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Razones para la Alegría

Autor: Martín Descalzo

Capítulo 16: Vivir con el freno puesto

Recuerdo lo que me impresionó de muchacho una vieja tía mía, hoy ya muerta, que se pasaba el tiempo
quejándose de que no la habían dejado vivir: siendo una muchachita murió su madre y tuvo que comenzar uno
de aquellos interminables lutos de dos o tres años. Terminaba el duelo por su madre cuando fue el padre el que
murió y tuvo que comenzar una segunda etapa de riguroso luto. Después fueron muriendo, dramáticamente
escalonados, diversos familiares, que fueron prolongando su tiempo de negro desde los dieciocho años hasta los
treinta y tantos.

Y lo malo no era, claro, el tener que vestir de oscuro. Lo grave era que el luto llevaba consigo el no acudir a
reuniones familiares; mucho menos el ir a fiestas o bailes; y terminaba por conducir a una muchacha de la época
a una vida semimonacal. ¿Resultado?

Que mi tía nunca pudo hacer nada de lo que soñaba cuando era joven. Y que, cuando hubiera podido hacerlo,
era ya tarde. Con lo que muy bien pudo decir como aquel personaje de Thoreau: «¡Oh, Dios, llegar al lindero de
la muerte y descubrir que nunca se ha vivido nada!»

Pero hay gente cuyo destino es aún peor. porque han llegado a esa misma conclusión sin que a ello les obliguen
las costumbres o las circunstancias de su tiempo, sino su propia cobardía que no les dejó literalmente vivir.

Recuerdo haber leído en un tratado de psicología el escrito de un viejo de ochenta y cinco años que, en vísperas
de la muerte, envió a sus nietos una carta en la que se «arrepentía» de haber vivido marcha atrás y con el freno
puesto. Decía: «Si tuviera que vivir de nuevo mi vida, trataría de equivocarme un poco más en esta ocasión. No
intentaría ser tan perfecto. Me relajaría más. Me haría más flexible. No me tomaría en serio tantas cosas. Haría
algunas locuras más, no sería tan circunspecto, ni tan equilibrado. Aprovecharía más oportunidades, haría más
experiencias, escalaría más montañas, nadaría en más ríos, contemplaría más puestas de sol, tomaría más
helados y menos alubias. Tendría más preocupaciones reales y menos imaginarias.

Fijaos: yo he sido de esas personas que viven con un método y una higiene absolutos, hora tras hora, día tras
día. Uno de esos que no van a ninguna parte sin un termómetro, una camiseta de lana, un elixir para enjuagar la
boca, un botiquín y un impermeable. En mi nueva vida viajaría más ligero. Haría muchas más excursiones y
jugaría con más niños. Desgraciadamente, no va a ser así.»

¿Hay que esperar a la muerte para descubrir estas cosas? ¿No sería mejor que cada uno de nosotros se mirase hoy
al espejo, se diera cuenta de todas esas cosas que quiso hacer y nunca hizo y... comenzara a hacerlas mañana
mismo?

Entiéndanme: no estoy invitando a mis lectores a la locura, pero sí quiero decirles que vivir siempre «con freno y
marcha atrás», renunciando a todo lo que de veras amamos, es una manera innecesaria de adelantarse la
muerte.

Yo temo mucho que nos hayan educado demasiado para la perfección. Y no es lo malo el buscar la perfección, lo
peligroso es amarla de tal manera que, para evitar errores, se termine no en la perfección, sino en la más
absoluta mediocridad. Porque para muchos padres y superiores la gran norma pedagógica es- «en caso de duda,
apueste usted siempre por el no, elija el estarse quieto». Quienes tanto temen equivocarse prefieren esquivar
todo riesgo y se condenan a no vivir o a vivir acorazados.

Y así es como muchos se van mutilando de todo lo importante (porque todo lo importante es arriesgado) y se van
volviendo solemnes y secos, perfectísimos e inútiles, pensando -incluso- que hacen un honor a Dios no utilizando
-para no exponerse a mancharlo- el regalo de la vida que él les dio.

Con las preocupaciones ocurre lo mismo. ¿Cuántas son reales y cuántas imaginarias? Si un día hiciéramos balance
de todo lo que hemos sufrido, descubriríamos que en el noventa por ciento de los casos no sangrábamos por lo
que nos ocurría, sino por lo que temíamos que nos pudiera ocurrir. Y que en la mayoría de estos sufrimientos
anticipados, al final nunca ocurría eso que nos había hecho sufrir innecesariamente.

Sobre la tumba de uno de los personajes de una de sus novelas, el padre Coloma pone una frase bíblica que
podría ser epitafio de dos terceras partes de la Humanidad- «Fuego fatuo cegó mis ojos y pasé junto a mi dicha y
la pisoteé sin conocerlas.

Sí, la dicha está ahí, al alcance de todos. Pero la mayoría prefiere deslumbrarse por fuegos fatuos. Auntie Mame
dijo lo mismo con frase más desenvuelta. «La vida es un banquete, y la mayoría de los malditos tontos se muere
de hambre.» ¡Lástima!

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