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El futuro de esta isla es tema de discusión en el mundo desde hace varios decenios donde los unos y los otros le auguran distintos derroteros. Lo evidente es que Cuba, su historia, su gente no le son indiferentes a los seres pensantes de este mundo. Menos a alguien como yo que tuvo la suerte de vivir un año allí. Mi libro sobre mi estancia en la isla, Un año en Cuba, fue publicado en agosto de 2016 y el eco de ese tiempo sigue repercutiendo en mí. Para hacerles participe de estos encuentros con el pueblo cubano y las reflexiones de otros escritores sobre la isla y su vida, surgió esta antología que les entrego a sus corazones. 10 autores y traductores cubanos y alemanes con sus respectivas culturas están ahora más cerca los unos de los otros gracias a ese puente cultural llamado antología.
RELACIONES/BEGEGNUNGEN es en el sentido doble de su semántica, un ejemplo de las más importantes relaciones interpersonales. La política puede determinar las condiciones sociales en un país determinado. Sin embargo sólo las personas pueden convertir al mundo en un lugar donde reine el amor y la convivencia humana, en la medida de saber oír el mensaje de sus corazones y aprender los unos de los otros a generar ideas para un futuro mejor.
Relaciones
Autores y sus traductores
Palabras introductorias
Un simple ratón te envenena
Mejor es sin Llanto
Sitiados
Venceremos
Redes y poderes
Antes yo sabía el nombre de las cosas
Fecha de vencimiento
El Principo del fin definitivo
Ocho, nueve... ¡k.o.!
Lluvia de estrellas
Pie de Imprenta
Antología cubano-alemana
Editores:
Petra Gabriel (Alemania)
Jesús Ismael Irsula Peña (Cuba)
Fotografías:
Carola Opitz (Berlin)
Petra Gabriel (Havanna)
Diseño gráfico:
Gunnar Kunz, Petra Gabriel
Lectorado:
Manfred Schmitz, Petra Gabriel (Berlin)
Imprenta: cpi-druck
Druck: ISBN 978-3-00-057699-7
Relatos Cubanos:
Alberto Guerra Naranjo: Birgit Kirberg
Un simple ratón te envenena
Miguel Terry Valdespino: Sabine Giersberg
Mejor es sin Llanto
Olga Montes Barrios: Reiner Kornberger
Sitiados
Arturo Arango: Stefanie Karg
Fecha de vencimiento
Emilio Comas Paret: Manfred Schmitz
El principio del fin definitivo
Relatos alemanes:
Horst Bosetzky: Francisco Diaz
Ocho, nueve... ¡k.o.!
Monika Ehrhardt-Lakomy: Olga Sánchez
Lluvia de estrellas
Petra Gabriel: Jesús Ismael Irsula Peña
Venceremos
Dorle Gelbhaar: Omar González González
Gunnar Kunz: Orestes Sandoval López
Antes no sabía los nombres de lascosas
El futuro de esta isla es tema de discusión en el mundo desde hace varios decenios donde los unos y los otros le auguran distintos derroteros. Lo evidente es que Cuba, su historia, su gente no le son indiferentes a los seres pensantes de este mundo. Menos a alguien como yo que tuvo la suerte de vivir un año allí. Mi libro sobre mi estancia en la isla, Un año en Cuba, fue publicado en agosto de 2016 y el eco de ese tiempo sigue repercutiendo en mí. Para hacerles participe de estos encuentros con el pueblo cubano y las reflexiones de otros escritores sobre la isla y su vida, surgió esta antología que les entrego a sus corazones. 10 autores y traductores cubanos y alemanes con sus respectivas culturas están ahora más cerca los unos de los otros gracias a ese puente cultural llamado antología.
RELACIONES/BEGEGNUNGEN es en el sentido doble de su semántica, un ejemplo de las más importantes relaciones interpersonales. La política puede determinar las condiciones sociales en un país determinado. Sin embargo sólo las personas pueden convertir al mundo en un lugar donde reine el amor y la convivencia humana, en la medida de saber oír el mensaje de sus corazones y aprender los unos de los otros a generar ideas para un futuro mejor.
Mi coeditor, el traductor cubano Jesús Ismael Irsula Peña y yo, así como los que me han apoyado en este proyecto, compartimos estas mismas ideas. Llegue a todos ellos mi más profundo sentimiento de gratitud. Asimismo a los autores y traductores, sobre todo a Manfred Schmitz, sin el que no hubiese sido fácil salvar todos los obstáculos. No puedo dejar de mencionar a la UNEAC, principalmente al presidente de la Asociación de Escritores, Alex Pausides, quien me abrió las puertas del intercambio, así como a la Asociación de Escritores de Berlín, integrante de la VS (Asociación de Escritores de Alemania) por su contribución y por supuesto al sindicato ver.di Berlin-Brandenburg por su aporte financiero gracias al cual pudo hacerse realidad este proyecto.
Berlin, otoño de 2017
Petra Gabriel, Editora
¹
Describir el cadenazo en la espalda que recibió Jesús Larrea por parte de un jovenzuelo, confiere gran responsabilidad a quien lo intente, sobre todo si no valora que entre ambos (víctima y victimario), el diálogo no verbal se abría paso desde hacía mucho tiempo.
Un cadenazo en la espalda cuando no se espera obliga a la inclinación inmediata, a la búsqueda del sitio afectado, al giro para advertir su procedencia. Movimientos simultáneos, fracciones de segundos, que ninguna palabra llega a reproducir como debiera.
El cadenazo también acepta un grito, Ay, coño, pronunciado en el idioma materno de la víctima, con palabras no entendidas por el agresor, ni por los cuatro que lo acompañaban, pero suficientes para advertir la ventaja. Ellos eran más, él uno solo, y atacado por sorpresa.
Sonreír, a pesar de semejante cadenazo, desconcertó al agresor y a sus compinches por unos segundos; primero fue mueca inesperada, respuesta tan contradictoria como el mismo ataque, algo así como ¿Y esto qué es, muchachos? en el rostro espantado de Jesús Larrea, quien se tocaba el dolor con su mano en la espalda, mientras cinco jóvenes a la entrada de un bar, más espantados que su víctima, sin tener muy claro qué otra acción procedería, lo contemplaban sonriendo después del cadenazo.
Pero lo desconcertante de una historia así, para quien pretenda contarla, no deberá ser el inesperado ataque que recibió Jesús Larrea, sino que este, como evidente animal de costumbres, frecuentaba ese bar cada vez que salía del trabajo.
Tarde por tarde abandonaba el metro entre la multitud, ascendía las escaleras de su estación silbando alguna antigua tonada, caminaba unos pasos hasta el bar, y si estos mismos jovenzuelos como casi siempre estaban jodiendo en la entrada, exigía un rotundo permiso con voz grave para que se apartaran rápido, medio asustados ante la sorpresa, y lo dejaran pasar con calma de tipo que ha vivido lo suyo y no está para juegos.
Tarde por tarde Jesús Larrea entraba dispuesto a sentarse en la misma banqueta de barra, disfrutaba que el barman sirviera el doble de vodka junto a la frase amable, miraba fútbol en el televisor empotrado en la altura, colocaba el móvil sobre la barra con solemnidad, meditaba un poco con la vista perdida en el vaso, o en el móvil, y su mente se iba lejos, bien lejos, a un lugar donde no había bares ni barras como esa, ni jovenzuelos aburridos, repletos de tatuajes, que usaran suásticas cargadas de rencor.
