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LA AVENTURA PERIODISTICA DE JON LEE ANDERSON

Por Oscar Collazos

Relatoría del Taller perfiles: el reportaje sobre personas.


Cartagena de Indias, julio 12 – 16 de 1999

Primeras impresiones.-

A finales del mes de abril de l999, la periodista Ana Arana me informó


que Jon Lee Anderson, escritor del New Yorker, se encontraba en
Colombia con el propósito de escribir un perfil sobre Gabriel García
Márquez.
Sabía que Anderson era autor de una biografía sobre Ernesto “Che”
Guevara y que recorría desde hacía años zonas de guerra a la caza de
perfiles humanos destinados a un género periodístico confundido a menudo
con la crónica y el reportaje. Intrigado por su personalidad, le pregunté a la
periodista cómo era Anderson. “Parece un personaje de la serie Misión
imposible”- bromeó.
A los pocos días me encontré con Anderson en el cuarto piso de un
edificio del barrio de Crespo, muy cerca del aeropuerto de Cartagena,
construcción moderna a pocos metros de la playa. Quería hacerme una
entrevista para su perfil sobre el Premio Nobel colombiano.
A las diez y media de la noche saludé a un hombre alto, rubio y fuerte, de
unos cuarenta y pocos años. A primera vista, respondía al prototipo del
blanco anglosajón y protestante curtido por el sol del trópico. Su español,
con leve acento argentino, deslizaba giros de procedencia indefinible. Era
como si Anderson tratara de ocultar su verdadera procedencia, como si se
hubiera propuesto disimularla en los numerosos acentos hispanos
asimilados en sus numerosos viajes por América Latina.
A pocos minutos de conversación pensé que la imagen del periodista no
era diferente a la que, durante años, me había hecho de corresponsales de
guerra y enviados especiales de la prensa anglosajona y europea. Los había
visto en Cuba y en América Central, los seguía viendo con más frecuencia
en la Colombia de los últimos años. Si en algo se parecían a los personajes
de la serie Misión Imposible, era en el aspecto que ofrecían: siempre
ocupados, siempre al borde del riesgo, casi siempre embarcados en una
aventura misteriosa. Antes de conocerlos, cuando uno los descubre en el
hall de un hotel, uno no puede evitar la tentación de adivinar sus
profesiones. Casi siempre los ve como agentes especiales de la CIA o la
DEA, pocas veces como lo que verdaderamente son: periodistas “gringos”
apasionados con personajes y temas de un Tercer Mundo que libra guerras
intestinas en las que el Primer Mundo actúa de vigilante o gendarme.
Jaime Abello, director de la “Fundación para un Nuevo Periodismo
Iberoamericano”, con sede en Cartagena de Indias, me habló después de
este exitoso periodista a quien había invitado a dirigir un taller de
“Perfiles” en el que participarían periodistas de toda América Latina.
Jon Lee Anderson conocía Cuba y América Central y éstos fueron los
primeros temas de una aproximación que al cabo de una hora apuntó al
blanco buscado por el periodista. Me sorprendió el tacto de sus preguntas y
la manera como condujo la conversación hacia el tema que le interesaba:
una opinión crítica sobre la figura pública de García Márquez. Lo
entrevistaría en Bogotá en los próximos días, escucharía opiniones de
escritores y amigos cercanos del Premio Nobel- me dijo -, versiones
favorables y desfavorables, ángulos de visión que lo ayudaran a escribir su
perfil.
Esas fueron las primeras impresiones ofrecidas por este periodista célebre
y temerario. Olvidé la serie Misión imposible y empecé a pensar en
“greeneland”, el territorio descrito magistralmente por Graham Greene.
Anderson - me dije- podía ser una de esas figuras que el escritor británico
evocó en sus novelas y, sobre todo, en su autobiografía Vías de escape.
Sabría, días después, que el periodista del New Yorker recorría
incesantemente territorios de fuego y guerras, de Centroamérica al Africa,
y que sus viajes no eran simples viajes de placer sino el motor de una
pasión periodística que parecía no arrancar si no encontraba el lubricante
del riesgo.
¿Por qué se había propuesto escribir una extensa biografía sobre el “Che”
Guevara? ¿ Qué motivos lo habían llevado a escribir un perfil del dictador
chileno Augusto Pinochet en l998? ¿ Por qué razones dedicaba semanas de
su vida a explorar la condición humana de un déspota liberiano? ¿Por qué
se había ocupado durante años de las guerrillas, tema de otro de sus
voluminosos libros? La personalidad de un escritor, me dije, se expresa
también en los temas que elige. Y Anderson parecía elegir temas de
conflicto, personajes históricos que revelaran el espíritu de una época.
Pensé de nuevo en Graham Greene. Sabría, meses después, que Greene
era un personaje predilecto en la galería de escritores que Jon Lee
Anderson mantenía en su memoria de periodista. Así que desde aquella
noche, pese a la brevedad de nuestro encuentro, no dejé de pensar en otro
“americano impasible”, dedicado ahora a “retratar” a uno de los mayores
novelistas del siglo XX.
El Taller de Perfiles que iba a dirigir del l2 al l6 de julio de l999 en la
Fundación creada por García Márquez fue la mejor ocasión ofrecida para
conocer al periodista. Abello me había comprometido en una tarea que
encontré estimulante y divertida: asistir al Taller y hacer un perfil del
periodista que durante cinco días nos hablaría de sus experiencias. Y ése es
el motivo de estas notas.

