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siempre el extremo izquierdo de los pupitres, encarado hacia la puerta principal. Sólo entra
luz por unas ventanas altas que comunican con el patio interior, porque la pared de la dere-
cha, la que da a la calle, está protegida del ruido por un muro de granito y forrada de vitri-
nas con volúmenes de arte. Todas las mesas tienen una minúscula bombilla que ilumina el
libro sobre un vade de cuero desgastado, inclinado y abatible, como en los pupitres del co-
legio, que tenían arriba un tintero. Pero durante la mañana se puede leer con un sol tibio de
segunda mano, húmedo de tapias, de rosales trepadores y arizónicas como cipreses, y del
riego hipnotizante de los aspersores. Tan sólo, de cuando en cuando, se ve pasar a Rosita,
Debajo de las ventanas y en las otras dos paredes, la del fondo, de unos diez metros, y
la transversal cerrada a la calle, de casi el doble, no hay más que libros. Sólo se salva, al
fondo a la derecha, la puerta que da acceso al despacho del director. En el techo hay pinta-
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do un mosaico romano con fondos de verde oscuro, que con el ocre frondoso del patio y la
madera vieja de las vitrinas dan al conjunto un aire septentrional, como si afuera estuviese
La pared principal es la que tiene en el centro una gran puerta de doble hoja. A la de-
recha, haciendo esquina con los libros, está la mesa del bedel y el archivo con las fichas de
lectura. A la izquierda hay un par de sillones chéster de cuero marrón, y una mesita baja
con revistas. En uno de esos sillones solía sentarse Alfredo, vestido con un traje blanco de
verano y zapatos de rejilla, las piernas muy cruzadas. Alfredo leía el ABC iluminado por la
mejor luz de la mejor ventana. Tenía el pelo cárdeno repeinado, y su postura era la clásica
del lector de periódicos de un ateneo, el anciano que hace corro en su butaca, su cuerpo
arrugado, su postura de contorsionista viejo, de abuelo aplastado por el tiempo y por la den-
En la mesa de la derecha, sentado en una silla con brazos, de madera batiente, estoy
yo, un hombre corpulento, como un lanzador de martillo, como un picador de toros, que
rellena fichas con sus manos delicadas. El flexo bajo ilumina mis manos y el joven de la
perilla silvestre que hay sentado en el fondo ve mi cuerpo con una sahariana de color vino y
Ese chico tan delgado lleva viniendo a la biblioteca toda esta semana. Es Jan, un
amigo de mi hija que ha decidido ser artista, y antes incluso de que empiecen las clases ya
pasa las mañanas estudiando a los pintores primitivos. Salvo el martes pasado, que también
había un anciano leyendo a Blasco Ibáñez, si no fuese por este chico no habría nada que
atender. De hecho es su presencia la que me hace persistir en la postura del bedel de biblio-
teca, aunque las fichas de lectura ni las mire y en su lugar me dedique a olfatear en los ar-
chivos. El nuevo director ha venido con esas ideas absurdas de quienes se consideran a sí
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mismos muy emprendedores. Quiere renovarlo todo, empezarlo todo, a las personas nos
trata como moldes vacíos que hay que rellenar con sus inconsistentes escayolas organizati-
vas. Ahora viene con que hay que reorganizar el fichero de la biblioteca, hacer un duplica-
proporcional a la imagen que él tiene de mí. Ayer se acercó a pedirme un libro sobre
Adorno, pero en el fondo me halaga. Sí, claro, ya lo creo, le dije, Brueghel me gusta mu-
cho. El muchacho me miró con sus ojos de hambre, firmó la hoja de préstamo, cogió el
libro, me dio las gracias, se dio la vuelta y se marchó a su sitio. Desde entonces no dejó de
mirarme.
alguna postura profesional. Yo ahora mismo he adoptado una clásica postura de escritor. Él
está con El Bosco, me mira de vez en cuando, pero hoy es más como para pensar en lo que
miro a veces de reojo porque me gusta el espectáculo del entusiasmo. Y me quedo con
ganas de decirle lo que pienso sobre Brueghel. Le he dicho que me gustaba mucho con el
aire amable de quien se siente seguro al afirmar algo en lo que sin duda es experto, pero la
verdad es que no he añadido nada. Quizá debiera haberle soltado alguna frase, alguna bro-
ma, una pincelada erudita y casual. Quizá debiera haber dicho: Oh, sí, ya lo creo, Brueghel
el Viejo es uno de mis artistas favoritos, yo diría que es el gran pionero de los dibujos ani-
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mados. Le habría dicho eso y no le habría mentido. Sin embargo, aparte de que le habría
dicho algo demasiado personal, él lo habría entendido como una pedantería. Y no es así.
Uno no sabe nunca cómo comportarse con alguien tan joven que podría ser tu yerno.
Una de las ocupaciones que más tiempo me consumió el curso pasado fue buscar un
libro para ilustrarlo y buscar un modelo para el tipo de ilustración que quería ensayar. Al
principio era sólo una bonita idea. Mi hija Violeta cumplió dieciocho años en agosto, el día
22, no ha pasado un mes aún, y desde hace un año por lo menos he venido pensando en el
libro y en los dibujos. La idea era regalarle uno que significase mucho para mí e ilustrarlo
con mis propios dibujos. Me parecía un regalo muy emotivo. Pero mi forma de dibujar tie-
ne más bien que ver con el monigote siniestro, me salen siempre monstruos alicaídos,
miembros que se derriten, todo muy barroco porque cuantas más líneas empleas más disi-
mulas los fallos. Y yo quería que fuese algo más limpio, más ameno y optimista, un perfec-
rendiría, más incluso que con el regalo de postín que le pensaba hacer su madre. Quería
darle una imagen afable, de buena persona pero sin llegar al victimismo, de no vivir em-
ponzoñado ni demostrar ninguna forma de tormento interior. Quería regalarle uno de esos
objetos que se recuerdan toda la vida y cuyo recuerdo nos obliga por instinto a sobrevalorar
De modo que empecé la búsqueda por Brueghel el Viejo. Este muchacho se llama
Jan, Jan Waclabek, y tiene la misma edad que Violeta. Es natural de Pszczonów, en Woje-
wództwo Skierniewickie, Polonia, según dice su carné de lector, y nació hace diecinueve
años. Cada media hora viene a pedirme un libro, se lo lleva al último pupitre y allí se que-
ma las pestañas con la bombilla, pasa las páginas deslumbrado, con los ojos muy azules y
ojeras de genio precoz, la boca abierta, babeante de lujuria por aprender, húmeda de fiebre.
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Cuando vine a abrir la biblioteca ya estaba en la puerta. Eso fue a las ocho y media. Ahora
son las diez y veinticinco y ya me lleva pedidos, aparte del libro de Brueghel y el del Bos-
que cuida el jardín. Estos son los mejores momentos del año. En estas horas muertas, con
esta luz enmohecida y las últimas lluvias del verano, aunque sean lluvias falsas, automáti-
cas, encuentro el final y el principio de lo que quiero hacer en el mundo, rellenar fichas con
nombres, lugares y fechas de nacimiento, mirar a los que leen, su elocuencia de seres que se
bastan solos, el tráfico paulatino que me permita detener el movimiento en cada una de sus
posturas. Me siento protegido por el aroma de los libros, soy el guarda de una ermita que
hay en el fondo del valle. El trabajo duro aguarda con una inminencia todavía relativa, fal-
tan tres semanas para el impacto de la muchedumbre y los horarios rigurosos, y sin embar-
deben apuntarse sin perder de vista el prodigio. Letra frágil, desnutrida de cultura, pero
férrea, práctica, constante. Lee un idioma recién aprendido. Hay muchos estudiantes así,
con esta letra, sobre todo los primeros años. No me gustan los que ingresan en la escuela
con uniforme de artistas, ni los que siempre van en grupo, sonriendo mucho y tratando de
ligar con las muchachas, sino los que vienen a pedir explicaciones, a aprender. Al contrario
de lo que ha mitificado la tradición, estos jóvenes suelen dejarse los codos en el estudio, y
situación de artistas ni se intentan adaptar al sueño. Este muchacho sabe que debajo de las
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pinturas rupestres hay una enseñanza fundamental que él tiene la obligación de aprender, y
Me pregunto por qué Jan, tan tímido a pesar de que pudiera convertirse en mi hijo
político, se dirigió a mí por primera vez para preguntarme por Brueghel y no por otra clase
de pintor. Él no ha ingresado aún en la escuela pero no sabe quién soy yo, a pesar de todo.
Dentro de unos días, cuando empiecen las clases, se sentará en un pupitre del aula de dibujo
y un señor enormemente desnudo lo mirará con la mirada con que un bedel lo miró estos
días en la biblioteca, y quizá entonces descubra por qué pensó en Brueghel cuando se deci-
dió a decirme algo. Quizá se me vea en la cara, con guardapolvo gris y todo, un fondo re-
moto de mala uva y candidez, que es lo que yo he visto siempre en Brueghel. Me gustan los
virtuosos en desnudar defectos ajenos que son aún más virtuosos para darles una pátina de
humanidad amable. Entonces, además, Jan sabrá quién soy yo, porque Violeta le dijo que
Yo estos días, no obstante, estoy mirando a Jan con mirada de modelo, lo cual no
debe de encajar mucho con el guardapolvo gris, y eso que es de un algodón muy fino que
no da nada de calor. El secreto de las miradas penetrantes es muy simple. Pero tiene conse-
cuencias graves. No se trata de fruncir el ceño, de mirar por encima de las cejas o de poner
ojos de loco. Esas son miradas de espanto, a lo sumo de atención. La mirada que atraviesa
no es esa pose ridícula de los actores de cine, ni tampoco el estrambótico mirar del asesino.
La mirada penetrante debe ser serena, y la perturbación que provoca no radica en que quien
mira haya perdido la compostura, sino en que quien es mirado se sienta desnudo.
Sé muy bien cómo es esa mirada. Todos los modelos profesionales deberíamos sa-
berlo, pero es algo que no se enseña, y si se enseña suele estar mal enseñado. He tenido,
Pero a un modelo no puedes decirle que mire fijamente, o que mire con altivez, o con sere-
nidad, o con dolor, o con hastío. Un modelo es algo más que un actor. Los actores interpre-
tan. Los modelos desnudan, primero su propio cuerpo, y luego las telarañas que los estu-
diantes de dibujo y los artesanos de la escultura llevan en sus miradas. La mirada del mode-
certeza vulgar. Eso es lo que quisieran todos, saber la verdad, conocer el secreto mínimo y
exacto de quien nos mira, conquistar su intimidad y sentir así tranquila su conciencia de
usurpador. El modelo sufre demasiado como para que mirarlo sea tan sencillo.
y a la larga dañino para la salud. Consiste tan sólo en dirigir la mirada a quien nos mira
pero enfocarla detrás de quien nos mira. Cualquiera puede hacerlo. Se trata de mirar a un
objeto que tenemos a una cierta distancia, y que quien haya enfrente de nosotros, quien se
siente mirado por nosotros, esté a medio camino entre nuestros ojos y el objeto al que diri-
gimos la mirada. Otra cosa es que uno aprenda a hacerlo siempre, con todo el mundo, sin
más esfuerzo ni entrenamiento que el que se necesita para separar a nuestro antojo los de-
dos de una mano. Quien consigue hacerlo descubre muy pronto los primeros resultados,
Así miro yo a Jan cada vez que cambio de postura y paso a la posición del escritor
en el momento de reflexionar sobre lo que lleva escrito, y él se queda detenido por lo raro
de la inmovilidad absoluta. Las personas pueden estar quietas pero no inmóviles, aunque
quieto me quedo inmóvil, y cuando me muevo lo hago con tal acompasamiento que a pesar
de estar moviéndome no desaparece la sensación de que sigo estando parado. Esto resulta
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desequilibrante para quien lo mira porque tiende a eliminar la sensación de tiempo, y así
lleva Jan un rato embobado, con El Bosco abierto encima de la mesa, mirándome y yo
viéndolo en los cambios de postura y haciendo un esfuerzo para enfocar lo que veo por el
rabillo.
Güino es un nombre de perro, pero quien me lo puso lo hizo con su mejor intención.
Fui víctima de una confusión de papeleos, un desacuerdo de principios entre mis padrinos y
una desavenencia secreta y precoz entre mis padres, que me acabaron poniendo un nombre
en el juzgado y otro en la partida bautismal. Para la patria soy una cosa y para la iglesia
otra, muy feas las dos, de modo que siempre me ha parecido muy bien haberme quedado
con el mote. En mi trabajo, por lo demás, todos tenemos mote, algunos incluso varios, pero
el mío, los míos, son motes de un mote. Nadie sabe de verdad como me llamo. Y aquí tam-
callado, capaz de sacar provecho sin hacer ruido, de salirse por un lado cuando vienen mal
dadas. Yo de niño no daba nada de guerra y lo miraba todo con ojos de susto. Después he
sabido que en la tierra de mis antepasados una güina es una comadreja, y un güino alguien
que huronea por la vida. De todos modos, cuando mi madre comenzó a llamarme Güino no
se fijó tanto en mi comportamiento como en mi cara. Tienes cara de güino, hijo mío, me
valora mucho la nobleza, el cuerpo limpio, la verdad por delante y las bofetadas por no qui-
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tarse a tiempo. Para ser noble hay que ser sincero, y también un poco ingenuo, expuesto
siempre a que los demás no sean igual de nobles ni de sinceros ni de ingenuos y se aprove-
chen de uno. Allí la nobleza no es tanto sanidad de sentimientos como perpetua desnudez.
Me pregunto qué habría dicho mi madre si hubiese visto cuál es mi trabajo. Tampoco mis
Trabajo en esta escuela de ocho a tres, poso un máximo de cinco sesiones de cua-
renta y cinco minutos cada una, con un breve descanso cada cuarto de hora. Mi categoría
bedel, de manera que cuando terminan las clases o vienen las vacaciones de los profesores
yo regreso a mi guardapolvo gris y asumo las tareas del conserje. Mi sueldo también es
bastante canino, pero siempre llego a fin de mes, no debo dinero a nadie y mis vicios son
austeros, y cuando quiero irme de viaje no tengo más que hacer alguna chapa, posar para un
pintor, para un fotógrafo, dejar que un escultor me haga un vaciado, actuar de figurante en
un spot, hacer de florero en algún evento social. En tiempos hice bastante dinero con las
chapas. Antes de que mi cuerpo adquiriese su aspecto definitivo, que no tiene nada que ver
con eso que se llama un cuerpo escultural, hice incluso alguna película porno. Pero siem-
pre me he pulido todo el dinero que ganaba, así que terminé por pulirme sólo lo que ganaba
en la escuela y conseguí que mis vicios fuesen llevaderos. Quizá desperdicié la posibilidad
de ser un gran actor, pero casi estoy seguro de que si hubiese sido rico ya me habría muerto.
nario del cuerpo. Entre nosotros abundan los artistas fracasados, una escuela de arte es un
gran monumento al fracaso: profesores que no llegaron, estudiantes que no llegarán, aparte
del personal administrativo, los conserjes genuinos y nosotros. Entre los modelos resulta de
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un romanticismo tópico lanzarse a la vida del artista y ganar unas perras desnudo. Es el
caso de Javier Bidón, que llegó hace diez años, y le habló a todo el mundo de su obra, y nos
llevó a su casa para que la viésemos, y dijo muchas veces, cuando empezaron los primeros
dolores de espalda, que aquello de posar sería un trabajillo temporal, sólo hasta que vendie-
se algunos cuadros y se pudiera marchar. Javier es más joven que yo, cuando lo conocí ya
sabía que entre los modelos está prohibido hablar de aficiones secretas. Yo, por ejemplo,
jamás he dicho a nadie que los domingos por la mañana me salgo a la terraza y me pongo a
pintar. Javier, ahora, hasta hace poco, porque ahora ya no está, tampoco hablaba de ello,
Supe que Güino es un nombre de perro el día que ingresé en la escuela, quiero decir
el día que empecé a estar fijo en la escuela. Alfredo, el modelo más antiguo, que tampoco
está ya, que hasta entonces me había tratado como se trata a un modelo interino, sin diri-
girme la palabra, coincidió conmigo en la biblioteca las primeras Navidades que tuvimos
que hacer de bedeles. Todos lo conocíamos de sobra, su amistad con el viejo Barrachina, el
an al jefe, desde posar seis horas seguidas sin descanso hasta negarle la paga cuando Alfre-
con nadie y despreciando a los que entraban nuevos. Pero llegó el día en que supe que si
teníamos que compartir destino más nos valía no llevarnos demasiado mal. Me llamo Güi-
no, le dije, y le tendí la mano. ¡Ja!, dijo él, su mandíbula borbona, su diente de plata, una
tos más que una risa, y como todo saludo añadió: tengo un perro que se llama Güino. Luego
Esas salidas eran frecuentes en Alfredo, pero es difícil llegar a la conclusión de que
tan sólo quería protegerse de los demás, probar a ver quién era capaz de soportarlo, quién
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era fiel por encima de sus malos modos. Yo en el fondo casi prefería que no me hablase, así
cada vez que le tocaba trabajar en la biblioteca, ni siquiera de los densos gargajos que de
cuando en cuando tiraba por la ventana del patio interior, donde Rosita, otra compañera, se
dedicaba a cuidar el jardín. Ella sí que entraba al trapo con frecuencia, y sus insultos llega-
ban a formar una música estridente de la que abstraerme tampoco me costaba demasiado
esfuerzo. Rosita, en momentos de acaloro, lo ha llegado a llamar facha y mala persona, que
La verdad es que todos nos insultábamos con ganas, unos por delante y otros por de-
trás. El que mejor insultaba era Alfredo. Siempre utilizaba insultos que comienzan por la
una vez me llamó baldragas, pero en general también Alfredo me llamaba siempre por mi
nombre de guerra. La gente llegó a pensar que Alfredo era un pedante insoportable cuando
los insultaba con su erudición de letra b, pero la gente es demasiado vaga para ir a un dic-
vez que la llamó buharra, que la había llamado guarra, aunque también pensó que quizá no
se decía guarro sino buarro, igual que algunos dicen buevo porque les parece que güevo
Por unas cosas o por otras, por insultos consolidados o por confusiones de lexicolo-
gía, Javier se ha quedado con Bidón, que fue lo que le llamó Alfredo una vez que Javier nos
vino a pedir opinión para un seudónimo. A Javier no le gustó la propuesta pero al resto de
modelos sí, aunque ninguno se hizo responsable de que le gustase. En menos de tres meses
había cambiado de nombre. Rosa será siempre la Morena, y eso viene de antes de que yo la
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conociese, de nada más llegar ella a la escuela. El apodo se lo puso el viejo Barrachina,
pero esto lo he sabido después. Alfredo la llama Morena con el acento facha de quien llama
a una criada o a una puta. Alfredo es Martínez, de Martínez el Facha, el cómic de Romeu,
ése se lo sacó Bidón cuando supo que todo el mundo lo llamaba ya Bidón.
Y yo soy Güino. Mi aparatosa presencia, mis ojos grandes y azules y mi cabeza pe-
lada al cero hacen que la gente pronuncie mi nombre como pronunciaría el de Güido o el de
Duino. Otros, otras, porque casi siempre son ellas, y sobre todo Rosa, lo pronuncian con el
acento exacto con que yo lo escuché por primera vez. Alfredo hace de todo una sola sílaba,
cuando me llama para algo casi le veo la intención de chascar los dedos o acompañarse con
un silbido.
Alfredo solía sentir estos días como la peor de las humillaciones, gastaba muy mal
humor y se lo tomaba todo a la tremenda. Hace cinco años que los modelos disfrutamos
cierta consideración laboral, algo que jamás habíamos tenido. Ahora, a cambio de guardar
las bibliotecas cuando no posamos, tenemos vacaciones pagadas y seguro médico y pensio-
nes de jubilación. Somos funcionarios del cuerpo. Tenemos la plaza fija, nadie nos la puede
quitar, por lo menos hasta que cumplidos los sesenta y cinco abandonemos la posición.
Fue una gran conquista laboral, sobre todo para quienes éramos entonces jóvenes.
La gente como Alfredo, que lleva toda la vida ganándose el pan a cambio de ofrecer siem-
pre la mejor figura posible, sintió que todos sus sacrificios no habían servido para nada, que
cualquiera que aprobase aquella oposición absurda podría abandonarse al tejido adiposo.
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Ser modelo ya no se consideraba un talento especial sino algo que puede hacer cualquiera
Pero yo sé lo que pasó Alfredo para ser el decano de los modelos. Sé los meses que
tuvo que trabajar de albañil porque la artrosis no le dejaba posar sin unos dolores espanto-
sos, sé las veces que hizo chapas de acompañante, de mono de feria, de soldado fascista. Sé
lo que Alfredo ha tragado, y por eso comprendía sus humos, aunque a veces me sacase de
porque es el sitio donde mejor se está, ni siquiera monopolizaba ninguno de los chollos que
los modelos con más años en el cuerpo disfrutamos, como el cuidado del jardín o estar aquí
tranquilo con las fichas de lectura. Alfredo no movía un dedo, no rellenaba una ficha ni
plantaba un geranio, ni mucho menos los otros trabajos forzados que les obligan a hacer a
los modelos jóvenes. Eso hubiese sido para Alfredo peor que la rendición. Ya capituló bas-
tante el día en que le obligaron a firmar una nómina por primera vez en su vida.
muerto. Él aceptó en los últimos años pasarse las mañanas junto a la ventana pero nunca
dejó de escocerle la manera como se estaba terminando su carrera. Al final le dio un rama-
lazo adolescente, algo muy propio de la edad, y quiso reivindicarse como modelo, pero
Hasta el año pasado por estas fechas Alfredo ya casi se había resignado a las como-
didades funcionariales. Por supuesto que jamás llegó a ponerse el guardapolvo ni a mover
un dedo. Eso era causa de muchas tensiones con los compañeros. En esta escuela hay sólo
cuatro puestos de bedel, pero los cuatro necesitan dedicación: la entrada, el jardín, la biblio-
teca y el museo. Los cuatro más viejos, Rosita, Bidón, Alfredo y yo elegíamos quedarnos
en la escuela, y los otros tres más jóvenes pero igual de fijos que nosotros tenían que mar-
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charse fuera, al museo de pintura del siglo XIX, al museo Sorolla, al museo de Arte Con-
hubiese que hacer reformas, transportar caballetes o pintar las paredes de las aulas. Pero,
como Alfredo no hacía nada y no podíamos ser cinco para cuatro puestos, Rosita tenía que
atender el jardín y también la portería, y Bidón salía de nuestro pequeño museo (que está en
el ático, en el antiguo estudio de Barrachina, con unas luminarias enormes y un calor espan-
toso) y relevaba a Rosita un rato. Otras veces me acercaba yo, sobre todo cuando la hija de
El trabajo era tan escaso que ninguno de los cuatro hacíamos nada, pero todos me-
nos Alfredo estábamos en nuestro puesto. Y eso era un abuso. Rosita y Bidón le retiraron el
saludo, y me recriminaban que yo hablase con él aunque fuera de vez en cuando. Un día,
esto sucedió en julio del año pasado, noté que Alfredo cruzaba demasiadas veces las pier-
nas. No se entretuvo en hacer el jeroglífico del ABC, lo cerró como mínimo una hora antes
de lo previsto, lo hizo un tubo y empezó a golpear el sillón del chéster. Recuerdo que había
ni puso el tono de hablar en la biblioteca los bedeles, que es como susurrar a gritos, y con
voz tonante me dijo: Mañana ya puedes ponerte guapo Güino porque van a venir unos pe-
riodistas a hacerme unas fotos. Y a ver si vas a presentarte con ese mandil, que pareces un
dependiente. Luego se calló y yo me temí lo peor, así que fui a sentarme al otro chéster para
que me contase. Resulta que quería denunciar al gran pintor Julio Palomares, entonces no
Yo me temí que fuese otro episodio bochornoso como cuando un modelo de la Fa-
cultad de Bellas Artes denunció en un periódico al pintor Antonio López por haberle hecho
un vaciado. Aquello era una tontería y traté de hacérselo ver. En aquella ocasión la prensa,
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más que provocar, picó, y la foto de un modelo trajeado salió en los diarios amarillos, en las
secciones de curiosidades, y Antonio López no quiso hablar mucho del asunto, se limitó a
Aquello se comentó en su día. Alfredo era tan consciente como yo de qué pasó y en
qué lugar había quedado el modelo. Intenté hacerle ver que se estaba exponiendo a lo mis-
incluso habían competido por ciertos trabajos. Alfredo decía que un vaciado atenta contra la
esencia del arte, y sin embargo ahora se quejaba, supuse yo, de que él se había dejado hacer
uno. Yo dije entonces que si aquel modelo no creía en esos métodos, lo mejor que podía
haber hecho era no prestarse a ellos, pero nunca denunciarlos luego, entre otras cosas por-
voy a denunciar que me haya hecho un vaciado sino que me lo haya robado, en la comisaría
haces, pensé yo entre mí, pero dime si de veras estás dispuesto porque entonces yo no ven-
que lo vio todo, al día siguiente estaba hecha una fiera. Alfredo leía su ABC con una media
sonrisa ufana y cuando abría la boca para mojarse un dedo con el que pasar las páginas me
provocaba. ¡Qué pasa, cobarde!, ¿ya estás mejor de las caguetas?, decía. Yo pasé de pre-
marchaba con Rosita. En una de esas salidas ella me contó lo que había pasado. Lo sabía,
dijo, yo es que lo sabía. Yo decía quién habrá engañado a este pobre gilipollas. A ti no te lo
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contaría, no. Pues tenías que haber venido ayer. ¿A que no sabes quién está detrás de todo
esto?
museo del ático, pero quien contestaba las preguntas era el viejo. Hacía siete años que no
entraba en la escuela de la que fue director durante más de treinta. Rosita intentó poner una
antena para ver de qué follón concreto se trataba, pero hasta que no salió la información en
había sido por un vaciado sino un robo, pero tanto en el robo como en la denuncia y en el
reportaje Alfredo no era más que un objeto al servicio de Barrachina, lo que siempre ha
Entonces lamenté haberme quedado en casa. Me habría gustado ver al viejo, que
debe de andar ya cerca de los noventa. Según Rosita estaba como siempre, más viejo pero
como siempre. ¿A ti te dijo algo?, le pregunté a Rosita. Sí, que no molestase, me dijo ella.
El artista Julio Palomares, que esos momentos presentaba una colección de pinturas
todo el aluvión de críticas entusiasmadas, una notificación del juez. Un modelo de la Escue-
la de Artes y Oficios de San Isidro, Alfredo Bayo, había elevado una denuncia ante el juz-
gado número 13 de Madrid en la que acusaba de robo a Palomares. Por favor, no caigan tan
bajo, dijo el pintor cuando los periodistas le preguntaron por el presunto robo. Es otra vez la
vieja historia de siempre. Algunos modelos piensan que su imagen es suya, incluso se atre-
Pero el asunto no estaba tan claro, al menos para el modelo. Según Alfredo, un
hombre a punto de jubilarse que camina con evidentes dificultades debido a una pertinaz
artrosis, el único vaciado que se había hecho con su cuerpo lo hizo hace treinta y cinco años
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enfermé, estuve muy grave, y él quiso seguir con sus clases de anatomía artística, pero
cuando pude volver a mi puesto ese vaciado se guardó, y ni yo ni quien lo hizo hemos dado
nunca ninguna autorización para que nadie lo usase. Ese vaciado se guardó, primero, en el
desván de la escuela, y la llave siempre la tenía Barrachina, y luego, cuando se jubiló Ba-
rrachina, en su casa, de modo que de algún sitio lo han tenido que robar.
que no tiene nada que ver con el arte. Todo según él vino de lejos, de viejas rencillas entre
el antiguo director de la escuela y él. Yo asistí a las clases de Barrachina hace treinta y tan-
tos años, decía Palomares en unas declaraciones, y por supuesto copié el cuerpo de ese mo-
delo y el célebre vaciado. No tiene ningún sentido que Barrachina piense que era de su ex-
clusiva propiedad. Los estudiantes nos lo pasábamos y se hicieron varias copias. Si ahora él
no tiene la suya, será porque la ha perdido. Yo me llevé una entonces, de recuerdo. Durante
años la he tenido de adorno. Si algo se hizo mal entonces, después de tantos años imagino
que habrá ya prescrito, decía, con cansancio mal disimulado, el famoso escultor de Xátiva.
De momento, la juez Elisa Falces tenía sobre su mesa una denuncia por robo que,
como decía el articulista, no se sabe si fue cometido hace unos meses o hace treinta años, y
tampoco se sabe si se trató de un robo. Palomares iba más allá: todo este asunto es cosa de
Barrachina, declaró. A sus años todavía sufre manía persecutoria. Está muy mal decir estas
cosas de una persona tan mayor, dijo Palomares, pero todos los que allí hemos estudiado
sabemos cuáles eran sus métodos, lo a gusto que se encontraba protegido por las autorida-
des de la época, y el odio que siempre ha tenido a cualquier forma de arte que no fuera la
que él enseñaba, que por cierto ya entonces estaba pasadísima de moda. Nosotros, conti-
nuaba Palomares, podíamos dibujar a ese modelo como podíamos dibujar un vaciado suyo
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vaciado de esa escultura o cualquier otra que Barrachina obligaba a imitar a ese modelo, y
esas escultura se venden hasta en las tiendas de souvenirs. El problema, concluía Paloma-
res, más bien era ése, que nunca lo hacía posar en una postura natural.
laba Adolescencia. En ella podía verse una enorme alacena de madera en cuyas estanterías
estaban expuestos fragmentos en escayola del cuerpo de Alfredo. A lo mejor, dijo Paloma-
res, lo que le molesta a ese modelo es que lo haya despedazado, pero en mi obra no hay una
gota de sangre. Es más, me parece que en esa obra he conseguido los momentos más tiernos
ra en torno al resto de su obra y zanjaba con desdén. Algunos harían cualquier cosa por salir
en el periódico, dijo.
Mundo se volvían a referir al asunto. Lo que este hombre no comprende, dice uno, en refe-
rencia a Palomares, es que por su cuenta decidió despedazar el cuerpo joven de un hombre
que todavía no ha muerto, y ordenó los trozos a capricho en las baldas de un armario cerra-
do. Yo me hago cargo del sufrimiento del modelo, la confusión que debe llevar encima. El
otro hablaba del ángel despedazado, la piedra clamante, y lanzaba un alegato a favor de las
vanguardias. El franquismo, decía, está en el desván y a veces salen sus escayolas, tiznadas
de polvo y olvido, a susurrarnos sus quejas de fantasma. Pero los fantasmas siempre hablan
de otro paraíso perdido, el tiempo aquel en el que Juan de Ávalos nos llenó de momias las
provincias.
Las sobras de la noticia sirvieron después para un reportaje dominical sobre el arte
de ser modelo en el que sólo salían aficionados. Aparte de eso, el eco se diluyó en la nada y
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Julio Palomares siguió recibiendo premios. Alfredo encajó muy mal ese silencio. Una vez,
pocos días después de aquello, Alfredo y yo estuvimos hablando de toros. El domingo ante-
rior se había lidiado en Las Ventas una corrida de Monteviejo, antiguo hierro de Barcial,
los hermosos patas blancas, berrendos, alunaraos, botineros, calceteros, bragaos, meanos y
con el rabo de colores, y más peligrosos que la madre que los parió. Yo estaba leyendo la
crónica de Joaquín Vidal y me llamó la atención la ficha de la corrida, los colores y el com-
portamiento de los toros, de juego desigual: bronco, dificultoso, encastado, poderoso, ma-
nejable y pregonao, aunque yo lo único que vi fue media docena de fieras del averno que
me hicieron temblar de miedo desde la andanada, y me dio por pensar si a las personas no
se nos podría calzar un juego de denominaciones parecido. Yo para mí casi que lo tenía
claro: soy un manso descastado, marcho a tablas y rehuyo la pelea, salgo abanto, tengo tar-
da la embestida, pero, como todos los mansos, si me tocan los costados me defiendo, cala-
mocheo, tiro gañafones, y mi trapío aparatoso causa miedo a quien me quiere torear. Eso al
menos es lo que me gustaría que los otros pensasen de mí. Cuando tenía ya pensado todo el
del ABC, leyendo las esquelas de los aristócratas que tiene al lado cuando va a los toros.
Así que le dije oye, Alfredo, si tú fueses un toro, ¿qué toro serías?, y él levantó la vista por
encima de las gafas, una de esas gafas de leer que venden en las farmacias, las piernas cru-
zadas, los pantalones de mil rayas, los zapatos de rejilla. ¿Yo?, dijo él, y plegó las páginas
del ABC y cambió las piernas de postura. Alfredo tenía muy buena presencia cuando estaba
sentado, cuando estaba torcido. Al levantarse tenía un semblante más dramático, pero tam-
bién hermoso, sobre todo si se estaba quieto. Lo malo es cuando andaba, porque tenía las
caderas y las articulaciones y la espalda hechas harina, lo veías andando por la calle y era la
imagen de un enfermo degenerativo. Si no hubiese sido tan orgulloso, muy pronto habría
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usado unas muletas para caminar. Yo soy un toro indultado, dijo entonces Alfredo, muy
Jan es el único que rellena un poco este vacío de la biblioteca, porque Javier Bidón
tampoco está y con Rosita estos días estoy un poco distanciado. Ella riega los geranios pero
está jugueteando con su nieta y apenas entra para decirme nada, y cuando entra pregunta
una cuestión de intendencia y se va. ¿Has visto el mango de la paleta que dejé ayer encima
de esta mesa? No. ¿Sabes si ha dicho Pilar si se pasaría hoy por aquí? No. ¿Te importa estar
pendiente un momento de la puerta mientras voy a la farmacia que yo creo que esta niña
Nos llevamos bien pero hay alguna ramita rota. Desde que hemos vuelto de las va-
caciones parece que ya no es lo mismo. Hasta que se incorpore el modelo nuevo, que tam-
bién es amigo de mi hija, Rosita vigila la puerta y el jardín y yo tengo la llave del museo
del ático. Tampoco se han incorporado aún los eventuales, los contratarán el mismo día que
empiecen las clases, les harán contrato de tres meses y cuando nos den las vacaciones de
Navidad los echarán a la calle. Eso Rosita lo lleva muy mal. La de veces que Alfredo y ella
discutieron por lo que Rosa llamaba volver a la época de las cavernas y Alfredo, en otro
sentido, también. Ahora Rosa lo que lleva mal es que la única plaza libre que queda, y por
la que tanto le costó luchar para que la sacasen a concurso público, no la haya conseguido
su hija Lurdes sino un amigo de mi hija. Pero el asunto es lo suficiente desagradable como
para que aplacemos Rosa y yo la hora de tratarlo. Mientras tanto, y hasta que lo hagamos,
niño colgando de la teta. Desde que yo la recuerdo está metida en sindicatos, asociaciones,
colectivos y hermandades. Hasta que se jubiló Barrachina, no dejó un solo día de proclamar
que nuestra situación laboral era muy injusta y que había de acabar con la tiranía. Estoy
hablando de los primeros ochenta. Franco era ya una cosa con tapones de algodón en la
nariz y en el gobierno se estrenaban los socialistas. Javier Solana, luego secretario general
de la OTAN, era ministro de cultura. Los sindicatos habían vuelto a florecer en las empre-
sas y la regulación laboral era uno de los más urgentes objetivos. Yo ingresé en la escuela
en el año 83, pero no ingresé en el cuerpo por oposición hasta el año 92, y durante aquellos
Los modelos, como siempre, nos habíamos quedado dentro del desván cuando todos
lo abandonaron. A principios de los noventa todavía cobrábamos por horas y teníamos que
darnos de alta como autónomos si queríamos seguridad social, pero no podíamos porque
entonces no había para comer, ni mucho menos para alimentar a una familia. Coincidió sin
embargo con una época de muchas chapas. Artistas famosos, figuraciones de cine, congre-
sos en las islas Baleares, hasta el punto de que volvíamos a la escuela como si nos retiráse-
mos a nuestros cuarteles de invierno. Yo era joven y aquello no me parecía mal, pero Rosita
pensaba en el futuro. Era madre soltera de una hija que con los años sería otra madre solte-
ra, se desesperaba de pensar que el país entero había entrado en democracia menos ella, que
aún tenía que soportar las arbitrariedades de Barrachina. Lo cierto, no obstante, es que por
Para Rosita, la época de las cavernas era seguir buscando cuerpos en la feria del
sólo interesan los aprendices. Hasta el año 92 no pudo reunir una mayoría suficiente de
modelos más o menos estables para ponerlos en huelga contra Barrachina, pero el caso es
que Barrachina ocupó su despacho hasta el día de la jubilación. También Franco se murió
en la cama.
Alfredo era el brazo derecho del viejo. Con la incorporación de profesores menos
carcas se consiguió que Barrachina por lo menos no pudiera tener siempre a todos a su dis-
posición. Era el caso de Pilar Guijarro, una mujer cuyos criterios estéticos varían según
evoluciona el cuerpo de Rosita. La explica en clase de dibujo al natural (una de las especia-
lidades de Barrachina, aparte de la anatomía artística), y su amor por las culturas indígenas
pechos. Ahora Rosita posa casi siempre sentada en una silla, de frente, como una virgen
afrocubana.
que cualquiera de nosotros descuidase la forma física. A Rosita no dejó de solicitarla por-
que la pidiese Pilar Guijarro, que se ocupaba de los estudiantes que huían como fuese del
tirano, sino porque se quedó embarazada. Para Pilar, muy joven todavía, resultó una expe-
riencia inolvidable tener todos los días que explicar, por primera vez en su vida, un cuerpo
en embarazo creciente. Tampoco eran tiempos de baja por maternidad, por más que Rosita
se lamentase.
Alfredo se crió en otra escuela. Es el único modelo que conozco criado para ser mo-
delo. Casi no hace otra cosa desde que lo sacaron de la inclusa. No es el caso de Rosita ni el
de Javier Bidón ni el mío. Todos terminamos los estudios y nos agarramos a esto porque
nos parecía un trabajo fácil. Bidón acababa de pasarse cinco años al otro lado de la tarima,
Vítor Irigorri, que la metió a trabajar aquí. Yo terminé mis estudios de latín y decidí que-
darme haciendo el trabajo con el que me había ido pagando la carrera. Todos éramos adve-
nedizos, y según Alfredo esa era la razón por la que queríamos vivir del cuento. Este traba-
jo era más duro de lo que nos creíamos, tenía que ser más duro de lo que nos creíamos,
porque un modelo no podía ser de ningún modo una persona normal. En el fondo somos
seres tan deformes como los deportistas de élite, solo que nuestro deporte consiste en el
cultivo de la perfección, en ser la idea de belleza física que trasciende las pasarelas y las
revistas guarras para ser la marca eterna de una época. Si la Venus de Milo se hace funcio-
naria, solía decir, volvemos a los michelines de Willendorf, a las diosas gordas de las cultu-
En el año 93, jubilado por fin Barrachina, hubo unas oposiciones restringidas para
meternos en el cuerpo. Hicimos asambleas en esta biblioteca que Alfredo trataba de reven-
tar siempre que podía. ¡Sois unos inútiles!, ¡la que no sirva para esto que se vaya a fregar!,
¡para eso que contraten a los pobres de la calle!, decía en mitad de las asambleas, cuando
entraba para montar el pollo y volverse a marchar. Si Alfredo le caía bien a alguien, a partir
de entonces se nombró enemigo de todos. Tan sólo, de vez en cuando, siguió hablando
conmigo.
El convenio con la nueva dirección lo dictó Rosita casi entero. Pilar estuvo unos
meses de directora provisional, en tanto nombraban del ministerio uno nuevo, pero aprove-
chó para cambiar todo lo posible. Cuando llegase un director definitivo, la condición de los
modelos ya sería un hecho consumado, porque Pilar no quería seguir en ese cargo ni un
minuto más de lo imprescindible pero ante todo tenía que ayudar a su amiga. Entre las dos
muñeron un reglamento de régimen interno y las normas del concurso oposición. Era un
reglamento muy avanzado. El modelo podría posar con gafas. El modelo podría posar con
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un tampón, aunque tuviese un hilo colgando. El modelo podría exigir que un estudiante se
marchase cuando su actitud no fuese artística sino salaz. El modelo no debería posar más de
quince minutos seguidos, tendría derecho a descansos y a un número limitado de horas cada
Pero lo que más encendió al huérfano Alfredo, por primera vez sin su padre espiri-
tual, fueron las normas del concurso. Para empezar, la condición física del modelo sería
irrelevante. En ningún momento del examen el aspirante a modelo tendría que posar desnu-
do. El examen era teórico, sobre cuestiones prácticas que se resolvían en una especie de
test. La pregunta que más tenía que ver con el oficio era sobre qué debía hacer un modelo si
en mitad de una sesión se apagaba la estufa. Había tres posibles contestaciones: el modelo
abandona su posición y se acerca para encender de nuevo la estufa; el modelo hace una
señal al profesor y le dice que se ha apagado la estufa; el modelo se pone su batín y aban-
dona la clase hasta que alguien vuelva a encender la estufa. El resto de preguntas se referían
en su mayoría a las tareas propias del bedel. En realidad, lo único que nos inquietaba era
que algunas eran sobre artículos de la Constitución. Las otras estaban amañadas.
Digo que con Rosita ya no es lo mismo. Tengo la sensación de que todo me lo dice
con segundas, de que está seria para que yo la vea seria, para que le pregunte qué le pasa.
