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EL AMOR RUEDA EN

DOS TIEMPOS
Cuento by

Ismael Berroeta

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- MARZO 2000 -
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El amor rueda en dos tiempos

Había pasado la Navidad. La festividad ya no era como antes. Mi hija había cumplido los

dieciocho, por lo cual hacía cerca de diez años que celebrábamos como adultos, sin

tomar en cuenta las actividades apropiadas para los niños. Me encontraba leyendo unas

revistas, buscando recetas de preparación del pavo y decoraciones para la cena de

Año Nuevo. Mi marido - un hombre rutinario - se distraía viendo televisión. De pronto, se

oyeron unos bocinazos frente a la casa. Conociendo de antemano la reacción indiferente

de Gualterio, me levanté a observar por la ventana.

- Un grupo se baja de un auto y están entrando al antejardín -, comenté en voz

alta, mientras mantenía separada la cortina con la mano. - La que viene delante

de ellos es la prima Dorila -, agregué.

No pude evitar sorprenderme un poco, puesto que Gualterio se levantó de su sillón y se

dirigió con presteza hacia la puerta, la cual abrió, mostrándose obsequioso con Dorila y

su grupo de amigos. Tampoco pude impedir una cierta irritación en mi estado de ánimo.

“- ¿ Por qué este hombre será tan estúpido que se hace el gentil con los de afuera y en

verdad es tan poco amable con los de su casa ?” -, pensé.


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Dorila, varios años más joven que yo, apareció simpática, como siempre, abrazándome y

besándome como si fuese la amiga de su vida. En realidad, yo le había cobrado cariño

porque siempre ponía una nota de alegría y nos presentaba a sus amistades,

generalmente compañeros de la oficina. El último del grupo en entrar fue un tipo rubio,

el cual había llegado al volante del automóvil. Era de estatura mediana, macizo, de ojos

café claro, vistiendo, curiosamente para mi gusto, pantalones y casaca de cuero, con

placas metálicas en los hombros, en el cinturón y en los zapatos.

- Te presento a Rinoardo -, dijo la prima. - Te lo recomiendo, tiene buena

situación y le gustan las viejas, como tú -, agregó, haciéndome sentir incómoda,

pero lo dijo con tanta gracia que todos los presentes estallamos en una

carcajada.

Mientras Gualterio ofrecía refrescos y tragos, me dirigí a la cocina a preparar algo

liviano para comer. Estaba concentrada terminando unos canapés cuando la cabeza de

Dorila se asomó a la puerta.

- ¿ Necesitas ayuda, prima ?.

- No es necesario -, repliqué. - Me falta poco, gracias primita.


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- No me des las gracias -, respondió Dorila. - No venía a colaborar

personalmente. En verdad, te traía un ayudante.

Y diciendo y haciendo, metió casi a la fuerza en la cocina al tal Rinoardo. Éste se sonrió

un poco incómodo, mostrando un aire mas bien tímido, todo lo contrario que parecía

insinuar el agresivo estilo de su vestimenta de cuero.

- ¿ La puedo ayudar en algo ? -, preguntó él.

- No hace falta -, le contesté con una sonrisa, para disminuir su embarazo. - Pero

si es cierto que quieres sentirte útil, abre esas latas de conservas con camarones

y palmitos. Después, agrega esas pastas aquí y acá. ¿ Está bien ?.

La actividad encargada por mí lo fue relajando. No parecía torpe, ni tonto, ni

desagradable, aunque estaba lejos de ser un conquistador. Decidí mantener la iniciativa.

- ¿ Amigo de Dorila ?. ¿ Se conocen desde hace poco ?, … como es la primera vez

que te trae …

- Perdón, ella me invitó y yo la traje. Ese auto es mío -, aclaró, para darse más

ánimo.
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- Mmm …, pero no me contestas todo lo que te pregunté.

- ¡ Ah !, verdad. Somos amigos desde hace años. Yo vivo en su barrio, cerca de su

casa … pero sólo este último tiempo me toma más en cuenta. Ayer estaba

limpiando mi auto y me invitó a verlos a ustedes.

- Vaya, vaya. ¿ Te gustan mucho los autos ?.

- Sí, pero no demasiado. Mi verdadera pasión son las motocicletas.

- Pensaba que las motos eran cosa de adolescentes … -, le dije mirándolo

burlonamente.

- Puede que sí, puede que no. Para los más jóvenes es una afición, para mí es una

actividad casi profesional.

- Sé buenito, pásame ese frasco con eneldo …

- Cómo no, cómo no …

- Gracias - su mano rozó la mía -. También el estragón, por favor.


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Se apresuró a realizar lo que le pedía, con una obediencia casi infantil. Me dio ternura

verlo así, azorado y diligentemente torpe. Le cogí una mano. Me miró sorprendido.

Después de un instante, la retiró rápidamente.

- ¡ Ay !, no te pongas así, tan a la defensiva. ¿ Crees que soy una fresca ?. Ni

pensarlo. Me gusta conocer a los hombres por la palma de sus manos. Así puedo

ver si son trabajadores, ociosos, si escriben o usan herramientas, si mienten o

dicen la verdad. Tus manos no son grandes, mas bien finas, pero se nota que te

gusta el trabajo manual. ¿ En qué trabajas realmente ?

- Tengo mi propio negocio. Soy distribuidor de repuestos para motocicletas.

