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La guerra de los Cuatro Amaneceres: La Octava Familia, #2
La guerra de los Cuatro Amaneceres: La Octava Familia, #2
La guerra de los Cuatro Amaneceres: La Octava Familia, #2
Ebook387 pages5 hours

La guerra de los Cuatro Amaneceres: La Octava Familia, #2

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About this ebook

Por fin la segunda parte de la saga de la Octava Familia, que continúa la historia relatada en "Dos Asesinos".

La guerra total entre las Familias ha estallado y viene a cobrarse su tributo en sangre, sea de culpables o inocentes.

Nero se encuentra atrapado en la ciudad con Roger y sus rebeldes, cuando el Condottiero acude a cazarlos al frente de sus mejores.

Mientras, César Santiago y Tetsuo Hinata, su mayor enemigo, chocan cuernos como animales de pelea, bajo la atenta mirada del resto de familias, que intervendrá para conseguir su parte del botín.

Y de fondo, el asesino en serie al que apodan el Carroñero sigue con su plan secreto, uno que puede cambiarlo todo y que inevitablemente entra en ruta de colisión con la guerra de familias.
Cuatro noches se iluminarán con el fuego de la guerra y cuatro amaneceres despertarán con heridas que sangran.

LanguageEspañol
PublisherIsaac Belmar
Release dateApr 21, 2014
ISBN9781498995894
La guerra de los Cuatro Amaneceres: La Octava Familia, #2

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    La guerra de los Cuatro Amaneceres - Isaac Belmar

    LA GUERRA DE LOS CUATRO AMANECERES

    LA OCTAVA FAMILIA. PARTE 2

    Isaac Belmar

    Puedes seguir al autor y todas las novedades en Twitter http://twitter.com/hojaenblanco1 o bien en su página web http://www.hojaenblanco.com

    © 2013 Isaac Belmar. Todos los derechos reservados.

    Prólogo

    ✫ ✫ ✫

    Niños.

    Eso había traído Roger a esta guerra. Un ejército de niños. Lo único que había podido reclutar para su cruzada, lo único que creyó en sus promesas de gloria como cantos de sirena. Porque siendo niños no tenían ni idea de que esto dolía. Se han dado cuenta por fin de la amarga lección, de que éste no era un juego de trajes caros y pistolas relucientes, que mostrar a las chicas para impresionarlas.

    Uno de los rebeldes de la Octava tenía la cabeza entre las rodillas, el traje sucio, la corbata floja y la camisa desabrochada. Apenas debía haber cumplido veinte, sujetaba su arma con una mano temblorosa y luchaba por ocultar su pánico. De vez en cuando, al intentar coger aire en su pecho abrazado por el terror hasta ahogarlo, sollozaba muy quedo, intentando que no le oyéramos.

    Otro de los críos de Roger ya no derramaba lágrimas ni temblaba, aunque hacía minutos se desangraba a unos metros de mí, llorando y llamando a su madre.

    El médico que nos acompañaba no pudo más que rendirse en el pulso con la muerte y cubrirlo con una manta de esas plegables y plateadas, para tapar el destrozo y que las moscas que rondaban no se cebaran, ni en sus heridas ni en su dignidad. Aterrizaban como diminutos buitres en el borde del charco de sangre, que comenzaba a desbordar por debajo de la cubierta. Roger estaba con la cabeza baja al lado del cadáver del muchacho al que había capitaneado hasta la muerte, si no lo conociera bien diría que rezaba por él.

    Pulsé el botón de la culata que liberaba el cargador de una de mis armas. Éste se deslizó suavemente hasta la palma de mi mano, estaba vacío y conté lo que podía darle. Con tres magras balas podía alimentarlo, tres balas para todos los que nos rodeaban. Dos en realidad, si la última había de ser para mí. Así que tendría que hacer que contaran.

    Con cuidado las metí en el cargador, como un artesano que pone las piezas de su obra.

    Y allí estábamos, acorralados en nuestra huida hasta un edificio que ya se caía él solo a pedazos, en lo más hondo de los barrios del Norte. Entre todos lo herimos tanto en la batalla que hincará la rodilla y se derruirá antes de lo que le tocaba. Echando un vistazo a la mugrosa estancia no creo que la casa lamente una muerte más rápida de la que le esperaba sin nosotros, porque puedes lamentar muchas cosas de la muerte, pero no que se dé prisa en su tarea.

