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Un Corazón de Ranita. 5° volumen. La traición, novia de la maldición
Un Corazón de Ranita. 5° volumen. La traición, novia de la maldición
Un Corazón de Ranita. 5° volumen. La traición, novia de la maldición
Ebook708 pages10 hours

Un Corazón de Ranita. 5° volumen. La traición, novia de la maldición

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La serie de cuentos para niños „Un corazón de Ranita” continúa con el 5º volumen, “La traición, la novia de la maldición”. Se trata de un libro que ofrece una lección de vida tanto a los niños, como a los padres e incluso a los abuelos. De las aventuras extraordinarias presentadas en las historietas tejidas con el hilo de la gran narración, se desprenden incesantemente nuevas explicaciones, consejos discretos, varios sentidos. De esta forma podemos aprender cómo se formaron los continentes a raíz de la lucha entre las montañas que poblaban la Tierra al principio de los tiempos. Está también el cuento del topo, o mejor dicho la história de cómo llegó a perder la vida – una extraordianrio cuento de amor, fidelidad y venganza – y muchas otras historias palpitantes…

LanguageEspañol
PublisherAdenium
Release dateMar 25, 2016
ISBN9786067421163
Un Corazón de Ranita. 5° volumen. La traición, novia de la maldición

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    Un Corazón de Ranita. 5° volumen. La traición, novia de la maldición - George Vîrtosu

    GEORGE VÎRTOSU

    UN CORAZÓN DE RANITA

    Un cuento para todas las edades

    La traición, novia de la maldición

    5o VOLUMEN

    Traducción de Angelica Lambru y Anton Dazlak

    Redacción: Adriana Nicorici, Gabriel Cheşcu

    Supervisión: Liviu Antonesei

    Corrección: Angelica Lambru

    Portada: Ciprian O. Dudaş

    Ilustraciones: Evantia Dîrnă, Mădălina Baracu, Mihaela Flueraş, Ciprian O. Dudaş

    Redacción técnica: ADENIUM Print srl

    ISBN ePUB: 978-606-742-116-3

    ISBN PDF: 978-606-742-115-6

    5o Volumen: La traición, novia de la maldición.- 2014

    ADENIUM Print, Iași, Romania

    www.adenium.ro

    Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado - electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.- sin el permiso previo de la editorial.

    Ilustraciones, nombres, personajes y lugares: Gheorghe Vîrtosu, ©2013

    Los interesados podrán entrar también en el mundo maravilloso de los amigos del Corazón de Ranita a través de los cómics.

    e-mail: editorial@adenium.ro

    Dedico el quinto volumen de la serie Un corazón de Ranita a mis vecinos de la infancia.

    En el volumen anterior os decía que no conocí a mis verdaderos abuelos, aunque ello fue compensado plenamente por las increíbles leyes del Universo. En mi infancia, a izquierda y derecha de nuestra casa, tuve unos vecinos como el pan del Señor. Tiernos, cálidos, que ya habían sobrepasado la edad de la madurez... Ahora, cuando pienso en ellos y en su papel en mi educación, puedo afirmar sin riesgo a equivocarme, que lograron sustituir con éxito a mis auténticos abuelos. Al menos, me ayudaron a no sentir su falta. A veces, me pasaba por la mente, que tal vez ellos también se habían visto privados del calor de los abuelos.

    Del tumulto de la vida diaria, me detiene de cuando en cuando el cansancio. Puedo oír los susurros de los instantes cómplices arribar desde el pasado o incluso desde el futuro... Entonces, me detengo y miro atrás con nostalgia, con esperanza en el futuro... Intento ver lo que he conseguido hasta ahora, lo que continuará, lo que tendría que hacer para adornar como es debido el árbol de la vida al que estamos anclados. O pura y simplemente, me detengo y recojo del pasado todo tipo de recuerdos con los que embellecer, como un árbol de Navidad, el futuro que me espera (a veces impaciente) tras el horizonte.

    La mayoría de las veces, esos momentos de sagrado descanso me satisfacen. Me doy cuenta de que en nuestra vida, Dios pone todo en su sitio, lo ha hecho siempre y continúa haciéndolo con una discreción absoluta. Para aceptarlo y valernos de él para alegría nuestra, necesitamos la inteligencia, que se nos otorga con cada pizca de lluvia.

    Fuimos una familia numerosa, nuestra casa estaba repleta de niños. Nuestros vecinos, de los que hablaba, ni siquiera tuvieron uno. ¿Sería una coincidencia? Me inclino a creer que se trataba justamente de esa compensación, esa buena disposición que caracteriza toda la creación del Señor. Nuestros vecinos, carentes de niños, tal vez se encontraran allí para llenar, en nuestros numerosos hermanos, la habitación del alma destinada al amor de los abuelos. Solo con el relleno de ese vacío, puede crecer un niño plenamente. Los abuelos son testigos divinos de ese crecimiento de los niños, escogidos maestros de su educación. Por su parte, los abuelos no tienen a quién ofrecer ese amor con el que están dotados de modo natural, si están faltos de nietos.

    Ocurre igual que en el caso de un insecto que, después de hartarse bien de un alimento o de un cuerpo, deposita en él sus huevos, aunque no sea su casa, para que cuando no esté, sus larvas tengan qué comer, despertándose a la vida. Tal vez parezca una extraña comparación, pero me gusta creer que nos pasó igual a nosotros, no teníamos parte de los abuelos naturales. Dios nos colocó entre vecinos que, a su vez, necesitaban alguien a quien ofrecer su amor, para que no se quedara huérfano a la sombra del pasado, igual que a veces ocurre con las cosas abandonadas. Así, el amor se puede transformar en lamentos destinados a dificultar el camino que seguirán en el mundo que les espera. En otras palabras, con nuestra llegada al mundo, la adaptación a los abuelos de los costados de la casa fue algo natural.

    La adaptación... creo firmemente que es una de las más preciosas capacidades con que hemos sido dotados a nuestra llegada a este mundo. Iría más lejos y diría que la adaptación es un valor en sí mismo. Sin posibilidad de adaptación no creo que existiera vida en este planeta, incluso en toda la creación. La cadena de la existencia carecería de algunos eslabones con un papel esencial si no fuéramos adaptables. Pensemos en las comunidades, de mayor o menor tamaño, en los individuos que las forman y en sus caracteres completamente distintos. De ese modo, podemos hablar, en primer lugar, de familias y podemos terminar con naciones enteras. Lamentablemente (o felizmente, nadie puede decirlo con exactitud) somos muy diferentes. Como estructura anatómica, somos iguales: tenemos un cuerpo formado por cabeza, tronco y extremidades. Nuestro carácter nos transforma a cada uno en un enigma difícil de descifrar. Siempre permanecerá en los labios del hombre la siguiente pregunta: ¿por qué somos tan distintos si provenimos de la misma especie?