La conozco y sé que no provocará una conversación hasta que yo no la saque. Sé que tiene
ganas de hablar pero yo trato de escabullirme porque ni me interesa el asunto de por qué no
ha entrado su hija y sí un amigo de mi hija ni quiero que perturbe mi recién iniciada con-
centración de pretemporada. Pero si ella dice sin rodeos que quiere hablar, yo tengo que
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decir que no me había dado cuenta y escucharla con mucho apoyo y atención, porque ade-
más me sale más rentable. Con otros soy indiferente, pero ella me resulta familiar. Sus pe-
nas, de vez en cuando, me entretienen, y también es muy graciosa cuando habla. Pero ahora
no estoy para escucharla. Ella tiene genio gaseoso y ha empezado a respirar por la nariz
cuando viene a preguntarme si he visto una paleta encima de la mesa, de modo que tarde o
temprano hablará, y se nos irá la mañana entera hablando, porque para Rosita una cosa es
hablar y otra muy distinta es hablar, o sea sentarse a hablar, poner los codos encima de la
mesa y un café y hablar, tratar un asunto, resolver una cuestión, aclarar un malentendido,
confesar unas preocupaciones, opinar sobre el estado actual del sindicalismo en el cuerpo
de los modelos, contar los tropezones que da su hija por la vida y su nieta, que está hecha
una bala, por el suelo del comedor. Hablar como hablaban las familias pobres, que se podí-
an pasar la vida hablando pero cuando alguien se moría o había que partir unas tierras o
pleitear por un lindero entonces se juntaban y hablaban, y consideraban que hablar fuese un
elemento más de la familia, una costumbre de comunicación abstracta o referida a otra cosa
que al nombre de las montañas y de los aperos. Entre la gente sin sofisticación se dicen
alta, sin hilo ni concierto, sacando a su caída las observaciones, los recuerdos y las cancio-
nes, porque cuando Rosita no habla se pone a cantar, y esta mañana Rosita tampoco canta.
Sé que no hemos hablado de las vacaciones, ¡con las cosas que me tienes que con-
tar!, me habría dicho en otro momento, muy alegre y fraternal, pero esta vez nos hemos
saludado, hemos resuelto en cinco minutos el trámite del repaso, casi fui yo el único que
preguntó, porque ella dijo un bien que parecía un mal y casi no habló del asunto. Se supone
que sabe, a estas alturas, que tengo mucho que contar, incluso que tengo más de una expli-
cación que darle, y por eso está distante y como triste. Pero necesito tiempo. Mi concentra-
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ción de pretemporada es lo primero. Rosita significaría un brusco volver al tacto de las co-
sas, a la rugosidad de los muslos, dicho sea en un sentido metafórico. Llevábamos una tem-
porada un poco atacada, esa es la verdad. De todas formas, cuando vea que ya no puedo
estar haciéndome el sueco iniciaré una leve posición de víctima, como si los problemas los
Rosita se quedó a pasar en Madrid las vacaciones del mes de agosto. Yo creo que se
buscó las tareas del jardín para que le diese pena marcharse unos días por ahí, y de paso
ahorra porque todavía no las tiene todas consigo. Está su hija, Lurdes, sin oficio ni benefi-
cio. Está Carmelilla, que tiene dos años y todavía no se ha definido entre independiente o
descarriada. Y está el nuevo director, un tecnócrata neoliberal que, según ella, quiere des-
hacerse de nosotros. El trivium de dibujo, pintura y escultura puede pasar a mejor vida.
Ahora se habla de Artes del Cuerpo, Comunicación Integral, Medios Interactivos, Estudios
del Entorno o Arquitectura del Paisaje. Por lo que a nosotros afecta, se oyen rumores de que
Con este panorama Rosa prefiere no gastar en vacaciones. Rosa prefiere regar los
geranios. Ella es que es muy madrileña, qué quieres que te diga. Ella si se va se va a lo
grande. Ella no se va a un apartamento a fregar para tres y a que le sepa la boca a arena. Y a
una casa rural tampoco, que huele a vacas. Si acaso le gustaría viajar a Cuba, o en una ruta
turística por los países del este, o con un campamento de ayuda en la selva de Guatemala.
Pero lo que ella dice: cómo se va a ir a un campamento a Guatemala con las dos refugiadas
que tiene todos los días para comer en casa, a ver... Pero Rosita nunca se queja de nada per-
sonal. Reniega todos los días contra el jefe pero su vida privada la lleva con mucha discre-
ción, y eso que con su hija tiene un verdadero problema. Casi sólo me la cuenta a mí, siem-
pre he tenido un carácter muy receptivo para los problemas. Las dos han llevado la misma
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vida, pero la una es fuerte y la otra no. Eso debe de ser el dominante del padre, que era un
flojo, según me ha dicho Rosita en alguna ocasión. Las dos son madres solas en el mundo
(más sola Rosa, que no tuvo madre), las dos se liaron con hombres equivocados, las dos
otros hombres que vinieron después no los dejó pasar del descansillo. Su hija cada vez los
escoge más tontos, y se enamora de ellos con locura, pero se le pasa en seguida. No encaja
nunca en ningún trabajo. Es la señorita de los cursillos que quiere ser actriz y sólo actriz.
Está en una edad del pavo que a los que quieren ser artistas les dura más de lo normal, so-
bre todo, como dice Rosita, si tienen una madre que lo consienta.
portista que va templando los músculos antes de ponerlos en las brasas de la fragua. Esta
biblioteca me ayuda a tensar los del cerebro, los que me ayudan a controlar la disipación, a
vagar con la mente pero no por aquellos lugares que puedan causarme cansancio. La biblio-
teca es orden, para mí siempre lo ha sido, pero un orden que implica sacrificio.
Esta biblioteca de la escuela no me gusta porque está deforme, y eso que no hemos
empezado a reformarla del todo. Faltan muchos libros y sobran otros muchos, no hay un
que han dormido durante décadas sin que nadie los consultase. El enorme espacio de estas
cuatro paredes y sus estanterías encristaladas también es limitado, y en un cuarto que hay
en el museo del ático se acumulan novedades que antes de desempaquetarlas ya las pueden
devolver. Un sistema de organización distinto (que no soy yo el que lo tiene que decidir, ni
siquiera el que lo tiene que pensar) distribuiría todos los libros en secciones. Yo soy un
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enamorado de las secciones. Cuando me casé mi suegra me regaló una estantería modernis-
ta (tenía dos, la otra se la llevó al pueblo estos tiempos atrás y desde luego no la cuidó tan
bien como yo) en la que caben quinientos volúmenes. Esos fueron, al menos, los que cupie-
ron cuando un día compré un libro y no tenía sitio. Es una estantería de madera de plátano,
herencia del abuelo de mi mujer, que estuvo en la guerra de Marruecos y en vez de pegar
tiros se dedicó a perfeccionar el oficio de carpintero. Hizo un comedor entero con su mesa,
sus sillas, sus sillones, su mesita baja, su aparador y su alacena. Hizo también el dormitorio,
con una cómoda enorme, una cama con patas de león y un armario vestidor. Hizo dos estan-
terías para libros y una es la que tengo yo. Lo que quedó del resto, después de muchos via-
jes y vicisitudes, reposa en el pueblo junto a mi suegra. Ésta mía no tiene el aire severo que
tienen los muebles para libros. La dulzura de las formas y la madera clara le dan aspecto de
instrumento musical, lo que hubiese sido una juke-box de principios de siglo. El cabezal
tiene la curvatura que tendría, vista de frente, la peluca dieciochesca de un erudito enfras-
cado en sus libros, y los laterales se desparraman al llegar al suelo como los pliegues de una
toga o de un hábito talar. Sólo faltan dos brazos que salgan de cada lado y se junten en el
medio sosteniendo un atril, pero eso le habría dado una vuelta de rosca innecesaria a la in-
sinuación que lo rodea todo. Yo le veo proporciones de caricatura porque estoy muy acos-
tumbrado a narrar las formas. Me sé de memoria los nudos de la madera que hay en la tari-
ma de la escuela, en cada río de vetas sucias de tiempo, en cada nudo menor, en cada plie-
gue veo representaciones de rostros, de figuras, de actitudes, y no es difícil que si miro mu-
cho rato un mueble (me pasa mucho con los caballetes) acabe dotándolo hasta de memoria.
En el caso de la estantería, una vez le comenté estas formas que yo veo a mi mujer y me
El caso es que allí sólo caben quinientos libros, y yo quiero que sea una magnífica
biblioteca de quinientos libros. Que sea una verdadera huella, que en ella estén escritas las
cosas que me han formado como ser humano. Esa estantería es un objeto de conocimiento
Cuando me puse a decidir qué libro ilustraba para Violeta no pensé en ninguno que
pudiera encontrar aquí en la escuela sino en mi casa. No existe aquí ninguno que me guste
que yo no haya comprado (o al menos dado el cambiazo por otro mío de parecido volumen
y valor), pero esa no era la cuestión: el libro ilustrado tenía que ser mío desde el principio.
agosto y yo estaba dispuesto a dibujar alrededor de cien ilustraciones. Cuando decidí aque-
llo fue en Navidad, harto de pensarme un regalo en el último momento, de no saber qué
regalarle a mi hija, seguro que otro libro para yo suplirlo por alguno que a mí me apeteciese
aparecido alguno más moderno, Violeta toca muy bien el oboe desde chiquitina. La moda
universidad lo tiene que dejar, aparte de que nunca estuvo demasiado de acuerdo conmigo
en que fuera el oboe lo que la niña tenía que tocar, y no la guitarra o el piano, como todo el
mundo. Esas navidades, las navidades del año pasado, acabé como esos padres que se lan-
zan a la calle inundados por las luces y se acercan a un mostrador de perfumería de unos
grandes almacenes y preguntan a la dependienta, que suele ir muy maquillada, qué colonia
le puede gustar a una chica de diecisiete años. Y como me da vergüenza ser tan vulgar aca-
bé dándole el dinero para que se comprase ella lo que le diese la gana. Pero me prometí a
dernación, para empezar el mismísimo uno de febrero y dibujar a razón de una viñeta cada
dos días. Al final tuve que empezar antes de que el libro estuviera encuadernado, pensando
que en los últimos meses podría pasarlos todos a tinta y caligrafiar los fragmentos que
acompañarían al dibujo. Fue una obra de chinos, pero ya digo que llegué a tiempo. Otra
II
La primera vez que vine a este museo me llevé una buena decepción. Me sentaron
en un pasillo del piso de arriba, el que tiene los cuadros de menor tamaño, y durante toda la
mañana estuve mirando un retrato minúsculo del pintor Vicente Palmaroli que me mandó a
ver Barrachina. Era un retrato de veras muy pequeño, algo así como de quince por diez,
casi una miniatura, pero se parece mucho al famoso retrato que hizo el pintor Jiménez
Aranda del pintor Joaquín Sorolla. Vicente Palmaroli está pintando con su blusón color
hueso en un patio de tapias blancas y rosales trepadores. Pero la luz, tan intensa sobre la
cal, adquiere unos tonos de terracota dulce, de arcilla clara en la pared que divide la tela
junto al pintor. El suelo es de tierra y el pintor lleva puestas unas alpargatas y todo el aspec-
to de estar pintando bajo el parral de la casa de campo. Yo, que no le pido peras al arte,
tiendo a confundir la admiración con el deseo. Si viajo a un lugar, lo visito como si estuvie-
didad de la silla, los olores que hubo en otras épocas, la piorrea de las marquesas. Por eso el
huerto valenciano, el siglo pasado y el pintor ocioso, sentado en una banqueta del museo en
un martes de otoño en Madrid, hace que sobrevalore por instinto al protagonista del cuadro,
ese pintor calvo y regordete, todavía joven, con una perilla lacia, cuatro pelos todavía sobre
un rostro sonrosado, de ojos grandes, claros, ojos salidos de las cuencas, entre el cansancio,
Pintar a un pintor tiene que ser muy divertido porque el pintor pintando es el modelo
perfecto, alguien que sin abandonar la posición no deja nunca de moverse. Esa modalidad
sólo la practiqué con Barrachina. Los otros, incluso los más jóvenes y modernos, prefieren
que me esté siempre parado, o que haga unos gestos convulsos y antinaturales para que los
alumnos tomen apuntes. Bidón era experto en montar números con cirios y su cuerpo unta-
do de grasa reptando como un sapo por la tarima. Yo paso. Barrachina, durante un curso
entero, me hizo posar pintando, que es como yo aprendí de verdad a pintar. Lo malo es que
el objeto de mi pintura estaba determinado por mis posturas, y mis posturas debían ser las
que de vez en cuando me decía Barrachina, con lo que cada cuarto de hora tenía que aban-
donar la zona del cuadro que estaba pintando para dirigirme a otra, o tenía que pasarme una
semana dando la misma pincelada. En todo el año sólo pinté un cuadro, pero aprendí mu-
chísimo. El objeto del cuadro tampoco era la clase ni Barrachina ni yo mismo a través de un
espejo, sino una postal que Barrachina me dio para que copiase, El origen del mundo, de
Francois Courbet.
El caso es que yo me hice una idea ficticia de Vicente Palmaroli, lo confundí con
una mezcla de dos pintores de una clase muy superior. Barrachina me dio una lista concreta
de cuadros de pintores pintados cuyas posturas tenía que estudiar porque es lo que íbamos a
hacer durante todo el curso. Tenía que fijarme en la estructura de su posición, pero sobre
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todo en aquellas que juntasen la elegancia con lo involuntario cotidiano. Cuando vi ese
cuadrito me pareció ver en Palmaroli un hombre con mucha sensibilidad y pocos centíme-
tros cuadrados, como esas buenas personas que no valen para este mundo, alguien con un
gran talento muy limitado por su propia hiperestesia, por el origen físico de sus virtudes
mentales. Tenía el aire ido de los que murieron jóvenes, como si la vida le fuese a durar lo
mismo que la primavera que supo pintar con la luz en un jardín tan reducido. Yo pensé, sin
Pero cuando acabé de visitarme todos los cuadros que me había mandado Barrachi-
na fui buscando más obra de Palmaroli, incluso encontré un retrato que le hizo Luis de Ma-
drazo en 1866, cuando Vicente Palmaroli tenía treinta y seis años. Parece un clérigo del
siglo XVII, muy de negro, muy abotonado, con la media melenita lacia, y la frente blanca y
despejada, esos blancos mortaja que utilizaban en el siglo pasado, antes de que llegase la
luz, y tiene mofletes colorados, pero con una coloración de eczema, de dermatitis seborrei-
ca, no de buena salud, y un bigote flaubert, un poco más desparramado, con la perilla larga
pero no tan aparatosa como el bigote. El bigote hace el mismo efecto que el pelo negro y
lacio sobre su cara de angelito enfermo. Pero el traje es negro, el fondo es negro, el pelo es
negro y las pupilas están muy dilatadas. Tiene incluso la boca entreabierta, más bien los
labios separados, como si estuviese a punto de pronunciar la letra t, y se adivina que la len-
gua también es negra. En el catálogo de la exposición, que ya me lo he leído cien veces (en
este museo no dejan leer a los bedeles, no podemos traernos un libro de casa, hay que estar
controlando) dice que ese retrato se hizo en un momento de plenitud para el artista, admira-
cidos éxitos académicos y profesionales, autor de una variadísima y espléndida obra, figura
que destaca por su categoría entre las grandes figuras del academicismo europeo, académi-
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co de San Fernando, director de la Academia Española en Roma, director del Museo del
Legión de Honor. Y a mí me decepcionó haber tenido tan poco olfato para interpretar un
en un huerto florido, sus alpargatas y su mandil, ni tampoco nada de lo que luego he visto
en otras pinturas suyas, que me parecen igual de morbosas que su cara, todas igual de oscu-
ras. No importa que sea una colorista escena con batas de flores o unos niños en la playa.
Todo está oscuro, de una oscuridad interior, del oscuro carcomido de las vísceras, algo que
si se hace con plena conciencia, como hacía Muñoz Degraín (en el piso de abajo hay un
cuadro suyo monstruoso) puede resultar gracioso, pero si se hace con esa severidad moral,
con esa conciencia de estar haciendo lo que se debe hacer, los cuadros se abotonan igual
que su autor, se dejan crecer el mismo bigotazo desproporcionado, los niños son muñecas
viejas en un domingo nublado de invierno, los faralaes son manchurrones, las posturas las
de siempre.
Y sin embargo yo en este museo, sobre todo si no viene nadie y puedo pasear, por-
que de lo contrario hay que quedarse clavado en el sitio toda la mañana, tiendo a falsear
imagen en verano. Sólo quiero saber de Palmaroli lo que respecta a mi mes de agosto. Sólo
quiero saber de todas estas pinturas negras esa glorificación de la meticulosidad y la pa-
ciencia que siempre ha sido el clasicismo. Esas obras son tiempo, costaron mucho tiempo y
están anegadas por el tiempo, embalsamadas en una historia tan remota que nos hace sentir-
la como todavía más lejana de lo que fue. Para quienes nos gusta copiar, estas obras suelen
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rápido, lo suelto, lo insinuado. En el siglo XIX, por lo menos hasta las últimas dos décadas,
debió de haber un regodeo en la parálisis que no sólo afectó a los resultados sino también a
los métodos. Los pintores pintan paralizados, como yo pintaba el cuadro de Courbet. Mi
querido Palmaroli es de los más fáciles. El cuadrito aquel, sin embargo, me cuesta mucho
Este verano quise ser un palmaroli, todos los años lo intento, pero la vida se inter-
pone. Y el arte también. Se me juntó el regalo de la niña, los favores de los amigos, aparte
en dar explicaciones, Alfredo pasó algunos días sin hablar con nadie. Ni siquiera bramaba
contra los socialistas, no insultaba a Javier Bidón ni llamaba buharra a Rosita. La situación
era envidiable, pero sabíamos que procedía de una profunda humillación. A mí eso me daba
lo mismo con tal de que Alfredo estuviera callado, pero Rosita, y eso que no se hablaba con
él, se lo tomó más en serio. ¿Has hablado con Alfredo? ¿Te ha dicho algo Alfredo? Mira
Güino que Alfredo está loco y es capaz de hacer una barbaridad. Este un día viene con la
escopeta de cazar y se lía a tiros con todos. Mira que yo prefiero que por lo menos tire la
espuma por la boca, que yo de Alfredo no me fío, Güino, que Alfredo está loco... Una ma-
ñana, cuando nos estábamos cambiando ya para salir, Alfredo se acercó y me dijo poco
menos que al oído (una forma muy escandalosa de hablar al oído, para que todo el mundo -
Javier Bidón- se pudiera enterar) que tenía que hablar conmigo. Yo le dije que bueno y
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quedamos para esa misma tarde en el parque del Oeste, junto al monumento al doctor Fede-
rico Rubio.
Alfredo paseaba mucho por Rosales. Solía coger el metro en Tetuán, allí vivía en un
pisillo que se compró en los años sesenta, y hacía trasbordos para formar parte del río per-
fumado que bajaba desde Argüelles. El único adelanto de la humanidad que Alfredo agra-
deció en toda su vida fueron las escaleras mecánicas, porque a partir de los cincuenta la
artrosis ya no le dejaba subir las escaleras normales sin unos dolores espantosos en el coxis.
Pero en llano, a paso lento, Alfredo caminaba con esa desenvoltura de quienes no tienen
una elegancia fingida, sino avalada por el corazón de Argüelles, por lo que Alfredo había
visto en las hambres dignas de la posguerra paseando los domingos por Rosales. Hay per-
sonas tan escrupulosas en lo que quieren aparentar que acaban suplantando a los que no
Esto debió de suceder por estas mismas fechas el año pasado. Después del ridículo
de Palomares, Alfredo se disponía a pasar un último invierno como modelo en medio del
silencio y la rechifla general. Cuando volvimos de las vacaciones, el año pasado, costaba
trabajo hablar con él. La gente aprovechó para hurgar todos a la vez en una de sus obsesio-
nes, la dignidad del modelo, la larga saga de modelos insobornables que se había terminado
con aquellas estúpidas oposiciones, y en mi caso particular, según el, con el hiperrealismo
adiposo. Ahora el indigno era Alfredo, el que había puesto colorada a toda la profesión era
Alfredo, y ya nadie tuvo ningún reparo en llamarlo Martínez, pero ya no con el recelo que
se tiene a un tipo desagradable sino con el desprecio que se siente hacia quien ha ingresado
sandez, y el motivo como una bobada. Nadie perdió tiempo en saber qué era en realidad lo
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que el funcionario desnudo estaba reclamando al famoso pintor Palomares. Pero Alfredo
tampoco daba demasiadas pistas. Julio Palomares se había quedado con una figura de mol-
de, no con el molde, y el hecho de que no hubiese más figuras ni apareciese el molde no era
culpa de Julio Palomares. Y, por otra parte, si en vez de ser una humilde escayola hubiese
sido una pieza maestra, sin copias y sin molde, Palomares habría hecho una copia, otro va-
ciado, y despedazado la estatua para ponerla igual que estaba en la misma alacena de made-
preguntarle dónde estaba el molde. El molde del cuerpo de Alfredo a los veinticinco años,
El monumento al doctor Federico Rubio y Galli del parque del Oeste tiene para los
modelos que hemos trabajado a las órdenes de Barrachina un significado muy especial. Lo
esculpió Miguen Blay en 1906, y tiene a una mujer joven que presenta a sus hijos al doctor,
todos fundidos en bronce, y esculpido en piedra caliza de Murcia, muy por encima de la
mujer y sus hijos, está el milagroso médico sentado en su sillón y empotrado en un muro.
La parte caliza del monumento, la efigie del doctor incluida, las partes esculpidas por nece-
sidad, porque no se puede vaciar la piedra sino por fuera y nada puede ser rellenado de pie-
dra, tienen partes sin desbastar, romas o inacabadas, como aludiendo a la memoria más allá
de la vida y sus milagros terapeúticos. La mujer y sus hijos, sin embargo, son de un natura-
lismo conmovedor y un tamaño que denuncia sin reservas que son un vaciado, que la madre
pobre y sus hijos enfermos tienen molde y no importa que una copia se destroce. Así se lo
explicaba Barrachina siempre a los alumnos, y nosotros año tras año lo escuchábamos, in-
móviles en alguna postura de movimiento interior, en nada parecidas a las que vaciaba o
Barrachina ponía esas figuras como ejemplo próximo de lo que no debe ser un es-
caza, igual que Alfredo, ponía como ejemplo a los podencos cuando enseñaba unas diaposi-
tivas con imágenes de jeroglíficos egipcios mientras yo posaba. Cuando un podenco, de-
localizar alguna lagartija, el torso tenso y las orejas pitas, es un escorzo inmóvil, una postu-
ra tensa y natural, como es natural en los caballos el difícil escorzo de Las Lanzas, donde se
ve al caballo en una postura reconocible de inmediato como habitual en los caballos, pero
que el perro, así parado, está en movimiento, se ha detenido dentro del movimiento. De
hecho esas figuras estáticas no duran más que algunos segundos, pero son el podenco en su
plenitud, todos sus músculos y todas sus costillas y todas sus grandes orejas pitas y toda su
mirada curiosa pero concentrada sobre la línea de su hocico tan afilado. Lo magnífico de
Un hombre en actitud de andar no puede formar una postura porque ha sido captado en mo-
vimiento, si acaso un gesto, el gesto de andar, que también en el perro es muy bello. De
modo que tomen nota: postura es aquella que implica una leve detención en el transcurso
del movimiento. Por eso El Pensador es una postura, como lo es un niño sacándose una es-
pina del pie, pero no las que no exigen ni suponen ni hacen posible detenerse en ellas, con-
gelarse en ellas. Lo bueno de un perro es que sus detenciones son siempre puro movimien-
to, puro acto nervioso, con el nerviosismo que transmite la repentina rigidez. No es sólo una
muestra. No piensen ustedes en el perro que traza una línea recta entre su manos, sus orejas
y su rabo, sino en quien se ha detenido para observar los movimientos de la posible presa
esperando una posibilidad que puede llegar en cualquier momento, que es siempre inminen-
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te, como el pistoletazo de salida para los atletas dispuestos para salir en la carrera de velo-
cidad, que eso sí es una postura. El discóbolo es una postura porque en esa posición los
atletas se quedan parados antes de comenzar el violento giro del lanzamiento, y es postura
también la que adoptan mientras miran dónde va a caer, hasta dónde va a llegar el disco...
Recuerdo la voz metálica de Barrachina, su obsesión por meter los dedos en aquello
que estaba diciendo y arquear mucho sus escuálidas mandíbulas cuando explicaba concep-
tos fundamentales. En cierta ocasión yo defendí esa idea del movimiento interior delante de
Javier Bidón, que le gustaba mucho moverse y reptar como una culebra, que le encantaban
los apuntes automáticos, los movimientos bruscos y las detenciones antinaturales. Era
cuando Bidón aún transigía con la pintura figurativa, luego decidió que todo lo que no fuese
abstracción era un atraso y a partir de entonces empezó a sentirse inútil. Pero entonces aún
me citaba a Ingres, a Delacroix, su afición porque los modelos se paseasen desnudos por el
jardín mientras él en su estudio los veía caminar y así comprendía su cuerpo para luego
poder pintarlos de memoria. Rosita, en fin, pensaba que las posturas, cuanto más normales,
estaba de acuerdo en que Alfredo tenía razones para sentirse ofendido por el episodio del
molde, pero temía que si me solidarizaba con él Alfredo se refugiaría en mí, y yo no tengo
tiempo para ser el paño de lágrimas de nadie. Me mantuve, pues, al margen, hasta que fue
Alfredo el que se saltó los márgenes y quedó conmigo en el monumento al doctor Rubio.
Esto no se puede quedar así, fue lo primero que me dijo, dando golpes con el ABC
enrollado sobre uno de los niños que presenta la mujer al doctor. Yo necesito saber quién es
traje fino de paseo de color verde manzana, el traje que llevaba para ir a los toros, para pa-
searse por Rosales, para salir en el periódico y para hablar de hombre a hombre. Vosotros
diréis lo que os dé la gana pero esa escayola es mía, os estáis descojonando de vuestra pro-
pia dignidad, si fueseis modelos de verdad no soportaríais esta injusticia que le hacen a un
compañero, decía.
Yo lo dejé hablar. En el fondo me imaginaba que quería lo mismo que todo el mun-
do, pedirme un favor. Lo que no me imaginaba era la catadura del favor. Quería poco me-
nos que fuese yo a Palomares a pedirle perdón y a rogarle que me dejase hacer un molde
con su escayola destrozada. ¿Y se puede saber por qué yo?, le dije. Es que yo si lo veo me
cago en su puta madre, pero tú Güino eres más manso, puedes posar para él o tomar una
copa, me han dicho que es medio maricón, tú de invertido das el pego, Güino. Yo no. Él ya
sabe quién soy. ¿Cómo piensas que va a tratarme después de la que le monté?
Con lo bien que hubiera estado Alfredo en este museo, sin tanta dignidad ni tanta
leche. La dignidad es mala para la artrosis. Alfredo habría podido pedir la inutilidad perma-
nente cuando Rosita se lo propuso, y le habrían dado un destino tranquilo en la sala de arri-
ba, que está menos desangelada, porque además Alfredo disfruta cuando viene aquí, este
tipo de pintura tétrica le gusta mucho, los auténticos bedeles lo conocen. Aunque yo supon-
go que ese era el verdadero problema. Alfredo estaba acostumbrado a venir aquí hecho un
señor, con su traje verde manzana, el de los toros, su bastón y su corbata estrecha, como un
perfecto conoisseur. Durante muchos años pasó por aquí haciendo como que entendía mu-
cho, que se solazaba en el recuerdo bello y en las puntillosidades técnicas, elegante y asea-
do como un pincel. Un día estaba yo aquí pasando la mañana y vino él y cuando pasó junto
a mí me saludó con la mirada, para que nadie supiese que nos conocíamos (o para que yo
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no dijese a mis nuevos compañeros quién era quién) y se puso a mirar un cuadro de Rosales
como Barrachina miraba sus dedos cuando intentaba meterlos en el meollo de alguna de sus
apasionadas explicaciones, con los ojos muy abiertos y la boca muy estirada. Ninguno de
mis compañeros pensaba nada de él, pero eso a Alfredo le daba lo mismo, la cuestión era
ser fiel a lo que había sido siempre, ese hombre tan elegante que viene cada quince días y
Yo no pensé que Alfredo fuera capaz de planear nada, y de hecho no era capaz. El
problema es que lo intentó. Tienes que hablar con él, me insistía, y le daba al pobre niño de
bronce con el periódico enrollado mientras me contaba una por una las ofensas que según
una lógica hilada con criterios paranoicos Alfredo había detectado en la exposición donde
su cuerpo joven reposaba destrozado. Como vio que yo me estaba haciendo el tonto y le
pedía un poco de calma, volvió a darle un sonoro golpe al niño y echó su órdago solemne:
si no lo hace por las buenas, tendrá que hacerlo por las malas, dijo.
Castilla, donde se recogía una entrevista con Palomares sobre la exposición que iba viajan-
do por los museos y casas de cultura de medio país. Estoy muy satisfecho de esa obra, de-
cía, en referencia a los pedazos de Alfredo. De hecho estoy pensando en seguir esa línea de
trabajo, que en cierto modo yo intuyo ya iniciada en esta serie... Se trataba de despedazar
estatuas y adaptarlas a la esencia matérica de los objetos cotidianos, algo así como un catá-
logo del Cuerpo Español Contemporáneo en pedazos colgados para secar. Algunos elemen-
tos de su más reciente trabajo ya estaban impregnados con esos criterios: una mesa vieja de
despacho sobre la que había vaciado varios carretillos de estiércol, una colección de foto-
grafías de galgos ahorcados, un tiovivo fantasmal cuyos caballitos habían sido sustituidos
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por empalamientos de vaciados humanos. Y Alfredo veía en todo una alusión muy perso-
nal, pero también había tenido tiempo de sacar sus conclusiones. Tú Güino seguro que le
gustas. Seguro que se le ocurre hacerte un vaciado y poner tus trozos en el mostrador de
una carnicería. Tienes que ir y decirle que estás entusiasmado con su exposición, que eres
modelo profesional, que has oído hablar de su proyecto del Cuerpo Español Contemporá-
neo, y que te ofreces para lo que guste, y así, cuando cojas un poco más de confianza, le
expones mi caso.
penosa, cualquier catástrofe del género humano era comparable a su caso. Rosita entraba
diciendo que a una familia de Vallecas la habían puesto en la calle por la factura de un tele-
visor que no pagó hace veinte años y eso no era nada comparado con su caso, porque a él le
estaban intentando robar la dignidad, desahuciarlo, a su edad, después de ser el único mo-
delo con derecho a ser llamado profesional que había en aquella puta escuela. Aquellos
factura, pero él, ¿qué factura había dejado de pagar él, con la de cicatrices que llevaba? Los
palabra, la falta de huevos, la falta de un general con dos cojones que les pegase un tiro a
todos esos indeseables que intentaban pisar el cuello de las personas decentes, como era, sin
ir más lejos, su caso. Todo en este mundo era una gran mentira y las verdades como puños
daban risa. La corrupción de la otrora sincera y leal España había permitido que nadasen en
la abundancia cantamañanas como Julio Palomares, que cuando estuvo en la escuela los
alumnos se quejaban de que no sabía dibujar, que eso lo había oído él a más de uno. Y si
este país fuese por su camino no estaría cobrando un sueldo por el morro el terrorista ese
que había usurpado un puesto de profesor de escultura, el Irigorri ese, que seguro que era de
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la eta, porque había que matar a todos los de la eta, y a Irigorri había que matarlo dos veces,
cabeza gorda tenía para que le cupiesen dos tiros antes de morirse, una vez por ser de la eta
y la otra porque no era un escultor sino un peón de albañil, un puto peón de albañil, tanto
volumen y tanta hostia, tanto cemento armado y tanto amorfo mazacote con títulos en vasco
incomprensible, otro como Julio Palomares, otro como todos los que vinieron después de
Barrachina, mangantes que no saben ni pintar la o con un canuto, y mucho menos esculpir-
la...
Y Alfredo, después de intoxicar durante años el vestuario con esas flores, ahora ve-
nía con toda su dignidad indignada y me pedía que fuese yo a llorarle a Palomares. En el
recado. Yo tenía que hacer lo que cualquier compañero habría hecho, pero como nadie se
prestaba, porque todo el mundo lo odiaba, entonces tenía que decírmelo así de claro para
que me enterase.
Por supuesto que no le hice caso, pero me cargó con la responsabilidad de ser el
único que sabía que Alfredo estaba así de trastornado. Nadie hablaba con él y nadie tenía
por qué notar nada. Las enfermedades mentales de los modelos tardan en notarse, sobre
todo cuando no hablan. Los seres humanos somos espacio y tiempo, y ninguno de los dos
dejan de transcurrir, nuestro cuerpo no puede dejar de moverse como el reloj no puede pa-
rarse. Aunque estemos dormidos, aunque estemos sentados mucho rato leyendo el periódi-
co, aunque guardemos un minuto de silencio, aunque nos quedemos colgados mirando un
cuadro, nuestro cuerpo se sigue moviendo, hacemos multitud de gestos imperceptibles y los
músculos siguen en una posición de descanso que no es la posición inmóvil, salvo que el
modelo pose como si estuviera descansando, postura poco recomendable porque los múscu-
los en descanso, si no se mueven, se sobrecargan con bastante rapidez. Y de entre los mo-
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delos son muy pocos los capaces de llegar al grado de inmovilidad en el que durante tantos
años trabajó Alfredo. Yo ya pertenezco a una generación más hiperrealista, más cómoda
para posar, pero Alfredo detenía el movimiento como quien detiene el tiempo y la concien-
cia, como quien entra en coma durante varias horas al día, de ocho a tres, eso sin contar las
largas y oscuras temporadas en las que Barrachina utilizó el cuerpo de Alfredo a la medida
estaba moviendo, pero Alfredo tenía el cerebro desprotegido contra los virus teóricos de
Barrachina, su extremo rencor hacia el mundo entero, sus complicados argumentos reac-
cionarios mientras explicaba a una audiencia muy callada los parámetros de Alfredo.
Yo pensé que la paranoia delirante tenía que venirle por ahí. Desde que Barrachina
se retiró, Alfredo tuvo la necesidad de pensar por sí mismo, pero no supo pensar lo que
comatosa provocada durante tanto tiempo por las mismas palabras. Después trabajó con
otros profesores, pero el viejo se había quedado dentro y a Alfredo le costaba mucho proce-
sarlo todo él solo, recordarlo y anestesiarse con el recuerdo. Las palabras de los otros, sobre
rebotaban como si hubiesen sido pronunciadas por un demonio estúpido, alguien que nos
quiere tentar con sus memeces. Esa tía no tiene ni puta idea, solía decir, muy enfadado por-
que la falta de puta idea de Pilar le perturbaba tanto que sólo se le ocurrían pensamientos
llenos de violencia. Durante años se mantuvo inmóvil mientras por dentro se imaginaba
entero, un ejercicio cerebral excesivo para quien ha pasado tantos años en la más absoluta
horizontalidad mental. Y Pilar, y Aitor antes de dedicarse al estudio del volumen y del ce-
mento armado, y Manolo Mazo en las clases de dibujo al natural, y Avelina Gómez en las
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Lo que Alfredo no entendió jamás es que para un buen vaciado hace falta una buena
postura. El artista es el encargado de estudiar el cuerpo, disponerlo del modo más estético
posible, según lo que se quiera decir, y utilizar después la superficie del hueco como un
lienzo cuya textura debe ser otra obra de arte. Ni siquiera fue capaz de sentirse halagado
porque Julio Palomares, uno de los mejores captadores de posturas, eso tengo que recono-
Alfredo parecía tan enfermo como esas personas que van pidiendo ayuda por los
métodos más diversos, y uno se deshace de ellas, falta a las citas, no les contesta el teléfo-
no, hasta que se entera de que su cuerpo ha sido encontrado en un motel, en posición fetal y
con un tubo de pastillas tirado en el suelo. Y yo no quería ser responsable de eso, porque si
a Alfredo le pasaba algo, si hacía alguna barbaridad, era posible que alguien aparte de mí lo
supiese, o que supiese que yo lo sabía. Y yo no quería líos, así que al día siguiente nada
¡Pues tampoco pasaría nada porque fueses!, fue lo primero que me soltó. Rosita es
muy hábil para distribuir las buenas obras entre los demás, como una prolongación obliga-
toria de las buenas obras que ella hace. Pero Rosa no estaba pensando en Alfredo: si pagan
bien, dijo, voy yo contigo. Ella también había oído hablar del proyecto del Cuerpo Español
Contemporáneo que Palomares había empezado a pregonar a raíz de la denuncia que le hizo
Alfredo. Lurdes, su hija, se acababa de quedar sin trabajo, o iba a quedarse, o no le gustaba,
a Rosa o a ella, el trabajo que tenía, ahora no recuerdo cuál era la situación porque Lurdes
cambia de trabajo con mucha frecuencia. ¿En qué quedamos, Rosita?, le dije, ¿quieres que
vaya para ayudar a Alfredo o para ver si te ganas una pasta? ¡Tómatelo como quieras!, dijo
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ella, con su voz de tabaco negro, ¡pero si tienes el teléfono del castin ese me lo pasas, por-
Recuerdo que me quedé callado. Rosita tiene los labios grandes y oscuros, sus dien-
tes son regulares pero la encía es bastante pequeña, se la comió en el embarazo de Lurdes
por falta de hierro y ya no volvió a estar como antes, de modo que la dentadura parece más
grande de lo que es, y las junturas de la carne con el diente tienen una mínima separación
que hace que unos dientes no se toquen con los otros, pero esa separación, a pesar de que
Rosa lleva siempre la boca muy limpia, esa ranura tiene una sombra, que por ser la parte
del diente que debía ir cubierta de carne se hace más sensible a la luz (Rosita sonríe mucho)
dinero, querido, ¿tú no? Rosa, sus ojos oscuros, la piel un poco lacia de la cara, mucho más
tersa no obstante que la del cuello, sabe modular la voz cuando dice esas cosas para que te
sientas en plena confianza, con ganas incluso de conferenciar con ella, de hilvanar conver-
saciones prácticas sobre la economía doméstica y así. El trabajo de Lurdes iría mal, no le
quedaría tiempo de atender a la niña, y la tendría que tener Rosa durante todo el tiempo.
Estaría trabajando en algún bar. Es que, Güino, que me venga a las cuatro de la mañana y
se levante a las ocho como un zombi para llevar a la niña a la guardería, y vuelva y cuando
yo me marcho se acueste, y se levante para recoger a la niña de la guardería, otra vez sopa
perdida, y vuelva a casa y me la encasquete hasta las cuatro de la mañana y se vaya a traba-
jar al bar, eso, Güino, eso no es plan. Si quiere ser artista que se busque un papel que haya
que interpretarlo por las mañanas, como todo el mundo. Alfredo no le daba lo mismo, pero
ella y su hija le daban todavía menos lo mismo, y si se podían matar dos pájaros de un tiro
pues miel sobre hojuelas y mejor que mejor. Además, Alfredo se había metido en ese be-
renjenal porque quería. Tú sabes lo mismo que yo Güino que Alfredo ahí no tiene razón, y
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que si la tiene se la tiene que meter donde le quepa, que todos sabemos lo que ha pasado
siempre con los modelos. Y en la época en la que le hicieron ese vaciado el modelo no tenía
derechos de propiedad intelectual ni nada de eso. Yo ya te dije que todo era cosa de Barra-
china. Barrachina no quiere morirse sin montar el último pollo y está cogiendo de cebo al
inútil de Alfredo, eso lo dijo Palomares y tienes que reconocer Güino que tenía razón, por-
que eso es así y tú lo sabes igual que yo. Porque si Alfredo se calla y se le olvida, de aquí a
unos meses, cuando se jubile, que haga lo que le dé la gana, pero tampoco se puede arries-
gar a que ahora, por ponerse tonto, lo echen, o se vaya él y pierda la jubilación. O sea que si
vas tú a hablar con Palomares puede que tampoco te haga caso, pero ganas tiempo, le dices
a Alfredo que sí, que te ha prometido una entrevista, y luego le dices que has ido a la entre-
vista, y después le dices que le has vuelto a llamar y que lo está pensando, que espere a que
se termine la gira que están haciendo con su exposición por toda España, y sin que se dé
cuenta llegamos al verano y yo le llevo los papeles al sindicato para que le arreglen la jubi-
lación y conseguimos todos que Alfredo se vaya de una vez a tomar por culo. Tampoco es
tan raro lo que tienes que hacer. Si yo no lo puedo hacer es porque yo no me hablo con él.
