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El Examen

En esta pequeña ciudad repleta de playas, la humedad es una


turista aficionada. Aquí el sol brilla constantemente, como si las
nubes no se le acercasen por miedo, y muy pocas veces hay
tormentas. Pero cuando las hay son arrasadoras e interminables.
Me crié con el mar, el sol y el aire salado. Siempre he vivido
aquí, en Ciudad del Este, y confieso que me tiene un poco
aburrido. Cuando cumplí dieciocho años y era hora de
decisiones, pensé en irme, estudiar fuera del lugar que me vio
crecer, levantar vuelo lejos de mis raíces. Pero no lo hice, simple
y sencillamente porque las necesito como a mi mismo para
poder ser yo…
¡Ring track, ring track, ring track!
- ¡Demián, hijo! ¡Apaga ese despertador y levántate que llegarás
tarde a la Universidad, corazón! – gritó mi madre, desde el
pasillo del primer piso de mi casa.
Elizabeth es una maestra de escuela y madre sobreprotectora
hasta rayar en la línea del fanatismo. Fue por ella, en gran parte,
el motivo por el que decidí quedarme a estudiar Arquitectura en
Ciudad del Este.
- Yyya voy mmmamá – dije con apenas un hilo de mi
somnolienta voz.
El ocho de Diciembre me desperté como cualquier día de mi
vida. El reloj despertador sonaba con su estrepitoso gruñir de

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siempre a las 7 a.m. Como detestaba los caprichos de mi madre,
y más aún el día de mi cumpleaños número veinte cuando se
encaprichó con ese reloj.
Siempre me costó horrores levantarme por la mañana, era un
pesar para mi cuerpo. Me sentía como si tuviera atada a mi
cintura una cadena de la que colgaban veinte rocas pesadas,
como las que había en las playas que rodeaban mi ciudad.
Después de hacer malabares, contorsiones y veinte Padres
Nuestros para poder levantarme, finalmente lo logré, y así
empezaba mi rutina de todos los días. Me lavé los dientes con
los ojos semicerrados, abrí el grifo del agua fría – o debería
decir helada, no sé por que en mi ciudad el agua sale tan helada
– y prácticamente coloqué mi cara debajo. Eso siempre ayudaba,
por lo menos lograba ver mi habitación con más forma. Abrí mi
guardarropa y me vestí con lo primero que encontré.
Generalmente no me detenía a pensar que me ponía, pues mi
guardarropa no era muy variado. Siempre usaba lo mismo
durante el verano: bermudas y remeras. Los colores eran
neutros, de modo que no era necesario detenerme a ver si todo
combinaba. Aunque tampoco me importaba…
El estómago me crujió, asique tomé mi celular y bajé al
comedor dispuesto a desayunar.
En la cocina estaba Doña Elvira, la empleada que trabajaba y
vivía en mi casa desde hacía veinticinco años. Más que una
empleada era un miembro de la familia. Siempre estaba en la
cocina, como los barcos anclados en los puertos, que de vez en
cuando salen a recorrer otros lugares, pero siempre vuelven al
puerto… su lugar.
Elvira descendía de una humilde familia de pescadores que
conoció la miseria y el hambre. La menor de ocho hermanos
nunca se había casado, pero sí había conocido el amor. Según
ella, el más grande de los amores… y el más imposible también.

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A decir verdad, nunca le pregunté por su historia, no me había
picado la curiosidad, a pesar de que ella hablaba de él como si
fuese un amor que traspasara las barreras de lo natural. Sí…
tenía el corazón demasiado roto, aunque lo disimulaba muy
bien, algunas veces. En ocasiones la encontré llorando en la
cocina por ese otro barco que partió, pero que nunca regresó a
su puerto… los brazos de Doña Elvira.
- Buenos días, Demián. Ya llevo tu café al comedor – dijo con su
ronca voz desgastada por los años de llanto.
- Hola Doña Elvira. Gracias, yo lo llevo, no hay problema. – dije
mientras comenzaba a agarrar la taza.
- ¡Vamos, vamos! – me gruñó a la vez que me daba una
palmadita en la mano –. Ve a sentarte con tus padres, apenas
comienzan a desayunar. Te están esperando.
Asentí y salí de la cocina en dirección al comedor. Mi padre,
Samuel Allena, un Arquitecto fanático de su trabajo y de los
autos, leía el diario. Mi hermana, Nella, buscaba muy
concentrada algo en la Web por medio de su notebook, de la que
no se despegaba ni un segundo. Esa chiquilla de dieciocho años
era tan fanática de internet como de los libros de literatura. Y mi
madre con su enorme y maternal sonrisa llena de ternura, me
miraba con un amor que le rebalsaba de los ojos.
Así es mi madre conmigo. No voy a decir que soy su preferido,
pues ella ama a todos sus hijos. Pero sí es cierto que conmigo
tiene algo especial, y eso data de cuando me tenía en su vientre
de ocho meses: Mi madre siempre ha sido una mujer
hiperactiva, aún en sus embarazos. Le encanta cambiar los
muebles de lugar o reordenar la decoración de la casa. Por ese
entonces se le había metido en la cabeza mudar la sala de estar
de arriba al living de abajo, y viceversa. Había tomado en sus
manos los cinco floreros de la sala de estar con el fin de
trasladarlos abajo. ¡Cinco floreros! No podía hacer dos o tres

