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Acercamiento a la poética de Ramón López Velarde

1.- Ustedes, amigos todos y por unos momentos mis atentos y benévolos escuchas, se
preguntarán por qué vengo a hablar esta noche de Ramón López Velarde. Hay sin lugar
a dudas en las letras mexicanas del siglo XX figuras de un relieve tal que si a cualquiera
de ellas la colocáramos junto a nuestro poeta, lo eclipsaría hasta convertirlo en una
especie de pequeño retoño que nunca logró levantar follaje. Pero sostener esta
apreciación me parece de principio una deslealtad. No me cabe la menor duda de que
Ramón López Velarde es ante todo un poeta. Por tanto, los convoco a hablar de él y de
su poesía, que ya veremos si es o no ridícula, si es o no provinciana y, sobre todo, si es o
no una obra de importancia que merezca estudiarla con detenimiento y seriedad crítica.
Como inicio quiero proponerles el tema de la poesía de Ramón López Velarde por el
simple placer de hacerlo y de disfrutarla, como lo hace uno cuando escucha música y
goza de un concierto. Les pido paciencia y me brinden la oportunidad de justificar mi
osadía de tenerlos sosegados ahí, un poco condicionados a escucharme, casi sin derecho
a réplica, por lo que quedo en deuda con ustedes. De antemano agradezco a Ángel
Muñoz que sin saber más, acepto la propuesta para presentarla a su consideración esta
noche.
Ramón López Velarde vivió poco y poco escribió. Jorge Cuesta, en un breve
ensayo inédito, señala que nuestro poeta “murió joven, aunque no antes de haber
mostrado el vigor de su temperamento y de haber dejado en la poesía mexicana las
huellas más vivas y más durables”1. Apenas, valga la expresión, redactó unas cuantas
líneas, algunas de ellas de soberbia factura pero quizás para quienes disfrutamos de su
obra, insuficientes porque intuimos que estaba en sus mocedades cuando falleció.
Estamos persuadidos de que si se le hubiera permitido vivir más tiempo, otra opinión
privaría entre la crítica más ruda y quizás entonces López Velarde no sería considerado
sólo como un simple poeta provinciano, un tanto ridículo, distinguido como aquellos
figurines que retrata con magistral precisión Azuela en una novela de curioso nombre,
“Las tribulaciones de una familia decente”, donde un joven del periodo porfirista recita
versos románticos ante el embeleco de sus oyentes, todos almidonados como plastrón a
la manera de Don Susanito Peñafiel y Somellera, gracioso personaje, cómico
involuntario, conocido a principios del XX por su tenacidad de oponerse sin
consecuencias al dictador y que Joaquín Pardavé escenificara con extraordinario éxito
1
“Ramón López Velarde”, Cuesta Jorge; Poemas Ensayos y testimonios, Tomo V; Edición y Recopilación
de Luis Mario Schneider; Textos de Humanidades/28; Difusión Cultural/UNAM; Departamento de
Humanidades; Primera Edición, México, 1981; p.25

1
en un popular film que todos alguna vez hemos visto titulado, “México de mis
recuerdos”.
Jorge Cuesta considera en un ensayo publicado en 1935 que la poesía de López
Velarde, en su primera época es “natural, ingenua, simple: llama a las cosas por sus
nombres directos y llanos; las evoca con sus frescas e inmediatas apariencias; acude a
ellas, por decirlo así, sin malicia y sin esfuerzo. Es el aspecto cándido y provinciano.
Pero —agrega Cuesta— en su segunda época después de Baudelaire, se hace maliciosa
y artística, difícil y complicada”1. Por su parte, Jenaro Fernández Mac Gregor
refiriéndose a Ramón López Velarde sostiene: “… en verdad, el poeta es sólo un
provinciano; un zagal que estaba destinado a tañer su bucólica zampoña en la paz
pueblerina”1. Es verdad, muchos críticos menos autorizados consideran con cierto
desdén a López Velarde por este aspecto y lo tratan como una suerte de joven impulsivo
de la pequeña sociedad pueblerina, de una frivolidad delicada, un tanto afectado, típico
de los jóvenes de entonces en su medio social. Sin embargo, a pesar de todo, es un gran
maestro de la palabra. Octavio Paz opina en Poesía en Movimiento que Ramón López
Velarde al lado de José Juan Tablada, es nada menos quien “inicia entre nosotros la
poesía contemporánea”2 y más aún, asegura, que Ramón López Velarde más que ser el
“descubridor de la provincia” es el autor en el que “la provincia descubre en la poesía
sus vértigos”3. En suma, para Paz, el supuesto provincialismo que le atribuyen a nuestro
poeta es en realidad la exhibición más emocional del provincialismo de quienes han
sujetado a crítica a la poesía velardiana. De cualquier manera López Velarde es
importante en el ámbito de las letras mexicanas y, aunque se ha escrito mucho y muchas
veces mal de él, por eso he elegido echar un vistazo a vuela pájaro y recordarlo a 120 de
su nacimiento.
2.- Debo confesar que tardíamente entré en contacto con su obra. Comencé a leer a
López Velarde gracias a una conferencia que sobre él dictó el memorable Juan José
Arreola en el Instituto Francés para América Latina hace ya casi cuatro décadas. El
salón donde se daría la charla no aceptaba un alma más. Cuando llegué con Antonio
Santisteban, un poeta fino y de oído prodigioso con el que aprendí a gozar la compleja

