista, acuosa, pero esta vez debido a la


propia humedad, ya no necesito escotillas ni esca-
fandras, creo. Noto una especie de emocionalidad en
carne viva en el ambiente. Hasta Leo me cae simpá-
tico, y la reputa que me parió. Leo, emocionado. No
recuerdo haberlo visto así antes. Hacía falta tanta
terquedad para semejante aflojamiento.

Sin solución de continuidad entre sentidos externos e


internos saturados de una información tan vertigino-
sa que no se alcanza a procesar, oigo los palillos en-
trechocándose entre sí marcando cuatro, y el bar pa-
rece estremecerse con el comienzo del show de los
Infantes Terribles y su versión (claro, ya lo había in-
sinuado el tal Iván) de Born to be wild. No sé si es
debido a todo lo que me está pasando de golpe, pero
creo que suenan como la gran puta. Y no, no me voy
a llamar a engaño en ésto, realmente, suenan como
la GRAN PUTA. Saco mi Strato, me pongo la co-
rrea sobre el hombro izquierdo, aseguro bien los oja-
les en los sostenes, acomodo todo con un movimien-
to de hombros y casi corro hasta el espacio liberado
de mesas y sillas ahí adelante que hace las veces de
escenario. Los pibes son grosos, una pared de vi-
brante rock and roll que parece sólida genera atmós-
feras que debo esforzarme por atravesar hasta llegar
a ellos, ni siquiera sé si hay mesas, sillas o gente en
mi camino. De cualquier modo todo se abre a mi pa-
215
Gabriel Cebrián

so, Mike Tyson vuelve al ring. Llego finalmente, an-


sioso, casi desesperado, eufórico, reeditando sensa-
ciones de los tiempos de cocaína sin haber aspirado
nada. Iván me cabecea señalando a su izquierda, so-
bre el centro del improvisado escenario, y mi sueño
se completa: un Twin Reber encendido con el cable a
mi disposición. El Conejo o Leo deben haber estado
detrás de ello. Tengo mi guitarra, también tengo mi
sonido. Paso el cable entre mi Fender Stratocaster a-
marilla modelo ’72 y su correa para asegurarme que
no se suelte durante la ejecución, enchufo el plug
produciendo los ruidos de masa típicos, y sin com-
probar siquiera la afinación, arranco en un solo ins-
piradísimo, e inesperadísimo también, dadas las cir-
cunstancias: de pura gana, tripa, corazón, mente, al-
ma, y por qué no dedos. Quizá haya muerto otra vez,
pero estoy vivo. Como hace casi veinte años no lo
estaba. Tal vez haya muerto allá, en el camino, en la
combi con los muchachos, tal vez haya renacido, tal
vez sea ahora el íncubo de Kathy Finders, vaya uno
a saber. Terminamos el tema; el último golpe, mar-
cado por Iván mediante un salto y el usual mandoble
de mástil asestado con su Gibson Les Paul, me sue-
na como el último martillazo en mi ataúd. Los aplau-
sos, gritos y silbidos rabiosos son simplemente un
colofón sonoro que no me envanece en lo más míni-
mo. Tengo sentimientos mucho más nobles que dis-
frutar, por ahora.

Iván habla con la gente, de sueños hechos realidad, y


cosas como ésa. Dice que cuando era niño su padre
216
Sucedáneos

era fanático de Richter 7.3, y que él mismo solía oír


nuestros discos mientras imaginaba que era parte de
la banda. Remarcó que ésos eran verdaderos sueños,
y que hoy se hacían realidad. Me abraza. Yo pido
whisky para soportar el chubasco emotivo. Me lo al-
canzan. Bebo, y luego llamo al Conejo para que se
integre al espacio abierto por corrimiento de mesas y
sillas que hace las veces de escenario. Me refiero a
él como el Conejo Julián. Alguien me grita su apelli-
do. No entiendo nada. No importa. Cuando está a mi
lado, le agradezco públicamente por haber custodia-
do tanto tiempo un pedazo de mí, como bien había
dicho él momentos antes. Enchufa su guitarra. El ba-
terista vuelve a marcar cuatro y arrancan con ése te-
ma mío que recordaba hace unas horas, allá en mi o-
tra vida, sumergido en Glorias de papel. El tema ése
que había inspirado Mora, la cantante de la discor-
dia. Así que mi solo esta vez viene con valor agrega-
do, con aires románticos, de réquiem, de culpa, todo
a la vez. Y eso se siente. Lo siente tanto el que toca
como el que oye. La semiótica musical está despoja-
da de reflejos discursivos, abigarrados y confusos. O
al menos debería estarlo, según creo.
Después, todo es una excusa para que el Conejo, I-
ván y yo destripemos nuestras violas, en solos parti-
culares, dobles y hasta triples. Un compendio de so-
los de guitarra. Noche de guitarristas. Yo era un gui-
tarrista, hiciera lo que hiciese. El Conejo también, es
original y poderoso. Igual el pibe, que es realmente,
terrible. Hago una broma al séquito, les pido que me
alcancen una tijera de podar para cortarme los de-
217
Gabriel Cebrián