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viajes, y traer de a pocos. Además de hiperactiva, impaciente.
Cuando comenzó a descender por las escaleras posó
equivocadamente un pie y tropezó. Cayó rodando por las
mismas con los jarrones de porcelana haciéndole compañía.
Justo en ese momento entraba mi padre a la casa. Observó a mi
madre bañada en la sangre que brotaba de las heridas
ocasionadas por los filosos pedazos de porcelana. “Me duele el
vientre, Samuel. Llama a una ambulancia”, clamó mi madre.
Para cuando llegó al Sanatorio ya estaba media inconsciente,
pero, como toda madre, sentía que algo andaba mal. Antes de
desvanecerse logró escuchar a los médicos diciendo que tenía
desprendimiento de placenta. Con un hilo de voz llamó a mi
padre. “Que salven a mi niño, no importa lo que suceda
conmigo.” murmuró, y al instante se desvaneció. Le practicaron
una cesárea de urgencia. Había perdido mucha sangre y estaba
débil. Necesitó de muchas transfusiones de sangre y días de
internación para recuperarse, pero lo logró. “Tenía dos cosas por
las que luchar: Tu hermano Dante y tú”, me dijo en una ocasión
con los ojos llorosos. Cuando volvimos a casa no me dejaba solo
ni un segundo. Yo era su devoción.
- Hola – saludé cortamente a los que componían la mesa. No
solía levantarme con mi mejor humor.
- Hola Demián - corearon a la vez mi padre y mi hermana.
- ¡Buen día, mi amor! – dijo la inconfundible y dulce voz de mi
madre.
Tomé mi lugar en la mesa, y al instante la mano de mi madre
dibujó una caricia a lo largo de mi espalda.
- Creo que voy a tener que comprarte un nuevo reloj
despertador, hijo. El sonido del que tienes se ha ido desgastando,
y mas que un sonido parece cuarenta ollas cayendo por la
escalera.
- ¡Oh, sí mamá, gracias! – dije irónicamente mientras le sonreía.

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Mi madre rió. En el fondo sabía que odiaba ese despertador y
cualquier otro.
- Está bien. Supongo que puedes usar tu celular como
despertador, al igual que hace Nella. Además podrías ponerle el
sonido que desees – dijo mi madre mientras acariciaba la mano
de mi hermana.
Yo asentí. Ningún sonido era agradable a las 7 a.m. para nadie.
Doña Elvira llegó con mi café en una bandejita de plata. Una
especie de reliquia familiar traída de Italia por mi tatarabuela, en
el viaje de huida de la guerra civil, allá por 1944.
Depositó la taza frente a mí y me dio dos golpecitos en la cabeza
mientras me sonreía. Le devolví la sonrisa a modo de
agradecimiento y se marchó a la cocina.
Tomé una tostada, la unté con mermelada y me dispuse a
comenzar a desayunar.
Mi padre leía compenetradamente el diario. De vez en cuando
hacía comentarios cargados de disgusto a causa de las feroces
noticias que redactaba la sección Policiales. Mi madre asentía, y
en su mirada, transparente como el mar, se podía entrever el
miedo que surgía de su corazón. Un miedo propio de las madres
excesivamente sobreprotectoras como la mía, un miedo ligado a
las abominables cosas que pasaban hoy en día…
- ¡Esto no da para más! ¡La situación de inseguridad que
estamos viviendo aquí y en todas partes no da para más! –
gruñía mi padre sin despegar los ojos del diario. Era un eterno
revolucionario, de esos que piden piedra libre por una semana
prometiendo acabar con todo.
- Samuel, ya deja de amargarte. Suelta ese diario y tómate el
café que se te enfría – mi madre intentaba calmar su rutinario
disgusto matinal que proseguía a la lectura del diario. Acariciaba
su brazo en acto tranquilizador.

