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Regreso

Por Shaka

http://www.shaka-fanfiction.net

El fanfiction no persigue ningún afán lucrativo. Prohibida su venta y/o


alquiler. Todos los derechos de autor sobre los personajes pertenecen a
Masami Kurumada, creador de Saint Seiya.

Ilustración: Riccardo (http://www5d.biglobe.ne.jp/%7Ericcardo)

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“Si quieres conocer el pasado, mira el presente, pues es su resultado.
Si quieres conocer el futuro, mira el presente, pues es su causa.”
Buda

Una estrella fugaz surcó el firmamento atravesando la constelación de


Virgo. De todas las señales que podía haber recibido, esa fue la inequívoca, la
destinada a ser interpretada únicamente por su persona.
Mu había contemplado los astros en numerosas ocasiones y, sin embargo,
los posibles recuerdos que de ello conservaba estaban destinados a ser
suplantados por esa visión.
En la oscuridad del nuevo mundo al que estaba a punto de entregarse, las
únicas estrellas que rememoraría serían las que se hallaba observando desde un
punto remoto de Tíbet; de entre las mismas, guardaría en su corazón ésa que
ahora le alentaba, como una Spica que abandonaba momentáneamente su
estática posición para hablarle sin palabras.
<<Cuando Kiki me haya relevado como caballero de Aries y tú ya no
estés… regresaré a Shamballa.>>
La declaración formulada años atrás en ese mismo valle pareció despertar
de su letargo. Supo que Shaka seguía a su lado como aquel día, acompañándole
en el trascendental paso.
Le sintió desde la inmensidad del cosmos, materializando su
inmortalidad en un susurro, breve como la trayectoria del astro, brillante como
la estela que dejaba a su paso, despidiéndole hasta que con su propia muerte
volvieran a encontrarse.
Sus ojos se cruzaron con los del majestuoso hombre que había hecho de
improvisado embajador. En ellos se adivinaban la comprensión y paciencia
propios de un anciano ante alguien que aceptaba las consecuencias de
abandonar todo lo que hasta ahora había conocido.
<<Bienvenido a Shamballa, hijo de Atlantis.>>
Le siguió, penetrando en la colosal puerta de Lemuria. Los guardas se
dispusieron a continuar su misión protegiendo la entrada, ajenos al

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conocimiento de la humanidad. Descendieron en medio de una penumbra
violácea, pudiendo captar la esencia de su predecesor.
—Si se me es permitido, os llamaré Galeh. Es lo que la mente me indica —
habló por vez primera en la lengua que gracias a los manuscritos había
aprendido.
Este asintió con una discreta sonrisa. Su diplomacia y buen hacer le
habían llevado a convertirse en el asesor principal del Consejo.
—Es a mí a quién corresponde pedir que me permitáis llamaros por el
nombre que antes habéis revelado. Decidme, Mu, ¿quién os instruyó?
—Se hacía llamar Shion. Ostentó el rango de Patriarca de Atenea durante
dos siglos.
A medida que el descenso se intensificaba, las grutas se hacían más
estrechas, siguiendo el patrón de los túneles que perforaban las cordilleras del
exterior. La luz escaseaba, pero el aire era puro, propio de las faldas del
Himalaya.
—¿En presencia de quién me lleváis? —quiso saber, actuando bajo los
patrones de la marcialidad.
Los escalones cesaron; cuando estuvieron ante lo que parecía ser otra
angosta cavidad, Galeh respondió solemnemente.
—Ante vuestro padre. Le he comunicado la noticia.
Mu se quedó súbitamente sin habla, acudiendo de nuevo a su mente lo
dicho por Shaka.
<<Volverás con los tuyos…>>
Elevó el mentón con firmeza, alojando la emoción en un lugar donde no
pudiera interponerse la disciplina.
—Pese a que ello me conmueve, os ruego que antes me conduzcáis ante la
principal autoridad.
Los iris nacarados del guía parecieron llenarse de júbilo. Aunque el
caballero lo ignorase, el retorno de un elegido era el mayor acontecimiento que
en Shamballa podía vivirse.
—Vuestro deseo será cumplido, puesto que un solo hombre ejerce ambos
roles.

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Y tras decirle ello extendió un brazo hacia delante, invitándole a pasar.
Mu accedió, penetrando por la última de las grutas. Ante él se extendía un
pasillo con múltiples ventanales tallados en piedra.
El anciano cedió gustosamente a que satisficiera su curiosidad
postergando el encuentro; el recién llegado se desvió hacia una de las ventanas,
y sus labios se entreabrieron de asombro.
A sus pies se extendía la colosal ciudad, fundada hacía milenios en una
magnífica cueva que la naturaleza había creado. El techo de estalactitas se
elevaba cientos de metros a lo alto, y la extensión de la urbe escapaba de su
percepción.
Calles y edificios creados en cuarzo emitían destellos, aparentando ser tan
sólidos como el diamante. Todo estaba decorado con relieves curvilíneos,
compartiendo un mismo tono ambarino.
Al prestar atención, Mu constató que la gruta donde se encontraba
bordeaba el perímetro de la ciudad, formando un óvalo que conectaba los
puntos principales a partir de más galerías. Analizó el material con el que el
balcón estaba construido, el mismo que el resto de edificaciones, maravillado
por una aleación que sin ninguna duda era obra de la alquimia.
—Gamannium… la base del Polvo de estrellas —murmuró.
Galeh asintió, comprobando cuan precisos eran los conocimientos del
joven.
—El Consejo os espera, no debemos retrasarnos.
Continuaron recorriendo el sendero; a cada paso descubría nuevos
matices arquitectónicos. Había visto muchos prodigios durante su andadura en
el mundo exterior, mas la potente luz blanquecina que le iluminaba resultaba
sobrecogedora dado la situación, en las mismas entrañas del subsuelo.
La gruta terminaba en un arco exquisitamente labrado con espirales, a
semejanza de los brazaletes de plata que había visto en los guardas. Nuevamente
quedó mudo por las emociones, no ya por la belleza del entorno, sino por el
componente humano.
Congregadas en la sala a la que el arco conducía, había un nutrido grupo
de personas. Sus pieles eran pálidas, sus largos cabellos evocaban una paleta de
variados colores, desde los azules a los violetas, como los suyos.
Sus miradas eran serenas, transparentes. Y sus psiques, prodigiosas.

