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La Velocidad de la Oscuridad
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La Velocidad de la Oscuridad

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About this ebook

«La claridad y la elegancia de la prosa empleada para narrar el tema del coleccionismo revela una dedicación y un conocimiento sobre el tema poco común» (Michael Hall, Doctor y encargado de conservar las colecciones de la familia, Estado de Exbury, Hampshire, Reino Unido).

«La autobiografía de Piatigorsky es de interés para los estudiantes, los investigadores y para aquellos que se están iniciando en el mundo del coleccionismo, en resumen, para todos aquellos que conozcan las creativas tradiciones de los artistas nativos de América del Norte» (Bernadette Driscoll Egelstad, Conservadora de Colecciones de Arte Inuit).

«La autobiografía de Piatigorsky demuestra que en la ciencia se puede encontrar arte» (Joseph Horwitz, Doctor y Profesor distinguido de oftalmología y biofísica del Instituto Ocular Jules Stein, UCLA).

«La historia, única, de Piatigorsky tendrá una muy variada audiencia: científicos profesionales, coleccionistas de arte, músicos, historiadores, escritores y todos aquellos que hayan luchado por encontrar su propia identidad» (Hamid Shams, Productor y Cinematógrafo de BBP Films).

«Esta autobiografía no es un simple trabajo de lectura, ¡es un trabajo de conmemoración!» (James Mathews, autor de Last Known Position).

«Esta narración fascinante es un viaje a medio camino entre el arte, la admiración y la creatividad, un viaje promovido por su coración por el status quo» (Barbara Esstman, autora de The Other Anna, Night Ride Home y A More Perfect Union

LanguageEspañol
Release dateMar 31, 2020
ISBN9781952570001
La Velocidad de la Oscuridad
Author

Joram Piatigorsky

Scientists develop hypotheses – stories – to bridge gaps in the narrative between the known and the unknown. We look at the specimens and data we collect and try to tease out meaning, examining what we have, questioning what we might be missing, and trying to reconcile the two. We do this in hopes that others will come behind us, building on the work we have done, and thereby changing the stories we tell.As a molecular biologist and eye researcher, I spent close to 50 years engaged in this work, in the field and in the laboratory at the National Institutes of Health. Here, in 1981, I founded the Laboratory of Molecular and Developmental Biology at the National Eye Institute, serving as its chief until 2009 (and now Scientist Emeritus).All along, as I produced more than 300 scientific articles and reviews, I knew I eventually wanted to be a storyteller in the more traditional sense – an author of books and short stories. Realizing I would need to sow the seeds for this vocation before I retired, I began to write short stories, letting my imagination roam free.After publishing a scientific book on vision and genetics, Gene Sharing and Evolution, (Harvard University Press, 2007) I decided to turn my hand to fiction, publishing a novel, Jellyfish Have Eyes (International Psychoanalytic Books, 2014), based on my own research into jellyfish vision in the mangrove swamps of Puerto Rico.More recently, I have completed a memoir, The Speed of Dark, about my life in science, and the people who have mentored and inspired me. These include a number of influential scientists and my family: my father, Gregor Piatigorsky, who escaped poverty and pogroms in Russia to achieve international fame as a cellist, and mother, multi-talented heiress Jacqueline de Rothschild, my wife, Lona, and our two sons.From my parents, I inherited both a love of art, and a propensity for collecting it. I have found myself drawn in particular to Inuit art, fascinated by its folkloric forms, tactile textures and stories of transformation, survival and the sea.It took a while for me to recognize that my preference for Inuit carvings of shaman transforming into various species was linked with my interest in evolution. These transformations impress me as artistic representations of the continuity within the animal kingdom, humbling the idea of our superiority, and reflecting a deep and unwavering equality and respect for all species.They also raise more questions than they answer, as is so often the case with art, science and life. It is our work then to keep asking questions as we move into uncharted waters, forming and reforming the stories of our own evolution from the fragments of answers we find. Some dispatches from my journey are posted here on my website.

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    La Velocidad de la Oscuridad - Joram Piatigorsky

    Prefacio

    Una de las cosas más importantes y vitales de mi existencia ocurrió antes de que yo naciera, el 1 de septiembre de 1939, cuando mis padres y mi hermana de dos años, Jephta, tomaron un barco en El Havre, Francia, que les llevaría rumbo a América. A consecuencia de los horrores de la guerra mis padres pasaron dos días terroríficos en el puerto mientras el capitán del barco barajaba la posibilidad de si salir o no y de enfrentarse a los peligros de un viaje transoceánico, ¿y si torpe-deaban el barco? El 3 de septiembre, el día en el que Francia y Alemania declararon la guerra a la Alemania Nazi, el capitán se arriesgó.

