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En La Selva llueven piedras

La noche era fría. Su aliento nos calentaba. Y la marihuana encendía los corazones con un
fuego por el combate cuerpo a cuerpo. Los muchachos se dejaban llevar por el lenguaje de
los gritos y las señas, del humo y de la pasta, pero no veían que el final se avecinaba. Por
eso, cuando divisé a la turba aproximándose, levantando los palos de las astas y gritando
arengas furibundas, supe que estábamos perdidos.

El gordo Carlos se había desabrochado la correa y la sostenía en una mano, como si se


tratara de un domador de fieras esperando el desenlace final de un acto circense. La gente
estaba asustada y trataba de alejarse lo más posible del frente de batalla, mas eso era una
tarea casi imposible pues en los códigos de las barras lo primero es la lealtad, eso nunca se
traiciona. “Sepárense para que no los chapen”, gritaba JD mientras trataba a jalar a todos
hacia lugares distintos, abriéndose paso entre la multitud que se pegaba a la pared de la
tribuna Oriente del estadio de Matute.
- Lobo, estate atento – me dijo.

Lo miré con expresión incrédula. Era mi amigo el abogado, solo que ahora se había sacado
el polo y lo levantaba a modo de látigo. Los demás se habían dispersado como podían;
mientras un grupo se puso detrás de Carlos, otros trataban simplemente de alejarse
vociferando diatribas y ocultando sus rostros bajo las capuchas.
Del frente se escuchó un enfrentamiento verbal.
- ¿Quién chucha te crees, ah? ¡Venir a cantar a mi tribuna!
- Esa no es tu tribuna – respondía Carlos – no tiene tu nombre pintada en ella.
- No te pases de la raya rechoncha...

El que respondía por la turba agresora, la de Los de Oriente (barra aliancista de la tribuna
del mismo nombre) era Alonso, un pelucón trigueño que hacía las veces de líder a falta de
su verdadera ‘batuta’, Gino. Estaban separados por escasos centímetros y ninguno parecía
ceder. Desde atrás, casi instantáneamente, la avalancha de piedras, palos y correazos no se
hizo esperar. La batalla había comenzado.

***

Era un domingo de mayo del año 2007 y Alianza Lima jugaba de local contra el Bolognesi
en el estadio Alejandro Villanueva. La cita era a las 6 de la tarde. Como en todos los
partidos, la gente de HVS (Hermandad, Voz y Sentimiento) se había juntado al frente de la
puerta principal de la universidad católica casi tres horas antes del partido. Como en todos
los partidos, fueron pocos los que llegaron a la hora pactada. Carlos, líder del grupo y
apodado el ‘gordo’ traía las malas noticas del último partido acontecido en el Callao.
- Gente, el último partido nos jugaron mal, ya no podemos seguir así…

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El gordo hablaba del partido pasado en el cual Alianza Lima tuvo que visitar el estadio
Miguel Grau del Callao para jugar contra la universidad San Martin. Yo no había podido
asistir pero lo que escuché de aquel día fue verdaderamente lamentable. Al momento de ir
con la gente de LDO a pedir las entradas de cortesía, el gordo y los muchachos de HVS se
habían encontrado con un portazo en la cara: “no hay entradas para ustedes”. Carlos,
experimentado en estas lides, terció con aplomó y logró convencer a sus interlocutores para
que hablaran con Gino y Foncho, los líderes de LDO.
- ¿Se acuerdan a cuánto nos quisieron dar las entradas la vez pasada? ¡Más caras que en
boletería!

Esa fue la gota que rebalsó el vaso. Gino les ofreció las entradas de cortesía por diez soles
argumentando que se trataba de un partido de visita. Cuando el gordo y los demás fueron a
las boleterías del estadio, se encontraron con que allí se estaban vendiendo a ocho soles.
Algo totalmente incongruente con el precio que les acaban de ofrecer sus ‘amigos’
aliancistas. Fue en ese momento en que el gordo tomó la decisión crucial: a partir de ese
momento entrarían al estadio con ‘la suya’, es decir, comprando su propia entrada en la
boletería.