    Justamente por eso, la adaptación tiene tanta importancia. Por todas partes existen reglas de convivencia, situaciones imprevistas a las que hacer frente. Si eres un inadaptado, la comunidad te margina.

    Eso ocurrió en mi caso con los abuelos adoptivos. Siempre escuchaba: ¡Ven con tu abuela! ¡Mira, te llama la abuela! La palabra abuelos se me grabó en la mente, ni siquiera sé a qué edad. Fue mucho más tarde, cuando tuve conciencia de que no eran mis verdaderos abuelos, entonces, comencé a formularme preguntas: ¿por qué nos los conocí a ellos? ¿Qué les habría ocurrido? La vida es un misterio en sí misma y continuará manteniendo secretos insondables, justo para agrandar su encanto.

    Volviendo a la pregunta que comenzó a inquietarme respecto a mis auténticos abuelos, hubo momentos en que creía que no los había conocido para no sentirme decepcionado por ellos. En muchas personas, la vejez puede ser muy caprichosa y entonces, ¿quién sabe a lo que nos tendríamos que enfrentar? O tal vez si los hubiera conocido un poco y se hubieran muerto, no habría aceptado que nuestros vecinos los sustituyeran. Y de nuevo habría tenido que sufrir... Si nunca los he conocido o los hubiera perdido a una edad en la que no pudiera recordarlos, el sufrimiento desaparece. Ocurre igual con el primer beso, con el primer abrazo. La alegría es indescriptible cuando los experimentas, pero la vida te ayuda a olvidarlos para no sufrir posteriormente.

    Considero que nosotros, los seres humanos, nacemos con un Anhelo, algunos lo realizamos en esta vida; otros, tal vez necesitan alcanzar otros mundos para calmarlo. En cualquier caso, el alma es inmortal y cada cual tiene posibilidad de conocer la belleza de lo Absoluto en el momento oportuno.

    Ese Anhelo es incomparablemente hermoso aunque, al mismo tiempo es como una garrapata para nosotros. Tiene que ser alimentado permanentemente con amor, con placer, con bondad, con belleza.

    Yo era el benjamín de la casa. Se dan cuenta, en esa situación, me beneficiaba de toda la atención de los demás. Existe la creencia de que tienes que portarte bien con los más pequeños de la familia, teniendo en cuenta que ellos serán quienes te acompañen en tu último camino. Por tanto, sobre todo con ocasión de las grandes celebraciones de todo el año, era situado al extremo de la mesa. Era yo quien primero gustaba los manjares de los vecinos convertidos en abuelos. He conservado bien en mi memoria la imagen de cada uno de ellos. Parece que ahora sienta su bondad, acompañada de la impotencia de la edad.

    La abuela Gafia, por ejemplo, era nuestra vecina del lado derecho. No conocí a su esposo, murió antes de que yo naciera. Lo veía solo en el cuadro que tenía de cuando eran novios, imprescindible en casa de los ancianos. Había sido un joven hermoso como un abeto. En la fotografía, protegía en brazos a su amada Blancanieves. Los días calurosos de verano, azotados por la canícula, cuando mi familia se iba a trabajar y me quedaba solo en casa, la abuela Gafia me invitaba a que comiéramos juntos. Era una magnífica ama de casa. La vejez no le había robado el don de cocinar. Sus comidas eran seductoras, su aroma me apartaba de cualquier cosa que hiciera, sobre todo su borsch. ¡Mmmm!

    — Querido mío, me decía con voz tierna, es borsch de conejo. En ningún otro lugar podrás comer algo así...

    Eso me decía cuando era muy pequeño. Ciertamente, a medida que crecía, los conejos de la abuela Gafia desaparecían igual que en la niebla. Comprendía y me daba cuenta de que me hablaba de modo similar para impulsarme a comer.

    No solo la comida despertaba en mí el máximo interés, porque también mi madre era una espléndida ama de casa, sobre todo me cautivaba el modo en que me servía la abuela Gafia. Tenía platos de madera y cucharas también de madera, como solo en los libros había visto. Se parecían a su muleta y estaban brillantes de tanto uso. Sobre la mesa, desplegaba siempre con galantería un paño de cocina blanco, con las orillas bordadas por su propia mano. Con el paso del tiempo, solo en los restaurantes de prestigio de las capitales de Europa vi semejantes obras de arte. Esos detalles me llevaban a agradecerle tan precioso recuerdo mediante la propina dejada a los camareros.

    Qué más puedo decir, todos los objetos de casa de los vecinos tenían un encanto aparte y hacían que mis encuentros con la abuela Gafia fueran especiales: cada día pasado con ella transcurría de modo diferente. Me parecía que a su lado, los cuentos cobraban vida. ¡Estaba hechizado!

    Cuando crecí, otra cosa atraería mucho más mi atención respecto a la abuela Gafia: nos sentábamos juntos a la mesa, aunque ella no comía desde hacía tiempo. Me miraba sonriente engullir con gana y ni siquiera tocaba la comida. Cuando terminaba, me acompañaba hasta la puerta.

    Estaba intrigado por su comportamiento. Me escondía detrás de la puerta, trenzada como la cestería y la seguía para ver lo que hacía, no fuera a tener competencia. ¿Habría encontrado otro nieto? ¿Quién habría conseguido conquistar su corazón, perturbando mi calma?

    Veía cómo la abuela Gafia regresaba a su casita con una vasija pequeña de flores recogidas del campo, nunca del jardín, del que cuidaba escrupulosamente para que no fuera tocado, aunque tenía en él las más bellas flores.

    Colocaba la vasija con cuidado sobre la mesa redonda de madera, donde habíamos estado antes juntos. Se santiguaba con piedad, la escuchaba murmurar una oración y después, sorbía despacio de su cuenco, mirando con atención el mío, como si todavía estuviera allí.

    Corría a casa y le preguntaba a mi madre:

    — Mamá, mamá, ¿por qué la abuela Gafia no come conmigo?, le indagaba con curiosidad.

    Mi madre se detenía de sus quehaceres, como cada vez que tenía que sosegar mi curiosidad y por un tiempo reflexionaba sobre mis palabras. Sus cejas se arqueaban de una manera concreta, de modo que sabía que había comprendido muy bien de qué se trataba, aunque me dijera algo muy distinto, por razones solo por ella conocidas.

    Querido mío, decía de modo conmovedor, agarrándome de los hombros, los ancianos son muy cuidadosos con los demás porque, con el tiempo, esa se convierte en su misión, de la que son conscientes los que alcanzan la sabiduría.

    — ¿La abuela Gafia tiene una misión conmigo?, le pregunté desconcertado.

