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Primeras impresiones.-
El taller.-
Sin ofrecer respiro a sus oyentes, Jon Lee Anderson narra en la primera
sesión del taller su propia experiencia, que ocupa un largo capítulo de su
biografía. Es la biografía profesional de un hombre de 42 años, nacido en el
seno de una familia de escritores, protestantes de origen y agnóstica de
costumbres. Cuando hace una pausa, después de una larga exposición sobre
su propia experiencia, Anderson mira a su audiencia como si buscara
preguntas. Empieza a quedar en claro que no pontifica, que está hablando
de su propia experiencia, que hablará de ella en los cinco días que durará el
taller. “Este es mi experiencia y mi método”, repite, aceptando la
posibilidad de que existan tantas experiencias y métodos como periodistas
existen.
La novela y el perfil.-
Una de las primeras lecciones que nos ofrece se refiere a la presencia del
periodista en el relato y en las versiones del personaje que lo domina. Jon
Lee ha llegado a la certidumbre, al menos en su propia experiencia, de que,
pese a ser omnipresente, el periodista no debe aparecer como personaje del
relato. Pienso- no dejaré de pensarlo a lo largo del taller- que Anderson
habla también como novelista. No lo es, pero pareciera que las técnicas de
sus trabajos deben mucho a este género literario. Los personajes deben
vivir por sí mismos y por las relaciones que establecen con los demás,
adversas y favorables. No viven por la opinión que el escritor se hace de
ellos sino por la fuerza de sus actos. De allí el carácter “omnipresente” del
periodista pero también la manera como se oculta de su relato.
Ninguna de sus obras publicadas parece haberle ofrecido tantas
dificultades y satisfacciones como la consagrada al guerrillero argentino-
cubano. Cinco años de búsquedas lo llevaron a la necesidad de “llegar a la
verdad” de este personaje legendario, endiosado o vilipendiado, mitificado
o deformado por la visión parcial de admiradores incondicionales o
detractores interesados. En esos cinco años de búsqueda, Anderson debió
de haber perfeccionado no solamente un método de investigación sino la
manera de servirse de los documentos compilados.
Buscó en la infancia del héroe revolucionario, entrevistó a amigos,
recorrió los escenarios que de niño y de adolescente conoció Ernesto
Guevara. Leyó decenas de libros, centenares de reportajes y, finalmente, no
sin dificultades, viajó a Cuba, escenario central de la gesta guevarista. Hizo
de cronista, de historiador y, pienso, que también de investigador privado,
en la medida en que puso una buena dosis de astucia en la verificación de
las fuentes, en las pistas ofrecidas, en la necesidad de separar las versiones
interesadas de las objetivas.
Esta fue la primera lección práctica dada al comienzo del taller. No podía
ser de otra manera: Anderson “enseñaba” a partir de su propia experiencia.
El método.-
Jon Lee habla a menudo, a medida que avanza el taller, del “retrato
colectivo.” Y éste no es otra cosa que la composición de un retrato con los
fragmentos que otros personajes ofrecen del personaje central. Es, al final,
el puzzle que se arma con las piezas ofrecidas por personajes secundarios.
En la elección de estos personajes secundarios cuenta la decisión del
periodista. Debe saber desde el principio lo que busca, tener una idea clara
de sus propósitos. Debe decidir y definir sus intereses. No se va a ciegas a
una investigación, aunque la investigación, a medida que transcurre, pueda
modificar los propósitos iniciales.
Siempre aparecerá, explica Anderson, “el dilema de los personajes.” ¿Por
qué se eligen éstos y no otros? ¿ Cómo se podrá llegar al equilibrio, sin que
fiel de la balanza se incline hacia éste u otro lado? ¿Se elige uno o se eligen
varios? De estas preguntas surge el método.
Uno de los aspectos que han llamado la atención de los talleristas hasta el
punto de producir cierta sana envidia es el que se refiere al proceso de
edición de sus perfiles en The New Yorker.
En más de un tallerista debió de pasar, como una ráfaga, el sentimiento de
inferioridad que produce saber que el alto grado de la tecnología puesta al
servicio del nuevo periodismo se corresponde con un alto grado de
exigencias estrictamente profesionales. No hay cabida para la
improvisación, pensó el relator. Ni cupo reservado para la presentación del
talento en bruto. El trabajo individual, pese a poseer un sello personal, se
convierte en un largo trabajo colectivo.
Produce envidia saber que un periodista como Jon Lee Anderson dedica el
tiempo de un año a sólo cinco perfiles de cuatro a cinco mil palabras; que
se toma todo el tiempo necesario para el trabajo de investigación y para la
faena solitaria de escribir, ahora aislado del mundo, sobre el personaje
elegido; que pueden pasar dos meses antes de dar con el resultado final;
que el alto grado de profesionalización de su oficio tiene una digna
recompensa material.
Todo esto debieron pensar los talleristas latinoamericanos presentes en
estas jornadas. Pensamos, por supuesto, que uno de estos perfiles podía dar
la vuelta al mundo, traducido a numerosos idiomas y vendido a decenas de
medios, para responder a los intereses económicos del medio y a las
expectativas del periodista. Pero pensamos, también, en la precariedad de
nuestra prensa escrita. Al menos en la precariedad de los recursos con que
cuentan los periodistas.
Y volvimos a tener la desoladora sensación del rezagado cuando
Anderson describió las etapas previas a la publicación de sus perfiles, el
exigente proceso de edición, la intervención de los abogados del medio, la
vigilancia estricta de los verificadores de datos, el celo de los correctores de
estilo, la paciencia del escritor que sabe que todo este periplo no conduce a
la desfiguración o mutilación de su obra sino a la perfección de la misma.
Fue cuando nos habló de la complicidad que desde hace años mantiene
con su editora, de la confianza que ha depositado en ella hasta el punto de
aceptar sugerencias que un ego bien pulido rechazaría como intromisiones
indebidas.
¿Qué hacen los abogados de una empresa periodística en este proceso?
Sin duda, curarse en salud, evitar anticipadamente la posibilidad de
demandas jurídicas. ¿No tienen los verificadores de datos la suficiente
confianza en la ética del periodista? ¿Suponen que puede mentirles,
inventar testimonios, acomodar declaraciones apócrifas en el sistema
medular de las reales? Hacen su oficio y el periodista acepta la naturalidad
de este oficio como acepta la posibilidad del error. Todo este proceso,
piensa uno, conduce también a la perfección de la pieza que va a
publicarse.
¿No se resta espontaneidad al trabajo con tantas manos metidas
indebidamente en el asunto? Quizá la espontaneidad no sea un valor
periodístico, piensa uno cuando escucha a Anderson y lo nota conforme
con toda esta serie de intromisiones. Ajustes aquí y allá, recortes más
adelante. El espacio asignado es sólo ese espacio, medido
milimétricamente, incluso pactado con la editora. Te acepto esto, me
aceptas lo otro.
No se excluye la ética del periodista en un trabajo tan exigente en sus
fuentes. La ética individual subyace en la elección de personaje y fuentes,
así como en la utilización de uno y otras. Esta es, al menos, la posición de
Anderson.