1
“La Provincia de López Velarde”; Cuesta Jorge; El Universal”, 1ª. Sección, agosto 27 de 1935, p. 3
1
“Ramón López Velarde”; Jenaro Fernández Mac Gregor; en Gran Colección de la Literatura Mexicana,
Ensayo siglo XIX y XX,; Martínez José Luis (Compilador); Editorial PROMESA, México, 1985; p. 109
2
“Poesía en Movimiento”; Selección y notas de Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y
Homero Aridjis; Siglo XXI Editores S.A., Décima Primera Edición; México, 1977
3
El Lenguaje de López Velarde, París 1950, reproducido en El Camino de la Pasión: López Velarde”; Paz,
Octavio; Seix Barral Biblioteca Breve; Primera Edición, México, 2001; pp 77-78

2
obra de Luis de Góngora, el salón presentaba una atmósfera saturada de un ambiente
festivo. Lo invité porque no sabíamos más que unas cuantas cosas de Ramón López
Velarde y teníamos curiosidad de saber quién era. Llegada la hora, asombrados y algo
desconcertados vimos arribar al auditorio a un personaje extravagante, vestido de
manera inusual, con un gorro ruso de chinchilla, capa negra, bastón con empuñadura de
plata al que le seguía un nervioso mozalbete que con dificultades soportaba varios
mamotretos. A grandes trancos recorrieron ambos el corredor lateral, abriéndose paso
entre los jóvenes que como nosotros veníamos a escucharlo. Subió las escalerillas del
escenario escueto, sin decoración alguna, sólo con un escritorio viejo, una silla
insignificante de madera de encino clara y las luces que, apenas llegó a su destino,
bajaron de intensidad y sólo lo iluminaron. Entonces se despojó del gorro con
parsimonia, actuando. Arrojó la capa sobre el respaldo de la silla, colocó con pulcro
cuidado el bastón sobre la mesa, ordenó con una seña imperativa al muchacho que lo
acompañaba que depositara los libros junto al bastón y sin emitir palabra, con un ligero
movimiento de mano corrió a su acompañante quien bajó a toda velocidad, como
trotando a la manera de los indios que van descendiendo de la montaña con un ato de
leña y desapareció entre los asistentes dejando a Juan José Arreola frente a su público.
Expectantes mirábamos cada movimiento, cada insignificante gesto de un rostro curtido
por lo concentración y tallado en la lectura de grandes textos, de ese actor poeta ya
legendario entonces entre los interesada en las letras. Caminó unos pasos, como
sabiendo muy bien que la coreografía que había diseñado era perfecta para la ocasión.
Se detuvo en el borde del escenario. Su gran melena plateada dominaba en el escenario.
De pronto advertí que portaba un traje gris, camisa blanca almidonada, una cintilla
negra en el cuello que evocaba los corbatines de los poetas del XIX, levita con solapa de
satín redondeaba el vestuario elegido para la ocasión. Miró desafiante a todos los
presentes. Su voz poderosa, clara, de gran actor dramático, se dejó escuchar. Comenzó
diciendo: “HORMIGAS”, título de ese poema de López Velarde, al tiempo que con el
brazo derecho, como si acariciara la oscuridad del graderío y como si se dirigiera a un
espectro que de lejos lo escuchara, respiró. Quedó inmóvil por un instante. Y sin más
dijo:

A la cálida vida que transcurre canora


con garbo de mujer sin letras ni antifaces,

3
a la invicta belleza que salva y enamora,
responde, en la embriaguez de la encantada hora,
un encono de hormigas en mis venas voraces.

