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ENSAYO

TRIBUS
© By Michael Hussar
URBANAS

POR
JUAN JOSE OPPIZZI
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TRIBUS URBANAS
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esde hace varios años, las grandes


urbes, especialmente europeas y de la zona norte de
América, se vieron ante un fenómeno curioso: el
surgimiento de grupos de jóvenes, ataviados de
modo estrafalario y a veces con las caras pintadas,
que se identifican como “tribus”. Sus reglas de
conducta son muy específicas y tienen un marcado
territorialismo. Generalmente se mueven de noche y
las divisiones entre ellos estallan en agresividad. Por
la misma lógica de su aparición, esta presencia
también fue dándose en otras ciudades del mundo, y
ya los tenemos en Buenos Aires.

A esta altura, no son un elemento curioso o una


amenaza a la tranquila estética burguesa: son algo a
enfocar por la lente de la sociología con una serie de
interrogantes. ¿Las aglomeraciones humanas
modernas, tan creídas centro de la civilización,
cumplen con esos objetivos? Y podemos permitirnos
ir algo más allá: ¿A qué le llamamos civilización? ¿Es
posible que dentro del orden moderno aparezca un
fenómeno tan primitivo?

Las grandes ciudades –hoy tan grandes que, más que


ciudades, son monstruos de cemento, hierro y
asfalto–, amontonan gente en espacios cada vez más
reducidos. La amplitud de un departamento lujoso
en el centro de Nueva York, San Pablo o Buenos
Aires equivale a una casita incómoda en cualquier
poblado del interior. La vida de gran parte de los
pobladores citadinos se ve constreñida a círculos
breves (trabajo y algunas horas libres, empleadas en
viajar de ida o vuelta, en dormir y en un día de
esparcimiento semanal), contacto forzoso con
millones de personas igualmente asfixiadas y
reemplazo de las pautas naturales por sustitutos
artificiales. Ni hablemos de la mala alimentación, la
contaminación atmosférica, visual y auditiva y las
tensiones que acarrea el apuro propio de estos

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conglomerados. Es inútil que la propaganda de la


misma organización social insista en que el
ciudadano de las urbes es libre; el organismo
humano tiene alarmas que funcionan según el estado
en que se encuentre el medio en donde vive. Tal vez
esas “tribus” de las vestimentas raras y los hábitos
nocturnales sean las luces rojas dignas de atención
por los anuncios que implican.

Si entendemos por civilización el movimiento


cultural que se orienta a lograr la convivencia de los
hombres en torno de principios superadores de su
bestialidad primigenia, entonces las ciudades
modernas están desviándose muy rápidamente de
ese fin. La desconfianza de los habitantes urbanos
llega a lo despiadado: la solidaridad se torna
imposible; todos les temen a todos; cada transeúnte
es tomado como un potencial ladrón; cada intento de
diálogo es interpretado como una estrategia maligna;
un callo impone su uniforme de modales parcos y
bruscos; el alerta acostumbra a los cuerpos a un
suspenso que los mantiene sin relajarse. Ningún ser
vivo puede yacer en un sitio como este sin mostrar los
signos lógicos del hastío, del cansancio y de la
irritación.

No escapan a la regla los animales domésticos,


pobres víctimas que, en condición de mascotas, son
padecientes esclavos de tal decadencia. Por más que
los especialistas se expriman el cerebro en busca de
una mejor distribución de espacio, viviendas o áreas
verdes, el problema seguirá, ya que no reside en la
forma en que se ubican los elementos componentes
de una ciudad, sino en la conducta que van
adquiriendo sus moradores según las pautas
antinaturales que se les imponen. Y de acuerdo con
esta realidad, el primitivismo es lo único que puede
esperarse; los grupos tribales pintarrajeados forman
la expresión genuina de un orden –o de un desorden–
que no tenderá a dar frutos sanos.

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