- ¡ Qué bien !. Me gustan los hombres independientes, que no tengan jefe ni patrón

que los mande -, le dije dándole una mirada de admiración fingida, que sabía lo

halagaría. Sentí que no cayó en el vacío.

- Me ha ido bien -, comentó, dándose ánimo para conversar. - Tengo mi casa, mi

coche, mi moto …

- Y tendrás una enamorada …-, agregué, interrumpiéndole.


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- Bueno, yo …

Nuestra conversación tuvo que cortarse. Desde la sala llegaban las voces de protesta de

los visitantes y de Gualterio, que preguntaban por qué demoraba la cena.

- Por favor, Reinaldo, toma esa bandeja. Yo llevaré estas otras dos. Vamos, lindo,

esos hambrientos nos esperan.

Entramos a la sala con nuestra carga. Me llamó la atención ver a Dorila sentada en las

rodillas de mi marido, pero en ese momento no le di mayor importancia … es tan loca la

pobre … Esa noche todo salió bien. Nadie se embriagó, la casa estuvo alegre y hasta mi

marido se prodigó por no mostrarse huraño como de habitual.

Al día siguiente, estando yo en casa y Gualterio en el trabajo, como a eso del mediodía,

se escuchó el rítmico refunfuñar de un motor, cuyos gruñidos se detuvieron muy cerca

de la puerta de mi casa. Vibró la campanilla eléctrica. Abro la puerta y está allí parado,

con su tenida de cuero, el amigo de Dorila.

- ¡ Reinaldo !. ¿ Tú de nuevo por aquí ?.

- Me llamo Rinoardo, señora …


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- Es verdad, discúlpame, soy tan bruta …

- Por favor, no diga eso, no se trate así, yo la encuentro tan gentil … tan agradable

…-, agregó el muchacho, en tanto yo hacía como que no había escuchado esto

último.

- ¡ No me digas que esta enorme moto es tuya !.

- Aunque usted no me crea, vine exclusivamente a mostrársela. Es una Niponia,

pesada, de 750 centímetros cúbicos -, dijo con orgullo evidente, mientras volvía a

ponerse a horcajadas sobre el ingenio mecánico.

- Te felicito, se ve impresionante. Y tú, al subirte, pareces como esos caballeros

antiguos, que tienen cabalgadura y traje de metal.

- No es para tanto -, dijo Rinoardo, un poco sonrojado.

- Pero, ¿ qué haces parado frente a la puerta ?. Pasa, pasa, por favor.

- Gracias, no quiero molestar. ¿ Está muy ocupada ?.


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- Acabo de terminar de preparar el almuerzo, ¿ por qué tu pregunta ?.

- Yo quería …, es decir, si no le parece mal, … yo venía a invitarla a dar una vuelta

en moto, para que la conozca.

Rinoardo se ve allí, junto a la entrada, sencillote y tímido, casi obediente. ¿ Un tipo más

joven, mucho más joven que yo ha venido a invitarme a pasear en motocicleta ?. Es más

de lo que podía esperar. Su juventud, su valentía que ha vencido su propia timidez han

llamado mi atención. El caballero andante, el príncipe azul ha llegado hasta mi castillo y

no puedo dar crédito a lo que comprueban mis ojos y mis oídos. Se me cruza la imagen de

mi marido …, me arrepiento, voy a decirle que no …

- Si es una vuelta muy corta …Verá usted que le gustará -, agregó él al darse

cuenta de mis dudas.

- Dame cinco minutos para prepararme. Me pongo pantalones y ¡ ya está ! -, le

dije, sobreponiéndome a la idea fugaz.

Me vestí rápidamente, mientras él esperaba junto a su vehículo. Me puse unos

pantalones vaqueros ajustados y una blusa ceñida al busto. Me tomé el cabello atrás,

como cola de caballo. Estaba cogiendo una chaqueta y los anteojos ahumados, cuando
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sentí voces afuera. Dejé tiradas estas prendas sobre la cama y corrí hacia la puerta de

calle, frenando en seco en la sala, donde adopté un aire de fingida tranquilidad. Había

llegado mi hija y se encontraba en plena conversación con Rinoardo.

- ¡ Hola, mamá ! -, saludó ella.

- ¡ Hola, hija !. Llegas justo a tiempo para almorzar. ¡ Y mira qué sorpresa !.

Rinoardo, el amigo de tu tía Dorila, ha venido a mostrarle su motocicleta nueva a

tu padre. Es una lástima que él no esté en este momento. ¿ No gusta pasar a

almorzar, Rinoardo ?, así aprovecha de conocer a mi hija.

- Yo … gracias, pero no tengo tiempo -, murmuró el muchacho todo confuso. - No

quiero molestar. Será en otra oportunidad. Tengo que ir a controlar mi negocio -,

y le sonrió tontamente a mi hija y montó en el vehículo, desapareciendo en

segundos de nuestra vista.

Aquella tarde la pasé desorientada como si fuera una adolescente, llena de

contradicciones y dudas. Maldecía mi debilidad de haber aceptado la invitación; luego,

me arrepentía de no haber realizado el paseo sin fijarme en la opinión de los demás;

enseguida, renegaba de mi curiosidad por salir con un hombre joven; posteriormente,

condenaba a mi hija por aparecer de vuelta en casa de improviso; después, criticaba mi


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aparente infidelidad con Gualterio y así, continuaba de una idea contraria a otra,

hiriéndome yo misma una y otra vez, una y otra vez. La única forma de calmarme un poco

fue sirviéndome varios vasos de vermut. Este trago es tan dulce y suave que no me di ni

cuenta cuando me los había bebido y sólo el mareo de la embriaguez me hizo tomar

conciencia que mi frustración me estaba conduciendo por un camino del cual no

obtendría nada.

