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Hace una semana mi tutora, la francesa Cécile Laborde, nos recibió su cubículo

uno por uno de sus alumnos para darnos comentarios sobre nuestros ensayos.
Lo primero que me dijo cuando me senté fue: “Estás disfrutando el curso,
¿verdad?”, con una convicción que era difícil de contradecir, y que no sé de
dónde sacó.

-Sí -le dije- pero creo que es demasiado liberal.

Se me quedó viendo extrañada.

-¿Quieres decir, ideológicamente?

-Sí.

-Y a mí me critican porque meto a Skinner, a Marx y a Foucault. Éste es el


curso menos liberal en todos los de Teoría Política del Reino Unido. Es un
fenómeno más o menos reciente: antes las discusiones se daban entre
marxistas y liberales, pero ahora sólo son entre liberales. El liberalismo inglés
es tan flexible que agrupa a todas las corrientes de pensamiento. En mi país
soy socialista-republicana, pero aquí soy liberal. Hasta un marxista como Jerry
Cohen al final se reivindicó liberal. Los socialdemócratas europeos, los
conservadores y liberales de América, aquí son todos liberales.

El tono de Cecile era de comprensión con una traza de complicidad. Me daba la


razón y al mismo tiempo me explicaba la causa de la estrechez intelectual.

-En América Latina hemos aplicado la receta liberal completa, desde hace más
de 100 años, y no tenemos ni libertades políticas ni bienestar económico. En
Europa occidental y Estados Unidos es una realidad; en América Latina es una
promesa, cuando mucho. Tenemos derecho a ser escépticos.

-Creo que el problema es que en América Latina sólo han aplicado el


liberalismo en el aspecto económico, en el libre mercado, pero no en el
político, y sí, por supuesto, no sólo tienen derecho, tienen la obligación de ser
escépticos…

La charla se fue a otros temas.

Los que pensábamos que el liberalismo era una doctrina en declive, la tradición
británica nos corrige. James Snelgrove, un compañero del posgrado (Masters
en Teoría política y Legal), me aclara: “el liberalismo es parte de la identidad
británica”. En efecto, no es sólo una ideología, un conjunto de principios
políticos o morales, una doctrina que oriente la conducta de la gente y el
gobierno, sino una identidad. Y quizá una identidad con una importancia
cultural mayor, ahora, que la que provee el cristianismo anglicano.
Pero esta identidad se combinó con la escuela filosófica dominante en el
mundo anglosajón: la filosofía analítica, una disciplina que trabaja sobre la
precisión de los conceptos, sobre la definición exhaustiva de los términos:
libertad, justicia, pluralismo, and so on. La combinación ha traído una suerte de
exégesis secular, una religiosidad laica en donde los filósofos se dedican a
aclarar conceptos y a refutar a sus pares sobre sus aclaraciones conceptuales.
Así, por ejemplo, si Isaiah Berlin dice que hay dos conceptos de libertad,
positiva y negativa, Gerard MacCallum dirá que sólo es uno y que conlleva una
‘relación triádica’. Si Rawls habla de la “razón pública”, en unos años se podrán
contar 20 o 30 ‘papers’ agregando, extrayendo, refutando, replicando,
puliendo, interpretando, o proponiendo nuevas lecturas del concepto. Y en
unos años más se podrán contar otra buena cantidad de papers negando o
sumando argumentos a los ya dados por la primera ola de comentaristas. Un
filósofo más audaz se atreverá a proponer un concepto nuevo, más allá de los
imaginados por las figuras tutelares, por ejemplo, “modus vivendi” (John
Horton): nombre que sirve para designar un equilibrio de fuerzas. Y en torno de
ese paper y ese concepto se dará una y otra discusión en universidades de
aquí y allá. El éxito del concepto se medirá en la cantidad de papers que haya
sugerido. Quizá la obsesión por la claridad del término los empariente
lejanamente con la filología, pero mientras la filología explica una cultura a
través de sus manifestaciones escritas, los liberales-analíticos han dado el
brinco y se han librado de esa carga llamada cultura, mundo, sociedad,
historia, o cualquier manifestación física o material de la política, que ha
quedado detrás de un tambache de papers que urge escudriñar. Porque a su
ideología (liberalismo) y a su método (filosofía del lenguaje) hay que añadir, en
su descargo, que su paciente tarea tiene un propósito moral. Ellos se llaman a
sí mismos normativos: una convicción de que su tarea es decirle al mundo
cómo debe ser, de qué manera debe actuar, con qué reglas, principios y
objetivos.

