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Identidades perdidas
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Identidades perdidas

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About this ebook

Ocurre un asalto bancario, roban dos millones de dólares y asesinan a un policía, una hermosa detective está a cargo de la investigación. Un empresario playboy es sospechoso pero una elegante millonaria lo protege; simultáneamente la dueña de una enorme fabrica en Italia, reportada desaparecida, se presenta anunciando su boda con un nuevo empresario. Hay algo oculto muy profundo detrás del robo que fracturará las identidades de los involucrados. Hay personas que no pueden ver sangre, otras son volubles y sugestionables; ideales para ser manipulables y otras con mucho dinero que no podrían pagar para curar su corazón herido. Descubre esta historia que pone al descubierto la fragilidad humana.

LanguageEspañol
Release dateMar 20, 2017
ISBN9781946973016
Identidades perdidas
Author

José Antonio Arjonilla

José Antonio Arjonilla Mi vida en las letras Inicio como escritor en el 2010 después de publicar para un grupo de amigos mi primera novela corta titulada en ese momento con el nombre de “Asesinato en otra vida”, hoy día esta obra se encuentra a la venta con el título: “Identidades perdidas”, un nombre más apropiado, debido a los cambios de identidad de los personajes involucrados, con sus vidas colapsadas por la búsqueda de dinero y poder. A este libro le siguió mi libro “Todo por un amor”. Una historia fascinante de un amor imposible de dos jóvenes, debido a la riqueza de uno de ellos y el deseo de un padre de separarlos por siempre. En la historia, ellos se buscaran el uno al otro más allá de lo imaginable. Este libro se vendió en la cadena de restaurantes VIPs en la ciudad de México y los estados de la República Mexicana. Ya publicado el libro me mude a vivir a Florida, donde llevo ya cinco años viviendo. En Estados Unidos elaboré el manual para escritores: “El ate de crear impacto”; actualmente he lanzado la versión actualizada con el título: “El arte de crear impacto 2017.” Es una obra donde expongo el resumen de los seminarios que entregué en México del mismo título. La intención de este pequeño libro es dar a conocer los puntos radicales que causan en los lectores un ávido impulso a seguir leyendo. En mis primeros dos años en los que apenas me ubicaba en mi nueva vida fuera de mi país, México, escribí seis cuentos, más bien historias cortas; en un experimento de lectura cruzada con tres escritores, Araceli García, Nery Maldonado y Leobardo Arias. Cada uno de nosotros escribió una historia por mes para que después todos la leyéramos. Cabe decir que este grupo de nuevos escritores donde me incluyo, lo nombré “La Liga de Escritores” en el año 2011. Después de resolver muchas situaciones del diario vivir, las cuales me empujaron a cada rato fuera de las hojas y las letras, logré terminar mi novela “El engaño”. Una obra de ciencia ficción de más de ciento cincuenta mil palabras. Esta la sacaremos en el 2017 a la venta. Trata de una invasión extraterrestre insospechada, donde los miembros de avanzada, tienen como misión drenar toda la energía creativa de los seres humanos. Cuando terminé las labores exigidas por mi editor para “El engaño,” decidí escribir dos obras que traía entre ceja y ceja, una sobre el insomnio, y la otra sobre el fenómeno del cambio de personalidad repentina después de un trauma físico. En “Insomnio y obsesión”, expuse los fenómenos comúnmente experimentados en los adultos de no poder dormir, con una historia llena de fantasía en la que un hombre sueña con una mujer de forma obsesiva y para curar su insomnio, tiene que escribir la trama del encuentro con esta mujer. La otra obra se titula: “Amor entre lunas.” En ella expongo la vida de un hombre que tiene una cirugía de emergencia. El personaje era un ejecutivo de un banco, que al recuperarse descubre que lo que quiere hacer en su vida es pintar, pero teme de sí mismo, después de descubrir que es un pintor apasionado por la belleza de las mujeres. Actualmente me encuentro escribiendo varias obras que daré a conocer antes que termine el 2017

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    Identidades perdidas - José Antonio Arjonilla

    Capítulo Uno

    El detonador

    Él quería despertar pero no podía. Se encontraba en un sueño que lo envolvía. Las olas azules con crestas de espuma, la brisa firme, y el resonar del mar que iba y venía, convertían el escenario en un paraíso. De pronto apareció una rubia corriendo delante de él. La joven usaba un pequeño bikini que le permitía lucir una silueta de cadera amplia, cintura pequeña y senos firmes. Sonrió con elegancia invitándolo a ir tras de ella. El sol era intenso, los colores brillaban al recibir la luz, convirtiendo todo en un halo de alegría. Los ojos azul claro de la chica lo invitaron a alcanzarla, mientras su sonrisa suave y alegre sonaba como una melodía. Ella se detuvo por un instante dejando que la alcanzara, entonces con un gesto coqueto agregó:

        —Vamos, atrápame —lo retó al alejarse corriendo.

