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¡FUSILARON A DORREGO!
Introducción
Cuando Gregorio Aráoz de Lamadrid regresó a Buenos Aires en marzo de 1828 no encontró sencillo tener una vida normal.
Pocos, muy pocos en esa época deben haberla tenido. El itinerario de Lamadrid estuvo signado por la revolución. Desde 1811
se incorporó al ejército y, desde entonces, no dejo de vivir en continua agitación. La carrera militar le prometía nuevos e
impensados horizontes, pero estaba llena de azares e imprevistos. Así, Lamadrid vio que su futuro se tornaba incierto cuando
después de 1820 fue pasado a retiro. Igual que otros oficiales, intentó rehacer su vida y se puso al frente de una estancia en
Buenos Aires, pero al poco tiempo ya estaba entremezclado en nuevas luchas, esta vez contra los indios. Tiempo después se
reintegró a las filas y fue enviado al norte. Sin embargo, terminó haciéndose elegir gobernador de su Tucumán natal en 1825
y se convirtió en uno de los principales apoyos en el interior del presidente unitario Bernardino Rivadavia. Tras tres años
Lamadrid regresaba a una Buenos Aires en la cual la situación política había cambiado por completo. Ahora gobernaba la
provincia su más férreo adversario, el líder de los federales porteños, Manuel Dorrego. No sólo era un conocido de Lamadrid,
con quien había compartido los avatares del Ejército del Norte, sino que, además, era su compadre. Sin embargo, la entrevista
que mantuvieron lo desilusionó. Pese a todo, las relaciones que tenía le permitieron sortear este frio recibimiento y terminó
por ser reincorporado al ejército y agregado al estado mayor aunque sin mando de tropa.
El 1º de diciembre de 1828 las tropas que al mando de Juan Lavalle regresaban de la recién finalizada guerra con el Imperio
del Brasil acababan de sublevarse y habían depuesto al gobernador. Por suerte para Lamadrid, su suegro era uno de los
ministros y terminó por sumarse a los sublevados. Dorrego escapó de a ciudad y logró reunir a las fuerzas que se mantenían
leales para enfrentar al ejército unitario. Ambos bandos se enfrentaron en Navarro el 9 de diciembre y el saldo fue un triunfo
completo de los sublevados. Pocos días después Dorrego fue traicionado y entregado al jefe insurrecto, quien, sin juicio ni
sumario previo, dispuso su inmediato fusilamiento. Lamadrid fue uno de los testigos de este dramático episodio. Y sus lazos
personales lo pusieron en una situación bien problemática dado que era yerno de un ministro clave del gobierno de Lavalle y
a la vez Dorrego era su compadre. No sólo de él: otro de sus compadres era Juan Manuel de Rosas, el comandante general de
Milicias del gobierno de Dorrego y su principal apoyo para enfrentar a los sublevados. La situación de Lamadrid no era nada
sencilla e intentó evitar la batalla, que habría de librarse en Navarro a través de una fallida negociación con Rosas. Más
dramático aún fue su último encuentro con Dorrego. El prisionero le pidió que convenciera a Lavalle para que lo recibiera,
pero sus esfuerzos fueron infructuosos. El dramatismo de la situación no puede ser obviado e ilustra con claridad la
profundidad de las rupturas que los enfrentamientos políticos estaban generando en la trama más íntima de las relaciones
tanto sociales como personales. Unitarios contra federales. Federales contra unitarios. Hemos escuchado y leído tantas veces
ese violento enfrentamiento que es imposible no pensar en que se trataba de dos bandos claramente diferenciados y opuestos.
Con lo visto hasta aquí, se puede advertir que las cosas fueron bastante más complejas. En este sentido, conviene recordar
que las vidas de Dorrego y Lavalle tenían varios puntos en común.
La muerte de Dorrego impactó profundamente en la sociedad de la época, aun entre quienes simpatizaban en ese momento
con Lavalle. Y, mucho más, entre quienes habían sido sus seguidores. Así, en poco tiempo se multiplicaron las coplas y los
cielitos populares narrando su drama y clamando venganza. Después de matar a Dorrego los sublevados deben haber pensado
que su triunfo era completo. En definitiva, se habían apoderado de la ciudad y del gobierno sin demasiada dificultad. Sin
embargo, lo que parecía un triunfo total se transformó en muy poco tiempo en una violenta confrontación política, social e
interétnica cuando toda la campaña de Buenos Aires fue sacudida por un masivo alzamiento protagonizado por fuerzas
heterogéneas. Buenos Aires vivía una situación inédita: la guerra civil había estallado en el mismo territorio bonaerense y
emanaba de sus entrañas. De este modo, lo que parecía ser el triunfo completo de los unitarios, comenzó a revertirse. Y no
faltó mucho tiempo para que los sublevados quedaran confinados al recinto de la ciudad adquiriendo plena conciencia de su
aislamiento social. Así, a mediados de 1829 Lavalle debió iniciar negociaciones de paz con Rosas. Largas y complicadas
fueron estas negociaciones pero a fin de año daban un resultado palmario: la legislatura era reinstalada y ahora elegía a Rosas
convertido en el jefe indiscutido de la facción federal porteña.
