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Salvador Bayona

XXV.- EL SECRETO, REVELADO

- ¿Dónde están ahora tus socios? –preguntó él al entrar en la


habitación del hotel de París donde se alojaba-.
- Se han marchado hoy a Le Vésinet, a fotografiar la antigua casa de
Utrillo, y a visitar un antiguo almacén que, según parece, podría
conservar algunos lienzos limpios de los años cincuenta. En
cualquier caso les interesa dejarse ver por allí –respondió Susana
fingiendo no dar importancia a sus propias palabras-. Igual que a
mí, que además de los asuntos propios de la galería, me conviene
hacerme notar por París y preparar un poco el terreno para que se
intuya lo que estamos buscando. No creo que vuelvan antes de la
noche, así que tenemos todo el día para nosotros.
A Fancesco no le agradaba especialmente encontrarse con ella en
hoteles, aunque se tratara uno tan especial como aquel George V, pero ésta
era prácticamente la única forma que tenían de verse. Él, que siempre había
sido un hombre especialmente perceptivo, y para quien la edad había
supuesto una mejora de sus habilidades naturales, notó cierta inquietud en
la forma de comportarse de su joven amante. Apenas hacía cuatro meses
desde su primer y brutal encuentro en la galería, pero la tórrida relación que
ya se había establecido entre ellos le llevaba a poder intuir su pensamiento
sólo con mirar la expresión de su rostro; y hoy, en contra de la seguridad
que destilaba habitualmente Susana en cada una de sus palabras, parecía
que se había levantado entre ellos una especie de barrera que les impedía
alcanzar aquella comunicación visceral de la que la pasión con la que se
entregaban a los juegos amorosos era sólo una pequeña parte.
- ¿Hay algo especial que quieras contarme?

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- Sí. Pero no sé cómo empezar –la expresión de su rostro y el tiempo


que se tomó en hablar habían respondido por ella-. Tengo una
sensación extraña, como si lo que tengo que decirte fuera a tener
unas consecuencias terribles, pero no acierto a saber cuáles pueden
ser. Lo que sí sé es que me encuentro en una situación que no
encuentro forma de resolver por más que lo intento.
- No tienes de qué preocuparte –dijo él acariciando su mejilla-, ya
sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad?. Dime cuál es el problema,
si hay alguno, y juntos encontraremos la solución.
- Bien. Pero prométeme que no harás nada sin consultármelo primero.
- Prometido.
- ¿Recuerdas los papeles de Alt Ausee de los que te he hablado?
- ¿Cómo olvidarlo?. Has de saber que tengo grandes planes con ellos.
Pero necesitaré que me facilites una copia cuando llegue el
momento.
- No los tengo yo, ya lo sabes, y es muy poco probable que quien los
tiene en su poder permita que los copie. Cuando Eduardo nos
propuso el negocio se reservó el derecho en exclusiva sobre los
cuadernillos porque quería trabajar únicamente con obra extraviada.
Nunca he entendido el porqué y, en realidad, hasta hace poco no me
había importado, ya que parecía que el asunto podía durar años,
pero ahora creo que todos sobreestimamos el negocio de la obra
perdida. Según como se mire, tres cuadernillos pueden dar para
mucho o para muy poco, según sea el criterio que se utilice, y creo
que estamos en ésta última situación. Mucho me temo que el
expediente de Alt Ausee ya se ha cerrado para nosotros. Pero lo
peor no es eso. Eduardo quiere retirarse.
- ¿Y porqué ha de ser malo eso?. En cuanto tenga su retiro
cómodamente asegurado no tendremos más que seguir su trabajo
donde él lo dejó.
- No conoces a Eduardo. Es un viejo encantador, pero enormemente
terco. Hace poco Guillermo me contó que la misma noche que tú
apareciste le confesó que preferiría quemar los papeles antes de
dejar que cayeran en otras manos... y creo que se refería a las tuyas.
Aquella era una noticia terrible en verdad. La posibilidad de contar
con una herramienta como los cuadernillos, capaz de certificar el origen de
más de cuatrocientas obras de arte había supuesto una posibilidad de
negocio inmensa sobre la que Francesco se había creado grandes
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expectativas. De hecho ya había comenzado a organizar gran parte de la red