    — Solo cuida de que te sacies, de que no te levantes hambriento de la mesa. En caso contrario, te ofrecerá su ración, por eso no la toca, me explicó mi madre.

    Durante un tiempo tomé por buenas las palabras de mi madre y pensé hasta el día siguiente en la ración que permanecía sin tocar. Lástima, se va a estropear, me preocupaba. Mente de niño. Algunas veces, me proponía comerme la mía y pedirle más, para convencerme de lo que me había dicho mi madre, pero nunca conseguía terminarme lo que tenía en el plato.

    Luego, crecí... Y comprendí lo que preocupaba a la abuela Gafia: no comía conmigo desde que me había hecho mayor, para no incomodarme con sus achaques de persona anciana. Cuando eres pequeño no observas determinadas cosas. El tiempo no viene con sigilo, tal como estamos tentados a creer. Con sus lupas imaginarias pone a diario en evidencia hasta los más pequeños detalles, aunque no esté necesariamente de nuestra parte. Así, descubrí que la abuela Gafia temía que llegara a sentir asco de ella y rechazara estar a la mesa juntos. Por eso comía después de que me fuera. A menudo, los ancianos padecen motivos semejantes a causa de nuestras injustificadas pretensiones.

    En fin, por una cosa o por otra, con la abuela Gafia tenía una relación hermosa, igual que entre abuela y nieto. Iba con ella a la tienda, le ayudaba a recolectar las legumbres del huerto... Siempre me contaba retazos de su vida. A veces, la acompañaba también a la iglesia, apoyada en una muleta y en mí mismo. Se desplazaba cada vez con más dificultad. También ocurrían cosas no deseadas entre nosotros, por supuesto. Había días en que nuestras gallinas traviesas saltaban la valla hacia el huerto de la abuela Gafia y picoteaban sus legumbres. Entonces, la anciana sacaba la artillería. Utilizaba incluso diminutas bolas de tierra para no herirlas. Sabía muy bien cómo criar un ave y lo preciosa que resulta para una familia pobre y numerosa como la nuestra. Cuando no podía hacerles frente sola, gritaba:

    — ¡Jorgito! ¡Eh, Jorgito! ¿En qué me he equivocado para que me dejes sin legumbres?

    Me sentía importante, responsable. Era como si me reconociera dueño de mi casa, aunque tenía una corta edad. Sabía siempre cuál era la causa cuando me gritaba de ese modo. Aparecía de inmediato. Como un superman, saltaba la valla de la anciana, porque no tenía tiempo de dar un rodeo por la puerta. Me imaginaba que la anciana estaba furiosa con mis gallinas. Las agarraba juntas y las castigaba cortándoles las plumas de las alas, delante de ella, para que no pudieran volar. Era imposible, las plumas crecían en su sitio. Quería asegurarme de que había ocurrido por un error y que no se volvería a repetir. Era importante para mí calmarla, mantener una relación armoniosa, tal como ambos deseábamos.

    Por lo que se refiere a la pareja de abuelos del lado izquierdo, parecían dos ancianos sacados de los cuentos: cuidadosos y con alma buena. La abuela de la parte izquierda se llamaba Alejandra. Dulces como los suyos, no creo haber probado en ningún sitio. Era muy hábil. Quizás, de vez en cuando, en algunos restaurantes de París distinguí, bien un complemento especial para una masa, bien un aroma que me recordaba a la anciana que marcó mi infancia. Sonreía con discreción por mis dulces recuerdos, lo que despertaba la curiosidad en los anfitriones. Me veía obligado a contarles fragmentos de mi infancia, los recuerdos que me embargaban. Hablando de la abuela Alejandra conseguía crear una atmósfera plácida. En una ocasión fui recompensado por ello: recibí un bono por parte de la casa, además de una invitación para que cada vez que fuera a París, pasara por allí. Soy consciente de que así me convertía en parte integrante de la inmortalidad de la abuela.

    ¿Qué es lo que más desea un niño? Los pasteles, las tortas. En eso, la abuela Alejandra era insuperable. No solo los hacía especialmente sabrosos, comparados con los de mi madre, los adornaba de un modo único. En función de cómo estaba el día, claro o nublado, los adornaba con una nubecilla o, al contrario, con un sol sonriente. Eso, por no hablar de los cumpleaños cuando, utilizando caramelos muy pequeños, multicolores, acompañados de velas también coloreadas, sus manos habilidosas fabricaban auténticas obras maestras. Nosotros, los niños, nos quedábamos con las bocas abiertas al verlos, nos golpeábamos en las manos el uno al otro, si alguien se atrevía a probarlos el primero sin el consentimiento de la anciana.

    Creo que no me equivoco en nada al decir que el sentido del detalle, de la belleza en la decoración, lo obtuve de la abuela Alejandra. Además del hecho de estar presente en la preparación de las delicias, también estaba muy atento al modo en que las servía. Siempre recuerdo su rostro sonriente cuando nos ofrecía esas delicias. En mis orejas resuenan todavía ahora sus tiernas palabras, bien hilvanadas, adecuadas a cualquier situación.

    Volvería a ver su sonrisa un verano. Me encontraba de viaje en Viena. En un café conocí una camarera. Era un poco mayor de edad que las camareras habituales. Cuando se acercó y nos sonrió, con la torta en la mano, la elogié con sinceridad, diciéndole lo que traía a mi recuerdo.

    Desde entonces, cuando estoy en Viena, voy cada vez a esa cafetería, conmemorando de ese modo el rostro luminoso de la abuela Alejandra. No en vano se dice en el pueblo, que aquél con quien has compartido momentos de felicidad, reaparecerá en tu vida a través de diferentes cosas, señales e incluso personas, a pesar de que ya no esté con vida.

    Su esposo, el abuelo Gabriel, era una personalidad completamente peculiar. Lo iba a conocer mucho mejor durante un día lluvioso de una primavera caprichosa. El tiempo nublado me hizo holgazanear mucho más encima del horno. Me despertó el graznido ruidoso de las crías de las ocas. Yo era el responsable de que estuvieran hambrientas.

    La buena disposición de la casa entraba en mis tareas, por eso eché a correr, somnoliento como estaba, para sacarlas a comer y que cerraran sus bocas. Salí del patio, atravesé el camino hasta el erial que estaba enfrente de la casa y... Cuando descubrí en el barro unas huellas completamente distintas, me desperté bruscamente. Había una huella de bota y a su lado, algo parecido a un cascarón en forma de círculo del tamaño del puño de un niño, bien contorneado por un anillo, porque era perfectamente redondo.

