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LA GUÍA AZUL

La Guía Azul sólo conoce el paisaje bajo la forma de lo


pintoresco. Es pintoresco todo lo que es accidentado. En la
Guía Azul se reencuentra la promoción burguesa de la
montaña, el viejo mito alpino (viene del siglo XIX) que
Gide asociaba con toda justicia a la moral helvético-
protestante y que siempre funcionó como una mezcla bastarda
de naturalismo y puritanismo (regeneración por el aire
puro, ideas morales ante las cumbres, el ascenso como
civismo, etc.). Entre los numerosos espectáculos promovidos
por la Guía Azul con existencia estética, difícilmente se
encuentra la llanura (salvo cuando puede decirse que es
fértil), jamás la meseta. Sólo la montaña, la quebrada, el
desfiladero y el torrente pueden acceder al panteón del
viaje, sin duda por el hecho de que parecen sustentar una
moral del esfuerzo y de la soledad. El viaje de la Guía
Azul se revela, así, como un ordenamiento económico del
trabajo, el sucedáneo fácil de la marcha moralizante. Es
bueno recordar que la mitología dé la Gula Azul proviene
del último siglo, de esa fase histórica en que la burguesía
gozaba de una especie de euforia absolutamente fresca al
comprar el esfuerzo, conservar la imagen y la virtud de ese
esfuerzo y, a la vez, no sufrir sus molestias. En
definitiva, muy lógica y estúpidamente, la ingratitud del
paisaje, su carencia de amplitud o de humanidad, su
verticalidad, tan contraria a ¡a felicidad del viaje, son
los elementos que le otorgan interés. En última instancia,
la Guía podrá escribir fríamente: "La ruta se vuelve muy
pintoresca (túneles)": poco importa que no se vea nada más,
puesto que aquí el túnel se ha convertido en el signo
suficiente de la montaña; es un valor fiduciario lo
bastante fuerte como para que uno ya no se preocupe de
cobrarlo. Así como se adula a la montuosidad hasta el
extremo de aniquilar los otros tipos de horizontes, la
humanidad del país desaparece en provecho exclusivo de sus
monumentos. Para la Guía Azul los hombres sólo existen como
"tipos". En España, por ejemplo, el vasco es un marino
aventurero, el levantino un jardinero alegre, el catalán un
hábil comerciante y el cántabro un montañés sentimental.
Volvemos a encontrar aquí el virus de la esencia que está
en el fondo de toda mitología burguesa del hombre (motivo
por el cual tropezamos con ella tan a menudo). La etnia
hispánica se reduce a un vasto ballet clásico, a una suerte
de comedia del arte muy cuerda, cuya tipología sirve para
enmascarar el espectáculo real de las condiciones, de las
clases y de los oficios. Socialmente, para la Guía Azul.,
los hombres existen únicamente en los trenes, donde pueblan
una tercera clase "mezclada". Por lo demás, sólo sirven
como elementos introductorios, componen un gracioso
decorado novelesco, destinado a rodear lo esencial del
país: su colección de monumentos. Aparte de sus
desfiladeros salvajes, lugares de eyaculación moral, la
España de la Guía Azul conoce un solo espacio: el que teje
a través de algunos vacíos innombrables una cadena apretada
de iglesias, sacristías, retablos, cruces, custodios,
torres (siempre octogonales), grupos esculpidos (la familia
y el trabajo), portales romanos, naves y crucifijos tamaño
natural. Como se ve, todos esos monumentos son religiosos,
pues desde un punto de vista burgués resulta poco menos que
imposible imaginar una historia del arte que no sea
cristiana y católica. El cristianismo es el primer
proveedor del turismo y sólo se viaja para visitar
iglesias. En el caso de España ese imperialismo es
bufonesco, pues el catolicismo se presenta a menudo como
una fuerza bárbara que ha degradado estúpidamente los
logros anteriores de la civilización musulmana. La mezquita
de Córdoba, cuya maravillosa selva de columnas está
permanentemente obstruida por pesados altares, o