Fustigan el desmán del perenne hormiguero


el pozo del silencio y el enjambre del ruido,
la harina rebanada como doble trofeo
en los fértiles bustos, el Infierno en que creo,
el estertor final y el preludio del nido...
Arreola continuó llevando el ritmo y la cadencia sin igual del poema donde la
muerte se revela como la demoledora del amor y que en el terceto final de este poema
de angustia y desolación el poeta parecería ir tras el último éxtasis erótico junto a la
sombría presencia de la amante muerta:
Antes de que tus labios mueran, para mi luto,
dámelos en el crítico umbral del cementerio
como perfume y pan y tósigo y cauterio
El silencio dominó el salón del IFAL, pero el espíritu de Ramón López Velarde ocupó
todo el espacio gracias al sortilegio de su poesía. En realidad, siguiendo San Juan de la
Cruz en “Coplas hechas sobre un éxtasis de harta contemplación” me percaté de algo
excepcional. En realidad...“Yo no supe dónde entraba, / pero cuando allí me vi, / sin
saber dónde estaba, / grandes cosas entendí”, y sí, en efecto, un mundo poético de gran
aliento se abría a nuestro camino.
Arreola inició su discurso, discurso de poeta y dedicado al poeta, del actor que
sabe que sólo en medio del drama es posible penetrar estos versos que los pronunció de
una manera sobria y contundente como jamás he vuelto a escucharlos de nadie más. Los
versos fueron pronunciados con tan perfecta dicción, con tal puntualidad que desde el
primer momento nos permitió advertir el ánimo íntimo no sólo del célebre poema que
forma parte de Zozobra dedicado a esos abominables insectos que engullen el cuerpo
muerto e inerte de la amada, sino que transmiten la atmósfera en la que sobrenada toda
la obra poética de Ramón López Velarde.
3. De esa manera comencé no sé si a leer al poeta zacatecano como a escuchar al
soberbio actor jalisciense Juan José Arreola a quien guardo un entrañable afecto que ha
ido creciendo con los años y al que desde su fallecimiento lo extraño y muy a menudo
lo evoco cuando hablo o pienso en la poesía. Arreola, me digo siempre, hace falta y en

4
más de un sentido, hablar de Ramón López Velarde esta noche con ustedes, es hacer
también un homenaje a Juan José Arreola, dos poetas provincianos que estuvieron muy
próximos, dos sensibilidades que encuentran vórtices y puntos de encuentro y que de
pronto se proyectan a distancias estelares. Esa noche a la que me he referido constituyó
un abrir el camino hacia un mundo sutil y fragante, delicioso, rico en giros lingüísticos,
matizados y profundamente sensual.
Más adelante, con la lectura, supe que Ramón López Velarde sólo nos dejó tres
pequeños libros de poesía: “La sangre devota” de 1916; “Zozobra” de 1919 y un libro
póstumo, “El son del corazón” publicado en 1932, una plaquette, aparecida once años
después de su partida. Además como corolario tenemos noticias de unos cuantos
poemas sueltos que aparecieron por ahí gracias a la tozuda labor de investigación, entre
otros de José Luis Martínez, erudito que los compaginó para completar la imagen del
ilustre vate jerezano y que los vertió en su magna obra dedicada a López Velarde, dando
a conocer a los aficionados al arte de la palabra la obra crítica más consistente y
exhaustiva dedicada a nuestro poeta.
Su composición más conocida, Suave Patria, célebre poema cívico por el que se
le distingue en todos los ámbitos de la vida mexicana y por el que ha alcanzado fama
nacional, lo convierten en un poeta popular que a veces no concuerda con la fina y
compleja arquitectura de muchas de sus grandes composiciones, incluyendo esta
composición que de tanto repetirse pierde su sentido. Este poema dice Cuesta “es la
pintura de la patria infantil y provinciana... fue uno de sus últimos poemas y delata que
para López Velarde, la infancia que pasó en la provincia es la sustancia no sólo de la
concepción de la poesía, sino de su patriotismo”4. Quizás no es por otro motivo que
aquello que llamaremos la “crítica literaria oficialista”, lo elevó a un sitial de excepción
por motivo de uno de los pocos poemas épicos escritos en nuestro país, que en honor a
la verdad debería de ser nuestro himno nacional como me lo hace ver mi querido amigo
Rafael Alcérreca con puntual perspicacia en una de esas charlas informales que solemos
tener en aquella librería del viejo próximas a la Casa del Poeta que fuera la única
residencia de Ramón López Velarde en la ciudad de México, en la antigua avenida
Jalisco hoy Álvaro Obregón y en la que murió. Suave Patria, se redactó íntegro en ese
sitio cuando lo sorprendió la muerte.
Poco sabemos de los detalles de su fallecimiento, sólo diremos que una
desafortunada gripe mal cuidada devino en neumonía y el joven y entusiasta poeta que
4
Jorge Cuesta, Op cit.