En el taco la gente jugaba tranquila. Un par de cigarros amenizaban el ambiente mientras se


esperaba al resto del grupo. Afuera, el chato Ronald y Malagua hacían la guardia respectiva
cerca de la fachada de un edificio de cuatro pisos que funcionaba como academia
preuniversitaria. El gordo conversaba con JD, que había llegado sin auto. JD era egresado
de derecho de la PUCP y aunque le faltaba convalidar el certificado de idioma para sacar su
titulo, no se cansaba de repetir que era un “abogado de la Católica” cada vez que se
agarraba boca a boca con un efectivo policial. Esto en verdad le había salvado el pellejo
muchas veces a él, y a muchos de nosotros.

A las cuatro de la tarde, cuando solo faltaban unos cuantos que habían llamado diciendo
que nos encontrarían de frente en el estadio, partimos a La Victoria. Nadie tenía la certeza
de lo que encontraríamos al llegar, únicamente sabíamos que nada sería como antes. Los
rostros eran serios, ansiosos. Algunos, como Calito, empezaban a juntar sus monedas para
la entrada. Yo no le di nada, tampoco tenía que darle. Era el único que había llevado la
entrada ya comprada desde Miraflores, el único que tenía el boleto asegurado. No
imaginaba que aquellos once soles quedarían cortos para cubrir el precio de tamaña
incursión por lo desconocido.

***

Aquel día hubo dos barras en oriente: una, la oficial, LDO, ubicada al centro de la tribuna y
con mayor numero de integrantes; otra al lado, pegada a sur, la gente de HVS que imitaba
provocadoramente los cánticos del Comando Sur lanzando el estribillo “Ohhhhh, nada nos
separa, ohhhhh...nada nos separa, con entrada, sin entrada”. Parecía ser más importante
probar cuál de los dos grupos era el más fuerte que quién tenía la razón. El partido ya no
importaba, lo que decían en uno y otro lado era: “prepárense para la salida, va a estar
movido”.

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El partido terminó empatado sin goles. Alianza Lima venía mal en el campeonato y los
hinchas no esperaron mucho para empezar con la silbatina y la lluvia de insultos a los
jugadores y, sobre todo, a los dirigentes. Bolognesi era el colero absoluto del campeonato.
La sensación de la gente aquel día era que si no se le había podido ganar al último de local,
ya no había nada más por hacer. La suerte del equipo estaba echada. Como las escaleras de
los vestuarios estaban ubicadas junto a Oriente, el gordo insistió en que permaneciéramos
un rato más después del partido, al menos eso creía yo. Las verdaderas circunstancias
aparecieron pocos momentos después.

Terminados los insultos, la gente de HVS salió por la puerta lateral de la tribuna de Oriente,
la que da a la avenida Abtao, frente a la cebichería más famosa de La Victoria: El Verídico
de Fidel. Quizás fue por esto que no vieron venir a la turba. Afuera parecía todo normal. La
policía montada hacia guardia cerca de las salidas, no para evitar enfrentamientos sino para
controlar la seguridad del público. Esa noche no había que preocuparse por peleas de
barras, todos eran del mismo equipo. Pronto se dieron cuenta de que habían caído en un
craso error.

Trataba de no separarme del grupo que se había arremolinado en torno a Carlos, el cual
arengaba a sus acólitos preparándolos para lo que se avecinaba. Parecía ser que todos los
presentes sabían lo que sucedería, todos menos yo. Éramos cerca de 40 los que
escuchábamos atentos las instrucciones del gordo, que agitaba los brazos en tono colérico,
como si tratara de parecer más convincente por eso. No entendía bien de que hablaba, lo
único que retumbaba en mis oídos era: “nadie arruga carajo, todos se paran”. De pronto, de
la avenida contigua, llegaron los enemigos. Los de HVS, que los esperaban por la puerta de
oriente, tuvieron que girar en redondo para detener la acometida de los vándalos que salían
como abejas de panal por el lado contrario. Eso solo podía significar una cosa: LDO había
buscado ayuda del Comando Sur, y la habían obtenido.