dos: y no es condescendencia, es puro gozo de vol-


ver a tocar y encima hacerlo con tipos tan dotados
técnicamente y sensitivos a la vez. Un lujo extra, ab-
solutamente inesperado.

De pronto todo junto, creo, el cansancio, el alcohol,


la emoción, parecen hacer eclosión y me encuentro
agotado. Transpirado. Feliz. Ebrio. Extasiado. Rena-
cido. Conmovido. Realizado. Enamorado, tal vez,
según advierto cuando veo a Catherine Trouver sal-
tando y aplaudiendo con excitación. Pero el sobera-
no pide más. Sé que nada va a conformarlo final-
mente, mas no obstante ello decido esforzarme y o-
frendarle algún que otro pedazo más de mi ancestro
recuperado. Lo que es yo, ya he tenido suficiente,
pero este tipo de relaciones, como las sexuales, ope-
ra mejor entre dos, y uno de ellos generalmente debe
sacrificarse un poco en provecho del otro. En fin.
Cerramos con una versión larga y soleada de Shine
on, el viejo hit de Humble Pie, y consigo cantar el
estribillo con un feeling bárbaro, ¡Shine on me, shine
on you, let it shine on!, una y otra vez, y vuelvo a
sentir el correlato músico-circunstancial. Nos abra-
zamos todos, los Infantes, el Conejo y yo, y hacemos
unas cuantas reverencias. Cuando trato de volver a la
mesa, la gente me palmea, me toca, me hace señas
de pulgar enhiesto, mientras yo solamente trato de
mantener a mi Fender Stratocaster amarilla modelo
’72 lejos de cualquier eventual daño. Llego a mi me-
sa, y mientras esquivo los abrazos de los gordos (y
también las efusividades de Catherine, que no sé si
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Sucedáneos

se interesa tanto por mí o lo que quiere en realidad


es salir en la estampita, cosa que durante circunstan-
cias similares ya he tenido que evaluar en mi otro a-
vatar musical), tomo la franela del estuche y repaso
cuerdas y diapasón para quitarles la humedad, antes
de guardar MI instrumento.
-Impresionante, lo tuyo, Gringo –me dice Leo, y a-
ñade: -Solamente un inconciente como vos puede
haber estado guardándose eso durante tanto tiempo.
-No sé. Mañana, cuando se me pase la borrachera, te
cuento –le respondo.
-Oye, eres un as con la guitarra –asegura Catherine,
con los ojos bien abiertos y su reglamentaria copa de
Perro Verde en la mano.
-Sí, un asshole –bromeo, y Nahuel se ríe, mientras
estira la palma de su mano hacia arriba y las choca-
mos estilo deportivo. Me sirvo otro Grant´s, le agre-
go agua del baldecito de hielo y lo bebo con real sed.

Ahora debo cumplir con una serie de formalismos,


de los cuales el único que me interesa es saludar a
los Infantes, e incluso, prodigarnos todo tipo de a-
gradecimientos en forma mutua. El Conejo, que ha
vuelto a la mesa con ellos, me dice que esta vez no
va a perdonarme si no lo incluyo en mis proyectos.
Vuelvo a tomar mi birome, esta vez para firmar ser-
villetas y otro tipo de papeles que me alcanzan algu-
nas gentes. Supongo que entre ellos habrá quienes
han oído de mí; lo que es seguro es que otros simple-
mente lo hacen para después averiguar si realmente
valió la pena llevarse unos garabatos ejecutados por
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Gabriel Cebrián

cierta celebridad rediviva, en el instante mismo de su


resurrección. Eso, sinceramente, me retrotrae un po-
co a mi no tan lejana etapa de misantropía, pero bue-
no...