El taller.-

Jon Lee Anderson reconoce humildemente que “machaca el español” pero


la verdad es que lo habla con fluidez extraordinaria. No se detiene en la
posible incorrección de una palabra. Construye a velocidad de autopista
cada una de sus frases sin detenerse en las señales gramaticales. Las
palabras incorrectamente usadas se le convierten en graciosos neologismos.
Como si detenerse en el uso correcto de un verbo o un adjetivo obstruyera
el curso fluído de su discurso. El acento, que en principio podría parecer
argentino, es una mezcla de acentos de diversas procedencias, salpicados
de localismos centroamericanos y del cono sur.
“Es una caja de música”, comenté a María Fernanda Márquez, la eficiente
asistente de Jaime Abello después de la apertura del taller. Esta debió de
ser la impresión producida en los l5 asistentes, profesionales del
periodismo que se sentaron con humildad alrededor de la mesa del
“maestro.” Anderson no sólo daba muestras de conocer su oficio y los
métodos de trabajo aprendidos desde que, en l98l, llegara a Washington
con la intención de convertirse en reportero. Empezaba confesando que
alguna vez pensó convertirse en “carne de cañón con piernas”, fascinado
con la idea de llegar a ser un free - lancer de fama.
Desde el principio, el periodista nos demostró que conocía a fondo las
fronteras que distinguían al “perfil” de otros géneros periodísticos, del
reportaje o la crónica, por ejemplo, modalidades a las que debe tanto como
debe en cantidades considerables a las intuiciones del novelista.
Una de sus primeras experiencias las tuvo en El Salvador. La guerra
empezaba a atraer a corresponsales y cronistas de todo el mundo, como si
ése fuera el laboratorio privilegiado de la Historia de nuestro siglo, como lo
habían sido en los últimos 20 años El Líbano, Yugoslavia, Kosovo o el
Medio Oriente.
Jon Lee confiesa que en principio no entendió lo que pasaba en aquel país
en guerra. Comprendió, eso sí, que para el periodista resultaba difícil
mantener el equilibrio deseado en su misión, pero que ese difícil equilibrio
debía hacía parte de la ética del periodista. De su experiencia salvadoreña
de l988 extrajo algunas de las valiosas conclusiones que los talleristas
escuchamos a medida que evocaba sus primeras aventuras de reportero.
De estas experiencias surgió la convicción de que “los conflictos nunca
terminan de verdad”, pues si algún escenario ha dominado el oficio de este
periodista, ése ha sido el escenario de las guerras. De allí debió de haber
surgido también la convicción, repetidamente expresada en el taller, de que
es preciso humanizar al personaje elegido, que no será personaje sino
simple icono si no se le da la vida indispensable para volverlo verosímil y
real.
Esta fue su intención al escribir su obra sobre las guerrillas, en la que
ocupó cuatro años de trabajo. “Libro narrativo de individuos”, lo ha
llamado Anderson. Este fue también el propósito buscado y conseguido en
su libro sobre Ernesto Guevara e igual la obsesión al escribir dos de los
perfiles que nos ofreció como muestras de lectura: uno sobre el dictador
chileno Augusto Pinochet y otro sobre el Rey Juan Carlos de España.