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- Ya… tienes razón mujer – concedió mi padre mientras cerraba
el diario y tomaba entre sus manos la mano que segundos antes
obraba de sedante.
La acercó a su rostro y la besó dulcemente.
Mi madre sonrió complacida y en su mirada noté que la
preocupación se había aplacado casi en su totalidad. Tomó la
cafetera y le sirvió más café a mi padre. Luego me ofreció
también a mí, pero me negué. Tanto café me alteraba.
- Nella, hija… ¿Quieres un poco más? – ofreció mi madre, tan
risueña como solía ser –. Nella… ¿Quieres café?... ¡Nella! –
alzó un poco la voz.
- Disculpa ma, estaba leyendo un Blog. No quiero, gracias. Ya
tomé dos veces.
Cuando Nella estaba frente a su computadora, se podría estar
produciendo un segundo Big-bang que no se daría cuenta.
Siempre admiré esa capacidad suya de concentrarse tanto en las
cosas que hacía. Recordaba todo, tenía una memoria admirable.
Aunque no siempre me gustaba que la chiquilla recordase todo,
no cuando llegaba fin de mes y me rendía cuentas por los
préstamos hechos.
- ¿Sobre qué es el Blog, Nella? ¿Es del chico surfista que tanto
te gusta mirar en la playa? – le pregunté echándome a reír
mientras le guiñaba un ojo.
Adoraba molestar a mi hermana.
Me resultaba divertido ver como se envaraba y fruncía el ceño,
como si estuviese a punto de saltarme directo a la yugular.
- ¡Muy gracioso, Demián! – dijo mientras me miraba fijo a
segundos de morderme.
Yo seguí riendo, y eso la envenenaba peor.
- Voy a matarte – masculló entre dientes, casi
inentendiblemente.
Ignoré su amenaza.

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- ¿Y? ¿No vas a decirme de que es el Blog?
- Sí… - me dijo cerrando su computadora –. Es un Blog que
tiene información y ejercicios de análisis matemático. Mi amiga
Luna tiene que rendir y me pidió…
- ¡No! ¡No puede ser! – exclamé con los ojos abiertos como
platos, interrumpiendo a mi hermana.
- ¿Qué sucede, Demián? – me preguntó mi madre con un hilo de
susto en la voz mientras soltaba bruscamente su taza de café.
Había olvidado por completo el examen de Matemática
Aplicada de hoy. En realidad era el recuperatorio, pues en el
examen había fallado. Aún peor, era el segundo recuperatorio.
No me llevaba nada bien con los números, pero sí con el
profesor Nell. Un doctor en Matemática amigo de mi padre que
me tenía cierto afecto, y a causa de eso solía darme varias
oportunidades en las cátedras que dictaba.
¿Cómo podía ser tan despistado? ¿O debería decir tan
desconsiderado? Esta situación ya era absurda. El Dr. Nell me
había dado dos oportunidades y yo no las había aprovechado.
Sí… desconsiderado era la palabra adecuada. Mi padre se
enfadaría.
- Nada mamá. No te preocupes. Sólo recordé algo que había
olvidado – dije intentando desdibujar la expresión de mi rostro.
- ¡Vaya que debe ser importante lo que olvidaste, hijo! Me has
asustado con tu grito – confesó mi madre.
No debía decírselo, yo conocía muy bien su mirada y sabía cada
uno de los sentimientos y sensaciones que cruzaban por ella.
Sabía que la había asustado. Era tan… transparente.
- Lo siento, ma.
- ¿Qué es lo que has olvidado, Demián? – quiso saber mi padre.
¡Ay, no! Ahora sí estaba perdido. Si le decía la verdad a mi
padre se enfadaría y no me permitiría usar mi camioneta ni sus

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autos, por aproximadamente dos años. Sí… dos años como
mínimo. Así de exagerado era mi padre.
Tomé mi taza de café y actué como si tomara un largo sorbo.
Disponía de los cortos segundos que duraba ese acto para idear
un plan que me permitiese evadir el castigo. Dicho de otro
modo, debía buscar una mentira convincente.
Tenía la mirada de mi padre y de mi madre clavada en mí, a la
espera de una respuesta. Se me ocurrió lo más patético… Desvié
mi mirada de ellos, no me gustaba mentirles a los ojos, y cuando
estaba a punto de decirles que había olvidado el cumpleaños de
mi amiga Josefina, me encontré con la sonrisa pícara y la mirada
perversa cargada de venganza de mi hermana. Sabía lo que
estaba a punto de suceder, por eso me quedé callado. Conocía
esa expresión del rostro de Nella. Sus ojos brillaban
complacidos por la inminente victoria. La sabelotodo estaba
enterada de que hoy tenía mi segundo recuperatorio, e iba a
saborear la venganza de mis comentarios acontecidos minutos
atrás sobre el chico surfista. No pude emitir palabra, pero si ver
cuando mi querida hermana comenzaba a mostrar los dientes
para hablar…
- Yo te lo puedo decir, papá – dijo Nella sin despegar los ojos de
mí y sin cambiar un solo milímetro la expresión de satisfacción
de su rostro.
Yo seguía perplejo, conservando la esperanza de que dijera
cualquier otra cosa, y luego me sobornara con algo.
Mi madre la miró esperando que hablara, sin ninguna expresión
en su semblante. Mi padre hizo lo mismo, pero habló.
- ¿Por qué tanto misterio? ¡Hablen! – exigió mi padre.
Mi madre lo miró, y luego volvió la mirada a nosotros.
Mi hermana se acomodó en su silla y se dispuso a hablar, al
tiempo que yo ya me sentía perdido.