    El suelo estaba tiñoso y lleno de escombro, polvo y pedazos de pared. Ésta estaba tan agujereada que la luz del sol, que había salido un instante como un oasis entre tanta lluvia, entró por los mil agujeros de bala que habían horadado los muros. Lo hacía en delgados haces de luz, que atravesaban la penumbra de la habitación por todas partes y en los cuales flotaba el polvo; tranquilo, perezoso como una mañana de verano, como si todo el caos que nos había empujado hasta allí no fuera con él.

    En ese segundo de tregua tras la furia, con la luz, el polvo y el silencio, se estaba bien, se estaba sereno. O yo lo estaba, porque este umbral que pisas antes de llegar a tu muerte ya lo había visitado otras veces.

    La primera de ellas me impresionó, sobrepasándome igual que al chico que sollozaba sentado en el suelo cerca de mí, qué vergüenza cuando lo recuerdo. La segunda vez apreté los dientes y no aparté la vista del lugar al que me iba a ir de un disparo, hasta que Roger se interpuso y lo evitó.

    En esta tercera ocasión estoy bien, cuando atraviese el umbral descansaré por fin.

    Pero hasta entonces, haré que duela a quien quiera llevarme allí.

    Empujé el cargador de nuevo a su sitio, hasta escuchar el familiar clic. Después tiré de la corredera de la pistola para meter una bala en la recámara.

    El sol, que había salido como una esperanza entre tantas nubes y tantas lluvias, se escondió de nuevo. No quiso ver lo que iba a pasar.

    Compases de melodía triste se colaron por las grietas, sonaba aquella música melancólica de nuevo. Todos miramos hacia las ventanas.

    Ya venían.

    Otra vez.

    Ojo de águila

    ✫ ✫ ✫

    Si vas ganando busca el orden. Si vas perdiendo, busca el caos. El libro de estrategias de la Octava Familia era claro.

    Observaban un mapa de la ciudad en papel, desenrollado sobre una mesa desvencijada y con pistolas plateadas haciendo de pisapapeles en las esquinas. Llevaban grabadas las alas de la Octava Familia, pero eran alas traidoras, pensó Nero, como las suyas, que descansaban enfundadas cerca de su pecho. No deberían usar las armas para tener el plano, el edificio infecto en el que se escondían se caía a pedazos y había escombro y trastos suficientes para hacer esa tarea.

    Roger miraba el mapa inclinado sobre él, con ojos de águila sobrevolando en busca de presa. Y en busca del caos.

    Sus escasos fieles en la ciudad se arremolinaban alrededor, en segundo plano y esperando. Eran los dos hombres que le habían acompañado todo el tiempo, el médico más el joven guardaespaldas del capitán, León. También un equipo de otros seis, que había volado por los aires el laboratorio de César Santiago y cuya Especia Negra incendiada todavía se retorcía hacia el cielo, en nubes oscuras de humo que los bomberos no habían podido domar aún, ni siquiera con la ayuda de la lluvia que apenas daba tregua. Aquellos seis tenían la delgada sonrisa de los ufanos por su tarea, lo que los delataba a ojos de Nero como novatos jugando a un juego. Ni siquiera la perspectiva de estar atrapados en la ciudad, marcados por la policía y en el punto de mira del Condottiero y sus leales, les quebraba la moral y las ganas de volver a golpear. De momento todo aquello eran amenazas lejanas, de oídas, cuando les rozaran las garras quizá los rostros cambiarían. Además, estaban con Roger y sumergidos en el aura de carisma de su líder, famoso por esquivar a la muerte hasta en las peores circunstancias. Eran muy jóvenes como para haber visto a su capitán actuar en persona y se guiaban por leyendas.

    Roger señaló un punto y todos miraron.

    —Aquí —repiqueteó con el dedo en el mapa varias veces—. Aquí va a ser.

    Todos asintieron, dando la impresión a Nero de que no entendían siquiera a lo que estaban diciendo que sí. Si el dedo de Roger se levantara del mapa y apuntara a la ventana por la que entraba la gris luz y la humedad de la lluvia, correrían todos a saltar por ella.