Hacía muchos años que no pasaba por una situación tan humillante. Llamé al telé-
fono que me había dado Alfredo y me preguntaron la edad y el sexo y con arreglo a eso me
dieron una cita. A Rosa y a Lurdes les dieron otras horas distintas. A Rosa le tocó el día de
hombres entre cuarenta y cuarenta y cinco. Tuve que ir a unas oficinas del polígono indus-
trial de Alcobendas, grandes manzanas con naves llenas de negocios boyantes, allí al lado
estaba Antena 3 y Tele 5 y Espasa-Calpe y da la sensación de que las fábricas y las oficinas
tienen los mismos conceptos de barrio que las personas: en el sur hay fábricas de cemento y
de piensos compuestos y en el norte de películas para la televisión. Además está muy mal
comunicado, como si fuera inconcebible trabajar en ese barrio sin necesidad de conducir un
coche, como si una línea regular de autobuses urbanos le diese al paisaje un toque proleta-
rio y soez. Tienes que coger el metro a Plaza Castilla y de allí un autobús a Alcobendas y
luego otro que para en la autovía que atraviesa las empresas boyantes y después preguntar
en una gasolinera y terminar caminando un par de kilómetros por un solar donde están
haciendo las primeras mediciones para levantar otra empresa boyante, un suelo carísimo en
el que de momento no hay más que latas vacías de cocacola y lagartijas muertas.
en esa mansión a las afueras en la que se desayuna en un invernadero con pájaros de inter-
ior, decides la ropa que te vas a poner, la de las grandes ocasiones, el traje de los domingos,
para charlar con él mientras das vueltas al café de importación con una cucharilla de plata,
polvo los zapatos, no encontrar la dirección y estar haciéndosete tarde para la entrevista
mado, entre tanta boyantía y tanto cadáver de gato. Y luego llegas y resulta que no es Julio
Palomares, ni mucho menos su casa, sino las oficinas de una agencia de modelos con la que
pasillos y a quienes han dado la misma hora que a ti, y tú vas con tu traje de los domingos y
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una colonia muy discreta que sólo se aprecia bien al aire libre, al menos al aire de un tran-
quilo invernadero. Pero lo más irritante de todo es que sales del ascensor y te das cuenta de
cómo la gente se calla, recobra la postura normal, apagan los cigarrillos y dan por supuesto
Era un pasillo ancho con alguna que otra butaca, una decoración neutra de cuadros
abstractos y al fondo una puerta de doble hoja, como de una sala de juntas, y entre el ascen-
sor y el principio del pasillo había un hall grande con más puertas y pasillos por alguno de
los cuales pensé largarme, pero di dos pasos y me detuve justo al lado de rodillo dispensa-
dor de numeros, que miré de reojo e iba por el 87. Pero entonces no era consciente con tan-
ta nitidez del ridículo que estaba a punto de hacer cuando todo el mundo supiese que yo iba
a lo mismo que ellos, cuando casi por instinto, como si hubiese llegado tarde a la pescade-
ría, cogí un numerito del rodillo y la gente, todos también al mismo tiempo, o por lo menos
eso me pareció, recobró sus posturas informales y volvió a comentar la jugada y encendió
de nuevo sus cigarrillos, y yo me sentí mal, pero mantuve el tipo, incluso cuando escuché
que un gilipollas pechotabla se carcajeaba de mis dimensiones, mientras que, eso por lo
menos tengo que reconocerlo, a la mayoría les causé el mismo respeto que mi apariencia
suele causar entre quienes me ven en un sitio cerrado por primera vez.
jóvenes pero todavía no demasiado viejos, en todo caso de una edad en la que uno ya no
debería estar pendiente de pasar por esas situaciones, por mucho que se disfrace de buena
idea. Había tipos callados que fumaban un cigarro apoyados en una esquina, vestidos con el
traje de alguna boda y esperando a conseguir unos duros en algo para lo que con toda pro-
babilidad tampoco sirven, pero por lo menos la prueba no consiste en cargar un camión de
escombros. La prueba es quedarse desnudo, enseñar sus cuerpos mal educados, abandona-
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dos a las huellas de la vida que han tenido que vivir, un poco encogidos de vergüenza, de
no saber dónde colocar las manos, al aire sus piernas cortas y peludas, su barriga floja y su
culo pequeño y muy apretado, de un blanco palido con pelos negros, como con un sarpulli-
marcando la frontera del rigor social y el blanco íntimo que se conserva desde siempre.
Pero entre los que se prestaban a ser un representante anónimo y descuartizado del cuerpo
español contemporáneo también los había optimistas que sabían disimular sus verdaderas
razones, parecerle una idea genial o una contribución progresista al proyecto común de la
memoria física, como me dijo un tipo con barba que al cabo del rato hizo hilo conmigo y no
me dejaba en paz.
Cuando me llamaron ya no estaba para bromas. Y todo fue muy normal. Era en
efecto una sala de juntas con una mesa grande donde sólo había cuatro personas sentadas y
los cuerpos eran exhibidos en el rincón de los butacones y la mesita baja, junto a un lavabo
que hacía de vestuario. Los aspirantes entrábamos por la puerta del lavabo que daba al pe-
queño vestíbulo de la sala de juntas, antes de la segunda puerta doble que daba ya sí a la
sala de juntas. En el lavabo, cuando yo entré, había por lo menos cinco aspirantes desnudos
ya se habían aireado setenta y tantos culos y un porcentaje más bien alto de calcetines su-
dados y calzoncillos con palomino, camisetas amarilleantes y zapatillas de deporte sin la-
var. En el vestuario de la escuela todos somos tan limpios y exquisitos que incluso el olor
de los productos de limpieza nos parece de baja calidad. A mí me daban arcadas. Y por
supuesto no me desnudé.
Lo que no puede ser es que vayas a una entrevista de trabajo y te reciban en el váter.
Yo que nunca he tenido en demasiado buen concepto mi profesión, no por supuesto hasta el
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punto de dar la vida por ella, como era el caso de Alfredo, ni siquiera hasta el más oficial y
doméstico de Rosa, dueña de un pequeño trozo de tierra en el mundo que había que defen-
der no con la vida pero sí con los dientes. En esa ocasión, sin embargo, metido en el váter
con un calzoncillo sucio colgado de una percha delante de mis narices, sí sentí como un
límite, igual que ciertos animales descubren por instinto en qué parte del cuerpo no quieren
ser acariciados. Yo esos valores del orgullo y por ahí los tenía desactivados porque hacía
mucho tiempo que no me sometían, aun con naturalidad y buena educación, a una bajeza de
aquellas características. Ni siquiera una salita privada, una secretaria que trae un zumo y
unas pastas por si queremos amenizar la espera con algo más aparte de las revistas del cora-
zón, y por supuesto tres o cuatro candidatos, una mujer hermosa vestida con gabardina, un
hombre que nos suena de haber visto su cuerpo en algún lado, quizá en un anuncio de mo-
había metido allí. Había sido Alfredo pero también Rosita. Pero al final no había sido el
dinero sino las ganas de conocer a Julio Palomares, estar en su casa, mirarlo mientras traba-
jara sobre mi cuerpo. No quería tanto pasear por el atrezzo de una gloria más o menos justi-
ficada como ver de cerca el espectáculo de la plenitud, de un hombre que cree en lo que
hace porque hasta el momento esa fe le ha dado pingües resultados. Tampoco me creía ca-
después de unas cuantas sesiones, cuando estuviese obsesionado con mi retrato y necesitase
acabarlo por encima de todo, el momento de identificación absoluta con el objeto (tan típi-
co de los artistas con fe en sí mismos, muy dados a esos arrebatos tan pintorescos) en el que
Por eso, entre otras razones, a los modelos de escuela no nos gusta que nos hagan
fotografías, porque no hay apenas margen para ocupar nuestro propio terreno. Un actor
tiene tiempo mientras actúa, y un artista mientras trabaja, pero no alguien que posa en tan-
tas posturas sin asentarse en ninguna, y que tiene el tiempo de un fogonazo para rectificar,
porque entonces las únicas posturas posibles tienen que ver con lo más superficial o con la
imagen que sabes impresionante porque ya la has practicado más veces. El mejor modelo
Lo digo porque nada más entrar a la sala de juntas, todavía vestido, puse mis condi-
ciones. Cuando yo salí del váter, con mi traje negro y mi abrigo (con un bombín habría pa-
recido el hombre de los caramelos, así me parecía más bien al fantasma de la lotería de
Navidad) vi que la fotógrafa ya se había dispuesto con una rodilla en tierra delante del
espacio reducido que alumbraban los focos, más bien no se había movido desde la foto
anterior, y apoyaba la cámara sobre el muslo de la rodilla que no tenía en tierra y con la
mano libre daba una calada a un cigarro. Los miembros del jurado, un tipo repeinado de
unos cincuenta años y una mujer con gafas de galerista, más otro, mucho más joven, que
debía ser el secretario, tardaron en levantar la vista, y cuando lo hicieron sólo la mujer me
preguntó que qué quería. Fue un primer golpe bajo lo que me puso firme (con una firmeza
insólita en mí, que tiendo a huir de las situaciones si me pueden exigir una tensión de la que
mi sistema nervioso quizá no sea capaz): el no saber nada más verme que yo soy un
modelo, aunque llevara un abrigo hasta los pies. De modo que cuando la galerista me
preguntó que qué quería yo le dije, muy serio: he venido a una selección de modelos de
Julio Palomares. Ella, muy abiertos los ojos y la sonrisa falsa, me dijo que sí, que eso era lo
que había. Y yo le dije: ¿y puedo preguntar dónde está Julio Palomares? Ella bajó la vista
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dije: ¿y puedo preguntar dónde está Julio Palomares? Ella bajó la vista como si otro más le
puesta con una mano en la trabilla del tirante y la otra dando golpes en la mesa con un bolí-
grafo, se adelantó a explicármelo, como si pusiera su chaqueta en un charco para que la otra
pasara por encima de mí. Dijo: es que esto es una agencia de modelos; trabajamos, entre
otros clientes, para Julio Palomares. ¿Ah, sí?, dije yo, ¡pues, desde luego, he tenido muchas
hora que a toda esa gente, que huelen fatal!. ¡Joder, y que lo digas!, terció la fotógrafa, rodi-
lla en tierra, pero el cincuenton recondujo su postura y se me puso un poco chulo. Oiga,
dice, esto es lo que hay, aquí no obligamos a nadie. Que pase el siguiente, dice, y baja la
noté que entre ella y la galerista se cruzó el mismo pensamiento. La verdad es que esta or-
ganización es una mierda, Pascual, le dijo al cincuentón que ahora miraba con los ojos muy
abiertos, como estupefacto porque discutiesen su autoridad, que tampoco debía de tener
ninguna. Tú estás ahí pero yo me lo estoy chupando todo, joder, dijo, refiriéndose a los se-
tenta culos, a los ciento cuarenta huevos, al hedor general de quien no se ducha para traba-
jar, y luego, dirigiéndose a mí, trató de congraciarse. Es verdad, dijo, perdona, pero es que
Julio nos lo ha pedido como aquel que dice de un día para otro, y encima tampoco nos ha
dejado muy claro qué es lo que quiere, la verdad. La fotógrafa era bastante joven, con cara
de virgen. Tampoco vamos a ponernos a discutir ahora sobre lo que quiere o no quiere el
cliente, digo yo, dijo él, Pascual, pero las mujeres no parecían hacerle demasiado caso. La
galerista, que había escuchado la escena con una sonrisa cada vez menos forzada, suspiró y
dijo: es verdad..., y luego, dirigiéndose a mí, ella que al entrar me preguntó que qué quería,
me dijo ahora: usted es modelo, ¿verdad? Se lo acabo de decir, le dije yo. Es que creo que
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todos estamos un poco confundidos, dijo ella. Una cosa es lo que quiere Palomares y otra lo
que estamos buscando ahora. Ahora buscamos gente normal y corriente, no buscamos be-
llezones, ni gente demasiado alta ni demasiado grande, ni gente demasiado guapa ni dema-
siado interesante. Se trata de cuerpos vulgares. Por eso hay tantos, por eso estamos hacién-
dolo así. Pero vamos a hacer una cosa, si le parece bien. Usted nos deja su número y cuan-
do nos pongamos a hacer una campaña en que se necesiten cuerpos como el suyo lo llama-
mos, ¿de acuerdo? Era una mujer muy amable, pese a que fuera tan claro que me estaba
mandando a la mierda. ¡Pues déjelo estar porque yo no tengo tanto tiempo que perder!, dije
yo. ¡Buenas tardes!, dije, y me volví para marcharme por la puerta de doble hoja. Cuando la
abrí, oí una voz que me llamaba. ¡Oye, perdona!, dijo la fotógrafa, ya incorporada, pero
cuando me volví para ver qué quería me soltó un flash que me irritó. Perdona, maja, le dije,
pero a mí sólo se me hacen fotos previo contrato. Cuando estaba diciendo fo- me disparó
otra fotografía, y cuando cerré la puerta y caminé hacia ella y estaba diciendo que te he
dicho que no quie..., me tiró otra, y cuando llegué hasta ella sin otra opción que pisotearle
la cámara me miró muy seria, cubrió la cámara con los dos brazos y me dijo vale, vale, ya
está, con cara de no temer tampoco mucho por su cámara ni por ella misma, no así el cin-
cuentón, que otra vez sin saber qué estaba pasando se levantó de la silla y empezó a echar-
me de allí de malos modos. ¡Venga, ya está bien, váyase de aquí de una vez!. Yo aún tuve
tiempo de girarme hacia él y de mirarle con mi más infinito desprecio, momento que apro-
vechó la fotógrafa para tirarme una última foto. Perdona, perdona, dijo, tapándose la boca,
zo.
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Rosita sin embargo estaba la mar de contenta. Pues nada, fuimos las dos, nos hicie-
ron unas fotos y nos dijeron que nos llamarían, pero resulta que yo conocía a Paula, que
estaba en el tribunal de selección, una que yo conozco de cuando me hicieron esa escultura
en terracota que está en el museo de ciencias naturales. Y ella me dijo haceros las fotos si
queréis y si no no, porque pasaros os voy a pasar, pero chico, ya que estábamos allí tampo-
co era cuestión de ser más que nadie, por lo menos había que aparentar. Así que nos hici-
mos las fotos y oye, todos muy amables, así que no acabo de entender muy bien lo que me
cuentas, a mí nadie se me puso borde, y a mí aún puedes decir: claro, como tenía enchufe...,
pero a Lurdes sí que no la conocía de nada, yo le dije que era mi hija pero eso fue después,
y también daba lo mismo porque ya sabes que Lurdes tiene un cuerpazo, y Paula me dijo
¿ésa es tu hija?, ¿de verdad?, pues chica, que ni pintada, ya sabes, bueno no lo sabes porque
no se lo has visto, claro, pero Lurdes tiene un cuerpo que ahora gusta mucho, muy delgada,
siempre ha sido muy delgada, cuando dio a luz a Carmela se vio tan gorda que se quedó en
los huesos, ¡anda que no me dio disgustos ni nada porque yo decía esta chica se me ha vuel-
to anoréxica, recién parida...! Pero ahora esa delgadez es muy moderna, qué te voy a contar.
Así es que ayer ya nos llamaron que vayamos la semana que viene que nos harán el vacia-
do. Todo simplísimo, Güino, que yo no me explico cómo encuentras siempre en todo tantos
inconvenientes. Una foto, un pegote de escayola y dos mil duros para cada una, la ropa de
invierno que tenía que comprarle a la niña porque lleva la del año pasado y ya se le ha que-
dado pequeña, y sin tanta dignidad ni tanta leche, Güino, joder, que me ponéis enferma, tú
y el tontilán de Alfredo. ¿A ti qué más te da que te hagan una foto más o menos, a ver?
Entonces era invierno y yo había empezado ya con el proyecto, aunque sólo fuera en
la fase de pensar. Violeta cumpliría años en agosto, de modo que no podía ser un proyecto
invernal, no podía dejarme llevar por la estética de los crismas ni por el hogar con mantas
de lana sobre las piernas ni por los paisajes crudos llenos de soledad. Tenían que ser unos
dibujos veraniegos, sonrientes, luminosos, tenía que haber mucha diversión pasada luego a
tinta china. Ya lo había hecho una vez, cuando Violeta era pequeña, no tendría más de nue-
ve años, con el libro de inglés que llevaba en la escuela. En aquella ocasión dibujé unas
ilustraciones muy sencillas en la lección que se titulaba In the country. Le dibujé un caserío
vizcaíno con un prado en pendiente, y un gallinero con todas las aves domésticas, el cone-
jar, las cortes, el establo, la cuadra, el granero y el palomar, todo con mucho esmero antro-
pológico. Dibujé también al granjero y a la granjera, muy rectos, muy serios, muy ingleses,
y a los hijos y a la abuela, distribuidos en el piso de arriba del caserío como los animales en
el piso de abajo. Pero en principio la idea fue ilustrar el libro entero, y la idea secundaria
ver si podía presentar mis dibujos para alguna editorial de libros de texto, que siempre se
venden muchos. Entre unas cosas y otras vi que no me apetecía seguir con In the city, In the
family, In the school, In the wardobe, In the bathroom etc., así que me esforcé por terminar
Hasta que me decidí por el libro que ahora quería ilustrar para, diez años después,
hacerle a mi hija un regalo un poco más completo, casi todo el pensamiento de las horas de
trabajo estuvo dedicado a imaginar el tipo de dibujo, y fuera del trabajo a encontrar el libro
problemas de Alfredo se me olvidaron enseguida, como aquel trabajo no hecho por el que
nadie te pide cuentas y se puede dejar sin hacer. Fueron días de recogimiento. Yo estaba
muy inclinado hacia la historia natural. Los bichos se me han dado bien desde pequeño,
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tengo los cuadernos del colegio infestados de todo tipo de insectos que copiaba de la enci-
clopedia, pero tampoco podía ponerme a dibujar un tomo de la fauna ibérica, no tendría
tiempo, nunca lo tendría, porque para las personas sin demasiado empuje pronto se hace
tarde, sus plazos de ilusionarse y de olvidarse son más cortos que entre los individuos vo-
largo de unos cuantos meses, me parecían una barbaridad aun en la fase previa, cuando me
dedicaba a pensar en ello y a buscar modelos. Pero el tiempo se agotaba. Tengo escrito en
quedaba más que una semana para decidirme y empezar, y luego seguir todos los días sin
al hacer una parte del trabajo se pierde la noción del conjunto y se limita uno a poner ladri-
llos sin pensar en el edificio entero, son ejercicios muy recomendables para un modelo,
tanto cuando está, como yo ahora, preparándose para iniciar la temporada, los primeros días
de posar, siempre tan peligrosos, como cuando ya está en pleno invierno y tiene los fascícu-
los claviculares del trapecio hechos unos zorros. En el acto de posar, como siempre es un
tiempo extenso con el mismo pensamiento, se puede profundizar bastante. En una mañana
puedes visualizar un dibujo entero, hasta en sus más imprevistos detalles, hasta casi los
retoques de cuando lo das ya por acabado, de modo que luego, por la tarde, si todo funciona
bien, si hay suficiente conexión entre la memoria y la mano, y con el ejemplo delante por si
no la hay, resulta ser un dibujo de un solo trazo, nada cogido y dejado y borrado y retocado,
sino ese primer y único impulso que te lleva desde el principio hasta el final.
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Pero, por otra parte, quería no ser serio. En el diario hay tachados muchos títulos de
libros que habrían subrayado mi vena macabra, mi vocación entomológica, pero este era un
trabajo para el verano, era lo que se dice un regalo entrañable, no visceral, no de dentro
afuera sino de fuera adentro, del sentido del humor al encanto, de la minuciosidad al sacri-
ficio, de la pulcritud a la delicadeza. Aunque tampoco podía ponerme cursi. Tampoco podía
volver a dibujar The farm y dárselo como se da el paquete de tabaco que uno salió a com-
prar hace muchos años. Tampoco era el caso, sólo llevábamos dos años separados y yo en
ningún momento dejé de ingresarle la pensión ni de pasar con mi hija los fines de semana
que me marcó la juez. En el diario están también marcados los sitios adonde se me ocurrían
las cosas. Uno de los libros que más cerca estuvieron de convertirse en definitivos es el de
Charles Lamb Jr., Fabricación Británica, uno de los pocos libros que podrían agregarse a
una hipotética Biblioteca del modelo que aún está por hacer, libros escritos por nosotros,
que traten sobre nosotros. Puestos a hacer un regalo tan solemne, me parecía legítimo mos-
decía que él era miembro de una larga dinastía de modelos en los que la paternidad había
sido sustituida por la maestría, y que yo había empezado muy bien para formar parte del
rial de Henry Frowde, Oxford, en 1858, veinte años después de que sucediesen los aconte-
cimientos que narra en él Charles J. Lamb. El título, en inglés Made in England, se refiere a
un cañón de artillería que en 1837, en plena guerra carlista, Charles J. Lamb tuvo que
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transportar, acompañado de un burro, a través del altiplano crudo del interior, al otro lado
de las últimas estribaciones de Maestrazgo. El librito se centra sólo en ese viaje, aunque
con frecuencia se separa del hilo conductor, de la epopeya del cañón, para contar todo tipo
de reflexiones estéticas disparatadas sobre los dibujos que en mitad del viaje pudo hacer de
los paisajes, de los muertos que quedaban después de las batallas y de los dos compañeros
ciones se refieren a estudios no del todo descabellados sobre las diferentes disposiciones de
los músculos en un modelo vivo, en un modelo muerto y en un modelo vivo que parece que
está muerto, y él mismo acabaría siendo retratado, a los ochenta y tantos años, con un as-
pecto que no deja claro si está vivo o está muerto, por su compatriota el pintor inglés José
Stratfod Gibson. Es un retrato de 70x130, bastante grande, que a veces, cuando van rotando
las existencias del sótano de este museo, cuelga en un rincón de la planta de abajo, y que
estuvo bastante tiempo expuesto en la colección Viajeros ingleses del XIX que organizó el
Museo Romántico.
El retrato de Charles Lamb es el único, que yo sepa, que nos queda de él. Es un
hombre de unos ochenta años, vestido con un uniforme carlista de la guerra del 37, destro-
zado de llevarlo puesto medio siglo. Tiene ese patetismo de los que guardan la compostura
sobreponiéndose a su aspecto andrajoso, exhibiendo lo que tiene de sincero valor. Está sen-
tado en una silla de un amplio pasillo blanco, un blanco verdoso, desabrido, blanco de ma-
nicomio, con puertas a los lados y tres o cuatro diminutas monjas negras que se deslizan
Pero en su libro hay unas cuantas estampas muy románticas que a mí me hubiese
apetecido ilustrar en el libro que le regalé a Violeta. Charles no sabía que aquel cañón podía
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ser su perdición. Estaba entusiasmado con lo pintoresco de aquel ejército de grandes boinas
rojas, de grandes bigotes y grandes ideales. Había recorrido medio continente, en el peor de
los casos, para morir por una causa perdida, o dibujando con aljezones carbonizados el pai-
saje después de la batalla. Por otra parte su castellano se reducía a unos cuantos versos clá-
sicos que aprendió en el viaje de memoria, en la idea, muy romántica, de que no sólo servi-
rían para entenderse sino que le concederían un prestigio suplementario al de ser un ciuda-
dano inglés. Se vio perdido, poco después de partir, en un paraje tétrico con hedor a humo
de hierro, a sudor de bestias y cadáver en el barro, donde sólo se distinguen a lo lejos silue-
tas que han huido de la muerte, o que ya son parte de ella. A los dos días de marcha, carga-
do el burro con el cañón, Charles Lamb había tomado apuntes al agua de casi todos los pai-
sajes y tomado notas sobre las formas y los colores, muy interesantes desde el punto de
vista técnico, pero al tercer día encontró los cuerpos de cinco soldados carlistas. Cuenta que
después de retratar a dos o tres soldados muertos se puso a dibujar a uno que tenía los mús-
culos tetanizados, y pese a que permanecía inmóvil y con los ojos abiertos y las mandíbulas
muy envaradas, había en él un rasgo que según Charles Lamb no concordaba con la teoría
muscular de los cadáveres: el músculo triangular había descendido la comisura de los labios
y estaba traccionando el extremo inferior del surco naso-labial, y el resultado era una ex-
presión de tristeza inconcebible en quien ha sido sorprendido por la muerte y tiene tan rígi-
do el resto del cuerpo. Lamb lo descubrió cuando estaba ya terminando el retrato. Ese hom-
bre estaba vivo. O medio vivo, porque, cuando Charles logró reanimarlo y pudo calmar sus
ataques de horror con un poco de laúdano, el soldado siguió creyendo que estaba muerto, y
dedicó el resto del viaje a charlar con sus compañeros desaparecidos cada vez que Charles
monio de quien busca una razón estética para empezar de nuevo, y sustituye los pinceles
por fragmentos de metralla, y los colores vivos por el negro del carbón y el óxido del hie-
rro. Acabada la guerra, Charles Lamb ya nunca regresó a Inglaterra. En el libro cuenta que
retrato de Statford Gibson que aquí se conserva, ni el uniforme carlista, ni el mirar enloque-
cido, ni el blanco verdoso del hospital. Tampoco tenemos ningún cuadro suyo que nos ayu-
de a saber cómo pintaba. Tan sólo ha quedado un curioso estudio sobre los músculos facia-
les de los muertos y una romántica descripción de los paisajes. Yo le tengo mucho afecto a
Charles Lamb, pero decidí que no era el suyo un libro edificante para una muchacha que
Cuando volví a la escuela, después de aquel recado tan embarazoso, Alfredo apro-
vechó un momento en que nos quedamos los dos solos en el vestuario y me preguntó en
voz baja qué tal me había ido con Palomares. Yo le dije lo que había pasado. Yo siempre
digo la verdad, aunque para decirla imagine muchas mentiras. Pero tengo la desgracia de
que la gente no se cree mis verdades, o se las toman a mal. Vale, vale, muchas gracias por
las molestias, me dijo Alfredo, pero en contra de lo que yo me temía ya no volvió a pregun-
tar. Anduvo unos días mohíno, parado por las esquinas, deprimido. Yo inicié conversación
un par de veces con él, un día que Javier Bidón pasó a su lado y lo llamó molde perdido, y
Alfredo se giró pero no lo llamó beocio ni baldragas sino que se limitó a sonreír y continuó
con los suyo. Entonces intenté saber qué le pasaba pero Alfredo no me dijo nada.
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Ahora es muy fácil poner explicación a las imágenes, pero entonces tan sólo vimos
que Alfredo estaba todavía más raro que de costumbre. Yo me había imaginado varios me-
ses dando la paliza con Palomares, y me sorprendió que no volviese a mencionarlo, pero
era tan gratificante no escuchar sus miserias que fui esquivando los encuentros a solas y los
días en que al salir de la escuela podíamos caminar un rato juntos hasta la Plaza de la Paja.
Se lo tiene merecido, decía Rosita, pero lo decía sin maldad, como la constatación de algo
que ella y yo y Bidón y los demás evitábamos, apartarnos por completo de la gente, optar
por un aislamiento que era su obligación mantener también en los peores momentos. Si
cuando estaba contento no perdía ocasión de maltratar a la gente, cuando estaba triste no
podía esperar nada de nadie. Además, según opinión generalizada, Alfredo era un facha de
mierda.
Un martes de finales de febrero Alfredo no vino a trabajar. En él era muy raro, tenía
un sentido castrense de las obligaciones laborales. En las huelgas previas a nuestra conquis-
ta del subalternado era él el único que acudía al tajo, y posaba sus horas reglamentarias aun
en aquellas clases en las que el profesor y los alumnos se habían solidarizado con nosotros
pero en principio ninguno le dimos importancia, quiero decir que no le dimos importancia a
las consecuencias, por graves que fuesen, de que Alfredo no viniese a trabajar. Alfredo no
estaba su dirección, pero a mí no me apetecía viajar hasta el barrio de Tetuán para ver si
necesitaba algo. Rosita ni siquiera se lo planteaba. Bidón se limitó a decir que ya llamarían
los vecinos cuando hubiese olor en la escalera. Los demás, todos modelos jóvenes y sub-
Un sábado por la tarde me fui de paseo por la ciudad y casi sin proponérmelo mis
pasos me llevaron por Bravo Murillo hasta el barrio de Tetuán, unas cuantas manzanas en
la vertiente izquierda de la calle que tienen todas nombres de flores. Son casas bajas, como
de barrio obrero andaluz, que descienden en cuestas ligeras hasta la Dehesa de la Villa. Al
lado de la Huerta del Obispo, en la calle del Aligustre, está el piso donde Alfredo vivió la
mitad de su vida sin que ningún compañero de trabajo, y quién sabe si ningún amigo, pisase
por allí jamás. El piso estaba cerrado, un primero derecha de techos bajos y puerta gris con
muchas manos de pintura, pero en la escalera no olía a muerto. La estaba fregando una se-
ñora con aspecto de portera. Le pregunté y me dijo que no, que era la vecina del bajo, que
en esa casa no tenían portera, y que si quería tener limpio por lo menos el rellano lo tenía
que fregar ella. Le pregunté por Alfredo. Hace lo menos ocho días que no le veo, dijo. Pero
que estaba preocupado por él. Luego me arrepentí de haber dicho tanto, aunque no creo que
sin ese exceso de confidencia, que a la señora le encantaba, hubiera podido entrar en su
casa. ¿Ha llamado usted al primero izquierda? Allí la señora Engracia tiene una llave por-
que entra todas las semanas para limpiar, dijo la señora, en un nivel de confidencia casi más
imprudente que el mío. Llamamos al primero izquierda pero tampoco había nadie. Igual se
ha ido a comprar, me informó la vecina, o no lo escucha a usted porque está un poco sorda.
Aporreé la puerta con excesiva contundencia para el material con que estaba hecha, casi
Al rato volví y la vecina del bajo me abrió la puerta nada más aparecer mi sombra
por el portal. ¡Entre, entre, que ya ha venido la señora Engracia!, me dijo, con tono costum-
brista y popular. Volvimos a llamar al primero izquierda y abrió una mujer muy enlutada y
diminuta, con el moño muy recogido. Era una de esas ancianas tan frecuentes en Madrid
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que a los ochenta y tantos años se siguen pintando los labios a diario para dar un paseo y
tomar chocolate con las amigas, y no resulta patético sino muy digno y muy discreto. La
mujer, además, conservaba la cabeza en su sitio, tenía un modo muy pulcro de hablar que a
la vecina del bajo, que no dejó de fisgar en ningún momento y de ofrecernos su colabora-
ción, le imponía respeto hasta el punto de repetir con los labios un resumen mudo de lo que
decía la señora Engracia. Pues yo también he notado que no andaba por casa, dijo la mujer
pintada, pero, si le digo la verdad, tampoco me he atrevido a entrar. Alfredo es una persona
muy reservada, yo por mí misma no me habría atrevido a entrar. Ahora bien, si usted dice
notado, y morirse tampoco se ha muerto, porque cuando se murió la vecina del segundo,
subrayando la broma con resignación. De todos modos, dijo la señora, ¿no sería más co-
rrecto que llamásemos a la policía? A la mujer le bastó con mi anuencia y algunas buenas
palabras para decidir que yo era un hombre fiable. Suele ocurrir con las mujeres mayores.
Alfredo debió de comprar ese piso hace más de treinta años, unos sesenta metros
cuadrados, el salón comedor, dos habitaciones, cocina y baño, todo muy agrupado con un
pequeño pasillo, más ancho de lo normal, que hacía las veces de recibidor. Los muebles
eran viejos, de mala calidad, pero se conservaban en buen estado. El armario colonial en el
comedor, con un televisor y un mueble-bar abatible y estantes con puertas de cristal bisela-
do donde se guardan los juegos de café. El tresillo de eskay marrón cubierto por una manta
de estrellas, las sillas torneadas, la mesa camilla junto al balcón, la mesa grande de comer
entre el sofá y la tele. La habitación con cama de matrimonio y un armario de tres cuerpos,
y un comodín con un espejo picado donde reposan algunos retratos. Alfredo en la mili, en
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en una foto de Antonio Bienvenida con otra persona que no es Alfredo. Alfredo, con sonri-
otra foto de Las Ventas, al lado de una mujer con aspecto extranjero, con sombrero blanco
y unas gafas como las de Matías Prats. En el baño, salvo los productos que usamos todos
los modelos, estaba el infame botellón de Varón Dandy for men con que Alfredo ha perfu-
mado el vestuario durante los últimos cuarenta años. La cocina la había dejado recogida,
con una sartén y un plato dejados a escurrir junto a la pila del fregadero. La otra habitación
tenía una cama de cuerpo y medio, vestida y cubierta con una colcha de cuadros, una mesa
pequeña junto a la ventana con un par de libros, uno de caza y pesca y otro el Diccionario
de insultos de Pancracio Cerdán. Esta habitación también tenía un armario de luna que no
abrí, y me hubiese gustado porque yo esperaba encontrar dentro (la verdad es que esperaba
encontrarlas por toda la casa) las reliquias del modelo, las fotos de sus estatuas, las de su
cuerpo cada año, igual que tengo yo en un álbum y también Rosita y en general todos los
compañeros. A fin de cuentas, yo también las tengo guardadas en un armario. Miré sobre
las mesitas de noche, por si había dejado alguna nota, pero sólo había, arriba, una foto de
un niño en blanco y negro metida debajo del cristal, un niño que mira como asustado enci-
ma de un triciclo, yo diría que allá por los años cincuenta, junto a la lamparita y un desper-
tador de cuerda y un cenicero de zinzano. Junto al armario de luna había un armero de re-
glamento pero estaba cerrado. Volví al escritorio diminuto, debajo de la ventana, y cuando
pasé las hojas de los dos libros de caza y pesca con el dedo gordo, sólo por si había papeles
dentro, levanté la vista y vi la estatua de un obispo fundido en hierro presidir los jardinci-
llos de la calle de atrás, una estatua bendicente sobre una peana de piedra que hay dentro de
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un jardín minúsculo rodeado de setos que, salvo por el lado donde se entra, sobrepasan a la
escultura, de modo que sólo desde la perspectiva que se ve desde la ventana de Alfredo
puede verse de frente y completo al obispo Guridi, 1881-1936, caído por Dios y por Espa-
ña.
En el piso no había nada. El vacío lo había penetrado como si llevase muchos años
sin habitar, a pesar de que aún quedaban unos restos de queso florecido en el frigorífico. Lo
único reciente es que no había en toda la casa una mota de polvo. La señora Engracia le
pasaba un trapo desde hacía años, pero siempre lo pasaba cuando no estaba él, de modo que
tampoco por eso lo había echado en falta. Al marcharme le dejé a la señora Engracia una
tarjeta con mi número de teléfono, por si Alfredo aparecía. Salí de allí como con frío, como
se sale de una iglesia vacía, de un panteón familiar. Me acerqué a ver la fecha en la que se
erigió al mártir de hierro del parquecito pero no me terminó de sacar de dudas. No sabía si
Alfredo se compró el piso antes o después de 1965. Pudo ser antes o después, porque el
Recuerdo que era sábado porque no pude esperar al lunes, preocupado como estaba,
para compartir el problema con Rosita. La llamé para que fuésemos a tomar unas gambas a
La Paloma y le conté lo sucedido. Rosita dijo que si ella hubiese sido yo no habría entrado,
porque con lo que Alfredo era, si se enteraba, que se iba a enterar, porque le había metido
en casa a todas las vecinas y se tenía que enterar, era capaz de denunciarme por allanamien-
to de morada. Rosita no se daba cuenta de la situación. Se habrá ido, dijo. Estará en la pla-
ya. Alfredo es así de burro, igual le dolían los riñones y se ha ido a un balneario sin pedir la
baja.
Pero yo no me quedé tranquilo. Y era raro porque Alfredo me importaba poco. Era
más bien la sensación de ser el único que sabe algo, de acostarse casi seguro de que alguien
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está a punto de cometer una barbaridad. Pero yo no tengo dotes de detective, ni tampoco
hubiese sabido por dónde empezar, al menos de una manera discreta. Sólo se me ocurría
poner un anuncio en la radio, Alfredo escuchaba mucho Radio Nacional, la cadena de Todo
Noticias, un aviso de socorro, se ruega a don Alfredo Bayo, que viaja en estos momentos
por las carreteras de Burgos, se ponga en contacto con el número tal por asunto familiar
grave. O bien, más propio, un aviso de búsqueda, ha desaparecido de su domicilio don Al-
fredo Bayo, de unos 65 años, alto, con dificultades para caminar, viste un traje color verde
manzana y un abrigo gris. Y tiene perturbadas sus facultades mentales, añadió Rosita, que
se tomaba el asunto a cachondeo. ¿Cómo buscas a alguien que se ha pasado la vida dicien-
do que un día iba a hacer una barbaridad?, decía yo. Cuando alguien sale de su casa con una
escopeta de cazar conejos y no está en sus cabales no llamas a un detective sino a la policía,
decía ella.
Nos divertimos mucho bebiendo cañas e imaginando quién pudo ocupar alguna vez,
conocía de antes que yo, de cuando ella entró en la escuela, en el año 68, con diecisiete
años recién cumplidos, pero entonces Alfredo vivía ya en Tetuán, y nunca nadie de la es-
cuela llegó, que ella supiese, a ir a su casa, salvo quizá, teniendo en cuenta que se llevaban
como un amo y su perro, el viejo Barrachina. Si había tenido mujer, si había tenido un hijo,
si había vivido con su madre, si no había vivido con nadie o todos se habían muerto, no era
más que la impresión que a mí me habían dado los muebles, pero nada de lo que Rosita
hubiese podido nunca sospechar. Créeme, Güino, Alfredo ha sido toda su vida un insocia-
ble.
A la mañana siguiente nos olvidamos del asunto, lo dejamos envuelto en los vapores
de una conversación que había ido demasiado lejos, que había estado bien pero sobre la que
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los serratos destrozados por el humo de los bares y frío que me había dado en los riñones de
dormir desnudo. Pero tampoco hicimos nada por averiguar dónde coño se había metido
Alfredo. Fue él quien un par de semanas después me llamó por teléfono a mi casa para pre-
guntarme, en un tono muy dócil, si por favor podía ir a buscarlo al cuartel de la guardia
civil de Astorga, provincia de León, y que por favor fuese a su casa, le pidiese la llave a la
vecina de enfrente, la señora Engracia, y que cogiese del cajón de abajo de la mesita de la
la llevase cuanto antes para pagar la fianza y volver a Madrid. Le pregunté qué le había
pasado, pero él me dijo que no podía decirme nada más, que por favor que fuese. A Rosita
III
El tiempo primero se puso bien y luego mal, es lo que se llama los araboques de
marzo. Un día estás tomando el sol en la terraza en camiseta de manga corta y al día si-
guiente te tienes que volver a poner el abrigo. Cuando fui a casa de Alfredo hacía una tem-
peratura estupenda, daba gusto ir paseando por Rosales aquel sábado con todas las señoras
que estrenaban sus conjuntos de entretiempo, y al día siguiente también en las terrazas de
La Latina, brindando al sol Rosita y yo con nuestras cañas. Pero el lunes de repente se giró
frío y la ciudad amaneció más gris que de costumbre y mucho más desapacible. Cuando salí
de casa para ir a la escuela eché de menos los guantes. De la sierra venía un airazo que te
cortaba la cara, las flores recién salidas se deshojaban, parecía un otoño infantil. Y en la
radio avisaban de temporales de nieve en la mitad norte de la península, por encima de los
ochocientos metros. Mal momento para ir a rescatar a nadie, pensé yo entre mí, cuando
dije, de vez en cuando le digo Rosamari, nadie se lo dice pero a mí ella me lo admite, es
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como si nos diese más cofianza, como si al decirlo quedase patente que somos más amigos,
Rosamari, le dije, tú te tienes que venir conmigo. Pero ella empezó que si la nieta que no la
podía dejar con nadie que si Alfredo es un facha que si en León tiene que hacer un frío de la
muerte. Rosa esto lo hace porque reclama su derecho a que le den jabón, y más tratándose
de Alfredo.
El fin de semana no había tenido importancia, borrachos nos habíamos dicho mu-
chas cosas pero ninguna tenía trascendencia, como suele suceder, aunque Rosa no está tan
de acuerdo con eso. Puede parecer que todo lo hace por deporte y porque ella es así de mo-
derna pero luego se lo calla todo y se lo guarda, y si te descuidas, mucho tiempo después,
en una discusión sin importancia, te saca a relucir lo que aquella noche dijiste cuando está-
bamos los dos en la barra del Mono, a las seis de la mañana, una noche que había podido
librarse Rosa de la nieta y necesitaba salir a estirar las piernas y me llamaba para tomarse
unas copas conmigo, que soy muy buen conversador porque escucho a la gente y para ella
estoy siempre disponible. Me dijo que conste, Güino, que yo no voy a León por el mama-
rracho ese, eso que te quede claro. ¿Y entonces por qué vienes?, dije yo, haciéndome el
idiota. Pareces idiota, Güino, me dijo ella, y los dos estábamos de broma, pero era una de
esas bromas en las que ninguno sabe muy bien en qué consiste la broma, al menos no sabe
qué fragmento de broma le corresponde al otro tomar, sobre todo si después añade Rosa:
necesito descansar, Güino, estoy muy delicada de la espalda, mi nieta me tiene baldada, y
mi hija me va a sacar un día de estos de mis casillas, así por lo menos hacemos turismo y
Pero aquello había que hacerlo rápido. Alfredo estaba en una celda del cuartel de la
guardia civil de Astorga, no podíamos dilatar los preparativos. ¿Pero no dice siempre que
dos billetes de ida y vuelta, y Rosa de explicar por qué la escuela se iba a quedar una sema-
na sin modelos. Tan sólo quedaba Bidón, aparte de los interinos, pero los modelos no pue-
den ser sustituidos así como así. Rosa lo tenía fácil porque convenció a Pilar Guijarro, que
le come en la mano, de que durante una semana posase su hija Lurdes en vez de ella, así se
iba entrenando para cuando le diesen la plaza fija. Yo procedí por el conducto reglamenta-
rio: llamé a Remedios a la clínica y le pedí que me firmase una baja. Tampoco era tan raro
que varios modelos enfermasen al mismo tiempo y todos juntos padeciesen el mismo ata-
que de astenia, como en el fondo era, y más con este clima tan incierto.
tar toda la semana con las explicaciones de Pilar sobre los oblicuos mayores, en mi caso
anegados por la grasa. Ella nunca me pidió que adelgazara, en su lugar hizo algo que a mí
me parecía un poco humillante pero bastante justo. Colocaba a mi lado una estatua de ala-
bastro de tamaño natural con el doríforo musculoso y explicaba las diferencias a los alum-
nos, el borde prominente del relieve que se interrumpe cuando las fibras musculares conti-
núan con las aponeuróticas del mozo griego era comparado con mis lorzas fofas, y eso a
Pilar le resultaba muy interesante y a mí muy incómodo, pero ella, por lo menos, podía se-
Ese martes estuve muy ocupado. Ya que viajábamos al norte, pensé, después de sa-
car a Alfredo de la cárcel y facturarlo a Madrid Rosita y yo podíamos hacer alguna excur-
sión turística por la comarca de la Maragatería, que tiene una gran tradición esotérica. Así
que se me fue la tarde buscando mapas de la zona, prospectos de casas rurales, guías de
hoteles y restaurantes y libros de autores leoneses. Miré a ver lo lejos que estaba Astorga
del Bierzo, por si pudiésemos hacer distintos itinerarios. A mí llévame a un sitio donde se
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esté caliente y déjame de andadas, dijo Rosita. Si quieres un poco de turismo bien, pero ni
tú ni yo estamos para caminatas, y tú menos que yo, Güino, y tú menos que yo. Además,
sin coche no podemos viajar. Y no vas a ir con el tren de pueblo en pueblo, a estas alturas, a
todas horas con las bolsas... Yo ni me atreví a decirle que había imaginado un viaje con el
tren hullero, que lo quitaron porque ya no era rentable pero luego han aprovechado la vía
estrecha para hacer un circuito turístico que tiene que ser muy atractivo. Yo por si acaso
compré de todo, aun sabiendo que no nos moveríamos de Astorga. Con el temporal que
anuncian por la tele, Güino, cómo te vas a ir al monte, si está nevando por encima de los
De momento ella se trajo una maleta como si se fuese a la emigración. ¡Pero dónde
vas con eso, mujer!, le dije nada más verla bajar del taxi en la estación de Méndez Álvaro.
