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Que prediques la Palabra - Emilio Antonio Núnez

Algunos observadores han afirmado que distinguen señales alarmantes de


«analfabetismo bíblico» en la comunidad evangélica latinoamericana. Por otro
lado, otros siervos líderes, que son bastantes realistas en su evaluación de la
iglesia evangélica latinoamericana, se regocijan en el crecimiento numérico de
esta iglesia ...

Hace veintidós años, en una reunión internacional de líderes evangélicos sin


énfasis en alguna denominación, leímos una ponencia en la que hablamos
brevemente de la actitud de los evangélicos latinoamericanos hacia las
Sagradas Escrituras judeocristianas. Pudimos haber mencionado solamente
aspectos positivos al respecto, pero también admitimos que la Biblia todavía
permanecía cerrada en las manos de muchos que profesaban conocerla y
creerla.

En nuestras grandes ciudades, especialmente los domingos por la mañana,


millares de evangélicos presentan un cuadro maravilloso yendo a sus
respectivas iglesias con una Biblia bajo el brazo. Sin embargo nos preguntamos
cuántos de ellos la estudian concienzudamente en la congregación, y qué
estímulo reciben allí para leerla y estudiarla a solas —y en comunión con los
suyos— en la intimidad del hogar.

¿Analfabetismo bíblico?

Algunos observadores han afirmado que distinguen señales alarmantes de


«analfabetismo bíblico» en la comunidad evangélica latinoamericana. No
hemos visto estadísticas sobre este asunto particular, ni información alguna en
cuanto al grado de conocimiento de las Sagradas Escrituras que debiéramos
poseer para que recibamos la calificación de personas bíblicamente
alfabetizadas. De cualquier manera, valdría la pena averiguar si nuestros
observadores han exagerado la nota o si están describiendo acertadamente lo
que nos sucede.

También se encuentran entre nosotros pastores, maestros, evangelistas,


teólogos, misioneros, y otros siervos líderes que son bastantes realistas en su
evaluación de la iglesia evangélica latinoamericana. Se regocijan en el
crecimiento numérico de esta iglesia pero reconocen que, en general, ella no
goza del nivel de conocimiento bíblico que debería haber alcanzado a través de
los años.

Recientemente un joven pastor nos señaló que él y sus colegas habían


advertido «mucha espuma» en el crecimiento numérico de su iglesia, y que en
consecuencia sentían la necesidad de darle más tiempo al estudio sistemático
de la Palabra de Dios en las reuniones de líderes y en las de toda la
congregación. Al escuchar esto le dimos gloria al Señor.
El púlpito marca la pauta

Salvo contadas excepciones, una iglesia local no va a mostrar más interés en la


tarea de escudriñar sistemática y progresivamente el texto bíblico, que el
interés puesto en ello por su propios líderes. Y se sobreentiende que la
responsabilidad de enseñar la Palabra no recae solamente en el pastor. Los
maestros de escuela dominical, y todos los que tienen el privilegio de guiar a
otros espiritualmente en la congregación, deben también despertar y cultivar
en ellos el deseo de leer, estudiar, y practicar lo que la Biblia misma enseña
tocante a la vida y el servicio cristianos. Asimismo, es también el deber y
privilegio de los padres de familia convertir sus hogares en un aula donde el
libro de texto por excelencia sea la palabra escrita de Dios.

Sin embargo, en cuanto al crecimiento de la iglesia en conocimiento bíblico, es


grande la responsabilidad que descansa en los que orientan desde el púlpito al
pueblo de Dios. Ya sea que la congregación funcione con un solo pastor o con
un equipo, es el sermón, dirigido a toda la iglesia, el que en la mayoría de los
casos marca las pautas que los miembros deben seguir en su vida y en el
cumplimiento de su misión. De allí la importancia de que la proclamación sea
bíblica en verdad y ocupe el lugar central en nuestra liturgia.

Es necesario, por lo tanto, hacer un alto en el camino para evaluar nuestros


sermones. Debemos considerar especialmente su contenido. Lo más
importante no es, al fin y al cabo, el cómo sino el qué de nuestra predicación.
Es muy importante la forma, pero lo es mucho más el contenido fundamental
de nuestros sermones. La diferencia básica entre un discurso secular y la
predicación evangélica es el contenido bíblico del sermón.

Ante la posibilidad de evaluarnos en este sentido en el púlpito —cuántos de


nuestros sermones son un verdadero esfuerzo por explicar el texto bíblico en
su contexto, y cuántos de esos sermones procuran relacionar el significado del
texto con las necesidades reales de los creyentes— es posible que
descubramos que, en general, nuestra predicación no ha sido lo que debería
ser.