    El sello en el Pasaporte Nansen de papá, una cédula de identificación que la Liga de las Naciones daba a los refugiados para viajar, confirmaba que mis padres llegaron a Nueva York el 9 de septiembre y ¡a salvo!

    Cinco meses después, el 4 de febrero de 1940, nací yo, medio francés y medio ruso, en el estado de Nueva York. Fue así como me convertí en el primer ciudadano americano de mi familia europea. Mis padres fueron ciudadanos americanos años más tarde. Irónicamente hablando, los inmigrantes que llegaban a América de manera forzosa por la guerra se convirtieron en un regalo que ayudaba a asegurar mi futuro americano.

    Pasé de hablar francés en casa a hablar inglés cuando em-pecé la escuela y me crié bajo la influencia de la cultura europea de mis padres, a diferencia de muchos otros inmigrantes judíos por aquel entonces. Y es aquí donde se acaban las similitudes. Mamá era hija del Barón Edouard de Rothschild, perteneci-ente a una saga muy importante de banqueros franceses; papá era un conocido violonchelista ruso. Así que yo tenía la segu-ridad económica que te brinda ser heredero de un Rothschild, expuesto a extraordinarias colecciones de arte y a una vida de lujos, y el reconocimiento, por otro lado, de mi apellido gracias a la posición que tenía mi padre como violonchelista. Desde mi nacimiento lo extraordinario era algo común en mi familia. A diferencia de otras memorias que versan sobre cómo salir de la adversidad para conseguir el éxito, la mía habla de cómo hacer desaparecer el alto listón que había marcado mi maravillosa familia y poder ser yo mismo, de cómo tener voz propia.

    Rompí la línea trazada por mi familia de arte, música y banca adentrándome en el mundo de la ciencia. Esta es la historia de mis investigaciones en el campo de la visión y la genética, influenciado siempre por mi entorno de artistas.

    Entre el público

    Papá sujetaba su Stradivarius en alto con el brazo extendido agar-rando el cuello del violonchelo con la mano mientras se dirigía a deleitar a un público ansioso por escucharle. Cuando tocaba, rodeaba el violonchelo con todo su cuerpo como si fuera un osito y su cabeza se deslizaba al ritmo de las notas como si todo él fuera un maravilloso instrumento. La música surgía como venida de su alma. Papá era muy conocido y querido por su público.

    Recuerdo acompañarle una vez junto a mamá, durante mi último año de estudiante en Caltech, al Festival de Música Pablo Casals en Puerto Rico. Una tarde en la playa, metidos hasta las rodillas en la tibia agua del mar, escuché a papá y al director de orquesta indio Zubin Mehta hablar de su golpe de inspiración por cambiar el concierto del Dvorak programado para el día siguiente, por el de Don Quijote de Richard Strauss.

    —Pero no está en la agenda para el festival, Grisha—le dijo Mehta a papá llamándole por el apodo que usábamos su familia y amigos.

    —Tampoco tenemos las notas, ¿cuándo practicaremos? Mehta llamó a su padre, un conocido director de orquesta de California, y le pidió que le mandase la partitura por correo urgente. Horas antes del concierto tuvo lugar un ensayo es-pontáneo.

    Me senté entre el público al lado de mamá, coloqué mis dedos sobre mis rodillas algo cohibido y pude observar cómo los asientos vacíos se iban poco a poco llenando. Me sentía an-sioso, aunque no sabía muy bien por qué ya que los conciertos de papá nunca tenían defecto alguno para mis oídos. Cuando el público había llenado todos los asientos, se colocaron sillas extra. Los cámaras de televisión se posicionaron en un lugar estratégico para poder grabar. El concierto espontáneo era una magnífica oportunidad, una oportunidad para dejar huella en la historia que iba a emitirse en toda la isla.

    Papá salió al escenario; sujetaba el violonchelo en lo alto, como era natural, impetuoso. Lo colocó sobre su cabeza, no sé muy bien si fue para protegerlo de cualquier golpe o fue un gesto de humildad, un gesto que le representaba como sirviente de la música y no como maestro; era el chelo sagrado el que le había elegido a él y no al contrario.

