You are on page 1of 4

El PAÍS- ENTREVISTA

La musa del cine europeo


Liv Ullmann, la actriz noruega que encarna la filmografía de Ingmar Bergman, es
ahora una directora de prestigio. La Academia del Cine Europeo, que ayer entregó
sus galardones en Barcelona, ha reconocido con uno de estos premios el trabajo de
toda una vida.

BÁRBARA CELIS 12/12/2004

El corazón de Liv Ullmann es transparente. Si un recuerdo doloroso la oprime, sus ojos de azul
ártico se inundarían tranquilamente de lágrimas, a pesar de la presencia incómoda de un interlocutor
desconocido. Si otras memorias tejen sonrisas en el músculo que bombea sus 65 años de vida, sus
ojos también sonreirán sobre ese rostro en el que el director Ingmar Bergman indagó
incansablemente para regalarnos algunos de los primeros planos más sinceros de su filmografía.

El vaivén emocional en el que discurre una conversación con la actriz y directora noruega Liv
Ullmann obliga inevitablemente a preguntarse si las decenas de matices que esta genial intérprete
fue capaz de transmitir en la pantalla de la mano del cineasta sueco no fueron si no la explosión,
orquestada y dirigida con maestría, de la carga expresiva con la que ella lucha a diario en su interior.

La inolvidable protagonista de Persona, con una carrera de actriz que ha durado más de 40 años y
que abandonó para dedicarse a la dirección, tiene su propia teoría sobre el baúl de sentimientos que
necesariamente un buen actor ha de llevar dentro. Ayer, la Academia del Cine Europeo reconoció,
en la gran gala de Barcelona, su gran contribución al cine mundial.

“Actuar es un reto. No sólo por la gente con la que puedes colaborar, sino porque si te dejan
utilizar lo que sabes, o crees que sabes, sobre la vida para ayudar a otros a sentir, esta profesión es
maravillosa. Un buen actor o una buena película tienen que ayudar al espectador a ser más
consciente de sí mismo. Cuando eso ocurre, las personas se sienten más valoradas e intentan hacer
cosas más importantes en la vida, no necesariamente grandes, pero importantes, como sonreírle a un
desconocido, algo que a todos nos produce alegría, aunque sólo sea porque la sorpresa nos recuerda
que estamos vivos. El problema es que cuando las actrices nos hacemos mayores, nos ofrecen
papeles estúpidos que no te permiten transmitir nada, y entonces ya no te diviertes. Yo he tenido
suerte y pude cambiar de rumbo. Y así he descubierto que todos estos años de actuación también
han sido un máster para la dirección”. Liv Ullmann, sentada en un elegante café de un lujoso hotel
neoyorquino de la Quinta Avenida, habla pausadamente con un fuerte acento nórdico, pero
escogiendo cada palabra para matizar bien cada idea.

A pesar de la sabiduría serena que parece macerar en su interior, tiene la vitalidad y la frescura de
una adolescente carente de malicia, hasta el punto de excusarse por recibirnos en un hotel tan caro.
“No lo pago yo, lo pagan los productores de mi nuevo proyecto: la adaptación al cine del libro The
journey home, de Olaf Olaffson, un islandés afincado en Estados Unidos. Acabo de terminar de
escribir el guión y tenía que reunirme con ellos, y como también tenía una cena benéfica del
International Refugee Committee, he aprovechado para que el IRC no tuviera que gastar. En el
mundo del espectáculo hay dinero de sobra para estas cosas”, puntualiza con sonrisa pícara.

Ella regaló su sueldo de actriz por primera vez al IRC en 1979 y desde entonces no ha dejado de
trabajar con refugiados, esa otra gran pasión que la llevó a ejercer durante 10 años como
embajadora de buena voluntad para Unicef. “Cuando pregunté cuánto tiempo duraría mi primer
viaje a los campos de refugiados me contestaron: ‘Toda la vida’. No podían haber sido más certeros.
Yo apenas tengo educación académica, pero ellos han sido mi verdadera escuela”, asegura esta
actriz que en 1984 publicó un polémico libro, titulado Choices, en el que hablaba precisamente de
los contrastes entre una vida “regada con champaña y la de millones de personas que ni siquiera
pueden beber agua en un vaso”. “Creo que fue malinterpretado, pero me da igual; quienes quisieron
entender, lo hicieron. Y escribir ese libro es lo más importante que he hecho en mi vida. No sé
explicar por qué, pero así lo siento”, sentencia con seguridad aplastante, aunque le deba la fama a su
talento como actriz, guionista y directora.

Liv Ullmann conquistó un capítulo propio en la historia del cine en 1965 con Persona, un filme en
el que sin pronunciar una sola palabra construyó uno de los personajes más inquietantes de la
filmografía de Ingmar Bergman. Ése fue el primero de los nueve títulos que rodaron juntos. Ella se
convirtió en su musa; él, en su amante. Ullmann se divorció de su primer marido, Gappe Stang, y se
fue a vivir con el tortuoso director a la isla de Faro (Suecia), donde aún hoy Bergman habita en un
retiro solitario. “Está solo, no ve a nadie; bueno, a veces habla por teléfono”, explica Ullmann
haciendo un esfuerzo por no entristecerse.

