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Preámbulo

• Título preliminar 1-9


• Título I. De los derechos y deberes fundamentales 10-55
Capítulo primero. De los españoles y extranjeros 11-13
Capítulo segundo. Derechos y libertades 14
- Sección 1a. De los derechos fundamentales y de las libertades públicas 15-29
- Sección 2a. De los derechos y deberes de los ciudadanos 30-38
Capítulo tercero. De los principios rectores de la política social y económica 39-52
Capítulo cuarto. De las garantías de las libertades y derechos fundamentales 53-54
Capítulo quinto. De la suspensión de los derechos y libertades 55
• Título II. De la Corona 56-65
• Título III. De las Cortes Generales 66-96
Capítulo primero. De las Cámaras 66-80
Capítulo segundo. De la elaboración de las leyes 81-92
Capítulo tercero. De los Tratados Internacionales 93-96
• Título IV. Del Gobierno y de la Administración 97-107
• Título V. De las relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales 108-116
• Título VI. Del Poder Judicial 117-127
• Título VII. Economía y Hacienda 128-136
• Título VIII. De la Organización Territorial del Estado 137-158
Capítulo primero. Principios generales 137-139
Capítulo segundo. De la Administración Local 140-142
Capítulo tercero. De las Comunidades Autónomas 143-158
• Título IX. Del Tribunal Constitucional 159-165
• Título X. De la reforma constitucional 166-169
• Disposiciones adicionales (1a a 4a)
• Disposiciones transitorias (1a a 9a)
• Disposiciones derogatoria (única)
• Disposición final (única)
Sinopsis artículo 1 y 2
I.- Los artículos 1 y 2 como pórtico de entrada de la Constitución.
Con este título se pretende subrayar gráficamente el significado general del precepto que
examinamos a continuación. De igual manera que los maravillosos pórticos de las catedrales
románicas y góticas permitían anticipar lo que después podría se podría conocer y disfrutar en su
interior, los artículos 1 y 2 constituyen el más solemne pórtico de entrada a nuestra carta magna
En él se sintetizan los rasgos más sobresalientes del régimen democrático instaurado por la
Constitución de 1978. Si en una Constitución, como afirmara Santi Romano, se encuentra el
embrión de todo el Derecho de un Estado, en estos preceptos, se sintetizan los principales rasgos del
Derecho constitucional español vigente y, en consecuencia, de todo el resto del ordenamiento
jurídico. Los artículos 1 y 2 constituyen lo que, en los términos tan queridos por nuestra mejor
doctrina, cabe calificar de clave de bóveda del régimen constitucional español.
Se ha podido afirmar que estamos ante las decisiones fundamentales de la Constitución, en el
sentido propugnado por Carl Schmitt, que se traducen desde el punto de vista jurídico en
supraprincipios jurídicos o principios de principios, al formar el basamento último, nuclear e
irreductible de todo el ordenamiento jurídico (Santamaría Pastor).
Esta circunstancia hace que nuestra tarea no sea fácil. ¿Cómo hacer la sinopsis de dos preceptos
que constituyen la más acabada sinopsis de nuestro sistema político y constitucional? ¿Cómo
referirnos a los conceptos que se vierten en ellos - Estado de Derecho, Estado social, Estado
democrático, libertad, igualdad, justicia, pluralismo, soberanía nacional, monarquía parlamentaria,
nación, etc..-, que constituyen el precipitado de una larga evolución histórica en la Teoría Política y
en el Derecho Constitucional? Cada uno de esos conceptos ha dado lugar a un sinfín de tratados y
monografías de las que ni siquiera su mera reseña se acomoda a la finalidad de esta obra y a las
posibilidades del autor.
Tampoco resulta posible recoger todos los desarrollos y aplicaciones que han tenido estos
preceptos porque nos obligaría a reproducir, en primer lugar, la mayor parte del resto del texto
constitucional y, a continuación, los de cada uno de estos artículos.
Nuestro propósito va a ser mucho más modesto. Nos limitaremos a subrayar los aspectos básicos
de las fórmulas jurídicas utilizadas en estos preceptos, su posible entronque con el
constitucionalismo histórico español y con el Derecho constitucional comparado, las peculiaridades
de su elaboración y las grandes líneas de desarrollo y aplicación, con especial referencia a la
jurisprudencia constitucional.
II.- España se constituye en un Estado social y democrático de derecho.
A) En nuestro constitucionalismo histórico tan sólo en la Constitución de 1931 se recoge una
fórmula parecida. En su art. 1 se declaraba que "España es una República democrática de
trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y justicia". Se utilizó el presente
de indicativo del verbo ser - "España es..."- a diferencia del texto vigente -"España se
constituye..."- lo que no ha dejado de recibir diferentes sentidos interpretativos, como se verá
después.
B) El Derecho Constitucional Comparado, por el contrario, sí aporta numerosos precedentes
entre las Constituciones aprobadas después de la Segunda Guerra Mundial, entre las que cabe
destacar por su influencia en la española las siguientes:
La Constitución italiana de 1947, en su art. 1: "Italia es una República democrática basada en el
trabajo. La soberanía pertenece al pueblo, quien la ejerce en la formas y con los límites de la
Constitución".
Mas influencia, incluso, cabe apreciar en la Ley Fundamental de Bonn, de 1949, en sus artículos
20: " La República Federal de Alemania es un Estado federal, democrático y social"; y 28: "El
orden constitucional de los Estados miembros (Länder) deberá responder a los principios del Estado
de Derecho republicano, democrático y social, en el sentido de la presente Ley Fundamental".
También el primer inciso del art. 1 de la Constitución francesa de 1958 sigue el mismo modelo:
"Francia es una República indivisible, laica, democrática y social...".
C) Ese reconocimiento unánime en las principales referencias normativas del constituyente de
1978 es la causa probable de que en el proceso de elaboración de la Constitución no se modificase
el texto del apartado1 del artículo 1 respecto a la redacción original de la Ponencia.
Entre los aspectos más destacables del debate constituyente cabe apuntar los siguientes:
-La discusión de si debiera redactarse como hacía la Constitución de 1931 o las
vigentes italiana, alemana o francesa, no formulando el texto en el momento previo a la
aprobación de la Constitución sino considerándolo a partir de la aprobación, cuestión
que tuvo especial acogida en el Senado. Así la enmienda del Senador Ollero Gómez,
que propugnaba iniciarlo con "España es un Estado...". En la Comisión Constitucional
del Senado se aprobó una enmienda transaccional del Senador Cela Trulok en parecido
sentido: "España queda constituida en un Estado...". No obstante, el Pleno del Senado la
rechazó y volvió al texto original del Congreso, que fue definitivamente aprobado.
-Algunos representantes de partidos políticos nacionalistas más radicales
defendieron sin éxito la sustitución del término España por el de Estado español
(enmiendas 241 y 64 de los diputados Barrera y Letamendía y 289 y 443 de los
senadores Bandrés y Xirinacs). No faltaron quienes desde posiciones también
nacionalistas defendieran que la redacción aprobada se limitaba a expresar que España
es un Estado (el Sr. Arzallus, en la Comisión Constitucional del Congreso). Frente a
éstas pretensiones los diputados de los Grupos mayoritarios defendieron en la Comisión
Constitucional del Congreso el texto aprobado, "porque aísla con acierto el sujeto del
proceso constituyente" (Sr. Cisneros), o "por cuanto se establece en un primer nivel a
España como la nación que se constituye" (Sr. Peces-Barba). Con mayor rotundidad, en
el Pleno del Congreso el diputado de la mayoritaria UCD, Sr. Herrero y Rodríguez de
Miñón, afirmaría que "España es una magnitud anterior a la Constitución, una magnitud
que posibilita la Constitución, una magnitud preconstitucional; "es a esa magnitud
preconstitucional, a esa magnitud que no pasará y que está al margen y por encima de
toda forma constitucional a la que el art. 1 se refiere...".
-El apartado 1 del art. 1 se aprobó por el Pleno del Congreso de forma casi
unánime (317 votos a favor, uno en contra y una abstención). En el Pleno del Senado, la
situación fue distinta por cuanto el debate se centró en la fórmula aprobada en
Comisión, a la que antes nos hemos referido; aún así, la vuelta al texto del Congreso se
hizo por 176 votos a favor, 21 en contra y 5 abstenciones.
D) En el contexto descrito dos son los rasgos básicos de la fórmula examinada. En primer lugar,
el implícito reconocimiento de la preexistencia de España como realidad política y social anterior al
proceso de refundación constituyente. Como segundo rasgo, que el constituyente recogió la fórmula
condensada de la organización jurídico-política de los Estados democráticos liberales europeos de
la segunda mitad del siglo XX.

1º.- El implícito reconocimiento de la preexistencia de España como realidad política y social


anterior al proceso de refundación constituyente. Como se sostuvo en el debate constituyente, la
fórmula utilizada para iniciar el precepto era plenamente intencionada. Se pretendía destacar que es
España quien se da una Constitución y mediante ella instituye un Estado social y democrático de
Derecho. Ese Estado se podrá identificar en las relaciones internacionales como Estado español
-aunque el término oficial tampoco sea éste sino el de Reino de España, por acoger la forma política
específica del Estado- pero, en rigor, la dicción de nuestra Carta Magna no admite confusión entre
uno y otro concepto: España, como nación y, en consecuencia, realidad histórica, sociológica,
cultural y geográfica específica; y Estado español, como forma de organización política de la
Nación española. Las minoritarias críticas vertidas por algunos parlamentarios nacionalistas
radicales - no debe olvidase que la mayoría de los representantes de partidos nacionalistas votaron a
favor de este apartado- confirman esta interpretación, pues es a ella a la que se oponían aquellos, y
la que fue aprobada casi por unanimidad.
2º.- Como segundo rasgo, el constituyente recogió la fórmula condensada de la organización
jurídico-política de los Estados democráticos liberales europeos de la segunda mitad del siglo XX.
En ese Estado social y democrático de Derecho se reconducen las diferentes corrientes de influencia
que han operado sobre los Estados liberales europeos del siglo XIX:
a) El Estado de Derecho, con la progresiva ampliación de los ámbitos de sumisión al
Derecho y la eliminación de los espacios inmunes al mismo, consagrando este proceso
como una auténtica cláusula general. La cláusula del Estado de Derecho, como señala
Santamaría Pastor (Fundamentos de Derecho Administrativo, I, p. 192-194), fue
desarrollada por la doctrina alemana de Derecho Público en el primer tercio del siglo
XX en torno a criterios formales - principios de legalidad de la Administración,
división de poderes, supremacía y reserva de ley, protección de los ciudadanos mediante
tribunales independientes y responsabilidad del Estado por actos ilícitos (Thoma)-,
complementados en la posguerra, vista su utilización por el nacional socialismo, con
otros de tipo material - toda la actuación de los poderes públicos debe dirigirse a la
consecución de valores, entre los que el más importante es la garantía y protección de la
libertad personal y política (Stern)-.
La Constitución recoge con amplitud estos principios del Estado de Derecho. Entre
los formales podemos destacar los siguientes :
-"Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del
ordenamiento jurídico" (art 9.1 CE).
-"La Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la
publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no
favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la
responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos" (art. 9.3
CE).
-"Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y
tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso,
pueda producirse indefensión" (art. 24.1 CE).
-"Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la
defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra
ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar
los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no
confesarse
culpables y a la presunción de inocencia.
La ley regulará los casos en que, por razón de parentesco o de secreto profesional, no
se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos (art. 24.2 CE):
-"Nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el
momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la
legislación vigente en aquel momento" (art. 25.1 CE).
-"La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de
acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y
coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho" (art. 103.1 CE)
-"Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación
administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican" (art. 106.1
CE).
-"Los particulares, en los términos establecidos por la ley, tendrán derecho a ser
indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo
en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del
funcionamiento de los servicios públicos" (art. 106.2 CE).
-"La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y
Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y
sometidos únicamente al imperio de la ley" (art. 117.1 CE)
-"Los Jueces y Magistrados no podrán ser separados, suspendidos, trasladados ni
jubilados, sino por alguna de las causas y con las garantías previstas en la ley" (art.
117.2 CE).
-"El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y
haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales
determinados por las leyes, según las normas de competencia y procedimiento que las
mismas establezcan" (art. 117.3 CE).
Los criterios materiales los podemos encontrar en diversos preceptos:
-En primer lugar el apartado que comentamos, en su inciso final: "España se
constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores
superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo
político".
-"La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre
desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son
fundamento del orden político y de la paz social" (art. 10.1 CE).
-"Los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo segundo del presente Título
(I) vinculan a todos los poderes públicos. Sólo por ley, que en todo caso deberá respetar
su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades, que se
tutelarán de acuerdo con lo previsto en el artículo 161, 1, a)" (art. 53.1 CE).
-"La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de
acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y
coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho (art. 103.1 CE).
El Tribunal Constitucional se ha apoyado en la cláusula del Estado de Derecho para
rechazar las vías de hecho de los poderes públicos (ATC 525/1987), para exigir la
motivación de las sentencias judiciales (STC 55/1987) o para imponer el carácter
obligatorio de su cumplimiento (STC 67/1984).
b) El principio democrático, al margen su utilización en el siglo XX como ideología de
cobertura a las más variadas tiranías políticas- en su incidencia sobre el Estado liberal
ha significado la extensión del principio de igualdad a la participación política, el
reconocimiento de los derechos políticos a todos los ciudadanos, cualesquiera que sea
su riqueza, sexo, ideología, religión o creencias. En la conocida fórmula
norteamericana, la forma de gobierno del pueblo pero elegido por el propio pueblo, por
todo él, sin discriminación.
Es, también, el gobierno de la mayoría pero con respeto de las minorías, que tienen
que mantener la posibilidad de llegar a ser mayoría - lo que exige que los cauces de
acceso al poder de las minorías permanezcan abiertos y no sean obstruidos por quienes
temporalmente detenten la mayoría, y que los mandatos políticos sean temporales.
Nuestra Constitución acoge todos estos principios. Consagra como derecho
fundamental la igualdad ante la ley y rechaza cualquier discriminación por razón de
nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia
personal o social (art. 14 CE), para después hacer lo propio con la participación política,
al convertirla en derecho fundamental:
-Los ciudadanos tiene el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o
por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio
universal.
-Asimismo, tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y
cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes"(art. 23 CE).
El principio de temporalidad del poder está incluido en el carácter periódico de las
elecciones, en el citado art. 23.1 y después en relación a los diversos procesos
electorales: arts, 68, 69, 92, 140, 151, 152, 167, 168 CE.
Además, en otro plano, el principio democrático se traduce en otras formas de
participación política ciudadana, mediante partidos políticos (art. 6 CE) -el Estado
democrático contemporáneo es, sobre todo, un Estado de partidos - pero también de
sindicatos y organizaciones empresariales (art. 7 CE), asociaciones (art. 22 CE),
fundaciones (art. 34 CE), Colegios y organizaciones profesionales (arts. 36 y 52 CE),
organizaciones de consumidores y usuarios (art. 51 CE), entre otras entidades sociales
merecedoras de reconocimiento y protección constitucionales. La cláusula democrática
se impone de manera expresa respecto a la estructura interna y funcionamiento de los
partidos políticos (art. 6 CE), sindicatos y organizaciones empresariales (art. 7 CE),
Colegios y organizaciones profesionales (arts. 36 y 52 CE), exigiendo que éstas sean
democráticas.
Por otra parte, el respeto a las minorías se reconoce de muy diferentes formas. Desde
la afirmación del pluralismo como valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1
CE) hasta la exigencia de mayorías reforzadas para adoptar las medidas más
importantes o para aprobar las reglas del juego político (reforma constitucional, leyes
orgánicas diversas- que abarcan desde el desarrollo de los derechos fundamentales hasta
la aprobación de los Estatutos de Autonomía o la ley electoral- declaración del estado de
sitio, reglamentos parlamentarios, etc...).
c) El Estado social, finalmente, que en su formulación primigenia entendía que el
Estado contemporáneo, lejos de limitarse a fijar las reglas conforme a las cuales deben
desenvolverse los individuos en sus relaciones sociales y económicas, adopta una
posición activa, más intervencionista, pues considera como un nuevo fin que le compete
el garantizar "la procura existencial" (Forsthoff), el mínimo vital para poder
desenvolverse en la sociedad. Como ha descrito con rigor y maestría el profesor García-
Pelayo, la idea de Estado social de Derecho se debe al tratadista alemán de Teoría del
Estado, Hermann Heller, quien, entre los años veinte y treinta del siglo pasado, lo
propugna, como alternativa socialdemócrata entre la anarquía económica y la dictadura
fascista; se trata de no renunciar al Estado de Derecho sino de dar a éste un contenido
económico y social, de realizar en el marco del Estado de Derecho un nuevo orden
laboral y de distribución de bienes. Lo que inicialmente forma parte del ideario de los
partidos socialdemócratas pasa progresivamente a extenderse a los partidos
democratacristianos, conservadores o liberales - de manera más o menos intensa, es
cierto, según los momentos, lugares e ideologías políticas de los gobernantes-. Esa
generalización le lleva al Profesor García-Pelayo a sostener que el Estado social
significa históricamente el intento de adaptación liberal -burgués a las condiciones de la
civilización industrial y postindustrial (M. García-Pelayo, Las transformaciones del
Estado contemporáneo, p. 16-18 de la 2ª ed.).
El Estado social no es solo un poder regulador sino también gestor y distribuidor. La
consecuencia inmediata es la extensión de las políticas públicas desde los tradicionales
campos de la educación, la sanidad o la seguridad social, a la intervención en el mundo
laboral y económico así como en el urbanismo y la vivienda, el medio ambiente, la
cultura y los medios de comunicación social, o la especial protección de los ciudadanos
que más la necesitan.
Nuestra Constitución toma el concepto de Estado social de la Ley Fundamental de
Bonn -que es la primera Constitución que lo consagra-, lo reconoce en el precepto que
comentamos y lo describe con mayor detalle en el art. 9.2:"Corresponde a los poderes
públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de
los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan
o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida
política, económica, cultural y social".
Después se desarrolla en todo el texto constitucional, pero especialmente en los
Títulos I ("De los derechos y deberes fundamentales") y VIII ("Economía y
Hacienda"). Entre los más significativos cabe apuntar la función social de la propiedad
(art. 33.2 CE) y la subordinación de la riqueza del país al interés general (art. 128.1
CE); la promoción del progreso social y económico y una distribución de la renta
regional y personal más equitativa (art. 40 CE); la promoción de la participación en las
empresas y del cooperativismo (art. 129 CE); la protección social, económica y jurídica
de la familia (art. 39 CE), de los niños (art. 39.4 CE), de los emigrantes (art. 42 CE) o
de los disminuidos (art. 49 CE); la protección y tutela de la salud (art. 43 CE), de la
cultura y de la investigación científica y técnica (art. 44 CE), el medio ambiente (art. 45
CE), el patrimonio histórico y artístico (art. 46 CE) o el urbanismo (art. 47 CE). Pocas
materias o sectores sociales desprotegidos quedan fuera de la acción de los poderes
públicos propugnada por nuestra Constitución. Se alza así una nueva dimensión de la
función taumatúrgica que el constitucionalismo tuvo para nuestro liberalismo
decimonónico desde la Constitución de Cádiz.
d) Los nuevos problemas constitucionales que plantea el Estado contemporáneo se
centran en la coexistencia de las diferentes cláusulas de Estado de Derecho, democrático
y social, los límites entre unas y otras, en la tensión entre esa actividad expansiva de los
poderes públicos y los derechos fundamentales y las libertades públicas de los
individuos; en suma, en el difícil equilibrio entre unos y otros. Su examen particular
debe hacerse en los correspondientes preceptos constitucionales que recogen las
diferentes actuaciones promocionales y protectoras de los poderes públicos en un
Estado social. No obstante, tiene interés referirse con carácter general al problema, que
es el mismo que atañe a los valores superiores que veremos después.

Queremos recordar que en los últimos años del período franquista, la obra del
catedrático de Filosofía del Derecho, Elías Díaz - "Estado de Derecho y sociedad
democrática"-, de amplia divulgación en ámbitos políticos y universitarios, apuntaba
una interpretación evolutiva del Estado democrático de Derecho. Para el citado autor,
éste representaría "la superación real del Estado social de Derecho por el socialismo
democrático", "la fórmula institucional en que puede llegar a concretarse el proceso de
convergencia en que pueden ir concurriendo las concepciones actuales de democracia y
socialismo" (p. 133 de la 7ªed.). De hecho, en los debates constituyentes se hizo alguna
mención expresa (así en la intervención del diputado Sr. Cisneros, si bien para desechar
esta interpretación, Trabajos Parlamenarios, I, p. 752), y a él se refiere uno de los
primeros comentaristas de la Constitución, protagonista también del debate
constituyente (lo hace Oscar Alzaga para refutar esa interpretación en sus "Comentarios
a la CE de 1978", p. 80-81 de la 1ª ed.).
Lo cierto es que un cuarto de siglo después de aprobarse la Constitución apenas ha tenido
repercusión. Ni siquiera los diferentes Gobiernos inspirados en el socialismo democrático han
recurrido en ningún momento a esa interpretación. Por el contrario, la doctrina mayoritaria y la
jurisprudencia constitucional han puesto de relieve que estas cláusulas, como sucede con los valores
superiores proclamados en este mismo apartado, son supraprincipios jurídicos, conforme a los
cuales debe interpretarse todo el ordenamiento jurídico; los posibles conflictos que puedan surgir
deben salvarse asegurando la coexistencia simultánea y el equilibrio entre ellos, de manera que la
prevalencia de uno no sea a costa de eliminar por completo la aplicación de los otros; esto es, que
"en mayor o menor medida, todos ellos estén presentes en la interpretación de cada norma"(JA
Santamaría, en Fundamentos de Derecho Administrativo, p. 192).

III.- La libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político como valores superiores del
ordenamiento jurídico.

A) Como decíamos en el apartado anterior, la utilización por los regímenes políticos totalitarios en
el periodo de entreguerras del siglo XX de una interpretación puramente formal de los principios
del Estado de Derecho llevó después de la Segunda Guerra Mundial, especialmente en Alemania, a
propugnar su complemento con criterios materiales y valores que debían guiar la actividad de los
poderes públicos. Por eso resulta difícil encontrar precedentes de la declaración del segundo inciso
del art. 1.1 de nuestra Ley Fundamental en nuestro constitucionalismo histórico, salvo la
referencia de la Constitución de 1931, que recogíamos en el apartado anterior, en el sentido de que
"la República se organiza en régimen de libertad y justicia" (art. 1).

B) Sin embargo, tampoco el constitucionalismo comparado recoge una fórmula análoga. La Ley
Fundamental de Bonn, en su art. 1, declara que "la dignidad del hombre es sagrada y su respeto y
protección constituyen un deber de todas las autoridades del Estado". El art. 2 de la Constitución
francesa de 1958 señala que "la divisa de la República es: Libertad, Igualdad y Fraternidad".
Nuestra Ley Fundamental ha incorporado una formulación nueva que, por eso, ha dado lugar a
muy diversas interpretaciones.

C) En el debate constituyente se mantuvo el texto inicial propuesto por la Ponencia con una
pequeña corrección técnica. La Comisión Constitucional del Congreso suprimió la referencia al
"respeto al pluralismo político", por cuanto, acertadamente, entendió que dicho respeto es
igualmente aplicable a los demás valores.
Por lo demás, el debate en el Congreso se centró en si esta proclamación era redundante y debía
suprimirse (enmienda 587 del Sr. Rosón), o situarse en otro lugar (la enmienda 779 del grupo
mayoritario UCD proponía su colocación en el art. 9, y en igual sentido la 736 del Sr. Ortí Bordás)
o con otra redacción (la 2 del Sr. Carro sustituía valores por principios, la 453 del Sr. Morodo
proponía una fórmula más cercana a la Constitución de 1931, la 35 del Sr. Licinio de la Fuente que
se añadiese "el respeto a los derechos humanos", y la 691 del Sr. López Rodó que la igualdad
especificase que "ante la Ley").
En el debate del Pleno del Congreso, el Sr. Peces-Barba mantuvo que el término "justicia" era
obvio para el Grupo Socialista, pues es el contenido material de los demás valores, aun cuando no
se oponían a su inclusión.
En el Senado no difirió mucho la cosa. Así la propuesta de sustitución de valores por principios
(por menos retórico), del verbo propugnar por proclamar (porque no se trata tanto de defender
cuanto de declarar solemnemente) o de sustituir (por redundante) el pluralismo político por la paz
(enmienda 128 del Sr. Cela); o la sustitución de propugnar por realizar (por ser lo propio de la
actividad política) y la inadecuación del pluralismo como valor, por ser un principio de
organización política consagrado en otras partes del texto constitucional (enmienda 598 del Sr.
Ollero).
D) La consagración constitucional de determinados valores como superiores en nuestro
ordenamiento jurídico ha dado lugar a un amplio debate doctrinal, que parte del significado general
de los valores en el Derecho y se extiende al alcance concreto de cada uno de los cuatro valores
explícitamente recogidos. No es posible aquí ni siquiera recoger las muy variadas posiciones
doctrinales al respecto, que se desenvuelven desde el plano puramente filosófico hasta las que
examinan su operatividad positiva remitiéndonos sobre ello a la referencia bibliográfica.

Baste ahora recordar lo que señalábamos en el apartado anterior, a su condición de


supraprincipios jurídicos, y a que los posibles conflictos que puedan surgir deben salvarse
asegurando la coexistencia simultánea y el equilibrio entre ellos, de manera que la prevalencia de
uno no sea a costa de eliminar por completo la aplicación de los otros.

Nuestro TC, además, ha recogido otras características que sintetizamos a continuación:


-La referencia a estos valores es la más acabada expresión (junto a la recogida en el
art. 10.1 CE sobre el fundamento del orden político) del contenido material del Estado
de Derecho a que nos referíamos en el apartado anterior: toda la actuación de los
poderes públicos debe dirigirse a la consecución de valores. Nuestro Tribunal
Constitucional se ha referido a la Constitución como orden de valores (SSTC 25/1981,
8/1983 y 35/1987, entre otras), y a la consecuencia inmediata de que su interpretación
tenga un carácter teleológico, destinado a garantizar esos valores (SSTC 18/1981,
32/1985, 19/1988).
-Los valores superiores como parámetro interpretativo no pueden, sin embargo,
constituir un medio para dejar de aplicar otros preceptos constitucionales (STC
20/1987), ni por lo común constituyen un canon interpretativo autónomo sino
complementario (STC 181/2000), ni implican por si solos derechos susceptibles de
amparo constitucional (STC 120/1990).
-La libertad como valor superior se proyecta en su dimensión política (SSTC
132/1989, 113/1994) pero también "en su más amplia y comprensiva de libertad
personal" (STC 19/1988).
-La justicia "es uno de los principios cardinales de nuestro Estado de Derecho" (STC
105/1994), en dicho valor superior debe entenderse incluido el reproche de arbitrariedad
(STC 65/1990), pero no es un valor ajeno y contrario al ordenamiento positivo que
permita sacrificar otra norma constitucional en aras de una "justicia material"(STC
20/1987), "ni que pueda identificarse unilateralmente con particulares modos de
entender lo justo"(STC 181/2000).
-La igualdad es un valor preeminente de nuestro ordenamiento jurídico, que debe
colocarse en un rango central (SSTC 103/1983, 8/1986), "que se proyecta con una
eficacia trascendente de modo que toda situación de desigualdad persistente a la entrada
en vigor de la Constitución deviene incompatible con el orden de valores que la
Constitución proclama"(STC 8/1983).
-El pluralismo político como valor superior del ordenamiento "permite contemplar
en el marco de la Constitución diversas soluciones legales" (STC 6/1984); permite una
libertad al legislador para apreciar la oportunidad o conveniencia de modificaciones
normativas (STC 76/1990); justifica que una misma corriente ideológica pueda tener
diversas expresiones políticas que lleven a denominaciones parcialmente coincidentes
(STC 107/1991); pero también impide que pueda ser ignorada la adscripción política de
los representantes en la configuración de órganos en que se integran dichos
representantes (STC 32/1985).
IV.- La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.
A) El apartado 2 del precepto que analizamos recoge una doble fórmula de nuestro
constitucionalismo histórico. De una parte el principio de la soberanía nacional, consagrado en la
Constitución de 1812 (art. 3: "La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo,
pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales"), y reiterado por
aquellas inspiradas en el liberalismo progresista: lo hace el Preámbulo de la Constitución de 1837
("Siendo la voluntad de la Nación revisar, en uso de su Soberanía, la Constitución política
promulgada en Cádiz...), y más rotundamente en el art. 32 de la Constitución de 1869 ("La
soberanía reside esencialmente en la Nación, de la cual emanan todos los poderes").
De otra parte encontramos la redacción de la Constitución republicana de 1931, que no recoge
los términos soberanía nacional y atribuye la soberanía al pueblo, sin más: "Los poderes de todos
sus órganos (los de la República) emanan del pueblo" (art. 1.2).
B) El Derecho comparado también recoge fórmulas análogas: "La soberanía pertenece al pueblo,
quien la ejerce en la formas y con los límites de la Constitución" (art. 1.1 de la Constitución italiana
de 1947); "Todo poder estatal emana del pueblo, el cual lo ejerce en las elecciones y votaciones y
mediante los poderes legislativo, ejecutivo y judicial" (art. 20.1 de la Ley Fundamental de Bonn);
"La soberanía nacional pertenece al pueblo que la ejercerá por medio de sus representantes y del
referéndum" (art. 3 de la Constitución francesa de 1958).
C) En la elaboración de este texto cabe subrayar que el Anteproyecto constitucional se acercaba
más al modelo de la Constitución de 1931, si bien especificaba que era el pueblo español el titular
de la soberanía: "Los poderes de todos los órganos del Estado emanan del pueblo español, en el que
reside la soberanía".
Sin embargo, la Ponencia incorporó a su Informe el concepto soberanía nacional aceptando en
parte las enmiendas de los Sres. Carro y Rosón y del Grupo UCD. Se trataba de una fórmula de
compromiso, que mantenía también los términos pueblo español, estableciendo una equivalencia
entre ambos conceptos, sin duda que con la intención de evitar cualquier reproducción de la vieja
controversia histórica soberanía nacional-soberanía popular (en el Senado, la enmienda 597 del Sr.
Ollero se refería a esta cuestión, considerando que la solución aprobada era contradictoria y
equívoca, por referirse a dos realidades históricamente polémicas pero superadas en el Estado
democrático contemporáneo, propugnado una declaración más aséptica: "La soberanía, una e
indivisible, pertenece al pueblo"). El texto propuesto fue aceptado por la Comisión Constitucional,
sin sufrir ninguna otra modificación en el resto de su tramitación.
La principal objeción la plantearon los representantes de algunos partidos nacionalistas. El
Diputado Sr. Arzallus y el Senador Unzueta, que defendieron las tesis del PNV, aun cuando no
plantearon una posición frontalmente en contra de este precepto (de hecho se abstuvieron en la
votación), se mostraron partidarios de fijar como titular de la soberanía a los pueblos que forman el
Estado ("Los poderes de todos los órganos del Estado emanan de los pueblos que lo forman, en los
que reside la soberanía", decía la enmienda 590 del PNV). En parecido sentido se pronunciaron
otros parlamentarios del Grupo Mixto de cada Cámara (los Diputados Sres. Barrera y Letamendía y
los Senadores Bandrés y Xirinacs).
El resultado de las votaciones en los Plenos de las Cámaras fue, con todo, significativo: En el
Pleno del Congreso se aprobó por 310 votos a favor, 3 en contra y 11 abstenciones; en el del Senado
por 176 votos a favor, 3 en contra y 12 abstenciones.
D) En este precepto se recogen dos elementos sustanciales de nuestro sistema político. En primer
lugar, el principio de legitimación democrática del poder, corolario inmediato de un Estado
democrático proclamado en el apartado 1 de este artículo. El TC ha subrayado que "el sentido
democrático que en nuestra Constitución reviste el principio de origen popular del poder obliga a
entender que la titularidad de los cargos y oficios públicos sólo es legítima cuando puede ser
referida, de manera mediata o inmediata, a un acto concreto de expresión de la voluntad popular"
(STC 10/1983).
Pero, además, se concreta el sujeto titular de la soberanía. En lugar de hacer una declaración más
abstracta, como suele suceder en el Derecho comparado y pedían algunos partidos nacionalistas en
las Cortes Constituyentes, se opta por concretar la soberanía en el pueblo español. Se trata de un
reforzamiento explícito de lo que después recogerá el artículo 2 de la Constitución. Como titular de
la soberanía, el pueblo español fue el detentador del poder constituyente originario (recuérdense las
palabras del Preámbulo de nuestra Carta Magna: "la Nación española...", y al final, "Las Cortes han
aprobado y el pueblo español ratificado") y lo es del derivado, esto es, de las reformas que en el
futuro pueda sufrir el texto aprobado en 1978. En coherencia con este principio los artículos 167 y
168 de la Constitución atribuyen la potestad de revisión a las Cortes Generales y al pueblo español
mediante referéndum (referéndum que es sólo facultativo en los supuestos de revisión de aspectos
menos esenciales del texto constitucional, en los términos previstos en el art. 167.CE). En
consecuencia, cualquier intento secesionista al margen de estos procedimientos chocaría
frontalmente contra el precepto comentado. Para mayor detalle véase el comentario al artículo 2 de
la Constitución.
V.- La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria.
A) En nuestro constitucionalismo histórico no se calificaba la naturaleza de la forma monárquica
de gobierno. Tan sólo en la Constitución de 1812 se señalaba que "El Gobierno de la Nación
española es una monarquía moderada hereditaria" (art. 14). La de 1869 se limitaba a declarar que
"La forma de Gobierno de la Nación española es la Monarquía" (art. 33).
B) En lo que se refiere a las monarquías parlamentarias europeas contemporáneas, encontramos
fórmulas similares en algunas de las Constituciones redactadas o modificadas después de la
Segunda Guerra Mundial, dentro del proceso de racionalización de la forma parlamentaria de
gobierno: En Dinamarca, se recoge el antecedente más directo: "La forma de gobierno es la
monarquía constitucional" (art. 2); en Suecia se indica que la democracia sueca "se ejerce mediante
un régimen de gobierno representativo y parlamentario" (art. 2), y después en el art. 5 se establece
que el Rey o la Reina que ocupe el trono conforme a la Ley de Sucesión será el Jefe del Estado". En
Noruega, por el contrario se sigue manteniendo la fórmula decimonónica: "La forma de gobierno es
una monarquía limitada y hereditaria" (art. 1 de la Constitución de 1814).
C) En la elaboración de este apartado merece destacarse que el Anteproyecto de Constitución
recogió la versión vigente, que no sufrió modificación alguna en la tramitación.
No obstante, la materia fue objeto de un doble tipo de controversia: una de naturaleza política, de
aceptación o rechazo de la monarquía; y otra técnico-jurídica, sobre la fórmula utilizada.
En lo referente a la discusión política, en el Congreso únicamente dos diputados presentaron
enmiendas de rechazo a la monarquía, los Sres. Letamendía -de supresión del apartado (la 64)- y
Barrera - la 240, que propugnaba una República democrática y parlamentaria (no sin reconocer, en
la justificación de esta enmienda, "el sincero y profundo respeto por el Rey, por el innegable y
abnegado servicio que presta a España en este momento histórico tan difícil")-.
Mayor resonancia tuvo el voto particular del Grupo Socialista en la Comisión Constitucional del
Congreso, en defensa de la República como forma de gobierno. En un largo discurso leído por el Sr.
Gómez Llorente, se recordó el pasado histórico del PSOE, concluyendo que, no obstante, aceptarían
el acuerdo mayoritario del Parlamento constituyente y no cuestionarían el conjunto de la
Constitución por este motivo. De hecho, el Grupo Socialista se abstuvo en la votación de este
apartado, y votó a favor del Título II dedicado a la Corona, según anunció su Portavoz, Sr. Peces-
Barba en el Pleno del Congreso.
El voto particular socialista dio lugar a otras de defensa de la forma monárquica. Particular
reseña merece el criterio del Partido Comunista, de aceptación de la monarquía, "por el papel
desempeñado por el Rey Juan Carlos" y "porque para nosotros lo decisivo es la democracia"
(intervención de su Secretario General, Sr. Carrillo, en el Pleno del Congreso.
En el Pleno del Congreso, el apartado se aprobó por 196 votos a favor, 9 en contra y 115
abstenciones.
En el Senado únicamente los Sres. Bandrés y Xirinacs presentaron enmiendas contrarias a la
monarquía (295 y 443). El apartado fue votado en el Pleno conjuntamente con el anterior,
alcanzando 176 votos a favor, 3 en contra y 12 abstenciones).
La discusión técnico jurídica giró en torno al uso del vocablo forma política en lugar de forma
de gobierno, y, sobre todo, a los intentos de sustitución de la "monarquía parlamentaria" por
"monarquía constitucional" (enmiendas 36, 455 y 76 de los Diputados Sres, Gómez de las Roces,
Morodo y Gastón), o "monarquía constitucional y parlamentaria" (enmiendas 128, 227 y 319, de
los Senadores Cela, Marías y Sánchez Agesta), o monarquía a secas (propuesto por la 691 del
Diputado Sr. López Rodó y la 596 del Senador Ollero, ésta última proponía alternativamente otras
expresiones). El argumento más generalizado fue que en un Estado democrático la monarquía sólo
puede ser parlamentaria (véase por todas la intervención del Senador Ollero).
D) Como se recogió en el debate constituyente, la monarquía parlamentaria es la forma política que
concilia la Jefatura de Estado monárquica con la configuración democrática del Estado
contemporáneo. Resulta capital al respecto recordar el viejo aforismo británico, "el rey reina pero
no gobierna", que en nuestra Constitución se traduce en:
-El Gobierno "debe tener la confianza del Congreso de los Diputados y ante él
responde solidariamente" (arts. 99, 108, 112 y 113 CE), y le corresponde dirigir la
política interior y exterior del Estado (art. 97 CE).
-El Rey es el Jefe del Estado (art. 56 CE), pero sus actos "serán refrendados por el
Presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes", los cuales serán
los responsables de dichos actos (art. 64 CE).
La Constitución regula la Corona en el Título II, título que tiene la especial protección en cuanto
a su reforma, prevista en el artículo 168 CE, la misma que la revisión total de la Constitución.
En diferentes preceptos del citado Título II se hacen remisiones a leyes de desarrollo de aspectos
relativos a la Corona, ninguna de las cuales se ha aprobado hasta la fecha. Tampoco se ha aprobado
el Reglamento de las Cortes Generales previsto en el artículo 72.2 CE, que debe regir las sesiones
conjuntas del Congreso y del Senado, encargadas de adoptar las principales decisiones relativas a la
Corona.
Es obligada la remisión a la guía bibliográfica del Portal así como a los trabajos citados en la
bibliografía básica para este artículo.

Sinopsis artículo 3
A) Hasta la Constitución de 1931 no tuvo reconocimiento constitucional la lengua oficial del
Estado. El art 4 de ésta lo hace en términos bastante parecidos a los de la vigente
Constitución:
"El castellano es el idioma oficial de la República. Todo español tiene obligación de
saberlo y derecho de usarlo, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado
reconozcan a las lenguas de las provincias o regiones. Salvo lo que se disponga en leyes
especiales, a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua
regional"
B) En el Derecho Comparado, encontramos algunos ejemplos de tratamiento constitucional de las
lenguas, generalmente cuando se hablan diferentes lenguas (en los demás casos no se entiende
necesaria esa declaración. De una parte encontramos algunos supuestos de reconocimiento de la
lengua oficial.: el alemán en Austria (art. 8) o el francés en Francia (art. 2). En Portugal, el Estado
tiene, entre sus misiones fundamentales, que "asegurar la enseñanza y la promoción permanentes,
defender el uso y fomentar la difusión internacional del idioma portugués" (art. 9 f)).
Por el contrario, en Bélgica, tras establecer en el artículo 4 la Constitución de 1994 cuatro
regiones lingüísticas - la francesa, la neerlandesa, la bilingüe de Bruselas y la alemana- , señala que
"Será facultativo el empleo de las lenguas usadas en Bélgica, que no podrá ser regulado sino
mediante ley, y solamente para actos de la autoridad y para los asuntos judiciales" (art. 30).
Finalmente, hay también cláusulas de protección a las minorías lingüísticas en Austria (art. 8
citado), Italia (art. 6) y Suecia (art. 2).
C) El Anteproyecto Constitucional incluía el texto finalmente aprobado con una salvedad, que no
calificaba el castellano como lengua española (simplemente decía que era la lengua oficial del
Estado). La inclusión de esa calificación fue realizada al final de la tramitación por la Comisión
Mixta, como transacción, frente al texto aprobado por el Senado, que incorporaba parcialmente una
enmienda (la 130) del Senador Cela, que iniciaba el apartado indicando que "el castellano o español
es la lengua oficial del Estado...". A juicio del citado académico, castellano y español eran adjetivos
que, referidos a la lengua, son sinónimos. La Comisión primero y después el Pleno del Senado (por
175 votos a favor, 23 en contra y 2 abstenciones), aprobaron esa redacción, después modificada por
la Comisión Mixta.
Además de la citada cuestión terminológica, los debates se centraron en la obligatoriedad del
conocimiento de las lenguas. Los grupos nacionalistas discutieron particularmente esta cuestión. La
Minoría Catalana del Congreso, por medio del Sr. Trías Fargas defendió una enmienda (la 105) en
que, además de establecer que todas las lenguas nacionales serán oficiales en sus respectivos
territorios, indica que el castellano será la lengua oficial de los órganos del Estado, sin perjuicio de
que los Estatutos puedan establecer el carácter oficial exclusivo, en un territorio autónomo, de una
lengua distinta del castellano; y, en la 106 establecía el deber de conocer estas otras lenguas en los
territorios respectivos. La enmienda fue apoyada por los demás grupos nacionalistas, así como los
diputados del PSC (Sr. Martín Toval) y del PSUC (Sr. Solé Tura). El Sr. Martín Toval sostuvo que
no se trataba tanto de imponer una obligación a los ciudadanos cuanto de obligar a los poderes
públicos para que establezcan la enseñanza obligatoria de estas lenguas. El Grupo del PNV se limitó
a solicitar la supresión del deber de conocer ninguna de las lenguas. Todas estas enmiendas fueron
rechazadas por la Comisión y después por el Pleno del Congreso, (el dictamen se aprobó por 278
votos a favor, 20 en contra y 13 abstenciones).
D) Los Estatutos de Autonomía han establecido las siguientes lenguas oficiales en sus respectivos
territorios:
-El euskera o vascuence, en el País Vasco (art. 6.1 EAPV), y en las zonas
vascoparlantes de Navarra, conforme se regule en una Ley foral (art. 9 LRARFN).
-El catalán en Cataluña (art. 3.1 EAC), y la lengua catalana propia de las Islas
Baleares en éstas (art. 3 EAIB).
-El gallego en Galicia (art. 5.1 EAG).
-El valenciano en la Comunidad Valenciana (art. 7.1 EACV).
En todos los estatutos citados se declaran oficiales junto al castellano y se reconoce el derecho a
usarlos. En ninguno se impone el deber de conocerlos.
Además, se establece una especial protección de las siguientes hablas:
-El habla aranesa en Cataluña (art. 3.4 EAC).
-El bable en Asturias (art. 4 EAAs).
-Las diversas modalidades lingüísticas de Aragón en ésta Comunidad (art. 7 EAAr).
E) Entre la legislación autonómica de desarrollo cabe reseñar:
-En el País Vasco, la Ley 10/1982, de normalización del uso del euskera.
-En Navarra, la Ley Foral 18/1986, de regulación del vascuence.
-En Cataluña, la Ley 1/1998, de política lingüística y la Ley 16/1990, del régimen
especial del Valle de Arán (que incluye la protección del aranés).
-En Galicia, la Ley 3/1983, de normalización lingüística y la Ley 5/1988, de uso de
la lengua oficial por las entidades locales.
-En la Comunidad Valenciana, la Ley 4/1983, de uso y enseñanza de la lengua
valenciana.
-En Asturias, la Ley 1/1998, de uso y promoción del bable-asturiano.
F) El aspecto más polémico en la aplicación de este precepto se refiere al alcance de las lenguas
cooficiales en los territorios de las Comunidades Autónomas. Nos limitaremos, a continuación a
mostrar las principales líneas de la doctrina del Tribunal Constitucional en la materia:
-"Es oficial una lengua, independientemente de su realidad y peso como fenómeno
social, cuando es reconocida por los poderes públicos como medio normal de
comunicación en y entre ellos y en su relación con los sujetos privados" (SSTC 82/1986
y 46/1991).
-"El castellano es medio de comunicación normal de los poderes públicos y ante
ellos en el conjunto del Estado español" (SSTC 82/1986 y 46/1991).
-"Sólo del castellano se establece constitucionalmente un deber individualizado de
conocimiento, y con él la presunción de que todos los españoles lo conocen" (SSTC
82/86 y 84/86).
-"El deber de los españoles de conocer el castellano hace suponer que ese
conocimiento existe en la realidad, pero tal presunción puede quedar desvirtuada cuando
el detenido o preso alega verosímilmente su ignorancia o conocimiento insuficiente o
esta circunstancia se pone de manifiesto en el transcurso de las actuaciones policiales.
Consecuencia de lo expuesto es que el derecho de toda persona, extranjera o española,
que desconozca el castellano, a usar intérprete en sus declaraciones ante la policía,
deriva, como se ha dicho, directamente de la Constitución y no exige para su ejercicio
una configuración legislativa, aunque esta pueda ser conveniente para su mayor eficacia
(STC 74/1987).
-"La cooficialidad de las demás lenguas españolas lo es con respecto a todos los
poderes públicos radicados en el territorio autonómico, sin exclusión de los órganos
dependientes de la Administración Central y de otras instituciones estatales en sentido
estricto". "En los territorios dotados de un estatuto de cooficialidad lingüística el uso de
los particulares de cualquier lengua oficial tiene efectivamente plena validez jurídica en
las relaciones que mantengan con cualquier poder público radicado en dicho territorio,
siendo el derecho de las personas al uso de una lengua oficial un derecho fundado en la
Constitución y el respectivo Estatuto de Autonomía" (SSTC 82/1986 y 123/1988).
-"No existe un deber constitucional de conocimiento de una lengua cooficial" (STC
84/1986).
-"La instauración por el art. 3.2 de la Constitución de la cooficialidad de las
respectivas lenguas españolas en determinadas Comunidades Autónomas tiene
consecuencias para todos los poderes públicos en dichas Comunidades, y en primer
término el derecho de los ciudadanos a usar cualquiera de las dos lenguas ante cualquier
administración en la Comunidad respectiva con plena eficacia jurídica" (STC 82/1986).
-"Nada se opone a que los poderes públicos prescriban, en el ámbito de sus
respectivas competencias, el conocimiento de ambas lenguas para acceder a
determinadas plazas de funcionario o que, en general, se considere como un mérito
entre otros el nivel de conocimiento de las mismas" (STC 82/86).
-"La exigencia del bilingüismo ha de llevarse a cabo con un criterio de racionalidad y
proporcionalidad, desde la perspectiva de lo dispuesto en los artículos 23.1, 139.1 y
149.1.1º de la Constitución" (STC 82/86).
-"El régimen de cooficialidad lingüística establecido por la Constitución y los
Estatutos de Autonomía presupone no sólo la coexistencia sino la convivencia de ambas
lenguas cooficiales" "Los poderes públicos deben garantizar, en sus respectivos ámbitos
de competencia el derecho de todos a no ser discriminados por el uso de una de lenguas
oficiales en la Comunidad Autónoma" (STC 337/1994).
-"Corresponde a los poderes públicos competentes, en atención a los objetivos de la
normalización lingüística y a los propios objetivos de la educación, organizar la
enseñanza que debe recibirse en una y otra lengua en relación con las distintas áreas de
conocimiento obligatorio en los diferentes niveles educativos para alcanzar un resultado
proporcionado con estas finalidades" (STC 337/1994).

Además de los Comentarios a la Constitución recogidos en el apartado "guía bibliográfica" al


que se accede desde la página inicial del Portal es posible consultar la bibliografía básica que se
inserta.
Sinopsis artículo 4
Precedentes y derecho comparado
La primera referencia constitucional a la bandera española -obviamente a la bandera tricolor- se produce en el
artículo 1.4 de la Constitución republicana de 1931. Hasta entonces, la definición y uso de banderas y estandartes se
regulaba por normas de rango inferior.
En la actualidad es frecuente que las constituciones incluyan en sus primeros artículos la regulación de los símbolos
del Estado y, en particular, de sus banderas. Así, las constituciones italiana de 1947 (art. 12), francesa de 1958 (art. 2);
alemana de 1949 (art. 22); belga de 1831 (art. 125), etc.
Por el contrario, no lo es encontrar textos del tenor del inciso segundo de este artículo que reconoce las enseñas
autonómicas e indica cuál ha de ser su uso en relación con la nacional.
Elaboración del precepto
En el proceso de elaboración del texto constitucional el apartado primero del artículo cambió poco desde la
redacción del Anteproyecto. Unicamente, por enmienda del Senador Cela, se modificó la expresión "la bandera de
España es de tres franjas..." por " la bandera española consta de tres franjas..." y se sustituyó el término "gualda" por
"amarilla". La redacción final del apartado se debe a la Comisión Mixta Congreso-Senado.
El apartado segundo, como deciamos, constituye una novedad. Su inclusión en el texto constitucional
probablemente responde a la preocupación, en el periodo constituyente, por los conflictos ocasionados por la utilización
de algunos símbolos autonómicos - en especial la ikurriña y, en menor medida, la señera. Las enmiendas presentadas en
relación con este apartado lo hacían en dos sentidos contrarios: en unas se pretendía omitir toda referencia a la bandera
española y en otras asegurar la utilizacion de ésta junto a la propias de las Comunidades Autónomas, precisando incluso
el lugar y tamaño de cada una de ellas considerando delito la exclusión de la nacional. Finalmente, el consenso se
impuso y unas y otras no se incorporaron al texto final.
En relación con el debate constitucional sobre los símbolos del Estado, tiene, quizá, más interés la ausencia de
referencias a otros símbolos tradicionales como el escudo o el himno. Así, por ejemplo una enmienda de la Agrupación
Independiente de Senadores, aprobada por el Pleno del Senado, pretendía la incorporación de un nuevo párrafo en el
que se decía: "una ley especial determinará la composición y características del escudo oficial del Estado español". Sin
embargo, la Comisión Mixta suprimió esta enmienda del Senado.
Desarrollo legislativo
Esta constituido, básicamente, por la Ley 39/1981, de 28 de octubre, por la que se regula el uso de la bandera de
España y el de las otras banderas y enseñas. El artículo 10.3 de esta Ley fue declarado inconstitucional por la STC
118/1992, de 16 de septiembre, si bien la razón era tangencial a los propios símbolos: El Tribunal Constitucional
entendió que dicho artículo ampliaba un tipo penal -el delito contra la bandera- sin que dicho precepto tuviera carácter
orgánico lo que era manifiestamente inconstitucional.
Por otra parte, la especificación técnica de los colores de la bandera se lleva a cabo por el Real Decreto 441/1981, de
27 de febrero y el juramento o promesa se regula en el artículo 3 de la Ley 17/1999, de 18 de mayo, de Régimen del
personal de las Fuerzas Armadas. Además, la Orden DEF/1445/2004, de 16 de mayo, establece el procedimiento para
que los españoles puedan solicitar y realizar el juramento o promesa ante la bandera.
Los restantes símbolos del Estado, que no tienen reconocimiento constitucional, se han establecido por normas de
inferior rango. Así, el escudo por la Ley 33/1981, de 5 de octubre; la especificación técnica de cuyos colores se realiza
por Real Decreto 2267/1982, de 3 de septiembre y su modelo oficial por el Real Decreto 2964/1981, de 18 de
diciembre.
Por lo que se refiere al himno, se regula por el Real Decreto 1560/1997, de 10 de octubre, que describe sus
compases musicales y se establecen sus dos versiones -completa y breve- así como las ocasiones en que ha de utilizarse
una u otra.
Como es sabido la regulación de estos símbolos -bandera, escudo e himno- recoge y actualiza antiguas tradiciones
de la monarquía española. Así, el origen de la bandera bicolor se remonta a Carlos III, el escudo a los Reyes Católicos y
el himno procede de un toque militar conocido como marcha granadera, de autor desconocido, del que hay noticia ya en
1761, que Carlos III declaró Marcha de Honor y que acabó llamándose Marcha Real. En el sitio web del Gobierno se
puede consultar una breve historia de los símbolos del Estado con referencias a su regulación en cada momento.
También en relación con la simbología estatal, cabe recordar que la Ley 18/1987, de 7 de octubre, establece el día de
la fiesta nacional de España en el 12 de octubre y el Real Decreto 2964/1983, de 30 de noviembre, el día de la
Constitución en el 6 de diciembre.
Por su parte, los Estatutos de Autonomía de todas las Comunidades y Ciudades Autónomas han consignado en sus
respectivos títulos preliminares la regulación de sus símbolos propios. La bandera aparece definida en todos ellos y el
escudo, el himno o la fiesta, en ocasiones aparecen mencionados expresamente y en otras se remiten a una ley del
parlamento autónomo.
Por último, la protección penal de los simbolos del Estado se lleva a cabo según lo dispuesto en el artículo 543 de la
Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal.
Jurisprudencia constitucional
En cuanto a la jurisprudencia constitucional, además de la sentencia ya mencionada, puede citarse la STC 94/1985,
de 29 de julio que hace referencia únicamente a la naturaleza de los símbolos politicos y al sentido atributivo de
competencias del artículo 4.2 de la Constitución y, por tanto, al carácter excluyente del símbolo para titulares diferentes
del originario.
La bibliografía sobre la materia objeto de este artículo es escasa. Entre ella, destacar los trabajos de Entrena Cuesta,
Lucas Verdú, Calvo y Grávalos o Menendez Pidal.

Sinopsis artículo 5
La idea de capitalidad, como es conocido, hace referencia a la población donde se localizan las sedes de las
instituciones supremas de la comunidad política. Madrid es la capital del Reino de España desde que Felipe II fija la
Corte en esta ciudad en 1561, si bien, desde entonces, en algunos pequeños períodos, ha dejado de serlo. Así, Valladolid
fué la capital entre 1601 y 1606, Cádiz durante la Guerra de la Independencia y Valencia y Barcelona durante parte de la
Guerra Civil.
En cuanto al apelativo "villa" no deja de ser sorprendente su utilización tanto en la Constitución como en la vida
municipal y popular. Alfonso II concede la categoría de villa a esta población en 1123 y, poco despues, siguiendo el
esquema repoblador habitual en Castilla, Madrid se constituye en concejo y cabeza de una comunidad de villa y tierra.
Parece que la expresión "Villa de Madrid" fue del agrado de los madrileños y se ha mantenido mucho tiempo después
de que la ciudad haya dejado de ser villa. Ciertamente el caso no es único, ya que así se denominan también otras
ciudades que también dejaron de ser villas hace tiempo como la "Villa de Bilbao". En todo caso el apelativo se reforzó,
en el caso de Madrid, por escritores costumbristas, como señaló el senador Camilo José Cela en el debate constituyente.
Lo cierto es que, en 1978, Madrid tenía ya poco de villa y mucho de gran ciudad y centro de un área metropolitana
de considerable tamaño. El constituyente hubo de enfrentarse a esta realidad junto a otros dos aspectos también
cruciales: la capitalidad de un Estado cuya descentralización política era inminente y el encaje del territorio madrileño
en el proceso autonómico.
Precedentes y derecho comparado
La primera referencia constitucional explícita a la capital del Estado español se localiza en el artículo 5 de la
Constitución republicana de 1931 en el que se señalaba que "la capitalidad de la República se fija en Madrid". En
nuestras Constituciones históricas la capital está presente como algo sobrentendido. Así, como ejemplo de todas ellas, se
puede citar la de Cadiz, en cuyo artículo 104 se establece que "se juntarán las Cortes.... en la capital del Reino".
Algo similar ocurre en el derecho comparado. En unos casos se da por supuesto que la capital está donde está y no
se cree necesario mencionarlo en la Constitución, como ocurre con las constituciones francesa o italiana. En otros, por
el contrario no sólo se señala la ciudad sino que se mencionan las instituciones que deben tener su sede en la capital
como es el caso de la de Belgica de 1831 (art. 126). La constitucionalización de la capital del Estado es frecuente en los
esatdos compuestos: la citada Bélgica, Canadá (art. 16 de la constitutional act de 1867); Brasil (art. 18), etc.
Elaboración del precepto
El artículo figuraba en el anteproyecto consitutcional con el siguiente texto: "La capital de Estado es la villa de
Madrid. Podrán establecerse por ley, servicios centrales en otras localidades de España". La Ponencia, al redactar su
informe, acepta las enmiendas de supresión del segundo inciso presentadas por el Grupo de Unión de Centro
Democrático y por el Sr. Letamendía del Mixto. En su Informe quedó, pues, como "la capital del Estado es la villa de
Madrid" y así se mantuvo a lo largo del resto de su tramitación parlamentaria.
Los problemas que pendían sobre la realidad que reconocía este artículo eran, de un lado, la incertidumbre respecto
a la configuración en Comunidad Autónoma de lo que entonces era Castilla la Nueva, región de la que formaba parte la
provincia de Madrid y de otro, la conveniencia o no de que la ciudad se convirtiera en una especie de distrito federal. El
constituyente optó por no incorporar ninguna enmienda que prefigurara ninguna de las posibles opciones. Tal fue la
argumentacion utilizada para rechazar la enmienda del diputado Sr. Carro, defendida por el Sr. Fraga que pretendía
mencionar el estatuto de capitalidad añadiendo al argumento dicho la conveniencia de que tal estatuto se abordara por la
legislación ordinaria.
En otro orden de cosas, el senador Camilo José Cela formuló una enmienda por la que se pretendía retirar del
artículo la mención a "villa" para referirse a Madrid ya que, a su entender, era dudoso que lo fuera, debiéndose el
apelativo, como ha quedado dicho, a que así la solían llamar los escritores costumbristas. Tampoco fue aceptada esta
enmienda.
Desarrollo legislativo
A lo largo del proceso autonómico se producen algunos acontecimientos de relevancia para la provincia de Madrid y
para la ciudad capital del Estado. En octubre de 1978 se aprueba el Real Decreto-ley 32/1978 que establecía un régimen
preautonómico para la región castellano-manchega, constituida por las provincias que entonces formaban Castilla la
Nueva, excepto la de Madrid, más la de Albacete. La disposición adicional de este Decreto-ley contemplaba la
posibilidad de que la provincia de Madrid se incorporase "ulteriormente" a la región, previo acuerdo de la mayoría de
sus parlamentarios con la Junta de Comunidades de la región castellano-manchega. Dicho acuerdo nunca se llegó a
adoptar.
Como es sabido, la solución que finalmente se le dió a la provincia consistió en que Madrid se convirtiese en
Comunidad Autónoma uniprovincial, según los acuerdos autonómicos entre el Gobierno de la UCD y el PSOE de julio
de 1981. Como resultado de este acuerdo, las Cortes autorizaron que la provincia de Madrid se constituyera en
Comunidad Autónoma. Con base en el artículo 144.a de la Constitución, -es decir, por razones de interés nacional- la
Ley Orgánica 6/1982, de 7 de julio concedió dicha autorización.
El Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid se aprobó por la Ley Orgánica 3/1983, de 25 de febrero y,
por lo que se refiere al objeto de esta nota, en su artículo 5 se determina que "la capital de la Comunidad, sede de sus
instituciones, es la villa de Madrid". Así a su condición de capital del Estado viene a añadirse la de capital de la
Comunidad Autónoma.
Ya desde los debates constituyentes la mayoría de Grupos Parlamentarios estaban persuadidos de la necesidad de
que la ciudad contara con un estatuto de capitalidad y el artículo 6 del Estatuto de Autonomía recogía tal necesidad: "La
villa de Madrid, por su condición de capital del Estado y sede de las Instituciones generales, tendrá un régimen especial,
regulado por Ley votada en Cortes. Dicha Ley determinará las relaciones entre las Instituciones estatales, autonómicas y
municipales, en el ejercicio de sus respectivas competencias". No es este el momento ni el lugar para tratar de lo
acertado o no de incluir un precepto como éste en un Estatuto de Autonomía, sin embargo, el artículo citado es muestra
de la preocupación por el estatuto de capitalidad.
Finalmente la Ley 22/2006, de 4 de julio, de capitalidad y régimen especial de Madrid pretende desarrollar las
previsiones de los artículos 5 de la Constitución y 6 del Estatuto de Autonomía de la Comunidad. El Título I de esta Ley
da cumplimiento al régimen derivado de la condición de Madrid como capital de Estado creando la Comisión
Interadministrativa de Capitalidad como organo de cooperación entre el Estado, la Comunidad Autónoma y la ciudad en
materias directamente relacionadas con el hecho de la capitalidad: seguridad ciudadana siempre que esté relacionada
con acontecimientos que se celebren en Madrid en su condición de capital del Estado, coordinación en la organización y
celebración de actos oficiales de carácter estatal, protección de personas y bienes como consecuencia del ejercicio de
los derechos de reunión y manifestación, régimen protocolario, etc. La Ley, además, establece un régimen propio del
Gobierno y la Administración municipal que desarrolla el establecido en el titulo X de la Ley Reguladora de las Bases
del Regimen Local perfilándose algunos aspectos e introduciéndose algunas singularidades exigidas por su condición de
capital del Estado.
En cuanto a la bibliografía básica sobre el contenido del artículo y además del clásico de Jordana de Pozas, cabe
destacar los trabajos de Aragón, Entrena, Fernández-Miranda, Morell o Piñar entre otros.
Sinopsis realizada por: Ricardo Blanco Canales. Septiembre, 2007.
A) Hasta la Constitución de 1931 no tuvo reconocimiento constitucional la lengua oficial del
Estado. El art 4 de ésta lo hace en términos bastante parecidos a los de la vigente Constitución:
"El castellano es el idioma oficial de la República. Todo español tiene obligación de
saberlo y derecho de usarlo, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado
reconozcan a las lenguas de las provincias o regiones. Salvo lo que se disponga en leyes
especiales, a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua
regional"
B) En el Derecho Comparado, encontramos algunos ejemplos de tratamiento constitucional de las
lenguas, generalmente cuando se hablan diferentes lenguas (en los demás casos no se entiende
necesaria esa declaración. De una parte encontramos algunos supuestos de reconocimiento de la
lengua oficial.: el alemán en Austria (art. 8) o el francés en Francia (art. 2). En Portugal, el Estado
tiene, entre sus misiones fundamentales, que "asegurar la enseñanza y la promoción permanentes,
defender el uso y fomentar la difusión internacional del idioma portugués" (art. 9 f)).
Por el contrario, en Bélgica, tras establecer en el artículo 4 la Constitución de 1994 cuatro
regiones lingüísticas - la francesa, la neerlandesa, la bilingüe de Bruselas y la alemana- , señala que
"Será facultativo el empleo de las lenguas usadas en Bélgica, que no podrá ser regulado sino
mediante ley, y solamente para actos de la autoridad y para los asuntos judiciales" (art. 30).
Finalmente, hay también cláusulas de protección a las minorías lingüísticas en Austria (art. 8
citado), Italia (art. 6) y Suecia (art. 2).
C) El Anteproyecto Constitucional incluía el texto finalmente aprobado con una salvedad, que no
calificaba el castellano como lengua española (simplemente decía que era la lengua oficial del
Estado). La inclusión de esa calificación fue realizada al final de la tramitación por la Comisión
Mixta, como transacción, frente al texto aprobado por el Senado, que incorporaba parcialmente una
enmienda (la 130) del Senador Cela, que iniciaba el apartado indicando que "el castellano o español
es la lengua oficial del Estado...". A juicio del citado académico, castellano y español eran adjetivos
que, referidos a la lengua, son sinónimos. La Comisión primero y después el Pleno del Senado (por
175 votos a favor, 23 en contra y 2 abstenciones), aprobaron esa redacción, después modificada por
la Comisión Mixta.
Además de la citada cuestión terminológica, los debates se centraron en la obligatoriedad del
conocimiento de las lenguas. Los grupos nacionalistas discutieron particularmente esta cuestión. La
Minoría Catalana del Congreso, por medio del Sr. Trías Fargas defendió una enmienda (la 105) en
que, además de establecer que todas las lenguas nacionales serán oficiales en sus respectivos
territorios, indica que el castellano será la lengua oficial de los órganos del Estado, sin perjuicio de
que los Estatutos puedan establecer el carácter oficial exclusivo, en un territorio autónomo, de una
lengua distinta del castellano; y, en la 106 establecía el deber de conocer estas otras lenguas en los
territorios respectivos. La enmienda fue apoyada por los demás grupos nacionalistas, así como los
diputados del PSC (Sr. Martín Toval) y del PSUC (Sr. Solé Tura). El Sr. Martín Toval sostuvo que
no se trataba tanto de imponer una obligación a los ciudadanos cuanto de obligar a los poderes
públicos para que establezcan la enseñanza obligatoria de estas lenguas. El Grupo del PNV se limitó
a solicitar la supresión del deber de conocer ninguna de las lenguas. Todas estas enmiendas fueron
rechazadas por la Comisión y después por el Pleno del Congreso, (el dictamen se aprobó por 278
votos a favor, 20 en contra y 13 abstenciones).
D) Los Estatutos de Autonomía han establecido las siguientes lenguas oficiales en sus respectivos
territorios:
-El euskera o vascuence, en el País Vasco (art. 6.1 EAPV), y en las zonas
vascoparlantes de Navarra, conforme se regule en una Ley foral (art. 9 LRARFN).
-El catalán en Cataluña (art. 3.1 EAC), y la lengua catalana propia de las Islas
Baleares en éstas (art. 3 EAIB).
-El gallego en Galicia (art. 5.1 EAG).
-El valenciano en la Comunidad Valenciana (art. 7.1 EACV).
En todos los estatutos citados se declaran oficiales junto al castellano y se reconoce el derecho a
usarlos. En ninguno se impone el deber de conocerlos.
Además, se establece una especial protección de las siguientes hablas:
-El habla aranesa en Cataluña (art. 3.4 EAC).
-El bable en Asturias (art. 4 EAAs).
-Las diversas modalidades lingüísticas de Aragón en ésta Comunidad (art. 7 EAAr).
E) Entre la legislación autonómica de desarrollo cabe reseñar:
-En el País Vasco, la Ley 10/1982, de normalización del uso del euskera.
-En Navarra, la Ley Foral 18/1986, de regulación del vascuence.
-En Cataluña, la Ley 1/1998, de política lingüística y la Ley 16/1990, del régimen
especial del Valle de Arán (que incluye la protección del aranés).
-En Galicia, la Ley 3/1983, de normalización lingüística y la Ley 5/1988, de uso de
la lengua oficial por las entidades locales.
-En la Comunidad Valenciana, la Ley 4/1983, de uso y enseñanza de la lengua
valenciana.
-En Asturias, la Ley 1/1998, de uso y promoción del bable-asturiano.
F) El aspecto más polémico en la aplicación de este precepto se refiere al alcance de las lenguas
cooficiales en los territorios de las Comunidades Autónomas. Nos limitaremos, a continuación a
mostrar las principales líneas de la doctrina del Tribunal Constitucional en la materia:
-"Es oficial una lengua, independientemente de su realidad y peso como fenómeno
social, cuando es reconocida por los poderes públicos como medio normal de
comunicación en y entre ellos y en su relación con los sujetos privados" (SSTC 82/1986
y 46/1991).
-"El castellano es medio de comunicación normal de los poderes públicos y ante
ellos en el conjunto del Estado español" (SSTC 82/1986 y 46/1991).
-"Sólo del castellano se establece constitucionalmente un deber individualizado de
conocimiento, y con él la presunción de que todos los españoles lo conocen" (SSTC
82/86 y 84/86).
-"El deber de los españoles de conocer el castellano hace suponer que ese
conocimiento existe en la realidad, pero tal presunción puede quedar desvirtuada cuando
el detenido o preso alega verosímilmente su ignorancia o conocimiento insuficiente o
esta circunstancia se pone de manifiesto en el transcurso de las actuaciones policiales.
Consecuencia de lo expuesto es que el derecho de toda persona, extranjera o española,
que desconozca el castellano, a usar intérprete en sus declaraciones ante la policía,
deriva, como se ha dicho, directamente de la Constitución y no exige para su ejercicio
una configuración legislativa, aunque esta pueda ser conveniente para su mayor eficacia
(STC 74/1987).
-"La cooficialidad de las demás lenguas españolas lo es con respecto a todos los
poderes públicos radicados en el territorio autonómico, sin exclusión de los órganos
dependientes de la Administración Central y de otras instituciones estatales en sentido
estricto". "En los territorios dotados de un estatuto de cooficialidad lingüística el uso de
los particulares de cualquier lengua oficial tiene efectivamente plena validez jurídica en
las relaciones que mantengan con cualquier poder público radicado en dicho territorio,
siendo el derecho de las personas al uso de una lengua oficial un derecho fundado en la
Constitución y el respectivo Estatuto de Autonomía" (SSTC 82/1986 y 123/1988).
-"No existe un deber constitucional de conocimiento de una lengua cooficial" (STC
84/1986).
-"La instauración por el art. 3.2 de la Constitución de la cooficialidad de las
respectivas lenguas españolas en determinadas Comunidades Autónomas tiene
consecuencias para todos los poderes públicos en dichas Comunidades, y en primer
término el derecho de los ciudadanos a usar cualquiera de las dos lenguas ante cualquier
administración en la Comunidad respectiva con plena eficacia jurídica" (STC 82/1986).
-"Nada se opone a que los poderes públicos prescriban, en el ámbito de sus
respectivas competencias, el conocimiento de ambas lenguas para acceder a
determinadas plazas de funcionario o que, en general, se considere como un mérito
entre otros el nivel de conocimiento de las mismas" (STC 82/86).
-"La exigencia del bilingüismo ha de llevarse a cabo con un criterio de racionalidad y
proporcionalidad, desde la perspectiva de lo dispuesto en los artículos 23.1, 139.1 y
149.1.1º de la Constitución" (STC 82/86).
-"El régimen de cooficialidad lingüística establecido por la Constitución y los
Estatutos de Autonomía presupone no sólo la coexistencia sino la convivencia de ambas
lenguas cooficiales" "Los poderes públicos deben garantizar, en sus respectivos ámbitos
de competencia el derecho de todos a no ser discriminados por el uso de una de lenguas
oficiales en la Comunidad Autónoma" (STC 337/1994).
-"Corresponde a los poderes públicos competentes, en atención a los objetivos de la
normalización lingüística y a los propios objetivos de la educación, organizar la
enseñanza que debe recibirse en una y otra lengua en relación con las distintas áreas de
conocimiento obligatorio en los diferentes niveles educativos para alcanzar un resultado
proporcionado con estas finalidades" (STC 337/1994).

Además de los Comentarios a la Constitución recogidos en el apartado "guía bibliográfica" al


que se accede desde la página inicial del Portal es posible consultar la bibliografía básica que se
inserta.

Sinopsis artículo 6
Sinopsis artículo 7
La importancia que nuestra Constitución confiere a los sindicatos y a las asociaciones
empresariales en el marco del Estado social y democrático de Derecho, ha llevado al constituyente a
referirse al tema sindical en varios artículos de nuestra Norma Fundamental. Dentro del Título
Preliminar, el artículo 7 CE consagra su papel como organizaciones básicas para la defensa y
promoción de los intereses económicos y sociales. En conexión con el anterior, el art. 28.1 CE
formula el derecho de libertad sindical como un derecho fundamental (situado en la Sección 1ª del
Capítulo II del Título I), recogiendo en su párrafo segundo el derecho de huelga.
No terminan ahí, sin embargo, las referencias que a lo largo del Texto constitucional se van
sucediendo en torno a la participación de los sindicatos y las asociaciones empresariales en la vida
económica y social. Algunas de las numerosas alusiones que efectúa la Norma Fundamental sobre
la materia tratada son las contenidas en el art. 37.1 CE sobre el derecho de autonomía colectiva; la
participación en la Seguridad Social y en los organismos públicos cuya función afecte a la calidad
de vida o bienestar general (art. 129.1 CE); la participación en la empresa (art. 129.2 CE); el
derecho a adoptar medidas de conflicto colectivo (art. 37.2 CE), y la participación de los sindicatos
y de las asociaciones empresariales en la planificación económica (art. 131.2 CE). En cualquier
caso, la enumeración de derechos concretos que integran el ámbito genérico de la libertad sindical,
no agota su contenido en los anteriormente citados, ni siquiera en todas aquellas referencias que se
producen a lo largo del Texto Fundamental (SSTC 23/1983 y 39/1986).
En cuanto al precedente más interesante de nuestro constitucionalismo histórico conviene
recordar el art. 39 de la Constitución española de 1931, que establecía: "los españoles podrán
asociarse o sindicarse libremente para los distintos fines de la vida humana, conforme a las leyes del
Estado", con el requisito tanto en el caso de asociaciones como de sindicatos de inscribirse en el
Registro público correspondiente.
Sin duda que la regulación contenida en el art. 7 de la Constitución de 1978 supera ampliamente
la formulación de este régimen de libertades en la Constitución republicana, entre otras cosas por la
alineación de la Constitución de 1978 en una concepción del sindicato, que fundamentada en el
Derecho comparado diferencia el derecho de asociación (art. 22 CE) de la regulación de sindicatos
y asociaciones profesionales (art. 7 CE), en sendos preceptos con identidad constitucional propia.
La Constitución de 1978 se inserta, de este modo, en la línea de los grandes Textos
constitucionales que, como la Constitución italiana de 1947, reconocen la libertad de los sindicatos
para organizarse, o entre otras, de la Ley Fundamental de Bonn que garantiza la formación de las
asociaciones destinadas a defender y mejorar las condiciones económicas y de trabajo.
En cuanto a la elaboración parlamentaria del art. 7 CE, el texto contenido en el Anteproyecto de
Constitución fue sometido a debate y enmiendas que, sin embargo, no alteraron sustancialmente su
configuración originaria. Únicamente son de resaltar la adición del último inciso del artículo,
referente a la "estructura y funcionamiento democráticos", que se opera en el Dictamen de la
Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas (BOC de 1 de julio de 1978), y la
supresión de la alusión a los "colegios y demás organizaciones profesionales", en el Dictamen de la
Comisión Constitucional del Senado (BOC de 6 de octubre de 1978).
La discusión del precepto durante su tramitación se centró básicamente en dos cuestiones. En
primer lugar, el posible contenido corporativista del artículo ante la conveniencia de eliminar
reminiscencias o derivaciones de este carácter. El otro gran tema fue el debate en torno a los
colegios profesionales, que estaba incluido en el mismo artículo del Anteproyecto de Constitución
que contenía la referencia a los sindicatos y organizaciones empresariales, y que fue posteriormente
separado y reconocido en el art. 36 del texto constitucional. En ningún caso se discutió y aclaró el
sentido o justificación del artículo dentro del Título Preliminar, y, ante el consenso general de su
conveniencia, tampoco se planteó su supresión.
Por otro lado, la normativa de nuestro ordenamiento jurídico interno que desarrolla el derecho de
libertad sindical ha encontrado una variada fuente en distintos preceptos y normas del ámbito
internacional, que han incidido sobre una configuración del art. 7 CE, que se encuentra en
consonancia con los valores y principios expresados en esos textos, entre los que seleccionamos la
siguiente relación:
- La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948.
- El Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades
Fundamentales de Roma de 1950.
- El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Nueva York de 1966.
- El Convenio Núm. 87/1948 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que
define el derecho de libertad sindical como un derecho de autoorganización de los
trabajadores y empleadores, que incluye la facultad para constituir organizaciones y de
afiliarse a las mismas, así como la capacidad de tales organizaciones para
autorregularse, funcionar con posibilidad de federarse o confederarse y ser reconocidas
como tales.
- El Convenio Núm. 98/1949 de la OIT, que completa el derecho de libertad sindical
con normas referidas a la protección de su ejercicio, junto con la exigencia de un
adecuado estímulo y fomento del mismo por parte de las legislaciones nacionales.
- La Carta Social Europea del Consejo de Europa de 1961, que en su art. 5 define el
Derecho Sindical como la libertad de los trabajadores y empleadores para constituir
organizaciones locales, nacionales o internacionales para la protección de sus intereses
económicos y sociales, estableciendo el compromiso de que la legislación nacional no
menoscabe esa libertad o que en su aplicación se pueda desatender este principio.
- La Carta Comunitaria de los Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores de
9 de diciembre de 1989, que en el marco de la Comunidad Económica Europea ha
recogido en su art. 11 unos principios sobre la sindicación análogos a los definidos por
la OIT.
Todas estas normas han influido decisivamente sobre el art. 7 CE. Así, por ejemplo, que en el
Texto constitucional se haya incluido el derecho de asociación empresarial al lado del derecho de
los sindicatos de trabajadores a la defensa de sus respectivos intereses, puede resultar un correlato
lógico de trasladar a nuestro país los Convenios 87 y 98 de la OIT, que, como hemos visto, se
refieren indistintamente a ambos tipos de organizaciones al regular la libertad sindical.
En cuanto al asociacionismo empresarial, resulta de difícil encuadre por su confusa formulación,
ya que la Disposición Derogatoria de la Ley Orgánica de Libertad Sindical establece que le sea de
aplicación la libertad de sindicación "a los efectos de lo dispuesto en el art. 28.1 CE y de los
convenios internacionales suscritos por España", mientras que el Tribunal Constitucional ha
interpretado que las asociaciones empresariales no se acogen al derecho de libertad sindical del art.
28.1 CE (STC 4/1983), sino del art. 22 CE, donde se reconoce el genérico derecho de asociación
(SSTC 52/1992 y 75/1992).
Por otro lado, en relación a la exégesis y contenido del art. 7 CE podemos señalar las siguientes
características del precepto comentado:
1º. Situar, en primer lugar, a los sindicatos de trabajadores y las asociaciones empresariales como
importantes pilares dentro del Estado social y democrático de Derecho al ocupar un papel de
"organismos básicos" en el sistema político (STC 11/1981).
En efecto, el sindicato se muestra como sujeto político capaz de procurar con su acción
reivindicativa una transformación en las relaciones de poder en la empresa y en la sociedad. Su
constitucionalización tendrá importantes consecuencias jurídicas y sociales, a diferencia de lo que
ocurre con el comité de empresa, que al no estar constitucionalizado no es considerado más que
como una creación de la Ley (STC 118/1983).
Si entendemos la acción sindical en un sentido amplio, es decir, como aquella acción enfocada a
representar y defender los intereses de los trabajadores, podemos afirmar que en nuestro
ordenamiento positivo existe un sistema sindical dual en el que dicha acción sindical puede ser
ejercida no sólo por el sindicato sino también por el comité de empresa, aunque no son dos sujetos
idénticos desde el punto de vista del ejercicio de sus funciones sindicales, dado que el art. 7 CE
constitucionaliza el sindicato pero, como ya hemos señalado, no constitucionaliza el comité de
empresa (STC 134/1994).
2º. En segundo lugar, otra importante característica definidora de la formalización de sindicatos y
organizaciones empresariales consagradas en el art. 7 CE, es la función que les asigna el Texto
constitucional de "defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios".
En este sentido, tanto el carácter como la función que a ambas organizaciones encomienda el
artículo analizado, ha llevado a considerarlas como asociaciones "de relevancia constitucional"
(SSTC 4/1981 y 20/1985), que cumplen una función transcendente de acuerdo con la propia
Constitución (SSTC 70/1982, 4/1983 y 20/1985).
Desde el punto de vista del contenido esencial del derecho, tanto la Constitución como la Ley
Orgánica 11/1985, de 2 de agosto, de Libertad Sindical (en adelante LOLS), establecen que el
derecho de libertad sindical se encuentra integrado por los derechos y facultades que identifican y
permiten su ejercicio (STC 11/1981).
Definido de esta forma, el derecho comprendería un doble plano, dependiendo del sujeto al que
se atribuya la facultad o libertad de que se trate. En primer lugar, desde una vertiente individual que
implica el derecho de los trabajadores a fundar sindicatos y afiliarse al de su elección (STC
73/1984), o de permanecer al margen y no ser obligado a afiliarse a un sindicato (STC 12/1983).
Desde el punto de vista colectivo, la libertad sindical consiste en el derecho de los sindicatos al libre
ejercicio de su actividad, tanto en su faceta de defensa y promoción de los intereses económicos que
le son propios (SSTC 70/1982 y 73/1984), como, en general, en la defensa y promoción de los
intereses de los trabajadores (SSTC 4/1983 y 39/1986).
Esos derechos y facultades que identifican y permiten su ejercicio, van a venir configurados por
una característica genérica de representación y defensa de los intereses de los trabajadores, no
basada únicamente en el vínculo de la afiliación, sino en la propia naturaleza sindical del grupo
(STC 101/1996). De esta forma, desde el punto de vista constitucional sus funciones no se agotan
en la mera representación de sus miembros, a través de los esquemas del apoderamiento y de la
representación del Derecho privado. Es decir, que a través de la llamada representación
institucional, la adhesión a una institución comporta una aceptación de su sistema jurídico, y, por
tanto, de su sistema representativo. La representación institucional de sindicatos y organizaciones
empresariales es importante, porque el ordenamiento jurídico va a otorgar a dichos entes la defensa
y gestión de los derechos e intereses de categorías o grupos de personas (SSTC 70/1982 y 11/1998).
Precisamente porque entre las funciones de los sindicatos se encuentra la defensa y promoción
de los intereses económicos y sociales de los trabajadores, en aras de la libertad sindical, se
comprende que el ordenamiento jurídico proceda, en primer lugar, a afirmar y proteger el derecho
de los individuos a fundar sindicatos y a afiliarse a los de su elección. Porque el derecho de libertad
sindical, una vez operada la afiliación, continúa con la realización de las funciones que de ellos es
dable esperar, de acuerdo con el carácter democrático del Estado y con las coordenadas que a esta
institución hay que reconocer, y a las que se puede sin dificultad denominar "contenido esencial" de
tal derecho (STC 70/1982).
Por eso, cuando la Constitución y la Ley les invisten de la función de defender los intereses de
los trabajadores, les legitiman para ejercer aquellos derechos que, aun siendo asociados en puridad a
los trabajadores, sin embargo, son de necesario ejercicio colectivo (STC 70/1982).
3º. En tercer lugar el art. 7 CE no sólo consagra el derecho de libertad sindical, sino que se ocupa de
declarar que tanto su creación como el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la
Constitución y a la ley, fijando como límite a la misma la exigencia de una estructura interna y de
un funcionamiento democráticos.
En este sentido no resulta contradictorio afirmar que en el derecho sindical está implícito el
derecho a la igualdad de trato entre sindicatos (STC 168/1996), y a la vez que la Ley fije la llamada
representación institucional, a la que antes nos hemos referido, que corresponde a los sindicatos más
representativos (art. 6.3 a) LOLS; SSTC 39/1986 y 9/1988).
En efecto, la promoción del hecho sindical que enlaza con el art. 7 CE no debe verse
obstaculizada por una defensa a ultranza de la igualdad de trato de los sindicatos, derivado del art.
28.1 CE (en relación con el 14 CE). De esta forma, se recurre al criterio de la "mayor
representatividad" para admitir supuestos de representación institucional ante órganos
administrativos (STC 53/1982), representación ante la OIT (STC 65/1982), y de negociación
colectiva de eficacia general (SSTC 4/1983, 12/1983 y 73/1984). En ninguno de los citados casos se
considera que la existencia del sindicato más representativo vulnera los arts. 14 y 28.1 CE,
reconociendo, al contrario, a los sindicatos más representativos una singular posición jurídica a
efectos, tanto de participación institucional como de acción sindical (STC 98/1985).
Las secciones sindicales y los delegados sindicales, se pueden calificar al mismo tiempo como
instancias organizativas internas del sindicato y como representaciones externas. Como instancias
organizativas internas, tanto la constitución de secciones como la elección de delegados sindicales,
que actuarán en representación de los afiliados, manifiestan el ejercicio de la libertad interna de
autoorganización del sindicato, formando parte del contenido esencial de la libertad sindical (STC
168/1996).
La constitución de secciones, la elección o designación de representantes, portavoces o
delegados y que éstos actúen en representación de los afiliados, es ejercicio de la libertad interna de
autoorganización del sindicato, y no siendo prohibido por la LOLS a los sindicatos y secciones
sindicales, tampoco pueden ser coartadas ni impedidas (SSTC 61/1989, 84/1989, 173/1992 y
292/1993).
De esta manera, los anteriores órganos forman parte del contenido esencial de la libertad
sindical, porque a través de ellos el sindicato puede estar presente en los lugares de trabajo y
realizar allí sus funciones representativas (STC 173/1992) y ejercer aquellas actividades que
permitan la defensa y protección de los propios trabajadores (STC 292/1993). No obstante, el
derecho que tienen determinadas secciones sindicales a estar representadas por Delegados
sindicales, no integra el contenido esencial del derecho de libertad sindical, sino que forma parte del
llamado contenido adicional (STC 173/1992).
La exigencia del art. 7 CE de que tanto la estructura como el funcionamiento de los sindicatos
sea democráticos, tiene una importante repercusión en la elección o designación de representantes
en las llamadas "elecciones sindicales". Esta condición resulta un elemento imprescindible para el
ejercicio de la actividad sindical en libertad, pues como el Tribunal Constitucional ha señalado en
una doctrina reiteradamente sentada, el ámbito del derecho de libertad sindical supone que los
sindicatos puedan ejercer libremente sus actividades y poner en práctica sin restricciones infundadas
sus programas de actuación (SSTC 23/1983, 99/1983, 20/1985, 98/1985 y 208/1989, entre otras).
En efecto, de la doble vertiente de las elecciones sindicales destaca no sólo la elección de los
representantes de los trabajadores en el centro de trabajo o empresa, sino que dicha elección incide
además directamente en la actividad sindical al promover la audiencia de los distintos sindicatos en
los órganos de representación unitaria o electiva de los trabajadores. De esta forma, nuestro sistema
se puede basar en el criterio de "mayor representatividad" y "mera o suficiente representatividad" de
los sindicatos, delimitando una vez constatado el "quantum" de su representatividad, sus
competencias correspondientes a las que la Ley anuda importantes consecuencias (STC 208/1989).
Actualmente los sindicatos más representativos en el ámbito nacional son UGT y CC.OO; en el
ámbito autonómico ELA-STV y Convergencia Intersindical Gallega. Por otra parte, la asociación
empresarial más representativa en nuestro país es la Confederación Española de Organizaciones
Empresariales (CEOE), a la que está adherida la Confederación Española de la Pequeña y Mediana
Empresa (CEPYME).
En cuanto a la protección de los derechos sindicales, el art. 7 CE al encontrarse ubicado en el
Título Preliminar, no goza de una garantía constitucionalmente establecida, salvo la que se refiere a
la utilización del procedimiento agravado previsto para su reforma. Esto se explica debido a que el
precepto comentado, al reconocer el papel de los sindicatos y asociaciones empresariales como
piezas básicas del Estado social y democrático de Derecho, no procede, como sí lo hace en concreto
el art. 28 CE, a una consagración del derecho de libertad sindical. En este último caso, al formar
parte el art. 28 CE de la sección primera, capítulo segundo del Título primero del Texto
constitucional, recibe la máxima protección, siendo, según el art. 53.2 CE, posible recabar su tutela
mediante el proceso de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales de la persona, así
como en su caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, con la garantía
dispuesta en el art. 81 CE, de que la norma reguladora de este derecho tenga el carácter de Ley
Orgánica.
Por otro lado, en relación a los empresarios existe una discusión sobre si el asociacionismo
empresarial goza de la cobertura del derecho de la libertad sindical expresado en el art. 28 CE, o si
al contrario, se debe situar dentro del derecho general de asociación. Tanto en uno como en otro
caso sería objeto de la máxima protección, al encontrar acomodo, también en el segundo caso, en el
derecho fundamental de asociación del art. 22 CE.
En el plano infraconstitucional los derechos sindicales se completan en nuestro ordenamiento
con la Ley de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales de la persona (Ley 62/1978)
y con medidas penales. En el orden social con una serie de normas en las que se contienen
mecanismos de tutela, como la Ley Orgánica de Libertad Sindical, el Estatuto de los Trabajadores y
la Ley de Procedimiento Laboral. En el ámbito internacional son destacables el papel de tutela de
este derecho que vienen desarrollando el Comité de Libertad Sindical y el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos.
Por último, la relevancia de la función de los sindicatos y asociaciones empresariales como
defensores de los intereses económicos y sociales que les son propios, se manifiesta no sólo en el
ámbito nacional, sino también en el marco europeo, en el que existen, por un lado, organizaciones
sindicales como la Confederación Europea de Sindicatos (CES) y la Confederación Internacional
de Organizaciones Sindicales Libres (CIOLS); y por otro lado, asociaciones empresariales como la
Unión de Industrias de la Comunidad Europea (UNICE) y el Centro Europeo de Empresas Públicas
(CEEP).
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 8
En el constitucionalismo histórico español, excepcionando el artículo 37 de la Ley Orgánica del
Estado de 1967, la redacción de un artículo propio sobre la composición y misiones de las Fuerzas
Armadas no ha sido moneda común, bien que las referencias existentes vienen a partir de
menciones de la necesaria fijación anual de una fuerza militar, junto a la posibilidad regia de
disposición sobre la misma.
En el ámbito del derecho comparado encontramos artículos que, o bien se refieren a la existencia
de las propias Fuerzas Armadas y a la selección de sus efectivos (art. 87 de la Constitución
alemana), o que, por otro lado, destacan el sometimiento de las mismas al poder civil (art. 20 de la
Constitución francesa de 1958). Supone una excepción el artículo 79 de la Constitución austriaca
de 1929 más similar a nuestro caso.
En cuanto a la elaboración parlamentaria del precepto constitucional estudiado, si bien
materialmente no se observan modificaciones sustanciales, sí hemos de destacar las discusiones
habidas respecto a la ubicación del precepto ya desde la redacción primera del artículo 11 del
Borrador de las actas de la Ponencia constitucional que se recoge en la Revista de las Cortes
Generales (número 2, 1984, págs, 251 y siguientes): encabezando un título propio referido a las
Fuerzas Armadas de orden público y estado de excepción, bien dentro del título referido al
Gobierno y la Administración, bien en la ubicación actual. Ya en el texto del artículo 10 del
Anteproyecto Constitucional, tanto su actual redacción -con alguna excepción estrictamente
gramatical respecto a la literalidad del apartado 2-, como su ubicación se mostrarían oficialmente
como una cuestión absolutamente definida y consensuada (Vid. Constitución Española. Trabajos
Parlamentarios. Cortes Generales, Madrid, 1980, 4 vols.).
Sin olvidar la Ley 85/1978, de 28 de diciembre, en la que se aprueban las Reales Ordenanzas de
las Fuerzas Armadas, aprobadas de forma coetánea a la Constitución, la Ley orgánica 6/1980, de 1
de julio, de los criterios básicos de la defensa nacional y la organización militar, supuso la
concreción de lo prescrito en el apartado 2º del precepto constitucional, siendo modificada por la
Ley orgánica 1/1984, de 5 de enero.
La composición de las Fuerzas Armadas viene definida en el propio artículo constitucional:
forman parte de las mismas los Ejércitos de Tierra y Aire, junto a la Armada, tal y como también
recoge el artículo 23 de la Ley orgánica citada. A contrario sensu podemos decir que se excluyen de
este concepto las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, regulados constitucionalmente en el
artículo 104 CE, con una función diferente y con un carácter civil y no militar. Lo anterior no
empece para que los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado contribuyan a la defensa nacional,
dependiendo por ejemplo de la autoridad militar en los casos de declaración del estado de sitio (art.
30.3 y 4 y 20 de la LO 6/1980); igualmente las Fuerzas Armadas colaboran en caso de grave riesgo,
catástrofe, calamidad pública y otra necesidad pública análoga (arts. 22.1 LO 6/1980 y 2.2 Ley
2/1985, de 21 de enero, de protección civil).
Por su parte, la Guardia Civil, catalogada como institución armada de carácter militar, dependerá
en tiempo de paz del Ministerio del Interior en cuanto afecte a funciones referidas al orden y
seguridad pública, y del Ministerio de Defensa en cuestiones que se le encomienden. En caso de
guerra o de la declaración del estado de sitio, dependerá directamente del Ministerio de Defensa
(arts. 38 y 39 de la Ley orgánica indicada).
Sin olvidar, siquiera sea por la relevancia de las mismas, las diferentes misiones de
mantenimiento de la paz que, en el ámbito exterior, vienen desarrollando nuestros Ejércitos, en el
aspecto teleológico, finalístico, en cuanto a sus funciones fundamentales -dentro del marco del
Estado constitucional y con sometimiento en su mando real y efectivo a los designios del Gobierno
(art. 97 CE), ya que la previsión del artículo 62. h) CE sobre el mando supremo del Rey respecto a
las mismas se entiende como un mando simbólico-, las Fuerzas Armadas cumplen
constitucionalmente las siguientes funciones. Así:
1.- Las Fuerzas Armadas garantizan la soberanía y la independencia de España,
función tradicional que debe entenderse como una actuación externa que busca asegurar
la propia existencia del Estado frente a terceros. Deben realizarse algunas acotaciones:
esta actuación se realiza ordinariamente con la sola existencia de las Fuerzas Armadas,
que produce un claro efecto disuasorio. En cuanto a la presencia de España en
organizaciones supranacionales tanto de carácter militar (OTAN) como político (Unión
Europea), no obsta a que la soberanía e independencia nacional se sigan manteniendo,
ya que la presencia en las mismas no deja de ser un acto voluntario del Estado, según
las previsiones que se pueden encontrar en los artículos 93 a 96 CE.
2.- Las Fuerzas Armadas defienden la integridad territorial de España, defensa que
presenta una doble vertiente, interna y externa. La proyección externa tiene un perfil
excluyente de intentos de anexión por terceros, lo que supone en el fondo una nueva
llamada de atención a lo antes expuesto referido a la función de garantía de la soberanía
y la independencia. En el ámbito interno, esta defensa de la integridad territorial se
concibe como el último recurso material para el impedimento de secesiones o
fragmentaciones del territorio nacional. Y es que no podemos olvidar que el artículo 2
de la Constitución española expresa que ésta se basa-y con ella todo el sostén del Estado
democrático-, "en la indisoluble unidad de la Nación española, Patria común e
indivisible de todos los españoles (...)", cuestión ésta que necesariamente nos pone en
contacto con la tercera de las funciones constitucionales de las Fuerzas Armadas y que a
continuación tratamos, la defensa del orden constitucional.
3.- Las Fuerzas Armadas garantizan el orden constitucional, actividad, como
decimos, fuertemente conectada con las anteriores, también de carácter excepcional,
bien que goza de sustantividad propia que lleva a nuestro legislador a expresar -en
desarrollo del artículo 116.4 CE y mediante la Ley orgánica 4/1981, reguladora de los
estados de alarma, excepción y sitio-, que se trata de una competencia absolutamente
reglada y sometida a las decisiones institucionales de las Cortes Generales y sobre todo
del Gobierno, toda vez que se declare el estado de sitio (arts.32 y siguientes de la LO
4/1981). Esta defensa del ordenamiento constitucional viene referida a un ámbito
material, que no jurídico ordinario, ya que es el Tribunal Constitucional el órgano que
asume esta última función (art. 1 Ley orgánica 2/1979, del Tribunal Constitucional).
No podemos olvidar que nuestras Fuerzas Armadas, aparte de las funciones mencionadas,
desarrollan otras tanto dentro como fuera de los límites territoriales estatales. En España, sabemos
que siempre son fiel ayuda cuando y donde se les necesite, tanto en catástrofes naturales o
calamidades como también como partícipes en otras actuaciones de apoyo en la seguridad de
eventos relevantes, tales como la Exposición Universal, las Olimpiadas o la Conferencia de Paz de
Oriente Medio (Conferencia de Madrid). En el ámbito externo y a partir de la pertenencia a la
Organización de Naciones Unidas, una función esencial en la que España ha venido participando,
que tal es las misiones de mantenimiento de la paz, a las que ya se referían las Reales Ordenanzas
de 1978.
Es la Ley orgánica 6/1980, reguladora de los criterios básicos de la defensa nacional y la
organización militar, la que expresa que la defensa nacional -entendida como disposición,
integración y acción coordinada de todas las energías y fuerzas morales y materiales de la Nación
ante cualquier forma de agresión-, tiene la finalidad de "garantizar de modo permanente la unidad,
soberanía e independencia de España, su integridad territorial y el ordenamiento constitucional,
protegiendo la vida de la población y los intereses de la Patria, en el marco de lo dispuesto en el
artículo 97 de la Constitución", siendo la defensa y organización militar competencia exclusiva del
Estado (arts. 1 y 2).
Los órganos superiores encargados de la Defensa Nacional (no olvidemos que el artículo 30 CE
establece el derecho y deber de la totalidad de los españoles de defender a España) son "ex"
artículos 5 a 13 de la citada norma orgánica los siguientes:
- El Rey, como supremo órgano de mando de las Fuerzas Armadas. Ya sabemos que
esta prédica se realiza de manera simbólica, salvadas sean situaciones excepcionales,
como más adelante significaremos.
- Las Cortes Generales, con sus tareas de aprobación de las leyes relativas a la
defensa y el presupuesto de la misma, además de cómo controladoras del Gobierno y
órgano que debe autorizar previamente a su firma, los tratados internacionales de
carácter militar.
- El Gobierno y sobre todo a su Presidente, en cuanto establece y dirige la política de
defensa y asegura su ejecución.
- La Junta de Defensa Nacional, órgano superior asesor y consultivo del Gobierno en
materia de Defensa Nacional. Presidida por Su Majestad El Rey, forman parte de la
misma el Presidente del Gobierno, los Vicepresidentes, si los hubiera, el Ministro de
Defensa, el Jefe del Estado Mayor de la Defensa, los Jefes de los Estados Mayores del
Ejército de Tierra, de la Armada y del Ejercito del Aire y los Ministros competentes en
las áreas de Asuntos Exteriores e Interior, así como aquellos otros que el Presidente del
Gobierno considere oportuno
- El Ministro de Defensa, en cuanto desarrolla la tarea ordinaria de gobierno y
administración de la Defensa.
- La Junta de Jefes de Estado Mayor, órgano asesor del Presidente del Gobierno y del
Ministro de Defensa, compuesta por el Jefe del Estado Mayor de la Defensa y por los
Jefes de Estado Mayor de los tres Ejércitos.
Las características especiales de las Fuerzas Armadas y las funciones que desempeñan justifican
desde siempre un régimen normativo especial que presenta, sin entrar en mayores disquisiciones
diferentes aspectos. A saber: a) una jurisdicción militar, que supone una excepción
constitucionalizada del principio de unidad jurisdiccional (art. 117.5 CE), aprobada por Ley
orgánica 4/1987, de 15 de julio, de Competencia y Organización de la Jurisdicción Militar, limitada
a un ámbito castrense delimitado por el propio Código Penal Militar y a lo previsto en la normativa
sobre el estado de sitio; b) un régimen penal propio, recogido en la Ley orgánica 13/1985,
reguladora del Código Penal Militar, de 9 de diciembre; c) un régimen sancionador específico
expresado en la Ley orgánica 8/1998, de 2 de diciembre. También se observan en el propio Texto
constitucional ciertas restricciones en el ejercicio de determinados derechos fundamentales y
libertades públicas (art. 28.1 y artículo 1.3 de la Ley orgánica 11/1985, de 2 de agosto, de Libertad
Sindical, sobre prohibición de sindicación; art. 28.2 prohibiendo constitucionalmente el derecho de
huelga ya que sus funciones se consideran esenciales para la comunidad; art. 29.2 CE sobre la
prohibición del ejercicio de petición colectiva, o art. 70.1 e) declarando inelegibles a los militares
profesionales. La Ley 85/1978, de 28 de diciembre, en la que se aprueban las Reales Ordenanzas de
las Fuerzas Armadas, introduce igualmente ciertas restricciones a la libertad de movimientos o a los
derechos de reunión y manifestación.
Vinculadas a este artículo que se presenta, bien que relacionadas con los artículos 62 y 30 CE,
preceptos a los que nos remitimos, aparecen a lo largo de estos veinticinco años de democracia en
España dos cuestiones que merecen ser destacadas en relación con nuestras Fuerzas Armadas.
La primera de ellas es el papel de supremo mando de las Fuerzas Armadas que el artículo 62. h)
CE expresamente atribuye al Rey. Este precepto ha sido invocado como elemento decisivo para
abortar el intento de golpe de Estado que se produjo el 23 de febrero de 1981. No parece adecuado
indicar que Su Majestad El Rey D. Juan Carlos evitase que esta intentona cumpliera su objetivo
debido exclusivamente a su carácter de superior militar jerárquico, aspecto éste que, siendo
importante, no oculta que, en una situación de excepción, la actuación del Jefe del Estado como
árbitro y moderador de las instituciones, se basa más en la "auctoritas" que en la "potestas"; que se
apoya más en la autoridad personal y en el carisma que en las funciones, en los poderes que se
indiquen expresamente en la Constitución o en el resto del ordenamiento. De cualquier forma, y con
carácter general, tanto en tiempo de paz como de guerra, no resulta del todo convincente que esta
decisiva actuación del Monarca en defensa de nuestra Constitución y del régimen de libertades
estatuidos en 1978, suponga obviar lo que expresamente indica el artículo 97 CE, estableciendo que
es el Gobierno el órgano que dirige la política exterior e interior, civil y militar de España. Y es que
en una Monarquía parlamentaria como la nuestra no cabe otra opción.
En cuanto a la segunda de las cuestiones a las que aludíamos, debemos destacar que en España
ya no existe el sistema de reclutamiento por levas sino que se ha procedido a una profesionalización
de las Fuerzas Armadas. Es cierto que esta cuestión pertenece al ámbito de estudio del artículo 30
CE, artículo al que nos remitimos, pero la importancia de la cuestión afecta decisivamente no sólo
al propio reclutamiento sino a la idea genérica de Fuerzas Armadas y a las propias tareas a
desarrollar por éstas, tanto en el ámbito interno como internacional. Y es que a partir del marco
normativo expresado en la Ley orgánica 13/1991, de 20 de diciembre, del servicio militar, la Ley
17/1999 de 18 de mayo, del régimen del personal de las Fuerzas Armadas establece que a partir del
31 de diciembre de 2002 se suspende la prestación obligatoria del servicio militar. El Real Decreto
247/2001, de 9 de marzo, adelanta esta previsión.
En cuanto a la bibliografía, son de destacar los trabajos de Blanco Valdés, Casado, De Otto,
Fernández Segado, López Aguilar, López Garrido, entre otros.

Sinopsis artículo 9
Sujeción a la Constitución y al resto del ordenamiento
En primer lugar, podemos afirmar no existen precedentes en la historia constitucional española
con igual o análoga redacción.
En el Derecho Comparado, encontramos dos referencias: El artículo 20.3 de la Constitución
alemana que afirma que "el poder legislativo está sometido al ordenamiento constitucional; los
poderes ejecutivo y judicial a la Ley y al Derecho". Y, el artículo 5 de la Constitución francesa, en
virtud del cual "el Presidente de la República velará por el respeto a la Constitución y asegurará por
su mediación el funcionamiento regular de los poderes públicos así como la continuidad del
Estado".
En relación con la elaboración del artículo 9.1, el Anteproyecto de la Constitución señalaba que
"todos los poderes públicos y los ciudadanos están sujetos a la Constitución y al ordenamiento
jurídico cuyos principios jurídicos son la libertad y la igualdad". El Informe de la Ponencia
expresaba que "los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al
ordenamiento jurídico". Esta redacción se mantiene en el Dictamen de la Comisión y se aprueba por
el Pleno del Congreso.
Por su parte, la Comisión de Constitución del Senado modifica la redacción y establece que "los
poderes públicos quedan sometidos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico". El Pleno
del Senado ratifica esta redacción y, finalmente, la Comisión Mixta Congreso-Senado establece la
redacción definitiva.
Este precepto recoge un requisito esencial de todo Estado de Derecho que consiste en el
sometimiento de los ciudadanos y, sobre todo, de los poderes públicos al Derecho y del mismo se
desprende que la Constitución ocupa un lugar preferente en el ordenamiento jurídico. En palabras
de García de Enterría, de este precepto "no se deduce sólo el carácter vinculante general de la
Constitución sino algo más, el carácter de esta vinculación como "vinculación más fuerte", en la
tradicional expresión del constitucionalismo norteamericano".
Por tanto, la Constitución es nuestra norma suprema y no una mera declaración programática, de
forma que, "lejos de ser un mero catálogo de principios de no inmediata vinculación y de no
inmediato cumplimiento hasta que sean objeto de desarrollo por vía legal, es una norma jurídica, la
norma suprema de nuestro ordenamiento, y en cuanto tal tanto los ciudadanos como todos los
poderes públicos, y por consiguiente también los Jueces y Magistrados integrantes del poder
judicial, están sujetos a ella (arts. 9.1 y 117.1 C.E.)" -STC 16/1982, de 28 de abril-. Se trata, en
suma, de una "norma cualitativamente distinta de las demás, por cuanto incorpora el sistema de
valores esenciales que ha de constituir el orden de convivencia política y de informar todo el
ordenamiento jurídico. La Constitución es así la norma fundamental y fundamentadora de todo el
ordenamiento jurídico". -STC 31 de marzo de 1981-.
Por otra parte, la supremacía de la Constitución tiene las siguientes consecuencias. En primer
lugar, supone que el resto de las normas jurídicas deben estar en consonancia con sus mandatos,
pues, en caso contrario, serán declaradas inconstitucionales; en segundo lugar, exige un
procedimiento especial de reforma como garantía de su estabilidad jurídica; y, por otra parte, todas
las normas jurídicas deben interpretarse de conformidad con los preceptos constitucionales de tal
forma que siendo posibles dos interpretaciones de un precepto, una ajustada a la Constitución y la
otra no conforme a ella, debe admitirse la primera -STC 122/1983, de 22 de diciembre-.
Como señala el artículo 9.1 CE, este principio vincula tanto a los ciudadanos como a los poderes
públicos si bien de forma distinta. Así, ha manifestado el Tribunal Constitucional en su STC
101/1983 que mientras que los ciudadanos tienen un deber general negativo de abstenerse de
cualquier actuación que vulnere la Constitución, sin perjuicio de los supuestos en que la misma
establece deberes positivos (artículos 30 y 31, entre otros), los titulares de los poderes públicos
tienen además un deber general positivo de realizar sus funciones de acuerdo con la Constitución.

Libertad, igualdad y participación


Como precedentes en el constitucionalismo histórico español, encontramos los artículos 46, 47 y
48 Constitución de 1931. Y en el Derecho comparado, el artículo 3.2 de la Constitución italiana
tiene una redacción casi idéntica al artículo 9.2 CE estableciendo que "es misión de la República
remover los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad e igualdad
de los ciudadanos, impidan el pleno desarrollo de la personalidad humana y la efectiva participación
de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del país".
En cuanto a su proceso de elaboración, la redacción del Anteproyecto constitucional fue la
siguiente: "Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la
igualdad del individuo y sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su
plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y
social".
En el Informe de la Ponencia se sustituye "los grupos en que éste desarrolla su personalidad" por
"los grupos en que se integra". La Comisión del Congreso de los Diputados mantiene la misma
redacción que es aprobada por el Pleno. Y la Comisión de Constitución del Senado modifica la
redacción en los siguientes términos: "Corresponde a los poderes públicos promover las
condiciones para que la libertad y la igualdad de las personas sean reales y efectivas, suprimir los
obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos
en la vida política, económica, cultural y social".
Finalmente, el Pleno del Senado vuelve a la redacción del Congreso que es ratificada por la
Comisión Mixta Congreso-Senado.
Si bien el artículo 9.2 tiene un contenido más amplio, vamos a referirnos a uno de sus aspectos
esenciales: el reconocimiento de la igualdad material.
En efecto, la configuración del Estado como social exige la intervención de los poderes públicos
para que la igualdad de los individuos sea real y efectiva. De esta forma, el Estado social de
Derecho reinterpreta la igualdad formal propia del Estado liberal de Derecho e incorpora el
principio de igualdad material con la finalidad de conseguir una equiparación real y efectiva de los
derechos sociales de los ciudadanos.
Pues bien, junto con el principio de igualdad formal proclamado en el artículo 14, la
Constitución española recoge esta concepción del principio de igualdad material en el artículo 9.2.
Ésta es, sintéticamente expuesta, la interpretación del Tribunal Constitucional sobre el principio
de igualdad material contenido en el artículo 9.2.
- El artículo 9.2 de la Constitución española es un precepto que compromete la
acción de los poderes públicos, a fin de que pueda alcanzarse la igualdad sustancial
entre los individuos, con independencia de su situación social. (STC 39/1986, de 31 de
marzo).
- El artículo 9.2 puede imponer, como consideración de principio, la adopción de
normas especiales que tiendan a corregir los efectos dispares que, en orden al disfrute de
bienes garantizados por la Constitución, se sigan de la aplicación de disposiciones
generales en una sociedad cuyas desigualdades radicales han sido negativamente
valoradas por la propia Norma Fundamental. (STC 19/1988, de 16 de febrero).
- La incidencia del mandato contenido en el artículo 9.2 sobre el que, en cuanto se
dirige a los poderes públicos, encierra el artículo 14 supone una modulación de este
último, en el sentido, por ejemplo, de que no podrá reputarse de discriminatoria y
constitucionalmente prohibida -antes al contrario- la acción de favorecimiento, siquiera
temporal, que aquellos poderes emprenden en beneficio de determinados colectivos,
históricamente preteridos y marginados, a fin de que, mediante un trato especial más
favorable, vean suavizada o compensada su situación de desigualdad sustancial. (STC
216/1991, de 14 de noviembre).

Principios del ordenamiento jurídico


En primer lugar, encontramos como antecedentes en la historia constitucional española los
siguientes: artículo 7 de la Constitución de 1812; artículos 8, 9, 10, 11 y 13 de la Constitución de
1869; artículos. 14 y 16 de la Constitución de 1876; y artículos 28, 100, 101, 106, 121 y 125 de la
Constitución de 1931.
En cuanto al Derecho comparado, no se encuentran preceptos análogos en las Constituciones
italiana, alemana o francesa.
Y, con respecto a su proceso de elaboración, en el Anteproyecto constitucional ésta fue la
redacción: "Se reconocen los principios de publicidad y jerarquía normativa, la legalidad, la,
fiscales y restrictivas de derechos individuales y sociales, de seguridad jurídica, de exclusión de la
doble sanción por los mismos hechos y de responsabilidad de los poderes públicos".
El Informe de la Ponencia sustituye la expresión " irretroactividad de las normas punitivas,
sancionadoras" por "irretroactividad de las normas sancionadoras no favorables". La Comisión del
Congreso suprime la palabra "sociales" y la expresión "exclusión de la doble sanción por los
mismos hechos". Esta versión se aprueba por el Pleno del Congreso de los Diputados.
La Comisión de Constitución del Senado modifica el texto del Congreso de los Diputados,
modificación que acepta el Pleno en los siguientes términos: "La jerarquía normativa, la publicidad
de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de
derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad
de los poderes públicos, así como el principio de legalidad, quedan garantizados por la
Constitución".
Y, por último, la Comisión Mixta Congreso-Senado acuerda la nueva redacción definitiva.
Como ha señalado el Tribunal Constitucional en diversas Sentencias (por ejemplo, en la STC
27/1981, de 20 de julio), los principios constitucionales recogidos en el artículo 9.3 de la
Constitución no son compartimentos estancos sino que, al contrario, cada uno de ellos cobra valor
en función de los demás y en tanto sirva para promover los valores superiores del ordenamiento
jurídico que propugna el Estado social y democrático de Derecho. A continuación, hacemos una
breve descripción de cada uno de ellos.

El principio de legalidad
En virtud de este principio, consagrado indirectamente en el apartado 1.º de este mismo
precepto, todos los poderes públicos se encuentran sujetos a la ley.
Asimismo, es una consecuencia de lo que se expresa en el Preámbulo como finalidad de la
Constitución: "Consolidar un Estado de Derecho que asegura el imperio de la ley como expresión
de la voluntad popular". Y, como ha afirmado el Tribunal Constitucional -STC 108/1986, de 26 de
julio- estamos ante un dogma básico de todo sistema democrático.
En el artículo 25 encontramos una concreción del principio de legalidad en el ámbito
sancionador. En virtud de su apartado primero, "nadie puede ser condenado o sancionado por
acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción
administrativa, según la legislación vigente en aquel momento".
Asimismo, este principio cobra un especial significado en el ámbito de la Administración que se
concreta en la sumisión a la ley de la actividad administrativa -artículo 103.1 CE- y que supone, en
palabras de Garrido Falla, de un lado, la sumisión de los actos administrativos concretos a las
disposiciones vigentes de carácter general, y de otro, la sumisión de los órganos que dictan
disposiciones generales al ordenamiento jerárquico de las fuentes del Derecho.

El principio de jerarquía normativa


De conformidad con este principio, las normas de rango inferior no pueden oponerse a las de
rango superior. El ordenamiento está ordenado de forma jerárquica y en su cúspide se halla la
Constitución.
El Tribunal Constitucional, en su Sentencia 17/1981, de 1 de junio, ha expresado que "la estricta
aplicación del principio de jerarquía permitiría al juez resolver el dilema en que lo situaría la
eventual contradicción entre la Constitución y la ley con la simple aplicación de ésta, pero ello
hubiera implicado someter la obra del legislador al criterio tal vez diverso de un elevado número de
órganos judiciales, de donde podría resultar, entre otras cosas, un alto grado de inseguridad jurídica.
El constituyente ha preferido, para evitarlo, sustraer al juez ordinario la posibilidad de inaplicar la
ley que emana del legislador constituido, aunque no la de cuestionar su constitucionalidad ante este
Tribunal, que, en cierto sentido, es así, no sólo defensor de la Constitución, sino defensor también
de la ley".

El principio de publicidad de las normas


El Tribunal Constitucional en su Sentencia 179/1989, de 2 de noviembre, se ha referido a este
principio en los términos siguientes: "La Constitución, en su artículo 9.3, garantiza el principio de la
publicidad de las normas. Esta garantía aparece como consecuencia ineluctable de la proclamación
de España como un Estado de derecho, y se encuentra en íntima relación con el principio de
seguridad jurídica consagrado en el mismo art. 9.3 C.E., pues sólo podrán asegurarse las posiciones
jurídicas de los ciudadanos, la posibilidad de éstos de ejercer y defender sus derechos, y la efectiva
sujeción de los ciudadanos y los poderes públicos al ordenamiento jurídico, si los destinatarios de
las normas tienen una efectiva oportunidad de conocerlas en cuanto tales normas, mediante un
instrumento de difusión general que dé fe de su existencia y contenido, por lo que resultarán
evidentemente contrarias al principio de publicidad aquellas normas que fueran de imposible o muy
difícil conocimiento.
Esa garantía de publicidad aparece reflejada en la Constitución en varios de sus preceptos: así,
disponiendo la inmediata publicación de las Leyes aprobadas por las Cortes Generales, tras la
sanción real (art. 91) y, respecto de los tratados internacionales, condicionando su eficacia a su
publicación oficial en España (art. 96.1)."

El principio de irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas


de derechos individuales
La irretroactividad significa, según definición de Federico de Castro, que la ley se aplicará al
futuro y no al pasado, principio ya recogido por el Código Civil cuyo artículo 2.3 establece que "las
leyes no tendrán efecto retroactivo, si no dispusieren lo contrario.
Este principio constitucional se aplica a dos tipos de disposiciones:
En las disposiciones sancionadoras no favorables, lo que interpretado a contrario sensu supone
que la Constitución garantiza la retroactividad de la ley penal favorable (STC 8/1981).
Y, en las disposiciones restrictivas de derechos individuales, que han de entenderse referidas,
según opinión generalizada, al ámbito de los derechos fundamentales y de las libertades públicas,
esto es, a los regulados en la Sección 1.ª del Capítulo 2.º del Título 1.º de la Constitución.
Fuera de estos dos supuestos, nada impide que el legislador dote a la ley del ámbito de
retroactividad que estime oportuno.

El principio de seguridad jurídica


La seguridad jurídica es "suma de certeza y legalidad, jerarquía y publicidad normativa,
irretroactividad de lo no favorable, interdicción de la arbitrariedad, pero que, si se agotara en la
adición de estos principios, no hubiera precisado de ser formulada expresamente. La seguridad
jurídica es la suma de estos principios, equilibrada de tal suerte que permita promover, en el orden
jurídico, la justicia y la igualdad, en libertad" -STC 27/1981, de 20 de julio-.
En el mismo sentido, la STC 46/1990, de 15 de marzo se refiere a este principio en estos
términos: "la exigencia del artículo 9.3 relativa al principio de seguridad jurídica implica que el
legislador debe perseguir la claridad y no la confusión normativa, debe procurar que acerca de la
materia sobre la que legisle sepan los operadores jurídicos y los ciudadanos a qué atenerse, y debe
huir de provocar situaciones objetivamente confusas (...). Hay que promover y buscar la certeza
respecto a qué es Derecho y no ... provocar juegos y relaciones entre normas como consecuencia de
las cuales se introducen perplejidades difícilmente salvables respecto a la previsibilidad de cuál sea
el Derecho aplicable, cuáles las consecuencias derivadas de las normas vigentes, incluso cuáles sean
éstas".

El principio de responsabilidad de los poderes públicos


Los poderes públicos son responsables por los daños causados en el ejercicio de su actuación y,
en consecuencia, se establece en el artículo 106 CE el derecho de los particulares el derecho a ser
indemnizados por toda lesión que sufran de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza
mayor y siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos.
Esta responsabilidad se extiende asimismo a la Administración de Justicia de modo que, de
acuerdo con el artículo 121 CE "los daños causados por error judicial, así como los que sean
consecuencia del funcionamiento anormal de la Administración de Justicia, darán derecho a una
indemnización a cargo del Estado, conforme a la Ley".
La única excepción a este principio es la referida al Jefe del Estado pues, de acuerdo con el
artículo 56.3 CE "la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad",
responsabilidad que se traslada al sujeto refrendante.

El principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.


Lo arbitrario es aquello que no se acomoda a la legalidad de tal forma que, frente a una actividad
reglada, la arbitrariedad supone una infracción de la norma, y ante una actividad no reglada o
discrecional conlleva una desviación de poder.
En relación con el poder legislativo, "el acto del Legislativo se revela arbitrario, aunque
respetara otros principios del 9.3, cuando engendra desigualdad. Y no ya desigualdad referida a la
discriminación -que ésta concierne al artículo 14-, sino a las exigencias que el artículo 9.2 conlleva,
a fin de promover la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra, finalidad que, en
ocasiones, exige una política legislativa que no puede reducirse a la pura igualdad ante la ley".
(STC 27/1981, de 20 de julio).
También en conexión con el principio de igualdad, el Tribunal Constitucional se ha referido a
este principio en su Sentencia 71/1993, de 1 de marzo: "A través de numerosas resoluciones este
Tribunal ha establecido una constante y uniforme doctrina según la cual el derecho a la igualdad en
la aplicación de la ley, protegido por el artículo 14 CE y conectado con el principio de interdicción
de la arbitrariedad de los poderes públicos que consagra el artículo 9.3 CE, significa, en relación
con el ejercicio de la potestad jurisdiccional, que un mismo Juez o Tribunal no puede modificar el
sentido de sus decisiones adoptadas con anterioridad en casos sustancialmente idénticos, a no ser
que se aparte conscientemente de él, ofreciendo una fundamentación suficiente y razonable que
motive el cambio de criterio o, en ausencia de tal motivación expresa, resulte patente que la
diferencia de trato tiene su fundamento en un efectivo cambio de criterio por desprenderse así de la
propia resolución judicial o por existir otros elementos de juicio externo que así lo indiquen".
En cuanto a la bibliografía sobre este artículo se pueden consultar los trabajos de Ferret i Jacas,
García de Enterría, Garrido Falla, Gaya Sicilia, Ruiz Miguel, Villar Palasí, entre otros.

Sinopsis artículo 10
La consagración de la dignidad de la persona y de los derechos que le son inherentes, como
fundamento del orden político y de la paz social, no aparece expresamente reconocida en ninguna
de nuestras muchas Constituciones históricas, si bien es cierto que se puede encontrar en la
Constitución de 1812 un precedente, ya que en su artículo 4 se proclama que "la Nación está
obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás
derechos legítimos de todos los individuos que la componen". Otro Antecedente más claro, aunque
de escaso valor jurídico, lo podemos encontrar en el Proyecto de Constitución Federal de la Primera
República, de 1873, que recoge en su Título Preliminar una serie de derechos, anteriores y
superiores a toda legislación positiva, reconocidos a toda persona, asegurados en la República, sin
que ningún poder tenga facultad para cohibirlos, ni ninguna ley facultad para mermarlos, entre los
que se encuentra el derecho a la dignidad de la vida.
Durante la dictadura franquista, encontramos referencias a la dignidad de la persona en dos de
las Leyes Fundamentales (artículo 1 del Fuero de los Españoles y artículo 3 de la Ley orgánica del
Estado), aunque como puede imaginarse no son más que meras formulaciones retóricas, dotadas de
puro valor semántico, sin ninguna eficacia real.
Por lo que se refiere al reconocimiento de los tratados y acuerdos internacionales como normas
interpretativas de los derechos y libertades reconocidos en la Constitución, recogido en el apartado
segundo de este artículo, el único precedente del constitucionalismo histórico que se puede señalar,
es el previsto en la Constitución de la Segunda República Española de 1931, en concreto en su
artículo 7, en el que se establece que "El Estado español acatará las normas universales del Derecho
internacional, incorporándolas a su derecho positivo".
El reconocimiento de la dignidad de la persona en virtud de su naturaleza humana y por ende
racional, que la configura como un ser especial, tiene lugar fundamentalmente tras la Segunda
Guerra Mundial y es precisamente en los textos internacionales sobre derechos humanos donde se
recoge por vez primera para extenderse posteriormente a diferentes Constituciones. El primer texto
internacional que constituyó un hito indispensable en la creación de un mundo en el que todas las
personas puedan vivir conforme a su dignidad, es la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, adoptada y proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, con fecha 10
de diciembre de 1948. En el Derecho Comparado podemos citar, entre otras, las siguientes
Constituciones:
Constitución de la República Italiana de 1947, artículos 2 y 3; Ley Fundamental de Bonn de
1949, que contiene en su artículo 1, apartados 1 y 2, y artículo 2.1, una redacción muy similar a la
que adoptó nuestro legislador constituyente y, por último, la Constitución Portuguesa de 1976, que
contiene una referencia a la dignidad de la persona en el artículo 1.
En cuanto a la interpretación de los derechos y libertades conforme a los tratados internacionales
encontramos en la Constitución Portuguesa de 1976 una disposición similar al artículo 10.2, nos
referimos al artículo 16, apartado 2, que dice así: "los preceptos Constitucionales y legales relativos
a derechos fundamentales deberán ser interpretados e integrados en armonía con la Declaración
Universal de los Derechos del Hombre."
Únicamente el apartado primero del artículo 10 aparece reflejado en el Anteproyecto de
Constitución recogido en el artículo 13 de ese texto y el artículo 10 del Informe de la Ponencia
redactó su contenido sin variaciones sustanciales del texto original y en términos idénticos al que
definitivamente se aprobó en la Comisión Mixta Congreso-Senado.
Por lo que se refiere al apartado segundo, de este precepto, hay que advertir que no aparece hasta
el Dictamen de la Comisión Constitucional del Senado como artículo 10.2. La inclusión de este
apartado suscitó importantes debates, pues se consideró inútil e incluso peligroso. Lo cierto es que
pretendía reforzar una determinada interpretación de la libertad de enseñanza favorable a intereses
privados y religiosos, por lo que fue interpretado en cierta medida, como una quiebra del consenso
constitucional, aunque, finalmente, la Comisión Mixta Congreso-Senado aprobó el apartado
segundo en términos prácticamente iguales al previsto en el Dictamen de la Comisión.
Sin lugar a dudas, este artículo es la pieza angular de todo el sistema de derechos y libertades
reconocidos en el Título I de la Constitución. Dentro del sistema constitucional es considerado
como el punto de arranque, como prius lógico y ontológico para la existencia y reconocimiento de
los demás derechos tal y como se reconoce en la STC 53/1985, de 11 de abril (fundamento jurídico
3).

Analizando el contenido del apartado primero de este esencial artículo, observamos que, en
primer lugar, se refiere a la dignidad de la persona, como valor inherente de la misma, que consiste
en el derecho de cada cual a determinar libremente su vida de forma consciente y responsable y a
obtener el correspondiente respeto de los demás como estableció el Tribunal Constitucional en la
STC 53/1985, de 11 de abril (fundamento jurídico 3). Además la dignidad de la persona debe
permanecer inalterada cualquiera que sea la situación en que la persona se encuentre, constituyendo
en consecuencia un "minimum" invulnerable que todo estatuto jurídico debe asegurar (SSTC
120/1990, de 27 de junio, (fundamento jurídico 4) 57/1994, de 28 de febrero (fundamento jurídico
3 A). De modo que la Constitución Española salvaguarda absolutamente aquellos derechos y
aquellos contenidos de los derechos "que pertenecen a la persona en cuanto tal y no como
ciudadano o, dicho de otro modo...aquellos que son imprescindibles para la garantía de la dignidad
humana" (STC 242/ 1994, de 20 de junio (fundamento jurídico 4), en el mismo sentido, SSTC
107/1984, de 23 de noviembre (fundamento jurídico 2) y 99/1985, de 30 de septiembre,
(fundamento jurídico 2).
Llegados a este punto, podemos precisar las características de la dignidad esencial de una
persona: en primer lugar, la dignidad del ser humano es cualitativamente superior a la del resto de
seres del planeta; en segundo lugar, y en consecuencia con lo anterior, la dignidad humana no
admite grados, por lo tanto todos los seres humanos, por el hecho de ser personas, son iguales en
dignidad, no se pude considerar a nadie más digno que a otro, ni devaluar la dignidad de grupos de
personas y considerarlos de inferior condición con respecto a los demás. En tercer lugar, el respeto a
esta dignidad es el fundamento de todo Derecho positivo ya sea estatal o internacional; es necesario,
pues, acomodar cualquier norma del ordenamiento jurídico a las exigencias de la dignidad de la
persona. Por último, la dignidad humana es irrenunciable, las personas no pueden disponer de ella y
se conserva hasta el mismo momento de la muerte.
Este artículo consagra otros postulados, íntimamente relacionados con la dignidad de la persona:
el libre desarrollo de la personalidad, los derechos inviolables de la persona, que le son inherentes y
considera que son el fundamento del orden político y de la paz social. A la vez establece unos
límites en el ejercicio de los derechos: el respeto a la ley y a los derechos de los demás.
Por lo que se refiere a la cláusula interpretativa, de los derechos fundamentales y de las
libertades que la Constitución reconoce, conforme a la Declaración Universal de Derechos
Humanos y los tratados y acuerdos ratificados por España, establecida en el apartado segundo del
artículo 10, supone la apertura al Derecho Internacional de los Derechos Humanos. De este modo,
tanto La Declaración como los tratados se convierten en parámetro interpretativo de todos los
derechos y libertades contenidos en el Título I de nuestra Constitución, con independencia de cuál
sea su ubicación en la sistemática del mencionado Título y por tanto de su sistema de garantías.
Consideramos, pues, que se debe otorgar un contenido amplio a las palabras "derechos
fundamentales y libertades". Sin embargo, hasta el momento, nuestro Tribunal Constitucional no ha
interpretado derechos contenidos en el Capítulo III de la Constitución a la luz de ningún Tratado
Internacional, aunque podemos señalar, a modo de ejemplo, la STC 199/1996, de 3 de diciembre
(fundamentos jurídicos 2 y 3) en la que parece admitirse únicamente de manera implícita la labor
exegética del Convenio de Roma en la interpretación del artículo 45 de la Constitución.
Resulta necesario aclarar que, a través del artículo 10.2 de la Constitución, no se otorga rango
constitucional a los derechos y libertades proclamados en los Tratados Internacionales en cuanto no
estén también recogidos en nuestra Constitución. Ha sido el Tribunal Constitucional el que ha
delimitado el valor de esta estipulación. Así, el artículo 10.2 se limita a establecer una conexión
entre nuestro propio sistema de derechos y libertades, de un lado, y los convenios y tratados
internacionales sobre las mismas materias en los que sea parte España, de otro. De este modo, en
palabras del Tribunal Constitucional "aunque los textos y acuerdos internacionales del artículo 10.2
constituyen una fuente interpretativa que contribuye a la mejor identificación del contenido de los
derechos cuya tutela se pide a este Tribunal Constitucional, la interpretación a que alude el citado
artículo 10.2 del texto constitucional no los convierte en canon autónomo de validez de las normas
y actos de los poderes públicos desde la perspectiva de los derechos fundamentales, es decir, no los
convierte en canon autónomo de constitucionalidad". "Si así fuera, sobraría la proclamación
constitucional de tales derechos, bastando con que el constituyente hubiera efectuado una remisión
a las Declaraciones internacionales de Derechos Humanos o, en general, a los tratados que suscriba
el Estado español sobre derechos fundamentales y libertades públicas". SSTC 64/1991, de 22 de
marzo (fundamento jurídico 4), 372/1993, de 13 de diciembre, (fundamento jurídico 7), 41/2002, de
25 de febrero (fundamento jurídico 2).
Hay que advertir que los tratados citados en este artículo 10.2 han de estar publicados
oficialmente en España para su consideración como parte del ordenamiento jurídico interno y su
utilización a efectos interpretativos, tal y como se establece en el artículo 96.1 de nuestra
Constitución.
Conviene, por último, precisar cuales son los textos internacionales sobre derechos humanos más
utilizados por nuestro Tribunal Constitucional en su labor hermenéutica. En primer lugar, el artículo
10.2 hace referencia a la Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada y proclamada por
la 183 Asamblea General de las Naciones Unidas, en su resolución 217 A (III), Nueva York, con
fecha 10 de diciembre de 1948. Aunque el Tribunal Constitucional únicamente ha hecho referencia
a unos pocos artículos de la misma en unas treinta sentencias y casi nunca con alcance determinante
para el fallo. Además, en la mayoría de los casos la Declaración se ha utilizado junto con otros
textos internacionales.
En segundo lugar, este precepto alude a los tratados y acuerdos ratificados por España sobre las
mismas materias. Muchos son los tratados ratificados por nuestro país que afectan a derechos y
libertades, citaremos los más utilizados por el Tribunal Constitucional, y los clasificaremos en
virtud de la diferente instancia internacional de la que han emanado, distinguiendo si se trata de
una organización de ámbito universal o regional.
Ámbito universal:
1º Pacto internacional de Derechos Civiles y Políticos, hecho en Nueva York,
adoptado por la resolución 2200 (XXI) de la Asamblea General de las Naciones
Unidas, de 16 de diciembre de 1966. Instrumento de ratificación de 27 de abril de 1977.
(BOE nº 103, de 30 de abril de 1977). Ha tenido una incidencia muy importante en la
labor interpretativa del Tribunal Constitucional. Más de ciento treinta sentencias aluden
a dicho Pacto.
2º Protocolo facultativo del Pacto internacional de Derechos Civiles y Políticos,
hecho en Nueva York, adoptado por la resolución 2200 (XXI) de la Asamblea General
de las Naciones Unidas, de 16 de diciembre de 1966. Instrumento de adhesión de 25 de
enero de 1985. (BOE nº 79, de 2 de abril de 1985).
3º Segundo Protocolo facultativo del Pacto internacional de Derechos Civiles y
Políticos destinado a abolir la pena de muerte, hecho en Nueva York, adoptado por la
resolución 44/128 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de 15 de diciembre
de 1989. Instrumento de ratificación de 11 de abril de 1991. (BOE nº 164, de 10 de julio
de 1991).
4º Pacto internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, hecho en
Nueva York, adoptado por la resolución 2200 A (XXI) de la Asamblea General de las
Naciones Unidas, de 16 de diciembre de 1966. Instrumento de ratificación de 13 de
abril de 1977. (BOE nº 103, de 30 de abril de 1977). De escasa incidencia en la labor
hermenéutica de nuestro Alto Tribunal. Tan sólo una docena de sentencias aluden al
mismo.
5º Convenio para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, hecho en
Nueva York, adoptado por la resolución 260 A (III) de la Asamblea General de las
Naciones Unidas, de 9 de diciembre de 1948. Instrumento de adhesión de 13 de
septiembre de 1968. (BOE nº 34, de 8 de febrero de 1969).
6º Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, hecha en Ginebra, adoptada por
la Conferencia de Plenipotenciarios sobre el Estatuto de los Refugiados y de los
Apátridas el 28 de julio de 1951. Instrumento de adhesión de 14 de agosto de 1978.
(BOE nº 252, de 21 de octubre de 1978; corrección de errores en BOE nº 272, de 14 de
noviembre de 1978).
7º Protocolo sobre el Estatuto de los Refugiados, hecho en Nueva York, el 31 de
enero de 1967. Instrumento de adhesión de 14 de agosto de 1978. (BOE nº 252, de 21
de octubre de 1978).
8º Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las formas de
Discriminación Racial, hecha en Nueva York, adoptada por la resolución 2106 A (XX)
de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de 7 de marzo de 1966. Instrumento de
adhesión de 13 de septiembre de 1968. (BOE nº 34, de 8 de febrero de 1969).
9º Convenio sobre los Derechos Políticos de la Mujer, adoptado en virtud de la
resolución 640 (VII) de la Asamblea General de Naciones Unidas. Nueva York, 31 de
marzo de 1953. Instrumento de adhesión de 14 de enero de 1974 (BOE nº 97, de 23 de
abril de 1974); corrección de errores en BOE de 22 de agosto de 1974).
10º Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra
la Mujer, adoptada en virtud de la resolución 640 (VII) de la Asamblea General de
Naciones Unidas. Nueva York, 31 de marzo de 1953. Instrumento de adhesión de 14 de
enero de 1974 (BOE nº 97, de 23 de abril de 1974); corrección de errores en BOE de 22
de agosto de 1974). Utilizada por el Tribunal Constitucional a la hora de perfilar la
discriminación por razón de sexo. Por ejemplo en la STC 317/1994, de 28 de
noviembre (fundamento jurídico 2).
11º Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o
degradantes, adoptada por la resolución 39/461 de la Asamblea General de Naciones
Unidas el 10 de diciembre de 1984 en Nueva York. Instrumento de ratificación de 21 de
octubre de 1987 (BOE nº 268, de 9 de noviembre de 1987). Se emplea en varias
sentencias del Tribunal Constitucional, para definir la tortura y los tratos inhumanos y
degradantes, con motivo de una supuesta vulneración del artículo 15. SSTC 120/1999,
de 27 de junio (fundamento jurídico 9), 137/1990, de 19 de julio (fundamento jurídico
7).
12º Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada por la resolución 44/25 de la
Asamblea General de Naciones Unidas de 20 de noviembre de 1989 en Nueva York.
Instrumento de ratificación de 6 de diciembre de 1990 (BOE nº 313, de 31 de diciembre
de 1990). Bastantes sentencias del Tribunal Constitucional utilizan como parámetro
interpretativo dicha convención, entre otras, STC 67/1998, de 18 de marzo (fundamento
jurídico 5).
13º Los diversos Convenios de la Organización Internacional del Trabajo, que tienen
una incidencia notable en el terreno de los derechos de los trabajadores. El Tribunal
Constitucional hace referencia a los mismos en unas cuarenta sentencias. Entre otras, la
STC 197/1998, de 13 de octubre (fundamento jurídico 3).
Ámbito regional:
1º Convenio para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades
fundamentales, hecho en Roma el 4 de noviembre de 1950. Instrumento de ratificación
de 26 de septiembre de 1979 (BOE nº 243, de 10 de octubre de 1979). Sin lugar a dudas
este convenio ocupa un papel destacado en la interpretación de los derechos y
libertades, es citado por nuestro Tribunal Constitucional en más de ciento ochenta
sentencias. Conviene tener presente además, que este Convenio tiene a su vez cómo
intérprete al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, por ello es habitual que el
Tribunal Constitucional se remita a la jurisprudencia del mismo para aclarar el
contenido y los límites de los derechos y libertades. Podemos citar, entre muchas otras,
SSTC 65/1986, de 22 de mayo (fundamento jurídico 4), 89/1987, de 3 de junio
(fundamento jurídico 2), 115/1993, de 6 de mayo (fundamento jurídico 2), 18/1995, de
24 de enero (fundamento jurídico 3)
2º Protocolo Adicional al Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y
las Libertades Fundamentales, París, 20 de marzo de 1952. Instrumento de ratificación
de 27 de noviembre de 1990 (BOE nº 11, de 12 de enero de 1991).
3º Protocolo número 6 al Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y
de las Libertades Fundamentales relativo a la Abolición de la Pena de Muerte, hecho en
Estrasburgo el 28 de abril de 1983. Instrumento de ratificación de 20 de diciembre de
1984 (BOE nº 92, de 17 de abril de 1985).
4º Carta Social Europea, hecha en Turín el 18 de octubre de 1961. Instrumento de
ratificación de 29 de abril de 1980 (BOE nº 153, de 26 de junio de 1980). Se cita en
pocas decisiones del Tribunal Constitucional y con escasa relevancia en la
fundamentación jurídica. Entre otras STC 229/1992, de 14 de diciembre (fundamentos
jurídicos 2 y 4)
5º Protocolo Adicional a la Carta Social Europea, hecho en Estrasburgo el 5 de mayo
de 1988. Instrumento de ratificación de 7 de enero de 2000 (BOE nº 99, de 25 de abril
de 2000, corrección de errores en BOE nº 220, de 13 de septiembre).
Por último, sobre el artículo 10 puede citarse el trabajo Ruíz-Giménez Cortés (1997). Son
varios los autores que abordan la dignidad de la persona en artículos y monografías: Alegre
Martínez, (1996), Fernández Segado, (1995) y González Pérez, (1986). Sobre el artículo 10.2 de la
Constitución puede consultarse el libro de Sainz Arrainz, (1998).

Entre la bibliografía básica se destacan los trabajos de Ruiz Jiménez, Alegre, Fernández Segado o
González Pérez, entre otros.

Sinopsis artículo 11
La nacionalidad es una cualidad jurídica de la persona que se conecta con la existencia misma
del Estado, puesto que define el elemento personal que lo integra. Es la forma de denominar al
vínculo que determina la pertenencia de un individuo a la población constitutiva de un Estado.
Su importancia es extraordinaria para la vida de un Estado y, por eso, la mayoría de los textos
constitucionales, comenzando por la Constitución de los Estados Unidos de 1787 (enmienda
número XIV, introducida el 9 de julio de 1868), se suelen referir a ella. El constitucionalismo
español no ha sido una excepción. Todas nuestras Constituciones históricas, incluso las que no
llegaron a entrar en vigor, se han ocupado siempre de la nacionalidad española, muchas incluso en
su artículo primero, como es el caso de las Constituciones de 1837, 1845, 1869 y 1876.
La Constitución de 1978 se inserta, sin embargo, con características propias en esta tradición. Es
la primera vez que no se define en la Constitución, aunque sea a grandes rasgos, quién tiene la
condición de español, sino que ello se remite íntegramente a la ley (en sentido contrario véase el
artículo 5 de la Constitución de 1812, el 1 de la Constituciones de 1837, 1845, 1869 y 1876, y el 23
de la de 1931). Es también la primera ocasión en que se establece la tajante prohibición de privar de
nacionalidad española a los españoles de origen. Y, aunque no sea la primera vez que se recoge la
previsión de concertar tratados de doble nacionalidad, pues este indudable mérito corresponde a la
Constitución de 1931 (artículo 24), se hace ahora de forma mucho más amplia, en la medida en que
no se alude únicamente a los países iberoamericanos, sino también a "aquellos que hayan tenido o
tengan una particular vinculación con España", como puede ser el caso de Andorra, Filipinas o
Guinea Ecuatorial.
La tramitación parlamentaria del artículo 11 de la Constitución fue algo convulsa, aunque no
tanto por los cambios introducidos en el contenido y redacción del texto inicial del Anteproyecto
(por ejemplo, la prohibición de privación de nacionalidad a los españoles de origen no figuraba en
el mismo), sino por lo que no se cambió. El tema estrella, discutido en todas las instancias
parlamentarias, fue la posible confusión con el término "nacionalidades" empleado en el artículo 2 y
la consiguiente oportunidad de sustituir la expresión "nacionalidad española" por "ciudadanía
española", propuesta que no prosperó, por considerarse que ambas no eran sinónimas (véase, por
ejemplo, en el Congreso de los Diputados, las enmiendas 109 y 596 al Proyecto y los debates del
Pleno recogidos en el Diario de Sesiones núm. 105, de 6 de julio de 1978).
También se cuestionó la posibilidad de regular directamente en la Constitución la forma de
adquisición y pérdida de la condición de español, a semejanza de lo que había hecho todas las
Constituciones españolas precedentes y muchas de las extranjeras. Así lo propuso, en concreto, el
diputado José Miguel Ortí Bordás, de Unión de Centro Democrático (enmienda núm. 736), aunque
la Ponencia de la Comisión Constitucional rechazó la idea al considerar que la misma era "materia
de la legislación civil correspondiente".
Ha sido, por ello, el legislador el que ha tenido que regular la forma en que se adquiere, se
conserva y se pierde la nacionalidad española. Lo ha hecho en el Código Civil -en concreto en el
Título I ("De los españoles y extranjeros") del Libro I ("De las personas")-, que es la norma que,
desde su origen (1889), y con mayor o menor apoyo en las Constituciones vigentes, se ha ocupado
de esta materia.
Esta regulación se caracteriza, en términos generales, por una notable generosidad, pues
reconoce diversas formas de adquisición originaria y de adquisición derivada de la nacionalidad
(filiación, nacimiento en España, adopción por español y posesión de estado en el primer caso; y
residencia continuada durante determinado período de tiempo, opción y carta de naturaleza en el
segundo supuesto), facilita de forma considerable su recuperación y mantenimiento y deja muy
limitados los supuestos de pérdida de la misma. Por lo demás, es preciso dejar constancia, en primer
lugar, de la prevalencia del ius sanguinis (filiación) sobre el ius soli (nacimiento en España) a la
hora de adquirir la nacionalidad española de origen y, en segundo término, de que la concesión de la
nacionalidad por residencia no es automática, sino que depende también de otros requisitos, como
"buena conducta cívica", "suficiente grado de integración en la sociedad española" e inexistencia de
razones "de orden público o de interés nacional" que desaconsejen dicha concesión.
Esta regulación de la nacionalidad que hemos perfilado esquemáticamente es, como es lógico,
fruto de una evolución legislativa. Ciñéndonos al período postconstitucional hay que señalar que la
primera ley de desarrollo de este artículo constitucional fue la Ley 51/1982, de 13 de julio, por la
que se modificaron los artículos 17 a 26 del Código Civil en materia de nacionalidad. Su objetivo
fundamental fue adaptar la entonces vigente regulación de la nacionalidad a los nuevos tiempos y a
las nuevos dictados constitucionales (artículos 1.1, 10, 11, 14, 42, etc.).
Esta Ley, que fue aprobada en la etapa final del Gobierno de Unión de Centro Democrático,
tiene carácter de ley ordinaria, como todas las que se han aprobado después en este ámbito. No
obstante, son muchos los autores (Jorge de Esteban, Ángel M. López López...) que han estimado
que lo más adecuado, a la vista del artículo 81.1 de la Constitución y de la propia importancia de la
materia, hubiera sido dotar a esta ley y a todas sobre la nacionalidad de carácter orgánico.
La Ley 51/1982, de 13 de julio, tuvo una vida relativamente corta, pues su regulación fue
enteramente sustituida por la de la Ley 18/1990, de 17 de diciembre, de reforma del Código Civil en
materia de nacionalidad. Ésta respeta las líneas esenciales de la regulación de 1982, pues su
cometido primordial es acabar con los problemas interpretativos que su aplicación había producido.
No se observan, pues, como reconoce la propia exposición de motivos de la norma, grandes
diferencias en los principios inspiradores de la adquisición originaria y sobrevenida de la
nacionalidad española, o de su pérdida, conservación y recuperación, pero en cada uno de estos
grandes apartados se han corregido diversas deficiencias, lagunas y contradicciones, denunciadas
por la experiencia.
Poco después se aprobó una nueva Ley en la materia, aunque de contenido muy reducido. Se
trata de la Ley 15/1993, de 23 de diciembre, por la que se prorrogó el plazo para ejercer la opción
por la nacionalidad española establecido en la disposición transitoria tercera de la Ley 18/1990, de
17 de diciembre, para las personas cuyo padre o madre hubiese sido originariamente español y
nacido en España.
La regulación de la nacionalidad fue nuevamente reformada en virtud de la Ley 29/1995, de 2 de
noviembre, por la que se modificó el Código Civil en materia de recuperación de la nacionalidad
española. Su objetivo fundamental fue suprimir el requisito de la residencia en España para los
emigrantes e hijos de emigrantes que desearan recuperar la nacionalidad española y establecer un
nuevo plazo para que las personas cuyo padre o madre hubiese sido originariamente español y
nacido en España pudieran optar por la nacionalidad española. Además, se establece en ella que lo
previsto en el Código para la recuperación de nacionalidad por los emigrantes e hijos de emigrantes
se aplique también a la mujer española que hubiera perdido la nacionalidad española por razón de
matrimonio, con anterioridad a la entrada en vigor de la Ley 14/1975 de reforma de determinados
artículos sobre la situación jurídica de la mujer casada y los derechos y deberes de los cónyuges.
La última reforma de la nacionalidad se produjo por Ley 36/2002, de 8 de octubre. Entre otros
retoques, la nueva Ley introduce la posibilidad de que las personas cuyo padre o madre hubiera sido
originariamente español y nacido en España pueda optar por la nacionalidad española sin límite de
edad. De este modo, se da cumplida respuesta, por un lado, a la recomendación contenida en el
informe elaborado por la Subcomisión del Congreso de los Diputados, creada para el estudio de la
situación de los españoles que residen en el extranjero (publicado en el "Boletín Oficial de las
Cortes Generales" el 27 de febrero de 1998), y, por otro, a las reclamaciones que estos había hecho
llegar al Consejo de la Emigración pidiendo que se superara el sistema de plazos preclusivos de
opción establecidos sucesivamente por las Leyes 18/1990, 15/1993 y 29/1995.
Además de las leyes de desarrollo directo del artículo 11 de la Constitución, hay que tener en
cuenta otras normas complementarias como la Ley de 8 de junio de 1957 sobre el Registro Civil
(artículos 46, 62-68, 96 y Disposición Adicional Segunda) y el Reglamento para su aplicación
aprobado inicialmente por Decreto de 14 de noviembre de 1958 (en especial, artículos 220 a 237).
En ellas se contienen las reglas relativas a la nacionalidad española como hecho inscribible en el
Registro Civil.
Para cerrar el marco normativo de la nacionalidad hay que referirse a los tratados internacionales
ratificados por España en esta materia y a las declaraciones o resoluciones de organizaciones
internacionales o supranacionales de las que España es parte. Se pueden clasificar en dos grandes
grupos: tratados bilaterales de doble nacionalidad suscritos al amparo del articulo 11.3 de la
Constitución y tratados multilaterales y resoluciones de organizaciones internacionales o
supranacionales que afectan a la nacionalidad en un plano general.
Por lo que hace a los tratados bilaterales de doble nacionalidad suscritos por España, los mismos
son, hasta el momento, doce. Los países con los que se han concertado son los siguientes: Chile
(Convenio de 24 de mayo de 1958, ratificado el 28 de octubre), Perú (Convenio de 16 de mayo de
1959, ratificado el 15 de diciembre), Paraguay (Convenio de 25 de junio de 1959, ratificado el 15 de
diciembre), Nicaragua (Convenio de 25 de julio de 1961, ratificado el 25 de enero del año
siguiente), Guatemala (Convenio de 28 de julio de 1961, ratificado el 25 de enero del año
siguiente), Bolivia (Convenio de 12 de octubre de 1961, ratificado el 25 de enero del año siguiente),
Ecuador (Convenio de 4 de marzo de 1964, ratificado el 22 de diciembre), Costa rica (Convenio de
8 de junio de 1964, ratificado el 21 de enero del año siguiente), Honduras (Convenio de 15 de junio
de 1966, ratificado el 23 de febrero del año siguiente), República Dominicana (Convenio de 15 de
marzo de 1968, ratificado el 16 de diciembre), Argentina (Convenio de 14 de abril de 1969,
ratificado el 2 de febrero del año siguiente) y Colombia (Convenio de 27 de junio de 1979,
ratificado el 7 de mayo del año siguiente). A ellos se podría añadir con cautelas Venezuela en
función de un Canje de Notas de 1974 sobre otorgamiento recíproco de nacionalidad.
En cuanto a los tratados multilaterales y resoluciones de organizaciones internacionales y
supranacionales sobre regulación de la nacionalidad destaca, por encima de todos, la Declaración
Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948, que en su artículo 15 declara que
"toda persona tiene derecho a la nacionalidad" y que "a nadie se le privará arbitrariamente de su
nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad". Además, tienen interés el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 19 de diciembre de 1966 (artículo 24), el Convenio
de 6 de mayo de 1963 sobre reducción de casos de pluralidad de nacionalidades y obligaciones
militares en caso de pluralidad de nacionalidades, el Convenio de 29 de enero de 1957 sobre la
nacionalidad de la mujer casada; la Convención de 18 de diciembre de 1979 sobre la eliminación de
todas las formas de discriminación de la mujer (artículo 9); la Convención de las Naciones Unidas
sobre los Derechos del Niño de 20 de noviembre de 1959 (artículo 7.1); y la Declaración de los
derechos del niño aprobada por la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas el 20
de noviembre de 1959 mediante la Resolución 1386/XIV (artículo 3).
En el ámbito estricto de la Unión Europea hay que citar dos textos convergentes relativos a la
creación de la llamada "ciudadanía europea", la cual supone un nuevo status jurídico para todos los
nacionales de los Estados miembros de la Unión. Son el Tratado Constitutivo de la Unión Europea
de 25 de marzo de 1957 (artículos 17 y ss.), según la redacción dada por el Tratado de la Unión
Europea de 7 de febrero de 1992, y la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea
proclamada solemnemente en Niza el 7 de diciembre de 2000 (artículos 39 a 45).
El Tribunal Constitucional no se ha ocupado de estudiar el artículo 11 de la Constitución hasta
1992, aunque esta demora es bastante comprensible si tenemos en cuenta que el mismo queda fuera
del ámbito del recurso de amparo por violación de derechos fundamentales (artículo 53.2
Constitución). El examen de la nacionalidad la hizo con ocasión de la Declaración 133 bis/1992, de
1 de julio, relativa a la incompatibilidad del artículo G.C del Tratado de la Unión Europea de 7 de
febrero de 1992 (Tratado de Maastrich) -que reconoció el derecho de sufragio activo y pasivo en las
elecciones municipales de cada Estado a los nacionales de los otros Estados de la Unión que residan
en él- con el artículo 13.2 de la Constitución -que en su redacción original establecía que los
españoles son los únicos titulares de los derechos políticos del artículo 23, salvo las excepciones
que puedan establecer los tratados y las leyes "para el derecho de sufragio activo en las elecciones
municipales", sin hacer mención al derecho de sufragio pasivo-.
El máximo intérprete de la Constitución rechazó la pretensión del Gobierno de que los
ciudadanos de la Unión Europea residentes en España "sean tenidos por españoles" para que los
derechos del Tratado de Maastrich les puedan ser de aplicación, sin necesidad de reformar la
Constitución. Entiende que ello supondría hacer un uso inadecuado de la figura de las ficciones
legales, pues éstas en ningún caso pueden ser medio idóneo para operar sobre lo jurídicamente
imposible, como es reconoce a una categoría de extranjeros determinado derecho que la
Constitución reserva a los españoles.
Aunque reconoce que "la Constitución no define quiénes son los españoles", defiriendo esta
tarea al legislador sin darle "pauta material alguna", considera también éste "no puede, sin incurrir
en inconstitucionalidad, fragmentar, parcelar o manipular esa condición, reconociéndola solamente
a determinados efectos con el único objeto de conceder a quienes no son nacionales un derecho
fundamental, que, como es el caso del sufragio pasivo, les está expresamente vedado por el art. 13.2
de la Constitución". El legislador no puede, por tanto, "acuñar o troquelar nacionalidades ad hoc".
No existe ninguna otra resolución en la jurisprudencia constitucional que aborde de forma
directa el tema de la nacionalidad española. Solamente lo aluden de pasada y de forma muy
incidental algunas, como, por ejemplo, la Sentencia 75/1984, de 27 de junio, en relación con la
posible nacionalidad española del feto en caso de aborto realizado por una mujer española en el
extranjero.
El Tribunal Supremo, por su parte, ha tenido ocasión de ocuparse de diversas cuestiones sobre la
nacionalidad derivadas directamente de la regulación del Código Civil. Por ejemplo, Sentencia del
Tribunal Supremo, Sala de lo Contencioso-Administrativo, de 12 de noviembre de 2002 sobre
interpretación del requisito de "buena conducta cívica" previsto en el artículo 22.4 para adquirir la
nacionalidad por residencia.
Entre la bibliografía reciente relativa a la nacionalidad se pueden recomendar los trabajos de
Alvargonzález San Martín, Biglino Campos, Díez-Picazo y Gullón, Espinar Vicente, Espulgues
Mota, García Rubio, Gil Rodríguez, Juárez Pérez y Rodríguez-Drincourt Alvarez.
Sinopsis artículo 12
La edad es un estado o cualidad física de la persona que se ostenta de forma temporal y se
encuentra en constante avance. Puede definirse como el tiempo de existencia de una persona
contado a partir del momento en que se produce su nacimiento, es decir, el período de tiempo que
media entre la separación del claustro materno y el momento que se considere de la vida de una
persona.
El ordenamiento jurídico lo utiliza en numerosos supuestos. El más importante de todos es el de
la determinación de la capacidad de obrar de las personas, expresión que, como es sabido, se utiliza
para aludir a la posibilidad, aptitud o idoneidad que tienen los seres humanos para ejercer o poner
en práctica los derechos y obligaciones de que son titulares.
La relación entre edad y capacidad de obrar no está exenta de polémica. Se ha dicho desde
antiguo que el factor determinante de la capacidad de obrar de una persona no debería ser el dato
objetivo del tiempo transcurrido desde su nacimiento, sino el dato subjetivo de su aptitud y madurez
para comprender y asumir las consecuencias de sus actos. No obstante, en aras de la seguridad
jurídica, el factor edad ha terminado por imponerse con carácter general.
Los ordenamientos jurídicos suelen establecer un límite de edad, llamado mayoría de edad, que
determina el paso de la incapacidad general de la persona a su capacidad de obrar plena, es decir, la
posibilidad de ejercer por sí misma los derechos y obligaciones atinentes a su persona y bienes. Con
todo, la división no es tan tajante como pudiera parecer, pues los mayores de edad pueden sufrir
limitaciones a su capacidad (por ejemplo, por incapacitación) y los menores tienen siempre cierta
capacidad en función de su edad y sus condiciones de madurez (por ejemplo, para trabajar).
La Constitución ha fijado, en su artículo 12, la mayoría de edad de los españoles en los 18 años.
Este límite de edad equipara al ordenamiento español con los de su entorno político y cultural
(Francia, Alemania, Italia, etc.) y supone el punto de llegada de un largo proceso histórico de rebaja
de la mayoría de edad, tradicionalmente situado en España en un momento posterior de desarrollo
de la persona (en las Partidas, 25 años; en la redacción original del Código Civil, 23 años; y en la
Ley de 13 de diciembre de 1943 y en la redacción dada al Código Civil por la reforma de 1972, 21
años).
Lo que más llama la atención, sin embargo, de la regulación constitucional de la mayoría de
edad no es el límite de edad que se ha fijado, sino el hecho mismo de su constitucionalización, es
decir, que la mayoría de edad haya quedado recogida en la propia Constitución. Se trata de una
decisión sin precedentes en nuestro constitucionalismo y con muy escasos antecedentes en el
Derecho Constitucional Comparado.
Esto no debe entenderse en modo alguno como un reproche. La originalidad de la Constitución
española está plenamente justificada, pues nadie puede negar la trascendencia que tiene para la
persona y la propia comunidad en que se inserta el momento en que se produce la adquisición de su
plena capacidad de actuación y, por tanto, su independencia personal.
El artículo 12 de la Constitución fue aprobado tal y como estaba redactado en el Anteproyecto de
Constitución. El único cambio fue sistemático, pues de ser un apartado, el segundo, del artículo 11,
pasó a constituir, por obra de la activa Comisión Constitucional del Senado, un artículo
independiente.
Esto no significa que este artículo no fuera conflictivo en sede constituyente. Todo lo contrario.
Se debatió la oportunidad de su existencia, por entender algunos que la mayor flexibilidad de la
legislación ordinaria permitía una mejor adecuación a la realidad concreta (Alianza Popular); se
cuestionó la fijación de la mayoría de edad en los 18 años y no en una edad superior (Alianza
Popular); y se discutió, finalmente, el alcance o extensión de la mayoría de edad que se consagraba,
es decir, si debía tener únicamente efectos políticos o afectar a todos los sectores jurídicos (Unión
de Centro Democrático y Alianza Popular).
Esto último se convirtió en el punto central de los debates. Las fuerzas del centro-derecha
pretendían que la fijación constitucional de la mayoría de edad en los 18 años sólo tuviera
aplicación en el campo político, es decir, que únicamente determinara el reconocimiento de los
derechos de sufragio activo y pasivo. Sería la legislación ordinaria la que en cada caso establecería
la mayoría de edad correspondiente en cada sector del Derecho.
Los grupos socialista, comunista y nacionalista catalán (Minoría Catalana) se opusieron
frontalmente a estas pretensiones. Defendían la necesidad de impulsar y reconocer la incorporación
de la juventud a la vida ciudadana con plenitud de derechos y obligaciones y, asimismo, pretendían
evitar situaciones chocantes e incongruentes como la de que un joven pudiera ostentar un cargo
público y estar sometido, al mismo tiempo, a la guarda de otra persona.
La primera tesis se impuso en el Informe de la Ponencia constituida en la Comisión
Constitucional del Congreso de los Diputados ("Los españoles adquieren la plenitud de derechos
políticos cumplidos los 18 años"), pero fue la segunda la que terminó imperando ante el repentino
cambio de postura de Unión de Centro Democrático, motivado, quizás, por el convencimiento de
que las jóvenes generaciones del españoles iban a ser los protagonistas reales del enorme cambio
político, económico y social que se avecinaba (véanse las discusiones producidas en la Comisión
Constitucional -Diario de Sesiones núm. 68, de 17 de mayo- y en el Pleno del Congreso de los
Diputados -Diario de Sesiones 105, de 1 de julio) .
El deseo de dar protagonismo a la juventud en el cambio de régimen fue también determinante
de que la nueva mayoría de edad se plasmara normativamente antes de la entrada en vigor de la
Constitución. Se hizo mediante el Real Decreto-Ley 33/1978, de 16 de noviembre, que en su
artículo 1 establece que "la mayoría de edad empieza para todos los españoles a los 18 años
cumplidos". La Disposición Adicional Primera precisa, para despejar cualquier posible duda, que la
nueva mayoría de edad tendrá carácter general: "tendrá efectividad, desde su entrada en vigor,
respecto a cuantos preceptos del ordenamiento jurídico contemplaren el límite de veintiún años de
edad en relación con el ejercicio de cualesquiera derechos, ya sean civiles, administrativos, políticos
o de otra naturaleza". No obstante, previene también posibles efectos negativos inmediatos del
adelanto de la edad: "sin que en ningún caso se perjudiquen los derechos o situaciones favorables
que el ordenamiento concediera a los jóvenes o a sus familias en consideración a ellos, hasta los
veintiún años de edad, en tanto subsistan, en sus términos, las normas que los establezcan".
Igualmente, antes de aprobarse la Constitución, el Gobierno dictó otro Real Decreto-Ley (el
38/1978, de 5 de diciembre), que modificó, de acuerdo con la Diputación Foral de Navarra, el
párrafo primero de la Ley 50 de la Compilación de Derecho Civil Especial de Navarra, o Fuero
Nuevo de Navarra, para establecer en este ámbito jurídico la mayoría de edad en los 18 años: "la
capacidad plena se adquirirá con la mayoría de edad al cumplirse los 18 años". No hizo la
modificación por medio del Real Decreto Ley 33/1978, pues, de conformidad con lo dispuesto en la
Disposición Final Primera de la Ley de la Compilación (Ley 1/1973, de 1 de marzo), para modificar
la misma era preciso recabar previamente el acuerdo de la Diputación Foral, acuerdo con el que
todavía no contaba formalmente el Gobierno en el momento de dictar dicho Real Decreto Ley de 16
de noviembre.
Vigente ya la Constitución se modificó el Código Civil para adaptarlo en todos sus términos a la
regulación constitucional. La Ley 11/1981, de 13 de mayo, por la que se modificaron los artículos
314 a 320 del Código Civil, estableció en el artículo 315 que la mayor edad comienza a los 18 años
cumplidos, debiéndose computar a estos efectos completo el día del nacimiento, y en el artículo 322
que el mayor de edad es capaz para todos los actos de la vida civil "salvo las excepciones
establecidas en casos especiales por este Código".
Este último artículo es de gran interés, pues pone claramente de relieve una matización de suma
importancia en la materia: que la generalización a todos los campos de la mayoría de edad a los 18
años no impide que el legislador pueda establecer, por causa justificada, un límite de edad distinto
para el ejercicio de determinados derechos y obligaciones. No cabe trazar, por tanto, un foso entre la
mayor edad (plena capacidad) y la menor edad (incapacidad).
Esta flexibilidad opera no solo en el campo civil, sino también en todos los sectores del
ordenamiento. Así, en el mismo sentido que el artículo 322 del Código Civil se pronuncian otras
normas, como, por ejemplo, la Ley Articulada de Funcionarios Civiles del Estado (aprobada por
Decreto 315/1964, de 7 de febrero, y modificada posteriormente en varias ocasiones) que en su
artículo 30.1-a) permite poner un límite máximo de edad para acceder a los distintos cuerpos de
funcionarios, o la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones
Públicas y del Procedimiento Administrativo Común que en su artículo 30 establece que "tendrán
capacidad de obrar ante las Administraciones Públicas, además de las personas que la ostenten con
arreglo a las normas civiles, los menores de edad para el ejercicio y defensa de aquellos de sus
derechos e intereses cuya actuación esté permitida por el ordenamiento jurídico-administrativo sin
la asistencia de la persona que ejerza la patria potestad, tutela o curatela".
De acuerdo con esta idea de adaptación de la capacidad de obrar a las circunstancias fácticas,
tenemos, por ejemplo, que el menor emancipado puede contraer matrimonio y regir su persona y
bienes como si fuera mayor, aunque con numerosas excepciones (artículo 323 del Código Civil);
que no se puede adoptar hasta los 25 años (artículo 175.1 del Código Civil); que la capacidad para
hacer testamento, salvo el ológrafo, se adquiere a los 14 años (artículo 663 del Código Civil); que se
puede trabajar a partir de los 16 años, aunque con algunas limitaciones como el trabajo nocturno o
el declarado peligroso (artículo 6 del Estatuto de los Trabajadores); que a partir de los 14 años es
posible contraer matrimonio con dispensa judicial (artículo 48.2 del Código Civil); que se puede
exigir responsabilidad penal a los mayores de 14 años y menores de 18, aunque con arreglo a su
legislación específica (artículo 19 del Código Penal y Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, que
regula la responsabilidad penal de los menores); que la legislación penal de menores se puede
aplicar también a los sujetos comprendidos entre los 18 y los 21 años en determinados supuestos
(artículo 19 del Código Penal y artículo 4 de la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero); etc.
Finalmente, en cuanto a la legislación de desarrollo del artículo 12 de la Constitución, hay que
tener en cuenta la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor. Esta Ley,
que se declara aplicable a los menores de 18 años que se encuentren en territorio español, salvo que
en virtud de la ley que les sea aplicable hayan alcanzado anteriormente la mayoría de edad, sienta
tres grandes principios generales: que en la aplicación de la misma ha de primar el interés superior
de los menores sobre cualquier otro interés legítimo que pudiera concurrir, que cuantas medidas que
se adopten al amparo de la misma Ley han de tener carácter educativo y que las limitaciones a la
capacidad de obrar de los menores deben interpretarse de forma restrictiva.
De la regulación internacional y supranacional en relación con la mayoría-minoría de edad
destaca, por su carácter general, la Resolución 29/1972 del Comité de Ministros del Consejo de
Europa sobre la reducción de la edad en que se alcanza la plena capacidad de la persona. En esta
Recomendación se insta a los Estados miembros a fijar la mayoría de edad antes de los veintiún
años y, preferiblemente, a los 18 años. Además, se pide que los Estados que no lo hagan así
reconozcan por lo menos, a quienes hayan cumplido los 18 años, la capacidad necesaria para
realizar por sí mismos los actos ordinarios de la vida cotidiana.
Otro documento jurídico internacional de indudable interés en la materia es la Convención de las
Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 20 de noviembre de 1959. Tras declarar en su
artículo primero que debe entenderse por niño todo ser humano menor de 18 años, salvo que en
virtud de la Ley que le sea aplicable haya alcanzado antes la mayoría de edad, procede a reconocer
a los niños un amplio catálogo de derechos y prevé la posibilidad de exigirles responsabilidad penal,
aun recomendando al mismo tiempo "el establecimiento de una edad mínima antes de la cual se
presumirá que los mismos no tienen capacidad para infringir las leyes penales" (artículo 40.3-a).
Muy relacionado con este texto se encuentra la Carta Europea de los Derechos del Niño, aprobada
por Resolución del Parlamento Europeo de 8 de julio de 1992 (Resolución A 3-0172/92), y que
tiene características muy similares al texto de la Organización de Naciones Unidas de 1999.
También se puede citar la Declaración de los derechos del niño aprobada por la Asamblea General
de la Organización de Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1959 (Resolución 1386/XIV) y la
Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea proclamada solemnemente en Niza el 7
de diciembre de 2000 (artículo 24, sobre los "derechos del menor2).
Por lo que hace a la jurisprudencia constitucional, la más relevante se ha dictado en materia de
responsabilidad penal. En este terreno destacan los Autos 286/1991, de 1 de octubre, y 194/2001, de
4 de julio, en los que el Tribunal Constitucional ha rechazado que el artículo 12 de la Constitución,
interpretado a la luz de lo establecido en Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del
Niño, exija considerar penalmente inimputables a los menores de 18 años. El Tribunal argumenta
que "ni el artículo 12 de la Constitución Española, ni los preceptos constitucionales que en relación
con éste se citan... contienen pronunciamiento alguno acerca de la edad a partir de la cual es
constitucionalmente posible exigir responsabilidad penal a las personas". Y arguye también que el
auxilio de la Convención sobre los Derechos del Niño no conduce a un resultado distinto, pues
aunque el artículo 1 de esta Convención considera niño a todo ser humano menor de 18 años, en su
articulado se admite la posibilidad de exigirles responsabilidad penal.
En el Auto 286/1991, de 1 de octubre, el Tribunal Constitucional rechaza, además, que pueda
constituir una discriminación contraria a la Constitución el hecho de someter al joven delincuente
de 16 a 18 años, como hacía el anterior Código Penal, a las reglas procesales que corresponden al
enjuiciamiento penal de los adultos y no a las de los menores de 16 años. El Tribunal entiende que
"no siendo iguales los mayores de 16 años y menores de 18 a los menores de 16, no tiene por qué
someterse su enjuiciamiento a igual normativa" y que "no es ésta una opción que imponga
directamente la Constitución, que no exige que este sector intermedio de población criminal haya de
ser asimilado al de los inimputables".
En un plano más general es obligado referirse a la Sentencia del Tribunal Constitucional
141/2000, de 29 de mayo, en la que se declara que "los menores de edad son titulares plenos de sus
derechos fundamentales... sin que el ejercicio de los mismos y la facultad de disponer sobre ellos se
abandonen por entero a lo que al respecto puedan decidir aquellos que tengan atribuida su guarda y
custodia... cuya incidencia sobre el disfrute del menor de sus derechos fundamentales se modulará
en función de la madurez del niño y los distintos estadios en que la legislación gradúa su capacidad
de obrar (artículos 162.1, 322 y 323 del Código Civil o el artículo 30 de la Ley 30/1992, de 26 de
noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento
Administrativo Común)". En esta Sentencia se recuerda también que los derechos y libertades de
unos y otros deben ser ponderados, en caso de conflicto, teniendo siempre presente el interés
superior de los menores de edad: "sobre los poderes públicos, y muy en especial sobre los órganos
judiciales, pesa el deber de velar por que el ejercicio de esas potestades por sus padres o tutores, o
por quienes tengan atribuida su protección y defensa, se haga en interés del menor, y no al servicio
de otros intereses, que por muy lícitos y respetables que puedan ser, deben postergarse ante el
"superior" del niño (SSTC 215/1994, de 14 de julio; 260/1994, de 3 de octubre; 60/1995, de 17 de
marzo y 134/1999, de 15 de julio; y STEDH de 23 de junio de 1993, caso Hoffmann)".
En la jurisprudencia del Tribunal Supremo existen también interesantes Sentencias en relación
con el artículo 12 de la Constitución. En primer lugar, hay que citar la Sentencia del Tribunal
Supremo, Sala Civil, de 10 de febrero de 1986 (con antecedentes en Sentencias del mismo órgano
de 26 de mayo de 1969 y 14 de abril de 1886), que establece que la capacidad mental del mayor de
edad "se presume siempre mientras no se destruya por una prueba concluyente en contrario,
requiriéndose en consecuencia una cumplida demostración mediante prueba directa".
En segundo término aparece la Sentencia del tribunal Supremo, Sala Penal, de 3 de abril de
1981, en la que se rechazó plantear una cuestión de inconstitucionalidad por contradicción del
artículo 452 bis b) número 1 del antiguo Código Penal (que sancionaba la promoción o
favorecimiento de la prostitución o corrupción de persona menor de 23 años) con el artículo 12 de
la Constitución. El Tribunal Supremo considera que "la aparente discrepancia entre el precepto
constitucional y el penal, no tiene realidad práctica ya que nada impide que el legislador fije el
límite de la protección penal por encima o más allá de la mayoría de edad".
Por último, en cuanto a la bibliografía, muy escasa, sobre el artículo 12 de la Constitución,
pueden citarse los trabajos de Cerro, Cuello Contreras y Martínez-Pereda Soto, González Porras,
Lasarte, Lacruz Berdejo, Pascual Medrano y Ruiz Vadillo.

Sinopsis artículo 13
Los ordenamientos jurídicos de los distintos Estados tienen como destinatarios directos y
primarios a las personas que son nacionales de los mismos. No obstante, es una realidad elemental
que dentro de las fronteras nacionales de los diferentes países conviven no solo quienes tienen la
nacionalidad del Estado de que en cada caso se trate, sino también extranjeros, los cuales,
lógicamente, tienen que estar también sometidos a sus normas jurídicas y son sujetos de derechos y
obligaciones en el mismo.
Los Estados tienen, por ello, que determinar necesariamente cuál va a ser su actitud frente a los
extranjeros que residen en ellos. Deben determinar la posición jurídica de éstos, regulando los
elementos fundamentales de su situación en el país. Desde quién puede entrar en el país y cómo,
hasta qué actividades pueden desarrollar o qué familiares pueden traer consigo.
El tema es de la mayor relevancia. Están en juego aspectos tan importantes como la capacidad
jurídica efectiva de determinada categoría de seres humanos, el desenvolvimiento diario de su vida
personal, social y profesional, la armonía de la convivencia en el Estado, el respeto de los derechos
humanos inalienables, la supervivencia del grupo nacional, la fluidez de las relaciones
interestatales, o la persecución de la delincuencia internacional.
Los constituyentes españoles, conscientes de esta realidad, que cada vez se muestra más
acentuada, han estimado oportuno sentar en la propia Constitución las reglas básicas de la situación
de los extranjeros en España. Y lo han hecho con una extensión inusitada en nuestro
constitucionalismo, pues, a diferencia de las Constituciones anteriores, la Constitución actual
contempla los tres aspectos fundamentales que articulan la posición jurídica de los extranjeros en un
Estado: la forma en que gozan de los derechos y libertades reconocidos a los nacionales, la
extradición y el asilo.
Ninguna de las Constituciones históricas españolas había llegado a tanto. Algunas no hacían
ninguna referencia a la posición jurídica de los extranjeros, mientras que otras solo contemplaban
alguno de sus aspectos: la de 1845 remite a la ley la determinación de "los derechos que deberán
gozar los extranjeros que obtengan carta de naturaleza o hayan ganado vecindad" (artículo 1); las de
1869 y 1876 regulaban únicamente, y de forma además muy parecida, la posibilidad de que los
extranjeros pudieran ejercer "industria", "profesión" o "cargo" (artículos 25 y 27.2, por un lado, y 2,
por otro); finalmente, la de 1931 se contentaba con prohibir "la extradición de delincuentes
políticos" (artículo 30).
La atención que la Constitución española vigente dedica a la situación de los extranjeros no es,
sin embargo, extraña o inusual desde el punto de vista del Derecho Constitucional comparado,
como tampoco son extrañas o inusuales, sino todo lo contrario, las posiciones materiales concretas
que la Constitución ha adoptado al respecto. De hecho, se podría decir que la Constitución de 1978
ha seguido muy de cerca en materia de extranjería los dictados establecidos en la Constitución
italiana de 1947 (artículos 10, 26 y 51) y la Portuguesa de 1976 (artículos 15 y 23).
Se trata, además, de una decisión presente en los ánimos de los constituyentes desde el primer
momento del proceso de elaboración de la Constitución. El Anteproyecto de Constitución,
publicado en el Boletín Oficial de las Cortes de 5 de enero de 1978, contenía ya un extenso artículo,
el 12, con cuatro apartados, en los que, además de contemplarse los tres aspectos de la situación
jurídica de los extranjeros que recoge el actual artículo 13, se hacía una referencia específica a la
"condición jurídica del extranjero", señalando que la misma "se regulará por ley y por los tratados
atendiendo siempre al principio de efectiva reciprocidad". Esta referencia fue, sin embargo,
eliminada por la Comisión Mixta Congreso de los Diputados-Senado, por estimarse de poca entidad
una vez que la Ponencia del Congreso había quitado la alusión a la reciprocidad dados los muchos
problemas prácticos que ello podía plantear.
Además de esta diferencia entre el texto del Anteproyecto y el finalmente aprobado por las
Cortes, cabe señalar otras. Así, en relación con el goce por los extranjeros de los derechos y
libertades fundamentales se detectan tres peculiaridades en el Anteproyecto: la determinación de
este goce se remite únicamente a la ley, sin contemplar la figura de los tratados (la referencia a los
tratados fue introducida por la Comisión Constitucional del Senado); se aludía a "los extranjeros
residentes" y no a los extranjeros en general (la eliminación del término residentes correspondió
también a la Comisión Constitucional del Senado); y no se preveía excepción alguna a la
prohibición de titularidad de derechos políticos por extranjeros (la excepción actual fue introducida
por la Comisión Mixta Congreso de los Diputados-Senado).
En cuanto a la extradición y al asilo se aprecian también varias diferencias entre el Anteproyecto
y el texto finalmente aprobado. En el Anteproyecto la concesión de la extradición se hacía depender
únicamente de los tratados, sin hacerse mención alguna a la ley (la referencia a la ley fue
introducida por la Ponencia del Congreso de los Diputados). Tampoco se preveía en la extradición
la puntualización de que los actos de terrorismo no pueden considerarse delitos políticos
(puntualización introducida también por la Ponencia del Congreso de los Diputados). En el derecho
de asilo solo se hacía referencia a "los ciudadanos de otros países", pero no a los "apátridas"
(mención incorporada por la Comisión Constitucional del Senado). Y, por último, el asilo se
vinculaba a "la defensa de los derechos y libertades democráticos reconocidos en la Constitución"
(esta vinculación fue eliminada por la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados).
El texto del artículo 13 de la Constitución aprobado en su día por las Cortes Generales y
ratificado, posteriormente, en referéndum por el pueblo el 6 de diciembre de 1978, no es, sin
embargo, el actualmente vigente, pues el apartado segundo fue modificado en 1992. Se trata, dicho
con toda solemnidad, del único artículo de toda la Constitución que, hasta el momento, ha sido
objeto de reforma.
El detonante de la reforma fue la firma por España del Tratado de la Unión Europea de 7 de
febrero de 1992 (Tratado de Maastrich), cuyo artículo G.C dio una nueva redacción al artículo 8.B.1
del Tratado Constitutivo de la Comunidad Económica Europea de 1957, a fin de extender el
derecho de sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales de cada Estado a los nacionales
de los otros Estados de la Unión que residan en él. Con ello se daba un importante paso en la
integración política de los pueblos, en la libre circulación de personas dentro de la Unión y en la
configuración de la ciudadanía europea.
El Gobierno entendió, sin embargo, que este precepto podía ser contrario al artículo 13.2 de la
Constitución, que, en su redacción original, establecía que los españoles son los únicos titulares de
los derechos políticos del artículo 23, salvo las excepciones que puedan establecer los tratados y las
leyes "para el derecho de sufragio activo en las elecciones municipales". Ante ello, y de acuerdo con
lo previsto en el artículo 95.2 de la Constitución, el Gobierno decidió el 24 de abril de 1992 requerir
al Tribunal Constitucional para que se pronunciara sobre esta posible contradicción.
El Tribunal Constitucional confirmó, mediante la Declaración de 1 de julio de 1992 (Declaración
1/1992), que el reconocimiento a los nacionales de los Estados de la Unión Europea del derecho de
sufragio pasivo en las elecciones municipales era contrario al artículo 13.2 de la Constitución, por
cuanto éste solo contemplaba la posibilidad de extender a extranjeros la titularidad del derecho de
sufragio activo. Ello hacía imposible, por tanto, la ratificación del Tratado de Maastrich por nuestras
autoridades, salvo que, como prevé expresamente el artículo 95.1 de la Constitución, se procediera
previamente a reformar dicho artículo constitucional.
Las fuerzas política españolas optaron, de común acuerdo, por esta vía. El 7 de julio de 1992
todos los grupos parlamentarios del Congreso de los Diputados presentaron conjuntamente una
Proposición de Reforma del artículo 13.2 de la Constitución consistente en intercalar en el texto la
expresión "y pasivo" (Boletín Oficial de las Cortes Generales, núm. 147-1, de 9 de julio). Esta
Proposición, siguiendo los trámites del artículo 167 de la Constitución, fue aprobada por el Pleno
del Congreso de los Diputados de 22 de julio de 1992 y por el Pleno del Senado el día 30 del mismo
mes. El Rey sancionó la reforma el 27 de agosto de 1992 y al día siguiente se publicó en el Boletín
Oficial del Estado.
Despejado el obstáculo constitucional, las Cortes Generales aprobaron la Ley Orgánica 10/1992,
de 23 de diciembre, que autorizaba la ratificación por España del Tratado de la Unión Europea de 7
de febrero de 1992. Al día siguiente se produjo dicha ratificación.
Entrando en el terreno del desarrollo legislativo del artículo 13 de la Constitución hay que
destacar la importante actividad desplegada en el ámbito del apartado primero, relativo a la
determinación de los derechos y libertades de los extranjeros en España. Hasta cinco veces se han
ocupado las Cortes de esta materia.
La primera Ley que reguló en España los derechos y libertades de los extranjeros fue la Ley
Orgánica 7/1985, de 1 de julio, que fue desarrollada reglamentariamente, en un principio, por el
Real Decreto 1119/1986, de 26 de mayo, y, luego, por el Real Decreto 155/1996, de 2 de febrero,
así como por el Real Decreto 766/1992, de 26 de junio, sobre la entrada y permanencia en España
de nacionales de Estados miembros de las Comunidades Europeas, rectificado posteriormente por
los Reales Decretos 737/1995, de 5 de mayo y 1710/1997, de 14 de noviembre. Hasta ese momento
no había ninguna norma que se ocupara específica y sistemáticamente de regular los derechos de los
extranjeros; solo existían normas reglamentarias relativas al régimen de entrada, permanencia,
trabajo y salida de los extranjeros del territorio nacional.
La Ley de extranjería de 1985, aprobada durante el primer gobierno socialista, fue derogada y
sustituida quince años después por la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y
libertades de los extranjeros en España y su integración social. Su origen se encuentra en una
Proposición de Ley de Izquierda Unida, que contó con el apoyo de los demás grupos de oposición
al primer Gobierno, en minoría, del Partido Popular, el cual se opuso sin éxito a su aprobación.
No obstante, la nueva Ley fue inmediatamente modificada. Nada más celebradas las nuevas
elecciones, en las que el Partido Popular consiguió mayoría absoluta en el Congreso de los
Diputados, el Gobierno presentó un Proyecto de Ley de reforma que, tras la correspondiente
tramitación parlamentaria, se convirtió en la Ley Orgánica 8/2000, de 22 de diciembre. En esta Ley
el Partido Popular logró plasmar los postulados normativos sobre extranjería que la oposición
parlamentaria había derrotado en la anterior Legislatura. Contra la misma se han presentado, sin
embargo, varios recursos de inconstitucionalidad, por parte de un grupo de diputados socialistas y
de varias Comunidades Autónomas, recursos que, al día de hoy, se hayan todavía pendientes de
discusión y decisión por el pleno del Tribunal Constitucional. El punto fundamental que se
cuestiona en los recursos es la exclusión de los extranjeros que se hallen en España de forma ilegal
del goce de ciertos derechos (reunión, asociación, etc.).
No acaba aquí, sin embargo, el proceso de evolución legislativa en la materia. Tras el verano de
2003 las Cortes han aprobado la Ley Orgánica 11/2003, de 29 de septiembre, sobre medidas
concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los
extranjeros, que, por lo que ahora interesa, reforma varios artículos de la Ley Orgánica 4/2000, de
11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, todos
ellos relacionados con el régimen de expulsión de extranjeros. Hay que destacar también que,
atendiendo al clamor de diversas asociaciones de mujeres y de defensa de los derechos humanos,
reforma el artículo 107 del Código Civil sobre separación y divorcio, estableciendo que se aplicará
la ley española cuando uno de los cónyuges sea español o residente en España, con preferencia a la
ley que fuera aplicable si esta última no reconociera la separación o el divorcio, o lo hiciera de
forma discriminatoria o contraria al orden público.
Por último, en junio de 2003, el Gobierno remitió al Congreso de los Diputados un proyecto de
ley de modificación de la legislación de extranjería, el cual, con el apoyo, por primera vez en esta
materia, del Partido Socialista y de otros grupos de oposición, se ha convertido en la Ley Orgánica
14/2003, de 20 de noviembre, de reforma de la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre
derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, modificada por la Ley
Orgánica 8/2000, de 22 de diciembre; de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del
Régimen Local; y de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las
Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común y de la Ley 3/1991, de 10 de
enero, de Competencia Desleal. Entre otras disposiciones, la ley hace aplicación de varias
Directivas y Decisiones dictadas en los últimos años en el seno de la Unión Europea, incorpora los
artículos del Reglamento de aplicación de la Ley 4/2000 que habían sido anulados por el Tribunal
Supremo en Sentencia de 20 de marzo de 2003 y otorga la consideración de "desleal" a la
contratación de extranjeros sin autorización para trabajar.
El Reglamento de desarrollo de la actual legislación sobre derechos y libertades de los
extranjeros ha sido aprobado por el Real Decreto 864/2001, de 20 de julio, el cual ha sido
modificado por el Real Decreto 1325/2003, de 24 de octubre. Además, hay que tener en cuenta el
Real Decreto 239/2000, de 18 de febrero, que establece el procedimiento para la regularización de
extranjeros prevista en la Disposición Transitoria Primera de la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de
enero; el Real Decreto 142/2001, de 16 de febrero, por el que se establecen los requisitos para la
regularización prevista en la Disposición Transitoria Cuarta de la Ley Orgánica 8/2000, de 22 de
diciembre; el Real Decreto 178/2003, de 14 de febrero, sobre entrada y permanencia en España de
nacionales de Estados miembros de la Unión Europea y de otros parte en el Acuerdo sobre el
Espacio Económico Europeo; el Real Decreto 344/2001, de 4 de abril, por el que se crea el Consejo
Superior de Política de Inmigración (ha sido modificado por el Real Decreto 507/2002, de 10 de
junio); el Real Decreto 345/2001, de 4 de abril, por el que se regula el Observatorio Permanente de
la Inmigración; y el Real Decreto 367/2001, de 4 de abril, por el que se regula la composición,
competencias y régimen de funcionamiento del Foro para la Integración Social de los Inmigrantes.
El desarrollo legislativo de los demás apartados del artículo 13 de la Constitución ha sido algo
más comedido y también más pacífico. En relación con el apartado segundo (referente a la reserva a
los españoles de los derechos del artículo 23 de la Constitución, aunque con determinadas
excepciones) hay que aludir, ante todo, a la Ley Orgánica 1/1997, de 30 de mayo, de modificación
de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, para la trasposición de la
Directiva 94/80/CE, de elecciones municipales (se modifican los artículos 85, 176, 177 y 178 y se
introduce el 187 bis). Esta Directiva trataba de hacer posible el sufragio activo y pasivo de los
nacionales de los distintos Estados de la Unión Europea en las elecciones municipales del país de la
Unión en el que residan y fue dictada en desarrollo del Tratado de la Unión Europea de 7 de febrero
de 1992, cuyo artículo G.C introdujo esta posibilidad.
Además, pueden incluirse aquí la Ley 17/1993, de 23 de diciembre, sobre acceso a la Función
Pública de los nacionales de otros Estados a los que les es de aplicación el derecho a la libre
circulación de trabajadores, que ha sido modificada por la Ley 55/1999, de 29 de diciembre; la Ley
32/2002, de 5 de julio, de modificación de la Ley 17/1999, de 18 de mayo, de régimen del personal
de las Fuerzas Armadas, al objeto de permitir el acceso de extranjeros a la condición de militar
profesional de tropa y marinería; el Real Decreto 543/2001, de 18 de mayo, que desarrolla a la Ley
17/1993; y el Real Decreto 1244/2002, de 29 de noviembre, que aprueba el Reglamento de acceso
de extranjeros a la condición de militar profesional de tropa y marinería.
Por lo que hace a los apartados tercero y cuarto del artículo 13 de la Constitución (extradición y
asilo, respectivamente), las normas de desarrollo más relevantes son las siguientes: la Ley 4/1985,
de 21 de marzo, de Extradición Pasiva, que regula las condiciones, procedimientos y efectos de la
misma, salvo lo dispuesto en los tratados internacionales suscritos por España, y que deroga a la
vieja Ley de 26 de diciembre de 1958; la Ley 5/1994, de 4 de marzo, de regulación del derecho de
asilo y de la condición de refugiado, modificada por la Ley 9/1994, de 4 de mayo; la Ley 3/2003, de
14 de marzo, sobre la orden europea de detención y entrega; el Real Decreto 203/1995, de 10 de
febrero, que aprueba el Reglamento de aplicación de la Ley 5/1984, de 26 de marzo, el cual ha
sustituido al Reglamento aprobado por Real Decreto 511/1985, de 20 de febrero; y el Real Decreto,
865/2001, de 20 de julio, por el que se aprueba el Reglamento de reconocimiento del Estatuto de
Apátrida.
Los tratados internacionales suscritos por España en relación con el artículo 13 de la
Constitución y las resoluciones de organismos internacionales de que España forma parte sobre esta
materia son también muy numerosos. En el plano global o mundial cabe citar la Declaración
Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948 (artículos 2, 3, 5, 8, 9 y 13.1); la
Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados de 28 de julio de 1951 y su Protocolo
de 31 de enero de 1967; el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de
19 de diciembre de 1966 (artículos 8, 13 y 1); el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos
de 19 de diciembre de 1966 (Exposición de Motivos y artículos 12 y 13); el Convenio Internacional
para la represión de los atentados terroristas cometidos con bombas de 15 de diciembre de 1997; el
Convenio Internacional para la represión de la financiación del terrorismo; y la Resolución 1373
(2001) sobre medidas para combatir el terrorismo aprobada por el Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas en la sesión de 28 de septiembre de 2001.
En el ámbito regional europeo (Consejo de Europa y Unión Europea) destacan el Convenio
Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Públicas de 4 de octubre
de 1950 (artículos 5, 11, 14 y 16) y sus Protocolos 4 y 7; la Carta de los derechos fundamentales de
la Unión Europea proclamada solemnemente en Niza el 7 de diciembre de 2000 (artículos 1, 5, 18,
19 y 20, entre otros); la Carta Social Europea de 18 de octubre de 1961 (en especial artículos 18 y
19); el Convenio Europeo relativo al Estatuto Jurídico del Trabajador Migrante de 24 de noviembre
de 1977 (en especial artículo 8); el Convenio Europeo de Extradición de 13 de diciembre de 1957 y
sus Protocolos Adicionales de 5 de octubre de 1975 y 17 de marzo de 1978; el Tratado Constitutivo
de la Unión Europea de 25 de marzo de 1957 (en especial artículo 7); el Tratado de la Unión
Europea de 7 de febrero de 1992 (en especial artículo G.C); el Convenio de 19 de junio de 1990 de
aplicación del Acuerdo de Schegen de 14 de junio de 1985 sobre la supresión gradual de los
controles en las fronteras comunes, convenio de aplicación que, además de incidir en el régimen de
entrada y salida de los ciudadanos de los Estados parte, completa el Convenio Europeo de
Extradición de 1957; el Convenio sobre Extradición entre los Estados miembros de la Unión de 27
de septiembre de 1996, que completa tanto el Convenio Europeo de Extradición de 1957 como el
Convenio de Aplicación del Acuerdo Schegen de 1990; el Acuerdo Europeo núm. 31 sobre
exención de visado para refugiados hecho en Estrasburgo el 20 de abril de 1959; y el Convenio
Europeo para la represión del Terrorismo de 27 de enero de 1977.
Hay que tener en cuenta, además, que España ha firmado numerosos convenios bilaterales de
extradición (Italia, Irlanda, Francia, Bulgaria, Cuba, Marruecos, Ucrania, etc.) y que la Unión
Europea cuenta con varios reglamentos, directivas, decisiones y declaraciones de interés en materia
de extranjería. Por ejemplo, la Directiva 2001/40/CE, de 28 de mayo, sobre el reconocimiento
mutuo de las decisiones en materia de expulsión de nacionales de terceros países; o las
Conclusiones de la Cumbre de Tampere sobre la creación de un espacio de libertad, seguridad y
justicia de 17 de octubre de 1999 (véanse los puntos 11, 18 y 21).
En cuanto a la jurisprudencia constitucional recaída en el terreno del artículo 13 de la
Constitución, cabe destacar, por encima de cualquier otra resolución, la Sentencia del Tribunal
Constitucional 115/1987, de 7 de julio, dictada en relación con el recurso de inconstitucionalidad
promovido por el Defensor del Pueblo contra determinados artículos de la Ley Orgánica 7/1985, de
1 de julio, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España. El Tribunal Constitucional
estimó en parte el recurso presentado declarando la inconstitucionalidad y, por tanto, la nulidad, de
la obligación de solicitar autorización administrativa para el ejercicio de reunión por los extranjeros
(artículo 7), de la posibilidad de suspensión gubernativa de las asociaciones promovidas e
integradas mayoritariamente por extranjeros (artículo 8.2) y de la exclusión de la posibilidad de
suspensión de las resoluciones administrativas adoptadas en relación con los extranjeros (artículo
34). Además, el Tribunal Constitucional estableció la interpretación conforme a la Constitución del
artículo 26.2 relativo a la detención preventiva y cautelar en espera de la sustanciación del
expediente de expulsión.
También ha tenido gran importancia la Declaración del Tribunal Constitucional de 1 de julio de
1992, ya aludida, sobre la necesidad de reformar el artículo 13.2 de la Constitución a la vista del
Tratado de Maastrich de 7 de febrero de 1992 que reconoció el derecho de sufragio activo y pasivo
en las elecciones municipales de un Estado de la Unión por parte de los nacionales de los otros
Estados que residan en el mismo. Su importancia radica, como ya se ha señalado, en que abrió paso
a la primera, y hasta el momento única, reforma de nuestra Constitución.
Son muchas más las resoluciones del Tribunal Constitucional con interés en la materia. Así, en
relación con el ejercicio de los derechos fundamentales por extranjeros destacan las Sentencias
99/1985, de 30 de septiembre; 94/1993, de 18 de enero; 105/1994, de 11 de abril; 24/2000, de 31 de
enero; y 95/2003, de 22 de mayo. En cuanto a la figura de la extradición cabe citar la 11/1983, de 21
de febrero; la 11/1985, de 30 de enero; la 13/1994, de 17 de enero; la 141/1998, de 29 de junio; la
87/2000, de 27 de marzo, y la 91/2000, de 30 de marzo. Sobre el derecho de asilo se han dictado la
179/2000, de 26 de junio, y, sobre todo, la 53/2002, de 27 de febrero.
Por último, en cuanto a la bibliografía sobre este artículo, que cada vez se incrementa más
rápidamente, pueden citarse los trabajos de Aragón Reyes, Bellido Penadés, Borrajo Iniesta, Huertas
González, Monereo Pérez y Molina Navarrete, Moya Escudero, Pérez Sola y Santolaya Machetti.

Sinopsis artículo 14
El principio de igualdad ante la ley y la prohibición de discriminación es una vieja aspiración del
ser humano que fue recogida con entusiasmo por el movimiento constitucional del siglo XVIII que
marcó el fin del Antiguo Régimen. Se convirtió en una de las principales reivindicaciones de los
revolucionarios liberales, especialmente de los franceses, hasta el punto de que su proclamación
forma parte de la divisa del Estado surgido de la Revolución Francesa ("Libertad, igualdad,
fraternidad").
España, inserta desde muy pronto en este movimiento jurídico-político, aunque con abundantes
salidas del mismo para sumergirse en etapas más o menos largas de poder personal, no plasmó, sin
embargo, de forma expresa este ideal en sus Constituciones hasta bien entrado el siglo XX. Lo hizo
con la Constitución republicana de 1931, que en su artículo 2 proclamaba la igualdad ante la ley de
todos los españoles, mientras que el artículo 25 recogía la prohibición de discriminación por
determinadas circunstancias (naturaleza, filiación, sexo, clase social, riqueza, ideas políticas y
creencias religiosas).
En las Constituciones vigentes anteriores solo se observan concreciones aisladas de esta genérica
aspiración. Así, casi todas las Constituciones españolas del siglo XIX recogen la declaración de que
todos los españoles son admisibles a los empleos y cargos públicos según su mérito y capacidad
(artículo 5 de la Constitución de 1837, artículo 5 de la Constitución de 1845, artículo 27 de la
Constitución de 1869 y artículo 15 de la Constitución de 1876; también lo hace, en el siglo XX, el
artículo 40 de la Constitución republicana). Asimismo, hay que tener en cuenta que en la
formulación de muchos derechos que hacen las Constituciones se emplean fórmulas genéricas con
las que se pretende asegurar el goce de los mismos al conjunto de los ciudadanos ("todos los
españoles...", "los españoles...", "todo español...", "ningún español podrá ser..", "toda persona...",
"nadie podrá ser...", etc.).
El artículo 14 de la Constitución de 1978, que como hemos visto no tiene más antecedente en el
constitucionalismo español que el ofrecen los artículos 2 y 25 de la Constitución de 1931, es, sin
embargo, un precepto muy frecuente en el ámbito del Derecho Constitucional Comparado, tanto
histórico como actual. Los referentes más claros son la Constitución francesa de 1958 (artículo
2.1º), la Constitución italiana de 1947 (artículo 3) y la Constitución alemana de 1949 (artículo 3).
Se trata, además, de un artículo que no planteó problemas o controversias graves o de entidad
durante el proceso constituyente. El texto aprobado por las Cortes es, por ello, muy parecido al que
figuraba en el Anteproyecto de Constitución. La diferencia más relevante entre el texto final del
artículo 14 y el del Anteproyecto es de tipo gramatical, fruto de una enmienda "in voce" presentada
por el senador Camilo José Cela Trulock (Diario de Sesiones del Senado, Comisión Constitucional,
núm. 43, de 24 de agosto, pág. 1799). Si en el Anteproyecto se hablaba de que "todos los españoles
son iguales ante ley, sin discriminaciones por razón de...", en el texto final se habla, gracias a la
enmienda del senador Cela, de que "los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer
discriminación alguna por razón de..."
No obstante, la modificación de que hablamos no se desenvuelve únicamente en el plano
gramatical, sino que tiene, además, cierta virtualidad material no advertida en su momento. La
nueva redacción dota a la prohibición de discriminación de mayor autonomía respecto de la
proclamación de la igualdad ante la ley, permitiéndola operar con mayor desenvoltura y firmeza.
En cuanto al desarrollo legislativo del artículo 14 de la Constitución hay que apuntar que el
mismo es enteramente singular. El carácter relacional y no autónomo del principio de igualdad, es
decir, el que la igualdad no pueda predicarse en abstracto, sino únicamente respecto de relaciones
jurídicas concretas, impide que este principio pueda ser objeto de una regulación o desarrollo
normativo con carácter general.
No es posible, por tanto, concebir un desarrollo legislativo unitario y global de este precepto,
esto es, aprobar una genérica "ley de igualdad", puesto que cualquier norma ha de ajustarse al
mismo; son, por ello, las normas individuales dictadas en los distintos campos o áreas materiales y
procesales de actividad las que tienen que plasmar este principio.
Así, por ejemplo, puede citarse el artículo 85 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, del
régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del procedimiento administrativo común, que
establece que el órgano instructor de un procedimiento administrativo "adoptará las medidas
necesarias para lograr el pleno respeto a los principios de contradicción y de igualdad de los
interesados en el procedimiento"; el artículo 12 de la Ley Orgánica 11/1985, de 2 de agosto, de la
libertad sindical, que declara "nulos y sin efecto los preceptos reglamentarios, las cláusulas de los
convenios colectivos, los pactos individuales y las decisiones unilaterales del empresario que
contengan o supongan cualquier tipo de discriminación en el empleo o en las condiciones de
trabajo, sean favorables o adversas, por razón de la adhesión o no a un sindicato, a sus acuerdos o al
ejercicio en general de actividades sindicales"; el artículo 109 del Código Civil que establece que el
padre y la madre de un niño recién nacido "podrán decidir de común acuerdo el orden de
transmisión de su respectivo primer apellido antes de proceder a la inscripción registral"; el artículo
551 del Código Penal que castiga con "pena de prisión de seis meses a dos años y multa de doce a
veinticuatro meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de uno a tres
años el particular encargado de un servicio público que deniegue a una persona una prestación a la
que tenga derecho por razón de su ideología, religión o creencias, su pertenencia a una etnia o raza,
su origen nacional, su sexo, orientación sexual, situación familiar, enfermedad o minusvalía"; o el
artículo 96 del Real Decreto Legislativo 2/1995, de 7 de abril, por el que se aprueba el texto
refundido de la Ley de Procedimiento Laboral, que establece que la inversión de la carga de la
prueba en casos de "indicios de discriminación por razón de sexo".
El legislador se ha preocupado, por otra parte, de conectar el artículo 14 de la Constitución, que
consagra una igualdad meramente formal, impidiendo diferencias de trato que carezcan de
justificación objetiva y razonable, con el artículo 9.2 del mismo texto, el cual impone a los poderes
públicos la tarea de promover la igualdad real y efectiva. Manifestación de ello son, por ejemplo, la
Ley 13/1982, de 7 de abril, de integración social de los minusválidos; la Ley 16/1983, de 24 de
octubre, de creación del Organismo Autónomo Instituto de la mujer; la Ley 3/1989, de 3 de marzo,
que amplía a dieciséis semanas el permiso por maternidad y se establecen medidas para favorecer la
igualdad de trato de la mujer en el trabajo; la Ley 3/1990, de 21 de junio, que modifica el art. 16 de
la Ley 49/1960, de 21 de julio, de Propiedad Horizontal, en relación con la adopción de acuerdos
que tengan por finalidad facilitar el acceso y la movilidad de los minusválidos en el edificio de su
vivienda; la Ley 39/1999, de 5 de noviembre, de conciliación de la vida familiar y laboral de las
personas trabajadoras; la Ley 41/2003, de 18 de noviembre, de Protección patrimonial de las
personas con discapacidad y de modificación del Código Civil, de la Ley de Enjuiciamiento Civil y
de la Normativa Tributaria con esta finalidad; o, en relación también con este mismo colectivo, la
Ley 51/2003, de 2 de diciembre, de igualdad de oportunidades, no discriminación y accesibilidad
universal de las personas con discapacidad.
Los tratados internacionales suscritos por España en relación con el principio de igualdad y las
declaraciones internacionales y supranacionales en la materia son caso aparte. Estos pueden
contemplar el fenómeno de la igualdad ante la ley y no discriminación desde un punto de vista
general, sin referencia a relaciones jurídicas concretas, a semejanza de lo que hace el artículo 14 de
la Constitución, o pueden, por el contrario, incidir en aspectos específicos de las relaciones
jurídicas, tal y como hacen las leyes estatales de desarrollo constitucional del mismo.
La visión general del principio de igualdad ante la ley y no discriminación se encuentra en las
grandes declaraciones internacionales de derechos. Aquí hay que citar a la Declaración Universal de
Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948 (artículos 1, 2 y 7); el Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos de 19 de diciembre de 1966 (artículos 2.1º y 2º, 20.2, 26 y 27); el Pacto
Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 19 de diciembre de 1966 (artículos
2.2º y 3º); la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 20 de noviembre
de 1959 (artículos 1 y 10); el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de
las Libertades Públicas de 4 de octubre de 1950 (artículo 17); y la Carta de los derechos
fundamentales de la Unión Europea proclamada solemnemente en Niza el 7 de diciembre de 2000
(artículos 20, 21 y 23).
En el ámbito estricto de la Unión Europea habría que añadir el Tratado Constitutivo de la
Comunidad Económica Europea de 25 de marzo de 1957, según la redacción dada por el Tratado de
la Unión Europea de 7 de febrero de 1992 (Tratado de Maastrich), que proscribe las discriminación
por razón de nacionalidad en el ámbito de aplicación del Tratado (artículo 6), habilita al Consejo
para "adoptar acciones adecuadas para luchar contra la discriminación por motivos de sexo, de
origen racial o étnico, religión o convicciones, discapacidad, edad u orientación sexual" (artículo
13) y consagra el principio de igualdad de retribuciones "entre los trabajadores masculinos y
femeninos para un mismo trabajo" (artículo 119).
Los demás tratados suscritos por España en esta materia y resoluciones de organismos
internacionales y supranacionales se ocupan de proyectar el principio de igualdad sobre algún
campo material concreto o causa de discriminación específica. Entre los muchos tratados que cabría
mencionar destacan la Convención internacional sobre eliminación de todas las formas de
discriminación racial de 21 de diciembre de 1965, la Declaración de la Conferencia General de
Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura sobre la raza y los prejuicios raciales de
27 de noviembre de 1978, la Convención sobre derechos políticos de la mujer de 20 de diciembre
de 1952, la Convención sobre eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer de
18 de diciembre de 1979 y el Protocolo Facultativo de 6 de octubre de 1999, el Convenio sobre
igualdad de remuneración de 29 de junio de 1951, el Convenio relativo a la discriminación en
materia de empleo y ocupación de 25 de junio de 1958, la Convención relativa a la lucha contra las
discriminaciones en la esfera de la enseñanza de 14 de diciembre de 1960, la Declaración sobre la
eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en religión o las
convicciones de 25 de noviembre de 1981, la Declaración de la Asamblea General de Naciones
Unidas sobre los derechos de las personas pertenecientes a minorías nacionales o étnicas, religiosas
y lingüísticas de 18 de diciembre de 1992, y el Convenio marco para la protección de las minorías
nacionales hecho en Estrasburgo el 1 de febrero de 1995.
En cuanto a las resoluciones de organismos internacionales y supranacionales sobre aspectos
concretos de la igualdad, cabe citar, en el ámbito de las Organización de Naciones Unidas, tres muy
destacadas: la Declaración de la Asamblea General de Naciones Unidas sobre la eliminación de
todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la discriminación o las convicciones
de 25 de noviembre de 1981, la Declaración de la Conferencia General de las Naciones Unidas para
la Educación, la Ciencia y la Cultura sobre la raza y los prejuicios raciales de 27 de noviembre de
1978 y la Declaración de la Asamblea General de Naciones Unidas sobre los derechos de las
personas pertenecientes a minorías nacionales o étnicas, religiosas y lingüísticas de 18 de diciembre
de 1992.
Además, hay que tener presente que en el seno de la Unión Europea se han dictado muchas
normas "derivadas" de interés en la materia, como la Declaración común del Parlamento Europeo,
del Consejo, de los representantes de los Estados miembros reunidos en el seno del Consejo y de la
Comisión contra el racismo y la xenofobia de 11 de junio de 1986, la Directiva 2000/43/CE, que se
ocupa del principio de igualdad de trato y no discriminación de las personas por motivo de su
origen racial o étnico, la Directiva 2000/78/CE para la igualdad de trato en el empleo o la Directiva
2002/73/CE relativa a la aplicación del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres en lo
que se refiere al acceso de empleo, a la formación y a la promoción profesional y a las condiciones
de trabajo.
La normativa estatal e internacional sobre el artículo 14 de la Constitución es, como se ve, muy
numerosa, pero ello no es tan llamativo si se compara con la jurisprudencia constitucional recaída
sobre el mismo. Nos encontramos ante uno de los preceptos más invocados en los recursos de
amparo presentados por los ciudadanos ante el Tribunal Constitucional (el segundo, solo por detrás
del artículo 24 relativo a la tutela judicial efectiva) y, por tanto, ante un precepto sobre el que
recaído una amplísima doctrina jurisprudencial.
En un gran esfuerzo de síntesis se podrían destacar varios puntos de interés de dicha
jurisprudencia. Así, el Tribunal Constitucional ha definido el principio de igualdad como la
prohibición de toda diferencia de trato que carezca de una justificación objetiva y razonable; ha
afirmado el carácter vinculante de este principio tanto para el legislador (igualdad en la ley), como
para los órganos aplicadores del Derecho (igualdad en la aplicación de la ley) y los particulares
(igualdad horizontal); ha matizado la vinculación de los particulares al principio de igualdad al
señalar que su libertad de actuación sólo está limitada constitucionalmente de forma directa por la
prohibición de discriminar por las causas expresamente mencionadas en el artículo 14, por
considerarse de orden público, mientras que en lo demás ha de estarse a lo que establezcan las leyes
y los jueces, que en todo caso deberán ponderar este trascendente principio con el de autonomía de
la voluntad, implícito en la Constitución.
El Tribunal ha establecido también los criterios o elementos que permiten distinguir entre una
diferencia de trato justificada y otra discriminatoria y, por tanto, constitucionalmente inadmisible
(desigualdad de los supuestos de hecho; finalidad constitucionalmente legítima; congruencia entre
el trato desigual, el supuesto de hecho que lo justifica y la finalidad que se persigue; y
proporcionalidad entre los elementos anteriores); ha otorgado a las condiciones personales
explícitamente enunciadas en el artículo 14 (nacimiento, raza, sexo, religión y opinión) el
tratamiento de "categorías sospechosas de discriminación", de tal modo que todo trato desigual
basado en alguna de esas circunstancias debe ser sometido a un escrutinio especialmente riguroso,
necesitando un plus de fundamentación de su objetividad y razonabilidad para pasar el test de
constitucionalidad; ha admitido, con ciertas cautelas, la compatibilidad de las leyes singulares o de
caso único con el principio de igualdad; y, por último, ha defendido la necesidad de hacer una
interpretación dinámica y abierta de la igualdad formal del artículo 14, a fin de hacer hacerla
compatible con la igualdad real y efectiva de que habla el artículo 9.2 de la Constitución, lo que le
ha llevado, entre otras cosas, a admitir la validez constitucional de las medidas de acción positiva y
de discriminación inversa en relación con grupos sociales desfavorecidos (mujer, discapacitados,
etc.).
Esta doctrina general se encuentra recogida en diversas resoluciones de los años 80 del pasado
siglo, fundamentalmente, las Sentencias 8/1981, de 30 de marzo; 10/1981, de 6 de abril; 22/1981,
de 2 de julio; 23/1981, de 10 de julio; 49/1982, de 14 de julio; 81/1982, de 21 de diciembre;
34/1984, de 9 de marzo; 166/1986, de 19 de diciembre; 114/1987, de 6 de julio; 116/1987, de 7 de
julio; 123/1987, de 15 de julio; 128/1987, de 16 de julio; y 209/1988, de 10 de noviembre. También
tienen interés, por los resúmenes y las citas que ofrecen, muchas Sentencias posteriores, entre las
que destacan la 68/1991, de 8 de abril; 28/1992, de 9 de marzo; 3/1993, de 14 de enero; 147/1995,
de 16 de octubre; 46/1999, de 22 de marzo; y 39/2002, de 14 de febrero.
Son, además, muy numerosas las resoluciones que desarrollan y profundizan en aspectos
particulares de esta doctrina. Así, por ejemplo, en relación con la igualdad en la aplicación de la ley
por los miembros del Poder Judicial es conveniente consultar las Sentencias 8/1981, de 30 de
marzo; 49/1982, de 14 de julio; 30/1987, de 11 de marzo; 66/1987, de 21 de mayo; 144/1988, de 12
de julio; 141/1994, de 9 de mayo; 112/1996, de 24 de junio; 2/1997, de 13 de enero; 29/1998, de 11
de febrero; y 150/2001, de 2 de julio. En ellas el Tribunal Constitucional parte de la afirmación de
que la sujeción de los jueces al principio de igualdad ha de lograrse sin merma de la independencia
judicial, que es un componente esencial del Estado de Derecho consagrado en nuestra Constitución
(artículo 1.1 y 117.1). A partir de ahí deduce que las divergencias interpretativas entre los jueces no
pueden estimarse por sí mismas como quiebras del principio de igualdad, pues éstas solo pueden
tener lugar en el terreno de los comportamientos de un mismo órgano judicial; y deduce también
que un órgano judicial puede cambiar de criterio sin violentar el principio de igualdad, siempre que
tal cambio sea motivado y se advierta el propósito de aplicarse con carácter general. El Tribunal
Constitucional acompaña, además, todas estas argumentaciones con numerosas precisiones, como
que la resolución contradictoria que se alegue como término de comparación debe ser anterior a la
que se impugna o que no es preciso que el juez motive expresamente en su sentencia el cambio de
criterio, sino que basta con que la motivación esté implícita en la misma.
La jurisprudencia del Tribunal Constitucional también puede estudiarse desde el punto de vista
de su proyección sobre aspectos concretos de las relaciones jurídicas, es decir, sobre campos
materiales específicos, pero la lista de resoluciones sería aquí interminable. A título ejemplificativo,
en materia tributaria habría que citar las Sentencias 45/1989, de 20 de febrero, 47/2001, de 15 de
febrero, y 212/2001, de 29 de octubre; en materia de parejas de hecho la 184/1990, de 15 de
noviembre, la 29/1991, de 14 de febrero (también las 30, 31, 35 y 38/1991, de idéntica fecha), la
77/1991, de 7 de abril, la 222/1992, de 11 de diciembre y la 125/2003, de 17 de julio; en lo relativo
al acceso a los cargos y funciones públicas la 75/1983, de 3 de agosto, la 148/1986, de 25 de
noviembre, la 27/1991, de 14 de febrero, la 215/1991, de 14 de diciembre, la 269/1994, de 3 de
octubre, y la 34/1995, de 6 de febrero; en relación con la actuación procesal de las partes la
114/1987, de 23 de septiembre, la 66/1989, de 17 de abril, la 186/1990, de 15 de noviembre, la
124/1991, de 3 de junio, la 16/1994, de 20 de enero, y la 125/1995, de 24 de julio; o en el ámbito
nobiliario la Sentencia 126/1997, de 3 julio, y el Auto 142/2000, de 12 de junio.
Por último, en cuanto a la bibliografía sobre el principio de igualdad hay que poner de relieve el
elevado números de trabajos aparecidos en las más diversos sectores del ordenamiento jurídico,
especialmente en el ámbito laboral. Ciñéndonos a las obras más generales y primando la perspectiva
constitucional del tema, cabe destacar los trabajos de Giménez Gluck, González Beilffus, Jiménez
Campo, Martínez Tapia, Ollero, Rodríguez-Piñero y Fernández López y Rubio Llorente y la obra
colectiva "El principio de igualdad en la Constitución Española".
Sinopsis artículo 15
El derecho a la vida y el derecho a la integridad física y moral son los derechos más básicos y
primarios de todos los reconocidos en el texto constitucional, en la medida en que la afirmación de
los demás solo tiene sentido a partir del reconocimiento de éstos. Si, por un lado, resulta evidente
que el derecho a la vida es el antecedente o supuesto ontológico sin el cual los restantes derechos,
fundamentales o no, no tendrían existencia posible, por otro lado nos encontramos con que el
derecho a la integridad personal, en su doble dimensión física y moral, opera como su complemento
ineludible en cuanto garantiza la plena inviolabilidad del ser humano y sienta las bases de su
construcción individual y social.
Esta naturaleza basilar del derecho a la vida y del de integridad personal explica tanto el
reconocimiento constitucional conjunto de ambos derechos, como, sobre todo, el lugar en que se
produce este reconocimiento: en el primer artículo de la Sección Primera del Capítulo II del Título I
(artículos 15 a 29), sección que constituye el núcleo central de la declaración constitucional de
derechos, es decir, en la que se ubican los derechos más relevantes, aquellos que gozan del máximo
nivel de protección jurídica (artículos 53, 81 y 168). El derecho a la vida y el de integridad personal
son, pues, no solo los primeros derechos fundamentales desde un punto de vista lógico, sino
también los primeros desde la perspectiva de su enunciado y tratamiento constitucional.
La Constitución española de 1978 es, sin embargo, la única de nuestra historia que ha hecho un
reconocimiento expreso y específico de estos derechos. En las Constituciones históricas españolas
sólo existe un antecedente de los mismos y es, además, sumamente parcial. Se trata del artículo 303
de la Constitución de Cádiz de 1812, que proscribía el uso del "tormento" y de los "apremios".
Esta falta de referencias al derecho a la vida y al de integridad personal de nuestro
constitucionalismo histórico no debe interpretarse, en modo alguno, como desdén hacia los mismos,
sino todo lo contrario. La justificación de estos derechos es tan evidente que no llegó a suscitar en
las fuerzas sociales y políticas de otras épocas la necesidad de su inserción en los textos
constitucionales; dicho de otra forma, su naturalidad provocaba que no se cayera en la cuenta de su
existencia y que su reconocimiento se diera, en cierto modo, por sobreentendido.
Este silencio de nuestras Constituciones pasadas no constituye tampoco una anomalía de nuestra
evolución jurídica-política en relación con la de otros países de nuestro entorno. Se puede observar
también, con carácter general, en el Derecho Constitucional comparado de épocas pasadas, en
donde solo es posible encontrar determinadas referencias aisladas a la proscripción de la crueldad
de las penas -como la Décima Declaración del punto I del Bill of Rights inglés de 18 de febrero de
1689, o la enmienda núm. 8, introducida en 1791, de la Constitución americana de 1787- y alguna
alusión a la pena de muerte, como el artículo 5 de la Constitución francesa de 1848 que prescribe
esta pena por razones políticas. Más allá solo están las genéricas alusiones al derecho a la vida,
como derecho innato o inalienable, que hacen dos importantes textos fundacionales americanos: la
Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia de 12 de junio de 1776 (punto I) y la
Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 4 de julio del mismo año (párrafo 2º).
La situación dio un giro copernicano tras la hecatombe que supuso la Segunda Guerra Mundial.
El flagrante y manifiesto desprecio por la vida y la integridad física y moral del ser humano que se
produjo en esta conflagración aconsejó, como reacción, el reconocimiento de estos bienes al
máximo nivel constitucional, esto es, como derechos fundamentales con el mayor nivel de
protección posible. Así lo hicieron de forma inmediata la Constitución italiana de 1947 (artículos
13.4º y 27.3º y 4º) y la alemana de 1949 (artículos 2.2º, 102 y 104.1). Más tarde otras como la
griega de 1975 (artículo 7.2º y 3º) y la portuguesa de 1976 (artículos 25 y 26).
En este nuevo contexto constitucional se elaboró la Constitución española de 1978. Nuestros
constituyentes, conscientes del cambio de perspectiva producido desde la Constitución de 1931,
estuvieron plenamente de acuerdo en dedicar un precepto del máximo nivel al reconocimiento del
derecho a la vida y del de integridad personal: desde muy pronto, en concreto desde el informe de la
Ponencia de la Comisión Constitucional del Congreso, estos derechos ocuparon la cabecera de la
declaración de derechos fundamentales stricto sensu.
Esto no significa, evidentemente, que no hubiera discrepancias entre los diputados y senadores
constituyentes sobre la configuración de estos derechos. Nada más alejado de la realidad. Durante el
proceso de elaboración de la Constitución se produjo, de hecho, una fuerte división entre las fuerzas
políticas en torno al contenido del artículo 15 (véanse, por ejemplo, los debates producidos en el
Congreso de los Diputados: Diario de Sesiones de la Comisión Constitucional, núm. 66, de 18 de
mayo, y del Pleno, núm. 105, de 6 de julio). Los puntos del debate fueron fundamentalmente dos,
ambos estrechamente relacionados con el derecho a la vida.
El primero hacía referencia a la determinación de los sujetos titulares del derecho a la vida,
extremo que se presentaba relacionado con el de la posible legalización del aborto. Se enfrentaban,
por un lado, quienes defendían el término "todos", establecido en el Anteproyecto de Constitución,
con el fin de que pudiera afectar al nasciturus, y, por otro lado, los que proponían el empleo de la
palabra "persona", para evitar cualquier interpretación futura impeditiva de la despenalización del
aborto, postura que asumió la Ponencia de la Comisión Constitucional del Congreso.
El segundo punto de fricción fue el de la inclusión en el artículo 15 de un inciso sobre la
abolición de la pena de muerte, que no había sido mencionada en el Anteproyecto. Se formaron dos
grupos con posiciones extremas: en primer lugar, los que, por ser partidarios de la pena de muerte
en determinados casos o por considerar que no había que limitar la libertad del legislador en este
ámbito, rechazaban la introducción de esta declaración en la Constitución; frente a ellos se situaban
los que consideraban que esta pena era inhumana, irreparable e inútil y que querían que la
Constitución hiciera imposible su establecimiento legal sin excepción alguna.
El consenso, como no podía ser de otro modo, terminó imponiéndose en ambas cuestiones,
gracias sobre todo a su interrelación, aunque los grupos enfrentados en ambas no eran exactamente
coincidentes. En el tema de la titularidad del derecho a la vida se aceptó el término "todos" por su
útil ambigüedad, mientras que en el asunto de la pena de muerte se llegó al compromiso de declarar
su abolición con la excepción de lo que pudieran disponer las leyes penales militares en tiempo de
guerra, que era, sin duda, el supuesto menos problemático (el consenso quedó fijado ya en el
Dictamen de la Comisión Constitucional del Congreso).
En relación con el proceso constituyente es oportuno también poner de relieve una importante
diferencia entre el Anteproyecto y el texto finalmente aprobado por las Cortes y el pueblo en
referéndum. Se trata de la propia formulación del derecho a la "integridad física y moral": esta
expresión fue introducida por la Comisión Constitucional del Senado a propuesta del senador
aragonés Isaías Zarazaga Burillo (enmienda número 259), en sustitución del término más limitado
de "integridad física".
En cuanto a los tratados internacionales suscritos por España en relación con el derecho a la vida
y el derecho a la integridad física y moral y a las declaraciones internacionales o supranacionales
que le obligan en este terreno, hay que distinguir, fundamentalmente, dos ámbitos: el global y el
europeo. El primero opera en el seno de las Naciones Unidas y el segundo en el del Consejo de
Europa, en unos casos, y en el de la Unión Europea, en otros.
Por lo que hace a los tratados y declaraciones internacionales de ámbito global o universal hay
que destacar la Declaración Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948 (artículos
3 y 5); el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 19 de diciembre de 1966 (artículos
26 y 27) y su Segundo Protocolo Facultativo destinado a abolir la pena de muerte de 15 de
diciembre de 1989; la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o
degradantes de 10 de diciembre de 1984; el Código de conducta para funcionarios encargados de
hacer cumplir la ley de 14 de diciembre de 1979; los Principios básicos para el tratamiento de los
reclusos de 17 de diciembre de 1990; los diversos Convenios y Protocolos de Ginebra sobre
heridos, enfermos, población civil, víctimas o prisioneros en tiempo de guerra (por ejemplo, el
Convenio relativo a la protección debida a los prisioneros de guerra de 12 de agosto de 1949); la
Convención sobre la esclavitud de 25 de septiembre de 1926 y su Protocolo de modificación de 23
de octubre de 1953; la Convención Suplementaria sobre la abolición de la esclavitud, la trata de
esclavos y las instituciones y prácticas análogas a la esclavitud de 7 de septiembre de 1956; el
Convenio sobre trabajo forzoso de 28 de junio de 1930; el Convenio sobre la abolición del trabajo
forzoso de 25 de junio de 1957; el Convenio para la prevención y sanción del delito de genocidio de
9 de septiembre de 1948; la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de
los crímenes de lesa humanidad de 26 de noviembre de 1968; el Convenio para la represión de la
trata de personas y de la explotación de la prostitución ajena de 2 de diciembre de 1949; y los
Principios relativos a una eficaz prevención e investigación de las ejecuciones extralegales,
arbitrarias o sumarias de 24 de mayo de 1979.
En cuanto a los tratados y declaraciones internacionales o supranacionales de ámbito europeo
(bien Consejo de Europa, bien Unión Europea), cabe citar el Convenio Europeo para la Protección
de los Derechos Humanos y de las Libertades Públicas de 4 de octubre de 1950 (artículos 2 y 3); el
Convenio Europeo para la prevención de la tortura y de las penas o tratos inhumanos o degradantes
de 26 de noviembre de 1987 y sus Protocolos 1 y 2; el Convenio Europeo para la protección de los
derechos humanos y la dignidad del ser humano respecto de las aplicaciones de la biología y la
medicina de 4 de abril de 1997; y la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea
proclamada solemnemente en Niza el 7 de diciembre de 2000 (artículos 2 a 5).
El desarrollo legislativo del artículo 15 de la Constitución es, predominantemente, aunque no
solo, de carácter penal. En este terreno hay que citar, en primer lugar, varias normas que, aunque
aprobadas antes de la entrada en vigor de la Constitución, tienen su origen directo en la misma. Se
trata de la Ley 31/1978, de 17 de julio, sobre tipificación de delito de tortura; la Ley 45/1978, de 7
de octubre, que modifica el Código Penal en orden a despenalizar la venta y propaganda de
anticonceptivos; la Ley 46/1978, también de 7 de octubre, que modifica determinados artículos del
Código Penal en el ámbito de los delitos contra la honestidad (hoy libertad sexual); y el Real
Decreto Ley 45/1978, de 21 de diciembre, de sustitución de la pena de muerte en el Código de
Justicia Militar, en las Leyes Penal y Procesal de la Navegación Aérea y en las Leyes Penal y
Disciplinaria de la Marina Mercante.
Tras la entrada en vigor de la Constitución el 29 de diciembre de 1978 tiene lugar la aprobación,
en una franja temporal reducida, de varias leyes penales y procesales penales de enorme
trascendencia. Nos referimos a la Ley Orgánica 9/1980, de 6 de noviembre, de modificación del
Código de Justicia Militar, que, por lo que ahora interesa, delimita la aplicación de la pena de
muerte y sus consecuencias; la Ley Orgánica 8/1980, de 25 de junio, de reforma urgente y parcial
del Código Penal, que da una nueva redacción a muchos delitos relacionados con los derechos a la
vida y a la integridad personal, destacando la eliminación de la pena de muerte y el otorgamiento de
mayor relevancia al consentimiento en las lesiones; la Ley Orgánica 9/1985, de 5 de julio, que
modifica el artículo 417 bis del Código Penal a fin de proceder a la despenalización parcial del
aborto, en concreto en tres supuestos: grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la
embarazada (aborto terapéutico), presunción de que el feto va a nacer con graves taras físicas o
psíquicas (aborto eugenésico) y embarazo consecuencia de una violación (aborto ético o
crimonológico); y la Ley 13/1985, de 9 de diciembre, que aprueba el Código Penal Militar,
limitando la pena de muerte a los tiempos de guerra.
Tras un período de calma por parte del legislador penal, se aprueban en 1995 dos importantes
normas penales en relación con el artículo 15 de la Constitución. Se trata, en primer lugar, de la Ley
Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, que aprueba el Código Penal, afectando, como es natural, a
todos los delitos contra la vida y la integridad personal (la disposición derogatoria mantiene la
vigencia de la Ley 9/1985, de 5 de julio, sobre el aborto); y, en segundo término, de la Ley Orgánica
11/1995, de 27 de noviembre, sobre abolición de la pena de muerte en tiempo de guerra, que ha
erradicado de nuestro Derecho cualquier referencia a esta pena.
No acaban aquí las cosas en el terreno penal y procesal penal. Con posterioridad a la entrada en
vigor del Código Penal se han dictado varias leyes de modificación del mismo y de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal, muchas de las cuales han afectado al derecho a la integridad personal.
Son, por orden cronológico y sin ánimo exhaustivo, la Ley Orgánica 11/1999, de 30 de abril, que
modifica el Título VIII del Libro II del Código Penal, relativo a los delitos contra la libertad y la
indemnidad sexuales; la Ley Orgánica 14/1999, de 9 de junio, que modifica el Código Penal en
materia de protección de víctimas de malos tratos y la Ley de Enjuiciamiento Criminal; la Ley
Orgánica 7/2003, de 30 de junio, de medidas de reforma para el cumplimiento íntegro y efectivo de
las penas, que permite, para determinados delitos, modificar el límite máximo de cumplimiento de
penas elevándolo a los 40 años, ampliación punitiva que ha dado origen a un fuerte polémica
política y jurídica por su posible colisión con los artículos 15 y 25 de la Constitución; la Ley
Orgánica 11/2003, de 29 de septiembre, sobre medidas concretas en materia de seguridad
ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros, que, entre otras cosas,
endurece la penalidad de las lesiones y amenazas en el ámbito familiar, fomenta los aspectos
preventivos y persigue más eficazmente la mutilación genital; la Ley 13/2003, de 24 de octubre, de
reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en materia de prisión provisional, que, por lo que
ahora interesa, facilita la declaración de prisión provisional en casos de violencia doméstica; la Ley
Orgánica 15/2003, de 25 de noviembre, de modificación del Código Penal, que afecta a gran parte
del articulado de esta norma, incluyendo, por tanto, la configuración y régimen de penas de muchos
de los delitos que afectan a la integridad física y moral, y que modifica, además, determinados
artículos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, destacando la posibilidad de que el juez de
instrucción pueda ordenar la obtención de muestras biológicas del sospechoso (nuevo apartado
segundo del artículo 362); y la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre de Medidas de Protección
Integral contra la Violencia de Género.
Fuera del ámbito penal se han aprobado también algunas normas relativas al artículo 15 de la
Constitución. Cabe citar la Ley 30/1979, de 27 de octubre, sobre extracción y transplante de
órganos; la Ley 29/1980, de 21 de junio, de autopsias clínicas; la Ley 14/1986, de 25 de abril,
General de Sanidad (artículo 10); el Real Decreto 2409/1986, de 21 de noviembre, sobre centros
sanitarios acreditados y dictámenes preceptivos para la práctica legal de la interrupción voluntaria
del embarazo; la Ley 35/1988, de 22 de noviembre, sobre reproducción asistida humana,
modificada por la Ley 45/2003, de 21 de noviembre; la Ley 42/1988, de 28 de diciembre, de
donación y utilización de embriones y fetos humanos o de sus células, tejidos u órganos; el Real
Decreto 413/1996, de 1 de marzo, por el que se establecen los requisitos técnicos y funcionales
precisos para la autorización y homologación de las centros y servicios sanitarios relacionados con
las técnicas de reproducción humana asistida; la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica
reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y
documentación clínica; y las diversas leyes autonómicas relacionadas con ésta última como la Ley
3/2001, de 28 de mayo, de la Comunidad Autónoma de Galicia, reguladora del consentimiento
informado y de la historia clínica de los pacientes, la Ley 6/2002, de 15 de abril, de Salud de
Aragón, o la Ley 7/2002, de 12 de diciembre, del País Vasco, de voluntades anticipadas en el
ámbito de la sanidad.
La jurisprudencia constitucional recaída en relación con los derechos a la vida y a la integridad
física y moral contemplados por el artículo 15 de la Constitución ha sido también abundante. El
Tribunal Constitucional ha delimitado su alcance, ha precisado el significado de los conceptos
empleados en su formulación y ha efectuado, por último, una lectura sistemática y pondedadora del
mismo en relación con los artículos 1, 10, 16 y 17.1 de la Constitución.
Entre las muchas Sentencias del Tribunal Constitucional que cabría destacar sobresalen, por su
relevancia intrínseca y consecuencias prácticas, dos. En primer lugar, la 53/1985, de 10 de abril, que
resuelve el recurso previo de inconstitucionalidad promovido por cincuenta y tres diputados del
Partido Popular contra el Proyecto de Ley Orgánica de reforma del artículo 417 bis del Código
Penal, de despenalización del aborto en determinados supuestos. Y, en segundo término, la
Sentencia 120/1990, de 28 de junio, fruto de un recurso de amparo presentado por determinados
presos de la organización terrorista GRAPO en "huelga de hambre hasta la muerte" contra
determinada resolución judicial que ordenó "suministrar asistencia médica, conforme a los criterios
de la ciencia médica a aquellos reclusos en huelga de hambre una vez que la vida de éstos corra
peligro... en la forma que el Juez de Vigilancia Penitencia correspondiente determine, y sin que en
ningún caso pueda suministrarse la alimentación por vía bucal en tanto persista su estado de
determinarse libre y conscientemente".
En la Sentencia 53/1985, de 10 de abril, el Tribunal Constitucional se pronunció a favor de la
inconstitucionalidad del proyecto de ley orgánica de despenalización parcial del aborto, pero no en
razón de los tres supuestos en que se declaraba no punible o legal el aborto -que el Tribunal estima
conformes a la Constitución tras ponderar el conflicto de intereses entre la madre y el feto-, sino por
considerar que no se establecían en el proyecto las garantías suficientes para la verificación de los
supuestos de hecho -en los casos de aborto terapéutico y eugenésico, no en el ético- y para la debida
protección de la vida y la salud de la embarazada -en la realización del aborto-, insuficiencia de
garantías que estimaba contrarias al artículo 15 de la Constitución.
El Tribunal Constitucional detalla estas insuficiencias y propone soluciones "sin excluir otras
posibles". En relación con el aborto terapéutico estima que "la requerida intervención de un Médico
para practicar la interrupción del embarazo, sin que se prevea dictamen médico alguno, resulta
insuficiente", señalando que la protección del nasciturus exige, de forma análoga a lo previsto en el
caso del aborto eugenésico, que "la comprobación de la existencia del supuesto de hecho se realice
con carácter general por un médico de la especialidad correspondiente, que dictamine sobre las
circunstancias que concurren en dicho supuesto".
En los casos de aborto terapéutico y eugenésico el Tribunal Constitucional censura que el
legislador se desentienda del momento de la comprobación de los supuestos de hecho, pues ello
podría llevar a sacrificar gratuitamente en algunos casos la vida del nasciturus. Considera, por ello,
que esta comprobación debe producirse necesariamente con anterioridad a la realización del aborto,
puesto que en caso contrario "se ocasionaría un resultado irreversible".
Finalmente, respecto a los tres supuestos de aborto (terapéutico, eugenésico y ético), el Tribunal
advierte que el legislador no puede obviar las condiciones sanitarias en que se produzca sin poner
en peligro la vida de la madre. Dice que éste no puede "desinteresarse de la realización del aborto,
teniendo en cuenta el conjunto de bienes y derechos implicados -la protección de la vida del
nasciturus y el derecho a la vida y a la salud de la madre que, por otra parte, ésta en la base de la
despenalización en el primer supuesto-, con el fin de que la intervención se realice en las debidas
condiciones médicas disminuyendo en consecuencia el riesgo para la mujer.
En definitiva, el Tribunal Constitucional entiende que el Parlamento tiene que modificar el
proyecto de ley en el sentido indicado para hacerlo compatible con el artículo 15 de la Constitución.
En concreto, y en palabras del Tribunal Constitucional, "el legislador debería prever que la
comprobación del supuesto de hecho en los casos del aborto terapéutico y eugenésico, así como la
realización del aborto, se lleve a cabo en centros sanitarios públicos o privados, autorizados al
efecto, o adoptar cualquier otra solución que estime oportuna dentro del marco constitucional".
Y eso fue, precisamente, lo que hicieron las Cortes Generales de forma inmediata. Aprobaron,
tras un breve procedimiento legislativo establecido por la Resolución de la Presidencia del
Congreso de 23 de abril de 1985 y otra de la Presidencia del Senado de 29 de mayo del mismo año,
la Ley Orgánica 9/1985, de 5 de julio, que modifica el artículo 417 bis del Código Penal, de
despenalización parcial del aborto. Desde entonces el aborto es legal en España en los tres
supuestos señalados.
Por lo que se refiere a la Sentencia 120/1990, de 28 de junio, sobre la huelga de hambre de los
presos del GRAPO, el Tribunal Constitucional tuvo que enfrentarse al tema de la disponibilidad
sobre la propia vida. En él se enfrentan los dos derechos contemplados en el artículo 15 de la
Constitución: de un lado, el derecho a la vida, en su manifestación de obligación del Estado de
proteger la vida, y, de otro, el derecho a la integridad física y moral, en su dimensión de exclusión
de toda intervención exterior no consentida en el cuerpo o espíritu de una persona.
Antes de valorar este enfrentamiento el Tribunal Constitucional se ocupa de despejar varias
cuestiones de gran interés. El Tribunal declara, en primer lugar, que el derecho fundamental a la
vida, en cuanto fundamento objetivo del ordenamiento, impone a los poderes públicos "el deber de
adoptar las medidas necesarias para proteger esos bienes, vida e integridad física, frente a los
ataques de terceros, sin contar para ello con la voluntad de sus titulares e incluso cuando ni siquiera
quepa hablar, en rigor, de titulares de ese derecho". En segundo lugar, y en estrecha conexión con lo
anterior, subraya el papel activo de protección de la vida que corresponde al Estado en el terreno de
las relaciones de sujeción especial, como ocurre con los presos, en la medida en que se trata de
"personas que están bajo su custodia y cuya vida está legalmente obligado a preservar y proteger".
El Tribunal Constitucional se cuida también de precisar que el derecho a la vida tiene un contenido
de protección positiva que impide puede configurarlo como un derecho de libertad que incluya el
derecho a la propia muerte, sin perjuicio de reconocer que, "siendo la vida un bien de la persona que
se integra en el círculo de su libertad, pueda aquélla fácticamente disponer sobre su propia muerte".
Finalmente, y en relación con el derecho a la integridad física y moral rechaza que la
alimentación forzosa de un preso en peligro de muerte y en contra su voluntad pueda calificarse de
tortura o de trato inhumano o degradante, pues "en sí misma, no está ordenada a infligir
padecimientos físicos o psíquicos ni a provocar daños en la integridad de quien sea sometido a
ellos, sino a evitar, mientras médicamente sea posible, los efectos irreversibles de la inanición
voluntaria, sirviendo, en su caso, de paliativo o lenitivo de su nocividad para el organismo". No
obstante, junto a ello recuerda su doctrina de que las limitaciones que se establezcan sobre un
derecho fundamental para preservar otros derechos fundamentales protegidos "no pueden obstruir el
derecho "más allá de lo razonable" -STC 53/1986, fundamento jurídico 3.º-, de modo que todo acto
o resolución que limite derechos fundamentales ha de asegurar que las medidas limitadoras sean
"necesarias para conseguir el fin perseguido" -SSTC 62/1982, fundamento jurídico 5.º, 13/1985,
fundamento jurídico 2.º- y ha de atender a la "proporcionalidad entre el sacrificio del derecho y la
situación en que se halla aquel a quien se le impone" -STC 37/1989, fundamento jurídico 7.º- y, en
todo caso, respetar su contenido esencial".
Tras estas aclaraciones y argumentaciones concluye el Tribunal Constitucional señalando que la
administración forzosa de alimentos a los internos en huelga de hambre es un medio imprescindible
para evitar la pérdida de su vida, pero que, al mismo tiempo, está condicionada a ciertos requisitos y
límites para no lesionar más allá de lo necesario el derecho a la integridad física y moral y la propia
dignidad del sujeto pasivo, como, por ejemplo, que la alimentación sea por vía parental. En palabras
del Tribunal Constitucional: "la necesidad de cohonestar el derecho a la integridad física y moral de
los internos en un Centro penitenciario y la obligación de la Administración de defender su vida y
salud, como bienes también constitucionalmente protegidos, encuentra en la resolución judicial
recurrida una realización equilibrada y proporcionada que no merece el más mínimo reproche,
puesto que se limita a autorizar la intervención médica mínima indispensable para conseguir el fin
constitucional que la justifica, permitiéndola tan sólo en el momento en que, según la ciencia
médica, corra "riesgo serio" la vida del recluso y en la forma que el Juez de Vigilancia Penitenciaria
determine, prohibiendo que se suministre alimentación bucal en contra de la voluntad consciente del
interno".
Estas dos Sentencias del Tribunal Constitucional son las más relevantes, pero no, desde luego,
las únicas que revisten interés. Entre otras muchas cabe citar las siguientes: la 75/1984, de 27 de
junio, sobre la punición de un aborto realizado en el extranjero; la 65/1986, de 3 de junio y la
2/1987, de 21 de enero, sobre aislamiento de presos en celdas; la 89/1987, de 3 de junio, sobre
restricción de relaciones sexuales de los reclusos; la 137/1990, de 19 de julio y la 11/1991, de 17 de
enero, sobre huelga de hambre de los GRAPO (en idéntico sentido que la 120/1990, de 27 de junio);
la 7/1994, de 17 de enero, sobre sometimiento obligatorio a investigación de paternidad; la
215/1994, de 14 de julio, sobre la posibilidad de esterilizar incapaces; la 57/1994, de 28 de febrero,
sobre registros corporales a reclusos; la 37/1989, de 15 de febrero, la 207/1996, de 16 de diciembre
y la 234/1997, de 18 de diciembre, sobre intervenciones corporales en el proceso penal (cabello,
orina, sangre, examen ginecológico); la 48/1996, de 25 de marzo, sobre libertad condicional por
riesgo para la vida e integridad física de un preso; la 166/1996, de 28 de octubre y la 154/2002, de
18 de julio, sobre trasfusiones de sangre a testigos de Jehová; y la 116/1999, de 17 de junio, sobre la
Ley de técnicas de reproducción asistida.
Finalmente, en cuanto a la bibliografía sobre los derechos a la vida y a la integridad física y
moral, cabe destacar los trabajos de Díez-Picazo Jiménez, Gil Hernández, Gómez Sánchez, Huertas
Martín, Marín Gámez, Marcos del Cano, Núñez Paz, Ruiz Miguel y Serrano Tárraga, y las obras
colectivas "La pena de muerte en el umbral del tercer milenio" y "Derecho a la vida y a la
integridad física y psíquica".
Entre la abundante bibliografía sobre las materias objeto de este artículo cabe destacar, entre
otros, los trabajos de Cario, Díez-Picazo, Huertas, Marín, Ruiz Miguel, etc.

Sinopsis artículo 16
En el artículo 16 de la Constitución se garantizan la libertad ideológica, religiosa y de culto,
algunos de los derechos más íntimamente vinculados al libre desarrollo de la personalidad.
En el proceso constituyente cabe destacar como al derecho a no declarar sobre las creencias
religiosas se sumó el de no hacerlo tampoco sobre la ideología al aprobarse una enmienda del Sr.
Tamames. Por su parte, el apartado 3º no figuraba en el borrador publicado en la prensa en
noviembre de 1977, pero ya sí en el Anteproyecto. La mención a la Iglesia Católica, no obstante, es
introducida en virtud del Dictamen de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades
Públicas en virtud de una enmienda aprobada por los representantes de UCD y de Alianza Popular.
Conviene analizar cada uno de los aspectos contenidos en el precepto.
La libertad ideológica tiene una vertiente íntima: el derecho de cada uno no sólo a tener su
propia cosmovisión, sino también todo tipo de ideas u opiniones, es decir desde una concepción
general o opiniones cambiantes sobre cualquier materia; sin embargo, la libertad alcanza su
trascendencia en su vertiente externa, que se traduce en la posibilidad de compartir y transmitir, en
definitiva de exteriorizar esas ideas. Esta versión exterior con frecuencia se transforma en libertad
de expresión y así, al igual que ésta, se vincula con el pluralismo político, además de con el propio
concepto de Estado democrático, constituyendo los cauces para su manifestación. Sin embargo la
libertad ideológica se puede manifestar al exterior de otra forma mediante gestos, conductas o
cualesquiera otra manifestación que permita traslucir las creencias u opiniones personales,
distinguiéndose así de la citada libertad de expresión. Los ejemplos son variados y de diferente
calado: desde portar 'pegatinas' con consignas al controvertido uso del pañuelo (hijab) por parte de
las mujeres musulmanas hasta conductas que pueden afectar a la vida como el mantenimiento de
una huelga de hambre como medio de reivindicación de unas ideas (SSTC 120/1990, de 27 de junio
y 137/1990, de 19 de julio).
Se ha considerado que nuestra Constitución plasma lo que se conoce como 'indiferentismo
ideológico', en el sentido de que admite cualquier tipo de ideología, con el límite del orden público,
frente a lo que sucede en otros ordenamientos, como el alemán, en el que quedan proscritas las
ideologías contrarias a los principios recogidos en la Constitución, de tal forma que se admite
incluso la defensa de ideologías contrarias al ordenamiento constitucional, siempre que respeten las
formalidades establecidas y que no recaigan en supuestos punibles de acuerdo con la protección
penal (Arts. 510 y 515.5 del Código Penal, este último, precisamente, prohibe las asociaciones que
promuevan el odio por motivos ideológicos o religiosos). En este sentido cabe recordar como la
exigencia de juramento o promesa a la Constitución y al resto del ordenamiento se ha considerado
como un acto formal del que no cabe derivar adhesión ideológica, admitiendo en consonancia
fórmulas que permitan compatibilizar la exigencia formal del juramento (o promesa) con las ideas
de la persona que ha de prestarlo (SSTC 101/1983, de 18 de noviembre, 122/1983, de 16 de
diciembre o 119/1990, de 21 de junio). Ese 'indeferentismo' se ha visto matizado por la L.O. 6/2002,
de 27 de junio, de Partidos Políticos al señalar la ilegalidad de los partidos cuya actividad 'vulnere
los principios democráticos' (art. 9), sin embargo la ilegalidad apunta a las actividades
inconstitucionales e ilegales y no al mantenimiento de una ideología contraria a la democracia.
La libertad religiosa se corresponde con la vertiente trascendente de la libertad ideológica, pero
más que por el contenido de las ideas, la libertad religiosa se distingue por su ejercicio comunitario
o colectivo (sin perjuicio de su componente individual) que alcanza su máxima expresión externa
mediante los actos de culto.
La libertad religiosa se ha regulado mediante la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de libertad
religiosa, a su vez desarrollada por el Real Decreto 142/1981, de 9 de enero, sobre organización y
funcionamiento del Registro de Entidades Religiosas y el RD 1980/1981, de 19 de junio, sobre
constitución de la Comisión Asesora de Libertad Religiosa.
El límite a estos derechos reconocidos en el primer párrafo del artículo 16 CE lo constituye el
orden público 'protegido por la ley', es decir no hace referencia a un orden público de carácter
policial sino aquél que se deriva conforme de lo establecido en el ordenamiento jurídico tendente a
proteger ese orden establecido y, en particular, los derechos fundamentales. En última instancia, el
concepto de orden público será el admisible en una sociedad democrática. El Tribunal
Constitucional se ha ceñido a esta interpretación estricta de la cláusula de orden público (STC
46/2001, de 15 de febrero).
El artículo 16 en su párrafo segundo, establece una garantía añadida a estas libertades, el que
nadie puede ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias, lo que lleva, a su vez, a
que este tipo de datos se encuentre entre los calificados de 'sensibles' y, en consecuencia, vinculados
al derecho a al intimidad y por ello sometidos a un régimen especialmente garantista en la
L.O.15/1999, de 13 de diciembre, de protección de datos de carácter personal.
En la Ley Orgánica se destacan tanto los aspectos individuales: derecho a profesar cualesquiera
creencias religiosas o a no profesar ninguna, a cambiar de religión, a no ser obligado a declarar
sobre sus ideas o a no ser obligado a practicar actos de culto, a recibir enseñanza religiosa según las
propias convicciones (o las de los padres o tutores) o a recibir sepultura digna; como los colectivos:
derecho a celebrar sus propios ritos u otros muchas veces vinculados a otros derechos
fundamentales como sería el derecho a impartir enseñanza religiosa (art. 27 CE); a reunirse o
manifestarse (art. 21 CE) o a asociarse (art. 22 CE), con relación a los cuales se establece un
régimen especial. No obstante, el reconocimiento genérico de derechos puede ocasionalmente verse
limitado en la aplicación con el caso concreto, tal es el caso, por ejemplo, frente a la afirmación en
la L.O. del derecho a conmemorar las festividades de acuerdo con las creencias religiosas, limitar el
ejercicio del derecho a las posibilidades de ordenación del trabajo, al interpretar, por otra parte, que
la festividad del domingo en la actualidad ya no tiene el carácter religioso que tuvo en su origen,
sino que se ha convertido en el día tradicional y generalizado de descanso (STC 19/1985, de 13 de
febrero).
De la Ley Orgánica cabe resaltar que excluye de su ámbito "las actividades, finalidades y
Entidades relacionadas con el estudio y experimentación de los fenómenos psíquicos o
parapsicológicos o la difusión de los valores humanísticos o espiritualistas u otros fines análogos
ajenos a los religiosos" (art. 3.2) , con lo cual parece primarse a las grandes religiones occidentales,
dejando fuera no sólo nuevos fenómenos, sino pudiendo también excluir religiones de otras culturas
con una diferente concepción de lo trascendente.
Por lo que se refiere a la inscripción de Iglesias, confesiones o entidades religiosas el Tribunal
Constitucional ha manifestado que la actividad registral no habilita al Estado para ejercer un control
"sobre las distintas modalidades de expresión" de las actividades religiosas (STC 46/2001, de 15 de
febrero). De igual forma el Tribunal ha puesto de relieve como dicha actividad registral tendrá un
carácter reglado, al igual que en otros registros públicos, sin que quepa servirse de aquélla parar
ejercer un control de la legitimidad de las actividades religiosas. La exclusión del Registro de
Entidades religiosas por invocación del art. 3.2 de la L.O. puede, en su caso, permitir a la
inscripción en el Registro general de asociaciones, siempre que se cumplan las condiciones
previstas en su regulación y sometidas, en consecuencia a la regulación propia de las asociaciones.
Tanto la libertad religiosa como la ideológica cuenta con protección en el Código Penal. La
segunda al tipificar (arts. 510 a 512) las conductas que promuevan el odio o la discriminación por
motivos ideológicos o religiosos o las de funcionarios, profesionales o empresarios que discriminen
por esos motivos. En la vertiente religiosa se tipifican determinadas conductas destinadas a impedir
el ejercicio de esas libertades o a escarnecer una religión o a profanar lugares de culto o
enterramiento (art. 172, art. 522 y ss. CP).
Además de las libertades ideológica, religiosa y de culto, aunque no se recoge expresamente la
libertad de conciencia, se considera incluida como una vertiente más de aquéllas, a partir de lo cual
se abre la pregunta de si cabe la objeción de conciencia. La objeción de conciencia se configura
como la facultad de oponerse, por razones ideológicas, al cumplimiento de deberes establecidos de
forma general por el ordenamiento. La Constitución hace referencia a dicha objeción con respecto
al servicio militar (art. 30.2 CE) y a la denominada 'cláusula de conciencia' de los periodistas (art.
20.1 d) CE), pero la doctrina del Tribunal Constitucional ha reconocido también la objeción de
médicos y personal sanitario en relación con la interrupción voluntaria del embarazo (53/1985, de
11 de abril) y prácticas vinculadas a reproducción asistida (STC 116/1999, de 17 de junio). La
objeción de conciencia no se admite, sin embargo, de forma general, habiéndose negado, por
ejemplo, para formar parte de mesas electorales (STS, Sala 3ª de 30 de enero de 1979, 29 7 30 de
marzo de 1993 y de 28 de octubre de 1998) o a la denominada 'objeción fiscal'.
Sin embargo, los casos de conflicto entre derechos más dramáticos son aquellos en los que las
creencias ideológicas o religiosas se contraponen al derecho a la vida en los que a la hora de
ponderar los derechos en conflicto se valorará desde la posición del individuo, estableciéndose un
deber de protección a la vida en casos de personas sometidas a una especial tutela del Estado (SSTC
120/1990, de 27 de junio, y 137/1990, de 19 de julio) a la edad o madurez de la persona (STC
154/2002, de 18 de julio), sin que pueda imponerse a la sanidad pública un tratamiento especial
compatible con la fe de la persona afectada, ni un reintegro de los gastos efectuados en la sanidad
privada por esos motivos (STC 166/1996, de 28 de octubre).
La libertad religiosa se conecta con la expresión del párrafo 3 del artículo 16 en el que se declara
la aconfesionalidad del Estado, marcando así la distancia con otros periodos históricos en los que el
Estado se definía católico, pero también con la declaración de laicismo de la Constitución de 1931.
La distinción entre la aconfesionalidad y el laicismo del Estado se aprecia en el segundo inciso del
precepto mencionado, al establecer que 'los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias de la
sociedad española' y, en particular, 'mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la
Iglesia Católica y las demás confesiones'. La expresión de este párrafo resultaba más fácil de
comprender en un momento en el que la mayoría de la población era católica, y otras religiones
minoritarias sólo exigían tolerancia, pero plantea problemas en el momento en el que, por una parte,
en especial debido a la inmigración, otras religiones alcanzan una amplia implantación y, por otra,
se manifiestan abiertamente sectores ateos o agnósticos. Las discusiones que se plantean en el
ámbito escolar y, por tanto, en relación con el derecho a la educación son buena prueba de ello.
El Estado ha firmado acuerdos con distintas Confesiones religiosas: Acuerdos entre el Estado
Español y la Santa Sede sobre asuntos jurídicos, económicos, enseñanza y asuntos culturales y
asistencia religiosa de las Fuerzas Armadas y el servicio militar de clérigos y religiosos, firmados el
3 de enero de 1979, ratificados el 4 de diciembre del mismo año; Leyes 24, 25 y 26/1992, de 10 de
noviembre, por las que se aprueban los Acuerdos de Cooperación del Estado con la Federación de
Entidades Religiosas Evangélicas de España, la Federación de Comunidades Israelitas y la
Comisión Islámica de España.
Esos acuerdos se han traducido en la posibilidad de facilitar, sobre la base siempre del principio
de voluntariedad (STC 177/1996, de 11 de noviembre), la asistencia religiosa o la celebración del
culto a la Iglesia Católica en ámbitos en los que las personas ven restringida su libertad personal
como centros penitenciarios, hospitales o Fuerzas Armadas (STC 24/1982, de 13 de mayo),
regulación que han desarrollado en el RD del servicio de asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas;
OM de 20 de diciembre de 1985 de asistencia religiosa católica en centros hospitalarios públicos y
art. 74 de la LO 1/1979, de 26 de septiembre, General Penitenciaria y el art. 230 del RD 190/1996,
de 9 de febrero, por el que se aprueba el Reglamento Penitenciario, así como la OM de 24 de
noviembre de 1993 de asistencia religiosa católica en establecimientos penitenciarios.
De igual forma como consecuencia de los Acuerdos con la Santa Sede el Estado reconoce
efectos civiles al matrimonio y a la disolución matrimonial canónicos, no obstante los jueces
ordinarios podrán negarle eficacia civil de no haberse respetado las garantías propias del
procedimiento civil (STC 265/1988, de 22 de diciembre).
Los derechos del artículo 16 CE al encontrarse en la Sección 1ª del Capítulo II del Título I de la
Constitución están sometidos a reserva de ley orgánica (art. 81 CE), que en todo caso deberá
respetar su contenido esencial, y vinculan a todos los poderes públicos (art. 53.1 CE), y, entre las
garantías jurisdiccionales podrá recabarse la tutela de los tribunales ordinarios mediante un
procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, subsidiariamente, la tutela
del Tribunal Constitucional mediante un recurso de amparo (art. 53.2 CE).
En la bibliografía especializada resultan de interés, entre otros, los trabajos de Basterra, Larena,
Llamazares, Vicente, etc.

Sinopsis artículo 17
En el texto del Anteproyecto de Constitución, si bien se indicaba como plazo máximo de la
detención preventiva las 72 horas, se establecía que el detenido debería ser puesto a disposición
judicial en las 24 horas siguientes a producirse la detención y el juez en el plazo de 72 horas debía
dictar la oportuna resolución judicial sobre la situación del detenido. En la Comisión de Asuntos
Constitucionales del Congreso, al aprobarse una enmienda del Sr. Sancho Rof con los votos de
UCD y de Alianza Popular, es cuando aparece la redacción actual.
En el párrafo 3º se imponía la presencia de abogado para obligar a declarar, sustituyéndose por la
fórmula actual en el dictamen de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas.
En el texto aprobado por la Comisión se introduce en el párrafo 4º la mención de que ley fijará
los plazos máximos de prisión provisional al aprobarse unas enmiendas socialistas.
La libertad personal es, después del derecho a la vida, el primero de los derechos, lo que llevó a
que su protección se consignara ya en la Carta Magna inglesa de 1215. La importancia del derecho
se refleja en el cuidado con el que el constituyente lo recogió y en su régimen de garantías,
contando con una característica de este derecho, como es el procedimiento de habeas corpus.
En primer lugar, hay que destacar la reserva de ley que exige el precepto, a pesar de la reserva de
ley genérica que contiene el artículo 53.1 para todos los derechos del Capítulo II del Título I de la
Constitución, vinculando además esa reserva específica a la regulación efectuada por mandato
constitucional, más estricta también que 'el respeto del contenido esencial', estableciendo así un
especial vinculación del legislador., lo cual no es de extrañar dado que una de las principales
garantías del derecho radicará en la certeza de las leyes al establecer en qué supuestos y con qué
condiciones podrá perderse la preciada libertad personal. Por otra parte, lo preceptuado en el
artículo 17 CE aparece estrechamente ligado al principio de legalidad penal que se expresa en el
artículo 25 de la Constitución y que en el caso de penas privativas de libertad precisará de ley
orgánica (art. 81 CE), conforme ha recordado el Tribunal Constitucional (SSTC, entre otras,
160/1986, de 16 de diciembre o 118/1992, de 16 de septiembre).
Los titulares del derecho son todas las personas con independencia de su nacionalidad, sin
perjuicio de que la regulación de los supuestos o el régimen de privación de libertad pueda variar
según se trate de españoles o extranjeros al establecerse específicas medidas restrictivas de la
libertad para los extranjeros en determinados supuestos, como es el caso de los extranjeros en
trámite de expulsión, pero siempre bajo el necesario régimen de tutela legislativa y jurisdiccional
(SSTC 115/1987, de 7 de julio y 144/1990, de 26 de septiembre), de conformidad, en particular, con
las previsiones de la Ley Orgánica, de 11 de enero, de libertades y derechos de los extranjeros en
España y su integración social, modificada por la L.O. 8/2000, de 22 de diciembre, y por la
L.O.14/2003, de 20 de noviembre.
La garantía del derecho si bien habitualmente se opone frente a los poderes públicos, podrá
también argüirse frente a los particulares según se desprende de la L.O. 6/1984, reguladora del
procedimiento de habeas corpus (art. 1).
Los supuestos en los que, de acuerdo con el precepto constitucional, podrá privarse de la libertad
a una persona serán la detención preventiva, la prisión provisional y la prisión. Sin embargo, no
acaban ahí las posibilidades de restricción de la libertad, sino que entre las privaciones de libertad
de corta duración hay que sumar la denominada 'retención' a efectos de identificación, presente en
la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana o la retención para efectuar la prueba de alcoholemia (por
ejemplo, SSTC 107/1985, de 7 de octubre; 22/1988, de 18 de febrero) y entre las privaciones de
libertad de más larga duración el internamiento en centro psiquiátrico u otro centro asistencial.
Detención preventiva (art. 17.2 CE):
Tendrá por objeto llevar a cabo las actuaciones tendentes al esclarecimiento de hechos de
carácter delictivo. No podrá mantenerse más que es tiempo estrictamente necesario para tal
esclarecimiento, imponiéndose, en todo caso, un plazo máximo de 72 horas para que la persona sea
puesta en libertad o a disposición judicial. El plazo de 72 hora ha sido juzgado elevado por la
mayoría de la doctrina, justificándose debido al fenómeno del terrorismo especialmente virulento en
el periodo constituyente. No obstante dicho límite, aunque superior al establecido en países de
nuestro entorno, se ha considerado compatible con la garantía del derecho, en particular al
considerarlo como límite máximo al que deberá ponerse fin con anterioridad si se ha cumplido con
la finalidad prevista antes de ese plazo.
El propio precepto constitucional se encarga de establecer las garantías del detenido (art. 17. 3) ,
después desarrolladas legal y jurisprudencialmente:
a) el detenido ha de ser informado de los motivos de su detención, así como de sus
derechos de manera comprensible;
b) nadie puede ser obligado a declarar, lo cual significará, en primer lugar, que la
persona detenida tendrá derecho a guardar silencio, o a declarar sólo parcialmente, o a
manifestar que sólo se declarará ante el Juez, sin que en ningún caso la confesión
responda a 'un acto de compulsión, inducción fraudulenta o intimidación' (STC
161/1999, de 27 de septiembre); y, en segundo lugar, que el detenido tendrá derecho a
no declarar contra sí mismo y no declararse culpable;
c) derecho a asistencia letrada, ya sea de su elección o designado de oficio, de
conformidad con lo estipulado en L.O. 14/1983, de 12 de diciembre, por la que se
desarrolla el artículo 17.3 de la Constitución en materia de asistencia letrada al detenido
y al preso, que modifica los art. 520 y 527 de la LECrim.;
d) derecho a comunicar a un familiar o persona de su elección el hecho de la
detención y el lugar de la misma, pudiendo comunicarse en el caso de los extranjeros a
la Oficina Consular de su país,
e) derecho a ser asistido por un intérprete en caso de no comprender o no hablar el
castellano, ya se trate de extranjeros o también de nacionales (STC 188/1991, de 3 de
octubre);
f) derecho a ser reconocido por un médico dependiente de las Administraciones
Públicas, todo ello en los términos previstos en la LO de Asistencia letrada al detenido
El plazo de detención fijado con carácter general puede ser ampliado en el caso de elementos
terroristas o integrantes de bandas armadas de conformidad con el art. 55.2 CE (desarrollado por el
art. 520 bis de la LO 4/1988, de 25 de mayo, de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal), en
cuyo caso el plazo podrá prorrogarse por 48 horas más, siempre que en las primeras 48 horas de la
detención se comunique al juez y éste así lo autorice, mediante resolución motivada (al igual que en
su caso la denegación), en las 24 horas siguientes. En estos casos, podrá solicitarse la
incomunicación del detenido, sobre la que deberá pronunciarse el Juez, procediéndose, no obstante,
a la incomunicación desde el mismo momento de su solicitud
Tanto en estos supuestos como en aquellos en los que se decrete la incomunicación, ello
conllevará que, en todo caso, el Abogado será designado de oficio y no podrá entrevistar de forma
reservada con el detenido y éste no podrá comunicar su detención (art. 527 LECrim.).
Otro supuesto en el que se altera el régimen general es en caso de declaración del estado de
excepción en cuyo caso de autoriza a la autoridad gubernativa para que pueda detener a cualquier
persona por un plazo no superior a diez días, aunque debiendo comunicarse al juez la detención en
un plazo de veinticuatro horas y manteniéndose las garantías del párrafo 3º del artículo 17 CE, de
acuerdo con lo establecido en el art. 16 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de
alarma, excepción y sitio. El régimen en caso de declaración de estado de sitio será el mismo, sólo
se podrá además autorizar al suspensión de las garantías del párrafo citado (art. 32 de la L.O.).
Retención:
La Ley Orgánica 1/1992, de 21 de febrero, de Seguridad Ciudadana (art. 20) permite que las
Fuerzas de seguridad puedan requerir a las personas que no pudieran identificarse a acompañarles a
dependencias próximas a los solos efectos de permitir su identificación y 'por el tiempo
imprescindible' para lograr tal finalidad. El Tribunal Constitucional admitió la constitucionalidad de
la figura siempre que, en efecto, no se utilice para otra finalidad que la expresamente prevista, sin
que en ningún caso pueda superar el plazo establecido para la detención provisional. En el caso de
que las condiciones de la privación cambiaran, es decir si pasara a la condición de detenido, deberá
comunicarse al afectado de manera inmediata, habiendo de disponer entonces de las garantías
pertinentes, sin que el plazo máximo entre ambas situaciones pueda superar las 72 horas. El
precepto prevé la existencia de un Libro-Registro en las dependencias de las fuerzas de seguridad
en el que se darán cuenta de todos los pormenores de este tipo de retenciones, el cual estará a
disposición de la autoridad judicial y del Ministerio Fiscal, con la finalidad de llevar un control de
estas actividades. De no respetarse las limitaciones establecidas podrá instarse un procedimiento de
habeas corpus (STC 341/1993, de 18 de noviembre)
Prisión provisional:
La finalidad de esta medida será la de garantizar al presencia en el juicio del imputado. La
Constitución señala que los plazos máximos de prisión provisional estarán establecidos mediante
ley, lo que se ha desarrollado en la Ley de Enjuiciamiento Criminal (arts. 503, 504 y 505). Los
criterios seguidos consisten en la fijación del tiempo máximo de prisión provisional de acuerdo con
las penas previstas para el delito que se imputa, así como el carácter de dicho delito y la alarma
social que provoque. La prisión habrá de ser dictada por el Juez de forma motivada y deberá ser
acorde con los fines de la medida (SSTC 14/2000, de 17 de enero; 165/2000, de 12 de junio),
además de ponderar las circunstancias personales del procesado (STC 33/1999, de 8 de marzo); sin
que baste, pues, la alarma social o el carácter del delito para decretar la prisión (STC 47/2000, de 17
de febrero), debiendo optar por otro tipo de medidas menos restrictivas cuando de ese modo se
garantice la presencia en el juicio del encausado, pues no hay que olvidar que la prisión provisional
es una medida de carácter cautelar.
Se admitirá prórroga de la prisión provisional sólo de autorizarse mediante resolución judicial
motivada (STC 231/2000, de 2 de octubre), siempre que no supere el plazo máximo fijado (SSTC
71 y 72/2000, ambas de 13 de marzo). En caso de acumulación de sumarios, el tiempo de prisión
provisional no podrá estipularse por cada delito por separado (STC 147/2000, de 29 de mayo).
Igualmente, en la imposición de este tipo de medidas se aplicará la ley más favorable al preso,
cuando una disposición posterior imponga un plazo de prisión provisional más elevado que una
anterior (SSTC 117/1987, de 8 de julio; 88/1988, de 9 de mayo)
Prisión:
La prisión sólo podrá decretarse mediante sentencia de acuerdo con lo establecido en las leyes,
en particular en el Código penal. Hay que destacar que, conforme expresa la propia Constitución
(art. 25), la prisión no conlleva la pérdida de más derechos que aquellos inherentes a la propia
privación de libertad o aquellos que se establezcan, en su caso, como pena accesoria, como pueda
ser la privación del derecho de sufragio. No obstante por las condiciones propias de la privación de
libertad, unido a la disciplina inherente a los centros penitenciarios algunos derechos, como al
secreto de comunicaciones (art. 18.3 CE), pueden sufrir algunas limitaciones o cortapisas, de
conformidad con lo establecido en la regulación penitenciaria.
La fijación del tiempo de prisión no sólo necesitará contar con el requisito de su determinación
legal, sino que será necesaria la proporcionalidad entre la pena y el bien protegido y sino que, por
otra parte, no resultara admisible una duración de aquélla incierta, ilimitada o indefinida (STC
341/1993, de 18 de noviembre). Las garantías normativas están estrechamente vinculadas con el
derecho de legalidad penal del artículo 25 de la Constitución, así como de una forma más general
con el contenido del artículo 9.3, en definitiva con una concreción de al idea de Estado de Derecho
(art. 1.1 CE).
Fuera del ámbito penal nos encontramos con otros supuestos de afectación a la libertad de las
personas, en particular, los internamientos en centro psiquiátricos se llevarán a cabo de acuerdo con
la legislación civil (art. 211 Código Civil), conforme al cual el internamiento necesitará contar con
la correspondiente resolución judicial, necesaria también para la modificación o terminación del
dicho internamiento (SSTC 104/1990, de 4 de junio, y 129/1999, de 5 de julio)
Sin embargo, el internamiento en un centro de acogida de menores no se considera afectación al
status libertatis del menor sino decisión por quien tiene la titularidad de su guardia y custodia del
lugar de residencia (STC 94/2003, de 19 de mayo).
Habeas corpus:
Por lo que se refiere a las posibles garantías frente a vulneraciones del derecho de libertad, la
Constitución ha recogido en el apartado 4 del artículo 17 la garantía de larga tradición, procedente
del derecho anglosajón: el habeas corpus, a la cual en un primer momento, el Tribunal
Constitucional configuró como un auténtico derecho (STC 31/1985, de 5 de marzo), susceptible de
recurso de amparo, mientras que después la ha calificado, con mayor propiedad, como garantía
institucional (STC 44/1991, de 25 de febrero).
El habeas corpus constituye una garantía frente a cualquier privación de libertad ilegítima, En
palabras del Tribunal Constitucional a través de él se trata de 'determinar la licitud o ilicitud de la
detención' (STC 288/2000, de 27 de noviembre), Esta garantía fue regulada mediante la Ley
Orgánica 6/1984, de 24 de mayo, reguladora del Procedimiento de Habeas Corpus.
La ilicitud de la privación de libertad puede tener diferentes causas: a) detención sin que
concurran los presupuestos legales, ya sea inexistencia de supuesto habilitante o ausencia de los
requisitos exigibles o vulneración de los derechos y formalidades previstos; b) privación de libertad
ilícita, ya por carecer de cobertura legal o ser ésta insuficiente, ya por producirse en centro o bajo
autoridad distintos de los legalmente establecidos (STC 139/2001, de 16 de julio); c) transcurso del
tiempo legalmente establecido para la detención, prisión provisional o prisión (STC 98/2002, de 29
de abril o 224/2002, de 25 de noviembre); d) falta o deficiente motivación de la prisión provisional
(SSTC 8/2002, de 24 de enero o 142/2002, de 17 de junio, entre otras); e) vulneración de los
derechos sustanciales o procesales del privado de libertad.
La legitimación para instar el procedimiento se configura de forma comprensiva: "el privado de
libertad, su cónyuge o persona unida por análoga relación de afectividad; descendientes,
ascendientes, hermanos y, en su caso, respecto a los menores y personas incapacitadas, sus
representantes legales", además del Ministerio Fiscal o el Defensor del Pueblo (art. 3), instituciones,
que por sus funciones pueden conocer de situaciones de detención irregular. Sin embargo, la
doctrina criticó la ausencia de legitimación para los abogados de los detenidos, quienes mejor
pueden conocer de su situación y de las posibles ilicitudes que se presenten. Esta laguna ha sido
cubierta por la jurisprudencia constitucional, interpretando que el Letrado -tanto el designado por el
detenido como el abogado de oficio- puede interponer un recurso de habeas corpus en
representación de la persona detenida (STC 61/2003, de 24 de marzo).
El procedimiento es muy simple para así facilitar su interposición, a la vez que su rápida
resolución. Se iniciará mediante escrito o comparecencia sin necesidad de intervención de abogado
o procurador y simplemente se deberán hacer constar os datos personales del solicitante y, en su
caso, de la persona para la que se solicita el amparo, lugar y circunstancias relevantes de la
privación de libertad y motivo concreto por el que se insta el habeas corpus (art. 4 L.O); teniendo la
persona que tenga en custodia la privado de libertad la obligación de ponerlo en conocimiento del
juez inmediatamente, incurriendo en responsabilidad en caso contrario (art. 5 L.O.).
El Juez que conocerá la solicitud será el del lugar donde se encuentre el privado de libertad, o de
no constar el del lugar de la detención o, en su caso, del último lugar donde se tuvieran noticias del
ahora privado de libertad, excepto en los casos vinculados con delitos de terrorismo que lo será el
Juez central de instrucción o en el ámbito de la jurisdicción militar el juez Togado Militar (art. 2
L.O.)
El Juez examinará si concurren los requisitos necesarios, tras lo cual mediante Auto incoará
apertura del procedimiento o denegación del mismo (art. 5).
Una vez puesto el privado de libertad en presencia del Juez, le dará audiencia o, en su caso, a su
Abogado o representante legal, así como al Ministerio Fiscal y a quienes hubieren ordenado o
practicado la detención y, en todo caso, aquél bajo cuya custodia se encontrase el primero. El Juez si
lo estimare conveniente, examinará las pruebas aportadas (art. 7). Finalmente, en el caso de que el
Juez considere que concurre alguna circunstancia que hace la privación de libertad ilegal, en
consonancia con la circunstancia concreta, podrá acordar: a) la puesta en libertad; b) continuación
de la situación de privación de libertad pero de acuerdo con las disposiciones legales aplicables al
caso; c) la puesta a disposición judicial si hubiera transcurrido el plazo de detención (art. 8).
El Tribunal Constitucional se ha mostrado muy garantista en torno a este procedimiento,
destacando la obligación del juez de incoarlo en cuanto exista un indicio de ilegalidad en la
privación de libertad, sea cual sea el carácter de ésta, como es el caso de una detención fáctica sin
las garantías pertinentes (STC 174/1999, de 27 de septiembre) o quién haya decretado dicha
privación, pudiendo tratarse de una autoridad o juez militar (SSTC 208 y 209/2000, de 24 de julio).
Ante la vulneración del derecho de libertad personal, además de la garantía específica del habeas
corpus, cabe la posibilidad, subsidiariamente, de presentar recurso de amparo ante el Tribunal
Constitucional.
En la bibliografía especializada cabe destacar los trabajos de Asencio, Casal, Fernández Segado,
Freixes, García Morillo o Gonzalez Ayala, entre muchos otros.
Sinopsis artículo 18
En el primer párrafo de este artículo la introducción del derecho a la propia imagen se debió a
sendas enmiendas del Sr. Sancho Rof y del Grupo de UCD, incluidas en el informe de la Ponencia,
la cual también modifica el texto del párrafo 2º al incluir, junto al 'mandamiento judicial'
(convertida ya en 'resolución judicial' en el Dictamen de la Comisión), el flagrante delito o el
consentimiento del titular como título para las entradas domiciliarias. Al Dictamen de la Comisión
se debe la referencia a que la limitación del uso de la informática tenderá no sólo a respetar el honor
y la intimidad, sino el ejercicio de todos los derechos.
El presente artículo tiene un contenido múltiple al contener al protección de varios derechos, que
si bien parecen inspirados todos en la protección de la intimidad, no obstante, ofrecen matices
importantes.

Derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen


El primer párrafo del precepto que comentamos cuenta ya con un contenido complejo, pues en él
se protegen, en primer lugar, el derecho al honor, en segundo lugar, el derecho a la intimidad, tanto
personal como familiar, y en tercer lugar el derecho a la propia imagen, derechos como veremos
con rasgos comunes, pero también con aspectos que permiten distinguir tres derechos diferenciados.
A) El derecho al honor es el que ha gozado de protección por parte de nuestro
ordenamiento de manera tradicional, al configurar uno de los derechos clásicos de la
personalidad y ha sido objeto de una larga interpretación jurisprudencial, fruto de la cual
se distinguen un aspecto inmanente y otro trascendente del honor: el primero consiste en
la estima que cada persona tiene de sí misma; el segundo, por su parte, radica en el
reconocimiento de los demás de nuestra dignidad (STS de 23 de marzo de 1987), se
vincula así, pues, con la fama, con la opinión social. En este sentido hay que tener
presente que el honor está vinculado a las circunstancias de tiempo y lugar de forma tal
que el concepto actual del honor poco tiene que ver, no ya con el propio de nuestro siglo
de oro, sino con el de hace pocas décadas (STC 185/1989, de 13 de noviembre). Desde
el punto de vista personal, por su parte, la afectación al honor habrá de valorarse
teniendo en cuenta la relevancia pública del personaje, su afectación a la vida
profesional o a la privada, y las circunstancias concretas en la que se produce (en un
momento de acaloramiento o con frialdad...) así como su repercusión exterior (SSTC
46/2002, de 25 de febrero; 20/2002, de 28 de enero; 204/2001, de 15 de octubre;
148/2001, de 27 de junio...) .
Aunque el derecho en principio es un derecho de las personas individualmente consideradas,
cabe poner de relieve como el Tribunal Constitucional ha reconocido el derecho a un pueblo o etnia
(el pueblo judío, STC 214/1991, caso Violeta Friedman). Por otra parte se admite que puedan ser
titulares del derecho personas jurídico privadas; sin embargo, ha negado el carácter de derecho
fundamental a personas jurídicos públicas (STC 107/1988, de 8 de junio).
B) El derecho a la intimidad se vincula a la esfera más reservada de las personas, al
ámbito que éstas siempre preservan de las miradas ajenas, aquél que desea mantenerse
oculto a los demás por pertenecer a su esfera más privada (SSTC 151/1997, de 29 de
septiembre), vinculada con la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1
CE). De esta forma el derecho a un núcleo inaccesible de intimidad se reconoce incluso
a las personas más expuestas al público (STC 134/1999, de 15 de julio). La intimidad,
de acuerdo con el propio precepto constitucional, se reconoce no sólo al individuo
aisladamente considerado, sino también al núcleo familiar (SSTC 197/1991, de 17 de
octubre o 231/1988, de 2 de diciembre).
Partiendo de las anteriores premisas, conviene hacer algunas puntualizaciones: Por una parte, al
igual que sucede con el honor, la extensión del derecho se ve condicionada por el carácter de la
persona o el aspecto concreto de su vida que se ve afectado, de acuerdo también con las
circunstancias particulares del caso. Por otra, el Tribunal Constitucional ha interpretado en alguna
ocasión que el alcance de la intimidad viene marcado por el propio afectado (STC 115/2000, de 5
de mayo), no obstante esta afirmación habrá que ponerla en relación con lo anterior pues, de lo
contrario, el alcance del derecho pondría en riesgo, por ejemplo, la libertad de información.
La referencia anterior no debe hacer creer que las únicas injerencias a la intimidad provienen de
excesos en las libertades de expresión o información, al contrario, la protección del derecho se
muestra imprescindible también en el ámbito laboral, donde habrá que deslindar aquel control
idóneo, necesario y equilibrado de la actividad laboral (STC 186/2000, de 10 de julio), de aquéllos
otros que supongan una injerencia en la intimidad de los trabajadores afectados injustificada o
desproporcionada (STC 98/2000, de 10 de abril); o en otros casos en los que existe una relación
especial de sujeción, como acontece en el ámbito penitenciario (204/2000, de 24 de julio y
218/2002, de 25 de noviembre). En los últimos años ha cobrado una gran importancia la necesidad
de protección de la intimidad frente a determinados de controles de carácter general como son los
que implica la utilización de la videovigilancia, desarrollada por la Ley Orgánica 4/1997, de 4 de
agosto, por la que se regula la utilización de videocámaras por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad
en lugares públicos.
Es preciso añadir que en determinados supuestos la intimidad cederá frente a otros bienes
jurídicamente protegibles como sucede, por ejemplo, en los supuestos de investigación de la
paternidad (STC 7/1994, de 17 de enero) o la maternidad (STC 95/1999, de 31 de mayo) o de
controles fiscales (STC 110/1984, de 26 de noviembre), siempre que estén justificados y resulten
proporcionales sobre la base de otros derechos u otros bienes jurídicamente protegidos de interés
general, como son los derechos de los hijos (art. 39 CE) o garantía de la proporcionalidad
impositiva (art. 31CE).
Finalmente, conviene mencionar como en los últimos años tiende a extenderse el alcance del
derecho a la intimidad y familiar, en relación con el derecho a la intimidad del domicilio, a
supuestos en los que se produce es una agresión ambiental, ya provenga esta de ruidos u olores.
Esta posibilidad alcanza su máximo reconocimiento en la Sentencia del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos de 9 de diciembre de 1994, en el asunto López Ostra, de la que se hizo eco
nuestro Tribunal Constitucional (STC 119/2001, de 24 de mayo), aunque desestimando la
vulneración de los derechos invocados en el caso concreto.
C) El derecho a la propia imagen salvaguarda la proyección exterior de dicha imagen
como medio de evitar injerencias no deseadas (STC 139/2001, de 18 de junio), de velar
por una determinada imagen externa (STC 156/2001, de 2 de julio) o de preservar
nuestra imagen pública (STC 81/2001, de 26 de marzo). Este derecho está íntimamente
condicionado por la actividad del sujeto, no sólo en el sentido de que las personas con
una actividad pública verán más expuesta su imagen, sino también en el sentido de que
la imagen podrá preservarse cuando se desvincule del ámbito laboral propio (STC
99/1994, de 11 de abril).
Estos tres derechos podrán verse afectados, por tanto de manera independiente, pero también,
con frecuencia, de forma conjunta, dada su evidente proximidad.
Estos derechos tienen su más inmediato riesgo del ejercicio de las libertades de expresión e
información, lo que llevará a que el ejercicio en la ponderación de bienes entre los derechos del
artículo 18 y 20 constituyan un ejercicio habitual por parte de los operadores del derecho.
El desarrollo de la protección de estos derechos lo efectúa, principalmente, la L.O. 1/1982, de 5
de mayo, de protección civil del derecho al honor, la intimidad y la propia imagen, en la que se
intentan deslindar los supuestos de intromisión ilegítima (art. 7), de aquellos que no puedan
reputarse como tales, por mediar consentimiento o por recoger imágenes públicas (art. 8). Junto a
esta Ley hay que mencionar igualmente la protección penal a través de los delitos de injurias y
calumnias (arts 205-210; 491, 496, 404-5 CP), y la que ofrece la L.O. 4/1997, de 4 de agosto, por la
que se regula la utilización de videocámaras por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en lugares
públicos, desarrollada por el Real Decreto 596/1999, de 16 de abril, donde se establecen, por lo que
a la garantía de la intimidad se refiere, desde la información sobre la existencia de videocámaras a
la destrucción de las grabaciones, salvo las que contengan imágenes relacionadas con infracciones
penales o administrativas graves, con la correspondiente obligación de reserva por parte de los que
tengan acceso a las imágenes (art. 8 y 9 L.O. 4/1997).

Inviolabilidad del domicilio


La inviolabilidad del domicilio se vincula al derecho a la intimidad de las personas, pues protege
el ámbito donde la persona desarrolla su intimidad al amparo de miradas indiscretas, como
consecuencia de ello es lógico que el Tribunal Constitucional haya dado al término domicilio un
significado mucho más amplio que el otorgado por el Código Civil, considerando así 'domicilio',
'segundas viviendas', vehículos o caravanas y habitaciones de hotel (STC 10/2002, de 17 de enero),
aunque en algunos de estos casos con ciertas cortapisas derivadas de las propias características del
alojamiento.
Para que se admita la vulneración del derecho no es necesaria la penetración física sino que se
comprende también la que se efectúa mediante aparatos visuales o auditivos (STC 22/1984, de 17
de febrero).
Sin embargo, esa vinculación con la intimidad personal parece quebrarse cuando se reconoce el
derecho a personas jurídicas (STC 137/1985, de 17 de octubre; 69/1999, de 26 de abril), aunque sea
de forma más matizada, con menor intensidad que en el caso de las personas físicas.
La Constitución señala tres situaciones en las que se admite la entrada y registro domiciliarios: a)
consentimiento del titular; b) resolución judicial; c) flagrante delito A éstas hay que añadir otra, no
consignada, pero igualmente admisible, dadas sus características, la situación de urgente necesidad,
como la que se produce en casos de catástrofe, ruina inminente u otros similares con la finalidad de
evitar daños inminentes y graves para personas o cosas, es decir en supuestos en los que es
necesaria la quiebra de la inviolabilidad domiciliaria para preservar otros bienes protegidos, en
particular la vida o integridad de las personas (art. 21.3 L.O. 1/1992, de 21 de febrero, sobre
protección de la seguridad ciudadana).
En torno al consentimiento del titular, el concepto de 'titular' del domicilio hay que entenderlo
más en sentido real que jurídico, será aquella o aquellas personas que residen en el 'domicilio',
pudiendo así ser varios los titulares, en cuyo caso bastaría el consentimiento de uno de ellos, si el
resto no se oponen, aunque teniendo en cuenta que habrá de considerarse titular a efectos del art.
18.2, en ciertos casos, sólo a aquél frente a quien se dirija la actuación de entrada o registro (STC
22/2003, de 10 de febrero)
Cuando la autorización de entrada proceda de resolución judicial deberá motivar no sólo las
razones en las que se basa, sino así mismo, su alcance, estableciendo dependencias en las que
procede la entrada y alcance del registro, pues la resolución judicial ha de actuar como garante del
derecho (STC 139/1999, de 22 de julio, entre otras).
Hay que tener presente que si en la mayor parte de los casos las entradas y registros
domiciliarios serán consecuencia de procedimientos penales, también caben los registros o entradas
administrativos (por ejemplo, relacionados con inspecciones) o de carácter civil (embargos o
lanzamientos). En un primer momento el Tribunal Constitucional exigía que la resolución de
entrada domiciliaria fuera en todo caso una resolución separada en el caso de 'entradas
administrativas' (STC 22/1984, de 17 de febrero), sin embargo en un momento posterior se estimó
innecesaria un resolución separada en supuestos en los que dicha entrada fuera inherente a la
resolución principal (STC 160/1991, de 18 de julio). No obstante, el alcance de la entrada
domiciliaria no puede dejarse a la discrecionalidad de la Administración sino que la resolución
judicial deberá precisar el número o periodo de entradas autorizado así como el número de personas
habilitadas, debiendo dar cuenta al Juez de los resultados (STC 50/1995, de 23 de febrero).
En el ámbito penal, por su parte es necesario tener presente que el registro domiciliario se utiliza
como medio de obtención de pruebas, de manera que la carencia de resolución judicial o una
imprecisa parcial puede llevar a la invalidación de las pruebas (STC, entre otras, 149/2001, de 27 de
junio).
Si el supuesto es el flagrante delito, la jurisprudencia estima que existe tal en supuestos en los
que existe inmediatez temporal, espacial y personal, o de acuerdo con los términos del Tribunal
Constitucional, se requiere evidencia e inmediatez, de manera que cuando no concurrieran tales
circunstancias será necesaria la correspondiente resolución judicial (SSTC 341/1993, de 18 de
noviembre; 94/1996, de 28 de mayo).
La L.O. 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, prescribe -para los dos
últimos estados- un régimen especial de inspecciones o registros domiciliarios en los supuestos en
los que la correspondiente declaración comprenda la suspensión del art. 18.2 CE. La regulación, no
obstante, no está exenta de garantías sino que contempla, entre otros requisitos, la presencia de dos
vecinos como testigos del registro domiciliario y el levantamiento de un acta del registro efectuado,
acta que se remitirá al juez junto con la motivación del acto. (art. 17 y 32 L.O.).
Así mismo, en relación con el art. 55.2 CE, el art. 553 LECrim., de conformidad con la L.O.
4/1988, de 25 de mayo, plantea la posibilidad de entradas y registros sin necesidad de autorización
previa, aunque con la obligación de dar cuenta inmediata al Juez.

Secreto de las comunicaciones


"En una sociedad tecnológicamente avanzada como la actual, el secreto de las comunicaciones
constituye no sólo garantía de libertad individual, sino instrumento de desarrollo cultural, científico
y tecnológico colectivo" (STC 132/2002, de 20 de mayo).
La protección del derecho de las comunicaciones tiene una entidad propia, diferenciada de su
vinculación con el derecho a la intimidad, ya que las comunicaciones deberán resultar protegidas
con independencia de su contenido, esto es, ya se trate de comunicaciones de carácter íntimo o de
otro género. En efecto, según ha destacado la doctrina y la jurisprudencia, el artículo 18.3 CE tiene
un contenido puramente formal, protegiendo tanto de las intromisiones de los poderes públicos
como de los particulares (STC 114/1984, de 29 de noviembre).
Aunque en el artículo 18.3 CE se mencionan sólo las comunicaciones postales, telegráficas o
telefónicas, dado el carácter abierto de su enunciado, cabe entender comprendidas otro tipo de
comunicaciones como pueda ser el correo electrónico, chats u otros medios, siempre que se
efectúen mediante algún artificio instrumental o técnico, pues la presencia de un elemento ajeno a
aquéllos entre los que media el proceso de comunicación es indispensable para configurar el ilícito
constitucional del precepto; en consecuencia, el levantamiento del secreto por uno de los
intervinientes no se consideraría violación del artículo 18.3 CE, sino, en su caso, vulneración del
derecho a la intimidad (STC 114/1984).
Titulares del derecho son cualquier persona física o jurídica, nacional o extranjera, recogiendo la
doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) para quien las nociones "vida
privada" y correspondencia" del art. 8 del convenio incluyen tanto locales privados como
profesionales (STEDH de 16 de febrero de 2000, asunto Amann), igualmente reconocida por el
Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas ( STJCE de 18 de mayo de 1982, A.M.S. v.
Comisión).
En el Código Penal de 1995 (L.O.10/1995, de 23 de noviembre) tienen cabida la tipificación de
la interceptación de comunicaciones por parte de particulares, personas físicas (art. 197) o jurídicas
(art. 200), citándose expresamente no sólo las postales y las telefónicas, sino también el correo
electrónico. Mención aparte merece la intervención efectuada por funcionario público o agente sin
las garantías constitucionales o legales, variando la pena dependiendo de si ha divulgado o no los
hechos. (art. 536 Código penal) (STS 2ª de 22 de marzo de 2001).
La protección de este tipo de comunicaciones supone que no podrá interferirse o intervenirse la
comunicación de cualquier persona, salvo resolución judicial y con las garantías previstas. Sin
embargo, en virtud del medio de comunicación elegido se presentan distintos matices.
En el caso de las comunicaciones postales se garantiza el secreto de la comunicación así como
de cualquier dato relativo al envío, debiendo las operadoras garantizar el secreto, conforme a la
regulación del Real Decreto 1829/1999, de 3 de diciembre, que aprueba el Reglamento por el que se
regula la prestación de servicios postales en desarrollo de lo establecido en la Ley 29/1998, de 13 de
julio del Servicio Postal Universal y de liberalización de los servicios postales. En el ámbito penal
las garantías de la intervención se señala en el art. 584 LECrim).
El concepto de correspondencia se ha configurado por parte de la jurisprudencia de forma muy
amplia (STS 2ª de 23 de marzo de 2001) y sólo últimamente se empieza a diferenciar el tratamiento
de ciertos paquetes postales los calificados como "etiqueta verde" conforme al Convenio de fecha
de 14 de diciembre de 1989 (ratificado por España en 1992) en el que se prohibía que los paquetes
contuvieran cartas o documentos personales, estando sometidos a inspección aduanera o también de
aquellos que por sus características evidenciaran la ausencia de mensajes personales (SSTS 1 de
diciembre de 2000, 14 de septiembre de 2001 y 11 de diciembre de 2002, entre otras).
El ordenamiento también prevé así mismo un supuesto de intervención de carácter civil, el
relativo a las garantías que se imponen a concursados y quebrados para salvaguardar la masa de la
quiebra (art. 1 de la Ley Orgánica 8/2003, de 9 de julio, para la reforma concursal).
La intervención de las comunicaciones telegráficas reviste un carácter similar a la del correo (art.
580 y ss. LECrim)
La mayor incidencia del derecho garantizado por el art. 18.3 CE la encontramos en las
comunicaciones telefónicas, donde se plantean distintos grados de posible vulneración del secreto:
intervención, grabación o recuento (STC 217/1989, de 21 de diciembre), es decir se admite la
vulneración del derecho no sólo cuando se accede a lo comunicado, sino también cuando se conoce
con quién o con qué número se comunica, e incluso la duración de la comunicación, según ha
puesto de relieve el TEDH (S de 30 de julio de 1998, caso Valenzuela) o nuestro Tribunal
Constitucional, el cual , no obstante ha destacado 'la menor intensidad de la injerencia' cuando no se
accede al contenido de la comunicación (STC 123/2002, de 20 de mayo).
La regulación legal de las intervenciones telefónicas la encontramos en el art. 579 LECrim. de
acuerdo con la redacción de la L.O. 4/1988, de 25 mayo, cuyas garantías han sido luego
desarrolladas por la doctrina jurisprudencial.
El Real Decreto 424/2005, de 15 de abril, que aprueba el Reglamento sobre las condiciones para
la prestación de servicios de comunicaciones electrónicas, el servicio universal y la protección de
los usuarios, desarrolla la Ley 32/2003 de 3 de noviembre, General de Telecomunicaciones, que a
su vez desarrolla la normativa europea. Desde el punto de vista de las empresas que hayan de
cumplir las medidas este Decreto regula. en su título V, los aspectos relativos a la intervención de
las comunicaciones, estableciendo, en particular, las obligaciones que se imponen a las empresas de
telecomunicación en relación con las intervenciones telefónicas, así como las exigencias en orden a
afectar mínimamente a la intimidad y a la obligación de confidencialidad por parte de los que llevan
a cabo las citadas intervenciones.
En el ámbito comunitario europeo es necesario mencionar la Directiva del Parlamento Europeo y
del Consejo relativa a la conservación de datos generados o tratados en relación con la prestación
de servicios de comunicaciones electrónicas de acceso público o de redes públicas de
comunicaciones (art. 15.1 Directiva 2006/24/CE, de 15 de marzo de 2006).
En España se permitirán las intervenciones telefónicas para los delitos graves, entendido en el
sentido de "delitos calificables de infracciones punibles graves" a lo que el Tribunal Constitucional
considera necesario añadir "el bien jurídico protegido y la relevancia social de la actividad" (SSTC
202/2001, de 21 de noviembre, y 14/2001, de 29 de enero), tales como el tráfico de drogas a gran
escala o delitos contra la salud pública (entre otras, SSTC 32/1994, de 31 de enero; 207/1996, de 16
de diciembre) o también "el uso de tecnologías de la información" (STC 104/2006, de 3 de abril).
En todo lo relativo a las comunicaciones telefónicas, ha sido clave la jurisprudencia desarrollada
por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) habiendo destacado la necesidad de que la
interceptación esté prevista mediante ley, resultando accesible al justiciable y predecible y que sea
necesaria en una sociedad democrática (SS de 25 de marzo de 1998, Caso Kopp, y de 28 de
septiembre de 2000, caso Messina, entre otras) así como la exigencia de proporcionalidad (S de 20
de junio de 2000, caso Foxley). La atención del TEDH se ha centrado también en precisar que la
vigilancia puede sufrir un control en tres estadios: cuando se ordena, mientras se lleva a cabo o
cuando ha cesado; controles que podrán ser sometidos a control por parte del poder judicial (S de 6
de septiembre de 1978, asunto Klass).
De entre las distintas Sentencias del TEDH, dos han tenido una especial incidencia para España,
la del caso Valenzuela Contreras (S de 30 de julio de 1998) y la del asunto Prado Bugallo (S. de 18
de febrero de 2003). En la primera se pusieron de relieve las deficiencias de la regulación española
anteriores a la L.O. 4/1988; en la segunda, si bien se aprecian favorablemente los cambios
introducidos, se estima que aun resulta insuficiente la determinación de la naturaleza de las
infracciones que pueden dar lugar a las intervenciones, la fijación de los límites temporales y de las
condiciones de aportación de la prueba al juicio oral.
De las observaciones del TEDH en el asunto Valenzuela se hicieron eco tanto la jurisprudencia
ordinaria (entre otras, STS 2ª de 22 de noviembre de 1999) como la constitucional (véase, por todas,
STC 202/2001, de 21 de noviembre)
Entre los requisitos que ha precisado la jurisprudencia cabe destacar: en primer lugar la
necesidad de motivación, cuya carencia llevará a la invalidación de, en su caso, las pruebas
obtenidas (STC, entre otras, 54/1996, de 26 de marzo). La resolución judicial que autoriza la
medida o su prórroga debe expresar o exteriorizar tanto las razones fácticas como jurídicas que
apoyan la necesidad de la intervención. Deberá precisarse con la mayor certeza posible el objeto de
la medida: número o números de teléfono y personas cuyas conversaciones han de ser intervenidas
con determinación del grado de intervención, el tiempo de duración de la intervención (que
revestirá un carácter razonable), quiénes han de llevarla a cabo y cómo, y los periodos en los que
deba de darse cuenta al juez de sus resultados para controlar su ejecución (véase, entre otras, STC
202/2001, de 21 de noviembre; STS de 16 de diciembre de 2002; ATS de 18 de junio de 1992).
Siempre partiendo de la existencia de unas sospechas que "han de fundarse en datos fácticos o
indicios que permitan suponer que alguien intenta cometer, está cometiendo o ha cometido una
infracción grave o en buenas razones o fuertes presunciones de que las infracciones están a punto de
cometerse" (STC 202/2001, citada).
Las condiciones de legitimidad de la limitación del derecho al secreto de las comunicaciones
afectan también a las resoluciones de prórroga, de tal forma que no sólo necesitarán también de
motivación, que no podrá ser mera reproducción de la primera, sino que se exige que el Juez
conozca los resultados de la intervención acordada (resultados, utilidad para el proceso...) (SSTC
49/1999, de 5 de abril; 138/2001, de 18 de junio). Además, se produciría una vulneración del
derecho desde el momento en que expirara la orden judicial sin ser renovada (STEDH de 20 de
junio de 2000, caso Foxley).
Por su parte, como efecto del caso Prado, donde el TEDH todavía señala deficiencias en nuestro
ordenamiento en la regulación de las intervenciones telefónicas, el Tribunal Constitucional en la
Sentencia 184/2003, de 23 de octubre, reconoce las carencias del art. 579 LECrim. en lo que
respecta al plazo máximo de duración de las intervenciones, la naturaleza y gravedad de los hechos
en virtud de cuya investigación pueden acordarse; al control del resultado de las intervenciones
telefónicas y de los soportes en los que conste dicho resultado, a las condiciones de incorporación a
los atestados y al proceso de las conversaciones intervenidas. Por estas y otras razones el Alto
Tribunal concluye que la situación actual no se ajusta a las exigencias de previsibilidad y certeza en
el ámbito del derecho fundamental al secreto de las comunicaciones, por lo que insta al legislador
para que en el plazo más breve posible regule con la suficiente precisión esta materia.
Un supuesto especial es la intervención de las comunicaciones, o en su caso medidas que afecten
a la inviolabilidad del domicilio, que pueda llevar a cabo el Centro Nacional de Inteligencia, en
cuyo caso el Secretario de Estado Director del citado Centro deberá solicitar previa autorización al
Magistrado del Tribunal Supremo Competente, regulándose el régimen de este tipo de
intervenciones en la Ley Orgánica 2/2002, de 6 de mayo, reguladora del control judicial previo del
Centro Nacional de Inteligencia.
En otro orden de cosas, se comprueba como los privados de libertad ven reducido su derecho al
secreto de las comunicaciones, en primer lugar de forma general, en virtud de las limitaciones a las
comunicaciones telefónicas que impone la legislación penitenciaria (art. 47.1-3 del Reglamento
Penitenciario, RD 190/1996, de 9 de febrero). En segundo lugar, una mayor incidencia en el
derecho se deriva de los arts. 46 y 51 L.O. General Penitenciaria (L.O. 1/1979, de 26 de septiembre)
que permiten que las comunicaciones puedan ser suspendidas o intervenidas motivadamente por el
Director del establecimiento, quien dará cuenta a la autoridad judicial competente (SSTC 106/2001,
de 23 de abril; 192, 193 y 194/2002, de 20 de noviembre). Estas limitaciones derivarían de la
situación de sujeción especial de los internos, en conexión con el art. 25.2 CE (STC 58/1998, de 16
de marzo).
Por su parte, la regulación de los estados excepcionales permite la suspensión del secreto de las
comunicaciones, si así lo prevé el decreto que declare el estado de excepción o de sitio (arts. 55 y
116 CE). La intervención podrá efectuarla entonces la autoridad gubernativa, pero deberá ser
comunicada inmediatamente al Juez "por escrito motivado" (art. 18 de la L.O. 4/1981, de 1 de
junio, de los estados de alarma, excepción y sitio).
Finalmente, el artículo 55. 2 CE permite la posibilidad de restringir el secreto de las
comunicaciones a bandas armadas o elementos terroristas, lo cual ha sido desarrollado por el art.
579.4 LECrim. (L.O. 4/1988, de 25 de mayo) que establece como, en caso de urgencia, la
intervención podrá ordenarla el Ministro del Interior o, en su defecto, el Director de la Seguridad
del Estado, comunicándolo inmediatamente por escrito motivado al Juez competente, quien,
revocará o confirmará la medida (Sentencia 71/1994, de 3 de marzo). En cualquier caso, como ha
señalado el TEDH habrán de conciliarse los imperativos de la defensa de la sociedad democrática y
la salvaguarda de los derechos individuales (STEDH de 6 de septiembre de 1978, asunto Klass).

Informática
La protección de los datos frente al uso de la informática es nuestra Constitución una de las
primeras en introducirlo dado que es precisamente en los años de su redacción cuando comienzan a
apreciarse los peligros que puede entrañar el archivo y uso ilimitado de los datos informáticos.
Nuestros constituyentes tomaron, en este caso, el ejemplo de la Constitución portuguesa, sólo dos
años anterior a la española.
Una primera interpretación llevó a considerar este derecho como una especificación del derecho
a la intimidad, pero Tribunal Constitucional ha interpretado que se trata de un derecho
independiente, aunque obviamente estrechamente relacionado con aquél (SSTC 254/1993, de 20 de
julio y 290/2000, de 30 de noviembre). El Alto Tribunal además señaló la vinculación directa de
este derecho para los poderes públicos sin necesidad de desarrollo normativo (STC 254/1993).
Este derecho se halla estrechamente vinculado con la libertad ideológica, pues evidentemente el
almacenamiento y la utilización de datos informáticos puede suponer un riesgo para aquélla, no
solamente por lo que se refiere a 'datos sensibles', entre los que se encuentran los de carácter
ideológico o religioso sobre los cuales según indica el artículo 16 de la Constitución nadie estará
obligado a declarar, sino también por su posible utilización ajena a las finalidades para los que
fueron recabados (SSTC 11/98, de 13 de enero; 44 y 45/1999, de 22 de marzo, entre otras, en
relación con la libertad sindical), o la inclusión de datos sin conocimiento del afectado (STC
202/1999, de 8 de noviembre). Otro riesgo puede provenir por efectuarse accesos indebidos a
ficheros ajenos (STC 144/1999, de 22 de julio, en torno a una indebida utilización por parte de una
Junta Electoral de Zona de datos incluidos en el Registro Central de Penados y Rebeldes).
El desarrollo del derecho está marcado por el Convenio del Consejo de Europa de 28 de enero de
1981, para la protección de datos de carácter personal. La regulación interna se debió a la Ley
Orgánica 5/1992, de 29 de octubre, de regulación del tratamiento automatizado de datos de carácter
personal (LORTAD). La primera en buena medida vino impuesta por la ratificación por parte de
España del Convenio de Schengen, donde para permitir el libre paso de fronteras entre diversos
países europeos imponía el control de ciertas bases de datos. La Directiva 95/46/CE, del Parlamento
europeo y del Consejo de 24 de octubre de 1995, sobre protección de datos y libre circulación de
esos datos (DOCE L 281, de 23 de noviembre de 1995), dio lugar a la redacción de una nueva ley,
la L.O.15/1999, de 13 de diciembre, de protección de datos de carácter personal.
Mediante la protección de datos se intenta que lograr la adecuación y exactitud de las bases de
datos, así como la cancelación de los datos cuando dejen de ser necesarios, así como el
conocimiento y la posibilidad de acceso por parte de los afectados, con un especial deber de
protección para los datos denominados sensibles, aquellos que afectan a la ideología, religión o
creencias (Art. 16.2 CE) y los relativos a la salud. La Ley regula el régimen de creación,
modificación o supresión de ficheros informáticos, así como de su cesión. Las garantías, por una
parte, consisten en la creación de la Agencia de protección de datos, con el fin de velar por el
cumplimiento de la Ley, y el Registro general de protección de datos en el que deberán inscribirse
todos los ficheros de acuerdo con la Ley. Por un último se establece un régimen sancionatorio.
Los derechos del artículo 18 CE al encontrarse en la Sección 1ª del Capítulo II del Título I de la
Constitución están sometidos a reserva de ley orgánica (art. 81 CE), que en todo caso deberá
respetar su contenido esencial, y vinculan a todos los poderes públicos (art. 53.1 CE), y, entre las
garantías jurisdiccionales podrá recabarse la tutela de los tribunales ordinarios mediante un
procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, subsidiariamente, la tutela
del Tribunal Constitucional mediante un recurso de amparo (art. 53.2 CE)
En cuanto a la bibliografía básica, las materias objeto de este artículo hacen que ésta sea
amplisima. En todo caso a desatacar los trabajos de Alegre, Aparicio, Azurmendi, Balaguer, Estrada,
Herreo Martínez de Pisón, Romero, Ruiz Miguel, Sanchez Carazo en relación con el apartado 1;
Alonso, González Trevijano, Matía, Pascual, Queralt en relación con el apartado 2; Jiménez Campo
López Barja de Quiroga, López Yagües, Martín Morales, con el 3 y Aparicio, Corripio, Herrán,
Lucas Murillo de la Cueva, con el 4.

Sinopsis artículo 19
El contenido del derecho se mantuvo casi inalterado a todo lo largo del proceso constituyente
con unas mínimas variaciones de carácter gramatical.
Este precepto reconoce a los españoles la libertad tanto para circular libremente por el territorio
nacional como para fijar el lugar de residencia. Ello significa la posibilidad de trasladarse de un
lugar a otro, de una Comunidad Autónoma a otra o de fijar la residencia en una u otra con
independencia del origen, sin ningún tipo de trabas, la libertad alcanza pues todo el territorio
nacional. Esta libertad se vincula con lo establecido en el artículo 139.2 de la Constitución que
señala la imposibilidad de poner obstáculos a la libre circulación, lo que no obsta para que cada
Comunidad Autónoma pueda establecer sus propios derechos y deberes en el marco de sus
competencias siempre que no impidan o dificulten la libertad de circulación o residencia en
cualquier parte del territorio.
Hay que hacer notar que la libertad de circulación y de residencia en la actualidad no viene
impuesta solamente por el ordenamiento interno, sino también por la normativa comunitaria. En
este sentido aunque el derecho tiene como sujeto expreso a 'los españoles', la libertad de circulación
y de residencia, por vía del Derecho de la Unión Europea (art. 18 TCE), se extiende a todos los
ciudadanos comunitarios y a sus familias, de conformidad con las Directivas de desarrollo, sin que
los Estados puedan restringir el derecho más que por causa de orden o seguridad públicos o de salud
pública, cuya apreciación correspondiente a Estado receptor pero siempre con el control del
Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, quien ha propiciado una interpretación
restringida de las mencionadas cláusulas.
El Tribunal Constitucional, por su parte, ha extendido el ámbito de aplicación de la libertad de
circulación y de residencia a los extranjeros si bien no en iguales términos que a los españoles: estas
libertades en el caso de los extranjeros sólo podrán limitarse en virtud de ley o en virtud de
resolución judicial, sin que puedan restringirse de forma general o ilimitada y sin el respeto a las
garantías establecidas por el ordenamiento (SSTC 94/1993, de 21 de marzo, o 242/1994, de 20 de
julio). La regulación actual de la libertad de circulación de los extranjeros la encontramos en el art.
5 de la L.O. 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros de su integración
social, modificada por la L.O 8/2000, de 22 de diciembre, y por la L.O.14/2003, de 20 de
noviembre. La Ley además de remitirse a los supuestos generales plantea que 'excepcionalmente
por razones de seguridad pública, de forma individualizada, motivada y en proporción a las
circunstancias que concurran en cada caso' el Ministerio del Interior podrá imponer medidas
limitativas como 'el alejamiento de fronteras o núcleos de población concretados singularmente'.
Por su parte, la libre circulación sólo podrá ser suspendida con motivo de la declaración de
cualquiera del estado de excepción o sitio, siempre que así se establezca expresamente en la
autorización correspondiente, y podrá limitarse su ejercicio en caso de declaración de estado de
alarma, de acuerdo con las características y motivos que provocaran la declaración de este estado
excepcional. En ambos casos habrá de señalarse el alcance de las medidas (art. 55 CE en relación
con art. 116 CE, desarrollado por la L.O. 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción
y sitio). Al margen de esto podrá limitarse o restringirse por circunstancias de carácter excepcional,
ya sean naturales (p.ej., el cierre de una carretera a causa de unas inundaciones) o de otro carácter
(p.ej., restricción de movimientos en un área para facilitar las tareas policiales en la búsqueda de
unos delincuentes). En ocasiones la limitación puntual del derecho puede venir dada por el ejercicio
de otros derechos por parte de otras personas, tal es el caso del derecho de manifestación o del
derecho de huelga que puede condicionar temporalmente la libertad de circulación (SSTC 26/1981,
de 17 de julio; 59/1990, de 29 de marzo).
Otras limitaciones de este derecho tendrán un carácter individual, así las que se derivan de las
impuestas, a su vez, al derecho de libertad (artículo 17 CE), pues obviamente cualquier privación de
libertad supone una afectación a la libertad de circulación y de residencia. De igual forma el Juez
puede restringir la libertad de circulación en supuestos en los que mediante resolución judicial
imponga el alejamiento de un lugar o la prohibición de acercarse a una persona.
La libertad de residencia comprende tanto el del lugar de residencia estable como aquellos
pasajeros, aunque, sin duda, tiene una mayor incidencia el primer supuesto.
La libertad de residencia sólo podrá restringirse ante supuestos de similar carácter que en la
libertad de circulación, pero hay que ver cómo podemos considerar además otros casos que pueden
incidir en el derecho, como pudieran ser el traslado forzoso de personas con motivo de la
realización de obras públicas como es la construcción de una presa, en cuyo caso, deberán
ponderarse los diferentes derechos o bienes en conflicto para establecer si ha de prevalecer este
derecho fundamental o si, por el contrario, en aras del interés público ha de sacrificarse el derecho
de unos en base al interés general (STC 160/1991, de 18 de julio).
También se ha esgrimido como supuesta vulneración de la libertad de elección de residencia la
obligación de residir en el lugar en el que ostentan el cargo impuesta a los funcionarios públicos Se
trata en realidad de un conflicto aparente, puesto que la imposición de la residencia viene dada por
la asunción de un cargo público, de tal forma que al asumir simultáneamente se están asumiendo las
obligaciones que impone. Por otra parte, la citada obligación en la actualidad ya no tiene el carácter
tan restrictivo que pudiera tener en el pasado, ya que se admite la residencia en lugares distintos a
aquél en el que se prestan los servicios siempre que se garantice el pleno cumplimiento (STC
90/1995, de 9 de junio).
El segundo párrafo del artículo 19 reconoce el derecho de entrar y salir libremente de España de
acuerdo con lo establecido en la ley, es decir se trata ya de un derecho de configuración legal. Este
derecho se encuentra condicionado no sólo por la posible exigencia de unos determinados
documentos para poder salir del país (documento de identidad o pasaporte), sino de también por las
exigencias establecidas por el país de destino (por ejemplo, visado). Al margen de los requisitos de
carácter formal que pueden condicionar la salida de España, es necesario tener presente cómo la
salida del país puede limitarse por resolución judicial.
El último inciso añade que el derecho no podrá restringirse 'por motivos ideológicos o políticos',
disposición incluida como contraste con el régimen anterior o con el aplicado en los regímenes
totalitarios en el que se niega el pasaporte y por ende la salida del país a las personas sospechosas
de ideología contraria al régimen.
La libertad de circulación y el derecho a elegir el lugar de residencia al encontrarse en la Sección
1ª del Capítulo II del Título I de la Constitución está sometido a reserva de ley orgánica (art. 81
CE), que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, y vinculan a todos los poderes públicos
(art. 53.1 CE), sin embargo no precisara de ley orgánica la regulación del régimen de entrada y
salida del país. Entre las garantías jurisdiccionales podrá recabarse la tutela de los tribunales
ordinarios mediante un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y,
subsidiariamente, la tutela del Tribunal Constitucional mediante un recurso de amparo (art. 53.2
CE)
Entre la bibliografía cabe citar el trabajo de Gonzalez Trevijano

Sinopsis artículo 20
La estructura actual del precepto se debe a la Ponencia constitucional, a quien también se debe la
incorporación, a raíz de una enmienda de UCD, de la protección de la juventud y de la infancia
entre los límites a los derechos reconocidos en este artículo.
Por su parte, en el Dictamen de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas
del Congreso se introdujo la referencia a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el
ejercicio de la libertad de información.
Finalmente, en el Dictamen de la Comisión de Constitución del Senado se añade el derecho a la
creación 'técnica' junto a la literaria, artística y científica.
La garantía de estos derechos es regla común en todas las Constituciones de nuestro entorno,
pero cabe señalar que es la Constitución alemana la que recoge también la protección de la juventud
como límite de la libertad de información.
El artículo 20 de la Constitución engloba varios derechos con puntos en común, pero también
con notorias diferencias en su carácter y tratamiento.
Libertades de expresión y de información
Especial incidencia cuenta la formulación de las libertades de expresión e información (párrafo
1, apartados a) y d), respectivamente), libertades no siempre fácilmente distinguibles, pero que es
necesario matizar para hacer plenamente operativos los mandatos constitucionales; de esta forma, la
libertad de expresión hace referencia a la libertad para comunicar pensamientos, ideas, opiniones
por cualquier medio de difusión ya sea de carácter general o más restringido (pasquines...), aunque
se garantice una especial protección en el primer caso. Por su parte, la libertad de información se
refiere a la comunicación de hechos mediante cualquier medio de difusión general, esto es la
libertad de expresión conlleva un matiz subjetivo, mientras que libertad de la información contiene
un significado que pretende ser objetivo. Evidentemente expresión e información con frecuencia no
se dan separados, sino, por el contrario, unidos puesto que con las noticias es frecuente intercalar
opiniones propias del informador. De esta forma se considerará que nos enfrentamos a una
manifestación de la libertad de expresión o, por el contrario, de la de información de acuerdo con el
carácter predominante del mensaje (STC160/2003, de 15 de septiembre, por sólo citar una).
El precepto constitucional exige la veracidad en el caso de la información, lo cual se ha
interpretado como necesidad de veracidad subjetiva, es decir que el informante haya actuado con
diligencia, haya contrastado contrastado la información de forma adecuada a las características de la
noticia y a los medios disponibles (SSTC, entre otras, 6/1988, de 21 de enero, 240/1992, de 21 de
diciembre; 47/2002, de 25 de febrero; 75/2002, de 8 de abril), puesto que de exigirse una verdad
objetiva eso haría imposible o dificultaría en extremo el ejercicio de la libertad de información.
Ambas libertades, expresión e información, podrán ser ejercidas por cualquier persona (STC
6/1981, de 16 de marzo), sin perjuicio de que, al menos la segunda, habitualmente sea ejercida por
los profesionales de la información, lo cual conducirá a que éstos cuenten con garantías específicas
como son la cláusula de conciencia y el derecho al secreto profesional. Por otra parte, el ejercicio de
la libertad de expresión puede verse restringido o matizado para determinados colectivos como
funcionarios o fuerzas armadas (SSTC 241/1999; de 20 de diciembre; 102/2001, de 23 de abril) o
como consecuencia de una relación laboral (SSTC 186/1996, de 25 de noviembre; 90/1999, de 26
de mayo).
La cláusula de conciencia ha sido desarrollada por la L.O. 2/1997, de 19 de junio, de la cláusula
de conciencia de los profesionales de la información, por la que se permite la rescisión del contrato
laboral a esos profesionales cuando el medio de comunicación cambie sustancialmente su línea
ideológica u orientación informativa, o cuando se produzca un traslado dentro de la empresa que
suponga una ruptura con la orientación profesional del informador (art. 2), habiéndose admitido el
cese de la relación previo al ejercicio de la ación(STC 225/2002, de 9 de diciembre). Por otra parte
admite la negativa motivada por parte de los profesionales de la información para 'la elaboración de
informaciones contrarias a los principios éticos de la información' (art. 3). La finalidad de la ley es
'garantizar la independencia' en el ejercicio de sus funciones (art. 1). Quedan fuera del marco de
protección otros trabajadores de empresas informativas (STC199/1999, de 18 de noviembre).
El secreto profesional de los profesionales de la información no se ha regulado aun, por lo cual
se plantean dudas en torno a su alcance, lo que ha conducido, por ejemplo, a que no se considerara
suficientemente contrastada una información de la que no se quiso revelar la fuente (STC 21/2000,
de 31 de enero).
Por su parte, los afectados por el ejercicio de la libertad de información, tanto personas físicas
como jurídicas, cuentan con el derecho de rectificación cuando consideren las informaciones
difundidas inexactas y cuya divulgación pueda causarles perjuicios. Este derecho ha sido
desarrollado por la Ley Orgánica 2/1984, de 26 de mayo, reguladora del derecho de rectificación.
La rectificación debe ceñirse a hechos y el director deberá publicarla con relevancia semejante a la
que tuvo la información en el plazo de tres días siguientes a la recepción, salvo que la publicación o
difusión tenga otra perioricidad, en cuyo caso se hará en el número siguiente. De no respetarse los
plazos o no difundirse la rectificación el perjudicado podrá ejercitar al correspondiente acción ante
el Juez.
Las libertades de expresión e información con frecuencia entran en colisión con los derechos al
honor, a la intimidad y la propia imagen, que aparecen como límite expresamente reconocido en el
precepto constitucional. En caso de conflicto deberá llevarse a cabo la correspondiente ponderación
de bienes, teniendo que analizar cada una de las circunstancias concurrentes, de forma tal que cada
caso necesitará de un examen particularizado sin que quepa la aplicación automática de reglas
generales. No obstante, existen unas pautas, puestas de relieve en especial por la jurisprudencia, que
será necesario tener presentes a la hora de analizar cualquier conflicto entre los derechos del
artículo 18.1 y los del artículo 20: a) En ningún caso resultará admisible el insulto o las
calificaciones claramente difamatorias (SSTC 204/2001, de 15 de octubre; 20/2002, de 28 de
enero); b) El cargo u ocupación de la persona afectada será un factor a analizar, teniendo en cuenta
que los cargos públicos o las personas que por su profesión se ven expuestas al público tendrán que
soportar un grado mayor de crítica o de afectación a su intimidad que las personas que no cuenten
con esa exposición al público (STC 101/2003, de 2 de junio); c) Las expresiones o informaciones
habrán de contrastarse con los usos sociales, de forma tal que, por ejemplo, expresiones en el
pasado consideradas injuriosas pueden haber perdido ese carácter o determinadas informaciones
que antes pudieran haberse considerado atentatorias del honor o la intimidad ahora resultan inocuas;
d) No se desvelarán innecesariamente aspectos de la vida privada o de la intimidad que no resulten
relevantes para la información (STC 185/2002, de 14 de octubre; 127/2003, de 30 de junio). Sin
embargo, más allá de estos aspectos de carácter subjetivo el Tribunal Constitucional ha destacado el
carácter prevalente o preferente de la libertad de información por su capacidad para formar una
opinión pública libre, indisolublemente unida al pluralismo político propio del Estado democrático
(STC 21/2000, de 31 de enero). No obstante es necesario tener presente que esa prevalencia no
juega de forma automática sino sólo en supuestos en los que no concurran otros factores, como
pueda ser la presunción de inocencia (STC 219/1992, de 3 de diciembre), en los que la ponderación
lleve a primar intimidad, honor o propia imagen sobre las libertades de expresión o, en particular, de
información (STC, por sólo citar una, 158/2003, de 15 de septiembre).
De los derechos contenidos en los apartados a) y d) del art. 20.2 de la Constitución se plantea la
cuestión de si además del derecho a difundir ideas o informaciones también surge un derecho a
crear medios de comunicación, el Tribunal Constitucional respondió afirmativamente en la
Sentencia 12/1982, de 31 de marzo, en la que, no obstante, distinguía entre los medios escritos entre
los que la creación resulta libre a otros medios que necesitan de soportes técnicos para los que la
decisión se deja en manos del legislador, el cual deberá valorar tanto las limitaciones técnicas como
la incidencia en la formación de la opinión pública y, con respecto a esta última cuestión, optar
entre un monopolio público, sometido a las garantías que la propia Constitución impone (art. 20.3
CE) o el acceso de otras empresas en los términos que fijara el propio legislador.
La regulación de la radio y, en mayor medida, la televisión ha estado condicionada por su
consideración de servicios públicos, sin embargo su régimen ha evolucionado a medida que lo
hacían las condiciones técnicas de emisión y también de acuerdo con la evolución de la doctrina del
Tribunal Constitucional, el cual desde una postura de dejar en manos del legislador toda opción en
ese terreno, al calificarla de 'política', fue matizando su postura inicial hasta estimar después que la
decisión del legislador no era totalmente libre sino que debía de permitir un acceso a esos medios a
medida que fueran permitiéndolo las condiciones técnicas (STC 31/1994, de 31 de enero) y, por otra
parte, señaló la diferente incidencia en la opinión pública y, en consecuencia, su consideración
como 'servicio público' de los diferentes medios, descartándola en la televisión por satélite y, en lo
que a programación se refiere, en la televisión por cable (SSTC 181/1990, de 15 de noviembre;
206/1990, de 17 de diciembre; 127/1994, de 5 de mayo), necesitando, pues, cada medio de una
regulación diferenciada.
Diferentes leyes abordan la regulación de las televisiones privadas: Ley 11/1998, de 24 de abril,
General de Telecomunicaciones, en el que deja de tener la consideración de servicio público la
televisión por satélite y la televisión por cable en lo que afecta a su programación; Ley 10/1988, de
3 de mayo, de Televisión Privada (ni el legislador, ni posteriormente el Tribunal Constitucional
consideraron que había de tener rango de orgánica [STC 127/1994]), modificada por varias leyes
posteriores; Ley 12/1997, de 24 de abril, de liberalización de las telecomunicaciones; Ley 17/1997,
de3 de mayo, por la que se incorpora al ordenamiento jurídico español la Directiva 95/47/CE, de 24
de octubre, sobre e uso de normas para la transmisión de señales de televisión y se aprueban
medidas adicionales para la liberalización del sector; Ley 25/1994, de 12 de agosto, por la que se
incorpora al Ordenamiento jurídico español la Directiva 89/552/CEE, sobre la coordinación de
disposiciones legales, reglamentarias y administrativas de los Estados miembros relativas al
ejercicio de actividades de radiodifusión televisiva, modificada por la Ley 22/1999, de 7 de junio, y
la Ley 39/2002.
En las radios el régimen que se ha seguido ha sido el de concesión administrativa. La ley básica
en este medio es la Ley 31/1987, de 18 de diciembre, de ordenación de las comunicaciones, en la
actualidad casi enteramente derogada por la citada Ley general de telecomunicaciones. De entre las
disposiciones reglamentarias destacaremos el Real Decreto 1287/1999, por el que se aprueba el plan
técnico nacional de radiodifusión sonora digital.
Por lo que se refiere a los medios de comunicación social de titularidad pública la primera
cuestión es si resulta necesaria su existencia o si, por el contrario es algo debe decidir en cada
momento el legislador. La pregunta tuvo una respuesta negativa por parte del Tribunal
Constitucional (SSTC 6/1981, de 16 de marzo, y 86/1982, de 23 de diciembre). En el caso de optar
por la existencia de medios de titularidad pública éstos deberán someterse a las previsiones del art.
20.3 CE: reserva legal de su organización; control parlamentario, derecho de acceso por parte de
grupos sociales y políticos significativos y respeto del pluralismo y las lenguas de España.
De entre la regulación legal cabe destacar la Ley 11/1998, de 24 de abril, General de
Telecomunicaciones y la Ley 4/1980, de 10 de enero, por la que se aprueba el Estatuto de la radio y
televisión y la Ley 46/1983, de 26 de diciembre, reguladora de la televisión autonómica, y junto a
ellas las diferentes leyes autonómicas que regulan los correspondientes medios de comunicación de
su ámbito territorial.
El control lo ejercerá en el caso de RTVE una Comisión del Congreso de los Diputados (art. 26
ERTVE y Disp. Final 5ª RCD), sin perjuicio del control que llevará a cabo la Junta Electoral
Central en los periodos electorales (art. 23 ERTVE; art. 64 y ss. L.O.R.E.G.). En las Comunidades
Autónomas se han creado mecanismos análogos de control.
El derecho de acceso deberá ser regulado mediante ley. El Estatuto de RTVE sólo establece que
para llevarlo a cabo se 'tendrán en cuenta criterios objetivos, tales como representación
parlamentaria, implantación sindical, ámbito territorial de actuación y otros similares' (art. 24). El
Tribunal Constitucional ha reiterado la necesidad de que sea el legislador quien determine los
criterios de acceso a los medios (STC 63/1987, de 20 de mayo), sin embargo sólo el acceso de los
partidos políticos o candidaturas electorales cuenta con una regulación precisa desarrollada no sólo
por la LOREG, sino también por las LL.OO. 2/1988, de 3 de mayo, de publicidad electoral en las
emisoras de televisión privada, y 10/1991, de 8 de abril, de publicidad en las emisoras municipales
de radiodifusión sonora.
El artículo 20.1 CE contiene también otros derechos:

Derecho a la producción y creación literaria, artística, científica y técnica


Estas libertades están vinculadas con el derecho a la propiedad intelectual, desarrollado por el
Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley
de propiedad intelectual y por la Ley 11/1986, de 20 de marzo, de patentes. Con este derecho se
requiere reconocer la libertad en este campo sin más límites que los impuestos por el ordenamiento,
en particular en defensa de otros derechos fundamentales como pueda ser el derecho a la vida (art.
15 CE) o a la intimidad (art. 18.1).

La libertad de cátedra
La libertad de cátedra es, en palabras del Tribunal Constitucional, "una proyección de la libertad
ideológica y del derecho a difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones de los docentes
en el ejercicio de su función. Consiste, por tanto, en la posibilidad de expresar las ideas o
convicciones que cada profesor asume como propias en relación a la materia objeto de su
enseñanza, presentando de este modo un contenido, no exclusivamente pero sí predominantemente
negativo" (STC 217/1992, de 1 de diciembre). Esta libertad se reconoce en todos los niveles de la
enseñanza, aunque con mayor amplitud a medida que el nivel sea superior teniendo su máxima
expresión en la enseñanza universitaria. Estará condicionada por los planes de estudio, de manera
que en los niveles inferiores de enseñanza en que la concreción dichos planes es mayor lógicamente
la libertad del enseñante disminuirá, mientras que aumentará en los niveles superiores en los que los
planes sólo ofrecen unas directrices en cada asignatura permitiendo un grado mayor de
configuración por parte del profesorado (STC 179/1996, de 12 de noviembre).
Otro factor que habrá que tener en cuenta es si la enseñanza se imparte en un centro público y,
como tal, sin ideario o si, por el contrario, se trata de un centro privado que puede contar con un
ideario. En el primer caso el grado de libertad será también mayor, teniendo en cuenta, no obstante,
que la enseñanza en los centros públicos ha de ser aconfesional e ideológicamente neutral, mientras
que los centros privados pueden tener un ideario y, por tanto, los enseñantes habrán de respetar ese
ideario, sin que eso lleve a vaciar por completo de contenido la libertad de cátedra (STC 47/1985,
de 27 de marzo).

Todos los derechos englobados en el artículo 20 de la Constitución analizados tienen en común


que no podrán ser sometidos a censura previa (art. 20.2 CE), es decir efectuar cualquier medida
limitativa de la elaboración o difusión en el ámbito de las libertades protegidas en el artículo 20 de
la Constitución, especialmente haciéndolas depender del previo examen oficial de su contenido
(STC 52/1983, de 17 de junio).
El secuestro de publicaciones u otros medios de información sólo podrá acordarse mediante
resolución judicial motivada (art. 20.5 CE). Por otra parte, la prohibición temporal de publicación o
emisión se considera una medida cautelar destinada a evitar un grave vulneración de derechos u
otros bienes protegidos por el ordenamiento que igualmente sólo podrá efectuarse mediante
resolución judicial motivada (STC 187/1999, de 25 de octubre)
Los derechos del artículo 20 CE al encontrarse en la Sección 1ª del Capítulo II del Título I de la
Constitución están sometidos a reserva de ley orgánica (art. 81 CE), que en todo caso deberá
respetar su contenido esencial, y vinculan a todos los poderes públicos (art. 53.1 CE), y, entre las
garantías jurisdiccionales podrá recabarse la tutela de los tribunales ordinarios mediante un
procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, subsidiariamente, la tutela
del Tribunal Constitucional mediante un recurso de amparo (art. 53.2 CE)
En cuanto a la bibliografía citar entre muchos otros los trabajos de Bastida, Carreras, Carrillo,
Freixes, Gonzalez Pérez, Polo, Rosado, etc.

Sinopsis artículo 21
En el Anteproyecto de texto constitucional, al igual que en el previo borrador se establecía que el
ejercicio del derecho de reunión no necesitaría de autorización previa 'salvo en los casos de
reuniones al aire libre y de manifestaciones'. La Ponencia, por su parte, pasa a hablar de reuniones
en lugares de tránsito público, en lugar de 'al aire libre', correspondiéndose la primera expresión
más con el espíritu de la norma. La Comisión Constitucional del Congreso ofrece ya la versión
definitiva del texto del actual artículo 21, declarando con carácter general la falta de necesidad de
autorización previa, mientras que introduce la necesidad de comunicación previa para las reuniones
en lugares de tránsito público o manifestaciones.
De entre las Constituciones de nuestro entorno cabe citar la italiana que contiene una redacción
similar a la del art. 21 CE pues también establece la necesidad de aviso previo y la posibilidad de
prohibir las reuniones en lugares públicos.
El derecho de reunión se configura como un derecho del que participan elementos de la libertad
de expresión y del derecho de asociación, de tal forma que ha podido definirse como la agrupación
temporal para reivindicar una finalidad por medio de la expresión de ideas o como 'una
manifestación colectiva de la libertad de expresión ejercitada a través de una asociación transitoria'
(STC 85/1988, de 28 de abril). Los elementos configurados son, pues, una agrupación de más de 20
personas, en un momento prefijado y con una duración determinada y la expresión de unas ideas,
con frecuencia con fines reivindicativos. En los supuestos en los que no se dieran los elementos
citados nos encontraríamos ante meras 'aglomeraciones', en consecuencia no amparadas por el
artículo 21 de al Constitución. Además de los derechos ya mencionados el derecho de reunión se
vincula con otros como la participación política, las libertades sindicales o el derecho de huelga en
cuanto que cauce de expresión de estos derechos, lo que conduce a calificar el derecho de reunión
como un derecho instrumental.
En el artículo 21 hay que distinguir dos apartados el primero que genéricamente se refiere al
derecho de reunión y el segundo que recoge unos supuestos específicos del mismo: las reuniones en
lugares de tránsito público. De esta forma la afirmación general del párrafo primero se reduce a las
reuniones que se celebren en lugares cerrados o en lugares abiertos pero que no sean de tránsito
público.
El único requisito que se exige con carácter general es que la reunión sea pacífica y sin armas.
En cuanto al primer aspecto constituye en sí un límite intrínseco al derecho, pues una reunión no
pacífica no constituiría ejercicio del derecho sino claramente un abuso del mismo, excluido, por
tanto, de la protección por parte del ordenamiento. Con relación al término 'sin armas', en buena
medida unido a la primera exigencia, se entiende que hay que comprender en él no sólo las armas
en sentido estricto sino también cualquier instrumento que pueda ser utilizado como tal (bates de
béisbol o paraguas cuando no tengan como finalidad la que les es propia, esto es proteger de la
lluvia).
En el segundo párrafo, por su parte, se establecen unas limitaciones a los supuestos en que las
reuniones se celebren en lugares de tránsito público, ya sean de forma estática (reuniones) o de
manera ambulatoria (manifestaciones), estos supuestos cuentan con una regulación especial debido
a que las repercusiones o la afectación de otros derechos o bienes será más intensa que en las
reuniones que se celebran en lugares cerrados, por este motivo la Constitución exige que en esos
supuestos la reunión 'se comunique' a la autoridad competente, que, a su vez, puede llevar a una
prohibición de la manifestación cuando existan fundadas razones para presumir la alteración del
orden público, que habrá de ser entendido de forma restrictiva y de acuerdo con lo establecido en el
ordenamiento, pero además se añade 'con peligro para personas o bienes' con lo cual habría que
interpretarlo que el riesgo de otro tipo de desórdenes que no implicaran peligro para personas o
bienes no podría conducir a la prohibición de una manifestación.
La regulación del derecho la efectuó la L.O. 9/1983, de 15 de julio, reguladora del derecho de
reunión, modificada (art. 4.3) por la L.O. 4/1997, de 4 de agosto, por la que se regula la utilización
de videocámaras por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en lugares públicos y por la L.O. 9/1999,
de 21 de abril.
La Ley Orgánica reproduce la distinción que aparece en los dos párrafos del artículo 21 CE, a la
vez que exceptúa del régimen de la Ley las reuniones privadas, de partidos, sindicatos o sociedades
mercantiles, profesionales o de carácter similar, aunque hay que entender que siempre que no se
celebren en lugares que no sean de tránsito público. Esta exención no tiene apenas repercusiones
por lo que respecta al régimen de las reuniones en lugares cerrados, salvo en los supuestos de
declaración del estado de excepción o de sitio (art. 55 CE, en relación con el art. 116 CE,
desarrollado por la L.O. 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio) en los
que el derecho de reunión puede ser prohibidas o sometidas a autorización previa, de conformidad
con los términos de la correspondiente declaración del estado excepcional.
La Ley Orgánica reguladora del derecho establece que la autoridad gubernativa suspenderá o
disolverá las reuniones penalmente ilícitas, las que produzcan 'alteraciones del orden público, con
peligro para personas o bienes' (luego parece que han de darse las dos circunstancias) y en las que
se hiciere uso de uniformes paramilitares, supuesto este último criticado por no haber sido recogido
por la Constitución y por plantear problemas de interpretación, ya que interpretado de forma
rigorista podría conducir a situaciones absurdas.
El mayor interés de la Ley es el desarrollo que hace del sistema de comunicación y, en su caso,
prohibición, de las reuniones o manifestaciones en lugares de tránsito público. La comunicación se
dirigirá a la autoridad gubernativa (delegado o subdelegado del gobierno) con un plazo máximo de
30 o mínimo de diez días de antelación (salvo por razones de urgencia en los que el plazo mínimo
será de 24 horas) y con indicación de: a) la identificación de los convocantes o de sus representantes
en el caso de personas jurídicas; b) lugar, fecha, hora y duración prevista, c)objeto; d) itinerario
proyectado; e) medidas de seguridad previstas y/o solicitadas. Es decir todos los aspectos necesarios
para que la autoridad pueda apreciar si la manifestación cumple con todos los requisitos necesarios
para que pueda discurrir conforme a las previsiones del ordenamiento o si, por el contrario cabe la
posibilidad de que exista un peligro real par el orden público o para personas o bienes.
La autoridad gubernativa, por su parte, comunicará al ayuntamiento afectado los datos de la
convocatoria para que éste pueda hacer las alegaciones pertinentes, sin que el informe (que debe ser
motivado) sea vinculante. La autoridad gubernativa podrá prohibir la manifestación o proponer
modificaciones al itinerario o momento de la convocatoria en los casos en que estime que aquélla
puede provocar problemas de orden público, en cualquier caso mediante resolución motivada
notificada en el plazo de 72 horas a partir de la comunicación..
Ante una resolución contraria, ya globalmente, ya por proponer alternativas, cabe subrayar el
procedimiento de garantía específico -en el marco del procedimiento preferente y sumario al que se
refiere el art. 53.2 CE-, que ofrece la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción
contencioso-administrativa, en su art. 122, para permitir así el ejercicio del derecho en los casos en
los que los órganos jurisdiccionales no aprecien la concurrencia de peligro de alteración para el
orden público como había hecho la autoridad. La peculiaridad reside en que los plazos son aun más
breves que los que se ofrecen en el procedimiento específico de protección de los derechos
fundamentales y, en relación con el fallo, la decisión únicamente podrá mantener o rechazar la
prohibición o las modificaciones propuestas. La especificidad de este procedimiento con respecto al
establecido de manera general como garantía de los derechos fundamentales radica en que, en su
caso, pueda tener lugar la manifestación proyectada.
Las manifestaciones que no se hubieran ajustado al régimen de la Ley no por ello habrían de
reputarse ilegales -sino sólo no amparadas por la Ley Orgánica-, salvo los supuestos tipificados en
el Código Penal (arts. 513-514: reuniones para cometer delitos o integradas por personas que porten
armas) y hay que interpretar que de no producirse alteraciones del orden público o de incurrir en
algún motivo expreso de ilegalidad no podrían ser disueltas.
Hay que destacar, como ha hecho la jurisprudencia, el principio pro libertate frente a los intentos
de limitación injustificada o con escasa justificación (STC 36/1982, de 16 de junio), distinguiendo
las reuniones celebradas en espacios abiertos, aun en las inmediaciones de lugares de tránsito
público de éstos (STC 225/2002, de 9 de diciembre), o justificando una invasión de la vía pública,
con el subsiguiente corte de tráfico (STC 42/2000, de 14 de febrero), siempre sobre la base de la
correspondiente ponderación de bienes (STC 59/1990, de 29 de marzo).
La regulación del derecho de reunión al encontrarse en la Sección 1ª del Capítulo II del Título I
de la Constitución está sometido a reserva de ley orgánica (art. 81 CE), que en todo caso deberá
respetar su contenido esencial, y vinculan a todos los poderes públicos (art. 53.1 CE), y, entre las
garantías jurisdiccionales además de la tutela de los tribunales ordinarios mediante un
procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad al que se ha hecho referencia,
subsidiariamente, podrá recabarse la tutela del Tribunal Constitucional mediante un recurso de
amparo (art. 53.2 CE).
En cuanto a la bibliografía son especialmente significativos los trabajos de Carrillo, García-
Escudero, Gavara o Torres, entre otros.