    Nero, más atrás que los demás, estiró algo el cuello para ver dónde había caído la guillotina del capitán.

    —¿Vas a robar los casinos De Marco? —Preguntó el hijo de la Octava.

    Todos le miraron, alguno como si hubiera cometido el sacrilegio de hablar cuando correspondía a su líder.

    —Eres un hombre muy gracioso, Nero —contestó Roger sin dejar de observar el mapa—. ¿Te lo había dicho ya? No voy a robar los casinos. Voy a volar uno por los aires, con lo que nos ha sobrado de la fiesta en el laboratorio de Santiago. No será difícil, los De Marco apenas tienen un puñado de hombres aquí, son los más vulnerables ahora mismo.

    —¿Y por eso los eliges? Ya tienes a la policía, a los Santiago, a la Octava Leal —aquel leal causó un murmullo en el escuálido ejército de Roger, era una puñalada que Nero no se molestó en disimular— ¿No tienes bastantes enemigos en los talones que quieres otro más?

    —No te enteras, Nero —le contestó Roger mirándole al fin, con los dos brazos firmemente apoyados en la mesa y el mapa—. Por eso te quedaste siempre en matón de infantería.

    —Cállate, Nero, no repliques a tu capitán —intercedió León, el rebelde que le había suministrado su nuevo teléfono móvil, grabado con alas rojas y como si eso le hiciera un rebelde más—. Además, ¿por qué le tenemos con nosotros? No es más que un peligro —terminó el guardaespaldas dirigiéndose a Roger.

    O León era muy tonto o muy valiente para decirlo a la cara, Nero nunca pudo distinguir demasiado esas dos cualidades, la norma habitual en las intrigas familiares era cuchichear esas cosas por la espalda, pero abiertamente le desafío el muchacho.

    El comentario resbaló por una de las habituales sonrisas inclinadas de Roger.

    —Nero, si tenemos a Santiago queriendo hundirnos en mierda como hizo con los abuelos Hinata, es por tu culpa. Por tu numerito inútil de rescatar princesas en peligro, en vez de haberle metido dos tiros a César o morir en el intento.

    —No retuerzas las palabras, Roger —Nero le faltó al respeto, no lo llamó capitán y eso endureció el gesto del líder rebelde—. Eso es lo único en lo que eres bueno. Tú has levantado ese humo negro —señaló hacia la ventana—, eso le importa mucho más a Santiago que lo que yo hice.

    —¿Y crees que él sabe quién voló su laboratorio? ¿Crees que va a creer al Condottiero cuando le diga que él no fue? Dejamos bastantes huellas de la Octava por todas partes, con suerte en cuanto nuestro querido ex-líder asome la cara por aquí, Santiago se la volará y nos quitará un problema. Además, Santiago no sabe ni quiénes somos.

    —Ahora sí, con nuestros datos en manos de la policía, Santiago también los tendrá.

    Roger se irguió, los brazos en jarras estirando el traje impecable.

    —Pero seguramente los De Marco aún no, así que podremos entrar. Santiago me da igual, no somos nadie para él, Silvio lo sabe, su estratega no le recomendará centrarse en nosotros. Sería una idiotez con todo lo que se le viene encima en la guerra. A menos, claro está, que ande muy cabreado porque alguien le roba zorras en la noche —acusó a Nero, devolviendo la puñalada de llamar leal a la otra Octava.

    —Tú verás —concluyó el hijo de la Octava, malo en batallas con palabras, en las que Roger era maestro.

    —Sí, por supuesto que lo veré yo —zanjó Roger—. Volaremos uno de los casinos gemelos. Ya que los De Marco no han venido por el asesinato de Claudio, los sacaremos de su guarida como a las alimañas, con humo y fuego que les obligue a salir —las palabras de Roger se aceleraron un poco, su mirada se perdió levemente, el mesías predicaba en la montaña y sus fieles sentían la llama sobre sus cabezas—. Meteremos a los De Marco en este campo de batalla para que la policía, los Santiago y el Condottiero tengan una ficha más de la que ocuparse. En ese caos golpearemos de nuevo como un relámpago donde haga falta, mientras ellos se vigilan y se matan. Ser pocos, pero ser los mejores, será nuestra ventaja —murmullos de aprobación recorrieron las filas, Nero se cruzó de brazos—. Lo haremos hoy mismo, he estado en esos casinos más de una vez, invitado por los propios De Marco. Por supuesto aproveché para ver cuál sería la mejor manera de hacerlos ceniza —se encogió de hombros Roger con una sonrisa—. Es lo que hacemos en la Octava cuando nos invitan a una casa.

