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Vistas así las cosas, es evidente que la cortesía presupone no sólo una cierta
atención y afecto por los otros –en especial si no son como nosotros–, sino
sobre todo una cierta propensión de entusiasmo surgida no del altruismo,
sino precisamente de su contrario: del amor propio, de la convicción de que
no podemos ser nosotros, de forma plena y satisfactoria, sin los otros.
Presupone también curiosidad y sobre todo alegría, entendida ésta como una
adhesión sin resquicios a lo real –incluidas, por supuesto, sus púas
afiladísimas–, por la razón inapelable de que lo real es lo único que hay,
incluso si uno se empeña en morirse de frío. Presupone también –last but not
least– la voluntad provocadora, excéntrica, casi anacrónica, de ser agradable.
¿Pero –rebuzna otra vez el necio cínico o resabiado, o el que va de puro, que
es el más necio– no habíamos quedado en que ser agradable significa ser
mentiroso, halagador, adulador? “Ni hablar”, contesta Alain, que consideraba
el ser agradable como la primera regla de vida, “se trata de ser agradable
siempre que sea posible hacerlo sin falsedad ni bajeza. Es decir, casi siempre”.
Casi siempre, añado yo, porque hay algo elogiable en casi todo y porque es
mucho más difícil, más valiente y más útil detectar en los demás lo bueno
que lo malo, no digamos encima celebrarlo. Sólo podía ser el propio Alain
quien diera la mejor definición posible de cortesía; ésta: “Una alegría
contagiosa capaz de suavizar todas las rozaduras. La cortesía de los erizos se
refiere a las rozaduras de las púas, desde luego.