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- Lo que sucede es que al nombrar el tema de Análisis
Matemático, Demián recordó que me debe mis honorarios por
haberlo ayudado con su trabajo práctico para el Dr. Nell. Y hoy,
ocho de Diciembre, es el último día de plazo que le di…
Suspiré por dentro, aliviado. Aunque no tanto, pues sabía que
Nella se traía algo detrás del telón de su brillante actuación.
Solté la taza de café que había mantenido entre mis manos
durante los segundos que duró el despliegue de mi fallido plan y
las palabras de mi hermana. Nella me miraba ahora con más
satisfacción que antes, y en sus ojos pude adivinar como
debatían sus voces interiores cual sería la recompensa por mi
salvación.
Mi madre sonrió y miró a mi padre, que también sonreía.
- Espero que tengas el suficiente dinero, hijo. Porque una
profesora particular como Nella no tiene cualquier precio – dijo
mi padre riendo aún más, mientras despeinaba el pelo de mi
hermana.
Mi madre ensancho su sonrisa y le guiñó un ojo a Nella.
Yo no emití palabra, sólo sonreí y asentí.
- ¡Ya, papá! Deja de despeinarme que debo salir de compras con
Luna y no voy a ir con el pelo hecho un nido de pájaros – gruñó
mi hermana mientras se arreglaba el cabello.
- ¿Tan temprano? Pensé que irían más tarde.
- Lo sé, mamá. Es solo que Luna debe entrar al trabajo a las 10
a.m., y si no vamos temprano haremos todo apresuradamente y
compraremos cualquier cosa. Sabes bien que el baile de
graduación es lo más importante y no puedo usar cualquier cosa.
- Por supuesto, hija. Cómprate algo bonito, tu padre te dio ya el
suficiente dinero para ello. ¿Sabes que me encanta como te
queda el rosa, no? – dijo mi madre con una mueca pícara en su
sonrisa.
Mi hermana rió y movió la cabeza de un lado a otro.

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- ¡Está bien, ma! Veré si consigo algún vestido rosa que me
guste, sino tendré que ir por mi adorado verde que ya he visto en
una tienda.
Mi hermana comenzó a levantarse, cuando mi padre la nombró.
- Nella… emm… ya sabes - decía sin decir mi padre.
Mi hermana puso los ojos en blanco y le apoyó la mano en el
hombro.
- No te preocupes papá… No será escotado ni corto, lo prometo
– lo complació mi hermana.
Claro que aquello no era cierto. Mi madre echó a reír y mi padre
agradeció.
Nella tomó su computadora y la colocó debajo de su brazo
derecho. Le dio un beso en la frente a mi padre y luego el
mismo a mi madre. Cuando le tocó saludarme a mí lo hizo con
una sonrisa triunfante. Se acercó lentamente a mi mejilla, con
los ojos brillantes de gloria.
- Serás mi esclavo por un mes, hermanito – susurró a mi oído y
luego me dio un suave beso.
Entrecerré los ojos y crují los dientes preso de la furia. Pero en
realidad estaba algo agradecido. Ser esclavo de Nella era mejor
que cualquier castigo de mi padre.
- Demián, si no te apuras llegarás tarde a la Universidad – me
recordó mi padre.
Siempre estaba atento a todos los horarios. El sí que no
necesitaba un reloj despertador. Su cuerpo estaba
biológicamente programado cualquiera sea su horario. Increíble.
- No papá, hoy tengo clase a las 9:30 a.m., porque el profesor de
la cátedra de Urbanismo esta realizando un viaje. Igualmente
voy a ir más temprano pues tengo que comprar unos apuntes.
Por supuesto, el tema de los apuntes no era cierto. Pero no podía
contarle a mi padre que hacía apenas medio minuto había
decidido llegar mas temprano a la Universidad para ver si