La deposición y el fusilamiento de Dorrego fueron un punto de inflexión en el desarrollo de las luchas política
posrevolucionarias y así quedo grabado en la memoria colectiva. El libro busca ofrecer una mirada sobre este acontecimiento
apoyándose en las investigaciones que han renovado en los últimos años el conocimiento de la sociedad y la política de la
época. Pero ese suceso será sólo un prisma a través del cual considerar las razones que llevaron a tal exacerbación de la
lucha política, a la irrupción de formas novedosas de movilización, a las tensiones sociales que se expresaron a través de la
lucha de facciones y a las condiciones históricas que hicieron posible la construcción de un liderazgo caudillista y su misma
naturaleza
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1. El fusilamiento del “padre de los pobres”.
A fines de noviembre de 1828, las tropas que llegaban a Buenos Aires de la Banda Oriental tras la guerra con el Imperio del
Brasil fueron recibidas con enorme entusiasmo. Esta guerra había comenzado en 1825 y supuso una enorme movilización de
tropas. En un principio, la guerra concitó un enorme apoyo popular y exaltó los sentimientos patrióticos y de rechazo a
portugueses y brasileros. En esas condiciones se formó una autoridad de alcance nacional. El Congreso dispuso la formación
de un ejército, y en febrero de 1826 eligió a Bernardino Rivadavia como Presidente de la República. De ese modo, los
unitarios se transformaban en la facción política gobernante y contaban con un gran ejército en operaciones cuya oficialidad
adhería por completo a ellos. Sin embargo, la guerra se hizo larga y su desenlace, incierto. A mediados de 1827 Rivadavia,
acosado por los requerimientos de la guerra oriental y la creciente oposición interna, envió una misión negociadora a Río de
Janeiro a cargo de su ministro Manuel José García, quien acordó un tratado de paz preliminar que aceptaba la anexión de la
Banda Oriental al Imperio del Brasil. El rechazo fue generalizado y Rivadavia se vio forzado a renunciar. El gobierno
unitario y la autoridad nacional habían sucumbido.
En tal situación, la provincia de Buenos Aires recuperó su autonomía y sus instituciones y Manuel Dorrego fue electo
gobernador. De esta manera, la oposición federal llegaba por primera vez al gobierno provincial. Aunque las tratativas de paz
suscitaron intensos desacuerdos y generaron múltiples acusaciones, lo cierto es que la inmensa mayoría de la sociedad
recibió de buen grado la noticia: por fin había terminado la contienda. Con el fin de la guerra llegaba también a su fin el
bloqueo de la armada brasilera al puerto de Buenos Aires y las actividades comerciales recobraban su antiguo vigor.
Aunque lejos estaba de haber obtenido un triunfo, el ejército que regresaba portaba sus laureles y sus oficiales podían
presentarse con orgullo. Por ello, en los últimos días de noviembre, cuando las tropas comenzaron a arribar a la ciudad, las
calles del centro estaban embanderadas e iluminadas con esmero, y la recepción popular fue entusiasta. Sin embargo, en el
gobierno de Dorrego, imperaba la prevención. En definitiva, ese ejército tenía una oficialidad completamente partidaria del
bando unitario.
“La historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido o no morir”
Así decía Lavalle en la carta que comunicaba a su gobierno el fusilamiento de Dorrego. La decisión del fusilamiento estaba
destinada a marcar un antes y un después en el desarrollo de la conflictividad política. Tamaña decisión venía a quebrar lazos
personales que anudaban la trama de una elite que, pese a sus diferencias, había compartido la aventura de la revolución y
ahora aparecía desgarrada por los enfrentamientos interiores. Algo resulta claro de las cartas que se enviaron en esos días
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Lavalle y Del Carril: ambos aparecen muy preocupados por encontrar un modo de legitimar la decisión que tomaron pero
también muy atentos a encontrar formas de atraer apoyos sociales al gobierno que habían instaurado tanto en la ciudad como
en la campaña.
Así concluía otra de sus cartas Salvador María del Carril el 20 de diciembre. En ella no dejaba de hacer algunos pronósticos,
por demás sugestivos, sobre la figura de Dorrego. Estaba advirtiendo así un escenario clave en el que habría de desarrollarse
la contienda: era lo que se llamaba la “guerra de opinión”, una disputa que por múltiples medios buscaba ganar los corazones
y las conciencias. El mecanismo principal de circulación de la información para la mayor parte de la población eran los
rumores de los cafés, salones y billares donde solía reunirse la “gente decente” de la ciudad y algunos pueblos, como en las
plazas, los mercados, las pulperías y las parroquias que constituían los ámbitos primordiales de la sociabilidad popular. Pero
a la prensa periódica y a los rumores había que sumar los panfletos y los pasquines. Y, sobre todo, las payadas, esa forma de
cantar diciendo que tanto predicamento tenía entre los paisanos. La carta de Del Carril pone de manifiesto la desazón de los
líderes unitarios al advertir la conmoción que había provocado en la misma ciudad la noticia de la muerte de Dorrego y sus
funerales.