Si tal es el caso, deberemos efectuar cambios positivos en nuestros sermones.


Pero, sobre todo, necesitaremos darle siempre prioridad en el púlpito a la tarea
de explicar la Biblia misma. De ella depende nuestra edificación y la de
nuestros oyentes, a fin de que todos crezcamos en el conocimiento de la
Palabra y de la persona de Jesucristo, siempre en busca, en todos los aspectos
de nuestra vida, de satisfacer la voluntad de Dios.

Los evangélicos nos gloriamos en afirmar que la Biblia, por ser la revelación de
Dios para su pueblo, es nuestra autoridad final en todo asunto de fe y
conducta. Pero… ¿ realmente estamos estudiando y enseñando este libro
incomparable?
Parecen abundar los sermones que usan determinado texto bíblico tan sólo
como plataforma de lanzamiento para un mensaje que en lugar de explicar
dicho texto se convierte en una serie de anécdotas y exhortaciones, y aun de
especulaciones y conclusiones que se hallan muy lejos de lo que el Señor nos
ha revelado en su Palabra. Si lo que escucha una iglesia se reduce nada más a
sermones de esa índole, no se justifica esperar que la mayoría de sus
miembros muestren interés alguno en el estudio sistemático de las Escrituras.
Lo más probable es que lleguen a las reuniones de la iglesia a emocionarse,
pero no a pensar seriamente en lo que enseña la Palabra. Por supuesto, ellos
corren el riesgo de depender tan sólo de opiniones humanas, y no de lo que el
texto bíblico habla por sí mismo. Además, el error doctrinal es una amenaza,
especialmente para los que están debidamente instruidos en las verdades
bíblicas.

Que prediques la Palabra

Le sobraba razón al Apóstol Pablo cuando exhortó a su discípulo Timoteo a


predicar la Palabra (2Ti 4.2). El artículo determinante «la» indica que el apóstol
no se refiere a cualquier palabra, sino a la que él ha especificado bajo el
nombre de «las Sagradas Escrituras» en el capítulo anterior (3.15–17). Timoteo
había conocido desde su niñez esa palabra sagrada en la enseñanza que le
impartían en el hogar su madre Eunice y su abuela Loida (2Ti 1.5). Es obvio
que la expresión las «Sagradas Escrituras» en 2 Timoteo 3.15 refieren el
Antiguo Testamento. Timoteo vería también como Palabra de Dios la
enseñanza de Cristo y sus apóstoles, la cual la estaba convirtiéndose en
revelación escrita en el Nuevo Testamento, bajo la inspiración del Espíritu
Santo (véanse 1Ti 1; 4.6, 16; 2Ti 1.13; 2.2; 2 Pe 3.2, 16). Desde su origen los
libros neotestamentarios dieron evidencia de pertenecer al canon sagrado. De
allí que para la Iglesia las «Sagradas Escrituras» signifiquen el contenido de
ambos testamentos.

El apóstol no le hace tan sólo una sugerencia a Timoteo cuando lo exhorta a:


«que prediques la palabra». Le da un mandamiento en presencia de Dios el
Padre y del Señor Jesucristo. La ocasión es solemne y enorme la
responsabilidad que el pastor Timoteo debe asumir. En el idioma original el
verbo «predicar» está en el modo imperativo. El Señor no da sus mandatos
para que se discutan, sino para que se cumplan. La mención del regreso de
Cristo, el Juez de vivos y muertos, nos sugiere otra razón para predicar la
Palabra: el señor viene otra vez, y pedirá cuentas a sus siervos del ministerio
que él les ha encomendado. La Palabra debe predicarse en espera de la
gloriosa epifanía del Señor.

La urgencia
El mandato comunica también un sentido de urgencia por la amenaza de la
falsa doctrina. Antes de la exhortación (contexto inmediatamente anterior 3.1–
9), y posteriormente a ella (4.3–5), el apóstol se refiere a los falsos maestros,
especialmente a los que vendrían en «los postreros días» (3.1–5), aunque ya
había algunos que estaban propagando el error, oponiéndose a la verdad, y
resistiendo la autoridad apostólica (3.6–9; 4.14, 15). La presencia del error, y
su proliferación en el futuro inmediato y mediato, apremian a la iglesia a que
proclame fiel y constantemente la palabra de Dios. El antídoto para la mentira
es la verdad revelada en las Sagradas Escrituras.