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un par de noches anteriores a su muerte hablaba con pasión de las letras mexicanas, lo
consumió, llevándoselo para siempre. Un poema, “Si soltera agonizas”, parece presentir
el desenlace final: “Amiga que te vas;/Quizás no te vea más”... dicen los dos primeros
versos y, concluye “Es que voy en la racha / a filtrarme en tu paz, buena muchacha”.
Estos versos junto con otros en los que evoca uno de sus temas preferidos, la muerte,
son interesantes porque parecen entrar en un espacio sólo admisible a espíritus de un
refinamiento único. Valdría la pena examinar este extraño fenómeno premonitorio que
se advierte a lo largo de su obra y que justo, a mi parecer, es un rasgo singular que hace
del ejercicio poético una suerte de mántica que logra percibir algunas tonalidades y
trazos futuros, lo cual hace del poeta un ser profundamente sensible, perceptivo y capaz
de advertir el horizonte y los imponderables de una vida cuyo destino está fijado. En el
libro “El son del corazón”, encontramos una suerte de encuentro con la muerte y
confiesa no tener miedo de ella, de asumirla sin más protesta. En Gavota, escribe:
...No tengo miedo de morir,
porque probé de todo un poco,
y el frenesí del pensamiento
todavía no me vuelve loco.
Advirtamos: no es un temerario pueril que desafíe a la muerte, tampoco su afirmación
es un acto de un engreído o de un pícaro que reta a la muerte y que se burla de ella. En
realidad sabe muy bien lo que significa ese acto supremo y, pide a Dios, en la primera
parte de esta composición, que cuando Él decida llevárselo, no lo destroce con una
penosa agonía. Escribe:
Señor, Dios mío, no vayas
a querer desfigurar
mi pobre cuerpo, pasajero
más que la espuma de la mar...
Como se puede observar, miedo había, miedo a la agonía, al dolor intenso y prolongado:
se acongoja ante los padecimientos extensos, que parecerían nunca tener acabar, que no
hallan explicación en la mente del poeta ni en el del doliente. Por otra parte, ese poema
en particular me parece que es una revelación, una especie de preparación, y sin darse
plena cuenta, parecería ser un entrar en los misterios de la vida teniendo a la muerte
como aliada para adentrarse en los sofismas que la existencia del ser en el mundo
impone y que sólo se advierte en la radicalidad del vacío absoluto. Al fin la muerte le
llega y lo fulmina. No hay agonía, sólo un aguijón que los traspasa y sobreviene la

6
muerte por asfixia. Así sucumbió Ramón López Velarde y su poema, que parece una
oración y una súplica, al parecer fue escuchada por dios y en unas cuántas horas,
estando sano, fuerte y con las esperanzas del joven, se lo llevó.
4.- Pero vayamos con pausa y no nos adelantemos. Primero es lo primero. Ramón
López Velarde nace en Jerez, Zacatecas en 1888, una pequeña y fértil ciudad
considerada por su importancia cultural y económica, ubicada a unos 56 Km de la
capital del Estado. Ramón fue el primero de nueve hijos del matrimonio formado por el
abogado José Guadalupe López Velarde oriundo de Jalisco y de doña Trinidad Berumen
Llamas, miembro de una familia de prósperos terratenientes de la región. Su tierra es
importante, su pequeño pueblo es esencial y considerado como el lugar en que se
decantó su vida y desde ahí pudo mirar de frente al Mundo y a lo Universal. Siempre
estará presente el “hogar”, la casa paterna y su tierra será eternamente la presencia
incuestionable que lo acompaña a donde sea. Al fin te ve mi fortuna / ir, a mi abrigo
amoroso, / al buen terruño oloroso / en que se meció tu cuna, dice en Camino, del
poema “Viaje al Terruño”. Ahí logramos visualizar con nítidos trazos la concepción
velardiana de pulcritud del lugar donde nació, del lugar del que emigró con dolor pero
por una necesidad de ver más allá y de encontrarse con una realidad que lo contrariaba,
con el pecado que representado en la ciudad lo llamaba con una fuerza avasalladora.
Como datos curiosos, que nos ubican en el momento de su nacimiento, diremos
que en el año en que nace López Velarde, el Gral. Porfirio Díaz se reelige para su tercer
periodo de gobierno. La dictadura está en su ascenso y refulge ya el viejo General que
se apodera del gobierno, de las tierras y de las almas. Esto, por tanto, supone que toda la
infancia y primera juventud de nuestro autor se desarrolla bajo el régimen porfirista y,
acaso por ello, buena parte de su espíritu conservador encuentra su explicación en esta
circunstancia. El mundo provinciano y las condiciones socioeconómicas de su familia lo
mantienen aislado de la otra realidad, en donde comenzaba a gestarse el malestar que
desembocaría en la Revolución de la que tendría fundadas suspicacias nuestro poeta.
Sin embargo, cabe señalar que cuando López Velarde estudiaba la Carrera de
Jurisprudencia en San Luis Potosí, ciudad que se convirtió en cárcel para el Apóstol de
la Revolución, Francisco I. Madero, Ramón se vinculó a él. Hay suficientes evidencias
de que colaboró con Madero en la elaboración del Plan de San Luís, insólito documento
que establecía que el 20 de noviembre de ese año de 1910 se iniciaría la revuelta
revolucionaria. Que se sepa, ninguna revolución tiene tan puntual inicio y menos que
por razón de un Plan den comienzo en una fecha específica como es el caso.

