LA VERA CRUZ EN BUSCA DE SUS RESTOS
Era el día de la preparación de la Pascua, hacia la hora sexta, cuando Poncio Pilato, gobernador de la provincia de Judea –en tiempos del emperador Tiberio– entregó a la furia de los sacerdotes y a los miembros del Consejo del Sanedrín al hombre que había llegado hacía unos días a Jerusalén para predicar, precedido de la fama de haber realizado algunos milagros. Pilato lo había interrogado con bondad predispuesto a absolverlo, pero ellos gritaron: “¡Fuera, fuera! ¡Crucificadle!” (Juan 19:14-15). Pero Jesús no era romano y el gobernador no estaba investido del “derecho de muerte” como el legado imperial. En mitad de la confusión de poderes que reinaba en Judea, se buscaba que Pilato ratificase la condena pronunciada por el Sanedrín. La acusación del pueblo judío contra el reo parecía clara: “Nosotros tenemos una ley, y según esa ley debe morir porque se ha hecho hijo de Dios”.
LA CRUCIFIXIÓN
La crucifixión estaba solamente reservada a los esclavos y para los delitos de ignominia, lo que quiere decir que Jesús fue tratado como un bandido o un salteador de caminos al que se le privó del honor de morir decapitado con la espada –como moriría años después en Roma–. Jesús fue entregado a un destacamento de tropas auxiliares al mando de un centurión y junto a dos ladrones
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