    Como había llovido, la huella estaba llena de agua. Por un momento, me olvidé de las crías de oca y comencé las investigaciones. ¿De quién podría ser semejante huella? Una persona deja normalmente dos huellas gemelas de pasos cuando camina, aunque... Ahora veía una única huella de pie, acompañada de aquel cascarón redondo, ambos llenos de agua.

    ¿Qué podría ser? ¿Habría alguien a quien se le habría ocurrido para despertar mi curiosidad? Todo tipo de pensamientos cruzaron por mi mente. Miré hacia el lugar del que provenían y al que se dirigían las liosas huellas.

    — ¡Ajá! Provienen de la derecha del camino principal y se dirigen hacia la izquierda, concluí en un principio.

    Indagué con atención alrededor, pero no vi a nadie que me engañara. Estaba desorientado. Dejé a las crías con la oca enfadada y corrí atrás hacia casa, para contarle a mi madre mi nuevo descubrimiento. Tenía una extraña sensación, como si hubiera descubierto las huellas de un extraterrestre. No había nadie en casa. Todos se habían ido al campo. Había dormido hasta casi el almuerzo, al estar el tiempo lluvioso. Me di cuenta de lo que protestaban los polluelos. Me había dormido y ellos necesitaban comida.

    Me dije, entonces, que tenía que resolver el caso yo solo. Precavido, tomé a la carrera un palo, que estaba siempre apoyado en la portezuela, para tenerlo cerca en caso de necesidad. Aún no había sobrepasado la edad de hacer frente al gallo, al ganso y al pavo, que se consideraban también dueños del patio. Me llevé también al perro de la correa (permaneció fiel hasta el último día de su vida) y preparado, regresé al lugar de la investigación. Retomé las huellas de esos pasos extraños, que me conducían hacia la puerta del vecino de nuestra izquierda.

    Al ritmo de los latidos de mi corazón, me acerqué a la portezuela de madera, vieja como el mundo. Era como un oasis en mitad de la valla de mimbre, que se extendía de un lado a otro. El paisaje era de cuento, la valla estaba recubierta de arriba abajo de brotes de alubias. Se podía decir que la enredadera en cuestión tenía la misión de enlazar los mimbres entre sí. A eso, hay que añadir, que estaba salpicado de manera encantadora de flores de ipomea, siempre abiertas con los primeros rayos del día y orientadas hacia el camino, para recibir permanentemente los acontecimientos que ocurrieran fuera de la casa.

    Me asomé entre los surcos y descubrí que las huellas misteriosas llevaban a la casita de los ancianos vecinos. No me arriesgué a entrar sin su permiso. Sabía que no era correcto, aunque, para ser totalmente sincero, tampoco podía abrir la portezuela. Estaba atada con un alambre, no tenía bisagras y debido a la lluvia, se había clavado en la tierra, como si ésta la hubiera adoptado por siglos y siglos. Era necesario una mano fuerte, de adulto, para sacarla.

    Como era extraordinariamente curioso, tampoco podía apartarme de ella. Estuve al acecho en las cercanías. Quería saberlo todo: quién entraba, quién salía... Y encontrar respuesta a la pregunta que me inquietaba: ¡de quién eran las huellas! Cuando estaba más concentrado, el graznido ruidoso de las crías de oca distrajo mi atención. Un perro orejudo las acechaba y las había asustado. Me pedían ayuda. Dejé la investigación. Acompañado de mi perro, corrí a defender a mi bandada de crías de oca. Reconocí de inmediato al invitado no deseado. Era el perro de un vecino del que nos separaban algunas casas. Conseguí alejarlo sin problemas.

    Retorné a mis asuntos a la espera de que llegara la noche para decirle a mi madre lo que había visto. Así hacía siempre. Por la noche, le contaba todo lo que me había ocurrido durante el día en casa y en el barrio, para que estuviera al corriente de todo.

    Por mi actitud, mi madre descubrió que había sido un día memorable para mí. Sabía a quién pertenecía la huella misteriosa. A pesar de eso, desde mi punto de vista, reaccionó con sabiduría, como hacía siempre.

    — Jorgito, lo que me cuentas es asombroso, exclamó con voz secreta, aumentando el misterio. Por favor, sigue la investigación para descubrir a quién pertenecen las huellas y después, me lo cuentas. ¿Has comprendido?

    — ¡Claro, mamá!, respondí con responsabilidad, orgulloso de esa misión.

    Señor, entonces, pasé una noche... Hasta la mañana siguiente soñé que iba sobre esas huellas junto a mi perro... La investigación nos había llevado a un bosque tan oscuro, que no conseguí dormir como de costumbre. Hasta el perro me hablaba con voz humana. Me decía que abandonáramos y regresáramos a casa.

    Al día siguiente, después de que mi familia se fuera al campo y me quedara de nuevo como dueño de la casa, me fui con las crías de oca a comer, como todos los días. La huella misteriosa había desaparecido debido a los rayos. Como sabía de antes hacia dónde se dirigía, junto a mi detective cuadrúpedo, me acerqué a la puerta de los vecinos. El tiempo ya no estaba nublado, al contrario. El sol golpeaba tórrido y todo parecía dormido. Como se dice en el pueblo: los rayos se tomaban la revancha por el día anterior, cuando había llovido desde el alba hasta la noche. La naturaleza parecía ahora adormecida. No ocurrió absolutamente nada.

    Me cobijé debajo de una bardana, a la sombra de la puerta. La lluvia le había dado un añadido de vigor, sus hojas estaban tiesas como paraguas. Tomé al perro en brazos porque tampoco él había dormido y me senté con cuidado. Amodorrado, sobre todo por no haber dormido bien, me adormecí enseguida. En un momento dado, un extraño ruido nos despertó a ambos.

    Me sobresalté aturdido y detecté un soplido pesado en las inmediaciones. No vi nada alrededor. Mis ojos fueron a parar al perro, que miraba hacia la portezuela. Provenía de allí, por lo que pude comprender. Me acerqué de puntillas. El ruido se repitió. Era, más que otra cosa, un suspiro de impotencia. Alguien había entrado por la puerta mientras yo dormía. Me regañé por haberme despistado en mi misión. Intentando recuperar lo que podía, me asomé por una rendija de la puerta y descubrí la espalda de un anciano. Llevaba una ropa negra y en la cabeza, una gorra de color claro, roída por el tiempo, igual que la ropa. Se alejaba por el sendero que conducía a la casita.

    No le veía los pies. Únicamente vislumbraba las florecillas que poblaban los márgenes del sendero, temblorosas por el roce del que había entrado. Parecían saludarme, invitarme a entrar. Mente de niño... Otorgaba un rol a cada criatura, a cada planta que me salía al encuentro. Así era durante mi infancia, ese lado de mi carácter, no dejaba traslucir el escritor en que me iba a convertir.