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Siguiendo con nuestro recuento, en el año de su natalicio, es decir, en 1888, en el
campo de las letras se suscitan importantes acontecimientos. Por ejemplo, Rubén Darío
el poeta nicaragüense, iniciador y máximo representante del Modernismo literario en
lengua española y del que Ramón López Velarde va a leer con avidez toda su
producción da a conocer Azul, una de las piezas cenitales del movimiento literario que
encabezaba aquél en Hispanoamérica. En ese año publica Miau Benito Pérez Galdós,
novelista, dramaturgo y cronista español, quizás una de las personalidades más
importantes de la historia de la literatura de España del siglo XIX. En 1888, Henry
James, el célebre escritor y polémico crítico literario estadounidense nacionalizado
británico, conocido por sus novelas y relatos basados en la conciencia, publica Los
papeles de Aspen. En el año del nacimiento de Ramón López Velarde, Guy de
Maupassant, el escritor francés que desafía a Edgar Alan Poe por esos cuentos narrados
con un estilo ágil y nervioso, repleto de exclamaciones y signos de interrogación y que
con obsesiva insistencia aborda el tema de la muerte, el desvarío y lo sobrenatural,
publica Fuerte como la muerte. El poeta y dramaturgo español Ramón de Campoamor
da a la prensa el libro de poemas Humoradas. En el campo de la música, Ramón López
Velarde se encuentra bajo un nimbo cultural tenso e inquietante que preparaba a grandes
trazos la serie de revoluciones que experimentaría el mundo. Por lo pronto Erik Satie
interpreta por primera vez las Gymnopédies, hermosas pequeñas pero sin duda sutiles
composiciones para piano. En 1888 Cesar Franck compone Psique que junto con El
cazador maldito y Los Djinns, integran el inicio de un periodo en el que el compositor
galo consolida su característico lenguaje tanto por lo que se refiere a lo armónico –es
decir, la modulación y el cromatismo–, como en lo referente a la forma penetrada por un
sentido eminentemente cíclico y que tendrá gran repercusión en la música francesa de
principios del siglo XX. También Gustav Mahler, uno de los más grandes músicos de
todos los tiempos quien por su doble condición de compositor judío y moderno, su obra
fue prohibida y sólo hasta después de la Segunda Guerra Mundial, gracias a la labor de
directores como Bruno Walter, Otto Klemperer y Leonard Bernstein, comenzó a formar
parte del repertorio de las grandes orquestas del mundo: Mahler en 1888 da a conocer su
Primera Sinfonía. En México, el compositor guanajuatense Juventino Rosas quien
viviera de joven en una vecindad del barrio de Tepito en la ciudad de México y que
trabajó de campanero, violinista y cantor en los servicios religiosos de la Iglesia de San
Sebastián, dio a conocer en 1888 su vals Carmen que seguramente en la casa paterna de
Ramón López Velarde se interpretaba en las tardes domingueras en su natal Jerez. El

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teatro tiene en el año de 1888 importancia decisiva por cuanto dará inicio a una serie de
transformaciones revolucionarias: Alfred Jarry da a conocer algo de lo que más adelante
sería Ubú rey obra teatral estrenada en París. Con estos trabajos de Jarry las artes
escénicas experimentarían cambios definitivos, rompiendo con una fuerte tradición al
renovar tanto la escritura automática como los conceptos de puesta en escena, desde la
iluminación, vestuarios, utilización de máscaras hasta gestualidad actoral y otros
elementos del drama. En el campo de las artes plásticas, en 1888 Rodin exhibe El
Pensador, una de sus obras más emblemática, poderosa y profunda del escultor francés;
Sauret haciendo uso de esa sorprendente técnica de los impresionista que es el
puntillismo, pinta en varias ocasiones el Port-en-Bessin, l’avant-port (marea alta) y
Vincent Van Gogh ejecuta Las barcas en la playa y Los girasoles, esta última pintura
vendida a finales del siglo XX en decenas de millones de dólares, cuando como se sabe,
en vida, su creador, nunca pudo venderla por unas cuantas monedas. No podemos dejar
de lado que en 1888 Federico Nietzsche, redacta las últimas frases de su tortuosa y
revolucionaria obra y da a conocer en noviembre Ecce Homo.
5.- En fin, este es el teatro en el que va a nacer Ramón López Velarde. Nuestra revisión
más bien anecdótica tiene por objeto ofrecer un panorama esquemático, imperfecto y
sucinto de las condiciones atmosféricas con las que se encontró a su llegada al mundo
Ramón López Velarde. Este panorama cultural también nos ofrece a pesar de sus
enormes lagunas un momento espiritual con fuertes matices revolucionarios en todos los
campos del arte y las letras y que se constituyen en la cimentación a partir de la que se
eleva la vida de un poeta mexicano, provinciano y payo, como no dudan sus críticos en
tildarlo. Es muy posible que López Velarde no haya advertido en toda su dimensión el
momento histórico en el que vivió. Pero los tiempos no estaban para ofrecer
información rápida de los eventos y las manifestaciones culturales que se suscitaban
entonces. Lo cierto es que a pesar de las lejanías y las enormes diferencias entre países y
Continentes, la atmósfera que se vivía estaba impregnada de una sustancia ácida y la
humanidad se preparaba para lo que sería el huracán del siglo XX en el que todo fue
tocado y transformado de manera radical. Sin duda López Velarde no pudo dimensionar
su momento, pero lo interesante es que él, sin lugar a dudas, es un hombre de este siglo.
Su creación literaria, su poesía no puede ser pensada ni entendida más que dentro del
clima espiritual del siglo XX y él, en todo caso, fue uno de los grandes precursores que
contribuyeron a dar un giro sustantivo a las letras nacionales, acaso de lengua española.

