La hormiga argentina
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Siruela continúa su labor de recuperación de toda la obra de Italo Calvino con La hormiga argentina, un relato publicado en 1952, que el propio Italo Calvino sitúa junto a La nube de smog (Siruela, 2011) por una afinidad estructural y moral. Aquí el «dolor de vivir» proviene de la naturaleza: las hormigas que infestan la costa de Liguria, pero es semejante la actitud de modesto estoicismo del personaje central, quien no acepta ninguno de los modelos de comportamiento que se le proponen para hacer frente a la plaga de hormigas que invade su casa.
Uno de los más logrados relatos de Calvino, en el que el más estricto realismo se transmuta repentinamente en la fantasía más desatada.
Italo Calvino
Italo Calvino nació en 1923 en Santiago de las Vegas (Cuba). A los dos años la familia regresó a Italia para instalarse en San Remo (Liguria). Publicó su primera novela animado por Cesare Pavese, quien le introdujo en la prestigiosa editorial Einaudi. Allí desempeñaría una importante labor como editor. De 1967 a 1980 vivió en París. Murió en 1985 en Siena, cerca de su casa de vacaciones, mientras escribía Seis propuestas para el próximo milenio. Con la lúcida mirada que le convirtió en uno de los escritores más destacados del siglo XX, Calvino indaga en el presente a través de sus propias experiencias en la Resistencia, en la posguerra o desde una observación incisiva del mundo contemporáneo; trata el pasado como una genealogía fabulada del hombre actual y convierte en espacios narrativos la literatura, la ciencia y la utopía.
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La hormiga argentina - Italo Calvino
Índice
La hormiga argentina
Créditos
La hormiga argentina
Cuando vinimos a instalarnos no sabíamos nada de las hormigas. Nos parecía que estaríamos bien, el cielo y el verde eran alegres, tal vez demasiado alegres para las preocupaciones que teníamos mi mujer y yo; ¿cómo podíamos imaginar la historia de las hormigas? Pensándolo bien, el tío Augusto quizá nos había dicho algo en alguna ocasión: «Allá, tendríais que ver, las hormigas... no como aquí, las hormigas...», pero era una divagación dentro de otro tema, una cosa dicha sin darle importancia, tal vez a propósito de las hormigas que habíamos visto mientras hablábamos, qué digo: ¿hormigas?, habríamos visto una hormiga perdida, una de esas hormigas nuestras, gordas (ahora me parecen gordas las hormigas de mi tierra), y de todos modos lo insinuado por el tío Augusto no modificaba en nada la descripción que nos estaba haciendo de esta región, donde la vida, por alguna circunstancia que él no sabía explicar bien, era más fácil, y la ganancia, si no segura, por lo menos probable, a juzgar por tantos, no por él, el tío Augusto, que se habían instalado allí.
Por qué se había sentido bien, aquí, nuestro tío, empezamos a intuirlo desde la primera noche, al ver la claridad del aire después de la cena y comprender el placer de dar vueltas por aquellas calles para salir al campo, de sentarse en el pretil de un puente como vimos que hacían algunos, y todavía más cuando encontramos una fonda donde él solía ir, con un huerto atrás, y unos tipos viejos y de estatura escasa, como él, pero fanfarrones y vocingleros, que decían que habían sido amigos suyos, gentes sin oficio, como él, creo, jornaleros por horas, aunque uno dijo, tal vez por jactarse, que era relojero; y oímos que recordaban al tío Augusto por un sobrenombre, repetido por todos y seguido de carcajadas generales, y observamos la risa forzada de una mujer tampoco demasiado joven y un poco gorda, que estaba en el mostrador, con una blusa blanca calada. Y yo y mi mujer comprendimos cuánto debía contar todo eso para el tío Augusto, tener un sobrenombre, noches claras en que se bromeaba paseando por los puentes, y ver aquella blusa calada que aparecía viniendo de la cocina, salía al huerto, y al día siguiente unas horas descargando sacos para la fábrica de pastas y cómo allá, en nuestra tierra, él siempre añoraba ésta.
Todo lo que yo también hubiera podido apreciar, de haber sido joven y sin preocupaciones, o bien de estar instalado con toda la familia. Pero en nuestra situación, con el niño apenas curado, buscando trabajo, casi no podíamos darnos cuenta de esas cosas que le habían bastado al tío Augusto para declararse contento, y tal vez comprenderlo era ya una tristeza porque entre gentes alegres parecíamos todavía más infelices. Ciertos problemas a lo mejor insignificantes nos preocupaban como si aumentaran de pronto nuestras angustias (y no sabíamos nada de las hormigas en ese momento) y la señora Mauro con todas las recomendaciones que nos hacía al mostrarnos la casa aumentaba nuestra impresión de que nos internábamos en un mar borrascoso. Recuerdo su largo discurso sobre el contador del gas, y con qué atención lo escuchábamos: –Sí, señora Mauro... Tendremos cuidado, señora Mauro... Esperemos que no, señora Mauro... –tanto que ni siquiera hicimos caso cuando (pero ahora lo recordamos claramente) empezó a deslizar los ojos por la pared como si leyera y pasó la punta de los dedos y después los sacudió como si hubiese tocado agua, o arena, o polvo. Pero no pronunció la palabra