Afuera, por cierto, nadie se preocupa mucho por lo que recomienden los sabios
que pueblan el robusto sistema universitario inglés, y que están en la punta de
la pirámide de la clase media. Aunque de vez en cuando los consulten.
Jonathan Wolff, una de las estrellas de University College London, participa
regularmente en comités éticos. Es la voz intelectualmente autorizada para
hablar de moral. Fue convocado, lo contó en clase, a un grupo que prepararía
un reporte sobre riesgos en el transporte público. En años recientes había
habido choques de trenes con pérdidas humanas. Población entrevistada en
encuestas y algunos sectores de la prensa opinaban que se debía adoptar el
sistema de seguridad francés, que frenaba automáticamente los trenes y
eliminaba el error humano. La respuesta parece obvia: adóptese el sistema de
frenado. Pero costaba cientos de millones de libras. Así que el panel se integró
por ingenieros, periodistas (porque, dijo Wolff, había que saber cuáles
declaraciones serían sacadas de contexto, que es “a lo que se dedican los
periodistas”), administradores, economistas, actuarios, y un filósofo. Se
hicieron dos preguntas: una, ¿cuántas personas mueren al año? En un
promedio de la última década, tres o cuatro. La segunda pregunta tenía mayor
interés filosófico: “¿cuánto vale una vida humana?” Si la pregunta pareciera
incontestable, quizá un juego de suposiciones hubiera sido más valioso: ¿qué
hubieran respondido, por ejemplo, Kant, Locke, Rousseau, o mejor aún, Adam
Smith o David Ricardo, todas ellas figuras tutelares del liberalismo inglés?
¿Tiene la vida humana un valor absoluto?, ¿la vida humana es la medida de
todas las cosas? Ignoramos los detalles del proceso deliberativo, pero
sabemos, por el relato de Wolff, que el panel logró la hazaña de dar una
respuesta: un millón de libras.

-¿Cómo llegamos a esa cifra?, se preguntarán, ¿cómo creen?, pues nada más la
asignamos al azar –dijo Wolff.

Ya con la cifra asignada, se hizo un cálculo: si una vida vale un millón de libras,
y si en promedio sólo mueren tres o cuatro al año mientras que el sistema de
frenado cuesta cientos de millones, el costo-beneficio de poner el sistema en
los trenes era injustificado, finalmente, se dijo, es dinero del contribuyente que
puede ser usado para veinte cosas más, hospitales, escuelas, o lo que sea.
Después de esa exitosa participación, Wolff ha sido invitado a integrar a
comités sobre maltrato de animales, regulación de apuestas y política hacia las
drogas.

La filosofía analítica es tan poderosa en el Reino Unido que se comió incluso al


marxismo inglés. Jerry Cohen, así como dos o tres más, se dedicó a hacer
filosofía analítica con los conceptos de Marx. O bien, la interpretación de Marx
sólo se hace desde una posición liberal, como la del propio Jonathan Wolff, un
rawlsiano convencido, que escribió ¿Por qué leer a Marx hoy?, y que en su
localmente famosa Introducción a la filosofía política le dedica una página al
pensador alemán, para decir que estaba equivocado.

Una amiga polaca me dice desde el chat: “te equivocaste de país”.

Me siento como si un liberal, digamos, griego o de cualquier país relativamente


marginado, se ganara una beca para estudiar teoría política en la Universidad
Patricio Lumumba de Moscú, en 1985 y se fuera a quejar con su tutor: oiga,
aquí todo es marxismo-leninismo. Bueno, le dirán, qué quiere, aun los liberales
ahora se llaman marxistas-leninistas y hacen materialismo dialéctico. Es parte
de nuestra identidad.

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