Sinopsis artículo 22
El derecho de asociación no adquiere el status de pleno derecho fundamental hasta la
consolidación del Estado social en la segunda postguerra mundial; y ello debido a la desconfianza
que, por el asociacionismo, sintió el Estado liberal que lo consideraba reminiscencia del antiguo
régimen y, por eso mismo, incompatible con la arquitectura del orden liberal (lo recuerda la STC
67/1985, de 24 de mayo). No es extraño, pues, que no encontremos proclamado el derecho de
asociación en ninguna de las declaraciones del primer liberalismo, ya que sólo bien entrado el siglo
XIX comienza a regularse con severas cautelas y quedando su ejercicio bajo estricta vigilancia
gubernativa.

En la historia constitucional española fue la Carta de 1869 la primera que lo proclamó (artículos
17 y 19). La Constitución de 1876 también lo reconoció sucintamente (artículo 13), desarrollándose
en la Ley de 12 de julio de 1887. El artículo 39 de la Constitución de 1931 vino a proclamar
conjuntamente los derechos de asociación y de sindicación, con una redacción ya alejada de los
textos decimonónicos, más propia de la, emergente entonces, corriente del constitucionalismo
social. Durante el régimen franquista la regulación del derecho de asociación no respondía, claro
está, al principio de pluralismo y, en consecuencia, su establecimiento (artículo 16 del Fuero de los
españoles) estaba fuertemente condicionado en la Ley 191/1964, de 24 de diciembre, de
Asociaciones; y esta última estuvo extrañamente vigente hasta la aprobación de la Ley Orgánica
1/2002, de 22 de marzo, reguladora del derecho de asociación. El Tribunal Constitucional (STC
67/1985 y STC 173/1998, de 23 de julio) aunque la consideró vigente en aquello en lo que no
padeciera inconstitucionalidad material sobrevenida, ya advirtió que no era desarrollo cabal del
artículo 22 de la Constitución por cuanto respondía a principios opuestos al pluralismo actual.

El artículo 22 de la Constitución no ha tenido, pues, más que un muy tardío desarrollo legal que
sólo en 2002 dotó al ordenamiento de una verdadera ley general de asociaciones. Este vacío de más
de veinte años provocó algunos inconvenientes como el provocado por la ley vasca de asociaciones
que motivo la STC 173/1998 ya citada, y la necesidad de adaptar interpretativamente a la
Constitución la vieja ley de 1964.
En todo caso nuestro detallado artículo 22, aprobado sin apenas debate en el proceso
constituyente, responde al nuevo sentir del constitucionalismo social y sigue la corriente, ya
universalizada por las declaraciones de derechos internacionales de la segunda posguerra mundial:
artículo 20 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948, que
proclama tanto la vertiente positiva como la negativa del derecho, el artículo 22 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 19 de diciembre de 1966, o el artículo 11.2 del
Convenio europeo de Derechos Humanos, de 4 de noviembre de 1950.
Nuestra Constitución regula autónomamente las manifestaciones históricamente más polémicas
del derecho de asociación: los partidos políticos (artículo 6, STC 48/2003, de 12 de marzo) y los
sindicatos (artículo 7), así como las excepciones a la libertad negativa: los colegios profesionales
(artículo 36) y las organizaciones profesionales (artículo 52).
La Ley Orgánica 1/2002 opera en nuestro ordenamiento como ley general de asociaciones y,
como su propia disposición final segunda establece, sus preceptos no orgánicos (los orgánicos son
en todo caso de aplicación directa a toda asociación) son supletorios respecto de cualesquiera otras
normas reguladoras de tipos específicos de asociaciones (partidos, sindicatos, organizaciones
empresariales, iglesias, confesiones y comunidades religiosas, federaciones deportivas, asociaciones
de consumidores y usuarios o cualesquiera otras reguladas por leyes especiales). La Ley Órgánica
1/2002 opera, en definitiva, como régimen común.

Como recordó el Tribunal Constitucional (STC 5/1996, 16 de enero), el derecho de asociación


reconocido en la Constitución no carece de referencia material alguna. Pero la doctrina, la propia
jurisprudencia y ahora el artículo 1.2 de la Ley Orgánica 1/2002 excluyen del ámbito asociativo la
actividad de las sociedades con ánimo de lucro (artículos 1665 del Código Civil y 116 del Código
de Comercio) que en puridad también se encuadrarían en la actividad humana organizada por la
libre voluntad de las personas y enderezada a un fin determinado. Quedan, sin embargo, excluidas y
fuera de la cobertura del artículo 22 CE y de su desarrollo legal para encajar más bien en la esfera
de la libertad de empresa (artículo 38 CE). Completando la acotación, el artículo 1.4 de la Ley
Orgánica 1/2002 excluye de su ámbito de aplicación, tanto a las comunidades de propietarios, como
a las que se rijan por el contrato de sociedad como a las mutualidades, así como a las uniones
temporales de empresas y a las agrupaciones de interés económico.
Respecto de la titularidad del derecho, la Ley Orgánica 1/2002 ha sido muy generosa
reconociéndola incluso a las personas jurídicas públicas. El artículo 3 detalla quienes pueden
asociarse: las personas físicas con capacidad de obrar y no sometidas a ninguna condición legal para
la ejercicio del derecho; los menores no emancipados de más de catorce años con el consentimiento
documentalmente acreditado de sus padres (en conexión con el artículo 7.2 de la Ley Orgánica
1/1996, de 15 de enero, de protección jurídica del menor); las personas jurídicas por acuerdo
expreso de su órgano competente; y también las personas jurídicas públicas entre sí o con
particulares como medida de fomento y en igualdad de condiciones con los privados para evitar
posición de dominio en el funcionamiento de la asociación (artículo 2.6 de la Ley Orgánica 1/2002).
En lo que atañe a los militares y jueces, el artículo 3 remite a las normas propias de sus cuerpos que
modulan el ejercicio del derecho de asociación. Así el artículo 181 de la Ley 85/1978, de 28 de
diciembre, de Reales Ordenanzas impide a los militares la pertenencia a una asociación
reivindicativa, pero la autoriza a asociaciones religiosas, culturales, deportivas o sociales. Por su
arte, el artículo 401 de la Ley Orgánica 6/1985, del Poder Judicial acota el derecho de asociación de
jueces y magistrados a lo estrictamente profesional.

En lo que atañe a los extranjeros, la Ley Orgánica 4/2002, de 11 de enero sobre derechos y
libertades de los extranjeros en España y su integración social, y la reforma en ella llevada a cabo
por la Ley Orgánica 8/2000, de 22 de diciembre, condiciona el ejercicio del derecho de asociación a
la obtención de autorización de estancia o residencia en España (artículo 8.1). Una vez lograda, el
extranjero puede ejercer el derecho en las mismas condiciones que los españoles.

Conviene reparar ahora en el contenido del derecho y desglosarlo. Aunque el artículo 22 sólo
proclama expresamente la libertad positiva de asociarse, ésta viene inexorablemente acompañada de
la libertad de no asociarse. Si la libertad positiva refleja el pluralismo social y la actividad
organizada de un grupo de personas (tres como mínimo son necesarios para constituir una
asociación según el artículo 5.1 de la Ley Orgánica 1/2002) encaminada a fines lícitos sin ánimo de
lucro, la libertad negativa, acaso la más polémica, implica el derecho a no ser obligado a pertenecer
a ninguna asociación (STC 5/1981, de 13 de febrero).

La libertad de asociarse se manifiesta ad extra en el acuerdo de constitución que refleja esa


voluntad de tres o más personas de actuar de consuno en la consecución de los fines asociativos; y
ad intra en la capacidad de fijar esos fines, de organizar la asociación y establecer el régimen
interno de acuerdo, claro está, con el orden jurídico. La libertad de asociarse implica, por tanto, la
facultad de autoorganización (STC 218/1988, de 22 de noviembre) que se convierte en límite del
control judicial sobre la vida interna de la asociación (STC 56/1995, de 6 de marzo).

La Ley Orgánica 1/2002 regula, en sus artículos 5 a 10, el momento constitutivo. La constitución
se produce mediante el otorgamiento, en documento público o privado, del acta fundacional donde
se recogen el acuerdo de constitución y los estatutos de la asociación. A partir de este instante la
asociación adquiere su personalidad jurídica y la plena capacidad de obrar "sin perjuicio de la
necesidad de su inscripción a los efectos del artículo 10" (artículo 5.2). Se zanja así una polémica
doctrinal surgida a propósito de los efectos constitutivos o declarativos de la inscripción registral.
Tras la aprobación de la Ley Orgánica 1/2002 ya no hay duda de que el artículo 22.2, desarrollado
por el precipitado artículo 5.2, reduce los efectos de la inscripción registral a la mera publicidad
respecto de terceros. Las asociaciones no registradas, si han otorgado acta fundacional, están
válidamente constituidas y pueden actuar como tales, aunque el artículo 10 atribuya a la inscripción
en el registro el carácter de garantía, tanto para terceros que con ella se relacionan como para los
propios miembros de la asociación. La consecuencia de la falta de inscripción viene establecía el
artículo 10.4 que "sin perjuicio de la responsabilidad de la propia asociación" obliga a sus
promotores (a quienes el artículo 10.3 impone la tarea de realizar las actuaciones precisas para la
inscripción) a responder personal y solidariamente de las obligaciones contraídas con terceros,
extendiendo esta exigencia a todos los asociados cuando esas obligaciones se hayan contraído
actuando en nombre de la asociación. La inscripción registral supone que los asociados no
responden personalmente de las deudas de la asociación (artículo 15.2 de la Ley Orgánica 1/2002).

El artículo 6 de la Ley Orgánica 1/2002 detalla los contenidos del acta fundacional: nombre y
apellidos de los promotores, su nacionalidad y domicilio así como la denominación y, si son
personas jurídicas, su razón social. El acta ha de recoger también los estatutos, el lugar y fecha de
otorgamiento del acta y la firma de los promotores, además de la designación de los órganos
provisionales de gobierno.

Por su parte, el artículo 7 enumera los contenidos necesarios de los estatutos, entre ellos la
denominación de la asociación, sus fines, el régimen de admisión, baja y sanción, los derechos de
los asociados, y los órganos asociativos.

La asociación puede establecer libremente su régimen interno en el marco del artículo 11 que
exige la creación de una asamblea general y de un órgano de representación. Esta libertad de
autoorganización (STC 104/1999, de 14 de julio) ha de responder al principio de democracia interna
"con pleno respeto al pluralismo" (artículo 2.5). El artículo 12 regula el régimen interno si los
estatutos no lo disponen de otro modo; esta norma es supletoria, aplicable sólo en ausencia de reglas
estatutarias.

Con relación a la libertad negativa de asociación el Tribunal Constitucional ha tenido que


pronunciarse al respecto de varias situaciones de afiliación obligatoria a diversas asociaciones, por
lo general de índole profesional. Este tipo de asociaciones no son creadas por la voluntad asociativa
sino que son de creación legal y de incorporación obligatoria para quienes desarrollan determinadas
actividades. La justificación de su existencia se basa en las funciones públicas que desarrollan y en
que tienen una base constitucional en los artículos 36 (colegios profesionales) y 52 (organizaciones
profesionales), tal y como advierte la STC 113/1994, de 14 de abril. Hay, pues, fines públicos en la
actividad de estos entes que pueden asimilarse a corporaciones de derecho público y que, según el
Tribunal Constitucional, son compatibles con el derecho de asociación siempre y cuando, recuerda
el Alto Tribunal, se respeten tres criterios fundamentales: que la adscripción obligatoria no venga
acompañada de prohibición o impedimento de asociarse libremente; que no se convierta en regla
sino que se mantenga en la excepcionalidad; que haya justificación constitucional suficiente porque
existan fines de interés público que no se puedan alcanzar sin adscripción obligatoria.

Según estos criterios el Tribunal Constitucional ha considerado constitucional la adscripción


obligatoria a las cámaras agrarias (STC 132/1989, de 18 de julio), a las cámaras de la propiedad
urbana (STC 113/1994, de 14 de abril), así como a los colegios profesionales (STC 88/1989, de 11
de mayo). Recientemente, sin embargo, las SSTC 76/2003, de 23 de abril, 96/2003, de 22 de mayo
y 108/2003, de 2 de junio entienden contraria a la libertad negativa de asociación la colegiación
obligatoria en los colegios de secretarios, interventores y tesoreros de la Administración local con
habilitación nacional, para el Tribunal Constitucional (que resume su jurisprudencia anterior) estos
colegios no son relevantes para garantizar la ordenación del ejercicio de la profesión ni para
asegurar su correcto funcionamiento, al menos no en la intensidad suficiente que permita identificar
la existencia de intereses públicos constitucionalmente relevantes que justifiquen la colegiación
obligatoria.
Si de los artículos 36 y 52 CE pueden derivarse limitaciones de la libertad negativa de
asociación, otros límites constitucionales o infraconstitucionales pesan sobre la libertad positiva de
asociación. Así el artículo 22 CE, reproducido en el artículo 2.7 de la Ley Orgánica 1/2002)
establece que:
"Las asociaciones que persigan fines o utilicen medios calificados como delitos son ilegales".
Y el apartado 4 del mismo precepto, reproducido por el artículo 2.8 de la Ley orgánica 1/2002,
por su parte dispone que:
" Se prohíben las asociaciones secretas y las de carácter paramilitar".

Estamos ante supuestos en los que en realidad no se ejerce el derecho fundamental de asociación
sino cometiendo un ilícito, incluso penal, pues el derecho no faculta para crear asociaciones de las
características señaladas.
El Código Penal de 1995 desarrolla, en sus artículos 515 a 521, los supuestos de los apartados 2
y 4 del artículo 22, en especial el tipo del artículo 515, de manera mucho más amplia de lo que
hacía el artículo 173 y siguientes del Código Penal anterior. El artículo 515 estipula:
" Son punibles las asociaciones ilícitas teniendo tal consideración:
1º Las que tengan por objeto cometer algún delito o, después de constituidas, promueva
su comisión.
2º Las bandas armadas, organizaciones y grupos terroristas.
3º Las que, aun teniendo por objeto un fin ilícito, empleen medios violentos o de
alteración o control de la personalidad.
4º Las organizaciones de carácter paramilitar.
5º Las que promuevan la discriminación, el odio o la violencia contra personas, grupos
o asociaciones por razón de su ideología, religión o creencias, la pertenencia de sus
miembros o de algunos de ellos a una etnia, raza o nación, su sexo, orientación sexual,
situación familiar, enfermedad minusvalía, o inciten a ello".
Respecto del artículo 173 de Código Penal anterior, el citado artículo 515 presenta importantes
novedades; una estriba en el mayor detalle de los apartados segundo y quinto, en el primero se
añade la referencia a la "alteración y control de la personalidad"; en el último se especifican con
minuciosidad los ámbitos de discriminación. Se suma además un apartado referido a bandas
armadas y organizaciones terroristas que en el anterior código podían subsumirse en el genérico del
apartado primero. Y por último se despenalizan las "asociaciones clandestinas" como las
denominaba el apartado 3º del viejo artículo 173. Esta despenalización no supone legalización de
las asociaciones secretas cuya inconstitucionalidad e ilegalidad deriva respectivamente del artículo
22.4 CE y del artículo 2.8 de la Ley Orgánica 1/2002. Su condición de secretas permite su
disolución en los términos del artículo 38 de la Ley Orgánica 1/2002, pero ya no, obvio es, el
reproche penal.
El carácter secreto de una asociación no puede estribar en su falta de inscripción registral sino en
motivos de índole material: aquellas que ocultan sus fines y actividades, incluso a sus socios, y
encaminan su actividad a interferir el ejercicio de las funciones de las instituciones públicas. Esta
actividad podría llegar a suponer quedar incurso en tipos penales distintos del de asociación ilícita.

Otra limitación de la libertad de asociación afecta a la libertad de autoorganización y viene


impuesta por la exigencia de que la organización interna y funcionamiento de las asociaciones
deben ser democráticos (artículo 2.5 de la Ley Orgánica 1/2002). Es una imposición legal puesto
que el artículo 22 CE nada dice al respecto. Sólo los artículos 6, 7, 36 y 52 CE imponen
respectivamente la exigencia de democracia interna a los partidos políticos, sindicatos, colegios
profesionales y organizaciones profesionales, en razón de los fines públicos que tales
organizaciones desarrollan y en el tercer y cuarto de los casos por la adscripción obligatoria que se
requiere a quienes desean desplegar la actividad que los colegios y organizaciones profesionales
dirigen.

Si el artículo 22 CE no impone la democracia interna a las asociaciones en general (esta parece


ser la opinión inferible de las SSTC 85/1986, de 25 de junio y 56/1995, de 6 de marzo), podríamos
preguntarnos si la exigencia legal no resulta inconstitucional al limitar uno de los contenidos
esenciales de la libertad asociativa como es la libertad de autoorganización. A una pluralidad de
fines ha de corresponder una variedad organizativa que con ella se corresponda. En este punto
entran en juego los derechos de los asociados que también se oponen como límite al derecho de
asociación y si el derecho a asociarse es manifestación, de un modo u otro, de la participación
invocada por el artículo 9.2 CE, ésta se despliega mejor en asociaciones internamente democráticas.
Así las cosas, como contenido mismo del derecho de asociación, la ley reguladora encuadra el
derecho del asociado a participar en la vida asociativa (artículo 21 a) y el correlativo deber de la
asociación de organizarse democráticamente para permitirlo. A este derecho básico de los
asociados, el artículo 21 acompaña el derecho del socio a ser informado acerca de la composición
de los órganos de gobierno, de las cuentas y del desarrollo de la actividad asociativa, así como del
derecho a ser oído y a defenderse en los procedimientos disciplinarios internos abiertos contra él,
completado todo ello con el derecho de impugnar los acuerdos de los órganos internos.

A esos límites expresos derivados de los derechos legales de los socios habría que añadir los
derechos fundamentales de los que el socio no deja de ser titular. Pensemos por ejemplo en la
libertad de crítica. Bien es cierto que la pertenencia a una asociación implica la aceptación de los
fines asociativos y la obligación de colaborar en su consecución, así como el acatamiento de los
acuerdos adoptados legítimamente por los órganos internos (artículo 22 de la ley reguladora), lo
que, de una u otra suerte, reclama que el asociado ejerza sus derechos fundamentales en sintonía
con esos deberes asociativos; o si no lo desea, puede causar baja en la asociación.

El artículo 22.4 CE estipula que "las asociaciones sólo podrán ser disueltas o suspendidas en sus
actividades en virtud de resolución judicial motivada", previsión desarrollada en los artículos 36 a
41 de la Ley Orgánica 1/2002. Pero el control judicial va más allá de los supuestos de suspensión y
disolución -de la que se ocuparán los jueces civiles o penales según los casos- y alcanza a los
acuerdos asociativos. En realidad, lo que el control judicial viene a verificar es la legalidad del
funcionamiento asociativo y particularmente si los derechos de los socios son respetados (ATC
213/1991). Como el Tribunal Constitucional ha manifestado (SSTC 218/1988, de 22 de noviembre,
185/1993, de 31 de mayo y 96/1994, 21 de marzo) no se trata de entrar a valorar la conducta de los
asociados suplantando la valoración de ella efectuada por los órganos internos sino verificar si
existió una base razonable para que tales órganos tomase la decisión que afectó al socio. Esta
latente tensión entre derecho de asociación y derechos, a veces fundamentales, de los asociados
debe resolverse siempre con respeto de la libertad de asociación que impone un cierto autocontrol
de la labor judicial, a quien corresponde una cuidadosa labor de ponderación (STC 56/1995).
En la bibliografía cabe citar los trabajos de Aguiar, Bilbao o Lucas, entre otros.

Sinopsis artículo 23
El artículo 23 de nuestra Constitución presenta un contenido complejo y en realidad recoge tres
derechos autónomos: el derecho a la participación política directamente o a través de representantes
(apartado 1); y el derecho de acceso a cargos públicos en condiciones de igualdad (apartado 2) que
se desdobla, según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, en el derecho de acceso a cargos
públicos representativos que incluye sufragio pasivo, pero no sólo, y el derecho de acceso a la
función pública conforme a los principios de mérito y capacidad invocados en el artículo 103.3 CE.
En lo que atañe al derecho de participación política son pocos los antecedentes históricos en
nuestro constitucionalismo. La vena del liberalismo revolucionario que se plasma el artículo 6º de la
Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789, según el cual la ley es la expresión
de la voluntad general y "todos los ciudadanos tienen el derecho de participar personalmente, o por
sus representantes, en su formación", queda arrinconada en las expresiones constitucionales
españolas cuya representación política acaba montándose, como también en la propia Francia, sobre
el sufragio censitario y la consiguiente concepción de éste como función pública, otorgada y
ejercida conforme a prescripciones legales. Sólo la Constitución de 1869 rompe la tendencia
proclamando el derecho de voto (artículo 16). Ni siquiera la Constitución de 1931 proclama un
derecho de participación sino la igualdad de sexo en los derechos electorales "conforme determinen
las leyes" (artículo 36).

Tras la segunda guerra mundial, La Declaración Universal de Derechos Humanos de las


Naciones Unidas, de 10 de diciembre de 1948, consagra internacionalmente el derecho de
participación directa o a través de representantes libremente elegidos (artículo 21.1) en elecciones
periódicas con sufragio universal. En parecidos términos se expresa el artículo 25, apartados a) y d)
del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 19 de diciembre de 1966. La generosa
pauta marcada por la Declaración de 1948 no es, empero, seguida por el Convenio Europeo de
Derechos Humanos, de 4 de noviembre de 1950 cuyo artículo 3 del Protocolo Adicional 1º, de 20
de marzo 1951, reconoce, más restringidamente, un derecho a elecciones libres con escrutinio
secreto para la elección del cuerpo legislativo.

Nuestro constituyente siguió, pues, la estela de los documentos de Naciones Unidas,


proclamando un genérico derecho de participación política que se completa directamente con los
artículos 68.1 y 69.2 CE.

El artículo 23.1 conecta de forma estrecha con la proclamación realizada en el artículo 1.1 CE:
"España se constituye en un Estado social y democrático de derecho". La participación entendida
como derecho ofrece la vertiente individual indispensable del Estado democrático. Y la anterior
proclamación se refuerza con la mención (artículo 1.2) de que la soberanía nacional reside en el
pueblo español del que emanan todos los poderes del Estado. Aparece en juego también el artículo
9.2 que encomienda a los poderes públicos fomentar entre otras, la participación política. Porque se
trata de un derecho de participación política, no de una participación de cualquier otra naturaleza en
asuntos públicos (STC 51/1984, de 25 de abril, la primera de varias sentencias en donde se descarta
la proyección del derecho de participación política a otras esferas de la vida social). Mediante este
tipo de participación el ciudadano contribuye a la formación democrática de la voluntad estatal, y
ésta se produce directamente a través de la elección de representantes que forman los órganos en
donde esa se expresa.
Como el propio artículo 23.1 establece, la participación puede ser directa o indirecta. La primera
se refleja en nuestra Constitución en la previsión del referéndum del artículo 92 o del referéndum de
reforma constitucional (artículos 167.3 y 168.3, Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, de las
distintas modalidades de referendum), así como en la más modesta iniciativa legislativa popular
(artículo 87.3, Ley Orgánica 3/1984, de 26 de marzo, de la iniciativa legislativa popular). En
cambio, la representación política es el eje de la estructura democrática del estado y el verdadero
mecanismo a través del cual se legitima el funcionamiento de las principales instituciones en cada
esfera territorial: Cortes Generales (artículos 66.1, 68.1 y 69.2) parlamentos autonómicos (artículos
143, 151 y 152), municipios (artículo 140) y diputaciones provinciales (artículo 141.2).

El artículo 23.1 exige que la elección de los representantes se realice mediante elecciones
periódicas y sufragio universal; lo segundo va de suyo con la proclamación del derecho, lo primero
es indispensable para que la soberanía nacional se actualice de cuando en cuando, en periodo
razonable que nuestra Constitución fija en cuatro años para el Congreso de los Diputados y el
Senado, extensión temporal asignada también a otras instituciones representativas.

La universalidad de sufragio no es la única característica del voto como se ocupan de recordar


los artículos 68.1 y 69.2 que si bien se refieren respectivamente a las elecciones de cada una de las
cámaras de las Cortes calificando el sufragio de universal, libre, igual, directo y secreto, estos
rasgos pueden predicarse asimismo de otras elecciones. La excepción podría residir únicamente en
el carácter no siempre estrictamente directo de alguna elección celebrada en España: la de diputados
provinciales.

El Tribunal Constitucional ha precisado, desde la STC 51/1984, ya citada, que la titularidad del
derecho corresponde en exclusiva a las personas físicas y no la ha reconocido ni siquiera a los
partidos políticos (STC 36/1990, de 1 de marzo), a pesar de que estos sean considerados en el
artículo 6 CE "instrumentos fundamentales de la participación política". Su carácter instrumental
coloca a los partidos no en la posición de usurpar la participación política individual sino en la de
promoverla concurriendo a su formación y manifestación.
Como se anticipaba al comienzo de esta sinopsis el derecho a acceder en condiciones de
igualdad a funciones y cargos públicos con los requisitos que señalen de las leyes ha sido
desdoblado por el Tribunal Constitucional (STC 7/1989, de 19 de enero) en dos derechos
nítidamente diferenciados: el de acceso a cargo público representativo y el de acceso a la función
pública. El primero englobaría al sufragio pasivo y los derechos de los representantes políticos.

La Carta de 1837 contiene la primera proclamación histórica:


"Todos los españoles son admisibles a los empleos y cargos públicos según sus méritos
capacidad".
Todas las Constituciones que la siguieron reprodujeron literalmente el artículo citado, incluso la
Constitución de 1931 que introdujo sólo una ligera variación textual, la inclusión de la expresión
"sin distinción de sexo".

La fórmula de articuló 21.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones


Unidas y del artículo 25 c) del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos es concisa:
derecho de acceso en condiciones de igualdad a las funciones públicas. De estas declaraciones
nuestro constituyente extrae la expresión "derecho de acceso en condiciones de igualdad" y de
nuestras Constituciones históricas la mención a las funciones y cargos públicos, añadiendo esta
última referencia a cargos públicos que no se halla en los textos internacionales. Sin embargo, la
clásica mención en nuestro constitucionalismo al mérito y la capacidad es trasladada al artículo
103.3 CE, aunque el Tribunal Constitucional (STC 163/1991, de 18 de agosto) se ha ocupado de
establecer la estrecha conexión entre acceso a la función pública y los principios citados, ahora
establecidos en el artículo 103.3 CE.

De la proclamación en las Constituciones históricas de un derecho de acceso a funciones y


cargos públicos no hubo ocasión de inferir, como ha hecho en Tribunal Constitucional actual, un
derecho diferenciado de compleja construcción jurisprudencial como es el derecho a acceder a
cargos públicos representativos. Es obvio, sin embargo, que hay sustancial diferencia entre el cargo
público representativo y el funcionario; aquél ejerce un derecho, esté cumple una obligación. Son
distintos, además, los bienes jurídicos respectivamente protegidos, en el primer caso, la
representación y, en el segundo, el mérito y la capacidad.

Hay que partir de un concepto restrictivo de cargo público representativo (STC 71/1989, de 21
de abril), ligado a la elección por sufragio universal, directa o indirecta, mediante la cual se forma
democráticamente la voluntad estatal. Luego no todo cargo público es representativo, sólo el
elegido por sufragio universal. Se trata de un derecho democrático del ciudadano y de un derecho
de libertad y de autonomía del representante; por eso la titularidad es exclusivamente de los
ciudadanos, individualmente o asociados (grupos políticos, grupos parlamentarios). El Tribunal
Constitucional no admite, pues, la titularidad de los partidos políticos (STC 5/1983, de 4 de febrero)
apoyándose también en la prohibición de mandato imperativo estipulada en el artículo 67.2 CE.

La referencia "los requisitos que señalen las leyes" ha servido al Tribunal Constitucional para
reiterar hasta la saciedad que éste es un típico derecho de configuración legal, sin la cual no es
factible su ejercicio. El Alto Tribunal recuerda, no obstante, que no toda infracción de la legalidad
constituye lesión del derecho fundamental.

El Tribunal Constitucional distingue tres momentos que consagran una triple dimensión del
derecho: acceso, permanencia y ejercicio del cargo. En cada uno de ellos se ejercen derechos
diversos, facultades concretas, al amparo del artículo 23.2 CE. En el momento del acceso se ejerce
el sufragio pasivo (artículo 68.5 CE y SSTC 60/1987, de 20 de mayo y 84/2003, de 8 de mayo)
estrictamente ligado al sufragio activo pues ambos sirven al mismo y jurídico, es decir, a la
representación, pero distinguibles y autónomos. La Constitución reclama igualdad en el acceso y,
por lo tanto, en el sufragio pasivo. En este sentido son determinantes las causas de inelegibilidad y
de incompatibilidad establecidas en la Constitución (artículo 70.1) y precisadas en la Ley Orgánica
5/1985, de 19 de junio, de Régimen Electoral General, en el Reglamento del Congreso de los
Diputados, de 10 de febrero de 1982 y en el Reglamento del Senado, de 3 de mayo de 1994 (STC
45/1983, de 25 de mayo).
Durante la campaña electoral tienen los candidatos derecho al uso, en igualdad de oportunidades,
de los medios públicos, lo que origina una dimensión prestacional del derecho.

La igualdad de los candidatos también ha de predicarse del mismo sistema electoral, y en este
sentido se ha tenido el Tribunal Constitucional que pronunciar a propósito de la llamada barrera
electoral, que consideró, en su actual configuración, no desproporcionada ni lesiva de derecho
fundamental alguno (STC 193/1989, de 16 de noviembre).

El Tribunal Constitucional (SSTC 101/1983, de 18 de noviembre y 74/1991, de 8 de abril) hubo


de plantearse, confirmándola, la constitucionalidad, primero, de la exigencia de acatamiento a la
constitución para adquirir plenamente la condición de parlamentario y, segundo, acerca del empleo
de la fórmula "por imperativo legal", no prevista en los reglamentos parlamentarios pero empleada
por algunos para superar el requisito.

El segundo momento es el de la permanencia en el cargo representativo. No sólo se tiene


derecho a acceder sino también a permanecer: quien ha sido elegido por los electores no puede ser
despojado de su cargo, pues tiene derecho a permanecer en él el tiempo previsto
constitucionalmente para la duración de su mandato (artículos 68.4 y 69.6 CE). Los
pronunciamientos más célebres del Tribunal Constitucional al respecto se produjeron en las SSTC
24/1983, de 6 de abril y 28/1984, de 28 de febrero; en ellas nuestro Alto Tribunal operó una
interpretación extensiva de la prohibición de mandato imperativo alguno (artículo 67.2 CE) a todo
cargo público representativo, incluyendo los concejales y excluyendo de paso que los partidos sean
titulares de derechos que sólo a las personas físicas corresponde ejercer.

Con la misma lógica que respecto de los momentos anteriores el derecho de acceso a cargo
público representativo ha de contener también un ius in officium, es decir, un conjunto de facultades
que identifican la labor del representante y que, junto con el derecho a permanecer, forman el
estatuto del parlamentario (STC 37/1985, de 8 de marzo y 36/1990, de 28 de febrero). Entre ellos el
derecho a la remuneración, condicionada al cumplimiento del deber de asistencia.
Las funciones de los parlamentarios son derechos fundamentales de los representantes y
atribuciones de un órgano. Estas funciones del representante que conforman el contenido del
derecho son aquellas que materializan lo esencial de la actividad parlamentaria y que desglosa la
jurisprudencia del Tribunal Constitucional en derecho a la información (STC 203/2002, de 28 de
octubre), derecho de interrogación (artículos 110 y 111 CE y SSTC 177/2002, de 19 de octubre y
40/2003, de 27 de febrero), un derecho a la tramitación de las propuestas (STC 40/2003, de 27 de
febrero), un derecho de enmienda (STC 118/1995, de 17 de julio), además de la posibilidad de
constituir grupo parlamentario (STC 64/2002, de 11 de marzo). Todas estas facultades se integran
en el ius in officium y conforman el bloque de las funciones parlamentarias, configuradas en los
reglamentos parlamentarios, sin cuyo ejercicio resultaría imposible el ejercicio del propio derecho
del representante e indirectamente tampoco el ejercicio del derecho de participación política de los
ciudadanos.

Como ya se ha señalado, desde 1837 las Constituciones históricas españolas han recogido,
proveniente del artículo 6 de la Declaración de 1789, el derecho a acceder a cargo público
conforme al mérito y la capacidad. Estos textos se referían a la función pública y no abarcaban los
cargos representativos. El artículo 23.2 abarca ahora también a estos últimos, sin dejar de
comprender el tradicional significado, aunque la referencia al mérito y a la capacidad se haya
desplazado al artículo 103.3 con el que el Tribunal Constitucional conectó pronto este derecho
cuando se pretende ejercer para el acceso a la función pública (STC 50/1986, de 23 de abril).

Los textos internacionales lo formulan como derecho a acceder en condiciones de igualdad a las
funciones públicas (artículo 21.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de las
Naciones Unidas y artículo 25 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

El derecho de acceso a la función pública no es derecho a desempeñar funciones determinadas


sino garantía de igualdad de oportunidades, posibilidad igual si se cumplen los requisitos legales no
discriminatorios (STC 47/1990, de 20 de marzo). Es, por lo tanto, un derecho reaccional para
impugnar (STC 50/1986 y STC 200/1991, de 28 de octubre). Impide a los poderes públicos exigir
requisitos no relacionados con el mérito y la capacidad (SSTC 193/1987, de 9 de diciembre;
206/1988, de 7 de noviembre; 67/1989, de 18 de abril; 27/1991, de 14 de febrero y 215/1991, de 14
de febrero). El acceso y la consiguiente selección que le precede sólo son legítimos, en definitiva, si
los requisitos legales sirven para constatar el mérito y la capacidad, valorándolos de forma
adecuada. Es cierto, sin embargo, que salvo excepciones contadas en la jurisprudencia ordinaria, los
tribunales han venido respetando la discrecionalidad técnica de los órganos de selección; sólo
cuando la arbitrariedad ha sido muy notable se ha entrado en la valoración de los méritos llevada a
cabo por el órgano administrativo competente.
La jurisprudencia del Tribunal Constitucional, muy abundante, se ha centrado en la
interpretación del término cargo público y en lo que debe entenderse por acceso. Respecto de lo
primero, consagra el Tribunal Constitucional que cargo público hace referencia a función pública
profesional (STC 163/1991, de 18 de agosto), de ahí que haya culminado la férrea conexión entre
los artículos 23.2 y 103.3 CE. En cambio, ha interpretado extensivamente el concepto de acceso
comprendiendo dentro de él también los ascensos, aunque en estos últimos los principios de
igualdad, mérito y capacidad se proyecten con otra intensidad (STC 192/1990, de 29 de
noviembre).

Acerca de las normas de acceso, exige el Tribunal Constitucional que sean generales y
abstractas, no ad personam (SSTC 148/1986, de 25 de noviembre y 127/1991, de 6 de junio); y a
propósito de la valoración de los méritos exigidos, éstos han de corresponderse con el cargo a
desempeñar (SSTC 148/1986, de 25 de noviembre y 193/1987, de 9 de diciembre). En esta línea
argumental rechaza que la residencia, el centro de titulación o la edad (SSTC 42/1981, de 22 de
diciembre y 75/1983, de 1 de marzo) sean criterios legítimos, mientras que el cumplimiento de los
plazos (STC 72/1987, de 23 de mayo) o, en determinadas circunstancias, el conocimiento de lengua
cooficial distinta del castellano puedan constituir requisito razonables (STC 82/1986, de 26 de
junio). Sobre las oposiciones restringidas el Tribunal Constitucional las ha rechazado como norma
aunque las admita a título excepcional (SSTC 27/1991, de 14 de febrero y 16/1998, de 26 de enero).
Considera en cambio que es admisible valorar los servicios prestados y la antigüedad (SSTC
67/1989, de 18 de abril y 60/1994, de 28 de febrero), siempre que no constituyan requisitos para
presentarse a las pruebas de acceso sino únicamente méritos a tener en cuenta por los órganos de
selección.
El desarrollo legal de este derecho es plural y sectorial y va desde la norma legal a las
convocatorias mismas de los procesos de selección que operan como regla de cada oposición. Entre
las normas más relevantes: la Ley 53/1984, de 2 de diciembre, sobre Incompatibilidades del
personal al servicio de las Administraciones publicas, Ley 30/1984, de 2 de agosto de medidas para
la reforma de la función pública que ha sufrido numerosas modificaciones, la ultima llevada a cabo
por la Ley 53/2002, de 30 de diciembre, de Medidas fiscales y administrativas de orden social.
Por lo que se refiere a la bibliografía básica sobre el contenido de este artículo conviene reseñar
los trabajos de Aguiar, Fernández Farreres, García Roca, López Guerra, Pulido y Sánchez Morón.

Sinopsis artículo 24
Nos encontramos sin lugar a dudas ante el artículo más complejo de la parte dogmática de
nuestra Constitución española. No en vano es el derecho que más demandas de recurso de amparo
constitucional genera. La titularidad de este derecho es de todas las personas. Esto significa que lo
pueden ejercitar tanto españoles, comunitarios, extranjeros, incluso personas jurídicas (STC
19/1983). No es claro el contenido del artículo 24 en cuanto a su estructura interna. Las relaciones
entre sus diferentes elementos no quedan delimitadas con nitidez ni por el constituyente ni por su
último y máximo intérprete: el Tribunal Constitucional. En todo caso, su contenido se podría
sintetizar en el derecho a la tutela judicial efectiva, a la prohibición de la indefensión, a las garantías
constitucionales del proceso penal, a la presunción de inocencia y a la exclusión del deber de
testificar.
El derecho a la tutela judicial es el equivalente, en el Derecho anglosajón, a la obligación de
respetar el due process of law, que también aparece contemplado en las Enmiendas VI y XIV de la
Constitución de los Estados Unidos de América. Es el derecho a la tutela judicial efectiva un
auténtico derecho fundamental de carácter autónomo y con contenido propio (STC 89/1985), pero
igualmente el Tribunal Constitucional precisa, en relación con su naturaleza, que "no es la de un
derecho de libertad ejercitable sin más, directamente a partir de la Constitución, sino la de un
derecho de prestación, que sólo puede ejercerse por los cauces que el legislador establece o, dicho
de otro modo, es un derecho de configuración legal" (STC 99/1985). De forma muy sucinta se
podría estructurar, siguiendo a los profesores De Esteban y González-Trevijano, de la siguiente
forma. En primer lugar tenemos el derecho de libre acceso a los Jueces y Tribunales; en este sentido
la STC 223/2001 señala que "desde la STC 37/1995, de 7 de febrero, este Tribunal ha venido
reiterando que el núcleo del derecho fundamental a la tutela judicial proclamado por el artículo 24.1
CE consiste en el acceso a la jurisdicción". Ello implica tres cuestiones; primera, dirigirse al órgano
judicial competente; segunda, la admisión de cualquier tipo de pretensión -independiente es
evidentemente que prospere o no-; tercera y última, el costo de los procesos no puede ser un
obstáculo (el artículo 119 de la Constitución consagra la justicia gratuita en los términos que
establezca la ley, en concreto, la Ley 1/1996, de 10 de enero, de asistencia jurídica gratuita). En
segundo lugar está el derecho a obtener una sentencia que ponga fin al litigio suscitado en la
instancia adecuada. En tercer término el derecho al cumplimiento de la sentencia (artículo 117.3 y
118 CE). Por último, en cuarto lugar, el derecho a entablar los recursos legales. En lo que respecta
al procedimiento civil, en relación con el 24 CE, en esta materia de recursos, ver el artículo 469.1.4
y 469.2, sobre el recurso extraordinario por infracción procesal en el proceso civil de la Ley 1/2000,
de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil.
Respecto de la prohibición de la indefensión, nos encontramos realmente ante una cláusula de
cierre, "la idea de indefensión engloba, entendida en un sentido amplio, a todas las demás
violaciones de derechos constitucionales que puedan colocarse en el marco del artículo 24 CE"
(STC 48/1984). Se origina por tanto la indefensión, siguiendo la abundante jurisprudencia
constitucional, cuando de forma ilegítima se priva o limita los medios de defensa producida en el
seno de un proceso, produciendo en una de las partes, sin que le sea imputable, un perjuicio
definitivo en sus derechos e intereses sustantivos. Se daría pues indefensión, como más adelante
veremos de forma colateral, cuando se infringe una norma procesal, se priva a una parte o se la
limita en sus medios de defensa o ante la falta imputabilidad al justiciable. En parecidas palabras se
manifiesta el Tribunal Constitucional al indicar que "viene declarando reiteradamente que, en el
contexto del artículo 24.1 CE, la indefensión es una noción material que se caracteriza por suponer
una privación o minoración sustancial del derecho de defensa; un menoscabo sensible de los
principios de contradicción y de igualdad de las partes que impide o dificulta gravemente a una de
ellas la posibilidad de alegar y acreditar en el proceso su propio derecho, o de replicar
dialécticamente la posición contraria en igualdad de condiciones con las demás partes procesales.
Por otro lado, para que la indefensión alcance la dimensión constitucional que le atribuye el artículo
24 CE se requiere [...], que la indefensión sea causada por la incorrecta actuación del órgano
jurisdiccional" (STC 40/2002).
En lo que atañe al derecho a un proceso penal con garantías, ya desde muy temprano el Tribunal
Constitucional apuntó que se aplica a cualquier tipo de proceso (STC 13/1981). Es interesante
apreciar las influencias de los artículos 118 y 520.2 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 14 de
septiembre de 1882, modificados ambos por la Ley 53/1978, sobre el artículo 24.2 de la
Constitución. La primera garantía que señala la Constitución en su artículo 24.2 es el derecho al
juez natural, esto es, el juez ordinario predeterminado por la ley, sin entrar en las diferencias que
especialmente la doctrina italiana incluye entre juez natural y predeterminado u ordinario. Lo
contrario de la garantía del juez predeterminado por la ley, supondría una posible manipulación del
litigio al sustraer éste del conocimiento del Juez natural (STC 47/1983). El principio de la
predeterminación legal se extiende a todos los órdenes jurisdiccionales. De forma coherente se
entiende que quedan prohibidos los jueces excepcionales, tal y como establece la jurisprudencia
constitucional (SSTC 199/1987 y 62/1990) y del Tribunal de Estrasburgo (caso Bulut, STEDH, de
22 de febrero de 1996). A continuación se constitucionaliza el derecho a la defensa y asistencia de
letrado. Las partes pueden elegir su letrado o en su defecto se les asignará uno de oficio. La
asistencia de un profesional es esencial para que no se dé la indefensión de una de las partes. Sólo
será viable que la parte del procedimiento no esté asistida cuando así lo contemplen y lo permitan
las diferentes leyes de procedimiento al efecto. Cabe pues el denominado derecho a la autodefensa.
En este sentido hay que tener presente lo preceptuado en relación con la asistencia de letrado y
procurador por la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil y por la Ley de
Enjuiciamiento Criminal de 14 de septiembre de 1882. Por lo demás, el principio de contradicción
que rige el proceso judicial y la igualdad o equilibrio en la defensa de las partes, hace necesaria la
efectividad de este derecho para la consecución de una justicia procesal. El derecho a ser informado
de la acusación formulada es simplemente esencial para que el acusado pueda preparar su defensa
(SSTC 44/1983 y 179/1990), nuevamente la ausencia de este derecho devendría en una manifiesta
indefensión de la parte afectada. Esto se concreta pues en conocer los hechos que se le imputan y la
calificación jurídica de los mismos. Es obvio que en el caso de no entender la lengua oficial
correspondiente, el imputado tiene derecho a la efectividad de ese derecho a la información a través
de un intérprete que lógicamente proporciona, en todos sus términos, el Juzgado que conoce de la
causa. Esto es coherente con el artículo 6, apartado 3, letra e), del Convenio Europeo de Derechos
Humanos. Respecto del contenido de este artículo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos
determina que "comporta, para cualquiera que no hable o no comprenda la lengua empleada por la
audiencia, el derecho de ser asistido gratuitamente por un intérprete sin que quepa después la
posibilidad de reclamar el pago de los gastos de esta asistencia" (STEDH de 26 de abril de 1979,
caso Luedicke). El principio acusatorio es por tanto un presupuesto del derecho a ser informado de
la acusación misma (STC 47/1991). También debe darse una correlación entre la acusación y la
sentencia, aunque la variación de la calificación jurídica sin alteración del hecho objeto de
acusación debe poder ser discutida por las partes (STC 153/1990). Por último, este derecho a ser
informado relega en el ámbito procesal penal la reformatio in peius, esto es, que en vía de recurso se
condene sin que ninguna parte acusadora sostuviera la acusación. Por tanto, en conclusión, el
artículo 24 no permite que ningún Juez penal juzgue ex officio, por tanto, sin previa acusación
formulada por aquel que posea la legitimación activa para ello (STC 225/1988). Este principio se
mantiene tanto para la primera como para la segunda instancia, e igualmente para la apelación de la
sentencia, en el caso de que ésta se dé (STC 53/1989).
El siguiente derecho es a un proceso público. La relación con el artículo 120.1 CE es directa. La
publicidad hemos de entenderla como una garantía para el acusado. El control público evita así los
juicios secretos. Pero según el artículo 24.2 el proceso debe ser público y sin dilaciones indebidas.
La expresión dilaciones indebidas configura lo que en Derecho se denomina un concepto jurídico
indeterminado, que de forma casuística deben ir precisando los tribunales. En una variada
jurisprudencia del Tribunal Constitucional, los criterios específicos que en cada caso concreto han
de aplicarse para determinar si ha habido o no dilación indebida son los siguientes: 1. Las
circunstancias del proceso; 2. La complejidad objetiva del mismo; 3. La duración de otros procesos
similares; 4. La actitud procesal del recurrente; 5. El interés que en el litigio arriesga éste; 6. La
actitud de los órganos judiciales; y 7. Los medios de que disponen éstos. Estos siete criterios se han
extraído del contraste entre las siguientes Sentencias del Tribunal Constitucional 36/1984, 5/1985,
152/1987, 223/1988, 28/1989, 50/1989, 81/1989, 224/1991, 215/1992, 69/1993, 179/1993,
197/1993, 313/1993, 8/1994, 35/1994, 324/1994, 144/1995, 10/1997.
Otro derecho que configura el proceso es el derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes
para la defensa. La fase probatoria normalmente es la más relevante del procedimiento, es cuando
los letrados tratan de demostrar al órgano judicial los argumentos a su favor. El juez o Tribunal tiene
que velar por el buen desarrollo de esta fase de forma que las pruebas sean, como no puede ser de
otra manera, obtenidas legalmente, deben ser pertinentes, esto es, relacionadas con el litigio, por un
lado, y útiles al mismo, por otro. Por tanto, tienen que estar destinadas a esclarecer los hechos
objeto del litigio. Nuevamente, el incumplimiento o vulneración de este derecho provocaría la
indefensión de la parte afectada. Es por tanto preciso fundamentar la inadmisión de medios
probatorios que puedan incidir en la sentencia (SSTC 30/1986 y 45/1990). Concluyendo en lo
referido a este derecho, podemos seguir lo apuntado en el fundamento jurídico segundo de la STC
73/2001, al señalar que "la lesión del derecho invocado sólo se habrá producido si, en primer
término, la falta de práctica de la prueba es imputable al órgano judicial y, en segundo término, si
esa falta generó indefensión material a los recurrentes en el sentido de que este Tribunal aprecie, en
los términos alegados en la demanda de amparo, la relación de la práctica de la prueba con los
hechos que se quisieron probar y no se probaron y la trascendencia de la misma en orden a
posibilitar una modificación del sentido del fallo" (STC 183/1999, de 11 de octubre, F. 4; SSTC
170/1998, de 21 de julio; 37/2000, de 14 de febrero, y 246/2000, de 16 de octubre. El derecho a no
declarar contra sí mismo y no confesarse culpable es otra garantía procesal constitucionalizada.
Indicar que el segundo es un reflejo del primero, siendo pues realmente un único derecho
fundamental que, tan sólo es ejercitable en el ámbito sancionador, tanto en su vertiente penal como
en la administrativa (SSTC 110/1984 y 197/1995). Estamos pues ante un derecho de carácter
instrumental que constituye una manifestación del derecho de defensa. El fundamento jurídico sexto
de la citada STC 197/1995, determina de estos dos derechos que sobre los mismos "los órganos
judiciales deben ilustrar desde el primer acto procesal en el que pueda dirigirse contra una
determinada persona el procedimiento [...]. Tanto uno como otro, son garantías o derechos
instrumentales del genérico derecho de defensa, al que prestan cobertura en su manifestación
pasiva, esto es, la que se ejerce precisamente con la inactividad del sujeto sobre el que recae o
puede recaer una imputación, quien, en consecuencia, puede optar por defenderse en el proceso en
la forma que estime más conveniente para sus intereses, sin que en ningún caso pueda ser forzado o
inducido, bajo constricción o compulsión alguna, a declarar contra sí mismo o a confesarse culpable
(SSTC 36/1983 y 127/1992)".
La presunción de inocencia "ha dejado de ser un principio general del derecho que ha de
informar la actividad judicial para convertirse en un derecho fundamental que vincula a todos lo
poderes públicos y que es de aplicación inmediata" (STC 31/1981). Estamos por tanto ante una
presunción de la denominadas iuris tantum. Esto significa que toda persona se presume su inocencia
hasta que no quede demostrada su culpabilidad. Es una presunción que por tanto admite prueba en
contrario, pero lo relevante es que quien acusa es quien tiene que demostrar la culpabilidad, el
acusado pues no tiene que demostrar su inocencia, ya que de ella se parte. La carga de la prueba es
así de quien acusa. La presunción de inocencia se basa en dos principios claves: primero, el de la
libre valoración de la prueba, que corresponde efectuar a jueces y Tribunales por imperativo del
artículo 117.3 CE; segundo, para desvirtuar esta presunción es preciso que se den medios de prueba
válidos y lícitamente obtenidos utilizados en el juicio oral, dando siempre lugar a la defensa del
acusado (SSTC 64/1986 y 82/1988). En resumen, siguiendo el fundamento jurídico noveno de la
STC 124/2001: "en definitiva, nuestra doctrina está construida sobre la base de que el acusado llega
al juicio como inocente y sólo puede salir de él como culpable si su primitiva condición es
desvirtuada plenamente a partir de las pruebas aportadas por las acusaciones. En palabras de la ya
citada STC 81/1998 (F. 3) la presunción de inocencia opera... como el derecho del acusado a no
sufrir una condena a menos que la culpabilidad haya quedado establecida más allá de toda duda
razonable".
Concluye el artículo 24.2 con una exclusión específica al deber constitucional de colaborar con
la justicia que contempla el artículo 118 CE. El fundamento de la exclusión es doble, por un lado no
obligar a declarar contra un familiar por el evidente condicionamiento que el parentesco produce,
por otro, la salvaguarda del derecho al secreto profesional que disfrutan los abogados, médicos,
sacerdotes, etc. Téngase presente que los periodistas tiene reconocido su derecho al secreto
profesional específicamente en el artículo 20.1. d) CE. Realmente la exclusión del artículo 24.2 in
fine no contempla un derecho o un mandato al legislador, parece lo más acertado, a tenor de la
redacción empleada por los constituyentes, que estamos ante una simple habilitación para que el
legislador regule esta materia, y la regule respetando los términos y las limitaciones que el propio
constituyente marca en el artículo citado.
Entre la muy abundante bibliografía sobre el contenido de este artículo se ha procurado hacer
una selección básica y significativa.
Sinopsis artículo 25
El artículo 25 de nuestra Constitución presenta un contenido complejo: no todo lo establecido en
él es derecho fundamental. Lo que prescribe el apartado primero opera como tal derecho -el
principio de legalidad-. El apartado segundo traza, a grandes rasgos, lo esencial de la relación de
sujeción especial penitenciaria, y el apartado 3 prohíbe a la Administración civil imponer sanciones
privativas de libertad, proyectándose también a modo de derecho fundamental.

Los contenidos de los apartados 1 y 3 del precepto tienen abundantes precedentes en nuestra
historia constitucional mientras que el apartado 2 es de impronta modernísima. Ya la Constitución
de 1837 establecía en su artículo 9 que:
"Ningún español puede ser procesado ni sentenciado sino por Juez o Tribunal competente en
virtud de leyes anteriores al delito y en la forma que éstas prescriban".

Por un lado, se proclamaba el principio de legalidad y, por otro, se reservaba a los tribunales la
facultad de procesar y sentenciar.

El principio de legalidad penal que había sido ya recogido por el artículo 8 de la Declaración de
1789, tenían su primera presencia en nuestro constitucionalismo con el citado precepto de la carta
de 1837 al que siguieron, ya sin interrupción, todas nuestras Constituciones históricas. Así, el
artículo 10 de la Constitución de 1845 reproducía el citado artículo de la Carta del 37, y la
Constitución de 1869 apenas introducía alguna pequeña variación en esa literalidad. Por su parte, el
Texto de 1876 reproducía exactamente el de 1837. Finalmente, el artículo 28 de la Constitución de
1931 reiteraba el mismo contenido, pero con terminología técnicamente moderna:
"Sólo se castigarán hechos declarados punibles por ley anterior a su perpetración. Nadie será
juzgado sino por juez competente conforme a los trámites legales".
Los documentos internacionales suscritos por España también estipulan el principio de legalidad.
El primero fue la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948 cuyo
artículo 11.3 lo proclama para extraer después expresamente una de sus consecuencias: que no se
impondrán a nadie penas mayores que las previstas en el momento del la comisión del delito. Por su
parte, el artículo 15.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 19 de noviembre
de 1966, además de la proclamación estricta del principio de legalidad y de la prohibición de que se
impongan penas mayores a las previstas en el momento de la comisión del delito así como de la
previsión de la retroactividad de las penas más leves, advierte que todo ello no impide el castigo de
actos u omisiones que constituyan delito según los principios generales del derecho reconocidos en
las naciones civilizadas. En el ámbito europeo, el Convenio Europeo de Derechos Humanos, de 4 de
noviembre de 1950 ofrece tres aspectos: la proclamación del principio y la prohibición de
imposición de penas mayores a las previstas en el momento de la comisión (artículo 7.1) y la
advertencia, idéntica a la del Pacto, en la que se admite que el principio de legalidad no es óbice
para castigar acciones u omisiones consideradas criminales a la luz de los principios generales del
derecho reconocidos por las naciones civilizadas. Esta última previsión choca contra la estricta
concepción del principio de legalidad según viene considerándose en el Derecho español, mientras
que la necesidad de incorporar la tradición del common law ha obligado al Tribunal Europeo de
Derechos Humanos a elaborar una jurisprudencia, a nuestros ojos discutible, donde los contornos
del principio de legalidad se desdibujan.

En el proceso de elaboración parlamentaria del precepto, tanto los textos históricos como los
documentos internacionales fueron tenidos en cuenta. Respecto del apartado primero, la
modificación más relevante del anteproyecto fue la sustitución de la expresión "ordenamiento
jurídico vigente" por la que la postre prevaleció de "legislación vigente" más ajustada al contenido
del principio de legalidad. Asimismo fue suprimida una frase que reproducía el artículo 7.2 del
Convenio Europeo de Derechos Humanos y el artículo 15.2 del Pacto Internacional, sin que la
supresión tenga otro efecto que obligar a deducir de la fórmula expresa la consecuencia de que está
prohibida la imposición de penas mayores a las previstas en el momento de la comisión del acto o
omisión punible.

Los debates en torno al apartado 2 fueron intensos y hubo muchas variaciones. Incluso se
debatió la introducción de un derecho a la sexualidad de los condenados, pero al fin se diluyó en la
mención al desarrollo integral de la personalidad.

El contenido del artículo 25 se desglosa en: la proclamación del principio de legalidad, mandatos
al legislador para orientar la regulación de la relación de sujeción especial penitenciaria, y la
prohibición a la Administración civil de imponer sanciones que impliquen privación de libertad. En
puridad, sólo los apartados 1 y 3 generan por sí mismos derechos amparables, mientras que el
apartado 2 contiene en realidad principios orientadores de la legislación penitenciaria.

El apartado 1 del artículo 25 proclama como derecho fundamental el principio de legalidad penal
extendiéndolo al Derecho administrativo sancionador. Una tradicional manifestación del garantismo
que se expande a otro ámbito donde se pueden producir limitaciones de derechos. Del mismo modo
que los derechos procesales se han proyectado fuera del ámbito jurisdiccional al procedimiento
administrativo sancionador, también el principio de legalidad lo ha hecho, pero como ha reiterado
una abundantísima jurisprudencia del Tribunal Constitucional que va de la STC 18/1981, de 8 de
junio, a las SSTC 50 y 55/2003, ambas 17 de diciembre, de una forma menos intensa, lo que se
traduce en un exigencia menos estricta de ley (no se precisa la ley orgánica ni siquiera ley formal,
pudiendo bastar el decreto-ley o el decreto legislativo) e incluso en la posible colaboración del
reglamento administrativo para completar la previsión legal que debe ser, eso sí, suficientemente
precisa de los hechos sancionables y de la graduación de las sanciones. Por tanto, mientras que en la
esfera penal la reserva de ley es absoluta, y es de ley orgánica (SSTC 25/1984, 23 de febrero, y
159/1986, de 12 de diciembre), esta dimensión formal se atenúa en el campo del Derecho
administrativo sancionador (STC 52/2003, de 17 de marzo).
A la garantía formal explicada -reserva de ley- hay que añadir, como contenidos de este derecho
fundamental, una garantía material que se manifiesta en la triple exigencia de lex scripta, lex previa
y lex certa. La primera, reproducida los artículos 1.1 y 2.1 del Código Penal atañe a los actos y
omisiones sancionables y a las sanciones mismas que su comisión acarrea a los autores.

La segunda -lex previa- exige que los actos y omisiones estén sancionados según la legislación
vigente en el momento de su comisión, es decir, se prohíbe la retroactividad de las disposiciones
sancionadoras no favorables, concretando el principio ya sentado en el artículo 9.3 CE. A sensu
contrario el artículo 2.2 del Código Penal prevé la retroactividad de las disposiciones favorables
aunque ya se haya dictado sentencia firme y el reo esté cumpliendo condena. De lo anterior se
infiere también que a nadie se puede imponer sanción mayor a la prevista en la legislación vigente
en el momento de cometer el hecho punible.

La tercera exigencia -lex certa- se traduce en el principio de tipicidad, estricto en el ámbito penal
(artículos 10 y 12 del Código Penal) concretado como principio de taxatividad. Ello significa que
las exigencias de seguridad jurídica reclaman una determinación exacta de los actos y omisiones
punibles y de las sanciones que su comisión acarrea. El supuesto de hecho ha de hallarse
estrictamente delimitado y con la máxima claridad, tal y como exige la abundante jurisprudencia del
Tribunal Constitucional, desde la STC 62/1982, de 15 de octubre, a la STC 13/2003, de 28 de
enero.

La necesidad de tipos claro recogidos en la ley se extiende al Derecho administrativo


sancionador (STC 100/2003, de 2 de junio) y si bien puede entrar a completar el reglamento
administrativo (STC 42/1987, de 7 de abril), sólo es admisible cuando esa remisión no se convierta
en una regulación independiente si no que se mantenga claramente subordinada a la ley (STC
52/2003, de 17 de marzo).

El principio de taxatividad conduciría derechamente a considerar inconstitucionales las leyes


penales en blanco, aquellas que se remiten en un reglamento administrativo para completar su
supuesto de hecho. Se infringiría no sólo el artículo 25.1 CE sino los artículos 9.3, 53.1 y 81.1 CE.
El Tribunal Constitucional ha acotado el margen de este tipo de normas penales en las SSTC
127/1990, de 5 de julio y 120/1998, de 15 de junio.

En íntima conexión con el apartado 1 del artículo 25, el apartado 3 prohíbe a la Administración
civil imponer sanciones que directa o subsidiariamente impliquen privación de libertad. El Tribunal
Constitucional se ha planteado la expulsión de los extranjeros (STC 115/1987, de 7 de julio), y
sobre todo la legitimidad constitucional de las sanciones disciplinarias administrativas que, en el
ámbito castrense, pueden suponer privación de libertad (Ley Orgánica 8/1998, de 2 de diciembre,
de Régimen Disciplinario de las Fuerzas Armadas y SSTC 21/1981, de 15 de junio y 31/1985, de 5
de marzo). La excepción militar a la regla inveterada de que la privación de libertad sólo puede
acordarse judicialmente no excluye desde luego el posterior control judicial de la medida
administrativa.

El apartado 2 del artículo 25 presenta un contenido difuso que podía agruparse en los siguientes
contenidos: principio general de orientación de las penas; recordatorio de la titularidad los derechos
fundamentales de los condenados y proclamación del derecho al trabajo y a la cultura de los
internos en prisión. En realidad este apartado traza las líneas esenciales de la relación de sujeción
especial penitenciaria que tempranamente se tradujo en la Ley Orgánica 1/1979, de 26 de
septiembre, General Penitenciaria.

Algunos autores han visto en este apartado un reconocimiento de derechos de los condenados,
pero como el Tribunal Constitucional ha afirmado, se trata más bien de mandatos al legislador de
los que no pueden derivarse directamente derechos articulables en amparo sino, en la medida en la
que la ley lo disponga, derechos de configuración legal (ATC 15/1984 y SSTC 28/1988 y 81/1997,
de 22 de abril).

No existe, pues, un derecho a la reeducación o a la reinserción social, pues tanto una como otra
son objetivos, metas a alcanzar con la ejecución de la pena. Tampoco se deriva a favor del reo
derecho alguno a la proporcionalidad de las penas, proporcionalidad que corresponde valorar al
legislador (STC 136/1999, de 20 de julio).

La prohibición de trabajos forzados concretaría la proscripción de trato inhumano o degradante


prevista en el artículo 15 CE y enlazaría con el recordatorio, acaso superfluo, de que el condenado
goza de los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución "a excepción de los que se vean
expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley
penitenciaria". Como es obvio, la estancia en prisión supone para quienes la sufren una radical
limitación de su libertad y la exigencia de someterse al régimen carcelario que por sí mismo entraña
sacrificios de sus derechos. Ello no obstante, y dado el carácter educativo con vistas a la reinserción
que han de tener las penas, debe la Administración respetar los derechos y no imponer a los internos
más sacrificios que los que la ordenada vida en prisión requiere. En este terreno es donde el
Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de pronunciarse en relación a varios derechos
fundamentales concretos. Ha partido siempre de la relación de especial sujeción penitenciaria para
verificar si ésta consentía o requería las limitaciones denunciadas en los casos concretos. Así se ha
referido al derecho de comunicación escrita y oral (STC 73/1983, de 30 de julio), al derecho a la
intimidad (SSTC 57/1994, de 30 de julio, y 89/1987, de 3 de junio) y al derecho al secreto de las
comunicaciones de los internos (STC 175/1997, de 27 de octubre); ha excluido la existencia del
derecho a las comunicaciones íntimas (STC 89/1987, de 3 de junio), y considerado legítima la
alimentación intravenosa de presos en huelga de hambre, justificándola en la obligación de la
Administración penitenciaria de velar por la vida, integridad y salud de los internos (artículo 3.4 de
la Ley Orgánica 1/1979, de 26 de septiembre, General Penitenciaria).

En relación con el derecho al trabajo remunerado, es obvio que éste no puede ofrecerse a todos
los internos sino en la medida en que los recursos financieros lo consientan, pero es exigible que el
reparto del trabajo disponible se haga de forma no arbitraria y según prevé al reglamento
penitenciario (SSTC 179/1989, de 2 de noviembre y 17/1993, de 18 de enero).
Entre la bibliografía básica sobre el contenido del presente artículo recordar los trabajos de
Huerta, Lamarca o Nieto.

Sinopsis artículo 26
Los tribunales de honor son unas instituciones típicamente españolas, sin parangón en el
Derecho extranjero, que nacen en el ámbito castrense para juzgar oficiales, no a suboficiales o clase
de tropa (Real Decreto de 3 de enero de 1867). Se extienden luego a la Administración pública (en
la legislación de funcionarios civiles de 1918) y más tarde a la esfera privada, en especial a los
colegios profesionales.
Estaban formados por los pares del encausado y tenían por finalidad juzgar la dignidad de éste
para pertenecer al cuerpo o profesión de la que era miembro. De resultar declarado indigno, el
sujeto era expulsado del cuerpo, sin que pudiera interpone recurso alguno. El Tribunal Supremo,
aunque muy tardíamente, acabó admitiendo los recursos contra resoluciones de los tribunales de
honor si tales recursos alegaban vicios de forma.

Estos tribunales no jugaban actos aislados sino conductas y estados de opinión acerca de la
dignidad de un individuo para formar parte de un cuerpo. El bien jurídico protegido no era el honor
del enjuiciado sino el del cuerpo al que pertenecía. El procedimiento era sencillo, se daba audiencia
al interesado y se mantenía casi clandestina la tramitación que concluía con la absolución o la
separación del servicio y la consiguiente propuesta a la autoridad correspondiente.
El artículo 95, párrafo último, de la Constitución de 1931 abolió todos los tribunales de honor
"tanto civiles como militares", materializando así la enemiga que en amplios círculos suscitaron
siempre estas instituciones. Tras la guerra civil se repusieron con la Ley de Tribunales de Honor, de
17 de octubre de 1941. El sistema se completó con la Ley de Funcionarios Civiles del Estado, de 7
de febrero de 1964.

En el debate constituyente se suscitó la supresión -que no anticipaba el anteproyecto- en la estela


de la Constitución de 1931, y a pesar de las numerosas propuestas para que expresamente se
suprimieran también en el ámbito castrense, sólo se abolieron en las esferas de la Administración
civil y de las organizaciones profesionales, consagrándose a sensu contrario la constitucionalidad de
los tribunales de honor en el ámbito militar. La persistencia de estas instituciones, aun reducidas al
ámbito castrense tras 1978, siempre plantearon dudas respecto del principio de unidad jurisdiccional
o del non bis in idem.

Los tribunales de justicia, una vez entrada en vigor la Constitución de 1978, rechazaron la
aplicación retroactiva del artículo 26 a situaciones firmes donde hubieran actuado los tribunales de
honor, argumentando desde un elemental principio de seguridad jurídica (AATC 104/1980, de 26 de
noviembre y 601/1985, de 18 de septiembre).
Por otro lado, se confirmó la derogación sobrevenida de cuantas normas, en el ámbito de la
Administración civil o de las organizaciones profesionales, se opusieran a lo establecido en el
artículo 26 CE.
El Tribunal Supremo se pronunció en varias ocasiones acerca de la necesidad de respetar, en el
funcionamiento de los tribunales de honor, las exigencias dimanantes de los derechos procesales
proclamados en el artículo 24 CE.
El círculo se estaba cerrando sobre estas instituciones tradicionales y, aunque la Ley Orgánica
9/1980, de 6 de noviembre, de modificación del Código de Justicia Militar, dejó intactos los
preceptos referidos a los tribunales de honor, la Ley 9/1988, de 21 de abril de Planta y Organización
de la Jurisdicción Militar vacío de contenido los citados preceptos 1025 a 1046 del Código de
Justicia Militar. La supresión definitiva vino con la Ley Orgánica 2/1989, de 3 de abril, Procesal
militar. Lo que no se consiguió en el momento constituyente acabó sucediendo por vía legal.
En cuanto a la bibliografía son aportaciones básicas las de Domínguez-Berrueta, Guaita, Mozo y
Lamarca.

Sinopsis artículo 27
Por primera vez en la historia de nuestro constitucionalismo se recoge una proclamación, al
unísono, del derecho a la educación y de la libertad de enseñanza. En las pocas ocasiones en las que
se mencionaba la enseñanza en las Constituciones históricas, éstas se limitaban a reconocer el
derecho a fundar instituciones educativas y sólo la Constitución de 1931 impuso la obligatoriedad y
gratuidad de la enseñanza primaria.

Durante el debate constituyente se enfrentaron claramente dos posiciones, una digamos liberal y
otra de izquierda, para a la postre acabar en el prolijo y en cierto sentido ambivalente artículo 27.
Este refleja, pues, el trabajoso consenso constitucional en materia educativa. Por un lado, se
reconoce un derecho de libertad -la libertad de enseñanza- y, por otro, la vertiente prestacional con
el derecho a la educación. Sin embargo, al ser muy amplia la habilitación al legislador para que
desarrolle los derechos reconocidos, la tensión entre modelo educativo de izquierdas y otro
conservador se trasladó a las Cortes Generales donde los sucesivas normas reguladoras fueron
objeto de agrios debates parlamentarios y, posteriormente, de impugnaciones ante el Tribunal
Constitucional. Así la Ley Orgánica 5/1980, de 19 de julio, del Estatuto de los Centros docentes
(LOECE) acerca de la cual se pronunció la STC 5/1981, de 13 de febrero; la Ley Orgánica 8/1985,
de 3 de julio, reguladora del derecho a la educación (LODE), sobre la que se manifestó la STC
77/1985, de 27 de junio. En ambos casos acabó pronunciándose el Alto Tribunal fijando los límites
de la discrecionalidad del legislador, pero amparando la libertad de éste para, dentro del marco
constitucional, trazar un modelo concreto. También las últimas normas educativas están pendientes
de sentencia del Alto Tribunal. A la LODE la completó la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de
Ordenación General del sistema Educativo (LOGSE), ambas parcialmente derogadas o modificadas
por la Ley Orgánica 10/2002, de 23 de diciembre, de Calidad de la Educación.
Es preciso, pues, aclarar el alcance del artículo 27 CE y para ello cabe preguntarse si los
tratados internacionales suscritos por España aportan algo a nuestro debate. Varios textos
internacionales se refieren al derecho a la educación (artículo 26.3 de la Declaración Universal de
Derechos Humanos, de 10 de noviembre de 1948; artículo 13.3 del Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales, de 19 de noviembre de 1966; artículo 18.4 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 19 de noviembre de 1966; y el artículo 2 del
Protocolo Adicional 1º, de 20 de marzo de 1952, al Convenio Europeo de Derechos Humanos, de 4
de noviembre de 1950). Todos ellos, ex artículo 10.2 CE podrían ayudar a integrar el significado de
nuestro precepto constitucional, especialmente el Protocolo Adicional 1º junto con la interpretación
que de él ha hecho el Tribunal europeo de Derechos Humanos (TEDH). Sin embargo el artículo 27
CE es mucho más generoso y brinda una protección mayor que la ofrecida por los documentos
citados. La jurisprudencia del TEDH no afecta, sino en muy pocos aspectos, al entendimiento de los
derechos educativos reconocidos por nuestra Constitución.

Dicho todo lo anterior, toca ahora analizar la pluralidad de los derechos educativos. Parece
evidente que dos son los derechos principales: el derecho a la educación y la libertad de enseñanza
(artículo 27.1), conectados con los cuales hallamos otros también proclamados en el artículo 27.
Este principal y doble reconocimiento propende, por un lado, a garantizar la educación a todos y,
por otro, a preservar el mayor pluralismo educativo posible, consintiéndolo al margen de la escuela
pública.
La titularidad del derecho a la educación se extiende a todos, nacionales y extranjeros. Respecto
de estos últimos así lo confirma la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades
de los extranjeros en España y su integración social, cuyo artículo 9 reconoce el derecho a la
educación a los menores de dieciocho años no exigiéndose para su ejercicio la autorización de
estancia o residencia en España. Por contra, el artículo 21 de la LODE restringe la titularidad del
derecho de crear centros docentes a quienes posean la nacionalidad española.

El derecho a la educación presenta un innegable naturaleza prestacional, reforzada con la


proclamación de la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza básica. Los poderes públicos vienen
obligados a facilitar un puesto escolar gratuito en la enseñanza básica. Ciertamente los límites
temporales de la enseñanza básica pueden variar como marca la tendencia a rebajar la edad de
escolarización a los tres años, pero ello queda en el margen de apreciación de legislador a quien
corresponde delimitar el alcance de las prestaciones a las que son acreedores los titulares del
derecho (la Ley Orgánica 10/2002, de 23 de diciembre, de Calidad de la Educación extiende la
gratuidad a la educación infantil -3 a 6 años- pero no impone su obligatoriedad). Siempre cabe
mejorar las prestaciones como es propio del Estado social, contribuyendo a un aumento progresivo
de la calidad de vida.
El Tribunal Constitucional (STC 86/1985, de 10 de julio) acentúa el carácter de derecho de
libertad del derecho a la educación, considerando su dimensión prestacional derivada del artículo
27.4 CE y no del apartado 1. El derecho a la educación implicaría no impedimento o intromisión del
poder público, tal y como se desprende de la jurisprudencia del TEDH (sentencia de 23 de julio de
1968, caso Régimen lingüístico de la enseñanza en Bélgica). La doctrina española rechaza en
general ese reduccionismo y apuesta por interpretar el derecho a la educación, junto con la
obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza básica para inferir el derecho a un puesto escolar
gratuito en la enseñanza obligatoria.

El TEDH incluso ha inferido el derecho de acceso en condiciones de igualdad de la libertad


negativa (proclamada en el artículo 2 del citado Protocolo al CEDH), si existe un sistema público de
enseñanza. La diferencia con el caso español es que nuestra Constitución impone la creación de tal
sistema lo que no exige el Convenio.

Reproduciendo otras normas internacionales, en concreto el artículo 2 del Protocolo precitado, el


artículo 27.3 garantiza el derecho de los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y
moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Es una garantía sobre todo frente a
colegios públicos y se ha manifestado, sobre todo, en la organización de la asignatura de religión y
de la asignatura alternativa. Como ha expuesto el Tribunal Constitucional (STC 5/1981), la
prestación ha de ser ideológicamente neutral, alejada del adoctrinamiento, a lo que contribuye la
libertad de cátedra. No hay, pues, ni doctrina ni ciencia oficiales, salvo lo que se deduzca
materialmente de las finalidades impuestas constitucionalmente a la educación por el artículo 27.2:
promover el pleno desarrollo de la personalidad en el respeto a los principios democráticos de
convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.
Es obvio que el derecho paterno a escoger el tipo de formación religiosa y moral que desean para
sus hijos no puede oponerse al centro privado, concertado o no, que presente un ideario propio,
puesto que los padres no están obligados a escolarizar a sus hijos y en uno de esos centros; llevarlos
a ellos demuestra cierta adhesión a su ideario. En este caso el derecho se ejerce antes de elegir
colegio, mientras que si el centro de escolarización de sus hijos es público, el derecho se ejerce una
vez que el educando está en él escolarizado. Sólo los centros públicos tienen obligación de asegurar
el pluralismo interno.

La libertad de enseñanza presenta la naturaleza propia de los derechos de libertad y está


conectada, como ha recordado el Tribunal Constitucional (STC 5/1985), con otros derechos
reconocidos en los artículos 16, 35 y 38 de la Constitución. La libertad de enseñanza supone la
libertad de creación de centros docentes que también reconoce la Constitución (artículo 27.6) y esta
última entraña la imposición del ideario (STC 5/1981 y STC 77/1985, de 27 de junio). La
neutralidad no puede exigirse sino a los centros públicos puesto que el ideario equivale a tomar
partido, al expresar ciertas convicciones ideológicas o religiosas que a través de él se pretenden
inculcar al educando. Esta libertad de crear centros con ideario propio tiene el límite expreso
(artículo 27.6) en el respeto a los principios constitucionales, expresión en apariencia más estricta
que la empleada en el apartado 2 del artículo 27, pero con la que debe conectarse.

Otros dos límites de la libertad de creación de centros con ideario propio son: la ciencia misma
con la que el ideario no puede entrar en conflicto puesto que frente a una enseñanza científicamente
falsa habría que oponer el derecho a la educación de los educandos a recibir una enseñanza
científicamente solvente. También opera como límite el ejercicio de la libertad de cátedra con el que
debe cohonestarse el derecho a imponer un ideario (SSTC 5/1981 y 77/1985), de tal suerte que el
profesor del centro privado no está obligado a adherirse al ideario del centro ni menos convertirse
en propagandista sino que debe sólo respetarlo.
La Constitución impone el mandato a los poderes públicos de ayudar a los centros docentes "que
reúnan los requisitos que la ley establezca" (artículo 27.9). Este precepto constitucionaliza el
régimen de conciertos incorporando a los colegios que lo deseen al sistema público. No impone,
desde luego, la concertación y los centros privados pueden o no acogerse a la ayuda pública. El
resultado ha sido el de un sistema de enseñanza compuesto de centros públicos y de innumerables
colegios privados concertados, es decir, financiados con dinero público. El ejercicio de la libertad
de creación de centros docentes ha contribuido, de esta manera, a la prestación del servicio público
educativo. Pero este estado de cosas no sido producto de un inexistente derecho a la subvención,
derecho que no aprecia el Tribunal Constitucional (STC 86/1985, de 10 de julio), si no de la
extensión decidida por el poder público de la financiación estatal y autonómica de centros privados
que cumplían los requisitos legales y se sometían a las servidumbres impuestas por la ley.

Tanto respecto de la libertad de enseñanza como en relación con el derecho a la educación


juegan las finalidades previstas en el artículo 27.2 CE: pleno desarrollo de la personalidad en el
respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.
Ni hay un derecho a recibir enseñanzas contrarias a estas finalidades ni la libertad de impartirlas.
Para asegurar el cumplimiento de esta prescripción constitucional y de toda la legalidad educativa,
los poderes públicos están facultados (artículo 27.8 CE) para inspeccionar y homologar el sistema
educativo. La homologación de los títulos obtenidos por los alumnos no es resultado del ejercicio
de la facultad estatal sino producto del derecho a la educación. En efecto, puede afirmarse, en línea
con la jurisprudencia del TEDH (caso Régimen lingüístico de la enseñanza en Bélgica, ya citado)
que, derivado del derecho proclamado, existe el de que lo estudiado, conforme a la legalidad, tenga
validez oficial.

Además de las limitaciones derivadas de los apartados 2 y 8 del artículo 27 CE, los centros
públicos y los privados concertados están obligados a organizarse conforme a lo previsto
legalmente que, en todo caso, deberá dar cumplimiento al mandato de participación de profesores,
padres y alumnos en el control y gestión de los centros, tal y como prevé el artículo 27.7 CE. Esta
participación enlaza con el artículo 9.2 CE, pero no es un derecho propiamente educativo aunque
module su ejercicio.

El artículo 27 contiene varias remisiones a la ley (apartados 7, 8, 9 y 10), amén de la genérica


habilitación al legislador orgánico para regular, entre otros, este derecho (artículo 81.1 CE). Si el
contenido esencial de los derechos es el explicado, conviene repasar, como están hoy configurados
legalmente. La Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE), y más recientemente el artículo
3 de la Ley de Calidad de la Educación -esta última con más detalle- especifican los derechos de los
alumnos. Según el artículo 3 citado: derecho a recibir una formación integral que contribuya al
pleno desarrollo de su personalidad, derecho al respeto de sus convicciones religiosas y morales, y a
la integridad y dignidad personales, derecho a la protección contra toda agresión física o moral;
derecho a participar en el funcionamiento y en la vida del centro y a recibir ayudas compensatorias
y a la promoción social. La LODE añade el derecho a ser valorado objetivamente.

De esta regulación puede deducirse un derecho del alumno, en línea con establecido en el
artículo 27.5 CE, a recibir educación y enseñanza según programas homologados. De tal suerte que
la libertad de cátedra -también garantizada en el artículo 3 de la LODE- no pueda ser ejercida contra
el derecho a la educación de los alumnos.

Si bien en la LODE sólo se establecía el deber de estudio y el de respetar las normas de


convivencia, la Ley de Calidad acentúa este contrapunto de los derechos, completando esos dos
deberes con el de participación y el de asistir a clase con puntualidad (artículo 3), además de los
previstos en el artículo 4 que precisan el genérico deber de respetar las normas de convivencia.

Aunque en la Constitución (artículo 27.3) sólo se reconoce expresamente el derecho de los


padres a escoger la formación religiosa y moral que desean para sus hijos e indirectamente el
derecho de participación en el control y gestión de centros docentes sustentados con fondos
públicos, la LODE y la Ley de Calidad reconocen otros derechos que podrían inferirse
perfectamente de la propia Constitución pero que estas dos leyes consagran. Así el artículo 4 de la
LODE estipula el derecho a elegir un centro docente que no sea público así como el derecho a que
los hijos reciban una enseñanza coherente con los fines educativos previstos en el ordenamiento. A
estos derechos, suma Ley de Calidad el derecho a la información acerca del progreso en el
aprendizaje e integración socio-educativa de sus hijos y el derecho de participación en el control y
gestión del centro. A diferencia de la LODE, la Ley de Calidad impone a los padres (artículo 3.2)
deberes respecto de la educación de los hijos, completando un sistema de derechos-deberes de
alumnos y padres.

La libertad de enseñanza y en especial su correlato de libertad de creación de centros docentes y


de imposición de un ideario tienen desarrollo legal. Así los artículos 21 y 22 de la LODE. También
en ésta se regula, en lo esencial, el régimen de concertación (artículos 47 y siguientes).

Autonomía universitaria (artículo 27.10 CE). En el iter legislativo del último apartado del
artículo 27 se llegó a un texto final, más garantista que el propuesto en el principio de su
tramitación parlamentaria cuando sólo contenía una mera remisión a la ley. La fórmula "se reconoce
la autonomía universitaria en los términos que la ley establezca" aunque mantenga esa remisión y
presenta el derecho como típico de configuración legal (SSTC 24/1987, de 25 de febrero y 85/1992,
de 6 de junio) no se realiza en blanco sino que, como se ha afirmado, impone límites al legislador,
máxime si tal y como apunta el Tribunal Constitucional, estamos ante un derecho fundamental
(SSTC 26/1987, de 27 de febrero; 55/1989, de 23 de febrero y 130/1991, de 6 de junio). La doctrina
del Alto Tribunal ha fundido la noción de garantía institucional y de derecho fundamental para
identificar su contenido esencial, afirmando que éste es la garantía institucional de la libertad de
cátedra e investigación (SSTC 26/1987, y 106/1990, de 6 de junio); garantiza, pues, la dimensión
individual de la libertad académica constituida por la libertad de cátedra (STC 26/1987).

La titularidad de este derecho no corresponde sino a cada universidad que lo ejerce la a través de
sus órganos (STC 235/1991).

La Ley Orgánica 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades se refiere a esta autonomía


detallando lo que comprende (artículo 2.2); en síntesis la autonomía se despliega en los campos
estatutario -aprobación de sus propios estatutos- orgánico, funcional y financiero.
En cuanto a la bibliografía se pueden consultar, entre otras, las obras de Fernández-Miranda,
Rodríguez Coarasa, Ramón Fernandez.

Sinopsis artículo 28
Este precepto recoge los dos derechos de autotutela de los que disponen los trabajadores en el
Estado social para defender sus intereses de parte más débil frente a la parte económicamente más
fuerte, es decir, los empleadores. Es obvia, por lo demás, su conexión con el artículo 7 CE que
reconoce a los sindicatos centralidad en las relaciones laborales y, en general, en la vida económica
y social.

Como era lógico, ninguna de nuestras Constituciones históricas, salvo la de 1931, reconocieron
la libertad sindical, y la de la Segunda República lo hizo sucintamente en el artículo 39,
proclamándola junto con el derecho de asociación y exigiendo la inscripción de los sindicatos en el
registro correspondiente. Sin embargo, es en 1978 la primera vez que una Constitución española
proclama el derecho de huelga.

En el Derecho internacional la libertad sindical adquiere definitiva carta de naturaleza con el


artículo 23.4 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948,
donde se reconoce el derecho de fundar sindicatos y a sindicarse. Parecida proclamación hallamos
en el artículo 22 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 19 de diciembre de
1966, y mucho más extensa en el artículo 8 del Pacto Internacional de Derechos Sociales,
Económicos y Culturales, de 19 de diciembre de 1966. En Europa, el artículo 11.1 del Convenio
Europeo de Derechos Humanos, de 4 de noviembre de 1950 también recoge los derechos a fundar
sindicatos y a afiliarse, así como el artículo 5 de la Carta Social Europea, de 18 de octubre de 1961.

En este contexto normativo internacional y tras el precedente de negación de ambos derechos


acontecido durante el franquismo, era natural que ambos fueran reconocidos de forma muy
expresiva y con cierto detalle. Es interesante resaltar que durante la tramitación parlamentaria ya
estaba en vigor el todavía vigente Real Decreto-Ley 17/1977, de 4 de marzo, sobre relaciones de
trabajo.
El apartado 1 del artículo 28 reconoce la libertad sindical y el apartado 2 el derecho de huelga.
Respecto de la primera debe apuntarse que la titularidad del derecho está sometida a ciertas
restricciones, pues si bien el texto del precepto constitucional dice "todos" hay algunas exclusiones
recogidas en este artículo y en algún otro precepto de la Constitución. En efecto, el propio artículo
28.1 autoriza legislador para que limite o exceptúe del ejercicio del derecho de sindicación a
militares y otras personas encuadradas en cuerpos sometidos a disciplina militar, es decir, la
Guardia Civil (artículo 15.2 de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo, de Cuerpos y Fuerzas de
Seguridad del Estado). El legislador (artículos 180 y 181 de la Ley 15/1980, de 28 de diciembre, de
Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas, y artículo 1.3 de la Ley Orgánica 11/1985, de 2 de
agosto, de Libertad sindical, y STC 101/1991, de 13 de mayo) ha optado por la afectación mas
fuerte proscribiendo a los militares el ejercicio de este derecho.
En lo que atañe a los funcionarios públicos, el artículo 28.1, en relación con el artículo 103.3 CE,
no autoriza la privación, pero sí ciertas " peculiaridades" no necesariamente comunes a toda clase
de funcionarios (STC 141/1985, de 22 de octubre). El artículo 127.1 CE contiene la más enérgica
prohibición de ejercicio de la libertad sindical a un sector del funcionariado, pues la veda
absolutamente a los jueces, magistrados (artículo 395 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del
Poder Judicial) y fiscales (artículo 59 de la Ley 50/1981, de 30 de diciembre, del Estatuto del
Ministerio Fiscal), tal y como dispone en su desarrollo directo el artículo 1.4 de la Ley Orgánica
11/1985, de Libertad sindical. Los policías pueden sindicarse, pero sometidos al régimen privativo
regulado en los artículos 18 a 24 de la citada Ley Orgánica 2/1986).

Los extranjeros gozan de libertad sindical, pero su ejercicio, como el de tantos otros derechos, se
condiciona a la obtención de autorización de estancia o residencia (artículo 11 de la Ley Orgánica
4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España).

El artículo 1.1 de la Ley Orgánica 11/1985, de Libertad sindical dispone que la titularidad del
derecho corresponde a los trabajadores y que este término, como aclara el apartado 2 del mismo
precepto, se refiere a quienes están sujetos a una relación laboral o una relación de carácter
administrativo o estatutario al servicio de las Administraciones públicas, es decir, los trabajadores
por cuenta ajena (ATC 362/1992).

En definitiva, está vedado el ejercicio de la libertad sindical a los empresarios (ATC 113/1984)
mientras que los trabajadores por cuenta propia que no tengan trabajadores a su servicio, o los
parados y los jubilados pueden afiliarse a sindicatos ya existentes pero no fundar sindicatos que
tengan por objeto la defensa de esos intereses singulares (artículo 3.1 de la Ley Orgánica de
Libertad sindical y ATC 620/1985).

El contenido del derecho a la libertad sindical está, en lo esencial, trazado en el artículo 28.1 CE.
Para integrarlo son útiles, ex artículo 10.2 CE, los Convenios de la OIT número 87, sobre libertad
sindical y protección del derecho de sindicación, de 9 de julio de 1948, y número 98, relativo a la
aplicación de los principios del derecho de sindicación y negociación colectiva, de 1 de julio de
1949. Hay que distinguir, como reiteradamente hace el Tribunal Constitucional, entre contenido
esencial y contenido adicional del derecho, este último dispuesto por el legislador y que se integra
también en el ámbito constitucionalmente protegido. El contenido esencial, además de lo
establecido en el artículo 28.1 CE, se integraría con el derecho de huelga (artículo 28.2 CE) y con el
derecho a la negociación colectiva (artículo 37.1 CE y SSTC 37/1983, de 11 de mayo, 9/1998, 13 de
enero y 225/2001, de 26 de noviembre).
El artículo 28.1 concreta el genérico derecho de sindicación en el derecho a fundar sindicatos y
en el de afiliarse al de su elección, y debe entenderse también comprendido el derecho de no
afiliarse, sin que la no afiliación merme el derecho del trabajador a la actividad sindical (STC
134/1994, de 9 de mayo). También comprende el derecho de los sindicatos a formar
confederaciones y a fundar organizaciones sindicales internacionales o afiliarse a ellas. En la
Constitución vemos, pues, que hay una vertiente individual -derechos de fundación y de afiliación-
y una vertiente colectiva, disfrutada por los sindicatos SSTC 38/1981, de 23 de noviembre,
98/1985, de 29 de julio, 137/1992, de 29 de octubre y las más recientes SSTC 224/2000, de 2 de
octubre, 257/2000, de 30 de octubre, 265/2000 y 269/2000, ambas de 13 de noviembre y 308/2000,
de 18 de diciembre).

El artículo 2 de la Ley Orgánica de Libertad sindical especifica estos derechos de ejercicio


individual (apartado primero), añadiendo a los derechos proclamados en la Constitución los de
elección directa de representantes sindicales y el derecho de acción sindical, y también concreta los
de ejercicio colectivo (apartado 2), entre los que se encuentra también el derecho a la actividad
sindical que luego se desglosa, a lo largo de la Ley, en facultades específicas: de los representantes
de los trabajadores y de los dirigentes sindicales (artículos 5 a 11), todos garantizados, entre otros
mecanismos (artículos 12 a 15), por la indemnidad salarial (STC 214/2001, de 29 de octubre). En
definitiva, se tutela la libertad sindical contra toda injerencia o conducta antisindical de la
Administración (STC 75/1995, de 17 de mayo) o de los empresarios (SSTC 134/1994, de 17 de 9 de
mayo y 171/2003, de 29 de diciembre).
Especial mención merece el derecho a la autoorganización normativa y funcional de los
sindicatos (artículos 4 y 5 de la Ley de Libertad sindical, expresión del derecho de asociación
(artículo 22.1 CE) y sometidos al principio de democracia interna (artículo 7 CE y 4.2 c) de la Ley
Orgánica de Libertad sindical).

Los contenidos adicionales del derecho se recogen en los artículos 8 a 10 de la Ley Orgánica de
Libertad sindical (STC 1/1994, de 17 de enero) y destacan, sobre todos, las facultades concedidas a
los sindicatos más representativos, figura consagrada por la STC 98/1985, de 29 de junio, y que
ocupan una posición preeminente en la acción sindical, gozando de tal condición por el apoyo
recibido en las elecciones sindicales (STC 147/2001, de 27 de julio).

La Constitución de 1978 es la primera de las españolas en reconocer el derecho de huelga, que


no aparece ni en la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, de 10 de
diciembre de 1948, ni en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 19 de diciembre
de 1966, ni en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, de 4 de noviembre de 1950. Sí lo
hallamos en el artículo 8.1 d) de Pacto Internacional de Derechos Sociales, Económicos y
Culturales, de 19 de diciembre de 1966, así como en el artículo 6.4º de la Carta Social Europea, de
18 de octubre de 1961.

El artículo 28.2 CE reconoce este derecho a los trabajadores para "la defensa de sus intereses" y
prevé el mantenimiento durante la huelga de los "servicios esenciales de la comunidad". Un punto
polémico a lo largo de su tramitación parlamentaria fue la sustitución de la expresión "intereses
profesionales" por la más amplia "sus intereses". El artículo 12 del Real Decreto-Ley 17/1977, de 4
de marzo, sobre relaciones de trabajo, al especificar cuando la huelga es ilegal, parece, en sus
apartados a) y d), ceñirla a la defensa de los intereses profesionales, pero según la capital STC
11/1981, de 8 de abril, que se pronunció sobre el Real Decreto-Ley, el interés profesional ha de
entenderse en sentido amplio -afectación de sus intereses- a la luz del artículo 28.2 y no como
afectación a una categoría laboral específica. Esta sentencia, además de precisar que la
inconstitucionalidad formal sobrevenida del Real Decreto-Ley 17/1997 no afectaba a su vigencia, se
pronunció en general sobre la huelga fijando el alcance del derecho. Entre otros aspectos se
pronuncia acerca del tipo de huelga que nuestra Constitución permite. En el marco del artículo 11
del Real Decreto-Ley 17/1977, no es preciso que la huelga esté ligada a la negociación del convenio
colectivo -huelga contractual- siendo posibles otras huelgas profesionales incluso las de solidaridad
sin que sea menester un interés directo, bastando un interés profesional que justifique la solidaridad
con otros trabajadores.

En cuanto a la titularidad del derecho, corresponde a los trabajadores individualmente, pero se


ejerce colectivamente pues no es posible la huelga individual, que sería, sin más, un incumplimiento
del contrato de trabajo. Pueden hacer huelgas, como precisa la STC 11/1981, sólo los trabajadores
por cuenta ajena, no los llamados trabajadores independientes. Respecto de los extranjeros, son
titulares del derecho pero su ejercicio se condiciona a la obtención de autorización de estancia o
residencia (artículo 11 de la Ley Orgánica 4/2000, sobre derechos y libertades de los extranjeros en
España). Los funcionarios públicos pueden ejercer este derecho en los términos que señale sus
normas reguladoras (STC 90/1984, de 5 de octubre), así como también el personal laboral de la
Administración militar (SSTC 11/1981, 26/1981, de 17 de julio y 26/1986, de 19 de febrero). Los
miembros de cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado no podrán ejercer su derecho de huelga con
el fin de alterar el normal funcionamiento del servicio (artículo 6.8 de la Ley Orgánica 2/1986, de
13 de marzo, de Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Sólo los militares están privados del
ejercicio del derecho de huelga (artículo 181 de Ley 85/1978, de 28 de diciembre, de Reales
Ordenanzas).

El derecho de huelga comprende la facultad de sumarse o no sumarse a una huelga convocada,


vertientes positiva y negativa (artículo 6.4 del Real Decreto-Ley 17/1977 y STC 254/1988, de 21 de
diciembre) y consiste en la suspensión unilateral del contrato de trabajo, perdiendo trabajador los
emolumentos correspondientes a los días de huelga y cesando la obligación empresarial de cotizar a
la Seguridad Social. La huelga no extingue, pues, el contrato de trabajo (artículo 6 del Real
Decreto-Ley 17/1977). La huelga limita los derechos del empresario que ni podrá contratar
trabajadores foráneos (artículo 6.5 del Real Decreto-Ley y STC 66/2002, de 21 de febrero) ni cerrar
la empresa, salvo las excepciones contempladas en el artículo 12 del Real Decreto-Ley y según lo
establecido en el artículo 13, pues el cierre vaciaría de contenido el derecho de huelga (STC
11/1981).

Para el ejercicio del derecho de huelga el artículo 3 del Real Decreto-Ley 17/1977 exige la
concurrencia de varios requisitos: acuerdo expreso de declarar la huelga adoptado por quien tiene
facultad para ello (trabajadores a través de sus representantes o directamente por los trabajadores)
preaviso al empresario y a la autoridad laboral, comunicando las reivindicaciones de la huelga, y
formación de un comité de huelga. A este corresponderá garantizar los servicios necesarios para la
seguridad de personas y cosas y el mantenimiento de las instalaciones y materias primas para la
posterior reanudación de la actividad (artículo 6.7).

Por su parte, el artículo 7.1 prohíbe la ocupación del centro de trabajo por parte de los
huelguistas, sin que esta prohibición menoscabe el derecho de reunión de los trabajadores (STC
11/1981).

Los límites del derecho se completan con las precisiones contenidas en los artículos 7.2 y 11 del
Real Decreto-Ley. Ambos preceptos coincide en privar de la cobertura del derecho a ciertas
modalidades de cesación del trabajo. Así el artículo 7.2 declarando abusivas las huelgas rotatorias
en sectores estratégicos con la finalidad de interrumpir el proceso productivo, las de celo o
reglamento y, en general, cualquier forma de alteración colectiva en la régimen de trabajo distinta a
la huelga. El artículo 11 considera ilegales las huelgas sostenidas por motivos políticos o con otra
finalidad ajena al interés profesional de los afectados, las de solidaridad si no hay interés
profesional que sostener, las que se propongan alterar lo pactado en convenio colectivo durante la
vigencia del mismo, y las que no se ajusten a lo previsto en el Real Decreto-Ley. Queda asimismo
vedado el ejercicio del derecho de huelga si se han abierto los procedimientos de conflicto colectivo
de trabajo (artículo 17.2).

Aún debe analizarse el alcance de la limitación al ejercicio del derecho de huelga que supone la
exigencia constitucional de mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad. La cuestión
ha suscitado una abundante jurisprudencia del Tribunal Constitucional (sobre todo la STC 26/1981).
Dos son los puntos más delicados ¿Qué son los servicios mínimos y quienes pueden fijarlos?
La STC 26/1981 expresa una caracterización finalista y casuística de los servicios esenciales,
también llamados servicios mínimos, que exige ponderar, caso por caso, la extensión material y
personal de la huelga, su duración y demás circunstancias, así como las concretas necesidades del
servicio y, sobre todo, la naturaleza de los derechos y bienes constitucionalmente protegidos sobre
los que la huelga repercute. La esencialidad no es, pues, la de la actividad industrial o mercantil
afectada por la huelga, sino la de los derechos o bienes constitucionales a los que la actividad
interrumpida sirve.
La fijación de los servicios esenciales corresponde a la autoridad gubernativa (artículo 10 del
Real Decreto-Ley 17/1977), entendiendo la STC 11/1981 que no todo órgano de la Administración
pública puede fijarlos sino únicamente aquellos que ejercen potestades de gobierno (y también la
STC 27/1989, de 3 de febrero). El Tribunal Constitucional ha reconocido la posibilidad de fijar los
servicios esenciales a los órganos de gobierno de las Comunidades Autónomas (STC 53/1986, de 5
de mayo). A la autoridad gubernativa corresponde la carga de motivar la necesidad de las medidas
que en cada caso adopte.
Entre la abundante bibliografía sobre el contenido del articulo reseñar los trabajos de Baylos,
Palomeque, Vida Soria.

Sinopsis artículo 29
El derecho de petición se puede definir como la facultad que pertenece a toda persona de
dirigirse a los poderes públicos para hacerles conocer un hecho o un estado de cosas y para reclamar
su intervención. De la previsión regulada en el artículo 29 de la CE se ha de entender como derecho
individual o colectivo, con ciertas restricciones para colectivos como los pertenecientes a la Fuerzas
e Institutos armados y de los Cuerpos sometidos a la disciplina militar.
Es uno de los derechos constitucionales con mayor tradición histórica. Nace en la Edad Media
como instrumento para la reclamación o participación ante los poderes públicos, y se consolida en
los albores del estado liberal con su plasmación en declaraciones de derechos como la Petition of
Rights de 1625 y la previsión del artículo 5 del Bill of Rights de 1689. Su relevancia se refuerza en
esta época por cuanto ya no sólo se reconoce como derecho individual de los súbditos sino que
también es el Parlamento el que lo ejerce ante el Rey y con ello la petición tiene un valor no sólo
jurisdiccional sino también legislativo.
En consonancia con su tradición histórica tenemos precedentes de este derecho en nuestro
constitucionalismo histórico: art. 3 de la Constitución de 1837 y de 1845, artículo 17 de la
Constitución de 1869, artículo 13 de la Constitución 1876 y artículo 35 de la Constitución de 1931,
precepto este último, que es el antecedente directo del artículo 29 de la CE. También es digna de
señalar la regulación de este derecho en la legislación franquista por cuanto que la Ley 92/1960, de
22 de diciembre, reguladora del derecho de petición se mantuvo en todo aquello que no era
contrario a la Constitución hasta finales del 2001.
Esa tradición que le une al constitucionalismo y que le separa de las grandes declaraciones
internacionales hace que sea más frecuente encontrarlo en los Textos fundamentales de los Estados
y mucho menos en las declaraciones internacionales, bien es cierto, que una significativa excepción
la encontramos en el Derecho europeo.
Se reconoce el derecho de petición, entre otras: en el artículo 17 de la Ley Fundamental de
Bonn; en el artículo 50 de la Constitución italiana; en el artículo 52 de la Constitución portuguesa y
en los artículos 28 y 57 de la Constitución belga. Como decía, no menos importante es la regulación
en la normativa de la Unión Europea, que ha hecho del derecho de petición un instrumento de gran
interés para acercarse a las Instituciones Comunitarias: artículos 17 a 22 y 194 del Tratado
Constitutivo de la Comunidad Europea, Declaración relativa al párrafo tercero del artículo 21del
TCE en el Tratado de Niza, el artículo 44 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión
Europea y en el artículo 8.2 del Proyecto de Tratado por el que se instituye una Constitución para
Europa.
La tramitación parlamentaria del precepto en la fase de elaboración de la Constitución se
desarrolla con escasas modificaciones en su apartado primero, reconocimiento del derecho a todos
los españoles de acuerdo con las previsiones legales; y con cierto debate sobre la regulación del
apartado segundo, en un primer momento se prohibía absolutamente el ejercicio del derecho a los
miembros de las Fuerzas Armadas y, finalmente, se les reconoce individualmente de acuerdo con lo
dispuesto en su legislación específica.
La escasa historia de desarrollo legislativo que tiene este derecho en los veinticinco años de
Constitución ha de entenderse por la reconocida buena factura técnica de la Ley de 1960 y por la
evidente reducción de su espacio de actuación al existir en nuestra Carta Magna otros derechos
subjetivos que han venido a cubrir necesidades que ante estaban en la esfera del derecho de
petición: tutela judicial efectiva (art. 24); la dimensión legislativa se concreta hoy en la iniciativa
legislativa popular (art. 87.3); la audiencia de la Administración a los ciudadanos y acceso a los
archivos de acuerdo con los procedimientos administrativos al efecto según lo previsto en (art.
105.a, b y c); la posibilidad de acceder al Defensor del Pueblo para la defensa de los derechos
fundamentales y finalmente y no menos importante, las peticiones a las Cámaras recogida en el
artículo 77 de la Constitución que otorga la posibilidad de presentar ante las Cortes Generales
peticiones individuales y colectivas que podrán ser trasladadas por éstas al Gobierno.
Aunque hasta finales del año 2001 no se pudo aprobar una nueva Ley de desarrollo del derecho
de petición también es cierto que durante los veintitrés años que han transcurrido en las Cortes
Generales se han presentado distintas iniciativas parlamentarias que sin embargo no llegaron a
prosperar. En 1989 el Grupo Parlamentario de Coalición Popular presentó en el Congreso de los
Diputados una Proposición no de ley para que el Gobierno remitiera a la Cámara un Proyecto de
Ley de regulación del derecho de petición. En 1993 será el Grupo Parlamentario Catalán
(Convergencia i Unió) quién en el marco de la Comisión Constitucional presente una nueva
Proposición no de ley por la que se insta nuevamente al Gobierno a que presente un Proyecto de
ley para regular el derecho de petición. En el periodo 1996-2000 se presentarán tres Proposiciones
de Ley: la primera por el Grupo Parlamentario Federal de Izquierda Unida-Iniciativa per Catalunya,
la segunda por el Grupo Parlamentario Mixto y, finalmente, en el año 2000 el Grupo Parlamentario
Socialista presentó otra Proposición de Ley Orgánica reguladora del derecho de petición.
Conectando con la definición que hacía al inicio de este comentario, el derecho de petición
podría analizarse desde una concepción amplia: derecho que permite dirigir cualquier tipo de
peticiones a los poderes públicos; o una concepción estricta: según la cual, en nuestro Derecho la
acción de pedir a los poderes públicos puede encauzarse por muchas vías jurídicas distintas y el
derecho de petición es una vía más que se caracteriza por la supletoriedad respecto de otros
procedimientos petitorios.
El Tribunal Constitucional se ha pronunciado en varias ocasiones sobre este derecho (SSTC
161/1988, de 20 de septiembre; 194/1989, de 16 de noviembre y 142/1993, de 14 de julio) y se
decantó por una interpretación estricta cuando en el fundamento jurídico 1º de la Sentencia
142/1993 dice que "el concepto residual, pero no residuo histórico, cumple una función reconocida
constitucionalmente, para individualizar la cual quizá sea más expresiva una delimitación negativa.
En tal aspecto excluye cualquier pretensión con fundamento en la alegación de un derecho subjetivo
o un interés legítimo especialmente protegido, incluso mediante la acción popular en el proceso
penal o la acción pública en el contencioso-contable o en el ámbito del urbanismo. La petición en el
sentido estricto que aquí interesa no es una reclamación en la vía administrativa, ni una demanda o
un recurso ante el judicial, como tampoco una denuncia, en la aceptación de la palabra ofrecida por
la Ley de Enjuiciamiento Criminal o las reguladoras de la potestad sancionadora de la
Administración en sus diversos sectores".

El Legislador cuando desarrolla el derecho en la Ley Orgánica 4/2001, de 12 de noviembre,


reguladora del Derecho de Petición se decanta también por un concepto restringido del derecho
cuando en el artículo 3 establece que "No son objeto de este derecho aquellas solicitudes, quejas o
sugerencia para cuya satisfacción el ordenamiento jurídico establezca un procedimiento específico
distinto al regulado en la presente Ley". Es decir, que constitucional y legalmente el derecho de
petición se ha configurado con un carácter supletorio o residual respecto a otros instrumentos de
participación o de garantías de derechos. Tal es así que a la Ley de 2001 no le bastó lo señalado en
el artículo 3 y en el artículo 8 establece como criterio para la inadmisión de peticiones aquellas
"cuya resolución deba ampararse en un título específico distinto al establecido en esta Ley que deba
ser objeto de un procedimiento parlamentario, administrativo o de un proceso judicial". O las
peticiones sobre "cuyo objeto exista un procedimiento parlamentario, administrativo o un proceso
judicial ya iniciado, en tanto sobre los mismos no haya recaído acuerdo o resolución firme".
Otra cuestión digna de reseñar es el carácter de las peticiones. Cabe distinguir entre peticiones
generales, que se rigen por la normativa general del derecho de petición y las peticiones especiales
que son objeto de regulación específica. En el caso de las peticiones específicas podemos ordenarlas
según los peticionarios: miembros de las Fuerzas o Institutos armados o de los Cuerpos sometidos a
disciplina militar y personas recluidas en centros penitenciarios. También se pueden clasificar por
los órganos peticionarios: Cámaras parlamentarias o Defensor del Pueblo.
Merece la pena que al menos sucintamente nos detengamos en las peticiones especiales.
Como ya decía, los miembros de Cuerpos Armados es la misma Constitución quién en el artículo
29.2 establece que el derecho sólo se podrá ejercer individualmente y de acuerdo con la legislación
específica. En dicha legislación es de especial interés los artículos 109 a 205 de las Reales
Ordenanzas de las Fuerzas Armadas aprobados por la Ley 85/1978 de 28 de diciembre, y el artículo
15 de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo de 1986, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad.
Las personas recluidas en centros penitenciarios podrán formular peticiones y quejas relativas a
su tratamiento o al régimen del establecimiento ante el Director o persona que lo represente o ante
el Juez de Vigilancia, de acuerdo con los artículos 50 y 76 de la Ley Orgánica 1/1979, de 26 de
septiembre, general penitenciaria.
Las peticiones ante las Cámaras parlamentarias que se regulan de modo específico en el artículo
77 de la CE, que se desarrolla con las previsiones de los artículos 49 del Reglamento del Congreso
de los Diputados, el 192 y siguientes del Reglamento del Senado y lo establecido sobre la materia
que recogen los reglamentos de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas.
En cuanto a la bibliografía se pueden conssultar las aportaciones de González Navarro, Alvarez
Carreño, Garrido Falla o Bastida, entre otros.

Sinopsis artículo 30
El estudio del artículo 30 de la CE desde la aprobación de nuestra Carta Magna se ha hecho,
fundamentalmente, desde el análisis de las obligaciones militares y el reconocimiento y ejercicio del
derecho de objeción de conciencia y la prestación social sustitutoria. Sin embargo, con la entrada en
vigor de la Ley 17/1999, de 18 de mayo, del Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas que
estableció la supresión del servicio militar obligatorio y la profesionalización de los Ejércitos, su
análisis debe tomar otra perspectiva.
En este nuevo enfoque, se ha de empezar señalando que el artículo 30 de la CE, como hace la
doctrina española y la del resto de países de nuestro entorno, distingue entre "el deber de defender a
España" y la obligación de "cumplir el servicio militar". El primero, se reconoce en el apartado uno
y el segundo, de acuerdo con lo que exprese la ley, en el apartado dos. Evidentemente, como
veremos más adelante, el deber de defender a España es un concepto más amplio que las posibles
obligaciones militares que se puedan imponer a los ciudadanos por el legislador, y que no queda,
como éstas, en todo sus extremos a disposición del legislador.
Unido y expresando un límite a las obligaciones militares está recogido el derecho a la objeción
de conciencia y la posibilidad de imponer una prestación social sustitutoria.
Finalmente, y en la línea de concepto amplio de la idea de defensa de España encontramos las
referencias a servicios civiles para el cumplimiento de fines de interés general, apartado tercero y
los deberes de los ciudadanos en supuestos de grave riesgo, catástrofe o calamidad pública, apartado
cuarto.
El establecimiento de deberes militares en la Constitución no es una novedad de nuestra Carta
Magna, por el contrario, tenemos antecedentes en la mayor parte de los textos históricos de nuestro
país. El artículo 361 de la Constitución de 1812 establecía que "ningún español podrá excusarse del
servicio militar cuando y en la forma que fuere llamado por la ley". Por su parte, las constituciones
de 1837 (art. 6), de 1845 (art. 6), de 1856 (art. 7), de 1869 (art. 26), de 1873 (art. 30), y la de 1876
(art. 3), establecían con idéntica redacción que "todo español está obligado a defender la Patria con
las armas, cuando sea llamado por la ley". Finalmente, la Constitución de 1931 (art. 37) establecía
que "El Estado podrá exigir de todo ciudadano su prestación personal para servicios civiles o
militares, con arreglo a las leyes".
No sucede lo mismo con la consideración de la participación en la defensa nacional como
derecho, que aparece por primera vez en la Constitución de 1978 y que hay que ponerlo en relación,
como veremos, con la extensión del principio de igualdad también en el ámbito militar. Tampoco la
objeción de conciencia tiene precedente en nuestro constitucionalismo histórico.
Desde luego el derecho/deber de contribuir a la defensa nacional, y el derecho de objeción de
conciencia si que son comunes en el constitucionalismo comparado. Es más, incluso se ha dicho
que el servicio militar universal y obligatorio tiene una tradición liberal-democrática que se remonta
a la Revolución francesa de 1789. En la Ley Fundamental de Bonn artículos 4.3 y 12 A, en la
italiana en el artículo 52, en la portuguesa, artículos 2 y 41.5, entre otras. También encontramos
precedentes de las previsiones del artículo 30 de la CE en normas de carácter internacional: artículo
8.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el artículo 4.3 del Convenio europeo
de Derechos Humanos de 1950.
La tramitación parlamentaria del precepto aunque no generó grandes debates si que fue ocasión
para hacer cambios importantes respecto del texto que presentó la Ponencia. Por ejemplo, el
establecimiento de las prestaciones a la defensa nacional como derecho/deber se introduce mediante
enmienda "in voce". También es significativo que el artículo 30.1 haga referencia a la defensa de
"España" y no a la defensa de la "Patria" que era la practica común de constitucionalismo histórico
y que tiene una connotación más política y menos jurídica que el primero. La prestación social,
aunque estaba ya en el texto de la Ponencia, tendrá que esperar hasta el debate en la Comisión del
Congreso de los Diputados para pasar de una formulación imperativamente a ser potestativa para el
legislador.
Como señalaba más arriba, el derecho/deber de defender a España afecta a las obligaciones
militares, pero también a las obligaciones de los ciudadanos en servicios civiles de interés general o
supuestos de protección civil, como pueden ser situaciones de catástrofes o calamidades públicas,
que quedan explicitadas en los apartados 3 y 4 del artículo 30 de la CE. Desde luego, lo más
importante de la regulación amplia del artículo 30.1 de la CE es que la defensa nacional deja de
entenderse un asunto exclusivo de los ejércitos para convertirse en un derecho/deber de todos los
españoles; además, sin que puedan producirse situaciones de discriminación por razón de sexo de
acuerdo con las previsiones que establece el artículo 14 de la CE.
El desarrollo legislativo a lo largo de estos años del servicio militar propiamente dicho se inicia
con la Ley 19/1984, de 8 de junio, que entendía dicho servicio como una prestación obligatoria de
carácter personal. A partir de la década de los 90 se generaliza un importante debate sobre la
utilidad del servicio militar obligatorio y las posibilidades de un ejercito profesional que dará lugar,
en un primer momento a la Ley Orgánica 13/1991, de 20 de diciembre, del Servicio Militar, que
aunque no suprime el servicio militar obligatorio si que reduce su tiempo de prestación y se ponen
las bases para el futuro ejercito profesional. Finalmente, la Ley 17/1999, de 18 de mayo, del
Régimen de Personal de las Fuerzas Armadas, será la que en su Disposición Adicional
decimotercera establezca que a partir del 31 de diciembre de 2002, quedaría suspendida la
prestación obligatoria del servicio militar. El Real Decreto 247/2001, de 9 de marzo, de
Profesionalización de las Fuerzas Armadas, adelanta la suspensión al 31 de 2001. Por ultimo, se ha
de citar la Ley 32/2002, de 5 de julio, de modificación de la Ley 17/1999, de 18 de mayo, del
Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas, para permitir el acceso de los extranjeros a la
condición de militar de tropa y marinería.
Los apartados 3º y 4º del artículo 30 de la CE expresan la idea de que el deber de defensa de
España también puede prestarse si tener que integrase en cuerpos armados. Con una redacción que
la doctrina ha entendido redundante, el apartado tercero recoge que "podrá establecerse un servicio
civil para el cumplimiento de fines de interés general"; evidentemente, aunque no se diga
expresamente, será el legislador el que debe decidir establecer el servicio y evaluar si se dan las
condiciones de interés general. Por su parte, el apartado cuarto dice que "Mediante ley podrán
regularse los deberes de los ciudadanos en los casos de grave riesgo, catástrofe o calamidad
pública". Aunque las previsiones de dicho apartado se asemejan mucho a supuestos que podrían
poner en funcionamiento del estado de alarma previsto en el artículo 116.1 de la CE, evidentemente
las previsiones de este precepto se refiere a las contribuciones de los ciudadanos en situaciones en
las que no está declarado dicho estado de excepción. En concreto a la protección civil. Que como
tuvo ocasión de señalar la doctrina del Tribunal Constitucional en la Sentencia 123/1984, de 18 de
diciembre, estos servicios, en otros tiempos en manos de las Fuerzas Armadas, han adquirido un
carácter civil, que se encomienda al Gobierno a través del Ministerio del Interior. En la actualidad
protección civil se desarrolla en la Ley 2/1985, de 21 de enero, mediante la cual se pone en
funcionamiento parte del servicio público de seguridad que corresponde a la Administración del
Estado; que ha tenido su desarrollo en el Real Decreto 407/1992, de 24 de abril, que aprueban las
normas básicas de protección civil. A estas normas de carácter estatal habría que acompañarle la
normativa sobre la materia que en uso de sus competencias aprueban las Comunidades Autónomas.
Finalmente me ocuparé de la objeción de conciencia y la prestación social prevista en el apartado
2º del artículo 30 de la CE. Desde luego la objeción de conciencia se ha de entender como un
derecho fundamental que va más allá de la garantía de exención del servicio militar obligatorio. Su
regulación junto con el deber de cumplir con las obligaciones militares responde a una cuestión
meramente circunstancial, fruto del conflicto que en el periodo preconstitucional había generado el
servicio militar obligatorio y la falta del derecho de objeción de conciencia.
La objeción de conciencia formalmente es un derecho fundamental que de acuerdo con las
previsiones del artículo 53.1 y 2 de la CE goza del más alto nivel de protección jurisdiccional. Sin
embargo, el hecho de encontrarse entre los derechos regulados en la sección segunda del Capítulo
segundo hace que su desarrollo normativo no tenga rango de ley orgánica, de acuerdo con las
previsiones del artículo 81.1 de la CE (STC 160/1987, de 27 de octubre).
Desde el punto de vista material, el Tribunal Constitucional lo ha definido como una
especificación de la libertad de conciencia, la cual supone no sólo el derecho a formar libremente la
propia conciencia sino también a obrar de modo conforme a los imperativos de la misma. En este
sentido, se puede expresar como la oposición, por razones de índole religiosa o ideológica, en un
sentido amplio de ambos términos, a cualquier forma de violencia y, por consiguiente, al
adiestramiento militar, en tanto que formación encaminada a la defensa del Estado por medio de las
armas en caso de que ello sea preciso (STC 15/1982, de 23 de abril). Es decir, el rechazo es a toda
manifestación de violencia, de manera que sería inaceptable que el rechazo a las armas se hiciese
depender de los objetivos a los que se encaminase su empleo.
El reconocimiento constitucional de la objeción de conciencia supone un cambio tan
espectacular, no olvidemos que en la normativa castrense preconstitucional la objeción de
conciencia fue un delito hasta el Real Decreto 3011/1976, de 23 de diciembre, que la regulación
legislativa durante un cierto tiempo fue tan insuficiente, a pesar de la Ley de Defensa Nacional de
1980, que tuvo que intervenir el Tribunal Constitucional para señalar que a pesar de la falta de
regulación legal y previsiones de servicio sustitutorio el derecho tiene una aplicación inmediata y
directa que hace que los mozos que se acojan al derecho podrán suspender su incorporación a filas
(STC 15/1982, de 23 de abril).
La Ley 48/1984, de 26 de diciembre, reguladora de la objeción de conciencia y la prestación
social sustitutoria puso fin a esa situación, aunque no agotó el debate sobre como se había de
regular dicha prestación hasta el punto de que el Defensor del Pueblo la recurrió ante el Tribunal
Constitucional dando lugar a la Sentencia 160/1987, de 27 de octubre. Finalmente, con la
profesionalización del ejército y lo que ello supone para la objeción de conciencia a la actividad
militar se aprueba la Ley 22/1998, de 6 de julio, reguladora de la objeción de conciencia y de la
prestación social sustitutoria, que resuelve algunos de los problemas planteados por la ley anterior:
duración de la prestación sustitutoria, plazo para poder ejercer el derecho, realización de las
prestaciones cerca del domicilio del objetor, etc.
Finalmente se ha de señalar que la supresión del servicio militar obligatorio, que como antes
decía ha afectado a la prestación social sustitutoria, también a afectado a ciertos artículos del
Código Penal que han quedado sin contenido (arts. 527 y 604), así como el artículo 119 bis del
Código Penal Militar. Por supuesto también afecto a situaciones de procesales en trámite por este
tipo de delitos, a sentencias no ejecutadas y a los antecedentes penales derivados de haberse visto
incurso en acciones penales de esa naturaleza, todos ellos fueron revisados y cancelados en
aplicación del artículo 9.3 de la CE.
En cuanto a la bibliografía básica se pueden destacar, entre otros, los trabajos de Blanquer,
Millan o Sainz Ruiz.

Sinopsis artículo 31
El deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos es una necesidad tan evidente para
el mantenimiento del Estado que realmente lo que genera discusión no es su constitucionalización
sino las condiciones en las que de acuerdo con la Constitución debe cumplirse dicho deber. Por ello,
el artículo 31 de la CE establece en sus tres apartados una serie de principios que marcan las
condiciones para cumplir con los deberes tributarios: en el apartado primero, los principios de
universalidad, individualidad, igualdad y progresividad, no confiscatoriedad y capacidad
económica. En el segundo, el principio de eficacia y economía en la ejecución del gasto. En el
tercero, el principio de reserva de ley en materia tributaria.
El principio de contribución al sostenimiento de los gastos públicos conforme con las
capacidades económicas de cada uno cuenta con una larga tradición en el constitucionalismo
histórico español: artículo 8 de la Constitución de 1812; artículo 6 de la Constitución de 1837;
artículo 28 de la Constitución de 1869; artículo 3, primer inciso de la Constitución de 1876; artículo
44, primer inciso de la Constitución de 1931. Sin embargo, el principio de ordenación del gasto de
conformidad con los recursos públicos y la reserva de ley en materia tributaria, previstos en el 31.2
y 3 de la CE no cuentan con antecedentes en nuestro constitucionalismo histórico.
En las constituciones europeas de nuestro entorno también es frecuente encontrar preceptos que
se ocupen del deber de sostenimiento de los gastos públicos y que lo hagan con principios similares
a los previstos en artículo 31 de la CE. La coincidencia más estrecha la encuentra el precepto
español con el artículo 53 de la Constitución italiana de 1947, pero no faltan referencias en otros
textos como puede ser el portugués, artículos 106 a 108.
Por lo que se refiere a la tramitación parlamentaria del precepto, se ha de apuntar que aunque no
fue motivo de grandes debates parlamentarios si que estuvo sometido a distintas variaciones, hasta
tal punto que no se consigue la redacción definitiva hasta la Comisión Mixta Congreso Senado. Por
ejemplo, es aquí donde se introduce, nuevamente, puesto que ya había aparecido antes y se había
suprimido, la no confiscatoriedad del sistema tributario, y es también aquí, donde se establece que
las prestaciones personales o patrimoniales para imponerse se han de hacer con arreglo a la ley.
Pero sin duda la enmienda que más relevancia tuvo fue la introducida a instancia de Fuentes
Quintana al apartado segundo del precepto, en la Comisión del Senado, por la que se asocia la
capacidad de gasto de los poderes públicos a los recursos ingresados y se establece que la ejecución
del gasto debe hacerse de acuerdo con criterios de eficiencia y economía.
El desarrollo legislativo de los deberes tributarios y de ordenación del gasto público es
abundante y de una gran complejidad, por ello, baste aquí la enumeración de las normas más
significativas:
-Ley 230/1963, de 28 de diciembre, General Tributaria, que como es evidente ha sido
reformada en parte en diferentes ocasiones, entre otras: Ley 10/1985, de 26 de abril,
Ley 23/1995, de 20 de junio, Ley 21/2001, de 27 de diciembre o la Ley 24/2001, de 27
de diciembre.
-Ley 1/1998, de 26 de febrero, de Derechos y Garantías de los Contribuyentes.
-Ley 31/1990, de 27 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 1991,
que en su artículo 103 aprueba la Agencia Estatal de la de la Administración Tributaria.
-Ley 40/1998, de 9 de diciembre, del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas
y otras normas tributarias.
-Ley 41/1998, de 9 de diciembre, del Impuesto sobre la Renta de No Residentes y
normas tributarias.
-Ley 43/1995, de 27 de diciembre, del Impuesto sobre Sociedades
-Ley 19/1991, de 6 de junio, del Impuesto sobre el Patrimonio.
-Ley 29/1987, de 18 de diciembre, del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones.
-Ley 37/1992, de 28 de diciembre, del Impuesto sobre el Valor Añadido.
-Ley 38/1992, de 28 de diciembre, de Impuestos Especiales.
-Ley 8/1989, de 13 de abril, de Tasas y Precios Públicos.
-Ley 47/2003, de 26 de noviembre, General Presupuestaria.
Como señalaba al inicio, lo más importante desde el punto de vista doctrinal es analizar los
principios que de acuerdo con las previsiones del artículo 31 rigen en nuestro sistema financiero.
El primero de ellos es el principio de universalidad o generalidad. El artículo 31.1 de la CE
establece que "Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su
capacidad...". La primera cuestión que llama la atención es la expresión "Todos" que hemos de
entenderla como la voluntad del Constituyente de que las cargas públicas deben imputarse a los que
están y desarrollan su actividad profesional en el territorio español, más allá de que tenga la
condición de nacional o extranjero.
Por otro lado, el principio de generalidad supone que el legislador debe tipificar como hecho
imponible todo acto o negocio jurídico que demuestre capacidad económica. Es decir, con carácter
general se prohíben las exenciones y bonificaciones que puedan resultar discriminatorias, sin
embargo, ello no supone que no se puedan conceder beneficios tributarios para compensar
situaciones de hecho distintas o para desarrollar política económica. En este sentido, el Tribunal
Constitucional en no pocas ocasiones ha reconocido que los tributos, demás de ser un medio para
recaudar ingresos públicos, sirven como instrumentos de política económica general y para asegurar
una mejor distribución de la renta nacional (v.gr. SSTC 46/2000, de 17 de febrero; 276/2000, de 16
de noviembre y 289/2000, de 30 de noviembre).
El segundo de los principios es el de igualdad del sistema tributario, que el Tribunal
Constitucional ha desarrollado con profusión en su doctrina, entre otras las SSTC 46/2000, de 17 de
febrero y 47/2001, de 15 de febrero. Dicho principio se expresa en la capacidad contributiva de los
ciudadanos, en el sentido de que situaciones económicas iguales conllevan una imposición fiscal
igual. Es decir, nuevamente, se prohíben los tratos discriminatorios, pero no los tratos distintos
derivados de situaciones diferentes.
Además el principio de igualdad tributaria se ha de aplicar teniendo en cuenta otro principio que
actúa al unísono: el principio de progresividad. Dicho principio también ha sido avalado por la
doctrina del Tribunal Constitucional (v.gr. SSTC 134/1996, de 22 de julio y la misma 46/2000, de
17 de febrero). El Alto Tribunal ha dicho que la progresividad en el sistema tributario es
constitucionalmente aceptable por la superación que el artículo 9.2 de la CE hace de la igualdad
formal al reconocer la igualdad material como criterio de actuación de los poderes públicos para
corregir desigualdades reales que no son justificables constitucionalmente.
El tercero de los principios es del progresividad y no confiscación. Señala el artículo 31 de la CE
que la contribución de los ciudadanos se realizará a través de un "sistema tributario justo inspirado
en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio".
La progresividad, lo veíamos en líneas anteriores, es una técnica impositiva que va más allá de
ser criterio recaudatorio y tiene como finalidad la consecución de otros fines como puede ser la
distribución de la renta u otros previstos en el artículo 40 de la CE. Pero como señala el propio
artículo 31 de la CE el límite de la progresividad está en que el impuesto no tenga carácter
confiscatorio. Evidentemente, el nivel de un impuesto para considerarlo confiscatorio es una
cuestión compleja que el Tribunal Constitucional ha resuelto señalando que la recaudación puede
llegar a tener carácter confiscatorio cuando a raíz de la aplicación de los diferentes tributos se llegue
a privar al sujeto pasivo de sus rentas y propiedades (SSTC 14/1998 y 150/1990).
El cuarto de los principios es el de capacidad económica. Tradicionalmente el principio suponía
que sólo cuando se producía un hecho o negocio jurídico indicativo de capacidad económica se
podía establecer el tributo. Esto supone que la norma con carácter general establece las condiciones
para la imposición; sin embargo, no han faltado ocasiones en las que la generalización del hecho
imponible establecido en la norma podía ser contrario a la Constitución al producir mayor presión
fiscal sobre quienes en realidad tienen menos capacidad económica (STC 46/2000, de 17 de
febrero). Desde luego, lo que si ha prohibido taxativamente el Tribunal Constitucional es que se
graven riquezas aparentes o inexistentes (STC 221/1992).
Por último, la conformación del hecho imponible debe ser compatible con lo que se ha denominado
exención del mínimo vital, entendido como la cantidad que no expresa capacidad económica
suficiente puesto que esa renta es requerida para cubrir las necesidades vitales del titular.
El quinto de los principios es el criterio de eficiencia y economía en la programación y ejecución
del gasto público (art. 31.2 de la CE). Dicho principio, que tan sólo indirectamente afecta a la
justicia tributaria y es más un principio de ordenación del gasto público, se articula sobre la base de
dos postulados: la equidad en la asignación de los recursos públicos y el criterio de eficiencia y
economía en su tramitación y ejecución. El primero, se refiere a los fines que constitucionalmente
debe dirigir la política del Estado para conseguir los principios de generación y distribución de la
riqueza; el segundo, de carácter más técnico supone requerir al Estado que actúe con la los criterios
que la ciencia y la técnica pongan a su disposición en cada momento para gestionar mejor los bienes
públicos.
El sexto de los principios es el de reserva de ley de las materias tributarias (art. 31.3 de la CE).
La reserva de ley en materia tributaria también está recogida en el artículo 133.1 de la CE. Una de
las cuestiones más importante sobre el principio de legalidad tributaria ha sido la extensión de esta
reserva. Dejando a parte las prestaciones personales y fijándonos en las patrimoniales, lo primero
que se ha de apuntar es que estas no son tan sólo de carácter tributario y pueden aparecer otras
como son precios de servicios públicos o las cotizaciones a la Seguridad Social. Por otro lado, la
reserva de ley no es, como ha señalado el Tribunal Constitucional, de carácter absoluto, únicamente
se exige la conformidad con la ley, no imponiéndose que el establecimiento de tributo se regule
mediante ley en todos sus extremos. Es decir, la reserva no afecta por igual a todos los elementos
integrantes del tributo (SSTC 221/1992 y 185/1995).
En cuanto a la bibliografía básica para este artículo son de destacar los trabajos de Escribano,
García Añoveros, Lasarte, Lozano, etc.

Sinopsis artículo 32
Desde el punto de vista del Derecho privado el matrimonio es un negocio de Derecho de familia
que se perfecciona con la voluntad concordante de los contrayentes y que se expresa con la
declaración que emiten los cónyuges de acuerdo con ciertos requisitos formales y materiales como
la capacidad o ausencia de impedimentos.
El reconocimiento del derecho al matrimonio en la Constitución le convierte en mucho más que
un negocio privado, es la plasmación constitucional de la manifestación del derecho de toda persona
a configurar libremente su vida, en tanto que reconoce y garantiza la capacidad de constituir una
familia de acuerdo con las previsiones legales y constitucionales.
Quizás esa vinculación con espacios privados ha hecho que durante mucho tiempo el matrimonio
no apareciese en la regulación constitucional. Si analizamos el constitucionalismo histórico de
nuestro país observamos que la primera referencia en un Texto Fundamental lo encontramos en el
artículo 43 de la Constitución de 1931, y casualmente para reconocer que el matrimonio se debe
fundar en la igualdad de derechos de ambos sexos y el reconocimiento de la disolución por mutuo
disenso o a petición de cualquiera de las partes.
Será a partir de la segunda mitad del siglo XX, con el constitucionalismo de posguerra y las
declaraciones internacionales de derechos de esa época en la que el derecho al matrimonio aparezca
en los textos de derecho público. En documentos como la Declaración Universal de Derechos
Humanos de 10 de diciembre de 1948 (art. 16), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos de 15 de diciembre de 1966 (artículo 23) y el Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales (artículo 10) se presenta a la familia como un elemento natural y
fundamental de la sociedad que debe ser protegida por el Estado. En textos constitucionales como la
Ley Fundamental de Bonn (artículo. 6), la Constitución italiana (artículo 29) o la Constitución
portuguesa (artículo 36) aparece como derecho fundamental que le vincula al desarrollo de la
personalidad y a la libertad en la conformación de la propia vida.
En el proceso de redacción constitucional la tramitación del artículo 32 no fue motivo de
importantes discrepancias entre las distintas fuerzas parlamentarias. El anteproyecto constitucional
decía en el entonces artículo 27 que 1. "A partir de la edad nubil, el hombre y la mujer tienen el
derecho a contraer matrimonio y a crear y mantener, en igualdad de derechos, relaciones estables de
familia" 2. "El derecho civil regulará las formas de matrimonio, los derechos y deberes de los
cónyuges, las causas de separación y disolución, y sus efectos". A pesar de no existir grandes
dificultades no será hasta la Comisión Mixta Congreso-Senado donde se alcance la redacción
actualmente existente. El apartado primero, suprimirá la expresión "A partir de la edad nubil", y en
el apartado segundo, que es el que más debate producirá, se discutirá la determinación de la edad
para contraer y la constitucionalización de la separación, disolución y divorcio.
La regulación del matrimonio como derecho de libertad y de desarrollo de la personalidad para
su análisis constitucional ha de tener en cuenta dos cuestiones fundamentales: primera que pese a
encuadrarse entre los derechos de libertad está ubicado en la Sección segunda del Capítulo
segundo; segundo, que se reconoce el derecho, como no podía ser de otro modo, por igual a ambos
cónyuges.
Respecto de la primera cuestión, el hecho de estar en la Sección segunda del Capítulo segundo
no le disminuye en cuanto a su consideración de auténtico derecho fundamental, baste recordar la
doctrina del Tribunal Constitucional que reconoce que son derechos fundamentales todos los
previstos en el Capítulo segundo del Título Primero de la Constitución. Si embargo, también es
cierto que el régimen de garantías es menos intenso que los recogidos en la Sección primera del
Capítulo segundo. El artículo 53.2 de la CE establece la posibilidad de instar a los Tribunales
ordinarios, mediante un procedimiento preferente y sumario, o al Tribunal Constitucional, mediante
la demanda de amparo si cualquier ciudadano entiende que se le ha conculcado el derecho a la
igualdad previsto en el artículo 14 o alguno de los previstos en los artículos 15 a 29 o la objeción de
conciencia prevista en el 30.2 de la CE; instrumentos jurisdiccionales de protección que no se
reconocen para los derechos de la Sección segunda.
Respecto de la segunda, que la igualdad entre cónyuges se declare con el máximo rango
normativo se ha de entender como la voluntad decidida del constituyente de luchar contra todas
aquellas situaciones de discriminación que debido a la legislación anterior sufría la mujer casada.
La formulación del artículo 32.1 conlleva una renovación de la legislación contraria a la
Constitución en esta materia para que tanto el matrimonio como todas las relaciones familiares
derivadas de él se conformen según el principio de igualdad entre hombres y mujeres.
El Tribunal Constitucional se ha pronunciado declarando este principio de igualdad entre
cónyuges de forma general en Sentencias como la 45/1989 y la 159/1989, o en manifestaciones
concretas donde, por ejemplo, rechaza de plano la aplicación de la legislación preconstitucional que
suspendía el contrato de trabajo para el personal femenino tras contraer matrimonio (SSTC 7/1983
y 58/1984); manifiesta que el sistema tributario debe ser neutral respecto de la situación de los
cónyuges (SSTC 45/1989 y 212/2001), o que en el ámbito doméstico el hombre y mujer son iguales
ante las responsabilidades familiares (STC 242/1988).
La formulación del matrimonio, más allá de la declaración del derecho en píe de igualdad para
ambos cónyuges que establece el apartado primero, se regula mediante un mandato al legislador
para que mediante ley se desarrollen de forma global todas las materias que conlleva la institución
(edad, capacidad para contraer, derechos y deberes de los cónyuges, etc.)
El primer efecto del artículo 32 de la Constitución fue la sustitución del Concordato de 1953 por el
Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre asuntos jurídicos, de 3 de enero de 1979.
Acuerdo que sigue reconociendo plenos efectos civiles al matrimonio canónico, pero sin que ello
signifique sometimiento alguno de la legislación estatal a la ordenación canónica, sino articulada
desde el normal y constitucionalmente reconocido en el artículo 16 principio de cooperación entre
la Iglesia Católica y el Estado Español.
Se institucionalizó el divorcio dentro del matrimonio mediante la Ley 30/1981, de 1 de julio, por
la que se modifica la regulación matrimonial las causas de nulidad, separación y divorcio. Ley que
pese a su carácter moderado ya que no contempla el divorcio por mutuo acuerdo o requiere la
previa separación fue objeto de una fuerte oposición por los sectores más conservadores de la
sociedad española. También se tuvo que aprobar la Ley 11/1981, de 13 de mayo, de modificación
del Código civil en materia de filiación, patria potestad y régimen económico del matrimonio. A
esta ley hay que añadir las leyes 21/1987, de 11 de noviembre, en materia de adopción y la 11/1990,
de 15 de octubre, sobre reforma del Código civil, en aplicación del principio de no discriminación
por razón de sexo.

Finalmente, hay que señalar que el Código Penal también sufrió modificaciones relacionadas con
este precepto: el Capítulo II del Título XI, artículos 471 a 479, sobre celebración de matrimonios
ilegales y los artículos 487 y 583 que tipificaban, respectivamente, el abandono de familia y los
malos tratos al cónyuge. En el vigente Código Penal de 1995 esta materia se regula en el Título XII
de "Delitos contra las relaciones familiares", en particular en el Capítulo Primero "de los
matrimonios ilegales" (artículos 217 a 219)
La regulación del matrimonio también ha planteado problemas en lo referido a la diferencia que
se producía entre los convivientes en matrimonio y los que lo hacían de forma extramatrimonial; a
lo que hay que añadir un nuevo problema con el reconocimiento de las parejas homosexuales y los
derechos conferidos legalmente a unos y otros.
El Tribunal Constitucional en sentencias como la 184/1990, de 15 de noviembre; la 29/1991, de
14 de febrero; la 66/1994, de 28 de febrero o la 214/1994, de 14 de julio ha señalado que el
matrimonio y las uniones de hecho no son realidades constitucionalmente equiparables, ya que el
matrimonio es un derecho constitucional y la unión de hecho no está reconocida en el Texto
Fundamental. En la práctica esto supone que ha de ser el legislador quién determine en la situación
que han de encontrarse las parejas de hecho. En esta línea el legislador de la Ley 24/1994, de
Arrendamiento Urbanos, ha asimilado la relación matrimonial con las relaciones análogas de
afectividad (donde podrían incluirse las parejas homosexuales) También muchas Comunidades
Autónomas están legislando sobre parejas estables de hecho, entre otras:
- Ley 10/1998, de 15 de julio, de Cataluña, sobre uniones estables de pareja
- Ley 6/1999, de 26 de marzo, de Aragón, sobre parejas estables no casadas
- Ley 6/2000, de 3 de julio, de Navarra, sobre igualdad jurídica de las parejas
estables
- Ley 1/2001, de 6 de abril, de Valencia, sobre uniones de hecho
- Ley 11/2001, de 19 de diciembre, de Madrid, sobre uniones de hecho
- Ley 18/2001, de 19 de diciembre, de las Islas Baleares, sobre parejas estables
- Ley 4/2002, de 23 de mayo, de Asturias, sobre parejas estables
- Ley 5/2002, de Andalucía, sobre parejas de hecho
- Ley 52/2003, de 6 de marzo, para la regulación de las parejas de hecho en la
Comunidad Autónoma de Canarias
Fruto de importante movimiento social que existe a favor del reconocimiento de las parejas de
hecho y las uniones de personas del mismo sexo, en el Congreso de los Diputados han tenido
entrada distintas iniciativas legislativas para que las Cortes Generales se ocupasen de esta materia.
Entre otras, y dentro de las más recientes pueden verse las siguientes: Proposición de Ley
122/000023 por la que se reconocen determinados efectos jurídicos a las parejas de hecho.
Presentada por el Grupo Parlamentario Socialista; Proposición de Ley 122/000028 Medidas para la
igualdad jurídica de las parejas de hecho; presentada por el Grupo Parlamentario Federal de
Izquierda Unida; Proposición de Ley de 122/000034 de Uniones estables de pareja. Presentada por
el Grupo Parlamentario Catalán (Convergència i Unió) y Proposición de Ley 122/000120 de
Igualdad jurídica para las uniones de hecho. Presentada por el Grupo Parlamentario Mixto.
Finalmente la Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de
derecho a contraer matrimonio ha venido a permitir que el matrimonio sea celebrado entre personas
del mismo o distinto sexo con plenitud e igualdad de derechos y obligaciones cualquiera que sea su
composición.
En cuanto a la bibliografía, citar los trabajos de Cámara, Domingo, Navarro-Valls o
Collantes, entre otros.

Sinopsis artículo 33
El artículo 33.1 de la Constitución reconoce como derechos la propiedad privada y la herencia, a
continuación, en el apartado 2 proclama su función social y, en el apartado 3 garantiza que nadie
podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés
social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto en las leyes.
Esto es, reconoce constitucionalmente el instituto jurídico de la expropiación forzosa.
La primera reflexión que merece este artículo es su ubicación en el texto constitucional. Si bien la
propiedad privada y la herencia se incluyen en el Capítulo Segundo del Título Primero, referente a
los derechos y libertades, no se integra en los derechos fundamentales y libertades públicas de la
Sección 1ª, sino que se sitúa entre los "derechos y deberes de los ciudadanos" de la Sección 2ª.
Ello se debe a que la propiedad ha pasado a ser considerada como un derecho "estatutario" y no
como derecho individual propio del Estado liberal clásico, cuyo ejemplo lo encontramos en el
artículo 348 del Código Civil que la define como "el derecho a gozar y disponer de una casa, sin
más limitaciones que las establecidas en las leyes".
El Tribunal Constitucional ha señalado que el concepto de dominio recogido en este artículo "no
puede entenderse como un tipo abstracto". Por el contrario, la progresiva incorporación de
finalidades sociales relacionadas con el uso y aprovechamiento de los distintos tipos de bienes sobre
los que el derecho de propiedad puede recaer ha producido una diversificación de la institución
dominical en una pluralidad de figuras o situaciones jurídicas reguladas con un significado y
alcance diverso. De ahí que se venga reconociendo con general aceptación doctrinal y
jurisprudencial la flexibilidad o plasticidad actual del dominio que se manifiesta en la existencia de
diferentes tipos de propiedades dotadas de status jurídicos diversos, de acuerdo con la naturaleza de
los bienes sobre los que cada derecho de propiedad recae" (STC 37/1987, de 26 de mayo).
En efecto, la propiedad, sobre todo, ha sido uno de los derechos que más ha evolucionado desde el
punto de vista constitucional y legislativo. Ha pasado de entenderse como el derecho individual y
personal por antonomasia a articularse como una institución jurídica objetiva, cargada de
limitaciones impuestas por la función social a la que se encuentra sujeta.
Así lo tiene reconocido la ya constante jurisprudencia tanto del Tribunal Constitucional como del
Tribunal Supremo.
El Tribunal Constitucional en la sentencia citada con anterioridad, acotando el concepto
constitucional de la propiedad privada señala que "su contenido esencial no puede hacerse desde la
exclusiva consideración subjetiva del derecho o de los intereses individuales que a éste subyacen,
sino que debe incluir igualmente la necesaria referencia a la función social, entendida, no como
mero límite externo a la definición de su ejercicio, sino como parte integrante del derecho mismo".
Y continúa nuestro Alto Tribunal insistiendo en esta idea al afirmar que "la Constitución reconoce
un derecho a la propiedad privada que se configura y protege, ciertamente, como un haz de
facultades individuales sobre las cosas, pero también y al mismo tiempo como un conjunto de
derechos y obligaciones establecido, de acuerdo con las leyes, en atención a valores e intereses de la
comunidad..."
Utilidad individual y función social definen, por tanto, ineludiblemente el contenido de propiedad
sobre cada categoría o tipo de bienes.
En el mismo sentido el Tribunal Supremo configura el derecho de propiedad como un derecho
estatutario, modificable, por tanto, por el ordenamiento jurídico, que no dará lugar, por norma
general, a indemnización, ya que al ser creación de la ley, el titular tendrá únicamente aquellas
facultades que en cada caso la norma jurídica le conceda (STS de 7/11/1988, 2/11/1989 y
5/11/1996, entre otras muchas).
Pero el Tribunal Constitucional parece que ha dado un nuevo paso adelante en esta concepción
estatutaria del derecho de propiedad, especialmente en el ámbito urbanístico.
En la sentencia STC 61/1997 ha dicho que el Estado puede plasmar una determinada concepción
del derecho de propiedad urbana en sus líneas más fundamentales como, por ejemplo, la que disocia
la propiedad del suelo del derecho de edificar, modelo éste que ha venido siendo tradicional en
nuestro urbanismo.
Este fallo ha sido confirmado en la sentencia 164/2001. Ambas resoluciones han producido un
impacto en el Derecho urbanístico ya que vienen a confirmar que la regulación de la propiedad del
suelo ha abandonado el ámbito del Derecho Civil. La propiedad privada casi desaparece cuando se
trata del suelo afectado por un proceso urbanizador.
Estas transformaciones del derecho dominical suponen también que se haya flexibilizado la reserva
de ley en lo que concierne a la delimitación de su contenido, en virtud precisamente de su función
social. El Tribunal Constitucional ha venido a subrayar al respecto que si bien el artículo 33 de la
Constitución prohibe toda operación de deslegalización de la materia o todo intento de regulación
del contenido del derecho de propiedad privada por reglamentos independientes o "extra legem",
pero no la remisión del legislador a la colaboración del poder normativo de la Administración para
computar la regulación legal y lograr así la plena efectividad de sus mandatos, remisión
inexcusable, por lo demás, cuando, como es caso arquetípico de la propiedad inmobiliaria, las
características naturales del bien objeto de dominio y su propia localización lo hace susceptible de
diferentes utilidades sociales, que pueden y deben traducirse en restricciones y deberes
diferenciados para los propietarios y que como regla general solo por vía reglamentaria pueden
establecerse.
Son varias las normas jurídicas que afectan a este precepto constitucional recogiendo esta
evolución del derecho dominical. Pero entre todas no pueden dejar de citarse la Ley de
Expropiación Forzosa de 17 de diciembre de 1954 y la Ley 6/1998, de 13 de abril, sobre Régimen
del Suelo y Valoraciones.
En efecto, de entre todas las restricciones de la propiedad y otros derechos patrimoniales legítimos,
la expropiación forzosa a la que se refiere el apartado tercero de este artículo 33 de la Constitución
es la más enérgica y radical, debiendo, en todo caso, ser objeto de indemnización por la
Administración expropiante.
Así lo tiene reiteradamente reconocida la jurisprudencia del Tribunal Supremo cuando, entre otras,
en sentencia de 18 de febrero de 1991 y la más reciente de 10 de febrero de 2000 señala que "las
llamadas expectativas urbanísticas que la jurisprudencia viene concediendo es uno de los elementos
a ponderar en la determinación del justiprecio como forma de obtener el valor de reposición
compensatoria del sacrificio patrimonial que para el expropiado supone la privación del bien o
derecho a expropiar, siempre que se den los factores para su admisión".
En el mismo sentido el Tribunal Constitucional se ha pronunciado manifestando que "el titular de
un interés patrimonial legítimo debe ser indemnizado por la Administración al haber sido
expropiado... (pues) la expropiación forzosa constituye una garantía constitucional reconocida en el
artículo 33.3 de la Norma Fundamental, que alcanza tanto a la medidas ablatorias del derecho de
propiedad privada en sentido estricto, como a la privación de toda clase de bienes y derechos
individuales e incluso de intereses legítimos de contenido patrimonial" (STC 227/1998 de 29 de
noviembre).
La expropiación forzosa se constituye así en la transmisión imperativa de los derechos e intereses
patrimoniales legítimos por causa de utilidad pública o interés social de una persona que debe
recibir, a cambio, la justa indemnización que pudiera corresponderle por los daños y perjuicios
sufridos.
Cuestión fundamental en los procedimientos expropiatorios es la determinación del valor del bien
expropiado. La Ley 6/1998, sobre Régimen del Suelo y Valoraciones señala en su artículo 23 que
los criterios de valoración de los bienes expropiados deben reflejar el valor real que el mercado
asigne a cada suelo en cada momento.
El Tribunal Constitucional ha manifestado, en este sentido, que la indemnización por la
expropiación debe corresponderse con el valor económico del bien objeto de expropiación, siendo
por ello preciso que entre éste y la cuantía de la indemnización exista un equilibrio proporcional con
el daño expropiado y su reparación.
Existe ya una doctrina consolidada del justiprecio como valor de sustitución que puede incluso ser
superior al precio de mercado y que tiene en cuenta el impacto subjetivo de la privación del bien
para el sujeto expropiado.
El Tribunal Supremo, por su parte, tiene declarado que el valor real del bien indemnizable no es sin
más el valor de mercado, sino más bien el valor objetivo del bien o derecho, establecido en términos
de equidad y mediante el empleo de criterios estimativos o excluyentes, es decir el valor que
permita mantener el patrimonio del expropiado, tanto sin menoscabo injusto como sin
enriquecimiento injusto (SSTS de 18 marzo 1982, 18 abril 1989 y 18 de febrero de 1992, entre
otras).
Y es que como destaca la doctrina más reciente, el precio justo de la expropiación debe
aproximarse al valor de sustitución que otorga al perjudicado la cantidad suficiente para sustituir o
reponer en su patrimonio otro bien de naturaleza análoga del que ha sido desposeído, de suerte que
se responda a los principios de conversión y equivalencia.
Estos criterios jurisprudenciales se corresponden con la intención y el espíritu de la Ley 6/1998, de
Régimen del Suelo y Valoraciones, según reza en su Exposición de Motivos en la que se dice "con
la actual regulación se ha renunciado formalmente a toda clase de fórmulas artificiosas que
contradicen esa realidad y que constituyen una fuente interminable de conflictos, proyectando una
sombra de injusticia que resta credibilidad a la Administración y contribuye a deslegitimar su
actuación, así para la determinación del valor del suelo se estará a la clase del mismo, así como a
sus características concretas."
En el ámbito del Consejo de Europa también podemos encontrar ejemplos de regulación de la
propiedad.
El Protocolo Adicional de 20 de marzo de 1952 al Convenio Europeo para la protección de los
Derechos Humanos y las Libertades Públicas, ratificado por España el 2 de noviembre de 1990
reconoce en su artículo 1 el derecho a la propiedad privada.
En el apartado primero se reconoce el derecho de toda persona física o moral al respeto de sus
bienes sin que nadie pueda ser privado de su propiedad más que por causa de utilidad pública y en
las condiciones previstas por la Ley y los principios generales del Derecho Internacional.
El apartado segundo reconoce a los Estados el poder de regular el uso de los bienes conforme al
interés general. Dice textualmente este apartado: "las disposiciones precedentes se entienden sin
perjuicio del derecho que poseen los Estados de poner en vigor las leyes que juzguen necesarias
para la reglamentación del uso de los bienes de acuerdo con el interés general o para garantizar el
pago de los impuestos u otras contribuciones o de multas".
La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dado a este artículo una
significación más acorde con el concepto tradicional de la propiedad que con la concepción
estatutaria.
En la sentencia MARCKX de 13 junio 1979 reconoce el derecho de uso y disfrute de los bienes y
el respeto al derecho fundamental de la propiedad. En la sentencia EX-REY DE GRECIA y otros
miembros de su familia contra GRECIA de 23 noviembre 2000, el Tribunal defiende la protección
de este derecho incluso en contra de las disposiciones de derecho interno y en la sentencia
Belvedere Alberghiera S.R.L. contra Italia de 30 mayo 2000, corrige la jurisprudencia italiana que
permitía la expropiación indirecta, en el sentido de que debe basarse directamente en la Ley.
En la sentencia de la herencia Sponrrong y Lönroth contra Suecia de 23 septiembre 1982 consideró
el Tribunal Europeo que la duración excesiva del procedimiento expropiatorio puede dejar vacío el
contenido del derecho de propiedad, principio que ya se estableció en el caso Mandyside de 7
diciembre 1976.
En la sentencia más reciente de 1 marzo 2001 en el caso Malama contra Grecia el Tribunal reitera
la necesidad de que se respete el principio de proporcionalidad entre la necesidad de protección de
la propiedad privada y las razones de interés general para restringirla.
Por lo que se refiere a la bibliografía cabe citar, entre otros, las aportaciones de Rodríguez-
Zapata, Díez-Picazo, Bassols, Romero, etc.

Sinopsis artículo 34
Este artículo introduce en nuestro más alto texto normativo la referencia de un derecho innovador
en cuanto que no cuenta con precedentes ni en otras constituciones españolas anteriores ni en los
textos constitucionales del Derecho comparado. Hasta ese momento, la fundación venía recogida en
el artículo 85 del Código Civil como una prolongación de la libertad individual, por la que los
particulares tienen la posibilidad de vincular bienes, constituyendo una organización a la que el
ordenamiento jurídico reconoce una personalidad independiente, en atención al patrimonio que la
conforma.
La Constitución consagra el derecho de fundación como un derecho fundamental de segundo
grado, excluido de la tutela del recurso de amparo, a pesar de la remisión que en este artículo 34 se
hace al derecho de asociación que sí tiene esta tutela constitucional.
La diferencia de este tratamiento jurídico entre los derechos de asociación y fundación se
produjo durante la tramitación del proyecto constitucional en el Senado. Tanto en el informe de la
Ponencia como en el Dictamen de la Comisión constitucional y en el texto aprobado por el Pleno
del Congreso de los Diputados el derecho de fundación se integraba en el artículo 22, incluido, por
tanto en la Sección Primera, del Capítulo II del Título I. Fue en el Senado cuando se produce esta
modificación. Por un lado, se traslada el derecho de fundación a la Sección Segunda que comprende
los derechos y deberes, perdiendo la protección constitucional del recurso de amparo y por otro
lado, se matiza el derecho de fundación en el sentido de que su reconocimiento constitucional
engloba a aquellas fundaciones que persigan fines de interés general, excluyendo, en consecuencia,
figuras como la fundación-empresa que en sus distintas modalidades constituye una de tantas
importaciones de la doctrina alemana a nuestro derecho y que no encaja en el concepto de
fundación protegido por este artículo 34.
Este concepto clásico del derecho de fundación recogido en el artículo 34 es el que ha seguido el
Tribunal Constitucional en la interpretación de este precepto. En su sentencia 49/1988, de 22 de
marzo se señala que el concepto de fundación reconocido en la Constitución es el que la considera
como "la persona jurídica constituida por una masa de bienes vinculados por el fundador o
fundadores a un fin de interés general". La fundación nace, por tanto, de un acto de disposición de
bienes que realiza el fundador, quien los vincula a un fin por él determinado y establece las normas
por las que ha de administrarse al objeto de que sirvan para cumplir los fines deseados de manera
permanente. Tanto la manifestación de voluntad como la organización han de cumplir los requisitos
que marquen las leyes, que prevén además, una forma de acción administrativa (el Protectorado)
para garantizar el cumplimiento de los fines de la fundación y la recta administración de los bienes
que la forman.
Como concluye el Tribunal Constitucional en esta sentencia, el derecho de fundación "es una
manifestación más de la autonomía de la voluntad respecto de los bienes, por cuya virtud una
persona puede disponer de su patrimonio libremente, dentro de los límites y con las condiciones
legalmente establecidas". (STC 48/1988 citada).
Otro aspecto significativo de este derecho al incorporarse en esta Sección Segunda del Capítulo
II del Título I de la Constitución, es que por imperativo de su artículo 53.1 el derecho de fundación
vincula a todos los poderes públicos y, en consecuencia, no se trata de un principio programático o
meramente informador del ordenamiento jurídico, es precisa una ley formal que desarrolle el
contenido esencial de este derecho para poder ser invocado jurisdiccionalmente.
La inclusión del derecho de fundación a la tabla de derechos fundamentales recogidos en la
Constitución es lo que la doctrina ha definido como la incorporación de una "garantía de instituto",
que se ha convertido en un concepto de garantía constitucional.
Esto es precisamente lo que ocurre con el derecho de fundación y en general con los derechos
incorporados a la Sección Segunda del Capítulo II del Título I de la Constitución. Cada uno de estos
derechos contiene una garantía de institución, lo que significa que el legislador puede modificar la
institución en cuestión, adaptarla a los cambios sociales, pero respetando siempre su contenido
esencial que aparece como intangible en función de la cobertura constitucional que le otorga el
artículo 53.1 ya citado.
La Ley 30/1994, de 24 de noviembre de Fundaciones y de incentivos fiscales a la participación
privada en actividades de interés general es la norma que constituye el desarrollo fundamental de
este artículo.
Se definen como organizaciones constituidas sin ánimo de lucro que, por voluntad de sus
creadores, tienen afectado de modo duradero su patrimonio a la consecución de fines de interés
general (artículo 1), enunciándose, con carácter meramente ilustrativo, aquellos de carácter
asistencial, cívicos, educativos, culturales, científicos, deportivos, sanitarios, de cooperación para el
desarrollo, de defensa del medio ambiente o de fomento de la economía o de la investigación, de
promoción del voluntariado o de cualesquiera otros de naturaleza análoga (artículo 2). Las
fundaciones tienen personalidad jurídica desde la inscripción de la escritura pública de su
constitución en el correspondiente Registro de Fundaciones, pudiendo únicamente utilizar esta
denominación las entidades inscritas en dicho Registro público (artículo 3).
La capacidad para fundar se extiende tanto a las personas físicas como a las jurídicas, sean estas
públicas o privadas (artículo 6); debiendo constar en escritura pública, que deberá incluir al menos
los siguientes requisitos: a) el nombre, apellidos, edad y estado civil de los fundadores, si son
personas físicas y la denominación o razón social, si son personas jurídicas y, en ambos casos, la
nacionalidad y el domicilio, b) la voluntad de constituir una fundación, c) la dotación, su valoración
y la forma y realidad de su aportación, d) los estatutos y e) la identificación de las personas que
integran el órgano de gobierno, así como su aceptación si se efectúa en el momento fundacional
(artículo 8).
En relación con los estatutos de las fundaciones que constituyen su carta institucional, deberán
contener al menos los aspectos siguientes: la denominación de la entidad en la que deberá figurar la
palabra fundación que no podrá coincidir o asemejarse de manera que pueda crear confusión, con
ninguna otra previamente inscrita en el Registro de Fundaciones, los fines fundacionales, el
domicilio de la fundación, las reglas básicas para la aplicación de los recursos de cumplimiento de
los fines fundacionales y el órgano de gobierno y representación (artículo 9).
Este órgano lo constituye el patronato al que corresponde cumplir los fines fundacionales y
administrar los bienes y derechos que integran el patrimonio de la fundación (artículo 12). El
patronato estará constituido por un mínimo de tres miembros que elegirán un presidente. Los
patronos, que podrán ser personas físicas o jurídicas, ejercerán sus funciones de forma gratuita
(artículo 13).
El funcionamiento de las fundaciones se rige por el principio de transparencia, ya que están
obligadas no sólo a destinar su patrimonio y rentas a los fines fundacionales, sino además a
proporcionar información suficiente sobre sus fines y actividades y actuar con criterios de
imparcialidad y no-discriminación en la determinación de sus beneficiarios (artículo 21). Las
fundaciones se encuentran sometidas a normas de contabilidad, auditoría y presupuestos estrictas
(artículo 23), así como los medios de obtención e ingresos (artículo 24) y el destino de los mismos
(artículo 25), pudiendo subrayar al respecto la limitación legal de no poder participar en sociedades
mercantiles en las que deban responder personalmente de las deudas sociales (artículo 22).
De especial consideración es la figura del Protectorado al que le corresponde facilitar el recto
ejercicio del derecho de fundación y garantizar su constitución y funcionamiento. El Protectorado es
ejercido por la Administración General del Estado, correspondiéndole, entre otras, las siguientes
funciones: a) asesorar a las fundaciones sobre asuntos de su régimen jurídico y económico, de las
actividades que desarrollen o los fines que persigan, b) velar por el cumplimiento de los fines
fundacionales, c) verificar si los recursos económicos han sido aplicados a los fines, d) dar
publicidad a las actividades de las fundaciones y e) ejercer provisionalmente las funciones del
órgano de gobierno de la fundación si por cualquier causa faltasen las personas llamadas a
integrarlo (artículo 32).
Las fundaciones pueden modificar sus estatutos, fusionarse con otras fundaciones y proceder a
su extinción en determinados supuestos.
El patronato es el órgano competente para acordar las modificaciones estatutarias, siempre que
resulte conveniente para la fundación o hayan variado las circunstancias que determinaron su
constitución. Si el patronato no cumpliera con la obligación de modificar los estatutos, el
Protectorado la podrá llevar a cabo de oficio o a instancia de quien tenga interés legítimo en ello
(artículo 27).
También corresponde al patronato proponer la fusión de una fundación con otra, que requerirá el
acuerdo de las fundaciones interesadas. Al acuerdo de fusión podrá oponerse el Protectorado por
razones de legalidad y mediante acuerdo motivado (artículo 38).
Las causas de extinción de las fundaciones previstas en la ley son las siguientes: a) expiración
del plazo para el que fueron constituidas, b) imposibilidad de realización del fin fundacional, c)
cumplimiento de dicho fin, d) fusión con otra fundación, e) cuando concurra cualquier otra causa
prevista en los estatutos o en las leyes (artículo 29). La extinción de la fundación, salvo en caso de
fusión, determinará la apertura del procedimiento de liquidación que se llevará a cabo por el órgano
de gobierno de la fundación bajo el control del Protectorado. Los bienes y derechos resultantes de la
liquidación se destinarán a las fundaciones o entidades no lucrativas privadas que persigan fines de
interés general, y que tengan afectados sus bienes e incluso para el supuesto de su disolución, a la
consecución de aquellos y que hayan sido designados en el negocio fundacional o en los estatutos
de la fundación extinguida. En su defecto este destino podrá decidirse, a favor de las mismas
fundaciones y entidades mencionadas, por el patronato cuando tenga reconocida esa facultad por el
fundador y, a falta de esta facultad, corresponde al Protectorado cumplir este cometido (artículo 31).
Pero esta Ley además de regular de manera sustantiva las fundaciones cumple una segunda
finalidad no jurídica, cual es la de estimular la iniciativa privada en la realización de actividades de
interés general. Como señala en su Exposición de Motivos, el Título II, bajo el rótulo general de
"incentivos fiscales a la participación privada en actividades de interés general", está dictado al
amparo del artículo 149.1.14º de la Constitución, preservando las especialidades de los regímenes
tributarios forales.
Tendente a estimular la participación de los particulares, de la sociedad civil, para la realización
de actividades de interés general, la Ley prevé los siguientes mecanismos:
- Constitución de entidades que persigan fines de asistencia social, cívicos, educativos, culturales,
científicos, deportivos o cualquiera otro análogos que tengan como finalidad exclusiva el interés
general.
- Realización de aportaciones a estas entidades al objeto de contribuir a la consecución de fines
específicos.
- Participación e intervención directa de las empresas en la consecución de estos fines. En este
ámbito se enmarcan medidas que encajan en el concepto genérico de mecenazgo y el tratamiento de
determinados gastos derivados de actividades asistenciales, de carácter cultural, científico, de
investigación y deportivo o de fomento del cine, teatro, música, danza e industria del libro.
Para cada uno de estos mecanismos la Ley prevé una serie de incentivos fiscales. Así, las
entidades que cumplan con los requisitos exigidos para ser consideradas sin fines lucrativos quedan
exentas en el Impuesto de Sociedades por los resultados obtenidos en el ejercicio de las actividades
que constituyen su objeto social o su finalidad específica, así como por los incrementos
patrimoniales.
Respecto de las aportaciones a entidades sin fines lucrativos, los sujetos pasivos del IRPF tienen
derecho a deducir de la cuota del impuesto, el importe de los donativos que realicen a favor de las
fundaciones y entidades de esta naturaleza, con los límites y condiciones establecidos en la ley
(artículo 59).
Finalmente en relación con el régimen tributario de otras actuaciones de colaboración
empresarial, la Ley considera partidas deducibles, a efecto de determinación de la base imponible
del Impuesto de Sociedades y del IRPF en el caso de empresarios y profesionales en régimen de
estimación directa, el valor de adquisición de aquellas obras de arte adquiridas para donarlas al
Estado, las Comunidades Autónomas, las Corporaciones Locales, las Universidades Públicas, el
Instituto de España y las Reales Academias Oficiales, las instituciones con fines análogos a la Real
Academia Española de las Comunidades Autónomas con lengua oficial propia, los entes públicos y
organismos autónomos administrativos determinados reglamentariamente.
Todos estos incentivos son consecuencia del objeto perseguido por el artículo 37 de la
Constitución, la protección, el fomento y el desarrollo de las fundaciones como instrumento de
servicio de interés general.
En cuanto a la bibliografía se pueden consultar los trabajos de García-Andrade, de los Mozos,
Enterría, Tomás, Merino, etc.

Sinopsis artículo 35
El derecho al trabajo es una de las bases sobre las que se asienta jurídicamente el modelo laboral
de nuestra Constitución. Este modelo comprende otras disposiciones constitucionales de carácter
fundamental como son, entre otras, el reconocimiento del papel de los sindicatos (artículo 7), el
reconocimiento del derecho de huelga (artículo 28), el reconocimiento de la negociación colectiva y
los conflictos colectivos (artículo 37), y la distribución de la renta, la formación profesional y la
seguridad e higiene en el trabajo (artículo 40). Todos ellos constituyen una sistemática que
conforma la estructura de las relaciones laborales desde el punto de vista constitucional.
El Derecho al trabajo como parte de esta "Constitución laboral" aparece configurado como un
derecho "dinámico" que comprende no sólo su reconocimiento formal sino también y
principalmente el deber de los Poderes públicos de promover su realización efectiva.
Así, lo ha interpretado nuestro Tribunal Constitucional cuando por ejemplo, en su sentencia
22/1981, de 2 de junio, establece que "el derecho al trabajo no se agota en la libertad de trabajar,
supone también el derecho a un puesto de trabajo y como tal presenta un doble aspecto: individual y
colectivo, ambos reconocidos en el artículo 35.1 y 40.1 de nuestra Constitución, respectivamente.
En su aspecto individual, se concreta en el igual derecho de todos a un determinado puesto de
trabajo si se cumplen los requisitos necesarios de capacitación y en el derecho a la continuidad y
estabilidad en el empleo, es decir, a no ser despedido si no existe una causa justa" (También STC
109/2003).
En este precepto se reconoce al mismo nivel que el derecho al trabajo, la libre elección de
profesión y oficio, la promoción a través del trabajo y una remuneración suficiente. Según la
jurisprudencia del Tribunal Constitucional la reserva de ley que impone el artículo 53.1 de la
Constitución en relación con los derechos y libertades de este artículo 35 comporta la existencia de
un contenido esencial de los mismos que los garantice constitucionalmente (STC 83/1984).
Se considera el derecho al trabajo como un derecho "dinámico" y, por tanto, comprensivo de una
remuneración suficiente para satisfacer las propias necesidades de la persona y su familia sin que
puede hacerse discriminación por razón de sexo. El Tribunal Constitucional al reconocer que el
artículo 35 de la Constitución, ubicado dentro de una sección situada fuera del marco de los
derechos dotados de la protección constitucional de amparo, no especifica, a la hora de proclamar el
derecho a una remuneración suficiente, más que la discriminación por razón de sexo, lo cual no
debe llevarnos a la idea de que en el campo particular de las relaciones laborales la fórmula del
artículo 14 de la CE sufre una rotunda reducción. Esto no es así, tanto respecto a los criterios
concretamente definidos en el precepto constitucional que acabamos de citar como en orden a los
susceptibles de inclusión en la formula genérica con la que se cierra el precepto cuando dice que la
discriminación queda también vedada respecto de cualquier otra condición o circunstancia personal
o social (STC 31/1984, de 7 de marzo).
El apartado segundo de este artículo 35 establece que la ley regulará un Estatuto de los
Trabajadores, mandato constitucional que se cumplió con la aprobación del Estatuto de los
Trabajadores de 1980 (Ley 10/1980, de 10 de marzo) Este texto, sin embargo, ha sido objeto de una
profunda reforma que culminó con el Real Decreto Legislativo 1/1995, de 24 de marzo, por el que
se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores.
Sobre este artículo 35, la sentencia 227/1998, de 26 de noviembre, del Tribunal Constitucional
señala textualmente que este precepto al disponer que la "ley regulará un Estatuto de los
Trabajadores" no se limita a configurar una reserva de ley, sino que impone al legislador la
normación de un régimen jurídico específico para los trabajadores y le encomienda
simultáneamente la tarea de acotar, otorgándole así relieve constitucional, un determinado sector
social, constituido por las personas físicas vinculadas por el dato común de la prestación de
actividad configurada como relación contractual laboral, a lo que viene a añadirse la circunstancia
de que el concepto o categoría de trabajador es determinante del ámbito subjetivo de determinados
derechos, de distinto carácter reconocidos por la Constitución (arts. 7, 28.1 y 2, 37.1 y 42).
En el marco de sus disposiciones generales, el Estatuto de los Trabajadores regula su ámbito de
aplicación que comprende a los trabajadores que voluntariamente presten sus servicios retribuidos
por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, física o jurídica,
denominada empleador o empresario. Quedan, por tanto, excluidas: a) la situación estatutaria de los
funcionarios públicos, b) las prestaciones personales obligatorias, c) las actividades de consejero o
miembros de los órganos de administración de las sociedades mercantiles, d) los trabajos realizados
a título de amistad, benevolencia o buena vecindad, e) los trabajos familiares, y f) la actividad de las
personas que intervengan en operaciones mercantiles por cuenta de uno o más empresarios (artículo
1).
Precisamente sobre el concepto de trabajador se ha pronunciado el Tribunal Constitucional en
sentencia 227/1998 ya citada cuando dice: "...que el ámbito objetivo de aplicación del Estatuto de
los Trabajadores en cuanto sede natural de la definición de la categoría de trabajador no se
encomienda al legislador en términos de absoluta libertad de configuración. Por el contrario, las
normas que en particular delimitan dicho ámbito subjetivo, en forma de exclusión o delimitación
negativa de determinadas personas en razón de su actividad profesional o laboral, dada la relevancia
constitucional que dicha exclusión adquiere, habrán de evitar que, por medio de las mismas, no se
lleve a cabo una restricción constitucionalmente legítima de los trabajadores como sector social".
Como derechos laborales básicos, los trabajadores tienen los siguientes: la libre elección de
profesión u oficio, la libre sindicación, la negociación colectiva, la adopción de medidas de
conflicto colectivo, la huelga, la reunión y la participación en la empresa. En contrapartida, son
deberes laborales: cumplir con las obligaciones concretas de cada puesto de trabajo, de conformidad
con las reglas de la buena fe y la diligencia, observar las medidas de seguridad e higiene que se
adopten, cumplir las órdenes e instrucciones del empresario en el ejercicio regular de sus facultades
directivas, no concurrir con la actividad de la empresa, contribuir a la mejora de la productividad, y
finalmente, los derechos derivados de los respectivos contratos de trabajo.
Después de regular los elementos de eficacia de los contratos de trabajo su contenido, los
derechos y deberes derivados del mismo, el salario y la jornada laboral, el Estatuto de los
Trabajadores reconoce en su título II los derechos de representación colectiva y reunión.
El derecho de representación colectiva se sustancia en la participación de los trabajadores en las
empresas a través de los delegados de personal, en las empresas o centros de trabajo que tengan
menos de 50 y más de 10 trabajadores y comités de empresa en aquellos centros laborales con más
de 50 trabajadores. El número de miembros del comité de empresa se determina en función de una
escala que va de cinco representantes, para empresas de 50 a 100 trabajadores, a un máximo de 75
representantes, en empresa de más de mil trabajadores.
Los delegados de personal y los miembros de comité de empresa se eligen por todos los
trabajadores mediante sufragio personal, directo, libre y secreto, estableciendo la ley un
procedimiento electoral fundado en la transparencia y la seguridad jurídica.
El derecho de reunión de los trabajadores se realiza a través de las asambleas, que podrán ser
convocadas por los representantes de los trabajadores o por estos en un número no inferior al treinta
y tres por ciento de la plantilla. Las asambleas serán presididas por el comité de empresa o por los
delegados de personal mancomunadamente, que serán responsables del normal desarrollo de la
misma, así como, de la presencia de personas no pertenecientes a la empresa. Las asambleas se
celebrarán en el centro de trabajo, si las condiciones del mismo lo permiten, y tendrán lugar fuera
de las horas de trabajo, salvo acuerdo con el empresario.
El Título III del Estatuto de los Trabajadores regula la negociación colectiva y los convenios
colectivos a los que nos referimos en la sinopsis del artículo 37.
Finalmente el Título IV del Estatuto de los Trabajadores, en su versión refundida de 1995, regula el
régimen de infracciones y sanciones laborales. Respecto de las primeras se califican como tales las
acciones u omisiones de los empresarios contrarias a las normas legales, reglamentarias y cláusulas
normativas de los convenios colectivos en materia laboral, tipificadas y sancionadas de
conformidad con la Ley. Respecto de las sanciones y los criterios de su graduación, así como la
autoridad competente para imponerlas y el procedimiento sancionador, se rige por lo establecido en
la Ley 8/1988 de 7 de abril, sobre infracciones y sanciones de orden social.
Además de la legislación nacional que venimos de analizar debemos referirnos al ordenamiento
jurídico europeo que, como se sabe, es parte de los ordenamientos nacionales.
Más en concreto y por su repercusión directa en la normativa laboral del próximo futuro hay que
mencionar el proyecto de Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa.
En efecto, la futura Carta Magna europea, en su parte dogmática, reconoce la libertad profesional
y el derecho a trabajar en toda la Unión Europea.
En su artículo II - 15 proclama el derecho de toda persona a trabajar y ejercer una profesión
libremente elegida o aceptada. En el apartado 2 de este precepto se reconoce que "todo ciudadano
de la Unión tiene la libertad de buscar un empleo, de trabajar, de establecerse o de prestar servicios
en cualquier Estado miembro" y en el 3 que "los nacionales de terceros países que estén autorizados
a trabajar en el territorio de los Estados miembros tienen derecho a unas condiciones laborales
equivalentes a aquellas que disfrutan los ciudadanos de la Unión".
Con este último apartado se da aplicación en el ámbito laboral al principio de igualdad y no
discriminación que la Constitución Europea proclama en sus artículos II - 20 (igualdad ante la ley)
y II - 21 (no discriminación).
Por lo que se refiere a la bibliografía son de destacar las aportaciones de Pulido, Sagardoy
Martín Valverde, entre otros.

Sinopsis artículo 36
Este artículo 36 de la Constitución se refiere al régimen jurídico de los colegios profesionales y a
la regulación del ejercicio de las profesiones tituladas.
La libertad del ejercicio profesional se encuentra contemplada en dos preceptos constitucionales.
Primero en el artículo 35 que reconoce con carácter general el derecho a la libre elección de
profesión u oficio y, segundo, este artículo 36 que establece la regulación de las profesiones
tituladas. La libertad de elegir una profesión no tiene límites jurídicos, sí, en cambio, el ejercicio de
la profesión, más aún cuando ésta se encuentra bajo la tutela de un colegio profesional.
La inclusión de este artículo en el texto constitucional se debió, en primer término, a una enmienda
in voce presentada por el diputado y ponente de la Constitución, Sr. Herrero de Miñón al artículo 7
del proyecto y que fue defendida en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados por
el Sr. Alzaga. El texto, sin embargo, es consecuencia de una enmienda también in voce del senador
Pedrol Rius en la Comisión Constitucional del Senado en la que se decía textualmente: "la Ley
regulará las peculiaridades propias del régimen jurídico de los colegios profesionales, con estructura
interna y funcionamiento democráticos". Finalmente, esta propuesta se incorporó a un nuevo
artículo del texto, el artículo 36, con el contenido actual.
La Constitución no establece un modelo predeterminado de colegio profesional. Solamente
impone que "su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos". Esta es la
interpretación que sigue el Tribunal Constitucional en sentencia 330/1994, de 15 de diciembre,
cuando señala que "interesa recordar que la Constitución no impone en su artículo 36 un único
modelo de colegio profesional. Bajo esta peculiar figura con rasgos asociativos y corporativos
puede englobarse por el legislador estatal, en el ejercicio de su competencia para formalizar normas
básicas de las Administraciones Públicas, el artículo 149.1.18 CE, actuaciones bien distintas como
son las que corresponden al ejercicio de funciones públicas en régimen de monopolio o de libre
concurrencia en el mercado como profesión liberal y como colegiación forzosa o libre. Del mismo
modo, no tienen por que erigirse en los supuestos legalistas de colegiación voluntaria, una
inexistente obligación de colegiarse, en un requisito habilitante para el ejercicio profesional. Y es
asimismo posible que los colegios profesionales asuman la defensa de actividades profesionales que
no configuren en realidad, profesiones tituladas".
Todos estos extremos pueden ser reglados libremente por el legislador estatal, desarrollando el
artículo 36 y con cobertura competencial en el artículo 149.1.18 de la Constitución. Esta sentencia
se complementa con la STC 386/1993, de 23 de diciembre, que también señala que en la
Constitución no hay ningún precepto que establezca a favor de los colegios profesionales una
concreta reserva material indispensable para el legislador, ni tampoco materiales consustanciales a
los colegios profesionales. (En el mismo sentido ver SSTC 42/1986 y 83/1984)
El artículo 36 establece una reserva de ley en relación con el establecimiento del régimen jurídico
de los colegios profesionales y el ejercicio de las profesiones tituladas que supone -según el
Tribunal Constitucional- una garantía para los ciudadanos en esta materia, siendo competencia del
legislador, atendiendo a las exigencias del interés público y a los datos producidos por la vida
social, considerar cuando existe una profesión titulada. Por ello dentro de estas coordenadas, el
legislador puede crear nuevas profesiones y regular su ejercicio, teniendo en cuenta que la
regulación del ejercicio de una profesión titulada debe inspirarse en el criterio del interés público y
tener como límite el respeto del contenido esencial de la libertad profesional (SSTC 42/1986 y
166/1992)
La reciente STC 96/2003, basada, a su vez, en la STC 76/2003 condensa determinados aspectos
de la colegiación en los puntos siguientes:
* Los colegios profesionales no son asociaciones a los efectos del artículo 22 de la Constitución,
por lo que no existe un derecho de los ciudadanos a crear o a que los poderes públicos creen
colegios profesionales (SSTC 89/1989, 131/1989, 139/1989, 224/1991). Asimismo, no es contrario
a la Constitución la imposición de pertenencia a un colegio profesional (SSTC 123/1987, 139/1989,
166/1992).
* Es perfectamente admisible la colegiación obligatoria de los funcionarios públicos o del personal
que presta sus servicios en la Administración pública (SSTC 69/1985 y 194/1998).
La peculiaridad de los colegios profesionales respecto de otras organizaciones se encuentra en
que son corporaciones de derecho público que, no obstante, ejercen funciones de naturaleza
jurídico-privada, aunque tengan delegadas algunas funciones públicas como es, por ejemplo, la
disciplina profesional. El Tribunal Constitucional así lo tiene reconocido en sentencias 76/1983,
23/1984, 123/1987 y 89/1989, entre otras en las que señala que "los colegios profesionales son
corporaciones sectoriales que se constituyen para defender primordialmente los intereses privados
de sus miembros, pero que también atienden a finalidades de interés público, en razón de las cuales
se configuran legalmente como personas jurídico-públicas o corporaciones de Derecho público
cuyo origen, organización y funciones no dependen sólo de la voluntad de los asociados sino
también y, en primer término, de las determinaciones obligatorias del propio legislador, el cual por
lo general, las atribuye, asimismo, al ejercicio de funciones propias de las Administraciones
territoriales titulares de las funciones o competencias ejercidas por aquellas".
Se trata de una legítima opción legislativa que no solo no contradice el mandato del artículo 36
de la Constitución, sino que guarda una estrecha conexión instrumental con el régimen de ejercicio
de las profesiones tituladas a que ese mismo precepto constitucional se refiere.
En Sentencia de 25 marzo de 1993, el Tribunal Constitucional ha venido a incidir que determinadas
profesiones, que se encuentran directamente relacionadas con la vida, integridad y seguridad de las
personas, requieren para su ejercicio titulación, colegiación y "especial protección que las proteja
frente a cualquier intromisión que pudiera suponer lesión o puesta en peligro de tales bienes
jurídicos". (sobre colegiación obligatoria también ver, entre otras, SSTC 123/1987, 89/1989 y
131/1989).
En cumplimiento del mandato constitucional que establece que la ley regulará las peculiaridades
propias del régimen jurídico de los colegios profesionales, la Ley de 1974, modificada por Ley de
26 de diciembre de 1978 y por el Real Decreto Ley 5/1996, de 7 de junio, que fue, finalmente,
tramitado como proyecto de Ley por resolución de 20 de julio de 1996. El texto legislativo fue
aprobado de forma definitiva por el Pleno del Congreso de los Diputados el 20 de febrero de 1997 y
promulgado como Ley 7/1997 de 14 de abril.
Conforme al artículo 4 de la Ley de Colegios Profesionales su creación se hará mediante ley a
petición de los profesionales interesados. Sin embargo, la fusión, absorción, segregación, cambio de
denominación y disolución se hará mediante Decreto. La adquisición de personalidad del colegio se
establece en el instante de constitución de sus órganos de gobierno.
Los fines esenciales de los colegios profesionales son la ordenación del ejercicio profesional, su
representación y la defensa de los intereses profesionales de los colegiados (artículo 1.3.).
Respecto de la organización, estructura interna y funcionamiento, los colegios profesionales deben
ajustarse a los principios democráticos, tal y como prescribe el artículo 36 de la Constitución, y
consolida la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, al señalar que su base es siempre social, sus
órganos expresión de organización social, sus intereses son siempre y en último término intereses
sociales. Esta dimensión social de los colegios profesionales determina que su estructura interna y
funcionamiento tengan que ser democráticos, máxime cuando el legislador les otorga la naturaleza
de corporaciones de Derecho público y potestades de estas características. Este principio tiene como
consecuencia que los estatutos y las normas de régimen interno de los colegios deben ser aprobadas
por sus órganos democráticamente elegidos, mediante procesos electorales libres e igualitarios y
que permitan el acceso tanto activo como pasivo a todos los colegiados en igualdad de condiciones
(SSTC 89/1989 y 115/1994, entre otras).
En esta última sentencia, el Tribunal Constitucional señala que la cláusula de que la estructura
interna y funcionamiento de los colegios y de las organizaciones profesionales deben ser
democráticas, cláusula idéntica a la que acompaña al reconocimiento de la libertad de creación de
partidos políticos, sindicatos y asociaciones empresariales, pone de relieve algo extremadamente
importante a fin de comprender el complejo carácter de algunos de estos entes, que no es sino su
última y decisiva dimensión social, su carácter último de formas de organización social (STC
113/1994).
Cuestión trascendente es la referente a la exigencia de colegiación obligatoria para el ejercicio de
una profesión titulada, que aparece recogida en el artículo 3º de la Ley de Colegios Profesionales ya
que supone una modificación radical del régimen general del ejercicio profesional regulado bajo el
principio de libertad absoluta.
Respecto de esta siempre polémica cuestión de la colegiación obligatoria hay que subrayar que
ésta no es incompatible con el principio democrático que rige la organización y funcionamiento de
estas corporaciones profesionales. Así lo ha manifestado el Tribunal Constitucional en su sentencia
89/1989 al decir que "es evidente que la colegiación obligatoria es perfectamente compatible con la
exigencia democrática que la Constitución impone como requisito expreso, ya que esta exigencia
constituye, en si misma, un contrapeso, una compensación del deber del titulado a inscribirse y, a la
vez, una garantía de que esa obligatoriedad estará sujeta al control democrático de los mismos
colegiados".
La Ley 7/1997 mantiene la obligatoriedad para las profesiones colegiadas, pero cuando una
profesión se organice en colegios territoriales bastará la incorporación a uno sólo de ellos, que será
el del domicilio profesional único o principal, para ejercer en todo el territorio del Estado.
El artículo 36 además de establecer las peculiaridades de los colegios profesionales se refiere al
ejercicio de las profesiones tituladas entendiendo por estas últimas aquellas para cuyo ejercicio se
exige la previa obtención de un título académico o profesional. Así también lo ha interpretado el
Tribunal Constitucional, entre otras, en sentencias 83/1984 y 42/1984 declarando que "las
profesiones tituladas existen cuando se condicionan determinadas actividades a la posesión de
concretos títulos académicos, entendiendo por tales la posesión de estudios superiores y la
ratificación de dichos estudios mediante la concesión del oportuno certificado o licencia".
Pues bien, sólo por ley podrá regularse el ejercicio de la libertad profesional, conforme prescribe
este artículo 36. En este sentido el Tribunal Constitucional (sentencia 83/1984, ya citada) exige al
legislador el cumplimiento de esta reserva legal, no solo desde el punto de vista formal sino también
material, rechazando las remisiones en blanco a la vía reglamentaria.
Como viene señalando la doctrina más autorizada, el contenido esencial del ejercicio profesional
-aquel que está reservado a la Ley- se encuentra en que la actividad se lleve a cabo dentro de un
marco de libertad responsable. Es decir, que el profesional asuma la responsabilidad de dar a sus
actos el contenido, alcance y sentido propio.
En definitiva, la proclamación del régimen jurídico de los colegios profesionales y la regulación
del ejercicio de las profesiones tituladas bajo el principio de reserva de ley condiciona sobremanera
no sólo al legislador ordinario a la hora de regular esta materia sino también y principalmente al
profesional liberal sometiéndose a normas y a reglas éticas y deontológicas en el ejercicio de su
actividad ordinaria.
En cuanto a bibliografía se pueden citar los trabajos de, Sainz Moreno, Piñar, Tolivar, Villar
Palasí, entre otros.

Sinopsis artículo 37
El artículo 37 junto con el 35 y el 38 comprenden el marco constitucional de las relaciones
laborales. Conforme este precepto, la ley debe garantizar el derecho a la negociación colectiva
laboral y la fuerza vinculante de los convenios, reconociendo, además, el derecho de los
trabajadores y empresarios a tomar medidas de conflicto colectivo. La ley que regule el ejercicio de
este derecho, sin perjuicio de las limitaciones que pueda establecer, incluirá las garantías precisas
para asegurar el funcionamiento de los servicios esenciales de la comunidad.
No puede comentarse este artículo sin establecer primero los vínculos estrechos que existen con
otros preceptos constitucionales.
Con el artículo 7, en primer término, pues, la negociación colectiva, los convenios, el conflicto
colectivo, son instrumentos básicos utilizados por los sindicatos de trabajadores y las asociaciones
de empresarios para la defensa de sus intereses económicos y sociales que les son propios.
Con el artículo 28 tanto en su apartado primero como segundo, dada la conexión no sólo con el
derecho de sindicación y a fundar sindicatos, sino también porque el derecho de huelga tiene un
vínculo inmediato con las medidas de conflicto colectivo a las que se refiere este precepto.
El reconocimiento del artículo 37 es la garantía legal del derecho a la negociación colectiva y a la
fuerza vinculante de los convenios. Este principio consagrado constitucionalmente ha tenido su
interpretación por el Tribunal Constitucional en una jurisprudencia constante. Así en sentencia
58/1985, de 30 de abril, el Alto Tribunal reitera la fuerza vinculante de los convenios colectivos
cuando manifiesta que "la integración de los convenios colectivos en el sistema formal de fuentes
del Derecho, resultado del principio de unidad del ordenamiento jurídico, supone entre otras
consecuencias que no hace al caso señalar, el respeto por la norma pactada del derecho necesario
establecido por la Ley, que, en razón de la superior posición que ocupa en la jerarquía normativa,
puede desplegar una virtualidad limitadora de la negociación colectiva y puede, igualmente, de
forma excepcional reservarse para si determinadas materias que quedan excluidas, por tanto, de la
contratación colectiva".
El Tribunal Constitucional ha recordado también en varias ocasiones que la conexión entre los
artículos 28 y 37 de la Constitución no transforma la negociación colectiva en uno de los derechos
fundamentales y libertades públicas (STC 98/1985), por lo que debe tenerse en cuenta en todo
momento que el derecho a la negociación colectiva no es en sí mismo susceptible de recurso de
amparo (ATC 167/1985 y 858/1985) y que sólo puede pronunciarse sobre el artículo 37 en la
medida que afecta al artículo 28 (STC 4/1983).
En sentencia reciente 225/2001 el Alto Tribunal, después de recordar su fallo 107/2000, señala que
el derecho a la negociación colectiva del artículo 37 de la Constitución solo es susceptible de
amparo cuando tras el examen de los factores concurrentes se concluye que existe una conducta
antisindical (SSTC 11/1998, 124/1998, 126/1998). Y es que en la negociación colectiva no sólo
converge la dimensión estrictamente subjetiva de la libertad sindical, sino también el sindicato en
cuanto representación institucional a la que constitucionalmente se reconoce la defensa de los
intereses de los trabajadores (SSTC 3/1981, 70/1982, 23/1984, 75/1992 y 18/1994).
Por otro lado, como también tiene declarado el Tribunal Constitucional, la ley supera siempre al
convenio, por lo que este último debe respetarla y someterse a su imperio. Así, la Sentencia
210/1990 señala que "la ley ocupa en la jerarquía normativa una superior posición a la del convenio
colectivo, razón por la cual éste debe respetar y someterse a lo dispuesto con carácter necesario a
aquella, así como, más genéricamente a lo establecido en las normas de mayor rango jerárquico"
(SSTC 58/1985, 177/1988 y 171/1999).
El convenio colectivo puede ir destinado a quienes son partes firmantes y quienes son los sujetos
obligados al estar representados voluntariamente por dichos firmantes, a quienes son terceros
respecto de los sujetos firmantes y, finalmente, cuando el convenio tiene eficacia general por
imperio de la ley, es decir, cuando pasa de regla contractual privada a ser una norma de carácter
general, hay un nuevo grupo de sujetos obligados. Es el caso, por ejemplo, de los pensionistas que
aunque no pueden participar en los procesos de designación de sus representantes sindicales, sin
embargo, están afectados por los acuerdos adoptados entre sindicatos y empresarios.
En este sentido pueden citarse las SSTC 12/1983, 58/1985, 57/1989 y 210/1994, así como SSTS,
de 30 de septiembre 1993, 12 noviembre 1993, 14 julio 1995 y 20 diciembre 1996.
El Título III (artículo 82 a 92) del Real Decreto Legislativo 1/1995, de 24 de marzo, por el que se
aprueba el texto Refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, regula la negociación
colectiva y los convenios colectivos.
Estos últimos se definen como el resultado de la negociación desarrollada por lo representantes de
los trabajadores y de los empresarios regulando las condiciones de trabajo y de productividad que
vinculan a todos los trabajadores y empresarios incluidos en su ámbito de aplicación (artículo 82).
La Ley establece un contenido mínimo de los convenios: a) determinación de las partes que lo
conciertan, b) ámbito personal, funcional, territorial y temporal, c) condiciones y procedimientos
para la no aplicación del régimen salarial que establezca el mismo respecto de las empresas
incluidas en el ámbito del convenio, d) forma y condiciones de denuncia del convenio y e)
designación de una comisión paritaria de la representación de las partes negociadoras para entender
de las cuestiones que le sean atribuidas y determinación de los procedimientos para solventar las
discrepancias. Además, podrán regular materias de índole económica, laboral, sindical y, en general,
cuantas afecten a las condiciones de empleo y al ámbito de las relaciones de los trabajadores y sus
organizaciones representativas con el empresario y las asociaciones empresariales (artículo 85).
La legitimación para negociar convenios colectivos está en función del ámbito de los mismos.
En los convenios de empresa o ámbito inferior son el comité de empresa, los delegados de personal
o los representantes sindicales si los hubiese. En los convenios superiores a la empresa están
legitimados: a) los sindicatos que tengan la condición de más representativos a nivel estatal, así
como en sus respectivos ámbitos, los entes sindicales afiliados, federados o confederados a los
mismos, b) los sindicatos que tengan la consideración de más representativos a nivel de Comunidad
Autónoma respecto de los convenios que no trasciendan de dicho ámbito territorial y c) los
sindicatos que cuenten con un mínimo del diez por ciento de los miembros de los comités de
empresa o delegados de personal en el ámbito geográfico o funcional al que se refiera el convenio
(artículo 87).
El Tribunal Constitucional en sentencia 73/1984, de 27 de junio, ha subrayado al respecto que la
legitimación negocial, tal y como aparece regulada en el Estatuto de los Trabajadores, posee un
significado que impide valorarla desde la perspectiva del Derecho privado, pues el convenio que
constituye el resultado de la negociación, no solo es un contrato, sino una norma que rige las
condiciones de trabajo de los sometidos a su ámbito de aplicación, estén o no sindicados y
pertenezcan o no a las organizaciones firmantes. En definitiva, la legitimación negocial se traduce
en el doble significado de constituir una garantía de representatividad de los participantes y expresar
un derecho a participar en las negociaciones para asegurar la representación de los intereses del
conjunto de los trabajadores y empresarios.
La negociación laboral colectiva se realiza a través de las comisiones negociadoras constituidas
por el empresario o sus representantes por un lado y por los representantes de los trabajadores por
otro. Ambas partes negociadoras podrán designar de mutuo acuerdo un presidente y contar con la
asistencia de asesores que intervendrán con voz pero sin voto. En los convenios de ámbito
empresarial, ninguna de las partes superará el número de doce miembros, en los de ámbito superior,
cada parte no tendrá más de quince representantes (artículo 88).
El procedimiento negociador quiere ser sencillo y transparente: cualquiera de las partes puede
solicitar a la otra el inicio de la negociación, que debe hacerse por escrito, en que constará la
legitimación que ostenta el promotor de la iniciativa, el ámbito del convenio y las materias objeto
de la negociación. De esta comunicación se dará cuenta a la autoridad laboral. La parte receptora
solo podrá negarse a la iniciación de las conversaciones por causa legal o convencionalmente
establecida. Ambas partes están obligadas a negociar bajo el principio de buena fe. En el mes
siguiente a la notificación de la comunicación deberá constituirse la comisión negociadora
debiéndose adoptar los acuerdos por el voto favorable de la mayoría de cada una de las dos
representaciones (artículo 89).
Los convenios deben efectuarse siempre por escrito debiendo remitirse a la autoridad laboral en
el plazo de quince días desde su firma por las partes. La autoridad laboral ordenará su publicación
en el Boletín Oficial que corresponda a su ámbito. La autoridad laboral podrá remitir el convenio a
la jurisdicción competente si entiende que conculca la legalidad vigente o lesiona los intereses de
terceras personas (artículo 90).
Si bien la interpretación y resolución de los conflictos derivados de la aplicación de los
convenios colectivos es competencia de los tribunales, aquellos podrán prever procedimientos de
arbitraje. Los laudos que se dicten tendrán eficacia jurídica, pudiendo ser impugnados por los
motivos y conforme a los procedimientos previstos para los convenios colectivos (artículo 91). Las
partes negociadoras pueden también adherirse de común acuerdo a la totalidad de un convenio en
vigor. El Ministerio de Trabajo y Seguridad Social podrá extender las disposiciones de un convenio
colectivo en vigor a determinadas empresas y trabajadores, siempre que exista especial dificultad
para la negociación o se den circunstancias sociales y económicas de notoria importancia en el
ámbito afectado. En este supuesto especial, será preciso el informe previo de una comisión paritaria
formada por representantes de las asociaciones empresariales y organizaciones sindicales más
representativas en el ámbito de aplicación (artículo 92).
Por último, vamos a referirnos al amparo constitucional que recibe este derecho a la negociación
colectiva y, en concreto, a la opinión que al respecto ha realizado el Tribunal Constitucional.
La garantía a la negociación colectiva laboral así como la fuerza vinculante de los convenios podría
entenderse como un corolario a la libertad sindical que el artículo 28.1 de la Constitución reconoce
y, por tanto, susceptible de recurso de amparo constitucional. Como ha señalado el Tribunal
Constitucional (sentencia 118/1983, 13 diciembre) "no habría inconveniente, a los meros efectos
dialécticos, en considerar vulnerado el derecho a la negociación colectiva, pero lo que no resulta
posible es afirmar, sin otras precisiones adicionales, que toda infracción del artículo 37.1 de la CE
lo es también del artículo 28.1 de forma que aquella fuera siempre objeto del amparo constitucional,
pues ello supone desconocer tanto el significado estricto de este último precepto como la posición
del primero ajena a los derechos y libertades que conforme a la Constitución y a la Ley Orgánica
del Tribunal son susceptibles de amparo".

En cuanto a la bibliografía tiene interés la consulta de los trabajos de Pulido, Alonso Olea,
Montoya, Borrajo, entre otros.

Sinopsis artículo 38
El derecho a la libertad de empresa reconocido en este artículo forma parte de lo que ha sido
denominado como "Constitución económica", cuyos rasgos característicos se resumen de la forma
siguiente:
- Abundancia de preceptos constitucionales de naturaleza económica, dentro de los cuáles cabría
destacar los llamados principios rectores de la política económica y social.
- Flexibilidad e indeterminación de éstos preceptos, en cuanto pretenden fundamentalmente una
Constitución económica abierta y no sometida a modelos económicos fijos.
- Dualismo en la interpretación de los preceptos que comprenden esta Constitución económica,
según se interpreten en el marco de la economía general o en función de la distribución territorial
del poder a favor de las Comunidades Autónomas.
Pues bien, la libertad de empresa como un derecho o libertad constitucionalmente garantizado es un
exponente emblemático de estos principios que acabamos de enunciar, más aún cuando este derecho
debe modularse en función de un parámetro como es la economía de mercado, que no contiene un
concepto técnico jurídico, sino que se remite a consideraciones de carácter económico con el
propósito de establecer el modelo global del sistema económico y social.
Por ello se hace necesario referirse a la doctrina del Tribunal Constitucional para determinar el
alcance y contenido de este artículo 38.
La Sentencia 37/1987, de 26 de marzo, señala que esta disposición constitucional garantiza el
ejercicio de la libre empresa al tiempo que la defensa de la productividad, de acuerdo con las
exigencias de la economía general, entre las que hay que incluir las que pueden imponerse en virtud
de determinados bienes o principios constitucionalmente protegidos.
La libertad de empresa deber ejercerse, como ha quedado reseñado, en el marco de la economía de
mercado debiéndose entender esta última, de acuerdo con el Tribunal Constitucional, como la
defensa de la competencia que constituye un presupuesto y un límite de aquella libertad, evitando
aquellas prácticas que puedan afectar o dañar seriamente a un elemento tan decisivo en la economía
de mercado como es la concurrencia entre empresas y no como una restricción de la libertad
económica" (STC 1/1982, 208/1999, de 11 de noviembre).
El Tribunal Constitucional ha dicho que no solo la economía de mercado es el marco obligado de
la libertad de empresa sino además que dicha libertad se halla naturalmente relacionada con la
necesaria unidad de la economía nacional y la exigencia de que exista un mercado único que
permita al Estado el desarrollo de su competencia constitucional de coordinación de la planificación
general de la actividad económica (SSTC 96/1984, 64/1990 y 118/1996). Sin la igualdad de las
condiciones básicas de ejercicio de la actividad económica no es posible alcanzar en el mercado
nacional el grado de integración que su carácter le impone (STC 64/1990). Parece pues, innecesario
destacar el carácter básico que, la competencia estatal "ex" art. 149.1.13 reviste en cuanto a la
defensa de la competencia se refiere, pues nos hallamos ante un elemento definitorio del mercado.
Además, la libertad de empresa es no sólo un corolario de lo que hemos denominado "Constitución
económica" sino sobre todo una garantía de las relaciones entre empresarios y trabajadores, sin que
suponga limitación alguna a los derechos fundamentales de estos últimos (SSTC 88/1985, 80/2001
y 20/2002).
Y es que este artículo 38 viene a establecer los límites dentro de los que necesariamente han de
moverse los poderes constituidos al adoptar medidas que incidan sobre el sistema económico de
nuestra sociedad. El mantenimiento de estos límites está asegurado por una doble garantía: por un
lado, la reserva de ley y por otro, la que resulta de la atribución a cada derecho o libertad de un
núcleo del que ni siquiera el legislador puede disponer de un contenido esencial. No determina la
Constitución cual debe ser este contenido esencial, por lo que corresponde al Tribunal
Constitucional el resolver las controversias que al respecto puedan plantearse. (SSTC 37/1981 y
109/2003).
La incorporación de España a la Unión Europea ha tenido, sin duda, en la libertad de empresa un
importante apoyo. Las cuatro libertades comunitarias, a saber, libre circulación de personas, bienes,
servicios y capitales, enmarcadas en un sistema de libre competencia real y efectivo constituyen
elementos sustanciales de la organización económica que reconoce la Constitución.
En el ámbito interno y consecuencia tanto de la adhesión de nuestro país a las instituciones europeas
como al desarrollo de este principio constitucional de la libertad de empresa habría que referirse a la
Ley 16/1989, de 17 de julio, de Defensa de la Competencia como a la Ley 3/1991, de 10 de enero,
de Competencia Desleal. Ambos textos contienen constantes referencias a la importancia de la
economía de mercado.
En la Exposición de Motivos de la Ley de Defensa de la Competencia modificada por Ley 52/1999,
de 28 de diciembre, se dice ya que la competencia, como principio rector de toda la economía de
mercado, representa un elemento consustancial al modelo de organización económica de nuestra
sociedad y constituye, en el plazo de las libertades individuales, la primera y más importante forma
en la que se manifiesta el ejercicio de la libertad de empresa.
La Ley regula, en el Capítulo Primero, los acuerdos y prácticas restrictivas y abusivas a la
competencia, prohibiendo este tipo de conductas que produzcan o puedan producir el efecto de
impedir, restringir o falsear la competencia en el mercado. El Capítulo Segundo, que regula las
concentraciones empresariales, establece un régimen de control para evitar alteraciones en la
estructura del mercado nacional de forma contraria a los intereses generales. En el Capítulo Tercero
que lleva por rúbrica "De las ayudas públicas" se instituye un sistema que permite analizar dichas
ayudas de acuerdo con los criterios de la libre competencia, previniendo los efectos indeseables que
pudieran comportar para la economía española.
Al respecto debemos citar la sentencia 208/1999, de 11 de noviembre, del Tribunal Constitucional
que declaró inconstitucional la cláusula "en todo o en parte del mercado nacional" contenida
expresamente o por remisión en los artículos 4, 7, 9, 10, 11 y 25 a) y c) de la Ley, en la medida en
que desconoce las competencias ejecutivas de la legislación estatal sobre defensa de la competencia
atribuidas a las Comunidades Autónomas del País Vasco y Cataluña en sus respectivos Estatutos,
defiriendo su nulidad hasta el momento en que, establecidos por la Ley estatal los criterios de
conexión pertinentes, puedan ejercerlas las Comunidades Autónomas.
La Ley 16/1989 crea el Tribunal de Defensa de la Competencia y un Servicio con el objetivo de
garantizar el orden económico constitucional en el sector de la economía de mercado desde la
perspectiva de la defensa de los intereses públicos. El Tribunal se configura como un organismo
autónomo, con personalidad jurídica diferenciada y autonomía de gestión en los términos
establecidos en la Ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funcionamiento de la
Administración General del Estado. El Tribunal se rige por el Pleno y está integrado por un
Presidente y ocho vocales nombrados, por Real Decreto, a propuesta del Ministro de Economía,
entre juristas, economistas y otros profesionales de reconocido prestigio. Son funciones del Tribunal
de Defensa de la Competencia: a) resolver los asuntos que tiene atribuidos por la ley, b) autorizar
los acuerdos, decisiones y recomendaciones y prácticas sobre conductas prohibidas o contrarias a la
defensa de la competencia, c) aplicar en España los artículos 85.1 y 86 del Tratado de la Comunidad
Europea y de su derecho derivado, d) informar sobre las operaciones de concentración económica
de dimensión comunitaria que sean remitidas por la Comisión Europea, en aplicación de las normas
comunitarias de control de concentraciones por la Comisión, e) Dictaminar los proyectos de
apertura de grandes establecimientos comerciales, según establece la Ley 7/1996, de 15 de enero, de
Ordenación del Comercio Minorista, g) realizar las funciones de arbitraje, tanto de derecho como de
equidad, que le encomienden las leyes y en particular las previstas en el artículo 7 de la Ley
21/1997, de 3 de julio, reguladora de las emisiones y retransmisiones de competiciones y
acontecimientos deportivos y h) elaborar los informes sobre procedencia y cuantía de las
indemnizaciones por las conductas tipificadas en los artículos 1, 6 y 7 de la Ley, así como aquellos
referidos a los criterios de concesión de ayudas públicas en relación con los efectos sobre las
condiciones de la competencia a que se refiere el artículo 18 de la Ley. El Tribunal tiene también
funciones consultivas a las que hace mención el artículo 26. El Servicio de la Competencia es el
órgano de apoyo del Tribunal que se encarga de instruir los expediente y vigilar la ejecución y
cumplimiento de los acuerdos.
De conformidad con la Ley 1/2002, de 21 de febrero, de Coordinación de las competencias del
Estado y las Comunidades Autónomas en materia de defensa de la Competencia, las referencias al
Tribunal y al Servicio de Defensa de la Competencia que se contienen en la Ley deben entenderse
efectuadas a los órganos de las Comunidades Autónomas con competencias en la materia, cuando
las potestades administrativas y los procedimientos en ellas regulados se ejerzan o tramiten en
relación con conductas que sean competencia de dichas Comunidades Autónomas, conforme
establece la Disposición Adicional de la Ley 1/2002.
La Ley de Defensa de la Competencia regula además el procedimiento en materia de prácticas
prohibidas basado en los principios de economía, celeridad y eficacia, así como un régimen de
sanciones para garantizar el cumplimiento de Ley, tanto en sus aspectos formales como sustantivos.
Una de las cuestiones más controvertidas en relación con el cumplimiento de las normas sobre
defensa de la competencia es el régimen de ayudas y subvenciones que puede poner en peligro el
principio de igualdad de oportunidades en el mercado. El Tribunal Constitucional ha establecido
una doctrina jurisprudencial "completa y estable" en materia subvencional que podemos resumir en
tres puntos:
* El Estado no dispone de un poder para subvencionar de carácter general, entendido como poder
libre o desvinculado del poder competencial.
* La técnica de reparto territorial de las subvenciones para su gestión descentralizada resulta la más
ajustada al modelo diseñado por la Constitución.
* Las dotaciones presupuestarias deben territorializarse en los Presupuestos del Estado.
Esta doctrina se recoge, entre otras, en SSTC 13/1992, 79/1992, 330/1993, 213/1994, 59/1995,
16/1996, 68/1996, 109/1996, 70/1997, 71/1997 y 175/2003.
La Ley 3/1991, de 10 de enero, de Competencia Desleal obedece, como expresamente declara su
Preámbulo tanto a homologar nuestro ordenamiento concurrencial con el de los países de nuestro
entorno geográfico y económico, especialmente con aquellos de la Comunidad Europea como a la
necesidad de adecuar dicho ordenamiento de la competencia a los valores que han cuajado en
nuestra Constitución económica.
Y continúa el Preámbulo "la Constitución española de 1978 hace gravitar nuestro sistema
económico sobre el principio de libertad de empresa y, consiguientemente, en el plano institucional,
sobre el principio de libertad de competencia. Por ello, el legislador tiene la obligación de establecer
los mecanismos precisos para impedir que tal principio pueda verse falseado por prácticas desleales,
susceptibles de perturbar el funcionamiento concurrencial del mercado".
La Ley de Competencia Desleal establece en su Capítulo I, bajo el nombre de Disposiciones
Generales, los elementos del ilícito competencial, aplicables a todos los supuestos concretos
tipificados en el Capítulo II a excepción de la violación de secretos industriales, a los que se refiere
el artículo 13 de esta norma. Así, para que exista acto ilícito contra la lealtad en la competencia
basta que se cumplan las dos condiciones siguientes: a) que el acto tenga lugar en el mercado, es
decir que tenga trascendencia externa y b) que se lleve a cabo con fines concurrenciales, es decir
que tenga como finalidad promover o asegurar la difusión en el mercado de las prestaciones propias
o de un tercero. Sin embargo, el núcleo dispositivo de la Ley se ubica en el Capítulo II donde se
tipifican las conductas desleales, recogiéndose una cláusula general que contiene los criterios para
valorar la deslealtad del acto así como también actos concretos de competencia desleal como
prácticas de confusión (artículo 6), denigración (artículo 9), explotación de la reputación ajena
(artículo 12), engaño (artículo 7), discriminación (artículo 16) y venta a pérdida (artículo 17) entre
otros.
Los Capítulos III y IV establecen los mecanismos sustantivos y procesales para mantener la
competencia. Así, en el Capítulo III se recoge un listado de acciones que podrán ejercerse contra los
actos de competencia desleal (artículo 18). Respecto del procedimiento cabría destacar el catálogo
de diligencias previas encaminado a facilitar al demandante la obtención de la información
necesaria para preparar el juicio. Las medidas cautelares previstas en el artículo 25 y las
especialidades en materia probatoria del artículo 26 han sido derogadas por la Disposición
Derogatoria Única (número 2.11º) de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil.
Finalmente hay que subrayar, respecto de este artículo 38 de la Constitución que estamos
comentando, que la protección de la libertad de empresa y de la defensa de la productividad
garantizada por los Poderes públicos de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su
caso de la planificación, es una fórmula que de acuerdo con la doctrina y la jurisprudencia del
Tribunal Constitucional (STC 29/1986), debe ser interpretada en el conjunto del texto de la
Constitución con especial referencia al artículo 131 y su apelación a una opción planificadora, que
como consecuencia de la experiencia de los últimos años ha variado enormemente, no pudiendo
entenderse como un "instrumento operativo general del Estado" sino, por el contrario, como una
programación de desarrollo regional elaborada por las Comunidades Autónomas y coordinada por el
Estado.

Por lo que hace a la bibliografía deben citarse las aportaciones de Ruiz-Rico, Martín Bassols,
García Pelayo, Entrena, Ariño, Aznar, Rubio, entre otros.

Sinopsis artículo 39
Que existe una estrecha relación entre la familia y el matrimonio es un hecho sociológicamente
constatable; sin embargo, de la regulación constitucional lo que se desprende es que lo que
realmente identifica a una familia es la existencia de vínculos paterno filiales o, al menos, un núcleo
de convivencia parental, y mucho menos el estado civil de los padres. Precisamente esto es lo que
llevar a descartar por alejadas de la Constitución aquellas posiciones doctrinales que veían al
matrimonio como la única forma de conformación de la relación familiar. También son discutibles
aquellas otras teorías para las cuales aun aceptando que existen familias no resultantes del
matrimonio la familia originada en la relación matrimonial ha de tener constitucionalmente un trato
preferente: La primera, por ser el resultado del ejercicio de un derecho de la Sección Segunda del
Capítulo Segundo estaría protegida por las previsiones del artículo 53.1 de la CE; la segunda, no
tendría dicha protección puesto que habría que integrarla dentro del artículo 39 y, por tanto, dentro
del Capítulo Tercero, "De los principios rectores de la política social y económica" que se
garantizan según las previsiones del 53.3 de la CE.
La conclusión es que las tesis que asocian la institución jurídico familiar exclusivamente con el
estado civil, no son las que ha prescrito la Constitución. El matrimonio no modifica, restringe o
amplía la capacidad de las partes, y los fines éticos y sociales que busca la protección a la familia
transcienden que se constituya a partir de una relación matrimonial. Por ello, a los efectos de las
previsiones del artículo 39 de la CE es irrelevante si la familia se ha constituido por ejercicio del
derecho del 32 de la Constitución o por otro tipo de vínculo social.
La protección jurídico constitucional de la familia se encuadra dentro del catálogo de los
llamados derechos sociales y como tales su llegada a los textos constitucionales y las declaraciones
internacionales está temporalmente hablando ubicada en siglo XX. En concreto, en nuestra historia
constitucional el precedente con el que, por cierto, guarda mucha similitud, está en el artículo 43 de
la Constitución republicana de 1931. Por supuesto que la protección a la familia aparece regulada en
las Constituciones europeas de nuestra órbita jurídico política: artículo 36 de la Constitución
portuguesa de 1976; artículo 6 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949; artículo 29 de la
Constitución italiana de 1948 o los párrafos novenos y décimos del Preámbulo de la Constitución
francesa de 1958. También, como señalaba, en las Declaraciones Internacionales: artículo 24 del
Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, artículo 10.3 del Pacto Internacional de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y la Declaración de los derechos del Niño,
proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas de 20 de noviembre de 1959.
Por lo que se refiere al proceso de discusión parlamentaria del precepto a lo largo del debate
constituyente, se ha de decir que no fue un artículo que generase grandes enfrentamientos políticos
entre las distintas fuerzas presentes en el proceso. Se puede apuntar como curiosidad que el
precepto del Anteproyecto constitucional comprendía sólo tres apartados, no aparecía la mención
expresa de la protección del niño según los acuerdos internacionales que velen por sus derechos que
aparece en el vigente 39.4 de la CE; y tampoco aparecía la referencia a que la ley posibilitase la
investigación de la paternidad prevista en el apartado segundo, que fue introducida por enmienda
del Senador Villar Arregui en el debate de Pleno del Senado.
La regulación de la familia en los términos que el artículo 39 de la CE lo hace supone un cambio
espectacular en la ordenación de esta institución en España. Por ello, a lo largo de estos años se ha
ido aprobando leyes que han modificado radicalmente la fisonomía del Código Civil en derecho de
familia. Los especialistas no dudan en que las dos leyes principales de desarrollo del artículo 39
fueron la 11/1981, de 13 de mayo, de modificación del Código Civil, en materia de filiación, patria
potestad y régimen económico del matrimonio y la Ley 30/1981, de 7 de julio, por la que se
modifica la regulación del matrimonio en el Código Civil y se determina el procedimiento a seguir
en las causas de nulidad, separación y divorcio. Dos leyes que se aprueban por el impulso de la
Unión de Centro Democrático y que vienen envueltas en un gran debate social y político que hace
que se presenten y se aprueben por la Cortes Generales sin un preámbulo donde se expresasen los
importantes fines que tenían asignadas (cambiar el régimen familiar en España). En la línea de este
nuevo planteamiento en materia de familia, España se adhiere el 27 de enero de 1984 al Convenio
número 6 de la Comisión Internacional del Estado Civil, sobre determinación de la filiación
materna de hijos no matrimoniales hecho en Bruselas el 12 de septiembre de 1962 y se firman los
Convenios de la OIT números 79, 90, 123 y 138 sobre trabajo de menores.
Otras normas que conforman el régimen de familia que han completado las anteriores son las
siguientes:
- Ley 13/1983, de 24 de octubre, de reforma del Código Civil en materia de tutela.
- Ley 21/1987, de 11 de noviembre, por la que se modifican determinados artículos
de Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil, en materia de adopción.
- Ley 11/1990, de 15 de octubre, sobre reforma del Código Civil en aplicación del
principio de no discriminación por razón de sexo
- Ley 35/1994, de 23 de diciembre, de modificación del Código Civil en materia de
autorización del matrimonio civil por los Alcaldes
- Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de protección jurídica del menor, de
modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil.
- Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal. En los Capítulos II y
III del Título XII, sobre alteración de la paternidad, estado y condición del menor y
derechos y deberes familiares.
- Ley 39/1999, de 5 de noviembre, para promover la conciliación de la vida familiar
y laboral de las personas trabajadoras.
- Ley 40/2003, de 18 de noviembre de Protección a las Familias Numerosas.
- Ley 42/2003, de 21 de noviembre, de modificación del Código Civil y de la Ley de
Enjuiciamiento Civil en materia de relaciones familiares de los nietos con los abuelos.
Dentro de campo de las medidas políticas de carácter general a lo largo de estos años se han
aprobado distintos planes de protección y apoyo a la familia. En la actualidad está vigente el Plan
integral de apoyo a las familias 2001-2004.
Situados los elementos históricos y legislativos del artículo 39 de la Constitución nos queda por
hacer una pequeña incursión en el análisis doctrinal y las aportaciones que la jurisprudencia del
Tribunal Constitucional ha hecho en estos años.
Hay que empezar señalando que de los cuatro apartados que comprende se deducen a su vez cuatro
cuestiones relevantes para la protección de la familia: a) la protección de la familia en sentido
general, b) la protección de los hijos y las madres, c) los deberes de asistencia de los padres con los
hijos y d) la protección de la infancia de conformidad con los acuerdos internacional para sus
derechos.
a) El apartado primero del artículo 39 de la CE declara que los poderes públicos deben asegurar
la protección de la familia. Desde luego, un primer problema, como ya apuntaba al inicio de este
comentario, es determinar el concepto de familia. Quedando descartado desde el primer momento
todas aquellas tesis que entendían por familia la resultante exclusivamente del núcleo parental
padres e hijos y, además, conformadas de acuerdo con una relación matrimonial. Ello conllevaría
una discriminación para los hijos habidos fuera del matrimonio que sería contrario al derecho a la
igualdad previsto en el artículo 14 de la CE, y a la no discriminación por razón de filiación prevista
en el artículo 39.2 de la CE. Pero también sería constitucionalmente poco acertado no asumir la
existencia de una relación familiar cuando ese núcleo de convivencia se constituye entre miembros
con una relación de segundo grado o colateral (v.gr. nietos y abuelos). Así la nueva Ley de relación
familiar entre nietos y abuelos reconoce a esos vínculos derechos de carácter familiar.
Además el artículo 39.1 de la CE hace una mención expresa a que la protección de la familia se
debe desarrollar en el plano social, económico y jurídico. En el plano social, una de las
manifestaciones más evidentes de la protección de la familia en su integración en el marco del
derecho a la intimidad. Tanto la jurisprudencia del Tribunal Constitucional como el Legislador con
la Ley 1/1982 se ocupan de señalar que toda intromisión en el ámbito familiar constituye un
atentado contra el derecho a la intimidad de las personas. Otra manifestación de la protección de la
familia en el plano social es el reconocimiento en el artículo 27 de la CE y las leyes de desarrollo de
la intervención de los padres para la ordenación de la educación de sus hijos. En el ámbito
económico, se ha de hacer mención al derecho al trabajo y a una remuneración suficiente para poder
satisfacer sus necesidades y la de su familia, artículo 35.1 de la CE; el derecho a la Seguridad Social
para todos, artículo 41 de la CE, preceptos que han dado lugar a una abundante legislación de
desarrollo. En el ámbito jurídico, la protección está enfocada fundamentalmente a la protección de
la juventud y la infancia, artículo 20.4 de la CE y al derecho a no declarar por razón de parentesco,
24.2 de la CE, fundamentalmente.
b) El apartado 2º del artículo 39 establece un mandato al legislador para protección de los hijos y
de las madres y la investigación de la paternidad.
La protección de los hijos queda expresada en el apartado 2º, respecto de los poderes públicos, y
se concreta en el apartado 3º al señalar que los padres tienen el deber de proteger a los hijos y
asegurar que todos sean iguales con independencia de su filiación. El Tribunal Constitucional se
pronunció con toda claridad desde un primer momento sobre el asunto de la filiación señalando que
la filiación no admite categorías intermedias y, por lo tanto, toda norma que quiebre la unidad en la
determinación filiar de los hijos es discriminatoria por razón de nacimiento y contraria a la
Constitución (SSTC 80/82, 74/97, 84/98). Los hijos adoptados quedan equiparados en derechos a
los biológicos y en esa línea el Tribunal Constitucional se ha pronunciado en alguna ocasión para
descartar normas que señalaban que para que éstos pudieran acogerse a pensiones de orfandad el
adoptante debía haber sobrevivido al menos dos años (SSTC 46/99 y 200/2001).
Al igual que con los hijos, se reconoce expresamente la situación de igualdad de las madres más
allá de su estado civil. Principio que hay que entenderlo en relación con la legislación y actos que
los poderes públicos pongan en marcha para la integración laboral de seguridad social y otros
derechos de carácter social de la mujer. En esta línea, el Tribunal Constitucional ha aceptado como
conforme con el principio de igualdad aquellas medidas que favorezcan el derecho al trabajo de la
mujer con hijos (STC 128/87) y ha considerado que medidas de discriminación positiva como
ofrecer servicio de guarderías o permisos de lactancia para las madres trabajadoras y no a los padres
trabajadores no afectan a la Constitución(STC 109/93).
Del artículo 39.2 de la CE también se desprende un derecho de los hijos a que se declare su
filiación biológica y por consiguiente aparece un deber para los padres y los poderes públicos para
que se realicen las pruebas pertinentes para ello. Dicha declaración ha llevado al Tribunal
Constitucional a señalar que la investigación de la paternidad prevalece sobre la posible intromisión
en la intimidad o el derecho a la integridad física siempre que esas pruebas sean indispensables para
los fines perseguidos, no se ponga en grave peligro la vida o integridad de la persona que ha de
someterse a ellas y exista unos indicios racionales de la conducta parental atribuida (SSTC 7/94,
95/99).
c) Todo lo relativo a los deberes asistenciales de los padres con sus hijos queda regulado en el
Código Civil que como ya apunté se adecuó a la Constitución en esta materia mediante la Ley
11/1981, de 13 de marzo, que modifica entre otros lo relativo a filiación, patria potestad, y que
establece el deber de los padres de alimentar, educar y procurar una formación integrar para sus
hijos.
d) El artículo 39.4 de la CE establece el deber de protección a la infancia de acuerdo con los
Tratados Internacionales que velan por sus derechos (fundamentalmente, la Declaración del niño de
la Asamblea de Naciones Unidas de 20 de noviembre de 1959). El Tribunal Constitucional ha
señalado que los poderes públicos podrán adoptar medidas que introduzcan tratamientos desiguales
para proteger la infancia sin atentar contra el artículo 14 de la CE (STC 55/94) y que la protección a
la infancia se constituye como un límite a la libertad de expresión prevista en el artículo 20.4 de la
CE (SSTC 49/84 y 62/82). Finalmente, y en relación con la responsabilidad penal de los menores, el
Tribunal Constitucional ha señalado que queda a disposición del legislador el momento en el que
entran dentro de la jurisdicción penal, pero también en el Auto 289/91 nuestro Alto Tribunal aceptó
como constitucional un tratamiento procesal distinto para aquellos que tenían más de dieciséis años
y menos de dieciocho. Actualmente la responsabilidad penal de las personas comprendidas entre
catorce años y dieciocho se deduce según lo establecido en la Ley Orgánica 5/2000, reguladora de
la responsabilidad penal de los menores.
Por lo que se refiere a la bibliografía cabe citar las aportaciones de Gala, Almendros, Garrido
Melero o Jiménez Morago, entre otros.
Sinopsis artículo 40
El artículo 40 de la CE es uno de los preceptos que mejor justifican la denominación de
"Principios rectores de la política social y económica" que el Constituyente dio al Capítulo III del
Titulo I de la Constitución. Aunque como ha señalado la doctrina el análisis jurídico pormenorizado
de ese Capítulo III nos llevaría a concluir que está compuesto por una suma muy heterogénea de
materias, lo cierto es que con el artículo 40 estamos ante una norma típicamente programática que
prescribe la persecución de un fin de interés general pero sin poner los medios y las condiciones
para su realización. En este caso los fines de interés general que se persiguen son: la redistribución
de la riqueza, primer punto del apartado 1º; el pleno empleo, segundo punto del apartado 1º; y la
mejora de las condiciones laborales para los trabajadores, apartado 2º.
Puesto que los contenidos de artículo 40 son claramente materias de política social y económica
la búsqueda de los precedentes en nuestro constitucionalismo histórico no puede ir más allá de la
Constitución republicana de 1931, donde en su artículo 46 se declara el compromiso del Estado con
el empleo y las mejoras de las condiciones de trabajo y de la vida de los trabajadores. Aunque los
precedentes constitucionales no van más allá del Texto de 1931 si que es posible encontrar medidas
políticas del tardofranquismo y de la Transición tendentes a la consecución del pleno empleo: III
Plan de Desarrollo Económico y Social para el cuatrienio 1972/1976 (Decreto 3090/1972, de 2 de
noviembre y otras normas) y Pactos de la Moncloa (Decretos-Leyes 18/1976, de 8 de octubre;
43/1977, de 25 de noviembre y 49/1978, de 26 de diciembre).
Lo mismo sucede con los antecedentes de derecho comparado, tan sólo en los textos
constitucionales que se destacan por la regulación de los derechos sociales encontramos mención a
estos principios de orden social: artículos 35, 36 y 38 de la Constitución italiana y los artículos 51,
52 y 54 de la Constitución portuguesa.
El análisis del precepto en la elaboración parlamentaria de la Constitución nos lleva a concluir
que, pese a que las diferencias entre el precepto presentado en el Anteproyecto de constitución y el
artículo 40 resultante son muy sustanciales, lo cierto es que no se produjeron grandes
enfrentamientos parlamentarios por la regulación de la materia. La doctrina sostiene que esta
"tranquilidad" en el proceso de decantación del texto final para el artículo 40 de la CE es debida a
que se estaba ante una materia fuertemente consensuada desde la firma de los Pactos de la Moncloa
entre Gobierno, oposición y agentes sociales.
Quizás lo más destacable es que la referencia a la Seguridad Social, que en el Anteproyecto
formaba parte del artículo, en el Pleno del Congreso de los Diputados fue desgajada para redactar
uno nuevo que hoy día es el artículo 41 de la CE.
No es fácil enumerar de forma exhaustiva el desarrollo legislativo y los Tratados internacionales
que tienen que ver con el artículo 40 de la CE, puesto que una de las notas que caracteriza a los
principios en él regulados es la necesidad de que las políticas que los desarrollen se plasmen en
normas de ordenación de la vida económica y laboral. Por ello, veamos tan sólo algunas de las
normas y Tratados más importantes: Ley 51/1980, de 8 de octubre, Básica de Empleo (Ley que ha
sido modificada en varias ocasiones y que con fecha 25/07/03 tuvo entrada en el Congreso de los
Diputados un nuevo Proyecto de Ley de Empleo para su modificación); Ley 12/2001, de 9 de julio,
de medidas urgentes de reformas del mercado de trabajo para el incremento del empleo y la mejora
de su calidad; Real Decreto 27/2000, de 14 de enero, por el que se establecen medidas alternativas
de carácter excepcional al cumplimiento de la cuota de reserva del 2 por 100 a favor de trabajadores
discapacitados en empresas de cincuenta o más trabajadores; Ley 14/1994, de 1 de junio, por la que
se regulan las empresas de trabajo temporal; Real Decreto 1194/1985, de 17 de julio, sobre normas
de anticipación de la edad de jubilación, como medida de fomento del empleo; Ley 31/1995, de 8
de noviembre, de prevención de riesgos laborales; Real Decreto 1251/2001, de 16 de noviembre,
por el que se regulan las prestaciones económicas del sistema de Seguridad Social por maternidad y
riesgo durante el embarazo;
En el ámbito internacional también son abundantes las declaraciones que hacen referencia a las
previsiones del artículo 40 de la CE: Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y
Culturales, que se hace eco de la ocupación plena y productiva en el artículo 6.2; el Convenio
número 122 de la OIT, que expresa la importancia de una política activa destinada a fomentar el
pleno empleo productivo y libremente elegido en el artículo 1; Tratado de la Comunidad Europea,
artículo 125 y siguiente sobre políticas de empleo, y, por último el Proyecto de Constitución
Europea, en los artículos III-18 y III-19.
Como decía al inicio de este comentario, el artículo 40 de la CE establece tres principios básicos
para ordenar la política económica y laboral de nuestro país que hoy día se pueden explicar mejor
trayendo aquí la interpretación que sobre ellos ha hecho el Tribunal Constitucional.

Redistribución personal y territorial de la riqueza


Con vistas a este fin el Tribunal Constitucional ha dicho que el primer apartado del artículo 40.1
de la CE es expresión de la "Constitución económica" (SSTC de16 de noviembre de 1981 y
1/1982). Además se ha señalado que los principios que orientan esa política han de dirigirse a
conseguir en un marco de estabilidad económica, las condiciones favorables para el progreso social
y económico (STC 64/1990), y por otro, las condiciones favorables para una distribución de la renta
regional y personal más equilibrada (STC 250/1988).
Para la consecución de estos fines se han de garantizar unos principios básicos de ordenación
económica que serán de aplicación a todo el territorio nacional y que vinculan a todos los poderes
públicos. En este sentido, el Tribunal Constitucional ha señalado que las Comunidades Autónomas
estén obligadas a velar por su propio equilibrio territorial y por la realización interna del principio
de solidaridad, no descarga al Estado de tales deberes ni supone la privación del mismo de las
competencias correspondientes, puesto que de acuerdo con lo establecido en los artículos 40.1 y 138
de la CE corresponde al Estado, que es el encargado de adoptar las medidas oportunas tendentes a
conseguir la estabilidad económica interna y externa, así como el desarrollo económico entre las
diversas partes del territorio español. (SSTC 96/1984 y 150/1990); para ello es importante la
vigencia y aplicación de la Ley 22/2001, de 27 de diciembre, reguladora de los Fondos de
Compensación Interterritorial.

Pleno empleo
Estamos ante una expresión que desde un primer momento tanto la doctrina como el Tribunal
Constitucional la pusieron en relación con el artículo 35.1 de la CE. Señalando que mientras el
segundo regula el aspecto individual del derecho al trabajo, el primero regula la dimensión colectiva
del derecho al trabajo, y con ella establece un mandato a los poderes públicos para que pongan en
marcha políticas de pleno empleo (STC 22/1981).
Una de las acciones más importantes para la consecución del pleno empleo es el reparto del
trabajo. Para ello, el Tribunal Constitucional ha dicho que el legislador puede utilizar como
instrumento la jubilación forzosa, que supone limitar temporalmente el derecho al trabajo de un
grupo de trabajadores para garantizar el trabajo a otros (SSTC 58/1985, 98/1985 y 111/1985).
Pero también son importantes políticas activas de ordenación y regulación del mercado laboral y
de concertación entre las fuerzas sindicales y empresariales. Así una de las herramientas que se
utilizan para la generación de empleo es la firma de Acuerdos Nacionales de Empleo entre
Gobierno, sindicatos y empresarios. Otras medidas de fomento del empleo son las que inciden en la
relación contractual entre trabajadores y empresarios: contratación temporal (v.gr. Real Decreto
2720/1998, de 18 de diciembre, por el que se desarrolla el artículo 15 de Estatuto de los
Trabajadores en materia de contratos de duración determinada); las subvenciones para la creación
de puestos de trabajo (v.gr. Real Decreto 2317/1993, de 29 de diciembre, por el que se desarrollan
los contratos en prácticas y de aprendizaje y contratos a tiempo parcial); Bonificaciones de cuotas a
la Seguridad Social; Contratación de minusválidos o mujeres con responsabilidades familiares.

Condiciones laborales
El Constituyente no se olvida de que, además de requerir que se pongan las condiciones para que
todos tengan acceso al trabajo, otra conquista del Estado social en materia laboral había sido la
dignificación de las condiciones en las que éste se desarrolla. Por ello, artículo 40.2 de la CE se
hace eco de tres ámbitos donde la intervención de los poderes públicos debe ser prioritaria para
mejorar esas condiciones laborales: formación y readaptación profesional, la seguridad e higiene en
el trabajo, y la garantía del descanso mediante la limitación de la jornada laboral y las vacaciones.
La formación profesional, de acuerdo con la doctrina más extendida, es la preparación de la
persona para el trabajo que de forma habitual y estable va a constituir su medio de vida. Mientras
que la readaptación profesional es la preparación que el trabajador recibe a lo largo de su vida para
adaptarse a las exigencias de la evolución técnica. Ambos requerimientos informan la actuación de
todos los poderes públicos, aunque como es obvio, quién de una forma más significativa se ve
condicionado por ello es el Legislador. Normas de esta naturaleza encontramos en el Estatuto de los
Trabajadores (artículo 4.2 o 11).
La seguridad e higiene en el trabajo se ha definido como el conjunto de instrumentos de
protección del ambiente de trabajo y de ordenación de la actividad productiva que tiene como
objetivos fundamentalmente evitar daños a la vida, la integridad y la salud de los trabajadores y el
logro de mejores condiciones de salubridad en el centro de trabajo. En esta línea se ha pronunciado
el Tribunal Constitucional en su Auto 868/1986. La intervención del Legislador en la materia ha
dado lugar a la Ley 31/1995, de 8 de noviembre, de Prevención de Riesgos Laborales y al Real
Decreto 216/1999, de 5 de febrero, de disposiciones mínimas de seguridad y salud en el ámbito de
las empresas de trabajo temporal, entre otras normas.

El derecho al descanso está estrechamente unido a una de las conquistas más importantes de las
reivindicaciones obreras: la limitación de la jornada laboral. Aunque la limitación de la jornada
laboral se ha planteado por la doctrina como un concepto de ordenación del trabajo que transciende
su dimensión individual, lo cierto es que la regulación del artículo 40.2 de la CE hay que entenderla
en ésta dimensión de asegurar que se ponen en marcha medidas para lograr el descanso de los
trabajadores que, a su vez, repercuta en la mejora de su calidad de vida. Por ello, el precepto hace
referencia a la limitación de la jornada laboral y a las vacaciones periódicas retribuidas. En
particular, sobre el disfrute de las vacaciones se ha pronunciado en varias ocasiones el Tribunal
Constitucional (AATC 681/1988 y 326/1982). Tanto la determinación de la jornada laboral como las
vacaciones periódicas vienen recogida en distintos Acuerdos y Tratados Internacionales suscritos
por España y en nuestra legislación positiva están reguladas en el Estatuto de los Trabajadores
(artículos 35 y 38 respectivamente).
En cuanto a la bibliografía básica sobre el contenido de este artículo son de destacar los trabajos
de Albiol, Escudero, Richards o Almendros, entre muchos otros.

Sinopsis artículo 41
Introducción
1. Que la última de las leyes aprobada en España sobre la materia se refiera, en las diez primeras
líneas de su exposición de motivos, al "carácter dinámico de la regulación normativa de la
Seguridad Social", a la existencia en éste ámbito de una "mutabilidad normativa muy superior a la
experimentada en otras parcelas distintas de nuestro ordenamiento jurídico" o a la necesidad de una
"acelerada producción normativa" en este campo, expresa bien a las claras la importancia de situar a
la Seguridad Social en una perspectiva histórica para entender cabalmente los actuales contornos de
un sistema siempre evolutivo y cambiante. Éste y no otro es el propósito principal del presente
trabajo, y para ello se va a tratar aquí de dar cuenta, aunque de forma sumaria, del desarrollo
legislativo y de la jurisprudencia constitucional recaída en materia de Seguridad Social, en los
últimos veinticinco años.
2. El artículo 41 de la Constitución, encuadrado en el capítulo de principios rectores de la política
social y económica, se ocupa de la Seguridad Social. Y lo hace, a grandes rasgos, con dos notas
distintivas de interés:
(i) De una manera flexible, que impide "hablar de un modelo único de Seguridad
Social" ( STC 37/1994), que "no cierra posibilidades para la evolución del sistema (...)
hacia ámbitos desconocidos en la actualidad o hacia técnicas que hasta ahora no se han
querido o podido utilizar" ( STC 206/1997 ). Como dice la STC 206/1997, aquello que
sea la Seguridad Social "no es deducible por sí solo del tenor del artículo 41 de la
Constitución Española", de manera que habrá que atender, aparte de a otros preceptos
constitucionales con incidencia en la materia, de manera fundamental a la obra del
legislador, y
(ii) Sin romper con el modelo preexistente, pero modificándolo sustancialmente, ya que
"si bien, en el sistema español actual, se mantienen características del modelo
contributivo, no es menos cierto que, al tenor del mandato constitucional (...), el carácter
de régimen público de la Seguridad Social su configuración como función del Estado, y
la referencia a la cobertura de situaciones de necesidad - que habrán de ser precisadas en
cada caso - implica que las prestaciones de la Seguridad Social (...) no se presenten ya -
y aún teniendo en cuenta la pervivencia de notas contributivas - como prestaciones
correspondientes y proporcionales en todo caso a las contribuciones y cotizaciones de
los afiliados, y resultantes de un acuerdo contractual. El carácter público y la finalidad
constitucionalmente reconocida del sistema de la Seguridad Social supone que éste se
configure como un régimen legal, en tanto que las aportaciones de los afiliados, como
las prestaciones a dispensar, sus niveles y condiciones, vienen determinados, no por un
acuerdo de voluntades, sino por reglas que se integran en el ordenamiento jurídico y que
están sujetas a las modificaciones que el legislador introduzca" ( STC 65/1987 ).
Estas últimas palabras resaltan, de nuevo, la importancia del legislador en la configuración del
sistema de Seguridad Social. Vamos pues a repasar cual ha sido esa labor legislativa, (i) realizada en
su mayor parte, como corresponde a una cuestión básica dentro del entramado social y económico
del Estado, a través el acuerdo y la colaboración entre las distintas fuerzas parlamentarias y (ii)
presidida por el esfuerzo para conseguir y mantener el adecuado equilibrio entre un sistema
coherente con las demandas de la población y las reformas precisas para fortalecer las propias bases
financieras del sistema y asegurar, en definitiva, su viabilidad presente y futura. Y aunque, como ya
se ha dicho, el objeto de este trabajo se centra en el desarrollo de la Seguridad Social tras la
aprobación de La Constitución Española, no es ocioso echar la vista hasta los propios orígenes de
aquélla. Porque, en efecto, la Seguridad Social es el fruto de un largo proceso histórico, donde
influencias de signo diverso, como el inicial modelo continental de Bismarck - contributivo y
profesional - o el modelo anglosajón de Beveridge - no contributivo y universal - han confluido
para dar como resultado un sistema que encaja cómodamente dentro el modelo europeo de
Seguridad Social.

Legislación
1. El punto de partida de las políticas de protección social en España ha de situarse, desde una
perspectiva institucional, en la aparición de la Comisión de Reformas Sociales ( 1883 ), el Instituto
de Reformas Sociales ( 1903 ) y el Instituto Nacional de Previsión ( 1908 ), mientras que en el
plano legislativo destacan en este primer momento la Ley de Accidentes de Trabajo de 1900 y el
Retiro Obrero Obligatorio, de 1919, donde se optó claramente por un sistema contributivo.
2. Tras estos primeros pasos, los mecanismos protectores desembocaron en un conjunto de seguros
sociales, entre los que destacaban el Seguro Obligatorio de Enfermedad ( SOE ) de 1942 y el
Seguro Obligatorio de Vejez e Invalidez ( SOVI ) de 1947, cuyas prestaciones se mostraron pronto
claramente insuficientes, según opinión extendida en la doctrina. Surgieron luego nuevos
mecanismos de protección, articulados a través del Mutualismo Laboral, ( Reglamento de 1954 ),
que trataba de complementar la protección preexistente, se organizaba por sectores laborales e
incluía prestaciones que guardaban ya cierta relación con los salarios, si bien adolecía de graves
disfunciones desde el punto de vista de la protección, de las finanzas y de la gestión.
3. La Ley de Bases de la Seguridad Social de 1963, marca el tránsito desde los seguros sociales al
sistema de Seguridad Social ( De la Villa ). El objetivo principal de esta ley era, en efecto, la
implantación de un modelo unitario e íntegro de protección social, con una base financiera de
reparto, gestión pública, sin ánimo de lucro y con participación del Estado en la financiación. Todos
estos principios tuvieron su plasmación legal en la Ley de Seguridad Social de 1966, que no pudo
alcanzar la eficacia perseguida, al reconocer prestaciones de cuantía insuficiente, cuyo poder
adquisitivo fue deteriorándose rápidamente .
4. Muy pronto se plantearon modificaciones de importancia a la Ley de 1966. Así, la Ley de
financiación y perfeccionamiento de la acción protectora del régimen general de la Seguridad Social
de 1972 y el Texto Refundido de la Ley General de la Seguridad Social de 1974 intentaron corregir
los problemas financieros existentes bajo el anterior régimen legal, en particular a través de la
aproximación de las bases de cotización a los salarios reales. Sin embargo, esta reforma tuvo el
efecto de introducir mayores tensiones del gasto en el ámbito de la protección. Hay que tener
presente, en cualquier caso, que la Ley de 1974 refundió las Leyes de 1966 y 1972 y ha estado
vigente hasta la aprobación de la actual Ley General de la Seguridad Social de 1994. Por cierto, esta
última ley no deroga la Ley de 1974 en su totalidad y mantiene la vigencia de varios de sus
preceptos.
5. La etapa más reciente, más significativa y a la que aquí vamos a prestar, lógicamente, una mayor
atención, de la evolución del sistema de Seguridad Social en España coincide con la implantación
de la democracia en nuestro país. La Constitución de 1978 ofrece, también en el ámbito de la
protección social, muestras del consenso social y político que inspiró e hizo posible su aprobación.
La Constitución no cuestiona de raíz el sistema de Seguridad Social anterior, al que se acaba de
hacer referencia, sino que apuesta por su mantenimiento y perfeccionamiento. Como es natural, a la
hora de redactar los preceptos que tratasen de esta cuestión, los constituyentes tuvieron a la vista
normas de Derecho Internacional ( como la Declaración Universal de los Derechos Humanos de
1948, el Convenio nº 102 de la OIT sobre norma mínima de Seguridad Social, de 1952 o la Carta
Social Europea de 1961 y el Código Europeo de Seguridad Social de 1964, ambos del Consejo de
Europa ), de Derecho Constitucional español y de Derecho Comparado. El precedente
constitucional inmediato - y único - del artículo 41 se encuentra en el artículo 46 de la Constitución
republicana de 1931, según el cual "la República asegurará a todo trabajador las condiciones
necesarias para una existencia digna", para añadir después toda una serie de situaciones y
contingencias que habría de regular la legislación social. En cuanto al Derecho comparado, puede
citarse, por todos, el caso de la Constitución Italiana de 1947, cuyo artículo 38 enumera una serie de
derechos que habrán de atender los organismos e instituciones ya existentes o que establezca el
Estado, mientras que la asistencia privada es libre. Por lo que hace a la elaboración del artículo 41,
su redacción definitiva vino dada por la Comisión Mixta Congreso-Senado. Antes, en el
Anteproyecto Constitucional se hablaba de "proteger y mantener un régimen público de seguridad
social para todos". La Ponencia Constitucional, la Comisión Constitucional y el Pleno del Congreso
de los Diputados aprobaron un texto cuyo tenor literal era muy parecido al del actual artículo 41
( las prestaciones sociales, además de ser suficientes, tenían que ser "dignas" y se hablaba de seguro
de desempleo" ), mientras que la Comisión Constitucional del Senado y el Pleno del Senado
añadieron a las prestaciones sociales las sanitarias y omitieron toda referencia a la asistencia y a las
prestaciones complementarias.
La etapa democrática implica, sin ningún lugar a dudas, un importante paso adelante en la
configuración del Estado del bienestar, o del Estado social y democrático en que España se
constituye, a través de la introducción de una serie de reformas en los distintos campos que
configuran el sistema de Seguridad Social, que se van a exponer seguidamente.
6. La primera de estas reformas afectó a la parte institucional de la gestión, y se plasmó en el Real
Decreto ley 36/1978, sobre gestión institucional de la Seguridad Social, la Sanidad y el Empleo.
Con esta norma se concentraron las tareas de gestión en tan solo cuatro entidades gestoras, que con
carácter especializado pasaban a ocuparse de los distintos aspectos de la acción protectora. Al
tiempo, su aplicación significó el fin de las Mutualidades y del Instituto Nacional de Previsión. De
esta manera, en el nuevo sistema de gestión, las prestaciones económicas dependían del Instituto
Nacional de la Seguridad Social ( que se mantiene en la actualidad ), las prestaciones sanitarias del
Instituto Nacional de la Salud ( hoy, Instituto Nacional de Gestión Sanitaria, con un alcance muy
distinto y reducido, fruto del proceso de descentralización en materia de Sanidad ), los servicios
sociales del Instituto Nacional de Servicios Sociales ( hoy, Instituto de Migraciones y Servicios
Sociales ) y las prestaciones relacionadas con las actividades del mar del Instituto Social de la
Marina ( que también se mantiene hoy en día ). Además, y para afirmar la solidaridad financiera se
constituye una única Tesorería General de la Seguridad Social ( que permanece como pieza central
del sistema ).
7. En la década de los ochenta, el sistema de Seguridad Social presentaba, a ojos vista, una serie de
problemas que ponían en cuestión su viabilidad futura, como (i) la incertidumbre sobre la evolución
del sistema y su estabilidad, (ii) la falta de suficiente cobertura social, (iii) el importante nivel de
utilización indebida de la protección y de incumplimientos de la obligación de cotizar, (iv) el uso de
mecanismos de la Seguridad Social para resolver problemas que ajenos al sistema y (v) la
persistencia de graves deficiencias en la gestión, entre otros. Ante esta situación, se adoptaron
durante estos años nuevas reformas legislativas del sistema.
8. Entre estas reformas cabe destacar la Ley 26/1985 de medidas urgentes para la racionalización de
la estructura y de la acción protectora de la Seguridad Social, dirigida a (i) establecer un mayor
equilibrio y proporcionalidad entre el esfuerzo contributivo realizado a través de la cotización y las
prestaciones generadas con dicho esfuerzo y (ii) perfeccionar la acción protectora del sistema, como
vía para asegurar el equilibrio y la viabilidad financiera del sistema. También es digna de mención
la Reforma de 1989 de la estructura financiera de la Seguridad Social, que trataba de clarificar las
fuentes de financiación del sistema.
9. Dentro del proceso de reformas emprendido en los años ochenta, destacan tres normas de
importancia capital para entender y precisar la configuración del sistema de Seguridad Social:
a) la Ley General de Sanidad de 1986, que extiende la asistencia sanitaria a todos los
ciudadanos y el Real Decreto 1088/1989, que hace llegar la cobertura de la asistencia
sanitaria de la Seguridad Social a las personas sin recursos económicos suficientes.
b) la Ley 26/1990 de pensiones no contributivas de vejez y de invalidez a favor de las
personas carentes de recursos que se encuentren en situación de necesidad, hayan o no
cotizado previamente, así como la universalización de las prestaciones de protección a
la familia y la extensión de los servicios sociales, y
c) la Ley 8/1987, de regulación de los planes y fondos de pensiones, modificada
parcialmente, entre otras, por la Ley 30/1995 de ordenación de los seguros privados y
por la Ley 24/2001 de medidas fiscales administrativas y del orden social, de relevancia
para la asistencia y prestaciones complementarias libres.
10. El Real Decreto legislativo 1/1994, de 20 de junio, por el que se aprueba el Texto refundido de
la Ley General de la Seguridad Social es la vigente ley de Seguridad Social, y ha sido objeto de
múltiples modificaciones, la primera de ellas muy cerca de su fecha de aprobación, en diciembre de
1994 y luego ya, prácticamente cada año en las leyes de Presupuestos y de Acompañamiento. La
última de las reformas, precisamente, es de diciembre de 2003, y a ella se hará referencia más
adelante. De la vigente ley interesa destacar la regulación de:
(i) La extensión del campo de aplicación, que incluye en el Sistema de la Seguridad
Social, a efectos de las prestaciones de modalidad contributiva, cualquiera que sea su
sexo, estado civil y profesión, los españoles que residan en España y los extranjeros que
residan o se encuentren legalmente en España, siempre que, en ambos supuestos,
ejerzan su actividad en territorio nacional y estén incluidos en alguno de los apartados
siguientes:
a. Trabajadores por cuenta ajena que presten sus servicios en las condiciones
establecidas por el artículo 1.1 del Estatuto de los Trabajadores en las
distintas ramas de la actividad económica o asimilados a ellos, bien sean
eventuales, de temporada o fijos, aun de trabajo discontinuo, e incluidos los
trabajadores a domicilio, y con independencia, en todos los casos, de la
categoría profesional del trabajador, de la forma y cuantía de la
remuneración que perciba y de la naturaleza común o especial de su relación
laboral.
b. Trabajadores por cuenta propia o autónomos, sean o no titulares de
empresas individuales o familiares, mayores de dieciocho años, que reúnan
los requisitos que de modo expreso se determinen reglamentariamente.
c. Socios trabajadores de Cooperativas de Trabajo Asociado.
d. Estudiantes.
e. Funcionarios públicos, civiles y militares,
(ii) La estructura del sistema, que viene integrado por a) el régimen general y b) los
regímenes especiales, estableciéndose éstos en aquellas actividades profesionales en las
que, por su naturaleza, sus peculiares condiciones de tiempo y lugar o por la índole de
sus procesos productivos, se hiciere preciso tal establecimiento para la adecuada
aplicación de los beneficios de la Seguridad Social. La ley considera regímenes
especiales los que encuadren a los grupos siguientes:
a. Trabajadores dedicados a las actividades agrícolas, forestales y pecuarias,
así como los titulares de pequeñas explotaciones que las cultiven directa y
personalmente.
b. Trabajadores del mar.
c. Trabajadores por cuenta propia o autónomos.
d. Funcionarios públicos, civiles y militares.
e. Empleados de hogar.
f. Estudiantes.
g. Los demás grupos que determine el Ministerio de Trabajo y Asuntos
Sociales, por considerar necesario el establecimiento para ellos de un
Régimen Especial (...).
(iii) La acción protectora del sistema, que comprende:
a. La asistencia sanitaria en los casos de maternidad, de enfermedad común
o profesional y de accidentes, sean o no de trabajo.
b. La recuperación profesional, cuya procedencia se aprecie en los casos que
se mencionan en el apartado anterior.
c. Prestaciones económicas en las situaciones de incapacidad temporal,
maternidad, riesgo durante el embarazo, invalidez, en sus modalidades
contributiva y no contributiva, jubilación, en sus modalidades contributiva y
no contributiva, desempleo, en sus niveles contributivo y asistencial, muerte
y supervivencia, así como las que se otorguen en las contingencias y
situaciones especiales que reglamentariamente se determinen por Real
Decreto, a propuesta del Ministro de Trabajo y Asuntos Sociales.
d. Prestaciones familiares por hijo a cargo, en sus modalidades contributiva
y no contributiva.
e. Prestaciones de servicios sociales que puedan establecerse en materia de
reeducación y rehabilitación de inválidos y de asistencia a la tercera edad,
así como en aquéllas otras materias en que se considere conveniente.
Y como complemento de todas estas prestaciones, podrán otorgarse los
beneficios de la asistencia social.
(iv) La gestión del sistema, que se efectuará (...) por las siguientes entidades gestoras
( entidades de derecho público con capacidad jurídica para el cumplimiento de los fines
que les están encomendados ):
a. El Instituto Nacional de la Seguridad Social, para la gestión y
administración de las prestaciones económicas del sistema de la Seguridad
Social, con excepción de las que se mencionan en el apartado c) siguiente.
b. El Instituto Nacional de la Salud ( hoy, Instituto Nacional de Gestión
Sanitaria ), para la administración y gestión de servicios sanitarios.
c. El Instituto Nacional de Servicios Sociales ( hoy, Instituto de Migraciones
y Servicios Sociales ) , para la gestión de las pensiones de invalidez y de
jubilación, en sus modalidades no contributivas, así como de los servicios
complementarios de las prestaciones del sistema de la Seguridad Social. (v)
La regulación de la Tesorería General de la Seguridad Social como servicio
común con personalidad jurídica propia, en el que, por aplicación de los
principios de solidaridad financiera y caja única, se unifican todos los
recursos financieros, tanto por operaciones presupuestarias como extra
presupuestarias, que tendrá a su cargo la custodia de los fondos, valores y
créditos y las atenciones generales y de los servicios de recaudación de
derechos y pagos de las obligaciones del sistema de la Seguridad Social, y
(vi) La obligación de empresarios y trabajadores de contribuir al la financiación de la
Seguridad Social, con el ingreso de sus correspondientes cuotas.
A partir de 1995 se inicia una intensa tarea de desarrollo reglamentario de la ley y así, se
aprueban los Reglamentos de inspección de empresas y afiliación, altas, bajas y variaciones de
datos del trabajador, recaudaciones, de cotización y liquidación, de Mutuas, entre otros. Y desde
1997, el desarrollo normativo se completa con la aprobación de una serie de leyes, de las que aquí
se va a dar cuenta.
11. La Ley 24/1997, de 15 de julio, de consolidación y racionalización del sistema de Seguridad
social, ha sido, hasta la fecha, la norma que ha desarrollado con mayor amplitud un buen número de
las recomendaciones contenidas en el Pacto de Toledo de 1995, al que se hará referencia más
adelante, como hito clave en la evolución del sistema español. Con la ley de 1997, fruto del proceso
de diálogo que culminó en el Acuerdo Social para la consolidación y racionalización del Sistema de
Seguridad Social, de 9 de octubre de 1996, entre el Gobierno y las Organizaciones Sindicales de
Comisiones Obreras y Unión General de Trabajadores, (i) se avanza por el camino de la separación
y clarificación de las fuentes de financiación del sistema, (ii) se amplia el periodo de determinación
de la base reguladora de la pensión de jubilación, (iii) se establece el régimen de revalorización
anual automática de las pensiones en función del índice de precios al consumo ( si bien, merced al
Acuerdo sobre Revalorización de las pensiones mínimas del Sistema de Seguridad Social para el
año 2000, de 16 de septiembre de 1999, entre el Gobierno y las Organizaciones Sindicales de
Comisiones Obreras y la Unión General de Trabajadores, la revalorización de las pensiones del
sistema de Seguridad Social se efectúo por encima del IPC ) y (iv) se incluye la previsión de un
fondo de reserva con cargo a los excedentes de cotizaciones sociales que - en su caso - resulten de
la liquidación de los Presupuestos Generales del Estado.
12. La Ley 39/1999 de conciliación de la vida laboral y familiar, que crea una nueva situación
protegida y una nueva prestación económica de la Seguridad Social, por riesgo durante el embarazo.
13. El Real Decreto ley 1/2000, sobre mejora de la prestación familiar, que regula prestaciones
económicas por nacimiento de hijos a partir del tercero y por parto múltiple.
14. La Ley 18/2001, de 12 de diciembre, General de Estabilidad Presupuestaria, según la cual " en
el supuesto de que la liquidación presupuestaria se sitúe en una posición de superávit, éste se
aplicará (...) en el sistema de la Seguridad Social prioritariamente al Fondo de Reserva de la
Seguridad Social con la finalidad de atender a las necesidades futuras del sistema ". En la propia
Ley adquiere gran relevancia la regulación que se establece de las medidas de reducción o
bonificación en las cotizaciones a la Seguridad Social, al establecer que todo déficit, previsto o no
previsto, que venga determinado por la aplicación de medidas de esta naturaleza será repuesto con
cargo a los Presupuestos Generales del Estado.
15. La Ley 35/2002, de 12 de julio, de medidas para el establecimiento de un sistema de jubilación
gradual y flexible traslada al ámbito normativo el contenido de la recomendación décima del Pacto
de Toledo, al establecer la regulación de la jubilación parcial, compatibilizando la percepción de
una pensión de jubilación a cargo de la Seguridad Social con la realización de prestaciones
laborales. Esta ley desarrolla el Acuerdo para la Mejora y el Desarrollo del Sistema de Protección
Social, de 9 de abril de 2001, suscrito por el Gobierno, Comisiones Obreras, Confederación
Española de la Pequeña y Mediana Empresa y Confederación Española de Organizaciones
Empresariales
16. La Ley 45/2002, de 12 de diciembre, de medidas urgentes para la reforma del sistema de
protección por desempleo y mejora de la ocupabilidad, que participa del principio establecido en la
Estrategia Europea de Empleo y las Directrices sobre Empleo que anualmente se aprueban por al
Cumbre de jefes de Estado y de Gobierno, según el cual los países de la Unión Europea deben
organizar la protección por desempleo de manera que, junto con las prestaciones económicas
necesarias para afrontar las situaciones de paro, los poderes públicos den oportunidades de
formación y empleo que posibiliten que los desempleados puedan encontrar un trabajo en el menor
tiempo posible. La reforma de las prestaciones por desempleo que se acomete con esta Ley tiene
como objetivos (i) facilitar oportunidades de empleo para todas las personas que deseen
incorporarse al mercado de trabajo, (ii) mejorar el funcionamiento del mercado de trabajo, (iii)
corregir disfunciones observadas en la protección por desempleo y (iv) ampliar la protección a
colectivos que carecen de ella.
17. La Ley 28/2003, de 29 de septiembre, reguladora del Fondo de Reserva de la Seguridad Social.
Al amparo de diversas prescripciones legales, como las contenidas en las Leyes 24/1997, 18/2001 y
24/2001, diversos acuerdos del Consejo de Ministros han ido fijando la dotación del Fondo de
Reserva en los últimos ejercicios, hasta superar ya los doce mil millones de euros. Este importante
volumen económico del Fondo ha motivado, junto a otros extremos, la aprobación de una ley
específica relativa a su régimen jurídico. La Ley impone que los excedentes de ingresos que tengan
carácter contributivo y que resulten de la liquidación de los presupuestos de la Seguridad Social de
cada ejercicio, se apliquen prioritaria y mayoritariamente a la constitución del Fondo de Reserva
18. La Ley 52/2003, de 10 de diciembre, de disposiciones específicas en materia de Seguridad
Social, donde se engloban una serie de medidas relativas a aspectos sustanciales, como la acción
protectora del sistema y a otros de carácter instrumental, pero no de menor trascendencia, como los
de gestión y financiación. En primer término, se delimitan los fines del sistema de la Seguridad
Social, para perfilar legalmente, con toda nitidez, el régimen público de Seguridad Social dispuesto
en el artículo 41 de la Constitución, y se enuncian los principios de universalidad, unidad,
solidaridad e igualdad en que dicho sistema se fundamenta. En el plano organizativo y
competencial, se atribuye al Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales el ejercicio de las funciones
económicas financieras de la Seguridad Social . Por lo que se refiere a la acción protectora, las
modificaciones introducidas abarcan diversas prestaciones, como la incapacidad permanente, la
invalidez, muerte y supervivencia y prestaciones familiares. En último término, se modifican así
mismo algunas materias incluidas en otros cuerpos legales, pero que tienen una estrecha conexión
con el ordenamiento de la Seguridad Social. De esta forma, se residencia en el orden jurisdiccional
contencioso administrativo el conocimiento de todas las pretensiones relativas a las relaciones
jurídicas instrumentales ( inscripción, altas, bajas, cotización y recaudación ), y en el orden
jurisdiccional social el conocimiento de las cuestiones en materia de sanciones que las entidades
gestoras impongan a los trabajadores y a los beneficiarios de las prestaciones.

El Pacto de Toledo
1. El Pleno del Congreso de los Diputados, en su sesión del día 15 de febrero de 1994, aprobó la
Proposición no de Ley del Grupo Parlamentario Catalán-CiU, por la que se creaba una ponencia, en
el seno de la Comisión de Presupuestos, con la finalidad de elaborar un informe, en el que se
analizarían los problemas estructurales del sistema de Seguridad Social y se indicarían las
principales reformas que deberían acometerse en los próximos años, para garantizar la viabilidad
del sistema público de pensiones y evitar mayores déficits públicos en los Presupuestos del Estado.
Este informe incluiría un conjunto de recomendaciones y debería ser presentado, previos los
trámites reglamentarios pertinentes, al Gobierno para su aplicación. El 2 de marzo de 1994 se
constituyó la correspondiente ponencia , integrada por los representantes de los distintos grupos
parlamentarios con presencia en la Cámara ( Socialista, Popular, Izquierda Unida-Esquerra per
Catalunya, Catalán-CiU, Vasco-PNV, Coalición Canaria y Mixto ). La Comisión de Presupuestos
aprobó el Informe de la Ponencia el 30 de marzo de 1995 y el Pleno en su sesión de 6 de abril de
1995, aprobó por unanimidad el Dictamen de la Comisión. Así pues, el acuerdo aprobado por el
Congreso de los Diputados se concreta en el Informe para el análisis de los problemas estructurales
del sistema de la Seguridad Social y de las principales reformas que deberán acometerse, ( conocido
como el Pacto de Toledo ).
2. El Pacto de Toledo, fruto del consenso entre todas las fuerzas políticas representadas en el
Parlamento, se fraguó, como es sabido, con el objetivo fue hacer viable financieramente el actual
modelo de reparto y solidaridad intergeneracional de Seguridad Social y continuar avanzando en su
perfeccionamiento y consolidación. Se trata de un acuerdo parlamentario que, además de ser un hito
importante en el proceso de reformas y consolidación del sistema público de pensiones, forma parte
ya del acervo cultural y político de nuestro país. La puesta en práctica de sus recomendaciones ( a la
que ya se ha aludido en el apartado sobre evolución legislativa del sistema de Seguridad Social ) se
inició con un proceso previo de negociación y acuerdo con los agentes sociales. Según la evaluación
más reciente hecha por las fuerzas políticas parlamentarias (i) las recomendaciones del Pacto de
Toledo conservan, ocho años después de ser concertadas, plena vigencia, tal como puede
comprobarse si se contrastan con las que ahora se han convertido en las orientaciones europeas para
abordar las reformas de los sistemas de pensiones, (ii) los propósitos del Pacto se corresponden
íntegramente con los tres apartados aprobados por el Consejo Europeo de Laeken de diciembre de
2001, sobre adecuación de las pensiones, viabilidad financiera y modernización de los sistemas y
(iii) por último, sus recomendaciones coinciden, casi una por una, con los objetivos comunes
establecidos por dicho Consejo para desarrollar el llamado "método abierto de coordinación" en
materia de pensiones.

3. Según la Ponencia redactora del Informe en que se plasma el denominado Pacto de Toledo, "el
camino que señala la lógica y la racionalidad es el de consolidar y hacer viable el modelo actual con
las intervenciones legislativas que hagan posible al tiempo, que el incremento del gasto se realice
armónicamente con los crecimientos de la economía nacional y que los beneficios que proporciona
el sistema se hagan en términos de equidad y atendiendo a las nuevas necesidades de la sociedad".
En suma, la Ponencia abogaba por hacer financieramente viable el modelo de Seguridad Social
vigente y continuar avanzando en su perfeccionamiento y consolidación, a través de la articulación
de un sistema público de prestaciones económicas que comprendiese:
(i) una modalidad de prestaciones económicas de carácter público y obligatorio, que
constituye el núcleo esencial del sistema.
(ii) una modalidad no contributiva, dirigida a ciudadanos que se encuentren en situación
de necesidad por razones de edad, enfermedad o cargas familiares y cuya función debe
ser la de mitigar las consecuencias de los estados de necesidad, y
(iii) las prestaciones complementarias de naturaleza libre y gestión privada, a las que
pueden acceder quienes voluntariamente deseen completar las prestaciones del sistema
público.
4. Sobre esta base, las recomendaciones de la Ponencia, contenidas en el Informe aprobado por el
Pleno del Congreso de los Diputados, eran las siguientes:
1) Separación y clarificación de las fuentes de financiación (la financiación de las
prestaciones de naturaleza contributiva dependerá básicamente de las cotizaciones
sociales, mientras que la financiación de las prestaciones no contributivas y universales,
exclusivamente de la imposición general).
2) Constitución de reservas (que atenúen los efectos de los ciclos económicos).
3) Mejoras de las bases (que deberán coincidir con los salarios reales, con aplicación
gradual de un único tope máximo de cotización para todas las categorías laborales, que
fija el tope de aseguramiento del sistema público de protección).
4) Financiación de los Regímenes Especiales ( bajo el criterio de que a igualdad de
acción protectora, debe ser también semejante la aportación contributiva ).
5) Mejora de los mecanismos de recaudación y lucha contra la economía irregular.
6) Simplificación e integración de Regímenes Especiales.
7) Integración de la gestión.
8) Evolución de las cotizaciones ( con una reducción de las cotizaciones sociales, lo que
supondrá un elemento dinamizador del empleo, condicionada al mantenimiento del
equilibrio financiero del sistema contributivo ).
9) Equidad y carácter contributivo del sistema ( se propone que, a partir de 1996, las
prestaciones guarden una mayor proporcionalidad con el esfuerzo de cotización
realizado y se eviten situaciones de falta de equidad en el reconocimiento de las
mismas).
10) Edad de jubilación ( que debe ser flexible, gradual y progresiva ).
11) Mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones ( mediante la revalorización
automática de las mismas, en función de la evolución de los índices de precios al
consumo y a través de fórmulas estables ).
12) Reforzamiento del principio de solidaridad.
13) Mejora de la gestión.
14) Sistema complementario ( de carácter voluntario, a través de sistemas de ahorro y
protección social, tanto individuales como colectivos, que tengan por objeto exclusivo
mejorar el nivel de prestaciones que les otorga la Seguridad Social pública ).
15) Análisis y seguimiento de la evolución del sistema ( y así se propone que el
Congreso de los Diputados cada cinco años cree una Ponencia que estudie el presente y
el futuro del sistema de Seguridad Social como garantía de continuidad del mismo ).
5. El 25 de junio de 1996 se constituyó nuevamente por parte del Pleno del Congreso de los
Diputados, la Ponencia sobre el Pacto de Toledo, con la idea de mantener una política de consenso
en materia de protección social.
6. En el comienzo de la VII Legislatura se creó la Comisión no Permanente para la valoración de
los resultados obtenidos por la aplicación de las Recomendaciones del Pacto de Toledo, para
abordar (i) la suficiencia de las actuales fuentes de financiación del sistema de pensiones, (ii) la
conveniencia de crear sistemas complementarios de capitalización (fondos de inversión, seguros
privados, mutualismo...) y (iii) las medidas a adoptar ante los cambios demográficos que se
proyectan sobre la población española ( envejecimiento de la población, prolongación de la
esperanza de vida, crecimiento de la inmigración )
El Informe redactado por la Comisión no permanente ( BOCG 2 de octubre de 2003 ) tiene como
objetivos principales (i) valorar los resultados de la aplicación de las quince recomendaciones del
Pacto de Toledo, y (ii) perfilar las modificaciones más adecuadas que deben introducirse en el
actual sistema de pensiones.
En cuanto al desarrollo de las recomendaciones del Pacto de Toledo, la Comisión ha
considerado:
Respecto a 1), que hay que incluir en el programa de estabilidad, al hacer las previsiones sobre la
posible evolución del gasto en pensiones, la del tipo de cotización preciso para financiar tal gasto,
así como clarificar el balance económico patrimonial entre el Estado y la Seguridad Social, de tal
forma que no se generen efectos negativos sobre el equilibrio presupuestario.
Respecto a 2), que hay que seguir garantizando que las ganancias de poder adquisitivo que
puedan derivarse de una inflación real inferior a la prevista se consoliden con carácter permanente
en las pensiones.
Respecto a 3), que los excedentes que se produzcan, en su caso, se destinen fundamentalmente a
seguir dotando el Fondo de Reserva de la Seguridad Social sin límite alguno.
Respecto de 4), que es preciso establecer una protección social equiparable entre los diferentes
Regímenes Especiales y seguir avanzando en el proceso de reconocimiento de la categoría de
trabajadores autónomos en aras a conseguir su progresiva equiparación al Régimen General de la
Seguridad Social.
Respecto a 5), que hay que aproximar las bases de cotización a los salarios realmente percibidos.
Respecto a 6), que las iniciativas sobre las bonificaciones en las cotizaciones sociales han de
considerar el estímulo del empleo estable e indefinido.
Respecto a 7), que es necesario alcanzar una gestión de carácter integral del sistema de
Seguridad Social.
Respecto a 8), que hay que seguir potenciando la eficacia gestora del sistema a través de una
mayor integración orgánica y racionalización de las funciones de afiliación, recaudatorias y de
gestión de prestaciones.
Respecto a 9), que es preciso seguir luchando de forma decidida contra la economía irregular y
contra el uso inadecuado de la filiación al régimen de autónomos por trabajadores respecto de los
cuales se dan las características de trabajo ajeno y dependiente propias de la relación laboral.
Respecto a 10), que hay que seguir reforzando el principio contributivo como elemento básico
para preservar el equilibrio financiero del sistema.
Respecto a 11), que hay que tratar de que la edad real de jubilación se aproxime cada vez más a
la edad legal de jubilación, que es 65 años, actualmente voluntaria.
Respecto a 12), que es preciso reformular de manera integral las prestaciones de supervivencia
para cubrir de forma efectiva las necesidades familiares que se producen como consecuencia del
fallecimiento de una persona y mejorar sustancialmente las actuales prestaciones de viudedad de las
personas que no disponen de otros ingresos, en especial los mayores de 65 años.
Respecto a 13), que hay que mantener el principio de cuantías mínimas para las diferentes
modalidades de pensión y seguir avanzando en la mejora de las pensiones más bajas del sistema
contributivo.
Respecto a 14), que hay que seguir ahondando en las políticas que permitan avanzar hacia un
sistema complementario de asistencia y prestaciones externo a la Seguridad Social.
Las recomendaciones adicionales de la Comisión giran entorno a :
1. Nuevas formas de trabajo y desarrollo profesional, donde se apuesta por estudiar la situación de
los trabajadores afectados por las nuevas formas de organización del trabajo, en especial, la
extensión del trabajo a tiempo parcial, la incidencia del empleo temporal, o las nuevas posibilidades
de compatibilidad entre salario y pensión o subsidio y se insta a prever con antelación la existencia
de carreras profesionales de carácter irregular en las que se alternan periodos con cotizaciones con
situaciones de no participación en el mercado laboral.
2. Mujer y protección social, donde se estima conveniente que nuestro sistema responda más
adecuadamente a los retos que plantean los cambios del modelo familiar en España, se insta a
remover cuantos obstáculos sigan existiendo para una equiparación de los salarios realmente
percibidos a igual trabajo realizado por hombres y mujeres, se considera un objetivo prioritario
seguir avanzando en las políticas de conciliación de la vida laboral y familiar y se considera
necesario abordar las situaciones creadas por nuevas realidades familiares asociadas a la separación
o al divorcio de las parejas.
3. Dependencia, donde se estima necesario configurar un sistema integrado que aborde, desde la
perspectiva de la globalidad, el fenómeno de la dependencia.
4. Discapacidad, y aquí se recomienda, en cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 49 de la
Constitución, prestar una atención especial a los disminuidos físicos, psíquicos y sensoriales para el
disfrute de sus derechos en la materia, evitando cualquier tipo de discriminación y fomentando su
plena integración laboral y social, e
5. Inmigración, donde han de arbitrarse las medidas oportunas para que la afluencia de ciudadanos
de otros países se realice de modo que se garantice su incorporación al mercado de trabajo y al
sistema de protección social con plenitud de derechos y obligaciones.

Jurisprudencia Constitucional
1. Evolución histórica del sistema de Seguridad Social
" La Seguridad Social se ha convertido en una función del Estado. Efectivamente, el
mandato contenido en el artículo 41 de la Constitución Española dirigido a los poderes
públicos de mantener un régimen público de Seguridad Social que garantice la
asistencia y las prestaciones sociales suficientes en situaciones de necesidad supone
apartarse de concepciones anteriores de la Seguridad Social en que primaba el principio
contributivo y la cobertura de riesgos o contingencias. Si bien, en el sistema español
actual, se mantienen características del modelo contributivo, no es menos cierto que, al
tenor del mandato constitucional citado, el carácter de régimen público de la Seguridad
Social su configuración como función del Estado, y la referencia a la cobertura de
situaciones de necesidad - que habrán de ser precisadas en cada caso - implica que las
prestaciones de la Seguridad Social (...) no se presenten ya - y aún teniendo en cuenta la
pervivencia de notas contributivas - como prestaciones correspondientes y
proporcionales en todo caso a las contribuciones y cotizaciones de los afiliados, y
resultantes de un acuerdo contractual. El carácter público y la finalidad
constitucionalmente reconocida del sistema de la Seguridad Social supone que éste se
configure como un régimen legal, en tanto que las aportaciones de los afiliados, como
las prestaciones a dispensar, sus niveles y condiciones, vienen determinados, no por un
acuerdo de voluntades, sino por reglas que se integran en el ordenamiento jurídico y que
están sujetas a las modificaciones que el legislador introduzca". (STC 65/1987)
"La Constitución no ha deslegitimado el modelo preexistente de Seguridad que, en
buena parte, descansa aún sobre la consideración de las contingencias, de los eventos
dañosos que originan la protección dispensada" ( STC 38/1995 )
La forma flexible empleada por la Constitución en el artículo 41 "impide hablar de un modelo único
de Seguridad Social como conforme a aquélla" ( STC 37/1994 )
La Constitución "no cierra posibilidades para la evolución del sistema de Seguridad Social hacia
ámbitos desconocidos en la actualidad o hacia técnicas que hasta ahora no se han querido o podido
utilizar" ( STC 206/1997 )
"Del examen de la legislación vigente en el momento de aprobarse la Constitución se
constata que el sistema de Seguridad Social que hubieron de tener en consideración
nuestros constituyentes se estructuraba sobre un doble pilar: el principio contributivo y
la cobertura de riesgos que se hubieran efectivamente producido" ( STC 239/2002 )
"El edificio de la Seguridad Social se asienta, por las estrechas conexiones entre su
financiación y la política económica general, sobre difíciles equilibrios que explican el
tránsito paulatino desde la cotización por bases tarifadas anterior a 1972 al sistema de
equiparación parcial entre bases de cotización y salario real" ( STC 70/1991 )
2. Paralelismo entre cotización y prestación
"La existencia de una cotización igual no es elemento bastante para la exigencia de
iguales prestaciones, pues siendo cierto que nuestro sistema de Seguridad Social está
asentado en alguna medida sobre el principio contributivo, también lo es que la relación
automática entre cuota y prestación no es necesaria, destacando que desde el momento
en que la Seguridad Social se convierte en función del Estado la adecuación entre cuota
y prestación no puede utilizarse como criterio para determinar la validez de las normas"
( STC 121/1983 )
3. Función estatal
"El art. 41 de la C.E. convierte a la Seguridad Social en una función estatal en la que
pasa a ocupar una posición decisiva el remedio de situaciones de necesidad, pero tales
situaciones han de ser apreciadas y determinadas teniendo en cuenta el contexto general
en que se producen y en conexión con las circunstancias económicas, las
disponibilidades del momento y las necesidades de los distintos grupos sociales". ( STC
65/1987 )
4. Garantía institucional
"El artículo 41 impone a los poderes públicos la obligación de establecer - o mantener -
un sistema protector que se corresponda con las características técnicas de los
mecanismos de cobertura propios de un sistema de Seguridad Social"
"La Constitución consagra una institución protegiéndola contra alteraciones que puedan
desnaturalizar su esencia" ( STC 37/1994 )
5. Libertad del Legislador. Régimen legal, no contractual
"Salvada esta indisponible limitación, el derecho que los ciudadanos puedan ostentar en
materia de Seguridad Social es de estricta configuración legal, disponiendo el legislador
de libertad para modular la acción protectora del sistema, en atención a las
circunstancias económicas y sociales que son imperativas para la propia viabilidad y
eficacia de aquél". ( STC 37/1994 )
"Conviene recordar que, sobre todo en el plano internacional, resulta claro que la noción
Seguridad Social no puede predicarse de instituciones protectoras cuyo origen, tanto
como la extensión de la acción tutelar que dispensan, descansa en la autonomía de la
voluntad. La evolución del propio sistema español de Seguridad Social, los parámetros
del Derecho Comparado y, muy especialmente, los compromisos asumidos por España
en la materia ( cuyo valor interpretativo es claro, a la luz de lo dispuesto en el art.10.2
C.E. y de la consagración de la tutela frente a riesgos sociales como un derecho humano
) muestran cómo resulta un factor estructural, integrante mismo de la institución
Seguridad Social, el diseño legal imperativo de la acción protectora garantizada, de tal
suerte que queda excluida a sus beneficiarios la capacidad de decisión sobre las
fórmulas de protección, su extensión subjetiva potencial y su intensidad al margen de
los cauces legalmente establecidos. Cuando la voluntad privada resulta determinante
sobre los factores aludidos, sin salir del ámbito genérico de la "protección social", si nos
hallamos fuera del núcleo institucional de la Seguridad Social. No otras son las
consecuencias que se deducen del fundamental artículo 1 del Reglamento ( CEE ) núm.
1.248/92, del Consejo y del Convenio 102 O.I.T." ( STC 206/1997 )
6. Carácter público del sistema
"Debe apreciarse en relación con la estructura y el régimen del sistema en su conjunto"
y no queda comprometido por la existencia de "fórmulas de gestión o responsabilidad
privadas", siempre que las mismas tengan una importancia relativa en el conjunto de la
acción protectora de un sistema que ha de ser predominantemente público". ( STC
37/1994 )
7. Asistencia y prestaciones complementarias libres
Del artículo 41 de la Constitución deriva una necesaria separación entre el régimen público de la
Seguridad Social y las prestaciones complementarias libres basadas en una lógica contractual
privada y, en consecuencia, financiables en principio con fondos privados y a cargo de los
asegurados"."No sería constitucionalmente admisible el mantenimiento indefinido de una
protección mutualista privada sin base financiera, sin revisión de su nivel de prestaciones e
imputando sus pérdidas a la garantía del Estado, exigiendo a éste además un trato de favor frente a
otras entidades mutualistas funcionariales, incluso de naturaleza administrativa y de carácter
obligatorio" ( STC 208/1988 )
8. Asistencia social
"De la legislación vigente se deduce la existencia de una asistencia social externa al
sistema de Seguridad Social y no integrada en él, a la que ha de entenderse hecha la
remisión contenida en el artículo 148.1.20 C.E., y, por tanto, competencia posible de las
Comunidades Autónomas... Esta asistencia social aparece como un mecanismo
protector de situaciones de necesidad específicas, sentidas por grupos de población a los
que no alcanza aquél sistema y que opera mediante técnicas distintas de las de la
Seguridad Social. En el momento actual - con independencia de que la evolución del
sistema de Seguridad Social pueda ir en la misma dirección - es característica de la
asistencia social su sostenimiento al margen de toda obligación contributiva o previa
colaboración económica de los destinatarios o beneficiarios" ( STC 76/1986 )
"Resulta legítimo constitucionalmente que la Seguridad Social, en cuanto función del
Estado destinada a cubrir las situaciones de necesidad que puedan generarse, incluya en
su seno prestaciones de naturaleza no contributiva. Pero ello no abona que tal expansión
sobre el alcance que dicha materia tenía al aprobarse la Constitución merme o restrinja
el ámbito propio de la "asistencia social", pues esta tendencia que, de profundizarse,
incluso podría determinar el vaciamiento de ésta última materia, con el consiguiente
menoscabo de las competencias autonómicas, no ha sido querida por el constituyente
(...) Una interpretación del artículo 41 C.E. en el marco del bloque de
constitucionalidad, permite inferir la existencia de una asistencia social "interna" al
sistema de Seguridad Social y otra "externa" de competencia exclusiva de las
Comunidades Autónomas". ( STC 239/2002 )
"La Seguridad Social se configura (...) como un "régimen" legal, público e imperativo,
dirigido a paliar situaciones de necesidad, de modo que presenta una determinada
estructura protectora de los ciudadanos (...) Por el contrario, las prestaciones que las
Comunidades Autónomas puedan otorgar en materia de asistencia social no exigen ser
caracterizadas por su integración en un sistema unitario y permanente ni en el tiempo ni
en el espacio, pues la exclusividad de esta competencia permite a aquéllas optar por
configuraciones diferentes en sus territorios respectivos". ( STC 239/2002 )
"La mención separada del "régimen económico" como función exclusiva del Estado
trataba de garantizar la unidad del sistema de Seguridad Social y no sólo la unidad de su
regulación jurídica, impidiendo diversas políticas territoriales de Seguridad Social en
cada una de las Comunidades Autónomas (...) El principio de unidad presupuestaria de
la Seguridad Social significa la unidad de titularidad y por lo mismo la titularidad
estatal de todos los fondos de la Seguridad Social". (STC 124/1989 )
9. Asistencia y prestaciones sociales en caso de necesidad
"Acoger el estado o situación de necesidad como objeto y fundamento de la protección
implica una tendencia a garantizar a los ciudadanos un mínimo de rentas, estableciendo
una línea por debajo de la cual comienza a actuar la protección" ( STC 103/1983 )
10. Régimen económico de la Seguridad Social
"El designio perseguido con el acantonamiento del "régimen económico" dentro de la
competencia exclusiva del Estado no ha sido otro, con toda claridad, que el de preservar
la unidad del sistema español de Seguridad Social y el mantenimiento de un régimen
"público", es decir, único y unitario de Seguridad Social para todos los ciudadanos ( art.
41 ), que garantice al tiempo la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los
derechos y deberes en materia de Seguridad Social ( art.149.1.1 )" (STC 124/1989 )
11. Igualdad en la protección
"La identidad en el nivel de protección de todos los ciudadanos podrá constituir algo
deseable desde el punto de vista social, pero cuando las prestaciones derivan de
distintos sistemas o regímenes, cada uno con su propia normativa, no constituye un
imperativo jurídico" ( SSTC 103/1984 y 27/1988 ) "ni vulnera el principio de
igualdad". ( STC 77/1995 )
12. Distribución competencias
El artículo 41 C.E. "no es un precepto apto para atribuir competencias ni para decantarse a favor
de unos u otros centros de decisión entre cuantos integran el modelo de articulación del Estado
diseñado en el Título VIII de la Constitución. Es por ello un precepto neutro, que impone los
compromisos a que se han hecho referencia a los poderes públicos, sin prejuzgar cuáles pueden ser
éstos". ( STC 206/1997 )
"De nuestra doctrina se desprende, por consiguiente una triple apreciación. En primer
lugar, que la noción de nuestro derecho positivo en el momento de aprobarse la
Constitución acerca del régimen de Seguridad Social se sustentaba en la cobertura de
riesgos de carácter contributivo, no incluyendo en su ámbito la atención a otras
situaciones de necesidad. En segundo lugar, que el sistema de Seguridad Social, al
configurarse como una función de Estado, permite incluir en su ámbito no sólo a las
prestaciones de carácter contributivo, sino también a las no contributivas. Y, en tercer
lugar, que el art.41 C.E. hace un llamamiento a todos los poderes públicos para que
subvengan a paliar estas situaciones de necesidad, lo que ha de ser realizado por dichos
poderes públicos en el ámbito de sus respectivas competencias". ( STC 239/2002 )
El Estado tiene competencia exclusiva, por lo pronto, sobre la legislación básica de la Seguridad
Social, " sin perjuicio de la ejecución de sus servicios por las Comunidades Autónomas "
( art.149.1.17 C.E. ). Por legislación, el Tribunal Constitucional entiende acepción material y no
formal, comprensiva de la potestad legislativa y de la potestad reglamentaria. Incluye, pues, los
reglamentos ejecutivos, desarrollo de la ley y complementarios de la misma ( STC 18/1982 ). Por
legislación básica, hay que entender los "criterios generales ( los principios, bases y directrices ) de
regulación de un sector del ordenamiento jurídico o de una materia jurídica , que deben ser comunes
a todo el Estado" ( STC 32/1981 )
Las técnicas de protección social ( públicas o privadas ) externas al sistema no están afectadas
constitucionalmente por el título competencial del artículo 149.1.17 CE.
En cuanto al "régimen económico" de la Seguridad Social, "la mención separada del "régimen
económico" como función exclusiva del Estado trataba de garantizar la unidad del sistema de
Seguridad Social y no solo la unidad de su regulación jurídica, impidiendo diversas políticas
territoriales de Seguridad Social en cada una de las Comunidades Autónomas" ( STC 124/1989 )
"Es competencia exclusiva del Estado, ejercida a través de la Tesorería General de la
Seguridad Social, la gestión de los recursos económicos y la administración financiera
del sistema, lo que implica admitir constitucionalmente que " el Estado ejerce no sólo
facultades normativas sino también facultades de gestión o ejecución del régimen
económico de los fondos de seguridad social destinados a los servicios o a las
prestaciones de la Seguridad Social ( en la Comunidad Autónoma correspondiente ) "
( SSTC 124/1989 y 16/1996).
Para una información más amplia puede consultarse la bibliografía básica que se inserta.

Sinopsis artículo 42
Precedentes
La Constitución de 1931 reconoció el derecho a emigrar, sin más sujeción que las limitaciones que
la ley estableciese ( art. 31 ) y añadió que su legislación social habría de regular, entre otras cosas,
las condiciones del obrero español en el extranjero ( art. 46 )
Elaboración del precepto
En el Anteproyecto constitucional no figuraba ningún precepto referido a la emigración. Éste se
incluye en el Informe de la Ponencia de la Comisión constitucional del Congreso de los Diputados.
Desde la primera aparición a la redacción definitiva, acordada por la Comisión Mixta Congreso-
Senado, el cambio más importante afecta al "retorno", que era referido en redacciones previas con
los términos, menos acertados, de "reingreso y reinserción de los trabajadores españoles
emigrados".
Derecho Comparado
El artículo 35 de la Constitución Italiana de 1947 establece que "la República ...reconoce la libertad
de emigración y... tutela el trabajo italiano en el extranjero".
Introducción
1. La Constitución no reconoce ni establece, expresamente, un derecho a emigrar. La
emigración, ya sea considerada como elección individual o como fenómeno social, es una
consecuencia lógica del "derecho a entrar y salir libremente de España", consagrado en el artículo
19 como fundamental. Al Estado le corresponde, en cualquier caso, (i) "velar especialmente por la
salvaguardia de los derechos económicos y sociales de los trabajadores españoles en el extranjero"
y (ii) "orientar su política hacia su retorno". Estas dos obligaciones, con el alcance que se les quiera
dar, han de ser, ciertamente, principios rectores de la política social y económica"
2. La emigración ha cambiado de cara, significativamente, en los últimos veinticinco años. Los
constituyentes tenían presente, en el momento de elaborar la Constitución, la tradición histórica de
España como país de emigración, la importancia del exilio que siguió a la Guerra Civil, como hecho
histórico relativamente reciente, y la crisis económica de los años setenta. Hoy la situación, como
bien sabemos, es bastante distinta, y España ha de afrontar, como uno de sus principales retos
políticos, asumir el fenómeno inverso de la inmigración.
3. En cualquier caso, en relación a los emigrantes y para hacer cumplir con las dos obligaciones
antes referidas, se han adoptado medidas legislativas (i) respecto de la participación política , y así
la propia Constitución, en su artículo 68.5 establece que "la ley reconocerá y el Estado facilitará el
ejercicio del derecho de sufragio a los españoles que se encuentren fuera del territorio de España",
precisión desarrollada luego en la normativa electoral y (ii) respecto a la cualidad de nacional, en
las reformas del Código Civil en materia de nacionalidad de 1982, 1990 y 1995, se han tenido en
cuenta, particularmente, la especial situación de los emigrantes.
4. En cuanto a las normas internacionales que resultan de aplicación a la emigración, las más
relevantes son :
- el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948
- el Convenio 97 de la Organización Universal del Trabajo, relativo a la discriminación en materia
de empleo y ocupación, de 1958
- el Convenio 117 de la Organización Internacional del Trabajo, relativo a las normas y objetivos
básicos de la política social, de 1968,
- la Carta Social Europea, de 1978
- el Convenio Europeo de Trabajadores Emigrantes, de 1977 y
- el Convenio Europeo de Seguridad Social, de 1972
Así mismo, hay normativa comunitaria en materia de aplicación de los regímenes de seguridad
social a los trabajadores por cuenta ajena, a los trabajadores por cuenta propia y a los miembros de
sus familias que se desplacen en el interior de la Comunidad.

Legislación
1. La Ley 33/ 1971, de 21 de julio, preconstitucional, concreta el régimen legal de la emigración en
España, y lo hace, según Cases, consagrando una serie de principios y objetivos ( en buena parte
continuadores de los que inspiraron la legislación durante la década de los sesenta, y también, en
buena parte, aún vigentes, aunque no en su totalidad ) que son (i) combinar la libertad de emigrar
con el derecho del Estado a dirigir, regular y controlar las corrientes migratorias, (ii) regular la
emigración asistida, para evitar la emigración clandestina, (iii)
organizar un sistema asistencial, a favor de los emigrantes, (iv) crear un sistema educativo para que
los hijos de los trabajadores emigrantes pudiesen recibir clases del idioma y cultura de origen de sus
padres, (v) implantar, a través de un conjunto bastante disperso de normas legales, una política de
apoyo al retorno y (vi) establecer un mecanismo de fomento para canalizar hacia España el ahorro
de los emigrantes
2. Según la ley, "emigrante" es el español que se traslada a un país extranjero con el fin de trabajar
en él de manera estable o temporal siempre que en su ejecución o a determinados efectos hayan de
observarse, total o parcialmente, disposiciones laborales o de Seguridad Social que rijan en dicho
país o en España ( Art.1.2. Ley 33/1971, de 21 de julio, de Emigración )
3. La normativa de salvaguardia de derechos económicos y sociales de los emigrantes y la política
orientada hacia su retorno, que pide la Constitución, se centra especialmente en medidas de tutela y
control y su ámbito se extiende a:
- los emigrantes considerados individual y colectivamente, y
- sus familiares cuando estén a su cargo o bajo su dependencia.
4. El Estado tiene competencia exclusiva en materia de emigración ( artículo 149.1.2 CE ).
Las competencias en materia de emigración se asumen por el Ministerio de Trabajo y Asuntos
Sociales, a través de la Dirección General de Ordenación de las Migraciones, sin perjuicio de las
que le corresponden al Ministerio de Asuntos Exteriores ( Reales Decreto 1888/1996 y 1473/2000).
a) a la Dirección General de Asuntos Consulares y protección de los españoles en el extranjero
corresponde la propuesta y ejecución de la política de protección en este ámbito, así como la
asistencia social en materia de repatriación, la coordinación del censo electoral de residentes
ausentes, la participación electoral de los españoles en el exterior y el seguimiento de los consejos
de residentes en el extranjero.
b) a la Dirección General de Ordenación de las Migraciones corresponde la protección, ayuda y
asistencia de los españoles en el extranjero, en particular:
- el apoyo técnico a la relación del Consejo General de la Emigración con otras Administraciones
- el impulso de la promoción educativa y cultural de los emigrantes
- la programación, orientación y asistencia a los trabajadores españoles que se trasladan y residen en
el extranjero y a los familiares a su cargo
- la organización y asistencia de las campañas de empleo temporal, de temporada y de emigración
cualificada
- la promoción y apoyo a los programas de libre circulación de los trabajadores, y
- la gestión de las pensiones asistenciales por ancianidad para los emigrantes españoles
c) al Instituto de Migraciones y Servicios Sociales compete, en fin, la asistencia técnica a los
programas de cooperación internacional de mayores y discapacitados.
5. La intervención de estos organismos se desarrolla en distintos momentos:
A. Antes del desplazamiento
Los servicios que pueden prestarse a los emigrantes y a sus familiares antes de su salida al
extranjero son los siguientes:
- gestión, tramitación y expedición gratuita de la documentación necesaria para emigrar
- cobertura de posibles riesgos como accidentes de trabajo cuando se trate de operaciones realizadas
por la Dirección General de Ordenación de Migraciones o asistidas por ella.
- asesoramiento legal a las empresas que desplazan personal al exterior sobre el cumplimiento de
sus obligaciones laborales y de Seguridad Social.
B. Durante los desplazamientos
Los trabajadores emigrantes y sus familias pueden ser asistidos por la Seguridad Social española (i)
durante los viajes de salida y regreso de la emigración y (ii) durante los desplazamientos temporales
a España
C. Permanencia en el extranjero
Durante la estancia de los emigrantes en el extranjero, sus cauces de participación institucional en la
vida española se canalizan a través de los Consejos de Residentes Españoles y del Consejo General
de Emigración.
La protección social de los trabajadores emigrantes españoles en países donde desarrollen su
actividad laboral puede realizarse (i) mediante convenios bilaterales sobre Seguridad Social
suscritos entre España y el país de que se trate o (ii) en ausencia de convenio internacional, a través
de la suscripción de un convenio especial con la Seguridad Social.
En cuanto a las medidas asistenciales, éstas se refieren a (i) pensiones para ancianos residentes en el
extranjero y (ii) acceso a diversas ayudas de integración socio laboral y de orientación profesional y
de promoción educativa.
D. Retorno o repatriación
El regreso definitivo a España del trabajador emigrante se denomina retorno cuando lo realiza por
sus propios medios y repatriación cuando se realiza bajo la tutela y por cuenta total o parcial del
Estado. Las normas prevén la necesidad de facilitar la reincorporación del emigrante a la vida
laboral y el reconocimiento de las prestaciones correspondientes de Seguridad Social.
Jurisprudencia
No hay jurisprudencia constitucional relevante sobre la materia
Pueden consultarse, además, las referencias bibliograficas que se insertan.

Sinopsis artículo 43
Precedentes
Lo más cercano a un precedente en materia de protección de la salud en el constitucionalismo
español se encuentra en el artículo 46.2 de la Constitución de 1931, según el cual "la legislación
social ( de la República ) regulará las casos de seguro de enfermedad...", sin que existan referencias
a la práctica deportiva o a la utilización del ocio.
Elaboración del precepto
El artículo 43 no tuvo un proceso de elaboración accidentada. Por el contrario, apenas si sufrió
cambios desde la primera redacción del Anteproyecto Constitucional hasta la versión que aprobó la
Comisión Constitucional del Senado, que ya sería la definitiva.
Derecho Comparado
El artículo 32 de la Constitución italiana de 1947 establece que "La república tutela la salud como
derecho fundamental de individuo y garantiza el tratamiento médico gratuito a los indigentes. No
puede obligarse a nadie a un determinado tratamiento sanitario sino por disposición de la ley, la cual
en ningún caso podrá violar los límites impuestos por el respeto de la persona humana".

A) LA SALUD
Introducción
La Constitución Española de 1978, en su artículo 43, reconoce el derecho a la protección de la
salud, encomendando a los poderes públicos ( " concepto genérico que incluye a todos aquellos
entes ( y sus órganos ) que ejercen un poder de imperio, derivado de la soberanía del Estado y
procedente, en consecuencia, a través de una mediación más o menos larga, del propio pueblo" STC
35/1983, de 11 de mayo ) organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de
las prestaciones y servicios necesarios. En su artículo 41, de indudable conexión temática con el
artículo comentado, la Constitución establece que los poderes públicos mantendrán un régimen
público de Seguridad Social para todos los ciudadanos, que garantice la asistencia y prestaciones
sociales suficientes ante situaciones de necesidad. A su vez, el artículo 38.1.a) de la Ley General de
la Seguridad Social incluye dentro de la acción protectora del ámbito de la Seguridad Social "la
asistencia sanitaria en los casos de maternidad, de enfermedad común o profesional y de accidentes,
sean o no de trabajo". En fin, el título VIII del texto constitucional diseña una nueva organización
territorial del Estado que posibilita la asunción por las Comunidades Autónomas de competencias
en materia de sanidad, reservando para aquél la sanidad exterior, la regulación de las bases y la
coordinación general de la sanidad y la legislación sobre productos farmacéuticos. Al amparo de las
previsiones constitucionales y de los respectivos Estatutos de Autonomía, todas las Comunidades
Autónomas han asumido paulatinamente competencias en materia de sanidad. Este proceso se ha
completado con un modelo estable de financiación, a través de la aprobación de la Ley 21/2001, de
27 de diciembre, por la que se regulan las medidas fiscales y administrativas del nuevo sistema de
financiación de las Comunidades Autónomas de régimen común y Ciudades con Estatuto de
Autonomía.
En el plano comunitario, el artículo 152 del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea
establece (i) que al definirse y ejecutarse todas las políticas y acciones de la Comunidad se
garantizará un alto nivel de protección de la salud humana, (ii) que la acción de la Comunidad, que
complementará las políticas nacionales, se encaminará a mejorar la salud pública, prevenir las
enfermedades humanas y evitar las fuentes de peligro para la salud humana, y (iii) que la
Comunidad fomentará la cooperación entre los Estados miembros en los ámbitos relativos a la salud
pública.
Legislación
1.La Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad, tiene como objetivo primordial establecer la
estructura y el funcionamiento del sistema sanitario público en el nuevo modelo político y territorial
que deriva de la Constitución de 1978. Según su artículo 1, su objeto consiste en la regulación
general de todas las acciones que permitan hacer efectivo el derecho a la protección de la salud
reconocido en el artículo 43 y concordantes de la Constitución. La ley tiene la condición de norma
básica, en el sentido del artículo 149.1.16 de la Constitución, y es de aplicación en todo el territorio
nacional.
2. Titulares de los derechos a la protección de la salud y a la atención sanitaria son:
a) todos los españoles y los extranjeros en el territorio nacional, en los términos previstos en el
artículo 12 de la Ley Orgánica 4/2000.
b) los nacionales de los Estados miembros de la Unión Europea que tienen los derechos que resulten
del derecho comunitario europeo y de los tratados y convenios que se suscriban por el Estado
español y les sean de aplicación, y
c) los nacionales de Estados no pertenecientes a la Unión Europea que tienen los derechos que les
reconozcan las leyes, los tratados y convenios suscritos.
tal como resulta de la modificación introducida en la Ley General de Sanidad, que contenía un
ámbito subjetivo algo menos extenso, por la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del
Sistema Nacional de Salud.
3. A todos se les reconocen, con respecto a las distintas administraciones públicas sanitarias, una
serie de derechos ( art. 10 ), como el respeto a la personalidad, dignidad e intimidad, a la no
discriminación, a la información, a la confidencialidad, a la asignación de médico, a participar en
las actividades sanitarias, o a utilizar vías de reclamación y propuestas de sugerencias, entre otros y
se establecen, así mismo, una serie de obligaciones ( art. 11 ) , como cumplir con las prescripciones
generales de naturaleza sanitaria, comunes a toda la población, o responsabilizarse del uso adecuado
de las prestaciones ofrecidas por el sistema sanitario. En este punto hay que mencionar la
importante Ley 41/2002, de 14 de noviembre, ley básica reguladora de la autonomía del paciente y
de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica que completa las
previsiones que la Ley General de Sanidad enuncia como principios generales. Esta ley refuerza y
da un trato especial al derecho de la autonomía del paciente, y concede una especial atención a las
instrucciones previas, que contemplan los deseos del paciente expresados con anterioridad dentro
del ámbito del consentimiento informado. En cuanto al derecho a la información, como derecho del
ciudadano cuando demanda la atención sanitaria, éste ha sido objeto en los últimos años de diversas
matizaciones y ampliaciones por leyes y disposiciones de distinto tipo y rango. Así, la Ley Orgánica
15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal, califica a los datos
relativos a la salud de los ciudadanos como datos especialmente protegidos, estableciendo un
régimen especialmente riguroso para su obtención, custodia y eventual cesión.
4. Según la Ley General de Sanidad, los poderes públicos orientarán sus políticas de gasto sanitario
en orden a corregir desigualdades sanitarias y garantizar la igualdad de acceso a los servicios
sanitarios públicos en todo el territorio español, según lo dispuesto en los artículos 9.2 y 158.1 de la
Constitución. ( art.12 ). Las normas de utilización de los servicios sanitarios serán iguales para
todos, independientemente de la condición en la que se acceda a los mismos. ( art.16 )
5. Son competencia exclusiva del Estado la sanidad exterior y las relaciones y acuerdos sanitarios
internacionales ( art. 38 ). Las Comunidades Autónomas ejercerán las competencias asumidas en los
Estatutos y las que el Estado les transfiera o, en su caso, les delegue ( art. 41 ). Las decisiones y
actuaciones públicas previstas en esta Ley que no se hayan reservado expresamente al Estado se
entenderán atribuidas a las Comunidades Autónomas ( art. 41.2 )
6. Todas las estructuras y servicios públicos al servicio de la salud se integrarán en el Sistema
Nacional de Salud, conjunto de servicios de salud de la Administración del Estado y de los
servicios de salud de las Comunidades Autónomas en los términos establecidos en la Ley ( art. 44 ),
que tiene como características fundamentales:
a) la extensión de sus servicios a toda la población
b) la organización adecuada para prestar una atención integral a la salud
c) la coordinación y, en su caso, la integración de todos los recursos sanitarios públicos en un
dispositivo único.
d) la financiación mediante recursos de las Administraciones Públicas, cotizaciones y tasas por la
prestación de determinados servicios.
e) la prestación de una atención integral de la salud, procurando altos niveles de calidad
debidamente evaluados y controlados. ( art. 46 )
7. En cada Comunidad Autónoma se constituirá un servicio de salud integrado por todos los centros,
servicios y establecimientos de la propia Comunidad, Diputaciones y Ayuntamientos y cualesquiera
otras Administraciones territoriales intracomunitarias, que estará gestionado bajo la responsabilidad
de la respectiva Comunidad Autónoma. ( art. 50 )
8. Las Comunidades Autónomas delimitarán y constituirán en su territorio demarcaciones
denominadas áreas de salud, que son las estructuras fundamentales del sistema sanitario,
responsabilizadas de la gestión unitaria de los centros y establecimientos del servicio de salud de la
Comunidad Autónoma en su demarcación territorial y de las prestaciones y programas sanitarios a
desarrollar por ellos ( art. 56 )
9. El Estado y las Comunidades Autónomas aprobarán planes de salud en el ámbito de sus
respectivas competencias y podrán establecer planes de salud conjuntos ( arts. 70 y 71 )
10. La financiación de la asistencia sanitaria prestada se realizará con cargo a:
a) cotizaciones sociales
b) transferencias del Estado
c) tasas por la prestación de determinados servicios
d) aportaciones de las Comunidades Autónomas y de las Corporaciones Locales
e) tributos estatales cedidos ( Ley 21/2001 )
11. Se reconoce el derecho al libre ejercicio de las profesiones sanitarias, de acuerdo con lo
establecido en los artículos 35 y 36 de la Constitución ( art. 88 ). En este punto hay que citar la Ley
44/2003, de 21 de noviembre, de ordenación de las profesiones sanitarias, que tiene por objeto la
regulación de los aspectos de las profesiones sanitarias tituladas en lo que se refiere a su ejercicio
por cuenta propia o ajena, a la estructura general de la formación de los profesionales, al desarrollo
profesional de éstos y a su participación en la planificación y ordenación de las profesiones
sanitarias. Las disposiciones de la ley son aplicables tanto si la profesión se ejerce en los servicios
sanitarios públicos como en el ámbito de la sanidad privada. También ha de tenerse en cuenta la Ley
55/2003, de 16 de diciembre, del Estatuto Marco del personal estatutario de los servicios de salud,
que tiene por objeto establecer las bases reguladoras de la relación funcionarial especial del
personal estatutario de los servicios de salud que conforman el Sistema Nacional de Salud, a través
del Estatuto Marco de dicho personal. En fin, y de igual modo, en la Ley General de Sanidad se
reconoce la libertad de empresa en el sector sanitario, conforme al artículo 38 de la Constitución
( art. 89 ) y la posibilidad para las Administraciones públicas sanitarias, en el ámbito de sus
respectivas competencias, de establecer conciertos para la prestación de servicios sanitarios con
medios ajenos a ellas ( art. 90 )
12. Corresponde, según la ley, a la Administración sanitaria del Estado, valorar la idoneidad
sanitaria de los medicamentos y demás productos y artículos sanitarios ( art. 90 ). En relación con lo
dispuesto en este precepto, la Ley 25/1990, de 20 de diciembre del Medicamento, trata de contribuir
a la existencia de medicamentos seguros, eficaces y de calidad, correctamente identificados y con
información apropiada, para lo que establece:
a) el principio de intervención pública, sometiendo la comercialización de medicamentos a
autorización sanitaria y registro previo
b) una lista cerrada de medicamentos legales
c) las condiciones a las que debe ajustarse la investigación de medicamentos
d) los criterios que deben regir el proceso de evaluación, previo a la autorización, de la especialidad
farmacéutica
e) las condiciones de la fabricación y del tráfico exterior
f) la vigilancia de las reacciones adversas
g) la revisión de medicamentos
La prestación de medicamentos por el Sistema Nacional de Salud a precios razonables y con un
gasto público ajustado se posibilita mediante la financiación pública selectiva y no indiscriminada y
una selectiva contribución de los enfermos.
13. En cuanto a las oficinas de farmacia, consideradas como establecimientos sanitarios, la Ley
General de Sanidad prevé que estarán sujetas a la planificación sanitaria en los términos que
establezca la legislación especial de medicamentos y farmacia ( art. 103 ). En cumplimiento de esta
previsión, la Ley 16/1997, de 25 de abril, de regulación de servicios de las oficinas de farmacia, que
tiene su origen en el Real Decreto-ley 11/1996, se propone adecuar la normativa reguladora del
sector ( vigente desde 1978 ) a las nuevas necesidades y mejorar la atención farmacéutica a la
población, mediante una serie de medidas como:
a) la regulación de la definición ( establecimientos sanitarios privados de interés público, sujetos a
la planificación sanitaria que establezcan las Comunidades Autónomas, en las que el farmacéutico
titular-propietario de las mismas, asistido, en su caso, de ayudantes o auxiliares, deberá prestar una
serie de servicios básicos - relativos a adquisición de medicamentos, vigilancia y control de recetas,
garantía de atención farmacéutica, entre otras muchas - a la población ) y las funciones de las
oficinas de farmacia
b) la fijación de los criterios básicos para la ordenación farmacéutica que deberán abordar las
Comunidades Autónomas tomando como referencia a las unidades básicas de atención primaria
c) la simplificación y ordenación de los expedientes de autorización de apertura
d) la regulación de la transmisión de las oficinas de farmacia
e) la exigencia de la presencia constante de un farmacéutico en la actividad de dispensación
f) la flexibilización del régimen de jornada y horario de apertura de estos establecimiento,
otorgando el carácter de mínimos a los horarios oficiales que, en garantía de los usuarios, puedan
fijar las Comunidades Autónomas.
14. Algo más de diez años después de la aprobación de la Ley General de Sanidad, el Pleno del
Congreso de los Diputados, en su sesión del día 18 de diciembre de 1997, aprobó, sin
modificaciones, el texto del acuerdo de la Comisión de Sanidad y Consumo, relativo al Informe de
la Subcomisión creada en el seno de dicha Comisión para avanzar en la consolidación del Sistema
Nacional de Salud mediante el estudio de las medidas necesarias para garantizar un marco
financiero estable y modernizar el sistema sanitario manteniendo los principios de universalidad y
equidad en el acceso. Las propuestas de la Subcomisión, fruto de las numerosas comparecencias
que se sucedieron ante la misma y del debate y reflexión de sus miembros, se articularon en torno a
cuatro grandes capítulos y consistieron:
En cuanto a aseguramiento y prestaciones, (i)consolidar el aseguramiento sanitario universal, (ii)
garantizar las prestaciones sanitarias, (iii) instrumentar alternativas para la asistencia socio sanitaria,
y (iv) desarrollar nuevas fórmulas para la racionalización de la prestación farmacéutica
En cuanto a la financiación sanitaria, (i) asegurar un marco financiero estable, y (ii) garantizar la
suficiencia financiera y la equidad territorial,

En cuanto a organización y gestión, (i) orientar el sistema sanitario a las necesidades de salud, (ii)
impulsar la autonomía de gestión, (iii) atender las preferencias de los usuarios y
(iv) potenciar el protagonismo de los profesionales
En cuanto a coordinación territorial, (i) completar la descentralización territorial, (ii) promover la
cooperación y la coordinación territorial y (iii) reforzar el Consejo Interterritorial
Alguna de las preocupaciones que motivaron el inicio de los trabajos de la Subcomisión, así como
alguna de sus conclusiones aprobadas se han plasmado en las dos leyes que se refieren a
continuación:
15. La Ley 15/1997, de 25 de abril, desarrollada por el Real Decreto 29/2000 de 14 de enero,
establece que la gestión de los centros y servicios sanitarios y socio sanitarios puede llevarse a cabo
de forma directa ( la tradicional en las instituciones sanitarias de la Seguridad Social ) o
indirectamente, a través de cualesquiera entidades de naturaleza o titularidad públicas admitidas en
Derecho ( empresas públicas, consorcios, fundaciones u otras entidades de naturaleza o titularidad
pública ). Se habilita al gobierno y a los órganos de gobierno de las Comunidades Autónomas - en
los ámbitos de sus respectivas competencias - para determinar las formas jurídicas, órganos de
dirección y control, régimen de garantías de la prestación, financiación y peculiaridades en materia
de personal de las entidades que se creen para la gestión de los centros y servicios mencionados. La
prestación y gestión de los servicios sanitarios y socio sanitarios podrá llevarse a cabo, además de
con medios propios, mediante acuerdos, convenios o contratos con personas o entidades públicas o
privadas, en los términos previstos en la Ley General de Sanidad.
Con el fin de acomodar la LOFAGE ( Ley 6/1997, de 14 de abril ) a las peculiaridades del ámbito
sanitario y preservar el carácter estatutario del régimen jurídico de su personal , se incluyó en la
Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de Medidas, la regulación de las fundaciones públicas sanitarias.
16. Por su parte, la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de
Salud establece, a la luz de la experiencia habida desde la aprobación de la Ley General de Sanidad,
acciones de coordinación y cooperación de las Administraciones públicas sanitarias como medio
para asegurar a los ciudadanos el derecho a la protección de la salud, con el objetivo común de
garantizar la equidad, la calidad y la participación social en el Sistema Nacional de Salud. Sin
perjuicio de este objetivo general, la ley contiene también normas aplicables a todo el sistema
sanitario español, no sólo a la sanidad pública, en la medida en que, por imperativo del artículo 43.2
de la Constitución, incumbe también a los poderes públicos ejercer un control sobre la sanidad
privada, en relación con las actividades de información, salud pública, formación e investigación y
en materia de garantías de seguridad y de calidad.
17. La ley regula la ordenación de las prestaciones y define el catálogo de prestaciones como el
conjunto de servicios preventivos, diagnósticos, terapéuticos, rehabilitadores y de promoción de la
salud dirigidos a los ciudadanos, que comprende las prestaciones de salud pública, atención
primaria y especializada, socio sanitaria, urgencias, farmacia, ortoprótesis, productos dietéticos y
transporte sanitario ( art. 7 ), al que se incorporan, además, las prestaciones contempladas por el
Real Decreto 63/1995, de 20 de enero, de Ordenación de Prestaciones Sanitarias del Sistema
Nacional de Salud
18. En cuanto a la garantía de las prestaciones conviene destacar (i) la previsión de la existencia de
servicios de referencia para la atención de aquellas patologías que precisen de alta especialización
profesional o elevada complejidad tecnológica, o cuando el número de casos a tratar no sea elevado
y pueda resultar aconsejable, en consecuencia, la concentración de los recursos diagnósticos y
terapéuticos, y (ii) la necesaria extensión de las garantías de seguridad y calidad de las prestaciones,
más allá del ámbito estricto del Sistema Nacional de Salud, a la totalidad del sistema sanitario,
incluidos, por tanto, los centros y servicios privados.
19. El acceso de los ciudadanos a las prestaciones de atención sanitaria que proporciona el Sistema
Nacional de Salud se facilitará a través de la Tarjeta Sanitaria Individual, como documento
administrativo que acredita determinados datos de su titular ( art. 57 ).
20. La ley aborda una reordenación del ejercicio de las competencias que con carácter exclusivo
corresponden al Estado en materia de evaluación, registro, autorización, vigilancia y control de los
medicamentos y de los productos sanitarios
21. La ley contiene, también, principios referidos a la planificación y formación de los profesionales
de la sanidad, así como al desarrollo y a la carrera profesional y a la movilidad dentro del Sistema
Nacional de Salud.
22. Las normas que sobre investigación contiene la ley van dirigidas a ordenar, en el ámbito
sanitario, la actividad investigadora de los órganos competentes de la Administración General del
Estado. En cuanto al Instituto de Salud Carlos III, creado por la Ley General de Sanidad, se precisan
en la ley sus cometidos en materia de fomento de la investigación en salud.
23. La ley encomienda al Ministerio de Sanidad y Consumo el establecimiento de un sistema de
información sanitaria que garantice la disponibilidad de la información y la comunicación
recíprocas entre la Administración sanitaria del Estado y la de las Comunidades Autónomas ( art. 53
).
24. La ley aborda las actuaciones coordinadas del Estado y de las Comunidades Autónomas en
materia de salud pública y de seguridad alimentaria ( art. 65 ).
25. La participación de los ciudadanos y de los profesionales en el Sistema Nacional de Salud, se
articula principalmente a través del Consejo de Participación Social del Sistema Nacional de Salud,
dependiente del Ministerio de Sanidad y Consumo ( art. 67 ).
26. El Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, creado por la Ley General de Sanidad,
se regula en el capítulo X de la ley, con lo que se deroga el artículo 47 de la mencionada Ley. El
Consejo, órgano permanente de coordinación, cooperación, comunicación e información de los
servicios de salud, entre ellos y con la Administración del Estado, tiene como finalidad promover la
cohesión del Sistema Nacional de Salud a través de la garantía efectiva de los derechos de los
ciudadanos en todo el territorio del estado ( art. 69 ).
27. Por lo que respecta a la Alta Inspección, esta se regula en términos análogos a los contenidos en
el artículo 43 de la Ley General de Sanidad, que se deroga, si bien se incorporan entre sus funciones
algunas inequívocamente propias de la inspección que corresponde al Estado y que no se recogían
en aquella Ley.
Jurisprudencia
"De la interpretación sistemática de todos esos preceptos se infiere la exigencia constitucional de
que exista un sistema normativo de la sanidad nacional, puesto que los derechos que en tal sentido
reconoce la Constitución en los artículos 43 y 51 o, complementariamente, en otros como el 45.1,
que reconoce el derecho que todos tienen a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el
desarrollo de la persona, pertenecen a todos los españoles y a todos se les garantiza por el Estado la
igualdad en las condiciones básicas para el ejercicio de los mismos". ( STC 32/1983, de 28 de
abril )
"Son numerosísimas las normas de nuestro Derecho que disciplinan, regulan y limitan el ejercicio
de profesiones y oficios, imponiendo para ello multitud de requisitos diversos, entre los cuales se
cuenta, por ejemplo, para determinadas profesiones, y entre ellas la de farmacéutico, la posesión de
un determinado título académico y/o la afiliación a un Colegio profesional. Nada hay, por tanto, en
la Constitución que excluya la posibilidad de regular y limitar el establecimiento de oficinas de
farmacia, como tampoco nada que impida prohibir que se lleve a cabo fuera de estas oficinas la
dispensación al público de especialidades farmacéuticas, pues el Legislador puede legítimamente
considerar necesaria esta prohibición o aquella regulación para servir otras finalidades que estima
deseables." ( STC 83/1984, de 24 de julio )
"Es claro que la regulación de estas profesiones ( profesiones tituladas a las que se refiere el
artículo 36 de la CE ), en virtud de ese mandato legal, está expresamente reservada a la ley.
También es claro, sin embargo, que dada la naturaleza del precepto, esta reserva específica es bien
distinta de la general que respecto de los derechos y libertades se contiene en el artículo 53.1 de la
CE y que, en consecuencia, no puede oponerse aquí al legislador la necesidad de preservar ningún
contenido esencial de derechos y libertades que en ese precepto no se proclaman, y que la
regulación del ejercicio profesional, en cuanto no choque con otros preceptos constitucionales,
puede ser hecha por el legislador en los términos que tenga por conveniente." ( STC 83/1984, de 24
de julio )
"Hay que recordar que la propia Constitución contiene un mandato a los poderes públicos para que
fomenten la educación física y el deporte ( art. 43.3 CE ) y que ambas actividades aparecen, por otra
parte, estrechamente vinculadas con la salud - a la que se refiere el apartado 1 del mismo art. 43 CE.
De suerte que no sólo son un medio para su mantenimiento, sino que permite evitar las
repercusiones negativas que sobre la misma puede tener un ejercicio no adecuado de las diversas
actividades físicas y deportivas, especialmente en aquellos deportes cuyo ejercicio conlleva un
riesgo muchas veces no pequeño." ( STC 194/1998 de 1 de octubre )
B) EL DEPORTE
Introducción

El tercer apartado del artículo 43 de la Constitución establece como principio rector de la política
social y económica el fomento, que corresponde a los poderes públicos, de la educación, sanitaria,
la educación física y el deporte, así como la obligación de facilitar la adecuada utilización del ocio.
Muchas han sido las críticas sobre la sistemática de este precepto ( escinde la educación física de la
educación, separa la educación de la protección de la salud, parece reducir o asimilar el ocio a la
educación física y al deporte ) y también las discusiones acerca de si la acción de fomento, en estos
ámbitos, ha de entenderse en un sentido técnico-jurídico o de forma flexible, teleológica, como
mandato genérico de acción pública de difusión del deporte y de la práctica deportiva.
En cualquier caso, la Constitución, en línea con otros textos constitucionales modernos, como el
portugués, se hace eco de la importancia del fenómeno deportivo y de la conexión del mismo
conexión con la salud de los ciudadanos.
Así mismo, y conforme al esquema competencial de la Constitución, las Comunidades Autónomas
han respondido al mandato constitucional de fomento del deporte, lo que se pone de manifiesto al
comprobar que la mayoría de la Comunidades Autónomas cuenta ya con una norma de rango legal
reguladora del deporte

Legislación
1. La Ley 10/1990, de 15 de octubre, del Deporte, que tiene por objeto la ordenación del deporte, de
acuerdo con las competencias que le corresponden a la Administración del Estado, establece al
respecto los siguientes principios generales:
(i) La práctica del deporte es libre y voluntaria.
(ii) El deporte, como factor fundamental de la formación y del desarrollo integral de la
personalidad, constituye una manifestación cultural que será tutelada y fomentada por los poderes
públicos del Estado ( art. 1 )
(iii) La Administración del Estado coordinará con las Comunidades Autónomas y, en su caso, con
las Corporaciones Locales, aquellas competencias que puedan afectar, directa y manifiestamente a
los intereses generales del deporte en el ámbito nacional ( art. 2 )
(iv) La programación general de la enseñanza incluirá la educación física y la práctica del deporte
( art. 3 )
(v) La educación física se impartirá como materia obligatoria en todos los niveles y grados
educativos previos al de la enseñanza de carácter universitario ( art. 3 )
(vi) Todos los centros docentes, públicos o privados, deberán disponer de instalaciones deportivas
para atender la educación física y la práctica del deporte, en las condiciones que se determinen
reglamentariamente ( art. 3 )
(vii) El deporte de alto nivel se considera de interés para el Estado, en tanto que constituye un factor
esencial en el desarrollo deportivo, por el estímulo que supone para el fomento del deporte base, en
virtud de las exigencias técnicas y científicas de su preparación, y por su función representativa de
España en las pruebas o competiciones deportivas oficiales de carácter internacional ( art. 6 ).
En conexión con esta norma, hay que recordar que la Ley 21/1997 de 3 de julio, reguladora de las
emisiones y retransmisiones de competiciones y acontecimientos deportivos, considera de "interés
general", a efectos de su retransmisión en abierto para todo el Estado, una serie de acontecimientos
deportivos que se caracterizan, entre otras cosas, por su relevancia y trascendencia social.
2. La actuación de la administración del Estado en el ámbito del deporte corresponde y se ejerce
directamente por el Consejo Superior de Deportes, que es un organismo autónomo de carácter
administrativo, adscrito al Ministerio de Educación ( art. 7 )
3. Las asociaciones deportivas más importantes son clubes, ligas y federaciones:
(i) Las ligas son asociaciones de clubes que se constituirán, exclusiva y obligatoriamente, cuando
existan competiciones oficiales de carácter profesional y ámbito estatal ( art. 12 ). Tendrán
personalidad jurídica y gozarán de autonomía para su organización interna y funcionamiento ( art.
41 )
(ii) Los clubes son asociaciones privadas, integradas por personas físicas o jurídicas que tengan por
objeto la promoción de una o varias modalidades deportivas, la práctica de las mismas por sus
asociados, así como la participación en actividades y competiciones deportivas. Los clubes, o sus
equipos profesionales, que participen en competiciones deportivas oficiales de carácter profesional
y ámbito estatal, adoptarán la forma de Sociedad Anónima Deportiva, regulada por Real Decreto
1251/1999, de 16 de julio, modificado por Real Decreto 1412/2001, de 14 de diciembre.
(iii) Las federaciones deportivas son entidades privadas, con personalidad jurídica propia cuyo
ámbito de actuación se extiende al conjunto del territorio del Estado, en el desarrollo de las
competencias que le son propias. Ejercen, por delegación, funciones públicas de carácter
administrativo, actuando en este caso como agentes colaboradores de la Administración pública
( art. 30 )
4. Es obligación de los deportistas federados asistir a las convocatorias de las selecciones deportivas
nacionales para la participación en competiciones de carácter internacional, o para la preparación de
las mismas ( art. 47 )
5. El Comité Olímpico Español es una asociación sin fines de lucro, dotada de personalidad
jurídica cuyo objeto consiste en el desarrollo del movimiento olímpico y la difusión de los ideales
olímpicos ( art. 48 )
6. La ley se ocupa del deporte de alto nivel, que es el que permita una confrontación deportiva con
la garantía de un máximo rendimiento y competitividad en el ámbito internacional ( art. 50 )
7. La Ley crea una Comisión Nacional Anti-Dopaje ( art. 57 ) y una Comisión Nacional contra la
violencia en los espectáculos deportivos ( art. 60 ) y regula temas como instalaciones deportivas,
disciplina deportiva y conciliación extrajudicial en el deporte, entre otros.
Jurisprudencia

"La circunstancia de que la disposición que establece el deber de fomento del deporte es un
apartado del precepto donde se reconoce el derecho de todo ciudadano a la protección de la salud
(...) la protección de la salud (...) sólo se puede lograr mediante el deporte activo y cuanto más
extendido mejor, es decir, mediante el deporte popular". STS, de 23 de marzo de 1988
"La Constitución Española de 1978 no consagra ciertamente un derecho al deporte sino que
establece únicamente su fomento público" STS, de 23 de marzo de 1988
En cuanto a la bibliografía destacan los trabajos de Aparicio, Muñoz Machado, Bermejo y
Tejedor, entre otros.
Sinopsis artículo 44
Precedentes
El artículo 48 de la Constitución de 1931 establecía que "el servicio de la cultura es atribución
esencial del Estado, y lo prestará mediante instituciones educativas enlazadas por el sistema de la
escuela unificada".
Derecho Comparado
Según el artículo 9 de la Constitución Italiana de 1947, "la República promoverá el desarrollo de la
cultura y de la investigación científica y técnica".
El artículo 73.4 de la Constitución portuguesa, en la redacción dada tras la reforma de 1989, dice
que "la creación e investigación científica, así como la innovación tecnológica se incentivarán y
apoyarán por el Estado".
En cuanto al contenido del artículo 44.2 de la Constitución, existe una línea constitucional, muy
seguida, que arranca de la Constitución de Weimar, según la cual la ciencia y su enseñanza son
libres y el Estado garantiza su protección y cuida su fomento.
Elaboración del precepto
Este precepto no sufrió alteraciones significativas durante la tramitación del proyecto
constitucional. En efecto, el informe de la ponencia ya contenía la que luego sería la redacción
definitiva, y aunque en el Senado se variaron los términos de lo acordado en el Congreso,
finalmente la Comisión Mixta volvió a la redacción propuesta por la ponencia.
Introducción
1. El artículo 44 de la Constitución contiene:
(i) el derecho a la cultura, y
(ii) las obligaciones para los poderes públicos de a) promover y tutelar el acceso a la cultura y b)
promover la ciencia y la investigación
En este artículo hay, pues, algo más que el reconocimiento del principio de libertad cultural, ya que
conlleva la exigencia de una actividad pública en orden al desarrollo cultural y científico y a la
promoción de la investigación. El derecho a la cultura pertenece, como ha señalado reiteradamente
la doctrina, al género de los derechos de prestación. Los poderes públicos han de poner al alcance
de todos la cultura, que no es, desde luego, un producto o una creación de la política, sino un
fenómeno natural de la comunidad, con todas las precisiones, matizaciones y variaciones que se
quieran dar, y que aquí, lógicamente, no pueden ser consideradas. La justificación de esta actividad
promocional se encuentra, así, en la valoración que hacen los poderes públicos de la profunda
relación que existe entre cultura y ciencia, por una parte y desarrollo de la persona y de la sociedad,
por otro.
2. La Constitución Española contiene numerosas referencias a la cultura, que empiezan en el
Preámbulo de la Constitución, donde se dice que "La Nación española proclama su voluntad de
proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de sus culturas y tradiciones y de
promover el progreso de la cultura". Luego, la cultura vuelve a aparecer en diversos artículos de la
Constitución, como el 9.2 ( corresponde a los poderes públicos (...) facilitar la participación de
todos los ciudadanos en la vida cultural ), el 46 ( los poderes públicos garantizarán la conservación
y promoverán el enriquecimiento del patrimonio (...) cultural de los pueblos de España (...) ), el 48
( los poderes públicos promoverán las condiciones para la participación libre y eficaz de la juventud
en el desarrollo (...) cultural ) y el 50 ( los poderes públicos promoverán el bienestar de los
ciudadanos de la tercera edad mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus
problemas específicos de (...) cultura (...) ).
Está claro que el concepto de cultura, ya de por sí enormemente amplio, discutido y proteico, no
tiene el mismo valor ni el mismo ámbito en sus distintas apariciones en el texto constitucional. En la
Constitución se puede reconocer, al menos, un triple tratamiento jurídico de la cultura, en sus
vertientes de (i) libertad ( de creación, de cátedra, de manifestación de las distintas formas con que
aparecen los fenómenos culturales ) , (ii) diversidad ( reconocimiento y coexistencia de culturas
distintas ) y (iii) actividad promocional ( dirigida a facilitar el acceso y disfrute de lo que es un
derecho ). En cualquier caso, y como señala Prieto de Pedro, el núcleo principal del concepto
cultura en la Constitución se encuentra en el artículo 20.1.b), en la referencia a lo artístico, lo
literario, lo científico y lo técnico, que no son sino ámbitos de las llamadas manifestaciones de
forma de la cultura, si bien es el artículo 44.1 donde el concepto de cultura se comporta como un
concepto integral de todas las demás nociones y contenidos presentes en la Constitución.
3. Las garantías de este derecho a la cultura son, tal como establece el artículo 53.3 (i) el principio
de vinculación finalista de la actividad de los poderes públicos y (ii) la imposibilidad de exigencia
inmediata del mismo ante jueces y tribunales.
4. En virtud de lo dispuesto en el artículo 10.2 de la Constitución, hay que tener muy presentes el
artículo 27 del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos ( que reconoce a los
miembros de minorías el derecho a tener su propia vida cultural ) y el artículo 15.a) del Pacto
Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales ( que reconoce el derecho de toda
persona a participar en la vida cultural ).
5. En fin, en el ámbito de la Unión Europea hay que mencionar la denominada estrategia de Lisboa
( Consejo Europeo de 2002 ), cuyo objetivo principal es convertir a Europa en una economía basada
en el conocimiento, más competitiva y dinámica y capaz de crecer económicamente y de manera
sostenible, con más y mejores empleos y, con más calidad y con mayor cohesión social.
Legislación
Son varias las leyes que se ocupan de manifestaciones culturales y de actividades científicas y de
investigación. Las más importantes son las siguientes:
La Ley 15/2001, de 9 de junio, de fomento y promoción de la cinematografía y el sector
audiovisual, pretende dar un normativa integral a la creación en estos ámbitos, que se consideran
parte destacada de la cultura. La Ley tiene por objeto la promoción y fomento de la producción, por
empresas españolas y nacionales de Estados miembros de la Unión Europea y del Espacio
Económico Europeo, establecidas en España de conformidad con el ordenamiento jurídico, de obras
cinematográficas y audiovisuales, el establecimiento de condiciones que favorezcan su creación y
difusión, así como de medidas para la conservación del patrimonio cinematográfico y audiovisual.
La Ley pretende, de manera especial, fomentar la creación, producción y difusión de la identidad
cultural de los distintos pueblos españoles, así como la igualdad de todos los ciudadanos al
conocimiento de las diferentes formas de expresión, tanto por parte de los creadores como por parte
del público a que va destinado, a fin de lograr un enriquecimiento global del patrimonio cultural del
sector audiovisual. La norma de desarrollo más importante de esta ley es el Real Decreto 526/2002,
de 14 de junio, por el que se regulan medidas de fomento y promoción de la cinematografía y la
realización de películas en coproducción, que contempla, entre otras, ayudas para la amortización
de las películas, basadas en la aceptación de los espectadores, ayudas de proyecto y ayudas a la
promoción.
La competencia para dictar los artículos donde se recogen las medidas de fomento, ayudas y
promoción, se ampara en el artículo 149.1.13 de la Constitución, sobre bases y coordinación de la
planificación general de la actividad económica, mientras que el resto de la ley se dicta al amparo
del artículo 149.2 de la Constitución.
La Ley 46/2003, de 26 de noviembre, reguladora del Museo del Prado, trata de una relevante
institución cultural de nuestro país, símbolo para una sociedad contemporánea, caracterizada por un
creciente interés por las manifestaciones culturales. La ley consagra un nuevo marco jurídico para
una institución centenaria, con el siguiente modelo jurídico organizativo:
a) un régimen jurídico de derecho público ( el Museo se define como un organismo público de
carácter especial, que tiene como órganos rectores un Presidente, un Real Patronato y un
Director ) ), con posibilidad de actuación en el marco del derecho privado,
b) un régimen de personal basado en el derecho laboral,
c) un régimen de contratación sometido a la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas, y
d) un régimen presupuestario específico, para facilitar la gestión presupuestaria y permitir la
aplicación de los recursos financieros propios a las actividades del Museo.
La Ley 13/1986, de 14 de abril, de fomento y coordinación general de la investigación científica y
técnica, modificada por la Ley 13/1996, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y
del orden social, trata de favorecer una política científica integral, coherente y rigurosa, que corrija
los males tradicionales de la producción científica y técnica española, que la propia Exposición de
motivos de la Ley centra en la insuficiente dotación de recursos y la desordenada coordinación y
gestión de los programas investigadores.
Las disposiciones más importantes de la Ley son las siguientes:
(i) Para el fomento y la coordinación general de la investigación científica y técnica que el artículo
149.1.15 de la Constitución encomienda al Estado y, en cumplimiento de lo establecido en el
artículo 44.2 de la Constitución, se establece el Plan Nacional de Investigación Científica y
Desarrollo Tecnológico ( ahora denominado Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e
Innovación Tecnológica, Plan I+D+I, cuya versión vigente abarca el período 2004-2007, y fue
aprobado por el Consejo de Ministros en su reunión de 7 de noviembre de 2003 ) que:
- se orientará a la consecución de objetivos como el progreso del conocimiento y el avance de la
innovación y desarrollo tecnológicos, el crecimiento económico, el fomento del empleo y la mejora
de las condiciones de trabajo, el desarrollo y el fortalecimiento de la capacidad competitiva de la
industria, el comercio, la agricultura y la pesca, el desarrollo de los servicios públicos y la
adecuación de la sociedad española a los cambios que conlleva el desarrollo científico y las nuevas
tecnologías,
- tendrá en cuenta, entre otros extremos, las necesidades sociales y económicas de España, los
recursos humanos y materiales existentes y los recursos económicos y presupuestarios disponibles,
- fomentará la investigación básica en los distintos campos del conocimiento,
- contendrá previsiones para el fomento de la investigación científica y el desarrollo tecnológico en
las empresas y promoverá la comunicación entre centros de investigación y empresas.
El Plan Nacional, que será revisable anualmente, comprenderá las actividades a desarrollar por los
organismos de investigación de titularidad estatal e incluirá, al menos, capítulos sobre programas
nacionales de investigación científica y desarrollo tecnológico, programas de las Comunidades
Autónomas que en razón de su interés puedan ser incluidos en el Plan Nacional y programas
nacionales de formación de personal investigador.
En fin, el Plan Nacional se financiará con fondos procedentes de los Presupuestos Generales del
Estado y de otras Administraciones Públicas, así como con aportaciones de Entidades públicas y
privadas, y con fondos procedentes de tarifas fijadas por el Gobierno.
(ii) La Ley prevé la creación de diversos órganos administrativos, como la Comisión
Interministerial de Ciencia y Tecnología ( encargada de elaborar el Plan Nacional ), el Consejo
Asesor para la Ciencia y la Tecnología, el Centro para el Desarrollo Tecnológico e Industrial y el
Consejo General de la Ciencia y la Tecnología, con funciones diversas en relación al Plan Nacional
y a la política científica.
(iii) La Ley regula los denominados Organismos Públicos de Investigación ( como el Consejo
Superior de Investigaciones Científicas o el Centro de Investigaciones Energéticas,
Medioambientales y Tecnológicas, entre otros ), que tienen entre sus funciones las de gestionar y
ejecutar los programas que les sean asignados en el plan, contribuir a la definición de los objetivos
del plan y asesorar en materia de investigación científica e innovación tecnológica a los organismos
dependientes de la Administración del Estado o de las Comunidades Autónomas que lo soliciten.
(iv) La Ley establecía en su disposición adicional primera la constitución de una Comisión Mixta
del Congreso y del Senado para conocer el Plan Nacional de Investigación Científica y Desarrollo
Tecnológico y de la memoria anual sobre su desarrollo, como mecanismo de seguimiento y
valoración por parte del Parlamento de los objetivos en investigación científica y tecnológica. Sin
embargo, la reforma de la estructura ministerial de 2000, que dio lugar a la creación de un
Ministerio de Ciencia y Tecnología, con su Secretaría de Estado de Política Científica y Tecnológica
hizo pensar al legislador que ya no era necesaria la existencia de la precitada Comisión Mixta, de
forma que mediante Ley 5/2000, de 16 de octubre, se procedió a derogar la disposición adicional
primera de la Ley de 1986.
(v) Por último, en virtud del Real Decreto 553/2004 de 17 de abril, por el que se reestructuran los
departamentos ministeriales, se suprime el Ministerio de Ciencia y Tecnología. Las competencias
atribuidas a la Secretaría de Estado de Política Científica y Tecnológica del Ministerio de Ciencia y
Tecnologías son asumidas por la Secretaría de Estado de Universidades e Investigación, como
órgano superior del Ministerio de Educación y Ciencia.
Jurisprudencia constitucional

"La noción de "poderes públicos" que utiliza nuestra Constitución (...) sirve como concepto
genérico que incluye a todos aquellos entes ( y sus órganos ) que ejercen un poder de imperio,
derivado de la soberanía del Estado y procedente, en consecuencia, a través de una mediación más o
menos larga, del propio pueblo". ( STC 35/1983, de 11 de mayo )
"La calificación de películas de "arte y ensayo"(art. 7) es un medio que con técnicas de fomento se
orienta a la promoción y tutela de un bien cultural y que en definitiva se sitúa dentro de los
principios proclamados por la CE (art. 44.1). En el caso del art. 7 la protección se dirige a películas
de nacionalidad española o extranjera, estas últimas en versión original, subtituladas o no, de interés
cultural, y se dota mediante estímulos fiscales (art. 8) cuando la exhibición de la película calificada
se hace también en salas calificadas. Se trata, en este caso, de una actividad de fomento de bienes
culturales a la que se sirve mediante estímulos positivos desgravatorios, esto es, mediante
exenciones tributarias de carácter objetivo. La calificación de películas "X", esto es, pornográficas o
que realicen la apología de la violencia, se configura como un fenómeno de intervención, de
carácter negativo, restrictivo de unas actividades, que se hace eficaz mediante limitaciones (...).
Todo este conjunto, ligado a la calificación, se orienta a la protección de un bien
constitucionalizado, como es la protección de la juventud y de la infancia ( art. 20.4 y en su caso art.
39.4 de la CE ), en relación con la sensibilidad moral del espectador medio. Se trata en este caso de
una intervención coactiva de signo policial y de medidas negativas desestimuladoras de una
actividad". ( STC 49/1984, de 5 de abril )

"Por lo que se refiere al art. 149.1.15. de la C.E., es preciso destacar que la competencia estatal en la
materia de investigación científica y técnica no queda ceñida o limitada a la coordinación general de
la actividad resultante del ejercicio de las competencias autonómicas en la referida materia, sino que
alcanza, asimismo, al fomento de la investigación científica y técnica. No obstante, la
determinación del contenido y extensión de dicha competencia constituye la clave que permitirá dar
respuesta adecuada a buena parte de las impugnaciones efectuadas, razón por la cual es preciso
puntualizar sobre dicha competencia lo siguiente:
a) Existe un pleno paralelismo entre el art. 149.1.15. de la C.E. y el art. 148.1.17. de la C.E., que
reconoce a las Comunidades Autónomas la posibilidad de asumir estatutariamente competencias
-como así ha sucedido en líneas generales, aunque con cierta heterogeneidad en las fórmulas
utilizadas- en la materia "fomento (...) de la investigación", lo que evidencia que,
constitucionalmente, la misma materia queda o puede quedar, en principio, a la plena disponibilidad
de una pluralidad de Centros decisores, es decir, a la disponibilidad del Estado y a la de todas las
Comunidades Autónomas.
b) No resulta en absoluto convincente la tesis de que el fomento de la investigación científica y
técnica, dado su contenido, circunscriba la competencia estatal -y, en su caso, la autonómica- al
mero apoyo, estímulo o incentivo de las actividades investigadoras privadas a través de la previsión
y otorgamiento de ayudas económicas o de recompensas honoríficas y similares, excluyendo, como
contrapuesta, aquellas otras acciones directas de intervención consistentes en la creación y dotación
de Centros y organismos públicos en los que se realicen actividades investigadoras, sino que la
señalada expresión engloba a todas aquellas medidas encauzadas a la promoción y avance de la
investigación, entre las que, sin duda, deben también incluirse las de carácter organizativo y
servicial que permitan al titular de la competencia crear y mantener unidades y Centros dedicados al
desarrollo y divulgación de las tareas investigadoras.
c) Al atribuirse constitucionalmente al Estado la competencia para el fomento de la actividad
investigadora y científica, tampoco cabe duda de que el titular de la competencia asume potestades,
tanto de orden normativo como ejecutivo,para el pleno desarrollo de la actividad de fomento y
promoción, sin que ésta quede circunscrita,(...) , al ejercicio de potestades ejecutivas. ( STC
90/1992, de 11 de junio).
Pueden consultarse, además, las referencias bibliográficas que se insertan.