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Los presentes le recibieron en silencio, haciendo una ligera reverencia.
Vestían túnicas y joyas sencillas, prolongando el culto al mar que les había dado
vida y muerte durante la desaparición del continente perdido.
Esos hombres y mujeres, pertenecientes al linaje de las primeras
civilizaciones, eran el estandarte de Shamballa. Poetas, arquitectos, eruditos y,
por supuesto, alquimistas.
En representación de éstos últimos se encontraba Drahnin, Gobernador y
epicentro del Consejo desde hacía décadas. Su reputación le avalaba como
hombre de principios, inteligente y comedido, dispuesto a cualquier sacrificio en
pro del futuro de la estirpe.
Por ello, los miembros aguardaron con un respeto incluso mayor;
recordaban el día en que siguiendo la tradición, su dirigente entregó al menor
de sus hijos recién nacido a las montañas, cumpliendo el acuerdo de alianza
establecido con la Diosa Atenea en el inicio de los tiempos.
Durante generaciones el pueblo atlante había servido fielmente a la
señora de la justicia, mas las crónicas rara vez citaban a un elegido que no
hubiese finalizado sus días vistiendo armadura. Él era, quizá, el primer caballero
que retornaba a ellos en novecientos o mil años.
Salvando las diferencias culturales, sólo su austera vestimenta le
singularizaba con respecto a los demás. Anduvo hasta ellos, reuniéndose Galeh
con sus semejantes una vez estuvo lo suficientemente cerca.
Ya ante Drahnin, Mu le contempló. Juzgó por su morfología que había
renacido a la inmortalidad a una edad madura. Su rostro inmaculado,
desprovisto de cejas y coronado por las marcas concéntricas, mostraba ciertas
arrugas de expresión atenuadas por la Piedra Filosofal.
No supo interpretar el significado del brillo de sus ojos, de un verde
idéntico al de los suyos. Y dado que tampoco era capaz de encontrar palabras
adecuadas le abrió su mente, permitiéndole indagar en ella. Drahnin le
correspondió de igual manera, confirmándole que esa unión de sus frentes en
íntimo intercambio de sensaciones y pensamientos, algo que había llevado a
cabo anteriormente por inercia, era una costumbre arraigada en los lemurianos.
El Gobernador buscó respuestas a las preguntas que noche tras noche se
había formulado en soledad. ¿Habría sobrevivido? ¿Le habría acogido Atenea en
su seno?

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¿Le habrían mostrado los astros el sendero de gloria y sacrificio propio
del zodíaco?
Una lágrima brotó de sus párpados cerrados al recibir contestación. Le
vio crecer y formarse al mando de Shion, convirtiéndose en un digno guerrero y
alquimista, librando epopéyicas contiendas, pasando el testigo a su alumno.
Por su parte, Mu asimiló cuantos datos pudo sustraer. Supo que Drahnin
contaba con más de un siglo dedicado al esplendor de Shamballa. Supo que
descendía de los primeros alquimistas, y que no era él su único vástago.
El enlace se disolvió, regresando las psiques a la neutralidad. Sintió el
tacto tibio de sus manos sobre los hombros, y la emoción reflejada en el cerco
brillante que cruzaba su tez.
—No lloréis, padre. Una vida extraordinaria como la que gracias a vos he
tenido no merece lágrimas.
Él escrutó en los matices de su voz la ausencia de cualquier tipo de
reproche. Mu, el caballero de Atenea, poseía una fortaleza sin parangón,
producto de ser vínculo de unión entre dos universos contrapuestos. De él
tenían mucho que aprender.
—No puede haber mayor dicha que esta —respondió—. Que Shamballa
entera reciba al elegido a su despertar.
El Consejo asintió, abandonando la sala ordenadamente. Aún faltaban
varias horas para que la ciudad se entregara a una nueva jornada, por lo que los
preparativos tomarían un ritmo acelerado hasta disponer las ceremonias
pertinentes.
Una vez a solas, ambos sintieron el peso de la separación pese a la liga
biológica. Tantos años de distanciamiento no podían solventarse en apenas
unos minutos.
—Ya habrá tiempo de conversar una vez terminados los trámites —expuso
sin dejar de sostener su hombro en gesto protector—. Acompáñame, te
presentaré a tus hermanos.
Mu sonrió. Dos nombres había escuchado durante el intercambio, a los
que pronto pudo dotar de faz. En otra sala contigua le esperaban. Les miró,
asignándolos por intuición.
—Kerbeq —dijo, en referencia al hombre de cabellos violáceos y ojos
dorados.