Sin ofrecer respiro a sus oyentes, Jon Lee Anderson narra en la primera
sesión del taller su propia experiencia, que ocupa un largo capítulo de su
biografía. Es la biografía profesional de un hombre de 42 años, nacido en el
seno de una familia de escritores, protestantes de origen y agnóstica de
costumbres. Cuando hace una pausa, después de una larga exposición sobre
su propia experiencia, Anderson mira a su audiencia como si buscara
preguntas. Empieza a quedar en claro que no pontifica, que está hablando
de su propia experiencia, que hablará de ella en los cinco días que durará el
taller. “Este es mi experiencia y mi método”, repite, aceptando la
posibilidad de que existan tantas experiencias y métodos como periodistas
existen.

La novela y el perfil.-

Una de las primeras lecciones que nos ofrece se refiere a la presencia del
periodista en el relato y en las versiones del personaje que lo domina. Jon
Lee ha llegado a la certidumbre, al menos en su propia experiencia, de que,
pese a ser omnipresente, el periodista no debe aparecer como personaje del
relato. Pienso- no dejaré de pensarlo a lo largo del taller- que Anderson
habla también como novelista. No lo es, pero pareciera que las técnicas de
sus trabajos deben mucho a este género literario. Los personajes deben
vivir por sí mismos y por las relaciones que establecen con los demás,
adversas y favorables. No viven por la opinión que el escritor se hace de
ellos sino por la fuerza de sus actos. De allí el carácter “omnipresente” del
periodista pero también la manera como se oculta de su relato.
Ninguna de sus obras publicadas parece haberle ofrecido tantas
dificultades y satisfacciones como la consagrada al guerrillero argentino-
cubano. Cinco años de búsquedas lo llevaron a la necesidad de “llegar a la
verdad” de este personaje legendario, endiosado o vilipendiado, mitificado
o deformado por la visión parcial de admiradores incondicionales o
detractores interesados. En esos cinco años de búsqueda, Anderson debió
de haber perfeccionado no solamente un método de investigación sino la
manera de servirse de los documentos compilados.
Buscó en la infancia del héroe revolucionario, entrevistó a amigos,
recorrió los escenarios que de niño y de adolescente conoció Ernesto
Guevara. Leyó decenas de libros, centenares de reportajes y, finalmente, no
sin dificultades, viajó a Cuba, escenario central de la gesta guevarista. Hizo
de cronista, de historiador y, pienso, que también de investigador privado,
en la medida en que puso una buena dosis de astucia en la verificación de
las fuentes, en las pistas ofrecidas, en la necesidad de separar las versiones
interesadas de las objetivas.
Esta fue la primera lección práctica dada al comienzo del taller. No podía
ser de otra manera: Anderson “enseñaba” a partir de su propia experiencia.

“Comprensión intuitiva” es una frase que el periodista utiliza con


frecuencia en sus exposiciones. Y a esa clase de comprensión, que el
relator asocia con la comprensión que acompaña también al novelista, debe
Anderson el hallazgo de sus mejores perfiles. Se trata- dice- de convertir el
totem que es en principio todo personaje, en un ser humano. Se trata de
humanizar al mito. Y esto fue lo que buscó y consiguió en su biografía
sobre el “Che” y lo que descubrimos al leer los perfiles breves sobre Juan
Carlos de Borbón y Augusto Pinochet.