Al día siguiente, a media mañana, sonó el teléfono. Levanté y puse atención. Era él. No

contesté. Tampoco me atrevía a colgar. Me puse el auricular en la falda. Escuchaba su

voz que preguntaba por mí, varias veces. Con la vista perdida y nublada, dejé que las

lágrimas me corrieran. Finalmente, me atreví a responder. Cuando pude pronunciar la

palabra aló me percaté que Rinoardo había cortado. No sé por qué, pero sentí alivio, el

alivio estúpido y transitorio de la que ha fracasado antes de luchar.

Cinco minutos después, el campanillazo de una nueva llamada telefónica me hizo saltar

de mi letargo. Me invadió una cascada de alegría. Era nuevamente mi motorista. Pide

disculpas por haberme molestado, quiere saber si estoy enojada con él … que no ha sido

su intención incomodarme. Le respondo que jamás se me ha pasado por la mente

irritarme con su invitación, que ha sido todo lo contrario, que si no se hubiese

presentado mi hija de improviso todo habría sido diferente …, él debe comprender que

no está bien que la hija de una la vea salir en la grupa de una moto aferrada de la
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cintura de un tipo que no es su esposo … y más que éste está vivo y coleando. Agrego que

en este momento hay una situación diferente a la de ayer, que todo está tranquilo. ¿ No

me gustaría probar la motocicleta ?. Le respondo que sí. Que venga a buscarme en media

hora.

Hacía años que no lo pasaba tan bien. La salida le dio un toque completamente distinto a

mi rutina de ama de casa. Rinoardo me llevó a visitar la Laguna Sietecolores, que

quedaba como a unos diez kilómetros de la casa. Me entretuve como una niña chica. Yo

misma le tomé una mano y lo invité a correr por la playa del laguito. Me había soltado el

cabello y éste volaba libre con el aire que se estrellaba contra mi cara. Hasta saltamos

por sobre unos troncos de árboles caídos en la ribera. Al final, cansados, nos sentamos

en el suelo, junto al bosquecito, para escuchar los llamados de los pájaros. Me relajé

completamente, puesta la cabeza en una de sus piernas, cubiertas con los famosos

pantalones de cuero. El paseo y también el muchacho han comenzado ha gustarme. Me

agrada que no sea entrador. Me encanta que sea tímido y gentil. Es tan contrastante con

la rudeza de mi marido, con su interés burdo por mi sexo, que me ha tenido abrumada

por años … De pronto, de manera casual, veo la hora en su reloj. ¡ Cuán rápido ha pasado

el tiempo !. Le ruego que me lleve a casa. Le explico que mis familiares deben estar a

punto de volver. ¡ Qué le hubiera dicho !. Me hizo montar en la Niponia y, volando,

apretada a su cuerpo y con un tremendo susto, me dejó en unos minutos en la esquina de

mi cuadra. Entré a la casa. Nadie había vuelto. Todo marchaba bien.


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En la tarde y después, en la noche, las cosas se dieron como siempre. Mi marido fue a

enfrascarse en la tele y mi hija se apoderó del teléfono para hablar con sus amigas. Me

fui a acostar. Nuevamente vinieron las dudas a invadirme. Aceptar la invitación …, salir

en moto con otro hombre me hace sentir pecadora … ¿ Dónde dejé el buen ejemplo que

me dieron mis padres ?. ¿ Estoy dispuesta a destruir la imagen que proyecto hacia mi

hija ?. ¿ Es que el idiota de mi marido, pero mi marido al fin y al cabo, merece lo que le

estoy haciendo ?. Cansada, terminé por dormirme profundamente.

El despertar no fue agradable. Me dolía la cabeza y mi abdomen estaba dilatado. Una

mancha pequeña, de color rojo oscuro, que se destacaba nítidamente en el blanco de la

sábana de abajo, indicaba que se iniciaba mi menstruación. Odiaba esos días. Me sentía

tonta, torpe, desmemoriada. Tragaba unas malditas tabletas que eliminarían los

malestares, las cuales nunca me reportaron ningún alivio. Me invadía una ira que me

impulsaba a mantener la cabeza gacha y a rehuir el contacto con la gente. Si el

motorista me llamaba, peor para él, lo mandaría directo a la mierda. ¡ Ni que hubiese

transmisión de pensamiento !. Sonó el teléfono en la sala. Me dirigí, envuelta en una bata,

aún sin peinarme, con paso cansino, a coger el auricular. Me senté en un sillón, como de

costado, adoptando un aire displicente, poniendo atención al fono.

- ¿ Aló ?.
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- Soy yo … quiero decir … soy Rinoardo. Buenos días, señora …

- ¡ Hola !. ¿ Cómo estás ?. No me imaginé que llamarías tan pronto. Pensé que ibas a

olvidarte de mí … -, dije con un tono tan cariñoso, que me dio vergüenza al

compararlo con mi disposición respecto a él hacía un segundo atrás.

- Estoy bien … Recordándola siempre.