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Este asintió, depositando un beso en su mejilla.
A continuación, dedicó su atención a la mujer que emocionada
aguardaba. Su melena ondulada compartía el mismo tono de la familia, y sus
iris bondadosos refulgieron al contemplar a su hermano pequeño, a quien había
dado por perdido prematuramente.
—Sibyl —concluyó el guerrero.
Ella, la mediana, no sólo estaba llamada a suceder al padre de los tres por
su célebre destreza en la alquimia, sino que hacía gala de una sensibilidad
incontenible. Le abrazó, hundiendo el rostro en su pecho para constatar que no
estaba soñando.
Mu tuvo una sensación que sólo ante el caballero de Virgo había vivido.
Acababa de conocer a esos seres y, sin embargo, sentía como si hubiese pasado
una eternidad junto a ellos.
—Ya habíamos perdido la esperanza —suspiró ella, hablando por los
demás.
—Siempre supe que algún día regresaría. Pero tenía que cerrar los
vínculos con el exterior. Ya nada me alejará de vosotros —concluyó él.
Drahnin les contemplaba, sumido en una apaciguada reflexión. Su
primogénito finalmente le sacó del ensimismamiento, alentándole a que
marchara y tomara el mando de los actos.
—Nosotros le llevaremos a los aposentos.
Él asintió, abandonando la sala para reunirse con el Consejo.
Posiblemente no terminaría de asimilar lo ocurrido hasta transcurridas varias
semanas.
Los hermanos emprendieron el camino hacia la residencia oficial de los
alquimistas, ahí donde vivían. Tanto Kerbeq como Sibyl estaban instruidos en la
materia, habiendo recibido la ceremonia de iniciación mucho tiempo atrás. Las
marcas que enmarcaban sus rostros eran símbolo externo de las longevas vidas
con las que contaban, dedicadas a perpetuar los ancestrales conocimientos.
—Me gustaría saber cuál es el papel exacto que tiene un alquimista en
Lemuria —les dijo Mu—. Durante mi estancia en el batallón de Atenea sólo se
me estaba permitida para la reparación de armaduras.
Sibyl procedió a darle las primeras explicaciones, dado que era
especialista en dicho campo.

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—Somos los encargados de mantener el equilibrio entre los elementos —
expuso con su voz melodiosa y de tono grave—. Creamos aquellos de los que
carecemos por nuestra situación: tierra con la que edificamos, agua con la que
perduramos el culto, y luz con la que guiarnos.
—Luz con la que guiarnos… —repitió Mu, comprendiendo— Un cúmulo
atómico, capaz de desprender suficiente energía como para alumbrar la ciudad.
Supo que la misma técnica había sido empleada por los guerreros de
Aries a modo de defensa. Extendió la palma de su mano derecha, concentrando
sobre ella las partículas que flotaban en el aire, como si invocara a la Revolución
de Polvo de Estrellas. En lugar de configurarse una temible arma de defensa,
una pequeña bola brilló en su mano, manando de la misma un torrente
lumínico.
—En efecto —apuntó ella—. Veo que en el mundo exterior el legado se ha
transmitido.
El caballero deshizo la acumulación, rompiéndose ésta en miles de
partículas doradas y expandiéndose por la atmósfera. El turno de palabra lo
tomó Kerbeq, demostrando inquietud por la existencia que el llegado había
tenido.
—¿Y tú? ¿Qué hacía un alquimista al servicio de la Diosa?
—Además de las funciones habituales de caballero, era el encargado de
conservar los legados históricos de la Orden. Mi maestro me instruyó en la
lengua, dejándome al cargo de los archivos. Llegué a catalogar más de diez mil
documentos.
Al llegar a la residencia, el mayor le condujo hacia una sala de gigantescas
proporciones.
—¿Te gusta la documentación?
—Es una de mis pasiones —respondió él.
—Será un placer contar con tu ayuda.
Tras ello alentó a Mu a que mirara a su alrededor. Él, estupefacto, admiró
millones de pergaminos y códices perfectamente ordenados. Por todos lados se
alzaban estanterías en un número infinitamente mayor al que existía bajo el
Templo de Aries.
—Soy el responsable de los archivos —le contó Kerbeq—. Muchos escritos
datan de antes del hundimiento, fueron transportados por los supervivientes.