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alguien me explicaba algo de los temas a rendir, o, aún mejor, si
alguno de mis amigos de la otra comisión tenía el examen. Esta
segunda opción era más prometedora. De ser así disponía de
exactamente cuarenta y cinco minutos para buscar a mi amiga
Josefina y rogarle que me lo haga. El Profesor Nell tomaba,
generalmente, los mismos exámenes en ambas comisiones. Y a
la comisión de mis amigos ya se lo había tomado.
Saludé a mis padres y fui a buscar mi mochila al living. Tomé
las llaves de mi camioneta, una Eco Sport color dorado, y partí
rumbo a la Universidad con un velo de esperanza en los ojos.
El camino a la Universidad no es largo, aproximadamente unas
veinticinco cuadras, pero me daba el tiempo justo para intentar
localizar a Josefina. La busqué en el directorio de mi celular y
presioné “Send”. Cada pulso telefónico acortaba mi esperanza.
Lo dejé sonar un lapso de diez tonos… y nada. Volví a
intentarlo, y otra vez... nada. Comenzaba a impacientarme, los
latidos del corazón se me aceleraban. Abrí la ventanilla de la
camioneta para ventilar el sudor que los nervios habían dibujado
en mi frente. El olor a mar y aire salado se colaron por dos de
mis sentidos. Miré a la izquierda, donde estaba la playa. Las olas
rompían bruscamente contra las rocas de la orilla, como dos
amantes apasionados, y tres gaviotas revoloteaban amenazantes
sobre ellas. El mar estaba completamente verde. Verde… color
de la esperanza, lo que me hizo recordar a mi única esperanza,
Josefina.
Aceleré el paso de mi camioneta, comenzaba a presentir que
aquello se convertiría en una persecución que iría de la mano de
la agonía.
Llegue a la Universidad y estacioné en el primer hueco que
encontré. Crucé corriendo el camino de entrada a la Universidad
y salté ágilmente un cantero lleno de rosas situado frente a la
puerta de entrada. Sentí que era la carrera de mi vida. ¡Que

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patético! Pero no se trataba solo de un examen cualquiera. Era
ése examen, la segunda oportunidad que me daba el amigo de
mi padre…
El hall de la Universidad era un mundo de estudiantes. Algunos
se hallaban sentados en el suelo leyendo apuntes y haciendo
comentarios. Otros formaban fila en la sección Alumnado
aguardando impacientes a que llegara su turno para entrar a
informar un problema cuya solución jamás llegaba. Es más
factible cavar un pozo y llegar a China, que Alumnado te saque
de un aprieto. También había algunos alumnos en el bar y otros
que corrían por los pasillos, indudablemente llegaban tarde a
sus clases. Eso era tan común en la Universidad como gente
bronceada en Ciudad del Este.
Estiré el cuello por encima de la multitud rogando ver un rostro
conocido, pero no logré ver a nadie. Me abrí paso entre el
hormiguero para llegar al ascensor. Debía ir al segundo piso,
pues allí estaba el aula de la otra comisión que tenía esa
insignificante hojita que me salvaría el pescuezo. Aunque en
esos momentos, que a decir verdad me parecieron horas, esa
hojita no era tan insignificante. Se había convertido en el papel
más significativo del resto de mi mañana.
Me detuve en un solo soplo y negué con la cabeza. ¡No! ¿Resto
de mi mañana? ¡No existía ningún resto de mi mañana! O si
quería podía llamar así a los treinta y ocho minutos exactos que
me quedaban para conseguir el examen y encontrar a Mi
Salvadora para que lo resuelva.
Arranqué nuevamente, acelerando mi paso, y cuando logré
llegar al ascensor casi me da un ataque de ira. Una fila de cinco
metros de estudiantes aguardaban para subir. ¿Acaso ese día me
depararía más obstáculos? Di media vuelta y corrí hacia las
escaleras. Subí de a dos escalones por vez las cuatro largas
escaleras que conducían al segundo piso. Mientras realizaba mi

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patética carrera tomé mi celular y volví a intentar localizar a
Josefina. La susodicha respondió al sexto tono.
- ¡Demián! Acabo de ver tus llamadas. Tenía el celular en
vibrador. ¿Qué sucede?
Maldije internamente al que se le ocurrió inventar esa opción tan
útil para los celulares.
- Josefina. ¿Dónde estás? Te necesito – dije apresuradamente
casi sin aire.
Se hizo un breve silencio.
- ¿Josefina? ¿Estás ahí?
- Sí…mme…mme… ¿neccessitas? – tartamudeó nerviosa.
¡Ay no! Lo que me faltaba en estos momentos. ¿Quién me
mandaba a mí a usar esas palabras con ella? Justamente con ella.
Josefina había estado enamorada de mí desde el secundario, y
aunque era muy bonita y bondadosa nunca había podido
interesarme en ella. “Son cosas que pasan”, me consolaba las
veces que pensaba en todo lo que ella hacía por mi, y yo no
podía responderle como mi amiga deseaba. Aún así, siempre
estaba dispuesta a ayudarme. Incondicional. Sí, ésa era la
palabra para ella… incondicional. Muchas veces durante nuestra
adolescencia me había escuchado y ayudado con los problemas
propios de esa etapa. Y ésta no sería la excepción.
- Jose… emm… quiero decir que… necesito… tu ayuda…en
algo – dije temeroso.
Me pareció oír cómo una nueva grieta se abría paso en su
corazón. Y me sentí inmensamente mal. ¿Pero que podía hacer
ante el amor obsesivo de mi amiga? Lo había intentado antes,
pero había sido en vano. Yo sólo le podía dar una leal amistad,
por mucho que me doliera.
- Claro Demián – carraspeó algo nerviosa –. Disculpa. – dijo
con un hilo de voz –. Te ayudaré en lo que necesites. Estoy en la