Algo más tranquilo, vuelvo a observar a través del


vidrio, a través de las ahora múltiples ventanas a-
biertas en el vapor adherido por las diferencias tér-
micas. Antes había una sola escotilla, pequeña, per-
sonal, a través de la cual solamente yo podía mirar.
Ahora era un amasijo de transparencias que amplia-
ba, aún sin el menor interés de mi parte, tanto mi
percepción de la calle húmeda ahí fuera como la de
cualquiera que se dignase a querer verla. Del mismo
modo, nosotros también éramos más visibles desde
el exterior. Tal vez esto constituya otra metáfora
más, respecto de cómo se habían ampliado esta no-
che, en la que cumplo medio siglo de vida, mis refe-
rencias y las que doy.
La gente respeta mi ensimismamiento repentino, y
comenta el show sin involucrarme. Son perceptivos,
se dan cuenta que necesito estar unos momentos a
solas conmigo mismo; tal vez estén entendiendo que
éste es un momento íntimo entre el solitario que fui
y yo, tal vez la despedida, quién sabe. Quizás me
quede viéndolo irse unos momentos, tal como hizo
Catherine hoy temprano con el fulano que la aban-
donó encinta, tal vez el solitario me deje preñado de
escalas, acordes y canciones nuevas.
En un reflejo es como que necesito de nuevo el cua-
derno Gloria de tapas anaranjadas, y lo reclamo. El
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Sucedáneos

Gordo me lo alcanza, y Leo me pregunta si me voy a


poner a escribir otra vez.
-¿Estaría mal, si hago eso?
-No, Gringo, hacé lo que quieras. Hoy es tu cumple-
años, hacé lo que quieras. Es más, por otra parte, y
dicho sea de paso, siempre hiciste lo que quisiste.
-Sabés, en este país la esclavitud se abolió hace mu-
cho tiempo, mal que te pese. Pero no, no voy a escri-
bir, ahora.
-Te convenciste que lo tuyo es la música, ¿no es así?
-Mirá, lo tuyo, lo mío, lo nuestro... sé que me gusta
escribir, y por eso lo hago. Ahora me acordé que
también me gusta tocar, y probablemente vaya a ha-
cerlo. Lo que sí, voy a hacer lo que quiera y cuando
quiera.
-Como siempre, acabo de decirlo.
-No, no como siempre. No siempre fue así. Y vos sa-
bés a lo que me refiero.
-No empecemos de vuelta...
-Eso –concuerdo. – No empecemos.
-Estuve leyendo algo –dice de pronto el Gordo, sor-
presivamente. –Me puse a leer, viste. Vos sabés,
Gringuito, que a mí el rock...
-Ya sé. Ya me acalambraste con Sabina, hoy tempra-
no.
-Te digo que leí algo, el principio... y a pesar de la
letra de mierda que tenés, y la escasa luz que hay...
la verdad, no está mal, eh.
-Será el principio, entonces –aclaro, en una especie
de autocrítica, o al menos de modestia no del todo

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Gabriel Cebrián

falsa. –El problema creo que está al final. Tengo me-


nos remate que Balzac y Brett Easton Ellis juntos.
-Bueno, no sé. Dejame que lo termine de leer y des-
pués te digo.
-Dejame que lo revise y lo pase en limpio, primero.
-Hey, muchachos, no me dejen afuera –reclama Na-
huel. –Recuerden que tengo los derechos de edición.
-Bueno –dice finalmente Leo, -hablando de eso, ¿va-
mos a quedar en algo? –Pregunta, dirigiéndose ob-
viamente a mí. Lo miro fingiendo estupor. Entonces
continúa, sin perder un ápice de impulso: -Algo con-
creto, digo.
-¡Otra vez la chancha a los choclos! –Exclamo, pro-
vocando algunas risas veladas, dada la analogía que
podría efectuarse entre la especie aludida y las ca-
racterísticas físicas del empresario artístico. –Deja-
me pensar un poquito, ¿sí? Esta semana te prometo
que te llamo. Pero no proyectemos, y menos a esca-
la, ¿Puede ser?
-Vos sos el que manda.
-No me dejen afuera –vuelve a reclamar el Conejo.
-Quedate tranquilo, Conejo, si no estás vos, yo tam-
poco. Y gracias por cuidarme a la nena.
-Fue un placer.
-¿Vamos? –Le digo a Catherine Trouver.
-Oye, eso deberíamos platicarlo en privado, ¿no lo
crees?
-He vuelto a ser un hombre público, no sé de que te
sorprendés.
-¿Estás en auto? –Me pregunta Leo.
-No.
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Sucedáneos

-Vamos que los acerco, –ofrece, y luego agrega: -A-


sí de paso me entero adónde es tu casa.