Sinopsis artículo 45
Sinopsis artículo 46
Sinopsis artículo 47
El fenómeno de la vivienda no se plantea como objeto directo de interés constitucional más que
en una etapa tardía de desarrollo del Estado social de Derecho. En los primeros momentos del
Estado liberal, con su construcción de los derechos personales, la consideración de la vivienda no
puede más que estar vinculada a su condición de objeto del derecho de propiedad privada. Es con el
Estado social de Derecho y la afirmación de la dimensión social de la propiedad cuando la vivienda
se empieza a incluir entre los derechos sociales, adquiriendo entonces una dimensión pública
inexistente anteriormente.
Pese a ello las referencias a la vivienda como derecho son escasas en las constituciones
occidentales. La referencia directa más explícita se encuentra en el artículo 65 de la Constitución
portuguesa de 1976 (así como en su reforma de 1989) en virtud del cual "todos tendrán derecho
para sí o para su familia, a una vivienda de dimensiones adecuadas en condiciones de higiene y
comodidad y que preserve la identidad personal y familiar", para cuyo fin se establecen una serie de
actividades que el Estado tiene que desarrollar para hacer efectivo aquel derecho. Posteriormente a
la portuguesa, con una formulación mucho más escueta, la reformada Constitución de Bélgica de
1994 incluye el derecho a la vivienda entre los derechos sociales.
Directamente incluyen también este derecho algunos de los Estados configurados a partir de la
antigua Unión Soviética y de las Democracias populares; valga como ejemplo el art. 40 de la
Constitución de la Federación de Rusia de 1993.
El art. 47 CE supone una auténtica novedad en nuestro constitucionalismo, al que sólo pueden
encontrarse precedentes, si bien en un sistema no constitucional, en el art. 31 del Fuero de los
Españoles ("El Estado facilitará a todos los españoles el acceso.... al hogar familiar...") y en la
Declaración XII,2, del Fuero del Trabajo ("El Estado asume la tarea de multiplicar y hacer
asequibles a todos los españoles las formas de propiedad ligadas vitalmente a la persona humana: el
hogar familiar....").
En el Anteproyecto de la Constitución elaborado por la Ponencia ya aparecía el derecho a la
vivienda en el art. 40, integrado en el Capítulo "Principios rectores y derechos económicos y
sociales". Las enmiendas presentadas al texto de la Ponencia se centraron en los problemas de la
especulación y de la regulación del suelo; la labor de armonización realizada por aquélla dio como
resultado que el debate en el Congreso no fuese especialmente significativo; fue en el Senado,
donde el debate tuvo algo más de fuste, donde recibe su numeración definitiva como art. 47.
En el derecho a la vivienda hay que valorar una serie de aspectos. En primer lugar, estamos ante
un derecho social en sentido estricto, es decir se trata de un derecho que no se configura como
subjetivo y que, en consecuencia, no confiere a sus titulares una acción ejercitable en el orden a la
obtención directa de una vivienda "digna y adecuada".
Consecuencia de lo anterior, y al igual que los derechos reconocidos en el Capítulo III del Título
I, "De los principios rectores de la política social y económica", el art. 47 actúa como un mandato a
los poderes públicos en cuanto que éstos están obligados a definir y ejecutar las políticas necesarias
para hacer efectivo aquel derecho, configurado como un principio rector o directriz constitucional
que tiene que informar la actuación de aquellos poderes (STC 152/ 1988, de 20 de julio, FJ 2).
El segundo aspecto del derecho reconocido por el art. 47 se centra en su regulación específica,
que presenta una complejidad verdaderamente extraordinaria por la confluencia de dos factores, el
objeto regulado y la pluralidad de fuentes normativas.
La necesidad de precisar minuciosamente el derecho a la vivienda deriva de la superación del
concepto de la vivienda únicamente como objeto de la propiedad privada para pasar a ser
considerado uno de los elementos básicos para la existencia humana; ello ha llevado a la necesidad
de regular no sólo la vivienda en cuanto edificación (inmueble) sino también la vivienda en cuanto
conjunto de bienes que constituyen "el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada". El
disfrute como objeto directo del derecho incluye la regulación del conjunto de elementos que, junto
al inmueble, permiten hacer efectiva la consideración de la vivienda como digna y adecuada
(urbanización, servicios, seguridad, condiciones higiénicas, etc.), siendo éste el elemento clave del
derecho, con independencia del título en virtud del cual se disfrute la vivienda (propiedad o
arrendamiento). La consecuencia es doble. Por una parte, el tratamiento de la vivienda como
función pública y no como objeto exclusivo del derecho privado; por otra parte, la consideración de
que del art. 47 se deriva la necesidad de abordar una política social en materia de vivienda como
fórmula para que importantes sectores de la población, con recursos económicos limitados, puedan
acceder a una vivienda digna.
Es por ello que el desarrollo normativo del art. 47 puede contemplarse en la doble óptica que
enmarca la compleja materia que integra el derecho urbanístico, por una parte, y en cuanto objeto de
protección específica de las Administraciones.
Hay que hacer notar que la legislación sobre la vivienda tiene una especial complejidad que
deriva del enorme número de normas que la componen, de los cambios permanentes a los que
dichas normas están sometidas y del número de fuentes normativas que inciden especialmente en la
regulación del derecho urbanístico dada la pluralidad de los entes públicos competentes en la
materia. La obligación que el art.. 47 impone a los poderes públicos se precisa en el art. 148.1.3ª CE
al establecer que las Comunidades Autónomas podrán asumir como competencia exclusiva "la
ordenación del territorio, urbanismo y vivienda", competencia que ha sido efectivamente incluida
en todos los Estatutos de Autonomía.
Por ello junto a la normativa autonómica habrá que considerar la existencia de un derecho estatal
sobre la materia, así como la normativa municipal que derive de la articulación de las competencias
de gestión y ejecución urbana que la legislación sobre régimen local, especialmente la Ley
Reguladora de las Bases del Régimen Local de 1985, atribuye a los Ayuntamientos.
Siendo el urbanismo, como función pública, un fenómeno relativamente reciente, no puede
hablarse propiamente de regulación en España hasta la Ley del Suelo de 1956, que se propuso
superar el concepto localista de las normas anteriores sobre la materia (en buena parte ordenanzas
municipales) para abordar la planificación como elemento angular de la política urbanística.
Es materialmente imposible, en los límites de este trabajo, hacer siquiera una mínima mención a
todo el complejo normativo que integra el derecho urbanístico, por lo que vamos a limitarnos a
indicar los hitos de la compleja secuencia que lo constituye.
La normativa básica preconstitucional está integrada por la reforma que de la Ley del Suelo de
1956 se realiza por medio de la Ley 19/ 1975, de 2 de mayo; el Texto Refundido de la Ley sobre
régimen del Suelo y Ordenación Urbana de 1976 (Real Decreto 1346/ 1976, de 9 de abril), que
incluye la Ley de 1975 y las disposiciones no derogadas de la de 1956, será desarrollado por tres
Reglamentos, todos ellos de 1978: el Reglamento de Planeamiento Urbanístico (Real Decreto
2159/1978, de 23 de junio), el Reglamento de Disciplina Urbanística (Real Decreto 2187/1978, de
23 de junio) y el Reglamento de Gestión Urbanística (Real Decreto 3288/1978, de 25 de agosto),
todavía vigentes.
La asunción por parte de las Comunidades Autónomas, en sus respectivos Estatutos, de las
competencias legislativas sobre la materia que les confieres el art.. 148.1.3ª CE plantea la necesidad
de determinar el título competencial de la actividad legisladora del Estado; en principio será el
Tribunal Constitucional en su STC 152/ 1988, de 20 de julio, quien compagine la distribución de
competencias entre los dos poderes por medio de la que deben hacerse efectivos los objetivos del
art. 47 CE, que deben materializarse a través de y no a pesar de los sistemas de reparto de
competencias articulados en la Constitución (FJ 3).
En este sentido, los títulos competenciales del Estado que se aducen (arts. 149.1. 1ª, 11ª y 13ª) le
habilitan en la medida en que la vivienda se configura como una actividad económica de
producción cuya repercusión en la estabilidad económica es indiscutible, si bien esto no significa,
concluye el Tribunal en el mismo FJ 3, que el Estado esté legitimado para realizar cualquier
actividad en materia de vivienda ya que los citados preceptos constitucionales no implican
existencia de una competencia general e indeterminada de fomento de las actividades productivas
por parte de aquél.
Las Comunidades Autónomas, a lo largo de esta primera etapa, han desarrollado una actividad
normativa en materia de vivienda y urbanismo que no incide más que en regulaciones parciales, lo
que explica en buena medida que hayan sido las Cortes Generales las que aprobasen, antes de que
se completasen todos los Estatutos autonómicos, la Ley 8/1990, de 25 de julio, sobre Reforma del
Régimen Urbanístico y Valoraciones del Suelo, que modifica de forma sustancial la normativa
anterior, siendo su objetivo central la descomposición del derecho de los propietarios de suelo, que
a partir de esta norma se articula en cuatro facultades sucesivas: el derecho a urbanizar, el derecho
al aprovechamiento urbanístico, el derecho a edificar y el derecho a la edificación; el Real Decreto
Legislativo 1/ 1992, de 26 de junio, aprueba el Texto Refundido de la Ley sobre el Régimen del
Suelo y Ordenación Urbana de 1992, que sistematiza la Ley 8/ 1990 y los artículos no derogados
del Texto Refundido de la Ley del Suelo de 1976.
Dado que el art. 148.1.3ª CE atribuye, como hemos indicado, la competencia legislativa en
materia urbanística y de vivienda a las Comunidades Autónomas, el Estado esgrime en las normas
citadas como títulos competenciales los contenidos en el art. 149.1.1ª (regulación de las condiciones
básicas de garantía de la igualdad), 8ª (legislación civil), 13ª (bases y coordinación de la
planificación general de la actividad económica), 18ª (bases del régimen jurídico de las
Administraciones públicas, procedimiento administrativo común, legislación sobre expropiación
forzosa, legislación básica sobre contratos y concesiones administrativas) y 23ª (legislación básica
sobre protección del medio ambiente). En atención a la confluencia de competencias estatales y
autonómicas, el Texto Refundido establecía en la Disposición final única una relación de sus
artículos según fuesen preceptos directamente aplicables con alcance general o plenos, al
considerarlos de competencia exclusiva del Estado; preceptos básicos a desarrollar legislativamente
por las Comunidades Autónomas y preceptos que actuarían como derecho supletorio de la
normativa autonómica.
Una serie de Comunidades Autónomas interpusieron sendos recursos de inconstitucionalidad,
unos contra la Ley 8/1990, otros contra el Texto Refundido de 1992, y algunos contra las dos
normas, estimando la invasión de competencias autonómicas por parte de dichas normas estatales.
Durante el tiempo de tramitación de estos recursos el Consejo de Ministros aprobó el Real Decreto
Ley 5/ 1996, de 7 de junio, de Medidas Liberalizadoras en materia de Suelo y de Colegios
Profesionales, que incluye normativa considerada como básica junto con otra supletoria y que se
convertirá posteriormente en la Ley 7/ 1997, de 14 de abril.
El Tribunal Constitucional resuelve los recursos de inconstitucionalidad en su STC 61/ 1997, de
20 de marzo, de efectos transcendentales.
En primer lugar, la sentencia declara la inconstitucionalidad, y subsiguiente nulidad, de una
importante serie de artículos del Texto Refundido de 1992. Esta inconstitucionalidad afecta
primeramente a los artículos de aplicación plena y a los básicos al entender el Tribunal que invaden
las competencias en materia de urbanismo y vivienda asumidas con carácter exclusivo por las
Comunidades Autónomas en sus Estatutos, lo que excluye cualquier posible regulación por parte
del Estado.
En segundo lugar, se afirma que el art. 149.3 CE, en virtud del cual "el derecho estatal será, en
todo caso, supletorio del derecho de las Comunidades Autónomas", no implica un título
competencial general a favor del Estado, que deberá ampararse en una atribución constitucional
concreta cada vez que quiera dar una normativa supletoria; en consecuencia declara también
inconstitucionales los artículos del Texto Refundido impugnado calificados como supletorios.
Los efectos de la STC 61/ 1997 crean un panorama extraordinariamente confuso. En efecto, al
declararse inconstitucionales tanto los artículos catalogados como básicos cuanto los supletorios, se
produce una laguna normativa dada la inexistencia de una regulación autonómica completa de la
materia. Ello obligará a recurrir al derecho estatal anterior a la asunción de competencias en materia
urbanística por parte de las Comunidades Autónomas para poder articularlo como supletorio, lo que
supondrá tener que recurrir a la normativa preconstitucional, básica aunque no únicamente
contenida en el Texto Refundido de la Ley del Suelo de 1976, ya que la posibilidad de aplicar
como supletoria la Ley 7/ 1997, de 14 de abril, promulgada unos días antes de la publicación de la
Sentencia que comentamos y sobre la que, lógicamente, ésta no se pronuncia, quedaba seriamente
cuestionada por la doctrina del Tribunal Constitucional.
En consecuencia se registra a partir de ese momento una doble actividad normativa; por una
parte, las Comunidades Autónomas intensifican la legislación propia para salvar el vacío normativo
creado por la sentencia en cuestión, mientras que por otra parte se aprueban el Reglamento sobre
Inscripción en el Registro de la Propiedad de actos de Naturaleza Urbanística (Real Decreto 1093/
1997, de 4 de julio) y la Ley 6/ 1998, de 13 de abril, de Régimen del Suelo y Valoraciones, en la que
se parte de los títulos competenciales que otorgan al Estado los distintos apartados del art. 149.1 (4ª,
8ª, 13ª, 18ª y 23ª) a través de los que la Ley pretende, en definitiva, regular "las condiciones básicas
del derecho de propiedad urbana", centrándola en el derecho de propiedad del suelo desde una
óptica parcialmente liberalizadora. Aunque la Ley fue recurrida en inconstitucionalidad, la sentencia
que resuelve el recurso (STC 164/ 2001, de 11 de julio) sólo declara la inconstitucionalidad de tres
de sus artículos, sin aportar ninguna novedad relevante respecto de la sentencia anteriormente
comentada.
La Ley 6/ 1998 modifica la clasificación anterior del suelo estableciendo que sea el suelo no
urbanizable o rústico el que necesite una calificación expresa, y motivada, al contrario de lo
estipulado en la regulación anterior; los criterios de calificación del suelo como no urbanizable
(incompatibilidad del mismo para su transformación en urbanizable e inadecuación para el
desarrollo urbano) no los define la Ley de manera que su precisión corresponderá a la legislación de
desarrollo competente para la determinación de los planes urbanísticos. De esta manera serán
normalmente las Comunidades Autónomas (dejando aparte los supuestos de competencia estatal o
municipal) las encargadas de aprobar dicha planificación, a la que corresponderá valorar el carácter
no urbanizable del suelo.
Al mismo tiempo se flexibiliza el sistema de adquisición sucesiva de las facultades urbanísticas
impuestas al propietario del suelo en la Ley 8/ 1990 con la finalidad de activar la actividad privada
en este sector económico.
A este respecto es necesario tener también en cuenta la Ley 10/ 2003, de 20 de mayo, que
precisa, sin alterar sustancialmente sino incidiendo de forma positiva en las competencias
autónomas, la cuestión central de la calificación del suelo no urbanizable.
Como hemos indicado, toda esta normativa parte de la consideración del sector edificación como
uno de los principales sectores económicos por lo que la regulación de las condiciones de la misma
incluye tanto el elemento sustantivo de la planificación como la de los requisitos básicos que
garanticen la creciente demanda de seguridad en ella, que incluye tanto la seguridad estructural
cuanto la protección contra el ruido, el aislamiento térmico de las edificaciones, etc. A ello
responden, aparte de las normas a las que ya hemos hecho mención, la Ley 41/ 1980, de 5 de julio,
de medidas urgentes de apoyo a la vivienda y la Ley 38/ 1999, de 5 de noviembre, de Ordenación
de la edificación, que regula el conjunto del proceso edificatorio, los agentes que intervienen en él,
las garantías de los usuarios, así como la exigencia de responsabilidades, así como el Real Decreto
1/2002, de 11 de enero, sobre medidas de financiación de actuaciones protegidas en materia de
vivienda y suelo del Plan 2002- 2005.
La situación del derecho urbanístico en las Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla tiene una
entidad propia que conviene tener en cuenta. Desde el momento en que ambas Ciudades carecen de
potestad legislativa, la aplicación en su caso de la doctrina del Tribunal Constitucional derivada de
la STC 61/ 1997 implicaría la congelación de su ordenamiento en esta materia; para evitar esta
situación la Disposición adicional 3ª de la Ley 6/ 1998, de 13 de abril, sobre Régimen del Suelo y
Valoraciones, establece que las Cortes Generales (que no pueden legislar en materia urbanística ni
siquiera con carácter supletoria a tenor de la sentencia) se convierten en "legislador urbanístico
general y de detalle de Ceuta y Melilla".
Dado que el concepto de "vivienda digna y adecuada" que proclama el art. 47 CE no es solo
predicable dela vivienda en propiedad, hay que considerar la acción de los poderes públicos en
relación con las viviendas en alquiler, acción plasmada básicamente en la Ley 29/ 1994, de 24 de
noviembre, de Arrendamientos Urbanos (modificada por la Ley 55/ 1999, de 29 de diciembre, de
Medidas fiscales, administrativas y del orden social).
La política social en relación con la vivienda se centra en la intervención de las distintas
Administraciones competentes para configurar un sistema que permita el acceso a la vivienda, en
régimen de propiedad o de arrendamientos, de los sectores con escaso poder adquisitivo. La
normativa en cuestión gira en torno a las viviendas de protección oficial reguladas en principio por
la Ley sobre Viviendas de Protección Oficial, Texto Refundido aprobado por los Decretos 2131/
1963, de 24 de julio y 3964/ 1964, de 3 de diciembre (el Reglamento para la aplicación de esta Ley
es aprobado por el Decreto 2114/ 1961, de 24 de julio). El Real Decreto 2960/ 1976, de 12 de
noviembre, aprueba el Texto Refundido de la legislación de Viviendas protegidas, pero el deterioro
progresivo de la oferta de viviendas de protección oficial debido, en parte al menos, a la
multiplicidad de los regímenes aplicables y a la ausencia de un sistema financiero capaz de
respaldar las propuestas legislativas, será la causa de la publicación del
Real Decreto Ley 31/ 1978, de 31 de octubre, sobre Política de Viviendas de Protección Oficial,
desarrollado por el Real Decreto 3148/ 1978, de 10 de noviembre,
En el citado Decreto Ley se adoptan una serie de medidas coyunturales para intentar reactivar el
sector; con este fin se establece una sola categoría y un único régimen legal para todas las viviendas
de protección oficial, se establece un procedimiento simplificado y se estimula la dedicación de
fondos de financiación en condiciones privilegiadas para promotores y adquirentes, estableciendo
también una ayuda económica personal para potenciar el acceso a la vivienda de las familias con los
niveles más bajos de renta.
El Real Decreto 3148/ 978, que desarrolla la norma anterior, articula el Instituto Nacional de la
Vivienda, en cuanto órgano especializado del Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo, para la
promoción pública de viviendas, aumentando sus posibilidades de gestión a través de la adquisición
directa de viviendas; se establece como fin prioritario de su actividad la eliminación del chabolismo
y de la infravivienda.
Finalmente, el Real Decreto 2028/1995, de 22 de diciembre, establece las condiciones de acceso
a la financiación cualificada estatal de viviendas de protección oficial promovidas por cooperativas
de viviendas y comunidades de propietarios al amparo de los planes estatales de vivienda.
Son varias las Comunidades Autónomas que han desarrollado sus competencias exclusivas en
materia de vivienda (Galicia, Navarra, Canarias, Cataluña, etc.), aprobando específicamente leyes
de vivienda de protección oficial, por lo que hay que tener en cuenta que, lo mismo que en la
materia de urbanismo, buena parte de las normas estatales son sólo supletorias.
En cuanto a la bibliografía, muy abundante en relación con el contenido del artículo, se pueden
citar, entre otros, los trabajos de Arévalo, Arozamena, Bassols, Cabello, Jimenez Blanco, Rebolledo
además del detallado estudio preliminar al apartado VIII (actividad urbanística) de las Leyes
Administrativas de la editorial Aranzadi, preparada por Luis Martín Rebollo.

Sinopsis artículo 48
El único antecedente que puede señalarse en este precepto lo constituye el art. 70 de la
Constitución portuguesa de 1976 cuyo apartado 1 afirma que "Los jóvenes, sobre todo los jóvenes
trabajadores, gozarán de protección especial para hacer efectivos sus derechos económicos, sociales
y culturales...", especificando algunos de tales derechos en los otros dos apartados que integran el
artículo. El art. 149 del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea de 25 de marzo de 1957
(versión consolidada tras la modificación del Tratado de Ámsterdam, de 2 de octubre de 1997, y de
Niza, de 26 de febrero de 2001) aborda explícitamente la acción comunitaria en relación con la
juventud.
Acaso sea este art. 48 de nuestra Constitución, que no tiene precedentes en nuestro derecho
constitucional, uno de los ejemplos paradigmáticos de precepto retórico y de muy difícil contenido
y efectividad práctica. Sin negar su valor normativo, es bien cierto que el concepto de derecho
social como derecho meramente indicativo de actividad de los poderes públicos, dentro de sus
facultades discrecionales, se extrema en este artículo.
Ya la trayectoria de su debate constituyente pone de manifiesto su escasa transcendencia. En
efecto, el art. 48 (41 en el Anteproyecto) no será apenas objeto ni de enmiendas (cinco) ni de debate
en su paso por el Congreso. Será en la Cámara alta donde se produzca el debate más interesante,
aunque ciertamente limitado; sobre la base de la abstracción de su contenido se plantearán dos
posturas básicas manifestadas en las enmiendas: las que proponen simple y llanamente la supresión
del artículo, y las de los grupos que manifiestan la necesidad de precisar su contenido, tanto en la
determinación del concepto de juventud cuanto en el sentido concreto del término participación.
Finalmente el artículo sería aprobado sin ninguna modificación en su redacción original, pero el
debate constituyente incide en el punto neurálgico del precepto: por una parte la determinación del
sujeto titular del derecho contenido en el art. 48, titular indefinido, articulado en todo caso en torno
a unas edades específicas cuya concreción, en sus límites mínimo y máximo, es normalmente
aleatoria; por otra parte, su mismo contenido plantea los mismos problemas de precisión que los
presentados en la determinación del sujeto: la amplitud del concepto concreto de desarrollo político,
social, económico y cultural, conceptos que en cualquier caso no son unívocos desde el momento en
que su actualización está condicionada por los imperativos de las coyunturas sociales y culturales
concretas.
El desarrollo normativo del art. 48 se centra en la Ley 18/1983, de 16 de noviembre, de Creación
del Organismo Autónomo Consejo de la Juventud de España. El Consejo de la Juventud de España
se crea como una "entidad de derecho público con personalidad jurídica propia y plena capacidad
para el cumplimiento de sus fines", que en definitiva se centran en ser "un cauce de libre adhesión
para propiciar la participación de la juventud en el desarrollo político, social, económico y cultural
de España".
Pueden formar parte del Consejo de la Juventud las Asociaciones juveniles o Federaciones
constituidas por éstas, a las que se exigen requisitos distintos de implantación y organización
propias y de número mínimo de afiliados, según sus finalidades; también pueden integrar dicho
Consejo las secciones Juveniles de las Asociaciones, siempre que tengan reconocida
estatutariamente autonomía funcional, organización y gobierno propios para los asuntos
específicamente juveniles. El Real Decreto 397/ 1988, de 22 de abril, por el que se regula la
inscripción registral de las Asociaciones juveniles (BOE nº 102, de 22 de abril de 1988) incide en el
asociacionismo juvenil al establecer como edades delimitadoras los 14 años y los 30 sin cumplir.
Hay que tener en cuenta igualmente la Orden de 5 de diciembre de 1986 por la que se regula el
Censo de Asociaciones y Organizaciones juveniles y Entidades prestadoras de servicios a la
juventud.
Son órganos del Consejo de la Juventud de España la Asamblea, la Comisión Permanente, las
Comisiones especializadas y el Comité de Relaciones Internacionales.
Las funciones del Consejo se definen en el art. 2º de la Ley 18/ 1983 y se centran en la
colaboración con la Administración mediante la realización de estudios, sea por solicitud de aquélla
o por propia iniciativa, fomento del asociacionismo juvenil, representar a sus miembros en los
organismos internacionales, etc.
El Consejo de la Juventud presenta, a través del Ministerios de Educación, Cultura y Deporte, el
anteproyecto de su presupuesto junto con la correspondiente Memoria, y rinde cuentas anualmente
de la ejecución de dicho presupuesto.
En definitiva, como puede apreciarse el Consejo de la Juventud supone una fórmula
administrativa de canalización del fenómenos del asociacionismo juvenil para dar una respuesta al
mandato del art. 48.
El Consejo de la Juventud pasó a denominarse Instituto de la Juventud por Real Decreto 2614/
1996, de 20 de diciembre.
El Instituto de la Juventud de España (INJUVE), de ámbito nacional, configura un marco de
relación con los Consejos o Institutos de la Juventud que se han creado en las Comunidades
Autónomas que han asumido en sus Estatutos, como competencia exclusiva, la de promoción de la
participación de la juventud (por ej. los Consejos de la Juventud de Aragón, de Andalucía, de
Cataluña, etc). Es evidente que el art. 148 CE no prevé en ninguno de sus apartados título
competencial específico al respecto, aunque éste podría deducirse, desde luego no como exclusivo,
de la redacción del art. 48 que atribuye a "los poderes públicos" la función de promover las
condiciones de participación de la juventud. A este respecto se pronuncia el Tribunal Constitucional
en su STC 13/ 1992, de 6 de febrero, interpretando el título competencial de promoción de la
juventud "tan genérico e indeterminado como el señalado, que obviamente tiene relación con el art.
48 CE" como un título en todo caso compartido entre el Estado y las Comunidades Autónomas (FJ
13).
Otras normas relacionadas con el art. 48 CE son la Orden de 5 de diciembre de 1986 que regula
el régimen de subvenciones a Organizaciones, Asociaciones juveniles y Entidades prestadoras de
servicios a la juventud y el Real Decreto 658/ 1986, de 7 de marzo, que crea la Comisión
Interministerial para la Juventud, modificado por el Real Decreto 1018/ 1989, de 21 de julio, de la
que forman parte todos los Departamentos ministeriales implicados; fruto de la actividad de esta
Comisión Interministerial es el Plan de Acción Global en materia de Juventud aprobado por el
Consejo de Ministros el 4 de agosto de 1999.
Hay que tener en cuenta que la abstracción con que está redactado el art. 48, así como su
significado de derecho social, es decir de derecho de prestación no invocable directamente, supone
que la política dirigida a la promoción de la juventud puede abarcar una multitud de sectores
(laborales, culturales, deportivos, etc.), en función de acciones normativas que pueden tener como
objetivo directo la promoción de la juventud, o no, lo que supondría que la actividad estatal, así
como la autonómica, puede articularse como regulación genérica de una serie de sectores concretos
(educación, ocio, cultura, deporte, etc.), no referidos exclusivamente a los jóvenes como
destinatarios e incluso con independencia de que la juventud se pueda incorporar a dicha
regulación.
De hecho, la abstracción conceptual de ese titular colectivo que es la juventud puede ser la causa
de que la Carta Comunitaria de derechos Fundamentales (Niza 2000), aunque haga referencias
implícitas, e incluso alguna explícita, a los problemas de la juventud, no le da un tratamiento
diferenciado, lo que sí hace con otros colectivos sociales como pueden ser los minusválidos.
De todas formas, sí puede hacerse referencia en el ámbito laboral al art. 11 del Estatuto de los
Trabajadores, que en su aparatado 2 a) establece los contratos para la formación como una fórmula
dirigida específicamente a la contratación de trabajadores mayores de 16 años y menores de 21 que
carezcan de la titulación requerida para realizar un contrato en prácticas. Aunque de forma indirecta,
puede entenderse que el art. 11.1 del mismo Estatuto de los Trabajadores puede tener como
destinatarios principales, aunque no únicos, a los trabajadores jóvenes desde el momento en que
regula el contrato de trabajo en prácticas, que pueden suscribir quienes estén en posesión de un
título universitario o de formación profesional, dentro de los cuatro años siguientes a la terminación
de sus estudios. Este artículo, en sus dos apartados, ha sido desarrollado por el Real Decreto 488/
1998, de 27 de marzo, y por la Orden de 14 de julio de 1998.
También en materia laboral se puede señalar la existencia de diversas directivas o resoluciones
de la Unión Europea centradas en la problemática del trabajo de los jóvenes, tales como la Directiva
94/ 33/ CE, del Consejo de 22 de junio de 1994, sobre protección de los jóvenes en el trabajo, o la
Resolución del Consejo de 23 de enero de 1984 sobre promoción del empleo de los jóvenes.
En cuanto a la bibliografía, a destacar los trabajos de Cazorla, Monereo o Ruiz Rico, entre otros.

Sinopsis artículo 49
Pocos antecedentes pueden encontrarse de este artículo en el derecho comparado, que realmente
se reducen al artículo 38 de la Constitución italiana, al Preámbulo de la Constitución francesa de la
IV República, declarado vigente por la Constitución de1958, y al artículo 71 de la Constitución
portuguesa, que tanta influencia ha tenido en la formulación que hace nuestra Constitución de buena
parte de los llamados derechos sociales. Mayor número de remisiones se pueden encontrar en textos
de organismos internacionales, como pueden ser las Declaraciones de la ONU de Derechos del
Deficiente Mental (1971) y la de los Derechos de los Minusválidos (1975), así como la Carta
Social Europea de 18 de octubre de 1961. También es de tener en cuenta el Convenio nº 128, de 29
de junio de 1967, de la Organización Internacional del Trabajo relativo a las prestaciones de
invalidez, vejez y sobrevivientes. No hay precedentes directos en el derecho constitucional español.
La protección específica de las personas con discapacidades como objeto directo de tutela, que
se planteó en el art. 42 del Anteproyecto constitucional y quedó prácticamente definido en el texto
propuesto por la Ponencia del Congreso, no fue prácticamente objeto de debate en el proceso
constituyente, cosa lógica si se tienen en cuenta dos cosas: primero, la sensibilidad general e
indiscutible, incluso aunque fuese en términos puramente políticos, hacia el reconocimiento
constitucional de este sector específico de la población española; en segundo lugar, el significado
del art. 49 como estricto derecho social, es decir como precepto "voluntarista" que expresa el
sentimiento de solidaridad a seguir por los poderes públicos en su función asistencial, pero que no
configura en absoluto un derecho subjetivo.
El desarrollo del mandato contenido en el art. 49 se centra, pues, en la batería de políticas
asistenciales a los minusválidos adoptadas y normadas por los poderes públicos, políticas que se
proyectan en una pluralidad de ámbitos bien diferenciados (laborales, culturales, vivienda,
educación, ocio, deportes, etc), de los que sólo haremos referencia a los más significativos.
Los beneficiarios del art. 49 son los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos en razón de la
existencia de una deficiencia que les impide o dificulta su inserción normal en las relaciones vitales
habituales de la vida social. De la misma manera que es irrelevante que la deficiencia sea de
nacimiento o sobrevenida, también es irrelevante, a los efectos de la protección que ofrece este
precepto, que la causa de la dificultad de inserción provenga de un defecto físico o sensorial o de un
problema psíquico, ya que lo que se valora es la existencia cierta de la minusvalía. La Organización
Mundial de la Salud publicó en 1976 el documento sobre Clasificación Internacional de
deficiencias, discapacidades y minusvalías, diferenciando cada uno de los supuestos y entendiendo
por minusvalía la "situación desventajosa para un individuo determinado, consecuencia de una
deficiencia o de una discapacidad que limita o impide el desempeño de un papel que es normal en
su caso, en función de la edad, sexo y factores sociales y culturales"; parece evidente que el sentido
que dan los constituyentes a los titulares de los derechos que se consagran en el art. 49 coincide
básicamente con la definición de la OMS.
La determinación de quiénes sean esos poderes públicos implicados deriva, como en tantas otras
materias, del reparto competencial entre el Estado y las Comunidades Autónomas. En principio
estamos ante un supuesto de competencias compartidas desde el momento en que el mandato del
art. 49 se canaliza por una parte por medio de prestaciones de la Seguridad Social, cuya
competencia corresponde al Estado (art. 149.1.17ª), y por otra por acciones de asistencia social,
función que han asumido las Comunidades Autónomas en sus respectivos Estatutos en virtud del
art. 148.1.20ª, y ello sin perder de vista las facultades que en dicha asistencia social pueden
corresponder, por vía de ordenación, gestión o ejecución, a las Corporaciones locales.
En 1981, poco después de aprobada la Constitución, se intentó presentar en el Congreso de los
Diputados una proposición de ley que no llegó a tramitarse ante la oposición del Gobierno por
considerar inasumible el coste de su financiación. Posteriormente se aprobó la Ley 13/ 1982, de 7
de abril, de Integración Social de los Minusválidos; la Ley establece el marco legal protector
referido a las personas con minusvalías, así como el procedimiento de evaluación de las minusvalías
concretas en función de las cuales las personas que las padecen se convierten en titulares de la
protección específica que otorga la Ley.
Esta protección se puede catalogar como protección directa, en forma de prestaciones sociales y
económicas (asistencia sanitaria y farmacéutica, rehabilitación médico- funcional, recuperación
profesional, subsidios en concepto de ingresos mínimos, de ayuda de terceras personas, de
movilidad, servicios de atención integrall domiciliaria, etc.); protección por medio de la integración
laboral (ayudas de empleo a trabajadores minusválidos, reservas de puestos de trabajo en empresas,
creación de centros especiales de empleo); y protección genérica (supresión de barreras
arquitectónicas, vivienda, residencias especializadas).
Lógicamente, todas las previsiones de la Ley 13/ 1982 necesitan desarrollo posterior para
poder ser efectivas, teniendo en cuenta en este sentido que la gestión básica la han asumido las
Comunidades Autónomas, aunque ya decíamos que no de forma exclusiva dada la reserva que
establece el art. 149.1.17ª CE.
En principio, el sistema de prestaciones sociales previsto por la Ley de Integración Social de los
Minusválidos se hace pivotar sobre el sistema de la Seguridad Social, si bien el Real Decreto 383/
1984, de 1 de febrero, viene referido a los minusválidos no comprendidos en el campo de
aplicación de la Seguridad Social por no desarrollar actividad laboral ni ser beneficiarios de ningún
tipo de prestación. Como hemos dicho antes, la variedad de estas prestaciones hace que su previsión
y regulación incida en una pluralidad de ámbitos distintos de los que citaremos solo, a modo de
ejemplo, el art. 53.2 de la Ley de Integración Social de los Minusválidos, referido a los servicios de
atención domiciliaria, o el Decreto 122/ 1997, de 2 de octubre, regulador del Régimen Jurídico
Básico del servicio público de atención social, rehabilitación psicosocial y soporte comunitario de
personas afectadas por enfermedades mentales graves y crónicas. Véase al respecto el Real Decreto
397/ 1996, de 1 de marzo, Registro de Prestaciones Sociales Públicas.
El sistema de pensiones de invalidez no contributivas en el sistema de la Seguridad Social (Ley
26/ 1990, de 20 de diciembre, desarrollada por el Real Decreto 357/ 1991, de 15 de marzo) se
consagra en los arts. 144 a 149 de la Ley General de la Seguridad Social de 1994, especificando el
Real Decreto 1971/ 1999, de 23 de diciembre, el reconocimiento para el reconocimiento,
declaración y calificación del grado de minusvalía; el citado Real Decreto atribuye el derecho a este
tipo de pensiones a las personas afectadas por minusvalía o enfermedad crónica en un grado igual o
superior al 65 por ciento.
También tiene este sentido de prestación específica la derivada del antiguo Seguro Obligatorio
de Vejez e Invalidez (SOVI), de larga trayectoria normativa. La Ley de 1 de septiembre de 1939
sustituyó el régimen de capitalización en el retiro obrero por el de pensión fija, creada en concepto
de subsidio de vejez, como fórmula de incremento del seguro de vejez que asegurase un retiro
suficiente. Esta Ley fue desarrollada por la Orden de 2 de febrero de 1940, que amplió el subsidio al
supuesto de invalidez absoluta para el trabajo, siendo el Decreto de 18 de abril de 1947 el que creó
la Caja Nacional del Seguro de Vejez e Invalidez y preparó un sistema de protección para este
último riesgo; es este sentido, son de interés la Orden de 18 de junio de 1947 y el Decreto ley de 2
de septiembre de 1955.
La incidencia de la Ley de la Seguridad Social de 21 de abril de 1966 en el Seguro Obligatorio
de Vejez e Invalidez supuso la aprobación del Decreto 1564/ 1967, de 6 de julio, que regulaba las
situaciones derivadas de la extinción del citado Seguro.
La Ley General de la Seguridad Social de 1974 culmina el proceso y reconoce, en la
Disposición transitoria segunda, el derecho a causar prestaciones del SOVI, con arreglo a las
condiciones exigidas en la extinta legislación del mismo y siempre que los interesados no tuviesen
derecho a ninguna otra pensión a cargo de los regímenes que integran el sistema de la Seguridad
Social (situación transitoria que se aclara en la Circular 66/ 1982, de 22 de junio; en el mismo
sentido de apreciar la incompatibilidad de las pensiones del SOVI y las del régimen general de la
Seguridad Social se pronuncia el Tribunal Constitucional en su STC 121/ 1984, de 12 de diciembre,
FJ 2).
En el orden laboral el art. 41 de la Ley de Integración Social de los Minusválidos establece que
aquellos que por la naturaleza o las consecuencias de sus minusvalías no puedan, provisional o
definitivamente, ejercer una actividad laboral en las condiciones habituales, deberán ser empleados
en Centros Espaciales de Empleo, regulando un esquema de derechos y deberes laborales que
intenta ser lo más aproximado posible al de las relaciones laborales comunes, teniendo en cuenta,
como es lógico, las peculiaridades de las condiciones de los minusválidos. Esta relación laboral
específica viene definida en el Real Decreto 1369/ 1985, de 17 de julio.
La Disposición adicional segunda de la Ley General de la Seguridad Social determina la
protección de los trabajadores minusválidos en los Centros Espaciales de Empleo incluidos en el
régimen de la Seguridad Social.
Por otra parte, la acción tuitiva sobre este sector se complementa con una serie de medidas
encaminadas a fomentar la incorporación laboral de las personas con minusvalías, entre las que hay
que tener en cuenta las referidas al empleo selectivo que establecen las condiciones en que se han
de producir la reincorporación o readmisión de los trabajadores afectados por una incapacidad
permanente parcial sobrevenida después de su incorporación a la empresa (Real Decreto 1451/
1983, de 11 de mayo), así como un cupo de reserva de plantilla que la Ley de Integración Social de
los Minusválidos impone a las empresas con más de 50 trabajadores fijos.
El Real Decreto 1445/ 1982, de 25 de junio, con el mismo sentido teleológico, eleva la cuantía
de la subvención que se concede a las empresas por la contratación de trabajadores minusválidos y
regula los contratos de formación con minusválidos, en los que no se impone el límite de edad
establecido con carácter general.
Finalmente, dentro de las medidas de fomento de la incorporación laboral de este sector de la
población, la Disposición adicional decimonovena de la Ley 30/ 1984, de 2 de agosto, de Medidas
para la Reforma de la Función Pública impone en las ofertas de empleo público la reserva de un
cupo no inferior al 3 por ciento de las vacantes para ser cubiertas por personas con discapacidad,
siempre que superen las pruebas selectivas y acrediten la compatibilidad con la función.
En relación con la gestión de las medidas de integración social de los minusválidos, el Real
Decreto 1023/ 1976, de 9 de abril, crea el Real Patronato de Educación Especial, que sufrirá una
serie de modificaciones posteriores derivadas de la Ley 13/ 1982; a partir del Real Decreto 1475/
1986, de 11 de julio, pasará a denominarse Real Patronato de Prevención y de Atención a Personas
con Minusvalía, transformándose en un órganos colegiado de la Administración General del Estado
(Real Decreto 2021/ 1997, de 26 de diciembre).
Posteriormente la Ley 14/ 2000,, de 29 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y de
Orden Social, crea con el nombre de Real Patronato sobre Discapacidad un organismo autónomo
para promover la aplicación de conocimientos científicos y desarrollos técnicos a las acciones
públicas y privadas sobre discapacidad, así como para canalizar la colaboración entre las distintas
Administraciones y entre éstas y el sector privado. En la Exposición de motivos se justifica la
necesidad de esta nueva ley por los cambios que se han registrado como consecuencia de una serie
de factores; en primer lugar, el incremento del movimiento asociativo de las personas con
discapacidad, que impone una colaboración institucionalizada entre aquellas asociaciones y la
Administración del Estado a través del Consejo Estatal de las Personas con discapacidad; el
segundo factor a considerar son las transferencias de las políticas sociales a las Comunidades
Autónomas y la participación creciente de las Administraciones locales, que impone la necesidad de
planificar minuciosamente la colaboración entre las tres Administraciones implicadas. El Estatuto
del Real Patronato sobre Discapacidad creado para hacer frente a la nueva problemática se aprueba
por Real Decreto 946/ 2001, de 3 de agosto.
No es el Patronato el único organismo de gestión; el Real Decreto ley 36/ 1978, de 16 de
noviembre crea el Instituto Nacional de Servicios Sociales (INSERSO) como entidad gestora de la
Seguridad Social a nivel nacional con la finalidad de dirigir su acción a las personas mayores,
personas con discapacidad y solicitantes de asilo. El INSERSO sufrirá los cambios que se derivan
del proceso de transferencias a las Comunidades Autónomas que culmina prácticamente en 1998
cuando todas asumen las competencias que les corresponden en estos ámbitos asistenciales. La
consecuencia será que el INSERSO se transforma en el Instituto de Migraciones y Servicios
Sociales (IMSERSO) ampliando sus competencias a materia de inmigración (Real Decreto 140/
1997, de 31 de enero).
La asunción por parte del Ministerio del Interior de las competencias asignadas al IMSERSO en
materia de inmigración conllevará la necesidad de modificar la estructura y funciones del
organismo para adaptarlo a la nueva situación y evitar duplicidad en la gestión, lo que se hace en el
Real Decreto 238/ 2002, de 1 de marzo, Estructura orgánica y Funciones del Instituto de
Migraciones y Servicios Sociales (IMSERSO) en un intento de lograr la mayor eficacia social y de
responder a la descentralización funcional.
El IMSERSO se configura como una entidad gestora de la Seguridad Social adscrita al
Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, con entidad de Derecho público y cuyos fines básicos son
la gestión de las pensiones no contributivas de invalidez y jubilación, así como la de los servicios
complementarios de las prestaciones del sistema de Seguridad Social para las personas mayores y
personas con discapacidad; en relación con estas últimas corresponde también al IMSERSO el
seguimiento de la gestión delas prestaciones económicas derivadas de la Ley de Integración Social
de los Minusválidos.
Dentro de las políticas sectoriales, la referida a la vivienda puede tener un significado especial
en cuanto incide en la necesidad de garantizar el acceso y habitabilidad de la misma a las personas
minusválidas, lo que puede suponer imponer unas determinadas cargas bien a los vecinos del
inmueble, bien a los constructores. La normativa básica referida a la accesibilidad y condiciones de
las viviendas para adaptarlas a las necesidades especiales de los minusválidos la encontramos, en
primer lugar, en el Real Decreto 355/ 1980, de 25 de enero, sobre reserva y situación de las
viviendas de protección oficial destinadas a minusválidos y en el Real Decreto 248/ 1981, de 5 de
febrero, sobre medidas de distribución de aquella reserva. La Orden de 3 de marzo de 1981
establece las características de los accesos, aparatos elevadores y condiciones interiores de las
viviendas para minusválidos proyectadas en inmuebles de protección especial..
Finalmente la Ley 3/ 1990, de 31 de junio, que modifica la Ley 49/ 1969, de 21 de junio, de
Propiedad Horizontal, impone determinadas obligaciones a las comunidades de vecinos
(accesibilidad, rampas, medidas de los ascensores, etc.) cuando una persona minusválida habite
alguno de los pisos. En el mismo sentido, el art. 24 de la Ley 29/ 1994, de 24 de noviembre, de
Arrendamientos Urbanos, y la Ley 15/ 1995, de 30 de mayo, sobre límites del dominio sobre
inmuebles para eliminar barreras arquitectónicas.
En el ámbito de la educación, tanto la Ley Orgánica 8/ 1985, del Derecho a la Educación, como
la LOGSE (Ley Orgánica 1/ 1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo),
concretamente en sus arts. 36 y 37 y el Real Decreto 696/ 1995, de 28 de abril, de Ordenación de la
Educación de los Alumnos con Necesidades Educativas Especiales, han abordado la problemática
concreta de estas personas.
Por último, las políticas sociales de la Unión Europea inciden en el ámbito de las políticas
sociales relacionadas con los minusválidos; es este sentido son interesantes la Recomendación del
Consejo de 24 de junio de 1992 sobre criterios comunes relativos a los recursos y prestaciones
suficientes en los sistemas de protección social (92/ 441/ CEE) y la Recomendación del Consejo de
22 de julio de 1992 relativa a la convergencia de los objetivos y de las políticas de protección
social (92/ 442/ CEE). Aunque no alude de forma directa a los minusválidos, el Título XI del
Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea de 25 de marzo de 1957 (versión consolidada tras la
modificación del Tratado de Ámsterdam, de 2 de octubre de 1997, y de Niza, de 26 de febrero de
2001) aborda la acción comunitaria en relación con las políticas sociales.
Por lo que se refiere a la bibliografía, citar las aportaciones de Aznar, Niño, Borrajo, Campos,
Galvez, Monereo, Torres del Moral, entre otros.

Sinopsis artículo 50
Los antecedentes de Derecho comparado que pueden acreditarse en relación con este artículo se
encuentran en algunas, pocas, de las Constituciones europeas promulgadas después de la segunda
Guerra Mundial, entre las que pueden citarse la italiana de 1947 (art. 38) y el Preámbulo de la
Constitución francesa de 1958 en el que, reproduciendo la fórmula utilizada en el Preámbulo de la
Constitución de la IV República, se afirma el derecho de todo hombre que por su razón de su edad
se encuentre en la incapacidad de trabajar a obtener de la colectividad los medios convenientes para
su existencia; como en tantas ocasiones referidas a los derechos sociales, el dato más inmediato está
en el art. 72 de la Constitución portuguesa de 1976, seguida en este punto con bastante fidelidad por
los constituyentes españoles.
Son varios los textos internacionales que atienden a la problemática de la protección social de la
tercera edad; entre ello son significativos la Carta Social Europea de 18 de octubre de 1961, el
Código Europeo de Seguridad Social (Estrasburgo, 16 de abril de 1964, ratificado por España el 4
de febrero de 1994), así como el Convenio nº 128, de 29 de junio de 1967, de la Organización
Internacional del Trabajo relativo a las prestaciones de invalidez, vejez y sobrevivientes.
El compromiso del Estado de prestar asistencia a los ancianos se encuentra en España recogido
en la Constitución de 1931, y dentro de la normativa del régimen de Franco serán el Fuero de los
Españoles (art. 28) y el Fuero del Trabajo (declaración X.2) las normas encargadas de expresar la
garantía estatal de asistencia en los casos de vejez, incrementando los seguros sociales de vejez
preexistentes.
La redacción que dio a este artículo la Ponencia del Congreso se mantuvo prácticamente idéntica
en los debates parlamentarios, en los que apenas fue objeto de discusión.
Como todos los derechos agrupados en el Capítulo III del Título I de la Constitución con la
denominación de Principios, el art. 50 pertenece a esa esfera un tanto ambigua de los derechos
sociales cuya efectividad depende más de la acción efectiva del Estado que del enunciado
constitucional directo (art. 53.3 CE). En consecuencia es su desarrollo normativo el que determina
el alcance real del derecho, como afirma en relación con el art. 50 el Tribunal Constitucional en la
STC 189/ 1987, de 24 de noviembre.
El mandato de protección a la tercera edad que impone el art. 50 a los poderes públicos se
canaliza en una doble acción: primera, la garantía de suficiencia económica; segunda, las
prestaciones sociales derivadas de los problemas sectoriales específicos de las personas que integran
el colectivo de la tercera edad.
La suficiencia económica se asienta en la garantía de las "pensiones adecuadas y periódicamente
actualizadas", lo que supone su articulación en torno a los regímenes de la Seguridad Social; a este
respecto, el art. 147.1.17ª CE establece la competencia del Estado en la legislación básica y régimen
económico de la Seguridad Social, sin perjuicio de la ejecución de sus servicios por las
Comunidades Autónomas, por lo que la normativa fundamental en torno al sistema de pensiones
será la emanada del Estado.
Sin embargo, en el ámbito asistencial hay que tener en cuenta la convergencia de competencias
estatales derivadas de la acción asistencial de la misma Seguridad Social con las competencias
autonómicas en la medida en que, al amparo del art. 148.1.20ª, las hayan asumido las Comunidades
Autónomas en sus respectivos Estatutos de Autonomía, así como las competencias municipales
desde el momento en que, al menos, buena parte de la gestión y ejecución de las estatales y
autonómicas la desempeñan los Ayuntamientos.
Como decimos, la actualización del art. 50 pivota, en primer lugar, sobre el establecimiento de
un sistema de pensiones para la tercera edad vinculado a la Seguridad Social.
El punto de partida normativo es la Ley General de la Seguridad Social, Texto Refundido
aprobado por Decreto 2065/ 1974, de 30 de mayo, y el Real Decreto ley 36/1978, de 16 de
noviembre; ambas normas han sido parcialmente derogadas por el Real Decreto legislativo 1/1994,
de 20 de junio, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley General de la Seguridad Social,
que será el punto de referencia actual, aunque hay que precisar que ha sido modificado en varias
ocasiones por normas posteriores.
La Ley General de la Seguridad Social de 1994 establece un doble régimen de pensiones: las
pensiones de jubilación en su modalidad contributiva (arts.160 a 166) y las pensiones de jubilación
no contributivas (arts. 167 a 170).
Las pensiones de jubilación contributivas se definen en torno a un criterio profesional, de manera
que tiene derecho a ellas los trabajadores jubilados pertenecientes a alguno de los grupos
profesionales expresados en el art. 7 de la Ley. Dentro de ellas se diferencian distintos regímenes de
pensiones en función de la ordenación profesional que establece la Ley al respecto (trabajadores por
cuenta ajena, trabajadores por cuenta propia, funcionarios públicos, etc.), que determina cuantías
diferenciadas de las pensiones basadas en el cálculo inicial de las prestaciones aportadas por el
trabajador jubilado a lo largo de su vida profesional.
Las exigencias para causar derecho a la pensión (estar de alta en el momento de la jubilación y
haber cubierto un periodo de cotización de 15 años, de los que al menos dos deben estar
comprendidos dentro de los ocho años inmediatamente anteriores al momento de la jubilación),
ponen de relieve el carácter contributivo de estas pensiones, computadas sobre la equivalencia
prestación- pensión, es decir, cotización- protección.
De hecho, la diferente cuantía de las pensiones en función del régimen de la Seguridad Social
aplicable, así como las variaciones respecto de las valoraciones iniciales, ha sido objeto de algunos
recursos ante el Tribunal Constitucional, que se ha pronunciado al respecto, entre otras, en la STC
100/ 1990, de 30 de mayo; en el FJ 5 de la misma afirma el Tribunal que del art. 50 no puede
deducirse que la Constitución obligue a que se mantengan todas y cada una de las pensiones en su
cuantía prevista ya que el concepto de pensión adecuada no puede considerarse aisladamente
atendiendo a cada pensión singular sino que debe tener en cuenta el sistema de pensiones en su
conjunto, sin que puede prescindirse de las circunstancias sociales y económicas de cada momento
y sin olvidar que se trata de administrar medios económicos limitados para un gran número de
necesidades económicas.
Inciden en la regulación de la Ley General de la Seguridad Social, en relación con la
determinación de la cuantía de las pensiones, la Ley 24/ 1997, de 15 de julio, de Consolidación y
Racionalización del sistema de la Seguridad Social, que modifica la Ley de 1994 tanto en relación
con las pensiones cuanto en la acción protectora de la Seguridad Social, y el Real Decreto 1647/
1997, de 31 de octubre, que desarrolla la Ley anterior respecto de los periodos mínimos de
cotización y de la base reguladora de la pensión.
La Ley General de la Seguridad Social establece en el art. 161.1 la edad de jubilación, que fija en
65 años, edad que debe ser considerada como un baremo básico aunque facultativo ya que la
jubilación puede anticiparse o atrasarse en determinadas circunstancias. Ya la jubilación forzosa,
aunque catalogada como excepcional y limitada por el Tribunal Constitucional (STC de 2 de julio
de 1981), supone una alteración de los 65 años como edad de jubilación, pero a ella hay que sumar
los supuestos previstos de jubilación voluntaria anticipada o atrasada. La Ley 35/ 2002, de 12 de
julio, de Medidas para el establecimiento de un Sistema de Jubilación gradual y flexible
(desarrollada por el Real Decreto 1132/ 2002, de 31 de octubre, y modificada parcialmente por la
Ley 45/ 2002, de 12 de diciembre, de medidas Urgentes para la Reforma del Sistema de Protección
del Desempleo y Mejora de la Ocupabilidad) articula la posibilidad de optar por una jubilación
anticipada a partir de los 61 años, con aplicación de coeficientes reductores del porcentaje aplicable
en función de los años de jubilación, y al mismo tiempo favorece la prolongación de la actividad
laboral de los trabajadores que superen la edad de jubilación, permitiendo así su presencia social
activa, sobre la filosofía de que esta prolongación redunda en ventajas tanto para el trabajador como
para el sistema de pensiones; este último supuesto posibilita compatibilizar la pensión de jubilación
con un trabajo a tiempo parcial, reduciéndose el importe de aquélla en proporción inversa a la
reducción de la jornada de trabajo realizada por el pensionista.
Las pensiones de jubilación no contributivas están también integradas en el sistema de la
Seguridad Social. Los artículos 144 a 149 de la Ley General de la Seguridad Social, la Ley 26/
1990, de 20 de diciembre y el Real Decreto 357/ 1991, de 15 de marzo, que desarrolla la Ley
anterior en materia de pensiones no contributivas, establecen este tipo de pensiones para las
personas mayores de 65 años que carezcan de renta o ingresos suficientes, es decir cuando éstos
sean inferiores a la cuantía de las pensiones no contributivas de la Seguridad Social que se
determinen en las Leyes de Presupuestos Generales del Estado.
Este mismo sentido de atención a la suficiencia económica de la tercera edad tiene el Real
Decreto 728/ 1993, de 14 de mayo (desarrollado por la Orden de 22 de febrero de 2000), que
establece pensiones asistenciales por ancianidad a favor de los emigrantes españoles (básicamente
las colectividades españolas en Iberoamérica) a los que los sistemas de pensiones de los países
donde han desarrollado su actividad laboral no dan cobertura económica suficiente. La garantía del
mínimo de subsistencia para estos españoles de origen residentes en el extranjero se articula, pues,
como complementario y sobre el punto de referencia de las pensiones no contributivas establecidas
anualmente en la Ley de Presupuestos Generales del Estado.
La actualización periódica de las pensiones, tanto las contributivas como las no contributivas,
que impone el art. 50 de la Constitución la articula el Gobierno sobre su actualización anual, lo que
hace sobre la base del Índice de Precios de Consumo (IPC), normándose dicha actualización por
medio de los correspondientes Reales Decretos de Revalorización de pensiones (el último, el Real
Decreto 1425/ 2002, de 27 de diciembre, de revalorización de las pensiones del sistema de la
Seguridad Social para el ejercicio 2003). En relación con el régimen de actualización de las
pensiones el Tribunal Constitucional niega su consideración como derecho adquirido sobre la base
de que el elemento fundamental que determina el sistema de pensiones es su consideración de
"adecuada", en la medida en que cubran las situaciones de necesidad, sin que se pueda deducir del
art. 50 CE la obligación constitucional de mantener todas y cada una de las pensiones iniciales en su
cuantía prevista, ni que todas y cada una de las ya causadas tengan que incrementar un incremento
anual, siempre que puedan considerarse suficientes (STC 134/ 1987, de 21 de julio; igualmente la
STC 100/ 1990, de 30 de mayo).
Finalmente, cabe hacer mención a la existencia de un régimen específico de pensiones, integrado
en la Seguridad Social pero ya extinto aunque todavía aplicable en la medida en que haya personas
que puedan ser titulares del derecho a las mismas: el antiguo Seguro Obligatorio de Vejez e
Invalidez (SOVI) se creó por la Ley de 1 de septiembre de 1939 sustituyó el régimen de
capitalización en el retiro obrero por el de pensión fija, creada en concepto de subsidio de vejez,
como fórmula de incremento del seguro de vejez que asegurase un retiro suficiente. Esta Ley fue
desarrollada por la Orden de 2 de febrero de 1940, que amplió el subsidio al supuesto de invalidez
absoluta para el trabajo, siendo el Decreto de 18 de abril de 1947 el que creó la Caja Nacional del
Seguro de Vejez e Invalidez y preparó un sistema de protección para este último riesgo; es este
sentido, son de interés la Orden de 18 de junio de 1947 y el Decreto ley de 2 de septiembre de 1955.
La incidencia de la Ley de la Seguridad Social de 21 de abril de 1966 en el Seguro Obligatorio
de Vejez e Invalidez supuso la aprobación del Decreto 1564/ 1967, de 6 de julio, que regulaba las
situaciones derivadas de la extinción del citado Seguro.
La Ley General de la Seguridad Social de 1974 culmina el proceso y reconoce, en la
Disposición transitoria segunda, el derecho a causar prestaciones del SOVI, con arreglo a las
condiciones exigidas en la extinta legislación del mismo y siempre que los interesados no tuviesen
derecho a ninguna otra pensión a cargo de los regímenes que integran el sistema de la Seguridad
Social (situación transitoria que se aclara en la Circular 66/ 1982, de 22 de junio; en el mismo
sentido de apreciar la incompatibilidad de las pensiones del SOVI y las del régimen general de la
Seguridad Social se pronuncia el Tribunal Constitucional en su STC 121/ 1984, de 12 de diciembre,
FJ 2).
Vinculados a las personas incluidas en el régimen de la Seguridad Social, la Ley General de la
Seguridad Social articula una serie de servicios sociales de la tercera edad, en el marco de la misma
Seguridad Social y prestados por lo tanto por la Administración estatal. Pero esta acción social
estatal se complementa con la desarrollada por las Comunidades Autónomas que hayan asumido las
competencias del art. 148.1.20ª de la Constitución y con las que corresponden, en el ámbito de su
autonomía, a las Corporaciones locales. Por eso nos encontramos con una normativa confluyente en
relación con la pluralidad de servicios sociales dependientes de las tres Administraciones:
rehabilitación, reeducación, residencias, centros de la tercera edad, termalismo, servicios de
atención integral domiciliaria, hospitales de día geriátricos, programas de teleasistencia, sistemas de
telealarma domiciliaria, medidas de acondicionamiento de las viviendas a las circunstancias de las
personas mayores, etc. El complemento autonómico y municipal de la acción de asistencia social
estatal ha dado lugar, por supuesto, a un cuantioso acervo normativo que es materialmente
imposible citar en esta página. Véase al respecto el Real Decreto 397/ 1996, de 1 de marzo, Registro
de Prestaciones Sociales Públicas.
Aparte de lo ya establecido en relación con las pensiones no contributivas, las prestaciones
asistenciales públicas, y muy en especial la cobertura sanitaria, se extienden a las personas de la
tercera edad sin recursos y en estado de necesidad, siendo estas unas prestaciones generales, es
decir no vinculadas a la condición laboral del anciano, cuyo supuesto habilitante es la situación de
necesidad y la carencia de recursos materiales ni sociales; en este sentido se pronuncian tanto la Ley
General de la Seguridad Social de 1994 como la Ley 14/ 1986, de 25 de abril, General de la
Sanidad y el Real Decreto 1088/ 1989, de 8 de septiembre.
El complemento autonómico y local de la acción asistencial estatal ha dado lugar a un cuantioso
acervo normativo, muy fragmentado por sectores, que lógicamente es imposible citar en esta
página, aunque conviene tener en cuenta su existencia a la hora de apreciar el conjunto de
prestaciones y servicios sociales existentes.
Junto a los organismos específicos de gestión existentes en las Administraciones autonómicas y
locales, el organismo de gestión estatal básico es el IMSERSO. El Real Decreto ley 36/ 1978, de 16
de noviembre creó el Instituto Nacional de Servicios Sociales (INSERSO) como entidad gestora de
la Seguridad Social a nivel nacional con la finalidad de dirigir su acción a las personas mayores,
personas con discapacidad y solicitantes de asilo. El INSERSO sufrirá los cambios que se derivan
del proceso de transferencias a las Comunidades Autónomas que culmina prácticamente en 1998
cuando todas asumen las competencias que les corresponden en estos ámbitos asistenciales. La
consecuencia será que el INSERSO se transforma en el Instituto de Migraciones y Servicios
Sociales (IMSERSO) ampliando sus competencias a materia de inmigración (Real Decreto 140/
1997, de 31 de enero).
La asunción por parte del Ministerio del Interior de las competencias asignadas al IMSERSO en
materia de inmigración conllevará la necesidad de modificar la estructura y funciones del
organismo para adaptarlo a la nueva situación y evitar duplicidad en la gestión, lo que se hace en el
Real Decreto 238/ 2002, de 1 de marzo, Estructura orgánica y Funciones del Instituto de
Migraciones y Servicios Sociales (IMSERSO) en un intento de lograr la mayor eficacia social y de
responder a la descentralización funcional.
El IMSERSO se configura como una entidad gestora de la Seguridad Social adscrita al
Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, con entidad de Derecho público y cuyos fines básicos son
la gestión delas pensiones no contributivas de invalidez y jubilación, así como la de los servicios
complementarios delas prestaciones del sistema de Seguridad Social para las personas mayores y
personas con discapacidad.
En el ámbito de la protección a las personas de la tercera edad inciden necesariamente las
políticas sociales de la Unión Europea; aparte de la Carta Comunitaria de Derechos sociales
fundamentales de los trabajadores de 1989, en la que se incluye el derecho a las pensiones de
jubilación correspondientes, y del Título XI del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea de
25 de marzo de 1957 (versión consolidada tras la modificación del Tratado de Ámsterdam, de 2 de
octubre de 1997, y de Niza, de 26 de febrero de 2001) que aborda la acción comunitaria en relación
con las políticas sociales, son de interés la Recomendación del Consejo de 24 de junio de 1992
sobre criterios comunes relativos a los recursos y prestaciones suficientes en los sistemas de
protección social (92/ 441/ CEE) y la Recomendación del Consejo de 22 de julio de 1992 relativa a
la convergencia de los objetivos y de las políticas de protección social (92/ 442/ CEE).
Se puede consultar, ademas, la amplia bibliografía existente en relación con el contenido del
artículo.

Sinopsis artículo 51
No hay precedentes de este artículo ni en las Constituciones extranjeras europeas, aunque en
algunas pueden encontrarse medidas que de alguna manera suponen una defensa de los
consumidores, ni en las españolas; como en otras ocasiones referidas a este Capítulo, es nuevamente
en la Constitución portuguesa de 1876 donde hay una referencia directa cuando en el art. 81 afirma
que corresponde prioritariamente al Estado proteger al consumidor, especialmente mediante el
apoyo a la creación de cooperativas y de asociaciones de consumidores.
Pese a esta ausencia de precedentes constitucionales directos, aparte de la ya mencionada
Constitución de Portugal, lo que sí existen, y de hecho tuvieron gran influencia en el debate
constituyente, son documentos de organismos supranacionales referidos a la protección de los
consumidores; en este sentido, la Carta de Protección de los Consumidores, aprobado por la
Asamblea Consultiva del Consejo de Europa en 1973, el Informe publicado por la OCDE en 1972
sobre la política de protección a los consumidores en los Estados miembros de dicha organización,
y la Resolución del Consejo de Ministros de la CEE de abril de 1976.
El art. 51 (numerado como 44 en el Anteproyecto) fue objeto de una importante modificación en
el Informe de la Ponencia del Congreso, tras lo cual apenas fue objeto de debate ni en la Comisión
ni en el Pleno de la Cámara baja; el debate sobre el fondo del precepto se suscitó en la Comisión
Constitucional del Senado en torno a una enmienda presentada por el grupo parlamentario
Agrupación Independiente, que se centró en el significado de la protección de los consumidores a
través del reconocimiento de sus derechos básicos, tal como se expresan en los textos
internacionales europeos (de la CEE, del Consejo de Europa y de la OCDE) y de la inclusión de una
serie de derechos de carácter instrumental respecto de los calificados como básicos.
Es este un precepto que hay que encuadrar en el marco del concepto de Estado social de Derecho
(art. 1.1 de la Constitución) y de la economía de mercado, teniendo en cuenta que, aunque al igual
que otros artículos anteriores se ubica entre los principios rectores de la política social y económica,
aquéllos contemplan la vertiente social de la acción de los poderes públicos mientras que éste
aborda el fundamento actual de la economía de mercado neocapitalista, basada en la llamada
sociedad de consumo, de manera que la protección específica a los consumidores como sostén
básico del modelo económico se convierte en una fórmula de reforzamiento del citado modelo.
Desde este punto de vista, siendo el bienestar social exigencia y meta del neocapitalismo y por
ello integrante del actual estado social, la inclusión de la protección de los consumidores en la
Constitución parece exceder el campo que le correspondería formalmente por su ubicación en el
ámbito de los derechos sociales, que es el correspondiente a la actividad normativa ordinaria de los
poderes públicos, para convertirse en un verdadero principio del modelo económico adoptado por la
Constitución.
Ahora bien, es este un principio que opera en forma de límite del modelo de economía de
mercado y de libertad de empresa que establece básicamente el art. 38 de la Constitución, límite
cuyo fundamento se encuentra en los derechos de los consumidores y en la acción reguladora de los
poderes públicos en consonancia con aquellos derechos; en definitiva, el art. 51 viene a intentar
equilibrar el modelo de economía de mercado que, basado en la oferta de bienes de consumo, ha
propiciado la posición dominante de las grandes sociedades productores, directa o indirectamente,
de dichos bienes con la protección al consumidor frente a la indefensión en que pueden encontrarse
en sus relaciones jurídicas con aquellas sociedades.
En desarrollo de este precepto constitucional se dictó la Ley 26/ 1984, de 19 de julio, General
para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, ley dictada con cierto apresuramiento como
consecuencia del conflicto social que supuso el síndrome tóxico producido por el aceite de colza
adulterado, verdadero toque de atención sobre la necesidad de garantizar a los ciudadanos un
mínimo de seguridad en relación con el consumo. La Ley ha sido objeto de varias modificaciones,
sobre todo para integrar Directivas comunitarias (por ej. Ley 39/ 2002, de 28 de octubre, que
traspone a derecho interno una serie de Directivas sobre la acción colectiva de cesación, crédito al
consumo y publicidad engañosa), y fue además objeto de varios recursos de inconstitucionalidad
resueltos por la STC 15/ 1989, de 26 de enero, que declaró inconstitucionales el art. 40 y un inciso
del art. 8.3, y de no aplicación directa a las Comunidades Autónomas otra serie de artículos,
cuestión sobre la que volveremos después.
Los titulares de los derechos objeto de protección son los consumidores y usuarios, lo que quiere
decir "todos" desde el momento en que el concepto de consumidores no viene referido, como en los
supuestos de la juventud, los minusválidos o los ancianos, a un sector social determinado sino a
todos los ciudadanos en cuando consumidores.
El art. 1.2 de la Ley 26/ 1984 precisa el concepto de consumidores, a los efectos legales,
calificando como tales a las personas físicas o jurídicas que adquieran, utilicen o disfruten como
destinatarios finales bienes, productos, servicios, etc., cualquiera que sea la naturaleza pública o
privada, individual o colectiva de quienes los producen, facilitan, suministran o expiden. De esta
definición, junto con la negativa que se contiene en el art. 1.3 en relación con los que no tienen la
consideración de consumidores, se llega a la conclusión de que la Ley adopta el criterio de
considerar consumidor solo al destinatario final de bienes y servicios para uso privado.
El art. 51 de la Constitución establece en sus dos primeros apartados una distinción entre los
derechos que corresponden a los consumidores como derechos fundamentales o básicos (art. 51.1) y
los derechos instrumentales de aquéllos (art. 51.2).
El art. 2 de la Ley en cuestión hace una relación de los derechos básicos de los consumidores,
protegidos de forma prioritaria cuando guarden relación directa con productos o servicios de uso o
consumo común, ordinario y generalizado; dichos derechos básicos son: la protección contra
riesgos que puedan afectar a la salud o seguridad de los consumidores, la protección de sus
legítimos intereses económicos y sociales, en especial frente a las cláusulas abusivas en los
contratos, la reparación o indemnización por los daños sufridos, la información correcta sobre los
bienes y servicios, su participación a través de las asociaciones de consumidores, y la protección
jurídica, administrativa y técnica en las situaciones de inferioridad, subordinación o indefensión.
Consecuencia de la formulación de los derechos de los usuarios es la obligación de garantizarlos
que el art. 51 de la Constitución impone a los poderes públicos. Los destinatarios de este mandato
son los poderes públicos en general, es decir el estatal, los autonómicos y los locales, lo que plantea
una de las cuestiones más complejas de esta materia.
El problema que se suscita es que ni el art. 148 ni el 149 CE establecen regla explícita relativa a
la asunción de la competencia de defensa de los consumidores, por lo que debe considerarse como
una competencia residual asumible por las Comunidades Autónomas en sus Estatutos de Autonomía
(art. 149.3 CE) o en las leyes orgánicas de transferencias; en efecto, prácticamente todas las
Comunidades Autónomas han asumido como exclusiva la competencia de defensa de los
consumidores.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la asunción como exclusiva de esta competencia no
excluye la competencia estatal (STC 32/ 1983, de 28 de abril, FJ 2) desde el momento en que la
competencia estatutaria tiene unos límites configurados sobre una serie de títulos competenciales
que corresponden indubitadamente al Estado, tales como el sistema económico constitucional (arts.
33, 38, 128, entre otros), la unidad del mercado en todo el territorio nacional (art. 139), y la garantía
de las condiciones que garanticen la igualdad entre los españoles (arts. 139 y 149.1.1ª).
En este panorama nos encontramos con que prácticamente todas las Comunidades Autónomas
han promulgado sus respectivos Estatutos o Normas reguladoras de la Defensa de las
Consumidores, teniendo en cuenta que algunas de estas Comunidades han asumido estatutariamente
la competencia exclusiva en la defensa de los consumidores, lo que les legitima plenamente para
regular la materia, pero al mismo tiempo los títulos legitimadores de la actividad del Estado se
concretan en la existencia de normas estatales sobre defensa de los consumidores, que en principio
operarían respecto de las Comunidades Autónomas que no hubiesen asumido dicha competencia o
que no la hubiesen configurado como exclusiva en sus Estatutos.
La pluralidad de fuentes normativas es un factor más a añadir a la complejidad de esta materia
que abordamos como consecuencia de una de sus principales características, que es su carácter
interdisciplinario o pluridisciplinario (SSTC 32/ 1983, de 28 de abril y 62/ 1991, de 22 de marzo,
entre otras). El tribunal Constitucional, en sus dos sentencias básicas en esta materia, las SSTC 71/
1982, de 30 de noviembre, y 15/ 1989, de 26 de enero, advierte que la defensa del consumidor es
un concepto de tal amplitud y de contornos tan imprecisos que, con ser en ocasiones dificultosa la
operación calificadora de una norma, estatal o autonómica, cuyo designio pudiera entenderse que es
la protección del consumidor, la operación no acabaría de resolver el problema desde el momento
en que la norma puede estar comprendida en más de una de las reglas definidoras de la
competencia; en efecto, la norma cuya finalidad es la defensa del consumidor está integrada al
mismo tiempo en una disciplina jurídica concreta (legislación civil, mercantil, procesal, etc.) cuya
competencia puede estar atribuida expresamente por el art. 149 CE al Estado, de tal manera que no
es suficiente con que una Comunidad Autónoma, incluso aunque haya asumido de forma exclusiva
la competencia, emita una norma de defensa de los consumidores dentro de su ámbito territorial,
sino que hay que examinar si la disciplina concreta en la que se articula aquella finalidad defensiva
es también competencia suya para precisar cuál es la norma, estatal o autonómica, aplicable en cada
caso concreto.
El Capítulo X de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios realiza el
reparto de competencias entre las tres Administraciones implicadas (estatal, autonómica y local),
aunque hay que advertir que la STC 15/ 1989, de 26 de enero, declaró inconstitucional el art. 40, en
el que se determinaba el ámbito competencial de las Comunidades Autónomas, por entender que
dicho artículo establecía un mandato dirigido a las Comunidades que transgredía la regla
constitucional en virtud de la cual la distribución de competencias solo podría derivar del juego
combinado de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía o de la Leyes orgánicas de
transferencias (FJ 11). En consecuencia, sólo se mantienen vigentes los arts. 39 (acciones concretas
de la Administración del Estado de protección y defensa de los consumidores) y 41 ("corresponderá
a las autoridades y Corporaciones locales promover y desarrollar la protección y defensa de los
consumidores y usuarios en el ámbito de sus competencias y de acuerdo con la legislación estatal y,
en su caso, de las Comunidades Autónomas", especificando las acciones de información,
inspección y apoyo que deben realizar dichas Corporaciones), teniendo en cuenta que el ámbito de
aplicación y eficacia de este último precepto no alcanza a aquellas Comunidades Autónomas que
hayan asumido la defensa de los consumidores como competencia exclusiva (STC 15/ 1989, FJ
11).
El artículo 52.2 CE aborda los considerados derechos instrumentales de los que en su apartado
primero asumían la naturaleza de básicos. El primero de tales derechos instrumentales se articula
sobre la obligación que el artículo en cuestión impone a los poderes públicos de fomentar las
organizaciones o asociaciones de consumidores y usuarios y de oírlas en las cuestiones que puedan
afectarles. La Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios regula estas
asociaciones en sus arts. 20 a 22 en cuanto asociaciones privadas que actúan como un sistema de
autodefensa de los derechos e intereses de los consumidores. Estas asociaciones, que se constituyen
con arreglo a la Ley de Asociaciones, se caracterizan por tener como finalidad constituyente la
defensa de los intereses de los consumidores, sea con carácter general sea en relación con productos
o servicios concretos.
Como en otros aspectos de esta materia, la normativa aplicable para la constitución y regulación
de las asociaciones de consumidores en las Comunidades Autónomas que hayan asumido la
competencia en exclusiva será la propia de la Comunidad en cuestión, aunque la diferente
normativa no excluye la existencia de un único Registro, que se lleva en el Ministerios de Sanidad y
Consumo a través del Instituto Nacional del Consumo, cuya función no afecta a la validez de las
asociaciones no inscritas ya que la inscripción en dicho Registro sólo tiene efectos en cuanto
condición, junto con las demás que determina la Ley de los Consumidores, para que las
asociaciones inscritas puedan recibir los beneficios que otorga la Ley, entre ellos, lógicamente, el de
la audiencia (STC 15/ 1989, de 26 de enero, FJ 7.b).
La obligación que tienen los poderes públicos de oír a las asociaciones de consumidores y
usuarios en las cuestiones que puedan afectarles se articula en el art. 22 de la Ley General para la
Defensa de los Consumidores y Usuarios, que distingue los supuestos de audiencia preceptiva de
los meramente consultivos, aunque en ninguno de los dos casos la consulta es vinculante. La
obligatoriedad de audiencia de las asociaciones de consumidores vincula a todos los poderes
públicos, lo que implica que también deben preverla las normas autonómicas reguladoras de este
tipo de asociaciones en el ámbito de las respectivas Comunidades (STC 15/ 1989, FJ 7.c).
El artículo 22 ha sido desarrollado por el Real Decreto 825/ 1990, de 22 de junio, sobre el
derecho de representación, consulta y participación de los consumidores y usuarios a través de sus
asociaciones, que con la finalidad de fomentar este tipo de asociacionismo determina la
composición y funciones del Consejo de Consumidores y Usuarios como órgano de representación
y consulta de ámbito nacional de los consumidores y que ostenta la representación institucional de
estas organizaciones ante la Administración y organismos de carácter estatal. El Consejo está
integrado por los representantes de las asociaciones de consumidores y usuarios legalmente
constituidas según el art. 20 de la Ley de Defensa de los Consumidores, además de los Consejos de
Consumidores y Usuarios de las Comunidades Autónomas (Reales Decretos 2211/ 1995, de 28 de
diciembre, y 1203/ 2002, de 20 de noviembre). El art. 2 de la Ley 21/ 1991, de 17 de junio, que crea
el Consejo Económico y Social distribuye los 61 miembros que lo integran en tres grupos de veinte,
siendo designados, en el tercero de los grupos, cuatro representantes de los consumidores por el
Consejo de Consumidores y Usuarios.
Entre los derechos instrumentales que articula el art. 51.2 de la Constitución merece especial
atención la obligación de los poderes públicos de promover la información y la educación de los
consumidores. Se ha denunciado en ocasiones la poco afortunada redacción de este apartado
respecto del término "educación" por entender que en todo caso ya estaba comprendido en el art. 27
del Texto constitucional. De todas formas bien podría considerarse que el precepto pretende
vincular educación con información, entendiendo que ésta es uno de los instrumentos más eficaces
que pueden colaborar en la educación del conocimiento y hábitos de consumo; este es el sentido que
parece tener el art. 17 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios al
establecer que los medios de comunicación social de titularidad estatal dedicarán espacios y
programas, no publicitarios, a la información y educación de los consumidores, facilitando el acceso
o participación en ellos de las asociaciones de consumidores.
El derecho a la información, como derecho específico de los consumidores, abarca tanto el
derecho de los consumidores a recibir tal información cuanto el deber de informar. El primero se
centra en el derecho que asiste a los consumidores de recibir una información veraz, eficaz y
suficiente respecto de los bienes, productos y servicios consumibles, de tal manera que todos ellos
tienen que incorporar o permitir de forma cierta y objetiva información sobre sus características
esenciales (origen, composición, calidad, cantidad, precio, fecha de caducidad, instrucciones de uso,
etc.) que permitan al consumidor dirigir su elección, utilizar el bien y reclamar en caso de daños o
perjuicios causador por el bien o servicio utilizado (STC 71/ 1982, de 30 de noviembre, FJ 18).
La información puede proceder bien de los mismos fabricantes, comerciantes o prestadores de
servicios, bien de las asociaciones de consumidores y usuarios o de cualquier organización pública
o representativa de intereses colectivos, y puede tener carácter genérico dentro del marco de la
publicidad o configurarse como una obligación singular dentro del contenido contractual específico,
pero en todo caso significa para las empresas, comerciantes y prestadores de servicios un deber de
información de cumplimiento singular, mientras que para las organizaciones públicas o de
representación de intereses colectivos representa un deber de información que tienen que tener a
disposición de los consumidores en general y de sus asociados en particular. También las
Administraciones públicas están llamadas a dar a los consumidores la información que obre en su
poder, facilitándoles los datos que obren en su poder, sobre todo cuando se trate de productos o
servicios sometidos al régimen de licencias o de inspección oficial (STC 71/ 1982, FFJJ 10 y 18).
La estrecha conexión entre información al consumidor y publicidad se refleja en la preocupación
comunitaria al respecto ( sirva como ejemplo la Directiva de la CEE 84/ 450, aprobada por el
Consejo el 10 de septiembre de 1984, sobre publicidad engañosa y publicidad comparativa) y en la
regulación estatal del fenómeno publicitario realizada en la Ley 34/ 1988, de 11 de noviembre,
General de Publicidad, modificada por las Leyes 1/ 2000, de 7 de enero y 39/ 2002, de 28 de
octubre.
Como dijimos antes, el carácter pluridisciplinar que abarca la defensa de los consumidores tiene
el efecto de la existencia de un gran número de normas sectoriales reguladoras de tal multiplicidad
de materias que es totalmente imposible hacer alusión a ellas, y más si tenemos en cuenta que hay
que considerar tanto la normativa estatal como las autonómicas y locales; sirva, a modo de ejemplo
de la imposibilidad que planteamos, una somera enunciación de algunos de los sectores objetos de
regulación en función de la defensa de los derechos de los consumidores: agencias de viajes, talleres
de vehículos, tarjetas bancarias, electrodomésticos, productos sanitarios y medicamentos, productos
industriales, venta ambulante, venta a plazos, etc. etc. Del acervo normativo sectorial podemos
subrayar algunas normas, también como simples ejemplos: Ley 25/ 1990, de 20 de diciembre, del
Medicamento; Ley 22/ 19994, de 6 de julio, de Responsabilidad Civil por Daños causados por
productos defectuosos; Ley 7/ 1995, de 23 de marzo, de Crédito al Consumo; Real Decreto 287/
1991, de 8 de marzo, por el que se aprueba el Catálogo de productos, bienes y servicios a
determinados efectos de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios; Decreto
2484/ 1967, de 21 de septiembre, por el que se aprueba el Código Alimentario Español (modificado
por Real Decreto 1353/ 1983, de 27 de abril); Real Decreto 1133/ 1997, de 11 de julio, por el que se
regula la autorización de las ventas a distancia e inscripción en el Registro de las mismas; Real
Decreto 515/ 1989, de 21 de abril, sobre protección de los consumidores en cuanto a la información
a suministrar en la compraventa y arrendamiento de viviendas; Real Decreto 880/ 1990, de 29 de
junio, sobre seguridad de los juguetes; Real Decreto 2207/ 1995, de 28 de diciembre, de normas de
higiene en productos alimenticios, y un largo etcétera imposible de enumerar.
Especial significado tiene la Ley 7/ 1998, de 13 de abril, De Condiciones Generales de
Contratación, modificada por las Leyes 1/ 2000, de 7 de enero, 24/ 2001, de 27 de diciembre, y 39/
2002, de 28 de octubre, y que modifica a su vez la Ley 26/ 1984, General para la Defensa de los
Consumidores y Usuarios.
El objeto directo de la Ley 7/ 1998, manifestado en su exposición de Motivos, es la trasposición
al derecho interno de la Directiva 93/ 13/ CEE del Consejo de 5 de abril de 1993 sobre cláusulas
abusivas en los contratos celebrados con consumidores, teniendo en cuenta en especial el fenómeno
de la generalización de los contratos de adhesión en los que las cláusulas vienen impuestas y no son
en realidad objeto de negociación. al hilo de esta trasposición la Ley aborda la regulación de las
condiciones generales de la contratación para garantizar la igualdad en la contratación y la defensa
de los consumidores.
Distingue la Ley entre las condiciones generales de los contratos y las cláusulas abusivas,
teniendo en cuenta que éstas pueden existir tanto en las condiciones generales como en las cláusulas
predispuestas en los contratos particulares. En caso de contradicción entre las condiciones generales
y las condiciones particulares previstas específicamente para un contrato concreto, prevalecerán
éstas sobre aquéllas, salvo que las condiciones generales resulten más beneficiosas para el adherente
que las condiciones particulares, resolviéndose las dudas de interpretación de las condiciones
generales a favor del adherente. La consecuencia de esta regulación favorable al contratante-
consumidor es la nulidad de las condiciones generales que contradigan, en perjuicio del adherente,
lo dispuesto en la Ley, y en particular la nulidad de las condiciones generales que sean abusivas.
Frente a este tipo de cláusulas el adherente puede instar declaración judicial de no incorporación
al contrato o de nulidad de las mismas; la sentencia de no incorporación o de nulidad no supondrá
necesariamente la ineficacia total del contrato si éste puede subsistir sin tales cláusulas.
Finalmente, la Ley crea un Registro de Condiciones Generales de Contratación en el que podrán
inscribirse las cláusulas contractuales que tengan el carácter de condiciones generales (Real Decreto
1828/ 1999, de 3 de diciembre)
La procedencia de la inclusión en la Constitución del apartado número tres del art. 51 ha sido
cuestionado por la doctrina por considerarlo perfectamente innecesario. Evidentemente, no cabe
duda de que la ley tiene competencia para regular el comercio interior y el régimen de autorización
de productos industriales, sin necesidad de que lo diga la Constitución; la justificación del precepto
se encuentra sin duda en la voluntad del constituyente de subrayar la necesidad de que la regulación
de aquellas materias estuviese marcada por el objetivo de la defensa de los consumidores.
La Ley 7/ 1996, de 15 de enero, de Ordenación del Comercio Minorista (modificada por las
Leyes 55/ 1999, de 2 de diciembre, y 47/ 2002, de 19 de diciembre), así como la Ley Orgánica 2/
1996, de 15 de enero, complementaria de la anterior, regulan materias tales como la oferta
comercial, los precios, la promoción de ventas (rebajas, ventas de promoción, ventas de saldos,
ventas con obsequios, etc.), las ventas especiales (a distancia, automática, ambulante, en pública
subasta, en régimen de franquicia, etc.) y los horarios comerciales; los artículos 37 y parcialmente
el 53 de la Ley 7/ 1996 fueron declarados inconstitucionales por la STC 124/ 2003, de 19 de junio,
que también despoja del carácter de orgánicos a los artículos 2 y 3 de la Ley Orgánica 2/ 1996.
En concreto, la regulación de los horarios comerciales parte del Real Decreto ley 22/ 1993, de 29
de diciembre, de Bases para la regulación de horarios comerciales, cuya regulación se reproduce
íntegra en la Ley Orgánica 2/ 1996 en el sentido de que la regulación de los horarios de apertura y
cierre de los locales comerciales correspondería a las Comunidades Autónomas que hubiesen
asumido la competencia de comercio interior en sus Estatutos (todas menos la Comunidad
Autónoma de las Islas Baleares), pero en el marco del art. 149.1 13ª que atribuye al Estado la
competencia de ordenación general de la actividad económica (SSTC 225, 228, 269 y 284/ 1993).
En definitiva en esta materia el art. 43 del Real Decreto ley 6/ 2000, de 23 de junio, de Medidas
Urgentes de Intensificación de la Competencia en mercados de bienes y servicios, establece una
especie de moratoria al supeditar la libertad absoluta de horarios y días de apertura de los locales
comerciales a un acuerdo con las Comunidades Autónomas en un plazo no anterior al año 2005,
incluyéndose una serie de medidas liberalizadoras.
El Derecho sancionador referido a la defensa de los consumidores y usuarios está integrado, en
primer lugar, por la serie de delitos tipificado en el Código Penal en relación con esta materia, en
especial los arts. 278 a 288 (delitos relativos al mercado y a los consumidores) y 359 a 367 (delitos
contra la salud pública), aparte de todas las formas delictivas que afecten a la celebración de los
contratos.
La regulación básica de las infracciones y sanciones se encuentra en los arts. 32 a 38 de la Ley
26/ 1984, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, que se remite al Real Decreto
19945/ 1983, de 22 de junio, por el que se regulan las infracciones y sanciones en materia de
defensa del consumidor y de la producción agroalimentaria.
La STC 71/ 1982, de 30 de noviembre, aborda la cuestión de la legitimación procesal, en
relación con el ejercicio de acciones judiciales en defensa de los intereses colectivos, y muy
específicamente la posibilidad de legitimación procesal de las asociaciones de consumidores y
usuarios. En el FJ 20 razona el Tribunal sobre el sistema de legitimación colectiva reconocida en
nuestro sistema jurisdiccional, concretamente en el art. 32 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción
Contencioso Administrativa, precisando que esta es una fórmula perfectamente utilizable cuando la
defensa de los intereses colectivos por parte de aquellas asociaciones puede hacerse valer por los
cauces del proceso contencioso- administrativo. Sin embargo, concluye el Tribunal, no puede
reconducirse a la misma regla la legitimación de las asociaciones de consumidores, entendida como
sustitutoria, pero no excluyente, del ejercicio de la acción individual, si el consumidor o usuario
perjudicado optase por este ejercicio ante una jurisdicción distinta de la contencioso-
administrativa.
Se puede consultar, además, la amplia bibliografía disponible sobre el contenido del artículo.

Sinopsis artículo 52
Los precedentes que se pueden señalar de esta precepto concreto son escasísimos porque en
general las Constituciones han optado por la referencia explícita a los sindicatos sobre otras formas
asociativas profesionales; el art. 9.3 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949 hace una referencia
más directa al afirmar que "queda garantizado a toda persona y a todas las profesiones el derecho de
formar asociaciones destinadas a defender y mejorar las condiciones económicas y de trabajo...", en
lo que puede entenderse como una fórmula de reconocimiento genérico del derecho de asociación
profesional.
En España será la Constitución de 1931 la que incluya en su art. 39 una regulación conjunta del
derecho de asociación y del de sindicación, sin plantear en absoluto nada relacionado con las
organizaciones profesionales.
La trayectoria constituyente del art. 52 resulta cuanto menos curiosa, y desde luego
esclarecedora, ya que no figuraba ni en el Anteproyecto ni en el Proyecto de la Ponencia del
Congreso; de hecho, el precepto fue redactado por la Comisión Mixta Congreso- Senado, y así
aparece por primera vez en el texto publicado en el Boletín Oficial de las Cortes el día 28 de
octubre de 1978. La razón de esta extraña situación, respecto de la que incluso se ha puesto en duda
la legitimidad de la Comisión Mixta para redactar ex novo un precepto no debatido en las Cámaras,
y por ello no objeto de discrepancia, está en el desarrollo del debate que tuvo lugar en la Cámara
alta en torno al art. 7.
En el Proyecto de la Ponencia del Congreso se abordaba en este artículo el tratamiento de los
sindicatos y de las organizaciones profesionales en general. La Comisión del Congreso introdujo la
referencia concreta a los Colegios Profesionales, junto a "las demás organizaciones profesionales",
referencia que se suprimió en el Senado al considerar la Cámara la conveniencia de que los
Colegios profesionales pasasen a ser reconocidos en un artículo específico, lo que se hizo con el
numeral 36. Parece evidente que la Comisión Mixta consideró la naturaleza distinta de las
organizaciones profesionales y de los Colegios, valorando la pertinencia de configurar un precepto
específico respecto de aquéllas, de la misma manera que el Senado se había pronunciado en su
momento por individualizar respecto de los Sindicatos el tratamiento constitucional de los Colegios
Profesionales.
El origen del art. 52 puede posiblemente explicar una redacción que difiere de forma sustancial
de los preceptos anteriores del Capítulo III; en efecto, este artículo articula un derecho específico de
asociación, la profesional, que no puede considerarse propiamente un principio rector sino que
configura una fórmula asociativa encuadrable en el art. 22 CE, cuya ubicación podría haberse
planteado, con más lógica, dentro de la Sección segunda del Capítulo II del Título I, y ello sin
cuestionarnos ahora las múltiples voces que desde un principio denunciaron lo superfluo del
precepto.
La Constitución se refiere en su articulado a tres fórmulas asociativas profesionales: los
Sindicatos (art. 7), los Colegios Profesionales (art. 36) y las organizaciones profesionales (art. 52);
dejando al margen a los Sindicatos, la diferencia conceptual entre los Colegios y las organizaciones
profesionales es que éstas están conceptuadas como corporaciones de Derecho público, de tal
manera que mientras que los Colegios Profesionales son corporaciones creadas para tutelar un
interés público conectado con los intereses profesionales propios de sus integrantes, las
organizaciones profesionales son corporaciones creadas también para tutelar un interés público cuya
conexión no se realiza con los intereses subjetivos profesionales de sus miembros sino con los
intereses económicos objetivos de la profesión de que se trate.
La interrelación entre interés público e interés objetivo de la profesión la pone de relieve el
Tribunal Constitucional cuando en su STC 132/ 1989, de 18 de julio, afirma que lo característico de
las corporaciones de Derecho público es que en ellas se impone su carácter de opción de los poderes
públicos sobre un pactum asotiationis original, que no existe y que ha sido sustituido por un acto de
creación estatal. En el FJ 10 de la citada sentencia precisa el Tribunal que lo único que establece el
art. 52 CE es una reserva de ley en relación con las organizaciones profesionales, dentro de la cual,
dada la latitud de la expresión en cuestión, no es posible determinar un contenido esencial e
intocable para el legislador, aparte de que la estructura y funcionamiento interno de dichas
organizaciones tengan que ser democráticos; en consecuencia, la configuración legal, que no
impuesta por la Constitución, de las corporaciones profesionales como corporaciones públicas es
tan legítima como hubiera podido ser el dotarlas de una naturaleza jurídica privada.
Con el mismo razonamiento la STC 18/ 1984, de 7 de febrero, encuadra a las organizaciones
profesionales en la categoría de las entidades de carácter social que, en la medida en que su
actividad presenta un interés público relevante, pueden ser ordenadas por el Estado y configuradas
como corporaciones de Derecho público en cuanto instrumentos de interpenetración entre el Estado
y la sociedad, al margen de otras fórmulas posibles de participación de los ciudadanos en la
organización del Estado, como pueden ser los partidos político o los sindicatos, cuya libre creación
y actuación garantiza la Constitución (FJ 3).
La actividad reguladora del Estado se ha centrado en la regulación específica de las
organizaciones profesionales concretas, sin crear una ley general para todas ellas; por eso dicha
regulación está contenido en una serie de normas parciales tales como el Real decreto 670/ 1978, de
11 de marzo, sobre Cofradías de Pescadores, la Ley 23/ 1986, de 24 de diciembre, de Bases del
Régimen Jurídico de las Cámaras Agrarias (modificada por las Leyes 23/ 1991, de 15 de octubre y
37/ 1994, de 27 de diciembre), y la Ley 3/ 1993, de 22 de marzo, Básica de Cámaras Oficiales de
Comercio, Industria y Navegación; la normativa reguladora de las Cámaras Oficiales de la
Propiedad Urbana fue declarada nula por inconstitucionalidad sobrevenida por la STC 113/ 1994.
Como en tantas otras materias hay que tener en cuanta que todas las Comunidades Autónomas
han asumido competencias estatutarias en relación con las Cámaras oficiales, aunque el carácter de
corporaciones de Derecho público de las mismas justifica su regulación básica por parte del Estado
en virtud del art. 149.1.18ª CE. Ello supone que junto a la normativa básica estatal mencionada,
además del art. 15 de la Ley 12/ 1983, de 14 de octubre, del Proceso Autonómico, hay que
considerar la dictada por las Comunidades Autónomas teniendo en cuenta los principios generales
establecidos en el citado art. 15, a los que haremos alusión a continuación.
En función de este precepto de la Ley del Proceso Autonómico, se pueden constituir en cada
Comunidad Autónoma Cámaras Agrarias, Cámaras de Comercio, Industria y Navegación y
Cofradías de Pescadores, sometidas a la tutela administrativa de las Comunidades y con el carácter
de órganos de consulta y colaboración tanto de la Administración del Estado cuanto de las
autonómicas. Sin embargo la competencia básica del estado respecto de las Cámaras Oficiales no
incluye la atribución de facultades ejecutivas ni de tutela, reservadas a las Comunidades
Autónomas, criterio que aplica la STC 206/ 2001, de 22 de octubre, al declarar no aplicables, por no
tener el carácter de básicos, a las Comunidades Autónomas recurrentes una serie de artículos de la
Ley de Bases de las Cámaras oficiales de Comercio, Industria y Navegación, y especificando que la
competencia de promoción del comercio exterior que le corresponde al Estado (art. 149.1.10ª CE)
no excluye las competencias autonómicas sobre las Cámaras respecto de aquella función de
promoción.
La Ley 3/ 1993, de 22 de marzo, Básica de las Cámaras Oficiales de Comercio, Industria y
Navegación responde al interés de la Administración en institucionalizar estas Cámaras, que en sí
mismas son organizaciones para la defensa y promoción de los propios intereses sectoriales (del
comercio, de la industria, de la navegación) de índole profesional, como corporaciones de Derecho
público; en consecuencia las Cámaras se configuran como órganos consultivos y de colaboración
con las Administraciones públicas, sin menoscabo de los intereses privados que persiguen cuya
realización se instrumentaliza a través del Derecho privado.
El art. 1.2 de la Ley les atribuye la finalidad de representación, promoción y defensa de los
intereses generales del comercio, industria y navegación, junto con la prestación de sus servicios a
las empresas que ejerzan esas actividades, mientras que el art. 2.1 especifica cuales son sus
funciones de carácter público- administrativo: asesoramiento de la Administración, proposición de
reformas o medidas necesarias o convenientes, recopilación de costumbres, usos y prácticas,
colaboración con las Administraciones públicas en las enseñanzas de Formación Profesional, apoyo
y estímulo de la exportación de bienes y servicios, arbitraje, etc.
Para el cumplimiento de estas funciones habrá necesariamente, al menos, una Cámara Oficial de
Comercio, Industria, y Navegación en su caso, en cada provincia (así como en Ceuta y Melilla),
siendo la legislación autonómica la encargada de configurar otras Cámaras que se creen en los
territorios de las Comunidades Autónomas.
La Ley Básica de Cámaras Oficiales de Comercio, Industria y Navegación vino a sustituir la
regulación anterior contenida en la Ley de 29 de junio de 1911 y el Decreto de 26 de julio de 1929,
en un momento en que esta normativa preconstitucional había sido recurrida ante el Tribunal
Constitucional, si bien todavía no había habido pronunciamiento; en realidad la Ley pretendía
adelantarse a la previsible declaración de inconstitucionalidad sobrevenida de la normativa
recurrida, derogándola antes de que el Tribunal emitiese sentencia. Un año después el Tribunal
Constitucional se pronunció al respecto en la STC 179/ 1994, de 16 de junio, declarando la
inconstitucionalidad de las normas preconstitucionales, ya derogadas por la Ley 3/ 1993, en lo
relativo a la adscripción obligatoria a las Cámaras. Al ser este el punto neurálgico de la controversia
doctrinal, e incluso jurisprudencial y legal, en relación con las Cámaras Oficiales, parece interesante
subrayar los pronunciamientos del Tribunal tanto respecto de la legislación que declara
inconstitucional cuanto en la incidencia que puede tener en el significado de la Ley 3/ 1993, sobre la
que lógicamente no se pronuncia.
La Ley Básica de Cámaras Oficiales de Comercio, Industria y Navegación mantiene, igual que
lo hiciera la Ley de 1911, la adscripción obligatoria pero, precavidamente, incide en las funciones
públicas de las Cámaras que, como veremos, es el factor determinante en base al que el Tribunal
Constitucional justifica la adscripción forzosa. Como la Ley fue objeto de una serie de cuestiones de
inconstitucionalidad, resueltas por las correspondientes sentencias, vamos a destacar entre todas
ellas la STC 107/ 1996, de 12 de junio, básica en esta materia y de la que puede extraerse, en
combinación con la antes citada STC 179/ 1994, el razonamiento del Tribunal.
El problema parte de que la condición de miembros de las corporaciones de Derecho público, y
en concreto de las Cámaras Oficiales de Comercio, Industria y Navegación, viene determinada por
la condición objetiva que tienen ciertas personas en relación con el fin corporativo específico de la
corporación; en el supuesto que contemplamos es tener la condición objetiva de comerciante, de
industrial o de nauta, la que determina la condición de miembros (forzosos) de las Cámaras.
El fundamento que alegan los recurrentes, tanto del recurso de inconstitucionalidad inicialmente
planteado respecto de la legislación preconstitucional como los de las cuestiones de
inconstitucionalidad formuladas en relación con los arts. 6, 12 y 13 de la Ley Básica de Cámaras
Oficiales de Comercio, Industria y Navegación, que establecen la adscripción forzosa a las Cámaras
de las personas que tengan la condición antes señalada, es la contradicción entre el principio de
libertad consagrado en el art. 1.1 CE como valor superior del ordenamiento, y esta obligatoriedad,
que implica la intervención coactiva del Estado para imponer determinadas organizaciones sociales
(las Cámaras), obligando a determinadas personas a pertenecer a ellas y a colaborar en sus
actividades mediante su financiación a través de cuotas igualmente obligatorias.
El argumento se refuerza con la denuncia de la contradicción que supone la pertenencia
obligatoria con la libertad de asociación que reconoce el art. 22 CE, tanto en su dimensión positiva
(libertad de asociarse) como en la negativa (libertad de no asociarse).
Frente a ambos argumentos la STC 107/ 1996, en su FJ 5, parte de la reafirmación de la
legitimidad democrática de la Administración corporativa articulada sobre las agrupaciones sociales
creadas ex lege en función de diversos intereses sociales, fundamentalmente profesionales, dotadas
frecuentemente de personalidad jurídica pública y acompañadas, también frecuentemente, del deber
de afiliación a las mismas; en este sentido, afirma el Tribunal, es lícito limitar la exigencia de la
libertad negativa que consagra el art. 22, es decir de no afiliación, ya que si se hiciese potestativa la
pertenencia a las Cámaras se vería seriamente cuestionada su viabilidad y con ella la actualización
de las funciones públicas que tienen encomendadas. En definitiva, la adscripción obligatoria a las
Cámaras Oficiales de Comercio, Industria y Navegación es sin duda una excepción al principio de
libertad de asociación constitucionalmente garantizada, y como tal excepción tiene que ser
suficientemente justificada; dicha justificación la encuentra el Tribunal Constitucional en los fines
de interés público que persiguen las Cámaras, que no serían realizables, o al menos lo serían de
forma harto difícil, en el caso de que la adscripción de los miembros de las Cámaras no fuese
obligatoria.
Contra el fallo y el razonamiento del Tribunal Constitucional presentó su voto particular
discrepante el Presidente del mismo, al que se adhirieron tres Magistrados más, sosteniendo la
vulneración que supone la adscripción forzosa a la libertad de asociación del art. 22 CE al no
encontrar justificación fundada directa o indirectamente en los mandatos constitucionales para la
restricción que impone la Ley Básica de Cámaras Oficiales de Comercio, Industria y Navegación; la
excepcionalidad que supone la limitación de un derecho fundamental sólo cabe por su previsión,
explícita o implícita, en la Norma constitucional, lo que no se da en el supuesto presente.
El criterio de justificación de la adscripción forzosa en razón de las funciones de carácter
público- administrativo asignadas a las Cámaras Oficiales es el argüido por el Tribunal
Constitucional en una serie de sentencias en las que llega a la conclusión contraria a la mantenida
en la sentencia que acabamos de comentar; entre otras, la STC 179/ 1994, antes mencionada
respecto de la normativa preconstitucional sobre las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación,
así como las SSTC 132/ 1989 y 135/ 1989, referidas a la Ley de Bases de las Cámaras Agrarias y a
la Ley del Parlamento de Cataluña de Cámaras Oficiales Agrarias declaran la inconstitucionalidad
de la adscripción obligatoria a las Cámaras por vulneración del art. 22 (e incluso del 28) CE. Como
se ve, estas sentencias son anteriores a la STC 107/ 1996, a la que acabamos de referirnos, pero las
diferentes soluciones que da el Tribunal Constitucional al mismo problema las basa en la aplicación
de un único razonamiento a normativas de contenidos diferentes, al menos a juicio del Tribunal.
El argumento lo vamos a referir a la STC 132/ 1989, de 18 de julio, que declara la
inconstitucionalidad de un artículo de la Ley 23/ 1986, de 24 de diciembre, de Bases del Régimen
Jurídico de las Cámaras Agrarias, al mismo tiempo que suprime el carácter básico de otros e impone
una determinada interpretación a varios de sus preceptos.
La STC 132/1989 reconoce que, aunque la Ley mantiene el carácter de corporaciones de
Derecho público de las Cámaras Agrarias, los fines de interés públicos asignados a dichas Cámaras
son, por la vaguedad e imprecisión de sus contenidos, insuficientes para justificar la afiliación
obligatoria; en consecuencia, siendo sus fines perfectamente atendibles sin necesidad de recurrir a la
afiliación forzosa a una corporación de Derecho público, la imposición de la misma que determina
la Ley en cuestión deviene claramente inconstitucional. En definitiva, es el escaso significado de las
funciones públicas asignadas por la Ley a las Cámaras Agrarias el que determina la improcedencia
de la adscripción obligatoria y de la imposición de cuotas, igualmente obligatorias.
La Ley mantiene el régimen jurídico de Derecho público de las Cámaras Agrarias, que se
configuran como órganos consultivos de la Administración aunque habrá que entender que sólo
actúan como tales cuando actúen funciones delegadas por las Administraciones públicas ya que al
ser cualitativamente menos significativa su función pública y al plantearse la adscripción como
voluntaria, el grueso de su actividad la realizará fuera de la Administración, y en consecuencia no
estará cubierta por aquel régimen jurídico sino por el privado.
De la misma manera que vimos en el caso de las Cámaras Oficiales de Comercio, Industria y
Navegación, también la Ley de Bases de las Cámaras Agrarias prevé la existencia de una Cámara en
cada provincia, siendo decisión de la legislación autonómica la constitución de Cámaras Agrarias en
sus ámbitos territoriales; por ello, y con las mismas reglas que en el caso anterior, la normativa
estatal básica tiene que completarse con la específica de cada Comunidad Autónoma bajo cuya
tutela administrativa estén las respectivas Cámaras Agrarias.
Es posible consultar, además, la bibliografía disponible sobre los contenidos del artículo.

Sinopsis artículo 53
Frente a las tesis del liberalismo más clásico que, tributario del pensamiento iusnaturalista,
entendía los derechos y libertades como límites absolutos al poder del Estado y anteriores a la
existencia del mismo, nuestra Constitución, alineándose con las Constituciones de la segunda
postguerra, ha contemplado un complejo sistema de garantías de los derechos reconocidos en su
texto. Porque lejos ya los tiempos en que el reconocimiento constitucional de un derecho bastaba,
hoy es comúnmente aceptado que un derecho vale jurídicamente lo que valen sus garantías. De ahí
la necesidad de que se establezcan al más alto nivel mecanismos jurídicos que aseguren la
efectividad de los derechos fundamentales.
Tanto es así que nuestra Norma Fundamental incluye en su Título I -el dedicado a los "derechos
y deberes fundamentales"- un Capítulo Cuarto, que lleva por rúbrica "De las garantías de las
libertades y derechos fundamentales", articulando un sistema de protección de los derechos
reconocidos en el texto constitucional en tres niveles. De acuerdo con la mayor o menor intensidad
de las garantías jurídicas constitucionalmente establecidas, se suele hacer, siguiendo la sistemática
constitucional, la siguiente triple clasificación de los derechos y libertades:
a) Los derechos y libertades reconocidos en el artículo 14, Sección Primera del
Capítulo Segundo del Título I ("De los derechos fundamentales y de las libertades
públicas") y, con un régimen singular, la objeción de conciencia del artículo 30.
b) Los derechos reconocidos en el Capítulo Segundo del Título I ("Derechos y
libertades"), Capítulo que comprende, además de los derechos y libertades de la Sección
1ª -que se sitúan en el primer nivel de protección-, muy singularmente, los derechos y
deberes de los ciudadanos regulados en la Sección 2ª.
c) Los llamados "principios rectores de la política social y económica",
contemplados en el Capítulo Tercero del mismo Título.
Veamos seguidamente, con mayor detenimiento, esta triple clasificación, con su correspondiente
régimen de garantías.
a) Derechos y libertades reconocidos en el artículo 14, Sección Primera del Capítulo Segundo
del Título I y artículo 30
Bajo la rúbrica "De los derechos fundamentales y de las libertades públicas" nuestra
Constitución reconoce derechos tales como el derecho a la vida, a la libertad o el honor. Son los
derechos propios del liberalismo más clásico, los esenciales de la persona y los que, en razón de
esta condición, gozan del máximo nivel de protección jurídica. De ahí que para garantizar este
mayor nivel de protección se contemple, como medida específica, además de las previstas para
todos los derechos del Capítulo Segundo -a la que más abajo nos referimos-, el recurso de amparo,
en sus dos escalones, judicial y constitucional.
Amparo judicial
El amparo de los derechos fundamentales y libertades públicas ante los Tribunales ordinarios se
instrumenta a través de un procedimiento especial, preferente y sumario, según prescribe el
apartado 2 del artículo 53. En palabras del propio Tribunal Constitucional, "la preferencia implica
prioridad absoluta por parte de las normas que regulan la competencia funcional o despacho de los
asuntos; por sumariedad, como ha puesto de relieve la doctrina, no cabe acudir a su sentido técnico
(pues los procesos de protección jurisdiccional no son sumarios, sino especiales), sino a su
significación vulgar como equivalente a rapidez" (STC 81/1992, de 28 de mayo).
Dicho procedimiento preferente y sumario fue regulado tempranamente mediante la Ley
62/1978, de 26 de diciembre, de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales de la
persona, posteriormente completada, en cuanto al ámbito de los derechos protegidos, por el Real
Decreto Legislativo 342/1979, de 20 de febrero y por la disposición transitoria segunda de la Ley
Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional.
Se articulaban en la citada Ley 62/1978 tres vías de protección de los derechos fundamentales
-penal, civil y contencioso administrativa- siendo características comunes de todas ellas la
reducción de los plazos, la supresión de trámites y la escasez de formalidades.
No obstante, por lo que se refiere a la garantía civil, el artículo 249.2º de la Ley 1/2000, de 7 de
enero, de Enjuiciamiento Civil declaró aplicable el juicio ordinario a "las (demandas) que pretendan
la tutela del derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen, y las que pidan la tutela judicial
de cualquier otro derecho fundamental, salvo las que se refieran al derecho de rectificación",
quedando derogados por la disposición derogatoria 2.3º de dicha Ley de Enjuiciamiento los
artículos 11 a 15 de la Ley 62/1978, de 28 de diciembre, de protección jurisdiccional de los
derechos fundamentales de la persona. Por lo que respecta a la garantía contencioso-administrativa,
el procedimiento regulado en los artículos 114 a 122 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora
de la Jurisdicción Contencioso-administrativa vino a sustituir al previsto por la Ley 62/1978 como
amparo judicial en dicho orden jurisdiccional. Así pues, únicamente restan vigentes de la inicial Ley
62/1978 los artículos relativos a la garantía penal (artículos 2 a 5)
Por otro lado, la Ley de Procedimiento Laboral, aprobada por Real Decreto legislativo 521/1990,
de 27 de abril y la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, regulan,
respectivamente, la tutela de los derechos de libertad sindical y de sufragio con arreglo a sendos
procedimientos preferentes y sumarios que vienen a unirse, para estos derechos, a los ya existentes
creados por las mencionadas leyes.
Amparo constitucional
A través del mismo, el Tribunal Constitucional se convierte en garante máximo de los derechos y
libertades. Sin perjuicio de lo que en detalle se contenga en el comentario al artículo 161 de la
Constitución, sí cabe aquí, al menos, señalar algunos datos relativos a la naturaleza del recurso de
amparo constitucional, instaurado por vez primera entre nosotros en la Constitución de 1978, tras el
fracasado intento de la de 1931. Se trata de un recurso que procede ante la vulneración de
cualesquiera de los derechos contemplados en los artículos 14 a 29 y 30 de la Constitución; un
recurso de carácter subsidiario, por lo que requiere el agotamiento de la vía judicial previa, en la
que habrá de haberse invocado el derecho vulnerado, a fin de que los órganos judiciales hayan
podido pronunciarse sobre la vulneración alegada.
En palabras del propio Tribunal Constitucional: " ...el artículo 53.2 CE atribuye la tutela de los
derechos fundamentales primariamente a los Tribunales ordinarios (...), por lo que la articulación de
la jurisdicción constitucional con la ordinaria ha de preservar el ámbito que al Poder Judicial
reserva la Constitución (...) El respeto a la precedencia temporal de la tutela de los Tribunales
ordinarios exige que se apuren las posibilidades que los cauces procesales ofrecen en la vía judicial
para la reparación del derecho fundamental que se estima lesionado (...) esta exigencia, lejos de
constituir una formalidad vacía, supone un elemento esencial para respetar la subsidiariedad del
recurso de amparo y, en última instancia, para garantizar la correcta articulación entre este Tribunal
y los órganos integrantes del Poder Judicial, a quienes primeramente corresponde la reparación de
las posibles lesiones de derechos invocadas por los ciudadanos, de modo que la jurisdicción
constitucional sólo puede intervenir una vez que, intentada dicha reparación, la misma no se ha
producido" (por todas, STC 284/2000, de 27 de noviembre).
Por lo que se refiere a los demás requisitos, el procedimiento de tramitación y los efectos del
recurso de amparo, nos remitimos al comentario del artículo 161.1 b) de la Constitución.
Los derechos reconocidos en la Sección 1ª del Capítulo Segundo del Título I comparten otras
garantías con los derechos reconocidos en la Sección 2ª de este mismo Capítulo: su vinculatoriedad
o eficacia inmediata, la reserva de ley y la tutela de su contenido esencial a través del control de
constitucionalidad de las leyes.

A estas otras garantías nos referimos de inmediato.

b) Derechos reconocidos en el Capítulo Segundo del Título I


Como acaba de anticiparse, a los derechos incluidos en las dos Secciones del Capítulo Segundo se
aplica lo que establece el apartado 1 del artículo 53: que "vinculan a todos los poderes públicos",
que "sólo por ley que, en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá regularse el
ejercicio de tales derechos y libertades" y que podrán ser tutelados "de acuerdo con lo previsto en el
artículo 161.1 a)"; lo que significa, para los derechos reconocidos en los artículos 14 a 38 de la
Constitución, una triple garantía:
-Principio de vinculatoriedad o eficacia inmediata de los derechos. Con esta
primera garantía -que no por ser, en cierto modo, reiteración del principio de
vinculación general del artículo 9.1 resulta superflua- se quiere subrayar tanto la
especial protección de que gozan los derechos y libertades del Capítulo Segundo (como
se verá de inmediato, los principios del Capítulo Tercero no gozan de esta aplicación o
vinculatoriedad inmediata), como el carácter de norma jurídica no necesitada de
desarrollo de los artículos que reconocen tales derechos y libertades (que son invocables
directamente ante los Tribunales de Justicia sin necesidad de otra norma que los
desarrolle y que, en el caso de que tal desarrollo se produzca, operan, según se verá a
continuación, como un auténtico límite al legislador).
Porque ya en STC 80/1982, de 20 de diciembre, insistiendo en esta idea, el Alto
Tribunal sentenció que "no puede caber duda de la vinculatoriedad inmediata, es decir,
sin necesidad de mediación del legislador ordinario, de los artículos 14 a 38,
componentes del Capítulo II de su Título I, puesto que el que de acuerdo con tales
preceptos hayan de regularse por ley, con la necesidad de que ésta respete su contenido
esencial, implica que estos derechos existen ya con carácter vinculante para todos los
poderes públicos desde la entrada en vigor de la Constitución".
-Reserva de ley. En segundo lugar, se establece el principio de reserva de ley para el
desarrollo y regulación del ejercicio de estos derechos y libertades, ley que, a tenor de lo
dispuesto en el artículo 81 de la Constitución, tendrá que ser orgánica para el desarrollo
de los derechos fundamentales y libertades públicas (es decir, para los derechos y
libertades de la Sección 1ª). De modo que si para el desarrollo del derecho de petición o
el de reunión, por ejemplo, es precisa una ley orgánica, bastaría la ordinaria -o incluso
un Decreto-Ley en casos de extraordinaria y urgente necesidad- para regular las formas
de matrimonio o el derecho de propiedad.
Lo que se persigue con esta habilitación al legislador (estatal o autonómico) para el
desarrollo de derechos y libertades es excluir al Ejecutivo de toda posibilidad de
regulación de los mismos, quedando limitada la potestad reglamentaria "a un
complemento de la regulación legal que sea indispensable por motivos técnicos o para
optimizar el cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por la
propia ley" (STC 83/1984, de 24 de julio). Porque "la reserva de ley del artículo 53.1
CE impone al legislador una barrera infranqueable, que ha de ser siempre respetada
como garantía esencial de nuestro Estado de Derecho (...) que asegura que la regulación
de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos depende exclusivamente
de la voluntad de sus representantes" (SSTC 6/1981, de 6 de marzo y 37/1987, de 6 de
marzo, entre otras).
Por otro lado, la legislación de desarrollo de los derechos y libertades recogidos en el
Capítulo Segundo tendrá que respetar, en todo caso, su "contenido esencial". Sobre el
contenido esencial de un derecho -concepto éste importado de la Ley Fundamental de
Bonn y sobre el que se suscitó, a principios de los años ochenta, un gran debate
doctrinal- tuvo ocasión de pronunciarse tempranamente el Tribunal Constitucional,
quien, en STC 11/1981, de 8 de abril, lo definió como "aquella parte del contenido de
un derecho sin la cual éste pierde su peculiaridad, o, dicho de otro modo, lo que hace
que sea recognoscible como derecho perteneciente a un determinado tipo. Es también
aquella parte del contenido que es ineludiblemente necesaria para que el derecho
permita a su titular la satisfacción de aquellos intereses para cuya consecución el
derecho se otorga". De ahí que el contenido esencial de un derecho se viole "cuando el
derecho queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más
allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección"
-Control constitucional de las leyes de desarrollo. Con esta cautela, que se prevé
con remisión expresa al artículo 161.1 de la Constitución, y obvia en la medida en que
cualquier ley puede ser sometida al juicio de constitucionalidad ante el Alto Tribunal, se
cierra la serie de garantías previstas en el artículo 53.1 para los derechos y libertades del
Capítulo Segundo del Título I.

c) Principios rectores de la política social y económica


Bajo esta rúbrica tienen cabida preceptos de muy variada naturaleza, desde auténticos derechos
sociales -como el derecho a la protección de la salud o la vivienda- a fines de interés general -la
distribución equitativa de la renta, el progreso social y económico- o verdaderos mandatos al
legislador -por ejemplo, las sanciones contra atentados al patrimonio histórico, cultural y artístico
de los pueblos de España-.
De todos ellos, sin distinción, predica el artículo 53 que "informarán la legislación positiva, la
práctica judicial y la actuación de los poderes públicos, y que "sólo podrán ser alegados ante la
jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen".
A la vista de la redacción del precepto constitucional, resulta claro que el Capítulo Tercero no
recoge auténticos derechos; se trata, en dicción constitucional que obvia tal mención, de
"principios" que cumplen más bien una función orientadora de la actuación de los poderes públicos
(especialmente del Legislativo y el Ejecutivo, aunque expresamente se cita también la práctica
judicial). No son tampoco normas de aplicación inmediata o cuyos "derechos" tienen su origen
inmediato en la Constitución, porque requieren de un desarrollo legislativo para poder ser alegados
ante los Tribunales ordinarios. No pueden tener, por sí mismos, acceso al Tribunal Constitucional,
aunque se encuentran, eso sí, protegidos por el principio general de rigidez constitucional y por la
correlativa posibilidad de cuestionar la inconstitucionalidad de una norma con rango legal que los
vulnere.
En esta línea, el Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de señalar (STC 80/1982, de 20 de
diciembre) que "el valor normativo inmediato de los artículos 39 a 52 de la Constitución ha de ser
modulado en los términos del artículo 53.3 de la Norma Fundamental", precepto que "impide
considerarlos normas sin contenido, obligando a los poderes públicos a tenerlos presentes en la
interpretación tanto de las restantes normas constitucionales como de las leyes" (SSTC 19/1982, de
5 de mayo y 14/1992, de 10 de febrero, entre otras).
En definitiva, a tenor de lo dispuesto en el artículo 53 que se comenta, la protección reforzada
que la Constitución contempla para los derechos y libertades fundamentales de la Sección 1ª del
Capítulo Segundo del Título I queda rebajada en cuanto a los derechos y deberes de la Sección 2ª
del mismo Capítulo y aún mucho más difuminada por lo que se refiere los principios rectores de la
política social y económica del Capítulo III.
Consúltense, para una información más completa, las obras y comentarios citados en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 54
Antecedentes históricos y derecho comparado
La institución del Defensor del Pueblo no tiene precedentes en nuestra historia constitucional.
Algunos autores citan como precedentes, naturalmente no constitucionales, a algunas instituciones
históricas conceptualmente más o menos próximas a ella, como el Justicia Mayor de Aragón o el
Sahid Al Mazalim de la España musulmana. Lo cierto es, sin embargo, que el primer ombudsman
español nace con este artículo de la Constitución.
La figura del ombudsman, es decir, una institución encargada de la supervisión de la actuación
administrativa, a la que los ciudadanos pueden dirigirse, sin formalidad alguna, para denunciar
los casos de "mala administración" que les afecten, tiene su origen en la Constitución sueca de
1809. De ahí, se extiende a Finlandia (1919), Noruega (1952) y Dinamarca (1954). La Constitución
de la República Federal de Alemania la recoge en su artículo 45 b).
A partir de la segunda mitad del siglo XX la institución se implanta en muchos estados, regiones
y sectores con tal profusión que se ha podido hablar de "ombudsmanía". Al acabar el siglo
tenían ombudsman más de 90 estados y, además, había buen número de ellos de carácter sectorial
(para las lenguas, para la discriminación de género, para la justicia, los consumidores, el ejército,
etc.) y de ámbito inferior al estatal.
Elaboración y desarrollo normativo
El establecimiento de esta institución aparecía ya en el anteproyecto de Constitución.
La ponencia constitucional redactó el correspondiente artículo (el 49 de aquel texto) con un
contenido similar al que definitivamente le dió la Comisión Mixta Congreso-Senado. En el
Congreso pasó sin apenas debate. En el Senado, algunos senadores, preocupados sin duda por lo
ajena que resultaba la nueva institución a la tradición jurídico-administrativa española pretendieron
precisar los límites de sus competencias con el fin de distinguir nítidamente sus funciones de las
jurisdiccionales o de las del Ministerio Fiscal. Con ello se hacían eco, en alguna medida, de las
objeciones surgidas en Francia con ocasión de la creación de la figura del "Mediador" que se
reflejaban, significativamente, en la expresión de Roland Drago contenida en el prólogo de la obra
de André Legrand "L'Ombudman scandinave": el mejor ombudsman es el Consejo de Estado.
Dichas enmiendas, sin embargo, no prosperaron.
La Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, del Defensor del Pueblo que constituye el desarrollo
fundamental de este precepto, tuvo su origen en una Proposición de Ley del Grupo Parlamentario
Socialista del Congreso, tomada en consideración el 10 de octubre de 1979, durante el segundo
gobierno de Unión de Centro Democrático. Su tramitación parlamentaria puede consultarse en el
correspondiente volumen de la serie de trabajos parlamentarios editada por las Cortes Generales.
Fue modificada por la Ley Orgánica 2/1992, de 5 de marzo , con la finalidad básica de establecer
una Comisión Mixta Congreso-Senado de relaciones con el Defensor del Pueblo que sustituyera a
las comisiones correspondientes de cada Cámara existentes hasta entonces. La organización y
funcionamiento de dicha Comisión Mixta se llevó a cabo por Resolución de 21 de abril de 1992, de
las Mesas del Congreso de los Diputados y del Senado, modificada por la Resolución de 25 de
mayo de 2000 . La tramitación ante los Plenos de las Cámaras de los informes anuales o
extraordinarios del Defensor se reguló por Resolución de la Presidencia del Congreso de 21 de abril
de 1992 y por Resolución de la Presidencia del Senado, de 28 de abril de 1992.
De modo más genérico la relación del Defensor del Pueblo con las Cámaras se regula en el
Reglamento del Congreso de los Diputados de 1982 (arts. 49, 200 y 205) y en el Reglamento del
Senado de 1994 (arts. 183 y ss.).
A propuesta del propio Defensor su Reglamento de Organización y Funcionamiento fue
aprobado por las Mesas de ambas Cámaras en reunión conjunta el 6 de abril de 1983 (BOE de 18 de
abril), y modificado por sendas Resoluciones de las Mesas de 21 de abril de 1992 (BOE de 24 de
abril) y 26 de septiembre de 2000 (BOE de 31 de octubre).
El artículo 54 de la Constitución y la legislación citada configuran una institución de carácter
marcadamente unipersonal, de designación parlamentaria, que requiere sendas mayorias de tres
quintos de cada Cámara para su elección. Esta auxiliado por dos adjuntos designados por él mismo,
si bien, previamente, debe obtener, para su nombramiento, la conformidad de la Comisión Mixta
Congreso-Senado para las Relaciones con el Defensor del Pueblo. Es elegido por un período de
cinco años y no se requieren más condiciones que ser español, mayor de edad y estar en el pleno
disfrute de sus derechos civiles y políticos.
El Estatuto del Defensor del Pueblo incluye como características más significativas el no estar
sujeto a mandato imperativo alguno; no recibir instrucciones de ninguna autoridad (ni siquiera de
las Cortes que lo eligieron) y desempeñar sus funciones con autonomía y según su criterio. Por otra
parte, es inviolable por los actos realizados en el ejercicio de su cargo, no puede ser detenido sino
en caso de flagrante delito y su procesamiento se decide por el Tribunal Supremo. Paralelamente, la
Ley establece un cuadro muy completo de incompatibilidades para el desempeño del cargo.
Tiene como función la garantía no jurisdiccional de los derechos de todas las personas en sus
relaciones con las administraciones públicas. Para ello recibe las quejas de cualquier persona física
o jurídica e investiga tanto los hechos denunciados como la correspondiente actuación
administrativa, con el fin de comprobar la adecuación de ésta a lo preceptuado en la Constitución y
en la legislación vigente. Puede actuar por iniciativa propia, sin haber recibido queja alguna.
Además, la Constitución le otorga legitimación para plantear los recursos de inconstitucionalidad y
amparo constitucional, así como instar el procedimiento de habeas corpus.
Fundamenta sus resoluciones en derecho, sugiere o recomienda a la administración investigada
que reconozca y rectifique su error, si es el caso, evitando así al reclamante acudir a un proceso
judicial, tan costoso como dilatorio. Sus resoluciones no son vinculantes, tienen la fuerza que les da
el ser una "magistratura de opinión" como se ha dicho. Sin embargo, las autoridades o funcionarios
que entorpezcan su labor pueden incurrir en un delito tipificado en el artículo 502 del Codigo Penal.
La primera propuesta de candidatura para desempeñar el cargo de Defensor del Pueblo fue
sometida al Pleno del Congreso el 28 de junio de 1982, no alcanzádose la mayoría requerida por la
Ley Orgánica 3/1981. Una nueva propuesta, con el mismo candidato, se formuló ante el Pleno del
Congreso en diciembre de 1982 y en esta ocasión prosperó pasando al Pleno del Senado donde
también obtuvo la mayoría de tres quintos. Esta situación de dificultad para conseguir la mayoría
necesaria para el nombramiento se reproduciría posteriormente con candidatos para otros mandatos.
El nombramiento de Joaquín Ruiz-Jiménez Cortes como primer Defensor del Pueblo se publicó
en el BOE de 30 de diciembre de 1982, acreditado por los Presidentes de ambas Cámaras. La
designación de sus dos Adjuntos adoptó la forma de Resolución del Defensor del Pueblo.
Transcurrido el período de su mandato, la vacante fue declarada por el Presidente del Congreso el
30 de diciembre de 1987.
Los sucesivos nombramientos se realizaron por procedimiento similar. Las Mesas de ambas
Cámaras, por Resolución de 25 de Mayo de 2002, modificaron su Resolución anterior, de 21 de
abril de 1992 sobre organización y funcionamiento de la Comisión Mixta de Relaciones con el
Defensor del Pueblo, introduciendo la práctica de la comparecencia previa de los candidatos
propuestos para los cargos de Defensor y de Adjuntos.
Nada impide que el Defensor del Pueblo sea elegido para un nuevo mandato; sin embargo esta
situación no se había dado hasta la reelección de Enrique Múgica Herzog, que tuvo lugar los días 28
y 29 de junio de 2005 en los Plenos del Congreso de los Diputados y del Senado respectivamente.
La propuesta de reelección había sido suscrita por los Grupos Parlamentarios Socialista y Popular.
También fueron designados para un nuevo mandato los dos Adjuntos.
Informe anual a las Cortes Generales e informes extraordinarios
En virtud de lo establecido en el articulo 32 y siguientes de su Ley Orgánica, el Defensor está
obligado a dar cuenta a las Cortes Generales de su gestión en un informe anual. Estos informes se
someten a un primer debate en la Comisión Mixta de relaciones con el Defensor del Pueblo y
posteriormente pasan a debatirse en los Plenos de las Cámaras. El primer informe anual,
correspondiente a 1983, se presentó en mayo del año siguiente.
Desde entonces, año tras año, se han presentado los informes anuales que dan cuenta de la labor
desarrollada por la institución con ocasión de las quejas recibidas, de las investigaciones iniciadas
de oficio y de las actuaciones de las diversas administraciones públicas en relación con ellas. Se
publican en el Boletín Oficial de las Cortes Generales. Sección Cortes Generales, serie A. Además,
el informe se publica en forma de libro en una serie especifica de las publicaciones de Cortes
Generales añadiéndosele los debates producidos en la Comisión Mixta y en los Plenos de las
Cámaras.
Por otra parte el Defensor realiza informes monográficos sobre la actuación de las
administraciones públicas en sectores, a su juicio, especialmente sensibles. Comenzó esta práctica
con el "Estudio sobre la Situación Penitenciaria en España" que data de 1987 y ha continuado hasta
la actualidad. Los informes monográficos han tratado temas como el daño cerebral sobrevenido
(2006), la asistencia jurídica a los extranjeros (2005), la contaminación acústica (2005), la
escolarización e los alumnos de origen inmigrante (2003), las listas de espera en el Sistema
Nacional de Salud (2002), la violencia escolar en la edaucación secundaria obligatoria (2000), la
gestión de los residuos urbanos (2001), la violencia doméstica contra las mujeres (1998), etc.
Estos informes, tanto lo anuales como los extraordinarios pueden consultarse en su sitio web.
Resoluciones del Defensor
El Defensor del Pueblo también publica, de forma separada y con carácter anual, los Recursos
ante el Tribunal Constitucional interpuestos en uso de la legitimación conferida por la Constitución,
que pueden ser consultados igualmente en su sitio web.
Ademas, el Defensor del Pueblo tiene la facultad de formular recomendaciones y sugerencias a
los poderes públicos con el fin de que modifiquen sus criterios de actuación o las normas cuyo
cumplimiento riguroso pueda provocar situaciones injustas o perjudiciales. En la publicación
Recomendaciones y Sugerencias se recogen anualmente, desde 1983, este tipo de resoluciones, de
carácter general, dirigidas a los poderes públicos que, tambien puede consultarse en su página web.
Comisionados parlamentarios autonómicos
En los Estatutos de algunas Comunidades Autónomas se crearon comisionados parlamentarios
para supervisar la actuación de sus respectivas administraciones. Así, el Pais Vasco, Cataluña,
Galicia, Andalucía, la Comunidad Valenciana, Canarias, Aragón y las Illes Balears. En otros casos
se introdujo la figura en el momento de la modificación de sus Estatutos (Cantabria, Extremadura y
Castilla y Leon) y en otros, por fin se llevó a cabo por Ley de su Asamblea (Castilla-La Mancha,
Navarra y La Rioja).
Las respectivas denominaciones responden, con frecuencia, a su propia tradición histórico-
política y a la existencia de una lengua propia: Ararteko (Pais Vasco), Diputado del Común
(Canarias), Justicia de Aragón, Sindic de Greuges (Cataluña e Illes Balears), Valedor do Pobo
(Galicia). Síndico de Agravios (Comunidad Valenciana), Procurador del Común (Castilla y León).
En otros casos se han inclinado por añadir el adjetivo a la expresión Defensor del Pueblo, así
Defensor del Pueblo Andaluz, Defensor del Pueblo de Castilla-La Mancha.
Con el fin de regular las relaciones entre estos comisionados y el Defensor del Pueblo, el
Parlamento de Cataluña, las Cortes de Aragón y el Parlamento de Andalucía presentaron ante las
Cortes Generales tres proposiciones de ley idénticas que el 14 de marzo de 1985 fueron tomadas en
consideración (BOCG. Congreso, serie B, núms. 70, 74 y 80 respectivamente). Tras su eleboración
parlamentaria se convirtieron en la Ley 36/1985, de 6 de noviembre, por la que se regulan las
relaciones entre la institución del Defensor del Pueblo y las figuras similares en las distintas
Comunidades Autonomas.
El Parlamento de Cataluña impugnó la citada Ley 36/1985, lo que permitió al Tribunal
Constitucional pronunciarse acerca de la distribución de competencias en la supervisión de las
distintas administraciones públicas -General del Estado, autonómicas y locales- entre el Defensor
del Pueblo y los Comisionados Autonómicos en la STC 157/88, de 15 de septiembre. También lo
hizo en la STC 142/88 de 12 de julio con motivo del recurso de inconstitucionalidad contra la Ley
4/1985, de 27 de junio de las Cortes de Aragón , reguladora del Justicia.
El Defensor del Pueblo Europeo
No debe concluirse esta sinopsis sin una referencia, siquiera breve, a esta institución europea
creada por el Tratado de Maastrich de 7 de febrero de 1992. Este Tratado, en su apartado dedicado a
la ciudadanía europea, estableció un comisionado parlamentario otorgándole competencias para
recibir quejas sobre abusos e injusticias en la actuación de las instituciones y organismos
comunitarios, al que, en su versión española, denominó Defensor del Pueblo (art. 138 E).
Con ello se ponía fin a una serie de intentos de implantar un ombudsman de ámbito europeo,
que habían comenzado a finales de los setenta del pasado siglo y que, hasta entonces, no habían
tenido éxito.
Durante la preparación del Tratado de Maastrich, en el marco de la Conferencia
Intergubernamental sobre la Unión Política, se plantea el asunto por parte de varias delegaciones de
los Estados miembros, entre las que destaca la propuesta de la delegación española. La solución
finalmente adoptada fue la creación de un ombudsman parlamentario que se ocupara,
exclusivamente, de las quejas que afectaran a las actuaciones de organismos e instituciones
comunitarios. La protección frente a la "mala administración" de los Estados miembros en la
aplicación del Derecho comunitario, se seguiría llevando a cabo según los mecanismos previstos
por la legislación interna de cada uno de elllos.
En la actualidad, el régimen jurídico del Defensor del Pueblo de la Unión Europea se contiene
en los artículos 195 del Tratado de la Comunidad Europea; 20 D del Tratado de la Comunidad
Europea del Carbón y del Acero y 107 D de la Comunidad Europea de la Energía Atómica, que
configuran un ombudsman parlamentario de perfil clásico. En desarrollo de las previsiones
contenidas en los Tratados, el Parlamento Europeo adoptó la Decisión sobre el Estatuto del
Defensor del Pueblo y sobre las condiciones generales del ejercicio de sus funciones, aprobada el 9
de marzo de 1994 y modificada por la de 14 de marzo de 2002.
Conviene señalar que el Parlamento Europeo eligió al primer titular en julio de 1995,
comenzando, a partir de entonces, la actividad de esta institución europea. Antecedentes, textos
legales, informes al Parlamento Europeo, recomedaciones, etc. pueden consultarse en el sitio web
oficial del Defensor del Pueblo Europeo.
Finalmente, en la bibliografía referente al contenido de este articulo cabe citar, entre otros, los
trabajos de Arenas Meza, Bar Cendon, García Vicente, Gil Robles, La Pergola, Pellón, Pérez-Ugena
o Vera Santos.

Sinopsis artículo 55
La suspensión de los derechos y libertades, regulada en el artículo 55, cierra, constituyendo su
Capítulo Quinto, el Título I de la Constitución, que lleva por rúbrica, precisamente, "De los
derechos y deberes fundamentales".
La sistemática de nuestra Constitución es, en este punto, muy correcta, dado que nada resulta
más acertado que, después de reconocerse por el texto constitucional unos derechos y libertades, y
después de articular un sistema de garantías que aseguren su eficacia, contemplar las situaciones
extraordinarias que permitirían, excepcionalmente, que los derechos y libertades
constitucionalmente garantizados pudieran ser suspendidos. Porque un Estado de Derecho que se
precie de serlo ha de contemplar no sólo el funcionamiento de las instituciones en situaciones de
normalidad, sino que ha también de prever, en la medida de lo posible, las situaciones de crisis o
anormalidad. Y lo hace a través del llamado "Derecho de excepción", que se resume en la previsión
de dos medidas: la suspensión de derechos y libertades, por una parte, y, por otra, la alteración del
equilibrio de poderes Ejecutivo-Legislativo.
Prescindiendo de lejanos antecedentes, tales como la dictadura comisoria del Derecho romano -
magistratura excepcional creada para el restablecimiento del orden público tras acontecimientos que
lo hubieran quebrantado- el origen del Derecho de excepción hay que buscarlo en el Estado liberal.
Invocando principios tales como el de legítima defensa, la cláusula rebus sic stantibus o el principio
de pacta sunt servanda, los primeros constitucionalistas franceses -que consiguieron consagrar el
reconocimiento de una serie de derechos de los ciudadanos- justificaron la necesidad de adoptar
medidas de defensa extraordinaria de la Constitución, puesta en peligro por la continua acción
revolucionaria. En este momento, se relacionaba el problema de la seguridad ciudadana o del orden
público con el ejercicio de los derechos y libertades, justificándose en el mantenimiento del orden
público la suspensión de las garantías constitucionales de tales derechos y libertades.
Ya en un segundo momento, a partir de 1848, la situación social exigió la constitucionalización
de las medidas excepcionales, que, como Carl Schmitt puso de relieve, suponen un prima de poder
incalculable, la presunción de legalidad de los actos del poder público y una grave limitación del
ejercicio de los derechos y libertades.
Las Constituciones históricas españolas no contuvieron mención alguna de las situaciones de
crisis que justifican la suspensión de garantías constitucionales. Dicha suspensión de garantías vino
a ser regulada por las llamadas leyes de "orden público" (de 1870, de 1933 y de 1959). La situación
ha dado un giro con la Constitución de 1978, que, en línea con las Constituciones más modernas,
hace referencia a una diversidad de situaciones excepcionales, que permiten, como medidas también
excepcionales, la máxima limitación de derechos y libertades, esto es, la suspensión de su ejercicio.
A tales situaciones excepcionales o estados de emergencia hace referencia el artículo 116 de la
Constitución, desarrollado por la Ley Orgánica 4/1981, de 1º de junio. Y a la suspensión de
derechos y libertades en las situaciones excepcionales reguladas en las citadas normas se refiere el
artículo 55 de la Constitución, que ahora comentamos, y que contempla la suspensión de derechos
de dos formas: como suspensión de carácter general y como suspensión individualizada.
Para el estudio detenido de las situaciones de excepción (naturaleza, alcance, requisitos de su
declaración, control, etc.) nos remitimos al comentario del artículo 116 y nos ceñimos, en el
presente, al estudio de la regulación de la suspensión de derechos y sus efectos.

1º.- La suspensión general de derechos y libertades


A ella se refiere el apartado 1 del artículo 55. Es la suspensión de derechos en el sentido más
clásico y la problemática que presenta se resume en tres cuestiones: supuestos de hecho que la
hacen posible, derechos y libertades que pueden ser suspendidos y efectos de dicha suspensión. A
estas tres cuestiones nos referimos seguidamente.
* Supuestos en que procede la suspensión.- La suspensión de derechos, como se ha
anticipado, es cuestión estrechamente relacionada con la declaración de las situaciones
excepcionales, que procede, a tenor del artículo 1 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de
junio, "cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la
normalidad mediante los poderes ordinarios de las autoridades". Las situaciones
excepcionales en las que se permite la suspensión de derechos y libertades son, para
nuestra Constitución, el estado de excepción y el estado de sitio, puesto que en el estado
de alarma, regulado también en la citada Ley Orgánica como situación excepcional, no
se hace posible tal suspensión de derechos.
El estado de excepción podrá declararse "cuando el libre ejercicio de los derechos y
libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones
democráticas, el de los servicios públicos esenciales para la comunidad o cualquier otro
aspecto del orden público resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las
potestades ordinarias fuera insuficiente para establecerlo y mantenerlo" (artículo 2 de la
Ley Orgánica 4/1981). El de sitio, "cuando se produzca o amenace producirse una
insurrección o acto de fuerza contra la soberanía o independencia de España, su
integridad territorial o el ordenamiento constitucional, que no pueda resolverse por otros
medios" (artículo 32 de la misma Ley).
Precisamente, el contenido esencial de ambas situaciones es la suspensión de
determinados derechos y libertades, sobre la base de dejar mayor libertad de actuación
al Ejecutivo para posibilitarle el restablecimiento del orden público alterado.
* Derechos y libertades que pueden ser suspendidos. La Constitución prevé la
posibilidad de suspender los siguientes derechos y libertades:
- El derecho a la libertad y seguridad personales (art. 17). Declarado el
estado de excepción, podrá procederse a la detención de cualquier persona
siempre que existan fundadas sospechas de que esa persona vaya a provocar
alteraciones del orden público, durante un plazo máximo de diez días,
debiéndose comunicar en el plazo de veinticuatro horas dicha detención al
juez, quien podrá requerir en cualquier momento información sobre la
situación del detenido. No afecta al procedimiento de habeas corpus, con lo
cual, toda persona detenida ilegalmente podrá ser de inmediato puesta en
libertad. En el estado de sitio, se prevé también la posibilidad de suspender
las garantías jurídicas del detenido (asistencia letrada, derecho a ser
informado de la acusación...) previstas en el artículo 17.3.
- El derecho a la inviolabilidad del domicilio (art. 18.2), pudiendo la
autoridad gubernativa -con inmediata comunicación al juez competente-
ordenar y disponer inspecciones y registros domiciliarios si lo considera
necesario para el mantenimiento del orden público.
- El derecho al secreto de las comunicaciones, en especial de las postales,
telegráficas y telefónicas (art. 18.3), con las mismas cautelas de
comunicación inmediata a la autoridad judicial y siempre que la
intervención de las comunicaciones fuese necesaria para el esclarecimiento
de hechos delictivos o el mantenimiento del orden público.
- La libertad de circulación y residencia (art. 19). Puede prohibirse la
circulación de personas y vehículos, así como delimitarse zonas de
protección y seguridad, e incluso exigir la comunicación de todo
desplazamiento u obligar a una persona a desplazarse fuera de su lugar de
residencia. Para la adopción de tales medidas, la autoridad gubernativa
deberá tener motivos fundados en razón de la peligrosidad que para el
mantenimiento del orden público suponga la persona afectad por tales
medidas.
- Los derechos a la libertad de expresión, a la producción y creación
literaria, artística, científica y técnica (art. 20.1 a) y b) y el secuestro de las
publicaciones, grabaciones u otro medio de información 20.5). La adopción
de estas medidas -se advierte expresamente en la Ley Orgánica 4/1981- no
podrá llevar aparejada ningún tipo de censura previa.
- Los derechos de reunión y manifestación (art. 21), pudiendo la
autoridad gubernativa someter reuniones y manifestaciones a la exigencia de
autorización previa, prohibir su celebración o proceder a la disolución de las
mismas. Expresamente quedan excluidas las realizadas por partidos
políticos, sindicatos u organizaciones empresariales en cumplimiento de los
fines previstos en los artículos 6 y 7 de la Constitución.
- Los derechos de huelga y a la adopción de medidas de conflicto
colectivo (arts. 28.2 y 37.2), facultando la ley a la autoridad gubernativa
para decretar la prohibición de los mismos.
La declaración de los estados de emergencia (excepción o sitio, porque, insistimos,
en el estado de alarma no tiene lugar ninguna suspensión de derechos) no supone,
obviamente, la necesidad de suspender todos los derechos enumerados por el artículo
55. 1; pueden ser únicamente uno o unos pocos los derechos afectados. Por otro lado, la
suspensión del derecho o derechos afectados habrá de hacerse de forma expresa y el
principio de proporcionalidad obliga a que el acto que declare el estado correspondiente
determine qué garantías es necesario suspender para el necesario restablecimiento del
orden público.
Por otro lado, la Ley Orgánica 4/1981, al desarrollar el artículo 55.1 de la
Constitución y referirse a la suspensión de derechos y libertades, consciente de la
anormalidad de tal situación, la rodea de determinadas garantías que suponen, al fin y al
cabo, una serie de límites a los poderes del Ejecutivo. Porque el restablecimiento del
orden público o del normal funcionamiento de las instituciones del Estado requiere
dotar al Gobierno de facultades que van mucho más allá de sus facultades ordinarias,
pero no de poderes absolutos. A los límites y garantías de la suspensión de derechos y
libertades nos referiremos de inmediato.
* Efectos de la suspensión. Con independencia de que cada una de las situaciones de
excepción traiga consigo unos determinados efectos, derivados de sus propias
características, lo cierto es que si no la Constitución, sí la Ley Orgánica de los estados
de alarma, excepción y sitio ha previsto unos genéricos:
- La suspensión de derechos y libertades-y demás medidas
extraordinarias- habrán estar orientadas al restablecimiento de la normalidad
constitucional.
- La suspensión habrá de durar el tiempo mínimo indispensable para
dicho restablecimiento de la normalidad constitucional.
- Como medida excepcional, la suspensión de derechos habrá de
realizarse de forma proporcionada a las circunstancias, de modo que en
ningún caso será legítima si es desproporcionada a la alteración del orden
público producida.
- En fin, todos los actos de la autoridad gubernativa adoptados durante la
vigencia de la suspensión de derechos son impugnables en vía
jurisdiccional, con la consiguiente contrapartida para el ciudadano del
derecho a ser indemnizado por responsabilidad patrimonial de la
Administración por los perjuicios sufridos en su persona o en sus bienes.

2º.- La suspensión individual de derechos y libertades


El apartado 2 del artículo 55 contempla la posibilidad de que, sin necesidad de proceder a la
declaración de los estados de excepción o sitio, se suspendan ciertos derechos y libertades "para
personas determinadas en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de
bandas armadas o elementos terroristas". El deseo de limitar las restricciones en el ejercicio de sus
derechos a quienes con sus acciones pongan en peligro los derechos fundamentales de las demás
personas, evitando la generalización de tales restricciones es lo que justifica la suspensión
individual de derechos prevista en el precepto citado.
Se trata, pues, de un precepto singular, cuya constitucionalización ha sido muchas veces puesta
en cuestión por la doctrina, pero dictado con la clara intención de luchar contra la lacra del
terrorismo en nuestro país.
El desarrollo legislativo del precepto constitucional, ya de por sí polémico, ha venido
determinado por los acontecimientos políticos, lo que ha dado lugar a una dispersa y fragmentaria
"legislación antiterrorista", que se inició ya en el año 1978, con la Ley 56/1978, de 4 de diciembre,
sobre medidas en relación con los delitos cometidos por grupos organizados y armados y, pasando
por las Leyes Orgánicas 11/1980 y 2/1981 (la famosa "Ley de defensa de la democracia"),
desembocó en la Ley Orgánica 9/1984, de 26 de diciembre, contra la actuación de bandas armadas y
elementos terroristas. El último eslabón de la cadena, muy reciente, ha sido la Ley Orgánica 1/2003,
de 10 de marzo, para la garantía de la democracia en los Ayuntamientos y la seguridad de los
Concejales.
Finalmente, la legislación penal ordinaria ha acabado por integrar en su texto, junto al régimen
común, éste de excepción.

Del descrito complejo normativo, dentro del cual la suspensión de derechos no es más que una de
las medidas previstas, destacamos únicamente, para lo que aquí interesa, algunos datos:
* El ámbito de aplicación de la "legislación terrorista" es, por lo que se refiere a las
personas afectadas, las "integradas en bandas armadas o relacionadas con actividades
terroristas o rebeldes" que hayan sido autores, cómplices o encubridores de una serie de
acciones delictuales. Y por lo que respecta a los delitos, sin ánimo exhaustivo, podemos
señalar los delitos contra la vida y la integridad física, las detenciones ilegales bajo
rescate, coacciones, amenazas, extorsiones, delitos contra la seguridad exterior del
Estado, atentados contra la autoridad, sus agentes, funcionarios, asaltos a
establecimientos militares... y otros delitos que la legislación penal califique como
terroristas.
* Los derechos y garantías cuyo ejercicio puede ser individualmente suspendido son,
a tenor del texto constitucional:
- La garantía de la duración máxima de setenta y dos horas de la
detención preventiva (art. 17.2)
- La inviolabilidad del domicilio y, por consiguiente, la garantía de
resolución judicial para efectuar en él entradas o registros (art. 18.2)
- El secreto de las comunicaciones (art. 18.3)
La legislación de desarrollo, a la suspensión de estos derechos y libertades añadió la
privación de otras garantías:
- Clausura de los medios de difusión, lo que supone afectar la libertad de
prensa (art. 20)
- Suspensión de cargo público y privación del derecho de sufragio pasivo
(art. 23.2)
- Declaración de ilegalidad y disolución de partidos políticos y
asociaciones, frente a la libertad de asociación (art. 22)
Sobre estas cuestiones, reguladas al margen del texto constitucional, el Tribunal
Constitucional tuvo ocasión de pronunciarse en una sentencia 199/1987, de 16 de
diciembre, declarando la nulidad de la clausura de medios de comunicación por
considerarla un atentado desproporcionado a la libertad de expresión, pero sin
pronunciarse expresamente sobre las restantes privaciones de derechos "extra
constitutionem".
* En fin, el artículo 55.2 de la Constitución contiene algunas cautelas en relación con
la adopción de medidas de suspensión individual de derechos y libertades: "la necesaria
intervención judicial y el adecuado control parlamentario", que se ha concretado en un
deber de información al Congreso de los Diputados y al Senado. La utilización
injustificada y abusiva de estas medidas, a tenor del último inciso del artículo 55.2,
puede dar lugar a responsabilidad -penal según el texto constitucional, también civil
según la legislación de desarrollo- como violación de los derechos y libertades
reconocidos por las leyes; lo cual es lógico, si se tiene en cuenta que la suspensión de
derechos y libertades es una medida cuya adopción, según venimos diciendo, ha de ser
muy excepcional, y que sólo se justifica en casos también excepcionales.
Para cerrar este comentario, una reflexión final en relación con ello: No deja de resultar
sorprendente -o si se quiere, un tanto anómalo- el que la Constitución contemple en su texto unas
medidas que, si bien encuentran su justificación en la lucha contra un mal terrible como es el
terrorismo en nuestro país, responden a circunstancias extraordinarias y, por tanto, temporales. La
constitucionalización de tales medidas dota de estabilidad y permanencia a un instituto que, por su
propia naturaleza, ha de ver limitadas su aplicación y vigencia. En cualquier caso, tampoco ello
debe ser considerado con absoluta extrañeza, porque situaciones semejantes se encuentran ya en el
Derecho Comparado (en la Ley Fundamental de Bonn, por ejemplo), y numerosas democracias se
han planteado el hacer frente al problema del terrorismo con normativas específicas, de diverso
rango, pero cuyo denominador común es la limitación, restricción o privación de derechos y
libertades.
Para una información más completa se pueden consultar las obras y comentarios citados en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 56
Con este artículo se inicia la parte orgánica de la Constitución y, en cabeza de la misma se sitúa,
por vez primera en nuestra historia constitucional, el Título referido a la Monarquía, el Título II, que
lleva por rúbrica, también por vez primera en nuestro constitucionalismo, "De la Corona".
Quiso así el constituyente subrayar, por un lado, la superior posición de la Corona, situada por
encima -formal e institucionalmente, que no en poder político- de los poderes del Estado,
especialmente, de las Cortes Generales y del Gobierno; y, por otro, su significación y relevancia
dentro de la forma política del Estado, definida en el artículo 1.3 como Monarquía parlamentaria.
Pues bien, el primer artículo dedicado a la Corona, el 56, actúa, si es que así puede decirse, como
un "artículo marco" o definitorio de los rasgos caracterizadores de la Monarquía. Consta de tres
párrafos, que comentaremos por separado. En el primero de ellos se califica al Rey como Jefe del
Estado y se le atribuyen las tres grandes funciones de la institución; en el segundo se hace
referencia a los títulos del Rey, y, en fin, en el último, se consagran dos privilegios -entendido este
término en su sentido etimológico- del Monarca: la inviolabilidad y la irresponsabilidad, que se
hacen posibles en virtud del instituto del refrendo, expresamente regulado en otro precepto de la
Constitución.
Desde este planteamiento, nos adentramos en el análisis del artículo 56.

Jefatura del Estado

Después de haberse referido la rúbrica del Título II a la Corona, el texto articulado pasa a
referirse al titular de la institución, el Rey, del que se afirma, en una primera aproximación de gran
contenido, que "es el Jefe del Estado", y, además, "símbolo de su unidad y permanencia". A
continuación, el artículo 56 enumera algunas de las atribuciones que corresponden al Monarca
como Jefe del Estado: moderar, arbitrar, representar internacionalmente al Estado y ejercer las
funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes.
Late en este precepto, como puso de relieve R. Entrena Cuesta, la preocupación del constituyente
por perfilar una Corona sin responsabilidad y sin poder, compatible absolutamente con el régimen
parlamentario. Y es significativo señalar que este precepto -y en general los relativos a la Corona-
apenas sufrió modificación en su tramitación parlamentaria, porque era uno de los "consensuados"
por los constituyentes.
De la dicción constitucional que acaba de reproducirse, siguiendo a M. Herrero R. de Miñón,
cabe tener en cuenta dos elementos para construir dogmáticamente un definición constitucional de
la figura del Rey: su posición en la Jefatura del Estado y su condición de símbolo.
* La atribución al Rey de la Jefatura del Estado es nota común de todos los
regímenes monárquicos. Sin entrar aquí a recordar el proceso evolutivo que determina
que el Rey pase de ser, en las Monarquías del siglo XIX, el Jefe del Ejecutivo, con un
poder real y efectivo, a configurarse como un órgano situado al margen de los demás
poderes del Estado, como puro poder moderador de los mismos, sí queremos insistir en
que nuestra Constitución de 1978 considera a la Corona -y no podía ser de otro modo en
un sistema democrático- como uno de los órganos constitucionales del Estado, aquél
que se encuentra en el vértice de la organización estatal, el de mayor dignidad formal y
posición. De ahí su carácter "soberano".
Por lo que a la segunda referencia constitucional se refiere, la mención de que el Rey
es símbolo de la unidad y permanencia del Estado, tiene, en cuanto a la idea de unidad,
una significación política doble:
- Por un lado, la Corona representa la unidad del Estado frente a la
división orgánica de poderes, por cuya razón se imputan al Rey una serie de
actos (nombramiento de Presidentes del Gobierno, convocatoria de Cortes,
promulgación de las leyes, administración de la justicia, expedición de los
decretos...), con independencia de cuál sea el peso político de la
intervención regia en la adopción de dichos actos.
- Representa igualmente al Estado español uno, en relación con los entes
político-territoriales en que éste se divide, esto es, las Comunidades
Autónomas, cuyos derechos ha de respetar el Rey (artículo 61.1).
De otro lado, la idea de la permanencia alude al carácter hereditario de la Corona, en
relación con el cual, a través del artículo 57, se asegura la sucesión en la continuidad de
un régimen de la misma naturaleza. El Rey, en la medida en que no es elegido por las
fuerzas políticas y sociales, ni responde ante ellas -de esto se tratará más adelante, al
hablar del refrendo- tiene capacidad para expresar lo general y permanente. Porque la
Corona no muere jamás, simboliza más fuertemente el cuerpo político y es su mejor
factor de integración. De ahí también que su supremacía de posición (maiestas) sea
mayor que la de una Jefatura del Estado republicana, que precisamente se diferencia de
la monárquica por su carácter temporal y el desconocimiento de la figura del refrendo.
En cuanto a las funciones del Rey, sin hacer referencia ahora a las prerrogativas
concretas que se contemplan en el artículo 62, sino ciñéndonos, a las funciones
generales mediante las cuales describe a la Corona el artículo 56, y prescindiendo de la
Jefatura del Estado y de su carácter simbólico, ya comentados más arriba, cabe hacer las
siguientes reflexiones:
* El Rey es árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones
Muy relacionada con la idea que acaba de exponerse de la necesidad de una
magistratura suprema que represente con su personalidad la unidad abstracta del Estado
se encuentra la función arbitral y moderadora del Monarca. Ya uno de nuestros clásicos,
Santamaría de Paredes, calificaba al Rey de poder armónico o regulador y le atribuía las
potestades de impulso de los poderes del Estado y la resolución de conflictos entre los
mismos.
Para el cumplimiento de tal función se dota, aparentemente, al Rey de prerrogativas
como la propuesta, nombramiento y cese del Presidente del Gobierno; la convocatoria y
disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones; la convocatoria de referéndum;
la sanción y promulgación de las leyes, etc. En el ejercicio de todas ellas, el Rey actúa
como mediador, árbitro o moderador, pero sin asumir la responsabilidad de sus actos.
Porque en la práctica, como apunta P. de Vega, por virtud de la técnica del refrendo,
el Rey va a cumplir esa función arbitral mucho más con base en su auctoritas, en la
dignidad y prestigio de la Corona, que en un auténtico poder político -una potestas casi
inexistente- otorgado por la Constitución, lo que viene a hacer realidad el viejo aforismo
de que "el Rey reina pero no gobierna".
Sobre la función arbitral y moderadora del Rey, véase el trabajo de Gil-Robles y Gil-
Delgado, citado en la Bibliografía.
* El Rey es el representante del Estado español en las relaciones internacionales
La competencia atribuida al Rey en este penúltimo inciso del artículo 56.1 guarda
estrecha relación con las previstas en el artículo 63,a saber, la acreditación de
embajadores y otros representantes diplomáticos, la manifestación del consentimiento
en los tratados y la declaración de guerra y paz.
Pero tiene, si cabe, una significación más amplia, vinculada a la presencia del Rey
en Estados extranjeros, en visita oficial, su comparecencia ante organismos
internacionales, la recepción en España de otros Jefes de Estado extranjeros, etc.;
competencias todas ellas de indudable significación política y que requerirán el previo
conocimiento y consentimiento del Gobierno, al que corresponde dirigir la política
exterior (artículo 97).
Por otro lado, no cabe olvidar que las propias normas del ordenamiento internacional
otorgan al órgano supremo de cada Estado, cualquiera que sea su forma política, la
representación internacional del mismo.
Comoquiera que la capacidad de actuación del Monarca en el orden internacional no
es una atribución meramente formal, sino que tiene un real contenido sustantivo, dos
límites impone la Constitución a esta competencia: uno general, el refrendo de sus actos
por el órgano correspondiente (normalmente, el Ministro de Asuntos Exteriores); y otro,
específico, la autorización de las Cortes Generales para declarar la guerra y celebrar
determinados tratados.
Consúltese, sobre el Rey y las relaciones internacionales, el trabajo de J.P. Pérez-
Llorca, citado en la Bibliografía.

* Otras funciones
En fin, el artículo 56.1, concluye con la declaración de que el Rey "ejerce las
funciones que le atribuyan expresamente la Constitución y las leyes".
La exigencia de esta cláusula de cierre de que las funciones regias estén atribuidas
expresamente da carácter taxativo a cualquier atribución de prerrogativas a la Corona,
sin posibilidad de ampliación analógica, y remite directamente a los artículos 62 y 63 de
la Constitución, así como a su posible legislación de desarrollo.
Como dice A. Torres del Moral, el Rey no tiene ni poderes implícitos, ni poderes de
prerrogativa, ni poderes de reserva, ni reserva de poder.
Para conocer en detalle las funciones que la Constitución atribuye al Rey, véase en el
comentario a los artículos 62 y 63.

Títulos de la Corona

El párrafo 2 del artículo 56 regula los títulos reales, haciendo referencia, además de al de Rey de
España, a los demás que corresponden a la Corona.
El único precedente del referido precepto, en el Derecho histórico y comparado, se encuentra en
la Constitución de Cádiz, cuyo artículo 169, relativo más bien al tratamiento que al título del Rey,
rezaba textualmente: "El Rey tendrá el tratamiento de Majestad Católica".
El artículo 56.2 de nuestra Constitución, como subraya R. Entrena Cuesta, tiene un doble
significado:
- Por un lado, al designar al Monarca como "Rey de España", subraya una vez más la
unidad de España, simbolizada por la Corona.
- Por otro, a la vez que consagra el título tradicional en nuestra Monarquía,
constitucionaliza el uso por el Rey de la de los demás títulos vinculados a la Corona,
con lo que, en definitiva, viene a suponer la constitucionalización del Derecho
nobiliario.
Para O. Alzaga, la regulación del título regio en la Constitución pretende enfatizar que la Corona
es una magistratura configurada por la Constitución y es una expresión más de la voluntad
racionalizadora del constituyente.
Entre los títulos que, además del de Rey de España, corresponden a la Corona, cabe citar, sin
ánimo exhaustivo, los de Rey de Castilla, León y Aragón, de Navarra, Toledo, Granada, Valencia,
de Galicia, de Mallorca y Menorca, de Sevilla, de Córdoba, de las Islas Canarias, Conde de
Habsburgo, de Flandes, de Barcelona, Señor de Vizcaya y de Molina.

Inviolabilidad, irresponsabilidad y refrendo

Como es bien sabido, la inexistencia de responsabilidad política del Jefe del Estado es una
característica común de todos los regímenes políticos contemporáneos, ya sean Monarquías, ya
Repúblicas. En el caso de los regímenes monárquicos, la falta de responsabilidad es absoluta,
llegando a extenderse a los ámbitos civil y penal.
Siguiendo esta tradición, todas las Constituciones monárquicas tanto españolas como europeas
(con alguna levísima excepción en la Constitución noruega) establecen, en unos u otros términos, la
regla de la absoluta irresponsabilidad regia, fiel reflejo del viejo aforismo británico "the king can
do not wrong" (el Rey no puede hacer mal) .
En esta línea, la nuestra de 1978 dispone en su artículo 56.3 que "La persona del Rey es
inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma
establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el
articulo 65.2".
La primera reflexión que nos suscita el precepto referido es el significado de la inviolabilidad del
Rey y si es o no lo mismo -tal y como parece de la dicción constitucional- la inviolabilidad que la
ausencia de responsabilidad.
La generalidad de la doctrina utiliza, en efecto, ambos términos como sinónimos, aunque, como
ha subrayado P. Biglino Campos, la inviolabilidad tiene un significado más amplio que el de la
irresponsabilidad, con el que se pretende subrayar la alta dignidad que corresponde al Monarca
como Jefe del Estado. Como tal, se proyecta en otras normas, de carácter penal o internacional, que
atribuyen una especial protección a la persona del Rey. A lo que se añade un status especial de
inmunidad en virtud del cual el Rey se sitúa por encima del debate político y al margen de los
Tribunales de Justicia.
En este sentido, ambos términos significan que no se puede perseguir criminalmente al Monarca
y que, en cuanto se refiere a la responsabilidad civil, no se le puede demandar ante la jurisdicción
ordinaria; no se da, en cambio, la imposibilidad de someter a juicio a la Familia Real.
La irresponsabilidad del Rey, en el aspecto penal, fue uno de los aspectos criticados en el iter
parlamentario del artículo 56 de la Constitución, llegándose incluso a plantear, por algún sector, la
hipótesis del Rey asesino o violador. A nuestro juicio, acierta O. Alzaga cuando afirma que el texto
constitucional es correcto y que si el Rey delinquiese, "nos encontraríamos ante el desprestigio y,
por ende, ante el ocaso de la institución monárquica".
Por otro lado, la irresponsabilidad del Rey también significa que se exonera al Monarca de toda
responsabilidad, no ya jurídica, sino política, por los actos que como tal Rey lleva a cabo. El Rey es
irresponsable de sus actos porque nunca puede actuar solo ("the king cannot act alone", decían los
británicos) y, en su lugar, responden quienes, mediante el refrendo en sus diversas formas,
asumiendo los actos regios, los posibilitan.
Así entendidos los términos de inviolabilidad e irresponsabilidad, la primera protege la conducta
del Rey como persona; la segunda, sus actos como institución del Estado.
Mucho más importante que la distinción entre inviolabilidad e irresponsabilidad es el
entendimiento del refrendo como mecanismo que posibilita la existencia de ambas situaciones.
Como ya se ha dicho, la figura del refrendo es el corolario lógico de la irresponsabilidad regia.
Y es que los actos del Rey están, todos ellos, como condición de validez, sujetos al requisito del
refrendo, con una única salvedad, expresamente mencionada en el artículo 56.2: el nombramiento y
cese de los miembros civiles y militares de la Casa Real (artículo 65.2). La razón de esta excepción
hay que buscarla, como es lógico, en la falta de significación política que, al menos en apariencia,
tienen estos nombramientos; nombramientos que, además, pertenecen a la esfera de actos
"domésticos" del Monarca, sobre los que éste tiene absoluta libertad de disposición. Así se colige
del Decreto 2942/1975, de 25 de noviembre, por el que se crea la Casa de S.M. el Rey, y del Real
Decreto 434/1988, de 6 de mayo, sobre reestructuración de la misma, parcialmente modificado por
el Real Decreto 657/1990, de 25 de mayo.
Sin entrar ahora en el estudio del instituto del refrendo, que será objeto de análisis detallado en el
comentario al artículo 64, al que nos remitimos, sí que queremos en este punto, al menos, recordar
la caracterización que de este mecanismo ha hecho el Tribunal Constitucional en Sentencias
16/1984, de 6 de febrero, 5/1987, de 27 de enero, y 8/1987, de 29 de enero que a las anteriores se
remite.
En dichas sentencias, el Alto Tribunal indicaba que "cualquier forma de refrendo distinta de la
establecida en el artículo 64 o que no encuentre su fundamento en él debe ser considerada contraria
a lo preceptuado en el artículo 56.3 de la misma y, por consiguiente, inconstitucional" (STC 5/1987,
FJ 2º)
Además, señalaba las siguientes notas definitorias del refrendo:
- Los actos del Rey, exceptuada la salvedad del artículo 56.3, deben ser siempre
refrendados.
- La ausencia de refrendo implica la invalidez del acto.
- El refrendo debe hacerse en la forma prevista en el articulo 64.
- La autoridad refrendante asume la responsabilidad del acto del Rey.
Más adelante, la sentencia citada señala que se trata de un instituto autónomo en el proceso de
formación de los actos jurídicos, en el que no aparece como elemento esencial la participación
activa del refrendante en el contenido de los mismos. Y ello porque no se puede confundir "el
sentido traslaticio de responsabilidad inherente al mismo, con la función que ha venido a
desempeñar en la esfera de la potestad ejecutiva". Es decir, que así como hay supuestos en los que
el refrendante es el autor material del acto, hay otros en los que se limita, con su firma, a responder
de la adecuación del acto regio al ordenamiento jurídico, sin haber tenido ninguna participación en
la determinación de su contenido. Es decir, nuestra Constitución mantiene una concepción
tradicional del refrendo no exigiendo necesariamente que la persona que debe refrendar sea el autor
efectivo de la propuesta o actuación.
En fin, el principal efecto del refrendo es la traslación de la responsabilidad por el acto del Rey
al titular legitimado para prestarlo. Como dice el artículo 64.2, al que volvemos a remitirnos, "De
los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden", con lo que de nuevo se viene
en este precepto a incidir en la idea básica del artículo 56.3 que en estas líneas comentamos: "La
persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad"
Para completar la información sobre la institución del refrendo, véanse, además de las obras ya
citadas a lo largo del presente comentario, los trabajos de García Canales y de Portero García, a los
que se hace referencia en la bibliografía.
Consúltense, además, para una visión general de la Monarquía como Jefatura del Estado, las
obras de Bar Cendón, Herrero y R. De Miñón, De Otto, Torres del Moral y Alzaga, también citadas
en la bibliografía.

Sinopsis artículo 57
Este largo y detallado precepto recoge el régimen de la sucesión a la Corona, con todas sus
posibles vicisitudes o eventualidades. Los dos primeros apartados se refieren al supuesto que
podríamos llamar "normal" de sucesión en la Corona por herencia, así como al estatuto jurídico del
Príncipe de Asturias. Los tres siguientes, aluden a otros tantos supuestos que podríamos considerar
anómalos o excepcionales: provisión del sucesor por las Cortes Generales, exclusión en la sucesión
a la Corona y abdicaciones y renuncias.
De la prolijidad con que nuestro texto constitucional regula el régimen sucesorio de la
Monarquía se desprende la clara intención de prevenir cualesquiera conflictos que pudieran
plantearse en el orden sucesorio, habida cuenta de que ello ha supuesto históricamente, y podría
suponer para el futuro, un importante factor de desestabilización en la Jefatura del Estado.
Veamos cómo regula nuestra Constitución la sucesión en el trono de España, siguiendo muy de
cerca la letra de su texto.

A) Supuesto normal de sucesión a la Corona.

Como acaba de indicarse, los dos primeros apartados del artículo 57, determinan el orden
sucesorio que se habrá de seguir en la etapa monárquica que se inicia con la Constitución de 1978.
Comienza el precepto consagrando el carácter hereditario de la Corona de España -carácter
hereditario consustancial a cualquier régimen monárquico- con una expresa mención al Rey Don
Juan Carlos, al que se califica de "legítimo heredero de la dinastía histórica". Dicha referencia a la
persona del actual Monarca y su legitimidad dinástica debe ser entendida en dos sentidos,
estrechamente ligados entre sí.
- Por un lado, se quiere señalar que su posición regia dimana de la Constitución y
que ésta supone la legitimación democrática de la propia existencia, anterior a la norma
constitucional.
- Por otro, es una decidida reafirmación de la legitimidad dinástica del actual Rey,
más que frente a viejos pleitos dinásticos -hoy en día ya no planteados- en cuanto a la
persona de D. Juan Carlos, quien, como consecuencia de la renuncia a los derechos
sucesorios efectuada por su padre, D. Juan de Borbón, en 1977, se convirtió en la
Monarquía re-instaurada en 1978 en el legítimo Rey de España, continuador de la
dinastía histórica.
Después haber enlazado los derechos del Rey D. Juan Carlos con la dinastía histórica, a
continuación, el artículo 57.1 fija el orden sucesorio hacia el futuro: "La sucesión en el trono
seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea
anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo
grado, el varón a la mujer y, en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos".
La fórmula reproducida recoge la de todas las Constituciones monárquicas españolas desde la de
1837, tras las vicisitudes de la última etapa del reinado de Fernando VII, en relación con la
Pragmática Sanción y la Ley Sálica. Remontándonos aún más atrás en el tiempo, el precepto enlaza
con la línea tradicionalmente seguida en nuestro Derecho histórico desde la Partida Segunda de
Alfonso X El Sabio, confirmada en las Leyes de Toro y en la Novísima Recopilación.
Quiérese con ella decir que el trono se defiere al primogénito y a sus descendientes, de padres a
hijos y nietos, y así sucesivamente, con preferencia sobre los hermanos y los sobrinos por razón de
línea; que las mujeres sólo tienen acceso al trono si no tienen hermanos varones; y que la
preferencia de línea con derecho a la representación significa que los nietos anteceden, en caso de
fallecimiento, a los padres, a los tíos, y a los hermanos del Rey difunto.
Unido el principio de la primogenitura al de la representación -sin parangón alguno ni en
nuestros precedentes ni en el Derecho Comparado- supone que el primogénito constituirá siempre
cabeza de la primera línea descendente; el segundo legítimo, cabeza de la segunda, y así
sucesivamente, de forma que ningún integrante de la segunda línea podrá entrar a suceder mientras
queden descendientes de la primera.

Se ha discutido mucho la preferencia constitucional -que sigue la tradición francesa, no la


castellana- del varón sobre la mujer, ya desde el mismo momento de su tramitación parlamentaria.
Sin mediar ahora en la polémica de lo que de discriminación pueda ello tener, sí queremos destacar
que se trata, en todo caso, de preterición -que no de prohibición- de las mujeres en el orden
sucesorio.
(Sobre este punto, consúltese la obra de A. Hernandez-Gil Alvarez Cienfuegos, citada en la
bibliografía)
En lo referente al Príncipe heredero, el artículo 57.2 constitucionaliza la dignidad de Príncipe de
Asturias, denominación ésta de mayor arraigo histórico que la de Príncipe de España, utilizada
durante el período inmediatamente anterior. Ya la Constitución de Cádiz declaraba que el hijo
primogénito del Rey se titularía Príncipe de Asturias, así como Infantes de las Españas los demás
hijos e hijas del Rey y del Príncipe de Asturias; esta última previsión no aparece en la Constitución
actual. Sí, en cambio, en el Real Decreto 1368/1987, de 6 de noviembre, sobre régimen de títulos,
tratamientos y honores de la Familia real y los Regentes, que desarrolla esta materia.
Tampoco regula la Constitución, siquiera mínimamente, las funciones cuyo desempeño pudiera
corresponder al Príncipe heredero, quien, de forma natural, accederá al trono por fallecimiento del
Rey. Únicamente se refiere el artículo 61.2 al juramento que ha prestar ante las Cortes Generales al
cumplir la mayoría de edad -lo que se produce, como para todos los españoles, a los dieciocho años.
De acuerdo con tal previsión, el día 30 de enero de 1986 se produjo el juramento del Príncipe D.
Felipe ante las Cortes.
(Sobre el estatuto jurídico del Príncipe de Asturias, véanse los trabajos de A. Torres del Moral,
citados en la bibliografía)

B) Supuestos excepcionales en la sucesión a la Corona

Fuera del supuesto previsto en los dos primeros apartados del artículo 57, se otorga en los
restantes -que hemos calificado de excepcionales- un protagonismo indiscutible a las Cortes
Generales, órgano de la representación popular, tanto para resolver cualesquiera dudas que se
planteen en el orden sucesorio, como para decidir lo que proceda cuando se extinguen las líneas
llamadas en Derecho a la sucesión, como para cuando se hace caso omiso de la prohibición de un
eventual matrimonio regio, o, en fin, en los supuestos de abdicaciones y renuncias.
A todos ellos hacemos, seguidamente, una referencia.

a) Provisión por las Cortes Generales (art. 57.3)


Cuando, reiterando la dicción constitucional, "se extinguen todas las líneas llamadas en
Derecho" a la sucesión -hipótesis de difícil realización, dado que, al no limitar el apartado primero
de este precepto los llamamientos, resulta difícil imaginar la extinción de todas las líneas de la
dinastía histórica- corresponde a las Cortes Generales proveer a la sucesión "en la forma que más
convenga a los intereses de España".
También este procedimiento de provisión regia de la Corona enlaza con la más rancia tradición
monárquica española, que, desde el Compromiso de Caspe, pasando por las Constituciones del siglo
XIX con texto casi idéntico al actual, llega hasta nuestros días.
Sin embargo, sólo una vez en nuestra historia, en 1870, se ha utilizado este procedimiento de
elección parlamentaria de un monarca. Fue para la elección de Amadeo I de Saboya, cuya
candidatura, finalmente victoriosa, compitió con otras en la votación entonces celebrada.
Es obvio que, dado el carácter estructural de nuestra Monarquía parlamentaria, la actuación de
las Cortes en este supuesto ha de limitarse a proveer a la sucesión en el trono, sin poner en cuestión
la institución misma.
En todo caso, las Cortes Generales gozan de una amplio margen de libertad para tomar su
decisión, habida cuenta de que el único límite constitucionalmente impuesto para la elección
parlamentaria de sucesor a la Corona es que se dicha elección se haga "de la forma que más
convenga a los intereses de España"
Para ampliar esta cuestión, consúltense las obras de R. López Vilas y M. Fontecha Torres y A.
Pérez de Armiñan, citadas en la bibliografía.

b) Prohibición de matrimonio regio (art. 57.4)


El matrimonio de los Reyes ha sido -y aún hoy es- una "cuestión de Estado". De ahí que,
tradicionalmente, los políticos y constitucionalistas españoles hayan entendido que el pueblo, a
través de sus representantes, debía tener alguna intervención en los matrimonios del Rey y su
inmediato sucesor, el Príncipe heredero.
Los textos de nuestro constitucionalismo histórico -desde la Constitución de Cádiz hasta la de
Cánovas-, haciéndose eco de esta idea, contenían la previsión de que el Rey y su descendencia
requerían de la autorización de las Cortes para contraer matrimonio.
Hoy en día, tales concepciones han evolucionado, del mismo modo que también ha cambiado el
significado de la Monarquía y se han perfilado las funciones del Rey en un sistema parlamentario.
No obstante, la idea de que el matrimonio regio es asunto de importancia singular sigue latiendo en
el texto de nuestra Constitución actual.
Así, aun cuando no se requiera ya, como antaño, el consentimiento de las Cortes para dichos
matrimonios, el artículo 57.4 de la Constitución, sí prevé las consecuencias de que una persona con
derechos sucesorios en el trono contraiga matrimonio contra la expresa prohibición del Rey y las
Cortes Generales: la exclusión en la sucesión para sí mismos y sus descendientes.
Varios comentarios pueden hacerse a este precepto, uno de los que, dentro de los dedicados a la
Corona, ha hecho correr más ríos de tinta.
- La primera idea destacable es que nuestra Constitución actual no exige, para, el
matrimonio de los posibles sucesores al trono, la autorización del Rey y de las Cortes,
sino que estas personas pueden casarse libremente -y, por supuesto, no necesariamente
habrán de contraer matrimonio con personas de sangre real, según postularon en un
tiempo los "legitimistas"- siempre que no exista expresa prohibición de ambos; lo que
supone, como se ha subrayado anteriormente, un cambio cualitativo importante respecto
de nuestra regulación constitucional histórica.
- Por otra parte, tal y como está redactado el precepto, para que se produzca la
exclusión de la sucesión, la expresa prohibición del matrimonio debe proceder tanto del
Rey como de las Cortes Generales.
- Es de señalar también que el precepto no afecta sólo al heredero de la Corona, sino,
en general, a cuantas personas tengan derecho a la sucesión ya que en caso de que el
heredero contraiga un matrimonio "prohibido" perderá sus derechos sucesorios
definitivamente, para sí y para su descendencia.
- En cambio, la prohibición no afecta al Rey que se case habiendo accedido ya a tal
función en cuanto que nada dice la Constitución de este supuesto.
- En cuanto al procedimiento a seguir, nada dice la Constitución de la forma de
instrumentar la doble prohibición. Sea cual fuere el eventual procedimiento elegido, la
prohibición habrá de ser, en todo caso, expresa.
Tampoco determina el texto constitucional si este acto del Monarca necesita o no ser refrendado
y por quién; ni qué sucedería en caso de producirse una divergencia entre la decisión de las Cortes y
la del Rey.

Véanse sobre el artículo 57.4 de la Constitución los trabajos de R. Sánchez Ferriz y de Y. Gómez
Sánchez, citados en la bibliografía.

c) Abdicaciones y renuncias (art. 57.5)


Abdicación y renuncia son, en sentido amplio, dos supuestos de pérdida de los derechos regios.
Ambos comparten las características de tratarse de actos voluntarios, personalísimos, unilaterales,
recepticios e irrevocables. Y a ellos se refiere el último punto del artículo 57 de la Constitución,
dando a los mismos, por vez primera en nuestra historia constitucional, un tratamiento conjunto.
Con más precisión, podríamos definir la abdicación como el abandono o dejación voluntaria del
oficio regio por el titular de la Corona, causándose la transmisión de sus derechos al sucesor.
Históricamente, las abdicaciones requerían autorización de las Cortes mediante una ley especial,
porque se partía de la concepción decimonónica de la existencia de un pacto, expreso o tácito, entre
el Rey y su dinastía, por una parte, y la nación, representada en las Cortes, por otra. En un sistema
parlamentario como el nuestro actual, si bien el entendimiento de la Monarquía ha cambiado de
forma sustancial, igualmente sería impensable que tuviese lugar un acto de tal relieve sin la
intervención de las Cortes Generales.
Y de ello pareció tener conciencia el constituyente, que estableció en nuestro Texto fundamental
la previsión de una ley orgánica para resolver cualesquiera dudas de hecho o de derecho que
pudieran plantearse en relación con esta figura. Además, la intervención de las Cortes supone que,
de alguna manera, las Cortes han de aceptar la abdicación.
Ninguna previsión más contiene la Constitución, con lo que la abdicación se nos presenta en su
diseño constitucional como un mecanismo un tanto desdibujado. Cuestiones como el procedimiento
de comunicación a las Cortes Generales, la necesidad de autorización parlamentaria previa, la
posibilidad de una negativa de las Cámaras o el refrendo del acto de abdicación y otras que
pudieran ir planteándose son las que habría de resolver el legislador orgánico en el desarrollo del
artículo 57.5 de la Constitución.
Distinta de la abdicación es la renuncia del derecho a reinar, cuyo protagonista no es el Rey, sino
que lo son las personas que forman parte del orden sucesorio a la Corona (el ejemplo más reciente
lo tenemos en Don Juan de Borbón, padre del actual Rey, que renunció a sus derechos en favor de
su hijo). Aunque no lo deja claro el texto constitucional, en principio, no cabe entender incluida en
este precepto la renuncia regia o renuncia de derechos del Rey para sí y sus descendientes (como
fue el caso de Amadeo de Saboya en 1873, el único caso de renuncia regia de nuestra historia).
A diferencia de la abdicación, la renuncia no pone en marcha automáticamente el mecanismo
sucesorio, ni supone una traslación de las funciones que corresponden al titular de la Corona, ya que
viene a producirse previamente al acceso a tan alta magistratura.
En todo caso, al igual que ocurre con la abdicación, cualesquiera dudas de hecho o de derecho
que se planteen en el orden sucesorio se habrán de resolver por las Cortes Generales por ley
orgánica. Damos, pues, por reproducido aquí todo lo dicho anteriormente a propósito de aquella
otra figura.
Sobre las diferencias teóricas entre abdicación y renuncia, véase la explicación de T. Fernández
Miranda en la Nueva Enciclopedia Jurídica, citada en la bibliografía.
Para una información más completa puede consultarse la bibliografía ya citada

Sinopsis artículo 58
La inclusión en nuestra Constitución de este precepto, referido a la Reina consorte y al consorte
de la Reina, sin parangón alguno en el Derecho Constitucional Comparado, tiene, obviamente, una
justificación histórica. Y es que las convulsiones políticas de nuestro constitucionalismo
decimonónico justificaban sobradamente la necesidad de una garantía para el debido ejercicio de las
tareas de gobierno por el titular de la Corona y por ninguna otra persona.
Entre nosotros, ya la Constitución de 1812 contenía una cautela semejante, al disponer en su
artículo 184 que "En el caso de que llegue a reinar una hembra, su marido no tendrá autoridad
ninguna respecto del Reino, ni parte alguna en el Gobierno". Casi en idénticos términos se
pronunciaron las Constituciones, liberales o conservadoras, del siglo XIX. La de la Restauración, de
1876, por ejemplo, disponía que "Cuando reine una hembra, el Príncipe consorte no tendrá parte
ninguna en el Gobierno del Reino" (artículo 65)
Prescindiendo de la mención expresa al sexo del titular de la Corona -explicable porque, para la
mentalidad de la época, sería impensable que una Reina consorte tomase parte en las tareas de
gobierno- el precepto que aparece en nuestra Constitución de 1978 se alinea en la tradición de los
precedentes reproducidos.
Comenzando con el análisis del precepto y por lo que se refiere, en primer término, a la dicción
literal del artículo 58, ("La Reina consorte o el consorte de la Reina") -que debe su redacción final a
una enmienda aprobada en la tramitación parlamentaria en el Congreso de los Diputados- tiene
también una justificación: la consorte del Rey ostenta el título de Reina, mientras que al consorte de
la Reina no le corresponde, hoy por hoy, el título de Rey; aunque nada impediría que una futura
Reina elevase a la categoría de Rey consorte a su esposo.
En relación con la significación que actualmente puede presentar este precepto, caber hacer
diversas consideraciones:
- Se consagra por la Constitución la prohibición del ejercicio de toda función
constitucional al consorte o Reina consorte; funciones constitucionales que hay que
entender referidas a la Corona, que son las que legítimamente corresponden a su ámbito
de competencias.
- No cabe, por tanto, ni que la Reina consorte -o el consorte de la Reina- asuma tales
funciones constitucionales por la vía de los hechos, ni que lo haga formalmente por
encomienda o delegación del titular de la Corona, de la persona que ostentase la Jefatura
del Estado o de las Cortes Generales.
- Los actos que, en el ejercicio de funciones constitucionales, realizasen el consorte
de la Reina o la Reina consorte, al estar privados de toda legitimidad por la prohibición
constitucional serían, por tanto, nulos de pleno derecho.
- Ante la extrema parquedad del precepto constitucional, hay que entender que
funciones constitucionales del Rey -y que, por tanto, escaparían de la órbita de
actuación de los consortes- serían, en principio, las enumeradas en los artículos 62 y 63
de la Constitución.
- En cuanto a las funciones representativas, es más que discutible que su desempeño
esté vedado absolutamente por el artículo 58 a la Reina consorte o al consorte de la
Reina. De hecho, la práctica ha demostrado que es en este ámbito donde la Reina
consorte encuentra mayor libertad de actuación. La Reina asiste y desempeña su papel
en numerosos actos oficiales, actividades sociales, culturales y benéficas, con lo que
asume así una función representativa, bien que sea en el ámbito interno. Porque la más
alta representación del Estado español en el ámbito internacional, a la que se refiere el
artículo 56 de la Constitución, sí debe corresponder en exclusiva al Monarca.
Pero como no hay regla sin excepción, también contempla una el precepto que comentamos: la
interdicción del ejercicio de funciones constitucionales es absoluta "salvo lo dispuesto para la
Regencia"; tal excepción, aunque bienintencionada, si no es errónea, sí al menos, es inexacta.
Porque no necesariamente el consorte o la Reina consorte asumirán las funciones de la Regencia
para el caso de Rey menor o inhabilitado. La Regencia no corresponde, a tenor del artículo 59, al
consorte del Rey o a la Reina consorte, sino al padre o madre del Rey menor -que puede no
coincidir con aquéllos- y, para el caso de inhabilitación, al Príncipe heredero si fuese mayor de
edad. La salvedad sólo tiene sentido, pues, en el caso de que el consorte -o la Reina consorte- fuese
progenitor del Rey menor o figurase entre las personas llamadas por las Cortes Generales para
ejercer la Regencia, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 59.3.
En fin, de igual modo y con el mismo fundamento que se exceptúa la Regencia de la prohibición
general del artículo 58, podría haberse exceptuado la tutela del Rey menor, que, sea o no
coincidente con la Regencia, es una función constitucional, aunque sólo sea por el hecho de estar su
regulación contenida en el Texto Fundamental.
Sobre los institutos de la Regencia y la tutela del Rey menor, véanse los comentarios a los
artículos 59 y 60, respectivamente.
Para una información más completa se pueden consultar las obras y comentarios citados en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 59
La Constitución regula en el presente artículo, siguiendo, en líneas generales, nuestros
precedentes históricos, la institución de la Regencia.
La institución de la Regencia se activa cuando las funciones regias, por distintos motivos, no
pueden cumplirse directamente por el titular de la Corona. De ahí que se considere la Regencia
como una magistratura extraordinaria, temporal, y caracterizada, ante todo, por su provisionalidad.
Las situaciones de Regencia no han sido extrañas en nuestra historia constitucional: sin contar la
que se constituyó en nombre del Rey ausente, Fernando VII, en 1810, cabe recordar las de Mª
Cristina de Borbón, el General Espartero, el Duque de la Torre, el llamado Ministerio de Regencia y
la de Dª Mª Cristina de Habsburgo-Lorena; situaciones de Regencia que tuvieron todas ellas reflejo,
con mayor o menor amplitud, en los correspondientes textos constitucionales.
La importancia de prever constitucionalmente la institución de la Regencia, para el desempeño
de las funciones del Rey en situaciones de incapacidad de éste, es obvia, máxime si recordamos
que, en nuestra historia pasada, la figura del Regente se ha visto siempre rodeada de una gran
conflictividad. De ahí la conveniencia de regular jurídicamente -y al más alto rango- las situaciones
de anomalía en el ejercicio de la Corona -o de la Jefatura del Estado- aun cuando las circunstancias
actuales sean muy diferentes de las de nuestra Monarquía decimonónica.

Dejando ya los precedentes históricos y pasando al examen del régimen de la Regencia que,
siguiendo muy de cerca la tradición, contiene el artículo 59 de la Constitución, varias
consideraciones merecen hacerse:
* Los supuestos que, según el precepto constitucional que se comenta, determinan la
constitución de una Regencia son dos: la menor edad del Rey y la inhabilitación de su
persona.
- En lo referente a la minoría de edad del Rey -el caso más típico de
Regencia-, a diferencia de nuestras Constituciones históricas, en las que
(con la única excepción de la de 1869) se consideraba al Rey mayor de edad
con catorce o dieciséis años, la mayor edad de un Rey se alcanza con los
mismos años que la alcanza cualquier ciudadano español. Por tanto, la
minoría de edad del Rey durará hasta que cumpla los dieciocho años.
- Por lo que se refiere a la inhabilitación del Rey, se requiere que ésta sea
reconocida por las Cortes Generales. En este supuesto, la intervención de las
Cortes no afecta al nombramiento de la Regencia -que es automática y
según las previsiones constitucionales- sino a la apreciación de la
inhabilitación del Rey, que es el presupuesto de aquélla.
- Conviene subrayar que, a diferencia de lo que ha ocurrido en otras
Constituciones, no se ha contemplado dentro de nuestra regulación
constitucional actual el supuesto de las ausencias del Rey del territorio
nacional, casi con seguridad porque las ausencias no tienen hoy las mismas
dimensiones que en el pasado, y con el desarrollo de los medios de
transporte y comunicación parece excesivo aplicar a este supuesto las reglas
de la Regencia.
- Tampoco se han contemplado otros supuestos que pudieran determinar
la necesidad de una Regencia, como por ejemplo, la enfermedad del Rey.
* En cuanto a las personas llamadas a ejercer la Regencia, la Constitución es, en este
punto, muy precisa y establece un orden determinado, muy apegado a nuestras
tradiciones:
- En primer lugar, de acuerdo con la tradición, se tienen en cuenta los
criterios familiares y dinásticos. Así, de forma automática y legítima, la
Regencia se defiere, para el caso de Rey menor, al padre, la madre o
pariente que le siga en el orden sucesorio. (art. 59.1). Estas personas entran
a ejercer la Regencia ope legis, sin necesidad de acto alguno de
nombramiento o investidura, desde que se produce el hecho desencadenante
de la suplencia del Rey. Deberán, no obstante, al igual que el Rey, prestar el
correspondiente juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar
y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los
ciudadanos y de las Comunidades Autónomas, así como el juramento de
fidelidad al Rey.
- Para el caso de Rey inhabilitado (art. 59.2), entrará, también
inmediatamente y de forma automática, a ejercer la Regencia el Príncipe
heredero de la Corona si fuese mayor de edad; y si no lo fuese,
correspondería la Regencia a las personas previstas en el apartado 1 (padre,
madre o pariente más próximo en la línea sucesoria) hasta que el Príncipe
heredero alcanzase su mayoría de edad.
- Finalmente, el artículo 59 contempla un supuesto subsidiario de los
anteriores, llamados comúnmente, de "Regencia legítima": el de que, no
existiendo padre ni madre del Rey menor o imposibilitado, sean menores de
edad el Príncipe heredero y demás parientes llamados a suceder en la
Corona. En este caso, la Regencia será nombrada por las Cortes. (art. 59.3).
Esta Regencia nombrada por las Cortes presenta, en relación con la
Regencia legítima, dos importantes diferencias: por un lado, se contempla la
posibilidad -no extraña a nuestras Constituciones liberales- de que la
Regencia sea colegiada ("se compondrá de una, tres o cinco personas"); y,
por otro, se concede a las Cortes una absoluta discrecionalidad en orden no
sólo al número, sino también en cuanto a las condiciones de las personas
llamadas a ocupar la Regencia, que sólo habrán de cumplir los mínimos
requisitos del artículo 59.4, ya que la Constitución no establece ningún otro
límite.
* Estos mínimos requisitos que la Constitución exige para la persona -o personas-
que fuera Regente son simplemente "ser español y mayor de edad" (art. 59.4), requisitos
mucho menos rigurosos que los exigidos en nuestro Derecho histórico : la Constitución
de 1812, por ejemplo, prohibía la Regencia para los españoles naturalizados, y las de
1845 y 1976 requerían la no exclusión de la sucesión a la Corona; ésta última, además,
supeditaba la Regencia para el padre o la madre del Rey a la circunstancia de que
permaneciesen viudos. Con ello hay que entender que, aunque la Constitución no lo
menciona expresamente, la persona que vaya a ejercer la Regencia habrá de ser español
y estar en pleno goce de sus derechos civiles y políticos. Como causa de
incompatibilidad de la Regencia, la Constitución únicamente se refiere al Tutor del Rey,
aunque el padre o madre del Rey menor o los ascendientes directos pueden acumular
ambos cargos (Véase sobre la tutoría del rey el comentario al artículo 60).
* Finalmente, por lo que se refiere al estatuto jurídico del Regente, el artículo 59.5
sólo señala que la Regencia se ejercerá "por mandato constitucional y siempre en
nombre del Rey". Con ello, se quiere insistir en dos aspectos:
- Por una parte, en la idea de la racionalización de la Monarquía
parlamentaria y en el sometimiento de todos sus órganos a la Constitución y
las leyes. Por eso se dice que la Regencia se ejerce "por mandato
constitucional".
- Por otra, en el carácter vicarial de esta magistratura excepcional y
temporal que es la Regencia, a quien corresponde, mientras subsista, ejercer
las funciones que la Constitución atribuye a la Corona. Porque la Regencia
se ejerce "siempre en nombre del Rey", su duración vendrá determinada por
el supuesto que haya dado lugar a la misma: en el caso de la menor edad, el
Regente lo será hasta que el Rey cumpla dieciocho años; en el supuesto de
la inhabilitación, hasta que las Cortes aprecien que ésta ha desaparecido,
siempre que el Príncipe heredero no hubiera alcanzado la mayor edad, en
cuyo supuesto la Regencia será desempeñada por éste.
Para una información más amplia se pueden consultar las obras y comentarios citados en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 60
Al igual que la regencia, la tutela del Rey menor es una institución de profunda raigambre en la
historia de la Monarquía española. Los precedentes inmediatos del vigente artículo 60 CE se
encuentran en las Constituciones de 1812 (artículo 198), 1837 (artículo 60), 1845 (artículo 63),
1869 (artículo 86) y 1876 (artículo 73). De todos estos preceptos es el artículo 60 de la Constitución
de 1837 el que guarda una semejanza casi literal con la regulación contenida en el asimismo artículo
60 de la actual Constitución.
La tutela del Rey menor puede ser, al amparo de ese precepto, de tres clases: A) testamentaria,
cuando el tutor del Rey menor sea nombrado por testamento por el Rey difunto; el tutor habrá de ser
mayor de edad y español de nacimiento. Cuestión discutida ha sido si el testamento debe ser o no
refrendado. La doctrina mayoritariamente se ha decantado por el refrendo en atención a la
importante significación política del acto "mortis causa" por el que se nombre tutor al Rey menor;
B) legítima, procede en defecto de la testamentaria y corresponde ser tutor al padre o la madre,
mientras permanezcan viudos; y C) parlamentaria, que tiene lugar en defecto de la tutela legítima,
procediéndose por las Cortes Generales a nombrar a un tutor (art. 60.1).
Sólo está prevista en la Constitución la tutela del Rey menor, por lo que ésta cesará con la
mayoría de edad del Rey.
Finalmente se refiere el artículo 60 a las incompatibilidades de la tutela. Estas son de dos tipos:
a) incompatibilidad de cargos de Regente y de Tutor; y b) incompatibilidad de la tutela con todo
cargo o representación política. El término representación política no plantea ningún problema:
cualquier designación que encarne mediata o inmediatamente la soberanía nacional; y en cuanto a
los cargos, deben ser referidos a los de carácter público o político.
Para una información más amplia pueden consultarse las obras y comentarios citados en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 61
La proclamación del Rey es una tradición antiquísima que significó históricamente el pacto entre
el Rey y Reino (Rex-Regnum), que dominó la concepción monárquica hasta el siglo XIX, quedando
interrumpida con la doctrina del origen divino de los reyes, que dio lugar a la Monarquía absoluta y
al dogma del "princeps legibus solutus est".
En efecto, la proclamación del Soberano tuvo históricamente una significación eminentemente
pactista entre el Rey y su reino; la tradición se remonta a las monarquías germánicas de origen
electivo, y por influjo de ellas se prolongó durante toda la Edad Media y comienzos de la Moderna,
hasta que hizo aparición la doctrina que personificaba en el Rey al Estado y al Derecho (L'Etat c'est
moi y Princeps legibus solutus est), dando lugar a la Monarquía absoluta de origen divino. El
derrumbamiento que se produce con la Revolución francesa del antiguo régimen vuelve a traer de la
mano del constitucionalismo liberal la institución de la proclamación regia. Sin embargo, ahora, la
proclamación ya no será ante los estamentos o ante la curia, sino que por mor de las
transformaciones operadas por los principios revolucionarios será ante los representantes del pueblo
que encarnan la soberanía nacional.
En todas las Constituciones monárquicas españolas del siglo XIX, se recoge entre las
competencias políticas-protocolarias de las Cortes la de recibir al Rey, al sucesor inmediato de la
Corona -otras veces se dice al Príncipe de Asturias- y a la Regencia, el juramento. Este último, sin
embargo, adopta diversos contenidos. La Constitución gaditana de 1812 se limitaba a decir que las
Cortes recibían juramento al Rey "...como se previene en sus lugares"; en el Estatuto Real se otorga
al juramento un carácter de pacto de reciprocidad: "...recibiéndose de las Cámaras, a su vez,
fidelidad y obediencia"; y finalmente, en las Constituciones de 1837, 1845 y 1876 se adopta la
fórmula moderna del juramento de "guardar la Constitución y las leyes".
La vigente Constitución incorpora en su artículo 61.1 no sólo el juramento, sino la proclamación
ante las Cortes Generales. Dice así: "El Rey al ser proclamado ante las Cortes Generales, prestará
juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las
leyes y hacer respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas".
La incorporación de la proclamación no es, sin embargo, novedosa, ya que aparecía en la Ley de
Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947. Algunos autores, como Oscar Alzaga, quieren ver en el
acto de proclamación un nuevo pacto entre la Monarquía y las instituciones representativas; teoría
que no tiene mucho fundamento en la vigente Constitución al amparo de lo que dispone su artículo
1.2. Más razón tiene López Guerra, cuando afirma que en la proclamación y juramento se ha
querido subrayar el carácter parlamentario de la Monarquía que la Constitución instaura (vid. art.
1.3). La cuestión está en averiguar si la proclamación-juramento tiene o no efectos constitutivos.
Para Torres del Moral no tiene efectos constitutivos, ya que a su juicio, el Rey lo es por automática
aplicación de las normas que regulan la sucesión.
De la lectura del artículo 61.1 no es esa la conclusión que se obtiene; por el contrario, ese
precepto viene a subrayar el sometimiento del Rey a la Constitución, imponiéndole el respeto a los
derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas; lo que quiere decir que el Soberano
no puede ejercer sus funciones sin dar cumplimiento al requisito formal de la proclamación-
juramento. Adquiere pues este acto carácter constitutivo, lo que por otra parte no es sino una simple
consecuencia de la naturaleza parlamentaria de la Monarquía.
En algunas Constituciones del Derecho comparado en las que la Monarquía es parlamentaria, el
carácter constitutivo del juramento está expresamente recogido (por ejemplo, arts. 80 y 8 de las
Constituciones belga y danesa, respectivamente). Por tanto, y sin llegar al procedimiento acusatorio
por la no presentación del juramento por parte del Presidente como ocurre en algunos regímenes
republicanos como Alemania e Italia, si el Rey no presta el juramento al ser proclamado como tal,
dejará de ser Rey por propia coherencia con los principios de la Monarquía parlamentaria recogidos
en el artículo 1.3. Esto además vendría a probar que en la Constitución española la proclamación-
juramento no es un simple rito de sabor histórico, sino un acto esencial para el ejercicio de las
funciones del Jefe del Estado.
Cuanto hemos dicho para el Jefe del Estado puede predicarse del Príncipe heredero y del
Regente o Regenta al hacerse cargo de sus funciones, aunque naturalmente en su ámbito: esto es,
que el Príncipe heredero o el Regente lo son en la medida que prestan el juramento a que se refiere
el apartado segundo del artículo 61; y dejan de serlo si no acatan ese juramento. (El Príncipe
heredero, D. Felipe de Borbón y Grecia, prestó juramento ante las Cortes reunidas en sesión
conjunta el día 30 de enero de 1986). En consecuencia, el carácter constitutivo de la proclamación-
juramento no empece ni contradice de ningún modo el principio de continuidad monárquica a que
se refiere el artículo 57.1, sino que produce el efecto jurídico-constitucional de apartar de la Jefatura
del Estado al Soberano que no manifiesta su sometimiento a la Constitución en los términos que se
indica en el artículo 61.1.
Por lo demás, no contiene la Constitución -como hacen otras Constituciones- una fórmula ritual
de juramento, limitándose a decir el artículo 61.1 que el Rey "al ser proclamado ante las Cortes
Generales prestará juramento...". Lo que quiere decir que la proclamación se hará en unión conjunta
del Congreso y del Senado, siendo ésta una de las cuestiones que deberá regularse en el Reglamento
de las Cortes Generales a que se refiere el artículo 72.2, por cierto aún no dictado.
Para una información más amplia pueden consultarse las obras y comentarios citados en la
bibliografía.

Sinopsis artículo 62
A diferencia de los poderes de la Corona en el Régimen político británico que comprenden un
haz disperso de atribuciones, en el que según dijera Dicey, confluyen de una parte competencias
ejecutivas residuales, no atribuidas al Gobierno, funciones representativas y funciones políticas, la
vigente Constitución española, siguiendo el modelo de los regímenes con monarquía parlamentaria
formalizada, ha tasado las funciones del Rey; incluso podría añadirse que se trata de potestades
regladas ya que no hay atribuciones regias fuera del ámbito de los artículos 56.1, 61, 62 y 63,
quedando las condiciones de su ejercicio definidas; por esto debe interpretarse el último inciso del
artículo 56.1 "... y ejerce las funciones que le atribuye ''expresamente'' la Constitución y las leyes",
no como cláusula residual sino todo lo contrario, como un límite a las atribuciones regias: fuera de
la norma constitucional y en su caso de las leyes, no existen potestades regias. Por otro lado, a nadie
se le oculta que todos los actos del Rey, incluso los relativos a su más estricta vida privada, tienen
relevancia pública. Desde este punto de vista puede hablarse de una permanente "funcionalización
pública de la conducta del Rey". Con esto se quiere decir que apenas si hay actos irrelevantes
políticamente del Monarca. Tomando esta referencia en cinco grandes grupos se pueden articular las
atribuciones del Rey.
En un primer grupo estarían las funciones persuasivas o de influencia, derivadas de su "status"
como Jefe del Estado; a ellas hacen referencia el artículo 56.1 y apartados h), i) y j) del artículo 62.
Son atribuciones ancladas en su "auctoritas", por eso se ejercitan con independencia de cualquier
otro poder u órgano del Estado.
En un segundo grupo están las atribuciones del artículo 62, apartados a) al g), que son de
naturaleza "relacional", a través de las cuales se complementan o perfeccionan actos de otros
órganos del Estado.
En tercer lugar habría que situar la función internacional del Rey a que se refiere el artículo 56.1
en relación con el artículo 63.
Habría un cuarto grupo que estaría formado por las funciones y actos privados a que se alude en
el artículo 65.
En quinto lugar, existiría una potestad implícita derivada del acto de proclamación y juramento
contenida en el artículo 61.1 ("guardar y hacer guardar la Constitución"), y que consiste en la
función de "guarda constitucional".
Una última observación habría que hacer sobre la denominación de las funciones del Rey. El
Constituyente ha huido de cualquier rótulo al establecer las funciones del Rey; los artículos 62 y 63
se manifiestan lacónicamente con la expresión "corresponde al Rey" o al "Rey corresponde"; se
omiten deliberadamente expresiones tales como poderes, competencias, etc. La cuestión sería
meramente nominal si no fuera porque tras esa actitud está la idea de eliminar toda noción de
prerrogativa como idea consustancial con la Monarquía parlamentaria proclamada en el artículo 1.3.

1. El Rey como instancia persuasiva y de influencia.


A. Las funciones arbitrales y moderadoras.
El Rey es el Jefe del Estado de una Monarquía parlamentaria, y en consecuencia no
es ya el eje del sistema político ni el centro de las decisiones, que pasan al Parlamento y
al Gobierno, sino una instancia que nuclea la unidad del Estado, función ésta
institucionalizadora que no pueden realizar ni el Gabinete ni las Cortes Generales
conjunta ni separadamente.
Este carácter permanente del Rey frente a la contingencia del Parlamento -sometido
a los procesos electorales- y del Gobierno que resulta de las mayorías obtenidas en el
Congreso de los Diputados, otorgan al Monarca una concepción de invariable
neutralidad sobre la que descansa la función arbitral y moderadora que se despliega al
margen de los restantes poderes del Estado.
La cuestión está en saber si esa función arbitral y moderadora es un auténtico poder,
independientemente de los demás poderes o si por el contrario es una instancia
persuasiva y de influencia sin poderes concretos. La primera postura arrancaría de la
existencia de un poder armónico o regulador exclusivo del Monarca tal como la
formulara Benjamín Constant. Así, Herrero R. de Miñón, aunque con matizaciones,
entiende que las competencias de arbitraje y moderación son cláusulas generales de
apoderamiento de ámbito indeterminado, aunque determinable en la realidad. En
sentido contrario, entre otros, Pérez Royo y Torres del Moral, que impugnan un ámbito
independiente de poder para la actividad moderadora y arbitral del Rey; el segundo de
los autores citados no duda en incluir esas funciones dentro de la concepción de "actos
debidos" que no comportan por ello esfera específica de poder.
Ciertamente entre la primera postura de indudable carácter expansivo y las que
reducen a un simple "acto debido" la función moderadora y arbitral del Rey, se abre una
tercera vía consistente, como han puesto de manifiesto Fernández Fontecha y Pérez de
Armiñán, en reconocer al Monarca determinadas "potestades bloqueantes" (de las que
las funciones moderadora y arbitral serían las arquetípicas), que como se ha dicho más
atrás no se traducirían en derecho de "hacer" sino en derecho -¿o quizá el deber?- a
impedir actuaciones contrarias al orden constitucional, así como a resolver de "forma
pasiva" las tensiones que se planteen en el funcionamiento regular de las instituciones.
Gracias a esta función de "influencia" el Rey trasciende el ámbito de sus estrictas
atribuciones constitucionales, haciendo realidad actual la frase de Bagehot de que al
Rey corresponde "animar, prevenir, ser consultado".
B. El mando supremo de las Fuerzas Armadas.
Es una facultad tradicional que se repite entre las atribuciones del Rey en el
constitucionalismo decimonónico español, si bien ahora con un significado diferente: en
los textos constitucionales del siglo XIX al Rey se le atribuye -aunque con matices en
cada una de ellas- el mando y la disposición de las Fuerzas Armadas; mientras que en la
vigente Constitución (artículo 62.h) el mando supremo de las Fuerzas Armadas lo ejerce
el Rey como instancia de influencia sin poderes reales y efectivos sobre ellas. Y ello es
así, por la doble razón de que en la Monarquía parlamentaria el Jefe del Estado no es,
obviamente, el Jefe del Gobierno y porque el artículo 97 atribuye al Gobierno la
dirección de la Administración militar y la defensa del Estado.
Dado lo anterior, es evidente que en situaciones de crisis constitucional que no pueda
controlarse a través de los mecanismos previstos en el artículo 116 y Ley Orgánica
4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, el Rey como guardián
de la Constitución y al amparo del papel constitucional que esa última atribuye a las
Fuerzas Armadas en el artículo 8, puede adoptar ciertas iniciativas dirigidas a
restablecer la normalidad. Fuera de este supuesto, al que volveremos a hacer alusión
más adelante, verdaderamente excepcional (recuérdese, por ejemplo, el día 23 de
febrero de 1981), el Rey carece de poderes decisorios sobre las Fuerzas Armadas.
C. El derecho de gracia.
El derecho de gracia fue una prerrogativa histórica del Rey, tanto durante la
Monarquía absoluta como en la constitucional decimonónica. Si bien con una notable
diferencia en ambos casos. En el Antiguo Régimen la función de juzgar se ejercía por
pura delegación, e incluso el Monarca podía atraer para sí el conocimiento de la causa;
el derecho de gracia se confunde con el poder de juzgar. Con la división de poderes, el
derecho de gracia se reduce a una intervención regia, que cuando es ejercida de forma
discrecional y por el Rey como Jefe del Ejecutivo estamos dentro de la Monarquía
constitucional; y finalmente, cuando la gracia se ejerce "con arreglo a la Ley", la
función regia se reduce a desplegar su magistratura de influencia, pero obviamente no
de forma discrecional sino previa deliberación del Consejo de Ministros, y a propuesta
del titular de Justicia. Y, en todo caso, la Constitución incorpora una limitación
importante: el Rey no podrá autorizar indultos generales (vid. art. 62.i).
D. El Alto Patronazgo de las Reales Academias.
Desde el siglo XVIII los Borbones crearon primero en Francia y luego en España
Reales Academias con el fin de promocionar las ciencias y las artes; en consecuencia y
con esta tradición y dentro de la magistratura de influencia e integración que se le
atribuye al Monarca en el vigente Derecho público, la Constitución ha vinculado al Rey
con la cultura y la ciencia reconociéndole el Alto Patronazgo de las Reales Academias
(art. 62.j) que fácilmente se comprenderá no comporta poderes decisorios sino
funciones nominales y representativas.

2. El Rey y las funciones de naturaleza "relacional": Los actos regios relacionados con las
Cortes Generales y el Gobierno.
Dentro de este haz de funciones se recogen aquéllas que tienen por finalidad completar o
"perfeccionar" los actos emanados de otros órganos, bien provengan éstos de las Cortes Generales
(sanción y promulgación de las leyes, convocatoria y disolución de las Cortes y convocatoria de
elecciones), bien sean del Gobierno (proponer al candidato a Jefe de Gobierno, nombrar y separar a
los miembros del Gobierno, expedir los decretos aprobados en el Consejo de Ministros y conferir
empleos civiles, militares, honores y distinciones). En este ámbito la teoría del "acto debido" toma
mayor consistencia, porque la actuación del Soberano no se puede "aislar" ni es independiente de lo
realizado por los órganos a los que la función regia otorga efectos. Se está en presencia de un
complejo de órganos y un complejo de actos a cuyo cumplimiento como acto final no puede
sustraerse el Rey. El acto regio es así obligado y necesariamente constitutivo.
A. Las funciones relacionadas con las Cortes Generales.
Como manifestación acabada de la Monarquía parlamentaria, determinadas
funciones regias se relacionan con las Cortes Generales. A estos supuestos se refieren
los apartados a), b), c), d) y e) del artículo 62. Dedicaremos un breve comentario a cada
uno de esos supuestos.
1º. Sanción y promulgación de las leyes.
En dos preceptos diferentes se refiere la Constitución a la función regia
de sanción y promulgación de las leyes: el artículo 62.a) del Título II
relativo a la Corona y el artículo 91 ubicado en el Capítulo II del Título III
referente a la elaboración de las leyes; circunstancia que indica a las claras
la zona fronteriza en que se ejercita este acto del Monarca.
Históricamente, en las monarquías decimonónicas, la sanción regia era
un auténtico poder dentro del ámbito de facultades legislativas atribuidas al
Rey en competencia con el Parlamento. La sanción era el instrumento de
que se valía el Monarca para vetar las leyes aprobadas por las Cámaras;
constituía una auténtica potestad discrecional en manos del Soberano
cuando no era él quien ejercía la iniciativa legislativa, o cuando habiendo él
depositado el proyecto los parlamentarios introducían cambios sustantivos
en el mismo.
En todo caso la evolución de la Monarquía limitada a la parlamentaria en
el caso que nos ocupa, pasa por las siguientes etapas:
A) En la Monarquía limitada el Rey retiene el poder legislativo
en sus tres momentos esenciales: a) en la iniciativa de ley, que
está expresamente reconocida y es virtualmente ejercitada, b) en
la sanción regia, y c) con la prerrogativa de veto absoluto:
devolución del proyecto para una nueva deliberación y en su
caso aprobación subsanando los términos en que ha sido vetada.
B) En la Monarquía constitucional aún se le reconoce al Rey la
iniciativa legislativa; pero aquí ese reconocimiento es ya
puramente nominal. En cambio, el veto como resultado del
ejercicio de la potestad de sancionar las leyes es un atributo en
plenitud de ejercicio, pero que con el paso del tiempo empezó a
caer también en desuso.
C) Finalmente, en la Monarquía parlamentaria el Rey pierde
todo poder a presentar propuestas legislativas, y la sanción le es
reconocida más que como poder como función complementaria,
integrada en un acto complejo donde intervienen diversas
voluntades (iniciativa del Gobierno, deliberación, y aprobación
del Parlamento) a las que el Soberano no puede oponerse. Así la
sanción real es una fórmula certificante de que la Ley ha sido
aprobada por el Parlamento. El caso es especialmente notorio en
la Monarquía parlamentaria británica, donde la fórmula
sancionatoria "Le Roy le veult" es una cláusula de estilo que
certifica la aprobación del texto, y el ejercicio del veto recogido
con la expresión "Le Roy s'avisera" está hoy derogado por
desuso popular.
En la vigente Constitución española, donde la Monarquía parlamentaria
queda formalizada en los términos que se recogen en el artículo 1.3º, la
sanción pasa a ser una función nominal, vaciada de contenido real, en el
sentido de estar desprovista de cualquier atisbo de veto absoluto o
meramente suspensivo. La cuestión teórica que ha sido planteada por
algunos autores (Menéndez Rexach, López Guerra o Torres del Moral, entre
otros), es la de si el Rey puede negarse a sancionar leyes inconstitucionales
o que repugnen sus convicciones. Tal problema debe resolverse en el sentido
ya indicado más atrás: el acto de la sanción es acto debido sin que la
discrepancia del Rey con el texto pueda ir más allá de su propia conciencia
interna. El Rey está obligado en todo caso a sancionar la ley aprobada por el
Parlamento; y deberá hacerlo en el plazo de quince días, promulgándola y
ordenando su inmediata publicación, como taxativamente determina el
artículo 91 (más adelante a propósito del procedimiento legislativo se tratará
con más detalle ese último precepto).
2º. Convocar y disolver las Cortes Generales.
También esta potestad tuvo gran importancia histórica, perteneciendo al
campo de las prerrogativas regias de carácter discrecional, al punto de que
las Cortes dependían en su funcionamiento del Monarca, hasta quedar
reducida a una función-deber del Rey en la Monarquía parlamentaria, sin
libertad de decisión alguna sobre el cuándo y el cómo de la convocatoria y
de la disolución.
Es en este contexto en el que el artículo 62.b) atribuye al Rey la
convocatoria y disolución de las Cortes Generales. Precepto que hay que
sintonizar con el artículo 68.6, conforme el cual la convocatoria de las
Cortes debe tener lugar dentro de los veinticinco días siguientes a las
elecciones. Por tanto, el Rey se limitará a dar cumplimiento a esa exigencia
constitucional mediante acto sometido a refrendo. En el bien entendido que
fuera de ese supuesto, y en lo que a las reuniones ordinarias y
extraordinarias se refiere previstas en el artículo 73, la convocatoria se
produce por la propia Cámara, sin intervención real.
En cuanto a la disolución, el ordenamiento constitucional español prevé
dos vías diferenciadas: a) el supuesto ordinario y voluntario de la exclusiva
responsabilidad del Presidente del Gobierno a que se refiere el artículo 115;
y b) el supuesto extraordinario y obligatorio del artículo 99.5. En ambos
casos el Rey se limita a firmar el decreto de disolución.
Lo mismo puede decirse de la convocatoria de elecciones, cuando éstas
no proceden de una disolución anticipada, ya que el artículo 68.6 establece
que las elecciones tendrán lugar entre los treinta días y sesenta días desde la
terminación del mandato, no siéndole dado al Rey ningún margen de
discrecionalidad en cuanto a la elección del "tempus", que queda a la
discrecionalidad del Presidente del Gobierno.
Algo análogo ocurre en la convocatoria de referéndum en los casos
previstos en la Constitución (artículo 62.c) en relación con el artículo 92),
que el Monarca se limitará a firmar el decreto de convocatoria. En cuanto al
referéndum de ratificación de la reforma constitucional de los artículos
167.3 y 168.3 tampoco aquí tiene ninguna libertad el Rey, que se limitará a
firmar el decreto de convocatoria.
B. Funciones relacionadas con el Gobierno.
Consecuencia del reconocimiento de la Monarquía parlamentaria, es el conjunto de
funciones que la Constitución atribuye al Rey relacionadas con el poder ejecutivo. La
tradición constitucional española siempre ha respondido al llamado parlamentarismo
dualista, en el sentido de que los Ministros respondían políticamente ante quien los
nombraba: el Rey; y también ante quien representaban la voluntad popular: el
Parlamento. Este sistema creaba grandes disfuncionalidades y, en definitiva, situaba al
Monarca en la cabeza del ejecutivo, originando frecuentes conflictos con las Cortes.
La Constitución vigente ha optado por una parlamentarización de la Monarquía en la
que, ni obviamente el Rey es el Jefe del ejecutivo, ni los Ministros responden ante el
Soberano, sino solamente de forma solidaria y dentro del Gobierno ante las Cortes
Generales (artículo 108). Este mecanismo de funcionamiento se conoce con el nombre
de parlamentarismo monista racionalizado, que se manifiesta en las funciones regias que
a continuación se describen.
1º. Proponer el candidato a Presidente del Gobierno y, en su caso, nombrarlo
y poner fin a sus funciones.
El artículo 62.d) en relación con el artículo 99 encierran la quintaesencia
del parlamentarismo racionalizado y, al tiempo, representan sin duda la
única función regia que está dotada de un cierto margen de discrecionalidad.
Pero no se trata de una discrecionalidad gratuita, sino que está encaminada a
dotar de estabilidad política al sistema.
En efecto, las atribuciones del Rey en tan capital función se desdoblan en
tres planos de actuación.
A) En primer lugar, el artículo 99.1 atribuye al Rey la potestad
de proponer un candidato a la Presidencia del Gobierno después
de cada renovación del Congreso de los Diputados, y en los
demás supuestos constitucionales en que así proceda, previa
consulta con los representantes designados por los Grupos
políticos con representación parlamentaria. La propuesta regia
se efectúa a través del Presidente del Congreso.
En este primer plano de actuación del Rey, su facultad de
propuesta es absoluta y libérrima, sólo limitada por las previas
consultas con los representantes de los Grupos que a su vez no
le vinculan ni le atan su voluntad.
Claro está que el margen de tolerancia que la Constitución
otorga al Rey en esta función se encuentra a su vez, si no
limitada, sí influida por la correlación de fuerzas existentes en el
Congreso de los Diputados. Pero esta dependencia con respecto
al número de escaños obtenidos por cada formación política se
ve amenguada en el caso que ningún partido obtenga mayoría
suficiente para gobernar en solitario: este es el supuesto en el
que el poder de propuesta del Rey aparece con mayor margen de
discrecionalidad. La propuesta del Rey debe hacerse, en primer
lugar, partiendo del partido que haya tenido mayoría absoluta;
en su defecto, las sucesivas propuestas se harían considerando
los escaños obtenidos de mayor a menor; y si estos criterios
fracasasen habría que dirigirse a candidatos obtenidos por
coalición entre las fuerzas políticas con representación.
B) Lo decisivo, sin embargo, es que la función del Rey empieza
pero no termina con la propuesta sino que va más allá. Si el
Congreso de los Diputados, por el voto de la mayoría absoluta o
cuarenta y ocho horas después con el voto de la mayoría simple
otorgase su confianza al candidato propuesto, el Rey -ahora ya
sin discreción alguna- le nombrará Presidente (art. 99.3). Lo
mismo ocurrirá si el Congreso adopta una moción de censura: el
candidato incluido en la moción se entenderá investido de la
confianza de las Cámaras a los efectos previstos en el artículo 99
y el Rey le nombrará Presidente del Gobierno (art. 114.2).
C) En cuanto al cese del Presidente del Gobierno, la función del
Rey obedece a un acto debido: se limitará a aceptar el cese o
dimisión que le es presentada. Como veremos más adelante, el
Gobierno cesa tras la celebración de elecciones generales y en
los casos de pérdida de la confianza parlamentaria previstos en
la Constitución o por dimisión o fallecimiento de su Presidente
(artículo 101.1). En estos casos y más allá de la literalidad del
texto constitucional, el Rey en ejercicio de su "función invisible"
de persuasión e influencia puede aconsejar al Jefe del Gobierno
sobre la conveniencia o inconveniencia de su dimisión; de lo
cual no quedará ninguna constancia formal, permaneciendo en el
reservado ámbito de las relaciones entre el Presidente del
Gobierno y el Jefe del Estado.
2º. Nombrar y separar a los miembros del Gobierno a propuesta de su
Presidente.
Esta función del Rey está reconocida en el apartado e) del artículo 62, y
se complementa con el artículo 100: "Los demás miembros del Gobierno
serán nombrados y separados por el Rey, a propuesta de su Presidente".
Estos preceptos son fiel exponente del monismo parlamentario. El Rey
"carece de libertad" para nombrar y separar a los miembros del Gobierno al
serle vinculante la propuesta del Presidente del Gobierno. De no ser así se
volvería al sistema parlamentario dualista o de doble confianza. Por ello, si
no hay propuesta el acto del Rey sería inexistente; y si se separa de la
propuesta sería radicalmente nulo. Cuestión distinta es la influencia y
capacidad de persuasión que el Monarca puede ejercer sobre el Presidente
del Gobierno para que incluya en la propuesta de nombramiento o cese a
determinadas personas.
3º. Expedir decretos acordados en el Consejo de Ministros.
Esta función del Jefe del Estado opera en el ámbito de la potestad
reglamentaria con la misma finalidad y efectos que lo ya dicho para la
sanción de las leyes. En todo caso el vocablo "expedir" con el que comienza
el apartado f) del artículo 62, deja a las claras que se trata de una "función-
deber", sin que le sea dado al Rey cuestionar el estampamiento de su firma
so pretexto de vicios o irregularidades en la norma aprobada en Consejo de
Ministros. Uno de los rasgos más característicos de la Monarquía
parlamentaria es la irresponsabilidad del Jefe del Estado, y esa
irresponsabilidad comporta la no oposición del Rey hacia los actos
aprobatorios de los sujetos refrendantes, los cuales se hacen responsables de
sus actuaciones. Por otra parte, un hipotético enfrentamiento entre el Rey y
el Gobierno por una negativa del primero a expedir un Decreto aprobado en
Consejo de Ministros, supondría una quiebra en las potestades que la
Constitución atribuye al Gobierno en el artículo 97.
4º. Conferir los empleos civiles y militares y conceder honores y
distinciones.
Pertenece también esta función al apartado f) del artículo 62, siendo lo
importante que el conferimiento de esos empleos, honores y distinciones se
realizarán "con arreglo a las leyes". Se trata, por tanto, de una función de
configuración legal; ello no obstante, algunos autores (Menéndez Rexach),
apuntan la posibilidad de que en determinados casos pueda reconocérsele al
Rey un margen de iniciativa en el ejercicio de esta atribución. Iniciativa que
por lo demás deberá ser previamente consultada por el Gobierno; y,
finalmente, cuando la iniciativa se concrete en el acto final del
nombramiento o de la concesión tendrá que ser refrendado.
5º. Ser informado de los asuntos de Estado y presidir, a estos efectos, el
Consejo de Ministros.
Característica consustancial con la Monarquía constitucional
decimonónica era la presidencia efectiva por el Rey del Consejo de
Ministros. La razón para que ello fuera así estribaba en la posición del
Monarca como jefe del ejecutivo.
Desde esta óptica el Soberano no era sujeto pasivo de la información de
los asuntos de Estado, sino que "estaba activamente informado de tales
asuntos", por su propio "status" jerárquico con respecto al Gobierno; y,
porque al retener la potestad de designar y cesar libremente a los miembros
del Gobierno, éstos despachaban habitualmente con el Rey ante el cual
también respondían (dualismo parlamentario).
Este rasgo tan característico de la Monarquía constitucional, desaparece
con la Monarquía parlamentaria: ahora, el Rey es informado de los asuntos
de Estado y preside las sesiones del Consejo de Ministros, cuando lo estime
oportuno, a petición del Presidente del Gobierno (artículo 62.g). En efecto,
no tanto la información como sí la presidencia de las sesiones del Consejo
de Ministros se somete al juego de sutiles expresiones: "...cuando lo estime
oportuno (el Rey), a petición del Presidente del Gobierno". Pudiera ocurrir
que estime oportuno el Rey presidir el Consejo de Gobierno pero el
Presidente del Gobierno no ejercite la petición. Parece, pues, que para que el
Rey pueda asistir y presidir el Consejo de Ministros, se requiere un previo
acuerdo de voluntades entre aquél y el Presidente del Gobierno. Algunos
autores salvan la posible discrepancia que puede plantearse entre ambos,
otorgando a la petición del Jefe del Gobierno carácter subordinado con
respecto a la voluntad regia manifestada de asistir a determinadas sesiones
del Consejo de Ministros, o bien que la petición del Presidente del Gobierno
fuese previa a la estimación del Rey.
En la práctica la información del Rey sobre los asuntos de Estado se
canaliza, más que por las excepcionales ocasiones en que aquél preside el
Consejo de Ministros, por los habituales contactos que el Presidente del
Gobierno y sus Ministros mantienen con el Monarca. De hecho y dentro de
un loable uso político, el Rey se mantiene informado de asuntos de
trascendencia política a través de periódicos contactos con los
representantes de las fuerzas políticas de oposición y Presidentes de los
órganos ejecutivos de las Comunidades Autónomas.

3. El Rey y las funciones de nombramiento.


Dice la expresión "in fine" del artículo 56.1: "... y ejerce las funciones que le atribuyen
especialmente la Constitución y las leyes". Pues bien, entre esas funciones aparecen dispersas en el
texto constitucional las relativas a los actos de nombramientos; nombramientos para los que el
Monarca carece en absoluto de poder para alterar, cambiar o sustituir las propuestas que le formulen
los órganos proponentes. Se ha dicho que es en este ámbito donde el margen de apreciación del Rey
más se estrecha. Por nuestra parte, diremos que aquí la función del Rey obedece a un acto dado y
que el hecho de que sea el Monarca el que nombra determinados cargos es un reflejo de su
condición de Jefe del Estado y de su papel integrador del sistema político.
Podemos destacar entre las funciones de nombramiento las siguientes:
A) En relación con el poder judicial:
-La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey (artículo 117.1).
-Nombra al Presidente del Tribunal Supremo a propuesta del Consejo General del Poder
Judicial (artículo 123.2).
-Nombra al Fiscal General del Estado, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo
General del Poder Judicial (artículo 124.4).
-Nombra a los veinte miembros del Consejo del Poder Judicial de la forma que se
determina en el artículo 122.3 y en la LOPJ.
B) En relación con el Tribunal Constitucional:
-Nombra a sus doce miembros (art. 159.1).
-Nombra al Presidente del Tribunal entre sus miembros (art. 160).
C) En relación con las Comunidades Autónomas:
-Nombra al Presidente del Consejo de Gobierno de esas entidades (artículo 152.1).

4. El Rey y la función internacional.


Ya hemos visto más atrás que la Constitución ha querido otorgar al Rey un papel de máxima
relevancia en las relaciones internacionales, según se desprende de los artículos 56.1 y 63. El
primero de los cuales le atribuye la más alta representación del Estado español. No obstante hay que
distinguir la representación que ostenta el Jefe del Estado de la dirección de la política exterior que
le corresponde en exclusiva al Gobierno (artículo 97); he aquí otro punto de ruptura de la vigente
Monarquía parlamentaria con los regímenes monárquicos decimonónicos, en los que el Monarca
como titular efectivo del poder ejecutivo dirigía la acción exterior del Estado.
De la exégesis de los preceptos citados se extraen algunas consideraciones:
1º) En primer término que el Rey ostenta la más alta representación pero no excluye
otras, así por ejemplo, cuando el Presidente del Gobierno acude a las reuniones de los
órganos de la Comunidad Económica Europea, o a otros foros internacionales o visitas a
Estados extranjeros, representa también al Estado español. Lo mismo puede decirse
respecto a los Ministros. Pero, ninguno de estos dos últimos casos (ni el Presidente del
Gobierno ni Ministros) pueden manifestar el consentimiento del Estado para obligarse
internacionalmente por medio de Tratados.
2º) Por otra parte, las relaciones internacionales se articulan en el vigente Derecho
público español en tres ejes: a) la acción de control de la dirección política exterior y la
representación ordinaria que recae en el Gobierno de la Nación; b) la acción de control
en sus diversos grados que ejercitan las Cortes Generales (artículo 93 y 94); c) la acción
de representación en su más alta jerarquía que le se atribuye al Rey, especialmente con
las naciones vinculadas históricamente al Estado español. Es decir, que la función
internacional del Rey no puede independizarse de la función directora del Gobierno ni
fiscalizadora del Parlamento.
3º) En tercer término la más alta representación que ostenta el Rey no es sólo una
función nominal, sino que expresa el consentimiento del Estado para obligarse
internacionalmente por medio de tratados o convenio (art. 63.2), previo cumplimiento
de las exigencias constitucionales previstas al efecto.
4º) En cuarto lugar, dentro de la función representativa del Rey, le corresponde acreditar
a los embajadores y otros representantes diplomáticos; y los representantes extranjeros
en España estarán acreditados ante él (art. 63.1). Asímismo, le corresponde, previa
autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz (artículo 63.3).
5º) Finalmente, como función implícita pero no por ello discrecional, el Rey sin
necesidad de refrendo pero sin excluir el previo acuerdo del Gobierno, puede
comparecer ante las instancias internacionales y visitar otras naciones en actos de
indudable trascendencia política.

5. El Rey guardián de la Constitución.


En el régimen político británico, Keith no dudaba en atribuirle al Rey el papel de "guardián de la
Constitución", sobre todo a partir de la crisis de 1911, que enfrentó abiertamente a las Cámaras de
los Comunes y de los Lores. La doctrina posterior ha matizado esa prerrogativa regia, en el sentido
de constituir al Monarca en guardián de la "esencia de la constitución en momentos graves".
En Constituciones más recientes, como la francesa de 1958, que ha dado vida a la V República,
se atribuyen poderes excepcionales al Presidente cuando las instituciones de la República, la
independencia de la nación, la integridad del territorio o el cumplimiento de sus compromisos
internacionales se vean amenazados de una manera grave e inmediata y se interrumpa el
funcionamiento regular de los poderes públicos constitucionales (artículo 16).
Sin caer, ahora, en el punto de vista que mantuviera Schmitt en su obra "La defensa de la
Constitución", que otorgaba al Monarca un poder "in genere" de defensa de la Constitución e
incluso la competencia para decidir sobre el estado de excepción, resulta obligado examinar el
alcance de la función de "guardar y hacer guardar la Constitución" que la vigente Constitución en su
artículo 61.1 atribuye al Rey.
Para la mayoría de la doctrina el Rey no tiene atribuida la función de guardián de la Constitución
en el Derecho público español. Por nuestra parte, tampoco reconocemos al Rey una nominal y
explícita función de esa naturaleza, cuya tarea corresponde a los ciudadanos y a todos los poderes
públicos, aunque recayendo en el Tribunal Constitucional la suprema interpretación de la
Constitución y, por ende, la defensa última de su indemnidad (vid. artículo 161 CE y artículos 1, 2 y
10 de la LOTC). Sin embargo, siendo ello así, la cuestión plantea algunas aristas problemáticas, que
no permiten despachar el expediente en los sencillos términos establecidos.
Vaya por delante que, como ya hemos dicho más atrás, no le es dado al Rey oponer a los sujetos
refrendantes vicios a los actos o leyes que han de ser expedidos o sancionados por él, por
inconstitucionales que formal o sustantivamente puedan resultar. En este sentido el Rey no tiene
ninguna función de defensa del buen orden constitucional; su actuación es debida y obligatoria, por
eso hemos llamado a estas funciones "funciones-deber".
Tampoco en el ámbito de los estados de alarma, excepción y sitio (artículo 116 y LO 4/1981, de
1 de junio), al Rey le incumbe adoptar decisiones unilaterales tendentes al restablecimiento de la
normalidad. Sin embargo, deberá ser advertido que el propio artículo 1.4 de la citada Ley Orgánica
señala que la declaración de los estados antes citados "no interrumpen el normal funcionamiento de
los poderes constitucionales del Estado", y que procederá la declaración de esos estados" cuando
circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los
poderes ordinarios de las Autoridades competentes" (artículo 1.1 LO citada).
Será a partir de una situación tal, en la que se quiebre o exista amenaza inminente de quiebra del
normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado, cuando pueda hablarse con
propiedad de una función regia de defensa constitucional. El ejemplo de una tal hipótesis de
extrema gravedad, no prevista en el ordenamiento, fue la intentona golpista de febrero de 1981. En
casos como éste, incumbe al Jefe del Estado la defensa de la Constitución de acuerdo con el artículo
61.1, en su condición de jefe supremo de las Fuerzas Armadas (art. 62.h) y, a través de la finalidad
que a éstas les otorga el artículo 8. Pero, repetimos, sólo en los supuestos de extrema gravedad en
los que está en juego la legitimidad democrática amparada por la Constitución.
Para una información más amplia se pueden consultar las obras y comentarios citados en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 63
A diferencia de los poderes de la Corona en el Régimen político británico que comprenden un
haz disperso de atribuciones, en el que según dijera Dicey, confluyen de una parte competencias
ejecutivas residuales, no atribuidas al Gobierno, funciones representativas y funciones políticas, la
vigente Constitución española, siguiendo el modelo de los regímenes con monarquía parlamentaria
formalizada, ha tasado las funciones del Rey; incluso podría añadirse que se trata de potestades
regladas ya que no hay atribuciones regias fuera del ámbito de los artículos 56.1, 61, 62 y 63,
quedando las condiciones de su ejercicio definidas; por esto debe interpretarse el último inciso del
artículo 56.1 "... y ejerce las funciones que le atribuye ''expresamente'' la Constitución y las leyes",
no como cláusula residual sino todo lo contrario, como un límite a las atribuciones regias: fuera de
la norma constitucional y en su caso de las leyes, no existen potestades regias. Por otro lado, a nadie
se le oculta que todos los actos del Rey, incluso los relativos a su más estricta vida privada, tienen
relevancia pública. Desde este punto de vista puede hablarse de una permanente "funcionalización
pública de la conducta del Rey". Con esto se quiere decir que apenas si hay actos irrelevantes
políticamente del Monarca. Tomando esta referencia en cinco grandes grupos se pueden articular las
atribuciones del Rey.
En un primer grupo estarían las funciones persuasivas o de influencia, derivadas de su "status"
como Jefe del Estado; a ellas hacen referencia el artículo 56.1 y apartados h), i) y j) del artículo 62.
Son atribuciones ancladas en su "auctoritas", por eso se ejercitan con independencia de cualquier
otro poder u órgano del Estado.
En un segundo grupo están las atribuciones del artículo 62, apartados a) al g), que son de
naturaleza "relacional", a través de las cuales se complementan o perfeccionan actos de otros
órganos del Estado.
En tercer lugar habría que situar la función internacional del Rey a que se refiere el artículo 56.1
en relación con el artículo 63.
Habría un cuarto grupo que estaría formado por las funciones y actos privados a que se alude en
el artículo 65.
En quinto lugar, existiría una potestad implícita derivada del acto de proclamación y juramento
contenida en el artículo 61.1 ("guardar y hacer guardar la Constitución"), y que consiste en la
función de "guarda constitucional".
Una última observación habría que hacer sobre la denominación de las funciones del Rey. El
Constituyente ha huido de cualquier rótulo al establecer las funciones del Rey; los artículos 62 y 63
se manifiestan lacónicamente con la expresión "corresponde al Rey" o al "Rey corresponde"; se
omiten deliberadamente expresiones tales como poderes, competencias, etc. La cuestión sería
meramente nominal si no fuera porque tras esa actitud está la idea de eliminar toda noción de
prerrogativa como idea consustancial con la Monarquía parlamentaria proclamada en el artículo 1.3.

1. El Rey como instancia persuasiva y de influencia.


A. Las funciones arbitrales y moderadoras.
El Rey es el Jefe del Estado de una Monarquía parlamentaria, y en consecuencia no
es ya el eje del sistema político ni el centro de las decisiones, que pasan al Parlamento y
al Gobierno, sino una instancia que nuclea la unidad del Estado, función ésta
institucionalizadora que no pueden realizar ni el Gabinete ni las Cortes Generales
conjunta ni separadamente.
Este carácter permanente del Rey frente a la contingencia del Parlamento -sometido
a los procesos electorales- y del Gobierno que resulta de las mayorías obtenidas en el
Congreso de los Diputados, otorgan al Monarca una concepción de invariable
neutralidad sobre la que descansa la función arbitral y moderadora que se despliega al
margen de los restantes poderes del Estado.
La cuestión está en saber si esa función arbitral y moderadora es un auténtico poder,
independientemente de los demás poderes o si por el contrario es una instancia
persuasiva y de influencia sin poderes concretos. La primera postura arrancaría de la
existencia de un poder armónico o regulador exclusivo del Monarca tal como la
formulara Benjamín Constant. Así, Herrero R. de Miñón, aunque con matizaciones,
entiende que las competencias de arbitraje y moderación son cláusulas generales de
apoderamiento de ámbito indeterminado, aunque determinable en la realidad. En
sentido contrario, entre otros, Pérez Royo y Torres del Moral, que impugnan un ámbito
independiente de poder para la actividad moderadora y arbitral del Rey; el segundo de
los autores citados no duda en incluir esas funciones dentro de la concepción de "actos
debidos" que no comportan por ello esfera específica de poder.
Ciertamente entre la primera postura de indudable carácter expansivo y las que
reducen a un simple "acto debido" la función moderadora y arbitral del Rey, se abre una
tercera vía consistente, como han puesto de manifiesto Fernández Fontecha y Pérez de
Armiñán, en reconocer al Monarca determinadas "potestades bloqueantes" (de las que
las funciones moderadora y arbitral serían las arquetípicas), que como se ha dicho más
atrás no se traducirían en derecho de "hacer" sino en derecho -¿o quizá el deber?- a
impedir actuaciones contrarias al orden constitucional, así como a resolver de "forma
pasiva" las tensiones que se planteen en el funcionamiento regular de las instituciones.
Gracias a esta función de "influencia" el Rey trasciende el ámbito de sus estrictas
atribuciones constitucionales, haciendo realidad actual la frase de Bagehot de que al
Rey corresponde "animar, prevenir, ser consultado".
B. El mando supremo de las Fuerzas Armadas.
Es una facultad tradicional que se repite entre las atribuciones del Rey en el
constitucionalismo decimonónico español, si bien ahora con un significado diferente: en
los textos constitucionales del siglo XIX al Rey se le atribuye -aunque con matices en
cada una de ellas- el mando y la disposición de las Fuerzas Armadas; mientras que en la
vigente Constitución (artículo 62.h) el mando supremo de las Fuerzas Armadas lo ejerce
el Rey como instancia de influencia sin poderes reales y efectivos sobre ellas. Y ello es
así, por la doble razón de que en la Monarquía parlamentaria el Jefe del Estado no es,
obviamente, el Jefe del Gobierno y porque el artículo 97 atribuye al Gobierno la
dirección de la Administración militar y la defensa del Estado.
Dado lo anterior, es evidente que en situaciones de crisis constitucional que no pueda
controlarse a través de los mecanismos previstos en el artículo 116 y Ley Orgánica
4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, el Rey como guardián
de la Constitución y al amparo del papel constitucional que esa última atribuye a las
Fuerzas Armadas en el artículo 8, puede adoptar ciertas iniciativas dirigidas a
restablecer la normalidad. Fuera de este supuesto, al que volveremos a hacer alusión
más adelante, verdaderamente excepcional (recuérdese, por ejemplo, el día 23 de
febrero de 1981), el Rey carece de poderes decisorios sobre las Fuerzas Armadas.
C. El derecho de gracia.
El derecho de gracia fue una prerrogativa histórica del Rey, tanto durante la
Monarquía absoluta como en la constitucional decimonónica. Si bien con una notable
diferencia en ambos casos. En el Antiguo Régimen la función de juzgar se ejercía por
pura delegación, e incluso el Monarca podía atraer para sí el conocimiento de la causa;
el derecho de gracia se confunde con el poder de juzgar. Con la división de poderes, el
derecho de gracia se reduce a una intervención regia, que cuando es ejercida de forma
discrecional y por el Rey como Jefe del Ejecutivo estamos dentro de la Monarquía
constitucional; y finalmente, cuando la gracia se ejerce "con arreglo a la Ley", la
función regia se reduce a desplegar su magistratura de influencia, pero obviamente no
de forma discrecional sino previa deliberación del Consejo de Ministros, y a propuesta
del titular de Justicia. Y, en todo caso, la Constitución incorpora una limitación
importante: el Rey no podrá autorizar indultos generales (vid. art. 62.i).
D. El Alto Patronazgo de las Reales Academias.
Desde el siglo XVIII los Borbones crearon primero en Francia y luego en España
Reales Academias con el fin de promocionar las ciencias y las artes; en consecuencia y
con esta tradición y dentro de la magistratura de influencia e integración que se le
atribuye al Monarca en el vigente Derecho público, la Constitución ha vinculado al Rey
con la cultura y la ciencia reconociéndole el Alto Patronazgo de las Reales Academias
(art. 62.j) que fácilmente se comprenderá no comporta poderes decisorios sino
funciones nominales y representativas.

2. El Rey y las funciones de naturaleza "relacional": Los actos regios relacionados con las
Cortes Generales y el Gobierno.
Dentro de este haz de funciones se recogen aquéllas que tienen por finalidad completar o
"perfeccionar" los actos emanados de otros órganos, bien provengan éstos de las Cortes Generales
(sanción y promulgación de las leyes, convocatoria y disolución de las Cortes y convocatoria de
elecciones), bien sean del Gobierno (proponer al candidato a Jefe de Gobierno, nombrar y separar a
los miembros del Gobierno, expedir los decretos aprobados en el Consejo de Ministros y conferir
empleos civiles, militares, honores y distinciones). En este ámbito la teoría del "acto debido" toma
mayor consistencia, porque la actuación del Soberano no se puede "aislar" ni es independiente de lo
realizado por los órganos a los que la función regia otorga efectos. Se está en presencia de un
complejo de órganos y un complejo de actos a cuyo cumplimiento como acto final no puede
sustraerse el Rey. El acto regio es así obligado y necesariamente constitutivo.
A. Las funciones relacionadas con las Cortes Generales.
Como manifestación acabada de la Monarquía parlamentaria, determinadas
funciones regias se relacionan con las Cortes Generales. A estos supuestos se refieren
los apartados a), b), c), d) y e) del artículo 62. Dedicaremos un breve comentario a cada
uno de esos supuestos.
1º. Sanción y promulgación de las leyes.
En dos preceptos diferentes se refiere la Constitución a la función regia
de sanción y promulgación de las leyes: el artículo 62.a) del Título II
relativo a la Corona y el artículo 91 ubicado en el Capítulo II del Título III
referente a la elaboración de las leyes; circunstancia que indica a las claras
la zona fronteriza en que se ejercita este acto del Monarca.
Históricamente, en las monarquías decimonónicas, la sanción regia era
un auténtico poder dentro del ámbito de facultades legislativas atribuidas al
Rey en competencia con el Parlamento. La sanción era el instrumento de
que se valía el Monarca para vetar las leyes aprobadas por las Cámaras;
constituía una auténtica potestad discrecional en manos del Soberano
cuando no era él quien ejercía la iniciativa legislativa, o cuando habiendo él
depositado el proyecto los parlamentarios introducían cambios sustantivos
en el mismo.
En todo caso la evolución de la Monarquía limitada a la parlamentaria en
el caso que nos ocupa, pasa por las siguientes etapas:
A) En la Monarquía limitada el Rey retiene el poder legislativo
en sus tres momentos esenciales: a) en la iniciativa de ley, que
está expresamente reconocida y es virtualmente ejercitada, b) en
la sanción regia, y c) con la prerrogativa de veto absoluto:
devolución del proyecto para una nueva deliberación y en su
caso aprobación subsanando los términos en que ha sido vetada.
B) En la Monarquía constitucional aún se le reconoce al Rey la
iniciativa legislativa; pero aquí ese reconocimiento es ya
puramente nominal. En cambio, el veto como resultado del
ejercicio de la potestad de sancionar las leyes es un atributo en
plenitud de ejercicio, pero que con el paso del tiempo empezó a
caer también en desuso.
C) Finalmente, en la Monarquía parlamentaria el Rey pierde
todo poder a presentar propuestas legislativas, y la sanción le es
reconocida más que como poder como función complementaria,
integrada en un acto complejo donde intervienen diversas
voluntades (iniciativa del Gobierno, deliberación, y aprobación
del Parlamento) a las que el Soberano no puede oponerse. Así la
sanción real es una fórmula certificante de que la Ley ha sido
aprobada por el Parlamento. El caso es especialmente notorio en
la Monarquía parlamentaria británica, donde la fórmula
sancionatoria "Le Roy le veult" es una cláusula de estilo que
certifica la aprobación del texto, y el ejercicio del veto recogido
con la expresión "Le Roy s'avisera" está hoy derogado por
desuso popular.
En la vigente Constitución española, donde la Monarquía parlamentaria
queda formalizada en los términos que se recogen en el artículo 1.3º, la
sanción pasa a ser una función nominal, vaciada de contenido real, en el
sentido de estar desprovista de cualquier atisbo de veto absoluto o
meramente suspensivo. La cuestión teórica que ha sido planteada por
algunos autores (Menéndez Rexach, López Guerra o Torres del Moral, entre
otros), es la de si el Rey puede negarse a sancionar leyes inconstitucionales
o que repugnen sus convicciones. Tal problema debe resolverse en el sentido
ya indicado más atrás: el acto de la sanción es acto debido sin que la
discrepancia del Rey con el texto pueda ir más allá de su propia conciencia
interna. El Rey está obligado en todo caso a sancionar la ley aprobada por el
Parlamento; y deberá hacerlo en el plazo de quince días, promulgándola y
ordenando su inmediata publicación, como taxativamente determina el
artículo 91 (más adelante a propósito del procedimiento legislativo se tratará
con más detalle ese último precepto).
2º. Convocar y disolver las Cortes Generales.
También esta potestad tuvo gran importancia histórica, perteneciendo al
campo de las prerrogativas regias de carácter discrecional, al punto de que
las Cortes dependían en su funcionamiento del Monarca, hasta quedar
reducida a una función-deber del Rey en la Monarquía parlamentaria, sin
libertad de decisión alguna sobre el cuándo y el cómo de la convocatoria y
de la disolución.
Es en este contexto en el que el artículo 62.b) atribuye al Rey la
convocatoria y disolución de las Cortes Generales. Precepto que hay que
sintonizar con el artículo 68.6, conforme el cual la convocatoria de las
Cortes debe tener lugar dentro de los veinticinco días siguientes a las
elecciones. Por tanto, el Rey se limitará a dar cumplimiento a esa exigencia
constitucional mediante acto sometido a refrendo. En el bien entendido que
fuera de ese supuesto, y en lo que a las reuniones ordinarias y
extraordinarias se refiere previstas en el artículo 73, la convocatoria se
produce por la propia Cámara, sin intervención real.
En cuanto a la disolución, el ordenamiento constitucional español prevé
dos vías diferenciadas: a) el supuesto ordinario y voluntario de la exclusiva
responsabilidad del Presidente del Gobierno a que se refiere el artículo 115;
y b) el supuesto extraordinario y obligatorio del artículo 99.5. En ambos
casos el Rey se limita a firmar el decreto de disolución.
Lo mismo puede decirse de la convocatoria de elecciones, cuando éstas
no proceden de una disolución anticipada, ya que el artículo 68.6 establece
que las elecciones tendrán lugar entre los treinta días y sesenta días desde la
terminación del mandato, no siéndole dado al Rey ningún margen de
discrecionalidad en cuanto a la elección del "tempus", que queda a la
discrecionalidad del Presidente del Gobierno.
Algo análogo ocurre en la convocatoria de referéndum en los casos
previstos en la Constitución (artículo 62.c) en relación con el artículo 92),
que el Monarca se limitará a firmar el decreto de convocatoria. En cuanto al
referéndum de ratificación de la reforma constitucional de los artículos
167.3 y 168.3 tampoco aquí tiene ninguna libertad el Rey, que se limitará a
firmar el decreto de convocatoria.
B. Funciones relacionadas con el Gobierno.
Consecuencia del reconocimiento de la Monarquía parlamentaria, es el conjunto de
funciones que la Constitución atribuye al Rey relacionadas con el poder ejecutivo. La
tradición constitucional española siempre ha respondido al llamado parlamentarismo
dualista, en el sentido de que los Ministros respondían políticamente ante quien los
nombraba: el Rey; y también ante quien representaban la voluntad popular: el
Parlamento. Este sistema creaba grandes disfuncionalidades y, en definitiva, situaba al
Monarca en la cabeza del ejecutivo, originando frecuentes conflictos con las Cortes.
La Constitución vigente ha optado por una parlamentarización de la Monarquía en la
que, ni obviamente el Rey es el Jefe del ejecutivo, ni los Ministros responden ante el
Soberano, sino solamente de forma solidaria y dentro del Gobierno ante las Cortes
Generales (artículo 108). Este mecanismo de funcionamiento se conoce con el nombre
de parlamentarismo monista racionalizado, que se manifiesta en las funciones regias que
a continuación se describen.
1º. Proponer el candidato a Presidente del Gobierno y, en su caso, nombrarlo
y poner fin a sus funciones.
El artículo 62.d) en relación con el artículo 99 encierran la quintaesencia
del parlamentarismo racionalizado y, al tiempo, representan sin duda la
única función regia que está dotada de un cierto margen de discrecionalidad.
Pero no se trata de una discrecionalidad gratuita, sino que está encaminada a
dotar de estabilidad política al sistema.
En efecto, las atribuciones del Rey en tan capital función se desdoblan en
tres planos de actuación.
A) En primer lugar, el artículo 99.1 atribuye al Rey la potestad
de proponer un candidato a la Presidencia del Gobierno después
de cada renovación del Congreso de los Diputados, y en los
demás supuestos constitucionales en que así proceda, previa
consulta con los representantes designados por los Grupos
políticos con representación parlamentaria. La propuesta regia
se efectúa a través del Presidente del Congreso.
En este primer plano de actuación del Rey, su facultad de
propuesta es absoluta y libérrima, sólo limitada por las previas
consultas con los representantes de los Grupos que a su vez no
le vinculan ni le atan su voluntad.
Claro está que el margen de tolerancia que la Constitución
otorga al Rey en esta función se encuentra a su vez, si no
limitada, sí influida por la correlación de fuerzas existentes en el
Congreso de los Diputados. Pero esta dependencia con respecto
al número de escaños obtenidos por cada formación política se
ve amenguada en el caso que ningún partido obtenga mayoría
suficiente para gobernar en solitario: este es el supuesto en el
que el poder de propuesta del Rey aparece con mayor margen de
discrecionalidad. La propuesta del Rey debe hacerse, en primer
lugar, partiendo del partido que haya tenido mayoría absoluta;
en su defecto, las sucesivas propuestas se harían considerando
los escaños obtenidos de mayor a menor; y si estos criterios
fracasasen habría que dirigirse a candidatos obtenidos por
coalición entre las fuerzas políticas con representación.
B) Lo decisivo, sin embargo, es que la función del Rey empieza
pero no termina con la propuesta sino que va más allá. Si el
Congreso de los Diputados, por el voto de la mayoría absoluta o
cuarenta y ocho horas después con el voto de la mayoría simple
otorgase su confianza al candidato propuesto, el Rey -ahora ya
sin discreción alguna- le nombrará Presidente (art. 99.3). Lo
mismo ocurrirá si el Congreso adopta una moción de censura: el
candidato incluido en la moción se entenderá investido de la
confianza de las Cámaras a los efectos previstos en el artículo 99
y el Rey le nombrará Presidente del Gobierno (art. 114.2).
C) En cuanto al cese del Presidente del Gobierno, la función del
Rey obedece a un acto debido: se limitará a aceptar el cese o
dimisión que le es presentada. Como veremos más adelante, el
Gobierno cesa tras la celebración de elecciones generales y en
los casos de pérdida de la confianza parlamentaria previstos en
la Constitución o por dimisión o fallecimiento de su Presidente
(artículo 101.1). En estos casos y más allá de la literalidad del
texto constitucional, el Rey en ejercicio de su "función invisible"
de persuasión e influencia puede aconsejar al Jefe del Gobierno
sobre la conveniencia o inconveniencia de su dimisión; de lo
cual no quedará ninguna constancia formal, permaneciendo en el
reservado ámbito de las relaciones entre el Presidente del
Gobierno y el Jefe del Estado.
2º. Nombrar y separar a los miembros del Gobierno a propuesta de su
Presidente.
Esta función del Rey está reconocida en el apartado e) del artículo 62, y
se complementa con el artículo 100: "Los demás miembros del Gobierno
serán nombrados y separados por el Rey, a propuesta de su Presidente".
Estos preceptos son fiel exponente del monismo parlamentario. El Rey
"carece de libertad" para nombrar y separar a los miembros del Gobierno al
serle vinculante la propuesta del Presidente del Gobierno. De no ser así se
volvería al sistema parlamentario dualista o de doble confianza. Por ello, si
no hay propuesta el acto del Rey sería inexistente; y si se separa de la
propuesta sería radicalmente nulo. Cuestión distinta es la influencia y
capacidad de persuasión que el Monarca puede ejercer sobre el Presidente
del Gobierno para que incluya en la propuesta de nombramiento o cese a
determinadas personas.
3º. Expedir decretos acordados en el Consejo de Ministros.
Esta función del Jefe del Estado opera en el ámbito de la potestad
reglamentaria con la misma finalidad y efectos que lo ya dicho para la
sanción de las leyes. En todo caso el vocablo "expedir" con el que comienza
el apartado f) del artículo 62, deja a las claras que se trata de una "función-
deber", sin que le sea dado al Rey cuestionar el estampamiento de su firma
so pretexto de vicios o irregularidades en la norma aprobada en Consejo de
Ministros. Uno de los rasgos más característicos de la Monarquía
parlamentaria es la irresponsabilidad del Jefe del Estado, y esa
irresponsabilidad comporta la no oposición del Rey hacia los actos
aprobatorios de los sujetos refrendantes, los cuales se hacen responsables de
sus actuaciones. Por otra parte, un hipotético enfrentamiento entre el Rey y
el Gobierno por una negativa del primero a expedir un Decreto aprobado en
Consejo de Ministros, supondría una quiebra en las potestades que la
Constitución atribuye al Gobierno en el artículo 97.
4º. Conferir los empleos civiles y militares y conceder honores y
distinciones.
Pertenece también esta función al apartado f) del artículo 62, siendo lo
importante que el conferimiento de esos empleos, honores y distinciones se
realizarán "con arreglo a las leyes". Se trata, por tanto, de una función de
configuración legal; ello no obstante, algunos autores (Menéndez Rexach),
apuntan la posibilidad de que en determinados casos pueda reconocérsele al
Rey un margen de iniciativa en el ejercicio de esta atribución. Iniciativa que
por lo demás deberá ser previamente consultada por el Gobierno; y,
finalmente, cuando la iniciativa se concrete en el acto final del
nombramiento o de la concesión tendrá que ser refrendado.
5º. Ser informado de los asuntos de Estado y presidir, a estos efectos, el
Consejo de Ministros.
Característica consustancial con la Monarquía constitucional
decimonónica era la presidencia efectiva por el Rey del Consejo de
Ministros. La razón para que ello fuera así estribaba en la posición del
Monarca como jefe del ejecutivo.
Desde esta óptica el Soberano no era sujeto pasivo de la información de
los asuntos de Estado, sino que "estaba activamente informado de tales
asuntos", por su propio "status" jerárquico con respecto al Gobierno; y,
porque al retener la potestad de designar y cesar libremente a los miembros
del Gobierno, éstos despachaban habitualmente con el Rey ante el cual
también respondían (dualismo parlamentario).
Este rasgo tan característico de la Monarquía constitucional, desaparece
con la Monarquía parlamentaria: ahora, el Rey es informado de los asuntos
de Estado y preside las sesiones del Consejo de Ministros, cuando lo estime
oportuno, a petición del Presidente del Gobierno (artículo 62.g). En efecto,
no tanto la información como sí la presidencia de las sesiones del Consejo
de Ministros se somete al juego de sutiles expresiones: "...cuando lo estime
oportuno (el Rey), a petición del Presidente del Gobierno". Pudiera ocurrir
que estime oportuno el Rey presidir el Consejo de Gobierno pero el
Presidente del Gobierno no ejercite la petición. Parece, pues, que para que el
Rey pueda asistir y presidir el Consejo de Ministros, se requiere un previo
acuerdo de voluntades entre aquél y el Presidente del Gobierno. Algunos
autores salvan la posible discrepancia que puede plantearse entre ambos,
otorgando a la petición del Jefe del Gobierno carácter subordinado con
respecto a la voluntad regia manifestada de asistir a determinadas sesiones
del Consejo de Ministros, o bien que la petición del Presidente del Gobierno
fuese previa a la estimación del Rey.
En la práctica la información del Rey sobre los asuntos de Estado se
canaliza, más que por las excepcionales ocasiones en que aquél preside el
Consejo de Ministros, por los habituales contactos que el Presidente del
Gobierno y sus Ministros mantienen con el Monarca. De hecho y dentro de
un loable uso político, el Rey se mantiene informado de asuntos de
trascendencia política a través de periódicos contactos con los
representantes de las fuerzas políticas de oposición y Presidentes de los
órganos ejecutivos de las Comunidades Autónomas.

3. El Rey y las funciones de nombramiento.


Dice la expresión "in fine" del artículo 56.1: "... y ejerce las funciones que le atribuyen
especialmente la Constitución y las leyes". Pues bien, entre esas funciones aparecen dispersas en el
texto constitucional las relativas a los actos de nombramientos; nombramientos para los que el
Monarca carece en absoluto de poder para alterar, cambiar o sustituir las propuestas que le formulen
los órganos proponentes. Se ha dicho que es en este ámbito donde el margen de apreciación del Rey
más se estrecha. Por nuestra parte, diremos que aquí la función del Rey obedece a un acto dado y
que el hecho de que sea el Monarca el que nombra determinados cargos es un reflejo de su
condición de Jefe del Estado y de su papel integrador del sistema político.
Podemos destacar entre las funciones de nombramiento las siguientes:
A) En relación con el poder judicial:
-La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey (artículo 117.1).
-Nombra al Presidente del Tribunal Supremo a propuesta del Consejo General del Poder
Judicial (artículo 123.2).
-Nombra al Fiscal General del Estado, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo
General del Poder Judicial (artículo 124.4).
-Nombra a los veinte miembros del Consejo del Poder Judicial de la forma que se
determina en el artículo 122.3 y en la LOPJ.
B) En relación con el Tribunal Constitucional:
-Nombra a sus doce miembros (art. 159.1).
-Nombra al Presidente del Tribunal entre sus miembros (art. 160).
C) En relación con las Comunidades Autónomas:
-Nombra al Presidente del Consejo de Gobierno de esas entidades (artículo 152.1).

4. El Rey y la función internacional.


Ya hemos visto más atrás que la Constitución ha querido otorgar al Rey un papel de máxima
relevancia en las relaciones internacionales, según se desprende de los artículos 56.1 y 63. El
primero de los cuales le atribuye la más alta representación del Estado español. No obstante hay que
distinguir la representación que ostenta el Jefe del Estado de la dirección de la política exterior que
le corresponde en exclusiva al Gobierno (artículo 97); he aquí otro punto de ruptura de la vigente
Monarquía parlamentaria con los regímenes monárquicos decimonónicos, en los que el Monarca
como titular efectivo del poder ejecutivo dirigía la acción exterior del Estado.
De la exégesis de los preceptos citados se extraen algunas consideraciones:
1º) En primer término que el Rey ostenta la más alta representación pero no excluye
otras, así por ejemplo, cuando el Presidente del Gobierno acude a las reuniones de los
órganos de la Comunidad Económica Europea, o a otros foros internacionales o visitas a
Estados extranjeros, representa también al Estado español. Lo mismo puede decirse
respecto a los Ministros. Pero, ninguno de estos dos últimos casos (ni el Presidente del
Gobierno ni Ministros) pueden manifestar el consentimiento del Estado para obligarse
internacionalmente por medio de Tratados.
2º) Por otra parte, las relaciones internacionales se articulan en el vigente Derecho
público español en tres ejes: a) la acción de control de la dirección política exterior y la
representación ordinaria que recae en el Gobierno de la Nación; b) la acción de control
en sus diversos grados que ejercitan las Cortes Generales (artículo 93 y 94); c) la acción
de representación en su más alta jerarquía que le se atribuye al Rey, especialmente con
las naciones vinculadas históricamente al Estado español. Es decir, que la función
internacional del Rey no puede independizarse de la función directora del Gobierno ni
fiscalizadora del Parlamento.
3º) En tercer término la más alta representación que ostenta el Rey no es sólo una
función nominal, sino que expresa el consentimiento del Estado para obligarse
internacionalmente por medio de tratados o convenio (art. 63.2), previo cumplimiento
de las exigencias constitucionales previstas al efecto.
4º) En cuarto lugar, dentro de la función representativa del Rey, le corresponde acreditar
a los embajadores y otros representantes diplomáticos; y los representantes extranjeros
en España estarán acreditados ante él (art. 63.1). Asímismo, le corresponde, previa
autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz (artículo 63.3).
5º) Finalmente, como función implícita pero no por ello discrecional, el Rey sin
necesidad de refrendo pero sin excluir el previo acuerdo del Gobierno, puede
comparecer ante las instancias internacionales y visitar otras naciones en actos de
indudable trascendencia política.

5. El Rey guardián de la Constitución.


En el régimen político británico, Keith no dudaba en atribuirle al Rey el papel de "guardián de la
Constitución", sobre todo a partir de la crisis de 1911, que enfrentó abiertamente a las Cámaras de
los Comunes y de los Lores. La doctrina posterior ha matizado esa prerrogativa regia, en el sentido
de constituir al Monarca en guardián de la "esencia de la constitución en momentos graves".
En Constituciones más recientes, como la francesa de 1958, que ha dado vida a la V República,
se atribuyen poderes excepcionales al Presidente cuando las instituciones de la República, la
independencia de la nación, la integridad del territorio o el cumplimiento de sus compromisos
internacionales se vean amenazados de una manera grave e inmediata y se interrumpa el
funcionamiento regular de los poderes públicos constitucionales (artículo 16).
Sin caer, ahora, en el punto de vista que mantuviera Schmitt en su obra "La defensa de la
Constitución", que otorgaba al Monarca un poder "in genere" de defensa de la Constitución e
incluso la competencia para decidir sobre el estado de excepción, resulta obligado examinar el
alcance de la función de "guardar y hacer guardar la Constitución" que la vigente Constitución en su
artículo 61.1 atribuye al Rey.
Para la mayoría de la doctrina el Rey no tiene atribuida la función de guardián de la Constitución
en el Derecho público español. Por nuestra parte, tampoco reconocemos al Rey una nominal y
explícita función de esa naturaleza, cuya tarea corresponde a los ciudadanos y a todos los poderes
públicos, aunque recayendo en el Tribunal Constitucional la suprema interpretación de la
Constitución y, por ende, la defensa última de su indemnidad (vid. artículo 161 CE y artículos 1, 2 y
10 de la LOTC). Sin embargo, siendo ello así, la cuestión plantea algunas aristas problemáticas, que
no permiten despachar el expediente en los sencillos términos establecidos.
Vaya por delante que, como ya hemos dicho más atrás, no le es dado al Rey oponer a los sujetos
refrendantes vicios a los actos o leyes que han de ser expedidos o sancionados por él, por
inconstitucionales que formal o sustantivamente puedan resultar. En este sentido el Rey no tiene
ninguna función de defensa del buen orden constitucional; su actuación es debida y obligatoria, por
eso hemos llamado a estas funciones "funciones-deber".
Tampoco en el ámbito de los estados de alarma, excepción y sitio (artículo 116 y LO 4/1981, de
1 de junio), al Rey le incumbe adoptar decisiones unilaterales tendentes al restablecimiento de la
normalidad. Sin embargo, deberá ser advertido que el propio artículo 1.4 de la citada Ley Orgánica
señala que la declaración de los estados antes citados "no interrumpen el normal funcionamiento de
los poderes constitucionales del Estado", y que procederá la declaración de esos estados" cuando
circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los
poderes ordinarios de las Autoridades competentes" (artículo 1.1 LO citada).
Será a partir de una situación tal, en la que se quiebre o exista amenaza inminente de quiebra del
normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado, cuando pueda hablarse con
propiedad de una función regia de defensa constitucional. El ejemplo de una tal hipótesis de
extrema gravedad, no prevista en el ordenamiento, fue la intentona golpista de febrero de 1981. En
casos como éste, incumbe al Jefe del Estado la defensa de la Constitución de acuerdo con el artículo
61.1, en su condición de jefe supremo de las Fuerzas Armadas (art. 62.h) y, a través de la finalidad
que a éstas les otorga el artículo 8. Pero, repetimos, sólo en los supuestos de extrema gravedad en
los que está en juego la legitimidad democrática amparada por la Constitución.
Para una información más amplia se pueden consultar las obras y comentarios citados en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 64
Establece el artículo 56.3 que los actos del Rey "estarán siempre refrendados en la forma
establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el
artículo 65.2". La estructura de este precepto plantea, al menos, tres cuestiones distintas pero
íntimamente relacionadas. En primer lugar hay que examinar el fundamento del refrendo; en
segundo término la extensión del refrendo; y por último se trata de conocer quien es el sujeto
refrendante de los actos del Rey.
El fundamento del refrendo se encuentra en el carácter intangible de la Jefatura del Estado,
gracias al cual el Rey simboliza, modera y arbitra, pero no asume decisiones sino que se limita, con
su firma, a perfeccionar determinados actos políticos de gobierno convirtiéndolos en actos de
Estado.
Por consiguiente en la institución del refrendo concurren dos actos simultáneos emanados de dos
voluntades bien diferentes: por un lado el acto regio, de naturaleza incompleta, pero que es
condición de validez para el otro acto simultáneo, el proviniente del órgano refrendante (Presidente
del Gobierno, Ministro o Presidente del Congreso), al que complementa y que es a su vez
presupuesto para la existencia de aquél. Lo relevante es, precisamente, que mediante el refrendo
(acto refrendante) se elude la responsabilidad del Rey como Jefe del Estado, trasladándose esa
responsabilidad a las personas que los refrendan (art. 64.2), aún cuando no sean autores del acto
(este es el caso, por ejemplo, del refrendo de las leyes o de los actos de nombramiento de los
miembros del Tribunal Constitucional).
Para Herrero R. de Miñón esa concepción del refrendo es la consecuencia obligada de la
Monarquía parlamentaria; el Monarca necesita el concurso de sus Ministros, pero éstos no pueden
suplir los actos y las opciones de aquél. O dicho de otro modo, si el Rey carece de poderes
ejecutivos, como parece ser consustancial a la Monarquía parlamentaria, debe por la misma razón
de estar exento de responsabilidad, y el expediente para que ello sea así, es, justamente, el refrendo:
la firma puesta en los actos del Rey por el órgano refrendante al pie de la del Jefe del Estado
(refrendo explícito) o la presencia física de un Ministro en un viaje de Estado del Rey (refrendo
implícito).
En lo atinente a la extensión del refrendo, hay que volver los ojos hacia la dicción del artículo
56.3: "sus actos estarán siempre refrendados...". Parece de una primera lectura que no hay
excepción al refrendo. Pero digamos inmediatamente que de la misma forma que existen algunas
zonas de responsabilidad regia, hay actos sin refrendo. Estos actos son los enumerados en el artículo
65.2: los actos de nombramiento y cese de los miembros civiles y militares de su Casa. A lo que
cabría añadir los actos del Rey que pertenezcan a la esfera jurídico-privada (salvo, en este supuesto,
de aquellos casos que tuvieran relevancia notoria como es el nombramiento del tutor testamentario).
En este doble ámbito la actuación del Rey no se encuentra vinculada a refrendo y actúa libremente.
En todo caso, como puede observarse, los actos exentos de refrendo en una Monarquía
parlamentaria como la española (artículo 1.3º) quedan reducidos a la mínima expresión, en
contraposición a las Monarquías históricas limitada y constitucional, en donde el margen de
actuación regia era prácticamente ilimitado en la primera y muy extenso en la segunda.
La tercera cuestión relacionada con el refrendo se refiere a los sujetos dotados de potestad
refrendante. A ello se refiere el artículo 64.1 que designa los titulares legitimados para esta función,
cuando señala que los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso,
por los Ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del Presidente del Gobierno, y la
disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el Presidente del Congreso.
La designación de los titulares refrendantes lleva por sus propios pasos a los efectos del
refrendo. La conveniencia del refrendo es producir una traslación de responsabilidad por el acto del
Rey al sujeto con poder refrendante: Presidente del Gobierno, Ministros y Presidente del Congreso
de los Diputados, según los casos; así se recoge en el artículo 65.2, cuando se dice que de los actos
del Rey serán responsables las personas que los refrenden. Y en el caso de que el refrendo no se
produzca por alguno de estos sujetos o simplemente se omita, el acto regio carece de validez (salvo
lo dispuesto en el artículo 65.2 al que ya hemos hecho referencia y sobre el que volveremos más
adelante).
Para una información más amplia se pueden consultar las obras y comentarios citados en la
bibliografía que se inserta.
Sinopsis artículo 65
En la historia constitucional española desde 1812 se viene reconociendo que le corresponde al
Rey una "dotación anual de su Casa, que sea correspondiente a la alta dignidad de su persona"
(artículos 213 a 218, Constitución gaditana); y asimismo, en las Constituciones de 1837 (art. 49),
1845 (art. 48) y 1876 (art. 57), se vuelve a hacer referencia a que "la dotación del Rey y de su
Familia se fijará por las Cortes al principio de cada reinado". La Constitución de 1869 excluyó de la
dotación a la Familia del Rey, estableciendo simplemente que "la dotación del Rey se fijará al
principio de cada reinado".
Análogos o similares preceptos se contienen en las Constituciones de Bélgica, Dinamarca y
Holanda.
En la vigente Constitución de 1978 se establecen tres principios, que emanan y resuelven este
problema, de forma distinta a como tradicionalmente se venía haciendo en el constitucionalismo
decimonónico español. Estos tres principios de referencia son:
1º.Que la dotación del Rey no se fija al principio de su reinado, sino anualmente en los
Presupuestos Generales.
2º.Que la cantidad incluida en los Presupuestos Generales tiene carácter global: no está
sujeta a justificación y el Rey la administra y distribuye libremente.
3º.Que el nombramiento de los miembros civiles y militares de la Casa del Rey
constituye un acto libre y por tanto no sujeto a refrendo.
Tomando como referencia esos tres puntos, hay que convenir que el artículo 65 CE estaba
necesitado casi desde el primer momento a un desarrollo normativo. Y en efecto, ya incluso antes de
aprobarse la Constitución, el Decreto 2942/1975, de 25 de noviembre, vino a crear la Casa de Su
Majestad el Rey. Pero, obviamente, al promulgarse la Constitución, se dictó un nuevo Real Decreto
dando planta constitucional a la Casa de Su Majestad el Rey. Nos referimos al Real Decreto
434/1988, de 6 de mayo, que ha sufrido algunas modificaciones posteriores siendo la última de las
cuales la del Real Decreto 1033/2001, de 3 de septiembre.
Deslizando este análisis por los dos citados Decretos, particularmente por el Real Decreto
434/88 (al que ya incluimos las modificaciones posteriores), se debe empezar por determinar la
naturaleza de la Casa de Su Majestad, que queda configurada como un órgano de naturaleza pública
al servicio de la Jefatura del Estado, con gran relevancia política e institucional. En este sentido, el
artículo 1.1 del citado Real Decreto 434/88, dice que la Casa de Su majestad el Rey es el Organismo
que, bajo la dependencia directa de SM, tiene como misión servirle de apoyo en cuantas actividades
se deriven del ejercicio de sus funciones como Jefe del Estado.
La constitución de la Casa de SM el Rey está formada por: Jefatura de la Casa de SM; Secretaría
General; Cuarto Militar y Guardia Real, y Servicio de Seguridad.
Entrando de forma somera en las funciones y responsabilidades de cada uno de esos órganos, se
desprende lo siguiente:
A) Las funciones y responsabilidades de la Jefatura de la Casa de Su Majestad, además
de las que le corresponden con arreglo a la legislación vigente, serán todas aquellas que
aseguren el normal funcionamiento de la Casa, así como el cumplimiento de las
misiones asignadas a la misma.
Compete especialmente al Jefe de la Casa:
a) Ejercer la dirección e inspección de todos sus servicios.
b) Mantener comunicación con los Departamentos Ministeriales y otros
Organismos superiores de la Administración del Estado o Instituciones para
los asuntos que afecten a las funciones de la Casa, ya directamente, ya a
través de la Secretaría General o delegando para asuntos concretos en el
responsable del servicio que estime oportuno, dentro del nivel
correspondiente.
c) Formular la propuesta de presupuesto de la Casa de Su Majestad el Rey.
d) Disponer los gastos propios de los Servicios de dicha Casa dentro del
importe de los créditos autorizados y en la cuantía reservada a su
competencia por determinación de S.M. el Rey.
e) Firmar los contratos relativos a asuntos propios de la Casa de S.M. el
Rey.
f) Establecer las normas de coordinación precisas entre la Guardia Real y el
Servicio de Seguridad.
B) La Secretaría General tiene a su cargo la tramitación de los asuntos que corresponden
a la actividad y funciones de la Casa de Su Majestad, así como su resolución o
propuesta y el despacho de los temas que requieran superior decisión. El Secretario
General será el Segundo Jefe de la Casa de Su Majestad el Rey y le corresponderá la
coordinación de todos los servicios de la misma, así como la sustitución del Jefe de la
Casa de Su Majestad el Rey en caso de ausencia o enfermedad.
Al Secretario General le corresponde las siguientes funciones:
a) Desempeñar la Jefatura del personal de la Casa y resolver cuantos asuntos
se refieren al mismo, con excepción de los que afecten a la organización
militar dependiente del Jefe del Cuarto Militar, por delegación del Jefe de la
Casa.
b) Asumir la inspección de las dependencias de la Casa.
c) Disponer cuanto concierne al régimen interno de los servicios generales
de la Casa y resolver los respectivos expedientes cuando no sea facultad
privativa del Jefe de aquélla.
d) Proponer al Jefe de la Casa las resoluciones que estime procedentes en
los asuntos de su competencia y cuya tramitación le corresponda.
e) Establecer el régimen interno de las oficinas de la Casa de S.M. el Rey.
f) Elevar anualmente al Jefe de la Casa un informe acerca de la marcha,
coste y rendimiento de los servicios a su cargo y proponer las reformas que
se encaminen a mejorar y perfeccionar los mismos.
g) Elaborar los proyectos de planes de actualización y los programas de
necesidades de la Casa.
C) El Cuarto Militar constituye la representación de honor de los Ejércitos, al servicio
inmediato del Rey, dentro de la Casa de su Majestad.
Estará formado por:
a) Un Oficial General en situación de actividad, que será Primer Ayudante
de Su Majestad el Rey y Jefe del Cuarto Militar, dependiendo de él a todos
los efectos la Guardia Real, por delegación del Jefe de la Casa.
b) Ocho Ayudantes de Campo de Su Majestad el Rey, de categoría de Jefes,
en situación de actividad, de los cuales cuatro serán del Ejército de Tierra,
uno por cada Arma; dos de la Armada, uno de ellos del Cuerpo General y
otro de Infantería de Marina, y dos del Ejército del Aire, uno de ellos de la
Escala del Aire y otro de la de Tropas y Servicios. Asimismo se integrarán
en el Cuerpo Militar los Ayudantes de Campo que en su día se designen a
S.A.R. el Príncipe de Asturias.
c) Un Gabinete.
Por su parte la Guardia Real tendrá como cometidos esenciales:
a) Proporcionar el servicio de guardia militar, rendir honores y dar escoltas
solemnes a Su Majestad el Rey y a los miembros de Su Real Familia que se
determinen.
b) Prestar análogos servicios a los Jefes de Estado extranjeros cuando así se
ordene.
c) Estará constituida por una Jefatura y por Unidades a pie, a caballo y
motorizada, así como por los servicios correspondientes.
d) Las Unidades de la Guardia Real ocuparán el primer lugar entre las
fuerzas militares en los actos oficiales a los que asistan en cumplimiento de
las misiones que les corresponden.
e) El Ministerio de Defensa prestará los apoyos de todo orden que precise la
Guardia Real para el cumplimiento de sus misiones.
D) El Servicio de Seguridad es responsable permanente de la seguridad inmediata de la
Familia Real y, conforme a las instrucciones dictadas al efecto, mantendrá el oportuno
enlace con los órganos del Estado que ejercen su competencia en esta materia. Estará
constituido por una Jefatura y Fuerzas de Seguridad de Estado.
Hay que destacar, como exigencia constitucional, que todos los miembros civiles y militares de
la Casa son nombrados y relevados libremente por SM el Rey. Debiéndose tener en cuenta que los
puestos de trabajo de carácter funcionarial serán desempeñados indistintamente por funcionarios de
carrera de la Administración o Militar del Estado, de las Comunidades Autónomas, de la
Administración institucional, de la Seguridad Social y del Poder Judicial y Carrera Fiscal.
Es evidente que por razones de coordinación institucional y de economía administrativa, la Casa
de SM el Rey pueda recibir informes, dictámenes o asesoramiento de cualquier naturaleza que la
Casa solicite, en evitación de crear órganos paralelos que además de su coste pueden generar
disfunciones administrativas en el buen funcionamiento de las instituciones.
En cuanto al régimen de incompatibilidades el artículo 8 y Disposición Adicional Segunda del
Decreto 434/88, establecen que el citado régimen de incompatibilidades para el personal de Alta
Dirección y Dirección de la Casa, será el vigente para los Altos Cargos de la Administración; y, al
restante personal de la Casa le será de aplicación el régimen de incompatibilidades del personal al
servicio de las Administraciones Públicas.
Para una información más amplia se pueden consultar las obras y comentarios citados en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 66
I. Introducción
La naturaleza y el contenido de este precepto están hondamente condicionados por su ubicación
sistemática como primer artículo del Título III dedicado a las Cortes Generales. Por ello se consagra
a regular los aspectos básicos, o esenciales de las Cortes Generales que luego serán desarrollados en
muchas normas tanto de la propia Constitución como de rango inferior.
Esta naturaleza conlleva también que el artículo 66 sea una norma de valor hermenéutico
principal. Muchos preceptos de la propia Constitución cuando tienen necesidad de ser interpretados
para su ulterior aplicación exigen una lectura detenida del artículo 66, dado su carácter determinante
sobre los principios de nuestro sistema representativo

II. Naturaleza representativa


La primera afirmación contenida en el precepto, es decir, lo regulado en el art. 66.1, hace
referencia a dos grandes cuestiones: la naturaleza representativa de las Cortes Generales y su
estructura bicameral.
Durante buena parte de nuestra historia constitucional la naturaleza representativa del
Parlamento ha sido enunciada de manera retórica pero no se ha correspondido con una realidad
fáctica. Es cierto que el sistema teórico del liberalismo imputaba a la nación la soberanía como
sustituto del monarca absoluto (vid, p. ej. Art. 3 C.1812), pero no es menos cierto, que muchos otros
textos constitucionales rehuían expresarse con claridad sobre este extremo o, de manera palmaria,
optaron por una soberanía "compartida" (vid. C.1876). Todo ello acompañado por un sistema
electoral que sólo de manera muy lenta y gradual irá alcanzando cotas de representatividad efectivas
y, aun así, lastradas por el caciquismo y la corrupción.
La Constitución ha querido dejar claro desde el primer momento (Preámbulo y art. 1.2) que la
soberanía reside en un solo titular: el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. Esta
tajante afirmación democrática de principio sitúa a nuestro texto constitucional en el entorno de las
constituciones democráticas de su época y cierra cualquier debate sobre la existencia de otros
titulares de la soberanía. Lo que sucede es que el Pueblo español (art. 1.2) o la Nación española (art.
2) siendo realidades ciertas, no son, sin embargo, realidades continuamente operativas. De ahí que
todas las democracias hayan optado, aunque no necesariamente de manera excluyente, por la
fórmula de la democracia representativa. Esto es, habiendo un titular claro de la soberanía, debe
existir igualmente un procedimiento para hacerse representar (art. 23) y un sujeto que detente esa
representación. A esta necesidad viene a responder cabalmente el art. 66.1. Lo que este artículo
regula no es el carácter soberano de las Cortes Generales (inexistente por otra parte) sino su
naturaleza representativa del soberano constituyente y constitucional: el pueblo español.
No es casual tampoco la ordenación de los diferentes apartados del art. 66. Si la Constitución le
atribuye unas potestades (legislativas, presupuestaria, de control, etc.) es, precisamente porque de
manera previa ha establecido su carácter representativo del soberano. Sin esta afirmación todo lo
demás sobra. Como ha señalado el propio Tribunal Constitucional, las Cortes Generales "...en su
doble condición de representantes del pueblo español (art. 66.1 CE), en quien reside la soberanía
(art. 1.2 CE) y de titulares de la potestad legislativa (art. 66.2 CE) hacen realidad el principio de
toda democracia representativa, a saber, que los sujetos a las normas sean, por vía de la
representación parlamentaria, los autores de las normas, o dicho de otro modo, que los ciudadanos
sean actores y autores del ordenamiento jurídico" (STC 241/1990 de 15 de febrero).
Esta relación representativa recae en un órgano denominado Cortes Generales. Con semejante
nombre se ha buscado un doble objetivo. Por una parte, mantener el nombre característico de la
tradición histórica que enlaza con nuestra Edad Media, pero también con nuestra primera
Constitución liberal, la de 1812. Este respeto a la historia está extendido en diferentes países donde
amén de la utilización del genérico sustantivo "Parlamento" aparecen denominaciones tradicionales
tales como Dieta, Cámara de los Comunes, etc.
Por otra parte, la adición del adjetivo "Generales" viene a evitar lo que ya era previsible en el
momento constitucional. Admitida la existencia de Asambleas Legislativas en el ámbito
autonómico, era fácil pronosticar que más de una Comunidad rescataría el nombre tradicional de
Cortes para su Parlamento (así p. ej. Aragón, Valencia, Castilla-La Mancha, etc., etc.). Dado que las
Cortes de España son Generales se evita cualquier atisbo de confusión con otros órganos
legislativos.

III. El bicameralismo
Mayor relevancia tiene la opción constitucional por un Parlamento bicameral. En efecto, el
órgano complejo Cortes Generales está formado por dos Cámaras: el Congreso de los Diputados y
el Senado. La opción constitucional por un Parlamento bicameral se puede explicar por varias
razones. La primera de ellas es de carácter histórico. Si se atiende a la secuencia temporal de
vigencia de las diferentes Constituciones, en España podemos observar con facilidad que han sido
más frecuentes y más duraderas aquellas constituciones que optaron por un sistema bicameral por
más que el monocameralismo fuese el régimen de textos tan destacables como el de 1812 o el de
1931.
En segundo lugar, las propias Cámaras Constituyentes nacidas al amparo de la Ley para la
Reforma Política de 4 de enero de 1977 eran de estructura bicameral. Este dato (infrecuente para un
proceso constituyente) no fue en modo alguno óbice para la realización de un trabajo de elaboración
constitucional que se cuenta sin duda entre los más brillantes de nuestra historia. Y ello en un
régimen bicameral de paridad casi absoluta.
En tercer término, el sistema bicameral se atisbaba como una fórmula posible para dar solución a
sistemas de representación complementarios al puramente poblacional. En este sentido es
especialmente reveladora la afirmación del art. 69.1 según la cual el Senado es la Cámara de
representación territorial.
Por último, y en contra de lo que algunos han afirmado, la realidad bicameral se ha extendido
con bastante éxito en muchos países que han experimentado procesos democratizadores en los
últimos años del siglo XX. Polonia o la República Checa son un buen ejemplo de lo que aquí se
afirma. Basta también con acudir a los datos de la Unión Interparlamentaria para poder apreciar la
exactitud de esta afirmación. Incluso en Gran Bretaña los debates y trabajos sobre la reforma de una
institución tan peculiar como la Cámara de los Lores no van encaminados a su supresión sino a su
actualización y reforma.
El sistema bicameral instaurado en nuestra Constitución no es, en todo caso, un sistema de
bicameralismo equilibrado o perfecto sino lo que la doctrina denomina como un bicameralismo
imperfecto, atenuado o desequilibrado. Y esto es así porque una de las dos Cámaras, el Congreso de
los Diputados, tiene atribuciones o facultades claramente supriores a las que se otorgan al Senado.
Como muestra basta señalar que la confianza al Presidente del Gobierno la atribuye el Congreso de
los Diputados (art. 99), que es quien también puede cesarle mediante una moción de censura (art.
113) y que la última palabra en el procedimiento legislativo, con escasísimas excepciones, la tiene
también el Congreso de los Diputados (art. 90). Esta realidad palmaria y evidente y por ello
indiscutible, no debe de hacer olvidar el carácter bicameral de las Cortes Generales y que es a éstas
a quienes el art. 66.2 atribuye determinadas potestades y no a cada Cámara por separado.
En resumen, las Cortes Generales son un órgano constitucional de naturaleza compleja y
estructura bicameral, lo que origina una regulación reglamentaria diversificada en los Reglamentos
de cada Cámara y en su nonato Reglamento de las Cortes Generales.

IV. Funciones de las Cortes Generales


La Constitución, una vez hecha la afirmación básica sobre el carácter representativo de las
Cortes Generales pasa en el art. 66.2 a determinar las funciones esenciales del Parlamento. Desde la
célebre declaración contenida en el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789 cualquier Constitución merecedora de tal nombre tiene que consagrar la
separación de poderes. Precisamente a regular las funciones que corresponden a las Cámaras va
destinado el artículo 66.2. Aunque hoy en día el principio de división o/y separación de poderes
aparece formulado en términos distintos a los que se planteaban a fines del XVIII, el principio como
idea-fuerza permanece inalterable.
Esta determinación competencial está también condicionada por la forma política adoptada por
un Estado. España, al optar en su art. 1.3 de la Constitución por una Monarquía parlamentaria
articula un juego de poderes en el que, con independencia del respeto y separación mutua, éstos se
encuentran mucho más imbricados que lo que sucedería de haber elegido un modelo presidencial.
1. Función legislativa
No es casual que en el orden de funciones la primera sea la potestad legislativa del Estado. No en
vano es clásica la equivalencia entre Parlamento y Poder Legislativo. Esta potestad, que se ejerce en
los términos del Título III de la Constitución y del Reglamento del Congreso de los Diputados y del
Senado, necesita de varias precisiones.
Por una parte estamos hablando del ejercicio de una potestad por un poder constituido, no por el
poder constituyente en el pleno ejercicio de su soberanía. De ahí que el ejercicio de la potestad
legislativa esté siempre sometido a la supremacía de la Constitución. De otra manera las Cortes
Generales estarían ejerciendo de facto un poder constituyente para el que no están habilitadas salvo
que ejerciten las competencias y procedimientos del Título X de la Constitución (por todas vid STC
76/1983, de 5 de agosto). Ello no quiere decir, claro está, que sólo quepa una posible opción para el
desarrollo legislativo del texto constitucional (cfr. STC 194/1989, de 16 de noviembre).
Por otra parte, la potestad legislativa no es exclusiva de las Cortes Generales. El Gobierno puede
llegar a ejercerla bien por delegación de las propias Cortes (art. 82), bien como consecuencia del
despliegue de competencias propias (art. 86), a través de Decretos-leyes. Aun así, frente al carácter
amplio de la potestad legislativa de las Cámaras que sólo encuentra su límite en la propia
Constitución, el Gobierno tiene atribuida su competencia en el marco de condiciones limitadas y
sometidas, en todo caso, a una ulterior convalidación del Congreso de los Diputados.
En un sistema constitucional territorialmente descentralizado y plural, las Cortes Generales
gozan de la potestad legislativa del Estado, pero no de toda la potestad legislativa en el Estado. En
efecto, en la medida en que las Comunidades Autónomas gozan de autonomía para la gestión de sus
respectivos intereses (art. 137) disfrutan también de una potestad legislativa propia (art. 152.1 y 153
a) entre otros), que desarrollan las correspondientes Asambleas Legislativas. Aquí entra en juego
todo el sistema de relaciones internormativas entre el derecho del Estado y el de las Comunidades
Autónomas. En todo caso ello no implica la superioridad jerárquica de un ordenamiento sobre otro
sino la necesidad de perfilar el sistema competencial que determinará, en última instancia, la
capacidad del Estado o de la Comunidad Autónoma para el ejercicio de la potestad legislativa. Y
eso siempre que no tenga que acudir de manera coordinada y concurrente al ejercicio de esta
potestad (p. ej. en el caso de los Estatutos de Autonomía).
2. Función Presupuestaria
La segunda función clásica de los Parlamentos ha sido tradicionalmente la de aprobar créditos o
allegar recursos financieros para el poder ejecutivo. De hecho en la Edad Media los monarcas se
veían obligados a recurrir a las cámaras estamentales cuando las finanzas regias estaban
necesitadas. La consagración liberal del binomio libertad-propiedad como eje de la actuación del
poder público, determinó la fijeza del clásico principio británico según el cual no taxation without
representation.
Por ello, nuestra Constitución atribuye a las Cortes Generales la competencia de aprobar los
Presupuestos. Una vez superada la vieja polémica de la doctrina alemana sobre la naturaleza
jurídica de las leyes de Presupuestos (ley formal/ley material), es evidente que éstos tienen una
naturaleza claramente legislativa y tienen fuerza de ley (vid SSTC 63/1986 de 21 de mayo y
76/1992 de 14 de mayo). Sin embargo, tal y como esta última sentencia se ocupa de recordar "el
Parlamento aprueba los presupuestos Generales que el Gobierno elabora (art. 134.1 CE) en el
ejercicio de una función específica desdoblada de la genérica potestad legislativa..."
Por ello el ejercicio de la potestad presupuestaria está sometida a requisitos y condiciones muy
específicas (vid. Art. 134) y su desconocimiento o tergiversación llevaría a determinar un uso
ilegítimo de esta potestad (vid. STC 3/2003, de 16 de enero). Si el ejercicio de la misma se efectúa
por las Cámaras de conformidad con los Reglamentos parlamentarios la disciplina sustancial de los
Presupuestos la encontramos en la Ley General Presupuestaria.
3. Función de Control
Controlar la acción del Gobierno es, tal y como se ha señalado, una atribución competencial
directamente derivada del carácter de régimen parlamentario consagrado en nuestra Constitución
(art. 1.3). El Gobierno nace, en última instancia, de la confianza del Congreso de los Diputados (art.
99) y debe de mantener esta confianza durante el ejercicio de su función.
Esta relación de confianza no se detiene en la investidura del Presidente del Gobierno sino que
permite y justifica que el Parlamento vigile y controle la acción del ejecutivo toda vez que éste
responde solidariamente en su gestión política ante el Congreso de los Diputados (art. 108).
Sin embargo, la potestad de control no es exactamente la de determinar su responsabilidad. De
hecho, mientras que ésta última es del Congreso de los Diputados tal y como se ha señalado, la
función de control es de las Cortes Generales, también del Senado. Para ello la Constitución
establece en su Titulo V una serie de mecanismos constitucionales (preguntas, interpelaciones,
peticiones de información, etc., etc.), que los Reglamentos parlamentarios se han ocupado de
desarrollar in extenso. La función de control es tan importante para el correcto desarrollo de la
dinámica constitucional que en relación con las preguntas e interpelaciones, la propia Constitución
en su art. 111,1 ordena de manera taxativa que "Para esta clase de debate los Reglamentos
establecerán un tiempo mínimo semanal".
Así como el principio mayoritario propio de los sistemas democráticos conlleva que las leyes
sean el producto de la voluntad de las fuerzas mayoritarias que de este modo ejercen materialmente
la potestad legislativa, en el caso de la función de control, siendo la titularidad de las Cámaras en su
conjunto, el ejercicio real corresponde a la minoría. Ello no impide p. ej. que los diputados o
senadores de la mayoría no puedan formular preguntas o interpelaciones pero el verdadero acento
de la función de control hay que situarlo en la oposición. De ahí la vinculación que en determinadas
ocasiones ha realizado el Tribunal Constitucional entre la función de control y el derecho de
sufragio pasivo (art. 23.2) como expediente práctico para residenciar ante el propio Tribunal y por
vía de amparo las hipotéticas violaciones a la función parlamentaria de control. (STC 225/1992, de
14 de diciembre).
4. Otras funciones
Una vez perfiladas las funciones "típicas" o clásicas, el texto constitucional utiliza una fórmula
prudente de cierre al señalar que corresponden a las Cortes Generales "las demás competencias que
les atribuya la Constitución" (art. 66.2).
Bajo esta determinación genérica se pueden englobar funciones importantes que la propia
Constitución residencia en las Cámaras. A modo de ejemplo y sin voluntad de exhaustividad se
pueden señalar las relacionadas con la reforma constitucional (arts. 167 a 169) las de designación o
propuesta de miembros de otros órganos constitucionales (art. 122.2, art. 159) o de relevancia
constitucional (art. 54); o todas aquellas competencias relacionadas con la Corona (arts. 57.3; 57,4;
59.2; 59.3; 60.1; 61.1; 61.2 y 61.3).
Cuestión interesante es que este cúmulo de competencias tienen que estar situadas en el ámbito
de la propia Constitución. Ello implica que la autoatribución por las Cortes Generales de potestades
o competencias atribuidas por la Constitución a otros órganos constitucionales no es en absoluto
conforme con el texto fundamental (vid. en este sentido STC 76/1983 de 5 de agosto). Esta
actuación significaría, a juicio del Alto Tribunal, tanto como colocarse en posición de poder
constituyente alterando el reparto competencial de funciones que la propia Constitución ha
realizado.
Por el contrario y siempre que se parta del respeto a la distribución constitucional de
competencias, nada impide que instrumentos jurídicos de rango legal permitan una ampliación del
acervo competencial de las Cortes Generales. Esta práctica, que se ha llevado a cabo en diversas
ocasiones (vgr. Ley 39/1995, de 19 de diciembre de Organización del Centro de Investigaciones
Sociológicas; Ley 34/1998, de 7 de octubre del Sector de Hidrocarburos; Ley Orgánica 15/1999, de
13 de diciembre de Protección de Datos de carácter personal, etc.) ha sido convalidada por el propio
Tribunal Constitucional (vid., p. ej. STC 108/1986 de 29 de julio)
V. Inviolabilidad de las Cortes Generales
El art. 66 se cierra con la afirmación tajante de que las Cortes Generales son inviolables. Es esta
una aserción que hay que entender en el puro carácter prescriptivo del lenguaje jurídico toda vez
que la contumacia de los hechos ha desmentido en ocasiones esta inviolabilidad.
Situada en ese ámbito, la inviolabilidad de las Cortes Generales no es una consideración que se
revele como autoevidente. Frente a la mayor claridad conceptual de la prerrogativa individual de la
inviolabilidad (art. 71.1), el carácter institucional o corporativo de la misma tiene un perfil más
difuso.
En todo caso, el Tribunal Constitucional ha venido a vincularla (al igual que la inviolabilidad
individual) a la función que cumple al considerarla "como condición necesaria que es para asegurar
la plena independencia en la actuación de uno y otros" (ATC 147/1982, de 22 de abril).
Visto así cobra sentido el enfoque de algunos autores que sitúan la inviolabilidad como una
garantía institucional (garantía de las garantías) del propio Parlamento y de su continuidad frente a
los demás poderes.
En esta línea hermenéutica que vincula el art. 66.1 con el art. 71.2 (STC 206/1992, de 27 de
noviembre) se puede entender, por ejemplo, la especial protección dispensada por el vigente Código
Penal tanto en relación con el delito de rebelión (art. 472. 4º CPe) como en los diversos tipos
contemplados en la sección primera del Capítulo III del Título XXI bajo la denominación "Delitos
contra las Instituciones del Estado" (art. 492 y siguientes).
La inviolabilidad vendría a ser así un manto protector global necesario para el correcto ejercicio
de tan importantes funciones constitucionales.
En cuanto a la bibliografía básica destacan los trabajos de Garrorena, Manzella, Punset y otros
citados en la bibliografía que se inserta

Sinopsis artículo 67
I. Introducción
Lo que llama la atención del observador en primer lugar en este artículo es su carácter
radicalmente heterogéneo. Se trata de tres apartados que contienen preceptos de diferente
naturaleza, alcance, importancia y aun sentido político.
Por otra parte la doctrina se ha ocupado también de señalar el carácter superfluo del propio
artículo. A juicio de una parte significativa de los autores, estas disposiciones deberían estar
contenidas más bien en los Reglamentos parlamentarios que en la propia Constitución. Habría así
un cierto atentado contra lo que podíamos llamar "principio de subsidiariedad normativa". Otros
comentaristas pueden pensar también que el problema no es de signo normativo (estarían bien en la
Constitución) sino de encaje sistemático por cuanto estas normas podrían haber encontrado un
acomodo más adecuado en otros artículos del texto constitucional.
Aunque estas críticas son evidentemente atendibles, no contienen toda la verdad. Se podrá
observar, al comentar el texto que las consecuencias de estos preceptos pueden ir más allá de lo que
un análisis apresurado parece indicar.

II. La acumulación de actas


1. El artículo 67.1 parte de la constatación de la existencia de una serie de Cámaras o
Asambleas Legislativas (Congreso de los Diputados, Senado y Asambleas de
Comunidades Autónomas) y viene a establecer, al menos en línea de principio, el
régimen de compatibilidades respecto a la pertenencia a las mismas.
El constituyente opta claramente por incompatibilizar la pertenencia simultánea a las
dos Cámaras de las Cortes Generales y por impedir la pertenencia a la vez al Congreso
de los Diputados y a una Asamblea Autonómica.
Es importante destacar desde el principio que el texto constitucional sitúa este
régimen prohibitivo en el ámbito de las incompatibilidades y no en el de las
inelegibilidades. Tan lógica solución aparece confirmada por el art. 155.3 LOREG
situado en el Capítulo II ("Incompatibilidades") del Título II y no en la parte destinada
al régimen de inelegibilidades.
2. Las razones del constituyente para haber incluido un precepto de este tenor en la
Constitución son de diversa índole pero a nuestros efectos se pueden agrupar en dos
tipos básicos: razones democráticas y razones funcionales.
En el ámbito de las primeras parece obvio que la pluralidad estructural de Cámaras
llamadas a ejercer funciones diversas, complementarias y en ocasiones contradictorias,
quedaría desprovista de sentido si el elemento subjetivo de las mismas fuese el mismo.
Difícilmente se garantizarían la discusión, el razonamiento, la reflexión y el contraste de
ideas entre órganos diversos si sus actores fuesen idénticos y sólo se produjera un
cambio de escenario. Dicho de otro modo, la incompatibilidad personal tiene entre sus
misiones apuntalar el principio de división o/y separación de poderes. El hecho de que
el precepto comentado sólo hable del poder legislativo no impide afirmar que el sistema
de pesos y contrapesos inherente a ese principio se asegura también mediante la
pluralidad combinada de Cámaras en un sistema parlamentario.
De igual manera puede afirmarse que la extensión subjetiva de la base de
detentadores del ejercicio del artículo 23.2 CE, es decir el sufragio pasivo, refuerza y
potencia la vertiente democrática de un sistema.
Pero junto a razones de índole democrática, por ende los más importantes, existen
también fundamentos de carácter funcional. El ritmo interno que la vida parlamentaria
implica en sus diversas manifestaciones, la proliferación de sesiones y reuniones en
lugares distintos (a veces muy alejados físicamente) impiden, de hecho, el ejercicio
satisfactorio del doble mandato en buena parte de los casos o, al menos, lo desaconsejan
severamente. Un buen ejemplo de lo que se afirma es que bastantes fuerzas políticas han
introducido, motu propio, incompatibilidades aún más tajantes para sus propios cargos
electivos. Entre otras razones, la imposibilidad física de atender dos escaños está en la
base de semejantes determinaciones.
3. Según el clásico principio jurídico según el cual la inclusión de un supuesto en la
norma excluye el no contemplado, la incompatibilidad no alcanza a la posibilidad de
ejercer simultáneamente un escaño en el Senado y otro en una Asamblea Legislativa de
una Comunidad Autónoma. Esta posibilidad está constitucionalmente consagrada y
admitida, si bien de modo implícito, al no determinarse su prohibición.
La solución dada a este supuesto tiene toda la lógica posible si se recuerda que el
art. 69.5 CE determina que una parte del Senado estará compuesta por senadores
designados por los Parlamentos o Asambleas de las Comunidades Autónomas. En este
ámbito la Constitución huye de la regulación directa del sistema de designación de los
mismos y opta por atribuir a las propias Comunidades Autónomas la determinación de
semejantes procedimientos.
La realidad post-constitucional ha derivado en modelos diversos. Aun así son
claramente mayoría los ordenamientos autonómicos que optan por la doble pertenencia
a la Cámara regional y al Senado e, incluso, en buena parte de ellos la pérdida de la
condición de parlamentario autonómico lleva aparejada la consiguiente pérdida del
escaño senatorial.
En la aceptación constitucional de esta compatibilidad ha pesado, sin duda, la
voluntad de entender el Senado como Cámara de representación territorial (art. 69.1)
por más que sea ésta una de las más ambiguas expresiones de nuestro Texto
Fundamental.
4. La aprobación de la Constitución de 1978 en un momento en el que España no era
miembro de la Unión Europea obligó a un explícito silencio sobre el régimen de
incompatibilidad aplicable a los escaños del Parlamento Europeo. Esta omisión ha
permitido que, al estar la cuestión jurídica planteada en términos de legalidad ordinaria,
quede a la decisión del legislador autorizar o no la compatibilidad del escaño europeo
con los nacionales, a salvo, claro está, de una disposición europea de carácter unificador
y obligatorio.
Así, inmediatamente después del ingreso de España en la Unión Europea en 1985, se estableció
un régimen provisional en el que el doble mandato (escaño nacional-escaño europeo) no sólo no era
la excepción sino que era la regla. Pasado este período transitorio la regla de la incompatibilidad es
la que aparece hoy reflejada en el art. 211.2 LOREG que incompatibiliza la condición de Diputado
al Parlamento Europeo con la de miembro de las Cortes Generales (Diputado o Senador) o miembro
de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas.

III. La prohibición del mandato imperativo


1. La regla contenida en el art. 67.2, por la cual se prohíbe el mandato imperativo para
los miembros de las Cortes Generales, es, sin duda, la más trascendente de las
contenidas en el art. 67.
Se trata de la respuesta a una de las exigencias estructurales vinculadas al corazón
mismo de los Estados constitucionales tal y como estos surgen frente al Estado absoluto
que les precedió. En el régimen preconstitucional la relación representativa estaba
fundamentada en el modelo de base iusprivatista por el cual el representante recibía un
mandato cerrado, lo cual hacía del mismo más un apoderado con instrucciones tasadas y
no interpretables que un auténtico representante.
Este modelo del mandato imperativo instrumentado por ejemplo en los célebres
cáhiers doleance franceses, impedía claramente el ejercicio de una acción representativa
digna de tal nombre y llevaba a que las reuniones de las Asambleas absolutas
(estamentales, además) fuesen más una reunión inconexa de delegados, que la auténtica
sesión de un órgano unitario. Por otra parte, el conocimiento previo del mandato
otorgado a los procuradores permitía a monarcas poco escrupulosos la compulsión
(incluso física) sobre el representante.
Por ello los teóricos liberales y los revolucionarios que ponen en práctica aquellas
doctrinas convierten la supresión del mandato imperativo en auténtico banderín de
enganche de los nuevos tiempos. La explicación es lógica. Ya no hay un mero agregado
de delegados inconexos. Ha surgido un nuevo sujeto: la Nación y es ésta quien, como
titular de la soberanía dicta la verdadera voluntad del Estado. Siendo así, no hay una
voluntad previa preconstituida o preexistente a la propia de la Nación. Los
representantes con su debate, deliberación y votación, contribuyen a configurar la
voluntad nacional, pero no en función de los concretos intereses de sus electores y,
menos aún, en calidad de mandatarios, sino como miembros del Parlamento Nacional,
auténtica expresión de la nueva soberanía.
La consecuencia lógica no se hace esperar: La prohibición del mandato imperativo
va acompañada de la configuración de los votantes como cuerpo electoral cuya tarea es
elegir a la Cámara pero cuya voluntad no puede predeterminar en modo alguno la libre
voluntad del representante. Aún más, la firme convicción del liberalismo de que el libre
debate en el Parlamento es la conditio sine qua non para la adopción de una decisión
coherente con el interés nacional exige la más absoluta libertad del representante, que en
modo alguno puede verse coartada por aprioris o mandatos esencialmente
perturbadores.
2. Esta concepción, que en buena parte llega hasta nuestros días (bien que sometida a
profundas críticas como luego se verá), tiene en nuestro sistema constitucional tres
claros elementos de referencia:
2.1. El pueblo español es el titular de la soberanía nacional y de él emanan
todos los poderes (art. 1.2)
2.2. Son las Cortes Generales quienes representan al pueblo español (art.
66.1) y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado.
2.3. Como consecuencia de lo anterior, la relación representativa que cada
diputado o senador como miembros de las Cortes Generales tiene, proviene
de sus electores, pero en el ejercicio de su función representativa no cabe la
imposición de ninguna mediación ni de carácter territorial ni de carácter
partidario. De ahí la prohibición del mandato imperativo.
2.4. Además el ejercicio de esta función representativa pone en juego en
última instancia y tal como ha señalado reiteradamente el Tribunal
Constitucional (STC 24/1990), el desempeño del derecho de sufragio pasivo
contemplado en el artículo 23.2 de la Constitución e, incluso, de manera
refleja el propio sufragio activo del art. 23.1.
3. El esquema constitucional así configurado parece coherente. Y de hecho lo sería si las
circunstancias ambientales y sociales a las que se aplica fuesen las de dos siglos atrás.
Sin embargo, si esto fue cierto en algún momento del liberalismo más clásico e
incipiente es evidente que ha dejado de serlo no ya en los albores del siglo XXI sino
bastante antes.
En efecto, la superposición de este modelo teórico y constitucional a una realidad
política que tiene su manifestación más evidente en la muy acuñada expresión de
"Estado de Partidos" obliga a una reflexión mucho más honda y delicada que la que
podría desprenderse de un superficial análisis lingüístico.
Si en un primer momento del constitucionalismo la prohibición del mandato
imperativo libraba o desvinculaba al representante de sus votantes o electores, está claro
que el problema hoy no se produce respecto de éstos sino respecto de los partidos
políticos a los que no sólo pertenecen normalmente los electos sino a través de los
cuales deben encauzar sus pretensiones si quieren resultar efectivamente electos. En un
mundo donde los partidos políticos están directamente constitucionalizados (art. 6 CE),
discutir su existencia y funcionalidad parece banal e incluso contradictorio con el
propio principio del pluralismo político (art. 1.1), base del sistema democrático.
La presencia ubicua de los partidos políticos alcanza rango de primer orden en la
normativa electoral. Son los partidos quienes seleccionan y presentan a los candidatos,
quienes los representan ante la autoridad electoral, quienes financian las campañas
electorales, quienes vigilan la limpieza del proceso y, también, quienes deciden el
relevante dato del orden de las listas, aspecto trascendente cuando el sistema electoral
es, (como el español) cerrado y bloqueado.
Esta posición tan evidente, y predominante de los partidos políticos lleva siempre a
éstos a tener una cierta concepción de mandato imperativo respecto de sus electos. El
Tribunal Constitucional español tuvo que intervenir desde un primero momento
recordando la prohibición del mandato imperativo contenida en el artículo 67 y, por
ende, que el art. 23.2 garantizaba que "...el cese en el cargo público representativo al
que se accede en virtud de sufragio no puede depender de una voluntad ajena a la de los
electores, y eventualmente a la del elegido" (STC 5/1983, reiterada entre otras en
SSTTCC 20/1983; 28/1983; 29/1983 y 167/1991).
Esta aseveración se complementa con el hecho de que el derecho contenido en el art.
23.2 CE "...garantiza, no sólo el acceso igualitario a las funciones y cargos públicos,
sino también que los que hayan accedido a los mismos se mantengan en ellos sin
perturbaciones ilegítimas y los ejerciten de conformidad con lo que la ley disponga"
(STC 32/1985).
Así las cosas y por la vía indirecta del art. 23.2 la prohibición contenida en el art.
67.2 queda garantizada respecto de los partidos políticos.
Sucede, sin embargo, que ni los partidos políticos son una realidad extra o
anticonstitucional (más bien todo lo contrario), ni es fácil explicar en términos de lógica
y de opinión pública que la pertenencia de los candidatos y electos a los partidos
políticos esté excluida de cualquier tipo de efectos.
Para que la representación exista, para que funcione, el ciudadano tiene que verse
"representado", o "reconocerse" en la acción del representante públicamente percibido.
Ello origina una relación de confianza que puede quebrarse cuando la actuación del
representante rompe esta "representación" o confianza. Señalando ejemplo de esta
posibilidad es el fenómeno denominado como "transfugismo"-
Esta realidad ha originado una matización evidente en la línea general de la
jurisprudencia constitucional. De esta manera: "pocas dudas pueden albergarse respecto
de la necesidad de que los gestores públicos gocen de la confianza y del respeto de la
gente" (STC 151/1999).
El propio Tribunal Constitucional, que recoge la supremacía en nuestro texto
constitucional del mandato representativo, recuerda que: "... no es teóricamente
inimaginable un sistema de democracia mediática o indirecta en la que los
representantes están vinculados al mandato imperativo de los representados..." (STC
10/1983). Es cierto que esta jurisprudencia es interpretable, más que nada en términos
de constitutione ferenda, pero sirve para poner de relieve que existe algo más entre el
elector y el electo: el partido o formación política.
No parece ocioso a estos efectos recordar que la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio
de Partidos Políticos recoge en su art. 8 como obligación de los afiliados la de aceptar y
cumplir los acuerdos válidamente adoptados por los órganos directivos del partido.
Las formaciones políticas concurren a los comicios con un programa electoral, una
oferta a los ciudadanos. Hasta qué punto esta oferta vincula a los electos es algo que la
jurisprudencia ha tenido que plantearse ya desde la STC 10/1983. Como se ha ocupado
de señalar la STC 119/1990: "...quienes han sido elegidos para el desempeño de
funciones representativas (...) han solicitado y obtenido el voto de los electores para
orientar su actuación pública dentro del marco constitucional en un sentido determinado
(...) Los Diputados son representantes del pueblo español considerado como unidad,
pero el mandato que cada uno de ellos ha obtenido es producto de la voluntad de
quienes los eligieron determinada por la exposición de un programa político
jurídicamente lícito (...) La fidelidad a este compromiso político, que ninguna relación
quarda con la obligación derivada de un supuesto mandato imperativo, ni excluye,
obviamente el deber de sujeción a la Constitución que ésta misma impone en su art. 9.1,
ni puede ser desconocida ni obstaculizada".
En resumen, también en la STC 27/2000, el Tribunal Constitucional ha admitido que
la voluntad de los electores nucleada en torno a un programa electoral afectado por una
fuerza política durante unos comicios tiene y debe tener relevancia constitucional.
Esta reflexión debe ser extraída también del papel condicionante que supone la
existencia de un determinado sistema electoral, lo que ha llevado al Alto Tribunal a
indicar que: "...en un sistema de listas como el vigente en nuestro ordenamiento
electoral, no cabe hablar de votos recibidos por candidatos singularmente considerados,
sino, con relación a éstos, de cocientes..." (STC 75/1985). Más tajantemente la STC
31/1993 señala que "...los votos de los ciudadanos en las elecciones municipales son a
listas presentadas por partidos, federaciones, coaliciones y agrupaciones de lectores ..."
En resumidos términos, la clara opción del constituyente por prohibir el mandato
imperativo, con todo lo que de positivo tiene, requiere hoy en día una reconstrucción
teórica que sirva para integrar en la relación representativa aquellas realidades que
operan indudablemente en la misma y cuyo olvido o abstracción comportan el serio
peligro de alejar a los ciudadanos y, en definitiva, al pueblo de la propia participación
democrática.

IV. Carácter reglamentario de las reuniones parlamentarias


1. El artículo 67.3 CE es uno de los preceptos cuya inclusión en el texto constitucional
más ha sorprendido a la doctrina. Se trata de una regla de puro sentido común, válida,
en principio, para cualquier Cámara y que se incluye en el texto constitucional con un
sentido claramente sancionador como luego se dirá.
La principal crítica sobre el precepto estriba en que por su tenor hubiera sido más
que suficiente que esta regla u otras de análogo tenor se incluyeran en los Reglamentos
de las Cámaras y no en la Constitución, texto cuyo carácter selectivo y trascendente
desborda con claridad los marcos de importancia de esta regla.
Siendo ello cierto no es posible olvidar que en la historia de España se ha asistido a
reuniones parlamentarias del tipo de las prohibidas por esta norma. Además, el hecho de
que una norma se eleve a rango constitucional por encima del lógicamente
reglamentario tiene en ocasiones unas consecuencias evidentes en su cumplimiento. Si
como muestra vale un botón, compárese el escrupuloso cumplimiento que el Senado
hace de los plazos constitucionales previstos en el art. 90 para la tramitación legislativa
en esa Cámara con el relajamiento que con frecuencia invade al Congreso de los
Diputados para cumplir sus propios plazos reglamentarios.
2. El supuesto de hecho normativo contemplado por el art. 67.3 CE parte de la
celebración de reuniones de parlamentarios celebradas sin convocatoria reglamentaria.
Por ello habrá que integrar lógicamente la interpretación de esta norma con aquellos
preceptos de los Reglamentos de las Cámaras que determinan la sucesión de actos que
convierten una convocatoria en reglamentaria.
Parece claro que este supuesto será plenamente operativo cuando la irregularidad sea
de carácter sustantivo y trascendente (v. gr. ausencia de rango presidencial del
convocante, carencia de orden del día, inexistencia total de comunicaciones, etc. etc.).
Sin embargo, la lógica de los hechos exigirá una respuesta más flexible, que permita la
subsanación de errores cometidos cuando el defecto detectado no tenga esa
trascendencia (piénsese, p. ej. en el extravío de un telegrama para un diputado, en el
error subsanable en la hora de celebración, etc. etc.).
La magnitud del error y la posibilidad de su subsanación deben jugar, pues, como
criterios a ponderar para llegar a la certeza de que la reunión se celebra sin convocatoria
reglamentaria. Sólo cuando se produce una auténtica "vía de hecho" entraría en juego
este precepto.
3. Una vez determinado que la reunión se celebra sin convocatoria reglamentaria la
Constitución anuda una serie de efectos al carácter antirreglamentario de la misma.
3.1. En primer término estas reuniones "no vincularán a las Cámaras". Con
esta expresión parece quererse algo que es difícil de detallar. Con carácter
general habrá que inducir la falta de validez de los acuerdos adoptados y por
ende, la imposibilidad de vigencia de los mismos. Las Cámaras una vez
reunidas debidamente no estarán comprometidas por aquellas decisiones
adoptadas cuando la reunión tenía carácter antirreglamentario. De la misma
manera cabría deducir que esta vinculación tampoco existe para los terceros
ajenos a las propias Cámaras, sean éstos particulares u órganos o
instituciones públicas. Lo contrario sería tanto como aceptar la validez
parcial de lo netamente inconstitucional.
La regla de la carencia general de efectos parece más concorde con la
auténtica voluntad del precepto contenido en el art. 67.3.
3.2. Por lo anteriormente señalado es evidente que estas reuniones carentes
de convocatoria reglamentaria son también inadecuadas para ejercitar las
funciones que el órgano parlamentario tiene atribuídas. Se trata de una
manifestación diáfana de una de aquellas ocasiones en las que la forma
condiciona el fondo. Con independencia de la bondad o perversidad de lo
debatido o acordado, el principio democrático está también, y de manera
esencial, en las formas y procedimientos. La ausencia de las mismas
inhabilita para el ejercicio de funciones (vid. art. 66 CE) que, estando
atribuidas a las Cámaras, deben de gestionarse a través de los
procedimientos previstos. Se trataría, en última instancia, de una genuina
manifestación del due process of law.
3.3. Por último, si este supuesto se produjera, las reuniones celebradas no
podrán "ostentar" los privilegios de las Cámaras. El precepto es
profundamente desafortunado en su terminología por cuanto desde hace ya
bastante tiempo ha quedado claro que las Cámaras tienen prerrogativas y no
privilegios. Al menos no en el sentido infamante que a este último término
se ha dado en la historia.
Con independencia de la incorrecta denominación, la voluntad del
constituyente se inclina porque las reuniones "irregulares" no gocen del
conjunto de instrumentos constitucionales y de otra índole (p. ej. 66.3, 71,
72, etc.) que el ordenamiento ha previsto para que las Cortes Generales
desempeñen sus funciones de manera libre y protegida. El reforzamiento
institucional que suponen el conjunto de prerrogativas y garantías quedan
desprovistos de sentido para amparar reuniones que ab initio tienen ya la
lacra de su propia irregularidad. Otra cosa es que determinados institutos (v.
gr. La inmunidad) aun teniendo un carácter colectivo puedan ser predicables
del parlamentario individual y le amparen con carácter individual. Pero esto
sería ya objeto de debate y decisión por una Cámara regularmente
constituida.

Para ampliar esta información se pueden consultar las obras citadas en la bibliografía que se
inserta.
sinopsis artículo 68
I. Introducción
El artículo 68 recoge los elementos esenciales de la estructura y el sistema electoral que rigen el
Congreso de los Diputados. Se trata de un precepto de la máxima importancia por cuanto viene a
configurar, al menos en sus aspectos claves, una de las dos Cámaras legislativas que componen las
Cortes Generales tal y como señala el art. 66.1
Dada la naturaleza de la norma su análisis y estudio debe efectuarse en paralelo con la
configuración que para el Senado efectúa el art. 69. Asimismo y por el tenor abierto y flexible del
precepto es indispensable acudir a la Ley Orgánica del Régimen Electoral General para conocer en
detalle de qué modo ha quedado plasmado aquello que la Constitución sólo enuncia en términos de
principio.

II. Composición del Congreso


1. El artículo 68.1 en su primer incisio viene a regular la composición del Congreso de
los Diputados. Esta regulación no ofrece una solución cerrada y definitiva sino que el
constituyente opta por fijar un margen que se sitúa por debajo en los trescientos escaños
y por encima en los cuatrocientos. De esta manera puede afirmarse con facilidad que
todo aquello que se mueva en estos márgenes es plenamente constitucional y, en
cambio, incidirá en contradicción cuando la solución desborde por arriba o por abajo, lo
indicado en el art. 68.1.
Esta relativa indefinición ha sido zanjada por el art. 162.1 LOREG que señala
tajantemente que "el Congreso está formado por trescientos cincuenta Diputados".Tan
salomónica solución no se origina ex novo en la LOREG, sino que ésta ratifica lo que
ya aparecía en el Real Decreto-Ley de 15 de marzo de 1977 que reguló los primeros
procesos electorales hasta la aprobación de la LOREG en el año 1985.

La fijación del número total de miembros que comprende una Cámara es un dato
político y jurídico de la mayor relevancia si se tiene en cuenta que condiciona, entre
otros aspectos, la obtención de la mayoría absoluta. A la hora de optar por un número,
los diferentes sistemas constitucionales tienden a hacer compatibles dos principios no
siempre fáciles de casar. Por un lado para ser operativas y manejables las Cámaras
democráticas deben de tener un número de miembros que las hagan funcionales.
Ejemplos como el de la Asamblea Nacional Popular de la República Popular China que
tienen varios miles de miembros sólo son concebibles si comprendemos que, en
realidad, no funcionan como un Parlamento homologable al nuestro. Pero, por otro lado,
la opción por un número excesivamente reducido de miembros dificulta la obtención de
unas ratios de representación de la población mínimamente aceptables. Ya desde tiempo
atrás, la ratio de representados/diputados ha subido a niveles exponenciales frente a lo
que sucedía en los albores del siglo XIX. Una relación muy descompensada facilita, sin
duda, el divorcio entre los representantes y los representados.
En este sentido la relación que existe en España entre el número total de habitantes
(en torno a los cuarenta millones de personas) y el de diputados (350) no se aleja mucho
de los parámetros que ofrecen otros países de nuestro ámbito (por ejemplo Italia, Reino
Unido o Francia).
2. El artículo 68.1 se ocupa también de indicar las características constitucionales de
carácter esencial que deben de ser predicables del sufragio emitido para el Congreso de
los Diputados.
2.1. El sufragio ha de ser universal. Esta formulación, que de hecho se
encuentra reiterada en el art. 68.5, significa el reconocimiento de un largo
proceso que en España no culmina sino en la II República con el
reconocimiento del voto femenino. Cualquier otra solución sería hoy
democráticamente inaceptable.
2.2. El sufragio ha de ser libre. Este rasgo, que diferencia nítidamente un
sistema democrático de otro que no lo es, no puede entenderse en la
acepción formal o rituaria sino que hay que llevarlo a la esencia del
concepto libertad. Recuérdese, además, que la libertad es uno de los
principios inspiradores del Estado Social y Democrático de Derecho (art.
1.1) y que el propio art. 23.1 señala que el derecho de participación exige
inexcusablemente la libertad en la elección. Toda restricción, legal o de
cualquier otra índole, que ponga en peligro la libertad de elección es
manifiesta y radicalmente inconstitucional.
2.3. El sufragio ha de ser directo: Frente al sistema electoral de nuestros
inicios constitucionales que preveía elecciones indirectas de varios grados
(hasta cuatro en la Constitución de Cádiz), y que así pervive en algunas
importantes elecciones (v. gr. el sistema de compromisarios en la elección
presidencial de EE.UU), la elección por el Congreso es de carácter directo
sin que medie ninguna instancia o grado entre el votante y el candidato o/y
electo.
2.4. El sufragio ha de ser secreto. Esta característica afecta también al
principio de libertad, en la medida que permite eludir coacciones o
intromisiones en el sufragio libremente emitido. Por ello, amén de
garantizar el principio de libertad ideológica del art. 16.2, obliga a la
Administración electoral a facilitar los medios técnicos y materiales que
garanticen este secreto (cabinas, urnas, etc.). Nótese, en todo caso, que el
secreto es un derecho y no una obligación. Nada impide a un ciudadano
hacer público el sentido de su voto y, de hecho, esto ocurre con relativa
frecuencia durante las campañas electorales y aun el propia día de las
elecciones.
En resumidas cuentas, el juego combinado de estas características del sufragio tiene
como objetivo último garantizar la libertad y la pureza del proceso electoral y asegurar
que el resultado corresponda realmente con la voluntad popular libremente expresada.

III. La circunscripción electoral


El artículo 68.2 viene a prefijar los criterios básicos de reparto de los trescientos cincuenta
Diputados (o más o menos, según vimos anteriormente). Y lo hace fijando la circunscripción,
sentando unos parámetros a aplicar y determinando que, en todo caso, a Ceuta y Melilla les
corresponde un diputado a cada una de ellas.
El señalamiento de una circunscripción electoral es algo habitualmente controvertido. De una
parte subyacen razones políticas que implican la existencia de preferencias diversas siempre en
función de supuestas expectativas de voto. De otra parte es un hecho exhaustivamente estudiado
que la determinación de una circunscripción junto con el número de escaños a repartir en la misma
influye de manera evidente en parámetros electorales de la máxima trascendencia como puede ser,
por ejemplo, la proporcionalidad de la que luego se ocupará este comentario.
Si entendemos por circunscripción electoral aquel colegio de electores que tiene asignado uno o
varios escaños para su adjudicación entre un cuerpo de candidatos determinado, veremos que la
opción constitucional trata de compatibilizar al menos dos criterios no siempre fácilmente casables.
En primer término y en una Cámara como el Congreso de los Diputados, debe existir una
representación de carácter poblacional mínimamente adecuada. Esto es, no pueden cien mil
electores escoger diez Diputados y tres millones otros diez. Es necesaria la existencia de una cierta
proporcionalidad entre electores y escaños Pero tampoco cabe olvidar que, aunque los diputados
(vid. art. 67) representen a todo el pueblo español, existe una suerte de "representación territorial"
que, aunque sólo fuese por la proximidad a los electores, exige una cierta base territorial del sustrato
electivo.
De ahí la constitucionalización de la provincia como circunscripción electoral. Es evidente que
en un momento como 1978 en el que las Comunidades Autónomas eran simples embriones
políticos, no existían referencias jurídico-políticas más sólidas que las provincias para ser
consideradas como circunscripciones. Mas aún si se descartaba expresamente el sistema mayoritario
británico de carácter uninominal y más reducido en su extensión. La elección es, pues, lógica por
más críticas que haya sufrido por la doctrina. Tampoco debe olvidarse que la constitucionalización
de la provincia como circunscripción (asegurada además por la garantía del art. 141) evitaba de raíz
la peligrosa práctica conocida como gerrymandering que permite construir circunscripciones
electorales diseñadas a voluntad en función de previsibles resultados electorales.
La Constitución defiere a la ley electoral el reparto de escaños entre las circunscripciones
provinciales. Pero lo hace fijando criterios. Cada circunscripción deberá tener una "representación
mínima inicial" y los demás escaños se distribuirán "en proporción a la población". Con esta
fórmula parece evidente que el reparto de los 348 escaños será tanto más "proporcional" o
"poblacional" cuanto menor sea el número inicial común a todas las circunscripciones y tanto más
"territorial" cuanto mayor sea ese número.
La fórmula aparece contenida en el art. 162.2 y 3 LOREG, que fija en dos Diputados el número
mínimo inicial y distribuye los restantes según un procedimiento proporcional con sistema de
mayores restos. Esta fórmula conlleva que la solución no es única y cerrada una vez para siempre.
Antes al contrario, en cada elección señala el art. 162.4 LOREG que "El Decreto de convocatoria
debe especificar el número de Diputados a elegir en cada circunscripción, de acuerdo con lo
dispuesto en este artículo". Es decir, en cada proceso electoral se tendrán en cuenta las variaciones
de población habidas de conformidad con el censo oficial de población. En la práctica la horquilla
oscila entre tres diputados a elegir en las provincias de menor población y los treinta cuatro que
elige la provincia más poblada, en este caso Madrid.

IV. La representación proporcional


Cualquier sistema electoral por el que se opte estará situado en una franja que tendrá en un
extremo el sistema mayoritario puro (p. ej. El sistema británico first past the post aplicado en
circunscripciones uninominales) y el sistema proporcional de fórmulas matemáticas exactas hasta
donde la indivisibilidad del cuerpo humano lo permita.
En el debate constituyente se expresaron, era lógico, posiciones par todos los gustos. En
términos generales puede decirse que el centro-izquierda y la izquierda hicieron del criterio de la
proporcionalidad cuestión esencial frente a las preferencias por el sistema mayoritario que entonces
auspiciaba Alianza Popular. El resultado final fue, como en tantos otros aspectos controvertidos,
una fórmula flexible. Cuando se señala que "la elección se verificará en cada circunscripción
atendiendo a criterios de representación proporcional" no es difícil de advertir una formulación muy
matizada que si bien opta por la proporcionalidad lo hace de manera suave y no tajante.
Esta realidad tiene una lógica inmanente pues, como ha señalado el Tribunal Constitucional: la
Constitución no ha pretendido un sistema "puro" de proporcionalidad ya que semejante sistema ni
existe entre nosotros, desde luego, ni en el Derecho comparado en parte alguna, ni acaso en ningún
sistema imaginable."La proporcionalidad es, más bien, una orientación o criterio tendencial, porque
siempre mediante su puesta en práctica quedará modulada o corregida por múltiples factores del
sistema electoral, hasta el punto que puede afirmarse que cualquier conceción o desarrollo
normativo del criterio, para hacer viable su aplicación, implica necesariamente un recorte a esa
"pureza" de la proporcionalidad abstractamente considerada" (STC 75/1985).
Esta flexibilidad constitucional permitía, pues, al legislador optar entre una rica panoplia de
sistemas electorales todos ellos proporcionales. Como en tantas otras ocasiones el art. 163 LOREG
vino a confirmar ya regulado en el Real Decreto-Ley de 15 de marzo de 1977, consagrando el
llamado sistema D'HONDT, de que como el propio Tribunal Constitucional ha señalado "resulta
cierta ventaja relativa (...) para las listas más votadas, y ello como consecuencia del peculiar sistema
de cocientes sucesivos que dicha regla articula" (STC 75/1985). Plasmado normativamente este
sistema y explícitamente su constitucionalidad por el Alto Tribunal, puede afirmarse que el sistema
como tal no se encuentra hoy en día seriamente impugnado por más que se discutan determinados
aspectos de las listas (cerradas, bloqueadas, etc.)
Conviene también señalar brevemente que la ya citada STC 75/1985 se ha pronunciado en
términos afirmativos sobre la constitucionalidad de las denominadas barreras electorales legales.
Esto es, la exigencia establecida en el art. 163 LOREG de que para obtener escaños las candidaturas
deben de obtener al menos el tres por ciento de los votos válidos emitidos en la circunscripción. El
Alto Tribunal ha aceptado, basándose en el objetivo de que la representación aunque proporcional
no sea excesivamente fragmentada, la constitucionalidad de los umbrales electorales. De todas
formas conviene dejar constancia de que, en la práctica, el juego efectivo de este mínimo electoral
sólo se podría aplicar en las circunscripciones de Madrid y Barcelona. En las restantes, dado el
número de escaños a repartir es imposible la obtención de escaños con menos de un tres por ciento
de los votos.

V. La duración del mandato


En una democracia digna de tal nombre juega un papel esencial el principio de temporalidad del
poder. Deshechados los orígenes divinos del poder que garantizan la permanencia hasta la muerte,
el apoyo popular que está en la base del ejercicio del poder y la representación exige una
comprobación periódica de la voluntad real del electorado. Por ello el artículo 23.1 habla de
"elecciones periódicas".
De ahí que la Constitución en el art. 68. señale un plazo para el mandato del Congreso, tanto
colectiva como individualmente. La duración de una legislatura es un elemento político de primer
nivel que incide directamente en la propia importancia de la Cámara. A modo de ejemplo puede
constatarse como todos los autores señalan que la preeminencia del Senado norteamericano sobre la
Cámara de representantes deriva, entre otras causas, de que los senadores sean elegidos para seis
años y la Cámara se renueve por tercios, mientras que los representantes tienen un mandato limitado
a dos años y sufren renovaciones totales de la Cámara. La duración de nuestras legislaturas (cuatro
años) se sitúa en una media ponderada de los países de nuestro ámbito.
La determinación del mandato representativo exige distinguir entre la relación representativa y la
función representativa. La primera, al estar directamente vinculada a la elección que le sirve de
base, puede darse por iniciada desde que el diputado es electo, esto es, desde el propio día de la
elección. Por ello éste es el momento inicial que adopta la Constitución para iniciar el cómputo de
los cuatro años que dura el mandato ("cuatro años después de su elección ...")
Otra cosa es que para poder ejercer con propiedad la función representativa, el Reglamento del
Congreso exija el cumplimiento de una serie de requisitos cuya satisfacción da lugar a la
adquisición de la condición plena de Diputado (art. 20.1 RCD). Por eso si bien el Reglamento
precisa que "los derechos y prerrogativas serán efectivos desde el momento mismo en que el
Diputado sea proclamado electo", el disfrute de las mismas quedará suspendido cuando el Diputado
no haya satisfecho los requisitos, transcurridos tres sesiones plenarias desde que consiguió la
condición de electo (art. 20.2 RCD).
El fin del mandato parlamentario, amén de por causas diversas (fallecimiento, sentencia firme
que así lo comporte, renuncia, etc.) sobreviene automáticamente cuando hayan transcurrido cuatro
años desde la elección (caducidad ordinaria) o cuando la Cámara es disuelta (extinción anticipada).
Como luego se dirá la convocatoria de elecciones no supone automáticamente la extinción del
mandato lo que sólo se producirá si ha mediado efectivamente una disolución.
En todo caso conviene recordar aquí que como consecuencia de lo previsto en el art. 78.3 CE, la
extinción del mandato no afecta a los miembros de la Diputación Permanente (tanto titulares como
suplentes), que retendrán el mandato y sus funciones hasta la constitución del Congreso de los
Diputados salido de las elecciones. Esta decisión es lógica si se tiene en cuenta que es la propia
Diputación Permanente la que garantiza la continuidad de la institución parlamentaria.