Dicen que los que se quedan atrás son los cobardes, los que huyen del combate cuerpo a
cuerpo y se refugian en la masa, ese todo febril que los blinda ante cualquier piedra o bala
que pudiera lanzar el agresor de turno. Sin embargo, el panorama desde atrás es el más
privilegiado. Los dos hombres que discutían delante de sus respectivos grupos eran de la
misma altura, pero el gordo Carlos ganaba en peso y porte. A su lado, Alonso se veía como
un simple flacucho desgarbado que intentaba ser el actor principal del elenco pero no se
sabía el papel. Pero el de LDO tenía una ventaja a favor: el apoyo del Comando. Juancho,
líder de la barra aliancista de la tribuna sur, había enviado refuerzos especialmente para la
ocasión y, juntados con la propia gente de oriente, sumaban cerca de 100. HVS tenía menos
de la mitad.

En medio de los dos grupos la discusión proseguía y habían llegado a pechearse el uno al
otro.
- No te hagas el huevón conmigo, ¿a qué mierda crees que estás jugando?
Los ojos del gordo miraban a su interlocutor con rabia contenida.
- ¿Ahora te haces el santo? ¡Sabes que se ‘forran’ con las entradas! Prefieren dárselas gratis
a blanquitas que no cantan ni mierda y a la gente que siempre estuvo con ustedes nada...
- ¡Cállate, carajo!

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- Y una mierda – respondía más colérico el gordo – Esa es la verdad. Somos 40 y nos dan
15 entradas, ¿qué chucha quieres que hagamos con eso?...¡Claro que a los blanquitos de su
grupito si les das, ¿no?...¡Gratis!

No hubo tiempo para más palabras. Chaka, saltando encima del gordo, se adelantó y
embistió contra un tipo alto y delgado que estaba parado al lado de Alonso. La reacción fue
en cadena. Ellos respondieron inmediatamente y se inició la guerra de correazos, piedras y
todo lo que se tuviera a la mano. La gente trató de dispersarse pero no tuvo suerte, la gresca
había surgido de forma tan inesperada que a nadie había dado tiempo de ponerse a salvo.
La policía demoraba en llegar y los gritos de dolor invadían la atmósfera con un halo de
suplica reinante. La gente que salía del estadio también se vio atrapada en la batalla y corría
desesperada a pegarse junto a la pared del estadio, que en esos momentos servía como muro
de contención.

La policía tardó, pero llegó y separó a los revoltosos. Me había puesto junto a la entrada de
oriente cerca de un señor que abrazaba a sus hijos para no perderlos.
- ¿Por qué se pelean si son del mismo equipo?
- No lo sé, fácil hay problemas internos.

La pelea había devenido en una estampida de búfalos corriendo por su salvación. Ante la
sorpresiva llegaba de la policía montada, la batalla se había detenido y los barristas de
ambos bandos habían tenido que escapar de los fuetes policiales y arremetidas caballunas.
Trataba desesperadamente de encontrar a mis amigos en medio de aquel caos, esquivando
piedras, palos y las arremetidas de los caballos que cruzaban la pista a toda velocidad sin
importarles nada. Lo único que había podido descubrir era que habían llegado dos
patrulleros y habían cerrado la esquina de Abtao con La Católica, en teoría nuestra única
vía de escape posible. Dentro de una me pareció ver una cara conocida: era Calito, el cual
era fuertemente golpeado en uno de los asientos posteriores de los vehículos mientras
intentaba explicar en vano de que era inocente.

Sin embargo, mi amigo no fue el único infortunado. Cada barrista capturado era
minuciosamente cacheado e ingresado con rudeza a las patrullas que iban aumentando con
el correr de los minutos. La batalla empezó a declinar proporcionalmente a la incursión de
la policía que fue controlando de a pocos la situación. De pronto, un grupo de muchachos
empezó a retirase por la misma Abtao, pero para el lado de la tribuna norte. Eran el gordo
Carlos y tras él avanzaban JD, el cuervo y los demás miembros de HVS que habían logrado
ponerse a salvo. Al menos hasta ese momento.