¿Cuáles eran las razones que habían llevado a los unitarios a tomar tamaña decisión? ¿Por qué la lucha de facciones que
dividía a la elite porteña llegaba ahora, en 1828, a tales extremos? Imposible entenderlo sin intentar una comprensión del
lugar que ocupaba Dorrego en la política porteña de entonces y la popularidad que había conseguido.
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y los jornaleros. De esta manera, el discurso político dorreguista era claramente distinguible en un aspecto; su recurrente
rechazo a lo que llamaba la “aristocracia” y a los “logio-oligarquistas”. Más allá de los alcances y los límites que el mismo
Dorregoquisiera ponerle a su discurso político algo resulta indudable: recuperaba una percepción que pareced haber sido
predominante entre los sectores populares de la época, una suerte de promesa incumplida de la revolución por la que habían
luchado.
Fue otro proyecto gubernamental el que terminó por ampliar las bases sociales de sustentación de Dorrego: el plan de
capitalizar la ciudad de Buenos Aires y una vasta área de la campaña cercana, primero, y el proyecto posterior de dividir el
resto de la provincia en dos nuevas entidades políticas. Estas iniciativas terminaron por enfrentar a las instituciones del
gobierno provincial con las nacionales y llevaron a la disolución de las primeras. Pero, sobre todo, volcaron a importantes e
influyentes sectores sociales bonaerenses a una abierta oposición a la presidencia. En estas condiciones, la crisis final del
experimento unitario llegó de la mano de una conjunción de múltiples oposiciones. La renuncia de Rivadavia derivó en la
disolución del poder nacional y en la recuperación de la autonomía y las instituciones de Buenos Aires. Fue la nueva
Legislatura la que eligió a Dorrego como gobernador.
“Aquí está señora, la cabeza del que iba a azotarla a usted y quemarla en la plaza con su familia”
Con estas palabras los vencedores de Rauch “ofrendaron” su cabeza a la madre de Prudencio Arnold, uno de los oficiales de
milicias de Monte que se había destacado en las fuerzas federales. El macabro espectáculo ilustra bien la intensidad de los
odios desatados y, particularmente, los que concitaba Rauch. Su muerte, además, modificó los planes de los jefes unitarios
que se hallaban invadiendo Santa Fe. Tal era su temor a que las tropas se dispersaran, que los oficiales hicieron ímprobos
esfuerzos para no divulgar la noticia y, al parecer, lo lograron por un tiempo. Lavalle tuvo que regresar con sus tropas desde
Santa Fe para defender la ciudad. El resto de sus fuerzas, al mando de Paz, iniciaron la marcha sobre Córdoba. Mientras
tanto, la mayor parte de las partidas federales que habían derrotado a Rauch marcharon hacia Las Conchas con el objetivo de
atacar la ciudad, pero finalmente sus jefes decidieron no hacerlo y esperar que llegara Rosas desde Santa Fe.
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López. Pero era, también, esperado por los paisanos como aquel que iba a vengar la muerte de Dorrego. El grito y el nombre
empezaban a ser signos de una identidad colectiva que se estaba forjando en la acción. Dicha identidad no podía ser única y
homogénea, dada la misma heterogeneidad social y étnica de las fuerzas que convergían en el alzamiento.
Puente de Márquez
Desde abril, la guerra que libraban los unitarios se había tornado completamente defensiva. Lo que quedaba del ejército de
Lavalle estaba acantonado en Morón después de que el 26 de abril Rosas lo derrotara en Puente de Márquez. Mientras tanto
las fuerzas de Rosas y López se establecían en Las Conchas. Comenzaba así el cerco sobre la ciudad, el primer bastión de los
sublevados de diciembre y, a la postre, el último. Las negociaciones fueron dificultosas y terminaron permitiendo la
constitución de un gobierno provisorio encabezado por Juan J. Viamonte y luego la reinstalación de la Legislatura que había
disuelto Lavalle. El 5 de diciembre esa Legislatura elegía a Rosas como gobernador.