    Me estremecí sin saber de qué. Quizás tuviera miedo de ser visto por aquel anciano, aunque no comprendía por qué no me había despertado si me había descubierto. Quise regresar a la sombra para constatar si mis presentimientos tenían base. Mi sombra me tentaba a terminar el sueño, que me parecía más dulce que la miel en aquellos momentos. Mis ojos cayeron sobre las extrañas huellas, ya conocidas, sobre todo la redonda, que me había trastornado el día anterior.

    Con un esfuerzo mayor, empujé la puerta. Conseguí abrirla. Dejé que entrara primero el perro y sin pensarlo más, salí tras aquellas huellas que tanto me provocaban. Ni siquiera me di cuenta de cuándo llegué a la casita, pequeña, vieja, pintada de blanco, con una franja azul por encima del porche, lavada por la lluvia. Estaba cubierta con cañizo viejo.

    La huella que me había seducido había entrado en la casa. La puerta se había quedado abierta. En el interior se oían acordes de música popular, quizás de un aparato de radio.

    No sabía qué hacer. Miré atrás, a lo largo del sendero por el que había llegado. No había nadie. Las flores habían cesado su temblor, como si su misión hubiera sido impulsarme a entrar en la casa. Ahora, estaban alineadas, inmóviles. Las abejas parecían ocuparse de sus peinados multicolores, preparándolas para el momento del atardecer en que el sol saluda a toda la naturaleza desde su trono situado en mitad de la bóveda celeste.

    Miré al perro. También él me miraba a los ojos, perplejo. Sabía que no tenía permiso para entrar en la casa, mucho más si era extraña.

    — Que pase lo que tenga que pasar, murmuré.

    ¿Qué no hacemos para satisfacer nuestra curiosidad? El perro leyó mis emociones, comprendió que había decidido entrar y valeroso, cruzó primero el umbral. Lo seguí tímidamente y llegué al zaguán. Desde el principio, me llamó la atención una ristra de ajos trenzados con esmero, que llevó mi pensamiento a los fantasmas. Estaba colgado de un clavo en la pared de la derecha. ¡Empecé a temblar!

    En la de la izquierda, había uno de pimientos picantes secos. La intuición me dijo que cogiera algunos para probarlos a la primera ocasión en el borsch de la abuela Gafia, pero me distrajo un olor placentero. Sentí como se me inflaban al instante las fosas nasales, olisqueando un plácido aroma de albahaca. En la viga, en el techo, vi un manojo de albahaca seco mecerse en brazos de una corriente, como si se empeñara en atraer mi atención para decirme que estaba allí. En un rincón del zaguán, saltó enseguida a mis ojos, debido al perro que la olfateaba con insistencia, una escoba de tallos verdes. Se diría que era la dueña de aquel lugar.

    Con curiosidad, pasé revista a todo. El perro me miraba con timidez, sin comprender por qué me había detenido. Estiraba levemente, forzando la correa, como si quisiera decirme que le dejara seguir investigando.

    Quería seguir explorando todo aún más con mi perro, igual que un gato curioso llegado a terreno extraño. A la derecha había una puerta abierta que llevaba a una habitación arrinconada. Estiré el cuello, asomándome al interior. Descubrí un anciano, que se convertiría muy pronto en el abuelo Gabriel.

    Estaba en una silla trenzada de varas de mimbre. Apaciblemente, aunque preocupado, con la frente invadida de gotas de sudor, emanando vapor, se quitaba la prótesis de madera que sustituía a su pierna derecha. Me estremecí. Aquel hombre solo tenía una pierna. Aquella huella redonda, misteriosa, era de la prótesis. Había conseguido culminar mi investigación...

    No había visto algo así. Con el tiempo, descubriría a través de sus relatos, que la había perdido en el campo de batalla. Vi su uniforme militar con la pechera llena de medallas. Lo tenía colgado cuidadosamente de un clavo en la esquina derecha de la habitación, para que cualquier visitante lo viera. Constituía su orgullo, su tarjeta de visita. Un día, después de que nos conociéramos, lo cogió con delicadeza, le limpió el polvo y me presentó cada medalla, contándome los méritos que escondía. Entonces, comprendí que el abuelo Gabriel ofreció su pierna como sacrificio en el altar del sufrimiento por la paz que reinaba en el territorio.

    Años atrás, la reacción de ambos en el momento en que nos vimos fue de temor y sorpresa. El anciano echó rápidamente a un lado la prótesis, intentando esconderla detrás de la silla. Era como si quisiera que nadie descubriera el secreto, más aún, para no asustarme, cubrió la pierna cortada con una manta que tomó con rapidez de la cama.

    Incómodo, se esforzó en sonreír y me hizo un gesto cálido con la mano.

    — Querido nieto, ¡vamos, entra en casa!, me indicó. Tienes que saber, que hace mucho que espero tu visita, añadió igual de hospitalario.

    Al principio, me perdí. El perro se lanzó fuera. Habíamos entrado sin permiso y el anfitrión nos había descubierto. Por otra parte, cuando escuché que me decía nieto, mi corazón recuperó la normalidad. La intuición me susurró que no tenía por qué intranquilizarme, no había ningún peligro.

    Cuando estaba a punto de entrar y acercarme al anciano bondadoso, aunque misterioso, puesto que su imagen sin pierna me hacía recordar los cuentos de piratas, una sombra brotada de la calma me sobresaltó de nuevo.

    Me volví con rapidez. No había escuchado cuando se acercaba su esposa, la abuela Alejandra, una anciana que parecía sacada de los cuentos. Era toda una sonrisa. Venía portando con cuidado en sus manos una jarra de leche. Se alegró mucho al verme.

    — Señor, ¿qué maravilla nos ha aparecido en el patio? ¿Quién visita nuestra casita?

    Su voz era alegre, así que de inmediato me sentí como en casa. A eso, hay que añadir que la abuela Alejandra se agachó enseguida, me abrazó con cariño y me besó en la frente como hace una abuela cariñosa. Me conquistó al instante.

    — ¡Ven, entra en nuestra casa!, me indicaron a una voz, amistosamente, los dos ancianos.

    Lo que siguió, os lo podéis imaginar... Preguntas curiosas por mi parte, respuestas llenas de ejemplos por la suya. Por lo que a mí respecta, era como una esponja. Lo absorbía todo de modo insaciable. Así he sido desde que recuerdo: curioso por naturaleza, siempre con ganas de broma, intentando conquistarlo todo con la mirada, buscando descubrir incluso lo que a otros no interesa, porque no lo ven.