    Papá pidió la música y señaló su silla, un trono sobre una pequeña plataforma situada en el escenario, enfrente de la orquesta. Mehta se mostró seguro, preparado para dirigir. Aplausos y un silencio tan denso como la humedad.

    Papá transmitía seguridad y yo me sentía orgulloso de ser su hijo.

    En los segundos antes de que la música comenzara, me lo imaginaba pensando: «Vaya idea la mía de tocar Don Quijote sin prepararlo, todo sobre la marcha».

    Yo no creía que fuese una idea disparatada. A veces se desbordaba de entusiasmo como lo hacía cuando soñaba con explorar junglas, con buscar tierras gobernadas por los elefantes o con adentrarse en la profundidad de los océanos para resolver su misterio. A menudo me decía la suerte que tenía de aprender tanto en la universidad; él no había podido ir; no había com-pletado ni si quiera la escuela secundaria. Me decía que viviría aventuras maravillosas en mi vida, ¡Era como si me envidiara! ¿Esperaba que viviera sus sueños?

    ¿Estaba yo destinado a estar entre el público y no en el escenario?

    Papá analizó a su público y yo me imaginé que se había percatado de mi presencia entre un océano de caras. De re-pente volví a sentirme ansioso, como si estuviera yo también encima del escenario soportando una gran responsabilidad sobre mis hombros.

    Mehta bajó la batuta y la orquesta comenzó. Papá em-pezó con una imperante reverencia. Cerró sus ojos, se balanceó y transformó su chelo en Don Quijote charlando con Sancho Panza, el violinista, sobre los molinos de viento y fantaseando sobre su amor por Dulcinea. Yo también cerré mis ojos y me en-cerré dentro de mí. Me convertí en papá, el famoso violonche-lista; Don Quijote, un idealista con unas ilusiones más grandes que toda mi vida; yo, un estudiante de ciencias, el hijo de papá, un espectador más del público que se sentía grande y pequeño a la vez, con un corazón de artista que solo yo podía entender.

    En un momento de calma para Don Quijote la cara de papá se tensó. Apretó las cejas, se secó la frente y movió el pié y el violonchelo. Mi ansiedad volvió. Me vinieron a la cabeza los días en los que me despertaba por la noche soñando que estaba sobre el escenario y se me olvidaban las notas.

    Sobrecogido por mi imaginación, escuché a papá decir:

    —He tocado esta pieza un millón de veces y la he dis-cutido con Strauss; ahora no recuerdo todas las notas. Sería terrible que me equivocara, sobre todo delante de mi hijo. No, sería mucho peor que eso, sería una tragedia.

    ¿Deberas? ¿Sería una tragedia para él o para mí?

    «No soy lo suficientemente bueno», murmuraba papá en mi cabeza.

    ¿Estaba escuchando la voz de papá o la mía propia?

    Me relajé de nuevo cuando volvió la música. ¿Pensaba realmente que papá estropearía su actuación? Aunque tuviera un lapsus pasajero sobre el escenario, tenía al mundo en el bolsillo. Improvisaría y prácticamente nadie, si es que alguien había, se daría cuenta. Era un superviviente y un maestro de la música.

    Los pasajes finales llevaron a Don Quijote a una muerte bonita y tranquila. La batalla había terminado, al menos para papá y para Don Quijote. No más molinos de viento contra los que luchar, no más demonios a los que evitar.

    Papá estaba sentado aún. Metha le miraba. El público permaneció en silencio durante un momento, la forma más extraordinaria de felicitar y después aplaudió, silbó y lanzó una ovación en pie.

    —¡Bravo!—aclamaba todo el teatro a la vez.

    Yo aplaudía como si estuviera en una nube. Sin embargo, desde mi punto de vista, el gritar ‘¡bravo!’ era para mí de-masiado intencionado, demasiado servicial, era como anun-ciar: «¡Ey, que yo también estoy aquí!». El vitoreo público me parecía vergonzante, impropio, era como alabarme a mí mismo pero, ¿cómo era posible que me sintiera así si también me sentía invisible?

    Papá se secó la frente, se levantó e hizo una reverencia. Abrazó a Mehta. Mehta le devolvió el abrazo. Aquella unión era única, nada que ver con dos amigos, ni con el lazo que le unía a mamá ni a mí.

    Un hombre que había delante de mí dijo:

    —Magia. Su mujer asintió como muestra de confor-midad.