¿Es que tú no escuchas las noticias?, dijo ella. En León se están muriendo de frío. Esta ma-
ñana han dicho por la radio que había cuatro dedos de nieve y varios mendigos se han que-
dado tiesos. ¡Ya veremos a ver qué sitio me has buscado, de momento yo me traigo el es-
Era un principio del asco que da la confianza, si no asco sí empalago, empleo de vulgarida-
des íntimas, léxico corporal, como esas personas para quienes la amistad y la confianza
significan hablar sin tapujos de un forúnculo que les ha salido. El esquijama era el forúncu-
gana, y su voz y sus modales. Ella también quiso ser actriz, y habría podido conseguirlo de
no ser porque tuvo a Lurdes demasiado pronto y decidió, con esa responsabilidad precoz
que la caracteriza, buscarse un futuro más sedentario. Pero siempre ha tenido una inclina-
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ción a la línea recta que le impide meterse en gastos imaginativos. Qué más le daba a ella
que alquilásemos un apartamento de turismo rural en un pueblecillo del Valle del Silencio,
y que saliésemos por las mañanas a pasear por el monte, y comprásemos una hogaza de pan
morral para comérnoslo junto al río, en otro refugio para caminantes. Ella no. Ella tenía que
ir a un hotel con calefacción central y por eso había cogido también, por si salíamos a dar
un paseo por la ciudad o a visitar los monumentos, unas bragas de felpa y unos calcetines
gordos, y unas mallas de lana para llevar debajo de los pantalones. Y estábamos en el andén
enorme y blanco de Méndez Álvaro vestidos para viajar a lugares distintos, ella para recluir
su paz en un hotel con tostadas en el desayuno, yo para ser, como dice mi hija, peregrino en
la ermita de un santo que nadie conoce. Ella con las deportivas de plataforma y un plumífe-
ro gris que le llegaba hasta los pies. Yo con las botas de monte, los pantalones de pana y la
guerrera, y un gorro con orejas forradas de borreguillo, como el que llevaban los guerrille-
ros en Luna de lobos, una novela que le mandaron leer a mi hija en la escuela. Pero todo lo
salvaba esa excesiva confianza (y sus dotes de mando), y entre uno y otro nos estaba pa-
sando desapercibido que teníamos una desagradable misión que cumplir, un engorroso trá-
mite con la justicia, y que tendríamos que ver a Alfredo con cara de darle el pésame, y que
tendríamos que escucharle y animarle mordiéndonos los labios para no mandarlo a casa sin
resumen de nuestros problemas, que ir los dos en un autobús que atraviesa Castilla la Vieja
durante seis horas de traqueteo en un asiento estrecho donde no te caben las piernas. A Ro-
todo lo que pasa por su cabeza. En eso se parece mucho a Remedios, mi ex mujer. Yo diría
que demasiado incluso. A lo mejor todas las mujeres que conozco se parecen demasiado, o
siempre me arrimo a las mismas, o mi presencia les hace ser así, mi silencio las incita a
combatir el suyo con pensamientos en voz alta. De adolescente tuve complejo de confesor,
de amigo íntimo que nunca se come una rosca. Pero en el caso de Rosita, al contrario que
Remedios, porque Rosita es más llana, más clara, no tan histérica, en el caso de Rosita el
estar juntos determina la conversación y el estar juntos mucho tiempo, aislados del mundo
en un coche de línea que se metía por los túneles como si viajásemos hacia un país muy
porque los mayores se resumen enseguida o están ya muy hablados. Quiero decir que no
hablábamos de Alfredo porque ya habíamos hablado bastante todos esos días, y ahora los
comentarios eran suaves como los hilos de la luz, combados y monótonos, según los veía
meterse en la gran boca de Rosita cuando la miraba de perfil junto a la ventanilla. De vez
en cuando, por el vicio de volver a la realidad, Rosita decía algo así como: pues a Lurdes lo
más seguro que la van a renovar el contrato en El Corte Inglés, pero ahora resulta que tiene
que operarse de un quistecito que le quedó en un ovario después del parto de la niña, y a mí
aquello me sonaba un poco como lo del esquijama, como si Rosa se me acercase demasia-
do, como si la niña o el bultito en los ovarios o las bragas de felpa, con ser un acto de con-
fianza, me llegasen a irritar, me pareciesen demasiado chabacanas. Uno viaja para salir de
donde estaba, y Rosita la primera. Yo a Rosita la quiero mucho pero no soporto esta manía
suya de reducir el mundo a la constante reivindicación de clase. Sé que tiene razón, sé que
estupenda pero a mí me cabrea, y porque cuando me descuido caigo yo también en ese to-
no, me gusta ese tono pero no me gusta que me guste, en cuanto me descuido Rosa y yo
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parecemos dos viejas de tertulia, y eso me da placer y me disgusta, escucho a Rosa y sólo
veo sus arrugas en el cuello. Hablábamos del bultito de Marilurdes y cruzábamos los túne-
tengo me habría puesto colorado. Cuando el autobús del Alsa paró a tomar un café y a esti-
vaso de vino y unos torreznos y Rosita una ración de bacalao al pin pin. Era un abadejo
grasiento y reseco con una especie de ungüento blanquinoso, y a eso Rosa lo llamaba baca-
lao al pin pin. Al principio lo de pin pin me hizo gracia, al fin y al cabo una catetada más de
Rosa, que no ha salido nunca de Lavapiés, pero cuando se lo repitió al camarero, y el cama-
rero la miró con sus ojos de no dormir, su insistencia exagerada me hizo sentir un poco vio-
lento. Una cosa es una broma y otra es hacer la risa. Y había que cuidar los detalles. Si no
íbamos a comer chorizo de pueblo en las aldeas tampoco podíamos meternos en un restau-
rante caro y pedir bacalao al pin pin. Yo no le dije nada, era una tontería, corregirla hubiese
sido maleducado por mi parte, y demostrar lo que me fastidian esos fallos lingüísticos tan
delatores quizás hubiera ofendido a Rosa, como a cualquier persona, por muy amiga que
sea, que la llames cateta o te avergüences de ella. Rosa lo repetía muchas más veces de las
necesarias, y a todo volumen, una vez llamó al camarero con cara de no haber dormido, que
estaba casi al otro lado de la barra, bueno no tanto pero sí lo suficiente para que la oyesen
los pocos viajeros que habían bajado del autobús, y le dijo: perdona, perdona, ¿no tendréis
por aquí la receta del bacalao al pin pin?, y yo me sentí morir, pero pude contenerme. Yo
Volvíamos a los hilos combados de la luz y a los bultitos que la tenían un poco preocupada.
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Pese a que el tiempo hubiese cambiado tan de repente y en León hubiera caído una nevada
extraordinaria, por esas fechas, finales de marzo, principios de abril, los campos de Castilla
están en su mejor época del año. Las cebadas y los trigos crecen frescos, jugosos, tempra-
nos. Uno entiende el impresionismo cuando contempla esas lomas despeinadas por el vien-
to, ese desorden a ráfagas del trigo, pinceladas gruesas en tonos distintos de verde. El mito
del pintor en su retiro, que sale siempre a pintar el mismo cuadro, el mismo declinar parsi-
monioso de la tarde, los caminos con roderas, las piedras verdinosas, las colinas y las sie-
rras calvas, los verdes pradillos, los cerros cenicientos, las hierbas olorosas y las diminutas
margaritas blancas, la sotana de un cura que se sujeta el sombrero contra el viento, su hori-
zonte rectilíneo. Irse a un pueblo de Castilla la Vieja y caminar por el campo. Llevar en un
morral a Machado, no un tomo lujoso de sus obras completas sino las viejas ediciones esco-
lares, repletas de anotaciones en las que se nota cómo va cambiando la caligrafía. Pararse
de vez en cuando a echar un cigarro, a leer un poema. Sentarse en una piedra y abrir el libro
para que refleje el sol sobre las páginas. Como si fuera un mapa o un catálogo de geología,
ir buscando los pedregales desnudos, los pelados serrijones, las malezas, los jarales, las
águilas caudales.
qué tal una edición ilustrada de Machado para Violeta, o de algún poeta leonés, de Gamo-
neda por ejemplo, que acababa de sacar una antología, y era un poeta muy leonés. Yo esta-
ba lejos en las leguas del paisaje y Rosita me preguntó por mi hija, en cierto modo por
aquello en lo que estaba pensando. Quiero decir que si yo hubiese sabido si me importaba
más mi hija que ilustrar el libro, si la causa era más importante que el efecto, habría sabido
qué contestar, cómo decir que pensaba en Violeta. Pero así no se me ocurría decirle más
que mi hija Violeta no tiene ningún bultito en los ovarios. ¿La ves? ¿Te llevas bien con
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ella? ¿Ha superado bien la separación? ¿Ha empeorado en los estudios? ¿La notas más dis-
tante? ¿Te echa de menos en casa? Rosita, para interesarse por algo, para ofrecer su amistad
y su confianza, no se deja nunca nada sin preguntar. Es como aquellas personas que te en-
cuentas -por regla general en un tren o en un coche de línea- y a los cinco minutos de con-
versación, con esos ojos tan abiertos, como los enfermos de tiroides, te preguntan si tu tam-
bién te has divorciado, y tratan de disimular con una sonrisa cómplice y escarmentada, lejos
ya del intenso dolor del principio, lista para dar consejos. Hay gente que comercia con la
intimidad no porque le interesen sus problemas sino porque quiere ser justo y pagar por
No fui muy explícito con respecto a Violeta, nunca lo he sido. Me llevo bien con
ella. Pasamos juntos un fin de semana de cada dos y la mitad de las vacaciones. Va muy
bien en los estudios. Tiene la vida resuelta porque su madre gana una pasta, mi pensión
entera se la guarda en una cartilla, mi pensión es mi fianza que pago a plazos, pero gracias a
Dios Violeta no la necesita. Tampoco echa de menos el barrio. Le gusta vivir en Mirasierra.
Hay mucho espacio libre, allí tienen de todo. Ha salido una chica muy responsable y se
interesa mucho por la cultura. Desde pequeña toca el oboe, lo toca muy bien, si le dedicase
más tiempo podría pensar una orquesta de cámara para cuando termine los estudios, prime-
ro tiene que terminar una carrera y después que ella decida. Su madre, no obstante, ni si-
quiera contempla el hecho de que alguien pueda seguir estudiando música y ser el día de
mañana una concertista de oboe, o como poco funcionaria de alguna banda municipal, qué
trabajo tan hermoso. Lo más probable es que estudie medicina y luego se especialice en
psiquiatría, de momento dice que le gusta, o lo dijo una vez y su madre le ha tomado la
palabra, no sé. Pero nos vemos, nos vemos y hablamos. Vamos al cine, a Violeta le gusta
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venir conmigo a las películas en sesión original del Alphaville y de los Renoir, le gusta
hacer cola conmigo para sacar entradas en el cine Doré, hacemos una pareja rara, ella es
también muy grande, como yo, pelirroja como su madre, lleva la melena muy larga, yo creo
que cuando viene conmigo se viste más moderna, porque a diario va más discreta, Violeta
siempre ha tenido un pelín de complejo de grandullona, en los corros con las amigas era
siempre la que se ponía detrás, pero ahora está muy guapa, tiene los ojos azules como yo y
el pelo rojo como el de su madre, y ya se le va quitando esa postura un poco caballuna que
tenía siempre al andar, porque encogía los hombros de tanto agacharse a escuchar a las
amigas, igual ahora en Mirasierra tiene amigas más altas, no sé. Yo hubiese querido que
siguiera estudiando el oboe, quería tener una hija música porque los músicos siempre han
Más o menos le dije esto, en medio de las preguntas muy concretas de Rosita, y
Rosita se empeñó en que ella me veía un poco triste. Cruzamos los primeros túneles que
separan la meseta de las escarpaduras, el cambio drástico del paisaje donde los suaves ote-
Astorga estaba helada. La nevada se había petrificado durante la noche con los vien-
tos duros del invierno. La gente caminaba sobre el hielo, las ruedas de los coches y los tu-
bos de escape derretían las calzadas y se deslizaban sobre barro gris, sus humos eran más
densos y también la bruma oscura y congelada que velaba las calles, el cielo apagado. Caía
una lluvia muy fina de gotas escarchadas como púas y todo estaba manchado. Cuando ba-
jamos del autobús nos refugiamos en un taxi que nos llevó unos cincuenta metros hasta la
A los modelos el frío nos sienta como un tiro. No era ninguna tontada la pregunta
aquella de la estufa que nos hicieron para ingresar en el cuerpo. Una mañana de frío posan-
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do desnudo puede ser una tortura. En tiempos de Barrachina, cuando se iba la luz o faltaba
el carbón, Barrachina nos repartía unos botes de grasa de hígado de bacalao al pin pin para
que nos lo refregásemos bien refregado por todo el cuerpo. Abrillantaba mucho el cuero y
evitaba la piel de gallina, pero tenía un olor espantoso. Después de Barrachina, si algún día
hasta que alguien arreglase la estufa, lo cual condujo a veces a situaciones cómicas porque
en época de muchas bajas uno tenía que dejar de ser modelo para ser bedel, arreglar la estu-
fa, llenar la caldera de carbón, mandar recado al deshollinador, y luego volver a desnudarse
y seguir siendo un modelo. Alfredo aguantó siempre el frío con una entereza formidable.
Desde que era pequeño, el frío insensibilizó sus terminales nerviosas pero fue cuarteando
sus huesos, helando las telillas de sus músculos, contrayéndolos en reposo y rompiéndolos
cada vez que recuperaba su postura perfecta. El hielo no es maleable y quizá por eso mismo
Alfredo nunca se quejó. De pequeño lo había pasado mucho peor. De pequeño, cuando la
guerra, lo evacuaron del orfanato y en el camino algunos niños se perdieron en la nieve, esa
Rosita estaba como asustada. Le presté el gorro con orejeras forradas de borreguillo.
En el leve trayecto del autobús al taxi casi se me hiela el cráneo, luego me miré al espejo y
se me habían hinchado las venas moradas de los occipitales como cañerías a punto de re-
ventar. El hotel era más bien pensión, muy limpia y muy antigua, a dos pasos de la plaza
estrella que se llamaba La Casa Sacerdotal, y todas las habitaciones tenían un baño comple-
to.
Rosa, desde su habitación, tenía una pequeña perspectiva del reloj de la Casa Con-
sistorial, dos figuras polícromas maragatas que giran como en los relojes de cuco centroeu-
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ropeos para tocar una campana que marca las horas a la población. Yo veía un patio de lu-
ces con sotanas colgadas de los tendederos, y por lo demás el cuarto era muy sobrio. Una
cama de tamaño regular con las sábanas muy limpias, un poco tiesas. Una mesita de noche
con un quinqué. Una silla de anea, un armario empotrado, una balda de obra. La de Rosita
tenía más luz. Cuando reservé las habitaciones, eran esas dos las que quedaban, una simple
y otra de matrimonio, así que reservé las dos y cedí a Rosa la más grande. Quise tener un
Lo primero que hicimos fue comer algo y después acercarnos a la comisaría donde
Alfredo estaba encerrado. Pero ya era tarde, todo empezó a complicarse. En la comisaría
dijimos que queríamos ver a un detenido, don Alfredo Bayo, y el funcionario se fue a bus-
éramos el abogado de oficio, yo estuve por decirle que sí. El horario de visitas era por la
mañana, y en cualquier caso, dada su situación de prisión preventiva, sólo se admitía una
visita diaria, que en ese caso, según ponía en el libro de registros, había hecho ya su aboga-
do de oficio. Dijimos que veníamos a traerle la cartilla para que Alfredo pudiera pagar la
fianza. Pero el inspector, un tipo también con cara de no haber dormido, dijo que allí no
constaba que el juez le hubiera puesto ninguna fianza. Hubo que insistirle mucho para que
por lo menos nos dijera el nombre del abogado de oficio, José María Sutil, y su número de
teléfono.
acuerdo, pero había que hacer todo lo que estuviera en nuestra mano, que no estaba nada, y
marcharnos cuanto antes a comer unos calamares a la romana de los que me habían hablado
muy bien. El tal José María Sutil no estaba en su casa. ¿Es algún cliente?, me dijo la voz de
su anciana madre. Yo le dije que sí, y ella me dijo que a esas horas estaría en el casino.
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nada de un poeta y el casino recreativo, entre otros rincones de interés turístico. Entré en las
los eruditos aficionados publican todo tipo de artículos sobre curiosidades históricas, re-
cuerdos de los felices años cuarenta y disquisiciones arqueológicas sobre la ergástula, que
no está nada claro que fuese una ergástula. En la página de Astorga Virtual hay un fantásti-
co almacén de escritos decimonónicos que sólo son asequibles gracias a la alta tecnología.
Me aficioné incluso a buscar los de un tal Martín Martínez, que debe de ser algo así como
el cronista local, cuyos artículos sobre las distintas calles y plazas de la ciudad, de una sin-
taxis un poco reseca, son intercambiables con los de hace cien años. Las ciudades de pro-
vincias tienen este atractivo virtual para el turista, y yo cierto magnetismo hacia los eruditos
de aldea.
José María Sutil estaba sentado al calor de una mesa de mármol, charlando con sus
contertulios. Era uno de estos salones de madera rechinante con recios balcones a la facha-
da de piedra y grupos de hombres que fuman puros y chafardean. El botones, un señor ma-
yor con aires de mayordomo, se acercó a la mesa donde se sentaba Sutil. Era un tipo toda-
vía joven, de menos de treinta años, bien vestido, a la moda pija de provincias, con burbe-
rrys y zapatos castellanos, y lo más probable un loden verde en el perchero que había junto
al billar. Iba muy repeinado y llevaba gafas montadas al aire, el aspecto neutro y bien afei-
tado de los profesionales libres, aunque sean de oficio. El abogado escuchó al botones con-
gelando una sonrisa, sin mirarlo a la cara. Luego nos miró a nosotros, que estábamos en la
puerta con nuestros abrigos, y comentó algo con sus compañeros de reunión. Joder qué am-
biente, susurró Rosita, que no está acostumbrada a este tipo de rancios salones.
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José María Sutil tenía todo el aspecto de hijo de buena familia que ha sacado a
enchufes y recomendaciones. ¿Ustedes son los familiares de Alfredo?, dijo, con eso que se
llama un vivo interés. Rosita tenía hambre y a mí me molestaba el aire a cerrado, el aroma
ergástulo de todos los sitios adonde iba. Alfredo nos avisó de que tenía que pagar una fian-
za para quedar en libertad, dije yo. Sí, eso pensábamos, dijo él, pero no es tan fácil. El juez,
ese que hay allí en la mesa del fondo, el de la barba, se ha echado atrás. Luego bajó la voz y
dijo, como en un aparte cómico: parece ser que de Madrid le han dicho que no decrete la
libertad condicional. Rosita se puso enseguida nerviosa con las maneras del señor Sutil.
¿Pero se puede saber qué ha hecho?, intervino Rosa. ¿Es usted su hija?, dijo el abogado.
Como si soy su madre, rompió Rosita. José María Sutil no me pareció mala persona. Era
torpe, desconocía su oficio y le interesaban más los chismes que los clientes. Rosita lo aco-
jonó en seguida, pero no me pareció mala persona. Ahora no podemos hacer nada, dijo.
Habrá que esperar a que el asunto se aclare. El joven astorgano debió de sentirse un tanto
incómodo porque nos invitó a que hablásemos en algún sitio más normal. Mientras salía-
mos del claustro municipal nos informó: lo detuvieron cuando salía del Museo de los Ca-
minos con un saco donde había metido algunas obras de arte, dijo. Parece que nada impor-
tante. Al conserje del museo le dio tiempo de avisar a la policía, y él mismo hubiese podido
recuperar el botín, desde luego, porque su amigo apenas podía con el saco.
Nos metimos en el bar de los célebres calamares a la romana, el bar Correos, creo
recordar que se llamaba. A Sutil se le notaba con dominio y confianza. Todo el mundo lo
saludaba y él repartía sonrisas congeladas, satisfecho de llevar entre manos un asunto tan
serio y de ir al bar Correos con forasteros. El Museo de los Caminos es en realidad el pala-
cio arzobispal, obra de Antoni Gaudí, cuya beatificación se había puesto en marcha por
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aquellas fechas. Parece un juguete plantado en mitad del frío, la reproducción de la copia
infantil de un edificio en mortuorio granito blanco. Antes de ir a por los calamares dobla-
mos un par de esquinas y José María Sutil nos lo enseñó, la silueta del castillo con sus al-
menas catenarias como bocas de dibujos animados. En la planta de arriba, dijo, suele haber
una antología de artistas modernos astorganos, que ahora estaba ocupada por la exposición
llevaba unos días en Astorga. Visitaba a diario las salas del museo, las lápidas romanas, los
lacrimarios, las monedas, las fíbulas y las lucernas, los documentos, las fotografías y las
calabazas de peregrinos de distintos siglos, más una muestra muy importante de vírgenes
sedentes. El conserje declaró que el presunto ladrón había demostrado tener un conocimien-
to bastante profundo de los fondos del museo, y en más de una ocasión había pegado la
hebra con él sobre cuestiones eruditas. ¿Cómo voy a pensar que se trataba de un ladrón?,
declaró el conserje a El faro astorgano, un tanto abrumado, porque casi se habían hecho
amigos y habían hablado de sus aficiones predilectas, la caza y la pesca, aparte de la cría de
podencos. Según dijo Sutil, al conserje no le llegaba la camisa al cuerpo por si alguien lo
acusaba de cooperación con el robo, que a fin de cuentas tampoco había sido tanto: unos
cuantos trozos de escayola que estaban metidos en una alacena vieja. La alacena que tengo
en casa de mi madre vale más dinero, y los trozos de escayola se pueden comprar en cual-
quier tienda de trabajos manuales, declaró el conserje, muy nervioso, en presencia del juez.
res, había recalado en el Museo de los Caminos. A Palomares le había dado por ir añadien-
do una obra en cada lugar donde parase su exposición y por que esa obra estuviese conce-
bida en especial para el museo que la fuera a colgar. En el caso del castillo de Gaudí, se
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la Sagrada Familia. Gaudí solía encargar muchos vaciados del natural para estudiar el cuer-
po humano. El techo entero del estudio estaba lleno de niños muertos vaciados en escayola
esqueletos sedentes colgados del techo con hilos de titiritero, de flores petrificadas y frutos
murió atrapado por el fuego, o enterrado vivo. Incluso había vaciados de gallinas y patos y
conejos y terneros que Gaudí anestesiaba y mientras estaban dormidos, sin hacerles daño,
Según decía el programa del museo (en mí ya es instintivo leer los programas, a ve-
ces me interesan más que las exposiciones), el estudio de Gaudí tenía un doble significado
para Palomares: por un lado, era como un purgatorio para desheredados, era el Hades, la
cripta, la purga mística de atender heridos en el infierno; pero, por otro lado, con esa mate-
ria humilde, con esos escombros de podredumbre, se había dedicado a construir una belleza
Palomares hacía de todo esto se resumía en la obra Adolescencia, Alfredo cuando era joven
No me explico por qué el juez ha revocado la orden de libertad condicional, dijo Su-
til. De momento, todos los plumillas del casino están enzarzados con que si en el palacio se
deben meter o no esas obras de arte. ¡Hasta hay una mesa vieja llena de estiércol!. Rosita se
acabó los calamares y dijo que tenía mucho frío y que se marchaba a la pensión. Yo traté de
disuadirla. El joven abogado, muy obsequioso en todo momento, se me ofreció para darme
un paseo por la ciudad. Yo, por decir algo, cuando ya me había cansado de hablar de Alfre-
do, le pregunté por Leopoldo Panero, el poeta oficial astorgano de los años cuarenta, y no
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hubo ya modo de quitármelo de encima, al menos hasta que visitásemos la casa. Rosita dijo
que no estaba para poesías, que ella se marchaba a la pensión, y que si no me importaba que
se llevaba el gorro.
El obsequioso abogado de oficio me llevó a que viésemos por fuera la estancia va-
cía, el caserón abandonado donde Leopoldo Panero compuso sus elegías a las horas muer-
tas, antes de pasarse por el casino, alto, de ancha cabeza y ancha y pausada voz, que descu-
bría, en sus crónicas de Humo, lo que luego había de ser la más arraigada y trascendente
poesía de nuestro idioma, leo en un largo artículo de Luis Alonso Luengo, cronista oficial
de Astorga. Yo tenía cierta curiosidad por ver esa mansión destartalada, el jardín tupido de
hierbajos donde se paseó una de las familias más sinceras de la posguerra. El padre arriba,
muerta de asco, una mujer lo detestaba y tres hijos se dedicaban a la épica de la autodes-
trucción y el espectáculo. El padre afinaba las cuerdas frías de un soneto, el vaho de la nie-
ve se enfría lo mismo que un recuerdo y Dios azota su corazón mientras abajo los hijos
gritan y los meten en la cárcel o en el manicomio. Aquí de los hijos y de la viuda casi no se
habla, me dijo el abogado. Estaban borrados de la memoria provincial como borraba el pa-
dre distante los aullidos precoces de sus criaturas, el odio sin sonrisas de su esposa. Aquí no
se les quiere, dijo Sutil. Y ese odio había dado sus efectos, a juzgar por el silencio que cu-
bría los escándalos familiares en las páginas de Astorga Virtual. Me llevé al viaje, entre
otros autores leoneses, un libro del padre y dos de sus hijos, los libros de poemas no hacen
tampoco se le veían malas inclinaciones. Sutil, en su modestia, también era un poco artista.
resco mirador por donde entraba un frío mitológico. El frío viene de ahí, del Teleno, dijo
Sutil, lleno de orgullo ante la imagen del infinito azul oscuro. El Teleno es un monte muy
famoso. Estábamos debajo de una farola mirando las ruinas de la casa vacía y al abogado se
le empezaron a ver las facciones, la gente cuando coge confianza muestra sus líneas con
provincias, todo era falso. Sutil tenía los pómulos rellenos y colorados, el cuello demasiado
ancho, los dientes demasiado pequeños, y desde que habíamos empezado a hablar de poesía
maldita no se le había ido la sonrisa de los labios. Pero yo tampoco le había dado facilida-
des. Confiaba en mí por instinto poético. A fin de cuentas, yo podía muy bien ser el com-
pinche de un ladrón de obras de arte, un enviado de la mafia rusa que sacaría en cualquier
momento un fajo de billetes del bolsillo, un revólver, una foto comprometedora, para meter
al pobre Sutil en un lío sin precedentes en la ciudad. Y sin embargo Sutil confiaba en mí. Se
le notaba ese exceso de vueltas de quienes están eufóricos y poco a poco van perdiendo los
papeles en sus ganas de agradar. Por alguna razón, más poética que criminal, me consideró
Aunque parezca mentira, si quieres ganarte la vida como picapleitos tienes que
guardar las formas, dijo Sutil con tono sombrío, como actuando unos instantes entre sonrisa
y sonrisa. Su verdadera pasión, la única razón por la que no se había quedado en Madrid
cuando acabó los estudios, era la ciudad. Astorga era un círculo recreativo donde se podía
medrar. Nos metimos en un bar a refugiarnos de la helada y no pude evitar que me contase
su vida. Tenía una novia muy bien situada, de la familia de los Tagarro, una chica que había
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pasado varios años estudiando en Inglaterra y luego en Albacete, donde se ganaba la vida.
Él había estado esperándola, y durante las épocas de crisis volcó su soledad en la historia de
ergástula, un recinto romano que no tiene puertas y por eso se creyó que fue cárcel desde
sus orígenes. Pero no era cárcel sino silo, almacén de grano, ya que Astorga era un enclave
que desde algún sitio tiene que arrear, y eso él se había tomado la molestia de investigarlo y
demostrarlo. La novia debía estar follando con extranjeros de distintas etnias pero él hacía
versos en el reverso del papel de oficio sobre la vaciedad de la casa de los Panero, y el que
alguien hubiese intentado robar una obra de arte, y a él le hubiese tocado defenderlo, era un
acontecimiento tan inusual que merecía estar en las crónicas de Astorga. Al cabo de unas
cañas, ya perdida la compostura, subiéndose las gafas todo el rato y con los labios húmedos
y oscuros, confesó con media sonrisa lo que le apetecía salir en las páginas de El faro as-
torgano, comentando las fantásticas explicaciones que, según le había llegado, había esgri-
mido el juez, porque el juez, en un auto incomprensible, había decretado el secreto del su-
Mañana volveré a hablar con el juez, dijo. Algo tendrá que decir. No se puede dictar
una libertad bajo fianza y a lo cinco minutos anularla, lo digan de Madrid o de donde les dé
la gana, dijo, con la euforia del vino. No, déjalo, Sutil, mañana tenemos que estar bien des-
piertos, sobre todo tú, le dije, ya un poco molesto, a ver si se largaba. Pero cuando me vio
en actitud de retirada no tuvo más remedio que ir al grano. Me miró muy serio y me dijo:
no sé nada de Alfredo más allá de lo que le haya podido decir él al juez, que según me ha
llegado tampoco puedo saber si es verdad o mentira, y en cualquier caso no lo puedo utili-
Yo lo vi venir. Me caía bien, pero no tanto como para confiar en él. De pronto me
dio la impresión de que la casa de los Panero y su vida entera y su novia folladora eran una
solución de jabón para saber a qué atenerse con Alfredo. Pero yo no le dije más de lo que le
pudiese decir él. Nadie me creyó. Ni siquiera Alfredo, pero yo no dije nada.
hubiesen congelado las articulaciones. La calefacción había estado encendida sólo hasta
poco más de las doce, conforme iban pasando la noche y los sueños lúgubres me despertaba
refectorio sacerdotal, entre curas viejos y seminaristas jóvenes, y Rosa entró por la puerta
llego a quedarme aquí me quedo tiesa. Se había ido al hotel Gaudí, un dineral, pero por lo
algo triste, se conoce que por el frío, pero Rosa estaba encantada. Mira Güino qué sol nos
ha salido esta mañana. Las costras de hielo se habían empezado a derretir y de los tejados
goteaban los chuzos de punta. ¿No querías que nos fuésemos al Bierzo? Sí, le dije, pero
habrá que ver si sacamos antes a ese inútil de la cárcel. Hacemos lo que tú quieras, dijo, y
me devolvió el gorro. ¿Se puede saber por qué no me avisaste de que te cambiabas de
hotel?, le dije yo. Ay, Güino, me dijo ella, en un suspiro sonreído, y cambió de conversa-
ción.
A mí no me importa que cada cual haga lo que le dé la gana, pero cuando se va con
alguien a un sitio por lo menos hay que guardar un mínimo de consideración. Si estamos,
seguido en aquella nevera sacerdotal había sido por esperarla a ella. Yo también me habría
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cambiado de hotel. A ella por supuesto no le dije nada. Hice como que comprendía su son-
risa suspirada y que no me interesaba nada en qué hotel había dormido. Empecé a comen-
tarle un poco por encima de qué había tratado mi conversación con el abogado, sólo lo rela-
tivo a Alfredo, y ella no se reprimió. Quién lo iba a decir, chico, me dijo interrumpiendo mi
exposición de los hechos. Te vas un martes de invierno a una ciudad perdida, dijo, con un
frío que te mueres, y zas, ligas con un tío de lo más interesante. Como me lo quería contar,
Resulta que esa noche, cuando nos dejó al abogado y a mí en proceso de congela-
ción junto a la casa de los Panero, entró en la pensión y no llegó a quitarse el abrigo ni a
quitarse más que un guante, el único que necesitó quitarse para saber que ella no iba a dor-
mir allí. Parecía la cama de un velatorio, con el cristo arriba, y el frío era insoportable. ¿Ves
tú, Güino, las cosas que tienen que suceder para que una eche un polvo en condiciones? En
Madrid, ahora, con la hija, con la nieta y con toda la pesca, ni siquiera se lo planteaba. En
realidad había dejado de planteárselo a medida que no planteárselo era la mejor manera de
soportarlo. ¿Pero tú sabes, Güino, cuánto hacía que no estaba unos días sola, que no viaja-
ba, que no me dedicaba un poco de tiempo para mí? Las edades conflictivas no son aquellas
en las que dejas de hacer algo, sino aquellas en la que de pronto te das cuenta de cuantísimo
tiempo hace que dejaste de hacerlo. En concreto (y eso era así, eso era la verdad, aunque
me lo decía como un descargo previo de conciencia) Rosa no conocía varón desde que na-
ció la nieta, pero el nacimiento de la nieta había sido demasiado importante como para
mantener activados los sensores sexuales. Quizá fue entonces cuando ella cambió, pero sólo
ahora, sólo con este viaje, sólo con este invierno tan crudo, sólo en la habitación de obispo
en cuerpo presente que yo le había buscado, dijo sólo entonces me di cuenta de adónde
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había llegado. Muchas veces un sitio nuevo no es nuevo sino el final de todos los demás, el
lugar adonde te conducen todos los anteriores. Rosa tenía estos puntos místicos.
Así que entró a la pensión y le entraron ganas de follar. En medio estuvo el frío, la
soledad y la mística de las casualidades. Según ella no fue del todo así (no te me rías, Güi-
no, no te me rías). Ella se limitó a buscar un sitio caliente, aunque le costase mil duros. Y
fue a la calle principal y se metió en el primer hotel que vio, prefería pagar mil duros a que
le saliesen sabañones, y reservó una habitación y se pidió un vaso de leche con ron para
entonces ya todo era muy significativo y en la tele estaban echando Los puentes de Madi-
son, que ella ya sabe que es una cursilada pero a ella, que quieres que te diga, siempre la
coge el tren, o porque la compadezca (las cosas bellas, cuanto más fugaces mejor), sino
porque le tiene, o entonces le tuvo, en ese momento, un poco de envidia. Envidia de sentir,
celos de arrebatarse. A Rosa siempre le había ido mal, el amor le había durado poquísimo, a
ella o a él, hasta que decidió, un poco resguardada en la teoría, que ella tenía vocación de
madre pero no de esposa, lo que no quería decir que renunciase a disfrutar el cuerpo de los
hombres. Y durante un tiempo cumplió a rajatabla lo que ella consideraba una mujer sin
prejuicios e independiente, pero algo fallaba. No podía salir mucho pero tampoco le apete-
cía, o no le apetecía porque no salía. Y luego la nieta. Acaba de cumplir ya cinco años,
Güino, cinco años. De pronto habían pasado cinco años sin echar un polvo, y ella no se
había dado cuenta, lo que le dolía era eso, que se le hubiera hecho tan corto, que cinco años
Rosa es una mujer muy atractiva. No es muy alta y sus labios son tan grandes que a
sus cincuenta años debería representar incluso más, pero su belleza es muy estable, típica
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de quienes tienen rasgos fuertes y hermosura indígena. El asunto no era, por tanto, que no
hubiese tenido posibilidades. Te vas al Verdi o al otro o al otro y ligas porque ligas, porque
no es difícil y todos nos dedicamos a lo mismo, pero es que a ella ese ambiente no le pare-
cía muy sano. Y eso si quería relacionarse por su cuenta, porque si no en alguno de los sin-
dicatos y organizaciones y hermandades donde Rosa tenía muchos amigos siempre había un
roto para un descosido. Pero ahora, a sus cincuenta años, lo que se le acercaba no tenía tér-
mino medio. O eran muchachos demasiado jóvenes que se quedaban deslumbrados por la
sensualidad aborigen de Rosita, por el sexo materno, o era el clásico naúfrago de un matri-
monio triste que busca alguien que le planche las camisas, o era el maldito profesional que
tan solo como ella, de vuelta ya de todo pero con ganas de disfrutar. No había ya nadie que
no tuviese a las espaldas una situación indeseable. No había, por supuesto, ningún Clint
Eastwood que pasara por la puerta de tu casa fotografiando puentes lejanos. Eso es lo que
más le emocionaba de la película, que Clint Eastwood no fuese repertorio conocido. Por eso
ella pensaba que estaba bien como estaba, y que la escena final, la tortura de ella por mar-
charse con él, más bien sobraba, porque en realidad el tren había pasado y ella lo había sa-
bido saborear. A ella le emocionaba lo otro, un hombre todavía guapo y sin minusvalías.
Y esto mismo, de esto mismo acabó hablando con su compañero de sala de televi-
sión, un hombre más joven que ella pero tampoco tanto, una cosa es que no quieras niños y
otra que te líes con un abuelo. Él había intentado desmitificar el papel de Clint Eastwood. A
juicio de este hombre, que era muy culto y hablaba con voz grave pero sin afectaciones,
Clint Eastwood mentía. Era consciente, sabía desde el principio que la mujer no sería capaz
de dejar a su marido y a sus hijos por largarse con un fotógrafo ambulante. Lo sabía y sabía
que ella estaba obligada, aunque sólo fuese por necesidades dramáticas, a oponer un poco
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de resistencia. ¡Pero es que no le daba tiempo! Si, en un caso hipotético, Eastwood demues-
tra una capacidad de amor equivalente, lo que hace es instalarse en el pueblo, al menos
unos días. Al menos más días, hasta que ella le diga: mira, Clint, yo creo que ya te puedes
marchar porque yo no quiero seguir viéndote. Y eso sí habría sido una prueba de amor, y no
largarse en el peor de los momentos, con ella más rota y confundida, y con la lluvia que
estaba cayendo...
Con que hablando hablando se les hicieron las tantas. No parábamos de hablar, Güi-
no, no parábamos de hablar. Yo suelo esperar un poco, quiero decir que me gusta ir poco a
poco, punto por punto, aunque no siempre he sido así, y eso me preocupa porque quizás
ahora tenga más dudas que antes, y no sé si en el fondo son dudas sobre mí o sobre el otro.
Pero eso da igual. Cuando alguien te gusta, te gusta. Puedes hacer planes, acostumbrarte a
la idea de que te vas a ir a la cama con lo único que haya disponible, pero si te gusta, te
resulta que él llevaba también mucho tiempo sin acostarse con nadie. Y estuvo muy bien,
Güino, la verdad es que estuvo muy bien. Él vive también en el hotel, aunque él tiene otra
vida, claro. Mejor así. Yo aquí soy Clint, y él el que tiene que levantarse a las ocho de la
mañana para ir a su trabajo. Tiene un trabajo además muy importante. Me pidió que fuera
discreta. En esta ciudad se sabe todo. A mí me da igual. Yo le guardo todos los secretos que
le dé la gana.
Y Rosita dijo: Pues no sé, quién sabe. Yo tampoco quisiera meterlo en líos. Es bue-
na gente, Güino, es muy buena gente. Pero, en fin, no sé. De momento hace un día precio-
Alfredo estaba muy estropeado. Con los tres días de cárcel le habían caído todos sus
años encima, todas las horas inmóvil, y todas las cremas y ungüentos que no se había podi-
do dar. Su cara de patricio romano se había escamado, las ojeras se le habían recrudecido,
el músculo elevador común había dejado un surco que casi empalmaba con el masetero.
Tenía los hombros encogidos por el miedo y el cansancio, el temblor de labios de quien por
primera vez en su vida pisa un calabozo. Lo vi viejo, más viejo que nunca, como una vieja
actriz de teatro japonés que ha sido detenida en una orgía y está sin maquillar y es un hom-
bre con toda la barba. La perfección de nuestra piel y la transparencia de nuestros músculos
exigen un mantenimiento constante. Tres días alejado del lavabo pueden desfigurarte para
siempre.
