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Copyright 2007 Ebriga Black. Published by Fallen Arts Studios. All rights reserved.

© MMVIII Ebriga Black, Argentina. Todos los derechos reservados.


Titulo original: Amor.alidad, Segunda entrega.
© de esta edición: Fallen Arts Digital Publishing, Argentina, 2008
Proyecto gráfico y diseño de la cubierta: Fallen Arts Digital Publishing
Fotografía para la ilustración de cubierta: The festival of Love (detail), Jean Antoine Watteau. (circa.
1717).
Impresión y encuadernación digital: Fallen Arts.
Queda absolutamente prohibida la redistribución y/o. republicación de la obra, en todo o en parte,
por medio de cualquier medio, impreso o digital sin el previo consentimiento por escrito de la autora
o del editor.
Entre las suertes de las vacas

La camioneta emprendió reversa para hacer su entrada en el galpón. El giro violento que
practicó, sobre el suelo polvoriento, levantó por el aire innumerables partículas. Una nube
obstruyó la visualización de los alrededores. Jamás sabría él dónde lo llevaban los
secuestradores; ni siquiera la compasión de su sino, esa mañana, le había sido halagüeña: el
pañuelo sudoroso que le cubría los ojos había resbalado por un lado de la cara, medio ojo
izquierdo liberado, no le alcanzaba para distinguir con exactitud el camino por el que lo habían
distanciado de lo conocido. Y, como el tiempo de las vacas flacas siempre se extiende cuando
creemos que acaeció su conclusión, la nube de polvo que el vehículo había formado, al virar, para
guardarse en lo que parecía una fábrica abandonada, le había impedido motear los detalles
aledaños a la probable guarida de aquellos malhechores.
Al haber entrado, el motor se detuvo, junto a la respiración agitada que invadía al hombre. Su
acompañante bajó de la camioneta, se dirigió hacia la entrada y unió ambas hojas metalizadas. A
continuación, atravesó una viga de hierro sobre las armaduras oxidadas que tenía el portón, para
impedir, quizás, cualquier visita intrusa. El ojo se había desnudado enteramente, para este
tiempo, imputando al material sedoso del pañuelo, que, por ajeno a aquellos hoscos menesteres
delictivos, había desobedecido cándido, la función establecida con tensa rigurosidad previa.
Una mujer rubia, encargada de manejar el vehículo, también descendió. El muchacho a su
costado, la siguió por su lado correspondiente.
Únicamente el secuestrado quedaba en el interior cerrado. Veía de qué modo el chiquillo
forcejeaba con unas cadenas que pendían del techo; buscaba una plataforma sólida que
interviniera en el espacio y lo elevara para desprender hasta su altura aquella liana de metal.
Próximamente, la blanca mujer discutía con el ocasional portero; alzaba sus brazos en señal de
desaprobación, acomodaba la mano derecha sobre su cabello, lo alisaba, lo estrujaba, o formaba
un rodete que sostenía con el mismo pelo. El acompañante la observaba, como miran los
hombres a las mujeres histéricas en pleno ataque de rabia: indiferente.
El hombre sobre la camioneta no distinguía lo que decían; sonrió al recordar otra vaca delgada.
Era ésta su primera descompresión frente a aquella situación.
La entendedera se abría a aquel descubrimiento, cuando el chico de la cadena abrió la puerta
lateral trasera de la camioneta. Tomándolo del hombro de la campera lo obligó a bajar. Este
movimiento intempestivo le descubrió completamente la cara. El cuadro siguiente que veía no
prometía demasiado aliento para él.
Dos grilletes se balanceaban hacia el extremo de las cadenas; a decir verdad, si sus muñecas
eran las destinatarias de ese aprisionamiento pocas opciones vislumbraba para un escape
exitoso, pensaba.
La pareja seguía sin ponerse de acuerdo.
Lo ataron. Sus brazos verticales al cielo simulaban la procesión extendida hasta cualquier
Gólgota, para clavario particular.
Luego, el partenaire de la mujer subía al vehículo y salía en compañía del joven centurión.
La rubia lo observaba. Comenzó un aparente intento de acercamiento.