    Su concurrencia rió divertida junto con él, Nero el único que no concedió ese gesto. Roger prosiguió.

    —Nos haremos con un par de vehículos y los cargaremos hasta arriba de explosivo, los dejaremos por la tarde y estallarán en el aparcamiento subterráneo esta misma noche. Si los ponemos en un par de sitios buenos, derribarán todo el casino como un castillo de cartas.

    Todos asintieron y los que las habían prestado para sujetar el plano cogieron sus armas. Nero no se movió, pero habló.

    —Si lo haces esta noche matarás a un montón de gente. Lo sabes, ¿no?

    Se quedaron congelados en lo que estaban haciendo, observando a Nero como el conejo que aparece por equivocación en la guarida de los lobos. Roger abrió los brazos y le replicó, como al crío incorregible.

    —¿Y? Por eso precisamente. Si quiero aliviar la presión de la policía en estas calles y sacarla hacia la Zona Verde necesito víctimas. Andando.

    Con chasquido de armas todos se movieron y comenzaron a preparar sus tareas, cogiendo explosivo de las mochilas cercanas, comprobando detonadores, cargas y fusiles de asalto enormes, que habían traído para echar abajo la puerta y los cimientos del laboratorio de Santiago. Dos de los hijos de Roger salieron a hacerse con vehículos con los que acceder al casino.

    —¿Adónde vas tú, Nero? —Le preguntó el capitán, cuando lo vio dirigirse en silencio hacia la roñosa puerta de la calle.

    —No me necesitas para esto, ya volveré.

    Roger emitió un sonido de desaprobación.

    —Estáte atento a tu nuevo móvil, ¿de acuerdo?

    —Claro —dijo Nero, con el tono menos convincente que pudo encontrar entre sus escasas palabras.

    Cerró la puerta desapareciendo por ella, León se acercó a Roger.

    —No sé por qué le permites esas faltas de respeto. Yo digo que lo matemos la próxima vez que lo veamos.

    El capitán sublevado puso una mano en el hombro de su fiel, intentando transmitir su calma a través de una sonrisa leve.

    —Nos será útil, no te preocupes, lo tengo todo controlado.

    Saludos

    ✫ ✫ ✫

    —Mi hija estará presente y escuchará todo lo que hablemos —ladró César Santiago ante la cara de Silvio, su Strategos.

    Éste la había torcido levemente y había enmudecido, ante la presencia de la chica en el despacho principal de El rey de Francia. Iban a deliberar el primero de los movimientos en la guerra de la Familia Santiago, lo que significaba que Silvio especificaría qué hacer con su habitual nivel de detalle exhaustivo y César, simplemente, asentiría entendiendo sólo la mitad, pero arrogándose luego el mérito completo. No importaba, porque el que sostiene en las sombras los hilos, no debe ser visto. Además, Silvio sabía que nadie con medio cerebro creería que el patriarca de los Santiago era capaz de delinear una estrategia más allá de comer, beber, drogarse y comprar nuevas prostitutas.

    Silvio siguió en silencio unos instantes más, acabaría teniendo que ceder, pero no lo haría sin que se notara su verdadera opinión.

    —Es el futuro de los Santiago —prosiguió César, mirando de reojo a ambos, que callaban y estaban serios, uno lo hacía por desacuerdo y la otra fingiendo un poco de vergüenza por lo ocurrido con Nero y toda la historia del Carroñero—. Lara tiene que estar al tanto de lo que ocurre y lo que hacemos, debe aprender de esta guerra para las que vengan luego. Aunque esperemos que no haya otras si el proyecto Anochecer sale bien.

    Lara sabía que se quedaría a la reunión y que todo lo que había hecho se quedaría en travesura a los ojos de su padre. Los incendios en el humor de César Santiago empezaban con un relámpago y se marchaban con otro. Un poco de ojos mirando al suelo, unos morritos, dos palabras dulces y papá no podía negarle nada a su niña y heredera. Todos allí lo sabían, pero por unos minutos jugaron a que no.