Ese veinticinco de diciembre era feriado, nacimiento del niño Jesús, navidad, y nadie o casi nadie había ido al trabajo. Sobraban adornos en las calles, rebajas anunciadas en vidrieras que por la crisis no eran asimiladas como antes, y los negocios las complementaban con refuerzos de estampitas e imágenes de Jesús de Nazaret en distintos tamaños. Jesús Larrea había comprado una de esas imágenes antes de exigir permiso a los muchachos y entrar en el bar como si regresara del trabajo. También había comprado una botella de vodka y una hermosa caja de bombones con el aguinaldo, para regalar a la esposa de su amigo, un viejo albañil a punto del retiro, que la noche anterior lo había invitado a cenar en su casa. Jesús Larrea iba con sus bolsas de nylon cuando sintió a lo lejos las voces de los jóvenes y, como evidente animal de costumbres, deseó sentarse en la misma banqueta de la barra, frente a un barman y un doble de vodka, con la mirada perdida en el móvil, o en el vaso.
En la comisaria, el más gordo del grupo, el de las pecas, al principio renegó de las acusaciones con desfachatez implacable, Mierda, gritó iracundo con sus manos aferradas a los barrotes, pero luego, en la medida en que pasaba el tiempo, sintió los murmullos festivos afuera, más los de los propios policías, y fue ganado por un miedo de adolescente en apuros que pronto se convirtió en pánico, hasta que no pudo más y confesó a los oficiales que él había sonado el cadenazo. Nadie lo mandó a gritarnos, dijo, para que constara en acta, pero omitió la única razón que lo había sacado de paso aquella tarde. Jamás declaró a los policías que llevaba tiempo viendo a su padre triste, sin mucho que poner en el pequeño árbol de navidad, y entonces ese extraño salió del bar con sus paquetes, como si los hubiera robado a su padre, y ya no pudo contenerse.
Esa tarde de navidad desde la barra, como si tuviera un mal presentimiento, Jesús Larrea buscó un número largo en la agenda del móvil. Marcó consciente de que haría un buen gasto, pero no importaba, sintió necesidad de conectarse de otro modo con la lejanía. Varios minutos después escuchó palabras en su idioma natal. Sí, habían recibido en tiempo el sobre con dinero; del otro lado dieron unas gracias fervorosas y lo felicitaban, desde este él las devolvía y también felicitaba, del otro lado le pidieron que se cuidara mucho, y desde este él pidió que se cuidaran, le mandaban besos y él los devolvía. Cuando terminó de hablar puso el móvil otra vez en la barra, el barman sonrió como diciendo, oh, la familia, y él se sintió un poco triste al terminar su trago.
La noche anterior había esperado el veinticinco de diciembre en casa de su amigo, el viejo albañil a punto del retiro, quien pensaba convertirlo en heredero de los instrumentos que fueron de su padre, porque lo quería como a un hijo, y ya era hora de pasarlo a buenas manos. Así balbuceó el viejo mientras picaba el queso, así repitió medio borracho en la puerta al despedirlo, así lo recordaba Jesús Larrea mientras se ponía el abrigo, tomaba sus compras, y abría esa otra puerta de bar. Pero así lo recordó, además, horas antes de morir en la cama de hospital donde lo llevaron de urgencia.
Esa tarde de navidad un frío intenso lastimó a Jesús Larrea cuando abrió la puerta, dijo Permiso con voz grave, sin imaginar que el más obeso del grupo, el de las pecas, iba a desajustarle sus planes con un cadenazo. De ahí que sonriera inexplicablemente, después de un grito de dolor en su idioma, Ay, coño, al mirar la cadena en manos del gordo, sentir un tac mecánico de navaja recién abierta en las de otro, advertir manoplas, cuchillo bayoneta, peligro, adrenalina, linchamiento.
Jesús Larrea amagó con sus bolsas de nylon, esquivó el segundo cadenazo, pero la suerte estaba echada, no había mucho que hacer, cinco criaturas difíciles lo necesitaban desbancado, sometido, linchado, como culminación de un diálogo no verbal que ambas partes (víctima y victimario) sostenían desde hacía mucho tiempo.
Jesús Larrea murió el día de nacimiento de Jesús de Nazaret en la frialdad de una cama de hospital, pero antes, sus agresores lo vieron jugarse la vida un par de veces. La primera, cuando atravesó corriendo una calle repleta de carros, y la segunda, al lanzarse desde el cuarto piso de un edificio en construcción.
Más de un chofer frenó en seco ante la temeridad del hombre que ganó de milagro la acera de enfrente, y corrió cuanto pudo con un abrigo de invierno, bañado en sudor, como si estuviera en alguna de las playas de su lejano país, y no a punto de ser masacrado por cinco rancheadores posmodernos, que le corrían detrás, con el aliento en la nuca, hasta que logró entrar al edificio, y ganó las escaleras.
En el hospital Jesús Larrea recordó a su amigo el viejo albañil, pero no en su casa, sino en el trabajo, cuando descubrieron una rata muerta en el área de escombros, y luego otra en el área de alimentos. Recordó que el viejo no quiso comer, prefirió fumar despacio, hablar de la fatalidad que entrañaba probar algo meado por ellas, un simple ratón te envenena, dijo, mientras Jesús Larrea engullía su sospechoso sándwich con cola, y el viejo, para cambiar de tema, lo invitaba a cenar el veinticuatro de diciembre.
Jesús Larrea rabiaba de dolor, pero no dejaba de pensar en el viejo, un simple ratón te envenena, repetía en su idioma, y la enfermera, antes de inyectarlo, pegaba el oído a su boca tratando de encontrar coherencia en su delirio.
Si describir el cadenazo que recibió Jesús Larrea por parte de un jovenzuelo confiere gran responsabilidad a quien lo intente, esforzarse por ser fiel a los acontecimientos que ocurrieron en el cuarto piso de un edificio en construcción obligaría a un infructuoso rigor de escritura. Creo preferible donarlo a la imaginación de los lectores y solo considerar que Jesús Larrea se vio rodeado, sin otra salida que lanzarse al vacío; apuntar, además, que su cuerpo cayó sobre un endeble techo de invernadero, donde un anciano aderezaba un pavo, feliz de tener por primera vez, a la familia completa en tiempos de navidad.
Alberto Guerra Naranjo (La Habana, Cuba, 1963) Escritor, profesor, guionista de audiovisuales y Licenciado en Historia y Ciencias Sociales. Tiene escrito el guión de cine Amor en tiempos de guerra fría y la novela La soledad del tiempo. Ha publicado varios libros de cuentos, entre los que se destaca Blasfemia del Escriba (Letras cubanas, 2000 y 2002). Cuentos suyos aparecen publicados en Editions Metailié (Francia), Like (Finlandia), Grand Street (Nueva York), S. Fischer (Alemania), entre otras. Actualmente es Presidente de la Sección de Narrativa de la Unión de Escritores de Cuba.
Mamá y papá se cansaron de repetirme que en las películas, los seriales, el teatro… los actores no se morían de verdad, porque la historia era pura ficción,(sí, esa fue la palabra que me dijeron mamá y papá), pero yo no pude controlarme, y estuve llorando sin parar, y las muchachitas de mi escuela también, y hasta las maestras, desde que a la madre de Wilma le dieron dos balazos en la calle, y se murió llorando en la mismísima cara de Wilma, que estaba llorando tanto como su mamá y como yo, y también como las muchachitas y las maestras de mi escuela, y de cualquier otra escuela. «No seas tonta, Fernanda, esa historia es de ficción», dijo mamá mientras me limpiaba los ojos y me acariciaba el pelo.
Pero yo no la escuché, y tampoco las muchachitas escucharon a sus padres, ni las maestras seguro escucharon a sus novios, y por eso continuamos llorando sin consuelo. Simplemente recordar la cara de Wilma en un momento tan triste, simplemente pensar que sería huérfana para siempre, podía sacarle lágrimas a cualquiera. Papá comenzó a reírse bajito. «Parece mentira que seas tan inteligente. Todo eso es ficción, Fernanda, la madre de Wilma no está muerta de verdad. En cualquier otra novela va a aparecer».