        Él, vigoroso y juguetón, fue tras ella; por un momento sus dedos alcanzaron a tocarla.

        —Sí, sí, te voy a alcanzar, y te voy a hacer mía —le dijo entusiasmado.

        Por alguna razón que no tenía sentido, la escena continuó. El joven intentó alcanzarla una y otra vez sin lograrlo. Ella siguió alejándose y la sonrisa empezó a desvanecerse. El sonido del mar disminuyó, entonces creyó escuchar con claridad la voz de la rubia, pero era distinta; se alertó al darse cuenta que tenía un tono formal:

        —Señor David, señor David, le recuerdo que usted tiene una cita con la señorita Román.

        Cuando escuchó el apellido Román por segunda vez, el embrujo se esfumó y la dulce imagen de la joven rubia se desvaneció para convertirse en una bella morena de ojos verdes. La televisión enorme de la pared se había encendido con Sussi recordándole que tenía una cita. David había salido de su fantasía al abrir los ojos, apenas empezaba a entender que la persecución en la playa había sido solo un sueño.

        —Usted me pidió despertarlo en la mañana. Solo contésteme si ya me escuchó. Solo es para informarle de la cita con la señorita Román. ¿Lo recuerda?

        David se talló los ojos para ver mejor a su secretaria. Su sistema le permitía verla y escucharla, pero ella todavía no tenía acceso. Distinguió su rostro con claridad. Buscó el control en el buró y apretó el botón de audio para permitir que ella escuchara su contestación.

        —Sí, lo recuerdo, en un momento más te llamo. Me voy a arreglar para la cita.

        David se rascó la barbilla, perdiendo la ilusión del mar, el sol y de la bella rubia. Recordó que la señorita Román representaba para él una semana en Miami con una o dos rubias como la del sueño y frotándose lentamente entre las sábanas estiró sus piernas hasta el borde, para después levantarse de golpe. Se colocó encima una bata brillante de satín negro. Caminó al lado de la cama y apretó otro botón del control remoto, dejándole ver a Sussi su imagen.

        —Buenos días señor David, ¿descansó usted bien?

    —¿A qué hora es la cita? —contestó David mientras buscaba la camisa adecuada:

        —A las doce en la terraza del Hilton. La señorita Román solicitó una propuesta para una cartera de inversiones —informó Sussi.

        —De acuerdo, elabora una carta de oferta del plan típico B.

        Cabe señalar que el plan B era uno muy ingenioso que David vendía bien en la comunidad de solteras adineradas.

        —Yo me encargo de todo señor. A las once de la mañana lo tendrá listo —Sussi respondió mientras él elegía un traje entre un vestuario de treinta.

        Cuando Sussi se despidió, desvaneciéndose la imagen de la joven morena, se inició una película de tres esculturales mujeres bailando con música muy rítmica. Las chicas movían las caderas tentativamente al borde de una terraza en una playa paradisíaca. David le encantaba arreglarse viendo bailar a las jóvenes. Él estaba obsesionado con determinadas películas en las que aparecían mujeres que consideraba sensuales e irresistibles. Las ponía para darse humor y fuerza para seguir luchando para alcanzar sus metas. En consecuencia, colocó televisiones de pantalla plana en todo su departamento.

        David preparaba su ropa despacio, su atención no estaba en la cita que estaba a punto de asistir, sino en cómo debería subir el siguiente peldaño hacia la riqueza verdadera. Su objetivo era ganar un millón de dólares en el año que acababa de iniciar. Él tenía un plan para lograrlo, quería contactar al Jeque Ali Golds, un millonario árabe que cambió su apellido para demostrar su amor por el oro puro. El encuentro con el magnate representaría una oportunidad de grandes comisiones, con gigantescas sumas millonarias invertidas en la bolsa. Con detenimiento meditaba cuales deberían ser las palabras claves para que el Jeque accediera. Cuando entró al baño empezó a desvestirse, encendió una televisión de pared a prueba de vapor, y la imagen de la escultural Bo Derek se hizo presente junto con la música del bolero de Ravel. Una película de colección que él idolatraba. Empezó a enjabonarse. Disfrutaba la música al máximo. Alineó su cuerpo y alma en una sensación de poder inigualable. Al terminar, se acercó al espejo para revisar su rostro. Miró con detenimiento las ojeras que traía, producto de las últimas desveladas.