determinado sitio desnaturalizado por el vuelo agresivo de
una Virgen monumental (franquista), deberían incitar al
burgués francés a entrever por una vez en su vida que
también existe un reverso histórico del cristianismo. En
general, la Guía Azul testimonia la vanidad de toda
descripción analítica que rechaza a la vez la explicación y
la fenomenología: no responde a ninguna de las preguntas
que un viajero moderno puede plantearse cuando atraviesa un
paisaje real, que existe. La selección de los monumentos
suprime la realidad de la tierra y la de los hombres, no
testimonia nada del presente, es decir histórico; por eso,
el monumento se vuelve indescifrable, por lo tanto,
estúpido. De esta manera, el espectáculo está
permanentemente en vías de aniquilación y la Guía se
convierte, por una operación común a toda mistificación, en
lo contrario de lo que pretende, en un instrumento de
ocultamiento. Al reducir la geografía a la descripción de
un mundo monumental e inhabitado, la Guía Azul expresa una
mitología ya superada por una parte de la misma burguesía.
Es evidente que el viaje se ha convertido (o vuelto a
convertir) en una vía de aproximación humana y no ya
"cultural". Otra vez (quizás como en el siglo XVIII) el
objeto fundamental del viaje está constituido por las
costumbres en su forma cotidiana y la geografía humana, el
urbanismo, la sociología, la economía, trazan los cuadros
de los verdaderos interrogantes de hoy, inclusive las
preguntas más profanas. La Guía Azul se ha detenido en una
mitología burguesa parcialmente perimida: aquella que
postulaba el arte (religioso) como valor fundamental de la
cultura, pero que sólo consideraba sus "riquezas" y sus
"tesoros" como un almacenamiento reconfortante de
mercancías (creación de los museos). Esta conducta traducía
una doble exigencia: disponer de una coartada cultural tan
"evadida" como fuese posible y, al mismo tiempo, mantener
esa coartada en las redes de un sistema numerable y
apropiativo, de manera que en cualquier momento se pudiese
contabilizar lo inefable.
Obviamente este mito del viaje se vuelve completamente
anacrónico, aun en el seno de la burguesía, y supongo que
si se confiara la elaboración de una nueva guía turística,
por ejemplo a las redactoras de L'Express o a los
redactores de Match, se vería surgir, aunque también fueran
discutibles, países totalmente distintos: a la España de
Anquetil o de Larousse sucedería la España de Siegfried y
luego la de Fourastié. Ya es posible ver en la Guía
Michelin cómo el número de cuartos de baño y de cubiertos
de hoteles rivaliza con el de las "curiosidades
artísticas": los mitos burgueses tienen, también, su
geología diferencial. Es verdad que, en lo que concierne a
España, el carácter enceguecido y retrógrado de la
descripción es el que mejor conviene al franquismo latente
de la Guía. Al margen de los relatos históricos propiamente
dichos (por lo demás escasos y pobres, pues se sabe que la
historia no es una burguesa correcta), relatos en los que
los republicanos siempre son "extremistas" dedicados a
despojar las iglesias (pero nada sobre Guernica) mientras
los buenos "nacionales" ocupan su tiempo en "liberar"
gracias a sus "hábiles maniobras estratégicas" y a
"resistencias heroicas", señalaré la floración de un
soberbio mito-coartada, el de la prosperidad del país.
Claro está, se trata de una prosperidad "estadística" y
"global" o, para ser más exacto, "comercial". La Guía no
nos dice, por supuesto, cómo está repartida esa hermosa
prosperidad. Sin duda se trata de una distribución
jerárquica, puesto que se nos precisa con claridad que "el
esfuerzo serio y paciente de este pueblo ha llegado hasta
la reforma de su sistema político, a fin de obtener la
regeneración por la aplicación legal de sólidos principios
de orden y de jerarquía".

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