Luego de los saludos de rigor a propios y extraños, y


de cargarme con la botella de Grant’s a medio beber
y con un nuevo atado de Lucky Strikes, subimos al
lujoso Chrysler de Leo. Por supuesto, ni bien en-
ciende el motor, mete en el stéreo un CD de Richter
7.3. Todos sus movimientos estan fríamente calcu-
lados. Es un hombre calculador. Aunque tal vez, y al
margen de la concordancia genérica, debiera decir
un “hombre-calculadora”. Le indico hasta dónde de-
be conducirnos, y mientras atravesamos la húmeda y
fría noche rumbo a casa, observo que Catherine está
quedándose dormida en el asiento trasero. Leo co-
mienza a comentar, en base a la música procedente
de varios parlantes a nuestro derredor, acerca de lo
bien que sonábamos en aquellos días, y a mí empie-
za a ponerme melancólico oír de nuevo a los mucha-
chos, algo de nuevo comienza a anudarse en mis tri-
pas. Le pido que cambie el disco. Creo que entiende
de qué se trata, porque lo hace sin mediar palabra.

A poco oigo unos ruidos orgánicos que vienen desde


el asiento trasero, y le sugiero que pare si no quiere
que le embadurnen el tapizado del auto con Perros
Verdes a medio digerir. Lo hace. Catherine, luego de
un par de manotazos en falso, consigue abrir la puer-
ta y sale, tambaleante, se apoya en un árbol y vuelve
el estómago. No quiero mirar, respetando un pudor
que no debe tener lugar alguno en la obnubilada con-
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Gabriel Cebrián

ciencia de la joven, pero sospecho que debe ser una


escena parecida a la del vómito de Linda Blair en
“El exorcista”, al menos en el color de la afluencia.
Mientras tanto, sorbo pequeños tragos de Grant’s
del piquito de la botella. Ahora Catherine vuelve al
auto, limpiándose el morro con la manga de su puló-
ver, y preguntando si tenemos algún pañuelo. Es tan
linda que aún me seduce.

Llegamos. Bajo del auto, abro la puerta trasera, ayu-


do a Catherine a incorporarse y la apuntalo hasta la
puerta. Abro la cerradura con mi mano derecha, y
saludo a Leo con la mano izquierda sin despegar el
brazo de los hombros de ella, temiendo que pueda
perder la vertical. Leo finge dispararme con su índi-
ce, y sé que con eso quiere decir mucho más de lo
que diría un simple saludo.
Entramos. Catherine se arroja sobre el sofá del li-
ving, en tanto yo busco una copa y me sirvo un poco
de Grant’s, tal vez el último por esta noche. Miro a
la bella rubia incubada quién sabe por quién, y sé
que si no resulta ser una perfecta imbécil cuando no
bebe, como parece ser, me quedaré con ella, y pro-
bablemente con su crío, si decide tenerlo. Y también
si es que ella quiere quedarse conmigo, desde luego.
Parece dormida, pero no lo está, ya que me dice, con
tono monocorde y somnoliento:
-Oye, Gringo, ¿qué fue lo que finalmente ha pasado
con tu Kathy?
-Te lo dije, ya. Ahora descansá.
-No, hombre, no me lo has dicho, pues.
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Sucedáneos

-Te lo dije.
-Bueno, entonces, repítelo. Anda, tú, músico y poeta,
cuéntame un cuento. Cuéntale a la niña Catherine un
cuento hasta que se duerma.
-¿Te parece bien el de los tres cerditos?
-No. Quiero que me cuentes cómo fue que terminó
la historia de tu Kathy.
-No tiene nada que ver con vos, ¿sabés?
-Igual quiero que me lo cuentes.
-Bueno; Kathy creía que había sido inseminada por
un demonio. Enloqueció y mató a tres personas sin
darse cuenta de sus acciones en un plano conciente.
-Ah, ¿sí? ¿Estaba drogada?
-No, no es algo explícito, pero tales actos parecen
haber venido a cuento debido a una fobia sexual, o a
algo por el estilo
-Ahá.
-Se sentía perseguida, y sin embargo, la asesina era
ella.
-Oh.
-No es muy sorprendente, ¿verdad?
-No, lo que me sorprende es otra cosa –dice, mien-
tras se incorpora en el sofá y parece cobrar de nuevo
cierta lucidez..
-¿Qué cosa?
-Nada, nada, déjalo.
-No, decime.
-No, digo que, si las cosas pueden ser así, entonces
por ahí es cierto lo que me comentó ése al que tú lla-
mas Conejo. Me dijo nomás hace un rato, que la no-
che en la que le entregaste tu guitarra, tan ebrio y
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Gabriel Cebrián

narcotizado que ni siquiera lo puedes recordar, tam-


bién le confesaste, desesperado y llorando, que ha-
bías sido tú quien estropeó en forma adrede los fre-
nos de la camioneta.

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