El método.-

¿Qué es para Anderson el método? ¿Cómo podría describir su propio


método de trabajo, el que va de la elección del personaje a la investigación
reporteril, desde la elección de las fuentes a la redacción final del texto?
El método se va revelando a medida que se avanza. Son los materiales
mismos los que imponen el método de trabajo. En el caso del “Ché”,
Anderson se propuso encontrar al personaje en “los conductos de la
juventud.” Por allí encauzó sus primeras pesquisas. Tal vez no sea éste el
método exigido por otros temas, pero en el caso de este libro, al que el
periodista y biógrafo se refiere con frecuencia, se impuso esa búsqueda en
los orígenes.
Volví a pensar en el método de los novelistas. Un relato tiene en principio
una ruta pero esa ruta, a medida que se avanza, propone nuevas rutas,
desvíos del camino. Se tiene una idea inicial, pero esa idea sufre
metamorfosis a medida que se avanza y el personaje o los personajes
cobran vida propia.
No era una asociación arbitraria. Una de las obsesiones de García
Márquez al crear la Fundación que ahora nos reúne, fue la de devolver al
periodismo contemporáneo su sustancia narrativa. Y ésta es la sustancia
que nutre los relatos reales de Jon Lee Anderson, quien a menudo parece
hablar como novelista.
Lo curioso es que la palabra novela no haya aparecido en ningún
momento del taller, que en ninguna de sus intervenciones haya comparado
el trabajo el “perfilista” con el del novelista.
El método se va revelando a medida que se avanza en la visión del
personaje, repite el periodista del New Yorker. “Etapas del conocimiento”,
las llama. Es preciso conocer todo lo que se sabe del personaje pero es
preciso, en una etapa posterior, alejarse de ese conocimiento. “Efecto de
distanciamiento”, llamó Brecht a la técnica mediante la cual podían verse
mejor situaciones y personajes cuando dejaban de pertenecernos y se nos
volvían extraños y casi ajenos. Una vez conocido, el personaje tiene que
salir de nosotros para poder verlo en una dimensión distinta a la afectiva.
Anderson reconoce que en su trabajo se produce una especie de
transferencia, el mismo fenómeno que se produce entre el psicoanalista y el
paciente. Hay que evitar el efecto de transferencia, en cualquier sentido.
Distanciarse de la simpatía extrema o de la repugnancia que nos produzca
el personaje. Sólo así podrá escribirse, dibujarse su perfil equilibrado. El
“perfilado” es un ser humano más sus circunstancias.
Así fue en gran medida su experiencia al hacer un perfil del general
Pinochet. A medida que Anderson describía con trazos claroscuros la
imagen del dictador, el relator pensó repetidas veces en la imagen que en la
España de los años 60 se daba del Generalísimo. Un buen padre, un abuelo
enternecido, un hombre de orden y de profundas convicciones familiares,
un Jefe de Estado que acariciaba con la mano izquierda la cabeza de sus
nietos mientras firmaba con la derecha los decretos de pena de muerte con
que castigaba ejemplarmente a los opositores del régimen.
¿No era revelador que Pinochet admirara casi religiosamente a Napoleón
y a los Césares romanos? ¿ No revelaba algo profundo de su personalidad
el carácter de misión salvadora que dio al ejercicio del poder? Algunas de
estas preguntas surgían a medida que Anderson narraba su encuentro con el
dictador y su cortejo de incondicionales, con su hija y con quienes habían
sobrevivido a su cruzada de terror.
Anderson vuelve una y otra vez a las anécdotas de sus investigaciones.
Cuenta las circunstancias en que se produjeron los encuentros, no sólo de
los personajes sino también de los testigos, simpatizantes o detractores. En
este sentido, el perfil sobre Pinochet se revela en toda su complejidad. El
acceso a las fuentes, los recelos, el cinturón protector que rodeaba al
dictador, convertido en senador vitalicio de su país; las recomendaciones de
sus familiares, la manera como podía llegar a un diálogo que no hiriera ni
irritara al personaje, los temas prohibidos, los temas que podían
entusiasmarlo.
En fin, el personaje tenía que hablar por sí mismo para conducirlo al
mundo de sus creencias y valores. El personaje tenía que ser visto también
por las víctimas de sus acciones. Tal vez sea éste el difícil equilibrio del
que Anderson habló en la apertura del taller. Si, como escribió Malraux, la
verdad de un hombre se encuentra más en lo que calla que en lo que dice,
es preciso interpretar ciertos silencios pero también llevarlo a hablar de
aquello que esconde.
A medida que Jon Lee ofrecía ejemplos y anécdotas, se iba perfilando con
claridad la índole de su método. Finalmente, todo ha de conducir a la
transparencia. Una y otra vez, el periodista ha dicho que la mentira o el
engaño no forman parte de su método de trabajo. No se llega a un personaje
conflictivo y difícil ocultándole los propósitos de la investigación ni la
finalidad del reportaje. Se llega por vías indirectas, siempre transparentes.