Yo pensé que estaría satisfecho de su hazaña. Le llevé El faro astorgano de los úl-
timos tres días por si se quería entretener con las interpretaciones que su acción había susci-
tado entre los plumillas de la ciudad. Le pregunté poco. Ir a ver a alguien a la cárcel es,
como me figuraba, bastante parecido, por lo menos al principio, por lo menos el primer día,
a ir a darle el pésame. No te atreves a hablar del asunto, qué sucedió, cómo murió, por qué
de hora de conversación con largos minutos de silencio, mientras él leía las crónicas de El
faro astorgano, yo no sé bien si asustado por la trascendencia que pudiera tener su triste
hazaña o preocupado por lo que le pudiera caer encima. Me contestaba con monosílabos
muy secos, al margen por completo de cualquier esfuerzo por ser cordial. En algunas per-
sonas ese talante desabrido significa un gesto de confianza, porque es el estado en el que
mejor descansan, en el que no tienen que hacer ningún esfuerzo por comportarse de ningu-
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momento el juez había retrasado su libertad condicional. Sé leer, me dijo sin levantar la
Para empezar, en la primera página de El faro astorgano aparecía una foto del mate-
rial incautado, Alfredo en escayola cortado a trozos y extendido sobre una mesa junto a la
que posa un teniente de la guardia civil. La Guardia Civil detiene a un ladrón en el Museo
de los Caminos, decía el titular del sábado, y una breve nota en la que se informaba de lo
sucedido. Un ladrón fue detenido en la tarde de ayer por efectivos de la guardia civil cuan-
varias obras de arte. Hacia las diez de la mañana del viernes, según informaron fuentes del
cuerpo, un individuo de unos setenta años, cuyos datos no han sido aún facilitados por la
comandancia, se introdujo en el museo como un visitante más, y fue al salir cuando el con-
serje, al sospechar del voluminoso bulto que portaba el individuo, avisó al puesto de man-
entre otras razones porque cojeaba bastante. Fue trasladado a dependencias de la policía y
prestó declaración ante el juez de guardia, don Eduardo Rodrigálvarez, que decretó su pri-
sión preventiva. En un principio se pensó que el presunto ladrón podría haber sustraído
varias piezas de valor de la época romana que se conservan en el sótano del Palacio Gaudí,
si bien una comisión de expertos del museo, encabezada por don Martín Martínez, evaluaba
En páginas interiores aparecía Alfredo, esposado junto a dos guardias civiles, enva-
rado, muy digno, como si estuviese satisfecho de su acción. Luego los tres días de calabozo
le debieron aplacar el ánimo. En descargo de Alfredo tengo que decir que esa primera in-
tención no era mala. Él lo decía muchas veces: aquí para ser famoso hay que robar o matar,
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de modo que se limiró a buscar un método para salir en los periódicos, para que su caso se
airease por segunda vez. Yo supongo que no era tan estúpido como para pensar que podría
haberse ido a su casa tan campante con el saco a las costillas. Pero sólo lo supongo. La
prueba de que se trataba nada más que de una acción, un acto reivindicativo, era que no
había ido derecho a ninguna de las grandes joyas del museo, sino a la planta de arriba, la de
menos valor del museo, donde ni siquiera están las obras de artistas astorganos contempo-
ráneos sino una exposición itinerante de Julio Palomares, y que no sólo no había destrozado
nada sino que había buscado una obra muy concreta y sacado con limpieza su interior, y
que de paso había dejado en evidencia la seguridad del Museo de los Caminos. El dispositi-
estiró hasta un dictamen de Martín Martínez (un vulgar vaciado en escayola, de no más de
medio siglo), un par de cartas al director sobre la seguridad del museo, una entrevista con el
conserje que lo vio salir, una semblanza histórica del Palacio Episcopal, un artículo de fon-
do, a propósito del robo, sobre la beatificación del arquitecto Gaudí, y una entrevista con
Julio Palomares que sin duda fue la que congeló el decreto de libertad condicional. Pero eso
que un anciano había intentado robar una obra de Julio Palomares en un museo de Astorga,
provincia de León. Pero la guardia civil seguía sin facilitar la identidad del detenido ni si-
quiera las iniciales. Al día siguiente venía la entrevista con el pintor. El pintor Julio Palo-
mares amenaza con retirar su exposición Cuerpo Español Contemporáneo si no mejoran las
medidas de seguridad, rezaban los titulares. Además de hacerse la víctima de todos los mo-
tico y las manchas oscuras de la libertad contra las que él, como hiciera toda su vida, estaba
dispuesto a seguir luchando, Julio Palomares decía saber de dónde procedía esta vez el ata-
que. Me siento perseguido. Ahora han atacado una de mis obras, más que robarla el propó-
sito era destruirla, de eso estoy seguro. Espero que muy pronto se aclare todo el asunto, y
que la persona o persona que están atentando por sistema contra mi obra y coartando mi
libertad artística sean juzgadas y encarceladas. Así hablo el insigne artista de Xátiva.
Por consejo de su abogado no había dado nombres, o quizá por vanidad, por esa
técnica de no nombrar algunos nombres tan ruines que puedan manchar nuestro prestigio.
Pero el diario El Mundo, en artículo aparte, recordaba el incidende a que la misma pieza
que fue robada en el Museo de los Caminos dio lugar algunos años atrás con el modelo
contra la presunción de inocencia. Su nombre, por fin, había aparecido, pero a él no pareció
los juzgados, custodiado por un número de la Guardia Civil. Conforme se fue haciendo a la
situación y pasó el susto del primer momento, aun sin perder su carácter monosilábico vi a
Alfredo mucho más relajado. Me ha dicho tu abogado que te niegas a hablar con él, le dije.
Y tú harás el favor de no decirle nada, me contestó. Traté de hablar con él pero también me
fue imposible. Si se negaba a hablar, si se negaba a ser defendido, el asunto no podría aca-
bar como la última vez, en un ridículo espantoso, sino quizás en algo peor, en la cárcel, en
una indemnización, en que lo expulsasen del cuerpo, en complicarse la vida una vez más.
Tengo todos los abogados que necesito, se limitó a decir. Dijo tú limítate a traerme los pe-
Las gestiones aún duraron varios días. Conseguir que alguien pague de su bolsillo
su libertad condicional no es tan sencillo. No podíamos movernos porque cada mañana era
necesario hacer un papeleo distinto, y el juez titular tampoco parecía tener prisa. Rosa no
quiso venir ningún día al visavís de los juzgados, pero tampoco decía de marcharnos, estaba
muy ocupada con su conquista provinciana. Se instaló en el hotel Gaudí, a mil duros la no-
che, y yo permanecí en la Casa Sacerdotal. Al día siguiente de pasar tantísimo frío me pres-
taron una catalítica y a partir de entonces ya pude dormir mejor. Además, cuando llego a un
sitio tardo poco en hacerlo mío. No me importaba la luz de segunda mano que entraba por
ocupar la habitación que había reservado para Rosita y de la que sólo pagó una noche, pero
Así que Rosita y yo comíamos juntos, dábamos juntos un paseo por la tarde, cená-
bamos juntos, y al caer la noche se marchaba a su hotel. Un par de tardes las pasamos en un
velador del casino. Mientras Rosita esperaba que apareciera su conquista provincial, yo
hacía dibujos de figuras diminutas en la nieve. Era finales de marzo y ya debía haber empe-
zado mi plan aritmético de producción para llegar a tiempo al cumpleaños de Violeta. Pero
de Charles Lamb, sólo quedaban dos ilustraciones que me cansaron enseguida porque el
romanticismo es muy laborioso. Pronto supe que me pasaría lo mismo con cualquier libro
que decidiera ilustrar. Por supuesto, había desechado ya la idea de encuadernarlo, y mucho
nevados. En los cuatro días que estuvimos en Astorga dibujé lo menos veinticinco, hasta
que comprendí que estaba ilustrando un regalo que debería ser entregado el 22 de agosto,
sentarme con tanto frío en las manos. Había que ser un poco más optimista, y por otra parte
aquellos hielos no podían durar más que, quizá, hasta que nosotros nos fuéramos.
Así que decidí buscar un método algo más coherente con mis cambios de opinión,
ese capricho constante que me impedía centrarme en nada concreto. Sólo dibujaría cien
dibujos, con distintas técnicas y en distintos lugares, y después los pasaría todos a tinta chi-
pleaños, debía someterme a lo que Barrachina llamaba economía fundamental, sólo lápiz y
cientos de rayas que luego, al pasarlas a tinta, se quedaban en las cuatro más imprescindi-
bles. Esa profusión me venía de los dos dibujos que logré terminar sobre el viaje de Charles
Lamb. Pero ahora, un poco más acuciado por el tiempo, y eso que faltaban todavía cuatro
meses, le cogí pronto el tranquillo al tema de la nieve y empecé a resolver los dibujos en los
mismos trazos que luego pasaría a tinta. El fondo blanco era la nieve, y las pocas líneas una
huella, una vía del ferrocarril, un lobo estepario, un par de peregrinos, un perro pequeño.
También hice un estudio con las líneas blancas y negras que veía por la ventana de la pen-
sión, el tubo de plomo de la canal y los chorretones de humedad que lo sombreaban, las
jambas y los alféizares del cuarto de enfrente, el crucifijo que se adivinaba en el fondo y las
barras metálicas del cabecero de la cama, la línea de la luz, el cable del teléfono, las cuerdas
de los tendederos y la sotana vacía. Todo eran líneas rectas pero todas estaban dibujadas a
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pulso con deliberada lentitud, para darle un poco de calor. También hice un dibujo del cura
Yo le propuse a Rosita que, puesto que no hacíamos nada y el rato que pasábamos
en el casino se nos hacía eterno, a cada cual por distinto motivo, hiciésemos algo así como
una representación tipo Gilbert & George, aquellos tipos que en 1969 se presentaron en el
Lyceum de Londres con la obra Escultura que canta, ellos mismos muy trajeados y mo-
viéndose como autómatas durante varios días. Había gente que dudaba de si eran personas
o artefactos mecánicos. Gilbert & George han nutrido la estética de mucho artista callejero,
esos que se cubren de harina, se tapan con un sábana, se ponen un gato en el cuello y tienen
el brazo levantado durante algunos minutos, y que saben estarse quietos pero no saben po-
sar, no saben cuál es la esencia de las acciones, los términos del movimiento. Ese movi-
los gestos intermedios que no son definitorios de ninguna expresión artística. La cuestión
está en elegir cuáles son los gestos finales y los gestos intermedios, y eso no todos lo saben
hacer. En principio es como el pajarito inglés, ese juego de niños en el que pierde aquél que
es sorprendido moviéndose por otro niño que durante un par de segundos, lo que tarda en
recitar la letanía incomprensible del pajarito, deja a los otros que se muevan y avancen te-
Rosita y yo lo habíamos hecho algunas veces, por diversión y por deformación pro-
fesional. Sí es verdad que después de haber posado durante un par de meses seguidos, des-
de las vacaciones de Navidad, dejar el trabajo de repente durante toda una semana puede
resultar dañino. Los músculos se hacen vagos y si luego vuelves a posar sin ejercicios pre-
vios pueden producirse distensiones, roturas fibrilares y agujetas de todas las clases. Por
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eso era un modo de no perder el tiempo ni la forma (y de que Rosita se callase un rato) y
Aunque sólo hubiese sido por nuestra presencia física y nuestra condición de foras-
teros (vinculados además con un crimen que había nutrido las conversaciones de los vela-
dores durante un par de días o tres), ya habríamos llamado bastante la atención, sin contar
con que alguna mirada sonriente hacia Rosita me hacía pensar que todo el mundo entre
aquel humo estaba al tanto de quién tenía tratos con aquella dama. Pero la inmovilidad
siempre resulta llamativa. Yo adopté una postura evasiva, como alguien que se queda col-
gado mirando algún punto lejano, como esa súbita quietud de quien es consciente de lo que
oye pero no puede apartar la vista de un objeto al que no parece mirar del todo. Es lo que
yo llamo la mirada del ausente, que tiene un punto de dramatismo interior, de sosiego for-
zado, de alguna debilidad que impide gritar con la debida firmeza. El tronco adelantado,
como en esos puntos muertos de quien iba a tomar la palabra pero el otro ha seguido
hablando, y él, por educación, lo deja terminar. Rosa estaba más natural, con la media son-
risa de quien disfruta del entusiasmo del otro, o de la gracia de lo que le está contando, o
del punto lejano al que ninguno de los dos parece mirar del todo. Rosa es experta en esas
miradas tiernas de los fantasmas para decirnos en mitad de un sueño que no nos preocupe-
mos por haberlos traicionado. Arrellanada en la silla con brazos, silla de jugar al dominó,
había cruzado las piernas y tenía una mano encima de la otra, como esperando también que
terminara el otro. Los dos oíamos sin demasiado entusiasmo a alguien que no existía.
del relax, esa ligerísima modificación que basta para que alguien no tenga el aspecto de
estar tirado sino en equilibrada tensión interior. Cuando conseguimos captar la atención de
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casi todos los hombres del casino, pregunté a Rosita, sin mover los labios, si su hombre
estaba allí. Sí, dijo, y continuó con la misma sonrisa. ¿Quién es?, dije yo. No te lo puedo
decir, dijo ella, en tono gangoso, con bastantes dificultades para pronunciar las consonantes
rio, al alcalde o a Martín Martínez, y todos en sus caras tenían de pronto un atractivo espe-
cial, una tenue luminosidad que los hacía interesantes como candidatos. La sonrisa de Rosi-
Al día siguiente, nada más levantarme, bajé a desayunar al comedor de los curas y
leí El faro astorgano. Venía otra vez un artículo sobre Alfredo y su ridículo robo, firmado
por un tal Benigno Rubio, en el que se aireaban datos demasiado íntimos sobre la carrera
profesional de mi compañero. Benigno Rubio podía ser cualquiera que le tuviese inquina,
empezando por el propio Julio Palomares. Hablaba de su infancia sórdida, su mala reputa-
ción como compañero, su obediencia servil a formas artísticas caducas, su afición a ir cada
noviembre a la plaza de Oriente junto con los nostálgicos del franquismo. Se decía que era
un tipo solitario al que los excesos profesionales habían trastornado. Pero lo más humillante
venía luego. Como el viejo modelo está solo en el mundo, decía el articulista, dos compañe-
ros de trabajo, más por corporativismo que por estima personal, se han trasladado estos días
a nuestra ciudad para llevarlo de regreso a Madrid cuando el juez decida su libertad bajo
fianza. Estos dos modelos, un hombre y una mujer, se alojan en hoteles distintos y por la
tarde se les puede ver inmóviles en el casino, como si estuviesen tomando café.
Lo primero que pensé fue que el polvo de Rosita había ido demasiado lejos. Rosa
sufre incontinencias de muchas clases. A sus años ya podría haber aprendido a ser un poco
más discreta, pero habla tanto, piensa tan en voz alta, que la intimidad del cuerpo le llega
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también a la lengua. Es como esas personas que cuando están desnudas (fuera del trabajo)
tiene secretos acuden a los secretos de los demás. Esto lo hacen sin querer. Sufren un tras-
torno emocional transitorio, una hipnosis que luego les afecta a la memoria. Sueltan lo que
se les pregunta y después no se acuerdan de nada. Rosa, en concreto, cuanta más pasión le
¿Qué tal Benigno?, le dije nada más verla en el café La Ergástula, donde habíamos
quedado para pasar un rato. ¿Quiés es Benigno?, dijo, como quien no supiese nada de Be-
nigno. Me refiero a tu conquista, dije. Bien, chico, bien. Los dos llevamos unos cuantos
cocidos atrasados, dijo Rosa con un escepticismo que no podía ocultar esa alegría de vivir
que dan los polvos bien echados. Dijo ¿y tú por qué lo llamas Benigno? Yo entonces creí
haberme equivocado. Me pasa siempre. Me pasa a los pocos instantes de haber visto algo
muy claro. Y pensé que si le hacía la escena de abrir el periódico, doblarlo por la página
donde estaba el artículo y ponérselo delante de las narices con gesto interesante y serio, si
empezaba por decirle que Benigno es el que le cambia cocidos por información, Rosita, que
nunca se acuerda de nada, podía retirarme ya el saludo para siempre, o llamarme celoso.
Así que me resultó más cómodo que no leyera el artículo de Benigno, ni ella ni Alfredo,
con quien tenía visavís un par de horas más tarde. ¿Dice hoy algo ese periódico de Alfre-
do?, me comentó. No, dije yo. Ya se han debido de olvidar del asunto.
zo, pero lo quería conservar. Propuse a Rosa que fuésemos a comprar un libro, yo luego lo
llevaría a la Casa Sacerdotal y allí dejaría bien guardado el periódico. Tampoco sabía muy
bien cómo actuar. Lo lógico era llamar al periódico, preguntar por Benigno Rubio y cagar-
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El día estaba igual de frío que los anteriores pero ya nos habíamos acostumbrado.
Evitábamos los espacios abiertos, nos pasábamos el tiempo acurrucados, gordos de prendas
de abrigo, inmóviles en el casino, pero ya nos habíamos acostumbrado. Entré a una librería
y me compré la Memoria de la nieve, del mismo autor que me había inspirado el chaquetón
de cuero. Es un librito de treinta poemas que yo le dije a Rosa que tenía que llevar a la pen-
sión porque no quería ir cargado. Este es un paisaje de miradas de nata y tejados helados.
Es un paisaje helado e indestructible, dice un verso del poema tercero. Tras un forcejeo de
cumplidos tuve que decirle a Rosa que es que necesitaba ir al váter, con lo que además ga-
naba tiempo para telefonear al periódico desde la Casa Sacerdotal. Dejé libro y periódico en
el cuarto y bajé a la centralita. Un anciano muy amable me dio línea en el locutorio, que
tenía medidas de féretro para hombres grandes como yo. Llamé y pregunté por Benigno
Rubio, y allí nadie conocía a Benigno Rubio. Me pasaban en vertical de unos a otros hasta
que un tipo que dijo ser el jefe de redacción me dijo que Benigno Rubio era un colaborador
del periódico, que qué pasaba. Yo tuve reflejos en ese momento y le dije que su artículo
sobre el modelo me había gustado muchísimo, que ardía en deseos de felicitarlo. Aquello
no coló. Mis quejas a la falta de profesionalidad toparon con la profesionalidad que las en-
cubre. Pero ya no merecía la pena desdecirme y montarles el pollo. Más bien confiaba en
Con Alfredo fue peor. Salió a recibirme con el ejemplar de El faro astorgano debajo
del brazo. Un guardia cuyo padre sirvió en la División Azul se lo había traído. ¿Y esto qué
es?, me dijo, demasiado serio para adornarse con algún insulto. Yo lo tenía fácil, no sabía
nada de aquel artículo y así se lo dije. A poco que Alfredo me conociese, sabría que mi vo-
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luntad no da tanto como para una traición, ni mi vanidad para querer protagonismos, ni mi
estupidez para contárselo a cualquiera. Podía justificarme, tampoco tenía por qué, o culpar
a Rosita. La verdad es que no podía haber más culpable que ella, pero también traté de jus-
tificarla. Lo que no puedo justificar ahora es por qué lo hice. Los actos de valentía, aun en
un tono tan menor como ése, nunca tienen demasiada justificación. Ir a la fría provincia
aquel asunto del artículo tampoco, por mucho que, si no culpaba a Rosa, reconocería que yo
mismo era responsable. No, no creo que tuviese que ver con el arrojo. Me daba igual lo que
cualquiera, quizá la que más posteriores cobros de favor nos pueda granjear. Alfredo tam-
poco tenía nadie más a quien acudir que yo mismo, de modo que le convenía no tratarme
demasiado mal. Lo instintivo para Alfredo, no obstante, era no considerarme culpable di-
recto de nada. Así que cargó contra Rosa. ¿Tenías que traerte a la furcia esa?, me dijo. Ro-
sita no tiene nada que ver. Ah, ¿sí? ¿Tú eres tonto, Güino? ¿A qué cojones has venido, si se
puede saber. ¡Podías haberte traído también a Palomares y contarle tú mismo toda esta ba-
sura! Rosita no tiene nada que ver, insistí. Ten amigos para esto, dijo Alfredo, y fue la pri-
estar entendiendo nuestro idioma, nos vigilaba en la puerta. Te digo que Rosa no tiene nada
que ver. Todo el mundo en Madrid sabe lo que te ha pasado, todos los compañeros que te
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odian, todos los profesores, todos tus enemigos. El Benigno ese de los cojones no ha tenido
más que ponerse en contacto con la escuela. Sabes lo que la gente piensa de ti, Alfredo, y si
quedó mirando el periódico con cara de asco, los labios apretados con las comisuras des-
¿Qué sabes del abogado?, le pregunté. ¿Qué abogado? Sutil. Otro que tal, dijo Alfredo. Lo
hace falta. Aquí dan bien de comer. Alfredo, la curvatura de sus labios, pareció relajarse un
poco. Más vale que no me saquen, dijo, porque a la próxima le pegaré un tiro al Palomares
con la escopeta, y entonces sí tendrán motivos para meterme en la trena. El guardia pareció
entenderlo todo de repente. Al oír la palabra escopeta cogió su fusil con más fuerza, se le
tensaron las falanges pero no cambió de posición, tan sólo giró la cara para cerciorarse de
que había algún compañero para echarle una mano. Mis dimensiones impresionan mucho, y
la lengua de Alfredo también. Alfredo, por favor, le dije yo, pero él había entrado ya en esa
sonrisa de los desesperados que por fin ven todo claro. Largaos de aquí los dos, dijo, y si
Tuve la pegajosa sensación de que no podía estarme quieto ni hacer nada. Pensé en
recoger a Rosa y volvernos a Madrid, y por supuesto no comentarle nada sobre aquel artí-
culo. Un par de polvos más, pensé yo, y salen en la televisión local las películas porno que
hicimos todos en nuestra juventud. Pero la verdad es que no podía decir a ciencia cierta que
fuera Rosa la que se hubiese ido de la lengua con su amante. Tengo una serie de datos, al-
gunas observaciones entre las que no se encuentra que ella me dijera que lo hizo. Tampoco
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sé si leyó o no leyó el artículo. Eso podría habérselo preguntado, pero los acontecimientos
se precipitaron y no quedó espacio suficiente en las conversaciones para tratar a fondo ese
tema.
Ella está demasiado bragada para ponerse romántica, pero en su ser directo esa melancolía
ñoña de las que se enamoriscan está borrada por la alegría. Lo mejor de todo, Güino, es que
no hay futuro ni pasado. Nada de lo que hayamos hecho o vayamos a hacer modifica lo que
Seguíamos dando paseos por las tardes, haciéndonos los encontradizos con la huella
de alguien que Rosa sabía que a esas horas no estaría allí, pero pudo haber estado. Me sentí
dos veces interino, porque no hacía otra cosa que escuchar la verborrea de Rosa y porque se
me agarraba del brazo como si estuviera paseando con su amante prohibido. ¿Tú sabes,
guapa, como la dama de las camelias, vestirte para desnudarte, vestirte para no estar del
todo vestida, con el pelo recogido y un salto de cama y una bata muy mona que me traje
porque nunca sabes lo que te puede pasar? Eres un pendón, le dije, bromeando. Es inofen-
sivo, dijo ella. Es muy importante (para lo que puede ser la mucha importancia en un sitio
como este, claro) pero es inofensivo. Me trata con modales pueblerinos, no por lo bruto
sino por lo pasados de moda, por haberlos visto en la televisión. Me trae flores, me trae una
botella de champán y dos copas así cogidas por abajo, si no viniera tan cargado le diría que
hecho en todo el día. ¿Lo oyes, Güino? Viene y se sienta y como un colegial me cuenta lo
que ha hecho y lo que ha visto y lo que le han dicho, y cuando yo le pregunto por qué me
cuenta todo ese rollo él va y me dice que porque quiere merecerme. ¿Tú oyes eso? Todo un
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juez que te dice que te quiere merecer. Tiene gracia. Me da el mango de la sartén y luego
Fue la primera vez que se lo escuché. La primera vez que se le escapó. Güino, se me
ha escapado, dijo un par de frases después. Pero bueno, tarde o temprano sé que te lo tenía
que contar, ¿verdad?, dijo, para convencerse de que quería seguir. Tú eres discreto, Güino.
Eso sucedió el mismo día del encuentro tan desagradable con Alfredo. Yo reconoz-
co que había pensado incluso en el soplagaitas de Sutil como amante clandestino de Rosita,
pero nunca en el juez. Rosita, miamol, ¿quieres decir que te estás follando al tipo que tiene
que juzgar a Alfredo? Sí, me dijo, y mañana le van a dar por fin la condicional. Él quería
dársela antes, pero se lió todo enseguida. Lo llamaron de Madrid. La prensa, Palomares, las
influencias, y él también que no lleva mucho tiempo en el puesto... En fin, que lo tenían un
ral, lo que pasa es que tiene que guardar las formas. El año pasado tuvo una experiencia
muy desagradable por ser tan liberal. Cogieron a un pobre diablo que había robado una ga-
llina, porque aquí esas cosas siguen pasando, y éste (Rosa lo llamaba siempre éste) se apia-
dó del hombre y lo dejó salir, y al día siguiente el pobre diablo le pegó una cuchillada al
dueño de la gallina. Menos mal que no lo mató, pero éste casi se juega el puesto. Así que
debemos ser comprensivos. Porque luego, Güino, luego de verdad te digo que lo tratas y es
presentar.
Y, en efecto, al día siguiente Alfredo tenía firmada la condicional, pero cuando lle-
gué a los juzgados ya se había ido. Han venido a recogerlo esta mañana, me dijo el guardia
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temeroso, con un cierto rictus de alivio. Pero tampoco podía decirme quién lo había venido
a buscar.
le dije a Rosa. ¿Y eso qué más da, Güino?, el caso es que se ha ido, que ya no está en la
cárcel. Tampoco podemos hacer más. Tampoco vamos a ir detrás de él para que no haga
ninguna barbaridad. ¿Tú crees que Alfredo se merece ni siquiera lo que yo he hecho por su
libertad?, dijo, y le volvió a salir esa sonrisa reventona, ese buen color, en parte por el clima
frío y seco y por lo bien follada que se levantaba Rosa por las mañanas.
Aquel juez ya no era ningún niño. En realidad, un destino en Astorga no era lo que
todo el mundo había esperado de él (quizá por eso justificaba los merecimientos de los pol-
vos) sino algo más brillante, eso que se entiende por una carrera meteórica, juez de la
Audiencia Nacional antes de los cuarenta. Su padre era miembro del Tribunal Supremo y el
juez Baltasar Garzón había sido compañero suyo en la facultad, pero Garzón encarcelaba
terroristas, traficantes y dictadores, y éste llegaba tarde a los robagallinas. Éste se llamaba
Eduardo Rodrigálvarez Basterra, hijo del juez Alonso Rodrigálvarez Valdeavellano, miem-
bro del Tribunal Supremo. Era muy inteligente y había empedrado de matrículas de honor
la carrera de derecho, pero el caso es que ahí estaba, en Astorga, pasando frío, haciendo
Debí haberle preguntado muchas cosas a Rosita. Para empezar, qué coño había visto
en el juez. Era gordo, pequeño y calvo, no tenía cuello, los brazos cortos, las manos amorci-
lladas. Yo lo había visto levantarse de su mesa de jugar al mus en el casino y caminar hasta
el lavabo con ese perneo apresurado de los gordos pequeños, que llevan la espalda un poco
hacia detrás, como sosteniendo la barriga. Tenía barba feraz desde los pómulos hasta, ima-
gino, el resto del cuerpo entero, y llevaba las gafas redondas. Era más pequeño que Rosa,
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eso por supuesto, y mucho más desproporcionado. Hablaba con los antebrazos pegados al
cuerpo y las morcillonas manos abiertas sin poderlas cerrar, como solidificadas en su abo-
targamiento. Daba la impresión de un tipo con el colesterol por las nubes y las transamina-
sas en el espacio estelar. Los ojos inyectados, los labios húmedos y oscuros, el poco pelo
rizado muy negro y un poco grasiento. ¿Cómo podía gustarle ese tipo a Rosa? ¿Cómo podía
A ella, por supuesto, no le dije nada. Ah, pues nada, muy bien, enhorabuena, me li-
mité a decir, ensayando media sonrisa de interés y solidaridad en el éxito. Pero sabía que si
le preguntaba sin más componendas cómo era posible que se revolcase con ese jabalí Rosa
tando cazar me llamaría malpensado y cínico. Así que me comporté con exquisita toleran-
cia, que es la forma más hipócrita de la buena educación. Estar de acuerdo en todo, verlo
todo bien, comprenderlo todo, sirve igual para un roto que para un descosido, para ser bue-
na persona y para esconder los sentimientos a los demás. ¿A ti qué te parece?, me decía,
como esas novias que te enseñan una foto de su chico vestido de militar con cara de bollo y
matizan que es que en esa foto no ha salido del todo bien, pero que es muy majo. A mí me
parece lo que a ti te guste, le decía yo, esa frase la sé decir muy bien y en los momentos
oportunos.
Astorga, el parque de la Sinagoga, que los astorganos llaman El Jardín. Otra de las obsesio-
nes del abogado Sutil era el jardín, el primer proyecto de jardín romántico en España, que
databa nada menos que de 1835. Pero ahora todo estaba hecho un desastre y Rosita y yo
paseamos junto a la fuente de rocalla desaparecida, por setos y arriates y pasos y pasadizos
que la desidia echó a perder. Un concejal de los años setenta exterminó los cedros de la
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zona más romántica y boscosa, la zona de darse besos, y una plaga de grafiosis terminó con
los negrillos centenarios. Quitaron la fuente mora, y en la rosaleda sólo yacen arcos mutila-
Esa noche Rosa y yo no cenamos juntos, ni nos volvimos a ver hasta el lunes si-
cuarto y Rosa me telefoneó para decirme que éste le había propuesto llevarla él a Madrid, y
de camino hacer noche en la ruta del románico palentino. Pero que, si yo no quería, ella se
quedaba en Astorga conmigo hasta que cogiésemos el coche de línea, que tampoco era
cuestión de dejar a nadie tirado. Era viernes por la noche y en Astorga el invierno se había
tema muy adecuado para el regalo de Violeta. Casi nada de lo que se me ocurría era compa-
tible con lo que se supone que debía ser. Vírgenes penetradas por dragones, trasgos ventru-
dos enroscados en el sexo de una vieja, enanos con pollas enormes, diabólicos cipotes re-
ventando como arietes medievales los velos de un alma frágil. Siempre me han gustado los
bestiarios, pero aquella noche dibujé con un regodeo malsano, como extirpando el aburri-
Serían las once u once y media cuando tocaron a la puerta de mi habitación. Estaba
libro y ponerlo abierto encima de la mesa. Sin embargo, al abrir me sentí como esos estu-
diantes internos en un colegio de curas que recogen todo el material clandestino con veloci-
dad de preso político, cuando a la media noche pasa revista el prefecto y da las buenas no-
ches y ora en el pasillo. Yo, en todo caso, sería el despistado al que no se le pueden confiar
Buenas noches, ¿está usted ocupado? Era un cura bastante viejo, vestido de regla-
mento, que sonreía muy aparatosamente con sus dientes de burro y sus puentes de plata,
una sonrisa muy eclesiástica, y llevaba dos tazas humeantes una en cada mano. Soy su ve-
cino de al lado, dijo, la voz grave, tersa, metálica, gregoriana. Era el cura cuya ventana yo
párroco o uno de esos curas retirados que viven en la comunidad sin más obligaciones que
ser bueno hasta que les llegue la muerte. He visto la luz encendida y he dicho: a lo mejor
este señor quiere unos minutos de conversación, pero si está usted ocupado, yo... Las tazas
manejase bien el código que previene de los pesados. No tenía muchas alternativas, así que
lo dejé pasar.
Era viernes por la noche. Con todas las ventanas cerradas, y a pesar de que mi cuar-
to sólo daba a un patio interior, podía escuchar a veces el ruido de la gente que tomaba co-
pas en la calle. Se suponía que yo debía estar con Rosa de tapeo por el casco viejo de la
ciudad, o bien, aun en el caso de haberme quedado solo, paseando por el frío, metido en un
bar, en un cine, en un garito de top-less, matando el aburrimiento con las diversiones que
ofrecía la ciudad, con ese salir un poco desesperado de los fines de semana. Yo desarrollé
mucho este carácter venatorio cuando era joven y disfrutaba con desesperación, pero llega
uno de esos días en la vida en que se cambia un detalle para siempre, y con él la vida ente-
ra, el primer día de llevar los pantalones largos, o la boina o la corbata, el primer sábado de
quedarse leyendo en casa, el primer domingo por la mañana desde que se acabó la infancia.
Yo hace tiempo tuve la sensación de que debía reconquistar el resto de mi vida con criterios
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le parece más pequeña. El resto de mi vida tendría ya unos itinerarios previstos, los elegi-
dos o los necesarios o la versión contraria de los vividos por la inercia de la ilusión.
Y no hay más que llevar una vida ordenada con escrúpulo para que aparezcan tipos
y situaciones muy poco habituales. Media noche de un viernes en una hospedería de Astor-
ga charlando con un cura preconciliar. Rosita estaría gritando como una loca encima de la
por otra parte, nunca me he llevado del todo mal con los curas. Los desprecié hasta que me
sentí ateo, pero a partir de entonces volví a verlos como lo que eran, aristócratas de la vida
interior, gente no perturbada por el trabajo ni por el dinero ni por el deseo, que viste de ne-
gro para dar a entender que sus votos son un sacrificio, cuando son el ideal de cualquier
persona sensata: no tener más preocupación que Dios, y no tener dudas respecto a su única
preocupación.
Eso, a algunos, los ha lastrado con la leyenda del cura vicioso, pero también había
curas como éste, que se llamaba padre Miguel, había atendido durante medio siglo la parro-
quia de un racimo de aldeas, y en las horas libres se había dedicado a estudiar. En aquellas
circunstancias yo me sentía muy próximo a él. Era alto, enteco, la cara sin apenas arrugas y
la nariz aquilina, y el color de piel un poco céreo de quien ha pasado la vida en estancias
términos míticos del airazo que venía del Teleno, y de lo que suelen durar los estertores del
invierno, le pregunté si sabía quién era yo. Lo sabe todo el mundo, dijo, pero yo no he ve-
nido aquí por eso. ¿Y entonces a qué ha venido?, le dije yo con esa naturalidad que se usa
cuando no te importa ser descortés. A tomar café, me contestó, con la misma falta de afec-
tación.
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La estrategia de los curas es admirable. Saben cuándo pueden prestar sus servicios,
y en ese caso deben limitarse a esperar. Perdone, le dije, no es hoy mi mejor día. ¡Frómis-
ta!, dijo él de pronto, con una media sonrisa difícil de interpretar. Señaló la mesa donde yo
tenía mis dibujos y me pidió permiso para coger uno. Este canecillo está en Frómista, dijo
como si hubiese acertado la pregunta de un concurso para especialistas, la sonrisa tenía algo
que ver con esa satisfacción infantil de quien se sabe dueño de algún conocimiento raro.
Era una mujer despatarrada que asomaba la cara de degüello por entre los tobillos y exhibía
una vulva como una hogaza de pan cortada por la mitad. El padre Miguel dio unas cuantas
cos y su importancia en el contexto del arte cristiano occidental, pero en ningún momento
hizo ningún juicio ni soslayó ningún detalle. Incluso pasó el dedo por los labios inflamados
de aquella mujer para comentar sus proporciones y las de la boca, las mismas sobre poco
historia del Vizconde de Melún, un traficante de reliquias que a principios del siglo XIII se
instaló en el convento de Huélamo con algunos otros monjes que habían desertado de las
cruzadas, y allí se dedicó a las artes decorativas y muy en especial a la escultura de caneci-
llos obscenos. Había leído en un reciente libro documentos de Huélamo que atestiguan có-
mo aquel pirata reclutaba mujeres jóvenes y las dejaba embarazadas para que un escultor
las inmortalizara en piedra mientras parían, y luego se ocupaba de educar a sus hijos y de
garantizar una existencia tranquila para las mujeres. En vez de tratar al Vizconde de Melún
como un degenerado, el padre Miguel se limitó a decir que aquellos canecillos, varios de
los cuales se conservan en ermitas dispersas del valle de Oza, son una gran metáfora del
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tiempo. ¡Espere un momento!, dijo el anciano erudito, y se recogió un poco la sotana para
caminar con más agilidad. ¡Voy un momento a la biblioteca y ahora mismo subo!, dijo, y su
tono al decirlo no desdecía nada del amigo recién hecho que te ofrece una botella de bon
vino que tiene guardada en la bodega. Bajó y subió las escaleras en un santiamén, tenía algo
de Menéndez Pidal nonagenario, y me puso encima de la mesa un volumen más bien breve
de la colección Alianza Forma titulado El rapto de los modelos (visiones del objeto artísti-
comprar, pero sé que no es un libro muy conocido. A veces, dijo el anciano, está en nuestra
mano enseñar a los demás aquello que su propia vida no tenía previsto.
El padre Miguel se marchó, en efecto, unos minutos después de haber llamado, sin
decirme una palabra de Alfredo, de la cárcel ni del pintor Palomares. Me había dejado una
idea más para Violeta. No le interesaban de mí las cuestiones mundanas. Lo más probable
es que se sintiese atraído por mi presencia física, y en ese légamo de curas incultos se
hubiera entregado por una noche al placer prohibido del arte, a mostrar mucha más afición
por las piedras del siglo XIII que por las buenas costumbres de la ciudad.
115
IV
Ahora, Jan, no eres más que un sueño. Eres un artista adolescente, como Javier Bi-
dón, que será un artista adolescente hasta que se muera, y es eso lo debes evitar. Claro que
las. Aunque las escuchase, aunque me escuchases cuando te sientas en el banco de atrás de
pueda contar (imagínate que hay un gen hablador) tú quizás escucharías, pero no harías
caso. Los artistas no hacen caso, y mucho menos cuando creen serlo y no lo son. Y yo, la
verdad, un poco por egoísmo, preferiría que más allá de tu talento, y yo creo que tú tienes
talento, supieses si tienes algún camino que recorrer o si no vas a ningún sitio. Tu madre
también tiene esa duda concreta, esa pena muy delgada y penetrativa. Tú no sabes (eso es-
pero) que yo sé lo que piensa tu madre. Incluso sé cómo dibujas, esa firmeza estropajosa,
como de rotuladores descobillados que hay en tus retratos. También sé cómo Violeta toca el
oboe, pero a ella no la he visto nunca devorar partituras o escuchar con urgencia todas las
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músicas del mundo. Mientras estuvo en el conservatorio se limitaba a practicar las leccio-
nes por la tarde, cuando yo llegaba del paseo la casa estaba llena de los andantes amábiles y
los allegros animattos que le mandaba estudiar la profesora. Pero tú estás entrando a saco
en el arte, reproduces sin querer el mito falso del artista pálido sin tiempo para dormir. Vio-
leta no es así. Violeta duerme como mínimo diez horas diarias, y lee más que escucha mú-
sica, porque no es capaz de las dos cosas a la vez. Sólo es capaz quien no presta atención a
una de las dos. Sólo es capaz quien se concentra en una sola cosa. Violeta iba a las clases
de oboe con su oboe y por las tardes, a las siete, después de merendar, hace los ejercicios
hasta la hora de la cena. Y los hace muy bien, tiene talento, pero no saca el instrumento de
la caja más que cuando lo manda la disciplina o cuando toca para mí. Tú en un día, Jan, te
pasas más tiempo estudiando que Violeta en dos días, no puedes pensar en otra cosa, el
viento del vacío te seduce para que te lances a volar, pero cuando cojas una pequeña pájara
estarás algunos días inactivo, anestesiado por las dudas, perdido en visiones que circulan
por tu cerebro como las ondas del microondas cuando metes dentro un espejo. Estarás unos
días fundido, pero Violeta, si decide no abandonar el oboe, seguirá merendando a las siete y
repasándose los ejercicios del conservatorio hasta la hora de cenar. Te veo tan metido en
Brueghel que no sabría distinguir si tienes madera de artista o estás ardiendo en ella. Te
Javier Bidón no era un artista. Lo tenía todo para serlo, o nada, como tienen todo o
nada los millones de individuos que han querido ser artistas, los cientos de miles que han
creído que eran artistas pero hubo algo ajeno al arte y a sus requerimientos y a sus habilida-
des que se lo impidió, algo tan consustancial a sus vidas como el talento, una especie de
talento negativo, de tara original que se ceba con ellos desde el principio, que a veces es la
causante de su obsesiva vocación, y que al mismo tiempo los imposibilita y al final de tan-
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tos desengaños les hace creer, porque nunca renuncian a su sueño, que se han equivocado
de disciplina y en otra rama del arte habrían demostrado su auténtico valor. Javier, en el
mejor de los casos, creía que era un pintor pero se había equivocado de disciplina.
Javier era demasiado artista. Nada en su vida tenía otra razón de ser que el hecho de
ser artista. Todo lo hacía para ser más artista, para mejorar las condiciones de su dedica-
ción. La existencia y todos sus detalles eran traducibles al diccionario del artista perfecto.