Yo lo sabía. Claro que lo sabía. Pero seguí llorando. Sí, en la vida real estaba viva, pero en la novela estaba muerta de verdad. Y yo lloraba por la novela, no por la vida, porque si una tiene padres tan buenos como los míos, y tan inteligentes, y vive en una casa bonita, y va a una escuela linda donde aprendes algo nuevo todos los días, no tienes por qué llorar, y entonces una debe llorar con la televisión o el cine, porque es muy difícil que alguien viva muchos años y no llore por lo menos con una novela.
Mamá me abrazó con cariño y me dijo que si dejaba de llorar, iba a darme una sorpresa cuando me despertara para ir a la escuela. Le dije que sí y me sequé los ojos. Fui al comedor, tomé un poquito de helado, me cepillé los dientes, y me acosté. No tuve sueños feos con Wilma ni con su madre. No soñé con ellas. Soñé que tomaba helado en un parque donde estaban sembrando rosas amarillas, y los niños hacían ruido y se tiraban a jugar con los perros en la hierba hasta ponerse muy sucios. Nada más. A las siete menos veinte escuché sonar el reloj. Mamá vino hasta la cama, me ayudó a levantar y dijo que ya estaba la sorpresa prometida. Nos fuimos hasta su cuarto.
Papá estaba dormido. Mamá encendió su computadora, me sentó en sus piernas, buscó una carpeta con el nombre de Telenovela, y la abrió para mí. «Ahora mismo vas a ver que ni Wilma ni su madre son tan desgraciadas». Las caras de Wilma y su madre aparecieron muy juntas y sonrientes, y después aparecieron festejando en otras fotografías al lado de unos futbolistas muy famosos, y en un hotel de Nueva York, y en un restaurante de Río de Janeiro, y en una playa de Brasil, donde tomaban agua de coco y estaban medio desnudas, y contentísimas, y muy tostadas por el sol, y casi no se parecían a Wilma y su madre. Y en otras fotos aparecieron frente a sus casas, con las familias de cada una, y manejando unos carros tan lindos y tan nuevos que me dejaron con la boca abierta.
―¿Estás viendo, bobita? Las dos están vivas y llenas de dinero. Por eso no hay que llorar.
Y dejé de llorar. Para siempre. Lo juro. Por eso esta noche, cuando mamá y papá están durmiendo, y yo miro una película que parece triste, sobre unos muchachos negros que están en la cárcel y los matan porque los blancos odiaban a los negros en ese país de África, pienso que no debo llorar porque seguro esos muchachos ganaron mucho dinero por su actuación. y se compraron casas bonitas, se retrataron con futbolistas famosos, comieron en restaurantes de comida rica, y se compraron carros tan lindos y tan nuevos como los de Wilma y su madre después que la mataron en la telenovela.
Caimito, La Habana, abril 19-2009.
Miguel Terry Valdespino . Nació el 5 de julio de 1963 en La Habana . Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana trabaja actualmente como redactor del periódico El Artemiseño..Es miembro de de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac).. Ha publicado las novelas cortas Ajuar de guerra y Silvestre el conquistador y el libro de cuentos No me hables de la ira. Ha recibido el premio de cuentos Waldo Medina por el relato Un solo de saxo para la mundana, y el Premio Ciudad de Gerona por el relato A la hora señalada...
No debimos traerlos. Vivíamos tranquilos, viendo extenderse el marabú donde antes crecían las siembras. Nos levantábamos a la hora que se nos quitara el sueño y las cobijas empezaban a pegarse a nuestros cuerpos sudados. Mamá nos alentaba con el café flojo, sin azúcar, que solía preparar en las mañanas. Vivíamos bien. Con un poco de miseria, pero serenos. Nos tirábamos de la cama directo a los taburetes. Era agradable reclinarse contra la pared de tabla bajo el fresco suave del guano en la terraza.
Papá encendía algún trozo de tabaco y hablaba de otros tiempos. Tiempos de cosechas y abundancia. Veíamos sus ojos hundidos, los brazos oscuros y endebles acomodando el sombrero rotoso, mientras sus manos huesudas dibujaban en el aire, plantíos de frijoles y boniatos. Papá era bueno describiendo cosas. Su boca se llenaba de palabras y casi conocíamos el patio de entonces, repleto de guanajos con sus crías, puercos sebones y hasta vacas. Veíamos las cacerolas en el patio, sobre los lengüetazos rojos de fibrosos macurijes, los ojos de mamá llenos de humo y el olor rancio del tasajo. Entonces nos entraba hambre, aquel afán de nuestras tripas por llenarnos los estómagos de ruidos.
Papá nos hacía afilar los machetes e inventaba planes de trabajo. Planes de desmontes y de siembras. Pero entonces mirábamos el cielo, las nubes claras y distantes que se deslizaban con calma. Los picos azules de las sierras encajonando los linderos. Las tiñosas.
No teníamos animales ni siembras. Eran tiempos duros. Tiempos en que cada quien debía proteger sus propiedades hasta de sí mismo. El robo estaba en cada intención, en cada momento de descuido, pero nosotros no teníamos nada. Nos habían llevado hasta el gallo que papá conservaba para un trabajo de brujería. Fue una noche de lluvia. Las goteras nos obligaban a cambiar continuamente de sitio y el gallo escapó bajo los relámpagos. No lo volvimos a ver. Un montón de plumas grifas y fangosas que hallamos en un recodo a la mañana siguiente nos confirmó la pérdida. Pudo haber sido cualquiera. Papá culpó a cada uno de nosotros, y aunque nos defendimos, sabíamos que el culpable estaba allí, sudando el frío de la desconfianza, durmiendo bajo nuestro techo, con las tripas repletas de la carne dura y jugosa. Nadie vendría a robarnos, todo el que viera nuestra casa nos descartaba al instante, y de cualquier forma el gallo no pudo haberse ido solo. Conservábamos la confirmación de sus plumas.
Cuando las tiñosas sobrevolaban bajo, dibujando círculos en el aire, descolgándose en picada sobre los matorrales, Papá era el primero en ponerse de pie, descifrando con sus ojos mustios el lugar preciso. Porque entonces el sol era un punto bien definido en el medio del cielo, y resultaba engorroso enfrentar el marabú, a sabiendas de los largos meses de esperar la cosecha y despertar una mañana para encontrar los campos vacíos, desfalcados en plena madrugada. Mamá nos alcanzaba los sacos y salíamos. Podía suceder que no encontráramos el lugar exacto, o que, cuando llegásemos, solo quedaran huesos y pellejos. La mejor de las veces conseguíamos algún trozo magullado entre pedazos de cuero, que a duras penas quitábamos a las tiñosas. Entonces regresábamos contentos. Cansados, pero contentos. Mamá apresuraba la candela, añadiendo astillas secas, palos finos, abanicando. Veíamos el humo encresparse entre sus dedos, su cara rugosa enardecida por el fuego, mientras limpiábamos lo mejor posible las piltrafas. Carne de mala calidad, con el tufo agrio del tiempo bajo el sol, a la intemperie. Para nosotros un banquete. Nos hartábamos. Luego salíamos a la noche, adivinando en cada resplandor lejano una futura comilona.