de empresas y testaferros que le permitirían hacerse con una posición de
privilegio en el mercado europeo del arte y las antigüedades, un trabajo que
sin aquellos papeles resultaría baldío e imposible.
- ¿Crees tú que hay posibilidad de... adquirirlos a algún precio?
- No lo sé. A Eduardo le gusta el dinero como a todo el mundo, pero
él mismo sabe que podía haber ganado mucho más utilizando los
cuadernillos de otra forma. Me consta que en el listado figuran unas
cuantas obras maestras, pero parece que él haya preferido centrarse
en autores menores, que es lo que hemos hecho hasta ahora.
No podía dejar de pensar en todos los preparativos que había
llevado a cabo durante los últimos dos meses, desde que Susana le confiara
el secreto de los cuadernillos de Alt Ausee. No había sido del todo sincero
con ella. Realmente había confiado en hacerse con los documentos en un
breve plazo de tiempo y, a partir de ahí, hacer crecer el negocio hasta
conseguir que ni una sola pieza de arte clásico se comprara o vendiera en
Europa sin su conocimiento. Pero, sobre todo, no podía dejar de pensar en el
descrédito que supondría no llevar adelante aquello que se había propuesto.
En su fuero interno estaba convencido que el respeto que se había granjeado
entre los restantes miembros de la familia Scarampa, algunos de los cuales
habían pusieron en duda su liderazgo cuando asumió la responsabilidad
familiar, se debía exclusivamente al éxito de sus nuevos proyectos, gracias a
los cuales habían ampliado su capacidad de influencia y su patrimonio. A
pesar de ello sabía que algunos de los Scarampa esperaban un paso en falso
para reabrir el debate del liderazgo del clan.
Ahora se daba cuenta de que, arrastrado por la necesidad de
afianzarse, se había precipitado y que esto ponía en evidencia que nunca
tendría el carácter suficiente como para cohesionar de nuevo a toda la
familia, como hacía años había hecho Beppo, el gran mito, con quien todos,
de una manera u otra, le comparaban.
Sabía que debía contenerse para dominar el creciente desasosiego,
próximo a la ira, que pugnaba por tensar todo su cuerpo. Y, de pronto, tomó
una decisión respecto al profesor que, no por habitual, resultaba menos
difícil, aunque decidió ocultársela a Susana debido a los escrúpulos poco
pragmáticos de ésta. A fin y al cabo se trataba de una simple cuestión de
negocios, aunque se tratara de un inmenso negocio y, como tantas otras
veces, debería de ser capaz de pasar por encima de sus propios prejuicios
morales para defender lo suyo, y lo de las personas que de sus decisiones

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dependían. Y ella todavía no estaba preparada para entender el verdadero


peso de la responsabilidad que él llevaba sobre los hombros.
- ¿Dónde guarda los papeles?
- ¿Qué piensas hacer?
- Por ahora nada, pero llegado el momento habrá que actuar en
consecuencia –dijo secamente-. ¿Dónde guarda los papeles?.
- No quiero que le hagas daño.. Me has prometido que no harías nada
sin consultármelo antes.
- Es absurdo dejar que la obstinación de un viejo profesor se
interponga entre nosotros y el negocio del siglo –dijo asiéndola
fuertemente de los brazos y zarandeándola- ¿Dónde guarda los
papeles?, ¿en su casa?
- ¡No lo sé! –Susana comenzó a llorar-, ¡me haces daño!
Por un momento había perdido el control de sí mismo. La expresión
aterrada de Susana, que había conseguido escapar de sus manos y lloraba
ahora, boca abajo, sobre la cama, le había devuelto a la realidad y a
compartir con ella el terror por sí mismo.
De pronto se sorprendió al descubrir que realmente le había
importado permitir que su yo violento, aquel con el que había luchado
desde niño, aflorara ante aquella mujer, y sintió que debía de hacer algo para
corregir su comportamiento. Se acercó lentamente y, recostado junto a ella,
comenzó a acariciarle el pelo con suavidad. En aquel momento hubiera
deseado encontrar algo amable que decir, algo que excusara su naturaleza,
pero ya hacía años que buscaba estérilmente una respuesta y en esta ocasión
tampoco pudo hacer otra cosa que articular una frase fuera de contexto:
- ¿Te he contado ya que la amante de mi padre también se llamaba
Susana?
Los enrojecidos ojos de ella se volvieron desconfiadamente hacia él.
Era obvio que había entendido su esfuerzo, pero aún buscaba una respuesta
a lo que acababa de pasar.
- No lo sé –dijo él, como si respondiera a una pregunta no formulada-
imagino que me dejé llevar. Lo lamento... de verdad. Sólo el pesar
que podía haberte hecho daño me da escalofríos. Estoy avergonzado
y espero que me perdones.
Un súbito abrazo interrumpió sus palabras. Susana le había rodeado
con sus brazos y, ocultando el rostro en su pecho, lloraba
desconsoladamente, con mayor fuerza que hasta entonces. Francesco,