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Por primera vez desde que ingiriera la Piedra Filosofal, Mu lamentó la
imposibilidad de vivir más de trescientos años. Era necesario al menos un
milenio para poder examinar lo allí congregado.
—Si mi mentor pudiera haber estado aquí… de él heredé mi amor por la
bibliografía.
Aunque no hubiese hecho sino empezar a conocer el entorno y las
personas entre las que se desenvolvería, la perspectiva de poder dedicarse de
lleno a sus materias predilectas e indagar en el estudio le reconfortaba.
—Te daré las nociones mínimas cuando las celebraciones hayan
finalizado. Ahora ve a descansar, tu transición ha debido ser dura. Sibyl, llévale
a mis habitaciones. Puedes quedarte ahí hasta que te adecuen una propia. Yo
retomaré el trabajo lo que resta de velada.
—Kerbeq tiene razón. Ven, te mostraré dónde están.
Subieron unas escaleras próximas que daban a la planta residencial.
Cuando estuvieron ante la citada estancia, ella se dispuso a retirarse.
—Duerme, vendré a primera hora. Mi habitación es la contigua, por si
necesitas lo que sea.
Miró a sus ojos sobrios, demasiado serios.
—Has de ser hombre de gran fortaleza para asimilar tantos cambios con
serenidad.
—Mía fue la elección de regresar, me limito a responder de mis actos —
respondió con una sonrisa que, pese a sincera, no podía ocultar el cansancio.
Ella volvió a abrazarle, dejándole a solas. Mu apoyó la espalda en la
puerta cerrada y observó la habitación. Aunque no resultaba excesiva en lo
referente a mobiliario, nada tenía que ver con el minimalismo que había
sostenido hasta la fecha. Recordó los aposentos espartanos en los que vivió
tanto en Atenas como en Jamir, dotados únicamente de los recursos esenciales.
Mas ya no era un guerrero, y aunque todo apuntase a que su posición iba
a ser privilegiada, pediría que se respetasen sus hábitos en cuanto a evitar
aquello que no fuese funcional.
Se aferró a la hospitalidad de su hermano, sentándose en el borde de la
cama cedida. A su derecha había un pequeño mueble con algunos libros
apilados sobre el que fue dejando sus ropas. Se despojó de los vendajes de las
muñecas y las botas, soltándose asimismo el cabello.

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Cuando se quitó la tosca camisa, dio con el único objeto que secretamente
se había llevado con él. Había querido emprender su travesía sin nada que le
atase al recuerdo del exterior, pero ese abalorio en particular tenía un
significado demasiado importante como para ser olvidado.
Mu repasó entre los dedos el relieve de las cuentas que formaban el
rosario de Shaka. Lo había recibido de manos de Saga tras el enfrentamiento en
el Jardín de Sales, y aunque se lo había hecho llegar al caballero de Virgo en
forma espiritual cuando se reencontraron en el Hades, lo halló a su lado al
despertar en el templo de Aries, resucitado por la Diosa.
Rememoró dicho instante. Apenas recordaba lo sucedido en el Muro de
las Lamentaciones, tan sólo la densa oscuridad de la nada. Poco después sintió
frío. Al abrir los ojos comprobó que estaba tendido desnudo sobre el suelo de la
primera Casa. Su armadura y el rosario aguardaban a pocos centímetros.
No fue el único que obtuvo la gracia divina. Los cambios en la Orden se
produjeron, evolucionando en cargos los supervivientes, sumándose a las filas
nuevos guerreros. De todos los vencedores en el Inframundo, sólo él había
abandonado el Santuario al contar con un sucesor natural.
Su alma no pudo asimilar mayores emociones, sometiéndose al
agotamiento. En cuestión de pocas horas había cedido el testigo a Kiki, le había
entregado la responsabilidad de convertirse en caballero de Oro, y había vuelto
a los seres con los que compartía lazos de sangre.
<<Regresaré con los de mi raza. Pero mi hogar y mi familia siempre
estarán donde tú, Kiki y mi difunto maestro os encontréis.>>
Necesitaba tiempo para encajar el nuevo entorno en aquella afirmación.
Se dijo que el amor profesado por su padre y hermanos no merecía tan gélido
calificativo, y que el tiempo conseguiría ampliar el concepto familiar del pasado.
Suspiró, tendiéndose en el lecho. Fijó la vista en el rosario hasta que los
párpados no aguantaron y cedieron a la gravedad.
Durmió, cicatrizando las heridas. El inconsciente recreó aquellas semanas
en las que tanto Shaka como él dejaron de ser meros caballeros de Atenea para
compartir un viaje en busca de sus respectivos orígenes, momentos en los que
ambos se sintieron más humanos que nunca dentro de lo extraordinario de sus
condiciones.

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Sumido en el descanso, pudo revivir los detalles del que había sido,
posiblemente, el mejor de sus días.

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Durante dos jornadas los parajes desérticos y montañosos del Tíbet les
acompañaron en la travesía, fundiéndose con Nepal en pleno centro del
Himalaya. El silencio seguía siendo sobrecogedor y las cordilleras tocaban el
cielo con su paleta de grises y blancos, haciendo imposible determinar a qué
lado de la frontera política se encontraban.
Shaka se dejaba guiar por Aries dada su experiencia. Sin embargo, a
medida que indagaban en dichas tierras, experimentó sensaciones como las que
tuvo a su llegada a Grecia.
Nunca había estado allí antes, pero los ecos de sus anteriores vidas le
procuraban ciertos preceptos de familiaridad.
Mu le observaba sin que se diera cuenta, sonriendo por la expresión
abstraída de Virgo. Sabía que las emociones le invadían con motivo, pues según
contaba la tradición, en tierras nepaleses había nacido Siddhartha.
Al fin distinguió el horizonte urbano que marcaba la ruta. Había optado
por evitar el ajetreo de la capital, para recalar en otra ciudad situada apenas a
ocho kilómetros. Debido a su pintoresca belleza, creyó adecuado pasar la noche
en la cercana Bodhnath.
—Llegué apenas unas horas antes que tú, proveniente de este lugar, el día
en que te presentaste en Santuario —le dijo, rememorando el viaje que había
hecho por encargo del Patriarca—. Aunque mi destino inicial fue Rozan, decidí
dedicar unos días a mis montañas. Es lo que más extraño en Europa.
Shaka asintió, comenzando a descender la ladera que llevaba a la
población.
—Esta ciudad tiene algo que no sé describir —agregó el alquimista.
Se adentraron en las calles de las afueras, atravesándolas hasta llegar a las
principales. Las gentes eran sencillas, amantes de la paz pese a los continuos
conflictos internos, y especialmente devotos. No faltaban los altares politeístas
hindúes, mas el Budismo se alzaba como culto predominante.