    ¿Magia? No, yo no pensaba que fuera magia. Eso era un manjar para los hambrientos.

    Corrí junto a mamá a la parte de atrás del escenario para felicitar a papá que aún estaba sudando mientras menguaba el aplauso del público.

    —Zubin es un genio—dijo papá.

    —Has tocado fenomenal—le dije. —Fantástico. In-creíble.

    Los artistas hablan con superlativos. Quería que me en-tendiera. Quería que supiera que había sido más que fantástico. Lo de ‘más que (fantástico)’ era lo más difícil de transmitir.

    —Gracias—contestó él.—Espero que te haya gustado. Se giró hacia la multitud de amigos y seguidores que cada vez era más grande. Mamá y yo esperamos en la esquina del vestuario mientras sus admiradores le daban uno a uno la en-horabuena.

    Escuché a papá decir:

    —Milichka, ¡qué sorpresa! No tenía ni idea de que estabas aquí—dijo con su acento ruso.

    De vez en cuando alguien me felicitaba. —Gracias—respondía yo sintiéndome algo incómodo

    por recibir las felicitaciones de algo que yo no había hecho, aunque fuera por papá.

    —Debes estar orgulloso de tu padre—me decían.

    —Sí—contestaba yo, porque era cierto.

    Me preguntaba qué debería estar papá pensando mientras gesticulaba con ese entusiasmo, hablaba ruso, se reía de las bromas, abrazaba a antiguos amigos y hacía amigos nuevos, ¿Se sentía como un rey presidiendo su corte? ¿Quiénes eran los bufones? ¿Los nobles? Y si se sentía un rey, ¿por qué se quejaba tan a menudo por la profesión o le dolían las críticas, sus demonios constantes?

    —Amo la música—decía—pero no la carrera, no la vida del músico.

    Mientras le veía conquistar multitudes e individuales con habilidad y cariño, papá volvía a hablar de nuevo en mi mente: «Hoteles, conciertos, etc., un esfuerzo constante durante toda mi vida desde que tenía... ¿ocho años? no, ¿seis? quién sabe. Y los críticos que no son capaces de tocar una sola nota se atreven a juzgarme...»

    Ahí está: era rey y siervo al mismo tiempo.

    Mamá y yo esperamos a que se marcharan los últimos rezagados. Mamá le hizo un gesto a papá para decirle que ya era suficiente. Era siempre muy impaciente, más que yo.

    Sí, la hizo un gesto como de conformidad, lo sé. Pero volvió a hablar otro poco. Esperamos.

    Mi mente repetía el momento en el que salía del escenario como si fuera un vídeo.

    Papá decía: —Zubin es un genio.

    Y yo le contestaba: —Lo has hecho fenomenal. Fantástico.

    Increíble.

    Papá respondía: —Gracias. Espero que te haya gustado. Luego me tocaba la mejilla antes de volverse hacia la multitud.

    Jolie Garçon

    Como tradición papá tocaba música de cámara en casa cada víspera de año nuevo como un ritual, más bien una super-stición, para evitar la mala suerte. El gran violinista ruso Jasch Heifetz estaba siempre invitado; También lo estaba a menudo el pianista Leonard Pennario, a veces el violinista William Primrose y siempre había un pequeño grupo de músicos que vivían en la zona. Recuerdo que durante los primeros años venía con frecuencia el pianista polaco-americano Arthur Rubinstein. Estas reuniones en casa y, en ocasiones en la de Heifetz, se planteaban como una pequeña reunión de amigos en la que se tocaba música de cámara, pero lo cierto es que poco tenían de informales o normales. Yo sentía la presión de un concierto normal: todo el mundo vestido de forma elegante y nadie hablaba ni murmuraba mientras sonaba la música. Mamá corría a la habitación de al lado para descolgar a toda prisa el telefonillo por si sonaba para que no molestase a los músicos.

    La atmósfera estaba cargada de reverencias para acom-pañar la perfección musical. Los invitados sabían lo privile-giados que eran por formar parte de esa reunión de músicos tocando en el hogar de un artista. Por supuesto que ser un amigo leal y fiel de estos grandes músicos era único por sí solo.

    Para mí esas tardes musicales no eran privilegiadas ni es-peciales. Yo no necesitaba invitación. Yo siempre me quedaba allí cuando los invitados se iban y dormía arriba en mi cama. Mi casa era un salón de conciertos por aquel entonces en el que las entradas eran gratuitas y mamá y yo estábamos una vez más entre el público; papá era el violonchelista. Mi hermana Jephta se movía entre los invitados. A veces me sentía en casa y otras veces me sentía como un extraño, contenido y sin estar muy seguro de lo que decir a los invitados.