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Universidad, en el segundo piso, al pie de la puerta del aula de
Filosofía.
Para esa altura de la conversación yo ya había llegado al
segundo piso. El aula de Filosofía se encontraba exactamente
frente al final de la escalera y, tal y como me había dicho por
celular, ahí estaba ella.
- Ahí estás… - susurré feliz en el celular que luego cerraba.
Corrí hacia Josefina y la saludé apresuradamente. El apuro con
que me moví no me impidió percatarme de que sus ojos
brillaban como los de un niño apunto de llorisquear. Otra vez me
sentí inmensamente mal, pero decidí que de ese asunto me
ocuparía mas tarde. La tomé de la mano llevándola a un paso
veloz hacia el aula de la otra comisión, que se encontraba al
final del pasillo.
- ¿Qué sucede, Demián? – preguntó consternada.
- Necesito que me ayudes con unos ejercicios del examen de
hoy del Dr. Nell. Los chicos de la comisión “B” ya lo tuvieron y
me lo van a pasar.
Lo que este pedido para cualquier par de amigos sería un simple
favor, sentí que para Josefina era un abuso de su bondad… y de
su amor por mí. Pero ella en el fondo me conocía y sabía que yo
era incapaz de aquello. Ella era la única que podía ayudarme.
Me asomé en el aula y vi el rostro de Nahuel. Sentí un escalofrío
a lo largo de mis piernas, en señal de alivio y esperanza, pues
segundos antes había estado seguro que aparecería un nuevo
obstáculo que este particular día me tendría preparado.
Afortunadamente me había equivocado.
- ¡Ey, Nahuel! – le grité sonriendo al tiempo que le hacía una
seña para que salga.
Estaba con unos compañeros jugando a las cartas. Nahuel es un
jugador de básquet del equipo de la Universidad, tan alto que si
no lo conociese creería que fue genéticamente modificado.

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Tiene el pelo rubio, los ojos celeste como el cielo y, como toda
la gente de aquí, un bronceado permanente.
- ¡Demián! ¿Cómo va todo? – dijo mientras chocábamos los
puños de las manos derechas.
- Eso te lo diré luego de mi examen – bromeé pero no me
escuchó. Estaba como hipnotizado con Josefina.
- Hola de nuevo, Jose – le dijo sonriendo y sin quitarle los ojos
de encima. Seguramente ya se habían visto más temprano.
Josefina sonrió y asintió. Tenía una sonrisa capas de derretir a
cualquier hombre, menos a mi, desgraciadamente. Y al parecer a
Nahuel lo hacía agua.
- Nahuel, dime que tienes aquí el examen que les tomó el Dr.
Nell la semana pasada o soy hombre muerto.
Nahuel frunció los labios y miró a su izquierda pensativo.
- Mmmm… a ver, pasen y nos fijamos – dijo y nos hizo un gesto
para que lo sigamos.
Comenzó a hurgar entre las hojas de su primera carpeta y no
halló nada. Sacó la segunda de su mochila y encontró un
examen del Dr. Nell. Abrí los ojos como platos, brillantes de
felicidad y una sonrisa comenzó a nacer de la comisura de mis
labios. Pero esa felicidad duró poco.
- No, no es éste. Este es el primero que nos tomó – me dijo. Y
efectivamente era así, pues era exactamente igual al primero que
tomó en mi comisión.
Terminó de buscar en la segunda carpeta sin rastros del examen.
Tomó la tercera y última, y mientras hurgaba entre las hojas mi
estómago se retorcía de los nervios. Cerré los ojos y subí el
rostro, como implorando al cielo, ya desesperanzado cuando un
grito me hizo volver los ojos hacia las manos de Nahuel.
- ¡¡Bingo!! – gritó – ¡Aquí está el maldito!
¿El maldito? ¡Ese examen era bendito! Por lo menos para mí, en
esta situación. Quizá en otra lo hubiese odiado. Se lo arrebaté de