Jon Lee habla a menudo, a medida que avanza el taller, del “retrato
colectivo.” Y éste no es otra cosa que la composición de un retrato con los
fragmentos que otros personajes ofrecen del personaje central. Es, al final,
el puzzle que se arma con las piezas ofrecidas por personajes secundarios.
En la elección de estos personajes secundarios cuenta la decisión del
periodista. Debe saber desde el principio lo que busca, tener una idea clara
de sus propósitos. Debe decidir y definir sus intereses. No se va a ciegas a
una investigación, aunque la investigación, a medida que transcurre, pueda
modificar los propósitos iniciales.
Siempre aparecerá, explica Anderson, “el dilema de los personajes.” ¿Por
qué se eligen éstos y no otros? ¿ Cómo se podrá llegar al equilibrio, sin que
fiel de la balanza se incline hacia éste u otro lado? ¿Se elige uno o se eligen
varios? De estas preguntas surge el método.

En un tablero de superficie negra aparecen escritas dos palabras: LA


IDEA. Permanecerán allí durante toda la jornada.

Surge otro dilema: el político. Es preciso decidirse por su inclusión o


exclusión. ¿Incluye el perfil humano la dimensión política? ¿Son las ideas
políticas del periodista las que determinan el perfil o son sólo las ideas del
personaje y quienes han sido elegidos por el valor de sus testimonios
quienes ofrecen el carácter político del perfilado? “La voz propia del
personaje”, repite Jon Lee Anderson. Esto es lo que cuenta: la voz propia y
no la voz del periodista, esa “voz texana” que reconoce haber usado en un
trabajo malogrado. Esa falsa voz que puede malograr todo un esfuerzo.
Los talleristas en la calle.-

A medida que avanza el taller, en su segundo día, se afianza el perfil que el


relator ha empezado a hacerse de Jon Lee Anderson. En verdad, es una caja
de música. No habla en exceso. Tal vez sepa que la brevedad del taller lo
obliga a dar todo aquello que sabe, a ofrecer su experiencia como lección.
Habla lo necesario pero lo necesario, que podría ser excesivo, se convierte
en exhaustivo. Recorre sus experiencias más significativas y conceptualiza
pedagógicamente sobre ellas. Luego no se trata de un periodista solamente
intuitivo. Se ve que Anderson ha ejercido su oficio y pensado en la
naturaleza de su oficio. De esta manera va “escribiendo” un manual sobre
perfiles donde a cada ejemplo vivido corresponde un bloque de ideas
extraídas de la experiencia.
No se produce una idea sin sustentación en un hecho preciso. Las ideas
son posteriores a los hechos. Por esto el relator ve en el método una
voluntad pedagógica. Hice esto y pienso esto de aquello que hice.

El relator piensa que Anderson tiene un carácter maratónico, que no corre


cien metros planos sino que prefiere aventurarse en carreras de mayor
alcance. Aunque escriba perfiles de extensión relativamente corta, de
aproximadamente 5.000 palabras, lo intuye más cómodo en investigaciones
y textos de largo alcance. El relator piensa en el movimiento de un abanico:
se abre poco a poco, insinúa el paisaje y el paisaje debe ajustarse al número
de varillas. De allí el sentido de las proporciones: desde el principio, en la
manera como se abre un relato, se calcula su extensión relativa. Lo
importante, parece decir Anderson, es no perderse en la selva de los
materiales ofrecidos por la “reportería”, ponerle un límite al relato
midiendo sus ingredientes.
No lo ha dicho explícitamente pero ésta parece ser una de las enseñanzas
de sus “clases.” Un perfil tiene una intensidad y ésta está determinada por
el tempo del relato.