***

HVS estaba conformado por tres grupos hermanos: Hermandad oriente, Pueblo Grone y
Batallón Católica. Los tres compartían ideales, vecindarios y el mismo amor por la
camiseta aliancista. Estos grupos de habían unido buscando una mayor notoriedad en la
barra de oriente, que en esos años estaba controlada por una cúpula elitista en la que la
cabeza más notoria era un tipo llamado Gino. Lo que se ve en la televisión es muy distinto
de la realidad palpable dentro de la tribuna. Los de oriente –como se llamaba al colectivo
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general de barristas aliancistas en la tribuna del mismo nombre- estaba conformada a su vez
por grupos más pequeños que constituían sus verdaderos cimientos. Había gente de
Chorrillos, de San Diego, de Las Flores, y de muchos otros lugares. HVS era uno de esos
grupos que apoyaban en oriente. Y Batallón Católica, grupo formado por estudiantes de la
PUCP, era a su vez una facción de éste.

Había empezado a ir al estadio con HVS a finales del 2006 cuando, paradójicamente, un
amigo hincha de la U me contó sobre un grupo de aliancistas de la Católica que siempre
iban al estadio. Él se burlaba de que eran muy pocos.
- ¿Sabes cómo contactarlos?
- Tienen su página creo, les escribes en su muro…
- Pásamela –le contesté sin guardarme el gesto- Ojala pueda ir con ellos al clásico que se
viene.

Al clásico fui solo, y al partido siguiente también. Los había contactado por la web y me
habían dado estrictas indicaciones al respecto: un miembro del grupo me esperaría a la
salida de una de mis clases en la Facultad de estudios generales letras. No me habían dado
mayores referencias de cómo se llamaría el ‘contacto’, ni siquiera como estaría vestido. No
obstante, fue más que sencillo ubicarlo. Parado a un lado de la puerta, con unos lentes
ahumados que le cubrían el rostro hasta casi la altura de las cejas y vistiendo una impecable
camiseta del Alianza, JD me saludó y me invitó a unirme al grupo luego de una
conversación corta pero amena. Más tarde me di cuenta de que ese era el método habitual
de reclutamiento del grupo cuando se trataba de desconocidos: preferían el contacto
personal para evitar infiltraciones de los grupos rivales de la U y el Cristal que también
existían dentro de la universidad.

Cada partido era una experiencia nueva para mí. Con el correr de los meses fui conociendo
a nuevos compañeros, uno más estrafalario que el otro. Empezamos a realizar viajes a
provincias, fiestas, reuniones, ‘pichangas’, todo tipo de actividades. Siempre nos reuníamos
dentro de la universidad, cerca de la facultad de arte. Cuando venía el resto de la gente de
Hermandad y Pueblo Grone, nos trasladábamos a las ultimas cuadras de la avenida Paso de
los Andes, casi por donde termina el cuartel Bolívar. Rápidamente gané la amistad del
gordo Carlos y comenzó a llamarme como el resto de la gente en la barra: “el lobo”, un
apelativo que había nacido años atrás junto a una mesa de billar y en compañía de mi
maestro y amigo en esas lides, Kike.

También hubo muchos enfrentamientos con los barrios enemigos, con los hinchas de la U
que pugnaban por apoderarse de alguno de nuestros polos o la banderola que logramos
confeccionar con el logo distintivo de la PUCP. Sin embargo, nunca uno tan impactante
como el de la noche de aquel 20 de mayo del 2007. Era domingo, tenía clases a las ocho de
la mañana el lunes. Llegué tarde, me quedé dormido. Recién pude conciliar el sueño a las 4
de la madrugada a causa de las pesadillas que me invadieron toda la noche.

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***

Eran cerca de quince los que habían logrado escapar de la trifulca. El gordo Carlos estaba
sin polo y la mayoría de barristas sujetaban piedras en ambas manos. No sabían adonde
dirigirse, pero tenían miedo de un nuevo ataque.
- ¿Adónde vamos? – preguntó JD.
- Puta no sé, hay que caminar nomás, vamos de frente...
Los demás o habían conseguido escabullirse y escapar, o habían caídos en las manos de la
policía. No había vuelta para atrás.

Más allá de Matute, pasando el jirón Abtao y caminando por Sebastián Barranca, existe la
incertidumbre. Un barrio ubicado adelante del estadio, un lugar que por la oscuridad de sus
calles y hostilidad de sus habitantes era conocido como ‘La Selva’. Y ‘La Selva’ de noche,
era el peor sitio para estar en una situación como aquella.