VI. El derecho de sufragio


El artículo 68.5 contiene una especificación para el Congreso de los Diputados del derecho de
sufragio contenido en términos generales en el art. 23 de la Constitución. Este precepto, que no
tiene paralelo en la regulación que para el Senado efectúa el art. 69 es superfluo y extravagante, al
menos en su ubicación constitucional. No parece que existan razones poderosas para que dentro del
art. 68 se sitúe un precepto que encontraría mejor acomodo en el citado art. 23 y que, en todo caso,
aparece también contemplado en cuanto a su supuesto de hecho en el art. 13.2.
Cabe destacar que, en la misma línea de este último artículo el derecho de sufragio para las
elecciones al Congreso de los Diputados es titularidad exclusiva de los españoles sin que la reforma
obligada por el Tratado de Maastricht extendiese a los ciudadanos europeos esta posibilidad. Dada
la poca precisión del precepto ("... pleno uso de sus derechos políticos") que hace referencia a un
concepto más bien indeterminado puesto que la acepción "derechos políticos" no se encuentra
constitucionalmente tasada o descrita, habrá que estar tanto a lo previsto en otros artículos de la
propia Constitución, como por ejemplo el art. 70, como a la propia LOREG, que contiene en los
artículos 2 a 7 los supuestos de la titularidad del sufragio tanto en su vertiente activa como pasiva.
Es menester destacar también que el propio Tribunal Constitucional en su STC 26/1990 ha
dejado clara la distinción entre el elector y el votante. Así el art. 68.5 se refiere a la capacidad y no a
su ejercicio. Se puede ser elector y no votante, pero siempre habrá que ser elector para ser votante.
Como señala el Alto Tribunal: "el concepto de "electores" se entiende referido a los inscritos en el
censo con capacidad para votar" (STC/1990).
Así como la Constitución excluye a los extranjeros del sufragio en las elecciones para el
Congreso de los Diputados, se ocupa especialmente de reconocer y garantizar el derecho de
sufragio a los españoles que se encuentran fuera del territorio de España. Esta solución, que no
recogen todos los ordenamientos ni mucho menos, obliga a la LOREG a regular este supuesto, y a
la Administración Pública a instrumentar mecanismos específicos para estos votantes. La
constitución del CERA (Censo Españoles de Residentes Ausentes) se ha revelado así instrumento
básico, y no siempre pacífico, en la vertebración del voto de los nacionales que residen fuera de la
patria.

VII. Convocatoria de elecciones y constitución del Congreso


La otra cara de la moneda del principio de temporalidad del poder antes indicado es el principio
de continuidad y permanencia de la institución legislativa. Que periódicamente haya que acudir al
titular del poder para que éste elija a sus representantes, no quiere decir que haya que facilitar la
ausencia del Poder Legislativo del escenario político y constitucional. A este problema se da
respuesta, en parte, a través de la Diputación Permanente. Pero esta respuesta no es suficiente.
En tiempos del absolutismo monárquico o cuando predominaba la lucha entre el monarca y el
Parlamento para buscar espacios de poder, los soberanos utilizaban de manera interesada,
discrecional e incluso arbitraria la convocatoria de las Cámaras. De ahí que en el régimen
democrático existan preceptos como el art. 68.6 que tienden a asegurar de manera automática y
periódica la celebración de elecciones y, también, la constitución de la Cámara resultante de estas
elecciones.
En la medida en que en el régimen parlamentario la duración de la legislatura no es fija sino que
puede mediar la disolución anticipada ex. art. 115, la Constitución obliga a que las elecciones
tengan lugar en un plazo situado entre los treinta y los sesenta días computados desde la finalización
del mandato. Esta previsión ha sido desarrollada por el artículo 42 de la Ley Orgánica del Régimen
Electoral General, el cual, tras la reforma introducida por la Ley Orgánica 13/1994, de 30 de marzo,
establece que las elecciones habrán de celebrarse el día quincuagésimo cuarto despues de la
convocatoria, tanto en el supuesto de extinción de la legislatura como de disolución anticipada. La
convocatoria se hará a través de real decreto (art. 157 LOREG). En el primer caso, el decreto de
convocatoria ha de expedirse el día vigésimo quinto anterior a la expiración del mandato. En el
supuesto de disolución anticipada, el decreto de disolución ha de incluir la convocatoria de
elecciones. Es, pues, imposible una disolución sin convocatoria aunque sí es posible lo contrario.
Por últiSinopsis artículo 70
mo cabe recordar que dada la situación de acefalia que tiene la Cámara el propio día de su
constitución, el art. 1 RCD ordena sabiamente que el Real Decreto de Convocatoria contenga el día
y la hora en que se celebrará la sesión constitutiva. De esta manera se garantiza el principio de
continuidad supra indicado y se evitan inútiles polémicas partidarias sobre la fecha u hora de la
sesión constitutiva.
Para ampliar esta nota se pueden consultar las obras citadas en la bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 69
I. El Senado, Cámara de representación territorial
1. El constituyente optó, al diseñar el modelo parlamentario en nuestra Constitución, por
articular un sistema bicameral. Las diversas hipótesis sobre las causas de dicha elección
pueden encontrarse en el comentario al artículo 66.
En todo caso, queda claro que los autores de la Constitución se sintieron obligados a
justificar la opción por el bicameralismo y lo hicieron buscando una explicación o
fundamentación específica para el Senado. Que dicha necesidad fuese evidente o que el
resultado sea un acierto es algo realmente discutible. Nadie se sintió, en cambio,
obligado a justificar la aparición de un Senado en la Ley para la Reforma Política. Esto
es tanto más contradictorio cuanto que no suele ser habitual la estructura bicameral en
los procesos constituyentes.
2. Como puede comprobarse de los trabajos parlamentarios de elaboración de la
Constitución, el Senado no fue una de las cuestiones centrales del debate constitucional.
Es cierto que puede afirmarse, grosso modo, que las fuerzas de centro-izquierda eran
más partidarias del monocameralismo mientras que los partidos de centro-derecha
apostaban más por el bicameralismo. Pero ni unos ni otros hicieron del Senado caballo
de batalla en el debate constitucional. Quizá esta sea una de las explicaciones que
existan para la relativa oscuridad conceptual y, sobre todo, para la común afirmación
doctrinal sobre el Senado como una de las piezas menos logradas en el entramado
constitucional.
A la hora de justificar el bicameralismo se optó por darle una fundamentación
territorial aprovechando el nuevo modelo de ordenación política que en ese ámbito
abrían tanto el artículo 2 como el propio Título VIII. De ahí la célebre expresión según
la cual: "El Senado es la Cámara de representación territorial".
3. Sin embargo, pocas afirmaciones existen en la Constitución que sean más ambiguas y
perjudiciales para la institución que teóricamente tratan de describir. Haciendo ahora
abstracción del carácter descriptivo y no prescriptivo del artículo (que debiera ser el
propio de las normas jurídicas), cabe afirmar que el art. 69.1 ha sido y es durante todos
estos años de vigencia constitucional una autentica "cárcel de oro" para el propio
Senado.
La primera dificultad estriba en desentrañar la propia expresión "representación
territorial". Dejando a un lado la clásica afirmación según la cual "las hectáreas no son
susceptibles de representación", la afirmación es esencialmente ambigua. En efecto, en
1978 el modelo territorial español no dejaba de ser (como luego se ha visto) un embrión
en desarrollo que podría haber tomado variables muy distintas, todas ellas
perfectamente constitucionales. Por no haber no había ni un mapa autonómico diseñado
en la Constitución, que prefirió optar por el principio dispositivo. De ahí que descubrir
el significado de la representación territorial en 1978 era poco menos que una quimera.
Por otra parte, conviene recordar que el artículo 137 de la Constitución señala al
menos tres ámbitos o niveles en los que se distribuye el poder territorialmente, y de
todos ellos predica la autonomía. Municipio, provincia y Comunidad Autónoma serían
así, al menos en teoría, susceptibles de entenderse cobijados bajo la expresión
"representación territorial". Más aún, la base electoral fundamental del Senado sigue
siendo, como luego se dirá, la provincia.
Es decir, aunque pueda haber una idea general (y por lo tanto imprecisa) sobre la
vinculación entre representación territorial y Comunidades Autónomas, ni la
Constitución lo expresa con claridad ni es la única interpretación posible.
4. Afirmada la oscuridad del concepto, se puede establecer otra vía de aproximación. Si
el Senado es la Cámara de representación territorial ello podría derivarse del haz de
competencias que a este respecto le atribuye la propia Constitución.
La pregunta será entonces ¿qué competencias atribuidas por la Constitución al
Senado justifican dicha afirmación?
También aquí la respuesta es muy parca. Es cierto que la atribución al Senado para
autorizar medidas extremas contra una Comunidad Autónoma que incumpla sus deberes
constitucionales (art. 155), es llamativa. Pero en su propio carácter extremo y patológico
(que demuestra, afortunadamente, su inaplicación en estos veinticinco años), queda
claro que esa no es una intervención de carácter sistemático y habitual que permita
afirmar el carácter territorial de la Cámara. Se supone que dicho carácter debe ser
demostrado cotidianamente, que forma parte de su esencia, y no sólo en circunstancias
excepcionales.
Tampoco el hecho de que el procedimiento de los convenios de prestación y gestión
de servicios propios de las Comunidades Autónomas (145.2) o el relativo al Fondo de
Compensación Interterritorial (158.2) comiencen en el Senado nos dice gran cosa acerca
de su supuesto carácter territorial. Además tanto en uno como en otro caso, la última
palabra la tiene el Congreso de los Diputados.
Y no hay más.
5. Si la expresión "representación territorial" es en sí misma ambigua y si la claridad no
la ofrece un elenco de competencias que podamos considerar como claramente
territoriales ¿dónde está el sentido de la expresión contenida en el artículo 69.1? Es
difícil contestar con sinceridad y acierto a esta pregunta. Más bien parece correcto
afirmar que la citada aserción del artículo 69.1 es una fórmula básicamente retórica que
se compadece mal con las facultades atribuidas al Senado. Se produce así la paradoja de
que a la Cámara Alta se la juzga por algo que la Constitución dice, pero que no es
sustancialmente verdad. Y no lo es no por la incapacidad del Senado para desarrollar
este papel constitucional, sino por la ausencia de voluntad constitucional para dotar a la
Cámara de medios que hagan posible aquella afirmación. Lo contrario es hacer un
análisis de palabras poéticas sin contenido jurídico alguno.

II. Elección provincial de los Senadores


1. El artículo 69.2 señala que en cada provincia se elegirán cuatro senadores.
Lógicamente hay que interpretar este precepto en relación con los restantes apartados
del artículo y por lo tanto hay que entender que cuando se habla de provincias la
Constitución se refiere exclusivamente a las provincias no insulares.
2. La opción por la provincia como circunscripción electoral denota, como antes se
indicó, una falta de criterio claro sobre el alcance territorial de la representación. Ello es
tanto más notorio cuanto que los senadores elegidos con base provincial o insular
representan aproximadamente cuatro quintas partes del total del Senado.
Abstracción hecha de las características del sufragio (universal, libre, igual, directo y
secreto), que pueden verse en el comentario del artículo 68, hay que señalar que el
factor territorial pudiera vislumbrarse en el hecho de que cada provincia elige el mismo
número de senadores independientemente de su población. Este es, p. ej., el sistema del
Senado norteamericano, aunque sin peculiaridades insulares o autonómicas en este caso.
Esta realidad favorece, evidentemente, a los territorios más despoblados, así como a las
Comunidades Autónomas (p. ej. Castilla y León), que tiene gran número de provincias,
en detrimento de otras monoprovinciales aunque densamente pobladas (v. gr. Madrid).
3. A los efectos de fijar el sistema electoral, el art. 166 LOREG establece un sistema
plurinominal, mayoritario, de voto restringido y listas abiertas.
Comenzando por esta última característica resulta llamativo que cuando, tantas
quejas se vierten en la opinión pública y en la doctrina contra el sistema de listas
cerradas y bloqueadas que conlleva la fórmula D'Hondt, resulta que existe para el
Senado un auténtico sistema de listas abiertas en el que el votante es dueño y señor de
sus preferencias pudiendo elegir un máximo de tres nombres (en las provincias
peninsulares) a su libre albedrío. Resulta curioso constatar, sin embargo, como con
precisión casi matemática, el votante suele escoger disciplinadamente los tres
candidatos del mismo partido. Aún más, el elector respeta escrupulosamente incluso el
orden alfabético en el que por exigencia del art. 172.3 a) LOREG aparecen alineados los
candidatos de una misma formación. Salvo rarísimas excepciones el número de votos
obtenidos por los candidatos de un partido es mayor cuanto más se acerque su apellido a
la letra a y se aleje de la letra z. Esto no es sino una muestra más de aquellas falsedades
teóricas (superioridad de las listas abiertas sobre las cerradas), que de tanto repetirse se
convierten en tópico aunque no por ello se transformen automáticamente en verdades.
La larga serie de elecciones iniciada en 1977 (este sistema figuraba ya en el RD de
15 de marzo de 1977), permiten afirmar, sin temor a equivocarse que el sistema
electoral vigente para el Senado refuerza claramente a la mayoría que existe en el
Congreso de los Diputados. Ello, claro está, si como hasta ahora se celebran
simultáneamente las elecciones al Congreso de los Diputados y al Senado. La regla
general es que el partido mayoritario obtiene el 75% de los escaños y el segundo partido
obtiene el 25%. El carácter mayoritario opera, pues, una corrección al sistema
proporcional vigente en el Congreso de los Diputados. Sólo en supuestos de mayoría
relativa muy ajustada el juego del art. 69.5 puede llevar a cambios en la mayoría del
Senado. Así sucedió, p. ej. tras las elecciones autonómicas de 1995. Sólo durante este
breve período de tiempo han coexistido mayorías de diferente signo político en ambas
Cámaras de las Cortes Generales.

III. Las circunscripciones insulares


1. Otra muestra del "carácter territorial" que a la representación se quiere ofrecer en el
Senado está impreso en el artículo 69.3. Este precepto parte de la realidad insular como
un "hecho diferencial", que justifica un trato específico en forma de circunscripción
específica.
A estos efectos, y frente al carácter homogéneo de las provincias peninsulares que
eligen cuatro senadores independientemente de su población o extensión, las tres
provincias archipelágicas aparecen fragmentadas en circunscripciones insulares o de
agrupación de islas. Así, las tres islas mayores -Gran Canaria, Mallorca y Tenerife-
eligen tres senadores cada una y las restantes islas o agrupaciones de islas uno.
2. Este artículo otorga una sobrerepresentación de cuatro escaños a las provincias
insulares buscando con ello hacer más patente la presencia de esta realidad insular en el
Senado. A la vez, el sistema electoral previsto en la LOREG convierte en mayoritario
puro el sistema de las islas pequeñas toda vez que la circunscripción uninominal impide
cualquier tipo de juego a la proporcionalidad. Por ello puede decirse que en las islas
menos pobladas (v. gr. Hierro) es donde menos votos se requieren para ser elegido
senador. Ello ha comportado la aparición de fuerzas políticas de carácter estrictamente
insular que con frecuencia logran obtener los escaños en juego.

IV. Las circunscripciones de Ceuta y Melilla


El constituyente ha querido realizar una regulación expresa de la realidad específica que
representa que Ceuta y Melilla sean parte del territorio español. Estas ciudades con Estatuto de
Autonomía (Estatuto que aún no existía, lógicamente, cuando se aprueba la Constitución), obtienen
así una reafirmación de su españolidad y una representación más que proporcional a lo que significa
su población. Quizá sea éste otro de los elementos de la llamada "representación territorial".
Hay que resaltar la imprecisión terminológica del apartado Al afirmar que son "las poblaciones
de Ceuta y Melilla" las que eligen dos senadores cada una de ellas, parece referir la capacidad
electoral a un elemento subjetivo y poblacional más que a un elemento territorial. Como no cabe
pensar que este artículo sea una excepción a lo previsto en el articulo 13.2 respecto de la titularidad
exclusiva del sufragio para los ciudadanos españoles (es decir los pobladores extranjeros de Ceuta y
Melilla no están incluidos en el art. 69.4), podría aventurarse una interpretación que permita afirmar
la titularidad de este derecho como atribuida a unas poblaciones independientemente de la
existencia de una realidad territorial subyacente (que puede existir o no). No parece, sin embargo,
que esta sea la verdadera ratio constitutionis. Más bien cabe pensar en un lapsus calami, que
comporta una inexactitud evidente.
En función del sistema electoral previsto en art. 166 LOREG el sistema electoral en estas
circunscripciones se convierte en un sistema mayoritario puro en el que los dos candidatos más
votados obtienen automáticamente el escaño. También aquí la escasa dimensión territorial y
poblacional ha conllevado en ocasiones la aparición de fuerzas políticas de ámbito exclusivamente
local que pueden llegar a obtener con cierta facilidad un ámbito de representación en el nivel
nacional.

VI. Los Senadores designados por las comunidades Autónomas


1. La principal innovación introducida en la estructura del Senado respecto de la
Cámara diseñada en la Ley para la Reforma Política es la contemplada en el artículo
69.5. Con esta fórmula se intenta introducir también un "reflejo territorial" en la
composición de la Cámara. Conviene recordar que en el Senado preconstitucional
existía un grupo de senadores de designación regia que lógicamente desaparecen con la
nueva Constitución democrática. En su lugar, aunque no en número estrictamente
idéntico, aparecen los senadores designados por las Comunidades Autónomas.
2. La primera cuestión interesante a analizar es la relación representativa que estos
senadores aportan. En efecto, dado que su designación proviene de la Asamblea de la
Comunidad Autónoma se ha planteado en varias ocasiones el fundamento de la relación
representativa que subyace a este mandato. Frente a la elección directa que antes se ha
descrito, los senadores designados lo son por un órgano de la Comunidad Autónoma: el
Parlamento o Asamblea. De ahí que en varias credenciales aportadas por senadores
designados se afirme que lo son en representación de una Comunidad Autónoma. Sin
que ello deje de ser cierto, no lo es menos que los designados lo son por ser miembros
de un determinado grupo político o, al menos, por ser propuestos por uno de ellos. De
hecho, una vez que los senadores designados se incorporan al Senado no existen, en
puridad, diferencias sustanciales con los senadores electos y aquéllos pasan a formar
parte de los Grupos Parlamentarios constituidos en torno a las fuerzas políticas de
diverso signo. No se conoce aún un caso en el que todos los senadores designados por
una Comunidad Autónoma hayan pasado a formar parte de un grupo parlamentario
específico diferente de los ya constituidos.
En resumidas cuentas, independientemente del origen de su mandato y de la
especificidad de las causas de su cese, se puede afirmar que no hay diferencias ni en las
funciones ni en el estatuto que este tipo de senadores designados tienen respecto de los
senadores electos.
Por otra parte conviene recordar que la significación numérica de estos senadores no
es muy elevada si tenemos en cuenta que representan más o menos una quinta parte de
la Cámara. Sí es cierto, sin embargo, que determinados preceptos del Reglamento del
Senado (p.ej. art. 56 bis 1 R.S.) les atribuyen una posición específica en orden a la
participación en determinados órganos (p. ej. Comisión General de las Comunidades
Autónomas)
3. La Constitución ha optado por fijar sólo los elementos básicos de la designación de
estos senadores del art. 69.5, mientras que remite la globalidad de su regulación a la
normativa autonómica. Esta regulación en algunos casos está plenamente contenida en
el respectivo Estatuto y en otros se desarrolla a través de una ley de la Comunidad
Autónoma. La diversidad normativa origina unas diferencias en el régimen jurídico de
los senadores designados cuyo análisis exige una pormenorizada travesía por el
ordenamiento autonómico. Tres son, sin embargo, los elementos de carácter común
garantizados en su homogeneidad por la Constitución: el número de senadores que
designa cada Comunidad Autónoma, el órgano que los designa y la llamada a un cierto
carácter proporcional en la designación.
4. En punto al número de senadores que corresponde designar a cada Comunidad
Autónoma, la Constitución fija un parámetro lineal y otro variable. El lineal exige que
cada Comunidad cuente, al menos, con un senador por la vía del art. 69.5. Este senador
cuya designación es independiente de la población con que cuenta cada Comunidad
Autónoma sólo podrán designarlo las Comunidades que tengan tal rango constitucional.
Es decir, no tienen atribuida esta capacidad las ciudades con Estatuto de Autonomía
como Ceuta y Melilla a las que antes se hacía referencia. Esta vía asegura, pues,
diecisiete senadores con carácter fijo.
Además, las Comunidades Autónomas designan otro senador más por cada millón de
habitantes de su respectivo territorio. Esta variante implica que muchas Comunidades
que no llegan al millón de habitantes sólo designan un senador.
Ya que el número de habitantes es un dato variable en función de diversas
circunstancias, el art. 165.4 LOREG señala que: "A efectos de dicha designación el
número concreto de senadores que corresponda a cada Comunidad Autónoma se
determinará tomando como referencia el censo de población del derecho vigente en el
momento de celebrarse las últimas elecciones generales al Senado". O lo que es lo
mismo, el número de senadores del 69.5 queda congelado en el momento de las
elecciones al Senado independientemente de las alteraciones que se puedan producir
con posterioridad en los censos poblacionales.
Es menester también destacar que el millón de habitantes a que se refiere el art. 69.5
debe serlo completo. Esto es, las fracciones inferiores al millón por altas que sean no
dan derecho a ninguna Comunidad a elegir un senador.
Dada la natural variabilidad del censo de población, el Senado, a diferencia del
Congreso de los Diputados, no tiene un número fijo e idéntico de miembros en cada
legislatura, sino que éste variará en función del criterio aquí expuesto. A modo de
ejemplo, en la VII legislatura la Cámara se compone de 259 senadores, de los que 51
han sido designados por la vía del art. 69.5
5. La Constitución exige que los senadores autonómicos sean designados por la
Asamblea Legislativa o en su defecto, por el órgano colegiado superior de la
Comunidad Autónoma. De hecho en todos los casos es el Parlamento autonómico el que
viene designando y acreditando a estos senadores de acuerdo con su Estatuto, su
Reglamento y, cuando existe, con la ley autonómica que fija el proceso de designación
de los senadores. Precisamente la posibilidad de que sean los gobiernos autonómicos y
no los Parlamentos los que designen a los senadores es una de las cuestiones que han
sido objeto de debate como una posible reforma del Senado.
6. Junto con el respeto al número de senadores que corresponda designar, la única
limitación constitucional que se exige a la Asamblea Legislativa es que respete "la
adecuada representación proporcional". En el comentario al artículo 68.3 se ha hecho ya
referencia a la maleabilidad del concepto "proporcional" aplicado a un régimen
electoral. Esta dificultad conceptual se acentúa cuando se piensa que, en muchos casos,
se trata de repartir dos o tres escaños solamente (evidentemente la proporcionalidad es
imposible cuando sólo se designa un senador).
En varias Comunidades la legislación autonómica ha resuelto el problema
estableciendo criterios claros y taxativos sobre las reglas a aplicar para la designación
de senadores. Cuando esto no es así, han surgido inevitables conflictos e
interpretaciones contrapuestas sobre lo que significa la "adecuada representación
proporcional". El Tribunal Constitucional, que ha tenido ocasión de pronunciarse al
respecto, ya señaló (STC 40/1981) que "la adecuada "representación proporcional"
exigida sólo podrá serlo imperfectamente en el margen de una discrecionalidad que la
haga flexible, siempre que no altere su esencia. Será preciso, en todo caso, evitar la
aplicación pura y simple de un criterio mayoritario o de mínima corrección".
Es decir, máxima flexibilidad, que se ve confirmada en la STC 76/1989 cuando
afirma la constitucionalidad posible de diversos modelos de proporcionalidad siempre
que el criterio se respete. No hay, pues, un único modelo ni se puede exigir la aplicación
analógica de la regla D'Hondt que rige para el Congreso de los Diputados como único
sistema (STC 4/1992).

VI. El mandato del Senado y de los senadores


1. El art. 69.6 se ocupa, al igual que hace el 68.4 con el Congreso de los Diputados, de
la duración del mandato del Senado y de los senadores. Hay que decir que hasta ahora
ambos períodos han coincidido siempre habiéndose producido elecciones simultáneas
para ambas Cámaras. Pero ello no es inexcusable. La previsión del art. 115.1 de la
Constitución que permite disolver y convocar elecciones por separado para cada
Cámara no elimina en absoluto esta posibilidad.
En todo caso, con carácter general pueden darse por reproducidos aquí los
comentarios efectuados al precitado art. 68.4.
2. Existe, sin embargo, una especialidad que requiere de una exégesis más detallada.
Mientras que el Congreso es elegido de manera íntegra y simultánea el mismo día no
sucede lo mismo con el Senado. Ya se ha indicado como existen una serie de senadores,
los designados por la vía del art. 69.5, que lo son por las Comunidades Autónomas y no
siempre en la misma fecha. Esta circunstancia se despliega en unas peculiaridades que
conviene analizar.
2.1. En primer lugar, dado que la normativa es básicamente autonómica, ésta
puede optar con absoluta legitimidad por vincular el mandato senatorial con
el propio de la Asamblea autonómica o por el contrario, desvincular ambas
circunstancias. Esta opción, confirmada en cuanto a su constitucionalidad
por las SSTC 40/1981 Y 76/1989, conlleva que en aquellos casos en los que
ambos mandatos van unidos, o por decirlo más claramente, en los que el
mandato autonómico es conditio sine qua non para acceder al mandato
material, la pérdida del primero conlleva la pérdida del segundo. Así lo
contempla expresamente la legislación autonómica y se prevé en el artículo
18 f) del Reglamento del Senado.
En estos casos, aunque también en los demás, es el propio Parlamento
que designa quién debe de hacer constar al Senado la pérdida de la
condición de senador.
2.2. La flexibilidad normativa implica también la diversidad en la duración
del mandato. Así existen casos en los que el mandato se vincula a la
legislatura del Senado (caso de la C.A. de Galicia), y casos en los que el
mandato se vincula a la legislatura autonómica (casos de la C.A. del País
Vasco o de la C.A. de Cataluña).
Esta última opción suscita problemas jurídicos cuando el Senado es
disuelto o finaliza su mandato sin que lo haya hecho la legislatura
autonómica. Algunas Comunidades han planteado el mantenimiento del
mandato de estos senadores. Sin embargo, la solución constitucionalmente
correcta parece ser claramente la contraria. El Senado no es una Cámara
permanente que se renueve por partes (como sucede V. gr. con el Senado de
los Estados Unidos), y por ello cuando la legislatura acaba, finaliza también
el mandato para todos aquellos senadores que no formen parte de su
Diputación Permanente. Cosa distinta es que las Asambleas mantengan, en
función de la legislación aplicable, un vínculo para renovar la credencial y
el mandato de los senadores designados que venían ejerciendo esa función.
Esta es la solución, técnicamente irreprochable, que ofrece el artículo 1.2
del Reglamento del Senado. Cualquier otra solución chocaría, al menos hoy
en día y sin que se produzca una reforma de la Cámara, con la naturaleza
temporal que al Senado otorga nuestra Constitución y con el mandato claro
y expreso del artículo 69.6.
Sobre el contenido de este artículo son de especial interés los trabajos de García-Escudero,
Fernández-Segado, Punset y Visiedo, citados en la bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 70
El artículo 70.1 remite a la Ley Electoral la tipificación de las causas de inelegibilidad e
incompatibilidad de los miembros de las Cortes Generales, estableciendo así una reserva de ley
específica, al tiempo que, apartándose de la línea seguida en las Constituciones de nuestro entorno,
determina el contenido mínimo de tal regulación. En este sentido, la STC 72/1984, de 14 de junio
declaró la inconstitucionalidad de un proyecto de ley orgánica relativo, de forma exclusiva, a las
incompatibilidades de diputados y senadores, por entender que el citado precepto constitucional, no
sólo establece un contenido mínimo de la Ley Electoral, sino que determina además que tal materia
sólo puede ser regulada en dicha ley.
Las dos figuras recogidas en este precepto son un medio clásico para salvaguardar la libertad y la
independencia, bien de los parlamentarios, bien de otros sujetos u órganos, bien de los electores;
pero es preciso recordar su diferenciación. Así, la inelegibilidad pretende que no se planteen ciertas
situaciones que podrían derivar en una discriminación en el proceso electoral, procurando garantizar
el libre ejercicio del sufragio activo, eliminando posibles coacciones o intimidaciones que
determinadas posiciones "dominantes" de los candidatos conllevarían, asegurando al mismo tiempo
la igualdad de condiciones de los elegibles. Las incompatibilidades, sin embargo, quieren evitar que
el parlamentario simultanee su cargo con otro mandato, cargo, función o actividad pública o privada
que pueda comprometer su actuación o impedir que ésta se realice correctamente y con la
dedicación necesaria, de forma que, en cierto modo, suponen una derivación de la interdicción del
mandato imperativo consagrada en el artículo 67.2, de la Constitución, así como del principio de
separación de poderes que informa el texto de la misma.
Paralelamente, mientras la inelegibilidad actúa desde el inicio al fin del proceso electoral, la
incompatibilidad surge en el momento inmediatamente posterior, es decir, una vez celebrada la
elección, teniendo en cuenta que nuestro sistema, tal y como ha señalado el Tribunal Constitucional
en su STC 45/1983, de 25 de mayo, dictada con ocasión del recurso de amparo promovido contra la
Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Territorial de Cáceres,
relativa a la presentación de la candidatura como Senador del Director Provincial del INAS, "es el
de la concurrencia de supuestos de inelegibilidad, que impiden el convertirse en quien concurran, en
sujeto pasivo de la relación electoral, y de supuestos de incompatibilidad, en los que se transforman
las de inelegibilidad (...) operando, en su caso, impidiendo el acceso al cargo o el cese en el
mismo..."
Pues bien, la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General estableció en
su artículo 6 las causas generales de inelegibilidad, las cuales, tal y como señaló el Tribunal
Constitucional en la citada STC 45/1983, de 25 de mayo, en tanto que suponen una restricción del
derecho de sufragio pasivo, no son susceptibles de aplicación analógica para extender su aplicación
a supuestos no contemplados en la Ley.
El artículo 6.1 regula las causas de inelegibilidad absolutas, es decir, con efectos en todo el
territorio nacional, previstas, a su vez, en las correspondientes normas relativas a los órganos
incompatibles correspondientes, a saber: artículo 19 LO 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal
Constitucional; artículo 12 LO 3/1980, de 22 de abril, del Consejo de Estado; artículo 33 LO
2/1982, de 12 de mayo, del Tribunal de Cuentas; artículo 7 LO 3/1981, de 2 de abril, del Defensor
del Pueblo; artículos 31 y 57.3 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal; artículo 3 de la Ley
12/1995, de 11 de mayo, de incompatibilidades de los miembros del Gobierno de la Nación y de los
altos cargos de la Administración General del Estado; artículos 14 y 15.4 Ley 50/1997 de 27 de
noviembre, del Gobierno; artículo 389 y 390 LO 6/1985, de 1 de julio del Poder Judicial; artículo
141 Ley 17/1999, de 18 de mayo, de régimen del personal de las Fuerzas Armadas; artículo 83 Ley
42/1999, de 25 de noviembre, de régimen de personal del Cuerpo de la Guardia Civil, y artículos 7
y 8 LO 8/1998 de 2 de diciembre, del régimen disciplinario de las Fuerzas Armadas.
El artículo 6.3 prevé las causas de inelegibilidad relativas, aplicables sólo en la circunscripción
en que se ejerce el cargo o la función correspondiente. Los supuestos de inelegibilidad previstos en
el artículo 6.2 se caracterizan porque su remoción no depende de la mera voluntad del afectado,
habiendo señalado el Tribunal Constitucional en las STC 80/1987, de 27 de mayo y STC 158/1991,
de 15 de julio, que el citado artículo sólo menciona alguna de las causas de inelegibilidad referibles
a sanciones penales -previendo la privación del derecho de sufragio pasivo como pena accesoria a la
privación de libertad- de forma que existen además otros casos previstos en la legislación penal. De
otra parte, el artículo 56 de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, prevé
la pena accesoria de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo en las penas de
prisión de inferiores a diez años, que no se impone ya -a diferencia de lo que ocurría en el anterior
Código Penal- de forma automática y en todo caso como accesoria a la de privación de libertad. Por
otro lado, el artículo 137 de la LOREG prevé la imposición de la pena de inhabilitación especial
para el derecho de sufragio pasivo para todos los delitos e infracciones electorales.
A su vez, el art. 154 LOREG, regula las causas de inelegibilidad de Diputados y Senadores,
estableciendo, junto a las previstas en el artículo 6, el ejercicio de funciones o cargos conferidos o
remunerados por un Estado extranjero; para el Congreso de los Diputados, los Presidentes y
diversos altos cargos de las CCAA, y anticipa también lo que el art. 67.1 de la Constitución
establece como causa de incompatibilidad, al impedir el simultanear la candidatura a ambas
Cámaras.
Por otro lado, en virtud de lo dispuesto en el art. 69.5 CE, se difiere a los Estatutos de
Autonomía la regulación de las causas de inelegibilidad de los denominados "Senadores
autonómicos", a designar por la Asamblea correspondiente, habiendo reconocido el Tribunal
Constitucional la legitimidad de la regulación autonómica con ocasión del recurso de
inconstitucionalidad frente a la Ley de Senadores Vascos: STC 40/1981, de 16 diciembre, y, en la
práctica, tales causas se han previsto en leyes de los Parlamentos autonómicos correspondientes o
bien en sus Reglamentos.
Por cuanto se refiere a las causas de incompatibilidad, éstas aparecen reguladas en los arts. 155 a
159 LOREG. Así, conforme ya se señalaba en la anteriormente citada STC 45/1983, el art. 155
LOREG establece, en primer lugar, que las causas de inelegibilidad de Diputados y Senadores lo
son también de incompatibilidad, de forma que, en el supuesto de que se trate de causas
sobrevenidas con posterioridad a la elección, tales circunstancias no invaliden la misma, sino que
impiden asumir el cargo electivo o determinan su cese, si ya se hubiere accedido al escaño.
Asimismo, el art. 155 LOREG establece un listado de causas absolutas de incompatibilidad, reitera
la prohibición de la acumulación de actas del artículo 67.1 CE y prevé la aplicación a los
"Senadores Autonómicos" del régimen de incompatibilidades previsto en la Constitución y la Ley
Orgánica del Régimen Electoral General.
La prohibición de acumulación de actas se ha traducido, en la práctica, en la presentación de
renuncias de los Diputados elegidos por Asambleas Autonómicas una vez celebradas las elecciones
en el ámbito territorial en las que han resultado elegidos y con carácter previo a la perfección de tal
condición en la sesión constitutiva de la Asamblea correspondiente. Y ello porque lo que no cabe es
acumular la condición de Diputado con la de miembro de un Parlamento Autonómico, pero nada
impide acumular la condición de miembro y candidato (Acuerdo de la Junta Electoral Central de 16
de mayo de 1986), o, en el supuesto de que se convocasen separadamente las elecciones al
Congreso de los Diputados y al Senado, el presentarse como candidato a una de ellas sin renunciar
al escaño en la otra, (recordemos que si se veta, no obstante, en este caso, la posibilidad de concurrir
simultáneamente como candidato a ambas Cámaras en el art. 154 LOREG citado).
En relación con el sector público, el art. 157 LOREG opta por un criterio general de
incompatibilidad con el mandato parlamentario, incompatibilidad funcional ratificada con la
correlativa incompatibilidad retributiva, estableciendo la imposibilidad de percibir más de una
remuneración con cargo al presupuesto público, sin perjuicio de la percepción de determinadas
dietas o indemnizaciones.
En relación con el sector privado, el art. 159 LOREG establece tres supuestos distintos: aquellos
que enumera como prohibidos en todo caso, los compatibles, previa autorización y los que no
precisan tal autorización. A tal efecto, el art. 160 LOREG dispone la obligación de Diputados y
Senadores de formular declaración de sus actividades y sus bienes, tanto al adquirir su condición de
tales como al perderla, debiendo asimismo declarar sus eventuales modificaciones. Tales
declaraciones se inscriben en el Registro de Intereses de cada una de las Cámaras, y su formulación
se ajusta al modelo establecido en el Acuerdo de las Mesas del Congreso de los Diputados y del
Senado, de 18 de diciembre de 1995, en materia de Registro de Intereses. Elementos que definen el
citado Registro son su dependencia directa de las respectivas Presidencias y su carácter público, a
excepción de lo que se refiere a los bienes patrimoniales. Ahora bien, el citado Acuerdo de las
Mesas regula el procedimiento de acceso a las declaraciones de actividades de los Parlamentarios,
estableciendo como requisitos los siguientes: autorización de la Mesa de la Cámara, previa petición
escrita y razonada; exhibición al interesado, en presencia del funcionario competente, de copia de la
declaración, sin que quepa solicitar certificación o copia, sino tan sólo tomar notas de su contenido;
tal exhibición sólo podrá hacerse una vez el Pleno de la Cámara se haya pronunciado sobre la
misma.
Por su parte, tal obligación de declaración se prevé asimismo en el art. 18 RCD (conforme a la
redacción dada al mismo por la Reforma del Reglamento aprobada el 23 de septiembre de 1993); y
1.3 y 26 RS, si bien este precepto dispone la obligación de formular ambas declaraciones como
requisito para la perfección de la condición de Senador, mientras que el art. 20.1.2º RCD limita tal
prescripción a la presentación de la declaración de actividades. Asimismo, los arts. 19 RCD y 15 a
17 del RS (desarrollados por la Norma Supletoria de la Presidencia del Senado sobre los artículos
16.1 y 17.3 del Reglamento del Senado, de 17 de marzo de 1992), regulan el procedimiento de
examen de las eventuales incompatibilidades por las Comisiones de Estatuto de los Diputados e
Incompatibilidades, respectivamente, y posterior elevación a los Plenos de sendas Cámaras de los
dictámenes correspondientes.
El apartado 2 del art. 70 CE establece el control judicial de las actas y credenciales de los
parlamentarios de acuerdo con lo establecido en la Ley Electoral. El examen de la validez de las
actas de los parlamentarios tiene como precedente lejano la "verificación de poderes" de los
antiguos parlamentarios medievales, en la actualidad, y pese a que las Cámaras no son asambleas de
mandatarios, diversos países mantienen el criterio de que cada Cámara es juez de la elegibilidad de
sus miembros y de la regularidad de su elección, de acuerdo con la práctica revolucionaria francesa
seguida hasta la Constitución de 1946 inclusive. Así sucede en Italia y Estados Unidos. Otros
países, entre ellos el nuestro, han excluido un control político de la regularidad electoral a cargo de
las propias Cámaras, modelo de control asumido en nuestro constitucionalismo histórico, habiendo
judicializado la Constitución de 1978 definitivamente el examen de dichas actas.
Ahora bien, conforme ha señalado el Tribunal Constitucional en la STC 141/2000, de 5 de junio,
al tiempo que se afirma el principio de sumisión a la jurisdicción de las actuaciones administrativas,
se admite que la misma se configure de acuerdo con las circunstancias específicas del proceso
electoral.
El control judicial en materia electoral se centra, en la jurisdicción ordinaria, en recursos
contencioso-electorales frente a la proclamación de las candidaturas (art. 49 LOREG) o de electos
(art. 109 a 120 LOREG).
Elementos característicos de los procesos contencioso-electorales son la brevedad de los pleitos,
el derecho aplicable y el objeto tutelado, a saber: un derecho fundamental, de ahí que el Tribunal
Constitucional haya señalado en su STC 27/1990, de 22 de febrero, que el control judicial de la
regularidad del proceso electoral establecido en el artículo 70.2 no excluye la revisión por la vía del
amparo del Tribunal Constitucional a fin de proteger derechos fundamentales, como sería el de la
participación política.
Así, la LOREG prevé expresamente el recurso de amparo contra la proclamación de candidaturas
(art. 49.3) y contra la proclamación de electos (art. 114.2), con cuyas resoluciones el Tribunal
Constitucional se transforma, de facto en "Tribunal de Garantías Electorales".
El trámite de la verificación de actas provocaba en nuestro derecho histórico la diferenciación
entre una primera constitución interina de las Cámaras para, una vez controlada la validez de las
elecciones, constituirse de forma definitiva. Los Reglamentos de 1977 mantuvieron esta distinción,
pero sin dejar a las propias Cámaras el control de la validez de las elecciones y credenciales. El
vigente Reglamento del Congreso de los Diputados prevé, en su art. 3, que en la sesión constitutiva
de la Cámara se dará lectura por uno de los Secretarios a la relación de Diputados electos y a los
recursos contencioso-electorales interpuestos, con indicación de los Diputados electos que pudieran
quedar afectados por la resolución de los mismos; disponiéndose en el art. 36.2 del citado
Reglamento que se procederá a una nueva elección de los miembros de la Mesa cuando las
sentencias recaídas en los recursos contencioso-electorales supusiesen un cambio superior al 10%
de los escaños.
De otra parte, el art. 4 del RS establece que, en el supuesto de que las impugnaciones formuladas
contra la proclamación de Senadores de elección directa afectasen a un 20% o más de los escaños,
el Senado se constituirá interinamente, en tanto no se resuelvan las impugnaciones de forma que
confirmen la proclamación de no menos del 80% de los mismos.
El acuerdo de proclamación de electos de la Junta Electoral de Melilla fue objeto de recurso
contencioso-electoral por la representación del Partido Popular, resolviendo la Sala de lo
Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (Málaga) en sentencia
de 4 de diciembre de 1989 "declarar la nulidad de las elecciones celebradas el día 29 de octubre
pasado, debiéndose efectuar sólo la votación para elecciones al Congreso y Senado en toda la
circunscripción de Melilla en el plazo de tres meses". Recurrida en amparo la sentencia ante el
Tribunal Constitucional, éste decidió (STC 25/1990) desestimar el recurso y levantar la suspensión
de la sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo de Tribunal Superior de Andalucía de 4
de diciembre de 1989, en ejecución de la cual fue convocado el acto de la votación para elecciones
al Congreso de los Diputados y al Senado en la circunscripción de Melilla por Real Decreto
274/1990, de 2 de marzo, siendo la fecha de celebración el 25 de marzo.
A su vez, contra el acuerdo de proclamación de electos de la Junta Electoral Provincial de
Murcia se interpuso recurso contencioso-electoral por el Partido Socialista Obrero Español ante el
Tribunal Superior de Justicia de Murcia, que dictó sentencia "declarando la nulidad de las
elecciones generales celebradas en esta circunscripción el pasado día 29 de octubre para que se
vuelvan a convocar en el plazo de tres meses". Tal sentencia fue objeto de recursos de amparo,
resueltos por el Tribunal Constitucional en Sentencia de 15 de febrero de 1990 (STC 24/1990), en la
que se disponía la anulación de la STSJ de Murcia, el restablecimiento en su derecho a los ocho
primeros candidatos electos reconociendo la validez de su proclamación efectuada por la Junta
Electoral Provincial en resolución de 12 de noviembre de 1989, así como, en orden a la atribución
del noveno escaño, retrotraer las actuaciones al momento procesal inmediatamente anterior al de
dictar sentencia para que la Sala recabase de los correspondientes Juzgados la remisión de los
"segundos sobres" de las Mesas 1-11-B de Alcantarilla y 10-10-B de Cartagena, con el objeto de
que una vez recibidos, la Sala adoptase una de estas opciones:
a) Si estimaba que concurrían garantías suficientes de autenticidad, procediese a la
integración de los resultados de ambas Mesas con los obtenidos en las otras 1.085 ya
computados por la propia Sala, y, en consecuencia, a la adjudicación de ese noveno
escaño a quien correspondiese.
b) En su defecto, declarase la nulidad de la elección celebrada en dicha o dichas
Mesas para que se volviese a celebrar nueva votación en ella o ellas.
El Tribunal Superior de Justicia de Murcia siguió la opción a), adjudicando el noveno de los
escaños de la circunscripción a la quinta candidata de la lista presentada por el PSOE en las
elecciones generales de 29 de octubre de 1989.
Como consecuencia de la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional en sus citadas STCs
24/1990 y 25/1990, de 15 y 19 de febrero respectivamente, producidas con ocasión de los referidos
recursos, el art. 113 de la LOREG -conforme a la redacción dada al mismo por la Ley Orgánica
8/1991, de 13 de marzo- determina que la Sentencia recaída en los recursos contra la proclamación
de electos puede establecer la nulidad de la elección, pero siempre que se trate de irregularidades o
vicios graves, pudiendo sólo afectar a un número limitado de secciones o de mesas, y sólo
determinarán la repetición de la convocatoria electoral -el acto de la votación- cuando su resultado
altere la atribución de escaños de la circunscripción.
Por lo que se refiere a bibliografía básica en relación con el contenido de este artículo se pueden
citar los trabajos de Solozábal, Entrena, Recoder o Durán, entre otros.

Sinopsis artículo 71
I.- El Estatuto del Parlamentario
1. En los modernos sistemas democráticos la opción entre democracia directa y
democracia representativa está definitivamente resuelta a favor de esta última. Sin
excluir determinadas instituciones de aquella, el ejercicio de la soberanía popular se
instrumenta fundamentalmente a través de los representantes. De esta manera los
parlamentarios vienen a gestionar este depósito de la soberanía (art. 66.1) y, de manera
mediata, actualizan derechos fundamentales de los propios ciudadanos (art. 23.1).
Esta realidad innegable conlleva a dar la máxima importancia y realce a la función
parlamentaria ejercida por los representantes o parlamentarios. Para asegurar esta
función los diferentes ordenamientos constitucionales suelen diseñar un estatuto propio
del parlamentario -más o menos amplio según los países- que tiende a reforzar y
proteger el libre ejercicio de aquella. A este conjunto de instituciones (inviolabilidad,
inmunidad, fuero, asignaciones, etc), que pueden darse conjuntamente o no, se le puede
denominar como la esfera de protección personal de la representación.
En cierta medida nos encontramos ante la vertiente personalizada de la afirmación
contenida en el artículo 66.3, según el cual: "las Cortes Generales son inviolables".
2. El Estatuto del parlamentario tiene tras de sí una larga historia casi tan vieja como las
de las propias Asambleas. Siempre han existido instituciones como la inmunidad que
han sido, en el fondo, respuestas al acoso que los representantes podían sufrir por parte
de otros poderes, especialmente del soberano absoluto.
Sin embargo, la propia existencia de este estatuto, o al menos su extensión, lleva
bastante tiempo en tela de juicio. En los sistemas democráticos avanzados donde la
afirmación radical del principio de igualdad (arts. 1.1 y 14) o del derecho a la tutela
judicial efectiva (art. 24) están profundamente consolidados, la existencia de figuras e
instituciones que puedan entrar (al menos en apariencia) en conflicto con aquellos tiene
una presentación claudicante. Nuestro propio Tribunal Constitucional ha señalado
como: "Con alguna excepción muy singular, la comprensión más estricta de la
prerrogativa es unánimemente compartida por la doctrina española, siendo también la
dominante en la literatura extranjera, En el Derecho español (...) esta parece ser,
ciertamente la interpretación más correcta" o, más claramente todavía: "Las
prerrogativas parlamentarias han de ser interpretadas estrictamente para no devenir
privilegios que puedan lesionar derechos fundamentales de terceros" (STC 51/1981).
3. Esta realidad, incontestable, que ha llevado a algún exceso doctrinal, no debe hacer
olvidar que las prerrogativas son instituciones colectivas cuya titularidad pertenece a las
Cámaras y que sólo de manera refleja recaen individualmente en los propios
parlamentarios.

II. La inviolabilidad
1. En el tradicional sistema liberal del parlamentarismo, las decisiones de la Asamblea
vienen necesariamente precedidas del libre debate y del contraste de argumentaciones.
Sólo así, se estimaba, era posible alcanzar una decisión racional fruto del
convencimiento y de la persuasión. Para ello es imprescindible que el parlamentario
pueda expresarse libérrimamente tanto en su manifestación oral cuanto en su propio
voto. Esta libertad máxima exige una absoluta irresponsabilidad jurídica (no política,
claro está) por sus opiniones, manifestaciones y votos. Como ha señalado el Tribunal
Constitucional: "El interés a cuyo servicio se encuentra establecida la inviolabilidad es
el de la protección de la libre discusión y decisión parlamentarias" (STC 51/1985). Con
más extensión se manifiesta el Alto Tribunal cuando en su STC 243/1988 expresa lo
siguiente: "La inviolabilidad es un privilegio de naturaleza sustantiva que garantiza la
irresponsabilidad jurídica de los parlamentarios por las opiniones manifestadas en el
ejercicio de sus funciones, entendiendo por tales aquellas que realicen en actos
parlamentarios y en el seno de cualquiera de las articulaciones de las Cortes Generales
o, por excepción, en actos exteriores a la vida de las Cámaras que sean reproducción
literal de un acto parlamentario, siendo, finalidad específica del privilegio asegurar a
través de la libertad de expresión de los parlamentarios, la libre formación de la
voluntad del órgano legislativo al que pertenezcan"
2. Así determinado el sentido de la institución, quedan todavía varios elementos por
definir para tener un conocimiento cabal de la prerrogativa.
2.1. En relación con el ámbito subjetivo, el artículo 71.1 se refiere expresa y
normativamente a los diputados y senadores. Ello no quiere decir que los
demás parlamentarios (p. ej. los autonómicos), queden excluidos de esta
protección que es consustancial con la propia función parlamentaria.
Significa simplemente que otras normas (los Estatutos) son las llamadas a
plasmar legalmente la prerrogativa. Eso sí, el alcance subjetivo no puede
extenderse más allá de los propios parlamentarios, quedando excluidos
cualesquiera colaboradores o ayudantes de los mismos por más que se
tratara de meros transmisores o repetidores de lo realizado por los
parlamentarios.
2.2. En punto al ámbito material, el artículo 71.1 menciona escuetamente a
las "opiniones" como objeto de protección. Con irreprochable lógica
constitucional el artículo 21 del Reglamento del Senado incluye en este
objeto no sólo las opiniones manifestadas a actos parlamentarios sino
también "los votos emitidos en el ejercicio de su cargo". La corrección de
esta norma aparece confirmada implícitamente por la jurisprudencia
constitucional cuando admite que la prerrogativa ampara a los
parlamentarios por "declaraciones de juicio o de voluntad" (STC 51/1985).
Cualquier otra interpretación sería un dislate que implicaría dañar
irreversiblemente la finalidad propia de la institución. El diputado o senador
debe de poder expresarse libremente pero debe de poder votar con idéntica
libertad. Conviene resaltar que, en ocasiones, la existencia de votaciones
secretas en la Cámara puede jugar un papel importante en esta protección de
la libertad, aunque también un eventual efecto disfuncional en la estabilidad
de las mayorías parlamentarias.
Entendemos que esta protección es absoluta, incluso cuando con el voto
se esté contribuyendo de manera evidente a posiciones inexplicables.
2.3. Como es lógico no todas las opiniones o manifestaciones de un
diputado o senador están protegidas por la prerrogativa de la inviolabilidad.
Sólo lo están las "manifestadas en el ejercicio de sus funciones".
Este ámbito funcional exige una delimitación no siempre fácil. Será
sencillo cuando el parlamentario se manifiesta desde la tribuna
parlamentaria o desde el escaño o votando en las sesiones. Pero la vida
política no se acaba entre las paredes de las Cámaras. Los parlamentarios
ejercen su función de manera relevante fuera de aquellas. Así se ha
planteado la duda de si la prerrogativa cubre las actuaciones cuando éstas se
desarrollan en sedes diferentes del Parlamento. El Tribunal Constitucional,
conjuntamente con la interpretación restrictiva antes expuesta, ha fijado que
la protección decae: "...cuando los actos hayan sido realizados por su autor
en calidad de ciudadano (de "político incluso) fuera del ejercicio de
competencias y función que le pudieran corresponder como parlamentario.
Así las funciones relevantes para el artículo 71.1 de la Constitución no son
indiferenciadamente todas las realizadas por quien sea parlamentario, sino
aquellas imputables a quien siéndolo, actúa jurídicamente como tal" (STC
71/1985).
2.4. La inviolabilidad es una prerrogativa parlamentaria que, a diferencia de
otras, tiene un ámbito temporal no limitado. La imposibilidad de perseguir a
quienes están protegidos por la inviolabilidad es perpetua. Ni durante ni
después de su mandato cabe acción alguna que violente esta prerrogativa.
Esto es lógico. Si el parlamentario pudiese ser perseguido cuando se
extingue su mandato, la libertad que se intenta proteger quedaría
severamente dañada, aunque sólo fuese por la amenaza de futuro de las
consecuencias que su acción puede tener. Por ello es indiscutible el carácter
perpetuo de la prerrogativa.
3.Ha sido tradicional la discusión doctrinal sobre la configuración penal de una
prerrogativa que, al final, supone la no aplicación del ordenamiento penal vigente
suponiendo, claro está, que se haya conculcado el ordenamiento. La principal línea
doctrinal tiende a considerar la inviolabilidad como una causa personal de exclusión de
la pena, aunque no falten opiniones que prefieran su configuración como causa de
justificación en el ámbito del ejercicio de un derecho o cargo.
Lo que en todo caso está claro es que frente a una acción dirigida contra un diputado
o senador por un acto cubierto por la prerrogativa de la inviolabilidad, la respuesta
procesal oportuna no es la de tramitar un suplicatorio y, en su caso, denegarlo. La
jurisprudencia del Tribunal Constitucional se ha encargado de señalar la diferencia de
ambas instituciones negando que la inmunidad sea el corolario de la inviolabilidad.
Dado que la inviolabilidad por las opiniones supone, precisamente, que aquellas "no
puedan ser sometidas a procedimiento alguno" (STC 36/1981), la inadmisión directa de
la acción de los Tribunales por las Cámaras parece la reacción jurídica procedente.

III. La inmunidad
1. El artículo 71.2 al consagrar la inmunidad parlamentaria está dando cabida a una
institución de largo recorrido histórico, pero con un presente debatido y cuestionado
hasta su más honda raíz. Para empezar, es menester aclarar que de igual manera que la
inviolabilidad parlamentaria parece requisito inexcusable de cualquier mandato
parlamentario libre, la inmunidad es una institución no recogida en múltiples
ordenamientos. Aun donde está contemplada el alcance sus efectos dista mucho de ser
homogéneo.
Se trata de una prerrogativa de origen medieval que protegía a los procuradores
frente al riesgo evidente que suponían los poderes del monarca, bien fuesen de carácter
policial o mediante la propia intervención judicial. Aunque su origen histórico fue más o
menos común, la fundamentación teórica de su propia existencia ha sido mucho más
variada. Desde la clásica teoría del fumus persecutionis hasta el principio de separación
de poderes han sido esgrimidos como fundamento de tan antigua institución.
En todo caso, se trata de una prerrogativa que afecta de modo principal a la esfera
procesal del parlamentario, elevando una serie de obstáculos añadidos a la posibilidad
de actuar contra el mismo, que se superponen a las garantías de las que ya de por sí
disfruta cualquier ciudadano.
Como ha señalado el Tribunal Constitucional: "La inmunidad, en cambio, es una
prerrogativa de naturaleza formal que protege la libertad personal de los representantes
populares contra detenciones y procesos judiciales que puedan desembocar en privación
de libertad, evitando que, por manipulaciones políticas, se impida al parlamentario
asistir a las reuniones de las cámaras y, a consecuencia de ello, se altere indebidamente
su composición y funcionamiento" (STC 243/1988 que reitera la ya contenida en la
STC 80/1985)
2. En relación con el ámbito personal el artículo 71.2 sitúa bajo su ámbito de protección
a los diputados y senadores. Dado que, como se indica anteriormente, la inmunidad no
es elemento indispensable para el libre ejercicio de la función parlamentaria, el Tribunal
Constitucional en su STC 36/1981 lejos de extender su régimen sin distinciones a los
parlamentarios autonómicos, consagró un diferente nivel de aplicación del instituto a
éstos negándoles todo aquello que no esté recogido de manera literal en los propios
Estatutos de Autonomía y negando, también, la suficiencia de otros instrumentos
jurídicos que no sean los Estatutos para extender la prerrogativa.
3. En punto al ámbito material de la prerrogativa, la propia dicción del precepto parece
dejar claro que aquella sólo juega cuando se trata de procesos situados en el ámbito
penal. En línea con la tesis restrictiva antes aportada y ante el intento de extender su
aplicación a la esfera de la demanda contra el honor contenido en la LO 3/1985, el
Tribunal Constitucional dejó claro en la STC 9/1990 que dicha extensión entraba en
contradicción con el art. 71.2. Queda así cerrada de manera definitiva cualquier
posibilidad de extender la inmunidad más allá del ámbito penal.
El precepto ahora analizado actúa, pues, sobre tres aspectos: detención, inculpación y
procesamiento.
3.1.Respecto a la detención (el art. 22.1 RS incluye también la retención, en
un tono seguramente influido por los precedentes históricos), la
Constitución no la impide absolutamente, pero exige que si esta se realiza
sea "en caso de flagrante delito". La idea de flagrancia, con todas sus
dificultades, ha sido abordada por la jurisprudencia constitucional en la STC
341/1993 que admite que es posible "reconocer la arraigada imagen de la
flagrancia como situación fáctica en la que el delincuente es "sorprendido" o
visto directamente o percibido de otro modo en el momento de delinquir o
en circunstancias inmediatas a la perpetración del ilícto".

El Reglamento del Senado (art. 22.1) exige que la detención sea


comunicada inmediatamente a la Presidencia del Senado, y el art. 12 RCD
encomienda a la Presidencia del Congreso de los Diputados la adopción de
cuantas medidas sean oportunas.
3.2. En relación con la inculpación o el procesamiento lo que impide la
Constitución es que esas actuaciones procesales se puedan dirigir contra los
diputados y senadores "sin la previa autorización de la Cámara respectiva".
Ello conduce directamente a la cuestión del denominado suplicatorio.
4. Lo que en términos generales se denomina como suplicatorio no es técnicamente sino
el instrumento procesal en el que la autoridad judicial solicita a la Cámara la
autorización para proceder (art. 5 de la Ley de 9 de febrero de 1912 y art. 755 LECrim).
Este instrumento procesal es de la máxima importancia por cuanto que es el documento
que desencadena el procedimiento para su tramitación previsto en los Reglamentos de
ambas Cámaras. Es precisamente sobre esta petición sobre la que se pronuncian los
Plenos.
El momento procesal oportuno para que el órgano judicial solicite la autorización a
la Cámara ha sido siempre una cuestión compleja. Esta complejidad aumentó
notablemente con la reforma procesal operada por la Ley Orgánica 7/1988 que suprimió
el auto de procesamiento para los delitos previstos en el art. 779 LECrim. Al
desaparecer un momento procesal claramente objetivable, la confusión aumentó
notablemente. Además, hay que tener en cuenta que tanto una decisión excesivamente
temprana (que podría derivar en un sobreseimiento posterior a la tramitación del
suplicatorio) como un envío tardío del suplicatorio que podría derivar en nulidad de
actuaciones) son decisiones criticables tanto por defecto como por exceso. Hoy por hoy
la cuestión sigue abierta, toda vez que la doctrina del Tribunal Supremo tampoco ha
adquirido el suficiente nivel de estabilidad como para darla por consagrada. (Cfr. STS
de 28 de octubre de 1997).
5. La recepción por el Congreso o el Senado de un suplicatorio origina el desarrollo de
una tramitación específica que concluirá con el pronunciamiento del Pleno de cada
Cámara al respecto.
Frente a unos momentos iniciales en los que primaba la idea de que las Cámaras eran
absolutamente libres para decidir en sentido positivo o negativo sobre la autorización
solicitada, la paulatina elaboración de una jurisprudencia constitucional
progresivamente "intervencionista" ha reducido notablemente el margen de apreciación
por parte de las Cámaras.
Por una parte el Tribunal fijó inicialmente una determinada finalidad constitucional
para la prerrogativa y, consecuentemente, exigió a las Asambleas que motivasen su
resolución especialmente si esta era denegatoria (STC 90/1985). Una vertiente todavía
más restrictiva y más invasora de la libertad de las Cámaras puede encontrarse en la
discutida STC 206/1992, adoptada con numerosos votos particulares que convierte, de
facto, al alto Tribunal en instancia revisora o casacional del contenido material de las
resoluciones parlamentarias. En este caso la motivación no se acepta como mero
elemento formal o procedimental, sino que exige una ponderación material de la
decisión.
Quizá en futuros casos se asista a una jurisprudencia constitucional que atienda más
al criterio hermenéutico de concordancia práctica, que permita salvar determinados
bienes constitucionales previstos en el art. 71.2 frente a una interpretación que hace
primar casi en exclusiva el derecho fundamental contenido en el art. 24.1 CE.
6. Frente al carácter perpetuo de la inviolabilidad, el ámbito temporal de la inmunidad
es limitado pues no en vano la Constitución limita la prerrogativa a una vigencia
exclusiva "durante el período de su mandato". La pérdida del escaño entraña
automáticamente la posibilidad de proceder sin tener que obtener la autorización de la
Cámara.
7. Por último es preciso detenerse en los efectos de la decisión parlamentaria sobre el
suplicatorio. Ningún problema plantea la decisión favorable. Si la Cámara lo autoriza, la
autoridad judicial podrá proseguir con las actuaciones procesales que considera
oportunas.
Más dudas suscita la resolución denegatoria. En efecto, una lectura lógica llevaría a
entender que el procedimiento queda suspendido sin que se produzca necesariamente
una caducidad de la acción. Esta lógica aparece empañada por el art. 7 de la Ley de 9 de
febrero de 1912 que señala que: "si el Senado o el Congreso denegasen la autorización
para procesar, se comunicará el acuerdo al Tribunal requirente, que dispondrá el
sobreseimiento libre, respecto al senador o diputado ...". Semejante solución, que parece
de difícil compatibilidad con el tenor y el sentido del art. 71.2 CE, no ha sido, sin
embargo, invalidada claramente por el Tribunal Constitucional aunque tuvo la
oportunidad clara de manifestarse al respecto en el llamado "caso Barral". Ante este
injustificado silencio, la duda sigue abierta.

IV. El fuero
1. El círculo procesal que conforma las garantías penales del parlamentario se cierra con
la consagración de un fuero específico residenciado en la Sala Penal del Tribunal
Supremo. Esta prerrogativa, que aparecía ya consagrada con nitidez en el art. 47 de la
Constitución de 1876, se desplegó en el ámbito legislativo en la Ley de 9 de febrero de
1912. Hoy el mandato constitucional se encuentra desarrollado por el art. 57 LOPJ en
concordancia con el texto superior.
2. Si desde el punto de vista político o de oportunidad se ha trabado un vivo debate
sobre las ventajas o inconvenientes que este fuero especial otorga a sus teóricos
beneficiarios, los problemas jurídicos son ciertamente de otra índole.
2.1. La primera cuestión tiene que ver con la compatibilidad o contradicción
que el aforamiento ante el Tribunal Supremo comporta con el derecho a la
doble instancia judicial que al amparo de la normativa internacional
(señaladamente el art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos) nuestro Tribunal Constitucional ha entendido incorporado al
derecho fundamental al acceso a los tribunales y a un proceso adecuado en
los márgenes del art. 24 CE.
En efecto, al ser inviable el recurso de casación ante las sentencias el
Tribunal Supremo, no se puede producir una doble instancia judicial cuando
nos encontramos ante un aforado parlamentario de las Cortes Generales.
El Tribunal Constitucional, que negó la suficiencia del precitado art. 14.5
para crear recursos inexistentes en el ordenamiento interno (STC 42/1982),
aceptó la constitucionalidad de esta única instancia ya que "determinadas
personas gozan ex constitutione, en atención a su cargo, de una especial
protección que contrarresta la imposibilidad de acudir a una instancia
superior, pudiendo afirmarse que esas particulares garantías que acompañan
a senadores y diputados disculpan la falta de un segundo grado
jurisdiccional, por ellas mismas y porque el órgano encargado de conocer en
las causas en que puedan hallarse implicados, es el superior en la vía
judicial ordinaria" (STC 51/1985).
2.2. Otra cuestión añadida es la extensión a otras personas de la situación
procesal del parlamentario. En efecto, si para el diputado o senador la
prerrogativa es cuestión derivada de su condición de tal, la situación de las
personas que aparecen conectadas con el parlamentario en la misma causa
deriva únicamente de la condición de aquel. Dicho en otros términos, el
fuero les viene impuesto por una condición objetiva (la conexión es la
causa) y no por su situación personal. Sin embargo aquí la desaparición de
la segunda instancia es involuntaria (porque el parlamentario siempre podría
renunciar al mandato), e indisponible.
Es esta una situación que merecería un análisis más detallado, aunque
también conviene tener en cuenta el principio procesal de unidad de causa.
2.3. Por último, la expresión "causas" del artículo 71.3 ha originado un
debate sobre el ámbito de aplicación del precepto. Siendo evidente el tipo de
causas previstas en el art. 56 LOPJ (demandas de responsabilidad civil por
hechos realizados en el ejercicio de su cargo) y art. 57 LOPJ (instrucción y
enjuiciamiento de causas penales), la duda se extiende a la tramitación y
competencia jurisdiccional en materia de faltas. Aunque el concepto de
"causa" es genérico y nada permite afirmar que las faltas no están incluidas
en su ámbito, otra interpretación distinta (aunque con algún vaivén) ha sido
la mantenida por el Tribunal Supremo, que ha entendido que la competencia
para conocer de faltas no es propia, aunque se trate de diputados o
senadores.
3. En punto al ámbito temporal la literalidad del precepto permite afirmar que el fuero
sólo entra en juego mientras se mantiene la condición de diputado o senador. Ello quiere
decir que si se está tramitando una causa contra persona que accede a dicha condición,
el Juzgado o Tribunal que está conociendo de la misma, debe inhibirse a favor del
Tribunal Supremo. Al contrario si éste está conociendo de una causa contra diputado o
senador que pierde el mandato, la causa será remitida al órgano jurisdiccional que
resulte competente en función de la nueva situación.

V. La asignación
1. La cuestión de las percepciones de los parlamentarios es una de aquellas que ha
sufrido una notable evolución con el paso del tiempo.
Los procuradores medievales recibían un "salario de procuración", que tendía a
resarcir los gastos y gestiones realizados por los representantes; intentando con ello que
los procuradores no percibieran otros salarios o remuneraciones de otros órganos
especialmente de la Corona. Las Cortes de Cádiz mantuvieron esta fórmula del salario
de procuración. Durante el siglo XIX la naturaleza censitaria del sufragio y la idea de
honor que representaba el ejercicio del cargo hacía de éste una tarea gratuita, aunque en
ocasiones remunerada de forma secreta.
La necesidad de remuneración se pondrá de relieve cuando accedan a los
Parlamentos miembros de otros grupos sociales para los que la retribución de su cargo
se convertirá en requisito imprescindible para poder ejercer su función. Así el art. 54 de
la Constitución de 1931 recoge ya la retribución de los diputados. En todo caso la idea
de retribución irá unida indisolublemente con la de incompatibilidad, incluso en el
artículo señalado.
2. Nuestra Constitución opta por emplear un término "asignación" que revela un intento
de apartarse del clásico concepto de retribución o remuneración propio de la relación
laboral o funcionarial. Con independencia de la voluntad, lo cierto es que dicha
asignación se parece mucho estructuralmente a la retribución en sentido estricto y que
en este caso la terminología no afecta al concepto.
Los Reglamentos parlamentarios desarrollan este precepto y unen a las asignaciones
constitucionales la indemnización correspondiente a gastos efectuados por los
parlamentarios para el ejercicio de su función (art. 8 RCD y art. 23 RS). Esta diferencia,
que tiene repercusiones fiscales, es explicable en los términos lógicos de la propia
función.
3. Para concluir cabe señalar también que los parlamentarios pueden percibir
asignaciones en especie (vehículos oficiales, despachos, comunicaciones) inherentes al
desempeño de su cargo y que los Reglamentos de las Cámaras encomiendan a éstas el
establecimiento de un sistema de protección social. Las Mesas del Congreso y del
Senado, en su reunión conjunta de 11 de julio de 2006 han aprobado el Reglamento de
pensiones parlamentarias y otras prestaciones económicas a favor de los
exparlamentarios, en el que se regulan las pensiones parlamentarias, otras ayudas, las
indemnizaciones por cese en la actividad parlamentaria y un plan de previsión social.
En cuanto a bibliografía básica sobre el contenido de este artículo se pueden consultar los
trabajos de Fernández-Viagas, Jiménez Aparicio o Peñaranda entre otros.

Sinopsis artículo 72
I. Introducción: La autonomía de las Cámaras
Históricamente las Cámaras parlamentarias han ido consiguiendo su estatuto en la vida política
de los países mediante el enfrentamiento y el antagonismo con otros poderes. En esta pugna fueron
tradicionales los conflictos en los reinos medievales entre los reyes y sus Asambleas estamentales,
así como el maltrato sufrido a manos de los monarcas absolutos, siglos después. De ahí que cuando
los Paramentos consiguen imponer su primacía en los sistemas liberales, las Asambleas se protegen
de las injerencias indebidas forjando a su alrededor un escudo que tiene como concepto básico el de
la autonomía. Como señala el ATC 52/1994: "El principio de autonomía parlamentaria,
constitucional y, en este caso, estatutariamente garantizado, dota a la Asamblea Legislativa de una
esfera de decisión propia...".
Esta esfera es propia de cada Cámara, tal y como el art. 72 demuestra palmariamente, y significa,
en último extremo, la capacidad de decidir por sí misma su autorregulación (autonomía normativa),
su financiación (autonomía financiera), y sus órganos rectores -Presidencia y Mesa- y su apoyo
administrativo (autonomía funcional), en último extremo, su régimen interior.
Con este manto protector que comporta la autonomía se hace más cierto el enigmático enunciado
del art. 66.3 según el cual las Cortes Generales son inviolables. Si las Cámaras no pudieran decidir
por sí mismas en estos ámbitos, su posición política y constitucional quedaría seriamente mermada
y, por ende, estarían expuestas a injerencias indebidas de otros poderes, legales o meramente
fácticos.
Ahora bien, este ámbito extenso de la autonomía tiene que entenderse hoy en el marco del art.
9.1 CE que sitúa a todos los poderes -también el legislativo- sometidos a la Constitución y al resto
del ordenamiento jurídico. Lejos quedan, por tanto, los tiempos de una comprensión casi ilimitada
del principio interna corporis acta, que servían de valladar inexpugnable para someter a Derecho la
actividad del Parlamento.

II. La autonomía normativa


1. La primera premisa para poder sustentar un poder legislativo constitucionalmente
fuerte, es la atribución de la capacidad de autorregulación. Esto es, que sus normas de
organización, funcionamiento y desarrollo sean aprobadas, modificadas o derogadas por
la propia Cámara. Nos encontramos aquí con la definición más literal del concepto de
autonomía.
Conviene destacar que esta capacidad aparece conferida por la Constitución a cada
Cámara de tal manera que la autonomía queda también preservada frente a la otra
Asamblea de manera recíproca.
2. El Reglamento parlamentario, a pesar de su nombre enraizado en la propia tradición,
no es comparable con una disposición dictada por el Gobierno al amparo del art. 97 CE.
Antes bien, se trata de una norma primaria directamente vinculada a la Constitución
(STC 101/1983) y que por ello tiene un valor de ley, aunque esté desprovista de la
fuerza propia de la ley (STC 119/1990). De ahí que puedan ser susceptibles de
declaración de inconstitucionalidad por el Tribunal Constitucional (art. 27.2 d) LOTC),
aunque no todas sus normas formen parte del bloque de la constitucionalidad (STC
36/1990)
3. La trascendencia normativa de los Reglamentos parlamentarios difícilmente puede
ser exagerada si tenemos en cuenta que son la norma procesal a través de la cual se
elaboran las propias leyes, lo que las convierte en un parámetro de constitucionalidad en
los vicios in procedendo de una ley (STC 99/1987).
Son también la norma que sirve para ordenar la vida interna de la Cámara y desde
este punto de vista, y dada su naturaleza de reglas del juego parlamentario, la
Constitución ha querido concitar sobre los Reglamentos unos especiales niveles de
acuerdo o consenso. De ahí que tanto su aprobación como su reforma requerirá mayoría
absoluta en una votación final de totalidad. De la dificultad de obtener estos consensos
es buena muestra que el Reglamento de Congreso de los Diputados siga siendo,
básicamente, el aprobado en 1982. El del Senado, aun reformado en 1994, sigue
respondiendo en sus parámetros fundamentales a su versión de 1982.
Por otra parte, conviene resaltar que dado que los Reglamentos parlamentarios son la
cabecera del ordenamiento de cada Cámara, precisamente por ello juegan el papel de
límite de las demás normas intraparlamentarias, sean éstas escritas o consuetudinarias,
que no podrán traspasar los niveles del Reglamento (STC 208/2003 de 1 de diciembre
de 2003)
4. La dificultad de obtener acuerdos suficientes para desarrollar reformas reglamentarias
de índole formal ha ido acompañada en ocasiones de un excesivo florecimiento de
normas interpretativas o supletorias emanadas de las Presidencias de las Cámaras para
desarrollar los propios Reglamentos. El Tribunal Constitucional ha advertido, a veces
con expresos giros jurisprudenciales, sobre la inidoneidad de esta vía para señalar como
mecanismo adecuado la reforma reglamentaria efectuada de acuerdo con el propio
Reglamento.
5. Junto con los Reglamentos de cada Cámara, el art. 72.2 prevé la existencia de un
Reglamento de las Cortes Generales. Esta previsión se encuentra pendiente de
desarrollo veinticinco años después de la entrada en vigor de nuestra Carta Magna, sin
que existan razones aparentes que lo justifiquen.
Respecto de este Reglamento parece oportuno hacer dos indicaciones. La primera es
de índole formal. Al tratarse de una norma aplicable a las Cortes Generales y no a cada
Cámara por separado su texto debe de ser aprobado por mayoría absoluta de cada
Cámara. No cabe aquí, pues, ningún procedimiento alternativo que no pase por la
obtención de las dos mayorías absolutas.
La segunda apreciación es de índole material. Aunque en una lectura literal pudiera
desprenderse que el Reglamento de las Cortes Generales está destinado a regular
exclusivamente las sesiones conjuntas del Congreso de los Diputados y del Senado,
nada sería tan erróneo como esto. En efecto, existe una variada gama de materias
(desde las competencias en relación con la Corona del Título II, hasta las Comisiones
Mixtas pasando, por ejemplo, por las delegaciones internacionales de las Cortes
Generales), que explican que el día que se haga (y ya va siendo inexcusable), el
Reglamento de las Cortes Generales tendrá que enfocarse desde una perspectiva
material mucho mas amplia para dar cobertura normativa suficiente a lo que ahora se
resuelve con acuerdos de la reunión conjunta de las Mesas del Congreso de los
Diputados y del Senado.

III. La autonomía financiera


1. Otro aspecto clave para asegurar la independencia funcional de cualquier órgano o
institución es contar con un sistema de financiación suficiente que permita tomar las
propias decisiones al respecto dentro de un margen de autonomía imprescindible. Esta
ha sido uno de los tradicionales caballos de batalla que enfrentaron en el pasado a los
Parlamentos con los Ejecutivos. Y viceversa. Ahí están para demostrarlo los centenares
de brillantes páginas escritas en Alemania respecto de la naturaleza jurídica de la Ley de
Presupuestos. Debate doctrinal que en modo alguno podía ocultar el trasfondo político
que le subyacía.
Por eso la Constitución se ocupa de señalar que las Cámaras "aprueban
autónomamente sus Presupuestos".
2. Dicha afirmación merece, a pesar de su evidente claridad, una serie de acotaciones
que permitan interpretarla en su conjunto.
La primera precisión es de índole política. Es cierto que el enunciado constitucional
habilita a las Cámaras con singular generosidad en su capacidad presupuestaria. Pero no
es menos cierto que el continuum mayoritario que se produce entre gobierno y
Parlamento ha facilitado sin demasiados problemas que las Cortes hayan hecho un uso
razonable de esta autonomía en una línea si no mimética sí bastante coordinada con las
directrices gubernamentales. Dicho de otro modo, el uso de su autonomía por parte del
Parlamento nunca ha sido empleado como elemento de conflicto con el Ejecutivo,
supuesto que al parecer sí ha sucedido en alguna ocasión en determinadas Comunidades
Autónomas donde no se daba esa sintonía de mayorías.
La segunda acotación sirve para indicar que la competencia fundamental para la
elaboración, aprobación, gestión y liquidación del Presupuesto de las Cámaras cae en el
ámbito de sus Mesas. Tanto el art. 31.1 2º RCD como el art. 35.1 in fine RS así como la
propia praxis parlamentaria sitúan en la esfera competencial de las Mesas la materia
presupuestaria. Parece también pertinente recordar que la Sección 02 Cortes Generales
de los Presupuestos Generales del Estado contiene junto a los servicios correspondientes
al Congreso de los Diputados y al Senado, otros servicios comunes a las Cortes
Generales (Cortes Generales, Defensor del Pueblo, Junta Electoral Central). En estos
casos la competencia es ejercida colectivamente por las Mesas de ambas Cámaras
reunidas en sesión conjunta. Otra cuestión más para incluir, en su momento, en el
nonato Reglamento de las Cortes Generales.
En tercer lugar conviene resaltar que lo que las Mesas de las Cámaras hacen, una vez
aprobado el Proyecto de Presupuestos para el próximo ejercicio, es remitirlo al
Gobierno, a quien de acuerdo con el art. 134 CE le corresponde en exclusiva la
iniciativa de elaboración y presentación del Proyecto de Ley de Presupuestos Generales
del Estado. El Gobierno, respetuoso siempre de la autonomía de las Cámaras, incluye
dicho proyecto en su texto sin retocarlo ni alterarlo. De esta manera el proyecto de
presupuesto parlamentario vuelve a la Cámara y serán los diputados y senadores con sus
votos quienes validen, en su caso, lo elaborado por sus respectivas Mesas. Conviene
recordar que, como cualquier otra sección del Proyecto de Ley de Presupuestos
Generales del Estado, la sección 02 puede también (y de hecho así ha sucedido en
ocasiones), ser objeto de enmiendas. Bien es cierto que salvo en algún caso excepcional
(previo consenso parlamentario) los proyectos presupuestarios han sido siempre
aprobados tal cual.
3. Por último es menester recordar que esta autonomía financiera se extiende también a
la gestión y liquidación de los Presupuestos aprobados, así como al control de ejecución
del mismo. Cualquier otra solución menoscabaría de forma peligrosa el sólido principio
de la autonomía financiera que la Constitución ha querido otorgar al Parlamento.

IV. La autonomía funcional


1. La genuina autonomía de una institución pasa necesariamente por tener la capacidad
de autoorganizarse así como por contar con los medios humanos y materiales que
permitan ejercer cabalmente sus funciones. Por ello, bajo el epígrafe de autonomía
funcional hay que incluir dos aspectos distintos, aunque interrelacionados.
El primero estriba en la potestad constitucional que tienen las Cámaras para elegir
sus respectivos Presidentes y los demás miembros de sus Mesas. El segundo, se
encuentra en la capacidad para regular el Estatuto de Personal de las Cortes Generales.
2. De la importancia de la figura del Presidente de una Asamblea parlamentaria da
buena cuenta la venerable institución del speaker británico. A partir de su creación el
Parlamento del Reino Unido empieza a tener un referente o contrapoder que oponer al
Monarca. El auge de la institución marcha paralelo con el fortalecimiento de la figura de
su Presidente.
Nuestra Constitución opta por recoger la capacidad de las Cámaras para elegir sus
respectivos Presidentes, es decir, cada una el suyo. Como es lógico los Reglamentos
exigen que esta elección tenga lugar entre sus miembros, excluyendo la posibilidad de
Presidencias extraparlamentarias.
Conviene también resaltar frente a confusiones interesadas que nuestra Constitución
no recoge la figura de un Presidente de las Cortes Generales. Es cierto que existe una
previsión de que las sesiones conjuntas de las dos Cámaras sean presididas por el
Presidente del Congreso de los Diputados. Y es igualmente cierto que esta previsión se
extiende a las reuniones conjuntas de las Mesas de ambas Cámaras. Pero es también
cierto y evidente que el constituyente descartó expresamente la posibilidad de un
Presidente de las Cortes Generales. Este rechazo fue evidente a la enmienda 510 del
Grupo Parlamentario Mixto del Congreso que proponía añadir a la redacción hoy
vigente la expresión "... que lo será de las Cortes Generales". Los argumentos del
diputado Cisneros dejan claros los motivos para no aceptar tal propuesta. (véase Diario
de Sesiones del Congreso de los Diputados nº 80 de 2 de junio de 1978). No hay, por
tanto, Presidencia de las Cortes Generales sino presidencia del Presidente del Congreso
de los Diputados cuando tengan lugar sesiones conjuntas.
3. Nuestra Constitución opta asimismo por un sistema colectivo de dirección de la
Cámara cuando incluye entre las competencias de ésta elegir a los demás miembros de
sus Mesas. Frente al sistema anglosajón de presidencia única y personalizada, nuestro
ordenamiento ha elegido el sistema continental de Mesa o Bureau. Las Mesas "órganos
rectores de las Cámaras" en común expresión de los arts. 30.1 RCD y 35.1 R.S vienen
así a ser reconocidas en su papel más institucional frente al carácter netamente político
de las Juntas de Portavoces.
Por otra parte, suelen producirse al inicio de cada Legislatura pactos políticos que si
bien no aseguran la presencia de todas las fuerzas políticas en las Mesas, vienen, al
menos, a dotar de una pluralidad suficiente a la Mesa como institución. En todo caso
parece oportuno recordar que merced a su sistema de elección por el pleno de la
Cámara, los miembros de las Mesas no son jurídicamente representantes de los Grupos
Parlamentarios en aquellas, sino representantes de todos los diputados o senadores. Les
es por ello razonablemente exigible un nivel suficiente de objetividad e independencia
en el ejercicio de sus importantísimas funciones.
4. Sería muy difícil, por no decir imposible, que las Cámaras pudieran ejercer sus
trascendentales tareas constitucionales con la mera presencia de los diputados y
senadores. Como cualquier órgano constitucional la existencia de una Administración
preparada para planificar, desarrollar y ejecutar las decisiones adoptadas por los
parlamentarios se revela como algo autoevidente.
Lo que sucede es que difícilmente podrían las Cámaras ejercer con independencia y
autonomía sus funciones, si esta Administración auxiliar dependiera básicamente de
aquel a quien por imperativo constitucional (art. 66.2 CE), tienen que controlar. Por
consiguiente, la Carta Magna señala que las Cámaras, de común acuerdo, regulan el
Estatuto del Personal de las Cortes Generales. Se sienta así una importante premisa en la
consolidación de la autonomía funcional que estamos considerando.
Parece oportuno recordar que este personal lo es de las Cortes Generales en su
conjunto y no de una Cámara u otra por más que el trabajo se desempeñe, lógicamente,
en el Congreso o en el Senado. Esta fórmula, poco habitual en el Derecho comparado,
ha funcionado de manera notable en España sin que se hayan producido especiales
disfunciones al respecto.
5. Dada la ausencia de un Reglamento de las Cortes Generales, la práctica ha llevado a
que hayan sido las Mesas de ambas Cámaras en reunión conjunta las que hayan
aprobado el Estatuto del Personal, primero en 1983, así como su versión básica actual
de 1989 y sus reformas sucesivas. Esta praxis ha sido sancionada de manera positiva por
el Tribunal Constitucional, a pesar de las dudas que semejante fórmula ofrece a
determinados sectores doctrinales.
En este orden de ideas, el Tribunal Constitucional dejó claro en su STC 139/1988
que al tratarse de una norma directamente vinculada a la Constitución y con un ámbito
material específicamente reservada a la misma, el Estatuto del Personal no es "... una
disposición de categoría inferior a la ley, sino antes bien, de una norma que de acuerdo
con la reserva constitucional establecida goza de fuerza de ley y que, asimismo, por
proceder del Poder Legislativo, posee valor de ley".
Esta doctrina ha sido mantenida de manera constante por el Tribunal incluso a
efectos de su control jurisdiccional.

V. Los poderes de los Presidentes de las Cámaras


1. La relevancia constitucional atribuida a los Presidentes de las Cámaras se desprende
sin esfuerzo de las tareas que a los mismos atribuyen sus Reglamentos (art. 32 RCD y
art. 37/ RS). Esta importancia se ve reforzada en el caso de la Presidencia del Congreso
por las tareas constitucionales atribuidas por ejemplo en los artículos 99.1 y 5 y 64.1 de
nuestro Texto Fundamental.
2. La Constitución ha querido, no obstante, incluir un precepto que como el art. 72.3 es
una de las muestras más evidentes del clásico principio liberal y democrático de la
separación de poderes. Dicha norma, al atribuir a la Presidencia de las Cámaras todos
los poderes administrativos y facultades de policía en el interior de las respectivas
sedes, está efectuando una reasignación competencial ratione locii en términos
absolutos ("todos").
3. Esta regla sitúa al Presidente de la Cámara como autoridad indiscutida frente a
cualquier tipo de injerencia externa. No parece ocioso recordar que estas facultades son,
en cierto modo, el complemento lógico a la derogación específica que de ciertos
principios suponen las prerrogativas previstas en el art. 71 Ce.
El art. 72.3, que necesariamente habrá de interpretarse en función de los
Reglamentos de las Cámaras (también para los Presidentes juega el art. 9.1 CE) tiene
una doble vertiente: las facultades administrativas y los poderes de policía.
4. En punto a las facultades administrativas es evidente que esta potestad incluye en
primer término las competencias sobre la Administración parlamentaria a la que
anteriormente nos referíamos. Igualmente cubre los aspectos financieros de gasto y
pago, así como la actividad de contratación.
Mención especial merece la actividad que las Cámaras destinan al mantenimiento o
ampliación de sus respectivas instalaciones. En muchas ocasiones esta actividad
implicaría la concesión de las preceptivas licencias urbanísticas o de índole similar.
Mientras que su necesidad es evidente cuando se trate de actuaciones realizadas
extrasede, no está claro que para aquellos que se realicen en el interior de las sedes, sea
menester requerir otra autorización que la del propio Presidente de la Cámara. Otra
solución se antoja contraria a la propia dicción, clara y tajante, del art. 72. 3.
5. En relación con las facultades de policía, la llamada "inmunidad de sede", parecen
claramente vinculadas a la apelación general a la inviolabilidad de las Cortes (art. 66.3)
y a la propia protección penal que el ordenamiento ofrece a las Cámaras (arts. 429 y
siguientes C.Penal).
A estos efectos, el Presidente de la Cámara no sólo es la autoridad de referencia para
todo el personal de seguridad al servicio de la misma, sino quien debe de tomar las
medidas que estime oportunas cuando el orden de la Institución se vea alterada. Esta
solución es la lógica cuando lo que se pretende es la autorregulación, es decir la
autonomía, de la propia Cámara para afrontar las incidencias acaecidas en su seno.
Conviene, por último destacar que cuando se trata de la alteración del orden por
actuaciones de los propios parlamentarios, los Reglamentos de las Cámaras establecen
de manera tasada las conductas, procedimientos y sanciones que pueden y deben tenerse
en cuenta, sin que por ello sea previsible una actuación arbitraria o indiscriminada de la
Presidencia.

Para ampliar esta información se pueden consultar las obras citadas en la bibliografía que se
inserta.

Sinopsis artículo 73
Los parlamentos actuales, y a diferencia de las asambleas estamentales de la baja Edad Media,
son instituciones permanentes, que se establecen en las Constituciones como órganos regulares del
Estado. Sin perjuicio de ello, en la práctica, se alternan períodos de actividad con los de
"suspensión" de la misma, con todas las matizaciones que se expondrán a continuación. Así, las
Cámaras se renuevan periódicamente, habitualmente cada cuatro o cinco años, como consecuencia
de las elecciones celebradas al efecto, denominándose en nuestro sistema "legislaturas" cada uno de
tales períodos. Pero a su vez, dentro de cada legislatura, se suceden distintos intervalos de actividad/
vacancia, de forma que podrían definirse los períodos de sesiones como aquellos periodos del año
durante los que las Cámaras pueden reunirse, variando su número y duración en los distintos países.
Pero, si bien es cierto que tanto el Gobierno como los parlamentarios precisan intervalos de tiempo
para realizar tareas diversas y que una actividad ininterrumpida de las Cámaras les impediría
atender; por otro lado, las crecientes funciones estatales, así como el ritmo actual de la vida social y
política, han demandado, tanto la progresiva prolongación de la duración de los períodos de
sesiones, como el frecuente uso de la posibilidad de celebrar reuniones al margen de tales períodos.
Así, en la República Federal Alemana rige un sistema de asamblea permanente, en la medida en
que el art. 39.3 de la Ley Fundamental de Bonn, establece que "el Parlamento determina la clausura
y la reapertura de sus sesiones. Su Presidente podrá convocarlo para una fecha anterior, debiendo
hacerlo cuando lo exijan la tercera parte de los miembros, el Presidente Federal o el Canciller
Federal". La Constitución Francesa de 1958 estableció dos períodos ordinarios de sesiones anuales,
determinando asimismo la fecha de inicio y la duración de los mismos.
En nuestro constitucionalismo decimonónico surgieron los períodos de sesiones, antes
denominados "legislaturas", como en los países de nuestro entorno, para asegurar unos períodos
mínimos en los que las Cámaras ejerciesen sus funciones. Así, ya en la Constitución de 1812 se
disponía: "Artículo 106. Las sesiones de las Cortes en cada año durarán tres meses consecutivos,
dando principio el día primero del mes de marzo. Artículo 107. Las Cortes podrán prorrogar sus
sesiones cuando más por otro mes en sólo dos casos: primero, a petición del Rey, y, segundo, si las
Cortes lo creyeren necesario por una resolución de las dos terceras partes de los diputados."
La Constitución Española de 1978 parte de la fórmula de los dos períodos ordinarios al año, pero
sin determinar el día concreto de inicio ni el de finalización de los mismos, no sometiéndose pues a
la rigidez del sistema francés, de forma que tal fecha podrá adaptarse a lo que en cada momento
requieran las circunstancias y la actividad parlamentaria.
Efectivamente, debe tenerse en cuenta que lo habitual es que las elecciones se celebren, y en
consecuencia las Cámaras se constituyan e inicien su legislatura, en fechas variables y no
coincidentes con los meses de septiembre o febrero. Como ejemplo cabe citar que, en la VII
Legislatura las sesiones constitutivas de ambas Cámaras se celebraron el 5 de abril de 2000 (Diario
de Sesiones del Congreso de los Diputados, Serie Pleno y Diputación Permanente, nº 1, de la VII
Legislatura) conforme a lo dispuesto en el artículo 5 del Real Decreto 64/2000, de 17 de enero, de
disolución del Congreso de los Diputados y del Senado y de convocatoria de elecciones a ambas
Cámaras, celebradas el 12 de marzo de 2000.
Asimismo la Mesa del Congreso de los Diputados, oída la Junta de Portavoces, acordó, en su
reunión del día 3 de mayo de 2000, aprobar el calendario de sesiones plenarias para el período de
sesiones mayo-junio 2000 (BOCG, Congreso de los Diputados, Serie D, de 8 de mayo de 2000),
paralelamente, la Mesa del Senado en su reunión de 4 de mayo de 2000, oída igualmente la Junta de
Portavoces, aprobó el calendario de actividades del Pleno correspondiente a los meses de mayo y
junio de 2000 (BOCG, Senado, Serie I, de 8 de mayo de 2000), con tales acuerdos se constata pues,
de una parte, que el período de sesiones se inicia en cualquier momento comprendido dentro del
margen establecido por el art. 73.1 de la Constitución y, por otro lado, que, pese a la dicción literal
de dicho precepto, (que, dicho sea de paso, se atiene más a los orígenes de la Institución
parlamentaria y su vinculación a la aprobación de los Presupuestos que al año natural), el primer
período será el que el inicio de la legislatura determine, a saber, el anterior o el posterior al verano.
También los Reglamentos de las Cámaras optan por un criterio flexible. Así, el art. 36.1.a)
Reglamento del Senado otorga a la Mesa de la Cámara Alta la función de concretar las fechas de
inicio y término de los períodos de sesiones del Senado. Por su parte, el Reglamento del Congreso
de los Diputados, si bien se limita a reiterar en su art. 61.1 el tenor del precepto constitucional,
otorga a la Mesa de la Cámara la facultad de aprobar, oída la Junta de Portavoces, los calendarios de
actividad del Pleno y de las Comisiones (art. 31.1.6º), si bien ello no altera el hecho de que los
períodos de sesiones comenzarán el 1 de febrero y el 1 de septiembre, para concluir el 30 de junio y
31 de diciembre respectivamente, al margen de la obviedad señalada en cuanto al modo en que el
inicio del primero y el final del último períodos de sesiones de cada legislatura vienen
predeterminados por las correspondientes convocatorias electorales.
De otra parte, en virtud de los correspondientes acuerdos de la Junta de Portavoces reiterados en
las sucesivas legislaturas, nos encontramos con que la práctica ha ido acuñando una serie de
criterios a la hora de adoptar el correspondiente calendario de actividades parlamentarias para cada
período de sesiones.
Por lo que respecta al Congreso de los Diputados, y como ya señalábamos anteriormente, el
artículo 31.1.6º de su Reglamento otorga a la Mesa, previa audiencia de la Junta de Portavoces, la
función de programar las líneas generales de actuación de la Cámara, fijando para ello el calendario
de actividades del Pleno y de las Comisiones para cada período de sesiones.
En la práctica, el calendario de sesiones plenarias se aprueba al inicio de cada período de
sesiones para, seguidamente, y tomando aquél como referencia, aprobar el calendario de
Comisiones y de la Comisión de Control Parlamentario de RTVE (véanse por ejemplo, en relación
con los correspondientes calendarios para el período de sesiones febrero a junio 2003 los BOCG
Serie D, números 559, de 27 de junio de 2003 y 588, de 22 de septiembre de 2003).
Por regla general, se prevé la celebración de tres sesiones plenarias al mes, procurando dejar
libre la primera semana, a menos que concurran otras circunstancias. Así, a fin de que cada sesión
se celebre de martes a jueves inclusive, es preferible evitar la convocatoria de sesiones plenarias en
semanas en las que alguno de tales días tenga carácter festivo, o, si está prevista la celebración de
elecciones autonómicas, ya sean con carácter general o parcial, la cortesía parlamentaria ha
instaurado la costumbre de no celebrar sesión plenaria durante la semana anterior para facilitar el
desarrollo de la campaña electoral correspondiente. Asimismo, ha de tenerse en cuenta que el art.
62.1 RCD dispone que las sesiones se celebrarán, por regla general, entre el martes y el viernes,
ambos inclusive, pudiéndose alterar tal criterio en relación con las sesiones plenarias, mediante
acuerdo de la Mesa del Congreso, aceptado por la Junta de Portavoces, acuerdo que se adopta en la
práctica de forma implícita cuando ambos órganos acuerdan modificar el calendario de sesiones
plenarias correspondiente. De otra parte, la tramitación del proyecto de ley de los Presupuestos
Generales del Estado, enmarcada constitucionalmente -art. 134 CE- entre el 1 de octubre y el 31 de
diciembre, lleva aparejada la aprobación del correspondiente calendario, que se formaliza una vez el
proyecto de ley ha tenido entrada en la Cámara (en relación con el Proyecto de Ley de Presupuestos
Generales del Estado para 2004 véase BOCG Serie A, núm. 172-2, de 2 de octubre de 2003 y el
correspondiente calendario de sesiones plenarias para el período septiembre-diciembre 2003, en
BOCG Serie D, núm. 588, de 22 de septiembre de 2003), pero, de hecho, ha de ser tenido en cuenta
en el momento de la aprobación del calendario de sesiones plenarias para el período de sesiones de
septiembre-diciembre del año correspondiente.
En cuanto al calendario de sesiones de Comisiones, su aprobación lleva aparejada la adopción de
los siguientes criterios: Los lunes y viernes de las semanas en las que se celebren sesiones plenarias,
así como las semanas en las que tales sesiones no tengan lugar, las Comisiones podrán reunirse sin
limitación alguna. Las semanas reservadas para la celebración de las comparecencias relativas a los
Presupuestos Generales del Estado y para la elaboración del Dictamen por la Comisión de
Presupuestos tendrán la misma consideración que las semanas con pleno a estos efectos. Ello no
obstante, en caso de urgencia en la convocatoria o cuando circunstancias extraordinarias así lo
exijan, los Presidentes de las Comisiones podrán solicitar de la Presidencia de la Cámara la
celebración de una reunión fuera del calendario de sesiones aprobado por la Mesa de la Cámara.
Dicha reunión podrá tener lugar en cualquier fecha. Si las solicitudes de los Presidentes de las
Comisiones excedieran las salas disponibles en la Cámara, la Presidencia del Congreso decidirá el
orden de prioridad entre ellas atendiendo a los siguientes criterios:
1.- Tramitación de proyectos legislativos con competencia legislativa plena.
2.- Tramitación de proyectos legislativos sin competencia legislativa plena o convenios
internacionales, dando prioridad a aquellos cuya tramitación tenga lugar por el
procedimiento de urgencia.
3.- Comparecencias de Ministros.
4.- Otras comparecencias consideradas urgentes.
5.- Otros asuntos.
En ningún caso podrán coincidir más de seis sesiones en una misma jornada.
Asimismo, conforme a la práctica reiterada, la competencia para resolver sobre la aplicación del
correspondiente calendario de Comisiones (art. 42 del Reglamento del Congreso de los Diputados),
se encuentra delegada en la Vicepresidencia Primera de la Cámara.
Así, mientras la modificación en el curso del período correspondiente de los calendarios del
Pleno y de la Comisión de Control Parlamentario de RTVE se realiza por el mismo procedimiento
previsto en el art. 31.1.6º para su aprobación, el cauce para alterar el calendario de sesiones de
Comisiones se determina desde su adopción, haciéndose de él un uso tan frecuente que podríamos
decir que, más que un calendario tasado, es orientativo y sirve para garantizar a cada Comisión que
podrá reunirse, si así lo estima pertinente, en las fechas señaladas en el mismo.
Por lo que respecta al Senado, la práctica es celebrar sesión plenaria dos semanas de cada mes,
en semanas alternas, estando la actividad parlamentaria de la Cámara Alta singularmente
determinada por el hecho de que la tramitación de las iniciativas legislativas ha de someterse a los
plazos previstos en el art. 90 CE, dependiendo además su inicio en la citada Cámara del momento
en el que el Congreso le remita aquéllas, circunstancia que necesariamente ha de ser tenida en
cuenta en la aprobación de los correspondientes calendarios de actividad (véase, por ejemplo, el
calendario de sesiones plenarias para el período septiembre-diciembre 2003 en BOCG, Senado,
Serie I, núm. 687, de 30 de junio de 2003, y sus sucesivas modificaciones en BOCG, Senado, Serie
I, núm. 725, de 24 de septiembre de 2003; núm. 743, de 23 de octubre de 2003; y núm. 751, de 3 de
noviembre de 2003). En cuanto al calendario de actividad de Comisiones del Senado, téngase en
cuenta el acuerdo adoptado por la Mesa del Senado en su reunión del día 10/09/03 en virtud del
cual: 1.- No podrán convocarse más de tres sesiones de Comisiones durante la mañana o la tarde de
un mismo día. Además, no podrá coincidir la hora de inicio de dichas sesiones, que deberán
convocarse con, al menos, una hora de diferencia. 2.- El Presidente del Senado autorizará la
convocatoria de las Comisiones si se ajusta a lo señalado en el número anterior, decidiendo por
estricto orden de solicitud. A estos efectos de solicitud de convocatoria deberá contener un orden del
día firme y definitivo, en el que se indiquen de manera concreta todos los asuntos que lo integran.
3.- En supuestos excepcionales, debidamente justificados, el Presidente del Senado podrá autorizar
la convocatoria de una Comisión que no reúna las condiciones establecidas en los números
anteriores. (BOCG, Senado, Serie 1, núm. 721, de 15 de septiembre de 2003). De conformidad con
el acuerdo de 25 de mayo de 2004, que ratifica el contenido del anterior, la limitación horaria del
apartado 1 no rige cuando en el orden del día se incluyan asuntos que requieran la presencia de
autoridades o particulares, tales como comparecencias o preguntas con respuesta oral en comisión.
Además, las comisiones pueden reunirse sin autorización expresa al finalizar la sesión plenaria que
se inicia el miércoles para designar ponencias, "así como sus órganos".
Ahora bien, sin perjuicio de lo expuesto en relación con los distintos calendarios de actividad
parlamentaria, es preciso no olvidar que, conforme a nuestro texto constitucional, los períodos
ordinarios de sesiones abarcan los meses de septiembre a diciembre y febrero a junio, de forma que
tales períodos se inician los días primeros de los meses de febrero y septiembre de cada año sin
necesidad de acto formal de apertura y finalizan los respectivos 30 de junio y 31 de diciembre.
De ello se derivan varios efectos: así, sólo se excluyen del cómputo de los plazos
correspondientes (por ejemplo para la contestación por el Gobierno de preguntas escritas o
solicitudes de informe arts. 190.1 y 7.2 RCD y 169 RS; manifestación del criterio del Gobierno en
relación con las proposiciones de ley, arts. 126.3 RCD y 151.3 RS), los meses de enero, julio y
agosto (arts. 90.2 RCD y 69.2 RS) (tal exclusión no se realiza, excepcionalmente, en relación con el
plazo de los 30 días siguientes a la promulgación de un Real Decreto-ley para su convalidación por
la Cámara art. 86.2 CE) previendo asimismo el art. 90.2 RCD que, cuando un asunto (por ejemplo,
el debate de totalidad de un proyecto de ley), estuviese incluido en el orden del día de una sesión
extraordinaria, sí se computarán los plazos en tales meses, correspondiendo a la Mesa habilitar los
días precisos para la celebración de tal sesión (en tal caso, que el plazo de presentación de
enmiendas a la totalidad concluya el 15 de julio por ejemplo, en lugar del 15 de septiembre, como
ocurriría de no computar julio y agosto); en el Congreso de los Diputados, conforme a lo dispuesto
en sus arts. 182.3 y 189.3, finalizado un período de sesiones las interpelaciones pendientes y las
preguntas con respuesta oral en Comisión se tramitarán como preguntas con respuesta por escrito a
contestar antes de la iniciación del siguiente período de sesiones, a menos que por sus autores se
manifieste su voluntad de mantenerlas como tales; y, sobre todo, cualquier sesión o reunión de los
órganos de las Cámaras celebrada entre tales fechas tendría carácter ordinario y, por tanto, no se
sometería al régimen previsto para las sesiones extraordinarias que seguidamente examinaremos.
Efectivamente, el apartado 2 del art. 73 establece la posibilidad de celebrar sesiones
extraordinarias siempre que lo soliciten los sujetos por tal precepto legitimados y se convoquen
tales sesiones con un orden del día determinado.
Frente a lo previsto en otras Constituciones, la nuestra no habilita "períodos extraordinarios de
sesiones", sino tan sólo la eventual celebración de sesiones extraordinarias, cuya duración se
vincula al agotamiento del orden del día para el cual ha sido convocada, ya abarque éste una
mañana, un día o varios días. En la práctica, sin embargo, se viene acordando la celebración de
sesiones extraordinarias de Ponencias y Comisiones para concluir sus informes y dictámenes
legislativos, o, de modo más genérico, para proseguir sus trabajos. En el Senado es inclusive
habitual la práctica de, antes de terminar el periodo de sesiones, someter al Pleno la habilitación de
sesiones extraordinarias para la tramitación completa de uno o varios proyectos de ley, técnica ésta
reiteradamente rechazada en el Congreso de los Diputados, conforme a la literalidad del precepto
constitucional.
Efectivamente, sujetos legitimados para solicitar la celebración de sesiones extraordinarias son el
Gobierno, la Diputación Permanente y la mayoría absoluta de los miembros de cualquiera de las
Cámaras. Tal mayoría absoluta requiere, en el Congreso, que la correspondiente solicitud aparezca
suscrita por un mínimo de 176 Diputados (o, en todo caso, de no ser 350 los miembros de pleno
derecho de la Cámara, la mitad más uno de los mismos), de forma que no se admite la mera firma
del portavoz del grupo o grupos que representasen a tal mayoría, ni tampoco, como hemos señalado,
que la constatación de tal mayoría se realizase en una sesión plenaria celebrada en el periodo
ordinario. Distinto es el criterio seguido en el Senado en el que, pese a la dicción del art. 70 de su
Reglamento, es el Pleno del Senado el que habilita la celebración de las sesiones extraordinarias
(véase por ejemplo, Diario de Sesiones del Pleno del Senado nº 143, VII Legislatura, de 24/6/2003)
interpretando, seguramente, que la votación en el Pleno sirve para constatar la existencia de la
mayoría constitucionalmente exigida. Por lo que a la legitimación de la Diputación Permanente se
refiere, esta se ha convertido, de facto, en la vía de solicitud utilizada por la oposición. Así, si bien
es la Diputación Permanente el órgano competente para acordar o no la celebración de la sesión
extraordinaria del Pleno o de la Comisión, en la práctica se celebra en la correspondiente sesión de
dicho órgano el debate para cuya sustantivación se solicita la celebración de sesión extraordinaria. A
este respecto resulta llamativo el hecho de que lo que los grupos no pueden conseguir en periodo de
sesiones, a saber, la automática celebración de un concreto debate (por ejemplo, sobre la creación
de una Comisión de Investigación, o sobre una proposición no de ley) se logra solicitando la
convocatoria de la Diputación Permanente -para lo cual bastan dos grupos parlamentarios o la
quinta parte de sus miembros- para que en la misma se delibere sobre el correspondiente acuerdo de
celebración de sesión extraordinaria.
Por otra parte, no parece necesario subrayar el carácter vinculante de las solicitudes de
cualquiera de los tres legitimados, de tal forma que a los Presidentes de las Cámaras no les resta
más facultad que la de fijar el día y la hora de la convocatoria; en el supuesto previsto en el artículo
86.2 CE, el Presidente de Congreso de los Diputados estaría obligado a convocar tal sesión incluso
si no hubiere petición de sujeto alguno, previendo el artículo 116.5 CE la convocatoria automática
de las Cámaras si no estuvieran en periodo de sesiones, en el supuesto de la declaración de los
estados de alarma, excepción y sitio.
En fin, en los denominados "periodos entre sesiones", no desaparece la actividad parlamentaria:
el Registro General mantiene su horario habitual (tan solo en el mes de agosto no abre por la tarde),
y los Diputados, grupos y sujetos ajenos a la Cámara siguen presentado sus iniciativas y escritos, de
ahí que, mientras las reuniones de Plenos, Comisiones, Ponencias y Subcomisiones sólo pueden
celebrarse en tal intervalo con carácter extraordinario, las Mesas y las Juntas de Portavoces de
ambas Cámaras se reúnen y actúan en los meses de enero, julio y agosto, distinguiéndose así la
actividad más propiamente parlamentaria de la administrativa e instrumental.
Procede tener en cuanta también que en tales "periodos entre sesiones", la Diputación
Permanente ejerce las funciones que el art. 78.2 CE y 57 del Reglamento del Congreso de los
Diputados y art. 48 del Reglamento del Senado le otorgan (véase sinopsis del art. 79 CE), aunque
no es la Mesa de la Diputación Permanente de cada Cámara la que se reúne en tales periodos, sino
las Mesas ordinarias.
Cabe señalar finalmente que, mientras la Constitución prevé la coincidencia temporal de los
periodos ordinarios de sesiones de ambas Cámaras -sin perjuicio de como se concreten sus
respectivos calendarios de actividad parlamentaria-, las sesiones extraordinarias se vinculan a las
solicitudes que presenten los sujetos legitimados en cada una de ellas, de forma que la actividad en
los meses de enero, julio y agosto se desarrolla de forma totalmente independiente en el Congreso
de los Diputados y en el Senado, habiéndose acuñado, no obstante, la práctica de que las
Comisiones Mixtas puedan celebrar sesiones extraordinarias en cualquiera de ambas Cámaras y a
petición del Gobierno, o de la Diputación Permanente o la mayoría absoluta, también de cualquiera
de ellas.
Sobre el contenido de este artículo se pueden consultar, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 74
El Bicameralismo consagrado en nuestro texto constitucional concibe a ambas Cámaras como
órganos constitucionales independientes, siendo preciso articular el procedimiento para el ejercicio
de las funciones respecto de las cuales se requiere el concurso de las mismas. Tales funciones, como
señala Biscaretti, no se refieren, por lo general, a la actividad legislativa, por lo que no modifican el
esquema bicameral clásico. Así, normalmente las sesiones conjuntas de ambas Cámaras se prevén
para la elección de órganos constitucionales, acusar al Jefe del Estado y miembros del Gobierno, o
reformar la Constitución.
En el caso español, es reiterado en nuestro constitucionalismo decimonónico el siguiente
precepto: "Los Cuerpos Colegisladores no pueden deliberar juntos ni en presencia del Rey", no
obstante la Ley de Relaciones de los Cuerpos Colegisladores de 19 de julio de 1837, establecía que
"el Senado y el Congreso de los Diputados no podrán reunirse en un solo Cuerpo sino para los actos
de abrir las Cortes, de cerrar sus sesiones cuando el Rey o los Regentes lo hagan personalmente, de
recibir el juramento del Rey, al sucesor inmediato de la Corona y de nombrar tutor del Rey menor".
El tenor del art. 74 de la Constitución vigente se introdujo íntegramente en el Senado en virtud
de la aprobación en la Comisión Constitucional de una enmienda del Grupo Socialista en el Senado,
en cuya motivación se hacía referencia a la necesidad de "llenar un vacío constitucional", ya que se
atribuían a las Cortes Generales unas competencias sin determinar los procedimientos para
ejercerlas. En realidad, como ha señalado Delgado-Iribarren (véase bibliografía citada), tal precepto
pretendía reforzar la posición del Senado, dejando en todo caso al margen el procedimiento
legislativo, respecto del cual el art. 90 CE mantiene claramente la preeminencia de la Cámara Baja,
y circunscribiendo su aplicación a unos supuestos escasamente planteados en la práctica.
La reunión de las Cámaras en sesión conjunta ha dado lugar a una amplia discusión doctrinal en
cuanto a si conlleva la existencia de un tercer órgano o si se trata tan sólo de un especial sistema de
deliberación que no altera la naturaleza de cada Cámara.
Sin ánimo de abordar ahora tan compleja cuestión, el hecho es que nuestra Constitución
identifica las Cortes Generales con el Parlamento, o, dicho de otro modo, con la suma del Congreso
de los Diputados y el Senado, (art. 66.1 CE), con independencia de que otorgue determinadas
funciones a una sola de las Cámaras (sesión de investidura, convalidación de Decretos-leyes,
autorización de referéndum...) o a ambas; ya sea actuando de forma independiente (función de
control parlamentario de cada Cámara), sucesiva (función legislativa) o, como ahora examinaremos,
conjunta (art. 74.1) o sucesiva y eventualmente conjunta (art. 74.2).
Los supuestos de sesión conjunta de los Plenos de ambas Cámaras se refieren a las competencias
no legislativas atribuidas a las Cortes Generales en el Título II de la Constitución:
a) La provisión a la sucesión de la Corona en el caso de que se hayan extinguido todas
las líneas llamadas en derecho (57.3)
b) La resolución sobre la expresa prohibición de matrimonio de personas con derecho a
la sucesión en el trono (57.4)
c) El reconocimiento de la inhabilitación del Rey para ejercer su autoridad (59.2)
d) El nombramiento de Regente o Regentes (59.3)
e) El nombramiento del tutor del Rey menor (60.1)
f) El juramento y la proclamación del Rey (61.1)
g) El juramento del Príncipe heredero (61.2)
h) El juramento del Regente o Regentes (61.2)
i) La autorización del Rey para que declare la guerra o haga la paz (63.3)
En la medida en que el artículo 74.1 excluye expresamente las competencias legislativas, queda
fuera de su ámbito la ley orgánica prevista en el art. 57.5 CE para resolver "las abdicaciones y
renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión de la Corona".
La finalidad del art. 74.1 CE de articular las relaciones del Parlamento con la Corona a través de
sesiones conjuntas, unido al carácter simbólico que envuelve a tales relaciones, ha acuñado la
práctica de celebrar la solemne sesión de apertura de la legislatura, prevista en el art. 5 del
Reglamento del Congreso de los Diputados, con la presencia del Rey ante las Cámaras en sesión
conjunta, como una derivación de la competencia que el art. 62 b) CE atribuye al Monarca para
convocar a las Cortes Generales.
Cabría citar también los supuestos en los que ambas Cámaras han celebrado sesiones conjuntas
con ocasión de la visita de determinados Jefes de Estado extranjeros o para conmemorar
determinados acontecimientos. Ahora bien, tales sesiones no serían sesiones conjuntas propiamente
dichas, sino sesiones solemnes en las que se celebra un Acto Parlamentario con motivo de la visita
de las citadas autoridades a las Cortes Generales, y que se han celebrado tanto en el Congreso como
en el Senado. Como sesión solemne del Congreso de los Diputados y del Senado se calificó la
celebrada en el Palacio de las Cortes el 22/11/2000, con motivo de la conmemoración del XXV
Aniversario de la proclamación de Don Juan Carlos I como Rey de España.
Las sesiones conjuntas, a tenor de lo dispuesto en el art. 72.2 de la CE, "serán presididas por el
Presidente del Congreso y se regirán por un Reglamento de las Cortes Generales aprobado por
mayoría absoluta de cada Cámara". Dicho Reglamento no ha sido aún aprobado, aunque el art. 27.2
d) de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional lo declara, junto con los
Reglamentos de las Cámaras, susceptible de declaración de inconstitucionalidad, y a él se remiten
las Disposiciones Final Tercera del Reglamento del Congreso de los Diputados y Adicional Segunda
de Reglamento del Senado, previendo la aplicación de los Reglamentos de cada Cámara en todo lo
no previsto por aquél. Inexistente el Reglamento de las Cortes Generales, las Mesas de ambas
Cámaras en reunión conjunta resuelven sobre los distintos aspectos presupuestarios y
administrativos, y en ocasiones propiamente parlamentarios, que afectan a ambas Cámaras. Así,
responden a acuerdos adoptados por las Mesas de ambas Cámaras en sesión conjunta: el Estatuto de
Personal de las Cortes Generales (cuyo texto vigente es el aprobado por las Mesas del Congreso de
los Diputados y del Senado en su reunión conjunta de 27 de marzo de 2006 -BOE 81, de 5 de abril
de 2006-); Reglamento de Organización y funcionamiento del Defensor del Pueblo (aprobado el
06/04/83 por las Mesas del Congreso de los Diputados y del Senado en reunión conjunta -BOE 92,
de 18 de abril de 1983-, modificado el 21/04/92 y 26/09 y 03/10 de 2000); Normas diversas
relativas a la composición y funcionamiento de las Comisiones Mixtas (Así, Normas de las Mesas
del Congreso de los Diputados y del Senado, de 3 de marzo de 1983, sobre funcionamiento de la
Comisión Mixta a la que se refiere la disposición transitoria primera de la Ley Orgánica 2/1982, de
12 de mayo, del Tribunal de Cuentas; sobre tramitación de la Cuenta General del Estado, de 1 de
marzo de 1984; sobre organización y funcionamiento de la Comisión Mixta de Relaciones con el
Defensor del Pueblo, de 21 de abril de 1992; sobre desarrollo de la Ley 8/1994, de 19 de mayo, por
la que se regula la Comisión Mixta para la Unión Europea, de 21 de septiembre de 1995; y
Resolución de las Mesas del Congreso de los Diputados y del Senado, reunidas en sesión conjunta
de 20 de mayo de 2004, sobre composición de las Comisiones Mixtas Congreso-Senado); Acuerdo
de las Mesas del Congreso de los Diputados y del Senado por el que se aprueban las Normas sobre
Publicaciones Oficiales de las Cortes Generales, de 17 de enero de 1991 y en materia de Registro de
Intereses, de 18 de diciembre de 1995. En fin, son las Mesas de ambas Cámaras en reunión conjunta
las que aprueban el proyecto de Presupuesto de las Cortes Generales (Servicio 01 de la Sección 02),
y, por consiguiente, resuelven sobre la autorización de los gastos correspondientes; acuerdan la
creación y composición de los Grupos de Amistad de carácter Mixto con otros Parlamentos (tal
carácter mixto tienen las delegaciones en los grupos de amistad constituidos con los Parlamentos de
los Países Iberoamericanos) y resuelven sobre las cuestiones relativas a las delegaciones de las
Cortes Generales en las Asambleas de Organismos Internacionales (UIP, Consejo de Europa, Unión
Europea Occidental, OSCE y OTAN).
El apartado 2 del art. 74 CE supone cierto fortalecimiento del papel desempeñado por el Senado
en nuestro sistema bicameral, en las materias de política exterior y política de organización
territorial, aunque finalmente se otorga al Congreso la última palabra en relación con los mismos, si
bien la preeminencia de la Cámara Baja es menor que en la resolución del procedimiento legislativo
prevista en el art. 90 CE.
A diferencia de las sesiones plenarias conjuntas previstas en el apartado anterior, en los tres
supuestos que seguidamente enunciaremos las Cámaras actúan de forma independiente, ateniéndose
a sus Reglamentos respectivos, y sólo en el caso de que no haya acuerdo entre ambas se opta por la
creación de un órgano conjunto: una Comisión Mixta.
1º) La autorización previa de las Cortes Generales para la prestación del consentimiento
del Estado para obligarse por medio de Tratados o Convenios Internacionales cuando
éstos tengan carácter político, militar, afecten a la integridad territorial del Estado o a
los derechos y deberes fundamentales establecidos en el Título I, impliquen
obligaciones financieras para la Hacienda Pública, o supongan modificación o
derogación de alguna ley o exijan medidas legislativas para su ejecución (art. 94.1 CE)
El Reglamento del Congreso regula en sus arts. 155 a 158 el procedimiento a seguir en dicha
Cámara en los supuestos previstos en el art. 94.1 CE, limitándose a reiterar la fórmula de
conciliación establecida en el art. 74.2 CE, fórmula que el Reglamento del Senado recoge en su art.
145.
Cabe citar las Comisiones Mixtas constituidas en la II Legislatura para dictaminar el proyecto de
reserva formulado por el Senado al Convenio sobre Comercio Internacional de especies amenazadas
de fauna y flora silvestres, hecho en Washington el 03/03/1973; así como para dictaminar el
proyecto de reserva formulado por el Senado al Convenio relativo a la Conservación de la Vida
Silvestre y del Medio Natural en Europa, hecho en Berna el 19/09/1979.
2º) Autorización de las Cortes Generales para la celebración de acuerdos de cooperación
entre Comunidades Autónomas distintos de los que, para la gestión y prestación de
servicios propios de las mismas prevean sus respectivos Estatutos de Autonomía (art.
145.2 CE)
En relación con tales acuerdos, los Estatutos han generalizado una claúsula en virtud de la cual
una vez remitido a las Cámaras, el convenio entrará en vigor si en un determinado plazo
-normalmente de 30 días- aquéllas no manifiestan reparos, o, si en ese plazo no acuerdan su
tramitación como acuerdo de cooperación.
Conforme a la regulación de este procedimiento desarrollada en los arts. 166 del Reglamento del
Congreso de los Diputados y 137 a 140 del Reglamento del Senado, bastará que una de las Cámaras
acuerde la tramitación por el procedimiento del art. 74.2 CE para su inicio, con independencia de
que la celebración del acuerdo de cooperación sea finalmente autorizada o no.
Ahora bien, aunque de la literalidad de la previsión constitucional cabría deducir que
corresponde al Senado expresar su criterio en primer lugar, tanto sobre la eventual recalificación del
acuerdo como sobre su autorización o no, la brevedad de los plazos previstos al afecto ha hecho que
las Cámaras actúen de forma simultánea una vez les es remitido el Convenio, ya sea directamente
por cualquiera de las Comunidades Autónomas suscribientes, ya sea por remisión de la otra Cámara.
3º) La distribución en las Comunidades Autónomas y provincias, en su caso, de los
recursos del Fondo de Compensación con destino a gastos de inversión (158.2 CE)
En cumplimiento de lo dispuesto en el art. 157.3 CE, que remite a una Ley orgánica la
regulación del ejercicio de las competencias financieras de las Comunidades Autónomas, se aprobó
la Ley Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las Comunidades Autónomas,
cuyo art. 16 fija los principios que deben regir el denominado Fondo de Compensación
Interterritorial, remitiendo a su ley reguladora la ponderación de los distintos índices o criterios para
su distribución, que será revisable cada cinco años. Tal ley fue la Ley 7/1984, de 31 de marzo, del
Fondo de Compensación Interterritorial, que fue tramitada conforme al art. 74.2, así como sus
modificaciones posteriores y las leyes que la sustituyeron. Así, dicha ley fue derogada por la Ley
29/1990, de 26 de diciembre, del Fondo de Compensación Interterritorial, derogada a su vez por la
Ley 22/2001, de 27 de diciembre, reguladora de los Fondos de Compensación Interterritorial.
De otra parte, el Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de pronunciarse sobre la distribución
del Fondo en su STC 63/1986, de 21 de mayo, distinguiendo el plano de la autorización
presupuestaria y el de la distribución del fondo entre las CCAA en virtud de un acto de las Cortes
Generales distinto de aquélla. "El esquema, pues, establecido por la Constitución y la LOFCA
consiste en que la Ley de Presupuestos Generales del Estado ha de limitarse a autorizar las
transferencias del Fondo de Compensación Interterritorial de conformidad con la distribución del
mismo acordada por las Cortes Generales a través de un procedimiento distinto, fijado en el art.
74.2 de la Constitución Española".
Finalmente, cabe señalar que el procedimiento de Comisión Mixta de Conciliación, que en la
práctica sólo se ha dado en los dos supuestos referidos en relación con convenios internacionales, se
prevé también en el artículo 167 CE, en el trámite de reforma del texto constitucional.
Sobre el contenido de este artículo se pueden consultar, además, las obras citadas en la
bibliografía básica que se inserta.
Sinopsis artículo 75
El Pleno de la Cámara es la reunión de todos sus miembros y, por ello, su supremo órgano de
decisión. El texto constitucional lo identifica de hecho en ocasiones con el Congreso de los
Diputados o el Senado, (como por ejemplo cuando alude a la necesidad de la aprobación de las
Leyes Orgánicas por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados, -81 CE- o exige mayorías
cualificadas de los miembros de cada una de las Cámaras para la elección de los magistrados del
Tribunal Constitucional, 159.1 CE o vocales del Consejo General del Poder Judicial, 122.3 CE)
pero en otras, la referencia al Congreso o al Senado no prejuzga el órgano de la Cámara que habrá
de ejercer la función correspondiente (por ejemplo 74.2 CE).
De forma expresa, la Constitución hace referencia al Pleno, mejor dicho, a sus sesiones, para
prever la publicidad de las mismas (art. 80 CE), reservándole el Reglamento del Congreso los
artículos 54 y 55.
El art. 54 del Reglamento del Congreso de los Diputados otorga al Presidente de la Cámara la
competencia para convocarlo, bien por propia iniciativa o a solicitud, al menos, de dos grupos
parlamentarios o de una quinta parte de sus miembros. En la práctica, la presentación de tal
solicitud lo que conlleva es la necesidad de que la Presidencia convoque una reunión de la Junta de
Portavoces para que resuelva al efecto, dado que es este órgano el encargado de configurar el orden
del día de las sesiones plenarias.
En el art. 55 del Reglamento del Congreso de los Diputados se establece la atribución de escaños
a los Sres. Diputados en función de su adscripción a los grupos, la reserva del banco azul a los
miembros del Gobierno y el acceso al salón de sesiones.
Así, la Mesa de la Cámara, oídos los Sres. Portavoces, acuerda al inicio de cada legislatura la
distribución de escaños en el Hemiciclo entre los grupos parlamentarios, comunicando éstos
posteriormente el escaño que de forma individualizada deseen atribuir a cada uno de sus miembros
(www.congreso.es).
Por lo demás, las funciones del Pleno se definen a lo largo de las disposiciones reglamentarias de
ambas Cámaras, definiéndose su entidad por oposición a la de los restantes órganos y,
singularmente, la Diputación Permanente (véase comentario al art. 78 CE) y las Comisiones.
Así, como señala Elia, si el Parlamento en asamblea (o Pleno) es el tipo de órgano característico
de la dinámica constitucional ochocentista, el Parlamento en Comisión es la figura organizativa
prevalente en el Estado contemporáneo, y ello motivado por la necesidad de racionalizar el trabajo
creciente de las Asambleas Legislativas.
Ahora bien, las Comisiones permanentes, regidas por criterios de especialización y competencia,
no han sido una constante en la historia del parlamentarismo. Así, mientras en los EEUU se
desarrollan desde 1800, en Francia fueron proscritas desde la Constitución del Año III (Directorio),
imponiéndose un sistema de "bureaux" o secciones, en virtud del cual, con ocasión de la
presentación de un proyecto se formaban varias secciones, entre las cuales se distribuían los
miembros de la Cámara por sorteo; posteriormente cada sección nombraba entre sus miembros un
comisario, constituyendo la reunión de todos ellos una comisión central, encargada finalmente de
redactar el informe.
En España se preveía ya en el Reglamento para el Gobierno Interior de las Cortes de 24 de
noviembre de 1810 la diferenciación entre Comisiones permanentes -llamadas "principales"- y las
especiales. Sin embargo, paralelamente a lo ocurrido en Francia, a partir del Reglamento de 1847 se
pasa a un sistema de secciones; en Francia se reinstaura el sistema de Comisiones en 1902, en
España en 1918.
La Constitución actual dispone que las Cámaras funcionarán en Pleno y por Comisiones, pero
deja libertad a los Reglamentos para determinar su número y entidad, si bien deben existir, en todo
caso, Comisiones Legislativas Permanentes (art. 75.2 CE) y una Comisión Constitucional en el
Congreso (art. 151.2 CE).
Así, el Reglamento del Congreso de los Diputados establece en sus arts. 40 a 45 (en el
Reglamento del Senado 49 a 54 y 61 a 68), las normas generales relativas a su funcionamiento:
composición proporcional a la importancia numérica de los grupos parlamentarios; régimen de
sustitución; asistencia de los miembros del Gobierno; elección de sus Mesas; convocatoria;
competencia; asesoramiento por los Letrados.
El Reglamento del Congreso distingue entre Comisiones permanentes y no permanentes, y
dentro de aquéllas las legislativas (cuyo número y denominación varían cada Legislatura en función
de los Departamentos Ministeriales existentes -actualmente son 14-) y no legislativas: Reglamento,
Estatuto de los Diputados y Peticiones; a las que cabría añadir la Comisión Consultiva de
Nombramientos, creada en virtud de la Resolución de la Presidencia, de 25 de mayo de 2000,
relativa a la intervención de la Cámara en el nombramiento de Autoridades del Estado, y aquellas
creadas en virtud de disposición legal que así lo prevea: Comisión de control parlamentario de
RTVE (art. 26, Ley 4/1980, de 10 de enero, del Estatuto de la Radio y la Televisión, hoy derogada
por la Ley 17/2006, de 5 de junio, de la radio y la televisión de titularidad estatal), Comisión de
control de los créditos destinados a gastos reservados (art. 7, ley 11/1995, de 11 de mayo,
reguladora de la utilización y control de los créditos destinados a gastos reservados), a esta
Comisión se remite asimismo el art. 11 de la Ley 11/2002, de 6 de mayo, reguladora del Centro
Nacional de Inteligencia, Comisión que no debe confundirse con los Diputados con acceso a
Secretos Oficiales (Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados sobre secretos
oficiales, de 11 de mayo de 2004) en la medida en que la reunión de los mismos no constituye una
Comisión; Comisión de Cooperación Internacional para el Desarrollo (art. 15.3, Ley 23/1998, de 7
de julio, de Cooperación Internacional para el desarrollo), Comisión Mixta para las relaciones con
el Tribunal de Cuentas (disposición transitoria primera de la Ley Orgánica 2/1982, de 12 de mayo,
del Tribunal de Cuentas. Regulada parcialmente por las Normas de Las Mesas del Congreso de los
Diputados y del Senado, de 3 de marzo de 1983, sobre funcionamiento de dicha Comisión Mixta,
modificadas, en su párrafo primero del art. 1, por Resolución de las Mesas de 20 de febrero de
1989; y por las Normas de las Mesas del Congreso de los Diputados y del Senado sobre tramitación
de la Cuenta General del Estado, de 1 de marzo de 1984), Comisión Mixta de Relaciones con el
Defensor del Pueblo (art. 2.2, Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, del Defensor del Pueblo,
modificada por Ley Orgánica 2/1992, de 5 de marzo y Resolución de las Mesas del Congreso de los
Diputados y del Senado sobre organización y funcionamiento de la Comisión Mixta de Relaciones
con el Defensor del Pueblo, de 21 de abril de 1992, modificada el 25 de mayo de 2000), Comisión
Mixta para la Unión Europea (Ley 8/1994, de 19 de mayo, por la que se regula la Comisión Mixta
para la Unión Europea y Resolución de Las Mesas del Congreso de los Diputados y del Senado
sobre desarrollo de dicha Ley, de 21 de septiembre de 1995). Finalmente, estarían las Comisiones
Permanentes de Legislatura (art. 50 RCD), es decir, aquéllas que no necesariamente tienen que
constituirse tras la renovación de las Cámaras pero que, de facto, son creadas por las mismas con
vocación de permanencia durante toda la Legislatura, actualmente: las Comisiones Mixtas para el
Estudio del Problema de las Drogas y de los Derechos de la Mujer (creadas por sendos acuerdos del
Pleno del Congreso de los Diputados de 20 de mayo de 2004 y del Senado de 25 de mayo de 2004
(BOCG, Serie Cortes Generales, Serie A, núm. 3, de 27 de mayo). Para la regulación de las mismas
y de todas las Comisiones Mixtas en general, véase la Resolución de las Mesas del Congreso de los
Diputados y del Senado, reunidas en sesión conjunta, de 20 de mayo de 2004, sobre composición de
las Comisiones Mixtas Congreso-Senado). A su vez, dentro de las Comisiones no permanentes
creadas para la ejecución de una tarea concreta y tras cuya finalización se extinguen (art. 51 RCD),
se distinguen en el Congreso, las Comisiones de Investigación (art. 52 RCD) (veáse sinopsis al art.
76 CE) y otras Comisiones no permanentes, cuya creación corresponde a la Mesa, previa audiencia
de la Junta de Portavoces (art. 53 RCD), en la presente legislatura, la Comisión no permanente de
seguimiento y evaluación del Pacto de Toledo, y las Comisiones no permanentes sobre seguridad
vial y prevención de accidentes de tráfico y para las políticas integrales de la discapacidad. Así
mismo, con carácter no permanente ha sido creada la Comisión Mixta de ambas Cámaras sobre
Juventud.
El Reglamento del Senado distingue entre Comisiones Permanentes contituidas para una
Legislatura, y de Investigación o Especiales constituidas hasta finalizar los trabajos para los que
fueron creadas (art. 50 RS). Dentro de las Comisiones Permanentes se enmarcan las Comisiones
Legislativas (actualmente 16, mereciendo destacarse, por su peculiaridad, la Comisión General de
las Comunidades Autónomas); y las no legislativas: Reglamento, Incompatibilidades, Suplicatorios,
Peticiones, Asuntos Iberoamericanos, la Sociedad de la Información y del Conocimiento, de
Nombramientos y de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica (I+D+I). En la
VIII Legislatura existe en el Senado una comisión especial (art. 59 RS) de estudio para erradicar el
racismo y la xenofobia del deporte español.
Junto a las Comisiones Mixtas ya referidas es preciso recordar las que eventualmente se
constituirían en los supuestos previstos en los artículos 74.2 y 167.1 CE.
Por su parte, los apartados 2 y 3 del artículo 75 CE, cuyo contenido parece un tanto desubicado
en la medida en que se refiere más bien a un procedimiento legislativo especial, acoge el
denominado "procedimiento legislativo descentralizado", regulado en el art. 72 de la Constitución
Italiana y que ha provocado una gran disparidad de criterios en la doctrina.
Nuestro texto constitucional prevé la posibilidad de delegar en las Comisiones Legislativas
Permanentes la aprobación definitiva de iniciativas legislativas, exceptuando una serie de materias y
facultando al Pleno para poder recabar en cualquier momento el debate y votación de la iniciativa
delegada; no obstante, distinta ha sido la forma en que ambos Reglamentos han desarrollado tal
precepto.
Así, los arts. 148 y 149 del Reglamento del Congreso de los Diputados, establecen la presunción
de delegación, de forma que, remitido un proyecto de ley a la Cámara o tomada en consideración
una proposición de ley, la Mesa acuerda su remisión a la Comisión correspondiente para su
tramitación por el procedimiento con competencia legislativa plena, a menos que se trate de alguno
de los supuestos previstos en el art. 75.3 CE: la reforma constitucional; las cuestiones
internacionales -que no se limitaría tan sólo a los Tratados Internacionales, sino que abarca también
todo proyecto de ley que conlleve de algún modo la prestación del consentimiento del Estado para
obligarse internacionalmente (por ejemplo Ley 12/1999, de 21 de abril, por la que se autoriza la
participación de España en la ampliación del capital del BERD); las leyes orgánicas; las leyes de
bases (entendiéndose éstas en su sentido estricto, es decir, las previstas en el art. 82 CE); los
Presupuestos Generales del Estado (y, por extensión, proyectos de ley de créditos extraordinarios o
suplementos de crédito).
Tal delegación no abarca, en todo caso, el debate de totalidad inicial de los proyectos de ley ni la
toma en consideración de las proposiciones de ley. Se prevé la posibilidad de la avocación por el
Pleno de la deliberación y votación final de las iniciativas legislativas, en la sesión plenaria en que
se proceda al debate de totalidad o a la toma en consideración de una proposición de ley y en los
demás casos, y antes de iniciarse el debate en Comisión, el Pleno podrá avocar la aprobación final, a
propuesta de la Mesa, oída la Junta de Portavoces. En la práctica, y atendiendo a la facultad que la
Constitución otorga al Pleno para recabar el debate en cualquier momento, se interpreta que, haya o
no habido debate de totalidad y, en este caso, cuando se tenga certeza, por no haber sido presentadas
enmiendas a la totalidad, de que no se realizará, la avocación puede plantearse en todo momento
anterior al inicio del debate en la Comisión, que no en la ponencia, por acuerdo de la Mesa, previa
audiencia de la Junta de Portavoces. De otra parte, aunque en la práctica los grupos solicitan la
avocación por escrito presentado en el Registro General, nada obstaría a que tal cuestión fuese
directamente suscitada con ocasión del debate de totalidad o de toma en consideración
correspondientes, siendo por lo demás contados los supuestos en los que una solicitud de avocación
ha sido rechazada por el Pleno (en la VI Legislatura, la Mesa de la Cámara, en su reunión de
05/11/99, y tras oír con carácter previo a la Junta de Portavoces, acordó no proponer al Pleno de la
Cámra la petición de avocación del proyecto de ley sobre el régimen jurídico de la tenencia de
animales potencialmente peligrosos, teniendo en cuenta que la Comisión de Agricultura, Ganadería
y Pesca había sido convocada para tramitar con competencia legislativa plena el citado proyecto de
ley el 8/11/99. Por otro lado, en la VII Legislatura, sometida al Pleno la solicitud de avocación del
proyecto de ley de sanidad vegetal fue rechazada por el Pleno de la Cámara, en su sesión del
05/02/02 (Diario de Sesiones del Pleno del Congreso núm 134), manteniéndose en consecuencia su
tramitación por el procedimiento de Competencia Legislativa Plena). Finalmente, el art. 149.2 del
Reglamento del Congreso de los Diputados dispone que "las Comisiones carecerán de competencia
para conocer con plenitud legislativa de los proyectos o proposiciones de ley que hubieran sido
vetados o enmendados por el Senado, siempre que el veto o las enmiendas hubieran sido aprobados
por el Pleno de dicha Cámara".
El Reglamento del Senado, siguiendo con mayor fidelidad el texto constitucional, establece, en
sus arts. 130 a 132, que tal delegación se acuerde expresamente por el Pleno de la Cámara a
propuesta de la Mesa, oída la Junta de Portavoces, de un grupo parlamentario o de 25 senadores,
debiendo presentarse tal solicitud dentro de los 10 días siguientes a la publicación del texto.
Además, el Pleno podrá decidir, por la misma vía, en cualquier momento la revocación de la
correspondiente delegación de competencia legislativa para que la iniciativa pase a tramitarse por el
procedimiento ordinario, lo que procederá en todo caso si se aprobase alguna propuesta de veto en
Comisión. De otra parte, junto a las materias constitucionalmente excluidas de la delegación, cabe
deducir que tampoco sería aplicable a las iniciativas tramitadas por el procedimiento de urgencia o
el abreviado de un mes, dado que el art. 132 del Reglamento del Senado señala que la Comisión
competente dispondrá del período que reste hasta completar el plazo ordinario de dos meses.
Sobre el contenido de este artículo se pueden consultar, además, ls obras citadas en la
bibliografía básica que se inserta.

Sinopsis artículo 76
Precedentes y Derecho comparado
El artículo 76 recoge, por primera vez en nuestra Historia Constitucional, las Comisiones
parlamentarias de investigación. Dichas Comisiones, también llamadas de encuesta, tienen acogida
en otros textos fundamentales, sobre todo a partir del constitucionalismo posterior a la II Guerra
Mundial , aunque no han faltado precedentes, algunos de tanta influencia como la Constitución
belga de 1830, la prusiana de 1850 o la de Weimar de 1919. La figura se trató de introducir, sin
éxito, en la Constitución de 1931 y, en cambio, se recogió por el artículo 15. II de la Ley
Constitutiva de las Cortes, de 17 de julio de 1942, donde poca virtualidad práctica iba a poder tener.
Cierto es que la ausencia de precepto constitucional no ha impedido su creación e, incluso, su
recepción expresa en los Reglamentos parlamentarios como el del Congreso de los Diputados de 23
de junio de 1867 que, en su artículo 67, se refería a "Las Comisiones que se nombren para cualquier
investigación parlamentaria..." Sin embargo, el antecedente más inmediato es el Reglamento
Provisional del Congreso de los Diputados, de 13 de octubre de 1977 que se refería a ellas
disponiendo en su artículo 45 que: "Cuando el Congreso decida proceder a una investigación, podrá
acordar la constitución de una Comisión de encuesta." Y el artículo 124, dentro del Título dedicado
al control parlamentario, contenía una extensa regulación de los requisitos de constitución y de sus
normas de funcionamiento, incluyendo algunos de los elementos que figuran en la Constitución
como la preservación de la independencia judicial o la posibilidad de las Comisiones conjuntas con
el Senado. Además, el procedimiento de tramitación de las investigaciones, en sus distintas fases
hasta el Pleno, fue objeto de una Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados de 24
de mayo de 1978. Por su parte, el Reglamento Provisional del Senado, de 18 de octubre de 1977,
regulaba brevemente en su artículo 59 la posibilidad de que las Comisiones abrieran, en cuestiones
de su competencia, "encuestas sobre un problema, encargando a varios de sus miembros que
realicen una información que ilustre a la Comisión".
Entre las Constituciones vigentes en nuestro entorno jurídico-político más cercano la regulación
varía. Desde el reconocimiento genérico del derecho de investigación de las Cámaras que efectúan
el artículo 56 de la Constitución belga, el artículo 64 de la de Luxemburgo, y el artículo 70 de la
holandesa; hasta la más completa previsión, incluso estableciendo la mayoría exigible para su
creación, que se contiene en el artículo 44 de la Ley Fundamental de Bonn (que declara la
obligatoriedad de su constitución si lo pide una cuarta parte de los miembros del Bundestag), el
artículo 68 de la Constitución griega (que exige mayoría de dos quintos con carácter general, y
mayoría absoluta para constituir Comisiones de investigación sobre cuestiones relativas a política
exterior y a defensa nacional), y el artículo 181, apartados 4 y 5, de la Constitución de la República
Portuguesa que dispone su constitución obligatoria, siempre que se solicite por una quinta parte de
los diputados, hasta el límite de una por diputado y por período de sesiones legislativas. De modo
más parecido a nuestro caso, se contiene una regulación de las líneas generales, con remisión a la
ley, en el artículo 53 de la Constitución austríaca, el artículo 51 de la danesa y el artículo 82 de la
Constitución italiana de 27 de diciembre de 1947.
Elaboración del precepto
La redacción del precepto no experimentó grandes cambios durante su elaboración. Las
principales variaciones se introdujeron en la Ponencia del Congreso que eliminó la previsión
contenida en el Anteproyecto de que "el Gobierno y todas las autoridades y órganos
administrativos" debían prestar ayuda a las Comisiones de investigación. Además, se profundizó en
la definición de su objeto, al hablar de cualquier asunto "de interés público"; se incluyó la
posibilidad de las Comisiones conjuntas de ambas Cámaras; y se contempló la salvedad de que,
aunque las conclusiones de las Comisiones de investigación no serán vinculantes para los
Tribunales ni afectarán a las resoluciones judiciales, ello será "sin perjuicio de que el resultado de la
investigación sea comunicado al Ministerio Fiscal para el ejercicio, cuando proceda, de las acciones
oportunas". El texto resultante sólo fue modificado ligeramente en el Senado en cuestiones
formales, manteniéndose el apartado 2, relativo a la obligación de comparecer, con la redacción
original del Anteproyecto.
Desarrollo legislativo
El desarrollo de este artículo, como la mayor parte de los incluidos en el Título III, se encuentra
en los Reglamentos de las Cámaras que establecen los requisitos de creación de este fundamental
instrumento de control político, así como las reglas generales de su organización y funcionamiento.
En el caso del Reglamento del Congreso de los Diputados, de 10 de febrero de 1982, se regulan
entre las Comisiones no Permanentes por el artículo 52, modificado por la reforma sobre publicidad
de las Comisiones de investigación, aprobada el 16 de junio de 1994. Dicha reforma dio nueva
redacción a los artículos 63 y 64 del Reglamento que establecen el régimen de publicidad de las
sesiones del Pleno y las Comisiones, así como de los datos, informes o documentos facilitados a las
Comisiones de investigación. Esta reforma parcial es una buena prueba de la preocupación que
siempre ha existido sobre esta materia respecto a la que se han pronunciado los distintos intentos de
reforma global del Reglamento del Congreso. Desde la Propuesta de texto articulado que llegó a ser
dictaminado por la Comisión de Reglamento, en marzo de 1993, con un sentido distinto a la
reforma aprobada el año siguiente, hasta los textos manejados por la Ponencia creada en la VI
Legislatura y el Grupo de Trabajo constituido en el seno de la Comisión de Reglamento al
comienzo de la VII Legislatura. Sin embargo, frente a cierto grado de consenso que se aprecia en
otros temas, en esta cuestión, especialmente por lo que se refiere a los requisitos para la constitución
de las Comisiones de investigación, parece que el acuerdo será más difícil de conseguir.
Por su parte, el Reglamento del Senado, cuyo texto refundido fue aprobado por la Mesa de la
Cámara el 3 de mayo de 1994, dedica los artículos 59 y 60 a las Comisiones de Investigación o
Especiales. Tan sólo las primeras tienen la facultad de requerir la presencia de cualquier persona
para declarar bajo el amparo del artículo 76.2 de la Constitución.
En cuanto a los requisitos para su constitución, el artículo 52.1 del Reglamento del Congreso
atribuye la competencia al Pleno de la Cámara, que lo decidirá a propuesta del Gobierno, de la
Mesa, de dos Grupos Parlamentarios o de la quinta parte de los miembros de la Cámara; es decir,
setenta diputados. El Reglamento del Senado también reserva al Pleno, en su artículo 59, la decisión
de establecer Comisiones de investigación o especiales, a propuesta del Gobierno o de veinticinco
Senadores que no pertenezcan al mismo Grupo parlamentario. El precepto aclara que, si se trata de
una Comisión Mixta del Congreso y del Senado, su constitución requerirá la previa aprobación de
ambas Cámaras, determinando que si la propuesta se presentase y aprobase en el Senado, se dará
traslado inmediato de la misma al Congreso.
Respecto al objeto, en ambos Reglamentos se mantiene la expresión constitucional, de forma que
se podrán crear Comisiones de investigación para realizar encuestas o estudios "sobre cualquier
asunto de interés público". Ello ha servido para que se hayan constituido numerosas Comisiones de
investigación en cada una de las Cámaras a lo largo de las distintas Legislaturas transcurridas. Tan
sólo se ha constituido una Comisión conjunta en sentido estricto: la Comisión de investigación
conjunta Congreso de los Diputados-Senado, sobre los hechos derivados del proceso tóxico debido
al consumo de aceite adulterado y objeto de comercialización clandestina, cuyas conclusiones
fueron aprobadas en junio de 1982. Ya que ha habido otras Comisiones conjuntas de estudio, de
diferente naturaleza, como la Comisión Congreso-Senado para seguimiento del Campeonato
Mundial de Fútbol-82, que no llegó a emitir dictamen, y la Comisión Mixta Congreso de los
Diputados-Senado, de carácter no permanente, para establecer la fórmula y plazos para alcanzar la
plena profesionalización de las Fuerzas Armadas, lo que conllevará la no exigencia de la prestación
del servicio militar obligatorio, cuyo dictamen se aprobó el 28 de mayo de 1998, por el Pleno del
Congreso, y el 9 de junio del mismo año, por el del Senado.
Por otra parte, la normal coincidencia de mayorías en las dos Cámaras ha hecho que las
iniciativas de creación de este tipo de Comisiones que son rechazadas en una de ellas, no se
intenten en la otra. Sin embargo, cuando no se ha dado esta circunstancia, se han visto episodios
como la constitución, en la última etapa de la V Legislatura, de la Comisión de investigación de las
responsabilidades políticas derivadas de la creación y actuación de los GAL, aprobada en el Senado
después de su rechazo en el Congreso.
Además de las citadas, y dejando de lado las Comisiones especiales o de estudio, se han
constituido las siguientes Comisiones de investigación en el Congreso de los Diputados. En la
primera Legislatura: la Comisión de encuesta sobre Radiotelevisión Española (RTVE) y la
Comisión de investigación de presuntos malos tratos a detenidos en el País Vasco. En la II
Legislatura: la Comisión de investigación sobre catástrofes aéreas, la Comisión especial de
investigación de la situación y evolución del Grupo Ruiz Mateos, Sociedad Anónima (RUMASA) y
la Comisión de investigación sobre financiación de los Partidos Políticos. En la III Legislatura: la
Comisión de investigación sobre incompatibilidades y tráfico de influencias. En la IV Legislatura:
la Comisión de investigación para esclarecer las irregularidades que se produjeron durante el
proceso electoral del 29 de octubre de 1989, así como sanciones que se han aplicado a aquéllos que
imparten instrucciones irregulares o no las cumplen adecuadamente; y la Comisión de investigación
sobre la compra de terrenos por parte de la Red Nacional de Ferrocarriles Españoles (RENFE) o de
su filial, la Sociedad Equipamiento de Estaciones, S.A. (EQUIDESA), para financiar determinadas
infraestructuras ferroviarias en las localidades de San Sebastián de los Reyes y de Alcobendas
(Madrid). En la V Legislatura: la Comisión de investigación sobre la gestión de los fondos
presupuestarios asignados a la Dirección General de la Guardia Civil, mientras fue Director General
Don Luis Roldán; la Comisión de investigación sobre la situación, evolución y gestión del
patrimonio de Don Mariano Rubio Giménez, así como el posible uso de información privilegiada y
tráfico de influencias en operaciones privadas, durante el período en que ejerció cargos públicos de
responsabilidad en el Banco de España; y la Comisión de investigación sobre el proceso de
privatización de la empresa pública Intelhorce. En la VI Legislatura: la Comisión de investigación
sobre la tramitación de los expedientes de la Agencia Estatal de Administración Tributaria; y la
Comisión de investigación para analizar la política desarrollada mediante ayudas comunitarias al
cultivo del lino. En la VII Legislatura: la Comisión de investigación sobre Gescartera.
En el periodo de tiempo transcurrido de la VIII Legislatura se ha constituido también en el
Congreso de los Diputados una Comisión de Investigación sobre el 11 de marzo de 2004. El
acuerdo de creación se adoptó por el Pleno de la Cámara en la sesión celebrada el 20 de mayo de
2004 y la sesión constitutiva de la Comisión tuvo lugar el día 27 del mismo mes y año.
En el Senado, además de la citada en la V Legislatura, tan sólo se han constituido Comisiones de
investigación en la II: la Comisión especial de investigación de la desaparición de súbditos
españoles en países de América, la Comisión especial de investigación sobre la situación de los
aeropuertos nacionales, la Comisión especial de investigación sobre los trabajadores españoles
emigrados en Europa, y la Comisión especial de investigación sobre el tráfico y el consumo de
drogas en España; y en la IV Legislatura: la Comisión especial de encuesta e investigación sobre los
problemas derivados del uso del automóvil y la seguridad vial. En cambio, en la Cámara Alta han
proliferado las Comisiones especiales de estudio como, simplemente a título de ejemplo que
permita comparar las materias que se han juzgado dignas de un tipo u otro de Comisión, la
Comisión sobre los contenidos televisivos de la V; la Comisión especial sobre la ordenación del
servicio farmacéutico de la VI o la Comisión especial sobre la adopción internacional de la VII
Legislatura.

En cuanto a sus normas de funcionamiento, el artículo 52.2 del Reglamento del Congreso
dispone que las Comisiones de investigación elaborarán un plan de trabajo y podrán nombrar
Ponencias en su seno y requerir la presencia, por conducto de la Presidencia del Congreso, de
cualquier persona para ser oída. La Presidencia de la Cámara, según el apartado 3 de este precepto,
podrá dictar las oportunas normas de procedimiento, oída la Comisión. En todo caso, y según se
introdujo en la reforma de 1994, las decisiones de las Comisiones de investigación se adoptarán
aplicando el criterio del voto ponderado. El Reglamento del Senado (artículo 60.1) también prevé
que estas Comisiones, una vez constituidas, elaboren un plan de trabajo fijando sus actuaciones y
plazos, añadiendo que informarán periódicamente a la Mesa de la Cámara sobre el cumplimiento de
dicho plan.
Respecto al régimen de publicidad, el artículo 64.4 del Reglamento de la Cámara Baja dispone
que las sesiones preparatorias de su plan de trabajo o de las decisiones del Pleno, o de deliberación
interna o las reuniones de las Ponencias que se creen en su seno, no serán públicas. Serán también
secretos los datos, informes o documentos facilitados a estas Comisiones para el cumplimiento de
sus funciones, cuando lo disponga una ley o cuando así lo acuerde la propia Comisión. En cambio,
se ajustarán al régimen ordinario, que implica sesiones no públicas a las que, sin embargo, pueden
asistir los representantes acreditados de los medios de comunicación social, las sesiones que tengan
por objeto la celebración de comparecencias informativas, salvo: a) cuando la comparecencia verse
sobre materias que hayan sido declaradas reservadas o secretas conforme a la legislación vigente, y
b) cuando, a juicio de la Comisión, los asuntos a tratar coincidan con actuaciones judiciales que
hayan sido declaradas secretas. En el Senado se aplica el régimen general previsto en el artículo 75
de su Reglamento, que también permite la asistencia de los representantes acreditados de los medios
de comunicación social, salvo que las sesiones o algunos puntos de ellas tengan por objeto el
estudio de incompatibilidades, suplicatorios y cuestiones que afecten a Senadores o cuando, sin
afectar a estos temas, así se acuerde por la mayoría absoluta de los miembros de la Comisión.
Según el artículo 52.4 del Reglamento del Congreso, las conclusiones de estas Comisiones
deberán plasmarse en un dictamen que será discutido en el Pleno de la Cámara. Para ordenar este
debate, conceder la palabra, y fijar los tiempos de las intervenciones está facultada la Presidencia,
oída la Junta de Portavoces. Las conclusiones del Pleno serán publicadas en el Boletín Oficial de las
Cortes Generales y comunicadas al Gobierno. También se publicarán, a petición del Grupo
Parlamentario proponente, los votos particulares rechazados. Todo ello sin perjuicio de que la Mesa
del Congreso dé traslado de las conclusiones al Ministerio Fiscal para el ejercicio, cuando proceda,
de las acciones oportunas. (apartados 5 y 6 del artículo 52).
En el caso del Senado, el artículo 60.3 también prevé la publicación de las conclusiones, "salvo
que, en caso necesario, se acuerde lo contrario para la totalidad o parte de las mismas". El apartado
4 regula el debate en Pleno del informe de las Comisiones de investigación, contemplando dos
turnos a favor y dos en contra y las intervenciones de los Grupos que lo soliciten, sin que pueda
exceder de quince minutos el tiempo asignado en cada caso. Asimismo, se contempla la posibilidad
de que el resultado de las investigaciones se comunique al Ministerio Fiscal para el ejercicio,
cuando proceda de las acciones oportunas (artículo 60.5). Y tanto el Reglamento del Congreso
como el del Senado recogen la previsión constitucional de que las conclusiones de las Comisiones
de investigación no serán vinculantes para los Tribunales ni afectarán a las resoluciones judiciales
(artículos 52.4 y 60.3, respectivamente).
Por lo que se refiere a las facultades de estas Comisiones para desempeñar sus funciones, nuestra
Constitución no llega al extremo de otros textos fundamentales como el portugués, que les atribuye
"las facultades de investigación propias de las autoridades judiciales" (artículo 181.5), o del alemán
que permite que para la obtención de pruebas se apliquen por analogía "las normas del
procedimiento penal, sin perjuicio del secreto de la correspondencia, del correo y de las
telecomunicaciones" (artículo 44.2). Pero sí garantiza el clásico power to send for papers and
persons del Derecho anglosajón, con la obligación de comparecer a requerimiento de las Cámaras,
remitiendo a la Ley la sanción que pueda imponerse por incumplimiento de la misma.
Esta misma previsión se contiene en el artículo 60.2 del Reglamento del Senado y en el artículo
52.2 del Reglamento del Congreso que, con mayor grado de detalle, determina que las Comisiones
de investigación podrán requerir la presencia, por conducto de la Presidencia del Congreso, de
cualquier persona para ser oída. Tales comparecencias se ajustarán a lo dispuesto en la Ley prevista
en el artículo 76.2 de la Constitución y responderán, en todo caso, a los siguientes requisitos:
a) La notificación del requerimiento para comparecer y de los extremos sobre los que se deba
informar habrá de hacerse con quince días de antelación, salvo cuando, por concurrir circunstancias
de urgente necesidad, se haga con un plazo menor, que en ningún caso será inferior a tres días.
b) En la notificación, el ciudadano requerido será advertido de sus derechos y obligaciones y
podrá comparecer acompañado de la persona que designe para asistirlo.
Además de estas normas reglamentarias, el desarrollo legislativo del artículo 76.2 se encuentra,
principalmente, en la Ley Orgánica 5/1984, de 24 de mayo, de comparecencia ante las Comisiones
de investigación del Congreso y del Senado o de ambas Cámaras. En los artículos 1 a 3 se establece
la obligación de todos los ciudadanos, españoles y extranjeros que residan en España, de
comparecer personalmente a requerimiento de las Comisiones de investigación, aunque también se
prevé que las Mesas de las Cámaras velarán por que en estas comparecencias queden
salvaguardados el respeto a la intimidad y el honor de las personas, el secreto profesional, la
cláusula de conciencia y los demás derechos constitucionales. Asimismo, se establecen los
requisitos formales de los requerimientos y las notificaciones, remitiéndose a los Reglamentos
parlamentarios en cuanto al acto de la comparecencia y disponiendo, en el artículo 5, que los gastos
derivados serán abonados al compareciente, una vez justificados, con cargo al presupuesto de la
respectiva Cámara.

Desde un punto de vista sustantivo, el artículo 4 de esta Ley Orgánica, que establecía las
consecuencias penales de la incomparecencia voluntaria a los requerimientos de una Comisión de
investigación, fue derogado por la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal,
para equiparar a efectos penales las consecuencias del incumplimiento de la obligación de
comparecer ante los Parlamentos autonómicos y ante las Cortes Generales. El artículo 502 castiga
como reos del delito de desobediencia a los que "habiendo sido requeridos en forma legal y bajo
apercibimiento dejaren de comparecer ante una Comisión de investigación de las Cortes Generales
o de una Asamblea Legislativa de Comunidad Autónoma". La pena para el delito de desobediencia
es de prisión de seis meses a un año y, si se trata de autoridades o funcionarios públicos, se prevé,
además, la pena de suspensión de empleo de cargo público por tiempo de seis meses a dos años. La
pena establecida en el apartado 3 de este precepto, para quien faltare a la verdad en su testimonio
ante una Comisión de investigación, ha sido recientemente modificada por la Ley Orgánica,
15/2003 de 25 de noviembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre,
del Código Penal, quedando fijada en prisión de seis meses a un año o multa de doce a veinticuatro
meses.
Hay que citar también el Real Decreto-Ley 5/1994, de 29 de abril, por el que se regula la
obligación de comunicación de determinados datos a requerimiento de las Comisiones
Parlamentarias de investigación. Así como el artículo 66.1.e) de la Ley General de la Seguridad
Social, cuyo texto Refundido fue aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/1994, de 20 de junio,
en la redacción dada por la Ley 52/2003, de 10 de diciembre, de disposiciones específicas en
materia de Seguridad Social, que deja a salvo del carácter reservado de los datos, informes o
antecedentes obtenidos por la Administración de la Seguridad Social en el ejercicio de sus
funciones, la cesión o comunicación de los mismos cuando tenga por objeto la colaboración con las
Comisiones parlamentarias de investigación en el marco legalmente establecido. En la misma línea,
en fin, la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria, dispone en su artículo 95.1 que los
datos, informes o antecedentes obtenidos por la Administración Tributaria en el desempeño de sus
funciones tienen carácter reservado y sólo podrán ser utilizados para la efectiva aplicación de los
tributos o recursos cuya gestión tenga encomendada y para la imposición de las sanciones que
procedan, sin que puedan ser cedidos o comunicados a terceros, salvo que la cesión tenga por
objeto, entre otras, "la colaboración con las comisiones parlamentarias de investigación en el marco
legalmente establecido".
Las Comisiones de Investigación en el ámbito autonómico
Aunque no puede hablarse de desarrollo directo de la Constitución, que sólo se refiere a las
Cortes Generales, la influencia que éstas han ejercido en los Parlamentos autonómicos ha llevado a
que también en ellos se recoja la facultad de crear Comisiones de investigación. En la mayor parte
de los casos esta recepción se produce en los respectivos Reglamentos parlamentarios, pues en un
principio los Estatutos de Autonomía, o no pensaron en esta posibilidad, o no creyeron oportuno
descender a este grado de detalle organizativo. Es el caso de las Comunidades Autónomas del País
Vasco, Cataluña, Galicia, Andalucía, La Rioja, Canarias, Comunidad Foral de Navarra,
Extremadura, Madrid y Castilla León.
En cambio, el reconocimiento estatutario se da, en algunos otros casos, enmarcado en la
tendencia a incluir una regulación más detallada del Parlamento que se aprecia en los
procedimientos de reforma de los Estatutos de Autonomía aprobados por la vía del artículo 143 de
la Constitución, que se desarrollaron entre los años 1996 y 1999. Aunque la reforma responde en
todos los supuestos a la ampliación competencial prevista en el artículo 148.2 de la propia
Constitución, se aprovecha este objetivo fundamental para modificar otros aspectos del Estatuto
como los relativos a la investidura del Presidente; las normas de organización y funcionamiento del
Parlamento, incluyendo la posibilidad de su disolución anticipada; los supuestos de delegación
legislativa; o la posibilidad de ampliar las competencias locales mediante las correspondientes
transferencias o delegaciones a los municipios y provincias. La regulación del Parlamento incluye
una referencia a que las Comisiones son permanentes y "en su caso, especiales o de investigación"
en los Estatutos del Principado de Asturias (artículo 29.2), Cantabria (artículo 12.5), Región de
Murcia (artículo 28.2), Aragón (artículo 14.4); y "especiales de investigación" en el Estatuto de las
Illes Balears (artículo 24.3). Algo más amplia es la mención del Estatuto de la Comunidad
Valenciana que en su artículo 11 e) recoge, entre las funciones de las Cortes Valencianas, la de
"ejercer el control parlamentario sobre la acción de la Administración situada bajo la autoridad de la
Generalidad Valenciana. A tal efecto, podrán crearse, en su caso, comisiones especiales de
investigación o atribuirse esta facultad a las comisiones permanentes". Así como la que contiene el
artículo 11.6 del Estatuto de Castilla-La Mancha, que dispone que: "Las Cortes podrán nombrar,
según determine el Reglamento, Comisiones de investigación y encuesta sobre cualquier asunto de
interés para la región".
Jurisprudencia constitucional
Finalmente, debe señalarse que no existe jurisprudencia constitucional sobre el artículo 76. Tan
sólo existe un pronunciamiento indirectamente referido al mismo: el Auto del Tribunal
Constitucional 664/1984, de 7 de noviembre que se manifiesta obiter dicta sobre el alcance de las
conclusiones de las Comisiones de investigación. Dice el Alto Tribunal: "De la Comisión Mixta
para las relaciones con el Tribunal de Cuentas, en modo alguno puede decirse que sus actuaciones
hayan sido de carácter jurisdiccional, sino, en todo caso, constitutivas del ejercicio de la
competencia de las Cortes Generales para controlar la "acción del Gobierno" (art. 66.2 de la CE),
sin que las conclusiones a que puedan llegar las Comisiones de investigación de cualquier asunto de
interés público, puedan ser vinculantes para los Tribunales, ni afectar a las resoluciones judiciales.
De ahí que, en el presente supuesto, no haya podido producirse indefensión en actuación
jurisdiccional alguna, dado que esta última no ha llegado a existir. Y la pretendida infracción del art.
91 de la LPA constituirá una cuestión de mera legalidad, ajena a la jurisdicción de este Tribunal".
Entre la bibliografía básica cabe mencionar entre otros autores a Aguiló, Amorós, Aragón,
Astarloa, Masó, Mora, Peñaranda, Recoder, Santaolalla, etc.

Sinopsis artículo 77
El derecho de petición ante las Cámaras, como una modalidad del derecho de petición ante los
poderes públicos, nace, por su esencia, de la mano del propio Parlamento, en la medida en que, en
sus inicios, éste era convocado para atender a las necesidades pecuniarias del Monarca, el cual
presentaba a los súbditos sus demandas, al tiempo que éstos le exponían sus agravios. El sistema de
peticiones se iría transformando en legislación escrita, reapareciendo con vigor en la época
revolucionaria francesa.
Actualmente, el derecho de petición ante las Cámaras, como el derecho de petición en general,
ha visto reducida su trascendencia de forma considerable, de forma que, si bien en un plano
puramente teórico se enmarcaría dentro de las instituciones propias de la democracia semidirecta,
junto con la iniciativa popular y el referéndum, en la práctica supone una consecuencia más de la
libertad de expresión, al tiempo que sirve como cauce de información a las Cámaras mediante el
cual se traslada a éstas las demandas y problemas sociales, así como la respuesta de las distintas
administraciones ante las mismas. Con todo, tal función informativa se ejerce en nuestros días de
forma preferente por otras vías, como son la actuación directa de los grupos de presión ante los
grupos parlamentarios y las fuerzas políticas, o la difusión, más o menos enfática, que los medios de
comunicación social decidan realizar de los distintos conflictos y demandas.
En España, el derecho de petición a las Cortes se reconoce en todos los textos constitucionales
desde 1837, y se consagra en la Constitución vigente como una modalidad del que, con naturaleza
de derecho fundamental, se establece con carácter general en el art. 29 de la misma. Así, como en
éste, se prevé su presentación escrita, individual o colectiva; mientras que, como especificaciones
del derecho de petición ante las Cámaras cabe citar: la prohibición de presentar peticiones mediante
manifestaciones ciudadanas y la expresa previsión de la facultad de las Cámaras de remitir al
Gobierno las peticiones que reciban.
Si bien se exige su presentación por escrito, se aplica un criterio sumamente flexible en su
admisión a trámite. Así, es habitual que las mismas se presenten de forma manuscrita e incluso sean
difícilmente inteligibles, siendo preciso, eso sí, que cumplan con unos mínimos requisitos formales,
cuales son, que se trate de originales firmados en los que pueda identificarse su autor y domicilio
del mismo, ya que difícilmente podrá, en otro caso, cursársele recibo, tal y como prevén los
artículos 49.4 del Reglamento del Congreso y 194 del Reglamento de Senado.
Por lo que a las peticiones colectivas se refiere, cabe distinguir: las colectivas propiamente
dichas, en las que el autor de la misma representa de facto, a una pluralidad de sujetos
(asociaciones, federaciones, plataformas, comunidades...), y las presentadas por una diversidad de
sujetos individualmente considerados, yendo acompañada en este caso la petición de diversas
firmas, en ocasiones miles. En la práctica, se asimilan a estas últimas aquellas peticiones que, si
bien se presentan de manera individualizada, responden a un formato estandarizado o formulario,
cuya presentación se han encargado de multiplicar las actuales técnicas de reproducción y difusión.
La presentación de las peticiones puede hacerse de forma directa, en persona o a través de
terceros, en el horario de Registro General de la Cámara (BOCG Congreso, serie D, núm. 1, de
12/04/2000) o mediante su remisión por correo. Ahora bien, la Constitución veta la presentación
directa por manifestaciones ciudadanas, lo que no obsta a que una delegación de los peticionarios
formalice la presentación en el Registro, siempre que el resto de los mismos no obstaculice el
normal funcionamiento de la actividad parlamentaria. La prohibición se enmarca, en definitiva, en
el régimen más general de protección de los alrededores de las Cámaras, a cuyo efecto el Código
Penal vigente dispone en su art. 495, que "Los que, sin alzarse públicamente, portando armas u
otros instrumentos peligrosos, intentaren penetrar en las sedes de Congreso de los Diputados, del
Senado o de la Asamblea Legislativa de una Comunidad Autónoma, para presentar en persona o
colectivamente peticiones a los mismos, incurrirán en la pena de prisión de tres a cinco años".
El apartado segundo del art. 77 reconoce, por un lado, el "derecho de remisión" al Gobierno de
las peticiones que reciban. Tal previsión, criticada por algunos por considerarla superflua e incluso
perturbadora, en la medida en que podría interpretarse como una restricción de lo sujetos a los que
las Cámaras pueden cursar las peticiones que se les presenten, supone el reconocimiento del
derecho de las Cámaras a deliberar y adoptar acuerdos con ocasión de las peticiones recibidas, y ha
de interpretarse conjuntamente con el "derecho de información" reconocido a continuación en el
mismo art. 77 y que conlleva la obligación del Gobierno de explicarse sobre el contenido de las
peticiones que las Cámaras le remitan cuando así lo exijan. Tal reconocimiento es interpretado por
algún sector doctrinal como la introducción de un nuevo procedimiento parlamentario de control
distinto de las preguntas e interpelaciones.
El Congreso de los Diputados incluye la Comisión de Peticiones entre sus Comisiones
permanentes no legislativas (arts. 46.2 y 49 del Reglamento del Congreso de los Diputados),
compuesta por un miembro de cada uno de los grupos parlamentarios, como excepción a la regla
general de composición de las Comisiones en proporción a la importancia numérica de los grupos
en la Cámara (arts. 40 y 48.1). Tal composición conlleva que, en la práctica, se haya interpretado la
procedencia de aplicar, en su caso, el criterio del voto ponderado para la adopción de acuerdos,
análogamente al criterio empleado en la Comisión del Estatuto de los Diputados, que cuenta con
idéntica composición, en lugar del sistema de mayoría simple de sus miembros.
La Comisión de Peticiones del Congreso de los Diputados debe acusar recibo ante cada petición,
así como adoptar alguno de estos acuerdos:
a) Remitirla, por conducto del Presidente de la Cámara, al Defensor del Pueblo, a la
Comisión del Congreso que estuviere conociendo del asunto de que se trate, al Senado,
al Gobierno, a los Tribunales, al Ministerio Fiscal o a la Comunidad Autónoma,
Diputación, Cabildo o Ayuntamiento a quien corresponda; o
b) Archivarla, si no procediere la remisión indicada.
En la práctica, la Comisión acuerda también habitualmente el traslado de las peticiones a los
grupos parlamentarios, en la medida en que a los mismos corresponde el ejercicio de la iniciativa
legislativa, y, en alguna ocasión, a la Mesa de la Cámara, cuando ha estimado que se refería a
actuaciones propias de ésta.
El art. 49 del Reglamento del Congreso de los Diputados dispone asimismo la necesidad de
comunicar al peticionario el acuerdo adoptado, no prosperó sin embargo una enmienda presentada
al Reglamento del Congreso de los Diputados en virtud de la cual la Comisión de peticiones hubiera
debido, además, comunicar al peticionario la contestación que la Administración efectuase a la
Cámara en relación con su petición, pero tal comunicación se realiza, de hecho, en todo caso. El
TC, amparando a un peticionario al Parlamento de Canarias, declaraba en su STC 242/1993 que "...
el contenido de este derecho como tal es mínimo y se agota en la mera posibilidad de ejercitarlo,
formulando la solicitud sin que de ello pueda derivarse perjuicio alguno al interesado, garantía o
cautela que está en el origen histórico de este derecho y ha llegado a nuestros días. Ahora bien, el
contenido comprende algo más, aun cuando no mucho más, e incluye la exigencia de que el escrito
al cual se incorpore la petición sea admitido, se le dé el curso debido o se reexpida al órgano
competente si no lo fuera el receptor y se tome en consideración. Desde la perspectiva del
destinatario, se configuran dos obligaciones, una al principio, exteriorizar el hecho de la recepción,
y otra al final, comunicar al interesado la resolución que se adopte (arts. 6.2 y 11.3 de la ley
reguladora), sin que ello "incluya el derecho a obtener respuesta favorable a lo solicitado"."
De otra parte, merece reseñarse que durante la discusión del Reglamento del Congreso de los
Diputados fue defendida una enmienda que preveía la posibilidad de que la Comisión de peticiones
citase a los peticionarios para que estos compareciesen directamente ante la Comisión, pero se optó
por no reconocer expresamente dicha posibilidad, teniendo en cuenta que, como las restantes
Comisiones de la Cámara, también la Comisión de peticiones estaba facultada para recabar tales
comparecencias, si así lo estimaba pertinente, al amparo del art. 44.4 del Reglamento del Congreso
de los Diputados.
Por otro lado, la Disposición adicional primera de la Ley Orgánica 4/2001, de 12 de noviembre,
reguladora del Derecho de Petición, dispone que "1. Las peticiones dirigidas al Congreso de los
Diputados, al Senado o a las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas se tramitarán
de conformidad a lo establecido en sus respectivos Reglamentos que deberán recoger la posibilidad
de convocar en audiencia especial a los peticionarios, si así se considerara oportuno, quedando
sujetas, en todo caso, las decisiones que adopten al régimen de garantías fijado en el artículo 42 de
la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. 2. En los supuestos en que una iniciativa legislativa
popular haya resultado inadmitida por no cumplir con todos los requisitos previstos en su normativa
reguladora, a petición de sus firmantes podrá convertirse en petición ante las Cámaras, en los
términos establecidos en sus respectivos Reglamentos". No obstante, hasta la fecha no se han
sustanciado tales comparecencias.
El Reglamento del Senado prevé una regulación más extensa. La Comisión de Peticiones se
configura también como Comisión Permanente no Legislativa, con la misma composición que las
restantes, con participación proporcional de todos los grupos parlamentarios (arts. 49.1 y 51). De
otra parte, no prevé la remisión de las peticiones al Defensor del Pueblo, pero sí a los grupos
parlamentarios. Dispone el art. 193.1 la extensión del "derecho de información" que la Constitución
establece con relación al Gobierno, a todos los potenciales destinatarios señalando que "Si el órgano
al que se remitiese la petición se considerase competente en la materia, informará a la mayor
brevedad posible, salvo que una disposición legal lo impidiese, de las medidas adoptadas o a
adoptar en torno a la cuestión suscitada".
Se prevé asimismo la posibilidad de que la Comisión, o cualquier grupo parlamentario, eleve al
Pleno una moción que asuma el contenido de una petición; así como la publicación de los
dictámenes de la Comisión de Peticiones y la presentación al Pleno de la Cámara, en cada periodo
de sesiones, de un informe sobre el número de peticiones recibidas, destino de las mismas y, en su
caso, resoluciones de las autoridades a las que fueron remitidas, informe éste que también debe ser
publicado (arts. 194 y 195).
Cabe señalar que, si bien el Reglamento del Senado tampoco prevé de forma expresa la
posibilidad de celebrar comparecencias en la Comisión de Peticiones, ésta, a diferencia de la
Comisión de Peticiones del Congreso, sí ha recibido en audiencia a varios peticionarios (Diario de
Sesiones de la Comisión de Peticiones del Senado de 16/12/2002 y 24/02/2003, VII Legislatura.
Comisiones. Números 400 y 421)
En el análisis de la actividad de la Comisión de Peticiones del Congreso se observa el
incremento de las iniciativas presentadas (760 en la V Leg., 842 en la VI Leg., 2156 en la VII Leg).
Podríamos distinguir, por un lado, las peticiones que acogen demandas del exclusivo interés de su
autor: concesiones de ayudas, indultos...; de otra parte, las peticiones de adopción de medidas en
relación con problemas colectivos o determinadas situaciones -por ejemplo, sobre la catástrofe del
Prestige-, solicitándose en algunas de ellas la adopción de concretas medidas legislativas, ya sean de
reforma o innovadoras, convirtiéndose así este cauce en una "pseudo" iniciativa legislativa popular,
o iniciativa popular imperfecta (en este sentido, recuérdese el tenor del apartado 2 de la Disposición
Adicional Primera de la LO 4/2001, citada); existirían también aquellas iniciativas que, más que
contener una petición determinada, su autor expresa su disconformidad o parecer en relación con la
actuación de determinados sujetos públicos. De otra parte, se acuerda habitualmente el archivo de
las peticiones reiterativas de otras anteriores ya tramitadas, o de aquellas que no tienen conexión
alguna con sujetos públicos o por estar sometido su objeto a un procedimiento judicial en curso (art.
8 Ley Orgánica 4/2001).
Como conclusión cabría decir que, por la facilidad de su ejercicio, carente de formalismo, el
derecho de petición ante las Cámaras se plantea como una vía complementaria de las que, con
mayor o menor complejidad (arts. 24, 53, 54, 105 CE) se prevén en nuestro ordenamiento para que
los ciudadanos puedan obtener la efectiva protección de sus derechos y la tramitación de sus
demandas, de forma que la Comisión de Peticiones sirve de canalizador que redirige la solicitud por
el cauce y ante al destinatario adecuado.
Sobre el contenido de este artículo se pueden consultar, además, las obras citadas en la
bibliografía básica que se inserta.

Sinopsis artículo 78
Señalábamos ya en el comentario del art. 73 CE el carácter permanente de los actuales
Parlamentos, al tiempo que advertíamos que, como consecuencia , por un lado, de la duración
temporal de las Legislaturas y, por otro, de la existencia de periodos de suspensión de la actividad
parlamentaria entre los periodos de sesiones, el funcionamiento de los Parlamentos se aletarga en
los citados intervalos. Diríamos que la suspensión de la actividad parlamentaria no equivale a su
desaparición, sino que, al margen de mantenerse en todo caso la actividad administrativa o de
trámite, la actividad propiamente parlamentaria se produce, bien de manera extraordinaria y por los
especiales procedimientos previstos a tal efecto -en los períodos entre sesiones-, bien se desarrolla,
en la medida en ello sea posible, por otro órgano, la Diputación Permanente-en los supuestos de
disolución de la Cámara.
Y ello porque nuestra Constitución, del mismo modo en que prevé el mantenimiento del
Gobierno en funciones (art. 101.2 CE) hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno, dispone
también la existencia de un órgano "de guardia" en cada una de las Cámaras que garantice un
mínimo de continuidad de la actividad parlamentaria: la Diputación Permanente, manteniéndose así
en todo momento el equilibrio de poderes propio de nuestro sistema parlamentario.
En el derecho comparado son diversos los modelos existentes para cubrir los periodos entre
legislaturas, entre los que cabe citar el denominado como "resurrección" del Parlamento, en la
medida en que en circunstancias excepcionales la Asamblea reasume sus facultades (la Constitución
belga prevé, en caso de muerte del Rey, que las Cámaras se reúnan sin convocatoria previa el
décimo día después del fallecimiento, aún estando disueltas); la "prórroga de la Legislatura",
derivada del surgimiento de tales excepcionales circunstancias con carácter previo a la disolución
del Parlamento (así por ejemplo art. 116.5 CE); la "prorrogatio de las Cámaras", acogido en la
Constitución Italiana y de forma progresiva en diversos países, en la que, sin alterar la duración de
la legislatura, aquéllas continúan ejerciendo sus funciones hasta el nombramiento del nuevo
Parlamento, y finalmente, el sistema de las "Comisiones Ultrapermanentes", al que responde
nuestra Diputación Permanente.
Así, siguiendo a Lavilla Rubira, nuestras Diputaciones Permanentes son "órganos palamentarios,
integrados por un número limitado de los miembros de las Cámaras, que suplen a otros órganos
parlamentarios en el ejercicio de algunas de sus funciones durante los periodos entre legislaturas,
ostentan básicamente poderes formales de iniciativa procedimiental respecto de otros órganos
parlamentarios en los lapsos de tiempo entre periodos de sesiones y permanecen en estado de
latencia durante el desarrollo de éstos".
Efectivamente, no cabe equiparar nuestra Diputación Permanente a una Comisión más de la
Cámara, aun especial, puesto que, si bien es cierto que en los periodos entre sesiones tiene más una
función preparatoria de otros órganos que la propia, en los periodos entre legislaturas asume,
parcialmente al menos, las funciones del Pleno, sin que tales funciones le hayan sido delegadas por
éste (como ocurriría en el ejercicio de la competencia legislativa plena por las Comisiones) (véase
sinopsis del art. 75 CE), sino que le corresponde en virtud de una atribución constitucional directa.
Frente a la figura de la prorrogatio, que conlleva la prórroga de todos los miembros de la Cámara
durante el periodo electoral, la Diputación Permanente reduce al mínimo indispensable la
institución parlamentaria durante el periodo entre legislaturas.
Si conforme al apartado 1 del art. 78 CE cada Diputación Permanente estará compuesta por un
mínimo de 21 miembros, el art. 56 del Reglamento del Congreso de los Diputados, tras reiterar
dicha previsión constitucional remite a las normas generales de composición de Comisiones (art.
40.1 RCD) para la determinación de sus miembros. Así, la Mesa, oída la Junta de Portavoces, fija el
número de miembros de la Diputación Permanente y su distribución proporcional entre los grupos.
Por Acuerdo de la Mesa de 28 de abril de 2004, se acordó que la Diputación Permanente del
Congreso estuviese integrada, durante la VIII Legislatura, bajo la Presidencia del Presidente de la
Cámara, por 39 miembros, con la siguiente distribución: 18 Grupo Parlamentario Socialista, 15
Grupo Parlamentario Popular, 1 Grupo Parlamentario Catalán (Convergencia i Unió), 1 Grupo
Parlamentario de Esquerra Republicana, 1 Grupo Parlamentario Vasco (EA-PNV), 1 Grupo
Parlamentario Federal de Izquierda Verde-Izquierda Unida-Iniciativa per Catalunya Verds, 1 Grupo
Parlamentario Coalición Canaria y 1 Grupo Parlamentario Mixto. (BOCG. Congreso. Serie D, núm.
11, de 6 de mayo de 2004). En el Senado, corresponde al Pleno la fijación del número de miembros
de la Diputación Permanente y su elección (art. 45.1 del RS) (BOCG. Senado. Serie I, núm 14, de
22 de mayo de 2000).
En ambas Cámaras, los Presidentes son miembros de la Diputación Permanente y presiden dicho
órgano por derecho propio, al margen pues de los restantes miembros designados por los grupos
parlamentarios.
Ambas Diputaciones eligen dos Vicepresidentes y dos Secretarios, (art. 56 RCD y 47 RS) de
forma que la Mesa de la Diputación Permanente no se identifica con la Mesa de la Cámara, sin
perjuicio de que, de hecho, aquella sea una versión reducida de ésta, lo que en la práctica facilita la
continuidad en la actuación del órgano rector de la Cámara. De otra parte, mientras en el Senado la
práctica es que se produzca un acto expreso de delegación en la Mesa de la Diputación Permanente
de la gestión de los asuntos internos, en el Congreso existe una correspondencia paralela entre el
Pleno de la Cámara -Pleno de la Diputación Permanente y la Mesa de la Cámara- Mesa de la
Diputación Permanente, órgano éste que sólo actúa una vez disuelta la Cámara, pero no en los
periodos entre sesiones, en los que ejerce la plenitud de sus competencias la Mesa ordinaria.
Finalmente, cabe señalar que, aunque no existe previsión al respecto, los grupos parlamentarios, con
su composición reducida a la representación con que cuenten en la Diputación Permanente, siguen
funcionando en la práctica, sustituyéndose en períodos de disolución la expresión "Junta de
Portavoces" por la de "Portavoces de la Diputación Permanente" o "Representantes de los grupos
parlamentarios en la Diputación Permanente".
En cuanto a su funcionamiento, el art. 58 RCD se remite a la regulación establecida para el Pleno
de la Cámara, mientras que el art. 47 RS le otorga cierta capacidad de autorregulación, al disponer
que se ajustará a lo dispuesto en el Reglamento del Senado, en cuanto resulte aplicable, y, en su
defecto, a las normas que ella misma acuerde.
Su convocatoria en el Congreso corresponde a su Presidente, a iniciativa propia o a petición de
dos grupos parlamentarios o de una quinta parte de los miembros de aquélla (art. 56.4 RCD),
iniciativa ésta que no podrá ser sustituida por la firma del portavoz de un grupo que los represente.
La convocatoria deberá producirse, en todo caso, para ejercer las funciones previstas en los arts. 86
y 116 CE. En el Senado la Diputación Permanente se reunirá siempre que el Presidente lo considere
oportuno y, necesariamente, el día antes de celebrarse Junta Preparatoria, cuando lo solicite el
Gobierno o una cuarta parte de sus miembros (art. 48 RS).
Por lo demás, se aplica en las sesiones de la Diputación Permanente el régimen de publicidad del
Pleno de la Cámara, reproduciéndose sus sesiones en el Diario de Sesiones (las sesiones de la
Diputación Permanente se publican en la misma Serie "Pleno y Diputación Permanente" que las
sesiones del Pleno).
Se observa que la Constitución establece que los miembros de la Diputación Permanente
representarán a los Grupos Parlamentarios, de ahí que el art. 46.1 del RS disponga que cuando un
miembro de la Diputación Permanente cambia de grupo parlamentario, cesa en aquella condición,
produciéndose una vacante. En el Congreso no existe tal previsión reglamentaria, sin perjuicio de
que se haya modificado el número de miembros que corresponden a cada grupo en la Diputación
Permanente cuando la variación del número de miembros de los mismos así lo ha requerido para
mantener la preceptiva proporcionalidad. (No ocurrió así en la VI Legislatura cuando el Grupo
Parlamentario Federal de Izquierda Unida-Iniciativa per Catalunya pasó de 21 Diputados a 16
miembros, al tiempo que el Grupo Mixto pasó de 5 a 10 miembros. Tal alteración sí afectó a la
representación de ambos grupos en las Comisiones, pero no en la Diputación Permanente).
Los miembros de la Diputación Permanente en el Senado conservan su condición de Senadores,
"con todos los derechos y prerrogativas inherentes a la misma, aún después de expirado su mandato
o de disuelto el Senado" (art. 45.3 RS), señalando el art. 22. 3º RCD que la condición de Diputado
se pierde por extinción del mandato, sin perjuicio de la prórroga en sus funciones de los miembros,
titulares y suplentes, de la Diputación Permanente hasta la constitución de la nueva Cámara, lo que
supone una auténtica prórroga del mandato de los parlamentarios que integran la Diputación
Permanente (STC 76/1989, de 27 de abril). Resulta llamativa la previsión contenida en el art. 45.2
RS, en virtud de la cual no podrán pertenecer a la Diputación Permanente los Senadores que formen
parte del Gobierno, dado que la LOREG 5/1985, por remisión del art. 70.1 CE, no declara
incompatible la condición de miembro del Gobierno con la de diputado o senador, siendo así que en
este momento los miembros del Gobierno que reúnen la condición de Diputados integran, a su vez,
la Diputación Permanente del Congreso como miembros titulares de la misma.
Distinto es el régimen de suplencias en cada Cámara. Mientras el art. 56 RCD establece la
designación por cada grupo del número de Diputados titulares que le corresponda y otros tantos en
concepto de suplentes, reconociéndoles el art. 22.3ª RCD a ambos la prórroga en su condición de
Diputados automáticamente, una vez expirado el mandato, de forma que, los suplentes se equiparan,
en cuanto a su régimen de nombramiento, a los miembros de las Comisiones (por escrito del grupo
parlamentario dirigido a la Mesa y publicado en el Boletín) y, en cuanto a su actuación, a los
sustitutos de éstos, en tanto que puede tratarse de una suplencia meramente puntual y transitoria.
Frente a ello, el art. 46 RS prevé la designación de suplentes al sólo efecto de cubrir las vacantes
que puedan producirse, y sólo desde ese momento corresponderán a los suplentes los derechos y
prerrogativas inherentes a la condición de Senador.
La Diputación Permanente desempeña sus funciones a título propio y no por delegación del
Pleno, y ello sin perjuicio de la dación de cuentas que ha de realizar a éste, la cual se realiza en el
Congreso tras la celebración de elecciones generales (art. 59 RCD), en la práctica, en una sesión
plenaria posterior a la sesión constitutiva (así, el informe de dación de cuentas de la Diputación
Permanente de la VI Legislatura a la Cámara de la VII Legislatura, fue aprobado en la sesión de la
Diputación Permanente celebrada el 04/04/2000, de la VI Legislatura, y sometida al Pleno de
11/05/2000, -Diario de Sesiones del Pleno del Congreso nº 5- ya en la VII Legislatura), en el
Senado ante la Junta Preparatoria.
Las atribuciones de la Diputación Permanente han de interpretarse a la luz de la naturaleza
principalmente garantista de dicho órgano y considerando, pues, que no constituye una prórroga de
la Cámara en la plenitud de sus competencias, sino que sus funciones le han sido atribuidas con la
finalidad de asegurar la continuidad del sistema y atender situaciones de urgencia.
Durante los intervalos entre períodos de sesiones corresponde a la misma:
1.- Ejercitar la iniciativa prevista en el art. 73.2 CE, a saber, solicitar la convocatoria de
sesiones extraordinarias del Pleno o de las Comisiones. Recuérdese lo señalado en la
sinopsis al art. 73 en cuanto a que lo que los grupos no pueden conseguir en periodo
ordinario de sesiones, a saber: la automática celebración de determinados debates, se
logra, de facto, solicitando la convocatoria de la Diputación Permanente a fin de que en
la misma se debata sobre la oportunidad de celebrar o no la sesión extraordinaria
correspondiente.
2.- Velar por los poderes de las Cámaras; lo cual, en el periodo de sesiones, se identifica
prácticamente con la competencia anteriormente citada, es decir, estar ahí, expectante,
por si es preciso canalizar una solicitud de celebración de sesión extraordinaria, puesto
que, en tal caso, serían el Pleno o la Comisión correspondiente los órganos encargados
de ejercer las funciones materiales demandadas con carácter extraordinario (frente a
ello, la Diputación Permanente celebró sesión el 11/07/85, celebrando una
comparecencia al amparo del art. 203 del Reglamento del Congreso de los Diputados,
precedente este no reiterado cuando habiendo sido solicitada en el verano de 1987 la
comparecencia del Presidente del Gobierno para informar ante la misma, la Mesa del
Congreso la inadmitió a trámite por entender que el asunto para el que se pretendía la
convocatoria de la Diputación Permanente excedía el ámbito de sus competencias entre
períodos de sesiones). Ello no obsta a que, en supuestos extremos en los que no se
pudiere esperar a la actuación del Pleno (por ejemplo una situación de conflicto armado)
el deber de velar por los poderes de las Cámaras requiriese la actuación de la Diputación
Permanente de forma inmediata.
Disueltas las Cámaras o expirado su mandato, corresponde a la Diputación Permanente:
1.- Asumir las facultades de las Cámaras previstas en los arts. 86 y 116 CE. En relación
con los Decretos-leyes, corresponde a la Diputación Permanente, pronunciarse sobre su
convalidación o derogación, habiéndose discutido sobre la posibilidad de que las
Diputaciones Permanentes puedan tramitar los Decretos-leyes como proyecto de ley. El
art. 151.5 RCD reconoce claramente tal facultad, teniendo en cuenta la referencia
genérica al art. 86 CE que realiza el art. 78 CE, sin que, sin embargo, se haya producido
aún, al no haberse acordado por la misma, en las ocasiones en que así ha sido sometido
a la Diputación Permanente, la citada tramitación.
En alguna ocasión, la convalidación del Real Decreto-ley se ha realizado por la
Diputación Permanente celebradas ya las Elecciones Generales, al no haberse
constituido aún la nueva Cámara (así el 24/06/86 se convalidó un Real Decreto-Ley, -las
elecciones habían sido el 22 de junio y la sesión constitutiva de la III Legislatura se
celebró el 15 de julio de 1986-; el 23/06/93, se convalidaron cinco Reales Decretos-
Leyes, las elecciones se habían celebrado el 6 de junio y la sesión constitutiva de la V
Legislatura se celebró el 29 de junio de 1993; el 25/03/96 se convalidó un Real Decreto-
Ley -las elecciones fueron el 3 de marzo y la sesión constitutiva de la VI Legislatura se
celebró el 27 de marzo 1996).
En cuanto a las competencias atribuidas en el art. 116 CE corresponde a la
Diputación Permanente ser notificada inmediatamente de la declaración por el Gobierno
del estado de alarma y autorizar su prórroga, autorizar al Gobierno a declarar el estado
de excepción y su prórroga, y declarar, por mayoría absoluta de sus miembros, el estado
de sitio.
2.- Velar por los poderes de la Cámara. Se trata de un concepto jurídico indeterminado,
y que sólo la práctica se encargará de definir. Así, parece indubitado que tal "velar"
abarcaría, en todo caso, la gestión de los asuntos internos de la Cámara, siendo la Mesa
de la Diputación Permanente la que sustituye a tal efecto a la Mesa ordinaria. Ahora
bien, "velar por" no puede equipararse a "ejercer" los poderes de la Cámara, por lo que
no parece que la Diputación Permanente pueda desarrollar los instrumentos ordinarios
de control al Gobierno (preguntas, interpelaciones, comparecencias¿) como si se tratase
del periodo ordinario de sesiones. No obstante, a diferencia de lo que ocurre en el
periodo entre sesiones, no existen ya tras la disolución de las Cámaras otros órganos
(Pleno, Comisiones) que puedan desarrollar eventualmente tal función de control, de ahí
que se admitiese en una ocasión, en que la iniciativa partía del Gobierno, la celebración
de comparecencias ante la misma al amparo del artículo 203 RCD (Sesión de la
Diputación Permanente de 11/10/1982, de la I Legislatura). Por el contrario,
posteriormente, el criterio reiterado ha sido el de no celebrar tales comparecencias ante
la Diputación Permanente, existiendo diversos precedentes de inadmisión de solicitudes
de convocatoria de la Diputación Permanente, disueltas las Cámaras, para que la misma
debatiese sobre diversas cuestiones, por entender que tal información y debates
excedían las competencias de dicho órgano en el período de disolución. Así, en la II
Legislatura: - sobre la Producción de armas químicas, Memorándum sobre nuestra
integración en la OTAN y venta de armas a Chile; - para que el Ministro del Interior
compareciese ante la misma para explicar el comportamiento de las Fuerzas de
Seguridad los días 9 y 10 de junio de 1986. En la V Legislatura: - para que
compareciesen ante la misma el Ministro de Justicia e Interior en funciones y el
Ministro de Defensa en funciones para dar cuenta de los graves disturbios acaecidos en
la ciudad de Melilla el día 10/03/96 y de la actuación de las Unidades Militares y de los
Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado destinados en Melilla; - para que por el
Presidente del Gobierno se diese cuenta a la misma de las responsabilidades políticas
que le alcanzaban como tal en relación con determinadas cuestiones. En la VI
Legislatura, para que el Ministro de Sanidad y Consumo informase con carácter urgente
sobre el Real Decreto de nuevas formas de gestión del Instituto Nacional de la Salud,
grado de consenso alcanzado con las Organizaciones Sindicales, Colegiales y otros
sectores implicados, garantías que incorpora para preservar la igualdad, equidad y
calidad de la prestación de la asistencia sanitaria y el carácter público de los entes que la
presten, así como la homogeneidad del Sistema Nacional de Salud, y previsiones sobre
el proceso de conversión de los actuales centros sanitarios; para que el Gobierno
informase del nuevo plan de infraestructuras presentado por el Presidente del Gobierno;
para que el Ministro de Asuntos Exteriores informase sobre la posición del Gobierno en
la petición de extradición a España del General Augusto Pinochet; para que
compareciese el Presidente del Gobierno, y explicase las causas que motivaron la
dimisión del Ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, en razón de una trama de
obtención de subvenciones por parte de altos cargos del Ministerio y para que el
Presidente del Gobierno informase sobre los acuerdos adoptados en la Cumbre Europea
de Lisboa.
De otra parte, en algunos supuestos se prevé que, en el caso de que las Cámaras estén
disueltas, sean las Diputaciones Permanentes las que ejerzan la función correspondiente
(art. 32.2 Ley Orgánica del Defensor del Pueblo, para la presentación de un informe
extraordinario). A la inversa, la normativa aplicable y, en ocasiones el propio texto
constitucional excluyen diversas funciones del ámbito de la Diputación Permanente, de
modo que no corresponde a la misma la convocatoria del referéndum consultivo (art. 92
CE y art. 4 LO 2/1980); la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado (art.
134.4 CE)... Cosa distinta serían los supuestos extraordinarios que, ante la necesidad de
asegurar el mantenimiento del Estado en los términos en que nuestra Constitución lo
configura, exigirían la intervención de la Diputación Permanente (determinadas
actuaciones en relación con la Jefatura del Estado -art. 59.2 CE por ejemplo, o, en su
caso la aplicación del art. 155.1 CE).
Finalmente, correspondería a la Diputación Permanente el traslado a la nueva
Cámara de aquellas iniciativas que se hubieran remitido por terceros (distintos del
Gobierno y de los grupos parlamentarios o Diputados o Senadores) en el periodo de
disolución y sobre las cuales la Diputación Permanente carecería de competencia para
resolver (por ejemplo, informes del Tribunal de Cuentas, peticiones...).
Pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía básica que se inserta.

Sinopsis artículo 79
El presente artículo, que como tuvo ocasión de señalar el Tribunal Constitucional en su STC
179/1989, de 2 de noviembre, resulta de aplicación únicamente al Congreso de los Diputados y al
Senado, y no a las Cámaras legislativas de las Comunidades Autónomas, constitucionaliza en su
apartado 1 el llamado "quorum de votación" o determinación de un número legal mínimo para
poder proceder a una votación, distinto del denominado "quorum de presencia", que se requeriría
para la constitución de los órganos y el válido ejercicio de sus funciones.
El presente precepto acoge algunas de las normas de derecho parlamentario tradicionalmente
garantizadas en nuestras Constituciones históricas. Así, el "quorum de votación" aparece ya en la
Constitución de 1812, cuyo artículo 139 señalaba: "La votación se hará a pluralidad absoluta de
votos, y para proceder a ella, será necesario que se hallen presentes, a lo menos, la mitad y uno más
de la totalidad de los diputados que deben componer las Cortes", precepto que al mismo tiempo
establece el sistema de mayorías a efectos de votación, a saber "pluralidad absoluta de votos".
El art. 82 RS prevé de un modo explícito que no se establece "quorum de presencia" alguno para
que el Pleno o las Comisiones inicien sus sesiones, sin perjuicio del quorum establecido para la
adopción de acuerdos. La misma regulación, si bien implícitamente, se establece en el art. 78 RCD,
cuando tras señalar que la presencia de la mayoría de los miembros se requiere para la adopción de
acuerdos, advierte que tal presencia ha de verificarse en el momento de la votación o celebrada ésta.
Así, son dos los requisitos establecidos en el art. 79.1 CE para la validez de los acuerdos
adoptados: reunión reglamentaria y asistencia de la mayoría de los miembros.
A su vez, la adecuación de las reuniones a lo reglamentariamente previsto conlleva el
cumplimiento de diversas formalidades, entre ellas:
1) La convocatoria. Este precepto es complementario del art. 67.3 CE, que exige la
convocatoria reglamentaria para que la celebración de reuniones de parlamentarios
pueda vincular a las Cámaras. La convocatoria del Pleno corresponde en el Congreso de
los Diputados a su Presidente, a iniciativa propia o a solicitud, al menos, de dos grupos
parlamentarios o de una quinta parte de los miembros de la Cámara (art. 54 RCD), en el
Senado a su Presidente (art. 37.2 RS).
La convocatoria de las Comisiones del Congreso se regula en el art. 42 del
Reglamento, que dispone lo siguiente: "1. Las Comisiones serán convocadas por su
Presidente, de acuerdo con el del Congreso, por iniciativa propia o a petición de dos
Grupos Parlamentarios o de una quinta parte de los miembros de la Comisión. 2. El
Presidente del Congreso podrá convocar y presidir cualquier Comisión, aunque sólo
tendrá voto en aquéllas de que forme parte". Por su parte, el Reglamento del Senado
establece en su art. 61 que "Las Comisiones se reúnen cuando son convocadas,
directamente o a petición de un tercio de sus miembros, por su Presidente o por el de la
Cámara. 2. La convocatoria deberá efectuarse, salvo en casos de urgencia, con una
antelación mínima de tres días. 3. El Presidente de la Cámara, en consideración a las
exigencias del trabajo del Senado, puede armonizar y ordenar las convocatorias de las
Comisiones.", existiendo además un régimen específico para la convocatoria de la
Comisión General de las Comunidades Autónomas (art. 56 bis.3 RS). Junto a ello
estarían los supuestos de convocatoria de sesiones extraordinarias (véase sinopsis al art.
73 CE), regulados en los arts. 61 RCD y 70 RS.
La convocatoria de las Mesas corresponde a sus Presidentes (arts. 35.1 RCD y 37
RS), del mismo modo que la de las Juntas de Portavoces, en el caso del Congreso, a
iniciativa propia o a petición de dos grupos parlamentarios o un quinto de los miembros
de la Cámara (art. 39.1 RCD).
La Diputación Permanente es convocada también por los respectivos Presidentes
(arts. 56.4 RCD y 48 RS).
2) El orden del día, que sirve para garantizar que sólo se deliberará sobre los asuntos
incluidos en el mismo. La determinación del orden del día del Pleno corresponde al
Presidente del Congreso, de acuerdo con la Junta de Portavoces (art. 67 RCD), y al
Presidente del Senado, oída la Junta de Portavoces (art. 71 RS), la del orden del día de
la Mesa, Junta de Portavoces y Diputación Permanente, compete igualmente a los
Presidentes de cada Cámara. El orden del día de las Comisiones del Congreso lo fija la
Mesa de la Comisión correspondiente, de acuerdo con el Presidente de la Cámara,
teniendo en cuenta el calendario fijado por la Mesa del Congreso (art. 67.2 RCD); en el
Senado el Presidente de la Comisión, oída la Mesa, teniendo en cuenta el programa de
trabajos de la Cámara, o el Presidente del Senado, cuando así lo requiera el desarrollo
de los trabajos legislativos de la Cámara.
Prevén asimismo los Reglamentos el procedimiento para la modificación de los
órdenes del día correspondientes (arts. 68 RCD y 71.4 RS), debiendo hacerse, por otra
parte, nuevamente la salvedad de las sesiones extraordinarias, en las que el orden del día
lo establece el sujeto legitimado para su solicitud y en el momento de presentar ésta.
Por lo que se refiere a la asistencia de la mayoría de los miembros, la asistencia de
los parlamentarios a las sesiones es, ciertamente, un derecho-deber de los mismos,
regulado en los Reglamentos de las Cámaras (arts. 6 y 99.1.1º RCD y 20 y 63 RS),
controlada, a nivel interno, por los propios grupos parlamentarios y verificado, de
hecho, en el momento de llevarse a cabo la votación correspondiente, bien por los
Secretarios, bien porque el resultado constatado en el panel electrónico de votaciones
así lo constate (arts. 84.1 RCD y 41.4 RS).
Por mayoría de los miembros se entiende la mitad más uno de los miembros de pleno derecho
del órgano correspondiente (art. 93.1 RS). Así, en el Pleno, la mayoría de los Diputados y
Senadores que han perfeccionado su condición de tales; en el Pleno del Congreso de los Diputados
serían 176 Diputados, teniendo en cuenta que la LOREG establece en su art. 162 que el Congreso
de los Diputados se compone de 350 Diputados, y siempre que todos ellos hayan perfeccionado su
condición (no ocurrió así en la III Legislatura, donde el número de miembros de pleno derecho de la
Cámara era de 345 Diputados, ni en la VI Legislatura, que fueron 348 Diputados). Por otra parte, en
las Comisiones y en las Diputaciones Permanentes, el régimen de sustituciones y suplencias facilita
la consecución del quorum, estando en ambos casos determinado el número de miembros en el
acuerdo adoptado al efecto al inicio de la legislatura (arts. 40 y 56 RCD y 45 y 51 RS).
Prevé asimismo la Constitución que los acuerdos deberán ser aprobados por la mayoría de los
miembros presentes. La práctica parlamentaria generalizada desde 1978 ha sido el computar la
mayoría sin tener en cuenta las abstenciones emitidas, de forma que mayoría de los presentes se
equipara a mayoría simple, es decir, más votos afirmativos o a favor que negativos o en contra, y así
lo recogen los arts. 79 RCD y 93.1 RS.
En cuanto a los sistemas de votación, el art. 82 RCD prevé que ésta podrá ser: por asentimiento a
la propuesta de la Presidencia, ordinaria, pública por llamamiento y secreta. A su vez, la ordinaria
podrá ser por levantamiento de los Diputados (actualmente se utiliza en las Comisiones el sistema
de brazo alzado) o por procedimiento electrónico (usado en el Hemiciclo), y la votación secreta
puede realizarse por papeletas o por el procedimiento electrónico. El Reglamento del Senado
establece que la votación podrá ser: por asentimiento, ordinaria o nominal (art. 92 RS), la nominal
podrá ser pública o secreta, y ésta, a su vez, por papeletas o por bolas blancas y negras.
Prevé asimismo el apartado 2 del art. 79 CE la existencia de mayorías especiales, habiendo
señalado el Tribunal Constitucional en su STC 44/1995, de 13 de febrero, que la exigencia de una
mayoría absoluta supone una garantía de los derechos de las minorías.
Ejemplos de tales mayorías especiales son:
a) La adopción por mayoría absoluta de los siguientes acuerdos: aprobación y
reforma de los Reglamentos de las Cámaras y del Reglamento de las Cortes Generales
(art. 72); declaración de una sesión plenaria como secreta, si el Reglamento no exige
otra mayoría (art. 80); aprobación, modificación y derogación de las leyes orgánicas
(art. 81); otorgamiento, en primera vuelta, de la confianza al candidato a la Presidencia
propuesto por el Rey (art. 99.3); adopción de una moción de censura (art. 113.1);
autorización del estado de sitio (art. 116.4); aprobación por el Senado de medidas de
excepción hacia una Comunidad Autónoma (art. 155.1).
b) La adopción de diversos acuerdos por una mayoría cualificada: mayoría de tres
quintos de los miembros de las Cámaras para aprobar los proyectos de reforma
constitucional (art. 167.1) y para los nombramientos de los miembros del Consejo
General del Poder Judicial (art. 122.3) y del Tribunal Constitucional (art. 159.1); de dos
tercios para la aprobación del principio de una revisión total de la Constitución, y del
nuevo texto constitucional (art. 168.1 y 2), y para la aprobación por el Congreso del
proyecto de reforma constitucional cuando haya fallado el procedimiento principal
(aprobación por tres quintos de cada Cámara) y el Senado haya aprobado previamente el
texto por mayoría absoluta (art. 167.2).
Procede hacer referencia ahora al carácter personal del voto y a la indelegabilidad del mismo
establecida en el apartado 3 del art. 79 CE y que algunos consideran complementaria de la
interdicción del mandato imperativo prevista en el art. 67.2 CE.
Ciertamente, teniendo en cuenta el escaso papel reservado a los Diputados y Senadores,
individualmente considerados, en los Reglamentos de las Cámaras, el voto es una de las
manifestaciones más personales del ejercicio de sus funciones. Ello motivó que, en alguna coasión
en que se dio el supuesto de voto no personal, se acordase la anulación de la votación, así como su
repetición.
Por otro lado, el carácter personal del voto requiere garantizar el conocimiento de aquello que se
somete a votación, a cuyo efecto se prevé la publicidad de las iniciativas y textos, así como su
distribución previa con la antelación suficiente (arts. 69 y 95 a 97 RCD y 10 y 191 RS). No
obstante, la creciente complejidad de las iniciativas sometidas a debate, así como el elevado número
de votaciones que pueden realizarse en cada sesión (enmiendas y artículos) con ocasión del mismo,
han consolidado la figura del "indicador de voto" dentro de cada grupo parlamentario.
Cabría señalar también la aplicación del criterio del voto ponderado en determinados supuestos,
criterio considerado por algunos contrario al principio constitucional de personalización e
indelegabilidad del voto parlamentario, y que se prevé en los Reglamentos de las Cámaras con una
finalidad práctica, a fin de simplificar los trabajos de sus órganos. Así, se prevé expresamente como
criterio para dirimir los empates producidos en las Comisiones (arts. 88.2 RCD y 100.4 RS), como
sistema de decisión de la Junta de Portavoces (art. 39.4 RCD), de la Comisión Consultiva de
Nombramientos (art. 185.2 RS y apartado tercero de la Resolución de la Presidencia del Congreso
de los Diputados relativa a la intervención de la Cámara en el nombramiento de Autoridades del
Estado, de 25 de mayo de 2000) y de las Ponencias (Norma interpretativa de la Presidencia del
Senado sobre la adopción de acuerdos por las Ponencias designadas por las Comisiones, de 18 de
noviembre de 1997. BOCG. Senado. Serie I, núm. 332, de 19 de noviembre).
Pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía básica que, así mismo, se
inserta.

Sinopsis artículo 80
1.- Precedentes y Derecho comparado
En su art. 80 la CE de 1978 incorpora un precepto del más clásico parlamentarismo, defendido
con singular talento por Jeremy Bentham en sus Tácticas Parlamentarias, y que ha estado presente
de manera casi constante en las Constituciones históricas de España desde su aparición en la
Constitución gaditana de 1812, cuyo art. 126 establecía que "las sesiones de las Cortes serán
públicas, y sólo en los casos que exijan reserva podrá celebrarse sesión secreta". En términos muy
similares lo encontramos en el art. 48 del Estatuto Real de 1834, el art. 35 de la CE de 1837, el art.
34 de la CE de 1845, el art. 36 de la CE non nata de 1856, el art. 48 de la CE de 1869, el art. 59 del
Proyecto de 1873, el art. 40 de la CE de 1876 e incluso el art. 61 del Proyecto de Constitución de la
Monarquía española elaborado durante la dictadura de Primo de Rivera en 1929. Sólo la
Constitución de 1931, muy parca, por lo demás, en todo lo que se refiere a la organización y
funcionamiento de las Cortes, prescinde de una previsión semejante.
En el derecho comparado europeo abunda la exigencia de publicidad de las sesiones
parlamentarias como regla general, sin perjuicio de que pueda en algunos casos acordarse una
reunión secreta, a iniciativa de la propia Cámara o del Gobierno. Esta solución ha sido adoptada por
el art. 42 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, el art. 66.1 de la Constitución de Grecia de 1975
y el art. 33 de la Constitución francesa de 1958. En Italia, el art. 64 de su Constitución de 1947
otorga esta facultad en exclusiva a la Cámara de los Diputados y al Senado, tanto por separado
como en sus reuniones conjuntas. Regímenes similares se prevén en los arts. 32 y 37 de la
Constitución de Austria de 1929 para la Cámara de Representantes y el Senado respectivamente,
con la peculiaridad de que el art. 33 exime de toda responsabilidad a quienes den cuenta exacta del
desarrollo de las respectivas sesiones si no se han declarado secretas. Incluso en países cuya
Constitución nada dice, la publicidad de las sesiones parlamentarias es norma no discutida, como
ocurre en Portugal, donde el silencio constitucional se solventa con las disposiciones de los arts.
120 y siguientes del Reglamento de la Asamblea de la República de 1993, que disponen la
publicidad, en todo caso, de las sesiones plenarias y las de las Comisiones cuando éstas así lo
acuerden, a lo que se añaden disposiciones que garantizan la presencia de los medios de
comunicación, especialmente durante la tramitación de las iniciativas legislativas. La publicidad de
las sesiones se asegura también al otro lado del Atlántico, donde el art. 5.3 del Título I de la
Constitución de los Estados Unidos de 1787 establece que "cada Cámara llevará un diario de sus
sesiones y lo publicará de tiempo en tiempo a excepción de aquellas partes que a su juicio exijan
reserva, y los votos afirmativos y negativos de sus miembros con respecto a cualquier cuestión se
harán constar en el diario, a petición de la quinta parte de los presentes".
El panorama comparado puede concluirse con una escueta mención a la regulación ofrecida por
los distintos estatutos de autonomía. La mayor parte de ellos guarda silencio respecto de esta
cuestión, concretamente los de Cataluña, Galicia, País Vasco, Andalucía, La Rioja, Valencia,
Aragón, Canarias, Navarra, Extremadura, Baleares y Castilla y León. No obstante, no faltan
Estatutos que establecen, con distintos matices, la obligatoria publicidad, salvo excepciones, de las
sesiones plenarias de las correspondientes Asambleas Legislativas. Es el caso del art. 12.4 del
Estatuto de Cantabria, que dispone el carácter público de las sesiones plenarias del Parlamento,
salvo en los casos excepcionales previstos en su Reglamento; del art. 27.3 del Estatuto de Asturias y
el art. 26.tres del Estatuto de Murcia, los cuales declaran públicas las sesiones plenarias de la Junta
General y de la Asamblea, respectivamente, salvo en los casos previstos en su reglamento; del art.
11.siete del Estatuto de Castilla - La Mancha, donde se reproduce literalmente el tenor del precepto
constitucional comentado; y del art. 11.3 del Estatuto de la Ciudad Autónoma de Ceuta y el art. 11.3
del Estatuto de la Ciudad Autónoma de Melilla, que prevén el secreto sólo en los casos
excepcionales autorizados por el Reglamento en atención a los derechos al honor, intimidad y
propia imagen protegidos por el art. 18.1 CE. Por último, el art. 12.2.e) del Estatuto de Madrid
constituye un caso especial por cuanto, aunque alude al régimen de publicidad de las sesiones de la
Asamblea se limita a remitir su regulación al Reglamento que la rige.

2.- Elaboración y desarrollo normativo del precepto


Pasando a su elaboración durante la fase constituyente, el art. 80 fue objeto de algunas
modificaciones durante su tramitación parlamentaria, en general aprobadas para restringir la
amplitud de la regulación prevista en la primera versión. La redacción del Anteproyecto disponía
que "las reuniones de las Cámaras serán públicas, salvo acuerdo en contrario de cada Cámara,
tomado por mayoría absoluta y con arreglo al Reglamento". Se trataba, pues, de un principio de
publicidad entendido en sentido amplio, puesto que se aplicaba a todas las sesiones, incluidas las de
Comisión y sólo susceptible de excepción por mayoría absoluta y en los supuestos previstos por el
Reglamento. El informe de Ponencia en el Congreso de los Diputados restringió este principio a las
sesiones del Pleno y el dictamen de Comisión transformó en alternativa lo que eran requisitos
cumulativos, de modo que se hacía posible la declaración como secreta de una sesión en virtud del
propio Reglamento o por una mayoría más reducida. Este es el régimen que iba a prosperar, puesto
que la Comisión Mixta redujo las modificaciones del Senado, que eliminaban la facultad de la
norma reglamentaria para modular la publicidad de los plenos, a la mera sustitución lingüística del
término reuniones por el de sesiones.
El desarrollo de esta disposición se contiene en los Reglamentos del Congreso de los Diputados
de 10 de febrero de 1982 y del Senado, Texto refundido de 3 de mayo de 1994, concretamente en
los arts. 63, 64 y 101.2 del primero y 22.3, 23.2, 72, 73 y 102.3 del segundo. Además, es preciso
tener en cuenta el régimen de publicaciones de ambas Cámaras, por cuanto, sobre todo en lo
referente al Diario de Sesiones, constituyen un instrumento más valioso que la mera presencia física
del público en las sesiones para garantizar el general conocimiento de lo que en ellas acontece. Así
lo ha declarado la STC 136/1989, de 19 de julio, cuyo fundamento 2 señala que "la publicidad
parlamentaria, que es una exigencia del carácter representativo de las Asambleas de un Estado
democrático mediante la cual se hace posible el control político de los elegidos por los electores,
ofrece dos vertientes: una, la publicidad de las sesiones; otras, la publicación de las deliberaciones y
de los acuerdos adoptados". Su regulación se establece en los arts. 95 a 98 del Reglamento del
Congreso y 190 y 191 del Reglamento del Senado, así como en el Acuerdo de las Mesas del
Congreso de los Diputados y del Senado por el que se aprueban las Normas sobre Publicaciones
Oficiales de las Cortes Generales, de 17 de enero de 1991, modificado por Resolución de las Mesas
de 21 de abril de 1992 y por Acuerdo de las Mesas de 19 de diciembre de 1996. Teniendo en cuenta
esta normativa, es preciso abordar brevemente y por separado las cuestiones relativas a la
publicidad en las sesiones de Pleno, de Comisión y la publicidad escrita de los trabajos de las
Cámaras.
3.- El régimen de publicidad de las sesiones plenarias
Comenzando por las sesiones plenarias, éstas son las únicas sobre las que los reglamentos se
hallan en cierta medida constreñidos, pues, aunque están habilitados para establecer excepciones al
principio de publicidad e incluso para rebajar en casos concretos a mayoría simple el quórum para
adoptar el acuerdo correspondiente, no pueden, sin embargo, fijar umbrales superiores, por cuanto,
al tratarse de mayorías especiales, del art. 79.2 CE se deduce que aquéllos sólo podrán determinarse
para la elección de personas.
En ejercicio de dicha habilitación, se establece como excepción el secreto de las sesiones
plenarias cuando se traten cuestiones relativas al decoro de la Cámara o de sus miembros o de la
suspensión de un diputado o senador, cuando se debatan propuestas, dictámenes o informes
elaborados en el seno de la Comisión del Estatuto de los Diputados y de la Comisión de
suplicatorios del Senado y cuando así lo declare el Pleno de cada Cámara por mayoría absoluta de
sus miembros, a iniciativa de la Mesa, del Gobierno, de dos Grupos Parlamentarios o de la quinta
parte de los miembros del Congreso y del Gobierno o cincuenta senadores en la Cámara Alta.

4.- Publicidad y secreto de las Comisiones


Como regla general, las sesiones de las Comisiones de ambas Cámaras no son públicas,
concepto éste distinto del de secretas, por cuanto se admite la presencia de los medios de
comunicación debidamente acreditados (arts. 64.1 RCD y 75.1 RS). Son secretas cuando así lo
acuerde la mayoría absoluta de los miembros de la Comisión a iniciativa, en el Congreso, de la
Mesa, del Gobierno, de dos Grupos Parlamentarios o de la quinta parte de los Diputados que la
integren. Tienen en todo caso carácter secreto las sesiones de la Comisión del Estatuto de los
Diputados y las de las Comisiones de Investigación del Congreso que preparen su plan de trabajo o
sean meramente deliberantes, así como las ponencias constituidas en su seno, mientras que admiten
la presencia de medios de comunicación, tras la reforma reglamentaria de 16 de junio de 1994, las
que tenga por objeto la celebración de comparecencias informativas siempre que no versen sobre
materias clasificadas o coincidan con actuaciones judiciales declaradas secretas. A petición del
Gobierno serán también secretas las sesiones donde se facilite información clasificada, según
dispone el apartado sexto de las Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados sobre
secretos oficiales, de 11 de mayo de 2004. En el Senado, son en todo caso secretas las sesiones de
las Comisiones de Incompatibilidades y de Suplicatorios, además de aquellas sesiones o puntos que
tengan por objeto el estudio de cuestiones personales que afecten a senadores.

5.- Los medios para aegurar la publicidad de los trabajos parlamentarios


El régimen de publicidad anterior se garantiza a través de diversas previsiones de las que las más
importantes son la presencia de público en las sesiones plenarias, la asistencia de medios de
comunicación, las actas redactadas para cada reunión de diversos órganos parlamentarios y las
publicaciones oficiales de las Cortes Generales, del Congreso de los Diputados y del Senado
individualmente.
Comenzando por la más tradicional de ellas, el público asistente a las sesiones plenarias está
sometido a las normas sobre disciplina parlamentaria, que prohíben las manifestaciones de
aprobación o rechazo o la comunicación en el salón de sesiones con los senadores. Los Presidentes,
en ejercicio de las potestades de policía que les atribuye el art. 72.3 CE pueden ordenar la expulsión
de quienes perturben el orden y que los servicios de seguridad levantes las diligencias oportunas si
los actos cometidos pudieran constituir delito o falta, así como su detención y entrega a la autoridad
gubernativa o su puesta a disposición policial. Además de la presencia del público y de los
diputados o senadores que formen parte del órgano correspondiente, está prevista la asistencia de
otras personas, como son los miembros del Gobierno, los funcionarios en ejercicio de su cargo, los
senadores, en las sesiones de Pleno y Comisiones del Congreso que no tengan carácter secreto y, en
las mismas condiciones, los diputados a las sesiones de Pleno y Comisiones del Senado (arts. 55 y
66 RCD y 83 RS). Es frecuente, por lo demás, la presencia, en las Comisiones, de asistentes de los
cargos comparecientes y en menor medida de los Grupos Parlamentarios, regulada en el Congreso
de los Diputados por una resolución de la Mesa, de 3 de abril de 2001, que atribuye a los
respectivos Presidentes la potestad de autorizar su entrada, para lo que han de ser informados de
quienes lo hayan solicitado por escrito. Las personas que hayan recibido dicha autorización
ocuparán el espacio reservado al efecto y las comunicaciones que sostengan con el compareciente
serán asimismo escritas y por conducto de los Ujieres de la Cámara.
En cuanto a la presencia de periodistas, tanto en Pleno como en Comisión, corresponde a las
Mesas regular la concesión de credenciales a los representantes de los medios de comunicación y al
Presidente del Congreso autorizar expresamente la grabación de las sesiones, que se lleva a cabo
por el sistema de señal única, en virtud del cual la propia Cámara toma y edita las imágenes del
Pleno y las Comisiones y las distribuye en condiciones de igualdad a las distintas cadenas, así como
al canal parlamentario creado para facilitar el seguimiento de la actividad parlamentaria.
De acuerdo con el art. 65 RCD y el art. 81 RS, de las sesiones del Pleno y de las Comisiones, así
como de las celebradas por Mesas de las Cámaras y, en el caso del Congreso, de sus Comisiones, se
levanta acta que contiene una relación sucinta de las materias debatidas, personas intervinientes,
incidencias producidas y acuerdos adoptados, que será firmada por el Secretario (dos Secretarios en
el caso de las actas de Pleno del Senado) con el visto bueno del Presidente. De las sesiones secretas
del Congreso dice el art. 96 RCD que se levantará acta taquigráfica cuyo único ejemplar se custodia
por la Presidencia y puede ser consultado por los diputados previo acuerdo de la Mesa. Los
acuerdos adoptados en aquéllas se publican en el Diario de Sesiones, salvo que se declare su
carácter reservado.
Por último, son publicaciones oficiales de las Cámaras el Boletín Oficial de las Cortes Generales
y el Diario de Sesiones. El primero consta de tres secciones, Cortes Generales, Congreso de los
Diputados y Senado y en él se incluyen los textos y documentos cuya publicación se requiera por
algún precepto reglamentario, sea necesaria para su adecuado conocimiento y tramitación
parlamentaria o sea ordenada por la Presidencia. El Diario de Sesiones, tanto del Congreso de los
Diputados y del Senado, como de las Cortes Generales, reproduce íntegramente, dejando constancia
de los incidentes producidos, todas las intervenciones y acuerdos adoptados en las sesiones de
Pleno, de la Diputación Permanente y de las Comisiones que no tengan carácter secreto.
Sobre el contenido de este artículo se pueden consultar, además, las obras citadas en la
bibliografía básica que se inserta.

Sinopsis artículo 81
Derecho comparado
El artículo 81 de la Constitución (que curiosamente abre el Capítulo II del Título tercero,
dedicado a la elaboración de las leyes) introduce una categoría de leyes ajena como tal a nuestra
tradición jurídica, aunque en el constitucionalismo del XIX la expresión suele aparecer referida a
las leyes de desarrollo de la Constitución. Está presente en otros ordenamientos, singularmente el
francés, remitiéndose a ellas las constituciones para la organización o el funcionamiento de los
poderes públicos. El artículo 46 de la Constitución de 1958 exige para la aprobación de las leyes
orgánicas la mayoría absoluta de la Asamblea Nacional en caso de disenso entre las Cámaras, y de
las dos asambleas si afectan al Senado. Por otra parte, las leyes orgánicas no pueden ser
promulgadas sin la previa declaración de conformidad con la Constitución por el Consejo
Constitucional.
Elaboración del precepto
El Anteproyecto de la Constitución (artículo 73) contemplaba como leyes orgánicas las relativas
al desarrollo de los Títulos I y II de la Constitución y a la organización de las instituciones centrales
del Estado, así como las que aprobaran los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general.
La referencia a los Títulos I y II se sustituye en el Informe de la Ponencia por "las relativas al
desarrollo de las libertades públicas", y al final del apartado se añaden "las demás previstas en la
Constitución".
El texto permanecerá inalterado hasta el Pleno del Senado, que sustituyó "instituciones
centrales"por "instituciones fundamentales", procediendo la redacción vigente del apartado primero
de la Comisión Mixta Congreso-Senado.
Como en otras ocasiones, de tan escasa divergencia entre las Cámaras la Comisión Mixta crea un
texto nuevo, suprimiendo la referencia a las instituciones e introduciendo los derechos
fundamentales.
En el apartado segundo del artículo ocurre algo parecido. Del artículo 73.2 del Anteproyecto
constitucional ("Las leyes orgánicas deberán ser aprobadas, modificadas o derogadas por mayoría
absoluta del Congreso de los Diputados") y el artículo 80 aprobado por el Pleno del Senado con las
modificaciones introducidas por la Comisión de Constitución de esta Cámara ("Las leyes orgánicas
deberán ser aprobadas, modificadas y derogadas por el mismo procedimiento y mediante mayoría
absoluta del Congreso. Cuando se refieran a los Estatutos de Autonomía o a los efectos prevenidos
en el artículo 149, necesitarán también ser aprobadas por mayoría absoluta del Senado"), resulta,
tras la intervención de la Comisión Mixta, la supresión del inciso final y la nueva redacción del
primero.

Concepto constitucional de las leyes orgánicas


1.- Regulación constitucional.
La ley orgánica configurada en el artículo 81 de la Constitución se define por dos notas: su
contenido y su procedimiento.
En cuanto a lo primero, las materias reservadas a la ley orgánica son identificadas por el propio
artículo 80 (desarrollo de derechos fundamentales y libertades públicas, Estatutos de Autonomía y
régimen electoral general) o por otros preceptos de la Constitución a los que aquél remite, que
pueden sintetizarse como normas reguladoras de los órganos constitucionales o de relevancia
constitucional y del ejercicio de determinados derechos o de la configuración del Estado
autonómico.
Por lo que al procedimiento se refiere, además de la exigencia por el artículo 87.2 de aprobación
por el Congreso de los Diputados por mayoría absoluta en una votación final sobre el conjunto del
proyecto, otros preceptos constitucionales introducen limitaciones procedimentales: no cabe en
materia de ley orgánica la delegación legislativa en Comisión (75.3), la iniciativa legislativa popular
(87.3) ni la aprobación por decreto-ley (artículo 86, que enumera con otra terminología materias
similares a las contenidas en el artículo 81). La primera y la tercera limitaciones son simple
consecuencia de la reserva de la aprobación final de las leyes orgánicas en favor del Pleno del
Congreso de los Diputados, que ha de expresar su voluntad mediante una mayoría cualificada.
2.- Posición en el sistema de fuentes.
Desde los primeros tiempos postconstitucionales se ha planteado la doctrina la relación entre ley
orgánica y ley ordinaria, como también entre la ley orgánica y el reglamento. La posición del
Tribunal Constitucional puede resumirse en los términos que se exponen a continuación:
a) Relación ley orgánica - ley ordinaria.
- Ha de recordarse en este punto que el artículo 28.2 de la Ley Orgánica del
Tribunal Constitucional (LOTC) dispone que "el Tribunal Constitucional podrá declarar
inconstitucionales por infracción del artículo 81 de la Constitución los preceptos de un
Decreto-ley, Decreto legislativo, Ley que no haya sido aprobada con el carácter de
orgánica o norma legislativa de una Comunidad Autónoma en el caso de que dichas
disposiciones hubieran regulado materias reservadas a Ley Orgánica o impliquen
modificación o derogación de una Ley aprobada con tal carácter, cualquiera que sea su
contenido".
- El Tribunal dejó establecido en fecha temprana (STC 5/1981) y ha reiterado
posteriormente (entre otras, en la STC 213/1996) que las leyes orgánicas y las ordinarias
no se sitúan propiamente en distintos planos jerárquicos, por lo que el principio de
jerarquía normativa no es fundamento adecuado para enjuiciar la posible
inconstitucionalidad de una ley ordinaria por supuesta invasión del ámbito reservado a
la ley orgánica. Es decir, el Tribunal Constitucional parece alinearse con el sector de la
doctrina que articula las relaciones ley orgánica/ley ordinaria en torno al principio de
competencia.
- Si la reserva de ley orgánica impide a la ley ordinaria regular las materias
reservadas a aquélla (que deben ser interpretadas restrictivamente, según las SSTC
160/1987, 224/1993), a la inversa también sería disconforme con la Constitución que la
ley orgánica invadiera materias reservadas a la ley ordinaria (STC 5/1981, 127/1994).
La reserva de ley orgánica no puede interpretarse de forma tal que cualquier materia
ajena a dicha reserva por el hecho de estar incluida en una ley orgánica haya de gozar
definitivamente del efecto de congelación de rango y de la necesidad de una mayoría
cualificada para su ulterior modificación (concepción formal que podría producir una
petrificación abusiva en el ordenamiento jurídico), pues tal efecto puede y aun debe ser
excluido por la misma ley orgánica o por sentencia del TC que declare cuáles de los
preceptos de aquélla no participan de tal naturaleza.
- Así, cuando en una misma ley orgánica concurren materias estrictas y materias
conexas, la propia ley orgánica señala (siguiendo las indicaciones de la STC 5/1981)
cuáles de sus preceptos contienen materias que pueden ser alteradas por una ley
ordinaria. En defecto de esta declaración o si su contenido no fuere ajustado a derecho,
es el propio Tribunal Constitucional quién deberá indicar qué preceptos pueden ser
modificados por ley ordinaria.
- No obstante, para que una ley sea orgánica, su núcleo debe afectar a materias
reservadas a la ley orgánica (no basta con un precepto de contenido orgánico para que
pueda atribuirse a la ley dicho carácter) y sólo puede incluir preceptos que excedan del
ámbito estricto de la reserva cuando su contenido desarrolle el núcleo orgánico y
siempre que constituyan un complemento necesario para su mejor inteligencia,
debiendo en todo caso el legislador concretar los preceptos que tienen tal carácter (STC
76/1983).
- La reserva de ley orgánica no es incompatible con la colaboración
internormativa, no existiendo imposibilidad constitucional para que la ley orgánica
llame a la ordinaria a integrar en algunos extremos sus disposiciones "de desarrollo",
siempre y cuando tal remisión no entrañe un reenvío en blanco o en condiciones tan
laxas que viniesen a defraudar la reserva constitucional en favor de la ley orgánica. Esta
remisión es difícil de obviar, reconoce el Tribunal, en el desarrollo de los derechos
fundamentales y las libertades públicas, pudiendo constituir una técnica sustitutiva de la
igualmente constitucional consistente en la inclusión en la propia ley orgánica de
normaciones ajenas al ámbito reservado ("materias conexas") (STC 137/1986).
- Esta opción de remisión es imperativa cuando se trata de articular las
competencias estatales con las autonómicas (STC 137/1986). Un elemental criterio de
interpretación sistemática al fijar el alcance de la reserva de ley orgánica debe
cohonestarse con el contenido de los preceptos del llamado bloque de la
constitucionalidad que distribuyen las competencias entre el Estado y las Comunidades
Autónomas (STC 173/1998).
b) Relación entre ley orgánica y reglamento.
- La introducción de la categoría de ley orgánica no altera las relaciones
tradicionalmente establecidas entre la ley y el reglamento, siendo por ello
constitucionalmente legítimo que el legislador orgánico remita al reglamento para
completar el desarrollo normativo de las materias reservadas al mismo, lo cual, en
muchos casos, es obligado y necesario, ya que no hay ley en la que se pueda dar entrada
a todos los problemas imaginables (SSTC 77/1985, 101/1991).
- Para que la remisión al reglamento sea constitucionalmente legítima, la
delegación debe formularse en condiciones que no contraríen materialmente la finalidad
de la reserva, para lo cual deberán restringir el ejercicio de la potestad reglamentaria a
un complemento de la regulación legal que sea indispensable por motivos técnicos o
para optimizar el cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por
la propia ley (STC 101/1991).

Materias reservadas a la ley orgánica


a) Desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas
De las tres materias directamente reservadas a la ley orgánica por el artículo 81 CE, ha merecido
especial atención por la doctrina y la jurisprudencia constitucional la primera: el "desarrollo de los
derechos fundamentales y de las libertades públicas". Desde una interpretación que debe ser
restrictiva, por la exigencia de mayoría absoluta para su aprobación (SSTC 160/1987, 127/1994), el
TC ha delimitado la noción de desarrollo como regulación general del derecho o libertad o como
ordenación de aspectos esenciales de su régimen jurídico (así, SSTC 93/1988, 173/1998),
incluyendo asimismo las leyes que establezcan restricciones de tales derechos o libertades (STC
101/1991).
En cuanto a los derechos y libertades afectados, el Tribunal se pronunció pronto por su
limitación a los comprendidos en la Sección 1ª del Capítulo II del Título I de la Constitución (STC
76/1983), esto es, a los artículos 15 a 29 CE, exigiéndose forma orgánica para las leyes que los
desarrollen de modo directo en cuanto tales derechos, pero no cuando meramente les afecten o
incidan en ellos (STC 6/1982).
b) Estatutos de Autonomía
La reserva de ley orgánica para la aprobación de los Estatutos de Autonomía origina que la
referencia contenida en el artículo 146 a la "tramitación como ley" de los proyectos de Estatuto de
régimen ordinario deba ser entendida como ley orgánica, en coherencia también con la previsión
por el artículo 147 de su reforma mediante ley orgánica.
c) Régimen electoral general
La reserva de ley orgánica para el régimen electoral general ha sido interpretada por el TC como
lo que es primario y nuclear en el régimen electoral, más amplio que el desarrollo del artículo 23.1
ya incluido en otra reserva del artículo 81 (STC 38/1983). El adjetivo "general" no está referido al
tipo de elecciones, estando compuesto el régimen electoral general por las normas electorales
válidas para la generalidad de las instituciones representativas del Estado en su conjunto y en el de
las entidades territoriales en que se organiza a tenor del artículo 137 de la Constitución, salvo las
excepciones que se hallen establecidas en la Constitución y en los Estatutos.
Sobre el contenido de la ley electoral, véase la sinopsis del artículo 70 CE.
Tras la declaración de inconstitucionalidad en el recurso previo del Proyecto de Ley Orgánica
sobre incompatibilidades de diputados y senadores por la STC 72/1984, se dicta la vigente Ley
Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del régimen electoral general, modificada en distintas ocasiones
posteriores.
d) Demás previstas en la Constitución
Nos remitimos a la sinopsis de los preceptos correspondientes, enumerados en las concordancias
del presente artículo.

Aspectos de procedimiento
Además de las prohibiciones constitucionales ya mencionadas (de delegación en Comisión o en
el Gobierno y de iniciativa popular), la exigencia de aprobación de las leyes orgánicas por mayoría
absoluta del Congreso en una votación final sobre el conjunto del proyecto provoca especialidades
en el procedimiento legislativo reguladas por los artículos 130 a 132 del Reglamento de la Cámara
Baja.
a) Calificación de las iniciativas
En primer lugar, y en cuanto a la calificación de los proyectos o proposiciones de ley como
orgánicos por la Mesa del Congreso, ésta puede realizarse:
- en el momento inicial de su admisión a trámite, bien de acuerdo con el carácter
previamente dado a la iniciativa por el Gobierno o por su autor (a la vista del criterio
razonado que al respecto exponga el Gobierno o el proponente, dice el artículo 130.1
RC), bien recalificando aquélla en uso de las facultades que a la Mesa confiere el
artículo 31.4º y 5º RC y el propio artículo 130.1.
- a la vista del criterio razonado que exponga la correspondiente ponencia en
trámite de informe (130.1 RC). En ocasiones, cuando existen dudas sobre el carácter
orgánico de una iniciativa o de parte de la misma, la Mesa difiere su pronunciamiento
inicial sobre tal carácter hasta la emisión de criterio por la ponencia.
- a instancias de la Comisión competente, una vez concluido el trámite de informe
de la ponencia y siempre que la cuestión no se hubiese planteado con anterioridad. Si la
calificación de la ley como orgánica se produjera habiéndose ya iniciado el debate en
comisión, el procedimiento se retrotrae al momento inicial de dicho debate (130.2 RC).
La Mesa del Congreso puede calificar las iniciativas legislativas de:
- orgánicas, calificación que, según el artículo 130.1 debe realizarse oída la Junta
de Portavoces, audiencia restringida en la práctica a los supuestos de modificación de la
calificación inicial como ordinaria en un momento posterior a la admisión a trámite.
- de contenido parcialmente orgánico que no debe afectar al carácter ordinario de
la iniciativa (en otro caso, la coexistencia de preceptos de carácter ordinario y orgánico
deberá ser delimitada en el texto de la misma). Siguiendo la doctrina del TC, en tal
supuesto, la Mesa adopta el acuerdo de desglosar los preceptos que afectan a materia
orgánica para su tramitación como una iniciativa independiente con las especialidades
procedimentales que corresponden a las leyes orgánicas. Lo mismo ocurrirá en el caso
de introducción de enmiendas en el Congreso que contengan materias reservadas a la
ley orgánica o de inclusión de enmiendas por el Senado de este carácter, como veremos
a continuación.
El primer supuesto de desglose fue el acordado por la Mesa del Congreso el 23 de diciembre de
1986, del Título VII del Proyecto de Ley de Ordenación de transportes terrestres, que llegaría a ser
la L.O. 5/1987.
A partir de entonces, no es infrecuente la tramitación de dos iniciativas sobre la misma materia,
una ordinaria y otra orgánica (por incluir aspectos penales o jurisdiccionales, por ejemplo) que se
tramitan en paralelo, por los mismos órganos y en iguales plazos.
b) Enmiendas
Según el artículo 130.3 RC, las enmiendas que contengan materias reservadas a ley orgánica que
se hayan presentado a un proyecto de ley ordinaria sólo podrán ser admitidas a trámite por acuerdo
de la Mesa del Congreso, a consulta de la correspondiente ponencia, estándose en su caso a lo
previsto en el apartado anterior en cuanto a calificación por la Mesa y retroacción del debate
iniciado por la Comisión.
En la realidad, cuando la ponencia alerta a la Mesa sobre el contenido orgánico de determinadas
enmiendas, ésta adopta un eventual acuerdo de desglose de la parte correspondiente a materia
orgánica, en función de la probabilidad de aceptación de aquéllas por la Comisión o, en su caso, una
vez que la aceptación se ha producido.
c) Aprobación
La aprobación inicial por el Pleno del Congreso de los proyectos o proposiciones de ley orgánica
requiere una votación final sobre el conjunto del texto por mayoría absoluta.
Dicha votación:
- tiene lugar una vez concluidas todas las votaciones parciales sobre las
enmiendas y el dictamen de la Comisión, bien inmediatamente a continuación de
aquéllas, bien en un momento posterior.
- en todo caso, la hora de la votación deberá haber sido anunciada con antelación
por la presidencia de la Cámara (131.2 RC), normalmente mediante la fórmula "no antes
de las...horas", para evitar las votaciones por sorpresa y asegurar la mayor asistencia
posible que facilite la obtención de la mayoría requerida.
Si en la votación se consigue la mayoría absoluta (más de la mitad de los miembros que
componen la Cámara, i.e. 176 si todos sus miembros han perfeccionado su condición), la iniciativa
es remitida al Senado. De no obtenerse la mayoría requerida el proyecto es devuelto a la Comisión
dictaminadora para que emita nuevo dictamen en el plazo de un mes (131.2 RC), que será debatido
conforme a las normas que regulan los debates de totalidad y sometido a votación. Si en ella se
obtiene la mayoría absoluta, la iniciativa es remitida al Senado, en caso contrario se entiende
rechazada (131.3 RC).
La no obtención de mayoría absoluta se ha producido en algunas ocasiones de mayorías
ajustadas. Así, el 5 de mayo de 1997 y el 30 de noviembre de 2004 en relación con sendos
Proyectos de Ley Orgánica de modificación de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de junio, del Poder
Judicial. En el último caso, al tramitarse el proyecto por el procedimiento de lectura única, resultó
rechazado (sin perjuicio de su nuevo envío por el Gobierno).
d) Senado
La tramitación en el Senado de los proyectos y proposiciones de ley orgánica no presenta
especialidad alguna, y de hecho su Reglamento no contiene referencias a este tipo de leyes.
No obstante, tres cuestiones relevantes pueden resultar de su actuación:
- El Senado puede aprobar un veto a un proyecto o proposición de ley orgánica,
cuyo levantamiento requiere en todo caso la ratificación del texto inicial por la mayoría
absoluta de los miembros del Congreso, según prescribe el artículo 132.1º RC, con lo
que no sería posible el levantamiento por mayoría simple transcurridos dos meses que
permite el artículo 90.2 de la Constitución.
- Si el Senado introduce enmiendas a un proyecto o proposición de ley orgánica y
éstas (todas o alguna) son aceptadas por el Pleno del Congreso por mayoría simple,
según el artículo 90.2 CE, el texto resultante de su incorporación debe ser sometido a
una votación de conjunto, que requiere mayoría absoluta para su aprobación (132.2º
RC). De no alcanzarse dicha mayoría, queda ratificado el texto inicial del Congreso
(que obtuvo mayoría absoluta en su momento) y rechazadas todas las enmiendas
propuestas por el Senado. Esto último ha sucedido en algunas ocasiones por
circunstancias diversas (ausencias, retirada de apoyos). Así, entre otros, respecto del
Proyecto de Ley Orgánica del Tribunal del Jurado en 1995 (Diario de sesiones de 11 de
mayo de 1995) o del Proyecto de Ley Orgánica de reforma de la Ley de Enjuiciamiento
Criminal en materia de prisión provisional, en la VII legislatura (16 de octubre de
2003).
- El Senado en alguna ocasión ha aprobado enmiendas sobre materia orgánica a
proyectos y proposiciones de ley ordinarios, lo que ha motivado cierto debate doctrinal,
que la STC 124/2003 (sobre la L.O. 2/1996, complementaria de la Ley de ordenación
del comercio minorista, desglosada por la Mesa del Congreso de los Diputados) no
solventa definitivamente, pues no se ocupa de la posible irregularidad de procedimiento
denunciada por el recurrente, pero no concretada en el recurso.

Entre la bibliografía básica sobre la materia tratada en este artículo pueden destacarse entre otros
los trabajos de Barceló, Tomás Ramón Fernández, Gálvez, Linde, etc.

Sinopsis artículo 82
El teórico monopolio del Parlamento en la elaboración y aprobación de las Leyes, alumbrado por
la concepción racionalista de la organización política y del Derecho, tuvo, en su desenvolvimiento
práctico, una duración efímera. La conquista del pensamiento ilustrado se vio superada cuando el
Poder Ejecutivo recuperó un nada desdeñable resto de su secular poder normativo, dotado de un
rasgo común invariable como era su carácter subordinado con respecto a la Ley, fuente del Derecho
por excelencia. Sin embargo, al margen del reconocimiento y desarrollo de la potestad
reglamentaria, los Gobiernos siguieron mermando, lenta pero incansablemente, el monopolio
parlamentario de la primacía normativa, a través de múltiples procedimientos entre los que se
encuentra el reconocimiento de la potestad del Gobierno para dictar, bajo determinadas condiciones,
normas de idéntico rango y eficacia que las leyes de producción parlamentaria. Al servicio de esta
finalidad se encuentra un amplio repertorio de instituciones jurídicas, desde la legislación de
emergencia (en el ordenamiento jurídico español los Decretos Leyes, a los que alude el artículo 86
CE) hasta los mecanismos de delegación legislativa.
A pesar de este origen común, el fenómeno de la delegación legislativa posee en los diferentes
sistemas jurídicos una pluralidad de significados, lo que complica la definición de una naturaleza
jurídica unitaria, sin perjuicio de que todos esos significados puedan reconducirse a la idea de
autorización o habilitación que una Ley del Parlamento otorga al Gobierno para dictar normas
jurídicas. Desde esta perspectiva, el análisis de las fuentes con valor de Ley pone en evidencia la
estrecha conexión existente entre fuentes del Derecho y forma de gobierno, y así lo demuestra
también el análisis de la delegación legislativa en nuestra Historia constitucional.
1. La delegación legislativa en la Historia.
El examen de los antecedentes de la delegación legislativa en el Constitucionalismo español
permite afirmar que el fenómeno en virtud del cual el Parlamento autoriza al Gobierno para dictar
normas equiparadas en rango a la Ley aparece en los albores mismos del Estado Constitucional y de
la forma de gobierno parlamentaria. Así, desde que el Estatuto Real de 1834 esbozase un principio
de relación de confianza entre las Cortes y el Gobierno, se constató que la actividad normativa del
Ejecutivo sólo podría equipararse formalmente a las leyes de producción parlamentaria si las Cortes
otorgaban una específica confianza al Gobierno para inmiscuirse en la tarea legislativa que éstas
tenían encomendada en exclusiva. Así, la delegación legislativa llegó a disolverse en el mecanismo
de otorgamiento de la confianza parlamentaria, interpretándose la negación de la primera como una
retirada de la segunda. Esta confusión estuvo en gran medida propiciada por el silencio de los textos
constitucionales sobre la delegación legislativa, a pesar de lo cual la Monarquía isabelina ofrece
ejemplos ilustrativos de esta técnica, sistematizados en tres categorías que reproducimos a
continuación:
-Utilización de la delegación legislativa en supuestos en que el Gobierno solicita
publicar como ley un proyecto de su iniciativa, eludiendo los preceptivos trámites
parlamentarios. Éste fue el caso del Código Penal de 1848, de la solicitud de aprobación
de los proyectos de Ley de Presupuestos de 1849 y 1850, así como de los proyectos de
reforma política de Bravo Murillo en 1852.
-Utilización de la delegación legislativa para autorizar al Gobierno a aprobar normas
con rango de Ley sobre materias de las que el Parlamento conoce su mero enunciado,
pero no ha autorizado previamente un proyecto articulado o unas bases normativas. Se
trata, indudablemente, de la delegación legislativa de mayor alcance, empleada para la
aprobación de la legislación local de 1835 y 1845.
-Utilización de la delegación legislativa en la Ley de Voto de confianza de enero de
1836, empleada por Mendizábal para conseguir un voto de confianza a la actuación del
Gobierno, así como diversas delegaciones legislativas: una autorización para prorrogar
los Presupuestos (artículo 1) y una autorización para alterar el sistema de administrar y
exigir las contribuciones (artículo 2).
La Constitución de 1876 no consagró, en términos formales, una situación diferente de la
existente en la etapa anterior, a pesar de lo cual el fenómeno de la delegación legislativa - sobre el
cual el texto constitucional seguía guardando silencio - demostró su virtualidad para aprobar
algunas de las Leyes más importantes y complejas del período, cuya vigencia secular evidencia, en
muchos casos, lo acertado de la técnica normativa empleada. Evidentemente, el ejemplo más
significativo que podemos traer a colación es el propio Código Civil aprobado por Decreto
Legislativo y previa delegación por Ley de Bases de 11 de mayo de 1888, según el procedimiento
propuesto por Alonso Martínez y duramente cuestionado por aquellos que entendían que semejante
instrumento no tenía encaje en el texto constitucional.
El artículo 61 de la Constitución de 1931 introdujo un punto de inflexión en el tratamiento de la
delegación legislativa, al hilo de la consagración de un nuevo modelo constitucional de relaciones
entre el Legislativo y el Ejecutivo. El sistema diseñado por el texto constitucional de la II República
contribuyó a racionalizar el mecanismo de la legislación delegada, dejando atrás la etapa de "plenos
poderes" y ausencia de control, amparada en el silencio de las Constituciones precedentes y fruto de
la imparable tendencia del Ejecutivo a imponer su actuación expeditiva sobre los sosegados
procedimientos parlamentarios de elaboración de la Ley.
Durante el régimen político anterior a la Constitución de 1978, la delegación legislativa conoció
también una notable expansión, que lógicamente debe inscribirse en las características políticas de
aquel sistema de gobierno, lo que explica que la formalización de este instrumento sea irrelevante
en las primeras etapas del régimen. La Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de
1957, establecía en su artículo 10 una delegación legislativa sometida a dos únicos requisitos:
existencia de Ley de delegación y Dictamen preceptivo aunque no vinculante del Consejo de
Estado. Esta regulación fue completada en el ámbito tributario por el importante artículo 11 de la
Ley General Tributaria de 1963, que establecía un impreciso mecanismo de rendición de cuentas
ante las Cortes del uso de la delegación y, sobre todo, incorporaba en el apartado tercero una
previsión que serviría de fundamento para la construcción de la controvertida teoría de la
degradación de rango de los Decretos Legislativos que excedían el ámbito de la delegación,
quedando así reducidos a la condición de meras disposiciones administrativas. La regulación de la
delegación legislativa planteaba, sin embargo, el problema de su consagración en normas con rango
de Ley, con la consiguiente debilidad para imponer requisitos de alcance constitucional. Por este
motivo, la regulación de la legislación delegada en el artículo 51 de la Ley Orgánica del Estado de
1967 supuso su elevación a rango fundamental, excluyéndose la necesidad de dictamen del Consejo
de Estado.
2. Naturaleza jurídica de la delegación legislativa.
Con estos antecedentes, la Constitución Española se sitúa en el punto terminal de la evolución
que reflejan los sistemas europeos, especialmente el artículo 80 de la Ley Fundamental de Bonn
(1949), el artículo 38 de la Constitución Francesa (1958), el artículo 76 de la Constitución Italiana
(1947) o el artículo 168 de la Constitución Portuguesa (1976). Sin embargo, a pesar de lo extendido
de este instrumento normativo, la ruptura que el fenómeno de la delegación legislativa supone en
los principios básicos que nutren la concepción liberal de la Ley como obra del Parlamento, ha
motivado el afán de la doctrina en proporcionar explicaciones dogmáticas a hechos tan estridentes.
Desde un punto de vista histórico y forzosamente sintético, puede decirse que son cinco las tesis
más significativas acerca de la naturaleza de la delegación legislativa:
a) La delegación es fruto de una relación de representación o mandato que vincula al
Poder Legislativo y al Ejecutivo.
b) La delegación legislativa obedece a la transferencia de la potestad legislativa
realizada por el Parlamento a favor del Gobierno, lo que blinda el producto de la misma,
los Decretos Legislativos, frente a los mecanismos judiciales de control que,
lógicamente, nada pueden hacer frente a la teórica omnipotencia de la Ley.
c) Como superación de la teoría anterior, se construye la tesis que explica la
delegación legislativa como la transferencia del ejercicio de la potestad legislativa, sin
alcanzar a la titularidad de la misma.
d) La tesis en cuya virtud la delegación no entraña transferencia de potestad alguna
sino que la propia Constitución reconoce la potestad legislativa del Gobierno, pero
condiciona su ejercicio a una autorización del Parlamento, expresada en la legislación
delegante.
e) Como superación de las teorías anteriores, GARCÍA DE ENTERRÍA en su obra
Legislación delegada, potestad reglamentaria y control judicial (1970), formula una
teoría que ha gozado de gran predicamento en la doctrina y que concibe la delegación
como un fenómeno de habilitación o apoderamiento, mediante el cual el legislador
ordinario abre al Reglamento la posibilidad de actuar en ámbito que inicialmente le
están vedados, por hallarse reservados a su regulación por Ley. El mecanismo
delegativo sería común tanto a los Decretos Legislativos como a los simples
reglamentos y a la técnica de la deslegalización. La peculiaridad que concurre en el
primer caso, esto es, la fuerza de Ley de los Decretos Legislativos, se explica en virtud
de la asunción anticipada que el legislador hace de la norma elaborada por el Gobierno
mediante la delegación, prestándole su propio rango, asunción que se explica acudiendo
a dos técnicas usuales: una, propia del Derecho Internacional Privado, el reenvío
recepticio, y otra, propia del Derecho civil, la declaración de voluntad per relationem.
Esta tesis, a la que se suman las voces mayoritarias de la doctrina tras su incuestionable
influjo en los arts.82 a 85 CE, encuentra acogida también en la jurisprudencia del
Tribunal Constitucional, aceptando su valor como promotora de un control de normas
hasta entonces inmunes, que terminará consagrando la Ley 29/1998, de 13 de julio,
reguladora de la Jurisdicción Contencioso - Administrativa.
3. La delegación legislativa en la Constitución Española: Examen del artículo 82.
El artículo 82.2 CE permite identificar las dos modalidades de delegación que reconoce nuestro
ordenamiento constitucional, afirmando: "La delegación legislativa deberá otorgarse mediante una
ley de bases cuando su objeto sea la formación de textos articulados o, por una ley ordinaria,
cuando se trate de refundir varios textos legales en uno solo". El examen de los requisitos de la
delegación legislativa exige, por tanto, referirse a los requisitos comunes y especificar después los
que atañen a cada modalidad delegativa.
3.1. Requisitos subjetivos.
Los términos subjetivos de la delegación legislativa se encuentran definidos de forma
enteramente lógica en el art.82.1 CE, a cuyo tenor: "Las Cortes Generales podrán delegar en el
Gobierno la potestad de dictar normas con rango de Ley sobre materias determinadas no incluidas
en el artículo anterior", de donde resulta que ningún otro órgano puede ser autor y recipiendario,
respectivamente, de una delegación legislativa.
El Gobierno al que alude el artículo 82,1 es, sin duda, el órgano constitucional estrictamente
definido en el artículo 98.1 CE, y no otra autoridad a la que pueda entenderse impropiamente
aludida bajo el término Gobierno. Este requisito subjetivo permite a un sector de la doctrina
defender que la delegación pierde su vigencia por caducidad si se produce el cese del Gobierno por
cualquiera de las cusas previstas en el artículo 101 CE o sostener que el plazo por el que se concede
la delegación no puede ser superior a cuatro años. Desde esta perspectiva, se plantean serias dudas
acerca de la constitucionalidad de los mecanismos de prórroga en las Leyes de delegación,
especialmente cuando dicha prórroga implica traspasar el umbral de la Legislatura. Así, por
ejemplo, la Disposición Adicional Cuarta de la Ley 46/2002 de 18 de diciembre, de reforma parcial
del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas y por la que se modifican las Leyes de los
Impuestos sobre Sociedades y sobre la Renta de no Residentes estableció una delegación legislativa
a favor del Gobierno con el siguiente tenor literal:
"Se autoriza al Gobierno a la elaboración y aprobación de los textos refundidos únicos
de la normativa de rango legal del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, del
Impuesto sobre la Renta de no Residentes y del Impuesto sobre Sociedades."
Esta habilitación para elaborar un texto refundido no cumplía inicialmente el requisito de fijar el
plazo para el ejercicio de la misma (artículo 82,3 CE) por lo que fue modificada a través de la Ley
19/2003, de 4 de julio, sobre régimen jurídico de los movimientos de capitales y de las
transacciones económicas con el exterior y sobre determinadas medidas de prevención del blanqueo
de capitales, que estableció la siguiente redacción:
"El Gobierno elaborará y aprobará en el plazo de un año a partir de la entrada en vigor
de esta Ley los textos refundidos del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas,
del Impuesto sobre la Renta de no Residentes y del Impuesto sobre Sociedades."
Pocos meses más tarde, la Ley 62/2003, de 30 de diciembre, prorrogó el plazo de la delegación a
quince meses. Estas modificaciones de la Ley de delegación implican:
a) Una ruptura de los requisitos que la Constitución exige en el fenómeno de la
delegación legislativa, por cuanto se advierte claramente la falta de carácter expreso de
esta concreta delegación.
b) Una extensión de la delegación más allá del horizonte temporal de la Legislatura,
lo que supone también un serio cuestionamiento de la constitucionalidad de la misma
por cuanto el sujeto delegante habrá cambiado entre el momento inicial y el final. En
efecto, los Textos Refundidos fueron publicados como Reales Decretos Legislativos 3, 4
y 5/2004, de 5 de marzo, en período de disolución parlamentaria.
Una cuestión diferente es la relativa a la posibilidad de emplear la delegación legislativa en el
ámbito de las Comunidades Autónomas, que una buena parte de los Estatutos de Autonomía
recogieron y regularon con remisión expresa al art.82 y siguientes CE (así, por ejemplo, los
Estatutos de Autonomía de Cataluña y de Galicia), mientras que otros Estatutos no han recogido
esta institución tratando de colmar la laguna mediante la regulación en Leyes Autonómicas
posteriores, lo que es rechazado mayoritariamente por la doctrina.
3.2. Requisitos objetivos.
En cuanto a los contenidos necesarios comunes a las dos modalidades de delegación, éstos
vienen expresados en el apartado 3 del artículo 82, a cuyo tenor: "La delegación legislativa habrá de
otorgarse al Gobierno de forma expresa para materia concreta y con fijación del plazo para su
ejercicio. La delegación se agota por el uso que haga de ella el Gobierno mediante la publicación de
la norma correspondiente. No podrá entenderse concedida de modo implícito o por tiempo
indeterminado. Tampoco podrá permitir la subdelegación a autoridades distintas del propio
Gobierno".
Este apartado recoge los principales requisitos que enmarcan constitucionalmente la delegación
legislativa, y que pueden interpretarse como límites formales de la misma:
a) En primer término, la delegación debe otorgarse al Gobierno de forma expresa, lo
que excluye a priori cualquier fórmula tácita o implícita de delegación. Así lo reitera el
propio artículo 82.2 al afirmar que la delegación no podrá entenderse concedida de
modo implícito o por tiempo indeterminado, tratando de garantizar en sede
constitucional la exclusión terminante de los mecanismos de otorgamiento de plenos
poderes que enturbiaron la experiencia constitucional del período de entreguerras
(Constitución de la III República Francesa, Constitución de Weimar).
b) En segundo lugar, la delegación ha de otorgarse para materia concreta lo que, en
principio, parece excluir delegaciones de ámbito excesivamente amplio. Sin embargo,
este requisito ha merecido una interpretación enormemente flexible en la práctica,
avalada por la jurisprudencia constitucional, con la consecuencia de abrir la puerta en
nuestro ordenamiento a la delegación legislativa para amplios sectores normativos, con
el ejemplo, tantas veces cuestionado desde la perspectiva constitucional, de la Ley
47/1985, de 27 de diciembre, de Bases de delegación al Gobierno para la aplicación del
Derecho de las Comunidades Europeas, que dio lugar a 15 Decretos Legislativos de
desarrollo y que, ciertamente, no resulta fácil calificar como una materia "concreta". A
pesar de todo, el Tribunal Constitucional en la STC 13/1992, de 6 de febrero, al igual
que la STC 205/1993, de 17 de junio, han aclarado que dicho carácter concreto no
impide la delegación sobre materias de cierta amplitud, siempre que se trate de un sector
delimitado de intervención legislativa o administrativa (en concreto, Hacienda General
y Deuda del Estado en el primer pronunciamiento o fijación de la competencia
territorial de los Juzgados de lo Social, en el segundo).
c) Por último, la delegación legislativa debe otorgarse con expresa indicación del
plazo para su ejercicio, lo que excluye tanto la delegación sin plazo como la fijación de
plazos tan dilatados que conviertan en inoperante este requisito. Los problemas relativos
al requisito del plazo se plantean a propósito de la prórroga de tales plazos, lo que
resulta una práctica frecuente cuando el Gobierno no es capaz de cumplir el horizonte
temporal diseñado por la Ley de delegación, forzando una nueva intervención del
legislador para extender el ámbito inicialmente previsto. Las dudas se plantean si dicha
prórroga excede los límites temporales de la Legislatura, como ha sucedido en
numerosas ocasiones. Esta práctica puede plantear serias dudas de adecuación a la
Constitución, al igual que el establecimiento de delegaciones en Leyes completamente
ajenas a la materia sobre la que versa la autorización, empleando la técnica de introducir
modificaciones en la Ley original, en un discutible cumplimiento del requisito de
homogeneidad y conexión material. Como ejemplo significativo, podemos traer a
colación el ya citado de la Ley 19/2003, de 4 de julio, sobre régimen jurídico de los
movimientos de capitales y de las transacciones económicas con el exterior y sobre
determinadas medidas de prevención del blanqueo de capitales, cuya Disposición
Adicional cuarta establece una prórroga en la autorización para elaborar los Textos
Refundidos del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, del Impuesto sobre la
Renta de los No Residentes y del Impuesto sobre Sociedades (finalmente aprobados
como Reales Decretos Legislativos 3, 4 y 5/2004, de 5 de marzo). En los mismos
términos, la Disposición Adicional quinta establece una más que discutible
modificación de la Ley 51/2002, de 27 de diciembre, de reforma de la Ley 39/1988, de
28 de diciembre reguladora de las Haciendas Locales, con el fin de incorporar a este
texto normativo la autorización para elaborar un texto refundido.
En cuanto a los contenidos necesarios específicos de la delegación mediante Ley de Bases se
deducen del apartado 4 del artículo 82, a cuyo tenor: "Las leyes de Bases delimitarán con precisión
el objeto y alcance de la delegación legislativa y los principios y criterios que han de seguirse en su
ejercicio". Estas exigencias vienen a reforzar la necesidad de que la delegación recaiga sobre
materia concreta y excluir tajantemente la delegación en blanco.
Los contenidos necesarios específicos de la delegación para refundir textos vienen establecidos
en el apartado 5 del artículo 82: "La autorización para refundir textos legales determinará el ámbito
normativo a que se refiere el contenido de la delegación, especificando si se circunscribe a la mera
formulación de un texto único o si se incluye la de regularizar, aclarar y armonizar los textos legales
que han de ser refundidos". La STC 13/1992, de 6 de febrero, se ha referido al supuesto en que la
autorización para refundir textos legales incluye su adaptación a la Constitución, aclarando que
resulta una mención superflua pero, en ningún caso, contraria a la previsión constitucional.
Junto a los contenidos que necesariamente han de figurar en las Leyes de Delegación, la CE
enuncia, a la inversa, una serie de prohibiciones, igualmente de carácter objetivo:
a) En primer lugar, las materias excluidas de la delegación, como son todas aquellas
que deben ser reguladas mediante Ley Orgánica y, de forma implícita, las funciones que
competen a las Cortes Generales no como órgano legislativo sino por otros conceptos,
básicamente como órgano de control político.
b) En segundo lugar, la prohibición de subdelegación, lo que no entraña prohibición
de que el Gobierno se habilite a sí mismo o a otra autoridad, en un texto articulado, para
desarrollar reglamentariamente algún extremo del mismo.
En cuanto al régimen jurídico de los Decretos Legislativos, podemos abordar en primer lugar los
requisitos de orden objetivo:
-En el caso de textos articulados, es evidente que la labor del Gobierno consiste
en un desarrollo de los principios y criterios enunciados en las bases, lo que plantea la
duda acerca del grado de concreción que las normas del texto articulado deben cumplir
o, lo que es lo mismo, el margen que pueden dejar para el ejercicio de la potestad
reglamentaria sobre la materia delegada, pues en caso de disminuir sensiblemente el
grado de detalle del texto articulado, no cabe duda de que se trataría de una subversión
del propio sentido de la delegación legislativa.
-Cuando se trata de la elaboración de un texto refundido, en el supuesto de que la
ley delegante autorice al gobierno para "regular, aclarar o armonizar" los textos a
refundir, no cabe duda de que se trata de lograr un producto con la mayor calidad
normativa posible, pero respetando los materiales legislativos que han de ser refundidos.
En cuanto a los requisitos formales de los Decretos Legislativos, los textos articulados y
refundidos, con independencia del rango o fuerza de Ley que poseen sus normas, deben sujetarse a
los preceptos que regulan la elaboración de disposiciones normativas del Gobierno y de la
Administración, contenidas en el art.24 Ley 50/1997, de 7 de noviembre, del Gobierno, a lo que
debe añadirse la exigencia de previo dictamen del Consejo de Estado en Pleno sobre el Proyecto de
Decreto Legislativo (art.21.1 Ley Orgánica 3/1980, de 22 abril, del Consejo de Estado).
Los efectos de la aprobación y publicación del Decreto Legislativo se concretan en la extinción
automática de la delegación y la incorporación del texto articulado o refundido al sistema
normativo, dotado de fuerza de ley, si bien su validez estará condicionada a la observancia de los
límites de la delegación. En caso de vulnerar tales límites, podemos hablar de eficacia anormal del
Decreto Legislativo, que puede ser de muy diversa naturaleza:
a) Si se trata de la vulneración de límites extrínsecos al mecanismo de la delegación,
esto es, el llamado "ultra vires" de los Decretos Legislativos, la consecuencia será la
nulidad del Decreto Legislativo, consecuencia que se produce igualmente cuando la
infracción trae causa de la ley delegante, cuya nulidad se comunica total o parcialmente
al Decreto Legislativo.
b) Si se trata de vulneración de límites intrínsecos, la doctrina oscila entre predicar la
nulidad de la norma delegada o su degradación de rango. En los casos de infracciones
materiales por contradicción o de las formales por inobservancia de los requisitos
adicionales de procedimiento que la Ley delegante puede establecer, parece indiscutible
la sanción de nulidad. En los supuestos de infracciones materiales por exceso y
vulneración del plazo máximo de emisión del Decreto Legislativo, un amplio sector de
la doctrina defiende el efecto de degradación de rango. En cuanto a las infracciones por
defecto, cuando la omisión recae sobre normas no incluidas en un texto refundido, salvo
que se trate de disposiciones vertebrales en la materia, el efecto es la pervivencia de las
normas no recogidas. En el supuesto de un texto articulado las consecuencias son más
complejas y podrán oscilar entre la irrelevancia de la omisión y la nulidad de todo el
texto articulado.
El control jurisdiccional y parlamentario de la legislación delegada.
El último apartado del artículo 82 afirma: "Sin perjuicio de la competencia propia de los
Tribunales, las leyes de delegación podrán establecer en cada caso fórmulas adicionales de control".
El control al que se refiere este precepto es, sin duda, la cuestión central de la problemática
constitucional de la delegación legislativa, habida cuenta de que deben excluirse los mecanismos
previos de control parlamentario con eficacia vinculante, que privarían de sentido a la delegación y,
por la misma lógica, tampoco una ratificación a posteriori, como en el caso de los Decretos Leyes.
Los mecanismos de control parlamentario se contemplan en el Título IV del Reglamento del
Congreso de los Diputados (artículos 152 y 153), que lleva por rúbrica "Del control de las
disposiciones del Gobierno con fuerza de Ley". El artículo 152 ordena al Gobierno que, cuando
hubiera hecho uso de la delegación legislativa, lo comunique al Congreso incluyendo en dicha
comunicación el texto articulado o refundido, que se publicará en el Boletín Oficial de las Cortes
Generales. Según el artículo 153, si la Ley de delegación ha previsto el control al que se refiere el
artículo 82.6, se abre un plazo de un mes para formular reparos al uso de la delegación. Si no se
formula reparo alguno, se entiende que la delegación se ha empleado correctamente. En caso de
formularse reparo mediante escrito dirigido a la Mesa, la Comisión competente debe emitir
Dictamen sobre el mismo para ser elevado al Pleno con los efectos jurídicos que señale la Ley de
delegación.
Por lo que se refiere al control jurisdiccional de los Decretos Legislativos, es obviamente donde
se proyecta con todas sus consecuencias la disparidad doctrinal en torno a la naturaleza de los
Decretos Legislativos. La tesis doctrinal mayoritaria afirma indiscutiblemente la posibilidad de
revisión jurisdiccional del ultra vires de los Decretos Legislativos, pues, en tal caso, los preceptos
que hayan incurrido en exceso no tienen naturaleza de Ley, ya que el contenido de la norma
delegada no queda cubierto por la ley de delegación y el Decreto no puede darse a sí mismo un
rango que no le corresponde. Como consecuencia, los tribunales ordinarios han de enjuiciar los
Decretos Legislativos para apreciar si se ajustan o no a la delegación y, en aquello que no se ajusten,
procederán por sí mismos a su inaplicación. Sin perjuicio de este control por la jurisdicción
ordinaria, los Decretos Legislativos están sujetos también al control del Tribunal Constitucional, tal
como señaló en su momento la STC 51/1982, de 18 de julio y reitera la STC 47/1984, de 4 de abril.
En ocasiones, sin embargo, el Tribunal Constitucional ha llegado a rechazar la admisión de una
cuestión de inconstitucionalidad contra un Decreto Legislativo por entender que el exceso sobre la
delegación era materia controlable por la jurisdicción ordinaria y no por el Tribunal Constitucional
(ATC 69/1983, de 17 de febrero).
Más allá de esta doctrina inicial del Tribunal Constitucional, el debate se aclara de manera
sustancial desde el momento en que el artículo 1.1 Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la
Jurisdicción Contencioso Administrativa afirma que los Juzgados y Tribunales del orden
contencioso administrativo conocerán de las pretensiones que se deduzcan en relación con los
Decretos Legislativos cuando excedan los límites de la delegación, acogiendo así la línea
interpretativa que sostiene la degradación de rango de los Decretos Legislativos que excedan los
límites de la Ley de delegación.
Entre la bibliografía sobre la materia destacan los trabajos de García de Enterría, Villar Palasí,
Vírgala entre otros

Sinopsis artículo 83
1. Introducción: Deficiente técnica legislativa en la elaboración del precepto.
El teórico monopolio del Parlamento en la elaboración y aprobación de las Leyes, alumbrado por
la concepción racionalista de la organización política y del Derecho, tuvo, en su desenvolvimiento
práctico, una duración efímera. La conquista del pensamiento ilustrado se vio superada cuando el
Poder Ejecutivo recuperó un nada desdeñable resto de su secular poder normativo, dotado de un
rasgo común invariable como era su carácter subordinado con respecto a la Ley, fuente del Derecho
por excelencia. Sin embargo, al margen del reconocimiento y desarrollo de la potestad
reglamentaria, los Gobiernos siguieron mermando, lenta pero incansablemente, el monopolio
parlamentario de la primacía normativa, a través de múltiples procedimientos entre los que se
encuentra el reconocimiento de la potestad del Gobierno para dictar, bajo determinadas condiciones,
normas de idéntico rango y eficacia que las leyes de producción parlamentaria. Al servicio de esta
finalidad se encuentra un amplio repertorio de instituciones jurídicas, desde la legislación de
emergencia (en el ordenamiento jurídico español los Decretos Leyes, a los que alude el artículo 86
CE) hasta los mecanismos de delegación legislativa.
A pesar de este origen común, el fenómeno de la delegación legislativa posee en los diferentes
sistemas jurídicos una pluralidad de significados, lo que complica la definición de una naturaleza
jurídica unitaria, sin perjuicio de que todos esos significados puedan reconducirse a la idea de
autorización o habilitación que una Ley del Parlamento otorga al Gobierno para dictar normas
jurídicas.
El artículo 82 CE identifica las dos modalidades de delegación legislativa que reconoce nuestro
ordenamiento constitucional, y desarrolla los elementos fundamentales del régimen jurídico de cada
una de estas modalidades. El artículo 83 CE, por su parte, completa los requisitos comunes
enumerados en el precepto anterior con dos normas que atañen específicamente a la delegación
mediante Ley de bases, lo que ciertamente permite cuestionar la técnica legislativa empleada por el
Constituyente, en la medida en que la Constitución dedica cuatro preceptos (artículos 82 a 85) al
régimen jurídico de la delegación legislativa, sin prestar atención a la entidad jurídica real de cada
precepto, de tal suerte que los artículos 83, 84 y, especialmente 85, carecen de contenido jurídico
propio y sólo se entienden en relación con el artículo 82, lo que indudablemente pone de relieve que
bien podría haber sido otra la sistemática utilizada. De la misma forma, podríamos pensar que la
Constitución sobrevalora la importancia de la delegación legislativa en la regulación de las fuentes
del Derecho, dedicándole cuatro preceptos, a diferencia de otras fuentes normativas cuyo régimen
jurídico aparece regulado en un solo precepto, como es el caso paradigmático de las Leyes
Orgánicas (artículo 81 CE). Esta constatación se compadece mal con la realidad, que ha demostrado
una escasa virtualidad práctica de los mecanismos de delegación legislativa y, en particular, de las
Leyes de Bases. Estas últimas se revelaron enormemente útiles en el pasado, para llevar a cabo los
grandes proyectos legislativos y de codificación que nuestro ordenamiento jurídico necesitaba. En
relación con esta cuestión, basta traer a colación el caso de la Ley de Bases de 11 de mayo de 1888,
que permitió, en gran medida, superar las dificultades que impedían codificar el Derecho civil
español, sin perjuicio de que la falta de adecuación del Código civil a las Bases aprobadas por las
Cortes constituye una de las discusiones más interesantes de la Historia jurídica del siglo XIX. Sin
embargo, tal como tendremos ocasión de señalar a lo largo del presente comentario, los proyectos
legislativos más ambiciosos de los últimos años - bajo la vigencia de la Constitución de 1978 - no
han utilizado la técnica de la delegación legislativa a través de Leyes de Bases, lo cual induce
claramente a pensar que se trata de una fuente normativa del pasado, con escasa aplicación práctica
en la actualidad, por razones que no son difíciles de aventurar, tal como tendremos ocasión de
exponer más adelante.
2. Las Leyes de Bases no pueden autorizar la modificación de la propia Ley de Bases.
Una vez identificada la necesaria conexión del artículo 83 CE con el régimen jurídico general de
la delegación legislativa y particular de las Leyes de Bases, contenido en el artículo 82 CE,
podemos examinar las reglas específicas que establece este precepto, comenzando por lo dispuesto
en el primer apartado, que impide terminantemente a las Leyes de Bases autorizar en su articulado
la modificación de la propia Ley de Bases. Esta prohibición del artículo 83.a) CE puede calificarse
abiertamente como una redundancia superflua del texto constitucional, en la medida en que - y así
lo ha señalado la generalidad de la doctrina científica - si las Leyes de Bases autorizasen al
Gobierno a modificar su propio contenido, no estaríamos ya en presencia de un fenómeno de
delegación legislativa sino de una auténtica traslación de la potestad legisladora al Poder Ejecutivo,
anulando por completo la lógica constitucional de la legislación delegada y subvirtiendo la esencia
del principio constitucional de división de poderes, al operar el mecanismo delegativo como una
verdadera enajenación de las potestades reservadas en exclusiva al Legislador. Por esta razón,
parece razonable sostener que la regla plasmada en este precepto es consustancial al mecanismo de
la delegación legislativa y, por tanto, la previsión del artículo 83.a) se revela como una cautela
innecesaria. A esta misma conclusión han llegado las principales voces doctrinales que han llegado
a concluir que el apartado a) del artículo 83 CE es superfluo. Esta tesis se refuerza al constatar que
la regla del artículo 83.a) está implícita en la regulación general que establece el artículo 82 CE, en
la medida en que si la Ley de Bases tuviese en su articulado una "fuga" de tal calibre que permitiese
al Gobierno modificar en el Decreto Legislativo el contenido y límites de la propia Ley de Bases, se
estaría incumpliendo en todos sus términos el mandato del artículo 82 CE, en cuanto establece en su
apartado tercero que la delegación legislativa habrá de otorgarse al Gobierno de forma expresa para
materia concreta y con fijación del plazo para su ejercicio. De la misma forma, se estaría
conculcando lo dispuesto en el apartado cuarto del artículo 82, en cuanto prevé que las leyes de
Bases delimitarán con precisión el objeto y alcance de la delegación legislativa y los principios y
criterios que han de seguirse en su ejercicio. Ciertamente, a nadie se le escapa que difícilmente
podrán las Leyes de Bases delimitar con precisión "el objeto y alcance de la delegación legislativa"
y ésta otorgarse al Gobierno "de forma expresa para materia" concreta si la Ley de Bases no está
completamente blindada a cualquier posibilidad de modificación de sus términos por el sujeto
recipiendario de la delegación. En definitiva, el supuesto que prohíbe el artículo 83 a) CE no es otro
que el de la delegación legislativa "en blanco", práctica que es por sí misma contraria a la esencia
de la institución.
Aunque pueda resultar una obviedad, no está de más resaltar que lo que en ningún caso prohíbe
este precepto constitucional es que las Cortes Generales puedan introducir en la Ley de Bases
cuantas modificaciones estimen oportunas, siempre, eso sí, respetando las previsiones
constitucionales del artículo 84 CE. Tampoco guarda relación este precepto con la posibilidad
abierta en todo momento a las Cortes Generales de modificar, por el procedimiento legislativo
correspondiente, el contenido del texto articulado que resulte del empleo de la técnica delegativa.
De este modo, la relación entre la Ley de Bases y el texto articulado vigente puede aparecer como
un mero mosaico histórico en el que leer las consecuencias del paso del tiempo sobre los textos
normativos, tal como sucede con el Código civil, reformado en múltiples ocasiones y por tanto,
muy alejado hoy en su articulado de las previsiones que establecía la Ley de Bases de 1888, tal
como revela, entre muchos otros ejemplos, el contraste entre la Base 5ª y lo dispuesto en el artículo
39 CE. La citada Base 5ª de la Ley de Bases de 11 de mayo de 1888 dispone:
"No se admitirá la investigación de la paternidad sino en los casos de delito o cuando
exista escrito del padre en el que conste su voluntad indubitada de reconocer por suyo al
hijo, deliberadamente expresada con ese fin, o cuando medie posesión de estado. Se
permitirá la investigación de la maternidad, y se autorizará la legitimación bajo sus dos
formas de subsiguiente matrimonio y concesión Real, limitando ésta a los casos en que
medie imposibilidad absoluta de realizar la primera, y reservando a terceros
perjudicados el derecho de impugnar (...)".
Evidentemente este precepto no tiene encaje en el actual marco constitucional, en el que el inciso
final del artículo 39,2 CE dispone que "La ley posibilitará la investigación de la paternidad", siendo
este mandato constitucional el que inspira la regulación del Código civil y de la Ley 1/2000, de 7 de
enero, de enjuiciamiento civil, quedando la Base 5ª de la Ley de Bases de 1888 como un mero
testimonio de los criterios que en su día inspiraron la redacción del Código civil.
Por otra parte, la prohibición que establece el artículo 83.a) guarda relación con una práctica algo
más sutil que la modificación de la Ley de Bases en el Decreto Legislativo, como es la posibilidad
de articular vías para que el Gobierno pueda modificar periódicamente el producto normativo
resultante de la delegación, a través de lo que la doctrina denomina "cláusula de revisión periódica",
que puede operar directamente a través de normas reglamentarias, sin previsión alguna en la Ley de
Bases o mediante habilitación en alguna de las bases para llevar a cabo esta revisión periódica.
Ambos supuestos deben descartarse de plano, aunque no sea preciso acudir para ello al artículo que
estamos comentando, sino que basta constatar que esta forma de proceder contradice los límites
constitucionales de la delegación legislativa, en cuanto supone eximir al Gobierno del requisito del
plazo concreto para la elaboración de la ley delegada. Esta técnica fue utilizada por la Disposición
Adicional 3ª del Decreto Legislativo que aprobó el Código civil y por la Disposición Final 3ª de la
Ley de Régimen Local de 1955. Bajo la vigencia de la Constitución de 1978 este tipo de
actuaciones que constituyen solapadas prácticas deslegalizadoras han de entenderse prohibidas, si
bien no tanto por el artículo 83 a) CE como por el artículo 82 CE, lo que contribuye a reforzar el
argumento de la innecesariedad del precepto que comentamos.
En última instancia, es preciso destacar que la regla del artículo 83 a) puede ser aplicada en los
mismos términos a las Leyes de Bases y a la autorización para refundir textos legales, lo que agrava
los defectos de técnica legislativa anteriormente mencionados y revela, una vez más, que la regla de
este artículo no aporta nada sustancial al régimen jurídico de la delegación legislativa, y podría
haber quedado subsumida en el artículo 82 CE.
3. Las Leyes de Bases no pueden facultar para dictar normas de carácter retroactivo.
El apartado b) del artículo 83 CE prohíbe a las Leyes de Bases que faculten al Gobierno para
dictar normas de carácter retroactivo. Evidentemente, este precepto impide la retroactividad de las
normas del texto articulado, sin que pueda colegirse de ello que la Ley de Bases, en cuanto ley
delegante, no pueda tener efecto retroactivo. Precisamente la lógica del precepto es restringir la
potestad legislativa que el Ejecutivo recibe por delegación dentro de unos parámetros
constitucionales que tratan de evitar el abuso de tales mecanismos, poniendo en práctica una vieja
premisa constitucional que impide al Gobierno dictar normas con efecto retroactivo, sin prejuzgar
nada respecto de la eventual retroactividad de la Ley de Bases aprobada por las Cortes Generales.
El artículo 83.b) no puede interpretarse como una prohibición total de efecto retroactivo, ya que de
ser así se dificultaría enormemente la inserción del texto articulado en el marco normativo, en la
medida en que dicha inserción siempre requiere determinados ajustes a través de disposiciones
transitorias que reclaman algún grado de retroactividad. La exigencia constitucional del artículo 83
b) implica que ese grado de retroactividad no está a disposición del Gobierno, sino que ha de ser
decidido por las Cortes Generales en la definición de las bases. En definitiva, se puede decir que el
artículo que comentamos impide al Decreto Legislativo tener efecto retroactivo con respecto a la
Ley de Bases.
En todo caso, la prohibición de efecto retroactivo que la Constitución impone a los Decretos
Legislativos ha de entenderse más amplia que la regla general sobre retroactividad de las normas
jurídicas, recogida en el artículo 9,3 CE, a tenor del cual: "La Constitución garantiza (...) la
irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos
individuales (...)". Esta mayor amplitud se justifica por el distinto fundamento constitucional que
tienen una y otra prohibición, en la medida en que la eliminación de la retroactividad in peius
responde a exigencias elementales de justicia proyectadas sobre la eficacia temporal de las normas,
mientras que la regla del artículo 83.b) CE responde al explícito deseo del Constituyente de reservar
al Legislador la posibilidad de imprimir efecto retroactivo a las normas, sustrayendo dicha
posibilidad al Ejecutivo, sin entrar a valorar si tales normas son o no favorables para sus
destinatarios. Por el contrario, si el artículo 83.b) se limitase a prohibir el efecto retroactivo de los
Decretos Legislativos sólo en aquellas de sus normas que sean sancionadoras o restrictivas de
derechos individuales, el precepto resultaría una absurda redundancia de la regla general que el
artículo 9,3 CE impone a todo nuestro sistema de fuentes del Derecho, incurriendo en una
clamorosa reverberación normativa que se limitaría a reproducir para los Decretos Legislativos lo
que la Constitución exige para todas las normas en general. Por esta razón, no parece acertado el
razonamiento del Tribunal Constitucional en la STC 8/1982, de 4 de marzo y en la STC 6/1983, de
4 de febrero, pues en ambos pronunciamientos encontramos la siguiente afirmación:
"(...) basta rememorar los artículos 9,3 y 83.b) de la Constitución para convenir que el
límite de la retroactividad "in peius" de las leyes no es general, sino que está referido
únicamente a las leyes "ex post facto" sancionadoras o restrictivas de derechos
individuales. Por lo demás, la interdicción absoluta de cualquier tipo de retroactividad
conduciría a situaciones congeladoras del ordenamiento jurídico, a la petrificación de
situaciones dadas, consecuencias que son contrarias a la concepción que fluye del
artículo 9,2 CE".
El razonamiento del Tribunal Constitucional parece impecable en lo que se refiere a la
interpretación del artículo 9,3 CE, pero incurre, sin embargo, en una censurable asimilación del
significado de ambos preceptos, lo cual hace inevitable cuestionarse el alcance práctico y la
necesidad del artículo 83.b), si, según el Tribunal Constitucional, se limita a predicar para los
Decretos Legislativos lo que la Constitución ya exige en un lugar frontispicial para todo el sistema
normativo - no olvidemos que el artículo 9,3 se refiere a la irretroactividad de las disposiciones -.
En definitiva, lo que el artículo 83.b) parece sacar a la luz es el viejo prejuicio dogmático según
el cual sólo el Legislador está facultado para dictar normas jurídicas con eficacia retroactiva,
afirmación que responde a una cierta lógica obsoleta extraída del principio de división de poderes y
que, sin duda, cuesta entender en la actualidad, si tenemos en cuenta que nada impide al Ejecutivo,
en supuestos de extraordinaria y urgente necesidad, dictar un Decreto - Ley que contenga normas de
carácter retroactivo, ni existe precepto alguno en la Constitución que elimine la retroactividad de las
disposiciones reglamentarias que puede aprobar el Ejecutivo - salvo, en uno y otro caso, lo
dispuesto en el artículo 9,3 CE -. Por el contrario, la STC 41/1983, de 18 de mayo, sostiene que el
artículo 83.b) no se refiere a los Decretos Leyes, sino a las Leyes de Bases, afirmación que debe
compartirse si bien podría entenderse que la misma lógica que preside la prohibición de dotar de
efecto retroactivo a las normas elaboradas por el Gobierno en el marco de una delegación
legislativa, podría extenderse a las normas con rango de Ley emanadas del Ejecutivo bajo la forma
de Decretos Leyes o a los meros Reglamentos.
Por último, a diferencia del apartado a), la regla contenida en este apartado no parece fácil de
extender al ámbito de los textos refundidos, en la medida en que en esta modalidad delegativa el
Gobierno deberá guardar la necesaria fidelidad a los textos que se refunden y, en consecuencia,
respetar las cláusulas retroactivas que tales textos puedan contener.
4. A propósito de la virtualidad práctica de la delegación legislativa a través de Leyes de
Bases.
El examen del artículo 83 CE permite concluir que se trata de una mera extensión del régimen
jurídico de la delegación legislativa contenido en el artículo 82 CE. Sin embargo, lo que no debe
pasar inadvertido en cualquier comentario sistemático de la Constitución y su sistema de fuentes es
que el extraordinario detalle con que el Constituyente quiso regular el fenómeno de la delegación
legislativa no se compadece en absoluto con el desenvolvimiento práctico que han tenido las
técnicas de delegación y, en particular, las Leyes de Bases.
En efecto, la minuciosa cautela con la que los artículos 82 y 83 diseñan los mimbres
constitucionales que permiten al Gobierno dictar normas con rango de Ley previa la oportuna
delegación por las Cortes Generales, no tiene su reflejo en una extraordinaria proliferación de Leyes
de Bases y consecuentes Decretos Legislativos en nuestro ordenamiento jurídico, sino más bien al
contrario. Con excepción de la Ley 47/1985, de 27 de diciembre, de Bases de delegación al
Gobierno para la aplicación del Derecho de las Comunidades Europeas, que dio lugar a 15 Decretos
Legislativos de desarrollo, y cuya adecuación a las exigencias constitucionales es altamente
cuestionable, podemos afirmar que el mecanismo de la delegación legislativa mediante Leyes de
Bases se fue volviendo infrecuente hasta llegar a ser una técnica inusual en la práctica legislativa. El
empleo de la técnica delegativa de las Leyes de Bases puede encontrarse también en la Ley
39/1980, de 5 de julio, de Bases sobe el procedimiento económico - administrativo, en la Ley
7/1989, de 12 de abril, de Bases de Procedimiento Laboral, en la Ley 18/1989, de 25 de julio, de
Bases sobre tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial o en el artículo 86 de la Ley
39/1988, de 28 de diciembre, reguladora de las Haciendas Locales, que estableció una singular
delegación legislativa al hilo de la regulación general de los recursos de las Entidades Locales. Sin
embargo, si examinamos los proyectos normativos más ambiciosos de los últimos años, llama la
atención que la técnica de las Leyes de Bases no haya sido utilizada en ningún caso, a pesar de
haberse acometido la regulación de amplios sectores del ordenamiento jurídico, en muchos casos
con un elevado grado de complejidad técnica, circunstancias que parecen aconsejar el recurso a
técnicas delegativas. Tal vez los ejemplos más significativos los encontramos en la aprobación de la
Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, o en la Ley 58/2003, de 17 de diciembre,
General Tributaria, entre otros.
En efecto, la amplitud y la complejidad de la materia regulada en ambas normas legales
permitiría aventurar el recurso a la técnica de la Ley de Bases, para permitir una elaboración
sosegada del texto articulado, con intervención decisiva de los técnicos al servicio del Gobierno y,
por supuesto, dentro de los límites diseñados por las Cortes Generales en la aprobación de las
Bases. Sin embargo, en la práctica nos sorprende constatar que no se empleó la técnica delegativa
sino que se forzó al máximo la maquinaria del Legislador para llevar a buen término ambos
proyectos legislativos a través de los mecanismos del procedimiento legislativo común, con un
notable esfuerzo de todos los actores implicados. La razón para eludir un mecanismo que la
Constitución pone en manos de las Cortes Generales pensando, sin duda, en supuestos similares a
los dos ejemplos descritos, no es otra que la significativa vulnerabilidad que rodea a los Decretos
Legislativos desde el momento en que la jurisprudencia y, en la actualidad, la Ley 29/1998, de 13 de
julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso - Administrativa someten al control jurisdiccional
contencioso - administrativo el ultra vires del Decreto Legislativo. Así, el artículo 1.1 Ley 29/1998,
de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso Administrativa afirma que los Juzgados y
Tribunales del orden contencioso administrativo conocerán de las pretensiones que se deduzcan en
relación con los Decretos Legislativos cuando excedan los límites de la delegación, acogiendo la
línea interpretativa que sostiene la degradación de rango de los Decretos Legislativos que excedan
los límites de la Ley de delegación. El soporte teórico de este procedimiento de control no es otro
que la irreprochable tesis de GARCÍA DE ENTERRÍA sobre la naturaleza jurídica de los Decretos
Legislativos. Sin perjuicio de que esta tesis esté cimentada en una sólida construcción dogmática y,
lo que es más importante, contribuya notablemente a despejar nuestro ordenamiento de ámbitos de
poder y de actuaciones del Ejecutivo exentas de control jurisdiccional, lo cierto es que sus
consecuencias prácticas también revelan una considerable fragilidad de las disposiciones contenidas
en un Decreto Legislativo, en la medida en que puede cuestionarse ante los órganos jurisdiccionales
del orden contencioso administrativo la sujeción o no de tales normas a los límites de la Ley de
delegación, con el perturbador efecto que para la "paz jurídica" podría tener la anulación por la
jurisdicción ordinaria de normas nacidas con vocación de integrarse en el ordenamiento jurídico con
la fuerza ordenadora de la Ley. Basta pensar, en este sentido, en la trascendencia que ha tenido en
nuestro sistema de fuentes alguna decisión del Tribunal Supremo declarando la nulidad de normas
reglamentarias de enorme importancia social, como es el caso paradigmático de la anulación de un
elevado número de preceptos del Reglamento Hipotecario por la STS de 31 de enero de 2000.
Podría imaginarse el perturbador efecto que sobre el ordenamiento jurídico tendría el permanente
cuestionamiento de los preceptos de una Ley - pensemos en el ejemplo de la Ley de Enjuiciamiento
Civil - so pretexto de que tales preceptos exceden los límites de las Bases dictadas por las Cortes
Generales para la elaboración del texto articulado. Entre los episodios de nuestra Historia, mercería
la pena recordar el conflicto jurídico y político ocasionado por la acusación de ultra vires que un
importante sector de las Cortes dirigió a los preceptos del Código civil, afirmando que excedían los
límites de la Ley de Bases de 1888. Si en aquella época fueron convulsionados los resortes de un
sistema parlamentario lleno de fisuras, lo que hoy conmueve los cimientos de la regulación
constitucional de la delegación legislativa no es tanto la eventualidad de una discordancia entre el
Legislativo delegante y el Ejecutivo receptor de la delegación, hipostatizados en nuestro sistema
político en la unidad orgánica del binomio Gobierno - mayoría parlamentaria, sino una nueva
disfuncionalidad, inimaginable, sin duda, en la hora fundacional del Constitucionalismo moderno,
como es el exceso de celo del Poder Judicial en su labor fiscalizadora de la actuación de los demás
poderes públicos.
La consecuencia no es otra que una progresiva atrofia de los mecanismos constitucionales
diseñados con la sana intención de facilitar la labor legislativa, asumiendo que el Parlamento no es
tanto la sede de un saber técnico especialmente refinado - como parece pretenderse en la actualidad,
a la vista de la proliferación de órganos de imposible encaje en la lógica parlamentaria, tales como
las Comisiones de estudio - sino la sede de la representación política, capaz de habilitar al Gobierno
para elaborar un producto normativo de mayor calidad técnica, sin hacer con ello dejación alguna de
poderes y funciones constitucionales. El contraste es, sin embargo, mucho mayor si tenemos en
cuenta que en paralelo a este progresivo abandono de la técnica de la delegación legislativa
mediante Leyes de Bases se ha producido un notable incremento de la utilización de Decretos
Leyes, aprovechando la interpretación más relajada posible de los límites constitucionales
establecidos por el artículo 86 CE y evidenciando que la participación del Gobierno en el proceso
de construcción del ordenamiento jurídico, incluso a través de normas dotadas de rango de Ley, ha
sido y continuará siendo, una saludable exigencia de colaboración democrática entre Poderes que,
lejos de su secular antagonismo, sólo pueden entenderse hoy desde la lógica integradora del Estado
constitucional de partidos.
En la bibliografía sobre la materia destacan los trabajos de García de Enterría, Garrido Falla,
Villar o Vírgala entre otros

Sinopsis artículo 84
1. Introducción: La cuestionable necesidad de este precepto.
El teórico monopolio del Parlamento en la elaboración y aprobación de las Leyes, alumbrado por
la concepción racionalista de la organización política y del Derecho, tuvo, en su desenvolvimiento
práctico, una duración efímera. La conquista del pensamiento ilustrado se vio superada cuando el
Poder Ejecutivo recuperó un nada desdeñable resto de su secular poder normativo, dotado de un
rasgo común invariable como era su carácter subordinado con respecto a la Ley, fuente del Derecho
por excelencia. Sin embargo, al margen del reconocimiento y desarrollo de la potestad
reglamentaria, los Gobiernos siguieron mermando, lenta pero incansablemente, el monopolio
parlamentario de la primacía normativa, a través de múltiples procedimientos entre los que se
encuentra el reconocimiento de la potestad del Gobierno para dictar, bajo determinadas condiciones,
normas de idéntico rango y eficacia que las leyes de producción parlamentaria. Al servicio de esta
finalidad se encuentra un amplio repertorio de instituciones jurídicas, desde la legislación de
emergencia (en el ordenamiento jurídico español los Decretos Leyes, a los que alude el artículo 86
CE) hasta los mecanismos de delegación legislativa.
A pesar de este origen común, el fenómeno de la delegación legislativa posee en los diferentes
sistemas jurídicos una pluralidad de significados, lo que complica la definición de una naturaleza
jurídica unitaria, sin perjuicio de que todos esos significados puedan reconducirse a la idea de
autorización o habilitación que una Ley del Parlamento otorga al Gobierno para dictar normas
jurídicas.
El artículo 82 CE identifica las dos modalidades de delegación legislativa que reconoce nuestro
ordenamiento constitucional, y desarrolla los elementos fundamentales del régimen jurídico de cada
una de estas modalidades. El artículo 83 CE, por su parte, completa los requisitos comunes
enumerados en el precepto anterior con dos normas que atañen específicamente a la delegación
mediante Ley de bases, lo que ciertamente permite cuestionar la técnica legislativa empleada por el
Constituyente, en la medida en que la Constitución dedica cuatro preceptos (artículos 82 a 85) al
régimen jurídico de la delegación legislativa, sin prestar atención a la entidad jurídica real de cada
precepto, de tal suerte que los artículos 83, 84 y, especialmente 85, carecen de contenido jurídico
propio y sólo se entienden en relación con el artículo 82, lo que indudablemente pone de relieve que
bien podría haber sido otra la sistemática utilizada. De la misma forma, podríamos pensar que la
Constitución sobrevalora la importancia de la delegación legislativa en la regulación de las fuentes
del Derecho, dedicándole cuatro preceptos, a diferencia de otras fuentes normativas cuyo régimen
jurídico aparece regulado en un solo precepto, como es el caso paradigmático de las Leyes
Orgánicas (artículo 81 CE).
En el caso del artículo 84 CE, la crítica desde la perspectiva de la técnica legislativa se endurece
si tenemos en cuenta que la naturaleza del precepto parece corresponder más a una norma de un
Reglamento Parlamentario que a una previsión constitucional, lo que explica que en el debate
constituyente se plantease la supresión de este precepto por razones de pura técnica jurídica, tal
como defendía la enmienda de Antonio CARRO MARTÍNEZ (Nº 2) al Anteproyecto de
Constitución.
Efectivamente, la regla del artículo comentado pretende modular el ejercicio del derecho de
enmienda y la iniciativa legislativa de las Cámaras para evitar que se desvirtúe el contenido de una
delegación legislativa concedida al Gobierno. Para ello, se concede al Ejecutivo la posibilidad de
oponerse a la tramitación de una u otra, salvaguardando así el ámbito de actuación que corresponde
al Ejecutivo merced a la concesión realizada por la Ley delegante.
La regla del artículo 84 CE es similar a la limitación del derecho de enmienda y de la iniciativa
legislativa que encontramos en el artículo 134,6 CE, a cuyo tenor: "Toda proposición o enmienda
que suponga aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios requerirá la
conformidad del Gobierno para su tramitación". Ambos preceptos obedecen, por tanto, a la misma
lógica constitucional: una vez autorizado por las Cortes Generales un determinado ámbito de
decisión del Ejecutivo, debe garantizarse la efectiva toma de decisiones en el mismo, y evitar el
ejercicio de iniciativas parlamentarias de las propias Cortes que impidan o dificulten la efectividad
del poder atribuido al Gobierno. La finalidad, por tanto, del artículo 84 CE es similar a la del
artículo 134,6 CE, tal como ha señalado el Tribunal Constitucional en la STC 99/1987, de 11 de
junio, en la que se afirma que ambos preceptos responden a la necesidad de "asegurar un ámbito de
acción propia al Gobierno". En el caso del artículo 134,6 CE, se trata de garantizar la que
podríamos llamar "eficacia habilitante" de la Ley de Presupuestos Generales del Estado, en la
medida en que la decisión de aprobación de los Presupuestos corresponde a las Cortes Generales,
habilitando así al Gobierno para actuar libremente en el marco presupuestario aprobado para cada
ejercicio. Por esta razón, la Constitución se esfuerza en evitar que otras iniciativas parlamentarias
restrinjan esta suerte de "autorización financiera" obtenida previamente por el Gobierno mediante la
aprobación de los Presupuestos.
En el caso del artículo 84 CE, se trata de garantizar que las Cortes Generales respetan el ámbito
de decisión normativa atribuido al Gobierno a través de la Ley de delegación. Esta previsión
merecería cierta entidad constitucional, por lo que tiene de regulación de las relaciones entre el
Legislativo y el Ejecutivo, si no fuese acompañada de la previsión según la cual ante esta
eventualidad podrá presentarse una proposición de ley para derogar total o parcialmente la ley de
delegación. Semejante afirmación resta singularidad al mecanismo de salvaguardia de competencias
del Ejecutivo que pretende ser el artículo 84 CE, en la medida en que se limita a forzar la puesta en
marcha del procedimiento legislativo ordinario para derogar la Ley delegante y evitar así la posible
contradicción entre el contenido de una enmienda o una proposición de Ley y una delegación
legislativa en vigor. En estos términos, la regla del artículo 84 CE no supone quiebra alguna del
modelo normal de relación entre el Legislativo y el Ejecutivo, y se limita a condicionar el ejercicio
del derecho de enmienda o de la iniciativa legislativa a la previa eliminación de cualquier decisión
de las Cortes Generales que haya creado un ámbito específico de delegación a favor del Gobierno
para dictar normas con rango de Ley. Con este alcance, la previsión del artículo 84 CE resulta
propia de un Reglamento Parlamentario y, sin embargo, parece exagerada su inclusión en el texto
constitucional.
Acudiendo nuevamente al paralelismo con la previsión del artículo 134,6 CE, podemos afirmar
que en uno y otro caso la Constitución ha querido consagrar al más alto nivel normativo lo que
podríamos llamar concreciones del principio pacta sunt servanda en el ámbito de las relaciones
entre órganos constitucionales, en la medida en que se trata de asegurar que ninguna decisión de las
Cortes distorsione el marco de relaciones previamente creado, bien por la aprobación de la Ley de
Presupuestos, bien por el establecimiento de una delegación legislativa a favor del Gobierno. Sin
embargo, la diferencia esencial entre ambos supuestos es que en el caso del artículo 134,6 CE se
está imponiendo un condicionamiento al ejercicio de cualquier iniciativa legislativa de origen
parlamentario y al ejercicio del derecho de enmienda, sin ofrecer alternativa alguna, mientras que en
el caso del artículo 84 CE el propio texto constitucional nos pone en la pista de la forma se sortear
la prohibición, en la medida en que la Ley de delegación está también a disposición de las Cámaras
para su derogación total o parcial. De ahí que nuestra primera reflexión no puede ser otra que
constatar que un precepto de estas características bien podría aparecer en el Reglamento del
Congreso y en el Reglamento del Senado, tal como sucede con otras limitaciones del derecho de
enmienda, que no han sido incorporadas en el texto constitucional y que se definen como
"autolimitaciones" parlamentarias. Precisamente estas últimas aparecen también en el
procedimiento presupuestario pues, según el criterio de la doctrina mayoritaria, la limitación del
derecho de enmienda que establece el artículo 134,6 CE no se refiere a la elaboración de la Ley de
Presupuestos Generales del Estado, sino precisamente a todas las demás leyes, de forma que los
límites y condicionamientos establecidos en los artículos 133 del Reglamento del Congreso de los
Diputados, de 10 de febrero de 1982, y 149 del Reglamento del Senado, Texto Refundido aprobado
por la Mesa del Senado el 3 de mayo de 1994, no tienen su origen en el texto constitucional sino en
el procedimiento presupuestario que diseñan los Reglamentos Parlamentarios, configurándose así
como auténticas "autolimitaciones" de las Cámaras.
2. La aplicación del artículo 84 CE en el procedimiento legislativo.
Por lo que se refiere al desenvolvimiento práctico de este precepto, la sede normativa lógica para
el desarrollo del mismo es, sin duda, el Reglamento de cada una de las Cámaras, fuente por
excelencia de regulación del procedimiento legislativo y de la configuración y límites del derecho
de enmienda.
Sin embargo, a nadie se le escapa que el artículo que comentamos está cimentado sobre un
modelo constitucional caracterizado por la relación antagónica entre el Legislativo y el Ejecutivo,
dispuestos a recortarse recíprocamente ámbitos de competencia y, por tanto, ávidos de disciplina
constitucional capaz de reconducir a sus justos límites las pretensiones de los dos Poderes que, a lo
largo de la Historia, han marcado la lenta construcción del Estado democrático liberal, por
sedimentación de las disputas que los titulares de uno y otro libraron en distintos momentos. Nada
más lejos, sin embargo, de la realidad del Estado contemporáneo, en el que el Parlamento de
partidos no se basa en el enfrentamiento entre un Legislativo hostil, sobre el que pende la espada de
Damocles de la disolución, y un Gobierno sometido a la permanente zozobra de la moción de
censura, sino, por el contrario, en un único titular del poder político surgido de la unión hipostática
entre el Gobierno y la mayoría parlamentaria a través del correspondiente partido político. Esta
realidad convierte muchos de los mecanismos del parlamentarismo clásico en válvulas de seguridad
para hacer frente a gravísimas situaciones de crisis constitucional, y cuya mayor garantía es lo
remota que parece la hipótesis de su éxito en la práctica, más allá de su utilización política con la
finalidad de obtener un cierto efecto de resonancia en la opinión pública - pensemos en el caso de la
moción de censura -. Pues bien, el mecanismo del artículo 84 CE está construido sobre el mismo
escenario de antagonismo entre el Gobierno y el Parlamento, en la medida en que trata de garantizar
al Ejecutivo su derecho a oponerse a la tramitación de iniciativas parlamentarias que contradigan
una delegación legislativa previa, lo cual resulta ciertamente improbable a la vista del
funcionamiento regular del sistema parlamentario español.
Tal vez por esta razón, el Reglamento del Congreso de los Diputados no contiene precepto
alguno que desarrolle lo dispuesto en el artículo 84 CE, dejando entrever que la hipótesis de
oposición por el Gobierno a la tramitación de determinadas enmiendas o proposiciones de Ley es
ciertamente remota. Este supuesto ni siquiera tiene articulado un cauce reglamentario específico,
más allá de la previsión del artículo 126 del Reglamento del Congreso que dispone la remisión al
Gobierno de todas las proposiciones de ley para que manifieste su criterio respecto de la toma en
consideración, así como su conformidad o no a la tramitación si implicara aumento de los créditos o
disminución de los ingresos presupuestarios, previsión que parece a todas luces pensada para dar
cumplimiento al artículo 134,6 CE, aunque nada impediría que en este mismo trámite el Gobierno
manifestase su oposición por contradecir una delegación legislativa en vigor, supuesto, por cierto,
inédito en la práctica parlamentaria reciente. No existen tampoco precedentes de oposición por el
Gobierno a la tramitación de determinadas enmiendas en aplicación del artículo 84 CE, máxime si
tenemos en cuenta que en este supuesto el Reglamento del Congreso sólo prevé la remisión al
Gobierno de las enmiendas que, a juicio de la Ponencia, puedan suponer aumento de créditos o
disminución de ingresos presupuestarios (artículo 111), especificando en todo caso que el Gobierno
podrá oponerse a su tramitación por esta razón en cualquier momento, en caso de no haber sido
consultado, supuesto que podría razonablemente extenderse a la eventualidad de enmiendas
contradictorias con una delegación legislativa en vigor.
El Reglamento del Senado sí contempla, en cambio, un procedimiento específico para dar
cumplimiento a lo dispuesto en el artículo 84 CE, y es el previsto en el artículo 128, a tenor del
cual:
"1) El Gobierno podrá aducir, dentro de los diez días siguientes a su publicación, que
una proposición de ley o una enmienda resultan contrarias a una delegación legislativa
en vigor.
2) La propuesta del Gobierno deberá presentarse por escrito y expresará los motivos en
que se fundamenta. La Mesa ordenará su publicación inmediata y su inclusión en el
orden del día de la siguiente sesión plenaria.
3) La tramitación de estas propuestas se realizará conforme a lo prevenido para los
conflictos entre órganos constitucionales del Estado. En todo caso, y hasta su resolución
definitiva, se entenderán suspendidos los plazos del procedimiento legislativo".
El precepto que acabamos de transcribir pone en evidencia que la hipótesis de discordancia entre
el Gobierno y una Cámara es, sin duda, más realista cuando se trata del Senado, ya que la aritmética
electoral y parlamentaria puede arrojar el escenario de una Cámara Alta de mayoría adversa a la
mayoría política que sustenta al Gobierno en el Congreso de los Diputados, lo que explica que el
Reglamento del Senado regule específicamente el planteamiento de conflictos frente a otros órganos
constitucionales, alguno de los cuales ha sido ya resuelto por el Tribunal Constitucional sentando
interesante doctrina al respecto (STC 234/2000, de 3 de octubre).
Sin embargo, el artículo 128 del Reglamento del Senado parece convertir necesariamente la
oposición del Gobierno a la tramitación de una proposición o enmienda en un conflicto entre
órganos constitucionales. Todo parece indicar que, en caso de plantearse dicha oposición, podría
resolverse en términos mucho menos litigiosos a través de la aceptación de la oposición
gubernamental o bien a través de la presentación de la oportuna proposición de ley de derogación
total o parcial de la Ley delegante, sin llegar al extremo de plantear el conflicto constitucional, cuya
razón de ser no será tanto la oposición del Gobierno - legitimada por lo dispuesto en el artículo 84
CE - sino la discrepancia acerca del alcance que la proposición o enmienda tiene con respecto a la
delegación legislativa en vigor, facilitando el Reglamento del Senado el planteamiento del conflicto
ante el Tribunal Constitucional para evitar que el mecanismo del artículo 84 CE se pudiese convertir
en una suerte de mecanismo de obstrucción en manos del Ejecutivo.
Por tanto, ordenando la secuencia normal de los hechos, parece lógico pensar que ante la
presentación de una proposición de ley o enmienda que, a juicio del Gobierno, sea contraria a una
delegación legislativa en vigor, el Ejecutivo debe presentar un escrito motivado ante la Mesa de la
Cámara dentro del plazo de los diez días siguientes a la publicación, para ser incluido en el orden
del día de la siguiente sesión plenaria. Aunque el Reglamento del Senado guarde silencio al
respecto, nada parece impedir que el criterio del Gobierno fuerce la retirada de las iniciativas o la
presentación de una proposición de ley para derogar la ley de delegación, y con ello se cumpla
rigurosamente el supuesto planteado en la Constitución. Sin embargo, el Reglamento del Senado
parece redactado sobre una presunción de suspicacia hacia la actuación del Gobierno, de forma que
sólo contempla la eventualidad de desacuerdo de la Cámara con la calificación realizada por el
Gobierno, y la posterior transformación de dicho desacuerdo en un conflicto entre órganos
constitucionales, regulado en el artículo 188 del Reglamento del Senado y en los artículos 73 a 75
de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional.
En la bibliografía sobre la materia destacan los trabajos de García de Enterría, Garrido Falla,
Villar o Vírgala entre otros

Sinopsis artículo 85
El teórico monopolio del Parlamento en la elaboración y aprobación de las Leyes, alumbrado por
la concepción racionalista de la organización política y del Derecho, tuvo, en su desenvolvimiento
práctico, una duración efímera. La conquista del pensamiento ilustrado se vio superada cuando el
Poder Ejecutivo recuperó un nada desdeñable resto de su secular poder normativo, dotado de un
rasgo común invariable como era su carácter subordinado con respecto a la Ley, fuente del Derecho
por excelencia. Sin embargo, al margen del reconocimiento y desarrollo de la potestad
reglamentaria, los Gobiernos siguieron mermando, lenta pero incansablemente, el monopolio
parlamentario de la primacía normativa, a través de múltiples procedimientos entre los que se
encuentra el reconocimiento de la potestad del Gobierno para dictar, bajo determinadas condiciones,
normas de idéntico rango y eficacia que las leyes de producción parlamentaria. Al servicio de esta
finalidad se encuentra un amplio repertorio de instituciones jurídicas, desde la legislación de
emergencia (en el ordenamiento jurídico español los Decretos Leyes, a los que alude el artículo 86
CE) hasta los mecanismos de delegación legislativa.
A pesar de este origen común, el fenómeno de la delegación legislativa posee en los diferentes
sistemas jurídicos una pluralidad de significados, lo que complica la definición de una naturaleza
jurídica unitaria, sin perjuicio de que todos esos significados puedan reconducirse a la idea de
autorización o habilitación que una Ley del Parlamento otorga al Gobierno para dictar normas
jurídicas.
El artículo 82 CE identifica las dos modalidades de delegación legislativa que reconoce nuestro
ordenamiento constitucional, y desarrolla los elementos fundamentales del régimen jurídico de cada
una de estas modalidades. El artículo 83 CE, por su parte, completa los requisitos comunes
enumerados en el precepto anterior con dos normas que atañen específicamente a la delegación
mediante Ley de bases, lo que ciertamente permite cuestionar la técnica legislativa empleada por el
Constituyente, en la medida en que la Constitución dedica cuatro preceptos (artículos 82 a 85) al
régimen jurídico de la delegación legislativa, sin prestar atención a la entidad jurídica real de cada
precepto, de tal suerte que los artículos 83, 84 y, especialmente 85, carecen de contenido jurídico
propio y sólo se entienden en relación con el artículo 82, lo que indudablemente pone de relieve que
bien podría haber sido otra la sistemática utilizada. De la misma forma, podríamos pensar que la
Constitución sobrevalora la importancia de la delegación legislativa en la regulación de las fuentes
del Derecho, dedicándole cuatro preceptos, a diferencia de otras fuentes normativas cuyo régimen
jurídico aparece regulado en un solo precepto, como es el caso paradigmático de las Leyes
Orgánicas (artículo 81 CE). Esta constatación se compadece mal con la realidad, que ha demostrado
una escasa virtualidad práctica de los mecanismos de delegación legislativa y, en particular, de las
Leyes de Bases. Estas últimas se revelaron enormemente útiles en el pasado, para llevar a cabo los
grandes proyectos legislativos y de codificación que nuestro ordenamiento jurídico necesitaba. En
relación con esta cuestión, basta traer a colación el caso de la Ley de Bases de 11 de mayo de 1888,
que permitió, en gran medida, superar las dificultades que impedían codificar el Derecho civil
español, sin perjuicio de que la falta de adecuación del Código civil a las Bases aprobadas por las
Cortes constituye una de las discusiones más interesantes de la Historia jurídica del siglo XIX. Sin
embargo, los proyectos legislativos más ambiciosos de los últimos años -bajo la vigencia de la
Constitución de 1978- no han utilizado la técnica de la delegación legislativa a través de Leyes de
Bases, lo cual induce claramente a pensar que se trata de una fuente normativa del pasado, con
escasa aplicación práctica en la actualidad, por razones que no son difíciles de aventurar, y que
conectan directamente con las posibilidades del control jurisdiccional del ultra vires de los Decretos
Legislativos.
El precepto que comentamos carece de trascendencia jurídica alguna, en la medida en que resulta
obvio constatar que su contenido podría - debería - haberse incorporado al artículo 82 CE, ganando
con ello el texto constitucional claridad y rigor sistemático, en lugar de lucir una llamativa
deficiencia desde el punto de vista de la técnica normativa, al incorporar un precepto de contenido
eminentemente semántico y de nula consecuencia jurídica.
La única razón que podría explicar la existencia del artículo 85 CE como precepto autónomo de
nuestro texto constitucional es la redacción originaria del Anteproyecto, que incluía en este artículo
la necesidad de que el Consejo de Estado evacuase dictamen sobre cada Decreto Legislativo y sobre
su adecuación a la delegación emitida por las Cortes Generales. Por razones imposibles de conocer
y difíciles de aventurar, la Comisión Mixta Congreso - Senado modificó este precepto suprimiendo
la constitucionalización de la necesidad de dictamen del Consejo de Estado, en un exceso sobre las
funciones que teóricamente podía ejercer la citada Comisión Mixta. El carácter preceptivo de dicho
dictamen aparece, no obstante, recogido en el artículo 21 de la Ley Orgánica 3/1980, de 22 de abril,
del Consejo de Estado, quedando el precepto que comentamos con el raquítico contenido al que
hemos hecho referencia y que, ciertamente, no merece mayor glosa que la ofrecida en estas líneas.
El examen de las distintas denominaciones que recibe la legislación delegada en el Derecho
comparado no aporta demasiados elementos para el debate jurídico, pudiendo recordar, en relación
con esta cuestión, la obra de QUINTERO que en 1958 realizó un estudio comparativo de las
distintas denominaciones que el Derecho Iberoamericano reservaba para la legislación delegada, y
en la que extrajo como principal conclusión que la denominación Decreto - Ley era la más habitual
para designar las normas dictadas por el Ejecutivo con habilitación de carácter temporal, precisa y
específica (así en Colombia, Panamá, Uruguay o Chile), mientras que la expresión Decreto
Legislativo se reservaba para los dictados por Convenciones Constituyentes (Panamá), para la
legislación de urgencia del Ejecutivo (Colombia) o para los actos del Congreso sin carácter general
(Ecuador).
Nuestra doctrina ha mostrado un pacifico consenso acerca del acierto de la expresión Decreto
Legislativo, en la medida en que recoge el nombre genérico de los actos de autoridad del Poder
Ejecutivo (Decreto) acompañado del adjetivo que precisa la fuerza de ley (Legislativo). Sin
embargo, no faltan autores que sostienen que la denominación es poco afortunada por sustantivizar
la forma y adjetivar el rango y la sustancia.
En la bibliografía sobre la materia destacan los trabajos de García de Enterría, Garrido Falla,
Villar o Vírgala entre otros.

Sinopsis artículo 86
Precedentes
El decreto-ley tiene algunos precedentes fragmentarios en el constitucionalismo español del siglo
XIX, en regímenes de interinidad, siendo la forma habitual de legislar en la dictadura de Primo de
Rivera. Su constitucionalización se introduce en el artículo 80 de la Constitución de 1931, con
carácter provisional para cuando no se hallare reunido el Congreso y exigiendo acuerdo unánime
del Gobierno y aprobación de dos tercios de la Diputación Permanente "en los casos excepcionales
que requieran urgente decisión o cuando lo demande la defensa de la República", estando limitada
su vigencia al tiempo que tarde el Congreso en resolver o legislar sobre la materia.
El artículo 13 de la Ley constitutiva de las Cortes de 1942, que partía del reconocimiento a la
Jefatura del Estado de la "suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general, en los
términos de las Leyes de 30 de enero de 1938 y 8 de agosto de 1939", preveía la posibilidad de
regulación por el Gobierno mediante decreto-ley, en caso de guerra o por razones de urgencia, de
las materias de competencia de las Cortes, dando cuenta de su promulgación a éstas "para su estudio
y elevación a Ley, con las modificaciones que en su caso se estimen necesarias". Este último inciso
se suprimió por la Ley de reforma de 9 de marzo de 1946, con lo que bastaba con la comunicación a
las Cortes de la promulgación. Tras las modificaciones introducidas con la Ley Orgánica del Estado
en 1967, el Gobierno propone al Jefe del Estado la sanción de decreto-ley, siendo apreciada la
urgencia (se suprime la referencia a la guerra) por aquél, oída la Comisión de competencia
legislativa prevista en el artículo 12, la cual podía llamar la atención de la Comisión permanente si
advirtiera materia de contrafuero.

Derecho comparado
Podemos encontrar ejemplos de legislación de urgencia por el Gobierno con fuerza de ley en
Derecho comparado en el artículo 67 de la Constitución italiana, calificados como "medidas
provisionales con fuerza de ley", adoptadas bajo su responsabilidad por el Gobierno, en casos
extraordinarios de necesidad y urgencia, que deben ser presentadas el mismo día para su
convalidación ante las Cámaras, las cuales, aun disueltas, serán convocadas a este respecto y se
reunirán dentro de los cinco días siguientes. Los decretos pierden eficacia desde su origen si no se
convierten en ley dentro de los sesenta días de su publicación. Las Cámaras pueden, no obstante,
regular mediante leyes las relaciones jurídicas surgidas bajo el imperio de decretos no convalidados.
En el artículo 38 de la Constitución francesa de 1958, el Gobierno tiene que ser previamente
autorizado por el Parlamento para tomar medidas en materias reservadas a la ley, mediante una ley
de habilitación que a su vez fijará el plazo para la ley de ratificación.

Elaboración del precepto


Las modificaciones introducidas a partir del artículo 68 del Anteproyecto de Constitución,
además de la eliminación de la remisión al artículo 72 que contenía las materias reservadas a la ley
y al reglamento se refieren fundamentalmente a los límites del decreto-ley. En el Anteproyecto, no
podían afectar "a la ordenación de las instituciones del Estado, los derechos y libertades de los
ciudadanos (...) ni al régimen de los territorios autónomos". La referencia a estos últimos se
transforma en a las Comunidades Autónomas en el Informe de la Ponencia del Congreso, donde se
introduce también la referencia al debate y votación de totalidad y se adelanta el plazo de treinta
días para situarlo junto a la convocatoria del Pleno del Congreso (en el Anteproyecto, las Cortes
Generales), aclarando después que el plazo es para la convalidación y eventual caducidad.
Los términos del apartado 2 del actual artículo 86 quedan fijados ya en el citado informe de la
ponencia, al igual que el apartado 3 desde el Anteproyecto.
La Comisión Constitucional del Congreso añade, en el apartado 1, el calificativo "centrales" a
"las instituciones del Estado", la mención a los "deberes" de los ciudadanos y el "Derecho electoral
general". Las dos últimas modificaciones subsistirán hasta la redacción definitiva, mientras que la
primera es sustituida por la Comisión Constitucional del Senado por "instituciones fundamentales"
y finalmente por la Comisión Mixta Congreso-Senado por "instituciones básicas".

Concepto constitucional de decreto-ley


El decreto-ley es contemplado en el artículo 86 de la Constitución dentro del Capítulo relativo a
la elaboración de las leyes, que regula primero las normas con rango de ley emanadas del Gobierno
(legislación delegada y decreto-ley), sólo precedidas por las leyes orgánicas.
De los dos supuestos constitucionales en que el Gobierno puede dictar normas con rango de ley,
el decreto-ley constituye la manifestación de una facultad propia del Ejecutivo, frente a los decretos
legislativos en que la facultad de legislar se ejerce por delegación de las Cortes para cada caso.
Además de por constituir una facultad propia del Gobierno, el decreto-ley configurado por el
artículo 86 CE se define por tres notas:
- el presupuesto habilitante (la extraordinaria y urgente necesidad)
- las limitaciones materiales impuestas, o lo que es lo mismo, las materias excluidas de
su regulación
- su carácter de norma provisional, así calificada ("disposiciones legislativas
provisionales") por el apartado 1 del precepto, completado en el apartado 2 por la
regulación de la intervención del Congreso de los Diputados para su convalidación o
derogación.
Esta triple delimitación del decreto-ley deriva de su carácter de excepción a la potestad
legislativa de las Cortes y, por ende, al principio de separación de poderes. Como señala la STC
29/1982, la Constitución ha adoptado "una solución flexible y matizada respecto del fenómeno del
decreto-ley, que, por una parte, no lleva a su completa proscripción en aras del mantenimiento de
una rígida separación de los poderes, ni se limita a permitirlo en forma totalmente excepcional en
situaciones de necesidad absoluta, entendiendo por tales aquellas en que pueda existir un peligro
inminente para el orden constitucional. Nuestra Constitución ha contemplado el decreto-ley como
un instrumento normativo del que es posible hacer uso para dar respuesta a las perspectivas
cambiantes de la sociedad actual, siempre que su utilización se realice bajo ciertas cautelas".

Presupuesto habilitante
La Constitución permite al Gobierno dictar decretos-leyes sólo "en caso de extraordinaria y
urgente necesidad".
El Tribunal Constitucional ha reconocido el "juicio puramente político" del Gobierno, al que
incumbe la dirección política del Estado, para la apreciación de la concurrencia de tales
circunstancias, sin perjuicio de que pueda controlar los "supuestos de uso abusivo o arbitrario"
(STC 29/1987) que pudieran desvirtuar la potestad legislativa ordinaria de las Cortes Generales, las
cuales pueden legislar también por el procedimiento de urgencia (STC 6/1983).
El presupuesto habilitante puede ser apreciado en el Gobierno con un "razonable margen de
discrecionalidad", debiendo no obstante hacerse explícita la definición de su concurrencia (lo que se
hace habitualmente en el preámbulo del decreto-ley), y no autoriza para incluir disposiciones que no
guarden relación con la situación que se trata de afrontar o no modifiquen de forma instantánea la
situación jurídica existente. La existencia del presupuesto habilitante puede ser contrastada tanto en
vía parlamentaria, como por el propio Tribunal Constitucional (STC 29/1982). Ahora bien, el
control que compete al Tribunal Constitucional en este punto es un control externo, en el sentido de
que debe verificar, pero no sustituir, el juicio político o de oportunidad que corresponde al Gobierno
y al Congreso de los Diputados en el ejercicio de la función de control parlamentario (STC
182/1997).
No obstante, no deben confundirse las circunstancias justificativas de los decretos-leyes con el
peligro grave para el sistema constitucional o el orden público a que se refieren las situaciones
previstas en el artículo 116 de la Constitución. Han de ser entendidas con mayor amplitud "como
necesidad relativa respecto de situaciones concretas de los objetivos gubernamentales que, por
razones difíciles de prever, requieren una acción normativa inmediata en un plazo más breve que el
requerido por vía normal o por el procedimiento de urgencia para la tramitación parlamentaria de
las leyes" (STC 6/1983).
Así, en esta sentencia y en otras posteriores, el Tribunal Constitucional concluye que la
utilización del decreto-ley, mientras se respeten los límites del artículo 86 de la Constitución, tiene
que reputarse como una utilización constitucionalmente lícita en todos aquellos casos en que hay
que alcanzar los objetivos marcados para la gobernación del país, que, por circunstancias difíciles o
imposibles de prever, requieren una acción normativa inmediata o en que las coyunturas
económicas exigen una rápida respuesta.

Materias excluidas de la regulación por decreto-ley


Las materias enumeradas en el artículo 86.1 CE especificando que no podrán ser afectadas por
los decretos-leyes delimitan negativamente el ámbito de regulación permitido a los mismos, lo que
no es frecuente en Derecho comparado.
Además de estos límites, está vedada al decreto-ley la materia reservada a la ley orgánica (en la
medida en que no coincida su ámbito con las materias enumeradas en el artículo 86.1) por su
procedimiento especial de aprobación (vr sinopsis artículo 81), y así lo ha puesto de manifiesto el
Tribunal Constitucional (STC 60/1986). Asimismo no cabe regular por decreto-ley aquellas
materias atribuidas específicamente a las Cortes Generales por la Constitución: los presupuestos
generales del Estado (134.1 CE); la autorización de tratados internacionales (93 y 94.1 CE), objeto
de una potestad de las Cortes Generales distinta de la legislativa, como ha confirmado la STC
155/2005 y como ocurre por otra parte también con otras potestades constitucionales de las Cortes
Generales cuya intervención no puede ser sustituida mediante decreto-ley. No cabe tampoco la
delegación legislativa mediante decreto-ley (STC 29/1982).
En cuanto a las materias citadas en el artículo 86, el Tribunal Constitucional ha señalado que la
cláusula restrictiva "no podrán afectar" debe ser entendida de modo tal que ni reduzca a la nada el
decreto-ley, que es un instrumento normativo previsto por la Constitución, ni permita que por
decreto-ley se regule el régimen general de los derechos, deberes y libertades del Estado o se vaya
en contra del contenido o elementos esenciales de alguno de tales derechos (STC 111/1983) o de los
elementos estructurales esenciales o generales de la organización y funcionamiento de instituciones
estatales básicas (sí otros aspectos accidentales o singulares de las mismas, STC 60/1986).
Respecto de cada materia concreta, la delimitación por el Tribunal Constitucional ha sido la
siguiente:
a) Ordenamiento de las instituciones básicas del Estado
El Tribunal Constitucional ha interpretado las instituciones básicas como "aquellas
organizaciones públicas sancionadas en el propio texto constitucional cuya regulación reclama una
ley", entrando obviamente en dicho concepto el Gobierno y la Administración del Estado (STC
60/1986).
Combinando esta delimitación material con la referencia a la "afectación" se entiende que el
decreto-ley no puede realizar una regulación general ni sentar las líneas esenciales de la regulación,
pero sí aspectos parciales y concretos de alguna parte del ordenamiento de una institución concreta.
b) Derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I de la Constitución
El ámbito negativo de exclusión del decreto-ley contemplado en el artículo 86 en esta materia es
más amplio que el positivo de exigencia de ley orgánica del artículo 81.1. Este último es más
restringido, pues sólo cubre el desarrollo general de un derecho o, en todo caso, la regulación de
aspectos esenciales de dicho desarrollo aunque se produzca en leyes sectoriales (STC 111/1983). No
obstante, ha de combinarse esta interpretación extensiva con la restrictiva del verbo "afectar" ya
mencionada.
Particular atención doctrinal y jurisprudencial ha merecido la utilización del decreto-ley en
materia tributaria. La STC 6/1983 (como también la más reciente 182/1997) incluye entre los
deberes cuya afectación está vedada al decreto-ley el de contribuir al sostenimiento de las cargas
públicas enunciado por el artículo 31.1 CE, pero con una interpretación "equilibrada", según la cual
el decreto-ley no puede establecer, crea o implantar un nuevo tributo ni determinar los elementos
esenciales del mismo, no identificándose la "afectación" con el régimen general del deber de
contribuir. No obstante, no coincide el ámbito de la "afectación" del deber de contribuir con el de la
reserva de ley fijada por los artículos 31.3 y 133.1. y 3 CE. Vulneraría el artículo 86 CE cualquier
intervención o innovación normativa que, por su entidad cualitativa o cuantitativa altere
sensiblemente la posición del obligado a contribuir según su capacidad económica en el conjunto
del sistema tributario. Para examinar si ha existido afectación por el decreto-ley de un derecho,
deber o libertad regulado en el Título I CE no debe atenderse al modo como se manifiesta el
principio de reserva de ley en una determinada materia, sino a la configuración constitucional del
derecho o deber afectado en cada caso y a la naturaleza y alcance de la concreta regulación de que
se trate (SSTC 182/1997, 137/2003).
La sentencia 111/1983, de 2 de diciembre, que desestimó el recurso de inconstitucionalidad
contra la expropiación por decreto-ley del Grupo Rumasa, contempla la afectación del derecho de
propiedad, aunque concluyendo que, en tal caso, el decreto-ley había sido sustituido por la Ley
7/1983, la cual, no impugnada, proporcionaba cobertura inatacable a la expropiación.
En materia de sanciones administrativas, la STC 3/1988 (relativa al Decreto-ley 3/1979, sobre
seguridad ciudadana) considera que su establecimiento por decreto-ley no afecta al artículo 25 CE,
por no tratarse de una regulación general del régimen del derecho en él recogido, puesto que se
limita a establecer supuestos concretos de infracciones y las correspondientes sanciones.
c) Régimen de las Comunidades Autónomas
La STC 29/1986 declara que esta limitación debe interpretarse en el sentido de que el decreto-ley
no puede afectar al régimen jurídico-constitucional de las Comunidades Autónomas, incluida la
posición constitucional que les otorga la Constitución, esto es, que no puede regular el objeto propio
de aquellas leyes que, de acuerdo con el artículo 28.1 LOTC sirven de parámetro para enjuiciar la
constitucionalidad de las demás: leyes delimitadoras de competencias y leyes de armonización.
Sí puede el decreto-ley regular materias en las que incida una competencia legislativa del Estado,
aunque una Comunidad Autónoma tenga competencias. La limitación constitucional no se refiere a
cualquier regulación que indirectamente "incida" en las competencias autonómicas (STC 23/1993).
d) Derecho electoral general
La doctrina suele hacer coincidir esta limitación con el "régimen electoral general" reservado a
la ley orgánica por el artículo 81.1 de la Constitución.
Convalidación parlamentaria de los decretos-leyes
La declaración de la "provisionalidad" de los decretos-leyes se completa con una doble
intervención parlamentaria: para su convalidación o derogación, por el Congreso de los Diputados
(86.2 CE) y la posibilidad de su tramitación como proyecto de ley (86.3 CE). El trámite de
convalidación corresponde exclusivamente al Congreso de los Diputados sin intervención del
Senado. Se trata de una ratificación del decreto-ley para que deje de ser una norma provisional. De
este trámite nos interesa destacar:
a) El sujeto es el Pleno del Congreso de los Diputados. Sólo en el supuesto de que la Cámara
estuviera disuelta o hubiera expirado su mandato, correspondería a la Diputación Permanente [78.2
CE, 57.1.º a) RC]. Por el contrario, en caso de promulgación de un decreto-ley cuyo plazo de
convalidación concluya fuera del periodo de sesiones, el Pleno del Congreso habrá de ser
convocado en sesión extraordinaria. En este sentido ha de entenderse la referencia a que el
Congreso "no estuviere reunido" del artículo 86.2.
b) El plazo que el artículo 86.2 CE fija para la convalidación es el de los treinta días siguientes a su
promulgación (aunque este plazo deja sin sentido el adverbio inmediatamente que aparece
previamente en el precepto). La segunda parte del apartado aclara que el pronunciamiento expreso
del Congreso sobre la convalidación o derogación debe tener lugar dentro de dicho plazo.
La referencia a la promulgación contenida en este artículo y reiterada por el artículo 151.1 RC ha
sido interpretada por la práctica parlamentaria computando dicho plazo a partir de la publicación del
decreto-ley en el Boletín Oficial del Estado. Este plazo, improrrogable, se computa, conforme al
artículo 90.1 RC, en días hábiles, pero no se excluyen del cómputo los períodos entre sesiones
(como dispone en general el artículo 90.2), puesto que la Constitución impone la convocatoria del
Congreso de los Diputados si éste no estuviera reunido.
c) El procedimiento para la convalidación está regulado por el artículo 151 RC. Siguiendo la
declaración del artículo 86.2 CE de que "los decretos-leyes deberán ser sometidos inmediatamente a
debate y votación de totalidad al (sic) Congreso de los Diputados" y de que ... "El Congreso de los
Diputados habrá de pronunciarse... sobre su convalidación o derogación, para lo cual el Reglamento
establecerá un procedimiento especial y sumario", el Reglamento establece:
- la inclusión en el orden del día de un decreto-ley podrá hacerse tan pronto como
hubiera sido objeto de publicación en el Boletín Oficial del Estado.
- el debate comienza con la exposición por un miembro del Gobierno de las
razones que han obligado a la promulgación del decreto-ley.
- el debate subsiguiente se realiza conforme a lo establecido para los debates de
totalidad en el artículo 74.2 RC, con turnos a favor y en contra de quince minutos de
duración, seguidos de la fijación de posición por los demás grupos parlamentarios en
intervenciones que no excedan de diez minutos.
- concluido el debate, se procede a la votación de la convalidación del decreto-ley,
entendiéndose los votos afirmativos a favor de aquélla y los negativos favorables a la
derogación (151.3 RC). El acuerdo se alcanza por mayoría simple y se reduce a un sí o
no sobre la totalidad del decreto-ley, sin que quepa introducir modificaciones en el
mismo.
- a continuación, el Presidente pregunta si algún grupo parlamentario desea que el
decreto-ley se tramite como proyecto de ley, en cuyo caso la solicitud se somete a
decisión de la Cámara (151.4 RC), asimismo por mayoría simple.
- el acuerdo de convalidación o derogación se publica en el Boletín Oficial del
Estado (151.6 RC).
d) El resultado de la intervención del Congreso puede ser:
- la convalidación del decreto-ley, que deja de ser una norma provisional y se
integra plenamente en el ordenamiento, aunque conserva la misma denominación: la
convalidación no altera la naturaleza del decreto-ley, pues si bien cede su carácter de
provisionalidad, sigue siendo una norma o un acto con fuerza de ley, no una ley (SSTC
29/1982, 111/1983). Cabría entender que no se trata de tal convalidación, puesto que el
Gobierno ejerce legítimamente una competencia propia, sino de una ratificación. El
Tribunal Constitucional, desde la sentencia 29/1982 ha declarado que "lo que el artículo
86.2 llama convalidación es más genuinamente una homologación respecto a la
existencia de la situación de necesidad justificadora de la iniciativa normativa
encauzada por ese camino".
- la derogación del decreto-ley, que para algún autor no es tal, sino el vencimiento
de la condición resolutoria a que está sujeto el decreto-ley desde su aprobación. En todo
caso, el resultado negativo en la votación de convalidación produce la inmediata
cesación de los efectos del decreto-ley y su desaparición del ordenamiento, pero no la
anulación de los efectos producidos durante su vigencia. Sólo consta un precedente en
este sentido en nuestra historia constitucional, el "acuerdo sobre derogación" del Real
Decreto Ley 1/1979, adoptado por la Diputación Permanente del Congreso de los
Diputados el 6 de febrero de 1979 (Diario de sesiones nº 21, de 6 de febrero de 1979.
BOE 23-2-79).
- el acuerdo de tramitación como proyecto de ley, que sólo puede afectar,
conforme al artículo 151.4 RC a los decretos-leyes convalidados y que examinamos a
continuación.