    El tiempo era poco y valioso, Silvio se aclaró la voz para comenzar y desplegó un gran mapa de papel sobre la mesa, era la telaraña de calles de la ciudad, anotada mil veces al margen, con flechas, marcas, equis y puntos por todas partes. Silvio era de los buenos y de los viejos, desconfiaba de la tecnología y más en tiempos de guerra. Lo que le había pasado a ese grupo rebelde de la Octava, que se había quedado atrapado en la ciudad, era una señal en el cielo para todos. Había tardado poco en llegar la identidad de los hijos sublevados a las manos de la Familia Santiago, en cuanto la policía dispuso de ella. Silvio señaló más allá del río en el mapa.

    —La guerra se librará principalmente en los barrios del Norte, porque ahí es donde nos pueden hacer más daño, parando el tráfico del poco Anochecer que nos queda tras la voladura del laboratorio en la ciudad. También, por supuesto, el otro punto clave es este —Silvio señaló en el mapa, justo donde se ubicaba la mansión de El rey de Francia en la que se encontraban—. Debemos esperar un ataque contra su persona y la de Lara en cualquier momento.

    Silvio chequeó un segundo la expresión de su niña, que no se doblegó un ápice ante la amenaza en esas palabras.

    —¿Quién ha volado mi laboratorio? Quiero saber a quién tengo que arrancarle la cabeza con mis propias manos —preguntó Santiago, con la furia corriendo por el fondo del tono sereno de las palabras.

    —La Octava. En mi opinión descartaría que hubiera sido otra Familia intentando incriminar a esos mercenarios. De lo que no estoy seguro es de qué Octava estamos hablando, si la del Condottiero o la de esos rebeldes del capitán Roger. He encontrado esto, señor —Silvio dejó sobre la mesa un pequeño aparato—. En su coche. Así es como Nero averiguó la ubicación del laboratorio y le pasó dichos datos a la Octava. Supongo que esa era su verdadera misión cuando vino a eliminar al Carroñero.

    Ambos dedicaron miradas graves a Lara, que se las devolvió con gesto tranquilo y brazos cruzados.

    —Tenemos la información —prosiguió Silvio— que el Condottiero ha revelado sobre las identidades de los mercenarios rebeldes que hay en la ciudad. Ahora la policía los busca.

    —Y nosotros también, los quiero muertos —escupió entre dientes César Santiago—. Especialmente a ese Nero —coronó la amenaza con la vista perdida y dejando ver un poco los dientes que rechinaban.

    —Mi padre tiene razón, Silvio, deberíamos dar ejemplo. Deberías dar ejemplo tú, padre y ponerte a la cabeza de las operaciones. Que vean a qué león han despertado.

    Su padre la miró con gesto torvo, meditando lo que había dicho. Lara podía notar como su vanidad paladeaba la idea loca de ponerse al frente de todo, como los generales antiguos. Eso sería lo mejor, azuzarlo contra Nero, contra ese capitán rebelde de sonrisa burlona y sus hombres. Esos mercenarios acabarían con lo que Santiago les arrojara y, lo que era más importante, con el mismo César, si es que era tan tonto de creer de verdad que podría cabalgar al frente de las tropas. Haría falta algún otro empujón y más susurros, pero era factible, era la forma de heredar una Familia unida en torno a ella.

    —Señora —se dirigió Silvio a Lara como siempre lo hacía, con palabras de otros tiempos— y con todos los respetos Señor Santiago. Yo optaría por justo lo contrario, apoyar a esos rebeldes.

    —¿Es que ya chocheas, viejo? —Reaccionó Lara con más tono de desagrado del que hubiera querido mostrar—. ¿Nos han regalado un puñal en el corazón y tú quieres estrechar la mano que nos lo clavó? Nero entró en esta misma casa hace nada, podía habernos matado a mi padre o a mí. O a ti, Silvio.

    Santiago asistía en silencio a la discusión, con el gesto encogido de enfado y miradas de reojo a uno y otro.