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Octavio Paz señala que algunas de sus composiciones, tanto en verso como en
prosa, a Ramón López Velarde “lo hacen un poeta moderno, lo que no podía decirse, en
1916 ó 1917, de casi ninguno de sus contemporáneos en lengua española”4. Su poesía
es compleja y sus temas redundantes desde el primer libro: el amor, la pasión por la
mujer y los recuerdos, la añoranza por el terruño y el pecado, identificado con el
mundanal ruido de la metrópoli. La estructura de su versificación y la organización
arracimada de sus versos se amoldan a la sensualidad y el erotismo que por momentos
son un vértigo por la forma sinuosa y la marcha zigzagueante de sus poemas más
elaborados y complejos. El verso libre en López Velarde no se da definitivamente: en
ciertos momentos la rima lo condiciona, lo sujeta, se vuelve la camisa de fuerza que le
impide respirar el viento fresco de su estética. Sin embargo, no es un artista forzado, que
use el lenguaje ampuloso que se repita una y otra vez, redundancia característica de los
románticos mexicanos de una generación anterior. Por el contrario, Genaro Fernández
Mac Gregor escribe que en los versos de López Velarde “la musicalidad es lo primero
que en ellos sorprende...antes de entenderlo”5. Y es que en efecto, el poema del jerezano
es “una suave brisa que acaricia o que hace daño vagamente; es un suspiro apasionado
o burlón; sentimos estupor ante las asociaciones de sustantivos y de adjetivos tomados
a una tecnología bárbara, adjetivos que a veces huelen a yodoformo; una confusión de
lampos, de penumbras, de silencios inexplicables que mantienen hipnotizado al
ensueño, pero que, al principio, la razón no acepta”6.
Buscando algún ejemplo de esta característica de la poesía velardiana, me
encuentro con un poema, un racimo de sus Primeros Poemas en los que evoca a su musa
y en la segunda estrofa de “Cuando Contigo Estoy, dueña del alma” podemos percibir
esos serpenteos que van de un lado al otro, versos que palpitan, que dan un inmenso
rodeo metafórico y que en su periplo va descendiendo a nuestra conciencia esa
imaginación pródiga, llena de representaciones admirables que despiertan nuestros
sentidos. Escuchemos la música que rodea esta estrofa y démosle tiempo a nuestra
imaginación para entender lo que el poeta quiere decir:
Cuando me miran, oh mujer tus ojos
luminosos cual sol de primavera,
por oír anhelante
4
“El Camino de la Pasión: López Velarde”; Seix Barral, Biblioteca Breve, México 2001; p. 23
5
“Ramón López Velarde”; Fernández Mac Gregor; en Gran Colección de la Literatura Mexicana, El
Ensayo Siglo XIX y XX, De Justo Sierra a Carlos Monsiváis; Selección, Introducción y notas de José
Luís Martínez, PROMESA, 1985, pp108-109
6
Op. Cit.

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las pulsaciones de tus nervios flojos
y el rumor de tu pecho palpitante,
en mi pasión quisiera
el misterioso olor de los magos
que en las nocturnas sombras escondidos
escuchan, a la orilla de los lagos,
hasta sus más recónditos murmullos,
de las ramas los débiles crujidos
y la reventazón de los capullos
Detengámonos un poco y examinemos. Hagamos un esfuerzo e intentemos
comprender lo que nos quiere decir el poeta. Los ojos de la amada lo miran, y él ve en
ellos algo prodigioso: contempla deslumbrado los luminosos soles como de primavera.
En esta estrofa los sentidos del amado comienzan a operar, se ponen en marcha para
hablar de la zagala que idolatra, objeto de su amor. Pero ¡qué modo tan extraordinario
de buscar las analogías, las semejanzas y las disyunciones entre estos instrumentos de la
percepción que posee el poeta! Así vemos casi sin advertirlo que el órgano de la vista de
ella excita el de su observador, el del poeta que absorto la mira. Así, como una suerte de
hechizo se produce un cambio extraordinario. Ahora es el sentido del oído el que se
activa en él, un oído finísimo que anhelante percibe las pulsaciones de los nervios flojos
de la amada y el rumor de su pecho palpitante. Esa apreciación que en realidad es un
descubrimiento, impulsa al amado a un espacio místico y revela que en realidad esa
pasión condicionada por la amada produce la activación del sentido del olfato para
hallarse con el misterioso olor que solo los magos pueden percibir. Estos fantásticos
seres de su imaginación son los que de alguna manera transforman el mundo y de
nuevo, como dando un paso más elevado, transmutan las nocturnas sombras ocultas en
el boscaje, para en esa intimidad sublime, escuchar a la vera de los lagos hasta el más
insignificante y sutil murmullo, no de la mujer amada, sino de las ramas con sus débiles
crujidos. Lo verdaderamente sorprendente, como corolario, es escuchar cómo se
produce la reventazón de los capullos.
¡Qué imágenes más ricas, sorprendentes y gráciles las de estos versos! Ramón
López Velarde con ellos me parece va a poner en evidencia al menos dos elementos
coincidentes y opuestos a la vez. Por un lado se aviene a la capacidad de conocer por la
vía de los sentidos el mundo real y la naturaleza, pero al mismo tiempo, estos aparejos
que sostienen la veracidad de las conclusiones científicas son también los finísimos