Así describió Lamadrid la actitud predominante entre Lavalle y sus oficiales. Y no le faltaba razón. Estos hombres provenían
de esa elite revolucionaria que había hallado un lugar encumbrado en la sociedad a través de la carrera militar y se habían ido
convirtiendo en un grupo que se consideraba a sí mismo como el único capaz de dirigir a la sociedad. Eran individuos
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fogueados en las guerras de independencia y en la guerra contra el Imperio del Brasil y sólo confiaban en esos regimientos
que habían forjado a su imagen y dotado de una férrea disciplina y de un sentimiento de superioridad. Los soldados de
Lavalle, Rauch y Brown eran el núcleo básico de ese ejército que pretendía aplastar un alzamiento rural que eludía un
combate decisivo y frontal. Comparados con los milicianos y las partidas sueltas que se sublevaron a favor de Dorrego, los
amotinados del 1º de diciembre eran la expresión de un ejército regular. En realidad, su fuerza principal provenía de los
pocos regimientos de caballería de línea con que contaba la provincia: el de Coraceros, que había formado Lavalle, el de
Húsares, que había comandado Rauch, y los Blandengues de la Frontera, sobre los cuales Martín Rodríguez tenía
predicamento.
Para defender la ciudad sitiada, los jefes unitarios debieron apelar a otras formas de reclutamiento y las medidas de excepción
no dejaron de repetirse, mucho más cuando los federales triunfaron en Puente de Márquez. No iba a ser suficiente y es
evidente que no alcanzaba con la prédica propagandística para superar la creciente reticencia entre la misma “gente decente”.
Así, a principios de mayo el gobierno recibía una avalancha de solicitudes de pasaporte de vecinos de la ciudad que, aun
estando enrolados en los batallones de milicia urbana, querían abandonar Buenos Aires. Las tensiones que recorrían a las
fuerzas unitarias se manifestaron, entonces, de varias maneras. Ante todo por las deserciones que desde un primer momento
ocurrían entre los soldados enrolados. También había otras formas de resistencia como era la escasa disposición a prestar
servicios en los batallones de milicias urbanas y que, al parecer, era un rasgo contundente entre las castas de pardos y
morenos. Es que la reticencia a sumarse a las filas se había tornado pública, notoria y extendida entre la “plebe” de la ciudad.
Las tropas de Dorrego estaban compuestas principlamente por los milicianos de la campaña que pueden haber rondado los
dos mil efectivos. Bastantes más que los que contaba Lavalle, pero mucho peor armados y adiestrados. El grueso de las
fuerzas no provenía de peones sometidos al poder del gran estanciero sino de vecinos de la campaña, labradores y criadores
de ganado autónomos que integraban las milicias. Después de la derrota de Navarro estas fuerzas se dispersaron, pero en
diferentes puntos de la campaña comenzaron a surgir focos de resistencia. Eran las “reuniones” de milicianos.
Las milicias eran una de las estructuras más antiguas que articulaban y sostenían el orden social. Servir en las milicias era
desde la época colonial una obligación inherente a la condición de vecino, un servicio no sólo al Rey sino a la comunidad de
la que se formaba parte. Los milicianos debían ser hombres mayores de edad y su convocatoria estaba regulada tanto por las
reglamentaciones vigentes como por la costumbre social. El miliciano solía seguir viviendo en su hogar y acudir a la
convocatoria con sus propias armas y caballos. Y mientras estaban en servicio activo, estos milicianos debían recibir una
remuneración y gozar del fuero militar, es decir, que quedaban fuera de la jurisdicción de la justicia ordinaria y sólo podían
ser juzgados por sus oficiales. Desde las invasiones inglesas las fuerzas milicianas de la ciudad y del campo no habían dejado
de acrecentarse y los milicianos se acostumbraron a resistir porfiadamente que las autoridades los transformaran en fuerzas
veteranas. Hay, también, algo que poner de relieve: entre los paisanos y el ejército se venía desarrollando durante varios años
una intensa disputa anterior a la sublevación de 1828. No sorprende, por tanto, ni el apoyo que Dorrego tuvo entre los
milicianos ni el repudio que obtuvo del ejército.
Los milicianos parecen haber sido un componente fundamental del alzamiento rural y, sobre todo, de las partidas que por
todos lados hostigaban a las fuerzas unitarias. Eran grupos de paisanos y vecinos armados, reclutados en cada localidad y con
jefes provenientes de sus mismas comunidades. No eran, sin duda, un ejército, per sí eran una fuerza social y política
decisiva. Con todo, tampoco fueron los únicos protagonistas del alzamiento.
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Los “indios del Rey”: los Pincheira, ni amigos ni aliados
Al menos desde junio de 1826 la alarma comenzó a recorrer la frontera cuando se sucedieron ataques indígenas tanto en
Arrecifes como en Dolores. Sin embargo, los más graves ocurrieron en Salto. No era un ataque más. Se trataba de una acción
coordinada en gran escala que se desplegaba en un amplio espacio y en la que aparecían actuando conjuntamente
contingentes indígenas y grupos de cristianos de origen chileno. Algo era claro: desde 1826 los últimos coletazos de las
guerras de independencia se estaban desplegando en las pampas donde reaparecía una fuerza realista aliada con tribus
indígenas.