    —Señora —respondió Silvio de manera aún más educada—. No sabemos quién lo hizo y, la verdad, ahora da igual. Eso ya es el pasado, no podemos hacer nada por ese laboratorio, en ese frente no merece la pena desgastarse, porque no conseguiremos ningún fruto ahí. Esto es una guerra y las guerras se ganan sabiendo ver mejor que los demás, no dejándonos llevar por la venganza. Señor —se dirigió a Santiago—. El Condottiero viene a la ciudad, probablemente con un buen puñado de los mejores que le queden. Vienen a por ese tal Roger y supongo que a por Nero. Pero cuando acaben con ellos. ¿A quién cree que golpearán después? A quienes son más peligrosos, a quienes las demás familias que acudan también intentarán golpear. Esos somos nosotros, señora —Lara apretó los brazos que tenía cruzados—. No dude de que cuando sus armas hayan dado ejemplo a esos rebeldes, las apuntarán hacia nosotros, tendremos en nuestra madriguera a los lobos y no me parece inteligente hacerles el trabajo con esos rebeldes y que estén fuertes y descansados.

    —No sabemos si el resto de familias vendrán a por nosotros. Tenemos aliados —intercedió Lara.

    —Señor, si mi información es correcta, esa guerra civil en la Octava la empezaron un grupo de capitanes, precisamente por las negociaciones que teníamos en marcha con el Condottiero. La guerra pronto será total y el líder de la Octava querrá tener todo el ejército que pueda, los rebeldes descabezados se le volverán a unir si se lanza contra nosotros, demostrando que no había alianza ninguna. Si el Condottiero es un hombre inteligente, y lo es, castigará a los líderes de la rebelión y perdonará la vida a los soldados. Éstos lucharán de nuevo por él sin dudarlo y lo tendremos aquí mismo.

    Santiago se removió inquieto en su trono, apretando fuerte un lápiz con el que empezó a rayar el mapa hasta que se cansó de él y lo estampó contra la mesa.

    —¿Dónde está la comida que he pedido? Me muero de hambre. La pedí hace media hora. Estoy rodeado de inútiles.

    Lara puso los ojos en blanco en dirección a Silvio, diciendo sin palabras lo incorregible que era su padre. El Strategos de los Santiago no se inmutó.

    —Y el Condottiero no irá a por nosotros —intervino Lara—, hasta que acabe con ellos. Primero es aplicar sus leyes que tanto le importan y no luchará en dos frentes si puede evitarlo.

    —Efectivamente, señora —corroboró Silvio, como el maestro a la alumna aplicada—. Sabe que tiene que acabar una batalla antes de meterse en otra y primero van sus reglas, es en lo que creen, lo que mantiene unida, bueno, mantuvo unida, a la Octava Familia.

    Tocaron con timidez a la puerta del despacho principal, apareciendo la cabeza de uno de los pretorianos que la custodiaban.

    —Señor, la comida que había pedido.

    —Bien, ya era hora. Venga, traedla, traedla —dijo Santiago con ansia.

    La hija de Santiago negó levemente con la cabeza, las pupilas de su padre crecieron y se relamió en cuanto entró el sirviente, con escolta a ambos lados y una frondosa bandeja de comida.

    —Creo que tienes toda la razón, Silvio —le dijo Lara, procurando congraciarse con el titiritero de las riendas de la familia—, si apoyamos a los rebeldes debilitamos al Condottiero.

    —Creo que es lo mejor, buscaremos a ese tal Roger y le ofreceré personalmente un pacto. Que desangre primero todo lo que pueda al Condottiero, luego veremos qué hacer con él.

    Lara asintió. César Santiago apartó mapas y papeles para hacer sitio a su comida, eran sólo las doce del mediodía y había desayunado como la plaga de la langosta, pero mientras el criado preparaba en silencio servilletas y llenaba su copa, eso no impidió al Rey de Francia levantar tapas, olisquear platos y empezar a mordisquear unas alas fritas, ahogadas antes en una salsa rojiza que parecía sangre espesa. César Santiago se había metido en su mundo glotón y no escuchaba nada del mundo en guerra.

    —Podremos obtener información valiosa de la Octava a través de ese Roger —dijo la princesa de los Santiago.

    Silvio torció la cabeza y chasqueó la lengua.

    —No estoy seguro, callan más de lo que hablan, una habilidad que siempre he admirado.

    —Pero si es un traidor. Me gustaría verle personalmente, iré contigo a esa reunión con él.