        A David le encantaba mezclar lo ultra moderno con algunos conceptos retro. Mientras veía de reojo la película empezó a rasurarse con una antigua navaja al estilo del viejo oeste. David tomó nuevamente el control y cambió la película por el video de la canción Ámame, donde varias modelos bailaban. Sin darse cuenta empezó a recordar la cara y los gestos de su primera novia… Sin querer se separó del presente y empezó a quedar ausente.

        La imagen de la pantalla se cambió bruscamente; se distorsionó haciendo ruidos de estática. Había iniciado un temblor. La alarma sísmica había fallado, encendiéndose al momento que empezó a temblar. David se tambaleó y no pudo mantener el equilibrio, al caer se cortó el rostro con su navaja de afeitar. Un borbotón de sangre brincó dejando el piso ensangrentado. Se levantó dando tumbos haciendo un esfuerzo por controlar la situación. El terremoto estaba en sus treinta segundos finales. Se sujetó del lavabo con una mano y con la otra abrió la llave del agua. El movimiento había concluido. Desesperadamente empezó a limpiarse la cara, pero la sangre no paraba. La alarma y el terremoto se habían ido, pero ahora un desesperado temblor interno dominaba su cuerpo. La pantalla volvió a encenderse y la voz de Sussi se escuchó:

        —Señor David, ¿está usted ahí? —ya que ella no podía verlo por la pantalla hasta que él enlazara su llamada.

        Temblando, conectó la llamada y contestó:

    —¿Qué sucede?

        —Disculpe… pero, ¿qué le pasó?, ¿es algo grave?

        David no contestó. Seguía en su afán por detener la sangre con impaciencia.

    —¿Llamo a un doctor? —Sussi volvió a insistir.

        —No, no es grave —contestó David en tono molesto— ¿Para qué me llamas Sussi?, ¿cuál es la urgencia?

    Sussi dudó si lo que tenía que decir era oportuno; aun así le comunicó el mensaje:

        —La señorita Román me pidió que le recordara llevar el brillante azul.

        —Correcto, voy a pasar al banco para sacarlo de la caja de seguridad, de ahí me voy a la oficina por los papeles y entonces me voy al Hilton. ¿Es todo?

        —Sí señor David, espero que deje de sangrar.

        —Gracias —contestó David y apagó la pantalla.

        David trató de limpiar el lavabo, pero sus manos temblaban. Esto lo desesperó a tal grado que abandonó las manchas de sangre dándose la vuelta. Él buscaba sentir alguna mejoría, pero en lugar de eso algo insospechado se colocó lentamente en su pecho. Por un instante pensó que alguien estaba detrás de él. Le dieron ganas de salir corriendo pero se controló. Creo que estoy imaginado cosas —pensó—. Su cuerpo transpiraba profusamente. Hizo un esfuerzo por recuperarse, pero la sensación incomoda no cesaba. Para cuando la sangre paró, él estaba con el alma en un hilo, helado y temblando. No podía entender lo ocurrido. El deseo de salir huyendo volvió más fuerte que la primera vez, pero se controló. Terminó los preparativos y salió. Unos minutos después estaba en su Mercedes deportivo camino al banco. Se encontraba tan nervioso que llegó a pensar en la posibilidad de detenerse y tomar un taxi. Miró su reloj. Eran las 10:45 de la mañana. Se me está haciendo tarde. Antes del incidente no le preocupaba la hora, pero ahora parecía ser un asunto de vida o muerte.

        Para cuando estaba cerca de su destino la sensación de que lo perseguían lo obligó a mirar al espejo retrovisor obsesivamente. Ese automóvil me sigue. Al llegar a la esquina viró con rapidez y se estacionó. Creo que lo perdí.