La migración temporaria o definitiva de grupos indígenas desde el otro lado de la cordillera de los Andes hacia las pampas no
era nueva pero se había multiplicado decididamente durante las décadas de 1810 y 1820. La llegada de estos nuevos
contingentes habría de trastornar las relaciones tanto entre las diversas agrupaciones indígenas como entre ellas y la sociedad
criolla. Esta situación se agravó aún más porque los contingentes indígenas no venían solos sino que solían incluir grupos de
“cristianos” que se habían sumado a ellos y establecido alianza con algunos caciques. También había grupos de cristianos que
se movían activamente entre la Araucanía y las pampas. Eran los restos de las fuerzas realistas que comenzaron a desplegar
una auténtica guerra de guerrillas a favor de la causa del Rey desde el territorio indígena y en alianza con algunas tribus
araucanas. A comienzos de la década de 1820 entre ellos se destacaron los cuatro hermanos Pincheira, Juan Antonio, Santos,
Pablo y José Antonio. Hacia 1825, las autoridades del sur chileno lograron establecer acuerdos de paz con la mayor parte de
los jefes araucanos y estuvieron en condiciones de realizar expediciones para acabar con los Pincheira. De este modo el
accionar de los Pincheira y sus “bandidos” y “montoneros” tendió a concentrarse cada vez más sobre los territorios situados
al este de la cordillera junto a las tribus ranqueles y boroganas, que eran sus aliados. El accionar de los Pincheira y las
agrupaciones indígenas obedecía a objetivos diferentes: mientras que para aquéllos se trataba de obtener recursos y reclutar
fuerzas para enfrentar el gobierno independentista chileno, para éstas se trataba de conseguir un aliado que les permitiera
controlar los puntos estratégicos de las pampas. De esta forma, los nuevos factores de conflicto forzaban a los caciques a
buscar alianzas con los distintos bandos criollos. De esta forma, hacia 1828 los ataques que dirigían los Pincheira en la
frontera bonaerense se extendían desde el sur de Santa Fe hasta Bahía Blanca, y a principios de 1829, tenían prácticamente
cercado el pueblo de Carmen de Patagones.
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evidencias surgen de la misma prensa unitaria. Las acciones que en los primeros meses fueron catalogadas de bandolerismo
aluden sistemáticamente al asalto de estancias de propietarios adictos al régimen unitario en la campaña. Es decir, que
respondían a precisos objetivos políticos. En segundo lugar se ve claramente que, a medida que el alzamiento tomaba mayor
fuerza, esas acciones tendieron a concentrarse sobre los pueblos que como Baradero, San Pedro, San Antonio de Areco,
Monte, Dolores o Cháscomus, contaban con grupos de adherentes a los unitarios. En tercer término, hay otra evidencia
bastante precisa. A medida que las acciones de los “anarquistas” tendían a concentrarse más cerca de la ciudad las denuncias
muestran que entre sus blancos privilegiados se encontraban no sólo importantes vecinos sino particularmente los extranjeros,
los ingleses, escoceses y alemanes que habían venido a participar de los proyectos de colonización desarrollados durante el
gobierno de Rivadavia. Estas evidencias sugieren que muchas de las acciones calificadas de bandolerismo tenían objetivos
políticos bastante precisos y eran parte inseparable de la llamada “guerra de recursos”.
Pero la dramática expresión de Beruti tenía otro sentido: apuntaba a denunciar no sólo las formas que adoptaban los asaltos
de los “montoneros”, sino también los saqueos producidos por las tropas de Lavalle, especialmente una vez que quedaron
estacionadas y sin movilidad.
“Se pretende hacer de ella no sólo la Atenas, sino la Londres del hemisferio del sur”
Así se refería a Buenos Aires y al progreso de su comercio el periódico de habla inglesa The British Packet poco antes de
que la provincia fuera desgarrada por la guerra civil. Puede parecer una imagen exagerada, pero ilustra bien la imagen de la
ciudad y de su futuro que se había forjado la elite urbana. Buenos Aires tenía sus laureles y los exhibía con orgullo. No sólo
había sido la capital del virreinato sino que era una de las capitales coloniales que había crecido con mayor ímpetu en las
últimas décadas. La población de la ciudad, aunque crecía más lentamente que la del campo, se estaba transformando. Si
siempre había conformado un mundo social heterogéneo y diverso dado su condición de puerto y frontera imperial, desde la
revolución se había hecho mucho más cosmopolita. Sin embargo, al mismo tiempo, la ciudad se hacía cada vez más criolla y
mestiza.