De momento (un momento demasiado largo que para mí que fue lo que acabó de macha-
charlo) era un modelo, no un artista. Era el objeto, no el sujeto, y cobraba por ello. Así co-
sentía la de ser un modelo y no un pintor, porque para Javier el estar posando ya era una
subalternidad sólo tolerable en los primeros años de una carrera, o bien en los años de in-
comprensión, esas heroicas etapas de la vida del artista en que su maravillosa producción
También Van Gogh, que es el ejemplo que se tiene siempre más a mano, enriqueció su
anecdotario con los años de penuria en los que no pudo colocar ninguno de esos cuadros
que ahora revientan las salas de subastas. Y ese ejemplo sirve siempre y cuando haya obra
que ignorar. Bidón se fijaba mucho en esos pintores que a su edad seguían sin asomo de
triunfo. Los otros compañeros de la escuela lo tomaban como una parte más de su carácter
caprichoso, pero si uno le prestaba atención se daba cuenta de que siempre hablaba de
grandes artistas que a su edad aún no habían triunfado, y cambiaba de artista conforme
cumplía años y sus ídolos por fin llegaban a la gloria. Para Van Gogh aún le quedaban seis
o siete años, aunque a mí siempre me tranquilizó que uno de sus defectos para ser lo que
quería ser consistía en no ser del todo consecuente en el momento de la verdad. Aun así,
Bidón empezó bien. Su nombre con unas líneas debe de seguir figurando en el
diccionario de pintores de Calvo Serraller. Allí se le nombra por una serie de miradas
famosas que pintó a espátula sobre plantillas de fotos desenfocadas. Lo de Bidón no eran
cuadros concretos, eran series, fragmentos de una obra en marcha, bocetos de un camino,
pero no había un cuadro concreto, ninguna obra rotunda y absoluta que no fuese parte de
nada ni evolución de ningún tratamiento muchas veces repetido. Sin embargo, para la época
en que pintó aquella serie de las miradas, antes todavía de cumplir los veinte años, el
procedimiento y el resultado fueron muy modernos, y las cuatro líneas del diccionario un
premio que jamás Bidón hubiese imaginado que no se alargaría nunca más, al menos en su
calidad de pintor.
Una vez, al poco de entrar en la escuela, cuando se presentaba como el joven valor
del diccionario y si mostrabas por su trabajo el entusiasmo suficiente te invitaba a una pe-
enseñó todo el proceso. Primero hacía fotos en blanco y negro a cuadros que robaba de la
biblioteca de la escuela. Les aplicaba tratamientos de potasio y mucho grano hasta que le
quedaban sombras pop con rostros célebres. Luego, en vez de pintar sobre la foto (ya no
digamos copiar, arte que Bidón, a la velocidad que iba, no tuvo tiempo de aprender) revela-
ba el negativo y lo proyectaba sobre un lienzo blanco del revés, y embadurnaba la tela con
pelladas de óleo pastoso que unas veces echaba con la espátula y otras muchas con el dedo,
y el resultado era un mar encrespado sobre la sombra tópica de Goya, algo como esas mari-
nas tempestuosas que pintaban los impresionistas, pero con el toque posmoderno de la ima-
ginería popular.
los ojos de Goya les dedicó 33 versiones), pintado siempre todo en una noche, a veces a
oscuras, con una botella en la mano y una novia dormida en el sofá, en el más puro mito del
artista moderno que yo he considerado siempre falso. A mí me han gustado siempre más los
artistas que pintan por la mañana y que no consumen anfetaminas como si fuesen aceitunas
negras. Yo creo, pero esto es una opinión muy personal, de dibujante de monigotes y acua-
relista dominguero, que el arte es tiempo y disciplina, y que todos los bocetos y versiones
intermedias deben quitarse de en medio cuando se llega, si es que se llega, a lo que uno
quería pintar. Yo veo un cuadro y me pasa lo mismo que cuando veo un modelo. Antes de
saber si es o no es bello me fijo en si está o no está bien hecho, y después me dejo que me
impresione. Bidón me ha dicho muchas veces que esa es una opinión de ama de casa, ni
portera, me dice a veces, para variar. Su última serie, antes de renunciar para siempre (ya
diminutos que él ampliaba por ordenador hasta conseguir cuadros de gran formato con al-
gún rasgo irreconocible del cuadro. Era su manera de expresar que si Velázquez hubiera
Pero yo lo soportaba bien. Bidón callejeaba mucho y en sus fiestas, además de bote-
llas de vino y novias dormidas, a veces aparecía un pintor viejo en busca de jóvenes artistas
a los que apoyar y si era posible tirárselos, y más de una vez, para hacer bulto, para darle un
aire más moderno a la reunión, me pedía que fuese vestido de coleccionista norteamerica-
no, y allí alguno de aquellos tratantes se fijaba en mí y si había suerte podía posar para él y
sacarme algún dinero. Le contemplé a Bidón sus malos modos mientras me interesó esa
clase de trabajos furtivos, pero luego ya me había encariñado con él y se los seguía toleran-
do.
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íntima amiga suya, Antonia, que había triunfado en Alemania y a su vuelta le habían hecho
un pequeño reportaje para la sección cultural del telediario. Antonia se había hecho famosa
en otro tiempo con la producción de todo tipo de objetos artísticos con materiales de dese-
cho, en los círculos artísticos se la conocía con el nombre de Mislata. Replegaba todo tipo
de desperdicios no biodegradables del basurero y hacía con ellos lámparas y anillos y escul-
turas androides. Pero aquellos artefactos hechos con botes vacíos de coca cola trataban las
inmundicias sólidas como materia y sólo como materia, sin dejarse llevar por ese encanto
insignificante de los objetos que nos hacen gracia en tanto sólo que ocurrencias. El progra-
Había dejado por un momento las latas de sardinas y los bloques de cemento para inspirarse
que Antonia llamaba charcutería de terciopelo: ristras de longanizas colgadas del techo y
un surtido de morcillas envasadas al vacío. También, sin salirse del reino animal, había
huesos de pollo pintados de purpurina, todos eran el hueso en forma de curvo arado que hay
en la pechuga. La serie rural la completaban unas fotografías con motivos geórgicos: Anto-
nia en paisajes de pueblo, vestida de pastorcilla, rodeada de cabras o con un burro o junto a
las sábanas tendidas, el campo verde con flores, en la estética de la foto dominguera pero
ampliada casi hasta los seis metros cuadrados. Había un objeto que se llamaba La olla que
suspira, una olla express vieja de la que sale la mano de un maniquí y un mechón de peluca
barata; dentro, unos altavoces emitían suspiros. Había un vídeo titulado Musical Dancing
Spanish Doll con muñecas vestidas de faralaes que caminan a paso de joyero musical por
delante de la cámara. Antonia vestida con los mismos faralaes aparecía y desaparecía del
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encuadre, desde diferentes distancias y haciendo los mismos movimientos que las muñecas.
En otro vídeo, La cabra, que según el programa estaba en la línea de su anterior Prohibido
el cante, un éxito arrollador en la pasada edición de Arco, Antonia, vestida también de fara-
laes, bailaba delante de la cámara con un odre de vino, uno de esos que conservan los piez-
gos, las patas y el cuello del animal. En un escenario rodeado de espejos, el vino se salía del
boto con muñones e iba empapando a la artista que cada vez baila de un modo más sensual
y primitivo, pero nada sofisticado, hasta que se reboza entera con el vino, se despatarra y
enseña a la cámara su entrepierna por entre las faldas de faralaes. Los muslos manchados de
vino, los labios de la vagina y los pelos del coño mojados en líquido rojo como se queda la
piel de las reses bravas alrededor de la herida abierta. En otra pared había también colgados
unos mantones de folklórica con bordados a imitación de los dibujos chinos que hacían las
La muestra tuvo lugar en la sala Juana de Aizpuru, en la calle del Barquillo, uno de
esos espacios de techos y paredes y suelo blancos que están llenos de reproducciones mí-
nimal y la encargada, muy delgada y con gafas de gato, está junto a una mesa muy simple,
nada más que un cristal sobre blancas y finas patas. A mí me gustan estos actos por lo que
tienen de circense. Las obras que allí se exponen lucen mucho menos si los visitantes o los
invitados al homenaje son ciudadanos normales. Todo el mundo interpreta, pero hay, y eso
ha adoptado, cierta exigencia en las conversaciones que las hace, al menos por algunos mi-
nutos, deliciosamente bobas. Todo el mundo está por debajo de sí mismo, todo el mundo
habla del hecho de estar allí y de las personas que entran y salen, y el ambiente huele a des-
lumbramiento y a envidia.
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Nadie supo en calidad de qué yo estaba allí. La mayor parte del tiempo la pasé en el
centro de la habitación, sacando la cabeza a todo el mundo y mirando en ángulo recto, pero
no como aquel que mira a ver si encuentra a un conocido sino como si yo mismo estuviese
ausente, con una impertinencia en la mirada que en otro lugar habría resultado extravagante
o maleducada, pero aquí era una pieza más de la colección. Con Bidón hablé poco. Bastante
Como suele suceder también en estos casos, la persona más normal, más ajena a
toda la miserable pose de la concurrencia, era la propia homenajeada, una chica de piel muy
clara, con aires de vagabundo punk, que me saludó y me dijo si quería comprar algo. Era
mayor que Bidón, andaría ya pasados los cuarenta, a lo mejor incluso era mayor que yo,
pero eso no se le notaba en el cuerpo delgado y nervioso, inclinado a sustituir los movi-
mientos por flexiones, sino en la piel del cuello, que en ciertas mujeres tienen muescas co-
mo los anillos concéntricos de los árboles que sirven para medir su edad. Bidón, el joven
hermoso, tratable, apasionado y enamoradizo, era el cuerpo que Antonia se estaba tirando
en su breve estancia en Madrid. Esa dependencia, ese tener un chico de los recados 24
horas al día, ese descansar de los agobios promocionales sobre unos abdominales de futbo-
lista, me parece, por regla general, tan hermoso como equilibrado: a cambio de ser un
acompañante barato se ofrece la compañía del éxito, ese mundo de celofán que en la mayo-
ría de los casos es lo que único que anida en la vocación de los artistas. Casi nadie ama más
su obra que las consecuencias sociales de su obra. Pero Antonia sí, y por eso se la veía dire-
cta y desenvuelta, con ganas de que aquellos actos publicitarios se acabasen de una vez y
volverse a su estudio en un callejón del Berlín oriental y salir sola todas las noches a buscar
entre los cubos de la basura. Y Bidón empezó a pensar en una serie de cuadros en los que
reprodujera con fidelidad al óleo los colores del orín y de la mierda, la textura parda de las
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aguas fecales, los morados de un cuerpo en descomposición, y en eso supe que otra vez se
Cuando encuentro a alguien que sufre mucho de amor tiendo a tranquilizarle dicién-
dole que se le pasará enseguida. Los espasmos melodramáticos son inversamente propor-
cionales a la duración del sentimiento. Bidón se sentía tan afectado por todo que siempre
estaba malo, pero sus males se le iban con otros males, y sus resacas con otras borracheras.
movimientos alámbricos de su amada, me dijo que ella le había propuesto marcharse a Ber-
lín y ayudarla en su trabajo a cambio de darle casa y comida y un dinero extra para chuche-
Bidón ya se había entusiasmado bastantes veces con artistas mayores que él. Casi
todas lo reducían a la condición de efebo que sólo es posible si uno conserva el orgullo de
ser hermoso, de sentirse deseado, pero Antonia significó bastante más para él que ninguna
otra. Su ofrecimiento, pese a que a mí me pareciese una forma de tenerlo contento para que
funcionara mejor, volvió a repetirse varios días después, pero aquello pasó de ser un asunto
de poco momento a exacerbarse con todo tipo de demostraciones de amor fatal. Entre lo
que Bidón contaba y las apariciones intempestivas de Antonia por la escuela, unas veces
muerta de risa, otras hecha un mar de lágrimas, otras muy amorosa y otras gritándole como
una loca, llegué a pensar que la única diferencia entre Antonia y Javier era que la una había
triunfado y el otro no. Bidón lo repetía una y otra vez, con esa voz monótona y gangosa de
los cantantes de pop británico que se escuchan a sí mismos y antes de la entrevista se meten
un caballón de cocaína. Antonia le había dado un ultimátum. Ella se iba a volver a Berlín
Este. No podía permitir engancharse a las modas veniales de Madrid ni detenerse en esos
viajes a la infancia y a la vena racial. El cielo de Berlín, las barriadas de cemento, las vícti-
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mas de la reunificación y las latas de arenques habían impregnado su trabajo de una since-
terminado. Parecía que no, pero ese ofrecimiento que al principio Antonia le hacía a todo el
mundo, irse a Berlín con ella, se había convertido en un enamoramiento de verdad, y lo que
hasta entonces era en Javier producto de la admiración, de lo encantado que estaba con la
situación tan artística que estaba viviendo, esa conciencia de vivir lo memorable que tienen
quienes se adoran a sí mismos, se convirtió en una angustia insólita por poco exagerada.
fuese su obra. Esto del reciclaje no puede acabar bien, Güino. Esta tía yo creo que va por un
camino sin salida. Ella es muy brillante, estamos de acuerdo, pero siempre será Mislata,
obras, la gente dirá mira, una Mislata, y luego se echará a reír, igual que cuando dices mira,
un botero, la gente sonríe porque hasta el nombre está gordo. En el fondo me parece con-
espacio para el verdadero contacto con la obra. Yo creo que en el fondo, aunque viva bus-
cando mierda, todavía cree que el arte es bello. Y ese es el error, Güino, y ese es el error.
Hace tiempo que la belleza dejó de ser una categoría estética, decía, Bidón.
A ti lo que te pasa es que ya no puedes vivir sin un sueldo fijo, estuve por decirle
más de una vez, siempre que veía venir ojerosa a la pobre Antonia y ponerse a llorar cuan-
do Bidón se hacía el sueco. Pero la gente no quiere consejos ni verdades. Quieren oírse y
les da miedo hablarse al espejo. Quieren demostrar que su vida sigue siendo un caos la mar
cuela con resaca, cada día más delgado, más exprimido por la trituradora de Antonia, que
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no podía parar de amarlo. Tengo ganas de que se largue de una puta vez a sus vertederos,
me dijo un día, con muy mal aspecto. Parecía seguro de sí mismo, el animal hermoso que
ha sido utilizado por la mujer independiente y madura, incluso en sus gestos más gruesos y
rente, en ese tono de voz y esos modales que a los modelos nos salen sin querer y a la gente
la desconciertan mucho.
Recuerdo que era Semana Santa porque habíamos dejado de posar y estábamos
en el jardín, que con las primeras lluvias se había llenado de hierbajos. Alfredo no hacía
nada. A Bidón lo mandaron, por decir algo, porque era su destino preferido, al Museo de
Arte Contemporáneo. Un día entró Rosita con sus cascabeles en la paz sagrada de la biblio-
teca y dijo que Bidón se había puesto malo, que fuésemos a sustituirlo.
Era una exposición de Joseph Beuys, el artista favorito de Javier Bidón, el artista
que hubiera querido ser, aunque para ello tuviera que llevar medio cráneo de metal, como
Millán Astray. Bidón ya se había puesto malo en la primera exposición de Joseph Beuys
que vino a Madrid en el 94. Él estaba entonces con sus miradas cerúleas y sus óleos empas-
trados y de pronto entró en una sala forrada de fieltro gris muy gordo del que emplean en
las fábricas, y vio unas tinas de aceite industrial derramándose por las paredes verdes muy
oscuras todas pringadas con reflejos de colorines, y unos trozos herrumbrosos de cruce de
vía del tren arrancados de alguna estación abandonada, y una estatua de humo y una mon-
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taña de pizarras de escuela llenas de ideas escritas con la tiza ya del mismo color que el
polvo, y una silla en medio, un pegote de grasa para engrasar las tuberías de los oleoductos
en el asiento, la raja del culo de Joseph Beuys vaciada en la grasa industrial, junto a una
foto del muerto de tamaño natural sentado en esa silla, vaciando la raja del culo, con una
liebre degollada en las haldas y la mirada de Joseph Beuys, que tenía los dientes muy gran-
des y los ojos muy saltones, y llevaba el pellejo pegado a los huesos. Sobre la grasa vacía
expuesta que vio Javier Bidón nada más entrar en la sala quedaban aún unas gotas de san-
Bidón entró y vio aquello y tuvimos que ir a sustituirlo. Le había dado tal ataque de
entusiasmo que necesitaba tiempo, incluso el tiempo de la mañana en que vio la exposición
por primera vez. No podía estar mirándola ocho horas seguidas porque el bombardeo de
concentraban en su cerebro y se iba rápido a pintar a su casa, podía fundirlo allí mismo. Es
como si San Pablo se cae del caballo pero lo obligan a estar ocho horas cegado por la luz
Esta última vez el tipo de deslumbramiento fue distinto: el caballo lo pisoteó. Cuan-
do llegué tenía el aspecto de los que acaban en esos mismos momentos de vomitar. No
puedo estar aquí un minuto más, dijo Bidón. Ya no puedo más. Me tengo que marchar.
Aquel me tengo que marchar Bidón lo dijo con la solemnidad de quien está diciendo algo
definitivo, de quien no sólo se quiere marchar del museo sino también de la escuela y de
quien ya no puede soportar los tirones del hígado aportaban a sus palabras un aire de capi-
encrespados con rayotes, como dibujados con el papel encima de un pedrusco, largas pier-
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nas fofas pintadas con tinta sepia como sangre seca, manchas de carne vieja en cloruro de
hierro, oncocéfalos con largas patas de saltamonte, espumarajos como cráneos escupidos
He sido un estúpido, dijo Bidón. Mira esto, Güino, mira el arte de verdad, y noso-
tros aquí mezclando, jugando, ocultando. Nosotros aquí sentados en nuestra silla de funcio-
nario, que si la versión tal, que si la perspectiva cual, que si el tratamiento este, que si la
evolución aquella. Pero mira tú el arte, cómo crece de la tierra, cómo es la misma tierra y el
mundo que nos acompaña. Se refería Bidón a unos cuadros con contornos como musgo gris
de tiempo y ácaros trazados con espasmos de tachón que se daban un aire a esos cuerpos
con apéndices pulposos como tuberías del futuro imaginado en los tebeos.
Eso es lo que me atrae de Antonia, que se deja de tonterías, que acude a las cuatro
reglas y con ellas es capaz de reventarnos en la cara la potencia estética de la tierra. Mira
esto, Güino, que regreso al principio, mira esa chapa, es de un cadáver descompuesto de
paracaidista, quizá es una ñapa para el cráneo que rompió un hachazo, ¿entiendes? Y eso
me gusta de Antonia, y a Antonia esto le gusta también. El vídeo de la cabra está inspirado
en pinturas como estas, que casi parecen rupestres, mira esas largas damas viejas de vaginas
inflamadas, esos croquis de fiambres en la sala de disección. Mira cómo está representado
He llegado a la conclusión, dijo Javier, pálido como el papel, de que me lié con An-
tonia por amor a Joseph Beuys. Por amor al arte, Güino, por amor al arte. Es como estar
metido en el cerebro convulso y chapado con planchas de plata de Joseph Beuys, y la cara
rebozada en estas vulvas bulbosas y en el vino de los odres en donde se reboza ella. Mira
qué técnicas, qué sinceridad, todo parece una colección de apuntes y garabatos, mira este.
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¿Qué significa lightewight waste paper?, ¿Tú lo sabes, Güino? No tengo ni puta idea, dije
Javier se detuvo a enseñarme una bolsa de plástico con restos de aceite de soja que había
pegada con un esparadrapo marrón a un lienzo pintado con la regla de hacer dibujos con-
céntricos que venden a los niños en las papelerías, orlado todo con la purpurina con que se
orlan los recordatorios y las extremas unciones. Para hacer esto, me dijo Bidón, no hace
falta pasarse los domingos copiando una postal, Güino. Hace falta talento. Y el mío lo estoy
desperdiciando por exceso de estimulación. Llevo aquí ya casi una semana y por las noches
sueño con listas de nombres tachados, inventos borrosos, artilugios de pesadilla, una pierna
gris con un apósito negro, Antonia revolcada en la grasa industrial de Joseph Beuys. La
vida de Antonia es tan frenética como estas guaches. Y todo esto es tan exigente como An-
tonia. Yo que siempre he sido tan rápido, que me ha gustado pegarle fuego a las etapas an-
tes de comenzarlas, volver antes de haber ido, vivo ahora bombardeado por el arte que
transpira Antonia, y vengo aquí a mi cutre puesto de bedel, porque esto Güino ya ni siquie-
ra es ser modelo, esto es ser bedel, y me vuelven a bombardear con recordatorios de que la
exigencia del arte es la misma que la de Jesucristo: déjalo todo y sígueme. Necesito eva-
cuar, Güino.
Javier se marchó al retrete o a su casa, al estudio de Antonia o a las vías del tren. El
caso es que no volvió. No eran más de las once de la mañana y yo me quedé rodeado por
postura de la ropa sucia, aquellos cuerpos gasificados, tumbas, momias, cicatrices, acuare-
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las zarrapastrosas, aquel conejo con un rabo impresionante. Salí del museo a las tres de la
Ahora, también, estoy en la piscina. La natación viene muy bien para ablandar las
líneas. Todavía faltan veinte días para que tengamos que posar en serio, todos los días, to-
das las horas, y ahora me toca nadar. Mi cuerpo de cachalote lento se desliza impulsado
más por mis pies que por mis brazos, que entran y salen como las aspas de un molino en
días sin apenas viento. No obstante, mi nadar no es escandaloso. La técnica de mis movi-
mientos es perfecta, hechos para que no salpiquen, para introducirse en el agua como un
cuchillo sin afilar. Parezco un buque con las calderas apagadas, pero me muevo por el agua
con más velocidad que muchos de los jóvenes escandalosos que aporrean el agua, mueven
todos su músculos muy deprisa pero avanzan muy despacio, y desde luego con mucha más
velocidad que quienes llevan un ritmo de brazada parecido al mío. Lo que ellos no hacen,
aun en el caso de que sepan deslizar su cuerpo, es mover los pies sin separarlos, violentas
sacudidas del tobillo que apenas afectan a la rectitud de las piernas. Yo no lo hago para ir
más deprisa sino para ejercitar los músculos del culo. Es la única forma de que no se des-
cuelgue y de que tampoco parezca repretado por artificio del gimnasio. El gimnasio defor-
por los turnos de respiración. Muchas veces enhebro una canción con el ejercicio, y la repi-
to cincuenta veces sin pensar en ninguna otra cosa. A veces utilizo ritmos jamaicanos, mo-
nótonos y sostenidos, pero si quiero forzar un poco más los músculos tarareo en silencio
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una marcha militar. Sin embargo, no pensar cansa más que pensar, desde el momento en
que no se puede mantener el cerebro como un frigorífico desenchufado. Siempre hay que
pensar en algo, incluso, sobre todo, cuando estás trabajando. Bidón era muy amigo de poner
la mente en blanco mientras posaba, pero eso a la larga resulta muy peligroso.
tocar el piano. El cirujano se adiestra en que las dos manos ejecuten con la misma simultá-
nea precisión distintas órdenes del pensamiento. Yo nadando y sin perder el ritmo pienso y
hablo y recuerdo para que mi cuerpo se acostumbre otra vez a funcionar solo, sin que tenga
que estar tan pendiente de él. Lo demás es un silencio amniótico que me traslada a la misma
La piscina descubierta de San Pol, junto al río Manzanares, sigue abierta hasta fina-
les de septiembre. Pero en días como hoy, con el cielo ya cubierto de nubes y el agua más
azul, apenas vienen niños a joder con sus pelotas ni señoras a ponerse morenas. Quedamos
los que venimos a nadar, saurios afeitados con gafas de rana que nos cruzamos a mitad de
piscina y en lo que tarda la boca en respirar nos vemos esa expresión desencajada de los
fetos y la carne blanca y las piernas en un movimiento que cuanto más joven es quien nada
mejor revela su carácter. Unos cuantos largos más. Necesito entrenamiento de fuerza, soli-
dificar los glúteos, subir un poco el tórax, que con el sedentarismo del verano y las comidas
Este verano nadé poco, tan sólo un par de días en el pantano. Un día porque acom-
pañé a mi hija a una prueba de resistencia en la que participaba su amigo Sebastián, el nue-
vo modelo, y otro que me fui con un patín hasta la cola del embalse, con un tipo que me
enseñó a pescar carpas tirándoles habas tiernas. Pero debería haber nadado más. Ahora las
sesiones tienen que ser más largas, igual que algunos deportistas de élite someten a sus
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miembros a fuertes cargas de trabajo y descansan luego una semana antes de las competi-
ciones. Tan importante es recuperar la tersura como evitar los dolores. La tersura y el buen
Ahora sólo estamos tres en la piscina. Un muchacho gordo que no sabe nadar y se
cansa muchísimo, parece estar siempre tratando de alcanzar la orilla para salvarse, y una
joven ondina de muy buen estilo que nada más deprisa que yo. Me gusta su apretado baña-
dor, el gorro de plástico blanco, las gafas negras, largas y estrechas, como de aviador japo-
nés, sus pechos de brevedad andrógina, sus espaldas anchas y esa fortaleza con que mueve
los muslos en espasmos isócronos. Cuando me adelanta la veo pasar como una lancha, se
me pone delante y contemplo sus caderas hidrodinámicas hasta que la visión se llena de
burbujas y el cuerpo desaparece. Luego la veo venir de frente, a la misma velocidad, con
los mismos espasmos diminutos, y una línea muy recta desde el cuello hasta el dedo gordo
del pie que le da la gracia danzarina y frágil de su nadar femenino. Se mueve con el despar-
pajo de quien está muy bien adiestrada en sobreponerse a sus limitaciones físicas, que es la
impresión que me dan casi todos los deportistas. Sólo aquellos que lo hacen como algo na-
tural, como la postura más estable y llevadera de su cuerpo, me parecen de veras nacidos
para el deporte. Los demás son aficionados, y esta chica lo es, pero en esa decisión y ese
mando de brazos se ve mucho carácter, se ve lo humano del atleta, se adivina el estado na-
tural de su cuerpo, antes de que se cargase un poco de espaldas, y el genio con que se me-
nea.
Rosita también se menea con mucho genio, pero no en el agua, claro. A Rosa no le
gusta nadar, ni tampoco lo considera necesario. Bastante deporte hace levantando a la nieta
Ahora ya es tarde, pero no habría estado mal una serie de dibujos subacuáticos para
formas artísticas que sin intenciones estéticas ha creado el ser humano, hasta el punto de
que hayamos redescubierto la belleza de una fábrica de maquinaria con parecido entusias-
mo al que profesamos hacia una iglesia del siglo XVI, estas imágenes que veo en la piscina
tienen el suplemento de modernidad de los rostros abotargados y las gafas negras y el pa-
ñuelo blanco y la piel cianótica pasando como un homínido anfibio de tebeo, pero bastarían
las cuadrículas móviles de los azulejos, las líneas negras de las calles, la superficie del agua
entrando y saliendo de los sumideros para ensayar un ejercicio de coloración, otro de deli-
neación y otro más de abstracción. Para qué iba yo a darle a mi hija todo eso.
Casi todos los dibujos que hacía estaban mediatizados por las circunstancias que me
tocaba vivir. Tengo fechados unos cuantos de los días en que Bidón abandonó a Antonia y
le dio la segunda crisis de pronóstico con Joseph Beuys, pero eso tampoco era lo que yo
buscaba.
Yo aquí tenía un problema. El regalo de Violeta debía ser una muestra sincera de
afecto, no una muestra de afecto sincero, porque para eso le habría regalado, de haber podi-
do, lo que le regaló su madre. Pude haberlo hecho (y la verdad es que, salvo dárselo a Vio-
leta, hacerlo lo hice, pero no era lo mismo). Demostrar la sinceridad del afecto es más fácil
que expresar afecto con una demostración sincera. Yo sé lo que me digo. En mi regalo Vio-
leta no debía ver sólo lo mucho que yo la quería sino quién era el que la quería tanto. Los
regalos, por regla general, me afligen. De haber sido sólo sincero el afecto, le habría com-
prado a Violeta una colección completa de mis dibujantes favoritos, cuanto más cara y lujo-
sa mejor, en competencia incluso con su madre, aunque hubiera tenido que pedir un prés-
tamo al banco, porque entonces no le regalaría la colección sino mi sacrificio, quizá el re-
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corte de algunos lujos básicos que ya son necesidad, como ir todos los días a la masajista o
dejarme un dineral en cremas hidratantes. Y entonces se lo daría y diría toma, hija, tu padre
está dispuesto a que le duela la espalda con tal de que sepas que te quiere mucho, porque
estos cuadros valen un riñón. A mí eso me parecía la negación de cualquier principio moral
Historia de los animales de Claudio Eliano. Cangrejos pescados con música, cómo se cura
historia de las bugonias, la leyenda que explica cómo las abejas nacen por generación es-
pontánea de los cadáveres en descomposición. Me gusta Claudio Eliano para después de las
Claudio Eliano y muchos otros que forman algo así como la segunda división de los autores
griegos y latinos, la de gente que no escribió grandes tragedias ni poemas más duraderos
que el bronce, sino libros llenos de noticias curiosas, de biología, de agricultura, de leyen-
das antiguas, una sazonada mezcla de pasión por la sabiduría y de ingenuidad para creerse
inventan, pero sus invenciones y sus recursos sospechosos (en el caso de Claudio Eliano
parece más bien un cuentista de historietas infantiles) puede que no tengan mucha fiabili-
dad científica, pero sí una gran humanidad poética. Las plantas y los animales eran para
vida y de la muerte queriendo saber algo de su propia vida y de su propia muerte, y esto los
hace muy tiernos, muy sencillos, muy auténticos.Para mí estos autores son como una cami-
sólo fuese para dibujarlas, me gustaban tanto como los sencillos monigotes de Claudio
Eliano, como las líneas nevadas de Astorga. Formaban parte de mí, eran lo más sincero que
llegó hasta meses después, inducido por una muy gorda que tuvo mi hija. Soy ahora mucho
más sincero si digo que entonces, en aquellos días de Semana Santa, yo no hacía más que
dibujar como un poseso sin orden ni concierto, sin saber qué hacía ni adónde iba, no bus-
cando los modelos que más pudiesen pegar con mi carácter sino haciendo lo único que sa-
bía hacer y cansándome de todo enseguida. Pero al mismo tiempo debo reconocer que
aquel proyecto fue una forma de protegerme durante aquellos duros meses de trabajo antes
del final de curso. El ideal del hombre de acción no significa para mí hacer largos viajes ni
estar en siete asociaciones a la vez, sino en tener muchas cosas que hacer. Yo no pasaba el
tiempo pensando cómo revolucionar el mundo sino cómo hacer una tortilla de patatas. To-
dos los que me rodeaban entonces tenían alguna misión en este mundo, algo por lo que lu-
char. Rosita era la conciencia sindical, mi ex mujer el feminismo caro, Alfredo se había
tirado al monte, Bidón se consumía en Joseph Beuys, Violeta estudiaba como una loca para
sacar una buena nota media que le permitiera entrar en la facultad de medicina. Y yo iba de
un lado para otro tratando de centrarme con mis monigotes, de no sufrir mientras posaba,
de administrar el dinero para doblar las sesiones de masaje y de cocinar en casa. Pero nunca
había tiempo para nada. Las ideas fijas de los demás desvirtuaban mi concentración.
Unos días antes de Semana Santa, además, había sufrido una lesión en el trabajo,
pero tampoco podía volver a pedir otra baja porque acababa de llegar de Astorga, ni Reme-
dios hubiese consentido en firmármela, porque tampoco la lesión podía diagnosticarse co-
mo tal ni yo quería explicarle los síntomas. De pronto, a la hora u hora y media de estar
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posando, me empezaba a poner muy triste. No me dolía nada, eso hubiera faltado, pero yo
Una de las facetas de nuestra profesión que más experiencia exigen es el acertar con
el pensamiento adecuado mientras estás posando. Todos los modelos sabemos que los cir-
cuitos que conectan nuestro pensamiento y nuestros músculos son muy delicados. Si uno
tiene una preocupación, debe dejarla colgada con el albornoz. Lo perjudicial de las preocu-
misma razón, las alegrías o las ilusiones, si no se saben dominar, acaban ocupando la ma-
ñana entera, y provocan los mismos dolores de mandíbula. Pensar en los dibujos era bueno
porque apenas corregía nada. En una sesión podía dibujar varias docenas con el pensamien-
to, y en la siguiente quedarme con uno solo, añadir detalles, y en la tercera quedarme con la
imagen fija del dibujo, recorriendo el acabado. Y en la última, ya muy hecho polvo, volvía
a reconocer a los amigos del suelo, esas caras que con un poco de imaginación se pueden
ver en las vetas del parquet, o miraba el movimiento entretenido de los estudiantes o me
quedaba colgado de la rama de parra que asoma por el quicio de la ventana del fondo de la
Siempre fue así. La mañana comienza fluvial, vertiginosa. La velocidad mental sir-
ve para desengrasar los músculos, que se detienen en su perfecto estado de forma cuando se
centra uno en un solo pensamiento sin repeticiones. Cuando empecé a posar, todavía estu-
diante, repasaba durante la primera hora lo que había estudiado en la noche anterior, en la
segunda memorizaba los pasajes más interesantes, y dedicaba la tercera a escribir con la
mente un examen sobre Santo Tomás de Aquino, por poner un ejemplo. En la cuarta busca-
decir que todo iba mal, que el mundo iba mal para las mujeres que querían abortar, que
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Violeta iba mal en su escasa sociabilidad, que mi suegra iba mal de las articulaciones, de
tanto subir escaleras y batir huevos, que nuestro matrimonio iba mal y que la vida entera
era un desastre, yo no cometía el error de hacerle caso porque si no ahora estaría en una
Tampoco sabría definir con rasgos concretos cómo era el pensamiento aquel tan
obsesivo que me entró muy poco antes de la Semana Santa. Quizá era un cúmulo de no
preocupación. Primero vinieron unos días de tedio en los que me aburría seguir pensando
en los dibujos. Luego empecé a rumiar irritaciones y a ordenar la agenda mental. Remedios
no paraba de llamarme para decirme que estaba preocupada con su madre, que quería jubi-
larse y largarse al pueblo. Pero también estaba preocupada por Violeta. ¡Está saliendo a ti!,
me dijo un día, no sé si entre lágrimas porque estábamos hablando por teléfono, pero sí
muy afectada. Y luego estaba Alfredo, que no sabíamos dónde estaba, y no podíamos dar
parte a la guardia civil porque no se había presentado a la primera citación del juez y la
guardia civil ya estaría buscándolo por su cuenta. Pero yo no sabía dónde buscar, y esa im-
posibilidad me tranquilizaba porque me liberaba de culpa y, por lo demás, me traía sin cui-
dado dónde estuviese Alfredo con tal de que no me necesitase para ir a ningún otro sórdido
villorrio vallisoletano a pasar frío, con lo bien que se está nadando en la piscina.
Mantener a raya todos esos asuntos, lo que me importaban y lo que amenazaban con
en bicicleta, imaginaba un entierro lleno de flores, o me dejaba llevar por una escena en la
que veía cómo el pintor Julio Palomares forzaba en un callejón a una pobre criatura y yo,
para defenderla, le abría el cráneo a patadas. Nunca he sido tan violento como en esas horas
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últimas de la mañana, los últimos tiempos casi siempre en clase de Pilar Guijarro, que me
ponía nervioso quizá como prolongación de lo que su amada Rosita me sacaba de mis casi-
llas, aunque yo jamás lo demostré ni moví un solo músculo mientras por dentro cometía
salvajes asesinatos contra ese tipo de enemigos que todo el mundo tiene para justificar su
instinto. Y, ahora que lo pienso, cuando más tenso me puse fue con las inacabables dudas
sentimentales de Rosita mientras tomábamos el desayuno, en las horas libres que pasába-
mos los dos en la cafetería o en el vestuario. Pero no me ponía nervioso porque su actitud
de algún modo me afligiese, sino porque la consideraba impropia de ella, porque descendía
Rosa se tomó su aventura con el juez como unas vacaciones del corazón. Una sema-
na de fiesta para Rosa no era sólo cambiar de aires sino de convicciones. Lo malo es que,
cuando volvimos de Astorga y nos reincorporamos al trabajo, ella se trajo las convicciones
cambiadas y el espíritu de vacaciones. El juez insistía. Venía todos los fines de semana,
hacía por verla, la invitaba a cenar, se la llevaba al chalet que los padres del juez tienen en
Mirasierra (no muy lejos de donde ahora vive mi mujer, por cierto) y estaba empeñado en
casarse con ella, en ser un padre para Lurdes y un abuelo para Carmelilla, en hacer lo que
fuese menester para conseguir un traslado a Madrid y en que Rosa dejara para siempre de
Yo Güino es que no sé, me decía. ¡Es tan majo, es tan amable, es tan buena persona!
Porque yo quererle no le quiero, o sí, no sé, quién sabe nada de amor, yo follo con él y me
siento muy a gusto, las cosas como son. En la cama, con todo lo gordo que está, es como un
pajarico, y cuando nos hemos corrido me cuenta unos chistes graciosísimos. ¿Te sabes
aquel...?, y Rosa me contaba un chiste malo que le hacía una gracia que se moría de risa.
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¡Pero Rosita, si es un juez!, le dije, bromeando, un día que me vino con que Eduardo la
Lo más desconcertante de todo fue que, por encima de las rentabilidades obvias que
Rosa veía en liarse con un tipo tan solvente, más allá de la renuncia y el desclasamiento y
toda la integridad ético izquierdosa (un poco pedestre, la verdad) que suponía echarse se-
mejante novio, más allá del futuro y de su hija y de su nieta y de sus cervicales que la lle-
vaban a mal traer, más allá de eso yo creo que Rosita estaba ilusionada de verdad, se había
enamorado de verdad, y eso sí que me parecía incomprensible. Uno nunca entiende a los
novios de las amigas. Uno se hace cruces de cómo una mujer tan lista es capaz de caer en
los brazos de un pollo como ése. Yo tiendo, como todo el mundo, a sobrevalorar a los ami-
gos, y cuando Rosa me ha contado a qué se dedicaban sus conquistas, qué tipo de bigardo
era el padre de Lurdes, yo siempre he terminado por decirle calla, calla, mujer, no me cuen-
tes más, que me vas a poner nervioso. Porque uno es dulce y educado, elegante y culto,
respetuoso y comprensivo, buen conversador y amigo de hacer favores, pero ellas se lanzan
como lobas a los brazos de una bestia parda, y luego van y te explican que el amor es ciego
y que en el fondo es un encanto o que cuenta unos chistes que dan mucha risa. Uno es así
de perfecto incluso con las amigas con quienes no quiere tener nada, pero aun en la amistad
sin cama es necesaria cierta reciprocidad, que cuando se echen un novio no incurran en
vicios vulgares indignos de sus amigos. Todo esto es demasiado complicado para explicár-
selo a Rosita. Yo me limité a decir que no podía ir a la fiesta, pero ella se sacó de la manga
otra de sus armas favoritas: Güino, por favor, no me hagas esto. Si no vienes tú, ¿a quién
voy a llevar? Esto es importante para mí, Güino. ¡No me hagas creer que te importo un co-
mino!
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Mirasierra tiene aspecto de sanatorio para enfermos multimillonarios. Las casas son
castillos con muros de cemento y verjas puntiagudas y lucecitas de seguridad que parpa-
dean en la noche por encima de los parterres. En las entradas de las urbanizaciones hay
guardias armados hasta los dientes con perros amaestrados que tienen la misma mirada in-
quisitiva e insolente de sus amos. Luego hay una zona más modesta de adosados unifami-
liares, que también valen un huevo y están igual de vigilados, pero ya no tienen el aire de
búnker prohibido ni sus habitantes piensan que cualquier ciudadano que pasea por la calle
puede ser un violador. Mi ex mujer y mi hija viven en esta otra parte un poco más normal,
pero, por lo que me cuenta mi hija, la manía persecutoria, los perros amaestrados y el aire
insolente y altivo es la tónica de todo el barrio. Yo antes de la fiesta ésa sólo había ido por
allí una vez, cuando mis mujeres hicieron el traslado y mi hija se empeñó en que fuese.
Llegué, me tomé un café, soporté un rato el inevitable llanto de Remedios (no estaba segura
dado todo tipo de excusas para no aparecer por allí salvo en las reuniones familiares con mi
suegra. Violeta toma un autobús todos los viernes cada quince días y yo la recojo en la pa-
Pero ninguna de las excusas que durante casi tres años le he dado a Remedios para
no ir a la casa donde vive mi propia hija sirvió para convencer a Rosa de que yo no pintaba
nada en Mirasierra. Eduardo, el juez chistoso, había invitado a todos sus amigos, pero Rosa
se dio cuenta de que sólo me tenía a mí. Ella tiene más amigos, claro, pero en el embota-
miento propio del amor sintió vergüenza de sí misma y de todas sus amistades. Esto ella ni
quién más llamo, Güino, y a quién más llamo?, se limitó a decir. No podía llevar a sus ami-
gos del sindicato porque empezarían a meterse con la familia de Eduardo. No podía llevar a
sus amigas de toda la vida porque les parecería una presunción intolerable. En realidad no
podía decir a nadie que tenía un novio rico, a los unos porque le retirarían el saludo y a los
otros porque eran unos ordinarios que no se sabrían comportar. Me lo podía decir a mí,
porque conmigo se puede ir a todas partes, pero a nadie más. Se lo podemos decir a Bidón,
le sugerí, Bidón es muy aparente y tiene buena mano con los canapés. A ella no le pareció
mal (lo de los canapés le hizo reír), porque Bidón entiende mucho de arte y seguro que en
el chalet de los padres de Eduardo tenían obras de mucho valor. Aunque ése es capaz de
decir que hay un cuadro que le pone muy triste o vaciar el mueble bar y coger una borra-
chera escandalosa, dijo Rosita. No te preocupes, le dije yo, que nos sabremos comportar.