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desconcertado, acariciaba cariñosamente su espalda sin saber si haría bien en


besarla.
- No quiero tenerte miedo –dijo ella al final-, pero hoy he sentido algo
que no sentí ni tan siquiera el primer día, y no me ha gustado.
- Lo sé. Lo sé. No volverá a suceder.
- Júrame que no harás nada sin que yo lo sepa.
- Te lo juro. Pero voy a tener que vigilar a tu profesor. Hay demasiado
en juego como para permitir que se pierda sin más.
- No quiero que le pase nada.
- Y no tiene porqué pasarle. Mira –dijo tomando una libreta de finas
hojas con el membrete del hotel y garabateando en ella con su
inconfundible caligrafía-, voy a apuntarte el nombre y el teléfono de
la persona a la que voy a encargar la vigilancia del profesor. Cuando
vuelvas a la galería llámale y habla con él. Ya lo conoces de la noche
en que nos vimos por primera vez, pero no te hagas una falsa idea:
se trata de un buen hombre, respetuoso y educado. Quiero que
hagas una cosa, para que te quedes tranquila: sólo cuando estés
segura de que se trata de la persona adecuada, entonces tú misma le
darás toda la información acerca del profesor para que pueda hacer
su trabajo. Si no te convenciera no tienes más que decírmelo y te
enviaré a otro; así hasta que encuentres a la persona en quien
puedas confiar. ¿Estás de acuerdo?
Ella levantó la mirada con ternura. Él mismo le había puesto al
corriente de algunas de sus actividades, la menos escabrosas, pero sin duda
la idea que debía tener acerca de él no estaría muy lejos de la imagen de los
típicos mafiosos del cine, por ello era de esperar que una mujer inteligente y
sensible como ella apreciara en toda su magnitud este gesto, por el que en
teoría dejaba en sus manos la seguridad de sus amigos.
- Enzo Mantin –leyó Susana con curiosidad-.
- Es el hijo de Eric Mantin y Laura Mella.
- ¿El hijo?, pero Eric no era...
- Sí. Sin embargo se casaron y vivieron juntos y felices durante
muchos años. Y siguieron vinculados a la familia Scarampa, como
sus hijos hasta el día de hoy.
- ¡Gracias! –Susana le abrazó nuevamente, y comenzó a llenarle de
besos-.

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- Tú, por tu parte, será mejor que sondees al profesor acerca del
precio que pondría a los documentos. Si hemos de pagar por ellos,
pagaremos.
Una sombra, como de culpabilidad pareció sobrevolar su espíritu en
aquel momento, pues ya hacía tiempo que había averiguado de Eduardo
Serva todo lo que necesitaba para poder controlar todos y cada uno de sus
movimientos, y había decidido que aquella tarde, en cuanto hicieran el amor
y él volviera a su hotel, llamaría a España y daría orden a Enzo de que
entrara discretamente en casa del profesor para buscar aquellos documentos.

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