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El alegre tránsito de personas mitigó el silencio que les había rodeado,
formándose un revoltijo de idiomas de entre los cuales Mu pudo distinguir el
tibetano y el hindi, código en el que solían expresarse.
—Sé a lo que te refieres —contestó Shaka—. Es como si su historia
permaneciera inalterable.
Los presentimientos se hacían más fuertes; tuvo el súbito deseo de tomar
una dirección concreta, percibiéndolo Aries con su fina psique.
Shaka sintió la mano de Mu asiendo la suya. Los mercaderes se agolpaban
en las aceras junto a nativos y turistas dificultando el avanzar, por lo que el
alquimista se hizo hueco entre la muchedumbre y no le soltó hasta que
estuvieron a los pies del colosal monumento al que la ciudad debía su fama.
Ante ellos se alzaba la gran Stupa, construcción piramidal que
representaba los preceptos budistas del ascenso hasta la Iluminación. Decenas
de cuerdas partían desde el suelo, repletas de banderolas de seda teñidas de
diversos colores. La vista seguía dicha escalera de verdes, azules y amarillos
hasta la torre central, erigida sobre una cúpula, en cuyas cuatro paredes estaba
pintado el emblema de la comunidad.
Ascendieron por los peldaños irregulares, pudiendo admirar más de cerca
el conjunto y mostrar sus respetos hacia el relicario que, supuestamente,
contenía parte del cuerpo del primer Iluminado.
Mientras él murmuraba una plegaria, Aries miró a su alrededor. Edificios
de todos los estilos rodeaban la plaza. A lo lejos se divisaban las formas del valle
de Katmandú, comenzando a pintarse el cielo de rojo.
Mu se dijo que era afortunado, pues mientras que los restantes peregrinos
se dedicaban a venerar las pinturas de la Stupa, él se dirigía directamente a los
auténticos ojos de Buda.
—¿Qué te dice el cosmos?
—El ciclo va cerrándose con el retorno al lugar de nacimiento de su
primer y último integrante… —respondió con profundo sosiego.
—El Suyo y el tuyo —afirmó Aries, en referencia a Siddhartha y al propio
Virgo.
Se apoyaron en una balaustrada para contemplar la puesta del sol.
Interiormente dieron las gracias a Atenea por haberles permitido ese breve

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paréntesis de esparcimiento, y a sus compañeros por aceptar encargarse de la
protección del Santuario en su ausencia.
—Aunque sea egoísta por mi parte, si es cierto que el tiempo aquí parece
detenerse, desearía que ahora mismo lo hiciera.
Shaka giró el rostro para mirarle, regalándole como tantas veces palabras
que encerraban místicos significados.
—El tiempo no existe para el transcurso del universo. Si grabas en tu
interior lo que estamos viviendo, nada podrá arrebatártelo, ni siquiera los años.
—Ni el destino —añadió él.
Guardaron silencio. Era difícil cumplir su acuerdo de no mencionar la
futura e inevitable muerte a la que el hindú se encaminaba, sobre todo cuando
ambos sentían que ésta estaba cerca. Tratando de cambiar radicalmente de
tema, Shaka quiso saber ciertos detalles que todavía no le había revelado.
—Aún no me has contado qué te dijo Kiki cuando le hablaste de nosotros.
Mu apoyó la barbilla sobre la muñeca, rememorando el agobio vivido
durante su particular confesión.
—Me dio una respuesta que nunca hubiese imaginado.
—¿Cuál?
—Que lo sabía desde hacía bastante.
Shaka rió discretamente, en respeto a las connotaciones espirituales del
lugar. Ante el gesto, Mu se animó también a reír mientras proseguía su relato.
—Tantos esfuerzos dedicados a mantenerlo en secreto, y fracasé
estrepitosamente con mis dos allegados.
—¿Shion también? —preguntó Shaka.
—Lo percibió antes que yo mismo.
Pensó en él fugazmente, sonriendo con cierta nostalgia.
—Estoy convencido de que él conocía tu identidad. No me preguntó de
quién se trataba, y pudo haberlo leído en mi mente de haber querido, mas creo
que la intuición le bastó.
Virgo se dejó cautivar por los enigmáticos rasgos del lemuriano, y la
manera en que su piel tersa y nacarada se fruncía al gesticular.
—Quizá tu maestro vio lo que nosotros supimos nada más conocernos
ante el pórtico del Carnero.