Durante la hora transcurrida, no la había diferenciado claramente. Ahora, que estaba tan
cercana podía apreciarla en detalle. Pocos centímetros menor que él, su silueta desbordaba
encanto. Un leotardo azul marino se le encaramaba a la piel, exaltando las cualidades femeninas.
De amplias caderas, con curvas profusas que insinuaban latente amenaza, muslos contorneados
por la elasticidad de la única pieza que le cubría, y un escote que exponía sendos senos parajes,
para cualquier mano que precisara recinto.
Aunque, si debía ser selectivo, la zona de la bragadura era su preferida. Como un edén, donde
los polos eléctricos se aúnan, una v carnosa entretenía cualquier vista ociosa. Como la de él,
lejos de aguzar sobre sus manos, en intención de una acción arriesgada.
Ella ya estaba enfrente suyo. Con su acercamiento también llegó el aroma creado por la
descendiente de Picasso. Esto lo encendía más que cualquier letra final del abecedario.
Una nariz de rubia despampanante comenzó a olfatearlo.
Lo rodeaba; lo aspiraba. El perfume de la mujer lo había envuelto completamente.
De repente, se ubicó frente a él y posó sus pechos sobre el torso del hombre. Tal vez
pretendiera inhalar la fragancia de su cara.
En realidad, el cometido final a él poco le importaba. Sentía en aquel momento cómo los
pezones erectos palpaban su piel. Al girar ella, buscando los diversos ángulos faciales
masculinos, los pechos oscilaban la totalidad del carnoso arañazo mafioso.
El aliento de ella se agitaba; él, aguantaba la doble tensión, dispuesta entre ella y las cadenas,
que lo erigía sobre el lugar como un rígido eje cartesiano.
La secuestradora se arrodilló. Con la prestancia de los ladrones de guante blanco, liberó el
pene, sin perpetrar huella que delatara agresividad.
A continuación, comenzó a frotar con ambas manos el miembro viril, mientras miraba al hombre
directo a los ojos, con la intrínseca promesa de una rápida liberación. Mojaba con su lengua
ambas palmas y amasaba el falo de la víctima. Lo contemplaba. La dureza ejercida sobre los
muslos varoniles le indicaba a la mujer el grado de excitación en el cual intervenía.
Asimismo, aún faltaban algunos pormenores para un acto de pillaje bien logrado.
Después de someterlo a aquellas húmedas caricias, liberó su lengua y comenzó a lamer el
pene por toda su superficie. Por momentos los costados eran su predilección, hasta que el
extremo convalecía de abandono y le dedicaba la extensión completa de sus papilas.
Lentamente, el glande mostraba su suculento deseo arrebatado, que aumentaba a cada nuevo
recorrido de la lengua femenina.
El hombre deseaba concluir con aquel tormento. Tomar con sus manos la cabeza de la rubia y
hundirle en la boca todo su machismo; pero el deleite de la raptora era sádico. La victimaria jamás
se cansaba de castigarlo, sustentada por la aprensión de tan propicias cadenas.
Hasta que fue el momento en que lo introdujo completo en su paladar. Él le hubiese agradecido,
pero, a esta instancia, sólo anhelaba una conclusión benefactora.
La boca de la blonda era un espectáculo, viscosa en su justa medida, ardiente para una
culminación total. Ella lo devoraba mecánica, hasta que lo retiraba entero. Repetía la operación,
agitando su cabeza hacia delante, hacia atrás, en los costados de la boca, sobre el extremo de su
lengua.
Los párpados entreabiertos del secuestrado se habían ensombrecido, y el único pensamiento
que le ocupaba la mente, era la urgente necesidad de acabar con esa felatio tortuosamente
criminal.
Cuando la mujer comenzaba a aumentar la velocidad de su tortura, y creyendo él que ese
momento sería el liberador del maltrato opresor, la camioneta hacía su segunda entrada en la
fábrica.
Rápidamente ella se irguió. Con la muñeca secó sus labios y esperó hasta que los otros
delincuentes se le acercaran. El portero le dijo algo al oído. Ella asintió. Comenzó a caminar hacia
el vehículo. Cuando arribó, dio media vuelta y les dijo a los hombres:
- ¡Libérenlo! No me sirve. Bien saben que sólo pido rescate cuando la víctima concluye, aunque
sólo sea por un instante, con mi instinto asesino.