Buenos Aires tenía una peculiaridad que la distinguía, que era que hasta comienzos de la década de 1820, su población había
sido siempre mayor que la que poblaba la campaña. Tras la revolución, sin embargo, esta situación estaba cambiando con
rapidez. Por lo pronto, los metales altoperuanos dejaron de ser el componente principal de las exportaciones, que ahora se
basaban en los cueros y en la carne salada, el tasajo. En este contexto un cambio muy profundo estaba ocurriendo en la
sociedad. La importancia de la campaña, tanto en términos demográficos como económicos, estaba cambiando
sustancialmente. Por lo tanto, a esa ciudad se le hacía cada vez más imperioso, pero también más difícil, asegurar el gobierno
de un campo que había estado muy escasamente controlado durante la colonia y que ahora se transformaba en la base de
sustentación de la economía provincial. De esta manera, en términos políticos también estaba cambiando la importancia de la
campaña. Si los límites físicos entre la ciudad y el campo eran borrosos también lo eran los que separaban a la elite de los
otros sectores sociales. Y sin embargo, esos límites existían. Pero la revolución había convocado a la lucha al populacho y
producido su intensa movilización mientras diseminaba un nuevo principio, la “igualdad ante la ley”. Estas tensiones también
tuvieron un lugar decisivo en los enfrentamientos de 1829.
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dictaron para reordenar la vida social. Las más famosas, sin duda, fueron las que se dirigían a perseguir la “vagancia”. No era
una persecución nueva, pero se estaba tornando cada vez más draconiana. Las levas, hacían aún más inestable la vida de las
familias campesinas y muy tenue la línea que separaba legalidad de ilegalidad. La campaña de Buenos Aires era un territorio
en expansión productiva y territorial que estaba poco poblado y por lo tanto atraía contingentes de migrantes de diversos
espacios del antiguo virreinato dadas las oportunidades que ofrecía de trabajo, salarios más altos, relaciones sociales más
flexibles y posibilidades de acceso a la tierra. Lo que hacía “insolente” a esta población eran las posibilidades que tenía de
convertirse en campesinos autónomos y lo que hacía tan difícil que los peones se subordinaran a sus patrones eran las
oportunidades laborales que encontraban en otros establecimientos o las de establecerse por cuenta propia. Los estancieros y
chacareros se veían obligados a pagar salarios más altos para atraer trabajadores. Por otra parte, la mayor parte de estos
peones y jornaleros, solían dedicarse también a la labranza y cría de un pequeño rodeo para la subsistencia de sus familias y
para ellos empleaban tierras con o sin permiso de sus propietarios. La campaña, entonces, no estaba dominada por un puñado
de grandes propietarios que sometían a su voluntad a unos pocos gauchos ni era simplemente un vasto territorio dedicado
exclusivamente a la ganadería. Por el contrario, estaba poblada por infinidad de familias de campesinos labradores y/o
criadores de ganado que apelaban básicamente al trabajo familiar y que tenían muy diversas formas de acceder a la tierra.
Además había otro rasgo importante de la vida social rural que hacía que la campaña no fuera simplemente un puñado de
grandes estancias. En las cercanías de la ciudad prosperaban algunos pueblos como Quilmes, Flores, Morón o San Isidro,
etc., etc. Junto a ellos existía todo un rosario de poblados establecidos en torno a las parroquias y a los fortines de frontera,
que estaban adquiriendo creciente importancia económica y política.
Este cuadro de situación, por lo tanto, presentaba un escenario de múltiples actores y varios ejes de conflicto. Por un lado,
estaban los conflictos entre la sociedad porteña y las tribus indígenas de la pampa. Por otra parte, los cambios económicos e
institucionales producían otras tensiones y conflictos como los que estaban transformando el acceso a las tierras públicas y
los recursos agrarios.
Quienes debían encargarse de hacer cumplir efectivamente las disposiciones del gobierno eran las autoridades locales que
residían en los pueblos de la campaña. Desde 1821 cada partido quedó a cargo de un juez de paz. Éste era el encargado de
administrar los pleitos civiles de menor cuantía y preparar los sumarios en las causas criminales. Tenían también una función
clave: debían hacer que los vecinos fueran a votar y presidían las mesas escrutadoras de las elecciones. Sin embargo, estos
jueces no eran electos sino designados por el gobierno provincial, que los seleccionaba entre los vecinos destacados del
partido. De esta manera, durante la década de 1829 se desplegó en la campaña una intensa lucha política que asumía formas
diferentes. A través de las elecciones se resolvía sólo quienes integraban la Legislatura o Sala de Representantes y cada juez
de paz debía extremar sus recursos y relaciones sociales para lograr que votara la mayor parte de los vecinos y lo hiciera por
la lista oficial. Sin embargo, había otras formas de lucha política decisivas para definir quién ejercía el poder local. La
designación de un juez de paz significaba la primacía de una facción y el desplazamiento de otra rival. Por ello, estas
facciones vecinales desplegaban un amplio repertorio de recursos para obtener el favor del gobierno y predominar en el
partido: representaciones colectivas con peticiones al gobierno, demandas judiciales contra los abusos del juez de turno y no
pocas veces verdaderos tumultos.