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Mu atesoraba dichas memorias. La llamada de los soldados, la visión de
un jovencísimo Shaka demacrado por el sobreesfuerzo, la primera madrugada
que pasaron juntos al amparo de las constelaciones…
Asimismo, recordó parte de ese diálogo nocturno, el verdadero inicio de
la relación que todavía les unía.
<<—Aunque no sé nada de vos, Shaka, me resultáis muy familiar, como
si os conociera de antes.
—No en esta vida, pero quizás en una anterior.>>
Esa verdad kármica se reveló ante sí. Mu no pudo contenerse pese a la
congregación humana y posó los labios sobre los suyos, hablándole después al
oído.
—Supo que nos hemos buscado a lo largo de los siglos, vida tras vida.
—Y que ambos somos el último eslabón —continuó el hindú—, y nada
podrá separarnos cuando la llama se haya apagado.
Sus manos volvieron a rozarse, ocultas a la vista de los demás. Nadie
hubiese sospechado que eran soldados en filas del ejército más antiguo de la
Tierra.
—La noche se acerca. Busquemos dónde pasarla —propuso Aries.
Dedicaron una última mirada al monumento, replicando las banderolas
por la brisa. El ambiente callejero resucitó con la luz de las lámparas y las
celebraciones estivales; se escuchaba música proveniente de la plaza, a la que
acudieron para asistir a unos rituales escenificados mediante la danza. Las
bailarinas contorsionaban sus cuerpos enfundadas en máscaras de dioses,
siguiendo el ritmo trepidante de la percusión.
Shaka mostró denotado interés en el espectáculo. Cuando percibió que
Mu no estaba a su lado le buscó, encontrándole en un puestillo cercano
regateando en una combinación de tibetano, nepalí y el universal lenguaje de los
gestos.
—Dhanyabaad —agradeció al mercader.
Le mostró algunas de las adquisiciones mientras caminaban hacia otra de
las calles colindantes.
—Es el mejor té de Asia —afirmó.
—¿Y esto? —preguntó Virgo, en referencia a unos delicados envases de
cristal.

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—Aceite balsámico, eficaz para calmar dolencias musculares. Los
aprendices del Santuario a los que he tratado avalan su eficacia.
El lemuriano se detuvo ante la vieja casa que estaba buscando, pues había
pernoctado allí en las anteriores ocasiones que había visitado la ciudad. Pese a
ser un edificio antiguo, las vistas y el precio compensaban la ausencia de lujos.
Los encargados del negocio, una pareja ya entrada en años, le
reconocieron, procediendo a entablar conversación con afabilidad. Shaka
sonreía, logrando captar apenas algunas expresiones comunes al hindi debido a
la cercanía con su país. Cuando Mu hubo concluido el trámite pudieron subir a
la última de las plantas, entrando en la primera habitación en la que iban a
descansar desde que abandonaran Jamir.
Era un cuarto sencillo, no demasiado amplio, pero con un balcón que
apuntaba hacia la Stupa, permitiendo apreciarla en todo su esplendor.
Tanto las paredes como suelo eran de madera, estando una parte del
último habilitado con telajes y almohadones a modo de cama. Shaka se recostó
sobre los mismos, quitándose el calzado. El ritmo al que el contrareloj les
sometía si querían llegar a Vanarasi con margen suficiente era agotador, incluso
para ellos.
—Desde que arribamos al Tíbet no has dejado de sorprenderme —
comentó, gratamente complacido por la pintoresca posada.
—Soy hombre de pocas palabras —respondió Mu, calentando agua en la
vieja tetera de latón que aguardaba sobre una repisa del inmueble—. Pero lo
compenso con otras virtudes.
Depositó varias hojas de té en el fondo de las respectivas tazas y vertió el
líquido. Dejó reposar la bebida, aprovechando el intervalo para cerrar las
ventanas y prender un candelabro próximo.
Con apenas esos actos, el humilde refugio se convirtió en un bello rincón
donde las sedas de los cojines reflejaban el destello dorado del fuego, llenándose
de suaves sombras.
Shaka aceptó la taza de té. Suspiró al sentir el sabor y la destreza de los
dedos de Mu desvistiendo sus hombros.
—Has acumulado la tensión justo aquí… —susurró, presionando la
intersección del cuello con el tronco.
—Muéstrame esas virtudes de las que hablas.

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Empleando sus conocimientos médicos y anatómicos, Aries se tomó la
licencia para desnudar su torso, dejando esa espalda que tan bien conocía a su
entera disposición. El hindú tuvo que dejar la taza a un lado en el suelo tras un
par de sorbos, deleitándose con el masaje. Percibió un intenso olor a sándalo y
luego calor denso sobre su piel, creyendo adivinar a qué se debía.
—¿No era un bálsamo curativo? —quiso saber, recogiéndose los largos y
rubios cabellos para que no le estorbasen.
El alquimista se embadurnó las manos en el óleo aromático, friccionando
su piel hasta que el ungüento fuera absorvido.
—Permite que la velada siga deparándote sorpresas… —respondió
sensualmente.
Shaka cerró los ojos, concentrándose en las caricias que le estaban
brindando. Si enumeraba las veces en las que habían podido disfrutar de
completa intimidad, sin estar bajo el yugo de la incertidumbre bélica o en
presencia del alumno del primero dorado, ésa era probablemente la única.
Mu se detuvo unos segundos para degustar su bebida. Apoyó el mentón
en su hombro, rodeándole la cintura.
—¿En qué estás pensando?
Se giró, encarándole. Le quitó la taza de la mano, dejando igualmente su
torso al descubierto.
—Me preguntaba que ves ahora en mí.
Él deslizó los dedos por su cuello, alojándolos en la nuca y atrayendo su
rostro hacia el suyo.
—Al hombre al que deseo.
Se miraron a los ojos, trazando Mu con el pulgar la forma de sus labios.
Virgo correspondió, buscando la atadura de su melena violácea; la peinó hasta
dejarla fluir libre, llegando prácticamente a ras del lecho.
Se rindieron a los prolegómenos de lo que iba a ser un ansiado encuentro.
Durante los tres años pasados desde la victoria sobre Saga, habían recuperado
el tiempo perdido en lo que se refería al conocimiento y expresión de sus
cuerpos.
Para dos practicantes de la meditación, cuyas mentes estaban tan
estrechamente ligadas, la doctrina del Tantra no suponía ningún secreto.