Los hombres lo desataron. Lo transportaron hasta el primer sitio habitado, entremedio de toda
esa desolación.
Aquel antes rehén vio cómo se alejaba el automóvil. Comenzó a caminar, mientras rumiaba que
eran los bueyes los que se lamían acertadamente solos. Por el contrario, las vacas, gordas o
flacas, siempre permanecían en los establos, maniatadas.
Descompresión

La escena podía volverse sobre sí misma cuantas veces se viera forzada a hacerlo. Permitía
repetir el mismo proceso de inverso o reverso, sin cuajar en la fisonomía total de los hechos,
ahondar entre parecidas gesticulaciones resultantes, sin aguardar la invitación para
reciprocidades.
Lucrecia descansaba sobre la hierba húmeda. Se había quitado las medias escolares y las
había ubicado dentro de los calurosos zapatos varoniles que por regla, le obligaban a vestir en el
colegio secundario al cual asistía. Varias horas de sometimiento involuntario a la enseñanza la
habían extenuado: Educación Cívica, Religión y otras materias curriculares, poco aptas para una
vida futura exitosa, habían consumido vorazmente el descanso anodino del último breve fin de
semana.
A la salida, decidió detenerse en el parque cercano a la escuela. Ella sentía que el libre contacto
con la naturaleza más prosaica cooperaría con su afán de desligarse, un instante, de aquella
realidad obligatoria a la cual debía concurrir periódicamente.
Amaba el pasto húmedo; la sensación electrificante que se le encarnaba al confrontar distintas
temperaturas, la de su piel y la de la hierba. La segunda parte del día, en esa zona, la sensación
térmica descendía algunos grados, lo que pacificaba aún más su estadía entre aquel vergel.
Bajo la rienda suelta para la imaginación, recordaba a su amiga Cinthia. Siempre la había
admirado, la voluntad acérrima de una chica de su misma edad, muy diferente al resto del rebaño.
Tan segura en sus ideales, como en las decisiones arriesgadas que emprendía.
Veneraba, además, su sinceridad. Cuando a Cinthia algo le disgustaba lo escupía, sin adornos
moralizados; esto, hacía que pocas veces oyera alguna queja de su interlocutor, pues ella misma
era la encargada de limpiarse los caminos, para transitarlos emancipada de los pareceres
sociales. Apasionada, portadora vigorosa de firmes ideales personales, que, comúnmente,
concretaba.
Algunos meses habían transcurrido desde el último encuentro. Las vacaciones le sonaban
distantes en el tiempo, o, tal vez, el agotamiento que sentía, extendía aquella época de reposo
autodirigido, hasta perderla entre los embates de los cronometrados horarios estudiantiles
actuales. Debería llamarla, pensó.
Mientras Lucrecia realizaba aquella travesía mental, el sol comenzaba a ceder su lugar a la
conciencia conocida del atardecer.
Cuando se disponía a calzarse de nuevo, en posición horizontal, observó unos pantalones de
sarga gris que se estacionaron cercanos a ella. No alcanzaba a develar la cara de quien portaba
tal vestimenta.
Iba a incorporarse, cuando la extraña compañía se agachó a su lado. Lucrecia decidió,
entonces, permanecer tendida en el suelo.
Una mano tibia le acarició la cara, mientras ayudaba la cercanía a incorporarla hasta dejarla
sentada. Lucrecia permitió el arrumaco, cuando los dedos desataron la trenza que llevaba y se
adherían a la independencia del cabello sobre sus hombros. No dijo nada cuando los mismos se
posaron sobre la nuca y friccionaron en sentido ascendente la piel, mientras al unísono, unos
labios frescos se posaban sobre su boca, relamiéndola en todos los sentidos horarios que ambas
lenguas abarcaban.
Así permaneció extasiada, permitiendo la intrusión que desabotonaba su camisa escolar y la
escondía detrás suyo, para dejarla vestida nada más que con el sostén claro que llevaba puesto.
Continuaba concediendo, cuando a la vez, aquellas mismas manos la desprendían de su falda a
cuadrillé colegial, para repetir el mismo procedimiento con la pieza interior inferior.