    Me invitaron a la mesa. Me sirvieron todo lo que tenían. Entonces, conocí los maravillosos dulces de la abuela Alejandra. De esos dos ancianos cariñosos aprendí muchas cosas. Muchas de las enseñanzas recibidas de ellos, las plasmé en mi relato, Un corazón de Ranita, con personajes que son, como hasta ahora, criaturas personificadas de la naturaleza. Vosotros, queridos lectores, os daréis cuenta de que se trata de los personajes que marcaron mi existencia.

    Del abuelo Gabriel aprendí muchas preciadas enseñanzas. Una de ellas fue cómo se trabaja la tierra antes de que reciba en su seno las preciosas simientes, igual que una joven preparada para ser madre. Tengo que deciros que es un verdadero arte. Lo que aprendí de él no lo había visto en nadie en ningún sitio, ni siquiera en mis padres, aunque nuestras huertas estaban separadas solo por una valla de mimbre y lo natural sería que estuvieran igual de cuidadas.

    Antes de ser plantada, la tierra del abuelo Gabriel parecía un edredón denso, esponjoso. Echaba mucho estiércol, preparado durante todo el año y lo cavaba con cuidado. Cuando pisábamos encima, se nos hundían las plantas de los pies en la tierra como en un huso de lana, teníamos un inusual sentimiento de placer.

    Después, antes de plantar las semillas, el abuelo Gabriel tomaba una manzana, también del año anterior, que guardaba en la bodega. Cuando la sacaba, se sentía su aroma, conservado por el frescor de la bodega. El anciano la mordía con gusto, tras lo cual, cerraba los ojos y tal vez susurraba con piedad una oración. Luego, la lanzaba a lo alto cuanto podía. Si al caer, la manzana se hundía en la tierra preparada por él, significaba que la tierra estaba lista para recibir las semillas.

    Cuando crecí y comprendí la importancia de ese momento para mí, el abuelo Gabriel dejaba que yo mordiera la manzana. Preparábamos juntos la tierra y participábamos en todo el ritual.

    — Querido, me decía con voz cálida, solo cuando la tierra está bien preparada, recibe con agrado la manzana. Si la muerdes y luego se la ofreces, es como si lo compartieras todo con ella. Te responderá que está lista para recibir las simientes.

    Insisto en pronunciarme acera de este aspecto. El abuelo Gabriel, convertido en uno de mis abuelos de adopción, podía escuchar la voz de la tierra, su respiración y toda la naturaleza que le rodeaba. Sabía cuando la tierra estaba lista para recibir la semilla. Era un auténtico arte lo que hacía, un arte heredado de sus antepasados, que solo ahora puedo ver en documentales filmados en Japón, en los jardines colgantes.

    Las legumbres del huerto del abuelo Gabriel eran ciertamente las más hermosas del pueblo y también las más sabrosas. Eran conocidas fuera. Cualquier lugareño podría confirmar esta certeza.

    Le gustaban muchísimo los niños. Llamaba a otros como yo, del barrio, para que participaran en el ritual de mi vecino. Nos escondíamos tras la valla de mimbre y lo espiábamos con curiosidad. Él sabía que estábamos allí, nos sentía, aunque fingía que no lo sabía. A veces, se aparejaba la rastra de madera en la que colocaba un tronco de árbol, heredado también de sus antepasados, para hacerla más pesada y relinchaba como un caballo. Nos reíamos de él a carcajadas, pero no se enfadaba con nosotros, como harían otros ancianos. Al contrario, el abuelo Gabriel hacía todo lo posible para complacernos, ofreciéndonos días insuperables, que se nos grabaron para siempre en la mente. Considero que era una muestra de sabiduría, en ningún caso de ingenuidad, como estaríamos tentados a juzgar semejante actitud. Consideraba que haciendo que lo pasáramos bien, ganaba inmortalidad en nuestra memoria.

    Esa es la verdad. Ahora, cuando hace mucho tiempo que ya no vive, recuerdo al abuelo Gabriel como si existiera en realidad. Muchas veces, me embarga una nostalgia por él y por los otros abuelos, cuando visito mi casa paterna o cuando veo ancianos como él.

    Y porque se convirtieron en parte de mi vida, adornándola de modo luminoso, continuaré inmortalizándolos en mis libros, asegurándome así de que su inmortalidad esté garantizada y de que sus hermosas vivencias se conviertan en ejemplo para los que nos siguen.

    En El Quinto Peldaño De Una Maravillosa Escalera

    Ya he leído el quinto volumen -yo, porque ustedes apenas habrán comenzado ahora a hacerlo- he llegado al quinto peldaño de una escalera que comenzó con una promesa y no sé, ni tampoco el autor lo sabe, cuánto se va a elevar, cuántos peldaños va a tener. Esta vez, seguimos obteniendo sorprendente información del Viejo Ratón, del heroísmo de su vida. Seguimos las aventuras de Tito, el hermano mayor de nuestro viejo amigo, el Joven Pulga, en plena conversación, desde el primer volumen, con el Gusanito de Seda. No son pocas las aventuras de Tito. El ataque de la colmena de abejas, cuando iba con su amigo el Piojo, estuvo a punto de acabar mal, escapando ambos como por el ojo de un aguja. Posteriormente, las abejas iban a dar muestra de sabiduría, transformando los ladrones de miel de enemigos en aliados, incluso en amigos. La operación de limpieza de las orejas del Viajo Ratón parece una especie de exploración de una cueva, acompañada de numerosos peripecias y peligros. Finalmente, el conflicto del Viejo Ratón con los gusanos, al que el Joven Pulga solo asiste desde la palma de éste, le eleva el nivel de adrenalina más que si hubiera participado él mismo en semejante conflicto o en otra aventura terrible.

    Como de costumbre, el autor nos introduce en la mitología mirando la vida desde esta tierra. Esta vez, me han parecido extraordinarias las referidas a la lucha de los montes de la que nacieron los continentes (a escala planetaria) y el cuento en el que los topos se quedaron ciegos (a escala pequeña). Es un extraordinario cuento de amor, fidelidad, pero también de venganza. Los efectos sorprendentes que tiene en mí la lectura referida a unos seres que antes no podía mirar con simpatía, continúa en este volumen. Después de las pulgas y los ratones, me resultaron simpáticos los piojos, incluso los gusanos. Es cierto que entre estos últimos, no todos. El Viejo Gusano, que en su juventud le salvó la vida al Viejo Ratón, me cayó simpático por el mismo motivo por el que me resultaba simpático el ratón (me refiero a la sabiduría). Es muy interesante cómo este ciclo de cuentos para los niños -quizás para los niños de todas las edades, incluidos los abuelos como yo- lleva a un buen final su misión educativa. De los acontecimientos extraordinarios presentados en los cuentos y las historietas incluidas en el hilo laberíntico de la gran narración, se desprenden siempre sentidos, consejos discretos, significados que nos encaminan la vida en la buena dirección. Nada forzado, nada educativo a la fuerza, proceso que provocaría más bien una reacción de rechazo por parte de los lectores pequeños y de los menos pequeños. Todo es discreto, sugerido, de modo que el proceso educativo se transforma antes en una especie de caramelo dulce y perfumado, que en un amargo trago, desagradable. Es interesante cómo un autor que se encuentra en la fase de sus primeros libros, ha manejado esta técnica, que otros con una más rica experiencia en la escritura han encontrado más tarde o no la han encontrado.