Tramitación como proyecto de ley


El artículo 86.3 CE dispone que "durante el plazo establecido en el apartado anterior, las Cortes
podrán tramitar (los decretos-leyes) como proyectos de ley por el procedimiento de urgencia".
De esta forma, se permite al Congreso (que ha visto limitada su capacidad de respuesta frente al
decreto-ley a su convalidación o derogación) adaptar la regulación en él contenida a sus deseos,
haciendo uso de su potestad legislativa ordinaria para introducir las modificaciones que considere
oportunas en la regulación definitiva.
a) La primera observación a realizar en cuanto a esta tramitación afecta al sujeto de la misma. Si el
Congreso es la única Cámara facultada para la convalidación de los decretos-leyes y también para la
decisión inicial para la tramitación como proyecto de ley, la tramitación ulterior corresponde a las
dos Cámaras ("las Cortes") en uso de la capacidad colegisladora que les atribuye el artículo 66.2 de
la Constitución.
Es importante señalar que, en el ejercicio de su función legislativa, las Cámaras actúan a través
de sus Plenos y Comisiones (75 CE). No es acorde con la Constitución, en consecuencia, el artículo
151.5 RC, según el cual "la Diputación Permanente podrá, en su caso, tramitar como proyectos de
ley por el procedimiento de urgencia los decretos-leyes que el Gobierno dicte durante los periodos
entre legislaturas". Este precepto no ha sido nunca aplicado, limitándose la Diputación Permanente
del Congreso a las competencias que le reconoce el artículo 78.2 CE, aunque en alguna ocasión se
ha votado con resultados negativos la tramitación como ley de algún decreto-ley (18 de enero de
1979, 23 de junio de 1993).
La única interpretación constitucionalmente admisible del artículo 151.5 RC sería entender que
la Diputación Permanente puede adoptar el acuerdo de tramitación como proyecto de ley pero no
asumir dicha tramitación, que correspondería a la nueva Cámara. Sin embargo, sin una disposición
expresa que lo habilite, resulta difícil admitir que esta nueva Cámara quede vinculada por la
decisión de la Diputación Permanente de una Cámara anterior, siendo principio elemental del
derecho parlamentario la autonomía de cada asamblea surgida de unas elecciones, que tiene su
reflejo en la caducidad de asuntos tramitados por la anterior.
b) En cuanto al objeto, aunque la Constitución no lo exige, el Reglamento del Congreso (151.4) se
refiere a los decretos-leyes convalidados. El Tribunal Constitucional ha declarado (STC 29/1982)
que el artículo 86 prevé una doble vía a los efectos fiscalizadores (86.2 y 3) que ha venido a
decantarse en la práctica parlamentaria en el sentido del necesario y nuevo pronunciamiento de la
totalidad del decreto-ley (...), si bien es cierto que nada se opone a una interpretación alternativa de
ambas vías, quedando este punto al criterio de oportunidad que pueda establecer en un futuro el
Congreso de los Diputados.
c) En cuanto al plazo para la tramitación, la limitación contenida en el artículo 86.3 CE a "durante
el plazo establecido en el apartado anterior" no se ha entendido aplicable, como parece indicar su
tenor literal a la tramitación como proyecto de ley, sino sólo al inicio de la tramitación, es decir, al
acuerdo del Congreso de los Diputados subsiguiente a la convalidación.
Producido dicho acuerdo, la tramitación se realiza en los plazos establecidos con carácter general en
los Reglamentos para los proyectos declarados urgentes (93-94 RC, 133-135 RS), siendo aplicable
también la limitación a veinte días naturales que el artículo 90.3 de la Constitución fija a la
tramitación en el Senado.
d) Por lo que se refiere al procedimiento, el artículo 86.3 impone la tramitación como proyectos de
ley de los decretos-leyes por el procedimiento de urgencia.
Además de esta especialidad, el artículo 151.4 RC recoge otra, derivada de que existe un acuerdo
inicial del Congreso favorable a la tramitación: no son admisibles las enmiendas de totalidad de
devolución. Sí lo son, por tanto, las de texto alternativo.
Ninguna otra especialidad diferencia la tramitación de los decretos-leyes como proyectos de ley
de los proyectos de ley declarados urgentes.
e) Los efectos de la tramitación de un decreto-ley como proyecto de ley y su conversión en ley se
han planteado desde el punto de vista del decreto-ley por el Tribunal Constitucional, que analizamos
a continuación.

Control constitucional de los decretos-leyes


Si bien el primer control, político y de oportunidad, pero que también puede enjuiciar la
concurrencia de los requisitos constitucionales corresponde al Congreso de los Diputados, el control
sobre la constitucionalidad de los decretos-leyes compete al Tribunal Constitucional, por tratarse de
un "acto del Estado con fuerza de ley", en la terminología del artículo 27.2.b de la Ley Orgánica del
Tribunal Constitucional, control que puede instarse a partir de la publicación del decreto-ley.
Para apreciar la concurrencia del presupuesto habilitante, el Tribunal no sólo debe analizar las
razones o motivos aducidos por el Gobierno durante la aprobación de las medidas impugnadas, sino
que también puede aceptar como situación de necesidad la que haya sido reflejada durante los
propios debates de convalidación, trámite en el que se efectúa el control del presupuesto habilitante
del decreto-ley por el Parlamento, aun cuando no haya sido formalmente incorporada a la
exposición de motivos de la norma impugnada, sobre todo si (...) aquélla queda cabalmente
ratificada por otros datos existentes (STC 137/2003).
La posibilidad de declarar inconstitucional un decreto-ley por infringir el artículo 81 de la
Constitución, regulando materia propia de ley orgánica, aparece expresamente en el artículo 28.2
LOTC.
El control del Tribunal Constitucional, como indica la STC 29/1982, procede de la competencia
que le atribuyen los artículos 161.1.a CE y 27.2.d LOTC, debiendo resolver en base a criterios
estrictamente jurídico-constitucionales cimentados sobre la necesidad de determinar, de una parte, si
se han respetado o no los requisitos exigidos en la Constitución para que el Gobierno pueda ejercitar
la potestad normativa excepcional de dictar decreto-ley, y de otra, si del contenido material de la
norma se deriva o no una violación de la Constitución.
El Tribunal Constitucional ha admitido la posibilidad de controlar:
- el decreto-ley no convalidado, porque pudo surtir efectos importantes durante su
vigencia.
- el decreto-ley convalidado, en la medida en que el acuerdo del Congreso no
sirve para sanar los excesos en que el Gobierno pudiera haber incurrido (STC 6/1983).
- el decreto-ley sustituido por una ley posterior, de la que tiene existencia
separada y puede tener contenido diverso, no resultando sanado el decreto-ley de sus
excesos por convertirse en ley: no se trata de una ley de indemnidad.
El Tribunal Constitucional ha afirmado que la impugnación del decreto-ley no arrastra
necesariamente la impugnación contra la ley, que requiere recurso independiente, del mismo modo
que nada autoriza la idea de que quepa gravar a los recurrentes de aquél con la carga de impugnar la
ley como presupuesto para enjuiciar los vicios del decreto-ley (STC 111/1983).
No obstante, en alguna ocasión el Tribunal ha concedido cierta eficacia sanatoria intrínseca a la ley
de sustitución, doctrina ya anunciada en la STC 6/1983 ("sanación que sólo podría producirse
mediante su transformación en ley"). En la sentencia 111/1983 (caso Rumasa) un voto particular de
la mitad de los magistrados propugnaba que el decreto-ley y la ley posterior son dos normas
distintas, careciendo ésta de efecto alguno sobre el decreto-ley anterior, al que deroga, por lo que
subsisten los vicios que éste efectivamente tuviera en el momento anterior a la derogación. Esta
doctrina parece ratificada en la STC 182/1997, aunque con matices en cuanto a la posible
retroactividad de la regulación contenida en la ley.
En cuanto a la bibliografía básica sobre esta materia se pueden citar, entre otros, los trabajos de
Salas, Astarloa, Jiménez Campo, Santolaya, etc.

Sinopsis artículo 87
Precedentes y Derecho Comparado
Dentro del Capítulo segundo del Título III, dedicado a la elaboración de las leyes, el artículo 87
es el primero dedicado al procedimiento legislativo en sentido estricto. Se recoge en él la iniciativa
legislativa de forma bastante novedosa en nuestra historia constitucional, que siempre ha
contemplado esta cuestión con alguna fórmula de reparto entre el Gobierno y el Parlamento. Así,
con excepción del Estatuto Real de 1834, que la atribuía en exclusiva al Rey concediendo a las
Cortes únicamente "el derecho que siempre han ejercicio de elevar peticiones al Rey" (artículos 31
y 34), nuestras Constituciones han usado preferentemente la expresión de que "el Rey y cada uno de
los Cuerpos Colegisladores tienen la iniciativa de las leyes", como decían el artículo 36 de la
Constitución de 1837, el artículo 35 de la de 1845, el artículo 41 de la de 1876 y, de forma muy
parecida, el artículo 54 de la de 1869. La iniciativa legislativa se atribuía individualmente a los
diputados en la Constitución de 1812 (artículo 132) junto al Rey (artículo 171), y al Gobierno y al
Congreso de los Diputados en el artículo 60 de la Constitución de 1931.
La amplitud con que se concede la iniciativa legislativa tampoco es frecuente en el Derecho
Comparado. Por ejemplo, dentro de la Unión Europea la solución más habitual se limita al
Gobierno y al Parlamento, bien reconociendo esta facultad a las Cámaras, como ocurre con la
Constitución belga (artículo 75), la griega (artículo 73), la de Luxemburgo (artículo 47) o la de los
Países Bajos (artículo 82), o bien atribuyéndosela a los parlamentarios como sucede en la Ley
Fundamental de Bonn (artículo 76.1), en la Constitución danesa (artículo 41.1) y la francesa de
1958 (artículo 39.1). Algunos textos recogen además la iniciativa legislativa popular, como la Ley
Constitucional Federal austríaca que, en su artículo 41.2 exige que las propuestas se presenten por
100.000 personas con derecho de voto, o por una sexta parte de los titulares del derecho de voto de
tres Estados; y otros, como la Constitución portuguesa en su artículo 170, atribuyen la iniciativa de
las leyes, "en lo referente a las regiones autónomas", a las respectivas asambleas legislativas
regionales. Tan sólo la Constitución italiana, de 27 de diciembre de 1947, se muestra más generosa
al disponer en su artículo 71 que: "la iniciativa de las leyes corresponde al Gobierno, a cada
miembro de las Cámaras y a los órganos y entidades a los cuales sea conferida por ley
constitucional" (es decir, al Consejo Nacional de Economía y a las Regiones). "El pueblo ejercerá la
iniciativa de las leyes mediante la propuesta por cincuenta mil electores como mínimo de un
proyecto redactado en forma articulada".
Elaboración del precepto
Antes de llegar a esta solución el precepto sufrió diversos cambios en el debate constituyente. Su
redacción originaria, como artículo 80 del Anteproyecto de Constitución, atribuía la iniciativa
legislativa al Gobierno y a "los diputados, bien directamente, o bien a los Grupos Parlamentarios".
Al Senado y a las Asambleas autonómicas tan sólo se les concedía el derecho de solicitar al
Gobierno la adopción de un proyecto de ley o de remitir a la Mesa del Congreso una proposición de
ley, delegando ante esta Cámara un máximo de tres senadores encargados de su defensa. También se
incluía la iniciativa legislativa popular que debía someterse al Congreso en forma de proposiciones
de ley articuladas y motivadas, con las firmas acreditadas de quinientos mil electores, remitiéndose
a la ley la regulación de este derecho que quedaba excluído en materia tributaria, de carácter
internacional y en lo relativo a la prerrogativa de gracia.
En el Informe de la Ponencia del Congreso ya se introdujo una modificación sustancial en cuanto
a la iniciativa parlamentaria, de modo que su ejercicio por los Diputados se haría en la forma y con
los requisitos que estableciera el Reglamento del Congreso. Pero el principal cambio se acordó en la
Comisión Constitucional del Senado donde, a propuesta de la Unión de Centro Democrático y por
unanimidad, se equiparó la iniciativa legislativa de ambas Cámaras, atribuyéndose a las mismas en
cuanto tales, "de acuerdo con la Constitución y los Reglamentos de las Cámaras". En consecuencia,
el apartado 2 pasó a referirse a las Comunidades Autónomas reconociéndoles, por medio de sus
órganos legislativos, el derecho de solicitar del Gobierno la adopción de un proyecto de ley o de
remitir a la Mesa del Congreso una proposición de ley, delegando ante dicha Cámara un máximo de
tres miembros de la Asamblea encargados de su defensa.
En cuanto a la iniciativa legislativa popular, la exigencia de una ley orgánica para la regulación
de sus formas de ejercicio y requisitos se incorporó en el Dictamen de la Comisión Mixta, quedando
el apartado 3 con su redacción definitiva.
La referencia al desarrollo legislativo del artículo 87 debe necesariamente distinguir entre los
distintos sujetos a los que se reconoce la iniciativa legislativa.
Iniciativa legislativa del Gobierno
En primer lugar, la Constitución reconoce el papel de primus movens del Gobierno en un sistema
parlamentario y, como corresponde a una Monarquía parlamentaria, le atribuye la iniciativa
legislativa sin intervención alguna del Jefe del Estado, encomendándosela al Consejo de Ministros
como órgano colegiado en el artículo 88. Esta posición singular se aprecia en otros aspectos como
el reconocimiento del monopolio de la iniciativa en ciertos campos como el presupuestario (artículo
134.1), la atribución de la facultad para dictar Decretos-leyes (artículo 86), o la concesión de la
prioridad en la tramitación de los proyectos de ley sobre la de las proposiciones de ley (artículo
89.1). Buena parte del desarrollo legislativo de estas previsiones se encuentra en los Reglamentos
del Congreso de los Diputados y del Senado, aunque también deben tenerse en cuenta normas como
la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno. Sin embargo, para un análisis más completo de
esta cuestión es preciso remitirse a la sinopsis del artículo 88 de la Constitución, donde puede
consultarse todo lo relativo a la aprobación de los proyectos de ley.
Iniciativa legislativa parlamentaria
En cuanto a la iniciativa parlamentaria, siguiendo el mandato constitucional, son los Reglamentos
de las Cámaras los que regulan su ejercicio. El Reglamento del Congreso de los Diputados, de 10 de
febrero de 1982, dedica la Sección 1ª del Capítulo Primero del Título V, relativo al procedimiento
legislativo, a la iniciativa legislativa, citando en su artículo 108 a los sujetos mencionados en el
artículo 87 de la Constitución. La Sección 2ª del Capítulo Segundo, referente al procedimiento
legislativo común, se dedica a las proposiciones de ley. Dentro de ella, el artículo 126 establece que
las proposiciones de ley del Congreso podrán ser adoptadas a iniciativa de un Diputado con la
firma de otros catorce miembros de la Cámara, o por un Grupo Parlamentario con la sola firma de
su portavoz.
Por su parte, el Reglamento del Senado, cuyo texto refundido fue aprobado por la Mesa de la
Cámara el 3 de mayo de 1994, establece unos requisitos algo más rigurosos al exigir en su artículo
108 que las proposiciones de ley sean suscritas por un Grupo Parlamentario o veinticinco
Senadores. Deberán ser formuladas en texto articulado acompañado de una exposición justificativa
y, en su caso, de una Memoria en la que se evalúe su coste económico. Además, la reforma del
Reglamento de 1994, dirigida a potenciar las funciones del Senado como Cámara de representación
territorial, vino a permitir que la Comisión General de las Comunidades Autónomas, entre sus
muchas funciones pudiese también "ejercer la iniciativa legislativa", mediante proposiciones de ley,
en cuya tramitación se atendrá a lo previsto en el artículo 108 de este Reglamento (artículo 56 s)).
Sin embargo, esta posibilidad, muy novedosa en nuestro Derecho parlamentario, ha quedado inédita
hasta el momento.
De esta forma los vigentes Reglamentos siguen la pauta marcada ya por los Reglamentos
provisionales de 1977 (artículo 92 del Reglamento Provisional del Congreso) que, de acuerdo con
los rasgos propios del actual Estado de partidos, abandonan la práctica decimonónica de atribuir la
iniciativa a los parlamentarios individuales y la hacen girar sobre los Grupos parlamentarios. No
obstante, en ambos textos se prevé también el trámite de la toma en consideración, lo que ha sido
interpretado de distinta forma en la doctrina constitucionalista. Algunos autores han entendido que
la Constitución atribuye la iniciativa, al margen de los requisitos concretos que determinen los
Reglamentos, a las Cámaras como órganos. Por eso es necesario que éstas hagan suyas las
iniciativas de uno o varios de sus miembros mediante un pronunciamiento expreso del Pleno. Para
ellos la iniciativa coincide con la admisión a trámite de las proposiciones de ley a través de su toma
en consideración. Por eso dice el artículo 89.2 de la Constitución que: "las proposiciones de ley que,
de acuerdo con el artículo 87, tome en consideración el Senado, se remitirán al Congreso para su
trámite en éste como tal proposición". Otros autores, en cambio, entienden que lo que hace el
artículo 87.1 es reconocer en abstracto la iniciativa legislativa parlamentaria, sin prejuzgar la forma
en que deba concretarse, la cual se deja a los Reglamentos, reconociendo la prioridad de los
proyectos de ley. Ya que, afirman además, si la iniciativa coincidiese con la toma en consideración,
habría que entender que no hay iniciativa en los casos de los apartados 2 y 3 del artículo 87; es
decir, en la iniciativa autonómica y la iniciativa legislativa popular que también sufren este trámite.
En cualquier caso, dejando de lado esta cuestión de interés más bien doctrinal, hay que señalar
que, antes de la toma en consideración, los Reglamentos obligan a que las proposiciones de ley sean
remitidas al Gobierno para que manifieste su criterio respecto a aquélla, así como su conformidad o
no a la tramitación si la iniciativa supone aumento de los créditos o disminución de los ingresos
presupuestarios (artículos 126.2 del Reglamento del Congreso y 151.1 del Reglamento del Senado).
Extremo éste que resulta del artículo 134.6 de la Constitución que, en el marco del procedimiento
de aprobación de los Presupuestos Generales del Estado dispone que: "Toda proposición o
enmienda que suponga aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios
requerirá la conformidad del Gobierno para su tramitación".
Si el Gobierno no manifiesta reparos presupuestarios en un plazo de 10 días, en el caso del
Senado, y de 30 en el del Congreso, se estima que otorga su conformidad y que la proposición de
ley puede someterse a la toma en consideración que en el Congreso implica un debate ajustado a las
reglas de los debates de totalidad que sufren los proyectos de ley (artículo 126. 4 del Reglamento),
mientras que en el Senado cabe que se presenten distintas proposiciones de ley sobre la misma
materia dentro de los quince días siguientes a la presentación de la original, votándose después de
su debate, cada una de ellas en su totalidad o bien mediante la agrupación de artículos, en cuyo caso
puede resultar tomada en consideración una proposición de ley formada por agrupaciones sucesivas
de artículos procedentes de distintas de las presentadas conforme al procedimiento previsto en el
artículo 108 del Reglamento de la Cámara Alta. Las proposiciones de ley tomadas en consideración
en el Congreso siguen los trámites del procedimiento legislativo ordinario previsto para los
proyectos de ley, salvo lo relativo a las enmiendas de totalidad que no podrán presentarse. Las que
tome en consideración el Senado se remiten al Congreso de los Diputados para su tramitación como
tales proposiciones de ley, excluyendo la toma en consideración que ya se ha producido en la otra
Cámara (artículos 108.5 del Reglamento del Senado y 125 del Reglamento del Congreso).
El Tribunal Constitucional se ha manifestado expresamente sobre el trámite de la toma en
consideración y su control jurisdiccional en el Auto 659/1987, de 27 de mayo. Tras recordar que el
recurso de amparo procedente frente a la decisión de rechazar una proposición de ley de iniciativa
popular es una excepción, prevista para proteger precisamente el derecho de iniciativa legislativa
popular, que no existe para el caso de las proposiciones de ley de Diputados o de Grupos
parlamentarios afirma que: "En este caso de propuestas de Diputados o Grupos Parlamentarios el
rechazo o aceptación de la propuesta, convirtiéndolas en iniciativa de la Cámara, constituye un paso
dentro del procedimiento legislativo, integrándose en el mismo. En este acto, cuyo contenido
negativo determina la imposibilidad de continuar el procedimiento legislativo, se exterioriza una
voluntad del órgano legislativo, la cual puede consistir también en el rechazo de una proposición de
ley. No cabe entender que cualquier denegación dentro de un largo "iter procedimental" para la
elaboración de una ley, ya sea éste de rechazo de una proposición de ley, ya sea la negativa a la
petición de retirar un proyecto de ley o de aceptar una enmienda, etc., pueda considerarse que
podrían lesionar derechos fundamentales residenciables en amparo de aquellos a los que en su caso
pudiera aplicarse la norma legislativa que eventualmente pudiera ser aprobada, lo contrario
supondría desconocer los mecanismos propios del sistema parlamentario y del juego
correspondiente de mayorías y minorías. Por eso en lo que se refiere al proceso de elaboración de
las leyes, se trate de la fase de que se trate, la intervención del Tribunal Constitucional no es
posible, en tanto que se respeten los derechos de participación política de los diputados y grupos
parlamentarios". Y dice más adelante que: "se trata, a estos efectos, de decisiones de carácter
interno, no justiciables, sin que puedan considerarse como "contraparte" frente al Parlamento, como
"terceros vinculados con relaciones contractuales o funcionariales" (Auto de 21 de marzo de 1984)
los que pueden resultar afectados por la eventual norma legal que no resulte aprobada por la
mayoría del Parlamento".
El Alto Tribunal también se ha manifestado sobre el alcance de las facultades de calificación de
las Mesas de las Cámaras en esta materia y sobre la doble naturaleza de las proposiciones de ley de
origen parlamentario como participación en la potestad legislativa y como instrumento al servicio
de la función representativa (STC 124/1995, de 18 de julio), pronunciamientos que se recogen en la
sinopsis del artículo 89.
Iniciativa legislativa autonómica
El apartado segundo del artículo 87 abre una doble posibilidad a las Asambleas de las
Comunidades Autónomas: en el primer caso no estamos propiamente ante un supuesto de iniciativa
legislativa, sino ante una manifestación concreta del derecho de petición. Si el Gobierno acepta la
propuesta de la Asamblea, ésta no tiene más participación en la tramitación del proyecto, que sigue
los pasos de cualquier iniciativa gubernamental. En el segundo supuesto, en cambio, sí nos
encontramos ante una verdadera iniciativa legislativa cuyos perfiles fueron objeto de importantes
debates doctrinales especialmente referidos a la existencia o no de límites materiales a esta facultad
de los Parlamentos autonómicos. La cuestión parece hoy resuelta en un sentido negativo como lo
muestra un examen de las proposiciones de ley presentadas que han tratado temas muy diversos,
con frecuencia más amplios y generales que los relacionados estrictamente con los intereses
autonómicos.
El desarrollo legislativo de esta potestad se encuentra, por un lado, en los respectivos Estatutos
de Autonomía, y por otro, en el Reglamento del Congreso de los Diputados. En cuanto a los
primeros, tan sólo en el caso de Navarra falta una previsión específica que puede entenderse suplida
por la mención que el artículo 11 de la Ley Orgánica de Reintegración y Amejoramiento del
Régimen Foral de Navarra hace al hecho de que el Parlamento "desempeña las demás funciones que
le atribuye el ordenamiento jurídico". En la mayor parte del resto de los Estatutos la fórmula repite,
con más o menos variantes, la atribución constitucional al órgano legislativo correspondiente. Así
ocurre con el artículo 28 b) del Estatuto vasco; el artículo 34.2 y 3 del catalán; el artículo 10.1.f) del
gallego; el artículo 30.11 del andaluz; el artículo 9.2 del Estatuto de Cantabria; el artículo 23.3 del
murciano; el artículo 11 f) y g) del valenciano; el artículo 13 e) del canario; el artículo 28.2 y 3 del
balear; y el artículo 16.3 del madrileño. En el Estatuto de Autonomía del Principado de Asturias,
además del reconocimiento de la iniciativa legislativa en general se atribuye a la Junta General la
posibilidad de ejercer la iniciativa legislativa para la aprobación por el Estado de las leyes previstas
en el artículo 150.1 y 2 de la Constitución; es decir, las leyes-marco y las leyes de transferencia o
delegación en el artículo 14.1. Y algo parecido ocurre en el Estatuto de Autonomía de Castilla-La
Mancha, respectivamente en sus artículos 9.2 h) y 36.1, que tan sólo se refiere a las leyes de
transferencia o delegación del artículo 150.2 de la Constitución. Finalmente, el artículo 19.1 i) del
Estatuto de la Rioja, el artículo 16 c) y d) del aragonés y el artículo 15.6 y 8, del castellano-leonés,
mencionan junto a la iniciativa legislativa la de reforma de la Constitución prevista en su artículo
166.
Aunque la Constitución sólo se refiere a las Asambleas de las Comunidades Autónomas, los
Estatutos de Autonomía de Ceuta y Melilla, aprobados por las Leyes Orgánicas 1/1995 y 2/1995, de
13 de marzo, han atribuido a la correspondiente Asamblea y en su respectivo artículo 13, la facultad
de solicitar del Gobierno la adopción de un proyecto de ley o de remitir a la Mesa del Congreso una
proposición de ley, delegando ante dicha Cámara un máximo de tres miembros de la Asamblea
encargados de su defensa. Como una concreción de la primera, el artículo 26 prevé, en ambos casos,
que la respectiva Asamblea pueda proponer al Gobierno la adopción de las medidas necesarias para
modificar las leyes y disposiciones generales aplicables, al objeto de adaptarlas a las peculiaridades
de la ciudad, lo que, obviamente, no constituye una iniciativa legislativa en sentido estricto.
Por su parte, el artículo 126 del Reglamento del Congreso dispone que las proposiciones de ley
de las Comunidades Autónomas serán examinadas por la Mesa del Congreso, a efectos de verificar
el cumplimiento de los requisitos legalmente establecidos. Si los cumplen, su tramitación se ajustará
a la prevista para las proposiciones de ley del Congreso, con la única especialidad de que su defensa
en el trámite de toma en consideración corresponderá a la Delegación de la correspondiente
Asamblea legislativa.
En todo caso, es preciso reconocer que se trata de una posibilidad de la que se ha hecho un uso
muy diverso a lo largo de las siete Legislaturas transcurridas en los años de vigencia de la
Constitución. Así, dejando de lado aquellos casos en que la iniciativa se enmarca en un
procedimiento de reforma estatutaria, algunas Comunidades Autónomas, como la de La Rioja o la
Región de Murcia, no han empleado nunca este instrumento, mientras que otras como Cataluña lo
han utilizado profusamente, hasta el momento en más de veinte ocasiones. En un lugar intermedio
estarían el País Vasco, Aragón o la Comunidad de Madrid, con dos, tres y cuatro iniciativas
legislativas, respectivamente. También es cierto que con el tiempo se ha ido incrementando el
número de iniciativas autonómicas presentadas. En la V Legislatura se presentaron 18; 21 en la VI;
y en la VII se duplicaron, llegándose a las 42 proposiciones de ley admitidas a trámite. Otra
cuestión distinta es cuál haya sido la suerte de las mismas. Siguiendo con el ejemplo citado,
mientras en la V Legislatura se aprobaron tres proposiciones de ley presentadas por Comunidades
Autónomas y cinco en la VI, en la VII Legislatura tan sólo se ha aprobado una.
En relación con esta clase de proposiciones de ley, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado
en defensa de las facultades calificatorias de la Mesa del Parlamento autonómico del que procede
respecto de las enmiendas que se presenten a la iniciativa original. En la STC 23/1990, de 15 de
febrero, avaló el rechazo de una enmienda que ampliaba la reforma del Estatuto de Autonomía de la
Comunidad Valenciana propuesta, por entender que desvirtuaba lo que era una auténtica enmienda y
se convertía en "un escrito que contiene otro proyecto de modificación del Estatuto de mucha mayor
envergadura en cuanto se pretende modificar otros preceptos estatutarios que no son objeto del
proyecto de ley y, al tiempo, intentar con ello una iniciativa de reforma del Estatuto sin los
requisitos de legitimación precisos para ello".
Cabría añadir que estas proposiciones de Ley, frente a lo que sucede con las procedentes de las
Cortes Generales, no caducan con el fin de la Legislatura, si han sido admitidas a trámite y todavía
no se han tomado en consideración. Conforme a los usos parlamentarios que han ido consolidando
los criterios de caducidad, la iniciativa se traslada a la nueva Cámara, que ha de decidir si la toma o
no en consideración.
Iniciativa legislativa popular
En fin, el desarrollo legislativo del apartado 3 está representado, fundamentalmente, por la Ley
Orgánica 3/1984, de 26 de marzo, reguladora de la iniciativa legislativa popular, modificada
recientemente por la Ley Orgánica 4/2006, de 26 de mayo. Esta norma establece una serie de
requisitos para ejercer la iniciativa popular que agravan los previstos en la Constitución. En primer
lugar, su artículo segundo excluye, aparte de las materias propias de Ley Orgánica, las de naturaleza
tributaria, las de carácter internacional y las referentes a la prerrogativa de gracia, las mencionadas
en los artículos 131 y 134.1 de la Constitución; es decir, la planificación de la actividad económica
general y los Presupuestos Generales del Estado. Además, se exige que el escrito de presentación
incluya, junto al texto articulado de la proposición de ley que debe ir precedido de una Exposición
de Motivos, un documento en el que se detallen las razones que aconsejan, a juicio de los firmantes,
la tramitación y aprobación de la proposición de ley y la relación de los miembros que componen la
Comisión Promotora de la iniciativa, con expresión de los datos personales de todos ellos. La
comprobación del cumplimiento de tales requisitos y del respeto a los límites materiales
corresponde a la Mesa del Congreso de los Diputados que, en un trámite de admisión de la
iniciativa que prevé el artículo quinto, puede rechazarla por no reunirlos.
También son causas de inadmisión otras como que el texto de la proposición verse sobre
materias manifiestamente distintas y carentes de homogeneidad entre sí; la previa existencia en el
Congreso o el Senado de un proyecto o proposición de ley que verse sobre el mismo objeto de la
iniciativa popular y que esté en el trámite de enmiendas u otro más avanzado; el hecho de que sea
reproducción de otra iniciativa popular de contenido igual o sustancialmente equivalente presentada
durante la Legislatura en curso. La previa existencia de una proposición no de ley aprobada por una
Cámara que verse sobre la materia objeto de la iniciativa popular, si no está en alguna de las fases
procedimentales mencionadas ha dejado de ser un motivo de inadmisión al suprimir la Ley
Orgánica 4/2006 el apartado f) del artículo 5.2.
El artículo sexto de la Ley Orgánica prevé un recurso de amparo contra la decisión de la Mesa
de no admitir la proposición que, de acuerdo con el Auto del Tribunal Constitucional 140/1992, de
25 de mayo, es un acto reglado, "se trata de un control estrictamente normativo y no de oportunidad
y es ésta una decisión revisable plenamente en vía de amparo constitucional, pues afecta a la misma
posibilidad de ejercicio del derecho". No ocurre lo mismo con el trámite de toma en consideración
de la proposición por el Pleno del Congreso de los Diputados que puede decidir no entrar a
deliberar sobre el texto presentado por razones de oportunidad política, lo que, evidentemente, no
puede ser revisado en amparo.
La Ley Orgánica regula con detalle el procedimiento de recogida de firmas y su autentificación,
su remisión a las Juntas Electorales Provinciales y su presentación, comprobación y recuento ante la
Junta Electoral Central (artículos 7 a 12). Para la recogida se cuenta con un plazo inicial de nueve
meses, prorrogable por otros tres cuando concurra causa mayor apreciada por la Mesa del Congreso.
Éste, según el Tribunal Constitucional, es un acto intermedio entre los dos anteriores, puesto que,
como regla general, incumbe a la Mesa determinar qué debe entenderse por "causa mayor". "No
obstante, si dicha apreciación fuera arbitraria o fruto de error manifiesto o carente de toda
ponderación de los hechos, y así se demostrase por el solicitante de amparo en su demanda, cabría
excepcionalmente entrar a revisar dicho juicio".
Los támites previos incluyen la recogida de firmas, desde la Ley Orgánica 4/2006 también como
firma electrónica conforme a lo que establece la legislación correspondiente, su autenticación y
remisión a las Juntas Electorales Provinciales y su presentación, comprobación y recuento.
Concluidos estos trámites previos, la Mesa ordenará la publicación de la proposición de ley que
quedará en condiciones de ser incluida en el orden del día del Pleno para su toma en consideración.
Éste se iniciará con la lectura del documento relativo a las razones que aconsejan, a juicio de los
firmantes de la iniciativa, la tramitación y aprobación por las Cámaras de la proposición de ley.
Según los citados artículos 126 y 127 del Reglamento del Congreso, la tramitación posterior se
ajustará, en cuanto a la toma en consideración, a lo establecido para las proposiciones de ley de
origen parlamentario y, si son tomadas en consideración, serán enviadas a la Comisión competente,
abriéndose un plazo de presentación de enmiendas, excluidas las de totalidad, siguiéndose el
procedimiento previsto para los proyectos de ley con una salvedad recogida en el artículo 14 de la
Ley Orgánica 3/1984: las iniciativas que estuvieran en tramitación en una de las Cámaras no
caducarán al disolverse ésta. Sin embargo, sí podrán retrotraerse al comenzar la nueva Legislatura al
trámite que decida la Mesa de la Cámara correspondiente, sin que en ningún caso se pueda exigir la
presentación de nueva certificación acreditativa de haberse reunido el mínimo de firmas exigidas.
Los requisitos para el ejercicio de la iniciativa legislativa popular pueden considerarse
ciertamente rigurosos en el Derecho Comparado. Por ejemplo, la Constitución italiana tan sólo
exige una décima parte de las firmas requeridas en nuestro caso, es decir, cincuenta mil, y la
austríaca cien mil. A pesar de ello, el número de proposiciones de ley con este origen ha ido
aumentando con el tiempo: dos en la II y III Legislaturas; seis en la IV; seis en la V; nueve en la VI;
y ocho en la VII. Naturalmente, el objeto de las mismas ha variado mucho. En algunos casos, como
el de la proposición de Ley por la que se pretendía regular el estatuto jurídico del cuerpo humano,
ha llevado a su inadmisión por entender que afectaba a materias propias de Ley Orgánica
(inadmisión aceptada por el Tribunal Constitucional que rechazó el recurso mediante Auto
304/1996, de 28 de octubre). En otros, el interés por la materia ha llevado a la repetición de la
iniciativa en diversas ocasiones, como en el supuesto del establecimiento de pensiones de jubilación
para administradores familiares. En general, los temas laborales y de medidas económicas de
fomento empresarial han interesado de modo especial. Por ejemplo, se han presentado
proposiciones de Ley sobre la jornada de los médicos titulares y la jornada laboral en general; la
abolición del trabajo precario; el régimen de fomento del cese anticipado de la actividad agraria; la
promoción y regulación del ejercicio, disfrute y comercialización del arte; la subcontratación en el
sector de la construcción; etc. Y también han abundado las proposiciones relativas a la protección
de determinados sectores sociales, como la de protección de las personas mayores o la dirigida a la
regulación del acceso de colectivos y asociaciones de discapacidados a autorizaciones de
celebración, a nivel nacional, de rifas, tómbolas y sorteos con premios en valores, metálico y signo
que lo represente.
No obstante, es preciso señalar que tan sólo una de estas iniciativas ha conseguido convertirse en
Ley, y ello tras refundirse con dos proposiciones de ley de origen parlamentario. Se trata de la
proposición de Ley sobre reclamación de deudas comunitarias que, impulsada por los colegios de
administradores de fincas urbanas, culminó en la aprobación de la Ley 8/1999, de 6 de abril, de
reforma de la Ley sobre Propiedad Horizontal.
Por último, debe mencionarse la existencia de previsiones similares a la contenida en el artículo
87.3 de la Constitución en algunos Estatutos de Autonomía que, en el ámbito correspondiente a las
competencias de la Comunidad Autónoma, permite el ejercicio de la iniciativa legislativa popular.
Esto ha dado lugar a distintos pronunciamientos del Tribunal Constitucional como el Auto
428/1989, de 21 de julio, sobre la iniciativa prevista en el artículo 12.1 del Estatuto de Autonomía
castellano-manchego, o la Sentencia 76/1994, de 14 de marzo, sobre el ejercicio de la iniciativa que
consagra el artículo 27.4 del Estatuto de Autonomía del País Vasco. Algunos de estos Estatutos
contienen, además, la previsión de que se pueda regular por Ley autonómica la iniciativa legislativa
de las Corporaciones Locales.
Y, en esta línea, debe tenerse en cuenta que la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, de Medidas para
la Modernización del Gobierno Local, introduce un nuevo artículo 70 bis en la Ley 7/1985, de 2 de
abril, reguladora de las Bases del Régimen Local, cuyo apartado 2 establece una suerte de iniciativa
popular al determinar que los vecinos que gocen del derecho de sufragio activo en las elecciones
municipales, pueden presentar propuestas de acuerdos o actuaciones o proyectos de reglamentos en
materias de la competencia municipal. Dichas iniciativas deberán ir suscritas al menos por el 20 por
ciento de los vecinos en municipios de hasta 5.000 habitantes, el 15 por ciento en municipios de
entre 5.001 a 20.000 habitantes, y el 10 por ciento en caso de que el municipio tenga más de 20.001
habitantes.
Tales iniciativas serán sometidas a debate y votación en el Pleno de la Corporación, sin perjuicio
de que sean resueltos por el órgano competente por razón de la materia. En todo caso, se requerirá
el informe de legalidad del secretario del ayuntamiento y del interventor si la iniciativa afectase a
derechos y obligaciones de contenido económico del ayuntamiento. Todo ello sin perjuicio de la
legislación autonómica en la materia.
Además, estas iniciativas pueden llevar incorporada una propuesta de consulta popular local, que
será tramitada por el procedimiento y con los requisitos del artículo 71 de la propia Ley de Bases de
Régimen Local.
Sobre el contenido de este artículo se pueden consultar, además las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 88
Este artículo regula, como una concreción del anterior, los requisitos que deben reunir las
iniciativas legislativas gubernamentales que, siguiendo una larga tradición de nuestro Derecho
Constitucional, reciben el nombre de proyectos de ley. Han de someterse en primer lugar al
Congreso de los Diputados que los remitirá posteriormente al Senado para su deliberación en esta
Cámara, conforme a lo dispuesto en el artículo 90.
Precedentes y derecho comparado
Este es el orden establecido generalmente en las Constituciones españolas desde la de 1837 que,
aunque atribuyendo al Rey y no al Gobierno la facultad de presentarlos como correspondía al
momento histórico, disponía en su artículo 37 que "las leyes sobre contribuciones y crédito público
se presentarán primero al Congreso de los Diputados...", y lo mismo decían el artículo 36 de la
Constitución de 1845 y el artículo 42 de la de 1876. El artículo 50 de la Constitución de 1869
establecía que: "los proyectos de ley sobre contribuciones, crédito público y fuerza militar se
presentarán al Congreso antes que al Senado; y si éste hiciera en ellos alguna alteración que aquél
no admita, prevalecerá la resolución del Congreso."
Sin embargo, el antecedente más inmediato está representado por el artículo 90 de la
Constitución de 1931 que, estableciendo un Parlamento unicameral, determinaba que: "Corresponde
al Consejo de Ministros, principalmente, elaborar los proyectos de ley que haya de someter al
Parlamento; dictar decretos; ejercer la postestad reglamentaria, y deliberar sobre todos los asuntos
de interés público."
En el Derecho Comparado, y en nuestro entorno jurídico-político más cercano, es frecuente citar
el artículo 39 de la Constitución Francesa de 1958 que determina en su segundo párrafo que: "los
proyectos de ley se deliberan en Consejo de Ministros previa consulta al Consejo de Estado, y son
presentados en la Mesa de una de las dos Cámaras". Asimismo establece que los proyectos de leyes
presupuestarias y de financiación de la Seguridad Social se someterán en primer lugar a la
Asamblea Nacional. Y, tras la reforma aprobada por la Ley Constitucional de 28 de marzo de 2003,
relativa a la descentralización de la República, dispone también que los proyectos de ley cuya
finalidad principal sea la organización de las entidades territoriales y los relativos a las instancias
representativas de los franceses establecidos fuera de Francia serán primero sometidos al Senado.
Por su parte, el artículo 76.2 de la Ley Fundamental de Bonn prevé que las propuestas del Gobierno
Federal se someterán primero al Consejo Federal (Bundesrat). Éste podrá pronunciarse dentro de las
seis semanas siguientes o, en caso de prórroga solicitada por alguna razón importante,
especialmente la extensión del texto, nueve semanas. El Gobierno podrá remitir los proyectos
calificados excepcionalmente como muy urgentes a la Dieta Federal (Bundestag) al cabo de tres
semanas, o seis en caso de prórroga, sin esperar a dicho pronunciamiento. El Gobierno deberá
remitirlo a la Dieta en cuanto lo reciba. Quizá quepa añadir, respecto a los requisitos formales de los
proyectos de ley, la mención al artículo 74.1 de la Constitución griega de 1975, que exige que todo
proyecto o proposición de ley vaya acompañado de una exposición de motivos y permite que
puedan ser enviados, antes de su presentación en el Pleno o en una de las Secciones al servicio
científico de asistencia a la Cámara "con vistas a su elaboración desde el punto de vista de la técnica
legal".
Elaboración del precepto
El precepto, que originalmente era el artículo 81 del Anteproyecto de Constitución y contaba con
dos apartados, preveía inicialmente que, cuando se tratase de leyes orgánicas o de bases, los
proyectos fuesen acompañados del informe del Consejo de Estado. En todo caso, decía el apartado
segundo, "irán acompañados de una exposición de motivos y de cuantos antecedentes establezca
una ley orgánica de régimen jurídico de la Administración, sin perjuicio de los que reclamen las
Cámaras". La Ponencia de la Comisión de Asuntos Constitucionales simplificó la redacción del
precepto suprimiendo la referencia al Gobierno al referirse a los proyectos de ley y sustituyendo las
"leyes de bases" por la expresión más amplia de "delegación legislativa". En el apartado segundo se
suprimió la remisión a la ley orgánica disponiendo que: "2. En su remisión al Congreso (los
proyectos de ley) deberán ir acompañados de una exposición de motivos y de cuantos antecedentes
sean necesarios para pronunciarse sobre ellos". Durante el resto del debate constituyente el artículo
no sufrió ninguna alteración hasta que el dictamen de la Comisión Mixta Congreso-Senado le dio su
redacción definitiva haciendo desaparecer el requisito del previo dictamen del Consejo de Estado,
en el caso de los proyectos de ley orgánica y de delegación legislativa, y aclarando que el Consejo
de Ministros debe someter sus proyectos al Congreso en primer término.
Desarrollo legislativo y jurisprudencia constitucional
Como se ha dicho, el artículo 88 es, igual que el artículo 89 respecto de las proposiciones de ley,
complementario del artículo 87 en el que se regula la iniciativa legislativa. Su desarrollo se puede
estudiar en torno a la triple orientación de su contenido: la atribución de la iniciativa al Gobierno
como órgano colegiado, el sometimiento de los proyectos de ley al Congreso de los Diputados de
forma prioritaria, y los antecedentes que deben acompañar a dichos proyectos de ley.
En cuanto al primer aspecto, nuestra Constitución emplea los términos Gobierno y Consejo de
Ministros con un sentido diferente, de modo que el primero se refiere al órgano colegiado que dirige
el Poder Ejecutivo, por excelencia descrito en el artículo 97 y, en general, en el Título IV. El
segundo, en cambio, se suele utilizar como expresivo de las sesiones o reuniones oficiales del
Gobierno; por ejemplo, en los artículos 62 f) y g), 112 ó 115. La cuestión resulta clara comparando
el artículo 87.1 que dispone que: "la iniciativa legislativa corresponde al Gobierno, al Congreso y al
Senado, de acuerdo con la Constitución y los Reglamentos de las Cámaras", con el artículo 88 que
comentamos y que establece que los proyectos de ley serán aprobados en Consejo de Ministros.
Con ello, en primer lugar, se mantiene la terminología tradicional en nuestro Derecho público, que
reserva la denominación de "proyectos de ley" para las iniciativas presentadas por el Gobierno y
agrupa bajo el término "proposiciones de ley" a todas aquellas que no lo sean, ya provengan del
Parlamento, de las Comunidades Autónomas o del ejercicio de la iniciativa popular. Esta dicotomía
es, por otro lado, común a la mayoría de los sistemas que admiten la doble iniciativa: en el Reino
Unido se habla, respectivamente, de "bills" y "private member's bills"; en Francia de "project de loi"
y "proposition de loi"; en Italia de "disegni di legge" y "proposta di legge", etc.

Por otra parte, la previsión del artículo 88 pone de manifiesto la lógica ausencia del principio
monárquico, que implica la atribución de la iniciativa al Ejecutivo sin ninguna intervención del Jefe
del Estado. Y asimismo, su configuración como una facultad que corresponde al Gobierno como
órgano constitucional "in toto", participando de su responsabilidad colegiada, es una característica
propia de los regímenes parlamentarios como el alemán (artículo 76.1 de la Ley Fundamental de
Bonn) o el italiano (artículo 71 de la Constitución italiana de 1947), que se opone a la tendencia de
los regímenes mixtos como el francés, también calificado de "semi-presidencialista", que confía
esta potestad exclusivamente al Primer Ministro en el artículo 39 de la Constitución.
El desarrollo legislativo de este aspecto se encuentra, fundamentalmente, en la Ley 50/1997, de 27
de noviembre, del Gobierno, cuyo Título V abarca los artículos 22 a 26 bajo el epígrafe "De la
iniciativa legislativa, de la potestad reglamentaria y del control de los actos del Gobierno. Dentro de
él, su artículo 22.1 establece que: "El Gobierno ejercerá la iniciativa legislativa prevista en los
artículos 87 y 88 de la Constitución mediante la elaboración, aprobación y posterior remisión de los
proyectos de ley al Congreso de los Diputados o, en su caso, al Senado". Recogiendo la distinción,
antes mencionada, el artículo 1.3 de la misma dispone que los miembros del Gobierno se reúnen en
Consejo de Ministros y en Comisiones Delegadas del Gobierno. Al Consejo de Ministros, como
órgano colegiado del Gobierno, le corresponden, entre otras varias funciones que enumera el
artículo 5, la siguiente:
"a) Aprobar los proyectos de ley y su remisión al Congreso de los Diputados o, en su caso, al
Senado".
Antes de esta Ley era de aplicación al procedimiento de elaboración de los anteproyectos de ley el
Capítulo 1º del Título IV (artículos 129 a 132) de la Ley de Procedimiento Administrativo de 17 de
julio de 1958, que la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las
Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común dejó en vigor. Sin embargo,
la Ley del Gobierno vino a derogar expresamente estos artículos que establecían el procedimiento
para la elaboración de disposiciones de carácter general que se aplicaba de forma común a la
elaboración de reglamentos y anteproyectos de ley. Esta norma diferencia ahora el ejercicio de la
iniciativa legislativa del Gobierno que se contempla en el artículo 22, de la potestad reglamentaria
regulada en el artículo 23, dedicando el artículo 24 al procedimiento de elaboración de los
Reglamentos.
Así, de acuerdo con el artículo 22.2 el procedimiento de elaboración de proyectos de ley debe
iniciarse en el Ministerio o Ministerios competentes "mediante la elaboración del correspondiente
Anteproyecto, que irá acompañado por la memoria y los estudios o informes sobre la necesidad y
oportunidad del mismo, así como por una memoria económica que contenga la estimación del coste
a que dará lugar". Entre estos informes la Ley establece como obligatorio, en todo caso, el que debe
elaborar la Secretaría General Técnica del Departamento o Departamentos que resulten
competentes.
En esta elaboración habrán de tenerse en cuenta las Directrices de técnica normativa
aprobadas por Acuerdo del Consejo de Ministros en su reunión del día 22 de julio de 2005,
publicadas por Resolución de 28 de julio de 2005 de la Subsecretaría del Ministerio de la
Presidencia. Dicho Acuerdo deroga el anterior de 18 de octubre de 1991, por el que se
aprobaron las Directrices sobre la forma y estructura de los anteproyectos de ley. Asimismo,
debe recordarse que por acuerdo del Consejo de Ministros de 26 de enero de 1990, se aprobó
el Cuestionario de Evaluación que deberá acompañar a los proyectos normativos que se elevan
al Consejo de Ministros.
Por otro lado, hay que citar la Orden de 4 de febrero de 1980, por la que se dictan normas para
la elaboración de la memoria económica justificativa que debe acompañar a los proyectos de leyes y
disposiciones administrativas. Y, posteriormente, la disposición adicional 1ª de la Ley 44/1981, de
26 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 1982, declara aplicables durante 1982 y
años sucesivos lo dispuesto en el artículo 30.3 de la Ley 74/1980, de 29 de diciembre, de
Presupuestos Generales del Estado para el ejercicio de 1981, según el cual: "Todo anteproyecto de
Ley o proyecto de disposición administrativa, cuya aplicación puede suponer un incremento de
gastos o disminución de ingresos públicos, en el ejercicio del año corriente o cualquier otro
posterior, deberá incluir entre los antecedentes y estudios previos una Memoria económica en la que
se pongan de manifiesto debidamente evaluados cuantos datos resulten precisos para conocer las
posibles repercusiones presupuestarias de su ejecución".
Una vez elaborado el texto del Anteproyecto es elevado por el titular del Ministerio proponente
al Consejo de Ministros para que éste decida sobre los trámites que han de seguirse y, en particular,
"sobe las consultas, dictámenes e informes que resulten convenientes, así como sobre los términos
de su realización, sin perjuicio de los legalmente preceptivos" (artículo 22.3 de la Ley). Pero el
propio Consejo de Ministros puede acordar prescindir de tales trámites, salvo los que tengan
carácter preceptivo, cuando así lo aconsejen razones de urgencia, aprobando de una sola vez el
Proyecto de Ley según permite el apartado 5 del artículo 22.
En caso contrario, y tras esta "primera lectura", el apartado 4 del artículo 22 prevé un nuevo
sometimiento al Consejo de Ministros, una vez cumplidos los trámites que éste hubiese acordado
para su aprobación definitiva como Proyecto de Ley y su remisión al Congreso de los Diputados o,
en su caso, al Senado, acompañándolo de una exposición de motivos y de la memoria y demás
antecedentes necesarios para pronunciarse sobre él.
La forma del acto de aprobación del proyecto de ley debe ser, conforme al artículo 25, la de los
Acuerdos del Consejo de Ministros. Y no puede olvidarse que el artículo 26 de la propia Ley
determina el control político de las Cortes Generales de todos los actos y omisiones del Gobierno, la
sumisión de las mismas al control de la jurisdicción contencioso-administrativa, de acuerdo a su
Ley reguladora, así como a la del Tribunal Constitucional conforme a la suya.
Respecto a la segunda cuestión, el precepto ordena la remisión de los proyectos de ley al
Congreso de los Diputados en primer lugar, necesariamente, alejándose de otros sistemas como el
de Italia donde el Gobierno está habilitado para canalizar su iniciativa legislativa a través de una u
otra Cámara. En definitiva, esto es un reflejo del bicameralismo impropio o descompensado por el
que opta la Constitución a favor de la Cámara Baja, cuyo predominio respecto del Senado en
materia legislativa queda claramente reflejado en el artículo 90.
No obstante, existe un supuesto en el que el procedimiento legislativo comienza en el Senado
por una interpretación derivada del artículo 74.2. Según este precepto constitucional las decisiones
de las Cortes Generales previstas en los artículos 94.1 (autorización de Tratados Internacionales),
145.2 (autorización de acuerdos de cooperación entre Comunidades Autónomas), y 158.2
(distribución de los recursos del Fondo de Compensación) se adoptarán por mayoría de cada una de
las Cámaras. En el primer caso, el procedimiento se iniciará por el Congreso, y en los otros dos,
por el Senado. En ambos casos, si no hubiera acuerdo entre Senado y Congreso, se intentará obtener
por una Comisión Mixta compuesta de igual número de Diputados y Senadores. La Comisión
presentará un texto que será votado por ambas Cámaras. Si no se aprueba en la forma establecida,
decidirá el Congreso por mayoría absoluta.
No parece que la Constitución estuviese pensando en este caso en actos de naturaleza legislativa.
Así resulta claro en cuanto a las decisiones referentes a los convenios o acuerdos entre
Comunidades Autónomas. En cuanto a la distribución de los recursos del Fondo de Compensación
Interterritorial, se lleva a cabo, de hecho, por la Ley de Presupuestos Generales del Estado de cada
año; en concreto por la Sección 33, destinada a ello. Su discusión, por tanto, se enmarca en las
reglas del debate presupuestario. Sin embargo, el tenor literal del artículo 74.2 ha llevado a entender
que la tramitación del proyecto de ley que regulase la institución del Fondo de Compensación
Interterritorial debía comenzar en la Cámara Alta que, según el artículo 69 es la Cámara de
representación territorial. Así ha ocurrido con la Ley 29/1990, de 26 de diciembre, del Fondo de
Compensación Interterritorial; con la modificación de la anterior efectuada por la Ley 31/1994, de
24 de noviembre, a raíz de la reforma del Reglamento del Senado; y con la última modificación
llevada a cabo por la Ley 22/2001, de 27 de diciembre, reguladora de los Fondos de Compensación
Interterritorial que, como su nombre indica, desdobla la institución añadiendo al Fondo de
Compensación un Fondo Complementario para financiar los proyectos de inversión que cubre el
anterior.
Aparte de este concreto caso, la tramitación parlamentaria de los proyectos de ley comienza
siempre en el Congreso de los Diputados cuyo Reglamento dedica, dentro del Capítulo Segundo del
Título V, referido al procedimiento legislativo común, la Sección 1ª a los proyectos de ley. El
artículo 109 determina la recepción de los mismos por la Mesa del Congreso que debe ordenar su
publicación, la apertura del plazo de presentación de enmiendas y el envío a la Comisión
correspondiente por razón de la materia. En los siguientes artículos se regula la tramitación de las
enmiendas, el desarrollo del debate de totalidad, y la deliberación en Comisión y en Pleno. De
acuerdo con el artículo 120: "Aprobado un proyecto de Ley por el Congreso, su Presidente lo
remitirá, con los antecedentes del mismo y con los documentos producidos en la tramitación ante la
Cámara, al Presidente del Senado."
En el Senado serán de aplicación las normas establecidas en el Título IV de su Reglamento, cuyo
texto refundido fue aprobado el 3 de mayo de 1994, que, conforme a los principios establecidos en
el artículo 90 de la Constitución, regula el procedimiento legislativo en la Cámara Alta. Por tanto,
recibido un proyecto de ley, la Mesa declara la Comisión competente para conocerlo y dispone la
apertura del plazo de presentación de enmiendas (artículo 104). El primer apartado de este artículo
determina que los proyectos y proposiciones de ley se publicarán y distribuirán inmediatamente
entre los Senadores. La documentación complementaria si la hubiere, podrá ser consultada en la
Secretaría de la Cámara. Ésta dispone de un plazo de dos meses, a partir de la recepción del texto
para aprobarlo expresamente o para, mediante mensaje motivado, oponer su veto o introducir
enmiendas al mismo (artículo 106). En todo caso, como una aplicación del principio previsto en el
artículo 89 de la Constitución, el artículo 105 del Reglamento del Senado establece que: "Los
proyectos del Gobierno recibirán tramitación prioritaria sobre las proposiciones de ley".
Los artículos 121 a 123 del Reglamento del Congreso regulan el procedimiento a seguir en caso
de que el Senado oponga su veto o introduzca enmiendas en el proyecto de ley. Y el artículo 128 del
mismo Reglamento regula la contrapartida de la iniciativa estableciendo que: " El Gobierno podrá
retirar un Proyecto de Ley en cualquier momento de su tramitación ante la Cámara, siempre que no
hubiere recaído acuerdo final de ésta". Y de modo similar contempla esta facultad el Reglamento
del Senado hablando de "todas las fases del procedimiento anteriores a su aprobación definitiva por
la Cámara" (artículo 127).
El incremento de la actividad legislativa de los sucesivos Gobiernos ha sido paulatino pero
incesante. Tomando datos tan sólo de las últimas cinco legislaturas, pueden señalarse las siguientes
cifras: en la III Legislatura se presentaron 125 proyectos de ley de los que se aprobaron un total de
108; en la IV, de 137 proyectos de ley presentados se aprobaron 109; en la V se aprobaron 112 de
los 130 presentados; en la VI el número ascendió a 192 presentados y 172 aprobados y promulgados
finalmente como leyes; y en la VII Legislatura, de 175 proyectos de ley presentados se han
aprobado un total de 173.
Por último, el aspecto más conflictivo es el relativo a la documentación que debe acompañar a
los proyectos de ley. La discusión fundamental se ha centrado en cuál es el valor de la exposición de
motivos y en qué debe entenderse por "necesario" cuando se habla de antecedentes necesarios para
que las Cámaras se pronuncien sobre los textos remitidos por el Gobierno. A ello se suma el hecho
de que en distintas disposiciones legislativas se contempla la obligación de remitir o acompañar
informes a los proyectos de ley, según las distintas materias de que se traten. Se plantea, entonces, si
tales documentos deben integrar los antecedentes que acompañen al proyecto en su presentación
parlamentaria.
En suma, la obligación de acompañar a los proyectos de ley con esta información se justifica por
el propósito de que las Cortes puedan tener los elementos de juicio suficientes para desempeñar su
función legisladora. Y está en plena coherencia con las facultades de información que tienen
reconocidas las Cámaras y sus Comisiones en el artículo 109 de la Constitución. La primera
cuestión que se suscita es la de si la ausencia de la Exposición de Motivos puede producir una
desinformación tal que invalide el procedimiento legislativo.
El Tribunal Constitucional en su Sentencia 108/1986, de 29 de julio, que desestimaba un recurso
contra la presentación del Proyecto de Ley Orgánica de modificación de la Ley Orgánica del Poder
Judicial, que carecía del preceptivo informe del Consejo General del Poder Judicial, estimó que: "la
ausencia de un determinado precedente sólo tendrá trascendencia si se hubiere privado a las
Cámaras de un elemento de juicio necesario para su decisión, pero, en este caso, el efecto, que tuvo
que ser conocido de inmediato, hubiese debido ser denunciado ante las mismas Cámaras y los
recurrentes no alegan en ningún momento que esto ocurriese. No habiéndose producido esa
denuncia, es forzoso concluir que las Cámaras no estimaron que el informe era un elemento de
juicio necesario para su decisión, sin que este Tribunal pueda interferirse en la valoración de la
relevancia que un elemento de juicio tuvo para los parlamentarios". Y más adelante aplica la misma
doctrina por lo que se refiere a la falta de remisión al Congreso por el Gobierno de la exposición de
motivos y de la memoria explicativa del proyecto de ley. No faltó la remisión de estos antecedentes
sino que se hizo tardíamente, a juicio de los recurrentes. Pero, aunque hubieran faltado, dice el Alto
Tribunal que: "El defecto indicado sólo tendría relevancia si hubiese menoscabado los derechos de
Diputados o grupos parlamentarios del Congreso, y siendo los hechos, en caso de ser ciertos,
plenamente conocidos por ellos sin que mediase protesta por su parte, hay que entender que los
afectados no consideraron que existiese lesión de sus derechos, y que, si defecto hubo, fue
convalidado por la misma Cámara, por lo que este Tribunal no puede entrar a examinar su
existencia o relevancia". En otras palabras, el Tribunal entiende que sólo puede considerarse
necesario aquello que la propia Cámara estima como tal.
En todo caso, la exposición de motivos se ha convertido en un elemento que, con mayor o menor
acierto, acompaña a todos los proyectos de ley y, casi en todos los casos, termina siendo
incorporado como preámbulo de la Ley, tal como prevé el artículo 114.2 del Reglamento del
Congreso. Con independencia de que tal incorporación no esté siempre igual de justificada, el
principal problema que se plantea es el de su valor normativo, sobre todo en caso de discordancia
con el articulado. La cuestión fue resuelta tempranamente por el Tribunal Constitucional que, en la
Sentencia 36/1981, de 12 de noviembre, por la que resolvía el recurso de inconstitucionalidad
planteado contra la Ley de la Comunidad Autónoma del País Vasco sobre reconocimiento de
derechos de inviolabilidad e inmunidad de los miembros del Parlamento Vasco, niega valor
normativo al preámbulo de las leyes diciendo que: "En la medida que el Preámbulo no tiene valor
normativo consideramos que no es necesario, ni incluso resultaría correcto, hacer una declaración
de inconstitucionalidad expresa que se recogiera en al parte dispositiva de esta sentencia". No
obstante, "en cuanto que los preámbulos son un elemento a tener en cuenta en la interpretación de
las leyes", considera conveniente hacer la precisión de que el Preámbulo de la Ley impugnada no
tiene "valor interpretativo alguno en la medida que el mismo se refiere a preceptos que sean
declarados inconstitucionales y nulos en la sentencia o sean interpretados en la misma conforme a la
Constitución y al Estatuto de Autonomía y de manera contraria a lo expresado en dicho preámbulo".
El mantenimiento de esta doctrina se recoge de forma muy clara en la STC 173/1998, de 23 de
julio, que resolvía el recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra diversos preceptos de la
Ley 3/1988, de 12 de febrero, del Parlamento Vasco, de Asociaciones, en la que afirma que:
"Aunque quepa reprochar la introducción de elementos de imprecisión en la Ley, es lo cierto que,
como ha reiterado este Tribunal, ni las rúbricas de los títulos de las leyes ni los preámbulos tienen
valor normativo (por todas, STC 36/1981, fundamento jurídico 7º), por lo que lo establecido en
ellos no puede prevalecer sobre el articulado de la Ley.
En cuanto a los otros antecedentes que puedan considerarse necesarios para que las Cámaras se
pronuncien, se trata, fundamentalmente, de aquellos informes o estudios jurídicos, económicos o
técnicos que, realizados en la fase de elaboración del proyecto de ley, puedan ilustrar a las Cámaras
sobre el contenido y la forma de la iniciativa que van a tramitar. Entre estos pueden estar,
evidentemente, aquellos informes o dictámenes que, de acuerdo con la Constitución y las leyes sean
preceptivos. Sin embargo, no puede identificarse de modo automático la obligatoriedad de estos
informes con la necesidad de que acompañen al proyecto de ley correspondiente.
Los informes del Consejo de Estado o los del Consejo General del Poder Judicial, por citar
tan sólo un par de ejemplos de los que con mayor frecuencia acompañan a los proyectos de
ley, serán obligatorios en los casos que establezcan los artículos 21 y 22 de la Ley Orgánica
3/1980, de 22 de abril, del Consejo de Estado, o el artículo 108 de la Ley Orgánica del Poder
Judicial, respectivamente. Al respecto puede recordarse la Resolución de 21 de junio de 2005,
de la Presidencia del Consejo de Estado, por la que se dispone la publicación de la relación
actualizada de disposiciones que preceptúan la audiencia del Consejo de Estado. Pero la falta
de esta consulta, cuando sea legalmente obligatoria, no constituye propiamente un vicio del
procedimiento legislativo, puesto que se desenvuelve en una fase anterior a esta. Por eso tan
sólo podrá ser acreedora de un recurso contencioso sobre el procedimiento administrativo
previo de elaboración del proyecto, o, a lo sumo, de una declaración de inconstitucionalidad
por razones procedimentales, si el requisito del informe o consulta se establece por alguna
norma de las que integran el bloque de constitucionalidad. Es el caso de la STC 35/1984, de 13
de marzo, que dio lugar a la declaración de inconstitucionalidad del Real Decreto-Ley 1/1983,
de 9 de febrero, que derogaba la exacción sobre el precio de las gasolinas de automoción en
las Islas Canarias, por no haberse consultado al Parlamento de esta Comunidad Autónoma
como exige la Disposición Adicional Tercera de la Constitución y el artículo 46 del Estatuto
Canario; y también de la STC 181/1988, de 13 de octubre que resuelve el recurso de
inconstitucionalidad planteado contra la Ley 30/1983, de 28 de diciembre, de Cesión de
Tributos del Estado a las Comunidades Autónomas. En el mismo se declara inconstitucional la
disposición adicional tercera de dicha ley, por haberse vulnerado una ¿especialidad
procedimental que afecta al trámite previo de la iniciativa legislativa¿ contenida en el Estatuto
de Autonomía de Cataluña.
En caso contrario, habrá que entender que resulta de aplicación la doctrina sentada por el
Tribunal Constitucional en la mencionada sentencia STC 108/1986 de 29 de julio, de forma que la
valoración de la relevancia que pueda tener la omisión de la incorporación al expediente del
proyecto de ley de un informe o dictamen, sea este preceptivo o no, corresponde realizarla, en
primer lugar, a las propias Cámaras. En otras palabras, que, según la jurisprudencia constitucional,
sólo puede considerarse como antecedente necesario aquello que la propia Cámara estima como tal.
Queda pendiente la cuestión de a quién corresponde emitir este juicio de las Cámaras; es decir, si es
posible romper la presunción de que un antecedente no es necesario con la simple petición de uno o
varios grupos minoritarios que lo demanden, o será necesario el pronunciamiento mayoritario de
alguno de sus órganos. A falta de un pronunciamiento complementario del Tribunal Constitucional
debe afirmarse que, en cualquier caso, las minorías siempre tendrán derecho, al amparo del artículo
109 de la Constitución y del artículo 7 del Reglamento del Congreso, a solicitar al Gobierno la
información y ayuda que precisen, incluyendo los datos, informes o documentos que obren en poder
de las Administraciones Públicas, lo cual se podrá aplicar, naturalmente, al procedimiento
legislativo.
Sobre el contenido de este artículo se puede consultar, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 89
Después de que el artículo 87 establezca los sujetos de la iniciativa legislativa, los artículos 88 y
89 se refieren, respectivamente, a los proyectos y las proposiciones de ley. Manteniendo la
denominación tradicional en nuestro Derecho Parlamentario, el primer término se reserva a las
iniciativas gubernamentales, mientras que el segundo agrupa tanto a las iniciativas de las Cortes
Generales como a las que proceden de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas
o del ejercicio de la iniciativa legislativa popular. Para establecer el régimen de las proposiciones de
ley se remite a los Reglamentos del Congreso de los Diputados y el Senado. Y, reconociendo la
prioridad de la que deben gozar los proyectos de ley la limita, sin embargo, a unos términos en que
no impida el ejercicio de este derecho a los sujetos a quienes se lo concede el artículo 87. Además,
establece el procedimiento que deben seguir las proposiciones de ley que se aprueben en el Senado,
de forma que se remiten al Congreso para su trámite como el resto de las proposiciones de ley, una
vez que han sido tomadas en consideración en la Cámara Alta.
Precedentes y Derecho Comparado
No es frecuente la inclusión de preceptos como éste en los textos constitucionales, ya que se trata
de cuestiones normalmente relegadas a la regulación reglamentaria. Por esta razón no existen
precedentes en nuestro constitucionalismo histórico. Asimismo, no es fácil encontrar artículos
similares en el Derecho comparado, aunque sí se pueden citar distintos preceptos donde se recoge la
iniciativa legislativa que da lugar a las proposiciones de ley, como los artículos 75 de la
Constitución belga, 73 de la griega, 47 de la de Luxemburgo y 82 de la de los Países Bajos, que
reconocen esta facultad a las Cámaras; o los artículos 41 de la Constitución danesa y 39 de la
francesa que se la atribuyen a los parlamentarios de forma individual.
Algunos textos recogen también otros supuestos de iniciativas distintas de la del Gobierno que
pueden dar lugar a la presentación de proposiciones de ley por las entidades territoriales, como las
Regiones en Italia, según el artículo 71 de la Constitución de 1947, o las Regiones autónomas en
Portugal, de acuerdo con el artículo 170 de su Constitución; o por los electores en ejercicio de la
iniciativa legislativa popular como en Italia y en Austria (artículo 41.2 de la Constitución Federal).
El texto más cercano que puede encontrarse es la referencia a la tramitación en el Consejo Federal
y la Dieta Federal de los proyectos de Ley presentados por el Gobierno en Alemania, de acuerdo
con el artículo76.2 de la Ley Fundamental de Bonn.
Elaboración del proyecto
Por lo que se refiere a la redacción del precepto durante su elaboración, debe señalarse que el
artículo 82 del Anteproyecto contenía un único apartado correspondiente al apartado primero actual,
que tan sólo fue modificado para sustituir la expresión "proyectos del Gobierno" por la de
"proyectos de Ley". La Comisión de Constitución del Senado fue la que introdujo un apartado
segundo con el texto actualmente vigente sobre el destino de las proposiciones de Ley tomadas en
consideración en la Cámara Alta.
Desarrollo legislativo y jurisprudencia constitucional
Las proposiciones de ley pueden ser de origen parlamentario, las que surgen en el seno de las
Cortes Generales y también las que proceden de cualquiera de las Asambleas Legislativas de las
Comunidades Autónomas. O de origen popular, las presentadas por los promotores de una iniciativa
legislativa popular según lo dispuesto en la Ley Orgánica 3/1984, de 26 de marzo, reguladora de
dicha iniciativa, modificada por la Ley Orgánica 4/2006, de 26 de mayo. Los requisitos para su
presentación en cada caso son examinados con detalle en la sinopsis del artículo 87 de la
Constitución, pero dado que, una vez admitidas a trámite, siguen el mismo procedimiento, nos
referiremos al desarrollo legislativo común que se contiene en los Reglamentos de las Cámaras,
señalando las especialidades cuando las hubiere.
El Reglamento del Congreso de los Diputados, de 10 de febrero de 1982, dedica a las
proposiciones de Ley la Sección Segunda del Capítulo Segundo del Título V, relativo al
procedimiento legislativo (artículos 124 a 127, estableciendo en el artículo 129 las condiciones de
su retirada). Por su parte, el Reglamento del Senado, cuyo texto refundido fue aprobado por la Mesa
de la Cámara el 3 de mayo de 1994, se refiere a ellas en los artículos 108 y 109. En ambos casos
estas referencias específicas deben completarse con las previsiones sobre el procedimiento
legislativo ordinario o, en su caso, los procedimientos especiales que correspondan.
En el caso del Congreso, las proposiciones de ley pueden ser adoptadas a iniciativa de un
Diputado, con la firma de otros 14 miembros de la Cámara, o por un Grupo Parlamentario con la
sola firma de su Portavoz (artículo 126.1 del Reglamento). En el Senado por un Grupo
Parlamentario ó 25 Senadores (artículo 108.1). Además, la reforma del Reglamento de 1994,
dirigida a potenciar las funciones del Senado como Cámara de representación territorial, vino a
permitir que la Comisión General de las Comunidades Autónomas, entre sus muchas funciones
pudiese también "ejercer la iniciativa legislativa, mediante proposiciones de ley, en cuya
tramitación se atendrá a lo previsto en el artículo 108 de este Reglamento" (artículo 56 s)). Sin
embargo, esta posibilidad, muy novedosa en nuestro Derecho Parlamentario, ha quedado inédita
hasta el momento.
En cuanto a los requisitos formales, el Reglamento del Congreso establece, en paralelo a lo que
dispone el artículo 88 de la Constitución para los proyectos de ley, que las proposiciones de ley se
presentarán acompañadas de una exposición de motivos y de los antecedentes necesarios para
pronunciarse sobre ellas (artículo 124).
En el Reglamento del Senado el artículo 108 señala que deberán ser formuladas en un texto
articulado acompañado de una exposición justificativa y, además, en su caso, de una Memoria en la
que se evalúe su coste económico.
Presentada la proposición de ley y admitida a trámite, la Mesa del Congreso ordenará su
publicación y su remisión al Gobierno para que manifieste su criterio respecto a aquélla, así como
su conformidad o no a la tramitación si la iniciativa supone aumento de los créditos o disminución
de los ingresos presupuestarios (artículos 126.2 del Reglamento del Congreso y 151.1 del
Reglamento del Senado). Este extremo resulta del artículo 134.6 de la Constitución que, en el marco
del procedimiento de aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, dispone que: "Toda
proposición o enmienda que suponga aumento de los créditos o disminución de los ingresos
presupuestarios requerirá la conformidad del Gobierno para su tramitación".
Si el Gobierno no manifiesta reparos presupuestarios en un plazo de 10 días, en el caso del
Senado, y de 30 en el del Congreso, se estima que otorga su conformidad y que la proposición de
ley puede someterse a la toma en consideración que en el Congreso implica un debate ajustado a las
reglas de los debates de totalidad que sufren los proyectos de ley (artículo 126. 4 del Reglamento),
mientras que en el Senado cabe que se presenten distintas proposiciones de ley sobre la misma
materia dentro de los 15 días siguientes a la presentación de la original, votándose después de su
debate, cada una de ellas en su totalidad o bien mediante la agrupación de artículos, en cuyo caso
puede resultar tomada en consideración una proposición de ley formada por agrupaciones sucesivas
de artículos procedentes de distintas de las presentadas, conforme al procedimiento previsto en el
artículo 108 del Reglamento de la Cámara Alta.
Las proposiciones de ley tomadas en consideración en el Congreso siguen los trámites del
procedimiento legislativo ordinario previsto para los proyectos de ley, salvo lo relativo a las
enmiendas de totalidad que no podrán presentarse. Las que tome en consideración el Senado según
dispone el apartado 2 del artículo 89 de la Constitución y reiteran los artículos 125 del Reglamento
del Congreso y 108.5 del Reglamento del Senado, se remiten al Congreso de los Diputados para su
tramitación como tales proposiciones de ley, excluyendo la toma en consideración que ya se ha
producido en la otra Cámara. Con ello, según ha señalado la doctrina, se mantiene el predominio de
la Cámara Baja en el procedimiento legislativo, puesto que sigue siendo la que efectúa la primera
lectura de los textos que están llamados a convertirse en leyes, pero al tiempo se respeta el ejercicio
de la iniciativa legislativa senatorial, ya que ésta no se somete al juicio del Congreso mediante una
nueva toma en consideración. De esta forma, a las proposiciones de ley del Senado se les aplica una
suerte de sistema de lanzadera, ya que, tras ser tomadas en consideración en esta Cámara, se
remiten al Congreso que, tras su debate y aprobación, en su caso, las devuelve a la Cámara Alta
para que en ella se realice un estudio en profundidad agotando las fases de Ponencia, Comisión y
Pleno.
Por otro lado, el Reglamento del Congreso obvia la cuestión de la prioridad que debe tener la
tramitación de los proyectos respecto a la de las proposiciones de ley. Y el Reglamento del Senado
se limita a disponer en su artículo 105 que: "Los proyectos del Gobierno recibirán tramitación
prioritaria sobre las proposiciones de ley". La virtualidad de este principio es difícil de ponderar en
la medida en que la ordenación de los trabajos de las Cámaras, y en especial los legislativos,
depende de un voluntarismo, en no pocas ocasiones ajeno a ellas, y conformado con arreglo a
criterios políticos de oportunidad. Sólo en una situación de excesiva acumulación de iniciativas
pendientes, o de coincidencia de las mismas, cabe pensar que la tramitación de una proposición de
ley deba ceder su lugar a la de un proyecto de ley. En todo caso, por mandato constitucional, esta
prioridad no podrá imponerse de tal modo que se evite finalmente el debate de las proposiciones de
ley.
De acuerdo con el artículo 127 del Reglamento del Congreso, las proposiciones de ley de las
Comunidades Autónomas y de iniciativa popular serán examinadas a efectos de verificar el
cumplimiento de los requisitos legalmente establecidos. Si los cumplen, su tramitación se ajustará a
lo previsto para las proposiciones de ley del Congreso y del Senado, con la única especialidad de
que en las de iniciativa de una Asamblea de una Comunidad Autónoma la defensa de la proposición
en el trámite de toma en consideración corresponderá a la Delegación de aquélla que, según el
artículo 87.2 tendrá un máximo de tres miembros. Asimismo, debe recordarse la particularidad de
que las iniciativas legislativas populares que estuvieran en tramitación en alguna de las Cámaras no
decaerá al disolverse ésta, aunque pueda retrotraerse al trámite que decida la Mesa correspondiente,
sin que sea preciso en ningún caso presentar nueva certificación acreditativa de haberse reunido el
mínimo de firmas exigidas, tal y como dispone el artículo 14 de la Ley Orgánica 3/1984. En el caso
de las proposiciones de ley, conforme a los usos parlamentarios que han ido consolidando los
criterios de caducidad, no caducan al llegar el fin de la Legislatura si han sido admitidas a trámite y
todavía no se han tomado en consideración, siendo trasladadas a la nueva Cámara. Si han sido
tomadas en consideración, como sucede con las del Congreso y el Senado estén en la fase que estén,
caducarán y habrán de ser presentadas de nuevo en la siguiente Legislatura si se quiere su discusión.
En cuanto a la retirada, el artículo 129 del Reglamento del Congreso dispone que la iniciativa de
la retirada de una proposición de ley por su proponente tendrá pleno efecto por sí sola, si se produce
antes del acuerdo de la toma en consideración. Adoptado éste, la retirada solo será efectiva si la
acepta el Pleno de la Cámara. Con ello se sigue la tesis lógica de que la Cámara, al tomar en
consideración una proposición de ley, hace suya la iniciativa legislativa en cuestión, de forma que
ya no pertenece al sujeto original.
En cualquier caso, los datos que ofrece la estadística parlamentaria en cuanto al ejercicio de uno
y otro tipo de iniciativa son bastante elocuentes. Nos centraremos en las proposiciones de ley de las
Cortes Generales, puesto que las autonómicas y las procedentes de la iniciativa legislativa popular,
muy inferiores en número, son analizadas en el comentario al artículo 87. En primer término, se
aprecia un notable incremento en la presentación de proposiciones de ley durante las dos últimas
legislaturas. Así, frente a las 139 de la III Legislatura, las 162 de la IV y las 140 de la V, se
presentaron 300 en la VI y 318 en la VII Legislaturas. En todos los casos este número ha sido
mayor que el de proyectos de ley presentados por el Gobierno. Naturalmente, este dato no impide
que, tras la correspondiente tramitación, se haya aprobado un número considerablemente superior
de éstos frente al de aquéllas. Uno y otro resultado de la comparación responden a la lógica de un
sistema parlamentario contemporáneo en el que el Gobierno desempeña el papel de primer motor de
la función legislativa. Frente a las 9 proposiciones de ley aprobadas en la III Legislatura, se
aprobaron 108 proyectos de ley; en la IV fueron 16 proposiciones y 109 proyectos; 17
proposiciones y 112 proyectos en la V; 28 proposiciones de ley y 172 proyectos del Gobierno en la
VI; y en la VII y última Legislatura se han aprobado 16 proposiciones y 173 proyectos de ley.
El Tribunal Constitucional se ha manifestado sobre la naturaleza de las proposiciones de Ley de
origen parlamentario, destacando en la Sentencia 124/1995, de 18 de julio, que se trata de una
forma de participación de los parlamentarios en la potestad legislativa de las Cámaras y un
instrumento al servicio de la función representativa característica de todo Parlamento, operando
como un instrumento eficaz en manos de los distintos grupos políticos que les permite utilizar "una
vía adecuada para forzar el debate político y obligar a que los distintos grupos políticos tengan que
tomar expreso partido sobre la oportunidad de regular mediante Ley una determinada materia". De
ahí se deriva "la exigencia de que la Mesa, en tanto que órgano de administración y gobierno
interior, limite sus facultades de calificación y admisión de las mismas al exclusivo examen del
cumplimiento de los requisitos formales reglamentariamente exigidos, pues, de lo contrario, no sólo
estaría asumiendo bajo un pretendido juicio técnico una decisión política que sólo al Pleno
corresponde, sino que, además, y desde la óptica de la representación democrática, estaría
obstaculizando la posibilidad de que se celebre un debate público entre las distintas fuerzas políticas
con representación parlamentaria". Por esta razón, el Tribunal entiende que la indebida inadmisión a
trámite de una proposición no de Ley, no sólo vulnera el artículo 23.2 de la Constitución, en tanto
que impide a los parlamentarios el lícito ejercicio de su derecho a la participación política, sino
también el derecho de los ciudadanos a verse representados y participar indirectamente en los
asuntos públicos (ex) artículo 23.1 de la Constitución mediante el conocimiento de la opinión
política de sus representantes sobre la materia objeto de la iniciativa y la conveniencia de su
regulación legal.
Esta facultad de control, según las Sentencias, entre otras, 277/2002, de 14 de octubre y
208/2003, de 1 de diciembre, debe ejercerse motivando "expresa, suficiente y adecuadamente la
aplicación de las normas cuando puede resultar de la misma una limitación al ejercicio de aquellos
derechos y facultades que integran el estatuto constitucionalmente relevante de los representantes
políticos". Además, el Alto Tribunal afirma en la STC 205/1990, de 13 de diciembre, que a la Mesa
le compete, por estar sujeta al ordenamiento jurídico, en particular a la Constitución y a los
Reglamentos Parlamentarios que regulan sus atribuciones y funcionamiento, y en aras de la
mencionada eficiencia del trabajo parlamentario, verificar la regularidad jurídica y la viabilidad
procesal de la iniciativa, esto es, examinar si la iniciativa cumple con los requisitos formales
exigidos por la norma parlamentaria. Pero dicho examen no debe suplantar las funciones que le
corresponden a la Asamblea legislativa y, en particular, como dice en la Sentencia 38/1999, de 22 de
marzo, no puede suponer un juicio sobre la oportunidad política de una iniciativa legislativa, en los
casos en los que ese juicio esté atribuido a la Cámara parlamentaria en el correspondiente trámite de
toma en consideración o en el debate primario. Y más adelante señala que tratándose de una
iniciativa legislativa de origen parlamentario, "dada su relevancia constitucional en punto al
desempeño por los representantes de los ciudadanos de su cargo", debe hacerse una interpretación y
aplicación restrictivas de los artículos del Reglamento que establecen la facultad de la Mesa
"constriñendo su examen a la regularidad formal de la iniciativa"
En cambio, el Tribunal ha defendido las facultades calificatorias de la Mesa respecto de las
enmiendas presentadas a una proposición de ley autonómica en el Parlamento de donde procedía.
En la STC 23/1990, de 15 de febrero, avaló el rechazo de una enmienda que ampliaba la reforma
estatutaria propuesta por entender que desvirtuaba lo que era una auténtica enmienda y se convertía
en "un escrito que contiene otro proyecto de modificación del Estatuto de mucha mayor
envergadura". Doctrina esta que, por otra parte, parece difícil de cohonestar con la relativa a la
inexistencia de delimitación material entre enmienda y proposición o proyecto de ley sostenida
reiteradamente desde la STC 99/1987, de 11 de junio, por la que resolvía el recurso de
inconstitucionalidad planteado contra la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de Medidas para la Reforma
de la Función Pública. En ella afirma que: "no existe ni en la Constitución ni en los Reglamentos de
las Cámaras norma alguna que establezca una delimitación material entre enmienda y proposición
de ley. Ni por su objeto, ni por su contenido, hay límite alguno a la facultad que los miembros de las
Cámaras tienen para presentar enmiendas, exceptuados los que, tanto para las enmiendas como para
las proposiciones de ley, fijan los artículos 84 y 134.6 de la Constitución para asegurar un ámbito de
acción propia al Gobierno". Y aplica esta misma doctrina respecto de la delimitación material entre
enmienda y proyecto de ley en la STC 194/2000, por la que resolvía el recurso de
inconstitucionalidad contra la Ley de Tasas y Precios Públicos.
En cuanto a la iniciativa legislativa autonómica y popular, debemos remitirnos al comentario
efectuado en el artículo 87 y citar el Auto del Tribunal Constitucional 428/1989 de 21 de junio, y la
Sentencia 76/1994, de 14 de marzo, respectivamente.
Sobre el contenido de este artículo se pueden consultar, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 90
Dentro del Capítulo Segundo del Título III de la Constitución, dedicado a la elaboración de las
leyes, el artículo 90 contiene una serie de normas de procedimiento legislativo que, en concreto,
enmarcan la actuación del Senado en el mismo. Se trata de un precepto que refleja de modo
indudable la opción por el bicameralismo descompensado en favor del Congreso de los Diputados
que adopta la Constitución, en la medida en que permite a esta Cámara imponer su criterio en el
ejercicio de la función legislativa por encima de lo que manifieste la Cámara Alta.
Precedentes y Derecho Comparado
Desde este punto de vista, la decisión adoptada supone una novedad tan sólo relativa en nuestro
Derecho histórico. Puesto que en todos los casos en que la Constitución respondía a un modelo
bicameral optó por la equiparación, casi completa, entre las dos Cámaras a la hora de aprobar las
leyes, pero fijando el predominio del Congreso en caso de discrepancia. Así, aunque las
Constituciones de 1837, 1845, 1856, 1869 con algún matiz, y 1876, establecían unas Cortes
compuestas de dos Cuerpos Colegisladores iguales en facultades, la regla general fue que las leyes
sobre contribuciones y crédito público debían presentarse primero ante el Congreso de los
Diputados y luego al Senado. En estos mismos casos se establecía el predominio del Congreso en la
Constitución de 1837, cuyo artículo 37 disponía que "si en el Senado sufrieren alguna alteración
que aquél (el Congreso) no admita después, pasará a la sanción real lo que los diputados aprobaren
definitivamente". Y la Constitución de 1869 disponía en su artículo 50, para estas mismas
disposiciones de carácter fiscal y las relativas a la fuerza militar, que si el Senado hiciese en ellas
alguna alteración que el Congreso no admitiera, prevalecería la resolución del Congreso.
Además, los conflictos entre Cámaras vinieron a resolverse, hasta la desaparición del principio
bicameral, por la Ley de Relaciones entre los Cuerpos Colegisladores de 19 de julio de 1837. Esta
norma escogió el sistema de la Comisión Mixta de Conciliación en caso de discrepancia entre
ambas Cámaras. Su artículo 10 establecía que: "Si uno de los Cuerpos Colegisladores modificare o
desaprobare sólo en alguna de sus partes un proyecto de ley aprobado ya en el otro Cuerpo
Colegislador, se formará una Comisión compuesta de igual número de senadores y diputados para
que conferencien sobre el modo de conciliar las opiniones. El Dictamen de esta Comisión se
discutirá sin alteración ninguna por el Senado y el Congreso; y si fuese admitido por los dos,
quedará aprobado el proyecto de ley." De esta forma se matizaba aún más la ligera prevalencia que
correspondía al Congreso.
Por otro lado, el predominio de alguna de las Cámaras en determinadas materias, y en particular
en las fiscales, es frecuente en el Derecho Comparado donde, en cambio, no es fácil encontrar
modelos donde exista una desigualdad en la función legislativa entre las Cámaras tan marcada como
la nuestra. Así, dentro de la Unión Europea, es conocido el ejemplo de Italia entre los que
establecen un bicameralismo perfecto o completo en cuanto se les atribuyen las mismas
competencias a la Cámara de Diputados y al Senado. El artículo 70 de la Constitución de 1947
afirma taxativamente que: "La función legislativa será ejercida colectivamente por ambas
Cámaras". En cambio, otro de los clásicos ejemplos como el de Bélgica debe ser matizado, en la
medida en que el reparto del poder legislativo federal se ha visto modificado y el artículo 77
establece los supuestos en que la Cámara de Representantes y el Senado son competentes en pie de
igualdad, mientras los artículos 74 y 78 se refieren a las materias en las que predomina la opinión de
la Cámara de Representantes en un sistema de lanzadera, ya que el Senado puede enmendar o no un
proyecto de ley y en caso afirmativo remitirlo a la Cámara de Representantes "la cual se
pronunciará de modo definitivo, bien aprobando, bien rechazando total o parcialmente las
enmiendas aprobadas por el Senado"; según el artículo 79 el proyecto es nuevamente enviado al
Senado que en un plazo de quince días debe decidir si acepta el proyecto enmendado o lo enmienda
nuevamente, en este último caso la Cámara de Representantes se pronunciará de modo definitivo
bien aprobando, bien rechazando el proyecto de ley.
En otros casos el predominio de la Asamblea Nacional se establece en la Constitución francesa
de 1958, en su artículo 45, que dispone que si a consecuencia de un desacuerdo entre aquélla y el
Senado un proyecto o proposición de ley no puede ser adoptado después de dos lecturas por cada
Cámara o si el Gobierno declara su urgencia después de una sola lectura, el Primer Ministro estará
facultado para convocar una comisión mixta paritaria encargada de proponer un texto sobre las
disposiciones que queden por discutir. Este texto será sometido a ambas Cámaras sin que pueda
admitirse ninguna enmienda sin la conformidad del Gobierno. Si la comisión mixta no llega a
adoptar un texto común, o éste no es aprobado por las Cámaras, el Gobierno podrá, después de una
nueva lectura por la Asamblea Nacional y por el Senado, pedir a la Asamblea Nacional que resuelva
en última instancia. En tal caso, la Asamblea Nacional podrá considerar, bien el texto elaborado por
la comisión mixta, bien el último texto votado por ella, modificado en su caso por una o varias de
las enmiendas adoptadas por el Senado.
Por su parte, el sistema establecido en los artículos 76 a 78 en la Ley Fundamental de Bonn,
partiendo de que no es preciso el concurso de ambas Cámaras en todos los tipos de leyes, prevé que
los proyectos o proposiciones de ley se sometan primero al Consejo Federal (Bundesrat), después
son trasladadas a la Dieta Federal (Bundestag). Este podrá manifestar su conformidad o pedir que se
convoque una comisión mixta para el estudio en común de las propuestas. Cuando no se requiera la
aprobación del Consejo General para una ley éste podrá, sin embargo, oponer su veto dentro de un
plazo de dos semanas. Si dicho veto se aprobó por mayoría simple la Dieta podrá levantarlo con la
misma mayoría de los diputados de la Cámara; si se hubiese acordado el veto por una mayoría, de
por lo menos dos tercios, el levantamiento del veto requerirá también mayoría de dos tercios, que
suponga, por lo menos, la mayoría de diputados de la Dieta.
Elaboración del precepto
En cuanto a los avatares que sufrió el precepto durante su elaboración, el artículo 83 del
Anteproyecto de Constitución contenía las decisiones básicas del mismo en sus tres apartados. Las
principales modificaciones se introdujeron en la Comisión Constitucional del Congreso donde se
desglosaron las diferentes mayorías exigidas para aprobar un veto en el Senado (mayoría absoluta)
y para introducir enmiendas (mayoría simple). Más tarde, la Comisión de Constitución del Senado
introdujo una duplicación de los plazos previstos: el plazo de un mes con que el Senado cuenta para
introducir enmiendas o para oponer un veto se convierte en dos meses y el de los diez días naturales
previsto en el apartado tercero para los proyectos declarados urgentes se convierte en el de veinte
días naturales.
Por último, la Comisión Mixta Congreso-Senado modificó el texto, permitiendo el levantamiento
del veto por el Congreso, además de por la mayoría absoluta, por mayoría simple una vez
transcurridos dos meses desde la interposición del mismo. Además, la mención originaria a los
proyectos o proposiciones de ley contenida en el inicio del apartado primero se convirtió en una
referencia a "un proyecto de ley ordinaria u orgánica".
Desarrollo legislativo y Jurisprudencia Constitucional
El desarrollo legislativo de este precepto se encuentra principalmente en los artículos 120 a 123
y 132 del Reglamento del Congreso de los Diputados, de 10 de febrero de 1982, y en los artículos
105 a 108 del Reglamento del Senado, cuyo texto refundido fue aprobado por la Mesa de la Cámara
el 3 de mayo de 1994.
En el primer caso el apartado V de la Sección 1ª del Título V se dedica a la deliberación sobre los
acuerdos de la Cámara Alta. El artículo 120 determina la remisión al Senado de los proyectos de ley
aprobados por el Congreso, con sus antecedentes y los documentos producidos durante su
tramitación, en aplicación del artículo 90.1 de la Constitución. El artículo 121, por su parte,
establece la vuelta al Congreso de los proyectos de ley que sean vetados o enmendados por el
Senado; si fuesen aprobados de conformidad con el texto remitido, son enviados para su sanción y
promulgación por S.M. el Rey, tal y como dispone el artículo 91 de la Constitución.
De acuerdo con lo que dispone el artículo 90.2, el Senado tiene un plazo de dos meses para,
mediante mensaje motivado, oponer su veto, que deberá ser aprobado por mayoría absoluta, o
introducir enmiendas. Si fuese aprobada la interposición de un veto, el Congreso sólo podrá
levantarlo ratificando el texto inicial, también por mayoría absoluta, o bien, si se dejan transcurrir
dos meses desde la interposición, por mayoría simple. Para expresar esta voluntad el artículo 122
del Reglamento prevé un debate que se ajustará a lo establecido para los debates de totalidad.
Terminado éste se someterá a votación el texto inicialmente aprobado por la Cámara: si obtiene el
voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros de la Cámara, se entenderá levantado el
veto; en caso contrario, habrá de esperarse al transcurso de dos meses y se someterá de nuevo a
votación, de forma que si obtiene la mayoría simple quedará igualmente levantado el veto y si no, el
proyecto resultará rechazado.
El Senado también puede introducir enmiendas parciales que, para ser incorporadas, deben
aceptarse por el Congreso por mayoría simple. En otro caso, y por la misma mayoría, se entenderán
rechazadas (artículo 123 del Reglamento del Congreso).
Uno de los principales problemas interpretativos a que ha dado lugar este precepto es el del
cómputo del plazo con que cuenta el Senado para vetar o enmendar los proyectos de ley que, según
el apartado 3, será de dos meses en los casos ordinarios y de veinte días naturales en los proyectos
declarados urgentes por el Gobierno o por el Congreso de los Diputados. La cuestión se resuelve en
el artículo 106.2 del Reglamento del Senado según el cual: "dicho plazo se entiende referido al
período ordinario de sesiones. En el caso de que concluyese fuera de este período, se computarán
los días necesarios del siguiente hasta completar el plazo de dos meses". Todo ello, además sin
perjuicio de la posibilidad de convocar sesiones extraordinarias de conformidad con el artículo 73.2
de la Constitución en caso de que ello fuere necesario.
Para que en este plazo puedan evacuarse todos los trámites reglamentarios previstos para el
procedimiento legislativo ordinario, el artículo 107.1 del mismo Reglamento dispone un plazo de
diez días para la presentación de enmiendas o propuestas de veto, plazo que podrá ser ampliado, a
petición de veinticinco senadores por un periodo no superior a cinco días. Concluido este plazo, la
Ponencia dispondrá de quince días para emitir su informe de acuerdo con el artículo 111. Y la
Comisión que resulte competente para resolver la materia dispone de idéntico plazo para elaborar su
dictamen, aunque dicho plazo podrá ser ampliado o reducido por el Presidente del Senado, cuando
así lo aconseje el desarrollo del trabajo legislativo de la Cámara (artículo 113). Finalmente, según el
artículo 118, el debate en Pleno deberá concluir antes de que se cumpla el plazo de dos meses ya
mencionado.
El artículo comentado, en cuanto que configura al Senado como lo que se ha dado en llamar una
"Cámara de reflexión" o "Cámara de segunda lectura", ha suscitado numerosos debates doctrinales
y políticos sobre distintas cuestiones. La discusión ha girado, sobre todo, en torno al verdadero
papel de la Cámara Alta, que en el artículo 69 es definida como Cámara de Representación
Territorial, dentro de la función legislativa. En particular, se ha debatido respecto a cuestiones tales
como la ausencia del mensaje motivado exigido por el artículo 90, tanto para la aprobación de un
veto como para la introducción de enmiendas; la falta de pronunciamiento por parte del Senado, es
decir, qué sucede si no se aprueba el texto remitido por el Congreso pero tampoco se veta ni se
enmienda; el alcance de la facultad de enmienda de la Cámara Alta; o la declaración de urgencia
que condiciona decisivamente su tramitación en la misma.
Comenzando por la primera cuestión, el Tribunal Constitucional ha aplicado a este supuesto la
doctrina ya expuesta en la Sentencia 99/1987, de 11 de junio, por la que resolvía el recurso de
inconstitucionalidad interpuesto contra la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de Medidas para la Reforma
de la Función Pública, de que los vicios procedimentales sólo pueden acarrear la
inconstitucionalidad de una norma cuando hayan supuesto una alteración sustancial en el proceso de
formación de la voluntad de la Cámara, entendiendo que es la propia Cámara quien debe valorar
que la ausencia de una determinada información puede producir dicha alteración. Así, en la
Sentencia 57/1989, de 16 de marzo, el Tribunal dice que la circunstancia de que el Congreso
entendiera suficientemente motivada una enmienda introducida por el Senado, aun cuando no
existiera motivación suficiente en el mensaje motivado, "es una cuestión que afecta a los actos
internos de las Cámaras en la que no se aprecia, en este caso, que la inobservancia de los preceptos
que regulan el procedimiento legislativo, caso de haber tenido lugar, altere de modo sustancial el
proceso de formación de la voluntad en el seno del órgano parlamentario."
En cuanto a la falta de manifestación por parte del Senado, debe recordarse el supuesto producido
durante el único período en el que no han coincidido las mayorías existentes en una y otra Cámara,
sin que la mayoría del Senado fuese suficiente para aprobar un veto. Se trata del conocido como
caso "Ses Salines" en el que el Tribunal Constitucional interpretó de forma conjunta los artículos
66.2 y 90, descartando que el Senado tuviera una cuarta opción diferente de la aprobación,
enmienda o veto del proyecto remitido por el Congreso. Dice el Tribunal Constitucional en la STC
97/2002, de 25 de abril, por la que resuelve los recursos acumulados contra la Ley 26/1995, de 31
de julio, por la que se declara reserva natural las salinas de Ibiza ("Les Salines"), las islas des Freus
y las salinas de Formentera, que: "Frente al sistema tradicional de nuestro bicameralismo -Comisión
Mixta de Diputados y Senadores- el artículo 90.2 CE atribuye un destacado protagonismo al
Congreso, que tiene la decisión final sobre las discrepancias del Senado respecto de los textos
remitidos por aquél. Así, la STC 234/2000, de 3 de octubre, fundamento jurídico 8ª, señala que "el
artículo 90 CE, de otra parte, último de los preceptos referidos al procedimiento legislativo stricto
sensu y en el que se concentra la regulación de la tramitación en el Senado de los proyectos de ley,
se configura como uno de los varios preceptos constitucionales en los que se plasma la diferente
posición que ocupan el Congreso de los Diputados y el Senado en el procedimiento legislativo
ordinario, así como de las relaciones entre una y otra Cámara en el ejercicio de la potestad
legislativa que el artículo 66.2 CE residencia en las Cortes Generales, todo lo cual responde, en
definitiva, a la característica configuración del modelo bicameral adoptado por nuestra
Constitución."
Ciertamente, como pone de relieve la representación del Senado, la relación entre los artículos
66 y 90 CE no es de jerarquía. Sin embargo, la lectura de sus textos pone de relieve el contraste
entre la generalidad del primero y la especialidad del segundo: mientras que el artículo 66.2 (...)
atribuye globalmente la potestad legislativa del Estado a las Cortes Generales, es decir, al Congreso
de los Diputados y al Senado; el artículo 90.2 (...) concreta las funciones que dentro del
procedimiento legislativo, en lo que ahora importa, corresponden específicamente a cada una de las
Cámaras: por una parte, regula la actuación que al Senado corresponde en el curso de dicho
procedimiento (...) y, por otra, especifica los concretos supuestos de discrepancia del Senado que
dan lugar a una ulterior lectura en el Congreso, supuestos estos que son sólo dos: "El Senado...
puede, mediante mensaje motivado, oponer su veto o introducir enmiendas." y esta precisión de dos
únicas posibilidades, prevista por el artículo 90 en su apartado 2, se reitera en el 3: "El plazo de dos
meses de que el Senado dispone para vetar o enmendar el proyecto..." En definitiva, es el artículo
90.2 CE el que concreta el sentido de la capacidad colegisladora del Senado prevista en el artículo
66.2 CE.". Por ello, el Alto Tribunal entiende que el Senado no puede paralizar el procedimiento
legislativo simplemente no aprobando un proyecto de ley. Como afirma más adelante, "la
conclusión que acaba de establecerse impide cualquier interpretación del Reglamento del Senado
que pretenda ampliar los supuestos de discrepancia de esta Cámara con el Congreso que han de dar
lugar a nueva consideración del texto en éste, dado que, en primer lugar y sobre todo, la autonomía
parlamentaria está subordinada a la Constitución y, en segundo término, los Reglamentos que de
ella se derivan tienen virtualidad en el seno de cada una de las Cámaras, sin que, por tanto, el de una
de ellas pueda imponer a la otra un determinado itinerario en su actuación."
Por lo que se refiere al alcance de la facultad de enmienda del Senado, el Tribunal
Constitucional ha insistido de forma reiterada en la inexistencia de límites materiales a la misma. Es
decir, que la Cámara Alta puede alterar el contenido de los textos remitidos por el Congreso de los
Diputados, con la intensidad y extensión que estime oportuno siempre que lo haga de conformidad
con las normas constitucionales y reglamentarias aplicables. En la citada STC 99/1987, de 11 de
junio, el Tribunal afirma que: "no existe ni en la Constitución ni en los Reglamentos de ambas
Cámaras norma alguna que establezca una delimitación material entre enmienda y proposición de
ley. Ni por su objeto, ni por su contenido, hay límite alguno a la facultad que los miembros de las
Cámaras tienen para presentar enmiendas, exceptuadas las que, tanto para las enmiendas como para
las proposiciones de Ley, fijan los artículos 84 y 134.6 de la Constitución para asegurar un ámbito
de acción propia al Gobierno". Y aplica esta misma doctrina respecto de la delimitación material
entre enmienda y proyecto de ley en la Sentencia 194/2000, de 19 de julio, por la que resolvía el
recurso de inconstitucionalidad contra la Ley de Tasas y Precios Públicos.
Parece difícil de cohonestar esta jurisprudencia con la que se deduce sobre el derecho de
enmienda en general, contenido en la STC 23/1990, de 15 de febrero. En ella el Tribunal avaló el
rechazo de una enmienda presentada en la tramitación de la reforma del Estatuto de Autonomía de
la Comunidad Valenciana, por entender que desvirtuaba lo que era una auténtica enmienda y se
convertía en "un escrito que contiene otro proyecto de modificación del Estatuto de mucha mayor
envergadura en cuanto se pretende modificar otros preceptos estatutarios que no son objeto del
proyecto de ley y, al tiempo, intentar con ello una iniciativa de reforma del Estatuto sin los
requisitos de legitimación precisos para ello."
Sin embargo, hay que entender que en ese caso la especialidad procedimental fue decisiva,
porque en la citada STC 194/2000 afirma claramente que: "la tesis de los recurrentes, según la cual
las enmiendas de adición formuladas en el Senado que supongan una innovación importante deben
seguir el cauce legal correspondiente a los proyectos de ley, puede invocar en su favor razones de
corrección técnica y buena ordenación del procedimiento legislativo e incluso puede resultar más
acorde con la posición constitucional atribuida al Senado en nuestro ordenamiento, pero no se
deduce necesariamente del bloque de la constitucionalidad". Y añade más adelante: "debe
rechazarse también que el procedimiento empleado haya restringido las facultades del Congreso de
los Diputados. La posibilidad de que el Senado introduzca enmiendas en los textos remitidos por el
Congreso de los Diputados aparece expresamente contemplada en el artículo 90.2 CE, en tanto que
el artículo 123 del Reglamento del Congreso de los Diputados regula el procedimiento a seguir en
tales casos, pero una vez que son aceptadas, las enmiendas se incorporan al texto del Proyecto de
Ley con los mismos efectos jurídicos que las aprobadas por la Cámara Baja".

Por último, la cuestión relativa a la declaración de urgencia por el Gobierno o el Congreso de los
Diputados que, según el apartado 3 del artículo 90, reduce drásticamente el plazo con que cuenta la
Cámara Alta para manifestar su opinión en el proceso legislativo dio lugar a un conflicto entre el
Gobierno y el Senado que fue resuelto por el Tribunal Constitucional en la Sentencia 234/2000, de 3
de octubre. En dicha sentencia el Tribunal Constitucional entiende que la facultad atribuida al
Gobierno para declarar la urgencia de determinados proyectos de ley es resultado de un
determinado entendimiento de las relaciones entre las Cortes Generales y el Gobierno, y no está
sometido a límites temporales que puedan ampararse en la autonomía reglamentaria de la Cámara.
Por ello, el Gobierno podrá declarar la urgencia en cualquier momento del procedimiento legislativo
salvo, según se deduce de los fundamentos jurídicos 14 y 15, cuando se haya iniciado ya la
tramitación del mismo en el Senado y se haya abierto el plazo ordinario de enmiendas. En cualquier
caso, afirma: "la declaración de urgencia por el Gobierno de un proyecto de ley a efectos de su
tramitación en dicha Cámara (el Senado), aun remitido ya el proyecto a las Cortes Generales, si bien
abrevia el plazo de ésta, ni le priva del ejercicio de su función legislativa, al incidir el mecanismo
conferido al Gobierno sobre la cronología del procedimiento pero no sobre el contenido del
proyecto, ni restringe, ni en modo alguno podía hacerlo, el derecho de la Cámara y de sus miembros
a tramitar los proyectos de ley en el plazo constitucionalmente establecido ni, en fin, la reducción
del tiempo de tramitación tiene por qué traducirse en merma alguna de los principios
constitucionales que han de informar el procedimiento legislativo en cuanto procedimiento de
formación de la voluntad del órgano".
Sobre el contenido de este precepto se pueden consultar, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 91
El artículo 91 recoge la última fase de la elaboración de las leyes a la que se dedica el Capítulo
Segundo del Título III de la Constitución. El precepto se refiere a la sanción, promulgación y
publicación de las leyes como actos dirigidos a perfeccionar el proceso legislativo y a integrar con
eficacia jurídica la norma aprobada por el Parlamento en el ordenamiento jurídico.
Precedentes y Derecho Comparado
Este trámite final ha sido objeto de atención en todos los textos de nuestro constitucionalismo
histórico. La Constitución de Cádiz ofrecía en 1812 una detallada regulación de la sanción real
incluyendo en sus artículos 142 a 152 una verdadera facultad de veto a favor del monarca. En sus
artículos 154 a 156 trataba de la publicación y promulgación, estableciendo la siguiente fórmula en
el artículo 155: "N. (el nombre del Rey) por la gracia de Dios y por la Constitución de la Monarquía
española, Rey de las Españas, a todos los que las presentes vieren y entendieren; sabed: Que las
Cortes han decretado, y Nos Sancionamos lo siguiente: (Aquí el texto literal de la ley). Por tanto,
mandamos a todos los tribunales, justicias, jefes, gobernadores y demás autoridades, así civiles
como militares y eclesiásticas, de cualquiera clase y dignidad, que guarden y hagan guardar,
cumplir y ejecutar la presente ley en todas sus partes. Tendréislo entendido para su cumplimiento, y
dispondréis se imprima, publique y circule. (Va dirigida al Secretario del Despacho respectivo)."
Las Constituciones posteriores fueron mucho más concisas incluido el Estatuto Real de 1834 que
sólo hablaba de la sanción en su artículo 33. La fórmula más repetida fue la de que: "El Rey
sanciona y promulga las leyes", tal y como decían el artículo 39 de la Constitución de 1837; el
artículo 38 de la de 1845; el artículo 34 de la de 1869; y el artículo 44 de la de 1876. Salvo en la
Constitución de 1869, la consecuencia de que el Rey negase la sanción era la de que no podía
volverse a proponer un proyecto de ley sobre el mismo objeto en aquella legislatura.
De acuerdo con la forma de Estado que establecía, la Constitución republicana de 1931 suprimía
la sanción real y establecía un veto suspensivo a favor del Presidente de la República, disponiendo
en su artículo 83 que:
"El Presidente promulgará las leyes sancionadas por el Congreso, dentro del plazo de quince días,
contados desde aquél en que la sanción le hubiese sido oficialmente comunicada. Si la Ley se
declarare urgente por las dos terceras partes de los votos emitidos por el Congreso, el Presidente
procederá a su inmediata promulgación. Antes de promulgar las leyes no declaradas urgentes, el
Presidente podrá pedir al Congreso, en mensaje razonado, que las someta a nueva deliberación. Si
volvieran a ser aprobadas por una mayoría de dos tercios de votantes, el Presidente quedará
obligado a promulgarlas".
Aunque responda a nuestra tradición, la acumulación de sanción y promulgación no es frecuente
en el Derecho Comparado en el que, en términos generales, la fórmula elegida responde al carácter
monárquico o republicano de la forma de Estado. No obstante, existen excepciones no sólo
históricas como la del Estatuto albertino en Italia, sino también en textos actualmente vigentes
como la Constitución belga, cuyo texto refundido de 17 de febrero de 1994 dispone en su artículo
109 que el Rey "sancionará y promulgará" las leyes. Entre otras monarquías europeas la
Constitución del Reino de Dinamarca, de 5 de junio de 1953, dice en su artículo 14 que "... La firma
del Rey al pie de las decisiones en materia de legislación y de gobierno confiere a éstas fuerza
ejecutiva, siempre que vaya acompañada del refrendo de uno o varios ministros. Cada Ministro será
responsable de la decisión que haya refrendado"; y la Ley Fundamental del Reino de los Países
Bajos, texto revisado de 19 de enero de 1983, establece en su artículo 87.1 que: "Toda propuesta
legislativa se convertirá en ley una vez aprobada por los Estados Generales y sancionada por el
Rey", mientras el artículo 88 remite a la ley la regulación de la promulgación y entrada en vigor de
las leyes.
En cambio, entre las Repúblicas pueden citarse el artículo 73 de la Constitución italiana de
1947, que habla sólo de promulgación, atribuyéndosela al Presidente de la República dentro del
plazo de un mes desde la aprobación de las leyes, aunque éstas pueden disponer otra cosa si se ha
declarado su urgencia. Se publicarán inmediatamente después de su promulgación y entrarán en
vigor, salvo disposición legal en contrario, al decimoquinto día de su publicación. El artículo 74
permite al Presidente solicitar una nueva deliberación a las Cámaras antes de la promulgación de
una ley. Pero éstas pueden aprobarla de nuevo, de forma que deba promulgarse.
Igualmente, el artículo 82 de la Ley Fundamental de Bonn, según el cual las leyes "serán
promulgadas por el Presidente federal, una vez refrendadas y publicadas en el Boletín de
Legislación Federal". Si no se especifica otra cosa, entrarán en vigor al decimocuarto día posterior a
su publicación.
Finalmente, el artículo 10 de la Constitución francesa de 1958 establece que: "El Presidente de la
República promulgará las leyes dentro de los quince días siguientes a la comunicación al Gobierno
de la Ley definitivamente aprobada. El Presidente de la República podrá, antes de expirar dicho
plazo, pedir al Parlamento una nueva deliberación de la ley o de alguno de sus artículos. No se
podrá denegar esta nueva deliberación".
Elaboración del precepto
El artículo 91 no sufrió grandes alteraciones durante el proceso constituyente. El artículo 83 del
Anteproyecto disponía que: "Las leyes aprobadas definitivamente por las Cortes Generales serán
sancionadas por el Rey en el plazo de quince días, quien las promulgará y ordenará inmediatamente
su publicación". La Ponencia de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Congreso modificó
levemente la redacción, suprimiendo el adverbio "definitivamente", referido a la aprobación de las
leyes por las Cortes, y adelantando la referencia al plazo de quince días con que cuenta el monarca
para la sanción. El precepto se mantuvo en esos términos hasta el Dictamen de la Comisión
Constitucional del Senado que, por razones estilísticas, lo puso en voz activa, dándole su estructura
y numeración actuales.
Por su propia naturaleza, el precepto comentado no ha tenido un desarrollo legislativo en sentido
estricto. En la práctica se ha impuesto la unión de los tres trámites previstos en uno sólo que es, al
mismo tiempo, sanción, promulgación y orden de publicación y que se plasma en la firma por el
monarca del documento original en que la ley se inserta, conocido como "el papel del canto
dorado". En la fórmula que antecede a la firma resuenan ecos de otras épocas y, de hecho, no difiere
excesivamente de la que establecía la Constitución de Cádiz. Dice así: "A todos los que la presente
vieren y entendieren, sabed: Que las Cortes Generales han aprobado y Yo vengo en sancionar la
siguiente Ley... Por tanto, Mando a todos los españoles, particulares y autoridades, que guarden y
hagan guardar esta Ley".
Sin embargo, es evidente que el significado de la sanción real es hoy muy distinto. Para Laband y
los miembros de la Escuela Alemana de Derecho Público, la sanción era un elemento constitutivo
de la ley que no se perfeccionaba hasta que este acto real le confería valor obligatorio a su
contenido normativo. Más tarde, Carré de Malberg le restó importancia extendiendo la tesis, más
aceptable por las monarquías parlamentarias, de que el texto aprobado expresa la voluntad del
Parlamento y, en sí mismo, crea la ley, aunque ésta deba perfeccionarse con otro acto de voluntad
que corresponde al monarca en tanto que es el Jefe del Estado, y como tal, asume su representación,
de modo parecido a como el Jefe del Estado expresa el consentimiento de éste para obligarse por
medio de Tratados o Convenios internacionales. Esta interpretación, respetuosa con los principios
del Estado democrático-liberal, permitía entender que la promulgación era un "sucedáneo
republicano de la sanción" y establecer también en las repúblicas un trámite inexcusable para la
seguridad jurídica.
Sin embargo, tal explicación no sirve, a la vista de nuestra evolución histórica, para el caso
español. La coexistencia prácticamente permanente de la sanción y la promulgación se debe a que
siempre han sido contempladas como actos diversos y sucesivos. De esta forma, la promulgación
sólo procede una vez que se ha producido la sanción regia o la decisión de no vetar por el
Presidente de la República; es decir, una vez que el Jefe del Estado da su conformidad con el
contenido de la ley y para dar autenticidad a la redacción aprobada y preparar su ejecución. La
promulgación tiene pues, en nuestro Derecho, una función certificante y con ella se concreta el
instante del nacimiento y la expresión literal del precepto. Así, la promulgación da fecha y número a
las leyes.
Pero en modo alguno cabe pensar que S.M. El Rey, en un Estado cuya forma política es la
Monarquía parlamentaria, como dice el artículo 1.3 de la Constitución, es libre de sancionar o
promulgar las leyes según su propio criterio. La expresión del artículo 91 es imperativa:
"sancionará, promulgará y ordenará su inmediata publicación", lo que revela que la intervención del
Rey es preceptiva, con la única finalidad de dar fehaciencia de las leyes aprobadas por las Cámaras.
Así, la doctrina ha coincidido en entender que se trata de un tributo historicista de la Constitución
del que no cabe pensar que cubra la negativa del Rey a sancionar ninguna ley, salvo en alguna
hipótesis de laboratorio como, por ejemplo, la de que se pretendiese la sanción de una ley que, de
forma palmaria y conocida, no ha sido aprobada por las Cámaras.
La irresponsabilidad del Rey está directamente relacionada con el refrendo de la sanción y la
promulgación. De acuerdo con el artículo 64.1 de la Constitución: "los actos del Rey serán
refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes...". El
refrendo puede producirse, incluso, por ambos tipos de autoridades según la naturaleza de las leyes,
como es común en el Derecho Comparado. En España, esta cuestión se regula en los artículos 2.2 h)
de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno que, entre las funciones del Presidente del
Gobierno, recoge la de "refrendar, en su caso, los actos el Rey y someterle, para su sanción, las
leyes y demás normas con rango de ley, de acuerdo con lo establecido en los artículos 64 y 91 de la
Constitución". Así como en el artículo 4.1 d) que atribuye a los Ministros la facultad de refrendar,
en su caso, los actos del Rey en materia de su competencia.
La Ley del Gobierno ha venido, entonces, a plasmar una suerte de costumbre constitucional que
limitaba la potestad refrendante en el caso de las leyes al Presidente del Gobierno, pues todas las
leyes aprobadas hasta ahora en España se han publicado con la firma del Presidente del Gobierno a
continuación de la del Rey. En fin, con el traslado del "locus" de decisión, el refrendo implica
también un traslado de la responsabilidad pues, como dice el artículo 64.2 de la Constitución: "De
los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden".
De acuerdo con esta asunción de competencias, en la actualidad, una vez confeccionado el texto
de la ley, son las Cortes Generales, el Senado o el Congreso de los Diputados si fue enmendada,
quienes lo remiten al Presidente del Gobierno a través del Ministerio de Administraciones Públicas,
de quien depende la Secretaría de Estado de Relaciones con las Cortes. Con ello se ha abandonado
el sistema tradicional establecido por la Ley de 19 de julio de 1837, de relaciones entre los Cuerpos
Colegisladores, que preveía la presentación de la ley al monarca por una Comisión parlamentaria de
la última Cámara en que se hubiese discutido (artículo 11); y también el sistema de 1931 que
establecía la presentación directa por las Cortes al Presidente de la República.
El plazo de 15 días debe computarse, según lo entiende la mayoría de los autores, desde el
momento de recepción del texto, pues si se interpretase que el "dies a quo" es el momento de
aprobación definitiva por las Cortes, el tiempo que transcurre entre ésta y la preparación del texto
oficial podría acortar en exceso el plazo real con que cuenta el monarca. Por otra parte, debe
recordarse en este punto el Auto del Tribunal Constitucional, dictado el 21 de marzo de 1983,
cuando todavía existía la posibilidad de interponer el recurso previo de inconstitucionalidad
contemplado en el artículo 79.2 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional contra proyectos de
Estatutos de Autonomía y de leyes orgánicas. La Ley Orgánica 4/1985, de 7 de junio vino a
suprimir esta posibilidad, derogando el Capítulo III del Título VI de la Ley Orgánica 2/1979, de 3
de octubre, reguladora del Tribunal Constitucional. Antes de ello, la Ley establecía un plazo de tres
días "desde que el texto definitivo del proyecto recurrible estuviese concluído" para interponer el
mencionado recurso previo; previéndose además que la interposición suspendería "automáticamente
la tramitación del proyecto y el transcurso de los plazos".
De acuerdo con estas previsiones, se interpuso un recurso previo de inconstitucionalidad contra
el Proyecto de Ley Orgánica 16/1983, por la que se modificaban determinados artículos de la Ley
39/1978, de 17 de julio, de Elecciones Locales. Dicho Proyecto había sido ya sancionado,
promulgado y publicado como Ley Orgánica en el Boletín Oficial del Estado cuando se impugnó.
El Tribunal Constitucional entendió en este caso que el plazo de 15 días previsto en el artículo 91 de
la Constitución era compatible con el de tres días establecido en la Ley Orgánica del Tribunal
Constitucional para interponer recurso previo. Por ello sostuvo que las Cortes Generales debían
esperar al transcurso de este último plazo antes de remitir el texto normativo para su sanción,
promulgación y publicación. Y afirmó que el hecho de que el proyecto hubiera sido ya publicado no
era obstáculo para admitir la interposición de recurso previo aunque, en atención al principio de
seguridad jurídica, el efecto suspensivo de dicho recurso debía limitarse estrictamente al objeto del
mismo.
Otra cuestión que ha suscitado el interés de la doctrina es la relativa a la promulgación de las
leyes autonómicas. La ausencia de previsión constitucional ha llevado a que los diferentes Estatutos
de Autonomía resuelvan la cuestión en cada caso. Se trata del artículo 27.5 del Estatuto vasco; el
artículo 33.2 del catalán; el artículo 13.2 del gallego; el artículo 31.2 del andaluz; el artículo 31.2
del asturiano; el artículo 15.2 del de Cantabria; el artículo 21.1 del riojano; el artículo 30.2 del
murciano; el artículo 14.6 del valenciano; el artículo 20.1 del aragonés; el artículo 12.2 del de
Castilla-La Mancha; el artículo 12.8 del canario; el artículo 22 del navarro; el artículo 49.1 del
extremeño; el artículo 27.2 del balear; el artículo 40.1 del madrileño; y el artículo 16.4 del de
Castilla y León.
En todos ellos se opta por una solución similar que obvia la referencia a la sanción y atribuye la
promulgación al Presidente respectivo. Todos ellos, salvo el vasco, incluyen una referencia a que
dicha promulgación se hace "en nombre del Rey". Y en todos se configura como una facultad
reglada que impide la existencia de ningún tipo de veto presidencial, aunque la obligación de
promulgar se somete a un plazo de quince días tan sólo en la mayoría de los casos; puesto que no se
dice nada en los Estatutos de Galicia, Cantabria, Castilla-La Mancha, Canarias, Madrid y Castilla y
León.
La publicación de la ley consiste en una actividad que supone la inserción del texto de la misma
en un medio material de difusión de carácter oficial, y que, a diferencia de la sanción y
promulgación, que son dos actos formales, tiene una sustantividad propia, puesto que de la
publicación, es decir, del posible acceso de la comunidad al texto de la ley, hace depender el
ordenamiento jurídico el inicio de su aplicabilidad y su eficacia en cuanto norma obligatoria.
El artículo 9.3 de la Constitución garantiza, entre otros, el principio de publicidad de las normas,
como también el de la seguridad jurídica. El primero es consecuencia del segundo, en la medida en
que no puede exigirse el cumplimiento de las leyes si no se ofrecen los medios para su
conocimiento. Según el artículo 2.1 del Código Civil las leyes entrarán en vigor a los 20 días de su
completa publicación en el Boletín Oficial del Estado, si en ellas no se dispone otra cosa. Se trata de
un plazo de "vacatio legis" relativamente amplio si se compara con los previstos en Austria y
Francia, donde se prevé la entrada en vigor un día después de su publicación; más cerca están, en
cambio, los catorce días de la República Federal Alemana y los quince días de Italia.
Lo que hace el Rey es ordenar la publicación que, entre nosotros, no requiere una determinada
fórmula sino que el mandato va implícito en el acto de la sanción y la promulgación, mediante la
firma del texto oficial de la ley. En realidad, a quien afecta la obligación de efectuar la publicación
inmediata de la ley, una vez sancionada, es al Gobierno, órgano bajo cuya dependencia se sitúa
actualmente el organismo autónomo Boletín Oficial del Estado adscrito al Ministerio de la
Presidencia. La publicación se efectúa mediante la inserción del texto de las leyes en el apartado de
"Disposiciones Generales" de dicho Boletín Oficial del Estado.
Las leyes de las Comunidades Autónomas son objeto de publicación tanto en el Boletín Oficial
del Estado como en el correspondiente Boletín o Diario Oficial de la Comunidad Autónoma. Es tan
sólo esta última, según señalan los preceptos de los respectivos Estatutos de Autonomía antes
citados, la que se tiene en cuenta a efectos de su entrada en vigor.
Entre la bibliografía cabe citar los trabajos de Aragón, Biglino,Rodriguez-Zapata, Santamaría,
Santaolalla, Solozabal, Viver, entre otros.

Sinopsis artículo 92
El presente artículo es una muestra de la generosidad con que nuestra Constitución ha acogido
los diversos mecanismos de democracia directa o semi-directa que perviven en los regímenes
actuales. Comprometida, como dice el artículo 9.2, en "facilitar la participación de todos los
ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social", reconoce entre los derechos
fundamentales de los ciudadanos el de "participar en los asuntos públicos, directamente o por medio
de representantes libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal" (artículo
23.1).
Junto a otras formas de participación directa como la iniciativa legislativa popular del artículo
87.3, o el régimen de concejo abierto del artículo 140, la Constitución contempla distintas
modalidades de referéndum que, como es sabido, supone la consulta al conjunto del cuerpo
electoral para que se pronuncie de manera afirmativa o negativa sobre un texto, vote en blanco o se
abstenga. Así, se recogen distintos tipos de referéndum en el marco del proceso autonómico en los
artículos 151.1, para la ratificación de la iniciativa autonómica; 151.2 para la aprobación de los
Estatutos de Autonomía; 152.2 para la reforma estatutaria y en la disposición transitoria cuarta en
orden a una eventual incorporación de Navarra a la Comunidad Autónoma del País Vasco.
Asimismo, se prevén dos modalidades de referéndum constituyente en los artículos 167.3 y 168.3:
el primero de ellos de carácter facultativo, y el segundo obligatorio, dada la naturaleza agravada del
procedimiento de reforma constitucional. Y, finalmente, el artículo 92 recoge el referéndum
consultivo que puede plantearse sobre las decisiones políticas de especial trascendencia.
Precedentes y Derecho Comparado
En nuestro constitucionalismo histórico tan sólo encontramos el antecedente de la Constitución
republicana de 1931 que, ciertamente, también reconocía con amplitud este tipo de instrumentos. En
su artículo 12 introducía, en el procedimiento de elaboración de los Estatutos de las regiones
autónomas, un plebiscito que debía aprobarlos por las dos terceras de los electores del censo de la
respectiva región. Pero, sobre todo, reunía en su artículo 66 el referéndum legislativo y la iniciativa
legislativa popular al disponer:
"El pueblo podrá atraer a su decisión mediante "referéndum" las leyes votadas por las Cortes.
Bastará para ello que lo solicite el 15 por 100 del Cuerpo electoral.
No serán objeto de este recurso la Constitución, las leyes complementarias de la misma, las de
ratificación de Convenios internacionales inscritos en la Sociedad de las Naciones, los Estatutos
regionales ni las leyes tributarias.
El pueblo podrá, asimismo, ejerciendo el derecho de iniciativa, presentar a las Cortes una
proposición de ley siempre que lo pida, por lo menos, el 15 por 100 de los electores.
Una ley especial regulará el procedimiento y las garantías del "referéndum" y las garantías del
referéndum y de la iniciativa popular".
En cuanto al panorama en el Derecho Comparado, no es extraña la pervivencia de instituciones
de democracia directa en las Constituciones de los Estados donde la estructura institucional, sin
embargo, se orienta principalmente a la democracia representativa, ejerciéndose la participación de
una forma indirecta mediante el sufragio. De estas instituciones la más utilizada es el referéndum
que se reconoce en democracias como la de los Estados Unidos de América, y, de modo tradicional,
en Suiza.
Entre los países de la Unión Europea es en Austria donde se recoge con mayor largueza, pues se
prevé su empleo en el procedimiento legislativo (artículo 43 de la Ley Constitucional Federal), el
referéndum consultivo "sobre una materia determinada de fundamental importancia para toda
Austria" (artículo 49 b), e incluso para la elección del Presidente Federal si sólo se presentara un
candidato y para su deposición si lo pide la Asamblea Federal (artículos 60.1 y 6). Es también
frecuente la previsión de una consulta popular sobre materias concretas, como la mayoría de edad
electoral en Dinamarca (artículo 29 de la Constitución de 5 de junio de 1953), donde se contempla
asimismo la posibilidad del referéndum legislativo (artículo 42). Esta misma modalidad es la que
consagra el artículo 11 de la Constitución francesa de 1958, cuyo artículo 3 dice que: "la soberanía
nacional pertenece al pueblo que la ejercerá a través de sus representantes y por vía de referéndum.
El referéndum legislativo se prevé también en la Constitución italiana de 1947 y en el artículo 27 de
la Constitución irlandesa de 1937. En ambos textos se acompaña del referéndum en caso de reforma
constitucional (artículos 138.2 y 46 y 47, respectivamente). La Ley Fundamental de Bonn tan sólo
consagra el referéndum para la reordenación del territorio federal en su artículo 29.2 y en dos casos
concretos dentro del ámbito regional en los artículos 118 y 118 a).
Por último, sólo se permite el referéndum consultivo en Finlandia (artículo 22.a del Instrumento
de Gobierno de 17 de julio de 1919) y en Grecia, referido de forma parecida a como lo hace nuestro
artículo 92, a "cuestiones nacionales de carácter crucial" (artículo 44.2 y 3 de la Constitución griega
de 1975).
Elaboración del precepto
Los trabajos parlamentarios de redacción del precepto durante el debate constituyente son, en el
caso del artículo 92, especialmente reveladores. En efecto, este artículo cierra el Capítulo II del
Título III de la Constitución, dedicado a la elaboración de las leyes. Esta ubicación sistemática, que
siempre ha llamado la atención de la doctrina, encuentra su explicación en el hecho de que el
artículo 85 del Anteproyecto de Constitución incluía, además del referéndum consultivo actual, el
referéndum legislativo y el abrogativo o, si se quiere, dos modalidades de referéndum legislativo
mediante las cuales el cuerpo electoral se podía pronunciar sobre un proyecto de ley elaborado por
las Cortes o sobre la derogación de una ley. Su texto completo era el siguiente:
"1. La aprobación de las leyes votadas por las Cortes Generales y aún no sancionadas, las
decisiones políticas de especial trascendencia y la derogación de leyes en vigor, podrán ser
sometidas a referéndum de todos los ciudadanos.
2. En los dos primeros supuestos del número anterior el referéndum será convocado por el Rey, a
propuesta del Gobierno, a iniciativa de cualquiera de las Cámaras, o de tres asambleas de Territorios
Autónomos. En el tercer supuesto, la iniciativa podrá proceder también de setecientos cincuenta mil
electores.
3. El plazo previsto en el artículo anterior, para la sanción real, se contará, en este supuesto, a partir
de la publicación oficial del resultado del referéndum.
4. El resultado del referéndum se impone a todos los ciudadanos y a todos los órganos del Estado.
5. Una ley orgánica regulará las condiciones del referéndum legislativo y del constitucional, así
como la iniciativa popular a que se refiere el presente artículo y la establecida en el artículo 80".
Tras diversos cambios en las posturas de los distintos grupos parlamentarios sobre la cuestión del
referéndum, el artículo se modificó sustancialmente por la Ponencia del Congreso. En su Informe se
suprimía la mención a que las leyes no estuviesen aún sancionadas en el apartado 1, pasando el
apartado 3 a ser el número 2, y desglosándose el segundo en los apartados 3 y 4, que restringía la
iniciativa de tres Comunidades Autónomas o los electores en número no inferior a 750.000 electores
a los casos de referéndum relativo a la derogación de las leyes. El apartado 4 se suprimió, y el
apartado 5 sufrió una leve modificación de estilo al remitirse a una ley orgánica para la regulación
"del ejercicio del referéndum, ..., así como el ejercicio de la iniciativa popular...".
Pero fue en la fase de Comisión donde el precepto, que pasó a ser el artículo 86, experimentó un
cambio más rotundo ya que en el texto del Dictamen se eliminaron los supuestos de referéndum
legislativo de ratificación y de derogación, concediendo naturaleza meramente consultiva al relativo
a las decisiones políticas de especial trascendencia. Con una redacción muy similar a la que
finalmente se aprobó, el artículo no fue modificado por el Pleno del Congreso de los Diputados. En
el Senado el Dictamen de la Comisión de Constitución, sobre el que ya era artículo 91, tan sólo
alteró la redacción del apartado 2 para sustituir el previo debate del Congreso de los Diputados por
su "autorización" para la convocatoria del referéndum por el Rey con el refrendo del Presidente del
Gobierno. Finalmente, tras el paso por el Pleno del Senado sin modificaciones, la Comisión Mixta
Congreso-Senado volvió a la voz pasiva del texto del Congreso, manteniendo la autorización de
esta Cámara en lugar del debate, y sustituyendo la forma de intervención del Presidente del
Gobierno que se quedó en propuesta en lugar de refrendo, lo que constituía una innovación
introducida por la Comisión Mixta.
Desarrollo legislativo y Jurisprudencia Constitucional
El desarrollo legislativo del precepto se encuentra, básicamente, en la Ley Orgánica 2/1980, de
18 de enero, reguladora de las distintas modalidades de referéndum, cuya elaboración fue muy
polémica, puesto que estaba destinada en los momentos más inmediatos a regular la convocatoria de
referéndum en los distintos procedimientos de aprobación de los Estatutos de Autonomía. En
términos políticos la norma se discutió más bien como desarrollo del artículo 151 y fue aplicada
para aprobar la convocatoria en las consultas de ámbito autonómico del País Vasco, Cataluña,
Galicia y Andalucía. Precisamente con el trasfondo de los problemas que suscitó este último caso,
fue modificado el artículo 8 por la Ley Orgánica 12/1980, de 16 de diciembre.
La Ley Orgánica 2/1980 establece en su artículo 4 una restricción absoluta a la celebración de
cualquiera de las modalidades de referéndum durante la vigencia de los estados de excepción y sitio
en alguno de los ámbitos territoriales en los que se realiza la consulta o en los noventa días
posteriores a su levantamiento. Tampoco se podrá celebrar ninguna modalidad de referéndum, salvo
los relativos a la reforma constitucional previstos en los artículos 167 y 168 de la Constitución,
durante el período comprendido entre los noventa días anteriores y los noventa posteriores a la
fecha de celebración, en el territorio afectado, de cualquier tipo de elecciones o consulta popular.
Centrándonos en el referéndum consultivo, que el artículo 92 reserva a las decisiones políticas de
especial trascendencia, su apartado 2º determina que será convocado por el Rey, mediante propuesta
del Presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados. En
aplicación de ello, el artículo 6 de la Ley Orgánica 2/1980 establece que tal autorización debe
concederse por mayoría absoluta de la Cámara a solicitud del Presidente del Gobierno, dicha
solicitud "deberá contener los términos exactos en que haya de formularse la consulta". Por su
parte, el Reglamento del Congreso de los Diputados, de 10 de febrero de 1982, dedica el Título VII
al otorgamiento de autorizaciones y otros actos del Congreso con eficacia jurídica directa y, dentro
de éste, su Capítulo II, integrado por el artículo 161, se refiere al referéndum consultivo. Este
precepto establece en su apartado 2 para la previa autorización que: "El mensaje o comunicación
que al efecto dirija el Presidente del Gobierno al Congreso será debatido en el Pleno de la Cámara.
El debate se ajustará a las normas previstas para el de totalidad". La decisión del Congreso será
comunicada por el Presidente de la Cámara al del Gobierno, según el apartado 3.
Una vez concedida la autorización, procede la convocatoria que corresponde al Rey mediante
Real Decreto acordado en Consejo de Ministros y refrendado por su Presidente. La aprobación de
esta norma debe adaptarse, entonces, a las previsiones de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del
Gobierno, cuyo artículo 2.2 e) recoge entre las funciones de su Presidente la de proponer al Rey la
convocatoria de un referéndum consultivo.
En todo caso, según el artículo 3 de la Ley Orgánica 2/1980, el Real Decreto de convocatoria
debe contener el texto íntegro de la decisión objeto de consulta; señalar claramente la pregunta o
preguntas a que ha de responder el cuerpo electoral convocado; y determinar la fecha en que haya
de celebrarse la votación que deberá producirse entre los treinta y los ciento veinte días posteriores
a la publicación del Decreto.
El apartado 2 contiene un régimen de máxima publicidad de la convocatoria, incluyendo la
publicación en el Boletín Oficial del Estado; los Boletines Oficiales de todas las provincias o de las
provincias y Comunidades Autónomas afectadas, la difusión en todos los diarios que se editen en
ellas y en los de mayor circulación de España, la fijación en los tablones de edictos de la totalidad
de los Ayuntamientos afectados, así como en todas las representaciones diplomáticas y consulares, y
la difusión por radio y televisión.
Por otra parte, la Ley Orgánica 2/1980 dedica su Capítulo II (artículos 11 a 19) al procedimiento
para la celebración del referéndum, incluyendo disposiciones sobre la constitución y funciones de
las Juntas Electorales (artículos 12 y 13), la campaña de propaganda (artículos 14 y 15), la votación,
el escrutinio y la proclamación de resultados (artículos 16 a 18), y sobre las reclamaciones y
recursos (artículo 19). En todo lo que sea de aplicación y no se oponga a las especialidades de este
procedimiento resulta aplicable el régimen electoral general contenido en la Ley Orgánica 5/1985,
de 19 de junio, de Régimen Electoral General que ha sido modificada ya en distintas ocasiones. No
obstante, las facultades atribuidas en esta Ley Orgánica a los partidos, federaciones, coaliciones y
agrupaciones de electores se entienden referidas a los Grupos políticos con representación
parlamentaria, o a los que hubieran obtenido, al menos, un tres por ciento de los sufragios
válidamente emitidos en el ámbito a que se refiera la consulta en las últimas elecciones generales
celebradas para el Congreso de los Diputados (artículo 11.2 de la Ley Orgánica).
En relación con la aplicación concreta de este principio que hace el artículo 14.1 de la propia
Ley Orgánica, determinando que en la campaña de propaganda del referéndum sólo tendrán derecho
al uso de espacios gratuitos en los medios de difusión de titularidad pública los Grupos políticos
con representación en las Cortes Generales, con arreglo a los criterios que él mismo establece, el
Tribunal Constitucional se ha manifestado en la Sentencia 63/1987, de 20 de mayo. En ella dice el
Alto Tribunal que esta regulación legislativa que "ciertamente, no es la única concebible dentro el
marco constitucional", tiene un sólido fundamento en su orientación a actualizar la previsión
genérica del artículo 20.3 de la Constitución. "Pretende allí la Norma Fundamental que por la Ley
se asegure a los grupos sociales y políticos "significativos" su acceso a los medios públicos de los
que ahora se trata y es de todo punto claro que esa cualificación constitucional -la "significación"
por la "representación" en las Cámaras- no la muestran los grupos políticos sino cuando los mismos
se hallen presentes en el Parlamento a resultas de los sufragios que en su día recabaron ante el
cuerpo electoral, porque sólo en tal caso esa presencia parlamentaria que la Ley exige será
indicativa -"significativa", en la expresión constitucional- del arraigo o implantación del grupo en
cuestión entre el electorado. Fuera de esta hipótesis, que es la común, la ulterior integración de
parlamentarios en un grupo político que no presentó candidatos propios en las anteriores elecciones,
o que no logró conseguir para ellos el apoyo del cuerpo electoral, podrá ser relevante a efectos de la
organización y funcionamiento interno de las Cámaras, según dispongan sus reglamentos, pero no
en lo relativo a la determinación de la significación del grupo mismo, que no recabó o no obtuvo de
los ciudadanos los sufragios que hubieran podido llevarle como organización en la que se hubieran
encuadrado candidatos electos, hasta las instituciones públicas representativas".
Hasta la fecha, el único referéndum consultivo de ámbito nacional que se ha celebrado al amparo
del artículo 92 y la Ley Orgánica 2/1980 ha sido el relativo a la permanencia de España en la
Alianza Atlántica. La solicitud de su convocatoria fue presentada por el Gobierno y debatida ante el
Pleno del Congreso de los Diputados, que la autorizó el 5 de febrero de 1986. En la consulta hubo
de responderse a la siguiente pregunta: ""Considera conveniente para España permanecer en la
Alianza Atlántica, en los términos acordados por el Gobierno de la Nación?". Dichos términos eran
los siguientes: 1º. La participación de España en la Alianza Atlántica no incluirá su incorporación a
la estructura militar integrada. 2º. Se mantendrá la prohibición de instalar, almacenar o introducir
armas nucleares en territorio español. 3º. Se procederá a la reducción progresiva de la presencia
militar de los Estados Unidos en España". Como es sabido, el resultado del referéndum, celebrado
el 12 de marzo de 1986, fue favorable a la propuesta del Gobierno.
Aunque no se trate, propiamente, del referéndum consultivo del artículo 92, puede hacerse
mención de dos supuestos más de referéndum que han sido desarrollados por normas
extraconstitucionales.
El primero de ellos es el referido a las reformas de los Estatutos de Autonomía aprobados por la
vía del artículo 151 de la Constitución. Según el artículo 152.2 de la misma: "Una vez sancionados
y promulgados los respectivos Estatutos, solamente podrán ser modificados mediante los
procedimientos en ellos establecidos y con referéndum entre los electores inscritos en los censos
correspondientes". De acuerdo con ello el artículo 10 de la Ley Orgánica 2/1980 prevé que el
referéndum se celebre, una vez cumplidos los trámites de reforma estatutaria que fueren necesarios,
debiendo ser convocado en el plazo de seis meses desde su cumplimiento. La previsión de un
referéndum se encuentra recogida en los artículos referidos a la correspondiente reforma estatutaria.
En concreto, los artículos 46 y 47 del Estatuto de Autonomía del País Vasco, los artículos 56 y 57
del de Cataluña, los artículos 56 y 57 del Estatuto de Galicia y los artículos 74 y 75 del Estatuto de
Autonomía para Andalucía.
El segundo supuesto mencionado es el de las llamadas consultas populares municipales,
contempladas en la disposición adicional única de la Ley Orgánica 2/1980. Las normas de esta Ley
Orgánica no alcanzan en su regulación a "las consultas populares que puedan celebrarse por los
Ayuntamientos, relativas a asuntos relevantes de índole municipal, en sus respectivos territorios, de
acuerdo con la legislación de Régimen Local, y a salvo, en todo caso, la competencia exclusiva del
Estado para su autorización". El artículo 18 f) de la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las
bases de Régimen Local recoge, entre los derechos de los vecinos el de pedir la consulta popular en
los términos previstos en la Ley.
Por su parte, el artículo 71 de la misma Ley dispone que: "De conformidad con la legislación del
Estado y de la Comunidad Autónoma, cuando ésta tenga competencia estatutariamente atribuida
para ello, los Alcaldes, previo acuerdo por mayoría absoluta del Pleno y autorización del Gobierno
de la Nación, podrán someter a consulta popular aquellos asuntos de la competencia propia
municipal y de carácter local que sean de especial relevancia para los intereses de los vecinos, con
excepción de los relativos a la Hacienda Local". Estas cautelas se ven reforzadas por la prohibición
de delegación de la atribución concedida al Alcalde por el artículo 43 del Reglamento de
Organización, Funcionamiento y Régimen Jurídico de las Corporaciones Locales, aprobado por
Real Decreto 2568/1986, de 28 de noviembre.
En esta materia deben tenerse en cuenta también las competencias atribuidas a determinadas
Comunidades Autónomas en sus respectivos Estatutos: el artículo 10.2 del Estatuto catalán; el
artículo 15.2 del andaluz; el artículo 11.11 del asturiano; el artículo 9.7 del de La Rioja; el artículo
11.8 del murciano; el artículo 32.5 del de Canarias; y el artículo 8.12 del extremeño.
En fin, el último desarrollo legislativo que se ha producido en relación con el referéndum es el
contenido en la Ley Orgánica 20/2003, de 23 de diciembre, de modificación de la Ley Orgánica del
Poder Judicial y del Código Penal. Esta norma añade un nuevo artículo 506 bis al Código Penal que
establece una pena de prisión de 3 a 5 años e inhabilitación absoluta por un tiempo superior entre 3
y 5 años al de la duración de la pena de privación de libertad impuesta a "la autoridad o funcionario
público que, careciendo manifiestamente de competencias o atribuciones para ello, convocare o
autorizare la convocatoria de elecciones generales, autonómicas o locales o consultas populares por
vía de referéndum en cualquiera de las modalidades previstas en la Constitución".
La autoridad o funcionario público que, sin haberlo convocado, facilite, promueva o asegure uno
de los procesos mencionados convocados por quien carece manifiestamente de competencias o
atribuciones para ello, una vez acordada la ilegalidad del proceso, será castigado con la pena de
prisión de 1 a 3 años e inhabilitación absoluta por un tiempo superior entre 1 y 3 años al de la
duración de la pena impuesta.
Asimismo, se introduce un nuevo artículo 521 bis que atribuye la pena de prisión de 6 meses a 1
año o multa de 12 a 24 meses, a los que con ocasión de uno de estos procesos "participen como
interventores o faciliten, promuevan o aseguren su realización" una vez acordada su ilegalidad.
En cuanto a la bibliografía cabe destacar los trabajos de Abellán, Aguiar, Linde, Oliver, Pérez
sola, Ripolles, etc.

Sinopsis artículo 93
En este artículo la Constitución Española optó por distinguir los tratados de cesión del ejercicio
de competencias a organizaciones internacionales de los demás tratados previstos en el art. 94 y
estableció un procedimiento especial para la concesión de la autorización, la ley orgánica. También
previó de forma muy genérica la aplicación del derecho derivado de estas organizaciones
internacionales.
Los tratados de cesión de competencias (art. 93) se distinguen de los otros tratados en los que
también se ceden competencias en que en los tratados del art. 93 los actos jurídicos de los Órganos
Internacionales son susceptibles de producir efectos directos e inmediatos en el orden interno como
ocurre con los tratados de la Unión Europea, mientras que en otros supuestos la obligación no es
directa, sino que lo es para los Estados que deben adoptar las medidas necesarias para aplicarlos o
ejecutarlos. Por esta razón el Tratado del Atlántico Norte no exigió ley orgánica y así lo dictaminó
la Comisión Permanente del Consejo de Estado, mientras que si exigió ley orgánica la creación del
Tribunal Penal Internacional en la antigua Yugoslavia y por supuesto los tratados de la integración
europea.
La ejecución de un tratado supone que los Estados han de adoptar en el orden doméstico las
medidas pertinentes para asegurar la observación de las obligaciones pactadas. Si la obligación
asumida figura en el propio tratado de manera tan precisa que puede ser aplicado directamente, se
dice entonces que la obligación o el tratado es self-executing y no exige otra media que la
publicación formal del tratado.
Suele ser frecuente, no obstante, que el tratado no contenga obligaciones directas, pero imponga
a los Estados obligaciones de desarrollo normativo por medio de leyes o reglamentos con la
finalidad de rellenar el vacío legal al no determinar, por ejemplo, la competencia, no concretar los
requisitos para el ejercicio de un determinado derecho etc.
El último inciso de este precepto (art. 93) se refiere precisamente a esta cuestión que no solo
afecta a estos tratados, sino en general a todos los tratados internacionales. Este precepto está
redactado con una visión estrecha del problema de la ejecución de los tratados. Solamente tiene la
vista puesta en el derecho comunitario derivado. Se ha dicho así que este precepto peca por defecto,
pues no solo es aplicable a los tratados del art. 93, sino que peca también por exceso, pues no
siempre es necesario, para la efectividad del tratado, la adopción de medidas legislativas o
reglamentarias. Hemos de decir que en el supuesto de los tratados con obligaciones que no sean
self-executing, sean éstas ex art. 93 o 94, las medidas normativas deberán ser adoptadas por las
Cortes Generales si tienen carácter o rango legislativo o por el Gobierno en otro caso. Los tratados
de la Unión Europea son derecho originario, directamente aplicable en cuanto sea posible. El
derecho derivado emanado de los órganos de la Unión Europea puede ser directamente aplicable en
el caso de los reglamentos a partir de su publicación en el Diario Oficial de las Comunidades
Europeas, o exigir la norma de transposición en el caso de las directivas o de las decisiones.
Es precisamente a este derecho derivado al que se refiere el precepto con la expresión de
resoluciones emanadas de los organismos internacionales titulares de la cesión. Sin embargo podría
aplicarse a otros supuestos que no fuera el derecho de los órganos de la Unión Europea. En
cualquier caso el derecho derivado puede exigir su transposición por norma de rango de ley o
reglamento según los casos. El Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas ha venido
manteniendo la doctrina de la aplicación directa de las directivas y de las decisiones sin necesidad
de norma de transposición cuando estas normas tienen la suficiente precisión para ser aplicadas.
Es posible conceder una delegación legislativa en favor del Gobierno, claro está que sometida al
art. 82.3 de la Constitución como ya se ha hecho para facilitar la adaptación del derecho español al
acervo comunitario (Ley 47/1985, de 27 de diciembre, de Bases de delegación al Gobierno para la
aplicación del Derecho de las Comunidades Europeas)
El Reglamento del Congreso de los Diputados de 10 de febrero de 1982 (art. 154) y el
Reglamento del Senado de 11 de enero de 1994 (arts. 144 y ss) son las normas que desarrollan este
precepto constitucional, por lo que se refiere a la autorización. En realidad, no se distinguen en la
tramitación verdaderas diferencias entre la autorización por ley orgánica y la autorización pura y
simple, salvo, claro está, la exigencia de mayoría absoluta en la votación final sobre el conjunto del
proyecto en el caso de la autorización que contempla este artículo. En el Congreso es aplicable el
artículo 156 del Reglamento, que establece el sometimiento de la autorización al procedimiento
legislativo común, con los siguientes aspectos: se denominarán propuestas equiparables a las
enmiendas a la totalidad (sí se pretenden la denegación o el aplazamiento de la autorización, o sí
plantean reservas y éstas no están admitidas, como ocurre en los convenios bilaterales) o al
articulado (cuando admitida la reserva, se proponga la supresión, adición o modificación a las
reservas o declaraciones que el Gobierno pretenda formular, o cuando se planteen reservas o
declaraciones previstas en el tratado). Por lo que se refiere al Senado, su tramitación es fiel reflejo
del diferente procedimiento legislativo, que se concreta en que la propuesta de no ratificación ha de
considerarse como una propuesta de veto y no se admiten propuestas de reserva si así no lo prevé el
tratado.
Por lo que se refiere a la posible discrepancia entre Congreso y Senado, se sigue aquí el mismo
criterio que para las leyes, es decir, la decisión corresponde en última instancia al Congreso, al
contrario de lo que ocurre con los tratados del artículo 94.1, como luego expondremos.
Es de destacar, como acertadamente, el Reglamento del Congreso procedió a una discreta
corrección de la Constitución requiriendo para el levantamiento del veto senatorial, en todo caso, el
voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros del Congreso.
Las leyes orgánicas promulgadas en virtud de lo dispuesto en este artículo han sido, hasta ahora
las siguientes:
Ley Orgánica 10/85 de 2 de agosto, de autorización para la adhesión de España a las
Comunidades Europeas.
Ley Orgánica 4/1986, de 26 de noviembre, por la que se autoriza la ratificación por
España del Acta Unica Europea, firmada en Luxemburgo el 17 de febrero de 1986
Ley Orgánica 10/1992, de 28 de diciembre, por la que autoriza la ratificación por
España del Tratado de la Unión Europea, firmado en Maastrich, el 7 de febrero de 1992
Ley Orgánica 20/1994, de 29 de diciembre, por la que se autoriza la ratificación del
Tratado de Adhesión de Noruega, Austria, Finlandia y Suecia a la Unión Europea
Ley Orgánica 9/1998, de 16 de diciembre, por la que se autoriza la ratificación por
España del Tratado de Amdsterdam por el que se modifican al Tratado de la Unión
Europea, los Tratados constitutivos de las Comunidades Europeas y determinados actos
conexos, firmado en Amdsterdam el día 2 de octubre de 1997.
Ley Orgánica 6/2000, de 4 de octubre, por la que se autoriza la ratificación por España
del Estatuto de la Corte Penal Internacional.
Ley Orgánica 3/2001, de 6 de noviembre, por la que se autoriza la ratificación por
España del Tratado de Niza, por el que se modifican el Tratado de la Unión Europea, los
Tratados constitutivos de las comunidades Europeas y determinados actos conexos,
firmado en Niza el 26 de febrero de 2001.
Ley Orgánica 12/2003, de 24 de octubre, por la que se autoriza la ratificación del
Tratado de Adhesión a la Unión Europea de la República Checa, la República de
Estonia, la República de Chipre, la República de Letonia, la República de Lituania, la
República de Hungría, la República de Malta, la República de Polonia, la República de
Eslovenia y la República Eslovaca.
Ley Orgánica 1/2005, 20 mayo, autoriza la ratificación España del Tratado por que se
establece una Constitución para Europa, firmado en Roma el 29 octubre de 2004.
Ley Orgánica 6/2005, de 22 de diciembre, por la que autoriza la ratificación por España
del Tratado de Adhesión a la Unión Europea de la República de Bulgaria y de la
República de Rumanía.
El Tribunal Constitucional se ha pronunciado en dos ocasiones sobre el alcance del artículo 93
de la Constitución en relación con la Unión Europea, en consulta previa sobre la constitucionalidad
de sendos tratados formulada por el Gobierno al amparo del artículo 95 de la Constitución.

En la Declaración 1/1992, de 1 de Julio, sobre el Tratado de la Unión Europea, el Tribunal señala


que el artículo 93 permite atribuciones o cesiones para ¿el ejercicio de competencias derivadas de la
Constitución¿, y su actualización comportará una determinada limitación o constricción, a ciertos
efectos, de atribuciones y competencias de los poderes públicos españoles. Pero para que esa
limitación se opere es indispensable, que exista efectivamente una cesión del ejercicio de
competencias (no de su titularidad) a organizaciones o instituciones internacionales, lo que no
ocurría en el caso examinado, en el que no se cedían o transferían competencias sino que se
extendían a quienes no son nacionales unos derechos (el derecho de sufragio pasivo en las
elecciones locales) que, según el artículo 13.2, no podían atribuírseles.

El Tribunal afirma que el artículo 93 CE no puede ser empleado como instrumento para
contrariar o rectificar mandatos o prohibiciones contenidas en la norma fundamental, pues ni tal
precepto es cauce legítimo par la ¿reforma implícita o tácita¿ constitucional, ni podría ser llamada
atribución del ejercicio de competencias, en coherencia con ello, una tal contradicción, a través del
Tratado, de los imperativos constitucionales. Como consecuencia de lo expuesto, fue necesaria la
modificación del artículo 13.2 de la Constitución, por el procedimiento establecido en el artículo
167, antes de proceder a la autorización del Tratado mediante ley orgánica.

En la Declaración 1/2004, de 13 de diciembre, sobre el Tratado por el que se establece una


Constitución para Europa, por el contrario, el Tribunal Constitucional consideró suficiente el
recurso al artículo 93 para su ratificación. Este artículo es calificado de ¿bisagra¿ mediante la cual
la Constitución misma da entrada en nuestro sistema constitucional a otros ordenamientos jurídicos
a través de la cesión del ejercicio de competencias, con los límites materiales que se imponen
implícitamente a la propia cesión, esto es, el respeto de la soberanía del Estado, de nuestras
estructuras constitucionales básicas y del sistema de valores y principios fundamentales
consagrados en nuestra Constitución, en el que los derechos fundamentales adquieren sustantividad
propia (art. 10.1 CE), límites que el Tribunal considera escrupulosamente respetados en el Tratado
citado.

En relación con la primacía del Derecho europeo proclamada en el nuevo Tratado, el Tribunal
declara que opera respecto de un ordenamiento que se construye sobre los valores comunes de las
Constituciones de los Estados integrados en la Unión y de sus tradiciones constitucionales, y se
contrae expresamente al ejercicio de las competencias atribuidas a la Unión europea, competencias
cedidas a la Unión por la voluntad soberana del Estado y soberanamente recuperables en función
del procedimiento de retirada voluntaria previsto en el propio tratado. En cuanto al modo de
distribución de competencias entre la Unión Europea y los Estados miembros, el Tribunal considera
que el nuevo Tratado no altera sustancialmente la situación creada tras nuestra adhesión a las
Comunidades y, si acaso, la simplifica y reordena en términos que hacen más preciso el alcance de
la cesión del ejercicio de competencias verificada por España.
Por lo que se refiere a la bibliografía sobre el contenido de este artículo se pueden citar las
aportaciones de Mirkine Guetzevitch, Herrero de Miñon, Serrano Alberca o Huesa entre otros.

Sinopsis artículo 94
Un tratado internacional, no es otra cosa que un negocio jurídico con características propias,
debido a la categoría de los sujetos que en él intervienen, Estados y otros sujetos de la Comunidad
Internacional.

En la Convención de Viena, de 1969, se define el tratado como un acuerdo internacional


celebrado por escrito entre Estados y regido por el Derecho internacional, ya conste en un
instrumento único o en dos o más instrumentos conexos, cualquiera que sea su denominación
particular. Los otros convenios o acuerdos entre Estados y otros sujetos del Derecho internacional y
los no celebrados por escrito, a los que no les es aplicable la citada Convención, no pierden por ello
su valor jurídica, según señala el artículo 3. Se ha consagrado en la doctrina y en la práctica una
amplitud terminológica para designar a los acuerdos entre sujetos de derecho internacional sin que
el empleo de uno u otro término implique una valoración jurídica diferente. En este sentido, el
Decreto de 24 de mayo de 1972, de Ordenación Administrativa en materia de tratados, da, de éste,
una definición amplia: " Se entiende por tratados internacional el acuerdo regido por el Derecho
internacional y celebrado, por escrito, entre España y otro Estado o entre España y un organismo u
organismos internacionales de carácter gubernamental, ya conste de un instrumento único o de dos
o más instrumentos, y cualquiera que sea su denominación particular".
Todo el procedimiento de producción del acuerdo internacional es lo que se conoce por
conclusión. Dentro del procedimiento de conclusión podemos distinguir las siguientes fases:
a) de negociación
b) adopción del texto,
c) autentificación del mismo,
d) manifestación del consentimiento.
La fase de adopción del texto consiste en la manifestación de que el texto adoptado es el
convenido; la autentificación significa que el texto del tratado queda como auténtico y definitivo. El
artículo 10 del Convenio de Viena establece como formas de autentificación: 1.º las que se
establezcan en el tratado, 2º las que convengan a los Estados, 3.º la firma o la rúbrica. Pero la fase
que, más nos interesa es de manifestación o prestación del consentimiento.
Las formas de manifestación del consentimiento son muy diversas; junto a la forma solemne que
es la ratificación encontramos otras simplificadas.
La ratificación, que significa confirmación, tiene su origen en la facultad que tenía el soberano
de aprobar lo hecho por sus representantes o mandatarios a los que se les había dado plenos
poderes. A partir de la Revolución Francesa, la facultad de ratificar ciertos tratados que, hasta
entonces, residía en el soberano, la ostentar éste el ius representantionis omnimodae, quedó
limitada, en algunos casos, por la necesaria intervención del órgano de representación popular.
La conclusión en este sentido estricto se concreta en la manifestación de la voluntad que en
nuestra Constitución es competencia del Jefe del Estado. Pero se exige la intervención
parlamentaria que deberá autorizar la prestación del consentimiento de los tratados del artículo 93
por Ley Orgánica o del artículo 94 mediante el procedimiento previsto en el artículo 74 de la
Constitución.
Sea cual fuere la denominación del tratado (convenio, tratado, protocolo, acuerdo, etc.) y de la
forma de prestación del consentimiento (ratificación, firma canje de notas, adhesión, etc.) se exige
la intervención de las Cortes en los supuestos del artículo 94.1 y 94.2 en los casos previstos en el
mismo.
La Constitución Española ha optado por un sistema de lista positiva para determinar aquellos
tratados que exigen autorización parlamentaria, y este cuestión está expresada en el artículo 94.
En nuestro sistema la calificación del tratado a los efectos de su tramitación es clave. En
principio esta facultad para calificar el tratado dentro del ámbito de los que exigen ley orgánica o
autorización, corresponde al Gobierno que, aparte de estar sometido al informe preceptivo del
Consejo de Estado puede ser fiscalizado en esta calificación por las Cortes y por el Tribunal
Constitucional.
La Cortes pueden también intervenir en la calificación del tratado y modificarla en el sentido de
su tramitación por la vía del artículo 93 o del artículo 94, como ya intentaron algunos grupos
parlamentarios con ocasión de la adhesión al Tratado del Atlántico Norte.
En el supuesto de un tratado remitido para información por la vía el artículo 94.2, el Congreso
por medio de la Mesa puede recalificarlo y tramitarlo previa su autorización para su aprobación o
convalidación posterior al considerar que el tratado en cuestión exige la autorización del artículo 94
y no la mera información.
En el supuesto, más teórico que real, de que el Gobierno concluya un tratado sin intervención de
las Cortes y éstas recalifiquen y tramiten el tratado por la vía del artículo 94 y denegaran además la
convalidación posterior, no cabría otra solución que la denuncia, si ésta está permitida por el tratado
o el planteamiento de un recurso de inconstitucionalidad que versaría tan sólo sobre la calificación
(art. 32 LOTC). También cabría plantear el conflicto de atribuciones entre el Gobierno y las Cortes.
El planteamiento de esta cuestión de competencias o de atribuciones, o la interposición del
recurso, parece corresponder a las Cortes, para evitar que un tratado concluido de forma contraria a
la Constitución pueda producir efectos en el orden interno.
La consideración amplia del tratado político lo configura como aquél no incluido en los otros
apartados del artículo 94 de una trascendencia general y significativa en su contenido y
determinación. El dictamen del Consejo de Estado (Comisión permanente) de 7 de marzo de 1985
manifiesta que el acuerdo debe revestir la suficiente importancia objetiva para hacerse merecedor de
la denominación formal de tratado de carácter político. El tratado o convenio militar está en el
ámbito del tratado político, pero es más limitado. Los tratados o convenios de carácter militar son
todos aquellos que guardan relación con el uso de las Fuerzas Armadas. Estos tratados plantean en
términos generales tres tipos de cuestiones. La primera es el límite con los tratados que transfieren
el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución relativas a la declaración de guerra y al
empleo de las Fuerzas Armadas. La segunda cuestión es el problema de actos secretos derivados de
las relaciones con los miembros de la OTAN o de otras organizaciones: En principio para la
autorización parlamentaria no hay tratados secretos, pero en su caso cabría arbitrar en el ámbito del
procedimiento parlamentario los mecanismos adecuados para su tramitación (Comisión de Secretos
Oficiales). Por último, nos encontramos con la cuestión del desplazamiento de unidades españolas
al extranjero para operaciones de mantenimiento de la paz que pueden derivarse de un tratado
militar. Estas acciones pueden considerarse como decisiones del Gobierno en cumplimiento de
obligaciones internacionales, resultado de la integración en organizaciones como la ONU o la
OTAN. En España estas decisiones no exigen autorización parlamentaria previa, porque se entiende
que están en el ámbito de la competencia ejecutiva del Gobierno. Nuestro sistema sólo prevé un
control político a posteriori de esta forma de empleo de las Fuerzas Armadas.
Tratados que afectan la reserva de ley. En el subtipo de tratados que atañen a las previsiones
presupuestarias no cabe mantener la tesis de que sólo exigen autorización aquellos tratados o
convenios que supongan obligaciones financieras no previstas en el presupuesto. La Mesa del
Congreso ha mantenido desde 1984, en contra de la postura de la Comisión Permanente del Consejo
de Estado, que la autorización de las Cortes es preceptiva aun en el caso de que los gastos que
comporten la ejecución de un tratado, puedan realizarse de acuerdo a una asignación presupuestaria
prevista en la Ley de Presupuestos.
Por último, en relación con los tratados sobre la integridad territorial, la Comisión Permanente
del Consejo de Estado ha considerado que son los tratados de reintegración territorial los que
comportan incremento del territorio nacional o de la soberanía territorial sobre el mar y los de
variación del territorio (Dictamen 4690 de 1 de marzo de 1985). El problema de la integridad
territorial se plantea sobre todo, aunque se trata de su disminución, pues ésta es una cuestión con
ribetes constitucionales, porque tal disminución afecta a las referencias territoriales establecidas en
la Constitución. En sentido escrito no cabría un tratado sobre la distribución del territorio, porque
sería inconstitucional.
Podemos resumir los caracteres de la autorización:
La autorización parlamentaria es un acto previo y requisito indispensable para que el Estado
manifieste su consentimiento, pero no obliga a prestarlo. La manifestación del consentimiento es
competencia del Jefe del Estado. La autorización es sobre el conjunto del convenio o bloque
convencional. Las Cortes, no pueden modificar una parte del tratado, sólo les está permitido hacer
reservas permitidas por el tratado o declaraciones interpretativas previstas también en el tratado,
porque estos actos son unilaterales y no convencionales.
La autorización ampara el texto del tratado y todos los instrumentos que lo acompañan, pero
sucede frecuentemente que el desarrollo del tratado implica una serie de acuerdos interpretativos,
como es el caso de los acuerdos marco que crean comisiones mixtas para el seguimiento del tratado.
En parecida situación se encuentra el régimen de los actos unilaterales (declaraciones)
dependientes de un tratado. La regla general debe ser que todos los actos o acuerdos derivados de
un tratado se sometan a autorización de las Cámaras, salvo el caso de que las propias Cámaras
hayan dado su autorización expresa para que tales declaraciones o actos posteriores no se vuelvan a
someter al Parlamento, dándolas por aprobadas anticipadamente. La práctica no ha sido uniforme en
este campo, y en 1990 el Ejecutivo realizó una declaración sin sometimiento a las Cortes, del
Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, que preveía tal declaración en el artículo 36.2.
La autorización parlamentaria, salvo en el caso del artículo 93, no tiene en sentido propio la
naturaleza de una Ley pero puede entenderse que podría establecer una especie de delegación
legislativa al Gobierno para que éste, de acuerdo con las directivas sentadas por las Cámaras o con
un modelo convencional negociara y autorizara tratados sin que éstas se sometieran de nuevo a la
autorización expresa de las Cortes. Desde el punto de vista jurídico la alternativa parece posible por
la vía del artículo 82 de la Constitución, que sólo prohíbe la delegación para las leyes orgánicas. Sin
embargo, fuera de los casos y materias de poco calado político, no parece fácil admitir la
posibilidad de una delegación amplia.
En el proceso para otorgar la autorización sólo tiene la iniciativa el Gobierno, iniciativa limitada
temporalmente en el supuesto de que el transcurso del tiempo pudiera implicar la manifestación del
consentimiento del Estado y se tratara de un tratado comprendido en el artículo 94.
El desarrollo parlamentario de las autorización exige el conocimiento del pleno de las Cámaras,
porque el artículo 75.3 de la Constitución impide de delegación en comisiones de las cuestiones
internacionales. Normalmente los tratados se tramitan en el plazo previsto en los reglamentos,
sesenta días en el Congreso, y sólo en casos excepcionales se solicita la prórroga de este plazo.
Hemos de referirnos por último a la posibilidad de la aplicación provisional de un tratado, eso es
a su vigencia temporal antes de recibir autorización de las Cámaras, y por tanto, antes de la
manifestación del consentimiento.
Esta práctica, que se produce con cierta frecuencia en España, ha planteado a la doctrina la
necesidad de establecer ciertas limitaciones en el uso de esta técnica. Cabe destacar así la exigencia
de que se trate de supuestos excepcionalmente urgentes, que no produzcan situaciones irreversibles
y que se inicie inmediatamente el proceso de autorización parlamentaria.
Los tratados pueden contener obligaciones que pueden cumplirse directamente (self executing) y
bastará por tanto la publicación en el BOE para que sus normas entren en vigor. Sin embargo,
muchas veces los tratados establecen normas que no pueden cumplirse directamente y que exigen
acciones de los Estados que deben adoptar medidas legislativas o reglamentarias para su ejecución.
Esta obligación no lo es sólo, como podría deducirse de la Constitución para los tratados del
artículo 93, sino también para los tratados del artículo 94.
En relación con los tratados que pueden estipularse sin intervención de las Cortes, cabe hacer
sólo dos precisiones: una temporal, la información debe ser inmediata, inmediatamente después de
la estipulación; la segunda, la Mesa del Congreso puede recalificar el tratado, convirtiéndolo en un
tratado del número 1 del artículo 94 que exigiría la ratificación de la prestación del consentimiento
por parte de las Cortes Generales.
El desarrollo de la autorización contenida en este artículo se encuentra en el Reglamento del
Congreso y en el del Senado. Aunque la Constitución se refiere en estos casos a autorización y no
emplea la palabra ley, tal autorización deberá considerarse como una ley formal.
En realidad, la autorización se considere o no como ley (los Reglamentos de las Cámaras sólo
emplean la palabra autorización), lo importante es que produce los efectos del artículo 96 y sigue en
su tramitación el procedimiento legislativo común (art. 156 del Reglamento del Congreso) con las
especialidades siguientes: solicitud del Gobierno remitiendo el acuerdo del Gobierno, el texto del
tratado y las reservas y declaraciones que pretenda formular el Gobierno, todo ello en un plazo de
90 días prorrogables a 180 (art. 155 del Reglamento del Congreso); tramitación como ley con las
particularidades en relación con los acuerdos a los que se refiere el artículo 156 del Reglamento
citado, y tramitación en el Senado conforme al artículo 144 de su Reglamento. Sin embargo, la
diferencia fundamental con el procedimiento legislativo se encuentra en caso de discrepancia entre
el Congreso y el Senado. En este supuesto, tanto el artículo 145 del Reglamento del Senado, como
el artículo 158 del Reglamento del Congreso, establecen que las discrepancias las tratará de resolver
la Comisión mixta prevista en el artículo 74.2 de la Constitución. Esta Comisión deberá presentar
un texto que será votado por ambas Cámaras. Si alguna de ellas no lo aprueba, la decisión final
corresponde al Congreso por mayoría absoluta.
Algunos tratados significativos en relación con el artículo 94 son los siguientes:
Tratados relativos a la OTAN:
-Tratado del Atlántico Norte (OTAN), hecho en Washington el 4 de abril de 1949 (BOE 129 de 31
de mayo de 1982). Instrumento de Adhesión del Reino de España al Tratado del Atlántico Norte
(OTAN), hecho en Washington el 4 de abril de 1949.
Aprobado por el Pleno del Congreso el 29 de octubre de 1981
-Protocolo sobre el Estatuto de los Cuarteles Generales Militares Internacionales establecidos en
cumplimiento del Tratado del Atlántico Norte, hecho en París el 28 de agosto de 1952.
Aprobado por el Pleno del Congreso el 16 de mayo de 1995
Aprobado por el Pleno del Senado el 14 de junio de 1995.
-Protocolos de Adhesión de Letonia, Rumania, Estonia, Eslovenia, Eslovaquia, Lituania y Bulgaria,
respectivamente.
-Acuerdo sobre cooperación en materia de información nuclear entre las partes del Tratado del
Atlántico Norte (Tratado Atomal).
Aprobado por el Pleno del Congreso el 31 de mayo de 2001.
Aprobado por el Pleno del Senado el 12 de septiembre de 2001.
-Acuerdo entre el Reino de España y la Organización del Tratado del Atlántico Norte, representada
por el Cuartel General Supremo de las Potencias Aliadas en Europa, relativo a las condiciones
especiales aplicables al establecimiento y explotación en territorio español de una Cuartel General
Militar Internacional, hecho en Madrid el 28 de febrero de 2000.
Aprobado por el Pleno del Congreso el 5 de octubre de 2000.
Aprobado por el Pleno del Senado el 16 de noviembre de 2000.
Tratados con E.E.U.U:
-Canje de Notas de 28 de enero de 20002, constitutivo de Acuerdo entre España y los Estados
Unidos de América, sobre prórroga del Acuerdo entre ambos países sobre cooperación científica y
técnica en apoyo a los programas de explotación lunar y planetaria y de vuelos espaciales tripulados
y no tripulados a través del establecimiento en España de una estación de seguimiento espacial,
firmado en Madrid el 29 de enero de 1964.
Aprobado por el Pleno del Congreso el 12 de septiembre de 2002.
Aprobado por el Pleno del Senado el 24 de octubre de 2002.
-Protocolo de enmienda del Convenio de cooperación para la defensa entre el Reino de España y los
Estados Unidos de América, de 1 de diciembre de 1988, hecho en Madrid el 10 de abril de 2002 e
intercambio de Notas Verbales entre ambos países, de la misma fecha, sobre asunto laborales.
Aprobado por el Pleno del Congreso el 31 de octubre de 2002.
Aprobado por el Pleno del Senado el 18 de diciembre de 2002.

-Protocolo de enmienda del Convenio de cooperación para la defensa entre el Reino de España y los
Estados Unidos de América, de 1 de diciembre de 1988, hecho en Madrid el 10 de abril de 2002 e
intercambio de Notas Verbales entre ambos países, de la misma fecha, sobre asuntos laborales.
Aprobado por el Pleno del Congreso el 31 de octubre de 2002.
Aprobado por el Pleno del Senado el 18 de diciembre de 2002.

-Acuerdo de cooperación científica entre el Reino de España y los Estados Unidos de América
sobre la estación de seguimiento de la NASA, hecho en Madrid el 28 de enero de 2003.
Aprobado por el Pleno del Congreso el 25 de septiembre de 2002.
Aprobado por el Pleno del Senado el 28 de octubre de 2002.

En cuanto a la bibliografía, citar los trabajos de Díez de Velasco, Reuter, Rodríguez Zapata o
Santaolalla, entre otros.

Sinopsis artículo 95
Este artículo plantea el problema de las relaciones entre el tratado y la Constitución. Si el
artículo 96 prevé, indirectamente, que el tratado tiene un rango superior al de la ley, de este artículo
se deduce que el tratado tiene inferior rango a la Constitución, ocupando, por tanto, una posición
intermedia entre ésta y la ley.
Para salvaguardar esta preeminencia de la Constitución sobre el tratado, se prevé expresamente
un control previo de inconstitucionalidad. Para la interposición de este recurso previo están
legitimados tanto el Gobierno como cualquiera de las Cámaras.
A este tipo de control se refiere expresamente el precepto que comentamos.
En el sistema de la Constitución española se sigue muy de cerca el modelo francés. El control es
potestativo, pues, según el propio artículo, el Gobierno o las Cámaras podrán requerir al Tribunal
Constitucional para que se pronuncie sobre la existencia o inexistencia de contradicción entre la
Constitución y las estipulaciones de un tratado internacional cuyo texto estuviera ya definitivamente
fijado, pero al que no se hubiera prestado aún el consentimiento del Estado, y en consecuencia la
prohibición de celebración de un tratado inconstitucional sin la previa revisión constitucional, queda
circunscrita a no manifestar el consentimiento que, como se deduce de los artículos 63 y 64, es
competencia del Jefe del Estado, previa autorización, en su caso, del Parlamento.
Ninguna regla de Derecho internacional se opone al control de inconstitucionalidad de los
tratados si, como es obligado admitir, el Derecho internacional autoriza a los Estados a determinar
en su Constitución los órganos que pueden concluirlos válidamente.
La inconstitucionalidad de un tratado está, como es obvio, directamente relacionada con la
Constitución, y como ésta puede ser violada en cuanto a sus disposiciones materiales o bien en
cuanto al procedimiento previsto para la conclusión de los propios tratados, la inconstitucionalidad
de un tratado puede ser tanto material o de fondo como formal. Esta última se produce cuando el
tratado no se celebra válidamente, es decir, cuando se cumplen los requisitos, no se sigue el
procedimiento o no intervienen los órganos competentes para la celebración de los tratados
previstos en la Constitución. Es ésta una forma de control de la eficacia de los tratados que, por el
rango superior a la ley, no pueden realizar los tribunales ordinarios, de ahí la importancia de este
control.
Sin olvidar la dificultad con que choca la declaración de la inconstitucionalidad de un tratado ya
perfecto, sigo manteniendo la postura a favor del recurso de inconstitucionalidad posterior, sin
perjuicio de que puedan ser admisibles algunas fórmulas flexibles que permitan compatibilizar la
nulidad del tratado por inconstitucionalidad, con las obligaciones internacionales contraídas.
Uno de los problemas fundamentales del derecho de los tratados es precisamente el de su
relación con la Constitución y las leyes, Pero este problema sería exclusivamente teórico si no
existiera la posibilidad de control de esta relación, y adquiere, por el contrario, una importancia
capital cuando tal control existe.
En nuestro Derecho es la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre del Tribunal Constitucional el
texto normativo que plantea estas cuestiones, al permitir el control previo de constitucionalidad de
los tratados y su control posterior, completando en este punto a la Constitución, que expresamente
no lo regula. Analizaremos por tanto, el control previo de constitucionalidad y el llamado control
posterior.
Existen dos tipos de control previo, el reconocido de forma expresa en el artículo 78 de la
LOTC, y el establecido de forma implícita al admitir la posibilidad de que se controle también por
esta vía la Ley Orgánica a la que se refiere el artículo 93 de la Constitución.
Analizaremos a continuación los dos supuestos.
El artículo 78.1 de la LOTC establece:
"El Gobierno o cualquiera de las Cámaras podrán requerir al Tribunal Constitucional para que se
pronuncie sobre la existencia o inexistencia de contradicción entre la Constitución y las
estipulaciones de un tratado internacional, cuyo texto estuviera ya definitivamente fijado, pero al
que no se hubiera prestado aún consentimiento.
(...) Dentro del mes siguiente (...) el Tribunal emitirá su declaración, que de acuerdo con lo
establecido en el artículo 95 de la Constitución tendrá carácter vinculante."
Vamos a analizar a continuación los aspectos más importantes de este precepto que acabamos de
leer: naturaleza, requisitos subjetivos y objetivos y efectos.
Es un problema controvertido el de la naturaleza de la actividad del Tribunal Constitucional en
relación con el control previo de constitucionalidad de los tratados, y la doctrina está dividida en
este punto. Para unos, se trata de una función consultiva, apoyándose en el propio texto de la Ley
que no emplea la palabra recurso para la reclamación y, sobre todo, porque tampoco emplea la
palabra sentencia, sino la expresión declaración (vid. Declaración del Tribunal Constitucional
1/1992, de 1 de julio, con ocasión de la ratificación del Tratado de Maastrich).
Para otros, se trata de una verdadera actividad jurisdiccional. Se refiere esta última doctrina a la
consulta que el Presidente Washington pidió a los jueces del Tribunal Supremo en materia de
tratados y de Derecho internacional.
Los jueces, en esta ocasión, se negaron a emitir dictamen para evitar la asunción de funciones
extrajudiciales, tratando además de evitar de esta forma, entrar en la llamada "Political Question".
En apoyo de la tesis de la naturaleza jurisdiccional de este procedimiento se alega el carácter
vinculante de la declaración y, por tanto, su valor erga omnes. Se trata, afirma Rodríguez Zapata, de
una hipótesis parecida a la de los "declaratory judgements" del ordenamiento americano, que trata
de comprobar la inconstitucionalidad virtual de determinados hechos o actos prenormativos, que si
devienen normas serían inconstitucionales.
Por lo que se refiere a los requisitos subjetivos, la LOTC no contiene un desarrollo completo de
este tema que se encuentra, por otra parte, en los Reglamentos del Congreso y del Senado.
En el Reglamento del Congreso (art. 157) se establece que es el Pleno de la Cámara, a iniciativa
de los dos grupos parlamentarios o una quinta parte de los Diputados, quienes pueden acordar
dirigir el requerimiento previsto en el artículo 95.2 de la Constitución.
Por su parte, el Reglamento del Senado (art. 147) exige también el acuerdo del Pleno a iniciativa
de un grupo parlamentario o 25 senadores.
Es importante señalar que la LOTC ha precisado de forma técnicamente correcta, que el objeto
del requerimiento es una propuesta o proyecto de tratado, ya estipulado, es decir, ya negociado (el
texto debe estar fijado) al que sólo falta la prestación del consentimiento. No se permite, como ya
señaló el Conseil Constitucionnel, el 29 de diciembre de 1978, someter al Tribunal un texto en fase
menos avanzada. El Tribunal somete a su control el tratado en las condiciones antedichas,
poniéndolo en relación con la Constitución, tanto por lo que se refiere al procedimiento del
celebración como a los aspectos materiales, debiendo tener en cuenta, "ex artículo 96.2", la posible
contradicción del proyecto de tratado con tratados anteriores, a los efectos de contemplar la
posibilidad de modificar éstos.
Planteamos aquí en primer lugar una cuestión previa. El texto del artículo 93 de la Constitución
sólo se refiere a la autorización por ley orgánica de tratados que supongan la atribución a una
organización o institución internacional del ejercicio de competencias derivadas de la
Constitución. Pero una parte de la doctrina señala la necesidad de extender los supuestos de
aprobación por ley orgánica a aquellos casos en que se trate de tratados que complementen la
Constitución en materias reservadas a la ley orgánica.
Se alega en apoyo de esta tesis el principio de congelación del rango (art. 81.2 de la
Constitución), estableciendo la distinción dentro de los supuestos del artículo 94.1 c) de la
Constitución, entre los derechos fundamentales y libertades públicas que exigen ley orgánica y los
derechos que no la exigen. La doctrina citada incurre aquí, guiada por sus tesis internacionalistas, en
importantes contradicciones. En primer lugar, el principio de congelación del rango que se aplica,
supone una jerarquización de las normas que es negada en otra parte, al considerar que a los
tratados les es aplicable, en relación con otras fuentes, el principio de competencia y no el de
jerarquía. Pero lo importante es señalar que no puede extenderse a voluntad la exigencia de ley
orgánica y ello por dos razones: la primera, porque no lo ha querido el constituyente, que distingue
los supuestos del artículo 93 y del artículo 94, no exigiendo en este caso nada más que la
autorización. La segunda, porque es innecesaria la autorización por ley orgánica, toda vez que los
tratados, todos, tienen rango superior al de las leyes, incluso al de las leyes orgánicas, y por tanto, el
principio de congelación del rango jugaría aquí, en sentido contrario, al señalado por la doctrina
citada.
Pero dejando ya estas discrepancias, la doctrina se ha planteado la posibilidad de aplicar a los
proyectos de leyes orgánicas del artículo 93 la reclamación previa del artículo 78 de la LOTC,
alternativa o sucesivamente a la reclamación del artículo 79 de la LOTC, aceptando ambas
posibilidades.
Esta interpretación de la doctrina se ve en este caso justificada por la redacción de los
Reglamentos de las Cámaras que no distinguen en esta en esta reclamación entre ley orgánica y
autorización.
La modificación de Ley Orgánica del Tribunal Constitucional por la Ley 4/1985 de 7 de junio,
que derogó el artículo 79, regulador del recurso previo de constitucionalidad, ha suprimido la
posibilidad para los tratados del artículo 93 de que la Ley Orgánica pueda ser objeto de un recurso
previo de inconstitucionalidad, pero entiendo que no ha suprimido la posibilidad de que el texto del
tratado pueda ser objeto de la consulta previa que prevé el artículo 95.2, porque no se está
planteando un problema de control previo de la Ley Orgánica, sino de la constitucionalidad de los
tratados y esta cuestión afecta tanto a los del artículo 93 como a los del artículo 94.
Los efectos del requerimiento a que nos estamos refiriendo están reconocidos en el artículo 157
del Reglamento del Congreso y 147 del Reglamento del Senado. Son: la interrupción de la
tramitación hasta la decisión del Tribunal y la necesidad de reforma constitucional para la
continuación del trámite en el supuesto de estimación del requerimiento.
Por último, cabe preguntarse si el recurso de inconstitucionalidad contra disposiciones contrarias
a las normas de ejecución de un tratado es posible. Como ha señalado también la doctrina, es
preciso responder afirmativamente, puesto que tales normas de desarrollo están dotadas de la fuerza
de resistencia del propio tratado.
Señalemos también, que la inconstitucionalidad de los tratados se puede plantear por la vía de la
cuestión de inconstitucionalidad promovida por Jueces y Magistrados, y que tanto ésta como la vía
normal, sigue el procedimiento previsto en el Título II de la Ley Orgánica del Tribunal
Constitucional, y produce los efectos generales a que se refieren los artículos 38 a 40 de la propia
ley.
En la bibliografía cabe citar, entre otros, los trabajos de Rodriguez Zapata, González Pérez o
Almagro Nosete.

Sinopsis artículo 96
El apartado primero del artículo constituye el núcleo central de las relaciones entre el derecho
internacional convencional y el derecho interno. Dos cuestiones fundamentales tendrán que ser
objeto de nuestra atención.
1.º Cómo se integra el tratado en el ordenamiento jurídico interno.
2.º Qué valor tiene el tratado, una vez integrado como fuente del derecho.
Los diversos sistemas de recepción de los tratados internacionales en el ordenamiento interno
pueden reducirse a estos tipos fundamentales: la recepción automática y la recepción especial.
Según el primer sistema el tratado, una vez concluida, forma parte integrante del ordenamiento
interno. Según el segundo, el tratado, aun debidamente concluido, no forma parte del ordenamiento
interno en tanto no ha sido objeto de conversión por una norma interna.
Las tendencias de la doctrina española se han orientado en dos sentidos diferentes. Los
internacionalistas, para los que el sistema de adopción automática se completa por la simple
conclusión del tratado, sin que, a efectos de su validez interna, tenga relevancia, ni sea necesario
ningún acto interno, ni siquiera la publicación del tratado. Y los civilistas y administrativistas
inclinados a considerar que el tratado es una fuente indirecta o mediata del derecho interno, bien
porque el tratado necesita una norma de transformación del derecho internacional en el interno, o
bien porque se precisa un acto como la publicación, que opere la transformación, convirtiendo el
tratado en fuente directa del derecho interno.
Estas posturas doctrinales anteriores a la ley de bases y al texto articulado del Título preliminar
del Código Civil, se han mantenido en sus postulados fundamentales, tras la publicación de este
texto legal por lo que se hace preciso analizar el artículo 1.5 del Código Civil, como precedente
inmediato del artículo que comentamos. Dice así: "Las normas jurídicas contenidas en los tratados
internaciones no serán de aplicación directa en España en tanto no hayan pasado a formar parte del
ordenamiento interno mediante su publicación íntegra en el "BOE"."
El Consejo de Estado en su dictamen número 38.900, de 4 de abril de 1974, mantuvo la idea de
que la publicación se adaptaba al sistema de la recepción automática al interpretar la referencia (de
ley de bases), a la introducción de la norma internacional en el ordenamiento interno como un
requisito formal constitutivo de modo que la publicación operaría en nuestro sistema jurídico como
condición esencial para la integración de esta normativa internacional en el orden interno. Las
posturas enunciadas pretenden moverse dentro del sistema de la recepción automática.
Desde una perspectiva diferente, el tratado es una fuente indirecta del derecho interno mientras
no ha sido publicado y, por tanto, la publicación es la forma que adopta la recepción especial para
transformar el derecho internacional en derecho interno.
El precepto constitucional que comentamos sigue las directrices marcadas por el artículo 1.5. del
Código Civil. No obstante, contiene algunas diferencias formales que lo hacen técnicamente más
perfecto y más ajustado a la realidad. Se puede decir que la Constitución ha racionalizado algunos
aspectos de las relaciones entre derecho internacional convencional y derecho interno, convirtiendo
en norma estricta una serie de prácticas que eran de usual aplicación. El precepto aborda
directamente o indirectamente los tres problemas básicos: sistema de integración, aplicación directa,
naturaleza y jerarquía del tratado.
Conforme a la redacción constitucional, el tratado se integra en el ordenamiento interno
mediante la publicación, siempre que haya sido válidamente celebrado. No se exige un acto
normativo interno que transforme el contenido del tratado ni puede tampoco interpretarse que la
simple conclusión del tratado sin publicación es suficiente para su aplicabilidad interna. Se exige la
publicación y la celebración válida. Este último requisito no tenía sentido antes de la Constitución,
toda vez que la celebración válida de un tratado no podía ser controlada por el Juez. Ahora en
cambio sí lo tiene porque el Tribunal Constitucional puede controlar esta validez.
La Constitución ha omitido referirse expresamente a uno de los efectos de la integración del
tratado en el orden interno; su aplicación directa. Entiendo que esta omisión no supone derogación
de este principio reconocido en nuestra jurisprudencia, aún antes de plasmarse en el Código Civil.
En nuestro derecho no es precisa una norma que imponga a los individuos lo que el derecho
internacional impone a los Estados. El tratado como norma o como hecho normativo convertido en
norma supone obligaciones por sí mismo y se impone a todos los órganos del Estado, incluido el
Juez. Sin embargo, ello no obsta a que, en ciertos casos, sean precisas normas de desarrollo del
tratado cuando éste, por su naturaleza, no sea directamente aplicable. Quizá por estas razones no se
consideró necesario reconocer en la Constitución el efecto de aplicación directa.
Para derogar un tratado ha de seguirse o bien el procedimiento señalado en el propio tratado o
bien las normas generales de Derecho Internacional.
La derogación de las normas contenidas en un tratado se puede realizar por uno de los
procedimientos de terminación o por enmienda, o modificación. La Convención de Viena de 1969,
reconoce, con carácter general, los procedimientos para la modificación o terminación de los
tratados y da primacía a lo establecido por el propio tratado que es la regla también reconocida en
nuestra Constitución.
Entre los procedimientos de terminación de los tratados (consentimiento de las partes,
derogación tácita, imposibilidad de cumplimiento, cambio de las circunstancias, etc.) la denuncia es
la única a la que expresamente se refiere la Constitución. La denuncia es una forma de terminación
que se manifiesta de forma unilateral por un Estado. La intervención del Parlamento en estos casos
es la garantía de la no modificación de los tratados que afectan a materia de competencia de las
Cortes Generales por un procedimiento diferente al de su celebración.
En resumen, un tratado válidamente concluido no es todavía fuente directa del derecho interno
español, sino sólo fuente indirecta.
Para llegar a ser fuente directa necesita el requisito de su publicación. Los internacionalistas han
considerado que la exigencia de la publicación no afecta al sistema de recepción automática seguido
tradicionalmente por nuestro Derecho. Para llegar a esta conclusión consideran que la publicación o
es un requisito formal constitutivo o es una condición suspensiva.
El tratado válido, una vez publicado podrá crear obligaciones y derechos para los particulares. A
este efecto se le denomina "aplicación directa" del tratado sin necesidad de una norma que lo
desarrolle, pero sólo se producirá una vez que el tratado se haya publicado y si la naturaleza del
mismo lo permite.
El tratado concluido válidamente y publicado tiene, en todo caso, valor superior al de la ley
aunque inferior a la Constitución, por lo que podrá ser objeto del recurso de inconstitucionalidad en
el caso de violar un precepto de la norma fundamental.
La publicación no es un requisito de validez ni de eficacia del tratado, pero sí un requisito para
su aplicabilidad. Ahora bien a la pregunta ¿cuándo debe publicarse un tratado? cabe dar varias
respuestas: o se publica inmediatamente después de la autorización de su conclusión por las Cortes,
o se publica a continuación de la manifestación del consentimiento, pero antes de su entrada en
vigor internacional, o se publica en una fecha cercana a su entrada en vigor internacional. Esta
última solución es la más acertada; por ello entre el momento en que se cumplen los requisitos
internacionales para su entrada en vigor y su efectiva entrada en vigor internacional, se establecen
plazos de "vacatio". Es precisamente en estos plazos en los que debería producirse la publicación en
el orden interno.
En el supuesto en que no haya coincidencia debe prevalecer, de conformidad con las reglas del
derecho internacional, el momento de la entrada en vigor aunque el tratado no se hubiera publicado
de forma que, una vez publicado, será aplicable a situaciones anteriores a la publicación, pero
posteriores a la entrada en vigor. Se produce así una aplicación retroactiva del tratado con referencia
a su publicación. En cuanto a la "vacatio legis" prevista en el Código Civil con carácter supletorio,
quedará condicionada a las reglas específicas que sobre entrada en vigor establezca el propio
tratado.
Hemos mantenido que el tratado tiene un rango superior a la ley y que esta afirmación se deriva
del último inciso del artículo 96.1. Podría entenderse que todos los tratados, en principio, incluso
los que no necesitan autorización de las Cortes, tienen rango superior a las leyes porque sólo se
pueden modificar o derogar en la forma prevista en el propio tratado, con lo cual una ley posterior
no podría modificar un tratado, incluso en aquellos casos en que no se exija autorización
parlamentaria.
Sin embargo, la cuestión ha de ser entendida de otra forma. En efecto, los tratados que no exigen
autorización parlamentaria no afectan a la materia de la reserva de ley, pues si contuvieran materia
legislativa serían inconstitucionales y si no la contienen, su rango es inferior a la ley. Ésta es la
doctrina que mantiene el Consejo de Estado (Dictamen 46.901 de 7 de marzo de 1985). Por último
una precisión: las normas dictadas en ejecución de un tratado autorizadas por las Cortes se
contagian de su rango supralegal.
La denuncia de un tratado exige el mismo procedimiento que para su aprobación exige el
artículo 94, dice el texto constitucional. Pero la aplicación de la denuncia exige que se efectúa de
conformidad con lo establecido en el tratado estipulado, pues en otro caso la denuncia sería
inconstitucional. Es claro, además, que la denuncia de un tratado del artículo 93 exige ley orgánica
y que la de un tratado del artículo 94 exige la autorización de las Cortes.
El Tribunal Constitucional ha dictado pocas sentencias hasta el presente sobre las
cuestiones internacionales. Sin embargo, ya que se ha pronunciado sobre la eficacia interna de los
tratados internacionales en la Sentencia de 12 de noviembre de 1982 (STC 66/1982) , relativa al
recurso de amparo contra el Auto de 12 de mayo de 1982, dictado por el Juzgado de Primera
Instancia número 23 de Madrid, denegatorio de la ejecución, a efectos civiles, de una sentencia
canónica de nulidad matrimonial.
Entendió el Tribunal Constitucional que el reconocimiento legal de eficacia, en el orden civil, de
las resoluciones dictadas por los Tribunales eclesiásticos sobre nulidad del matrimonio canónico y
decisiones pontificias sobre matrimonio rato y no consumado, se sustentan en el carácter
aconfesional del Estado y en la obligación de los poderes públicos de tener en cuenta las creencias
religiosas de la sociedad española y mantener las consiguientes relaciones de cooperación. En este
principio cooperativo, el que se expresa en el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede, de 5
de enero de 1979, en el que se reconoce a la Iglesia Católica, entre otras, las actividades de
jurisdicción y el otorgamiento de eficacia a las sentencias de los Tribunales eclesiásticos, si se
declaran ajustadas al derecho del Estado, Acuerdo que tiene rango de tratado internacional
conforme al artículo 94.1 de la Constitución.
Entre la bibliografía básica para este artículo los trabajos de Herrero de Miñón y De Visscher,
entre otros.

Sinopsis artículo 97
Con el artículo 97 da comienzo el Título IV, que, bajo el epígrafe "Del Gobierno y de la
Administración", la Constitución dedica a la configuración del Poder Ejecutivo.
El citado artículo 97, aún sin definirlo, se refiere a la naturaleza de este segundo poder del
Estado, en cuanto que, como dice Garrido Falla, da respuesta implícita a la situación constitucional
del Poder Ejecutivo, y, de forma explícita, a la cuestión, de amplio alcance, de las relaciones
Gobierno-Administración.
A estas cuestiones nos referiremos en primer término, para después pasar a examinar, partiendo
de la consideración del precepto como cláusula general, las funciones que, a tenor del mismo le
competen, y que, en muchos casos, se concretan en competencias específicamente previstas en otros
artículos de la Constitución o en otras normas.

A) El Gobierno como Poder Ejecutivo


De los tres clásicos poderes del Estado (Legislativo, Ejecutivo y Judicial), cuya separación
proclama -como no podía ser menos- la Constitución, al Gobierno corresponde, a tenor del artículo
97 de la Constitución, no el poder, sino la función ejecutiva.
Si recordamos el proceso histórico de la separación de poderes, tal y como lo describe Garrido
Falla, "así como los poderes Legislativo y Judicial se forman con las competencias que se han ido
arrancando de manos del antiguo Monarca absoluto, en cambio, el Poder Ejecutivo es justamente lo
que queda en manos de aquel Monarca una vez realizadas las antedichas sustracciones... Se deduce
de aquí el carácter residual del Poder Ejecutivo, que debe ser muy tenido en cuenta para
comprender debidamente el tipo de funciones que le corresponden". Y repasa el autor citado la
evolución constitucional española, que demuestra cumplidamente cuanto se acaba de decir.
La Constitución de 1812, aparte de atribuir a las Cortes -con el Rey- "la potestad de hacer las
leyes" (art. 15) y a los Tribunales la de "aplicar las leyes en las causas civiles y criminales" (art.
242), produce, en lo fundamental, una absoluta identificación del Rey con el Poder Ejecutivo, tal y
como se desprende de los artículos 16 y 170: "La potestad de hacer ejecutar las leyes reside
exclusivamente en el Rey, y su autoridad se extiende a todo cuando conduce a la conservación del
orden público en lo interior y a la seguridad del Estado en lo exterior, conforme a la Constitución y
a las leyes."
Significativamente, la Constitución de 1869 afirmaba -empleando ya la clásica terminología- que
"El Poder Ejecutivo reside en el Rey, que lo ejerce por medio de sus Ministros" (art. 35). Y la
Constitución canovista de 1876, vuelve a repetir, en su artículo 50, la fórmula de la de 1812.
Hasta aquí, pues, la identificación del Poder Ejecutivo con el Rey que está en la base de la
organización estatal, como también lo está la creencia de que el Ejecutivo sigue siendo el "poder
nuclear" o residual. Ello explica que el texto del artículo 172 de la Constitución de 1812, ya citado,
enumere doce "restricciones de la autoridad del Rey", que son correlativas garantías de los derechos
ciudadanos. Y explica, asimismo, que ningún precepto constitucional se refiera al Gobierno y sus
competencias; pues, en definitiva, éste no es sino el instrumento a través del cual el Rey ejerce sus
atribuciones.
El cambio se produce con la Constitución republicana de 1931, que configura como órganos
diferentes y separados al Presidente de la República (art. 67) y al Gobierno. Aquél se concibe como
Jefe del Estado, por encima, teóricamente, de los tres clásicos poderes, y prácticamente sin el Poder
Ejecutivo, que se atribuye, en cambio, al Gobierno, constituido, según el artículo 86, por el
Presidente del Consejo y los Ministros.
En resumen, de la evolución constitucional descrita resulta que se ha ido produciendo,
progresivamente, lo que podría considerarse una "despersonalización" del poder, que concluye con
la configuración de una Jefatura del Estado (el Rey, en nuestro caso) desprovista total y
absolutamente de poderes de gobierno o potestades ejecutivas, (al menos en el caso de las Jefaturas
del Estado monárquicas) y con la identificación entre Gobierno y Poder Ejecutivo.
Esta concepción es la que acoge nuestra actual Constitución, que atribuye al Rey la Jefatura del
Estado (art. 56), y dedica todo un Título (el Título II) a la Corona; mientras que los Títulos IV y V
se refieren, respectivamente, al Gobierno -en el que reside, según estamos viendo que declara el
artículo 97, la función ejecutiva- y a la Administración el Título IV; y a las relaciones del Gobierno
con las Cortes Generales, es decir, con el Poder Legislativo -como es propio de un régimen
parlamentario- el Título V.

B) El Gobierno y la Administración
Si, según acaba de exponerse, en el Gobierno recae, en los Estados constitucionales actuales, el
Poder Ejecutivo, ¿qué papel juega en ellos la Administración?
Porque resulta obvio que Gobierno y Administración son dos órganos distintos, aunque
estrechamente vinculados, según se desprende de la rúbrica del Título IV de la Constitución. Tal
impresión se refuerza por los artículos 108 y 103 de la Constitución, que establecen, el primero, la
composición del Gobierno, el segundo, la remisión a la Ley para la de la Administración. Y, en
efecto, distintas leyes regulan, además, uno y otro órgano: la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del
Gobierno, y la Ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funcionamiento de la Administración
General del Estado.
A tenor de la dicción constitucional, tributaria en este punto de la doctrina alemana (Laband,
Jellinek, Otto Mayer), el Gobierno "dirige... la Administración civil y militar". Pero de esta
redacción no puede entenderse, sin más, que si el Gobierno dirige, la Administración obedece; o
dicho de otro modo, que al Gobierno corresponde desarrollar una actividad política, principal, y a la
Administración una actividad administrativa o subordinada.
Y ello por varios motivos, a saber:
-En primer término, porque desde un punto de vista orgánico, se produce una cierta
identificación entre el Gobierno y los altos cargos de la Administración, que son
Ministros, Secretarios de Estado, Subsecretarios y Secretarios Generales con rango de
Subsecretario. El Gobierno y sus componentes constituyen, pues, el vértice de la
pirámide administrativa
-Por otro lado, desde un punto de vista funcional, también el Gobierno -y no sólo la
Administración- produce actos administrativos, y se encuentra sometido, por tanto, en
cuanto a éstos, a la revisión de la jurisdicción contencioso-administrativa. En cuanto a la
vieja cuestión de los "actos políticos del Gobierno", (que el maestro Posada definía
como "actos de poder encaminados a la dirección política del Estado"), exentos de
control jurisdiccional a la luz del artículo 2 de la Ley de la Jurisdicción contencioso-
administrativa de 1956, queda resuelta por el artículo 3 de la actual Ley 29/1998, de 13
de julio, reguladora de la Jurisdicción contencioso-administrativa, que, al enumerar los
actos que no corresponden al orden jurisdiccional contencioso-administrativo, guarda
silencio respecto de aquéllos.
-En fin, la Administración se ha convertido hoy en el eje central del Poder Ejecutivo,
habiendo incluso eclipsado al Gobierno, de modo que hoy es forzoso replantearse el
esquema de relaciones entre ambos, que, como acertó a decir Garrido Falla, deben
responder al principio de "neutralidad política de la Administración y neutralidad
administrativa del Gobierno".
Para zanjar la cuestión, nada mejor que citar las palabras del propio Tribunal Constitucional: " El
Gobierno de la Nación... según el Título IV de la Constitución, aparece diferenciado de la
Administración propiamente dicha... a la que dirige" (STC 16/1984, de 6 de febrero). "Tampoco
cabe entender que por "Gobierno" el artículo 107 comprenda, en general, el llamado Poder
Ejecutivo, incluyendo cualquier Administración pública, como hace, en cambio, el artículo 103 de
la Constitución, pues Gobierno y Administración no son la misma cosa y están perfectamente
diferenciados en el propio Título IV en que el artículo 107 se inserta" (STC 204/1992, de 26 de
noviembre)
Palabras del Tribunal Constitucional que nosotros completamos aquí con la conclusión de
Gallego Anabitarte en los Comentarios a la Constitución de 1978, de Alzaga: la Administración,
desde un punto de vista material, actividad o función, es una actividad dirigida al cumplimiento
completo de los fines del Estado, comprometida y no independiente, aunque persiga la satisfacción
del interés general, en el marco del preestablecido ordenamiento jurídico. De modo que la
Administración aparece como un poder o función determinado, frente al carácter indefinido, sin
contornos predeterminados de la función de gobierno.
Cuestión muy relacionada con ésta que tratamos es la de la personalidad jurídica del
Estado/Administración, cuyo comentario excede el objeto de estas páginas, pero ampliamente
tratada por autores de la talla de García de Enterría, Gallego Anabitarte y Santamaría Pastor, en
obras citadas en la Bibliografía.

C) Funciones de gobierno
Dejando al margen de estas líneas cuestiones polémicas, puestas de manifiesto por la doctrina
(Sánchez Agesta, Álvarez Conde), tales como la deficiente sistemática constitucional en este punto,
la dificultad de precisar qué sea la función de gobierno, y el carácter taxativo o no de la
enumeración del artículo 97, sí procede señalar que la Constitución parece referirse a dos tipos de
funciones, unas de carácter político, que integrarían la función de gobierno, y otras de carácter
jurídico, propias de la función ejecutiva. Con independencia de que esta clasificación tiene un
alcance puramente sistemático, es, además, una distinción bizantina, puesto que es difícil identificar
con claridad qué es materia gubernamental y qué no, y, del mismo modo, no es raro descubrir visos
de carácter político en una actuación que "a priori" parece puramente ejecutiva.
Teniendo en cuenta las referidas observaciones, veamos las funciones que el artículo 97 atribuye
al Gobierno.
1.- La función de dirección política.
En el ejercicio de esta función es donde parece presentarse un mayor margen de
discrecionalidad en la actuación del Gobierno; dirección de la política, según la letra del
artículo 97, tanto interior, como exterior del país. Se trata, no obstante esta
discrecionalidad, de una actividad normada, que tiene su fundamento en la
Constitución. En el desempeño de la función de dirección política -determinante para
calificar al Gobierno como órgano constitucional- se ponen de manifiesto las relaciones
del Gobierno con los demás órganos constitucionales. A este respecto, sin intentar
establecer una enunciación taxativa, podemos resumirlas, siguiendo a Álvarez Conde,
de la siguiente forma:
-En relación con la Jefatura del Estado, el Gobierno no interviene en la
configuración de la Corona, pero sí en toda la actividad constitucional del
Monarca. Además del refrendo ministerial -véase al respecto el comentario
al artículo 64- como manifestaciones concretas de las relaciones Gobierno-
Jefe del Estado cabe citar la aprobación de Reales Decretos, acordados en
Consejo de Ministros y expedidos por el Rey, o la propuesta de
nombramiento y separación de los altos cargos de la Administración del
Estado.
-En relación con el Parlamento, las competencias del Gobierno son,
debido a la propia mecánica del sistema parlamentario, mucho más
numerosas, afectando a cuestiones tales como el funcionamiento de las
propias Cámaras (el Gobierno asiste con voz y sin voto a las reuniones de la
Junta de Portavoces, interviene en la fijación del orden del día, puede
solicitar la celebración de sesiones extraordinarias, y el Presidente del
Gobierno determina la disolución de las Cortes Generales y la convocatoria
de nuevas elecciones); el ejercicio de la potestad legislativa (el Gobierno
está legitimado para ejercer la iniciativa legislativa a través de los proyectos
de ley y para oponerse a las proposiciones de ley que supongan un aumento
del gasto público, y es partícipe de dicha función a través de los supuestos
de delegación legislativa y legislación de urgencia); el ejercicio casi
exclusivo de la actividad económica del Estado (que se manifiesta
principalmente en la elaboración de los Presupuestos Generales, la emisión
de Deuda Pública y el ejercicio de la planificación económica); la
declaración de los estados de alarma y excepción y la proposición al
Congreso de la declaración del estado de sitio; la autorización de la
negociación de los tratados internacionales en los supuestos constitucionales
en que así proceda; la participación en los supuestos de reforma
constitucional; la necesidad de someterse al control político del Parlamento
(normalmente, a través de preguntas, interpelaciones, mociones;
extraordinariamente, a través de Comisiones de investigación; y, en su
máxima manifestación en los supuestos de cuestión de confianza y moción
de censura).
-En relación con el Poder Judicial, hay que citar la intervención del
Gobierno en el nombramiento del Fiscal General del Estado y en la
composición del Tribunal Constitucional, así como su carácter de órgano
activamente legitimado ante el mismo; todo ello, sin olvidar las funciones
del Gobierno en relación con la Administración de Justicia.
-En fin, por lo que se refiere a las Comunidades Autónomas, hay que
tener en cuenta su presencia en la configuración de las mismas, así como su
intervención en el control de su actividad, tanto a través de la figura del
Delegado del Gobierno como en los supuestos establecidos en los artículos
153 y 155 de la Constitución.

2.- La dirección de la Administración civil y militar y la defensa del Estado.


El ejercicio de esta competencia -que también participa de la naturaleza de la función
de dirección política- debe ser puesto en relación con la posición constitucional
atribuida a las Fuerzas Armadas por el artículo 8 de la Constitución y con la señalada en
el artículo 104 a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Porque ambos
colectivos se encuentran sometidos a la autoridad del Gobierno, que es quien tiene el
poder de mando efectivo, no correspondiéndole al Monarca, en virtud del artículo 61.1,
más que funciones meramente honoríficas y simbólicas.
Y es que la función atribuida a las Fuerzas Armadas, configuradas como garantes del
ordenamiento constitucional, exige tener en cuenta dos aspectos: por un lado, que no se
trata de una defensa jurídica de la Constitución, competencia ésta propia del Tribunal
Constitucional y de los Tribunales ordinarios, únicos legitimados para velar por la
adecuación del ordenamiento jurídico a la Constitución; y, por otro, que se trata de una
defensa política de la Constitución, pero que no podrá ser ejercida genéricamente, sino
que tiene su ámbito específico de actuación en los supuestos de estados excepcionales
previstos en el artículo 116 de la Constitución, en los cuales el protagonismo
corresponde al Congreso de los Diputados y al Gobierno, según los casos.

3.- La función ejecutiva.


Aun cuando la Constitución atribuye al Gobierno tal función, el Gobierno, según se
ha indicado más arriba, es algo más que Poder Ejecutivo. Además, tampoco el Gobierno
ejerce en exclusiva la función ejecutiva; por el contrario, existen otros poderes públicos
-la Administración y, muy especialmente, los Gobiernos autonómicos- de los cuales se
puede predicar, asimismo, el ejercicio de estas funciones. En fin, la función ejecutiva
debe diferenciarse del ejercicio de la potestad reglamentaria, a la que de inmediato nos
referimos.

4.- La potestad reglamentaria.


El ejercicio de esta competencia plantea una problemática específica cuyo
tratamiento completo excede del objeto del presente comentario. No obstante, sí al
menos es imprescindible esbozar algo de la misma.
Por potestad reglamentaria se entiende, de forma muy sencilla, la potestad de dictar
normas propia del Poder Ejecutivo. Así como al Parlamento le corresponde dictar leyes,
el Gobierno dicta reglamentos, normas de rango inferior a aquéllas, y siempre sometidas
al superior imperio de la ley; potestad reglamentaria del Gobierno que es distinta de la
mera ejecución de las leyes, y que es compartida no sólo con la potestad reglamentaria
de los Ministros y la Administración, sino también con la atribuida a otros órganos
constitucionales en el ejercicio de sus competencias.
Sobre el origen, fundamento y evolución de la potestad reglamentaria, así como la
relación ley-reglamento, véase la doctrina de las fuentes del Derecho en I. de Otto y en
J.A. Santamaría Pastor.
En fin, todas las funciones hasta aquí enumeradas siguiendo fielmente el texto constitucional las
ha de ejercer el Gobierno, como es obvio y se encarga de recordar el segundo inciso del artículo 97
que se comenta, "de acuerdo con la Constitución y las leyes".

En cuanto a la bibliografía básica se pueden destacar los trabajos de Alzaga, Alvarez Conde,
García de Enterría o Garrido Falla, entre otros.

Sinopsis artículo 98
Los constituyentes de 1978 tuvieron un especial empeño en establecer unas líneas maestras sobre
el régimen jurídico del Gobierno y sus miembros que compatibilizara la estabilidad que es precisa
en esta materia con la necesaria flexibilidad que se requiere para ir adaptando la norma a las
modificaciones coyunturales que demandan los cambios políticos. Se explica así el detalle en la
redacción del artículo de referencia, sin perjuicio de la oportuna remisión a la legislación de
desarrollo cuando es preciso.
En nuestra historia constitucional encontramos ejemplos de Constituciones que se han referido a
la composición del Gobierno. Aunque no pueda entenderse como un auténtico precedente del art.
98.1 CE habría que recordar que el artículo 222 de la Constitución de Cádiz determinaba el número
y la denominación de los entonces siete Secretarios de Despacho. Sin embargo, como acaba de
apuntarse, este texto no debe considerarse un modelo en el que se inspira el actual artículo 98
porque no contemplaba en plenitud la composición del Gobierno sino que se limitaba a enumerar
los distintos ministros sin hacer referencia, de manera significativa, a quien dirigiera ese Gobierno.
Habría que recordar aquí que el titular del ejecutivo entonces era el monarca (arts. 16 y 170 de la
Constitución de Cádiz). Por ello el verdadero primer antecedente de este artículo se encuentra en la
Constitución de 1931 cuando su artículo 86 establecía que "el Presidente del Consejo y los
Ministros constituyen el Gobierno", mientras que según el artículo 88 "el Presidente de la
República, a propuesta del Presidente del Consejo, podrá nombrar uno o más Ministros sin cartera".
De manera muy significativa, el artículo 98.1 CE tiene un claro antecedente en el artículo 13.II de la
Ley Orgánica del Estado por el que el Consejo de Ministros estaba "constituido por el Presidente
del Gobierno, el Vicepresidente o Vicepresidentes, si los hubiere, y los Ministros".
Por lo que se refiere a la capacidad de liderazgo y dirección del Gobierno por su Presidente es
también preciso recordar la Constitución de 1931 cuando su artículo 87 comenzaba señalando que
"el Presidente del Consejo de Ministros dirige y representa la política general del Gobierno".
En último lugar, el tema de las incompatibilidades de los miembros del Gobierno también ha
sido contemplado en otros momentos. Así, el citado artículo 87 de la Constitución de 1931
establecía que al Presidente del Consejo de Ministros "le afectan las mismas incompatibilidades
establecidas en el artículo 70 para el Presidente de la República". En cuanto a los ministros, el
artículo 62 de la Constitución de 1837 ya señalaba que "los ministros pueden ser senadores o
diputados y tomar parte en las discusiones de ambos Cuerpos Colegisladores; pero sólo tendrán
voto en aquel a que pertenezcan", texto que se reproduce en los artículos 65 de la Constitución de
1845 y 58 de la Constitución de 1876. La condición de parlamentario, por su parte, era condición
necesaria para que los ministros pudieran tener presencia en el Parlamento durante la vigencia de la
Constitución de 1869 puesto que su artículo 88 establecía que "no podrán asistir a las sesiones de
las Cortes los ministros que no pertenezcan a uno de los Cuerpos Colegisladores". Durante la II
República se regulaba el tema de manera bastante parecida a la actual, determinando el artículo 89
que los miembros del Gobierno "mientras ejerzan sus funciones, no podrán desempeñar profesión
alguna, ni intervenir directa o indirectamente en la dirección o gestión de ninguna empresa ni
asociación privada". Por último, según el artículo 17.II de la Ley Orgánica del Estado de 1967 los
miembros del Gobierno distintos de su Presidente "tendrán las incompatibilidades que señalen las
leyes".
El Derecho comparado ofrece ejemplos de textos que regulan alguno de los extremos que
contempla el artículo 98. Así, por lo que se refiere a la composición del Gobierno se pueden
mencionar el artículo 92 de la Constitución italiana de 1947 cuando señala que "el Gobierno de la
República se compone del Presidente del Consejo y de los Ministros quienes juntos, constituyen el
Consejo de Ministros", el artículo 62 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949 según el cual "el
Gobierno Federal se compone del Canciller Federal y de los Ministros Federales" o el artículo 186.1
de la Constitución portuguesa de 1976 por el que Gobierno "se compone del Primer Ministro, de los
Ministros y de los Secretarios y Subsecretarios de Estado". La reserva de ley para la determinación
de los miembros concretos que en cada momento componen el Gobierno aparece también en el
artículo 95 de la Constitución italiana de 1947. En cuanto al papel preeminente del Presidente del
Gobierno y las funciones que le asigna la Constitución, se encuentran claros ejemplos en los
artículos 95 de la Constitución italiana de 1947, 65 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, así
como algún extremo del artículo 21 de la Constitución francesa de 1958, en concreto la dirección de
la acción del Gobierno por el Primer Ministro. Respecto a las incompatibilidades de los miembros
del ejecutivo, es preciso mencionar el artículo 66 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949 por el
que "el Canciller y los Ministros Federales no podrán desempeñar ningún otro cargo público
remunerado, ejercer ninguna actividad profesional o económica ni pertenecer, sin el consentimiento
de la Dieta Federal, al consejo de administración de empresas que persigan fines de lucro"
El iter parlamentario del art. 98 ofrece datos de interés. Así, respecto al primer párrafo, hay que
decir que su origen está en el art. 96.1 del Anteproyecto elaborado por la Ponencia en el que no se
menciona expresamente a los Ministros como miembros del Gobierno. En efecto, ese artículo decía
que "el Gobierno se compone del Presidente, de los Vicepresidentes, en su caso, y de los demás
miembros que establezca la ley". A dicho artículo se presentaron enmiendas pidiendo la inclusión de
una referencia expresa a los Ministros. Así, la enmienda 736 del Grupo Parlamentario de UCD
proponía que el art. 96.1 dijera que "el Gobierno se compone del Presidente, de los Vicepresidentes,
en su caso, y de los demás Ministros que establezca la ley". En parecido sentido, la enmienda 426
del Grupo Parlamentario Socialistas del Congreso también mencionaba a los Ministros porque
"conviene constitucionalizar la categoría de Ministros". La Ponencia rechazó ambas enmiendas,
aceptando sin embargo las enmiendas presentadas por Carro Martínez y por Licinio de la Fuente en
el sentido de que no era preciso que los miembros del Gobierno fueran establecidos por ley. En el
art. 91.1 del texto que se contiene en el Informe de la Ponencia de 17 de abril de 1978, se mantiene
la redacción originaria pero eliminando la referencia final "que establezca la ley". Por el contrario
se introducía un párrafo segundo por el que la composición del Gobierno estaría regulada por ley
orgánica. En la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso se
aprobó la enmienda 426 que había mantenido el Grupo Parlamentario Socialistas del Congreso, de
modo que el art. 92.1 que se recogía en el Dictamen de esa Comisión pasaba a decir que "el
Gobierno se compone del Presidente, de los Vicepresidentes, en su caso, de los Ministros y de los
demás miembros que establezca la ley" y que se repite en el art. 92.1 del texto aprobado por el
Pleno del Congreso. En la Comisión de Constitución del Senado se presentó una enmienda por
Lorenzo Martín-Retortillo solicitando la supresión del párrafo primero del art. 92 porque
"remitiéndose el párrafo segundo de este precepto a la correspondiente ley orgánica, no tiene
sentido que la Constitución con su rigidez entre a determinar quiénes componen el Gobierno".
Dicha enmienda fue rechazada y la Comisión aprobó en consecuencia el art. 97.1 por el cual "el
Gobierno se compone del Presidente, de los Vicepresidentes en su caso, de los Ministros y de los
demás miembros que establezca la Ley", texto que se mantuvo en el Pleno del Senado y en el
definitivo art. 98.1. En cuanto al párrafo 2, tiene su origen en el artículo 96.2 del Anteproyecto
redactado por la Ponencia según el cual "el Presidente del Gobierno dirige la acción de éste,
distribuye y coordina las funciones de los demás miembros de aquél, sin perjuicio de la
competencia y responsabilidad directa de éstos por la gestión de sus departamentos". La propia
Ponencia en su Informe de 17 de abril de 1978 incluye ese tema en el art. 91.4, diciendo que "el
Presidente dirige la acción del Gobierno y coordina las funciones de los demás miembros del
mismo, sin perjuicio de la competencia y responsabilidad directa de éstos en su gestión". Se
mantiene con la misma redacción pasando a ser el art. 92.4 del Dictamen de la Comisión de
Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso, siguiendo así hasta su aprobación en
el Pleno del Senado. La Comisión Mixta alteró la colocación del párrafo situándole definitivamente
en el puesto segundo. Por lo que se refiere a los párrafos 3 y 4 del artículo 98, solamente es preciso
señalar que aparecían como párrafos 1 y 2 del artículo 99 del Anteproyecto redactado por la
Ponencia y que se mantuvieron hasta el texto definitivo con escasas modificaciones porque en el
párrafo primero (definitivo tercero) se sustituye la referencia "las (funciones representativas)
derivadas del mandato parlamentario" por "las (funciones representativas) propias del mandato
parlamentario" y en el párrafo segundo (definitivo cuarto) la referencia inicial a una ley orgánica
para regular el estatuto y las incompatibilidades de los miembros del Gobierno se sustituye por "la
ley regulará el estatuto e incompatibilidades de los miembros del Gobierno".
Resulta interesante el análisis del desarrollo legislativo del precepto. Por lo que se refiere al
rango normativo de la regulación de la composición del Gobierno, en primer lugar se aprobó la Ley
10/1983, de 16 de agosto, de Organización de la Administración Central del Estado, cuyas
disposiciones habían de entenderse complementadas con los preceptos todavía vigentes entonces de
la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957. De conformidad con lo
establecido en la Constitución, el art. 1.2 de la citada Ley organizó la Administración Central del
Estado enumerando los Departamentos ministeriales que la componían, recordando expresamente
su art. 11 la reserva legal al señalar que "la creación, modificación y supresión de los
Departamentos ministeriales se establecerá por ley aprobada por las Cortes Generales". Este último
precepto fue modificado por el art. 70 de la Ley 46/1985, de 27 de diciembre, de Presupuestos
Generales del Estado para 1986, autorizando al Presidente del Gobierno "para variar, mediante Real
Decreto, dictado a propuesta del mismo, el número, denominación y competencias de los
Departamentos ministeriales". Dada la vigencia anual de las Leyes de Presupuestos este artículo fue
reiterado en las sucesivas Leyes de este tipo, hasta incorporarse definitivamente al art. 75 de la Ley
42/1994, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y de orden social. En la
actualidad, según el art. 2.2.j) de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, modificada por
Ley 30/2003, de 13 de octubre, corresponde al Presidente del Gobierno "crear, modificar y suprimir,
por Real Decreto, los Departamentos Ministeriales, así como las Secretarías de Estado. Asimismo,
le corresponde la aprobación de la estructura orgánica de la Presidencia del Gobierno". En este
mismo sentido, hay que citar la Ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funcionamiento de la
Administración General del Estado (LOFAGE), modificada por Leyes 20/1998, de 1 de julio,
34/1998, de 7 de octubre, 50/1998, de 30 de diciembre, 14/2000, de 29 de diciembre, 53/2002, de
30 de diciembre y 33/2003, de 3 de noviembre. Su art. 8.2 dispone que "la determinación del
número, la denominación y el ámbito de competencia respectivo de los Ministerios y las Secretarías
de Estado se establecen mediante Real Decreto del Presidente del Gobierno". De acuerdo con la
"deslegalización" operada a partir de 1986 se han aprobado sucesivos Reales Decretos que han ido
configurando la composición del Gobierno. En la actualidad está en vigor el Real Decreto
557/2000, de 27 de abril, de reestructuración de los Departamentos Ministeriales, modificado por
Real Decreto 683/2000, de 11 de mayo. Según el artículo 1 del primero de esos Reales Decretos la
Administración General del Estado queda estructurada en los siguientes Departamentos
Ministeriales: Ministerio de Asuntos Exteriores, Ministerio de Justicia, Ministerio de Defensa,
Ministerio de Hacienda, Ministerio del Interior, Ministerio de Fomento, Ministerio de Educación,
Cultura y Deporte, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Ministerio de Agricultura, Pesca y
Alimentación, Ministerio de la Presidencia, Ministerio de Administraciones Públicas, Ministerio de
Sanidad y Consumo, Ministerio de Medio Ambiente, Ministerio de Economía y Ministerio de
Ciencia y Tecnología. En principio debe partirse de la libertad del Presidente del Gobierno para
determinar el número y denominación de los distintos Departamentos Ministeriales. Ahora bien,
parece que esa libertad no es absoluta porque por ley está prevista la existencia del Ministerio de la
Presidencia. En efecto, el art. 18.1 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, dice que
"el Presidente del Gobierno convoca y preside las reuniones del Consejo de Ministros, actuando
como Secretario el Ministro de la Presidencia", mientras que el art. 9.2 de la misma norma establece
que "el Secretariado del Gobierno se integra en la estructura orgánica del Ministerio de la
Presidencia".
La Constitución remite a una ley la determinación precisa de la composición del Gobierno
porque después de señalar el art. 98.1 que, en todo caso, formarán parte del mismo el Presidente, los
Vicepresidentes, en su caso, y los Ministros, acaba diciendo que también lo integrarán "los demás
miembros que establezca la ley". Esa ley es en la actualidad la Ley 50/1997, de 27 de noviembre,
del Gobierno, modificada por Ley 30/2003, de 13 de octubre, sobre medidas para incorporar la
valoración del impacto de género en las disposiciones normativas que elabore el Gobierno. Según el
art. 1.2 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, "el Gobierno se compone del Presidente, del
Vicepresidente o Vicepresidentes, en su caso, y de los Ministros", eliminando así la posible
incorporación de otros miembros al ejecutivo, señaladamente de los Secretarios de Estado. La Ley
del Gobierno se refiere al Presidente del Gobierno en su art. 2, mientras que el art. 3 se dedica al
Vicepresidente o a los Vicepresidentes del Gobierno. Este último precepto está desarrollado en la
actualidad por el Real Decreto 1112/2003, de 3 de septiembre, sobre las Vicepresidencias del
Gobierno. Se crean dos Vicepresidencias, correspondiendo a la Vicepresidencia Primera, según el
art. 1 del citado Real Decreto, "la presidencia de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos
Económicos y aquellas otras funciones que le encomiende el Presidente del Gobierno". Por su parte,
a la Vicepresidencia Segunda le corresponde, según el art. 2 de la citada norma, "el ejercicio de las
funciones que le encomiende el Presidente del Gobierno". Por último, a los Ministros se refieren el
art. 4 de la Ley del Gobierno y los arts. 12 y 13 de la LOFAGE.
El párrafo 2 del art. 98. CE destaca la situación de preeminencia del Presidente del Gobierno
respecto al Gobierno en su conjunto. Ese papel queda también reflejado en algún otro precepto
constitucional como el art. 162.1.a), legitimándole para poder presentar recursos de
inconstitucionalidad, así como en otras normas como el citado art. 2 de la Ley del Gobierno y el art.
8 de la Ley Orgánica 6/1980, de 1 de julio, por la que se regulan los criterios básicos de la Defensa
Nacional y la Organización Militar, modificado por Ley Orgánica 1/1984, de 5 de enero. Según ese
artículo, "1. Corresponde al Presidente del Gobierno la dirección de la política de defensa. En
consecuencia, ejerce su autoridad para ordenar, coordinar y dirigir la actuación de las Fuerzas
Armadas. 2. También corresponde al Presidente del Gobierno la dirección de la guerra, la
formulación de las directivas para las negociaciones exteriores y la definición de los grandes
planteamientos, tanto estratégicos como de la política militar. 3. Asimismo, el Presidente del
Gobierno define los grandes objetivos estratégicos, aprueba los planes que se derivan de esta
definición, la distribución general de las fuerzas y las medidas destinadas a proveer las necesidades
de los Ejércitos".
Los dos últimos párrafos del art. 98 CE se refieren al estatuto jurídico e incompatibilidades de
los miembros del Gobierno. Con carácter general estos extremos están regulados en los arts. 11 a 14
de la citada Ley del Gobierno y en lo relativo a las incompatibilidades la norma específica es la Ley
12/1995, de 11 de mayo, de incompatibilidades de los miembros del Gobierno de la Nación y de los
Altos Cargos de la Administración General del Estado, modificada por la Ley 50/1997, de 27 de
noviembre, del Gobierno y por la Ley 14/2000, de 29 de diciembre, de Medidas Fiscales,
Administrativas y del Orden Social.
También desde el punto de vista normativo es importante recordar la aprobación de un Estatuto
de los ex Presidentes del Gobierno por Real Decreto 2102/1983, de 4 de agosto, ampliado
posteriormente por Real Decreto 405/1992, de 24 de abril, que derogó aquel siendo la norma en
vigor en la actualidad. Según esa regulación, los Presidentes del Gobierno, desde el momento de su
cese, tendrán el tratamiento de "Presidente", gozarán de honores protocolarios, y dispondrán para sí
y sus deudos de una pensión indemnizatoria especial, además de que podrán disponer de los
siguientes medios y prerrogativas: se adscribirán a su servicio dos puestos de trabajo, dispondrán de
una dotación para gastos de oficina y, en su caso, para alquileres de inmuebles, se pondrá a su
disposición un automóvil de representación con conductores de la Administración del Estado,
gozarán de los servicios de seguridad necesarios y disfrutarán de libre pase en las Compañías de
transportes terrestres, marítimos y aéreos del Estado. La disposición adicional primera de la Ley del
Gobierno establece que "quienes hubieran sido Presidentes del Gobierno tienen derecho a utilizar
dicho título y gozarán de todos aquellos derechos, honores y precedencias que legal o
reglamentariamente se determinen".
El Tribunal Constitucional se ha referido al art. 98 CE en su STC 60/1986, de 20 de mayo. En
ella se apunta que "la reserva de Ley establecida en este precepto constitucional no excluye
automáticamente la utilización del Decreto-ley por el Gobierno" (FJ2), debiendo además
diferenciarse lo relativo a la composición del Gobierno, "único punto al que alude el mencionado
precepto constitucional, que remite a la ley ordinaria sólo la posibilidad de que formen parte del
Gobierno otros miembros distintos de los enunciados allí expresamente" (FJ2), de lo relativo al
número y denominación de los Departamentos ministeriales.
La bibliografía sobre el Gobierno es extensa, debiéndose destacar los trabajos de Bar Cendón,
García Fernández, García Cuadrado, Morell Ocaña, Parejo Alfonso y Pérez Francesch.

Sinopsis artículo 99
El art. 99 CE establece el procedimiento ordinario de nombramiento del Presidente del Gobierno
a través de la confianza parlamentaria, en nuestro caso sólo por una de las Cámaras, enmarcándose
en el proceso racionalizador del parlamentarismo que surge en la posguerra y que va a suponer el
afán por someter al Gobierno desde el propio sistema de elección de su Presidente a un conjunto de
reglas que permitan el control permanente por parte de las Cámaras.
Precedentes históricos y derecho comparado
A la vista de este artículo, es lógico que carezca de auténticos precedentes en la historia
constitucional española. En efecto, las Constituciones del siglo XIX no conferían un papel
determinante a las Cortes a la hora de la designación por el Rey de la Presidencia del Consejo de
Ministros y por lo que se refiere a la Constitución de 1931 hay que recordar la libertad que su art.
75 confería al Presidente de la República para nombrar y separar libremente al Presidente del
Gobierno. El art. 99 CE supone, pues, una novedad destacada en nuestra historia constitucional por
ser el primero en el que la designación del Presidente del Gobierno se desliga de la decisión del Jefe
del Estado como única fuente de voluntad.
Teniendo en cuenta lo anterior, es lógico que los auténticos antecedentes de este artículo se
encuentren en el Derecho comparado. En concreto, parece que pueden apuntarse en este sentido la
Ley Fundamental de Boon de 1949 y la Constitución francesa de 1946 antes de su reforma de 1954.
En efecto, el art. 63.1 de la primera norma establece que el Canciller Federal es elegido, sin debate,
por la Dieta Federal y a propuesta del Presidente Federal. Por su parte, el art. 45 de la Constitución
francesa de 1946, antes de la reforma introducida por Ley de 7 de diciembre de 1954, establecía que
al comienzo de cada legislatura, el Presidente de la República, después de las consultas, designaba
al Presidente del Consejo, que debía someter a la Asamblea Nacional el programa y la política del
Gobierno que se proponía constituir. El Presidente del Consejo y los Ministros no podían ser
nombrados hasta que el candidato obtuviese la confianza de la Asamblea.
Elaboración del precepto
El art. 99 CE fue objeto de múltiples modificaciones a lo largo del proceso constituyente. En el
artículo 85 del primer borrador elaborado por la Ponencia y filtrado a la prensa, el Rey no
presentaba ningún candidato y su labor se limitaba a nombrar al candidato elegido por el Congreso
por mayoría absoluta, sin debate alguno, de entre los propuestos por los grupos parlamentarios y a
disolver el Congreso si ningún candidato obtenía la confianza de la Cámara. Ese candidato, en el
plazo de diez días, tenía que formar Gobierno y de nuevo presentarse ante el Congreso que debía
otorgarle su confianza por mayoría absoluta. Ante las opiniones recibidas tras esa filtración la
Ponencia modifica sustancialmente su propuesta y así, el art. 97 del Anteproyecto definitivo recogía
la intervención del Rey presentando un candidato después de consultar con los Presidentes de las
Cámaras y los portavoces de los grupos parlamentarios. Se establecía un debate ya que el candidato
debía presentar ante el Congreso el programa político del Gobierno que se proponía formar. Se
necesitaba mayoría absoluta en la Cámara baja para que el Rey le nombrase Presidente del
Gobierno. Si en los diez días siguientes ningún candidato recibía la confianza por mayoría
absoluta, el Congreso podía otorgarla por mayoría simple. Si en el plazo de quince días no se
hubiera obtenido la confianza por ningún candidato, el Rey disolvía el Congreso y convocaba
elecciones. Se añadía al artículo un párrafo sexto por el que los demás miembros del Gobierno eran
nombrados y separados por el Rey, a propuesta del Presidente. Fueron muchas las enmiendas
presentadas a este texto debiendo recordarse dos que fueron aceptadas por la Ponencia. Por una
parte, la del Grupo Centrista solicitando que el Rey efectuase las consultas previas con los jefes de
los partidos políticos con representación en el Congreso y, en segundo lugar, la del Grupo Socialista
de Cataluña para que la propuesta de candidato se presentase a través del Presidente del Congreso.
La Ponencia redacta su Informe en el que aparece el art. 92 que comenzaba especificando las
circunstancias en la que procedía la investidura, es decir, "después de cada renovación del Congreso
de los Diputados y en los demás supuestos constitucionales en que así proceda". Se aclaraba que las
consultas regias debían celebrarse con "los representantes de los grupos políticos con representación
parlamentaria y a través del Presidente del Congreso". Se fijaba la existencia de debate en el
Congreso, la necesidad de mayoría absoluta en primera votación y si no se conseguía la posibilidad
de obtener la confianza por mayoría simple en votación posterior, la disolución del Congreso por el
Rey, a propuesta de su Presidente, si en los dos meses a partir de la primera votación de investidura
ningún candidato hubiera obtenido la confianza de la Cámara y el nombramiento por el Rey de los
demás miembros del Gobierno, a propuesta de su Presidente. La Comisión de Asuntos
Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso mantuvo en su Dictamen el texto procedente
de la Ponencia pasando a ser el art. 93, siendo asimismo aprobado sin modificaciones por el Pleno
del Congreso.
En el Senado el artículo tuvo algunos cambios en la Comisión de Constitución, mantenidos
luego por el Pleno. Así, se estableció una segunda votación a las cuarenta y ochos horas de
efectuada la primera si en ella no se hubiera obtenido la mayoría absoluta, y se determinaba que las
sucesivas propuestas a realizar para el caso de no obtenerse la investidura debían tramitarse en la
forma prevista para la primera. Por último se independiza el párrafo 6 que pasa a convertirse en el
art. 100 actual.
La Comisión Mixta redacta definitivamente este artículo introduciendo importantes
modificaciones. Por una parte, la disolución de las dos Cámaras, no sólo del Congreso, para el
supuesto de que no se lograra la investidura de ningún candidato en el plazo de dos meses desde la
primera votación y, en segundo lugar, que esa disolución y la convocatoria de nuevas elecciones por
el Rey debían contar con el refrendo del Presidente del Congreso.
Desarrollo legislativo
La legislación de desarrollo del art. 99 ha sido escasa. Hay que comenzar señalando que dada la
ausencia de regulación del procedimiento para la investidura del Presidente del Gobierno en el
Reglamento Provisional del Congreso de los Diputados de 1977, se dictaron por la Presidencia de la
Cámara unas normas provisionales (BOCG, Congreso de los Diputados, Serie H, núm. 2, de 29 de
marzo de 1979) que se utilizaron en las investiduras de marzo de 1979 (Adolfo Suárez) y de febrero
de 1981 (Leopoldo Calvo Sotelo). En la actualidad el desarrollo de la sesión de investidura está
regulado en los artículos 170 a 172 del Reglamento del Congreso de los Diputados, de 10 de febrero
de 1982, objeto de múltiples reformas posteriores. Como puntos específicos cabe resaltar la
convocatoria del Pleno por el Presidente de la Cámara una vez recibida en la misma la propuesta de
candidato a la Presidencia del Gobierno (art. 170), el comienzo de la sesión por la lectura de la
propuesta por uno de los Secretarios (art. 171.1), la regulación material del debate primeramente
con la exposición, sin límite de tiempo, por el candidato propuesto del programa político del
Gobierno que se propone formar y la solicitud de la confianza (art. 171.2), la intervención posterior
de los representantes de los Grupos Parlamentarios que lo solicitasen por treinta minutos (art.
171.3), el uso de la palabra por el candidato siempre que lo solicite y los tiempos de réplica de los
otros intervinientes (art. 171.4), el desarrollo de la votación y el uso de la palabra antes de la misma
(art. 171.5), y para el caso de que no se hubiera obtenido la confianza en el plazo de los meses
desde la primera votación, el Presidente del Congreso someterá a la firma del Rey el Decreto de
disolución de las Cortes Generales y de convocatoria de elecciones y lo comunicará al Presidente
del Senado (art. 172.2). Por lo que se refiere a la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno,
modificada por Ley 30/2003, de 13 de octubre, se limita a decir en su art. 12.1 que "el
nombramiento y cese del Presidente del Gobierno se producirá en los términos previstos en la
Constitución".
Jurisprudencia constitucional
El Tribunal Constitucional analiza el sentido del art. 99 CE en su STC 16/1984, de 6 de febrero,
manifestando que "junto al principio de legitimidad democrática de acuerdo con el cual todos los
poderes emanan del pueblo -artículo 1.número 2, CE- y la forma parlamentaria de gobierno, nuestra
Constitución se inspira en un principio de racionalización de esta forma que, entre otros objetivos,
trata de impedir las crisis gubernamentales prolongadas. A este fin prevé el artículo 99 de la CE la
disolución automática de las Cámaras cuando se evidencia la imposibilidad en la que éstas se
encuentran de designar un Presidente del Gobierno dentro del plazo de dos meses" (FJ6). Por su
parte, la STC 75/1985, de 21 de junio, considera al art. 99.3 in fine, junto a los arts. 112 y 113.1
básicamente como uno de "los preceptos constitucionales que pueden comprenderse como
expresión de una exigencia racionalizadora en la forma de gobierno" (FJ5). Por último, la STC
5/1987, de 27 de enero, señala que "la Constitución de 1978 ha venido a zanjar la cuestión
resolviendo que sea el Presidente del Congreso de los Diputados quien refrende dicho
nombramiento (el del Presidente del Gobierno), como también la propuesta de candidato cuando sea
preceptiva. Y, del mismo modo, el constituyente ha querido extender este refrendo por el Presidente
del Congreso de los Diputados a la disolución de ambas Cámaras previstas en el art. 99.5 de la
Constitución, prefiriendo esta opción a la de otorgar el refrendo al Presidente del Gobierno `en
funciones¿"(FJ3).
Votaciones de investidura
La aplicación del art. 99 CE se ha plasmado en las siguientes votaciones de investidura en
relación a los candidatos que se citan, obteniéndose en todos los casos la confianza del Congreso de
los Diputados: Adolfo Suárez González, 30 de marzo de 1979; Leopoldo Calvo Sotelo, 25 de
febrero de 1981. Hay que recordar que la votación iniciada el 23 de febrero quedó interrumpida por
la entrada en el Congreso de los Diputados de un conjunto de guardias civiles que depusieron su
actitud en la mañana del día 24; Felipe González Márquez, 1 de diciembre de 1982, 23 de julio de
1986, 5 de diciembre de 1989 y 9 de julio de 1993; José María Aznar López, 4 de mayo de 1996 y
26 de abril de 2000 y José Luis Rodríguez Zapatero, 16 de abril de 2004. Como consecuencia de la
obtención de la confianza del Congreso de los Diputados en aquellas votaciones se han aprobado
los siguientes Reales Decretos de nombramiento de Presidente del Gobierno: Adolfo Suárez
González, Real Decreto 681/1979, de 31 de marzo (BOE 2 de abril); Leopoldo Calvo Sotelo, Real
Decreto 249/1981, de 25 de febrero (BOE 26 de febrero); Felipe González Márquez, Reales
Decretos 3285/1982, de 1 de diciembre (BOE 2 de diciembre), 1514/1986, de 23 de julio (BOE 24
de julio), 1452/1989, de 5 de diciembre (BOE 6 de diciembre) y 1106/1993, de 9 de julio (BOE 10
de julio); José María Aznar López, Reales Decretos 757/1996, de 4 de mayo (BOE 5 de mayo) y
555/2000, de 26 de abril (BOE 27 de abril) y José Luis Rodríguez Zapatero, Real Decreto
552/2004, de 16 de abril.
En la doctrina, aparte de las referencias sobre el art. 99 CE en las obras generales sobre el
Gobierno, merecen destacarse los trabajos de Aguiar de Luque, Bar Cendón, González Hernández,
López Guerra, Pérez Francesch y Revenga Sánchez.

Sinopsis artículo 100


El artículo 100 CE es la lógica continuación de lo dispuesto en el art. 99 CE. Si en este último se
contempla el proceso de elección y nombramiento del Presidente del Gobierno en aquel se completa
la formación del ejecutivo con el mecanismo de nombramiento, y por ende también de cese, de los
demás integrantes del Gobierno.
Precedentes históricos y derecho comparado
Podemos decir que este artículo carece de auténticos antecedentes en nuestra historia
constitucional ya que ha sido tradicional hasta ahora el nombramiento de los ministros únicamente
como acto volitivo del Jefe del Estado. Así, en las constituciones monárquicas era una competencia
clásica del monarca el nombramiento libremente de los integrantes del ejecutivo, tal y como se
recoge en los arts. 171.16 de la Constitución de Cádiz, 47.10 de la Constitución de 1837, 45.10 de
la Constitución de 1845, 68 de la Constitución de 1869 y 54.9 de la Constitución de 1876. El
distinto modo de entender el concepto de monarquía en aquellas constituciones en relación al texto
de 1978 explica el diferente sentido de la labor del Rey sobre el particular. Tampoco puede
considerarse verdadero antecedente del artículo la Constitución de 1931 pues aunque su art. 75
establecía que el Presidente de la República nombraba los Ministros a propuesta del Presidente del
Gobierno, luego añadía que a los Ministros habría que "separarlos necesariamente en el caso de que
las Cortes les negasen de modo explícito su confianza", previsión que no tiene un reflejo similar en
el texto de 1978. Más similitud tiene el art. 100 CE con el art. 17.I de la Ley Orgánica del Estado de
1967 cuando disponía que "los demás miembros del Gobierno serán españoles y su nombramiento y
separación se efectuará por el Jefe del Estado a propuesta del Presidente del Gobierno".
A diferencia de lo que ocurre con la historia constitucional española, en el Derecho comparado sí
encontramos antecedentes del art. 100. Así, el art. 92 de la Constitución italiana de 1947 establece
que "... el Presidente de la República nombra al Presidente del Consejo de ministros y, a propuesta
de éste, a los Ministros". De modo semejante, el art. 64.1 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949
determina que "el Presidente Federal nombra y cesa a los Ministros Federales a propuesta del
Canciller Federal". Por último, el art. 8 de la Constitución francesa de 1958 dice que el Presidente
de la República "a propuesta del Primer ministro, nombrará a los restantes miembros del Gobierno
y pondrá fin a sus funciones".
Elaboración del precepto
La elaboración constitucional del precepto no presenta datos de gran novedad. Hay que decir,
primeramente, que el origen del art. 100 se encuentra en el Anteproyecto redactado por la Ponencia
pero como último párrafo, el sexto, del entonces artículo 97 que se refería básicamente al
nombramiento ordinario del Presidente del Gobierno. Se recogía así de modo unitario, en el mismo
artículo, los distintos mecanismos para formar el Gobierno, uno respecto al Presidente del Gobierno
y otro en relación a los demás miembros del mismo. El texto coincidía casi totalmente con el
definitivo art. 100 porque decía que "los demás miembros del Gobierno son nombrados y separados
por el Rey, a propuesta del Presidente". El segundo dato de interés es que el contenido del párrafo 6
en cuestión pasa a convertirse en artículo independiente durante la tramitación en el Senado, en
concreto en el debate en la Comisión de Constitución debido a una enmienda de la Agrupación
Independiente defendida por Carlos Ollero. Así siguió hasta la redacción definitiva del art. 100.
Desarrollo legislativo
En la legislación de desarrollo constitucional las previsiones del art. 100 aparecen recogidas en
el art. 2.2.k) de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, modificada por Ley 30/2003, de
13 de octubre, al decir que, en todo caso, corresponde al Presidente del Gobierno "proponer al Rey
el nombramiento y separación de los Vicepresidentes y de los Ministros". La práctica derivada de
este artículo es, como puede comprenderse, abundante debido a todos los nombramientos y ceses
del Gobierno y de cada uno de sus integrantes desde que se aprueba la Constitución. A modo de
ejemplo, pueden citarse los últimos nombramientos de ministros tras la renovación del Congreso de
los Diputados que se produjeron por Reales Decretos 555, 556 y 558/2004, de 17 de abril.
Doctrinalmente, junto a las referencias concretas al tema recogidas en las obras generales sobre
el Gobierno, merecen destacarse los trabajos de Bar Cendón, Revenga Sánchez o Santaolalla López.

Sinopsis artículo 101


El art. 101 CE establece con toda lógica unas previsiones sobre un tema que tradicionalmente se
obvió entre nosotros, los motivos de cese del Gobierno, en primer lugar, y en segundo término,
derivado del punto inicial, lo relativo a la situación jurídica en que queda ese Gobierno hasta que
tome posesión un nuevo ejecutivo.
Precentes históricos y Derecho comparado
Aunque sea razonable el establecimiento de este tipo de regulaciones, los textos constitucionales
históricos españoles no habían establecido nada sobre el cese del Gobierno. Sí se contemplaba este
supuesto en la Ley Orgánica del Estado de 1967, en concreto el art. 15 establecía las causas del cese
del Presidente del Gobierno, mientras que el art. 18 hacía lo propio en relación a los miembros del
Gobierno.
El tema había sido previsto en Derecho comparado. Además del art. 69.2 de la Ley Fundamental
de Bonn de 1949, es básico en este orden el art. 198 de la Constitución portuguesa de 1976 con un
contenido muy similar al art. 101 CE.
Elaboración del precepto
Los motivos de cese del Gobierno y el Gobierno en funciones aparecían ya en el Anteproyecto
elaborado por la Ponencia, estableciendo su art. 98.1 que el Gobierno cesaba tras la celebración de
elecciones generales, en caso de pérdida de la confianza parlamentaria, o por dimisión de su
Presidente. En el primer caso, el Gobierno continuaba en funciones hasta la toma de posesión del
nuevo Gobierno (art. 98.2), mientras que en el supuesto de pérdida de la confianza parlamentaria o
de dimisión del Presidente, los demás miembros del Gobierno continuaban en funciones hasta que
tomara posesión un nuevo Gobierno (art. 98.3). El texto se modificó por la aprobación de sendas
enmiendas de los Grupos Socialista y Comunista en el Congreso. La primera proponía refundir los
párrafos 2 y 3, mientras la segunda pedía la inclusión del fallecimiento del Presidente del Gobierno
como causa del cese del Gobierno. El texto que aparece en el art. 93 del Informe de la Ponencia de
17 de abril de 1978 decía que "1. El Gobierno cesa tras la celebración de elecciones generales, en
caso de pérdida de la confianza parlamentaria, o por dimisión, fallecimiento o incapacidad de su
Presidente.2. El Gobierno cesante continuará en funciones hasta la toma de posesión del nuevo
Gobierno". El texto siguió inalterado en el resto del proceso constituyente hasta que la Comisión
Mixta le dio la redacción definitiva, aclarando que los supuestos de pérdida de la confianza
parlamentaria son "los previstos en la Constitución" y suprimiendo la referencia a la incapacidad del
Presidente como causa del cese del Gobierno.
Desarrollo legislativo
El desarrollo legislativo del párrafo 2 del art. 101 CE se contiene en el art. 21 de la Ley 50/1997,
de 27 de noviembre, del Gobierno, modificada por Ley 30/2003, de 13 de octubre. En ese artículo,
después de recordar en el párrafo 1 los supuestos constitucionales de cese del Gobierno, contiene en
su apartado 2 la misma previsión que el art. 101.2 CE, es decir, que el Gobierno cesante continúa en
funciones hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno, pero añade algo de gran importancia
porque esa continuidad de produce "con las limitaciones establecidas en esta Ley". En efecto, según
el párrafo 3 del artículo y de forma genérica, "el Gobierno en funciones facilitará el normal
desarrollo del proceso de formación del nuevo Gobierno y el traspaso de poderes al mismo y
limitará su gestión al despacho ordinario de los asuntos públicos, absteniéndose de adoptar, salvo
casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés general, cuya acreditación
expresa así lo justifique, cualesquiera otras medidas". Por lo que se refiere al Presidente del
Gobierno en funciones, el párrafo 4 señala las facultades que no podrá ejercer: proponer al Rey la
disolución de alguna de las Cámaras, o de las Cortes Generales, plantear la cuestión de confianza, o
proponer al Rey la convocatoria de un referéndum consultivo. Aclarando la cláusula genérica del
párrafo 3, el apartado 5 establece que el Gobierno en funciones no podrá aprobar el Proyecto de Ley
de Presupuestos Generales del Estado ni presentar proyectos de ley al Congreso de los Diputados o,
en su caso, al Senado. Por último, el párrafo 6 del citado art. 21 señala que "las delegaciones
legislativas otorgadas por las Cortes Generales quedarán en suspenso durante todo el tiempo que el
Gobierno esté en funciones como consecuencia de la celebración de elecciones generales".
También desde el punto de vista normativo es importante recordar la aprobación de un Estatuto
de los ex Presidentes del Gobierno por Real Decreto 2102/1983, de 4 de agosto, ampliado
posteriormente por Real Decreto 405/1992, de 24 de abril.que le deroga siendo la norma vigente en
la actualidad Según esa regulación, los Presidentes del Gobierno, desde el momento de su cese,
tendrán el tratamiento de "Presidente", gozarán de honores protocolarios, y dispondrán para sí y sus
deudos de una pensión indemnizatoria especial, además de que podrán disponer de los siguientes
medios y prerrogativas: se adscribirán a su servicio dos puestos de trabajo, dispondrán de una
dotación para gastos de oficina y, en su caso, para alquileres de inmuebles, se pondrá a su
disposición un automóvil de representación con conductores de la Administración del Estado,
gozarán de los servicios de seguridad necesarios y disfrutarán de libre pase en las Compañías de
transportes terrestres, marítimos y aéreos del Estado. La disposición adicional primera de la Ley del
Gobierno establece que "quienes hubieran sido Presidentes del Gobierno tienen derecho a utilizar
dicho título y gozarán de todos aquellos derechos, honores y precedencias que legal o
reglamentariamente se determinen".
En cuanto a la experiencia en la aplicación del art. 101.1 CE hay que decir que el cese del
Gobierno sólo ha tenido lugar tras la celebración de las distintas elecciones generales que se han
convocado desde 1979 y por la dimisión del Presidente Adolfo Suárez en enero de 1981. En este
último caso, hay que decir que esa dimisión no se publicó oficialmente y sólo con motivo del
nombramiento del nuevo Presidente, Leopoldo Calvo Sotelo, se aprobó el Real Decreto 249/1981,
de 25 de febrero, en el que se hace constar que se "formaliza el fin de sus funciones". Ese Real
Decreto fue, incorrectamente, refrendado por el Ministro de Justicia, anomalía que se repitió con el
cese del Presidente Calvo Sotelo tras las elecciones de 28 de octubre de 1982, refrendado por el
Presidente del Congreso (Real Decreto 3286/1982, de 1 de diciembre). Con posterioridad,
acertadamente, el Presidente del Gobierno ha refrendado su propio cese.
Respecto al art. 101.1 CE se ha referido incidentalmente el Tribunal Constitucional en su STC
38/1983, de 16 de mayo, al diferenciar los conceptos de "régimen electoral general" y "elecciones
generales". En este sentido dice esa sentencia que "cabe referirse a que cuando la CE alude a la
celebración de elecciones generales en su artículo 101, no hace más que aludir -con una específica
finalidad- a un aspecto o particularidad del régimen electoral general, y, por lo tanto, no siendo
nunca permisible entender ambas expresiones como una sola" (FJ2).
En la bibliografía sobre el Gobierno en funciones deben destacarse los trabajos de Aguiar,
Álvarez Conde, Guillén, López Guerra, Revenga, Reviriego y Santaolalla entre otros.
Sinopsis artículo 102
El apartado 1 del artículo 102 de la Constitución establece una prerrogativa de aforamiento a
favor del Presidente y de los demás miembros del Gobierno. Señala en este sentido que la
responsabilidad criminal de los miembros del Gobierno será exigible ante la Sala de lo Penal del
Tribunal Supremo. Esta prerrogativa constitucional, similar a la prevista en el artículo 71 de la
Constitución para los Diputados y Senadores, tiene como finalidad proteger de forma cualificada la
libertad, autonomía e independencia de los órganos constitucionales. El aforamiento actúa como
instrumento para la salvaguarda de la independencia institucional del Gobierno, evitando las
presiones de las que en otro caso podrían ser objeto sus miembros.
Este apartado 1 del artículo 102 de la Constitución no pretende establecer un régimen sustantivo
distinto, sino que se circunscribe a predeterminar el órgano jurisdiccional competente para enjuiciar
la responsabilidad criminal de los miembros del Gobierno. La prerrogativa de aforamiento pretende
dar respuesta a situaciones subjetivas peculiares, no ordinarias. El Tribunal Constitucional señaló,
entre otras, en su Sentencia 22/1997, de 11 de febrero, que la prerrogativa de aforamiento de
Diputados y Senadores ex artículo 71 de la Constitución (afirmaciones trasladables a la prerrogativa
de aforamiento de los miembros del Gobierno) no se confunde con el privilegio, ni tampoco puede
considerarse como expresión de un pretendido "ius singulare", pues en ella no concurren las notas
de la desigualdad y la excepcionalidad. Antes al contrario, ofrece un tratamiento jurídico
diferenciado a situaciones subjetivas cualitativa y funcionalmente diferenciadas por la propia
Constitución, y resulta de obligada aplicación siempre que concurra el presupuesto de hecho por
ella contemplado. Se pretende de esta manera proteger a los miembros del Gobierno frente a
actuaciones que menoscaben las funciones que constitucionalmente se le encomiendan, a través de
la utilización abusiva de querellas, confundiendo en muchas ocasiones dos planos distintos aunque
ciertamente no siempre fáciles de deslindar, como son los de la responsabilidad política y la penal.
Por lo demás, la circunstancia de que las causas criminales que pueden iniciarse frente a los
miembros del Gobierno se instruyan y enjuicien por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, no
choca con la interpretación realizada por el propio Tribunal Constitucional sobre el alcance del
artículo 24.1 de la Constitución en el ámbito penal, en particular el derecho a acudir ante un
"Tribunal Superior". En efecto, el Tribunal Constitucional tiene establecido que en materia penal el
legislador debe prever un sistema de recursos aplicable en todo caso, dado, de una parte, que el
artículo 24.1 de la Constitución ha de interpretarse de acuerdo con lo dispuesto en su artículo 10.2,
el cual establece que "las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la
Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la declaración universal de derechos
humanos y de los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificadas por
España", y, de otra, que el artículo 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de
1966 establece que "toda persona declarada culpable de un delito tendrá derecho a que el fallo
condenatorio y la pena que se le haya impuesto sean sometidos a un Tribunal Superior, conforme a
lo previsto por la Ley". De ahí que deba entenderse que entre las garantías del proceso penal se
encuentra la del recurso ante un Tribunal Superior.
Esta doctrina, que sirve para situaciones ordinarias, no opera, en cambio, en aquellos casos en
los que la propia Constitución directamente haya establecido la prerrogativa de aforamiento, como
acontece precisamente en relación con la responsabilidad criminal de los miembros del Gobierno.
La naturaleza del órgano competente en estos casos (Sala de lo Penal del Tribunal Supremo) y la
particular protección y garantía que ello supone, compensa la falta del segundo grado jurisdiccional.
Así lo ha reconocido el Tribunal Constitucional en diversas ocasiones, y en particular en lo que se
refiere al aforamiento de los miembros del Gobierno en su Sentencia 33/1989, de 13 de enero.
La prerrogativa de aforamiento se conecta, además, con uno de los derechos fundamentales
previstos en el artículo 24.2 de la Constitución. En este precepto se reconoce, entre otros, el derecho
"al Juez ordinario predeterminado por la Ley". Y precisamente lo que hace el artículo 102.1 de la
Constitución es predeterminar directamente el Juez competente para enjuiciar causas criminales
dirigidas contra los miembros del Gobierno. Ello permitiría -de manera similar a como acontece en
el caso de los Diputados y Senadores en virtud del artículo 71.3 de la Norma Fundamental- esgrimir
como derecho fundamental vulnerado la pretendida instrucción y enjuiciamiento criminal de los
miembros del Gobierno por un órgano jurisdiccional distinto de la Sala de lo Penal del Tribunal
Supremo.
Ahora bien, lo que no garantiza el artículo 102.1 es la continuidad de la Sala de lo Penal del
Tribunal Supremo en el conocimiento de una causa criminal dirigida contra un miembro del
Gobierno cuando éste hubiera dejado de serlo. Es clarificadora en este aspecto la Sentencia del
Tribunal Constitucional 22/1997, en la que si bien se aborda el alcance del artículo 71.3 de la
Constitución (aforamiento de los Diputados y Senadores), sin embargo sus afirmaciones son
también trasladables para valorar el alcance del artículo 102.1 de la Constitución. En este sentido,
señaló el Alto Tribunal que cuando el artículo 71.3 de la Constitución (léase ahora el artículo 102.1)
establece que en las causas contra Diputados y Senadores será competente la Sala de lo Penal del
Tribunal Supremo, está estableciendo un contenido absolutamente indisponible de esta prerrogativa,
de tal manera que, cualquiera que sea la causa, ésta pasará al Tribunal Supremo desde el momento
en que la misma afecte a un Diputado o Senador, y mientras no pierda la condición de miembro de
las Cortes Generales. Más allá de este contenido indisponible, corresponde a las leyes procesales (y,
en su caso, al Tribunal Supremo en trance de interpretar normas preconstitucionales) dar respuesta a
dicha cuestión, pudiendo resolverse de distinta manera acerca de la "perpetuatio iurisdictionis", sin
que, en principio, quepa considerar por ello afectado, por lo que ahora interesa, el derecho
fundamental reconocido en el artículo 24.2 de la Constitución.
Por otro lado, aunque ha suscitado ciertas discusiones doctrinales, parece lógico concluir que la
competencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo lo será para enjuiciar con plenitud la
responsabilidad criminal de los miembros del Gobierno, incluida la responsabilidad civil derivada
del delito en el caso de que se hubiera exigido conjuntamente con la responsabilidad penal.
Respecto a la eventual intervención del Tribunal del Jurado en este ámbito, conviene también
traer a colación lo dispuesto en la Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo, del Tribunal del Jurado, en
cuyo artículo 2.1 segundo párrafo se dispone que "si, por razón del aforamiento del acusado, el
juicio del Jurado debe celebrarse en el ámbito del Tribunal Supremo o de un Tribunal Superior de
Justicia, el Magistrado-Presidente del Tribunal del Jurado será un Magistrado de la Sala de lo Penal
del Tribunal Supremo o de la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia,
respectivamente". No obstante, es interesante recordar la Circular 3/1995, de 27 de diciembre, de la
Fiscalía General del Estado, relativa a los criterios de actuación del Ministerio Fiscal en el proceso
ante el Tribunal del Jurado. Entre otros aspectos, se destaca en dicha Circular la peculiaridad de
aquellos casos en los que el aforamiento viene establecido directamente por la Constitución
(artículos 102.1 y 71.3). Señala la Circular que estas normas, dado su rango constitucional, no
pueden verse modificadas por los artículos 1 y 2 de la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado y, en
consecuencia, dado que la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo es diferente a un Tribunal
compuesto por nueve jurados y un Magistrado del Tribunal Supremo que lo presidirá, debe
concluirse -en una interpretación favorable a la constitucionalidad de los artículos 1.3 y 2.1 de la
Ley Orgánica del Tribunal del Jurado- que cuando el aforado sea el Presidente o un miembro del
Gobierno, un Diputado o un Senador, no podrá ser enjuiciada su conducta a través del Tribunal del
Jurado en ningún supuesto. El juicio deberá tramitarse por procedimiento sumario o abreviado
atribuyendo el enjuiciamiento a las Sala Segunda del Tribunal Supremo sin intervención del
Tribunal del Jurado.
Respecto al ámbito subjetivo del aforamiento establecido en el artículo 102.1 de la Constitución,
únicamente comprende al Presidente y a los demás miembros del Gobierno central. Debe
observarse que la prerrogativa de aforamiento no incluye exclusivamente a los miembros del
Consejo de Ministros, debiendo destacarse que la Constitución permite la posibilidad de distinguir
entre Gobierno y Consejo de Ministros. El artículo 98.1 de la Constitución señala que el Gobierno
se compone del Presidente, de los Vicepresidentes, en su caso, de los Ministros "y de los demás
miembros que establezca la ley". Esta remisión a la ley permite que puedan formar parte del
Gobierno personas que carezcan de la condición de Ministros, Vicepresidentes o Presidente. La
realidad es, sin embargo, que no se ha hecho uso de esta posibilidad, a cuyo efecto el artículo 1.2 de
la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, establece que el Gobierno se compone del
Presidente, del Vicepresidente o Vicepresidentes, en su caso, y de los Ministros, todo ello sin
perjuicio de que los miembros del Gobierno se reúnan en Consejo de Ministros y en Comisiones
Delegadas del Gobierno.
Por otra parte, la prerrogativa de aforamiento prevista en el artículo 102.1 de la Constitución
abarca a todos los Ministros, tanto si son titulares de un Departamento como si se trata de Ministros
sin cartera, a los que se alude en el artículo 4.2 de la citada Ley del Gobierno.
El artículo 102.1 de la Constitución no garantiza el aforamiento de personas distintas del
Presidente y de los miembros del Gobierno central, tampoco, por tanto, del Presidente y miembros
de los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas, pero no impide que mediante norma
de rango inferior a la Constitución pueda disponerse, como así acontece en la práctica, el
aforamiento especial (a favor del órgano jurisdiccional que corresponda) para dirimir la
responsabilidad criminal de otras autoridades. Así, en la práctica totalidad de los Estatutos de
Autonomía se dispone que corresponderá al respectivo Tribunal Superior de Justicia el
conocimiento de los actos delictivos cometidos por los miembros del Consejo de Gobierno en el
territorio de la Comunidad Autónoma, y a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo los cometidos
fuera de dicho territorio (artículo 40 de la Ley Orgánica 4/1982, de 9 de junio, Estatuto de
Autonomía de Murcia; artículo 26 de la Ley Orgánica 8/1982, de 10 de agosto, de Estatuto de
Autonomía de Aragón; artículo 35 bis de la Ley Orgánica 7/1981, Estatuto de Autonomía del
Principado de Asturias; artículos 23 y 32.5 de la Ley Orgánica 2/1983, Estatuto de Autonomía de las
Islas Baleares; artículo 19 de la Ley Orgánica 10/1982, de 10 de agosto, de Estatuto de Autonomía
de Canarias; artículo 20 de la Ley Orgánica 8/1981, Estatuto de Autonomía para Cantabria; artículo
17 Ley Orgánica 9/1982, de 10 de agosto, Estatuto de Autonomía de Castilla-La Mancha; artículo
21 de la Ley Orgánica 4/1983, de 25 de febrero, Estatuto de Autonomía de Castilla y León; artículo
38 de la Ley Orgánica 4/1979, de 18 de diciembre, Estatuto de Autonomía de Cataluña; artículo 40
de la Ley Orgánica 1/1983, Estatuto de Autonomía de Extremadura; artículo 18 de la Ley Orgánica
1/1981, de 6 de abril, Estatuto de Autonomía de Galicia; artículo 24 de la Ley Orgánica 3/1982,
Estatuto de Autonomía de La Rioja; artículo 25 de la Ley Orgánica 3/1983, de 25 de febrero,
Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid; artículo 33 de la Ley Orgánica 4/1982, de 9 de
junio, Estatuto de Autonomía de Murcia; artículo 32 de la Ley Orgánica 3/1979, de 18 de
diciembre, Estatuto de Autonomía del País Vasco. Por su parte, el artículo 19 de la Ley Orgánica
5/1982, de 1 de julio, Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana, dispone que "La
responsabilidad penal de los miembros del Consell y, en su caso, la del Presidente, se exigirá a
propuesta de las Cortes Valencianas, ante el Tribunal de Justicia Valenciano", y el artículo 27 de la
Ley Orgánica 13/1982, de 10 de agosto, de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral,
establece que "La responsabilidad criminal del Presidente y de los demás miembros de la
Diputación Foral será exigible, en su caso, ante la correspondiente Sala del Tribunal Supremo".
Por su parte, el artículo 102.2 de la Constitución establece un régimen peculiar para el caso de
que la responsabilidad criminal exigida al Presidente o a los demás miembros del Gobierno lo fuera
en virtud de una acusación por traición o por cualquier delito contra la seguridad del Estado en el
ejercicio de sus funciones. En tales casos, dispone el precepto constitucional que sólo podrá ser
planteada por iniciativa de la cuarta parte de los miembros del Congreso, y con la aprobación de la
mayoría absoluta del mismo. Dos aspectos conviene destacar:
-En primer lugar, el presupuesto habilitante para que opere esta previsión constitucional
consiste en que el hecho que se imputa al miembro del Gobierno lo sea por cualquier
delito contra la seguridad del Estado, debiendo atender para determinar la eventual
existencia de un delito de tal naturaleza al aspecto material, y no simplemente a su
denominación como tal en la legislación penal, máxime si se tiene en cuenta que en el
vigente Código Penal no existe específicamente un Título referido nominalmente a los
"delitos contra la seguridad del Estado". Además, se exige que la eventual comisión del
hecho delictivo por el miembro del Gobierno lo haya sido en el ejercicio de sus
funciones como tal, requisito éste que, no obstante, en la práctica será difícil que no
concurra teniendo en cuenta la tipificación de este tipo de delitos y la conexión que de
una manera u otra podrá establecerse con la condición de miembro de Gobierno del
presunto autor del hecho delictivo.
-El segundo aspecto que quiere destacarse es que el artículo 102.2 de la Constitución no
altera el derecho sustantivo aplicable por el supuesto delito cometido. Tampoco afecta al
órgano jurisdiccional competente, pues el artículo 102.2 opera en el marco de la
prerrogativa de aforamiento establecida en el art. 102.1 en favor de la Sala de lo Penal
del Tribunal Supremo. La novedad que realmente introduce el art. 102.2 consiste en
restringir la posibilidad de que se inicien acciones judiciales en contra de los miembros
del Gobierno cuando se les pretenda imputar un delito de traición o cualquier otro delito
contra la seguridad del Estado en el ejercicio de sus funciones.
En efecto, la acusación en estos casos corresponderá exclusivamente al Congreso de los
Diputados, por iniciativa de al menos una cuarta parte de sus miembros y con la aprobación de la
mayoría absoluta del Congreso. El Tribunal Supremo, mediante Auto de fecha 19 de mayo de 1999,
abordó precisamente la admisibilidad o no del ejercicio de la acción popular frente a dos miembros
del Gobierno acusándoles de un delito de participación en una guerra sin cumplir con lo dispuesto
en la Constitución, un delito que compromete la paz del Estado, varios delitos cometidos contra
personas y bienes protegidos en caso de conflicto y uno de malversación impropia de fondos
públicos. El Tribunal Supremo, en el citado Auto, estableció que, conforme al artículo 102.2 de la
Constitución, la acusación contra el Presidente y demás miembros del Gobierno por determinados
delitos -cuyo enunciado estuvo determinado, en su día, por la terminología del Código Penal
vigente en 1978-, sólo puede ser planteada por el Congreso de los Diputados y de acuerdo con los
términos previstos en el artículo 102, lo que equivale a proscribir en estos casos el ejercicio de la
acción popular que se reconoce a los ciudadanos con carácter general en el artículo 125 de la
Constitución. El derecho que se reconoce en el artículo 125 al ejercicio de la acción popular no está
establecido con amplitud tan incondicionada que no quepa establecer excepciones al ejercicio de
ese derecho, por ejemplo, para garantizar la efectividad de otro mandato constitucional, como es en
este caso el previsto en el artículo 102.2 de la Norma Fundamental.
El artículo 169 del Reglamento del Congreso desarrolla en este aspecto lo previsto en el citado
precepto constitucional. Señala que, formulada por escrito y firmada por un número de Diputados
no inferior a la cuarta parte de los miembros del Congreso la iniciativa a que se refiere el artículo
102.2 de la Constitución, el Presidente convocará una sesión secreta del Pleno de la Cámara para su
debate y votación. El debate se ajustará a las normas previstas para los de totalidad. El afectado por
la iniciativa de acusación podrá hacer uso de la palabra en cualquier momento del debate, y la
votación se hará por el procedimiento previsto en el número 2º del apartado 1 del artículo 87 del
Reglamento (votación secreta por papeletas) y se anunciará con antelación por la Presidencia la
hora en que se llevará a cabo. Si la iniciativa de la acusación fuera aprobada por la mayoría
absoluta de los miembros de la Cámara, el Presidente del Congreso lo comunicará al del Tribunal
Supremo, a efectos de lo dispuesto en el artículo 102.1 de la Constitución. En caso contrario, se
entenderá rechazada la iniciativa y, en consecuencia, no podrán iniciarse actuaciones contra los
miembros del Gobierno por los delitos citados en el artículo 102.2 de la Constitución.
Finalmente, el artículo 102.3 de la Constitución expresamente excluye la prerrogativa real de
gracia. El artículo 62.1 de la Constitución señala que corresponde al Rey ejercer el derecho de
gracia con arreglo a la Ley, que no podrá autorizar indultos generales. Se defiere a la ley la
regulación de los términos concretos en los que se ejercitará dicha prerrogativa. Sin embargo, como
se ve, expresamente el artículo 102.3 de la Constitución excluye la posibilidad de hacer uso de
dicha prerrogativa en los supuestos previstos en el artículo 102 de la Constitución.
En efecto, debe observarse que el artículo 102.3 afirma que no se aplicará la prerrogativa real de
gracia "a ninguno de los supuestos del presente artículo", lo que podría plantear la duda de si se está
refiriendo a cualquier supuesto de responsabilidad criminal o si ha pretendido conectarse dicha
prohibición con la condena por los delitos que se citan en el artículo 102.2 (traición o cualquier
delito contra la seguridad del Estado en el ejercicio de sus funciones). El problema se complica si se
atiende al hecho de que el miembro del Gobierno condenado lo ha podido ser por hechos anteriores
a su condición de tal, así como también ha podido ser condenado cuando ya es ex miembro del
Gobierno. Parece acertado sostener que en ningún caso podría hacerse uso de la prerrogativa de
gracia a favor de un miembro del Gobierno en tanto en cuanto mantenga su condición de tal. Pero
no cabe duda que de alguna manera se estaría quebrantando el espíritu que subyace al artículo 102.3
si, tras el cese, pudiera beneficiarse de la prerrogativa de gracia, cuando menos en los supuestos a
los que se alude en el art. 102.2 de la Constitución. De igual manera que no tendría sentido adoptar
una posición extrema que impidiera la utilización de la prerrogativa de gracia por el mero hecho de
haber sido en alguna ocasión miembro del Gobierno, tampoco lo tiene que, al menos cuando se trata
de delitos de traición o contra la seguridad del Estado, pueda salvarse la prohibición contenida en el
artículo 102.3 de la Constitución simplemente con dimitir del cargo. De ahí que los autores
normalmente se inclinen por sostener que la pérdida de la condición de miembro del Gobierno no
excluye la operatividad de la prohibición contenida en el artículo 102.3 cuando se hubiera
producido una condena por los delitos aludidos en el artículo 102.2 de la Constitución.
Entre la bibliografía sobre las materias contenidas en este artículo cabe citar los trabajos de Díez
Picazo, García Mahamut, Obregón, Rpdríguez Mourullo o Santaolalla

Sinopsis artículo 103


Los principios de la actuación de las Administraciones Públicas
La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales. Esta afirmación,
contenida en el artículo 103.1 de la Constitución, es el eje sobre el que debe gravitar la actuación de
la Administración. El interés general se configura de esta manera como un principio
constitucionalizado, que debe estar presente y guiar cualquier actuación de la Administración. La
consecuencia inmediata no es otra sino la de que la Administración no goza de un grado de
autonomía de la voluntad similar al que es propio de los sujetos de derecho privado. La actuación de
la Administración deberá estar guiada por la búsqueda y prosecución del interés público que le
corresponda, lo que le impedirá -por imperativo del artículo 103.1 de la Constitución- apartarse del
fin que le es propio.
El ordenamiento jurídico establece figuras y mecanismos tendentes a evitar desviaciones de la
Administración respecto de lo que, en cada momento, y en función de las circunstancias, deba
considerarse como interés público a alcanzar. El artículo 103.1 garantiza de esta manera que las
potestades administrativas reconocidas por el ordenamiento jurídico no se utilicen con fines
distintos de aquellos que justificaron su creación y reconocimiento en favor de la Administración.
Conductas penales tipificadas (por ejemplo, la prevaricación) o ilícitos administrativos como la
desviación de poder (artículos 63.1 de la Ley 30/1992 y 70.1 de la Ley 29/1998), encuentran su
engarce y cobertura en la referida afirmación contenida en el artículo 103.1 de la Constitución a la
que ahora nos referimos.
Pero que la Administración sea garante del predominio y consecución del interés general o
público, no significa que dicha meta pueda alcanzarse por cualquier medio y a cualquier precio. En
realidad, habría que distinguir medios y fines. En cuanto a estos últimos, es claro -y así lo impone el
artículo 103.1 de la Constitución- que, como se ha dicho, el interés público general se erige en el
norte a alcanzar por la Administración. Sin embargo, ni el artículo103 ni ningún otro precepto de la
Constitución ofrecen una definición -y quizá no podrían hacerlo- de lo que deba considerarse como
tal interés público. Apartarse del recto entendimiento de tal concepto jurídico (interés público),
puede hacer quebrar la estructura sobre la que se asienta la actuación de una Administración en un
Estado de Derecho. No es extraño encontrarse en la práctica con posturas administrativas
consistentes en considerar que, por ejemplo, cualquier ahorro en el gasto público (incluso no
accediendo al pago de cantidades ciertamente debidas a un administrado) es conforme al interés
público, con el argumento de que ello permitirá utilizar el dinero ahorrado (en detrimento de un
derecho de un particular) en beneficio de la comunidad. Obviamente, esta forma de entender el
interés público nada tiene que ver con lo que el artículo 103.1 de la Constitución pretende
garantizar. Y ello precisamente enlaza con los medios (y límites) que podrá utilizar la
Administración para alcanzar el interés público (rectamente entendido).
En efecto, el artículo 103.1 de la Constitución impone explícitamente a la Administración que
sirva al interés público, pero que lo haga con "objetividad" y con "sometimiento pleno a la ley y al
Derecho". Estos dos límites, junto con otros no explícitamente citados en el precepto constitucional
aunque intrínsecamente unidos a ellos, garantizan la interdicción de la búsqueda del fin sin atender
a los medios. La objetividad en el actuar de la Administración exigida en el artículo 103 excluye la
utilización de medios discriminatorios o justificados en razones meramente subjetivas. De igual
manera, aunque con una formulación más amplia, esa prosecución del interés público sólo podrá
materializarse dentro de la legalidad, es decir, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho.
Pues bien, en este contexto adquieren una especial relevancia los principios de proporcionalidad
y adopción de la medida menos restrictiva para el individuo. La adopción, por razones de interés
público, de medidas restrictivas de derechos individuales debe estar presidida por los dos aludidos
principios, que podrían calificarse como verdaderos Principios Generales del Derecho, sin perjuicio
de que en determinados ámbitos se encuentren positivizados (por ejemplo, en el ámbito de la
ejecución de los actos administrativos se encuentran explícitamente recogidos en el artículo 96 de la
Ley 30/1992).
La sentencia del Tribunal Constitucional 14/2003, de 28 de enero, entre otras muchas, afrontó el
conflicto entre un interés general o público, al que por definición ha de servir la Administración, y
derechos fundamentales de los ciudadanos. Señaló la sentencia que las limitaciones que se
establezcan no pueden obstruir el derecho fundamental más allá de lo razonable, de donde se
desprende que todo acto o resolución que limite derechos fundamentales ha de asegurar que las
medidas limitadoras sean necesarias para conseguir el fin perseguido, haciendo hincapié el Alto
Tribunal en la necesidad de que la medida restrictiva de un derecho fundamental supere "el juicio de
proporcionalidad" a cuyo efecto es necesario constatar si se cumplen los tres requisitos o
condiciones siguientes: (i) si la medida es susceptible de conseguir el objetivo propuesto (juicio de
idoneidad); (ii) si, además, es necesaria, en el sentido de que no exista otra medida más moderada
para la consecución de tal propósito (juicio de necesidad); (iii) y, finalmente, si la misma es
ponderada o equilibrada, por derivarse de ella más beneficios o ventajas para el interés general que
perjuicios sobre otros bienes o valores en conflicto.
Pero obsérvese que la confrontación no sólo puede presentarse entre interés público e interés
individual (incluso bajo el manto de un derecho fundamental afectado), sino también entre intereses
públicos distintos. El artículo 103.1 alude en singular a la Administración Pública, lo que en modo
alguno significa que las afirmaciones que se contienen en dicho apartado 1 sean exclusivamente
referibles a la Administración del Estado. El artículo 103.1 irradia su campo de actuación a
cualquier Administración Pública, de manera que las garantías y exigencias que del mismo se
desprenden beneficiarán o restringirán la actuación de cualquier Administración Pública y, por ende,
afectarán en lo que corresponda a cualquier ciudadano en sus relaciones con las Administraciones
Públicas. Dicho esto, es obvio que los "intereses públicos" a los que alude el artículo 103.1 deben
ponerse en correlación con cada una de las Administraciones existentes, lo que puede llevar en
ocasiones -y así ocurre a veces en la práctica- a un conflicto de intereses públicos: dos o más
Administraciones, en trance de servir a los intereses públicos que les corresponden, adoptan
medidas -cada una de ella dentro de su ámbito competencial- contradictorias o que entran en
conflicto. Aunque el artículo 103.1 no ofrece una solución explícita a situaciones como la descrita,
sin embargo los principios a los que también alude (especialmente, por lo que ahora interesa, los de
eficacia y coordinación) deben tenerse presente en trance de resolver la cuestión. En todo caso,
quizá no sería necesario realizar un gran esfuerzo argumental para sostener que del artículo 103.1 se
desprende el principio del "interés público prevalente" (cuando se produzca conflicto con otros
intereses públicos representado por distintas Administraciones), que no necesariamente siempre
tendrá que coincidir con el interés público de la Administración del Estado.
Por otra parte, el sometimiento pleno a la ley y al Derecho recogido en el artículo 103.1 enlaza
con lo previsto en el artículo 106.1 de la Constitución, cuando se atribuye a los Tribunales (a los
órganos jurisdiccionales competentes) el control de la potestad reglamentaria y la legalidad de la
actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican. Como ha
señalado con profusión el Tribunal Constitucional, el artículo 103.1 en conexión con el artículo
106.1 de la Constitución impiden que puedan existir comportamientos de la Administración Pública
-positivos o negativos- inmunes al control judicial.
El artículo 103.1 de la Constitución alude también a los principios de eficacia, jerarquía,
descentralización, desconcentración y coordinación, disponiendo que la Administración Pública
debe actuar de acuerdo con dichos principios. En realidad, es fácil observar que los aludidos
principios no están situados en el mismo plano: los principios de jerarquía, descentralización,
desconcentración y coordinación no son nada en sí mismos si no se conectan con la finalidad que
con ellos se persigue, como es alcanzar una actuación administrativa eficaz. Podría decirse que el
principio de eficacia es el objetivo a alcanzar, siendo los principios de jerarquía, descentralización,
desconcentración y coordinación medios a través de los cuales podrá conseguirse dicho objetivo.
La Ley 30/1992 recoge literalmente en su artículo 3.1 el contenido del artículo 103.1 de la
Constitución, modificando exclusivamente la referencia a las Administraciones públicas en plural. A
los citados principios, añade el precepto legal que las Administraciones deberán respetar en su
actuación los principios de buena fe y confianza legítima; en sus relaciones con otras
Administraciones Públicas se regirán por el principio de cooperación y colaboración; en sus
relaciones con los ciudadanos bajo los principios de transparencia y participación; y siempre
actuando con criterios de eficiencia y servicio a los ciudadanos.
Por lo que se refiere específicamente al principio de jerarquía, éste no se predica en el marco de
las relaciones entre Administraciones Públicas, menos aún cuando se trata de Administraciones que
gozan, con un mayor o menor grado, de autonomía propia. El principio de jerarquía previsto en el
artículo 103.1 de la Constitución hay que ponerlo en conexión con la estructura interna de cada
Administración Pública como principio general de organización administrativa, precisamente por
considerarse que la jerarquía constituye un instrumento útil para alcanzar una mayor eficacia en la
actuación administrativa. A él se alude como principio general en el artículo 3.1 de la Ley 30/1992,
así como en otros preceptos del mismo texto legal. Así, al crearse un órgano administrativo, será
preciso determinar su integración en la estructura administrativa y, consecuentemente, su
dependencia jerárquica. La jerarquía entre órganos administrativos incidirá también para la
delimitación de competencias cuando no estén atribuidas específicamente a un órgano determinado
o para resolver conflictos de competencia, positivos o negativos. Igualmente, permitirá la
utilización de técnicas como la avocación (artículo 14 de la Ley 30/1992) y delegación de
competencias (artículo 13 del mismo texto legal), aunque en este último caso se permite -frente a lo
que había sido tradicional- que la delegación del ejercicio de competencias pueda producirse en
favor de órganos no jerárquicamente dependientes.
Sin necesidad de examinar las diferencias entre los principios de descentralización y
desconcentración, únicamente conviene resaltar que la descentralización se da entre entidades
públicas (Administraciones Públicas) con personalidad jurídica, siendo así que la Constitución
establece un sistema descentralizado, garantizando el derecho de la autonomía de las nacionalidades
y regiones que integran la nación española (artículo 2). Precisamente a dicho principio responde el
título VIII de la Constitución, en el que se configura un sistema fuertemente descentralizado.
La desconcentración, en cambio, opera en el seno de una misma Administración Pública, y
responde a la idea de trasladar competencias de arriba hacia abajo en el orden jerárquico. En cuanto
a este último principio (desconcentración), aunque también aludido en el artículo 3.1 de la Ley
30/1992, sin embargo ni la Constitución ni la Ley 30/1992 determinan el grado de desconcentración
a alcanzar. El artículo 12.2 de la Ley 30/1992 señala que la titularidad y el ejercicio de las
competencias atribuidas a los órganos administrativos podrán ser desconcentradas en otros
jerárquicamente dependientes de aquéllos en los términos y con los requisitos que prevean las
propias normas de atribución de competencias. Por tanto, ni el artículo 103.1 ni ningún otro
precepto de la Constitución determina, con una mayor o menor aproximación, el grado de
desconcentración que deba alcanzarse. Ello se traduce en que cabe un amplio abanico de
posibilidades en el marco del artículo 103.1 de la Constitución, siempre, no obstante, bajo el prisma
de que la desconcentración, como principio, debe estar presente al estructurar cada Administración
Pública.

Finalmente, el principio de coordinación es quizá uno de los más útiles para lograr una actuación
eficaz por parte de las Administraciones Públicas, máxime si se tiene en cuenta la yuxtaposición que
en numerosas ocasiones se produce, con un mayor o menor alcance, entre competencias de distintas
Administraciones públicas. No en vano el Tribunal Constitucional ha recordado reiteradamente la
necesidad de que las Administraciones se coordinen, lo que, entre otras cosas, evitaría un gran
número de conflictos de competencias. Concretamente, por referencia al artículo 103.1 de la
Constitución, en su sentencia 109/1998, de 21 de mayo, aludía al principio constitucional de
eficacia como origen de los instrumentos coordinadores en general. La Ley 30/1992 también se
refiere a este principio en diversos preceptos, aparte del artículo 3.1 ya citado. Es de destacar en este
sentido el artículo 4, en el que partiendo del principio de lealtad institucional que debe regir las
relaciones entra las Administraciones públicas, se alude al respeto, intercambio de información y
cooperación que debe existir entre Administraciones. A tal fin, en los artículos 5 y ss. de la Ley
30/1992 se regulan las Conferencias Sectoriales y otros órganos de cooperación, los convenios de
colaboración que pueden suscribirse entre Administraciones Públicas, así como los planes y
programas conjuntos.
Por lo demás, una de las manifestaciones más destacadas del principio de eficacia se encuentra
en el privilegio de autotutela y ejecutividad de los actos administrativos (artículos 56 y 57 de la Ley
30/1992). Dicho privilegio, según manifestación reiterada del Tribunal Constitucional, no es
contrario a la Constitución, sino que, por el contrario, engarza con el aludido principio de eficacia
enunciado en su artículo 103.1, sin que tampoco la ejecutividad de sus actos en términos generales y
abstractos pueda estimarse como incompatible con el artículo 24.1.
Los órganos de la Administración del Estado
El artículo 103.2 de la Constitución dispone que los órganos de la Administración del Estado son
creados, regidos y coordinados de acuerdo con la ley. Aunque explícitamente se refiere sólo a la
Administración del Estado, la realidad es que existe una regulación mínima común aplicable a todas
las Administraciones Públicas, que se encuentra recogida en los artículos 11 y ss. de la Ley
30/1992.
En efecto, señala el artículo 11 de la Ley 30/1992 que corresponde a cada Administración
Pública delimitar, en su propio ámbito competencial, las unidades administrativas que configuran
los órganos administrativos propios de las especialidades derivadas de su organización. En este
aspecto, las Comunidades Autónomas tienen competencias para establecer su propia estructura
organizativa (articulo 148.1. 1ª).
Otro tanto ocurre -"servata distantia"- en el caso de la Administración Local, a cuyo efecto el
artículo 4.1.a de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local, reconoce
a los municipios, las provincias y las islas, en su calidad de Administraciones Públicas de carácter
territorial, la potestad de autoorganización, que puede extenderse a entidades territoriales de ámbito
inferior o municipal, así como a las comarcas, áreas metropolitanas y demás entidades locales, de
acuerdo con lo que dispongan al respecto las leyes de las Comunidades Autónomas. El artículo
20.1. de la Ley 7/1985 establece los órganos necesarios de los municipios (Alcalde, Tenientes de
Alcalde y Pleno), la Comisión de Gobierno existirá en los municipios con población de derecho
superior a 5000 habitantes y en los de menos población cuando así lo disponga en su reglamento
orgánico o así lo acuerde el Pleno del Ayuntamiento. Y en cuanto al resto de los órganos,
complementarios de los anteriores, se establecerán y regularán por los propios municipios en sus
reglamentos orgánicos, sin otro límite que el respeto a la organización determinada por la Ley
7/1985. No obstante, su artículo 20.2 establece que, sin perjuicio de lo anterior, las leyes de las
Comunidades Autónomas sobre régimen local podrán establecer una organización municipal
complementaria que regirá en cada municipio en todo aquello en lo que su reglamento orgánico no
disponga lo contrario. Otro tanto ocurre en relación con la provincia, pues, en términos similares, el
artículo 32 de la Ley 7/1985 se refiere también a los órganos necesarios de la provincia y al resto de
los órganos complementarios, éstos últimos regulados en términos similares a lo previsto para el
municipio.
El artículo 11.2 de la Ley 30/1992 señala que la creación de cualquier órgano administrativo
exigirá el cumplimiento de los siguientes requisitos: a) determinación de su forma de integración en
la Administración Pública de que se trate y su dependencia jerárquica; b) delimitación de sus
funciones y competencias; c) dotación de los créditos necesarios para su puesta en marcha y
funcionamiento. A su vez, se prohíbe expresamente que puedan crearse nuevos órganos que
supongan la duplicación de otros ya existentes si al mismo tiempo no se suprime o restringen
debidamente las competencias de éstos. Esta regulación establecida en el artículo 11.2, dictada en
desarrollo del artículo 103.2 de la Constitución (aunque con un ámbito de aplicación más amplio
que el de la Administración del Estado), pretende establecer un mínimo de racionalidad en la
estructura organizativa de las Administraciones Públicas.
No choca con el principio de autoorganización la exigencia del cumplimiento de una serie de
requisitos que tienen como objetivo evitar que la creación de órganos suponga una carga para el
erario público sin responder a una necesidad funcional. A esta finalidad responde la prohibición de
duplicidades innecesarias y perturbadoras. A su vez, la determinación de la integración del órgano
en la estructura ya existente, la delimitación de sus funciones y competencias, y la dotación de
créditos necesarios, constituyen exigencias que no menoscaban la potestad de organización y sí, en
cambio, imponen racionalidad en lo que constituyen ya de por sí estructuras organizativas
complejas.
Los artículos 12 y ss. de la Ley 30/1992 se refieren a la competencia, delegación de
competencias, avocación, encomienda de gestión, delegación de firma, suplencia, coordinación de
competencias, comunicación entre órganos, decisiones sobre competencia e instrucciones y órdenes
de servicio. Existe, no obstante, una regulación específica referida a los órganos colegiados. Los
artículos 22 a 27 de la Ley 30/1992 regulan el régimen, composición y funcionamiento de los
órganos colegiados, regulación que, no obstante, no es de aplicación al Pleno y, en su caso, a la
Comisión de Gobierno de las entidades locales, a los órganos colegiados del gobierno de la Nación
y a los órganos de gobierno de las Comunidades Autónomas (disposición adicional primera de la
Ley 30/1992). Además, la sentencia del Tribunal Constitucional 50/1999, de 6 de abril, declaró que
los artículos 23.1 y 2 y 24.1, 2 y 3 de la Ley 30/1992 no tienen carácter "básico", lo que significa
que su contenido puede ser alterado por las Comunidades Autónomas.
Los funcionarios públicos
Finalmente, el artículo 103.3 de la Constitución se refiere a los funcionarios públicos. En este
caso no ya sólo a los funcionarios de la Administración del Estado, sino a los funcionarios públicos
en general. Del precepto constitucional cabe extraer cuatro aspectos diferenciados aunque conexos:
(i) establece una reserva de ley en lo que se refiere al estatuto de los funcionarios públicos, (ii)
garantiza que el acceso a la función pública se produzca de acuerdo con los principios de mérito y
capacidad, (iii) reconoce que el ejercicio del derecho de sindicación por los funcionarios puede
presentar peculiaridades y (iv) alude a la regulación de un sistema de incompatibilidades y garantías
dirigidas a salvaguardar la imparcialidad de los funcionarios en el ejercicio de sus funciones.
El precepto constitucional afecta a la función pública profesional, ya se trate de funcionarios de
carrera, o funcionarios eventuales o interinos (funcionarios de empleo), todo ello sin perjuicio de la
conexión que el artículo 103.3 de la Constitución tiene con el artículo 23.2 en cuanto al acceso a las
funciones y cargos públicos, en este último caso referido también al estamento político.
En cuanto al primer aspecto señalado, efectivamente la regulación del estatuto funcionarial está
constitucionalmente reservada a la ley en virtud del artículo 103.3 de la Constitución. No obstante,
como ha recordado recientemente la sentencia del Tribunal Constitucional 1/2003, de 16 de enero
(reiterando la doctrina establecida en sentencias anteriores), esta reserva de Ley tiene un alcance
relativo, pues no impide la colaboración de las normas reglamentarias y, en su caso, de otro tipo de
fuentes normativas, aunque ésta por definición deba estar limitada en la ordenación de la materia.
De manera similar a como acontece con otros ámbitos materiales reservados por la Constitución a la
Ley, no es imposible en esta materia una intervención auxiliar o complementaria del reglamento,
siempre que estas remisiones sean tales que restrinjan efectivamente el ejercicio de la potestad
reglamentaria a un complemento de la regulación legal que sea indispensable por motivos técnicos
o para optimizar el cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por la propia
Ley, de modo que no se llegue a una total abdicación por parte del legislador de su facultad para
establecer reglas limitativas, transfiriendo esa facultad al titular de la potestad reglamentaria, sin
fijar ni siquiera cuáles son los fines u objetivos que la reglamentación ha de perseguir.
Dicho esto, sin embargo, la dificultad estriba en delimitar cuál es concretamente el ámbito
material reservado a la ley en virtud del artículo 103.3 de la Constitución. En otras palabras, la
interrogante estriba en determinar qué debe entenderse por "estatuto de los funcionarios públicos" o,
como se alude en el artículo 149.1.18ª de la Constitución, el "régimen estatutario" de los
funcionarios. En este sentido, el Tribunal Constitucional ha establecido en reiteradas ocasiones (por
ejemplo, sentencia 235/2000, de 5 de octubre) que "el régimen estatutario" reservado a la Ley en
virtud del artículo 103.3 de la Constitución constituye un ámbito cuyos contornos no pueden
definirse en abstracto y "a priori", pero en el que ha de entenderse comprendida, en principio, la
normativa relativa a la adquisición y pérdida de la condición de funcionario, las condiciones de
promoción de la carrera administrativa y a las situaciones que en esta puedan darse, los derechos y
deberes y responsabilidades de los funcionarios y a su régimen disciplinario, así como a la creación
e integración, en su caso, de cuerpos y escalas funcionariales y al modo de provisión de puestos de
trabajo al servicio de las Administraciones Públicas, pues habiendo optado la Constitución por un
régimen estatutario, con carácter general, para los servidores públicos (artículos 103.3 y 149.1.18ª),
habría de ser también la Ley la que determine en qué casos y con qué condiciones pueden
reconocerse otras posibles vías para el acceso al servicio de la Administración Pública.
Pues bien, en cumplimiento de la competencia atribuida al Estado en virtud del artículo
149.1.18ª y de la reserva de ley prevista en el artículo 103.3 ambos de la Constitución, actualmente
se encuentra en vigor la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de Medidas para la Reforma de la Función
Pública, en cuyo artículo 1.3 se señalan los preceptos de la misma que, desde el punto de vista de la
distribución de competencias entre Estado y las Comunidades Autónomas, tienen la condición de
"bases del régimen estatutario de los funcionarios públicos" y, por ende, son de aplicación a todos
los funcionarios cualquiera que sea la Administración para la que presten servicios.
En cuanto al acceso a la función pública, existe una interconexión necesaria entre los artículos
23.2 y 103.3 de la Constitución, y así lo ha declarado el Tribunal Constitucional en diversas
ocasiones. En efecto, el artículo 23.2 reconoce el derecho fundamental a acceder en condiciones de
igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalan las leyes. El contenido de
este precepto y la igualdad a la que se refiere, han sido complementados por la exigencia contenida
en el artículo 103.3 de la Constitución, cuando señala que el acceso a la función pública debe
producirse de acuerdo con "los principios de mérito y capacidad". Estos principios, aunque no se
encuentran explícitamente citados en el artículo 23.2, sin embargo son la manifestación del
principio de igualdad al que se alude en dicho precepto constitucional. O dicho de otra manera, los
principios de mérito y capacidad en el acceso a la función pública garantizados en el artículo 103.3
de la Constitución, forman parte del contenido material del derecho fundamental recogido en el
artículo 23.2 de la Norma Fundamental. Señala el Tribunal Constitucional, entre otras, en su
sentencia 235/2000 (reiterando lo afirmado en numerosas sentencias anteriores) que el derecho
fundamental previsto en el artículo 23.2 de la Constitución, puesto en relación sistemática con el
inciso segundo de su artículo 103.3, impone la necesidad de que el acceso a las funciones y cargos
públicos se haga de acuerdo con los principios de "mérito y capacidad". En su sentencia 138/2000,
de 29 de mayo, dispuso que "...la igualdad que la Ley ha de garantizar en el acceso a las funciones
públicas tiene, por otra parte, un contenido material que se traduce en determinados
condicionamientos del proceso selectivo y, de manera especialmente relevante, el que las
condiciones y requisitos exigidos sean referibles a los principios de mérito y capacidad, pues,
aunque la exigencia de que el acceso a la función pública se haga conforme a los mencionados
principios figura en el artículo 103.3 de la Constitución y no en el artículo 23.2 de la Constitución,
la necesaria relación recíproca entre ambos preceptos constitucionales, que una interpretación
sistemática no puede desconocer, autoriza a concluir que, además de la definición genérica de los
requisitos o condiciones establecidas para aspirar a los distintos cargos y funciones, el artículo 23.2
de la Constitución impone la obligación de no exigir para el acceso a función pública requisito o
condición alguna que no sea referible a los indicados conceptos de mérito y capacidad...".
En cuanto a las peculiaridades del derecho de sindicación de los funcionarios, del artículo 103.3
de la Constitución se deducen inmediatamente los dos aspectos siguientes: (i) por un lado, que
efectivamente se reconoce el derecho de los funcionarios a sindicarse, sin perjuicio de las
restricciones derivadas de otras previsiones constitucionales, como es la contenida en el artículo
28.1 para los miembros de las Fuerzas o Institutos armados o los demás Cuerpos sometidos a
disciplina militar, respecto de los que se permite que el legislador pueda limitar o incluso exceptuar
el ejercicio de este derecho; (ii) por otro, que legitima la introducción de peculiaridades en la
sindicación de los funcionarios respecto al derecho de sindicación (y su materialización) derivada
del artículo 28.1 de la Constitución.
En efecto, el Tribunal Constitucional, al interpretar el artículo 103.3, ha señalado que el ejercicio
de la actividad sindical en el seno de las Administraciones Públicas reconocido en la Constitución
está sometido a ciertas peculiaridades derivadas lógicamente de los principios de eficacia y
jerarquía que deben presidir, por mandato constitucional, la acción de la función pública (artículo
103.1 de la Constitución), y que no pueden ser objeto de subversión ni menoscabo (entre otras,
sentencia 70/2000, de 13 de marzo).
La Ley Orgánica 11/1985, de 2 de agosto, de Libertad Sindical, es, sin embargo, de aplicación a
todos los trabajadores, considerándose como tales a los efectos de dicha Ley "tanto aquellos que
sean sujetos de una relación laboral como aquellos que lo sean de una relación de carácter
administrativo o estatutaria al servicio de las Administraciones Públicas" (artículo 1.2). En el mismo
precepto se establece que quedan exceptuados del ejercicio de este derecho los miembros de las
Fuerzas Armadas y de los Institutos Armados de carácter militar, mientras que el ejercicio del
derecho de sindicación de los miembros de Cuerpos y Fuerzas de Seguridad que no tengan carácter
militar, se regirán por su normativa específica dado el carácter armado y la organización
jerarquizada de estos Institutos. Al mismo tiempo, se dispone que, de acuerdo con lo establecido en
el artículo 127.1 de la Constitución, los Jueces, Magistrados y Fiscales no podrán pertenecer a
sindicato alguno mientras se hallen en activo.
Con independencia de las formas de representación establecidas en la citada Ley Orgánica
11/1985, la Ley 9/1987, de 12 de junio, por la que se regulan los órganos de representación,
determinación de las condiciones de trabajo y participación del personal al servicio de las
Administraciones Públicas, dispone que los funcionarios públicos tendrán derecho a constituir, en
los términos previstos en dicha Ley, los órganos de representación de sus intereses ante las
Administraciones Públicas y otros entes públicos.
Finalmente, el artículo 103.3 de la Constitución defiere a la ley la regulación de un sistema de
incompatibilidades y de garantías de los funcionarios para la imparcialidad en el ejercicio de sus
funciones. Si la Administración debe servir con objetividad a los intereses generales (artículo 103.1
de la Constitución), es lógico que se establezca la necesidad de garantizar que quienes integran la
Administración realicen sus funciones con imparcialidad y, por tanto, siempre bajo el prisma de la
objetividad.
Las medidas normativas se mueven en un doble plano: por un lado, se dirigen a proteger al
funcionario frente a eventuales ataques externos; por otro, tienen como objetivo disuadir y, en su
caso, sancionar al funcionario si quebrara el principio de imparcialidad en el ejercicio de sus
funciones que le es exigible. Así, la Ley de Funcionarios Civiles del Estado de 1964 (parcialmente
en vigor) dispone en su artículo 63.1 (dentro del Capítulo dedicado a los derechos de los
funcionarios) que el Estado dispensará a los funcionarios la protección que requiera el ejercicio de
sus cargos. Junto a dicha protección, se establece también la inamovilidad de los funcionarios en su
condición de tales, lo que constituye un instrumento útil de imparcialidad, no sólo frente a ataques
externos, sino también en el caso de influencias internas que pretendan menoscabar la imparcialidad
del funcionario.
Junto a ello, la Constitución, en su artículo 103.3, alude al sistema de incompatibilidades. Sin
embargo, no prejuzga su alcance, de manera que, en el marco de la Constitución, caben regímenes
de incompatibilidades de muy diverso tenor. En cualquier caso, del artículo 103.3 se desprende que
la regulación del régimen de incompatibilidades debe estar presidido por el objetivo de salvaguardar
la imparcialidad de los funcionarios en el ejercicio de sus funciones.
En desarrollo en este aspecto del artículo 103.3 de la Constitución, se dictó la Ley 53/1984, 26
de diciembre, de Incompatibilidades del Personal al Servicio de las Administraciones Públicas. Este
texto legal se aplica al personal que se enumera en su artículo 2.1, cualquiera que sea la naturaleza
jurídica de la relación de empleo. La Ley parte del principio de la incompatibilidad en el desempeño
de un segundo puesto de trabajo, cargo o actividad en el sector público, salvo en los supuestos
previstos en la Ley. La compatibilidad con el desempeño de una actividad privada está sometido al
previo reconocimiento de la compatibilidad. En todo caso, existe un principio que irradia la
regulación y que viene recogido en su artículo 1.3: el desempeño de un puesto de trabajo por el
personal incluido en el ámbito de aplicación de la Ley será incompatible con el ejercicio de
cualquier cargo, profesión, o actividad, pública o privada, que pueda impedir o menoscabar el
estricto cumplimiento de sus deberes o comprometer su imparcialidad o independencia.
Asimismo, la Ley Orgánica 1/1985, de 18 de enero, dispone que el régimen de
incompatibilidades del personal al servicio del Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder
Judicial y Tribunal de Cuentas, así como el de los componentes del Poder Judicial y personal al
servicio de la Administración de Justicia, será el establecido en la Ley de Incompatibilidades del
Personal al servicio de las Administraciones Públicas, sin perjuicio de las competencias para la
autorización, reconocimiento o denegación de compatibilidades señaladas en sus disposiciones
específicas. Dispone también que la citada Ley de Incompatibilidades será de aplicación al personal
al servicio del Consejo de Estado. La Ley Orgánica 6/1985, del Poder Judicial, se refiere a las
incompatibilidades y prohibiciones de los Jueces y Magistrados en sus artículos 389 y ss. Y en
cuanto a los funcionarios de las Cortes Generales, la disposición final segunda de la Ley 53/1984,
de Incompatibilidades, se remite al Estatuto al que se refiere el artículo 72.1 de la Constitución,
"que se ajustará a la presente Ley".
En cuanto a la bibliografía específica sobre las materias contempladas en este artículo, cabe
destacar, entre otros muchos, los trabajos de Barcelona, Nieto, Baena del Alcazar, Pulido, Sánchez
Morón, etc.

Sinopsis artículo 104


Dedica la Constitución su artículo 104 a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Lo primero que
destaca es la diferencia establecida en la Constitución entre las Fuerzas Armadas (a las que se alude
en su artículo 8) y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad (artículo 104). Desde un punto de vista
constitucional, se trata de dos instituciones distintas, lo cual no obsta para que en la Constitución no
se haya prejuzgado en modo alguno el régimen jurídico aplicable a cada una de ellas, pues se remite
en ambos casos a su respectiva Ley Orgánica reguladora.
Ha resaltado el Tribunal Constitucional en diversas ocasiones que si bien la Norma Fundamental
distingue las Fuerzas Armadas y los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, ello no impide que la misma
Constitución contemple como ajustado a sus preceptos que la Ley pueda sujetar a la disciplina
militar a los Institutos Armados o a otros Cuerpos, por lo que no puede afirmarse que la aplicación
del régimen disciplinario sancionador de carácter militar a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del
Estado sea contrario a la Constitución, aun cuando ello suponga excluirlos, en este aspecto, de la
Administración Civil.
En todo caso, los fines de una y otra son sustancialmente distintos, sin perjuicio de que en
ocasiones puedan producirse eventuales superposiciones. Las Fuerzas Armadas, por disposición del
artículo 8.1 de la Constitución, tiene como misión garantizar la soberanía e independencia de
España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Las Fuerzas y Cuerpos
de Seguridad, por su parte, tendrán como misión proteger del libre ejercicio de los derechos
libertades y garantizar la seguridad ciudadana.
En este último aspecto, compete con carácter exclusivo al Estado la "seguridad pública" (artículo
149.1.29ª de la Constitución), concepto que supone una noción más precisa que la de "orden
público" según señaló tempranamente el Tribunal Constitucional en su Sentencia 33/1982. Afirmó
entonces que en el concepto de "orden público" pueden incluirse cuestiones como las referentes a la
salubridad, lo que normalmente estará excluido del concepto de "seguridad pública", sin perjuicio
de la posible existencia de casos extremos en los que ambos conceptos puedan llegar a confundirse
y, en definitiva, que la preservación de la seguridad pública implique actuar en el ámbito, por
ejemplo, de la salubridad. Congruentemente, en su sentencia 313/1994 insistía en que no toda
seguridad de personas y bienes, ni toda normativa encaminada a conseguirla, puede englobarse en el
título competencial de seguridad pública, pues si así fuera la práctica totalidad de las normas del
ordenamiento serían normas de seguridad pública y, por ende, competencia del Estado, cuando es
claro que se trata de un concepto más estricto, en el que hay que situar de modo predominante los
Cuerpos de Seguridad a que se refiere el artículo 104 de la Constitución.
En todo caso, el mantenimiento de la seguridad pública o, en términos del artículo 104.1, la
protección del libre ejercicio de los derechos y libertades y la garantía de la seguridad ciudadana,
constituye un verdadero servicio público cuyo titular es el Estado, tal y como se dispone en el
artículo 1.1 de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Dicha
competencia exclusiva no obsta para que las Comunidades Autónomas coadyuven a garantizar la
seguridad pública a través de la posibilidad prevista en el propio artículo 149.1.29ª de la
Constitución de crear policías propias en la forma que establezcan los respectivos Estatutos en el
marco de lo que disponga una Ley Orgánica. De hecho, el artículo 148.1.22ª de la Norma
Fundamental atribuye a las Comunidades Autónomas la competencia sobre la vigilancia y
protección de sus edificios e instalaciones, así como la coordinación y demás facultades en relación
con las policías locales en los términos que establezca una Ley Orgánica.
En este aspecto, la Ley Orgánica 2/1986, tras declarar, como se ha destacado, que la seguridad
pública es competencia exclusiva del Estado, añade que las Comunidades Autónomas y las
Corporaciones Locales participarán en el mantenimiento de la seguridad pública en los términos
establecidos, respectivamente, en sus Estatutos de Autonomía y en la Ley Reguladora de las Bases
de Régimen Local, todo ello en el marco de lo dispuesto en la propia Ley Orgánica 2/1986.
Congruentemente, se declara que son Fuerzas y Cuerpos de Seguridad las del Estado
dependientes del Gobierno de la Nación, así como los Cuerpos de Policía dependientes de las
Comunidades Autónomas (Andalucía, Valencia, Galicia, País Vasco, Navarra y Cataluña), y de las
Corporaciones Locales. Se impone en este aspecto a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de
Seguridad que ajusten su actuación al principio de cooperación recíproca y coordinación, debiendo
prestarse el auxilio necesario en la investigación y persecución de los delitos previstos legalmente,
sin prejuicio, además, de la obligación de auxilio y colaboración que corresponde a las funciones de
vigilancia, seguridad y custodia realizadas por otras personas y entidades.
En efecto, el principio de coordinación reconocido en el artículo 103.1 de la constitución
adquiere especial sentido e intensidad en el ámbito de la preservación de la seguridad pública o
ciudadana. El establecimiento de órganos de coordinación entre las distintas policías, el intercambio
de información, el auxilio mutuo y, en fin, la actuación coordinada, coadyuvan para alcanzar el fin
último perseguido por la Constitución, como es garantizar dicha seguridad y conexo con ello la
protección en el libre ejercicio de los derechos y libertades. Existe una evidente conexión entre
ambos conceptos, pudiendo afirmarse que el mantenimiento de la seguridad pública es elemento
indispensable para permitir el pleno ejercicio de los derechos y libertades, meta impuesta a las
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad (y al Gobierno del que dependen) por el artículo 104.1 de la
Constitución.
Como señaló, por ejemplo, la sentencia del Tribunal Constitucional 196/1987 por referencia a la
persecución y castigo de los delitos, la defensa de la paz social y de la seguridad ciudadana son
bienes reconocidos en los artículos 10.1 y 104.1 de la Constitución. En su sentencia 325/1994
insistía en que la seguridad ciudadana, cuya salvaguardia como bien jurídico de ámbito colectivo,
no individual, es función del Estado, tiene su sede propia en el artículo 104 de la Norma
Fundamental.
El artículo 104.2 establece una reserva de Ley Orgánica en cuanto a la determinación de las
funciones, principios básicos de actuación y estatutos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Como
se observa, no se refiere a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad "del Estado", sino que se alude "in
genere" a los mismos. En cumplimiento de esta reserva de ley, se dictó la ya citada Ley Orgánica
2/1986, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, que, congruentemente con lo dicho,
afecta a todas las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, ya sean estatales, autonómicas o locales. A todas
ellas se les impone como principios básicos de actuación, actuar con respeto al ordenamiento
jurídico, con neutralidad, integridad y dignidad, así como con sometimiento a los principios de
jerarquía y subordinación, entre otros.
Por otro lado, dando cumplimiento al contenido material reservado a la Ley Orgánica por el
artículo 104.2 de la Constitución, se determinan en sus artículos 11 y 12 las funciones de las
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, así como se regulan también aspectos relativos a sus estatutos. Y
aunque es cierto que el artículo 104.2 se refiere en singular a "una Ley Orgánica", nada impide la
existencia de diferentes textos normativos dictados en cumplimiento del artículo 104.2. Así, la Ley
Orgánica 11/1991, de 17 de junio, establece el Régimen Disciplinario de la Guardia Civil, régimen
que, según su artículo 1, tiene por objeto garantizar la observancia de la Ley Orgánica de Fuerzas y
Cuerpos de Seguridad, Reales Ordenanzas y demás normas que rigen la Institución, así como el
cumplimiento de las órdenes de conformidad con su carácter de Instituto armado de naturaleza
militar y estructura jerarquizada.

Junto a otras normas que inciden en este ámbito (por ejemplo la Ley 23/1992, de 30 de julio, de
Seguridad Privada, Ley Orgánica 4/1997, de 4 de agosto, por la que se regula la utilización de video
cámaras por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en lugares públicos o la Ley 42/1999, de 25 de
noviembre, de Régimen de Personal de la Guardia Civil), destaca la Ley Orgánica 1/1992, de 21 de
febrero, de Protección de la Seguridad Ciudadana, dictada precisamente de conformidad con lo
dispuesto en los artículos 149.1.29ª y 104 de la Constitución. Se declara en este sentido que
corresponde al Gobierno, a través de las autoridades y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad a sus
órdenes, proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades y garantizar la seguridad ciudadana,
crear y mantener las condiciones a tal efecto, y remover los obstáculos que lo impidan sin perjuicio
de las facultades y deberes de otros Poderes Públicos.
Debe resaltarse que en el cumplimiento de las funciones que tienen encomendadas los miembros
de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, se impone una especial incidencia de los principios de
jerarquía y subordinación. En efecto, la peculiaridad de tales funciones justifica que, aun cuando
gocen de la condición de funcionarios, sea constitucionalmente aceptable que se encuentren
sometidos a un estatuto especial, incluso en lo que se refiere al ejercicio de la libertad de expresión
y de sindicación, especialmente cuando se trata de Institutos Armados o Cuerpos sometidos a
disciplina militar.
Por lo que se refiere a la bibliografía destacar los trabajos de López Ramón, Blanquer,
Barcellona o Castells, entre otros.

Sinopsis artículo 105


El artículo 105 de la Constitución establece una reserva de ley en tres ámbitos diferenciados: la
audiencia de los ciudadanos en el procedimiento de elaboración de las disposiciones administrativas
que les afecten; el acceso a los archivos y registros administrativos; y, finalmente, la audiencia del
interesado en el procedimiento a través del cual deben producirse los actos administrativos. Dicha
reserva de Ley se desprende - y así lo ha declarado el Tribunal Constitucional- de la utilización de la
expresión "la ley regulará" que se contiene en el precepto legal.
No obstante, esta remisión a lo que disponga la ley provocó inicialmente dudas acerca de si el
contenido del artículo 105 era directamente aplicable o si, por el contrario, era precisa la
intermediación de una ley que, regulando los aspectos contenidos en el precepto constitucional,
diera cumplimiento a la remisión que en el mismo se contiene a la regulación por ley. De forma
temprana el Tribunal Constitucional, en su sentencia 18/1981, sostuvo que la citada reserva de ley
del artículo 105 no tiene el significado de diferir su aplicación hasta el momento en que se dicte una
ley posterior a la Constitución, ya que en todo caso sus principios son de aplicación inmediata. De
hecho, la normativa preconstitucional reguladora de la materia (fundamentalmente, la Ley de
Procedimiento Administrativo de 1958) ha debido interpretarse, tras la entrada en vigor de la
Constitución, atendiendo a los principios y espíritu que dimanan del artículo 105 de la Norma
Fundamental. Es cierto que el artículo 105 no configura directamente verdaderos derechos
subjetivos, pero tampoco puede considerarse como una mera declaración programática, carente de
vinculación jurídica alguna. Conviene formular dos aclaraciones:
-En primer lugar, el artículo 105 de la Constitución supone en sí mismo una
limitación para el legislador, toda vez que, aún con un amplio margen, la ley que regule
los citados aspectos deberá estar inspirada en los principios que dimanan del contenido
del citado precepto constitucional. Llevándolo al extremo, podría afirmarse que, a pesar
de que el artículo 105 defiere al legislador la regulación, una ley que excluyera lisa y
llanamente, y en cualesquiera circunstancias, la audiencia en los procedimientos
administrativos, fácilmente podría calificarse de inconstitucional por contraria al
artículo 105 de la Norma Fundamental. Este precepto, por tanto, no contiene simples
afirmaciones programáticas, sino que, como el resto de la Constitución, tiene fuerza
normativa, si bien con el alcance y efectos que derivan de su contenido.
-En segundo término, aunque es cierto que, como se ha dicho, el artículo 105 no
configura directamente derechos subjetivos, menos aún derechos fundamentales, sin
embargo sería posible conectar en determinadas circunstancias la regulación contenida
en el artículo 105 con verdaderos derechos fundamentales configurados como tales en la
Constitución. Así, por ejemplo, el artículo 105.c) se refiere, como se ha dicho, a la
audiencia de los interesados, cuando proceda, en el procedimiento a través del cual
deben producirse los actos administrativos. Es cierto que la omisión de la audiencia
(cuando sea obligada) no puede conectarse con el derecho fundamental a la tutela
judicial efectiva prevista en el artículo 24 de la Constitución, toda vez que, según ha
establecido el Tribunal Constitucional reiteradamente, las garantías del artículo 24 están
referidas a la tutela judicial, y no son trasladables sin más, por tanto, a los
procedimientos administrativos a que se refiere el artículo 105.c) de la Constitución. Sin
embargo, el propio Tribunal Constitucional ha moderado dicha afirmación cuando se
trata de procedimientos administrativos sancionadores, en los que, con matizaciones,
operarán ya las garantías derivadas del artículo 24 de la Constitución y, en
consecuencia, la omisión de una audiencia preceptiva podría considerarse como un
supuesto de indefensión (artículo 24 de la Constitución). De esta manera, se observa la
conexión que puede producirse en algún aspecto entre el artículo 105.c) de la
Constitución y derechos fundamentales (artículo 24 de la Norma Fundamental).
De manera similar, sería posible -y así lo sostienen diversos autores- conectar el artículo 105.b)
de la Constitución (acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos) con el
derecho fundamental establecido en el artículo 20 de la Constitución, en particular en el aspecto
recogido en su apartado 1.d), en cuanto se reconoce y protege el derecho a comunicar o recibir
libremente información veraz por cualquier medio de difusión. Este derecho a comunicar o a recibir
libremente información englobaría el acceso a la fuente u origen de la información misma, en este
caso a los archivos y registros administrativos (con las matizaciones y limitaciones derivadas del
propio Texto Constitucional). Al sostenerse esta tesis, podría llegar a considerarse vulnerado el
derecho fundamental previsto en el artículo 20.1.d) ante la denegación en el acceso a los archivos y
registros administrativos no amparada en alguno de los motivos enunciados en el propio artículo
105.b) (que la información afecte a la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos
y la intimidad de las personas.
Audiencia de los ciudadanos en la elaboración de disposiciones administrativas
Centrándonos ya específicamente al artículo 105.a), en él se establece que la ley regulará la
audiencia de los ciudadanos, directamente o a través de las organizaciones y asociaciones
reconocidas por la Ley, en el procedimiento de elaboración de las disposiciones administrativas que
les afecten. Como se ha destacado, el artículo 105.a) ni exige ni garantiza la audiencia de los
ciudadanos en cualesquiera circunstancias, si bien es obvio que el espíritu que subyace a la
previsión constitucional (y que necesariamente debe estar presente en trance de aprobar la
correspondiente regulación normativa de desarrollo) es la de ser favorable o proclive a facilitar
dicha audiencia.
La audiencia de los ciudadanos en el procedimiento de elaboración de las disposiciones
administrativas que les afecten se conecta con naturalidad con el derecho de los ciudadanos a
participar en los asuntos públicos (artículo 23.1 de la Constitución), pues, en definitiva, no
constituye sino una manifestación del talante democrático y participativo para con los ciudadanos
de que deben hacer gala los Poderes Públicos en un Estado democrático. Además, enlaza también
con el principio de eficacia al que alude el artículo 103.1 de la Constitución.
La audiencia se otorgará en el seno del procedimiento de elaboración, es decir, antes de su
conclusión, ya que carecería de sentido otorgar la audiencia a los ciudadanos "a posteriori", una vez
aprobada la norma. De lo que se trata es de garantizar en la medida de lo posible el acierto en el
contenido de dicha norma y no tanto que, como consecuencia de las alegaciones formuladas en el
trámite de audiencia, pueda justificarse una derogación total o parcial de la norma en su día
aprobada. De ahí que el artículo 105.a) se refiera específicamente al trámite "en el procedimiento de
elaboración".
También alude el precepto constitucional a la audiencia en el procedimiento de elaboración de
las "disposiciones administrativas", expresión que debe interpretarse en el sentido de normas
emanadas del poder ejecutivo con rango inferior a la Ley. En otras palabras, se equipara
"disposiciones administrativas" a norma reglamentaria, equiparación muy común, por lo demás, en
la legislación administrativa. Por ejemplo, lo confirma el propio artículo 24 -al que luego nos
referimos- de la Ley 50/1997, del Gobierno, que precisamente se titula "Del Procedimiento de
elaboración de los reglamentos". Así interpretado el artículo 105.a) se llega a la conclusión de que
no impone ni garantiza, ni siquiera como principio inspirador, la audiencia de los ciudadanos en el
procedimiento de elaboración de normas con fuerza de ley.
Por lo demás, el artículo 105.a) se refiere a la elaboración de disposiciones administrativas "que
les afecten" (a los ciudadanos), así como a que la audiencia puede materializarse directamente o a
través de las organizaciones y asociaciones reconocidas por la ley. Para comprender adecuadamente
estos aspectos, conviene traer a colación la regulación de desarrollo dictada al efecto, al menos a
nivel de la Administración del Estado.
En efecto, la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 regulaba en sus artículos 129 a 132
(derogados por la Ley 50/ 1997, del Gobierno) el procedimiento de elaboración de disposiciones de
carácter general. En su artículo 130.4 se preveía la audiencia "siempre que sea posible y la índole de
la disposición lo aconseje". La interpretación de este precepto legal sufrió una lógica evolución,
máxime tras la entrada en vigor de la Constitución.
Actualmente, la regulación en materia de procedimiento de elaboración de disposiciones
administrativas se encuentra de la siguiente manera: el artículo 24 de la citada Ley 50/1997, del
Gobierno, regula el procedimiento aplicable a la Administración del Estado; las Comunidades
Autónomas gozan de competencia exclusiva para regular el procedimiento aplicable para la
aprobación de sus disposiciones propias, pues, como recordó el Tribunal Constitucional en su
sentencia 15/1989, de 29 de enero, "...el procedimiento de elaboración de las disposiciones de
carácter general es un procedimiento administrativo especial respecto del cual las Comunidades
Autónomas gozan de competencias exclusivas cuando se trate del procedimiento para la elaboración
de sus propias normas de carácter general"; finalmente, las entidades locales se someterán, para la
aprobación de sus ordenanzas, al procedimiento previsto en el artículo 49 de la Ley 7/1985, de
Bases de Régimen Local, así como a la demás normativa autonómica y local que sea de aplicación.
No obstante debe aclararse que el artículo 105.a) de la Constitución opera en relación con todos los
procedimientos de elaboración de disposiciones administrativas, cualquiera que sea la
Administración Pública autora.
El precepto constitucional citado admite, como se ha visto, que la audiencia pueda otorgarse
directamente a los ciudadanos o bien a través de las organizaciones y asociaciones reconocidas por
la ley. Aun cuando el precepto nada dice expresamente al respecto, tampoco prohíbe una tercera vía
para materializar la audiencia, como es la que podría denominarse como "audiencia
institucionalizada", otorgada a través de órganos colegiados integrados en la estructura de la
Administración y cuyos miembros representan a las mencionadas organizaciones y asociaciones.
Por ejemplo, el artículo 22.1 de la Ley 26/1984, General para la Defensa de los Consumidores y
Usuarios, dispone que las asociaciones de consumidores y usuarios serán oídas en consulta en el
procedimiento de elaboración de las disposiciones de carácter general relativas a materias que
afecten directamente a los consumidores o usuarios. Y añade en el apartado 4 del mismo precepto
legal que se entenderá cumplido dicho trámite preceptivo de audiencia cuando las asociaciones
citadas se encuentren representadas en los órganos colegiados que participen en la elaboración de
las disposiciones. La "audiencia institucionalizada" constituye un instrumento útil para alcanzar el
necesario equilibrio entre otorgar la audiencia y, a su vez, evitar en la medida de lo posible un
perjuicio para la eficacia y agilidad en la adopción de las disposiciones.
El artículo 24.1 de la Ley de Gobierno (Administración del Estado) señala en este aspecto que no
será necesario el trámite de audiencia si las organizaciones o asociaciones hubieran participado por
medio de informes o consultas en el proceso de elaboración de la disposición. Exige el precepto
legal la audiencia cuando la disposición proyectada afecta los derechos e intereses legítimos de los
ciudadanos, lo que podrá materializarse -congruentemente con lo dispuesto en el artículo 105.a) de
la Constitución- directamente o a través de las organizaciones y asociaciones reconocidas por la ley
que los agrupen o representen y cuyos fines guarden relación directa con el objeto de la disposición.
En este punto, el Tribunal Supremo viene interpretando -también tras la entrada en vigor del
artículo 24 de la Ley de Gobierno- que el trámite de audiencia sólo es exigible cuando se trate de
asociaciones que no sean de carácter voluntario, interpretación que pretende tener engarce con la
mención a que las organizaciones y asociaciones se encuentren "reconocidas por la Ley", pero que
implica una interpretación poco proclive al fomento de la participación de los ciudadanos, quizá
para salvaguardar un no siempre bien comprendido principio de eficacia administrativa. En
definitiva, sólo cuando la pertenencia a la organización sea obligada (por ejemplo, Cámaras de
Comercio o Colegios Profesionales) podrá considerarse obligatoria la audiencia a tales
organizaciones, pero no cuando se trate de asociaciones de participación voluntaria. Cuestión
distinta es que existan otras normas sectoriales (por ejemplo la anteriormente citada Ley de
Consumidores y Usuarios) que así lo impongan, o que la Administración voluntariamente otorgue
audiencia a organizaciones no obligatorias.
El artículo 24.1.e) de la Ley del Gobierno excluye explícitamente el trámite de audiencia en el
caso de disposiciones que regulan los órganos, cargos y autoridades previstos en la propia Ley de
Gobierno, así como también en relación con las disposiciones orgánicas de la Administración
General del Estado o de las organizaciones dependientes o adscritas a ella. En otras palabras, se
excluye el carácter preceptivo de la audiencia en lo que afecta a la estructura interna de la
Administración del Estado.
El acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos
El artículo 105.b) de la Constitución se refiere al acceso de los ciudadanos a los archivos y
registros administrativos, lo que, como ya se ha dicho, en ocasiones pretende conectarse con el
derecho fundamental reconocido en el artículo 20.1.d) del Texto Constitucional. El propio artículo
105.b) excluye el acceso a los archivos y registros administrativos cuando la información que de
ellos puede recabarse afecte a la seguridad y defensa del Estado, a la averiguación de los delitos y a
la intimidad de las personas.
En este aspecto, el artículo 37 de la Ley 30/1992 desarrolla, con carácter básico, el artículo
105.b) de la Constitución, reconociendo un verdadero derecho a acceder a los registros y a los
documentos que, formando parte de un expediente, obren en los archivos administrativos,
cualquiera que sea la forma de expresión, gráfica, sonora o en imagen, o el tipo de soporte material
en que figuren, siempre que tales expedientes correspondan a procedimientos terminados en la
fecha de la solicitud. El precepto establece excepciones al derecho de acceso: cuando los
documentos contengan datos referentes a la intimidad de las personas, estará reservado a éstas; los
que contengan información sobre las actuaciones del Gobierno del Estado o de las Comunidades
Autónomas en el ejercicio de sus competencias constitucionales no sujetas a derecho
administrativo; los que contengan la información sobre la defensa nacional o la seguridad del
Estado; los tramitados para la investigación de los delitos cuando pudiera ponerse en peligro la
protección de los derechos y libertades de terceros o las necesidades de las investigaciones que se
estén realizando; los relativos a las materias protegidas por el secreto comercial o industrial; y los
relativos a actuaciones administrativas derivadas de la política monetaria. A su vez, existe una
remisión a la legislación sectorial aplicable en lo que se refiere a acceso a los archivos sometidos a
la normativa sobre materias clasificadas (Ley 9/1968, sobre Secretos Oficiales, modificada por la
Ley 48/1978), el acceso a documentos y expedientes que contengan datos sanitarios personales de
los pacientes (Ley 14/1986, General de Sanidad), los archivos regulados por la legislación de
régimen electoral (Ley Orgánica 5/1985, de Régimen Electoral General); los archivos que sirvan a
fines exclusivamente estadísticos dentro del ámbito de la función estadística pública (Ley 12/1989
de la Función Estadística Pública), el Registro Civil y el Registro Central de Penados y Rebeldes, y
los Registros de carácter público cuyo uso esté regulado por una Ley; el acceso a los documentos
obrantes en los archivos de las Administraciones Públicas por parte de las personas que ostenten la
condición de Diputado de las Cortes Generales, Senador, miembro de una Asamblea Legislativa de
la Comunidad Autónoma o de una Corporación local y la consulta de fondos documentales
existentes en los archivos históricos.
Dispone igualmente el artículo 37.4 el derecho de acceso será ejercido por los particulares de
forma que no se vea afectada la eficacia del funcionamiento de los servicios públicos. Podrán
obtener copias o certificados de los documentos cuyo examen sea autorizado por la Administración,
previo pago, en su caso, de las exacciones que se hallen legalmente establecidas.
Audiencia de los interesados en el procedimiento administrativo
Finalmente, el artículo 105.c) de la Constitución se refiere a la audiencia de los interesados (no
ya de los ciudadanos en general) en el procedimiento a través del cual deben producirse los actos
administrativos. Frente al artículo 105.a) de la Constitución, que alude al procedimiento de
elaboración de normas jurídicas reglamentarias, en este caso el artículo 105.c) se circunscribe a
procedimientos administrativos para la producción de actos administrativos, sean o no singulares.
Importa destacar que en el precepto constitucional se utiliza un concepto jurídico-administrativo de
honda raigambre y de concreta significación jurídica, como es la de "interesado". En este sentido,
por tal deberá entenderse, conforme dispone el artículo 31 de la Ley 30/1992, a quienes promuevan
el procedimiento como titulares de derechos o intereses legítimos individuales o colectivos; los que,
sin haber iniciado el procedimiento, tengan derechos que puedan resultar afectados por la decisión
que en el mismo se adopte; y aquellos cuyos intereses legítimos, individuales o colectivos, puedan
resultar afectados por la resolución y se personen en el procedimiento en tanto no haya recaído
resolución definitiva.
No obstante, el artículo 105.c) no garantiza la audiencia del interesado en cualquier caso, se
otorgará "cuando proceda". Nuevamente aquí se deja un amplio margen al legislador para regular
los términos concretos en los que procederá otorgar la audiencia, si bien también debe destacarse el
principio inspirador que emana del precepto constitucional y que supone un límite para el propio
legislador.
Dispone en este sentido el artículo 84 de la Ley 30/1992 que, instruidos los procedimientos e
inmediatamente antes de redactar la propuesta de resolución, se pondrán de manifiesto a los
interesados o, en su caso, a sus representantes, salvo lo que afecte a las informaciones y datos a que
se refiere el artículo 37.5 (excepciones al derecho de acceso a los archivos y registro). En un plazo
no inferior a 10 días ni superior a 15, podrán alegar y presentar los documentos y justificaciones que
estimen pertinentes. Si antes del vencimiento del plazo los interesados manifiestan su decisión de
no efectuar alegaciones ni aportar nuevos documentos o justificaciones, se tendrá por realizado el
trámite. Y podrá prescindirse del trámite de audiencia cuando no figuren en el procedimiento ni
sean tenidos en cuenta en la resolución otros hechos ni otras alegaciones y pruebas que las aducidas
por el interesado.
Se observa, por tanto, que la regla general establecida en dicho precepto legal (aplicable a todos
los procedimientos administrativos y a todas las Administraciones Públicas) es la de otorgar
audiencia a los interesados en el procedimiento administrativo de que se trate, para que puedan
alegar y aportar los documentos que estimen conveniente. Ello no obstante, el interesado, una vez
iniciado el procedimiento, puede presentar las alegaciones que estime convenientes, que como tales
deberán formar parte del expediente.
Es importante resaltar que el trámite de audiencia lo es con vista del expediente (con las
salvedades establecidas en el artículo 37.5 de la propia Ley en cuanto límites al acceso a los
archivos y registros administrativos), toda vez que el interesado tiene derecho a conocer la
documentación que forma parte del mismo, lo que le permitirá tener un exacto y cabal conocimiento
de su contenido y del alcance de la resolución final que pueda adoptarse. El derecho a la vista del
expediente se desprende del artículo 84.1 de la Ley 30/1992, cuando señala que, instruidos los
procedimientos, "se pondrán de manifiesto a los interesados". En realidad, lo que se pone de
manifiesto al interesado es el expediente administrativo (no el procedimiento, concepto distinto),
del que forman parte todos los documentos producidos desde su incoación.
La referida regla general (audiencia de los interesados) se ve excepcionada en el caso de que no
figuren en el procedimiento ni sean tenidos en cuenta en la resolución otros hechos ni otras
alegaciones que las aducidas por el propio interesado (lo que, obviamente, no significa tener que
darle la razón). Motivos de eficacia y economía procedimental apoyan la solución adoptada en este
sentido por el legislador, toda vez que se ha estimado innecesario oír de nuevo al interesado cuando
no se han incorporado datos o argumentos nuevos (ni van a utilizarse en la resolución final) sobre
los que deba darse la oportunidad de alegar. Obviamente, esta excepción no opera en el ámbito de
los procedimientos sancionadores, en los que se debe ser especialmente riguroso en el cumplimiento
de los distintos trámites de audiencia que deban otorgarse en el seno de un mismo procedimiento
administrativo, de acuerdo con la regulación específica aplicable.
Respecto a los efectos derivados de la omisión del trámite de audiencia cuando fuera preceptivo,
no podrá considerarse vulnerado el artículo 24 de la Constitución con el argumento de haberse
producido una indefensión prohibida en su apartado 1. Y ello porque, como ya se ha destacado, el
Tribunal Constitucional ha rechazado reiteradamente la aplicación del artículo 24 en el ámbito del
procedimiento administrativo, razón por la que la omisión del trámite de audiencia efectivamente
podría llegar a dar lugar a la declaración de invalidez del acto final dictado en el procedimiento en
el que se omitió dicho trámite, pero no ya con apoyo en una supuesta vulneración del derecho
fundamental reconocido en el artículo 24 de la Constitución. Ello no obsta para que, con matices, el
Tribunal Constitucional haya admitido, en cambio, la aplicación del artículo 24 de la Constitución
en el ámbito de los procedimientos administrativos sancionadores, inspirados en los principios que
informan el ámbito penal, como se deduce de la propia regulación contenida en los artículos 134 y
ss. de la Ley 30/1992.
Pues bien, dejando ahora a un lado el ámbito sancionador administrativo, no existe una
jurisprudencia uniforme acerca de las consecuencias invalidatorias o no del mencionado vicio. En
este sentido, pueden encontrarse sentencias en las que la omisión del trámite de audiencia se
considera un vicio inoperante o irregularidad no invalidante ateniendo a las circunstancias concretas
del caso; otras consideran que se trata de un vicio de anulabilidad encuadrable en el artículo 63 de la
Ley 30/1992; y, finalmente, es posible también considerar la omisión del referido trámite como un
vicio de nulidad radical, bien por vulneración de un derecho fundamental (en el caso del ámbito
sancionador administrativo), bien incluso podría sostenerse -con un marcado carácter excepcional-
la equiparación en casos especialmente relevantes de la omisión de dicho trámite a la falta total y
absoluta del procedimiento legalmente establecido, configurado como vicio de nulidad radical en el
artículo 62.1.e de la Ley 30/1992.
En la bibliografía, destacar los trabajos de Fernández Ramos, Lozano, Parada, Sainz Moreno,
Sánchez Morón, entre otros.