A trabajar, señoras y señores.-

El ejercicio propuesto por Anderson obliga a los talleristas a elegir


personajes locales para la escritura de un perfil. Han sido previamente
ofrecidos por la Fundación y los periodistas se han sorteado la “propiedad”
de personajes de diversas características: un boxeador retirado, campeón
mundial en su peso: un “capo” del juego de “chance”; una monja belga que
trabaja en una barriada pobre de Cartagena; un taxista; un bailarín y
coreógrafo de danza contemporánea; un joven periodista secuestrado por
paramilitares; un conductor de coches de tracción animal, un niño prodigio
que toca los timbales,etc.
Dada la brevedad del tiempo que se dedicará a la investigación, los
talleristas están obligados a distribuirse los temas por parejas. Es obvio que
algunos personajes resulten más atractivos y complejos que otros. Tal es el
caso, como se verá un día después de la primera investigación exploratoria,
de “El Perro”, personaje popular de Cartagena, dedicado al negocio de
apuestas Reviste mayor interés, como lo reviste Rocky Valdez, el
excampeón mundial de los pesos medios.
Se trata, sin embargo, de hallar en las profundidades de los restantes
personajes perfiles atractivos. Y esta fue la tarea que ocupó a los talleristas
en los tres días restantes, sin que en ningún momento fueran abandonados
por Jon Lee Anderson.
El trabajo de orientación que se impuso fue minucioso. Dedicó tiempo a
cada pareja de periodistas, sugirió cambios en el enfoque del perfil, todavía
incipiente y, por último, asumió el trabajo de editor ante los computadores
cuando los perfiles se encontraban en su recta final, en algo parecido al
dead line u hora de cierre.
De esta manera, el taller se había diseñado en etapas bien definidas. La
primera, consagrada a la exposición personal que Anderson hizo de su
propio trabajo; a la explicación de su método y al relato de sus más
importantes experiencias. En esta fase nos hicimos al perfil imaginario del
“perfilista” y acabamos por entender la concepción de su oficio, así como a
visualizar una panorámica de sus temas predilectos.
Una segunda etapa condujo a la elección de personajes locales
susceptibles de ser investigados, a la distribución de tareas, previamente
propuestas por la dirección de la Fundación. Se daban por supuestas la
limitaciónes- atenerse a personajes de perfiles altos y bajos-, pero se trataba
de poner en práctica, no tanto lo aprendido como los recursos de periodistas
que, en algunos casos, estaban más dedicados a la crónica y al reportaje que
a la escritura de perfiles.
Una tercera etapa enfrentaba a Anderson a los primeros borradores de los
talleristas. Aquí entraba a ejercer funciones de edición. En mayor o menor
grado, los talleristas se habían encontrado con materiales de riqueza
extraordinaria o de endeblez considerable, dado el mayor o menor grado de
interés de los personajes. En todos existió la certidumbre de que si habían
aparecido personajes de gran interés, incluso de interés intemporal y
universal, esos personajes no eran otros que El Perro, Rocky Valdés, la
religiosa belga y el niño prodigio de los timbales.
La última fase del taller se dedicó a la lectura de los perfiles escritos.
También aquí fue decisiva la opinión de Anderson. En algunos casos, los
periodistas se dejaron llevar por la tentación de la crónica. En otros, las
circunstancias ofrecidas por los personajes no daban pie a una
profundización mayor, es decir, no revestían la complejidad que exige el
género y que se cifra en la posibilidad de dirigir miradas diversas sobre el
personaje.
Fue, en todo caso, un ejercicio interesante, como fue interesante constatar
que el grado de apasionamiento que algunos talleristas pusieron en su
personaje se debía al grado de complejidad individual y social que
contenían sus vidas. Algunos se mostraron decepcionados por las trabas
impuestas por su personaje y otros limitados por la brevedad concedida a la
“investigación”, dos días de carrera que los arrojó a las calles de Cartagena.
Entre la inmediatez y la profundidad, tal era el desafío de estos ejercicios.
Aunque Anderson había advertido que “nadie puede tener la pretensión de
llegar a la verdad de los otros”, se trataba de acercarse al menos a una parte
de la verdad escondida. Si es imposible llevar a feliz término la pretensión
de objetividad que anima a muchos periodistas, sí es posible acercarse a
una parte del personaje y a rasgos reveladores de su alma.
En la memoria y en la conciencia de los talleristas quedaban algunas
enseñanzas de Anderson, expuestas desde el primer día y en los días
siguientes. Una y una vez, nos recordó, por ejemplo, que no se debía
excluir la posibilidad del fracaso. Cuando se llegaba a este punto, quizá era
el momento de reflexionar sobre el origen del mismo. Tal vez algún “error
de percepción” nos hubiera conducido a ese fracaso; tal vez tuviera su
origen en “una falsa mirada”. Se imponía la necesidad de volver sobre el
pasado del fracaso o sobre los materiales que nos llevaron a la certidumbre
de no haber conseguido lo deseado.
Otro elemento se podía convertir en tropiezo: la sobreinformación o
saturación de materiales. Solía ocurrir. Y, en efecto, ocurrió en medida
menos grave con el trabajo realizado por la mejicana Rossana Fuentes
Berain. Los materiales compilados, la información recibida, el contacto
directo con el personaje- El Perro- fueron superiores a los límites del perfil.
La información conducía a un perfil de más vasto alcance, pensó el relator
y así lo percibieron otros talleristas.
En este caso resultaba explicable: el interés y la pasión puesta en la
exploración del personaje fueron superiores a los límites convencionales
dados a estos ejercicios.
En diversas oportunidades, Anderson ofreció respuestas a preguntas
mucho más densas planteadas por los periodistas del taller. ¿Cabía el
recurso de la ficción?, se preguntó el peruano Julio Villanueva. Anderson
no lo había utilizado pero cabía, si no desvirtuaba la verdad del personaje.
El relator pensó entonces que, más que de ficción habría que contemplar la
idea expuesta inicialmente por Anderson: el uso de la intuición en la
configuración del perfil.
Al riesgo de la sobreinformación se sumaba otro: el de conducir la
narración dejándose llevar por la fuerza de los datos. Los recursos del
escritor, entre otros el recurso del estilo, deberían interponerse para sortear
el riesgo de una narración dominada por los datos. Aquí cabían, pensó el
relator, esas dosis de intuición reclamadas por Anderson. Entre la idea que
dio origen al tema y los recursos del periodista, se balanceaba el éxito o el
fracaso del perfil.
Anderson reconocía haber fracasado cuando se propuso hacer un perfil de
Martín Torrijos, hijo del general Omar Torrijos y candidato a la presidencia
de Panamá.
¿En qué había consistido su fracaso? En dar por seguro el triunfo de
Martín. En no prever los cambios que se producirían en la capital y en el
país. En no advertir que de la Panamá del general Torrijos a la Panamá del
general Noriega había una distancia considerable, tanto como la había de la
Panamá de Noriega a la actual. Aspectos profundos y fundamentales habían
cambiado en la imagen exterior y en el alma de este país. El error que lo
condujo al fracaso estaba aquí.
El relator percibió en dos o tres ocasiones el malestar que a Anderson le
producían las experiencias vividas en algunos países. En Chile y en
Panamá, por ejemplo. Percibió que lo que disgustaba al periodista era la
ausencia de una vida más profunda, como si estos países hubieran sido
despojados de complejidad. El relator pensó que, sin decirlo, Anderson se
refería a la imposición de lo “políticamente correcto.” Y esto equivalía a
aceptar que al periodista del New Yorker sólo le fascinaban aquellas
geografías humanas conflictivas, incluso aquellas que en medio de guerras
desatrosas encuentran hendijas por donde se filtra la creatividad y la
imaginación humanas.
Estuvo a punto de preguntárselo pero no encontró una pausa oportuna.

