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1 Es bien sabido que los evangelios de Mateo y de Lucas nos presentan dos
diferentes genealogías de Jesús, cosa que ha propiciado cierta especulación. Y
sin embargo, el testimonio conjunto que estas genealogías ofrecen, sirve para
establecer sin lugar a dudas la legitimidad de sus derechos hereditarios al trono
de David, derechos que la Ley y los Profetas atribuyen al esperado Mesías.
Desde el principio Dios anunció una intervención divina en relación a los
descendientes de Adán, puesto que de acuerdo con las Escrituras, tras la
desobediencia de los primeros humanos se dirigió a la simbólica serpiente para
decirle: “...pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu simiente y su
simiente. Esta aplastará tu cabeza y tu herirás su talón”. (Génesis 3:15) Estas
enigmáticas palabras fueron el inicio de una serie de profecías que se
referían a la llegada de una descendencia vencedora.
3 Con el tiempo, los profetas fueron desvelando el linaje del Mesías. Así, cuando
el patriarca Jacob sintió acercarse su fin, bendijo a sus hijos, profetizando luego
con respecto a los descendientes de cada uno de ellos, y dirigiéndose a su hijo
Judá, dijo: “El cetro no se apartará de Judá, ni el bastón de mando de entre sus
pies, hasta que venga Shiloh” (Shiloh significa ‘el Dueño’ o ‘el Propietario’)
(Génesis 47:10) Y cuando siglos después, David fue ungido cómo rey de Israel,
escribió: “El Eterno ha jurado a David una disposición de la que jamás se
retractará: ‘A uno de tu linaje sentaré sobre tu trono...’” (Salmo 132:11)
7 Por otra parte, Lucas registra la línea genealógica de María, pues aunque
llama a José ‘hijo de Heli’, los estudiosos generalmente concuerdan en que este
término puede entenderse y traducirse muy justamente cómo ‘yerno de Heli’, que
fue padre de María, perteneció a la tribu de Judá, y descendía del rey David a
través de la familia de su hijo Natán. Jesús heredó pues sus derechos al trono
de David a través de la línea materna, y esta vía de sucesión podría ser
corroborada mediante una de las profecías de Zacarías, que fue citada también
por el apóstol Juan, y que al anunciar la muerte del Mesías y el desconsuelo que
todas las familias de Jerusalén sufrirían entonces, nombra en primer lugar a las
de David y de Natán: “...habrá por aquel que traspasaron un lamento igual al
lamento por un hijo único, y le llorarán amargamente cómo se llora a un
primogénito. Aquel día el lamento en Jerusalén será grande... ...se lamentará el
país, familia por familia, la familia de la casa de David... ...la familia de la casa
de Natán...” (Zacarías 12:10-14)
9 Antes de que las tribus de Israel entrasen en Canaán, la tierra prometida, Dios,
por medio de Moisés, dispuso el reparto de la heredad que les entregaba. Cada
una de las tribus, a excepción de la de Leví, tenía que recibir una extensión de
tierra que debía mantener siempre en propiedad, y repartirla entre sus familias
para que disfrutasen de un patrimonio que se transmitiría de padre a hijo. No
obstante, en el capítulo 27 de Números, leemos que las hijas de Tselofehad, un
cabeza de familia que no tenía hijos varones, reclamaron el derecho a la
herencia de su padre. Entonces, después de dirigirse en oración al Señor,
Moisés comunicó al pueblo que cuando no hubiesen en la familia hijos varones,
las hijas heredarían del mismo modo que los hijos. Pero esta disposición planteó
un nuevo problema: si la tierra asignada a cada una de las tribus constituía una
heredad intransferible ¿Qué sucedería si la heredera se casaba con un hombre
de otra tribu? ¿Cómo podría entonces regresar la herencia a su ‘status quo’ en el
año de jubileo, según se decretaba en la Ley? De nuevo Moisés se dirigió al
Señor, estableciendo luego que cualquier mujer que tuviese derecho a una
herencia en Israel, debía, para poder conservarla, casarse con un hombre que
perteneciese a la tribu de la familia de su padre. La mujer que rehusaba
cumplir con esta exigencia legal, también renunciaba expresamente a su
herencia.