- ¿ Si ?. ¿ Será verdad ? -, le pregunté coquetamente, sintiendo que se me

evaporaban todas las molestias de la regla.

- Usted me conoce, soy incapaz de mentirle.

- Pero si no te conozco … sólo hace unos pocos días que apareciste por mi casa,

fanfarroneando con tu auto, tu motocicleta y no sé que más … ¿ por qué tengo que

creerte ?.

- Bueno, entonces déme una oportunidad para que me conozca.

- ¿ Sí ?, ¿ cómo cuál ? -, le decía poniendo la voz más ahuevonada que podía.


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- La invito a salir …

- ¿ A dónde ?.

- Bueno, no sé … Salgamos a la costa, en la moto.

- ¿ Seguro ?.

- Estoy muy seguro de lo que le pido. Acepte, por favor.

- Bien …, acepto. Yo pienso que no debería … talvez … mejor que no, no.

- Señora, por favor -, rogó él nuevamente.

- Bueno, iré -, le respondí, embargada por una felicidad que parecía iba a

reventarme el pecho. No podía resistir el convite ni contestarle con una negativa,

si más encima me lo pedía por favor, casi implorando.

- ¿ Cuándo será ?. ¿ Hoy mismo ? -, preguntó atolondradamente.


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- No, no. No pienses que tratas con una mujer fácil. Soy una señora y tú y yo somos

solamente amigos. Será … dentro de cinco días, el viernes en la mañana.

- Está bien, muchas gracias. Hasta el viernes.

- Hasta el viernes -, dije, colgué y me revolqué de contenta en el sillón, cayendo

sobre la alfombra, olvidándome por completo de los malestares que en algún

minuto había experimentado.

El día aquel nos fuimos a Puerto Salado. En el fondo, me daba lo mismo si íbamos al mar o

a la montaña. La cosa era irnos juntos y lejos, lo más lejos posible de todo y de todos. Lo

único importante era ser capaces de enterrar nuestra cotidianeidad. Él se esforzó por

ser amable y atender mis gustos de diversas maneras. A pesar de esto, pronto me di

cuenta que él carecía de roce social. Tenía dinero pero no sabía cómo gastarlo, ni cómo

escoger un restorán ni cómo localizar un balneario. Discretamente lo ayudé, dándole

pequeñas indicaciones para que saliera adelante. En el almuerzo, yo escogí el menú y él

se limitó a pedir “lo mismo que la señora”. En la tarde, era obvio lo que el ritual obligaba

a cumplir, pero esta vez no lo ayudé. Si había que escoger un hotel parejero, que lo

hiciera solo aunque tuviese que arrepentirme después. Era una mujer que necesitaba ser

conquistada por un macho, no una vieja que había salido a violar un niño chico.

Evidentemente, tuvo que llevarme a lo peor. Un edificio viejo, de tres pisos, de frontis
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descascarado y sucio. Subimos por una escalera de peldaños de madera que crujía de

forma siniestra al transitar por ella. La habitación casi no tenía luz natural. Había una

cama de una plaza, un velador que casi parecía un cajón frutero, una mesa de cubierta

ligosa a los pies de la cama y una silla endeble junto a la mesa. Cuando la mujerona que

atendía me quedó mirando, me dirigí a Rinoardo y sin voz, sólo con los labios y una seña

con los dedos, le indiqué que le pagara. Comprendí que el hotelucho era un terminal para

uso del puterío. Para bien o para mal ya estaba allí y no pensaba salir arrancando.

Después que ella cerró la puerta tras sí, me acerqué a Rinoardo y nos abrazamos con

fuerza. Sentí el olor a cuero de su chaqueta, mezclado con transpiración y desodorante,

todo junto demasiado fuerte para mi gusto, por lo cual en esta fase, por lo menos, no

experimenté excitación alguna. Nos dimos cantidad de tiernos besos en los labios, me fui

relajando y sentí que podía seguir adelante. Un pequeño bulto bajo la bragueta del

motorista que rozaba contra mi vientre me dio la señal para ir al toillette a prepararme.

Las condiciones materiales allí se evidenciaban peores: en el baño comprobé que no había

agua ni electricidad. Se comprende que no pude asearme como pensaba. Me limité a

peinarme en mi espejito de mano y a ponerme un poquito de perfume. Me saqué los

pantalones, las medias y la blusa, quedando sólo con la ropa interior. Me puse

nuevamente mis zapatos de tacón y volví al cuarto, el cual estaba semi a oscuras. Lo

busqué con la vista y pude encontrarlo sobre la cama. Estaba completamente desnudo,

acostado de espaldas, al centro del lecho, a lo largo, con la cabeza en la almohada.


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También me miró, pero no hizo ningún gesto, ni nada. No sé que me impulsó, pero en vez

de ir hacia el camastro, me subí con cuidado a la silla y de ésta, a la mesa, la cual por

suerte resistió el peso. Desde arriba, lo miré una vez más, me acaricié varias veces el

cabello, me froté lentamente con las palmas de las manos abiertas el cuello y el pecho,

pasando por el abdomen hasta terminar en los muslos. Sabía que eso lo excitaría mucho.