        Cuando David llegó al banco se encontró con un policía con mirada de roca. Él lo ignoró pasando a un lado. Por un momento pensó que la cara del uniformado contribuía a su incomodidad. Al llegar al escritorio solicitó a una secretaria pasar a su caja de seguridad. Un minuto después David se encontraba en el área de la bóveda. La asistente lo miró y le preguntó:

        — ¿Trae usted su llave?

        Él asintió con un gesto; ella insertó su llave y él la suya, la joven le dio vuelta a la manija y permitió que él verificara su identidad mediante su huella digital. La segunda puerta de acero se abrió de forma automática. David sacó la caja, y la señorita lo acompaño a la siguiente sala.

        —Lo dejo solo —dijo ella cerrando la puerta tras de sí.

        Para cuando estuvo solo el malestar aumentó. Estaba alterado en extremo. No entendía el miedo, la angustia y la desesperación que lo embargaba. Se tocó la cara en un afán por cambiar su condición. Cerró los ojos, creyendo que al tapar la mirada ocurriría un conjuro de magia que le devolviera la tranquilidad, pero al abrirlos vio nuevamente que no era así. Miró su reloj, marcaba las 11:25 a. m. Abrió la caja de seguridad y con rapidez tomó un pequeño estuche con una D en chapa de oro. Sosteniéndolo en su mano lo abrió. Contempló por unos segundos el brillante de dos quilates que descansaba en el estuche, tenía un brillo espectacular con destellos azules. Lo cerró y lo guardó en el interior de su saco, regresó la caja de seguridad a su lugar, cerró las puertas de acero y salió de la bóveda. La hora lo traía obsesionado. Vio nuevamente su reloj, eran las 11:29 a.m. Miró hacia los lados como si algo estuviera tras de él, inquieto después de no encontrar nada, salió apresurando su paso.

        Su oficina se encontraba a tan sólo veinte minutos del banco, pero de ahí al Hilton, podría llevarle media hora si había tráfico. Al atravesar el hall notó un silencio espectral. Se sentía una tensión inusual en el aire. Nadie se despidió de él como era la costumbre. Sin prestar atención a esto continuó caminando. Al llegar a la entrada se detuvo. Recordó de pronto que el gerente quedó de entregarle ese día un portafolio del nuevo programa de fondos de inversión; este incluía seguros especiales para inversionistas. Al estar parado justo ahí, se topó con la indecisión de si debería regresar o no; ya no tenía mucho tiempo. Finalmente decidió irse y ver el asunto otro día. Dio un paso para cruzar la salida cuando escuchó un sonido fuerte y sordo. Un segundo después, recibió un golpe en el pecho, perdió el equilibrio y empezó a caer hacía su lado izquierdo. Para él todo ocurrió en cámara lenta. Mientras su cuerpo caía escuchó gritos. En fracciones de segundo, antes de pegarse con en el piso, un pensamiento lo atravesó: Estaba cayendo igual que cuando había sido derribado, derrotado y humillado en un juego de total americano en la universidad. Esto ocurrió cinco años antes y se repetía otra vez.

        Golpeó el piso con el costado. Al volver la cabeza, alcanzó a ver que un hombre de traje gris oscuro, con barba y bigote castaño rojizo, salía huyendo a toda prisa. Totalmente atontado miró hacia el otro lado para orientarse. Frente a sus ojos había un charco de sangre que se acercaba lentamente hacia él. Frente a él estaba el policía del banco escupiendo sangre por la boca. Entre gritos alcanzó a escuchar:

        —Señor David, ¿está usted bien? —el gerente del banco lo tomó de los brazos y lo levantó—. ¿Está herido?

        Él se encontraba tan confundido que no le contestó. Tres personas más empezaron a atender al policía. Pero poco pudieron hacer. El hombre murió enseguida. El gerente revisó el cuerpo de David buscando alguna herida.

        —Parecer que no le pasó nada.

        —No, no —dijo David con la voz entrecortada.

        La alarma del banco empezó a sonar, a los gritos se le sumaron llantos. David recordó que tenía que cumplir con su cita; no estaba dispuesto a renunciar a ella, así que se acercó al gerente, le tomó el antebrazo y le dijo en silencio:

        —Disculpe, pero tengo un compromiso —y se alejó caminado sin prestar atención a las palabras del gerente:

        —Pero, usted tiene que estar aquí para cuando llegue la policía.

    Tambaleándose salió del edificio sin prestar atención a la súplica. La policía llegó cinco minutos más tarde.