No debimos traerlos. Los perros eran una confirmación del miedo. Un perro era un guardián y nosotros no teníamos qué cuidar. Puro capricho. Se le ocurrió a Papá, y sus criterios siempre fueron leyes. Cuando un grupo de hombres convive junto y la fuerza de la sangre es quien los une, sucede que la voz más vieja es la que se escucha. Eran tiempos malos. Difíciles días de carencia y hambruna. Apenas sobrevolaban las tiñosas buscábamos el sitio exacto, abriendo trochas en los marabusales. Pero no encontrábamos nada. Regresábamos con los sacos vacíos y Mamá permanecía en la cocina, observándonos muda, con las ojeras acentuadas y la candela lista, que era su peor manera de quejarse. Entonces Papá nos increpaba, culpándonos por la tardanza o por no encontrar el mortuorio. Se quedaba en el patio, mirando de vez en vez las nubes bajas, espantando los rodadores a manotazos, sacando filo al machete mellado, mientras la noche se iba atenazando en los troncos del ateje y el limón del traspatio, arrellanándose con calma en el marabú florecido, hasta que Mamá le alcanzaba un plato con algo: una yuca dura, un poco del sancocho que inventaba con lo disponible y que tragábamos cabizbajos y en silencio, sentados en el suelo del portal.
Nadie discutió cuando lo dijo. Nos pareció sensato. No tendríamos que esperar la mañana ni que el hedor de la sangre avisara a las tiñosas. Un par de perros nos advertiría con tiempo. Bastaba dejarnos llevar por sus ladridos, seguir sus pasos con cautela, confiando en su olfato. Suelen ser buenos rastreadores, en eso coincidimos con Papá. Lo que no previmos fue cómo alimentarlos, creíamos en la posibilidad de la abundancia.
Robarlos no fue fácil. No teníamos otra manera de conseguirlos. No cualquier sato que ladrase por el mero hecho de la bulla sino un par capaz de distinguir entre la fetidez de un mortuorio o la presencia sana de la carne fresca. Noches enteras de recorrer caseríos, saltando cercas, violando patios ajenos. Momentos de escapar entre los colmillos de algún buen guardiero, porque no era lo que en realidad buscábamos. Hasta que dimos con ellos. Dos satos flacuchos, con suficiente hambre como para seguir el olor de la carnada. Ahora están ahí, aullando tras el entarimado, aguardando el mínimo descuido. Resultaron excelentes. Muy buenos. Desde el primer día se adaptaron a su oficio. Permanecían quietos, expectantes, amarrados al horcón de la terraza. Se tumbaban sobre las patas, serenos, paraban las orejas de vez en vez, adivinando los ruidos, venteando. Para entonces no esperábamos la noche. Zafábamos los perros y salíamos. Tenían una forma de ladrar algo especial. Podíamos distinguir si trabajaban con gente o con alguna pieza acabadita de limpiar. Solíamos acompañarlos un buen trecho, seguros de conocer el objetivo. Alguna vez influyeron. Entonces no nos conformamos con los restos. Ambicionábamos. Y nos regocijamos mientras ayudaron a espantar los matarifes. Papá se sentía satisfecho. Se le escuchaba cantar mientras sus ojos recorrían los campos enyerbados. Fue culpa de los perros, o de nosotros mismos, o de los matarifes que decidieron buscar otro sitio, bien lejano, para sus fechorías. Lo cierto es que cuando las cosas van bien uno se confía. Luego, cuando empiezan las complicaciones, la culpa tiene que cargarla alguien y aunque no lo dijimos, sentimos que el culpable fue Papá. Por él comenzamos a soltar los perros. Según su opinión, no escaparían. Al principio nos fue bien, mientras creímos controlarlos. Luego, cuando la carne comenzó a escasear y los perros continuaban engordando, nos atrapó la sospecha. Se estaban yendo a trabajar por su cuenta. Solíamos recorrer los recovecos de antes, buscando, pero nada. Ya los perros habían pasado por allí.
Si descubríamos un montón de puntos negros bajando en círculos entre los marabusales, allá íbamos, esperanzados, pero entonces sucedía que apenas encontrábamos un bulto de pelos y algún hueso de cualquier animal pequeño, un gato jíbaro, una liebre. Obra de los satos.
Mamá apenas se asomaba a la terraza. Recogía alguna leña, preparaba la candela, como siempre, pero al vernos merodear, desanimados, se embutía entre las sábanas y no salía hasta que Papá no le metiera cuatro gritos. Cocinaba lo que hubiera y se volvía a acostar. Los perros apenas se acercaban. Los distinguíamos lejos, escabulléndose entre las malezas que crecían bajo el marabú. Sus ojos lumínicos nos espiaban en las noches. Los veíamos aproximarse lentamente, y cerrábamos las puertas. Al acostarnos nos tapábamos los oídos, sus aullidos no desconcertaban tanto como los ralladuras de sus uñas contra las paredes.
Nos despertaron los gritos. Abandonamos las cobijas y corrimos con el tiempo justo de verlos internarse en la manigua. Ocupados en atender a mamá no se nos ocurrió perseguirlos. Fue su primer ataque. Después de aquel día ya no tuvimos sosiego. Aparecen dondequiera, en las horas menos esperadas. Las mordidas se infectaron y unos meses después perdimos a Mamá. Desde entonces Papá ni nos mira. Se arrebuja en el taburete, cabizbajo y aunque no lo dice, sabemos que nos culpa.
Lo del entarimado fue idea nuestra. Los escuchamos en la noche y aunque presentimos lo del hoyo, ninguno fue a inspeccionar. Nos fingimos dormidos, oyendo el gimoteo de Papá que tampoco se atrevió a salir. Cuando amaneció no los descubrimos por los alrededores. La tierra estaba removida y una mancha negruzca nos confirmó las sospechas. A Papá se le escapó un alarido que espantó a las tiñosas. De Mamá apenas quedaban puros trapos. De alguna manera debíamos alejarlos. Estaban enviciados. Entonces arreglamos la cerca en los alrededores del patio. Apretamos los alambres de modo que les resultara imposible traspasarlos, pero fue en vano. Una vez terminada, comprendimos que sería insuficiente. Apenas dormíamos. Los días se alargaban con la zozobra de la expectativa. Las noches eran puras amenazas. Los satos rondaban, hambrientos. Veíamos sus ojos brillar en la oscuridad y empezaron las sospechas.¿Cuántos puntos fosforescentes refulgían allá afuera? Entonces lo construimos. Deshicimos el corral del traspatio y con la madera utilizable fuimos levantando una pared alrededor de la casa, clausuramos las ventanas. Ahora están ahí, enfurecidos, desclavando a dentelladas la madera podrida. Al no poder salir nuestra hambre se acrecienta. Papá empieza a desvariar. Habla de carne roja, de abundancia, y vemos los perniles ensangrentados entre sus manos huesudas. Lo observamos en silencio. Los ataques son cada vez más continuos, como si los perros se hubiesen multiplicado. Recordamos a los matarifes, huyendo acoquinados al escuchar sus ladridos, y nos parece ver la pieza entera, a medio pelar, solo para nosotros. Agarramos los machetes. Escuchamos el gimoteo de las tripas, y mientras descuartizamos la pieza, volvemos a saborear el gusto jugoso de la carne.
Olga Montes Barrios . Artemisa (1973). Narradora. Premio Félix Pita Rodríguez de la AHS del año 2003 con el libro de cuentos De la vida y de la muerte. Premio Regino E. Boti de Literatura Infantil con el libro Gorila de Angumu, en el 2013. Premio nacional de narrativa en el Encuentro Debate del año 2014. Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas de Literatura infantil y Juvenil con la novela Danza de papalotes, 2014. Premio Abril de literatura infantil con la novela Chimbe. Otro libros publicados:¿Por qué no nos visitan los extraterrestres?, 2007. Galería de sombras, 2012. La mochila de Vicente, 2015. Danza de papalotes, 2015.
Para Omar Valiño y Abel Prieto, desde la noche del 4 de enero de 2011.
La cápsula permanecía en el fondo de su portafolio, envuelta en un pedacito de papel torcido por ambos extremos. Una mitad de la cubierta era blanca; la otra, verde, y Rigoberto se había cuidado de no escribir en el papelito una palabra, siquiera unas iniciales, un código. Humberto decidió imitarlo: sabía que estaba cometiendo una imprudencia, pero confiaba en que las opciones de que aquella sustancia cayera en otras manos fueran mínimas. Silvia no solía hurgar allí dentro, y menos aún Celia o Fidelito. En el peor de los casos, si se le perdiera el portafolio o se lo robaran, o si a él mismo le diera un desmayo, un síncope en medio de la calle, ¿a quién se le iba ocurrir tragarse lo que una cápsula innominada guardaba?