Después, comencé a sacarme el sostén, el cual se lo lancé hacia la cara. Enseguida, me

saqué el calzón y procedí de igual forma. Finalmente, descalcé mis zapatos. Y así,

solamente cubierta por mi piel, bajé de la mesa a la cama, quedando de pie desnuda

frente a él con las piernas abiertas, una a cada lado de su cuerpo, a la altura de sus

rodillas. Tengo que confesar que todavía no me había excitado, sino que solamente me

había empezado a soltar, dejando de lado las inhibiciones habituales y haciendo todas

esas figuras por pura inspiración del momento. Miré el cuerpo que se encontraba a mis

pies y pude distinguir claramente el falo erecto en medio del vello de su pubis, donde

sobresalía como una llamativa señal rojo-morada. Tanto para excitarme como para hacer

gala de mi experiencia de mujer casada, me puse en cuclillas, cogiendo el atrayente

bastón con las dos manos. Se lo acaricié con suavidad, deslizando el prepucio

alternativamente para abajo y para arriba, sobándole el rollizo glande en cada pasada.

Mi motorista agitó su cabeza sobre la almohada hacia uno y otro lado, mostrando a las

claras un intenso placer. Dejando la postura anterior, me arrodillé frente a él, montada

sobre sus piernas, con intención de reemplazar las manos por mi boca. No pude

completar lo que pretendía. Un fortísimo olor ácido proveniente de su entrepierna o de


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su trasero, qué sé yo, me golpeó tan fuerte las narices, provocándome arcadas, que me

impidió continuar con la escenita. Fingí que no pasaba nada, dándole un solitario y suave

besito en la punta del miembro, alejando mi cara lo antes posible de aquellas partes.

Debo declarar que estuve a punto de detenerme allí mismo y exigirle que nos fuéramos,

pero pude controlarme y seguir adelante como si tal. Solamente días después entendería

que la ruda fragancia de mi enamorado se debía a los famosos pantalones de cuero y a su

costumbre de pasar montado en la dichosa motocicleta o al volante de su automóvil. El

asunto es que, poniendo cara de nada, cosa que no tenía importancia por cuanto él estaba

gozando como enajenado y no se interesaba en mirarme, erguí el cuerpo y avancé de

rodillas hasta que mi sexo quedó justo posicionado por encima del miembro. Bajé un poco

mis nalgas, tomé la herramienta con mi mano derecha y comencé a frotarla lentamente

contra mis genitales. Al comienzo, la rozaba sobre los labios mayores de mi vulva y,

después, abriéndolos con los dedos de mi mano izquierda, procedí a refregarla contra

los labios chiquitos y el clítoris. Noté que él se excitaba más y más con cada pasada del

falo por mi sexo, sin tomarse el trabajo de moverse, ni tocarme, ni menos darme una

mirada. La escena me era chocante por su actitud tan pasiva, por lo cual no podía

excitarme por completo. No importa, me dije, sigamos adelante sin fijarnos en los

detalles. Este resto de ánimo me ayudó bastante, hasta que pude sentir que mis dedos y

la cabeza del pene comenzaban a humedecerse con mis secreciones. Era el instante

necesario para introducirlo. Lo encaminé hacia la entrada y mi rítmico cabalgar sobre la


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estaquita de carne la fue introduciendo hasta llegar a la base. Unos pocos choques más

de mis glúteos contra su pubis lograron que el abundante semen del muchacho bañara mi

interior y comenzara, luego, a resbalar por mi vagina, escapándose a raudales entre cada

subida y bajada. No fue mucho más lo que alcancé a gozar por causa de la derrota tan

precoz de mi enamorado. Instintivamente, pretendí bajar de mi cabalgadura, sin

embargo, sujetándome de los muslos, él impidió que me saliera. Me quedé allí,

sorprendida y molesta, casi una media hora hasta que mi caballito se recuperó, por lo

cual experimenté la extraña y agradable sensación de la verga germinando en mis

entrañas y creciendo hasta dar nuevamente contra la ávida matriz. El proceso, dada la

juventud de mi oponente, se repitió en tres oportunidades más. Al cabo, estaba bañada

en transpiración, sofocada, agotada, con claros signos de fatiga y, más encima, caliente,

sin haber podido acabar ni una sola vez.

Me sentía sucia y desaliñada al momento que dejamos ese lugar. Utilizada, también. Mi

galán ni se molestó en preguntarme cómo lo había pasado. Él daba por sentado que por

haberse encamado como un muerto y parar la verga cumplía con creces las expectativas

sexuales de una mujer. El sol comenzaba a ponerse cuando salimos de Puerto Salado

rumbo a nuestra ciudad.


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En mi casa todo se mantenía como siempre. Le comenté a mi hija que la salud de la tía

Ernestina mejoraba - ir a visitar a la viejita había sido la excusa para ausentarme todo

el día - y la muchacha no me hizo mayores comentarios.

La experiencia con Rinoardo había sido frustrante y, por momentos, desagradable. Lo

único valioso pareció ser que había visto un paisaje diferente durante algunas horas. Ver

el mar valió la pena. Pero …, ¡ ese hotelucho mugriento ! … y la sesión de amor

transformada en rutina de gimnasia aeróbica sin duchas. Sabía que él volvería a llamar y

sabía también la respuesta que le daría. Le diría que no nos viéramos más. Me sentía

fracasada y culpable. La estúpida, eludiendo sus obligaciones, se había entregado a un

extraño que no le dio nada o casi nada, en momentos que los integrantes de la familia

cumplían con sus deberes, trabajando y estudiando. Estaba muy arrepentida de la

experiencia vivida. Intenté vanamente de justificar mi conducta y no fui capaz de

encontrar una explicación adecuada. La conciencia me entregaba, respecto de mis

acciones, un solo dictamen: culpable. ¿ Pero culpable de qué ?. ¿ De haberme sentido sola

y hastiada por muchos años ?. Era cierto. Había experimentado soledad y tediosa rutina

durante ese tiempo. ¿ Pero por qué otras mujeres eran capaces de soportarlo y yo no ?.