La expectación no cedía en el pensamiento de Lucrecia, menos aún cuando los brazos que la
habían estado manipulando la recostaron nuevamente sobre el pasto.
Sintió el rocío sobre las hierbas en la espalda. La primera reacción en su cuerpo fue la erección
consabida ante las divergentes temperaturas enfrentadas.
Otra vez, la tensión corporal fue el efecto más contundente ante la corriente que la recorría.
Quizás no se diese por enterada de que los mismos labios que la besaban hacía pocos instantes,
ahora indagaban sus pezones, produciendo la contracción que endurecía, y tornaba a su piel
crispada; o, acaso, descendieran, cortejando a algunos dedos, que le dibujaban el contorno del
ombligo hasta delimitar, firmemente, la franja anterior al pubis.
Pero, en tal trance, le resultaba difícil diferenciar cuál de todas las sensaciones le era mejor
conocida.
Le gustaba sentir sus labios apisonados bajo otra boca. ¿Sería un beso el culpable de llevarla
hasta el mayor éxtasis? ¿Tan sólo un beso? Tal vez no le importara, aunque distinguía una
probabilidad bastante coincidente a una afirmación.
El anterior era un deleite personal, que no le restaba alcance efectivo al hecho de sentir sobre sí
otro cuerpo. Podía palpar cada centímetro de piel impropia, erosionarla del mismo modo, para
que ambas alcanzaran similar temperatura. A su vez, acomodarse en la posición más acertada
para inducir la misma intensidad que ella padecía, mientras jugueteaba, con las yemas, por entre
la complejidad absoluta del ser sin rostro que ahora la estremecía. Lo hizo.
Los senos se endurecían por la exaltación del bombeo sanguíneo. Una piedra coronaba cada
cima, aunque con el sabor exquisitamente dulce de los duraznos en almíbar. La piel del vientre se
tensaba, por cada recorrida sobrecutánea, y llegaba hasta extremar el roce con el dolor, cuando
los dedos descendían hasta la vagina.
La acuosidad viscosa no tardó en fluir. Los labios inferiores inflamados parecían esperar aquel
calmante impetuoso que los descomprimiera. Y la lengua, presta, suministró el esperado remedio.
Bebía a sorbos dúctiles cada cristalino arrebato. Endurecía a su paso el diamante femenino. Del
obstinado aplacamiento, el clítoris sucumbía y se convertía en mineral compactado por
decantación de la solidificación ejercida.
Dos quejidos frenéticos se sumaban a los consecutivos gemidos y se perdían en lo profundo de
la noche.
Transcurrida media hora de recompostura corporal, Lucrecia se vistió y entrelazó sus dedos a la
mano que se extendía para levantarla.
Caminó hasta la luz que emanaba un farol mortecino en medio de la plaza. Se detuvo. A un
costado admiró nítidamente a su acompañante. Le besó furtivamente ambas mejillas y concluyó
con un roce dócil sobre el mentón enfrentado.
Adoraba observar fijamente la cara de Cinthia después de haber hecho el amor.
En un jardín francés

Un tibio sol de marzo embellecía los primeros indicios primaverales, sobre el jardín de invierno
que sustentaba la glorieta.
La marquesa Lisette Débordés había contratado al más renombrado botánico paisajista,
Monsieur Léonard Complaisance, de la Corte, para que decorase los jardines de su palacio de
retiro veraniego.
Eran ampliamente conocidas las modificaciones que en los últimos años había ordenado Luis
XIV sobre las parcelas de Versailles; la envidia monárquica se había extendido hasta sus
súbditos, quienes, como la marquesa, comenzaban a planear modificaciones en sus residencias
para convertirlas en vistosos espacios naturales que sirvieran de lugar de recreación u ocio
engalanado.
Monsieur Complaisance había comenzado las obras en las hectáreas aledañas al palacio, en
1676. Habían transcurrido cinco años para este tiempo. Comenzábase a percibir la majestuosa
disposición arquitectónica, sobre aquel marco natural. La división de los espacios verdes había
sido concienzudamente dispuesta para albergar atractivas formas: macetas policromas; arbustos
que simulaban animales; multitud de cetos, cerezos, robles, tilos y álamos a la vera de caminos
empedrados; intrincados laberintos para el deleite de los enamorados subrepticios; fuentes
rodeadas por estatuas de estilo italiano, que manaban cristalina agua, gracias a un sistema
hidráulico, ideado exclusivamente por vasos comunicantes que extraían sus chorros directamente
del Sena.