    «¿Fantástico? ¿Increíble?» ¿Qué podía decir?

    Yo no era músico y me sentía falso haciendo ciertos co-mentarios. Mi verdadero amor por la música era al mismo tiempo fantástico e increíble e iba acompañado de cierta pena por no poder ser yo mismo músico ni poder tocar ningún in-strumento. Me sentía como si llevase una bandera que dijese: «No soy importante». Nunca tuve en cuenta si los amigos de siempre de papá y sus admiradores eran o no músicos ni si tocaban o no algún instrumento o si los chicos pequeños eran o no sus hijos.

    Con respecto a la música, me hiciese sentir feliz o triste, yo siempre decía: «Ha sido bonito». Nada más. Si me había aburrido, que ocurría a veces, me quedaba callado. Cuando mi mente se desviaba a otro lugar, como me pasaba también en los conciertos y me sigue pasando, no le decía a nadie nada sobre mis pensamientos; Después de todo, solo era un niño.

    A menudo papá y Heifetz, los músicos más destacados del grupo y el centro de atención, hacían comentarios o se señalaban el uno al otro entre notas y sonreían, pero yo nunca entendía las bromas. No estaba en la onda. Además, hablaban casi siempre en ruso, el idioma de su juventud y un lenguaje desconocido para mí. Un mundo aparte. Hasta ahora, mi casa había sido en parte una tierra lejana famosa por una música que yo no podía tocar. Aunque era también mi casa. Encajaba y no. Era maravilloso pero no del todo real. Era extraordinario y común a la vez, al menos en mi mente joven.

    Aunque cuando estaba entre el público permanecía cal-lado escuchando la música, tenía una necesidad apremiante de ser entendido. Sentía que tenía algo importante que expresar, ¿pero qué exactamente? Me sentía como si estuviera encendi-endo un fuego para que diera llama en un futuro en un lugar en el que la chimenea estaba aún apagada; era un artista prisionero con un potencial aún sin descubrir.

    Papá casi nunca hablaba de música ni de músicos en casa. La música siempre estuvo en un plano alto para él. No acudía a la ópera porque no le gustaba interferir con la música (yo amo la ópera). Se sentía atacado por la música de ambiente.

    —El llenar tus oídos de ruido no tiene nada de distinto a llenarte la boca de apio cuando estás en un restaurante—me dijo.

    Aún así, a pesar de su integridad por mantener la música como un arte elevado, también veía su lado más sencillo, más humilde. Cuando alguien dudaba en admitir si le gustaba una determinada pieza musical para evitar parecer un ignorante, papá preguntaba: «¿Le preguntaría a un geólogo si una mon-taña es bonita?»

    En Europa, antes de la guerra, papá compró unas pinturas de Paul Klee antes de que este fuera famoso por un dinero insignificante y se las regaló a sus conocidos, amigos y com-pañeros. A papá le encantaban las bellas artes. Se sentía igual de entusiasmado por un viejo cuadro de Renoir en el que aparecía su mujer que por un dibujo de tinta de una figura grotesca de José Luis Cuevas, un artista rebelde que retrataba a la hu-manidad degradada; compraba ambos antes de que tuvieran valor. Yo nunca escuché a papá mencionar el valor o considerar el arte como una inversión o como un entretenimiento.

    «Compra solo lo que ames», decía. Yo entendía que él también quería decir que hiciera solo lo que amase como hacía él con la música y su amor hacia el arte. Adquirió pinturas impresionistas y expresionistas, arte africano, cerámica y otras creaciones que llamaron su atención.

    Cuando tenía 7 años, papá quitó la cubierta del cuadro The Man with a Felt Hat de Chaim Soutine; lo había comprado en París en 1947. Era el primero de los 4 cuadros del francés Soutine que compraría en toda su vida.

    —¿Te gusta Jolie Garçon?—preguntó.

    Papá establecía vínculos creando sobrenombres. Jolie Garçon era delgado, tenía el pelo de color naranja, unos ojos que a penas estaban alineados y llevaba una corbata que se ajustaba su cuello delgado. Jolie Garçon, un chico guapo, el protagonista del cuadro, era Frank Burty Haviland en realidad.

    —Sí—dije con cautela.