El grupo empezó a caminar sigiloso por en medio de una serie de callejuelas cubiertas de
un olor nauseabundo. Aquel tufillo se camuflaba con el olor a quemado de la marihuana,
prueba tácita de la actividad predominante en aquel antro: la microcomercialización de
droga y pasta. Las paredes estaban llenas de grafittis de pandillas rivales y eso mermaba en
la conciencia de cada uno de nosotros: eran las marcas del territorio enemigo, allí no
seríamos bien recibidos. A pesar de que nos encontrábamos en La Victoria, el problema de
las barras seguía latente y podía estallar en cualquier momento. La espalda de Carlos
presentaba dos enormes heridas producto de la batalla, la hebilla de alguna correa había
caído de lleno en su torso, produciéndole cortes que sangraban profusamente. Al gordo no
parecía importarle.
- Estén atentos por si nos acorralan...

Luego, cruzamos de largo una tienda iluminada por un fluorescente torcido y medio
quemado. Allí, en las afueras, descansaba una veintena de muchachos libando y gritando a
todo volumen. Al parecer acababan de llegar del estadio y canjeaban la amargura del
empate aliancista por la cebada de unas cuantas botellas de cerveza. De pronto se levantó
uno, el que parecía ser el líder y empezó a llamarnos provocadoramente.
- ¿Quién chucha son ustedes? ¿Quieren entrar en mi barrio, no?
La gente a mi alrededor escondió las piedras, pero ya era demasiado tarde. Los de la tienda
las habían visto e interpretaban aquello como un desafío, como una ‘invasión’.
- Nada tío, ¡También somos de Alianza! –intentaron excusarse JD y el gordo.
Pero las súplicas no fueron escuchadas. Para nuestra sorpresa, los de la tienda se levantaron
y empezaron a perseguirnos. Julio y Lucho, dos amigos de la universidad, empezaron la
carrera desesperados. Yo no me quedé atrás.

Mientras corríamos y corríamos, Carlos y JD no paraban de repetir la misma frase, tratando


de hacer entrar en razón a sus perseguidores: “también somos de Alianza”, pero parecía ser
que los de ‘La Selva’ estaban poseídos por una sed de violencia y no escuchaban razones,
lo único que respondían mientras tiraban decenas de piedras era que “ese era su barrio”…y
que lo defenderían.

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Era una lluvia, pero de piedras. No tardamos en darnos cuenta de la cruda verdad: para
salvarnos debíamos oponer resistencia. Carlos, JD y algunos valientes más se pararon en la
retaguardia y empezaron a responder también con las piedras que se tenían a la mano. Los
integrantes más avezados de ‘La Selva’ ya los habían alcanzado y forcejeaban por obtener
algún ‘trofeo’, un polo o banderola.

Adelante seguían los problemas pues se encontraba la gente con menos experiencia en lo
que a guerreos se refería. Cada paso era prolongar la agonía. De cada calle aparecían más
barristas cuyo único fin era sacarnos de su barrio. Mucha gente había salido a la puerta de
sus casas a ver qué ocurría con tanto alboroto. Gente que lo único que hacía era mirar sin
intervenir, eran espectadores de lujo. Andrés, un chico obeso amigo de Julio, quedó muy
rezagado y fue presa fácil de la gente de la Selva. Nadie volteó a ver qué había ocurrido con
el, nadie. Los códigos se habían roto tras dejarlo a merced del enemigo. Solo un grito
desgarrador en medio de esa noche sin estrellas caló hondo en la mente de todos nosotros
pues sabíamos que Andrés no se salvaría de aquella golpiza. Era su primer partido en el
estadio con HVS.

***

El golpe le cayó de lleno pero no retrocedió. A pesar de sentir la sangre mezclándose con su
saliva, aquel sabor dulzón solo hizo que se envalentonara más y arremetiera con fuerza. El
líder de ‘La Selva’, con el rostro oculto bajo la capucha y agitando frenético una enorme
piedra, no pudo detener al gordo y cayó al suelo.
- ¡A ellos carajo!
JD, Ronald, ‘Malagua’ y los que se encontraban en la retaguardia frenaron y reaccionaron
impulsados por el grito frenético de su líder. Los agresores, contrariados por aquella
reacción imposible para ellos, pararon en seco.
- ¡A la cabeza, apunta a la cabeza!
- ¡No se ve nada carajo!