Una extensa Tapis Vert cubría todos los dominios de la marquesa, coloreando el idilio
multicolor que invitaba al descanso reparador de todo un año en el encargo de secundar
comitivas políticas realistas o insulsas festividades de rigor, para celebrar la gestación propicia del
futuro delfín deficiente que heredara el trono.
A Lisette le fastidiaban las reuniones sociales en el Hotel de Rambouillet, el exceso de
términos abstractos utilizado por los intelectuales que a dicho salón asistían. La extravagancia de
las damas francesas, por quienes los hombres habían obviado los planeamientos reales, para
incluirlas en sus círculos, recientemente viciado del preciosismo literario que nada nuevo aportaba
a las ideologías contrarias al absolutismo decadente, sobre el que se tambaleaba Francia por
aquellos años.
La Débordés se había hastiado. Necesitaba aspirar aires límpidos que renovaran su conciencia
y el cortés encanto que siempre la había catapultado como la más distinguida anfitriona en
cualquier reunión.
Así fue que decidió invertir esos dos últimos años en visar la construcción del parque de su
palacio de invierno, donde, regularmente recibía embajadores extranjeros y artistas.
Aquel mediodía Lisette había decidido recorrer, junto a su asistente las tierras. Los obreros
continuaban abocados en la construcción de la fuente central; ya habían instalado la estatua de
Leto, el paso siguiente era alisar el fondo de la construcción y los costados que soportaría los
chorros permanentes.
Monsieur Complaisance aún no había arribado a la residencia. Lisette pensaba debatir con él
los últimos detalles de su jardín y decidir la inclusión de pavos reales sobre aquella profunda
transformación natural que había encargado.
Pidió a sus criadas colocaran frutos frescos, panecillos almibarados y una botella con vino de
oporto en sendas canastas, y luego, la siguieran hasta la glorieta, al final de la residencia, donde
esperaría al arquitecto. La acompañaron.
El sol de marzo entibiaba su parasol. Los ojos no se cansaban de apreciar la vasta superficie
que parecía interminable, modificada según su voluntad, por la mano y el ingenio de un solo
hombre.
Después de un florido transitar prolongado, llegó a la glorieta. Las serviles mujeres que la
escoltaban acomodaron la comida sobre un extenso mantel blanco y se retiraron hasta una
juiciosa distancia, a la espera de cualquier requerimiento de la marquesa.
Ella le entregó sus guantes y la sombrilla a su dama de compañía, y se sentó en el banco de
piedra que rodeaba la estructura. Vertiginoso, un lacayo se le acercó y advirtió la llegada de
Monsieur Complaisance. El botánico no tardó en aparecer.
Hombre encantador, de sobrias facciones, si bien algo endurecidas por su trabajo manual,
realizó las reverencias adecuadas a la envergadura de la dama presente, y se acomodó cercano.
- ¡Mi arquitecto preferido! Vuestra laboriosa obra casi llega a su término. Deberíais hablar con
Monsieur Louvois al respecto de la adquisición de los pavos reales que te sugerí. Mi prima, la
Condesa de Voulan le compró, recientemente, unos divertidos monos, que utiliza para engalanar
las reuniones ofrecidas en honor a su mariscal. Ella fue quien me mencionó que le
entrevistásemos, a fin de convenir la cantidad de animales decorativos que necesitamos.
El hombre observaba a aquella delicada mujer, durante el transcurso de la charla. Sus suaves
gestos, la voluptuosidad de cada ademán lo hacían imaginar aquellos momentos de afeites de la
dama, que se le aparecían con mayor intensidad cuando ésta contorsionaba sus manos y un
delicado perfume con notas de limón, naranjas amargas y aceite de bergamota, lo envolvía.
La piel nacarada de la noble lucía sobredimensionada por el lunar postizo de terciopelo negro,
que, estratégicamente, había colocado a un lado del párpado izquierdo, con forma de luna
creciente. Se había difundido ampliamente el significado del mouche aquella temporada, y el de la
marquesa sugería, claramente, que la portadora era presa de una pasión incandescente.