Sinopsis artículo 106


El control jurisdiccional
El artículo 106.1 supone la constitucionalización de la inexistencia de comportamientos de las
Administraciones Públicas inmunes al control judicial. Dispone el precepto constitucional que los
Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así
como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican. Esta previsión constitucional llama con
naturalidad al control encomendado al orden jurisdiccional contencioso-administrativo, y no sólo
porque el control del ejercicio de la potestad reglamentaria está encomendada en exclusiva al citado
orden jurisdiccional, sino también porque el precepto constitucional se refiere específicamente a la
"actuación administrativa".
Ahora bien, aun cuando pudiera circunscribirse el alcance del artículo 106.1 de la Constitución al
control de la actuación de las Administraciones Públicas sometida al derecho administrativo, ello no
significa que puedan existir zonas inmunes al control judicial en la actuación "privada" de tales
Administraciones Públicas. Con independencia de que podría interpretarse en sentido amplio la
referida expresión ("actuación administrativa") como equivalente a "actuación de la
Administración" (sometida al derecho público o privado), lo cierto es que el artículo 117 de la
Constitución encomienda a los Juzgados y Tribunales la potestad jurisdiccional en todo tipo de
procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado. La circunstancia de que las Administraciones
Públicas, aun actuando sometidas al derecho privado, puedan gozar de determinados privilegios, en
modo alguno excluye su sometimiento pleno a la ley y al Derecho y, por ende, también al control
judicial que corresponda en virtud de lo dispuesto en el artículo 117 de la Constitución y en sus
normas de desarrollo.
De seguirse una interpretación estricta del artículo 106.1 de la Constitución (circunscrita a la
actuación de la Administración sometida al derecho administrativo), podría sostenerse que
constituye una reiteración (específica para dicho ámbito) del sometimiento al control judicial que
con carácter general deriva del artículo 117 de la Constitución.
Pues bien, si bien es cierto que el derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 24 de la
Constitución) prohíbe al legislador, según ha señalado el Tribunal Constitucional, que en términos
absolutos e incondicionales impida acceder al proceso cuando se ostentan derechos o intereses
legítimos, la prohibición se ve reforzada en virtud del artículo 106.1 de la Constitución cuando se
trata del control judicial frente a la actuación administrativa. Como ha señalado reiteradamente el
Tribunal Constitucional, la plenitud del sometimiento de la actuación administrativa a la ley y al
Derecho, así como de la función jurisdiccional de control de dicha actuación y la efectividad que se
predica del derecho a la tutela judicial, impiden que puedan existir comportamientos de la
Administración Pública -positivos o negativos- inmunes al control judicial. Es más, han de
considerarse derogadas por la Constitución e incompatibles con ella todas las normas previas que
impidan la revisión judicial de los actos administrativos y cuantas con posterioridad a su entrada en
vigor hagan imposible la defensa en juicio de los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos
frente a las Administraciones Públicas.
No obstante, ello no debe interpretarse en el sentido de que cualquier acto administrativo debe
ser necesariamente susceptible de impugnación so pena de infringir, entre otros, el artículo 106.1 de
la Constitución. Lo que este precepto constitucional (en conexión con el artículo 24 de la
Constitución) garantiza es que la actuación de la Administración será revisada, bajo criterios de
imparcialidad, por un órgano jurisdiccional. Lo que no prejuzga el artículo 106.1 es el mecanismo o
vía para acceder al proceso judicial que permitirá el referido enjuiciamiento. Por ello, ni se vulnera
el derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 24) ni el artículo 106.1 cuando se prohíbe, por
ejemplo, la impugnación de los actos administrativos de trámite, siempre, obviamente, que sea
posible la impugnación del acto final que se dicte en el procedimiento administrativo de que se
trate. El criterio de concentrar cualquier vicio que haya podido producirse en un procedimiento
administrativo en el acto final de dicho procedimiento, en modo alguno menoscaba el control
judicial de la actuación administrativa, sino que, por el contrario, se le dota de racionalidad y
eficacia. No tendría sentido -y sería absolutamente inoperante (para el recurrente y la propia
Administración)- permitir la interposición de sucesivos recursos contencioso-administrativos contra
cada uno de los actos de trámite que puedan producirse en el seno de un mismo procedimiento
administrativo. Cuestión distinta es que puedan dictarse actos de trámite asimilados a actos finales,
y que como tales se permita su impugnación directa, como de hecho se recoge en el artículo 107.1
de la Ley 30/1992 cuando se trata de resoluciones y actos de trámite que deciden directa o
indirectamente el fondo del asunto, determinan la imposibilidad de continuar el procedimiento,
producen indefensión o perjuicio irreparable a derechos o intereses legítimos.
El artículo 106.1 garantiza que los Tribunales controlan la potestad reglamentaria. Es evidente
que cuando el precepto constitucional se refiere a "los Tribunales" lo está haciendo por referencia
genérica a los órganos jurisdiccionales competentes, sin que quepa considerar que haya querido
excluirse constitucionalmente la competencia de los Juzgados para poder controlar la potestad
reglamentaria ejercida por las Administraciones Públicas.
La Ley 29/1998, de 13 de julio, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa,
configura en sus artículos 1 y siguientes el ámbito de dicho orden jurisdiccional , al que encomienda
el control en el ejercicio de la potestad reglamentaria. Señala en este sentido el artículo 1.1. que
corresponde a los Juzgados y Tribunales del orden contencioso-administrativo conocer de las
pretensiones que se deduzcan en relación con "las disposiciones generales de rango inferior a la
Ley". Esta previsión se mantiene en línea de continuidad con lo que se disponía en el artículo 1 de
la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa de 1956, y bajo tal expresión deben
considerarse incluidas precisamente las normas jurídicas emanadas en virtud del ejercicio de la
potestad reglamentaria, cualquiera que sea la Administración Pública autora, sin distinguir tampoco
en función de la materia que sea objeto de regulación por tales normas. La Ley 29/1998 concentra,
por tanto, en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo el conocimiento de la impugnación
de cualquier norma reglamentaria dictada por una Administración Pública.
Enlaza con el mencionado control de la potestad reglamentaria la fiscalización de los Decretos
Legislativos, a los que también se refiere el artículo 1.1 de la Ley 29/1998. Y ello porque, aunque es
cierto que los Decretos Legislativos son normas con fuerza de Ley, siendo así que el control de tales
normas corresponde en exclusiva al Tribunal Constitucional, sin embargo el artículo 1.1 citado
encomienda su fiscalización al orden jurisdiccional contencioso-administrativo exclusivamente
cuando al dictarlos se hubieran excedido los límites de la delegación. Se considera entonces que en
tales casos únicamente habría habido una "apariencia" de Decreto Legislativo.
Por otro lado, el artículo 106.1 somete también al control de los Tribunales la legalidad de la
"actuación administrativa". Precisamente el artículo 1.1 de la Ley 29/1998 acomodó su terminología
a dicha expresión constitucional, sustituyendo el vocablo "actos" al que se aludía en la ley 1956 por
"actuación", concepto más amplio que incluye no sólo la forma normal de actuación de la
Administración (es decir a través de actos administrativos) sino también la actuación desprovista de
cualquier cobertura (vía de hecho) e incluso la inactividad. Los artículos 25 a 30 de la Ley 29/1998
prevén la actividad administrativa impugnable ante el orden jurisdiccional contencioso-
administrativo.
Específicamente se refiere el artículo 106.1 al control relativo al sometimiento de la actuación
administrativa a los fines que la justifican. Esta previsión se conecta directamente con la
denominada desviación de poder. En efecto, la utilización de potestades administrativas para fines
distintos de aquellos que justificaron su reconocimiento puede dar lugar a un ilícito penal o a un
ilícito administrativo. En este último aspecto (ilícito administrativo), el artículo 63 de la Ley
30/1992 califica como vicio de anulabilidad de los actos administrativos el haber sido dictados con
desviación de poder. Señala que son anulables los actos de la Administración que incurren en
cualquier infracción del ordenamiento jurídico, incluso la desviación de poder. En el ámbito de la
jurisdicción contencioso-administrativa, nuevamente vuelve a aludirse a la desviación de poder, en
este caso en el artículo 70.2 de la Ley 29/1998, al señalar que la sentencia estimará el recurso
contencioso-administrativo cuando la disposición, la actuación o el acto incurrieran en cualquier
infracción del ordenamiento jurídico, incluso la desviación de poder. Evidentemente, si la
desviación fuera de tal gravedad que permitiera considerar concurrente la existencia de un hecho
tipificado como infracción penal, el acto administrativo dictado sería nulo de pleno derecho en
virtud de lo dispuesto en el artículo 62.1.d) de la Ley 30/1992.
La responsabilidad patrimonial
En cuanto al artículo 106.2 de la Constitución, se consagra a nivel constitucional el régimen de
responsabilidad patrimonial objetiva de la Administración por el funcionamiento de los servicios
públicos, de gran arraigo en nuestro sistema jurídico a partir de su incorporación al ordenamiento
jurídico a través del artículo 121 de la Ley de Expropiación Forzosa de 16 de diciembre de 1954, y
que pocos años después se recogería en el artículo 40 de la Ley de Régimen Jurídico de la
Administración del Estado de 26 de julio de 1957.
Dispone el artículo 106.2 que los particulares, en los términos establecidos por la Ley, tendrán
derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo
en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los
servicios públicos. Esta previsión constitucional se encuentra actualmente desarrollada en los
artículos 139 y ss de la Ley 30/1992, regulación aplicable a todas las Administraciones Públicas.
Existe una copiosa jurisprudencia y doctrina del Consejo de Estado acerca de los requisitos
exigidos para poder declarar la responsabilidad patrimonial de la Administración. A grandes rasgos
puede establecerse que la regulación establecida en los citados artículos 139 y siguientes de la Ley
30/1992 se está refiriendo a la responsabilidad patrimonial extracontractual de la Administración,
ello sin perjuicio de las dificultades que en ocasiones se presentan en la práctica para marcar la línea
divisoria entre la responsabilidad contractual y la extracontractual, así como también sobre la
eventual aplicación al ámbito de la responsabilidad contractual de los principios que dimanan de los
mencionados preceptos legales.
Lo que importa destacar ahora es que la Constitución garantiza el derecho a ser indemnizado
siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos. Por "servicios
públicos" viene entendiéndose (en la interpretación de las normas de rango legal aplicables) como
equivalente a actuación administrativa, de manera que los particulares tienen derecho a ser
indemnizados cuando se les produzca una lesión como consecuencia de una actuación
administrativa. La evolución seguida desde el año 1954 ha llevado a esta conclusión, que evita
entrar en discusiones relativas a lo que debe entenderse por servicio público, a la vez que evita dar
un tratamiento injustificadamente distinto en caso de lesiones producidas por la Administración que
no pudieran conceptualmente considerarse como resultado del funcionamiento de los servicios
públicos.
Por otro lado, el artículo 106.2 únicamente alude al "funcionamiento de los servicios públicos",
lo que no pugna con la regulación de desarrollo dictada al efecto, (similar en este aspecto a la
regulación preconstitucional) cuando se establece el derecho a ser indemnizado cuando la lesión sea
consecuencia "del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos". Precisamente lo que
dimana de tal previsión es el carácter objetivo de la responsabilidad patrimonial de la
Administración en el sentido de que no será precisa la concurrencia de elemento culpabilístico para
que pueda ser declarada dicha responsabilidad y, por ende, la obligación de la Administración de
indemnizar al reclamante.
Igualmente, el artículo 106.2 alude a la lesión que justifica la reclamación. En este aspecto, el
artículo 139.2 de la Ley 30/1992 exige que el daño alegado sea efectivo, evaluable económicamente
e individualizado por relación a un persona o grupo de personas. Además, por "lesión" -como
concepto jurídico acuñado- debe entenderse el daño antijurídico, no en el sentido de que en su
producción se haya actuado de manera contraria a Derecho, sino considerando como tal el daño que
el perjudicado no tiene el deber jurídico de soportar. Por lo demás, es indemnizable toda lesión que
sufra el perjudicado en cualquiera de sus bienes y derechos, concepción amplia que incluye
obviamente, no sólo daños materiales, sino también morales.
Por otra parte, alude al artículo 106.2 a los "particulares" como sujetos activos de la reclamación,
y así se recoge también en el artículo 139.1 de la Ley 30/1992, aspecto sobre el que se ha producido
una amplia polémica doctrinal. En efecto, se ha discutido si por "particulares" debían entenderse
exclusivamente sujetos de derecho privado, de manera que una Administración Pública no podría
reclamar frente a otra Administración Pública al amparo de los artículos 106.2 de la Constitución y
139 y siguientes de la Ley 30/1992 (puede verse a este respecto la doctrina del Consejo de Estado).
Lo cierto es que parece razonable sostener que cuando en el artículo 106.2 se alude a los
"particulares", no se está queriendo excluir la posibilidad de que una Administración pueda plantear
una reclamación patrimonial frente a otra Administración. No tendría sentido, por ejemplo, que,
como consecuencia de un mismo hecho lesivo en el que se vieran lesionados sujetos de derecho
privado y una Administración, aquellos pudieran reclamar y, en cambio, no pudiera hacer lo mismo
la Administración, a pesar de estar exactamente en la misma situación que los sujetos de derecho
privado. De ahí que pueda seguirse una interpretación amplia que no supedite, en cualesquiera
circunstancias, la posibilidad de reclamar a la naturaleza jurídico pública o privada del sujeto
lesionado. Cuestión distinta es que en el seno de las relaciones entre dos Administraciones Públicas,
las reclamaciones que puedan existir entre ellas deban dirimirse a través de mecanismos distintos
del previsto en los artículos 106.2 de la Constitución y 139 y siguientes de la Ley 30/1992.
Finalmente, el artículo 106.2 no cierra el régimen jurídico aplicable para que pueda declararse la
responsabilidad patrimonial de una Administración, lo que se confirma con la remisión explícita que
en el precepto constitucional se contiene a "los términos establecidos por la ley". Ésta, no obstante,
deberá respetar los principios que dimanan de las previsiones contenidas en dicho precepto
constitucional.
A destacar entre la bibliografía las aportaciones de Embid, García de Enterría, González Perez,
Martín Rebollo o Muñoz Machado entre otros.

Sinopsis artículo 107


El Consejo de Estado es una institución de honda raigambre en nuestro sistema jurídico que data
del siglo XVI. Se trata de un órgano consultivo que se inserta en la Administración del Estado.
Durante el Siglo XIX, junto a su actividad consultiva, desarrollaba funciones judiciales. La Ley
Santa María de Paredes de 13 de septiembre de 1888 transformó la jurisdicción de retenida en
delegada, siendo el primer paso hacia lo que poco tiempo después sería la plena judicialización en
el control de la Administración. Al amparo de la Ley de 1888, la función judicial se encomendaba a
un Tribunal de lo contencioso que formaba parte del Consejo de Estado. Posteriormente, la Ley
Maura de 5 de abril de 1904 privó al Consejo de Estado de las funciones judiciales, que se
trasladaron al Tribunal Supremo (Sala Tercera).
Por tanto, frente a lo que acontece en otros sistemas de nuestro entorno (por ejemplo, Francia e
Italia), el Consejo de Estado en España mantiene exclusivamente funciones consultivas, y a ello se
refiere específicamente el artículo 107 de la Constitución al definirlo como el supremo órgano
consultivo del Gobierno.
El Tribunal Constitucional se ha pronunciado en varias ocasiones sobre la naturaleza del Consejo
de Estado y el alcance de la función que desarrolla. En su Sentencia 214/1989, de 21 de diciembre,
sostuvo que el Consejo de Estado, tal como establece el artículo 20.1 de su Ley Orgánica 3/1980, se
configura también como órgano consultivo de las Comunidades Autónomas. Abundando en esta
idea, en la posterior Sentencia del mismo Tribunal 56/1990 se afirmaba que el Consejo de Estado,
pese a la dicción literal del artículo 107 de la Constitución, que se refiere a él como supremo órgano
consultivo del Gobierno, tiene en realidad el carácter de órgano del Estado con relevancia
constitucional al servicio de la concepción del Estado que la propia Constitución establece. Así
resulta -resaltaba el Tribunal Constitucional- de su composición y de sus funciones consultivas que
se extienden también a las Comunidades Autónomas, según se prevé explícitamente en el diseño
competencial a que se remite la Constitución, realizado por los artículos 20 a 23 de la Ley Orgánica
del Consejo de Estado.
Pero ha sido la Sentencia del Tribunal Constitucional 204/1992 en la que, de una manera más
desarrollada, se aborda la cuestión. En ella se llega a la conclusión de que es cierto que el artículo
107 de la Constitución se está refiriendo a la función consultiva que el Consejo de Estado desarrolla
para el Gobierno de la Nación en concreto. Pero la circunstancia de que el citado precepto
constitucional no contemple expresamente más que dicha función, no quiere decir que el Consejo
de Estado haya de quedar confinado al ejercicio de esa específica función y que no pueda
extenderse el alcance de su intervención consultiva. Se afirma en la Sentencia que en realidad, el
ámbito de actuación del Consejo de Estado es mucho más amplio, y se ha venido configurando
históricamente como órgano consultivo de las Administraciones Públicas. El hecho de que no forme
parte de la Administración activa, su autonomía orgánica y funcional, garantía de objetividad e
independencia, le habilitan para el cumplimiento de esa tarea, más allá de su condición esencial de
órgano consultivo del Gobierno, en relación también con otros órganos gubernativos y con
Administraciones públicas distintas de la del Estado, en los términos que las leyes dispongan,
conforme a la Constitución.
Dos aspectos conviene destacar sobre esta cuestión: (i) el artículo 107 de la Constitución no
configura el Consejo de Estado como el supremo órgano consultivo de los gobiernos de las
Comunidades Autónomas y de sus respectivas Administraciones, pero no impide que la actividad
consultiva que desarrolla pueda abarcar, incluso mediante la emisión de dictámenes de carácter
preceptivo, a dichas Administraciones Autonómicas o también Locales; (ii) la circunstancia de que
el Consejo de Estado se incruste orgánicamente en la estructura de la Administración del Estado (y
sea formalmente, por tanto, un órgano estatal), no se traduce -en trance de dictaminar asuntos de
otras Administraciones- en una especie de instrumento a través del cual la Administración del
Estado de alguna manera fiscaliza la actuación de las Comunidades Autónomas, en perjuicio de la
autonomía que les es propia. Y ello porque el Consejo de Estado goza de autonomía orgánica y
funcional, como se recoge en el artículo 1.dos de su Ley Orgánica reguladora y lo ha reconocido en
diversas ocasiones el Tribunal Constitucional.
Ello no obsta para que las Comunidades Autónomas, con base en el principio de autonomía
organizativa (artículos 147.2.c y 148.1.1 de la Constitución), puedan crear sus propios órganos
consultivos para que desarrollen, en el ámbito que les corresponde, una función equivalente a la del
Consejo de Estado, también a modo de garantía procedimental y acierto en la toma de decisiones. Y
así lo han hecho varias de ellas: Aragón (Ley 1/1995, de 16 de febrero, del Presidente y del
Gobierno de Aragón, y Decreto Legislativo 1/2001, de 3 julio, del Gobierno de Aragón, por el que
se aprueba el Texto Refundido de la Ley del Presidente y del Gobierno de Aragón); Baleares (Ley
5/1993, de 15 de junio del Consejo Consultivo de las Islas Baleares); Canarias (Ley 5/2002, de 3 de
junio, del Consejo Consultivo de Canarias); Castilla y León (Ley 1/2002, de 9 de abril, reguladora
del Consejo Consultivo de Castilla y León, y Decreto 102/2003, de 11 de septiembre, por el que se
aprueba el Reglamento Orgánico del Consejo Consultivo de Castilla y León); Castilla-La Mancha
(Ley 8/1995, de 21 de diciembre. Régimen Jurídico del Gobierno y del Consejo Consultivo);
Cataluña (Ley 1/2000, de 30 de marzo, de modificación de la Ley 13/1989, de Organización,
Procedimiento y Régimen Jurídico de la Administración de la Generalidad de Cataluña, del Decreto
Legislativo 1/1991, por el que se aprueba la refundición de las Leyes 3/1985 y 21/1990, de la
Comisión Jurídica Asesora, y de la Ley 7/1996, de Organización de los Servicios Jurídicos de la
Administración de la Generalidad de Cataluña, y de derogación parcial de un artículo de la Ley
3/1982, del Parlamento, del Presidente y del Consejo Ejecutivo de la Generalidad; Extremadura
(Ley 16/2001, de 14 de diciembre. Creación y regulación); Galicia (Ley 9/1995, de 10 de
noviembre, del Consejo Consultivo de Galicia, y Decreto 282/2003, de 13 de junio, por el que se
aprueba el Reglamento de organización y funcionamiento del Consejo Consultivo de Galicia);
Murcia (Ley 9/1985, de 10 de diciembre, de los Organos Consultivos de la Región de Murcia, Ley
2/1997, de 19 de mayo, del Consejo Jurídico de la Región de Murcia y Decreto 15/1998, de 2 abril,
por el que se aprueba su Reglamento); Navarra (Ley Foral 25/2001, de 10 de diciembre, por la que
se modifica la Ley Foral 8/1999, de 16 de marzo, del Consejo de Navarra, y el Decreto Foral
90/2000, de 28 febrero, por el que se aprueba el Reglamento de organización y funcionamiento);
País Vasco (Decreto 187/1999, de 13 de abril, de creación y regulación y el Decreto Foral 57/1999,
de 30 marzo, por el que se crea la Comisión Jurídica Asesora); La Rioja (Ley 3/2001, de 31 de
mayo, del Consejo Consultivo de La Rioja y Decreto 8/2002, de 24 de enero, por el que se aprueba
su Reglamento); y Valencia (Ley 10/1994, de 19 de diciembre, de creación del Consejo Jurídico
Consultivo de la Comunidad Valenciana y el Decreto 138/1996, de 16 de julio, por el que se
aprueba su Reglamento).
El artículo 107 de la Constitución establece una reserva de Ley Orgánica en lo que se refiere a la
regulación de la composición y competencia del Consejo de Estado. En cumplimiento de tal
previsión constitucional, se dictó la vigente Ley Orgánica 3/1980, de 22 de abril, del Consejo de
Estado, desarrollada por el Reglamento Orgánico del Consejo de Estado, aprobado por Real
Decreto 1674/80, de 18 de julio.
En la función genuinamente consultiva, el Consejo de Estado emite dictámenes que como tales
constituyen actos a través de los que expresa una opinión o juicio. En el ejercicio de esta función, el
Consejo de Estado debe apreciar la legalidad, pero también podrá valorar aspectos de oportunidad y
conveniencia cuando lo exija la índole del asunto o lo solicite expresamente la autoridad
consultante. En los artículos 21 y 22 de la Ley Orgánica 3/1980 se recoge el listado de asuntos en
los que deberá ser consultado, ya sea en Pleno o en Comisión Permanente. No obstante, la consulta
al Consejo de Estado será preceptiva cuando así se establezca también en otras Leyes (artículo
2.dos) y facultativa en los demás casos. Los dictámenes no son vinculantes, salvo que la Ley
disponga lo contrario.
El Consejo de Estado emitirá dictamen en cuantos asuntos sometan a su consulta el Gobierno o
sus miembros o las Comunidades Autónomas a través de sus Presidentes (artículo 20.1 de la Ley
Orgánica 3/1980). Sin embargo, en la práctica se ha reconocido también legitimación para solicitar
el dictamen del Consejo de Estado a otros órganos o entidades que gozan de una particular
naturaleza por razón de las funciones que desempeñan, como es el caso del Banco de España y del
Tribunal de Cuentas. Así, por ejemplo, el Banco de España se dirigió al Consejo de Estado al
amparo de la Ley 13/1994, de Autonomía del Banco de España, para solicitar dictamen en relación
con el proyecto de Reglamento interno del Banco de España (dictamen 907/2000, de 23 de marzo
de 2000). Otro tanto ha ocurrido con el Tribunal de Cuentas (dictamen 4535/1998, de 21 de enero
de 1999), en relación con una reclamación que en concepto de indemnización de daños y perjuicios
se formuló frente al citado Tribunal). El Consejo de Estado señaló en este último dictamen que "por
lo que se refiere a la competencia para requerir la consulta, la Ley Orgánica 3/1980 del Consejo de
Estado (anterior a la Ley Orgánica del Tribunal de Cuentas y a su Ley de Funcionamiento) no
menciona entre las autoridades consultantes al Presidente del Tribunal de Cuentas. Si bien, con
arreglo a los artículos 20, 23 y 24 de su Ley Orgánica, el Consejo de Estado dictamina a solicitud
del Presidente, Vicepresidente y Ministros del Gobierno de la Nación y de los Presidentes de los
Órganos de Gobierno de las Comunidades Autónomas, lo mismo si la consulta es preceptiva que si
es potestativa, ello no impide que, admitida la procedencia de la consulta, pueda la máxima
autoridad del Tribunal de Cuentas formular su solicitud. La competencia exclusiva del Tribunal de
Cuentas para lo concerniente al gobierno, régimen interior y personal (artículo 3 de la Ley Orgánica
2/1982) excluye la intermediación de la Institución parlamentaria de la que depende o de cualquiera
otra de las enunciadas legalmente con capacidad para dirigirse al Consejo de Estado. Parece lógico
que así sea puesto que es al Tribunal de Cuentas al que corresponde resolver la cuestión planteada.
Los criterios de admisión de la solicitud de dictamen formulada por el Presidente del Tribunal de
Cuentas concuerdan, por lo demás, con los que fundaron la consulta evacuada por el Consejo de
Estado, a requerimiento del Gobernador del Banco de España (dictamen 2.458/94, de 16 de febrero
de 1995). Ha de considerarse, por tanto, a los efectos de esta consulta, autoridad consultante y
destinataria de la consulta al Presidente del Tribunal de Cuentas".
Los dictámenes del Consejo de Estado pueden ser de Pleno o de Comisión Permanente. Todo
asunto en que por precepto de una Ley haya que consultárselo al Consejo de Estado y no se diga
expresamente que debe ser al Consejo en Pleno, corresponderá emitirlo a la Comisión Permanente.
No obstante, ambos dictámenes (de Pleno o de Comisión Permanente) gozan de la misma
naturaleza y efectos, siendo los instrumentos a través de los cuales el Consejo de Estado emite su
opinión en el ejercicio de su función genuina.
Pero junto a dicha función consultiva, el Consejo de Estado también puede elevar mociones al
Gobierno. Señala en este sentido el artículo 20.dos de la Ley Orgánica 3/1980, que el Consejo de
Estado, en Pleno o en Comisión Permanente, podrá elevar al Gobierno las propuestas que juzgue
oportunas acerca de cualquier asunto que la práctica y experiencia de sus funciones le sugiera. El
artículo 121.1.5º de su Reglamento de desarrollo alude también al estudio y preparación de
mociones a remitir al Gobierno o a la Comunidad Autónoma. La iniciativa de las mociones
corresponde al propio Consejo de Estado.
En cuanto a la bibliografía, cabe destacar los trabajos de Alonso García, Blanquer, Lavilla,
Quadra-Salcedo o Tolivar, entre otros.

Sinopsis artículo 108


El Gobierno es un órgano colegiado que delibera y toma acuerdos colectivamente. De este
principio se deriva la responsabilidad solidaria del Gobierno, principio que tiende a reforzar la
unidad del ejecutivo y a impedir las divisiones entre sus miembros o que estas divisiones se
provoquen por la oposición en el Parlamento.
Precedentes y Derecho comparado
El reconocimiento de la responsabilidad de los miembros del Gobierno es una constante en los
textos constitucionales decimonónicos españoles. Así, los arts. 226 de la Constitución de 1812, 40.4
y 44 de la Constitución de 1837, 39.3 y 42 de la Constitución de 1845, 58.4 y 67 de la Constitución
de 1869, y 45.3 y 49 de la Constitución de 1876. Sin embargo, todos estos artículos no deben
considerarse verdaderos antecedentes del art. 108 CE toda vez que sólo contemplan la
responsabilidad individual de los ministros y algunos de ellos en relación exclusivamente a la
responsabilidad derivada del refrendo de los actos del Rey. Hay que esperar hasta el texto de 1931
para que se consagre la responsabilidad solidaria de todo el gabinete. En efecto, según el art. 91 "los
miembros del Consejo responden ante el Congreso solidariamente de la política del Gobierno, e
individualmente de su propia gestión ministerial". Es lógico por ello que el art. 64 del mismo texto
estableciera la posibilidad del voto de censura del Congreso contra el Gobierno o alguno de sus
miembros, algo que ya aparecía en el art. 53 de la Constitución de 1869 que hablaba del derecho de
censura del Congreso y del Senado.
La responsabilidad solidaria del Gobierno ante el Parlamento es una práctica típicamente
británica. Pero aparte de este precedente no escrito, en Derecho comparado encontramos algunas
constituciones que recogen esta idea. Así, según el art. 95.2 de la Constitución italiana de 1947 "los
Ministros serán responsables colectivamente de los actos del Consejo de Ministros e
individualmente de los de sus propios departamentos". Del mismo modo, la Constitución
portuguesa de 1976 establece que "los miembros del Gobierno estarán vinculados al programa del
Gobierno y a los acuerdos adoptados en el seno del Consejo de Ministros" (art. 192), que "el
Gobierno será responsable ante el Presidente de la República y la Asamblea de la República" (art.
193), que "el Primer Ministro será responsable ante el Presidente de la República y, en el ámbito de
responsabilidad política del Gobierno, ante la Asamblea de la República. Los Viceprimeros
Ministros y los Ministros de Estado serán responsables ante el Primer Ministro y, en el ámbito de
responsabilidad política del Gobierno, ante la Asamblea de la República" (art. 194.1 y 2).
Elaboración del precepto
La tramitación parlamentaria de este artículo fue bastante gris. Inicialmente aparecía en el art. 86
del Anteproyecto de Constitución y constaba de tres párrafos. El primero decía textualmente que "el
Gobierno responde solidariamente de su gestión política ante el Congreso de los Diputados". El
segundo establecía que "en cada período ordinario de sesiones del Congreso se celebrará al menos
un debate sobre la orientación de la política general del Gobierno". Por último, el tercero decía que
"el Gobierno puede formular declaraciones de política general ante ambas Cámaras". En el
Congreso se presentaron sendas enmiendas por los Grupos Socialista del Congreso y Socialista de
Cataluña pidiendo la introducción de la responsabilidad individual de los miembros del Gobierno
pero dichas enmiendas se retiraron ante de su debate. En la redacción que figura en el art. 101.1 del
Proyecto de Constitución aprobado por el Pleno del Congreso hubo un error material porque se
hablaba de la responsabilidad del Gobierno "en" su gestión política, en lugar de recoger el texto
originario y que no había sido sustituido en su paso por el Congreso, es decir, "de" su gestión
política. El error se mantuvo en el resto del iter hasta llegar al texto definitivo del art. 108 CE. Es de
destacar que en el Senado se presentó una enmienda de Carazo Hernández y otra de la Agrupación
Independiente solicitando que esa responsabilidad política solidaria se hiciera efectiva también ante
el Senado. Ambas enmiendas fueron retiradas antes de debatirlas. Por último, hay que decir que la
Comisión Mixta suprimió los dos últimos párrafos que tenía en su origen el artículo quedando
reducido por tanto al único párrafo del que consta el definitivo art. 108 CE.
Desarrollo legislativo
El desarrollo legislativo de este artículo se encuentra realmente en la propia Constitución cuando
regula la cuestión de confianza (art. 112) y la moción de censura (art. 113), para cuyo ejercicio el
Reglamento del Congreso de los Diputados contiene las previsiones correspondientes (art.s. 173 a
179).
Jurisprudencia constitucional
En la jurisprudencia constitucional hay que recodar el ATC 60/1981, de 17 de junio, que
considera "esencial a todo sistema parlamentario la responsabilidad política del Gobierno ante el
Parlamento, en la que se comprende el deber del ejecutivo de informar y el derecho de la Cámara o
Cámaras a ser informados sin que tales técnicas de relación puedan ser utilizadas para lesionar
derechos individuales" (FJ4).
En la doctrina hay que destacar los trabajos de Mellado Prado, Martínez Elipe y Moreno Ara y
Santaolalla López

Sinopsis artículo 109


1.- Precedentes y Derecho comparado.

No existen apenas precedentes del precepto estudiado en nuestro derecho histórico ni en otros
ordenamientos, hasta tal punto que no faltaron, durante su tramitación parlamentaria, voces que
pidieron su supresión por incidir en materias reguladas en otros artículos, como fue el caso de la
enmienda núm. 2, presentada por el Sr. Carro Martínez. Tan sólo pueden citarse ejemplos como el
art. 67 del Proyecto de Constitución de la Monarquía española de 1929, que, a sensu contrario,
permitía a las Cortes reclamar y examinar expedientes de la Administración Pública cuya
tramitación estuviese terminada. Tampoco el derecho comparado es prolífico en previsiones
similares, puesto que únicamente el art. 156.5 de la Constitución portuguesa de 1976 - 1982
establece una previsión algo similar al reconocer el derecho de los Diputados de la Asamblea de la
República de "recabar y obtener del Gobierno o de los órganos de cualquier ente público los
elementos, informaciones y publicaciones oficiales que consideren útiles para el ejercicio de su
mandato". Por su parte, el art. 7 del Capítulo 12 de la Ley Constitucional de Suecia de 1974 otorga
al Riksdag la facultad de nombrar censores para examinar las actividades del Estado, quienes
pueden exigir cuantos documentos, datos e informes necesiten para su examen. No obstante,
teniendo en cuenta que la información a las Cámaras se produce con toda frecuencia a través de las
sesiones informativas previstas en el art. 110 CE y de las preguntas previstas en el art. 111, todos los
precedentes históricos y las numerosas referencias de constituciones vecinas a la presencia de
ministros, altos cargos y funcionarios ante los cuerpos legislativos para que les proporcionen los
datos que sean necesarios son plenamente aplicables al caso.

2.- Elaboración del precepto y desarrollo normativo.


Por lo que respecta a su génesis constitucional, ya en el Anteproyecto publicado en el BOC de 5
de enero de 1978 aparecía una versión del precepto que había luego de ser numerado como art. 109,
el entonces art. 87, redactada en términos bastante similares a los que finalmente prevalecieron, por
cuanto se permitía a las Cámaras recabar la información que precisasen del Gobierno y de sus
Departamentos y de cualesquiera autoridades, incluyendo las de los Territorios Autónomos. Las
únicas variaciones se introdujeron en el Informe de Ponencia y el Dictamen de la Comisión en el
Congreso de los Diputados y consistieron, respectivamente, en sustituir el término de Territorios
autónomos por el de Comunidades Autónomas y en configurar a los Presidentes del Congreso de los
Diputados y del Senado como órganos de comunicación a estos efectos que se ampliaban, además,
no sólo al envío de información sino también a la prestación de ayuda.
El desarrollo de este precepto se contiene en un amplio abanico de disposiciones, debido a que la
amplitud de su redacción permite traer a colación todos los medios a través de los que las Cámaras
obtienen información de las Administraciones Públicas en sentido amplio, entre los que se
encuentran indudablemente las preguntas, solicitudes de comparecencia, facultades de las
Comisiones de investigación, etc. No obstante, al estar reguladas en otros artículos de la
Constitución, vamos a limitarnos a las cuestiones residuales en el sentido estricto del término, es
decir, las no tratadas en otros lugares, dentro de las que se encuentran las solicitudes individuales de
información de los diputados, la solicitud de información y documentación escrita por las
Comisiones y Subcomisiones y la información sobre materias clasificadas. Las primeras aparecen
recogidas en el art. 7 del Reglamento del Congreso de los Diputados, de 10 de febrero de 1982
(RCD), las facultades de las Comisiones en el art. 44.1º de la misma norma y el art. 67 del
Reglamento del Senado, Texto Refundido de 3 de mayo de 1994 (RS), así como en el apartado
cuarto de la Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados, de 26 de junio de 1996,
sobre procedimientos de creación y reglas de funcionamiento de las Subcomisiones en el seno de
las Comisiones de la Cámara, mientras que las últimas se recogen en normas tales como la
Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados de 12 de mayo de 2004, sobre secretos
oficiales, la Ley 11/1995, de 11 de mayo, reguladora de la utilización y control de los créditos
destinados a gastos reservados y el art. 11 de la Ley 11/2002, de 6 de mayo, reguladora del Centro
Nacional de Inteligencia.

3.- La información individual de los diputados: solicitudes de informes y documentos.


Comenzando por las solicitudes de información de las Administraciones Públicas por parte de
los diputados, no así para los senadores, que ante el silencio de su Reglamento, carecen de un
derecho similar, se contemplan en el art. 7 RCD como uno de los derechos individuales inherentes a
tal condición. En concreto se dispone que para el mejor cumplimiento de sus funciones
parlamentarias, éstos pueden, previo conocimiento de su respectivo Grupo Parlamentario, recabar
de las Administraciones Públicas los datos, informes o documentos que obren en poder de éstas, lo
que excluye cualquier obligación del órgano receptor de la petición de elaborar documento alguno a
tal efecto. El procedimiento "ad hoc" requiere dirigir la solicitud por escrito a través de la
Presidencia del Congreso de los Diputados, mientras que la Administración requerida debe facilitar
la documentación solicitada o manifestar al Presidente de la Cámara, dentro de los treinta días
siguientes, las razones fundadas en derecho que lo impidan.
Hasta aquí la regulación reglamentaria. No obstante, la práctica ha dado lugar a notables
controversias en torno a dos aspectos esenciales de una figura cuya relevancia, por lo demás, como
uno de los más característicos elementos que integran lo que se ha dado en llamar "ius in officium"
de los diputados, es evidente. Se trata de la extensión de las facultades calificadoras de la Mesa del
Congreso de los Diputados en relación con la corrección jurídica de estas iniciativas y de los medios
de reacción de un diputado frente a una Administración renuente a facilitar los informes solicitados.
En el primer aspecto, la doctrina, inicialmente perfilada por la STC 161/1988, de 20 de septiembre,
por la que se resolvió un recurso de amparo interpuesto contra una resolución de la Mesa de las
Cortes de Castilla - La Mancha en la materia, ha sido sintetizada y completada por la STC
203/2001, de 15 de octubre, que estima diversos recursos acumulados interpuestos por un Diputado
contra un Acuerdo de la Mesa del Congreso que denegó la admisión de una solicitud de
información, al amparo del art. 7 RCD, sobre el resultado y fecha del Acuerdo de terminación de
diversos expedientes por infracción fiscal instruidos por la Agencia Estatal de Administración
Tributaria.
Tras reiterar la doctrina conocida acerca de la naturaleza del derecho de acceso a cargos
públicos, la Sentencia procede a delimitar la naturaleza de las solicitudes de información de los
diputados individuales. Se trata, como sostuvo ya la STC 161/1988, de una facultad que pasa a
integrar el contenido para los Diputados del art. 23.2 CE, concebida para "el mejor cumplimiento de
sus funciones parlamentarias" (art. 7 RCD), expresión ésta que implica que estamos ante un medio
de obtener información previa de las Administraciones Públicas, que puede agotar sus efectos en su
obtención o ser instrumental y servir posteriormente para que el Diputado que la recaba o su Grupo,
puedan someter al Gobierno a ulteriores medios de control.
A continuación se perfilan las facultades de calificación de la Mesa de la Cámara, cuyo rechazo a
la admisión sólo puede fundarse en infracciones formales o, excepcionalmente materiales en
aquellos supuestos en los que "se planteen cuestiones entera y manifiestamente ajenas a las
atribuciones de la Cámara" o [...] en los que el propio Reglamento parlamentario imponga algún
límite o condición material" (F.J.3). En esta ocasión, la Mesa justificó su decisión en que el
suministro de dicha información infringiría el ámbito de reserva establecido por el art. 113.1 de la
Ley General Tributaria de 28 de diciembre de 1963. Con ello, reconoce la Sentencia, no sólo se da
cumplimiento a las exigencias de motivación, sino que también se excluye que la Mesa haya
ejercido un control expreso o encubierto sobre la oportunidad de la solicitud del Diputado (FF.JJ. 4
y 5).
A pesar de ello, sí se produjo a juicio del Tribunal "un examen del contenido material de la
iniciativa que carece de justificación" por exceder de la simple comprobación de la viabilidad
formal de la petición de información. Más allá de ello, la Sala no comparte la justificación alegada
por la Mesa del Congreso. En efecto, recordando lo apuntado en la STC 161/1988, se sostiene que
pretender amparar la inadmisión en la salvaguarda del carácter reservado de los datos, informes o
antecedentes obtenidos por la Administración Tributaria en el ejercicio de sus funciones es "en todo
punto inadecuado para impedir el ejercicio del derecho constitucional del actor, ya que el mero
riesgo anunciado sin concreción alguna por la Mesa, no puede fundamentar la inadmisión en cuanto
que no corresponde a la misma, en ese trámite, la tarea, materialmente jurisdiccional, de ponderar
los eventuales derechos de terceros y el ejercitado por el demandante". Concluye, en fin, afirmando
que es a la Administración Tributaria a la que en todo caso hubiese correspondido apreciar el riesgo
apuntado de acuerdo con las circunstancias concretas.
Por lo que se refiere a la posible reacción de los diputados frente a la falta de respuesta de la
Administración correspondiente, nada especifica el Reglamento y la postura del Alto Tribunal es,
además, mucho menos firme, por cuanto en su STC 196/1990, de 29 de noviembre, dictada en
relación con un recurso de amparo por el que un miembro del Parlamento Vasco reclamaba la
remisión por el Gobierno autonómico de determinados informes apunta que esta última se inserta
dentro de las relaciones entre Gobierno y Parlamento, de marcado carácter político y, por tanto, al
margen de la jurisdicción contencioso-administrativa. Sólo cuando excepcionalmente se lesionen
derechos fundamentales, lesión que puede proceder de los órganos parlamentarios pero también del
ejecutivo, podrá abrirse paso un control jurisdiccional por parte del propio Tribunal Constitucional.
La práctica parlamentaria en este sentido se ha orientado a solicitar el amparo de la Presidencia o la
Mesa para que reiteren la solicitud correspondiente.

4.- La información por escrito a las Comisiones.


Muy similar es el régimen aplicable a las solicitudes de información escrita por parte de las
Comisiones parlamentarias, regulado en el art. 44.1 RCD y el art. 67 RS, que es extensible en el
caso de la Cámara Baja a las Subcomisiones, en este caso a través del Presidente de la Comisión en
cuyo seno se hayan constituido, de acuerdo con lo dispuesto en el apartado cuarto.1 de la
Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados de 26 de junio de 1996. A diferencia
del derecho reconocido a los diputados en el art. 7 RCD, que debe considerarse configurado
legalmente, las facultades que tales preceptos reconocen a las Comisiones están plenamente
amparadas en el propio art. 109 CE. Esta diferencia no se ha traducido en el Congreso de los
Diputados en unas facultades sensiblemente mayores para estos órganos, debido a la remisión al art.
7.2 que se establece en el art. 44.1 RCD en cuanto al procedimiento. No obstante, sí existe un matiz
en relación con los sujetos que pueden ser destinatarios de las solicitudes de información, que no
sólo son Administraciones Públicas, sino también el Gobierno, siguiendo de este modo la dicción
del mismo art. 109 CE. El procedimiento requiere acuerdo de la Comisión aunque es posible su
delegación en órganos como la Mesa respectiva de un modo similar a como se opera en relación
con las comparecencias informativas, y tramitarse por conducto del Presidente de la Cámara
respectiva. No existe tampoco procedimiento formal que permita recabar los informes o
documentos solicitados en caso de negativa o simple inactividad por parte del órgano requerido,
aunque, de manera similar a lo que ocurre con el derecho de información individual, siempre es
posible acudir a la Presidencia para que reitere la solicitud, al margen, por supuesto, del juego de las
distintas iniciativas parlamentarias que pueden aplicarse al efecto.
Resta, por último, hacer una breve referencia a la relevancia en este ámbito de la jurisprudencia
fijada por el Tribunal Constitucional respecto de los sujetos que han de comparecer a instancias de
las Cámaras, sentada en su Sentencia 177/2002, de 14 de octubre, que, sin afirmarlo de manera
categórica, amplía el concepto de empresa pública - obligada en consecuencia a facilitar la
información solicitada - más allá del tenor fijado en el art. 6.5 de la Ley General Presupuestaria,
Texto Refundido de 23 de septiembre de 1988, que exigía que el Estado ostentase más del cincuenta
por ciento de su capital. En este sentido el Tribunal apunta que más que la titularidad de capital
interesa la noción de control efectivo, tal y como se establece por ejemplo en la Directiva
80/723/CE, de la Comisión, de 25 de junio de 1980, relativa a la transparencia de las relaciones
financieras entre los Estados miembros y las empresas públicas, sobre cuya noción de empresa
pública se ha pronunciado el Tribunal de Justicia (Sentencia de 6 de julio de 1982), destacando, por
encima de su juego en el ámbito de la Directiva, el valor indicativo o de referencia general que la
misma juega a escala comunitaria. Así, en el art. 2 de la Directiva se considera empresa pública a
"cualquier empresa en la que los poderes públicos puedan ejercer, directa o indirectamente, una
influencia dominante en razón de la propiedad, de la participación financiera o de las normas que la
rigen" y se presume que "hay influencia dominante cuando los poderes públicos, directa o
indirectamente, y respecto de la empresa: a) poseen la mayoría del capital suscrito de la empresa; o,
b) disponen de la mayoría de los votos inherentes a las participaciones emitidas por la empresa; o,
c) pueden designar a más de la mitad de los miembros del órgano de administración, de dirección o
de vigilancia de la empresa".

5.- La información sobre materias clasificadas.


Por otro lado, el control de las Cámaras sobre las materias clasificadas encuentra sólido
fundamento constitucional en el artículo objeto de estas líneas y se extiende a tres ámbitos básicos:
los secretos oficiales, los gastos reservados y la actividad del Centro Nacional de Inteligencia. Con
carácter general, la regulación sobre secretos oficiales se contiene en la ley 9/1968, de 5 de abril,
modificada por la ley 48/1978, de 7 de octubre, cuyo art. 10.2 reconoce que "la declaración de
"materias clasificadas" no afectará al Congreso de los Diputados ni al Senado, que tendrán siempre
acceso a cuanta información reclamen, en la forma que determinen los respectivos Reglamentos y,
en su caso, en sesiones secretas". Ante el silencio de estos últimos, se aprobó en la III Legislatura
una Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados de 18 de diciembre de 1986, sobre
acceso a materias clasificadas, recurrida en amparo ante el Tribunal Constitucional, órgano que
desestimó tal impugnación por medio de su STC 118/1988, de 20 de junio. No obstante, la
experiencia aconsejó aprobar un régimen algo más favorable a los derechos de los parlamentarios,
objetivo cumplido por la Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados de 2 de junio
de 1992, recientemente derogada por la Resolución de la Presidencia de 12 de mayo de 2004 que,
sin embargo, se limita a ampliar en un supuesto los diputados con acceso a los secretos oficiales. De
acuerdo con sus disposiciones, pueden solicitar información sobre materias clasificadas las
Comisiones del Congreso de los Diputados y uno o más Grupos Parlamentarios que agrupen, al
menos, a la cuarta parte de los diputados, siempre a través del Presidente de la Cámara.
La entrega de dicha información se ajusta a tres posibles cauces. Si la materia en cuestión ha
sido clasificada dentro de la categoría de reservada, el Gobierno la facilita a los Portavoces de los
Grupos o a sus representantes en la Comisión de la que haya partido la iniciativa. Si ha sido
calificada de secreta, sus receptores son los diputados con acceso a los secretos oficiales, uno por
cada uno de los Grupos Parlamentarios, incluido el Grupo Mixto que quedaba excluido por la
Resolución de 1992, elegidos por mayoría de tres quintos por el Pleno al inicio de cada Legislatura.
Por último, con carácter excepcional y de manera motivada, el Gobierno puede solicitar que la
información pedida se proporcione sólo al Presidente del Congreso de los Diputados o de la
Comisión de la que haya partido la iniciativa, si bien le corresponde a la Mesa la decisión final
sobre la pertinencia de este procedimiento. En cualquier caso, el Gobierno puede pedir que la
Sesión en la que se facilite la correspondiente información se celebre con carácter secreto, mientras
que si se trata del examen de documentos, se exhibirá su fotocopia, acompañada en su caso por el
original, cuyo examen puede efectuarse de ser necesario en el lugar en que se encuentre dicho
documento y en presencia de la autoridad encargada de su custodia. Los diputados pueden tomar
notas pero no obtener copias ni reproducciones. Por último, sobre el contenido de la información
proporcionada de esta manera, los diputados tienen el deber de reserva establecido en el art. 16
RCD.
El procedimiento que se acaba de exponer es de aplicación específica al acceso por parte de las
Cortes Generales a la información de carácter decreto que obre en poder del Banco de España. En
concreto, el art. 6.3 de la ley 13/1994, de 1 de junio, modificada por ley 12/1998, de 28 de abril,
dispone que la entrega de la misma se hace por conducto de su Gobernador, quien puede solicitar de
los órganos competentes de la Cámara, con la motivación correspondiente, la celebración de sesión
secreta o la aplicación del procedimiento establecido para el acceso a las materias clasificadas.
Por lo que se refiere al control de los gastos reservados, el art. 7 de la ley 11/1995, de 11 de
mayo establece que los créditos destinados a gastos reservados están sujetos al control del Congreso
de los Diputados a través de una Comisión permanente de creación legal, presidida por el Presidente
de la Cámara y formada por los diputados que tienen acceso a los secretos oficiales.
Semestralmente, los titulares de los Departamentos que tienen consignadas partidas de gastos
reservados han de comparecer ante dicha Comisión para informar sobre su uso y aplicación. Las
sesiones son secretas y sus miembros quedan sujetos al deber de reserva del art. 16 RCD. Además,
con carácter anual, la Comisión puede elaborar un informe que se remite a los Presidentes del
Gobierno y del Tribunal de Cuentas.
En fin, el art. 11 de la ley 11/2002, de 6 de mayo, ha arbitrado un mecanismo específico de
control de las actividades del Centro Nacional de Inteligencia. El órgano competente es también la
Comisión de control de los créditos destinados a gastos reservados, en sesiones secretas y bajo
deber de reserva de sus miembros. Dicha Comisión tiene acceso a las materias clasificadas con la
excepción de las relativas a las fuentes y medios del propio Centro y de aquellas que procedan de
servicios extranjeros u organizaciones internacionales en los términos establecidos en los distintos
acuerdos y convenios de intercambio de información clasificada. En el caso de examen de
documentos se reitera el régimen previsto para secretos oficiales, de manera que se permite su
estudio directo pero no la obtención de originales, copias o reproducciones. Además, anualmente la
Comisión conoce los objetivos de inteligencia establecidos por el Gobierno y el informe que elabora
el Director del Centro sobre evaluación de actividades, situación y grado de cumplimiento de los
objetivos señalados para el año anterior.
Por lo que se refiere a la bibliografía son de destacar los trabajos de Lavilla, Santaolalla, Gálvez
y Pascua, entre otros.

Sinopsis artículo 110


Significado histórico y político de la presencia del Gobierno en el Parlamento
La presencia del Gobierno en las sesiones parlamentarias es un rasgo característico de los
sistemas parlamentarios. Esta presencia está, en cambio, excluida en los sistemas presidencialistas,
donde la separación de poderes implica la falta de contacto regular entre los poderes legislativo y
ejecutivo.
Durante bastante tiempo fue corriente que los ministros fuesen a la vez miembros del
Parlamento, haciendo que una misma persona acumulase esta doble condición. Como escribió
Loewenstein, "el sentido íntimo de esta disposición yace en el hecho de que la asamblea puede
ejercer un mejor control sobre sus propios miembros que sobre elementos extraños a ella; de esta
manera podrá someterles a una serie de preguntas y respuestas, pidiéndoles cuentas sobre el
desempeño de su cargo, y exigiéndoles de esta manera responsabilidad política".
El sistema original ha evolucionado y no en todos los países es regla la pertenencia de los
ministros a las cámaras. Suele darse más una compatibilidad que una obligación en este sentido, de
tal modo que puede haber miembros del Gobierno titulares de un escaño y otros sin él. Y esto
parece implicar que la compatibilidad tenga más que ver con el reforzamiento de la posición
política de los ministros que con las necesidades del Parlamento. Pues, la supervisión y el control
del Gobierno pueden efectuarse sin necesidad de esa doble pertenencia. Incluso esta última arriesga
convertirse en turbadora cuando el Gobierno no cuenta con una mayoría holgada. En tales casos es
posible que a los ministros se les plantee el dilema de escoger entre la presencia en votaciones
parlamentarias importantes y la atención de sus responsabilidades gubernamentales.
De todas formas, la doble pertenencia cumple una importante función política y, en modo
alguno, puede calificarse de innecesaria. Confiere legitimación al Gobierno y, especialmente, a su
presidente. Éstos difícilmente podrían dirigir el país sin la sustentación democrática que brinda el
apoyo recibido en las urnas. Los miembros gubernamentales que son parlamentarios pueden figurar
como dirigentes políticos que han comparecido ante las urnas y obtenido el apoyo ciudadano. Al
tiempo, la compatibilidad cumple otra función política, derivada de la condición esencialmente
interina de los miembros del Gobierno. En caso de cese o dimisión, el interesado que al mismo
tiempo es miembro del Parlamento permanece insertado en la vida política, cosa que no se produce
con los ministros que no cuentan con un escaño.
En todo caso, la presencia cotidiana de los miembros del Gobierno en el Parlamento, sean o no
miembros del mismo, sigue siendo un rasgo inherente al parlamentarismo, pues es la única forma de
garantizar la supervisión continua del primero por el segundo. Si no se diese esta nota, el Gobierno
quedaría mucho más alejado de las cámaras, ganando en independencia lo que perderían éstas en
capacidad de control. Entonces el sistema dejaría de ser parlamentario para devenir presidencialista.
Por eso la participación del Gobierno en los procedimientos parlamentarios constituye uno de los
rasgos verdaderamente definitorios del parlamentarismo. En cierto sentido, la obligación de
presencia resulta un sucedáneo de la pertenencia al Parlamento. Puede decirse que esta presencia y
la existencia de responsabilidad política son los componentes básicos de la forma parlamentaria de
gobierno.

La obligación gubernamental de comparecer ante las Cámaras


Dentro del contexto descrito, el artículo 110 es uno de los que definen como parlamentario el
sistema instaurado en España: el Gobierno resulta obligado a comparecer ante las cámaras y sus
comisiones, posibilitándose así la fiscalización y control directos que son de regla en este sistema.
No ha querido nuestra Constitución exigir la pertenencia a las Cortes de los miembros del Gobierno,
contentándose con admitirlo como algo posible (artículo 70.1.b). Incidentalmente, puede decirse
que la lógica constitucional, ya que no la letra, demanda esta pertenencia al presidente del
Gobierno. De otro modo, no se comprendería el sistema de investidura y el resultado final sería un
presidente gubernamental con una base de sustentación política más bien débil. Lo mismo puede
extenderse a los vicepresidentes en cuanto sustitutos legales de aquél. Pero nada de esto ocurre con
los restantes miembros del Gobierno (ministros), pues el hecho de poseer un escaño en las Cortes
parece irrelevante para el recto ejercicio de sus funciones.
Resulta claro que, sean o no parlamentarios, los miembros del Gobierno están obligados a
comparecer a requerimiento de las cámaras. Lo que el apartado 1 establece es una potestad del
legislativo sobre el ejecutivo, lo cual trae consigo una consecuencia importante, cual es la de
reconocer que las Cortes Generales se alzan en una posición de superioridad frente al Gobierno. De
este modo se asegura la fiscalización permanente del segundo por las primeras.
Naturalmente, la obligación del Gobierno alcanza a todos sus miembros que, según el artículo
1.2 de la Ley /1997, del Gobierno, abarca al presidente, al vicepresidente o vicepresidentes y a los
ministros.
Aunque el artículo comentado se confina a los componentes del Gobierno, no cabe duda que las
cámaras también disponen de resortes para exigir la presencia de otras autoridades y funcionarios.
Primero, porque el artículo 109 constitucional así lo autoriza. Y, segundo, porque estando
necesitado el Gobierno de la confianza parlamentaria para gobernar no parece que tenga otra
alternativa que acceder a los requerimientos que el Congreso efectúe en este sentido.
La obligación de comparecer se dispone con relación a las dos cámaras, Congreso y Senado, por
lo que ambas pueden, y de hecho así lo hacen, requerir la comparecencia de cualquier miembro del
Gobierno. Esto concuerda con el bicameralismo general instaurado, esto es, con el hecho de que
ambas asambleas participan de las mismas funciones constitucionales (artículo 66.2 de la
Constitución), lo que conduce a que el mismo motivo o circunstancia puede provocar el
requerimiento por parte de las dos.
En caso de incumplimiento de los requerimientos de comparecencia no están previstas sanciones
distintas de las puramente políticas, salvo las penales para las que se produzcan en el ámbito de las
comisiones de investigación. Las cámaras pueden reaccionar expresando su rechazo a través de
proposiciones no de ley, quejas durante los debates, etcétera. El Congreso cuenta además con la
posibilidad -al menos teórica- de presentar una moción de censura.

La facultad de acceso del Gobierno a las sesiones parlamentarias


La facultad de los miembros del Gobierno de asistir a las sesiones parlamentarias, prevista en el
apartado 2, es la otra cara de la moneda de la obligación de hacerlo cuando sean requeridos que se
recoge en el apartado 1.
El Gobierno esté interesado en dicha presencia, pues precisamente el Parlamento el principal
foro político del país. A través de éste, puede dar a conocer su programa y las adaptaciones que se
vayan imponiendo, así como cuantas razones puedan justificar sus decisiones y omisiones. Como
Gobierno responsable, dispone de la oportunidad de ser oído en cualquier momento.
Esta facultad gubernamental está presente en los sistemas parlamentarios. Prueba de ello es lo
dispuesto en los artículos 64 de la Constitución italiana, 31 de la Constitución francesa y, sobre
todo, habida cuenta de su influencia en la española, 43 de la Ley fundamental de Bonn. A diferencia
de estos textos, la Constitución española no precisa cuándo deben ser escuchados los miembros del
Gobierno por las cámaras. Pero el artículo 70.5 del Reglamento del Congreso dispone que esto debe
ocurrir "siempre que lo soliciten". Lo mismo establece el artículo 84.4 del Reglamento del Senado.

Ámbito de la facultad del Gobierno


Esta presencia gubernativa y este derecho a hacerse oír se proyecta tanto en las sesiones
plenarias como en las de comisiones. Lo cual obedece a la conveniencia de que la opinión del
Gobierno pueda conocerse en todas las fases del trabajo parlamentario y, en particular, del
legislativo. El Gobierno es el mejor conocedor de la realidad merced a sus servicios administrativos.
Al tiempo es el encargado de ejecutar las leyes aprobadas por el Parlamento. Por todo ello, su
opinión es relevante para cuanto puedan aprobar las cámaras.
Naturalmente, esta participación se limita a los debates. Los miembros del Gobierno, en cuanto
tales, no participan en las votaciones. Sólo aquellos en que concurra la condición de diputado o
senador pueden hacerlo en la cámara respectiva.

Información por autoridades y funcionarios


La presencia de otras autoridades o altos cargos que no forman parte del Gobierno (secretarios
de Estado, subsecretarios, directores generales y asimilados, etcétera) es también posible, aunque no
se mencione en artículo 110. Puede afirmarse que están cubiertos por el término "funcionarios" que
consta en su apartado 2. Sería absurdo admitir la facultad gubernamental referida a los
"funcionarios" y denegarla para las "autoridades", por lo que hay que convenir que unos y otros
pueden ser sujetos de la comparecencia informativa cuando lo demande el Gobierno.
Pero, lo que se configura es una facultad de proponer, no un derecho o potestad. El Gobierno y
sus ministros no pueden exigir que las cámaras reciban a estas autoridades y funcionarios, sino sólo
proponerlo. Solución congruente con la supremacía jurídico formal de las Cortes y con el hecho de
que, en un sistema parlamentario, el órgano con que se relacionan las asambleas es el Gobierno, y
no autoridades o funcionarios inferiores.
La presencia de los funcionarios puede producirse también a requerimiento de las Cortes. Y no
sólo porque lo admitan así los reglamentos de una y otra cámara, sino porque es lógico que si
pueden exigir la presencia de los ministros, puedan hacerlo también con otras autoridades
subordinadas. Una negativa del Gobierno a permitir esta comparecencia podría desencadenar un
proceso de exigencia de responsabilidad política.
De todas formas, en la vida cotidiana la presencia de funcionarios es más una cuestión teórica
que un problema real. Se verifica raramente (al igual que la de muchas autoridades de rango
inferior) por falta de interés en los sujetos intervinientes. Las cámaras y sus comisiones son órganos
a la postre políticos, constituyendo un marco poco acorde a la neutralidad profesional de los
funcionarios.
En su tenor literal, el artículo comentado admite que la presencia de los funcionarios pueda
producirse tanto ante las cámaras como ante sus comisiones. Sin embargo, en la práctica y a tenor
de los reglamentos, esta presencia, de darse, se produce en las comisiones. La condición técnica de
estos profesionales se corresponde, como de hecho ocurre, con los órganos de estudio y propuesta
de las Cortes, que no son otros que las comisiones.

Procedimientos específicos para la comparecencia del Gobierno


La obligación de comparecencia que sienta el presente artículo no supone dejar a los miembros
del Gobierno a merced del capricho de cualquier parlamentario ni que los asuntos gubernamentales
tengan que quedar desatendidos. Son los reglamentos parlamentarios los destinados a ahormar esta
potestad de las asambleas, estableciendo límites, requisitos, plazos, posibilidad de aplazamiento en
las comparecencias, etcétera.
Antes de relacionar los procedimientos de comparecencia conviene recordar que la presencia
gubernamental muchas veces se produce a instancia de los propios miembros del Gobierno.
Se exponen a continuación estos procedimientos, según la cámara de que se trate y, a su vez,
diferenciando según se trate de comparecencias en el pleno o en las comisiones.
I. Comparecencias en el Congreso de los Diputados
A. Ante la cámara:
-Preguntas orales, a iniciativa de los diputados (artículos 185 -
192 del Reglamento del Congreso)
-Interpelaciones, a iniciativa de los diputados y grupos
parlamentarios (artículos 180 -184)
-Proposiciones no de ley y mociones, a iniciativa de los grupos
parlamentarios (artículos 184 y 193 -195)
-Proyectos y proposiciones de ley, pues, según una costumbre
parlamentaria impregnada de hondo sentido democrático, los
miembros del Gobierno deben acudir para exponer la postura del
mismo y responder a los requerimientos y observaciones de los
parlamentarios.
-Sesiones informativas a petición propia o por acuerdo de la
Mesa de la cámara y la Junta de Portavoces y al amparo de lo
dispuesto en el artículo 203 del Reglamento.
B. Ante las comisiones:
-Preguntas, que pueden ser respondidas, además de por los
miembros del Gobierno, por los secretarios de Estado y
subsecretarios (artículo 189 del Reglamento)
-Sesiones informativas a petición del propio Gobierno o por
acuerdo de las propias comisiones (artículo 202). De hecho
originan un debate muy cercano al propio de las interpelaciones.
-Sesiones informativas del Gobierno o de otras autoridades
(artículos 44, 202 y 203). Implican un acuerdo al respecto de la
comisión a iniciativa de algún diputado o grupo. Pero la
adopción del acuerdo puede y de hecho se adopta por delegación
por la Mesa correspondiente. No tiene un procedimiento
regulado y afectos prácticos tiende a confundirse con el
inmediatamente reseñado.
-Debate de los textos legislativos, donde es de aplicación el
comentario para las sesiones plenarias.
II. Comparecencias en el Senado
A. Ante la cámara:
-Preguntas orales, a iniciativa de cualquier senador (artículos
160 -168 del Reglamento del Senado)
-Interpelaciones, a iniciativa de cualquier senador (artículos 170
-173)
-Mociones, a iniciativa de cualquier comisión, grupo
parlamentario o diez senadores (artículos 174 -179)
-Proyectos y proposiciones de ley, con el mismo alcance que en
el Congreso
B. Ante las comisiones:
-Preguntas, que pueden ser respondidas no sólo por miembros
del Gobierno sino también por los secretarios de Estado (artículo
168)
-Sesiones informativas, a requerimiento de la propia comisión o
del Gobierno (artículo 66).
-Debate de los textos legislativos, donde es de aplicación el
comentario para las sesiones plenarias.
Respecto a la facultad gubernamental de asistencia a las sesiones parlamentarias, son varias las
disposiciones de desarrollo con que cuentan los reglamentos de las cámaras.
Así, junto a la previsión del artículo 55.2 del Reglamento del Congreso, de un banco reservado
en el salón de sesiones para el Gobierno, el 40.3 reconoce el derecho de sus miembros a asistir con
voz, pero sin voto, a las sesiones del pleno y de comisiones. Lo mismo hace el artículo 83.3 del
Reglamento del Senado.
Además, y según se señaló anteriormente, se reconoce la facultad de los miembros del Gobierno
para intervenir siempre que lo soliciten de la presidencia (artículos 70.5 del Reglamento del
Congreso y 84.4 del Senado).
El artículo 44.3 del Reglamento del Congreso contempla la presencia de otras autoridades y
funcionarios, pero a requerimiento de la comisión competente.
Finalmente, el artículo 502 del Código Penal tipifica como delito la incomparecencia de
funcionarios y particulares ante las comisiones de investigación.
Entre la bibliografía, a destacar las aportaciones de Loewenstein, Martínez Elipe, Moreno Ara y
Santaolalla.

Sinopsis artículo 111


1. Rasgos definitorios de las preguntas e interpelaciones
a) concepto jurídico y sentido político
Preguntas e interpelaciones constituyen instrumentos de información de los Parlamentos. A
través suyo los miembros de las cámaras pueden obtener esclarecimiento sobre todo lo que hace o
deja de hacer el Gobierno y la Administración.
Las preguntas parlamentarias nacieron en el Parlamento de Inglaterra durante el siglo XVIII.
Durante la centuria siguiente se consolidaron como un instrumento típico del poder de vigilancia del
Parlamento sobre el Gobierno y desde allí se extendieron a otros muchos países, hasta el punto de
devenir un rasgo típico de los sistemas parlamentarios. Las interpelaciones surgieron en la Francia
revolucionaria (Constitución de 1971) y a lo largo del siglo XIX se consolidaron como uno de los
mecanismos más poderosos de la representación popular para fiscalizar y debatir la actuación del
ejecutivo.
Las preguntas y las interpelaciones permiten, como queda dicho, obtener información y
explicación sobre las distintas cuestiones responsabilidad del Gobierno. Ambas están asociadas al
control del Parlamento sobre el Gobierno. Son procedimientos característicos del sistema
parlamentario y de claro valor democrático.
Por un lado, el hecho de saberse vigilado a través de dichos procedimientos previene no pocos
abusos. Sometido a un régimen de transparencia, el Gobierno se sentirá menos propenso a adoptar
ciertas decisiones que en otro caso se darían. Incluso, al airear ante la opinión pública los errores y
deficiencias del Gobierno se establece un medio de forzarle a la rectificación de decisiones ya
tomadas. Por otro lado, preguntas e interpelaciones permiten el ejercicio responsable del poder,
auténtico puntal del Estado de Derecho. A través suyo los diputados de la oposición sacan a relucir
los puntos débiles del Gobierno y permiten a los ciudadanos conocer y formarse un juicio
contrastado sobre la actuación de la mayoría. Todo ello con vistas a reiterarle o retirarle la confianza
en las próximas elecciones.
b) diferencia entre preguntas e interpelaciones
Siendo preguntas e interpelaciones procedimientos de información o fiscalización, sus
diferencias estriban más en elementos formales o cuantitativos que en puros elementos materiales o
cualitativos. Las preguntas deben formularse respecto a cuestiones concretas y determinadas, o que
no tengan una destacada importancia política, mientras que las interpelaciones tienen su campo de
aplicación en las cuestiones de mayor trascendencia política o de contenido muy amplio, como son
las que están relacionadas la acción política general o de un departamento.
Esto explica que no haya una separación nítida y segura entre uno y otro procedimiento.
Aspectos que en momentos normales se despachan con una pregunta pueden convertirse en objeto
de una interpelación de concurrir ciertas circunstancias.
En consonancia con esa diferencia, las preguntas encierran sólo un pequeño y breve diálogo
entre el parlamentario autor de las mismas y el ministro afectado. En cambio, las interpelaciones
suelen tener un desarrollo más amplio al provocar un debate en el que pueden intervenir otras
personas además de las mencionadas. Y es que el interés más reducido o concreto de las primeras
permite su más rápida contestación, mientras que la mayor sustantividad de las segundas despierta
el deseo de otros sectores de la cámara en participar y hacer valer su punto de vista, lo que propicia
la apertura de un debate más amplio.
c) clases de preguntas
Preguntas e interpelaciones nacieron como un procedimiento oral.
Sin embargo, en el caso de las preguntas, el éxito cosechado, producto de su elevadísimo
número, trajo consigo retrasos para su exposición. De ahí la búsqueda de nuevas vías de expresión
que asegurasen la pronta satisfacción de la curiosidad de los parlamentarios sin merma del adecuado
despacho de los restantes asuntos. Es entonces cuando aparecen las preguntas de contestación
escrita, particularmente idóneas para el tratamiento de cuestiones técnicas o complejas. Consisten
en que la demanda de información y la contestación gubernamental, en vez de exponerse en los
debates, se producen por escrito, mediante ciertos procedimientos de publicidad. Ya durante el siglo
XX varios Parlamentos crean boletines para la inserción y difusión de estas preguntas.
Más recientemente, algunas cámaras han creado una variante de las orales, como son las de
carácter urgente, que se caracterizan por anteponerse a las demás en razón de afectar a cuestiones de
actualidad. Generalmente se presentan sobre aspectos en que la opinión pública siente particular
interés y en los que, por tanto, la observancia del turno regular provocaría la frustración de ese
propósito.
Otros Parlamentos, como el español, diferencian a su vez entre las preguntas de contestación
ante la cámara y ante las comisiones.

2. la formulación de preguntas en las Cortes


El "question time" es el espacio de tiempo dedicado a la exposición y contestación de las
preguntas en la británica Cámara de los Comunes. Abarca los primeros cincuenta minutos de cada
sesión. En otros parlamentos se reserva una sesión a estos mismos efectos. Tal es el caso de la
Asamblea Nacional y el Senado en Francia.
El artículo que se comenta se remite a los reglamentos de las cámaras, pero obligando a que
exista "un tiempo mínimo semanal".
a) Congreso de los Diputados
El título IX del Reglamento del Congreso de los Diputados de 1982 regula la formulación de
preguntas e interpelaciones. Dentro de las primeras se diferencia entre las de contestación oral
(preguntas orales) y las de contestación escrita (preguntas escritas). A su vez las orales se
subdividen en de contestación en pleno y en comisión. El diputado interrogante puede escoger
libremente entre cualquiera de estas variantes. Pero si no indica nada al presentarlas se entenderá
que opta por recibir contestación escrita, y si callase sobre el tipo de las orales se tramitarán como
de contestación en comisión (art. 187). En cualquier caso, todas ellas han de presentarse por escrito
ante la Mesa de la cámara (art. 186.1), precepto que obedece a la necesidad de que el Gobierno
tenga un elemento fiable sobre el que preparar su respuesta.
Se prevé la reserva de dos horas como tiempo mínimo para la formulación de preguntas e
interpelaciones, pero solo con carácter general y con relación a las semanas en que exista sesión
ordinaria (art. 191). Téngase en cuenta que aunque lo normal es que las sesiones de los miércoles
(de las semanas en que se celebren sesiones) reserven una hora al "question time", hay casos en que
el orden del día se reserva exclusivamente a temas considerados prioritarios, como investidura,
debates sobre el estado de la nación, sobre las cumbres de la Unión Europea, presupuestos generales
del Estado, etcétera.
La regulación de este tipo de preguntas es muy acertada pues se obliga a su exposición y
contestación rápidas, evitando prolijidades y permitiendo la explanación de muchas en un reducido
espacio de tiempo: su exposición debe ceñirse a la escueta y estricta formulación de una pregunta
(art. 188.1), reduciéndose a cinco minutos (art. 188.3) el tiempo para los cuatro turnos en que puede
dividirse cada una (exposición, contestación, réplica y dúplica). El diputado y el ministro
interrogado pueden distribuir los dos minutos y medio que les corresponde como deseen entre sus
dos turnos. Esta reglamentación ha sido completada por la Resolución de la presidencia del
Congreso, de 18 de junio de 1996, sobre desarrollo del artículo 188 del Reglamento. Entre otras
cosas se establece que el número máximo de preguntas a incluir en el orden del día es de
veinticuatro y que cada grupo parlamentario tendrá derecho a incluir al menos una.
Además, esta resolución de 1996 introduce dos turnos especiales para las preguntas orales ante la
cámara. Ambos aparecen fuertemente protagonizados por los grupos parlamentarios. El primer
turno especial persigue posibilitar un inmediato debate sobre acuerdos adoptados por el Consejo de
Ministros. A tal efecto se exige que la pregunta se presente por el grupo parlamentario antes de las
veinticuatro horas del viernes en que el consejo ha tenido lugar, debiendo conllevar la sustitución de
una de las preguntas incluidas en el turno ordinario de la sesión plenaria de la siguiente semana. El
segundo turno especial se refiere a las preguntas de actualidad. Implica también la sustitución de
una pregunta del turno ordinario a requerimiento de un grupo parlamentario. Pero tiene que afectar
a hechos o circunstancias de especial actualidad o urgencia que no hayan podido ser objeto de
pregunta en los plazos ordinarios. Tienen que presentarse antes de las doce horas del lunes de la
semana en cuya sesión plenaria se pretenda exponerla. Y están sujetas a su aceptación unánime por
la Junta de Portavoces y por el propio Gobierno.
Las preguntas orales en comisión pueden contestarse no sólo por los ministros, como ocurre con
las formuladas en el pleno, sino también por los secretarios de Estado y subsecretarios. No puede
interpretarse esta regulación como una quiebra de la Constitución, en la medida que ésta sólo
contempla la contestación por los miembros del Gobierno, pues se trata simplemente de una nueva
vía abierta por el reglamento que no empece la aplicación en sus términos de la aquélla. Por lo
demás, aquí los turnos de exposición se extienden ampliamente: nada menos que diez minutos para
la exposición y otros tantos para la contestación y cinco minutos para las réplicas (art. 189) .
Las preguntas escritas son, con mucho, las más utilizadas en la práctica. La respuesta debe
remitirse por el Gobierno dentro de los veinte días siguientes a su publicación en el Boletín Oficial
de las Cortes Generales, pero con posibilidad de prórroga a instancia del Gobierno. A título de
sanción se dispone que, en caso de incumplimiento de dicho plazo, el diputado puede interesar la
inclusión de la pregunta en el orden del día de la siguiente sesión de la comisión competente (art.
190).
Un procedimiento especial se aplica a las preguntas dirigidas al ente Radiotelevisión Española.
Las contesta su director general o un representante de su Consejo de Administración en el marco de
la Comisión de control de RTVE. A tal efecto, debe tenerse en cuenta la disposición final quinta del
Reglamento y la Resolución de la presidencia de 14 de diciembre de 1983.
b) Senado
La regulación del Reglamento del Senado de 1982 es muy parecida a la de la otra cámara, razón
por la que sólo nos referimos a los puntos en que existe alguna diferencia. Para las preguntas orales
en sesión plenaria se reservan, en principio, los primeros sesenta minutos, lo que se interpreta
referido a la primera de las sesiones semanales que celebra el Senado. Se obliga a formular las
preguntas desde el escaño, otorgando tres minutos al senador interrogante y otros tantos al ministro
que ha de responder (art. 167). Se prevé la presentación de preguntas urgentes, que se anteponen en
su exposición a otras de fecha anterior (art. 163). Según la Norma supletoria de 6 de diciembre de
1984, estas preguntas deben presentarse antes de las doce horas del martes de la semana anterior a
aquella en que se solicite su respuesta y, en casos excepcionales, pueden admitirse otras presentadas
con tan sólo veinticuatro horas de antelación.
Para las preguntas de contestación oral en comisión se contempla su posible contestación por los
secretarios de Estado.

3. Formulación de interpelaciones
En consonancia con la ya aludida mayor sustantividad de las interpelaciones, el Reglamento del
Congreso dispone que deberán versar "sobre los motivos o propósitos de la conducta del Ejecutivo
en cuestiones de política general, bien del Gobierno o del algún Departamento Ministerial",
atribuyendo a la Mesa de la cámara un poder de calificación para admitir a trámite sólo las que se
ajusten a los caracteres advertidos. Ésta, en caso de que su contenido no sea propio de una
interpelación, se lo comunicará al autor de la iniciativa para su conversión en pregunta (art. 181).
El debate es también más amplio que el de las preguntas: diez minutos para cada uno de los
turnos de exposición y de contestación gubernamental, cinco para los de réplica y otros cinco para
los portavoces de los grupos parlamentarios (art. 183).
Debe tenerse en cuenta que el Reglamento del Congreso regula también otros procedimientos,
como las sesiones informativas con miembros del Gobierno (arts. 202 y 203), que cumplen la
misma función informativa o fiscalizadora y se desarrollan con arreglo a unas pautas muy
parecidas.
Las interpelaciones en el Senado aparecen reguladas en forma muy cercana a la del Congreso.
Como peculiaridades merecen reseñarse los turnos más amplios, de quince minutos para el
interpelante y el ministro afectado (sin perjuicio del derecho general de réplica) (arts. 170-173 del
Reglamento del Senado) y la previsión de interpelaciones urgentes, que determinan un acortamiento
de los plazos para su exposición, según lo dispuesto en la Norma supletoria para el desarrollo del
artículo 171.2 del Reglamento, de 6 de diciembre de 1984, modificada el 23 de octubre de 1985.

4. Significado de las mociones


Las mociones son acuerdos sin carácter normativo, consistentes en la expresión de un mandato o
de una aspiración de una cámara para que el Gobierno actúe en un determinado sentido.
Se trata de una figura genérica y que, según los países, se conoce con nombres diversos:
mociones, proposiciones no de ley, órdenes del día, resoluciones, recomendaciones, etcétera. En
todo caso, se caracterizan por ser decisiones de una sola cámara, que se perfeccionan por su mera
adopción, sin necesidad de sanción o promulgación. No se integran ni son parte del Derecho
positivo. En consecuencia carecen de la fuerza de obligar de las leyes y no pueden invocarse ante
terceros. Como escribió PIERRE, "los órdenes del día -equiparables a nuestras mociones-
adoptados por cada una de las cámaras tienen, para el gabinete, el valor de una indicación moral,
sirven para dirigir su política". Por tanto, son manifestaciones de carácter político, dimensión en la
que pueden tener un gran peso.
Durante buena parte del siglo XIX las mociones tuvieron una importancia considerable, pues
entre otras cosas servían para mantener o denegar de forma implícita la confianza parlamentaria.
Como cualquier votación de las asambleas en asuntos de cierta importancia (leyes, presupuestos del
Estado), las votaciones de mociones tenían aparejada esta consecuencia, de tal forma que si se
aprobaba una moción declarando la insatisfacción con la conducta, o con las explicaciones dadas
por el Gobierno durante una interpelación, o estableciendo unas conclusiones contrarias a su
posición, el corolario era la presentación de la dimisión gubernamental.
Posteriormente, estas consecuencias fueron diluyéndose y la importancia de las mociones
decreciendo, pues la introducción del parlamentarismo racionalizado supuso que sólo a través de
muy concretos y específicos procedimientos cabía derribar al Gobierno. Tal es el caso de la moción
de censura constructiva, como la recogida en el artículo 113 de la Constitución. La retirada de la
confianza ya no podría expresase de modo implícito, por lo que la aprobación de una moción
contraria a la postura gubernamental no obligaba legalmente al Gobierno a dimitir, sino que esta
medida quedaba sujeta a su discreción y en función de las circunstancias políticas.
En realidad las mociones claramente contrarias al Gobierno se hacen difícilmente viables. En la
medida que la mayoría parlamentaria se mantenga cohesionada con el mismo, serán rechazadas. Y
si se aprueban es porque seguramente se ha quebrado esa cohesión y entonces el problema adquiere
mayor gravedad: no es tanto la aprobación de una moción adversa al Gobierno lo que puede
provocar su dimisión, sino la constatación de que se encuentra falto de los apoyos necesarios para
gobernar.
Las mociones pueden ser subsiguientes o no al debate de las interpelaciones. En ocasiones tienen
un origen independiente.

5. Las mociones en las Cortes


El apartado 2 del artículo comentado trata de garantizar una vía para que las cámaras puedan
dirigir mociones al Gobierno, impidiendo que los reglamentos parlamentarios puedan limitar esta
posibilidad. No ha de olvidarse que las mociones, si bien no son ius cogens, tienen al menos una
fuerza moral respecto al Gobierno, por lo que si éste no cumple lo en ellas dispuesto podrá ser
acusado ante la opinión pública de no respetar la voluntad de los representantes populares. En
definitiva, puede producirse una sanción política, no jurídica.
Pero es claro que, a través de la constitucionalización de las mociones ordinarias, no se ha
pretendido establecer un cauce adicional para exigir responsabilidad política al Gobierno. Sólo la
aprobación de una moción de censura o la pérdida por el Gobierno de una cuestión de confianza
obliga a éste a dimitir (art. 114). La simple aprobación de una moción contraria a la postura
gubernamental no lleva aparejada esta sanción.
No obstante, la aprobación de una moción discordante con la posición del Gobierno puede dejar
a éste en situación desairada que le lleve voluntariamente a dimitir, en uso de la facultad contenida
en el artículo 101.1. Esta dimisión, repetimos, nunca será obligada jurídicamente, pero podrá
adoptarse libremente por el presidente del ejecutivo cuando estime que el resultado de la votación
ha dejado al gabinete en una situación precaria.
Sin embargo, como demuestran los veinticinco años de vida constitucional, resulta difícil que en
la práctica pueda aprobarse una moción que resulte gravemente comprometedora o desfavorable
para la postura del Gobierno, único supuesto que explicaría la dimisión voluntaria, habida cuenta
que la estricta disciplina de los grupos parlamentarios produce una homogeneidad entre el Gobierno
y la mayoría de la cámara. Ésta difícilmente aprobará una moción que resulte perjudicial para el
Gobierno, al que apoya.
El Reglamento del Congreso de los Diputados regula separadamente las proposiciones no de ley
(arts. 193-195), que no son otra cosa que mociones desligadas de toda interpelación previa, y las
mociones propiamente dichas, que son las presentadas como conclusión del debate de una
interpelación previa (art. 184). Sin duda, el deseo de ser respetuosos con la previsión del artículo
constitucional estudiado explica el matiz diferencial. Pero que entre las dos figuras no existe
diferencia básica lo revela el que el artículo 184.3 se remite al régimen de las proposiciones no de
ley para el debate y votación de las mociones.
La regulación de las mociones propiamente dichas refleja el generalizado predominio de los
grupos parlamentarios en la vida interna de las asambleas. Así como las interpelaciones pueden
presentarse por cualquier diputado, las primeras quedan reservadas al grupo parlamentario
interpelante o a aquel al que pertenezca el firmante de la interpelación. De otra parte, la moción, una
vez admitida, debe incluirse en la siguiente sesión plenaria, con la particularidad de que pueden
presentarse enmiendas hasta seis horas antes del comienzo de la misma. Esta posibilidad también
existe en el caso de las proposiciones no de ley, confirmando así su común naturaleza. El debate se
sustancia en la intervención de los representantes de los grupos que hubiesen presentado enmiendas,
seguida de aquellos que no lo hubiesen hecho. El grupo proponente de la proposición no de ley (y
de la moción) tiene derecho a manifestar si acepta alguna de las enmiendas presentadas. Si es así, la
proposición no de ley (o la moción) se entiende corregida en el sentido postulado por la enmienda o
enmiendas y, acto seguido, se somete a votación por la cámara.
Por su lado, el Reglamento del Senado de 1982 mantiene a favor del interpelante la facultad de
presentar una moción (art. 173.2). No estableciéndose una norma peculiar al efecto, estas mociones
deben tramitarse con arreglo a las normas generales de este tipo de actos parlamentarios. Sin
embargo, la Norma supletoria de la presidencia del Senado, de 30 de noviembre de 1993, introduce
una regulación específica, caracterizada por la reducción de la duración de los turnos de palabra en
comparación con los de las mociones generales.

6. Resumen de preguntas, interpelaciones y mociones presentadas


A) Congreso de los Diputados
CONST I LEG II LEG III LEG IV LEG V LEG VI VII
LEG LEG

Interpelaciones 129 389 210 214 225 142 199 327

Mociones 37 75 37 102 145 108 175 233

Preguntas orales al Gobierno 131 1157 1828 3103 4467 3475 4941 6180

Preguntas orales a RTVE 28 408 713 747 585 778 758

Preguntas escritas al Gobierno 304 3820 9200 19458 15309 14886 32719 68657

Preguntas escritas a RTVE 84 356 364 358 217


B) Senado
CONST I LEG II LEG III LEG IV LEG V LEG VI VII
LEG LEG

Interpelaciones 50 134 150 262 441 160 165 207

Mociones 125 205 208 636 716

Preguntas orales al Gobierno 62 240 512 907 1134 747 2559 1930

Preguntas escritas al Gobierno 183 1629 5277 5719 11917 12415 32002 24997

En cuanto a bibliografía cabe señalar los trabajos de Molero, Nocilla, Pierre o Santaolalla entre
otros.

Sinopsis artículo 112


1. Rasgos definitorios de la cuestión de confianza
En un sistema de gobierno parlamentario las relaciones entre el ejecutivo y las asambleas
representativas están presididas por una relación de confianza, que supone que el primero sólo
puede mantenerse en el poder en la medida que cuente con el respaldo mayoritario de las segundas.
Consiguientemente, el Gobierno cesa cuando se rompe esta relación de confianza. La caída
gubernamental puede deberse a causas diversas, pero todas ellas con el común denominador de
implicar la falta de apoyo mayoritario en las cámaras. Tal es el caso, en primer lugar, de las
mociones de censura y de las cuestiones de confianza, como medios directos de verificación de esta
confianza. Pero, también puede ocurrir a través de medios indirectos, que tácitamente implican la
desaparición de esta relación de afinidad política, como la aprobación de una moción ordinaria
descalificando al Gobierno en algún aspecto importante, o la desaprobación de alguna ley o de
algún crédito considerado esencial para su política.
Sin embargo, en los sistemas de parlamentarismo racionalizado, como el español, la exigencia de
responsabilidad política tiene cauces específicos. En particular, existen dos: la moción de censura y
la cuestión de confianza. Ambas están dotadas de los mismos efectos: la destitución del Gobierno.
La aprobación de la primera y la desaprobación de la segunda determinan por imperativo
constitucional (artículo 114) la caída del ejecutivo.
La cuestión de confianza es un instrumento para la exigencia directa de responsabilidad política
que se debe a la iniciativa del propio Gobierno. De hecho, es su distinto origen lo que la diferencia
esencialmente de la moción de censura: ésta es una iniciativa parlamentaria y aquélla lo es
gubernamental.
La cuestión de confianza surgió históricamente como un medio de sacar adelante un proyecto de
ley en los términos deseados por el Gobierno, sustrayendo al Parlamento su capacidad de discusión
y enmienda, citándose en este sentido la cuestión de confianza solicitada por Mendizábal en 1835
en torno a la ley de desamortización. Y surgió por vía de hecho, sin regulación legal que la
respaldase.
Esta iniciativa suponía que el gobierno hacía de la aprobación de un texto legal una cuestión de
confianza, de tal modo que o se aprobaba éste en los términos presentados o se abría una crisis
gubernamental y la posible convocatoria anticipada de elecciones.
De este modo, la cuestión de confianza, aunque formalmente un procedimiento de
responsabilidad gubernamental, acaba convirtiéndose en un instrumento de refuerzo del Gobierno
frente al Parlamento. La cuestión de confianza permite al Gobierno bloquear cualquier retraso o
enmienda en la aprobación de una ley. La perspectiva de desencadenar una crisis política en caso de
denegar la confianza solicitada, con el consiguiente riesgo de provocar una disolución anticipada de
las asambleas y unas nuevas elecciones, de resultado no siempre seguro, impulsa a muchos
parlamentarios a someterse con mayor o menor agrado a la demanda gubernamental.
La cuestión de confianza se mantiene y llega hasta nuestros días, en determinados países incluso
asociada a la aprobación de un texto legislativo. Así, la vigente Constitución francesa de 1958 la
regula expresamente con este alcance. En Italia, donde la Constitución calla al respecto, la praxis ha
sido claramente tolerante con esta modalidad de responsabilidad política y hubo que esperar al
Reglamento de la Cámara de Diputados de 1971 para llegar a un mínimo de reconocimiento formal
(el Reglamento del Senado del mismo año seguiría guardando silencio).
Esta figura se entendía muy bien en el parlamentarismo que podríamos bautizar como clásico. Se
corresponde con sistemas de mayorías más bien débiles, con grupos parlamentarios relativamente
disciplinados e integrados. Pues la cuestión de confianza no afronta el peligro de las críticas o
iniciativas de la oposición, por definición minoritaria, sino el de la debilidad de la mayoría. Cuando
en las filas de ésta aparecen fisuras o vacilaciones, la cuestión de confianza actúa como un elemento
reintegrador, que fuerza a la misma a mantenerse como tal, prolongando su apoyo al Gobierno.
Por lo mismo, este procedimiento ocupa un lugar menos destacado en los actuales sistemas
parlamentarios, de fuerte disciplina de partido, donde la cohesión de la mayoría impide que surja el
supuesto de hecho que lo justifica. La seguridad con que cuenta el Gobierno de que sus propuestas
y medidas serán respaldadas en términos generales por la mayoría disminuye en medida apreciable,
la necesidad de recurrir a este expediente. Este es el caso de España, como luego se comenta. Pero
también de Alemania. El artículo 68 de la Ley Fundamental sólo se ha aplicado tres veces, y dos de
ellas para un fin absolutamente atípico, distinto de la exigencia de responsabilidad política:
posibilitar la disolución anticipada de la Asamblea federal (Bundestag), de otro modo inviable en
dicho país. La mayoría que apoya al canciller vota conscientemente en contra de su cuestión de
confianza, para permitir la aplicación de la disolución prevista en el artículo 68.1. La sentencia del
Tribunal Constitucional Federal, de 16 de febrero de 1983, dio por buena esta práctica saldando así
la polémica que suscitó.

2. La cuestión de confianza en el sistema constitucional español


Son varias las determinaciones con que el artículo glosado enmarca la cuestión de confianza. Por
un lado, la potestad para plantearla se reconoce al presidente del Gobierno, y no al Gobierno como
órgano colegiado. Requisito enteramente congruente con los artículos 99 y 113, pues siendo el
presidente el único que recibe la confianza del Congreso de los Diputados mal se comprendería la
intervención decisiva de otro sujeto. También es congruente con el acusado liderazgo con que está
concebido el presidente en nuestro sistema.
Ciertamente, se dispone que el planteamiento de la cuestión de confianza tiene que hacerse
"previa deliberación del Consejo de Ministros". Se trata de una medida de enfriamiento, típica del
parlamentarismo racionalizado de nuestra ley fundamental, con la que se trata de evitar cualquier
decisión impremeditada, haciendo que el presidente se informe a través de personas tan cualificadas
como sus ministros de todas las consecuencias posibles.
La intervención del Consejo de Ministros es preceptiva, pero no vinculante. En modo alguno el
presidente está obligado a seguir su criterio. Y, además, el presidente es enteramente libre - puede,
dice el artículo - para iniciar o no este procedimiento.
La cuestión de confianza se somete y resuelve por el Congreso, sin participación del Senado, lo
que resulta coherente con los artículos 99 y 108.
Los supuestos que habilitan para presentar esta iniciativa son dos: sobre el programa y sobre una
declaración de política general. Conscientemente, se deja al margen la posibilidad de su
planteamiento en relación con un proyecto legislativo, de tal modo que su aprobación implique,
como en el pasado, la de este último. No sólo no se menciona sino que un voto particular presentado
con este fin no fue considerado, lo que revela el deseo del constituyente contrario a esta posibilidad.
La cuestión sobre su programa parece referirse a la rectificación del programa inicial, cuya
aprobación ya fue conferida al amparo del artículo 99.3 o, en su caso, del artículo 113. Más
imprecisa es la referencia a una declaración de política general. Pero debe entenderse como
expresiva de aquellas adiciones o declaraciones que, sin afectar al programa originario, tienen una
importancia política considerable. En este sentido, puede imaginarse el acaecimiento de un suceso
inesperado (catástrofe natural, ataque bélico, rebelión interna, repentina crisis económica) que exige
una toma de postura del Gobierno cara a la opinión pública.
La trascendencia de uno de estos supuestos -rectificación del programa inicial y declaración
sobre una situación inesperada y grave- explica que el Gobierno pueda sentirse forzado a presentar
una cuestión de confianza. En cualquier caso, este deber será político o moral pero nunca jurídico.
Desde la perspectiva legal, el Presidente del Gobierno estará actuando discrecionalmente al obrar
así.
Por otro lado, es difícil precisar cuál es el momento en que se produce un cambio en el programa
gubernamental, al menos de la importancia que requiera la reiteración de la confianza a través de
esta vía. Lo importante, más que el cambio de programa en sí es que el mismo no despierte ningún
rechazo o crisis en el Congreso. Esto querrá decir que la confianza parlamentaria se mantiene, que
es lo realmente importante. Cada votación en que las propuestas gubernamentales salen adelante
significa una revalidación tácita de la confianza parlamentaria, haciéndose entonces superfluo su
testimonio mediante procedimientos específicos. Circunstancia esta que explica que la cuestión de
confianza sea un instrumento raramente utilizado, como luego se verá.
Otra característica de la cuestión de confianza en la Constitución es la exigencia de mayoría
simple para que pueda entenderse otorgada. Este requisito es congruente con el elemento decisivo
del proceso de investidura, a saber, la mayoría simple en la segunda votación, pues la mayoría
absoluta en primera votación es una exigencia jurídicamente inocua: si no se obtiene, puede
procederse a la segunda votación por mayoría simple, que queda a la postre como trámite decisivo.
Con la fórmula del artículo 112 se ha querido facilitar la estabilidad de los Gobiernos, rebajando
al mínimo posible los requisitos para entender que se sigue manteniendo la confianza parlamentaria.
Es cierto que un presidente del Gobierno que obtuvo la investidura por mayoría absoluta y después
confirma la confianza por mayoría simple demostrará haber perdido parte de sus apoyos originarios,
lo que puede implicar un coste político cara al electorado. Sin embargo, no hay nada reprobable en
ello, ni legal ni políticamente. Es más, debe asumirse como normal que el ejercicio del poder
implique algún desgaste. Si en la cuestión de confianza se alcanza la mayoría simple, se habrá
logrado lo que realmente importa: testimoniar que el presidente conserva la confianza de la
representación popular.
El artículo 174 del Reglamento del Congreso de los Diputados desarrolla las previsiones
constitucionales sobre la cuestión de confianza. Su apartado 1 exige que la cuestión de confianza se
presente en escrito motivado, resultando presumible que dicho escrito pueda contener bien el texto
íntegro del programa o declaración gubernamental, bien, únicamente, una síntesis del mismo, de tal
modo que el grueso del programa o declaración se exponga durante el debate parlamentario. Este
escrito debe aparecer acompañado de la correspondiente certificación del Consejo de Ministros, lo
que sin duda se refiere al cumplimiento del trámite deliberativo de este órgano.
El escrito debe ser calificado por la Mesa de la cámara, lo que supone la verificación del
cumplimiento de los requisitos formales. El presidente del Congreso debe proceder entonces a
convocar una sesión, pero sin que se fije plazo al efecto (apartado 2).
El debate debe desarrollarse conforme a las mismas normas del de investidura (apartado 3), lo
cual supone, en esencia, la exposición de la cuestión por el presidente del Gobierno, seguida de una
interrupción y posterior discusión con los portavoces de los grupos parlamentarios. Finalizado el
debate, debe someterse a votación la cuestión de confianza, pero siempre que hayan transcurrido
veinticuatro horas desde su presentación (apartado 4), salvaguardia esta última que actúa como un
período de enfriamiento para evitar decisiones impremediatadas.
El artículo 21.4 de la Ley 50/1997, del Gobierno, excluye que el presidente en funciones pueda
someter la cuestión estudiada.

3. la cuestión de confianza en la práctica


Las circunstancias ya aludidas de imposibilidad de presentar esta iniciativa asociada a un texto
legislativo y de fuerte disciplina de los partidos políticos han determinado un uso muy escaso y
acaso también anómalo de esta figura. La falta de ventajas tangibles y la en general estabilidad en
las filas de la mayoría han hecho innecesaria su aplicación.
Tan sólo en dos ocasiones se ha hecho uso de la cuestión de confianza y, en ambas, por
circunstancias que no parecen corresponder a la necesidad de reagrupar las fuerzas de la mayoría en
un momento de crisis. La primera fue sometida por el presidente Suárez en 1980 y se debatió los
días 16, 17 y 18 de septiembre. Según una opinión muy difundida, buscaba contrarrestar ante la
opinión pública el desgaste sufrido meses antes por la moción de censura promovida por la
oposición socialista. La segunda fue presentada por el presidente González el 5 de abril de 1990
para subsanar la atípica votación de investidura al comienzo de la IV legislatura, en la que no
participaron todos los diputados como consecuencia de unos recursos presentados contra los
resultados electorales proclamados.
En definitiva, este uso tan esporádico y atípico de la cuestión de confianza revela que se trata de
una pieza de carácter secundario.
En cuanto a la bibliografía, destacar los trabajos de Fernández Segado. Tomás Villaroya, Sevilla,
Marcuello o Santamaría entre otros.

Sinopsis artículo 113


La moción de censura en general
Si la moción es una manifestación política por la que una cámara parlamentaria expresa al
Gobierno su aspiración, voluntad o deseo, la moción de censura no es más que una de estas
mociones, caracterizada por encerrar una critica sustancial al comportamiento del segundo. Lo cual
supone una condena, una censura, y de ahí su denominación de moción de censura. Como en los
regímenes parlamentarios el Gobierno necesita la confianza de las cámaras representativas para
mantenerse en el poder, la aprobación de una de estas mociones implica que ese requisito no se da
más, obligando al Gobierno a dimitir.
Aunque una votación negativa sobre aspectos básicos de la política gubernamental (proyectos de
ley, presupuestos de gastos del Estado, etcétera) puede provocar esta consecuencia, la moción de
censura es una forma directa, expresa de transmitir este mensaje. A través suyo la representación
popular declara cancelada la relación de confianza con el Gobierno y provoca su caída.
La moción de censura es de este modo, y junto a la cuestión de confianza, uno de los cauces
específicos para exigir responsabilidad política al ejecutivo.
Durante el último tercio del siglo XIX y buena parte del XX la retirada de la confianza a los
Gobiernos en diversos países europeos, por unos medios o por otros, era frecuente, provocando
continuas caídas de los mismos y, en general, una situación de inestabilidad política.
Tras la primera guerra mundial, y como reacción frente a este estado de cosas, se observa en todo
el parlamentarismo occidental un movimiento tendente a corregir el desequilibrio contrario al
ejecutivo, mediante lo que se ha llamado el parlamentarismo racionalizado, esto es, mediante la
regulación de las relaciones entre los poderes legislativo y ejecutivo, sentando unos límites y unas
condiciones a las facultades del primero.
Es entonces cuando surgen como categoría definida las mociones de censura, que son mociones
reguladas limitativamente en la medida que se proponen la exigencia de responsabilidad política al
Gobierno. Ejemplos de estos límites son la exigencia de la mayoría absoluta para su aprobación, la
necesidad de un número mínimo de diputados para su presentación, el establecimiento de un
período de enfriamiento entre su depósito y su debate, el transcurso de un cierto plazo desde la
votación de la anterior, etcétera.
El exponente más extremo de estas mociones es el de las llamadas "mociones constructivas" de
censura. Con ellas se cierra el paso a las mociones (y a las mayorías) puramente negativas, que
desembocan en la caída del Gobierno pero sin consideración alguna a la posibilidad de formar un
equipo sucesor. Se requiere ahora que las mociones vayan acompañadas de un candidato a la
presidencia gubernamental, de tal modo que su aprobación conlleve la de éste como nuevo primer
ministro. La destrucción de un Gobierno va unida a la "construcción" de uno nuevo, evitándose los
paréntesis tan peligrosos sin ejecutivo. Y, desde luego, desincentivándose la presentación de estas
iniciativas, tan favorecedoras de la inestabilidad política.
Se trata de una técnica inaugurada por el artículo 67 de la Ley Fundamental de Bonn, con vistas
a evitar la inestabilidad gubernamental que tantos estragos causó en el régimen de Weimar. Su
ejemplo sería seguido por otras constituciones posteriores, como la española.
La contrapartida de la moción de censura constructiva es la fuerte limitación que impone al
Parlamento para poder exigir la responsabilidad política al Gobierno. Son tan agravados los
requisitos para su triunfo que la destitución del Gobierno por las cámaras se vuelve extremadamente
difícil. Por otro lado, las mismas barreras dificultan incluso que la oposición utilice la moción de
censura como un arma de crítica y desgaste contra el Gobierno y la mayoría que le apoya.
El sistema comentado ha encontrado numerosos críticos, incluso en la República Federal
Alemana. La razón de ello estriba en que favorece la estabilidad de los gobiernos, pero una
estabilidad artificial, producto de una merma de los procedimientos de control, a la postre de un
artificio jurídico, y no del respaldo del Parlamento. La consecuencia de la moción constructiva
puede ser la existencia de gobiernos estables, pero al mismo tiempo débiles, porque no sería la
confianza parlamentaria lo que explicaría su mantenimiento en el poder sino el blindaje
proporcionado por este mecanismo.
Lo que realmente posibilita la estabilidad del ejecutivo es la disciplina y cohesión de los grupos
parlamentarios. Si la mayoría que apoya al Gobierno es fuerte y disciplinada, las mociones de
censura, aunque no sean constructivas, estarán destinadas al fracaso y se evitarán las crisis
gubernamentales. En esas circunstancias, la presentación de mociones, carentes del incentivo de
abrir paso a nuevos gobiernos, tenderá a ser más esporádica.
Esta situación es típica del parlamentarismo actual, donde el elemento hegemónico no es ya el
Parlamento sino el Gobierno. El Gobierno, a través de la disciplina de partido, domina la vida de
las cámaras, por lo que éstas raramente aprobarán una moción de censura. Por eso, en nuestro
tiempo la inestabilidad gubernamental no es debida a la aprobación de estas mociones, sino a
factores extraparlamentarios, principalmente a la ruptura de la unidad del partido gobernante o de
las coaliciones que forman la mayoría. Los casos de la IV República francesa y de la Italia de la
posguerra son patentes a este respecto, ya que la mayor parte de las caídas de gobiernos se ha
debido a la división de los grupos integrantes de esa mayoría. En España, la dimisión del presidente
Suárez en 1981, curiosamente tras haber superado una votación de censura el año anterior, es otro
ejemplo al respecto.
En la medida que cualquier votación importante puede revelar la pérdida de la confianza
parlamentaria, parece que si surge una nueva mayoría en el Parlamento la misma podrá recurrir a
este procedimiento tan clásico y elemental para desencadenar la caída del Gobierno. El mejor
ejemplo de esta condición, a la larga, superflua de la moción de censura constructiva se produjo en
la propia España en 1995, cuando la desaprobación de los presupuestos generales del Estado para el
año siguiente provocó la caída del Gobierno y la convocatoria anticipada de elecciones.

La moción de censura en el artículo 113 de la Constitución española


a) Cámara competente y mayoría exigida
El apartado 1 del artículo estudiado contiene dos determinaciones: por un lado el otorgamiento al
Congreso de la competencia para adoptar estas iniciativas y, por otro, el requisito de mayoría
absoluta para su aprobación.
El primer extremo es plenamente concordante con el artículo 108, que establece que el Gobierno
responde ante el Congreso de los Diputados. Siendo la moción de censura y la cuestión de
confianza los dos medios específicos para proceder a este respecto, lo que hace el artículo 113 es
reflejar en la moción de censura lo proclamado con carácter general.
Así, pues, el Senado no puede participar en esta función. Esta exclusión hace del Congreso de los
Diputados la cámara esencialmente política y confirma el protagonismo que le viene de muchos
otros preceptos (artículo 99, sobre la investidura; artículos 89 y 90, sobre el procedimiento
legislativo, entre otros).
El artículo examinado es consecuente con el 108, en el sentido de que la responsabilidad política
es de tipo solidario. Esto quiere decir que una moción de censura, en cuanto tal, jamás podrá ser
presentada con relación a uno o varios ministros. Tendrá que dirigirse contra la totalidad del
gabinete. Indudablemente, el motivo que provoca la presentación de una de estas mociones puede
ser la actuación de un concreto ministro. Pero, en cualquier caso, el petitum de la moción deberá
alcanzar a todo el Gobierno.
El segundo aspecto que se regula en el apartado 1 es típico del parlamentarismo racionalizado
que impregna nuestra ley fundamental: la necesidad de mayoría absoluta para la aprobación de una
moción de censura. Esta mayoría absoluta debería calcularse sobre el número efectivo, y no sobre el
teórico, de diputados que existen en el momento de ponerse a votación la moción. Así, diputados en
situación de suspensión de funciones y, por tanto, inhábiles para votar, debían ser excluídos del
cómputo. En otro caso, se llegaría a un resultado injusto, pues se trataría a ese miembro de la
cámara como si realmente estuviese autorizado para participar, aumentándose por añadidura la
dificultad para alcanzar una mayoría cualificada.
En cualquier caso, este requisito de mayoría absoluta se separa de la mayoría simple instaurada
en el artículo 99.3 para la investidura. Se trata de un blindaje que se concede al Gobierno, haciendo
más fácil su elección que su destitución. La mayor exigencia afecta también al candidato incluido
en la moción, pues su predecesor pudo beneficiarse de una mayoría simple.
El artículo 175.2 del Reglamento del Congreso exige que la moción se presente en escrito
motivado y, por supuesto, con la firma de al menos la décima parte de los diputados. Según el
artículo 176.1, corresponde a la Mesa decidir sobre su admisión a trámite y posterior notificación al
Presidente del Gobierno y Portavoces de los Grupos Parlamentarios. Esa calificación por la Mesa
no puede ser más que desde el punto de vista formal.
b) El carácter constructivo de la moción: el candidato a la presidencia
Siguiendo la pauta de la Ley Fundamental de Bonn, el apartado 2 del artículo 113 introduce en
España el mecanismo de la moción de censura constructiva. La censura al Gobierno constituido va
asociada a la elección de un nuevo presidente del Gobierno y, consecuentemente, la propuesta para
lo primero debe incluir un candidato para lo segundo. De este modo, se evitan las temidas mayorías
negativas, aquellas que se ponen de acuerdo para derribar a un Gobierno pero son incapaces de
hacer lo mismo para la elección del sucesor.
Consecuencia de esta moción es la adopción de dos acuerdos en un mismo acto: censura al
Gobierno constituido e investidura del candidato a la presidencia del Gobierno. Siendo los dos de
suma importancia, el peligro de esa unidad de acto es que cualquiera de ellos quede difuminado
ante el otro. El Parlamento debería esclarecer siempre estas dos cuestiones: por un lado, las razones
por las que el Gobierno merecería ser destituido; por otro, el programa del candidato a la
presidencia del ejecutivo.
La exigencia de un mínimo de un diez por ciento de los diputados para formular mociones de
censura obedece al mismo propósito de restringir iniciativas como la presente, que pueden
engendrar inestabilidad política.
Para nada se refiere el artículo comentado a un supuesto requisito de ser el candidato incluído en
la moción miembro del Congreso de los Diputados. La falta de mención de esta condición impide
afirmar que la candidatura de alguien que no sea diputado sea inconstitucional. Sin embargo, la
candidatura de un no diputado resulta discordante con las características del gobierno parlamentario
y, por lo mismo, claramente desaconsejable. Debería concebirse como supuesto extraordinario.
La moción de censura presentada en 1987 y en la que figuraba como candidato el señor
Hernández Mancha parece desmentir lo anterior. Sin embargo, cabe pensar que una de las razones
de su fracaso fue precisamente esta circunstancia.
c) El periodo de enfriamiento y las mociones alternativas
El apartado 3 del articulo 113 establece que la moción no podrá ser votada hasta que transcurran
cinco días desde su presentación y la posibilidad de formular mociones alternativas.
La primera de estas medidas constituye un período de enfriamiento para evitar un voto
apresurado de una iniciativa tan importante. Ese plazo de cinco días se configura para favorecer una
decisión madura y reflexiva.
Sin perjuicio de la oportunidad de esta limitación, el plazo de cinco días parece excesivo. Las
regulaciones de esta cuestión en el Derecho comparado (Constituciones de Francia, Italia y
Alemania) establecen un plazo sensiblemente inferior. Téngase en cuenta que la presentación de la
moción puede engendrar una situación de incertidumbre respecto al Gobierno constituído, por lo
que conviene que se adopte cuanto antes la decisión que la disipe. Si la mayoría se mantiene unida
tras el Gobierno no parece que se hubiesen derivado grandes males por no retrasar tanto su debate.
Y si, supuesto más difícil, apareciese una mayoría dispuesta a apoyar la censura el referido plazo
puede aumentar la sensación de crisis.
El precepto examinado no especifica si el período de cinco días incluye o no los inhábiles. Las
consideraciones anteriores abogan por no excluirlos, precisamente para no alargar más un plazo que
puede resultar excesivo. Sin embargo, en defecto de norma más precisa, resulta aplicable el artículo
90.1 del Reglamento del Congreso, que establece como norma general que los plazos se computen
por días hábiles.
La segunda determinación del apartado 3, sobre las mociones alternativas, no encuentra
parangón en el Derecho comparado ni en las Constituciones históricas españolas.
Esta norma, no precisamente clara, parece referirse a la posibilidad de presentar mociones con
distintos candidatos a la jefatura del Gobierno, con vistas a rectificar el automatismo del voto de
censura constructivo y la consiguiente dificultad de debatir el programa político del futuro
Gobierno. De este modo, la cámara podría deliberar sobre las posturas políticas simbolizadas por
los diversos candidatos. Esta es la única explicación que se advierte del inciso comentado, dado que
el mismo resultaría enteramente superfluo referido a mociones que, con la misma candidatura,
variasen sólo en la motivación.
El artículo 176.2 del Reglamento del Congreso dispone que la presentación de mociones
alternativas queda sujeta al cumplimiento de los mismos requisitos que la inicial, por tanto, a su
presentación por al menos una décima parte de los diputados, en escrito motivado y con un
candidato que haya aceptado aparecer como tal.
No se han producido aplicaciones de esta previsión.
d) debate y votación
A tenor del artículo 177.1 del Reglamento del Congreso, el debate de la censura se basa en un
primer turno de defensa de la moción por uno de los diputados firmantes de la misma, sin limitación
de tiempo, seguido de la intervención del candidato propuesto, también sin limitación de tiempo, a
efectos de exponer el programa político del Gobierno que se pretende formar.
Tras el turno mencionado se produce una interrupción decretada por el presidente del Congreso.
A continuación, se abre turno de portavoces de grupos parlamentarios, por tiempo de treinta
minutos cada uno, pudiendo consumirse además turnos de réplica de diez minutos (artículo 177.2).
Como se ve, no se contempla ninguna intervención tras la defensa de la moción de censura, que, en
cambio, sí se hace para después del turno del candidato. Esta regulación centra el debate en la
discusión del programa del candidato, mientras que la censura propiamente dicha queda muy
difuminada.
La votación se realiza en su modalidad de pública mediante llamamiento, en lugar de por alguno
de los procedimientos ordinarios, por imponerlo así el artículo 85.2.
En caso de haberse presentado mociones alternativas, el artículo 177.3 del Reglamento dispone
que el presidente de la cámara, oída la Junta de Portavoces, puede acordar el debate conjunto de
todas ellas, sin bien habrán de votarse separadamente y siguiendo el orden de su presentación. En
este caso, si se aprobase una moción no se someterán a votación las restantes (artículo 177.6).
e) Prohibición de nuevas mociones a los firmantes
El apartado 4 del articulo comentado dispone que, en caso de ser rechazada la moción de
censura, sus signatarios no podrán presentar otra durante el mismo período de sesiones.
Se trata de una norma más exponente de ese parlamentarismo racionalizado del que hace gala
nuestra constitución. Este apartado busca erigir una barrera frente a la repetición injustificada de
estas mociones, habida cuenta de su trascendencia política.
En concreto, cuando la votación revela un rechazo por la cámara, este rechazo hace presumir que
la moción no estaba debidamente justificada y, por consiguiente, se prohíbe su reiteración.
No obstante, el gravamen que se impone a los autores de mociones derrotadas tiene un alcance
muy limitado. Por un lado, la prohibición de presentar nuevas mociones de censura se refiere al
mismo período de sesiones, transcurrido el cual recobran su libertad de actuación en esta materia.
La consecuencia es que unos mismos diputados, a lo largo de la legislatura, podrán presentar
diversas mociones de censura aunque resulten desaprobadas todas ellas.
Por otro lado, no se puede olvidar que los verdaderos pilares del parlamentarismo de hoy día son
los grupos parlamentarios y no los diputados individuales. Por eso, la exigencia que se comenta
tendrá un alcance efectivo en los grupos pequeños, pero no en los grandes, esto es, en los que
cuentan con un número igual o superior al doble del exigido para presentar mociones. En este
último supuesto, si la moción resulta rechazada, el grupo interesado podrá presentar otra, incluso
durante el mismo período de sesiones, haciendo variar tan sólo el nombre de los diputados
firmantes.
El artículo 179 del Reglamento del Congreso añade que la moción de censura presentada en
período entre sesiones se imputará al siguiente período de sesiones. Esta imputación debe
entenderse a los solos efectos de consumir el cupo establecido previsto en el apartado 4 del artículo
113. No debe impedir la presentación de una de estas mociones fuera de los períodos de sesiones. A
tenor del artículo 73.2 de la Constitución, esta posibilidad siempre puede producirse cuando vaya
unida a la petición de una sesión extraordinaria.

La moción de censura en la práctica


Tan sólo en dos ocasiones en los veinticinco años de vida constitucional se ha puesto en práctica
este artículo. La primera moción de censura se presentó en 1980 contra el presidente Adolfo
Suárez, del partido UCD, y llevando como candidato al señor Felipe González, del PSOE (véase
Diario de Sesiones del Congreso de 28, 29 y 30 de mayo de 1980). La segunda en 1987 contra el
presidente González y llevando como candidato al senador Hernández Mancha, de AP (véase Diario
de Sesiones del Congreso de 26, 27 y 30 de marzo de 1987). Seguramente, vista la realidad política,
ambas mociones no perseguían otra cosa que desgastar al Gobierno existente y, en particular, a su
presidente. La primera pudo cosechar algunos réditos en este campo; la segunda, en cambio, fracasó
por completo a este respecto. Pero donde las dos fracasaron fue en su propósito, al menos teórico,
de cambiar el Gobierno de la nación.
También, durante todo este período ha existido una en general destacable estabilidad política y
gubernamental: práctico agotamiento de las legislaturas y mantenimiento del mismo presidente del
Gobierno y de la mayor parte de su equipo durante su vigencia. Sin embargo, sería muy arriesgado
unir un hecho con otro, es decir, presentar la estabilidad gubernamental como una consecuencia del
parlamentarismo racionalizado y, en particular, de la moción de censura constructiva.
En general, siempre ha habido mayorías estables y cohesionadas, a cuya merced quedaban las
iniciativas de la oposición y, por tanto, las estudiadas. La disciplina de partido y las fuertes primas
concedidas a los partidos victoriosos por nuestra ley electoral ha determinado un Congreso
escasamente fraccionado, al menos comparado con otros sistemas proporcionales, y poco propenso
a mudar de mayorías. Con ello estaban ausentes las coordenadas para el triunfo de este tipo de
iniciativas.
Para la aprobación de una moción de censura sería necesaria una división en los bancos de esa
mayoría, posibilidad que la práctica revela como harto improbable habida cuenta de la disciplina
interna de los partidos. Si se tratase de un Gobierno mayoritario pero de coalición, las posibilidades
de triunfo aumentan, ya que cabe la defección de uno de los partidos presentes en aquél y su pase a
la oposición. Pero aun así las posibilidades son bastantes escasas, ya que la salida lógica a la ruptura
de un Gobierno de coalición es que éste presente su dimisión y que se inicie el proceso para la
formación de un nuevo Gobierno o la convocatoria anticipada de elecciones. Aunque no se trataba
propiamente de un Gobierno de coalición, algo parecido es lo que ocurrió en octubre de1995
cuando el grupo parlamentario de CiU, hasta entonces apoyando al Gobierno, votó en contra en los
presupuestos generales del Estado para 1996, lo que provocó la desestimación de estos últimos y la
apertura de una crisis política que desembocó en la disolución de las cámaras pocos meses después
(véase Diario de Sesiones del Congreso núms. 179 y 180, de 24 y 25 de octubre de 1995). Si, por
último, el Gobierno es unipartidista y minoritario las posibilidades de que una de estas mociones
prospere crecen todavía más. Pero también aquí es previsible que, en cuanto se fragüe una mayoría
alternativa, el Gobierno se verá abocado a presentar su dimisión aun antes de que se tramite una
moción de censura (caso del presidente Adolfo Suárez en 1981).
Es sintomático que las dos únicas caídas del Gobierno acontecidas entre nosotros han sido por
factores extraparlamenterios y han sido resueltas a la manera del parlamentarismo clásico. En 1981
Suárez dimite ante la crisis interna de su partido y se abre un proceso de formación de un nuevo
Gobierno. En 1995, al perder una votación importante, el presidente Felipe González disuelve las
cámaras y convoca nuevas elecciones. En ambas ocasiones los dos presidentes debieron sentir que
estaban faltos de los necesarios apoyos para continuar gobernando. La moción de censura se hizo
irrelevante.
Sobre el contenido de este artículo pueden consultarse los trabajos citados en la bibliografía que
se inserta.

Sinopsis artículo 114


1. Consecuencias de la denegación de la confianza parlamentaria
El apartado 1 de este artículo determina los efectos de la desaprobación de una cuestión de
confianza: dimisión del Gobierno, seguida del proceso para la formación de uno nuevo con arreglo
a las normas del artículo 99 de la Constitución. Lo primero significa no otra cosa que el cese de
todo el Gobierno, consecuencia de que este resultado testimonia que falta el elemento clave del
sistema parlamentario: el apoyo mayoritario de la representación popular al Gobierno.
Existe una cierta discrepancia entre este artículo y el 99. Según este último, la confianza inicial
se transmite al presidente del Gobierno, por lo que en puridad sólo podría retirarse al mismo. Sin
embargo, el artículo 114 contempla efectos colectivos para la cuestión de confianza: todo el
Gobierno resulta alcanzado. En realidad, nada distinto habría ocurrido si este artículo se hubiese
limitado a disponer la dimisión del presidente del Gobierno. En ese caso, y por aplicación del
artículo 101.1, el cese se habría extendido a los demás miembros del mismo. Tal vez esta
incoherencia vino propiciada por la referencia a la responsabilidad solidaria del Gobierno que sienta
el artículo 108.
De todas formas, el artículo 174.6 del Reglamento del Congreso señala que "cualquiera que sea
el resultado de la votación (de la cuestión de confianza), el Presidente del Congreso lo comunicará
al Rey y al Presidente del Gobierno".
A partir de ese momento, y si la confianza ha sido desestimada, el Gobierno se transforma
entonces en Gobierno en funciones, tal y como recoge el artículo 101.2 de la Constitución. El Rey
deberá abrir las consultas con los representantes de los grupos políticos del Congreso y seguir los
trámites conducentes a la investidura de un nuevo presidente, siguiendo lo dispuesto en el artículo
99 de la Constitución. Si la cuestión resulta aprobada, el trámite se agotará con la comunicación
señalada.
El artículo 21 de la Ley 50/1997, del Gobierno, detalla los efectos del Gobierno en funciones. Lo
más relevante es que debe limitar "su gestión al despacho ordinario de los asuntos públicos,
absteniéndose de adoptar, salvo casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés
general cuya acreditación expresa así lo justifique, cualesquiera otras medidas".
Del artículo comentado se deduce que queda excluida la posibilidad de decretar la disolución de
las cámaras a raíz de una denegación de confianza parlamentaria, posibilidad que, en cambio, tuvo
gran predicamento en el parlamentarismo, como medio de saldar una desavenencia entre el
legislativo y el ejecutivo: las subsiguientes elecciones permitían que el electorado resolviese el
conflicto entre ambos poderes. Esto resulta confirmado por el apartado 4.a del mencionado artículo
21 de la Ley del Gobierno.
2. Consecuencias de la aprobación de la moción de censura
El apartado 2 del artículo 114 establece las consecuencias de la aprobación de una moción de
censura, que son las mismas que las de la cuestión de confianza: cese del Gobierno.
Pero aquí este cese aparece asociado a la simultánea investidura de la confianza parlamentaria
del candidato. Conforme al carácter constructivo de la moción de censura, el candidato incluído se
entenderá investido de la confianza de la Cámara a los efectos previstos en el artículo 99. De este
modo, se excluye que el candidato se someta a la votación de investidura, pues la votación que
ahora se contempla la implica de por sí. En realidad, el procedimiento de la moción de censura
constructiva (artículos 113.2) es una alternativa a la investidura ordinaria. Se produce el mismo
efecto -el establecimiento de un presidente del Gobierno- pero a través de distintas vías.
Por ello, y en contra de lo que en algún momento fue sostenido, debe entenderse excluída la
posibilidad de que, tras la aprobación de la moción de censura, el candidato plantee la cuestión de
confianza, al amparo del artículo 112, para recibir ésta de una forma más directa. Si, a tenor del
precepto ahora glosado, el candidato se entiende investido de la confianza parlamentaria, es ocioso
y contrario al procedimiento constitucional el planteamiento de una de esas cuestiones.
En concreto, el artículo 178 del Reglamento del Congreso dice que el Presidente del Congreso
"pondrá inmediatamente en conocimiento del Rey y del Presidente del Gobierno" la aprobación de
una moción de censura. Esta comunicación ha de ir asociada al Decreto de nombramiento del
nuevo presidente del Gobierno, que debe firmar el Rey y refrendar el presidente del Congreso, al
amparo de lo ordenado por el artículo 64.1 de la Constitución. Lógicamente, el Decreto
oficializando el cese del Gobierno anterior y el nombramiento del nuevo presidente puede
publicarse en el BOE al día siguiente de la aprobación de la censura.
Lo anterior demuestra que la moción de censura opera con mayor radicalismo que una cuestión
de confianza desestimada, pues en el primer caso apenas haya paréntesis entre el cese y la
constitución del nuevo Gobierno: el Gobierno en funciones sólo se mantiene en las veinticuatro
horas que se tarda en la toma de posesión del nuevo presidente del Gobierno y el nombramiento y
toma de posesión de los restantes miembros. En el segundo caso, el proceso es bastante más largo,
como se deduce de lo antes indicado.
Para mayores detalles, nos remitimos a lo expuesto en el artículo 113.
Sobre el contenido de este precepto pueden consultarse, además, las obras citadas en
la bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 115


1. Teoría general de la disolución del Parlamento
a) concepto y órgano competente
La disolución del Parlamento no es otra cosa que la decisión por la que se pone fin anticipado a
este órgano representativo, decayendo todos sus procedimientos, facultades y prerrogativas. En vez
de concluir al expirar el período por el que fue elegido, la disolución supone anticipar este
momento.
Pero, este fin adelantado va aparejado a la elección de un nuevo Parlamento, ya que en otro caso
implicaría la abolición pura y simple de la institución y la propia existencia del Estado democrático.
Desde este punto de vista debería hablarse de la disolución de un Parlamento más que de la
disolución del Parlamento.
Esta decisión de disolver suele corresponder al Gobierno. Aunque en algunos países se conoce la
autodisolución o disolución decretada por el propio Parlamento, la realidad es que se trata de un
supuesto excepcional (caso de los Länder alemanes, pero no de la Asamblea federal). Allí donde se
conoce esta facultad, la misma constituye un atributo de poder ejecutivo en la práctica totalidad de
Estados.
b) Sentido histórico y actual
La disolución fue una facultad que ostentaban algunos monarcas del antiguo régimen y que
utilizaban como medio de deshacerse de un Parlamento hostil, como ocurrió en Inglaterra.
Con el Estado constitucional la disolución del Parlamento pierde ese carácter y se transforma en
un instrumento de regular conflictos entre el poder legislativo y el ejecutivo. La exigencia de
responsabilidad política del segundo por el primero adquiere un contrapeso en esta facultad de
disolver el Parlamento. La disolución se presenta como un arma de que dispone el Gobierno en sus
relaciones con las cámaras y con la que puede contrarrestar la influencia de estas últimas. Esta
medida gubernamental pende como una amenaza sobre el Parlamento: la mayoría parlamentaria
sabe que en caso de denegar la confianza al Gobierno y provocar su caída éste puede replicar
disolviendo las cámaras y convocando nuevas elecciones, en las que esos parlamentarios tendrán
que afrontar el riesgo de perder su escaño.
En definitiva, ya no es un procedimiento para poner sordina a la representación popular sino para
hacer que sea precisamente el pueblo quien dirima el conflicto surgido entre el brazo legislativo y el
ejecutivo: las elecciones confirmarán al Gobierno, si resulta una nueva mayoría afín, o provocarán
su sustitución, en caso contrario.
Pero, el sentido de la disolución cambió también después al compás de la evolución histórica.
Cuando, tras la segunda guerra mundial, el parlamentarismo devino un parlamentarismo basado en
grandes partidos de masas, centralizados y muy disciplinados, la situación descrita en el párrafo
anterior se hizo muy ocasional. Merced a la disciplina partidaria que une a la mayoría parlamentaria
con el Gobierno resultaba muy difícil que esa mayoría pusiese en aprietos al Gobierno.
En ese marco, la disolución anticipada se convierte en un instrumento de la dialéctica entre la
mayoría gubernamental y la oposición parlamentaria. Cuando el Gobierno necesita imprimir una
corrección a su programa político y, por tanto, el respaldo popular para llevarlo a cabo, la disolución
ofrece una oportunidad para apelar a la ciudadanía en las nuevas elecciones. Lo mismo puede
decirse cuando se presenta una situación imprevista que demanda consultar al pueblo para que
decida el tipo de política que desea al efecto.
En estos y en otros casos la disolución ofrece al Gobierno una ocasión para revalidar su mayoría
y poder continuar gobernado. No es extraño que el Gobierno utilice este instrumento y convoque
elecciones anticipadas en un momento en que la situación parece serle políticamente favorable. Al
poder decidir unilateral y sorpresivamente la fecha de las elecciones se convierte en una
estratagema de la lucha partidaria.
De otra parte, conviene señalar que aunque la facultad de disolver se ha convertido en un
atributo gubernamental y, en particular, del primer ministro, formalmente, en cambio, sigue siendo
un acto del jefe del Estado, sea éste Rey o Presidente de república. En unos casos, su actuación es
reglada, debiéndose a una única decisión del Gobierno o de su presidente, como ocurre en las
monarquías parlamentarias (Reino Unido, España, etcétera). En otros, el jefe del Estado puede
disponer de una mayor o menor influencia. Esto es lo que ocurre en las repúblicas, como Francia e
Italia. Sin duda, la mayor legitimidad democrática de los últimos es lo que explica la diferencia.
Finalmente, en algunos casos la disolución esta concebida al margen de las consideraciones
anteriores y se impone por la Constitución como parte de ciertos procedimientos. Tal es lo que
ocurre cuando se la regula como una fase de la reforma constitucional.

2. Régimen de la disolución en la Constitución


a) supuestos en que procede
La Constitución contempla varios supuestos de disolución: por un lado, están aquellos en que
opera con un carácter imperativo, esto es, en que la concurrencia de cierta situación obliga a
disolver las cámaras y a convocar nuevas elecciones. Por otro, están los de carácter voluntario, en
los que si la disolución se produce es porque el presidente del Gobierno así lo decide, pero
libremente, sin que exista norma que le obligue.
Manifestaciones de la primera modalidad son: (a) la disolución automática que el artículo 99.5
previene para el caso de que ninguno de los candidatos a la presidencia del Gobierno obtenga la
investidura del Congreso, supuesto en que el Rey tiene que decretar la disolución de esta cámara y
el Senado, y (b) la disolución automática que el artículo 168.1 impone para las reformas totales o
parciales fundamentales de la propia Constitución, y luego de su aprobación de principio por las
Cortes Generales. Estas previsiones permanecen inéditas, lo que es testimonio de su carácter
secundario en nuestro sistema. Una excepción a lo primero, pero en un marco harto extraño, ha
acontecido en la Asamblea de Madrid tras su elección en mayo de 2003.
El caso realmente importante es el de las disoluciones voluntarias, que son precisamente el
objeto del artículo que nos ocupa.
b) Órgano decisorio de la disolución
En todos los casos es el Rey quien decreta formalmente la disolución, en conformidad con lo
previsto en el artículo 62.b (Corresponde al Rey ... convocar y disolver las Cortes Generales). Por
eso, la disolución aparece publicada en el BOE como real decreto.
Con ello se sigue la regla general del Derecho comparado y de nuestro Derecho histórico. Sin
embargo, la actuación del Rey es en todos los casos obligada. En los primero casos (disolución
automática) la decisión le viene impuesta por la propia Constitución. Se trata, por lo demás, de unas
situaciones fácilmente verificables en la realidad. En los segundos (disolución voluntaria) quien
decide realmente es el presidente del Gobierno. Nótese que el artículo 115 utiliza un tono
imperativo para referirse a la actuación del monarca: "El Presidente del Gobierno ... podrá proponer
la disolución ... que será decretada por el Rey".
Por tanto, ni el Rey puede decidir por sí mismo la disolución ni negarse a firmar el decreto de
disolución cuando sea requerido para ello por el presidente del Gobierno. Las facultades formales
que el artículo 62.b reconoce al Rey deben entenderse necesariamente en relación con lo dispuesto
en los artículos 99.5 y 115.1, de los que se deduce sin ambigüedad que se encuentra en una
situación de estricta vinculación.
La impresión anterior ha sido corroborada por el artículo 2.2 de la Ley 50/1997, de 27 de
noviembre, del Gobierno, en la medida que atribuye al presidente, y sólo al presidente, proponer al
Rey ... la disolución del Congreso, del Senado o de las Cortes Generales.
La intervención del Consejo de Ministros es preceptiva pero no vinculante, es a efectos de ser
oído pero sin capacidad decisoria. El presidente del Gobierno, en concordancia con el liderazgo que
le reserva la Constitución, está legitimado para decidir por sí mismo, sin tener que sujetarse al
criterio de los restantes miembros de su gabinete. Por eso en todas las disoluciones producidas hasta
la fecha se ha hecho constar el carácter simplemente deliberativo del Consejo de Ministros.
c) Alcance de la disolución
Uno de los puntos más sustanciales del precepto examinado es la determinación de que la
disolución podrá afectar al Congreso, al Senado o a las Cortes Generales.
La fórmula originariamente escogida en el anteproyecto de Constitución limitaba la disolución al
Congreso de los Diputados. Después, y sin el debate que hubiese sido deseable, se amplió el
abanico de la disolución a las Cortes Generales, o sea, a ambas cámaras simultáneamente.
Finalmente, en el Senado se abrió paso la redacción definitiva, a tenor de la cual pueden ser
disueltas cualquiera de las cámaras o ambas al mismo tiempo.
La solución adoptada no se compagina con el tipo de parlamentarismo escogido, donde la
relación de confianza con el Gobierno se produce respecto del Congreso de los Diputados y nunca
respecto del Senado.
Todas las circunstancias que justifican el recurso a la disolución se presentan en las relaciones
Gobierno - Congreso y están ausentes, por contra, en las relaciones Gobierno - Senado. Téngase en
cuenta que la constitución del gabinete y su responsabilidad política se producen sólo en la cámara
baja. Por ello puede decirse que es innecesaria y complicada la posibilidad de disolver el Senado. Si
se observa el panorama de otros países, se puede comprobar que existe una tendencia general
contraria a la disolución de las asambleas que no pueden exigir responsabilidad política al
Gobierno. Tal es el caso del Reino Unido, Francia y República Federal Alemana. Sí existe, en
cambio, esta posibilidad en el caso de las segundas cámaras que pueden exigir dicha
responsabilidad, como ocurre en Italia.
Por lo anterior hay que pensar que, lejos de las consideraciones teóricas expuestas, han sido otras
de orden práctico las que explican la regulación comentada. El hecho de ser el Senado una cámara
predominantemente elegida por sufragio universal y directo (artículo 69), su indisolubilidad hubiese
posibilitado que su elección dejase de coincidir cronológicamente con la del Congreso, dado que el
mandato de aquélla habría sido siempre de cuatro años mientras que la de la segunda - por efecto de
la disolución - podría ser de hecho menor. Ello hubiese obligado a convocar unas elecciones
separadas para el Senado, con el riesgo de aumentar el cansancio electoral y el desinterés
participativo.
d) Fecha de las elecciones
El apartado 1 termina diciendo que el decreto de disolución fijará las fechas de las elecciones.
Con ello se quiso resaltar que la consecuencia lógica de la disolución es la celebración de nuevas
elecciones, que se hacen así obligadas.
Esta norma debe integrarse necesariamente con el artículo 68.6, que establece que las elecciones
tendrán lugar entre los treinta y los sesenta días desde el fin del mandato.
Ambas normas han sido desarrolladas por el artículo 42.1 de la LOREG, que prescribe
básicamente tres cosas: que el decreto de convocatoria debe publicarse en el BOE al día siguiente
de su expedición, que el mismo entrará en vigor al día siguiente de este hecho y que las elecciones
habrán de celebrarse el día quincuagésimo cuarto -no antes ni después- posterior a la convocatoria.
e) Limitaciones temporales a la disolución parlamentaria
Los apartados 2 y 3 del presente artículo contienen sendas limitaciones temporales a la facultad
de disolver el Parlamento. Estas limitaciones recaen sobre el Gobierno.
El apartado 2 prohíbe la propuesta de disolución cuando esté en trámite una moción de censura.
Se trata de una limitación muy expresiva del acusado parlamentarismo racionalizado que preside
nuestra ley fundamental. En particular, se trata de salir al paso de usos que pudieron estar vigentes
durante el parlamentarismo decimonónico y evitar que el Gobierno se pueda sustraer a la exigencia
de responsabilidad política a través de la moción de censura. Así, presentada una de estas mociones,
el gabinete no podrá evitar su debate y votación mediante el recurso a la disolución de las cámaras.
La prohibición de proponer la disolución debe entenderse referida a toda la tramitación de las
mociones de censura, desde su depósito hasta su votación. Si la moción resulta aprobada habrá de
estarse a lo dispuesto en el artículo 114.2; si, por el contrario, es desechada, entonces el presidente
del Gobierno recobra su facultad de disolver la cámara o cámaras que resulten procedentes.
De todas formas, esta limitación tiene escasa incidencia práctica.
Como el apartado examinado se contrae a las mociones de censura y no a las cuestiones de
confianza, no puede extenderse a estas últimas la limitación de las primeras. Formalmente, no existe
impedimento para que el Gobierno pueda proponer la disolución antes de que se vote una cuestión
de confianza. Sin embargo, desde un punto de vista puramente político ésta es una operación que
lógicamente comprometería la autoridad moral y la imagen de seriedad del Gobierno. Por eso,
aunque intuya que la confianza no le va a ser otorgada, debe ser riguroso con el procedimiento que
él mismo ha iniciado, permitiendo la votación de la cuestión propuesta.
El apartado 3 contiene una segunda limitación temporal, consistente en la prohibición de
disponer una nueva disolución antes de que transcurra un año desde la anterior. La razón teórica de
esta limitación es evitar un abuso de la facultad disolutoria que compete al presidente del Gobierno.
Se quiere impedir que el ejecutivo pueda eludir su control y supervisión por las cámaras recurriendo
a algo tan sencillo como hacerlas desaparecer mediante el expediente de la disolución.
El plazo que se establece de un año desde la anterior disolución parece haberse inspirado en el
artículo 12 de la Constitución francesa. Como plazo no resulta excesivo, más bien parece
moderado. Téngase en cuenta que entre la disolución y la constitución de la cámara resultante de las
elecciones pueden transcurrir varios meses, por lo que el período efectivo de vida parlamentaria que
ha de pasar hasta que resulte admisible una nueva disolución es incluso inferior a un año: éste se
computa desde la anterior disolución y no desde la constitución de la nueva cámara. En tan corto
lapso de tiempo es muy difícil que se presente la conveniencia de consultar al electorado y, por
consiguiente, de disolver de nuevo. En menos de un año es posible que haya cambios de Gobierno
por las diversas causas previstas en el artículo 101.1, pero lo que ya no es tanto es que la opinión
pública varíe de criterio sobre cuestiones importantes e inaplazables, que es lo único que justificaría
una nueva disolución y unas nuevas elecciones.
Del referido plazo se excluye, como es lógico, a la disolución provocada por el supuesto, harto
improbable, de que ningún candidato a la presidencia del Gobierno haya obtenido la confianza del
Congreso, según lo dispuesto en el artículo 99.5. Téngase en cuenta que se trata de una disolución
automática, no dispuesta libremente por el presidente del Gobierno en funciones, por lo que no hay
peligro de uso arbitrario de la misma.
Por razones parecidas, y aunque no se mencione expresamente, estimamos que la prohibición del
apartado 3 no afecta a las disoluciones necesarias para la reforma constitucional, según el
procedimiento del artículo 168.1. Dicha prohibición se incluye en el artículo que regula la
disolución discrecional decretada por el presidente del ejecutivo y tiene como fin evitar un ejercicio
abusivo de la misma. Ambas circunstancias están ausentes en la disolución para la reforma
constitucional, por lo que no tendría mucho sentido extender la prohibición a supuesto tan distinto.
De todas formas, es muy difícil que se presente la eventualidad de disolver el Congreso antes de
transcurrir un año desde la disolución para la reforma constitucional del artículo 168.1.
Por su parte, el artículo 21.4.a de la Ley del Gobierno ha introducido un nuevo supuesto de
exclusión de la disolución anticipada: el Gobierno en funciones.
f) efectos de la disolución
La disolución constituye un fin anticipado del mandato parlamentario y, por eso, sus efectos son
los mismos que los producidos por el agotamiento de la legislatura. Los asuntos en tramitación
decaen y los miembros de la cámara disuelta pierden su condición de tales, con sus derechos y
privilegios. No obstante, el fin afecta a la composición del Parlamento, no a la institución en cuanto
tal. El Parlamento, en cuanto órgano estatal, sobrevive sin solución de continuidad.
Esto explica que la disolución carezca de un carácter total y absoluto. En algunos países
(Francia, Bélgica, Portugal) el Parlamento extinto puede volver a reunirse si se presentan casos
extraordinarios antes de la constitución del siguiente. En otros (Italia) se produce ope legis la
prórroga del Parlamento disuelto hasta la formación del que resulte elegido. En España, siguiendo
los antecedentes de las constituciones de 1812 y 1931, pervive en cada cámara una comisión
extraordinaria o Diputación permanente, encargada de asumir ciertas competencias en el período
que se extiende desde la disolución hasta la reunión del nuevo Parlamento (artículo 78 de la
Constitución). Es un órgano integrado por un número reducido de miembros de las antiguas
cámaras y que conservan su condición de parlamentarios, destinado a dar continuidad a las mismas,
pero cuya composición y funcionamiento no dejan de plantear interrogantes.

3. Aplicación del presente artículo


Veinticinco años después de aprobarse la Constitución, los apartados 2 y 3 del artículo 115
permanecen inéditos, y no por casualidad, sino porque, como ya se ha adelantado, contemplan
supuestos de difícil realización.
Por el contrario, el apartado 1 ha tenido una extensa aplicación. Todas las terminaciones de
legislatura (seis más la constituyente) se han producido al amparo de la disolución decretada por el
presidente. Bien es verdad que en algunos casos la disolución vino cuando la legislatura estaba
relativamente cerca o muy cerca de su agotamiento, como aconteció en 1986 con la II legislatura,
en 1993 con la IV y, especialmente, en 2000 con la VI. En estos casos, tal vez políticamente pueda
darse por consumido naturalmente el período por el que fueron elegidos diputados y senadores.
Pero desde un punto de vista formal todas han aparecido como disoluciones. Los decretos
correspondientes invocan lo dispuesto en el artículo 115 y expresan que se trata de disolución,
propuesta por el presidente del Gobierno previa deliberación del Consejo de Ministros. Véanse al
respecto los Reales decretos 3073/1978, de 24 de diciembre, 2057/1982, de 27 de agosto, 794/1986,
de 22 de abril, 1047/1989, de 1 de septiembre, 534/1993, de 12 de abril, 1/1996, de 8 de enero y
64/2000, de 17 de enero.
Igualmente, en todas las ocasiones la disolución ha afectado al Congreso y al Senado, sin que se
haya hecho uso de la posibilidad de disolución separada.
Sobre el contenido de este artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 116


1.- Precedentes históricos y Derecho comparado
La regulación de estados excepcionales durante los que quedaba suspendida, bajo determinadas
cautelas, la vigencia de ciertos derechos fundamentales es tan antigua como el propio
constitucionalismo histórico español y ha sido fuente de intensos debates en épocas concretas.
Aparece ya en el art. 308 de la Constitución de Cádiz de 1812, referida a las garantías frente a
detenciones e inviolabilidad del domicilio y sometida a autorización de las Cortes otorgada por
tiempo determinado. Con idénticos perfiles reaparece en el art. 8 de la Constitución de 1837, el art.
8 de la Constitución de 1845 y el art. 9 de la non nata Constitución de 1856, aunque este último
incluye una referencia a una previa ley de orden público, que debía aplicarse durante la suspensión,
y la prohibición de deportaciones fuera de la Península. El art. 31 de la Constitución de 1869
contiene una regulación que se va aproximando algo más a los perfiles modernos. Ante todo se
amplían los derechos susceptibles de ser suspendidos, entre los que se incluyen las garantías frente a
detenciones, inviolabilidad de domicilio, libertad de residencia, y libertades de expresión, reunión y
asociación, consecuencia lógica de la mayor extensión de su reconocimiento frente a los textos
anteriores. Pero además, se establecen garantías adicionales como la aplicación durante la
suspensión de garantías de una ley de orden público, establecida de antemano, y la prohibición de
deportaciones superiores a 250 kilómetros del domicilio y de la aplicación de otras penas que las
previamente prescritas por ley. En desarrollo de estas previsiones se dictó la Ley de Orden Público
de 23 de abril de 1870, en vigor durante más de sesenta años. El régimen previsto en el art. 17 de la
Constitución de 1876 es bastante similar, con dos excepciones: la posibilidad de destierros a
distancias superiores a la expuesta y, sobre todo, la facultad del Gobierno cuando no estuviesen
reunidas las Cortes, de acordar la suspensión de los derechos enunciados en el propio artículo (los
mismos que los aludidos en la Constitución de 1869) bajo su responsabilidad y sometiendo su
acuerdo a la aprobación de aquéllas lo más pronto posible. Finalmente, la Constitución de 1931
regula la cuestión en su art. 42. No varían los derechos susceptibles de suspensión, pero sí los
requisitos, inspirados en los modelos ofrecidos por los dos precedentes inmediatamente anteriores.
Así, al igual que en 1869, se incluye una referencia a la ley de orden público, si bien desaparece su
carácter previo necesario, y la prohibición de extrañamientos superiores a 250 kilómetros del
domicilio del afectado. Del texto de 1876 se toma la facultad del Gobierno de decretar la
correspondiente suspensión sometida a ratificación por las Cortes. Ésta será inmediata si el
Congreso de los Diputados estuviese reunido, en un máximo de nueve días si estuviese cerrado y
ante la Diputación Permanente en caso de disolución, la cual no puede decretarse mientras subsista
la suspensión. Por otra parte, la disposición transitoria segunda mantiene la vigencia de la ley de 21
de octubre de 1931, de defensa de la República, durante el mandato de las Cortes Constituyentes.
Finalizado éste, el desarrollo de las disposiciones constitucionales se hizo por medio de la Ley de
Orden Público de 28 de julio de1933.
En el derecho comparado las fórmulas para hacer frente a las situaciones de anormalidad son de
lo más variado, aunque el desarrollo del Estado constitucional ha determinado que sea regla general
garantizar no sólo la superación de los presupuestos fácticos que han motivado la adopción de las
medidas correspondientes sino también el mantenimiento en lo posible del sistema institucional y
de unas libertades mínimas para los ciudadanos, circunstancias éstas que inspiran el contenido del
art. 15 del Convenio de Roma de 4 de noviembre de 1950, para la protección de los derechos
humanos y de las libertades fundamentales. Bajo estas premisas pueden encontrarse sistemas de
plenos poderes para el ejecutivo otorgados por el parlamento, como fueron las dos War Powers Acts
estadounidenses durante la II Guerra Mundial o es el art. 16 de la Constitución francesa de 1958, el
estado de sitio, regulado en esta misma norma en su art. 36, o la suspensión de derechos, fórmula
clásica del Reino Unido, donde se prevé de manera clásica para el habeas corpus en el propio Bill of
Rights de 1689, así como para los derechos de reunión y manifestación (Riot Act de 1714, aún
vigente), la libertad de expresión (en virtud de la Seditions Libel Act de 1819) y las libertades de
circulación y residencia y de huelga. También la Constitución norteamericana de 1787 contiene un
supuesto de suspensión de derechos en el apartado 2 del artículo nueve del título I, para el derecho
de habeas corpus, en casos de rebelión o invasión. Puede, en cualquier caso, citarse el régimen
establecido en la Ley Fundamental de Bonn, que parece haber inspirado en cierta medida la
regulación española, por el que se distinguen las situaciones catastróficas del art. 35, del estado de
tensión regulado en el art. 80a y del estado de defensa contemplado en el capítulo Xa, artículos 115a
en adelante. Muy similar es el del art. 19 de la Constitución de Portugal de 1976 - 1982, que regula
los estados de excepción y de sitio.

2.- Elaboración y desarrollo normativo del precepto


Pasando ya al régimen actualmente vigente en España, el precepto comentado no sufrió
demasiadas modificaciones a lo largo de su elaboración frente a la versión ofrecida por el
anteproyecto, puesto que la redacción, que a la postre había de prevalecer, dada en la Comisión de
Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados, se limitó a cambiar
la denominación del estado de guerra, que pasó al actual de estado de sitio, y a introducir garantías
menores, aunque significativas, en torno a las facultades de las Cámaras, que debían pronunciarse
sobre la proclamación de todos los estados excepcionales y no podían ser disueltas durante su
vigencia. Ello no obsta para que, además de las reformas expuestas, se suscitase un debate de cierta
intensidad en torno a la conveniencia de la regulación del estado de alarma, considerado innecesario
en ciertos sectores por no implicar una suspensión de derechos y por estimarse que las facultades
ordinarias del Gobierno bastaban sobradamente para dar respuesta cumplida a las situaciones para
las que se pensaba esta institución. Este fue el sentido de enmiendas como la núm. 1 del Sr. Riestra
París, de Alianza Popular y la núm. 692, del Sr. Sánchez Montero, del Grupo Comunista, así como,
en el Senado, de la enmienda núm. 67, del Grupo Progresistas y Socialistas Independientes. En
cualquier caso, como es obvio, al final se impuso la opinión de los Grupos Centrista y Socialista,
favorable a la incorporación de esta figura a las situaciones de anormalidad.
El desarrollo normativo del art. 116 se contiene en la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los
estados de alarma, excepción y sitio y los arts. 162 a 165 del Reglamento del Congreso de los
Diputados de 10 de febrero de 1982. La primera es fruto de un proyecto de ley más amplio, que con
el nombre de Proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana se presentó en 1979 y que daría lugar a la
hoy derogada Ley Orgánica 11/1980, de 1 de diciembre, sobre los supuestos previstos en el artículo
55.2 de la Constitución y a la LO 4/1981. La forma normativa de ley orgánica viene impuesta por el
primer párrafo del art. 116, en coherencia lógica con la exigencia de este rango para las leyes que
desarrollen derechos fundamentales y libertades públicas, establecida por el art. 81.1 CE. Puede,
además, citarse la concurrencia de la Ley 2/1985, de 21 de enero, sobre Protección Civil.
Antes de pasar al estudio de cada una de las situaciones es preciso recordar algunos efectos
comunes a todas ellas deducidos tanto de la Constitución como de los primeros artículos de la LO
4/1981. Así, la declaración de cualquiera de ellos procede sólo cuando circunstancias
extraordinarias hagan imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios
de las Autoridades competentes y las medidas adoptadas serán las indispensables para asegurar su
restablecimiento, debiendo aplicarse de forma proporcionada a las circunstancias. Así lo ha
sostenido la STC 33/1981, de 5 de noviembre, en relación con la declaración del estado de alarma y
los derechos de huelga y conflicto colectivo. De dicha excepcionalidad se infiere, no obstante, una
capacidad de incidir en la esfera de libertades de los ciudadanos mucho más intensa que en
cualquier otra situación, incluida la de suspensión individual de derechos recogida en el art. 55.2
CE, tal y como ha subrayado la STC 199/1987, de 16 de diciembre. Además, dicha declaración no
afecta al normal funcionamiento de las instituciones, de modo que no se altera la responsabilidad
del Gobierno ni de sus agentes. Por ello, no puede disolverse durante su vigencia el Congreso de los
Diputados y se procederá a la inmediata convocatoria de las Cámaras si no estuviesen en período de
sesiones. Si el Congreso de los Diputados estuviese disuelto sus funciones en esta materia serían
asumidas por la Diputación Permanente. También por idéntica razón se declaran impugnables ante
la jurisdicción competente los actos y disposiciones de las Administraciones Públicas dictados
durante su vigencia y se determina el derecho de los particulares a ser indemnizados cuando sufran
de manera directa, en su persona, derechos o bienes, daños o perjuicios por actos que no les sean
imputables, como consecuencia de actos o disposiciones adoptados en alguna de las situaciones de
anormalidad. No deben, además, aprovecharse estas situaciones para tomar decisiones de
trascendencia en relación con el sistema político vigente, de manera que, con buen sentido, el art.
169 CE prohíbe iniciar una reforma constitucional si está en vigor cualquiera de los estados
regulados en este artículo. Por último, es requisito ineludible que se dé máxima publicidad a la
declaración de cualquiera de dichos estados, para lo que se dispone la inmediata publicación en el
BOE y su difusión en los medios públicos y privados pertinentes de aquélla y de las normas que se
dicten durante su vigencia.

3.- El estado de alarma: declaración y efectos


Pasando a los distintos supuestos, el estado de alarma se declara en todo o parte del territorio
nacional por el Gobierno mediante Decreto acordado en Consejo de Ministros, de oficio o a petición
del Presidente de la Comunidad Autónoma afectada, cuando acontezcan catástrofes, calamidades o
desgracias públicas tales como terremotos, inundaciones, incendios o accidentes de gran magnitud,
crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves, situaciones de
desabastecimiento y paralización de los servicios esenciales para la comunidad que determine
alguno de los resultados anteriores, como consecuencia de huelgas o conflictos colectivos. El
Decreto gubernamental debe determinar el ámbito territorial, los efectos y la duración del estado de
alarma, que no podrá exceder de quince días, salvo autorización del Congreso de los Diputados y
debe comunicarse a esta Cámara, junto con los Decretos que se dicten durante su vigencia. De la
comunicación del Gobierno se dará traslado a la Comisión competente, que podrá recabar la
información y documentación que proceda. En cuanto a la autorización de prórroga, que debe
solicitarse antes de expirado el plazo inicial, su aprobación corresponde al Pleno, tras un debate
ajustado a las normas establecidas en el art. 74.2 del Reglamento para los de totalidad. Los Grupos
parlamentarios pueden presentar propuestas sobre el alcance y las condiciones de la prórroga hasta
dos horas antes del mismo.
El estado de alarma no supone, en principio, efecto alguno sobre la vigencia de los derechos
fundamentales, puesto que su declaración implica sólo una puesta de todas las autoridades civiles de
la Administración Pública del territorio afectado, incluidos los cuerpos policiales, bajo las órdenes
directas de la autoridad competente, concepto éste referido al Gobierno o, por delegación de éste, al
Presidente de una Comunidad Autónoma cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o
parte de su territorio. Se produce en este caso una concentración de potestades en el Estado cuya
constitucionalidad ha sido ratificada por la STC 133/1990, de 19 de julio, por entender que en estos
supuestos aparece de forma indudable un interés general que la justifica. Es posible, sin embargo,
una afectación importante en algunas libertades como consecuencia de las medidas previstas en el
art. 11 LO 4/1981, que faculta al Gobierno para imponer límites a la circulación o permanencia de
personas o vehículos en horas y lugares determinados, practicar requisas temporales de bienes,
imponer prestaciones personales obligatorias, ocupar transitoriamente todo tipo de industrias y
explotaciones, racionar el consumo de artículos de primera necesidad e imponer las órdenes
necesarias para asegurar el funcionamiento de los servicios afectados por una huelga o una medida
de conflicto colectivo.

4.- El estado de excepción: declaración y efectos


Por su parte, el estado de excepción puede declararse cuando el libre ejercicio de los derechos y
libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los
servicios públicos esenciales o cualquier otro aspecto del orden público resulten gravemente
alterados. Para ello, el Gobierno debe solicitar la previa autorización del Congreso de los Diputados
en la que se determinen sus efectos, con mención expresa de los derechos cuya suspensión se
solicita y la relación de medidas que quepan en relación con ellos, su ámbito territorial y duración,
que no puede exceder de treinta días y la cuantía máxima de las sanciones pecuniarias que se
puedan imponer a quienes contravengan las disposiciones dictadas durante su vigencia. El debate en
la Cámara seguirá lo antes apuntado para la autorización de prórroga del estado de alarma. Obtenida
la autorización, la declaración se acordará por Real Decreto del Consejo de Ministros.
La declaración de estado de excepción puede generar importantes efectos sobre diversos
derechos fundamentales, dentro de los términos fijados por el art. 55.1 CE y la propia LO 4/1981.
Así, la autoridad gubernativa puede proceder a la detención por un máximo de diez días de toda
persona de la que existan sospechas fundadas de que va a provocar alteraciones del orden público,
informando de ello al juez dentro de las veinticuatro horas siguientes y con respeto de las garantías
al detenido establecidas en el art. 17.3 CE y del procedimiento de habeas corpus del art. 17.4.
Asimismo, decretada la suspensión del art. 18.2 CE, la autoridad gubernativa puede disponer
inspecciones y registros domiciliarios para el esclarecimiento de hechos presuntamente delictivos o
el mantenimiento del orden público, con la asistencia del titular o el encargado de la casa o, en su
defecto, un familiar mayor de edad, si se hallaren presentes y, en todo caso de la de dos vecinos,
levantando acta escrita de las circunstancias del registro.
Puede, por otra parte, acordarse la suspensión del secreto de las comunicaciones previsto en el
art. 18.3 CE, lo que faculta a la autoridad gubernativa a intervenir toda comunicación, incluidas las
postales, telegráficas y telefónicas, dando cuenta por escrito al juez competente. De autorizarse la
suspensión de la libertad de circulación y residencia del art. 19, la Administración puede prohibir la
circulación de personas y vehículos en las horas y lugares que se concreten, delimitar zonas de
seguridad, exigir a ciudadanos concretos la comunicación previa de los desplazamientos que
efectúen fuera de su residencia habitual, imponerles su traslado forzoso de la misma y fijársela
transitoriamente. Para aplicar estas medidas, deben concurrir motivos fundados en razón a la
peligrosidad que para el mantenimiento del orden público suponga la persona afectada. Asimismo
podrá autorizarse la suspensión de todo tipo de publicaciones, emisiones de radio y televisión,
proyecciones cinematográficas y teatrales y el secuestro de publicaciones, si bien, dado que el art.
20.2 no aparece citado en el art. 55.1 CE, el ejercicio de estas potestades no admite ningún tipo de
censura previa.
En relación con los derechos del art. 21 CE, durante el estado de excepción y de acuerdo con la
autorización del Congreso, será admisible someter a autorización previa, prohibir su celebración o
disolver toda reunión y manifestación, con la excepción de las que convoquen los partidos políticos,
sindicatos y asociaciones de empresarios en cumplimiento de los fines que les asignan los arts. 6 y 7
CE. Para penetrar en los locales en que tengan lugar las reuniones los agentes deben estar provistos
de orden formal o escrita salvo que se estuviesen produciendo alteraciones graves del orden
público, agresiones a las Fuerzas de Seguridad o en cualquier otro supuesto de flagrante delito.
Respecto de las huelgas y medidas de conflicto colectivo, el art. 23 LO 4/1981 va más allá de las
previsiones citadas para el estado de alarma y admite directamente su prohibición, siempre que ésta
haya sido autorizada por el Congreso de los Diputados. Para los extranjeros, por lo demás, el art.
24, al amparo de la remisión a la ley que en la regulación de sus derechos contiene el art. 13.1 CE,
dispone la obligación de realizar las comparecencias que se acuerden y a cumplir las normas que se
dicten sobre renovación o control de permisos de residencia. En caso de incumplimiento y, previa
justificación sumaria, se podrá decretar su expulsión.
Por último, el Gobierno puede por Real Decreto del Consejo de Ministros poner fin al estado de
excepción antes de que finalice el período para el que fue declarado, dando cuenta inmediatamente
al Congreso de los Diputados, así como solicitar de éste que autorice su prórroga por otro término
máximo de sesenta días. Dicha prórroga se tramitará con las mismas formalidades que la
declaración inicial.

5.- El estado de sitio: declaración y efectos


La declaración del estado de sitio procede cuando se produzca o amenace producirse una
insurrección o acto de fuerza contra la soberanía o independencia de España, su integridad
territorial o el ordenamiento constitucional que no pueda resolverse con otros medios. Corresponde
dictarla al Congreso de los Diputados, a iniciativa del Gobierno. La resolución aprobada debe
determinar su ámbito territorial, duración - a la que la Constitución no pone límites - y condiciones
y se tramitará en la forma expuesta para la autorización de prórroga del estado de alarma. El estado
de sitio es la última ratio del sistema, solo aplicable cuando se estime la insuficiencia de otros
medios, por cuanto, además de permitir la máxima restricción de derechos fundamentales, todos los
que pueden suspenderse en el estado de excepción más las garantías jurídicas del detenido previstas
en el art. 17.3, lo que deja indemne sólo el habeas corpus establecido en el art. 17.2 CE, implica una
militarización de la situación de anormalidad. Ello se infiere no sólo por razones históricas, sino
también por la propia enunciación de los supuestos en que procede, que recuerda inevitablemente a
las misiones que a las Fuerzas Armadas atribuye el art. 8.1 CE, y la invocación a las facultades
militares y de defensa del Gobierno para sustentar la asunción por éste de todas las facultades
extraordinarias que se anudan al estado de sitio, facultades que a mayor abundamiento se ejercen
por medio de la autoridad militar que designe el propio Gobierno. Dicha autoridad militar difundirá
los bandos oportunos con las medidas y prevenciones necesarias y podrá recabar de las autoridades
civiles la información y noticias referentes al orden público que resulten pertinentes. En fin, de
acuerdo con el art. 117.5 CE, durante el estado de sitio el Congreso de los Diputados puede
establecer los delitos que queden sometidos a la jurisdicción militar, regulada en la Ley Orgánica
4/1987, de 15 de julio, de competencia y organización de la jurisdicción militar, recientemente
reformada por Ley Orgánica 9/2003, de 15 de julio. Dicha jurisdicción, en cualquier caso, ha de
someterse en su organización y funcionamiento a los principios constitucionales y su extensión más
allá del ámbito castrense sólo puede producirse excepcionalmente, tal y como ha subrayado la STC
113/1995, de 10 de julio, la cual, por lo demás reconoce que el estado de sitio reúne tales
condiciones de excepcionalidad.
En cuanto a bibliografía básica citar los trabajos de Cruz Villalón, Serrano Alberca o Carro
Martínez.

Sinopsis artículo 117


El art.117 de la Constitución abre el Título VI dedicado al Poder Judicial. Por poder judicial hay
que entender el conjunto de órganos jurisdiccionales a los que se atribuye el ejercicio de la función
jurisdiccional, que como recuerda Max Weber resaltando su importancia, históricamente, es anterior
a la función legislativa.
El proceso de independización, de creación de una justicia autónoma, frente a la dependencia
histórica de la misma respecto del soberano, se inicia en nuestro país con la Constitución de 1812,
en este punto especialmente tributaria de la influencia doctrinal de Jovellanos.
La Constitución de Cádiz impedía a los tribunales el ejercicio de funciones distintas a las de
juzgar y hacer que se ejecute lo juzgado, vedando además a las Cortes o al Rey el ejercicio de
funciones jurisdiccionales, la avocación de causas pendientes o el mandamiento de apertura de
juicios fenecidos.
El esquema gaditano, en sus líneas maestras va a presidir todo nuestro constitucionalismo
decimonónico, si bien en la práctica el juez cesante resultó ser la norma y la inamovilidad la
excepción.
La Constitución de 1869 supuso en la configuración de la administración de justicia un hito de
primera magnitud, ya que tras reiterar los principios de exclusividad e independencia reducía
notablemente la intervención del ejecutivo en el nombramiento de los jueces y ponía las bases para
la configuración de una verdadera carrera judicial en la que se ingresara por oposición. Estos
principios fueron desarrollados por la importantísima Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 que
estuvo vigente hasta la entrada en vigor de la actual Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder
Judicial.
La legitimación del Poder Judicial
El apartado primero del art. 117 destaca en primer lugar la legitimación democrática del Poder
Judicial al señalar que "la justicia emana del pueblo". Es una concreción de lo dispuesto en el art 1.2
de la Constitución según el cual "la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan
los poderes del Estado".
En la línea de confirmar la emanación popular de la Administración de Justicia, la Constitución
ha previsto en su artículo 125 la institución del Jurado ( Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo, del
Tribunal del Jurado, la acción popular (art.101 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal promulgada
por Real Decreto de 14 de septiembre de 1882) y los Tribunales consuetudinarios y tradicionales.
Así, la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, en su art. 19, atribuye el carácter de
Tribunal consuetudinario y tradicional al Tribunal de las Aguas de la Vega Valenciana y al Consejo
de Hombres Buenos de Murcia.

Pero la legitimación democrática no se traduce en la elección popular de Jueces y Magistrados,


sino en la exclusiva sujeción de éstos a lo dispuesto en la Constitución y en la ley, como el propio
artículo 117 se encarga de resaltar, "sometidos únicamente al imperio de la ley".
El sometimiento al imperio de la ley implica que los jueces no puedan sin más inaplicar aquélla
cuando consideren que puede ser contraria a la Constitución, ya que cuando un órgano judicial
considere, en algún proceso, que una norma con rango de ley, aplicable al caso y de cuya validez
dependa el fallo, puede ser contraria a la Constitución, habrá de plantear la cuestión ante el Tribunal
Constitucional de acuerdo con lo dispuesto en la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal
Constitucional. Sin embargo, en relación con los reglamentos o cualquier otra disposición
normativa, el principio de legalidad sí que impone su inaplicación cuando sean contrarios a la ley o
al principio de jerarquía normativa (art.6 LOPJ; art.1.1 Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la
Jurisdicción Contencioso-administrativa).
Este principio cardinal de sometimiento a la ley está también intimamente ligado a la
proclamación de la independencia de Jueces y Magistrados que hace el art.117 de la CE y que
encuentra eco en los arts.12 a 14 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial. En
primer lugar estos preceptos garantizan la independencia de Jueces y Magistrados en el ejercicio de
la potestad jurisdiccional respecto a todos los órganos judiciales y de gobierno del Poder Judicial, lo
que se traduce en la imposibilidad por parte de Jueces y Tribunales de corregir la aplicación o
interpretación del ordenamiento jurídico hecha por sus inferiores en el orden jerárquico judicial, a
no ser que administren justicia en virtud de los recursos que las leyes establezcan.
En la misma línea tampoco pueden los Jueces y Tribunales, órganos de gobierno de los mismos o
el Consejo General del Poder Judicial dictar instrucciones, de carácter general o particular, dirigidas
a sus inferiores sobre la aplicación o interpretación del ordenamiento jurídico que lleven a cabo en
el ejercicio de su función jurisdiccional. Por otra parte el art.14 faculta a los Jueces y Magistrados
que se consideren inquietados o perturbados en su independencia para ponerlo en conocimiento del
Consejo General del Poder Judicial, sin perjuicio de las acciones que puede promover el Ministerio
Fiscal en defensa de la independencia judicial.
Cuando el art. 117.1 de la CE señala que la justicia se "administra en nombre del Rey", no está
sino incidiendo en el hecho de que el monarca es símbolo de la unidad y permanencia del Estado
(art. 56). Con esto se reafirma además la vieja fórmula, típica del Derecho hispánico que encuentra
su origen en el Fuero Viejo de Castilla, anterior en medio siglo a la ley de Partidas.
La inamovilidad de Jueces y Magistrados
El apartado 2 del art. 117CE, del que es copia exacta el art.15 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de
julio, del Poder Judicial, consagra la inamovilidad. Los orígenes de esta garantía se encuentran en el
Act of Settlement de 1700, aunque su configuración actual es tributaria de los primeros textos del
constitucionalismo liberal como la Constitución francesa de 1791 y la Constitución de Cádiz de
1812.
La inamovilidad va a ser la fórmula que garantice la independencia personal de jueces y
magistrados frente a los abusos del ejecutivo. En términos similares a los recogidos en la
Constitución de Cádiz será recogida esta garantía por los demás textos de nuestro
constitucionalismo histórico y por la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870, aunque como
escribiera Menéndez Pidal, la historia de nuestras instituciones judiciales puede resumirse en una
lucha titánica de los gobiernos para desvirtuar y anular la independencia de los Tribunales.
La inamovilidad ha de manifestarse en un régimen legal de estabilidad de los Jueces y
Magistrados en el ejercicio de la potestad jurisdiccional. Descartado en nuestro Derecho el carácter
vitalicio de la condición de juzgador, la referida estabilidad se hace efectiva mediante la necesidad
de que el establecimiento de una edad de jubilación, la separación del servicio, el traslado, la
suspensión sólo puedan obedecer a causas legales razonables y ser el resultado de un determinado
procedimiento legal.
Como ha destacado el Tribunal Constitucional, de lo que se trata es de que sea la ley la que
proceda a una regulación de carácter abstracto y general. Merece destacarse que la situación
estatutaria de los Jueces y Magistrados es más rigurosa que la de los funcionarios de la
Administración civil del Estado, a los que se reconoce el derecho a la sindicación (art.103.3 de la
CE), con los efectos que ello puede acarrear, derecho que se niega expresamente a los miembros de
la Magistratura (art.127 de la CE).
Hay que tener presente que la garantía de la inamovilidad se reconoce a los Jueces y Magistrados
que desempeñan cargos judiciales, y no está sujeta a limitación temporal. En cambio, los que han
sido nombrados por plazo determinado gozan de inamovilidad sólo por ese tiempo (art.378 LOPJ).
La exclusividad e integridad de la función jurisdiccional
El apartado tercero, que contempla la exclusividad y la integridad de la función jurisdiccional,
también tiene su génesis en la Constitución de 1812. La exclusividad tiene una vertiente positiva
reconducible a que los Jueces y Magistrados sean los únicos que juzguen y hagan ejecutar lo
juzgado, sin injerencias de los otros poderes del Estado o de otras instancias. Así, por ejemplo, el
Tribunal Constitucional (STC 265/1988, de 22 de diciembre) ha señalado que el principio de
exclusividad está reñido con el automatismo en la concesión de efectos civiles a decisiones
acordadas en el ámbito de la jurisdicción canónica.
Naturalmente el art.117.3 está estrechamente relacionado con el derecho al Juez predeterminado
por la ley que garantiza el art.24.2 CE, ya que una interpretación sistemática de ambos pone de
manifiesto que la garantía de la independencia e imparcialidad de los jueces radica en la ley.
La exclusividad tiene también una vertiente negativa que es la que recoge el art.117.4 CE y en
desarrollo del mismo el art.2 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, que
atribuye a los Juzgados y Tribunales las funciones de registro civil. Otra función no jurisdiccional
tradicionalmente encomendada a los Juzgados y Tribunales es la de intervenir en los actos de
jurisdicción voluntaria. Nuestra legislación prevé también la participación de Jueces y Magistrados
en cuanto tales en los jurados provinciales de expropiación (art. 32 de la Ley de Expropiación
Forzosa de 16 de diciembre de 1954) y en las Juntas Electorales (arts.8 a 11 de la Ley Orgánica
5/1985, de 19 de junio, de Régimen Electoral General).
La unidad jurisdiccional
El principio de unidad jurisdiccional se recoge en los apartados 5 y 6. Hay que remontarse al año
1868 y al decreto llamado de Unidad de fueros para encontrar el momento a partir del cual se
pretendió en España la instauración de un auténtico Poder Judicial mediante la supresión de todas y
cada una de las múltiples jurisdicciones propias del Antiguo Régimen que establecían diferentes
órdenes para cada uno de los distintos grupos de sujetos y los correspondientes privilegios que se
les reconocían. Este Decreto sólo mantuvo, pero reconociendo su competencia y límites, las
jurisdicciones militar, eclesiástica y la del Senado.
Cuando nuestra Constitución habla de la unidad jurisdiccional como la base de la organización y
funcionamiento de los Tribunales, está excluyendo las jurisdicciones especiales, tanto los Tribunales
de excepción (art. 117.6) como los Tribunales de Honor (art. 26). Téngase en cuenta que la
prohibición de jurisdicciones especiales no afecta a la posibilidad de especialización de Juzgados y
Tribunales. En este sentido el art. 98 de la Ley Orgánica del Poder Judicial autoriza al Consejo
General del Poder Judicial a acordar, que en aquellas circunscripciones donde exista más de un
Juzgado de la misma clase, uno o varios de ellos asuman con carácter exclusivo el conocimiento de
determinadas clases de asuntos o de las ejecuciones propias del orden jurisdiccional de que se trate.
En todo caso, tales Juzgados conservan su régimen ordinario, se enmarcan en la organización
común y están servidos por Jueces y Magistrados integrantes de la carrera judicial.
En su momento se planteó si la existencia de la Audiencia Nacional y de los Juzgados Centrales
de Instrucción era contraria al principio de unidad jurisdiccional. El Tribunal Constitucional (STC
199/1987, de 16 de diciembre) resolvió favorablemente a la existencia de tales órganos señalando
que existen supuestos que, en relación con su naturaleza, con la materia sobre la que versan, por la
amplitud del ámbito territorial en que se producen, y por su trascendencia para el conjunto de la
sociedad, pueden hacer llevar razonablemente al legislador a que la instrucción y enjuiciamiento de
los mismos pueda llevarse a cabo por un órgano judicial centralizado. Tanto la Audiencia nacional
como los Juzgados Centrales de Instrucción son orgánica y funcionalmente órganos jurisdiccionales
ordinarios, y así lo reconoció la Comisión Europea de Derechos Humanos en su informe de 16 de
octubre de 1986 sobre el caso Barberá.
La Constitución ha optado por el mantenimiento de la jurisdicción militar aunque en el ámbito
estrictamente castrense y en los supuestos de estado de sitio, de acuerdo con los principios de la
Constitución. Son textos legales básicos para esa jurisdicción la Ley Orgánica 4/1987, de 15 de
julio, de la Competencia y Organización de la Jurisdicción Militar, completada por la Ley 44/1998,
de 15 de diciembre, de Planta y Organización Territorial de la Jurisdicción Militar y la Ley
Orgánica 2/1989, de 13 de abril, Procesal Militar.
La Ley Orgánica 4/1987 creó la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo, cuyo Presidente es
nombrado conforme a lo dispuesto en la LOPJ para los presidentes de Sala del TS, engarzando así
la Jurisdicción Militar con la Jurisdicción Ordinaria.
El Tribunal Constitucional se ha pronunciado en reiteradas ocasiones acerca de la jurisdicción
militar señalando que el art. 117.5 ha establecido límites y exigencias muy estrictos dejando
sometida la Jurisdicción Militar a los principios constitucionales relativos a la independencia del
órgano judicial y a las garantías sustanciales del proceso y de los derechos de defensa.
La Ley Orgánica 4/1987 ha sido modificada en diversas ocasiones con la finalidad de ir
perfeccionando su adaptación a los principios constitucionales. La última modificación se ha
realizado por la Ley Orgánica 9/2003, de 15 de julio, con miras a garantizar plenamente el derecho
a un juez imparcial.
El desarrollo de este derecho ha dado lugar a una conocida y ya consolidada jurisprudencia del
Tribunal Europeo de Derechos Humanos, referida a la denominada imparcialidad objetiva, que se
deriva del art. 6.1 del Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las
Libertades fundamentales, de 4 de noviembre de 1950. Según doctrina jurisprudencial, la
imparcialidad objetiva puede verse comprometida cuando alguno de los miembros que forman el
Tribunal ha intervenido con anterioridad adoptando algún tipo de decisión en el seno del mismo
procedimiento que le haya obligado a entrar en contacto con el material probatorio obrante en aquél
o emitido alguna valoración o juicio sobre los hechos investigados, susceptible de producir algún
prejuicio sobre la culpabilidad del acusado.
La estructura orgánica de los Tribunales Militares anterior a la Ley Orgánica 9/2003
condicionaba de manera inevitable la necesidad de que al menos uno de los vocales intervinientes
en alguna actuación procesal previa -recursos contra el auto de procesamiento o adopción de
medidas cautelares- debiera formar sala en la vista oral sobre el fondo del asunto.
Con el fin de prevenir la "contaminación", la Ley Orgánica 9/2003 modifica la composición
numérica de los Tribunales Militares cuando se trate de celebrar juicio oral y dictar sentencia en
procedimientos por delito y en los recursos jurisdiccionales en materia disciplinaria militar, de
modo que la correspondiente sala se constituya por el Auditor presidente o quien le sustituya, un
Vocal Togado y un Vocal Militar, tres miembros en lugar de cinco, de manera que los integrantes de
la sala puedan ser distintos de los que hayan adoptado resoluciones interlocutorias o previas en el
mismo procedimiento.
La jurisprudencia constitucional ha reducido además a límites muy estrechos el posible ámbito
competencial de la jurisdicción militar. El art 117.5 impide al legislador atribuir arbitrariamente a
los órganos de la jurisdicción militar el conocimiento de delitos ajenos al ámbito estrictamente
castrense y lo estrictamente castrense sólo puede ser aplicado a los delitos exclusiva y estrictamente
militares, tanto por su directa conexión con los objetivos, tareas y fines propios de las Fuerzas
Armadas, es decir, los que hacen referencia a la organización bélica del Estado, indispensable para
las exigencias defensivas de la Comunidad como bien constitucional, como por la necesidad de una
vía judicial específica para su conocimiento y eventual represión.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 118


El obligado cumplimiento de lo acordado por los Jueces y Tribunales en el ejercicio de la
potestad jurisdiccional es una de las más importantes garantías para el funcionamiento y desarrollo
del Estado de Derecho y, como tal, es enunciado y recogido en el art.118 de la CE. Exigencia
objetiva del sistema jurídico, la ejecución de las sentencias y demás resoluciones que han adquirido
firmeza también se configura como un derecho fundamental de carácter subjetivo incorporado al
contenido al contenido del art.24.1 de la CE, cuya efectividad quedaría decididamente anulada si la
satisfacción de las pretensiones reconocidas por el fallo judicial en favor de alguna de las partes se
relegara a la voluntad caprichosa de la parte condenada o, más en general, éste tuviera carácter
meramente dispositivo (STC 15/1986, de 31 de enero). De ahí que los arts.17 y 18 de la Ley
Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, insistan en la obligación de todas las
Administraciones Públicas, autoridades y funcionarios, Corporaciones, entidades públicas y
privadas y particulares, de respetar y cumplir las sentencias y demás resoluciones judiciales que
hayan ganado firmeza o sean ejecutables de acuerdo con las leyes.
Este precepto constitucional, en relación con el art. 24.1, ha generado una amplia jurisprudencia
sobre la embargabilidad de bienes y derechos. Parece indiscutible, como consideración de principio,
que la eficacia de las resoluciones judiciales confiere a la persona que haya obtenido un
pronunciamiento indemnizatorio firme el derecho a hacer efectiva tal indemnización en toda su
cuantía, en tanto el condenado tenga medios económicos con los que responder a su obligación.
Nuestra legislación, con todo, excluye determinados bienes y derechos de la ejecución forzosa,
declarándolos inembargables por las más variadas razones de interés público o social, razones entre
las que destaca la de impedir que la ejecución forzosa destruya por completo la vida económica del
ejecutado y ponga en peligro su subsistencia personal y la de su familia. Véase en este sentido los
arts. 605 a 612 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil. Tales límites legislativos a
la embargabilidad tienen, en principio y con carácter general, una justificación constitucional
inequívoca en el respeto a la dignidad de la persona (art.10.1 de la CE), en la protección a la familia
(art.39.1 de la CE).
Por otra parte hay que recordar la tradicional inembargabilidad de los bienes de dominio público,
que consagra el art.132 de la CE, y que actualmente se recoge también en el art.6 de la Ley
33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las Administraciones Públicas.
En este punto hay que recordar la importante STC 166/1998, de 15 de julio, en la que el supremo
intérprete de la Constitución se pronunciaba acerca de la constitucionalidad del art.154.2 de la Ley
de Haciendas Locales en el que se establecía la prohibición de embargo "contra los derechos,
fondos, valores y bienes en general de la Hacienda local". Esta norma sobre la inembargabilidad
general traía causa de la anómala situación presupuestaria de los Ayuntamientos a mediados del
siglo XIX por el tránsito de una Hacienda patrimonial, basada en ingresos derivados de sus bienes, a
una Hacienda fiscal, progresivamente más dependiente de los tributos para financiarse, es decir, del
mal estado en general de las finanzas municipales.
Pues bien, interpretada esta norma en el contexto actual, el Tribunal Constitucional llega a la
conclusión de que observado el procedimiento para la válida realización del pago, si el ente local
deudor persistiera en el incumplimiento de su obligación de satisfacer la deuda de cantidad líquida
judicialmente declarada, el privilegio de inembargabilidad de los "bienes en general" de las
Entidades locales que consagra el art. 154.2 LHL, en la medida en que comprende no sólo los
bienes demaniales y comunales, sino también los bienes patrimoniales pertenecientes a las
entidades locales que no se hallan materialmente afectados a un uso o servicio público, no resulta
conforme con el derecho a la tutela judicial efectiva en su vertiente de derecho subjetivo a la
ejecución de las resoluciones judiciales firmes.
Este precepto constitucional ha planteado dudas en relación con otras prerrogativas o privilegios
de la Administración. Por ejemplo, la antigua Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa de
1956 contemplaba algunas causas de suspensión o inejecución de fallos como el peligro de trastorno
grave del orden público, el temor fundado de guerra con otra potencia o el quebranto en la
integridad del territorio nacional. Hoy, la Ley 29/1988, de 13 de julio, Reguladora de la Jurisdicción
Contencioso-Administrativa, siguiendo lo dispuesto en el art.18 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de
julio, del Poder Judicial, regula en su art.105 la expropiación de sentencias señalando que "son
causas de utilidad pública o de interés social para expropiar los derechos o intereses legítimos
reconocidos frente a la Administración en una sentencia firme el peligro cierto de alteración grave
del libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el temor fundado de guerra o el
quebranto de la integridad del territorio nacional".
Asimismo en su momento se planteó la tensión entre el principio de seguridad jurídica, que
obliga al cumplimiento de las sentencias, y el de legalidad presupuestaria, que supedita dicho
cumplimiento a la existencia de una partida presupuestaria asignada a ese fin. Ya en fecha temprana
se pronunció el Tribunal Constitucional (STC 32/1982, de 7 de junio) señalando que en ningún caso
el principio de legalidad presupuestaria puede justificar que la Administración posponga la
ejecución de las sentencias más allá del tiempo necesario para obtener, actuando con la diligencia
debida, las consignaciones presupuestarias en el caso de que éstas no hayan sido previstas.
Sobre el contenido de este artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 119


En cuanto a las constituciones históricas españolas unicamente la de 1931 recoge este derecho en
su artículo 94. Como precedentes en Derecho comparado cabe citar el artículo 20 de la constitución
portuguesa y el 24 de la italiana.
Por lo que se refiere a la elaboración parlamentaria del artículo señalar que aparecía ya en el
texto del anteproyecto (artículo 109) que se convirtió en el 111 del Informe de la Ponencia,
manteniendose después en su contenido actual.
El art.119 del texto constitucional proclama un derecho a la gratuidad de la justicia en los casos
y en la forma en los que el legislador determine. Es un derecho prestacional y de configuración
legal cuyo contenido y concretas condiciones de ejercicio corresponde delimitar al legislador
atendiendo a los intereses públicos y privados implicados y a las concretas disponibilidades
presupuestarias.
El reconocimiento de esta amplia libertad de configuración legal resulta manifiesta en el primer
inciso del art.119 al afirmar que "la justicia será gratuita cuando así lo disponga la ley". El
legislador podrá atribuir el beneficio de justicia gratuita a quienes reúnan las características y
requisitos que considere relevantes, podrá modular la gratuidad en función del orden jurisdiccional
afectado -penal, laboral, civil, etc.- o incluso del tipo concreto de proceso y, por supuesto, en
función de los recursos económicos de los que pueda disponer en cada momento.
Sin embargo, el mismo precepto deja claro el contenido constitucional indisponible que acota la
facultad de libre disposición del legislador. Lo hace en el segundo inciso al señalar que "en todo
caso" la gratuidad se reconocerá "a quienes acrediten insuficiencia de recursos para litigar".
Como ha señalado el Tribunal Constitucional (STC 16/1994, de 20 de enero), el legislador puede
fijar este concepto normativo relativamente abierto a partir de criterios objetivos como el de una
determinada cantidad de ingresos, u optar por un sistema de arbitrio judicial dejándolo a la decisión
discrecional de los Jueces o de éstos y otras instancias, o puede utilizar fórmulas mixtas limitándose
a establecer las pautas genéricas que debe ponderar el Juez al conceder o denegar las solicitudes de
gratuidad.
Con todo, el núcleo indisponible supone que la justicia gratuita debe reconocerse a quienes no
puedan hacer frente a los gastos originados por el proceso (incluidos los honorarios de los
Abogados y los derechos arancelarios de los Procuradores, cuando su intervención sea preceptiva o
necesaria en atención a las características del caso) sin dejar de atender a sus necesidades vitales y a
las de su familia.
Deben sufragarse los gastos procesales a quienes, de exigirse ese pago, se verían en la alternativa
de dejar de litigar o poner en peligro el nivel mínimo de subsistencia personal o familiar.
El Tribunal Europeo de derechos Humanos ha tenido ocasión de pronunciarse acerca de este
derecho en los casos Airey (sentencia de 9 de octube de 1979) y Pakelli (sentencia de 25 de abril de
1983)
Este precepto constitucional aparece desarrollado en la Ley 1/1996, de 10 de enero, de
Asistencia Jurídica Gratuita. Frente a la situación de dispersión existente con anterioridad, la Ley
1/1996 unificó el procedimiento, evitando así tener que acudir a las diferentes leyes reguladoras del
procedimiento en cada orden jurisdiccional.
Bajo la amplia libertad de configuración legal que se deriva del art. 119 de la CE, la Ley
establece un doble criterio para el reconocimiento del derecho: un criterio objetivo basado en la
situación económica de los solicitantes complementado por un mecanismo flexible de apreciación
subjetiva que posibilita efectuar el reconocimiento excepcional del derecho a personas cuya
situación económica excede del módulo legal pero que, sin embargo, afrontan unas circunstancias
de una u otra índole que deben ser ponderadas y que hacen conveniente ese reconocimiento.
A pesar de que la evaluación del cumplimiento de los requisitos para gozar del derecho a la
asistencia jurídica gratuita no es en sentido estricto una función jurisdiccional, así se ha mantenido
tradicionalmente en nuestra legislación procesal.
La Ley actual, lejos de esa concepción, configura dicha función como una actividad
esencialmente administrativa. La traslación del reconocimiento del derecho a sede administrativa
responde a dos motivos: en primer término se descarga a los Juzgados y Tribunales de una tarea que
queda fuera de los márgenes constitucionales del ejercicio de la potestad jurisdiccional y, en
segundo lugar, se agiliza la resolución de las solicitudes de los ciudadanos mediante una tramitación
sumaria y normalizada.
El reconocimiento del derecho pasa, por tanto, a convertirse en una función que descansa sobre
el trabajo previo de los Colegios profesionales, que inician la tramitación ordinaria de las
solicitudes, analizan las pretensiones y acuerdan designaciones o denegaciones provisionales, y, por
otra parte, sobre la actuación de unos órganos administrativos, las Comisiones de Asistencia
Jurídica Gratuita, como órganos formalmente responsables de la decisión final, y en cuya
composición se hallan representadas las instancias intervinientes en el proceso. La Ley garantiza el
control judicial sobre la aplicación efectiva del derecho posibilitando el correspondiente recurso.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
básica que se inserta.

Sinopsis artículo 120


La publicidad de las actuaciones judiciales
El art. 120 en su apartado primero consagra la publicidad de las actuaciones judiciales. Se trata
de un principio cardinal que surge en el siglo XIX como principio procedimental de la mano del
liberalismo encontrando inmediata constitucionalización en nuestros textos. Recuérdese lo que
decía Mirabeau: "dadme al juez que queráis; parcial, venal, incluso mi enemigo; poco me importa
con tal de que nada pueda hacer si no es cara al público". Como ha señalado el Tribunal
Constitucional, el principio de publicidad tiene una doble finalidad: por un lado, proteger a las
partes de una justicia sustraída al control público, y por otro, mantener la confianza de la comunidad
en los Tribunales, constituyendo en ambos sentidos tal principio una de las bases del debido proceso
y uno de los pilares del Estado de Derecho. El art.24.2 de la CE ha otorgado a la exigencia de
publicidad el carácter de derecho fundamental, lo que abre para su protección la vía excepcional del
recurso de amparo. En los mismos términos se encuentra reconocido el derecho a un proceso
público en el art.6.1 del Convenio para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades
Fundamentales, de 4 de noviembre de 1950.
Diversas sentencias del Tribunal Constitucional han ido delimitando este principio estableciendo
en primer lugar que el principio de publicidad exige que las actuaciones judiciales puedan llegar a
ser presenciadas por cualquier ciudadano mientras se disponga de espacio, por lo que será necesario
en todo caso habilitar un espacio razonable. En segundo lugar, el principio de la publicidad de los
juicios implica que éstos sean conocidos más allá del círculo de los presentes en los mismos,
pudiendo lograr una proyección general, que sólo puede hacerse efectiva con la asistencia de los
medios de comunicación como intermediarios naturales entre la noticia y la generalidad de los
ciudadanos, si bien la presencia de la prensa no compensa la limitación fáctica de la publicidad.

Como establece el propio art.120.1 de la CE, la publicidad del proceso puede conocer
excepciones, que, en todo caso, deberán estar autorizadas por una ley, deberán tener su justificación
en la protección de otro bien constitucionalmente relevante y ser congruentes y proporcionadas con
el fin que se pretende conseguir. Atendiendo a estos criterios resulta admisible (STC 13/1985, de 31
de enero) que el proceso penal tenga una fase sumaria amparada por el secreto para alcanzar una
segura represión del delito (art.301 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal promulgada por Real
Decreto de 14 de septiembre de 1882). Otra excepción se encuentra en el art.232 de la Ley Orgánica
6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, que en su párrafo segundo establece que
"excepcionalmente, por razones de orden público y de protección de los derechos y libertades, los
Jueces y Tribunales, mediante resolución motivada, podrán limitar el ámbito de publicidad y
acordar el carácter secreto de todas o parte de las actuaciones". Otra es la del art.680 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal, según el cual las sesiones podrán tener lugar a puerta cerrada cuando así
lo exijan razones de moralidad o de orden público, o el respeto debido a la persona ofendida por el
delito o a su familia", y el Presidente, previa consulta con el Tribunal, adoptará la decisión
correspondiente, "consignando el acuerdo en auto motivado".
Son de especial relevancia en materia de publicidad las sentencias STC 38/1982; 62/1982 y
96/1987
El procedimiento oral
La consagración constitucional de un principio procedimental como la oralidad no encuentra
parangón en ninguna de las Constituciones europeas, salvo en la mención del artículo 90 de la
Constitucion austríaca, ni antecedente en los textos constitucionales españoles. La oralidad es
ciertamente un principio formal de los actos procesales que supone como lógica consecuencia la
realización de los actos en forma verbal, lo que a su vez exige la inmediación. El precepto
constitucional marca el énfasis en la oralidad en el procedimiento penal, pero no elimina las formas
escritas, sino que trata de que la oralidad tenga mayor trascendencia, de que predomine. La
jurisprudencia constitucional afirma que este principio es consustancial al sistema acusatorio en que
se inscribe nuestro proceso, de manera que el procedimiento probatorio ha de tener lugar
necesariamente en el debate contradictorio que, en forma oral, se desarrolla ante el mismo Tribunal
que ha de dictar sentencia, de suerte que la convicción de éste sobre los hechos enjuiciados se
alcance en contacto con directo con los medios aportados a tal fin por las partes; y por lo que atañe
en concreto a la prueba testifical su restricción al juicio oral forma parte de los derechos mínimos
que las normas internacionales reconocen al acusado con el fin de garantizar un proceso penal
adecuado- art.6.3,d) del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades
Fundamentales, de 4 de noviembre de 1950, y art.14.3,e) del Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos, de 19 de diciembre de 1966.
La motivación de las sentencias
La obligación de motivar las sentencias es una institución relativamente reciente que carece de
antecedentes en nuestro Derecho Constitucional histórico y sucede lo mismo en el comparado
excepción hecha del artículo 111 de la Constitución italiana.
En cuanto a la elaboración del precepto aparece ya desde el anteproyecto (art. 110) y se mantiene
sin alteraciones sustanciales a lo largo del proceso constituyente
El art. 24.1 de la Cponstitución comprende el derecho fundamental de obtener una sentencia
fundada en Derecho, que, por regla general, es una sentencia que se pronuncie sobre las
pretensiones y cuestiones litigiosas desarrolladas por las partes en el proceso.
La norma constitucional de necesaria motivación y la colocación sistemática del art.120.3
expresa la relación de vinculación del Juez con la Ley y con el sistema de fuentes del Derecho
dimanante de la Constitución, pero expresa también un derecho del justiciable y el interés legítimo
de la comunidad en general de conocer las razones de la decisión que se adopta, de comprobar que
la solución dada al caso es consecuencia de una exégesis racional del ordenamiento y no el fruto de
la arbitrariedad.
Además, este razonamiento expreso permite a las partes conocer los motivos por los que su
pretendido derecho puede ser restringido o negado, facilitando así, en su caso, el control por parte
de los órganos jurisdiccionales superiores.
El juzgador debe explicar la interpretación y aplicación del Derecho que realiza, pero no le es
exigible una puntual respuesta de todas las alegaciones y argumentaciones jurídicas que las partes
pudieran efectuar. Es más, ni el art.24 ni el art.120 imponen una especial estructura en el desarrollo
de los razonamientos, por lo que una motivación escueta y concisa o una fundamentación por
remisión no dejan de ser tal motivación.
Desde este punto de vista el empleo de formularios no es necesariamente lesivo del derecho a la
tutela judicial, pero sí puede llegar a serlo si se expresan sólo afirmaciones apodícticas y no razones
fundadas en Derecho o si se echa mano de cláusulas de estilo, vacías de contenido concreto, tan
abstractas y genéricas que pueden ser extrapoladas a cualquier otro.
Además, el Tribunal Constitucional ha señalado que no le corresponde, desde la perspectiva
constitucional y de los derechos fundamentales, enjuiciar o censurar la parquedad de una
fundamentación o la forma de estructurar una sentencia y de establecer la conexión entre las
consideraciones de ésta y las alegaciones de las partes.
Lo que está claro es que desde el punto de vista de la tutela judicial efectiva no se pueden admitir
como decisiones motivadas y razonadas aquellas que, a primera vista y sin necesidad de mayor
esfuerzo intelectual y argumental, se comprueba que parten de premisas inexistentes o patentemente
erróneas o siguen un desarrollo argumental que incurre en quiebras lógicas de tal magnitud que las
conclusiones alcanzadas no pueden considerarse basadas en ninguna de las razones aducidas.
Además, existe un deber reforzado de motivación en el caso de las sentencias penales
condenatorias, en cuanto título jurídico habilitante de la privación del derecho a la libertad personal.
Son especialmente significativas las sentencias STC 61/1983; 4/1984 y 5/1986.
Finalmente, sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía básica que se inserta.

Sinopsis artículo 121


Encuentra sus precedentes constitucionales españoles en las Constituciones de 1812 (art.254), de
1837 (art. 67), de 1845 (art. 70), de 1869 (art. 98) y 1876 (art. 81). En la constitución de 1931, el
artículo 99 se refería a la responsabilidad de los jueces y el 106 reconocía la indemnización por
error judicial. En el Derecho comparado es de destacar la Constitución italiana de 1947 (arts. 24 y
28). Así mismo, el artículo 5 del Convenio de Roma y el artículo 14 del Pacto de Derechos Civiles y
Políticos.
La asunción de la función jurisdiccional con carácter de monopolio y la configuración de los
órganos que la ejercen como un poder fundamenta que el Estado quede sometido a responsabilidad
por el ejercicio de la misma. El art. 9.3 de la CE garantiza además la responsabilidad de los poderes
públicos. Esta responsabilidad opera sin perjuicio de la que pueda exigirse a título individual a
Jueces y Magistrados, también prevista en la Constitución y en la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de
julio, del Poder Judicial. Los arts.292 a 297 de la misma desarrollan este precepto constitucional.
Es preciso distinguir distintos supuestos de responsabilidad del Estado: la imputable a error
judicial, la que sea consecuencia del funcionamiento anormal de la Administración de Justicia y la
responsabilidad por prisión provisional una vez que se ha dictado sentencia absolutoria por
inexistencia del hecho imputado o auto de sobreseimiento libre por esta misma causa (art. 294.1).
En todos los casos es preciso que concurran dos requisitos: a)La producción de un daño efectivo,
evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o a un grupo de personas;
b) que el mismo sea imputable al servicio de la Administración de Justicia.
Una especial mención requiere el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, porque el
quebrantamiento de este derecho es un supuesto del funcionamiento anormal de la Administración
de Justicia.
Siguiendo la doctrina sentada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el Tribunal
Constitucional estima que la noción de dilación procesal indebida es reconducible a un concepto
jurídico indeterminado, cuyo contenido concreto debe ser obtenido mediante la aplicación a las
circunstancias específicas de cada caso de los criterios objetivos que sean congruentes con su
enunciado genérico. Por lo tanto, no toda infracción de los plazos procesales constituye un supuesto
de dilación procesal indebida. Para apreciarlo habrá que acudir a criterios tales como la complejidad
del litigio, los márgenes ordinarios de duración de los litigios del mismo tipo, el interés que en
aquél arriesga el demandante de amparo, su conducta procesal y la conducta de las autoridades.
En cuanto a la jurisprudencia constitucional sobre dilaciones indebidas ver la STC 36/1984 y
5/1985. Esta última fue recurrida ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que falló a favor
del recurrente, manifestando, en contra de lo sostenido por el Tribunal Constitucional, que no se
había respetado su derecho a un juicio en un tiempo razonable. El quebrantamiento de este derecho
es un supuesto de funcionamiento anormal de la Administración de Justicia.
Aunque la Constitución configura la indemnización por error judicial o por funcionamiento
anormal de la Administración de Justicia como un derecho, no lo ha configurado como un derecho
fundamental (sin perjuicio de que pueda constituir una forma de reparación, caso de vulneración de
los derechos reconocidos en el art 24 CE), lo que hace imposible, de conformidad con lo dispuesto
en el art.53 CE, su alegación y resolución en vía de amparo de forma autónoma e independiente de
la infracción de algún derecho fundamental.
El interesado dirigirá su petición directamente al Ministerio de Justicia, tramitándose la misma
con arreglo a las normas reguladoras de la responsabilidad patrimonial del Estado (arts. 142 y 143
de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del
Procedimiento Administrativo Común). Contra la resolución que se dicte cabe recurso contencioso-
administrativo (293.2 y 294.3 LOPJ). No obstante hay que tener en cuenta que es preciso obtener un
reconocimiento formal del error judicial o del anormal funcionamiento de la Administración de
Justicia, que servirá de título para reclamar frente al Estado la indemnización procedente. Este
procedimiento, que será el propio del recurso de revisión en materia civil, se regula en el art. 292 de
la Ley Orgánica del Poder Judicial, debiendo destacarse que mediante el mismo no se pretende una
modificación del tenor de la resolución en que se haya cometido el supuesto error.
Por ultimo, sobre el contenido de este artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en
la bibliografía básica que se inserta.

Sinopsis artículo 122


I.- El apartado primero se dedica a los aspectos básicos de la configuración del Poder Judicial,
estableciendo como condición la reserva de ley reforzada para la regulación normativa de la
organización, funcionamiento y gobierno de los Juzgados y Tribunales y el estatuto jurídico del
personal al servicio de la Administración de Justicia. Por tanto, este precepto incluye un mandato
constitucional que obliga al Poder Legislativo a desarrollar y ejecutar lo contenido en él (STC
198/1989, de 27 de noviembre), a través de la correspondiente Ley Orgánica.
Este mandato constitucional es consecuencia inmediata y directa de la independencia del Poder
Judicial sancionada por el artículo 117 CE de 1978. Si la independencia del Poder Judicial supone la
prohibición de que los jueces estén sometidos, en principio, a normas de rango inferior a la ley y,
especialmente, en el caso de los reglamentos que pueda dictar el Gobierno, el artículo 122.1 CE
viene a reforzar, de modo expreso, la imprescindible reserva legal no sólo en materia de
constitución y funcionamiento de los Juzgados y Tribunales españoles, sino también en lo que se
refiere al estatuto de los miembros de la carrera judicial. Por tanto, cuestiones como la selección, el
nombramiento, los destinos, los ascensos, el régimen disciplinario etc, deben de estar también al
margen de la regulación gubernamental. Así, lo ha establecido también la STC 108/1986, de 29 de
julio: "El status de los jueces y magistrados, es decir, el conjunto de derechos y deberes de los que
son titulares como tales jueces y magistrados ha de venir determinado por ley y más precisamente
por Ley Orgánica (art. 122.1 CE)", aunque según la misma sentencia ello no excluye la posibilidad
de que algunos aspectos secundarios puedan ser regulados reglamentariamente. La determinación
de los rasgos definitorios o esenciales del estatuto del personal al servicio de la Administración de
Justifica se concreta por la STC 99/1987 (F.j. 3º): "se trata de un ámbito cuyos contornos no pueden
definirse en abstracto o a priori, pero en el que ha de entenderse comprendida, la normativa relativa
a la adquisición y pérdida de la condición de funcionario, a las condiciones de promoción en la
carrera administrativa y a las situaciones en que ésta puedan darse, a los derechos y deberes y
responsabilidad de los funcionarios y a su régimen disciplinario, así como a la creación e
integración, en su caso, de Cuerpos y escalas funcionariales".
Por último debe señalarse que se trata de una reserva de ley no sólo reforzada sino especialmente
cualificada porque el constituyente no se refiere "a cualquier ley orgánica sino muy precisamente a
la Ley Orgánica del Poder Judicial entendida, por tanto, como un texto normativo unitario que
regula el régimen estatutario de los Jueces y Magistrados globalmente considerados" (STC 60/1986,
de 20 de mayo). Además, sobre esta reserva de ley reforzada es interesante la STC 105/2000, de 13
de abril que establece que: "(...) nada impide que una vez regulados por la LOPJ la constitución, el
funcionamiento y el gobierno de los Juzgados y Tribunales, así como el estatuto jurídico de los
Jueces y Magistrados de carrera (Art. 122.1), la misma Ley Orgánica pueda atribuir al Gobierno de
la Nación o al Consejo General del Poder Judicial, indistintamente, competencias sobre todas
aquellas materias que no afecten a dicho marco de atribuciones, constitucionalmente reservado al
Consejo a través de la precisión que haga la LOPJ".
Nuestras Constituciones históricas han regulado esta materia desde la primera de ellas. Así, los
antecedentes más diáfanos los encontramos en los artículos 247 y siguientes de la Constitución de
Cádiz que se refieren a la garantía del juez legal o natural, pero sobre todo a los artículos 264 a 267
que regulan la competencia de los diferentes órganos judiciales. Por lo que respecta al estatuto de
los jueces y magistrados el artículo 251 regula su nombramiento y el 279 su toma de posesión.
La Constitución 1837 en su artículo 64 señalaba que: "Las leyes determinarán los tribunales y
juzgados que ha de haber, la organización de cada uno, sus facultades, el modo de ejercerlas y las
cualidades que han de tener sus individuos". Dicción que se repite literalmente por el artículo 67 de
la Constitución de 1845. Por último, deben señalarse también los artículos 11, 94 y 97 de la Norma
Fundamental de de 1869, el 78 de la Constitución de 1876, y artículo 95 de la de 1931.
Los ejemplos del Derecho Comparado más sobresalientes son los artículos 106, 107 y 108 de la
Constitución italiana de 1947, los artículos 92 a 98 de la Ley Fundamental de Bonn, el artículo 64
de la Constitución gala de 1958 y el 217.1 de la Constitución portuguesa de 1976.
No obstante, la fijación de la literalidad definitiva de este prefecto, sin ser conflictiva pasó por
diversos avatares. En el Anteproyecto de Constitución (BOC de 5 de enero de 1978) era el artículo
112 que decía: "La Ley Orgánica del Poder Judicial determinará la constitución, funcionamiento y
gobierno de los juzgados y tribunales, así como el estatuto jurídico de los jueces y magistrados y
demás funcionarios y personal al servicio de la Administración de Justicia, de acuerdo con los
principios democráticos que inspiran la Constitución". Esta inicial redacción fue modificada por el
Informe de la Ponencia (BOC de 17 de junio de 1978) por una muy similar a la actual. El Dictamen
de la Comisión del Congreso (BOC de 1 de julio de 1978) no modificó dicho Informe, que no sufrió
nueva variación hasta la Comisión Constitucional del Senado (BOC de 6 de octubre de 1978) en
que se añadió "que formarán un cuerpo técnico único". Esta expresión fue sustituida por la
Comisión Mixta por "Jueces y Magistrados de carrera" completando la redacción definitiva. Todo
ello puede consultarse en los Trabajos Parlamentarios editados por las Cortes Generales.
La preconstitucional Ley 11/1978, de 20 de febrero derogó la 42/1974, de 28 de noviembre, de
Bases de la Justicia, estableciendo además, en su Disposición Adicional que en el plazo de cuatro
meses, desde la promulgación de la Constitución, el Gobierno remitiría a las Cortes un proyecto de
ley de bases de organización del Poder Judicial, que lamentablemente se retardó en su presentación
parlamentaria hasta abril de 1980 (BOC, Congreso de los Diputados, Serie A, núm. 129).
Tras la aprobación de la Ley Orgánica 1/1980, del Consejo General del Poder Judicial, el
Gobierno remitió al Congreso el Proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial (Boletín Oficial del
Congreso de los Diputados de 16 de abril de 1980) que se dedicaba a la regulación de las líneas
básicas de conformación de un cuerpo único que integrase a Jueces, Magistrados y Secretarios de la
Administración de Justicia. Su tramitación parlamentaria se vio interrumpida por la disolución de
las Cámaras de 1982 lo que supuso la caducidad de este primer intento de regulación normativa de
la Ley Orgánica del Poder Judicial. En 1984, durante la II Legislatura, volvió a intentarse la
definitiva regulación del Poder Judicial y el Proyecto de Ley Orgánica remitido por el Gobierno al
Congreso de los Diputados el 19 de septiembre terminó por convertirse en la vigente Ley Orgánica
6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial en cuya Disposición Derogatoria se aclara la farragosa
normativa existente hasta la fecha en materia de organización de los Tribunales y Juzgados en
España.
El contenido de la Ley Orgánica del Poder Judicial puede esquematizarse en:
* Libro I:
- Título I: Extensión y límites de la jurisdicción,
- Título II: Planta y organización territorial
* Libro II: Gobierno del Poder Judicial
* Libro III: Régimen de los Juzgados y Tribunales
* Libro IV: Estatuto de los Jueces, cuyo Título II lleva por rúbrica "De la
independencia del Poder Judicial"
II.- En los apartados 2º y 3º del artículo 122 se acomete la regulación de una institución de nuevo
cuño en el constitucionalismo español como es el Consejo General del Poder Judicial, u órgano
propio de gobierno de los jueces. Su finalidad es garantizar el autogobierno del Poder Judicial que
ejerce sus competencias en todo el territorio nacional, de modo que a él están subordinadas todas las
salas de gobierno del Tribunal Supremo, los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades
Autónomas, la Audiencia Nacional y demás órganos judiciales.
Resulta difícil precisar antecedentes más o menos remotos en nuestro constitucionalismo
histórico. Podrían señalarse, no obstante, la Junta Central o Suprema, creada por Decreto de 6 de
diciembre de 1849, la Ley Orgánica provisional del Poder Judicial de 1870 que atribuía al Poder
ejecutivo las funciones de gobierno del Poder Judicial, o la Junta Organizadora del Poder Judicial,
creada por Real Decreto de 20 de octubre de 1923. También puede incluirse el Consejo Judicial
establecido por Real Decreto de 18 de mayo de 1917, pero de escasa vigencia al ser derogado
mediante Real Decreto de 18 de julio del mismo año. Se restableció por Real Decreto de 21 de junio
de 1926 para ser nuevamente derogado por Decreto de 19 de mayo de 1931. Ninguno de estos
ejemplos constituye un antecedente en sentido estricto, a pesar de sus intentos por mostrarse como
un órgano autónomo. Tampoco lo fue el Consejo Judicial que operó desde la Ley de 20 de
diciembre de 1952 hasta la promulgación del régimen constitucional democrático.
Sí es más fructífera la búsqueda de ejemplos de Derecho Comparado que influyeron, sin lugar a
dudas, en la definitiva redacción de estos preceptos. En constitucionalismo extranjero podemos
encontrar los ejemplos de la Constitución francesa (artículo 65), o e de la portuguesa de 1976 (art.
220), que regulan las competencias y composición de su Consejo Superior de la Magistratura
respectivamente. Todos estos ejemplos, pero sobre todo los artículos 104 y 105 de la Constitución
italiana de 1947, aunque se trate de un sistema de autogobierno relativo a través de su Consiglio
Superiore della Magistratura, influyeron en su tramitación constituyente, que no sufrió
modificaciones importantes salvo por lo que se refiere al número de vocales del Consejo del Poder
Judicial.
El inicial artículo 112.3 del Anteproyecto (BOC de 5 de enero de 1978) establecía que el
Consejo General del Poder Judicial estaría integrado por el Presidente del Tribunal Supremo que lo
presidiría y por veinte miembros. Sin embargo, el Informe de la Ponencia (BOC de 17 de abril de
1978) el entonces artículo 114.3 pasó a decir: "El Consejo General del Poder Judicial estará
integrado por el presidente del Tribunal Supremo, que los presidirá, y por quince miembros
nombrados por el Rey por un periodo de cinco años....". Este número de quince miembros fue
definitivamente elevado a los veinte actuales por la Comisión del Congreso de los Diputados (BOC,
de 1 de julio de 1978). La redacción definitiva la dio la Comisión Constitucional del Senado que
incluyó a la Cámara Alta en la elección y propuesta de los miembros del Consejo.
Se confirma como órgano de gobierno garante de la independencia del Poder Judicial, lo que
articula atribuyéndole las funciones administrativas necesarias para ello, que antaño ejercía el
Ministerio de Justicia. Para evitar la perniciosa dependencia del Poder judicial respecto del Poder
ejecutivo era imprescindible la creación de un órgano absolutamente independiente del Poder
Ejecutivo, al que se subordinen todas las Salas de Gobierno del Tribunal Supremo, de los Tribunales
Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas, de la Audiencia Nacional, así como los
órganos unipersonales con funciones gubernativas.
No obstante, la Constitución no establece de manera precisa cuáles serán las funciones del
Consejo General del Poder Judicial. Se limita a señalar genéricamente las materias mínimas en las
que deberá intervenir: nombramiento, ascensos, inspección y régimen disciplinario de los miembros
del Poder Judicial. Esta enumeración no debe entenderse como un numerus clausus. En realidad, el
constituyente facultaba al legislador orgánico para que fuese éste el que delimitase su ámbito
competencial, pero respetando la consideración del Consejo General del Poder Judicial como una
garantía institucional de la independencia del Poder Judicial.
La Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero fue generosa en la atribución de competencias al
Consejo General del Poder Judicial. Además, esta primera normativa sobre el Consejo General del
Poder Judicial establecía la obligación de que éste remitiese a las Cortes Generales una Memoria
anual sobre el estado, funcionamiento y actividades del propio Consejo y de los Juzgados y
Tribunales de Justicia. La tramitación parlamentaria de esta Memoria se realizaba de acuerdo con
las Resoluciones de Presidencia del Congreso y del Senado de 4 de abril y 23 de mayo de 1984. La
primera Memoria sobre el estado y actividades de la Justicia fue remitida a las Cortes y al Gobierno
el 30 de mayo de 1981 (Boletín de Información del Consejo General del Poder Judicial, julio,
1981).
La Ley Orgánica del Poder Judicial 6/1985 redujo el número de éstas a las expresamente
previstas en la Constitución, aunque siguió manteniendo la obligación de remisión de la Memoria
anual a las Cortes Generales. Posteriormente, las competencias del Consejo General del Poder
Judicial fueron modificadas por Ley Orgánica 16/1994, de 8 de noviembre que le asigna un número
de competencias muy similar al de la LO 1/1980. Las concretas funciones del Consejo General del
Poder Judicial se relacionan en los artículos 107 y siguientes de la LOPJ: nombramiento del
Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial; nombramiento de los
miembros del Tribunal Constitucional cuando así proceda; inspección de Juzgados y Tribunales;
selección, formación y perfeccionamiento, provisión de destinos, ascensos, situaciones
administrativas y régimen disciplinario de Jueces y magistrados... Le corresponde además la
inspección y vigilancia de todos los Juzgados y Tribunales para el correcto funcionamiento de la
Administración de Justicia (art. 171.1 LOPJ). Sigue manteniéndose obligación de elevar a las
Cortes Generales Memoria Anual sobre el estado, funcionamiento y actividades del propio Consejo
y del los Juzgados y Tribunales de Justifica (art. 109 LOPJ)

En relación con el Consejo General del Poder Judicial la cuestión más polémica ha sido la de su
composición ante la ambigua redacción constitucional. En la Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero,
se distinguía entre vocales de origen judicial, doce en total, elegidos por y entre ellos, y vocales de
origen parlamentario, en un total de ocho, cuatro elegidos por el Congreso de los Diputados y cuatro
elegidos por el Senado. De modo que los doce vocales de origen judicial eran elegidos por y entre
los jueces y magistrados de todas las categorías por un procedimiento electivo con arreglo a un
sistema electoral mayoritario de voto limitado en listas completas pero abiertas y en circunscripción
electoral única. Entre los doce vocales judiciales a elegir por los propios jueces: tres deberían ser
Magistrados del Tribunal Supremo, seis magistrados y tres jueces. Eran elegibles todos los
miembros de la carrera judicial pero, según su artículo 16, no cabía posibilidad de reelección. La
presentación de candidaturas debía incluir aval de un 10 por cien de los electores, con un 5 por cien
de cada categoría por asociación profesional validamente constituida.
La Junta Electoral prevista en el artículo 17 de la Ley convocó elecciones por Acuerdo de 1 de
marzo de 1980 y simultáneamente se fijaron lo trámites y formalidades a seguir en el proceso
electoral, mediante instrucciones publicadas al efecto. Celebradas las elecciones fueron nombrados
los vocales del Consejo por Reales Despachos de 9 de octubre de 1980. Constituido el Consejo éste
procedió a la elección de su Presidente que fue nombrado por Real Despacho de 23 de octubre de
1980.
A esta Ley sobrevino la LO 6/1985, de 1 de julio, que dispuso que el Congreso y el Senado
elegirían por mitad y mayoría de tres quintos a los veinte miembros del CGPJ, al entender que el
artículo 122.3 CE no exigía que los doce vocales de que habla fuesen elegidos por jueces y
magistrado, sino entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales. Esta interpretación
fue considerada conforme con la Constitución por la STC 108/1986, de 26 de julio en que se
señalaba que: "la posición de los integrantes de un órgano no tiene por qué depender de manera
ineludible de quienes sean los encargados de su designación sino que deriva de la situación que les
otorgue el ordenamiento jurídico. En el caso del Consejo, todos sus vocales, incluidos forzosamente
los que han de ser nombrados por las Cámaras y los que sean por cualquier otro mecanismo no
están vinculados al órgano proponente como lo demuestra la prohibición de mandato imperativo
(art. 119.2 LOPJ) y la fijación de un plazo determinado de mandato (cinco años), que no coincide
con el de las Cámaras y durante los cuales pueden ser removidos por los casos taxativamente
determinado en la Ley Orgánica (art. 119.2 LOPJ)".
En la práctica, la iniciativa de propuesta correspondía a los grupos parlamentarios, y desde 1992,
en primer lugar, se elegía a los cuatro vocales de procedencia no judicial, y después a los seis
vocales de procedencia parlamentaria en el Congreso y, de igual forma, en el Senado. La votación
se efectuaba por papeletas, pudiendo votar a cada candidato hasta un número igual al de candidatos
a elegir. Resultaban elegidos los que mayor número de votos obtuviesen.
Tras la promulgación de la Ley Orgánica del Poder Judicial 6/1985, la renovación de los vocales
del Consejo se efectuó de acuerdo con lo establecido en ella, y el Congreso de los Diputados eligió
a los diez vocales que le corresponden, de acuerdo con el procedimiento establecido en la
Resolución de su Presidencia de 24 de septiembre de 1985. Mientras el Senado hizo lo propio. Los
vocales fueron nombrados por los Reales Decretos 1881 y 1882/1985, de 16 de octubre,
respectivamente. El nombramiento de Presidente tuvo lugar por Real Decreto 1953/1985, de 23 de
octubre.
Este sistema fue objeto de encendidas críticas y se sucedieron diversas propuestas de
modificación, por ejemplo la proposición de ley presentada en la IV Legislatura, por el Grupo
Parlamentario del CDS el 25 de enero de 1990 (BOC de 1 de febrero de 1990, nº 24-1, Serie B) por
la que se pretendía modificar diversos artículos de la LO 6/1985, del Poder Judicial (orgánica),
concretamente los que se referían a la forma de elección del Consejo General del Poder Judicial. O
la proposición del Grupo Parlamentario Popular de 24 de diciembre de 1989 en el Congreso de los
Diputados de modificación del Capítulo II, del Título II del Libro II de la Ley Orgánica 6/1985, de
1 de julio, del Poder Judicial.

Sin embargo, hasta 2001 no se modificó la anterior normativa por Ley Orgánica 2/2001, de 28 de
junio sobre composición del Consejo General del Poder Judicial, fruto del acuerdo entre los dos
principales Grupos parlamentarios (Grupo Popular y Grupo Socialista) dentro del marco del Pacto
de Estado para la Reforma de la Justicia, suscrito por ambas formaciones políticas, y al que después
de adhirió el resto. El cambio en el sistema de elección de los vocales del Poder Judicial era más
que imprescindible e improrrogable, pues el sistema diseñado en 1985 sustraía absolutamente a los
Jueces y Magistrados en dicha elección. Así, la Ley Orgánica 2/2001 restaura el sistema de la doble
legitimidad: primero la judicial, después la parlamentaria pero conforme a la propuesta previa de los
Jueces y Magistrados, siguiendo prácticamente al dictado el punto 21 del referido Pacto de Estado
para la Reforma de la Justicia.
Por tanto, según LO 2/2001 en el trámite de propuesta se instaura un sistema mixto en el que
participan tanto las Asociaciones profesionales de Jueces y Magistrados, que proponen a treinta y
seis candidatos, como las Cámaras, que cada una de ellas elegirá 6 vocales entre los candidatos
propuestos.
No se modifica el sistema para los ocho vocales de elección parlamentaria. Por lo que respecta a
los vocales elegidos por y entre la Judicatura podrán ser propuestos Jueces y Magistrados de todas
las categorías judiciales, los candidatos serán presentados por las asociaciones profesionales de
Jueces y Magistrados o por Jueces y Magistrados que representen el 2 por cien de los que se
encuentren en servicio activo, los candidatos presentados no podrán exceder del triple de los doce
puestos a cubrir, y el número que podrá presentar cada asociación se determinará conforme a un
criterio proporcional según el sistema establecido por la nueva redacción del artículo 112.3 de la
Ley Orgánica del Poder Judicial:
"a) Los 36 candidatos se distribuirán en proporción al número de afiliados de cada
asociación y al número de no afiliados a asociación alguna, determinando este último
el número máximo de candidatos que pueden ser presentados mediante firmas de otros
jueces y magistrados no asociados (...)
" [...] c) cada asociación determinará, de acuerdo con los que dispongan sus
Estatutos, el sistema de elección de los candidatos que le corresponda presentar".
De los treinta y seis candidatos presentados se elegirán primero los seis Vocales por el Pleno del
Congreso de los Diputados y posteriormente el Senado elegirá a los otros seis entre los treinta
candidatos restantes.

III.- No obstante, resulta interesante reseñar algunos pronunciamientos de nuestro Tribunal


Constitucional: STC 3/1982, de 8 de febrero y STC 38/1982. Igualmente la STC 45/1986, de 17 de
abril resuelve el conflicto constitucional presentados contra el Congreso y el Senado por el Consejo
General del Poder Judicial en el que se alegaba que, en la tramitación del Proyecto de Ley Orgánica
del Poder Judicial se habían producido dos extralimitaciones competenciales en lo relativo a la
elección de los vocales del Consejo por el Congreso y del Senado, y a la facultad del Consejo para
dictar reglamentos sobre el estatuto jurídico de Jueces y Magistrados. El Tribunal desestimó la
pretensión de los recurrentes. Contra dicha normativa también se presentó un recurso de
inconstitucionalidad por cincuenta y cinco diputados del Grupo parlamentario Popular que el
Constitucional resolvió desestimando la posición de los recurrentes en la ya comentada STC
108/1986, de 26 de julio.
Por último, el CGPJ no sólo se rige por la Constitución y por la LOPJ, sino, además, por su propio
reglamento interno -Reglamento 1/1986, de 22 de abril, de Organización y Funcionamiento del
Consejo General del Poder Judicial-, cuya aprobación corresponde al CGPJ según permite el
artículo 110.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.
Actualmente el Presidente del Consejo General del Poder Judicial es D. Francisco José Hernando
Santiago y su Vicepresidente D. Fernando Salinas Molina. En la página Web del Consejo General
del Poder Judicial (www.poderjudicial.es/CGPJ) puede consultarse, entre otras cuestiones, su
estructura orgánica.
En cuanto a la bibliografía básica cabe citar en relación con la organización judicial y la Ley
Orgánica del Poder Judicial los trabajos de Arnaldo, Auger, Borrego, Cavero, de la Oliva, Escusol o
González Navarro; en relación con el Consejo General del Poder Judicial, los de Albácar, Arnaldo,
Fernández-Miranda, Gerpe, Lucas y Terol entre otros.

Sinopsis artículo 123


I.- En este precepto se reitera nuevamente el principio de unidad del Poder Judicial al establecer
que el Tribunal Supremo es el órgano jurisdiccional superior a todos los demás, pero no se le
atribuyen concretas funciones.

La declaración de la superioridad del Tribunal Supremo contenida en este artículo no se ve


afectada por la existencia de Tribunales Superiores de Justicia a que se refiere el artículo 152 CE,
segundo párrafo: "(...) Un Tribunal Superior de Justicia, sin perjuicio de la jurisdicción que
corresponde al Tribunal Supremo, culminará la organización judicial en el ámbito territorial de la
Comunidad Autónoma...". Por tanto, nuestro Texto Constitucional en el artículo 123 extiende la
competencia del Tribunal Supremo a todo el territorio del Estado español, por encima de los
Tribunal Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas.
II.- El Tribunal Supremo tiene su origen en el antiguo Consejo Real. Sin embargo, su actual
denominación aparece por primera vez en la Constitución de 1812. Concretamente el artículo 259
de la Constitución de Cádiz señalaba que: "Habrá en la Corte un Tribunal que se llamará Supremo
Tribunal de Justicia", mientras que los artículos 260 y 261 relacionaban su composición y
competencias.

Sufrió los mismos avatares de la Constitución de Cádiz. Fue suprimido en 1814, restablecido en
1820 y nuevamente disuelto en 1823. Su instauración definitiva se realizó Decreto de 24 de marzo
de 1834 que le denominó "Tribunal Supremo de España e Indias". Su primer Reglamento de
Régimen interno es de 1814. Los sucesivos se emitieron por Reales Decretos de 26 de septiembre y
17 de octubre de 1835.
Las Constituciones posteriores (1837 y 1845) no lo incluyeron en su texto: sí se encuentran
referencias en el artículo 94 de la Constitución de 1869: "(...) Sin embargo, el rey podrá nombrar
hasta la cuarta parte de los magistrados de las Audiencias y del Tribunal Supremo". A partir de la
Ley provisional del Poder Judicial de 1870 tuviese plena vigencia. Fue la Constitución de 1931 la
que volvió a hacerle un hueco en su texto en los artículos 96 y 97 al referirse a la forma de
nombramiento, régimen de incompatibilidades y funciones de su Presidente. También se refieren a
él el artículo 33 de la Ley Orgánica de Estado de 1967.
Tribunales de naturaleza similar a nuestro Tribunal Supremo aparecen en buena parte de las
Constituciones extranjeras. Sirvan de ejemplo el artículo 11, sección 1ª del a Constitución de los
Estados Unidos: "Se confiará el poder judicial de los Estados Unidos a un Tribunal Supremo y a los
Tribunales inferiores que el Congreso instituye y establezca en los sucesivos"; el artículo 111 de la
Constitución italiana de 1947 y el 95 de la Ley Fundamental de Bonn, entre otros.
III.- En su tramitación parlamentaria no se observan aspectos relevantes, pues no experimentó
variación desde su primitiva formulación en el texto del anteproyecto (BOC de 5 de enero de 1978).
En cuanto a su desarrollo legislativo, las funciones, composición, organización, etc., antes de la
LOPJ se contenían en diversas normas preconstitucionales: Ley provisional del Poder Judicial de
1870, junto con las Leyes de Enjuiciamiento Civil y Criminal, de Procedimiento Laboral, de la
Jurisdicción Contencioso-Administrativa, etc. A esta normativa se fueron sumando otras que tenían
incidencia parcial sobre el estatuto de los miembros del Tribunal: Ley 17/1980, de 24 de abril, sobre
régimen retributivo de los funcionarios judiciales; Ley Orgánica 5/1981, de 16 de noviembre, de
integración de la carrera judicial; Ley Orgánica 4/1984, de 4 de abril, que modificaba a la anterior,
etc.
IV.- Sin embargo, el desarrollo propiamente dicho se lleva a cabo mediante la Ley Orgánica
6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial cuyos artículos 53 a 61 regulan la composición y
atribuciones del Tribunal Supremo, estableciendo, además, su sede en la villa de Madrid. La
elección y competencias de su Presidente se fijan en los artículos 123 y siguientes; y en el 149 y
siguientes el estatuto de sus miembros. El sistema de provisión de plazas se lleva a cabo en los
artículos 342 y siguientes, etc. Es necesario tener en cuenta, además, lo establecido en la Ley
Orgánica 4/1987, de 15 de julio, de Competencia y Organización de la Jurisdicción Militar que crea
una sala de lo militar en del Tribunal Supremo, y la Ley Orgánica 2/1987, de 18 de mayo, de
Conflictos Jurisdiccionales.
Como ya se ha señalado, su característica fundamental es su superioridad en todos los órdenes
reiterado por artículo 53 LOPJ: "El Tribunal Supremo con sede en la villa de Madrid, es el órgano
jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías
constitucionales. Tendrá jurisdicción en toda España y ningún otro podrá tener el título de
Supremo".
Esta superioridad se consigue a través de la atribución que le corresponde del último de los
recursos procesales, el recurso de casación, por el que puede anular las sentencias de los tribunales
inferiores por infracción de ley o quebrantamiento de forma. Gracias a este recurso, al Tribunal
Supremo le corresponde la función de fijar la interpretación unitaria de todo el ordenamiento
jurídico español, para conseguir una aplicación uniforme del Derecho en todo el territorio español.
Así, lo recoge la exposición de motivos de la Ley 38/1988, de 28 de diciembre, Demarcación y
Planta Judicial, pues a través del recurso de casación el Tribunal Supremo está en disposición de
acometer la labor de unificación de "la interpretación del ordenamiento jurídico efectuada por todos
los Juzgados y Tribunales, con el carácter de supremo garante del principio de legalidad y unidad de
acción del Poder Judicial en su conjunto". Por tanto, el Tribunal Supremo sienta jurisprudencia en
todas las materias en que los tribunales inferiores hayan mantenido posiciones divergentes, y
conoce de todo el Derecho sustantivo en todos los órdenes o ramas de la Jurisdicción de ahí su
estructura en cinco salas: Sala 1ª (De lo Civil), Sala 2ª (De lo Criminal), Sala 3ª (De lo Contencioso-
administrativo), Sala 4ª (De lo Social), Sala 5ª (De lo Militar).
Su estructura más detallada, así como las principales decisiones jurisprudenciales etc. de este
Tribunal pueden consultarse en su sitio web (www.poderjudicial.es/tribunalsupremo).

Además, el artículo 61.1 LOPJ prevé una Sala de Revisión constituida por el Presidente del
Tribunal Supremo, los Presidentes de Sala y el Magistrado más antiguo y el más moderno de cada
una de ellas, a la que corresponde conocer y resolver sobre:
- los recursos de revisión contra las sentencias dictadas en única instancia por la Sala
de lo contencioso-administrativo de dicho Tribunal,
- los incidentes de recusación del Presidente del Tribunal Supremo, o los Presidentes
de Sala, o de más de dos magistrados de una Sala,
- las demandas de responsabilidad civil que se dirijan contra los Presidentes de Sala
o contra todos o la mayor parte de los Magistrados de una Sala de dicho Tribunal por
hechos realizados en el ejercicio de su cargo,
- la instrucción y enjuiciamiento de las causas contra Presidentes de Sala o contra los
Magistrados de una Sala, cuando sean juzgados todos o la mayor parte de los que la
constituyen,
- el conocimiento de las pretensiones de declaración de error judicial cuando éste se
impute a una Sala del Tribunal Supremo
Debe señalarse que, al margen de la existencia del Tribunal de Justicia de la Comunidad
Europea, con jurisdicción en materia de Derecho Comunitario en la forma establecida por los
Tratados de la Unión, la predicada superioridad del Tribunal Supremo no se extiende a la materia de
garantías constitucionales, según lo establecido en el Título IX de nuestra Constitución que regula
el Tribunal Constitucional, que no forma parte del Poder Judicial.
V.- La jurisprudencia constitucional sobre el Tribunal Supremo es ciertamente escasa. Aunque
pueden señalarse un significativo número de sentencias que se dedican a delimitar las funciones del
Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional. Cabe citar las SSTC 16 y 17/1981, de 18 de mayo
y 1 de junio, y STC 2/1982, de 29 de enero. Concretamente la STC 16/1981, de 18 mayo señala que
no corresponde al Tribunal Constitucional "valorar la forma en que los órganos del Poder Judicial
en general, y en particular, el Tribunal Supremo, interpretan y aplican las leyes, en tanto que no se
violen las garantías constitucionales". Además, las SSTC 14/1982, de 21 de abril y 78/1984, de 9 de
julio añaden que el Tribunal Constitucional no controla la violación de la ley sino sólo de la
Constitución al ser al ser interprete y guardián de la Constitución pero no del resto del ordenamiento
jurídico. De modo que el recurso de amparo que se inste ante el Tribunal Constitucional "no puede
modificar los hechos declarados probados por los Tribunales ordinarios (...) corresponde (...) al
Tribunal Supremo determinar cuál es la interpretación correcta de las normas jurídicas" (STC
144/1988, de 12 de julio).
No parece tan clara la aplicación práctica de esta jurisprudencia a juzgar de las, a veces difíciles,
relaciones entre el Poder Judicial y Tribunal Constitucional en los últimos años. Nuestro sistema
constitucional acoge determinadas zonas de tangencia entre ambas jurisdicciones, esencialmente en
la tutela de los derechos fundamentales (art. 53.2 CE). A ello se une la posibilidad de presentación
de recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional frente a violaciones de los derechos y
libertades que tuvieran su origen en un acto u omisión de un órgano judicial (art. 44 LOTC).

Las tensiones entre ambos órganos se manifestaron por primera vez en 1994 con ocasión de la
STC 7/1994, de 17 de enero, que estimaba el recurso de amparo interpuesto contra la Sentencia del
Tribunal Supremo con motivo de un proceso civil sobre investigación de paternidad. El Tribunal
Supremo consideró que la actuación del Tribunal Constitucional que habría entrado a valorar, a su
juicio, los hechos del procedimiento de instancia y las pruebas, con la consiguiente modificación de
las conclusiones fácticas de las sentencias de los órganos judiciales ordinarios. Y solicitó, en un
primer momento, "la mediación del Jefe del Estado" en un Escrito de fecha 3 de febrero de 1994
que posteriormente fue trasladado a las Cortes Generales y al propio Tribunal Constitucional.
Una segunda ocasión de conflicto tuvo lugar a raíz de la STC 136/1999, de 20 de julio, en la que
se revisa la decisión condenatoria del Tribunal Supremo por delito de colaboración con banda
armada, y se procede a la excarcelación de los veintitrés miembros de la antigua Mesa de Herri
Batasuna, que habían sido condenados por el Tribunal Supremo por un delito de colaboración con
banda armada, al aceptar el recurso de amparo interpuesto por violación del principio de legalidad
penal [art. 174 bis a). l y 2 del Código Penal de 1973].
El último supuesto tuvo lugar con ocasión de la sentencia de la Sala Primera del Tribunal
Supremo de 31 de diciembre de 1996, que casaba y anulaba la emitida la Sección Undécima de la
Audiencia Provincial de Barcelona de 12 de enero de 1993. El Tribunal Constitucional en sentencia
115/2000, de 5 de mayo entendió efectivamente vulnerado el derecho a la intimidad personal y
familiar de la recurrente, en contra de lo establecido por el Tribunal Supremo y en decisión
posterior, la 186/2000, de 17 de septiembre, consideró que debía anularse la sentencia de la Sala
Primera del Tribunal Supremo de 20 de julio de 2000, en cuanto a la cuantía de la indemnización.
En esta ocasión, el Tribunal Supremo manifestó su malestar en sentencia de 5 de noviembre de
2001 donde calificó la decisión del Tribunal Constitucional de "negligente", porque "invadió las
funciones de la Jurisdicción ordinaria de manera contraria, incluso, a las propias normas orgánicas
que rigen dicho Tribunal Constitucional". Así para el Tribunal Supremo "la sentencia de Tribunal
Constitucional, cuyos razonamientos son inaceptables, desconoce el concepto de instancia procesal
e incurre en el error mayúsculo, inexcusable por su índole".
VI.- Por último, queda la referencia al apartado segundo de este precepto, que alude al
nombramiento del Presidente del Tribunal Supremo. Lógicamente el Tribunal Supremo se integra
por un Presidente, que lo es también del Consejo General del Poder Judicial, de los Presidentes y
Magistrados de cada una de sus Salas o Secciones que se pudieran formar en cada una de ellas
según permite el artículo 54 LOPJ.

Concretamente en lo que se refiere a la elección y el nombramiento de su Presidente, aparte de la


lacónica redacción del artículo 123, apartado 2º, la LOPJ lo contempla en artículo 107.1, que señala
que el Consejo General del Poder Judicial será competente para la "propuesta por mayoría de tres
quintos para el nombramiento del Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder
Judicial". Esta propuesta debe ser aprobada en la sesión constitutiva del Consejo General del Poder
Judicial que preside el Vocal de mayor edad (art. 123.2 en relación con el 114 LOPJ).

El candidato propuesto habrá de ser: miembro de la carrera judicial o jurista de reconocida


competencia con más de quince años de ejercicio profesional. El nombramiento se realizará
mediante Real Decreto refrendado por el Presidente del Gobierno, debiendo prestar juramento o
promesa ante el Rey. La toma de posesión se efectuará ante los Plenos del Consejo General del
Poder Judicial y del Tribunal Supremo en sesión conjunta.

El Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial podrá ser reelegido
de forma sucesiva para un segundo mandato, sin nueva posibilidad de reelección. Su categoría y
honores serán los correspondientes al de titular de uno de los tres poderes del Estado, pues el
Presidente del Tribunal Supremo, que lo es también del Consejo General del Poder Judicial es la
primera autoridad judicial de la Nación y ostenta la representación del Poder Judicial y de su órgano
de gobierno.
Desde la aprobación de la Constitución han sido Presidentes del Tribunal Supremo y, por ende,
del Consejo General del Poder Judicial: Federico Carlos Sainz de Robles, Antonio Hernández Gil,
Pascual Sala Sánchez, Javier Delgado Barrio y en la actualidad Francisco José Hernando Santiago.
La bibliografía referida específicamente al Tribunal Supremo en la Constitución no es
abundante. Sí se cuenta con un amplio número de obras de Derecho Procesal y con los diversos
comentarios sistemáticos de la Constitución. No obstante pueden consultarse los trabajos de
Arnaldo, García Manzano, Pera Verdaguer, Sanz Llorente. Sobre su evolución histórica, el de
Aparicio Pérez y sobre los conflictos entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, los de
González-Trevijano o Serra.

Sinopsis artículo 124


I.- La vigente Constitución de 1978 rompe con la tradición de nuestro constitucionalismo
histórico, pues ninguno de nuestros textos constitucionales se refiere a la institución del Ministerio
Fiscal con la sola excepción de la Constitución de 1931, que en su artículo 104 señalaba que: "El
Ministerio Fiscal velará por el exacto cumplimiento de las leyes y por el interés social. Constituirá
un solo cuerpo y tendrá las mismas garantías de independencia que la Administración de Justicia".
No obstante, aunque con otra denominación, en el Estatuto de Bayona se hacía referencia al
Procurador General o Fiscal del Consejo Real en su artículo 105: "Habrá en el Consejo Real un
procurador general o fiscal y el número de sustitutos necesarios para la expedición de los negocios".
En este periodo, los precedentes más claros se encuentran en el ámbito de la legislación ordinaria,
concretamente en los artículos 763 a 854 de la Ley Provisional de Organización del Poder Judicial
de 1870.

Entre los ejemplos que proporciona el examen del Derecho Comparado cabe citar el artículo 112
de la Constitución italiana de 1947: "El Ministerio Público está obligado a ejercer la acción penal";
los artículos 224 a 227 de la Constitución portuguesa de 1976; el artículo 151 de la Constitución
belga; el 6.11 de la Constitución sueca; y el artículo 30.1 del Texto irlandés de 1937 según el cual: "
Se instituye el cargo de Fiscal General (Attorney General), que será el asesor del Gobierno en
materias de derecho y doctrina legal y ejercerá y desempeñará las funciones, poderes y obligaciones
que se le confieran o impongan por esta Constitución".
Por lo que se refiere al apartado segundo de este precepto el artículo 107 del Texto constitucional
italiano de 1947 dispone que: "Gozará de las garantías establecidas para él por los preceptos
orgánicos de la judicatura"; mientras que el 108 se preocupa de la necesaria independencia de que
esta institución debe gozar con la siguiente redacción: "La ley garantizará la independencia de los
jueces de las jurisdicciones especiales, del Ministerio Fiscal destinada ante ellas y de los terceros
que participen en la Administración de Justicia".
II.- El apartado primero del artículo 124 conserva en casi su totalidad el texto del Anteproyecto
que decía: "El Ministerio Fiscal tiene por misión promover la acción de la Justicia en defensa de la
legalidad y de los intereses públicos tutelados por la ley, de oficio o a petición de los interesados;
velar por la independencia de los Tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social".
Fue en el texto presentado por el Informe de la Ponencia (BOC de 17 de abril de 1978) en el que se
incluyó la referencia a la "defensa de los derechos de los ciudadanos" y la de "sin perjuicio de las
funciones encomendadas a otros órganos". Esta última adición pretendía excluir toda interpretación
en el sentido de que la defensa de los intereses públicos era una atribución exclusiva del Ministerio
Fiscal.
Sí merecen una mayor atención las modificaciones sufridas en el apartado segundo, que en el
Anteproyecto caracterizaba la Ministerio Fiscal como "órgano de relación entre el Gobierno y los
órganos de la Administración de Justicia, que se suprimió por obra de la Comisión Constitucional
del Congreso (BOC de 1 de julio de 1978).
Por otra parte, su apartado tercero pasó de decir: "El Ministerio Fiscal se regirá por su Estatuto
orgánico" a establecer que "La ley regulará el Estatuto orgánico del Ministerio Fiscal". Y, por lo que
respecta al apartado número cuatro, la modificación fue sustantiva pues el texto inicial establecía.
"El nombramiento del Fiscal del Tribunal Supremo se hará en la forma establecida para el
Presidente de dicho Tribunal". Ya en el Dictamen de la Comisión Constitucional del Congreso se
modificó su contenido para disponer que: "El Fiscal del Tribunal Supremo será nombrado por el
Rey a propuesta del Gobierno oído el Consejo General del Poder Judicial". Fue en la discusión
plenaria del Congreso donde la referencia al Fiscal del Tribunal Supremo es sustituida por la que
conocemos. Todas estas incidencias en su tramitación constituyente pueden consultarse en los
Trabajos Parlamentarios (tres tomos) editados por las Cortes Generales, bajo la dirección de F.
Sainz Moreno..
III.- El Ministerio Fiscal aparece como tal en el ordenamiento jurídico español con el
Reglamento Provisional para la Administración de Justicia de 26 de septiembre de 1835, en cuyo
Capítulo IV se crea una institución nueva al regular la existencia de los fiscales en el Tribunal
Supremo y en todas las Audiencias (art. 15: "En toda causa criminal sobre delito que por pertenecer
a la clase de público que puede perseguirse de oficio, será parte el promotor fiscal del juzgado...").
Este Reglamento le atribuía las funciones de: acusación pública, defensa de la causa pública y la
promoción de la persecución de los delitos que perjudicasen a la sociedad (art. 101).
Después vino la Ley Provisional de Organización del Poder Judicial de 15 de septiembre de
1870 que no modificó sus funciones, aunque estableció que el acceso a la fiscalía se realizaría
mediante oposición, así como el principio de unidad actuación y su dependencia del Ejecutivo.
Concretamente su artículo 841 señalaba que: "El Fiscal del Tribunal Supremo será el Jefe del
Ministerio Fiscal de toda la Monarquía, bajo la inmediata dependencia del Ministro de Gracia y
Justicia". La Ley adicional a la de Organización del Poder Judicial de 14 de octubre de 1882
determinó como su función básica el ejercicio de la acusación pública en los procesos
penales. Posteriormente se aprobó el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal de 21 de junio de
1926, que no fue modificado hasta el actual de 1981.
IV.- Por lo que respecta a la actual regulación del Ministerio Fiscal en la Constitución española
de 1978 debe señalarse en primer lugar, que la mención incluida en el artículo 124 le otorga el
carácter de garantía institucional, pues sus características básicas vienen impuestos por el Texto
constitucional. Por tanto, el legislador no puede ni suprimir la institución ni privarla de sus rasgos
más esenciales. De ahí la reserva de ley para su Estatuto orgánico, que elimina la clásica capacidad
gubernamental de regulación de su organización y funcionamiento.
El desarrollo legislativo del artículo se contiene en el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal
aprobado por la Ley 50/1981, de 30 de diciembre. No obstante, debe señalarse que la Ley Orgánica
del Poder Judicial dedica su Libro V, Título I al "Ministerio Fiscal y demás personas e instituciones
que cooperan con la administración de justicia y de los que la auxilian". Así el artículo 435 de la
LOPJ establece que, sin perjuicio de las funciones encomendadas a otros órganos, el Ministerio
Fiscal tiene por misión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos
de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley, de oficio o a petición de los interesados,
así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés
social. Por tanto, la principal función del Ministerio Fiscal es la de ser representante y defensor de
la legalidad. Y, además, el legislador le asigna específicamente la misión de defender la legalidad de
sectores específicos del ordenamiento: menores, incapaces...
En dicho Estatuto Orgánico se señala que el Ministerio Fiscal tiene por misión promover la
acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés
público tutelado por la Ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la
independencia de los Tribunales, y procurar ante éstos la satisfacción del interés social (art. 1). Y
según artículo 2 el Ministerio Fiscal se integra, aunque con autonomía funcional; en el Poder
Judicial, ejerce su misión por medio de órganos propios, conforme a los principios de unidad de
actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad.
Los cuatro principios que guían su actuación son, pues, los principios de unidad, dependencia,
legalidad e imparcialidad. El principio de unidad, también denominado de indivisibilidad, significa
que todos los integrantes de la Fiscalía actúan como si fueran una misma persona y a través de sus
órganos propios. El principio legalidad supone su sometimiento a la ley, al igual que el resto de
poderes públicos (art. 9.1 CE). El principio de imparcialidad se conecta directamente con su función
de defensa de los intereses del Estado pues le obliga a actuar con objetividad al margen de cualquier
interés particular.
No obstante, el principio de dependencia es el más controvertido pues en su vertiente interna
supone la subordinación a sus superiores y en especial al Fiscal General del Estado, que podrán dar
instrucciones a los inferiores, pero en su vertiente externa se conecta con su subordinación respecto
del Poder ejecutivo. Nuestra Constitución ha adoptado una posición intermedia, y en su virtud, se
eliminó la referencia constitucional a la dependencia gubernamental pero no se pretendió modificar
la tradicional posición del Ministerio Fiscal en el entramado constitucional. Así, según reitera la
STC 7/1981, de 14 de abril: "no es un órgano administrativo, pero tampoco es un órgano
auténticamente judicial". Como tampoco es un órgano al servicio del Ejecutivo, ni su agente. Podría
caracterizársele, por tanto, como lo hiciera el Diputado Sr. Cisneros en los debates constituyentes
como "un órgano del Estado en la Administración de Justicia".
El Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal fue ulteriormente desarrollado por Real Decreto-ley
de 22 de diciembre de 1982, que suspendió el plazo para dictar el reglamento del Ministerio Fiscal
hasta la promulgación de la Ley Orgánica del Poder Judicial; por el Real Decreto 437/1983, de 9 de
febrero, sobre constitución y funcionamiento del Consejo Fiscal, modificado después por el Real
Decreto 572/1987, de 30 de abril; y por el Real Decreto 545/1983 de 9 de febrero, por el que se
desarrollan determinadas normas del Estatuto del Ministerio Fiscal. Pero lo más importante han
sido las diversas modificaciones de que ha sido objeto:
- Ley 5/1988, de 24 de marzo, de creación de la Fiscalía Especial para la Prevención
y Represión del empleo ilegal de drogas,
- Ley 10/1995, de 24 de abril, por la que se crea la Fiscalía Especial para la
Represión de los delitos económicos relacionados con la corrupción,
- Ley 12/2000, de 28 de diciembre, de modificación de la Ley 50/1981 de 30 de
diciembre, por la que se regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, y
- Ley 14/2003, de 26 de mayo, de modificación de la Ley 50/1981, de 30 de
diciembre, que regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, esta última enmarcada
en el desarrollo del llamado "Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia".
La organización, competencias y planta del Ministerio Fiscal se regulan en el artículos 12 y
siguientes de su Estatuto Orgánico. Según artículo 12 son órganos del Ministerio Fiscal:
- el Fiscal General del Estado,
- el Consejo Fiscal,
- la Junta de Fiscales de Sala,
- la Fiscalía del Tribunal Supremo,
- la Fiscalía ante el Tribunal Constitucional,
- la Fiscalía de la Audiencia Nacional,
- la Fiscalía Especial para la represión de los Delitos Económicos relacionados con la
corrupción,
- la Fiscalía Especial para la Prevención y Represión del tráfico ilegal de drogas,
- las Fiscalías de los Tribunales Superiores de Justicia y
- las Fiscalías de las Audiencias Provinciales.
El Fiscal General del Estado ostenta la Jefatura superior del Ministerio Fiscal y su representación
en todo el territorio español. La denominación es una cuestión novedosa de nuestra Constitución
pues antes se llamaba desde Promotor de la Justicia hasta Fiscal del Reino, pasando por la de Fiscal
del Tribunal Supremo.
Como consecuencia de los principios de unidad y dependencia le corresponde dar las órdenes e
instrucciones a sus inferiores y la dirección e inspección del Ministerio Fiscal. Por tanto, el Fiscal
General del Estado es órgano de enlace entre el Ministerio Fiscal y el Gobierno. El Fiscal General
del Estado será elegido "entre juristas españoles de reconocido prestigio con más de quince años de
ejercicio efectivo de su profesión", esto es, aquellos que hayan ejercicio efectivamente una
profesión que garantice por datos objetivos, la condición de jurista de reconocido prestigio (STS de
28 de junio de 1994, Sala Tercera, Rec. 7105/1992). Su nombramiento no está sujeto a plazo.
El actual Fiscal General del Estado es Jesús Cardenal Fernández, nombrado por Real Decreto
708/1997, de 16 de mayo (BOE nº 118, de 17 de mayo de 1997).
El Consejo Fiscal se elige por cuatro años y es un órgano colegiado que pretende ser el paralelo
del Consejo Superior del Poder Judicial. Según el artículo 14 del Estatuto Orgánico del Ministerio
Fiscal, modificado por Ley 14/2003, le corresponde: elaborar los criterios generales de
estructuración y funcionamiento de sus órganos, informar las propuestas de nombramiento de los
diversos cargos, elaborar los informes para ascensos de los miembros de la carrera fiscal, resolver
los expedientes disciplinarios y de mérito que sean de su competencia, así como apreciar las
posibles incompatibilidades a que se refiere este estatuto, resolver los recursos interpuestos contra
resoluciones dictadas en expedientes disciplinarios por los Fiscales Jefes de los distintos órganos
del Ministerio Fiscal... Según artículo 14, igualmente modificado por Ley 14/2003, lo preside el
Fiscal General del Estado, y se integra por el Teniente Fiscal del Tribunal Supremo, el Fiscal
Inspector Jefe y nueve fiscales pertenecientes a cualquiera de las categorías, elegidos por y entre
miembros de la carrera, conforme al procedimiento que la propia ley establece.
La Junta de Fiscales de Sala se constituirá, bajo la presidencia del Fiscal General del Estado, por
el Teniente Fiscal del Tribunal Supremo, los Fiscales de Sala, el Fiscal Inspector Jefe y el Fiscal
Jefe de la Secretaría Técnica, que actuará de Secretario. Es un órgano colegiado de asistencia del
Fiscal General del Estado en materia doctrinal y técnica, sobre todo, en orden a la formación de los
criterios unitarios de interpretación, en la resolución de consultas, elaboración de las memorias y
circulares y en la preparación de proyectos e informes que deban ser elevados al Gobierno.
Las Fiscalías de cada órgano judicial son órganos compuestos o complejos porque en ellas las
funciones decisorias se atribuyen a los Fiscales Jefes de cada órgano a los que corresponde también
la dirección y Jefatura de su Fiscalía bajo la dependencia de sus superiores jerárquicos y del Fiscal
General del Estado (art. 22 de su Estatuto Orgánico, modificado por Ley 14/20023) .
Mención especial merecen la Fiscalía ante el Tribunal Constitucional creada por Ley 50/1981 y
la Fiscalía ante el Tribunal de Cuentas, regulada en el artículo 19 de la Ley Orgánica 2/1982, de 12
de mayo.
El Ministerio Fiscal no sólo interviene en el ámbito penal al ejercitar la acción penal pública ante
el órgano jurisdiccional y ser parte pública en dicho proceso, sino que también toma parte en otros
órdenes jurisdiccionales según establece el artículo 3 de su Estatuto Orgánico (modificado por Ley
14/2003). Así podrá:
* ejercitar las acciones, recursos y actuaciones pertinentes y ejercer cuantas
funciones le atribuya la ley en defensa de la independencia de los jueces y tribunales;
* intervenir en el proceso penal, instando de la autoridad judicial la adopción de las
medidas cautelares que procedan y la práctica de las diligencias encaminadas al
esclarecimiento de los hechos (apartado modificado previamente por Ley 12/2000);
* tomar parte en los procesos relativos al estado civil así como intervenir en los
procesos civiles que determine la ley cuando esté comprometido el interés social o
cuando puedan afectar a personas menores, incapaces o desvalidas;
* promover conflictos de jurisdicción y cuestiones de competencia;
* velar por el cumplimiento de las resoluciones judiciales que afecten al interés
público y social;
* velar por la protección procesal de las víctimas;
* velar por el respeto de las instituciones constitucionales y de los derechos
fundamentales y libertades públicas con cuantas actuaciones exija su defensa, es decir,
intervenir o interponer procesos de amparo, en aplicación de la Ley 62/1978, de 26 de
diciembre, sobre Protección Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales de la
Persona. También podrá interponer recurso de amparo constitucional, según lo reconoce
el artículo 46.1 b), 47.2 y 52.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, 2/1979,
de 3 de octubre;
* ejercer en materia de responsabilidad penal de menores las funciones que le
encomiende la legislación específica, debiendo orientar su actuación a la satisfacción
del interés superior del menor. Conviene señalar que la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de
enero reguladora de la Responsabilidad Penal del Menor le atribuye importantes
funciones cuasi instructoras (art. 6) en esta materia, al objeto de valorar la participación
del menor en los hechos y de proponer las concretas medidas de contenido educativo y
sancionador adecuadas a las circunstancias del hecho y de su autor (art. 23). En relación
con esta función la STC 124/2002, de 20 de mayo (F.j 7º) recuerda que "El hecho de
que los intereses de los menores estén representados por el Ministerio Fiscal (...) no
reviste carácter excluyente de la intervención de otros posibles interesados en el
procedimiento en atención al interés superior de los menores";
* intervenir en los supuestos y en la forma prevista en las leyes en los
procedimientos ante el Tribunal de Cuentas;
* defender, igualmente, la legalidad en los procesos contencioso-administrativos y
laborales que prevén su intervención;
* promover o, en su caso, prestar el auxilio judicial internacional previsto en las
leyes, tratados y convenios internacionales;
* ejercer las demás funciones que el ordenamiento jurídico estatal le atribuya.
La promulgación de la Ley del Menor, así como de la Ley Orgánica 8/2002, de 24 de octubre y
de la Ley 38/2002, de 24 de octubre que regulan las reformas del Procedimiento Abreviado y del
Juicio de Faltas y la reciente puesta en práctica de los juicios rápidos, ha supuesto modificaciones
en el trabajo del Ministerio Fiscal. Ello ha motivado la aprobación de una serie de Circulares de
interpretación e Instrucciones para así garantizar el principio de actuación de todo el Ministerio
Fiscal. Entre ellas pueden señalarse: Circular 1/2000, de 18 de diciembre, relativa a los criterios de
aplicación de la LO 5/2000, de 12 de enero; Instrucción 1/200, de 26 de diciembre, sobre la
necesaria acomodación a la LO 5/2000, de la situación personal de los menores infractores que se
hallen cumpliendo condena en centro penitenciario o sujetos a prisión preventiva; Instrucción
2/2000, de 27 de diciembre, sobre aspectos organizativos de las Secciones de Menores de las
Fiscalías ante la entrada en vigor de la LO 5/2000. También hubo de dictarse nueva Circular como
consecuencia de las Leyes Orgánicas 7/2000, y 9/2000, de 2 de diciembre sobre medidas
antiterroristas. Se trata de la Circular de la Fiscalía General del Estado 2/2001, de 28 de junio.

La jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional sobre el Ministerio Fiscal es extensa.


Pueden señalarse la STC 65/1983, de 21 de julio que se dedica a la participación del Ministerio
Fiscal en el recurso de amparo al destacar el significativo interés público en la tutela y protección de
los derechos Fundamentales. En idéntico sentido la STC 86/1985, de 10 de julio en que más
explícitamente nuestro Alto Tribunal establece que: "La legitimación para recurrir en amparo que la
Constitución atribuye al Ministerio Fiscal (...) se configura como un ius agendi reconocido a este
órgano en mérito a su específica posición institucional, funcionalmente delimitada en el artículo
124.1 de la Norma Fundamental. Promoviendo el amparo constitucional, el Ministerio Fiscal
defiende ciertamente, derechos fundamentales, pero lo hace, y en esto reside la peculiar naturaleza
de su acción, no porque ostente su titularidad, sino como portador del interés público en la
integridad y efectividad de tales derechos".
Por otra parte, en las SSTC 76/1982, de 14 de diciembre, 27/1985, de 26 de febrero y 52/1985,
de 11 de abril se señala que no es parte privada en el proceso penal. Y la STC 56/1994, de 24 de
febrero le exonera de la obligación de ejercer la acusación en todos los casos por ejemplo en los
juicios de faltas.
Por último, la más reciente STC 129/2001, de 4 de junio recuerda que "la defensa del interés
público (...) representado por el principio de autoridad corresponde al Ministerio Fiscal".

Para terminar, la carrera fiscal se organiza, según el nuevo artículo 34 del Estatuto Orgánico del
Ministerio Fiscal en tres categorías, aunque las tres constituyen un único cuerpo jerarquizado:
* Fiscales de la Sala del Tribunal Supremo, equiparados a Magistrados del Alto
Tribunal,
* Fiscales equiparados a Magistrados y
* Abogados Fiscales, equiparados a Jueces.
Para acceder a la primera categoría es necesario contar con al menos veinte años en la carrera y
pertenecer a la segunda categoría. Para el caso de la segunda categoría, las vacantes se cubrirán por
orden de antigüedad entre los pertenecientes a la categoría tercera. El nombramiento de las dos
primeras categorías será por Real Decreto. En la tercera se efectuará por Orden del Ministerio de
Justicia (arts. 37 y 38 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal modificados por Ley 14/2003).
Por último, es posible consultar, además, las obras citadas en la bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 125


I.- El precepto en cuestión regula los cauces de la participación de los ciudadanos en la
Administración de Justicia, que se resumen en la acción popular, el Jurado popular y los tribunales
tradicionales.
La tramitación de este precepto es interesante por cuanto el Anteproyecto de Constitución (BOC
de 5 de enero de 1978) no incluía las fórmulas concretas de participación de los ciudadanos en la
Administración de Justicia. El entonces artículo 115 solamente indicaba que: "Los ciudadanos
participarán en la Administración de Justicia en los casos y en la forma que la ley establezca". Se
trataba de una regulación muy genérica que recibió las críticas de no pocos diputados por ejemplo
del Sr. de la Fuente que consideraba peligroso no circunscribir la participación ciudadana en la
Administración de Justicia al Jurado, pues ello podría suponer una lamentable extensión
interpretativa de un precepto tan vago como el que se presentaba. Fue en el Informe de la Ponencia
(BOC de 17 de abril de 1978) en el que este precepto sufrió la primera modificación al incluir la
referencia expresa a la acción popular. Posteriormente en el Dictamen de la Comisión
Constitucional del Congreso se incluyó la referencia a los tribunales consuetudinarios y
tradicionales. La institución del Jurado no se contempló en la redacción constitucional hasta los
últimos estadios de los trabajos constituyentes. Concretamente la redacción definitiva fue la que
aportó la Comisión constitucional del Senado que intercaló la frase "mediante la institución del
Jurado en los casos y en las formas en que la ley establezca, así como en los Tribunales
consuetudinarios y tradicionales". Esta redacción no sufrió modificaciones ulteriores en los debates
de la Comisión Mixta.
II.- Comenzando por la acción popular, la Constitución de 1812 la regulaba en su artículo 255 en
los delitos de soborno y prevaricación de jueces y magistrados. De igual modo la preveían los
artículos 98 de la Constitución de 1869 y el artículo 29 de la de 1931, si bien éste se refería a los
delitos de detención y prisión ilegal. En el nivel legislativo ordinario y bajo la vigencia de la
Constitución de 1869 se reguló por la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1872 en su artículo 2.
La acción popular no debe excluirse de la participación ciudadana en la Administración de Justicia
porque la intervención del pueblo en la Justicia se incluye también en la acción popular, pues ésta es
un elemento de iniciación del subsiguiente proceso penal. Así, nuestra Norma Fundamental ampara
la defensa de los intereses legítimos por la vía judicial y la amplia al reconocer la acción popular,
pues ésta está llamada a proteger el interés público. El artículo 19.1 de la Ley Orgánica del Poder
Judicial dispone que "los ciudadanos de nacionalidad española podrán ejercer la acción popular en
los casos y formas establecidos en la ley".
La acción pública supone la atribución de legitimación activa para que un ciudadano pueda
personarse en un proceso sin necesidad de invocar la lesión de un interés propio, sino en defensa de
la legalidad. Se trata, por tanto, de una manifestación del derecho público subjetivo al libre acceso a
los Tribunales en que las pretensiones que se mantengan sean de interés público. Por tanto, la
acción popular se enmarca dentro del más amplio espacio del derecho a la tutela judicial efectiva
del artículo 24 CE, y así lo señala la jurisprudencia constitucional vertida sobre esta institución. Por
ejemplo, la STC 62/1983, de 11 de julio que determina como su ejercicio se puede incluir en el
ámbito del mencionado artículo, pues "dentro de los supuestos en atención a los cuales se
establecen por el Derecho las acciones públicas se encuentran los intereses comunes, es decir,
aquellos en que la satisfacción del interés común es la forma de satisfacer el de todos y de cada uno
de los que componen la sociedad, por lo que puede afirmarse que cuando un miembro de la
sociedad defiende un interés común sostiene simultáneamente un interés personal, o, si se quiere
desde otra perspectiva, que la única forma de defender el interés personal es sostener el interés
común". En el mismo sentido la STC 147/1985, de 29 de octubre. Debe añadirse que el ejercicio de
la acción popular es susceptible de recurso de amparo desde el momento en que este precepto se
incardina en el derecho a la tutela judicial del artículo 24.1 CE (STC 62/1983, 147/1985 y
241/1992).
No obstante, comprende solamente el derecho a iniciar el proceso penal y no a obtener una
sentencia sea condenatoria o absolutoria (STC 41/1997 y 74/1997).
Nuestro ordenamiento es restrictivo en la operatividad práctica de la acción popular, pues ésta
sólo está permitida en los procesos penales, salvo en el caso de los delitos privados, excluyéndola
también en el procedimiento penal militar (STC 64/1999, de 26 de abril). Por tanto, están
legitimados para concurrir como acción popular todos los ciudadanos españoles y el Ministerio
Fiscal (artículos 101 y 270 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal).
Queda excluida la acción popular para los ciudadanos extranjeros, que sólo podrán comparecer
en el proceso cuando sean parte ofendida por el delito. No obstante, la expresión contenida en estos
preceptos "ciudadanos españoles", según STC 53/1983 debe ser entendida referida tanto a personas
físicas como a personas jurídicas porque "El artículo 24.1 comprende en la referencia a "todas las
personas" "tanto a las físicas como a las jurídicas". E igualmente las SSTC 241/1992, de 21 de
diciembre ó 34/1994, de 31 de enero.
En cuanto a la posibilidad de que el juez exija fianza al particular que desee ejercer la acción
popular, que tiene como finalidad evitar querellas temerarias o intimidatorias, no es contrario a la
letra del artículo 125 CE. Ahora bien, según las STC 62/1983 y 147/1985, de conformidad con el
art. 20.3 LOPJ, deben ser proporcionadas para que con ello no es obstaculice su ejercicio y puede
establecerse en función del mayor o menor interés personal del que la insta (STC 50/1998).
Todas estas cuestiones han sido reiteradas por la jurisprudencia de nuestro Tribunal
Constitucional que en su STC 50/1998, de 2 de marzo señala el profundo arraigo de esta institución
en nuestro Derecho, no en vano, aunque no puedan ser calificadas de verdaderas acciones
populares, el Estatuto Municipal de 1924 recogía un tipo de acción popular y el artículo 68.3 de Ley
7/1985, de 2 de abril, de Bases del Régimen Local señala que: si en el plazo de esos treinta días la
entidad local no acordara el ejercicio de las acciones solicitadas, los vecinos podrán ejercitar dicha
acción en nombre e interés de la entidad local. Se reconoce asimismo en la Ley Orgánica 2/1982, de
12 de mayo, del Tribunal de Cuentas (art. 47); en la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, de
responsabilidad penal de los menores (art. 25); y, naturalmente, en la Ley de Enjuiciamiento
Criminal (arts. 101 y ss).

II.- Por otro lado, en materia de Tribunales consuetudinarios y tradicionales también deben ser
considerados fórmula de participación ciudadana en la Administración de Justicia, precisamente
porque éstos se componen de personas no especializadas en la práctica judicial.
Tienen este carácter, el Tribunal de Aguas de la Vega de Valencia y el Consejo de Hombres
Buenos de Murcia, añadido al artículo 19 LOPJ por obra de la Ley Orgánica 13/199 de 14 de mayo.
El Auto del Tribunal Constitucional 5/1986, de 8 de enero no reconoció este carácter al Consulado
de la Lonja de Valencia, pues el Estatuto de la Comunidad valenciana no reconocía más que el
primero y porque "no es una institución consuetudinaria sino regulada por normas escritas ni, por
último ejerce una función propiamente judicial, sino, lo que es distinto, una función arbitral".
Conviene dejar constancia también de que por algún sector de la doctrina se afirma que tienen,
asimismo, carácter tradicional y consuetudinario los juzgados de paz, sobre todo porque no son
órganos judiciales profesionales, según expresa el artículo 101. de la Ley Orgánica del Poder
Judicial: "1. Los Jueces de Paz y sus sustitutos serán nombrados para un período de cuatro años por
la sala de Gobierno del Tribunal Superior de Justicia correspondiente. El nombramiento recaerá en
las personas elegidas por el respectivo Ayuntamiento. 2. Los Jueces de Paz y sus sustitutos serán
elegidos por el pleno del Ayuntamiento, con el voto favorable de la mayoría absoluta de sus
miembros, entre las personas que, reuniendo las condiciones legales, así lo soliciten. Si no hubiere
solicitante, el pleno elegirá libremente". No obstante, ejercen funciones judiciales y de auxilio
judicial con un estatuto de independencia, inamovilidad y responsabilidad.
IV.- La institución del Jurado popular que ha sido una de las más controvertidas desde la
promulgación de la Constitución española de 1978. Es una institución de permanente inclusión en
los textos constitucionales desde sus más incipientes manifestaciones. Así, en Francia la Ley de 29
de septiembre de 1791 establecía por primera vez en el constitucionalismo continental la institución
del Jurado que se extendió a las sucesivas Constituciones del país vecino. Así, aunque no se
incluyese en el texto definitivo de la Constitución española de 1812 en el Dictamen de la Comisión
encargada por las Cortes Constituyentes de Cádiz de redactar el proyecto de Constitución ya se
aspiraba a la implantación del Jurado en nuestro Derecho. Tímidamente, la redacción definitiva
rezaba: "Si con el tiempo creyesen las Cortes que conviene haya distinción entre jueces de hecho y
del derecho, lo establecerán en la forma que juzguen conducente" (art. 307). La Ley y el
Reglamento de 22 de octubre de 1820 sólo lo establecieron para los delitos de imprenta.
Ha sido una institución intermitentemente recogida en nuestro constitucionalismo histórico.
Desde su creación fue suspendido en 1823, restablecido en 1837 para desaparecer de nuevo en 1845
y ser nuevamente restaurado en 1852. Fallece nuevamente en 1856, resurge en 1864, pero se
elimina otra vez en 1867. Tras más de seis décadas de existencia interrumpida, la Ley de 20 de abril
de 1888 parece otorgarle una mayor permanencia temporal. No obstante, esta Ley es suspendida por
Decreto de 21 de septiembre de 1923. En el ámbito constitucional volvió a aparecer en la
Constitución de 1869, que lo regulaba en su artículo 93 bajo la siguiente fórmula: "Se establecerá el
juicio por jurados para todos los delitos políticos y para los comunes que determine la ley. La ley
determinará también las condiciones necesarias para desempeñar el cargo de jurado"; y en los
artículos 13, 55 y 276 en la Ley Provisional de Organización del Poder Judicial de 1870.
Igualmente preveía el Jurado popular la Constitución de la Segunda República en su artículo
103: ("El pueblo participa en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, cuya
organización y funcionamiento será objeto de una ley especial"), que fue desarrollado por los
Decretos de 27 de abril y 22 de septiembre de 1931 que lo circunscribió únicamente a la materia
criminal y le sustrajo los delitos políticos. No obstante, en los precedentes históricos de la
institución del jurado merece una especial atención los que nos aporta el Derecho Comparado.
Sabido es que en el Derecho Romano existía la figura de los iudices selecti, pero es a partir de la
Great Charter de 1215 que disponía que: "Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado o
privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su
rango de cualquier otra forma, ni usaremos de la fuerza contra él ni enviaremos a otros que lo
hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con arreglo a la ley del Reino", cuando la
institución del Jurado, bajo el reinado de Enrique III se desarrolla. En el constitucionalismo actual
encontramos ejemplos, entre otros, en la Constitución italiana de 1947 (art. 102); en la Constitución
de Portugal (arts, 216 y 217); y en el artículo 116 de la Constitución de los Países Bajos.

La institución del Jurado popular indudablemente se enlaza con el derecho a la participación


directa de los ciudadanos en los asuntos públicos. Estamos, por tanto, ante un derecho subjetivo,
perteneciente a la esfera del status activae civitatis, que se debe ejercitar directamente. De aquí la
necesidad de regular un procedimiento que permita esta forma de participación. Ahora bien, según
la redacción de nuestra Constitución, el Jurado popular se limita a los procesos penales, es decir, no
podrá establecerse un Jurado popular en procesos civiles ni en los de ningún otro tipo.
Previamente a su regulación definitiva, la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial
ya avanzó algunos aspectos a tener en cuenta en su desarrollo normativo posterior en su artículo
19.2, pero, sobre todo, en su artículo 83 se fijaban los principios básicos que deberían informar la
futura ley del Jurado, basados esencialmente en la Ley de 1888: "1.El juicio del Jurado se celebrará
en el ámbito de la Audiencia Provincial u otros Tribunales y en la forma que establezca la ley.
2. La Ley del Jurado deberá regular su composición y competencias teniendo en cuenta los
siguientes principios:
a) La función del Jurado será obligatoria y deberá estar remunerada durante su
desempeño. La ley regulará los supuestos de incompatibilidad, recusación y abstención.
b) La intervención del ciudadano en el Jurado deberá satisfacer plenamente su
derecho a participar en la Administración de Justicia reconocido en el artículo 125 de la
Constitución.
c) La jurisdicción del Jurado vendrá determinada respecto de aquellos delitos que la
ley establezca.
d) La competencia para el conocimiento de los asuntos penales sujetos a su
jurisdicción se establecerá en función de la naturaleza de los delitos y la cuantía de las
penas señaladas en los mismos".
Además, la Disposición Adicional primera de dicha Ley Orgánica del Poder Judicial contenía el
mandato al Gobierno para que en el plazo de un año remitiese a las Cortes el correspondiente
proyecto de Ley. Como ya es sabido el Gobierno no cumplió con lo establecido por esta
Disposición Adicional. No obstante, debe señalarse que el Grupo Parlamentario Vasco, presentó en
1983 una proposición de Ley del Jurado en el Congreso de los Diputados, que fue retirada en el
trámite de toma en consideración el 8 de junio de 1984 (BOCG Congreso, Serie B, núm. 54, de 16
de septiembre de 1983). Lo más llamativo de este instituto ha sido el retraso experimentado en su
regulación normativa, pues durante diecisiete años se retrasó su puesta en marcha, quizás por los
problemas de encaje que pudieran surgir en una organización judicial escasamente estructurada en
el momento de promulgación de la Constitución española de 1978. Pero tampoco puede olvidarse el
recuerdo de una complicada experiencia histórica del funcionamiento del juicio por jurado.
La institución del Jurado popular se regula en la Ley Orgánica 5/1995, de 2 de noviembre,
posteriormente reformada por la Ley Orgánica 8/1995, de 16 de noviembre y por la Ley Orgánica
10/1995. El Jurado comenzó a funcionar en España con la mayoría de edad de nuestra Constitución,
concretamente el primer veredicto de un Jurado popular en España se produjo el 27 de mayo de
1996. Aprobada la Ley Orgánica del Jurado hubo de esperar el período de vacatio legis de seis
meses, a fin de que el Ministerio de Justicia proveyese los medios precisos, y que el Consejo
General del Poder Judicial dispusiera la formación de jueces y magistrados.
Se trata de un derecho-deber tal y como establece su artículo 6: "La función de jurado es un
derecho ejercitable por aquellos ciudadanos en los que no concurra motivo que lo impida y su
desempeño un deber para quienes no estén incursos en causa de incompatibilidad o prohibición ni
puedan excusarse conforme a esta ley". Por ello, Ley del Jurado en su artículo 7.3 declara que: "El
desempeño de la función de Jurado tendrá, a los efectos del ordenamiento laboral y funcionarial, la
consideración de cumplimiento de un deber inexcusable de carácter público y personal"; y en los
apartados 1 y 2 adopta una serie de medidas dirigidas a mitigar, en la medida de lo posible, la
onerosidad del cumplimiento de este deber, mediante la correspondiente retribución de la función y
la indemnización por los gastos ocasionados. La imposibilidad de cumplir con sus deberes como
Jurado popular exige que la causa de exclusión se acredite y sea notoria y lo suficientemente
relevante para eximirle del cumplimiento de este deber.
Las excusas para cumplir con el deber de ser Jurado se relacionan en el artículo 12 LOTJ, y son
las siguientes:
- los mayores de 75 años,
- los que hayan desempeñado afectivamente funciones de Jurado en los cuatro años
anteriores al día de su designación,
- los que sufran grave trastorno por razón de cargas familiares,
- los que desempeñen trabajo de relevante interés general de difícil sustitución,
- los militares profesionales en activo por razones de servicio,
- los que aleguen y acrediten suficientemente cualquier otra causa que les dificulte de
forma grave el desempeño de la función de Jurado.
Los requisitos para ser jurado son, según art. 8 LOTJ:
- ser español mayor de edad,
- encontrarse en pleno ejercicio de sus derechos políticos,
- saber leer y escribir,
- ser vecino, al tiempo de la designación, de cualquiera de los municipios de la
provincia en que el delito se hubiere cometido,
- no estar impedido física, psíquica o sensorialmente para el desempeño de la función
de Jurado.
Podrán alegar incapacidad para ser Jurado:
- los condenados por delito doloso, que no hayan obtenido rehabilitación,
- los procesados y aquellos acusados que se hallasen en la fase de apertura de juicio
oral y los detenidos o en situación de prisión provisional o cumpliendo pena por delito,
- los suspendidos, en procedimiento penal, de su empleo o cargo público, mientras
dure la suspensión.
Aparte de las numerosas causas de incompatibilidad para ser Jurado que se relacionan en el
artículo 10 LOTJ, se prohíbe actuar como Jurado en aquellos procesos en los que además se sea
acusador particular o privado, actor civil, acusado o tercero responsable; en los que se mantenga
con alguna de las partes vínculo matrimonial o situación de hecho asimilable, parentesco por
consanguinidad o afinidad de segundo grado...; en los que se tenga con el Magistrado-Presidente del
Tribunal o con el Ministerio Fiscal o el Secretario Judicial vínculo de parentesco o relación a que se
refiere los apartados 1, 2, 3, 4. 7, 8 y 11 del artículo 219 LOPJ; en los que se haya intervenido en la
causa como testigo, perito o interprete; o tengan interés directo o indirecto en la causa.

Según la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 5/1995 se ha optado por seleccionar


aquellos delitos en los que la acción típica carece de excesiva complejidad, y, que por tanto son
especialmente aptos para su valoración por ciudadanos no profesionalizados en la función judicial.
Así, el artículo 1 establece que el Tribunal del Jurado tendrá competencia para el enjuiciamiento de
los delitos:
- contra las personas: parricidio, asesinato, homicidio, auxilio o inducción al
suicidio, infanticidio...
- delitos cometidos por los funcionarios públicos en el ejercicio de sus cargos:
infidelidad en la custodia de presos, cohecho, malversación de caudales públicos,
fraudes y exacciones ilegales, negociaciones prohibidas por funcionarios públicos,
tráfico de influencias...
- delitos contra la libertad y la seguridad: omisión del deber de socorro, allanamiento
de morada, amenaza...
- delitos de incendios: incendios forestales...
El juicio con Jurado se celebrará sólo en el ámbito de la Audiencia Provincial, y en el caso de
personas aforadas, en aquel que corresponda al acusado en virtud de dicho fuero especial (art. 1.3 y
art. 2.1, párrafo 2º). Sobre esta cuestión la Fiscalía General del Estado emitió Circular 3/1995 en
que entendía que la Sala Segunda del Tribunal Supremo es diferente a un tribunal compuesto por
nueve jurados y un Magistrado del Tribunal Supremo como Presidente, y, por tanto, excluía que en
estos supuestos la institución del Jurado popular fuese viable.
Según artículo 2 LOTJ el Jurado popular se compondrá de nueve ciudadanos elegidos por sorteo,
y un magistrado que lo presidirá. El sorteo para la formación de las listas de candidatos se regula
por Real Decreto 1398/1995, de 4 de agosto, modificado por Real Decreto 2067/1996, de 13 de
septiembre. El régimen retributivo e indemnizatorio de los elegidos como jurados se establece en el
Real Decreto 285/1996, de 1 de marzo.
El procedimiento para el nombramiento de Jurados se inicia con el envío por parte de los
Presidentes de las Audiencias Provinciales del número de candidatos a jurados que se estime
necesario en cada provincia a las Delegaciones Provinciales de las Oficinas del Censo Electoral.
Dicho número se calculará multiplicando por 50 el número de causas previstas según el número de
causas enjuiciadas en los años anteriores más los previsibles incrementos. En las Delegaciones
Provinciales de las Oficinas del Censo Electoral se efectuará un sorteo por cada provincia en los
últimos 15 días del mes de septiembre de los años pares a fin de establecer la lista bienal de los
candidatos a Tribunal del Jurado.

El sorteo de dicha lista bienal de candidatos a Jurado se celebrará en sesión pública en la


correspondiente Audiencia Provincial. Durante los 15 primeros días del mes de noviembre los
candidatos a Jurado que hubiesen salido en el sorteo podrán alegar falta de los requisitos para ser
Jurado, incompatibilidad, incapacidad..., y formular la correspondiente reclamación ante el
correspondiente órgano judicial. Resueltas dichas reclamaciones, se confeccionará la lista definitiva
para cada provincia de candidatos a Jurado de los dos años siguientes a partir del 1 de enero
siguiente.

La designación de los candidatos para cada causa se realizará con una anticipación de al menos
30 días al inicio del juicio oral mediante nuevo sorteo de entre los candidatos de la lista de la
provincia correspondiente. Se sortearán 36 candidatos por causa señalada a los que deberá
notificarse el resultado del sorteo. Los candidatos deberán rellenar un cuestionario. El Ministerio
Fiscal y las partes a la vista de dicho cuestionario podrán recusar a los candidatos, recusación que se
resolverá en los tres días siguientes. Si la lista de candidatos como resultado de las recusaciones se
redujese a 20 se procederá de inmediato a nuevo sorteo.
El Tribunal del Jurado decide en su veredicto tres cuestiones:
- participación de los acusados en relación con los hechos que les sean imputados,
declarando probado o no el hecho justificable, incluyendo la participación efectiva y las
circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal (art. 3.1)
- declaración o no de la culpabilidad o inocencia de cada uno de los acusados en
relación con el delito o los delitos imputados (art. 3.2)
- declaración sobre la eventualidad de aplicar, al declarado culpable, los beneficios
de la remisión condicional de la pena que se le impusiere para el caso de que concurran
los presupuestos legales al efecto, así como sobre la petición o no de indulto.
Los Jurados, en el ejercicio de sus funciones actuarán como arreglo a los principios de
independencia, responsabilidad y sumisión a la ley a que se refiere el artículo 117 CE para los
miembros del Poder Judicial (art. 3.3 LOTJ).

Una vez emitido el veredicto sobre la culpabilidad o no del acusado, corresponde al Magistrado-
Presidente dictar sentencia en que impondrá la pena y medida de seguridad que corresponda (art. 4).

Lamentablemente, la implantación del Jurado popular en España no ha sido pacífica y para


algunos sectores no ha dado los resultados deseados. Las criticas has sido abundantes, y las dudas
sobre el funcionamiento efectivo de la institución fueron manifestadas en dos Informes sobre la
aplicación del Jurado del Consejo General del Poder Judicial y de la Fiscalía General del Estado
presentados como consecuencia de la proposición de ley aprobada por el Pleno del Congreso el 22
de abril de 1997 para que tras su estudio el Gobierno valorase la oportunidad de una reforma de la
Ley orgánica de 1995. A fecha de hoy se vuelve a plantear la posibilidad de modificar por tercera
vez una Ley Orgánica que ni siquiera cuenta con diez años de vida, pero esta vez la reforma
prevista es más de fondo de acuerdo con la previsión genérica contenida en el Pacto de Estado para
la Reforma de la Justicia.
Es posible consultar, además, las obras citadas en la bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 126


I.- En su tramitación parlamentaria nada de relieve es resaltable, pues apenas se hicieron algunos
retoques técnicos y terminológicos. En efecto, el artículo 116 del Anteproyecto de Constitución
establecía: "La policía judicial depende de los Tribunales y del Ministerio Fiscal en sus funciones de
averiguación del delito y descubrimiento y aseguramiento del delincuente, en los términos que la
ley establezca". El Informe de la Ponencia (BOC de 17 de abril de 1978) introdujo la única
modificación que finalmente se convirtió en el texto que conocemos.
Se constitucionaliza el principio de dependencia de la policía judicial de los Jueces, Magistrados
y Ministerio Fiscal. Por tanto, la Constitución en este precepto señala las dos notas o condiciones
básicas de la policía judicial: su dependencia directa de los órganos judiciales y de la Fiscalía del
Estado, y su especialización en materia penal.
No existe ningún precedente constitucional patrio de este precepto. Por el contrario, sí se pueden
señalar algunos de Derecho Comparado aunque también son escasos. Es un precepto difícil de
encontrar en los Textos constitucionales, pues en la mayor parte de las Constituciones europeas su
regulación se encuentra en la normativa procesal. Sin embargo, el artículo 109 de la Constitución
italiana señala lacónicamente que: "La autoridad judicial dispondrá directamente de la policía
judicial"; y el 209 de la portuguesa de 1976 indirectamente se refiere a la policía judicial al señalar
que: "Los Tribunales tendrán derecho en el ejercicio de sus funciones
al auxilio de las demás autoridades".
Se apuntan razones de tipo histórico en la inclusión en el Texto constitucional de un precepto
como el que se analiza. La normativa anterior a la promulgación de la Constitución española de
1978 ya se orientaba en el cumplimiento del requisito de la especialización de la policía judicial
gracias a los Reales Decretos-leyes 1365 y 1367/1978, de 16 de junio de 1978. El primero de ellos
creaba en la Dirección General de Seguridad la Comisaría General de Policía Judicial; y el segundo
establecían la existencia de unidades de Policía Judicial especializadas según las clases de delitos.
Posteriormente la Ley 55/1978, de 4 de diciembre, de la Policía, ya derogada, en su artículo 10
sancionaba la creación de estas unidades especializadas bajo la dependencia de los órganos
judiciales competentes. Por ello, el artículo 126 CE no viene sino a otorgar fuerza constitucional
una línea de actuación ya iniciada por la legislación ordinaria.
II.- La Policía Judicial no forma parte del Poder Judicial, aunque el constituyente consideró
necesario su previsión expresa, siguiendo al Texto italiano, para disipar toda duda sobre su
vinculación a la función jurisdiccional a pesar de ser una institución administrativa.
Por tanto, la Policía Judicial comprende todas las unidades dependientes de las Fuerzas y
Cuerpos de Seguridad del Estado, que bajo la dependencia orgánica del Poder Ejecutivo, están
funcionalmente adscritas al auxilio de los Juzgados y Tribunales y al Ministerio Fiscal en la
averiguación de los delitos públicos que se cometieren en su territorio o demarcación y las
diligencias necesarias para su comprobación, el descubrimiento de los delincuentes, la recogida de
los efectos, instrumentos o pruebas del delito poniéndolos a disposición de la autoridad judicial (art.
282 Ley de Enjuiciamiento Criminal).
El desarrollo constitucional de este precepto se encuentra en varias disposiciones normativas. En
primer lugar en la Ley Orgánica del Poder Judicial en sus artículos 443 a 446 en los que se señala
que la función de la policía judicial es el auxilio de los juzgados y tribunales y del Ministerio Fiscal
en la averiguación de los delitos y en el descubrimiento y aseguramiento de los delincuentes. Esta
función competerá, cuando fueren requeridos para prestarla, a todos los miembros de las Fuerzas y
Cuerpos de Seguridad, tanto si dependen del Gobierno central como de las Comunidades
Autónomas o de los Entes locales, dentro del ámbito de sus respectivas competencias.
La Ley Orgánica del Poder Judicial también establece las funciones de la Policía Judicial en sus
artículos 445 y ss: la averiguación de los responsables y circunstancias de los hechos delictivos y la
detención de los primeros, dando cuenta seguidamente a la autoridad judicial y fiscal, conforme a lo
dispuesto en las Leyes; el auxilio a la autoridad judicial y fiscal en cuantas actuaciones deba realizar
fuera de su sede y requieran la presencia policial; la realización material de las actuaciones que
exijan el ejercicio de la coerción y ordenare la autoridad judicial o fiscal, la garantía del
cumplimiento de las órdenes y resoluciones de la autoridad judicial o fiscal; y cualesquiera otras de
la misma naturaleza en que sea necesaria su cooperación o auxilio y lo ordenare la autoridad
judicial o fiscal.
En idéntico sentido se manifiesta el Real Decreto 769/1987, de 19 de junio, sobre regulación de
la policía judicial que, además de establecer sus principales funciones, delimita el concepto de
Policía Judicial en su artículo 1: " (...) todos los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad,
cualquiera que sea su naturaleza y dependencia, en la medida en que deben prestar la colaboración
requerida por la autoridad judicial o el Ministerio Fiscal en situaciones encaminadas a la
averiguación de delitos o descubrimiento y aseguramiento de delincuentes, con estricta sujeción al
ámbito de sus respectivas competencias, sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 283 y siguientes
de la Ley de Enjuiciamiento Criminal". Sin embargo, el artículo 283 de la Ley de Enjuiciamiento
Criminal, redactado conforme a la Ley 3/1967, de 8 de abril (BOE de 11 de abril de 1967) es mucho
más exhaustivo en la determinación de los órganos que componen la Policía Judicial y así señala
que la Policía judicial se compone de:
1. Las autoridades administrativas encargadas de la seguridad pública y de la
persecución de todos los delitos o de algunos especiales.
2. Los empleados o subalternos de la policía de seguridad, cualquiera que sea su
denominación.
3. Los Alcaldes, Tenientes de Alcalde y Alcaldes de Barrio.
4. Los Jefes, Oficiales e individuos de la Guardia Civil o de cualquier otra fuerza
destinada a la persecución de malhechores.
5. Los Serenos, Celadores y cualesquiera otros agentes municipales de policía urbana
o rural.
6. Los Guardas de montes, campos y sembrados, jurados o confirmados por la
Administración.
7. Los funcionarios del Cuerpo especial de prisiones.
8. Los Agentes judiciales y los subalternos de los Tribunales y Juzgados.
9. El personal dependiente de la Jefatura Central de Tráfico, encargado de la
investigación técnica de los accidentes.
Todos ellos están obligados a seguir las instrucciones que reciban de las autoridades judiciales y
del Ministerio Fiscal, a efectos de la investigación de los delitos y persecución de los delincuentes.
En palabras de nuestro Tribunal Constitucional, en todo caso, "la forma en que se establezcan las
relaciones entre órganos jurisdiccionales y la Policía Judicial no puede afectar al derecho de los
ciudadanos a una tutela judicial efectiva, salvo cuando se vea por ello perjudicado su derecho a las
pruebas" (ATC 771/1986).
las SSTC 197/1983, 201/1989, 138/1992, 303/1993, que se refieren a la Policía Judicial al hilo
de la argumentación del Alto Tribunal sobre el material probatorio en los procesos penales. En estas
sentencias se matizan la dicción del artículo 126 de la Constitución sobre las funciones
encomendadas a la Policía Judicial al establecer que a ésta, más que a realizar los actos de prueba,
lo que en realidad le encomienda la Norma Fundamental es la realización de los actos de
investigación pertinentes para acreditar el hecho punible y la autoría. No obstante, esta actividad
investigadora también le habilita a asumir una función aseguradora del cuerpo del delito, así como a
acreditar su preexistencia mediante los pertinentes actos de constancia, sin por ello contradecir lo
dispuesto en la Constitución.
Es posible consultar, además, las obras que se citan en la bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 127


I.- El artículo 127 CE regula variadas materias que afectan al estatuto de Jueces, Magistrados y
Fiscales: incompatibilidades, limitaciones en los derechos de asociación y prohibición de
desempeño de cargos públicos. La inclusión de este precepto constitucional de este tipo debe ser
entendida como una mayor concreción del artículo 117, imponiendo a la Ley Orgánica del Poder
Judicial un minimun en matera de prohibiciones e incompatibilidades para garantizar la plena
independencia de aquéllos. No se encuentran, sin embargo, precedentes en el Derecho Comparado.
Inicialmente este precepto se contenía en el artículo 117 del Anteproyecto constitucional bajo
una redacción bastante diferente de la actual: "Los Jueces y magistrados, mientras se hallen en
activo, no podrán desempeñar cargos públicos ni pertenecer a un partido político". Las diferencias
fundamentales con el texto final consisten en la inclusión de las palabras "así como los fiscales", y
la referencia a los sindicatos entre las prohibiciones que se incluyó en el Informe de la Ponencia
(BOC de 17 de abril de 1978). El tema más polémico y que suscitó un intrincado debate en el
Congreso de los Diputados fue, sin duda, el de la afiliación de los jueces a partidos y sindicatos al
tratarse de un derecho fundamental básico. La Minoría Catalana, el Grupo Socialista y el Grupo
Comunista manifestaron su oposición argumentando que para garantizar la independencia del
Poder Judicial no era necesaria una limitación de ese tipo en el derecho a la libertad ideológica. Se
proponía (Sr. Roca Junyent) que la limitación quedara restringida a la prohibición de actuar
públicamente como miembros de un partido político, o que se limitase al ejercicio de cargos
directivos (Sr. Castellanos). Se opusieron a estas propuestas los Grupos Parlamentarios de Alianza
Popular y de Unión de Centro Democrático, de modo que el texto aprobado por la Comisión
mantuvo las limitaciones de la Ponencia, añadiendo la limitación de pertenencia a sindicatos.
Además, también incluía la prohibición de asociación profesional, pero la Comisión del Congreso
estableció la redacción definitiva, salvo la pequeña variación que supuso la adición del término
"otros" antes de cargos públicos, por parte del Senado.
Los motivos que se esgrimieron durante los trabajos constituyentes para aceptar tales
limitaciones se basan fundamentalmente en la especial posición de los jueces y fiscales en un
Estado de Derecho. Su importante labor de cada a la sociedad comporta necesariamente ciertas
restricciones en el ejercicio de algunos de los derechos reconocidos a todos los ciudadanos para
garantizar adecuadamente su necesaria neutralidad e independencia.
II.- El texto del artículo 127 de la Constitución se reitera en el artículo 395 de la Ley Orgánica
del Poder Judicial: "No podrán los jueces o magistrados pertenecer a partidos políticos o sindicatos
o tener empleo al servicio de los mismos, y les estará prohibido:
1. Dirigir a los poderes, autoridades y funcionarios públicos o corporaciones
oficiales, felicitaciones o censuras por sus actos, ni concurrir, en su calidad de miembros
del Poder Judicial, a cualesquiera actos o reuniones públicas que no tengan carácter
judicial, excepto aquellas que tengan por objeto cumplimentar al Rey o para las que
hubieran sido convocados o autorizados a asistir por el Consejo General del Poder
Judicial.
2. Tomar en las elecciones legislativas o locales más parte que la de emitir su voto
personal. Esto no obstante, ejercerán las funciones y cumplimentarán los deberes
inherentes a sus cargos".
Desde el punto de vista disciplinario, el artículo 417.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial
establece que será falta muy grave la afiliación a partidos políticos o sindicatos, o el desempeño de
empleos o cargos a su servicio.
Redundando en lo expuesto, el artículo 6 de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General
declara la innegibilidad de los "Magistrados, Jueces y Fiscales que se hallen en situación de activo".
En el supuesto de que opten por concurrir como candidatos en unas elecciones bajo la situación
administrativa correspondiente, el artículo 7.4 LOREG les reconoce la reserva de plaza o destino
"en las condiciones que determinen las normas específicas de aplicación".
No obstante, el problema más importante de la asunción por parte de Jueces, Magistrados y
Fiscales de cargos públicos es el de su reingreso en sus funciones jurisdiccionales una vez
finalizado su mandato representativo. Su inmediato paso por el mundo político podría ensombrecer
su labor bajo la sospecha de la parcialidad sus decisiones judiciales. Por ello, la Ley Orgánica
5/1997, de 4 de diciembre modificó el artículo 357.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de modo
que "Los miembros de la Carrera Judicial que deseen participar como candidatos en elecciones para
acceder a cargos públicos representativos de ámbito europeo, general, autonómico o local deberán
solicitar la excedencia voluntaria, situación en la que quedarán en caso de ser elegidos". Y en el
caso de no ser elegidos "quedarán en situación de excedencia forzosa durante tres años, durante los
cuales no podrán reingresar al servicio activo, salvo que obtengan, mediante concurso, plaza o
destino en que no haya de ejercerse la potestad jurisdiccional". Sin embargo, el citado artículo 357
de la LOPJ va a ser nuevamente modificado. En efecto, en virtud del Proyecto de Ley Orgánica de
modificación de la LOPJ, los jueces o magistrados deberán solicitar la situación de excedencia
voluntaria cuando se presenten como candidatos en elecciones para acceder a cargos públicos
representativos en el Parlamento Europeo, Congreso de los Diputados, Senado, Asambleas
Legislativas de las Comunidades Autónomas o Corporaciones Locales. No obstante, en el caso de
no resultar elegidos, deberán optar, comunicándolo en plazo de treinta días al Consejo General del
Poder Judicial, por continuar en la situación de excedencia voluntaria o por reingresar en el servicio
activo, suprimiéndose, pues, la excedencia forzosa de tres años.
III.- La ya derogada Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero, del Consejo General del Poder
Judicial, regulaba el sistema de asociacionismo judicial y requería, al menos, la adhesión del 15 por
cien de los que pudiesen formar parte de las referidas asociaciones judiciales. Esta normativa se
reformó con la Ley Orgánica del Poder Judicial que en su artículo 401 establece una serie de reglas
o requisitos de estas asociaciones de Jueces y Magistrados:
- tendrán personalidad jurídica y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines,
- tendrán como fines la defensa de los intereses profesionales de sus miembros en
todos sus aspectos y la realización de actividades encaminadas al servicio de la justicia
en general,
- no podrán realizar actividades políticas ni tener vinculaciones con partidos políticos
o sindicatos,
- deberán tener ámbito nacional, sin perjuicio de la existencia de secciones cuyo
ámbito coincida con el de un Tribunal Superior de Justicia,
- podrán asociarse libremente a asociaciones profesionales,
- sólo podrán formar parte de ellas aquellos que ostenten la condición de jueces y
magistrados en servicio activo,
- ningún juez o magistrado podrá estar afiliado a más de una asociación profesional.
Cumplidas estas condiciones, las asociaciones profesionales estarán válidamente constituidas
desde que se inscriban en el Registro del Consejo General del Poder Judicial, solicitud a la que
deberá acompañarse un ejemplar de sus Estatutos y la relación de afiliados. Naturalmente, su
estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos, pero estos Estatutos deberán incluir
además los siguientes extremos: nombre de la asociación, fines específicos, organización y
representación de la misma, régimen de afiliación, medios económicos y régimen de cuotas y forma
de elección de los cargos directivos.
Las asociaciones inscritas en el Registro del Consejo General del Poder Judicial perciben una
subvención de éste órgano para el desarrollo de sus actividades ordinarias, así como para
actividades dirigidas a la formación de sus miembros. Por ejemplo, en el Acuerdo del Pleno del
Consejo General del Poder Judicial de 12 de marzo de 2003 se aprueba el importe total de los
presupuestos destinados a la formación continua de jueces y magistrados que estuvieran auspiciadas
por Asociaciones judiciales. Los criterios de distribución se fijaron en el Acuerdo del Pleno del
Consejo General del Poder Judicial de 20 de noviembre de 1996.
Actualmente están inscritas las siguientes asociaciones: Asociación Profesional de la
Magistratura (APM), Jueces para la Democracia (JD), Asociación Francisco de Vitoria (AFV) y
Unión Judicial Independiente (UJI).
Con respecto a la inscripción en el Registro habilitado en el Consejo General del Poder Judicial,
el Pleno del Consejo en Acuerdo de 21 de diciembre de 2000 denegaba la inscripción en el Registro
de Asociaciones de Jueces y Magistrados a la Asociación de Magistrados Suplentes y Jueces
Sustitutos (AMSJS), alegando que no tenían la consideración de jueces profesionales, dado que su
actividad es de carácter temporal. Contra dicho Acuerdo se interpuso recurso de alzada que fue
desestimado por el Acuerdo Plenario de 21 de Marzo de 2001 en que se reproducían las mismas
razones del Acuerdo del Pleno previo. No obstante, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del
Tribunal Supremo anuló el Acuerdo plenario del Consejo en sentencia de 7 de marzo de 2003 (Nº
recurso: 510/2001. Ponente: Enrique Cancer Lalanne). En esta sentencia el Tribunal Supremo
entendía que: "La nota de temporalidad en el desempeño de la función jurisdiccional, no es un
requisito que resulte ni de la Constitución, ni de la regulación del art. 401, LOPJ, que únicamente
alude en su regla 5ª, a la condición genérica de Jueces y Magistrados en activo, que es condición
que cumplen los que han de integrar la Asociación en constitución que actúa como actora por
cuanto que en los Estatutos que dicha Asociación presenta, para formar parte de la misma, se exige
la condición de Juez sustituto o Magistrado Suplente, que es calidad que solo se tiene en virtud de
nombramiento en vigor del Consejo General del Poder Judicial -arts. 200 y concordantes de la
LOPJ" y añadía que "la falta de profesionalidad, tampoco puede ser entendida en el sentido que se
mantiene en el acuerdo impugnado, pues tratándose de una actividad retribuida, por cuanto que en
tanto que se ejerce se es titular de los mismos derechos que los Jueces y Magistrados titulares -art.
200.3 LOPJ-, es claro que la nota en cuestión se ostenta por los componentes de la Asociación
reclamante, al menos en los términos literales de la expresión utilizada por el art. 401 de la LOPJ",
es decir que, "ni la Constitución, ni la Ley hablan de Asociaciones de Jueces o Magistrados
profesionales, sino de Asociaciones profesionales de Jueces o Magistrados".
Por todo ello, la Sala Tercera del Tribunal Supremo entendía que "la denegación a los recurrentes
de la inscripción de la Asociación que pretenden constituir en el Registro de Asociaciones de Jueces
y Magistrados (...) parte de una interpretación restrictiva y formalista del derecho de asociación
profesional de Magistrados y Jueces (...) que disminuye de un modo exagerado el derecho de
defensa de los intereses que son propios de esos también componentes del Poder Judicial, ajenos a
la Carrera Judicial, pero así mismo sometidos al mismo rígido sistema de incompatibilidades
durante su permanencia en actividad, y sin que tampoco se les permita, en dicha situación la
integración defensiva en sindicatos". Y, por tanto admitió la pretensión de los recurrentes y anuló el
Acuerdo plenario del Consejo General del Poder Judicial de 21 de marzo de 2001
Las asociaciones de fiscales inscritas son: Asociación de Fiscales (AF) y Unión Progresista de
Fiscales (UPF). El régimen asociativo de los Fiscales se regula en el artículo 54 del Estatuto
Orgánico del Ministerio Fiscal aprobado por Ley 50/1981, de 30 de diciembre, que en este punto,
no así en materia de incompatibilidades, no se reforma por la Ley 14/2003, de 26 de mayo de
modificación de la Ley 59/1981, que regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. El derecho a
la asociación profesional de los Fiscales éste se ejercerá de acuerdo con el artículo 22 de la
Constitución, pero deberá ajustarse a unas reglas que reiteran lo establecido para las asociaciones de
Jueces con las únicas salvedades de que deberán estar abiertas a la incorporación de cualquier
miembro de la Carrera Fiscal y el Registro habilitado para su inscripción, que depende del
Ministerio de Justicia. Además el nombre de la Asociación no podrá contener connotaciones
políticas, y sus Estatutos deberán incluir los medios económicos con los que cuenta y régimen de
cuota de los afiliados y la forma de elegirse los cargos directivos de la Asociación.
Sí debe señalarse expresamente la matización del apartado sexto de este precepto según el cual
"cuando las Asociaciones profesionales incurrieren en actividades contrarias a la Ley o que
excedieren del marco de los Estatutos, el Fiscal General del Estado podrá instar, por los trámites de
juicio declarativo ordinario, la disolución de la Asociación. La competencia para acordarla
corresponderá a la Sala Primera del Tribunal Supremo que, con carácter, cautelar, podrá acordar la
suspensión de la misma".
En relación con esta cuestión el Tribunal Constitucional hubo de pronunciarse sobre el derecho
de asociación de los miembros de la carrera fiscal en STC 24/1987, de 27 de febrero (F.J 3º) en
donde se expone que la Asociación de Fiscales viene especialmente contemplada en un precepto
específico de la Constitución -art. 127-, que prohíbe a los Fiscales pertenecer a partidos políticos
o sindicatos y, por tanto, esa autorización constitucional especial para constituir asociaciones
es el único cauce que tiene la Carrera Fiscal para defender sus intereses profesionales y ello es un
argumento más para que su legitimación para promover procesos en defensa de dichos intereses
deba potenciarse y entenderse en el sentido amplio que se deja razonado, concediéndola
siempre que los actos y disposiciones contra los que recurra incidan perjudicialmente en sus
legítimos intereses asociativos". Por tanto, reiterando la jurisprudencia del Alto Tribunal sobre el
derecho a la asociación "El derecho reconocido en el art. 22.1 de la Constitución garantiza la
libertad de asociarse para la consecución de fines lícitos a través de medios lícitos y, por
tanto, la vulneración de ese derecho se producirá cuando se condiciona, limita o impide
ilegalmente el ejercicio de esa libertad" (F.J. 4º).
IV.- En relación con su régimen de incompatibilidades, éstas se establecen a modo de
limitaciones concretas que impiden a los miembros de la carrera judicial y fiscal ejercer dos o más
puestos de trabajo de forma simultánea. Su fundamento es nuevamente el de garantizar la
imparcialidad de la función jurisdiccional. No obstante, puede añadirse nuevas razones de
legitimación: la dedicación total a la función judicial, o la salvaguardia del interés público en
relación con el privado, aunque en realidad esta última es una matización de la independencia
judicial. En atención a estas consideraciones el régimen de incompatibilidades de los Jueces y
Magistrados es, podría decirse, más restrictivo que el del resto de autoridades y funcionarios
públicos. La concreción de las incompatibilidades se contiene en la Ley Orgánica del Poder
Judicial. Anteriormente es posible encontrar referencias a las incompatibilidades de Jueces y
Magistrados en el ámbito estrictamente constitucional, por ejemplo el artículo 96 de la Constitución
de 1931, aunque éste se limitase a señalar el régimen de incompatibilidades e incapacidades del
Presidente del Presidente del Tribunal Supremo, que se remite a las establecidas por la Ley
provisional del Poder Judicial de 1870 para todos los funcionarios judiciales. La Ley Orgánica del
Poder Judicial de 1870 contenía varios supuestos de incompatibilidad en su artículo 111,
prohibición de ejercicio de otra jurisdicción, de otro cargo o empleo público del Estado, las Cortes,
la Casa Real de las provincias o de los pueblos, como Diputado, Alcalde.... En definitiva, establecía
la imposibilidad de ocupar dos cargos públicos. Igualmente establecía una serie de
incompatibilidades por razón de parentesco entre jueces que fueran destinados en un mismo
Tribunal, con puestos o actividades de naturaleza privada, ejercicio empresarial o participación en
sociedades mercantiles como directores, gerentes, administradores, consejeros etc.
Tampoco es una materia frecuente en el constitucionalismo comparado. Pueden citarse: el 64 de
la Constitución francesa de 1958 que se limita a señalar que una ley orgánica determinará el estatuto
de los magistrados y fiscales, y el artículo 104 de la Constitución italiana, aunque, referido
únicamente a las incompatibilidades de los miembros del Consejo Superior de la Magistratura: "No
podrán mientras permanezcan en el cargo estar inscritos en asociaciones profesionales ni formar
parte del Parlamento ni de Consejo Regional".
La Ley Orgánica 6/1985, del Poder Judicial es mucho más rigurosa que la Ley del Poder Judicial
de 1870. En sus artículos 389 a 397 se regula detalladamente el régimen de incompatibilidades,
siendo sus líneas básicas: la incompatibilidad entre el ejercicio de la función jurisdiccional y
cualquier otro cargo, empleo, actividad pública o privada con excepción de la docencia e
investigación jurídica, científica o técnica, o la creación literaria, artística... (art. 389), el derecho de
opción en el caso de incompatibilidad (art. 390) y las incompatibilidades en el ejercicio de la
función jurisdiccional, especialmente por razón de parentesco.

Igualmente, la Ley Orgánica del Poder Judicial regula en su artículo 397 el régimen de las
autorizaciones, reconocimientos y denegaciones de compatibilidad, así como la competencia que
sobre esta materia detenta el Consejo General del Poder Judicial, previo informe de, al menos, el
Presidente del Tribunal Superior de Justicia o Audiencia respectiva, al que se une el informe que
elabora el Servicio de Inspección del propio Consejo.
Concretamente se establecen como causas de incompatibilidad (art. 389 LOPJ):
- el ejercicio de cualquier otra jurisdicción ajena a la del Poder Judicial,
- cualquier cargo de elección popular o designación política del estado, Comunidades
Autónomas, provincias y demás entidades locales y organismos dependientes de
cualquiera de ellos,
- los empleos o cargos dotados o retribuidos por la Administración del Estado, las
Cortes Generales, la Casa Real, Comunidades Autónomas, provincias, municipios y
cualesquiera entidades, organismo o empresas dependientes de unos u otras,
- los empleos de todas clases en los tribunales y juzgados de cualquier orden
jurisdiccional,
- con todo empleo, cargo o profesión retribuida, salvo la docencia o investigación
jurídica, así como la producción y creación literaria, artística, científica y técnica, y las
publicaciones derivadas de aquella, de conformidad con lo dispuesto en la legislación
sobre incompatibilidades del personal al servicio de las Administraciones Públicas.
Conviene matizar que según jurisprudencia del Tribunal Supremo (SSTS de 29 de
octubre de 1987, de 30 de junio de 1988, 18 de noviembre de 1991...) esta remisión al
artículo 1.3 de la Ley 53/1984, de 26 de diciembre, sobre Incompatibilidades del
Personal al Servicio de las Administraciones Públicas se debe completar con el
Reglamento 1/1995, de 7 de junio, de la Carrera Judicial,
- con el ejercicio de la Abogacía y de la Procuraduría,
- con todo tipo de asesoramiento jurídico, sea o no retribuido,
- con el ejercicio de toda actividad mercantil, por si o por otro,
- con las funciones de director, gerente, administrador, consejero, socio colectivo o
cualquier otra que implique intervención directa, administrativa o económica en
sociedades o empresas mercantiles, públicas o privadas, de cualquier género,
Por su parte el artículo 391 LOPJ impide la pertenencia a la misma Sala de Justicia o Audiencia
Provincial o Sala de Gobierno a Jueces o Magistrados que estuvieren unidos por vínculo
matrimonial o situación de hecho equivalente, o tuvieren parentesco entre sí dentro del segundo
grado de consanguinidad o afinidad... Y el 392 LOPJ impide que Jueces o Magistrados puedan
intervenir en la resolución de recursos relativos a resoluciones dictadas por quienes tengan con ellos
alguna de las relaciones de las señaladas
Cuando se está ante una situación de las previstas en los artículos anteriores quedará el mismo
sin efecto y se destinará con carácter forzoso al juez o magistrado (art. 394 LOPJ) y si la
incompatibilidad fuere sobrevenida, el Consejo General del Poder Judicial procederá al traslado,
también, forzoso del juez o magistrado
Por otra parte, la Ley Orgánica del Poder Judicial, tras la reforma que sufrió en 1995, establece
un estatuto especial para los Magistrados del Tribunal Supremo, por lo que, de acuerdo, con la
supremacía jurisdiccional que corresponde a este órgano, su régimen de incompatibilidades es más
estricto. Así, según artículo 348 bis será posible pasar a la categoría de Magistrado del Tribunal
Supremo a la de Magistrado habiendo desempeñado otras actividades públicas o privadas a
excepción de Vocal del Consejo general del Poder Judicial, Magistrado del Tribunal Constitucional
o Miembro de Altos Tribunales de Justicia Internacionales; siendo sus retribuciones similares a las
de los titulares de otros Altos Órganos Constitucionales, atendiendo a la naturaleza de sus funciones
(art. 404 bis LOPJ).
Por lo que respecta al régimen de incompatibilidades de los fiscales se regula en su Estatuto
orgánico (Ley 50/1981 de 30 de diciembre), recientemente modificado por Ley 14/2003, de 26 de
mayo de modificación de la Ley 50/1987. La nueva redacción del artículo 57 señala la
incompatibilidad del cargo de fiscal con:
- el de juez o magistrado y con los empleos de toda clase en tribunales y juzgados en
cualquier orden jurisdiccional,
- con el de cualquier otra jurisdicción, así como la participación en actividades u
órganos de arbitraje,
- con cualquier otro cargo de elección popular o designación política del Estado,
Comunidades Autónomas, provincias y demás entidades locales y organismos
dependientes de cualquiera de ellos,
- con los empleos o cargos dotados o retribuidos por la Administración del Estado,
las Cortes Generales, la Casa Real, Comunidades Autónomas, provincias, municipios y
entidades dependientes,
- con todo empleo, cargo o profesión retribuida, salvo la docencia o investigación
jurídica, así como la producción y creación literaria, artística, científica, técnica...
- con el ejercicio de la abogacía, salvo para asuntos personales del fiscal, de su
cónyuge o persona a quien se halle ligado de forma estable por análoga relación de
afectividad, de los hijos sujetos a su patria potestad o de las personas sometidas a su
tutela,
- con el ejercicio de la procuraduría, así como todo asesoramiento jurídico, sea o no
retribuido,
- con el ejercicio directo, o mediante persona interpuesta, de toda actividad
mercantil,
- con las funciones de director, gerente, administrador, consejero, socio colectivo o
cualquier otra clase que implique intervención directa, administrativa o económica en
sociedad o empresas mercantiles públicas o privadas de cualquier genero.
Por último conviene hacer referencia a la necesaria independencia económica de los miembros
de la carrera judicial que también se regula en la Ley Orgánica del Poder Judicial, artículos 402 a
404.
En cuanto a la bibliografía, se pueden consultar: sobre la prohibición de pertenencia a partidos
políticos y sindicatos, los trabajos de Arnaldo, Cavero y Sanz Llorente; sobre las Asociaciones de
Jueces, Magistrados y Fiscales, los de Andrés Ibañez, Fernández Farreres, Marín o Maza y sobre
incompatibilidades el de Cleries.

Sinopsis artículo 128


El artículo 128 abre el Título VII de la Constitución, rotulado "Economía y Hacienda". Se
comprenden en este Título nueve artículos, del 128 al 136, que pueden dividirse claramente en
aquéllos que se dedican a la Economía (arts.128 a 132) y los que regulan la Hacienda Pública en su
concepción clásica, es decir la capacidad para imponer tributos y la capacidad para gastar y
controlar ese gasto público (arts. 133 a 136).
Esa referencia a la Economía en la Constitución supone una novedad en el constitucionalismo
histórico español, con la salvedad del precedente que constituye la Constitución de la Segunda
República de 1931, en la que bajo el clásico rótulo de "Hacienda Pública" (o "De las
Contribuciones", como se llamaba el Título VII de la Constitución de Cádiz de 1812 y de los
correspondientes a las Constituciones de 1837, 1845 o 1876) con su clásico contenido, se contenía
un Capítulo II en el Título III, "Sobre Derechos y Deberes de los españoles", con varios artículos
que parecen ser el precedente de los preceptos que integran la parte dedicada a Economía del Título
VII de la Constitución de 1978.
Centrados así en esta sipnosis en los artículos 128 a 132 y fundamentalmente en el primero de
ellos, que es, junto con el art. 131, el más significativo de todos desde el punto de vista de la
regulación de la Economía en la Constitución, podemos decir que los constituyentes optaron por
incluir en nuestro Texto Supremo la que se ha denominado "Constitución Económica", que W.
Eucken define como "el conjunto de decisiones políticas o constitucionales sobre temas
económicos", tratándose de un concepto novedoso y propio del desarrollo del modelo de Estado
posterior a la Segunda Guerra Mundial, del Estado de Bienestar, que pone fin a la concepción
liberal del gobierno de la Economía por la mano invisible de Adam Smith y pasa a ocuparse de la
Economía en la propia norma constitucional.
Nuestro Tribunal Constitucional en su STC 1/1982, de 28 de enero, hace referencia al concepto
de Constitución Económica, señalando que "En la Constitución Española de 1978, a diferencia de lo
que solía ocurrir con las Constituciones liberales del siglo XIX y de forma semejante a lo que
sucede en más recientes Constituciones europeas, existen varias normas destinadas a proporcionar
el marco jurídico fundamental para la estructura y funcionamiento de la actividad económica; el
conjunto de todas ellas compone lo que suele denominarse la Constitución Económica (...)".
En suma, la Constitución Española, en línea con el constitucionalismo europeo posterior a la
Segunda Guerra Mundial y con la concepción del Estado Social y Democrático de Derecho
proclamado en su artículo 1, contiene en su texto abundantes referencias a materias e instituciones
económicas en cuanto participa de la concepción, común a las sociedades modernas, de que la
economía, por su dimensión social, ostenta un protagonismo esencial para la convivencia
democrática y la configuración de un orden social justo.
En relación a esto es importante dejar claro que los preceptos constitucionales del Título VII
sobre Economía no son reiterativos ni contradictorios con otros preceptos de la Constitución. Si
bien es cierto que los principios rectores de la política económica y social del Capítulo III del Título
I podrían haber hecho innecesarias las precisiones de los artículos 128 a 132, pues recogen su
misma filosofía, no está demás su contemplación en estos últimos, porque el Capítulo III del Título
I recoge la vertiente subjetiva de esa filosofía, desde la perspectiva de los derechos fundamentales
de las personas que se hacen valer frente al Estado, transidos por tanto de subjetividad, mientras que
los artículos 128 a 132 se enmarcan en el concepto o perspectiva objetiva del Estado, de forma que
sirven a los fines de éste, si bien obviamente nunca podrían contradecir los primeros sino que han
de interpretarse armónicamente con ellos.
Finalmente, es importante destacar que la Constitución no se ha constituido en este punto en un
código rígido, sino que, al igual que se hizo en otras materias, se ha inclinado por configurar un
marco amplio y flexible que parte de la base de una economía de mercado que podría llevar, como
ha señalado numerosa doctrina (entre otros Villar Palasí, Bassols Coma, Tomás Ramón Fernández o
De la Cuadra- Salcedo) desde una economía mixta con preponderancia pública hasta una economía
mixta con preponderancia privada, siempre dentro del respeto al resto de principios y normas
constitucionales.
Así, desde que se aprobó la Constitución se han podido barajar distintas opciones de política
económica y la línea desde 1996 ha sido la reducción del sector público en el seno de una política
de privatizaciones que es por otra parte acorde con las tendencias actuales de la Unión Europea1
(veánse los artículos 90 y 102 del Tratado de la Comunidad Económica Europea). A principios de
los noventa comienza una densa jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades
Europeas que no hace sino evidenciar que determinadas formas de intervención en la vida
económica que parecían amparadas en una interpretación restrictiva del art. 90 TCEE, como el
propio Tribunal de Justicia había defendido en sus primeras sentencias, ha de ceder ante las
libertades comunitarias, prevaleciendo la economía de mercado ante las capacidades y
competencias de los Estados para organizar su intervención en la vida económica en la forma que
mejor garantizaban el Estado de Bienestar. Pueden verse a este respecto las Sentencias del Tribunal
de Justicia de las Comunidades Europeas de 19 de marzo de 1991 (República Francesa contra
Comisión en el asunto 202/88), 25 de julio de 1991 (GOUDA contra COMMISSARIAAT VOOR
de Media, asunto C-288/89) y 17 de noviembre de 1992 (Reino de España contra la Comisión,
asuntos C-271/90, C-281/90 y C-289/90).
Entrando ya en el análisis concreto del artículo 128, decíamos más arriba que es precisamente el
de más contenido desde el punto de vista de la Constitución Económica. Quizá por ello fue
cuestionado durante el debate constituyente, mientras que otros artículos del mismo Título VII
pasaron sin apenas discusión. Hubo autores que ya cuando el proyecto de Constitución se filtró a la
prensa en 1977 pensaron que el artículo 128, especialmente en lo que se refiere a la reserva al sector
público de recursos o servicios esenciales, era radicalmente contrario o al menos entraba en tensión
con el artículo 38 que consagra la libertad de empresa en una economía de mercado. La mayoría de
la doctrina se ha pronunciado sin embargo en contra de dicha contradicción o tensión y el propio
Tribunal Constitucional en algunas sentencias la ha rechazado expresamente (STC 127/1994 de 5
mayo de 1994).
Los dos apartados del artículo 128 son de importante calado, el primero en cuanto subordina al
interés general toda la riqueza del país y el segundo, en cuanto contempla tres aspectos relevantes
para la política económica, reconoce por una parte la iniciativa pública en la actividad económica,
posibilita, por otra parte, la reserva al sector público de servicios y recursos esenciales y finalmente
alude a la intervención de empresas. Nos referiremos a cada una de estas materias por separado:

I. Subordinación de toda la riqueza del país al interés general


Se trata de un apartado estrechamente relacionado con el artículo 33 apartados 2 y 3 de la
Constitución, por los que se regula la función social del derecho de propiedad privada y la
expropiación forzosa, de forma que nadie puede ser privado de sus bienes y derechos sino por causa
justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de
conformidad con lo dispuesto en las leyes.
De hecho, en el primer borrador de la Constitución, el entonces artículo 119 disponía una
fórmula similar a la del actual 128.1 pero añadía que la riqueza del país, subordinada al interés
general, "podría ser objeto de expropiación forzosa con arreglo a la Constitución y las leyes". A este
respecto nos remitimos de nuevo a lo señalado más arriba, en el sentido de que no nos encontramos
ante una reiteración innecesaria sino que, existiendo una clara conexión entre ambos preceptos, el
artículo 33 apartados 2 y 3 recogen un derecho subjetivo y el 128.1 contempla una perspectiva
objetiva que se subordina al interés general. La interconexión de ambos se hace patente en el
artículo 14 de la Ley Fundamental de Bonn que dispone lo siguiente: "La propiedad obliga y su uso
debe servir al mismo tiempo al bienestar general". Además el artículo 128.1 va más allá de la
propiedad privada, de ahí que no sea reiteración del artículo 33.2 y 3, porque, según lo dispuesto en
él, todos los bienes, cualquiera que sea su titularidad, se subordinan al interés general. Como señala
De la Cuadra- Salcedo, por "riqueza del país" ha de entenderse el concepto de bien en sentido
amplio (mueble, inmueble, corporal, incorporal...) así como los derechos existentes sobre ellos, sea
cual sea su contenido y sea cual sea su forma de apropiación: "en sus distintas formas y sea cual
fuere su titularidad", sean de dominio público o privado.

II. Reconocimiento de la iniciativa pública en la actividad económica


Este primer inciso del número 2 del artículo 128 supone una ruptura radical con el principio de
subsidiariedad que regía en la economía hasta la aprobación de la Constitución de 1978. En virtud
de tal principio, la iniciativa pública sólo quedaba justificada en aquellos supuestos en los que la
ausencia de la iniciativa privada permitiera sostener que la intervención del Estado era lícita y
apropiada. La vida económica estaría reservada a la iniciativa particular, por lo que quedaba
excluida la intervención del Estado en la misma, salvo que faltara totalmente la iniciativa privada,
pues en tal supuesto quedaba sin fundamento el prejuicio hacia el Estado que, con su intervención,
vendría a colmar una necesidad que la iniciativa privada no es capaz de satisfacer.
El art. 128.2 reconoce la legitimidad de la acción pública, sin que precise de concretos títulos
habilitantes en cada caso y, por supuesto, sin que necesite tampoco de la inexistencia de iniciativa
privada.
Entendida así la iniciativa pública en la actividad económica en contraposición al principio de
subsidiariedad, se plantean dos cuestiones importantes: ¿es lícita cualquier intervención del Estado
en la actividad económica, aunque no exista ningún interés público que la justifique? ¿El
reconocimiento de la iniciativa pública coloca a los poderes públicos en una situación idéntica a la
que tienen los particulares cuando deciden intervenir en la vida económica? En contestación a estas
preguntas hay que decir, en primer lugar, que el reconocimiento de la libre iniciativa no puede
significar, en el ámbito de los poderes públicos y de sus Administraciones, lo mismo que esa
iniciativa en el ámbito de los particulares.
Y en segundo lugar, que esa iniciativa pública está limitada por el servicio al interés general. Es
preciso encontrar una justificación a la decisión de intervenir en la vida económica, aunque ya no se
trataría de una justificación fundada en la inexistencia de iniciativa privada, como sucedía con el
principio de subsidiariedad, sino de una justificación que puede basarse en la satisfacción de
cualquier otro interés general. Así se desprende claramente del artículo 103.1 de la Constitución
que establece que "la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa
de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y
coordinación, con sometimiento pleno a la Ley y al derecho"

En definitiva, la intervención de los poderes públicos y de sus Administraciones está siempre


vinculada a la satisfacción de los intereses generales a los que debe servir.

III. Reserva al sector público de recursos o servicios esenciales


Lo primero que hemos de advertir respecto a la posibilidad de reserva al sector público de
recursos o servicios esenciales es que el hecho de que se haya dedicado en la Constitución un
artículo específico para reconocer la posibilidad de dicha reserva, distinto del artículo 132 que se
refiere a los bienes de dominio público, abona la idea de que la reserva no es una forma de
incorporar bienes al dominio público. El artículo 128.2 abre otras posibilidades.
En segundo lugar es importante señalar que en el texto inicial del Proyecto de Constitución,
además de los recursos o servicios esenciales, podían ser objeto de reserva las actividades que
constituyeran monopolio. Sin embargo en la Constitución vigente los recursos o servicios esenciales
pueden ser objeto de reserva, "especialmente en caso de monopolio". El supuesto de monopolio es
así un caso singularmente cualificado de reserva o abocado a la reserva al sector público.
En tercer lugar, precisaremos el alcance de la reserva al sector público. A este respecto cabrían
dos posibles interpretaciones. En la primera, en el concepto de reserva se comprende no sólo la
sustracción a los particulares de la posibilidad de desarrollar una determinada actividad, sino
además el hecho de que dicha actividad se ejerza directamente por el Estado o por los poderes
públicos. En la segunda interpretación, la idea de reserva al sector público no es incompatible con
que la gestión o el ejercicio de la actividad sea entregado a particulares mediante técnicas
concesionales. Sin duda esta es la interpretación que debe darse al artículo 128.2, y así se desprende
del tenor literal del precepto y de su interpretación sistemática.
En cuarto lugar, no cabe en nuestra Constitución ninguna clase de reservas al Estado de recursos
o servicios distintos de los esenciales. El artículo 128 de la Constitución ha querido limitar las
posibilidades de reserva al Estado de recursos o servicios a aquellos supuestos en los que tales
recursos o servicios merezcan el nombre de esenciales.
El concepto de servicio esencial lo encontramos en una temprana Sentencia del Tribunal
Constitucional STC 26/1981, de 17 de julio de 1981, que se pronuncia sobre el concepto de servicio
esencial en relación con el derecho de huelga. Aunque no se trate de dos conceptos idénticos y la
perspectiva del artículo 28.2 de la Constitución no sea sin más trasplantable a la interpretación del
concepto de servicio esencial del artículo 128, dicha Sentencia se refiere a las "actividades
industriales o mercantiles de las que derivan prestaciones vitales o necesarias para la vida de una
comunidad" y la actividad industrial o mercantil relacionada con prestaciones vitales se refiere a
una actividad que es esencial en el sentido del 128.2 a efectos de reserva. En el caso del derecho de
huelga el servicio esencial se basa más en aquellos servicios que satisfacen o hacen posibles los
derechos y libertades fundamentales o bienes constitucionalmente protegidos, sin embargo, una
prestación vital o necesaria para la vida de una comunidad es un concepto más amplio que el de
vital o necesaria para la vida de una persona, es decir, una actividad que sea necesaria o
indispensable para la vida social es una actividad esencial en el sentido del 128.2.
No se trata por tanto de servicios que sean indispensables para la supervivencia individual de los
ciudadanos, sino que se hacen indispensables para el funcionamiento de la sociedad, con los rasgos
y características propios de las circunstancias tecnológicas de nuestra época. Así, la televisión ha
sido calificada en la Ley de 10 de enero de 1980 como un servicio público esencial, sin que el
Tribunal Constitucional haya puesto objeción a dicha calificación. Sin entrar en este momento en la
cuestión de la conveniencia de la reserva al Estado del servicio público de televisión y de sus
razones, lo que sí puede señalarse es que la televisión no es, desde luego, un servicio o actividad sin
el cual esté comprometida la supervivencia vital individual en una sociedad determinada. Sin
embargo, ha podido ser declarada servicio público esencial, sin duda, porque uno de los rasgos
definidores de la sociedad de nuestro tiempo es la existencia de medios de comunicación
audiovisuales que abren una serie de posibilidades de información y formación o entretenimiento,
sin cuya existencia nuestras sociedades tendrían otras características diferentes. Como señala De la
Quadra-Salcedo la idea de "esencialidad" es una idea, por tanto, relativa. Una idea que está ligada a
las circunstancias del tiempo en que se vive.
Ahora bien, que un servicio sea esencial no significa que dicho servicio deba estar reservado al
Estado. La decisión de si se reserva o no, es una decisión que nuestra Constitución ha dejado abierta
en función de lo que en todo caso se entienda que es más conveniente para la gestión, desarrollo e
implantación del servicio de que se trate. En un Estado Social y Democrático de Derecho
determinadas actividades pueden ser satisfechas perfectamente por la iniciativa privada, sometida a
una fuerte reglamentación. Es decir, no cabe la reserva al Estado de recursos o servicios que no sean
esenciales, pero lo que sí cabe es una fuerte reglamentación o intervención en una actividad libre
cuando existen causas e intereses que lo justifiquen. Esa reglamentación podrá llegar a ser tan
intensa que pueda hablarse de servicio público virtual. Técnicas de ese tipo se emplean hoy en día
en sectores liberalizados, como en el caso de las telecomunicaciones, del transporte aéreo, de la
energía, etc., ya que se trata de sectores relacionados con servicios que podrían considerarse
esenciales y, por consiguiente, en los que desde el punto de vista de nuestra Constitución sería
perfectamente lícito- como lo ha sido, por cierto, hasta fechas bien recientes en casi todos esos
sectores -, la utilización de reservas mediante la declaración de servicio público. El hecho de que
hayan sido objeto de liberalización, no impide que la actividad pueda seguir estando fuertemente
regulada en garantía del interés público. De hecho al igual que se ha hecho en otros Estados
Europeos (Reino Unido, Italia, Bélgica, Francia, Alemania, Portugal...), la política de
privatizaciones de empresas públicas se ha acompañado en numerosos casos de una medida de
precaución denominada "Acción de Oro", por la que el Gobierno continuaba manteniendo el control
sobre decisiones fundamentales de gestión de la empresa privatizada. Esta medida ha sido
cuestionada por la Unión Europea, y de hecho el Tribunal de Justicia ha condenado recientemente la
acción de oro utilizada por varios gobiernos europeos por considerarla contraria a la libre
circulación de capitales. En realidad el Tratado CEE prohíbe las restricciones a los movimientos de
capital, pero permite a los Estados conservar cierta influencia en las empresas inicialmente públicas
cuando actúen en el ámbito de servicios estratégicos o de interés general, siempre que respondan al
principio de proporcionalidad, sin ir más allá de lo necesario para alcanzar el objetivo que persiguen
y respondiendo para ello a criterios objetivos, siendo preciso según el Tribunal de Justicia de la
Unión Europea, que esos criterios sean conocidos por las empresas afectadas.
La acción de oro y otras medidas similares se justifican por razones imperiosas de "interés
general", por la necesidad de mantener un cierto control público en empresas que actúan en sectores
claves de la economía, antiguos servicios públicos o monopolios fiscales. Por ello es cierto que en
algunas empresas privatizadas, como Tabacalera, el mantenimiento de la acción de oro era
difícilmente justificable, por no existir en ella ni interés general ni servicio público. Sin embargo es
obvio que en los casos de Repsol, Endesa y Telefónica, o de Iberia, se dan razones de interés
general y servicio público que aconsejan mantener un último punto de control por el Gobierno sobre
la empresa privatizada para evitar un posible perjuicio a los ciudadanos. Pero el Tribunal de Justicia
ha encontrado la legislación española en este punto, especialmente en la Ley 5/1995 y reales
decretos emanados desde entonces al respecto, demasiado discrecional para la Administración, sin
que los inversores conozcan los criterios objetivos que permitirían el uso de la acción de oro para
vetar determinadas decisiones empresariales, y precisamente en este punto el Gobierno ha
manifestado su acatamiento de la Sentencia de 18 de mayo de 2003 del Tribunal de Justicia y ha
señalado que, sin que lo pronunciado por éste afecte a situaciones consolidadas, para los procesos
privatizadores en el futuro, se sustituirá el sistema de la acción de oro por otro procedimiento de
control a posteriori de las decisiones que den entrada a capital extranjero en las empresas
privatizadas y puedan perjudicar el interés público.
Finalmente, la posibilidad de reserva de recursos o servicios esenciales va acompañada en el
texto de la Constitución de una previsión autónoma que merece ser analizada de forma
independiente: la posibilidad de reserva al Estado de recursos o servicios esenciales parece
especialmente adecuada o procedente en los supuestos de "monopolio", es decir, en aquellos
supuestos en que los recursos o los servicios por su propia naturaleza estén llamados a configurar lo
que en términos económicos se ha denominado un monopolio natural, o el supuesto en el que el
monopolio existiese de hecho.
No se trata en realidad de un supuesto distinto al de los recursos y servicios esenciales, sino de
un supuesto concurrente pero especialmente cualificado. Sólo cuando sobre la situación real o
tendencial de monopolio estemos ante un servicio que puede calificarse de esencial, será posible la
reserva que prevé el artículo 128.2 de la Constitución. El caso de monopolio no es un supuesto
adicional, sino un supuesto especial dentro del genérico de los servicios esenciales. Naturalmente
que lo contrario no se exige; es decir no hace falta para que se produzca la reserva que además de
ser esenciales los recursos o servicios sean constitutivos de monopolio o con tendencia al
monopolio. El caso de monopolio es un supuesto especialmente claro de reserva, pero no es el
único. Lo que es indispensable es que se trate de recursos o servicios esenciales.
Además, el artículo 128.2 establece la exigencia de ley para efectuar la reserva al sector público
de recursos o servicios esenciales. Y no puede dejar de señalarse que el término "mediante ley"
comprende no sólo la reserva de recursos o servicios, sino también la intervención de empresas que
se prevé en el último inciso y al que se extiende también el citado término. Por otro lado, el
Tribunal Constitucional, aunque en una sola ocasión, ha hecho referencia a que el término
"mediante ley" no excluye la existencia de leyes generales, aunque pueda haber también leyes
singulares de intervención: "La expresión mediante ley que utiliza el mencionado precepto, además
de ser comprensiva de leyes generales que disciplinan con carácter general la intervención, permite
la ley singularizada de intervención que, mediando una situación de extraordinaria y urgente
necesidad y, claro es, un interés general legitimador de la medida, está abierta al Decreto-ley, por
cuanto la mención a la Ley no es identificable en exclusividad con el de Leyes sentido formal"
(S.T.C. 111/1983, de 2 de diciembre)
Por descontado esa Ley podrá ser estatal o autonómica según el orden de competencias que les
corresponda (véase también el artículo 86 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases
de Régimen Local, en relación con la iniciativa pública de las Entidades Locales).