La falta de identificación le preocupó sobre todo cuando, semanas atrás la tuvo entre sus dedos por primera vez. ¿Sería esto lo que buscaba? Las instrucciones de Rigoberto habían sido de una precisión que no dejaba alternativas: la segunda gaveta, al fondo, en la cajita donde guardaba las presillas clip. Allí mismo encontró Humberto la cápsula. Por las dudas, revisó al detalle las tres gavetas del escritorio de su colega: solo papeles, lápices, una calculadora, cajitas de presillas y dos presilladoras de diversas medidas, una ponchadora, carpetas de cartulina y de plástico, un tubo de pasta de dientes casi vacío, una astillita de jabón envuelta en papel higiénico, una vieja receta médica para comprar metroclopramida. Eran las pertenencias de alguien que debería estar en su puesto de trabajo al día siguiente, a las 8 en punto de la mañana, pensó. De todas formas, si no era eso lo que Rigoberto le había pedido que buscara, ¿qué daño podría hacerle una equivocación?
Celeste, la esposa de su compañero de oficina, lo había llamado temprano en la mañana, «antes de ir para el Calixto», según le explicó. Rigoberto quería verlo. El horario de visitas era de 6 de la tarde a 8 de la noche. Humberto anotó la localización: sala «Weiss», de cirugía, cama 12.
Le alegró que su colega pidiera ser visitado. Lo habían hospitalizado semanas atrás, súbitamente, aquejado por lo que parecía una crisis de amebiasis pero, en la medida en que pasaban los días, las noticias, siempre trasmitidas por Celeste a Marina, la jefa de cuadros que vivía en el mismo edificio, fueron ganando en gravedad: en los primeros exámenes médicos, además de la amebiasis se le descubrió una úlcera. La laceración de las paredes del estómago no cedía ante medicamento alguno y las investigaciones prosiguieron. Se supo que la úlcera había provocado un tumor que parecía maligno. El resultado de la biopsia se esperaba con ansiedad, se valoraba una operación de urgencia. Desde el primer momento Rigoberto se había negado a recibir visitas. Celeste y una hermana del enfermo se alternaban para cuidarlo. El director de la Empresa había dispuesto que se les apoyara en todo lo necesario: un auto con chofer para algunos de los movimientos de la familia, la compra de jugos y pollos que ya, según las últimas noticias, parecían inútiles. El viejo Rigoberto, como solían llamarlo, había sido de los primeros en entrar en aquella mansión de El Vedado cuando fue convertida en oficinas, y su dedicación al trabajo había sido irreprochable a lo largo de casi cuarenta años de servicios.
Humberto creyó que la solicitud que le hacía Rigoberto era un síntoma esperanzador e incluía a todos los compañeros de trabajo. ¿Ya estaba el resultado de la biopsia?
―Es cáncer ―respondió Celeste, sin temer a la palabra. ―Me pidió que fuera usted solo.
―¿Y él lo sabe?
―Lo sabe todo. Usted conoce a mi esposo tan bien como yo.
El «Calixto García» quedaba a unos veinte minutos de la Empresa, aunque la pendiente que debía salvar en el último tramo logró sofocar a Humberto. Al cruzar el portón de entrada, mientras un custodio inspeccionaba el contenido de su portafolio y le indicaba cómo llegar a la sala «Weiss», se dio cuenta de que hacía muchos años que no ponía sus pies en un hospital. «Somos una familia afortunada», pensó. Eran ya las seis y cinco de la tarde pero el sol quemaba como si fuera mediodía. La sombra de los álamos fue protegiendo a Humberto casi hasta la misma puerta de la sala de cirugía. Los pabellones del hospital, vistos desde fuera, aparentaban aún cierta dignidad. Las columnas jónicas adosadas a la fachada, las escalinatas recubiertas de mármol, el nombre del doctor Weiss inscrito en letras al relieve sobre el frontispicio, daban cuenta aún de de una dignidad, y un esplendor, desgastados pero no del todo perdidos.
Ya dentro, el pasillo principal era tan espacioso como sombrío y, a pesar de que había comenzado el horario de visitas, solo un paciente, vestido con un pijama de color impreciso, desvaído, conversaba afuera con su familia. El vaho de la enfermedad ahogó a Humberto. Llegaría a su casa con ese olor impregnado en la ropa, en la piel: olor a cloroformo, a alcohol, a antibióticos, al ambientador que las empleadas derramaban sobre el piso, a cuerpos heridos, a pieles devastadas, a carne que comenzaba a morir.
La cama 12 estaba al final de la sala, en un pequeño cubículo separado de los contiguos por medias paredes recubiertas de azulejos. Rigoberto tenía casi el mismo color que las sábanas o que el pijama con que se vestía. Solo los ojos y el pelo contrastaban en aquella masa grisácea. Celeste, de pie, se ocupaba en arreglarle la almohada, en acomodar sobre una toalla el brazo donde estaba encarnada la aguja del suero. Junto a la cama había una silla de metal que ella ofreció a Humberto. El viejo parecía dormido, aletargado.
En la cama de al lado yacía otro hombre cuyo vientre estaba cruzado por gruesas tiras de esparadrapo que sostenían un enorme vendaje sanguinolento.
―Aquí está Anleo ―anunció Celeste.
―Ya sé ―contestó Rigoberto, sin abrir los ojos.
Humberto puso su mano sobre la de su compañero.
―Voy a aprovechar que usted vino para salir a hacer unas llamaditas ―dijo Celeste―. Si me necesita, estoy ahí mismo, en la entrada.
La estatura y la corpulencia de Celeste siempre habían provocado burlas en la oficina, y ahora las diferencias entre ella y su esposo se habían hecho enormes. ―Podría cargarlo en brazos y salir corriendo con él ―pensó Humberto.
―¿Cómo te sientes?
―Jodido ―contestó Rigoberto―. Me estoy yendo en mierda.
―¿Te duele?
El viejo asintió.
―Necesito un favor de ti.
―Lo que te haga falta.
―Júrame que no me vas a fallar.
¿Tendrá una amante el viejo?, se preguntó Humberto. Una enfermera encendió las luces del salón. Alguna lámpara quedó parpadeando en el techo durante segundos y Humberto sintió que se mareaba. Cerró los ojos.
Rigoberto había sido preciso en su explicación.
―¿Lo vas a hacer? ―preguntó.
Humberto comprendió que su deber era ofrecer resistencia.
―Coño, viejo, no te apresures.¿Y si los médicos están equivocados?
―Estoy sentenciado. Dos meses es lo que me dan, a lo sumo.
¿Era en Holanda donde habían legalizado la eutanasia?
―Nadie sabe que tengo guardada esa cápsula.
La conseguí hace meses para matar al perro del vecino, que no me dejaba dormir, pero alguien se me adelantó. El amigo que me la resolvió piensa que ya la usé.
¿Cuántas gotas de suero debían caer en un minuto? Humberto había contado más de cien desde el instante en que su compañero mencionó la palabra cianuro.
―En las condiciones en que estoy,¿tú crees que van a perder el tiempo haciéndome la autopsia?
Todo cuanto decía Rigoberto era estrictamente razonable. La enfermera anunciaba a gritos la hora de ir al comedor.
―Hoy es jueves, ¿no? Si me la traes mañana, el sábado tienes velorio.