Esa semana me tuvo mártir con qué se tenía que poner, porque ella no había ido a
una fiesta de esas en su vida, y se había pasado la vida bramando contra los que iban a esas
fiestas. ¿Y tú Güino cómo vas a ir? Pues no sé, le decía yo para ponerla más nerviosa, si
quieres me pongo el traje de la boda. El jueves, un par de días antes del sarao, vino toda
pasado la noche entera sin dormir, no tengo nada claro pero nada, Güino, pero nada. Chica,
calla, le dije yo, esta tarde nos vamos los dos de compras a ponerte guapa. A mí no me jo-
das que no estoy para derroches, me contestó. Yo le dije tómatelo como una inversión, mu-
jer, que cuando te cases con el juez vas a pasarte las tardes comprando trapos. ¡Güino no
Su problema era que tenía un vestido muy mono que se compró para el bautizo de
la nieta pero no tenía abrigo, ¡y no voy a presentarme con un vestido tan elegante y el plu-
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mífero que me llevé a Astorga! El problema era el entretiempo. ¡Si hiciese frío-frío o calor-
calor, pero es que así para entretiempo yo no tengo nada! De modo que la calmé como pude
y le dije que dejara el asunto en mis manos. Llamé a Remedios, que es más o menos de su
misma talla, y le expuse la situación. Mi ex mujer alucinaba. ¡Hijo, Güino, me llamas para
unas cosas más raras!, ¡en vez de llamarme para lo que me tenías que llamar!
el trabajo. Lo único que te estoy pidiendo es un abrigo de entretiempo, querida, le dije, por-
que es para una amiga, una amiga que tiene que sacar adelante a su familia y se ha visto en
una noche. He pensado en ti porque me imaginé que lo comprenderías, pero nada, déjalo,
mujer, déjalo, y perdona por las molestias, dije. Pero nunca debí haber dicho eso. Nunca
debí haber pedido a nadie un favor. A mí los favores me cuestan demasiado caros. De mo-
mento, aquel favor me está costando el distanciamiento que ahora, meses después, muestra
Remedios no sólo le dejó un abrigo. Le dejó un vestido negro con rosas grandes es-
tampadas en rojo que Remedios se compró para la boda de Margarita, una amiga de la in-
fancia. El vestido es de tela flexible, porque Remedios tiene mucha cadera pero poco pe-
cho, y Rosita tiene las mismas caderas pero gasta por lo menos un noventa y cinco de suje-
tador. Pero Remedios tiene muchos vestidos y muchos abrigos de entretiempo, y sin em-
bargo tuvo que dejarle ese. La boda de Margarita fue hace tres años. Cuando volvíamos en
el taxi, después de aquella boda, Remedios me dijo que había decidido marcharse de casa, y
Estás muy guapa, le dije a Rosita nada más meternos en el taxi que nos llevó a Mi-
rasierra. Bidón dijo que iría por su cuenta. Rosa se repasó los labios y me preguntó si no le
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marcaba mucho el pecho. Remedios se había empeñado en que ese vestido le sentaba bien,
y ella no le dijo nada, claro. ¿Qué le iba a decir, si se lo estaba prestando? Pero Remedios
tenía muy buen gusto. Era muy maja. Remedios era majísima. Y era raro no conocerla,
porque Remedios le había dicho que a mí me conoció en la escuela, que fue a posar allí
Yo por mi parte me puse mis mejores galas. Un traje negro sin camisa, con un jer-
sey fino de cuello abierto también negro, el tres cuartos de cuero que me regaló mi suegra,
recuerdo de las Brigadas Internacionales, y unos zapatos doctor Maertens con el brillo re-
cién sacado. Por mucho que nuestra ideología nos confirme que somos todos iguales y que
podemos presentarnos en cualquier casa vestidos como nos dé la gana, y por mucho que yo
a Rosa le hiciese ver que aquella cena no era más que una oportunidad de ver ambientes
graciosos, la verdad es que uno se lo piensa cuando tiene que comer con un juez. Y si el
juez es aristócrata se lo piensa varias veces. El instinto nos hace temer que sus maneras
vayan tendiendo alguna red que nos humille. Aparentar es divertido, pero en esas
circunstancias resulta imprescindible. Hay que dar un aire despreocupado, como si vinieses
de una reunión mucho más importante y ahí por fin te pudieses relajar, ir con traje pero sin
camisa, incluso con el matiz bohemio republicano del tres cuartos, un poco para tocar los
huevos a tanta nobleza. Y, al contrario de lo que se supone que son las normas nobles en la
mesa, hay que hacer también un poco el guarro, coger los langostinos con los dedos,
chupetear la raja de limón, sorber el plato y untar mojo. Hay que ser un poco guarro porque
los aristócratas son gente tan pasada que no renuncia a los placeres primitivos, y él sería un
aristócrata de los jueces Rodrigálvarez y ella de las señoras de Basterra, pero yo era un
aristócrata de la belleza. Él podría ser el más alto funcionario posible, pero yo miraría la
decoración de su casa con un pequeño rictus de dolor de estómago, como si todo aquello
De primero la criada, una chica con acento panameño, nos puso un surtido de ma-
riscos frescos y estuvimos dándole vueltas al asunto de Alfredo, no tanto porque nos impor-
tase mucho cuanto porque en el fondo era lo único que teníamos en común, lo único de lo
que se podía echar mano para hablar, porque Rosita, mucho más afectada que yo por las
vios toda la cena y cada vez que abría la boca temía estar diciendo alguna paletada y le salía
una extraño acento medio catalán. Lo que sí que estuvo muy bueno fueron los espárragos,
de eso me acuerdo como si los acabase de comer. Eran suaves, sin apenas hilos, cocidos
con una bechamel muy fina y gratinados tan sólo hasta que tomasen el color. Dentro lleva-
ban un paté nada pastoso, debía de ser de ave, y el plato estaba decorado con unas gotas
Jackson Pollock de crema de verduras y una estela de huevas de salmón. El juez se justificó
diciendo que después de imponerle a Alfredo una fianza le había dicho que se presentase
una vez cada quince días, pero que ya habían pasado los primeros quince días y Alfredo no
había vuelto. Ahora podía dictar una orden de búsqueda y captura, y cuando lo cogiesen
meterle un puro de prisión incondicional hasta que le empezasen a salir los juicios. Pero no
te preocupes, dijo, mirando a Rosita, tranquilizándola con una sonrisa muy comedida. Dijo
A mí eso me hizo gracia porque Alfredo se había convertido para ese juez en un
asunto de amor, y Rosita no lo desmentía. Incluso Bidón, que al llegar el postre todavía
estaba sereno, muy respetuoso con la basura que había colgada de las paredes, muy pruden-
te y muy neutro en sus breves intervenciones, todas llenas de sonrisas, dijo un extraño cla-
ro, claro cuando el juez anunció a los presentes que había decidido saltarse la ley para tener
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un detalle con sus compañeros. Luego supe por qué Bidón se había mostrado tan manso,
pero entonces pensé que a él también le estaba impresionando Mirasierra. Pero lo de Bidón
En la cena, aparte de la criada, estábamos cinco personas. Todos los amigos de Rosa
éramos Bidón y yo, aparte del fantasma de Alfredo, y todos los amigos del juez era su her-
mana la pequeña. Entonces era una chica muy guapa y apenas hablaba nada. Tenía la cara
cansada. Las ojeras se le notaban más porque tenía el aire pálido de los eslavos, que además
suelen tener la mirada clara y los labios mas oscuros de lo normal. Son los ojos asustados y
la boca muy seria de las saltadoras de altura checas. Su cuerpo, por lo demás, no era el de
una atleta, pero sí el de una escultura. Se le marcaban mucho los huesos, tenía los brazos
delgados pero los pechos grandes, el pubis apaisado, como demasiado abiertas las caderas
para unas piernas que entonces no vi pero me imaginaba muy finas. Me gustan esos cuerpos
porque el peso del pecho les produce una levísima encorvadura, una discreta cargazón en
los trapecios que equilibra su perfil, igual que las espinas ilíacas marcadas en la parte supe-
rior de las caderas se equilibran con el ancho culo. Me gusta esa mezcla de dama frágil y
mujer bragada, de modelo que no podría pasear vestidos porque es demasiado mujer. Pero
hermano, sus dedos gordezuelos y su barba hasta los ojos y la voz nasal de quienes tienen
demasiada papada y les dan fatigas al hablar. Una vez, cuando su hermano nos estaba con-
tando que Alfredo debería estar en busca y captura, ella dijo: ¿Qué edad tiene?. Está a pun-
to de cumplir 65, dije yo, que estaba mirando los cuadros de la pared como si no prestase la
dirigió a su hermano sino a mí, y yo giré la cabeza con deliberada lentitud hasta toparme
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con sus ojos y ensayar una mirada penetrante, no lo pude evitar. Un buen abogado puede
amargarle los años de vida que le quedan, dijo, y luego, dirigiéndose a su hermano, añadió:
a él y a ti, Edu. Joder, terció Rosita, que no se pudo contener, ¿y tú que entiendes por un
buen abogado? Ella la miró con la serenidad de quien está acostumbrado a dar malas noti-
cias sin ofender. No hablo de bondad, hablo de dinero, y el Palomares ese tiene mucho di-
nero, y por lo visto muy mala leche. Luego se calló un buen rato.
Eva lo defendería sin ningún problema, dijo su hermano, pero ahora no puede, y
además es mi hermana. La conversación derivó enseguida hacia los espárragos y siguió por
comentarios banales que no la sacaban de su cansancio, por más que Bidón empezase muy
pronto a intentar ser amable con ella y hablar interminablemente sobre pintura moderna.
Fue pesado, pero no grosero. Sólo al final, cuando Rosita dijo a todos que mi exmujer le
había prestado el vestido y que se le iban a salir las tetas de un momento a otro, vi a Eva
sonreír y comentarle con algo de temblor de labios: qué va, mujer, estás guapísima. Yo es-
tuve por decirle no le hagas caso, Eva, que os está provocando, pero también me callé.
Me marché de la casa del juez lo antes que pude porque al día siguiente era domin-
que me hace mantener el tipo, y en los que no son de zozobra también porque no he fallado
un solo domingo desde nació mi hija. Ese día, hace dieciocho años y tres meses, trajeron a
mi hija y a su madre del Corazón de Jesús y yo pasé muy mala noche, cada vez que me
dormía me asaltaban angustiosas asfixias infantiles, de modo que me levanté muy temprano
y me puse a pintar un óleo. Desde entonces, todos los domingos por la mañana he hecho lo
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mismo, esté donde esté. Si viajo pinto miniaturas. Los dibujos los puedo hacer a cualquier
hora, cualquier día, no importa si varios días seguidos o ninguno durante varios meses. Los
dibujos son una forma de entretenimiento que no me cuesta ningún esfuerzo, pero cuando
pinto al óleo me lo tomo en serio. Los dibujos son esa curiosidad despreocupada de los bo-
cetos que se hacen silbando, el óleo es un proyecto de mucho tiempo. En dieciocho años y
tres meses he pintado siete cuadros grandes y dos miniaturas de viajes. Las miniaturas me
desagradan porque tengo que basarme siempre en la memoria, pero en el caso de los cua-
dros grandes siempre veo lo que estoy pintando. Mis siete cuadros se titulan Ventana del
rraza, que tiene un cuadro para cada estación del año. Estos últimos cuatro cuadros aún los
tengo inacabados. Teniendo en cuenta que sólo pinto tres horas a la semana, si lo hiciese
todos los días del año, aunque sólo fuesen tres horas, pintaría en un año lo que me cuesta
siete, y no tendría sólo siete cuadros, cuatro inacabados, sino siete veces siete, que ya es
una pequeña obra. Pero yo no quiero tener una pequeña obra sino pasar las mañanas de los
domingos.
Ese domingo me puse a la tarea pero no me dejaron dar ni cuatro pinceladas. Estaba
pintando una hoja de las hortensias que se ven a mano izquierda, las flores aún estaban en
su manojo de capullos pero las hojas habían empezado a sacar la rugosidad carnosa y bri-
llante de cuando se hacen grandes de verdad. Estaba justo en los brillos de esas pequeñas
musculaturas cuando llamaron a la puerta. Era Bidón, que se había traído a Eva para el des-
ayuno. Habían salido los cuatro a tomar una copa cuando yo me marché a casa. Acababan
de dejar a Rosita y al juez en un taxi de vuelta a la casa lejanamente inglesa de los Rodri-
gálvarez Basterra, a las siete de la mañana, y ellos dos habían estado dando un paseo por el
que él detesta. Copista, me ha llamado en más de una ocasión. Y no sabe que la tarea de
copiar es tan agradable para un aficionado al dibujo como la de traducir para un amante de
mi mujer habrían entendido nunca el placer de pintar todas las líneas de todos los tejados,
todas las antenas de todas las azoteas, todas las cruces de todas las iglesias. Bidón tenía en
el fondo tan poca sensibilidad que ni siquiera sabía que no era un cuadro sino cuatro. Otras
veces, al final de otras borracheras, había venido a largarme un discurso monótono y pasto-
so, de haber bebido mucho y tomado mucha cocaína, y también era domingo y yo estaba
mundo no reconocía su talento, a hablar mal del trabajo, a contar sus dramas amorosos de
quince días, a pedir dinero, a relatar proyectos inverosímiles, ideas fugaces que a veces
cuadro nunca le duraba más de una mañana. Se ponía muy melodramático diciendo teorías
puzas, lo que pasa cuando alguien dice que un boceto es una obra de arte y los demás se lo
creen. Bidón hablaba siempre sobre sí mismo y si acaso, en el descanso rápido de encen-
derse un cigarro, me preguntaba cuándo iba a cambiar de cuadro de una puta vez, y me re-
petía la típica tontería goethiana: pero si ya lo tienes colgado en esa ventana, ¿en qué otra lo
vas a colgar?
Sin embargo ese domingo quería impresionar a Eva. Se lo noté desde el principio.
Nada más llegar usó ese tono que usa para sentirse artista, y se vino al cuadro y empezó a
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dar opiniones de conmilitón, a decir que le gustaba mucho la profundidad y que había
hecho bien en dejar esbozada la barandilla. Eva no dijo nada. La cara tampoco le había
cambiado, y si lo había hecho se le había vuelto a cansar. Se limitó a saludar sin ningún
la melena y lo primero que hizo fue pedir un café y sentarse en el sillón que tengo en el
estudio para fumarme un cigarro mientras miro el cuadro que estoy pintando. Mientras Bi-
dón comentaba pormenores de la luz de los que no tiene ni idea, ella miraba el cuadro muy
Me molestaba que Bidón me tratara de artista. Es humillante que alguien crea que
para sobrevalorarse a sí mismo también lo debe hacer con sus amigos. Me molestaban, en
rigor, los dos. No tenía el más mínimo interés por la amistad que hubiera podido surgir en-
tre ellos, y a Eva ya la había mirado bastante durante la cena. Lo de la belleza eslava lo
tengo siempre a mano en mi colección de atletas del telón de acero, una especie de álbum
de cromos que me hice con los rostros de Heike Dressler o Gabriela Szavo. No me intere-
saban los comentarios pomposos de Bidón ni el espectáculo del apareamiento. Bidón había
venido muchas veces a casa con una chica a la que invitaba a desayunar en casa de un ami-
go un poco antes de tirársela. Desde mi casa hay unas vistas estupendas y su colega Güino
puede ser todo lo que necesite que sea la catadura social de la hembra. Si otras veces tengo
que fingir por conveniencia de los otros, con Bidón por lo menos no tengo que hacer nada
la infancia, como bedel en la escuela y como espléndido modelo profesional. Un día que se
estaba ligando a una galerista me pidió por favor que guardase los cuadros y que pusiera
algunos suyos. Quería, dijo, que la galerista viese sus pinturas sin saber que eran suyas,
para ver su reacción. Fue tremendo hacer pasar por mía semejante basura.
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Cuando volví de la cocina con el café y las pastas integrales Eva se había quedado
dormida. En esos momentos Bidón espera que yo le ofrezca quedarse en mi casa con su
acompañante, pero yo nunca se lo ofrezco. Es un código de silencio que funciona muy bien.
Esto no es ningún motel. Pero lo que nunca nos había sucedido es que la acompañante se
quedase dormida. Me dieron ganas de hacerle alguna foto tumbada en el sofá, sus largas
piernas acurrucadas en una posición fetal pero elegante, el rostro apoyado en la oreja del
Entonces Bidón me dijo que saliésemos a la terraza y allí mirando la Casa de Cam-
po me dijo: ¿te acuerdas de Antonia? Entonces le apareció en el rostro una mezcla insana
de clarividencia y dolor, como esas revelaciones redentoras que tienen los desahuciados,
que sólo anuncian la muerte o la locura. Bidón dijo que lo había pasado muy mal, que An-
tonia lo había herido mucho más de lo que se hubiese podido nunca imaginar. Lo de Anto-
nia había sido el encuentro con la droga dura, quince minutos en el paraíso. Ella seguía en
Berlín, le escribía y le daba esperanzas, pero también le contaba sus andanzas con pelos y
señales, y los tres meses que llevaba ya viviendo con un bigardo alemán de nombre Hans
que se dedicaba a la música concreta. Estaba teniendo mucho éxito y a ella le echaba unos
polvos espectaculares, que ella, como acto de sinceridad, como prueba de que por encima
del sexo está el entendimiento mutuo, le contaba en sesiones de correo electrónico en las
que Bidón siempre quiso no creer. Una vez, cuando vino a Madrid, Bidón se sentía tan ul-
trajado que la primera noche no quiso follar con ella. Le dijo he sufrido demasiado, Anto-
periódico y llamó a un muchacho para que se la follase delante de él, para que Bidón se
diese cuenta de que las imaginaciones enferman si no se miran a la luz de la sencilla reali-
dad. Y al día siguiente se volvió a Berlín. El idiota de Bidón lo comprendía, había sido una
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escena liberadora, y al final él también se tiró al muchacho, y había sido, como suelen ser
los triángulos, una experiencia muy gratificante, salvo que exista el amor por medio. Sabía
que si abandonaba las apuestas de Antonia ya nunca la vería más, porque Antonia exigía
unos límites de modernidad para los que había que tener un corazón de hierro. Igual que se
le ocurría eso podía estar un mes seguido con Bidón haciendo vida de carmelita y Bidón
también tenía que tragar. Se lo había dicho, ella, desde el principio: nunca intentes cambiar
mi modo de vida. Si te gusta, adelante. Si no, búscate otra, y esa declaración de derechos
elementales había cobrado una consistencia en Antonia que le permitía caminar segura por
Pero todo eso ha terminado, dijo Bidón. Tiene que terminar. Si sigo así voy a termi-
nar con ella y conmigo y con el mundo entero. Basta. Ya nunca más volveré a ser artista.
Haré lo que haces tú, seré un perfecto funcionario, me levantaré temprano los domingos,
tendré hijos, visitaré a los padres de mi mujer, tendré una casita en el campo. Bueno, a ti
todo eso no te iba pero yo es que no puedo estar solo, no debo estar solo. Un cambio como
este, un cambio tan radical de la juventud a la madurez sólo puedo hacerlo acompañado de
alguien, esposado por alguien. Necesito un poco de claridad. Estoy enfermo, Güino, peso
todo, no paro en casa, muchas mañanas ni siquiera recuerdo si utilicé condón o no, ni quién
coño era la que estaba conmigo. El otro día me levanté por la mañana y vi que la tía con la
que estaba llevaba el tobillo perforado por las jeringuillas. Y esto no puede seguir así. Ya
no más. Llevo una semana hecho polvo porque debería ir a hacerme unos análisis pero me
la vía.
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oportuno. Era difícil pensar que tuviese una oportunidad como esa de regenerarse. No se
trataba de ningún braguetazo. Bidón no quería el dinero de nadie. Se trataba de una identi-
me podía imaginar. Era rica por sus padres, sí, claro, a ella nunca la dejarían tirada, nunca
se tendría que ganar la vida de mala manera. Pero ella estaba tan hundida como él. La vida
le había pegado una hostia igual de grande pero en sentido contrario. Ella había desperdi-
ciado día por día toda su juventud. Llevaba seis años preparando unas oposiciones a juez.
Sólo se había presentado dos veces, la primera para probar porque sólo llevaba tres años
estudiando, pero la segunda iba en serio, iba a por el número uno, el único número que se
conoce en la saga de los Rodrigálvarez, pero no sólo no sacó el número uno sino que sus-
pendió el examen. Ahora, en cuestión de emociones, Eva estaba catatónica. Lo lógico era
emplear otros tres años y arriesgarse otra vez a que la apuntillasen, pero si alguna fuerza le
había quedado después del soponcio era para no ponerse a estudiar nunca más. ¿Quieres
saber una cosa?, me dijo Bidón. Cuando hemos salido de tomar la última copa veníamos
hacia el patio del Palacio Real y de pronto va y me dice: ¿Sabes que yo nunca había visto
amanecer? ¡Qué te parece! ¡No había visto nunca amanecer, Güino, es virgen por los cuatro
me dijo que no pero tanta castidad sería un poco mosqueante. Lo importante es que ella
necesita dejarlo todo y yo también, y ella no ha sido educada para llevar la vida crápula que
llevo yo, le quedará un resto de orden, de buenas costumbres, de vida sencilla, porque si lo
miras bien su problema es que es sencilla. Ella no ha podido ser juez y yo no he podido ser
Cuando volvimos a entrar Eva ya se había despertado, pero seguía sentada en el si-
llón, mirando el cuadro. Fui a calentarle el café con leche en el microondas y cuando volví
me preguntó cuánto tiempo llevaba haciendo ese cuadro. Siete años, le dije. En realidad es
un poco menos de seis, pero yo dije siete para solidarizarme con ella.
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Añoro las expertas manos de Susanita. Hasta que le salió trabajo en la compañía de
ballet de Nacho Duato, todas las tardes, después de comer, iba a hacer la digestión a su casa
con un masaje de hora y media. Con ella podía ir todos los días porque me hacía precios
especiales, a mil quinientas la hora, lo mismo que nos cobraba la asistenta cuando vivía con
mis mujeres. Ahora Susanita cobra como diez veces más y se pasa la vida en los aviones, y
por supuesto ha dejado los trabajos particulares. Me sigue enviando postales desde las ópe-
ras de medio mundo, me cuenta sus andanzas, la gente curiosa que conoce. Pero desde hace
seis meses no me da ningún masaje. Ahora me tengo que contentar con ir a una masajista
dos o tres veces por semana, según lo cargado que me encuentre, y aun así me gasto medio
sueldo en relajar los músculos. Desde que Susana se marchó, el único momento de verdade-
ra distensión lo sentí en los baños árabes de Granada. Si tuviese dinero, estas navidades
Susana era pequeña, muy delgada, muy nerviosa, con cara de rata. Los dedos de las
manos (y de los pies) los tenía como sarmientos prematuros, eran muy largos y retorcidos,
abiertos como los de un virtuoso del piano. Pese a que Susana tenía mucho nervio y mucha
más o menos pequeñas de la espalda, sino en hurgar con las yemas duras de sus dedos de-
bajo de casi todos los músculos. Era única merodeando en los esplenios, muy cerca del bul-
bo raquídeo. Cuando un masajista que no conozco se acerca por ahí me echo a temblar, no
me abandono como hacía con Susana, decúbito prono por fuera y por dentro despatarrado.
Los pizzicattos que me tocaba Susana por todas las junturas de las vértebras del espinazo
con los dedos de los pies eran un placer que ya no espero volver a sentir. Por lo menos no
ahora, no con la lanzadora de peso soviética que me ha tocado ahora, una amiga de Rosita
que sabe hacerlo bien y es muy profesional, pero no es Susana. Yo la llamo Konchakova.
cunstancias anómalas, no era momento ni mucho menos de que tuviese que renunciar a un
pero el ambiente se carga mucho. Los profesores necesitan llegar al final del temario y te
varios días hasta que termines de sacar los cálculos sobre cuál es la mejor posición dentro
de los mismos márgenes exteriores. Los alumnos, salvo los que no tienen la menor urgen-
cia, dibujan a una velocidad imposible, necesitan creer que lo están haciendo bien y se
acostumbran a vivir de los bocetos, a no corregir. Y todo eso, y el polen y el calor que
había pasado a Alfredo sin dar señales de vida. En términos laborales ya estaba muerto, y
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Rosita se dedicó a pelear por la sucesión. Quería una oposición justa para que entrase su
hija. Las ideas del ministerio no iban más allá de dejar la plaza sin cubrir, pero entonces
(esta era la baza sindical de Rosa) habría que contratar al bedel correspondiente durante el
verano y al modelo aficionado durante el invierno, y era un escándalo que pudiendo hacer
poco confusas sobre la defensa del arte. Esas consideraciones confusas las redacté yo. Rosi-
ta, en el más puro estilo setenta, se empeñó en repartir entre los estudiantes unas octavillas
explicando nuestra situación y nuestras reivindicaciones. Una amiga suya que es abogada
laboralista escribió lo de los dos contratos temporales, pero luego Rosita vino y me dijo
Güino, ponle algo más sobre el arte, anda. Yo me devané los sesos tratando de no decir una
tontería. Los masajes se me iban en idear cuatro líneas que justificasen un contrato para
Lourdes, y que hablasen de arte. ¿Qué tenía que decir? ¿Que los modelos no somos perso-
nas normales, que somos especialistas en reflejar la modalidad de la persona normal pero
no somos ninguna de ellas, que trabajamos fuera del trabajo para que nuestro cuerpo sea
sincero y para que refleje las verdades que luego en la vida casi no se ven, y si se ven no se
saben sentir? ¿Algo que terminase diciendo ¡porque los modelos no somos un atavismo, los
modelos somos profesionales de la realidad, y por eso exigimos que cubran esta plaza con
un funcionario!? Mira, Rosita, le dije, no hace falta que hagamos manifestaciones, a los
estudiantes se la suda que tengamos o no trabajo, por sudarle se la suda el dibujo y el natu-
ral y la pintura realista. Lo único que puedes hacer es el ridículo como lo hizo Alfredo lla-
mando a los periodistas para contar a todo el mundo que queremos a un bedel. Imagínate
que luego vienen los periodistas y descubren que la nueva promesa de los cuerpos normales
Al final escribí una chorrada que prefiero no reproducir y Rosa repartió las octavi-
llas, ella sola porque a los demás nos daba vergüenza. Pero Rosa es dura como las piedras.
No sólo repartió las octavillas sino que también me obligó a redactar una carta para El País
que por suerte no publicaron y un día apareció con unas asesoras del sindicato para estudiar
cuerda empezarían a pensar en lo absurdo que es que uno sea modelo para toda la vida, qué
pensaría el Instituto de la Juventud, o esos que se ganan la vida en las esquinas. Ella captó
que me estaba cansando de aquello y me dijo que ella en el fondo que lo hacía por Alfredo,
bamos ya en mayo y había que ajustar muy mucho el regalo de mi hija. Quedaban tres me-
ses escasos, apenas tenía nada. No había coherencia entre los dibujos que había ido amon-
pusieron de Doríforo sufrí una distensión del recto interno, y como no pude descansar lo
A veces pienso que mi único objetivo en esta vida es que no me duela nada. Un ti-
rón muscular acaba provocando una depresión, porque en mi trabajo hay que tener el cuer-
espíritu deportivo sino un invencible miedo al dolor que es también una forma de horror al
vacío. Lleno las paredes de mi tiempo con todo tipo de ocupaciones intrascendentes porque
las horas muertas, incluso los momentos perdidos me dejan siempre a merced del abismo.
Cuando uno camina por un puente tiene menos ganas de tirarse que cuando está parado. El
masaje era una solución perfecta, una ocupación regular en la que no podía pensar en nada,
una transformación de la parte más pastosa del día en un motivo de ilusión cada vez que me
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regalo por ejemplo, me estimulaban tanto como el masaje, pero las inesperadas o tristes o
trágicas eran como un golpe en la nuca que me desarmaba por completo. Las temía y trata-
ba de burlarlas como fuera. Yo necesitaba esa salud mental, pero los demás la tomaban por
indiferencia, de modo que debía fingir que algo me dolía todo lo que había tratado de evitar
que me doliese y lo había conseguido. Eso al fin y al cabo era una postura y yo no dejaba
Mi mujer sólo me llamaba para poner a prueba esta capacidad de contención. Desde
que nos separamos sólo hablamos de cosas importantes, de la intendencia familiar, de las
conversaciones que deben tener las parejas separadas, de los estudios de Violeta, de la
adaptación a la vida en soledad, de nuestro alivio luto. Ella siempre ha dicho que Violeta
era más feliz si su madre y su padre cenaban juntos de vez en cuando y se llevaban bien, si
todo era un poco como en esas comedias en donde los separados son muy amigos y la tra-
ma consiste en las nuevas relaciones que les van surgiendo a cada uno. Así planteado, se
trata de mantener las normas afables del matrimonio civilizado y hacerlo compatible con
nuevas escenas de amor. Pero la realidad es muy distinta. Ni los separados se llevan tan
bien ni los nuevos amores son tan frecuentes. En mi caso, incurríamos en conversaciones
llenas de tópicos, rehacer nuestra vida, abrirse a nuevas amistades, conservar un gran afecto
mutuo, ser responsables y conscientes de que por encima de todo somos padres de una hija
que nos necesita en una edad muy delicada y no podemos permitirnos desavenencias estú-
pidas ni rencores personales. Llevábamos una temporada de hablar mucho sobre esto. Vio-
leta estaba terminando el bachiller, siempre había sido muy cumplidora en los estudios y
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nos había sacado unas notas extraordinarias, pero su madre no dejaba de considerarla una
mujer demasiado frágil, o demasiado rara, porque jamás demostraba nada de alegría cuando
al premio extraordinario hizo una mueca de fastidio. ¿Otro examen?, se limitó a decir.
Porque lo hacía todo como a remolque. Las veces que su madre había intentado
hablar con ella de la universidad, o le había regalado un manual de anatomía (que al final
sólo uso yo, para conocerme a mí mismo), Violeta se había comportado como abrumada
por tener que mostrar entusiasmo hacia algo que le importaba un pito. A mi mujer se le
acababan enseguida las explicaciones profesionales, decía que ella trataba con problemas
más crudos, más bastos y más simples, con muchachas embarazadas y mujeres apaleadas,
que todo esto era cosa de la edad, pero con estar descrito en los manuales no dejaba de ser
un comportamiento raro. Esta niña no tiene ilusión por nada, decía. Ni siquiera podías decir
es que lo tiene todo y la estamos malcriando, porque su madre seguía muy cerca su educa-
ción, sus horarios, sus amigas, sus conversaciones, sus actividades extraescolares, y todas
ellas eran normales en un mundo que quiere educar a sus hijos en el progreso, la tolerancia,
el respeto y la solidaridad. Violeta no era una niña pija, decía su madre, que hablaba mucho
en cursiva. Una vez, debió haber tenido un mal día en el trabajo, la invité a comer al Trío,
un restaurante marroquí de la calle del Bastero, y casi al final del cous-cous me dijo que
Ese día la encontré cargada de problemas, ninguno real, ninguno definitivo, todos en
una inminencia que no era más que miedo, la sensación de que todo está tranquilo porque
algo va mal. Estaba preocupada por su madre, su madre la estaba volviendo loca. Ahora
que ya se había jubilado y había traspasado el bar de una puta vez, cuando podía irse a Mi-
rasierra con ella y con Violeta y vivir las tres como reinas y de paso pagar esas deudas de
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gratitud que tienen algunos hijos, ahora le había dado por comprarse con el dinero del bar
una casa en un pueblo, y cuando iba a verla por las tardes, dos o tres veces por semana, la
encontraba nadando en mapas y guías turísticas porque estaba buscando pueblo como aque-
lla que busca piso. Entre las dos me van a volver loca, decía, y yo tampoco hacía demasia-
dos esfuerzos por convencerla de lo contrario. Con respecto a Violeta, me había vuelto a
con que sacar adelante mi proyecto. En agosto ya será mayor de edad, le dije. ¿Y crees que
eso termina con los problemas?, ¿piensas dar por acabada tu condición de padre cuando
Violeta cumpla los dieciocho años?, me dijo, pero yo ya lo sabía, la conozco lo bastante
para tenerle preparada una contestación a cada momento. No estaba pensando en abando-
narla sino en qué le puedo regalar, le dije. ¿Le puedo?, contestó, y empezó a venirse abajo.
Escogí el restaurante Trío porque sé que en sitios así Remedios se encuentra incó-
moda. Para ella son lugares contradictorios. El restaurante Trío es un bar de barrio marroquí
que sirve menús baratos. La pintura parda de las paredes se cae a pedazos, las botellas de
plástico rellenas de agua tienen varias pátinas de grasa, todo huele al compuesto de especias
para cous-cous que venden en la carnicería marroquí de la calle Calatrava, pegado a las
paredes y a los cubiertos y a las aneas de las sillas y al ambiente amarillo que se respira.
Sus clientes suelen ser parejas que vienen al Rastro los domingos y vecinos del barrio, mu-
chos de ellos marroquíes, que en el mes de Ramadán van a la misma hora pero en vez de
comer hacen tertulia. Aparte de las novias y las chicas progres y las turistas, nunca se ve a
ninguna mujer. El local tiene el encanto de ser humilde y barato, auténtico como si estuvie-
ras en Tetuán, lleno de trabajadores que han venido en busca de un futuro mejor y soportan
abusos e inconvenientes por parte del estado español. Para una profesional de la solidaridad
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como Remedios, comer en ese restaurante y ni siquiera quejarse de la mierda que había por
todas partes puede ser incluso un modelo de ciudadanía integradora, de convivencia con
otras culturas. Pero el caso es que allí no se ve a ninguna mujer, aparte de una que sale en
un televisor lleno de rayas, una especie de María del Monte cantando melopeas mauritanas.
Hay al fondo un pasillo largo que da a la cocina y se oyen rumores de brasas para los pin-
chos morunos, pero de allí sólo salen hombres. El camarero, un viejo de simpatía exagera-
da, que habla un español para sordos aprendido por obligación cuando ya era viejo, echa
piropos a las chicas bonitas mientras les pone una sopa harira y las llama reinas y les echa
un vistazo al escote, pero su mujer y sus hijas y sus nietas, de estar en casa, lo más seguro
moro, y yo entonces le decía: no seas xenófoba, muxer, haciendo un pequeño chiste que leí
Pero también era bueno llevarla a ese tipo de sitios para que fuese consciente de que
ella gana tres veces más que yo, lo que va de un bedel de ministerio a un psicólogo privado,
de un restaurante de barrio a un asador donostiarra. Por eso, para hablar del regalo, yo pre-
fería estar lejos de todo lujo, que la conversación no se centrase en objetos que valen mu-
cho dinero. ¿Y qué es lo que tú le vas a regalar, si puede saberse?, me dijo, cuando el tema
tuve miedo. Quería decírselo porque así me vería obligado a cumplirlo aunque sólo fuese
por una cuestión de orgullo, y también porque un buen ejercicio de disciplina es mentir
das por su padre. ¿Y crees que vas a ahorrar lo suficiente de aquí a agosto?, dijo Remedios.
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fácil de cumplir. Pero añadí algo más: me ha costado mil quinientas pesetas, dije. Eso la
dejó tan desconcertada como el problema del feminismo en el oriente próximo. Y también
era mentira porque los materiales ya los tenía en casa, pero calculaba que en el proceso de
encuadernación me gastaría eso más o menos. ¿Y tú?, le dije cuando aún estaba pensando si
hablaba en serio o en broma, si me guardaba algo y qué podría ser. Pues yo creo que un
poco más de mil quinientas pesetas sí que me gastaré, la verdad, dijo ella. Los ricos lo que
queréis, bromeé yo, esta vez sí. Remedios me miró, se encendió un cigarro, se dejó el cous-
cous a medias, ella solo fuma cuando está nerviosa. No tengo ni idea de qué le voy a rega-
lar, dijo al final, un poco abatida, como queriendo descender a temas más profundos, como
apartando la vista para no conmoverse y dejando la boca entreabierta cuando estaba a punto
los dos. ¡Es que sois de piedra, hostia! No hay manera de saber qué tenéis metido aquí de-
ntro..., y se le arrasaron los ojos. Yo estoy seguro de que ella ya sabía que de cien mil pese-
Aquella conversación no hizo sino acelerar mis planes. No había dicho lo que era
con exactitud, pero al verlo lo entendería, el enigma de las mil quinientas pesetas y muchas
cosas más. Pero la verdad es que no tenía nada. Y lo que tenía no me interesaba porque
había decidido empezar de nuevo, había llegado a las fronteras de la urgencia, tenía cien
días y ni uno más, de modo que me di diez días de plazo para empezar justo cuando queda-
sen noventa, y hacer, pasase lo que pasase, un dibujo cada tres días. La encuadernación no
era problema. Al mismo tiempo que los dibujos iría preparando todo lo necesario, y cuando
ya tuviese que tener las hojas enjaretadas seguiría dibujando en el libro hasta el final. Esta-
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ba dispuesto a amarrarme a cualquier idea peregrina y seguirla sumiso sin discutirla ni du-
dar de ella.
De vuelta a casa tenía una llamada en el contestador. Era mi suegra, su hablar aún
no del todo hecho a decirle cosas a una máquina. Que soy Juana..., la madre de Remedios...,
que sólo llamaba para ver si tenías un libro que estoy buscando. Repito: que solo llamaba
para ver si tenías un libro que estoy buscando... Bueno... Nada más era que eso..., y luego
se oían unas cuantas maldiciones a lo lejos mientras colgaba su precioso teléfono negro de
Me extrañó que me llamase ella en persona y no por medio de Remedios. Desde que
nos emancipamos de su casa, de recién casados, la he venido viendo algo así como una vez
en Viernes Santo, para San Isidro, la Virgen de la Paloma y por supuesto el día del Pilar.
Antes, cuando vivíamos juntos, las comidas de invierno se hacían en su casa, en la calle
Torrecilla del Leal, en la parte alta de Lavapiés, y las del buen tiempo aquí porque justo
debajo de casa, en los jardines de las Vistillas, el ayuntamiento trae actuaciones folklóricas
y concursos de chotis y deja instalar unos cuantos chiringuitos que venden entresijos y ga-
llinejas. La calle se llena de viejos durante el día y de jóvenes anticuados durante la noche,
las laderas de césped que dan a la calle Segovia las dejan perdidas de vasos de plástico y
condones usados. A mi suegra ese ambiente le gusta mucho. En verano tiene más acento
madrileño.
Pero la comida de Viernes Santo, que siempre es en su casa, yo este año me la salté.
Fue cuando estuve en Astorga con Rosita. Desde entonces no nos habíamos vuelto a ver y
en las conversaciones con Remedios, cada vez más llenas de su madre, nunca me mencionó
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dios que tenía que ir en busca de un compañero de trabajo que se había fugado para robar
una obra de arte. Pero tampoco sé si Remedios se lo dijo a su madre con esas mismas pala-
bras. Supongo que no. A mí se me olvidó enseguida. San Isidro estaba al caer y nos volve-
ríamos a ver, y se suponía que era asunto mío organizar esa comida, porque el hecho de que
Por otra parte, desde que Remedios y yo nos separamos Juana ha estado siempre
muy agradable conmigo. Yo creo que para ella esta de ahora es la situación en la que te-
níamos que haber vivido desde el principio. Los primeros años, cuando convivíamos los
tres en el piso de arriba del bar, y ella se dedicaba a hacer tortillas de patata para los al-
entre dos fuegos, y mucho menos a Violeta, cuyos cuidados nos repartíamos entre ella y yo
para que Remedios atendiese a sus estudios. Tan sólo, a veces, se quejaba de mi natural
tranquilo, pero como mucho me llamaba cojonazos o sangre de nabo o con algún otro piro-
po castizo con que calificar mi talante inconmovible. Pero yo sabía del carácter gaseoso de
miento. Cada vez que me decía tienes los mismos huevazos que mi marido, que en paz des-
canse, porque yo me había tomado con sosiego alguna de esas circunstancias que suelen
frotaba las manos porque sabía que al día siguiente, para desagraviarme, cocinaría tremen-
más de lo que ya estaba, y el que su madre me hubiese llamado para pedirme un libro po-
dría desatar sus peores sospechas. Los manuales dicen que las personas que han trabajado
man de ilusiones aplazadas, entran en un estado de excitación que luego agrava todavía más
el sentimiento de vacío. A mi suegra podía haberle dado por leer igual que por buscar un
pueblo, no para entretenerse sino para saldar alguna deuda con sus sueños. Y eso era lo
grave. Juana había sido siempre consciente de todo, una mujer muy bragada, de poderosa
presencia, acostumbrada a lidiar con vagos y con borrachos, siempre con un nuevo motivo
para maquillar las quejas y ponerle al mal tiempo buena cara. Yo la veo un poco en el corte
heroico de Rosita pero con principios opuestos. Juana seguía yendo a besar al cristo de Me-
dinaceli, aunque sólo fuese por chafardear con las amigas del barrio, y soportó durante
veinticinco años a un marido inútil. Abría el bar a las ocho de la mañana y lo tenía abierto
hasta las once de la noche, con la ayuda de un camarero, Miguelín, que al final se ha que-
dado con el traspaso del bar por cuatro perras. Mi suegra no había conocido más varón que
sí llevaba razón. Pero el cambio era magnífico. Hablaba con una insólita delicadeza, como
a menos revoluciones, con esa blandura de quienes ya han entregado las armas. No tenía
que haberte dejado ningún mensaje, dijo, seguro que te has asustado, y no era nada, la ver-
dad es que no era nada, que se me ocurrió pensar si tú tendrías un libro, pero chico, a mi
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con los contestadores siempre me parece que se me está quedando algo por decir... ¿Qué
me ha dicho Remedios, le dije, que andas buscando pueblo? ¡Calla, chico, que estoy hecha
un lío!, dijo, y fue lo que más me desconcertó. Algo tan íntimo y sincero como estar hecha
un lío no había pertenecido nunca al lenguaje de Juana. Igual que leer tantas horas era pro-
pio de avestruces, estar hecha un lío era síntoma de poca higiene mental. Ella no tenía
tiempo para estar hecha un lío, y ese lenguaje que reflexiona sobre los sentimientos era algo
que aparece en las películas de los sábados por la tarde, pero no en la vida real. Cuando
ciones tienen mucho de drama folklórico, y lo cuentan todo como si se lo estuviesen expli-
Por que es que yo no sé fijo Güino cuál fue el lugar donde murió mi padre, porque
mi marido siempre me dijo que murió en la batalla del Ebro, y en mi casa están unos pape-
les que son los que llevaba mi marido cuando vino a decirnos a mi madre y a mí que mi
padre había muerto, pero él no lo recogió, él no lo enterró, y yo digo que en algún sitio tie-
nen que estar los nombres de los que murieron, y que en algún sitio tiene que estar su tum-
ba, y eso es lo que quiero saber, porque mi marido nunca quiso mover nada, él decía que no
iba a volver ya nunca más al campo de batalla, y en vida de él no fuimos, y después de que
faltase yo con el bar tampoco he tenido tiempo, y ahora es algo que me gustaría saber, dón-
de están esos papeles... Así que pensé pues a lo mejor Güino, como lee tanto, tiene algún
libro sobre la batalla del Ebro, y me lo deja y lo leo y me entero de algo, a lo mejor sale el
nombre de mi padre, del sitio donde lo mataron, mi padre se llamaba Jacinto, Jacinto Agua-
do Fortanete, y lo mataron en un sitio que se llama Patagallina, ¿tú no sabrás Güino por
dónde podría yo mirar?, es que si se lo digo a Reme, pues ya conoces a Reme, se va a pre-
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ocupar, seguro, porque está que no deja en paz a nadie y está yo la veo nerviosísima, ¿a ti
Juana me contó que se había metido con algunas amigas del barrio en un programa
leyendo Ivanhoe, y la monitora, una chica muy salada, les daba un cuadernillo con su guía
de lectura y sus preguntas muy sencillas para ver si lo habían entendido todo.
