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Triunfo Arciniegas

PASAJEROS
Ahí estaba, esperando el autobús de las seis y quince. Trataba de no perderlo. Me
gustaba su conductor, un tipo serio y dedicado, que sabía escuchar. Vestía de azul
y no le negaba la entrada a nadie con una buena historia. La gente sabía eso. La
gente de bien, la que me gustaba. Casi teníamos el lugar asignado. En el primer
asiento, desde siempre, el viejo del sombrero verde, siempre feliz, siempre
dispuesto a contar una historia disparatada que nos revolcara de risa. Nos parecía
verle su lorita en el hombro. Aunque no la traía nunca, jamás perdía la ocasión de
nombrarla. "Mi lora y yo", decía en vez de “Había una vez”. El viejo Milorayyó, le
decíamos. Él se reía. La lora le recordaba a su difunta esposa. Todas las mañanas,
con una bolsa de pan, atravesaba la ciudad para visitar a su hija Nora, cuya foto
nos enseñaba al menor descuido. Bonita. Ay, Noritayyó.
Luego seguía la señora de anteojos, muy pálida y seria, muy elegante, con
unas historias de terror tremendas. A uno se le podía detener el corazón en sus
narices y ella, como si nada, comenzaba otra historia todavía mejor. Con la misma
cara de palo contaba otra clase de historias, humorísticas, absurdas, ridículas. No
movía un solo músculo aunque nos retorciéramos de risa.
Junto a ella casi siempre se sentaba una muchachita de jeans y mochila, los
ojos más bonitos del universo, con unas pestañas largas, sedosas, para atrapar los
sueños más dulces, una loca feliz, una nota, que siempre hablaba de caballos y
pájaros. Una poeta de racamandaca, desde los pies hasta la punta de los cabellos.
La adorábamos. Nunca reconoció que mi adoración ya era un amor desaforado.
Desarmó con su desparpajo mis intentos. Alguna vez me aceptó un café, otra vez
fuimos a cine, pero no pasamos de ahí. Mencionó dos o tres veces a un profesor de
literatura, su infierno particular. Me conformé con su amistad, pero siempre la

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adiviné desnuda bajo el suéter y los jeans. En las mañanas frías se dibujaban sus
pezones.
Atrás, en el puesto de los músicos, estaban los hermanos Perales con su par
de guitarras. Vivían de la palabra y la música. Si de pronto se hacía un silencio, el
paso de un ángel, se lanzaban con un bolero. El corazón se nos derretía. A veces lo
veíamos salir volando por la ventanilla, atravesado por la sangrienta flecha de un
suspiro. Nos sentíamos enamorados y no sabíamos de quién.
Yo solía hacerme a la mitad, junto a la ventanilla, para beber del paisaje de
cuando en cuando. Me sentía bien, seguro, a salvo de ladrones y prisas. El autobús
era como un vientre, tibio y seguro. Todos nos conocíamos desde hacía rato y, en el
fondo, nos considerábamos hermanos. Nos sabíamos llenos de ilusiones. El viaje
nos proporcionaba el coraje necesario para sobrevivir a los estragos del día.
La gente nos quería, el respetable público. Se desprendía con gusto de sus
monedas y se le notaba el pesar de dejarnos para volver a la vida de todos los días.
No siempre éramos los mismos. A veces alguien desaparecía por un tiempo
pero no lo olvidábamos. Sabíamos que volvería renovado, con su espléndido racimo
de nuevas y mágicas palabras.
A los nuevos los juzgábamos con una mirada. El tipo que nos abordó a las
seis y cuarenta y cinco del martes trece de noviembre no me gustó. Me bastó la
mirada de rutina para saber que el tipo se traía algo entre manos. No era malo para
contar historias, no se vestía mal, no era desagradable, nada de eso. Sus uñas
recortadas y brillantes, sus dientes de galán de telenovela, perfectos.
Excesivamente limpio, a salvo de los olores y las miserias humanas, no parecía
tocarlo el polvo de la ciudad. ¿Quién era? Podía soportarlo todo menos su risa,
como un cuchillo, como un sapo atravesado por un palo, como agua estancada, algo
así. Además, nadie le sostuvo el rayo de la mirada por más de tres segundos.

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Lastimaba con sus ojos grises y sus peludas cejas de araña.
Los otros estaban deslumbrados por la perfección de sus historias, pero yo
me desvelaba por ese algo demoníaco de su risa. Cambié de puesto, lo más lejos
posible de su voz, y traté de beber el paisaje.
Como a través de un vidrio, vi que los demás estaban cambiando, que se
volvían tristes. Subían cansados, como si hubiesen dejado el equipaje de la dicha
detrás de la puerta.
La muchacha de la mochila, la loca feliz, nos dejó de súbito, no sé si porque
descubrió la falsedad del tipo, o por su acoso descarado. El caso es que no volvió. El
cielo de sus ojos me persiguió el resto de la vida y atormentó algunas de mis
noches.
La señora de anteojos apareció una mañana en bata y pantuflas y alegó que
se le había hecho tarde. Los siguientes días mantuvo el mismo atuendo. El viejo del
sombrero verde traía el saco como si la lora hubiera hecho las necesidades en sus
hombros. En las guitarras de los hermanos Perales, antes tan cuidadosos, tan
despiertos, siempre faltaba una cuerda. A menudo bostezaban y se quedaban
dormidos con las cabezas juntas, como un matrimonio de ancianos. Supe que
planeaban abrir una tienda de electrodomésticos.
-Es el tipo -dije alguna vez, antes de las seis y cuarenta y cinco, sin precisar
el pecado.
No me escucharon. ¿Por qué el señor conductor, alegaron, le permitía la
entrada con tanta amabilidad? La moneda de sus historias era tan legal como la
nuestra. El autobús se convirtió casi en una estación de hospital. Paseaba
enfermos por toda la ciudad. Ya no lo vi con los mismos ojos: me pareció torpe,
descarolado, anticuado. La bocina sonaba ronca y los limpiabrisas funcionaban
como locos. Terminaría por parecerse a una carroza de pompas fúnebres. ¿Por qué

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dicen "pompas"? Como si la muerte fuese un esplendor. No, ni siquiera alcanzaba
la triste dignidad de carroza fúnebre, porque toda carroza fúnebre mantiene cierta
elegancia, cierto disfraz para la podredumbre de la muerte. Tuve ganas de abordar
otro autobús, pero un estúpido y profundo sentido de la fidelidad me lo impidió.
La gente nos dejaba de prisa. Nos arrojaba sin ganas una moneda. Algunos
preferían cubrir a pie el tramo final de su viaje.
Nos volvimos callados, solos. Esperábamos. El tipo nos bebía con sus
palabras, nos hechizaba y nos mataba, a unos más que a otros.
Un día, de pronto, nos abandonó.
Ya no había casi nada que tomar de nosotros. Ya no volvimos a ser los
mismos. Algunos nunca se recuperaron y dejaron de viajar para siempre.
Yo aún estaba ahí, al final del hilo de mis días, esperando el autobús de las
seis y quince. Trataba de no perderlo.

1996

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