Celeste, de regreso, se detuvo a medio camino a conversar con otra acompañante. Humberto vio que señalaba hacia él, o hacia la cama de su esposo. Rigoberto jamás se había distinguido por su valentía, y ahora daba la impresión de tener muy calculado lo que estaba pidiendo.¿Y si se arrepentía a última hora y Celeste descubría la cápsula?¿Si él mismo, presionado por los médicos, confesaba que Humberto había sido su cómplice?
―Te espero mañana. Vas a encontrarte con mi hermana, que siempre está desesperada por salir a fumarse un cigarrito. En cuanto nos deje solos, pónmela en esta mano ―sacó la derecha que estaba bajo la sábana―. Todavía tengo fuerzas para llevármela a la boca.
―No lo voy a hacer ―pensó Humberto que debía contestar. Apretó de nuevo la mano de Rigoberto, le dio un beso a Celeste.
―¿Ya se va?
Demoraría al menos una hora para llegar a su casa, y Silvia, su esposa, jamás se sentaba a comer sola, le explicó a Celeste.
― Gracias por venir ―respondió la mujer.
―Cuídate ―le dijo a Rigoberto como despedida. «¡Uno dice cada tontería!», pensó mientras desandaba el pasillo principal.
Al otro día, a la misma hora, con la cápsula perdida dentro del portafolio, emprendió la subida hasta el «Calixto García». Le parecía que el calor era aún más intenso que en la tarde anterior; el sol, más despiadado. El muro que bordeaba la Universidad recibía la sombra compacta de varios jagüeyes. Algunos choferes de carros de alquiler hacían tiempo cerca de la esquina, aburridos. Humberto escogió un sitio separado de ellos, sacudió con la mano el polvo que cubría el muro y se sentó, el portafolio abrazado contra su cuerpo. Varios ómnibus descargaron sus pasajeros en la parada del hospital, pasaron una ambulancia, un auto que se detuvo con un frenazo frente al Cuerpo de Guardia, acompañantes o enfermos que cargaban ventiladores, cubos, almohadas. Una mujer delgada, bajita, recostada en una columna, fumaba con una ansiedad que a Humberto le llamó la atención, y miraba continuamente calle abajo, como esperando a alguien. ¿Será la hermana de Rigoberto?, se preguntó. Había menos calor bajo la protección de los árboles pero la calma en el aire era absoluta. Solo el alboroto de una bandada de gorriones movía las copas de los árboles. «Me van a ensuciar», pensó Humberto, y confirmó que sobre las piedras del muro se secaban decenas de cagarrutas de pájaros. Se puso de pie. Miró de nuevo hacia la entrada del hospital. La fumadora había desaparecido. La parada a la que debía ir quedaba mucho más cerca si atravesaba el «Calixto», bordeando la sala «Weiss», pero prefirió bajar la loma hacia donde nacía la Avenida de los Presidentes. «Por allí hay más sombra», se dijo.
Celeste lo llamó a la oficina la mañana siguiente:
―Oiga, Rigo se quedó esperándolo.
―¿Y cómo sigue el hombre?
―Ahí, ahí. Ya usted sabe cómo es eso.
¿Conocería ella la decisión de su esposo? ¿Sería su cómplice? A Humberto se le heló la sangre. Alguien, de seguro la secretaria, había limpiado con alcohol alcanforado el auricular del teléfono.
― Ayer hubo una reunión del Sindicato que terminó tardísimo ―se excusó. Pensó decir algo como «Dígale que ya le tengo lo que me pidió». Se contuvo―. Esta tarde voy, sin falta.
Celeste no volvió a llamarlo y él supuso que su compañero habría comprendido el despropósito en que pretendía involucrarlo. Durante algunos días creyó mejor devolver la cápsula al mismo lugar donde la había tomado. Rigoberto podría haberle confiado la misión a otra persona. Pero, ¿a quién? Ni Celeste ni su cuñada se habían portado por la Empresa, y él era el único que se podía considerar amigo del viejo. Era seguro que Rigoberto no volvería a ocupar aquel escritorio, que, más temprano que tarde, nombrarían a otro responsable de estadísticas que llegaría vaciando gavetas, botando los restos del viejo que quedaran allí.
Humberto tampoco quería dejar un mal recuerdo de sí mismo en aquel hombre con quien había compartido tantos años de trabajo. Desde que Rigoberto faltaba a la oficina, Humberto iba solo al comedor, y solo se sentaba a comer el arroz y los frijoles colorados que servían a diario. «Todavía estoy a tiempo de complacerlo», se decía todas las tardes cuando, ya en su casa, dejaba caer el portafolio sobre la mesa del comedor.
Las noticias sobre la salud de Rigoberto seguían llegando sistemáticamente a la Empresa: hubo un día fijado para la operación, y luego se supo que los médicos habían decidido evitarle un sufrimiento, unas tensiones que ya parecían innecesarias. Más tarde se habló de hemorragias, de aplicaciones de morfina. Se dijo que quizás le dieran el alta porque para la familia sería menos fatigoso atenderlo en la casa. «Ya no debe poder valerse por sí mismo», pensó Humberto.«Quizás no pueda ni tragar».
El viernes, poco antes de las 5 de la tarde, el director de la Empresa vino directamente al escritorio de Humberto. Había unos estados de cuenta que entregar, y Humberto pensó cómo cubrir las espaldas de Josefina, la jefa de Trabajo y Salarios, que no había hecho llegar a tiempo su reporte. El Director le puso una mano en el hombro:
―Murió el viejo Rigo ―dijo.
Humberto lo miró a los ojos. El otro se quitó los espejuelos, se pasó una mano por las mejillas, como si hubiese lágrimas. El portafolio, ya cerrado, esperaba sobre el escritorio. A Humberto le dio por ponerle una mano encima.
―La hermana acaba de llamar desde el hospital. Lo entierran mañana a las 10. El velorio va a ser en la funeraria de Zapata.
Esa noche, cuando confirmó que ya Silvia dormía, Humberto hurgó en su portafolio. Le costó trabajo dar con la cápsula. Desenrolló el papelito, tomó el pequeño estuche por las puntas, entre el pulgar y el índice. El calor había puesto la cubierta pegajosa, reblandecida. ¿Por qué la harían con esos colores? El polvillo llenaba poco más de la mitad del cilindro. Humberto lo agitó junto a su oreja, como una maraca. ¿Sería blanco, amarillento, beige? Siendo tan precavido el viejo, ¿por qué no la llevaba consigo? Cosida al cuello, como dicen que la guardaban los oficiales nazis. Volvió a envolverla tal cual la había encontrado en la gaveta de Rigoberto y la hundió de nuevo en las profundidades del portafolio. Se pasó el dedo índice por los labios. Tenía un sabor dulzón. De inmediato fue hasta el baño y escupió, se enjuagó la boca y se lavó las manos. Se dejó caer sobre la taza del inodoro: «Qué guanajo soy».
En la comida, Silvia le preguntó si quería que lo acompañara a la funeraria. Esta vez Humberto prefería ir solo. «Va a ser aburridísimo», le dijo a su esposa. A pesar del calor, escogió una camisa gris, de mangas largas, y Silvia quitó unas manchas de moho de un pantalón negro, de casimir, que hacía años no usaba. Cuando se miró al espejo, de cuerpo completo, le dio la impresión de que con aquella ropa se parecía un poco al viejo Rigoberto.
Todavía no eran las 8 y media de la mañana cuando ingresó al recinto de Zapata y 2. Miró en la tablilla de información, cruzó el patio, donde un grupo de desconocidos conversaba sobre el juego de voleibol que el equipo cubano había perdido la noche anterior. La capilla donde estaba tendido el cadáver de Rigoberto era de las últimas, y la antesala estaba vacía. Adentro, en torno al cadáver, dormitaban Celeste y otra mujer enteca que debía ser la hermana del difunto. «Nada que ver con la que fumaba», pensó Humberto. Otras dos ancianas y un señor de guayabera blanca eran todos los dolientes que acompañaban a esa hora el cadáver de su amigo. Una sola corona de flores ya mustias colgaba de la pared.