Al mismo tiempo se estaba desarrollando otro eje de conflictos. El sistema político imperante en la campaña descansaba en la
colaboración activa de los grupos de vecinos con prestigio, poder e influencia en cada partido. Los paisanos solían denominar
a estos vecinos con el nombre de “puebleros” y más despectivamente aún “cajetillas”, contraponiéndolos a los que vivían en
el campo y que gustaban de llamarse a sí mismos “los hijos del país”. En esta oposición no sólo incidía el lugar de residencia
sino también el rango social y el modo de vida y de vestir.
El entrelazamiento de estos conflictos se iba a mostrar con toda intensidad durante el alzamiento de 1829. No estaban
generados por el enfrentamiento entre unitarios y federales pero tampoco pudieron quedar al margen de esta otra
confrontación.
En la madrugada del 13 de diciembre de 1826 un numeroso grupo se apoderó del pueblo de Navarro y lo mantuvo ocupado
durante todo el día. Siguiendo órdenes de su jefe apresaron y sustituyeron al comisario y designaron a otro juez de paz. Lejos
de realizar un saqueo generalizado, las contribuciones sólo fueron exigidas sólo a los vecinos principales –en especial a los
pulperos-, los robos fueron prohibidos y se anunció que estas acciones estaban dirigidas sólo contra los “europeos y
extranjeros” y que eran en beneficio de los “hijos del país”. Al anochecer abandonaron el pueblo y en la madrugada siguiente
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intentaron asaltar a Villa de Lujan. Muchos de ellos perecieron en el asalto y varios fueron apresados en los días siguientes.
Los hombres que habían tomado por asalto los pueblos de Navarro y de Lujan no sólo se identificaron como federales sino,
además, como montoneros. ¿Quiénes eran? Su jefe se llamaba Cipriano Benítez, un labrador arrendatario de la frontera; el
grupo inicial se componía de unos treinta hombres, casi todos paisanos del pago, en su mayor parte labradores, unos pocos
peones e incluso un esclavo. ¿Qué era lo que se proponían? Benítez no apeló sólo a una genérica identidad federal para
legitimar su acción sino que diseminó entre los paisanos una serie de promesas y definió objetivos bastante precisos.
¿Qué muestra este episodio? Que dos años antes del alzamiento había en la campaña grupos dispuestos a movilizarse que ya
habían asumido una clara identidad política federal. A su vez, lo sucedido indica algo más: por la forma que adoptó la
montonera y por su modo de acción, anticipa algunas de las características centrales que adoptó el alzamiento rural de 1828.
“Todas las clases pobres de la ciudad y campaña están en contra de los sublevados”
En ningún momento la adhesión de los sectores bajos de la ciudad y del campo a favor de los federales estuvo en duda como
tampoco su protagonismo en el alzamiento. Una lectura cuidadosa de la prensa unitaria permite advertirlo con bastante
claridad. El alzamiento estaba resquebrajando los lazos sociales de obediencia y dependencia y no eran pocos los que lo
percibían como una lucha no sólo entre unitarios y federales o entre la civilización y la barbarie sino también entre
propietarios y bandidos. Este colapso de “los vínculos de patronato” tenía una consecuencia política precisa pues acrecentaba
la capacidad de los federales para sumar nuevos grupos al movimiento.
El alzamiento estaba desbordando los límites que sus dirigentes pretendían y adquiría la forma de una intensa confrontación
social que amenazaba seriamente a los propietarios. De esta manera, el alzamiento adquiría rasgos muy particulares pues
volcaba abierta y activamente a favor del bando federal a los sectores más bajos de la sociedad y éstos encontraban en su
adhesión al federalismo una identidad colectiva y un lugar en el escenario político. Más aún, su impronta fue tan decisiva en
el futuro desarrollo del régimen federal que tornaba en intrínsecamente sospechosos a los individuos de los sectores altos y
acomodados.
Se había desatado una verdadera “guerra de opinión”. Pero esta guerra ya no involucraba sólo a las clases “decentes” e
“ilustradas” sino que ahora era preciso desarrollarla de un modo tal que permitiera ganarse la voluntad de los sectores bajos
de la ciudad y del campo. Ambos bandos recurrieron a un específico y peculiar tipo de propaganda: los periódicos y las hojas
sueltas escritas en estilo gauchesco. Otra prueba evidente también fueron los esfuerzos desesperados de la propaganda
unitaria para contrarrestar esa imagen que tenían de defensores exclusivos de los “aristócratas”.