    Felicito al autor por ascender este nuevo peldaño de su maravillosa escalera de cuentos y deseo a los más pequeños lectores -y a los mayores- una plácida lectura. Esta vez, tienen más que leer a la espera del próximo volumen.

    Iaşi, 20 de julio de 2011

    Liviu Antonesei

    Cuento encarcelado V

    Para comenzar, volvemos a una celda de la terrible cárcel del sur de Francia, donde nació nuestro cuento...

    A través de los barrotes, la luz de las estrellas se deslizaba con timidez. ¡Malditas rejas! Desearían atrapar hasta las estrellas de la bóveda celestial. Anhelaban todo lo que gozaba de libertad. Querían pescarlas con su red oxidada para ofrecerlas, rebosantes de orgullo, al banquete de los jueces, en señal de reconocimiento por haberles otorgado un destino: el de servir al Sufrimiento, testigo y acompañante del Bien, desde su nacimiento.

    Suspiré hondo. Podía hojear el archivo de mi conciencia, seleccionar los recuerdos más preciados. La ola que inundó mis pulmones abrió una página muy extraña de mi pasado.

    Contemplaba de nuevo la estampa de una vieja costumbre de la infancia, cuando iba a pescar con otros niños: la red era demasiado grande y no habría podido manejarla solo. No nos íbamos lejos, pescábamos en los lagos de alrededor, para facilitarnos la tarea de traerlo a casa.

    Mientras estábamos preparándonos, yendo de acá para allá, para que no se nos olvidara algo, mi padre nos acompañaba con un consejo o con una broma. Una de aquellas tardes inolvidables, me susurró:

    — Hijito, si esta noche cae en tu red alguna estrella juguetona bajada desde lo alto para bañarse en el lago, tráemela sin falta. Hace tiempo que la añoro, dijo soñador.

    Luego, me miró fijamente y añadió en voz baja:

    — Sería el regalo más bonito de mi vida. A excepción de los nietos, por supuesto, me guiñó el ojo.

    Sus palabras me divertían. Era niño, mi mente volaba ligera y me reía al escucharle.

    — ¿Para qué quieres una estrella? ¿Por qué no pides otros tesoros que podrían estar escondidos en las profundidades del lago? ¿Qué quieres hacer con una estrella?

    — Domesticarla, me respondió con semblante serio. Quisiera descubrir el embrujo por el que cualquier hombre daría su vida. ¡Cuántos no quisieran tocar las estrellas, abrazarlas, soñar en vano con tener alguna solo para ellos!

    Me reía a carcajadas. El deseo sordo de las palabras de mi padre despertaba en mí un sentimiento hilarante. Mente infantil...

    — ¿Qué te hace creer que las estrellas quieren acampar en nuestros lagos y no en otros extraños, inaccesibles a nosotros y nuestros deseos?

    — Bueno, hijito, te diría muchas cosas bonitas, adornadas con misteriosos peinados, pero sé que tu mente es demasiado inmadura... Ya crecerás, se resignó mi padre, abrazándome. Te darás cuenta de que si Dios te ayuda, las noches tardías, todas las estrellas se bañan en nuestros lagos. Su magia consiste en ser vistas por pocos. Ahora no lo comprendes, pero hay mucha gente rara, con la mente perdida, destinada a vagar sin rumbo entre las ilusiones de la vida. Se parecen a un toro que se vuelve peligroso al verse libre, porque se le despierta un fuerte instinto dominador. Ese instinto, una vez nacido, no tiene límites, necesita alimentarse más y más con mentes iluminadas, almas puras... ¡Ejem!... decía mi padre, pensativo. Sus pensamientos errados desarrollan sin cesar un sistema despiadado. De la piedad divina no quieren saber nada, por supuesto. Su vanidad les hace indagar, buscar y reunir todas las nimiedades en el símbolo de una estrella, adornado con dos utensilios sencillos: la hoz y el martillo. Intentan convencer a todo el mundo de que solo con su ayuda podrán conquistar el mundo entero. El Creador quiere ver hasta dónde llega su locura. Sus estrellas imitarán a las del cielo y nos obligarán a nosotros, los cuerdos, a postrarnos delante de sus desperdicios sin vida. Son muchos, llevan la corona de la estupidez humana. No puedes oponerte a ellos. Esclavos de su propio destino, teñirán sus falsas estrellas del color de la sangre, pensando que serán merecedoras de más enaltecimiento que las verdaderas estrellas. Llenos de ignorancia, colgarán esas estrellas en el pecho de sus propios hijos, dejando que se adueñen, como alimañas, de sus corazones. Los mayores, los cabecillas del sistema, se las colocarán en la frente, pensando que bajo su protección de hierro podrán dominar un mundo entero con sus ideologías. ¡Como se equivocan!, pobres, decía mi padre suspirando.

    La estrella que no te pertenece no puede estar junto a ti. Es más, te destrozaría si no la dejaras en paz. Imagina que un cuerpo extraño penetra en tu organismo, una espina, por ejemplo. Con el tiempo, el cuerpo lo expulsará, si no lo hace, puede llegar a enfermar y a morir, al no poder consentir que un parásito se nutra de él y lo mancille. Hablamos de dignidad, hijo. No olvides nuca que no lo que no es tuyo, no puede pertenecerte, por mucho que te esfuerces. En la vida se te podrán quitar cosas a la fuerza, pero nunca recibirás ninguna así. Las estrellas no aceptan ser imitadas, reproducidas en un material tan barato. Los que piensen que pueden conseguirlo todo a través del engaño y el sometimiento del prójimo, se equivocan amargamente. Serán ellos mismos los que errarán por un camino perdido, sin fin, que les llevará solo al abismo...

    Mi sonrisa iba desapareciendo poco a poco. No entendía gran cosa, pero notaba el sentimiento intenso de mi padre. Por otra parte, estaba interesado en su relato, en las estrellas del lago que con tanto ardor deseaba.

    — Pero tú, ¿las has visto alguna vez?, le preguntaba, intentando volver al tema que me había divertido.

    — Con los ojos acristalados, mi padre me contestó moviendo la cabeza con gesto decepcionado.

    — Sí, más de una vez.

    — ¿Y se lo dijiste a alguien?, le pregunté extrañado. ¿Mamá lo sabe?