Humberto levantó la cabeza, tomó aire y avanzó hacia Celeste con paso resuelto. «Sabe que le quedé mal al viejo y me lo va a reprochar». La viuda se abrazó a él como a una tabla de salvación. En cuanto ella se puso de pie, Humberto se dio cuenta de que estaba mucho más delgada, y se había encorvado como una madre que amamanta a su hijo.
―Rigo te apreciaba mucho ―le dijo―, te apreciaba y te respetaba.
―Y yo a él. Era un hombre íntegro.
―Demasiado íntegro ―se quejó ella.
Celeste había tratado de apagar con agua de violetas los estragos de la mala noche, y Humberto sintió que se ahogaba. Se separó del cuerpo de la mujer y avanzó hacia el féretro con la misma resolución con que había entrado en la capilla. Rigoberto era como un boceto, una maqueta de sí mismo. Estaba calvo como bola de billar, y la piel blanquecina de la cabeza y del rostro apenas ocultaba las protuberancias de los huesos. Las orejas parecían fabricadas con cera y pegadas de prisa, al descuido, en aquella cabecita consumida por la enfermedad. Humberto sentía en su nuca la respiración de Celeste. Volvió a abrazarla.
―Al fin descansó ―dijo ella, y llevó a Humberto hasta uno de los sillones de la capilla.
En la medida en que la mañana avanzaba fueron llegando algunos que debían ser vecinos. Humberto se quedó en el mismo sillón, en ese espacio reservado a los dolientes más cercanos. Personas desconocidas venían hasta él, le apretaban la mano, le daban palmaditas en el hombro, lo abrazaban, mascullaban frases de solidaridad, de consuelo.
Celeste y la hermana enteca se iban animando, volviéndose más locuaces en la medida en que se acercaba la hora del entierro. Celeste contaba la manera como su esposo, en el límite del dolor, apretaba su mano y le rogaba que lo ayudara. «Ya ni la morfina lo aliviaba», relató la viuda, entre sollozos, a quienes iban llegando. La hermana, por su parte, insistía en que en las horas finales el enfermo había caído en un estado de delirio, de locura: «Yo creo que, por suerte, no se daba cuenta ya de lo que le estaba pasando. Se nos hacía pedazos entre las manos». «A veces Dios es muy injusto«, dijo Celeste a una señora que quiso rezar por el alma de Rigoberto, «tratar así a un hombre tan bueno».
Poco antes de la hora fijada para el entierro, llegó el ómnibus de la Empresa, e inmediatamente después entraron el Director y la Jefa de Cuadros. «Al menos al cementerio va a llegar acompañado», pensó Humberto.
El mismo Director, quizás por iniciativa propia, fue quien despidió el duelo. Humberto fue de los encargados de cargar el ataúd y colocarlo sobre las correas de los enterradores. El calor era intensísimo y la zona del cementerio en que se ubicaba la tumba donde quedaron los restos de Rigoberto estaba desarbolada. Cegado por el resplandor que salía de los mármoles, de las paredes encaladas, del asfalto de la calle, a Humberto comenzó a dolerle la cabeza.
Ya en la casa, Silvia le dio un paracetamol y le aconsejó que se refrescara bien antes de sentarse a la mesa. Humberto no tenía ni pizca de hambre, pero entró en el baño, abrió la ducha, se sentó sobre los azulejos. El agua, casi tibia, caía sobre sus pies. El cianuro, se preguntó,¿tendrá límite, fecha de caducidad? Tal vez podría vaciar el polvillo en un sobrecito de nailon, guardarlo en su billetera. Siempre había preferido valerse por sí mismo antes que arriesgarse a pedir favores.
Arturo Arango (Manzanillo, Cuba, 1955). Narrador, ensayista y guionista de cine. Es autor de los libros de cuentos La vida es una semana (que obtuvo en 1988 el premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba), y La Habana elegante (Ed. Unión, 1995, y Ed. Fazi, Roma, 2000), al que pertenecen las piezas »Bola, bandera y gallardete«, premiada en el concurso internacional »Juan Rulfo«, y »Lista de espera«, que fue llevada al cine. En 1994 publicó el relato En la hoja de un árbol, y tres años más tarde la antología personal ¿Quieres vivir otra vez?, En 2012 publicó su libro de cuentos Vimos arder un árbol. Ha publicado además En los márgenes. Acercamientos a la poesía cubana, las novelas Una lección de anatomía), El libro de la realidad y Muerte de nadie, con la que ganó el Premio Internacional Casa de Teatro, en República Dominicana, en 2003.
Para Andrés y Tamara.
Todo cambia, y al final se agota, Findy. Es la ley de la vida.
No sé, quizás si hubiera pensado mejor y más detenidamente en ello, hoy las cosas fueran diferentes.
Pero sucedía que en aquel entonces los acontecimientos chocaban contra mí como si fuéramos asteroides en el más infinito espacio, y recordaba sin cesar y con gran turbación, las primeras palabras que había aprendido el niño pequeño de la casa: LA LUZ y CUCARACHA.
Se iniciaba el Período Especial cubano. En el 1991 había caído la URSS y Cuba había perdido el 75 por ciento de sus mercados, y la tercera parte del combustible que consumía. Los apagones eran de diez o doce horas diarias.
En Estados Unidos subiría al poder el peor de los gobiernos, y la esperada ayuda militar foránea en caso de agresión, bloqueo naval, o bombardeo por parte de los americanos, era letra muerta.
Es decir Findy, que la invasión estaba cantada y nosotros andábamos con el culo al aire.
Se caía el muro de Berlín, la gente hacía colas en Moscú para comer McDonalds con Coca Cola, y nos asombrábamos ante el suicidio del CAME. Entonces empezaron las grandes dificultades, grandísimas, que a partir de ahora debíamos enfrentar para poder vivir y subsistir. Era un suicidio perfecto.
Por todo eso Findy, nuestra existencia se convirtió en un infierno.
Vivir fue una aventura en el tiempo sin la verdadera libertad personal, una rebelión sin porvenir, algo como de rebelde sin causa y sólo conciencia para perder con la distancia y los años. Teníamos que subsistir sin ninguna apelación, sin nadie a quien pedir socorro, ni tan siquiera apoyo moral; y contentarnos con lo que teníamos.
Perderíamos la esperanza, toda la esperanza, la poca que nos quedaba después de este cansancio por la larga pelea. Así la vida se convertía en un absurdo para los cubanos, un estar sin porvenir, sin futuro, la muerte sin morir, o quizás muriendo ya de una vez y para siempre.
Y La Habana se había llenado de periodistas, de todo el mundo, que venían a reportar de cerca la caída de la Revolución y Fidel Castro.
Sísifo era rey de Corinto e hijo de Eolo, el rey de Tesalia.
Dice la leyenda que Sísifo observó cómo Zeus, el dios de los dioses, se llevaba a la hermosa joven Egina y le enseñaba sus mejores mañas de amador, porque también sabía gozar, a pesar de las responsabilidades del panteón helénico.
Parece que Sísifo lo comentó con Eolo, su padre, que Eolo le fue con el chisme a Zeus, y entonces el Poderoso condenó a Sísifo a vivir en el Tártaro, la región más baja de los Infiernos, donde se castiga a los malvados después de la muerte, y por eso lo obliga continuamente a subir la gran roca hasta lo alto de la colina, para caer enseguida que llega a la cima. Entonces tiene que comenzar de nuevo la ascensión, y así por toda la eternidad.
Cuba debiera llamarse Sísifo.
Igual que el dios mitológico condenado, la Isla lleva siglos tratando de subir la roca a lo alto de la colina, pero nunca lo logra, nunca lo ha logrado, y nunca lo logrará.