La intervención pública de empresas


El texto de este inciso del artículo 128.2 es probablemente el que sufrió una evolución más
significativa a lo largo del debate constitucional. En la versión del anteproyecto de Constitución el
entonces artículo 118 disponía que los poderes públicos podrían intervenir conforme a la Ley "en la
dirección y coordinación y explotación de las empresas cuando así lo exigieran los intereses
generales" recordando las expresiones del artículo 44 de la Constitución Republicana de 1931.
No obstante, en la tramitación en el Congreso la ponencia constitucional que examina el
anteproyecto propone en su anexo ya una redacción muy similar, prácticamente idéntica, a la del
texto vigente. En ese sentido la refundición del párrafo original de la intervención de empresas con
el de la reserva de los servicios y recursos esenciales hace que, en muchos aspectos, las reflexiones
que hayan de hacerse sean, como es lógico, paralelas y que a muchas nos hayamos referido ya.
Hay que partir de que la intervención de empresas por razones de interés general supone que,
permaneciendo la titularidad de las mismas en manos de sus propietarios, su gestión y actividad es
dirigida por un órgano de naturaleza pública que participa en la toma de decisiones o sustituye
totalmente a los órganos normales de decisión.
Fórmulas de intervención existen en diversas ramas del ordenamiento como es el caso del
derecho procesal o mercantil para supuestos concursales, pero lo cierto es que esa regulación se
construye en garantía inmediata de los derechos de los particulares, de ahí que estas formas de
intervención en la vida de las empresas, conexas a actuaciones judiciales, sean bien diferentes de las
previstas en el artículo 128.2. La técnica de intervención puede ser la misma, pero su objetivo es
diferente, en un caso se trata de preservar el patrimonio y la actividad de la empresa mientras se
dilucida lo conveniente en orden al pago de sus deudas o de la liquidación de la sociedad en
atención a los intereses de acreedores y terceros, en tanto que el artículo 128.2 se está refiriendo a
una intervención pública motivada por la existencia de un interés general.
Hecha la distinción de la intervención de empresas a que se refiere el precepto constitucional
respecto de otras formas de intervención de las mismas, procede ahora destacar la dificultad que
plantea la exigencia de que la intervención de empresas por razones de interés general haya de
hacerse "mediante Ley". En efecto, tal exigencia, interpretada de modo riguroso y estricto, que
probablemente es el modo más acorde con el tenor literal del precepto que se comenta, conduce a la
necesidad de que cada intervención de empresas precise de una Ley singular. Ahora bien, si se tiene
en cuenta que las razones que pueden aconsejar la intervención de empresas, pueden estar
relacionadas con las necesidades de la defensa o con la preservación de la estabilidad del orden
económico (en relación con empresas situadas en sectores claves y delicados del sistema económico
como es el caso de las entidades de crédito) puede resultar llamativo que esas medidas de
intervención, que por fuerza han de presumirse urgentes, necesiten el trámite parlamentario de una
Ley y puedan encontrar dificultades incluso en la utilización del instrumento del Decreto Ley.
Por ello, y para evitar estos problemas, el Tribunal Constitucional en su Sentencia 111/1983, de 2
de diciembre, a la que nos referíamos más arriba, reconoció la posibilidad de que en esta materia de
intervención de empresas juegue no sólo la Ley singular, sino también la Ley general e incluso el
Decreto Ley.
No toda la doctrina es acorde con esta interpretación, pero pensar de otro modo reduciría la
medida prevista en el último inciso del artículo 128 de la Constitución a la inoperancia casi
absoluta.
En cualquier caso, con posterioridad a la aprobación de la Constitución, diversas leyes han hecho
referencia a posibilidades de intervención de un modo general, pudiendo citarse como ejemplos la
Ley 26/1988, de 29 de julio, de Disciplina e Intervención de las Entidades de Crédito, la Ley
13/1995, de 18 de mayo, de Contratos de las Administraciones Públicas y a la Ley 32/2003, de 3 de
noviembre, General de Telecomunicaciones (art. 4.5), texto recientemente aprobado y que viene a
sustituir a la anterior Ley 11/1998, de 24 de abril, General de Telecomunicaciones.
En todas ellas se prevén medidas que, de una u otra forma, implican intervención en las
empresas.
Como conclusión del comentario al artículo 128 diremos que la aplicación en nuestro
ordenamiento del Derecho Comunitario, con vientos de liberalización, ha llevado a una falta de
ejercicio o de autorrestricción de las facultades que el artículo 128 abre, que no impone, a los
poderes públicos.
No en vano nuestros constituyentes optaron acertadamente, como dijimos al principio, por
incorporar a la Norma suprema una Constitución Económica abierta o flexible, que permite adoptar
en cada momento las medidas de política económica que exigen los tiempos.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 129


La elaboración de este precepto no dio lugar en el desarrollo de los trabajos constituyentes a
cuestiones de especial significación. El texto inicial del Anteproyecto se mantuvo en lo sustancial,
hasta su aprobación definitiva.
El artículo 129 prevé diversas formas de participación que conectan directamente con el
conjunto de normas destinadas al tratamiento de las relaciones laborales en la Constitución,
tratándose en realidad de uno de los mecanismos específicos por medio de los cuales deberá
realizarse la función integradora que, con carácter general, el artículo 9.2 de la Constitución
encomienda realizar a los poderes públicos, facilitando la participación de todos los ciudadanos en
la vida política, económica, cultural y social.
El nivel más importante de participación se consagra sin duda en el artículo 23 mediante el
reconocimiento del derecho de los ciudadanos "a participar en los asuntos públicos directamente o
por medio de representantes libremente elegidos", articulándose un sistema de democracia política
en la gestión de los asuntos públicos.
Pero a lo largo de la Constitución se recogen otros ámbitos específicos de participación de los
ciudadanos, como por ejemplo la "audiencia de los ciudadanos... en el procedimiento de elaboración
de las disposiciones administrativas que les afecten" [art. 105.a)]; las funciones de "asesoramiento y
colaboración de los sindicatos y otras organizaciones profesionales, empresariales y económicas" en
la elaboración por el Gobierno de los proyectos de planificación económica (art. 131.2); o incluso la
participación en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado (art. 125) o de la
juventud "en el desarrollo político, social, económico y cultural" (art. 48). Todos ellos constituyen
expresiones concretas de la extensión que el sistema participativo (instrumento de integración)
adquiere en el modelo de sociedad democrática diseñado por la Constitución.
Junto a los anteriores, el artículo 129 prevé la participación de los ciudadanos en la Seguridad
Social, en organismos públicos cuya función afecte a la calidad de vida o al bienestar general y
también en la empresa, fomentando las sociedades cooperativas y facilitando el acceso de los
trabajadores a la propiedad de los medios de producción. Determinados aspectos de la idea de
participación que el precepto comentado ofrece -especialmente en lo que se refiere a la empresa y al
"acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción"- evidencian la clara
influencia que en esta materia presenta el modelo socio-económico seleccionado por la
Constitución, muy particularmente mediante la incorporación de los principios de "libertad de
empresa en el marco de la economía de mercado" (art. 38) en relación con "el derecho a la
propiedad privada y a la herencia" a que se refiere el artículo 33.1. El sistema de participación en la
empresa se dibuja sobre la base de la propiedad privada de los medios de producción, sin perjuicio
de otras fórmulas de titularidad pública (art. 128.2), y siendo éste uno de los aspectos donde
Derecho Público y Derecho Privado más se han homogeneizado. Los mecanismos colectivizados
de acceso a la misma no quedan excluidos (fomento de las cooperativas), sino que se integran
dentro del contexto socio-económico que los artículos 33 y 38 configuran en la Constitución. Es
decir, el sistema de economía libre constituye el trasfondo del mandato que el artículo 129 dirige a
los poderes públicos en orden a la promoción de las diversas formas de participación de los
trabajadores en la empresa, y a partir de ahí se trata de utilizar, como señaló Villa Gil, "cualquier
medio apto para favorecer la armonía en el proceso productivo sin alterar los presupuestos del
sistema de economía de mercado".
Ello encaja con que el artículo 129 aparezca recogido dentro del Título VII relativo a "Economía
y Hacienda", y en concreto entre los artículos 129 a 132, es decir, en lo que se ha denominado
"Constitución económica" o como señala Cazorla Prieto "conjunto de normas del más alto rango
jurídico que disciplinan los rasgos fundamentales de la arquitectura económica de una comunidad".
Las normas que configuran nuestra Constitución Económica se han configurado con un carácter
flexible que, respetando la base de la economía de mercado, permite elegir entre diversas opciones
económicas, más o menos intervencionistas y por tanto dar distintas soluciones en función de las
necesidades de cada momento, y así el artículo 129 puede recibir distintas soluciones para
garantizar su cumplimiento. Por otro lado, hay que tener en cuenta que el artículo 129 se desgrana
en una serie de derechos recogidos en el Título I de la Constitución como son el derecho de
participación en los asuntos públicos (art. 23.1), los derechos de sindicación y huelga (art. 28), el
derecho de propiedad privada y a la herencia (art. 33) o la libertad de empresa en el marco de la
economía de mercado (art. 38)]
A estos derechos se les ha otorgado por los constituyentes un nivel de garantía superior al
artículo 129. Los primeros se han ubicado en el Título I "De los derechos y deberes fundamentales"
y el artículo 129 se ha situado en el marco de la actuación económica del Estado, de la
"Constitución Económica", que se limita a la mera consagración de los postulados de carácter
político-económico sin imperatividad normativa inmediata, delineando las coordenadas básicas de
la actividad económico-financiera del Estado y sin generar derechos subjetivos concretos, ya
previstos en los artículos del Título I.
El artículo 129 de la Constitución, por tanto, consagra determinados principios socio-
económicos que actúan como mandatos dirigidos a los poderes públicos, que por supuesto obligan a
éstos, con lo que la adopción de medidas o normas que las contravinieran sería inconstitucional,
pero el precepto en sí no tiene aplicabilidad inmediata en orden a la adquisición de eventuales
derechos subjetivos por los ciudadanos, sino que es preciso su desarrollo normativo.
Ese desarrollo normativo ha sido muy desigual por lo que respecta a las materias contempladas
en el artículo 129 y a la intensidad de los distintos niveles de participación.
1º La participación "de los interesados en la Seguridad Social", primer inciso del 129.1, se
recoge en el artículo 60 del Texto Refundido de la Ley General de Seguridad Social, aprobado por
Real Decreto Legislativo 1/1994, de 20 de junio (modificado con posterioridad en numerosas
ocasiones) que faculta al gobierno para regular la participación en el control y vigilancia de la
gestión de las entidades gestoras, efectuada gradualmente desde el nivel estatal al local, a través de
órganos de composición tripartita integrados por representantes de los sindicatos, de las
organizaciones empresariales y de la Administración Pública. Sobre la participación de los
sindicatos, véase el artículo 6.3.a) de la Ley Orgánica 11/1985, de 2 de agosto, de Libertad Sindical.
Ese artículo 60 se ha desarrollado por el Gobierno en los Reales Decretos 2583/1996, de 13 de
diciembre y 140/1997, de 31 de enero, que regulan, respectivamente, la estructura orgánica del
Instituto Nacional de la Seguridad Social y del Instituto de Migraciones y Servicios Sociales,
recogiéndose el esquema de representación tripartita antes aludido en sus correspondientes
Consejos y Comisión Ejecutiva así como en las Comisiones Ejecutivas Provinciales. Exactamente
lo mismo se prevé en el Instituto Nacional de Gestión Sanitaria, que conserva la naturaleza y
régimen del extinto Instituto Nacional de la Salud, ya que mientras no se creen sus órganos de
participación continuarán vigentes el Consejo General y la Comisión Ejecutiva previstas en el Real
Decreto 702/1998, de 24 de abril (Disposición Transitoria 2ª del Real Decreto 1087/2003, de 29 de
agosto, por el que se establece el Estatuto Orgánico del Ministerio de Sanidad y Consumo). A este
respecto es importante tener en cuenta que los traspasos realizados a las Comunidades Autónomas
en relación con las funciones y servicios del INSALUD al amparo del artículo 149.1.16 y 17 de la
Constitución Española, han conllevado la creación de órganos de participación de los ciudadanos en
los sistemas sanitarios públicos autonómicos, como por ejemplo, el Consejo Extremeño de Salud,
adscrito a la Consejería competente, y que se configura como órgano colegiado superior consultivo
"de participación ciudadana y de formulación y control de la política sanitaria en la Comunidad
Autónoma de Extremadura" (art. 13 de la Ley 10/2001, de 28 de junio, de Salud de Extremadura)
2º. Otras normas de desarrollo afectan a la participación en los organismos "cuya función afecte
directamente a la calidad de la vida o al bienestar general". En el marco de la actuación de este
principio han de situarse como supuesto más significativo los derechos de representación, consulta
y participación que la Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y
Usuarios, recoge en el Capítulo VI (artículos 20 a 22), respecto de las asociaciones constituidas a
tal fin, integradas a nivel nacional en el Consejo, cuya regulación ordena al Gobierno. En la misma
línea se sitúan los mecanismos de participación en el Consejo Superior de Deportes o en
organismos encargados de la protección del medio ambiente, educación, cultura, etc. La Ley
26/1984 ha sido recientemente modificada por la Ley 39/2002, de 28 de octubre de transposición al
ordenamiento español de diversas Directivas Comunitarias en materia de protección de los intereses
de los Consumidores y Usuarios, y legitima a las asociaciones de consumidores y usuarios presentes
en el Consejo de Consumidores y usuarios para ejecutar las acciones de cesación contra las
cláusulas abusivas que lesionen los intereses de los consumidores y usuarios.
3º. En lo que se refiere al desarrollo recibido por el primer inciso del 129.2, en virtud del cual
"los poderes públicos promoverán eficazmente las diversas formas de participación en la empresa",
el artículo 61 del Texto Refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, aprobado por Real
Decreto Legislativo 1/1995, de 24 de marzo, prevé la participación de los trabajadores en la
empresa a través de los órganos de representación regulados en el Título II, que son los Delegados
de Personal y los Comités de Empresa.
No se trata realmente de una regulación cerrada, y la redacción del artículo 61 del Estatuto de los
Trabajadores no deja lugar a dudas en cuanto al carácter selectivo y no globalizador del modelo de
participación que inspira el legislador, el derecho a participar en la empresa a través de los órganos
de representación regulados en el Título II se reconoce "sin perjuicio de otras formas de
representación", por lo que no cabe pensar que la regulación que se contiene en él pudiera, ni
pretendidamente, agotar las posibilidades de la participación prevista en el texto constitucional.
Esta cuestión se suscitó, sin embargo, con motivo del debate parlamentario previo a la
aprobación del Estatuto de los Trabajadores, y ya entonces quedó claro que la regulación que se
contiene en el artículo 61 sobre ejercicio del derecho de participación en la empresa, no constituye
sino una de las posibles positivaciones que encierra el artículo 129.2 de la Constitución, sin excluir
otras formas y niveles de intensidad distintos -superiores incluso- a los informativos, consultivos o
de control que son los que hoy se configuran en el listado de competencias que el artículo 64 del
Estatuto de los Trabajadores recoge para los Comités de Empresa y Delegados de Personal. De igual
manera si el espacio sobre el que se proyecta la regulación legal se muestra inicialmente limitado a
la configuración de la empresa o el centro de trabajo como ámbitos de proyección tradicionales de
la actividad representativa tampoco queda excluida la atención a otros procesos de organización
empresarial de fenomenología más compleja, pero cada vez más frecuente, no previstos en la
regulación común aunque la base de aplicación siga estando constituida por los conceptos
tradicionales de empresa y centro de trabajo. En este sentido la aprobación de la Ley 10/1997, de 24
de abril, sobre derechos de información y consulta de los trabajadores en las empresas de dimensión
comunitaria (inspirada a su vez en la Directiva 94/45, de 22 de septiembre, sobre Comités de
Empresa Europeos) representa una buena muestra. La Ley 10/1997 se modificó parcialmente por la
Ley 44/1999, de 29 de noviembre y el Real Decreto Legislativo 5/2000, de 4 de agosto, derogó el
Capítulo I de su Título III.
En el ámbito de las Administraciones Públicas lo dicho más arriba sobre la participación en la
empresa por medio de los órganos de representación, se recoge en la Ley 9/1987, de 12 de junio, de
órganos de representación, determinación de las condiciones de trabajo y participación del personal
al servicio de las Administraciones Públicas que prevé los Delegados de Personal, las Juntas de
Personal, Mesas Negociadoras y el Consejo Superior de la Función Pública, como órgano superior
colegiado de participación del personal al servicio de las Administraciones Públicas. En el ámbito
de las Cortes Generales los artículos 31 y siguientes del Estatuto del Personal de las Cortes
Generales de 26 de junio de 1989, contemplan la participación del personal de las Cortes Generales
en la determinación de sus condiciones de trabajo a través de la Junta de Personal y la Mesa
Negociadora.
Tampoco hay que olvidar lo dispuesto en la Ley Orgánica 14/1985, de 2 de agosto, de Libertad
Sindical (artículos 8 y siguientes) y en la Ley 31/1995, de 8 de noviembre, de Prevención de
Riesgos Laborales (artículos 33 y siguientes), que prevé las obligaciones de consulta del empresario
a los trabajadores para adoptar determinadas medidas en la empresa y la participación de los
trabajadores en las cuestiones de prevención de riesgos en el trabajo.
Finalmente, la Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal otorga a los representantes de los
trabajadores competencias para ser oídos respecto del cierre de instalaciones del concursado, en la
propuesta de Convenio y en otras materias (artículos 44.4, 100.2, 149. 1.1 y 148.3)
4º. Por lo que se refiere al fomento "mediante una legislación adecuada de las sociedades
cooperativas" la normativa básica en la actualidad viene determinada por la Ley 18/2002, de 5 de
julio, de Cooperativas. Para las Cooperativas de crédito rige la Ley 13/1989, de 26 de mayo, y el
Real Decreto 84/1993, de 22 de enero, que la desarrolla. En estas leyes se reconoce el valor de estas
formas empresariales en orden a lograr una más activa integración de los ciudadanos en los distintos
sectores de la actividad económica del país (consumo, crédito, vivienda, trabajo, etc)
5º. Finalmente, el artículo 129.2 ordena a los poderes públicos que establezcan "los medios que
faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción", ámbito que
coincide materialmente con el concepto de participación que identifica a esta última con la
propiedad de la empresa, y aquí la virtualidad del artículo 129 no se basa tanto en su desarrollo
normativo como en su fuerza inspiradora., ya que, como señalan Vida Soria y Prados Reyes, las
normas que desarrollan el modelo de participación no constituyen la expresión neta de las
posibilidades de que el precepto constitucional ofrece.
En realidad el artículo 129 ofrece extraordinarias posibilidades para la actuación política, tanto
en la selección de los mecanismos de participación como en la determinación cualitativa de los
mismos. El artículo 129 es el corolario del artículo 9.2 y del Estado Social y Democrático de
Derecho. La propiedad diseñada en la Constitución es, por virtud del artículo 129, una propiedad
que "tiene que aceptar" un principio de participación; la empresa, cualquiera que sea su diseño y su
regulación jurídica, tiene que aceptar esa realidad de participación. La misma idea de democracia
será necesariamente una idea y un sistema de participación a todos los niveles. Esto es, se trata de
aceptar que, por virtud del artículo 129, la participación se impone como un imperativo
constitucional, después las alusiones concretas del artículo (cooperativas, empresa, órganos gestores
de la Seguridad Social, etc.) son ejemplos no limitativos de lo que en él se enuncia.
La virtualidad política, pues, del artículo 129 es inmensa, tanto cuantitativa como
cualitativamente pero debe quedar claro que esa referencia al "acceso de los trabajadores a la
propiedad de los medios de producción", no puede sobrevalorarse políticamente tratando de
localizar en ella la designación de un sistema socio-económico de carácter más o menos
colectivista. Los límites que imponen otros derechos consagrados en el Título I de la Constitución,
especialmente protegidos con las garantías que para ellos se establecen en el artículo 53 (propiedad
privada y herencia, libertad de empresa, economía de mercado), alejan de raíz aquella
interpretación.
Por el contrario, el reconocimiento prioritario y limitativo de aquellos principios liberales
determina el presupuesto y las bases socio-económicas sobre las que se asienta el planteamiento
constitucional en esta materia. Es decir, el acceso a la propiedad de los medios de producción pasa
inevitablemente por la consagración previa del derecho a la propiedad privada (sin perjuicio de las
limitaciones impuestas por su función social) y concretamente por el cumplimiento de los requisitos
dispuestos por el ordenamiento jurídico para la adquisición de la misma.
De aquí que el artículo 129.2, dando por supuesto este planteamiento, ordene que los poderes
públicos "establecerán los medios que faciliten el acceso...", es decir, la promoción de aquellas
fórmulas, fundamentalmente de carácter económico-financiero, que contribuyan ("faciliten", es la
expresión que utiliza el precepto) a la superación de los condicionantes que limiten el acceso a la
propiedad de estos bienes; el accionariado obrero o la divulgación de la propiedad mobiliaria de
acciones ("capitalismo popular"), especialmente como medio de canalización del ahorro inversor,
han constituido en etapas anteriores, y aún hoy vuelven a representar con especial intensidad,
fenómenos característicos de este proceso. La Ley 4/1997, de 24 de marzo, de Sociedades
Laborales, tiene como finalidad conseguir nuevos métodos de creación de empleo y fomentar la
participación de los trabajadores en la empresa de acuerdo con el mandato constitucional del
artículo 129.2. En estas sociedades la mayoría del capital es propiedad de los socios trabajadores
que prestan en ella servicios retribuidos.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 130


El artículo 130 de la Constitución Española se integra en lo que se denomina "Constitución
Económica". Al contrario de lo que sucedía en el constitucionalismo liberal del siglo XIX, regido
por "la mano invisible" de Adam Smith, las Constituciones europeas posteriores a la 2ª Guerra
Mundial, adoptadas en el marco del Estado de Bienestar, consideran necesario incluir en la Norma
Suprema los principios fundamentales que rigen el sistema económico, por considerarse una
materia fundamental para la sociedad. Nuestros constituyentes optaron además por configurar la
Constitución Económica como un marco amplio y flexible en el que caben distintas opciones
políticas en materia económica, siempre dentro de la economía de mercado y con el respeto al resto
de los preceptos constitucionales, pero permitiendo un mayor o menor intervencionismo del Estado
en la Economía. En derecho comparado son significativos los artículos 44 de la Constitución
Italiana de 1947 y 81 de la Portuguesa de 1976.
El Preámbulo de la Constitución afirma la voluntad de la Nación de garantizar la convivencia
democrática, dentro de la Constitución y las leyes, conforme a un orden económico y social justo,
promoviendo el progreso de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida. Con esta
afirmación ya se está indicando la meta hacia la que debe caminar el sistema económico
constitucional español. Además, la propia definición del Estado como Estado Social y Democrático
de Derecho (art. 1.1) y la obligación impuesta a los poderes públicos para promover las condiciones
necesarias para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas, remover los obstáculos que la
impidan, y facilitar la participación ciudadana en la vida política, social y económica (art. 9.2), nos
muestran la filosofía subyacente en el orden constitucional económico español y la necesidad de
adoptar las medidas y reformas que hagan factible la igualdad y la consecución de un orden
económico y social justo.
Junto a lo anterior, la Constitución, en su articulado, reconoce y garantiza a los ciudadanos
derechos de actuación en el ámbito de las relaciones económicas (arts. 33 propiedad privada y
herencia y 38 libertad de empresa); en otros casos fija los objetivos y fines a los que el Estado debe
dirigir prioritariamente su actuación económica, promoviendo las condiciones favorables para el
progreso económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa, en el
marco de una política de estabilidad económica (art. 40.1), o planificando la actividad económica
general para atender a las necesidades colectivas, armonizar y equilibrar el desarrollo regional y
sectorial y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución (art.
131.1), y en otros casos para determinar las posibilidades del sector público de intervenir en el
funcionamiento de la economía (arts. 33.3, 128.2 y 130)
En armonía con todos esos artículos, el artículo 130 es una manifestación más del Estado Social
y Democrático de Derecho (art. 1.1) y es reflejo de una de las funciones básicas de éste, la función
promocional (art. 9.2) para equiparar el nivel de vida de todos los españoles, sin olvidar el principio
de solidaridad que proclama el artículo 2, conforme al cual el Estado velará por el establecimiento
de un equilibrio económico adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español. El
artículo 130 consagra en este sentido la obligación de los poderes públicos de atender la
modernización y desarrollo de todos los sectores de la economía, equiparando el nivel de vida de
los españoles, y prestando una atención especial a las zonas de montaña.
Se puede decir por tanto, con Lucas Verdú, que el artículo 130 forma parte del conjunto de
principios que perfilan la estructura socioeconómica que la Constitución establece para la
consecución de un orden económico y social justo, a través de la promoción del progreso de la
cultura y de la economía en aras a asegurar a todos una digna calidad de vida, como elemento
necesario para la consecución de una sociedad democrática avanzada.
Se trata por otro lado de un conjunto de principios que no son aplicables directamente, sino que
precisan de desarrollo legislativo para generar derechos subjetivos, si bien, al ser toda la
Constitución norma jurídica, no es necesario esperar a su desarrollo legislativo para que tengan
obligatoriedad, debiendo informar la legislación, jurisprudencia y actuación de la administración, de
forma que en caso de que alguna norma o acto sea contraria a alguno de ellos, serían
inconstitucionales. Estas normas contienen una función directiva claramente orientada hacia los
poderes públicos, cual es la determinación de unos objetivos que éstos deben perseguir. No puede
exigirse su cumplimiento ante la Justicia plasmado en derechos subjetivos, pero como ha señalado
el Tribunal Constitucional en su Sentencia 16/1982 de 26 de abril, entre otras, la Constitución es la
Norma Suprema y no una mera declaración programática, lejos de ser un mero catálogo de
principios de no inmediata vinculación y de no inmediato cumplimiento hasta que no sean objeto de
desarrollo por vía legislativa, la Constitución es una norma jurídica y como tal, tanto los ciudadanos
como los poderes públicos están sujetos a ella, tal y como proclama el artículo 9.1 de la
Constitución. Ello implica una doble vertiente: en su sentido positivo se legitima a los poderes
públicos para que ejerzan sus competencias en la dirección marcada por los objetivos orientadores,
favoreciendo a los sectores más perjudicados por la dinámica del sistema económico y dirigiendo su
actividad hacia la consecución de efectos redistributivos. Pero junto a esta eficacia positiva, existe
una vertiente negativa que convertiría en ilegitimas las acciones de los poderes públicos que se
muevan en dirección contraria a la marcada por los preceptos constitucionales.
En concreto, y en consonancia con lo anterior, el artículo 130 es una norma jurídica que vincula
a los poderes públicos y no una mera recomendación o un consejo político. Como señala el Tribunal
Constitucional en su Sentencia 64/1982, de 4 de noviembre, el artículo 130, constituye un "deber
que la Constitución impone a los poderes públicos para atender al desarrollo de todos los sectores
productivos".
Una vez aclarada la eficacia del precepto, analizaremos si sus dos apartados tienen entidad
propia y si tienen carácter abierto o cerrado.
En cuanto a la primera cuestión, en el apartado 1 del artículo 130 se señala que "Los poderes
públicos atenderán a la modernización y desarrollo de todos los sectores económicos y, en
particular, de la agricultura, de la ganadería, de la pesca y de la artesanía, a fin de equiparar el nivel
de vida de todos los españoles". En el apartado 2 se prevé, con el mismo fin "un tratamiento
especial a las zonas de montaña". Algún sector doctrinal ha manifestado que la referencia a las
zonas de montaña está ya implícita en el contenido del apartado 1 del artículo 130, sin embargo
nosotros, al igual que Cazorla Prieto, creemos que existe una diferencia entre ambos apartados del
artículo 130, ya que mientras el primero refiere a determinados sectores económicos la
modernización y el desarrollo que a los poderes públicos se impone de modo especial, el apartado 2
no dirige su protección hacia áreas económicas precisas dentro de la zona de montaña, sino a todos
los sectores económicos que en ella se desarrollen.
En cuanto a la segunda cuestión, debemos tener en cuenta que el artículo 130 tiene su origen en
el artículo 120 del Anteproyecto Constitucional, y que a lo largo del proceso constituyente se fueron
incluyendo y excluyendo otros sectores que debían ser objeto de especial atención por parte de los
poderes públicos -minería, turismo- hasta que alcanzó su redacción definitiva. Realmente el
precepto está dotado de una esencial carga finalística, cual es equiparar el nivel de vida de todos los
españoles y favorecer a todos los sectores económicos, y si no se recogen más sectores es porque
los constituyentes tuvieron en cuenta la situación socio-económica que caracterizó el período
constituyente y potenciaron el desarrollo y modernización de aquellos sectores económicos que se
encontraban en inferioridad en aquel momento respecto a otros. No obstante, es obvio que de la
redacción del precepto y de su interpretación armónica con el resto de artículos relacionados con él
en la Constitución, se desprende su alcance generalizado. Como señala Goig Martínez, la
modernización y desarrollo de los distintos sectores económicos deberá realizarse a través de
distintas medidas de diversa naturaleza, al objeto de potenciar y equiparar los sectores económicos
más desprotegidos y marginados de la economía.
Para ello la configuración del sistema económico español permite diversas técnicas de
intervención pública, en aras a potenciar la eliminación de los posibles desequilibrios estructurales
que existan entre los distintos sectores de la economía, en especial la agricultura, la ganadería, la
pesca y la artesanía, con especial tratamiento a las zonas de montaña. Esta intervención deberá
realizarse con absoluto respeto al contenido esencial de los derechos que pueden verse afectados,
pero dentro del respeto a estos límites, los principios económicos contenidos en la Constitución
permiten a los poderes públicos, a través de la labor legislativa y reglamentaria, la puesta en marcha
de infinidad de medidas que permitan el desarrollo y modernización de aquellos sectores
económicos más desprotegidos al objeto de equiparar el nivel de vida de todos los españoles y
conformar un orden económico y social justo, desde la promoción y protección de determinados
tipos de empresas, el fomento de determinado tipo de explotaciones, una adecuada política
crediticia, hasta un sistema de precios de determinados productos, sin olvidar un adecuado nivel de
formación y readaptación profesional. Ello se llevará a cabo bien por el Estado o bien por las
Comunidades Autónomas, según el orden competencial instaurado por la Constitución y asumido
por los distintos Estatutos de Autonomía. Así, dentro del marco constitucional de distribución
territorial de competencias, el artículo 148 permite que las CC.AA. puedan asumir competencias en
agricultura y ganadería, de acuerdo con la ordenación de la economía (148.1.7); en montes y
aprovechamientos forestales (148.1.8); pesca en aguas interiores, marisqueo y acuicultura
(148.1.11) y artesanía (148.1.14). Y el artículo 149 atribuye al Estado las bases y coordinación de la
planificación general de la actividad económica (149.1.13); la pesca marítima, sin perjuicio de las
competencias que en la ordenación del sector se atribuyan a las CC.AA. (149.1.19), y la legislación
básica sobre montes, aprovechamientos forestales y vías pecuarias (149.1.23)
De la combinación de los contenidos de los artículos 148 y 149 podemos determinar que el
desarrollo de los distintos sectores que integran la economía general se configura como una materia
compartida entre el Estado y las Comunidades Autónomas y así lo ha señalado el Tribunal
Constitucional en diversas Sentencias, como las 196/1988, de 19 de octubre y 75/1989, de 24 de
abril, de forma tal que aunque éstas están facultadas para el desarrollo de los distintos sectores
económicos a que hace referencia el artículo 130 para la satisfacción de sus intereses particulares,
no se puede olvidar que esta actuación debe de moverse dentro de las orientaciones e intervenciones
básicas y de coordinación que el Estado disponga para los distintos sectores como componentes
esenciales del sistema económico general.
Además, el desarrollo del precepto que estamos examinando está sometido a tres importantes
limitaciones en ese aspecto. La primera viene determinada por el principio de solidaridad, que debe
operar, por una parte, como límite al ejercicio de las competencias regionales y, por otra, como
función habilitante de una acción estatal dirigida a corregir desequilibrios o desigualdades
interterritoriales. Las otras dos han sido establecidos por el Tribunal Constitucional al afirmar, por
un lado, que el principio de unidad del orden económico exige la adopción de medidas de política
económica aplicables, con carácter general, a todo el territorio nacional, al servicio de una serie de
objetivos de carácter económico fijados por la propia Constitución (Sentencias del Tribunal
Constitucional 1/1982, de 28 de enero y 96/1984, de 19 de octubre), y por otro, que las medidas de
desarrollo de un determinado sector económico han de ponderarse con otros intereses, bienes o
valores en presencia (Sentencia del Tribunal Constitucional 64/1982, de 4 de noviembre)
Finalmente, y como cierre de este comentario, diremos que en desarrollo del artículo 130 existe
un importante catálogo de disposiciones legislativas y administrativas estatales y autonómicas,
pudiendo citarse, entre las primeras, la Ley 19/1995, de 4 de julio, de Modernización de las
Explotaciones Agrarias; La Ley 34/1979, de 16 de diciembre, sobre Fincas manifiestamente
mejorables; la Ley 25/1982, de 30 de julio, de Agricultura de montaña; la Ley 38/1994, de 30 de
diciembre, reguladora de las organizaciones interprofesionales agroalimentarias; la Ley de
Arrendamientos Rústicos, habiéndose aprobado recientemente su nuevo texto, y la Ley 3/2001, de
26 de marzo, que regula la Pesca Marítima del Estado. A nivel autonómico pueden citarse la Ley
Foral 1/2002, de 7 de marzo, de infraestructuras agrícolas; La Ley de 24 de febrero de 1984 por la
que se crea el Instituto Catalán de Crédito Agrario y la Ley aragonesa del Patrimonio Agrario de 25
de abril de 1991. Además, de acuerdo con la doctrina del Tribunal Constitucional (SSTC. 144/1985,
de 25 de octubre; 45/1991, de 28 de febrero) en virtud de la que se admite por las CC.AA. el
establecimiento y regulación de sus propios regímenes sobre zonas de montaña, es profunda la
regulación autonómica sobre esta materia (Entre otras, Ley de la Generalidad de Cataluña, de 9 de
marzo de 1983, sobre régimen jurídico de la agricultura de montaña en el País Vasco; Decreto
17/1986, de 11 de marzo, por el que se regula la creación de coordinación para el desarrollo integral
de las zonas de montaña en la C.A. de Castilla-La Mancha). En relación con esta materia se ha
aprobado recientemente por las Cortes Generales la Ley 43/2003, de 21 de noviembre, de Montes.
Y no hay que olvidar que esta tarea legislativa ha tenido también como punto de mira el Derecho
comunitario, pues la política agraria y pesquera, entre otras, son una de las partes más importantes
de la Unión Europea.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 131


El artículo 131 de la Constitución se integra en lo que se ha denominado Constitución
Económica. En las Constituciones europeas posteriores a la II Guerra Mundial, a diferencia de los
textos liberales del siglo XIX que dejaban la economía a la mano invisible de Adam Smith, se
considera la economía como una de las materias propias del texto constitucional, incluyéndose en la
Norma Suprema un conjunto de preceptos destinados a proporcionar el marco jurídico fundamental
para la estructura y funcionamiento de la actividad económica.
Este artículo 131, junto con el 128, es quizá el de mayor calado del Título VII de la Constitución
desde el punto de vista de la configuración de la economía, y por ello uno de los que más polémica
han suscitado.
Como señala Bassols Coma, el artículo 131 de la Constitución presenta un modelo de
planificación económica con perfiles originales en el marco del Derecho Constitucional comparado.
Se prevé la existencia o utilización de la planificación como una opción constitucionalmente válida,
aunque no inherente o necesaria para el funcionamiento del sistema político o económico; se
enumeran sus fines u objetivos institucionales y económico-sociales (atender a las necesidades
colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la
renta y de la riqueza y su más justa distribución); se diseñan los protagonistas en el procedimiento
de la elaboración de la planificación sobre la base de atribuir la iniciativa al Gobierno del Estado y
remitir al legislador ordinario la creación de un Consejo que permita la articulación de la
participación en el proceso de elaboración de los concretos proyectos de planes a las Comunidades
Autónomas y a los Sindicatos y otras Organizaciones profesionales, empresariales y económicas, y,
finalmente, se atribuye al ámbito de la reserva de ley la aprobación de los respectivos planes.
El debate constitucional de este precepto puso de manifiesto posiciones ideológicas enfrentadas,
cuyo consenso precisó con claridad que la planificación económica sancionada era meramente
opcional. Sus determinaciones deben ser compatibles con la libertad de empresa (art. 38), al estilo
de la llamada planificación indicativa, si bien se consideró que no era necesario sancionar esta
calificación de modo expreso. Además la reserva de ley llama la atención sobre la consideración de
la planificación como una decisión política del máximo rango, reservada al Parlamento y no
exclusivamente al Ejecutivo.
Como señala Martín Retortillo, el concepto de planificación ha sido un concepto muy debatido
por reflejar ideologías encontradas, y desde la óptica del constitucionalismo, se ha visto
continuamente envuelto en un ambiente de polémica y confrontación ideológica por su incidencia
en cuestiones cruciales del orden constitucional, sobre todo en las opciones de predominio del
Ejecutivo sobre el Parlamento, y libertad económica frente a regulación. Lo cierto es que a raíz de
las crisis económicas de los años setenta se aprecia en todos los países una falta de confianza en las
macrorregulaciones de la economía a cargo de los poderes públicos y una progresiva transferencia
de nuevo al mercado de la regulación de la economía con el consiguiente desprestigio de la
planificación económica, factores todos ellos que pueden explicar que en nuestro país no se haya
hecho uso de la opción constitucional del artículo 131 desde un punto de vista general, pues sí se
han dado, sin embargo, medidas de planificación sectoriales.
Si analizamos el Derecho comparado y su evolución desde los años cincuenta, se comprueba un
abandono del instrumento de la planificación, siendo reveladora la política de abandono de la
planificación económica en el nuevo constitucionalismo de Rusia y los países de Europa del Este.El
sistema soviético de planificación económica no sólo constituyó el primer intento de realización
integral de planificación, a partir de la aprobación del Primer Plan quinquenal (1926-30), sino
también que por primera vez alcanzara el rango constitucional. El artículo 11 de la Constitución
soviética de 1936 proclamaba que "la vida económica de la U.R.S.S. está determinada y dirigida por
el Plan del Estado de la economía nacional con vistas a aumentar la riqueza social, elevar de forma
constante el nivel cultural y material de los trabajadores, afirmar la independencia de la U.R.S.S. y
reforzar su capacidad de defensa". A la muerte de Stalin en 1953, se proclaman abiertamente los
excesos de la centralización exagerada en manos del organismo planificador (Gosplan), al tiempo
que KROUCHEV anuncia la reforma constitucional en 1956 e inicia un proceso de
descentralización regional de la planificación. Durante la década de los sesenta se abre un intenso
debate sobre el funcionamiento de las empresas estatales y los métodos de planificación, al tiempo
que en las Democracias populares de la Europa Oriental se producen intentos de articulación de la
planificación con el mercado.
A mediados de los años ochenta, la ineficacia del sistema de planificación económica soviética
adquiere caracteres alarmantes. La "Perestroika" de Gorbachov, como programa de reforma
económica dentro del marco del propio socialismo impulsa reformas dentro todavía de los
esquemas formales de la planificación económica que derivarían en el abandono definitivo, después
de más de sesenta años, de la planificación económica centralizada y la apelación al mercado (la
experiencia mundial ha demostrado la vitalidad y la eficacia de la economía de mercado)
El sistema de planificación económica ha desaparecido y ha sido eliminado de la vida política y
económica. La Constitución de la Federación de Rusia de 1993 la ha desterrado definitivamente. Y
lo mismo ha sucedido en los antiguos Estados bálticos que recuperaron su independencia a lo largo
de 1990. En sus respectivas Constituciones se reconocen los derechos democráticos clásicos y se
proclama la libertad económica, sin referencia alguna a la planificación económica. Respecto a los
demás territorios de la Comunidad de Estados Independientes (C.E.I.), sólo la Constitución de
Bielorrusia de 1994 alude a la planificación, pero en los siguientes términos: "El Estado planificará
la actividad económica, atendiendo a los intereses individuales y colectivos".
Sin embargo, en los países occidentales, al término de la II Guerra Mundial, para afrontar la
reconstrucción del orden económico se apeló a una política de nacionalizaciones de sectores básicos
y a la puesta en marcha de una planificación económica de signo compatible con el mercado. Este
espíritu encontró una fuerte oposición en las ideas neoliberales que enarbolaron la bandera de la
polémica "planificación versus libertad" y que encontrarían en HAYEK a su más ardiente defensor
en su famoso libro de 1943 "Camino de servidumbre". Pero esa polémica, como señala Galbraith,
en "Desarrollo Económico", perdería progresivamente virulencia e intensidad al final de los años
cincuenta, al convertirse el desarrollo económico en la aspiración básica de todas las naciones, tanto
las que habían alcanzado altos índices de progreso como las propiamente desarrolladas. La
planificación y, en especial, el modelo francés de planificación indicativa, perfilado por J.
MONNET- vinculante para el sector público e indicativo para la iniciativa privada - aparecerán
como el método más adecuado para alcanzar el objetivo del desarrollo económico y social. En
Inglaterra, incluso el Gobierno conservador (1961-1964) adoptó un instrumento planificador de
carácter indicativo que sería continuado, previa su reorientación, por el Gobierno laborista para el
período 1965-1970.
Italia, Francia y España siguieron esta vía, pero al principio de los años setenta, el modelo de
planificación indicativa empezó a mostrar signos de debilidad, desagregándose en una serie de
planificaciones sectoriales y regionales, al punto que en la propia Francia se habló de
"desplanification". Las políticas económicas volvieron a orientarse progresivamente por los
postulados de la economía de mercado, deslizando la planificación hacia la mera programación y
gestión del gasto público, facilitando los acuerdos entre los grupos políticos y la participación de las
fuerzas sociales y sindicales en el seno de organismos de concertación de la política económica y,
finalmente, como señala Bassols Coma, abrazando el credo neoliberal (privatizaciones y
desregulaciones).
Fue precisamente en este momento, cuando la euforia de las ideas neoliberales y de las
privatizaciones llevaron al modelo de la planificación indicativa al eclipse, cuando España se
encontraba en pleno debate constituyente. En el debate se pusieron de manifiesto todas las
ideologías al respecto y finalmente se optó por no descartar la planificación como instrumento de
gobierno de la economía y, en particular, de la acción administrativa y financiera, ya que la
planificación se ha revelado como método de toma de decisiones que favorece la coordinación y
cooperación entre las instancias públicas y privadas, especialmente en los Estados complejos,
permitiendo una mejor gestión de los ámbitos administrativos y sociales. Además, en el panorama
económico surgieron nuevos métodos de planificación administrativa y financiera con mejores
resultados que el modelo de planificación indicativa, siempre propenso a la visión de tipo centralista
en lo económico y en lo administrativo.
La gestión de la economía española a partir de la promulgación de la Constitución se ha
orientado fundamentalmente a través de políticas económicas coyunturales y planificaciones
sectoriales, completadas por las planificaciones presupuestarias en el marco de las respectivas leyes
de presupuestos en las que cada año se van regulando de una forma detallada y puntual las diversas
previsiones sobre las magnitudes macroeconómicas. De hecho se puede decir que la programación
presupuestaria ha sido formalmente la única planificación global, ya que planificación general
estricta, como la prevista en el artículo 131 y con todos sus requisitos (Ley, elaboración por el
Gobierno con determinadas consulta y creación a tal fin de un Consejo), no ha existido hasta el
momento. La planificación general abordada por el Gobierno de la UCD en 1979 y por el Gobierno
Socialista que accedió al poder en 1982 se tradujeron en una vía matizada del artículo 131, en una
guía para la acción del gobierno de la economía y para seguir la proyección de las decisiones
gubernamentales que se traducen sucesivamente en los Presupuestos Generales del Estado anuales.
Asimismo, aquellos documentos servían de base de referencias para las Comunidades Autónomas y
para la información general de los distintos agentes económicos, pero sin los requisitos del artículo
131.
En 1996 se inició un proceso de liberalización económica que tuvo sus primeras manifestaciones
en el Real Decreto-ley de 7 de junio de 1996 sobre Medidas urgentes de carácter fiscal y de fomento
y liberalización de la actividad económica. Las orientaciones de la nueva política de liberalización y
de privatizaciones difícilmente pueden propiciar una planificación económica global, pero en la
línea antes señalada de planificación a través de los Presupuestos Generales del Estado, destaca la
aprobación de la Ley de Estabilidad Presupuestaria.
Sin embargo sí que han tenido lugar planificaciones sectoriales y de detalle, distinguiéndose dos
tipos de modalidades: En primer lugar, las que revisten las características de auténticos Planes, con
sus correspondientes modelos económicos de previsiones y propuestas, que, al amparo del artículo
198 del Reglamento del Congreso de los Diputados son sometidos a un "pronunciamiento" de la
Cámara, pero que no equivalen a su conversión en leyes o normas jurídicas, sino que simplemente
manifiestan la conformidad parlamentaria de una orientación propuesta por el Gobierno, cuyos
posibles incumplimientos o desviaciones pueden ser posteriormente denunciadas por las vías
parlamentarias de investigación y control. En segundo lugar, las Leyes de Planes de carácter
procedimental en las que la propia Ley establece la obligatoriedad de su formación, sus objetivos y
los efectos para la propia Administración (autoprogramación) o para los particulares, con adopción
en este último caso, de las normas jurídicas que legitiman su fuerza vinculante.
Como supuestos del primer tipo de planificación, pueden citarse entre los más importantes y
trascendentes en el orden económico los siguientes:
- La planificación territorial y urbanística, transferida a las Comunidades Autónomas y
Entes Locales, aunque el Estado conserva la competencia para la financiación de la
vivienda.
- En materia de Carreteras, el Plan General de Carreteras 1984-1991.
- El Plan Director de Infraestructuras, objeto de tramitación y discusión parlamentaria
en el seno de la Comisión de Infraestructuras y Medio Ambiente y en el Pleno del
Congreso de los Diputados.
Como supuestos de planificación sectorial previstos y regulados procedimentalmente en leyes
especiales, pueden citarse a título ilustrativo:
- Plan Hidrológico Nacional y Planes Hidrológicos de Cuenca.
- El Plan Nacional de Telecomunicaciones, concebido por la Ley de Ordenación de las
Telecomunicaciones.
- La reciente Ley 54/1997, de 27 de noviembre, del Sector Eléctrico, que contempla la
planificación eléctrica "que tendrá carácter indicativo salvo en lo que se refiere a
instalaciones de transporte, y que será realizada por el Estado, con la participación de
las Comunidades Autónomas". Dicha planificación eléctrica será sometida, según el
artículo 4.2, a) al Congreso de los Diputados.
- La planificación energética.
Finalmente, como una subespecie de la planificación sectorial por su grado de concreción
pueden considerarse los Planes de Reconversión y Reindustrialización Industrial, calificados
expresamente, por nuestro Tribunal Constitucional (Sentencia 29/1986, de 20 de febrero), de
Planificación de Detalle. Los Planes de Reconversión, en sus diversas modalidades, han constituido
para las empresas privadas y para el principio de libertad de empresa (art. 38 C.E.) el instrumento
más incisivo y directo de planificación económica sectorial.
El Tribunal Constitucional en su Sentencia 29/1986, de 20 de febrero, ha tenido ocasión de
pronunciarse sobre esta modalidad de planificación. Frente a las alegaciones de posible
inconstitucionalidad de dicha legislación en relación con el rango y procedimiento que establece el
artículo 131 de la Constitución, el Tribunal Constitucional ha sentado la siguiente doctrina: "...el
artículo 131 de la Constitución responde a la previsión de una posible planificación económica de
carácter general como indica su propio tenor literal, y que los trabajos y deliberaciones
parlamentarias para la elaboración de la Constitución se deduce también que se refiere a una
planificación de conjunto de carácter global de la actividad económica. Por ello resulta claro que la
observancia de tal precepto no es obligada constitucionalmente en una planificación de ámbito más
reducido, por importante que pueda ser, como sucede en el caso de la reconversión y
reindustrialización. Ello no quiere decir, obviamente, que no entre en el ámbito de la libertad del
legislador- dentro del marco constitucional- el llevar a cabo la planificación por Ley, y previas las
consultas que se estimaren permanentes en la fase de elaboración de cada Plan, para garantizar su
mayor acierto y oportunidad. Pero, en lo que aquí interesa, debemos afirmar que el artículo 131 de
la Constitución contempla un supuesto distinto del objetivo del Real Decreto-ley y de la Ley
impugnados, por lo que la inobservancia del mismo no da lugar a la inconstitucionalidad de tales
normas".
En definitiva, con esta doctrina se clarifica el panorama sobre el rango de nuestro sistema de
planificación económica al que aludíamos más arriba. Sólo para el supuesto de la planificación del
conjunto y global de la actividad económica se requiere que el Plan Económico sea aprobado
"mediante Ley" y con el procedimiento del artículo 131 de la Constitución. Las planificaciones
sectoriales y de detalle no requieren ser sancionadas específicamente por Ley, sin perjuicio de que
así lo pueda disponer el legislador en cada caso, o bien se requiera la previa existencia de una Ley
que regule la formación administrativa de los planes y predetermine sus efectos jurídicos cuando así
lo demanden las previsiones financieras o la imposición de limitaciones a los derechos
constitucionalmente garantizados de los particulares en su contenido esencial (art. 53.1 de la C.E.)
El Tribunal Constitucional ha abundado aún más en esta doctrina, y la distinción entre
planificación general y planificación sectorial ha servido de base para excluir esta última de los
trámites procedimentales del artículo 131.2 C.E. y de la intervención del Consejo previsto en dicho
artículo. Así la Sentencia 45/1991, de 28 de febrero, sobre Agricultura de montaña, parte de la
consideración que en el artículo 149.1.13 se contiene una potestad de planificación sectorial, "esta
actividad planificadora es en gran medida coordinación de ámbitos competenciales ajenos que
inciden en la ordenación general de la economía (S.T.C. 227/1988)... toda planificación responde a
una finalidad coordinadora y sistematizadora, para tratar de potenciar mecanismos que eliminen
posibles contradicciones entre las distintas Administraciones públicas implicadas y que ostentan
competencias muy diversas". De ello deduce el Tribunal que "la competencia estatal de
coordinación ex artículo 149.1.13, es decir, en el marco de la planificación sectorial, presupone la
existencia de competencias autonómicas que no deben ser vaciadas de contenido, pues busca la
integración de una diversidad de competencias y Administraciones afectadas en un sistema o
conjunto unitario y operativo, desprovisto de contradicciones y disfunciones, siendo preciso para
ello fijar medidas suficientes y mecanismos de relación que permitan la información recíproca y una
acción conjunta, así según la naturaleza de la actividad, pensar tanto en técnicas autorizativas o de
coordinación a posteriori, como preventivas o homogeneizadoras". El Tribunal Constitucional
considera que no resulta obligada e ineludible la aplicación del artículo 131.2 por cuanto se trata de
una planificación sectorial de ámbito más reducido y ejercida al amparo del artículo 149.1.13 (la
misma doctrina se mantiene en la Sentencia del Tribunal Constitucional 146/1992, de 16 de
octubre).
En este sentido la vía presupuestaria y financiera ha sido el marco preferido para la colaboración
y cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas, propiciándose una vía institucional,
sobre la base del consenso, a través del Consejo de Política Fiscal y Financiera creado por la Ley
Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre. En esta materia se ha desarrollado una auténtica función de
planificación económico-financiera coincidente o con análogos fines a los expresados en el artículo
131.1 de la Constitución (atender a las necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo
regional y sectorial y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa
distribución).
Por otro lado, hay que tener en cuenta que el propio artículo 131.2 de la C.E. dispone que el
Gobierno elaborará los proyectos de planificación general "de acuerdo con las previsiones que le
sean suministradas por las Comunidades Autónomas" y que el artículo 149.1.13 atribuye la
competencia exclusiva al Estado para "las bases y coordinación de la planificación general de la
actividad económica". A su vez, el artículo 148.1.13 reconoce a las Comunidades Autónomas
competencias para "el fomento del desarrollo económico de la Comunidad Autónoma, dentro de los
objetivos marcados por la política económica nacional". Dado que es difícilmente alcanzable el
desarrollo económico sin apelar a los esquemas planificadores, el referido precepto presupone un
título habilitante para el ejercicio de la función planificadora y de hecho los Estatutos de Autonomía
de las diecisiete Comunidades Autónomas han reconocido, con distinto alcance competencial, la
capacidad planificadora de aquellas en materia de actividad económica, si bien su ejercicio se ha
subordinado a una cláusula que prácticamente se reitera en todos los Estatutos "de acuerdo con las
bases y la ordenación económica general y la política monetaria del Estado en los términos de los
artículo 38 y 131 y en los números 11 y 13 del apartado 1 del artículo 149 de la Constitución".
Pero la duda que surge es si es posible desarrollar por las Comunidades Autónomas en su
territorio una planificación económica conforme a sus competencias con independencia de la
planificación general a cargo del Estado, o en ausencia de esta última; o, si por el contrario, sólo
cabe una función planificadora integrada y coordinada con la general.
Las primeras manifestaciones en la vocación planificadora de la actuación económica de las
Comunidades Autónomas se pusieron de manifiesto a partir de 1984 con la aprobación por las
respectivas Comunidades de una serie de Planes, entre los que destacan en especial los de Andalucía
y Comunidad Valenciana en cuanto fueron aprobados por Parlamentos Regionales con rango de Ley
formal, precedidos de interesantes Exposiciones de Motivos en los que se refleja la filosofía
planificadora que los informa y el carácter de sus determinaciones y previsiones, aunque estas
experiencias planificadoras no han tenido continuidad.
El Tribunal Constitucional ha tenido que afrontar en diversas ocasiones la problemática del
alcance de la facultad de planificación de las Comunidades Autónomas y, en especial, el tema de la
coordinación con la propia planificación del Estado. Las Sentencias del Tribunal Constitucional de
28 de enero de 1983, 144/85 de 25 de octubre y de 29/1986, de 20 de febrero, entre otras, se pueden
resumir en la Sentencia 177/1990, de 15 de noviembre, en materia de reconversión naval, que
reitera que "por un lado corresponde al Estado la ordenación de la actuación económica en general,
lo cual presupone la ordenación de la actuación económica de todos los sectores y del propio Estado
en relación con ellos, aunque esta actuación del Estado no puede vaciar las competencias asumidas
por las Comunidades Autónomas en materia de planificación, ahora bien la vigencia del principio
constitucional de unidad económica, proyección en dicha esfera del principio de unidad del Estado
(art. 2º C.E. y S.T.C. 1/1982, F.J. 1) del que se deduce la exigencia de que el orden económico sea
uno en todo el Estado, obliga a entender que cuando para conseguir los objetivos de la política
económica nacional sea preciso una acción unitaria en el conjunto del territorio estatal, en tal caso
el Estado puede efectuar una planificación de detalle... A la luz de cuanto antecede, puede
sostenerse, en suma, como conclusión de lo expuesto en la S.T.C. 29/1986 que las exigencias del
artículo 1491.1.13 de la Constitución, justifican la existencia de planes nacionales de reconversión
industrial que regulen una planificación de detalle del sector, sin perjuicio que las Comunidades
Autónomas que poseen competencias de desarrollo y ejecución de las planes estatales de
reestructuración de sectores económicos, como ocurre con Galicia [art. 3.1.7.a) del E.A.G.], puedan
establecer estas medidas planificadoras complementarias y coordinadas con las estatales"
Finalmente, es importante señalar que en el número 2 del artículo 131 de la C.E. se prevé la
creación de un Consejo encargado de institucionalizar el asesoramiento de los agentes sociales a la
propia planificación, pero nada más que a eso, a la propia planificación. De hecho, existe una
Sentencia del Tribunal Constitucional STC 76/1983, de 5 de agosto de 1983 (la Sentencia de la
L.O.A.P.A.) en la que el Alto Tribunal menciona que cuando menos es discutible que el Consejo
que prevé la Constitución en el número 2 del artículo 131 pueda tener algunas funciones diferentes
a aquellas que la propia Constitución prevé, es decir, a la institucionalización del asesoramiento del
Plan. Por ello el Consejo Económico y Social, creado por la Ley de 17 de junio de 1991, como
"órgano consultivo del Gobierno en materia socioeconómica y laboral" no se puede considerar el
órgano previsto en el artículo 131.2. Ya en la Exposición de Motivos de la Ley de 1991 y en la
Memoria que acompañó al Proyecto de Ley, se desprende el claro propósito de deslindar
nítidamente la existencia del Consejo Económico y Social del Consejo de Planificación del artículo
131.2 de la Constitución. En la referida Memoria se insiste en que la planificación económica es en
nuestro texto constitucional y así lo viene interpretando el Tribunal Constitucional una función
facultativa o potestativa: "no existe un mandato imperativo constitucional en cuanto a la
implantación de este tipo de planificación económica, pues el texto constitucional se limita
simplemente a reconocer la posibilidad de utilizar este instrumento de política económica.
Consecuentemente con ello el mandato imperativo que se recoge respecto de la Constitución de un
Consejo que garantice la participación de las fuerzas sociales y económicas en la planificación, es
meramente hipotético o subordinado, ya que el mismo sólo sería de obligada observancia en el
supuesto de que se tratara de poner en marcha tal modelo de planificación". Por el contrario, la
Memoria insiste en que existen otras vías para legitimar la viabilidad de un Consejo Económico y
Social- institución existente en la mayoría de los países europeos y en la propia Unión Europea y en
la O.N.U.- entre las que se destacan las del artículo 105 de la C.E., en relación a una participación
institucional de carácter consultivo en la elaboración de disposiciones administrativas que afecten a
los ciudadanos y que con una interpretación extensiva el propio Gobierno entiende que puedan
extenderse incluso a los anteproyectos de Ley.
Así pues, el Consejo Económico y Social es un órgano consultivo en relación con la actividad
normativa del Gobierno en materia socioeconómica y laboral y un "medio de comunicación
asimismo permanente, entre los agentes económicos y sociales y el Gobierno" . Se integra de
miembros en representación de las organizaciones sindicales, en representación de las
organizaciones empresariales, distintas representaciones del sector agrario, marítimo-pesquero,
consumidores y usuarios, economía social y expertos en las materias de competencia del Consejo.
Sus funciones consultivas se articulan en preceptivas y facultativas. Entre las primeras, destaca
la evacuación de informes sobre Anteproyectos de Leyes, de Proyectos de Decretos Legislativos y
Reales Decretos en materias socioeconómica y laboral, con específica exclusión del Anteproyecto
de Ley de Presupuestos Generales del Estado. Entre las funciones facultativas debe destacarse por
su potencial importancia la elaboración de informes y estudios "en el marco de los intereses
económico-sociales que sean propios de los interlocutores sociales", bien por propia iniciativa o a
petición del Gobierno, en materias de Economía, Fiscalidad, Mercado Único Europeo y
Cooperación para el Desarrollo, así como para una amplia serie de sectores que prácticamente
abarca a las distintas ramas de la economía. Obviamente la configuración institucional de este
Consejo Económico y Social dista mucho de la función institucional asignada al Consejo del
artículo 131.2 de la Constitución.
No cabe sin embargo, como señala Bassols Coma, descartar que, en caso de ponerse en
funcionamiento la planificación, el Consejo Económico y Social desde el punto de vista de la
representación socioprofesional podría constituir un órgano válido para afrontar las misiones
asignadas por el artículo 131.2. En realidad carecería de sentido la existencia de dos organismos
representativos distintos, sin embargo dado que la misión de "asesoramiento y colaboración" es más
amplia que la de mero órgano consultivo en materia socioeconómica y laboral, se haría precisa la
ampliación de las funciones y potestades del vigente Consejo Económico y Social, para poder
cumplir las misiones relacionadas con los proyectos de planificación que le sometiera el Gobierno.
No obstante como ya hemos dicho, esta solución no parece estar en la mente de la política
económica de los Gobiernos actuales. Y lógicamente cabe decir lo mismo respecto de los Consejos
Económicos y Sociales de las Comunidades Autónomas.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
básica que se inserta

Sinopsis artículo 132


El artículo 132 de la Constitución no tiene precedente en la historia constitucional española ni en
el Derecho comparado. Su justificación en los trabajos de preparación de la Constitución y en el
debate posterior no aparece explícita, pero es significativo que una de las enmiendas que se
formularon propugnara su supresión del texto constitucional por tratar de materia administrativa.
Sainz Moreno encuentra sin embargo una justificación para la inclusión en la Constitución del
art. 132 en el art. 128, según el cual ¿toda la riqueza del país, en sus distintas formas y sea cual
fuere su titularidad, está subordinada al interés general¿. A partir de aquí la Constitución recoge y
garantiza distintas categorías de bienes: los de propiedad privada (art. 33); los reservados al sector
público (art. 128.2); los bienes patrimoniales de los entes públicos (art. 132.3); los bienes de
dominio público en general, los comunales y los que integran el Patrimonio Nacional (art. 132).

Todos estos bienes están subordinados al interés general, pero algunos tienen, además, una
sumisión específica a un determinado fin de utilidad pública, y así el artículo 132 de la Constitución
se refiere en concreto a los bienes destinados especialmente al servicio del interés público, bien
mediante su afectación (bienes demaniales en general, comunales y bienes del Patrimonio
Nacional), bien, menos intensamente, mediante su incorporación al régimen administrativo de los
bienes patrimoniales.
El artículo 132 contempla así distintos tipos de bienes. En primer lugar, en el apartado primero
se hace referencia a los bienes de dominio público, sin definirlos. En realidad el dominio público al
que se refiere la Constitución tiene en el Derecho vigente una configuración bien determinada por
un conjunto de normas positivas y por una doctrina jurisprudencial y dogmática sólida y abundante,
que recoge un importante trasunto histórico cuyos orígenes pueden situarse en la clasificación
romana de las cosas (suma divisio rerum) en cosas que se encuentran en el comercio de los hombres
(res intra commercium) y cosas que están fuera del comercio (res extra commercium), bien por
derecho divino (res sacrae, res religiosae, res sanctae), bien por derecho humano (res publicae, res
universitates, res communes omnium)
Hasta la aprobación de la Ley 33/2003, de 2 de noviembre, de Patrimonio de las
Administraciones Públicas, en adelante LPAP, el dominio público carecía de una regulación general,
pues hasta entonces la Ley de Patrimonio del Estado, cuyo texto articulado se aprobó por Decreto
1022/1964, sólo recogía parte de su régimen jurídico, disperso en otras normas.
Por otro lado desde 1964 son muchos los cambios producidos en nuestro ordenamiento jurídico,
entre ellos la propia aprobación de la Constitución y la nueva configuración del Estado
Autonómico, y pese a las modificaciones parciales introducidas en la Ley de 1964 ésta no
contemplaba satisfactoriamente las necesidades actuales. De aquí la aprobación de la citada Ley
33/2003, norma básica al amparo del artículo 149.1.18º de la Constitución, que permite, por primera
vez, disponer de una regulación general y básica del régimen patrimonial de todas las
Administraciones Públicas, destacando los elementos de gestión comunes a las distintas categorías.
No obstante para conocer el régimen jurídico completo de cada sector demanial (aguas, costas,
minas, carreteras¿) hay que tener en cuenta sus respectivas leyes especiales, de las que la LPAP
constituye derecho supletorio, así como la legislación autonómica al respecto para los bienes
públicos que sean de su titularidad. En este sentido la LPAP señala en su artículo 1 que tiene por
objeto establecer las bases del régimen patrimonial de las Administraciones Públicas y regular,
según lo dispuesto en el artículo 132 CE, la administración, defensa y conservación del Patrimonio
del Estado, y que serán de aplicación a las Comunidades Autónomas, entidades que integran la
Administración local y entidades de derecho público vinculadas o dependientes de ellas los
artículos que la propia Ley declara como regulación básica. No obstante hay partes de la LPAP de
aplicación general y no básica, pues se refieren a legislación procesal o civil (149.1.6º y 8º).
Por tanto, la Administración General del Estado es titular de bienes y derechos demaniales (entre
ellos los mencionados en el art. 132.2 CE), patrimoniales y del Patrimonio Nacional. Las
Comunidades Autónomas son también titulares de bienes demaniales y patrimoniales, y casi todas
tienen una Ley de Patrimonio propia. Los bienes patrimoniales de las Entidades Locales están
regulados, además de en la LPAP, en la Ley de Bases de Régimen Local y en el Reglamento de
Bienes de las Entidades Locales aprobado por Real Decreto 1372/1986; además hay que tener en
cuenta la posibilidad de que las Comunidades Autónomas dicten normas sobre el Patrimonio de las
Entidades Locales, y finalmente las Administraciones instrumentales dependientes de todos los
anteriores, Administración General del Estado, de las Comunidades Autónomas y Entes Locales,
pueden ser titulares de un patrimonio propio (de su titularidad, correspondiéndoles su gestión, art.
9.3 LPAP) o adscrito, que las administraciones territoriales ponen a su disposición para el
cumplimiento de sus fines y competencias (art. 73 LPAP). Además la LPAP incluye un Título VII
dedicado al patrimonio empresarial de la Administración General del Estado, un régimen especial
para las entidades enumeradas en su art. 166.
Consciente de una distribución competencial compleja entre Estado y Comunidades Autónomas,
planteada en Sentencias tempranas del Tribunal Constitucional (77/1984, 227/1988, 149/1991,
195/1998¿) en las que además queda clara la posibilidad de que la titularidad estatal de los bienes
de dominio público es compatible con el ejercicio de competencias de otras Administraciones
Públicas sobre el mismo bien, la LPAP institucionaliza una Conferencia Sectorial de Política
Patrimonial con el fin de canalizar las relaciones de coordinación y cooperación entre las
Comunidades Autónomas y la Administración General del Estado en esta materia.
Como no puede ser de otra forma, en este comentario nos limitaremos a señalar el régimen
general de los bienes de la Administración General del Estado y a repasar someramente las
principales características de los distintos tipos de bienes públicos, sin entrar en precisiones de
índole administrativa.
La LPAP ha optado por considerar de forma conjunta el régimen patrimonial de la
Administración General del Estado y de los organismos públicos dependientes de ella,
denominando de forma amplia como ¿Patrimonio del Estado¿ al conjunto de bienes de la
Administración General del Estado y sus organismos públicos, superando el carácter fraccionario
que ha tenido tradicionalmente la regulación de los bienes de estos últimos, pero sin que ello
suponga confundir la titularidad de una y otros sobre sus respectivos patrimonios o erosionar su
autonomía de gestión.
Igualmente unifica como Patrimonio de las Administraciones Públicas al conjunto de sus bienes
y derechos, cualquiera que sea su naturaleza, si bien después, en su artículo 4, distingue, según la
clasificación tradicional de los bienes públicos y por razón del régimen jurídico al que estén sujetos,
los bienes y derechos públicos de dominio público o demaniales, recogiendo la terminología
italiana, y de dominio privado o patrimoniales.
Conviene recordar que la gestión, administración y explotación del Patrimonio del Estado
titularidad de la Administración General del Estado corresponde al Ministerio de Hacienda, a través
de la Dirección General de Patrimonio del Estado, y la de los organismos públicos a éstos, según
disponga su normativa específica.
I. BIENES DEMANIALES
El artículo 5.1 de la LPAP define los bienes y derechos de dominio público como aquellos que,
siendo de titularidad publica, se encuentren afectados al uso general o al servicio público, así como
aquellos a los que una ley otorgue el carácter de demaniales.
Fundamentalmente, la noción de dominio público o demanio se construye, como señala Ballbe,
en base a los elementos de titularidad administrativa, afectación a un fin público y régimen jurídico
especial de carácter exhorbitante.
Son bienes y derechos de dominio público o demaniales, según la Ley:
- los mencionados en el artículo 132.2 de la Constitución.
- los inmuebles titularidad de la Administración General del Estado u organismos públicos
vinculados o dependientes de ella, en que se alojen servicios, oficinas o dependencias de sus
órganos o de los órganos constitucionales del Estado.
Por otro lado el demanio público se puede clasificar, según su afectación o destino, en bienes
demaniales de uso público o general, que están a disposición de todos los ciudadanos para su uso
común (caminos, carreteras, plazas, calles, fuentes, puentes) o de servicio público (como mercados,
hospitales, museos).
Según el objeto sobre el que recae se puede a su vez clasificar el demanio público en dominio
público natural o artificial, aunque esta es una clasificación más doctrinal que legal.
Además La LPAP establece los principios que rigen la gestión y administración del demanio:
a) Inalienabilidad, inembargabilidad e imprescriptibilidad,
b) adecuación al uso general o servicio público,
c) aplicación efectiva al uso general o servicio público,
d) dedicación preferente al uso común frente al uso privativo,
e) ejercicio diligente de las prerrogativas, garantizando su conservación e integridad,
f) identificación y control a través de inventarios o registros,
g) cooperación y colaboración entre las Administraciones Públicas en el ejercicio de sus
competencias sobre el demanio.
Pero la afectación es la figura medular del demanio, y aunque el texto del artículo 132 de la C.E.
se refiere literalmente a la desafectación, no cabe duda que la reserva de ley cubre también a la
afectación.
La afectación implica que una cosa queda destinada a un fin de interés público (uso o servicio
público) y adquiere la condición jurídica peculiar de bien de dominio público. La declaración puede
ser del legislador (Ley de Aguas, Ley de Minas¿) o de la Administración en base a la ley (acto
administrativo, que podrá ser expreso, tácito o presunto- usucapión).
Cuando es por ley la demanialidad se produce en el momento en que los bienes reúnen las
características determinadas en ella. A este respecto, el apartado 2 del artículo 132 señala
expresamente que además de los que determine la ley, en todo caso, integran el dominio público
estatal la zona marítimo-terrestre, las playas, el mar territorial y la plataforma continental, y aquí la
entrada en vigor de la Constitución supuso un efecto directo sobre situaciones creadas con
anterioridad a la misma. Después de entrar en vigor la Constitución ya no pudieron reconocerse
enclaves privados en las playas o en la zona marítimo-terrestre. La Sentencia del Tribunal
Constitucional 149/1991, de 4 de julio, declaró que ¿desde el momento mismo de la promulgación
del texto constitucional todos los espacios enumerados en el artículo 132.2 se integran en el
dominio público del Estado, aunque se encomiende al legislador el establecimiento de su régimen
jurídico, y, por supuesto, a actuaciones ulteriores de la Administración la delimitación de sus
confines¿.
El régimen general de la afectación por acto administrativo se traduce en materia de obras
públicas en general, planificación urbanística, edificaciones, carreteras o vías pecuarias.
Hay que diferenciar la afectación de la ¿subordinación al interés general¿ del art. 128.1 y de la
¿reserva de recursos esenciales¿ del art. 128.2. La afectación es más intensa y específica que la
mera ¿subordinación al interés general¿ que el artículo 128.1 de la Constitución impone a ¿toda la
riqueza del país, en sus distintas formas y sea cual fuere su titular¿. Este precepto impone a todos
los bienes, ¿la riqueza del país¿, la sumisión genérica al interés general, tanto si los bienes
pertenecen a entes privados como si pertenecen a entes públicos, pero no conviene en ¿pública¿ a
toda la riqueza del país. La afectación, en cambio, produce una mutación en el régimen jurídico de
los bienes afectados. En lo que se refiere a la ¿reserva al sector público de recursos o servicios
esenciales¿ (art. 128.2 C.E.) no constituye tampoco una afectación en sentido técnico, sino una
limitación preventiva de la libre disposición de los recursos que podrá dar lugar o no a su
conversión en bienes de dominio público.
Lo más destacado de la afectación no es que implique que un bien es de utilidad pública, sino
que cambia su naturaleza. El presupuesto de la afectación es la titularidad del bien a favor de una
entidad pública y como advierte Garrido Falla, sólo las entidades de Derecho público pueden ser
titulares del dominio público. Esto no quiere decir, sin embargo, que el titular del bien de dominio
público tenga que ser, necesariamente, el mismo a cuyo favor está destinado tal bien, pero no es
posible en nuestro Derecho el reconocimiento de la titularidad a favor de un particular ni tampoco
de un concesionario, aunque este último supuesto ha sido discutido, dado que los bienes propiedad
del concesionario y destinados al servicio público concedido gozan de una situación peculiar que ha
dado lugar a distinguir entre ¿afectación al dominio público¿ y ¿afectación al servicio público¿
como una categoría distinta.
Así, la afectación a un fin de interés público se concreta, en nuestro Derecho, en un ¿uso¿ o en
un ¿servicio¿ público determinados y esto hace posible que el círculo de bienes que pueden entrar a
formar parte del dominio público sea amplísimo. Pero obviamente existen límites al legislador, y los
traza la propia Constitución al reconocer la ¿propiedad privada¿ (art. 33), la ¿libertad de empresa en
el marco de la economía de mercado¿ (art. 38) y los derechos cuyo ejercicio se plasma en objetos
corporales, como es el ¿derecho a la producción y creación literaria, artística, científica y técnica¿
[art. 20.b)]
Finalmente, la desafectación no es sino el acto contrario a la afectación, que produce el efecto de
la pérdida de la cualidad de dominio público del bien en cuestión. Habrá de tener lugar en el mismo
modo en que tuvo lugar la afectación, por ley (o al cambiar las condiciones naturales de los bienes,
que los excluyen de lo previsto en la ley) o por acto administrativo que según el art. 69.2 de la
LPAP habrá de ser expreso con carácter general, salvo en los supuestos previstos en ella, como por
ejemplo la desafectación implícita en casos de expropiación forzosa con ejercicio de derecho de
reversión. La afectación no podría ser en ningún caso presunta, aunque existen dudas doctrinales al
respecto. La desafectación no implica necesariamente, un cambio de la titularidad del bien, los
efectos de la desafectación se manifiestan sobre la condición demanial de los bienes, que pierden su
condición de bienes de dominio público, pero no cambia, generalmente, la titularidad de los
mismos, que pasan a ser patrimoniales.
También hay que tener en cuenta que por mutación demanial puede desafectarse un bien o
derecho del Patrimonio del Estado con simultánea afectación a un uso general, fin o servicio
público, es decir, los bienes o derechos no dejan de ser dominio público, pero puede cambiar su
titular o su afectación. Concretamente la LPAP contempla la adscripción como modalidad especial
de afectación implícita y de mutación subjetiva que se produce cuando los bienes y derechos
patrimoniales de la Administración General del Estado se adscriben a un organismo público para su
vinculación a un servicio de su competencia o al cumplimiento de sus fines. Tras la nueva LPAP la
adscripción, a diferencia de lo que sucedía anteriormente, llevará implícita la afectación del bien o
el derecho, que pasará a integrarse en el dominio público, de modo que si el bien ya era demanial
seguirá siéndolo, y si era patrimonial pasará a ser demanial. No obstante la adscripción no alterará
la titularidad del bien. También se regula en la LPAP la desadscripción de bienes cuando se
incumple el fin a que se destinaron o desaparece la necesidad que la motivó, llevando aparejada la
desafectación implícita del bien.
Además de la afectación, los principios de inalienabilidad, imprescriptibilidad e
inembargabilidad son los tres principios clásicos que configuran el régimen jurídico de los bienes de
dominio público. Tales bienes están fuera del tráfico jurídico privado. Ni la Administración ni los
particulares pueden disponer libremente de los mismos en tanto que conserven su carácter.
La inalienabilidad presupone que el dominio es básicamente una propiedad y que como tal
podría ser enajenable. Presupone la existencia de un propietario a quien, sin embargo, se le prohíbe
enajenar. La regla de la inalienabilidad garantiza la vinculación del bien con la función pública a la
que se encuentra afectado. No obstante, la inalienabilidad es compatible con ciertos actos de
disposición realizados por los cauces del Derecho público, tales como mutaciones demaniales (que
implican el cambio de destino del bien), cesiones, permutas, sucesiones, concesiones,
autorizaciones y algunas servidumbres.
Establecido que los bienes de dominio público están fuera del comercio de los hombres, es una
consecuencia legal de lo anterior la de que no puedan ser objeto de prescripción (art. 1.936 del
Código Civil: ¿Son susceptibles de prescripción todas las cosas que están en el comercio de los
hombres¿). El dogma de la imprescriptibilidad del dominio público tiene por objeto la defensa de su
integridad frente a posibles usurpaciones de los particulares que podrían llegar a imponerse por el
transcurso del tiempo.
Finalmente, la inembargabilidad de los bienes de dominio público, elevada a rango
constitucional, es una consecuencia de la inalienabilidad. A este respecto es importante señalar que
la Sentencia del Tribunal Constitucional 166/1998, de 15 de julio, declaró que la inembargabilidad
sólo es constitucional cuando se refiere a bienes de dominio público pero no a los patrimoniales y la
Sentencia del Tribunal Constitucional 201/1998, de 14 de octubre, lo confirmó. La actual LPAP, en
su artículo 30, señala que el demanio es inembargable y que los bienes patrimoniales son
inembargables cuando estén afectados a un servicio o función pública o a otros supuestos recogidos
expresamente en dicho artículo.
II. BIENES PATRIMONIALES
La otra gran categoría de bienes de las Administraciones Públicas son los bienes y derechos de
dominio privado o patrimoniales. El art. 7.1 de la LPAP los define como aquellos que siendo de
titularidad de las Administraciones Públicas, no tengan el carácter de demaniales; es decir, que aún
sirviendo de soporte para la realización de funciones públicas, no están afectos a uso o servicio
público. Se puede decir que si los bienes demaniales son propiedad pública, los patrimoniales son
propiedad privada, pero, como señala Parada Vazquez, ello no implica en absoluto que los bienes
patrimoniales de las Administraciones Públicas se puedan equiparar a la propiedad privada de un
particular, pues, si bien se aplican normas de derecho privado y su régimen no es tan exorbitante
como el del demanio, también su régimen jurídico básico está repleto de especialidades y
privilegios.
El artículo 7.1 de la LPAP dispone que, en todo caso, tendrán la consideración de patrimoniales
de la Administración General del Estado y sus organismos públicos los derechos de arrendamiento,
los valores y títulos representativos de acciones y participaciones en capital de sociedades
mercantiles o de obligaciones emitidas por estas, así como contratos de futuros y opciones cuyo
activo se constituya por acciones o participaciones de sociedades mercantiles, los derechos de
propiedad incorporal y los de cualquier naturaleza que deriven de derechos patrimoniales.
El artículo 8 de la LPAP establece los principios relativos a los bienes y derechos patrimoniales,
que son los siguientes:
a) eficiencia y economía en su gestión
b) eficacia y rentabilidad en su explotación
c) publicidad, transparencia, concurrencia y objetividad en la adquisición, explotación y
enajenación de estos bienes
d) Identificación y control a través de registros
e) Colaboración y coordinación entre las diferentes Administraciones Públicas para optimizar
el rendimiento de sus bienes.
II. BIENES COMUNALES
Junto a los bienes demaniales la Constitución ha querido proteger especialmente los bienes
comunales en un intento de salvarlos allí donde aún perduran y, además, generalizar esta fórmula de
aprovechamiento de bienes, si bien la actual LPAP no se ha referido a ellos.
Al igual que para el dominio público, se establece una reserva de ley para su regulación, así
como la exigencia de que esa ley respete no sólo los principios de inalienabilidad,
imprescriptibilidad e inembargabilidad, sino, sobre todo, la imagen misma de tal clase de bienes,
esto es, aquellos caracteres que permiten decir que tienen la condición de ¿comunales¿ porque de lo
contrario no los habría significado frente a los demaniales y los patrimoniales. Es preciso, pues,
determinar aquello que caracteriza a estos bienes y que los diferencia de los bienes de dominio
público y de los patrimoniales. El propio Tribunal Constitucional ha señalado en su Sentencia de 2
de febrero de 1981 que ¿los bienes comunales tienen una naturaleza jurídica peculiar que ha dado
lugar a que la Constitución haga una especial referencia a los mismos en el artículo 132.1 al
reservar a la Ley la regulación de su régimen jurídico¿.
El régimen de los bienes comunales está inspirado en la idea básica de que lo esencial es la
¿comunidad de aprovechamiento y disfrute¿; es una comunidad de tipo germánico o en mano
común, por tanto, indivisible e inalienable, regulada por el Derecho administrativo. El disfrute de
estos bienes está atribuido a los vecinos (¿tienen la consideración de comunales aquellos bienes
cuyo aprovechamiento corresponda al común de los vecinos¿, art. 79.3 de la Ley de Bases del
Régimen Local y art. 75 del Texto Refundido del Régimen Local), aunque no siempre sea suficiente
la mera condición de tal (a veces se exige la concurrencia de determinadas condiciones de
vinculación, arraigo o permanencia de los vecinos).
La regla general es el aprovechamiento y disfrute de los bienes comunales por los vecinos, sin
distinción de sexo, estado civil o edad. Los extranjeros domiciliados en el término municipal gozan
también de este derecho (art. 103.1 del Reglamento de Bienes de las Entidades Locales) pero junto
a esta regla general es posible que se establezcan ciertos requisitos especiales cuando se trata del
disfrute y aprovechamiento ¿mediante concesiones periódicas de suertes o cortas de madera¿. En tal
caso, los Ayuntamientos y Juntas Vecinales podrán exigir a los vecinos como condición previa
¿determinadas condiciones de vinculación y arraigo, o de permanencia, según costumbre local,
siempre que estas condiciones singulares y la cuantía máxima de las suertes o lotes sean fijadas en
ordenanzas especiales que necesitarán para su puesta en vigor la aprobación del órgano competente
de la Comunidad Autónoma (art. 103.2 del Reglamento de Bienes de las Entidades Locales).
El Reglamento de Bienes de las Entidades Locales, aprobado por Real Decreto 1372/1986, de 13
de junio, declara que ¿los bienes comunales sólo podrán pertenecer a los Municipios y a las
Entidades locales menores¿ (art. 2.4).
Sin embargo, como señala Alejandro Nieto, la titularidad de estos bienes comunales no es
estrictamente municipal. La doctrina y la jurisprudencia han advertido que se trata más bien de una
propiedad compartida entre el municipio y los vecinos. Al municipio corresponde la administración,
conservación y rescate de su patrimonio y la regulación del aprovechamiento de los bienes
comunales (art. 95 del Reglamento de Bienes de las Entidades Locales) y a los vecinos corresponde
el derecho ¿a acceder a los aprovechamientos comunales¿ [art. 18.1.c) de la Ley de Bases del
Régimen Local].
Finalmente diremos que existe una gran variedad de bienes comunales, aunque la mayoría son
montes, y respecto de éstos hay que decir que ¿los montes vecinales en mano común¿ constituyen
un tipo tan especial de bienes comunales que ha logrado el reconocimiento de su peculiar
titularidad.
III. PATRIMONIO NACIONAL
Finalmente, el artículo 132.2 de la Constitución dispone que ¿por ley se regulará el Patrimonio
del Estado y el Patrimonio Nacional, su administración, defensa y conservación¿, separando así del
Patrimonio del Estado un conjunto de bienes que históricamente formaron el Patrimonio Real o
Patrimonio de la Corona.
A lo largo de nuestro constitucionalismo decimonónico el Patrimonio de la Corona sufrió
diversas vicisitudes, pasando por la Revolución de septiembre de 1868 que inicia un proceso de
incorporación de estos bienes al Estado que culmina en la Ley de 18 de diciembre de 1869, cuyo
artículo 1 declaraba ¿extinguido el Patrimonio de la Corona¿ y disponía que ¿los bienes y derechos
comprendidos bajo la anterior denominación y la de la Real Casa revierten en pleno dominio del
Estado¿, y por su devolución a la monarquía restaurada, por un Decreto de 14 de enero de 1875 que
retornaba la administración de los bienes a la Real Casa, llegando a la Segunda República en la que
se realizó ¿la incautación por el Estado de los bienes del Patrimonio que fue de la Corona de
España¿.
Tras la Guerra Civil, la Ley de la Jefatura del Estado de 7 de marzo de 1940, reconstruyó el
antiguo Patrimonio de la Corona, denominándolo ¿Patrimonio Nacional¿ y atribuyendo su
propiedad al Estado.
El artículo 132.3 reconoce constitucionalmente dicho Patrimonio Nacional, que se define como
conjunto de bienes destinados al uso y servicio del Rey y de los miembros de la Real Familia para
el ejercicio de la alta representación que la Constitución y las leyes les atribuyen. Estos bienes se
regulan en la Ley 23/1982, de 16 de junio, del Patrimonio Nacional, desarrollada por el Real
Decreto 496/1987, de 18 de marzo, que lo configuran como un conjunto de bienes de naturaleza
demanial, tanto muebles como inmuebles, y por los derechos y cargas de patronato sobre ciertas
fundaciones, todos ellos sometidos a una régimen peculiar. Tales bienes son inalienables,
imprescriptibles e inembargables, gozan del mismo régimen de exenciones tributarias que los
bienes de dominio público y deberán ser inscritos en el Registro de la Propiedad como de titularidad
estatal. Estos bienes se enumeran en la Ley 23/1982, (artículo 4), y son, entre otros, el Palacio Real
de Oriente, el Palacio Real de Aranjuez, el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, o el
Palacio Real de La Zarzuela. Su gestión se encomienda al Consejo de Administración del
Patrimonio Nacional, y en el caso de que se trate de bienes con valor histórico-artístico se les
aplicará la legislación sobre patrimonio histórico-artístico.
La titularidad de estos bienes está atribuida al Estado y no a la Corona, a diferencia de lo que
sucedía en la legislación histórica española. Su afectación principal determinante de su condición
consiste como hemos dicho en su destino, ¿al uso y servicio del Rey y de los miembros de la Real
Familia para el ejercicio de la alta representación que la Constitución y las Leyes les atribuyen¿
pero junto a esta afectación principal está prevista una afectación secundaria o recurrente, ¿en
cuanto sea compatible¿ con la anterior, a ¿fines culturales, científicos y docentes¿.
Además, a partir de la Ley 44/1995, de 27 de diciembre, se ha reforzado la protección del valor
ecológico de algunos bienes del Patrimonio Nacional, en particular, para el Monte de El Pardo, el
Bosque de Ríofrio y el Bosque de La Herrería.
Puede consultarse, ademas, la bibliografía básica sobre el contenido del artículo.

Sinopsis artículo 133


El artículo 133 es el primero de los dedicados a la "Hacienda" en el Título VII de la
Constitución. Rotulado este Título VII "Economía y Hacienda" e integrado por los artículos 128 a
136, se puede distinguir claramente entre los artículos 128 a 132, que regulan lo que se ha
denominado Constitución Económica y los artículos 133 a 136, que regulan la Hacienda en su
concepción clásica, tal y como se recoge en los textos constitucionales del siglo XIX, es decir, como
capacidad para imponer tributos y para gastar y controlar el gasto público.
Toda colectividad organizada, ya sea pública o privada, necesita medios económicos para el
cumplimiento de sus fines. Cuando se trata del Estado y de los demás entes públicos, esa actividad
de obtención y empleo de los medios económicos para el sostenimiento de los servicios públicos y
la consecución de las finalidades públicas recibe el nombre de actividad financiera, tratándose por
tanto de una actividad de ingreso y gasto público. Por poder financiero ha de entenderse entonces el
poder para regular el ingreso y gasto público, concretado en la titularidad y ejercicio de una serie de
competencias constitucionales en materia financiera cuya tenencia es precisa y necesaria para poder
hablar de poder financiero. Esas competencias imprescindibles para hablar de poder financiero, y
especialmente de titular de poder financiero, son las siguientes:
-capacidad para organizar un sistema de ingresos y gastos, así como de regular las
fuentes de ingresos y la autorización de los gastos, lo que exige potestad normativa, al
menos reglamentaria.
-aplicación efectiva de las normas previamente establecidas, lo que implica potestad
administrativa o de gestión.
-derecho a percibir ingresos y a disponer de ellos.
Expuesto lo anterior podemos entrar ya en el análisis del artículo 133 de la Constitución
Española, uno de los más importantes en materia financiera y sobre los que ha existido un
interesante debate doctrinal, ya que la cuestión que se plantea con su lectura es quién es en España
titular del poder financiero. Una cuestión que fue especialmente polémica en los primeros
momentos de andadura del texto constitucional, ya que con el se estrenaba un nuevo modelo de
estructura territorial, el Estado Autonómico. La importancia de que los entes territoriales que
conforman los Estados complejos tengan poder financiero quedó bien clara en diversas Sentencias
del Tribunal Constitucional, en las que se puso de manifiesto la importante relación existente entre
poder financiero y competencias materiales, ya que sin competencias financieras no existen o son
puramente nominales las competencias materiales atribuidas a las Comunidades Autónomas y Entes
Locales, pues estos entes territoriales han de disponer de los recursos financieros necesarios y
suficientes para la prestación de los servicios correspondientes a las competencias que asumen, que
de lo contrario serían meramente nominales. Para que la autonomía financiera que el artículo 156.1
de la Constitución reconoce a las Comunidades Autónomas, así como la autonomía para la gestión
de los respectivos intereses de Comunidades Autónomas y Entes Locales (art. 137) sean reales y
efectivas es preciso que éstas posean los recursos pertinentes, los medios financieros necesarios
para cumplir las tareas que tienen encomendadas y la potestad para distribuir estos recursos según
sus particulares criterios y prioridades. Claro que de lo anterior se deriva también la exigencia de
que el ejercicio de la actividad de organización y gestión de los ingresos públicos en un Estado de
estructura compuesta se lleve a cabo dentro el orden competencial, respetando el orden
constitucional de distribución de competencias.
Dicho lo anterior es casi obligado concluir que en España los titulares del poder financiero son el
Estado, las Comunidades Autónomas y los Entes Locales, pero es preciso aclarar que no todos ellos
tienen un poder financiero de la misma naturaleza. Tampoco fue pacífico llegar a esta conclusión
con la redacción que se dio al artículo 133 por nuestros constituyentes, claro que también hay que
entender que en 1978 el Estado Autonómico era un proyecto con mucho camino por recorrer y
muchos caracteres que perfilar.
Efectivamente el artículo 133.1 dispone que "la potestad originaria para establecer los tributos
corresponde exclusivamente al Estado, mediante ley". Por su parte el apartado 2 del mismo artículo
señala que "las Comunidades Autónomas y las Corporaciones Locales podrán establecer y exigir
tributos, de acuerdo con la Constitución y las leyes".
A la vista de este artículo autores como Sainz de Bujanda vieron clara la diferencia en nuestro
Estado Autonómico entre un poder financiero originario, como propiamente señala la Constitución
respecto del Estado, y un poder financiero derivado de las Comunidades Autónomas y los Entes
Locales. Vinculado estrechamente el poder para establecer tributos, junto con el poder para acuñar
moneda y para declarar la guerra, al núcleo identificador de la soberanía política y bien sentado por
el Tribunal Constitucional en abundantes Sentencias, entre ellas la STC 4/1981 de 2 de febrero de
1981, que "autonomía no es soberanía", se distinguiría entre el poder financiero originario del
Estado y el que ha de considerarse derivado y que pertenece a la Comunidades Autónomas y Entes
Locales, en cuanto que sólo son titulares del mismo porque el Estado se lo reconoce.
Para otros autores sin embargo, reconocer una potestad financiera derivada a las Comunidades
Autónomas y Entes Locales resultaría incongruente con otros artículos de la Constitución que
facultan a los anteriores para establecer y exigir sus propios tributos, y que además consagran su
autonomía financiera (arts. 142, 156 y 157.1 b)). Es cierto que, a la vista de lo dispuesto en el
primer apartado del artículo 133 parece difícil negar que el poder originario pertenezca en
exclusiva al Estado, pero, como señalan autores como Cazorla Prieto, Martín Queralt y Lozano
Serrano, años después de la aprobación de la Constitución de 1978 y de la configuración del Estado
Autonómico, se puede considerar que el debate de los conceptos decimonónicos poder originario-
poder derivado ha quedado desfasado, ha perdido el sentido que tuvo en otros tiempos y no se
puede discutir el hecho de que si Comunidades Autónomas y Entes Locales tienen poder financiero
no es porque el Estado se lo reconozca, sino porque la Constitución se lo reconoce directamente, al
igual que el Estado (art. 133.2, art.142 y art. 156). En este sentido tan originario es el poder
financiero del Estado como el de las Comunidades Autónomas y Entes Locales, ya que todos ellos
encuentran reconocimiento explícito en la Constitución.
Ahora bien, sentado lo anterior, no se puede negar que el poder financiero del Estado y de las
Comunidades Autónomas y Entes Locales no tiene la misma naturaleza, y ello porque el Estado no
encuentra más límites para el ejercicio de dicho poder que los que establece la Constitución,
mientras que las Comunidades Autónomas y Entes Locales encuentran límites en la Constitución y
en la ley estatal (art. 133.2), dictada según los principios de la primera para encauzar jurídicamente
el poder de estas entidades (los límites y condiciones estatales se fijaron fundamentalmente en la
Ley Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las Comunidades Autónomas
(LOFCA), recientemente modificada por la Ley Orgánica 7/2001, de 27 de diciembre, y en la Ley
39/1988, de 28 de diciembre, reguladora de las Haciendas Locales, reformada recientemente por la
Ley 51/2002, de 27 de diciembre).
Y ya que hablamos de límites hay que contar también con los que impone el Derecho
Comunitario financiero, ya que desde la entrada de España en las Comunidades Europeas todo su
derecho originario y derivado ha sido asumido por nuestro ordenamiento jurídico (arts. 93 y 96 de
la Constitución). La Unión Europea ostenta determinadas competencias en materia tributaria, que se
proyectan en tres planos:
-los Tratados atribuyen a las Comunidades la potestad de establecer recursos tributarios
propios (Arancel Aduanero Común).
-imposición de límites, prohibiciones y controles al poder impositivo de los Estados
miembros para evitar la obstaculización del mercado único.
-armonización de la legislación fiscal de los Estados miembros (IVA).
Finalmente no podemos dejar de citar la opinión de algunos autores, como Ferreiro Lapatza, que
encuentran una diferencia entre el poder financiero del Estado y las Comunidades Autónomas,
originario y de igual naturaleza, frente al de las Entidades Locales, derivado, ya que si según el
artículo 133.1 y 2 los tributos se establecen por ley, sólo el Estado y las Comunidades Autónomas
pueden emanar leyes, mientras que los Entes Locales sólo tienen potestad reglamentaria. Así el
término "establecer" tiene distinto sentido para unas y otros: el Estado y las Comunidades
Autónomas pueden "establecer" tributos ex novo, crearlos, y los entes locales necesitan que una ley
estatal o autonómica configure el tributo, lo cree y después podrán "establece" su vigencia y
reglamentarlos si es preciso.
Ello nos lleva a destacar la exigencia constitucional de que los tributos han de establecerse por
ley. El art. 31.3 lo consagra con carácter general para las prestaciones coactivas o de carácter
público, tanto personales como patrimoniales, y el artículo 133 concreta la reserva de ley para la
materia tributaria. Se podrán admitir los decretos legislativos (art. 82) por tener rango de ley y
siempre que la ley de bases defina claramente los elementos esenciales del tributo (hecho imponible
y sujeto pasivo especialmente), pero en nuestra opinión, y frente a lo que ha mantenido algún sector
doctrinal, en ningún caso será admisible la figura del decreto-ley (art. 86), ni siquiera para modificar
el tributo previamente establecido en una ley, ya que es sumamente difícil fijar el límite entre la
creación y la modificación de un tributo, que generalmente afectará a sus elementos esenciales, y
como ha señalado claramente el Tribunal Constitucional en la STC 37/1981, de 16 de noviembre,
"si bien la reserva de ley en materia tributaria ha sido establecida por la Constitución de manera
flexible, tal reserva cubre los criterios o principios con arreglo a los cuales se ha de regir la materia
tributaria, y concretamente la creación ex novo del tributo y la determinación de los elementos
esenciales o configuradores del mismo". Por supuesto, según el régimen de distribución de
competencias, la reserva de ley se llevará a cabo por ley estatal o autonómica.
Sentado lo anterior, el Estado, las Comunidades Autónomas y los Entes Locales gozan por tanto
de poder financiero, entendido como:
-capacidad para organizar un sistema de ingresos y gastos, así como de regular las
fuentes de ingresos y la autorización de los gastos, lo que exige potestad normativa, al
menos reglamentaria.
-aplicación efectiva de las normas previamente establecidas, lo que implica potestad
administrativa o de gestión.
-derecho a percibir ingresos y a disponer de ellos.
1. El Estado aprueba anualmente sus Leyes de Presupuestos, que sólo tienen virtualidad en
cuanto al gasto público, pues son una mera previsión respecto de los ingresos, regulados en sus
respectivas leyes (leyes reguladoras del IRPF, Impuesto de Sociedades, Impuesto de Sucesiones..).
Como es lógico el Estado se reserva las figuras impositivas básicas (como las que gravan la renta de
las personas físicas y jurídicas) necesarias para conseguir los fines que tiene encomendados. Pero
además, y al tratarse España de un Estado complejo, compuesto de entes territoriales con
autonomía, el Estado tiene reservados otros cometidos esenciales para garantizar el funcionamiento
armónico y coordinado del conjunto. Los tres sistemas financieros, estatal, autonómico y local, se
integran en un todo unitario, integrado y coordinado. El principio de unidad del sistema tributario,
se desprende de los artículos 2, 138.1, 149.1.14, 156 y 158.2 de la Constitución (principios de
solidaridad y coordinación) y garantiza el equilibrio económico, el crecimiento de la renta y riqueza
y su más justa distribución, integrando las distintas partes en un todo, evitando contradicciones y
reduciendo disfunciones. El Fondo de Compensación Interterritorial (art. 158.2) se creó para hacer
efectivo el principio de solidaridad y corregir desequilibrios económicos interterritoriales. Además
el principio de igualdad (arts. 139.1 y 138.2 de la Constitución) garantiza que no existan privilegios
económicos o sociales y que los españoles tengan los mismos derechos y obligaciones en cualquier
parte del territorio, sin que existan barreras fiscales. El artículo 149.1.14 proclama la competencia
exclusiva del Estado sobre la Hacienda General, lo que engloba la Hacienda estatal y las relaciones
de la Hacienda estatal con las Haciendas autonómica y local como manifestación de los principios
de coordinación y solidaridad. También las Comunidades Autónomas tienen competencias en
relación con las Haciendas Locales, para velar por su propio equilibrio territorial y la realización
interna del principio de solidaridad. Al fin la ordenación general de la economía corresponde al
Estado (art. 147.1.7), y no se concibe que de esta competencia pueda desgajarse factor tan esencial
para la ordenación de la economía nacional cual es el tributo.
2. Las Comunidades Autónomas, con autonomía financiera reconocida constitucionalmente el
artículo 156.1, aprueban también anualmente sus Presupuestos y ello es garantía, como ha señalado
el Tribunal Constitucional, de su autonomía financiera para disponer libremente de sus recursos
financieros, asignándolos a los fines mediante programas de gasto elaborados según sus propias
prioridades. En virtud del artículo 157.2 de la Constitución, que enuncia el principio de
territorialidad de su poder financiero, las Comunidades Autónomas en ningún caso podrán adoptar
medidas tributarias sobre bienes situados fuera de su territorio, ni que supongan obstáculo para la
libre circulación de personas o servicios. Tienen definido su marco financiero, las de régimen
general, en la Ley Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las Comunidades
Autónomas, modificada por la Ley Orgánica 7/2001, de 27 de diciembre, y su propia normativa y
régimen específico rigen para País Vasco y Navarra. Las de régimen general tienen tributos propios,
que establece y exige la propia Comunidad Autónoma (con los límites establecidos en la
Constitución y las leyes), tributos cedidos, que establece y regula el Estado y cuyo producto
corresponde a las Comunidades Autónomas, que además son competentes para su gestión
(liquidación, inspección y recaudación) y recargos sobre impuestos estatales, que según sean
cedidos o no conllevarán o no la gestión de los mismos, pero siendo en todo caso la titularidad
sobre el producto de las Haciendas autonómicas.

Este régimen general de financiación no se aplica sin embargo, como decíamos más arriba, al
País Vasco y a Navarra, en cuyos territorios rige un régimen especial, el de Concierto en el primero
y el de Convenio en el segundo. Estas Comunidades tienen tributos propios como las de régimen
general, pero la parte fundamental de sus recursos la proporcionan los impuestos concertados
(sustituyen a los tributos cedidos y recargos de las Comunidades de régimen general), que ellas
establecen y gestionan, atendiendo la estructura general impositiva del Estado y a normas de
coordinación y armonización fiscal, transfiriendo una parte de los mismos al Estado como "cupo"
integrado por los correspondientes a cada Territorio Histórico, como contribución a todas las cargas
del Estado que no asuma la Comunidad Autónoma.
La Ley 12/1981, de 13 de mayo, por la que se aprobó el Concierto para el País Vasco, ha sido
modificada recientemente, habiéndose aprobado en el 2002 la Ley 12/2002, de 23 de mayo, por la
que se aprueba el Concierto Económico con la Comunidad Autónoma del País Vasco, la Ley
Orgánica 4/2002, de 23 de mayo, complementaria de la Ley por la que se aprueba el concierto
económico con la Comunidad Autónoma del País Vasco y la Ley 13/2002, de 23 de mayo, por la
que se aprueba la metodología de señalamiento del cupo del País Vasco para el quinquenio 2002-
2006. Hasta la aprobación de estas tres normas y por tanto hasta que alcanzaron el Estado y la
Comunidad Autónoma del País Vasco el acuerdo sobre el nuevo Concierto, se aprobó la Ley
25/2001, de 27 de diciembre, por la que se prorrogó la vigencia del Concierto Económico con la
Comunidad Autónoma del País Vasco aprobado por Ley 12/1981, de 13 de mayo, que mantuvo este
temporalmente, durante el año 2002, en todos sus términos, ya que en el 81 se le atribuyó una
duración limitada hasta el 31 de diciembre de 2001. A partir de ahora se confiere al Concierto
Económico un carácter indefinido, con el objeto de insertarlo en un marco estable que garantice su
continuidad al amparo de la Constitución y del Estatuto de Autonomía, previéndose su adaptación a
las modificaciones que experimente el sistema tributario estatal. La metodología de señalamiento
del cupo con el que el País Vasco contribuye al sostenimiento de las cargas generales del Estado
continuará sin embargo determinándose cada 5 años, mediante Ley de las Cortes Generales y previo
acuerdo de la Comisión Mixta de Cupo.

Por su parte la Ley 28/1990, de 26 de diciembre, por la que se aprobó el Convenio económico
entre el Estado y la Comunidad Foral de Navarra., ha sido modificada por la Ley 25/2003, de 15 de
julio y por su Ley Orgánica complementaria 10/2003, de 15 de julio.
En realidad ambas modificaciones de estos regímenes especiales se enmarcan en una reforma
general del sistema financiero español recientemente realizada y que responde al nuevo sistema de
financiación autonómica contemplado en la Ley 21/2001, de 27 de diciembre, por el que se regulan
las medidas fiscales y administrativas del nuevo sistema de financiación de las Comunidades
Autónomas de régimen común y Ciudades con Estatuto de Autonomía, que deroga las Leyes
30/1983, de 28 de diciembre, reguladora de la cesión de tributos del Estado a las Comunidades
Autónomas y la Ley 14/1996, de 30 de diciembre, de cesión de tributos del Estado a las
Comunidades Autónomas y de medidas fiscales complementarias (derogación que queda sin efecto
para las Comunidades Autónomas que no cumplan los requisitos del nuevo modelo de financiación
autonómica). En el marco además del artículo 157.1.a) de la Constitución Española y de la Ley
Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las Comunidades Autónomas,
modificada por la Ley 7/2001, de 27 de diciembre, que ha incorporado un nuevo catalogo de
tributos susceptibles de cesión, incorporando el Acuerdo del Consejo de Política Fiscal y Financiera
de 27 de julio de 2001, profundizando en el principio de corresponsabilidad fiscal, se amplían las
competencias normativas de las Comunidades Autónomas en los impuestos cedidos y se produce la
cesión de otros tributos del Estado ligándola a la asunción de determinadas competencias en la
gestión de los servicios sanitarios de la Seguridad Social. En consecuencia se han aprobado leyes de
cesión de tributos para cada Comunidad Autónoma. Ley 17/2002, de 1 de julio, del régimen de
cesión de tributos del Estado a la Generalidad de Cataluña y de fijación del alcance y las
condiciones de dicha cesión; Ley 18/2002, de 1 de julio, del régimen de cesión de tributos del
Estado a la Comunidad Autónoma de Galicia y de fijación del alcance y las condiciones de dicha
cesión; Ley 19/2002, de 1 de julio, del régimen de cesión de tributos del Estado a la Comunidad
Autónoma de Andalucía y de fijación del alcance y las condiciones de dicha cesión; Ley 20/2002,
de 1 de julio, del régimen de cesión de tributos del Estado al Principado de Asturias y de fijación
del alcance y las condiciones de dicha cesión; Ley 21/2002, de 1 de julio, del régimen de cesión de
tributos del Estado a la Comunidad Autónoma de Cantabria y de fijación del alcance y las
condiciones de dicha cesión; Ley 22/2002, de 1 de julio, del régimen de cesión de tributos del
Estado a la Comunidad Autónoma de la Rioja y de fijación del alcance y las condiciones de dicha
cesión; Ley 23/2002, de 1 de julio, del régimen de cesión de tributos del Estado a la Comunidad
Autónoma de la Región de Murcia y de fijación del alcance y las condiciones de dicha cesión; Ley
24/2002, de 1 de julio, del régimen de cesión de tributos del Estado a la Comunidad Valenciana y de
fijación del alcance y las condiciones de dicha cesión; Ley 25/2002, de 1 de julio, del régimen de
cesión de tributos del Estado a la Comunidad Autónoma de Aragón y de fijación del alcance y las
condiciones de dicha cesión; Ley 26/2002, de 1 de julio, del régimen de cesión de tributos del
Estado a la Comunidad Autónoma de Castilla -La Mancha y de fijación del alcance y las
condiciones de dicha cesión; Ley 27/2002, de 1 de julio, del régimen de cesión de tributos del
Estado a la Comunidad Autónoma de Canarias y de fijación del alcance y las condiciones de dicha
cesión; Ley 28/2002, de 1 de julio, del régimen de cesión de tributos del Estado a la Comunidad
Autónoma de Extremadura y de fijación del alcance y las condiciones de dicha cesión; Ley
29/2002, de 1 de julio, del régimen de cesión de tributos del Estado a la Comunidad Autónoma de
las Illes Balears y de fijación del alcance y las condiciones de dicha cesión; Ley 30/2002, de 1 de
julio, del régimen de cesión de tributos del Estado a la Comunidad de Madrid y de fijación del
alcance y las condiciones de dicha cesión; Ley 31/2002, de 1 de julio, del régimen de cesión de
tributos del Estado a la Comunidad Autónoma de Castilla y León y de fijación del alcance y las
condiciones de dicha cesión.
Mencionaremos también el régimen económico fiscal de Canarias, reconocido en la Disposición
Adicional Tercera de la Constitución y que consiste básicamente en la consideración de este
archipiélago como un territorio aduanero distinto al integrado por la Península e Islas Baleares, en
el que no rigen algunos impuestos estatales como el IVA y existen otros propios, que son el Arbitrio
Canario y el Impuesto General Indirecto.
3. En lo que respecta a los entes locales, que también elaboran sus propios presupuestos y
deciden sobre la cuantía y destino del gasto público local, aunque con rango reglamentario, tienen
su autonomía financiera reconocida en el artículo 142 de la Constitución, y en virtud del artículo
133.2 pueden establecer y exigir tributos, lo que no significa que puedan crearlos ex novo, ya que
como decíamos más arriba, carecen de competencia para emanar leyes, pues sólo tienen potestad
reglamentaria. En virtud del principio de legalidad en materia tributaria al que nos hemos referido
más arriba, sólo la ley, estatal o autonómica, puede establecer tributos, determinando sus elementos
esenciales (hecho imponible y sujeto pasivo), pero después podrá la corporación local decidir sobre
su entrada en vigor y reglamentarlos si es preciso, dentro del marco de la ley que los ha creado.
La Ley 39/1988, de 28 de diciembre, reguladora de las Haciendas Locales, modificada por la
Ley 51/2002, de 27 de diciembre, es el marco de la actividad financiera de la actividad local, y da
realización efectiva a los principios de autonomía y suficiencia financiera consagrados en la
Constitución. Dicha modificación ha sido fruto del estudio de la Comisión para el estudio y
propuesta de medidas de reforma de la financiación de las Haciendas Locales, formada por
representantes de la Administración General del Estado, de la Administración local, de la
Federación Española de Municipios y Provincias y del mundo académico. En la Ley 51/2002 se han
introducido importantes modificaciones en la financiación local, empezando por la nueva
regulación del Impuesto sobre Bienes Inmuebles y la exención del Impuesto de Actividades
Económicas para la mayor parte de los pequeños y medianos negocios, pasando por el
reforzamiento de la autonomía municipal y la mejora de la gestión y reducción de formalidades para
los interesados, hasta la reforma del modelo de participación en los tributos del Estado.
Nos queda ya sólo referirnos a los apartados 3 y 4 del artículo 133. Respecto de ellos el
comentario ha de ser mucho menos extenso que respecto a sus dos primeros apartados, ya que en
realidad el apartado 3, que dispone que "todo beneficio fiscal que afecte a los tributos del Estado
deberá establecerse en virtud de ley" no es sino el sentido inverso del principio de legalidad en
materia tributaria, si es obligado "crear" o establecer los tributos por ley, con más razón aún será
necesario que por ley se prevean los beneficios fiscales, entendidos como toda clase de
exceptuaciones o contratributos ante los supuestos de sujeción a gravamen, que benefician a ciertos
contribuyentes y en consecuencia otorgan una mayor carga al resto (exenciones, reducciones,
bonificaciones...). Se trata de excepciones al artículo 31.1 de la Constitución, que dispone la
obligación de todos a sostener los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante
un sistema tributario inspirado en los principios e igualdad y progresividad, y por ello precisan de la
garantía de la reserva de ley.
Y por último el apartado 4 del artículo 133 se refiere al gasto público, reconociendo en un mismo
artículo la totalidad del ciclo presupuestario y la actividad financiera, que abarca las vertientes de
ingreso y gasto público, y sometiendo ambas al principio de legalidad: "las administraciones
públicas sólo podrán contraer obligaciones financieras y realizar gastos de acuerdo con las leyes".
El principio de legalidad somete tanto las actividades tributarias como las financieras del sector
público.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.
Sinopsis artículo 134
Los Presupuestos Generales del Estado son la expresión cifrada, conjunta y sistemática de las
obligaciones que, como máximo, puede reconocer el sector público y de las estimaciones de
ingresos que se prevea liquidar durante el correspondiente ejercicio y, por ello, constituyen una
pieza esencial en la ejecución anual del programa político del Gobierno. Así se explica que la
Constitución les haya dedicado un artículo de cierta extensión que, a su vez, ha sido objeto de un
intenso desarrollo, tanto legal como jurisprudencial y doctrinal.
En ese desarrollo se pueden apreciar diversas fases que han puesto de manifiesto otros tantos
problemas relacionados con la Ley de Presupuestos:
1ª En un primer momento, lo que se planteó fue la naturaleza de esa Ley y, en conexión con ello, su
capacidad para modificar tributos. Ello dio lugar a un temprano pronunciamiento del Tribunal
Constitucional en 1981, al que más adelante se hará cumplida referencia.
2ª Posteriormente, el problema se centró en la determinación del contenido de la Ley General de
Presupuestos y la afirmación de la imposibilidad de abordar cualesquiera materias, como hasta ese
momento había venido sucediendo. Este problema fue despejado mediante la STC 76/1992, de 14
de mayo, en la que el Tribunal adopta una tesis restrictiva que limita los posibles contenidos
materiales de la Ley. De esas limitaciones nacieron las denominadas Leyes de Medidas o de
Acompañamiento a la Ley de Presupuestos Generales del Estado, lo que ha levantado una nueva
polémica doctrinal todavía no resuelta por el Tribunal Constitucional.
3ª Aún podría identificarse una última fase que ha venido dada por el Pacto de Estabilidad y
Crecimiento y las Leyes de Estabilidad Presupuestaria, con la fijación del objetivo de déficit cero,
etapa que se ha cerrado provisionalmente con la reciente aprobación de la nueva Ley 47/2003, de 26
de noviembre, General Presupuestaria.
En la medida de lo posible, haremos referencia a estas fases, identificables en la evolución de las
Leyes de Presupuestos post-constitucionales, y a los problemas evidenciados en cada una de dichas
fases. Sin embargo, en nuestra exposición primará un criterio de división que se atiene a la propia
división del artículo 134 de la Constitución en números o apartados, de modo que, dada la extensión
del mismo, procede analizar cada uno de esos apartados por separado, aun cuando en algunos casos
se agrupen apartados afines.
Apartado 1. La competencia en la elaboración y aprobación de los Presupuestos Generales del
Estado.
Antecedentes históricos y Derecho comparado.
La distribución de tareas entre Gobierno y Parlamento que la Constitución establece en cuanto se
refiere a la aprobación de los Presupuestos, cuenta con arraigados antecedentes en nuestro Derecho
histórico y se corresponde con lo que ocurre también en los países de nuestro entorno. En efecto, los
Parlamentos medievales, incluidas nuestras Cortes, encontraron su principal razón de ser en la
aprobación de los tributos extraordinarios que el monarca les demandaba, acuciado por las
crecientes necesidades de la Corona. El Parlamento se reservó entonces la decisión sobre las cargas
a imponer por el Monarca hasta que el absolutismo regio oscureció la posición de aquél.
La reafirmación del Parlamento, paralela a la afirmación del constitucionalismo, supuso la
asunción nuevamente de las competencias financieras que en otro tiempo había tenido. Así, nuestras
Constituciones históricas, desde 1812 y cualquiera que fuese el signo ideológico de las mismas, han
establecido una división de competencias similar a la que hoy luce en el artículo 134.1 de la
Constitución. De entre los precedentes históricos destaca por su proximidad la Constitución de 1931
(artículo 107.1), en la que se expresa sintéticamente el papel que el Gobierno y el Parlamento han
de asumir en la aprobación de los Presupuestos, del mismo modo en que hoy lo hace el artículo
134.1. Sin embargo, la redacción final de este precepto arroja una fortísima influencia del artículo
54.1 de la Ley Orgánica del Estado de 1967, que utilizaba una fórmula gramatical prácticamente
idéntica a la actualmente vigente.
El Gobierno aparece, pues, como el único titular de la iniciativa legislativa cuando se trata de la Ley
de Presupuestos, de modo que ello supone una modulación de lo dispuesto en el artículo 87 de la
propia Constitución, el cual atribuye la iniciativa legislativa al Gobierno, al Congreso y al Senado,
así como a las Comunidades Autónomas. Naturalmente, la Constitución no determina qué instancia
dentro del Gobierno ostenta el protagonismo en la elaboración del Presupuesto, lo que se resuelve
en la Ley General Presupuestaria de acuerdo con el tradicional sistema español que atribuye al
Ministerio de Hacienda el papel central en la elaboración del Anteproyecto de Ley de Presupuestos
Generales del Estado.
Como es sabido, en el Derecho comparado pueden registrarse dos fórmulas distintas que identifican
dos sujetos también distintos encargados de la elaboración del Presupuesto. Conforme al modelo
norteamericano, es la Oficina de Presupuestos de la Presidencia de la Nación la que asume esa
tarea, de modo que la misma no recae en un Departamento concreto sino en el Presidente de los
Estados Unidos y en el staff que le asiste. Por el contrario, el sistema generalizado en Europa, de
influencia francesa y del que España participa, atribuye el papel decisivo en la elaboración del
Presupuesto al Ministerio de Hacienda, el cual asume la tarea de coordinar y dar forma definitiva al
Anteproyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado, resultado de la agregación de los
presupuestos de los distintos Departamentos y Organismos públicos.
La cuestión se resuelve hoy en los artículos 36 y 37 de la Ley 47/2003, de 26 de noviembre,
General Presupuestaria, en términos que otorgan la preponderancia al Ministerio de Hacienda, al
cual corresponde fijar el procedimiento para la elaboración de los Presupuestos y las directrices,
criterios, limitaciones y prioridades que han de observarse en su elaboración. Asimismo, los
restantes Departamentos ministeriales han de remitir al de Hacienda sus propuestas de Presupuestos
previamente para que el Ministerio de Hacienda configure el anteproyecto de Presupuestos
Generales del Estado que, finalmente, elevará al Consejo de Ministros para su conversión en
Proyecto de Ley.
A su vez, las Cortes Generales deben examinar, enmendar y aprobar los Presupuestos presentados.
La fórmula que utiliza la Constitución ("examinar, enmendar y aprobar") tiene su origen, como se
ha dicho, en los precedentes históricos pero no atribuye a las Cámaras una competencia nueva y
distinta de las que les corresponden en el curso del procedimiento legislativo ordinario. En efecto,
tanto el Congreso como el Senado aplican las reglas que regulan ese procedimiento en los términos
en que lo hacen cuando se trata de la aprobación de otras Leyes, sin más que añadir las
especificaciones que los Reglamentos de ambas Cámaras introducen en el caso de la tramitación de
los Presupuestos Generales del Estado.
El procedimiento de aprobación de los Presupuestos.
Las especificaciones del procedimiento presupuestario nacen de los artículos 133, 134 y 135 del
Reglamento del Congreso de los Diputados y 148 a 151 del Reglamento del Senado, así como del
artículo 75.3 de la Constitución. Tomando en cuenta esos preceptos, las especialidades más
significativas del procedimiento presupuestario pueden cifrarse como sigue:
- La aprobación final de los Presupuestos ha de tener lugar siempre en el Pleno, sin que quepa en
este caso la delegación legislativa plena a favor de la Comisión, tan habitual en el Congreso y
menos frecuente en el Senado.
- La tramitación de la Ley de Presupuestos Generales del Estado goza siempre de preferencia
respecto de los demás trabajos de las Cámaras.
- Las enmiendas presentadas al Proyecto de Ley de Presupuestos que supongan aumento de créditos
deben proponer una baja de igual cuantía en la misma sección.
Además de las especialidades señaladas, el procedimiento de aprobación de los Presupuestos
Generales del Estado ha experimentado ciertas modificaciones a lo largo de los más de dos decenios
que han seguido a la aprobación de la Constitución. En primer lugar, ha adquirido carta de
naturaleza un trámite no previsto originalmente, nacido de una práctica reiterada y ya consolidada,
con arreglo a la cual el procedimiento de aprobación de los Presupuestos se inicia con una ronda de
comparecencias de los altos cargos de la Administración General del Estado con rango inferior al de
Ministro, a fin de que expliquen los fundamentos y razones de las propuestas contenidas en el
Proyecto de Ley, en lo que se refiere al presupuesto de las unidades a su cargo.
Las citadas comparecencias se celebran en Comisión a petición de los distintos Grupos
Parlamentarios, generalmente dentro de los primeros quince días posteriores a la presentación del
Proyecto de Ley, por lo que se refiere al Congreso de los Diputados. El incremento del número de
comparecencias solicitadas impide que la Comisión de Presupuestos, encargada de la tramitación
del Proyecto, pueda celebrar todas las comparecencias solicitadas, de modo que se ha arbitrado una
fórmula conforme a la cual la Mesa de la Comisión de Presupuestos, oídos los Portavoces de la
misma, remite la celebración de las comparecencias solicitadas a las distintas Comisiones
sectoriales, atendiendo a la naturaleza del cargo cuya comparecencia se solicite (así, por ejemplo, el
Subsecretario del Ministerio de Agricultura comparecerá ante la Comisión de Agricultura,
Ganadería y Pesca) quedando para su comparecencia ante la Comisión de Presupuestos las
autoridades de los Ministerios de Economía y Hacienda, entre otras.
En el Senado se repite un trámite similar cuando el Proyecto de Ley se presenta ante esa Cámara, si
bien el número de comparecencias solicitadas se reduce considerablemente, lo que permite
celebrarlas todas en la propia Comisión de Presupuestos de la Cámara Alta.
La segunda e importante transformación que ha sufrido el procedimiento presupuestario deriva de la
aprobación de la Ley 18/2001, de 12 de diciembre, General de Estabilidad Presupuestaria. Con
arreglo a lo dispuesto en el artículo 8º de la citada Ley, el debate presupuestario se abre ahora con
un debate previo en el que se fija el objetivo de estabilidad presupuestaria para los tres ejercicios
siguientes. Las Cámaras determinan, a propuesta del Gobierno, la cifra máxima de gasto que
permita alcanzar ese objetivo y con arreglo a la cual habrán de aprobarse los Presupuestos
correspondientes. Se trata de un debate nuevo, añadido al tradicional que tiene lugar en otoño de
cada año, y que ha de resolverse en el primer cuatrimestre de cada ejercicio, de modo que el
objetivo de estabilidad presupuestaria acordado pueda servir de referencia para iniciar el proceso
presupuestario.
Apartado 2. El principio de anualidad. El contenido de la Ley de Presupuestos.
Antecedentes históricos.
El presente apartado dispone de amplios precedentes en nuestro Derecho histórico puesto que, a
excepción del Estatuto Real de 1834, que admitía la vigencia bianual del Presupuesto, todas las
Constituciones del siglo XIX y la de 1931 han establecido la regla de la anualidad para el
Presupuesto, en el que debían incluirse los gastos y las contribuciones o ingresos que permitiesen
sufragar esos gastos. Aunque sin rango constitucional, debe mencionarse también la excepción que
supuso la Ley de 18 de diciembre de 1950, que modificó la Ley de Administración y Contabilidad
de 1 de julio de 1911, cuya modificación introdujo en nuestro Derecho la regla de la bianualidad.
Por el contrario, la referencia a la consignación de los beneficios fiscales que en este apartado se
contiene es de nuevo cuño y obedece a una enmienda presentada por el Senador Fuentes Quintana
en la Comisión Constitucional de la Cámara Alta (Diario de Sesiones del Senado de 8 de septiembre
de 1978, páginas 2488-2489). Mediante esa enmienda se pretendía facilitar la transparencia y
publicidad de los llamados gastos fiscales, es decir, el conjunto de exenciones, bonificaciones e
incentivos fiscales que minoran los ingresos tributarios del Estado.
Por lo demás, el artículo 134.2 de la Constitución ofrece tres grandes aspectos para su análisis: el
principio de anualidad del Presupuesto; el contenido de la Ley de Presupuestos Generales del
Estado; y, finalmente, el problema de la consignación de los beneficios o gastos fiscales.
El principio de anualidad.
El principio de anualidad se hallaba recogido, naturalmente, en el artículo 49 de la Ley General
Presupuestaria de 1988 y vuelve a ser reiterado en el artículo 34 de la nueva Ley 47/2003, de 26 de
noviembre, General Presupuestaria, de modo que los Presupuestos Generales del Estado han de ser
elaborados anualmente y presentados con esa misma periodicidad para su aprobación por las
Cámaras. Al mismo tiempo, los créditos aprobados limitan su vigencia también a un solo ejercicio,
de modo que la parte no realizada de dichos créditos queda anulada (artículo 49 de la Ley 47/2003).
El carácter anual de los Presupuestos Generales del Estado ha de conciliarse ahora con las
previsiones más amplias que nacen de la Ley 18/2001, de 12 de diciembre, General de Estabilidad
Presupuestaria. Esta Ley adopta un periodo temporal de tres años en lo que se refiere a la definición
del objetivo de estabilidad presupuestaria (artículo 8º), de modo que los Presupuestos de cada
ejercicio se enmarcan en una previsión u horizonte temporal más amplio, sin renuncia al principio
de anualidad que obliga a la aprobación de una nueva Ley de Presupuestos Generales del Estado en
cada ejercicio. En cumplimiento del articulo 8 de la citada Ley de Estabilidad Presupuestaria el
Gobierno remitió a las Cortes el Acuerdo por el que se fijaba el objetivo de estabilidad
presupuestaria del conjunto del sector público y de cada uno de los grupos de agentes que lo
integran para el período 2004-2006 y el límite de gasto no financiero del presupuesto del Estado
para 2004, resultando aprobado por los Plenos del Congreso de los Diputados y del Senado en sus
sesiones de 27 de marzo y 8 de abril de 2004 respectivamente.
El contenido de la Ley de Presupuestos Generales del Estado.
La cuestión relativa al contenido de la Ley de Presupuestos Generales del Estado ha sido, sin duda,
la que ha tenido un desarrollo más fecundo y a la que se ha dedicado una mayor atención como
consecuencia de la jurisprudencia constitucional que ha delimitado ese contenido. Frente a los
excesos de las Leyes de Presupuestos Generales del Estado, en las que además de los gastos e
ingresos del sector público se incluía todo tipo de modificaciones legales en el articulado de la Ley,
el Tribunal Constitucional estableció un límite al contenido de las citadas Leyes, de modo que éstas
han de circunscribirse ahora a la aprobación de ingresos y gastos y a las decisiones que contribuyen
a hacer efectiva la política económica del Gobierno, quedando excluidas cualesquiera otras
materias, so pena de inconstitucionalidad. La serie jurisprudencial es en este punto amplísima y se
inicia con la STC 76/1992, de 14 de mayo, a la que han seguido las SSTC 237/1992, de 15 de
diciembre, 83/1993, de 8 de marzo, 178/1994, de 16 de junio, 195/1994, de 28 de junio, 61/1997, de
20 de marzo, 174/1998, de 23 de julio, 203/1998, de 15 de octubre, 130/1999, de 1 de julio,
131/1999 de 1 de julio, 234/1999, de 16 de diciembre, 32/2000, de 3 de febrero, 180/2000, de 29 de
junio, 274/2000, de 15 de noviembre, 109/2001, de 26 de abril y 202/2003, de 17 de noviembre.
Las restricciones que el Tribunal Constitucional ha impuesto a la Ley General de Presupuestos del
Estado, con fundamento en el artículo 134.2 de la Constitución, han generado la aparición de las
llamadas Leyes de Medidas o Acompañamiento, sobre las cuales también se ha pronunciado
críticamente la doctrina, que denuncia la profusión de materias que las mismas abordan y el
excesivo número de modificaciones legales que introducen anualmente, de un modo que, al decir de
la doctrina, en nada contribuye a la realización del principio de seguridad jurídica.
En relación con las Leyes de Medidas se han interpuesto varios recursos de inconstitucionalidad
que, a diferencia de los recursos habituales que impugnan preceptos concretos de una determinada
Ley, se dirigen contra la Ley en su totalidad. Es decir, ponen en cuestión la Ley como tal, la
existencia misma de una norma que anualmente introduce un número de modificaciones tan
elevado, por entender que ello vulnera, entre otros, el principio de seguridad jurídica. En este
sentido han sido recurridas las Leyes 50/1998, 55/1999 y 24/2001, todas ellas de Medidas Fiscales,
Administrativas y del Orden Social, sin que hasta la fecha el Tribunal se haya pronunciado sobre
esos recursos.
En cuanto se refiere a la consignación de los beneficios fiscales en la Ley de Presupuestos, un sector
de la doctrina ha reclamado la aprobación de un auténtico presupuesto de gastos fiscales, es decir, la
expresión detallada y sistemática de las minoraciones que afectan a los ingresos como consecuencia
del reconocimiento de los múltiples beneficios fiscales establecidos en el ordenamiento, por
entender que la exigencia constitucional de consignación de esos beneficios así lo requiere. En la
realidad, esa exigencia se ha concretado en la presentación de una memoria en la que se explican y
justifican los beneficios fiscales reconocidos en relación con cada uno de los tributos estatales. La
citada memoria se presenta como documentación anexa al Proyecto de Ley de Presupuestos
Generales del Estado desde 1995, puesto que así lo establecía la disposición adicional 24ª de la Ley
41/1994, de 30 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 1995. En la actualidad el
artículo 37 de la 47/2003, de 26 de noviembre, General Presupuestaria ratifica esa exigencia y
menciona la memoria como uno de los documentos que han de adjuntarse con el Proyecto de Ley
de Presupuestos.
Apartados 3 y 4. Fecha de presentación y prórroga de los Presupuestos Generales del Estado.
Antecedentes históricos.
La obligación de presentar el Proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado con una
antelación mínima encuentra un único precedente en nuestro Derecho histórico: el artículo 107 de la
Constitución de 1931, que obligaba al Gobierno a presentar el proyecto en la primera quincena del
mes de octubre de cada año. A su vez, la previsión de prórroga de los Presupuestos anteriores, en el
supuesto de que los nuevos no hubiesen sido aprobados en plazo, cuenta con precedentes ya en la
Constitución de 1876 (artículo 85), en la que se preveía la prórroga, del mismo modo que se previó
en la Constitución de 1931 (artículo 107) y en la Ley Orgánica del Estado de 1967 (artículo 54).
La prórroga de los Presupuestos vigentes.
En ambos casos -obligación de presentar los Presupuestos con antelación mínima y previsión de
prórroga-, la explicación de esos preceptos es obvia: en primer lugar, se trata de permitir que las
Cámaras tengan tiempo de examinar y aprobar los Presupuestos, aun dentro de la premura con que
ello ha de hacerse, a fin de asegurar que los nuevos Presupuestos estarán aprobados y entrarán en
vigor el 1 de enero del ejercicio siguiente. Pero si, a pesar de todo, no ocurriese así -ya sea por el
rechazo de los Presupuestos presentados, ya sea por imposibilidad de presentarlos y aprobarlos en
plazo- es preciso arbitrar algún mecanismo que impida la paralización de la actividad estatal, a lo
que responde la figura de la prórroga.
La experiencia vivida en la aplicación de estos preceptos muestra que se han dado ya las dos
situaciones apuntadas como causa de entrada en vigor de la prórroga: la imposibilidad de la
aprobación como consecuencia del calendario electoral y el rechazo de los Presupuestos
presentados. En efecto, en 1982 y 1989 la celebración de elecciones generales impidió la
presentación y aprobación de los Presupuestos Generales del Estado por haberse hallado disueltas
las Cámaras en fechas parcialmente coincidentes con las de tramitación del Proyecto de Ley. Por
otra parte, en 1995 el Pleno del Congreso de los Diputados votó a favor de la devolución de los
Presupuestos presentados por el Gobierno, de modo que una vez más se produjo la prórroga
prevista en el artículo 134.4 de la Constitución.
En todos los supuestos mencionados, la prórroga vino acompañada de otros tantos Decretos Leyes
sobre medidas urgentes en materia presupuestaria, tributaria y financiera (Real Decreto-Ley
24/1982, de 29 de diciembre, Real Decreto-Ley 7/1989, de 29 de diciembre y Real Decreto-Ley
12/1995, de 28 de diciembre), que suponían un valor añadido sobre la prórroga automática prevista
en la Constitución. En los tres casos, el Gobierno justificó la aprobación del Real Decreto-Ley en la
insuficiencia de la previsión constitucional, puesto que la misma no resuelve ciertos problemas que
la aprobación de los Reales Decretos-Leyes permitía resolver. Así ocurría, por ejemplo, con las
retribuciones de los funcionarios o las pensiones de jubilación, que hubiesen permanecido
congeladas hasta la aprobación de los nuevos Presupuestos de no haberse acordado un incremento
inmediato, como hicieron los Reales Decretos-Leyes de 1989 y 1995. Lo mismo podría decirse de
las autorizaciones para emitir Deuda Pública o prestar avales, lo que también fue objeto de
modificación y actualización en los Reales Decretos-Leyes.
En definitiva, la experiencia constatada hasta el momento indica que los Gobiernos afectados han
considerado insuficiente la prórroga automática y han acudido por ello a instrumentos normativos
que permitieran hacerla más operativa, por más que ello haya encontrado cierta contestación de la
doctrina.
Apartados 5 y 6. Modificación y enmienda de los Presupuestos Generales del Estado.
Los apartados 5 y 6 del artículo 134 de la Constitución han de ser examinados también
conjuntamente, en la medida en que ambos mantienen una estrecha vinculación. Esos apartados
tratan de asegurar al mismo tiempo la modificabilidad del Presupuesto y su intangibilidad. Esta
idea, aparentemente contradictoria, se comprende mejor si se aprecia que la modificabilidad del
Presupuesto se reconoce cuando es el Gobierno, y solo el Gobierno, el autor de la iniciativa
encaminada a la modificación; en tanto que la intangibilidad del Presupuesto aprobado se opone
como un dique frente a las iniciativas del Parlamento.
En ese juego de permisividad-prohibición subyace la vieja idea de que es el Gobierno el que debe
controlar el incremento de los gastos o la disminución de los ingresos, en tanto que las Cámaras,
supuestamente proclives a los incrementos de gasto, han de encontrar las necesarias limitaciones
para ello, lo que implica una doble consecuencia: en primer lugar, que el Gobierno puede iniciar el
proceso de modificación de gastos e ingresos cuando, aprobados los Presupuestos Generales del
Estado, así lo demanden las circunstancias; en segundo término, el Gobierno ha de disponer de la
posibilidad de oponerse a las mismas modificaciones cuando sean intentadas por las Cámaras.
Antecedentes históricos y derecho comparado.
La atribución al Gobierno del monopolio de las iniciativas encaminadas a la modificación del
Presupuesto ya aprobado no es una solución original de la Constitución de 1978, sino que cuenta
con claras referencias en el Derecho comparado, especialmente en la Constitución francesa de 1958
y en la Ley Fundamental de la República Federal Alemana de 1949. La primera declaró
taxativamente la inadmisibilidad de las iniciativas parlamentarias que implicasen mayores gastos o
menores ingresos (artículo 40). A su vez, la Constitución alemana estableció que esas mismas
iniciativas no podrían prosperar sin la conformidad del Gobierno (artículo 113).
En nuestro Derecho histórico, la Constitución de 1931 contenía ciertas limitaciones al derecho de
enmienda de las Cortes en su artículo 108 (la presentación de enmiendas al Presupuesto que
implicasen incremento de gasto requerirían la firma de la décima parte de la Cámara). Al mismo
tiempo, el Gobierno venía autorizado a aprobar nuevos créditos o suplementos de los aprobados
cuando las Cortes no se hallasen reunidas (artículo 114).
Sin embargo, quizá el precedente más inmediato de los apartados que comentamos se halle de
nuevo en la española Ley Orgánica del Estado de 1967, que en un solo precepto condensaba lo que
actualmente son los apartados 5 y 6 del artículo 134 de la Constitución. En su artículo 54, la Ley
Orgánica del Estado estableció que, una vez aprobados los Presupuestos Generales del Estado, "solo
el Gobierno podrá presentar Proyectos de Ley que impliquen aumento de los gastos públicos o
disminución de los ingresos", para afirmar a renglón seguido que "toda proposición o enmienda a
un Proyecto o proposición de Ley que entrañe aumento de gastos o disminución de ingresos,
necesitará la conformidad del Gobierno para su tramitación".
Modificación de los Presupuestos aprobados.
Así pues, con arreglo al apartado 5 del artículo 134 de la Constitución, el Gobierno puede ejercer la
iniciativa legislativa para modificar los Presupuestos, bien incrementando los gastos, bien
disminuyendo los ingresos. La hipótesis más frecuente ha sido la de los créditos extraordinarios y
los suplementos de crédito, previstos ambos en el artículo 64 de la Ley General Presupuestaria de
1988. Conforme a ese precepto, el Gobierno podría presentar ante las Cámaras proyectos de Ley
que incrementasen el gasto, bien porque se hubiesen dado circunstancias excepcionales no
conocidas en el momento de aprobarse los Presupuestos (créditos extraordinarios), bien porque los
créditos aprobados resultasen insuficientes (suplementos de crédito).
Una alternativa a ese modo de actuar ha venido dada -con las consiguientes críticas doctrinales- por
la aprobación de créditos extraordinarios y suplementarios a través de Decretos-Leyes, sin
necesidad de solicitarlo de las Cámaras y sin perjuicio de la necesaria convalidación del Decreto-
Ley por parte del Congreso de los Diputados, como exige el artículo 86 de la Constitución. El
número de créditos extraordinarios y suplementarios aprobados mediante Decreto-Ley tras la
promulgación de la Constitución es tan elevado que no podría transcribirse aquí sin ocupar excesivo
espacio. Baste consultar la relación de normas con rango de ley aprobadas cada año para darse
cuenta de que estamos ante una práctica consolidada.
A su vez, la Ley 47/2003, de 26 de noviembre, General Presupuestaria, ha alterado ese escenario e
introducido una nueva variante. Así, los créditos extraordinarios y suplementarios pueden ser
aprobados ahora por el Consejo de Ministros, siempre que se financien con cargo al Fondo de
Contingencia de ejecución presupuestaria, es decir, con cargo a una previsión que se cifra en el 2
por 100 del total de gastos previstos, destinada a hacer frente a necesidades inaplazables que se
presenten durante el ejercicio presupuestario.
De lo dispuesto en los artículos 50 y 55 de la citada Ley se deduce que las necesidades surgidas han
de relacionarse con operaciones no financieras para que puedan ser atendidas con cargo al Fondo de
Contingencia, en cuyo caso corresponde al Consejo de Ministros autorizar el crédito extraordinario
o el suplemento de crédito. En los demás supuestos en los que resulte necesario aprobar
suplementos de crédito o créditos extraordinarios (especialmente cuando se trate de atender
obligaciones de ejercicios anteriores o cuando afecten a operaciones financieras), se remitirá a las
Cortes Generales un Proyecto de Ley para la aprobación del correspondiente crédito. La posibilidad
de utilizar el Decreto Ley no queda excluida, pero sí parece disminuida en la medida en que el
Gobierno dispone ahora de un Fondo para hacer frente a imprevistos que antes requerían también de
una norma con rango de Ley.
Enmienda de los Presupuestos.
Al tiempo que las facultades del Gobierno se han interpretado expansivamente, la limitación que
pesa sobre las Cámaras se ha entendido en un sentido que ha restringido las facultades de éstas,
incluso yendo más allá de lo que, en opinión de algunos autores, exigía el texto constitucional. En
efecto, quienes se han ocupado de esta cuestión han coincidido en señalar, mayoritariamente, que la
limitación para la presentación de enmiendas y proposiciones que impliquen incremento de gasto o
disminución de ingresos ha de referirse a la tramitación de normas posteriores y distintas de la Ley
de Presupuestos Generales del Estado, pero no a ésta.
De acuerdo con esta interpretación, las enmiendas a los Presupuestos estarían libres de trabas y los
Diputados y Senadores podrían ejercer su derecho de enmienda sin limitación alguna. No obstante,
la realidad se ha orientado en un sentido completamente distinto, al amparo de lo dispuesto en los
Reglamentos de las Cámaras y de los acuerdos adoptados por las sucesivas Mesas de la Comisión
de Presupuestos.
En primer lugar, el Reglamento del Congreso de los Diputados establece una limitación que afecta a
las enmiendas presentadas al Proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado, de modo que
las mismas no podrán proponer aumento de créditos si no proponen al mismo tiempo una baja de
igual cuantía en la misma Sección (artículo 133). Al objeto de dar cumplimiento a lo dispuesto en
ese artículo, la Mesa de la Comisión de Presupuestos examina las enmiendas presentadas a fin de
comprobar que los incrementos de crédito se corresponden con una baja en la misma Sección o en
la Sección 31 (Gastos generales), declarando la inadmisibilidad de las enmiendas que no reúnan
esos requisitos, sin perjuicio de dar al enmendante la posibilidad de subsanar el defecto observado.
Al mismo tiempo, las enmiendas al articulado que impliquen mayores gastos o menores ingresos
son objeto de traslado al Gobierno para que, con arreglo a lo dispuesto en el artículo 111 del citado
Reglamento, éste pueda manifestar su conformidad u oposición a la tramitación de esas enmiendas.
En este punto debe hacerse constar que los Gobiernos han hecho una dejación habitual de esta
facultad, de modo que rara vez han ejercido las facultades que en este sentido les otorga el
Reglamento de la Cámara, oponiéndose a la tramitación de enmiendas, ni en relación con la Ley de
Presupuestos ni a propósito de ninguna otra Ley.
Por último, debe hacerse notar que la jurisprudencia constitucional que nace de la STC 76/1992, de
14 de mayo, que limita el contenido de la Ley de Presupuestos a las materias propias de la misma,
obliga a ejercer un control adicional sobre las enmiendas presentadas, de modo que las mismas no
introduzcan materias ajenas a la Ley de Presupuestos, en la interpretación que el Tribunal
Constitucional ha dado a ese problema. Debe hacerse constar que el Reglamento del Senado
contiene similares limitaciones en su artículo 149, dentro del Capítulo dedicado al procedimiento
presupuestario.
Apartado 7. Prohibición de crear tributos.
El presente apartado ha de entenderse como la reacción a un estado de cosas anterior a la
Constitución al que ésta ha querido oponerse. En efecto, las Leyes de Presupuestos Generales del
Estado pre-constitucionales habían incluido tradicionalmente importantes reformas tributarias e
incluso, en ciertos casos, la reforma completa del sistema tributario. Así ocurría, por ejemplo, con la
reforma de 1957, que fue enteramente aprobada mediante Ley de 26 de diciembre de 1957, de
Presupuestos Generales del Estado para el periodo 1958-1959.
Frente a esa práctica, el artículo 134.7 de la Constitución se opone a la creación de tributos
mediante Ley de Presupuestos y permite únicamente la modificación de éstos cuando una Ley
tributaria sustantiva así lo prevea. Este precepto encerraba varias cuestiones no resueltas que se
plantearon inmediatamente después de la aprobación de la Constitución. Así, fue necesario precisar
qué significaba "Ley tributaria sustantiva" o qué alcance podía tener la modificación admitida en la
Constitución.
Como quiera que las Leyes de Presupuestos no renunciaron a modificar los tributos, se planteó un
recurso de inconstitucionalidad con fundamento en el artículo 134.7 de la Constitución, ya contra la
Ley de Presupuestos para 1981. En el citado recurso, el Tribunal Constitucional sentó
jurisprudencia (STC 27/1981 de 20 de julio, fundamentos jurídicos 2º y 3º) que, aunque discutida
por la doctrina, estableció los términos en que debía entenderse el apartado 7 del artículo 134 de la
Constitución. En esa sentencia, el Tribunal distingue entre:
a) La creación de tributos, prohibida por la Constitución.
b) La modificación, incluso la modificación sustancial, posible siempre que exista una previsión al
respecto en una Ley tributaria sustantiva.
c) La mera adecuación circunstancial del tributo, que el Tribunal parece admitir sin exigir Ley
tributaria anterior que la prevea.
La cuestión siguiente era, por tanto, determinar el significado de Ley tributaria sustantiva, a lo que
el Tribunal responde que ha de tenerse por tal "cualquier Ley (propia del impuesto o modificadora
de ésta) que, exceptuando la de Presupuestos, regule elementos concretos de la relación tributaria".
Con esa sentencia, el Tribunal Constitucional cerraba uno de los problemas de la Ley de
Presupuestos, precisando cuáles eran las limitaciones nacidas del artículo 134.7 de la Constitución.
El segundo problema, el del contenido y límites generales de la Ley de Presupuestos, se resolvía
definitivamente en la STC 76/1992 y en las que le han seguido -ya mencionadas al analizar el
apartado 2 del artículo 134 de la Constitución-, que han motivado que, desde entonces, las Leyes de
Presupuestos Generales del Estado vayan acompañadas de una Ley de Medidas. Y ha sido
justamente la aparición de este nuevo tipo de Ley la que ha restado importancia al problema de los
límites del artículo 134.7, puesto que ahora son las Leyes de Medidas las que abordan las
modificaciones tributarias de mayor alcance, sin los condicionantes que pesan sobre las Leyes de
Presupuestos.
Sobre el contenido de este artículo es posible, además, consultar la bibliografía básica que se
incluye

Sinopsis artículo 135


Apartado 1. Emisión de Deuda: sujetos y autorización.
Antecedentes históricos.
El artículo 135.1 de la Constitución expresa una reserva de Ley que exige la mediación de las
Cámaras autorizando la emisión de Deuda Pública. Esa reserva ha sido constante en las
Constituciones históricas españolas desde 1812, en las cuales se exigía reiteradamente la
autorización mediante Ley, tanto para disponer de las propiedades del Estado como para "tomar
caudales a préstamo". En este sentido, por ejemplo, el artículo 112 de la Constitución de 1931
señalaba lo siguiente: "El Gobierno necesita estar autorizado por una Ley para disponer de las
propiedades del Estado y para tomar caudales a préstamo sobre el crédito de la Nación. Toda
operación que infrinja este precepto será nula y no obligará al Estado a su amortización ni al pago
de interés".

Sujetos emisores de Deuda Pública.


La expresión "tomar caudales a préstamo" identifica lo que hoy entendemos por Deuda Pública.
Así, el artículo 28 de la Ley General Presupuestaria de 1988, Texto Refundido aprobado por Real
Decreto Legislativo 1091/1988, de 23 de septiembre, establecía que constituyen Deuda Pública los
capitales tomados a préstamo por el Estado o sus Organismos autónomos. A su vez la Ley 47/2003,
de 26 de noviembre, General Presupuestaria, que deroga la Ley de 1988 con efectos plenos a partir
de 1 de enero de 2005, contiene en su artículo 92 la misma definición de la Deuda, en este caso del
Estado, como "el conjunto de capitales tomados a préstamo por el Estado".
Ciertamente, hoy no son sólo el Estado y los Organismos autónomos los que pueden tomar capitales
a préstamo. La propia Ley 47/2003, de 26 de noviembre, General Presupuestaria ha previsto en su
artículo 111 el endeudamiento de los Organismos autónomos y de las Entidades públicas
empresariales (la definición de ambos se contiene en la Ley 6/1997, de 14 de abril, de organización
y funcionamiento de la Administración General del Estado), además de la propia Deuda del Estado.
Al mismo tiempo, las Comunidades Autónomas y las Entidades locales son también sujetos
emisores de Deuda Pública. Por lo que se refiere a las primeras, el artículo 14 de la Ley Orgánica
8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), prevé que
las mismas puedan concertar operaciones de crédito por plazo inferior a un año para atender
necesidades transitorias de tesorería o por plazo superior al año cuando el importe del crédito sea
destinado a realizar gastos de inversión y no exceda del 25 por 100 de los ingresos corrientes de la
Comunidad Autónoma. Si se tratase de operaciones de crédito en el extranjero o de emitir Deuda
Pública, precisarán autorización del Estado. A tal efecto, las operaciones de crédito de las
Comunidades Autónomas deberán coordinarse entre sí y con la política de endeudamiento del
Estado en el seno del Consejo de Política Fiscal y Financiera previsto en el artículo 3º de la propia
Ley Orgánica 8/1980.
A su vez, las Entidades Locales podrán igualmente apelar al crédito público o privado para la
financiación de sus inversiones. El crédito podrá instrumentarse mediante emisión de Deuda
Pública, contratación de préstamos, créditos o cualquier otra apelación al crédito público o privado.
Asimismo, se considera apelación al crédito la conversión o sustitución de operaciones
preexistentes (artículo 49 del Texto Refundido de la Ley reguladora de las Haciendas Locales,
aprobado por Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo).
La aprobación de la operación corresponde al Pleno de la Corporación o a su Presidente, atendida la
cuantía de la misma (artículo 52 de la Ley antes citada). A su vez, el Estado, a través del Ministerio
de Hacienda, deberá tener conocimiento de las operaciones concertadas. Con esa finalidad, el
artículo 55 de la misma Ley, establece la necesidad de que el Ministerio mantenga una central de
riesgos que provea de información sobre las distintas operaciones concertadas por las Entidades
Locales.
Deuda Pública y reserva de Ley.
Ciñéndonos al Estado, es preciso referirse al modo en que ha sido entendida por el legislador la
reserva de Ley contenida en el artículo 135.1 de la Constitución. De acuerdo con este precepto, para
emitir Deuda Pública sería necesario contar con una Ley de emisión que la autorice. Así formulado,
el precepto plantea al menos dos interrogantes: en primer lugar, si la Ley de autorización a que se
refiere ese artículo puede o no coincidir con la Ley anual de Presupuestos o si, por el contrario, es
preciso aprobar una Ley específica y propia para autorizar la emisión de Deuda; en segundo lugar,
se plantea el grado de definición que la reserva que examinamos exige a la Ley de autorización, es
decir, si ésta ha de precisar todos o sólo alguno de los extremos de la emisión.
Ambas preguntas encuentran respuesta en la práctica reiterada que han impuesto las sucesivas
Leyes de Presupuestos Generales del Estado. En efecto, la autorización requerida por la
Constitución se ha incorporado a la propia Ley de Presupuestos Generales del Estado prácticamente
desde la aprobación de la Constitución (véase, por ejemplo, el artículo 24 de la Ley 74/1980, de 29
de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 1981), de modo que la Ley de emisión ha
sido, y continúa siéndolo, la Ley anual de Presupuestos Generales del Estado (véase el artículo 46
de la Ley 61/2003, de 30 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 2004).
Por lo que se refiere al grado de determinación de las condiciones de emisión en la Ley autorizante,
esto es, en la Ley de Presupuestos Generales del Estado, la práctica indica también que se ha optado
por un modelo laxo, de suerte que las Leyes de Presupuestos se limitan a definir la cifra máxima de
Deuda a emitir, autorizando al Gobierno a emitir Deuda del Estado, a propuesta del Ministro de
Economía, dentro de ese límite. Por lo demás, el límite fijado puede ser discrecionalmente revisable
a propuesta del Ministro de Economía y automáticamente revisado cuando entre los ingresos
previstos y los reales que haya de percibir el Tesoro exista una desviación (artículo 46 de la Ley
61/2003, antes citada).
Frente a la laxitud con que se concibe la autorización de la Deuda del Estado, lo que afecta a los
Organismos autónomos se establece con mayor concreción en la propia Ley de Presupuestos. A tal
fin, se aprueba un anexo a la citada Ley en el que figuran los Organismos autorizados a emitir
Deuda, así como el importe de la autorización (artículo 47 y Anexo III de la Ley 61/2003, de 30 de
diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 2004).
Las condiciones en las que realmente se ha venido produciendo la autorización de emisión de
Deuda del Estado han sido refrendadas en la Ley 47/2003, de 26 de noviembre, General
Presupuestaria, cuyo artículo 94 reitera la previsión constitucional sobre la necesidad de contar con
una Ley autorizante de la emisión de Deuda del Estado, para afirmar a continuación que "a tal
efecto, la Ley de Presupuestos Generales del Estado establecerá el límite de la variación del saldo
vivo de Deuda del Estado de cada ejercicio presupuestario...".
Así pues, si admitimos como válida la práctica seguida hasta ahora, hoy ratificada por la nueva Ley
General Presupuestaria, la reserva de Ley que nace del artículo 135.1 de la Constitución se
circunscribe a la fijación del límite máximo de Deuda a emitir, dejando en manos del Gobierno el
resto de las condiciones de la emisión, incluso la revisión de ese límite.
Apartado 2. Garantía presupuestaria del pago de la Deuda.
Una última cuestión ofrece todavía el artículo 135 de la Constitución. Se trata de la garantía que
para los suscriptores de Deuda Pública incorpora el apartado 2 de dicho artículo, en la medida en
que establece una presunción en el sentido de que los créditos para satisfacer intereses y capital de
la Deuda Pública se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de los Presupuestos, sin
que puedan ser objeto de enmienda.
Esa previsión tiene un antecedente inmediato en lo dispuesto en el artículo 118 de la Constitución
de 1931, en la que se declaraba que "la Deuda Pública está bajo la salvaguardia del Estado",
afirmándose a continuación que "los créditos necesarios para satisfacer el pago de intereses y
capitales se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos del Presupuesto y no podrán ser
objeto de discusión mientras se ajusten estrictamente a las Leyes que autorizaron la emisión".
El contenido del artículo 135.2 de la Constitución vigente coincide casi literalmente con lo
establecido en la Constitución de 1931 y en ambos casos debe ser interpretado como una cláusula
de garantía que asegura a los suscriptores de Deuda Pública el carácter prioritario de los créditos
destinados a devolver capital e intereses de acuerdo con lo que determine la Ley de emisión. Para
reforzar la cautela constitucional, se arbitran dos previsiones complementarias: en primer lugar, la
presunción de que los créditos destinados a devolver el capital y satisfacer intereses forman parte
del estado de gastos de los Presupuestos, aunque no se estableciese expresamente en ellos; en
segundo término, la prohibición absoluta de modificación o enmienda de los créditos incluidos,
siempre que se ajusten a los compromisos asumidos por el emisor de Deuda.
Conviene, en relación con este último aspecto, señalar que la limitación que pesa sobre el
Parlamento en relación con las enmiendas que afectasen a los créditos dispuestos para la devolución
de capitales o satisfacción de intereses es absoluta y no admite salvedades, de modo que ni siquiera
la conformidad del Gobierno permitiría la tramitación de dichas enmiendas, como ocurre en otros
casos en que la Constitución establece límites a las enmiendas a presentar al Proyecto de Ley de
Presupuestos (artículo 134.6).
Sobre el contenido de artículo puede consultarse, además las obras citadas en la bibliografía básica
que se inserta.

Sinopsis artículo 136


1.- Precedentes, Derecho comparado y normativa reguladora
El Tribunal de Cuentas es una de las instituciones que goza de mayor raigambre histórica en el
derecho público español, con un origen que se remonta al menos hasta las Ordenanzas de Juan II de
Castilla de 1437, por las que se creaba una Contaduría Mayor de Cuentas, dependiente desde los
primeros Austrias del Consejo de Hacienda, para completar la labor fiscalizadora de las Cortes
sobre el empleo de los fondos recaudados a través de los servicios que éstas votaban. Con funciones
similares se acomodó sin problemas en el régimen liberal, de modo que lo encontramos mencionado
en el art. 122 del Estatuto de Bayona de 1808, el art. 350 de la Constitución de Cádiz de 1812, el
art. 42 de la Constitución non nata de 1856, el art. 58.5 de la Constitución de 1869 y en el art. 120
de la Constitución de 1931. Asimismo, en derecho comparado son numerosas las Constituciones
que de una u otra manera han regulado su existencia y funciones. Es el caso del art. 100.2 de la
Constitución italiana de 1947, del art. 114.2 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949 y el art. 47.6
de la Constitución francesa de 1958. Junto a ellos debe citarse el Tribunal de Cuentas Europeo, con
rango de Institución, tal y como establecen el art. 7.1 y los arts 246 y siguientes del Tratado de la
Comunidad Europea y que puede actuar en el ámbito nacional en el caso de que se hayan producido
transferencias de fondos comunitarios
La elaboración parlamentaria de este precepto resultó bastante pacífica, aprobándose el texto
contenido en el art. 127 del Anteproyecto con escasas variaciones, de las que tal vez merezca
destacarse sólo el reconocimiento de una mayor independencia al órgano en cuestión frente a las
Cortes Generales que supuso la introducción en el Dictamen de la Comisión de Asuntos
Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados del inciso "en el examen y
comprobación de la Cuenta General del Estado", a continuación de la declaración del segundo
párrafo del apartado 1 de que el Tribunal "dependerá directamente de las Cortes Generales y
ejercerá sus funciones por delegación de ellas".
La regulación legal del Tribunal de Cuentas se encuentra, por prescripción del art. 136.4, en una
norma con rango de ley orgánica, la LO 2/1982, de 12 de mayo, del Tribunal de Cuentas (LOTCu).
No es, sin embargo, la única norma relevante. Junto a ella hay que aludir a la Ley 7/1988, de 5 de
abril, de funcionamiento del Tribunal de Cuentas, modificada por Ley 22/1993, de 29 de diciembre,
de medidas fiscales y de reforma del régimen jurídico de la función pública y de la protección por
desempleo, así como a diversas Normas del Congreso de los Diputados y del Senado. Más
concretamente, hay que tomar en consideración las Normas de las Mesas del Congreso de los
Diputados y del Senado, de 3 de marzo de 1983, sobre funcionamiento de la Comisión Mixta a la
que se refiere la disposición transitoria primera de la ley orgánica 2/1982, de 12 de mayo, del
Tribunal de Cuentas, reformadas por la Resolución de las Mesas del Congreso de los Diputados y
del Senado, por la que se modifica el párrafo primero del artículo 1 de dichas Normas, de 20 de
febrero de 1989, así como las Normas de las Mesas del Congreso de los Diputados y del Senado
sobre tramitación de la Cuenta General del Estado de 1 de marzo de 1984. Por último, en relación
con la elaboración de la Cuenta General del Estado, han de tenerse en cuenta los arts. 130 y
siguientes de la ley .../2003, de ... de noviembre, general presupuestaria.

2.- Composición
La composición del Tribunal de Cuentas se regula en el art. 21 LOTCu, de acuerdo con el cual,
está integrado por doce Consejeros, de los que uno ejerce de Presidente, y el Fiscal. Los Consejeros
se designan por las Cortes Generales, seis por cada Cámara, para lo que se requiere el voto
favorable de los tres quintos de sus miembros, para un período de nueve años, de entre censores del
Tribunal de Cuentas, censores jurados de cuentas, magistrados, fiscales, profesores de universidad y
funcionarios públicos pertenecientes a Cuerpos para cuyo ingreso se exija titulación académica
superior, abogados, economistas y profesores mercantiles, todos ellos de reconocida competencia,
con más de quince años de ejercicio profesional. El Fiscal del Tribunal de Cuentas, que debe
pertenecer a la Carrera Fiscal, se nombra por el Gobierno en la forma establecida por la Ley
50/1981, de 30 de diciembre, por la que se regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. El
estatuto personal, en materia de incompatibilidades, de los Consejeros se rige por lo dispuesto para
los jueces en la LO 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, tal y como establece el art. 33.1. En el
sitio web del Tribunal se puede encontrar una relación de todos sus componentes desde 1982.

3.- Órganos
El Tribunal se organiza en torno a los siguientes órganos: el Presidente, el Pleno, la Sala de
Gobierno, la Sección de fiscalización, la Sección de Enjuiciamiento, los Consejeros, el Fiscal y la
Secretaría General.
El Presidente del Tribunal de Cuentas es nombrado por el Rey de entre sus miembros, a
propuesta del Pleno, aprobada en votación secreta, y por un período de tres años. Sus atribuciones,
conforme al art. 20 LOTCu, incluyen las de representar al Tribunal, convocar y presidir el Pleno y
la Comisión de Gobierno, facultades que comprenden la decisión con voto de calidad en caso de
empate, la fijación de los órdenes del día y la disposición de la ejecución de los acuerdos.
Asimismo, ejerce la jefatura superior del personal, dispone los gastos y contrataciones, ostenta la
superior inspección de los servicios propios del Tribunal y ejerce la potestad disciplinaria en casos
de faltas graves. Puede delegar en el Secretario General el ejercicio de las competencias que le
corresponden en materia de personal y como órgano de contratación, que no requieran previa
autorización o conocimiento del Pleno o de la Comisión de Gobierno.
En los casos de vacante, ausencia, enfermedad o cualquier otro impedimento legal del
Presidente, le sustituyen por este orden los Presidentes de la Sección de Fiscalización y
Enjuiciamiento y, en su defecto, el Consejero de más edad.
El Pleno está integrado por El Presidente y el resto de los Consejeros de Cuentas, el Fiscal y el
Secretario General, que ejerce las funciones de Secretario del Pleno, con voz pero sin voto. El
quórum para su válida constitución es de dos tercios de sus miembros y el de votación la mayoría de
los asistentes, salvo en los casos en que, específicamente, se exija una mayoría cualificada. Las
deliberaciones del Pleno tienen carácter reservado, de modo que sobre los asistentes y cuantos
pudieran conocerlas por razón de sus funciones en el Tribunal pesa el deber de guardar secreto
acerca de su contenido. Los Consejeros y el Fiscal pueden, en su caso, hacer constar en acta su voto
contrario al acuerdo adoptado y los motivos que lo justifique. Cuando voten en contra y hagan
constar por escrito su motivada oposición, el contenido de tales votos particulares se incorporará a
las Memorias, Informes, Mociones o Notas que deba remitir el Tribunal a las Cortes Generales, a
las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas, al Gobierno o a las distintas Entidades
y Organismos del sector público.
De acuerdo con el art. 21.2, corresponde al Pleno ejercer la función fiscalizadora, plantear los
conflictos que afecten a las competencias o atribuciones del Tribunal, conocer y resolver los
recursos contra las disposiciones y actos adoptados por el resto de los órganos del Tribunal en el
ejercicio de sus funciones gubernativas o en materia de personal, y las demás funciones que le
encomiendan la Ley Orgánica y la de Funcionamiento.
La Comisión de Gobierno está constituida por el Presidente del Tribunal y los Consejeros de
Cuentas Presidentes de Sección, que son elegidos por el Pleno para un período de tres años, en la
misma sesión en que se haya elegido al Presidente y por el mismo procedimiento. Junto a ellos,
actúa en calidad de Secretario, el Secretario General. Son aplicables a su funcionamiento los
preceptos previstos para el Pleno relativos a la convocatoria, constitución, deliberaciones y
levantamiento de actas. Corresponde a la Comisión de Gobierno mantener relaciones permanentes
con las Cortes Generales a través de la Comisión Mixta para el Tribunal de Cuentas, ejercer, en
materia de personal y régimen de trabajo, las facultades no reservadas específicamente al Pleno o al
Presidente del Tribunal, hacer uso de la potestad disciplinaria en casos de faltas muy graves,
distribuir los asuntos entre las Secciones, y las demás funciones que le atribuyen la Ley Orgánica y
la de Funcionamiento.
La Sección de Fiscalización está integrada por su Presidente y los Consejeros que tengan a su
cargo los Departamentos sectoriales y territoriales. Su organización en Departamentos sectoriales se
acomoda a las grandes áreas de la actividad económico - financiera del sector público, mientras que
los Departamentos territoriales llevan a cabo la fiscalización de la actividad económico - financiera
de las Comunidades Autónomas y de las Corporaciones Locales. Son sus funciones las de verificar
la contabilidad de las entidades del sector público y el examen y comprobación de las cuentas que
se someten a la fiscalización del Tribunal, así como examinar los procedimientos fiscalizadores
tramitados en los distintos Departamentos sectoriales y territoriales y proponer al Pleno las
Memorias o Informes, Mociones, Notas o medidas que corresponda elevar a las Cortes Generales.
La Sección de Enjuiciamiento está integrada por su Presidente y los Consejeros de Cuentas a
quienes, como órganos de primera instancia o adscritos a la Sala o Salas del Tribunal, corresponda
conocer de los procedimientos jurisdiccionales. Cada Sala está compuesta por el Presidente, que es
el de la Sección, y dos Consejeros y cuenta, además, con un Secretario y con el correspondiente
personal de la Secretaría. Además de las funciones jurisdiccionales, la Sección de Enjuiciamiento es
competente para preparar la Memoria de las actuaciones jurisdiccionales del Tribunal durante el
ejercicio económico correspondiente y formular la oportuna propuesta al Pleno, someter al Pleno las
modificaciones que deban introducirse en la estructura de la Sección, así como la creación de
nuevas Salas cuando el número de los asuntos lo aconseje, y sentar los criterios con arreglo a los
cuales debe efectuarse el reparto de asuntos entre las Salas y entre los Consejeros de la Sección de
Enjuiciamiento.
Por su parte, los Consejeros de Cuentas en cuanto titulares de los Departamentos sectoriales y
territoriales de la Sección de Fiscalización, tienen las facultades de representar al Departamento
respectivo ante los restantes órganos del Tribunal, impulsar, dirigir, distribuir, coordinar e
inspeccionar el trabajo en el Departamento, aprobar, rectificar o rechazar las propuestas que les
formulen las distintas unidades y ejercer la potestad disciplinaria en los supuestos de faltas leves. A
los Consejeros de Cuentas adscritos a la Sección de Enjuiciamiento, además de la competencia
jurisdiccional, les corresponde ejercer la vigilancia e inspección sobre los procedimientos de su
competencia y la potestad disciplinaria sobre el personal de la Sección en casos de faltas leves.
La Fiscalía del Tribunal de Cuentas, que depende funcionalmente del Fiscal General del Estado,
está integrada por el Fiscal y los Abogados Fiscales. Sus cometidos son los de consignar su
dictamen escrito en las Cuentas Generales y en las Memorias, Mociones y Notas del Tribunal, en
orden a las responsabilidades contables que de ellas puedan resultar, ser oída en los procedimientos
de fiscalización del Tribunal antes de su aprobación definitiva y solicitar la práctica de las
diligencias que estime convenientes en orden a la depuración de las responsabilidades contables que
de aquéllos puedan resultar, tomar conocimiento de todos los procedimientos fiscalizadores y
jurisdiccionales que se siguen en el Tribunal a efectos de esclarecer las posibles responsabilidades
contables que de ellos pudieran derivarse, y ejercitar la acción de responsabilidad contable y
deducir las pretensiones de esta naturaleza.
La Secretaría General desempeña las labores lógicas de apoyo personal y material a los órganos
del Tribunal, en particular, las de gestión, tramitación, documentación y registro de los asuntos de la
competencia del Presidente, Pleno y Comisión de Gobierno. A su frente se halla el Secretario
General, elegido y removido por el Pleno, a propuesta de la Comisión de Gobierno. La Secretaría
General se organiza en las Unidades Administrativas necesarias para atender la tramitación de
expedientes de toda índole y la gestión de asuntos generales, gubernativos y de personal al servicio
del Tribunal, asuntos económicos y presupuestarios, inspección y funcionamiento de los servicios
propios, compras y adquisiciones, informatización y procesamiento de datos, Registro General,
Archivo y Biblioteca. La función interventora se ejerce por el Interventor del Tribunal, nombrado y
removido libremente por el Pleno de este organismo. Además, existe un Servicio Jurídico del
Estado en el Tribunal de Cuentas, y, como órgano de asesoramiento y apoyo al servicio del
Presidente y de los órganos colegiados del Tribunal y de los Presidentes de las Secciones, está
prevista la existencia de un Gabinete Técnico bajo la dependencia orgánica del Presidente. El
Tribunal de Cuentas, por lo demás, tiene autonomía en todo lo concerniente a su gobierno y
régimen interior, así como a su personal.

4.- Funciones

Dos son los grandes bloques de funciones que ostenta el Tribunal de Cuentas: la función
fiscalizadora y el enjuiciamiento contable. La primera, de acuerdo con el art. 9 LOTCu, se refiere al
sometimiento de la actividad económico - financiera del sector público a los principios de legalidad,
eficiencia y economía proclamados en el art. 31.2 CE en relación con la ejecución de los programas
de ingresos y gastos. En particular debe fiscalizar, de oficio o a instancia de las Cortes Generales o,
en su ámbito, de las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, los contratos
celebrados por las Administraciones Públicas y la situación y variaciones de su patrimonio, así
como los créditos extraordinarios y suplementarios, incorporaciones, ampliaciones, transferencias y
demás modificaciones de los créditos presupuestarios iniciales. El resultado de esta evaluación,
ajustada a un programa anual de fiscalización, se expone por medio de informes o memorias que se
han de hacer llegar a las Cortes o a las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas,
según los casos y publicar en el B.O.E. o el diario oficial autonómico correspondiente. Junto a
éstos, el Tribunal elabora el Informe Anual previsto en el segundo párrafo del art. 136.2., donde se
incluye el análisis de la Cuenta General del Estado y de las demás del sector público. Dicho análisis
se extiende, entre otros, a extremos tales como la observancia de la Constitución, de las leyes
reguladoras de los ingresos y gastos y, en general, de las normas que afecten a la actividad
económico - financiera del sector público; el cumplimiento de las previsiones y la ejecución de los
Presupuestos de los distintos entes públicos; la racionalidad en la ejecución del gasto público,
basada en criterios de eficiencia y economía y la ejecución de los programas de actuación,
inversiones y financiación de las sociedades estatales, y de los demás planes que rijan la actividad
de las empresas públicas, así como el empleo de las subvenciones con cargo a fondos públicos.
Respecto de esta última, el art. 34 de la ley 7/1988 establece una obligación de rendición de cuentas
por los beneficiarios, que se ha de instrumentar a través de la justificación al órgano concedente de
la realización de la actividad correspondiente, tal y como dispone el art. 14 de la ley /2003, de de
noviembre, general de subvenciones.
El enjuiciamiento contable, por su parte, actividad de naturaleza jurisdiccional según ha
reconocido la STC 187/1988, de 17 de octubre y el ATC 312/1996, y ha sido reiterado
recientemente por la STC 215/2000, de 18 de septiembre, tiene por objeto ventilar la
responsabilidad por alcances de caudales o efectos públicos y por infracción de las obligaciones
accesorias constituidas en garantía de su gestión, en relación con quienes recauden, intervengan,
administren, custodien o utilicen fondos públicos. Es necesaria, improrrogable, exclusiva y plena y
se extiende a las cuestiones prejudiciales e incidentales salvo las de carácter penal, directamente
relacionadas con la responsabilidad contable. No obstante, la amplitud de esta fórmula se ve
mermada por el art. 16 LOTCu, que excluye de la jurisdicción contable los asuntos atribuidos a la
competencia del Tribunal Constitucional y a la jurisdicción contencioso - administrativa, los hechos
constitutivos de delito o falta y las cuestiones de índole civil, laboral o de otra naturaleza
encomendadas al poder judicial. Además, el art. 17.3 precisa que la decisión que se pronuncie no
produce efectos fuera del ámbito de la jurisdicción contable. Por lo tanto, las cuestiones que deben
ventilarse ante la Sala de enjuiciamiento del Tribunal de Cuentas se limitan a determinar la
indemnización de los daños y perjuicios a la que queda obligado el que por acción u omisión
contraria a la ley origine el menoscabo de los caudales públicos, dentro de la cual está comprendida
la responsabilidad civil derivada del delito en el caso de que la conducta ilícita estuviera tipificada
como tal.
Sin entrar en los detalles del procedimiento correspondiente, que debe someterse a las garantías
que la Constitución anuda a todo proceso, según la STC 215/2000, antes citada, sí pueden
destacarse algunos aspectos de interés como son el reconocimiento de la acción popular para la
exigencia de responsabilidad contable, sin que pueda exigirse la prestación de fianza o caución (art.
47.3 LOTCu) el derecho de los funcionarios y demás personal al servicio de las Administraciones
Públicas de comparecer por sí mismos y asumir su propia defensa y la posibilidad de recurrir las
resoluciones del Tribunal en casación y revisión ante el Tribunal Supremo.

5.- Relaciones con las Cortes Generales


La Constitución española establece, en su artículo 136, una vinculación institucional entre el
Tribunal de Cuentas y las Cortes Generales, reiterada en el último inciso del art. 1.2 LOTCu, en
virtud de la cual aquél actúa por delegación de éstas en el examen y comprobación de la Cuenta
General del Estado y ha de informar a las Cámaras sobre las infracciones o responsabilidades
detectadas al examinar las cuentas públicas.
El órgano de relación de las Cortes Generales con el Tribunal de Cuentas es la Comisión Mixta
del Congreso de los Diputados y del Senado para las Relaciones con el Tribunal de Cuentas, creada
por la disposición transitoria primera LOTCu y regulada por las citadas Normas de las Mesas del
Congreso de los Diputados y del Senado, de 3 de marzo de 1983. Con el fin de facilitar el
seguimiento de la actividad del Tribunal, a la Comisión Mixta se le traslada el programa de
fiscalizaciones que el Pleno del Tribunal de Cuentas aprueba para cada año. Una vez aprobadas por
éste las fiscalizaciones realizadas, los Informes son remitidos a esta Comisión para su estudio, para
lo cual, es habitual la comparecencia del Presidente del Tribunal para aclarar las cuestiones que se
susciten por los Grupos parlamentarios.
Por otra parte, los Informes aprobados por el Tribunal de Cuentas se someten a dos tipos de
tramitación parlamentaria. Respecto de la Declaración definitiva sobre la Cuenta General del
Estado, la Comisión Mixta emite un dictamen, en el que, en su caso, introduce propuestas de
resolución que eleva a los Plenos del Congreso de los Diputados y del Senado para su debate y
eventual aprobación. En cambio, para el Informe Anual y los informes extraordinarios aprobados
por el Tribunal es la propia Comisión Mixta el órgano competente para aprobar las resoluciones que
estime pertinentes.

6.- Las Cámaras de Cuentas autonómicas


La cuestión de la creación de Cámaras autonómicas con funciones similares a las del Tribunal de
Cuentas planteó inicialmente una cierta controversia que hubo de ser resuelta por el Tribunal
Constitucional en la citada Sentencia 187/1988, que declaró que, aunque en el ámbito de la función
fiscalizadora la competencia del Tribunal no es única sino suprema, lo que permitía la intervención
de órganos territoriales bien que de forma vicarial, en la función de enjuiciamiento su jurisdicción
es exclusiva, sin perjuicio de las delegaciones que pueda hacer el Tribunal. Lo cierto es que el
propio art. 1.2 LOTCu reconoce la licitud de la configuración de estos órganos de acuerdo con las
disposiciones de los respectivos Estatutos de autonomía y que la práctica posterior hizo que, con
previsión estatutaria o sin ella, por cuanto se entendió que dichas Cámaras no formaban parte en
rigor de las Instituciones autónomas propias a las que alude el art. 147.2.c) CE, la mayor parte de
las Comunidades se dotasen de un órganos de control externo propio. Con el tiempo, todos los
Estatutos de autonomía, tras las reformas acometidas por diversas leyes orgánicas aprobadas entre
1996 y 1999, les han dado cobertura. Por ello la Ley 7/1988 derogó la previsión inicial de la
LOTCu de constituir secciones territoriales descentralizadas del Tribunal para cada Comunidad
Autónoma y la STC 18/1991, de 31 de enero reiteró la compatibilidad de ambos sistemas de
control, sin perjuicio de las supremacía del Tribunal, justificada, entre otras razones, en la facultad
de control económico y presupuestario sobre las Comunidades Autónomas que le atribuye el art.
153.d) CE, y de la necesaria coordinación entre ambos.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 137


El primero de los artículos del texto constitucional vigente enuncia la organización territorial del
Estado y distingue tres tipos de Administraciones Públicas territoriales diferenciadas .
El modelo de Estado está delineado en la Constitución de forma imprecisa. Sabemos que es un
Estado de Derecho, social y democrático (art. 1.1) y que su forma política es la Monarquía
parlamentaria (artículo 1.3.). Pero no sabemos con certeza si es un Estado unitario o federal o un
tipo intermedio que participa de algunas notas de ambos. La Constitución no se define en este punto
ni acuña un nombre distintivo que caracterice la peculiar estructura del Estado español, en contraste
con la Constitución de 1931 que lo denominó "Estado integral".
En ausencia de una caracterización constitucional de la configuración del Estado, se le designa
por la doctrina con fórmulas tales como "Estado plural" (Tierno Galván), "Estado autonómico"
(Sánchez Agesta),"Estado regional" (Peces Barba), "Estado de las Autonomías" (Clavero Arévalo),
"Estado federal unitario" (Ariño), "Estado unitario regional" (Fernández Rodríguez), "Estado
semifederal, semirregional o semicentralizado" (Muñoz Machado), "Estado federo-regional"
(G.Trujillo), "Estado autonómico con matices federalistas" (Entrena Cuesta), "Estado unitario con
espíritu federalista" (Simón Tobalina), "Estado integral" (Herrero y Rodríguez de Miñón).
En resumen, nos encontramos ante un modelo de Estado constitucionalmente innominado al que
el Tribunal Constitucional denomina "Estado de las Autonomías", sin pretender con ello atribuirle
una calificación jurídica precisa.
La Constitución de 1978 es señaladamente autonómica ya que introduce en la organización
territorial un nuevo Ente, distinto de la provincia y del Municipio, que es la Comunidad Autónoma,
al que dedica el Capítulo III de su Titulo VIII. En el artículo 2 se "reconoce el derecho a la
autonomía de las nacionalidades y regiones".
Por otro lado, el principio de autonomía, afirma el Tribunal Constitucional es "un principio
general de la organización del Estado plasmado en nuestra Constitución". Y la sentencia de 28 de
Julio de 1981, declara que el principio de autonomía "es uno de los principios estructurales básicos
de nuestra Constitución".
El principio de autonomía da lugar a una distribución en cascada del poder. Efectivamente, la
Constitución, dice la STC 32/1981, configura una distribución vertical del poder público entre
entidades de distinto nivel, que son fundamentalmente el Estado titular de la soberanía; las
Comunidades Autónomas, caracterizadas por su autonomía política y las provincias y municipios,
dotados de autonomía administrativa de distinto ámbito ...
En lo que parece estar de acuerdo la doctrina es en el carácter atípico de las Comunidades
Autónomas y en la originalidad del modelo. Mientras que para unos el Estado de las Autonomías es
motivo de aplauso, para otros lo es de censura. Así, Peces-Barba lo califica de "aportación española
al Derecho Constitucional", al tiempo que Gil-Robles lo entiende como una lamentable
originalidad.
Al tratar los autores de encuadrar, dentro de los modelos construidos por la doctrina, el Estado
configurado por nuestra Constitución, han expuesto múltiples opiniones, afirmando unos y negando
otros el carácter federal del Estado. Para Fernández-Ordóñez estamos ante "la idea de un Estado
cuasi federal que es el modelo al que finalmente caminamos". Según Fontán "el nuevo Estado de las
Autonomías está destinado a ofrecer semejanzas funcionales con algunos de los modernos Estados
que llaman federales ... (si bien) se distingue claramente de ellos, acercándose más bien al Estado
regional previsto por la vigente Constitución de la República italiana".
González Casanova dice que es un "Estado fundado en el derecho al autogobierno, del que sólo
el tiempo nos dará la calificación definitiva". Herrero y Rodríguez Miñón rechaza tanto la fórmula
del Estado federal como la del Estado regional. Del federalismo dice que es, simplemente, un
término cargado de connotaciones afectivas, políticamente relevantes, pero ajenas a los
planteamientos técnico-jurídicos, y a la hora de determinar si una figura concreta es o no federal, la
opción resulta hasta difícil incluso en la tierra de elección del federalismo clásico, siendo preciso
recurrir a calificaciones híbridas como la de "Federalismo cooperativo" o la de "Estado federal
unitario".
Del Estado regional opina que "es una categoría inútil desde un punto de vista jurídico y desde
una perspectiva política aparece como un concepto gastado y no menos insuficiente.
Todo esto le lleva a la conclusión de que "si el federalismo carece de un sentido jurídico y
político preciso y el regionalismo es una categoría tan insuficiente técnicamente como políticamente
gastada, se hace acuciante la necesidad de nuevas fórmulas de autonomía que obvian estas
dificultades".
Según Fernández Rodríguez, en el caso, que es el nuestro, de los viejos Estados unitarios del
Continente que caminan hacia el pluralismo intraestatal "esa tendencia apunta a la cristalización de
lo que ha dado en llamarse Estado unitario regional, es decir, de un nuevo modelo estructural
basado en una redistribución del poder político entre el centro y la periferia, el todo y las partes".
Luego afirma que desde el punto de vista jurídico no es posible su encuadramiento en ninguno de
los dos tipos dogmáticos convencionales, cuyos elementos conceptuales aparecen estrechamente
entrelazados.
Para Ariño: "Nuestro sistema no puede ser calificado sin más de federal, en el estricto sentido
que la doctrina del Derecho Público da a este concepto, por la simple razón de que las llamadas
"nacionalidades y regiones" no tienen poder originario ni, por tanto, competencia constituyente,
como tienen los Estados miembros de un Estado federal para darse -o reformar- sus
Constituciones".
El mismo Ariño añade "Es incuestionable que nuestra Constitución configura un Estado
nacional, único soberano común a todas las regiones y pueblos de España; la nación española es la
titular última y única de la soberanía, de la que todos los demás grupos e instituciones reciben su
reconocimiento y poder ... No cabe, pues, diversidad de Estados. Caben si, Gobiernos regionales
con auténtico poder político, con legitimación directa en la Constitución, con poderes propios
otorgados por ésta y, por todo ello, con una cierta capacidad de afirmación frente al Estado central,
pero que tampoco es una autonomía otorgada graciosa, que aquél pueda revocar o delimitar a su
arbitrio".
Sánchez Agesta entiende que "El Estado español como Estado autonómico se identifica con un
Estado nacional y que se "fundamenta en la indisoluble unidad de la nación Española", que se
vincula a una sola soberanía nacional -que reside en el pueblo español- y que reconoce y garantiza
el derecho a la autonomía de las nacionalidades culturales y las regiones históricas que
contribuyeron a su formación en el decurso de los siglos.
Prosigue Sánchez Agesta "... España, como Estado autonómico, tiene un principio que lo
diferencia de una estructura federal: no hay un pacto de entidades preexistentes soberanas, sino que
de acuerdo con los art. 1 y 2 de la Constitución, es la nación o el pueblo en ejercicio de su
soberanía, el titular de un poder constituyente que define una estructura política compleja, con una
división territorial del poder, en que reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las
nacionalidades y regiones que la integran".
Por otro lado, Clavero Arévalo afirma que "La Constitución ofrece un modelo de Estado en
cierto modo unitario en cuanto que la soberanía nacional es única y reside en el pueblo español. Las
Comunidades Autónomas, aunque promulguen leyes elaboradas por Asambleas elegidas por
sufragio universal, no son soberanas, ni, por supuesto, constituyen Estados federados, ni aún en el
caso de aquellas que en sus Estatutos se han denominado "nacionalidades". La Constitución abre el
camino para una amplia descentralización político-administrativa, sobre la base de auténticos
poderes territoriales, pero ninguna Comunidad Autónoma encuentra su incorporación al Estado en
virtud de un pacto federal".
Podemos ver cómo en las intervenciones de los representantes de los distintos grupos
parlamentarios se encuentran abundantes testimonios de que los constituyentes optaron por la
unidad del Estado, frente a las tesis federalistas. Así, Pérez Llorca dijo: "A través del sistema que
dibujan el artículo 2 del proyecto constitucional y el Título VIII que lo desarrolla, se ha conseguido
un texto equilibrado que, salvaguardando en todo caso y a toda costa aquellos principios no
susceptibles de debate, tales como la unidad del Estado, de la Nación y de la soberanía ..., se
concilian tales principios con un sistema complejo y flexible de acceso a la autonomía".
Letamendía se lamentaba de que "no solamente se ha cerrado el paso a la defensa del derecho de
autodeterminación en esta Constitución, sino que se cierra el paso al federalismo". Y luego añade:
"El Estado que contempla la Constitución en su Título VIII, sobre organización territorial y en las
disposiciones adicionales, no es un Estado federal, sino centralista regionalizado. De ello es
expresión clarísima el apartado 1 de este artículo (el actual 145) en donde se dice que "en ningún
caso se admitirá la federación de Comunidades Autónomas".
Fraga por su parte, dijo "El régimen autonómico no es una mera descentralización
administrativa, pero no es tampoco un Estado miembro de una Federación. La diferencia radica
justamente en que esta autonomía institucional es distinta de la del Estado miembro que tiene su
propio poder constituyente dentro del pacto federal.
Queda así claro que los constituyentes, por las razones que fueran, no adoptaron como modelo
de Estado el Estado federal
El Tribunal Constitucional ha venido también a confirmar la unidad del Estado en su Sentencia
número 4/1981.
El Estado es un ente complejo que consiste en una pluralidad de órganos y aunque en
determinados aspectos actúa como una unidad y como tal constituye una persona jurídica, reparte o
distribuye entre sus distintos órganos las también distintas funciones a cumplir.
De esta manera, el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, que lleva como
corolario la solidaridad entre todas ellas, se da sobre la base de la unidad nacional. No cabe discutir,
pues, la posición de superioridad que constitucionalmente corresponde al Estado como
consecuencia del principio de unidad y de la supremacía del interés de la Nación.
Ya que nuestro Estado no es un Estado federal, sería inconstitucional cualquier intento de dotar
de una estructura federal al Estado español. Sólo mediante una reforma constitucional, a través de
los procedimientos que la propia Constitución señala, podría implantarse en España el federalismo.
Es imprescindible respetar el contenido de las instituciones.
El Tribunal Constitucional ha sentado la doctrina al velar por el contenido del Artículo 141 de la
Constitución en su sentencia número 32/1981, recaída sobre la Ley de transferencia urgente y plena
de las Diputaciones catalanas a la Generalidad.
La Ley del Parlamento Catalán no suprimía frontalmente la provincia, cuya personalidad jurídica
reconoce la Constitución, pero de hecho la vaciaba de contenido. Y este vaciamiento no podría
llevarse a cabo sin vulnerar el artículo 149 que enumera las competencias exclusivas del Estado y el
Tribunal Constitucional habrá de velar por su estricta observancia.
No puede olvidarse que la Constitución "contempla la necesidad, como consecuencia del
principio de unidad y de la supremacía del interés de la Nación, de que el Estado quede colocado en
una posición de superioridad, tanto en relación a las Comunidades Autónomas como a los Entes
locales.
El artículo 137 se refiere al Estado en sentido amplio cuando dice que "El Estado se organiza
territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan".
De ahí que éstas puedan ser consideradas como órganos del Estado lato sensu. En cambio, si
tomamos al Estado en sentido estricto, las Comunidades Autónomas nos aparecen perfectamente
diferenciadas y contrapuestas a aquel, ya que tienen competencias exclusivas que pueden hacer
valer frente al Estado.
Otra importante precisión que ha realizado el Tribunal Constitucional en torno a las
Comunidades Autónomas es que no han de ser necesariamente iguales entre sí.
El Tribunal Constitucional ha dicho que las Comunidades Autónomas se caracterizan a la vez
por su homogeneidad y su diversidad. Las Comunidades Autónomas, afirma la Sentencia "son
iguales en cuanto a su subordinación al orden constitucional; en cuanto a los principios de su
representación en el Senado; en cuanto a su legitimación ante el Tribunal Constitucional o en cuanto
que las diferencias entre los distintos Estatutos no podrán implicar privilegios económicos o
sociales; en cambio, pueden ser desiguales en lo que respecta al procedimiento de acceso a la
autonomía y a la determinación concreta del contenido autonómico de su Estatuto y, por tanto, en
cuanto a su complejo competencial. El régimen autonómico se caracteriza por un equilibrio entre la
homogeneidad y diversidad del status jurídico-público de las Entidades territoriales que lo integran.
Sin la primera, no habría unidad ni integración en el conjunto estatal; sin la segunda, no existiría
verdadera pluralidad ni capacidad de autogobierno".
La Sentencia número 25/1981 de 14 de julio precisa que las Comunidades Autónomas "gozan de
una autonomía cualitativa superior a la administrativa que corresponde a los Entes locales, ya que se
añaden potestates legislativas y gubernamentales que la configuran como autonomía de naturaleza
política"
De este modo, la autonomía política de las nacionalidades y regiones tiene una mayor protección
constitucional que la autonomía administrativa de los municipios y provincias. Y es reiterada la
jurisprudencia constitucional que califica de autonomía política la que corresponde a las
Comunidades Autónomas frente a la autonomía administrativa propia de las Corporaciones Locales.
Ciertamente, esta posición doctrinal ya ha sido ampliamente matizada posteriormente,
reconociéndose tanto el carácter político de los Entes Locales como el de su autonomía.
La regulación constitucional de las Autonomías, en concreto las del Titulo VIII de la
Constitución, es sumamente deficiente como reconoce la generalidad de los autores.
Un primer defecto en el texto constitucional relativo a las Autonomías es de carácter sistemático.
La Constitución no presenta una regulación ordenada y coherente en esta materia. Los artículos de
este Titulo no obedecen a ningún orden lógico y su caótico engarce viene agravado por la incidencia
en la regulación de las autonomías de otros preceptos dispersos en la Constitución.
También es digno de reseñar la falta de ordenación y coherencia en las normas constitucionales
relativas al procedimiento que debe seguirse para alcanzar la autonomía. Estas normas se
encuentran diseminadas en los artículos 143, 144, 147, 151 y en las Disposiciones transitorias
primera, segunda, cuarta, quinta y sexta.
En cuanto a la regulación del contenido de las autonomías podemos verla dispersa en quince
artículos : 3º, 4º, 69.5, 87.2, 131 .2, 133.2, 138.2, 139, 148, 149, 150, 152, 156, 157 y 162.
Pero las deficiencias constitucionales no son sólo de carácter sistemático, pues la nota dominante
de sus preceptos es la ambigüedad, consecuencia del método de consenso seguido en su
elaboración.
Para una información más amplia se pueden consultar las obras y comentarios citados en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 138


El artículo 2 CE, tras hacer mención expresa a que la Constitución se fundamenta en la
indisoluble unidad de la Nación española, reconoce y garantiza la autonomía de las nacionalidades
y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.
Pues bien, el artículo 138 garantiza le realización efectiva del principio de solidaridad
consagrado en el artículo 2, velando por el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y
justo entre las diversas partes del territorio español y, tras reconocer la peculiaridad del que llama
hecho insular enfatiza que, las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades
Autónomas "no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales".
Las previsiones del texto constitucional de 1978 y las sucesivas Sentencias del Tribunal
Constitucional han permitido conocer y valorar la realidad compleja del Estado y -a partir de ésta-
la necesidad de crear instrumentos posibilitadores del funcionamiento normal de las relaciones entre
las partes del todo, de manera que pueda concluirse, como ha afirmado Muñoz Machado en que es
posible y normalmente pacífico el funcionamiento autonómico de las partes del todo, pero
integradas, asimismo, todas ellas en un sistema global en el que todas quedan trabadas
armónicamente.
La exposición de Motivos de la Ley 30/1992, según su redacción inicial, en su Parte IV, contenía
en su primer párrafo tres ideas, que resaltaban como propias de su tiempo:
1ª.- Reconocimiento de la plural realidad organizativa constitucional.
2ª.- Proyección común de las distintas Administraciones sobre unos mismos
destinatarios y un mismo territorio.
3ª.- Previsión de necesidades de actuación:
a) Acercamiento eficaz a los administrados.
b) Relación fluida entre las Administraciones.
c) Creación legal de un marco común que garantice la igualdad de los
administrados y la certeza de éstos de una actuación administrativa
homogénea.
En su segundo párrafo se concluía en que la cooperación entre Administraciones no es sólo un
deber: es la esencia del modelo de organización territorial del Estado. Permítasenos unas crítica.
Esta cooperación, que parece esencial, debería predicarse de todas las Administraciones Públicas en
presencia pero sólo se hacía una referencia expresa a las de mayor ámbito competencia territorial: el
Estado y las Comunidades Autónomas. El principio de lealtad constitucional obligaba a contemplar
las previsiones del artículo 103.1 de la Constitución Española, como referibles a los tres pilares de
la organización del Estado de las Autonomías, con todas las matizaciones y límites que procedan,
pero sin excluir ninguno.
En la Exposición de Motivos de la Ley 4/99, ha de reconocerse una mayor sensibilidad por la
realidad institucional derivada del texto constitucional vigente. En efecto, se menciona
expresamente el principio de lealtad institucional "como criterio rector que facilite la colaboración y
la cooperación entre las diferentes Administraciones Públicas...". No se menciona, ni se excluye a
ninguna de ellas. En la parte dispositiva de la Ley de modificación de la Ley 30/92 este principio se
explicita en el art. 4.1. La referencia al protagonismo de las Entidades Locales en los asuntos que
afecten o se refieran a sus competencias, se recoge en el art. 5.8 según el cual, el pleno del órgano
de cooperación de composición multilateral, "puede acordar que la asociación de éstas de ámbito
estatal con mayor implantación sea invitada a asistir a sus reuniones, con carácter permanente o
según el orden del día".
El T.C. (Sentencias STC 32/1983 de 28 de abril y STC 42/1983 de 20 de mayo de 1983, ) ha
insistido en que con la coordinación se persigue la integración de la diversidad de las partes o
subsistemas en el conjunto o sistema, evitándose contradicciones y reduciéndose disfunciones que,
de subsistir, impedirían o dificultarían respectivamente la realidad misma del sistema. Esta facultad
insiste el TC, debe ser entendida como fijación de medios para conseguir:
-Información recíproca
-Homogeneidad técnica.
-Fijación de las autoridades competentes, de tal modo que se logre la integración de
actos parciales en la globalidad del sistema.
Los medios para asegurar la coordinación pueden ser (Vid. STC 76/1983 de 5 de agosto de 1983
sobre la LOAPA):
1.La creación de órganos de colaboración siempre que sean únicamente deliberantes o
consultivos.
2.La elaboración de planes sectoriales en los que se definan los intereses supralocales y
se fijen objetivos y prioridades.
3.Petición de información.
La coordinación no puede servir de pretexto para revivir una relación jerárquica encubierta. La
Sentencia del Tribunal Constitucional STC 32/1981, de 28 de julio de 1981 sobre la Ley Catalana
de 17-12-80 sobre transferencia urgente y plena de las competencias de las Diputaciones
Provinciales a la Generalidad se ha encargado de recordarlo. La armonización de intereses
concurrentes de las Comunidades Autónomas y de las Diputaciones Provinciales a que se refiere el
art. 7 de la Ley 12/83 de 14.10.83, del Proceso Autonómico (LPA) ha reavivado el problema
(Recuérdese la Ley Valenciana de 4.10.83 que declara de interés para la Comunidad Autónoma
determinadas funciones propias de las Diputaciones Provinciales).
A partir del reconocimiento de la indisoluble unidad de la Nación española, por una parte, y el
reconocimiento de la autonomía de las partes que la integran, es evidente que ambos principios solo
pueden ser efectivos si se ponen en práctica con subordinación de las partes y del todo al principio
de lealtad institucional que solo es entendible desde el reconocimiento recíproco por parte de todos
de la legítima existencia de las partes y también del todo a partir del cual, precisamente se ha
posibilitado y legitimado la existencia de todas las partes de él.
Es evidente que siempre podrá existir una tensión dialéctica entre las fuerzas centrípetas y las
centrífugas en presencia, pero la convivencia democrática solo será posible desde la reconocida
legitimidad del conjunto del sistema y, especialmente, desde el reconocimiento expreso del
principio de solidadridad, a través de fórmulas de convergencia, como afirma Santamaría Pastor,
"que posibiliten el funcionamiento ordenado del sistema."
El texto constitucional permite visualizar una expresa preocupación del constituyente por un
equilibrio económico. Este equilibrio podrá ser realidad si el Estado cumple con el deber de corregir
las desigualdades territoriales.
Para ello, el propio texto constitucional prevé mecanismos posibilitadores.
De una parte, el art. 131 CE prevé que "El Estado, mediante Ley, podrá planificar la actividad
económica general y armonizar el desarrollo regional y sectorial".
Por otra parte, en los Presupuestos Generales del Estado, según se establece en el art. 158 CE se
podrá establecer "una asignación a las Comunidades Autónomas... Con el fin de corregir
desequilibrios económicos interterritoriales y hacer efectivo el principio de solidaridad, se
constituirá un Fondo de Compensación...".
Pero el aludido principio de lealtad institucional obliga no solo al Estado, sino también a las
Comunidades Autónomas, ya que según el art. 156.1 CE la autonomía financiera de las
Comunidades Autónomas deberá servir, también, a "la solidaridad entre todos los españoles."
Para Pablo Lucas Verdú/Pablo Lucas Murillo de la Cueva, en su comentario a este artículo en la
obra colectiva coordinada por Oscar Alzaga, el principio de solidaridad interterritorial puede
considerarse como cláusula de cierre del sistema de descentralizción del poder político. Y ello tiene
una importancia de gran relevancia porque, según estos autores, el principio de solidaridad
trasciende del estricto sentido económico al que expresa y literalmente se refiere el texto
constitucional. En efecto, no es, ni mucho menos desdeñable el valor ético de este principio.
La doctrina del Tribunal Constitucional no ha sido precisamente numerosa ni significativa de las
posibilidades extraibles del principio de solidaridad.
Se pueden citar, entre otras, la STC 54/1982, de 26 de julio, de simple referencia al aspecto
económico de la solidaridad. En el mismo sentido, la STC 64/1982, de 4 de noviembre.
En la STC 29/1986, de 20 de febrero y, en relación con la política de reconversiones industriales
en zonas concretas, el Tribunal Constitucional afirma la competencia estatal en aplicación del
principio de solidaridad supraautonómica.
Debe mencionarse, por la argumentación utilizada por el Tribunal Constitucional, que las
actuaciones favorecedoras del emplazamiento de determinadas empresas en zonas de escas
actividad económica, no es insolidaria, sino todo lo contrario.
Para concluir el comentario a este precepto constitucional, parece obligada la referencia al ya
citado principio de cooperación.
Ni parece creible un sistema descentralizador que termine anulando el Estado que ya no
mantiene competencias descentralizables y que podría terminar por desaparecer por innecesario
desde la perspectiva de sus relaciones institucionales con las restantes partes del Estado mismo, ni
tampoco el proceso español permite avizorar en el corto o medio plazo, el fenómeno contrario que
se ha producido en muchos países federales, en los que la centralización ha sido el sentido de la
evolución de los respectivos ámbitos competenciales en presencia.
Para una información más extensa se pueden consultar las obras y comentarios citados en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 139


En este precepto constitucional, parece que se conectan tres grandes principios de transcendencia
económica: la libertad de empresa, la unidad de mercado y la libertad de residencia en relación con
los dos anteriores.
La libertad de empresa
En relación con la libertad de empresa, se ha pronunciado reiteradamente la Jurisprudencia.
Así, según la STC 37/1981, de 16 noviembre, F. J. 2:
"... no puede ser entendido en modo alguno como una rigurosa y monolitica
uniformidad de ordenamiento de la que resulte que, en igualdad de circunstancias, en
cualquier parte del territorio nacional, se tienen los mismos derechos y obligaciones.
Esto no ha sido nunca así entre nosotros en el ámbito del Derecho privado y, con la
reserva ya antes señalada respecto de la igualdad de las condiciones básicas de ejercicio
de los derechos y libertades, no es ahora resueltamente asi en ningún ámbito, puesto que
la potestad legislativa de que las Comunidades Autónomas gozan potencialmente de
nuestro ordenamiento una estructura compuesta, por obra de la cual puede ser distinta la
posición jurídica de los ciudadanos en las distintas partes del territorio nacional. Es
cierto que esta diversidad se da dentro de la unidad y que, por consiguiente, la potestad
legislativa de las Comunidades Autónomas no puede regular las condiciones básicas de
ejercicio de los derechos o posiciones jurídicas fundamentales que quedan reservadas a
la legislación del Estado (arts. 53 y 149.1.1" CE)".
En la STC 37/1987, de 26 marzo, el Tribunal Constitucional tiene ocasión de insistir en que:
"el principio constitucional de igualdad no impone que todas las Comunidades
Autónomas ostenten las mismas competencias, ni, menos aún, que tengan que ejercerlas
de una manera y con un contenido y unos resultados ídénticos o semejantes. La
autonomía significa precisamente la capacidad de cada nacionalidad o región para
decidir cuándo y cómo ejercer sus propias competencias en el marco de la Constitución
y del Estatuto. Y si, como es lógico, de dicho ejercicio derivan desigualdades en la
posición jurídica de los ciudadanos residentes en cada una de las distíntas Comunidades
Autónomas, no por ello resultan necesariamente infringidos los arts. 1, 9.2, 14, 139 y
149.1.1ª" CE, ya que estos preceptos no exígen un tratamiento jurídico uniforme de los
derechos y deberes de los ciudadanos en todo tipo de materias y en todo el territorio del
Estado, lo que sería frontalmente incompatible con la autonomía, sino, a lo sumo, y por
lo que al ejercicio de los derechos y al cumplimiento de los deberes constitucionales se
refíere, una igualdad de las posiciones jurídicas fundamentales".
En la misma linea, entre otras, la STC 150/1990, de 4 octubre.
En el F. J. 2 de la STC 76/1983, de 5 agosto, sobre la LOAPA, el Tribunal Constítucional,
citando la STC 16/1981 afirma:
"no es, en definitiva, la igualdad de derechos de las Comunidades Autónomas lo que
garantiza el principio de igualdad de derechos de los ciudadanos, sino que es la
necesidad de garantizar la igualdad en el ejercicio de tales derechos lo que, mediante la
fijación de unas comunes condiciones básicas, impone un limite a la diversidad de las
posiciones jurídicas de las Comunidades Autónomas".
El art. 51.3 CE establece que la Ley regulará el ejercicio del comercio interior y -por tanto- la
facultad de imponer límites al libre ejercicio de esta actividad.
El marco regulador ha evolucionado al compás de la evolución de la realidad social española.
El art. 51 CE fundamenta y legitima la intervención administrativa para la protección de los
consumidores y usuarios. En esta dirección se ha movido el legislador estatal al aprobar la Ley
26/84, de 19 de julio, para la defensa de los consumidores y usuarios, así como la Ley catalana 1/90,
de 2 de enero, de Disciplina del Mercado y defensa de consumidores y usuarios.
Ya no es necesario garantizar el suministro. Esto se da por supuesto. Ahora, se pretende
garantizar la calidad de los bienes suministrados.
La primera cuestión que plantea el art. 38 CE es la de si un principio como el de libertad de
empresa tiene la consideración de derecho subjetivo o de garantía institucional. El Tribunal
Constitucional, en su Sentencia 83/84 ha afirmado que el art. 38 CE contiene una garantía
institucional, es decir, la defensa de una institución frente a la actuación del legislador. La garantía
institucional comporta un límite a la decisión del legislador que podrá modular el contenido de
dicha decisión, pero sin llegar a hacer irreconocible el contenido esencial de la institución
constitucionalmente garantizada.
El principio pro apertura late -defendiendo el principio de libertad de empresa- en la Sentencia
del Tribunal Supremo de 5.06.85 (Arz. 2492), en relación con la orden de cierre de un Bar de los
llamados de "alterne", según la cual:
"La tesis de que un bar de camareras en un barrio residencial habitual de ciudadanos,
agravado con la concentración de este tipo de bares, atenta contra el principio de
tangibilidad y seguridad de la zona, supone confundir el establecimiento de la actividad
con las incidencias que puedan producirse posteriormente con ocasión de su
funcionamiento y entraña una negación del derecho a dedicarse a dicha clase de
actividad que no se aviene con el derecho de libertad de trabajo y empresa
constitucionalmente declarado y que conlleva una limitación territorial del ejercicio de
este derecho no impuesta expresamente en precepto legal alguno".
En la misma línea, la STS de 15. 06.92 (Arz. 5378), en la que declara la ilegalidad de una
Ordenanza Local, pues:
"... establecer en la Ordenanza una prohibición absoluta de apertura en suelo urbano, de
nuevos establecimientos relativos a las actividades reflejadas, por el motivo de que al
dictarse la Ordenanza existía en Durango un alto grado de saturación de aquellas
actividades, es norma que choca con el art. 38 CE..."
Pero la libertad de establecimiento no es un principio absoluto. Las normas de utilización del
suelo pueden condicionar y delimitar esa libertad. Las licencias municipales de obras, las de
apertura y funcionamiento son manifestaciones concretas de esta potestad de intervención
administrativa de policía.
La posibilidad de intervención administrativa también puede tener la la legitimación de la
especial situación de la Administración actuante que puede -y debe- contemplar diversos intereses
para decidir cual de los en presencia deba ser el prevalente. Es ésta, la línea expresada en la STC
227/93, de 9 de julio, sobre la Ley catalana de Equipamientos Comerciales 3/1987, en cuanto la
regulación legal trata de cohonestar -desde el interés general- los intereses particulares y sectoriales
de los empresarios y de los comerciantes, así como de los de los consumidores, desde una
planificación conjunta presidida por criterios comerciales y del Urbanismo.
Así, legitima el Tribunal Constitucional la intervención administrativa en cuanto trata de lograr
el equilibrio entre los intereses afectados y eventualmente contrapuestos.
La STC 227/93, de 9 de julio, insiste en que:
"... la libertad de empresa, en definitiva, no ampara entre sus contenidos -ni en nuestro
ordenamiento ni en otros semejantes- un derecho incondicionado a la libre instalación
de cualesquiera establecimientos comerciales en cualquier espacio y sin sometimiento
alguno al cumplimiento de requisitos y condiciones, haciendo caso omiso de las
distintas normativas -estatales, autonómicas, locales- que disciplinan múltiples aspectos
de relevancia económica como, entre otros, el comercio interior y la Ordenación del
Territorio".
La unidad de mercado
El art. 139 CE, se refiere, también específicamente, a la unidad de mercado.
El Tribunal Constitucional se ha manifestado, al respecto, expresamente. Así, en la STC
64/1990, de 5 abril, señala:
"De nuestra doctrina conviene recordar ahora que la efectiva unicidad del orden
económico nacional requiere la existencia de un mercado único y que la unidad de
mercado descansa, a su vez, como han señalado las SSTC 96/1984 y 88/1986, sobre dos
supuestos irreductibles, la libre circulación de bienes y personas por todo el territorio
español, que ninguna autoridad podrá obstaculizar directa o indirectamente (art. 139.2
CE), y la igualdad de las condiciones básicas de ejercicio de la actividad económica
(arts. 139.1 y 149.1.1ª CE), sin los cuales no es posible alcanzar en el mercado nacional
el grado de integración que su carácter unitario impone".
En el F. 6 de la STC 88/1986, de 1 julio, se hace epresa mención de la unidad de mercado y a su
compatibilidad con la autonomía política, en los siguientes términos:
"Este Tribunal Constitucional se ha pronunciado ya ... en el sentido de considerar que de
la Constitución se deriva la unicidad del orden económico nacional, que trae como
consecuencia la existencia de un mercado único. Esta unidad de mercado supone, por lo
menos, la libertad de circulación sin traba por todo el territorio nacional de bienes,
capitales, servicios y mano de obra y la igualdad de las condiciones básicas de ejercicio
de la actividad económica. Tal unidad, sin embargo, y como ha señalado también el
Tribunal, no significa uniformidad, ya que la misma configuración del Estado español y
la existencia de Entidades con autonomía política, como son las Comunidades
Autónomas, supone necesariamente una diversidad de regímenes jurídicos. La
compatibilidad entre la unidad económica de la Nación y la diversidad jurídica que
deriva de la autonomía ha de buscarse, pues, en un equilibrio entre ambos principios,
equilibrio que, al menos, y en lo que aquí interesa, admite una pluralidad y diversidad
de intervenciones de los poderes públicos en el ámbito económico, siempre que reúnan
las varias características de que: la regulación autonómica se lleve a cabo dentro del
ámbito de la competencia de la Comunidad; que esa regulación en cuanto introductora
de un régimen diverso del o de los existentes en el resto de la Nación, resulte
proporcionada al objeto legítimo que se persigue, de manera que las diferencias y
peculiaridades en ella previstas resulten adecuadas y justificadas por su fin, y, por
último, que quede en todo caso a salvo la igualdad básica de todos los españoles".
La libertad de residencia
Por último, la libertad de residencia conectada con los dos principios anteriores obliga a
reflexionar sobre la situación del ciudadano en sus diferentes relaciones con los demás y con la
sociedad misma
En el Estado liberal de Derecho se pueden contemplar inicialmente dos realidades, igualmente
radicales ambas. De una parte, la que incluye las relaciones entre la Administración y los
administrados, objeto del Derecho Administrativo, entre el Poder y el súbdito, considerando este
último en su radical soledad, quedando al margen los grupos sociales en los que el ciudadano
aislado construye, con otros ciudadanos, el armazón de su convivencia, a pesar del
desconocimiento, por el Poder, de su existencia. En esta realidad, el ciudadano va a trabar sus
relaciones con trascendencia jurídica con el Poder, con el Estado, también radicalmente único
depositario del poder, estableciéndose una relación dual excluyente de cualesquiera otros
interlocutores posibles, distintos de ellos. La consecuencia de que el Poder es el Estado y sólo el
Estado, justifica la oleada centralista del XIX. El Poder está concentrado en el Estado, único titular
del mismo. Las restantes instancias territoriales son meros apéndices del Estado, que carecen de
todo poder propio; son, a este efecto, instancias administrativas subordinadas. Su poder es,
simplemente, reflejo del Estado.
De otra parte, la realidad de las relaciones de los ciudadanos entre sí, no va a trascender del
Derecho Civil, las relaciones entre los administrados quedan al margen del Derecho Administrativo.
Estas realidades, así descritas son tan radicales expresiones de una concreta concepción del
Estado y del individuo, que no iba a pasar mucho tiempo sin que la realidad social misma, la
realidad sin apellidos terminara imponiendo sus rasgos sobre las distintas y sucesivas distorsiones
de la realidad social al alzarse con fuerza, una y otra vez lo que es expresión de las constantes del
hombre, su condición de sujeto social. Es decir, el hombre, el súbdito, el administrado, se relaciona
con cualquier instancia pública, unas veces sólo, porque tiene que defender su derecho, su interés
personal, pero otras veces va a ser parte frente al Poder, unido con otros hombres, asociado. Y esta
asociación va a cualificar a cada hombre, en cada relación jurídica concreta. Así, en una
determinada relación primará su condición de padre de familia .Y actuará primando esta condición
frente a otras eventuales dimensiones de su compleja realidad personal. Y podrá actuar, arropado
por los que se sienten solidarizados con esta especial condición y actuan juntos, asociados. En otras
ocasiones es su condición de consumidor lo que le llevará a hacer presente, en sus relaciones con ]a
Administración esta faceta vital y -también asociado- pretenderá defender sus derechos e intereses
como tal, superando su radical e ineficaz soledad. Y si es su condición a contemplar la de vecino,
vale el mismo razonamiento.
Antes del Estado Liberal de Derecho y tras su superación, la realidad recogía y ha vuelto a
recoger -que ni el Poder, todo el Poder- lo titulariza sólo y exclusivamente el Estado, ni el
ciudadano es una pieza suelta sino perfectamente ensamblada en esa gigantesca maquinaria de que
forma parte: la sociedad.
Es por ello que una preocupación del Derecho de nuestro tiempo, es de configurar cua1idades
jurídicas estables en favor de las personas, para así poder alcanzar éstas mejor la consecución de los
intereses públicos, además de los propios y particulares de "cada" persona.
Es ahora, desde la afirmación del principio de igualdad ante la Ley, desde el que se reconocen las
distintas cualificaciones de que son susceptibles los administrados.
No se trata, pues, de que los administrados tengan un status diferente según el ordenamiento
jurídico que se lo reconoce (Derecho Civil, Derecho Administrativo, Derecho Político) sino que,
dentro de un mismo ordenamiento jurídico, la cualificación de los administrados es diferente, en
función de la edad, la nacionalidad, la habitualidad de la residencia, etc.
Lo mismo que se puede afirmar al referirse a la "condición política" en las Comunidades
Autónomas, de que a pesar de lo dispuesto en los arts. 14 y 139 de la CE no es indiferente
pertenecer a una Comunidad Autónoma o a otra, también se puede afirmar que no es indiferente ser
vecino de un Municipio u otro (En la prensa se pueden hojear anuncios pagados del tenor literal
siguiente: "Establezca su domicilio en G.-Grandes facilidades fiscales").
Es cierto que el catálogo de derechos y deberes establecido en el Art. 18 LRBRL es -en sus
propios términos- generalizador, pero no se puede negar que la autonomía local propicia un
diferente tratamiento a los habitantes de cada Municipio, por las respectivas Corporaciones Locales
en campos .tan significativos como:
Fiscal: Existen evidentes diferencias en el tratamiento que unos Municipios dan, respecto de
otros, a sus Ordenanzas fiscales con una consiguiente diferencia en la presión fiscal.
Urbanístico: Desde la creación de un Patrimonio Municipal del Suelo que puede fomentar la
construcción de viviendas a menor costo, por la venta de solares más baratos hasta la consecución
del mismo fin, mediante la oferta del derecho de superficie, o la pura simple oferta de suelo barato
para la instalación de industrias nuevas en el territorio municipal.
Patrimonial: Existen evidentes diferencias entre ser vecino de un Municipio que cuenta con
bienes patrimoniales, a serlo de otro que no los tiene. Y dentro de los primeros el sistema de
aprovechamientos que tenga establecidos. [Recuérdese las muy conocidas ventajas de ser vecino de
un Municipio maderero como Covaleda (Soria) etc. De igual manera, es diferente la posición de
auténticos copropietarios de unos bienes comunales atípicos (Vid. Alejandro Nieto "Bienes
Comunales" Edit. Derecho Privado, 1964) que tienen los vecinos con Montes Vecinales en Mano
Común, que los vecinos de comunidades en los que estos bienes no existen,
Jurídico: Las diferencias derivan del distinto trato que en algunos Municipios se dan a cuestiones
tales como Policía, ornato, etc.
De todo ello, evidentemente, se deriva un auténtico status jurídico-administrativo, resultante de
la relación vecino-Municipio, que puede tener rasgos diferentes según la concreta vecindad
municipal.
Para una información más extensa se pueden consultar las obras y comentarios
citados en la bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 140


El texto constitucional vigente, contrariamente a lo que hace respecto de las Comunidades
Autónomas, a las que dedica numerosos preceptos de su texto (véanse los comentarios al art. 137
CE) prácticamente se reduce a dejar enunciado el principio de autonomía local y en términos muy
genéricos en los arts. 137 a 142 a los que dedica el Capítulo II del Título VIII y otras tantas
consideraciones no menos genéricas al gobierno y administración de los Municipios, a las
Provincias y la evanescente referencia del art. 142 a las Haciendas Locales.
Los entes locales, en cuanto partes de un todo estatal, tienen garantizada su autonomía, según el
art. 137 C.E. "para la gestión de sus respectivos intereses".
La doctrina del TC enfatiza el carácter de la autonomía local, en cuanto derecho a participar en
la gestión de los intereses respectivos de estas comunidades, matizando en su STC 170/89 de 19 de
octubre, que:
"...sería contrario a la autonomía municipal una participación inexistente o meramente
simbólica que hiciera inviable la participación institucional de los Ayuntamientos"
El carácter complejo del Estado español, a raíz de las previsiones de la Constitución española,
obliga a concretar el concepto. Es lo que ya ha hecho el Tribunal Constitucional, el cual en su STC
4/1981 de 2 de febrero de 1981 (F.J. 3) ha afirmado:
"Ante todo, resulta claro que la autonomía hace referencia a un poder limitado. En
efecto, autonomía no es soberanía, y aún este poder tiene sus límites y, dado que cada
organización territorial dotada de autonomía es una parte del todo, en ningún caso el
principio de autonomía puede oponerse al de unidad, sino que es precisamente dentro de
éste donde alcanza su verdadero sentido, como expresa el art. 2 de la Constitución.
De aquí que el art. 137 C.E. delimite el ámbito de estos poderes autónomos, circunscribiéndose a
la "gestión de sus respectivos intereses" lo que exige que se dote a cada ente de todas las
competencias propias y exclusivas que sean necesarias para satisfacer el interés respectivo ".
Los órganos constitucionales son regulados en el propio texto constitucional. Sin embargo, los
Entes Locales se regulan por el legislador ordinario. Así:
"... la configuración institucional concreta se defiere al legislador ordinario al que no se
fija más límite que el del reducto indispensable o núcleo esencial de la institución que la
Constitución garantiza...".
La autonomía local es, pues, legalmente reconocida y doctrinalmente defendida.
La Carta Europea de la Autonomía Local de 15-10-1.985, ratificada por España con fecha
20.01.1988, define la autonomía local en su art. 3º, según el cual:
"1. Por autonomía local se entiende el derecho y la capacidad efectiva para las entidades
locales de regular y administrar, en el marco de la Ley, bajo su propia responsabilidad y
en beneficio de su población, una parte importante de los asuntos públicos".
No obstante, tras generosas afirmaciones legales genéricas, la legislación sectorial española,
estatal y autonómica, en algunas ocasiones, se puede comprobar que recorta en claro sentido
centralista, estas afirmaciones, contraviniendo la garantía institucional de la autonomía local, en los
términos en los que se reconoce en el art. 2.1 LBL según el cual:
"1. Para la efectividad de la autonomía garantizada constitucionalmente a las Entidades
Locales, la legislación del Estado y la de las Comunidades Autónomas, reguladora de
los distintos sectores de acción pública, según la distribución constitucional de
competencias, deberá asegurar a los Municipios, las Provincias y las Islas su derecho a
intervenir en cuantos asuntos afecten directamente al círculo de sus intereses,
atribuyéndoles las competencias que proceda en atención a las características de la
actividad pública de que se trate y a la capacidad de gestión de la Entidad Local, de
conformidad con los principios de descentralización y de máxima proximidad de la
gestión administrativa a los ciudadanos".
La doctrina la defiende, aunque no sea pacífico el reconocimiento de su doble carácter
administrativo y político.
Entrena Cuesta afirma el carácter meramente administrativo de los entes locales posición que
sostuvo el Tribunal Constitucional en su citada Sentencia de 2.02.81. Parejo Alfonso, sostuvo
inicialmente esta misma posición, aunque ha evolucionado en el sentido de reconocer a la
autonomía local un claro componente político al afirmar que "La autonomía local da expresión no a
una mera autonomía administrativa sino a una autonomía política, si bien su ámbito de expresión es
inferior al de los ordenamientos estatal y autonómico". En este mismo sentido nos hemos
manifestado nosotros en el sentido de que el Municipio es una entidad político-administrativa que,
aunque históricamente anterior al Estado, es actualmente una parte integrante de la estructura del
Estado mismo, no su antítesis.
El concepto ha dividido a los que a él se han acercado y hoy se pueden detectar las contrapuestas
posiciones de los sinceros defensores de ella, frente a los que la cuestionan y no frontalmente.
La concepción jacobina de la autoridad central, en cuanto origen y depositaria de todas las
prerrogativas públicas, pierde terreno en todos los países occidentales, pero la autonomía local se ve
comprometida de una manera sutil y gradual a través de las intervenciones, cada vez más extensas,
del Estado en la vida de los ciudadanos, especialmente en lo social y en lo económico.
El crecimiento de los servicios suministrados por el Estado favorece la tendencia a crear
instituciones especializadas establecidas sobre una base funcional, mientras que las Corporaciones
Locales representan la alternativa de base territorial.
La amenaza más grave para la autonomía local es la representada por las fuerzas centralizadoras
que se apoyan en argumentación aparentemente tan lógica, como la de que la complejidad técnica
creciente de la administración moderna, obliga a trasladar las decisiones a órganos más importantes,
tecnificados y cada vez más alejados del ciudadano que paga los servicios que recibe.
Ante tal situación, parece que la defensa de la autonomía local debe matizarse de tal manera que
no consista en oponerse frontalmente a la realidad que significa el Estado.
Si no son defendibles las posiciones jacobinas citadas, tampoco pueden mantenerse hoy actitudes
municipalistas que consideren a los Municipios como antítesis del Estado. Como ya ha quedado
indicado, los Municipios, aún más antiguos que el Estado, son, hoy, parte integrante de la estructura
del Estado.
Al considerar las Corporaciones Locales, no como antítesis del Estado, sino como parte de un
todo orientado a la satisfacción de las necesidades sociales, se empieza a poder articular un posible
sistema de reparto de competencias en el que el principio de autonomía local puede enriquecerse
-dado su nivel- con la participación de los propios ciudadanos. En este marco es en el que puede
afirmarse que la garantía de las libertades y derechos del hombre reside en la garantía de los
derechos y libertades de las Entidades Locales.
El propio TC ha definido el carácter bifronte de la autonomía local (STC de 23.12 1.983) que
permite afirmar que su garantía y defensa es algo que obliga al Estado y, también, a las
Comunidades Autónomas. Y ello, porque la autonomía local se inscribe directamente, en el texto
constitucional.
La Carta Europea de la autonomía Local es un Texto de los que la Resolución 126 (81) de la
CPLRE, considera como principio básico; y perfectamente asumible por España ya que el principio
de autonomía local está reconocida constitucionalmente de manera expresa (art. 137, 140, y 141 de
la Constitución Española).
Analizaremos seguidamente el contenido del art. 3 de dicha Carta Europea, diferenciando su
texto, su interpretación auténtica -en los términos que se indican ut infra- y su aplicabilidad a
España.

Art. 3º. Párrafo 1


a) Texto:
Se entiende por autonomía local el derecho y la capacidad efectiva de las Entidades locales para
regular y gestionar, en el marco de la ley, bajo su propia responsabilidad y en beneficio de sus
habitantes, una parte importante de los asuntos públicos (Vincula a España. Acuerdo del Consejo de
Ministros de 9.X.1985).
b) Interpretación auténtica
Se denomina interpretación auténtica a la derivada de la dada al texto por los Ministros europeos
responsables de la Administración Local, reunidos en Roma en 1.984, que aprobaron en una especie
de Anexo al texto del Proyecto de Carta Europea de la Autonomía Local lo que llamaron "Informe
aclaratorio sobre la Carta Europea de la Autonomía Local".
El artículo define las características principales de la autonomía local, tal como deben ser
entendidas con arreglo a los propósitos de la Carta.
La noción de "capacidad efectiva" responde a la idea de que el derecho formal de regular y
gestionar ciertos asuntos públicos debe acompañarse de los medios de ejercerlo efectivamente. La
inclusión en la frase de la expresión "en el marco de la ley" reconoce que este derecho y esta
capacidad pueden ser definidas con mayor inmediación por el legislador.
"Bajo su propia responsabilidad" subraya que las Entidades locales no deben quedar limitadas al
papel de simples agentes de las autoridades superiores.
No es posible definir con precisión los asuntos para cuya regulación y gestión puedan estar
habilitadas las Entidades locales. Se han rechazado expresiones como "asuntos locales" o "sus
propios asuntos" como demasiado vagas y de difícil interpretación. Las costumbres de los Estados
miembros en lo relativo a los asuntos que hayan de recibir la consideración de dependientes de las
Entidades locales difieren considerablemente.
En realidad, la mayor parte de los asuntos tienen repercusiones locales y nacionales a un tiempo
y las responsabilidades en este campo varían según países y épocas e incluso pueden ser repartidas
entre distintos niveles de gobierno. Limitar a las Entidades locales a las cuestiones de repercusiones
más amplias es arriesgar su confinamiento a un papel marginal. Por el contrario, se ha aceptado que
los países desean reservar al gobierno central funciones tales como la defensa nacional. La Carta
apunta a que las Entidades locales posean una basta gama de responsabilidades que puedan ser
ejercidas en el nivel local. El articulo 4 afronta la definición de tales responsabilidades.
c) Aplicabilidad a España
El concepto de autonomía local que el Texto de la Carta ofrece, utilizando expresiones como
"efectiva facultad" y "parte importante de los asuntos públicos" y teniendo en cuenta la expresa
advertencia de que los principios contenidos en el texto pueden aplicarse "mutatis mutandis" a las
Entidades de nivel regional, debe merecer, desde la óptica española, las siguientes consideraciones:
a) Sobre la "efectiva facultad" para regular y gestionar los asuntos públicos.
Las Entidades locales españolas ofrecen el panorama siguiente: de un total de 8.109 Municipios
(cifras del Censo de 2001 ) el 86 % de todos los Municipios españoles, tienen menos de 5.000
habitantes .

De estas cifras se desprende un panorama institucional municipal que permite adelantar la


conclusión de que es imposible el que "todos" los Municipios españoles puedan prestar
"efectivamente" todos los servicios de su competencia.
Dado que "todos" los hombres tienen derecho (Vid. art. 139 de la Constitución Española) allí
donde viven, a que se les presten los servicios públicos con la dignidad que demanda su mera
condición de hombre, de aquí se podría deducir un argumento en contra del nivel institucional local.
Pero lo cierto es que la autonomía local reconocida constitucionalmente, permite mantener el nivel
municipal, por pequeña que sea la Entidad Local de que se trate, siendo ella, en uso de su autónoma
voluntad, la que decide la mejor forma de prestar los servicios públicos de su competencia. Se
puede así instrumentar un sistema que permitirá mantener el pequeño Municipio como entidad
representativa, política y -sin embargo- los servicios públicos prestarlos a nivel más útil y racional,
es decir, más rentable económica y socialmente hablando. Todo ello, naturalmente, sin perjuicio del
papel que juegan las Comarcas o las Provincias como Entidades Locales también de distinto nivel
territorial, así como el emergente fenómeno asociativo que representan la Mancomunidades.
b) Sobre la expresión "parte importante de los asuntos públicos" debe hacerse la observación de que
la vigente Constitución española, en su artículo 137 refiere la autonomía de los Municipios a la
gestión de "sus respectivos intereses". En un mismo sentido delimitador del ámbito competencial
local el art. 101-1 de la L.R.L. de 1955 consideraba que "es de la competencia municipal el
Gobierno y Administración de los intereses peculiares de los pueblos. La enumeración de los grupos
de actividades que este precepto enumera ha llevado a decir a García de Enterría que no contiene el
mismo una verdadera determinación de la competencia municipal, sino sólo la delimitación
genérica de la capacidad o legitimación para actuar de las Corporaciones Municipales. En cualquier
caso los asuntos públicos de competencia municipal, son los propios de la "comunidad municipal".
De todo ello se deduce que el ámbito competencial de los Municipios en España tiene un nivel más
modesto del que parece deducirse de la expresión comentada.
c) En conclusión, respecto de este apartado 1 del art. 3 que se comenta, puede decirse que la
Constitución española reconoce el derecho de los entes locales a regular y gestionar autónomamente
sus respectivos intereses. Otra cosa es la realización efectiva del principio, que ya se deriva, no de
una imposibilidad normativa, sino de la inadecuación de medios a fines en las estructuras locales
españolas. En este aspecto, debe resaltarse el contenido del art. 18, g) de la Ley 7/1985, de 2 de
abril, Reguladora de ls Bases del Régimen Local,que configura como auténtico derecho subjetivo
de los vecinos exigible ante los Tribunales el de "Exigir la prestación y, en su caso, el
establecimiento del correspondiente servicio público, en el supuesto de constituir una competencia
municipal propia de carácter obligatorio".
Por ello puede asumirse el párrafo, por tratarse de objetivo a alcanzar y por tanto, a defender y
mantener.

Párrafo 2
a) Texto:
Este derecho es ejercido por consejos o asambleas compuestas de miembros elegidos por
sufragio libre, secreto, igual, directo y universal, que puedan disponer de órganos ejecutivos
responsables ante aquéllas. Todo ello sin perjuicio del recurso a las asambleas de ciudadanos, al
referéndum o a cualquier otra forma de participación directa de los ciudadanos, donde la ley lo
permita.
b) Interpretación auténtica
Los derechos en materia de autonomía local deben ser ejercidos por autoridades constituidas
democráticamente. Este principio está en consonancia con la importancia primordial que el Consejo
de Europa atribuye a las formas democráticas de gobierno.
Tales derechos implican normalmente la existencia de una asamblea representativa con órganos
ejecutivos subordinados o sin ellos, pero quedan posibilitadas las formas de democracia directa allí
donde estén previstas por la ley.
c) Aplicabilidad a España
Se trata de un párrafo perfectamente asumible en España, con la sola salvedad de que la
estructura de órganos ejecutivos responsables ante asambleas o consejos elegidos es predicable en
la España de las Comunidades Autónomas, pero no ha respondido al tradicional sistema
organizativo local propiamente dicho. En todo caso, la composición de los órganos locales
españoles responde a los criterios democráticos que se reflejan en el texto de la Carta hasta en el
punto concreto de "... la Ley regulará las condiciones en las que procede el régimen del concejo
abierto" (art. 140 de la Constitución Española). De alguna manera también puede predicarse esta
estructura de España, dada la realidad de la Moción de Censura, como medio de control del Pleno
sobre el Alcalde. Además, el recurso a las Consultas populares (art. 71 L.B.L.) y el sistema
organizativo en Concejo Abierto (art. 29 L.B.L.) hacen que este párrafo sea perfectamente aplicable
en España. Además, a pesar de que el art. 69.2 LBL no se ha modificado, la filosofía de la Ley de
Medidas para la Modernización del Gobierno Local, en su Título X, se orienta en el sentido
indicado por el texto de la Carta Europea de la Autonomía Local.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse además las referencias citadas en la
bibliografía básica citada.

Sinopsis artículo 141


En el párrafo primero de este precepto constitucional se reconoce el doble carácter de la
Provincia como entidad local y como división territorial para el cumplimiento de las actividades del
Estado, así como la taxativa y expresa prevención de que cualquier alteración e los límites
provinciales habrá de ser aprobada por Ley Orgánica.
Sobre la Provincia como circunscripción administrativa se han polarizado las más contradictorias
posiciones doctrinales, desde las afirmaciones extremas de valoración negativa, hasta las de
exagerada afirmación de la realidad provincial.
Así, en 1.837 Donoso Cortés afirmaba que eran "funestísimas" para España. Ortega y Gasset, en
su ensayo sobre "La redención de las Provincias y la decadencia nacional", afirmaba nada menos
que "es un torpe tatuaje con el que se ha maculado la piel de la península".
Por otro lado, Colmeiro, en su "Derecho Administrativo", afirma la importancia de su existencia.
En igual sentido se manifiesta Martín Ballesté en 1.920. Fernández Velasco, igualmente, reconoce
el carácter y sentido que la Provincia va adquiriendo en profundidad y estructuración jurídico-
social.
Hay que destacar que, inicialmente, la Provincia es mera división territorial que, según García de
Enterría, nace en España al servicio exclusivo del pensamiento centralizador. No obstante, en las
sucesivas reformas del siglo XIX, surgen diversos intentos de autonomía, siendo el más
significativo el de la Ley Municipal de 1.870, en la que se reconoce a la Provincia un carácter
representativo y se crea, además, la figura del Presidente de la Diputación. Pero la Provincia, como
ente local, no es reconocida hasta el Estatuto de 1.925.
A partir de este momento, va a adquirir la Provincia el doble carácter de división territorial para
la prestación de servicios de la Administración del Estado y de ente local, especialmente como
agrupación de Municipios que la constituyen. La influencia de esa concepción se ve reflejada en el
artículo 8 de la Constitución de 9 de diciembre de 1.931, que dice:
"El Estado español, dentro de los limites irreductibles de su territorio actual, estará
integrado por Municipios mancomunados en Provincias y por las Regiones que se
constituyan en régimen de autonomía".
El Estatuto de 1.925 se va a mantener vigente hasta la Ley de Bases de 1.945. El artículo 2 de la
L.R.L., de 1.955 la define así:
"La Provincia es circunscripción determinada por la agrupación de Municipios, a la vez
que división territorial de carácter unitario para el ejercicio de la competencia del
Gobierno Nacional".
Y ya llegamos a la Constitución vigente, en la que se reafirma expresamente el carácter local de
la Provincia.
La constitucionalización de la Provincia y el rango de la norma legal (Orgánica) para modificar
sus límites es todo un reconocimiento de ésta como ente local que no tiene precedentes. Es más, el
articulo 137 de la C.E. dice: "El Estado se organiza territorialmente en Municipios, en Provincias y
en las Comunidades Autónomas que se constituyan. Todas estas entidades gozan de autonomía para
la gestión de sus respectivos intereses". Este articulo permite ver claramente el contraste entre lo
que se dice de las Comunidades Autónomas ("las que se constituyan") y de los Municipios y
Provincias, pues estas dos últimas entidades locales sí cubren necesariamente todo el territorio
nacional, son, precisamente, la manera de organizarse territorialmente el Estado y, además,"gozan
de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses". Concretando, una Comunidad Autónoma
no puede alzarse -afirma Aurelio Guaita- en representativa y gestora de los intereses propios de las
Provincias que comprende, ya que restaría a éstas la autonomia que les garantiza la propia
Constitución.
La Ley 7/1985, de 2 de abril de Bases del Régimen Local, por último, insiste en el carácter de
entidad local que tiene la Provincia al definirla en el artículo 31-1-: "La Provincia es una entidad
local determinada por la agrupación de Municipios, con personalidad jurídica propia y plena
capacidad para el cumplimiento de sus fines".
Los estatutos de Autonomía, en algunas Comunidades Autónomas, la conciben, incluso, como
elemento de su propia organización interna (vid. art. 4-1 del Estatuto de Andalucía; 19-2 del de
Castilla-León;30-1 del de Castilla-La Mancha; 47-1 de la Comunidad Valenciana).
La realidad administrativa actual en España, con la aparición de las Comunidades Autónomas,
como ámbito territorial superior, normalmente, al de la Provincia y las Comarcas con ámbito
inferior al provincial, obliga a concretar los fines -y las competencias como corolario obligado-
provinciales. Es lo que hace el art. 31.2 Ley de Bases citada cuando afirma:
"Son fines propios y específicos de la Provincia garantizar los principios de solidaridad
y equilibrio intermunicipales, en el marco de la política económica y social y, en
particular:
a) Asegurar la prestación integral y adecuada en la totalidad del territorio
provincial de los servicios de competencia municipal.
b) Participar en la coordinación de la Administración local con la de la
Comunidad Autónoma y la del Estado"
La reforma provincial, que se debe a Javier de Burgos, mereció en su momento el rango
normativo de Decreto, como bien recuerdan Sosa Wagner y Pedro de Miguel.
Es precisamente el Decreto de 25 de septiembre de 1863, por el que se aprobó el Reglamento de
la Ley provincial de 1863, el que dispuso que la alteración del número de provincias sólo procedería
por Ley, en caso de necesidad acreditada.
Es en las propias Leyes de 1868, 1870 y 1877 en las que se consolida la división provincial y
exigen norma con rango de Ley para que se pueda producir la alteración de su número. También en
la Ley Provincial de 1882, el Estatuto Provincial de 1925, la Ley de Régimen Local de 1955 (art.
203: "El territorio de la Nación Española se divide en 50 provincias") y, por último, en la
Constitución, que en su artículo 141.1 establece que:
"Cualquier alteración de los límites provinciales habrá de ser aprobada por las Cortes
Generales mediante Ley Orgánica."
En este momento es preciso reconocer que de esta redacción del texto constitucional parece
deducirse (desde una interpretación literal del precepto) la imposibilidad de "cualquier" alteración
de los límites provinciales, sino mediante la aprobación de una Ley Orgánica, lo que parece una
más rígida situación que la prevista en el artículo 205 Ley de Régimen Local, de 1955, que
distinguía en sus dos párrafos los tres supuestos siguientes:
a)Variación de límites y capitalidad provinciales propiamente dicha.
b)Alteración de límites, que solamente fuese consecuencia de expedientes de alteración
de términos municipales que pertenecieran a distintas provincias.
c)Alteración de los limites provinciales, resultante de la fusión de Municipios limítrofes,
de tal manera que el nuevo Municipio resultante pertenecía a la Provincia que acordase
el Gobierno, previa audiencia de las Corporaciones interesadas.
Solamente para el supuesto a) mencionado se exigía Ley, bastando el acuerdo del Gobierno para
los restantes.
Esta distinción es ya tradicional en nuestra legislación. Como muestra véase el dictamen del
Consejo de Estado de S de junio de 1942, expediente 92/197:
"No se requiere precepto formal de Ley, a tenor del artículo 3º de la Ley Provincial de
1882 y 2º párrafo del Estatuto Provincial de 1925, cuando el deslinde de dos términos
municipales implica al propio tiempo deslinde de términos provinciales."
El problema que se plantea aparentemente es que existen dos clases de Municipios españoles:
a)Los que pueden ver alterados sus términos municipales.
b)Los que no pueden verlos alterados por ser fronterizos entre dos Provincias, salvo que
su alteración se apruebe por Ley Orgánica.
La Ley de Bases del Régimen Local no se plantea el problema y el texto refundido, en su
artículo 25.2 distingue:
a)Modificación de la denominación y capitalidad de las provincias, para lo que se exige
Ley.
b)Cualquier alteración de sus limites, que requerirá Ley Orgánica.
Idénticas previsiones normativas se establecen en el RP vigente (art. 52) para las alteraciones
citadas.
Como se puede comprobar, las normas citadas recogen la previsión constitucional en sus propios
términos y lo que no menciona la Constitución, sigue el tratamiento que al tema daba la Ley de
Régimen Local de 1955, pero referible al primer supuesto al que se refería el artículo 205.1, con la
salvedad de que este precepto se refería a la variación de límites y capitalidad provinciales que
exigía la Ley, y el texto refundido y el RP se refieren a la "denominación y capitalidad". Conviene
tener en cuenta que la referencia que se hacía en la Ley de Régimen Local a la "denominación"
aparecía solamente en el artículo 203 ("el Territorio de la Nación española se divide en 50
provincias con los límites, denominación y capitales que tienen actualmente") y la exigencia de Ley
se reservaba para los supuestos ya citados de variación de los límites y capitalidad de las provincias.
Podemos concluir, pues, que los redactores del texto refundido en la redacción dada al artículo 25.2
y con relación a la "denominación" se han excedido en su tarea de refundición de las normas legales
vigentes.
Ciertamente debe reconocerse que el texto refundido puede ser expresión de una interpretación
que entiende que la redacción del artículo 203 "congela" cualquier modificación de todo su
contenido que no tenga rango legal. Por ello, la referencia al número ("50") de las Provincias se
omite, por entender que su modificación alteraría (lógicamente) los límites de las 50 actuales y
requeriría norma legal Orgánica. Pero permítasenos insistir en que el artículo 205 matiza el
contenido del artículo 203 y a esa interpretación nos atenemos.
La regulación constitucional ha merecido un muy crítico juicio de Sosa Wagner y Pedro de
Miguel, que consideran que "ninguna justificación existe para, con el pretexto de proteger a las
Provincias, encorsetar sus límites territoriales, límites que su propio diseñador entendió
flexiblemente rectificables".
Esta interpretación tan rígida de Sosa Wagner y Pedro de Miguel no se puede desconocer que
está fundada en la literalidad del precepto constitucional, que, efectivamente, se refiere, sin
distinción alguna a "cualquier alteración de los límites provinciales...".
No obstante, tampoco debe olvidarse que la preocupación del constituyente, como se puede
acreditar en la discusión parlamentaria del vigente artículo 141 CE, fue la de la protección política
de un ente que podía verse afectado por la aparición de las Comunidades Autónomas.
Sin embargo, la modificación técnica de alteración de los límites de una Provincia, como
resultado de un expediente que a quien interesa más directamente es a los Municipios (y es en
virtud de esta preocupación exclusiva por lo que se insta, normalmente, un expediente de alteración
de términos municipales), no parece que exija una interpretación literal del texto constitucional.
Podría integrarse una interpretación de la letra del texto constitucional, con su espíritu y - por tanto -
exigir la Ley Orgánica, cuando se trate de "variar" los límites de las Provincias, en expedientes
directamente dirigidos a tal fin (recuérdese lo ya dicho respecto de la previsión del artículo 205.1
LRL de 1955) y no considerar congruente con el espíritu del constituyente tal rango normativo para
las modificaciones de los límites provinciales derivados o consecuencia de expedientes de
alteración de términos municipales. Bastaría para ello que el RP vigente se modificase, ampliando
el artículo 52, con el contenido de las previsiones del inciso final del párrafo 1 y del párrafo 2 del
artículo 205 LRL de 1955, que se podrían considerar vigentes y solamente necesitarían de la
integración de su texto literal (la referencia al Gobierno) con la nueva realidad institucional
(sustituyendo tal referencia por otra a las Comunidades Autónomas). Los conflictos entre Entes
locales de provincias pertenecientes a distintas Comunidades Autónomas se resolverían de
conformidad con las previsiones del ya citado artículo 50.2 LBL. Se trataría así de una
interpretación lógica del artículo 141.1 CE, superadora de la mera interpretación literal del precepto
constitucional.
Esta interpretación resolvería también el caso antes citado de que pudieran existir dos categorías
de Municipios, lo que, nos atrevemos a asegurar, en ningún caso quiso el constituyente.
La organización provincial, es preocupación expresa del párrafo 2 de este art. 141. Y su
desarrollo se ha producido a través de la Ley 7/1985, de 2 de abril,de Bases del Régimen Local.
Así, el art. 32 de la Ley formula una práctica reproducción en paralelo de la organización
municipal. Efectivamente, el párrafo 1 establece "El Presidente, los Vicepresidentes, la Junta de
Gobierno y el Pleno existen en todas las Diputaciones".
En este precepto se observa, no obstante, significativas peculiaridades, comparándolo con la
regulación de la organización municipal:
a)En relación con la legislación anterior, se prevén los Vicepresidentes, en lugar del
Vicepresidente a que se refería el art. 224 de la Ley de 1.955.
b)En relación con la organización municipal prevista en la propia Ley de Bases
mientras en el art. 20-1-b) la Junta Local de Gobierno es obligatoria en sólo los
Municipios de más de 5.000 habitantes, en el art. 32-1 la Junta de Gobierno en las
Diputaciones "... existen en todas...".
c)Antes de la STC de 21.XII.89, mientras en el art. 20-2 se establecía que los
órganos complementarios de los Municipios serán los que establezcan las Leyes de las
Comunidades Autónomas, que "regirán en cada Municipio en todo aquello que su
Reglamento orgánico no disponga lo contrario", el art. 32.2, respecto a las Diputaciones,
no exigía más que su propio acuerdo para que éste prime sobre una Ley de su
Comunidad Autónoma en esta materia, basándose para ello en la potestad de
autoorganización de la Provincia. La citada STC determinó que el art. 20.2 LBL ha sido
parcialmente declarado inconstitucional, por lo que las Leyes de las Comunidades
Autónomas primarán sobre los Reglamentos Orgánicos de las Corporaciones Locales.
Igualmente se ha declarado la inconstitucionalidad del inciso final del art 32.2 LBL. así
como el inciso del mismo precepto "sin otro limite que el respeto a la organización
determinada por esta Ley". (...) "que regirá en cada Provincia en todo aquello en lo que
ésta no disponga lo contrario, en ejercicio de su potestad de autoorganización".
El art. 32.2 y 3 de la Ley de Bases, ha quedado por tanto, redactado del siguiente modo tras la
reiterada STC de 21.12.89 y la modificación introducida por la Ley de Medidas para la
Modernización del Gobierno Local:
"2.Asimismo existirán en todas las Diputaciones órganos que tengan por objeto el
estudio, informe o consulta de los asuntos que han de ser sometidos a la decisión del
Pleno, así como el seguimiento de la gestión del Presidente, la Junta de Gobierno y los
Diputados que ostenten delegaciones, siempre que la respectiva legislación autonómica
no prevea una forma organizativa distinta en este ámbito y sin perjuicio de las
competencias de control que corresponden al Pleno.
Todos los grupos políticos integrantes de la Corporación tendrán derecho a participar en
dichos órganos, mediante la presencia de Diputados pertenecientes a los mismos, en
proporción al número de Diputados que tengan en el Pleno.
3.El resto de los órganos complementarios de los anteriores se establece y regula por las
propias Diputaciones. No obstante las leyes de las Comunidades Autónomas sobre
régimen local podrán establecer una organización provincial complementaria de la
prevista en este Texto Legal."
Es, en fin, la Provincia una realidad institucional todo lo criticable que se quiera, pero es
indiscutible que es una realidad institucional diferente de las instituciones que le dieron vida (los
Municipios) y justificada su permanencia por su mayor cercanía a los administrados que la nueva
realidad pluriprovincial de las Comunidades Autónomas, con fines propios y -por tanto- con
competencias propias.
La Ley de Bases del Régimen Local recoge la referencia a tres singularidades:
-La foral
-La relativa a las Comunidades Autónomas uniprovinciales
-La insular
Según el art. 39:
"Los órganos forales de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya conservan su régimen peculiar en
el marco del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Autónoma del País Vasco. No
obstante, las disposiciones de la presente Ley les serán de aplicación con carácter
supletorio".
En el art. 40 se hacen dos referencias perfectamente diferenciables:
-Comunidades Autónomas uniprovinciales
-Comunidad Foral de Navarra
El desarrollo de las previsiones constitucionales (art. 143 C.E.) ha producido la "conversión" de
Provincia en Comunidad Autónoma en los supuestos de: Asturias, Baleares, Cantabria, Madrid,
Murcia y La Rioja. Según el TC en su Sentencia de 28-7-81 la entidad provincial "resultará
potenciada en aquellos otros casos en que, bien por tener la provincia caracteres propios de región
histórica (art. 143 CE) bien en virtud de una autorización especial de las Cortes (art. 144 CE) una
sola provincia se erija en Comunidad Autónoma, asumiendo así un superior nivel de autonomía y
estando, en este caso, confiado su gobierno y administración a la Comunidad tal y como permite el
art. 141-2 de la Constitución".
La organización de estas Comunidades Autónomas obedece al esquema general de:
-Asamblea legislativa
-Consejo de Gobierno
-Presidente
La entrada en funciones de tales órganos, supuso la desaparición de las Diputaciones
provinciales respectivas.
El régimen foral navarro tiene su origen inmediato en la Ley Paccionada de 16 de agosto de
1841 que traduce los acuerdos adquiridos en el Convenio de Vergara, que puso fin a la guerra
carlista. En base a estos acuerdos se ha respetado hasta la actualidad la especialidad de las
instituciones administrativas de Navarra. Así, el art. 209de la Ley de Régimen Local establecía que
"En Navarra sólo se aplicará la presente Ley en lo que no se oponga al régimen que para su
Diputación Foral y Provincial y los Municipios Navarros establece la Ley de 16 de agosto de 1841".
Según la Ley Orgánica 13/83 de 10 de agosto, de Reintegración y Amejoramiento del Régimen
Foral de Navarra, sus instituciones son las siguientes:
Parlamento o Cortes
Gobierno de Navarra o Diputación Foral
Tribunal Superior de Justicia
El párrafo 3, prevé que "Se podrán crear agrupaciones de municipios diferentes de la provincia".
Se mencionan seguidamente las siguientes:

Las Comarcas
La estructura territorial del Antiguo Régimen según Cifuentes Calzado fue esencialmente
comarcal. Esta estructura desapareció con el uniformismo centralizador del constitucionalismo
liberal.
También, en el mismo Texto constitucional, en el art. 152.3 se prevé que "Mediante la
agrupación de Municipios limítrofes, los estatutos de Autonomía podrán establecer
circunscripciones territoriales propias, que gozarán de plena personalidad jurídica".
El carácter de estas Agrupaciones ya fue definido por el Tribunal Constitucional, el cual en su
Sentencia de 28.07.81 afirmó:
"El Texto Constitucional contempla también la posibilidad (art. 141.3) de crear
Agrupaciones de Municipios diferentes de la Provincia. Es claro que estas Agrupaciones
cuya Autonomía no parece constitucionalmente garantizada, pero tienen una clara
vocación autonómica, correctamente confirmada en el Estatuto Catalán (art. 5.3),
podrán asumir el desempeño de funciones que antes correspondían a los propios
Municipios o actuar como divisiones territoriales de la Comunidad Autónoma para el
ejercicio descentralizado de las potestades propias de ésta, pero también el ejercicio de
competencias provinciales con lo que por esta vía podrá producirse igualmente una
cierta reducción en el contenido propio de la Autonomía provincial".
El artículo 42.1 de la Ley de Bases del Régimen Local establece que:
"Las Comunidades Autónomas, de acuerdo con lo dispuesto en sus respectivos
Estatutos, podrán crear en su territorio comarcas u otras entidades que agrupen varios
Municipios, cuyas características determinen intereses comunes precisados de una
gestión propia y demanden la prestación de servicios de dicho ámbito".
Claramente se deduce de esta redacción, que el legislador se está refiriendo a dos realidades
supramunicipales:
a)Comarcas
b)Otras entidades que agrupen varios Municipios
La realidad comarcal es reiteradamente recogida en los Estatutos de Autonomía (arts. 83 y 92 del
Catalán, 40 del de Galicia, 5 del de 5 Andalucía, 36 del de Cantabria, 5 del de La Rioja, 3 del de
Murcia, 65 del de Valencia, 5 del de Aragón, 29 del de Castilla-La Mancha, 2 del de Extremadura y
19-3 del de Castilla-León).
La referencia a las "otras entidades que agrupen varios Municipios" es una clara alusión a formas
asociativas creadas por las Comunidades Autónomas y no por la voluntad de los propios
Municipios, sino por la de la respectiva Comunidad Autónoma. No debe olvidarse que se emplea la
expresión "Las Comunidades Autónomas... podrán crear...". Se trata, pues, de un hecho asociativo
determinado imperativamente por la Comunidad Autónoma por razones de eficacia en la prestación
de servicios. También se pueden entender incluidas manifestaciones supramunicipales
consuetudinarias (Asociaciones, Comunidades de Villa y Tierra,...).
Las Comarcas, como realidades "cuyas características determinen intereses comunes precisados
en una gestión propia", son objeto de más detenida regulación en la Ley de Bases del Régimen
Local.
2. Las Leyes de las Comunidades Autónomas que, de acuerdo con lo dispuesto en sus Estatutos,
creen en su territorio, comarcas u otras entidades que agrupen varios Municipios determinarán los
recursos económicos que se les asignen ".

Las Áreas Metropolitanas


El párrafo 2 del art. 43 de la Ley de Bases las define diciendo que:
"Las Áreas Metropolitanas son entidades locales integradas por los Municipios de
grandes aglomeraciones urbanas, entre cuyos núcleos de población existan
vinculaciones económicas y sociales que hagan necesaria la planificación conjunta y la
coordinación de determinados servicios y obras".
Así como los Estatutos de Autonomía en su casi totalidad, hacen una referencia expresa a las
Comarcas, no ocurre lo mismo en lo concerniente a las Áreas Metropolitanas. Esta referencia
solamente aparece en los Estatutos de Asturias, Cataluña, Murcia y Valencia, así como,
indirectamente en el de La Rioja.
No obstante, este silencio estatutario, no impide su creación a las Comunidades Autónomas,
desde la habilitación constitucional del art. 141.3 CE. La LBL habilita a las Comunidades
Autónomas a dicha creación bien es cierto que "de acuerdo con lo dispuesto en sus respectivos
Estatutos".

Las Mancomunidades
Las Mancomunidades son la más clara manifestación del asociacionismo municipal voluntario,
pudiendo definirse como Entidades Locales institucionales dotadas de personalidad jurídica propia,
constituidas por la asociación voluntaria de Municipios para realizar obras, administrar bienes,
prestar servicios o cumplir cualesquiera fines determinados de la competencia municipal.
El carácter de entidad local de las Mancomunidades no deriva exclusivamente del hecho de la
asociación intermunicipal sino que, además, es preciso que tengan una finalidad congruente con
esta condición, es decir, que sirvan a la ejecución de obras o a la prestación de servicios de
competencia municipal. Los fines de las Mancomunidades no pueden ser los de cumplir todos los
fines de los Municipios asociados, ya que se produciría un fenómeno de sustitución total de unas
entidades locales territoriales (los Municipios) por una entidad local institucional (la
Mancomunidad) afectando a la autonomía constitucionalmente garantizada a los Municipios.
En la actualidad se puede observar una corriente contraria a la constante en el siglo XX con
anterioridad a 1.981, es decir, la propiciadora de la política de supresión de Municipios por su
incapacidad, aislados,para la prestación de servicios públicos. Esta corriente nueva, entre otras
manifestaciones, es la fomentadora de la actividad prestacional municipal a través de fórmulas
asociativas, como las Mancomunidades.
Las Veguerías
Se trata de una figura introducida en el entramado institucional local por la Ley Orgánica
6/2006, de 19 de julio, de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña. El artículo 90 de la
citada norma define a la veguería como "el ambito teritorial específico para el ejercicio del gobierno
intermunicipal de cooperación local -en Cataluña- y tiene personalidad jurídica propia. La veguería
también es división territorial adoptada por la Generalitat para la organización territorial de sus
servicios".
En cuanto a su entramado orgánico, el Estatuto de Cataluña determina que el gobierno de este
ente territorial estará constituido por un consejo de veguería constituido por un presidente y unos
consejeros. El régimen de estos entes será objeto de regulación por una ley del Parlamento catalán.
Finalmente, el artículo 91.3 del Estatuto determina que "los Consejos de veguería sustituyen a las
Diputaciones".
La institución de gobierno de Arán
El Estatuto de Cataluña, reformado por la Ley Orgánica 6/2006, ya citada, alude al Consejo
General como la institución de gobierno de Arán. Compuesto por el Síndico, el Pleno de Consejeros
y la Comisión de Auditores de Cuentas, el Consejo General tendrá el régimen jurídico especial de
funcionamiento, de competencias y de recursos financieros que determine una ley del Parlamento
de Cataluña
Comunidades de Villa y Tierra
Las Comunidades de Villa y Tierra castellanas son una creación medieval, ligadas a la
colonización del territorio situado entre el río Duero y el Sistema Central. Entre el siglo XI y el XII
se llegaron a constituir 42 Comunidades (Vid. "Las comunidades castellanas: orígenes y desarrollo",
por Julio Valdeón Baruque, conferencia pronunciada en las I Jornadas sobre Comunidades de Villa
y Tierra", celebradas en Segovia los días 13 y 14 de julio de 1985 y publicada por la Comunidad
Autónoma de Castilla y León, 1986.

Siguiendo a Valdeón Baruque en el trabajo citado partimos de la colonización, en las últimas


décadas del siglo XI, de las tierras comprendidas entre el río Duero y el Sistema Central o, lo que es
lo mismo, las Extremaduras. Se inicia una política de atracción de pobladores que llegan espoleados
por condiciones de mayor libertad.
Nacen concejos vigorosos en torno a los cuales se agrupaban un determinado número de aldeas.
El alejamiento de la frontera, por el avance de la Reconquista hacia el Sur, hace declinar las milicias
concejiles, de tanta trascendencia para la seguridad de las tierras repobladas, organizadas para la
guerra, frente a las eventuales razzias musulmanas. Cada vez más, gana en relevancia social y
política el grupo de los caballeros villanos que funcionaban como auténtica nobleza local y dirigían
unas comunidades de Villa y Aldeas, o de Villa y Tierra "cuyo territorio es el Alfoz y cuyos vasallos
son los hombres que habitan las Aldeas" según ha puesto de relieve José Luis Martín (Citado por
Valdeón, conferencia cit., pág. 12.).
Progresivamente se va a producir una disminución del ámbito competencial de estas
Comunidades por la acción creciente del Estado.

Ya en el siglo XX tanto el Estatuto Municipal, como las Leyes de 1935 y 1955 reconocen estas
Comunidades.
Siguiendo a García Sanz, los órganos de gobierno en los que la oligarquía nobiliaria era
decisoria, administraban los bienes de las Comunidades. Esta administración permitía el ejercicio de
las siguientes atribuciones:
a)Regular el usufructo, aprovechamiento y conservación de los bienes de propiedad
colectiva.
b)Regular las relaciones laborales agrarias pudiendo establecer la jornada de trabajo en
el campo, el salario.
c)Regulación de pesas y medidas.
El presupuesto de gastos contenía desde los necesarios para la realización de obras públicas,
contratación de personal (funcionarios propios, maestros, médicos, etc.) y prestación de los
servicios derivados de la administración de los bienes, incluyéndose la utilización gratuita por los
vecinos, de leñas, pastos, pesca, caza, etc. Asimismo se regulaban derechos colectivos como los de
derrota de las mieses de los fondos privados, etc.
Aunque la Ley de Bases no las menciona, el texto refundido en su art. 37 no sólo las reconoce,
sino que -respetando su autonomía-, establece la obligatoriedad de adaptación a la normativa
vigente, de su régimen económico. En efecto, según este precepto:
"Las Entidades conocidas con las denominaciones de Mancomunidades o Comunidades
de Tierra o de Villa y Tierra, o de Ciudad y Tierra, Asocios, Reales Señoríos,
Universidades, Comunidades de Pastos, Leñas, Aguas y otras análogas, continuarán
rigiéndose por sus normas consuetudinarias o tradicionales y, sin perjuicio de la
autonomía de que disfrutan, deberán ajustar su régimen económico a lo prescrito en la
legislación de régimen local sobre formación de presupuestos y rendición de cuentas,
liquidaciones, inventarios y balances".
En esta misma línea de adaptación a la regulación vigente de los Entes locales, el R.P. vigente,
en su art. 39, tras reiterar en su párrafo 1 lo ya expresado por el texto refundido de 1986, en sus
párrafos 2 y 3 previene:
"2. Las Entidades enviarán al órgano competente de la Comunidad Autónoma copia de
sus Estatutos en vigor, informe sobre sus normas de funcionamiento y copia de las
modificaciones que se introduzcan en aquéllas o en éstas.
3. El cargo de Secretario o de Interventor-Tesorero, si los hubiere, serán provistos por
las propias Entidades con funcionarios con habilitación de carácter nacional, bien
mediante concursos convocados en la forma prevista en el artículo 99 de la Ley 7/1985,
de 2 de abril, bien a través de cualquier otra fórmula que determine la legislación del
Estado en la materia".
El R.O.F. en su art. 141 respeta la organización y funcionamiento tradicional, consuetudinario o
derivados de sus Estatutos, de estas Entidades en los siguientes términos:
"La organización y funcionamiento de las Comunidades de Tierra o de Villa y Tierra o
de Ciudad y Tierra, Asocios, Reales Señoríos, Universidades, Comunidades de Pastos,
Leñas, Aguas y otras análogas continuarán rigiéndose por sus normas consuetudinarias
o tradicionales, o por lo dispuesto en sus respectivos Estatutos".
A pesar de que, como ya hemos visto, el mayor número de Comunidades de este tipo se
encuentran en Castilla y León, es en Castilla-La Mancha, donde se reconocen expresamente en su
Estatuto de Autonomía. En efecto, así se hace en el art. 29, 2, c) que recoge que "por Ley de las
cortes de Castilla-La Mancha se podrá:...
... c) Reconocer el hecho de comunidades supramunicipales, tales como las de Villa y
Tierra, el Señorío de Molina y análogas".
El último párrafo de este artículo 141, reconoce el hecho insular
En el art. 41 de la Ley de Bases del Régimen Local se hace expresa referencia respecto de
Canarias, a los Cabildos y en relación con Baleares, establece, respecto de los Consejos insulares,
según la redacción dada a este precepto legal básico por la Ley de Medidas para la modernición del
Gobierno Local que:
"1.Los Cabildos Insulares Canarios, como órganos de gobierno, administración y
representación de cada Isla, se rigen por las normas contenidas en la Disposición
Adicional decimotercera de esta Ley y supletoriamente por las normas que regulan la
organización y funcionamiento de las Diputaciones Provinciales, asumiéndo las
competencias de éstas, sin perjuicio de lo dispuesto en el Estatuto de Autonomía de
Canarias.
2.En el Archipiélago Canario subsisten las Mancomunidades Provinciales Interinsulares
exclusivamente como órganos de representación y expresión de los intereses
provinciales.
Integran dichos órganos los Presidentes de los Cabildos insulares de las Provincias
correspondientes, presidiéndolos el del Cabildo de la Isla en que se halle la capital de la
Provincia.
3.Los Concejales Insulares de las Islas Baleares, a los que son de aplicación las normas
de esta Ley que regulan la organización y funcionamiento de las Diputaciones
provinciales, asumen sus competencias de acuerdo con lo dispuesto en esta Ley y las
que les correspondan de conformidad con el Estatuto de Autonomía de Baleares."
Sobre el contenido de este artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía básica que se incluye.
Sinopsis artículo 142
La evolución histórica del patrimonio de los Municipios en España, arranca, realmente, de la
Edad Media.
Los primeros siglos de la Reconquista suponen la ocupación por los repobladores procedentes
del norte, de los territorios abandonados por los moros en su retroceso hacia el sur y, en su mayoría,
incultos. Dos son los principios inspiradores de la reocupación cristiana: el señorial-feudal y el
comunal. Según este segundo principio, los yermos se ocupaban comunalmente. En efecto, el Rey o
el Señor (laico o eclesiástico) asignan unas tierras a una colectividad de vecinos. No es ajena a esta
asignación el carácter de política de fomento de la repoblación -y defensa- de las tierras
recientemente reconquistadas. En este sentido, originariamente, estas tierras de la agrupación de
vecinos, son comunales. Sobre ellas, poco a poco, van los vecinos realizando operaciones de
apropiación individual, a través del ejercicio de derechos de "presura" (derecho de presa, ocupación
armada) y "escalio" (ocupación para el cultivo de la tierra ocupada). Con el tiempo, estas
apropiaciones individuales, que constituían una excepción dentro de las tierras comunales, se
generalizarán tanto que, invirtiéndose los términos, las tierras comunales serán una simple porción
de tierras no sujetas a propiedad particular. Hacia el siglo XIII, se introduce una técnica romanista
que niega personalidad a las agrupaciones sociales y en su lugar se coloca una universitas, el
Municipio.
La Ley desamortizadora de 1.05.1855, de Madoz, vino a subrayar una variedad importante: los
bienes de aprovechamiento común se declaraban exentos de la desamortización. Pero debe tenerse
en cuenta que estos bienes no se consideraban entonces una categoría distinta de los bienes de
propios y comunes de los pueblos (tal y como hoy distinguimos entre bienes municipales de propios
y bienes comunales), sino una simple especie o variedad dentro del género que constituían éstos.
Así, se puede distinguir entonces:
a) Antes de 1855. Los bienes municipales (de propios y comunes de los pueblos)
constituyen una masa indiferenciada cuyos elementos unas veces se dedican a la
obtención de rentas (de propios en sentido estricto) aplicadas a la satisfacción de las
necesidades colectivas de la Corporación en cuanto tal y otras veces son aprovechados
directamente por el vecindario.
b) Después de 1855. Desaparece la indiferenciación y el destino de los bienes es la clave
de su naturaleza jurídica. El patrimonio municipal se descompone. Por un lado, están
los bienes de los pueblos no aprovechados en común, cuya desamortización se ordena y,
por otro, están los bienes aprovechados en común, que se salvan de la desamortización.
Los bienes de los pueblos no apropiados (no de propios, es decir, que no producen renta), son los
que hoy llamamos comunales.
Pero la legislación desamortizadora, con la jurisprudencia posterior, al pretender caracterizar a
estos bienes, no se fijaron tanto en analizar el elemento positivo para precisar su contenido -el
aprovechamiento común- como en el elemento negativo: el no ser bienes de propios, el no estar
apropiados, es decir, el estar su aprovechamiento exento de pago.
Así, se consideraron desamortizables, por no ser de aprovechamiento común, bienes que se
disfrutaban por sorteo entre el vecindario, pero por los que se satisfacía un pequeño canon. Este
error no se pudo deshacer hasta que la moderna legislación local admitió la onerosidad en los
aprovechamientos de bienes comunales en sentido estricto.
La consideración de la Ley desamortizadora como Ley administrativa y, por ello, de segundo
orden, explica la exigua atención que el Código Civil dedica a estos bienes (arts. 601 a 604).
Debe tenerse en cuenta que en la segunda mitad del siglo XIX, se vive en España el apogeo del
liberalismo político y económico. Para él, los bienes comunales significaban los restos de una
organización que debía superarse. También contribuyó a desenfocar el tema el hecho de que a
finales de este siglo, empezó a leerse en España la obra de Laveleye, "De la propieté et de ses
formes primitives". 1874, sobre los orígenes de la propiedad. Según él, el origen de toda la
propiedad es una propiedad colectiva, de la que los bienes comunales serían "restos paleontológicos
milagrosamente conservados".
Las ideas de este escritor francés pronto hicieron escuela en España, de la que fue cabeza
Joaquín Costa. Los bienes comunales se convirtieron en un tema de la Filosofía del derecho o de
pintoresca sociología regional.
Pero fueran unas u otras las ideas sobre la verdadera naturaleza jurídica de los bienes integrantes
del patrimonio municipal, lo que sí es cierto es que las medidas desamortizadoras produjeron la
ruina económica de las Haciendas Locales en proporción tal, que hoy en día todavía se puede
afirmar sin excesivo error que éstas no se han recuperado de tal medida.
Por ello, resulta especialmente importante la identificación y valoración de la financiación
necesaria para la prestación de los servicios que prestan a sus vecinos las Entidades Locales. Esta
financiación debería proceder, fundamentalmente, de las Comunidades Autónomas ya que éstas, a
través de los procesos de traspaso, han recibido de la Administración General del Estado los
recursos necesarios para la prestación de los servicios públicos, incluidos los que pudieran ser
descentralizados a favor de dichas Entidades Locales.
La evaluación financiera de la eventual descentralización se podría realizar atendiendo, al
menos, los siguientes aspectos:
a) Valoración del coste efectivo del servicio prestado por la Comunidad Autónoma que
atribuye la competencia.
b) Previsión de la evolución futura del gasto, para mantener en el tiempo una prestación
adecuada del servicio público que se descentralizase.
En todo caso, las previsiones contenidas al respecto por el texto constitucional vigente se pueden
encontrar, no solo en el art. 142 CE, sino también en los arts. 31 y 133.1, referentes al principio de
reserva de ley en materia tributaria; en los arts. 9, 14, 31 y 139 que consagran el principio de
igualdad, así como el art. 156.1 que impone la coordinación de las Haciendas autonómicas con la
Hacienda estatal y la solidaridad entre todos los españoles.
La autonomía financiera de los Entes Locales supone, fundamentalmente, como ha afirmado
Ferreiro Lapatza, recursos propios y capacidad de decisión sobre el empleo de estos recursos.
El problema, no menor, de la competencia de los Entes Locales para asegurar la suficiencia de
sus haciendas es que, aunque el art. 142 CE dispone expresamente que éstas deberán disponer de los
medios suficientes para el desempeño de sus funciones y que para ello se nutrirán de tributos
propios y de participación en los del Estado y de las Comunidades Autónomas, no puede silenciarse
la importancia que tiene el principio de reserva de Ley en materia tributaria -artículos 31 y 133 CE-
para delimitar la competencia de las Entidades locales de establecer tributos propios.
El Tribunal Constitucional ha interpretado al respecto que este principio no puede implicar la
privación a los Entes Locales de cualquier intervención en la ordenación del tributo, y ha admitido
la disparidad de tipos impositivos por las peculiaridades de los diferentes Municipios (STC 9/1987,
de 17 de febrero).
Ha considerado también que no se respeta el principio si la Ley reguladora de los tributos locales
contiene una remisión en blanco a la potestad de cada Municipio para que fije los elementos del
tributo (STC 179/1985, de 17 de diciembre de 1987, en concreto, en relación al tipo de gravamen).
Merece mención, por su interés, el fundamento jurídico 8° de la STC 221/1992, de 11 de
diciembre, sobre el significado de la autonomía local en el ámbito tributario:
"Este Tribunal ha precisado, en situaciones anteriores, el significado de la autonomía
local en el ámbito tributario y su integración con otros principios constitucionales, en
especial el de reserva de ley en materia tributaria. Aunque en lo relativo a las Haciendas
Locales es el principio de suficiencia el formulado expresamente por el artículo 142 CE
(STC 179/1985), sin embargo, ha reconocido que la autonomía territorial, en lo que a
las Corporaciones locales se refiere, posee también una proyección en el terreno
tributario, pues estos entes habrán de contar con tributos propios y sobre los mismos
deberá la Ley reconocerles una intervención en su establecimiento o en su exigencia,
según previenen los arts. 140 y 133.2 de la Norma fundamental, ello sin perjuicio de
que no aparezca la misma, desde luego, carente de límites (STC 19/1987)... La
autonomía local en su proyección en el terreno tributario, no exige que esa intervención,
que debe reconocerse a las entidades locales, se extienda a todos y a cada uno de los
elementos integrantes del tributo."
El artículo 2 de la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, enumera los recursos que integran las
Haciendas locales. Son los que siguen:
a) Los ingresos procedentes de su patrimonio y demás de Derecho privado.
b) Los tributos propios clasificados en tasas, contribuciones especiales e impuestos y los
recargos exigibles sobre los impuestos de las Comunidades Autónomas o de otras
Entidades locales.
c) Las participaciones en los tributos del Estado y de las Comunidades
Autónomas.
d) Las subvenciones.
e) Los percibidos en concepto de precios públicos.
f) El producto de las operaciones de crédito.
g) El producto de las multas y sanciones en el ámbito de sus competencias. 11) Las
demás prestaciones de Derecho público.
Esta relación, sigue una nueva forma de presentación del tema, que se aprecia perfectamente si
se compara con el Real Decreto Legislativo 781/1986, de 18 de abril, que contenía tantas
enumeraciones de recursos cuantos tipos de Entidades locales contemplaba (artículo 197
-Municipios-; artículo 396 -Provincias-, etc.); por el contrario, y según se ha indicado, la LHL
contiene una sola enumeración que tiene el carácter de general. Esta novedad, de naturaleza
meramente formal, obedece a dos circunstancias distintas, según Rubio de Urquía y Arnal Suria,
para los cuales estando relacionada la primera de ellas con la configuración formal que de los
recursos de las Haciendas Locales ofrece la Constitución Española de 1978 y teniendo su
fundamento la segunda de ellas en razones de técnica legislativa.
Por lo que se refiere a la primera de las cuestiones indicadas, cabe observar que la CE lleva a
cabo un tratamiento unitario de los recursos de las Haciendas Locales, sin atender a cada tipo
concreto de Entidad local; a este respecto, resulta definitivamente ilustrativo el artículo 142 del
texto constitucional.
Esta misma formulación se recoge en el artículo 105 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora
de las Bases de Régimen Local, en el que esta Ley reproduce, a su manera, el contenido del
precepto constitucional citado, y en virtud del cual:
"1. De conformidad con la legislación prevista en el artículo quinto, se dotará a las
Haciendas Locales de recursos suficientes para el cumplimiento de los fines de las
Entidades locales.
2. Las Haciendas Locales se nutrirán además de tributos y de las participaciones
reconocidas en los del Estado y en los de las Comunidades Autónomas, de aquellos
otros recursos que provea la Ley."
Como se desprende de los dos preceptos citados, la Constitución y la Ley de Bases de Régimen
Local no distinguen según se trate de los recursos de esta o aquella Entidad local, haciendo, por el
contrario, referencia genérica a los recursos de las "Haciendas Locales", incluso en el momento de
hacer referencia a su exigua enumeración: "tributos propios" .Y participación en los del Estado y
"de las Comunidades Autónomas".
Son, también, razones fundadas en un correcto empleo de las técnicas legislativas, las que han
aconsejado la instrumentación de un único catálogo de recursos, aplicable con carácter general a la
totalidad de Entidades locales existentes, con una posterior especificación de dichos recursos en
función de cada tipo de Entidad Local.
En todo caso, el fuerte proceso descentralizador operado en los áños subsiguientes a la
aprobación de la vigente Constitución, ha sido debido más a la creación de las Comunidades
Autónomas que a otro tipo de consideraciones.
Es revelador el peso relativo del gasto público de los tres niveles territoriales reconocidos en el
art. 137 CE. Así, se puede observar las siguientes cifras al respecto:
Año Estado Comunidades Corporaciones
Autónomas Locales
1981 87,33 2,95 9,72
1997 61,10 25,93 12,98
2000 54,80 39,60 15,60
La evolución es sintomática: el crecimiento del gasto es perfectamente apreciable en el nivel
autonómico, mientras apenas es perceptible en el nivel local.
Es evidente que un Estado que pretenda ser reconocido en el cumplimiento de las previsiones del
art. 103 CE en orden a su cumplimiento del principio de descentralización, no puede considerar
aceptable que dicha descentralización se detuviera indefinidamente en el nivel autonómico. Debe
dar pasos efectivos en lo que se ha denominado la "segunda desentralización" que pasa,
ciertamente, por una efectiva operación de ampliación del ámbito competencial de los Entes
Locales, pero, también, por la justa transferencia de recursos para que dicha ampliación
competencial fuese eficaz y eficiente desde la perspectiva de los ciudadanos que reciben los
servicios que pagan.
Repárese en que en España, los recursos propios de los Municipios constituyen algo menos de la
mitad de sus ingresos, mientras que la media de los paises llamados occidentales asciende a más del
70%.
Todavía queda mucho camino por andar.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 143


El art. 143 CE determina los entes territoriales que pueden ejercer el derecho a la autonomía
reconocido en el art. 2 CE, constituyéndose como Comunidades Autónomas, y regula los requisitos
para acordar la "iniciativa del proceso autonómico", que constituye el presupuesto para la
elaboración del correspondiente Estatuto de Autonomía, cuya aprobación produce de modo formal
la constitución de la Comunidad Autónoma; esos requisitos consisten en la adopción de
determinados acuerdos, sujetos a límites temporales.
Como antecedentes históricos españoles de este precepto deben citarse los artículos 11 y 12 de la
Constitución de 1931. En efecto, el art. 11 establecía la posibilidad de que una o varias provincias
limítrofes con características comunes se organizaran en región autónoma, en tanto que el art. 12
regulaba el procedimiento común de formación de las regiones autónomas fijando además, como
nuestro 143.3, un plazo para poder reiterar la iniciativa autonómica si la primera vez no prosperaba.
En el Derecho comparado encontramos referencias a la constitución autónoma de las regiones en
el art. 115 de la Constitución italiana de 1947 aunque el modelo italiano difiere del español en el
sentido de que luego el texto italiano se refiere a las distintas regiones concretas que integraban
Italia. Debe citarse también el art. 29 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949 estableciendo la
reorganización por ley federal del territorio de la Federación teniendo en cuenta los vínculos
regionales, los factores históricos y culturales, la conveniencia económica y la estructura social,
factores que luego vemos, de una u otra manera, contemplados en nuestro art. 143.1 aunque las
diferencias sean notables con el ejemplo alemán toda vez que entre nosotros el acceso a la
autonomía se caracteriza por la voluntariedad y, por supuesto, que aquí no nos encontramos en un
Estado federal.
El art. 143 es el resultado de la agrupación de los artículos 128.1 y 129.1 del Anteproyecto
redactado por la Ponencia constituida en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades
Públicas del Congreso de los Diputados, dando lugar de este modo inicialmente al art.136 del texto
en el Informe de la Ponencia de 17 de abril de 1978. Concretamente la redacción definitiva del
apartado 1 fue propuesta como enmienda in voce por el Grupo Socialista en dicha Comisión. El art.
128.1 del Anteproyecto de la Ponencia hablaba de "Territorios Autónomos", remitiendo esta
mención a las "diferentes nacionalidades y regiones que integran España", pero el art. 129.1,
regulador de la iniciación del proceso autonómico, establecía que la iniciativa correspondía a "una o
varias provincias limítrofes o territorios insulares con características históricas o culturales
comunes". La redacción final del art. 143.1 tiene su origen en el art. 137.1 del texto aprobado por la
Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso que siguió inalterable en
los artículos 137.1 del texto aprobado por el Pleno del Congreso y 142.1 de los aprobados por la
Comisión de Constitución del Senado y por el Pleno del Senado. Por su parte, el párrafo 2 del
artículo parte básicamente del art. 137.2 del texto aprobado en la Comisión de Asuntos
Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso, modificado por el art. 142.2 del texto
aprobado por la Comisión de Constitución del Senado. El Pleno de de esta Cámara asumió el texto
pero la Comisión Mixta aprobó definitivamente el texto proveniente del Congreso. Debe recordarse
en esta sede que los Grupos Socialista, de Unión de Centro Democrático y Nacionalista Vasco
presentaron conjuntamente una enmienda sobre Navarra que dio lugar a que la Ponencia redactara
la que finalmente constituye la Disposición Transitoria cuarta ya que el texto permaneció inalterado
aunque fue objeto de algunas enmiendas. Por su parte, el párrafo 3 tuvo la misma redacción, salvo
algún pequeño matiz lingüístico, desde el art. 136.3 del Informe de la Ponencia de 17 de abril de
1978
La aplicación de este precepto como procedimiento de inicio del proceso autonómico se
generalizó desde 1981 salvo en los casos de País Vasco, Cataluña y Galicia que siguieron la
Disposición transitoria segunda, Andalucía que utilizó el art. 151, Navarra a la que se aplicó la
Disposición adicional primera, y Madrid, Ceuta y Melilla que se constituyeron en virtud del art.
144.
El Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de pronunciarse sobre este artículo en la S.
89/1984, de 28 de septiembre, diciendo entra cosas que "los actos a que se refiere el artículo 143
son, como el propio precepto indica, actos de iniciativa, actos de primera impulsión del proceso que
agotan sus efectos cuando éste ha entrado en su siguiente fase" (FJ 5). Se resolvía con esta STC el
recurso de inconstitucionalidad planteado por determinados senadores contra el Estatuto de
Autonomía de Castilla-León por haber incorporado en esa Comunidad Autónoma a la provincia de
León, al entender los recurrentes que como la Diputación Provincial de León revocó el 13 de enero
de 1983 el acuerdo que había adoptado el 16 de abril de 1980 por el que había ejercido la iniciativa
del proceso autonómico a que alude el art. 143.2 CE, debió de paralizarse la tramitación del
Estatuto una vez que la citada revocación fue notificada a la Mesa del Congreso. El Tribunal
Constitucional rechaza el recurso entendiendo que el art. 143.2 CE atribuye a la Diputación
Provincial y al número de municipios que fija el precepto "la facultad de impulsar la constitución
de la provincia en Comunidad Autónoma o la de constituir una tal Comunidad con otras provincias
que manifiesten asimismo una voluntad concordante. Esto es precisamente lo que hicieron en el
mes de abril de 1980 una mayoría suficiente de municipios leoneses y la misma Diputación
Provincial" (FJ 4). Aclara el Tribunal que "los Ayuntamientos y la Diputación impulsan un proceso,
pero no disponen de él, por la doble razón de que, producido válidamente el impulso, son otros los
sujetos activos del proceso y otro también el objeto de la actividad que en éste se despliega: según
el artículo 146, una Asamblea compuesta por los miembros de las Diputaciones de las provincias
afectadas y por los Diputados y Senadores elegidos en ellas elaborará un proyecto de Estatuto que
será elevado a las Cortes para su tramitación como Ley" (FJ 5).
En cuanto a la bibliografía referente al artículo 143 CE, aparte de las obras generales sobre la
Constitución y más específicamente sobre el Estado autonómico, pueden citarse los trabajos de
Martín Oviedo, Entrena Cuesta, Alvarez Conde y García Roca, entre otros.

Sinopsis artículo 144


Es sabido que el principio general en cuanto a la constitución de las Comunidades Autónomas es
el de voluntariedad, como queda reflejado en el art. 143.1 CE. Ahora bien, este principio no es
incondicionado ni exclusivo. Dada la voluntad expresada en los primeros momentos, tras la
celebración de las elecciones de 15 de junio de 1977, de generalizar el hecho autonómico después
del reconocimiento de las peculiaridades catalana y vasca y el restablecimiento de sus antiguos
regímenes preautonómicos, es lógico que el constituyente incorporase un artículo como el 144 que
significa la intervención parlamentaria para completar el mapa autonómico si se comprobase que
algún territorio quedaba fuera de las distintas Comunidades que se fueran constituyendo. El caso
especial de Ceuta y Melilla estaba también en el horizonte de este artículo. Es importante resaltar el
hecho de que la intervención parlamentaria podía llegar incluso a sustituir la iniciativa de las
Corporaciones locales que se contempla en el art. 143.2 CE.
Teniendo en cuenta el propósito que subyacía en este artículo es fácil colegir que carece de
precedentes en nuestra historial constitucional. Del mismo modo tampoco podemos encontrar
verdaderos antecedentes del mismo en Derecho comparado. En este sentido sólo podemos hacer
referencia al artículo 132 de la Constitución italiana de 1947 que si bien se refiere a la posibilidad
de que por ley constitucional se puedan fusionar Regiones existentes o se creen otras nuevas, el
mismo artículo exige requisitos adicionales como la audiencia previa a los Consejos Regionales y la
solicitud de un número de Consejos municipales que representen determinada población y además
referéndum afirmativo en la mayoría de las poblaciones afectadas. Ninguno de esos requisitos se
encuentran en nuestro art. 144.
El espíritu del definitivo art. 144 estaba presente desde el inicio del proceso constituyente. En
efecto, el art. 129.3 del Anteproyecto redactado por la Ponencia decía ya que "Las Cortes Generales,
a propuesta del Gobierno y mediante ley orgánica, podrán sustituir la iniciativa de los
Ayuntamientos cuando razones de interés general lo aconsejen para un territorio determinado". Tras
el estudio y aceptación de determinadas enmiendas, la misma Ponencia, en su Informe de 17 de
abril de 1978, diferenciaba ya tres supuestos en los cuales las Cortes Generales podían intervenir en
la constitución de las Comunidades Autónomas con un criterio similar al definitivo aunque en otro
orden de colocación. La redacción del contenido definitivo del art. 144 se debió a una enmienda in
voce defendida por el diputado Meilán Gil en nombre de Unión de Centro Democrático en la
Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados, si bien
los párrafos b) y c) de aquella enmienda fueron invertidos finalmente. En efecto, el texto aprobado
en aquel momento lo fue también en el Pleno del Congreso, en la Comisión de Constitución del
Senado y en el Pleno del Senado. Finalmente, hay que decir que la Comisión Mixta alteró el orden
de los párrafos b) y c) hasta la redacción definitiva. El cambio de orden era lógico ya que el
entonces párrafo b) referido a la sustitución por las Cortes Generales de la iniciativa de las
Corporaciones locales debía, con buen criterio, pasar a ser el c) porque implicaba un contenido
distinto a los párrafos a) y b) que contemplaban la autorización ya fuera para constituir una
Comunidad Autónoma o para la aprobación de un Estatuto de Autonomía en ciertos casos, mientras
que el otro supuesto significaba una excepción al principio de voluntariedad en el ejercicio del
derecho de acceso a la autonomía de aquellas corporaciones locales que no lo habían utilizado.
La importancia teórica del art. 144 se ha ido comprobando en estos años pues ha sido pieza
fundamental para completar el mapa autonómico español. En efecto, en primer lugar su párrafo a)
que permite a las Cortes Generales autorizar la constitución de una Comunidad Autónoma cuando
su ámbito territorial no supere el de una provincia y no reúna las condiciones del apartado 1 del
artículo 143, fue utilizado en el caso de Madrid, de tal forma que por Ley Orgánica 6/1982, de 7 de
julio se autorizó a la provincia de Madrid, por razones de interés nacional, para constituirse en
Comunidad Autónoma (art. 1). El Preámbulo de la citada norma destacaba el hecho de que en la
provincia de Madrid "se encuentra la capital de España y sede de las Instituciones democráticas del
Estado y del Gobierno de la Nación", lo cual implicaba "en el futuro el tratamiento legal adecuado
para dar respuesta al especial status que concurre en la villa de Madrid".
En segundo término, hay que resaltar que el párrafo b), cuando dice que las Cortes Generales
pueden autorizar o acordar, en su caso, un Estatuto de autonomía para territorios que no estén
integrados en la organización territorial, estaba sin duda pensando en los casos especiales de Ceuta
y Melilla y, en efecto, dicho párrafo ha sido utilizado en su momento dando lugar a la aprobación de
la Ley Orgánica 1/1995, de 13 de marzo, de Estatuto de Autonomía de Ceuta y de la Ley Orgánica
2/1995, de 13 de marzo, de Estatuto de Autonomía de Melilla. Con la aprobación de esos Estatutos
se cierra el diseño del mapa autonómico español.
Por último, es preciso destacar la utilización de párrafo c) que permite a las Cortes Generales
sustituir la iniciativa de las Corporaciones locales a que se refiere el apartado 2 del art. 143. Este
párrafo ha sido utilizado en los casos de Almería y Segovia. En cuanto al primero de ellos, hay que
recordar que el art. 151.1 CE establece un procedimiento para acceder a la autonomía plena que
exige, entre otras cosas, que la iniciativa sea ratificada mediante referéndum por el voto afirmativo
de la mayoría absoluta de los electores de cada provincia. En el caso andaluz, el referéndum
celebrado el 28 de febrero de 1980 supuso que la iniciativa fuera aprobada en todas las provincias
salvo en la de Almería. Para solventar el problema de la paralización de la iniciativa y consiguiente
acceso de Andalucía a la autonomía por la vía del art. 151 se aprobó primeramente la Ley Orgánica
12/1980, de 16 de diciembre, de modificación del párrafo cuarto del artículo 8 de la Ley Orgánica
2/1980, de 18 de enero, reguladora de las distintas modalidades de Referéndum. En su virtud,
"previa solicitud de la mayoría de los Diputados y Senadores de la provincia o provincias en las que
no se hubiera obtenido la ratificación de la iniciativa, las Cortes Generales, mediante Ley Orgánica,
podrán sustituir la iniciativa autonómica prevista en el artículo 151 siempre que concurran los
requisitos previstos en el párrafo anterior". Tras esa modificación, se aprobó la Ley Orgánica
13/1980, de 16 de diciembre, de sustitución en la provincia de Almería de la iniciativa autonómica.
Por lo que se refiere a Segovia, esta provincia había manifestado su voluntad de no incorporarse al
régimen preautonómico de Castilla-León y su deseo incluso de formar una Comunidad
uniprovincial. Dado que dicha provincia podía quedarse como la única sujeta a un régimen común
al margen del diseño del Estado autonómico, en aplicación del art. 144.c) se aprobó la Ley Orgánica
5/1983, de 1 de marzo, de incorporación de Segovia al proceso autonómico de Castilla y León.
El carácter peculiar del art. 144 CE y las ocasiones en las que se ha utilizado justifican los
pronunciamientos del Tribunal Constitucional sobre el particular. Primeramente en la STC 89/1984,
de 28 de septiembre, se aclara que la Ley Orgánica a que se refiere el artículo "si bien el precepto
no lo dice expresamente, está claro que ha de tratarse de Ley aprobada precisamente al amparo de
dicho precepto sin que pueda considerarse que se ha cumplido el requisito, y ejercida la facultad
por él condicionada, al aprobarse un Estatuto de Autonomía como Ley Orgánica, según exige la
norma constitucional, porque de ser así no tendría sentido alguno la iniciativa de las Corporaciones,
cuya eventual ausencia resultaría siempre automáticamente suplida por la voluntad de las Cortes
manifestada en el solo hecho de aprobar un Estatuto que las abarcase" (FJ 4). La citada Ley
Orgánica 5/1983, de 1 de marzo, fue objeto de un recurso de inconstitucionalidad resuelto por STC
100/1984, de 8 de noviembre. En ella, el Tribunal Constitucional afirma que "la facultad conferida
por la Constitución a las Cortes, representes del pueblo español, titular indiviso de la soberanía, para
sustituir la iniciativa de las Corporaciones locales del 143.2 de la CE, no debe entenderse limitada
sólo a los supuestos en que no haya habido tal iniciativa o cuando ésta haya sido impulsada pero se
haya frustrado en cualquiera de sus fases, sino que debe considerarse extensible también a la
hipótesis en que las Corporaciones del 143.2 CE excluyeran en algún caso una iniciativa
autonómica que las Cortes entiendan de interés nacional. La facultad del 144,c) de la CE es así,
como en otro contexto dijimos con referencia al 150.3 de la CE, [STC 76/1983, FJ3.a)], esto es, una
cláusula que cumple una función de garantía respecto a la viabilidad misma del resultado del
proceso autonómico. La Constitución, que no configura el mapa autonómico, no ha dejado su
concreción tan sólo a la disposición de los titulares de iniciativa autonómica, sino que ha querido
dejar en manos de las Cortes un mecanismo de cierre para la eventual primacía del interés nacional.
Bien entendido que tampoco esta facultad del 144,c) de la CE es ilimitada, pues en el juego de
contrapesos propio de la regulación de la autonomía este mecanismo tiene también sus límites, ya
que sólo cabe que las Cortes lo ejerzan respecto a las Corporaciones del 143.2 de la CE, esto es, no
respecto a los territorios citados en las Disposiciones transitorias 2ª, 4ª y 5ª, y sólo por motivos de
interés nacional" (FJ 3).
En cuanto a la bibliografía sobre este artículo, además de la general sobre el Estado autonómico,
pueden señalarse los trabajos de Alvarez Conde, Entrena Cuesta o Arroyo y Calonge.

Sinopsis artículo 145


El artículo 145 regula el régimen general al que se haya sometida la cooperación ("horizontal")
entre Comunidades Autónomas. Dicha cooperación halla un límite absoluto en la prohibición
establecida en el apartado primero, según el cual "en ningún caso se admitirá la federación de
Comunidades Autónomas".
Dicha prohibición recoge la contenida en el artículo 13 de la Constitución de la Segunda
República española de 1931, de acuerdo con la cual "en ningún caso se admite la Federación de
regiones autónomas".
Tal prohibición también es conocida en otros países de estructura federal o compleja. En algunos
es expresa (art. 7 de la Constitución de Suiza; art. 1, sección 10, apartados 1 y 3 de la Constitución
de los Estados Unidos de América; art. 117 de la Constitución de México de 1917; art. 108 de la
Constitución Argentina de 1853, etc.). En otros, como sucede por ejemplo en Alemania, esa
prohibición se infiere de los principios fundamentales de la Constitución por vía interpretativa.
Sin embargo, no incluía inicialmente semejante prohibición expresa el artículo 130 del
Anteproyecto de Constitución, que se limitaba a prever un procedimiento de autorización por las
Cortes Generales de "cualquier acuerdo de cooperación entre Territorios Autónomos" mediante ley
orgánica. Fue la Ponencia del Congreso de los Diputados encargada del estudio de las enmiendas
presentadas por los miembros de esa Cámara la que aceptó la enmienda presentada por el diputado
valenciano de Alianza Popular, D. Alberto Jarabo Payá, si bien modificó el texto propuesto ("En
ningún caso podrá constituirse la federación de regiones autónomas") por el que finalmente luce
hoy en el artículo 145.1. Por otro lado, el régimen establecido en el apartado 2, que disciplina los
instrumentos de cooperación entre Comunidades Autónomas, fue flexibilizándose conforme
avanzaba la tramitación parlamentaria del Anteproyecto. Ya en la Comisión de Asuntos
Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso se suprimió la exigencia de autorización de los
acuerdos de cooperación mediante ley orgánica. En el Senado se dio un paso más en dicha
dirección, sustrayendo al requisito de previa autorización por las Cortes Generales "los convenios
temporales para la gestión y prestación de servicios propios" de las Comunidades Autónomas.
Sin embargo, la redacción definitiva del actual artículo 145.2 es debida a la Comisión Mixta
encargada de estudiar las discrepancias entre los textos aprobados por el Congreso y el Senado. En
ella se mantiene la distinción -por cierto, sumamente oscura, dada su imprecisión- de dos tipos de
instrumentos de cooperación (convenios para la gestión y prestación de servicios propios y otros
acuerdos de cooperación), pero incorpora una remisión a los Estatutos de Autonomía, que en ningún
momento anterior había sido contemplada, y que comporta una casi completa
desconstitucionalización tanto de la definición como de la regulación de los mencionados
instrumentos de cooperación. Por añadidura, la previsión del primero de estos instrumentos, los
convenios (de cuya definición depende, por demás, el alcance del otro, los acuerdos de cooperación,
definidos en términos residuales respecto de aquéllos) es facultativa ("Los Estatutos podrán
prever..."). El artículo 145.2 sólo establece tres difusos límites, uno material y dos formales, a los
poderes estatuyentes. En primer lugar, un límite material relativo al objeto posible o permitido de
los convenios entre Comunidades Autónomas, si bien es tal la indeterminación o vaguedad de la
noción empleada para definirlo ("gestión y prestación de servicios propios") que apenas constriñe el
margen de configuración de los poderes estatuyentes. En segundo lugar, la exigencia de prever la
comunicación de los convenios a las Cortes Generales (aunque serán los Estatutos los que
determinen el carácter y los efectos de la misma). Y, en tercer lugar, el requisito de previa
autorización por las Cortes Generales de los acuerdos de cooperación que puedan celebrarse "en los
demás supuestos" (que -cabe insistir una vez más- no se sabe a priori cuáles son, ya que la
determinación de los supuestos, requisitos y términos en que las Comunidades Autónomas podrán
celebrar convenios entre sí queda deferida, como se dijo, a los Estatutos).
En un Estado territorialmente descentralizado en grado elevado, como lo es el español, la
cooperación interterritorial -tanto la vertical entre los poderes centrales del Estado y los de los entes
subestatales, como, en particular, la horizontal entre estos últimos- es imprescindible para garantizar
"un adecuado equilibrio entre el respeto de las autonomías territoriales y la necesidad de evitar que
éstas conduzcan a separaciones o compartimentaciones que desconozcan la propia unidad del
sistema (art. 2 de la C.E.)" (SSTC 18/1982, de 4 de mayo; 80/1985, de 4 de julio; 96/1986, de 10 de
julio; 104/1988, de 8 de junio; 152/1988, de 20 de julio). No en vano el artículo 103.1 CE incluye
entre los principios constitucionales de acuerdo con los que han de actuar las Administraciones
Públicas el de "cooperación". Principio éste que, como derivación del aún más general de "lealtad
institucional", desarrolla prolijamente, con carácter básico para todas las Administraciones Públicas,
el artículo 4 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones
Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. De ahí que no se deba entender el artículo
145.2 CE como "un precepto que habilita a las Comunidades para establecer convenios entre ellas,
sino que, supuesta esa capacidad, delimita por su contenido los requisitos a que ha de atenerse la
regulación de esta materia en los Estatutos y establece el control por las Cortes Generales de los
acuerdos o convenios de cooperación" (STC 44/1986, de 17 de abril).
La amplia desconstitucionalización tanto de la definición como de la regulación de los
instrumentos de cooperación entre Comunidades Autónomas obliga a examinar, siquiera de forma
transversal, el desarrollo estatutario de las previsiones del artículo 145.2 CE. Por lo que se refiere al
concepto de "convenios para la gestión o prestación de servicios propios", los Estatutos optan por
identificar esos servicios propios bien con aquellos correspondientes a materias de su exclusiva
competencia, bien con aquellos correspondientes a materias de su competencia, sea ésta exclusiva o
no. En este último caso se opta, como es obvio, por una definición más amplia de los convenios -y,
correlativamente, por una definición más estrecha de los demás acuerdos de cooperación-, que
lógicamente inciden sobre las facultades de intervención de las Cortes Generales, que, como se dijo,
sólo han de autorizar con carácter previo los acuerdos de cooperación.
En cuanto al procedimiento previsto en los Estatutos para la conclusión de los convenios y
demás acuerdos de cooperación, cabe señalar que la regulación estatutaria ha llevado, por varias
vías, a un resultado global que es el extraordinario reforzamiento de los Parlamentos, ya que
prácticamente todos los Estatutos exigen que el convenio o acuerdo se someta a la respectiva
Asamblea en un momento u otro de su tramitación (Ángel J. SÁNCHEZ NAVARRO).
En lo concerniente al carácter y efectos de la preceptiva comunicación de los convenios a las
Cortes Generales, la gran mayoría de los Estatutos establecen un procedimiento típico según el cual
éstos deben ser comunicados a las Cortes Generales. Se abre entonces un periodo, normalmente de
treinta días, durante el cual las Cortes -o alguna de las Cámaras- pueden manifestar reparos u
objeciones, en cuyo caso el convenio será debatido a fin de recalificarlo, en su caso, como acuerdo,
necesitado por tanto de previa autorización por parte de las Cortes.
Finalmente, por lo que se refiere a la tramitación que han de seguir los convenios y acuerdos
entre Comunidades Autónomas en las Cortes Generales, se ha de señalar que el procedimiento lo
fija, en lo esencial, el artículo 74.2 CE (la decisión se adoptará por mayoría de cada una de las
Cámaras; el procedimiento se iniciará por el Senado; si no hubiera acuerdo entre el Senado y
Congreso, se intentará obtener por una Comisión Mixta de diputados y senadores, que presentará,
para su votación por ambas Cámaras, un texto, que, si no se aprueba, dejará la decisión en manos
del Congreso). El Reglamento del Congreso regula los pormenores de este procedimiento en su
artículo 166 , y el Reglamento del Senado hace lo propio en sus artículos 137 (relativo a los
convenios) y 138 (referente a los demás acuerdos de cooperación).
Por último, entre la bibliografía referida al precepto constitucional que nos ocupa cabe citar,
entre muchos otros, los trabajos de Menéndez Rexach, Santolaya Machetti, Rodríguez de Santiago,
Tajadura Tejada y Sánchez Navarro.

Sinopsis artículo 146


El artículo 146 CE tiene la importancia de establecer el procedimiento general de elaboración de
los Estatutos de Autonomía aunque sus previsiones deban ser completadas con las del art. 151
utilizado para la elaboración de los Estatutos de las Comunidades Autónomas de autonomía plena.
Como antecedente de este artículo en nuestra historia constitucional debe señalarse el art. 12 de
la Constitución de 1931 que recogía el procedimiento común de elaboración de los Estatutos de las
regiones autónomas que se constituyeran.
En Derecho comparado encontramos un precepto semejante en el art. 123 de la Constitución
italiana de 1947 donde también el proyecto es debatido en Consejo Regional y aprobado mediante
ley estatal.
El deseo de establecer unas reglas claras en lo relativo a la elaboración de los Estatutos de
Autonomía estuvo presente desde el inicio del iter constituyente. En efecto, el art. 131 del
Anteproyecto elaborado por la Ponencia establecía un procedimiento común parecido al que
establece el definitivo art. 151. Dada la diversidad de modos de acceso a la autonomía y el distinto
nivel que se quería dar a las Comunidades según sus antecedentes históricos, pronto se vio la
necesidad de diferenciar el procedimiento de elaboración atendiendo el tipo de iniciativa para el
acceso a la autonomía que se hubiera seguido. De este modo, ya en el Informe de la Ponencia, de 17
de abril de 1978, se diferenciaban los procedimientos, pasando el art. 138 a tener una redacción
similar a la del artículo 146 actual, completado por la Comisión de Asuntos Constitucionales y
Libertades Públicas del Congreso de los Diputados añadiendo la referencia a los órganos
interinsulares de las provincias afectadas como componentes de la Asamblea que debía redactar el
proyecto de Estatuto, debido a una enmienda in voce presentada por el Grupo de Unión de Centro
Democrático. El texto así aprobado no se modificó por el Pleno del Congreso. Sin embargo en el
Senado sufrió una ligera modificación porque la Comisión de Constitución introdujo en el entonces
art. 144 un cambio en la composición de la Asamblea que redactara el proyecto al hablar en plural
de los miembros de las Diputaciones u órganos interinsulares de las provincias afectadas y por los
diputados y senadores elegidos por cada una de ellas. En texto proveniente del Congreso se hablaba
de "... elegidos en ellas". El Pleno del Senado mantuvo esas modificaciones que finalmente se
eliminaron por la Comisión Mixta que volvió al texto aprobado en el Congreso de los Diputados.
Hay que decir que durante la tramitación del artículo se presentaron varias enmiendas, todas ellas
rechazadas, en el sentido de fijar un plazo para que el Gobierno convocara la Asamblea que debía
aprobar el Proyecto de Estatuto.
Aprobada la Constitución se constató que en los Reglamentos provisionales del Congreso de los
Diputados y del Senado, de 1977, no había ninguna mención a la tramitación parlamentaria de los
proyectos de Estatutos de Autonomía. En consecuencia, la Presidencia del Congreso de los
Diputados dictó las Normas sobre elaboración de los Estatutos de Autonomía, de 8 de junio de
1979. En la actualidad este tema está desarrollado, por lo que se refiere al art. 146 CE en los arts.
136 del Reglamento del Congreso de los Diputados, de 10 de febrero de 1982, con sus
modificaciones posteriores y 143.1 del Reglamento del Senado, Texto refundido de 3 de mayo de
1994, también con modificaciones posteriores.
En aplicación del art. 146 CE se han aprobado los siguientes Estatutos de Autonomía: Ley
Orgánica 7/1981, de 30 de diciembre, de Estatuto de Autonomía para Asturias; Ley Orgánica
8/1981, de 30 de diciembre, de Estatuto de Autonomía para Cantabria; Ley Orgánica 3/1982, de 9
de junio, de Estatuto de Autonomía de La Rioja; Ley Orgánica 4/1982, de 9 de junio, de Estatuto de
Autonomía para la Región de Murcia; Ley Orgánica 5/1982, de 1 de julio, de Estatuto de
Autonomía de la Comunidad Valenciana; Ley Orgánica 8/1982, de 10 de agosto, de Estatuto de
Autonomía de Aragón; Ley Orgánica 9/1982, de 10 de agosto, de Estatuto de Autonomía de Castilla
La Mancha; Ley Orgánica 10/1982, de 10 de agosto, de Estatuto de Autonomía de Canarias; Ley
Orgánica 13/1982, de 10 de agosto, de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de
Navarra; Ley Orgánica 1/1983, de 25 de febrero, de Estatuto de Autonomía de Extremadura; Ley
Orgánica 2/1983, de 25 de febrero, de Estatuto de Autonomía para las Islas Baleares; Ley Orgánica
3/1983, de 25 de febrero, de Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid y Ley Orgánica
4/1983, de 25 de febrero, de Estatuto de Autonomía de Castilla-León. Estos Estatutos han sido
modificados en diversas ocasiones siguiendo el procedimiento señalado en el art. 147.3 CE.
La constitución de las Comunidades Autónomas se completa en primer lugar con los Estatutos
de Autonomía aprobados de acuerdo con el art. 151.2 CE, es decir, Ley Orgánica 3/1979, de 18 de
diciembre, de Estatuto de Autonomía para el País Vasco; Ley Orgánica 4/1979, de 18 de diciembre,
de Estatuto de Autonomía de Cataluña; Ley Orgánica 1/1981, de 6 de abril, de Estatuto de
Autonomía para Galicia y Ley Orgánica 6/1981, de 30 de diciembre, de Estatuto de Autonomía para
Andalucía. Asimismo, de conformidad con el art. 144.b) CE fueron aprobadas la Ley Orgánica
1/1995, de 13 de marzo, de Estatuto de Autonomía de Ceuta y la Ley Orgánica 2/1995, de 13 de
marzo, de Estatuto de Autonomía de Melilla.
El Tribunal Constitucional se ha manifestado en alguna ocasión sobre el art. 146 CE. Así, en la
STC 89/1984, de 28 de septiembre, resolviendo un recurso de inconstitucionalidad contra La Ley
Orgánica 4/1983, de 25 de febrero, del Estatuto de Autonomía de Castilla-León, declaró al referirse
a la Asamblea que debe elaborar el Proyecto de Estatuto que "el sujeto del proceso no está integrado
ya, como en su fase de impulsión preliminar por las Diputaciones y Municipios, sino que es un
nuevo órgano que nace porque ya se ha manifestado la voluntad impulsora y que expresa ahora la
del territorio en su conjunto; y esa voluntad ya tiene un objeto distinto, el régimen jurídico futuro
del territorio que ya ha manifestado su voluntad de constituirse en Comunidad Autónoma mediante
actos de iniciativa que ya han agotado sus efectos. Admitir que tras la convocatoria de la Asamblea
a que se refiere el artículo 146 de la Constitución cualquier provincia puede desvincularse del
proceso sería tanto como afirmar que en cualquier momento puede poner fin al proceso autonómico,
obligando a reabrir otro con distinto sujeto y objeto también diferente" FJ5). Por su parte, la STC
100/1984, de 8 de noviembre, que resolvía un recurso de inconstitucionalidad contra la Ley
Orgánica 5/1983, de 1 de marzo, sobre incorporación de Segovia a la Comunidad Autónoma de
Castilla-León, manifestaba que respecto al requisito establecido en el art. 143.1 CE, es decir, la
exigencia de entidad regional histórica para poder constituir una Comunidad Autónoma y al
cumplimiento del trámite fijado en el párrafo 2 del mismo artículo, esto es, el impulso autonómico
por las Diputaciones interesadas, el órgano interinsular correspondiente o las dos terceras partes de
los municipios cuya población represente, al menos, la mayoría del censo electoral de cada
provincia o isla, "es necesario hacer constar que las Cortes, en la fase del 146 de la CE hubieran
podido pronunciarse sobre uno u otro extremo" (FJ2), en relación con las pretensiones de la
provincia de Segovia de constituir una Comunidad Autónoma uniprovincial.
Respecto a la bibliografía sobre este artículo, además de las referencias en las obras generales
sobre el Derecho autonómico, pueden citarse obras de González Casanova, Aguado Renedo, Torres
Muro, Aguiló, Entrena Cuesta y Tornos.

Sinopsis artículo 147


Como antecedente de este precepto podemos citar el artículo 11 de la Constitución española de
1931 a cuyo tenor: "Si una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y
económicas, comunes, acordaran organizarse en región autónoma para formar un núcleo político-
administrativo dentro del Estado español, presentarán su Estatuto con arreglo a lo establecido en el
artículo 12. En ese Estatuto podrán recabar para sí, en su totalidad o parcialmente, las atribuciones
que se determinan en los artículos 15, 16 y 18 de esta Constitución, sin perjuicio, en el segundo
caso, de que puedan recabar todas o parte de las restantes por el mismo procedimiento establecido
en este Código fundamental. La condición de limítrofe no es exigible a los territorios insulares entre
sí. Una vez aprobado el Estatuto, será la ley básica de la organización política administrativa de la
región autónoma, y el Estado español la reconocerá y amparará como parte integrante de su
ordenamiento jurídico."
En Derecho comparado podemos citar la Constitución Italiana de 1947, artículos 116, 121, 122 y
123.
En cuanto a la elaboración de este precepto cabe señalar que se contenía ya en el artículo 132.1 y
2. del Anteproyecto de Constitución (BOC de 5 de enero de 1978). La Comisión de Asuntos
Constitucionales del Congreso (BOC de 1 de julio de 1978) estableció en el artículo 140 de su
Dictamen la redacción definitiva.

El Estatuto como norma institucional básica


Las Comunidades autónomas gozan de verdadera autonomía política como advierte el Tribunal
Constitucional en su sentencia 25/1981. La existencia de una pluralidad de centros de producción
legislativa (Estado y Comunidades Autónomas) constituye, sin duda alguna, la principal innovación
de nuestra Carta Fundamental en cuanto al sistema de fuentes del Derecho se refiere. Ante ello ha
de quedar claro que las normas emanadas de uno y otro centro conforman un único ordenamiento
jurídico. Es decir, no existen dos ordenamientos jurídicos aislados, el estatal y el de las
Comunidades Autónomas, sino un único ordenamiento; de ahí que, el derecho propio de la
Comunidad autónoma no constituye un ordenamiento jurídico independiente, sino un conjunto de
normas propias de esa Comunidad, que se integran en el ordenamiento jurídico español. Por lo
tanto, nos encontramos ante dos subordenamientos, el estatal y el autonómico, siendo el Estatuto de
Autonomía la norma que, por excelencia, los relaciona.
El Estatuto de Autonomía constituye la norma que engarza el ordenamiento estatal y el
autonómico pues goza de una naturaleza que podríamos denominar híbrida ya que, por una parte es,
de acuerdo con el artículo 147.1 de la Constitución, la norma institucional básica de la Comunidad
y, por otra, al ser aprobado por ley orgánica forma parte del ordenamiento estatal.
A pesar de esta caracterización como norma institucional básica, -lo que ha llevado a algunos
autores a tildarla de Constitución de la Comunidad Autónoma-, el Estatuto no es una Constitución
en el sentido propio del término, pues no nace de un poder constituyente originario, -del que
carecían los territorios que se constituyeron en Comunidades Autónomas-, sino que debe su
existencia a su reconocimiento por el Estado. Así lo pone de manifiesto el Tribunal Constitucional
en su sentencia 4/1981, al advertir que el Estatuto de Autonomía no es expresión de soberanía sino
de autonomía, que hace referencia a un poder limitado. En efecto, autonomía no es soberanía y dado
que cada organización territorial dotada de autonomía es una parte del todo, en ningún caso el
principio de autonomía puede oponerse al de unidad, sino que es precisamente dentro de éste donde
alcanza su verdadero sentido, como expresa el art. 2 CE.
Por ello, el Estatuto de Autonomía conforme al artículo 147. 1 de la Constitución es la norma
institucional básica dentro de los términos de la presente Constitución. En este sentido se manifiesta
el Tribunal Constitucional en su sentencia 18/1982, al afirmar que "el Estatuto de Autonomía, al
igual que el resto del ordenamiento jurídico, debe ser interpretado siempre de conformidad con la
Constitución y que, por ello, los marcos competenciales que la Constitución establece no agotan su
virtualidad en el momento de aprobación del Estatuto de Autonomía, sino que continuarán siendo
preceptos operativos en el momento de realizar la interpretación de los preceptos de éste a través de
los cuales se realiza la asunción de competencias por la Comunidad Autónoma".
En cuanto a la naturaleza jurídica de los Estatutos de autonomía hay que indicar que se trata de
una norma compleja que no cabe confundir con la Ley Orgánica que los aprueba. En efecto,
conforme dispone el art. 81.1 de la Constitución, "son leyes orgánicas ... las que aprueban los
Estatutos de autonomía...". El Estatuto de Autonomía se ha de elaborar siguiendo un procedimiento
predeterminado, según los casos, en los arts. 146 y 151.2, para, posteriormente, ser aprobado por las
Cortes Generales mediante Ley Orgánica. Por ello, en la formación del Estatuto de autonomía,
como norma fundacional de la Comunidad Autónoma, -STC 76/1988-, debieron concurrir, cuando
menos, dos voluntades: la de los representantes del pueblo de la Comunidad Autónoma a constituir
(diputados y senadores, si se siguió la vía de acceso prevista en el art. 151, y, además diputados
provinciales, si se optó por la vía del art. 143), y la del Estado, manifestada por la Cortes Generales
al aprobar el Estatuto por Ley Orgánica. El Estado está ejerciendo, así, un acto de soberanía en
consonancia con lo dispuesto en el art. 2 de la Constitución.
Pero es que, además, la iniciativa y el procedimiento de reforma de los Estatutos de autonomía
pone de manifiesto que aquellos son algo más que una Ley Orgánica, toda vez que no pueden ser
reformados como las Leyes Orgánicas, sino mediante los procedimientos en ellos previstos (art.
152.2 de la CE). Téngase en cuenta que, incluso en algunos supuestos, es necesario someter la
reforma a referéndum entre los electores inscritos en los censos correspondientes (Estatutos de
Comunidades autónomas que accedieron a la autonomía por la vía del art. 151 de la CE).
Nos encontramos, por tanto, ante una norma peculiar fundada en el principio de voluntariedad e
inserta en el ordenamiento jurídico del Estado. En definitiva, con una norma expresión de la
voluntad del pueblo de un territorio determinado, voluntad que se perfecciona con la de las Cortes
Generales, máxima representación de la soberanía popular.
La posición del Estatuto de Autonomía con relación a las leyes autonómicas es de superioridad,
tal como ha señalado el Tribunal Constitucional en su sentencia 36/1981. Es decir, la relación entre
las leyes autonómicas y el Estatuto de Autonomía está marcada por el principio de jerarquía
exclusivamente, de la misma manera que lo está la relación entre la Constitución y las leyes del
Estado. El Estatuto de Autonomía es una norma superior tanto lógica como normativamente, en la
media en que determina el órgano y el procedimiento a través del cual se aprobará una ley de la
Comunidad Autónoma, así como las materias a las que puede extenderse la actividad del legislador
autonómico.

Contenido de los Estatutos


Este apartado enumera cuatro elementos que de forma obligatoria ha de contener todo Estatuto
de Autonomía: La denominación de la Comunidad que mejor corresponda a su identidad histórica;
la delimitación de su territorio; la denominación, organización y sede de las instituciones autónomas
propias; y las competencias asumidas dentro del marco establecido en la Constitución y las bases
para el traspaso de los servicios correspondientes a las mismas.
a) En cuanto a la denominación, el precepto exige que se escoja la que mejor
corresponda a su identidad histórica. Por regla general se han adoptado las
denominaciones de ámbito geográfico ya acreditadas sin que se suscitara una
problemática especial, con excepción de la Comunidad Valenciana donde la polémica
entre los que defendían la denominación de País Valenciano y los que propugnaban el
nombre histórico de Reino de Valencia, se superó pactando la de "Comunidad
Valenciana".
b) Por lo que respecta a la delimitación del territorio, hay que tener presente lo señalado
en los artículos 143, 144 y 145 de la Constitución española. El criterio más común,
seguido en casi todos los estatutos, consiste en deferir la delimitación territorial a las
dos entidades administrativas menores preexistentes: los municipios y las provincias. El
Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de pronunciarse al respecto en sus sentencias
99/1986 y 132/1996.
En la primera de ellas, el máxime intérprete de la Constitución señala que la
necesidad de que los Estatutos contengan la delimitación del territorio de la Comunidad
supone una "específica garantía territorial mediante la cual los límites geográficos con
los que se constituyó al nacer la Comunidad Autónoma, quedan consagrados en su
norma institucional básica".
El territorio supone, en sentido estricto, una definición del ámbito espacial de
aplicabilidad de las disposiciones y actos de la Comunidad Autónoma, y un elemento
delimitador de las competencias de aquella en su relación con las demás Comunidades
autónomas y con el Estado.
c) En cuanto a las instituciones propias, el precepto exige que se señale en los Estatutos
la denominación, organización y sede de aquellas. Este precepto cabe relacionarlo con
el artículo 152.1. de la Constitución, que señala que en los Estatutos aprobados por el
procedimiento previsto por el artículo 151.1 la organización institucional de la
Comunidad se basará en una Asamblea Legislativa elegida por sufragio universal con
arreglo a un sistema de representación proporcional que asegure, además, la
representación de las diversas zonas del territorio; un Consejo de Gobierno con
funciones ejecutivas y administrativas; y un Presidente, elegido por la Asamblea, de
entre sus miembros, y nombrado por el Rey, al que corresponde la dirección del Consejo
de Gobierno la suprema representación de la respectiva Comunidad y la ordinaria del
Estado en aquélla. Pero nada ha impedido que a este esquema responda también la
organización institucional de las Comunidades que accedieron a la autonomía por la vía
del 143.2 de la Constitución. Ello no obstante, hay que tener en cuenta que, conforme
dispone el art. 148.1 de la Constitución, -y así se determina en todos los Estatutos de
autonomía-, a las Comunidades autónomas compete la organización de sus instituciones
de autogobierno, por lo que, tal y como ha señalado el Tribunal Constitucional,
-Sentencias 35/82 y 204/92, entre otras-, las Comunidades autónomas pueden crear
otras instituciones de autogobierno, más allá de las previstas en sus Estatutos, en la
medida que lo juzguen necesario para su autogobierno. Y así, no son pocas las
Comunidades autónomas que han creado por Ley instituciones no previstas en sus
Estatutos, como por ejemplo los Consejos Consultivos, o los órganos autonómicos
equivalentes al Defensor del Pueblo o al Tribunal de Cuentas.
En cuanto a la sede de las instituciones autónomas propias, del enunciado
constitucional no puede deducirse, como ha señalado el Tribunal Constitucional,
-Sentencia 89/1984-, una reserva estatutaria absoluta, por lo que tal determinación
puede diferirse a lo que dispongan las leyes autonómicas.
Hay que tener en cuenta que a pesar de la mención contenida en el artículo 151.1 con
relación a los Tribunales Superiores de Justicia ("Un Tribunal Superior de Justicia, sin
perjuicio de la jurisdicción que corresponde al Tribunal Supremo, culminará la
organización judicial en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma"), dichos
órganos no forman parte de la Administración Autonómica pues el Poder Judicial es
único para todo el Estado. Aquellos Tribunales son, por tanto, órganos del Estado en la
Comunidad autónoma, pero en ningún caso, órganos de éstas.
d) Por lo que respecta a las competencias asumidas, hay que recordar lo dispuesto en los
artículos 148 de la Constitución, que establece las competencias que pueden asumir las
Comunidades Autónomas, y 149.1. de la Constitución, que determina las competencias
exclusivas del Estado. Al respecto es necesario tener presente el artículo 148.2 que
señala, con relación a las Comunidades que accedieron a la Autonomía por la vía del
143.2 de la Constitución, que transcurridos cinco años, y mediante la reforma de sus
Estatutos, podrán ampliar sucesivamente sus competencias dentro del marco establecido
en el artículo 149. De acuerdo con ello, y conforme con los Pactos Autonómicos de
1992, se han reformado dichos Estatutos de autonomía a tal fin (así, por ejemplo, la
Leyes Orgánicas 1, 2, 3, 4, 6, 7, 8, 9, 10, 11/1994, de 24 de marzo, por las que se
reformaron los Estatutos de Autonomía de Asturias, Cantabria, La Rioja, Murcia,
Aragón, Castilla-La Mancha, Extremadura, Islas Baleares, Comunidad de Madrid y
Castilla León, respectivamente).
Además, por Ley Orgánica 5/1994, se añadió una Disposición Adicional, -la Tercera-, al Estatuto
de Autonomía de la Comunidad Valenciana, en virtud de la cual, las competencias reseñadas en
dicho Estatuto, quedaron atribuidas a la Generalitat Valenciana, con carácter estatutario, y por Ley
Orgánica 12/1994, se derogó la Ley Orgánica 12/1982, de transferencias a la Comunidad
Valenciana de competencias de titularidad estatal que, en su momento, y simultáneamente a la
promulgación de su Estatuto, fue aprobada para completar el ámbito competencial valenciano.
Al respecto hay que recordar que, el artículo 149.3 de la Constitución señala que las materias no
atribuidas expresamente al Estado por esta Constitución podrán corresponder a las Comunidades
Autónomas, en virtud de sus respectivos Estatutos. La competencia sobre las materias que no se
hayan asumido por los Estatutos de Autonomía corresponderá al Estado, cuyas normas
prevalecerán, en caso de conflicto, sobre las de las Comunidades Autónomas en todo lo que no esté
atribuido a la exclusiva competencia de éstas. Por último, y en relación con el traspaso de los
servicios correspondientes a las competencias hay que indicar que se lleva a cabo por medio de los
Decretos de Transferencias que, como ha señalado el Tribunal Constitucional, no pueden atribuir ni
reconocer competencias y, por tanto, no pueden modificar ni alterar el orden fijado por la
Constitución y por el Estatuto de Autonomía.

Reforma de los Estatutos


Como norma institucional básica de una Comunidad Autónoma, al igual que la Constitución, los
Estatutos regulan su propio mecanismo de reforma, cosa que no sucede con ninguna otra norma.
La Constitución prevé dos procedimientos de reforma: el general, para las Comunidades que
accedieron a la autonomía por la vía del artículo 143.2, que se contiene en el artículo 147.3, a cuyo
tenor "La reforma de los Estatutos se ajustará al procedimiento establecido en los mismos y
requerirá, en todo caso, la aprobación por las Cortes Generales, mediante ley orgánica"; y el
especial, reservado a los Estatutos de Autonomía aprobados por la vía del artículo 151.1, que está
establecido en el artículo 152.2, de acuerdo con el cual: "Una vez sancionados y promulgados los
respectivos Estatutos, solamente podrán ser modificados mediante los procedimientos en ellos
establecidos y con referéndum entre los electores inscritos en los censos correspondientes".
Como ya se ha expuesto en el procedimiento de reforma intervienen tanto el legislador
autonómico como el estatal, de tal suerte que para que la reforma prospere es necesaria una sintonía
entre ambos. Efectivamente, los Estatutos prevén una primera fase en el que el proyecto de reforma
es elaborado por el legislador autonómico que lo remite a las Cortes Generales, para que lo
aprueben mediante Ley Orgánica. Hay que tener en cuenta que la exigencia de referéndum solo es
exigible para los estatutos aprobados por la vía del artículo 151 de la Constitución. Sin embargo, el
Estatuto de la Comunidad Valenciana, reformado por la Ley Orgánica 1/2006, de 10 de abril,
también contempla la ratificación por referendum de las reformas estatutarias, a pesar de no ser la
Comunidad Valenciana una de las de la vía del artículo 151.
En cuanto a la tramitación en las Cortes Generales de este tipo de iniciativas, el silencio de los
Reglamentos de ambas Cámaras hizo necesaria la aprobación de dos Resoluciones, una de la
Presidencia del Congreso de los Diputados y otra de la Presidencia del Senado, de 16 de marzo y de
30 de seotiembre de 1993, respectivamente.
Cabe advertir que no hay coincidencia en los diferentes Estatutos a la hora de fijar quienes tienen
iniciativa para proceder a su reforma. Así, por ejemplo, el artículo 64 del Estatuto de la Comunidad
de Madrid señala que la iniciativa corresponde al Gobierno o a la Asamblea de Madrid, a propuesta
de una tercera parte de sus miembros, o de dos tercios de los municipios de la Comunidad cuya
población represente la mayoría absoluta de la Comunidad de Madrid. No se reconoce en dicho
Estatuto iniciativa a favor de las Cortes Generales, cosa que sí sucede en otros Estatutos: Estatuto
de Castilla y León (artículo 55); Castilla-La Mancha (artículo 54); Comunidad Valenciana (artículo
81); Aragón (artículo 61); La Rioja (artículo 58); Andalucía (artículo 74); Cantabria (artículo 58);
Principado de Asturias (artículo 56); Murcia (artículo 55); Canarias (artículo 64); Extremadura
(artículo 62); Illes Balears (artículo 76); País Vasco (artículo 46) y Cataluña (artículo 223, para el
caso de reforma de los Títulos del Estatuto que afecten a las relaciones con el Estado). Hay
Estatutos que reconocen iniciativa a los municipios (por ejemplo, artículo 64 del Estatuto de la
Comunidad de Madrid; artículo 56 del Estatuto del Principado de Asturias; y artículo 58 del
Estatuto de La Rioja). El nuevo Estatuto de Cataluña, si bien no reconoce la potestad de iniciativa
de los ayuntamientos, sí que les reconoce, siempre y cuando reúnan una serie de requisitos
numéricos, la posibilidad de proponer al Parlamento el ejercicio de su iniciativa parlamentaria (arts.
222 y 223).
Otros estatutos, además, reconocen iniciativa de reforma al Gobierno de la Nación (art. 56 del
Estatuto del Principado de Asturias, y art. 55 del de Murcia).
Por otra parte cabe señalar que algunos Estatutos prevén dos procedimientos de reforma
diferenciando la que pretende ampliar el ámbito competencial de la del resto de supuestos (en este
sentido puede verse, por ejemplo, el artículo 61 del Estatuto de la Comunidad Valenciana que exige
acuerdo adoptado por tres quintas partes de sus miembros, salvo que sólo tuviera por objeto la
ampliación del ámbito competencial, en cuyo caso bastará la mayoría simple de las Cortes
Valencianas. En el mismo sentido artículo 55 del Estatuto de Murcia); otros, como es el caso del
Estatuto de la Comunidad de Madrid (artículo 64), del Estatuto de Castilla-La Mancha (artículo 54)
o del Estatuto de Castilla y León (artículo 55) no realizan tal distinción.
El Estatuto de Cataluña también contempla dos procedimientos de reforma, en función de la
materia afectada por la misma: así, el Estatuto de 2006 distingue entre la reforma de los Títulos del
Estatuto que no afectan a las relaciones con el Estado (Títulos I y II) y la reforma del resto de
Títulos.
Las reformas operadas han sido las siguientes:
a) LO 1, 2, 3, 4, 5, 6, y 7/1991: Reforma de los Estatutos de Autonomía de Murcia, Madrid, Asturias, Comunidad
Valenciana, Extremadura, Castilla-La Mancha y Cantabria respectivamente
Tales reformas respondieron, más que al principio de voluntariedad de las Comunidades afectadas, a razones de
Estado pactadas por el Gobierno, -entonces del PSOE-, y el principal partido de la oposición, -entonces, el PP-, más allá
de las sedes autonómicas. Tales reformas se dirigieron a conseguir que las elecciones autonómicas se celebraran el
cuarto domingo del mes de mayo cada cuatro años, coincidiendo con las elecciones municipales.
b) LO 1,2,3,4,5,6,7,8,9,10,11/1994, de 24 de marzo: Reforma de los Estatutos de Autonomía de Asturias, Cantabria, La
Rioja, Murcia, Aragón Castilla-La Mancha, Extremadura, Islas Baleares, Comunidad de Madrid y Castilla León,
respectivamente.
Como ya se ha expuesto, tales reformas respondieron al objetivo de ampliar el ámbito competencial de las
Comunidades autónomas, y en el caso de la Comunidad Valenciana, a convertir las competencias transferidas en
competencias estatutarias.
c) Además, se han reformado los siguientes Estatutos de Autonomía a fin de perfeccionar el sistema de gobierno de las
respectivas Comunidades autónomas:
-LO 4/1996, de 30 de diciembre: Reforma Estatuto de Autonomía de Canarias.
-LO 5/1996, de 30 de diciembre: Reforma del Estatuto de Autonomía de Aragón.
-LO 3/1997, de 3 de julio: Reforma del Estatuto de Autonomía de Castilla-La Mancha.
-LO 1/1998, de 15 de junio: Reforma del Estatuto de Autonomía de Murcia.
-LO 11/1998, de 30 de diciembre: Reforma del Estatuto de Autonomía de Cantabria.
-LO 1/1999, de 5 de enero: Reforma del Estatuto de Autonomía de Asturias.
-LO 2/1999, de 17 de enero: Reforma del Estatuto de Autonomía de La Rioja.
-LO 3/1999, de 8 de enero: Reforma del Estatuto de Autonomía de las Islas Baleares.
-LO 4/1999, de 8 de enero: Reforma del Estatuto de Autonomía de Castilla-León
-LO 12/1999, de 6 de mayo: Reforma del Estatuto de Autonomía de Extremadura.
d) Durante la VIII Legislatura, iniciada en abril de 2004, se han aprobado hasta la fecha las siguientes reformas
estatutarias:
- LO 1/2006, de 10 de abril, de Reforma de la Ley Orgánica 5/1982, de 1 de julio, de Estatuto de Autonomía de la
Comunidad Valenciana
- LO 6/2006, de 19 de julio, de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, que constituye la primera reforma
de una comunidad que accedió a la autonomía por la vía del artículo 151. La reforma fue sometida a referendum
celebrado el 18 de junio de 2006.
Así mismo el Parlamento Vasco aprobó, el 30 de diciembre de 2004, por mayoría absoluta una "propuesta de
reforma de Estatuto político de la Comunidad de Euskadi", sometida a debate de totalidad en la sesión plenaria del
Congreso de los Diputados el 1 de febrero de 2005, fue rechazada tras obtener 29 votos a favor, 313 en contra y 2
abstenciones. Las controversias suscitadas por la tramitación de la citada propuesta de reforma han dado lugar a una
serie de Autos del Tribunal Constitucional de especial trascendencia para perfilar el concepto de reforma estatutaria.
Así, el Auto 135/2004, de 20 de abril, por la que el Tribunal Constitucional determina que, el Gobierno Vasco
-legitimado estatutariamente para ello- mediante la presentación de la propuesta al Parlamento Vasco se está limitando a
abrir el procedimiento de reforma. No cabe, sin embargo, entrar a determinar si el texto de la propuesta del Gobierno
Vasco es o no acorde con el texto constitucional (y si, por tanto, es más bien una propuesta de reforma constitucional)
puesto que la propuesta puede ser, previsiblemente, objeto de modificaciones, a lo largo del procedimiento
parlamentario, que lo adecuen al texto constitucional.
Los Autos 44/2005 y 45/2005, de 31 de enero, en los que se afirma que, constitucionalmente, el procedimiento de
elaboración de los Estatutos es un procedimiento distinto al de reforma estatutaria y que la Resolución de la Presidencia
del Congreso de los Diputados de 16 de marzo de 1993, sobre procedimiento a seguir para la tramitación de la reforma
de los Estatutos de Autonomía no es contraria a la Constitución.
Por último, mencionar las obras referenciadas en la bibliografía básica que se inserta.

Sinopsis artículo 148


El art. 148.1 de la Constitución enumera las materias sobre las que inicialmente, las
Comunidades autónomas podían asumir competencias. Sobre el sistema de "triple lista", los tipos de
competencias y de facultades, vid. el comentario al art. 149.
Y decimos "inicialmente" porque, como es sabido, y así ha ocurrido, todas las Comunidades
autónomas cuentan hoy, tras veinticinco años de vigencia de la Constitución, con competencias
sobre muchas más materias que las reseñadas en el artículo objeto de comentario.
Una vez ejercida la iniciativa autonómica por los sujetos legitimados para ello, -vid. art. 143-, los
Estatutos de autonomía sólo podían reconocer un marco competencial dentro de los límites del art.
148. O dicho de otro modo: ni podían contemplar las reservadas en exclusiva al Estado, -art. 149-,
ni aquellas otras no expresamente enumeradas en el art. 148.
Hay que indicar, en primer lugar, que las competencias sobre las materias del art. 148 "podían"
ser asumidas por las Comunidades autónomas, lo que es trasunto del principio de voluntariedad que
rigió la constitución de aquéllas. Y en segundo lugar, que el marco competencial que deriva del art.
148 se configuraba como un límite temporal toda vez que, conforme dispone el apartado 2 del art.
148, trascurridos cinco años desde la entrada en vigor de sus Estatutos, las Comunidades autónomas
podían ampliar mediante la reforma de aquellos, -y así se ha hecho-, sus competencias dentro del
marco establecido en el art. 149.
Por tanto el sistema competencial que diseña la Constitución, es flexible y abierto, y en él juega
un papel importante el principio dispositivo. Se infiere, además, la voluntad del legislador
constituyente de que las Comunidades autónomas puedan, de forma gradual y sucesiva, aumentar su
autonomía mediante la asunción de nuevas competencias.
Sin embargo, la voluntariedad de las Comunidades autónomas se ha visto mediatizada por los
Acuerdos Autonómicos suscritos por el Gobierno y por el principal partido de la oposición, tanto en
1981, como en 1992.
Con los de 1981 se pretendió diseñar las bases operativas del proceso autonómico, la
generalización del régimen de autonomías para alcanzar una distribución homogénea del poder y la
armonización del desarrollo institucional y legislativo para lograr una mayor claridad del
ordenamiento y una reafirmación de la seguridad jurídica. La trascendencia de aquellos Pactos llega
hasta nuestros días, no solo porque fue diseñado el actual mapa autonómico, prefijando las
Comunidades autónomas que había que constituir, -junto a País Vasco, Cataluña y Galicia, cuyos
Estatutos ya había sido aprobados-, sino también porque se predeterminó la vía de acceso a la
autonomía, -la prevista en el art. 143-, para todos las demás Comunidades autónomas, con la
excepción de Andalucía, que ya tenía celebrado el referéndum de ratificación de la iniciativa
autonómica, previsto en el art. 151.2.3º. Para el caso de la Comunidad Valenciana y Canarias se
previó la transferencia de competencias, más allá de las del art. 148, al amparo de lo dispuesto en el
art. 150.2. Además, se establecieron pautas para la aprobación por la Cortes Generales de los
proyectos de Estatuto en trámite, y se pactaron una serie de cuestiones relativas a los órganos de
representación y gobierno de las futuras Comunidades autónomas que, de alguna u otra forma,
dejaban en entredicho aquel principio dispositivo o de voluntariedad.
Así, tras la aprobación de los diecisiete Estatutos de autonomía, pudo hablarse de tres grupos de
Comunidades autónomas:
-País Vasco, Cataluña, Galicia y Andalucía, que accedieron a la autonomía por la vía del
art. 151 CE -las tres primeras, además, beneficiándose de las facilidades que les
reconocía la Disposición Transitoria Segunda de la CE-, obteniendo el máximo grado de
autonomía inicialmente posible, dentro del marco delimitado por el art. 149 CE.
-Comunidad Valenciana y Canarias, que asumieron además de las competencias
permitidas por el art. 148 CE, todas las demás constitucionalmente posibles, hasta el
límite del art. 149 CE, en virtud de sendas leyes orgánicas por las que el Estado les
transfirió aquellas, al amparo de lo dispuesto en el art. 150.2 CE; y Navarra, con un
régimen especial, derivado de su Ley de Amejoramiento del Fuero.
-Las diez restantes Comunidades autónomas, llamadas de régimen común, que habían
de esperar, conforme a lo dispuesto en el art. 148.2 CE, un mínimo de 5 años para poder
ampliar su grado de autonomía, asumiendo nuevas competencias.
Por lo que respecta a los Pactos Autonómicos de 1992, hay que indicar que, habiendo
transcurrido cinco años desde la aprobación de los Estatutos de las Comunidades que accedieron a
la autonomía por la vía del art. 143, se estimó procedente, no tanto una "igualación" competencial, -
pues el Tribunal Constitucional (Sentencia 37/1997) en diferentes Sentencias insiste en la idea de la
imposibilidad de tal igualación -, sino más bien una "equiparación" competencial de todas las
Comunidades autónomas.
La ampliación de las competencias se había de llevar a cabo mediante la delegación o
transferencia acordada por las Cortes Generales al amparo del art. 150.2, para, posteriormente,
promover la reforma de los respectivos Estatutos de autonomía a fin de incorporar a aquellos las
competencias transferidas , variando, de este modo, la naturaleza de éstas.
Así, se promulgó la Ley Orgánica 9/1992, de transferencia de competencias a las Comunidades
Autónomas que accedieron a la autonomía por la vía del art. 143 de la Constitución; y cumpliendo
las previsiones de aquellos Pactos de 1992, se promulgaron en 1994, un total de doce Leyes
Orgánicas que modificaron dichos Estatutos de autonomía (sobre tales reformas vid. comentarios al
art. 147).
De esta manera se hizo posible un sistema competencial más homogéneo y racional y se satisfizo
la legítima aspiración de aquellas Comunidades autónomas con autonomía menos plena que,
trascurridos una decena de años desde la vigencia de sus Estatutos, pretendían un mayor grado de
autogobierno.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 149


1.- El sistema competencial: la "triple lista"
El artículo 149 de la Constitución es, junto a los artículos 148 y 150, uno de los preceptos que
delimita el reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, integrándose en
el bloque normativo que permite determinar el grado de descentralización política o quantum de
poder reconocido a ambos entes. En particular, el precepto que es objeto de comentario determina
las competencias que corresponden, de modo exclusivo, al Estado y que, en principio, no podrán
pertenecer a las Comunidades Autónomas, a menos que se utilice la técnica de las Leyes Orgánicas
de transferencia y delegación previstas en el art. 150.2 CE.
El sistema competencial articulado por la Constitución de 1978 se encuadra, a simple vista,
dentro del llamado sistema de "doble lista" o sistema germánico, en el que la norma constitucional
detalla en dos listas, por un lado, las competencias exclusivas del Estado, y por otro, aquéllas que
podrán corresponder a los entes descentralizados. A diferencia de esta tipología, cabría hacer
mención a otros sistemas donde, por un lado, se enumeran las competencias exclusivas del Estado,
correspondiendo las demás a los entes (Estados Unidos, sistema federal clásico), y el sistema
inverso que detalla las competencias de los entes atribuyéndose las restantes al Estado (Canadá).
Ahora bien, aunque el sistema competencial nos indique el grado de poder que han alcanzado tanto
el Estado como las Comunidades autónomas, en absoluto resulta un indicador válido para
"calificar" a un Estado como Federal, Autonómico o Regional, dependiendo del mayor o menor
grado de transferencia competencial. Dicho de otro modo, el grado de autonomía o autogobierno de
los entes descentralizados, el quantum competencial asumido por éstos, es irrelevante para calificar
de Federal a un Estado. De hecho, es fácil constatar como nuestras Comunidades Autónomas gozan
de mayores competencias que las regiones italianas de estatuto ordinario, pero también que los
estados federados venezolanos, los mexicanos, o los länder austríacos o alemanes. Por otro lado,
también puede considerarse que sólo los entes descentralizados canadienses y australianos gozan de
mayores competencias que las Comunidades Autónomas españolas.
El sistema español, como hemos apuntado, opta a simple vista por la solución germánica (doble
lista), tal y como parece deducirse de los artículos 148 y 149. Ahora bien, una lectura atenta de los
preceptos, en combinación con otros artículos como el 150 CE, nos permiten observar, en realidad,
un sistema de triple lista con rasgos peculiares. Así, encontraríamos:
a) Las competencias exclusivas del Estado, según el art. 149 de la Constitución.
b) Las competencias que pueden ser asumidas por las Comunidades Autónomas, según
el art. 148 de la Constitución.
c) Las demás competencias, en cuanto la "facultad" o la "materia" no mencionada
expresamente como exclusiva del Estado, podrán ser asumidas por las Comunidades
Autónomas, en virtud de la cláusula residual del art 149.3 CE, al disponer que las
materias no atribuidas expresamente al Estado por la Constitución Española podrán
corresponder a las Comunidades Autónomas, si así lo establecen sus propios Estatutos.
De este modo, cabría deducir, por ejemplo, una competencia integrada dentro de esta
tercera lista en la ejecución de la legislación sobre propiedad intelectual o industrial,
pues el art. 149.1.9ª sólo reserva al Estado la competencia exclusiva sobre la legislación
en la citada materia. Además, en el mismo sentido, una materia omitida por cualquiera
de las dos listas de los artículos 148 y 149 podría, asimismo, ser de competencia
autonómica.
Desde esta perspectiva, la exclusividad que se mantiene en el art. 149.1 CE sobre las
competencias que corresponden al Estado pierde cierto sentido, pues en realidad la materia no es
exclusiva de aquel, ente sino sólo las facultades que sobre ellas determina el precepto (legislación
básica, legislación, o todas las facultades si el precepto no distingue).
La visión recién expuesta exige, para su comprensión, tener en cuenta tal y como ha señalado el
Tribunal Constitucional, que "son los Estatutos las normas llamadas a fijar las competencias"
(Sentencia 76/1983), por lo que si no existe una asunción expresa de competencias por parte de una
Comunidad, no podrá decirse que la competencia le corresponde, a no ser que le haya sido
transferida o delegada por el Estado. El sistema se sostiene, pues, en el "principio de
disponibilidad", por el cual son las Comunidades Autónomas las llamadas a manifestar su voluntad
de aumentar las cotas de poder a través de la asunción de competencias, ya sea a través de la
reforma de su Estatuto vía Ley Orgánica, pero también a través de una Ley Orgánica del Estado de
trasferencia o delegación del art. 150.2 de la Constitución.

2.- Delimitación de términos


En el art. 149 de la Constitución, al igual que en el 148, se utiliza una triple terminología:
a) Por un lado se alude a "materias", que son el objeto sustantivo de la competencia, el
asunto o la parte de la realidad social, jurídica, política o económica que será objeto de
tratamiento por el Estado o la Comunidad Autónoma. Por ejemplo, las relaciones
internacionales, la seguridad social, el régimen aduanero,...
b) La "facultad", hace alusión a la parte concreta de la competencia por la que se
acciona una determinada potestad, a la función pública determinada que desarrolla el
ente. Por ejemplo, la legislación, la legislación básica, la legislación de desarrollo, la
ejecución,...
c) La "competencia", objeto central y término más comúnmente usado para determinar
el grado de poder que corresponde a un ente. Supone en realidad una "refundición" de
los otros dos términos, de tal forma que se habla de competencia para hacer referencia a
"la titularidad de una facultad o potestad sobre una materia determinada", o más
detalladamente, como "el conjunto de atribuciones, potestades y facultades de actuación
por la que un ente determinado se halla habilitado para actuar y regular un determinado
sector social".
Tomando como ejemplo una de las competencias exclusivas que corresponde al Estado, y
concretamente el art. 149.1.17ª CE según el cual corresponde a éste la "Legislación básica y
régimen económico de la Seguridad Social, sin perjuicio de la ejecución de sus servicios por las
Comunidades Autónomas", identificaríamos la materia: la Seguridad Social; la facultad: la
legislación básica y régimen económico sobre dicha materia; y la competencia, entendida como la
titularidad atribuida al Estado para dictar la legislación básica y determinar el régimen económico
en materia de Seguridad Social.
Ha de hacerse notar, tras lo expuesto, que el constituyente no usa de una forma nítida y clara la
terminología citada, pues unas veces alude a materias (caso del art. 149 CE, aunque en este precepto
hay tanto un reparto de materias como de competencias); otras, a competencias (art. 148 CE, que en
realidad contiene una lista de materias); y otras, a facultades (art. 150 1 y 2 CE). De cualquier
modo, a pesar de la ambigua terminología constitucional, se pueden sentar unas conclusiones
provenientes de la interpretación de dichos conceptos realizada por el Tribunal Constitucional:
* En principio, hay materias que pertenecen con carácter exclusivo al Estado,
correspondiéndole la totalidad de las facultades-, como la nacionalidad, extranjería,
relaciones internacionales, administración de justicia,...-. Sin embargo, también es cierto
que la delimitación no es tan precisa y que incluso el Tribunal se ha visto obligado a
definir y dar un contorno preciso a diversas materias (Sentencia 165/1994, donde se
tuvo que distinguir entre las relaciones internacionales y las actividades de proyección o
relevancia internacional, éstas últimas susceptibles de ser ejercidas por las Comunidades
Autónomas en cuanto no implican la posibilidad de concertar tratados, no inciden en la
política exterior del Estado, ni generan responsabilidades internacionales). Con ello se
llega a la conclusión de que el grado de competencia que en último término corresponde
al Estado y a las Comunidades autónomas, deberá ser delimitado por la interpretación
que de aquélla realiza el Tribunal Constitucional teniendo en cuenta que, como se ha
reconocido, la materia posee un inevitable grado de indeterminación que exige ser
clarificado caso por caso (Sentencia 125/1984).
* Por otra parte, la exclusividad no se predica únicamente del art. 149 CE, ya que
también la reserva de ley orgánica del art. 81 CE y otros preceptos aglutinan toda una
serie de materias que no podrán ser objeto de regulación por parte de las Comunidades
Autónomas.
* La atribución al Estado con carácter exclusivo, por parte del art. 149 de la
Constitución, de determinadas facultades sobre las materias, no debe interpretarse sin
más como una atribución directa de las competencias restantes a las Comunidades
Autónomas, pues éstas sólo ejercerán efectivamente las que expresamente hayan sido
incorporadas a su Estatuto de Autonomía (Sentencia 1/1982).
* Ahora bien, el ejercicio de determinadas facultades asumidas por las Comunidades
Autónomas podrán llevarse a cabo sin necesidad de esperar a que, sobre la misma
materia, el Estado dicte la legislación o normativa básica (Sentencia 32/1981).
* En otras ocasiones, no obstante, ha de señalarse que es la propia Ley estatal la
llamada por la Constitución o los Estatutos de Autonomía a delimitar la capacidad
normativa de las Comunidades Autónomas y a precisar las correspondientes esferas de
competencias, en cuyo caso las facultades de éstas últimas se hacen depender del marco
competencial que se precise, pudiendo incluso verse recortadas sus competencias
(Sentencia 168/1993). A modo de ejemplo, el art. 149.1.29ª CE relativo a la posibilidad
de creación de policías de las Comunidades Autónomas en la forma que establezcan los
respectivos Estatutos, en el marco de una Ley Orgánica.
* En último término, parece que ni siquiera la exclusividad de las facultades o las
materias atribuidas al Estado puede interpretarse en sentido absoluto, pues nada impide
en virtud del art. 150.2 CE que aquellas puedan conferirse a las Comunidades
Autónomas. Con ello, podría desecharse o relativizarse la interpretación del sistema que
observa un techo competencial para las Comunidades Autónomas integrado por las
competencias del 148 más las "consentidas" por el 149, desde el mismo momento en
que, incluso las exclusivas, podrían, en algunos casos, pertenecer a las Comunidades
Autónomas.

3.- Tipos de competencias


De acuerdo con el reparto de poder que corresponde a las Comunidades autónomas y al Estado,
suele distinguirse y se observa en el propio art. 149 CE, la existencia de competencias exclusivas,
compartidas o concurrentes, teniendo en cuenta que a esta clasificación se trasladan también las
confusiones existentes entre los diversos términos -competencia, facultad, materia- que se manejan
al tratar el sistema competencial.
a) Competencias exclusivas: son aquéllas en las que un ente aglutina todas las
facultades posibles sobre una misma materia, como ocurre en el art. 149.1 CE con las
materias de relaciones internacionales, justicia, nacionalidad,... No obstante, hay
quienes autores entienden que la exclusividad se predica de la existencia de dos
criterios: tanto cuando un ente aglutina la totalidad de facultades sobre la materia, como
cuando conserva todas las facultades de la misma calidad sobre aquélla, como puede ser
la legislación, o la ejecución. E incluso se sostiene que existe competencia exclusiva
cuando se ostenta con exclusividad una facultad sobre una materia (competencia
exclusiva sobre la normativa básica, sobre la legislación de desarrollo,...).
b) Competencias compartidas: cuando determinadas facultades corresponden a un ente y
las restantes a otro. Aunque en estos casos podría también señalarse que lo compartido
es la materia. El art. 149 CE recoge, en tal sentido, tanto la atribución de la legislación
básica al Estado, correspondiendo el desarrollo normativo y la ejecución a las
Comunidades Autónomas; como la atribución de la legislación al Estado, dejando
exclusivamente en manos de las Comunidades autónomas la ejecución. A modo de
ejemplo, según se dispone en el art. 149.1 CE: legislación sobre pesas y medidas, las
bases y coordinación de la planificación general de la actividad económica, la
legislación civil,.... que corresponden al Estado, entendiéndose, pues, que las restantes
facultades pueden ser asumidas por las Comunidades Autónomas.
c) Competencias concurrentes: cuando los dos entes tienen la posibilidad de concurrir
con idénticas facultades a la regulación de una materia. Sería un supuesto aplicable a la
cultura (art. 149.2 CE), donde existe una concurrencia de objetivos "ordenada a la
preservación y estímulo de los valores culturales propios del cuerpo social desde la
instancia pública correspondiente" (Sentencia 49/1984), y en la que las competencias
atribuibles a las Comunidades Autónomas no resultan incompatibles con la misión del
Estado de facilitar la comunicación entre ellas, ni con la consideración de la labor
cultural como un deber y atribución esencial.
La complejidad del sistema competencial español junto a la enorme posibilidad
descentralizadora que ofrece el texto constitucional permite observar cómo la inmensa mayoría de
las competencias se encuentran compartidas entre el Estado y las Comunidades Autónomas. No
obstante, resulta preferible no depender en exceso de la terminología y atender a un criterio
casuístico para delimitar el sistema de competencias de acuerdo con las necesidades y evolución del
Estado Autonómico.