    — Sí, confesó él, con más tristeza aún. Justo por no guardar ese misterio en lo más profundo de mi ser, acabé en el manicomio...

    Me había entrado de nuevo la risa. Me parecía su mejor chiste. No sabía que había vivido de verdad toda aquella experiencia. No lo tomaba en serio. Más tarde, mi madre me contaría, una noche bañada por los rayos enigmáticos de la luna, que el acontecimiento del que me había reído, había ocurrido de verdad... Lamentaba profundamente mi comportamiento de entonces, quería pedirle perdón, pero era demasiado tarde: ya no estaba entre nosotros. Mis padres nos habían escondido su sufrimiento, para que nuestra actitud hacía él no se viera cambiada. Sin embargo, me consolaba pensar que no tuve culpa alguna; en la infancia, la conciencia carece de profundidad. Luego, dicen que los remordimientos por los errores cometidos con los seres queridos no quedan sin consuelo. En otra vida, te ayudan a encontrarte con ellos, a pedirles perdón, a liberar tu conciencia de ese peso.

    Sin embargo, en aquel instante de mi infancia, me reía inocentemente.

    — A la vuelta del hospital, ¿seguiste viendo las estrellas bañándose en nuestro lago?, quise indagar.

    — Desgraciadamente no, me contestó.

    — ¿Por qué?, pregunté riéndome. ¿No me dirás que se asustaron de ti la última vez?

    — Porque tu madre no me permitió más salir de noche para contemplar el lago vecino. Temía perderme para siempre ...

    Cualquier palabra de mi padre me divertía. No comprendía el sentido de sus términos.

    — ¿Cómo perderte? Quizás creía que ibas a enamorarte de alguna estrella y pudieras irte a vivir con ella allí arriba, en el cielo. Mi pregunta transformó la conversación en un juego.

    Mi padre se volvió de espaldas. Me pareció verle enjugarse una lágrima furtivamente. Intentó bromear.

    — Sí, hijo, recelaba de las estrellas... Pero esas no son cosas para niños, concluyó algo indeciso.

    A pesar de no tomarme muy en serio ese intercambio de palabras, cuando crecí, fui uno de los pocos, quizás el único, que lo creyó. Un día, de mayor, quise comprobarlo. Mi madre me había contado algunas cosas sobre él y quería descubrir más. Le anhelaba cuando miraba hacia el cielo estrellado, quería saber dónde se hallaba. Su lugar no podía ser otro sino aquél.

    En las noches de luna llena, volví a visitar el lago donde pescaba de niño. Mi asombro fue grande al ver que, cuando no hacía ni una pizca de aire, las estrellas descendían del cielo en una gala majestosa y se bañaban en las aguas del lago, tal como me había dicho mi padre. El instante del descenso era mágico. Todo ocurría en un silencio sepulcral, mientras la Luna y el Lucero velaban. Al ver mi extrañeza, las estrellas me susurraron, llamándome con gesto tentador:

    — ¡Ven con nosotras! ¡No tengas miedo! Hemos venido a la tierra a traer la paz a cambio de este delicado baño, tan anhelado...

    Me embrujaron al instante. Mi intuición me aconsejó obedecerlas. Me quité rápidamente la ropa, casi sin saber cómo y me quedé desnudo a la luz de la luna. No podía dejar de mirarlas, no me atrevía ni a parpadear para que el embrujo no se desvaneciera y mi alma se quedara desierta, con el inmenso remordimiento de no haber descubierto el misterio de esos instantes. No habría podido perdonármelo nunca.

    Me adentré con paso ligero en el lago, entregándome a las estrellas. Sentía su caricia luminosa. Apartaban el velo de mi mirada y me permitían ver su milagro no terrenal. Me entregaban una visión clara sobre la vida, su esencia. No me oponía en absoluto. Seguía transfigurando el milagro que estaba viviendo, cuando me llegaron al oído los susurros cristalinos de las estrellas, acompañados por el chapoteo provocado por los pececillos que me ayudaban a sostenerme. Hacían que me sintiera ligero como una pluma, que flotara sobre las aguas coronando el sueño que estaba viviendo y que me marcaría para siempre.

    — Desde ahora en adelante, te esperaremos siempre en este lugar, en verano, me susurraban las estrellas y sus voces tenían el efecto mágico del canto de las sirenas para los perdidos en las inmensidades marinas.

    — ¿Por qué me elegisteis a mí?, intenté preguntarles.

    En ese instante, la magia se esfumó. Amanecía. La cumbre de la colina de enfrente parecía tener en la cabeza un gorro de color rojizo, señal de que el sol estaba a punto de salir. Quizás se retrasaba para arreglarse en el espejo de detrás del horizonte. No tardaría en estallar y quedarse como un preciado broche centelleante en lo alto del cielo, que se anunciaba claro esa mañana. Las estrellas se levantaron ligeras por encima del agua y me dijeron con una sonrisa especial:

    — La próxima vez te daremos la respuesta, sin falta.

    Dios, me sentía capaz de esperarlas hasta el fin de mi vida, solo para bañarme una vez más junto a ellas. Las había visto desnudas, como yo, pero no se avergonzaban de su desnudez, se enjuagaban con inocencia en los vahos levantados del agua, calentada por su presencia. Me miraron sonrientes una vez más y ascendieron alegres al cielo por unos escalones invisibles.

    Volvieron a su lugar, obedientes, adornando, igual que antes, la bóveda celeste. La Luna y el Lucero respiraron hondo, contentos de que todo hubiera acabado bien. Le hicieron una señal a la noche para que recogiera su chal oscuro, tachonado mágicamente de estrellas y se fuera, dejando sitio al brillo luminoso del día. ¡Era otra persona! Miraba alrededor fascinado y me parecía verlo todo por primera vez, como si descubriera entonces en qué constaba el verdadero encanto de la vida. Me daba cuenta de lo poco que necesitamos para disfrutar plenamente de la vida otorgada por Dios en toda su grandeza.

    Mi hondo suspiro, mis pensamientos profundos, habían provocado un estado de pánico a los pulmones, habían interrumpido su ritmo normal de alimentación con oxígeno. Me avisaron de mi atrevimiento con una ola de aire caliente, cerrando el archivo de mis pensamientos, impidiéndome casi respirar. ¡Necesitaban aire! El corazón también notaba el bloqueo sufrido. Había atravesado de nuevo el tiempo, llegando a la infancia. En esos instantes, no quería separarme de ella de ninguna manera. Me aferraba a ella. Al ver que se me escapaba aquel aire caliente, que se llevaba mis recuerdos, rechiné los dientes con furia, como si quisiera atraparlo, molerlo, castigarlo por no haber aguantado un poco más

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