Los invadidos blandían sus polos por encima de sus capuchas e intentaban golpear lo que
sea, pero Carlos y los demás ya habían retrocedido lo suficiente para evitar cualquier
represalia. Pero desde más atrás, para sorpresa del gordo, llegaron los rezagados, aquellos
amigos que también habían logrado escapar de la policía pero que se habían perdido
llegando directamente a la avenida principal: ahora la gente de HVS había equiparado las
fuerzas con el enemigo.

La mayoría ya estaba en la avenida México cuando se escuchó en el aire el eco de dos


disparos. Había conseguido escapar de las piedras y ponerme a salvo cerca de un chifa, al
igual que los demás. A mi lado, la gente empezó a mirarse preguntando de quién era la
pistola o contra quien había descargado su furia. Los rostros acongojados, díscolos de la
realidad que ocurría en ese momento contrastaban con los de apenas unas horas antes,
cuando todo era felicidad dentro de la tribuna. El resto del grupo llegó con Carlos a la
cabeza, totalmente agitados y mermados en fuerzas. Lo interrogué con la mirada. El gordo
respondió como si les hablara a todos.

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- Todavía están por ahí, además pueden regresar la gente de Gino y Alonso con el
Comando Sur.
- ¿Entonces qué hacemos? – interrogó Julio
El gordo estaba sentado en la vereda y se sujetaba la herida de la espalda con un pañuelo.
- Vámonos al toque, antes de que regresen.

La suerte estaba echada para algunos, eso lo sabíamos todos. Nadie se preocupó por que
estuviéramos completos, lo único que importaba era escapar de allí cuanto antes. Carlos
aseguró que se encargaría de llamar a todos para confirmar que estuvieran bien. Por lo
pronto, empezamos a juntarnos en grupos para irnos en taxi. Junto con Julio, Lucho y Juan
Raúl, tomamos una carrera hasta la altura de Cuba con la Arequipa. Al pasar por el cruce
con Abtao bajamos instintivamente las cabezas para que no nos vieran desde afuera. El
taxista se rió, creía que éramos de la U y nos escondíamos de los del Alianza.

***

No volví a pisar Matute hasta un año después del incidente de ‘La Selva’. Según se
escuchaban rumores, los ánimos en la tribuna Oriente siguieron crispados. A Andrés lo
terminaron rescatando dos efectivos del Serenazgo que habían estado patrullando la zona
cerca del jirón Abtao, a casi dos cuadras del estadio. Lo encontraron sin polo, sucio y
temblando como si hubiera visto un fantasma. A partir de allí empezó su desgracia ya que
terminó cayendo en los malos pasos: Julio me contó que se empezó a drogar. Carlos, ya con
las heridas cicatrizadas, decidió irse por su lado. Poco después adquirió un arma, “por
precaución”, decía. Lo terminaron atrapando en el barrio de Pueblo Grone, cuando en una
fiesta callejera, envalentonado por los litros de licor, empezó a lanzar tiros al aire. Unos
policías que patrullaban la zona lo vieron y se lo llevaron detenido. JD me contó que el
gordo tuvo que pagar casi 2000 soles para que lo suelten en la comisaria, precio habitual de
las coimas entre policías y barristas.

Los demás terminaron asustados y la gran mayoría dejó de ir al estadio por un largo tiempo,
pensando en que quizá el dios Cronos hiciera el milagro de borrarlos de la memoria de
Alonso y sus acólitos. Cosa que, finalmente, pude comprobar por mí mismo.

Oriente sigue igual. El mismo espacio hueco al centro de la tribuna para la barra; los
mismos vendedores de gaseosa cuya ley de oferta y demanda se rige en base a los caprichos
del astro rey, si sale sube el precio pero si se esconde baja; los mismos trapos, polos y
banderolas, la misma gente. Nada ha cambiado, solo el tiempo avanzó y los hizo más viejos
a todos. Al ir, ya pasado buen tiempo, nuevamente me confundí entre aquellos torsos
desnudos, el olor a sobaco y a pasta, las camisetas que se te pegan a la piel. En la barra no
existen individuos, eres lo que eres en base al grupo. Y esa fue mi mejor coartada:
confundirme con la masa, una masa bulliciosa y pintada de azul y blanco.

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