Ella y él se separaron tras cinco años de relación sentimental y después de haber concebido a su hija
Linn, pero eso no truncó su relación profesional, a la que se añadieron títulos como Gritos y
susurros o Sonata de otoño. Además continuaron siendo buenos amigos, y después de que Ullmann
decidiera abandonar la interpretación para dedicarse a la dirección, Bergman le pidió que dirigiera
dos de sus guiones, Confesiones privadas (1997) e Infiel (2000), dos filmes alabados por la crítica.
El pasado año volvieron a reunirse, él dirigiendo y ella como protagonista en el rodaje de Saraband,
la continuación de Escenas de un matrimonio y testamento del director. “Cuando dejé de actuar en
1994 me prometí que sólo volvería si Ingmar me lo pedía. El reencuentro ha sido natural, como
regresar al hogar, aunque ahora es un hombre más pacífico. También me dejaría tentar por
Almoooo… ¿cómo se llama? Bueno, vuestro director español”, dice tranquilamente, reconociendo
que es despistada y se le olvidan los nombres.

La explosión de sincera ingenuidad que a veces calienta la curiosidad insaciable de sus ojos
azules se complementa con algunas certezas que expresa con sorprendente seguridad. “Soy buena
actriz, tengo talento. Cuando era joven no sabía exactamente cómo usarlo, pero si trabajas con el
director apropiado, él te puede ayudar a sacar lo que llevas dentro. Bergman me considera una gran
actriz y yo sé que él es un genio: esa confianza ha sido importante. De todas formas, no creo que yo
fuera mejor que otras. No sé por qué me escogían a mí; lo único que me hace diferente, quizá, es
que yo soy una persona fácil, llevadera”, explica esta actriz que, pese a sus orígenes nórdicos,
gesticula como si hubiera nacido en la cuna del Mediterráneo.

En realidad, Liv Ullmann nació en Tokio (Japón) en 1938, donde su padre, un ingeniero noruego,
trabajó hasta que al arrancar la II Guerra Mundial se trasladó a Canadá. Después del fallecimiento
de éste, Ullmann se mudó a Noruega con su madre y a los 17 años se fue a Londres a estudiar
interpretación. Al regresar a su país trabajó en el teatro, y rápidamente fue adquiriendo notoriedad
hasta que Bergman la invitó a Suecia. La proyección internacional que le dio el cineasta la convirtió
en un icono de los setenta.

Pese a las críticas de las feministas, que atacaron al tipo de mujer concebido por Bergman,
Ullmann se convirtió en un modelo a seguir: europea, intelectual, independiente y liberada. “Las
críticas daban igual porque él era uno de los pocos directores que estaban haciendo cine sobre
mujeres, y para nosotras eso era estupendo. Él nos veía así, aunque yo creo que la mayoría de sus
cintas habla de su visión sobre los hombres; pero le gustaba trabajar con mujeres”, dice de un
director único al que se refiere varias veces como “un gran amigo”.
La amistad parece un elemento esencial en la vida de Ullmann, que asegura que en el universo
femenino que llenaba esas películas nunca hubo competitividad entre las actrices. “Bibi Andersson
es quizá quien más podría haberme odiado porque ella era la favorita de Ingmar hasta que llegué yo,
y a pesar de eso siguió siendo mi mejor amiga. Las mujeres somos capaces de tener un grado de
intimidad que los hombres desconocen”, asegura.

Hablar de los amigos le emociona, y presa de su absoluta esponteneidad no puede ocultar las
lágrimas al recordar a los otros hombres de su vida, con los que dice haber aprendido otras facetas
de la amistad. A su primer marido, Gappe, lo dejó por Bergman, estando ya embarazada del
director. “Pero en un momento de debilidad me arrepentí y regresé junto a él, aunque enseguida
volví con Ingmar. Aun así, Gappe, que era médico, quiso estar a mi lado en el parto. ¿No es eso
amistad?”, se pregunta la actriz y directora. Y para borrar la tristeza y las lágrimas rememora un
divertido episodio de intensidad bergmaniana. “Gappe también apareció en mi casa cuando supo
que me iba a casar con Donald, mi segundo marido. ‘He venido a conocerle y a ver si me gusta’, me
dijo. Nos emborrachamos los tres juntos y al final concedió: ‘Es fantástico, puedes casarte’. Y vino
a la boda con su mujer”.