“Indios sí, extranjeros no. Valen más indios que unitarios, el día de la federación llegó”
Así decían unos panfletos que se hallaron en la plaza de Monserrat a principios de abril de 1829. La alianza con los indios era
presentada por la propaganda unitaria como la máxima traición posible y la prueba por excelencia de la barbarie. Para
contrarrestar esta propaganda los federales tomaron otro eje argumental y estos panfletos lo muestran con claridad. Si la
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prensa unitaria hacía hincapié en la alianza de los federales con los indios como signo de su “barbarie”, la propaganda federal
lo hizo en la alianza que los unitarios mantenían con los extranjeros como expresión acabada de su “traición”. Estos discursos
no eran sólo recursos útiles para la disputa política. Eran también modos de interpelar a la población y movilizar sus
diferentes sensibilidades y moldearlas.
Los desastres que los unitarios sufrieron a partir de abril y la violencia creciente que iba adquiriendo el alzamiento en la
campaña iba reduciendo drásticamente sus opciones. Y el temor creciente y generalizado a esa sublevación de indios y
paisanos fue mayor que el que suscitaba la figura de Rosas. No tenían, así, otro camino que pactar con él la restauración del
orden y, si podían, una rendición honrosa. Las negociaciones de paz entre Lavalle y Rosas comenzaron a mediados de junio
de 1829 y fueron facilitadas porque las fuerzas santafesinas se retiraron del territorio provincial. Ambos no tardaron en llegar
a un acuerdo que se firmó el 24 de junio, pero que no iba a cumplirse. Las negociaciones se reanudaron y el 24 de agosto un
nuevo acuerdo abría una nueva situación y demostraba el deterioro de la posición de Lavalle: se acordó la formación de un
gobierno provisorio encabezado por el general Viamonte y la convocatoria a nuevas elecciones. La desactivación de los
grupos movilizados durante el alzamiento era una cuestión central para ambos. Pero no era una tarea sencilla. Para licenciar y
desmovilizar a los milicianos Rosas necesitaba recursos para recompensarlos; de otro modo, los saqueos se multiplicarían. De
esta forma, recién a mediados de setiembre Rosas ordenaba licenciar a los milicianos no sin antes hacerles llegar una
proclama dirigida a quienes llamaba “mis amigos y compañeros de armas” en la cual los felicitaba. Si la desmovilización de
los milicianos era dificultosa, lograr que se apaciguaran las tribus amigas tampoco era sencillo. Y sobre todo no lo era porque
la situación fronteriza estaba lejos de haberse estabilizado.
La reconstrucción del orden político no era tampoco nada sencilla y, menos aún, hacer realidad esa política de conciliación
que habían pactado Rosas y Lavalle. Los acuerdos a los que llegaron y que derivaron en la instalación del gobierno
provisorio de Viamonte implicaba el nombramiento de nuevos jueces de paz y el desplazamiento de aquellos que habían
sostenido a los unitarios. Sin embargo, los resentimientos acumulados en la violenta confrontación hacían inviable el
proyecto conciliador.
El reclamo cada vez más intenso para que fuera restaurada la Legislatura que había elegido a Dorrego y que Lavalle disolvió.
El débil gobierno provisorio de Viamonte no pudo ante tanta presión y cedió. El 1º de diciembre fue restablecida la
Legislatura. Pocos días más tarde ésta eligió a Rosas como gobernador asignándole facultades extraordinarias y lo declaró
“restaurador de las leyes e instituciones de la provincia”. La tarea que se le encomendaba era bien clara: debía restaurar la
vigencia de las instituciones y el orden social.
Mucho había cambiado en un año. Rosas era un miembro reciente de las filas federales porteñas pero se había convertido en
su líder indiscutido y también de toda la sociedad provincial. Los unitarios perdieron prácticamente todo su predicamento y
comenzaron una diáspora interminable. Se iniciaban, así, dos décadas de hegemonía política durante las cuales el rosismo
habría de transformarse en la única experiencia exitosa de reconstrucción del orden político que había disuelto la revolución
de independencia.
El regreso de Dorrego
El gobierno de Rosas se inició con un triple halo de legitimidad. Por un lado, porque era el portador de la tarea de restaurar la
paz y la vigencia de las instituciones y las leyes de la provincia. Por el otro contaba con la legitimidad del inmenso consenso
que había logrado acumular entre los sectores populares de la ciudad y del campo. Pero había algo más: el gobierno de Rosas
era el vengador de la muerte de Dorrego y el encargado de reparar públicamente su memoria. La trágica suerte de Dorrego se
transformó en un tópico ineludible de la propaganda política de la época. Y no sólo en la prensa dirigida al público culto sino
también en esa otra prensa que no había dejado de propagarse y que ahora se constituía en un arma insustituible de la lucha
política: las hojas y periódicos escritos en verso, que imitaban el hablar popular y campesino y que han sido conocidos como
el género gauchesco.
[Raúl Fradkin, ¡Fusilaron a Dorrego! O como un alzamiento rural cambió la historia, Editorial Sudamericana, Buenos
Aires, 2008]
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