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Terminaron de desnudarse lentamente, tumbándose uno junto al otro entre los
almohadones.
La noche sería eterna, consumiéndola sin prisas. Mu decidió terminar lo
que había empezado, cubriendo cada milímetro de su piel con una pátina del
bálsamo. Empezó por sus brazos, siguiendo luego por las piernas y recalando en
los pectorales.
Shaka se embriaga con el afrodisíaco aroma del aceite. Se acopló a él e
imitó la iniciativa del lemuriano, dejando impresa en su musculatura una
película oleosa, haciendo más placentero el resbaladizo contacto.
Acompasaron las respiraciones, turnándose a la hora de tomar el aire. El
ejercicio de aquel complejo rito implicaba conectar con la pareja, llevarla hacia
un estado en el que cuerpo y alma se distanciaban, con el objetivo de separar las
sensaciones orgásmiscas de sus correspondientes reacciones fisiológicas.
Se besaron, procediendo a atender las zonas erógenas que hasta el
momento habían evitado. Mu se dejó caer por su vientre, recalando en la
erección que los preparativos habían creado. Le recorrió con los labios antes de
introducirse el miembro entre los mismos.
Virgo aprovechó que sus palmas todavía estaban lubricadas para
corresponderle, siguiendo la cadencia que con la boca el otro marcaba. Cuando
sintieron que el primer clímax estaba cercano se detuvieron; Mu se recostó
sobre su fisonomía y calmaron las pulsaciones, quedando preparados para la
unión.
El sexto dorado abrazó su cintura con las piernas facilitándole la
penetración, la cual se consumo en intromisiones sucesivas. Una vez estuvo
alojado en su interior, Aries se colocó de cuchillas, haciéndola más profunda.
Sus movimientos repercutían en él, a semejanza del efecto de las ondas en el
agua. Le estimuló mientras se movía en su cálida estrechez, persiguiendo la
sincronización sensorial.
La mano libre buscó la de Shaka, entrelazándose los dedos con fuerza al
llegar al orgasmo simultáneo. La práctica les hacía capaces de encadenar varios
consecutivos evitando la eyaculación y, por tanto, el desperdicio de energía.
Se retiró de él, tumbándose a su lado para ambos recuperarse,
prodigando más caricias y sintiendo los corazones replicar el uno contra el otro.

18
Shaka se incorporó sobre las rodillas, sosteniendo a Mu para que lo
mismo hiciera. Se fundió en su boca, recorriendo cada recoveco hasta que la
excitación recobró las cuotas necesarias.
Le colocó de cara a la pared, quedando Aries apoyado en la madera. El
hindú se dejó llevar por la pasión que en su condición humana encerraba,
tomando el relevo activo y dilatándole con la ayuda del bálsamo.
Gimió cuando se acomodó entre sus piernas, rozándole los glúteos con la
nueva erección. Se inclinó ligeramente hacia delante, dirigiéndose Shaka hacia
su entrada, presionando con las caderas hasta haberse introducido
parcialmente. Dejó descansar el peso de su cuerpo sobre el suyo, acabando Aries
por apoyar las manos enteramente sobre la madera tras adoptar posición
horizontal.
Tras varias embestidas espaciadas venció a la resistencia, moviéndose con
lentitud, saliendo de él para volver a adentrarse. Mantuvo el ritmo todo lo
posible, hasta que tembló de placer por el segundo clímax.
Los cánticos de las celebraciones exteriores conformaban un barullo
homogéneo, y las velas que les iluminaban se fueron consumiendo, testigos de
cómo se adoraron mutuamente por espacio de horas. Conseguir un próximo
orgasmo requería mayor esfuerzo, mas éstos se iban intensificando hasta llegar
al último, derramando con él la energía acumulada.
Mu adoptó una postura similar a aquélla con la que le había penetrado al
inicio, dejándole a él tendido sobre la mullida superficie. Unió las durezas de
ambos, aplicando el poco bálsamo que les quedaba para lograr una
masturbación doble. Cerraron los ojos, recreándose en una explosión sensorial
que muchos no dudaban en calificar como el trance más cercano al nirvana.
Se dejó caer, extenuado y jadeante. A Shaka, agotado por el maratón
sexual que acababan de librar, tampoco parecían quedarle fuerzas. Bañados en
sándalo, sudor y los restos del semen que finalmente habían liberado, eran
incapaces de emprender otra acción que no fuera limitarse a disfrutar de sus
respectivas presencias.
Mu logró incorporarse sobre un hombro, mirándole a los ojos con una
dulce sonrisa. Había perdido la noción del tiempo, mas le era indiferente si el
sol estaba a punto de emerger, o si aún reinaban las estrellas.