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instrumentos para excavar en el espacio místico, siempre de dudosa validez para el
positivismo a ultranza. Los opuestos aquí emergen y las contradicciones al fin hayan su
síntesis que sólo la poesía es capaz de realizar.
Xavier Villaurrutia señala que “la poesía de Ramón López Velarde atrae y
rechaza, gusta y disgusta alternativamente y, a veces, simultáneamente. Pero una vez
vencidos disgusto y repulsa, la seducción se opera y, admirados unas veces,
confundidos otras, interesados siempre, no es posible dejar de entrar en ella, como en
un intrincado laberinto en el que acaso el poeta mismo no había encontrado el hilo
conductor, pero en el que, de cualquier modo, la zozobra de su espíritu era ya el premio
de la aventura”7. En todo caso, la estética velardiana seduce, envuelve y fascina al
lector que se deja llevar por ese sendero que Villaurrutia llama laberinto de palabras
que, en su marcha ascendente se elevan al nivel de conceptos, y que en su continuar
incansable arriban a una suerte de metáforas que nos dejan atónitos, deslumbrados. Es
cierto, López Velarde no se da de una vez. Sus lectores deben hacer esfuerzos por ir al
encuentro del misterio encerrado en su poesía que, como dice Paz, “con frecuencia es
alambicada y, ...a veces, cursi”8 y más adelante agrega sin piedad: “Una considerable
porción de sus escritos de juventud, en prosa y en verso, me parecen sentimentales,
artificiosos —dice Paz— y lo diré con franqueza, insoportables”9. Octavio Paz que no
dejaba títere con cabeza termina declarando un cierto desprecio por el vate zacatecano
al que paradójicamente le dedica memorables páginas que ayudan a comprender el arte
de un poeta que no desestimaba la pulcritud literaria y los rigores de una creación
mayor. Porque si bien es cierto que sus temas y la forma en cómo los trata se subordinan
a la mirada plástica del modernismo desfalleciente, también se vislumbra ese viento
refrescante que José Juan Tablada advierte por primera vez.
6.- No quisiera concluir esta charla deshilvanada, sin antes llamar su atención en torno a
un aspecto de la obra de Ramón López Velarde que se ha señalado ya, pero que vale la
pena detenernos un poco y adelantar algunas observaciones. El erotismo y la mujer, dos
temas que son abordados por este sacristán pueblerino y al que Luis Cardoza y Aragón
no duda en llamarlo “ese cachondo provinciano” son tópicos consustanciales a la
poética velardiana. El pueblo lo protege, es lo cerrado, lo íntimo; la ciudad es el pecado,
lo abierto, el deseo de la carne. En el pueblo la castidad impera y el amor conventual
7
Villaurrutia, Xavier; “La Poesía de Ramón López Velarde” en Gran Colección de la Literatura
Mexicana, El Ensayo Siglo XIX y XX, De Justo Sierra a Carlos Monsiváis; Selección, Introducción y
notas de José Luís Martínez, PROMESA, 1985, p. 367
8
Paz, Octavio; “El Camino de la Pasión”, Op cit. p. 24
9
Op cit.