En más de una ocasión, Anderson volvió sobre la metodología de su


trabajo. Se podría hacer una breve reseña de citas tomadas al vuelo en la
libreta de apuntes del relator:
- “ las primeras impresiones son las más perdurables”
- “ hay un momento en el que tienes que decidir poner un fin”
- “ mi debilidad es la estructura”
- “ el cómo empezar viene solo, es una especie de revelación intuitiva”
- “ me gusta ser editor de mí mismo”
- “ he hecho muchos vericuetos para no mentir”
- “ la maña para sacarle más al personaje”
- “ esta es mi manera de hacerlo”
La estructura. La expresión se vuelve recursiva en la exposición de
Anderson. “Todo está en relación con la estructura”, dice. Y el relator
deduce que la estructura es, como en el cuadro del artista, la que determina
el equilibrio de las partes, un asunto de composición. No se pueden cargar
las tintas sobre un aspecto sin que la estructura del relato se debilite. El
principio y el final son los puntos, especie de vigas maestras, que sostienen
el desarrollo del perfil.
El cómo empezar es tan determinante como el cómo acabar.
No menos importante es la descripción del entorno, el paisaje o los
paisajes que rodean al personaje; el sentido de la observación: gestos, tics,
manías, mejor dicho, comportamientos exteriores que, a la postre, son parte
de la psicología del personaje.-

Entre el borrador y la versión definitiva.-

Anderson no ha abandonado en ningún momento su sutil sentido


histriónico. En él, parecería una técnica de seducción para mantener el
interés de su auditorio. Gesticula con mesura, mira a los ojos a sus
interlocutores, busca aprobación o desacuerdos con su exposición, crea
breves pausas en su torrente verbal. Se defiende de las críticas y pregunta a
su interlocutor en lugar de responderle. ¿Qué harías tú en mi lugar?, parece
decirle.