    Cada rasgo del gesto de Silvio se tensó, del poco agrado que la idea le producía, pero no podría decir que no si insistía, esa prerrogativa sólo podría ejercerla César Santiago, pero estaba inmerso a dos carrillos en su mar de grasa, azúcar y sal.

    —Como desee —asintió el viejo Strategos, pensando en que ya hablaría con César a solas sobre ello.

    El sirviente terminó de arreglar la mesa de César Santiago, se puso su servilleta en el antebrazo, hizo una leve reverencia silenciosa y con gesto tranquilo hizo aparecer en su mano un pequeño cuchillo, de hoja delgada y larga, que con el movimiento preciso del que sabe clavó como un punzón en el lado izquierdo del cuello de Silvio. Ocurrió en silencio y sin violencia, todos presenciando el acto sin entender lo ocurrido hasta un segundo después. Fue entonces cuando los ojos de todos saltaron la valla que la sorpresa había levantado y conectaron con sus cerebros. El camarero extrajo el arma clavada hasta la empuñadura y del cuello de Silvio brotó un manantial de sangre imparable, antes de caer al suelo casi sin ruido, brazos y piernas como los de un muñeco de trapo, la misma expresión en el rostro que cuando asintió a los deseos de Lara.

    El camarero se giró hacia ella, con su rostro sereno como si mirara al mar y el punzón goteando sangre lenta. Las enormes pestañas de la hija de Santiago se abrieron como alas negras, en ese primer instante todo se detuvo ante sus ojos en los que tembló el horror, al siguiente instante los pretorianos de su padre se echaron encima del sirviente, que no opuso resistencia alguna cuando le arrancaron el estilete de una mano y lo inmovilizaron en el suelo, con una rodilla aplastando su cara y atándole las manos a la espalda con una brida de plástico.

    Tardó al menos medio minuto en reaccionar César Santiago ante la escena. Con la boca medio abierta, la comida en ella medio masticada y un pedazo de carne medio mordida en su mano, chorreando hasta derramarse la salsa por toda ella.

    Se limpió patoso ensuciando las servilletas blancas y se levantó, con la vena de la frente hinchada y el rojo sudoroso pintándole el rostro.

    Silvio se desangraba por el salón, la gran alfombra bebiendo parte del charco escarlata que crecía al lado de su rostro, en él se vaciaban de vida sus ojos como se vaciaba de sangre su cuerpo.

    César Santiago observó a su segundo, a su hija y a sus hombres, con rostro de tener el suceso tan a medio digerir como su comida. Alzaron al asesino del Strategos.

    —¿Quién eres tú y por qué has hecho eso? —Ladró el Rey de Francia al sirviente, señalando a la vez a su segundo sin vida.

    El hombre era menudo, con una cara de tan poca cosa que le había permitido entrar hasta la cueva del león, sin inquietar a nadie hasta que pudo clavar su aguijón silencioso.

    —Tetsuo Hinata le manda saludos —fue la única respuesta, lacónica, sencilla, mirando a los ojos sin asomo de sensación alguna.

    Santiago desenfundó el revólver de enorme cañón, que solía portar bajo su sudorosa axila cuando eran tiempos de guerra o departía con Silvio sobre temas de negocios. Le hacía sentir guerrero, acorde con la situación.

    Posó el cañón muy lentamente en la frente del hombre de los Hinata, éste recibió el tacto del arma, y la muerte que anunciaba, con la misma serenidad y silencio con el que había repartido la suya. Sus hombres se apartaron oliendo la tormenta.

    —Te voy a arrancar las tripas mientras aún vives y me voy a mear en ellas. ¿Qué tienes que decir a eso?

    Sonrió leve el asesino, cerrando los ojos y esperando su destino como si lo ansiara.

    —Simplemente que ya estamos aquí y somos legión

    —¡No, padre! —Gritó Lara, alzando una mano inútil hacia él para que se detuviera.

    César Santiago comenzó a disparar con estruendo sobre el perfecto de los Hinata, una y otra vez, llenando de fuego, ruido y olor a pólvora la estancia. Descerrajó el tambor entero sobre el rostro del atacante, hasta que giró inofensivo haciendo clic cada vez que apretaba de nuevo el gatillo. Ya no le quedaban más balas en el vientre en las que se pudiera

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