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parecería estar en sintonía con sus impulsos naturales; en la ciudad, por el contrario, la
vida alegre, dispendiosa, artificiosa, sin freno ni límite le permite expresarse con la
mayor libertad. Pero no hay que olvidar que este rasgo nace con él mismo y por tanto,
es en el pueblo donde la fuerza eruptiva de su sexualidad no se contiene y hasta el niño
púber advierte la sensualidad de un abrazo femenino. No deja de sorprendernos que en
un poema fechado en 1915, López Velarde recuerda su infancia, pero sobre todo,
recuerda su despertar erótico ante el abrazo de la mujer que lo levanta y lo sube a su
regazo. Embelesado, el niño, con el sentido de una limpieza arrobadora, percibe ese
placer que sólo el poeta mayor logra descubrir. Escribe:
Yo, sintiéndome bien en la aromática
vecindad de tus hombros y en la limpia
fragancia de tus brazos,
te diría quererte más allá
de las torres gemelas.
Es el niño en el regazo de una mujer el que habla en este poema. Pero aquí no hay
perversidad ni distorsión alguna. Es el niño, el varón niño, el que habla y que siente ese
placer del abrazo femenino, que lo envuelve, que lo protege, que despierta sus instintos
sensuales. En ese arrobamiento, cae en la cuenta de que ama, de que su amor no es un
afecto sino una pasión. Esa pasión estará presente y se avivará a cada paso: ¿Cómo será
esta sed constante de veneros / femeninos, de agua que huye y que regresa? / ¿Será este
afán perenne, franciscano o polígamo?,dice López Velarde no sin cierta ansiedad que
no lo logra refrenar a pesar de su cristianismo ortodoxo. Hay simetría en su alma: es tan
fuerte la castidad pueblerina como las voluptuosidades citadinas; tan poderosa la pureza
devota del sacristán como las delectaciones de las exaltaciones presurosas de la
metrópoli agitada y anónima.
Mucho se ha hablado del amor que Ramón López Velarde le profesó a
Fuensanta, esa mujer mayor que él, quien fuera quizás no la única, pero sí la principal
mujer que lo fascinó. Fuensanta, en efecto, es el amor limpio y puro, como el que se
expresa en “Poemas de Vejez y de amor” en donde dice:
Yo te digo en verdad, buena Fuensanta,
que tu voz es un verso que se canta
a la Virgen, las tardes en que mayo
inunda la parroquia con sus flores...

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Es el amor sublime, celestial, como el que se le canta a la Virgen en mayo. En otra parte
del poema dice: ...Tus plantas no son hechas / para los bailes frívolos del mundo”..
Queda claro que para el poeta ella es la limpidez, la belleza sobrenatural, el amor puro,
ajeno a los sentidos y a las pasiones voluptuosas. Sin embargo, en el siguiente verso, a
pesar de que ha declarado su amor excelso, a pesar de que no esta ...”exento de pagano
sensualismo”, el poeta advierte que el fulgor de sus ojos ...”es el mismo / que el de las
brazas en el incensario”... Advirtamos aquí que el poeta hace referencia a una braza, y
no podemos dejar de apuntar que a fin de cuentas es un calor intenso, sensual, aunque
esté en ese recipiente que sirve de complemento del rito religioso. Es algo ardiente, que
lo envuelve y lo perturba, que lo excita y que es la mirada de ella, de la mujer. Así
Fuensanta es la musa, la mujer por antonomasia, pero sobre todo es la mujer a la que
venera con loca pasión y a través de quien encuentra las mieles del erotismo.
Georges Bataille sostiene que el “erotismo es la aprobación de la vida hasta en
la muerte”10. Abundan en toda la poesía velardiana ejemplos que corroboran la
definición propuesta por el filósofo francés. En “Te honro en el espanto”, un poema
conmovedor, López Velarde visita a su amada en el campo santo. Ahí se excita con el
cuerpo muerto, con y por el cuerpo exánime de la mujer que ahí mismo no deja de
provocarlo. Dice:
Y porque eres, Amada, la armoniosa elegida
de mi sangre, sintiendo que la convulsa vida
es un puente de abismo en que vamos tú y yo,
mis besos te recorren en devotas hileras
encima de un sacrílego manto de calaveras
como sobre una erótica ficha de dominó.
No puede ser más explícita la confirmación de la tesis del filósofo en la voz del poeta.
La aprobación de la vida aún en la muerte, en este poema, es contundente. El amado no
se desconcierta ante el cadáver, no siente repulsa: lo ama, lo recuerda, lo reaviva con su
amor pasional, le imprime la energía dorada de la sensualidad y ahí, la amada se entrega
en su absoluto silencio. Ramón López Velarde no hace filosofía, expone el curso poético
de su meditar y lo convierte en versos de una factura impecable que no puede menos
que admirarnos por su fuerza expresiva.

10
“El Erotismo”; Bataille, Georges; Traduc. Tonio Vicens; Tusquets Editores, Barcelona, Segunda
Edición, 1980; p.23

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Señores, Ramón López Velarde no es el más grande poeta mexicano. No necesita
serlo. Es más, nadie es el más grande poeta. Ramón López Velarde sólo es poeta y como
tal, su espíritu nos precede, aquí y por unos momentos, porque en el sucinto y rápido
encuentro con algunos de sus versos, sentimos su presencia. Su poesía nos conmueve,
nos deja en la conciencia una señal, la de la vida, la del hombre que goza y sufre, que se
confiesa y no se arredra ante la condición humana que lo avasalla.

San Miguel de Allende, 17 de Octubre, 2008


Alfonso Bullé Goyri.

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