    David sintió que lo ocurrido en el banco había durado toda la vida, pero solo duró tres minutos. Manejó por quince minutos, sin embargo no pudo saber cuánto tiempo transcurrió. Estaba ido, la incomodidad detonada por la cortada en el baño de pronto se convirtió en un extraño entumecimiento. El hombre estaba fuera de sí por completo, con el automóvil caminado de forma automática por ese camino usado miles de veces.

        De pronto ya estaba frente a Sussi. Sus manos temblaban ligeramente. No entendía cuándo había entrado al lujoso edificio, ni cómo había llegado hasta el doceavo piso sin darse cuenta. Era como saltar en el tiempo. Estaba en un lugar para un instante después aparecer en otro. ¿Cómo?

        —Justo a tiempo señor David —le dijo Sussi—, ya le avisé a la señorita Román que usted llegará a las doce y media, por la demora causada al tener que pasar por el brillante al banco. Aquí tiene su portafolio con lo que me solicitó —David miró una vez más su reloj. Marcaba cuatro minutos para las doce.

        —Gracias Sussi, no sé qué haría sin ti —y se alejó hacia el elevador.

    Alarmado, reconoció que ya estaba entrando al estacionamiento del Hilton. Había perdido un trozo completo de sucesos. Estacionó despacio, respiró profundamente y al tocarse la frente descubrió que estaba sudando. Sintió escalofríos, como los que muchas veces sufriera cuando tenía calentura. Intentó recuperar su bienestar respirando hondo. Volvió a ver su reloj. La manecilla del segundero pasaba lentamente de un lado a otro. Su mirada se había perdido; como si fuera a atravesar el reloj. Tardó unos segundos antes de que pudiera salir de su letargo. Entonces entendió que le quedaban cinco minutos para llegar con su cliente. Eran las doce con veinticinco.

        Respiró profundamente por un momento más y repitió para sí: Todo va a estar bien. Todo va a estar bien —tal y como solía decirle su madre cuando tenía calentura—. Hizo un esfuerzo y logró salir del auto. Había logrado recuperar ligeramente la compostura gracias al conjuro. Caminó elegantemente y entró al hotel, dirigiéndose primero al baño. Abrió la llave del lavabo y mojó su rostro con las manos. El agua fría hizo el efecto que buscaba. Minimizar el malestar. Se secó la cara más tranquilo, miró al espejo, tomó un peine de carey que guardaba en su bolsa y se peinó con singular elegancia, repitiéndose mentalmente una y otra vez: Todo va a estar bien. La calma que buscaba febrilmente, al fin llegaba, pero no duró nada; otro hombre salió y la puerta rechinó; de inmediato sintió que alguien lo vigilaba. Buscó la amenaza, pero no había nadie más en el lugar. Necesito tranquilizarme. Todo va a estar bien se dijo entre dientes. Se dio unas palmaditas en las mejillas como las que le daba su madre cuando era niño y salió para cumplir con la cita.

    La terraza estaba floreada con lilas, buganvilias y palmas verdes, el sol estaba en su apogeo, brillando con intensidad. Una brisa agradable de primavera mecía ligeramente el cabello color castaño claro de Rebeca Román. Ella estaba atenta de la hora, mirando su reloj Cartier de oro bicolor con incrustaciones de zafiro. Un par de meseros iban y venían atendiendo dos mesas aledañas. Faltaban dos minutos para el tiempo acordado de la cita. Colocó su bolsa a un lado de la mesa, se quitó los lentes oscuros y los guardó con delicadeza, mientras observaba los colores brillantes de las flores que ahora se distinguían con claridad. Un mesero se acercó para atenderla.

        —Señorita Román, que gusto tenerla de vuelta por aquí, ¿le sirvo lo de costumbre?

        —Sí, por supuesto, pero tráigame también unas aceitunas y queso holandés, porque estoy esperando a alguien —dijo con voz altiva.

    —Se lo traigo de inmediato —contestó el mesero.

        La terraza del Hilton tenía una vista envidiable, se encontraba a doce pisos de altura. Rebeca observaba las buganvilias que adornan los bordes de los barandales. Al fondo se veía el bosque interno de la ciudad rodeado por edificios. La mirada de Rebeca era cambiante, su atención vacilaba con sus dudas internas. ¿Cuándo voy a encontrar al hombre que yo busco? ¿Por qué mis amigas tienen tanta suerte y yo que lo tengo todo, no tengo nada?

        Iniciaba una balada romántica.

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