19
—Ni tu poder de caballero, ni el ciclo que te une a la historia, ni siquiera
tu condición divina te servirán para explicarme cómo lo haces para tenerme
cada día más enamorado de ti…
Le besó en la frente, justo sobre el bindi que le tatuó la noche en que se
entregaron la virginidad.
Y él, la reencarnación viviente de Buda, supo que se había librado de las
ataduras que como humano le ligaban a sus antecesores. Si en verdad se le
estaba permitido experimentar la felicidad, aquella habitación y la compañía
eran las cotas más altas que jamás podría rebasar.
El sopor les invadió, cobijándose su amante sobre su pecho; le apartó los
bucles que se empeñaban en quedar adheridos a sus pómulos, y antes de que
éste encontrara el merecido descanso, le susurró unas últimas palabras.
—Ve con ellos, Mu. Deja que sean tu fortaleza, y no permitas que la
tristeza te nuble. Te estaré velando hasta que nos reunamos…
Lo último que el caballero de Aries evocaba de aquello era el calor de sus
brazos. Les quedaban muchos kilómetros que salvar y nuevas vivencias que
compartir, así que durmió tranquilo, sabiendo que al alba, cuando la luz les
alcanzara, sería el oro de sus cabellos lo primero que vería.

-3-

Nada más abrir los párpados reconoció la cama sobre la que había yacido
las últimas horas. No se encontraba en Jamir, ni en el Santuario, ni en la
Bodhnath de sus recuerdos.
Tampoco unos ojos celestes le esperaban en el lecho. En lugar de éstos, el
rosario permanecía intacto sobre las ropas, dobladas y dispuestas en la cómoda.
Mu dejó suspensa la mirada en el infinito, y juró que sentía el aura de
Shaka tan próxima que le quemaba. Rememoró cada pasaje de la reciente
actividad onírica, reparando en un pequeño dato que le llevó a las lágrimas.
No fue un llanto amargo, sino más bien de plenitud. Le bastaron pocos
segundos para constatar que aquella noche en Nepal ambos quedaron dormidos
nada más concluir el episodio erótico. Lo que había experimentado en el
inconsciente no fue un sueño.

20
Sonrió, sabiendo que donde quiera que se encontrase, él había acudido a
su mente para darle un último aliento.
Los temores que podía albergar sobre los próximos acontecimientos se
disiparon, renovándose su vitalidad y el anhelo de encontrar una parcela propia
en ese mundo al que pertenecía.
Tomó el abalorio, y tras repasar las cuentas decidió que no debía
conservarlo por más, pues al igual que las otras posesiones que tenía del
exterior, ya no le era necesario.
Encendió su cosmos para que él pudiera escucharle.
—Hasta que nos reunamos…asceta —dijo, como si fuera un conjuro.
Unos segundos después tocaron a la puerta. Tras recibir permiso, Sibyl
entró en los aposentos. Llevaba un vestido semitransparente adornado con
aguamarinas.
—¿Has descansado? —preguntó en tono conciliador.
Se incorporó en el lecho, secándose disimuladamente el rostro.
—Sí. Gracias por tus atenciones.
—Pronto dará inicio la ceremonia. Las he elegido personalmente, espero
que sean de tu agrado —dijo, señalando las ropas que le había traído.
Mu se levantó, admirando la textura de los tejidos y la sencilla confección
del traje. Le recordaba a las túnicas empleadas por los griegos, salvo que su
largo era mayor y en tonalidad se acercaba al turquesa.
Se puso las prendas, dejando que su hermana se encargara de pulir la
rudeza propia de un guerrero en lo referente a los hábitos de vestimenta. Le
colocó sendas espirales de plata en los antebrazos y cepilló su cabellera,
dejándola lacia y trenzando algunos mechones, los cuáles sujetó con las piedras
semipreciosas que ella misma portaba.
Cuando hubo terminado, le pidió que se mirara al espejo.
Mu observó su imagen. Seguía conservando el porte noble y elegante de
los veinte años, edad que físicamente siempre aparentaría. Su mirada, hasta
hacía unos minutos apagada, se llenó de sorpresa al no reconocerse.
Acostumbrado a las ropas de trabajo y la armadura de combate, su aspecto
diplomático parecía sacado de un libro de leyendas.
Pese a ello, no le desagradaba. Era lo que creía adecuado para el papel
que le correspondía: ser uno de los sabios de Shamballa.

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Sibyl le miró en silencio, orgullosa. El instinto le llevaba a tener con él un
trato casi maternal. Enlazó el brazo derecho al suyo, y juntos pusieron rumbo a
la dependencia donde el Gobernador les esperaba.
—Creo que Kerbeq está entusiasmado —comentó ella—. Ahora ya no será
el único que tenga que aguantar la insistencia de padre para que encuentre
esposa y tenga descendencia.
Mu valoró las palabras de su hermana, acabando por pensar en el
inmenso afecto que había profesado a su discípulo.
—Tuve un aprendiz hasta la pasada noche. Le crié y formé en todas las
facetas posibles, volcando en él mis esperanzas. No fue en vano, es lo más
parecido a un hijo que nunca tendré… —respondió con calma—. Ninguna mujer
merece tener que pasar los años a mi lado, no podría darle lo que necesita.
Sibyl frunció el ceño sin perder la sonrisa.
—¿Por qué afirmas eso?
Y él, haciendo gala de la sinceridad que siempre había llevado por
bandera, le miró a los ojos mientras relevaba su más preciada verdad.
—Porque el amor de mi vida fue otro hombre.
La hermosa lemuriana ahogó una risa espontánea. Cuando estaban
pasando por el arco que conducía a una sala de audiencias abarrotada de
autoridades, alzó los labios, susurrándole al oído aquello que les convertiría en
cómplices por el resto de sus días.
—No se lo digas a nadie, será nuestro secreto… yo soy lesbiana.

.: Fin :.

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