¿ Por qué otras eran íntegras y yo una traidora ?. Necesitaba con urgencia

desahogarme. ¿ Con quién ?. No lo veía claro. Las pocas amigas y parientas no eran

confiables. Decidí un camino intermedio. Le contaría lo ocurrido a mi marido, pero no

todo, sólo una parte de la verdad, tratando de no ofenderlo. Sería un alivio y una
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expiación. Intenté trabar conversación con Gualterio. Yo sabía que cuando llegaba en las

noches no parecía interesado sino en la televisión. Sin embargo, me las arreglé para

trabar con él algunas palabras. Le conté que Rinoardo me había estado llamando por

teléfono y venido a visitarme. Agregué su insistencia en acompañarlo a pasear. Hasta ahí

me atreví con la historia. Mi marido no se molestó y tampoco me prestó demasiada

atención. Pareció no reaccionar, según lo que yo entendía por reaccionar. Señaló

vagamente que le daba la impresión de ser un buen muchacho, muy respetuoso, y que él

no veía nada de malo en su actitud. Me desconcertó completamente. Me retiré al

dormitorio hecha un atado de furia. ¿ Es que este bastardo no tenía sangre en las

venas ?. ¿ Era capaz de entregarle su mujer a otro sin experimentar la menor emoción ?.

¿ O sería que todos los hombres eran huevones por naturaleza ?. Bueno, poco a poco

terminé por calmarme, como liberada de un peso enorme pero, además, muy vacía.

Adivinaba lo que vendría. El motorista iba a llamarme por teléfono y con seguridad

querría verme. Bien, yo suponía eso. ¿ Y si no me llamaba ?. Significaría que yo no le

interesaba, que me encontró vieja, o fea, o gorda, o rara, o no sé que más. Me dolió

pensar que podía no aparecer nunca más. “- No importa - me consolaba yo misma - así

tendré menos problemas”. Al final, llamó. Era un día miércoles. Efectivamente, pidió que

nos juntáramos. Le respondí que no, que estaba muy, pero muy arrepentida de haber

salido con él. Insistió. Su voz sonó un poco temblorosa. Quería que le diera una nueva

oportunidad. Ofreció pedir disculpas. El no había pretendido ofenderme - dijo - y jamás


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se le pasó por la mente ir tan rápido, simplemente las cosas se habían dado como se

dieron. El problema no se trataba de haber ido a prisa o lentamente en nuestra relación,

le retruqué. Lo esencial, a mi juicio, era más básico y más importante. Sencillamente, yo,

como mujer, no debería haber seguido por la senda que habíamos recorrido. En primer

lugar, no había obtenido ningún beneficio. En segundo lugar, estaba viviendo llena de

intranquilidad y colmada de remordimientos. ¿ O es que él pretendía que olvidara sin más

que tengo un marido y, por si fuera poco, una hija que es una chica decente ?.

- Por favor, le ruego que nos veamos, aunque sea la última vez -, suplicó Rinoardo.

- Y yo te insisto que no corresponde. La única perjudicada, si seguimos con lo

nuestro adelante, voy a ser yo, lindo.

- Señora, usted no se da cuenta que la quiero mucho. Le pido por favor, por favor

que nos juntemos. Necesito verla una vez más …

- ¿ Y tú quieres que yo crea así, nada más, ese amor que tú me declaras ? -,

dije, aunque bastante impresionada por el tono del joven.

- Déjeme demostrarle que le digo la verdad. Déjeme hacerlo, se lo pido …


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- …

- Contésteme, diga que sí …

- Está bien, como tú quieras -, le acepté sin poder encontrar una explicación

racional a mi actitud sintiendo, para mis adentros, un sabor a tragicomedia.

En esta oportunidad, tomé más precauciones, cautelosa de que ni los vecinos de la

cuadra ni nadie de mi familia fuera a tener la más mínima sospecha de mis andanzas. A

mi marido le dije que iba a visitar a la tía Ernestina. No pareció sorprenderse. Tampoco,

curiosamente, se mostró desinteresado como habitual. Nada de desconfiado. Muy por el

contrario, reaccionó diciendo que correspondía a nuestro deber ayudar a la pobre vieja

y, principalmente, recalcó, que mi obligación como sobrina era estar a su lado. “- Un

poco más y éste me otorga su bendición” -, comentó mi duendecito interior.

