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Conciencia, iluminación y energía vital

La conciencia es un universo; su sol es el amor.


Henri Fréderic Amiel

El sol de la vida abre nuestros corazones. El hálito de la


respiración nos sumerge en la vivencia consciente de nuestro ser,
nos alimenta de energía vital e inspira una realidad animada en la
que habitamos tratando de hallar aquello que nos conecta con un
estado más pleno de nuestra existencia.

La conciencia es una verdad sin límites, un tesoro del hombre que


canaliza sombras vedadas y luces detenidas. La conciencia pone
en movimiento el renacer de lo que somos, instante a instante, nos
transporta al conocimiento e interpretación del mundo, integrados
en el lenguaje o en el silencio, la capacidad de comprensión se
expande y nos arroja al encuentro con el paraíso de nuestra
identidad.

Todo instante, todo movimiento, todo fenómeno, es una


revelación. Lo infinito cognoscible se destila en la quietud del
saber. Supimos cosas increíbles a lo largo de nuestra vida, buenas
o no tan buenas, que nos cambiaron por siempre, que nos hicieron
ser otros. Se abrió una nueva dimensión del percibir, un nuevo
paradigma de interpretación que en su crecimiento y renovación
constante hizo de nosotros asumir la virtud de la experiencia.

Un viaje en el que nunca perdemos lo esencial, aquello con lo que


ya vinimos, es la vida. Una conciencia recobrada, en el sentido de
la reminiscencia platónica, y una conciencia activa, agente,
generadora, en el sentido de Anaxágoras. La razón –
entendimiento, ‘nous’- genera el tiempo, como argumentaron los
idealistas; y el tiempo –dirá Ockam- genera la verdad. Lo que
existe es tal porque lo vemos, lo que conocemos es lo existente y
lo desconocido no existe en la conciencia, en el centro individual

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del universo: uno mismo. Conocer es recordar, en el plano de la
conciencia cósmica, porque siempre ha estado ahí.

La conciencia individual se va fundiendo con la conciencia total,


cósmica o eterna. Caminamos en busca de un tesoro perdido, al
encuentro de nuestra identidad completa: la ‘supraconsciencia’. El
espíritu nunca muere, leemos en la Bhagavad Gita; es inmutable.
La conciencia de la muerte y el cambio forma parte de ‘maya’, la
ilusión, aquello que trae el mundo fenoménico ordinario de la
vida física. El camino espiritual consiste en volver a conectar con
nuestra parte eterna, con lo Eterno. La iluminación es el estado –o
sustrato- del ser esencial, totalmente conectado con la Fuente. Un
estado puro, original, de conciencia plena.

Nuestra energía vital es potencialmente infinita. En Reiki


distinguimos entre energía vital y energía universal. La
canalización es el paso de la energía universal a través de nuestra
energía vital. Sin embargo, esta distinción es inexacta pues ambas
energías son la misma, como una gota de agua del océano y el
océano en toda su extensión. Nosotros somos esa gota que forma
parte de ese Todo y que en Él es indistinguible.

La ilusión del ‘yo’ (ego), nos hace olvidarnos de ese mar en el que
fluimos al unísono con la existencia múltiple del cosmos. Nombre
y forma (‘nama’ y ‘rupa’) son inquisitivos, nos animan a negar
esa indistinción, quizá por temor, y a camuflarnos con identidades
ilusorias. Tiempo y espacio forman parte, al segmentarlos, de esa
confusión que nos desliga de la Fuente. Tiempo y espacio son
Uno en consonancia.

El aliento vital, (energía, chi, prana…), es la conexión entre el


uno ilusorio y el Todo. La respiración es la raíz que arraiga al ser
con la vida. Un fenómeno que descubrimos al hacernos
conscientes del proceso, totalmente, y que finalmente deja de ser
fenómeno y pasa a llamarse Eso. Pasa a ser algo de nuestro
interior que no ocurre, sino que es, ha sido y será, por siempre.

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Al comprender el proceso de la iluminación en toda su extensa
realidad, nos damos cuenta de que siempre estuvimos ahí y que –
quizás- vimos la película del recuerdo de nuestro propio olvido.
Así, finalmente, el olvido se disipa, y volvemos a ser el que
somos, el que siempre hemos sido.

Con humildad y con amor el avance es tan intenso que la rapidez


del viaje nos colma de bendiciones, gratitud y felicidad. El arduo
viaje se torna en dicha al comprender que somos hijos del sol del
amor. Criaturas que aprendieron el sufrimiento como viaje
iniciático hacia una gracia purificada y sanadora. Criaturas
preparadas para sanar el sufrimiento de sus prójimos con la
misma dedicación y alegría que la posibilidad de sanarse a uno
mismo, porque al sanar a nuestro prójimo la fuerza de la
compasión hace que nuestro prójimo nos sane a nosotros. El amor
es recíproco y desinteresado. La reciprocidad no es un motor que
hemos de activar sino que se activa por sí solo al actuar de forma
consciente con la humildad generosa del amor sin condiciones.

Dirá Swedemborg que “la conciencia es la presencia de Dios en el


hombre”. La dicha de la existencia consciente es el oro derramado
a lo largo de nuestro camino. Así que solamente tenemos que dar
forma al oro y entregar sortijas de amor y verdad. Una vida
consciente –y coherente con esa consciencia- es un billete hacia la
inmortalidad. La ofrenda da sentido a lo que hacemos, la gratitud
da sentido a lo que tenemos y la vida –por sí misma- da sentido a
lo que somos.

Blog del autor: www.lasletrasdelaire.blogspot.com

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