4.- Tipos de facultades


Más clara es la tipología en torno a las facultades, donde se distingue entre:
a) Bases: a las que se hace una constante mención en el art. 149, y que el propio
Tribunal Constitucional ha definido como "los criterios generales de regulación de un
sector del ordenamiento jurídico o de una materia jurídica que deben ser comunes a
todo el Estado", manifestando un sentido positivo que alude a "los objetivos, fines y
orientaciones generales para todo el Estado, exigidos por la unidad del mismo y por la
igualdad sustancial de todos sus miembros", y en un sentido negativo en cuanto
"constituye el límite dentro del cual tienen que moverse los órganos de las Comunidades
Autónomas en el ejercicio de sus competencias (...)" (Sentencia 32/1981). En
consonancia con ello, el carácter básico de una normativa no tiene rasgos formales sino
sustanciales, y por ello una norma no es básica por estar contenida en una ley y ser
calificada como tal por el legislador, -y de hecho se alude en muchas ocasiones a
"bases" y no a "legislación básica"-, sino que sería preciso atender al carácter básico
desde su contenido material, teniendo en esta labor un papel predominante el propio
Tribunal Constitucional (Sentencia 61/1997).
b) Legislación de desarrollo: que sería dictada a partir de las bases.
c) Ejecución: entendida como facultad no normativa y donde únicamente parecen
comprenderse, en algunos supuestos, los reglamentos y la emisión de actos
administrativos (Sentencia 102/1985).
5.- Las cláusula residual, de prevalencia y de supletoriedad
El artículo 149.3 CE arbitra, por último, toda una serie de técnicas e instrumentos destinados a
salvar hipotéticos conflictos competenciales y de ordenación entre el Estado y las Comunidades
Autónomas. En particular:
a) La cláusula residual, que opera a favor del Estado al señalarse que las competencias
no asumidas por las Comunidades Autónomas, vía estatutaria o a través de una ley
orgánica de transferencia o delegación, pertenecerán al Estado, pues la Comunidad
Autónoma no ha ejercido la posibilidad que le ofrece el precepto de asumir lo no
expresamente reservado al Estado.
b) La cláusula de prevalencia, según la cual las normas estatales prevalecen en caso de
conflicto sobre las de las Comunidades Autónomas si bien cuando no se trate de
competencias atribuidas en exclusiva a éstas últimas. No se trata, en contra de lo que
pueda parecer, de una manifestación de la supremacía del derecho estatal sobre el
autonómico, es decir, de una regla de jerarquía, pues ello supondría quebrar la base del
sistema competencial, articulado en torno al principio de competencia. Y por esta razón
cabe dudar de la utilidad de esta regla, pues aunque pueda servir como instrumento de
resolución provisional de conflictos por parte de la justicia ordinaria, en último término
el Tribunal Constitucional resuelve el litigio atendiendo al principio natural del sistema
competencial, es decir, al principio de competencia, y al bloque de constitucionalidad o
conjunto normativo delimitador de competencias.
c) La cláusula de supletoriedad, que viene a señalar la vigencia del derecho estatal ante
un vacío normativo por parte de las Comunidades Autónomas. Constituye una previsión
lógica en el momento de redacción del texto constitucional, y ante la incertidumbre del
desarrollo del Estado Autonómico. La interpretación que sobre esta cláusula ha
realizado el Tribunal Constitucional ha experimentado una notable evolución que
merece ser objeto de comentario, pues la cláusula fue utilizada como regla genérica
atributiva de competencias. De este modo, en las primeras resoluciones se entendió que
ante un vacío normativo era preciso aplicar el derecho estatal, con lo que se realizaba
una interpretación expansiva de la capacidad normativa estatal y se extraía de esta regla
una competencia genérica e ilimitada del Estado que permanecería vigente en tanto las
Comunidades Autónomas no dictaran su propia normativa y, en todo caso,
permaneciendo en un segundo plano en tanto se ejerciera por una determinada
Comunidad Autónoma la correspondiente competencia. Una interpretación en tal
sentido devino en una manifiesta lesión del derecho a la autonomía de los entes
autónomas, a los que incluso se obligaba a desarrollar la materia (Sentencia 5/1981).
Ello no obstante, es a partir de la Sentencia 15/1989 cuando el Tribunal parece cambiar
su doctrina al entender que la regla de supletoriedad no es una cláusula atributiva de
competencias sobre cualesquiera materias a favor del Estado. Sin embargo, el cambio es
más aparente que otra cosa, pues el Tribunal, aunque niega que la supletoriedad sea una
regla de atribución competencial, la sigue considerando como una regla dispuesta para
establecer un orden de preferencias entre normas legítimamente válidas, ya que el
Estado seguiría estando habilitado para ejercer la competencia cuando existiera alguna
Comunidad Autónoma que no hubiera asumido competencias sobre dicha materia. Por
el contrario, dejaría el Estado de encontrarse facultado para ejercer la competencia si
todas las Comunidades Autónomas la hubieran asumido con carácter exclusivo
(Sentencia 147/1991).
Sólo a partir de las Sentencias 118/1996 y 61/1997, el Tribunal parece desechar definitivamente
la cláusula de supletoriedad como regla atributiva de competencias al entender que el Estado debe
invocar el título específico que le habilite para dictar derecho supletorio para ejercer una
determinada competencia. La supletoriedad es, pues, sólo predicable de las normas dictadas por el
Estado en materias de su competencia, no pudiendo en consecuencia, establecer normativa
supletoria con carácter general pues no es el Estado el que puede determinar si ha de tener lugar o
no la aplicación supletoria del Derecho estatal, sino el aplicador del Derecho que, de modo
eventual, detecte una laguna en cada caso concreto.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 150


El contenido de los tres apartados de este precepto constitucional no es homogéneo. Así,
mientras los dos primeros prevén sendas posibilidades de atribución de competencias a las
Comunidades Autónomas al margen de sus Estatutos de Autonomía (ya sea por medio de leyes
marco, ya sea por medio de leyes orgánicas de transferencia o delegación), el tercero permite al
Estado incidir en el ejercicio por las Comunidades Autónomas de sus competencias propias a través
de leyes de armonización.
Las actuales previsiones sobre leyes marco (art. 150.1 CE) y las leyes de armonización (art.
150.3CE) se encuadraban en el Anteproyecto de Constitución en la noción de ley de bases, hoy
recogida en los artículos 82 y 83 CE. En efecto, el artículo 139.2 del Anteproyecto preveía la
posibilidad de una delegación legislativa en favor de los Territorios autónomos por medio de una
ley de bases aprobada por las Cortes Generales. En sentido inverso, el apartado 3 del citado artículo
del Anteproyecto contemplaba "leyes de bases para armonizar". El antecedente de las leyes
orgánicas de transferencia o delegación (art. 150.2 CE) en el Anteproyecto de Constitución se
hallaba en sus artículos 139.1 y 137. El primero de ellos reservaba a la ley ordinaria la posibilidad
de autorizar a las Comunidades Autónomas la gestión o ejecución de los servicios relativos a las
competencias estatales. El otro permitía que por ley ordinaria se atribuyesen a las Comunidades
Autónomas facultades propias del Estado distintas de las anteriores.
En el Informe de la Ponencia del Congreso las leyes de delegación adquieren la condición de
leyes orgánicas. También se introduce la previsión, que hoy luce en el artículo 150.2 CE, de que
dichas leyes habrán de prever la correspondiente transferencia de medios financieros, así como las
formas de control que se reserve el Estado. Asimismo, las leyes de armonización se desvinculan,
incluso terminológica y conceptualmente, de las "leyes de bases", y se prevé que la apreciación de
la necesidad de adoptarlas corresponda al Senado por mayoría absoluta. El Dictamen de la
Comisión del Congreso atribuye finalmente dicha apreciación, por idéntica mayoría, a ambas
Cámaras. Así pues, el texto constitucional remitido por el Congreso al Senado sólo difería en lo
esencial de la redacción actual en que las leyes marco seguían concebidas como una especie del
género "leyes de bases". Esto lo acabó remediando el Pleno del Senado.
Como antecedentes históricos y de Derecho comparado de las tres clases de leyes que regula el
artículo 150 CE se suelen citar -no obstante las significativas diferencias en ocasiones apreciables-
los siguientes: el artículo 117 de la Constitución italiana, por lo que se refiere a las leyes marco del
artículo 150.1 CE; los artículos 18 de la Constitución republicana española de 1931 y 118.2 de la
Constitución italiana, en lo concerniente a las leyes orgánicas de transferencia o delegación (art.
150.2 CE); y, en lo que toca a las leyes de armonización (art. 150.3 CE), el artículo 19 de la
Constitución española de 1931, así como los artículos 117 de la Constitución italiana y 72.2 de la
Ley Fundamental de la República Federal de Alemania.
En general, existe una amplia coincidencia sobre la proximidad existente entre las dos clases de
leyes que se prevén en los apartados 1 y 2 del artículo 150 CE (leyes marco y leyes orgánicas de
transferencia o delegación). En este sentido, se señala que "con ambas figuras puede llegarse a
resultados similares y la gran diferencia estriba en que para operar una auténtica transferencia
(supuesto más verosímil) por vía de ley marco, que a fin de cuentas es una ley ordinaria, hace falta
sujetar la potestad legislativa de las Comunidades Autónomas a principios, bases y directrices,
mientras que cuando se trata de hacer lo propio mediante una ley orgánica, la mayoría reforzada que
es requisito imprescindible de ésta, obvia la necesidad de amarrar a criterios estrictos la potestad
que se atribuye a las Comunidades Autónomas" (Villar Palasí/Suñé Llinás).
Por lo que se refiere al control jurisdiccional de las normas legislativas autonómicas dictadas en
desarrollo de una ley marco estatal, cabe señalar que la alusión, contenida en el artículo 150.1 CE, a
"la competencia de los Tribunales" (incluidos los ordinarios) parece que hay que entenderla referida
a los supuestos de ultra vires en los casos de una delegación legislativa autonómica de la materia
atribuida por ley marco o bien en que la ley marco habilite directamente al Consejo de Gobierno de
la Comunidad Autónoma para dictar las "normas legislativas" de desarrollo de aquélla.
Mucha mayor relevancia que las leyes marco han tenido desde el primer momento como
mecanismo de atribución extraestatutaria de competencias a las Comunidades Autónomas las leyes
orgánicas de transferencia y delegación (art. 150.2 CE). Previsión ésta de la que se hizo uso de
inmediato para Canarias y la Comunidad Valenciana, que vinieron así a igualarse desde el principio
a las llamadas Comunidades de primer grado (Leyes Orgánicas 11/1982, de 10 de agosto, de
transferencias complementarias para Canarias, y 12/1982, de 10 de agosto, sobre transferencias a la
Comunidad Valenciana de competencias en materia de titularidad estatal; esta última ya derogada
por la Ley Orgánica 12/1994, de 24 de marzo, una vez incorporadas sus previsiones a la reforma del
Estatuto llevada a cabo en 1994). El artículo 150.2 también fue utilizado diez años más tarde, en el
marco del Pacto Autonómico de 1992, para instrumentar en una primera fase (seguida en 1994 de
las correspondientes reformas de los Estatutos) la ampliación del ámbito competencial de las
Comunidades de segundo grado (Ley Orgánica 9/1992, de 23 de diciembre, de Transferencia de
Competencias a las Comunidades Autónomas que accedieron a la autonomía por la vía del artículo
143 de la Constitución). Ya antes se había dictado la Ley Orgánica 5/1987, de 30 de julio, de
delegación de facultades del Estado en las Comunidades Autónomas en materia de transporte por
carretera y por cable (cuyo art. 20 fue declarado inconstitucional por la STC 118/1996, de 27 de
junio). Por otro lado, también se han dictado leyes orgánicas de transferencia y delegación para
atender a situaciones más concretas. En este contexto cabe citar las siguientes: las Leyes Orgánicas
16/1995, de 27 de diciembre, y 6/1999, de 6 de abril, de transferencia de competencias a la
Comunidad Autónoma de Galicia; la Ley Orgánica 2/1996, de 15 de enero, complementaria de la de
Ordenación del Comercio Minorista, que transfiere a la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares
la competencia de ejecución de la legislación del Estado en materia de comercio interior; o, en fin,
la Ley Orgánica 6/1997, de 15 de diciembre, de transferencia de facultades de ejecución de la
legislación del Estado en materia de tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial a la
Generalidad de Cataluña.
En relación con tales leyes, la doctrina ha señalado que la diferencia entre leyes de transferencia
y leyes de delegación "se encuentra en el grado de independencia funcional que adquiere la
Comunidad Autónoma. Habrá transferencia cuando se establezca una relación de descentralización
entre Estado y Comunidad Autónoma. Habrá delegación cuando la relación creada sea de
desconcentración" (Rodríguez de Santiago/Velasco Caballero). En cuanto a la otra duda que plantea
el artículo 150.2 CE, la de los límites materiales a la transferencia o delegación de competencias
estatales, los autores citados concluyen: "La naturaleza de la facultad (a que se refiere el artículo
150.2 CE) no es propiamente un límite. La naturaleza de una facultad define la esencia de una
realidad formada por la confluencia de elementos múltiples (materia, función, control). Pero no es
medida de nada, sino hecho jurídico que necesita ser medido. Por tanto, en la naturaleza de una
facultad no podemos encontrar, con propiedad, límite a su transferencia o delegación. El límite, el
parámetro de validez, ha de ser necesariamente exterior: el modelo de Estado español positivado en
la Constitución".
Finalmente, el artículo 150.3 CE se refiere a las leyes de armonización, de las que existe un
único precedente, y frustrado: el del Proyecto de Ley Orgánica de Armonización del Proceso
Autonómico (LOAPA). El texto de la misma, aprobado en junio de 1982 por el Congreso de los
Diputados, fue impugnado -antes de su publicación- mediante el más tarde suprimido recurso previo
de inconstitucionalidad contra leyes orgánicas (art. 79 LOTC, derogado por Ley Orgánica, 4/1985,
de 7 de junio). La sentencia recaída en dicho recurso, la STC 76/1983, de 5 de agosto, declaró
inconstitucional buena parte del contenido de la proyectada LOAPA (en lo fundamental, por
considerar inconstitucional la pretensión del legislador de erigirse en intérprete de la Constitución),
cuya parte no declarada inconstitucional acabó finalmente aprobándose, aunque desprovista ya de
su carácter orgánico y armonizador, como Ley 12/1983, de 14 de octubre, del Proceso Autonómico.
La doctrina constitucional sobre las leyes de armonización que se sienta en los fundamentos
jurídicos 1 a 4 de la STC 76/1983 se expresa, en lo esencial, en los siguientes puntos:
En primer lugar, la consecución de la igualdad entre las Comunidades Autónomas no puede sin
más justificar la necesidad de armonizar, ya que sin la diversidad del status jurídico público de las
entidades territoriales "no existiría verdadera pluralidad ni capacidad de autogobierno, notas que
caracterizan al Estado de las Autonomías".
En segundo lugar, la mayoría necesaria para apreciar la necesidad de armonizar no tiene por qué
requerirse para la aprobación final de la ley y, en todo caso, no convierte a las leyes de
armonización en leyes orgánicas.
En tercer lugar, el legislador no puede dictar leyes de armonización en los supuestos en que
disponga de otros títulos específicos previstos en la Constitución para dictar la regulación legal de
que se trate, dado que "el artículo 150.3 constituye una norma de cierre del sistema, aplicable sólo a
aquellos supuestos en que el legislador estatal no disponga de otros cauces constitucionales para el
ejercicio de su potestad legislativa o éstos no sean suficientes para garantizar la armonía exigida por
el interés general (...) Las leyes de armonización vienen a complementar, no a suplantar, las demás
previsiones constitucionales".
No obstante, "de ello no cabe deducir que la armonización prevista en el artículo 150.3 de la
Constitución se refiera únicamente al ejercicio de las competencias exclusivas de las Comunidades
Autónomas (...). No es contrario a la Constitución que las leyes de armonización sean utilizadas
cuando, en el caso de las competencias compartidas, se precise que el sistema de distribución de
competencias es insuficiente para evitar que la diversidad de disposiciones normativas de las
Comunidades Autónomas produzca una desarmonía contraria al interés general de la Nación".
Finalmente, como se dijo, se enfatiza que sólo al Tribunal Constitucional corresponde la función
de interpretación vinculante de la Constitución para todos los poderes públicos, y no a los demás
poderes constituidos, incluido el legislativo, ya que de otra forma podrían situarse en el mismo
plano del poder constituyente.
Por último, entre la bibliografía referida al precepto constitucional que nos ocupa cabe citar,
entre muchos otros, los trabajos de García de Enterría, Garrido Falla, Muñoz Machado, Salas
Hernández, Baño León, Calonge, Montilla, Villar Palasí y Suñé Llinas, así como de Rodríguez de
Santiago y Velasco Caballero.

Sinopsis artículo 151


La vía rápida de acceso a la autonomía.
El art. 151.1 prevé un procedimiento especial de acceso a la autonomía, en virtud del cual se
podía obtener, inicialmente, un mayor nivel de autogobierno, cumpliendo con unos requisitos más
gravosos que los establecidos en el procedimiento común, regulado en el art. 143.
En efecto, este último prescribe que la iniciativa del proceso autonómico corresponde a todas las
Diputaciones interesadas, -de las provincias limítrofes, con características, históricas, culturales y
económicas comunes-, o al órgano ínterinsular correspondiente , y a las dos terceras partes de los
municipios cuya población represente, al menos, la mayoría del censo electoral de casa provincia o
isla. Cumplidos tales requisitos se podían asumir, como máximo, las competencias previstas en el
art. 148.1 de la Constitución.
Por el contrario, el art. 151.1 permitió que se pudieran asumir mayores competencias, -con el
límite de las reconocidas en exclusiva al Estado, por el art. 149.1-, cuando la iniciativa autonómica
fuera acordada, -también en el mismo plazo previsto en el art. 143.2-, además de por las
Diputaciones o los órganos interinsulares correspondientes, por las tres cuartas partes de los
municipios de cada provincia que representaran, también, la mayoría del censo electoral de cada
una de ellas. Se primaba, de esta forma, como en el procedimiento común del art. 143, a las grandes
ciudades, pues difícilmente sin su concurso podía prosperar la iniciativa autonómica.
Además, para acceder a la autonomía por esta vía especial era necesario que tal iniciativa
autonómica fuera ratificada mediante referéndum por el voto afirmativo de la mayoría absoluta de
los electores de cada provincia. Nótese que la Constitución exige la mayoría absoluta de los
electores, -no de los votantes-, lo que suponía una mayor complejidad en la superación de este
requisito, tal y como se puso de manifiesto en el caso de Andalucía, -provincia de Almería-, única
comunidad autónoma a la que se aplicaron las previsiones del art. 151.11. País Vasco , Cataluña y
Galicia se acogieron a lo dispuesto en la Disposición Transitoria Segunda de la Constitución lo que
les eximió de cumplir los requisitos del art. 151.1. Vid. sinopsis de las disposiciones adicional
primera y transitoria segunda.
El contenido del precepto que comentamos ha de relacionarse con lo dispuesto en la Ley
Orgánica 2/1980, de 18 de enero, sobre regulación de las distintas modalidades de referéndum. Su
art. 8 exigía que para someter a referéndum la iniciativa autonómica prevista en el art. 151.1, era
necesario que en los acuerdos de los Ayuntamientos y Diputaciones se hiciera constar expresamente
que se ejercitaba la facultad reconocida en dicho precepto constitucional. Y en su Disposición
Transitoria Segunda, se estableció un plazo de setenta y cinco días para que los entes locales que ya
habían ejercido tal iniciativa, rectificaran o completaran sus acuerdos a tal fin, esto es, para que en
los respectivos acuerdos de los entes locales, se indicara expresamente la voluntad de acceder a la
autonomía por la vía del art. 151 de la Constitución.
Ello comportó que en algunos casos, como en el de los valencianos, -en el que se habían
cumplido las previsiones del art. 151.1-, quedara cerrada esta vía de acceso, debiendo reconducir su
proceso al amparo del art. 143.
La exigencia adicional del art. 8 de la citada Ley Orgánica fue calificada de dudosa
constitucionalidad por diversos sectores de la doctrina, que consideraron que, de algún modo,
suponía una modificación de la Constitución, al introducir un nuevo requisito que no figuraba en el
texto de aquella para llegar a la autonomía de primer grado. Otros, por el contrario, estimaron que la
interpretación del art. 151.1 debe hacerse conjuntamente con la Ley Orgánica reguladora de las
distintas modalidades de referéndum, puesto que el que debe ratificar la iniciativa utilizando esta
vía, ha de hacerse "en los términos que establezca una Ley Orgánica", que es, precisamente, la
indicada.
Lo cierto es que con dicha Ley Orgánica se trató de disuadir a los territorios que pretendían
constituirse en Comunidad autónoma, para que siguieran la vía del art. 151.1 y consecuentemente,
de conseguir, desde el primer momento, una autonomía de primer grado.
Como antes se ha expuesto, Andalucía es la única Comunidad Autónoma que se constituyó
observando las previsiones del art. 151.1. Ahora bien, el referéndum de ratificación de la iniciativa
autonómica no se superó con éxito en todas las provincias que pretendían integrar la Comunidad
autónoma, pues en Almería no se obtuvo una mayoría absoluta de los inscritos en el censo electoral.
De esta manera, se cerraba el paso a la constitución de Andalucía como Comunidad autónoma por
la vía del art. 151.1. Para solucionar este problema, se promulgó la Ley Orgánica 12/1980, de
modificación de la joven Ley Orgánica 2/1980, reguladora de las distintas modalidades de
referéndum, a fin de posibilitar la sustitución de la iniciativa autonómica, en relación con las
provincias donde hubiera fracasado la ratificación de aquella, previa petición de los Diputados y
Senadores de dichas provincias. De esta forma se confería a las Cortes un poder de intervención
nuevo en relación al proceso autonómico, no previsto en la Constitución. Tal previsión se aplicó al
caso de Andalucía, mediante la promulgación de la Ley Orgánica 13/1980, de sustitución en la
provincia de Almería de la iniciativa autonómica.

El procedimiento de elabortación del Estatuto de Autonomía.


Tanto este apartado, como el anterior y el art. 143, pueden considerarse agotados en su
contenido, habida cuenta que todos los sujetos legitimados para ello ejercieron, en su momento, la
iniciativa autonómica, y hoy todo el territorio del Estado está integrado por Comunidades
autónomas (o por Ciudades autónomas, en el caso de Ceuta y Melilla). Por ello su análisis no tiene
más interés que conocer las vicisitudes de su aplicación. Simplemente procede destacar que en este
apartado se prevé la elaboración y aprobación de los Estatutos de autonomía de quienes siguieron la
vía del art. 151.1 o de los territorios a que se refiere la Disposición Transitoria Segunda (País Vasco,
Cataluña y Galicia), que, fundamentalmente, se diferencia de previsto para los que siguieron la vía
del art. 143 en que la Asamblea que tenía que elaborar el proyecto de Estatuto, la integraban los
Diputados y Senadores "elegidos en las circunscripciones comprendidas en el ámbito territorial que
pretenda acceder al autogobierno" (sin contar con los Diputados provinciales, como prevé el art.
146), y en que el proyecto se tenía que someter a referéndum, -un nuevo referéndum-, "del cuerpo
electoral de las provincias comprendidas en el ámbito territorial del proyectado Estatuto", como
trámite previo a su aprobación por las Cortes Generales.

Previsiones en caso de que el Estatuto no se apruebe en referendum.


En este apartado se prevé la posibilidad de que en el referéndum para la aprobación del Estatuto,
-segundo referéndum previsto en el apartado 2-, en alguna de las provincias no se obtuviera la
mayoría de votos afirmativos requerida para su prosperabilidad. En tal supuesto, se permitía al resto
de provincias constituirse en Comunidad autónoma "en la forma que establezca la ley orgánica
prevista en el apartado 1 de este artículo".
Pues bien, el art. 9.2 de dicha Ley Orgánica 2/1980, exige, para ello, la concurrencia de los
siguientes requisitos:
-en primer lugar, que las provincias que se pretendían constituir en Comunidad
autónoma, fueran limítrofes.
-y en segundo lugar, que se decidiera continuar el proceso estatutario en virtud de
acuerdo adoptado por la mayoría absoluta de la Asamblea de los Parlamentarios
correspondiente a las provincias que hubieran votado afirmativamente el proyecto de
Estatuto, que sería tramitado como Ley Orgánica por la Cortes Generales, a los solos
efectos de su adaptación al nuevo ámbito territorial.
Ahora bien, si el resultado del referéndum hubiera sido negativo en todas o en la mayoría de las
provincias en que se hubiera celebrado la consulta, no procedería reiterar la elaboración de un
nuevo estatuto hasta pasados cinco años. Pero las provincias en que se hubiera obtenido un
resultado positivo podrían constituirse en Ciudad autónoma, si se cumplían los requisitos
anteriormente expuestos.
Como ya he indicado, estas previsiones se aplicaron tan sólo para el caso de Andalucía, en el que
no prosperó el referéndum en la provincia de Almería.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además de las obras citadas en las sinopsis de
los artículo 147, 148 y 149, las de la bibliografía que se inserta en éste.

Sinopsis artículo 152


El artículo 152 CE contiene tres apartados. El primero comprende dos partes claramente
diferenciadas. En su primer párrafo el artículo 152.1 impone a las Comunidades Autónomas "de
primer grado", aquellas cuyos Estatutos han sido aprobados por el procedimiento previsto en el
artículo 151, una determinada organización institucional basada en una Asamblea legislativa, un
Consejo de Gobierno con funciones ejecutivas y administrativas y un Presidente, elegido por la
Asamblea de entre sus miembros y -junto con los miembros del Consejo de Gobierno por él
dirigido- políticamente responsable ante aquélla. Según algunos autores, el artículo 152.1 encierra
un principio de homogeneidad institucional que, no obstante la dicción literal del precepto, se
impone incluso a las Comunidades Autónomas "de segundo grado" (Rodríguez-Zapata Pérez). En
todo caso, la cuestión carece hoy de toda trascendencia, pues los Estatutos de todas las
Comunidades Autónomas, incluidas las que accedieron a la autonomía por la vía ordinaria del
artículo 143, han asumido, en virtud del principio dispositivo, potestades legislativas y, por lo tanto,
un esquema de organización institucional muy similar -por no decir idéntico- al previsto (en
principio sólo para las Comunidades Autónomas "de primer grado") en el artículo 152.1 CE, y ello a
pesar de que, salvo las prescripciones del artículo 147 CE, no existe en la Constitución una
previsión análoga para las Comunidades de "segundo grado".
Por el contrario, el segundo y tercer párrafo del artículo 152.1 no se refieren a la estructura
institucional de las Comunidades Autónomas, concretamente en lo relativo al poder judicial. Éste es
único (arts. 117.5 y 152.1 CE) y, por consiguiente, un poder del Estado. Dicho de otro modo, el
poder judicial no está constitucionalmente abierto, como sí lo están los poderes ejecutivo y
legislativo en los límites señalados en la Constitución, a la descentralización territorial. Aquí radica
una de las diferencias que presenta el Estado de las Autonomías con respecto a los Estados
genuinamente federales, en los que los tres poderes están federalizados. De ahí que en España los
Tribunales Superiores de Justicia no sean los órganos jurisdiccionales superiores de las
Comunidades Autónomas, sino, como reza el texto constitucional, los órganos que culminan la
organización judicial "en el ámbito territorial de las Comunidades Autónomas" (SSTC 38/1982, de
22 de junio, y 114/1994, de 14 de abril).
La única competencia que el artículo 152.1 reconoce a las Comunidades Autónomas en el
terreno que nos ocupa (además de la relativa a la competencia asumible por éstas en materia de
"administración de la Administración de Justicia" o, lo que es lo mismo, de provisión de medios
materiales y personales al servicio de la misma -SSTC 56/1990, de 29 de marzo, y 62/1990, de 30
de marzo-) es la de participar en la organización de las demarcaciones judiciales del territorio de las
Comunidades Autónomas, y ello -obsérvese bien- en los supuestos y de acuerdo con las formas
contemplados, en su caso, en los Estatutos (que en su mayoría han pretendido convertir dicha
participación en una competencia autonómica para fijar la delimitación territorial de las
demarcaciones judiciales) y "de conformidad con lo previsto en la ley orgánica del poder judicial y
dentro de la unidad e independencia de éste" (vid. art. 35 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio,
del Poder Judicial, así como las SSTC 56/1990, de 29 de marzo, y 62/1990, de 30 de marzo).
Finalmente, el tercer párrafo del artículo 152.1 CE contiene un mandato dirigido al legislador
estatal (no a las Comunidades Autónomas), concretamente al legislador procesal y orgánico del
poder judicial, de acuerdo con el cual las sucesivas instancias procesales que, en su caso, éste
prevea deberán agotarse ante órganos judiciales radicados en el mismo territorio de la Comunidad
Autónoma en que esté el órgano competente en primera instancia. Como este mandato se entiende,
como es obvio, sin perjuicio de la condición del Tribunal Supremo como órgano jurisdiccional
superior en todos los órdenes (salvo en materia de garantías constitucionales), prevista en el artículo
123 CE, el artículo 152.1 permite tan sólo la atribución de una competencia casacional o de revisión
(es decir, de grado jurisdiccional, que no de plena instancia procesal) al Tribunal Supremo (o, en
general, a cualquier órgano jurisdiccional de ámbito estatal) en todos aquellos supuestos en que la
competencia en primera instancia corresponda a un órgano jurisdiccional radicado en el territorio de
una Comunidad Autónoma, ya sea el propio Tribunal Superior de Justicia o un órgano inferior (STC
56/1990, de 29 de marzo).
De forma novedosa, las reformas de los Estatutos de Autonomía de la Comunidad Valenciana
(Ley Orgánica 1/2006, de 10 de abril) y de Cataluña (Ley Orgánica 6/2006, de 19 de julio)
introducen la institución del Consejo de Justicia de la Comunidad Autónoma que el artículo 95 del
Estatuto de Cataluña define como el "órgano de gobierno del poder judicial en Cataluña", que actúa
como órgano desconcentrado del Consejo General del Poder Judicial. El Estatuto de la Comunidad
Valenciana remite a una ley de las Cortes Valencianas la regulación de este ente, que ejercerá sus
competencias, aún por definir, siempre "dentro del ámbito de las competencias de la Generalitat en
materia de administración de justicia".
Así mismo, el Estatuto de Cataluña, en su artículo 96, alude a la figura del Fiscal Superior de
Cataluña, que será designado y tendrá las funciones que determine el Estatuto Orgánico del
Ministerio Fiscal.
Como ya se ha apuntado, el desarrollo de lo dispuesto en los párrafos segundo y tercero del
artículo 152.1 se halla en lo fundamental, como éste previene expresamente, en la Ley Orgánica
6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, concretamente, por lo que se refiere a los Tribunales
Superiores de Justicia, en sus artículos 26, 30, 34, 70 a 79, 330, 331, 336, 338, 340 y 341.
Por su parte, el apartado 2 del artículo 152 tiene un objeto bien distinto de aquel a que nos
venimos refiriendo. Reitera y complementa este apartado lo dispuesto en el artículo 147.3 respecto
de la reforma de los Estatutos de Autonomía (en este caso, los de las Comunidades Autónomas de
"primer grado"), remitiendo una vez más la regulación de su procedimiento a aquéllos, si bien exige
que éste comprenda en todo caso, además de la aprobación de la reforma por las Cortes Generales
mediante ley orgánica (art. 147.3), un referéndum. El régimen constitucional al que se halla sujeta
la reforma de los Estatutos es lo que determina que éstos sean leyes orgánicas de régimen particular
o reforzadas.
Finalmente, el artículo 153.3 refuerza lo ya establecido en el artículo 141.3, al permitir que los
Estatutos establezcan mediante la agrupación de municipios limítrofes circunscripciones
territoriales propias, dotadas de plena personalidad jurídica. En particular, se alude aquí pues, entre
otras posibilidades, a las comarcas o áreas metropolitanas. En este sentido, los artículos 2, 83 y 92
del Estatuto de Autonomía de Cataluña configuran la comarca como esencial en la estructuración
territorial de dicha Comunidad Autónoma. La Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases del
Régimen Local, respeta expresamente en su disposición adicional 4.ª esta singularidad, a la que se
ha referido el Tribunal Constitucional en su sentencia 214/1989, de 21 de diciembre. Con carácter
general, el desarrollo legal de los artículos 141.3 y 152.3 CE se lo halla en los artículos 42 y 43 de
la recién citada Ley reguladora de las Bases del Régimen Local.
Por último, entre la bibliografía referida al precepto constitucional que nos ocupa cabe citar,
entre muchos otros, los trabajos de Muñoz Machado, Carro Fernández-Valmayor, Rodríguez-Zapata
Pérez o Gutiérrez Llamas.
Sinopsis artículo 153
El artículo 153 se limita a recapitular las principales vías (pues no se refiere a todas las posibles)
por cuyo medio se controla la actividad de las Comunidades Autónomas. Todas ellas (el control por
el Tribunal Constitucional de la constitucionalidad de sus disposiciones normativas con fuerza de
ley; el control judicial de la legalidad de su actividad administrativa, ya sea ésta normativa -id est,
reglamentaria- o singular, formal o material; el control económico y presupuestario; así como el
control del ejercicio de funciones delegadas por el Estado previsto en el artículo 150.2) existirían en
virtud de la misma Constitución aunque ésta no incluyese un precepto con el contenido del artículo
153. La prueba de ello radica en que las Comunidades Autónomas están hoy también sujetas, en
ocasiones, a controles no previstos en dicho artículo (por ejemplo, por el Defensor del Pueblo, por
los comisionados parlamentarios autonómicos análogos a éste, por las Cortes Generales -y no sólo
por el Gobierno- cuando ejercen funciones delegadas por el Estado, por Tribunales de Cuentas
autonómicos, etc.). De ahí que se pueda afirmar que el significado jurídico del artículo 153 es, en
cierto modo, más declarativo que constitutivo. Así pues, el comentario al mismo se agota, en buena
medida, en una remisión a los comentarios dedicados a los preceptos constitucionales citados en las
concordancias.
En todo caso, las vías de control señaladas en el artículo 153 hallan su desarrollo legal en la Ley
Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional (en particular, en su Título II, en el
Capítulo II del Título IV y en el Título V), en la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la
Jurisdicción Contencioso-Administrativa, así como en la Ley Orgánica 2/1982, 12 de mayo, del
Tribunal de Cuentas, y en la Ley 7/1988, de 5 de abril, de Funcionamiento del Tribunal de Cuentas.
Entre la bibliografía referida al precepto constitucional que nos ocupa cabe citar, por todos, los
trabajos de Muñoz Machado, Gil-Robles y Gil-Delgado, así como de Jiménez-Blanco.

Sinopsis artículo 154


La primera regulación de la figura de los Delegados del Gobierno en las Comunidades
Autónomas, prevista como preceptiva (y no meramente dispositiva) en el artículo 154 CE, tuvo
lugar en virtud del Real Decreto 2238/1980, de 10 de octubre. En dicha norma los Delegados del
Gobierno recibían la denominación de "Gobernadores Generales " y se les reconocía precedencia en
todos los actos oficiales sobre cualquier otra autoridad con jurisdicción, salvo que asistiera el
Presidente del Consejo de Gobierno de la Comunidad Autónoma en cuanto le correspondiera la
representación ordinaria del Estado en la misma, de acuerdo con el artículo 152 CE. Además, por lo
que se refiere a la función de los Delegados de coordinar la Administración del Estado con la propia
de las Comunidades Autónomas, el artículo 7 del citado Real Decreto establecía una serie de
atribuciones que, en cierto modo, venían a atribuir a los Delegados del Gobierno una velada
posición de control más que de coordinación. De ahí que tanto en ámbitos políticos como
doctrinales se objetara pronto la constitucionalidad de dicha regulación.
Las reacciones adversas provocadas por ésta determinaron que, una vez producido el cambio de
Gobierno a finales de 1982, se iniciaran inmediatamente los trabajos conducentes a un desarrollo
legal del artículo 154 CE. Estos trabajos, que retomaban reiteradas proposiciones de ley presentadas
durante la legislatura anterior por diversos grupos parlamentarios de la oposición, dieron lugar a la
Ley 17/1983, de 16 de noviembre, de Delegados del Gobierno en las Comunidades Autónomas. En
ella se optaba definitivamente por la denominación de Delegado del Gobierno (esto es, se suprimía
la anterior nomenclatura de Gobernadores Generales) y se revisaban (a la baja) sus funciones.
En lo sucesivo el debate jurídico-político en torno a la estructura de la Administración periférica
del Estado y su adaptación al actual grado de desarrollo alcanzado por el Estado de las Autonomías
se centró en la justificación y dimensión de aquélla (de ahí la propuesta de "Administración única")
así como, más que en la figura del Delegado del Gobierno (constitucionalmente preceptiva, como se
dijo), en la de los Gobernadores Civiles en las provincias. La reforma llegaría en 1997 con la
aprobación de la hoy vigente Ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funcionamiento de la
Administración General del Estado (LOFAGE), en cuyo Capítulo II del Título II (arts. 22 y
siguientes) se regulan los órganos directivos de la organización territorial (esto es, periférica) de la
Administración General del Estado, a saber: los Delegados del Gobierno en las Comunidades
Autónomas, cuyo rango es el de Subsecretario, y los Subdelegados del Gobierno en las provincias,
que pierden la condición de altos cargos al ostentar el nivel propio de los Subdirectores generales
(art. 6.3 LOFAGE). A los propios Delegados del Gobierno corresponde su nombramiento, por el
procedimiento de libre designación entre funcionarios de carrera de Cuerpos o Escalas clasificados
en el Grupo A (art. 29.1 LOFAGE).
Los Delegados del Gobierno dependen de la Presidencia del Gobierno, correspondiendo al
Ministro de Administraciones Públicas dictar las instrucciones precisas para la correcta
coordinación de la Administración General del Estado en el territorio, y al Ministro del Interior, en
el ámbito de las competencias del Estado, impartir las necesarias en materia de libertades públicas y
seguridad ciudadana. A los demás Ministros corresponde dictar las instrucciones relativas a sus
respectivas áreas de responsabilidad (art. 22.1 LOFAGE). Los Delegados del Gobierno son
nombrados y separados por Real Decreto del Consejo de Ministros, a propuesta del Presidente del
Gobierno, y tendrán su sede en la localidad donde radique el Consejo de Gobierno de la
Comunidad Autónoma, salvo que el Consejo de Ministros determine otra cosa y sin perjuicio de lo
que disponga, expresamente, el Estatuto de Autonomía (art. 22.3 LOFAGE). Las competencias de
los Delegados del Gobierno se recogen en los artículos 22.2 y 23 a 27 de la LOFAGE. Para el mejor
cumplimiento de la función directiva y coordinadora que les corresponde, el artículo 28 de la
LOFAGE establece que en las Comunidades Autónomas pluriprovinciales se creará una Comisión
territorial de asistencia al Delegado del Gobierno, presidida por éste e integrada por los
Subdelegados del Gobierno en las provincias comprendidas en el territorio de la Comunidad
Autónoma (en las Comunidades de las Islas Baleares y de Canarias forman parte de dicha
Comisión, además, los Directores Insulares de la Administración General del Estado a que se refiere
el artículo 30 de la LOFAGE).
Entre la bibliografía referida al precepto constitucional que nos ocupa cabe citar, entre otros, los
trabajos de González Hernando, Linde Paniagua, Quiroga de Abraca, Bassols Coma, Parejo
Alfonso, Ortega Álvarez, Rodríguez-Arana y Sarmiento Acosta, así como los números
monográficos 230-231 (El principio de coordinación, 1992) y 246-247 (Gobierno y Administración,
1996/97) de la revista Documentación Administrativa y el volumen colectivo Estudios sobre la Ley
de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado, editado por el Consejo
General del Poder Judicial como núm. 14 de sus "Estudios de Derecho Judicial" (Madrid, 1999).

Sinopsis artículo 155


El artículo 155 complementa la previsión de vías o medios de control (ordinario) de la actividad
de las Comunidades Autónomas contenida en el artículo 153 al contemplar un mecanismo de
control subsidiario, de carácter excepcional o extremo (y alcance incluso coercitivo), para
situaciones igualmente excepcionales o extremas, consistentes en el incumplimiento por aquéllas de
obligaciones impuestas por la Constitución o las leyes o en actuaciones de las mismas que atenten
gravemente al interés general de España.
El precepto se inspira claramente en la figura de la llamada "coerción federal" (Bundeszwang),
prevista en el artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn. De hecho, tal inspiración se advierte
incluso de manera inequívoca en la redacción del artículo 155, que coincide en lo esencial con la
dicción literal del precepto constitucional alemán. En otros sistemas federales o Estados de
estructura compuesta o compleja, por el contrario, el mecanismo de reacción -extrema o
excepcional- de los órganos federales o centrales ante conductas de los Estados federados o entes
territoriales subestatales gravemente atentatorias contra la lealtad federal o institucional hacia la
Federación o el Estado central consiste en la suspensión o disolución de los órganos de aquéllos (la
llamada "intervención o ejecución federal"), y no sólo en la posibilidad de adoptar las medidas
necesarias para el cumplimiento forzoso de las obligaciones incumplidas, en particular por medio de
instrucciones de obligada observancia para los órganos del Estado federado o ente territorial de que
se trate, a su vez coercibles por los órganos federales o centrales en caso de resultar desatendidas.
Como ejemplos de sistemas de "intervención" federal o estatal, que comportan la suspensión o
disolución de órganos territoriales, pueden consultarse el artículo 100 de la Constitución austriaca,
el artículo 126 de la Constitución italiana o el apartado 31 del artículo 75 de la Constitución
argentina.
El tenor del artículo 155, prácticamente idéntico al del artículo 37 de la Ley Fundamental de
Bonn en el Anteproyecto de Constitución, experimentó algunas modificaciones durante su
elaboración parlamentaria. En primer lugar, se añadió como supuesto de hecho habilitante de las
medidas extraordinarias previstas en dicho precepto el consistente en una actuación "que atente
gravemente al interés general de España" (el Anteproyecto sólo se refería, como sucede en el caso
de la Constitución alemana, al incumplimiento de obligaciones que la Constitución u otra ley
impusieran respecto del Estado). En segundo lugar, se incorporó la exigencia de previo
requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma, coherente con la naturaleza subsidiaria del
mecanismo respecto de las formas ordinarias de control (a que se refiere el artículo 153 CE) y el
carácter por tanto excepcional, extremo o de ultima ratio que le es propio. Por último, y atendido
precisamente dicho carácter, se introdujo el requisito de aprobación de las medidas por mayoría
absoluta (y no por mera mayoría simple) del Senado. Por el contrario, no prosperaron en el debate
parlamentario otras propuestas, como las de exigir la aprobación de las medidas por ambas
Cámaras de las Cortes o por una mayoría aún más cualificada del Senado, la de circunscribir el
supuesto de hecho habilitante a los casos de incumplimiento sólo de la Constitución o de ésta y
leyes orgánicas (excluyendo los supuestos de incumplimiento de leyes ordinarias, así como de
actuaciones gravemente atentatorias al interés general de España) o la de prever como requisito para
la adopción de medidas la previa declaración del incumplimiento imputado a la Comunidad
Autónoma por el Tribunal Constitucional.
El carácter altamente excepcional del mecanismo previsto en el artículo 155 CE se manifiesta en
su, hasta la fecha, inexistente proyección práctica o aplicativa. En efecto, hasta hoy el Senado y el
Gobierno de la Nación no han hecho uso de las facultades que les confiere el artículo 155 CE en
ninguna ocasión. Tampoco existen precedentes de una aplicación del artículo 37 de la Ley
Fundamental de Bonn en la República Federal de Alemania. Últimamente se ha debatido en nuestro
país, sin embargo, acerca de la oportunidad de un desarrollo legal del artículo 155 CE, así como de
la viabilidad de una aplicación del mismo en relación con el incumplimiento por los órganos de
gobierno del Parlamento Vasco de las obligaciones derivadas en el ámbito parlamentario de la
sentencia de declaración de ilegalidad y disolución de determinados partidos políticos (Herri
Batasuna, Euskal Herritarrok, Batasuna), dictada en aplicación de la vigente Ley Orgánica de
Partidos Políticos por la Sala del artículo 61 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, así como en
relación con la aprobación por el Consejo de Gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca de una
Propuesta de nuevo Estatuto Político para la Comunidad de Euzkadi de -cuando menos- muy
dudosa compatibilidad -tanto procedimental como material- con la vigente Constitución.
Al procedimiento de aplicación del artículo 155 CE en fase parlamentaria se refiere el artículo
189 del Reglamento del Senado.
En cuanto al control en derecho del ejercicio de las facultades atribuidas por este precepto, la
doctrina alude a dos cauces o vías para efectuarlo: de un lado, el conflicto de competencia planteado
por la Comunidad Autónoma afectada ante el Tribunal Constitucional [art. 59.1.a) de la Ley
Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional]; y, de otro, la impugnación por ésta
de los concretos actos adoptados por el Gobierno de la Nación en virtud de la autorización emitida
por el Senado en sede contencioso-administrativa. Al control jurídico se añade el control político
del Gobierno que puede llevar a cabo el Congreso de los Diputados.
Entre la bibliografía referida al precepto constitucional que nos ocupa cabe citar, entre otros, los
trabajos de García de Enterría, Muñoz Machado, Cruz Villalón, Tolivar Alas, García Torres o de
Gil-Robles y Gil-Delgado.

Sinopsis artículo 156


Antecedentes históricos y Derecho comparado.
En nuestro Derecho constitucional no se registran antecedentes reseñables. Ni el Proyecto de
Constitución Federal de la I República (1873) ni la Constitución de la II República (1931) contienen
normas relativas al poder financiero de los Estados Regionales o de las Regiones Autónomas que
respectivamente reconocían los textos mencionados.
Por el contrario, pueden mencionarse algunas referencias del Derecho comparado que, sin duda, han
ejercido cierta influencia en los artículos de la Constitución Española relativos a la financiación de
las Comunidades Autónomas. Se trata de los artículos 119 de la Constitución de la República
Italiana de 1947 (reconoce la autonomía financiera de las Regiones) y 104.a de la Ley Fundamental
de la República Federal Alemana de 1949, que establece el marco de las relaciones financieras entre
la Federación y los Länder.
Apartado 1. Principios de la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas
El artículo 156 de la Constitución, singularmente su apartado 1, reúne los principios esenciales
relativos a la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas. En efecto, al tiempo que
reconoce expresamente esa autonomía, establece dos principios básicos (coordinación y
solidaridad) que enmarcan la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas. Se trata de un
precepto cuyos principios han sido recibidos en la Ley Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de
Financiación de las Comunidades Autónomas, artículos 1 a 3, (en adelante LOFCA) pero cuyo
desarrollo se debe, sobre todo, a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que ha precisado el
significado que ha de darse a cada uno de esos principios.
La autonomía financiera supone, en palabras del Tribunal Constitucional, "la propia determinación
y ordenación de los ingresos y gastos necesarios para el ejercicio de sus funciones", es decir, la
capacidad de orientar los gastos propios de la Comunidad Autónoma y definir los ingresos
necesarios para ello. A tal fin, el artículo 157 de la Constitución (véase comentario al citado
artículo) establece los medios financieros de los que dispondrán las Comunidades Autónomas para
hacer frente a los gastos que son inherentes al ejercicio de las competencias que tienen atribuidas.
Precisamente, la vinculación existente entre autonomía financiera y competencias autonómicas ha
dado pie al Tribunal Constitucional para expresar la primera de las ideas-fuerza o principios que
lucen en el artículo 156.1 de la Constitución, es decir, la relación de instrumentalidad que vincula la
autonomía financiera a la ejecución de las competencias autonómicas. Junto a ello, el Tribunal ha
destacado los principios de coordinación y solidaridad como los otros dos grandes principios que
han de regir el ejercicio efectivo de las potestades financieras que ostentan las Comunidades
Autónomas.
La relación de instrumentalidad entre autonomía financiera y competencias autonómicas ha sido
recogida en el artículo 1º LOFCA ("Las Comunidades Autónomas gozarán de autonomía financiera
para el desarrollo y ejecución de las competencias que, de acuerdo con la Constitución, les
atribuyan las Leyes y sus respectivos Estatutos") y enfatizada por el Tribunal Constitucional, entre
otras, en la Sentencia 37/1987, de 26 de marzo, en la que el alto Tribunal afirma que "... la
Constitución concede autonomía financiera a las Comunidades Autónomas para el desarrollo y
ejecución de sus competencias (...) Con ello hay, en definitiva, un implícito reconocimiento
constitucional del principio de instrumentalidad fiscal en la esfera de la imposición autónoma"
(fundamento jurídico 13º). Asimismo, la STC 14/1989, de 26 de enero, se pronuncia en términos
similares afirmando que la potestad de gasto de las Comunidades Autónomas no permite a éstas
financiar o subvencionar cualquier clase de actividad, "sino tan solo aquéllas sobre las cuáles tengan
competencias, pues la potestad de gasto no es título competencial que pueda alterar el orden de
competencias diseñado por la Constitución y los Estatutos de Autonomía".
Pero la autonomía financiera reconocida a las Comunidades Autónomas no sólo se vincula a las
competencias atribuidas a las mismas constitucional y estatutariamente, sino que se halla limitada
por los principios ya mencionados de coordinación y solidaridad, que establecen los artículos 2º y
3º LOFCA y ha subrayado el Tribunal Constitucional en diversas sentencias (SSTC 11/1984,
75/1986, 146/1986, 179/1987 y 68/1996).
El principio de coordinación en materia financiera se ha visto recientemente reforzado, como
consecuencia indirecta de la aprobación del Pacto de Estabilidad y Crecimiento como parte de la
Unión Económica y Monetaria. El citado Pacto, que trae su causa de lo establecido en el artículo
104 del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea, obliga a los Estados miembros a evitar
déficits excesivos (superiores al 3 por 100 del PIB) y compromete a éstos a responder frente a las
instituciones comunitarias en caso de incumplimiento. A este respecto, el Protocolo sobre el
procedimiento de déficit excesivo, aprobado en Maastricht el 7 de febrero de 1992, responsabiliza a
los estados de que en sus respectivos territorios se observen las reglas asumidas por aquéllos en
orden a evitar un déficit excesivo, de modo que el Estado responde por las diversas instancias de
gasto -por tanto corresponsables del déficit-, reconocidas dentro de cada país.
Ello ha dado lugar, en el caso de España, a la aprobación de la Ley 18/2001, de 12 de diciembre,
General de Estabilidad Presupuestaria y a la Ley Orgánica 5/2001, de 13 de diciembre,
complementaria de la Ley General de Estabilidad Presupuestaria. En esta última queda reforzado el
principio de coordinación, en la medida en que resulta imprescindible para asegurar que el nivel de
endeudamiento de las Comunidades Autónomas no comprometa la consecución del objetivo de
estabilidad presupuestaria que el Estado español se ha impuesto. A tal efecto, se atribuye al Consejo
de Política Fiscal y Financiera la coordinación en esta materia, ampliando así las competencias que
la LOFCA encomendaba ya al citado Consejo (artículos 5 y 6 de la Ley Orgánica 5/2001).
Apartado 2. Las Comunidades Autónomas como órganos de colaboración en la gestión de los
tributos estatales.
El apartado 2 del artículo 156 prevé la posibilidad de que las Comunidades Autónomas puedan
actuar como delegadas o colaboradoras del Estado en la recaudación, gestión y liquidación de los
tributos estatales, de acuerdo con lo que establezcan las Leyes y los Estatutos de Autonomía.
El desarrollo de este precepto ha sido llevado a cabo por los Estatutos de Autonomía de las
Comunidades de régimen fiscal común, de modo que prácticamente en todos ellos se ha
incorporado, como una cláusula de estilo, la posibilidad de que las Comunidades gestionen y
recauden los tributos cedidos por el Estado, quedando en manos de éste la gestión de los demás
tributos estatales, sin perjuicio de las delegaciones y colaboraciones que puedan acordarse también
en relación con estos últimos (artículo 46 del Estatuto de Cataluña; artículo 54 del Estatuto de
Galicia; artículo 60 del Estatuto de Andalucía; artículo 45 del Estatuto de Asturias; artículo 50 del
Estatuto de Cantabria; artículo 36 del Estatuto de La Rioja; artículo 43 del Estatuto de Murcia;
artículo 60 del Estatuto de Aragón; artículo 52 del Estatuto de Castilla-La Mancha; artículo 61 del
Estatuto de Canarias; artículo 61 del Estatuto de Extremadura; artículo 63 del Estatuto de las Islas
Baleares; y artículo 56 del Estatuto de la Comunidad de Madrid).
Asimismo, la LOFCA había previsto la gestión de los tributos cedidos en términos similares,
remitiendo a lo que estableciera la Ley de Cesión de Tributos (artículo 19). Esa previsión se
completaba con lo dispuesto en el artículo 12 de la Ley 30/1983, de 28 de diciembre, de Cesión de
Tributos del Estado a las Comunidades Autónomas, que delegaba en éstas la gestión y recaudación
de los tributos cedidos. Esa norma fue derogada por la Ley 14/1996, de 30 de diciembre, de cesión
de tributos a las Comunidades Autónomas y de medidas fiscales complementarias, que atribuía
ciertas competencias normativas a las Comunidades Autónomas en relación con el Impuesto que
grava la Renta de las Personas Físicas y los demás tributos cedidos. A su vez, el modelo de
financiación hoy vigente fue implantado en 2002 mediante la modificación de la LOFCA (mediante
Ley Orgánica 7/2001, de 27 de diciembre) y la aprobación de la Ley 21/2001, de 27 de diciembre,
por la que se regulan las medidas fiscales y administrativas del nuevo sistema de financiación de las
Comunidades Autónomas de régimen común y Ciudades con Estatuto de Autonomía, que ha
confirmado la atribución a las Comunidades Autónomas de competencias normativas en relación
con los tributos cedidos, además de las tradicionales competencias de gestión.
Así pues, el cuadro hoy vigente respecto de las competencias tributarias asumidas por las
Comunidades Autónomas en relación con los tributos cedidos, viene determinado por lo dispuesto
en el artículo 19 LOFCA (en la redacción dada por la Ley Orgánica 7/2001, de 27 de diciembre) y
en los artículos 18 y siguientes de la Ley 21/2001, de 27 de diciembre, que ha venido a derogar la
Ley 30/1983, de 28 de diciembre, de cesión de tributos del Estado a las Comunidades Autónomas,
excepto para las Comunidades que hubiesen decidido no asumir el nuevo modelo de financiación.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 157


Antecedentes históricos y Derecho comparado.
En nuestro Derecho constitucional no se registran antecedentes reseñables. Ni el Proyecto de
Constitución Federal de la I República (1873) ni la Constitución de la II República (1931) contienen
normas relativas al poder financiero de los Estados Regionales o de las Regiones Autónomas que
respectivamente reconocían los textos mencionados.
Por el contrario, pueden mencionarse algunas referencias del Derecho comparado que, sin duda,
han ejercido cierta influencia en los artículos de la Constitución Española relativos a la financiación
de las Comunidades Autónomas. Se trata de los artículos 119 de la Constitución de la República
Italiana de 1947 (reconoce la autonomía financiera de las Regiones) y 104.a de la Ley Fundamental
de la República Federal Alemana de 1949, que establece el marco de las relaciones financieras entre
la Federación y los Länder.
Además de las referencias generales señaladas, debe citarse el artículo 120 de la Constitución
Italiana de 1947, que establece limitaciones muy similares a las que se contienen en el apartado 2
del artículo 157 de nuestra Constitución, en cuanto que ambas Normas coinciden en prohibir las
medidas que obstaculicen el libre tránsito de personas y bienes dentro del territorio nacional.
Apartado 1. Los medios de financiación de las Comunidades Autónomas
Evolución legislativa
El artículo 157 enumera diversas fuentes de financiación de las Comunidades Autónomas,
algunas propias de éstas y otras dependientes del Estado. Para encuadrar la exposición que sigue, ha
de tenerse en cuenta que los medios de financiación más desarrollados y de mayor importancia
cuantitativa para las Comunidades Autónomas son precisamente los dependientes del Estado, de
modo que la evolución legislativa, así como la situación actual, han de referirse esencialmente a los
tributos cedidos por el Estado y a la participación de las Comunidades Autónomas en los recursos
de aquél. Frente a estos medios, los recursos propios de las Comunidades Autónomas se configuran
como recursos de mucha menor importancia, de modo que bien puede afirmarse que el sistema de
financiación de las Comunidades Autónomas se inclina hacia el lado de los recursos cedidos por el
Estado, los cuales centrarán la exposición relativa al artículo 157, sin perjuicio de las referencias,
sobre todo jurisprudenciales, a que haya lugar acerca de los tributos y demás recursos propios de las
Comunidades Autónomas.
El régimen de financiación de las Comunidades Autónomas, en lo que afecta a la legislación
estatal, ha sido objeto de desarrollo a través de las siguientes normas:
- Ley Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las Comunidades Autónomas
(LOFCA). Esta Ley se mantiene en vigor aunque con importantes modificaciones, especialmente
las que ha experimentado como consecuencia de la aprobación de la Ley Orgánica 7/2001, de 27 de
diciembre, de modificación de aquélla.
- Ley 30/1983, de 28 de diciembre, de cesión de tributos a las Comunidades Autónomas. Esta Ley
aún rige para las Comunidades Autónomas que no se han sumado al marco legislativo que surge de
la Ley 21/2001, de 27 de diciembre, a la que después se alude.
- Ley 14/1996, de 30 de diciembre, de cesión de tributos a las Comunidades Autónomas y de
Medidas Fiscales complementarias, aplicable tan solo a las Comunidades que asumían el nuevo
sistema. Mediante esta Ley se ampliaban los tributos objeto de cesión, incluyendo el Impuesto sobre
la Renta de las Personas Físicas (IRPF), y se atribuían ciertas competencias normativa a las
Comunidades Autónomas en relación con aquellos tributos.
- Ley 21/2001, de 27 de diciembre, por la que se regulan las medidas fiscales y administrativas del
nuevo sistema de financiación de las Comunidades Autónomas de régimen común y Ciudades con
Estatuto de Autonomía que, junto con la LOFCA, constituye el marco legislativo aplicable a las
Comunidades de derecho común, excepción hecha de aquellas que no han asumido el nuevo
modelo.
Marco legislativo actual
El marco legislativo vigente relativo a la financiación de las Comunidades Autónomas de
régimen común tiene su origen en el acuerdo adoptado por el Consejo de Política Fiscal y
Financiera en su reunión de 27 de julio de 2001. El citado acuerdo nace con vocación de
permanencia, una vez transferidas las competencias en materia de sanidad y educación, y ha llevado
a introducir las siguientes modificaciones: en primer lugar, la ya citada Ley Orgánica 7/2001, de 27
de diciembre, que ha dado nueva redacción a varios preceptos de la LOFCA; en segundo término, la
también citada Ley 21/2001, de 27 de diciembre, por la que se regulan las medidas fiscales y
administrativas del nuevo sistema de financiación de las Comunidades Autónomas de régimen
común y Ciudades con Estatuto de Autonomía, ha venido a precisar el modo en que las
Comunidades Autónomas pueden cubrir sus necesidades financieras, a través de los tributos cedidos
y de su participación en otros recursos del Estado. Esta última ha derogado la Ley 30/1983, de 28 de
diciembre, de cesión de tributos del Estado a las Comunidades Autónomas y la Ley 14/1996, de 30
de diciembre, de cesión de tributos del Estado y Medidas Fiscales complementarias, si bien la
derogación se limita a "las Comunidades Autónomas que cumplan los requisitos del nuevo sistema
de financiación".
De conformidad con las citadas normas, los recursos financieros de las Comunidades Autónomas
de régimen común son ahora los siguientes:
a) Recaudación procedente de los tributos cedidos sobre el Patrimonio, Transmisiones
Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados, Sucesiones y Donaciones, determinados medios de
transporte, ventas minoristas de determinados hidrocarburos, y sobre el juego y tasas afectas a los
servicios transferidos.
b) Tarifa autonómica del IRPF.
c) Cesión del 35 por 100 de la recaudación líquida por IVA.
d) Cesión del 40 por 100 de la recaudación líquida por el Impuesto sobre la cerveza.
e) Impuesto sobre el vino y las bebidas fermentadas.
f) Cesión del 40 por 100 de la recaudación líquida por los Impuestos sobre productos intermedios y
sobre alcohol y bebidas derivadas.
g) Cesión del 40 por 100 de la recaudación líquida por el Impuesto sobre hidrocarburos.
h) Cesión del 40 por 100 en la recaudación líquida por el Impuesto sobre labores del tabaco.
i) Cesión del 100 por 100 de la recaudación líquida por el Impuesto sobre la electricidad.
j) Fondo de suficiencia destinado a cubrir la diferencia entre las necesidades de gasto de cada
Comunidad Autónoma y Ciudades con Estatuto de Autonomía propio y su capacidad fiscal.
La cesión de rendimientos va acompañada de la delegación de las competencias de gestión,
liquidación, recaudación e inspección y en ciertos supuestos (Impuestos sobre la Renta, Patrimonio,
Sucesiones y Donaciones, Transmisiones Patrimoniales y tributos sobre el juego, determinados
medios de transporte y ventas minoristas de hidrocarburos) también de la cesión de competencias
normativas (artículos 37 y siguientes de la Ley 21/2001, de 27 de diciembre).
A los recursos mencionados han de unirse las asignaciones destinadas a garantizar en todo el
territorio español una prestación mínima de servicios públicos, que se traduce en la transferencia
desde los Presupuestos Generales del Estado de las cantidades necesarias para cubrir esa garantía en
las Comunidades Autónomas en las que el servicio sea insuficiente (artículo 15 LOFCA).
Asimismo, han de añadirse las transferencias realizadas a las Comunidades Autónomas desde el
Fondo de Compensación Interterritorial (artículo 16 de la misma Ley). En la medida en que estos
dos últimos recursos son regulados en el artículo 158 de la Constitución, trataremos sobre ellos en
el comentario dedicado a dicho artículo.
Los recursos y competencias financieras de la Comunidad Valenciana y especialmente de
Cataluña han sido extensamente incluidas en las reformas de ambos Estatutos (Ley Orgánica
1/2006, de 10 de abril, de reforma de la Ley Orgánica 5/1982, de 1 de julio, de Estatuto de
Autonomía de la Comunidad Valenciana y Ley Orgánica 6/2006, de 19 de julio, de reforma del
Estatuto de Autonomía de Cataluña). Incluso, la reforma del Estatuto de Cataluña prevé, en sus
disposiciones adicionales, cesiones de determinados impuestos, que deberán incorporarse al ¿primer
Proyecto de Ley de cesión de impuestos que se apruebe a partir de la entrada en vigor¿ de la
reforma estatutaria:
a) Cesión del 50% del rendimiento producido en Cataluña del Impuesto de la Renta de las Personas
Físicas.
b) Cesión del 58% del rendimiento en Cataluña del Impuesto sobre Hidrocarburos, del Impuesto
sobre las Labores del Tabaco, del Impuesto sobre el Alcohol y Bebidas Derivadas, del Impuesto
sobre la Cerveza, del Impuesto sobre el Vino y Bebidas Fermentadas y del Impuesto sobre
Productos Intermedios.
c) Cesión del 50% del rendimiento en Cataluña del Impuesto sobre el Valor Añadido.
Estas cesiones se llevarán a cabo, a tenor de lo dispuesto en el Estatuto, sólo a favor de Cataluña.
De hecho, las relaciones financieras entre el Estado y esta Comunidad Autónoma serán tratadas en
un nuevo órgano permanente bilateral, denominado ¿Comisión Mixta de Asuntos Económicos y
Fiscales Estado-Generalitat¿ (artículo 210 del Estatuto). Sin embargo, el artículo 201 y la
Disposición Adicional 12ª del Estatuto se remiten a la Ley Orgánica prevista en el apartado tercero
del artículo 157 de la Constitución (la LOFCA), que habrá de ser interpretada de forma armónica
con el Estatuto de Cataluña.
Jurisprudencia constitucional
La jurisprudencia a reseñar en relación con el artículo 157 de la Constitución se refiere, sobre
todo, a las posibilidades y condiciones de creación de tributos propios por parte de las Comunidades
Autónomas, al establecimiento de recargos sobre los impuestos estatales, así como a las
limitaciones que pesan sobre las mismas para abordar operaciones crediticias, es decir, emisión de
Deuda Pública.
a) Creación de tributos propios.
En primer lugar, debe mencionarse la facultad que el Tribunal Constitucional reconoce a las
Comunidades Autónomas para crear tasas. Esa posibilidad no solo nace de lo dispuesto en el
artículo 157 de la Constitución, sino que deriva también de la competencia que las Comunidades
tienen atribuida en cuanto se refiere a la creación de instituciones y servicios que pueden ser
financiados mediante tasas (SSTC 37/1981,de 16 de noviembre y 46/1985, de 26 de marzo).
En lo que afecta a la creación de impuestos, el Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de
pronunciarse en la Sentencia 37/1987, de 26 de marzo, en la que se solventan algunas cuestiones
relativas a ese problema. En primer lugar, el Tribunal reconoce la posibilidad de crear impuestos
con finalidad fiscal y extrafiscal, es decir, la posibilidad de crear también impuestos que no persigan
esencialmente fines recaudatorios, siempre que se respete el orden competencial establecido. En la
misma sentencia, el Tribunal se pronuncia sobre la limitación nacida del artículo 6.2 LOFCA ("los
tributos que establezcan las Comunidades Autónomas no podrán recaer sobre hechos imponibles
gravados por el Estado"), distinguiendo entre materia imponible y hecho imponible para terminar
afirmando que la duplicidad prohibida se ha de referir al hecho imponible, de modo que una misma
fuente de riqueza (materia imponible) puede ser gravada dos o más veces si se toman aspectos
distintos de la misma como supuesto generador de la obligación tributaria (fundamento jurídico
14º). Sobre esta última cuestión puede verse también la STC 186/1993, de 7 de junio.
El Tribunal Constitucional ha encontrado un segundo límite al poder tributario de las
Comunidades Autónomas en lo dispuesto en el artículo 6.3 LOFCA, de modo que aquéllas no
podrán establecer tributos sobre las materias imponibles reservadas a las Entidades Locales y en
consecuencia ha anulado un Impuesto sobre instalaciones que incidan en el medio ambiente, por
entender que el mismo se solapaba con el Impuesto sobre Bienes Inmuebles, tributo local
reconocido a las Entidades Locales en la Ley reguladora de las Haciendas Locales (STC 289/2000,
de 30 de noviembre, fundamento jurídico 4º).
b) Establecimiento de recargos sobre los impuestos estatales.
A esta cuestión se ha referido el Tribunal Constitucional en su Sentencia 150/1990, de 4 de
octubre, en la que ha afirmado la potestad de las Comunidades Autónomas de establecer esos
recargos, como una posibilidad que nace directamente de la LOFCA y no necesita de una Ley
específica interpuesta entre aquélla y la norma autonómica que establece el recargo (fundamento
jurídico 4º).
c) Operaciones de crédito de las Comunidades Autónomas.
En relación con las operaciones de crédito de las Comunidades Autónomas se ha planteado,
sobre todo, el problema relativo a la necesidad de que éstas cuenten con autorización para la
emisión en ciertos casos previstos en la LOFCA. El Tribunal se ha referido a ese problema en la
STC 11/1984, de 2 de febrero, en la que afirma esa facultad estatal de acuerdo con el principio de
coordinación de las Haciendas de las Comunidades Autónomas con la del Estado (fundamento
jurídico 6º).
Apartado 2. Limitaciones al poder tributario de las Comunidades Autónomas.
Además de las que se han mencionado, el apartado 2 del artículo 157 de la Constitución
establece nuevas limitaciones al poder tributario de las Comunidades Autónomas. En rigor, se trata
de una reiteración de lo dispuesto en el artículo 139 de la propia Constitución y en ambos casos se
trata de impedir la adopción de medidas que impidan la libre circulación de personas y bienes en
todo el territorio nacional.
A su vez, el artículo 157.2 añade una disposición específica que prohíbe a las Comunidades
Autónomas establecer medidas tributarias extraterritoriales que recaigan sobre bienes situados fuera
de su respectivo territorio. La STC 150/1990, de 4 de octubre, antes mencionada (fundamento
jurídico 5º) se ha pronunciado sobre el alcance de este último límite. En este sentido, el Tribunal
afirma que no contraviene la prohibición aludida el hecho de que se imponga un recargo sobre la
renta de las personas físicas domiciliadas en la Comunidad Autónoma, aun cuando estas rentas
provengan de bienes situados fuera de la Comunidad (caso, por ejemplo, de las rentas de capital
inmobiliario procedentes de bienes inmuebles situados fuera de la Comunidad de que se trate).
Apartado 3. Remisión a la LOFCA.
Este último apartado del artículo 157 remite a la aprobación de una Ley Orgánica reguladora de
las competencias financieras de las Comunidades Autónomas y de las relaciones de éstas con el
Estado. Ello se ha concretado en la aprobación de la Ley Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de
financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), a la que se ha hecho cumplida referencia
en apartados y artículos anteriores.
Breve referencia a los regímenes forales.
Naturalmente, cuanto queda dicho ha de entenderse referido a las Comunidades Autónomas con
régimen fiscal de derecho común, lo que deja a salvo el régimen específico de la Comunidad
Autónoma del País Vasco y de la Comunidad Foral de Navarra. La primera se rige por lo dispuesto
en la Ley 12/2002, de 23 de mayo, por la que se aprueba el Concierto Económico con la
Comunidad Autónoma del País Vasco. La segunda por la Ley 28/1990, de 26 de diciembre, que
aprueba el Convenio Económico entre el Estado y la Comunidad Foral de Navarra, modificada por
la Ley 25/2003, de 15 de julio.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 158


Antecedentes históricos y Derecho comparado
En nuestro Derecho constitucional no se registran antecedentes reseñables. Ni el Proyecto de
Constitución Federal de la I República (1873) ni la Constitución de la II República (1931) contienen
normas relativas al poder financiero de los Estados Regionales o de las Regiones Autónomas que
respectivamente reconocían los textos mencionados.
Por el contrario, pueden mencionarse algunas referencias del Derecho comparado que, sin duda,
han ejercido cierta influencia en los artículos de la Constitución Española relativos a la financiación
de las Comunidades Autónomas. Se trata de los artículos 119 de la Constitución de la República
Italiana de 1947 (reconoce la autonomía financiera de las Regiones) y 104.a de la Ley Fundamental
de la República Federal Alemana de 1949, que establece el marco de las relaciones financieras entre
la Federación y los Länder. Véase en particular lo dispuesto en el apartado 4 del artículo 104 de la
Constitución alemana, que prevé la aportación de la Federación a favor de los Länder para la
realización de inversiones correctoras de desequilibrios territoriales.
Apartado 1. La asignación estatal como garantía de prestación de los servicios esenciales
El apartado 1 del artículo 158 de la Constitución, asegura, mediante las asignaciones establecidas
en los Presupuestos Generales del Estado, la suficiencia financiera de las Comunidades Autónomas,
a fin de garantizar, a su vez, un nivel mínimo en la prestación de los servicios públicos
fundamentales en todo el territorio español. Se trata de una norma de cierre que viene a asegurar a
todos los españoles un nivel uniforme en la prestación de los servicios públicos esenciales,
cualquiera que sea la parte del territorio en que se hallen. Entendido de ese modo, el artículo 158 ha
de interpretarse como una extensión al plano de los derechos sociales del compromiso asumido por
el Estado en el artículo 149.1.1ª de la Constitución de garantizar la igualdad de derechos de los
españoles en cualquier parte del territorio.
El desarrollo de este precepto ha sido llevado a cabo por la Ley Orgánica 8/1980, de 22 de
septiembre, de financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), cuyo artículo 15 (en la
redacción dada por la Ley Orgánica 7/2001, de 27 de diciembre), expresa claramente el carácter
subsidiario de la asignación que examinamos, puesto que dicha asignación sólo tendrá lugar cuando
resulten insuficientes los recursos de las Comunidades Autónomas previstos en los artículos 11 y 13
de dicha Ley. Esto es, cuando los recursos obtenidos a través de los tributos cedidos e incluso los
procedentes del Fondo de Suficiencia (que tiende a cubrir el déficit entre las necesidades de gasto
de cada Comunidad Autónoma y su capacidad fiscal), no resulten bastantes para atender los gastos
de la Comunidad Autónoma en cuestión.
Al mismo tiempo, la asignación prevista en el artículo 158 de la Constitución tiene un carácter
extraordinario, de modo que las asignaciones no pueden devenir un medio habitual de financiación
de las Comunidades Autónomas. Así se desprende de la previsión contenida en el artículo 15.4
LOFCA que señala que "si estas asignaciones a favor de las Comunidades Autónomas hubieren de
reiterarse en un espacio de tiempo inferior a cinco años, el Gobierno propondrá, previa deliberación
del Consejo de Política Fiscal y Financiera, a las Cortes Generales la corrección del Fondo de
Suficiencia...".
Apartado 2. Los Fondos de Compensación Interterritorial
El apartado 2 del artículo 158 constituye la expresión financiera del principio de solidaridad que
la propia Constitución introduce en sus artículos 2 y 138 como complemento al principio de
autonomía reconocido a las Comunidades Autónomas que integran el territorio español. A tal fin, la
Constitución ordena la creación de un Fondo de Compensación con la finalidad de corregir los
desequilibrios regionales y hacer efectivo así el principio de solidaridad antes aludido, cuyas
partidas han de destinarse a gastos de inversión de las Comunidades Autónomas beneficiarias.
Evolución legislativa
En el intento de hacer efectivo el mandato contenido en el artículo 158.2 de la Constitución se
han sucedido ya tres etapas con otras tantas Leyes de desarrollo:
- La primera etapa vino dada por la recepción del Fondo de Compensación Interterritorial (FCI) en
el artículo 16 LOFCA y su desarrollo en la Ley 7/1984, de 31 de marzo, en la que se señalaba como
beneficiarias a todas las Comunidades Autónomas y se orientaban los recursos del Fondo hacia la
atención de proyectos de inversión destinados a favorecer el desarrollo de los territorios más
desfavorecidos, así como a financiar las necesidades de gasto de inversiones nuevas de los servicios
transferidos por el Estado.
- La segunda etapa estuvo marcada por la aparición de la Ley 29/1990, de 26 de diciembre, que
concibe el Fondo como un instrumento de desarrollo regional, exclusivamente, sin que pudiera
servir como mecanismo de financiación básica de las Comunidades Autónomas. Es por ello que la
Ley 29/1990 únicamente designaba como beneficiarias a las Comunidades más desfavorecidas, es
decir, las consideradas, a efectos de los Fondos de Cohesión Europeos, Regiones Objetivo I y las
que estuviesen en periodo de transición para dejar de serlo.
- La última etapa se ha abierto como consecuencia del acuerdo del Consejo de Política Fiscal y
Financiera de 27 de julio de 2001 y la consiguiente aprobación de la Ley 22/2001, de 27 de
diciembre, Reguladora de los Fondos de Compensación Interterritorial.
Marco legislativo actual
El marco legislativo vigente lo constituye el artículo 16 LOFCA (en la redacción dada por la Ley
Orgánica 7/2001, de 27 de diciembre) y la Ley 22/2001, de 27 de diciembre, Reguladora de los
Fondos de Compensación Interterritorial, ya mencionada. De lo dispuesto en ambas normas,
especialmente en la última de las dos citadas, se desprenden los siguientes principios inspiradores:
- El Fondo se destina ahora a financiar gastos de inversión en los territorios comparativamente
menos desarrollados que promuevan directa o indirectamente la creación de renta y riqueza en el
territorio beneficiario.
- Las cantidades destinadas a satisfacer el principio de solidaridad se dividen en dos fondos
distintos: el Fondo de Compensación y el Fondo Complementario. Esa división pretende ser
respetuosa con el mandato constitucional y dar satisfacción, al mismo tiempo, a la necesidad de
atender los gastos corrientes asociados a la inversión, puesto que con frecuencia las Comunidades
Autónomas se encontraban sin recursos para poner en funcionamiento y mantener la inversión que
habían financiado a través del FCI. En la medida en que la Constitución vincula el FCI a gastos de
inversión, no a gastos corrientes, ha sido preciso crear un segundo Fondo para atender los gastos
corrientes que genera el funcionamiento del servicio o infraestructura financiado a través del FCI.
- Las Ciudades con Estatuto de Autonomía (Ceuta y Melilla) se incorporan como potenciales
beneficiarias de los fondos, confirmando así lo dispuesto ya en la Ley 29/1990.
- Por lo demás, la Ley mantiene los criterios de distribución del Fondo entre Comunidades
Autónomas que venían de la etapa anterior. Con arreglo al artículo 4º de la Ley 22/2001, esos
criterios son los siguientes: población relativa, saldo migratorio, desempleo, superficie y dispersión
territorial de la población; corregidos con la aplicación del criterio de la inversa de la renta por
habitante y el de insularidad.
Aspectos procedimentales
En lo que se refiere a los aspectos procedimentales del FCI hay que señalar que el artículo 158.2
de la Constitución prevé que los recursos del Fondo sean distribuidos por las Cortes Generales. A su
vez, el artículo 74.2 de la propia Constitución se refiere al procedimiento de distribución como un
procedimiento especial en el que se altera la habitual primacía del Congreso de los Diputados y se
reconoce al Senado, en tanto que Cámara territorial, la iniciativa en la distribución de los recursos
del Fondo. Incluso en el Reglamento del Senado se prevé la distribución del FCI con arreglo a un
procedimiento especial (artículo 137). Todo parece indicar, pues, que los constituyentes habían
pensado en un procedimiento específico para la distribución del Fondo.
Sin embargo, la experiencia ha discurrido por otros cauces y han sido las Leyes de Presupuestos
Generales del Estado para cada ejercicio las que han procedido a aprobar la cifra con la que se dota
el Fondo y a distribuir esa cifra entre los distintos proyectos de inversión a desarrollar en cada
Comunidad Autónoma (véase el artículo 7 de la Ley 22/2001). Ello ha supuesto una alteración de la
previsión constitucional en un doble sentido: en primer lugar, porque no se ha articulado un
procedimiento específico de distribución, sino que esa decisión la adoptan las Cortes Generales al
hilo de la aprobación de la Ley anual de Presupuestos; además, se ha impedido que se cumpla lo
dispuesto en el artículo 74.2 de la Constitución, ya que la distribución no se inicia en el Senado sino
en el Congreso, donde se presenta y discute en primer lugar el Proyecto de Ley de Presupuestos
Generales del Estado.
Para compensar esa situación, el artículo 10 de la Ley 22/2001 atribuye el control parlamentario
de los proyectos financiados con cargo a los Fondos y la valoración de su impacto en la corrección
de los desequilibrios interterritoriales a la Comisión General de las Comunidades Autónomas del
Senado, además de a las Asambleas Legislativas de las respectivas Comunidades Autónomas.
Jurisprudencia constitucional
La jurisprudencia constitucional se ha pronunciado, sobre todo, acerca de dos aspectos del FCI:
sobre la necesaria coordinación estatal en la definición de los proyectos de inversión a financiar por
el Fondo y sobre los controles que el propio Estado se reserva a fin de comprobar el grado de
ejecución de los proyectos definidos y financiados con cargo al Fondo. En relación con el primer
asunto, el Tribunal Constitucional ha afirmado la constitucionalidad de los preceptos que exigían
que la determinación de los proyectos se realizase conjuntamente por el Estado y las Comunidades
Autónomas, sin perjuicio de la autonomía financiera de éstas. Por lo que se refiere a los controles
sobre la ejecución de los proyectos, el Tribunal también ha convalidado la previsión de esos
controles, en la medida en que las partidas que integran el Fondo provienen de los Presupuestos
Generales del Estado. Sin embargo, el Tribunal condena la existencia de controles administrativos
no previstos en la Constitución o en la LOFCA (SSTC 63/1986, de 21 de mayo, 183/1988, de 13 de
octubre y 250/1988, de 20 de diciembre). La STC 68/1996, de 18 de abril, a su vez, se extiende
sobre los gastos de inversión a los que han de destinarse las partidas que integran el FCI, así como a
los criterios de distribución de dicho Fondo entre las Comunidades Autónomas.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 159


1.- PRECEDENTES Y DERECHO COMPARADO.
No son muchos los precedentes históricos de un precepto como el art. 159 relacionado
directamente con la introducción en España de un sistema de control de constitucionalidad, pero sí
los suficientes como para merecer una breve mención. La primera aparición no llegó a alcanzar
aplicación, puesto que la norma en la que se insertaba quedó en mero proyecto, el de 1873, cuyo art.
77 facultaba al Tribunal Supremo para suspender los efectos de toda ley contraria a la Constitución,
Tribunal que debía estar compuesto por tres miembros nombrados por cada Estado y que podían ser
removidos por una Comisión compuesta a partes iguales por representantes del Congreso, del
Senado, del Poder ejecutivo y del mismo Tribunal Supremo. Tampoco llegó a ver la luz el
Anteproyecto de Constitución de la Monarquía Española de 1929, que regulaba un recurso de
inconstitucionalidad contra leyes y reglamentos, que debía resolverse en la Sección de Justicia del
Consejo del Reino, integrada por quince de sus miembros, respecto de los cuales estaba previsto
que tuviesen, en proporciones diversas, condición de miembros natos, designados por el Rey de
forma vitalicia, elegidos por la ciudadanía y nombrados por los Colegios Profesionales. En
cualquier caso, el único precedente con auténtica condición de tal lo constituye el art. 122 de la
Constitución de 1931, de acuerdo con el cual el Tribunal de Garantías Constitucionales estaba
compuesto por un Presidente, designado por el Parlamento, fuese o no diputado, el Presidente del
alto Cuerpo Consultivo de la República el Presidente del Tribunal de Cuentas de la República, dos
diputados libremente elegidos por las Cortes, un representante por cada una de las Regiones
españolas, elegido en la forma que determinase la ley, dos miembros nombrados electivamente por
todos los Colegios de Abogados de la República y cuatro profesores de la Facultad de Derecho,
designados por el mismo procedimiento entre todas las de España.
En el derecho comparado no han faltado modelos al Constituyente sobre los que inspirarse para
regular la composición del Tribunal Constitucional. Al margen del Tribunal Supremo de los Estados
Unidos, cuyos nueve jueces son designados por el Presidente, previa autorización del Senado (art.
segundo.2 del Título II de la Constitución de 1787), puede citarse en primer término el art. 94.1 de
la Ley Fundamental de Bonn de 1949, según el cual el Tribunal Constitucional Federal se compone
de magistrados federales y de otros miembros elegidos por mitades por la Dieta Federal y por el
Consejo Federal. Asimismo, se dispone que no puedan pertenecer ni al Legislativo ni al Gobierno
Federal ni a los órganos correspondientes de un Territorio. Por su parte, en Italia es el art. 135 de su
Constitución de 1947 el encargado de resolver la cuestión. De acuerdo con su tenor, los magistrados
del Tribunal Constitucional son elegidos para un período no prorrogable de nueve años un tercio por
el Presidente de la República, otro tercio por el Parlamento en sesión conjunta y otro por las
supremas instancias judiciales tanto ordinaria como administrativa de entre jueces, catedráticos de
universidad de materias jurídicas y abogados con al menos veinte años de ejercicio profesional. En
materia de incompatibilidades, se citan la pertenencia al Parlamento o a un Consejo Regional y el
ejercicio de la profesión de abogado, así como aquellas otras establecidas por la ley. En fin, en
Austria, tal y como establece el art. 147 de su Constitución de 1929, el Tribunal Constitucional está
compuesto por un Presidente, un Vicepresidente, doce miembros titulares y seis suplentes,
nombrados por el Presidente de la República, de los que el Presidente, el Vicepresidente, seis
titulares y tres suplentes lo son a propuesta del Gobierno Federal, tres titulares y dos suplentes por
recomendación del Consejo Nacional y tres titulares y un suplente a propuesta del Consejo Federal.
Los elegidos han de haber completado sus estudios en Derecho o Ciencias Políticas y haber ejercido
al menos diez años en una profesión para la que se requieran tales estudios. Se establece la
inelegibilidad para estos puestos de los miembros de los Gobiernos y Cuerpos legislativos federales
y estatales, y de los empleados y funcionarios de un partido político. Sin influencia en la
elaboración de la Constitución, por haberse aprobado con posterioridad, merece, no obstante,
mención el Tribunal Constitucional de Portugal, introducido en la Constitución de 1976 por la ley
de reforma constitucional 1/1982, integrado, de acuerdo con el art. 224, por trece miembros
nombrados diez por la Asamblea de la República y tres cooptados por éstos, de los que seis habrán
de ser jueces de los restantes tribunales y el resto juristas. En fin, el art. 142 de la Constitución de
Bélgica, redactado por la reforma de 1993, crea un Tribunal de Arbitraje con auténticas funciones
constitucionales, si bien remite su composición a una regulación legal posterior.

2.- ELABORACIÓN DEL PRECEPTO Y NORMAS DE DESARROLLO.


En su versión primitiva, la del Anteproyecto publicado en el BOC de 5 de enero de 1978, el
entonces art. 150 denotaba una muy clara influencia italiana, pues los once magistrados del Tribunal
iban a ser nombrados por el Rey, cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, tres a propuesta
del Senado, en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, dos a propuesta del
Gobierno y dos a instancias del Consejo General del Poder Judicial, por un plazo improrrogable de
nueve años, de entre magistrados y fiscales, profesores numerarios de las Facultades de Derecho y
de Ciencias Políticas y abogados, todos ellos con más de veinte años de ejercicio profesional. En el
Informe de Ponencia, se equipararon a estos efectos las facultades de ambas Cámaras, al ampliarse
a cuatro el número de magistrados propuestos por el Senado y, consecuentemente, a doce el total de
los que integran el Tribunal. Asimismo, se incluyó a los funcionarios públicos y a la generalidad de
los profesores universitarios dentro de las categorías profesionales de las que aquéllos podían
reclutarse y se añadió la condición de ser jurista de reconocida competencia. El dictamen de la
Comisión rebajó a quince años el tiempo mínimo de ejercicio profesional, sin que las fases
sucesivas introdujeran modificaciones ulteriores. No obstante, la Comisión Mixta dio nueva
redacción a algunos de los apartados sin alterar en lo esencial su contenido, con la salvedad, de poca
relevancia práctica habida cuenta de la remisión al régimen de jueces y fiscales para la
determinación de las incompatibilidades de los magistrados del Tribunal, de que se declaraba
incompatible esta condición con el ejercicio de actividad profesional o mercantil alguna, fórmula
muy similar a la contemplada en el último inciso del art. 98 CE para los miembros del Gobierno.
La normativa de desarrollo de este artículo está constituida fundamentalmente por los arts. 16 a
26 de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional (LOTC). Junto a ella,
deben citarse el art. 204 del Reglamento del Congreso de los Diputados de 10 de febrero de 1982, la
Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados relativa a la intervención de la Cámara
en el nombramiento de autoridades del Estado, de 25 de mayo de 2000, los arts. 184 a 186 del
Reglamento del Senado, texto refundido de 3 de mayo de 1994, redactados por la reforma parcial de
esta norma de 14 de junio de 2000 y la de 27 de junio de 2001, los arts. 5 y 25 de la Ley 50/1997,
de 27 de noviembre, del Gobierno y los arts. 127.2 y 135 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio,
del Poder Judicial (LOPJ), en cuanto a la provisión de los miembros del Tribunal. Por lo que se
refiere a su estatuto personal, además de lo dispuesto en la LOTC, resultan de aplicación el art. 29.2
de la ley 30/1984, de 2 de agosto, de medidas para la reforma de la función pública, los arts. 56.2 y
57.2 de la LOPJ, sobre competencia del Tribunal Supremo en causas por responsabilidad civil y
penal de los magistrados del Tribunal Constitucional y los arts. 389 y siguientes de la LOPJ para la
regulación de las incompatibilidades.

3.- NOMBRAMIENTO Y CESE DE LOS MAGISTRADOS DEL TRIBUNAL


CONSTITUCIONAL.
En cuanto a los requisitos objetivos para poder formar parte del Tribunal Constitucional, además
de los generales de nacionalidad española y mayoría de edad, propios de lo que es ejercicio del
derecho de acceso a cargo público previsto en el art. 23.2 en relación con los arts. 11 y 13.2 CE, el
art. 159.2, reiterado por el art. 18 LOTC, exige que los miembros de este Tribunal se nombren de
entre Magistrados y Fiscales, Profesores de Universidad, funcionarios públicos, y Abogados, todos
ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional. Al
margen de cuestiones tales como qué categorías de profesores universitarios se encuentran citadas
en dicha enumeración o si la condición de jurista requiere la posesión de la licenciatura en derecho
o basta un ejercicio continuado de su estudio, o incluso si han de tenerse en cuenta las tachas que
pudieren manchar la biografía profesional del candidato, tal y como ha sostenido en otro contexto el
propio Tribunal en STC 174/1996, de 11 de noviembre, problemas en su mayor parte estudiados por
la doctrina y sobre los que no procede ahora detenerse, debe destacarse que, pese a su amplitud, la
formulación anterior contiene una serie de elementos reglados cuyo cumplimiento ha de verificarse
por los órganos autores de la propuesta, por el propio Tribunal Constitucional e incluso, si fuera
llamada a ello, por la jurisdicción contencioso - administrativa.
Así, en el caso de los magistrados de propuesta parlamentaria desde junio de 2000 se ha regulado
la práctica de un examen previo ante las Comisiones de nombramientos del Congreso de los
Diputados y del Senado, integradas por los respectivos Presidentes y por los portavoces de los
distintos Grupos Parlamentarios y asistidas por el Secretario General de cada Cámara. De este
modo, las candidaturas presentadas deberán acreditar, de forma indubitada, que los candidatos
cumplen los requisitos exigidos por la Constitución y las leyes para desempeñar el cargo y se
presentarán acompañadas de una relación de los méritos profesionales y demás circunstancias que,
en opinión del Grupo parlamentario, manifiesten la idoneidad del candidato para el puesto. Con este
material y previa la comparecencia personal, en su caso, del candidato propuesto, la Comisión
elabora un dictamen adoptado mediante el sistema de voto ponderado que ilustrará al Pleno para su
decisión final.
En el Consejo General del Poder Judicial, la decisión del Pleno está precedida por un informe
emitido por la Comisión de Calificación prevista en el art. 135 LOPJ, en el que habrá de examinarse
positivamente el cumplimiento de los distintos requisitos por los candidatos propuestos. No existe
disposición alguna que recoja un filtro similar para los nombramientos a propuesta del Gobierno,
con la única excepción del examen que de todos los asuntos que vayan a someterse a la aprobación
del Consejo de Ministros corresponde a la Comisión General de Secretarios de Estado y
Subsecretarios previsto en el art. 8.4 de la ley 50/1997.
Pero también el Tribunal Constitucional cuenta con competencias para comprobar la idoneidad
de los candidatos, ya miembros de pleno derecho, para lo que cuenta con la previsión del art. 10.f)
LOTC, que atribuye al Pleno esta facultad. Se trata de una disposición poco operativa por cuanto
opera al final del proceso de selección, aunque pueda tener su utilidad para control formal externo
de los nombramientos a propuesta de las Cámaras parlamentarias, que escapan de la competencia de
la jurisdicción contencioso - administrativa, de modo que sólo un recurso de amparo ante el propio
Tribunal Constitucional por la vía del art. 43, con los límites a la legitimación procesal que ello
implica, permitiría controlar una elección defectuosa. No existen, por lo demás, previsiones de
recursos específicos frente a la decisión que tome este órgano, pero parece razonable la posibilidad
de acudir ante la Sala III, de lo contencioso - administrativo, del Tribunal Supremo, de acuerdo con
lo establecido en el art. 58.primero LOPJ y los arts. 1.3 y 12.1 de la ley 13/1998, que admiten la
competencia de esta jurisdicción sobre los actos en materia de personal del Tribunal Constitucional,
categoría dentro de la que puede incluirse una decisión de este género. En fin, en atención,
precisamente, a la condición de elementos reglados de actos discrecionales, tal y como se configuró
esta doctrina por la STS de 4 de abril de 1997, o al menos como actos separables, en la línea
sostenida por la STS de 28 de junio de 1994, puede afirmarse la competencia de dicha jurisdicción
prevista en el art. 12.1 de la ley 13/1998, para pronunciarse con carácter general sobre la
concurrencia de los requisitos constitucionalmente establecidos en los candidatos propuestos por el
Gobierno y por el Consejo General del Poder Judicial, órgano, éste, de naturaleza gubernativa como
establece la STC 45/1986, de 17 de abril.
El nombramiento formal, cualquiera que sea el órgano que formula la propuesta, toma la forma
de Real Decreto, expedido por el Rey y refrendado por el Presidente del Gobierno. Véanse al efecto
los Reales Decretos 1118 a 1121/2001, de 6 de noviembre, por los que se formaliza la renovación
parcial más reciente del Tribunal, magistrados Delgado Barrio, García Calvo, Gay Montalvo y
Pérez Vera, así como el Real Decreto 1372/2002, de 18 de diciembre, por el que se nombra
magistrado al Sr. Rodríguez - Zapata Pérez. Producido éste, se prestará juramento o promesa ante el
Rey de acatamiento a la Constitución como paso previo a la toma de posesión.

4.- ESTATUTO PERSONAL.


Por lo que se refiere al estatuto personal de los miembros del Tribunal Constitucional, éste viene
prácticamente perfilado en los arts. 19 y siguientes de su Ley Orgánica. De acuerdo con ellos, se les
dota de inviolabilidad por las opiniones expresadas en el ejercicio de sus funciones y se les declara
inamovibles, de modo que no pueden ser destituidos ni suspendidos fuera de los casos legalmente
previstos. En el caso de que ostenten la condición de funcionario, pasan a la situación de servicios
especiales, tal y como confirman normas como el art. 29.2 de la ley 30/1984, para el común de los
funcionarios, o el art. 16.1.f del Estatuto del Personal de las Cortes Generales de 26 de junio de
1989 y el art. 352 LOPJ para funcionarios de las Cámaras y jueces y magistrados respectivamente,
con las consecuencias consabidas del cómputo del tiempo permanecido en el Tribunal a efectos de
ascensos, antigüedad, derechos pasivos y reserva de plaza. Asimismo, además de las retribuciones
correspondientes durante su mandato, tienen derecho a una remuneración de transición de un año
siempre que hayan ostentado tal condición durante al menos tres años. Gozan, en fin, de fuero
privilegiado, por cuanto su responsabilidad criminal sólo es exigible ante la Sala de lo Penal del
Tribunal Supremo.
El régimen de incompatibilidades se regula en el art. 19, que amplía las causas previstas por el
precepto constitucional. De acuerdo con su redacción, el cargo de magistrado del Tribunal
Constitucional, además de regirse por las incompatibilidades propias de los miembros del Poder
Judicial, no puede simultanearse con el de Defensor del Pueblo, con los de Diputado o Senador, con
cualquier cargo político o administrativo del Estado, las Comunidades Autónomas o las Entidades
locales, con el ejercicio de cualquier jurisdicción o actividad propia de las carreras judicial o fiscal,
con toda clase de empleo en un Juzgado o Tribunal, con el desempeño de funciones directivas en los
partidos políticos, sindicatos, asociaciones, fundaciones y colegios profesionales y cualquier clase
de empleo a su servicio, así como con el ejercicio de actividades profesionales o mercantiles. Si
concurre alguna de las circunstancias anteriores en quien haya sido propuesto como magistrado,
debe cesar en la misma antes de su toma de posesión, de modo que si no lo hace en los diez días
siguientes a la propuesta se entiende que no acepta el cargo, presunción que también rige en el caso
de incompatibilidad sobrevenida. Destaca, en todo caso, de esta enumeración, en paralelo con lo
dispuesto en el propio art. 159.4 CE, la compatibilidad entre el cargo de magistrado del Tribunal
Constitucional y la pertenencia como mero militante a un partido político, cuya licitud ha sido
subrayada por el propio órgano en su Auto 226/1988, de 16 de febrero, en cuyo Fundamento 3 se
destaca que la LOTC no impide a los magistrados pertenecer a un partido político debido a que "una
posible afinidad ideológica no es en ningún caso factor que mengüe la imparcialidad para juzgar los
asuntos que según su Ley Orgánica este Tribunal debe decidir".
La suspensión de un magistrado sólo procede, como medida previa, en caso de procesamiento o
por el tiempo indispensable para resolver sobre la concurrencia de alguna de las causas de cese y ha
de ser adoptada por el voto favorable de los tres cuartos de los miembros del Tribunal reunido en
Pleno. Por último, el mandato de los magistrados concluye por renuncia aceptada por el Presidente,
expiración del plazo respectivo de nombramiento y fallecimiento del titular, supuestos todos ellos
en que el cese se decreta por el Presidente. Se producen, asimismo, estos efectos, por incurrir en
algunas de las causas de incapacidad de las previstas para el Poder Judicial e incompatibilidad
sobrevenida, supuestos en que ha de pronunciarse favorablemente la mayoría simple de los
miembros del Tribunal, así como por dejar de atender con diligencia los deberes de su cargo, violar
la reserva propia de su función o haber sido declarado responsable civilmente por dolo o condenado
por delito doloso o por culpa grave, previo voto favorable de las tres cuartas partes de los
magistrados. La formalización del cese se produce por medio de Real Decreto del Presidente del
Gobierno. Queda reseñar que, en el supuesto de expiración del nombramiento, el Presidente del
Tribunal debe solicitar antes de los cuatro meses previos a los Presidentes de los órganos que han de
elevar las propuestas correspondientes la iniciación del procedimiento previsto a tal efecto y que, en
tanto se produce la toma de posesión de sus sustitutos, los magistrados salientes continúan en
ejercicio de sus funciones.
Aunque sobre el Tribunal Constitucional es ingente la bibliografía, sólo procede en este
momento centrarse en la que trata específicamente del nombramiento y status de sus miembros, lo
que reduce notablemente el elenco disponible.

Sinopsis artículo 160


La previsión de la existencia de un Presidente para un órgano colegiado como el Tribunal
Constitucional se deriva sin mayores problemas de las obvias necesidades de funcionamiento del
mismo. Su tratamiento en la norma suprema es una opción tampoco infrecuente en el ámbito
europeo, en el que se moverán nuestras indagaciones de Derecho comparado. Procede sin embargo,
en primer lugar, hacer referencia al precedente patrio de la regla prevista en el art. 122 de la
Constitución de 1931, en el que se disponía que el Presidente del Tribunal de Garantías
Constitucionales, único ancestro citable en España de nuestro Tribunal Constitucional, sería
designado por el Parlamento, fuera o no Diputado. En virtud de esta norma D. Alvaro de Albornoz
fue elegido para tal cargo por las Cortes el 13 de julio de 1933. Este dimitiría en 1934, siendo
sustituido por D. Fernando Gasset

En nuestro contexto europeo las soluciones varían, y van desde la elección por el mismo
Tribunal, de manera similar a la española, como sucede en Italia (art. 135 de su Constitución) y
Portugal (art. 224), a la designación por el Parlamento, alternándose el Bundestag y el Bundesrat,
caso de Alemania (art 94 de la Ley Fundamental de Bonn), pasando por confiar el nombramiento al
Presidente de la República, como se hace en Francia (art. 56 de la Constitución francesa) y Austria
(art. 147 de su texto fundamental).

La elaboración parlamentaria del precepto no presentó excesivos problemas en cuanto al fondo,


aunque si algunos cambios de redacción. Ya en el texto aprobado por la Ponencia Constitucional se
llegó al enunciado que ha permanecido, si bien en el Anteproyecto los términos eran algo distintos
al decir que "El Tribunal Constitucional será presidido por aquél de sus miembros que el Rey
designe cada tres años a propuesta del mismo Tribunal en pleno". Por tanto, pronto quedaron fijadas
las dos decisiones fundamentales de la regulación constitucional: la de que correspondería al mismo
órgano elegir a su Presidente y la de que la duración del mandato del mismo sería de tres años.
El desarrollo normativo del precepto, en cuanto a la elección y demás aspectos del status de la
presidencia del Tribunal Constitucional, ha sido confiado principalmente a la Ley Orgánica 2/1979,
de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional (en adelante LOTC) (sobre todo en los arts. 9 y 15),
que en estos aspectos no ha sufrido ninguna reforma, y, en un nivel más modesto, al Reglamento de
Organización y Personal del Tribunal Constitucional aprobado por Acuerdo de su Pleno de 5 de
julio de 1990 (arts. 14 y ss), que ha sido objeto de diversas modificaciones.
La doctrina (Santolaya, Aguiar, Pajares) ha destacado que la elección del Presidente por los
Magistrados refuerza la independencia del Tribunal respecto de otros órganos constitucionales, y
que su nombramiento por un período de tres años, coincidente como sabemos con cada una de las
renovaciones parciales de sus miembros, contribuye a acentuar la tendencia a que sea visto como un
primus inter pares y a que se produzca un refuerzo de la colegialidad en el seno del órgano, aún
cuando exista siempre un factor personal que ha diferenciado en este aspecto unos Presidentes de
otros. El art. 9.1 LOTC añade a la disposición constitucional la exigencia de que las votaciones sean
secretas, como suele suceder siempre en la elección de personas, con el fin de reforzar la libertad en
el ejercicio del derecho de sufragio por cada uno de los Magistrados.
Hay que destacar que, frente a una casi unánime complacencia con este sistema de
nombramiento, se han alzado recientemente voces especialmente autorizadas (López Guerra) que
propugnan la elección por parte de otro órgano constitucional, preferentemente el Congreso de los
Diputados. Se superarían así los problemas que plantea la existencia de un "período electoral" cada
tres años y se reforzaría el liderazgo dentro del órgano.
Los rasgos generales del sistema de elección vienen regulados por el art. 9.2 LOTC. El Pleno es
convocado por el Presidente o Vicepresidente salientes, si siguen siendo Magistrados, y si no por el
de mayor edad de los más antiguos en la institución. Los requisitos son los habituales en las
convocatorias de este órgano. La votación será, como sabemos, secreta, por escrito y simultánea. La
investidura se logrará, en esta primera votación, de alcanzarse la mayoría absoluta de Magistrados,
es decir siete. Si ningún candidato la consigue se pasa a la segunda votación en la que basta con la
mayoría simple. Si hay empate, se repite la votación antes de acudir a los criterios de mayor
antigüedad y mayor edad. En la práctica hasta ahora se han agotado todas las previsiones habiendo
existido presidentes elegidos por mayoría absoluta, por mayoría simple y empates para los que ha
debido acudirse incluso al criterio de la mayor edad (Sr. Rodríguez-Piñero frente a Sr. López
Guerra)
La intervención del Rey, refrendada por el Presidente del Gobierno, se limita a dar la máxima
formalidad al nombramiento del Presidente, como es habitual en una Monarquía parlamentaria. Los
responsables de la corrección formal del mismo son, por tanto, el Presidente en funciones del
Tribunal Constitucional y el del Gobierno. Dichos controles en ningún caso pueden implicar una
revisión política, o de contenido, de la propuesta del Pleno del Tribunal, sino sólo una
comprobación de que no se han producido defectos formales en la tramitación, defectos que, en
todo caso, debieran ser subsanados por éste.
Ya sabemos que la duración del mandato es de tres años, con posibilidad de una reelección (art.
9.3 LOTC) . Se vincula así la misma a las renovaciones del Tribunal No parece posible su
finalización por el cese de la relación fiduciaria con el Pleno, pero los miembros de éste podrían
forzar la dimisión presidencial mediante mecanismos informales. La regla de la única reelección
provoca que ningún Magistrado pueda ocupar la presidencia durante la totalidad de su mandato. En
la practica don Manuel García Pelayo ocupó el cargo seis años, como don Francisco Tomás y
Valiente, siendo el mandato del resto de los presidentes hasta ahora de tres años. La doctrina
defiende, en algunos casos, esta regulación (Rubio, Aguiar, Pajares), y en otros considera que sería
necesario ampliar los tiempos de ejercicio de la presidencia como un mecanismo más para
reforzarla (López Guerra, García Roca).
El apartado 4 del art. 9 LOTC prevé la figura del Vicepresidente del Tribunal Constitucional,
sustituto del Presidente en caso de vacante, ausencia u otro motivo legal y Presidente de la Sala
Segunda. Su elección se produce paralelamente a la del Presidente y se discute si puede ser
reelegido más de una vez (Santolaya) o se le aplican las mismas reglas que a aquél (Aguiar y
Pajares)
En cuanto a las funciones atribuidas al Presidente del Tribunal Constitucional han sido
clasificadas (Santolaya) en representativas, procesales y de gobierno y administración. Las primeras
tienen que ver con su condición de portavoz y representante del órgano, que, por un lado, se
comunica con el resto de los órganos constitucionales a los efectos, por ejemplo, especialmente
importantes, de invitar a cumplir las previsiones constitucionales para la renovación del Tribunal, y,
por otro, exterioriza la voluntad de éste en todos los actos no estrictamente judiciales, destacando
aquí sus funciones protocolarias. También es él quien lleva la iniciativa en cuanto al flujo de
información desde el Tribunal a los medios de comunicación, que se solemniza anualmente con la
presentación de una Memoria.
En cuanto a las funciones procesales, el Presidente convoca y preside el Pleno y la Sala Primera,
fija el orden del día de esas reuniones y goza también de la facultad de considerar concluida la
deliberación de los asuntos y someterlos a votación, e incluso de suspender la discusión para un
mejor estudio de la cuestión objeto de debate, aplazando la decisión para otra reunión (arts. 9 y 10
del Reglamento de Organización y Personal del Tribunal Constitucional, en adelante ROPTC).
Dispone, además, de voto de calidad en caso de empate (art 90.1 LOTC), lo que ha puesto al titular
de la presidencia en situaciones comprometidas, como en los muy conocidos casos de RUMASA
(STC 11/1983, de 2 de diciembre) y ley despenalizadora del aborto (STC 53/1985, de 11 de abril).
No parece necesario detenerse en subrayar la importancia de estas atribuciones.
Tampoco carecen de trascendencia las funciones de gobierno y administración (arts 14 y 15
ROPTC) que van desde efectuar los nombramientos del personal propio del Tribunal a instar de los
ministerios competentes las convocatorias necesarias para cubrir las plazas de otros funcionarios al
servicio de aquél, pasando por el ejercicio de funciones de órgano de contratación, la potestad
disciplinaria, la autorización de compatibilidades y las relacionadas con el orden público y la
seguridad dentro del órgano. Algunas de dichas potestades podrá delegarlas en el Vicepresidente y
en el Secretario General.
Por lo que respecta al estatuto del Presidente, algunos de sus rasgos lo diferencian de los
Magistrados como el goce de una serie de honores y prerrogativas que van desde su posición en el
orden de precedencias del Estado, detrás sólo de la Familia Real, el Presidente del Gobierno y los
Presidentes de las Cámaras, a los honores militares que deben rendírsele, pasando por su derecho a
disfrutar de pasaporte diplomático. También, en los primeros momentos de funcionamiento del
Tribunal, estuvo liberado de ponencias, cosa que no sucede ahora, y siempre ha disfrutado de una
estructura de apoyo concretada en su Gabinete Técnico, dirigido por un Jefe de Gabinete.
En cuanto a los Magistrados que ha desempeñado los cargos de Presidente y Vicepresidente el
Tribunal desde su puesta en marcha la relación es la siguiente:
PRESIDENTES PRESIDENCIAS

D. Manuel García Pelayo y Alonso 04.07.80 - 21.02.86

D. Francisco Tomás y Valiente 04.03.86 - 02.07.92

D. Miguel Rodríguez-Piñero y Bravo 15.07.92 - 07.04.95


Ferrer

D. Álvaro Rodríguez Bereijo 21.04.95 - 16.12.98

D. Pedro Cruz Villalón 21.12.98 ¿ 8.11.2001

D. Manuel Jiménez de Parga y 15.11.2001 -


Cabrera

VICEPRESIDENTES VICEPRESIDENCIAS

D. Jerónimo Arozamena Sierra 04.07.80 - 21.02.86


Dña. Gloria Begué Cantón 04.03.86 - 21.02.89

D. Francisco Rubio Llorente 06.03.89 - 02-07-92

D. Luis López Guerra 15.07.92 - 07.04.95

D. José Gabaldón López 21.04.95 - 16.12.98

D. Carles Viver Pi-Sunyer 21.12.98 - 8.11.2001

D. Tomás S. Vives Antón 15.11.2001 -

En cuanto a la bibliografía destacar los trabajos de Aguiar de Luque, Caamaño, Garrido Falla,
González Trevijano o Santolaya, entre otros.

Sinopsis artículo 161


En este artículo se enumeran las funciones del Tribunal Constitucional, sin llegar a agotarlas,
desde el momento en que también se establece una cláusula residual que le otorga el conocimiento
de las demás materias que le atribuyan la Constitución o las leyes orgánicas.

El único precedente en nuestro derecho histórico es el articulo 121 de la Constitución de 1931 en


el que se regulaban las atribuciones del Tribunal de Garantías Constitucionales estableciendo que
tendría competencia para conocer de: a) el recurso de inconstitucionalidad de las leyes, b) el recurso
de amparo de garantías individuales, cuando hubiere sido ineficaz la reclamación ante otras
autoridades, c) los conflictos de competencia legislativa y cuantos surjan entre el Estado y las
Regiones autónomas y los de éstas entre sí, y d) el examen y aprobación de los poderes de los
compromisarios que juntamente con las Cortes eligen al Presidente de República. En realidad esta
norma era una recepción bastante temprana del fenómeno entonces en boga, y estudiado entre
nosotros entre otros por Cruz Villalón, del establecimiento en Europa de instituciones dedicadas al
control de constitucionalidad de las leyes, realidad ésta que tuvo su inicio con la asunción de dicha
competencia por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos a partir de la famosa decisión Marbury
v. Madison (1803).

No es posible resumir, evidentemente, en pocas líneas la gran variedad y riqueza de soluciones


que en el derecho comparado se dan en la actualidad respecto a la regulación de un fenómeno como
el de los Tribunales Constitucionales bastante extendido a lo largo y ancho del planeta. En todo caso
cabe resaltar que prácticamente siempre tienen atribuidos dichos órganos el control de la
constitucionalidad de las leyes, como sucede, por poner ejemplos de nuestro contexto europeo, en
Italia (art 134 de su Constitución), Alemania (art. 93 de la Ley Fundamental de Bonn) y Francia
(art. 61 de la Constitución). Menos frecuente es su faceta de protector último de los derechos
fundamentales mediante un recurso específico similar al del amparo en España, que no existe, por
ejemplo, en Italia y en Francia, pero sí en Alemania (art 93 de la Ley Fundamental de Bonn). En los
Estados compuestos cuenta con una gran tradición el que a estos Tribunales se les atribuyan las
competencias necesarias para dirimir los conflictos entre los diferentes componentes de los mismos
-Regiones, Estados federados- y el Estado central o de aquéllas entre sí (por ejemplo, arts. 134
Constitución italiana y 93 Ley Fundamental de Bonn.). Algunos Tribunales tienen atribuido,
además, el llamado juicio político contra las altas autoridades del Estado (Italia) o la acusación
contra los jueces (Alemania) y se dan casos en los que también se les conceden competencias para
controlar la regularidad de procesos electorales (Francia).
En cuanto a las vicisitudes en la elaboración del precepto que analizamos, no demuestran
cambios radicales desde el primer Anteproyecto Constitucional (BOC de 5 de enero de 1978), que
ya contenía una lista de materias similar a la actual, si bien la misma fue objeto de diferentes
precisiones terminológicas y de diversos cambios de detalle. La Comisión Mixta Congreso-Senado
acabó puliendo definitivamente el texto, del que puede decirse que en sus decisiones fundamentales
permaneció inalterado, aunque no conviene perder de vista la introducción en el Anexo al Informe
de la Ponencia Constitucional (BOC de 17 de abril de 1978) del que ahora es su párrafo segundo.

La norma que desarrolla con todo detalle este artículo es evidentemente la Ley Orgánica del
Tribunal Constitucional (en adelante LOTC) que, además, y en virtud de la habilitación contenida
en el apartado 1,d del mismo ha procedido a añadir a las competencias previstas en aquél otras que
el legislador ha considerado necesarias para cerrar el sistema de jurisdicción constitucional español.
El art. 2 de la LOTC complementa la lista del art. 161 CE con la cuestión de inconstitucionalidad,
de la que hablaremos en el artículo correspondiente (163 CE), los conflictos entre los órganos
constitucionales del Estado, los conflictos en defensa de la autonomía local (novedad introducida
por la reforma de la LOTC, derivada de la LO 7/1999, de 21 de abril), la declaración sobre la
constitucionalidad de los tratados internacionales, prevista en el art. 95.2 CE, y la verificación de
los nombramientos de los Magistrados del Tribunal Constitucional, para juzgar si los mismos
reúnen los requisitos requeridos por la CE y la misma LOTC. Dos han sido los momentos en los
que esta completa lista se ha visto modificada con respecto a la redacción de la ley alcanzada en
1979. En primer lugar el de la supresión del recurso previo de inconstitucionalidad contra los
proyectos de ley orgánica y de Estatutos de Autonomía que se produjo mediante la LO 4/1985, de 7
de junio, y, en segundo, la ya citada introducción del conflicto en defensa de la autonomía local. En
general no existen fuera de este artículo normas que atribuyan competencias al Tribunal
Constitucional. Prácticamente la única excepción es el art. 8 de la LO 2/1982 , de 12 de mayo, del
Tribunal de Cuentas que dispone que los conflictos que se susciten sobre las competencias y
atribuciones del mismo serán resueltos por el Tribunal Constitucional.

La atribución más clásica de las que recibe el Tribunal Constitucional en este artículo es la del
control de la constitucionalidad de las leyes. Se opta en la CE por el modelo de jurisdicción
constitucional concentrada, europea o kelseniana frente al difuso o norteamericano, si bien con la
matización de que al lado del control abstracto o directo (recurso de inconstitucionalidad) se
introducen mecanismos de control concreto (cuestión de inconstitucionalidad, que se examinará en
su momento).

El objeto del recurso de inconstitucionalidad viene precisado en el art. 27.2 LOTC que incluye
en el mismo a los Estatutos de Autonomía y demás leyes orgánicas; al resto de las leyes,
disposiciones normativas (Decretos-Leyes y Decretos Legislativos) y actos del Estado con fuerza de
ley (autorización de tratados, convalidación o derogación de Decretos Leyes, autorizaciones de
estados excepcionales y medidas del art. 155 CE); a los tratados internacionales; a los reglamentos
de las Cámaras y de las Cortes Generales; y a las leyes , actos y disposiciones normativas con
fuerza de ley de las Comunidades Autónomas y los reglamentos de sus Asambleas legislativas. Más
compleja es la atribución de la competencia de controlar la constitucionalidad de las reformas
constitucionales que algunos deducen del sistema constitucional en su conjunto (Aragón).

El parámetro de control lo forman la Constitución, los Estatutos de Autonomía y demás leyes


que delimiten competencias, los reglamentos parlamentarios y, en determinada medida, los acuerdos
internacionales en materia de derechos humanos ratificados por España.

Existe un plazo de tres meses a partir de la publicación de la ley, disposición o acto con fuerza de
ley impugnado para formular el recurso (art. 33 LOTC). En la reforma de la LOTC aprobada por la
LO 1/2000, de 7 de enero, se amplió dicho plazo a nueve meses siempre que antes de la
impugnación de una ley estatal o autonómica se haya intentado llegar a un acuerdo. De la
legitimación nos ocuparemos en el comentario al art. 162. El procedimiento (arts 33 y 34 LOTC)
intenta dotar de rapidez a todos los actos del recurso. Aún así, nunca se han cumplido los plazos de
diez y treinta días, tras la formulación de alegaciones, para dictar Sentencia. La admisión del
recurso no suspende la vigencia de las leyes, excepto en el caso de las autonómicas cuando así lo
solicite el Gobierno del Estado (art 161.2 CE). Esta competencia tiene una indudable importancia
cualitativa y tampoco le falta cuantitativa, como lo demuestra el hecho de que solo en el año 2002
se hayan interpuesto 61 recursos de inconstitucionalidad.

El recurso de amparo se constituye como una vía especial de protección de los derechos
fundamentales que es una característica peculiar del Tribunal Constitucional español, pues, aunque
existe en muchos otros países (Alemania, por ejemplo), no son pocos los que no la poseen (Italia y
Francia, por poner ejemplos cercanos). Cabe resaltar que es la competencia que mayor volumen de
trabajo le da al Tribunal. Por ejemplo, en el año 2002 se presentaron 7285 recursos (un 97,71 % del
total de asuntos) y en el año 2003 probablemente lleguen a superarse los 7.500 recursos de amparo
presentados.

El objeto de este recurso viene definido por los derechos amparables, que son los reconocidos en
los arts. 14 al 30 CE (art. 53.2 CE) y los actos recurribles, que son todos los del poder público, con
excepción de las leyes y las normas o actos con fuerza de ley, frente a las que, por otra parte, existe
la vía indirecta de amparo a través del uso de la llamada autocuestión de constitucionalidad (art.
55.2 LOTC). Pueden impugnarse, por tanto, actos de las Cámaras Legislativas (art. 42 LOTC y art.
6 LO de iniciativa legislativa popular), actos del Gobierno y la Administración (art. 43 LOTC),
actos judiciales (art. 44 LOTC y regulación del amparo electoral) y los actos de otras entidades
públicas.

Los recursos de amparo los resuelven las Salas del Tribunal, salvo avocación al Pleno. Los
plazos para interponerlos van desde los dos días (amparo electoral) a tres meses (amparo frente a
actos de las Cámaras), pasando por los veinte días más habituales en los amparos frente a actos del
Gobierno o del Poder Judicial. La fase de admisión de los mismos se ha convertido en un verdadero
filtro que sólo superan un porcentaje pequeño de los presentados (3,47 % en 2002) y en la que
mediante Auto o providencia una Sección del Tribunal decide sumariamente sobre la concurrencia
de los requisitos necesarios para que el amparo pueda prosperar. Uno de los requisitos más
importantes, que intenta proteger el carácter subsidiario del recurso ante el Tribunal Constitucional,
es del agotamiento de la vía judicial previa que, con la única excepción del amparo frente a actos
parlamentarios, se exige ineludiblemente. También tiene especial importancia la potestad del
Tribunal de suspender los efectos del acto recurrido, potestad que se usa con mucha prudencia para
no lesionar los intereses de terceros y el bien jurídico de la firmeza de las resoluciones, sobre todo
las judiciales.
Los conflictos de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas y entre éstas entre
sí son una atribución lógica en un Tribunal Constitucional de un Estado compuesto, como es el
español, y este órgano ha desarrollado una labor importantísima, a través de ellos, para ir perfilando
las decisiones básicas del constituyente, de manera que no puede entenderse nuestro Estado
autonómico sin tener presente la jurisprudencia constitucional en esta materias. El Tribunal aparece
aquí como protector de la forma de Estado desde el punto de vista territorial y de la autonomía
política de las Comunidades Autónomas.

El parámetro de resolución de los conflictos lo integran la Constitución, los Estatutos de


Autonomía y las leyes orgánicas y ordinarias que delimitan las respectivas competencias. Se trata
de una atribución cualitativamente importante, aunque haya disminuido en la actualidad el número
de conflictos, que alcanzó su cota máxima en 1986 (96 conflictos) mientras que en 2002 se
plantearon diez.
De su resolución entiende el Pleno del Tribunal. Pueden ser planteados por el Gobierno estatal o
por los órganos colegiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas. El objeto de los mismos son
las disposiciones, resoluciones o actos de los órganos del Estado o de las Comunidades Autónomas
o su omisión. Pueden por ello ser positivos, impugnando actuaciones invasoras de competencias, o
negativos, impugnando una denegación a ejercer o asumir competencias. Los Gobiernos están
legitimados para interponer los primeros y los segundos deberán ser planteados por los interesados
en que se produzca la actuación, sean personas físicas o jurídicas o el Gobierno del Estado.

Antes de llegar al Tribunal Constitucional habrá que plantear un requerimiento al otro órgano u
obtener la declinación de competencia correspondiente (conflictos negativos). El órgano que plantee
el conflicto podrá solicitar la suspensión del acto objeto del mismo, que el TC acuerda o deniega
libremente salvo que el Gobierno estatal invoque el art. 161.2 CE, en cuyo caso la suspensión es
inmediata y el TC habrá de mantenerla o levantarla dentro de los cinco meses.

La LOTC, haciendo uso de la delegación contenida en el art. 161.1 d) CE, atribuye al TC la


resolución de los conflictos entre órganos constitucionales del Estado. Se trata de defender
atribuciones propias frente a su ejercicio por parte de otros órganos. Mediante esta competencia se
intenta garantizar jurídicamente la división de poderes. De acuerdo con el art. 59.3 LOTC este
conflicto puede oponer al Gobierno con el Congreso de los Diputados, el Senado, o el Consejo
General del Poder Judicial, o a cualquiera de ellos entre sí. Además, hay que recordar que, como ya
sabemos, la LO del Tribunal de Cuentas atribuye a éste la capacidad de plantear conflictos, lo que
ha provocado muchas dudas en la doctrina. No caben los conflictos por omisión y las decisiones
que pueden ser objeto de los mismos son en principio actos o normas con rango inferior a la ley. Es
una función que no se usa muy habitualmente, pero que no por ello deja de gozar de una gran
trascendencia. Hasta ahora ha habido dos Sentencias del TC resolviendo conflictos: la 45/1986, de
17 de abril, que se ocupó de una controversia entre el Consejo General del Poder Judicial, el
Congreso y el Senado; y la 234/2000, de 3 de octubre, en la que el TC dirimió un conflicto entre el
Gobierno y el Senado.
La competencia contenida en el art. 161.2, tal y como la ha desarrollado la LOTC (Título V),
supone una medida de cierre del sistema mediante la cual se atribuye al Gobierno del Estado la
capacidad de acudir al TC frente a todo tipo de actos o disposiciones autonómicas que considere
inconstitucionales con el privilegio, además, de la suspensión automática. Los únicos límites para
este tipo de impugnaciones son que no pueden ir contra leyes y que han de estar basadas en vicios
de inconstitucionalidad, puesto que para oponerse a la legislación o por motivos de legalidad
existen otras vías en el ordenamiento.
El control preventivo de constitucionalidad se limita en España, frente a lo que ocurre en otros
países, como Francia, en los que no es la excepción sino la regla, al de los tratados internacionales,
regulado en los arts. 95 CE y 78 LOTC. Estas fuentes se controlan así dada su especial posición en
el sistema jurídico. Nos hallamos ante un supuesto de consulta vinculante en el que, a requerimiento
del Gobierno o de las Cámaras, el TC formula una "Declaración", que no Sentencia, en la que
decide sobre la compatibilidad del tratado en cuestión con la norma constitucional. Hasta ahora, este
mecanismo solamente se ha usado una vez, dando lugar a la Declaración del Tribunal de 1 de julio
de 1992 sobre el Tratado de Unión Europea (Tratado de Maastricht), tras la cual se abordó la única
reforma de la que ha sido objeto nuestra Constitución.
Otro supuesto de ampliación de las competencias del TC, ex art. 161.1 d), es el de la previsión
de un conflicto en defensa de la autonomía local, introducido en la LOTC por la LO 7/1999, de 21
de abril. Se permite mediante el mismo a los entes locales impugnar las leyes estatales y
autonómicas que atenten contra su autonomía garantizada por la Constitución. Se presenta como un
conflicto constitucional, pero se dirige solo contra normas con rango de ley. Sujetos activos del
mismo son los municipios, en solitario cuando la ley es de destinatario único, o agrupados en
litisconsorcio activo necesario un elevado número de ellos (un séptimo de los municipios del
ámbito territorial de la ley que representen a un sexto de la población) en otro caso. Las provincias
deberán ser al menos la mitad de las del territorio afectado, representando como mínimo la mitad de
la población. En las Comunidades Autónomas insulares harán falta tres Cabildos en Canarias y dos
Consejos insulares en Baleares. En el País Vasco gozan de legitimación las Juntas Generales y las
Diputaciones Forales de cada Territorio Histórico.

Antes de plantear el conflicto habrá de solicitarse dictamen no vinculante del Consejo de Estado
o del órgano consultivo de la Comunidad Autónoma correspondiente. Posteriormente se formulará
demanda que habrá de superar un trámite de admisión. Tras el traslado a los interesados para que
formulen alegaciones, el Pleno del TC dictará Sentencia en la que se declare si ha habido
vulneración de la autonomía local. En caso de apreciarla podrá plantearse una autocuestión de
constitucionalidad, que terminará con una nueva Sentencia resolviendo sobre la constitucionalidad
de la norma con rango de ley impugnada. Este mecanismo no ha sido excesivamente usado hasta
ahora, pudiendo ponerse como ejemplo el único conflicto planteado en el año 2002, que fue el
suscitado por el Ayuntamiento de Lleida y otros 1183 contra la Ley 18/2001, de 12 de diciembre,
general de estabilidad presupuestaria.

Sinopsis artículo 162


Regula este artículo las condiciones generales de legitimación activa en los recursos de
constitucionalidad y amparo, además de remitir a la LOTC para la determinación de las personas y
los órganos legitimados en el resto de las competencias del Tribunal Constitucional.

Como antecedente histórico debemos señalar, de nuevo, la regulación prevista en el texto


constitucional de 1931, que en su artículo 123 disponía que eran competentes para acudir ante el
Tribunal de Garantías Constitucionales el Ministerio Fiscal, los jueces y tribunales en el caso del
art. 100 (aplicación de ley que se estimaba inconstitucional), el Gobierno de la República, las
Regiones españolas, y toda persona individual o colectiva, aunque no hubiera sido directamente
agraviada.

En el derecho comparado las soluciones son muy variadas y van desde aquellas Constituciones,
como la italiana(art 137), en las que se remite la regulación a una ley constitucional, a otros casos
en los que se acoge en la norma suprema con cierto detalle el tratamiento de quienes están
legitimados para interponer las correspondientes acciones, como, por ejemplo sucede en Francia,
que en el art. 61, segundo de su texto constitucional señala al Presidente de la República, a los de la
Asamblea y del Senado, al Primer Ministro y a sesenta diputados o sesenta senadores como las
personas legitimadas para enviar al Consejo Constitucional, antes de su promulgación, una
determinada ley.

La elaboración parlamentaria del precepto nos muestra que hubo algunas modificaciones
significativas a partir del texto inicial del Anteproyecto de 5 de enero de 1978 como, por ejemplo, la
eliminación de los Presidentes de las Cámaras legislativas nacionales y autonómicas de los sujetos
legitimados para interponer el recurso de inconstitucionalidad. En el mismo terreno, la elevación de
veinticinco a cincuenta del número de Senadores que pueden interponer dicho recurso. Igualmente
interesante es que se añadiera al Ministerio Fiscal entre los legitimados para interponer recurso de
amparo.

El desarrollo de esta norma se encuentra lógicamente en la Ley Orgánica del Tribunal


Constitucional (LOTC) que regula exhaustivamente cada uno de los procesos constitucionales,
aunque hay que recordar que también se contienen normas sobre legitimación en los arts. 95.2
(control previo sobre tratados), 161.2 (impugnación de disposiciones y resoluciones de las
Comunidades Autónomas) y 163 (cuestión de inconstitucionalidad) de la Constitución, y en el art. 6
de la LO 3/1984, de 26 de mayo, de iniciativa legislativa popular (amparo contra resoluciones de la
Mesa del Congreso que no admitan la proposición de ley) y el 49 de la LO 5/1985, de 19 de junio,
del Régimen Electoral General (amparo electoral).

Por lo que respecta a la legitimación en el recurso de inconstitucionalidad (art. 32 LOTC) la


misma está, como es evidentemente razonable dado el significado del mismo, limitada a órganos del
Estado y las Comunidades Autónomas de especial relevancia, en virtud de la alta cualificación
política derivada de su cometido constitucional. Entre los primeros el Presidente del Gobierno, el
Defensor del Pueblo, cincuenta diputados y cincuenta senadores aparecen como legitimados para
impugnar todas las normas que puedan ser objeto de este tipo de recurso. La doctrina (Aragón) ha
manifestado dudas sobre si la legitimación del Defensor del Pueblo, por otra parte bastante
llamativa en el contexto del derecho comparado, no debiera limitarse a las materias relacionadas
con los derechos fundamentales, pero la jurisprudencia (STC 150/1990, de 4 de octubre, FJ 1 y
274/2000, de 15 de noviembre, FJ 2) no parece haber acogido esa tesis.

Ciertos problemas plantea la redacción del apartado 2 del citado art 32 LOTC que, en primer
lugar, establece que los órganos de las Comunidades Autónomas no pueden impugnar normas y
actos con fuerza de ley de otras Comunidades sino solamente del Estado, y, en segundo, contiene
una limitación material que restringe la posibilidad de recurrir a aquellas leyes relativas al ámbito
propio de la autonomía de cada Comunidad Autónoma. Esta regla fue interpretada en un primer
momento por el TC como una restricción estrictamente competencial (STC 25/1981, de 14 de julio),
para pasar inmediatamente a una postura diferente en la que la legitimación de las Comunidades
Autónomas no está objetivamente limitada a la defensa de sus competencias (SSTC 84/1982, de 23
de diciembre, 199/1987, de 16 de diciembre, y 28/1991, de 14 de febrero).
En el año 2002 los recursos de inconstitucionalidad fueron interpuestos, principalmente, por
Comunidades Autónomas respecto a disposiciones con rango de ley del Estado (35) y por el
Presidente del Gobierno frente a leyes de aquéllas (17). Los Diputados o Senadores promovieron 9
recursos (6 contra normas con rango de ley del Estado y 3 contra legislación autonómica).
En el recurso de amparo hay dos tipos de legitimación: por un lado la que ostentan el Defensor
del Pueblo y el Ministerio Fiscal y, por otro, la de toda persona natural o jurídica que invoque un
interés legítimo. La norma constitucional ha sido desarrollada por el art. 46 LOTC. Por empezar por
la llamada legitimación institucional (Defensor del Pueblo y Ministerio Fiscal) hemos de decir que
se trata de una de carácter objetivo que se fundamenta en la tarea que ambos órganos tienen
constitucionalmente encomendada: la tutela de los derechos de los ciudadanos (arts 54 y 124 CE).
Frente a las relativas trabas que se imponen a los particulares (tutela de intereses legítimos) aquí la
normativa aplicable configura una situación en la que los órganos citados tienen siempre abierta la
posibilidad de recurrir en defensa del interés general y deben hacerlo no porque ostenten la
titularidad de derechos fundamentales sino como portadores del interés público en la integridad y
efectividad de tales derechos (STC 86/1985, de 10 de julio). Estas facultades no ha sido utilizadas
con frecuencia: Hasta ahora solamente se han presentado cuatro recursos de amparo por el Defensor
del Pueblo y doce por el Ministerio Fiscal; en algunos casos éste último ha accionado contra la
vulneración, en su condición de parte procesal, de los derechos reconocidos en el art. 24 CE. Por
otra parte no es necesario para ejercitar la acción de amparo que estos órganos hayan sido parte en
el proceso judicial previo (STC 86/1985, de 10 de julio), pero sí debe haber existido tal tipo de
reclamación, exigencia ésta que pretende salvaguardar la subsidiariedad del amparo. Cabe señalar,
por último, que de acuerdo con el apartado 2 del art. 46 LOTC el Defensor del Pueblo y el
Ministerio Fiscal no monopolizan el ejercicio de la acción, ya que también pueden tomar parte en
el recurso como sujetos activos los agraviados y los interesados.
Por lo que respecta a la llamada legitimación privada en el recurso de amparo, es de destacar que
los arts. 161.1 b) CE y 46.1 LOTC contienen distintos enunciados : en el primero se habla de interés
legítimo y en el segundo de persona directamente afectada (apartado a) y persona que ha sido parte
en el proceso judicial correspondiente (apartado b). Ha sido necesaria una interpretación
complementaria de los mismos, que comenzó por fijar lo que ha de entenderse por interés legítimo,
fórmula por la que se excluye la acción popular (STC 214/1991, de 11 de noviembre), pero que ha
sido aplicada de forma amplia y flexible por el TC (por todas STC 60/1982, de 11 de octubre), de
modo que no se confunde con la más restrictiva de la titularidad personal del derecho fundamental
cuyo amparo se pide (STC 47/1990, de 20 de marzo). El enunciado persona directamente afectada
(art. 46,1, a LOTC), limitado a los recursos que no exigen proceso previo (art 42 LOTC), se ha
interpretado como comprensivo no solo de quien afirme ser titular del derecho vulnerado, sino
también de toda persona que demuestre un interés legítimo en la preservación o reparación del
mismo(STC 141/1985, de 22 de octubre). En cuanto a la de haber sido parte en el proceso judicial
correspondiente (art. 46.1. b LOTC), hay que destacar que esta condición no es suficiente para
recurrir en amparo y que tampoco lo contrario supone una falta de legitimación en determinados
casos. El TC ha tenido ocasión de señalar que, para acceder al recurso de amparo, no basta con
haber sido parte en el proceso judicial previo, sino que se exige, además, ser titular de un interés
legítimo (desde el ATC 102/1980, de 20 de noviembre), y también reconoce que estarán legitimados
no sólo quienes hayan sido partes en el proceso, sino también aquellos que, debiendo haberlo sido,
no lo fueron por causa no imputable a ellos (por todas STC 41/1982, de 8 de febrero).
De la CE y la LOTC se deduce que toda persona natural, nacional o extranjera, está legitimada
para recurrir en amparo, aunque ha de tenerse en cuenta que no todos los derechos fundamentales
son alegables por los extranjeros, por carecer de titularidad sobre los mismos. Por lo que respecta a
las personas jurídicas su legitimación viene reconocida expresamente en la Constitución y en la
jurisprudencia (SSTC 53/1983, de 20 de junio y 241/1992, de 21 de diciembre). La titularidad de
derechos fundamentales por las personas jurídicas privadas es cuestión debatida doctrinalmente,
habiéndose matizado por las decisiones del TC que, bajo el interés legítimo que se les reconoce, las
mismas pueden defender derechos fundamentales de titularidad propia (STC 139/1995, de 26 de
septiembre) y también acudir al amparo para la reparación de derechos ajenos, alegando que existe
un interés legítimo en ello. Se ha reconocido esta capacidad a sindicatos (por ejemplo, STC
189/1993, de 14 de junio), partidos políticos (por ejemplo, STC 36/1990, de 1 de marzo),
asociaciones (por ejemplo, STC 46/1990, de 20 de marzo) y grupos parlamentarios ((por ejemplo,
STC 95/1994, de 21 de marzo). En cuanto a las personas jurídico-públicas existen dificultades a la
hora de admitir que sean capaces de ostentar la titularidad de derechos fundamentales, pero el TC
ha mantenido una posición favorable a hacerlo así con algunos, aunque no sin reservas. La
Sentencia más importante sobre el problema es la STC 64/1988, de 12 de abril, en la que se
estableció que los poderes públicos son titulares del derecho a la tutela judicial efectiva, que las
personas jurídico-públicas son equiparables a las personas jurídicas privadas en cuanto a la
posibilidad de ser titulares de derechos fundamentales, siempre que recaben para sí mismas ámbitos
de libertad de los que deben disfrutar sus miembros, o la generalidad de los ciudadanos, y,
finalmente, que dicha titularidad constituye una relación jurídico-material suficiente para
fundamentar su legitimación en un proceso de amparo reclamando la preservación de los anteriores
derechos. No se les ha reconocido, sin embargo, la legitimación para recurrir en amparo en defensa
de derechos ajenos (por todas STC 257/1988, de 22 de diciembre).
En el año 2002 la gran mayoría de los recursos de amparo han sido promovidos por particulares:
7192 del total de 7285 (6241 fueron promovidos por personas físicas, y 951 por personas jurídicas);
los restantes 93 han sido interpuestos por órganos o entidades públicas. Ni el Ministerio Fiscal ni el
Defensor del Pueblo pidieron amparo constitucional dicho año.
Respecto a la legitimación en los conflictos de competencia hay que distinguir entre los positivos
y los negativos. En los primeros sólo están legitimados el Gobierno y los órganos ejecutivos de las
Comunidades Autónomas. Por Gobierno ha de entenderse en el primer caso Consejo de Ministros .
Mientras que el Gobierno puede defender el orden constitucional de competencias en general (art.
62 LOTC) los órganos ejecutivos de las Comunidades Autónomas lo hacen con su ámbito de
competencias propio (art. 63 LOTC). En los segundos los legitimados pueden ser las personas que
tengan la condición de interesado, y que hubiesen obtenido la declinación de competencia de la
Administración del Estado y de la Administración de la Comunidad Autónoma (art 68 LOTC) o el
Gobierno de la Nación (art 71 LOTC).
En los conflictos entre órganos constitucionales del Estado los legitimados son el Gobierno, el
Congreso de los Diputados, el Senado y el Consejo General del Poder Judicial (arts 59.3 y 73
LOTC). El acuerdo deberán tomarlo sus Plenos respectivos. En la dudosa legitimación del Tribunal
de Cuentas sucede lo mismo.
Ningún problema plantea la legitimación en cuanto a la impugnación de disposiciones sin fuerza
de ley y resoluciones de las Comunidades Autónomas (art. 161. 2 CE) que aparece claramente
reservada al Gobierno de la Nación, que se expresará mediante acuerdo del Consejo de Ministros.

En el caso del control previo de tratados internacionales los legitimados son Gobierno, Congreso
de los Diputados y Senado (arts. 95.2 CE y 78.1 LOTC) llamándole la atención a un sector de la
doctrina (Aragón) el que las minorías parlamentarias no puedan instar el ejercicio de dicho control.
Respecto a la cuestión de inconstitucionalidad existen problemas a la hora de definir que ha de
entenderse por órgano judicial siendo la solución la de considerar que la expresión se refiere a todos
los órganos públicos que desempeñan la potestad jurisdiccional (ordinaria, militar, Tribunal de
Cuentas ejerciendo función judicial). La cuestión es planteada libremente por dicho órgano tras oir
a las partes en el proceso Solo podrá formularse, sin embargo, cuando de la validez de la ley
dependa el fallo y cuando el parecer el órgano judicial sea claramente contrario a la
constitucionalidad de la misma. Sobre estos asuntos puede verse, en todo caso, la sinopsis dedicada
al art. 163 CE.
De las 99 cuestiones de inconstitucionalidad planteadas en el año 2002 la mayoría fueron
suscitadas por los Juzgados (51); los Tribunales Superiores de Justicia elevaron 26, las Audiencias
Provinciales 11, La Audiencia Nacional 8, y el Tribunal Supremo 1.
Nos queda, por fin, por examinar la complicada regulación del conflicto en defensa de la
autonomía local a la que ya hicimos referencia en el comentario al art. 161 CE. De acuerdo con el
art. 75 ter y las Disposiciones Adicionales Tercera y Cuarta de la LOTC están legitimados para
plantear estos conflictos: a) el municipio o provincia que sea destinatario único de la ley; b) un
número de municipios que supongan al menos un séptimo de los existentes en al ámbito territorial
de aplicación de la disposición con rango de ley, y representen como mínimo un sexto de la
población oficial del ámbito territorial correspondiente; c) un número de provincias que supongan al
menos la mitad de las existentes en el ámbito territorial de aplicación de la disposición con rango de
ley, y representen como mínimo la mitad de la población oficial; d) tres Cabildos en Canarias y dos
Consejos Insulares en las Islas Baleares en el caso de leyes de la respectiva Comunidad Autónoma,
aún cuando no se alcance el porcentaje de población del que se ha hablado anteriormente; e) en el
País Vasco las correspondientes Juntas Generales y las Diputaciones Forales de cada Territorio
Histórico.
En el año 2002 el único conflicto en defensa de la autonomía local fue planteado por el
Ayuntamiento de Lleida y otros 1183, contra la Ley general de estabilidad presupuestaria.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 163


Regula este precepto la cuestión de inconstitucionalidad, curioso mecanismo que articula la
recepción del control concreto de normas en un sistema de jurisdicción constitucional concentrada
en el que se llama a los órganos judiciales a participar en la depuración del ordenamiento.
El antecedente histórico patrio más claro -si dejamos a un lado las normas contenidas en el art.
77 del Proyecto de Constitución de la Primera República y en el art. 103.4º del Anteproyecto de
Constitución de 1929- y que se inspira a su vez en la regulación austriaca del momento, es el art.
100 de la Constitución de 1931. En el se disponía: "Cuando un Tribunal de Justicia haya de aplicar
una ley que estime contraria a la Constitución, suspenderá el procedimiento y se dirigirá en consulta
al Tribunal de Garantías Constitucionales"

En el derecho comparado la institución se ha convertido en una manera muy corriente de


articular el control de constitucionalidad a través de los Tribunales en sistemas de jurisdicción
constitucional concentrada. Es evidente que para la regulación española resultaron determinantes
los ejemplos italiano -país en el que este mecanismo puede decirse que es el central en el
funcionamiento de su justicia constitucional, y en donde su regulación debe buscarse en las leyes de
desarrollo de la Constitución- y alemán, que en la Ley Fundamental de Bonn (art 100) regula con
cierto detalle el mismo.

La elaboración del precepto no presentó demasiados vaivenes a partir de la intención,


proclamada ya en el Anteproyecto Constitucional de introducir esta vía de control de la
constitucionalidad de las leyes. Se discutió si había de reservarse la potestad de elevar la consulta a
los Tribunales de apelación y casación, y también sobre la misma necesidad de remitirla al Tribunal
Constitucional, defendiéndose por algunos que fueran los mismos Tribunales los que resolvieran,
así como sobre los efectos suspensivos del planteamiento de la cuestión y sobre el problema de las
leyes anteriores al texto constitucional.
El producto final recogido en el texto de la CE es un ejemplo del llamado "control concreto" de
la constitucionalidad de las leyes con notas de "control abstracto", mediante el cual los órganos
judiciales aciertan a conciliar la doble obligación que tienen de actuar sometidos a la ley y a la
Constitución (STC 17/1981). Los jueces pueden, por tanto, examinar la constitucionalidad de las
leyes, pero no pueden dejar de aplicarlas sino que deben, en todo caso, cuestionarlas ante el TC.
Esto no sucede, sin embargo, en el supuesto de las leyes preconstitucionales, en el que los jueces
pueden inaplicarlas (STC 4/1981) porque aquí lo que hacen es aplicar, valga la redundancia, la
disposición derogatoria de la Constitución. El presupuesto imprescindible de este proceso
constitucional es la previa existencia de un proceso ordinario, en el seno del cual la cuestión se
configura como la vía de la prejudicialidad constitucional, pues el Juez tiene la obligación de
suspender la resolución del caso en tanto el Tribunal Constitucional resuelve sobre las dudas de
constitucionalidad que se le han planteado. El análisis, por tanto, al margen de todas las cuestiones
subjetivas involucradas en el proceso a quo, se concentra exclusivamente en el contraste entre la
norma legal cuestionada y la disposición constitucional que parece haberse lesionado, lo que
justifica que hablemos de control abstracto. Respecto a su naturaleza jurídica, la doctrina (Corzo) ha
hablado de cuestión prejudicial devolutiva absoluta. Nos hallaríamos ante un proceso híbrido, pues
en cuanto a su objeto es abstracto-autónomo, pero en relación con su surgimiento es concreto-
dependiente

Las normas objeto de este tipo de control son aquellas que tengan rango de ley (arts 163 LOTC y
35.1 LOTC), entendiendo por tales las que enumera el art. 27.2 LOTC. Quedan excluidas, por tanto,
todo tipo de normas infralegales, según ha dicho reiteradamente el TC (por todos, ATC 302/1994).
Hay dudas respecto a los Decretos Legislativos, materia en la cual la jurisprudencia ha entendido
que el control de los excesos de la delegación legislativa es una tarea a compartir por las
jurisdicciones constitucional y ordinaria (por todas STC 47/1984). En cuanto a las leyes anteriores a
la Constitución la STC 4/1981, como ya sabemos, estableció una dualidad según la cual los órganos
judiciales pueden o inaplicarla directamente o plantear la cuestión La doctrina se ha planteado
dudas sobre la posibilidad de que un juez plantee cuestiones por vicios de procedimiento en la
aprobación, promulgación o publicación de las leyes. Se ha entendido que las mismas tendrían
pocas posibilidades de prosperar a tenor del grave conflicto de poderes que desataría esta capacidad
indefinida de revisión judicial del procedimiento legislativo.

La capacidad de plantear la cuestión de inconstitucionalidad se extiende a todos los órganos


judiciales, frente a algunas propuestas en los debates constitucionales que, como sabemos, querían
limitarla a los de casación y apelación, pero sólo a ellos. Carecen de tal facultad los árbitros (ATC
259/1993) y todos aquellos órganos que no ejerzan un potestad verdaderamente jurisdiccional,
como algunos autodenominados Tribunales y que en realidad son organismos administrativos
(Defensa de la Competencia; Económico-Administrativos). Se incluyen, por tanto, todos los
órganos con potestad jurisdiccional, esto es, con facultad para resolver controversias de manera
independiente, imparcial y con desinterés objetivo, que son, para la doctrina (Corzo), además de los
que integran el poder judicial, los pertenecientes a la jurisdicción militar, el Tribunal de Cuentas, el
Tribunal de las Aguas de Valencia y el propio TC.
Dato importante es también el de que la facultad de presentar la cuestión reside en los Jueces y
Tribunales, sin que tengan por qué seguir las peticiones que a tal respecto les hagan las partes
presentes en el proceso (por todas STC 130/1994). Esto no implica que la opiniones de las mismas
no tengan su importancia en el proceso de planteamiento de la cuestión porque, para empezar,
deben ser oídas por el juez al respecto, ni que, rechazado por el órgano judicial aquel, no se pueda
volver a instar en las sucesivas instancias en las que se desarrolle el mismo pleito, hasta que se
produzca una Sentencia firme.
En el año 2002 se plantearon 99 cuestiones de inconstitucionalidad. La mayoría de ellas por los
Juzgados (51); los Tribunales Superiores de Justicia elevaron 26, las Audiencias Provinciales 11, la
Audiencia Nacional 8, y el Tribunal Supremo 1. La Sala Segunda planteó un cuestión interna de
inconstitucionalidad en la Sentencia 202/2002.

La cuestión deberá ser planteada una vez concluso el procedimiento y dentro del plazo para
dictar Sentencia (art 35.2 LOTC). Podrá promoverse frente a todo tipo de resoluciones motivadas,
incluidas las que se ocupen de cuestiones incidentales. Entiende el TC que proceso es cualquier
expediente judicial que culmine en una resolución que no sea de puro trámite (STC 76/1992). Estas
interpretaciones flexibles de la normativa se han parado, sin embargo, a la hora de permitir las
cuestiones presentadas por los Jueces de Instrucción (STC 234/1997) o en los supuestos de
competencias meramente gubernativas, como la imposición de sanciones a los que se niegan a ser
jurados (ATC 140/1997).
Antes de adoptar mediante Auto la resolución definitiva e irrecurrible (art. 35.2 LOTC) se deberá
oír a las partes y al Ministerio Fiscal para que aleguen lo que deseen sobre la pertinencia de plantear
la cuestión de inconstitucionalidad. Esta audiencia previa es obligatoria La omisión de este trámite
es causa de inadmisión (por ejemplo ATC 145/1993). Basta sin embargo para considerar realizado
el mismo con que la cuestión quede suficientemente identificada ante las partes de modo que estas
puedan conocer los términos en los que se produce la duda de constitucionalidad de la norma (por
todas STC 120/2000).
El Auto de planteamiento (art. 35.2 LOTC) debe concretar la ley o norma con fuerza de ley cuya
constitucionalidad se cuestiona, constitucionalidad que deberá haber sido sometida a la previa
consideración de las partes y del Ministerio Fiscal (STC 114/1994). Su contenido normativo es pues
doble: el acto introductorio y la suspensión del proceso principal. Además, deberá concretarse
también el precepto constitucional que se supone infringido y especificar y justificar en qué medida
la decisión del proceso depende de la validez de la norma en cuestión. Respecto a lo primero hay
que decir que de acuerdo con la jurisprudencia al plantearse o proponerse la cuestión debe ofrecerse
una fundamentación suficiente de la constitucionalidad y no meras dudas no razonadas (por todas
STC 103/1983). La cuestión sólo podrá prosperar en el caso de que el órgano judicial tenga dudas
efectivas sobre la adecuación a la Constitución de la ley que ha de aplicar. Hubo un momento en el
que apareció como requisito del planteamiento de la cuestión el de que no fuese posible su
interpretación conforme a la Constitución (art. 5.3 LOPJ), pero ahora dicha posibilidad no se
considera como base para entender la cuestión como mal fundada (por todas STC 222/1992). En
cuanto al llamado juicio de relevancia o esquema argumental dirigido a probar que el fallo del
proceso judicial depende de la validez de la norma cuestionada es de destacar que la jurisprudencia
ha venido exigiéndolo con una cierta laxitud, como se ha encargado de resaltar la doctrina
(Medina).
En cuanto a los efectos del planteamiento de la cuestión surgen muchas dudas respecto a la
expresión final del art. 163 CE "en ningún caso serán suspensivos". La misma fue introducida por la
Comisión Mixta Congreso-Senado sin motivo y, como hizo con frecuencia, extralimitándose en sus
funciones. Las interpretaciones posibles que se le han dado tienen que ver con la no suspensión
tanto de la eficacia de la ley como de la tramitación de los autos, pero ninguna de ellas resulta
totalmente satisfactoria.

Por lo que respecta a la tramitación de la cuestión ante el Tribunal Constitucional, ésta se inicia
con un trámite de admisión (art. 37.1 LOTC) en el que el TC puede rechazar mediante Auto y sin
otra audiencia que la del Fiscal General del Estado la cuestión de inconstitucionalidad cuando
faltaren las condiciones procesales, a las que ya hemos hecho referencia, o fuere notoriamente
infundada. La interpretación de este último concepto ha sido llevada a cabo por el Tribunal de una
manera ciertamente flexible, sosteniendo que la expresión utilizada sólo es aplicable en rigor a
aquellos casos en los que el razonamiento que lleva a proponer la cuestión permite apreciar, sin
necesidad de abrir debate sobre el tema, que la duda que alienta el Juez proponente sobre la
constitucionalidad de la norma cuestionada se basa en una interpretación de esa norma, o del
precepto constitucional con el que se le supone en conflicto, absolutamente diversa de la que es
común en nuestra comunidad jurídica o ha sido ya consagrada por el Tribunal Constitucional (por
todos ATC 93/1991). Dicha flexibilidad se transmite al control del juicio de relevancia que solo se
cuestiona cuando concurra una notoria falta de consistencia (por todas STC 90/1994) . Por otro lado
la tacha de constitucionalidad basta con que resulte minimamente fundada (STC 126/1987),
inadmitiéndose la cuestión solamente cuando sin excesivo esfuerzo argumental es posible concluir
que la norma cuestionada no es inconstitucional (por todos ATC 389/1990) o cuando resulte
evidente que la norma legal cuestionada es manifiestamente constitucional (por todas STC
27/1991). De los 36 asuntos inadmitidos por el Pleno en el año 2002, 35 eran cuestiones de
inconstitucionalidad, que no fueron sustanciadas, de acuerdo con lo que hemos expuesto, bien por
falta de condiciones procesales, bien por apreciar que eran notoriamente infundadas.

El art. 37,2 LOTC regula el trámite de alegaciones en el que llama la atención que no se de
entrada a los que han sido partes en el proceso a quo y sí solamente a Congreso, Senado, Fiscal
General del Estado, Gobierno y, en su caso, a los órganos legislativos y ejecutivos de las
Comunidades Autónomas. Únicamente en el supuesto de las leyes de caso único se exige la
audiencia de los que puedan resultar afectados en sus derechos e intereses legítimos, tras la
Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 23 de junio de 1993 (Ruiz Mateos contra
España). Por otro lado, la legitimación para formular alegaciones de los sujetos citados se justifica
fácilmente dada la importancia, para normas con rango de ley, del posible fallo del Tribunal
Constitucional.

El fin del procedimiento es normalmente una Sentencia, estimatoria o desestimatoria, que entre
en el fondo de la cuestión. Dichas Sentencias presentan dos características particulares. La primera
es que en ellas está presente la simbiosis de control concreto y abstracto. El carácter concreto se
advierte en los efectos que produce respecto del proceso ordinario del cual surgió la cuestión. El
abstracto se observa en la nulidad de la disposición o norma legal y en los efectos generales que
produce. La segunda es que son muy frecuentes las llamadas Sentencias interpretativas, cosa normal
en un proceso en el que el debate planteado suele ser precisamente sobre la interpretación de la
norma legislativa correspondiente. Puede, sin embargo, producirse también la desaparición
sobrevenida del objeto, como cuando recae Sentencia constitucional declarando la
inconstitucionalidad del precepto cuestionado o cuando se deroga o modifica la disposición legal
puesta en duda, a no ser que la misma continue siendo de aplicación al caso. También se extingue el
proceso constitucional cuando alguna de las partes de aquel en que tenga origen desista o haya
conseguido una satisfacción extraprocesal. De hecho en el año 2002 el Pleno del TC declaró
extinguidas por desaparición de su objeto 8 cuestiones de inconstitucionalidad.
Conviene hacer en esta sinopsis también referencia a la autocuestión o cuestión interna de
constitucionalidad regulada en el art. 55.2 LOTC, que dispone que en el supuesto de que se estime
el recurso de amparo porque la ley aplicada lesiona derechos fundamentales o libertades públicas, la
Sala elevará la cuestión al Pleno, que podrá declarar la inconstitucionalidad de dicha ley en nueva
Sentencia con los efectos previstos para dichas declaraciones. El procedimiento a seguir será el de
las cuestiones de inconstitucionalidad. A pesar de su nombre, mantiene claras diferencias con la
cuestión normal puesto que, para empezar, en ella no se plantea una duda prejudicial, desde el
momento en que las Salas resuelven sobre el proceso de amparo sin esperar a la decisión del Pleno.
Su función es, en todo caso, la de servir de cauce para la existencia de un verdadero amparo frente a
leyes en el que, tras el otorgamiento de un amparo normal, se pueda poner en cuestión la
constitucionalidad de una ley que sirvió de base a la resolución declarada lesiva de derechos
fundamentales. Se conectan así dos procesos distintos, uno de amparo y el que puede conducir a la
declaración de constitucionalidad. Se trata de compaginar la obligación del Tribunal Constitucional
de proteger derechos fundamentales, a través del recurso de amparo, con su obligación de eliminar
del ordenamiento jurídico las normas con fuerza de ley contrarias a la Constitución.

Aunque el art. 55.2 LOTC, como hemos visto, remite a las normas de tramitación de las
cuestiones ordinarias, no dejan de darse ciertas peculiaridades en algunos aspectos. En primer lugar
la norma cuestionada debe ser aplicable al caso, hasta el punto de que es a ella a la que se imputa en
definitiva la lesión. El Tribunal, por otra parte, no está condicionado por las peticiones de las partes
y puede plantear la autocuestión por propia iniciativa. La autocuestión permite al TC hacer lo que
no puede hacer a través del recurso de amparo: eliminar una ley del ordenamiento por
inconstitucional. No se plantea mediante Auto, sino en el fallo estimatorio del amparo.

En cuanto a los efectos de su planteamiento hay que recordar que primero se concede el amparo
y como consecuencia de dicha concesión , se plantea la cuestión, es decir, que la autocuestión no
tiene en ningún caso efectos suspensivos, lo que puede tener consecuencias curiosas si, por poner
un ejemplo, hay discrepancias entre la decisión del recurso de amparo y la del Pleno resolviendo la
misma.

Procede por otra parte llamar la atención sobre el hecho de que por la construcción legal de la
autocuestión en ésta los únicos vicios denunciables son lesiones de los preceptos protegidos en
amparo, y en todo caso el canon de constitucionalidad se llevaría más allá de estos límites solo
cuando fuera necesario para ampliar el punto de vista jurídico desde el que realizar el
enjuiciamiento.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 164


Este artículo se ocupa del problema de la publicación y el valor de las Sentencias
constitucionales.
No existen precedentes históricos significativos del mismo en el derecho patrio, pero en el
Derecho comparado no son infrecuentes las normas constitucionales que regulan los efectos de las
Sentencias de este tipo. Así, en la Constitución italiana se establece el cese de la eficacia de la
norma declarada inconstitucional al día siguiente de la publicación de la Sentencia (art. 136) y que
contra ella no cabe recurso alguno (art. 137). En Alemania el problema se remite a una ley federal
(art. 94.2 de la Ley Fundamental de Bonn) y en Francia la Constitución se limita a aclararnos, de
acuerdo con su sistema de control previo, que una disposición declarada anticonstitucional no puede
ser promulgada ni puesta en vigor (art. 62 de la Constitución francesa).
El texto definitivo del precepto se alcanzó ya en el acordado por la Comisión Constitucional del
Congreso, que fue al que volvió la Comisión Mixta tras algunas propuestas de modificación hechas
en el Senado.
La forma normal de concluir los procesos constitucionales es la Sentencia, cosa que no sucede,
sin embargo en el control previo de los tratados en donde la decisión del TC adopta el nombre de
Declaración. El uso del término Sentencia nos aclara que estamos ante el acto de un verdadero
Tribunal, que tiene indudables analogías con las de los órganos jurisdiccionales comunes. De hecho
allí donde no se quiso reconocer este carácter al órgano de control de constitucionalidad de las
leyes, como en Francia, se habló de decisiones. Sin embargo la Sentencia constitucional posee
también indudables especificidades que derivan de lo que Garrorena ha llamado dimensión
"triédrica", al ser a la vez acto procesal de un colegio de jueces que pone fin a un determinado
proceso, una forma de creación del Derecho cuyo alcance erga omnes prácticamente la identifica
con una auténtica norma, y, además, acto del único poder cuya privilegiada posición constitucional
le permite decidir sobre la validez o invalidez de las actuaciones de los demás poderes.
Es precisamente por esto por lo que el régimen jurídico de la Sentencia constitucional presenta,
tanto en la CE como en la LOTC, una serie de peculiaridades que son las que vamos a intentar
exponer en esta sinopsis.
Las primeras se plantean respecto a su publicación, que se hace en el Boletín Oficial del Estado
(art. 164 CE y 86.2 LOTC). Llama la atención que en el sistema español ésta se extienda a todas las
Sentencias del TC, contra lo que sucedió en la experiencia del Tribunal de Garantías
Constitucionales de la segunda República y ocurre en otros sistemas de justicia constitucional. Para
Garrorena la solución actual se justifica porque la doctrina contenida en todas las Sentencias
constitucionales tiene una capacidad de vincular que excede a las partes del proceso y que, por lo
tanto, hace muy conveniente que se les de la máxima difusión posible. Más discutible es que el
valor de cosa juzgada lo adquieran las Sentencias a partir del día siguiente de su publicación, pues
eso supone ignorar los efectos inter partes que se producen con la notificación a éstas, sobre todo en
las cuestiones de inconstitucionalidad (vid. art 38.3 LOTC) y en los procesos de amparo.
Por lo que respecta a la previsión de la existencia de votos particulares (art. 164 CE y 90.2
LOTC), es llamativo que se incluya en el texto constitucional, y en su momento rompió con las
tradiciones judiciales ordinarias españolas, que hasta la LOPJ de 1985 no reconocieron dicha
posibilidad.
Práctica de larga tradición en el mundo anglosajón, en el ámbito continental, sin embargo, la
regla fue precisamente la de la colegialidad anónima de las Sentencias, regla que en la jurisdicción
constitucional se impuso en la segunda posguerra en países tan significativos como Alemania e
Italia. En el primero la situación se modificó en 1970 y la institución ha sido admitida en Austria y
Portugal, pero Francia, Bélgica e Italia mantienen las soluciones tradicionales.
En cuanto al régimen jurídico de los votos particulares, que se deduce de los arts. 90.2 LOTC y
260 LOPJ, puede resumirse en las siguientes notas: la formulación de uno es un derecho de todo
Magistrado que haya participado en la votación de la Sentencia y un deber del ponente que no esté
de acuerdo con lo decidido por la mayoría del Tribunal; la intención de formular un voto particular
debe manifestarse en tiempo debido, antes de la votación; los votos particulares deben ir firmados y
ser publicados con el nombre del autor; pueden plantearse frente a una Sentencia o frente a
cualquier otro tipo de resolución; pueden ser discrepantes -disensión con el fallo- o concurrentes
-contrarios al razonamiento que lo sustenta; en la práctica se dan votos compartidos de más de un
Magistrado; y, finalmente, puede darse el caso de que el ponente de una Sentencia sea a la vez
redactor de un voto particular, aunque lo más habitual en la práctica de los últimos años es el
cambio de ponente.
Respecto a los efectos de las Sentencias, las peculiaridades de las constitucionales se notan sobre
todo en que trascienden la habitual limitación de los mismos a las partes que participaron en el
proceso, gozando en algunos casos de efectos frente a todos (erga omnes), particularmente en los
supuestos en que declaran inconstitucional y nula una norma, en los que, lógicamente, no pueden
dejar de aspirar a tener un alcance tan general como ésta.
Del juego de los arts. 164 CE y 38 y 61 LOTC se deduce que los efectos de las Sentencias
constitucionales pueden describirse alrededor de los conceptos de valor de cosa juzgada, eficacia
erga omnes y vinculación a la doctrina del TC.
En cuanto al primero cabe distinguir entre el efecto de cosa juzgada formal, que supone la
inimpugnabilidad de las Sentencias en el sentido de que son firmes y contra ellas no cabe recurso
alguno (arts 164.1 CE y 93.1 LOTC) -y que sólo podrán ser aclaradas en determinadas
circunstancias (art 93.1 LOTC)- así como que el TC está obligado a hacerlas efectivas en sus
propios términos, y el efecto de cosa juzgada material, que pretende respecto de otros procesos que
no pueda replantearse en ellos la cuestión litigiosa sobre la que se decidió en el primero mediante
Sentencia firme. La doctrina y el Código Civil suelen exigir para esta última las llamadas tres
identidades (objeto, sujetos y causa), exigencia matizada en los procesos constitucionales. En el
recurso de amparo y en los conflictos de competencia puede decirse, sin embargo, que el instituto
de la cosa juzgada material conserva la condición de excepción solo válida entre partes idénticas
que posee en el proceso ordinario. No así en los procesos de constitucionalidad, en donde cabe
distinguir entre Sentencias estimatorias y desestimatorias. Las primeras no tendrían efecto de cosa
juzgada material, que quedaría incluido en el efecto anterior y más contundente de la nulidad erga
omnes, con la única excepción de las Sentencias interpretativas y las de mera inconstitucionalidad.
Respecto a las segundas -desestimatorias- la regla es que éstas sí producen el efecto de cosa juzgada
material. Aquí la excepción opera no solamente respecto de procesos intentados de nuevo por las
mismas partes, sino también de procesos idénticos cualquiera que sea el sujeto que lo inste. En todo
caso, esa regla debe matizarse tanto por la existencia de más de una vía para llegar a la Sentencia
que declara la constitucionalidad o inconstitucionalidad de un precepto (recurso, cuestión de
inconstitucionalidad, conflicto en defensa de la autonomía local) como por la reconocida
imposibilidad de vincular al TC a sus propios precedentes sin inmovilizar su jurisprudencia(STC
199/1987)
Por lo que respecta a la eficacia erga omnes la misma se deriva del hecho de que existan
Sentencias del TC estimatorias de la inconstitucionalidad de una norma. Solo las decisiones que
tienen algo parecido a la fuerza de ley; es decir, eficacia general y frente a todos, pueden cumplir
adecuadamente la tarea de control de constitucionalidad que el TC tiene atribuida. Así lo reconoce
el art. 164.1 CE, en donde se establece que gozan plenos efectos frente a todos las Sentencias
recaídas en los recursos y cuestiones de inconstitucionalidad, pues estos están expresamente
habilitados para controlar la constitucionalidad de las leyes (art. 39.1 LOTC). Producen también
efectos erga omnes las Declaraciones sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad de un
tratado (Declaración de 1 de julio de 1992).
No poseen, sin embargo, dicha eficacia las Sentencias desestimatorias de la inconstitucionalidad,
siendo, por otra parte, posible también atribuir efectos generales a las Sentencias dictadas por el TC
en conflictos constitucionales, incluidos aquellos planteados en defensa de la autonomía local (arts
61.3, 66 y 75 bis.2 LOTC) y en el recurso de amparo, si bien en estos casos esa eficacia solo
concurre si las mismas afectan a una regla de derecho y por ello deben tener un alcance tan general
como el que posee aquélla.
Es necesario referirse aquí a los problemas que plantea el alcance espacial y temporal de la
declaración de nulidad. Respecto del primero es claro que una norma declarada inconstitucional lo
será en el ámbito (estatal o autonómico) en el que regía, aunque las peculiaridades de nuestra
descentralización, en la que no todas las Comunidades Autónomas tienen las mismas competencias,
hacen que pueda darse la posibilidad de que una ley sea declarada no aplicable en una determinada
zona del Estado sin que por ello sea nula y, por tanto, conserve su vigencia en el resto.
En cuanto al segundo -alcance temporal- es de explicación mucho menos fácil, porque si bien en
un primer momento, y basándose en el enunciado de las normas constitucionales y de la LOTC,
parecía claro para la doctrina y para el Tribunal Constitucional que se había optado por un sistema
de nulidad plena con efectos ex tunc de la declaración de inconstitucionalidad de la ley, corregida
solamente en algunos casos, esta impresión ha debido ser fuertemente matizada a partir de la STC
45/1989 en la que, en primer lugar, se ensanchó el ámbito de las situaciones protegidas por la
irretroactividad que ya no serían solamente las derivadas de la cosa juzgada sino también las
actuaciones administrativas firmes por exigencia del principio de seguridad jurídica; y, en segundo,
el TC reclamó para sí la posibilidad de determinar libremente los efectos temporales de las
Sentencias de inconstitucionalidad. A partir de entonces, por tanto, puede mantenerse que en nuestro
modelo de justicia constitucional los efectos erga omnes que se derivan de un fallo que declara la
inconstitucionalidad de una norma no están dotados de carácter retroactivo ni conducen a la revisión
de las situaciones consolidadas que se han producido al amparo de la ley que ahora se entiende que
es inconstitucional. La única excepción que persiste es el caso previsto para los supuestos de
normas de carácter sancionador en el art. 40.1 LOTC -que como consecuencia de la nulidad de la
norma aplicada, resulte una reducción de la pena o de la sanción o una exclusión, exención o
limitación de la responsabilidad.

También debemos hacer referencia en esta sinopsis a los llamados supuestos de inconstitucionalidad
sin nulidad, derivados de la idea, que expresa la ya citada STC 45/1989, de que la vinculación entre
inconstitucionalidad y nulidad no siempre es necesaria. Ello sucede cuando conviene conservar el
precepto cuestionado, eludiendo su nulidad y corrigiendo los datos que lo hacen aparecer como
constitucionalmente ilegítimo. Existen diversas clases de Sentencias de este tipo, como ha apuntado
sintéticamente Garrrorena; a saber: a) Sentencias interpretativas, que son aquéllas en las cuales la
inconstitucionalidad que constata el TC no afecta a la totalidad del enunciado normativo sino tan
solo a alguna de sus interpretaciones. En ellas el Tribunal conserva la misma dándole una
interpretación acorde con la Constitución (por todas SSTC 5/1981, 72/1983, 227/1988 y 331/1999);
b) Sentencias de mera inconstitucionalidad, que se producen cuando el TC constata que la misma se
encuentra en las omisiones de ley, invitando al legislador a que supere aquélla. Lo que es
inconstitucional en este supuesto es la norma implícita en la omisión del legislador y son ejemplos
en la jurisprudencia las SSTC 45/1989, 36/1991 y 73/1997; c) Sentencias aditivas, que son aquéllas
en las que el TC decide añadir al precepto las previsiones que el mismo ha omitido. Hay, por ello,
una intervención positiva en la norma para sanar su inconstitucionalidad. Se trata de una operación
que pone al TC en límite del legislador positivo, lo que puede generar perplejidades, pero que
resulta útil para resolver problemas concretos y ha sido utilizado con cierta frecuencia (por todas
SSTC 103/1983, 74/1987 y 134/1996); d) Sentencias reconstructivas, en las que el TC evita la
declaración de nulidad de la norma presentando como lectura del precepto lo que en realidad es la
conversión de su enunciado en otro distinto. También aquí se encuentran ejemplos en la
jurisprudencia constitucional (SSTC 228/1988 y 58/1990).
En cuanto a la vinculación a la doctrina del Tribunal Constitucional esta forma de eficacia de las
Sentencias del TC se deriva de que éste es el intérprete superior de la constitucionalidad del
ordenamiento y se limita a los poderes públicos. Dicha manera de ver las cosas se refleja en los arts.
38.1, 40.2, 61.3 y 75.bis.2 LOTC y 5.1 LOPJ. En todos ellos se ve a las Sentencias constitucionales
como dotadas de una fuerza vinculante, como doctrina constitucional, para los demás órganos del
Estado. Así, el Tribunal Constitucional interpreta la Constitución y, a la vez, establece el sentido
constitucional de todo el derecho. Este efecto vinculante lo producen tanto el fallo como la
motivación de la Sentencia. Supone una obligación de todos los poderes del Estado - jueces,
Administración y legislador - y todas las decisiones del TC generan dicha eficacia para los
primeros, de acuerdo con el art. 5.1 LOPJ.
Finalmente debemos referirnos al sentido del apartado del art. 164 CE, que ha sido calificado por
Rubio y Aragón de enunciado vacío, un precepto que carece totalmente de significado, aunque
podría decirse que lo que se reconoce es la posibilidad de extender la declaración de
inconstitucionalidad a normas no impugnadas en la demanda (art. 39.1 LOTC), siempre que entre
ellos y los que sí lo han sido exista una relación que lo justifique.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 165


Esta norma constitucional remite a una ley orgánica, que, recordemos, debe aprobarse por
mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los Diputados (art. 81.2 CE), importantes
aspectos del régimen jurídico del Tribunal Constitucional. Es ésta, la de la remisión a la legislación
de desarrollo, a veces ejemplo de ley reforzada, una práctica frecuente que se siguió en nuestra
única experiencia histórica de justicia constitucional. Efectivamente, el art. 142 de la Constitución
de 1931 dispuso que una ley orgánica especial, votada por las Cortes, establecería las inmunidades
y prerrogativas de los miembros del Tribunal de Garantías Constitucionales y la extensión y efectos
de los recursos a que se refería el art. 121 de ese mismo texto. En aplicación del precepto, el 14 de
junio de 1933 se promulgó la Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales. Hay que
tener en cuenta, sin embargo, que ese carácter "orgánico y especial" de la ley no suponía en la
Constitución de 1931 ninguna particularidad en su procedimiento de aprobación.

Por otra parte, en el Derecho comparado puede traerse a colación el caso cercano de Italia (art
137 de su Constitución), en donde se distingue entre una ley constitucional, a aprobar por mayorías
reforzadas, que establecerá las condiciones, formas y plazos para promover recursos de
inconstitucionalidad, así como también las garantías de independencia de los jueces del Tribunal, y
la legislación ordinaria que regulará el resto de los aspectos de la constitución y funcionamiento del
órgano. Francia (art. 63 de la Constitución) es otro ejemplo de reserva a ley orgánica de las normas
de organización y funcionamiento del Consejo Constitucional, el procedimiento que se ha de seguir
ante él, y, especialmente, los plazos abiertos para discernir las impugnaciones, como sucede
también el Portugal tras la reforma constitucional de 1989. En Alemania (art. 94.2 Ley Fundamental
de Bonn) se establece que una ley federal regulará la organización y procedimiento del Tribunal
Constitucional, determinando asimismo los casos en que sus decisiones tienen fuerza de ley. En
Austria la remisión se hace una ley federal especial.
En nuestro país la ley que cubre la reserva constitucional es la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de
octubre, del Tribunal Constitucional, que ha sido modificada por las siguientes leyes orgánicas: en
primer lugar la LO 8/1984, de 26 de diciembre, que derogó su artículo 45 sobre régimen especial de
los recursos de amparo en casos de objeción de conciencia; en segundo, la LO 4/1985, de 7 de junio
por la que se suprimió su art. 79 que regulaba el recurso previo de inconstitucionalidad contra los
proyectos de leyes orgánicas y Estatutos de Autonomía; en tercero, la LO 6/1988, de 9 de junio, que
tuvo como objetivo la racionalización del procedimiento de admisión de los recursos de amparo,
modificando los arts. 50 y 86; en cuarto, la LO 7/1999, de 21 de abril que introdujo los arts. 75bis y
ss. en los que se regula el procedimiento para la defensa de la autonomía local; en quinto, la LO
1/2000, de 7 de enero, que introdujo en los apartados 2 y 3 del art. 33 una fase de conciliación en el
recurso de constitucionalidad.
En todo caso, conviene aclarar que, si bien la CE ha previsto que solo mediante ley orgánica se
puede regular el régimen el Tribunal Constitucional, no parece que la ley prevista en el art 165 CE
tenga atribuida la exclusiva de dicha regulación. De hecho en el art. 161.1 d) se abre la posibilidad
de que otras leyes orgánicas concurran en dicha tarea de dotar de normas al TC.
En la práctica, sin embargo, casi toda la regulación de las competencias y procedimientos ante el
TC se ha reservado por el legislador a la LOTC, que ha concretado y ampliado, haciendo uso de las
habilitaciones previstas en la norma suprema, la normativa constitucional. No han faltado, aún así,
los casos en los que diversas leyes orgánicas se han ocupado de estas materias, introduciendo
matices a veces importantes en las reglas previstas en la LOTC. Así la LO 2/1982, de 12 de mayo,
reguladora del Tribunal de Cuentas (art. 8) ha incluido entre los órganos que pueden suscitar el
conflicto entre órganos constitucionales del Estado a dicho Tribunal. Por su parte, la LO 5/1985, de
19 de junio, de Régimen Electoral General, modificada por la LO 8/1991, de 13 de marzo,
introduce (arts. 49 y 114.2) recursos de amparo sumarios en materia de proclamación de candidatos
y de electos. También es pertinente citar los casos en los que la legislación explicita posibilidades
que ya estaban abiertas como sucede en el art. 6 de la LO 3/1981, de 26 de marzo, reguladora de la
Iniciativa Legislativa Popular que atribuye legitimación a la Comisión promotora de la iniciativa de
que se trate para recurrir en amparo la inadmisión de la misma por parte de la Mesa del Congreso, y
en el art. 1.2 de la LO 8/1984, de 26 de diciembre, por la que se regula el régimen de recursos en
caso de objeción de conciencia, que establece que contra las resoluciones judiciales recaídas en
procedimientos contra las del Consejo Nacional de Objeción de Conciencia podrá interponerse
recurso de amparo.
A la doctrina (Garrorena) le parece, sin embargo, que sería deseable que toda la normativa sobre
el TC se concentrase en la LOTC y ello por poderosas razones de técnica legislativa, pues se
ganaría en coherencia y rigor sistemáticos, se tutelaría mejor la seguridad jurídica y se daría
cumplimiento a la vocación codificadora que expresa el art. 165 CE y que reitera el art. 1.1 LOTC
al decir que el Tribunal estará sometido tan solo a la Constitución y a la presente Ley Orgánica.
Nos corresponde en la sinopsis de este artículo hacer referencia también al llamado poder de
autonormación del Tribunal Constitucional; es decir, a la capacidad que se le ha reconocido a éste
(art. 2.2 LOTC) de dictar reglas que complementen las que se contienen en la legislación. El Pleno
del TC ha hecho uso de la habilitación allí contenida y ha aprobado un Reglamento de Organización
y Personal, cuya redacción actual tiene su origen en un Acuerdo de 5 julio de 1990, modificado
parcialmente el 5 de octubre de 1994, el 8 de septiembre de 1999, el 27 de febrero de 2002, y el 19
de diciembre de 2002, dictando además diversos Acuerdos, como, por ejemplo, los referentes al
funcionamiento del Tribunal en el período de vacaciones (15 de junio de 1982, reformado el 17 de
junio de 1999) al recurso de amparo electoral (20 de enero de 2000), o al régimen de retribuciones
del personal a su servicio (3 de julio de 1990, reformado el 8 de septiembre de 1999 y el 19 de
diciembre de 2002) . Debe entenderse que estas potestades normativas se atribuyen al TC con el
objetivo de garantizar su autonomía, lo que indudablemente limita su objeto, por lo que no son de
recibo regulaciones de problemas que están evidentemente reservados al legislador. Asimismo, éste
deberá respetar un ámbito en el que el TC, en su condición de órgano constitucional podrá decidir
libremente, aunque el citado art. 2.2 LOTC diga de manera expresa que las normas aprobadas por
éste lo serán dentro del ámbito de la misma, lo que excluye interpretaciones maximalistas que
pretendan configurar una potestad completamente autónoma del Tribunal, dado que, como ha
subrayado, entre otros, R. Punset, nos hallamos ante normas secundarias, subordinadas a la ley. De
este carácter se deduce, además, que su control ha de atribuirse a la jurisdicción contencioso-
administrativa y concretamente a la Sala Tercera del Tribunal Supremo.

Finalmente, para completar el entramado normativo al que se encuentra sometida la actividad del
Tribunal Constitucional hay que llamar la atención sobre la norma contenida en el art. 80 LOTC
según la cual se aplicarán con carácter supletorio de la misma los preceptos de la Ley Orgánica del
Poder Judicial y de la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de comparecencia en juicio,
recusación y abstención, publicidad y forma de los actos, comunicaciones y actos de auxilio
jurisdiccional, días y horas hábiles, cómputo de plazos, deliberaciones y votaciones, caducidad,
renuncia y desistimiento, lengua oficial y policía de estrados. El TC ha matizado que la aplicación
de dichas normas supletorias ha de hacerse adecuándolas a la singularidad de los procesos
constitucionales (por todos ATC 33/1993 sobre desistimiento). Así la LEC y la LOPJ serían
supletorias solo en la medida en que su aplicación sea compatible con la singular posición que en
nuestro sistema tiene la jurisdicción constitucional y las funciones que se le han encomendado (vid.
por ejemplo ATC 419/1986 y STC 86/1982).
También ha hecho uso el Tribunal de la analogía para integrar lagunas, aplicando artículos de
otras leyes que no traten de aspectos citados en el art. 80 LOTC (por todos AATC 288/1984, que
considera aplicable el art. 506 LEC, 43/1985, que aplica el art. 90 LJCA 1956, y STC 119/1986,
sobre el allanamiento).
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 166


El artículo 166 recoge los sujetos que tienen iniciativa de reforma constitucional asimilándose a
lo dispuesto en el artículo 87.1. y 2. de la Constitución, y excluyendo, por tanto, la iniciativa
legislativa popular en materia constitucional. Dichos sujetos son el Gobierno, el Congreso, el
Senado y las Comunidades Autónomas.
El estudio de la iniciativa de reforma constitucional exige el análisis sucesivo de tres cuestiones.
Los requisitos subjetivos, los formales y los de procedimiento.
I. Requisitos subjetivos. Centrándonos en la iniciativa gubernamental, la que ahora analizamos
se encuadraría en lo dispuesto en el artículo 22 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre del
Gobierno.
El papel del Consejo de Estado, como máximo organo consultivo del Gobierno, se ha visto
incrementado en el ámbito de las reformas constitucionales tras la reforma introducida por la Ley
Orgánica 3/2004, de 28 de diciembre, por la que se modifica Ley Orgánica 3/1980, del Consejo de
Estado, y ello en dos sentidos:
- Por un lado se introduce la obligatoriedad de recabar, por parte del Gobierno, la consulta al
Consejo en Pleno respecto de los anteproyectos de reforma constitucional cuando la propuesta no
haya sido elaborada por el propio Consejo de Estado (artículo 21.1)
- Así mismo, el artículo 23.2 de la Ley Orgánica contempla la posibilidad de que las propuestas
de reforma constitucional sean encomendadas, por el Gobierno al Consejo de Estado. La
elaboración de la propuesta corresponde a la Comisión de Estudios del Consejo, siendo
posteriormente sometida al Pleno, que se pronunciará por mayoría simple. El texto aprobado por el
Pleno será remitido al Gobierno, junto con los votos particulares que, en su caso, se presenten.
En cuanto a la iniciativa parlamentaria, y en lo que se refiere a la que Aragón Reyes ha
denominado propuesta de iniciativa, esto es la iniciativa en el seno de la Cámara, las proposiciones
de reforma constitucional podrán ser adoptadas, según el artículo 146 del Reglamento del Congreso,
cuando las suscriban dos grupos parlamentarios o una quinta parte de los diputados, frente a la regla
general del artículo 126, según la cual las proposiciones de ley podrán ser adoptadas a iniciativa de
un diputado con la firma de otros catorce miembros de la Cámara o de un grupo parlamentario con
la sola firma de su portavoz. Como puede apreciarse, las proposiciones de reforma constitucional
presentan unos requisitos de legitimación más agravados.
En el Reglamento del Senado, la propuesta de iniciativa la tienen, en virtud de lo dispuesto en el
artículo 152, cincuenta senadores que no pertenezcan a un mismo grupo parlamentario, lo que
supone, asimismo, una exigencia mayor que la que determina el artículo 108 para las proposiciones
de ley, esto es, un grupo parlamentario o veinticinco senadores.
Centrándonos en los diferentes Estatutos de Autonomía, los mismos han recogido la iniciativa de
reforma como a continuación se expone. Sólo tres Estatutos han recogido específicamente la
iniciativa de reforma constitucional. Dichos Estatutos son los de las Comunidades de La Rioja,
Aragón y Castilla León:
- El Estatuto de Autonomía de La Rioja determina en su artículo 19.1 que "El
Parlamento, de conformidad con la Constitución, el presente Estatuto y el resto del
ordenamiento jurídico, ejerce las siguientes funciones: ...i) Ejercer la iniciativa
legislativa y de reforma de la Constitución, según lo dispuesto en los artículos 87 y 166
de la misma."
- El Estatuto de Autonomía de Aragón dispone en el artículo 16 que "Es también
competencia de las Cortes de Aragón: ...d) El ejercicio de la iniciativa de reforma de la
Constitución, según lo dispuesto en el artículo 166 de la misma."
- Por su parte, el Estatuto de Autonomía de Castilla León, en el artículo 15, dice que
"Corresponde a las Cortes de Castilla y León: ...8. Ejercitar la iniciativa de reforma de la
Constitución en los términos previstos en la misma."
El resto de los Estatutos, como se ha señalado más arriba, no recogen específicamente la
iniciativa de reforma constitucional, siendo sus disposiciones las siguientes:
- El Estatuto de Autonomía para el País Vasco dice en su artículo 28 que
"Corresponde, además, al Parlamento Vasco: ...b) Solicitar del Gobierno del Estado la
adopción de un proyecto de ley o remitir a la Mesa del Congreso una proposición de ley,
delegando ante dicha Cámara a los miembros del Parlamento Vasco encargados de su
defensa."
- El Estatuto de Autonomía de Cataluña establece en su artículo 61 que "Corresponde
también al Parlamento de Cataluña: ...b) Elaborar proposiciones de ley para presentarlas
a la Mesa del Congreso de los Diputados y nombrar a los diputados del Parlamento
encargados de su defensa; c) Solicitar al Gobierno del Estado la adopción de proyectos
de ley."
- En el Estatuto de Autonomía de Galicia, el artículo 10.1 dice que "Son funciones
del Parlamento de Galicia las siguientes: ...f) Solicitar del Gobierno la adopción de
proyectos de ley y presentar ante la Mesa del Congreso de los Diputados proposiciones
de ley."
- El Estatuto de Autonomía de Andalucía la recoge en el artículo 30, que determina
que "Corresponde al Parlamento de Andalucía: ...11. La presentación de proposiciones
de ley al Congreso de los Diputados en los términos del artículo 87 de la Constitución."
- Por su parte, el Estatuto del Principado de Asturias establece en su artículo 24:
"Compete también a la Junta General: ...3. Ejercitar la iniciativa legislativa según lo
dispuesto en la Constitución."
- El Estatuto de Autonomía para Cantabria dice en el artículo 9 que "Corresponde al
Parlamento de Cantabria: ...Ejercer la iniciativa legislativa y solicitar del Gobierno del
Estado la adopción de proyectos de ley, según lo dispuesto en la Constitución."
- En el Estatuto de Autonomía de la Región de Murcia, el artículo 23 dice que
"Compete a la Asamblea Regional: ...3º. Solicitar del Gobierno la formulación de
proyectos de ley y presentar ante el Congreso de los Diputados proposiciones de ley en
los términos previstos en el artículo 87 de la Constitución."
- En el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana, el artículo 22 establece
como funciones de las Cortes Valencianas, entre otras, "...f) Presentar ante la Mesa del
Congreso proposiciones de ley y nombrar a los Diputados encargados de defenderlas. g)
Solicitar al Gobierno del Estado la adopción de proyectos de ley."
- El Estatuto de Castilla-La Mancha recoge entre las funciones de las Cortes de
Castilla- La Mancha en el artículo 9.1.h) la de "solicitar del Gobierno de la Nación la
aprobación de proyectos de ley y presentar ante la Mesa del Congreso de los Diputados
proposiciones de ley".
- En el Estatuto de Canarias establece en el artículo 13 que "Son funciones del
Parlamento: ...e) Solicitar del Gobierno del Estado la adopción y presentación de
proyectos de ley, y presentar directamente proposiciones de ley ante las Cortes
Generales, de acuerdo con el artículo 87.2 de la Constitución".
- También el Estatuto de Autonomía de Extremadura, que en el artículo 19.2 dice
que corresponde a la Asamblea de Extremadura "...g) Solicitar al Gobierno de la
Nación la adopción de proyectos de ley o remitir a la Mesa del Congreso de los
Diputados proposiciones de ley de conforme al artículo 87.2 de la Constitución".
- En el Estatuto de autonomía de las Illes Balears se recogen en el artículo 28 como
competencias del Parlamento las de "...2. Elaborar proposiciones de ley, presentarlas a
la Mesa del Congreso de los Diputados y nombrar a un máximo de tres diputados
encargados de defenderlas, de conformidad con lo que permite el artículo 87.2 de la
Constitución. 3. Solicitar del Gobierno la adopción de un proyecto de ley".
- Finalmente, el Estatuto de la Comunidad Autónoma de Madrid, en el artículo 16.3 h/
dice que corresponde a la Asamblea "La solicitud al Gobierno de la Nación de la
adopción de proyectos de ley y la remisión a la Mesa del Congreso de los Diputados de
proposiciones de ley, delegando ante dicha Cámara a los miembros de la Asamblea
encargados de su defensa".

II. Pasando a los requisitos formales y atendiendo a la remisión que el Reglamento del Congreso
hace al procedimiento de los proyectos y proposiciones de ley, son de aplicación los artículos 109 y
124 de Reglamento del Congreso, de tal forma que los proyectos y las proposiciones de reforma
constitucional deberán ir acompañados de una exposición de motivos y de los antecedentes
necesarios para poder pronunciarse sobre ellos.
En segundo lugar, cabría plantearse si los proyectos y proposiciones de reforma constitucional
deberían contener tal denominación, así como si debería de exigirse en todo caso la determinación
expresa del o de los artículos que se modifican, lo cual parece debería resolverse en sentido
afirmativo, dado que a pesar de que según el artículo 146, la tramitación será la que corresponde a
los proyectos y proposiciones de ley, lo que se está regulando es materia constitucional, evitando así
la posibilidad de reformas constitucionales tácitas.
Por su parte, las proposiciones de reforma en el Senado deberán ser, según su artículo 152,
articuladas.

III. Centrándonos en la tramitación posterior, el artículo 146 del Reglamento del Congreso dice
que "los proyectos y proposiciones de reforma constitucional a que se refieren los artículos 166 y
167 de la Constitución, se tramitarán conforme a las normas establecidas en este Reglamento para
los proyectos y proposiciones de ley ..."
Así, dejando a un lado los proyectos de ley, las proposiciones de ley, como es sabido, tienen que
superar el trámite previo de la toma en consideración, momento a partir del cual existe la auténtica
iniciativa.
En lo que se refiere a las iniciativas del Congreso de los Diputados, las normas están contenidas
en el artículo 126. Así, ejercitada la propuesta de iniciativa ante la Mesa del Congreso, ésta ordenará
la publicación de la proposición y su remisión al Gobierno a los efectos señalados en el propio
artículo, y que no han sido expresamente excluidos por el artículo 146. Transcurridos treinta días sin
que el Gobierno hubiera negado expresamente su conformidad, la proposición quedaría en
condiciones de ser incluida en el orden del día del Pleno para su toma en consideración. El debate
en el Pleno se ajustará a lo establecido para los de totalidad, esto es, versará sobre la oportunidad,
los principios o el espíritu de la reforma propuesta, preguntando, acto seguido, el Presidente a la
Cámara si toma o no en consideración la proposición. En caso afirmativo, la Mesa de la Cámara
acordará su envío a la Comisión competente y la apertura del correspondiente plazo de presentación
de enmiendas.
El Reglamento del Senado somete también, lógicamente, la propuesta de iniciativa al trámite de
la toma en consideración (artículo 153), que se desarrollará conforme a lo dispuesto para las
proposiciones de ley, con una especialidad, cual es que los plazos, el número y duración de los
turnos de palabra serán los que determine el Presidente, de acuerdo con la Mesa y oída la Junta de
Portavoces.
De esta forma, presentada la proposición de reforma, el Presidente del Senado dispondrá su
inmediata publicación oficial, abriéndose un plazo en el que podrán presentarse otras proposiciones
que deberán versar sustancialmente sobre el mismo objeto o materia que la presentada en primer
lugar. Previsión ésta del artículo 108.2 que se hace especialmente relevante en la materia
constitucional.
Concluido el plazo (que en este caso, tal y como se ha señalado más arriba, se habrá fijado por el
Presidente de acuerdo con la Mesa y oída la Junta de Portavoces), la proposición o proposiciones
presentadas se incluirán en el orden del día de alguna de las siguientes sesiones plenarias, a efectos
del trámite de toma en consideración.
Cada proposición, en el caso de que existan varias, se debatirá según el orden de presentación y
será defendida por alguno de sus proponentes. Se someterá a votación también según el mismo
orden o bien en su conjunto o mediante agrupación de artículos. Aprobada una de ellas, se entenderá
efectuada su toma en consideración y se remitirá al Congreso de los Diputados para su tramitación
como tal proposición. No así si sólo se aprobase un grupo de artículos, caso en el que se complicaría
el trámite algo más, tal y como expresa el artículo 108 .6 del Reglamento.
El artículo 87.2 de la Constitución establece que "Las Asambleas de las Comunidades
Autónomas podrán solicitar del Gobierno la adopción de un proyecto de ley o remitir a la Mesa del
Congreso una proposición de ley, delegando ante dicha Cámara un máximo de tres miembros de la
Asamblea encargados de su defensa."
Las proposiciones de las Comunidades Autónomas, según el artículo 122 del Reglamento del
Congreso de los Diputados, serán examinadas por la Mesa del Congreso a efectos de verificar el
cumplimiento de los requisitos legalmente establecidos, y si los cumplen su tramitación se ajustará
a lo señalado para las proposiciones que tienen su iniciativa en el Congreso, con una importante
especialidad, cual es que en el debate en el Pleno la defensa de la proposición corresponderá a una
delegación de la Asamblea correspondiente, tal y como determina el artículo 87.2 de la
Constitución. A este respecto, las normas recogidas más arriba, contenidas en los diferentes
Estatutos de Autonomía.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis artículo 167


La rigidez constitucional es una de las garantías constitucionales que permite asegurar, junto al
control de constitucionalidad de las leyes, la supremacía de la Constitución.
La Constitución española vigente se ha revestido de una fuerte rigidez. Como ha señalado Pérez
Royo, había un decidido propósito del constituyente en este sentido, propósito que se manifiesta
desde el primer momento y que se acentúa a lo largo del procedimiento de aprobación del Texto
constitucional.
El Título X establece dos procedimientos de reforma en función del alcance de la misma. El
artículo 167 regula el procedimiento de modificación de las partes de la Constitución no incluidas
en artículo 168.1. Este precepto protege especialmente algunas partes de la Norma fundamental
(Título Preliminar, Capítulo segundo, Sección primera del Título I y Título II), así como a la
Constitución como totalidad, mediante el establecimiento de un procedimiento especialmente
agravado, que hace de ella, y salvo la de 1812, una de las más rígidas de nuestro constitucionalismo.
En cuanto al procedimiento de este artículo 167, aunque en términos generales, las fases son las
propias del procedimiento legislativo, la Constitución ha previsto una serie de especialidades que,
sin plantear dificultades extremas, concluye en un procedimiento más costoso que el común,
especialidades que los reglamentos parlamentarios han desarrollado posteriormente.

I. El procedimiento de reforma del artículo 167.

Centrándonos en el procedimiento del artículo 167, el mismo establece los siguientes requisitos:
1. Aprobación de la reforma por mayoría de tres quintos del Congreso y del Senado.
2. En el caso de desacuerdo entre las Cámaras, creación de una Comisión de
composición paritaria de diputados y de senadores.
3. Establecimiento de un procedimiento especial para solucionar un nuevo
desacuerdo entre las Cámaras sobre el texto elaborado por la Comisión paritaria.
4. Ratificación de la reforma por referéndum, sólo en el caso de que sea solicitado
por una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras.

1. Tramitación en el Congreso de los Diputados.


El desarrollo efectuado por el Reglamento del Congreso parte del artículo 146.1. que dice que
"Los proyectos y proposiciones de reforma constitucional a que se refieren los artículos 166 y 167
de la Constitución, se tramitarán conforme a las reglas establecidas en este Reglamento para los
proyectos y proposiciones de ley...". Así, partiendo de las anteriores exigencias, cuando de trate de
proyectos de ley, la Mesa del Congreso, según el artículo 109, ordenará su publicación, la apertura
del plazo de presentación de enmiendas y el envío a la Comisión correspondiente.
En cuanto a las proposiciones de ley, según el artículo 126.5, una vez tomada en consideración
por el Pleno del Congreso, la Mesa de la Cámara acordará su envío a la Comisión competente y la
apertura del correspondiente plazo de presentación de enmiendas, sin que, salvo en el supuesto del
artículo 125 (proposiciones de ley tomadas en consideración por el Senado), sean admisibles
enmiendas de totalidad de devolución. La proposición seguirá el trámite previsto para los proyectos
de ley, correspondiendo a uno de los proponentes o a un diputado del Grupo autor de la iniciativa la
presentación de la misma ante el Pleno.
A la vista de la regulación expuesta, dos son las cuestiones por las que el procedimiento
legislativo ordinario pudiera verse afectado. Merece la pena destacar, en primer lugar, que la Mesa
de la Cámara, en su función de calificación, deberá decidir si se trata de una reforma del artículo
167 o una reforma total regulada en el artículo siguiente.
En segundo lugar, el problema de la congruencia de las enmiendas con el proyecto o proposición
que se enmienda resulta de especial relieve en el ámbito de la reforma constitucional, y ello no sólo
por las especialidades procedimentales, sino también por la existencia de dos vías diferenciadas de
reforma y el propio concepto de rigidez constitucional.
Finalmente, señalar que el texto aprobado por el Pleno (artículo146.2) deberá someterse a una
votación final en la que, para quedar aprobado, requerirá la mayoría establecida en el artículo 167
de la Constitución, de tres quintos de los miembros de las Cámaras.

2. Tramitación en el Senado.
El texto así aprobado pasará al Senado. Y según el artículo 154.1 del Reglamento, la Mesa
dispondrá su inmediata publicación y fijará el plazo para la presentación de enmiendas.
En cuanto al procedimiento, los artículos 154.2 y 155 contemplan las siguientes fases: prevén la
posibilidad de designar una ponencia, encargada de informar el proyecto y las enmiendas
presentadas en el seno de la Comisión. La Comisión de Constitución elaborará el correspondiente
Dictamen que será elevado al pleno de la Cámara.
En el Pleno se producirá primero una discusión sobre el conjunto del Dictamen de la Comisión y
después se discutirán las enmiendas o votos particulares presentados a cada artículo. La aprobación
de la reforma constitucional requerirá la obtención de una mayoría favorable de tres quintos de
Senadores en una votación final sobre el conjunto.

3. Tramitación de las posibles diferencias entre lo aprobado por las Cámaras.


El primer supuesto que puede plantearse es que el mismo Texto sea aprobado por ambas
Cámaras, lo cual llevaría simplemente a la aplicación del último párrafo del artículo 167 sobre el
referéndum suspensivo.
Sin embargo, si el Texto aprobado por la Cámara alta es diferente del aprobado por el Congreso,
deberá procederse a la constitución de la Comisión a que se refiere el apartado 2 del citado artículo
167.
En comparación con el procedimiento legislativo ordinario, ha subrayado Santaolalla López, el
Senado resulta reforzado, puesto que se requiere la aprobación de las dos Cámaras por la misma
mayoría de tres quintos, y las diferencias deben resolverse mediante la Comisión paritaria. A este
respecto, el Reglamento de la Cámara alta establece en el artículo 156.3 que la Cámara elegirá a los
Senadores que hayan de representarla en la Comisión Mixta paritaria encargada de elaborar un texto
común.
La función de esta Comisión, por tanto, es la elaboración de un texto que será sometido a ambas
Cámaras, y que, nuevamente y en principio, requiere la aprobación de los tres quintos de cada una
de ellas.
En todo caso, el proyecto de reforma puede ser aprobado si obtiene mayoría absoluta en el
Senado y mayoría de dos tercios en el Congreso.

4. Referéndum.
El apartado 3. del artículo 167 contempla que "aprobada la reforma por las Cortes Generales,
será sometida a referéndum para su ratificación cuando así lo soliciten, dentro de los quince días
siguientes a su aprobación, una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras."
El Reglamento del Senado se refiere al procedimiento de solicitud al establecer en su artículo
157 que "... una décima parte de los miembros del Senado podrán requerir mediante escrito dirigido
al Presidente, la celebración de un referéndum para su ratificación. En este caso el Presidente dará
traslado de dicho escrito al Gobierno para que se efectúe la oportuna convocatoria."
Como requisito previo a la convocatoria es preciso, según el artículo 7 de la Ley Orgánica
2/1980, de 18 de enero, de regulación de las distintas modalidades de referéndum, la previa
comunicación por las Cortes Generales al Presidente del Gobierno del proyecto de reforma
aprobado que haya de ser objeto de ratificación popular, debiendo acompañarse a esta
comunicación la solicitud de la décima parte (al menos) de diputados o de senadores.

II. Las iniciativas de reforma constitucional.

La primera iniciativa de reforma constitucional fue la presentada ante la Mesa del Congreso de
los Diputados el 18 de junio de 1980, al amparo de lo determinado en el artículo 92 del Reglamento
provisional del Congreso de los Diputados, por el Grupo Parlamentario Andalucista.
El objeto de la iniciativa lo constituyeron el artículo 151 y la Disposición Transitoria Décima del
Texto Constitucional (Boletín Oficial de las Cortes Generales, Congreso de los Diputados. I
Legislatura. Serie B, de 11 de julio de 1980, núm. 98.I).
La iniciativa fue retirada con fecha 11 de marzo de 1981, por los motivos contenidos en el propio
escrito de retirada (Boletín Oficial de las Cortes Generales, Congreso de los Diputados. I
Legislatura. Serie B, de 28 de marzo de 19081. Núm. 98.I1).

III. La reforma constitucional de 1992.

Desde su aprobación en 1978, la Constitución ha sido reformada tan sólo en una ocasión. Fue en
1992 y como consecuencia de la incorporación de España al Tratado de la Unión europea, el
Tratado de Maastricht.
El artículo G,C del Tratado de la Unión Europea propuso una nueva redacción para el artículo
8.B, apartado 1, del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea. La modificación consistía en
reconocer el derecho, a todo ciudadano de la Unión que resida en un Estado miembro del que no sea
nacional, a ser elector y elegible en las elecciones municipales del Estado miembro en que resida, y
ello en las mismas condiciones que los nacionales de dicho Estado.
Por su parte, el artículo 13 de la Constitución española establecía que "solamente los españoles
serán titulares de los derechos reconocidos en el artículo 23, salvo lo que, atendiendo a criterios de
reciprocidad, pueda establecerse por tratado o ley para el derecho de sufragio activo en las
elecciones municipales", sin mencionar, por tanto, el derecho de sufragio pasivo.
Dada la contradicción existente, el Gobierno acordó requerir del Tribunal Constitucional, por la
vía prevista en el artículo 95.2 del Texto constitucional, para que se pronunciase, con carácter
vinculante, sobre la existencia o inexistencia de contradicción entre ambos preceptos.
El Tribunal Constitucional declaró que la estipulación contenida en el futuro artículo 8.B,
apartado 1, era contraria al artículo 13.2 de la Constitución en lo relativo a la atribución del derecho
de sufragio pasivo en las elecciones municipales a los ciudadanos de la Unión Europea que no sean
nacionales españoles.
El Tribunal declaró, asimismo, que el procedimiento para obtener la adecuación de dicha norma
a la Constitución era el del artículo 167.
A la vista de la decisión del alto Tribunal, con fecha 7 de julio de 1992 todos los grupos
parlamentarios en el Congreso presentaron una proposición de reforma del artículo 13, apartado 2.
Dicha proposición contenía, junto a la Exposición de Motivos, un artículo único y una Disposición
Final. En el artículo único se contenía la modificación consistente en añadir "y pasivo" en el citado
artículo 13.2.
La proposición fue tomada en consideración el 13 de julio y tramitada en lectura única con fecha
22 de julio. No así en el Senado, donde se tramitó por el procedimiento ordinario, aprobándose el
30 de julio.
El 31 de julio la Presidencia del Congreso de los Diputados hizo pública la apertura del plazo de
15 días, que concluyó el 19 de agosto, sin solicitud alguna de referéndum.
Sancionada por el Rey, fue publicada en el Boletín Oficial del Estado el 28 de agosto de 1992.
Sobre el contenido de este artículo son de especial interés los trabajos de Perez Royo, De Vega,
Santaolalla, De Otto y Laporta, citados en la bibliografía que se inserta.
Sinopsis artículo 168
Definida por G. Jellinek como la modificación de un texto constitucional producida mediante
acciones voluntarias e incondicionadas, la reforma tiene conceptualmente una doble vertiente:
formal y material. En sentido formal alude a las técnicas y procedimientos previstos por la propia
Constitución para su revisión. Y en sentido material se refiere al objeto, a la materia que puede ser
modificada.
La reforma también puede ser definida funcionalmente, es decir, por las diversas funciones que
cumple. Así, la reforma permite adaptar la realidad jurídica, la Norma Fundamental, a la realidad
política sin romper la continuidad formal del ordenamiento, así como colmar las lagunas con el fin
de evitar que se paralice el proceso político. La reforma es también una garantía que permite
preservar la continuidad jurídica del Estado, pues al exigirse la observancia de procedimientos más
complejos para reformar el texto constitucional que para modificar la legislación ordinaria, se
garantiza la supremacía de la Constitución y la diferenciación entre el poder de revisión, poder
constituyente derivado y el poder legislativo ordinario. Finalmente, la reforma protege al texto
constitucional de una ruptura violenta, lo que supondría su propia destrucción.
Técnicamente, consiste en añadir, suprimir o cambiar algo en una Constitución según sus propias
previsiones. Estas alteraciones pueden afectar a toda la Norma, a uno o varios artículos, o a una o
varias palabras, pudiéndose prever procedimientos diferentes según el tipo de reforma.
El Título X de la Constitución española, bajo la denominación "De la reforma constitucional",
establece dos procedimientos de reforma constitucional, diversificados por razón de la materia
objeto de la misma. Un procedimiento, que podría denominarse extraordinario, contemplado en el
artículo 168, aplicable únicamente a los supuestos de revisión total, esto es, de sustitución íntegra de
su texto por otro de nueva planta, así como a las reformas parciales que afecten a los artículos 1 a 9
("Título Preliminar"), 15 a 29 (Título I, Capítulo 2º, Sección 1ª, "De los derechos fundamentales y
de las libertades públicas") y 56 a 65 (Título II, "De la Corona"). Y un procedimiento ordinario
recogido en el artículo inmediatamente anterior, el 167, aplicable a la reforma de cualquier otro
precepto de la Constitución española.
Desde una perspectiva material, el procedimiento extraordinario no es una pura versión agravada
del ordinario. Se trata de dos procedimientos diferentes. En ningún caso sería válido reformar el
Título Preliminar por el procedimiento del artículo 167, pero tampoco sería válida una modificación
del Título IV, por ejemplo, por el sistema del artículo 168.
Queda aún por plantear el problema de si puede sortearse la dificultad establecida por el artículo
168 por vía de reformar el Título X de la Constitución "De la reforma constitucional", que no se
recoge en aquel precepto como materia especialmente protegida y que parece ha de reformarse por
el procedimiento general del artículo 167. Podría concluirse que una reforma del Título X que
tuviera como fin último la revisión de algunas de las materias recogidas en el artículo 168, aunque
formalmente pudiera defenderse, iría contra el espíritu de la Constitución y supondría un fraude
legal.
Desde la perspectiva formal, conlleva una rigidez tal que parece difícil que en alguna ocasión
llegue a funcionar. Lo que se ha pretendido, como ha puesto de manifiesto P. de Vega, es obviar la
constitucionalización de prohibiciones materiales de revisión o "cláusulas de intangibilidad",
mediante un procedimiento tan rígido que haga prácticamente imposible la reforma.
La existencia de las citadas cláusulas no es ajena al derecho comparado. Así, países cercanos al
nuestro, como Francia, Italia o Alemania, las recogen en sus Textos Constitucionales. En el caso de
Francia, la Constitución de 1958 establece en su artículo 89, in fine, que "Ningún procedimiento de
revisión puede ser iniciado o llevado adelante cuando se refiera a la integridad del territorio. La
forma republicana de Gobierno no puede ser objeto de revisión". La Ley Fundamental de Bonn, por
su parte, dice en el artículo 79.3 que "Es inadmisible toda modificación de la presente Ley
Fundamental que afecte a la división de la Federación en Estados o al principio de la cooperación
de los Estados en la legislación o a los principios consignados en los artículos 1 y 20". Finalmente,
la Constitución Italiana de 1947 dice en su artículo 139 que "La forma republicana no podrá ser
objeto de revisión constitucional".
La exclusión de las fórmulas de intangibilidad en la Constitución de 1978 puede explicarse por
el recelo existente hacia éstas debido a la declaración de perpetuos e inmodificables que hacía la
Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional respecto de éstos.
Pasando a analizar el procedimiento, De Vega ha señalado que más bien parece un
procedimiento encaminado a impedir la reforma, lo que no deja de ser lógico si se tiene en cuenta
que las materias para cuya modificación está establecido son las que otros textos constitucionales
declaran irreformables.
La importante rigidez deriva de un conjunto sucesivo de fases que exige el artículo 168 para su
culminación y que se exponen a continuación.

Primera. Aprobación del principio de reforma por mayoría de dos tercios de cada Cámara.

La enigmática fórmula del artículo 168, "aprobación del principio", ha sido correctamente
interpretada por el Reglamento del Congreso de los Diputados y el Reglamento del Senado en el
sentido de tratarse de una aprobación de conjunto, sin entrar a discutir y votar artículo por artículo.
Efectivamente, el artículo 147.1 determina que las iniciativas serán sometidas a un debate ante el
Pleno, que se ajustará a las normas previstas para los de totalidad. Hay que tener en cuenta, con
carácter previo, que las propuestas de iniciativa de reforma se presentarán, por aplicación de las
normas constitucionales y reglamentarias correspondientes, acompañadas de un texto articulado.
Pero en esta primera fase no se entrará en la tramitación de éste, sino que el debate versará
únicamente sobre su oportunidad o sus principios, sometiéndose el Texto directamente al Pleno y
omitiéndose el trámite de enmiendas.
También el Reglamento del Senado, en su artículo 158, establece que serán elevados
directamente al Pleno, consistiendo el debate en dos turnos a favor y dos en contra, expuestos en
forma alternativa, y en la intervención de los grupos parlamentarios.
Si en las dos Cámaras se obtiene la mayoría exigida por el artículo 168, de dos tercios, el
Presidente del Congreso lo comunicara al del Gobierno para que se someta a la sanción del Rey el
Real Decreto de disolución de las Cortes Generales.

Segunda. Disolución automática de las Cámaras.

La aprobación "del principio" produce la disolución automática de las Cámaras. La doctrina ha


subrayado el carácter de consulta popular de las elecciones que tendrán lugar a continuación, pues
del resultado electoral podría, en algún caso, deducirse la postura de electorado respecto a la
revisión constitucional en marcha.

Tercera. Ratificación por las nuevas Cámaras.

Las nuevas Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión de principio tomada por las anteriores,
para lo que no exige quórum especial. El artículo 147.4 del Reglamento del Congreso establece que,
constituidas las nuevas Cortes, la decisión tomada por las disueltas será sometida a ratificación sin
exigir ninguna mayoría cualificada.
El Reglamento del Senado, sin embargo, introdujo un requisito de quórum no exigido
constitucionalmente, agravándose aún más, de esta manera, el ya rígido procedimiento. Así, el
artículo 159 establece que la nueva Cámara que resulte elegida deberá ratificar, por mayoría
absoluta de sus miembros, la reforma propuesta.

Cuarta. Tramitación del Proyecto o proposición de reforma.

Las Cámaras deberán tramitar el proyecto de reforma por el procedimiento legislativo ordinario,
debiendo obtener en ambas el voto favorable de los dos tercios de sus miembros de derecho.
Ni la Constitución ni los Reglamentos de las Cámaras han contemplado el supuesto de
desacuerdo entre las Cámaras sobre la reforma, de ahí que la doctrina se haya planteado posibles
soluciones. Así mientras que por un lado se ha defendido la aplicación de la Comisión Mixta
prevista en el artículo 167, debe predominar el bicameralismo perfecto que contempla la regulación
constitucional, de tal forma que si en un momento prevaleciese la interpretación de aplicación de la
citada Comisión, en todo caso debería respetarse la igualdad de ambas Cámaras. Tanto en la
aprobación del principio como de la reforma misma, parece que la voluntad del constituyente ha
sido la equiparación entre ambas Cámaras.

Quinta. Referéndum.

El apartado 3 del artículo 168 establece que "aprobada la reforma por las Cortes, será sometida a
referéndum para su ratificación". La consulta se producirá necesariamente, y sin que medie petición
alguna, como ocurre el supuesto de reforma por el procedimiento ordinario del artículo 167.
El artículo 7 de la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, de regulación de las distintas
modalidades de referéndum, exige como primer requisito para la celebración del mismo la
comunicación por las Cortes Generales al Presidente del Gobierno del proyecto de reforma
aprobado que haya de ser objeto de ratificación popular.
En cuanto a los plazos, la convocatoria del mismo, una vez recibida la comunicación antedicha,
es de 30 días y la celebración deberá producirse dentro de los 60 días siguientes.
Por lo que se refiere a las normas generales y el procedimiento para celebración de este
referéndum, serán de aplicación las normas de la Ley Orgánica.
Respecto de cuál sea la mayoría necesaria para que la reforma pueda considerarse ratificada, esto
es, si es de votos o de electores, ni la Constitución ni la Ley Orgánica la determinan expresamente,
por lo que parece debería entenderse que la ratificación se produce por la mayoría de los votos
afirmativos.
Finalmente señalar que, aunque la consulta al pueblo parece lógica de todo punto cuando se trata
de reformar la totalidad de la Constitución o alguna de sus partes más esenciales, se ha subrayado la
excesiva rigidez que supone la existencia en un mismo procedimiento de dos consultas populares,
una para elegir nuevas Cámaras y otra para ratificar directamente lo acordado por dichas Cámaras.
Sobre el contenido de este artículo son de especial interés los trabajos de Biscaretti,
Loewenstein, Perez Royo o Laporta, entre otros, citados en la bibliografía que se inserta.

Sinopsis artículo 169


Todas las Constituciones, sean rígidas o flexibles, encuentran límites a la hora de ser reformadas.
A estos efectos, es tradicional citar la clasificación que hizo W. Jellinek en 1931 diferenciando entre
límites autónomos y límites heterónomos.
Los límites autónomos son los que vienen establecidos en la propia Constitución. Pueden ser
procesales, o relativos al procedimiento a seguir en la reforma, y materiales, referidos al contenido
de la Constitución.
Los límites procesales, a su vez, pueden ser formales (sobre órganos y procedimientos) y
temporales (sobre plazos en los que la Constitución no puede ser reformada). Los materiales pueden
ser expresos (las cláusulas de intangibilidad que prohíben la reforma de determinados preceptos
constitucionales) y también implícitos, que afectan al contenido sustancial del texto constitucional.
Por su parte, los límites heterónomos derivan de una norma jurídica extraña o ajena a la
Constitución. En este sentido, un ejemplo clásico son las reglas y límites que una Constitución
federal impone a las Constituciones de los Estados miembros de la Federación.
Mención especial merecen las llamadas cláusulas pétreas o de intangibilidad expresas, que
suelen ir referidas a la forma del régimen político, como recoge la Ley Fundamental de Bonn o a la
forma de la Jefatura del Estado, como ocurre con las Constituciones italiana y francesa, y que
implican el reconocimiento por el Derecho positivo de la distinción entre poder constituyente y
poder de reforma. La declaración por parte de un texto constitucional de una serie de zonas exentas
a la acción del poder de reforma vendría a confirmar su carácter de poder constituido y, sobre todo,
limitado, Estas cláusulas de intangibilidad explícitas sólo pueden ser superadas por el poder
constituyente revolucionario, porque para el poder de reforma resultan jurídicamente insuperables.
La Constitución española no ha recogido cláusula alguna de intangibilidad. Y en cuanto a los
límites, la única manifestación en el ámbito patrio del fenómeno de limitación de las posibilidades
de reforma constitucional es la que establece en su artículo 169 al determinar que "No podrá
iniciarse la reforma constitucional en tiempo de guerra o de vigencia de alguno de los estados
previstos en el artículo 116".
Desde el punto de vista de su ubicación sistemática, entiende un sector doctrinal, y en este
sentido Torres del Moral, que, al referirse únicamente a la fase de iniciativa, el precepto debería
haber sido emplazado como apartado segundo del artículo 166, que es el que nuestra Carta Magna
dedica al diseño del sistema de iniciativa en materia de reforma constitucional.
Por lo que se refiere a las características de la regulación, la primera es la de ser objetivamente
ilimitada, en tanto en cuanto proscribe toda alteración del texto, independientemente de los artículos
a los que esta afecte.
Por otro lado, se caracteriza por estar temporalmente limitada, ya que sólo entra en juego ante la
concurrencia de un supuesto habilitante, esto es, el tiempo de guerra o la declaración del estado de
alarma, de excepción o de sitio.
La constatación de la existencia de los estados de alarma, excepción y sitio vendrá determinada
por la aplicación del artículo 116 de la Constitución, así como de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de
junio, de los estados de alarma, excepción y sitio. Mayor dificultad de interpretación presenta la
expresión "tiempo de guerra", pues se trata de un concepto genérico que no se identifica con
ninguno de los estados descritos.
En tercer lugar y desde el punto de vista procedimental es también limitada, en tanto en cuanto
no excluye la revisión constitucional en sí misma, sino únicamente su iniciación.
Centrándonos en esta última característica, dos son las cuestiones en las que es preciso
detenerse. Ante todo su originalidad. Y es que sus homólogas en derecho comparado, o bien como
la italiana y la alemana rehusan realizar toda referencia a la posibilidad de ser reformadas durante la
vigencia de excepción, por entenderse, como ha señalado Pizzorusso, que la misma queda excluida
por el juego de los principios básicos del Estado democrático constitucional contemporáneo. O
bien, si establecen expresamente tal prohibición, la hacen extensible a la tramitación de la revisión
en su conjunto.
Tal es el caso del artículo 89 de la Constitución francesa de la V Républica, cuya existencia es
justificada por algunos autores por el deseo de evitar la repetición de la mala experiencia vivida en
1940 cuando se habilitó al gobierno del mariscal Petain, durante el régimen de Vichy, para ejercitar
el poder constituyente. También el del artículo 139 bis de la Constitución Belga, introducido en
1971 como fruto, se ha señalado por Senelle, de la convicción de que hasta una nación impregnada
de tradiciones democráticas puede introducir en su Constitución, bajo presiones nacidas de una
guerra o de una ocupación, cambios contrarios a los principios y valores de la misma. Asimismo, el
artículo 291 de la Constitución Portuguesa de 1976, fundamentado, a decir de Gómez Canotilho, en
el deseo de evitar, tras años de autoritarismo, todo condicionamiento en la libertad de deliberación
de las Cámaras a la hora de tramitar una reforma constitucional.
La limitación procedimental expuesta no aparecía recogida en el Informe de la Ponencia
Constitucional. Efectivamente, en un momento inicial el constituyente había optado por una
disposición prácticamente exacta a la francesa, la belga o la portuguesa, proscribiendo la
tramitación íntegra de reformas constitucionales en las circunstancias mencionadas. Tenor que, sin
embargo, se vio alterado en su sentido actual como resultado de una enmienda presentada en
Comisión.
A favor de la misma se argumentó que la limitación de la prohibición a la fase de propuesta era
necesaria para evitar o prevenir eficazmente su uso fraudulento por parte del ejecutivo. O, lo que es
lo mismo, que atendiendo a su tenor literal se recurriera a la declaración del estado de alarma para
paralizar la tramitación de revisiones constitucionales promovidas por el Congreso, el Senado o de
Comunidades Autónomas.
Frente a esta tesis se defendió que el eventual uso antisistema de la declaración de los estados
extraordinarios quedaba excluido por las garantías constitucionalmente establecidas para la
declaración de los estados excepcionales, en virtud de la cual, la autorización de las mismas
cámaras que tramitaban la reforma a detener, es necesaria, por ejemplo, para mantener la vigencia
del estado de alarma, el menos grave y menos garantizado de los tres, por tiempo superior a 15 días.
De modo que el uso fraudulento podría redundar, en el peor de los supuestos, en un retraso máximo
de dos semanas en la tramitación de la reforma.
Una vez aceptada, mediante la aprobación de la citada enmienda, la tesis de la limitación no
volvió a ser cuestionada a lo largo del procedimiento.
Finalmente, señalar que, en relación con los límites temporales, la Ley Orgánica 4/1981 no dice
nada.
Sobre el contenido del artículo pueden consultarse, además, las obras citadas en la bibliografía
que se inserta.

Sinopsis DA 1
Este precepto constitucional fue, sin duda, uno de los más difíciles de consensuar en los trabajos
parlamentarios preparatorios del Texto de 1978. La materia objeto del mismo no cuenta con
importantes antecedentes en el derecho histórico español ni en el derecho comparado. No obstante,
encontramos el artículo 144 del Estatuto de Bayona, de 6 de julio de 1808, que señalaba, "los fueros
particulares de las provincias de Navarra, Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, se examinarán en las
primeras Cortes para determinar lo que se juzgue más conveniente al interés de las mismas
provincias y de la Nación."
Los principales hitos a destacar en la historia de nuestro foralismo se encuentran
fundamentalmente en las provincias vascongadas. En Vizcaya existían unos entes territoriales
mediatarios entre los municipios y el territorio de Vizcaya y así surgen como instituciones
peculiares, las Encartaciones, la Tierra Llana, el Duranguesado. Todas ellas propietarias de sus
propias asambleas que disfrutarían de un cierto poder y que contaban con representación en la
Asamblea política de Guernica. Por su parte, Álava se articulaba en lo que se denominaron
Hermandades locales que integraban la Junta General, esto es, su principal órgano de gobierno.
Finalmente Guipúzcoa, fue tal vez la provincia donde más acusadamente se vivió la
municipalización, articulándose en pequeños ámbitos de gobierno y jurisdicción llamados Villas.
De todo lo expuesto se desprende que no hubo nunca, en nuestra historia política, un Derecho vasco
o unos fueros comunes a modo de leyes u ordenanzas propias uniformes y homogéneas para todas
las provincias vascas y/o para Navarra. Jurídicamente todas ellas eran entidades independientes con
regímenes jurídicos distintos y gozaban, además de una completa autonomía hacendística.
Con la paulatina incorporación al Reino de Castilla de las tres provincias vascas, los principales
cuerpos normativos de éstas se verían en la obligación de albergar fórmulas intermedias que les
permitiesen seguir manteniendo su foralidad. Así, el Fuero Viejo de 1452, el Fuero Nuevo de 1526
y la Nueva Recopilación de Leyes de Guipúzcoa de 1696, introducen toda una serie de "pactos
forales" basados en acuerdos entre estos territorios y el Rey para reconocer y respetar los usos,
costumbres y Fueros de aquéllos. El Rey, o señor de Vizcaya, y así lo recoge el citado Fuero Viejo
de Vizcaya, no podría modificar, ni mejorar los Fueros de esta provincia.
Con la llegada del constitucionalismo los Fueros quedan relegados a la práctica inexistencia. No
sólo los negaría la Constitución gaditana de 1812, el artículo 1 de la ley 6/1837, de 19 de
septiembre, establecía la desaparición de las tres Diputaciones forales de Vizcaya, Álava y
Guipúzcoa. A su vez, los arts. 3 y 4 establecían la posibilidad de que el Gobierno creara aduanas en
las Costas y fronteras de Navarra y de las tres provincias vascas y jueces que administrasen justicia
en nombre y representación de las leyes nacionales.
La Constitución de 18 de junio de 1837 señalaba, en su artículo 4 que "Unos mismos códigos
regirán en toda la Monarquía y en ellos no se establecerá más que un solo fuero para todos los
españoles en los juicios comunes, civiles y criminales." Dos años después se suavizaban las cosas y
así, la ley de 25 de octubre de 1839 volvía a reconocer la vigencia de los fueros. Su artículo primero
y segundo manifestaban que el Gobierno debería modificar los fueros en aras del interés de las
provincias por ellos afectadas, si bien de forma armónica y conciliadora con los intereses de la
Nación. Posteriormente, la foralidad sufriría un duro golpe con el Real Decreto de 29 de octubre de
1841 en el que se eliminan radicalmente importantes elementos propios de la foralidad. De entre
estas modificaciones, son destacables la eliminación de la organización judicial propia, creándose
una única estructura judicial nacional; la sustitución de las Diputaciones y las Juntas Generales y
particulares de los territorios vascos por Diputaciones provinciales elegidas según el sistema
electoral general; el sometimiento de los Ayuntamientos a la normativa y disposiciones generales de
la Monarquía; además, el corregidor político de las provincias vascas estaría vigilado y controlado
por el jefe político y demás autoridades que representaban al gobierno de la nación. En definitiva, la
organización política, jurídica y económica de la Monarquía se aplicaría y sería plenamente eficaz
en los llamados territorios forales. Se produce algún intento posterior de rescatar el espíritu de la ley
de 1839 y así, por ejemplo, el Real Decreto de 4 de julio de 1844, se desarrollará en este sentido,
pero con escasos resultados.
Con la Restauración se desarrolló otro cuerpo legal importante en materia de foralidad, la ley de
21 de julio de 1876. Dicha norma abundaba en la extinción de la foralidad a pesar de que entre sus
logros reconocidos, y ello con el carácter paradójico que evidentemente supone, se encontraba la
creación del concierto económico, elemento puramente foral donde los hubiere. El primer concierto
económico se realizó en 1878 para un período de ocho años, el segundo en 1887, el tercero en 1894,
el cuarto en 1906 y el quinto en 1925, con una duración de veinticinco años.
El sistema de concierto se suprimió para Guipúzcoa y Vizcaya en plena guerra civil, mediante el
Decreto ley de 23 de julio de 1937 y en el preámbulo de esta norma se justificaba tal supresión
como castigo a que tales provincias se alzaron en armas contra el Movimiento Nacional.
Posteriormente un Decreto ley de 6 de junio de 1968 y otro de 30 de octubre de 1976 derogarían tal
disposición.
El Estatuto de Autonomía del País Vasco recoge en sus artículos 40 y 41 la consagración de una
Hacienda autónoma para el País Vasco y el desarrollo y características del sistema de concierto
económico. Tras la aprobación del mismo por LO 3/1979, de 28 de diciembre, el primer concierto
económico fue aprobado por ley 12/1981, de 13 de mayo; con posterioridad dicha norma ha sido
modificada en cinco ocasiones, ley 49/1985, de 27 de diciembre; ley 2/1990, de 8 de junio; ley
27/1990, de 26 de diciembre; ley 11/1993, de 13 de diciembre y ley 38/1997, de 4 de agosto. Todas
ellas han tenido por objeto la actualización, adaptación y modificación del Concierto en cada
momento. La ley 12/1981, de 13 de mayo establecía en su artículo primero la vigencia del concierto
económico hasta el 31 de diciembre de 2001 y será por ley 25/2001, de 27 de diciembre por la que
se prorrogue la vigencia del concierto económico de la anterior ley, durante el año 2002 y hasta que
se apruebe un nuevo concierto económico. El último de los con
ciertos y ahora vigente se aprueba por Ley 25/2003, de 15 de julio.
El caso de Navarra regula, a través de su Ley paccionada de 1841 el sistema seguido que se
denominaba sistema de convenio. La contribución directa por un tanto alzado que se impone en
1841 a Navarra, se modificaría por el art. 24 de la ley de 21 de julio de 1876 que autorizaba al
gobierno para actualizar los ingresos fiscales de Navarra. Posteriormente, el Real Decreto de 15 de
agosto de 1927 modificó la cantidad a pagar en concepto de cupo, concretamente de dos a seis
millones de pesetas. La siguiente modificación se hizo por la Ley de la Jefatura del Estado de 8 de
noviembre de 1941 y el convenio siguiente por Decreto ley de 24 de julio de 1969. La Ley Orgánica
13/1982, de 10 de agosto, de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de Navarra, que
viene a ser su Estatuto de autonomía, recoge en su art. 45 que la actividad financiera y tributaria de
Navarra se regulará por el sistema tradicional de Convenio económico. El vigente convenio
económico se firmó el 31 de julio de 1990 y aprobado por ley 28/1990, de 26 de diciembre, ha sido
reformado en 1997 y en el año 2003.
Pero el caso de Navarra, como ha señalado el propio Tribunal Constitucional, fue distinto al del
País Vasco. Aquélla se constituyó en una Comunidad foral con régimen, autonomía e instituciones
propias, de acuerdo con los rasgos propios del régimen foral navarro. Este acceso a la autonomía al
margen de las determinaciones del Titulo VIII de la Constitución, se amparaba plenamente en la
Disposición Adicional primera. Esto lo confirmaría el propio artículo 2.1, "Los Derechos originarios
e históricos de la Comunidad Foral de Navarra serán respetados y amparados por los poderes
públicos con arreglo a la ley de 25 de octubre de 1839, a la ley paccionada de 16 de agosto de 1841
y disposiciones complementarias, a la presente ley orgánica y a la Constitución, de conformidad con
lo previsto en el párrafo primero de su disposición adicional primera." Las sentencias del Tribunal
Constitucional 16/1984, de 6 de febrero y 104/1990, de 20 de septiembre, hacen referencia a la vía
peculiar de acceso al régimen autonómico navarro, precisamente amparándose en la disposición que
se está analizando.
La génesis parlamentaria de la Disposición adicional primera demuestra que fue objeto de largos
y tortuosos debates, así como de múltiples enmiendas como veremos. En primer lugar y respecto de
su tramitación en el Congreso de los Diputados (BOC, n. 82, 17 abril de 1978), la disposición que
nos ocupa es directamente tributaria de las enmiendas n. 689 y 590, del Grupo parlamentario vasco,
cuyo portavoz, el Sr. Arzallus, la justificó y argumentó ante la Comisión de Asuntos
Constitucionales y Libertades Públicas. Dos elementos estaban presentes en las premisas que
defendía este Grupo parlamentario: el autogobierno como derecho originario y no como concesión
de la Constitución y la incorporación al Estado pero como proceso especial fruto del "hecho
diferencial" existente, esto es, fruto de la foralidad. En la sesión de la Comisión de 20 de junio, el
portavoz del Grupo parlamentario vasco defendía otra enmienda in voce, completando el modelo de
distribución competencial (enmienda n. 676, DSDC, Comisión de Asuntos Constitucionales, n. 93,
20 de junio de 1978) y a posteriori, el Presidente de la Comisión manifestaba que el resto de Grupos
parlamentarios (UCD, Socialistas de Cataluña, AP, Minoría Catalana, PSOE, Grupo Comunista y
Mixto) aprobaban por unanimidad el texto idéntico al de la actual Disposición Adicional primera.
Días después, en sesión plenaria, concretamente el 21 de julio, se aprobaba una mueva enmienda
in voce del Grupo parlamentario UCD que proponía un segundo párrafo al texto de la actual
Disposición Adicional primera: "En tanto en cuanto pudiera conservar alguna vigencia, se considera
definitivamente derogado el Real Decreto de 25 de octubre de 1839 en lo que pudiera afectar a las
provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya. En los mismos términos se considera definitivamente
derogada la Ley de 21 de julio de 1876." (BOC, n. 135, 24 de julio de 1978). Quedó plasmado así
un importante error al confundir la ley del 1839 con un Real Decreto.
En la Cámara Alta se presentaron 16 enmiendas. El Dictamen de la Comisión Constitucional del
Senado relativo al proyecto de Constitución (BOC, n. 157, de 6 de octubre de 1978) recibió tres
votos particulares, del Senador J. Burgo Tajadura, otro del Grupo de UCD y otra del Senador M.
Iglesias Corral. En definitiva, se debatía acerca de la ausencia, en la redacción del texto, de una
expresa referencia al marco constitucional como referencia y límite jurídico en el que debía llevarse
a cabo el proceso actualizador de la foralidad.
Finalmente el Pleno del Senado, (BOC, 13 de octubre de 1978) volvería a la redacción primitiva
y hoy vigente.
También el Tribunal Constitucional se ha pronunciado en varias ocasiones sobre la cuestión de la
foralidad y su reconocimiento en la Disposición constitucional que nos ocupa. La Constitución
garantiza la "foralidad" como principio que existe activamente en nuestro ordenamiento jurídico, de
lo que no se puede hacer derivar la existencia de contenidos concretos.
Así, entre otras, las SSTC 123/1984, de 18 de diciembre; 88/1993, de 12 de marzo; 76/1988, de
26 de abril señalan que, La Disposición adicional primera posibilita la integración y actualización
en el ordenamiento jurídico posterior a la Constitución de 1978, con los límites que ella misma
establece, de ciertas especialidades o peculiaridades, fundamentalmente jurídicas, que en la historia
singularizaron a ciertas partes de nuestro territorio nacional.
Por otro lado, el máximo intérprete de la CE manifestaba que tal Disposición garantizaría la
existencia de un régimen foral propio de cada territorio, pero no todos y cada uno de los derechos
que históricamente hubieran integrado la foralidad. La actualización de tal régimen debería llevarse
a cabo dentro del marco de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía.
A su vez la Ley 27/1983, de 25 de noviembre, de Relaciones entre las Instituciones comunes de
la Comunidad Autónoma y los órganos forales de sus Territorios Históricos, deja entrever en su
articulado la diferencia entre territorios históricos y foralidad, y régimen autonómico de la
Comunidad Autónoma vasca, arts. 1 y 2.
Uno de los problemas en la interpretación y estudio de esta disposición adicional primera ha
sido, y así convergen doctrina y jurisprudencia, la correcta interpretación y delimitación del
concepto de "derechos históricos". La sentencia 11/1984, de 2 de febrero, establecía que mientras
que los territorios forales son titulares de derechos históricos, la delimitación de las competencias
que pudiesen tener como tales podría exigir una investigación histórica; pero respecto de las
competencias de las Comunidades Autónomas, serán las que éstas, dentro del marco establecido por
la Constitución, hubiesen asumido mediante sus respectivos Estatutos de Autonomía.
Por su parte, la sentencia 123/1984, 18 de diciembre, daba la sensación de modular tal
interpretación, al señalar que los derechos históricos de las Comunidades Autónomas y Territorios
forales no pueden considerarse como un título autónomo del que se puedan deducir específicas
competencias. No obstante, poco después, en sentencia 104/1990, de 20 de septiembre, el máximo
intérprete constitucional vuelve a la primera tesis, sosteniendo que el concepto de derecho histórico
apela a un cierto contenido competencial que se ejercería, de forma continuada, por la institución
foral y que sería reconocido por el Estado. En definitiva, el derecho histórico se traduciría en un
"título competencial".
La autonomía foral es, por tanto, la capacidad de autonormación y así los apartados 1 y 2 del
artículo 37del Estatuto vasco, señalan que los órganos forales de los Territorios históricos se regirán
por el régimen jurídico privativo de cada uno de ellos, no pudiéndose alterar la naturaleza del
régimen foral específico, ni las competencias de regímenes privativos de cada Territorio histórico
por las disposiciones estatutarias. Esto ha sido también confirmado por el TC, STC 76/1988, de 26
de abril.
La cláusula constitucional de que venimos ocupándonos ha dado también cobertura formal a la
asunción estatutaria de competencias, en muy diversas materias, como por ejemplo en el ámbito de
la enseñanza, (artículo 16 del Estatuto vasco), o el régimen de la policía autónoma para la
protección de las personas, bienes y el mantenimiento del orden público dentro del territorio
autónomo, (art. 17).
Asimismo, también se suma a lo que reconoce la disposición adicional primera de la CE, el
Estatuto de Autonomía vasco y así, en su Disposición adicional dispone que: "La aceptación del
régimen de autonomía que se establece en el presente Estatuto no implica renuncia del Pueblo
Vasco a los derechos que como tal le hubieran podido corresponder en virtud de su historia, que
podrán ser actualizados de acuerdo con lo que establezca el ordenamiento jurídico." También la ya
citada Ley Orgánica de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de Navarra señala que
en su Disposición adicional primera, "La aceptación del régimen establecido en la presente Ley
Orgánica no implica renuncia a cualesquiera otros derechos originarios e históricos que pudieran
corresponder a Navarra, cuya incorporación al ordenamiento jurídico se llevará a cabo, en su caso,
conforme a lo establecido en el artículo 71".
Con relación a la "actualización general del régimen foral", a la que alude el párrafo segundo de
la disposición constitucional que nos ocupa, la doctrina y la jurisprudencia se han pronunciado en
varias ocasiones, y así cabe citar las sentencias 123/1984, de18 de diciembre; 99/1985, de 29 de
julio; 76/1988, de 26 de abril; 88/1993, de12 de marzo; 159/1993, de 6 de mayo.
Precisamente la discusión en torno a la actualización del régimen foral del País Vasco y, a los
límites de tal actualización, ocupa hoy un lugar protagonista debido a la recietne aprobación, por
parte del gobierno Vasco, de una Propuesta de Estatuto político para Euskadi, cuya entrada se
registra en el Parlamento el 25 de octubre de 2003. La calificación de la Mesa de la Cámara se lleva
a cabo el 4 de noviembre de 2003, quién entiende que se trata de una propuesta de reforma del
Estatuto de Autonomía del artículo 46 y que se tramitará conforme al procedimiento legislativo
ordinario, con excepción de la votación por mayoría absoluta, tal y como se desprende del referido
artículo, ordenando su remisión a la correspondiente Comisión parlamentaria, esto es, la Comisión
de Instituciones e Interior. Tal admisión y calificación de la Mesa se publica en el BOPV de 7 de
noviembre de 2003.
El 5 de noviembre se presenta ante la Mesa un escrito, firmado por D. Rodolfo Ares Taboada,
portavoz del Grupo Parlamentario Socialistas Vascos, de reconsideración del acuerdo adoptado y de
solicitud de suspensión de la tramitación de dicha propuesta. El 14 de noviembre, D. Leopoldo
Barreda de los Ríos, portavoz del Grupo parlamentario popular en el Parlamento vasco, presenta
otro escrito de reconsideración a la Mesa sobre el acuerdo favorable de tramitación del proyecto
adoptado el día 4 de noviembre. El 25 de noviembre se pronuncia la Mesa sobre los escritos de
reconsideración de admisión a trámite, reafirmándose en sus posiciones iniciales. El jueves 13 de
noviembre, el Gobierno, amparándose en la vía del artículo 161.2 de la CE presenta una
impugnación ante el Tribunal Constitucional contra el acto del Gobierno vasco que aprueba el
llamado "Plan Ibarretxe" y contra el acuerdo de admisión a trámite de la Mesa del Parlamento
vasco. A su vez, la Diputación de Álava presentó un recurso contencioso-administrativo ante el
Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma vasca contra el acto de aprobación, por
parte del Consejo de Gobierno Vasco, recurso que el Tribunal admitió a trámite.
En definitiva todo este debate, aún hoy sin resolver, pone de relieve la difícil interpretación y
aplicación de ciertos preceptos constitucionales, como es el caso de esta Disposición adicional
primera.
Sobre el contenido de esta disposición pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis DA 2
La edad de una persona puede definirse como el tiempo de existencia de la misma contado a
partir del momento en que se produce su nacimiento, es decir, como el período de tiempo que media
entre el alumbramiento y el momento que se considere de la vida de una persona. Es, por tanto, un
estado o cualidad física de la persona que se ostenta de forma temporal y se encuentra en constante
avance.
Este estado o cualidad tiene una extraordinaria importancia sobre la determinación de la
capacidad de obrar de las personas, expresión que, como es sabido, se utiliza para aludir a la
posibilidad, aptitud o idoneidad que tienen los seres humanos para ejercer o poner en práctica los
derechos y obligaciones de que son titulares. La edad de una persona condiciona, de forma general,
su capacidad de obrar.
Los ordenamientos jurídicos suelen establecer un límite de edad, llamado mayoría de edad, que
determina el paso de la incapacidad general de la persona a su capacidad de obrar plena, es decir, la
posibilidad de ejercer por sí misma los derechos y obligaciones atinentes a su persona y bienes. Con
todo, la división no es tan tajante como pudiera parecer, pues los mayores de edad pueden sufrir
limitaciones a su capacidad (por ejemplo, por incapacitación) y los menores tienen siempre cierta
capacidad en función de su edad y sus condiciones de madurez (por ejemplo, para trabajar).
El artículo 12 de la Constitución ha fijado la mayoría de edad de los españoles en los 18 años.
Este límite de edad, además de equiparar al ordenamiento español con los de su entorno político y
cultural (Francia, Alemania, Italia, etc.), supone el punto de llegada de un largo proceso histórico de
rebaja de la mayoría de edad, tradicionalmente situado en España en un momento posterior de
desarrollo de la persona (en las Partidas, 25 años; en la redacción original del Código Civil, 23
años; y en la Ley de 13 de diciembre de 1943 y en la redacción dada al Código Civil por la reforma
de 1972, 21 años).
La nueva mayoría de edad se plasmó en la legislación ordinaria incluso antes de la entrada en
vigor de la Constitución. Una vez que el texto constitucional fue aprobado por las Cortes Generales
y que solo faltaba la aprobación por el pueblo en referéndum, el Gobierno y la mayoría de las
fuerzas políticas consideraron oportuno que los jóvenes entre los dieciocho y los veintiún años
entraran con plenitud de derechos y obligaciones en el nuevo régimen político y, especialmente, que
pudieran participar con su voto en el referéndum constitucional.
De acuerdo con ello, se aprobó el Real Decreto-ley 33/1978, de 16 de noviembre, que estableció
la mayoría de edad en los 18 años. Esta norma precisa, además, que la nueva mayoría de edad
"tendrá efectividad, desde su entrada en vigor, respecto a cuantos preceptos del ordenamiento
jurídico contemplaren el límite de veintiún años de edad en relación con el ejercicio de cualesquiera
derechos, ya sean civiles, administrativos, políticos o de otra naturaleza, sin que en ningún caso se
perjudiquen los derechos o situaciones favorables que el ordenamiento concediera a los jóvenes o a
sus familias en consideración a ellos, hasta la veintiún años de edad, en tanto subsistan, en sus
términos, las normas que los establezcan". Finalmente, se ocupa de modificar expresamente en el
sentido indicado algunos artículos del Código Civil (artículos 19, 168, 278, 318, 320 y 323), del
Código de Comercio (artículo 5) y de la Compilación de Derecho Civil de Aragón (artículos 6, 27 y
99.1).
El Real Decreto-ley 33/1978 no afectaba a la Compilación de Derecho Civil Especial de Navarra
o Fuero Nuevo de Navarra, pues, de acuerdo con lo dispuesto en la Disposición Final Primera de la
Ley que la recoge (Ley 1/1973, de 1 de marzo), para modificar esta Compilación era preciso recabar
previamente el acuerdo de la Diputación Foral. Una vez obtenido este acuerdo, el Gobierno dictó
otro Real Decreto-Ley, el 38/1978, de 5 de diciembre, que modificó el párrafo primero de la Ley 50
de dicha Compilación normativa para establecer que "la capacidad plena se adquirirá con la
mayoría de edad al cumplirse los 18 años".
Ahora bien, el establecimiento de la mayoría de edad en los 18 años cumplidos no es la única
referencia que la Constitución hace a esta materia. En la Disposición Adicional Segunda se precisa
que la declaración de la mayoría de edad contenida en el artículo 12 "no perjudica las situaciones
amparadas por los derechos forales en el ámbito del Derecho privado".
Esta norma es, desde el punto de vista del Derecho Constitucional histórico y comparado,
absolutamente singular. Carece, en primer lugar, de precedentes en el constitucionalismo histórico
español, lo cual es enteramente lógico al no haber tampoco precedentes de consagración de una
mayoría de edad determinada en todo el Estado en ninguna Constitución anterior; dicho de otro
modo, como ninguna de nuestras Constituciones históricas se ha referido a la mayoría de edad, no
ha habido ninguna necesidad de establecer en ellas ninguna excepción a la edad de su
establecimiento. La Disposición Adicional Segunda carece también, en segundo lugar, de referentes
en el constitucionalismo extranjero, y ello tanto por la misma razón de generalizada desatención de
las Constituciones a la mayoría de edad de los ciudadanos, como por la tradicional unificación de la
capacidad de obrar en el ámbito del Derecho privado de los distintos países.
La norma que se comenta es fruto de una enmienda "in voce" presentada por el senador Lorenzo
Martín-Retortillo Baquer en la Comisión Constitucional del Senado y firmada por varios senadores
aragoneses, y algún navarro, pertenecientes a diversos grupos parlamentarios (Diario de Sesiones
del Senado. Comisión de Constitución, núm. 55, de 14 de septiembre de 1978, págs. 2751 y ss.). No
obstante, su origen último se encuentra en varias enmiendas presentadas al artículo que, en el texto
del Proyecto de Constitución aprobado por el Congreso de los Diputados, se ocupaba de establecer
la mayoría de edad en los 18 años (artículo 11.2 de dicho texto, que luego se convirtió en el 12 de la
Constitución). En este sentido cabe citar las enmiendas 2 (de Lorenzo Martín-Retortillo Baquer y
Mateo Antonio García Mateo), 243 (de Mateo Antonio García Mateo), 257 (de Isaías Zarazaga
Burillo) y 828 (de José Luis Figuerola Cerdán), todas las cuales fueron retiradas por los senadores
proponentes por estimarse que el lugar técnicamente más adecuado para su tratamiento era el de las
disposiciones adicionales (véanse las enmiendas en el apartado específico de los Trabajos
Parlamentarios sobre la Constitución Española, vol. I, y su retirada en el Diario de Sesiones de la
Comisión Constitucional del Senado, núm. 42, de 23 de agosto de 1978). Del proceso constituyente
solo resta añadir que la enmienda "in voce" del senador Martín-Retortillo, una vez que fue
aprobada, con alguna pequeña modificación, se incorporó de manera definitiva al texto
constitucional, sin que surgiera posteriormente discusión alguna sobre su redacción o contenido.
Con esta Disposición Adicional se trata de permitir, en el ámbito del Derecho privado foral,
excepciones a la fijación de la mayoría de edad de los 18 años por parte del artículo 12 de la
Constitución. Lo único que se exige es que las excepciones estén reconocidas al tiempo de dictarse
la Constitución por los derechos civiles forales y tengan un sentido más favorable para el
ciudadano, es decir, que supongan reconocimiento de capacidades en edades inferiores a los 18
años, nunca limitaciones de capacidad en edades superiores.
La finalidad que se persigue es, por tanto, proteger las singularidades de aquellos Derechos
forales que tradicionalmente han otorgado o reconocido a los menores de 18 años un grado de
capacidad de obrar mayor que el establecido en el Código Civil y en los restantes Derechos forales.
Dicho de otra forma, se quiere evitar que el indudable avance que supone el establecimiento de la
mayoría de edad en los 18 años, no perjudique las peculiaridades más ventajosas de que gozan los
ciudadanos de determinadas zonas del país en el ámbito del Derecho privado foral.
¿Y cuáles son esos Derechos forales a que se refiere, sin citarlos, la Disposición Adicional
Segunda? Son solamente dos: el aragonés y el navarro, pues las Compilaciones normativas
respectivas son las únicas que en el momento de aprobarse la Constitución contenían disposiciones
específicas al respecto.
La Compilación de Derecho Foral de Aragón, aprobada por Ley 15/1967, de 8 de abril, contenía,
en la redacción vigente en 1978, varias referencias de interés. Se trata del artículo 4, que atribuye la
condición de mayor de edad al menor que contraiga matrimonio; de los párrafos primero y segundo
del artículo 5, que reconocen la capacidad del menor de edad que tenga cumplidos los 14 años "para
celebrar por sí toda clase de actos y contratos", bajo un régimen de asistencia (curatela) por parte de
su padre, madre, tutor o Junta de Parientes; y, por último, del párrafo tercero del artículo 5, que
contempla "la libre administración de todos sus bienes" por parte del mayor de catorce años que,
con beneplácito de sus padres o mediando justa causa, viva independiente de ellos.
Por su parte, la Compilación de Derecho Civil Foral de Navarra o Fuero Nuevo de Navarra,
aprobada por Ley 1/1973, de 1 de marzo, también reconocía una elevada capacidad de obrar a los
menores. En primer lugar, a los menores de edad que sean púberes se les atribuye capacidad "para
los actos determinados en la presente Compilación" y, asimismo, "para aceptar por sí solos toda
clase de liberalidades por las que no contraigan obligaciones, aunque aquéllas contengan
limitaciones o prohibiciones sobre los bienes objeto de la liberalidad", debiéndose considerar como
púberes "los varones mayores de catorce años y las mujeres mayores de doce" (Ley 50, párrafos
segundo y terecero). En segundo término, al menor de edad casado o emancipado se le reconoce la
facultad de "realizar toda clase de actos, excepto comparecer en juicio, tomar dinero a préstamo y
enajenar o gravar bienes inmuebles, establecimientos mercantiles o industriales o sus elementos
esenciales" (Ley 68).
Estas referencias normativas a la capacidad de obrar de los menores que hacían las
Compilaciones Forales de Aragón y Navarra en el momento de aprobarse la Constitución, se han
mantenido, básicamente, con el paso del tiempo. Solo han sufrido algunas modificaciones
puntuales.
Así, la Ley 3/1985, de 21 de mayo, de modificación de la Compilación del Derecho Civil de
Aragón, la reformado los párrafos primero y segundo del artículo 5, con el fin de precisar
mínimamente el régimen de asistencia del mayor de 14 años y añadir que los actos o contratos
celebrados sin dicha asistencia serán anulables. Por su parte, la Ley Foral 5/1987, de 1 de abril, que
modifica la Compilación de Derecho Civil Foral de Navarra, ha cambiado el concepto de púberes
que daba la Ley 50 (ahora deben considerarse púberes "los mayores de 14 años de uno y otro sexo")
y, además, ha introducido varias modificaciones en la regulación que la Ley 68 hacía de la
capacidad del menor de edad casado o emancipado: se elimina la referencia al menor casado, se
reconoce la capacidad del menor emancipado para asistir a juicio, aunque con algunas excepciones;
se introduce la excepción de capacidad para vender objetos de valor extraordinario; se cambia el
régimen de asistencia al menor; y se traslada la regulación en cuestión al artículo 66.
Por último, en cuanto a la bibliografía, muy escasa, que existe sobre la disposición final segunda
de la Constitución pueden citarse los trabajos de Albaladejo, Lasarte, Sancho Rebullida, Tobajas
Gálvez.

Sinopsis DA 3
Este precepto debe estudiarse en íntima relación con otros de nuestra Constitución como son los
arts. 2, 133, 137, 138, 139 y 149.
En la disposición adicional tercera se pone de relieve la peculiaridad del régimen económico y
fiscal del archipiélago canario. La historia española muestra que tal especialidad había existido en
las islas prácticamente desde su incorporación al Reino de Castilla, cuando se creó un "haber del
peso". Pero sería con la Ley de 11 de julio de 1912, por la que se crean los Cabildos insulares,
cuando se va a producir verdaderamente la imposición indirecta especial para Canarias. Tal
configuración se hará a través de los llamados "arbitrios", que hasta 1972 serían los arbitrios sobre
importación y exportación de mercancías, sobre alcoholes y aguardientes, la exacción sobre la
gasolina, cuya gestión se atribuía a los Cabildos insulares y, en último lugar, los arbitrios sobre el
tabaco.
Además, como legislación histórica reguladora de dicho régimen podemos citar, el Real Decreto
de Bravo Murillo, de 11 de julio de 1852; la ley de 6 de marzo de 1900 y la ley 30/1972, 22 de julio,
que incorpora el arbitrio insular sobre lujo y el arbitrio insular a la entrada de mercancías que
suprime los antiguos arbitrios insulares sobre la importación y exportación y el recargo municipal
sobre los mismos.
La última de estas disposiciones citadas ya preveía (arts. 3 y 30.1 d)) la necesidad de emitir
informes previos, a cargo de la Junta económica interprovincial de Canarias, en caso de
modificación alguna del régimen económico-fiscal de las islas.
En los trabajos preparatorios del texto constitucional, concretamente en la redacción dada por el
Senado, la disposición que nos ocupa decía que, "La Constitución reconoce y ampara las
peculiaridades económicas y fiscales para el archipiélago canario. Su actualización y modificación
requerirá informe previo de la Comunidad Autónoma o, en su caso, del ente preautonómico." Pues
bien, en el texto definitivo de tal disposición, fruto de la actuación de la Comisión Mixta,
desaparecen tres de los referidos términos, "reconocimiento, amparo y actualización",
conservándose exclusivamente la previsión para la "modificación". El TC en sentencia reciente,
16/2003, de 30 de enero, señalaba, en su fundamento jurídico cuarto que, "...la disposición adicional
tercera interpretada a la luz de sus antecedentes parlamentarios, permite llegar a la conclusión de
que contiene una norma que, partiendo de la existencia del régimen económico y fiscal de Canarias,
incorpora a la evidente viabilidad constitucional de su modificación por el Estado (arts. 133.1 y
149.1, apartados 10, 13 y 14 de la CE), la exigencia de un previo informe autonómico."
El Estatuto de Autonomía se aprueba por Ley Orgánica 10/1982, de 10 de agosto, modificado
por las Leyes Orgánicas 4/1996, de 30 de diciembre y 28/1997, de 4 de agosto y 27/2002, de 1 de
julio, de modificación del régimen de cesión de tributos del Estado a la Comunidad Autónoma de
Canarias y de fijación del alcance y condiciones de cesión. El artículo 46.3 del Estatuto se refiere de
manera expresa a la disposición adicional tercera: "...El régimen económico-fiscal de Canarias sólo
podrá ser modificado de acuerdo con lo establecido en la disposición adicional tercera de la
Constitución, previo informe del Parlamento Canario que, para ser favorable, deberá ser aprobado
por las dos terceras partes de sus miembros."
Por su parte, el Reglamento del Parlamento de Canarias, de 22 de junio de 1999, se refiere al
informe del Parlamento en esta materia en su artículo 178, estableciendo que la Mesa, oída la Junta
de Portavoces, decidirá el procedimiento reglamentario o especial a aplicar para la aprobación del
referido informe. A su vez, la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades autónomas (LO
8/1980, de 22 de septiembre, reformada por las Leyes Orgánicas 1/1989, 3/1996, 10/1998, 5/2001 y
7 /2002), recoge en la disposición adicional cuarta que la actividad financiera y tributaria del
archipiélago canario se regulará teniendo en cuenta su peculiar régimen económico-fiscal.
Desde una perspectiva material, la especialidad del régimen económico-fiscal de Canarias reside
en las singularidades históricas, territoriales y socioeconómicas confirmadas ex artículo 138.1 de la
CE, y aunque se desprende un tratamiento diferenciado para el archipiélago canario, éste es
perfectamente compatible con el principio de igualdad y así lo han señalado las SSTC, 37/1981, de
16 de noviembre; 35/1984, de 13 de marzo 17/1990, de 7 de febrero. El Tratado de adhesión de
España a las Comunidades Europeas, de 12 de junio de 1985, recoge en su artículo 25 que existe un
régimen especial aplicable al archipiélago, que supone la exclusión del territorio insular del ámbito
de aplicación del sistema común del IVA, así como la posibilidad de no aplicar en la islas Canarias
las Directivas comunitarias 72/464/CEE (LCEur 1972, 199) y 79/32/CEE (LCEur 1979, 10) que se
refieren a impuestos distintos de los impuestos sobre el volumen de negocios que gravan el
consumo de las labores del tabaco. Por otra parte, el Reglamento del Consejo 1911/1991, de 26 de
junio, se refiere a la aplicación de las disposiciones del derecho comunitario en las islas Canarias,
reafirmando el principio de franquicia como singularidad del régimen económico-fiscal de
Canarias, aunque se prevé la desaparición de la franquicia aduanera, manteniéndose la franquicia
sobre la imposición indirecta. La especialidad de este régimen también ha sido prevista en la Ley
39/1988, de 28 de diciembre, reguladora de las Haciendas Locales, cuyo artículo 139 dispone que
las entidades locales canarias dispondrán de los recursos regulados en la presente ley sin perjuicio
de las peculiaridades previstas en la legislación del régimen económico-fiscal de Canarias. A su vez
la LOFCA, citada anteriormente, señala en su disposición adicional cuarta que la actividad
financiera y tributaria del archipiélago canario se regulará teniendo en cuenta su peculiar régimen
económico-fiscal.
Pero en definitiva, la consecuencia fundamental del cambio del modelo de integración de
Canarias a la UE, será la pérdida progresiva de una de las características determinantes de su
régimen especial, esto es, el principio de franquicia aduanera. Canarias pasará a formar parte del
territorio aduanero común y así se comenzará a aplicar la T.E.C. (Tarifa Exterior Común) a partir
del 1 de enero de 1996, si bien la plena aplicación debería producirse a partir del 30 de diciembre de
2000. También el Tratado de Amsterdam regula en su artículo 299.2 (antiguo 227) que las
disposiciones del Tratado se aplicarán a las islas Canarias. Ello se hará sin poner en peligro la
integridad y coherencia del ordenamiento jurídico comunitario, incluido el mercado interior y las
políticas comunes.
Los debates doctrinales y jurisprudenciales en torno a esta disposición adicional tercera se han
centrado, tradicionalmente en dilucidar si estábamos ante un precepto que pretendía asegurar, a
modo de "garantía institucional" una institución como el especial régimen económico-fiscal canario,
o bien, simplemente ante una referencia de tipo procedimental, dando participación al Parlamento
de la Comunidad Autónoma a modo de garantía especial o protección específica para el referido
régimen. Así podemos citar algunas sentencias del Tribunal Constitucional como, por ejemplo, la
35/1984, de 13 de marzo, en la que un voto particular del Magistrado J. Arozamena Sierra, sí
sostiene que la disposición adicional tercera constituye un límite constitucional superpuesto al
genérico de la reserva de ley, operando por tanto el régimen económico-fiscal canario como una
garantía institucional. En esta sentencia también se hace referencia a las materias objeto de
aplicación de la adicional tercera, que son, precisamente, las que explicita el artículo 46.1 del
Estatuto, esto es, "libertad comercial de importación y exportación, no aplicación de monopolios y
en franquicias aduaneras y fiscales sobre consumo." Se ha desarrollado a posteriori una legislación
de desarrollo al respecto: Ley 20/1991, de 7 de junio, de modificación de los aspectos fiscales del
régimen económico fiscal de Canarias (BOE, n. 137, de 8 de junio de 1991); Ley 19/1994, de 6 de
julio, de modificación del régimen económico-fiscal canario, completada a su vez por el Real
Decreto-ley 7/1998, de 19 de junio (convalidado por las Cortes Generales en resolución de 25 de
junio de 1998), dictado como consecuencia de la Decisión de la Comisión de 16 de diciembre de
1997.
Pero volviendo al debate doctrinal y jurisprudencial que se ha vertido sobre la disposición
adicional tercera resultan fundamentales las SSTC, 18/1986, de 16 de febrero, 16/2003, de 30 de
enero y 137/2003, de 3 de julio. En la segunda de ellas el Tribunal confirma la naturaleza de
garantía institucional de la disposición adicional tercera y la naturaleza preceptiva y no vinculante
que posee el informe. La mera omisión de éste tendría virtualidad bastante para originar la
inconstitucionalidad de una Ley. Además, en ningún caso podrá interpretarse que la exigencia de la
mayoría de dos tercios que impone el art. 46.3 del Estatuto canario puede predeterminar la
naturaleza del informe. De hecho, señala el TC, si atribuyésemos naturaleza preceptiva a tal
informe, tal y como dice la primera de las referidas sentencias, a los efectos de establecer un nuevo
impuesto o modificar uno ya existente, "se estaría anulando la potestad originaria del Estado para
establecer tributos prevista en el artículo 133.1 de la CE y además, se estaría concediendo un
derecho de veto a la Comunidad Autónoma recurrente, o mejor dicho, a la minoría de su
Parlamento, pues bastaría con 21 votos de un total de 60 para bloquear cualquier iniciativa del
Estado dirigida a modificar el régimen económico y fiscal de Canarias". En definitiva, (STC
191/1994, de 23 de junio) un informe preceptivo y vinculante equivaldría a una autorización y
significaría privar de su carácter exclusivo a esta competencia estatal.
Sobre el contenido de esta disposición pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis DA 4
El Estado se organiza territorialmente, a efectos judiciales, en municipios, partidos, provincias y
Comunidades Autónomas, sobre los que ejercen potestad jurisdiccional los Juzgados de Paz,
Juzgados de primera Instancia e Instrucción, de lo Contencioso-administrativo, de lo Social, de
Vigilancia penitenciaria y de Menores, Audiencias Provinciales y Tribunales Superiores de Justicia.
Sobre todo el territorio nacional ejercen potestades jurisdiccionales la Audiencia Nacional y el
Tribunal Supremo. Han sido muchas las novedades que en este sentido se han derivado tanto de la
Constitución como de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, de las más
relevantes son las derivadas de la configuración territorial del Estado en Comunidades Autónomas,
de ahí la creación de los Tribunales Superiores de Justicia, órganos estatales que culminan la
organización judicial en la Comunidad Autónoma, y que en la práctica han absorbido las Audiencias
Territoriales. En efecto, la Disposición que analizamos estableció la posibilidad de que los Estatutos
de Autonomía mantuviesen las Audiencias Territoriales existentes en el supuesto de que en el
territorio de una Comunidad Autónoma tuviesen su sede más de una de aquéllas, pero la realidad
actual es de desaparición de las Audiencias Territoriales existiendo en su lugar los Tribunales
Superiores de Justicia. Asimismo entre la entrada en vigor tanto de la Constitución como de los
distintos Estatutos de Autonomía y de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 transcurre un
tiempo considerable, lo cual no va a contribuir precisamente a la pronta clarificación del panorama
jurisdiccional.
Antes de entrar en el análisis del devenir de las Audiencias Territoriales hay conviene hacer una
referencia al marco constitucional. La disposición adicional cuarta de la CE hay que interpretarla a
la luz de lo dispuesto en el art.152 de la CE :
"Un Tribunal Superior de Justicia, sin perjuicio de la jurisdicción que corrresponde al
Tribunal Supremo, culminará la organización judicial en el ámbito territorial de la
Comunidad Autónoma. En los Estatutos de las Comunidades Autónomas podrán
establecerse los supuestos y las formas de participación de aquéllas en la organización
de las demarcaciones judiciales del territorio. Todo ello de conformidad con lo previsto
en la ley orgánica del poder judicial y dentro de la unidad e independencia de éste."
Sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 123 las sucesivas instancias procesales, en su caso, se
agotarán ante órganos judiciales radicados en el territorio de la Comunidad Autónoma en que esté el
órgano competente en primera instancia."
Resumiendo la jurisprudencia constitucional, en relación con las demarcaciones judiciales, el
art.152 de la CE permite que las Comunidades Autónomas asuman competencias participativas en
la organización de aquéllas, pero no en el establecimiento de la planta judicial, que en todo caso es
competencia exclusiva del Estado (art.149.1.5.1ª de la CE). Además la competencia de delimitación
ha de referirse necesariamente a las demarcaciones judiciales de ámbito diferente del provincial y
autonómico, porque la delimitación de la demarcación judicial correspondiente a cada uno de los
Tribunales Superiores de Justicia viene determinada directamente por la propia Constitución (art.
152.1) y sobre las demarcaciones de ámbito provincial no existe disponibilidad por parte de las
Comunidades Autónomas (art. 141.1 CE). El art. 35 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del
Poder Judicial, ha traducido esta participación de las Comunidades Autónomas en la posibildad de
que remitan al gobierno, a solicitud de éste, una propuesta de la misma en la que fijarán los partidos
judiciales. Asimismo las Comunidades Autónomas, previo informe del Consejo General del Poder
Judicial, determinarán, por ley, la capitalidad de los partidos judiciales.
A este precepto hay que sumar la disposición adicional segunda de la Ley Orgánica del Poder
Judicial, la cual después de disponer que los Tribunales Superiores de Justicia tendrán su sede en la
ciudad que indiquen los respectivos Estatutos de Autonomía, dice que si no la indicaren, tendrán su
sede en la misma ciudad en que la tenga la Audiencia territorial existente en la Comunidad
Autónoma a la fecha de entrada en vigor de esta ley. En aquellas Comunidades Autónomas donde
exista más de una Audiencia Territorial en el momento de entrar en vigor esta Ley, una ley de la
propia Comunidad Autónoma establecerá la sede del Tribunal Superior de Justicia en alguna de las
sedes de dichas Audiencias Territoriales, salvo que las instituciones de autogobierno de la respectiva
Comunidad autónoma hubieran ya fijado dicha sede de acuerdo con lo previsto en su Estatuto. De
estas normas se desprende con claridad que la vocación de las Audiencias Territoriales era la de
integrarse en los Tribunales Superiores de Justicia.
El problema que realmente se planteaba con las Audiencias Territoriales y la Ley Orgánica del
Poder Judicial, es que ésta parecía prever la desaparición de aquéllas, como decía claramente la
Exposición de Motivos según la cual "como decisiones más relevantes, se crean los Tribunales
Superiores de Justicia, que culminarán la organización judicial en la Comunidad Autónoma, lo que
implica la desaparición de las Audiencias Territoriales hasta ahora existentes como órganos
jurisdiccionales supraprovinciales de ámbito no nacional". La Ley Orgánica del Poder Judicial
parecía chocar con lo dispuesto en los Estatutos de Autonomía de Castilla y León y de Andalucía,
que aludían al mantenimiento de las Audiencias Territoriales. A este supuesto es al que se refiere la
Disposición Adicional Tercera de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que establece la creación, en
aquellas Comunidades Autónomas con más de una Audiencia territorial, de una Sala de lo
Contencioso-administrativo y otra de lo Social, integradas en el correspondiente Tribunal Superior
de Justicia. En la misma línea de sustitución de las Audiencias territoriales por Salas del Tribunal
Superior de Justicia se pronunciaba la Ley 38/1988, de 28 de diciembre, de Demarcación y de
Planta Judicial.
Por lo tanto, puede considerarse a los Tribunales Superiores de Justicia herederos de las antiguas
Audiencias Territoriales, teniendo sus sedes en las mismas ciudades que las tenían aquéllas. Existen,
no obstante, diferencias tanto en el ámbito al que extienden su jurisdicción como en las
competencias. Con relación al primer aspecto los Tribunales Superiores de Justicia extienden su
jurisdicción sobre todo el territorio de la Comunidad Autónoma, mientras que el ámbito
jurisdiccional de las Audiencias Territoriales era el correspondiente a diversas provincias limítrofes
cercanas a aquella en que tenían su sede. En cuanto al ámbito material, las antiguas Audiencias
Territoriales tenían competencias en el orden civil, penal y contencioso-administrativo, mientras
que los Tribunales Superiores de Justicia las tienen, además de en estos órdenes, en el laboral.
Asimismo las competencias en el orden civil que tenían las Audiencias Territoriales se han repartido
entre las Audiencias Provinciales y los Tribunales Superiores de Justicia.
Sobre el contenido de esta disposición pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis DT 1
La Disposición transitoria primera CE supone una excepción a lo dispuesto en el art. 143.2 CE
en cuanto a los titulares de la iniciativa autonómica e implica el reconocimiento constitucional de
los entes preautonómicos como titulares de esa iniciativa. Se trataba de entidades constituidas con
anterioridad a la aprobación de la Constitución, de carácter administrativo, que ejercían las
competencias de gestión transferidas desde la Administración del Estado y las Diputaciones
provinciales. Hay que recordar que esos entes preautonómicos se crearon desde el Gobierno de la
Nación utilizando la figura del Real Decreto-ley. En concreto, los que se aprobaron fueron los
siguientes: Real Decreto-ley 41/1977, de 29 de septiembre, sobre restablecimiento provisional de la
Generalidad de Cataluña; Real Decreto-ley 1/1978, de 4 de enero, por el que se aprueba el régimen
preautonómico para el País Vasco; Real Decreto-ley 7/1978, de 16 de marzo, por el que se aprueba
el régimen preautonómico para Galicia; Real Decreto-ley 8/1978, de 17 de marzo, por el que se
aprueba el régimen preautonómico para Aragón; Real Decreto-ley 9/1978, de 17 de marzo, por el
que se aprueba el régimen preautonómico para el Archipiélago Canario; Real Decreto-ley 10/1978,
de 17 de marzo, por el que se aprueba el régimen preautonómico para el País Valenciano; Real
Decreto-ley 11/1978, de 27 de abril, por el que se aprueba el régimen preautonómico para
Andalucía; Real Decreto-ley 18/1978, de 13 de junio, por el que se aprueba el régimen
preautonómico para el Archipiélago Balear; Real Decreto-ley 19/1978, de 13 de junio, por el que se
aprueba el régimen preautonómico para Extremadura; Real Decreto-ley 20/1978, de 13 de junio,
por el que se aprueba el régimen preautonómico para Castilla y León; Real Decreto-ley 29/1978, de
27 de septiembre, por el que se aprueba el régimen preautonómico para Asturias; Real Decreto-ley
30/1978, de 27 de septiembre, por el que se aprueba el régimen preautonómico para Murcia; y Real
Decreto 32/1978, de 31 de octubre, por el que se aprueba el régimen preautonómico para la región
castellano-manchega. En consecuencia quedaban al margen de este sistema Madrid, Santander,
Logroño, Navarra, Ceuta y Melilla.
La virtualidad de esta Disposición transitoria era facilitar la iniciativa autonómica y contribuir a
la configuración del mapa autonómico, no diseñado en la Constitución.
Ha quedado señalado que en el momento de aprobarse la Constitución la mayoría de territorios
(13) disponían de un régimen preautonómico. En consecuencia, lo que la Disposición transitoria
primera preveía como una excepción podía, en teoría, haber sido la norma utilizada con carácter
general.
Dado el carácter peculiar del contenido de esta Disposición, no se encuentran antecedentes ni en
nuestra historia constitucional ni en Derecho Comparado.
En cuanto a la elaboración parlamentaria del precepto, puede considerarse de alguna manera su
primer precedente la Disposición transitoria tercera.1 del Anteproyecto de Constitución que decía:
"La iniciativa a que se refiere el artículo 129 corresponderá a los órganos ya existentes en los
Territorios Autónomos dotados de un régimen provisional antes de la entrada en vigor de la presente
Constitución". Por el contrario, en el Informe de la Ponencia, de 17 de abril de 1978, no aparecía tal
Disposición. Será en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso
donde se introduzca de nuevo al aceptar una enmienda in voce del Grupo Parlamentario Comunista
y se apruebe con el texto que tiene finalmente, aunque en la Comisión de Constitución del Senado
se sustituyese la expresión "régimen provisional de autonomía" por la de "régimen provisional de
preautonomía". Mantenida esta modificación por el Pleno del Senado, la Comisión Mixta, sin
embargo, recuperó el texto proveniente del Congreso, adaptando su contenido, naturalmente, a la
nueva numeración del articulado constitucional.
Como ejemplos de entes preautonómicos cuyos órganos colegiados superiores hicieron uso de
esta Disposición para impulsar la iniciativa autonómica podemos citar Murcia (14 de junio de
1980), Extremadura (12 de mayo de 1980), o Castilla y León (16 de octubre de 1979).
El Tribunal Constitucional se refiere a esta Disposición en la STC 89/1984, de 28 de septiembre,
cuando aclara que la sustitución a la que alude "obviamente sólo opera para las Diputaciones de
aquellas provincias que pertenezcan al Ente preautonómico cuyo órgano colegiado adopte el
acuerdo a que alude la citada disposición transitoria" (FJ3).
En cuanto a la bibliografía sobre el tema deben destacarse los trabajos de Martín Oviedo y
Entrena Cuesta.

Sinopsis DT 2
Esta Disposición transitoria suponía una excepción a la iniciativa autonómica prevista en el art.
151.1 CE. De esta forma posibilitaba el acceso directo a la autonomía máxima permitida por la
Constitución a las entidades territoriales que habían demostrado históricamente voluntad de
autogobierno sin esperar el plazo general de 5 años previsto en el art. 148.3 CE ni la necesidad de
cumplir los requisitos del art. 151.1 CE.
Sin citarlas expresamente, la Disposición se refiere a Cataluña, País Vasco y Galicia. Las tres
tenían un régimen preautonómico en el momento de aprobarse la Constitución y, además, en
Cataluña se aprobó Estatuto de Autonomía en 1932, en el País Vasco en 1936 y en Galicia se
plebiscitó en 1936 sin llegar a aprobarse por las Cortes.
La Disposición no figuraba en el Anteproyecto de Constitución. Su primer redacción se
encuentra en el Informe de la Ponencia de 17 de abril de 1978, en concreto en la Disposición
adicional cuarta que se refería a las Comunidades Autónomas "donde hubieran sido aprobados
legalmente estatutos de autonomía" y que podían asumir directamente mayores competencias
autonómicas por iniciativa de sus organismos preautonómicos. La Disposición adoptó una
redacción similar a la definitiva en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas
del Congreso como consecuencia de una enmienda in voce de Unión de Centro Democrático. En el
Senado se sustituyó el término "regímenes provisionales de autonomía" por el de "regímenes
provisionales de preautonomía" pero la Comisión Mixta volvió al texto aprobado en el Congreso.
Como se ha indicado con anterioridad, en aplicación de esta Disposición accedieron a la
autonomía las Comunidades de Cataluña, País Vasco y Galicia. En concreto es preciso referirse a la
decisión de sus respectivos gobiernos preautonómicos para hacer uso de la vía prevista en ella. Así,
el acuerdo del Consejo General Vasco de 28 de diciembre de 1978, el acuerdo de la Xunta de
Galicia de 7 de diciembre de 1978 y el posterior de 30 de diciembre de 1978 exponiendo las razones
por las que se utiliza esa vía de acceso a la autonomía, y en el caso de Cataluña el acuerdo de 29 de
diciembre de 1978.
El Tribunal Constitucional aclaró en S. 100/1984, de 8 de noviembre, que la facultad que el art.
144.c) CE concede a las Cortes Generales de sustitución de la iniciativa de las Corporaciones
locales a que se refiere el apartado 2 del art. 143 se refiere sólo "a las Corporaciones del 143.2 CE,
esto es, no respecto a los territorios citados en las Disposiciones transitorias 2ª, 4ª y 5ª..." (FJ3).
En la bibliografía merecen destacarse los trabajos de Aguiló y Entrena.

Sinopsis DT 3
Dado el carácter específico del contenido de la Disposición, no se encuentran antecedentes en
nuestra historia constitucional ni en Derecho comparado.
Durante la tramitación constitucional, esta Disposición aparece por primera vez en el Dictamen
de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso debido a la
aprobación de una enmienda in voce de Virgilio Zapatero en nombre del Grupo Socialista. Durante
el resto de la tramitación no sufrió cambios aunque en el Senado se pidiera en alguna enmienda bien
su supresión, bien su sustitución por otro texto.
La finalidad de la Disposición era impedir que unas corporaciones locales no democráticas
ejercieran el derecho de iniciativa autonómica previsto en el art. 143.2 CE por lo que se difería la
aplicación de este último precepto hasta la celebración de las primeras elecciones municipales
democráticas. Estas se convocaron por Real Decreto 117/1979, de 26 de enero en aplicación de la
Disposición transitoria séptima de la Ley 39/1978, de 17 de julio, de Elecciones Locales. Dichas
elecciones se celebraron el 3 de abril de 1979.
En la bibliografía pueden destacarse los trabajos de Entrena y Martín Oviedo.
Sinopsis DT 4
La disposición que comentamos surge como un supuesto de "iniciativa autonómica singular"
como declara el Tribunal Constitucional en sentencia 16/1984, de 6 de febrero.
En el año 1978, fecha de aprobación de nuestro texto constitucional vigente, se elabora el Real
Decreto-ley 1/1978, de 4 de enero, que aprueba el régimen preautonómico para el País Vasco. Este
texto, en su artículo primero, establecía que las provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya podrían
decidir libremente su plena incorporación al Consejo General del País Vasco a través de sus
respectivas Juntas Generales o, en el caso de Navarra, del "Organismo foral competente". Pero
seguía siendo necesario un procedimiento para que Navarra pudiera materializar aquélla decisión y
así, ese mismo día, el Real Decreto-ley 2/1978, de 4 de enero, disponía que, "El Gobierno, de
acuerdo con la Diputación Foral de Navarra, determinará el Órgano foral competente a quien
corresponde la decisión a que se refiere la disposición transitoria primera del Decreto-Ley 1/1978."
Tal determinación se llevaría a cabo mediante el Real Decreto Paccionado de 26 de enero de 1979,
núm. 121/1979, que en su artículo primero decía: " Se constituye el Parlamento Foral de Navarra al
amparo de lo que establece el art. 1 del Real Decreto-Ley 2/1978, que será el órgano foral
competente a los efectos establecidos en las disposiciones citadas." Esta Diputación Foral de
Navarra, que carecía de capacidad legislativa, debería ser elegida por sufragio universal, así en el
año 1979 se celebraron elecciones democráticas para la elección de setenta miembros que
constituyeron la Asamblea de Navarra que se reunía por primera vez el día 23 de abril de ese mismo
año. Los partidos políticos que concurrieron a tales elecciones fueron, UCD que consiguió 20
escaños; PSOE que obtuvo 15; UPN que obtuvo 13, 9 para HB; Agrupaciones electorales de
Merindad, 7; Nacionalistas vascos, 3; Partido carlista, 1; Unión Navarra de Izquierdas, 1 y
Agrupación electoral de independientes forales navarros, 1. El Parlamento de Navarra desarrolla en
la actualidad su sexta legislatura (2003-2007).
La iniciativa de integración al País Vasco se presentó al Parlamento navarro, siendo rechazada
por la Comisión de Régimen Foral el día 17 de diciembre de 1979. Posteriormente, se optó por la
elaboración de un pacto ratificado por las Cortes que daría origen a la Ley Orgánica de
Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de Navarra, LO 13/1982, de 10 de agosto y que
ha sido modificada por LO 1/2001, de 26 de marzo.
En definitiva, la Disposición Transitoria cuarta constituye una manifestación más, en un largo
proceso, del deseo de ciertos sectores de vínculos entre Navarra y País Vasco, que nunca llegaría a
cuajar por la vinculación del pueblo navarro a su peculiar régimen foral. La Historia revela los
numerosos pasos que se dieron antes de la obtención de la vigente LORAFNA. En la II República
se nombró una nueva Diputación o Comisión gestora por el Gobernador civil de Navarra, según
prescribía el Decreto de 21 de abril de 1931. La Diputación, designó una comisión encargada de
redactar un estatuto para Navarra y presentó tres proyectos de textos de estatutos, uno vasconavarro,
otro navarro sólo y otro cuyo título fue, Constitución política interior de Navarra. Aún se sumaría
otro proyecto más, el presentado por la sociedad de Estudios vascos en Estella. La Asamblea de
Ayuntamientos navarros optó por el texto vasconavarro. El 19 de junio de 1932, se celebró en
Pamplona una asamblea de representantes municipales de las cuatro provincias, Vizcaya,
Guipúzcoa, Álava y Navarra y, ésta última, rechazó el proyecto de texto vasconavarro. El Decreto-
Ley de 21 de abril de 1931 establecía, "La Diputación Foral de Navarra conservará, al par de sus
peculiares atribuciones, también su número tradicional de siete diputados, designados entre las
cinco Merindades..." Tras la República, dicha formulación y reconocimiento se consagró también
en disposiciones del franquismo como la Ley 1 de marzo de 1973, o de los primeros momentos de
la democracia como la ley 39/1978 de 17 de julio.
El Preámbulo de la LO de 1982, que constituye el Estatuto de Autonomía de Navarra, explica
claramente la peculiaridad de este territorio, que se incorporó al proceso histórico de formación de
la unidad española manteniendo su condición de Reino hasta la Ley de 25 de octubre de 1839. En
esta Ley se confirmaban sus Fueros respetando escrupulosamente el principio de unidad
constitucional y aceptando las modificaciones que sobre tal régimen foral fuesen necesarias para la
salvaguarda de los intereses generales y para el mantenimiento de la integridad constitucional. La
Constitución española de 1978 establece, en su Disposición Derogatoria 2, que se deroga,
definitivamente el Real Decreto de 25 de octubre de 1839 en lo que pudiera afectar a las provincias
de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya.
Navarra opta por la vía de la continuidad histórica foral y el texto del Real Decreto Paccionado,
ya aludido, así lo confirma, "El Gobierno y la Diputación estiman que el contenido de este Real
Decreto constituye un "amejoramiento" o actualización del régimen foral de Navarra en su aspecto
institucional que habrá de ser completado con las propuestas que en su caso puedan formular en su
día el Parlamento Foral y con aquellas otras competencias que, además de las actuales, pueda
asumir la Diputación Foral de Navarra."
Por último, en esa larga cadena de intentos de unión de País Vasco y Navarra, no podemos olvidar
ciertas previsiones del Estatuto de Guernica antes de la LORAFNA. El Tribunal Constitucional ha
sido claro cuando, con motivo de otra pretensión anexionista del País Vasco, esta vez respecto del
Condado de Treviño, señala que tales planteamientos carecen de validez pues obran ignorando y
desconociendo la competencia de la Comunidad Autónoma de Castilla-León sobre dicho territorio,
(sentencia 99/1986, de 11 de julio). Por tanto, el intento de aplicar el Estatuto de Guernica a
Navarra, sometiendo a esta Comunidad Foral a los artículos 2, 46 y 47 del referido Estatuto, es
completamente inconstitucional.
Otro de los aspectos importantes en el estudio de esta Disposición transitoria cuarta es la
naturaleza de la LORAFNA. El Tribunal Constitucional ha señalado, en sus sentencias de 6 y 28 de
febrero de 1984 que el Amejoramiento, fundamentado en la historia y pactado antes por la
Diputación Foral de Navarra y el Gobierno de la Nación, posee su reconocimiento formal y su
integración con eficacia legal en el bloque de la constitucionalidad por medio de una Ley Orgánica,
la cual se aprueba en las Cortes Generales y expresa que, cualquiera que sea su naturaleza y al
margen de la misma, la soberanía nacional reconoce y consagra el Amejoramiento como una norma
institucional básica de Navarra en iguales condiciones que el resto de Estatutos de Autonomía.
Por otro lado, se ha planteado también en relación al precepto que nos ocupa su vigencia
temporal como disposición "transitoria" que es. Y lo es por varios motivos, lo primero porque
Navarra ya ha decidido optar por una de las tres vías posibles que se le ofrecían, y así lo consagra el
artículo 1 de la LORAFNA. Y, además, porque Navarra ya no es provincia foral, sino Comunidad
Foral, integrándose plenamente en la construcción autonómica y agotando el propósito para el que
tal Disposición adicional cuarta fue elaborada. El máximo intérprete constitucional lo confirma en
sentencia 24/1985, de 29 de julio cuyo Fundamento Jurídico número 2 de tal sentencia señala, "...la
transformación en transitoria de la que originariamente fue disposición adicional, al margen de cuál
haya sido la interpretación subjetiva de sus autores, lleva, en todo caso, a asignar a dicha
disposición un sentido diferente al pretendido por el Gobierno vasco: el de posibilitar la
legitimación de la Diputación Foral y del Parlamento de Navarra, bien con anterioridad a la
actualización del régimen foral de este territorio, ya que, una vez realizada la actualización, tal
legitimación debería entenderse implícitamente derivada de su propia situación jurídico-
constitucional, o bien con anterioridad a la hipotética incorporación de Navarra al País Vasco, en el
caso de ésta llegara a realizarse. De lo contrario, dicha legitimación debería haberse sancionado, no
en una disposición transitoria, sino en una disposición adicional, que en principio, y a diferencia de
aquélla, tiene vocación de vigencia indefinida."
Y, abundando en este planteamiento, la estricta observancia y cumplimiento del artículo 145.1 de
la CE, que prohíbe la federación de Comunidades Autónomas, viene a confirmar también la
vigencia temporal de la disposición comentada.
La génesis parlamentaria de la Disposición transitoria cuarta revela las escasas modificaciones
que sufrió el texto. El Informe de la Ponencia (BOC, n. 17 de abril de 1978) tan sólo variaba en la
distinta numeración del artículo al que se hacía referencia que posteriormente se adaptaría al
número que hoy se recoge, el artículo 143. El origen de este precepto en el Informe de la Ponencia
fue una enmienda presentada por el Grupo Socialista, el Partido Nacionalista Vasco y por UCD. La
redacción que proponían no se modificó en extremo alguno, ya que fue votada y aprobada por
unanimidad en la Comisión de Asuntos Constitucionales del Congreso.
Sobre el contenido de esta disposición pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis DT 5
La Constitución española, a través de este precepto, contempla para las ciudades de Ceuta y
Melilla la posibilidad de constituirse en Comunidades Autónomas, si bien con la observancia de los
requisitos que en el mismo se prescriben lo cual nos remite, directamente, al artículo 144.
Como precedentes en nuestro Derecho español de esta Disposición transitoria, encontramos el
artículo 2 del Título I, del Proyecto de Constitución federal del la República española, presentado a
Cortes constituyentes el 17 de julio de 1873. Este precepto señalaba: "Las islas Filipinas, de
Fernando Póo, Annobón, Corisco y los establecimientos de Africa, componen territorios que, a
medida de sus progresos, se elevarán a Estados por los poderes públicos."
La génesis parlamentaria de este precepto revela su inexistencia en el Anteproyecto que elaboró
la Ponencia constitucional. Tampoco se encontraba. entre las enmiendas que se presentaron con
posterioridad. Sería el diputado de UCD, García-Margallo Marfil quien la introdujo a través de una
enmienda articulada en el debate de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas,
que obtuvo un resultado favorable unánime, 35 votos a favor (DSCD, n. 93, sesión 20 de junio de
1978)
En el Senado no disfrutó de igual suerte. Algunos Senadores, como Ramón Bajo Fanlo o Fidel
Carazo Hernández, defendieron su eliminación a través de un voto particular en el dictamen de la
Comisión (BOCG, n. 157, de 6 de octubre de 1978). Otros como Luis Mª Xirinachs a través de una
enmienda (570) proponían un texto diferente, "Las ciudades de Ceuta y Melilla podrán optar, en la
medida que las circunstancias lo permitan entre entrar a formar parte del Estado de Andalucía con el
estatuto que con este Estado pacten, o entrar a formar parte de Marruecos con el estatuto que con
dicho Estado se negocie". Por último, el grupo de UCD a través de la enmienda 776 manifestaba su
deseo de añadir a esta disposición un nuevo párrafo, según el cual, "También por la decisión de los
respectivos Ayuntamientos, mediante acuerdo de la mayoría absoluta de sus miembros, podrán
incoporarse a otras Comunidades Autónomas con las que las unan lazos de proximidad geográfica,
cultural e histórica." Esta última enmienda no llegó ni siquiera a votarse puesto que se retiró antes
de su debate y consiguiente votación (DS, n. 55, de 14 de septiembre de 1978).
En definitiva, el proceso de desarrollo de la Disposición transitoria quinta observó y tuvo que
sortear no pocos obstáculos, que básicamente se articulaban en torno a dos posturas. De un lado, los
partidarios de considerar a estas ciudades como auténticas Comunidades Autónomas; y, de otro,
aquéllos que defendían su naturaleza como poder local reforzado. Los Acuerdos Autonómicos de
1981 firmados el 31 de julio entre el Gobierno de la Nación y el Partido Socialista Obrero Español,
(Servicio Central de Publicaciones de Presidencia del Gobierno, Madrid, 1981, págs. 18 y ss.) Se
debían elegir, para Ceuta y Melilla, entre dos posibles opciones, o la constitución en Comunidades
Autónomas según lo previsto en la Disposición transitoria quinta de la CE, si bien con la
peculiaridad territorial propia de sus respectivas estructuras municipales poco pobladas y de
pequeño territorio; o bien que ambas permaneciesen como Corporaciones Locales, con regímenes
especiales de Carta.
Finalmente, en el año 1995 se aprobaron sendos Estatutos de Autonomía para Ceuta y Melilla,
mediante Leyes Orgánicas, concretamente LO 1/1995, de 13 de marzo, del Estatuto de Autonomía
de Ceuta y, LO 2/1995, de 13 de marzo, para el de Melilla. No obstante, y a pesar de ello, hasta
llegar a su aprobación el proceso estuvo repleto de problemas, discrepancia de interpretaciones y
soluciones y, en definitiva, de divergencias jurídicas y políticas.
Antes de continuar con el examen de esta disposición, cabe reseñar ciertos antecedentes
normativos en otros Textos constitucionales que, ya contemplaban similares situaciones. Así por
ejemplo, los arts. 72, 73, 74 y 75 de la Constitución de la República Francesa, de 4 de octubre de
1958, hacen referencia a que las colectividades territoriales de la República son los municipios, los
departamentos y los territorios de Ultramar. Para estos últimos se prevé la posibilidad de un
régimen legislativo y una organización administrativa particulares, que puedan disfrutar de medidas
de adaptación requeridas por su situación particular y que, en cualquier caso, deberán tener en
cuenta sus propios intereses en el conjunto de los intereses de la República.
Asimismo los arts. 5 y 6 de la Constitución de la República Portuguesa, de 25 de abril de 1976,
aluden a los archipiélagos de las Azores y Madeira como regiones autónomas dotadas de estatutos
político-administrativos propios. También nos ofrece una referencia interesante el art. 116 de la
Constitución de la República italiana, de 1 de enero de 1948. En este precepto, se prevén formas y
condiciones especiales de autonomía, así como estatutos especiales elaborados mediante leyes
constitucionales para Sicilia, Cerdeña, Trentino-Alto Adigio, Friuli-Venecia Julia y Valle de Aosta.
En cuanto al proceso de desarrollo, por las distintas fuerzas políticas, de la Disposición que nos
ocupa, cabe observar que, en primer lugar, en el año 1982 el Gobierno de la UCD aprobaba un
Anteproyecto de Ley Orgánica de Estatuto de Autonomía, haciendo expreso reconocimiento de su
condición como Comunidades Autónomas. Paralelamente y desde la oposición, el PSOE apostaba,
mediante una proposición de ley ordinaria, por defender su regulación como municipios con
regímenes especiales.
El 27 de diciembre de 1985 se aprueban en Consejo de Ministros dos proyectos de ley relativos a
los Estatutos de las ciudades de Ceuta y Melilla, que se publicarían el 26 de febrero de 1986.
Ninguno de los dos textos hacía referencia al término Comunidad Autónomas, prefiriéndose la
designación genérica de "entidades públicas territoriales" del artículo 137 de la CE pero sin
especificarse cuál de ellas (municipios, provincias o Comunidades Autónomas), exactamente, sería
la que se utilizaría para Ceuta y Melilla. En definitiva, se opta por un régimen especial para ambas
ciudades que otorga a sus instituciones potestades, competencias y medios para asegurar el ejercicio
de su autonomía como entes públicos territoriales. Abiertos tales proyectos y al margen de los
problemas que pudieron suscitar, la coyuntura política originó que, el 22 de abril de 1986 se
disolvieran las Cámaras y se convocasen elecciones parlamentarias, quedando caducados tales
proyectos.
El acuerdo se logra con los Estatutos de Autonomía de 1995, entendiendo que se trataba de un
Estatuto de Autonomía "acordado" que no define a Ceuta y Melilla como Comunidades Autónomas,
en sentido estricto, aunque sí les otorga y reconoce competencias propias como si lo fueran.
Respecto de tal afirmación se fueron alzando muchas voces que no opinaban lo mismo, entendiendo
que sí se estaba ante verdaderas Comunidades Autónomas y entre las cuales podemos citar a J.A.
Santamaría Pastor, Principios de Derecho Administrativo I, Madrid 2000; L. Cosculluela Montaner,
Manual de Derecho Administrativo, Madrid 2000; C. Nuñez Lozano, "La situación de Ceuta y
Melilla tras la sentencia del Tribunal Constitucional de 20 de marzo de 1997", Administración de
Andalucía, n. 32; P. Requejo Rodríguez, "Ceuta y Melilla: ¿ciudades con Estatuto de Autonomía o
Comunidades Autónomas con Estatuto de heteroorganización?", REALA, n.277, 1998.
Paralelamente, defendieron que se trataba de entes territoriales especiales autores como, A. X.
López Mira, "Ceuta y Melilla: ¿Ceuta y Melilla, Comunidades Autónomas o peculiares entidades
locales?", Revista de Derecho político, n. 43, 1997;M. Fraile Ortiz, "Alcance del derecho de
sufragio activo y pasivo de los extranjeros residentes en las Ciudades de Ceuta y Melilla en las
elecciones municipales", Cuadernos de Derecho Público, n. 8, 1999; J. A. Montilla Martos, "La
asimetría de las Ciudades Autónomas", Revista Española de Derecho Constitucional, n. 57, 1999.
Tras la aprobación de ambos Estatutos de Autonomía se celebraron elecciones locales y a la
Asamblea en las dos ciudades Autónomas. El 28 de mayo de 1995 fueron las primeras, que dieron 9
concejales al PP; 6 a Progreso y Futuro de Ceuta; 4 a Ceuta Unida; 3 al PSCE-PSOE; 2 al Partido
Socialista del Pueblo de Ceuta y 1 al Partido Democrático y Social de Ceuta. El 13 de junio de 1999
se volverían a celebrar elecciones a la Asamblea obteniendo, 12 concejales el GIL; 8 el PP; 3 el
PDSC y 2 el PSOE. Las últimas elecciones celebradas en Ceuta el 25 de mayo de 2003 se saldaron
con, 19 ediles para el PP; 3 para UDCE; 2 para el PSOE Y 1 para el PDSC.
Por su parte, en Melilla, en el año 1995 se repartieron los concejales del siguientes modo, 14
para el PP; 5 para el PSOE; 4 para el PRCM Y 2 para UPM. En 1999, 7 para el GIL; 5 para el
PRCM; 5 para el PP; 3 para el UPM y 3 para el PIM. En el año 2003, 15 fueron para el PP-UPM, 7
para el CPM y 3 para el PSOE.
La polémica doctrinal y jurisprudencial en torno a tales alternativas ha sido constante. La
Disposición Transitoria quinta, en ningún caso concretaba qué apartado, de los tres en los que se
articula el artículo 144 de nuestra CE, debía ser aplicable para los supuestos de Ceuta y Melilla,
pero tampoco quedaba explicitado qué procedimiento formal debía seguirse para la elaboración de
sus Estatutos. El Tribunal Constitucional, en sentencia 100/1984, de 8 de noviembre, concretamente
en el Fundamento Jurídico cuarto, manifestó la inexistencia de apoyo de la Disposición que nos
ocupa en la vía que presenta el art. 144c). Si, por el contrario se optase por un encaje en el apartado
a), ya que ni Ceuta ni Melilla exceden territorialmente de una provincia y no poseen entidad
regional histórica según recoge el art. 143.1 de la CE, no habría duda razonable alguna de que nos
hallaríamos frente a dos Comunidades Autónomas. No olvidemos que el artículo 144 a) empieza
diciendo, "Autorizar la constitución de una Comunidad Autónoma...".
De todo lo expuesto se desprende una remisión clara de la Disposición que nos ocupa al art.
144b) de nuestra Norma Fundamental. Lo que sigue sin aclarar si estamos en presencia de
Comunidades Autónomas o de otro tipo de entes regionales especiales.
El propio Tribunal Constitucional se ha pronunciado, en múltiples ocasiones, al respecto.
Algunos de tales pronunciamientos son el Auto 320/1995, de 4 de diciembre que no admitió a
trámite el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Ayuntamiento de Ceuta contra la Ley
Orgánica que aprobaba su Estatuto de Autonomía por entender, en su Fundamento Jurídico Tercero
que el Pleno del Ayuntamiento no podía, en virtud de una interpretación analógica, ser el
equivalente al órgano autonómico ejecutivo, artículo 162.1 a) de la CE, a la espera de la plena
vigencia del Estatuto tras la celebración de las oportunas elecciones.
Por su parte, también son significativos los Autos del Tribunal Constitucional, 201 y 202 ambos
de 25 de julio de 2000, negando también la legitimidad de las Asambleas de Ceuta y Melilla para
interponer recurso de inconstitucionalidad, de nuevo apoyándose en el 162.1 a) de la CE,
entendiendo que no estamos ante Asambleas Legislativas autonómicas tal y como reza el tenor
expreso del referido precepto. Un año más tarde, el 16 de enero de 2001 se dicta una Providencia
del TC admitiendo el conflicto de la autonomía local suscitado por la Asamblea de Ceuta. Parece
evidente que en esta ocasión el TC otorgó a Ceuta la catalogación de municipio. Tal conflicto en
defensa de la autonomía local, se introdujo mediante LO 7/1999, de 21 de abril, que modificó la
LOTC introduciendo los artículos 75 bis a 75 quinque.
Sobre el contenido de esta disposición pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis DT 6
A primera vista, lo más destacable de este precepto es su naturaleza formal o, mejor dicho,
procedimental. No sólo estamos frente a una disposición transitoria, con todo lo que ello implica,
sino que además posee un contenido puramente instrumental, esto es, el establecimiento de una
máxima procedimental, ya utilizada y conocida en el ordenamiento jurídico en sentido amplio, prior
tempore potior iure. Máxima que resultaría aplicable a la elaboración y redacción de los dictámenes
de los proyectos de Estatutos de Autonomía.
El análisis de esta Disposición transitoria hace obligada la conexión con los otros preceptos
constitucionales que se refieren a la elaboración de los Estatutos de Autonomía, como son los
artículos 146 y 152.1 CE, este último relativo a los que se tramitan por procedimiento especial. Y,
por otro lado, con los artículos 136 a 138 del Reglamento del Congreso y 143 del Reglamento del
Senado.
No encontramos en el marco del derecho comparado antecedentes respecto de este precepto. Y,
por lo que a la génesis parlamentaria del mismo respecta, cabe observar que el Texto del
Anteproyecto de Constitución (BOCG, de 5 de enero de 1978) señalaba, en su disposición
transitoria cuarta que, "Cuando se remitieren a la Comisión Constitucional varios proyectos de
Estatutos se dictaminarán por el orden de entrada en aquél, y el plazo de dos meses a que se refiere
el artículo 131.2, empezará a contar desde que la Comisión termine el estudio del proyecto o
proyectos de que sucesivamente haya conocido." Esta redacción se modificaría con posterioridad en
el Informe de la Ponencia (BOCG, de 17 de abril de 1978), en el que se añadía un párrafo nuevo
otorgando prioridad a aquellos proyectos de Estatutos de Autonomía provenientes de Comunidades
Autónomas que ya gozaban de un régimen de cierta autonomía provisional antes de la vigencia de
la Constitución. Fue el Grupo parlamentario Minoría Catalana el que interpuso una enmienda
recogiendo el nuevo párrafo, "1. Cuando se remitieran a la Comisión de Constitución del Congreso
varios proyectos de Estatuto, se dictaminarán por el orden de entrada en aquélla, y el plazo de dos
meses a que se refiere la Disposición adicional empezará a contar desde que la Comisión termine el
estudio del proyecto o proyectos de que sucesivamente haya conocido. 2. Tendrán prioridad los
proyectos de Estatuto procedentes de Comunidades Autónomas dotadas de un régimen provisional
antes de la entrada en vigor de la presente Constitución y, de entre éstos, aquellos a los que se
hubiera conferido dicho régimen con anterioridad."
Este párrafo no llegó a incorporarse definitivamente y ello debido a la enmienda que presentaría
el Grupo parlamentario de UCD, concretamente a cargo del diputado Meilán Gil (DS, n. 93, de 20
de junio de 1978) que estimaba excesivo y reiterativo, así como innecesario el tenor del mismo. Sí
resultó interesante, en la votación de la referida enmienda, la abstención del Grupo parlamentario
catalán puesto que tal párrafo constituía cierto "refuerzo" a la prioridad de la vía especial en la
tramitación de los proyectos estatutarios.
La redacción definitiva se alcanzó en la Comisión Constitucional del Congreso (BOCG, de 1 de
julio de 1978) manteniéndose sin cambios posteriormente.
Esta disposición que nos ocupa se aplicaría, por tanto, a los proyectos de Estatutos de Autonomía
tramitados según aplicación directa del 151.2 de la CE, como fue el caso de la Comunidad
Autónoma de Andalucía; y a aquéllos que lo hicieron por aplicación de la disposición transitoria
segunda, esto es, País Vasco, Cataluña y Galicia.
Sobre el contenido de esta disposición pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis DT 7
La Disposición Transitoria séptima debe entenderse en relación con otros preceptos
constitucionales, como los comprendidos en los artículos 2, 137, 143, 144, 146 y 151, así como la
Disposición Transitoria primera.
En cuanto al íter parlamentario de este precepto, cabe subrayar que en el Anteproyecto de
Constitución (BOC, de 5 de enero de 1978) la Disposición Transitoria tercera decía en su párrafo
segundo, "Una vez aprobados los Estatutos de Autonomía conforme a lo establecido en el artículo
131, los órganos provisionales se considerarán disueltos". Por su parte, el Informe de la Ponencia
(BOC, 17 de abril de 1978) declaraba que en la Disposición Transitoria sexta "Los organismos
preautonómicos se considerarán disueltos en los siguientes casos: a) Una vez constituidos los
órganos que establezcan los Estatutos de Autonomía aprobados conforme a la Disposición
Adicional; b) En el supuesto de que el Estatuto de Autonomía no llegara a ser aprobado por los
trámites y con los requisitos que establece la Constitución; c) si el Organismo Preautonómico no
hubiera ejercido el derecho que le reconoce la Disposición Adicional en el plazo de un año.
Como se desprende de la referida redacción tan sólo el plazo del tercer apartado y la numeración
del artículo recogido en el segundo, fueron objeto de cambio en la vigente redacción. Esta última se
alcanzó mediante una enmienda in voce que presentó el Diputado Meilán Gil, desde el Grupo
parlamentario de UCD, en la Comisión de Asuntos Constitucionales del Congreso de los Diputados
(DSCD, n. 93, de 20 de junio de 1978). Dicha enmienda fue aprobada por los 34 miembros
presentes en la Comisión. Posteriormente, la votación en el Pleno obtuvo, 16 abstenciones y 245
votos favorables. En la Cámara alta, la Comisión Constitucional la aprobó con 23 votos a favor y 2
abstenciones, finalmente confirmada su aprobación en el Pleno por 184 votos favorables y una
abstención.
A la muerte del General Franco, España se encuentra ante la necesidad de afrontar, entre otros,
un grave problema, como es el de la transformación de un Estado centralizado en un Estado
autonómico. La afirmación y elaboración de las Autonomías territoriales ha sido una complejísima
y delicada operación, que aún hoy suscita problemas y desde sus orígenes de modo especial en
Cataluña y País vasco. La urgencia, exigencias y reivindicaciones autonómicas no se produjeron por
igual en todos los territorios y ello hizo que los territorios quisieran implantar regímenes
preautonómicos, expresión que tuvo que inventarse. Resulta a estos efectos muy significativo el
Preámbulo del Real Decreto Ley 41/1977, de 29 de septiembre, sobre el restablecimiento
provisional de la Generalidad de Cataluña: "El Gobierno proclamó en su declaración programática
la necesidad de la institucionalización de las autonomías, anunciando la posibilidad de acudir a
fórmulas de transición desde la legalidad vigente." Un Decreto de la Presidencia de la Generalidad
de 28 de abril de 1931 señalaba que, mientras no se aprobase el Estatuto de Autonomía catalán se
crearía para Cataluña un Consejo o Gobierno provisional y una Asamblea de representantes de los
municipios, que se llamaría Diputación provisional de la Generalidad y de la que también
participarían unos comisarios que actuarían como delegados de tal Consejo en las competencias
propias de las Diputaciones provinciales.
En el proceso de elaboración de los regímenes preautonómicos, muchos Reales Decretos Leyes
se fueron elaborando, entre ellos cabe mencionar el Real Decreto 382/1977, de 18 de febrero,
relativo a la creación de órganos preautonómicos para Cataluña; el Real Decreto Ley 18/1977, de 4
de marzo, de restauración de las Juntas Generales de Guipúzcoa y Vizcaya, que serían las entidades
de participación de esas provincias a través de sus municipios en el Gobierno provincial. También el
Real Decreto 1611/1977, de 2 de junio regulador de la organización y funcionamiento de las Juntas
Generales de Álava; Real Decreto Ley 7/1978 y Real Decreto 474/1978, de 16 de marzo para
Galicia; R.D.-L. 8/1978 y R.D. 475/1978, de 17 de marzo para Aragón; R.D.-L. 9/1978 y Real
Decreto de desarrollo 476/1978, de 17 de marzo para Canarias; R.D.-L. 10/1978 y R.D. 477/1978,
de 17 de marzo, modificado por R.D.-L. 12/1981, de 20 de agosto; R.D.-L. 11/1978 y R.D.
832/1978, de 27 de abril para Andalucía; R.D.-L. 18/1978 y R.D. 1517/1978, de13 de junio para el
Archipiélago Balear; R.D.-L. 19/1978 y R.D. 1518/1978 de 13 de junio para Extremadura; R.D.-L.
20/1978 y R.D. 1519/1978, de 13 de junio para Castilla y León; R.D.-L. 29/1978 y R.D. 2405/1978,
de 29 de septiembre para Asturias; R.D.-L. 30/1978, de 27 de septiembre y R.D. 2406/1978, de 29
de septiembre para Murcia y, por último, el 31 de octubre de 1978, mediante el Real Decreto Ley
32/1978 y R.D. 2692/1978, de 31 de octubre, accedía al régimen preautonómico Castilla-La
Mancha. Todas las provincias, menos Madrid y Navarra, habían accedido a un régimen
preautonómico.
La Constitución de 1978 se refiere a las preautonomías con una terminología dispar. Así, la
Disposición Transitoria primera habla de "órganos colegiados superiores" de los regímenes
provisionales de autonomía; la Disposición Transitoria segunda dice, "órganos preautonómicos" y la
séptima utiliza la expresión "organismos provisionales autonómicos".
Ahora bien, esta última se refiere a las posibles causas de extinción de los regímenes
preautonómicos, contemplándolas en los tres sucesivos apartados. No obstante, los Reales Decretos
instauradores del sistema preautonómico contemplaban una cuarta causa de extinción que omite
nuestra Constitución: por decisión del Gobierno, por razones de seguridad del Estado (art. 8 del
R.D.L. 41/1977, de 29 de septiembre; reproducido casi literalmente en los sucesivos Decretos leyes
ya mencionados)
En relación a la primera causa de extinción, esto es, la constitución de los órganos que
establezcan los Estatutos de Autonomía aprobados conforme a la Constitución, no se puntualiza el
momento exacto en el que debe producirse tal extinción, ni qué órganos concretos debían instituirse
para que operase este mecanismo. La experiencia revela que en Cataluña, Asturias, País Vasco,
Aragón y Castilla-La Mancha, tal extinción operaría al elegirse el Presidente de las respectivas
Comunidades y al constituirse, consecuentemente, sus respectivas Asambleas o Parlamentos. Así lo
confirman los propios Estatutos de Autonomía, (Disposición Transitoria tercera, apartado cuarto,
del Estatuto de Castilla-La Mancha aprobado por LO 9/1982, de 10 de agosto); Disposición
Transitoria segunda, apartado quinto del Estatuto de la Región de Murcia aprobado por LO 4/1982,
de 4 de junio; Disposición Transitoria segunda, apartado séptimo, del Estatuto de Aragón, aprobado
por LO 8/1982, de 10 de agosto; Disposición Transitoria quinta apartado séptimo del Estatuto
catalán, aprobado por LO 4/1979, de 18 de diciembre;
En Galicia, Andalucía, Canarias, Extremadura y Castilla-León, los textos estatutarios señalan
que la disolución de los órganos preautonómicos se producirá con la elección de los organismos
autónomos de naturaleza institucional, esto es, los Parlamentos, Presidentes de Comunidad y Juntas
o Gobiernos correspondientes. Así lo confirman, la Disposición Transitoria segunda, apartado
segundo del Estatuto gallego, (LO 1/1981, de 6 de abril); la Disposición Transitoria quinta, apartado
primero del Estatuto andaluz, (LO 6/1981, de 30 de diciembre); en el caso extremeño, estas
Disposiciones Transitorias, referidas a la extinción de los órganos preautonómicos, han sido
derogadas, puesto que la LO 1/983, de 25 de febrero, fue reformada por LO 12/1999, de 6 de mayo;
el Texto estatutario de Canarias, aprobado por LO 10/1982, de 10 de agosto, se refiere
indirectamente a tal extinción en su Disposición Transitoria quinta; La Disposición Transitoria
primera en su apartado cuarto, regula lo relativo a extinción preautonómica para Castilla-León,
cuyo Texto estatutario se aprobó por LO 4/1983, de 25 de febrero.
En otro orden de cosas, la segunda modalidad de disolución de organismos preautonómicos, esto
es, el supuesto de no cumplimiento de los requisitos del 143, en la práctica no se ha producido
nunca. Lo mismo puede decirse respecto del supuesto de no ejercicio, por el organismo
correspondiente, del derecho reconocido por la Disposición Transitoria primera en un plazo de tres
años, que tampoco se ha dado en ningún caso. Es más, la realidad demuestra que antes de la
expiración de tal plazo, todos los órganos preautonómicos ya habían ejercido el derecho a iniciar el
proceso de transformación.
Sobre el contenido de esta disposición pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis DT 8
La peculiaridad del proceso constituyente español de 1978, derivado de la aprobación de la Ley
para la Reforma política como instrumento de transformación de la anterior legalidad vigente,
aconsejaba incluir en la Constitución un precepto del tenor de la Disposición transitoria octava que
por esas mismas circunstancias históricas en las que se elabora no tiene auténticos antecedentes en
la historia constitucional española. Del mismo modo, tampoco es fácil encontrar ejemplos en
Derecho comparado que sirvieran de modelo al constituyente español en este tema. No obstante, sí
se pueden señalar Constituciones que incorporaron previsiones reguladoras de la situación derivada
de la aprobación de nuevos textos constitucionales. En este sentido, pueden citarse el art. 137.2 de
la Ley Fundamental de Bonn, el art. 90 de la Constitución francesa de 1958, derogado por Ley
Constitucional de 4 de agosto de 1995, o la Disposición transitoria y final XVII de la Constitución
italiana de 1947.

En el Anteproyecto de Constitución elaborado por la Ponencia no se incluía ningún texto semejante


a esta Disposición transitoria. La iniciativa de la que surgió fue la enmienda 779, del Grupo
Centrista en el Congreso según la cual "las Cámaras que han aprobado la presente Constitución
asumirán, tras la entrada en vigor de la misma, las funciones y competencias que en ella se señalan,
respectivamente, para el Congreso y el Senado. Su mandato ordinario será el previsto en el texto
constitucional para una y otra y se computará desde la fecha de constitución de las mismas. En el
caso de disolución anticipada, de acuerdo con lo previsto en el artículo 93, y si no se hubiera
desarrollado legalmente lo previsto en los artículos 59 y 60, serán de aplicación para las elecciones
las normas vigentes con anterioridad". Dicha enmienda fue aprobada por la Ponencia con la
oposición comunista que defendía un voto particular por el que "antes del 31 de diciembre del año
en curso se procederá a la disolución de las actuales Cortes y se convocarán elecciones generales
para constituir el Congreso de los Diputados y el Senado, según lo previsto en la presente
Constitución". En el Informe de la Ponencia de 17 de abril de 1978 aparece la Disposición
transitoria séptima con el texto de la enmienda centrista sustituyendo la referencia al art. 93 por el
nuevo 107 y la de los arts. 59 y 60 que pasaron a ser los arts. 63 y 64. Hay que decir además que el
texto centrista se dividía ahora en dos párrafos, el segundo referido al supuesto de la posible
disolución anticipada. En el seno de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas
del Congreso se presentaron al texto varias enmiendas, siendo aprobadas las presentadas por los
Grupos Centrista y Socialista del Congreso. La primera trataba de acomodar las normas electorales
entonces vigentes a lo dispuesto en la Constitución en el tema de la edad para votar y en la
supresión de la incompatibilidad de ciertos cargos para poder presentarse a las elecciones. La
segunda pedía la supresión del segundo inciso del párrafo primero. El texto resultante tras su paso
por la Comisión fue la supresión del citado segundo inciso del párrafo primero y la introducción al
final del segundo párrafo de la frase "con las solas excepciones de que en lo referente a
incompatibilidades se aplicará directamente lo previsto en el segundo inciso del párrafo b) del
número 1 del artículo 65 de la Constitución, así como lo dispuesto en la misma respecto a la edad
para el voto". El texto es aprobado sin modificaciones en el Pleno del Congreso tras rechazar dos
enmiendas de Alianza Popular y del Grupo Comunista. En el Senado se presentaron varias
enmiendas, algunas sólo relativas a cuestiones terminológicas. Quedó aprobada en la Comisión de
Constitución una presentada por el Grupo de Unión de Centro Democrático incluyendo en el
apartado segundo una referencia a las inelegibilidades en relación con el régimen electoral. El Pleno
del Senado mantuvo el texto aprobado en la Comisión de Constitución. Por último, la Comisión
Mixta, excediéndose de su auténtica labor de conseguir un acuerdo en caso de discrepancias entre
los textos aprobados en el Congreso y en el Senado, introdujo en el precepto importantes cambios.
Por una parte, modificaría los dos apartados que integraban hasta entonces la Disposición y, en
segundo lugar, añadía un nuevo párrafo que sería el segundo del texto definitivo.
El interrogante que ofrecía la doble alternativa del inciso final del párrafo segundo de la
Disposición transitoria octava CE fue resuelto por la aplicación del art. 115 CE y consiguiente
disolución de las Cámaras y convocatoria de elecciones generales a celebrar el 1 de marzo de 1979
mediante el Real Decreto 3073/1978, de 29 de diciembre.
El Tribunal Constitucional ha mencionado esta Disposición transitoria en relación a la regulación
del régimen electoral. Así, en la STC 72/1984, de 14 de junio, se dice que "la Ley Electoral está
prevista en la Constitución como una de las Leyes necesariamente llamadas a desarrollarla. Se
deduce así, sin gran dificultad, de la lectura del artículo 70, y se deduce igualmente de la
disposición transitoria 8ª.3" (FJ5). Ya con anterioridad, la STC 45/1983, de 25 de mayo, aludía a la
ley electoral prevista en el art. 70.1 CE y que en aquel momento (mayo de 1983) "no ha sido
promulgada, cumpliendo, mientras tanto, esta función el Real Decreto-ley 20/1977, en los términos
que dice la transitoria octava (regla tres) de la CE" (FJ4).
En cuanto a la bibliografía, hay que citar los trabajos de Fernández Segado y Santaolalla López.

Sinopsis DT 9
1.- PRECEDENTES Y DERECHO COMPARADO.
No existen precedentes de rango constitucional para esta disposición, incorporada en el
Dictamen de la Comisión Constitucional del Senado, toda vez que, si bien el art. 122 de la
Constitución de 1931 establece la composición del Tribunal de Garantías Constitucionales, no se
dispone nada sobre el régimen transitorio de su renovación, regulación que se abordó en su Ley
Orgánica de 14 de junio de 1933. En cambio, en el derecho comparado la disposición transitoria
séptima de la Constitución italiana de 1947, en su párrafo 3º, aborda someramente el problema de la
renovación parcial al disponer que los jueces nombrados para la primera composición de la Corte
no estuvieran sometidos a la primera renovación y que su cargo no durara doce años. En su
desarrollo, la ley constitucional de 11 de marzo de 1953 estableció que, transcurridos nueve años
desde el nombramiento de los primeros Magistrados, se sortearía un grupo de seis miembros de los
quince totales - dos por cada grupo de procedencia electiva - que serían inmediatamente sustituidos.
La renovación parcial en el país trasalpino, se suprimió, sin embargo, por ley constitucional núm. 2,
de 22 de noviembre de 1967. En Francia, el art. 91.7 de la Constitución de 1958 regula una
Comisión que debía ejercer las funciones del Consejo Constitucional hasta que éste se constituyese.
Es la Ordenanza Orgánica 58-1067, de 7 de noviembre de 1958 la que establece el sistema
transitorio de las renovaciones parciales, para lo que optó por fijar desde el principio qué miembros
iban a ver recortado su mandato.

2.- ELABORACIÓN DEL PRECEPTO.


La disposición transitoria novena fue introducida en el Dictamen de la Comisión de Constitución
del Senado, tras un debate en el que entraron en juego hasta tres enmiendas diferentes, presentadas
respectivamente por el Sr. Villar Arregui, en nombre del Grupo Parlamentario Progresistas y
Socialistas Independientes, y los Grupos de Unión de Centro Democrático y Socialistas del Senado.
Todas ellas coincidían en la necesidad de dar inmediata aplicación al principio de renovación
parcial de los miembros del Tribunal prevista en el art. 159.3, posición a la que se opuso la
enmienda in voce presentada por el Sr. Ollero Sánchez, según la cual debía asegurarse a todos los
Magistrados una permanencia mínima de seis años tras los cuales se iniciaría el sistema de
renovaciones parciales. Sin embargo, presentaban notables diferencias en dos aspectos importantes.
En primer término, el momento en que debían identificarse los Magistrados que iban a ver reducido
su mandato, bien al inicio de sus funciones o transcurridos los plazos de tres y seis años
correspondientes a la primera y la segunda renovación parcial. La primera alternativa era la
manejada por la enmienda 101 del Senador Villar Arregui, que era la que, a la postre iba a ser
asumida, mientras que la enmienda 1093, del Grupo socialista optaba por la segunda. Nada preveía
la ambigua enmienda 768 de UCD, que, en último término, decayó por adherirse el Grupo
proponente a la enmienda del Grupo Progresistas y Socialistas Independientes.
La segunda cuestión planteada era la de cómo agrupar los cuatro magistrados que se irían
renovando cada trienio. Dejando a un lado la propuesta del Grupo centrista, que planteaba una
división que atendiese a la calificación de origen de los miembros del Tribunal, distinguiendo entre
los que ostentasen la condición de Magistrados y los que, por el contrario fuesen juristas o
profesionales del derecho, la discusión se centró en torno a los modelos ofrecidos por las otras dos
iniciativas. La del Grupo socialista planteaba que en cada grupo de cuatro magistrados se incluyese
uno de los designados por el Gobierno, otro de los nombrados por el Consejo General del Poder
Judicial y otro de los elegidos por cada una de las dos Cámaras del legislativo. Esta opción, que
hubiese planteado problemas debido a que tanto el Gobierno como el Consejo sólo nombraban a
dos magistrados cada uno, fue finalmente desechada a favor de la opción de agrupar a los
magistrados por tercios homogéneos atendiendo al órgano que los nombró, uniéndose, a estos solos
efectos, los escogidos por el Ejecutivo y el Consejo General del Poder Judicial.

3.- DESARROLLO Y APLICACIÓN.


El desarrollo de las previsiones constitucionales conoció, no obstante, una cierta variación de la
fórmula inicialmente prevista, eso sí, sin desvirtuar el texto contenido en la Ley Fundamental. En
este sentido, el art. 16.2 de la LO 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional dio la pista
de lo que en definitiva había de suceder, al permitir a sensu contrario que los magistrados que no
hubieran ejercido su función durante más de tres años fuesen reelegibles de manera inmediata. Del
mismo modo, el apartado 2º de la disposición transitoria tercera declaraba inaplicable la regla de la
prohibición de reelección inmediata a los miembros que cesasen en sus cargos a los tres años de su
nombramiento en virtud de la disposición transitoria novena de la Constitución. Consecuentemente,
los miembros del Tribunal que por sorteo debían ser sustituidos tras la primera renovación pudieron
ser propuestos para un mandato completo de nueve, acumulando de esta manera doce años de
funciones efectivas.
El primer procedimiento de renovación se inició con el preceptivo sorteo, cuatro meses antes de
la expiración del plazo de tres años, según lo prevenido en el apartado 1 de la disposición transitoria
tercera de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y supuso la renovación en bloque de los
cuatro magistrados afectados, acordada por el Congreso de los Diputados, en su sesión plenaria de
27 de septiembre de 1983 (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, II Legislatura, núm.
58, de 27 de diciembre de 1983, págs. 2734 y ss.). Gracias a ellos continuaron en sus cargos los
Sres. Díez de Velasco, Truyol y Serra, Rubio Llorente y Tomás y Valiente, todos ellos designados
por el Congreso de los Diputados.
La prórroga no se siguió ya con ocasión de la segunda renovación, acaecida en 1986, lo que
significó la pérdida de la condición de miembros del Tribunal de magistrados que disfrutaron de su
condición sólo durante seis años. Además de las renovaciones correspondientes a los Magistrados
designados por el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial, se procedió a la de otros dos
miembros, elegidos, respectivamente, por el Congreso de los Diputados y el Senado, una suerte de
renovación parcial que ha implicado a partir de entonces que el nuevo magistrado haya gozado sólo
de la parte de mandato restante hasta la renovación del resto del grupo de procedencia. Desde 1989,
las sucesivas renovaciones han seguido ya el procedimiento general del art. 159.3 CE y 16 LOTC,
con la única particularidad reseñable de la acumulación, por falta de acuerdo en el órgano
encargado de la designación, de retrasos de cierta consideración que, sin embargo, no han afectado
demasiado al funcionamiento de la Institución en virtud de la prudente previsión del art. 17.2
LOTC, que dispone la continuación de los Magistrados salientes en el ejercicio de sus funciones
hasta la toma de posesión de quienes hayan de sucederles.
Sobre el contenido de esta disposición pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis DD
I. Partiendo del concepto de derogación como la acción y el efecto de la cesación de la vigencia de
una norma, producida por la aprobación y entrada en vigor de una norma posterior que elimina, en
todo o en parte, su contenido, o lo modifica sustituyéndolo por otro, la introducción de una
Disposición Derogatoria en nuestra Constitución constituye uno de los elementos que han sido
subrayados por la doctrina en la consideración de la Constitución como una norma jurídica.
En cuanto a la fórmula derogatoria, la Constitución ha sumado las dos formas que existen para
formular disposiciones derogatorias: la de enumeración de las normas que se derogan y la
derogación general.
Por lo que se refiere, en primer lugar, a la fórmula enumeradora, la Disposición, en su párrafo 1,
actúa en dos fases. Primeramente deroga, de manera clara, la Ley para la Reforma Política, puesto
que la misma cumplió su objetivo con la aprobación de la Constitución. Pero, además, aclara que se
derogan las llamadas Leyes Fundamentales de la etapa franquista, en tanto no estuvieran ya
derogadas por aquélla, la cual, efectivamente tuvo un contenido material limitado.
Más extraña resulta la inclusión de las Leyes de 25 de octubre de 1839 y de 21 de julio de 1876,
que se contiene en el apartado 2. Garrido Falla ha subrayado las razones políticas que determinaron
la inclusión de este apartado, no incluido en el Informe de la Ponencia Constitucional. Se quiso dar
una significación simbólica al precepto, por entender que las referidas normas decimonónicas
significaron la victoria de uno de los bandos en las luchas fraticidas del siglo XIX.
Efectivamente, la Ley de 1839 fue el punto de partida para el sistema de concierto económico
consecuencia del reconocimiento de los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra. Por lo que
se refiere a Navarra, se dictó la Ley de 16 de agosto de 1841, base del régimen foral vigente. En
cuanto a las otras provincias, la ley no llegó a ejecutarse, aboliéndose por la Ley de 21 de julio de
1876 los antiguos fueros y estableciendo la obligación de dichas provincias de contribuir al
sostenimiento de las cargas del Estado, aunque también es cierto que sentó las bases de un sistema
de conciertos que en algún caso, como el de Álava, llegó hasta la Constitución.
II. Examinados los dos primeros apartados, las cuestiones de naturaleza jurídico-constitucional más
importantes se plantean en torno a la cláusula final derogatoria del apartado 3. La misma fue
introducida en el Informe de la Ponencia Constitucional y se mantuvo a lo largo del proceso de
elaboración de la Constitución.
El precepto, aunque tal vez superfluo desde el punto de vista teórico, es utilizado por primera
vez en nuestro derecho constitucional y no puede tener otro sentido que el de subrayar la eficacia
normativa que la Constitución tiene.
Efectivamente, con carácter general puede señalarse que la Constitución es la norma
fundamental y fundamentadora de todo el ordenamiento jurídico. Su carácter de Ley posterior da
lugar a la derogación de las leyes y disposiciones anteriores opuestas a la misma, es decir, a la
pérdida de vigencia de tales normas para regular situaciones futuras.
Pero, por otro lado, su naturaleza de Ley superior se refleja, como ha dicho el Tribunal
Constitucional en su STC 9/1981, de 31 de marzo de 1981, en la necesidad de interpretar todo el
ordenamiento de conformidad con la Constitución, y en la inconstitucionalidad sobrevenida de
aquellas normas anteriores incompatibles con ella. Inconstitucionalidad sobrevenida que afecta a la
validez de la norma y que produce efectos de significación retroactiva mucho más intensos que los
derivados de la mera derogación.
El problema jurídico que se plantea, por tanto, en virtud de este apartado 3 de la Disposición
Derogatoria es que si una Ley anterior a la Constitución contradice el contenido de ésta, hay que
determinar si se está ante un problema de derogación o de inconstitucionalidad sobrevenida, con el
consiguiente de la competencia de los Tribunales ordinarios o del Tribunal Constitucional.
La solución a estos problemas en el derecho comparado ha sido estudiada por la doctrina a la luz
de los textos constitucionales.
La doctrina alemana, con autores como Alessi, ha señalado que las normas anteriores al texto
constitucional que sean contrarias al mismo, no serán inconstitucionales, pero carecerán de vigencia
porque estarán derogadas, tal y como se deduce de la lectura a sensu contrario del artículo 123 de la
Ley Fundamental de Bonn. Precepto conforme al cual, tras la entrada en vigor de la misma seguirán
en vigor todas aquellas disposiciones anteriores que no contradigan lo en ella dispuesto. Opción
doctrinal que se fundamenta en el hecho de que el Tribunal Constitucional Federal ha declarado en
reiteradas ocasiones, en relación con las leyes dictadas con anterioridad a 1949, que la Constitución
se relaciona con ellas no en términos de inconstitucionalidad, sino en términos de derogación y que,
por lo tanto, los posibles conflictos deberán ser resueltos mediante la aplicación de los criterios de
jerarquía, competencia y temporalidad utilizados para componer los conflictos normativos en
general.
Asimismo, ha afirmado que corresponde a los Tribunales ordinarios la comprobación de la
adecuación de las normas preconstitucionales al texto constitucional y la inaplicación de las mismas
en caso de ser necesaria, independientemente del rango legal o no de la disposición creadora de la
controversia.
Esta posición, sin embargo, no es compartida por la doctrina italiana. Calamandrei, afirma que
las leyes aprobadas con anterioridad a 1947 que se opongan a lo dispuesto en la Constitución de
dicha fecha, adolecen de inconstitucionalidad aunque ésta sea, por motivos obvios, sobrevenida. De
forma coherente con este planteamiento, afirman que sólo el Tribunal Constitucional podrá decidir
sobre la adecuación o no a la Carta Magna de una disposición determinada, independientemente de
que la misma haya sido dictada con anterioridad a 1947.
La Constitución española de 1978 dispone literalmente en el apartado 3 de su Disposición
Derogatoria que "... quedarán derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta
Constitución". Precepto del que parece deducirse que nuestro constituyente opta por la solución
alemana de entender que nuestra Carta Magna se relaciona con las leyes anteriores en términos de
derogación.
Sin embargo, parte de la doctrina con autores como Sánchez Agesta u Ollero importó a nuestro
ordenamiento jurídico la noción de inconstitucionalidad sobrevenida típicamente italiana.
Controversia ésta zanjada por el Tribunal Constitucional desde su primera sentencia, dictada el 2
de febrero de 1981 STC 4/1981 , en la que establecía literalmente que "... la peculiaridad de las
leyes preconstitucionales consiste, por lo que ahora nos interesa, en que la Constitución es una ley
superior, criterio jerárquico, y posterior, criterio temporal. Y la coincidencia de ese doble criterio da
lugar -de una parte- a la inconstitucionalidad sobrevenida y consiguiente invalidez, de las que se
opongan a la Constitución, y -de otra- a su pérdida de vigencia a partir de la misma para regular
situaciones futuras, es decir, a su derogación."
Justificación sobre la que el propio Tribunal procedió a delimitar qué órgano era competente a la
hora de enjuiciar la constitucionalidad de las leyes constitucionales diciendo que: "Así como frente
a las leyes postconstitucionales el Tribunal ostenta un monopolio para enjuiciar su conformidad con
la Constitución, en relación a las preconstitucionales, los Jueces y Tribunales deben inaplicarlas si
entienden que han quedado derogadas por la Constitución, al oponerse a la misma; o pueden, en
caso de duda, someter este tema al Tribunal Constitucional por la vía de la cuestión de
inconstitucionalidad."
Sobre el contenido de esta disposición pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

Sinopsis DF
I. El anteproyecto de Constitución, recogido en el informe de la Ponencia publicado en el Boletín
Oficial de las Cortes de 17 de abril de 1978, contenía como Disposición Final el siguiente Precepto:
"Esta Constitución entrará en vigor el mismo día de la publicación de su texto oficial en el Boletín
Oficial del Estado y se publicará en las demás lenguas de España."
El precepto permaneció idéntico en su contenido y con una forma similar a lo largo de los
diferentes textos que van saliendo de Comisión y Pleno, primero en el Congreso y luego en el
Senado, así como de la Comisión Mixta. Efectivamente, las únicas diferencias son, en primer lugar,
la inclusión de "también", para expresar que además de en Castellano (que se da, lógicamente, por
supuesto), se publicará en las demás lenguas de España. Como puede apreciarse, el contenido
material del precepto permanece idéntico, pues en una u otra forma se está expresando lo que se
quiere expresar, la voluntad del constituyente de que no se publique sólo en la lengua castellana,
oficial en todo el territorio del estado español, sino también en el resto de las lenguas españolas.
La segunda diferencia la constituye, por mejora técnica, la colocación de un punto y seguido en
el lugar en que anteriormente existía una "y", lo cual, también, como puede apreciarse, no afecta en
nada a la voluntad constituyente.
Una vez aprobado el Texto por la Comisión Mixta, y ratificado por el referéndum del pueblo
español el día 6 de diciembre, fecha en la que en toda España se conmemora la Constitución, fue
sancionada por S.M. el Rey el día 27 de diciembre en el Palacio del Congreso de los Diputados.
También la firmaron el Presidente de las Cortes Generales, el Presidente del Congreso de los
Diputados, el Presidente del Senado, así como los demás miembros de las Mesas de ambas
Cámaras, Congreso y Senado.
Finalmente, en el número 311 del Boletín Oficial del Estado, el día 29 de diciembre se publicó la
Constitución en seis fascículos, cada uno correspondiente a una lengua.
Hay que subrayar, llegados a este punto, que cuando se aprobó la Constitución no estaban
determinadas jurídicamente las "demás lenguas de España" y, por lo tanto, la publicación las
concretó de una manera fáctica: Castellano, Balear, Catalán, Gallego, Valenciano y Euskera,
cumpliéndose así lo dispuesto en la propia Disposición Final de la Norma.
Con posterioridad a la aprobación de la Constitución, los Estatutos de Autonomía de diferentes
Comunidades Autónomas han ido recogiendo las distintas lenguas que conviven en el territorio
español.
Así, el Estatuto de Autonomía del País Vasco establece en su artículo 6.1 que "El Euskera,
lengua propia del Pueblo vasco, tendrá, como el castellano, carácter de lengua oficial en Euskadi, y
todos sus habitantes tienen el derecho a conocer y usar ambas lenguas."
Por su parte, el artículo 3.1 del Estatuto de Autonomía Catalán dice que "La lengua propia de
Cataluña es el catalán."
El artículo 5.1 del Estatuto de Galicia establece que "La lengua propia de Galicia es el gallego."
En cuanto al Estatuto de Autonomía de Asturias, en su artículo 1.1 se dice "El bable gozará de
protección."
Por lo que se refiere a la Comunidad Autónoma valenciana, el artículo 7.1 señala que "Los dos
idiomas oficiales de la Comunidad Autónoma son el valenciano y el castellano. Todos tienen
derecho a conocerlos y a usarlos."
El Estatuto de Autonomía de Aragón establece en su artículo 7, inciso primero, que "Las lenguas
y modalidades lingüísticas propias de Aragón gozarán de protección."
La Ley de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de Navarra determina en el
artículo 9.1 que "El castellano es la lengua oficial de Navarra", y en el 9.2 añade que "el vascuence
tendrá también carácter de lengua oficial en las zonas vascoparlantes de Navarra."
Finalmente, el Estatuto de Autonomía de las Illes Balears dice en el artículo 3.1 "La lengua
catalana, propia de las Illes Balears, tendrá, junto con la castellana, el carácter de idioma oficial."
Cuando se reformó el artículo 13.2 de la Constitución, en 1992 existía, a diferencia de en 1978,
la legalidad estatutaria expuesta. La reforma se publicó en Euskera, Catalán, Gallego y Valenciano,
es decir, además de en Castellano, en el resto de lenguas que son oficiales en las Comunidades
respectivas.
II. En cuanto a la aplicación retroactiva de la Constitución, hay que partir de la regla establecida en
el artículo 2 del Código Civil, según la cual las leyes no tendrán efecto retroactivo si no dispusieren
lo contrario, así como del propio tenor de esta Disposición Final que estableció que la Constitución
entraría en vigor "el mismo día de la publicación de su texto oficial en el Boletín Oficial del
Estado". Por otro lado, en ningún otro lugar del Texto constitucional existe precepto alguno que
establezca su retroactividad para situaciones que hayan agotado sus efectos con anterioridad a la
entrada en vigor de la misma.
A pesar de lo anterior y de que, por tanto, no sería admisible una retroactividad de grado
máximo, también es cierto que la Constitución tiene la significación primordial de establecer un
orden de convivencia, singularmente en relación con derechos fundamentales y libertades públicas,
debiendo por ello reconocerse que puede afectar a actos posteriores a su vigencia que deriven de
situaciones creadas con anterioridad. Así, la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, en su
Disposición Transitoria Segunda,1, inciso final, estableció una débil eficacia retroactiva al
establecer "Los plazos previstos en esta Ley para interponer el recurso de inconstitucionalidad o de
amparo o promover un conflicto constitucional comenzarán a contarse desde el día en que quede
constituido el Tribunal de acuerdo con la disposición transitoria anterior, cuando las Leyes,
disposiciones, resoluciones o actos que originen el recurso o conflicto fueran anteriores a aquella
fecha y no hubieran agotado sus efectos".
Por su parte, el Tribunal Constitucional en la Sentencia STC 43/1982, de 6 de julio de 1982,
dictada en el Recurso de Amparo número 164/1980, señaló: "Pero lo que aquí se nos solicita
implica una retroactividad del tipo de la que la doctrina ha calificado como retroactividad en grado
máximo, esto es, aquella que exigiría la aplicación retroactiva de una norma, en el presente caso el
artículo 14 de la Constitución, a una relación jurídica básica y a sus efectos sin tener en cuenta que
aquélla fue creada y éstos ejecutados bajo el imperio de la legalidad anterior, pues aunque algunos
de éstos no se hayan agotado aún, lo que se nos pide es la anulación de la sentencia que confirmó el
retiro del recurrente y una retroactividad de esta intensidad no tiene base en ningún precepto
constitucional y no podría tenerla, puesto que la aplicación de la Constitución al pasado en los
términos solicitados por el recurrente iría contra la misma seguridad jurídica que su artículo 9.3
garantiza. Sólo el legislador ordinario por la vía de la legislación de amnistía ha querido y podido
resolver determinadas situaciones producidas al amparo del régimen político anterior, pero tal
legislación ni ha sido aquí invocada ni guarda relación con el caso presente, en el cual lo que se nos
pide es la aplicación retroactiva del artículo 14 de la Constitución, y como ésta no es posible por no
estar permitida por la misma Constitución, la pretensión del recurrente ha de entenderse
desestimada."
Sobre el contenido de esta disposición pueden consultarse, además, las obras citadas en la
bibliografía que se inserta.

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