Su acicalo no reparaba en excentricidad. Una enorme peluca blanca empolvada coronaba la
cabeza femenina y aportaba el entorno cabal a las rosadas mejillas y a los labios carmín, signos
ambos del poderío de la aristócrata y de su saludable ánimo dispuesto para la diversión.
El paisajista no se detenía. Le continuaba observando los aderezos. Reparó en el vestido de
brocado color maney que la ataviaba, y en los apliques de pasamanerías bordados sobre el
circuito del escote, embellecido con lazos y flores artificiales diminutas. Suculento plato templado,
que ofrendaba exóticos sabores remilgados a cualquier ávida boca.
En tal tarea de reconocimiento se encontraba el botánico, cuando la voz de la marquesa lo
desperezó.
- ¡Monsieur Complaisance, tenga a bien probar de esta frugal merienda veraniega, si gusta!, le
decía Lisette, mientras señalaba la mesa tendida con las frutas y los panecillos.
Él se levantó del asiento marmóreo después que ella. El amplio faldón plisado del vestido se le
enredaba entre las piernas. Fue cuando tomó prudente distancia de aquel vestido, que lo
acercaba demasiado al hermoso cuerpo de la marquesa.
Dialogaban sobre la compra de las aves ornamentales cuando, apresurado, un sirviente se
acercó hasta la pareja. Subió la escalerilla de la glorieta y le informó a la marquesa que, tras un
descuido imperdonable, sus compañeros habían estrellado la estatua de Leto sobre el piso.
A Lisette tal noticia no pareció afectarle demasiado, no estaba muy convencida de la utilidad de
aquella anatomía regordeta que emulaba a la madre de Apolo.
Cuando el súbdito concluyó con los pormenores del estropeamiento de la pétrea diosa, la
marquesa Débordés le declaró su malestar, mas no con un tono réprobo. Iba a disponerse a
continuar la conversación que había dejado pendiente con el paisajista, cuando el sirviente pidió
nuevo permiso para hablarle. Agregó que, al haberse estropeado la figura, los últimos cálculos en
las mediciones para ubicarla al centro exacto de la colosal fuente no se habían realizado.
Como era muy difundida la exactitud de los trabajos de Monsieur Complaisance, debían
encontrar prontamente un modelo femenino que fuese útil para medir las distancias, la altura y la
hondura para concluir con el cantero circular que rodearía los pies de la estatua.
La condesa contestó con delicadísima compostura:
- ¡Impaciente sirviente, no os aflijáis! ¡Habéis adivinado mis pensamientos! Divagaba mi mente
ante el antojo de mandar esculpir una nueva Leto a mi imagen y semejanza. ¿Qué mejor que los
cálculos de las medidas sean realizados sobre mi persona?
- ¡Señora ilustrísima!, le contestó el paisajista, la idea es sumamente alentadora. Aunque
deberé informarle acerca de un inconveniente particular. Debido al riguroso método implementado
por mí al momento de formular las medidas, ningún artificio, externo al propio cuerpo, debería
entorpecer tal práctica, y me refiero a la amplitud sobrada de su vestido.
Sin pronunciar palabras, la marquesa abandonó la glorieta y se dirigió hasta las cercanías
donde se ubicaban las sirvientas.
Aquellas mujeres jóvenes formaron un corro alrededor de la dama. Al cabo de breve instantes
resurgió, cubierta solamente con una gasa translúcida, que a modo de mantua, llevara hasta
hacía unos momentos sobre los hombros.
La condesa le hizo una seña al botánico, ambos emprendieron el trayecto hacia la fuente
principal, en el centro del amplio jardín.
Cuando arribaron, él le ayudó a subir el pedestal, liberó de sus bolsillos el metro y le señaló a la
noble quitara la lívida tela que la cubría.
Ella le obedeció. La gasa maney flotó, desde sus perlados hombros hasta envolver la rigidez del
mármol base. La tela dejó al descubierto el agraciado cuerpo aristocrático, más cautivador aún
que la esencia misma de la divinidad que representaba.
El hombre la observaba desde su ubicación baja, esta vez, detalladamente.
