En esta obra Scruton expone una teoría de la cultura moderna y defiende la idea de que la cultura tiene una raíz y un significado religiosos, tanto la cultura común, la alta cultura como la cultura popular. De hecho "la alta cultura sigue proporcionando de un modo realzado e imaginativo la visión ética que la religión procuraba con tanta facilidad" (p. 27). La cultura, como la religión, da respuesta a una pregunta a la que la ciencia no llega: la cuestión acerca de qué sentir, el conocimiento de los fines, como se deja ver en la tragedia griega. Sin duda es conocido que Roger Scruton es uno de los estudiosos de la estética de más prestigio en la actualidad. Por ello es especialmente interesante el análisis que hace de la sustitución de lo religioso por lo estético como tendencia central de la educación. El arte de la alta cultura asume y amplía experiencias que la religión proporciona de modo menos consciente, de ahí que con el eclipse de lo sagrado, en la Ilustración, el arte adquiera preeminencia súbita. La modernidad rodea la belleza de un muro de erudición para proteger la identidad del arte frente al semtimentalismo popular. Pero, institucionalizado, lo moderno deja de ser un intento de recuperación del pasado y se transforma en un juego tan intrascendente como la cultura popular de la que trataba de diferenciarse. Los modernos dejaron de resguardarse del kitsch y lo adoptaron preventivamente, dando lugar no a una nueva forma de arte, sino "un complejo fraude al arte, un fraude al gusto y a la crítica" (p. 109). En este punto, Scruton no escatima críticas demoledoras: "no se tendrá una idea cabal de la alta cultura si no se advierte que gran parte de ella –tal vez la mayor parte– es un fraude" (p. 109) en el que caben cosas como la abstracción postmoderna, que, en su glorificación del papel de artista, en "una posición oscilante entre la ampulosidad y los garabatos" (p. 102), va en detrimento de la búsqueda de armonías, esencias y de la maximalización de la mirada estética, pues "en lugar de ideales imaginados en marcos dorados ofrece basura auténtica entrecomillada" (p. 107). La conclusión de Scruton, tras su exhaustivo análisis, es que, frente a estos rumbos errados, la tarea de la alta cultura es perpetuar la cultura común de la que surgió, ya no como religión, sino como arte, con la vida ética traspasada por la mirada estética y, de este modo, inmortalizada.
En esta obra Scruton expone una teoría de la cultura moderna y defiende la idea de que la cultura tiene una raíz y un significado religiosos, tanto la cultura común, la alta cultura como la cultura popular. De hecho "la alta cultura sigue proporcionando de un modo realzado e imaginativo la visión ética que la religión procuraba con tanta facilidad" (p. 27). La cultura, como la religión, da respuesta a una pregunta a la que la ciencia no llega: la cuestión acerca de qué sentir, el conocimiento de los fines, como se deja ver en la tragedia griega. Sin duda es conocido que Roger Scruton es uno de los estudiosos de la estética de más prestigio en la actualidad. Por ello es especialmente interesante el análisis que hace de la sustitución de lo religioso por lo estético como tendencia central de la educación. El arte de la alta cultura asume y amplía experiencias que la religión proporciona de modo menos consciente, de ahí que con el eclipse de lo sagrado, en la Ilustración, el arte adquiera preeminencia súbita. La modernidad rodea la belleza de un muro de erudición para proteger la identidad del arte frente al semtimentalismo popular. Pero, institucionalizado, lo moderno deja de ser un intento de recuperación del pasado y se transforma en un juego tan intrascendente como la cultura popular de la que trataba de diferenciarse. Los modernos dejaron de resguardarse del kitsch y lo adoptaron preventivamente, dando lugar no a una nueva forma de arte, sino "un complejo fraude al arte, un fraude al gusto y a la crítica" (p. 109). En este punto, Scruton no escatima críticas demoledoras: "no se tendrá una idea cabal de la alta cultura si no se advierte que gran parte de ella –tal vez la mayor parte– es un fraude" (p. 109) en el que caben cosas como la abstracción postmoderna, que, en su glorificación del papel de artista, en "una posición oscilante entre la ampulosidad y los garabatos" (p. 102), va en detrimento de la búsqueda de armonías, esencias y de la maximalización de la mirada estética, pues "en lugar de ideales imaginados en marcos dorados ofrece basura auténtica entrecomillada" (p. 107). La conclusión de Scruton, tras su exhaustivo análisis, es que, frente a estos rumbos errados, la tarea de la alta cultura es perpetuar la cultura común de la que surgió, ya no como religión, sino como arte, con la vida ética traspasada por la mirada estética y, de este modo, inmortalizada.
En esta obra Scruton expone una teoría de la cultura moderna y defiende la idea de que la cultura tiene una raíz y un significado religiosos, tanto la cultura común, la alta cultura como la cultura popular. De hecho "la alta cultura sigue proporcionando de un modo realzado e imaginativo la visión ética que la religión procuraba con tanta facilidad" (p. 27). La cultura, como la religión, da respuesta a una pregunta a la que la ciencia no llega: la cuestión acerca de qué sentir, el conocimiento de los fines, como se deja ver en la tragedia griega. Sin duda es conocido que Roger Scruton es uno de los estudiosos de la estética de más prestigio en la actualidad. Por ello es especialmente interesante el análisis que hace de la sustitución de lo religioso por lo estético como tendencia central de la educación. El arte de la alta cultura asume y amplía experiencias que la religión proporciona de modo menos consciente, de ahí que con el eclipse de lo sagrado, en la Ilustración, el arte adquiera preeminencia súbita. La modernidad rodea la belleza de un muro de erudición para proteger la identidad del arte frente al semtimentalismo popular. Pero, institucionalizado, lo moderno deja de ser un intento de recuperación del pasado y se transforma en un juego tan intrascendente como la cultura popular de la que trataba de diferenciarse. Los modernos dejaron de resguardarse del kitsch y lo adoptaron preventivamente, dando lugar no a una nueva forma de arte, sino "un complejo fraude al arte, un fraude al gusto y a la crítica" (p. 109). En este punto, Scruton no escatima críticas demoledoras: "no se tendrá una idea cabal de la alta cultura si no se advierte que gran parte de ella –tal vez la mayor parte– es un fraude" (p. 109) en el que caben cosas como la abstracción postmoderna, que, en su glorificación del papel de artista, en "una posición oscilante entre la ampulosidad y los garabatos" (p. 102), va en detrimento de la búsqueda de armonías, esencias y de la maximalización de la mirada estética, pues "en lugar de ideales imaginados en marcos dorados ofrece basura auténtica entrecomillada" (p. 107). La conclusión de Scruton, tras su exhaustivo análisis, es que, frente a estos rumbos errados, la tarea de la alta cultura es perpetuar la cultura común de la que surgió, ya no como religión, sino como arte, con la vida ética traspasada por la mirada estética y, de este modo, inmortalizada.