Aquel matrimonio aún continúa, aunque en circunstancias insólitas. “Estamos divorciados, pero
vivimos juntos”. ¿Y cómo es posible? “No lo sé, yo aún no lo entiendo. Firmamos los papeles del
divorcio en Boston hace siete años y fue horrible. Cuando me subí al avión para no volver jamás,
Donald apareció y se sentó a mi lado, sin maletas, con lo puesto. ‘Ningún otro hombre puede ocupar
este asiento hoy’, me dijo. A mí me pareció increíblemente romántico. Llegó a Oslo y tomó otro
avión de regreso. Por el camino decidimos que teníamos que seguir juntos”, explica emocionada.

Ese hombre es una de las razones por las que le importa poco no haber hecho carrera en EE UU.
Hollywood le puso la miel en los labios, pero no le permitió saborearla. Los dos Oscar a los que
estuvo nominada en los setenta por Cara a cara, de Bergman, y Los emigrantes, de Jan Troell, se le
escaparon de las manos en favor de otras grandes actrices. “Entonces fue una horrible decepción”,
dice Ullmann. Pero 30 años más tarde, ese mismo rostro que el tiempo ha llenado de arrugas sabias
sonríe con serenidad recordando aquel desengaño. “Era joven, ingenua, ambiciosa. Pero hoy sé que
fue lo mejor que me pudo haber pasado. Quizá me habrían llegado más ofertas de Hollywood y no
me habría casado nunca con Donald ni habría llegado a dirigir, quizá sería una de esas actrices
frustradas de las que la industria se olvida y que se estiran la cara para complacer a los
productores”.

En Hollywood filmó varias películas “muy mal escogidas”, reconoce ahora, “pero no puedo decir
que me decepcionara la experiencia. Me divertí muchísimo y gané dinero. Me abrió las puertas de
Broadway, y cuando la aventura se acabó regresé a Europa y seguí trabajando”.

Lleva dos años peleando por adaptar al cine el clásico de Ibsen La casa de muñecas, un proyecto
que ha levantado suspicacias porque, aunque Ullmann es la presidenta de la Federación de
Directores de Cine Europeo, lo protagonizarán estrellas norteamericanas, como Kirsten Dunst.
“Entiendo que me critiquen por ello, pero el proyecto es estadounidense y querían que se rodara en
inglés, y a mí me apetecía mucho llevar a Ibsen al cine. Por supuesto que preferiría rodarlo en
noruego, pero a veces hay que transigir”, dice.

Lo que menos le gusta de su carrera como directora es conseguir el dinero para las películas. “¡Es
una pesadilla!, ¡no lo soporto!”, exclama resoplando con los labios como si fuera una niña. “En
cambio, adoro la preproducción. La fase de preparación me fascina, esa energía que se respira es tan
intensa…; las primeras lecturas de guión con los actores o imaginar escenas con los
departamentos”, añade. Ullmann dirigió por primera vez en 1982 el capítulo ‘Parting’ dentro de la
película Love, pero pasarían 10 años hasta que retomara la batuta de la dirección para enfrentarse a
su primer largometraje, Sophie, en el que, al igual que Bergman, también exploraba en la intimidad
humana.

Curiosamente, Ullmann asegura que no fue precisamente él quien la enseñó a dirigir. “Yo sólo he
aprendido de los directores malos. Es absurdo decirle a un actor: estás enamorado y te palpita el
corazón. No sirve porque, si tu personaje está enamorado, tú ya sabes lo que siente; lo que necesitas
de un director son otras claves no tan obvias. Por eso cuando me puse a dirigir sabía lo que no tenía
que decir. También sabía que no se hacen buenas películas si escoges a actores sin talento”.

Liv Ullmann, que alaba el cine europeo porque “aún es capaz de ofrecerle al espectador
experiencias vitales más allá del puro entretenimiento”, ha sido madre, actriz y directora. ¿Cuál de
las tres experiencias ha sido la más difícil? “En lo profesional, como mujer, sin duda es más difícil
ser directora. En mi primera película, yo tenía más de 50 años, mal comienzo para una primeriza.
Encima, yo trataba de ser pues como soy, agradable, amable. Creo que se rieron de mí porque era
tan ingenua que hasta me ofrecía para llevarle el café a los actores. Pero ya he firmado cinco
películas, he aprendido: no es que tengas que ser dura, tienes que creer en ti misma; no estar ahí con
complejo de mujer madura, sino orgullosa de serlo”.

En cuanto a la maternidad, hoy Ullmann se enorgullece de que le pregunten por la calle si es la


madre de Linn Ullmann, escritora respetada tras la publicación de tres libros muy aplaudidos. “Yo
lo pasé mal siendo madre trabajadora en una época muy diferente a la de hoy. Además, las
circunstancias en las que tuve a Linn, fuera del matrimonio, provocaron que mi familia,
ultrarreligiosa, me retirara la palabra durante años. Pero lo que más me duele es que quizá quien
más sufrió fue ella al tener dos niños famosos”. Se calla, sonríe divertida y se autocorrige. “Quería
decir padres, pero la equivocación es perfecta: Ingmar y yo somos dos niños!”.

You might also like