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las manos y me quedé perplejo mirándolo. Tenía mi salvación
ante los ojos.
- Más tarde te lo devuelvo, Nahuel. Ahora tengo prisa. ¡Mil
gracias! – le dije mientras volvía a tomar de la mano a Josefina
y la arrastraba hacia la puerta de salida del aula.
Volvimos casi corriendo al aula de Filosofía y nos sentamos en
su banco. Josefina no había emitido palabra desde que entramos
al aula de Nahuel, no sé si porque él la intimidaba con su mirada
o porque aún se sentía mal por la conversación que tuvimos
apenas unos minutos atrás por celular. No tenía tiempo para
detenerme a analizar estas cosas. Asique la anoté en mi lista
mental de “Temas a tratar más tarde” y miré mi reloj. Disponía
tan solo de 29 minutos para que Jose me ayudase.
Afortunadamente, Nahuel me dio el examen resuelto, no sólo el
temario, por lo que la mayoría de los ejercicios ya estaban
hechos. Sólo restaba rehacer aquellos que estaban equivocados.
Eran cinco ejercicios, tres correctos y dos incorrectos. Le
expliqué brevemente a Josefina lo que tenía pensado y porqué
estaba haciendo eso. Por un momento pensé que no me
ayudaría, y le daría la razón si no quería hacerlo. Me había
comportado como un desconsiderado con el Dr. Nell. Aún así
ella se dispuso a ayudarme.
- Demián, ve copiando con tu letra los que están bien. Yo
mientras resolveré estos dos y luego los pasarás en la misma
hoja. ¿Cuánto tiempo tenemos?
- Exactamente… - dije mientras miraba mi reloj - …26 minutos.
Pronuncié aquella cifra con temor que me dijera que no era
tiempo suficiente. Pero nuevamente mis pensamientos eran
erróneos.
- Bien, tiempo suficiente para dos ejercicios – dijo mientras me
miraba con una sonrisa dibujada en su rostro –. Manos a la obra.

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Comenzamos nuestras respectivas tareas. Miré a Josefina, que
garabateaba concentrada en la hoja fórmulas y cálculos que yo
no había entendido en todo el cuatrimestre de cursado. Tomó
una regla y dibujó un par de ejes coordenados, y en ellos trazó
una función. Después de realizar otros cálculos dibujó un punto
sobre la función, del cual sacó una flecha y escribió “Punto de
inflexión”. ¿Punto de inflexión? Aquello me sonaba conocido,
pero muy lejano. Sacudí la cabeza y volví a concentrarme en mi
tarea.
- ¡Listo! – exclamó Josefina al cabo de un rato tan sonriente
como un infante cuando termina su tarea.
- ¡Wow! Sólo quince minutos te llevó hacer algo que yo no
entendí en cuatro meses – la alagué.
Noté como se sonrojaba y bajaba la vista.
- ¡Bah! No es para tanto. Si te pusieras a estudiar verías lo fácil
que es – me replicó.
- Ya deja la humildad. Un poco de ego nunca viene mal, Jose.
- ¡Cállate un rato! Y comienza a pasar en tu hoja lo que he hecho
– me dijo con una sonrisa enorme.
- Gracias, gracias, gracias – le dije mientras le tomaba las manos
–. Si algo sale mal, voy a necesitar tu ayuda para el examen
final. Serás mi profesora particular y te pagaré, lo juro.
Ella se puso seria y me miro fijamente.
- ¡Demián! ¿Qué dices? ¡Claro que no vas a pagarme! Soy tu
amiga y los amigos están para ayudarse sin ningún precio.
- Pero perderás tiempo de tus vacaciones de verano
explicándome Matemáticas. No es justo – le dije con la voz
suave.
- Sabes que para mí el tiempo pasado contigo, de la manera que
sea, no es tiempo perdido – murmuró. Al tiempo que
pronunciaba estas palabras se ponía completamente roja.

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Yo carraspeé un poco nervioso y comencé a pasar los ejercicios
en mi hoja apresuradamente. Cuando terminé de hacerlo miré la
hora. Faltaban cinco minutos para entrar al examen. Me
incorporé de un salto, tomé las hojas, saludé a Josefina y me
eché a correr por el pasillo en dirección a mi aula.
Tomé mi asiento cotidiano y coloqué las hojas adentro de unas
carpetas que había ubicado debajo del banco.
- Buenos días, chicos – saludó alegremente el Dr. Nell a los
cinco alumnos que lo esperábamos.
Era un alegre hombre de 51 años, amable, soltero y con una
cuenta corriente prominente. Tenía el pelo blanco como las
nubes de verano, lo que lo hacía ver más mayor de lo que era, y
una barriga sobresaliente como un nudo en medio de una soga.
Sacó de su portafolio las copias del examen y comenzó a
repartirlas abriéndose paso con contorciones en el estrecho
pasillo que formaban los bancos. Cuando llegó hasta mí, me
miró sonriente y me entregó mi copia. Le devolví la sonrisa y
me sentí extrañamente tranquilo. Miré el examen y las consignas
que había allí no me resultaban parecidas a las del examen que
había estado pasando minutos antes. Un nudo de espinas
dolorosas comenzó a formarse en mi garganta, pasando por mi
esófago y deteniéndose exactamente en mi estómago, el cual
comenzó a dolerme. Miré hacia el frente para corroborar que el
Dr. Nell siguiera allí. Estaba entretenido leyendo un libro de
Política Argentina. Cuidadosamente deslicé una mano por
debajo del banco y, sin dejar de observarlo todo con mi vista
periférica, saqué la hoja del temario que había estado haciendo,
o mejor dicho copiando, minutos atrás. Comencé a compararlas
y en ese instante el nudo de mi estómago se hizo más grande y
ardía mucho más. Eran exámenes distintos. Muy distintos. Ni
siquiera un ejercicio igual. Nada. ¿Qué haría ahora? Lo único
que me quedaba era entregar la hoja en blanco, agachar la

