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PASAJEROS
Ahí estaba, esperando el autobús de las seis y quince. Trataba de no perderlo. Me
gustaba su conductor, un tipo serio y dedicado, que sabía escuchar. Vestía de azul
y no le negaba la entrada a nadie con una buena historia. La gente sabía eso. La
gente de bien, la que me gustaba. Casi teníamos el lugar asignado. En el primer
asiento, desde siempre, el viejo del sombrero verde, siempre feliz, siempre
dispuesto a contar una historia disparatada que nos revolcara de risa. Nos parecía
verle su lorita en el hombro. Aunque no la traía nunca, jamás perdía la ocasión de
nombrarla. "Mi lora y yo", decía en vez de “Había una vez”. El viejo Milorayyó, le
decíamos. Él se reía. La lora le recordaba a su difunta esposa. Todas las mañanas,
con una bolsa de pan, atravesaba la ciudad para visitar a su hija Nora, cuya foto
nos enseñaba al menor descuido. Bonita. Ay, Noritayyó.
Luego seguía la señora de anteojos, muy pálida y seria, muy elegante, con
unas historias de terror tremendas. A uno se le podía detener el corazón en sus
narices y ella, como si nada, comenzaba otra historia todavía mejor. Con la misma
cara de palo contaba otra clase de historias, humorísticas, absurdas, ridículas. No
movía un solo músculo aunque nos retorciéramos de risa.
Junto a ella casi siempre se sentaba una muchachita de jeans y mochila, los
ojos más bonitos del universo, con unas pestañas largas, sedosas, para atrapar los
sueños más dulces, una loca feliz, una nota, que siempre hablaba de caballos y
pájaros. Una poeta de racamandaca, desde los pies hasta la punta de los cabellos.
La adorábamos. Nunca reconoció que mi adoración ya era un amor desaforado.
Desarmó con su desparpajo mis intentos. Alguna vez me aceptó un café, otra vez
fuimos a cine, pero no pasamos de ahí. Mencionó dos o tres veces a un profesor de
literatura, su infierno particular. Me conformé con su amistad, pero siempre la
1996