Desde la fundación de los Estados Unidos, los padres de la patria americana empezaron a codiciar la Isla, e hicieron todo para impedir su independencia, para coartar el desarrollo de una cultura cubana, para hacerle imposible caminar por su propio rumbo, el rumbo escogido por sus hijos.
Primero la quisieron comprar a España, luego fue Narciso López y su expedición anexionista ligada a los esclavistas del sur, después Céspedes con el grito de independencia y la renuencia de los americanos, luego Martí y el Plan de La Fernandina, la declaración de guerra a España por la reventazón del Maine, e inmediatamente el gobierno interventor de Wood, luego el de Magoon y la sinecura, la Enmienda Platt, la base naval de Guantánamo, la Chambelona, la caída de Machado y la intervención de Summer Welles, Batista, robo y represión, y por último la sublevación de los barbudos, que derrocó a Batista, e intentó otra vez tomar un camino propio.
De nuevo es Sísifo que llega con su roca a la cumbre, y la ve caer con estrépito.
Y otra vez Findy, habrá que empezar a subir la cuesta.
¿O será esta vez Ícaro, que se ha quemado las alas al querer acercarse al sol del mundo moral, que no merece ni merecerá?
La fuerte brisa marina cargada de salitre golpeaba la cara del niño mientras caminaba, hundiendo sus pies en la arena húmeda.
Imaginaba haber vivido todo a pesar de sus pocos años: la Sierra Maestra, monte glorioso de Cuba, el triunfo, la alfabetización, la limpia del Escambray, la invasión derrotada en Girón, el peligro de las bombas nucleares, las contradicciones con el padre, el Socialismo, en fin, todo.
Su vida, de buenas a primeras, se había convertido en un carrusel de acontecimientos, tan vertiginosos y rápidos, que era imposible recordarlos con nitidez, sólo le permitían sentir el afán de vivirlos, a manera de una satisfacción personal e íntima.
De familia campesina, defensora a ultranza de una tierra heredada de los ancestros, y ahora ultrajada por la ley de Reforma Agraria, que hacía de antiguos aparceros nuevos e insolentes dueños, sintió que germinaba la ruptura, y que sería para siempre, sin perdones ni olvidos, y ello le había desplegado las alas y volaba, remontaba las corrientes más adversas y potentes sobre las montañas y el verde mar.
Era entonces más fuerte que la muerte, más firme que la vileza, más tozudo que la propia envidia.
¿Y si el propio Fidel se va para Norteamérica? le había dicho la madre con una mezcla de sabiduría e ingenuidad que desarmaba al más convencido.
¡Qué se vaya!, respondió con soberbia y violencia, ¡la Revolución se hará sin él!
Soy, Findy, un hombre de formación cristiana que todo lo ha dado por la Revolución. Quiero lo mejor para el mundo, que tengamos más equilibrio, que no haya gente en la miseria, con hambre; pero ya no cuento con ánimo para luchar, para cambiar esta situación, nada de eso.
No tengo fuerzas para ello. Ni tampoco quiero. No pretendo comprometerme de por vida con una causa justa pero perdedora, sin posibilidad alguna de salir adelante. Y mucho menos inserto en la hecatombe de sociedad que estamos viviendo, mirando cómo se cumple al pie de la letra aquella sentencia de Montesquieu de que «es más difícil sacar a un pueblo de la servidumbre que subyugar uno libre.»
Ese es el límite para mí.
Y este sistema Findy, que trata de ser el más justo, no colabora con mi realización profesional, en la práctica no puedo hacer lo que realmente quiero, no puedo, por ejemplo, tener una pequeña hacienda, mía, para disfrutarla y ganar dinero honradamente, pero que sea mía. Mis padres siempre fueron hacendados, es lo que yo conozco desde niño, quizás sea algo que venga en los genes, y no puedo ni nunca podré.
No soporto ya más las colectividades. Lo colectivo no tiene dueño, y nadie se preocupa por lo que le suceda. Aparece una abulia ante todo, y puede estarse cayendo La Habana, que nadie mueve un dedo por evitarlo. Se pierde la capacidad de posesión, y por lo tanto, se pierde la necesidad de cuidar lo que tienes, de ahorrar, de no dilapidar, de trazarte objetivos en la vida que vas logrando con tu propio esfuerzo.
Porque la Revolución se ha ocupado mucho del macrobienestar, y ello está bien, pero descuida mucho el microbienestar, aquellas pequeñas cosas que también conforman la vida, y tienen que ver con los sueños personales, gustos individuales, intereses particulares de las personas, sin importar para nada el colectivo.
Aquí no es lo que tú quieras, lo que busques, lo que logres, no, es lo que te toque. Y por eso la mayoría de la población está como un pajarillo, con la boca abierta esperando la migaja que le darán.
Otro asunto se encuentra en la sustancia del propio sistema, que manipula a las personas, las fuerza a ser cómo ellos quieren que sean, a que cumplan las tareas por obligación y no por convicción, y hay razones ideológicas, políticas y sociales, muchas veces movidas por el oportunismo, que te convierten en una cosa, te adocenan, y cada día pierdes más personalidad, más características propias, dejas de ser tú para convertirte en nosotros, en algo amorfo, sin ideas, sin criterios, sin voz ni voto.
Y si tienes talento Findy, sabes que no encontrarás el camino.
También hay muchas carencias, necesidades básicas no satisfechas y de las cuáles nadie se acuerda. Con el picadillo de soya que es más soya que carne, y las patas de pollo congelado no se alimenta a un país, eso tienen que saberlo los que gobiernan. No hay ni papel higiénico.
El transporte público no existe, y se ha puesto de moda la bicicleta. La gente está escuálida de tanto pedal, y pedal y los accidentes en La Habana están a la orden, a toda hora hay un ciclista muerto en los hospitales.
La electricidad cada vez es más escasa, y entonces se echa a perder la poca comida que tienes,. y los refrigeradores solo conservan agua en su interior.
La ropa es otra insuficiencia. Nadie piensa que uno tiene que vestirse, que necesita ropa interior, y medias, zapatos, camisas, y pantalones o sayas, y blusas. No existen, no hay dónde comprarlas, y entonces usted va a un teatro y se encuentra al público vestido con ropas gastadas por el lavar y planchar, ropas que tienen un brillo opaco de tanta fricción, a veces remendadas con sumo cuidado.
Los salarios son una ficción. A nadie le alcanza para mantener a su familia. Y no se puede vivir al día, resolviendo para comer hoy y sin saber qué comerás mañana, tampoco se puede vivir de la caridad pública, mucho menos vale la pena vivir robando, porque apropiarte, Findy, de lo que no es tuyo es robar, es enlodar los principios, envilecer la ética, y en fin, perder la decencia. Pero es que la tenencia de dólares también es ilegal, y entonces ni una ayuda familiar se puede recibir, porque aunque lleguen los billetes, ¿dónde vas a comprar cosas?, tienes que hacerte amigo de un extranjero que viva en Cuba, para que te compre algo en la Diplotienda, y ello con sumo cuidado, porque es delito.
Y ahí caemos en las arbitrariedades, la libertad que uno tiene es entrecomillada, porque se toman medidas y se hacen leyes de espalda a la realidad, fuera de la lógica, y sin una consulta colectiva, por ejemplo, eres dueño de tu casa y no la puedes vender, pero tampoco puedes comprar o alquilar una si hiciera falta, y la hacinación de varias generaciones de familias en una sola casa es aberrante,»el que se casa, casa quiere«, decía el viejo refrán, pero aquí no hay posibilidad, no puede haber ni sueños. Por otro lado, si te han dado un auto por buen trabajo o algún otro gran esfuerzo, no lo puedes vender ni aún donárselo a alguien de tu familia tan cercano como tus hijos.
Y todo está politizado, si
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