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cabeza y admitir que lo había olvidado. Me puse a pensar en
todo el despliegue que había hecho esa mañana para conseguir
un examen que no era. Había acumulado esperanzas hasta el
último instante. ¿Acaso era cierto eso de que la esperanza sólo
alarga la agonía? En este caso, si. Claro que si.
Me levanté de mi banco con el temario en la mano y me acerqué
a paso lento hasta el Dr. Nell. Con la mirada gacha y la voz
silenciada le entregué el examen en blanco.
- ¿Qué sucedió, Demián? – me preguntó en voz baja.
Yo aún no lograba juntar el valor para mirarlo a la cara.
- Lo siento Dr. Nell. Lo olvidé. No sé donde tenía la cabeza, lo
siento mucho – le dije sin despegar los ojos del suelo –. Sé que
soy un desconsiderado por haber olvidado la segunda
oportunidad que dio, lo siento.
En realidad esa segunda oportunidad la había dado porque yo
estaba allí. Y para que no sea tan evidente tuvo que darla
también en las demás comisiones.
- Oh, ya entiendo. No te preocupes, hijo. No has perdido la
materia. Todavía tienes el exámen final – intentó consolarme. A
pesar de todo intentaba consolarme, lo que me hacía sentir peor.
- Sí, lo sé. Es solo que no quería fallarle en esta segunda
ocasión. Mi padre me matará.
El sonrió y se acercó a mí.
- No tiene porqué enterarse – murmuró –. Yo no le diré nada si
prometes estudiar mucho para el final de Febrero.
Los ojos se me iluminaron, la boca se me abrió mecánicamente
y sentí como el nudo de espinas de mi estómago iba
desapareciendo.
- ¿De verdad? – exclamé.
- ¡Shh! Que tus compañeros si han estudiado – dijo riendo.
Yo asentí sin perder la euforia que me había atrapado.

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- Prometo prepararme muy bien para el examen final.
Muchísimas gracias Dr. Nell. Esta vez no le fallaré, se lo
prometo.
El seguía sonriente. Nunca borraba la sonrisa de su rostro.
- Eso espero – dijo guiñándome el ojo.
Le sonreí una vez más y fui a recoger mis cosas del banco. Salí
disparado por el pasillo a buscar a Josefina. Debía contarle todo
esto.
Supuse que todavía estaría de recreo, por lo que bajé al bar a ver
si la encontraba allí. Efectivamente ahí estaba. Sentada en una
mesa, tomando café con sus compañeras. Se sorprendió al
verme tan pronto, no había pasado ni media hora desde la última
vez q nos vimos. Se levantó repentinamente y se dirigió a paso
apresurado hacia mí.
- ¿Qué sucedió, Demián? – dijo mientras me miraba confusa.
Yo no tenía mala cara, al contrario, estaba sonriente. Por eso su
confusión.
- El examen era otro, por lo que se lo entregué en blanco – le
dije aún sonriente.
Frunció el ceño aún más y me percaté que su confusión estaba al
rojo vivo.
- Admití que lo había olvidado y me disculpé – continué –. E
hicimos un trato: él no le comentará nada a mi padre sobre este
altercado y yo estudiaré muy bien para el examen final de
Febrero.
El rostro de Josefina volvió a la normalidad, pues ahora había
entendido mi miedo. Y yo también. No era el exámen ni
decepcionar al Dr. Nell lo que me preocupó, pues él me
entendería, era un hombre tolerante. Mi miedo era que mi
exigente padre se enterase de que su hijo le había fallado a su
amigo, y por tercera vez.

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- Entonces, en definitiva esto tiene un final feliz – bromeó
Josefina.
- Aún no termina este cuento. Y en Febrero serás la protagonista.
Mira que tengo que aprobar o aprobar, eh – le dije riendo.
Posó su mano sobre mi hombro derecho y elevó su mentón.
- Estás en buenas manos – dijo haciendo caso a aquello que le
recomendé sobre tener un poco de ego.

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