Rosácea tez, blanquecina por momentos a contraluz de los rayos; las curvas de aquella mujer
lo desquiciaban.
Redondeados senos medianos, con esbeltos pezones en rosas, vientre finamente abultado,
piernas largas y con corvos contornos que finalizaban en dos pequeños pies dignos de cualquier
zapato recamado en oro. Aunque su asombro se había intensificado cuando la marquesa había
girado, quejándose del extenuante sol del mediodía, y le había mostrado su espalda clara, bien
formada hacia el centro y profusa, en provocativa caladura curva como base. Los redondos
contornos pronunciados de las perfectas nalgas femeninas habían incitado en Monsieur
Complaisance la urgencia devastadora de concluir con aquella talla de una vez.
Ascendió a su lado. Con el metro de tela iba tomando las medidas, desde el cuerpo hasta las
futuras macetas. No existía posibilidad de error, ante ese paradigma dotado de hermosura por la
naturaleza.
Cuando se disponía a introducir sus manos entre los nacáreos muslos, la mujer lo sumergió de
lleno en su centro. El perfume cítrico que emanaba le fascinaba.
Pasó la lengua por el perímetro de los labios; indagó por toda la extensión hasta hallar la dureza
que buscaba. Repasó suave la zona. Cuando pensaba en friccionar con mayor fuerza,
rápidamente, las nobles manos tomaron su cabeza y lo hundieron forzadamente en su fuente. A
continuación, ella lo separó de sí, estableció que bajaran.
Una vez en el piso, la marquesa indagó entre los calzones masculinos. Introdujo finísima mano
debajo de la casaca bordada y la ubicó detrás. Monsieur Complaisance se desligó del atuendo
por completo. Prosiguió con la chupa con tisú, desprendió cada lazo frontal, mientras permitía la
deriva del pecho varonil.
Nuevamente retomó la entrepierna del calzón, tocándolo metódicamente hasta desprender el
broche que resguardaba el tesoro que pretendía. La piel ardía.
El tamaño del miembro viril había aumentado considerablemente. El botánico mantenía sus ojos
entreabiertos como fértil tierra que ansía lluvia benéfica para terminar de reverdecer.
No aguantó más. Miró a la Lisette fijamente, como esperando su aprobación. Ella le sonrió,
afirmativa. Entonces, le dio media vuelta y la penetró.
Trémulo, en agonía carnal exacerbada, se movía dentro de la mujer como una tempestad
arrolladora. Ella lo gozaba, con la impavidez propia de la decadencia cortesana que la coronaba.
El botánico le balbuceaba en francés, al oído, palabras cortadas, libidinosos insultos a su
condición ilustre, seductoras frases que los condenaban.
Lisette continuaba deleitándose, gozando aquellas embestidas de la bajeza social que la
abordaban.
Como fecunda enredadera, él se prendió al cuerpo femenino sin más procacidad que la que
llenaban sus manos. Con una, atenazaba los pezones y los fortalecía, ya endurecidos por el
torrente sanguíneo que los colmaba. Con la otra mano, indagaba los cauces de la mujer, rozaba y
restregaba los dedos para no permitir una sequía inoportuna.
La marquesa Débordés pronunciaba leves grititos a modo de gemidos. Clavaba las uñas sobre
el mármol del pedestal; a cada embiste éstas chirriaban.
Ambos canales de irrigación se abrieron. El orgasmo mutuo concretó un dulcísimo aroma que
se entremezcló a las flores cercanas.
Se despegaron.
Monsieur Complaisance le alcanzó la gasa. Ella se envolvió, sin esconder algo.
Durante el retorno de ambos hacia la glorieta, el botánico paisajista sugirió:
-¡Esbelta gracia! Advierto, posiblemente, que vuestra idea de los pavos reales, deambulando
por esta florida parquización, resulta ingeniosamente acertada. Frecuentemente las marmóreas
diosas olímpicas precisan vistosos colores cercanos que realcen más aún su estampa.
Dos sonoras carcajadas se perdieron por aquel jardín cortesano del siglo XVII, al caer sobre él
los primeros indicios primaverales.
© MMVIII Ebriga Black, Argentina. Todos los derechos reservados.
Fotografía para la ilustración de cubierta: © Web Gallery of Art.
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