Necesito dejarte
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Necesito dejarte - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
Nat Sánchez ya sabía lo que se le venía encima. Se lo estaba imaginando y lo que es peor, lo esperaba todos los días. A la misma suegra se lo había dicho uno de aquellos días que pasó por Rosales a visitarla. Marcela, con ser una señora mayor, tenía más entendimiento que su hjjo y, por otra parte, no se había detenido en una época, sino que había evolucionado con la vida.
Claro que tratándose de Chus no era, precisamente, que se hubiese estacionado o no, sino que era así porque quizás no pudiera remediarlo, pero si era «así», ella no tenía culpa ni era responsable de su forma de ser machista, anacrónico o atávico.
Fuera como fuese sabía que un día cualquiera estallaría, porque no sabía aceptar las situaciones tal cual se planteaban y la vida las planteaba por sí solas, sin necesidad de empujarlas ni de contenerlas.
Lo extraño, pensaba Natalia, era que Chus no estallase ya, porque si toda su vida fue así, con mayor motivo a la sazón, y suponía que si no había explotado no era por falta de ganas, sino, quizás, por evitarse a sí mismo un momento molesto.
Las dos jóvenes y bonitas dependientas se habían ido y Nat ya había hecho la caja y cerrado las persianas, por lo que había visto llegar a Chus cerrando el paraguas y con mal semblante, bajando el cuello de la pelliza.
—Esto de tener que desviarme de mi ruta —entraba diciendo a gritos— es una insensatez. No entiendo para qué te has gastado el dinero en esta tienda.
«La tienda —pensaba Nat—, había sido, afortunadamente, su tubo de escape, su personificación, su salirse de la rutina».
Cuando recibió la herencia de su tía Ricarda, pensó: «La meteré en el banco y de las rentas que me den viviré mejor». Pero el caso es que no vivía mal debido al sueldo de su marido.
Así que después de pensarlo mucho decidió montar la boutique, con tanta suerte que pronto se convirtió en la boutique de moda para la juventud.
Para montarla hubo sus más y sus menos y, por supuesto, más sus más que sus menos. Chus no opinaba como ella y si bien no se oponía, tampoco dijo jamás que estaba de acuerdo. Sin embargo, ella se salió con la suya.
—Me parece absurdo que con este tiempo infernal, después de todo un día de trabajo en la casa publicitaria —decía aún con voz potente— tenga que venir a buscarte. Lo que yo deseo es llegar a casa, sentir el calor de la calefacción, poner mi pijama y mi batín, mis zapatillas y sentarme al lado de la lumbre a leer la prensa, que ni tiempo tuve de hacerlo.
Era lo de siempre.
Pero Nat andaba ya un poco harta de tanta protesta y como aquéllas cada día eran más alusivas, le cortó diciendo:
—La culpa de haber vanido la tienes tú. El hecho de que tenga mi auto averiado, no me impedía llamar un taxi.
—Eso es —sacudía el agua de la pelliza— un taxi. Una mujer sola en un taxi con esta noche y a estas horas —miraba en torno con fiereza—. ¿Sabes lo que te digo? Que vayas pensando en traspasar el negocio.
«Muchas veces —pensaba Nat—, Chus se había insinuado en tal sentido. Casi a raíz de haberlo montado después de haberse opuesto una y otra vez, pero nunca fue tan tajante como aquella noche y el negocio apenas tenía de vida un año…»
Pero Nat ya se esperaba algo parecido y estaba muy decidida.
Si bien no pensaba discutirlo allí, de momento guardó silencio y se fue a la trastienda a recoger el impermeable y su paraguas. Había sido latoso que el auto le fallara en la mañana y tuviera que meterlo en el taller.
Otra cosa que Chus detestaba. Que su mujer aprendiera a conducir y encima se comprara un auto para ella sola.
No entendía semejante estupidez e inutilidad. ¿A qué fin si siempre la llevó él a todas partes?
Cuando Nat aparecía envuelta en el impermeable, la miró diciendo con sequedad:
—Se acabó, ¿sabes? Lo traspasas y te compras pipas de girasol si te parece. Pero esto no continúa.
—Si te parece lo discutimos en casa. Los chicos estarán ya en la cama y a mí me gusta verlos antes de que se duerman.
—Eso es, en la cama y acostados por una muchacha que les es ajena. ¿Ves qué cosas provocas tú con tus manías de independencia?
A Nat no le dio la gana de responder. Llevaba nueve años casada con Chus y lo conocía muy bien, por lo que sabía que era capaz de armar el escándalo allí mismo. Y no porque Chus fuese escandaloso, sino porque ella sabía que estaba a punto de estallar.
—Te repito que lo discutimos en casa.
* * *
Y como salía a la calle después de apagar luces y dejando sólo encendidas las de los escaparates centrales, Chus no tuvo más remedio que salir y abrir el paraguas, bajo el cual se guareció Nat para cerrar la tienda con llave y sujetar las persianas metálicas con un fuerte candado.
Después se fueron los dos hacia el vehículo que se hallaba aparcado al otro extremo de la calle.
La calle Serrano, nada más y nada menos, y en el lugar más idóneo para montar una boutique de moda frecuentada por la élite. Claro que cuando ella decidió establecerse, aún en contra de la opinión de su esposo, decidió hacerlo de verdad. Dinero poseía para ello y tía Ricarda hizo muy bien al morirse y recordar que tenía una sobrina carnal que hasta entonces sólo había sido esposa y madre, y por ello estaba a punto de reventar de aburrimiento y monotonía.
—Te digo —seguía Chus disimulando apenas su estallido— que esto se acabó.
—Mañana —dijo Nat muy serena— me dan el auto y no tendrás necesidad de venir a por mí.
—Eso es —Nat sabía que su marido iba a ponerse como un energúmeno de un momento a otro—, y yo llego a casa antes y allí me quedo pacientemente en espera de que regrese mi mujer. Pues mira, se acabó. ¿Lo entiendes? Esto tiene un fin y el fin ya está aquí mismo. Si lo decía yo —Chus ya conducía, echando lumbre por los ojos—. Una mujer detrás de un mostrador de su propia tienda. ¿Por qué? ¿Qué necesidad tenías tú de semejante estupidez? ¿Acaso