    Me gustaba pero era demasiado para comprender y muy aterrador que dijera nada más a mi edad. Sentía que a papá le gustaba el cuadro como si Jolie Garçon fuera su nuevo hijo adoptivo, puede que mi hermano mayor, y me mostraba así lo importante que era el arte en su vida.

    Papá coloreó la visión que yo tenía del arte y la dibujó como algo personal y fue esa visión la que tiznó todo lo que hice: ciencia, coleccionismo o escritura. Como el arte, la ciencia requería originalidad y experimentación, era una forma de expresión personal, tan personal como objetiva. Hiciera lo que hiciese lo hacía personal viéndolo como tal. Respetaba el conocimiento, pero no buscaba a ningún geólogo para que me dijera que una montaña era bonita ni a ningún erudito para que guiara mi gusto en la música o en el arte. Papá me enseño a confiar en mi instinto, en mis caprichos e intuiciones. Si sentía que tenía algo importante que expresar, me lo tomaba en serio.

    Sin embargo, mi visión del arte no se limitaba al gusto y buen ojo de papá por la música y el arte. La conexión de mamá con el arte brillaba como si se tratase de hojas de otoño revoloteando con la brisa de septiembre y no podría ser más diferente que la de papá.

    Palacios y Pogromos

    —Estos pingüinos parecen mucho más tranquilos cuando en-tran y salen del agua fría—le dije a mi hijo Anton cuando recorríamos la Antártida en diciembre del 2000.

    —Cualquier lugar es el hogar de alguien—contestó. Había pingüinos por todos lados: pingüinos adelaida, pingüinos gentoo, pingüinos barbijos, etc. Eran rápidos y elegantes saltando al agua como si fueran bailarinas en el aire. Recorrían los grandes campos de roca, hielo y nieve a lo largo de la costa: un paisaje grandioso de pingüinos graz-nando y el helado paraíso que era la Antártida. Cada familia de pingüinos, muchas con uno o dos polluelos recién nacidos, vivía en un nido circular de pequeñas rocas solidificadas con excremento blanco. Caminaban balanceándose de un lado para otro robando rocas de sus vecinos y colocándolas en sus propios nidos para reponer las que otros les habían quitado. Con ese intercambio de rocas ningún nido era más grande que otro.

    Cuando yo vi este comportamiento innato —intercam-biar rocas sin ninguna ganancia material—, pensé en mamá, la hija del Barón Édouard de Rothschild de la familia de la banca francesa. Su atmósfera tendría tan poco sentido para los pingüinos como lo tenían para mí sus nidos en la Antártida.

    Los Rothschilds compraban, no intercambiaban nada como hacían los pingüinos. Mi tatarabuelo James (1792-1868) y mi bisabuelo Alphonse (1827-1905) compraron el arte más fino¹-³. La posesión de arte era para los Rothschilds un distintivo de honor y un privilegio; les aportaba identidad de excelencia, algo conocido como le goût Rothschild en francés, el gusto de los Rothschild. Los tesoros de arte convertían sus hogares en museos privados y se incorporaban a su estilo de vida, algo así como el tener una reliquia pintada por un abuelo fallecido y muy querido; la reliquia ocuparía un lugar impor-tantísimo en el hogar familiar.

    Las visitas de verano a mis abuelos en París después de la guerra reforzaban mi origen francés. Estos viajes eran mul-ticolor: rojo brillante para mí, azul oscuro para mamá y gris nublado, supongo, para papá. Me encantaban los viajes trans-oceánicos en barco en los que podía correr libremente por la cubierta, ver películas y jugar al pin-pon con Jephta. Saboreaba el lujo de la casa parisina de mis abuelos, a pesar de su formal-idad y de su vasto servicio, de forma diferente a nuestro modo de vida en América. Su casa estaba en la avenida Foch, a media manzana del Arco del Triunfo.

    Mientras paseaba por la casa de mis abuelos, mamá me enseñaba todo el arte haciendo hincapié en sus favoritos al tiempo que volvía a sus tiempos de niña. El lugar estaba in-undado de un arte espectacular en las paredes, en las vitrinas y en mesas llenas de antigüedades. Imagina la escena: cerámica francesa de Saint-Porchaire y Bernard Palissy del siglo XVI; cuadros holandeses y franceses del siglo XVII; porcelana de Sèvres del siglo XVIII; joyería del renacimiento italiano y mue-bles históricos franceses. Me encantaba montarme en los dos

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