El día señalado tomé un taxi y me hice transportar al terminal de buses, donde me

esperaba mi motorista, hecho un atado de nervios. Allí, a la hora convenida, salimos en la

motocicleta, muy formales, como si fuese el autobús hacia el pueblito de Aguas

Benditas, donde reside la tía. En realidad, fuimos más cerca. Nos dirigimos a las

praderas que quedan al poniente de la Laguna Sietecolores. Llegados allí, instaló la

Niponia en una pequeña elevación del terreno, una especie de lomita suave coronada por
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dos o tres árboles añosos y maltratados, los pocos peumos salvados del hacha. Nuestra

conversación se inició de manera nada tierna y debo reconocer que fui yo la que comenzó

con un tono bastante duro. Le reclamé por sentirme acosada. Antes de conocerlo, yo

llevaba una vida tranquila. Aceptaba que mi existencia había sido, hasta entonces,

cuando lo conocí, rutinaria y frustrante, pero me mantenía sin sobresaltos. ¿ Por qué

apareció él esa maldita noche con Dorila y sus amigos ?. Siempre mi comportamiento fue

el de una mujer honrada y ahora, ¡ ahora me sentía como una puta !. Rinoardo se mostró

todo confuso. Daba explicaciones tontas, sin sentido, un montón de niñerías. Lo único que

parecía claro era que me quería, y mucho.

- ¿ Sabes ? - le espeté al pobre -, me dan risa tus frases mal hilvanadas. ¿ Cómo

me vas a querer ?. Si apenas me conoces. Sabes que soy casada … Si me enredo

contigo, con todas estas maniobras raras, lo único que consigo es alejarme de mi

familia. Mira, te lo digo con franqueza, mi marido es un estúpido, pero es un

estúpido honesto y yo, yo ahora lo estoy traicionando. ¿ Sabes que él cree que en

este instante estoy donde una parienta enferma ?.

- Usted, discúlpeme, no sabe lo que dice …-, murmuró el joven.

- Y además - proseguí en forma cruel -, ¿ te atreves a decirme con insolencia que

no sé lo que digo ?. Y si yo no sé lo que digo … ¿ es que tú sabes hacer algo bien ?.

Si ni siquiera, cuando me llevaste a ese hotelucho de mala muerte, fuiste capaz


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de satisfacerme. Te instalaste como una momia en ese camastro sucio y yo, ¡ sí

señor !, yo, la muy idiota tuve que realizar todo el trabajo, desplegar todos mis

encantos como una contorsionista de circo que hace piruetas desde el trapecio

para la platea. ¡ Me da rabia de sólo recordarlo !.

- Por favor, no está bien que me ofenda. Si me he atrevido a señalar que no sabe lo

que dice lo he hecho porque hay cosas que usted no tiene conocimiento …Y si fui

un mal amante …, bueno, ocurrió porque soy inexperto. Nunca he tenido mujeres …

Usted ha sido mi primer amor verdadero.

- ¿ Quieres saber algo ?. No deseo oír nada más. Te pido que me saques de aquí de

inmediato -, dije con tono imperioso.

- Le ruego …, le pido por favor que no terminemos. Usted …, no me cabe en la

cabeza que pueda reaccionar así. Usted es buena. Si ha dicho lo que ha dicho es

porque no sabe la verdad.

- ¡ Vámonos ! -, le grité en forma tajante, caminando hacia la motocicleta.

- Usted tendrá que escucharme. Tendrá que oír la verdad -, señaló con mucha

seriedad, interponiéndose entre el vehículo y yo.


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Lo vi tan decidido que me intrigó lo que pretendía decirme. Confieso que le puse

atención con verdadera curiosidad. Me preguntó si acaso era capaz de imaginar que, en

ese mismo momento, mi marido y Dorila lo más probable era que se encontraran en un

hotel. Agregó que le parecía extraño que yo no tuviera ni la más mínima sospecha de que

fueran amantes. ¿ Cómo no darse cuenta que hacía tres años que mantenían su

relación ?. Lo cierto es que mi presencia de una u otra forma les incomodaba y pensaron

que la mejor manera de sacarme del medio era conseguirme un amorcito. Esta fue la

razón por la cual Dorila lo invitó aquella noche a mi casa. Ella me había definido como

atractiva y amable pero, agregó, ingenua y manejable. Le dijo que se despabilara y que,

si yo le llegaba a gustar, podría divertirse un buen tiempo. Mientras él relataba aquellas

sucias maniobras, lo miraba estupefacta. Rinoardo confesó que su primera intención

había sido entretenerse a costa mía pero había terminado rápidamente por enamorarse

de verdad. Me encontraba sincera, simpática y, además, recalcó que lo tenía loco con mis

destrezas en el arte del sexo. Lo que se inició como una mala pasada a una tonta acabó

por desembocar, para él, en una pasión, en una obsesión sin control.

El relato de traiciones y manipulación me dejó paralogizada. Era tan increíble que no me

parecía ser yo la protagonista. Me quedé con los ojos abiertos, sin mirar, con la vista

perdida totalmente. Estática, de pie, no atinaba a moverme hacia ningún lado. Mis

fuerzas se habían desvanecido, no podría haber levantado un brazo o movido un pie si


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hubiera necesitado hacerlo. Pasado el primer estupor, me doblegó una profunda pena,

mezcla de frustración, impotencia, como si fuese un animal golpeado y humillado.

Silenciosas y quemantes lágrimas se deslizaron por mi rostro, haciendo sentir más

hondas las heridas causadas a mi dignidad y a mis sentimientos. Sentí que tomaban mi

mano derecha. Acariciaron mis cabellos y comenzaron a secar mis lágrimas. Era mi joven

motorista que se afanaba en gestos de ternura. Curiosamente, no sentía odio contra él,

al contrario. Dejé que me abrazara. Mejor aún, necesitaba con desesperación que

alguien me abrazara, combatir con amor esa angustia, borrar con el cariño de alguien

esa sensación de infinita orfandad que me ahogaba. Rinoardo hizo todo lo posible por

consolarme. Pidió que me calmara, agregando que nada podría hacerlo sufrir más que

verme llorar. Su interés por mí se veía tan sincero que, poco a poco, me fui serenando

gracias a sus amorosos gestos y afectuosas atenciones.