El mandato también es de manera especial urgente, desde el punto de vista de


Pablo, porque él ve que el tiempo de su partida de este mundo está cercano.
Su carrera ha terminado. Otros deben seguir levantando la antorcha del
Evangelio en presencia del mundo gentil. Timoteo era uno de ellos, miembro
privilegiado de aquella generación que había aprendido «la sana doctrina» a
los pies del ilustre apóstol y maestro de los gentiles. Por la gracia de Dios, esa
antorcha ha llegado a nuestras manos y debemos pasarla sin mácula a
nuestros sucesores en el ministerio evangélico. Cumpliremos fielmente con
nuestro cometido si predicamos la Palabra «a tiempo y fuera de tiempo», en
toda oportunidad.

El valor intrínseco y la obra de la Palabra

Pablo también le da a entender a Timoteo que debe predicar la Palabra por lo


que ella es en sí misma y por lo que sólo ella puede producir. «Toda escritura
es inspirada por Dios». En 2 Pedro 1.21 leemos que el proceso de entrega de la
revelación escrita se efectuó cuando los santos hombres de Dios, aquellos que
sirvieron como instrumentos humanos de esa revelación, fueron impulsados
por el Espíritu Santo. De manera que la Biblia es la revelación que Dios quiso
darnos por escrito, en lenguaje humano. No existe otra palabra que posea esa
autoridad divina. La Biblia es fruto de la inspiración del Espíritu. Sería insensato
querer sustituir la palabra de Dios por palabras simplemente humanas en el
contenido fundamental de nuestra predicación.

Resulta imperativo predicar la Sagrada Escritura por lo que solamente ella es


capaz de producir para bendición del ser humano. Pablo afirma que la Palabra
provee «la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús»
(3.15), y que es «útil» para realizar todo aquello que resulta necesario «con el
fin de que el hombre de Dios esté capacitado y preparado a cabalidad para
toda buena obra» (3.17). Es la palabra salvífica, que hace nacer de nuevo a los
que confían en el Señor Jesús (Stg 1.18), y los instruye y santifica mientras van
como peregrinos en el mundo hacia el encuentro con su Señor en gloria. La
Palabra tiene que ver con la salvación como entrada en el reino de Dios por
medio del nuevo nacimiento, y con ese proceso salvífico que culmina en la
salvación final. No hay otra palabra salvadora, sino la que el Espíritu nos revela
en las Sagradas Escrituras.

En el idioma original, el verbo «predicar» sugiere la forma de la exposición. Nos


recuerda la función del heraldo que proclamaba un edicto real, o anunciaba la
llegada del rey mismo. No realizaba su tarea en un susurro sino en voz alta,
para alcanzar el mayor número posible de personas. Era una proclama que
podía ser precedida por el sonido de trompetas. Es en el espíritu de una
proclama que viene del trono de Dios como debemos predicar.

No es necesario que gritemos como energúmenos en el púlpito; nos asiste


ahora la técnica de la amplificación del sonido. Pero como decía un predicador
hace muchos años, no debemos llegar simplemente a conservar, ni mucho
menos a hablar entre dientes en el púlpito.

Predicación con gracia

Hagamos de alguna manera sentir el calor de nuestra emoción, junto a nuestra


convicción cuando prediquemos la Palabra. Y más que todo, que los oyentes
sientan el toque de nuestro amor fraternal en Cristo.

Que nuestra predicación sea con gracia, sazonada. De la contextualización de


la Palabra y de la nota personal y hasta emotiva que debe acompañar al
mensaje, el apóstol nos ha dado hermoso ejemplo en todas sus cartas.

Prediquemos la Palabra, porque solamente ella es inspirada por el Espíritu de


Dios; porque solamente ella trae salvación —la salvación en Cristo—; porque el
error está constantemente al acecho; porque debemos pasar a nuestra
generación la antorcha del Evangelio; porque el tiempo apremia; porque el
Señor viene a pedirnos cuentas de nuestra mayordomía y a darnos el premio
que nuestro ministerio merezca.

Prediquemos la Palabra…

• …porque sólo ella es inspirada por Dios.

• …porque sólo ella trae salvación.

• …porque el error está siempre al acecho.

• …porque debemos pasar la antorcha a otras generaciones.

• …porque el tiempo es corto.

• …porque el Señor viene.

• …porque el Señor lo mandó y él nos pedirá cuentas.


©Apuntes Pastorales, Volumen X – Número 4, todos los derechos reservados.
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