Uno de los aspectos que han llamado la atención de los talleristas hasta el
punto de producir cierta sana envidia es el que se refiere al proceso de
edición de sus perfiles en The New Yorker.
En más de un tallerista debió de pasar, como una ráfaga, el sentimiento de
inferioridad que produce saber que el alto grado de la tecnología puesta al
servicio del nuevo periodismo se corresponde con un alto grado de
exigencias estrictamente profesionales. No hay cabida para la
improvisación, pensó el relator. Ni cupo reservado para la presentación del
talento en bruto. El trabajo individual, pese a poseer un sello personal, se
convierte en un largo trabajo colectivo.
Produce envidia saber que un periodista como Jon Lee Anderson dedica el
tiempo de un año a sólo cinco perfiles de cuatro a cinco mil palabras; que
se toma todo el tiempo necesario para el trabajo de investigación y para la
faena solitaria de escribir, ahora aislado del mundo, sobre el personaje
elegido; que pueden pasar dos meses antes de dar con el resultado final;
que el alto grado de profesionalización de su oficio tiene una digna
recompensa material.
Todo esto debieron pensar los talleristas latinoamericanos presentes en
estas jornadas. Pensamos, por supuesto, que uno de estos perfiles podía dar
la vuelta al mundo, traducido a numerosos idiomas y vendido a decenas de
medios, para responder a los intereses económicos del medio y a las
expectativas del periodista. Pero pensamos, también, en la precariedad de
nuestra prensa escrita. Al menos en la precariedad de los recursos con que
cuentan los periodistas.
Y volvimos a tener la desoladora sensación del rezagado cuando
Anderson describió las etapas previas a la publicación de sus perfiles, el
exigente proceso de edición, la intervención de los abogados del medio, la
vigilancia estricta de los verificadores de datos, el celo de los correctores de
estilo, la paciencia del escritor que sabe que todo este periplo no conduce a
la desfiguración o mutilación de su obra sino a la perfección de la misma.
Fue cuando nos habló de la complicidad que desde hace años mantiene
con su editora, de la confianza que ha depositado en ella hasta el punto de
aceptar sugerencias que un ego bien pulido rechazaría como intromisiones
indebidas.
¿Qué hacen los abogados de una empresa periodística en este proceso?
Sin duda, curarse en salud, evitar anticipadamente la posibilidad de
demandas jurídicas. ¿No tienen los verificadores de datos la suficiente
confianza en la ética del periodista? ¿Suponen que puede mentirles,
inventar testimonios, acomodar declaraciones apócrifas en el sistema
medular de las reales? Hacen su oficio y el periodista acepta la naturalidad
de este oficio como acepta la posibilidad del error. Todo este proceso,
piensa uno, conduce también a la perfección de la pieza que va a
publicarse.
¿No se resta espontaneidad al trabajo con tantas manos metidas
indebidamente en el asunto? Quizá la espontaneidad no sea un valor
periodístico, piensa uno cuando escucha a Anderson y lo nota conforme
con toda esta serie de intromisiones. Ajustes aquí y allá, recortes más
adelante. El espacio asignado es sólo ese espacio, medido
milimétricamente, incluso pactado con la editora. Te acepto esto, me
aceptas lo otro.
No se excluye la ética del periodista en un trabajo tan exigente en sus
fuentes. La ética individual subyace en la elección de personaje y fuentes,
así como en la utilización de uno y otras. Esta es, al menos, la posición de
Anderson.

Cuando termina el taller, un viernes de lecturas marotónicas y opiniones


de Anderson sobre los trabajos realizados, no reina un clima de fatiga sino
de insatisfacción: cinco días han sido pocos para aprender más y poco el
tiempo para que la vanidad profesional de los talleristas se hubiera
satisfecho con la escritura de perfiles más extensos.
Pese a los rasgos de fatiga que se advierten en Anderson, se le ve
exultante. ¿Seguirá viviendo en Málaga? Tal vez no. Cuando habla del
lugar en que le gustaría vivir, dice preferir Londres, nunca los Estados
Unidos. Viva donde viva, el relator piensa que seguirá viviendo por mucho
tiempo en Greeneland, que será fugazmente confundido con un agente de la
CIA o de la DEA; que pese a desconfiar de los periodistas que confían
ciegamente en las agencias de inteligencia, será a primera vista objeto de
desconfianza en el hall de los hoteles de América Latina.

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