- ¿ Me quieres ? -, le pregunté sumergida entre sus brazos.

- Mucho. La quiero mucho.

- Dime que me amas. Necesito escucharlo.

- La amo.
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- Más, más.

- La amo, la amo, la amo.

- ¿ Cómo creerte después de lo que me has contado ?.

- Pida lo que quiera y se lo cumpliré. Si exige que me estrelle con la moto, lo haré.

- Tonto, no digas esas cosas tan terribles. ¿ Cómo voy a pedirte que hagas algo

así ?. No estoy loca.

- ¿ Cómo se siente ?. ¿ Quiere que la lleve a su casa ?.

- Estoy bien, pero al único lugar que no iría en este momento es a la casa. No nos

movamos de aquí. ¡ Me encuentro tan a gusto entre sus brazos !. ¡ Abrázame

fuerte, por favor !.

- ¿ No está cansada ?.

- Lo estoy. Me encantaría sentarme. Bueno, sentémonos en el suelo -, le propuse.


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- No es conveniente - replicó -, ayer llovió y el suelo y el pasto están muy húmedos.

Pero … si a usted no le parece mal … podemos sentarnos en la moto.

Su ocurrencia la encontré fenomenal. Le daba un aire de complicidad y un toque lúdico a

nuestra relación. ¿ Subirnos al vehículo y descansar allí ?. Era extraño y era mejor que

estar de pie. Abrazados, nos acercamos a la motocicleta. Él se subió primero. Con la

agilidad de un profesional, se montó a horcajadas mirando hacia adelante, en la postura

del conductor, con los pies en los pedalines, pero se sentó un poco más atrás, más cerca

de la parte que ocupa el acompañante. Espontáneamente, sin que él me lo indicara, me

senté a la inversa, también a horcajadas, pero instalada entre su cuerpo y el manubrio,

mirándonos frente a frente. Comenzamos a besarnos, al comienzo con delicadeza y

ternura, transformadas luego en pasión que fue con cada beso más y más en aumento. Mi

excitación fue progresando hasta calentarme como condenada. Sin dejar de besarlo,

sintiendo la húmeda succión de sus labios y el sensual agitarse de nuestras lenguas,

exploré su vientre hasta abrir la bragueta y dejar en libertad su preciosa arma, la cual

comenzó a crecer hasta salir nítidamente, dura y brillante como el mejor de los

accesorios de acero de la motocicleta. Me colgué de su cuello robusto de macho y puse

mis pies sobre los suyos, firmes en los pedalines del vehículo. Así, estiré las piernas,

alzándome un palmo, muy apegada a su cuerpo. Bajando y subiendo, inicié los golpes de mi

sexo contra la gruesa y redonda cabeza del falo. El olor pesado y chocante de los

genitales de mi amante se hizo sentir en pocos momentos. No me importó. Si este


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hombre era un maloliente y un cochino desaseado me daba igual, era mío y me amaba.

Mis líquidos lubricaron rápidamente la herramienta, la cual, con ágil y discreta ayuda de

mis dedos, muy pronto me ensartó hasta mis anhelantes profundidades. Me desaté

completamente. No sé si fue el aire, si el paraje natural, si la postura circense o qué,

pero me puse a corcovear como una bestia ninfómana. Los bruscos movimientos agitaron

nítidamente al vehículo, de tal manera que ni él ni yo reparamos - hasta que fue

demasiado tarde - que la moto se iba desplazando hacia adelante y había comenzado a

resbalar colina abajo. Rinoardo fue el primero y el único en reaccionar, espantado,

tratando de controlar a la Niponia. El muchacho aullaba de susto, mientras soltaba mi

cuerpo y se aferraba al manubrio intentando dominarla. A mí, me daba todo lo mismo en

esos instantes. Yo también gritaba, pero no de terror, sino del inmenso placer que me

invadía en la caída, el cual aumentaba a cada tumbo que daban las ruedas contra las

irregularidades del terreno. El viaje tuvo un rápido y abrupto final, quedando la moto

volcada en una pequeña y suave depresión del terreno por la cual pasaba un hilillo de

agua. Volé por los aires hasta dar con mi cuerpo contra el suelo, donde permanecí como

una muñeca rota, con los ojos cerrados, sonriendo, mientras mi mano derecha se

resbalaba en uno de mis muslos húmedos, no sé si con el semen del motorista o con el

agua de los pastizales. Él apareció como un rayo a comprobar como estaba. Lo

tranquilicé. Así, abrazados, permanecimos largo rato entre la hierba, sin importarnos

nada de lo que nos rodeaba.


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De vuelta en casa, todo se veía normal. Junto a mi hija, nos sentamos los tres a cenar.

Mi marido me preguntó por la tía. Le respondí que su salud estaba peor, que

lamentablemente iba a tener que acompañarla más seguido. Me comentó, muy serio, que

lamentaba mucho lo que pasaba a la anciana. Nuestras miradas se cruzaron, unos breves

instantes, lo suficiente para comprobar que se encontraba igual que yo, invadido por una

profunda satisfacción.

-o-

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