Remedios desconfiaba. Podía tratarse de una regresión. En cualquier otra mujer no,
en cualquiera de sus amigas del barrio ir a un cursillo sobre el arte de las iglesias de Madrid
era una cosa normal y muy aconsejable. Pero con su madre era distinto. No era que se
hubiese puesto a leer, sino cómo le había cambiado el carácter. Yo, por supuesto, se lo dije
desde el principio. Nada más colgarle a Juana llamé a Remedios que estaba de guardia en la
clínica y le dije Remedios, tu madre está leyendo Ivanhoe, y va buscando en los mapas la
tumba de su padre. Uno nunca sabe lo que para Remedios es bueno o es malo. Para las de-
más vecinas Ivanhoe pelea todas las mañanas contra los culebrones de la televisión y esa
batalla, ganada a los sesenta y tantos años, era digna de mucho más apoyo aún por parte de
las autoridades, pero con su madre era distinto, era como si se hubiese ido de vacaciones a
una infancia sin guerras. Y eso era peligroso. Y yo por si acaso se lo dije, igual que ella me
adolescente tímido en la gran ciudad, pero ella me lo pone en comunicación por si las mos-
cas, luego no digas que no te lo había dicho yo. Es justo como lo que ahora pasaba con Vio-
leta, que de pronto, a menos de un mes de que terminara el curso, había cambiado de ami-
gos. Muchas tardes venía a estudiar un muchacho con el que Violeta le había dicho que no
tenía nada, un chico que sin embargo a Remedios no le gustaba en absoluto, y Remedios
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me decía varias veces a lo largo de la comida o por teléfono ese chico no me gusta en abso-
luto, luego no digas que no te lo había dicho. Ese chico eras tú, Jan.
En las dos semanas anteriores al día de San Isidro, quizá para recordarme por indi-
rectas que tenía que invitarlas a las tres a comer, las conversaciones con Remedios fueron
mucho más frecuentes. Yo me ofrecí para buscar en algún registro los papeles que aclara-
sen dónde metieron a su abuelo, y prometí hablarle mal de la vida en provincias cuando lo
de su madre, y mi vida estaba llena de promesas que no podía cumplir a menos que sacrifi-
case alguna, casi siempre la más importante, la que sólo me afectaba a mí. Estas abnegacio-
nes sólo son rentables a largo plazo, cuando se convierten en acciones de gratitud, pero en
el momento de pasar por ellas necesitan un ejercicio de calma que me agota por fuera y
La molestia del lumbago se había instalado como un objeto diminuto que hubiese
quedado dentro del cuerpo después de alguna operación. Se me iba con masajes pero al
actitud de reflexión para estudiar la luz sobre mi espalda o el comportamiento de mis mi-
chelines, pero después de una semana dijo que necesitaba cambiar y volvió a tenerme ocho
días de pie, si bien en una postura no muy difícil, con un brazo apoyado en la pared. Pero el
malestar había entrado en mí por varios flancos al mismo tiempo. El dolor de riñones era
somático, un depósito donde canalizar el agua de las tormentas. Tantas obligaciones juntas
me dejaban expuesto a contagiarme del mismo terror injustificado que padecía Remedios.
podía evitar la pesadumbre de medir cuál era mi responsabilidad en todo ello, qué podía
De modo que tuve que volver a la librería. Allí no estaría su padre, pero sí algún
mapa del ejército donde apareciese el lugar aquel llamado Patagallina. Juana utilizaba un
mapa demasiado pequeño. Yo tuve más suerte, aunque el sitio que yo encontré no tuvo na-
da que ver con la batalla del Ebro sino con la de Pomona. ¡No se lo digas!, me dijo Reme-
dios. ¡No se lo digas que esta es capaz de buscarse allí una casa y en ese clima tan frío no
Así que yo le dije a Juana: mira, Juana, tu hija no quiere que te diga dónde está Pa-
tagallina porque piensa que eres capaz de irte a vivir allí, pero Patagallina está en tal sitio, y
no es un lugar habitado y está en un páramo donde pega un viento que corta la cara. Si
quieres este verano hacemos un viaje y lo ves, que es lo que se suele hacer en estos casos,
pero mira a ver si tratas de calmar un poco a tu hija porque tienes razón, está muy nerviosa.
Es que ella no ha podido superar lo tuyo, me dijo Juana, con mucha solemnidad, como di-
cen esas frases las actrices dramáticas, como la diría Rebeca en Ivanhoe, pero con un lo
tuyo un poco ordinario, un poco todavía de teleserie. Yo me hice el tonto. Cuando vivíamos
juntos ya estaba así, le dije. Sí, dijo ella, pero mi hija no sabe estar sola. No está sola, dije
Con Violeta fui también expeditivo. A tu madre no le gusta un pelo el chico con el
que estudias por las tardes, le dije cuando salíamos de ver una película. No tiene muy buen
aspecto, dijo ella, pero se le dan muy bien las ciencias. Él me explica matemáticas y yo le
explico latín. Pero no hay nada de particular. Lo que pasa es que mamá se comporta como
una histérica con estas cosas. Dice que he abandonado a Almudena, ya ves, que llevamos
juntas las dos solas desde que éramos niñas, yo creo que va siendo hora de que ampliemos
un poco el círculo de amistades, ¿no? Todo esto es muy sensato por tu parte, le dije yo,
pero no estamos hablando de lo que te pasa a ti sino de lo que le pasa a ella. No es que me
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haya enviado tu madre a ver si sé lo que te pasa a ti, sino que quiero que averigüemos jun-
tos lo que le pasa a ella. Violeta contestó en el tono serio de cuando tiene la cabeza baja y
se mira los zapatos, no por vergüenza sino por ensimismamiento. Tiene cargo de concien-
cia, dijo, y, aunque suene un poco tonto, lo que le pasa es que no puede vivir sin ti. ¡Si
hombre!, dije yo, para quitarle hierro, ¡lo único que me faltaba es volver a cambiar el estu-
dio de sitio! Esto va a ser la primavera, Violeta, cuando lleguen las vacaciones ya se le pa-
sará.
Aproveché aquel encuentro con Violeta para llevarla a ver una exposición y tantear-
la un poco. Lo más parecido a mi proyecto de regalo era una colección de litografías mini-
malistas hechas a partir de los cuadernos de campo de poetas y antropólogos famosos. Es-
poco pomposo, era Formas de verdad, y mezclaba los apuntes a plumilla de un poeta en
vacaciones, Cosas del campo, con los dibujos de camellos que hace el antropólogo Caro
Baroja en sus Estudios saharianos. Lo ingenioso de la exposición es que los dibujos de las
casas y de los animales, las líneas que marcan el campo y los caminos y los árboles de los
ríos eran casi las mismas en todos los libros. No había nunca demasiada profusión de lí-
neas, ni demasiados gestos ni deformaciones. Era la lírica de los contornos desnudos, tam-
lla limpieza de formas me atraía por sus valores poéticos y por sus ventajas prácticas. Yo sí
podía hacer mis noventa dibujillos si me limitaba a los apuntes desnudos, como en cierto
modo hice en Astorga con aquellas imágenes sobre la nieve, pero la unidad del conjunto
gustaban. Ella iba pasando relajada por los dibujos, sin llegar a la sonrisa pero con una se-
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riedad mucho más blanda, mucho más entretenida. Cuando llegamos a la sección que a mí
más me interesaba (un habitante del Sahel arando con un camello, un burro abrevando en el
pilón de un cortijo andaluz), Violeta, sin apartar la vista de los cuadros, dijo en voz alta lo
primero que le vino a la cabeza desde que entramos en el museo. Dijo ¿sabes qué regalo me
quiere hacer mamá para mi cumpleaños? Yo dije pues no, no me lo ha dicho. Violeta me
miró un poco sorprendida. ¿No te lo ha dicho? Volvió a mirar al camello, se lo estaba pen-
sando, pero después, con una mirada mucho más firme, como utilizando mi táctica de con-
tarlo todo siempre al interesado (y que da buenos resultados aunque a veces te utilicen de
recadero), me dijo: pues mamá me propuso que hiciésemos un viaje a Nueva York. Eso está
muy bien, le dije yo. Dijo que hiciésemos un viaje a Nueva York, yo pensé que hiciésemos
se refería también a ti, papá. Violeta, hija, los hiciésemos de tu madre hace tres años que ya
no me incluyen a mí. ¿Ni siquiera cuando cumplo dieciocho años?, dijo ella, en un tono que
Violeta dijo que irse sola con su madre a Nueva York era un rollo. Yo le aconsejé
que no se lo dijese con tanta violencia porque a su madre le podía dar algo. Ya lo sé, me
dijo ella, y eso es lo que más me jode, que encima voy a tener que aceptar para que no se
sienta dolida. Te aseguro papá que eso es lo que más me jode. No te preocupes, le dije, ya
encontraremos un modo para que no tengáis que ir a Nueva York. Dirás tengamos, dijo ella.
Eso, tengamos, dije yo. Salimos al paseo de Rosales, nos metimos paseando por el parque
del Oeste. Violeta iba con su aire alto y desgarbado, el andar un poco caballuno que siem-
pre le han criticado su madre y su abuela y su amiga y que conmigo practica en la intimi-
dad. Llevaba unos vaqueros anchos y una camiseta grande, siempre, entonces, escondién-
dose un poco de sus dimensiones, algunas responsabilidad mía porque su madre es alta pero
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no grande, y otras suya porque Violeta, al igual que su madre, tiene poco pecho comparado
cuento. Le dije quién era Barrachina, le conté el viaje a Astorga, la historia de Rosita con el
juez, el cura que conocí en la casa sacerdotal. Le conté pelos y señales de todo menos de
que en ese tiempo mi única verdadera preocupación había sido dibujar para ella. ¿Y tú qué
hacías allí metido en la pensión?, me preguntaba, más interesada por las horas muertas de
su padre que por la peripecia de Alfredo. Leía, le contestaba yo, o charlaba con el cura, o
visitaba la casa de los Panero, todo muy triste y con mucho frío... Cuando ya dejé de hablar
para no excederme Violeta se me agarró del brazo, empezó a caminar apoyándose en mí.
Le dije: ¿qué te ha parecido la exposición? Ella, sin levantar la cabeza, dijo: está muy bien.
Y luego añadió: pero a mí me gusta más como dibujas tú. Y, ya metidos en confianzas, me
preguntó que yo que qué le iba a regalar para su cumpleaños. Mamá me ha dicho que ya me
Violeta me lo había puesto muy difícil. Otra vez estaba desorientado. Aquello de los
dibujetes no era nada comparado con un viaje a Nueva York. ¿Qué esperaba, que viese
aquellos cuadros y se pusiese a llorar de emoción? Por otra parte, la situación era muy deli-
cada porque yo debía guardar mucho cuidado en no introducir el concepto Nueva York en
liaban, ahora, no sería porque Remedios quisiese que yo fuera con ellas de viaje, porque si
no ya me lo habría dicho, sino porque se sintiese obligada por pedírselo Violeta. No nos
Los diez días de plazo para empezar en serio con los dibujos de una puta vez esta-
ban a punto de pasarse cuando una mañana, cuando quité por fin la mano de la pared, Pilar
que hay enfrente del Instituto San Isidro, no me acuerdo ahora de cómo se llama, un sitio
donde van a tomar café los profesores de la escuela y a mí me hace sentirme incómodo.
Pilar quería pedirme un favor. Me dijo: yo se lo iba a decir a Rosita antes, pero con el lío
ese que lleva con el juez no me he atrevido. Ni se había atrevido ni estaba en situación de
hacerlo, esa era la verdad, y ese era el otro asunto del que me quería hablar. Ahora resulta,
dijo Pilar Guijarro, que quiere que le meta a la hija en la escuela por el morro, por el puto
morro, aprovechando que Alfredo ya está jubilado (o como esté, eso me da igual, yo no
quiero saber nada de él) y se ha inventado unas oposiciones absurdas para que se presente
Lourdes. Unas oposiciones como aquellas de hace años, cuando todos os hicisteis funciona-
rios, pero más absurdas todavía, y yo ahora Güino ya no tengo el margen de maniobra que
tenía antes. Rosita piensa que sigo siendo directora en funciones, y el director es Veláz-
quez, y Velázquez hace lo que le manda el ministerio, y sin rechistar porque si no lo quitan.
Quién me iba a decir a mí, dijo Pilar Guijarro, en uno de esos apartes compungidos que
tiene cuando habla de Rosita, quién me iba a decir a mí que todo iba a ser todavía menos
Pilar Guijarro es sobrina-nieta del célebre pintor y cartelista exiliado Jacinto La-
puerta. La personalidad de este autor fue tan grande que casi todos sus descendientes siguen
viviendo del arte, son profesores de arte o conservadores de arte o restauradores de arte o
críticos de arte o historiadores del arte o regentan galerías de arte. Que yo sepa, ninguno es
artista. O, mejor dicho, ninguno vive de sus aptitudes creativas ni siquiera las enseña. Para
Pilar Guijarro el arte es una forma de vivir. Ir los veranos a la casa familiar de la playa de
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las Negras con sus otros parientes artísticos, hacer rutas de fin de semana por itinerarios de
arquitectura románica, viajar ex profeso a Londres para ver una exposición temporal intere-
santísima que hacen en la Tate Gallery, cartearse con amigos de Florencia y tener un aman-
hacen sus íntimos, y hablar de Juan, de Paco, de Ignacio y referirse a los más famosos pin-
tores contemporáneos, que son amigos de mi prima que me los ha presentado mi tío. Y pa-
sarse las tardes en la calle Almirante para no desentonar con los cuadros de la exposición
Menéndez Pelayo porque su tita Marinela, que es la directora del curso, le ha pedido que
lea una comunicación sobre tendencias del arte naïf actual. Y pasar un fin de semana en un
estudio maravilloso diseñado por Galiano que se ha comprado Titín en la sierra porque
Pilar es como un miembro de la Gran Cruz de Caballeros del Arte, una poderosa
secta cuyos simpatizantes aparecen en agendas de personas muy selectas. Un mundo, sin
salir en la prensa del corazón ocuparán su sitio, algún día, en un buen tratado de arte. Pero
Pilar es, al mismo tiempo, la profesora de dibujo de una escuela de artes y oficios, circuns-
tancia que en círculos de artistas soslaya tanto como Bidón su condición de modelo, del
mismo modo que entre sus amigos proletarios de la escuela nunca habla del mundo del arte,
yo lo sé porque Rosa me lo cuenta, y porque a lo largo de los años acabas conociendo a las
personas, es inevitable.
El punto débil de Pilar está en Rosita. Yo nunca he sabido si Rosa es para Pilar un
Ahora Pilar estaba muy sentida con ella no sólo porque le hubiese pedido meter a Lourdes
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de matute, y encima con disfraces democráticos y de amor al arte, sino porque ya no era la
misma. Desde que se lió con el juez no era ya ni muchísimo menos la misma. No la llamaba
nunca y siempre tenía compromisos y cosas y, para decirlo todo, se había puesto un poco
soberbia. Porque lo de Lourdes se lo había dicho poco menos que como quien le hace un
encargo a una amiga, como quien dice oye mira a ver si tienes por ahí este libro que me
hace falta, algo parecido, oye mira a ver si puedes meter a mi hija. Ella, Pilar, le dijo a Ro-
sita: yo no soy la directora de este centro, Rosita, yo no puedo ir y decirle a Velázquez que
me cuele a la hija de una amiga. Hay que hacer, en todo caso, unas oposiciones libres, y tú
sabes Rosita que las últimas oposiciones que se hicieron en la escuela fueron restringidas, y
que lo que importaba entonces era tirar a Barrachina y todos os sabíais las preguntas, Güi-
no, que acuérdate que todos os sabíais las preguntas porque os las dije yo. Y ella, claro,
como también se acuerda, me ha dicho que haga yo el examen, y que luego se lo dé para
que un amigo suyo lo revise. ¿Has oído eso, Güino? ¿Pero qué es eso de un amigo suyo?
¿Es que le va a decir al juez que ponga un examen para modelos tan difícil que sólo lo
apruebe la que se sepa las preguntas? ¡Pero si ni siquiera he conseguido que se cubra esa
todo lo he hecho por ella, Güino, todo desde el principio, desde tirar a Barrachina, que pasé
una vergüenza tremenda los primeros días porque a mí no me gusta nada hablar en público,
hasta preocuparme ahora por ella, después de haberme dado ese desaire!
Entraron las dos juntas en la escuela, una de modelo y otra de profesora. Entre los alumnos
castigo que la ha de perseguir hasta la muerte y en cuanto a Pilar uno nunca sabe debajo de
tanta sofisticación cómo funcionarán las entrañas. Pilar Guijarro es culta, moderna y euro-
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pea. Sus modales son finos y su cabello va cambiando de color. Entonces era negro zaíno,
con reflejos violáceos, en una media melenita a lo garsón, con los labios granate oscuro y
las gafas alargadas. Vestía camisa Gaultier de pata de gallo y falda de tubo Virginia Woolf.
Yo la veo en las brumas y en los contornos brillantes de los ladrillos que hay en Londres
mucho más que en esta soleada vida de soltera que lleva en Madrid, y que cuando está triste
le pega muy poco. Ese día las ojeras le llegaban hasta por debajo de las gafas.
Escuché sus penas con paciencia durante un par de cafés con leche, y cuando llega-
ba ya la hora de darme las gracias por haberse podido desahogar con un amigo Pilar Guija-
rro me pidió el favor que me quería pedir. Ella lo llamó un favor, su buena educación a ve-
ces me desconcierta. Resulta que la había llamado Julio Palomares, el famoso pintor, y le
había estado contando lo de Alfredo. Lo primero que pensé fue que Palomares ya sabía que
Alfredo se había fugado de la justicia con el consentimiento del juez, que a la vez es amante
de una compañera del fugitivo. Y si no lo sabía, Pilar Guijarro se lo habría dicho. Pero no.
Le dije Pilar, tú no le habrás dicho nada de... ¡Por supuesto que no!, me dijo ella. Con lo
cabrón que es Palomares y las ganas que le tiene a Alfredo, ¡cómo podía hacerle ella eso a
Rosita! ¡A eso había llegado ella, a velar por la carrera de un juez que no conocía y que
El asunto no era ese. El asunto era que Palomares, como si nada hubiese sucedido,
como si jamás hubiese tenido ningún conflicto con ningún modelo, la había llamado para
contratar algún modelo de la escuela, porque había hecho un casting con una empresa espe-
cializada y no le servía ninguno de los modelos que le habían traído para su gran proyecto
del Cuerpo Español Contemporáneo. No era que Palomares, para evitar la situación un po-
mediaria, sino que también, igual que había hecho Rosita con el tema de su hija, se lo había
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encargado para que Pilar lo gestionase todo. Palomares no ha vuelto a pisar la escuela desde
que triunfó y se pudo independizar. Palomares pagaba bien, pero sobre todo era, por razo-
nes que ahora no me podía explicar Pilar Guijarro, un favor personal. Un favor muy perso-
nal.
Lo único que yo ganaba con aquello era dinero. Lo demás lo perdía todo: la digni-
dad personal, la lealtad al compañero, la consecuencia con las propias ideas, el riñón casi
seguro y toda posibilidad de hacer algo para Violeta. Pero, con dinero, me ganaba el dere-
cho a decirle a Violeta venga, Violeta: si tu madre está de acuerdo, yo también me voy con
vosotras a Nueva York. Ese viaje va a ser regalo de los dos. Y pasarme quince días dando
vueltas por una película de cine americano independiente y celebrar el cumpleaños de Vio-
leta en un restaurante del Soho como si fuésemos viajeros ociosos y adinerados. Y estaba
también esa otra punta de curiosidad de ver trabajar a Palomares, saber de primera mano en
qué consistían las pautas de su impostura. La imagen pastosa que daba en las entrevistas de
televisión debía tener algún correlato verosímil. Allí aparecía solemne, con el pelo cardado,
hablando con esa lentitud que sólo se puede llevar cuando sabes que nadie te puede inte-
único verdadero talento que ha dado esta escuela desde que la fundaron. La verdad es que
yo no me acababa de creer que Palomares hubiese avanzado mucho más allá del pop o del
los espacios en blanco. Le daba a todos los palos y en todos me parecía un artista anticuado.
Pero diseñaba murales para palacios de congresos y aeropuertos y por menos de una fortuna
personal son valores muy elásticos. Incluso una idea querida puede esperar porque tu hija
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seguirá cumpliendo años. Pero el riñón me dolía, y Susanita me había avisado de que a fi-
nales de mes se marchaba con Nacho Duato. Y yo, en el fondo, no necesitaba más dinero ni
añadir experiencias a mi currículo. Yo ya tenía hecha la faena. Había llegado a ese punto de
la vida en que uno conoce el terreno que pisa y cualquier novedad, incluso la de un viejo
sueño cumplido, es en el fondo un estorbo, una lata, una variación en el horario que al final
tiempo me tendría Palomares? Quizá no más de una semana, no más de dos o tres días, lo
suficiente para hacerme algunas fotos y sacarme un vaciado en escayola. Sólo sería, a lo
sumo, una interrupción, y luego estaba todo junio y casi todo agosto para dedicarme a lo
mío. Pero es que, además, había que pensar en ello, y compatibilizarlo con el resto de pro-
das, caprichos imprescindibles. Por poner un ejemplo, estaba a punto de empezar la feria de
Así que decidí que no. Pilar Guijarro no había dicho que Palomares me pidiese a mí
(de hecho, si me lo dijo a mí fue por no decírselo a Rosita, que igual habría aceptado encan-
tada) sino a uno o varios modelos profesionales. El realismo de los cuerpos feos en el fondo
cansa mucho. Es atractivo para los obsesos de la ética, goza de una extraña fama de extre-
mismo entre las corrientes modernas que le da cierto prestigio, pero en el fondo cansa mu-
cho. La idea del Cuerpo Español Contemporáneo era mucho más frondosa de lo que le pu-
diera caber en la cabeza a un genio con fama de ceporro como Julio Palomares. A mí mis-
mo me seducía dibujar una serie de cuerpos desnudos alejados de todo erotismo, con ese
lirismo que había visto en los camellos y que a Violeta le pasó casi desapercibido. Me inte-
retórica ni amanerada, los poemas que a veces encierran las listas de la compra o los co-
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rreos electrónicos. Pero no era suficiente como para hurgar en qué se le había ocurrido a
Sin embargo, pensé que alguien sí me la podría decir, la idea, sin necesidad de vin-
cularme yo. Bidón. Ya me había rogado en cierta ocasión algo parecido. Él me haría un
favor yendo y todo el mundo diría que el favor se lo había hecho yo, y de paso me espolsa-
ba cualquier cascarria moral con respecto a Alfredo. Cuando le comenté el asunto, Bidón
estaba plegando los pantalones para meterlos en la taquilla. Imaginé que iba a ponerse a dar
brincos y zapatetas por todo el vestuario en calzoncillos. Pero me miró muy tranquilo y me
dijo no puedo, y me siguió mirando y esbozó una sonrisilla un poco rara y añadió: me voy a
casar.
Yo lo único que sabía era que habían salido alguna que otra vez a cenar juntas las
dos parejitas, Javier Bidón con Eva y Rosita con el juez. Rosa me había comentado que
para Eva era una buena compañía porque Javier hablaba mucho pero no sabía nada de le-
yes. Ella lo que no podía soportar era que le nombrasen las oposiciones. En casa los padres
la trataban como si se les hubiese muerto, distantes y doloridos, que es una forma desespe-
rante de aceptar el fracaso de los hijos que tienen algunos padres. Eduardo, el juez, quería
mucho a su hermana la pequeña y le insistía en que saliese con Rosa y con él a conocer
gente y olvidar las penas. También me había dado cuenta de que Rosa y Javier quedaban
para cenar y a mí no me decían nada. Un día fue ya tan evidente que Rosa luego me dijo,
sin que yo le pidiera explicaciones, que es que yo la otra vez me había ido antes de acabar
el postre casi, que pareció que me estuviesen echando. Yo le dije que es que a mí las cenas
largas no me van, y luego, un poco más caústico, que yo en ese grupo no tenía nadie con
El caso es que hablé un día con Rosita y le comenté lo de la boda de Bidón. Más
bien le reproché, en broma y como hacen los amigos cuando cotillean, que no me hubiese
dicho nada de la boda. ¿Qué boda?, dijo ella. ¡Pues tendrá que ser secreta, porque ni a su
hermano ni a mí nos ha dicho nadie nada! Pues no sé, mujer, igual la pidió ayer en matri-
monio y no le ha dado tiempo de decírtelo. Esto no me huele nada bien, dijo ella, pero se le
pasó enseguida la pesadumbre cuando le conté mi encuentro con Pilar Guijarro y el encargo
de Palomares, y le dije: había pensado que igual a tu hija le interesaba, como ya pronto será
profesional...
Yo sí había notado a Bidón un poco más repuesto, un poco más tranquilo. Aunque
con él nunca se sabe porque producto de su histeria ya ha tenido más de un brote místico de
ponerse a comer sólo verdura y caminar como los funambulistas. Pero esta vez había cam-
biado a mejor. Era correcto y afable, comentaba las noticias del periódico y no se quejaba
de nada. De pronto había dejado de contar historias sórdidas con putas, relatos de sus viajes
al abismo, y hablaba del problema vasco y del cero coma siete para los países pobres. Se lo
veía más centrado, más despejado. No pasaba el día ingiriendo reconstituyentes ni drogas
que matizasen el efecto de otras drogas, ni tenía los ojos vidriosos ni le olía la boca como el
día aquel de Joseph Beuys. Por lo menos tres veces a la semana iba al cine, a Eva le gustaba
las aventuras de la excursión. Resulta que habían ido a un hayedo cercano que ya estaba
precioso todas las hojas de un verde brillante y en un momento dado tuvieron que pasar un
río. ¡Y qué risas pasaron! Porque Eduardo, como estaba tan gordo, todo el mundo decía
vamos a buscar un sitio más estrecho que si no Eduardo se nos escogorcia. Y Eduardo, muy
en su papel, dijo que no que no, que ni hablar, que les iba a enseñar a todos él cómo se pa-
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saba un río. Javier Bidón lo pasó antes con su habitual ligereza de miembros, de puntillas
entre piedra y piedra, poco menos que a paso de ballet. Y luego iba Eduardo. ¡Ahora voy
yo!, decía. Y Javier volvió a pasar por si quería que lo acompañase. ¡De eso nada!, y mira,
todo el mundo muerto de risa porque Eduardo estaba tan gracioso. Así que empezó a pasar,
y en la tercera piedra se quedó parado. Allí se quedó clavado, con las piernas para adentro,
haciendo de vez en cuando como que iniciaba un paso aparatoso que antes de llegar a la
otra piedra se replegaba de nuevo con la agilidad ridícula y forzada de los gordos cuando se
ponen a bailar. Javier le animaba a que pusiese otro pie que la siguiente piedra estaba segu-
ra, no se caía. A Eduardo le dio una risa nerviosa, todo el cuerpo se le meneaba mucho.
Hasta que Rosa, que es de ciudad pero sabe cruzar los ríos, fue detrás de él y al llegar a su
altura los dos se quedaron subidos a la misma piedra, las tetas ya grandes de Rosa y la ba-
rriga de Eduardo que se le meneaba de la risa. Y Rosa dijo: estate quieto y no te muevas,
que me voy a dar la vuelta. Entonces Rosa se giró sobre sí misma como solo lo sabe hacer
un modelo, sin ocupar más espacio del necesario, y abrió una pierna lo justo para no tener
que dar un salto, con el suficiente impulso para llegar a la otra piedra y no pasarse ni que-
darse corta, porque, aunque era mayo, el agua estaba muy fría. Y así estuvieron los dos uno
en cada piedra cogidos de la mano un momento muy gracioso. Pero a Eduardo se le pasó la
risa y dio el paso que tenía que dar, y se quedó de nuevo junto a Rosita, y obedeció todas
las órdenes que le daba y llegaron a la otra orilla sin mayores contratiempos, y nada más
Eva estuvo sentada en el prado todo el rato, mirando la escena, con una sonrisa que
yo tardaría bastante tiempo a ver. Rosa me contó que mientras todos habían ido de campo,
con sus chirucas y sus barbour y sus pantalones coronel tapioca, ella, Eva, llevaba puestas
unas plataformas de cuatro dedos de altas y un top ajustado azul celeste y unas mallas
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acampanadas de lycra del mismo color. Se había puesto como para una boda. En esto Rosa
y Javier no estaban de acuerdo. Javier decía que se había puesto muy moderna y que estaba
campo, de hecho estuvieron andando un rato y el único que se quejó fue el barrilete de su
hermano, que ese sí que se había vestido para un cuadro de caza. Rosa decía que iba muy
moderna pero que así no se va al campo, no me jodas. Para Rosa que el asunto de las oposi-
ciones la tenía un poco trastornada, tú ten cuidado Javier que esa chica está un poco trastor-
nada, le decía.
Porque, después de que hubieran pasando los tres, cuando ya sólo quedaba Eva que
los seguía mirando sentada en el prado, apoyada en los antebrazos y con una espiga verde
entre los labios, de buenas a primeras Eva se levantó, se espolsó las briznas de hierba del
culo y cruzó como lo haría un animal de monte, corriendo por el lecho del río, salpicándose
hasta las cachas, igual que los niños se meten a zancadas en el agua del mar hasta que se
dejan ir con una ola, y riéndose como una loca. Acabó mojada entera, amerada por comple-
to. Aquello también debía de tener su gracia pero la gente dejó de reírse. Ella recuperó el
aliento, le caía el agua por el pelo, tenía los pómulos y la nariz enrojecidos, las mallas
húmedas y el top pegados a la piel, la sombra de los pezones fríos, y cuando se le pasó la
risa y el sofoco, como si tal cosa, dijo que siguiesen andando, y Rosa le dijo que se secase
un poco que iba a coger un enfriamiento, y Eduardo se quitó el barbour y el jersey de cuello
alto, y Javier se ofreció para ir corriendo al coche a por una manta y volver. Pero Eva se
negó a todo. Quería seguir como si tal cosa. Hacía buena temperatura, estábamos en mayo,
estaban en el fondo de un barranco lleno de flores, las laderas tapizadas con los verdes dis-
tintos de las hayas y de los castaños y de los abedules, y la tierra que pisaban era un prado.
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O sea que se lo pasaban muy bien. Luego ella era muy maja, te ponías a hablar con
ella y tenía una conversación interesantísima. Lo que pasa es que era muy tímida. Estaba
poco desengrasados. No medía bien las situaciones. Unas veces se pasaba y otras se queda-
ba corta. Unos días era pudorosa y amable sin llegar a empalagosa, y otros días, como el día
del río, se portaba como una niña. Si iban a cenar, mientras pidiese un bitter sin alcohol
todo iba bien, pero como alguien le pusiese un dedo de vino para brindar empezaba a decir
tonterías hasta que se echaba a llorar o se quedaba dormida. Un día le pregunté a Javier si
habían fornicado. Él me contestó que todavía no. Por fin había ido a hacerse un análisis
completo y con los resultados en la mano darían ese paso. Eva le había dicho que eso no era
problema, que tomarían las precauciones necesarias, pero Javier estaba cambiando de esta-
do como quien cambia de nacionalidad, como quien necesita todas las pruebas, los análisis
clínicos y los certificados de penales y las partidas de nacimiento para irse a vivir a un
mundo nuevo.
res. A mí tampoco me importaba mucho decirle a Pilar Guijarro que se buscase otro mode-
lo, que yo no iba a ponerle el culo a un tipo que había humillado en público a la profesión
etc. Pero no pude evitarlo. Una tarde marqué su número de teléfono y le dije que para mí
era una situación muy comprometida pero que qué le íbamos a hacer, tampoco sería mucho
tiempo, y nadie tenía por qué enterarse. Pero yo tenía que decírselo a Rosita. Se iba a ente-
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rar de todos modos, y cuando se enterase tampoco pasaría por alto la oportunidad de repro-
chármelo y llamarme mal amigo y todo eso. Y, por otra parte, no sé cómo habría decepcio-
nado más a Pilar Guijarro, no haciéndole el favor o no guardándole el secreto. Mira, Rosita,
La secretaria de Palomares nos dio cita para el día catorce, me acuerdo porque el día
después fue cuando comimos en casa todos con mi suegra. Rosa no llegó a plantearse el
asunto como un conflicto moral. ¿Que Palomares quiere que posemos para él? Que diga
dónde y cuándo, y que pague, a ser posible por adelantado. Ese era todo su conflicto. Ade-
más, cuando fuimos la primera vez fue para hacerle un favor a Alfredo, el día del casting, y
Nos había citado por la tarde, un martes. Después de salir de la escuela fuimos a
comer algo a mi casa para coger desde allí juntos el metro hasta la casa de Palomares.
Hacía tiempo que no estábamos juntos, que no hablábamos. Hablar, hablar, como a Rosita
le gusta hablar, sin motivos pero con contenido, después de comer en la mesa camilla con
un café los dos dale que te pego, no lo habíamos hecho por lo menos desde Astorga. ¡Cuán-
to hace que no hablabamos!, ¿verdad Güino? No hay nada como echarse novio para perder
las amistades, dije yo. Calla, calla, dijo ella, y luego me explicó su situación. Todo iba bien.
Todo iba más o menos bien. Eduardo había pedido el traslado a Madrid, la cosa iba por
buen camino. A finales de año, si no surgía nada raro, si no se paralizaba la justicia o había
un repentino cambio de gobierno, Eduardo estaría ya en Madrid. El pobre se daba unas pa-
lizas de coche tremendas. Venía todos los fines de semana y muchas veces el sábado volví-
an a irse al campo con su hermana y con Javier, y el domingo los traía a todos otra vez a
casa y volvía a conducir otra vez hasta Astorga. Menos mal que llevaba un volvo tapizado
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de cuero precioso. Ella, Rosita, no tenía que ir nunca. Y era mejor que no fuese porque la
sociedad astorgana no vería nada bien que el juez se hubiese liado con una modelo de la
capital. Y ella estaba bien con Eduardo. Eso no se podía negar. Es buena gente, Güino, el
que sea juez y el que sea rico no significa que sea mala persona. Yo, al principio, me decía
Rosa, pensé que aquello no funcionaría, no sé, que tendría algo, alguna tara que le hubiese
que se tienen por exceso de posibles. Y me venía bien que estuviese tan lejos, porque yo lo
que no puedo es cambiar mi vida, yo no puedo estar preocupándome por Lurdes y por la
niña y encima lavarle los calzoncillos a un marido, a ver si me entiendes. Cuando llegas a
cierta edad y no has necesitado a los hombres, hipotecarte para el resto de tu vida es una
blasfemia casi. Claro que no era el caso, quiero decir que no tendría que lavar los calzonci-
llos. En su casa nunca se ha unido el comer con el hacer la comida o fregar, ni el de ensu-
ciar con lavar, y eso, quieras que no, se acaba pegando. Pero eso tampoco es problema por-
que él lo primero que ha dicho es que cuando vivamos juntos tendremos una chica que nos
hará la casa. Y esa es otra, Güino. Imagíname a mí a estas alturas con criada, con lo que yo
he sido. Con marido y con criada, porque Eduardo es de los que se quieren casar, de eso no
soy una trabajadora, Güino. Y además soy libre. Si quiero me acuesto con quien me da la
gana y si me tengo que comprar un vestido me lo compro, o se lo pido a una amiga, que
para eso están. Yo creo que si un día me viese con él en un chalé de Mirasierra y con una
criada filipina me miraría al espejo y diría: ¿y todo para esto? ¿Tantos líos, tantas noches en
vela, tantas huelgas, tanto mirar el bolsillo, tanto temer al invierno para esto? Ahora que ya
tengo un lugar en el mundo, que sé quién soy y cuál es mi sitio, que mi casa brilla como el
jaspe y todo lo que tengo me lo debo a mí, porque a mí nadie me ha regalado nada, ahora
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que lo tengo todo, lo cambio por los putos delirios de grandeza que hacen que sea tan injus-
ta la sociedad...
Pero luego viene él, y charlamos, y me cuenta cosas, y me hace reír, y me lleva a un
restaurante, y me manda flores, y con ese goteo de detalles cursis me va haciendo un aguje-
ro en el corazón, que es lo que más me jode. Que soy blanda. Que estoy con él y es como
cuando los domingos te quedas un rato más en la cama. Es que siempre lo encuentras con-
tento, siempre tiene una palabra, una conversación, una caricia, y me enfado y me escucha
chado muchas veces y me han acariciado muchas veces, pero todo siempre por separado,
nada siempre todo junto con un hombre que no es un desastre y que te quiere. Y luego llega
el lunes y se va, y yo respiro, digo bueno, cada cual a su rollo y basta de pájaros en la cabe-
za, incluso me digo voy a organizarme algo por mi cuenta para el próximo fin de semana,
que me llame y le diga no, mira, este fin de semana prefiero estar sola. Que se dé cuenta de
hago. Un día lo hice. ¿Y qué pasó? Pues que tenía frío en la cama, que los cubiertos hacían
eco en la pared, que fui al mercado cuatro veces, que me tragué tres películas y unas cuan-
tas bolsas de pipas, allí sola, tapada con una manta. Ya sé que te podía haber llamado, Güi-
no, y mira que lo pensé. Pensé que venga Güino, que también está solo, y nos comemos las
pipas juntos, y luego, si surge, pues oye, tampoco pasa nada, ¿no?, pero no lo hice porque
yo sabía que surgiría, follo demasiado esta temporada para que no me apetezca si estás a mi
lado, Güino, porque, además, tampoco es necesario que te lo diga, pero tu cuerpo es más
apetecible que el de Eduardo, ya lo creo. A Eduardo hay que quererlo, que te guste antes de
nada ya es un poco más difícil. Pero no lo hice porque no, porque yo tenía que arreglarme
sola, y además porque después de conocer a tu mujer ya no podría. Ya sé que no tiene mu-
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cho sentido, pero tu mujer es una gran mujer, Güino, parece mentira que no la conozcas. A
raíz de la cena en casa de Eduardo hemos hablado un par de veces por teléfono, y también
cuando nos vimos para que le devolviera el vestido, que por cierto me lo quería regalar pero
yo le dije que ni hablar, que de ninguna manera. ¿Por qué has estado todos estos años sin
presentarme a tu mujer, Güino? Es una chica encantadora, y lo está pasando fatal, yo creo
que no ha sabido superar el trauma de la separación, y tú, perdona que te diga, tampoco
lantes y verjas forradas de hiedra. A veces pienso que la finalidad del arte no es pasar a la
historia sino vivir en un barrio como este, y tener un gran estudio diáfano en el ático con
pintar más que expresionismo rebutido. Allí en El Viso da la impresión de que los cuadros
deben ser más grandes, más serenos, más exquisitos. Abundan los jardines que parecen
cementerios, con estatuas griegas mancas junto a los setos recortados, o con arbolillos frá-
giles que ir pintando según pasan las estaciones y los trenes que se oyen a lo lejos cuando
salen de Chamartín. El jardín de Julio Palomares está lleno de objetos primitivos, de trozos
de cuadros matéricos puestos a secar, esparcidos por un suelo lleno de hierbajos, arbustos,
Ese día el pintor no estaba en casa, o si estaba no nos quiso recibir. Era un chalet de
los años treinta, muy en la línea del expresionismo severo que reaccionó contra las curvas y
luego desembocaría en el racionalismo. Todo blanco y cuadrado, con una azotea en forma
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de cubierta de barco con largos tubos paralelos en la barandilla. Luego supe que por la parte
de atrás ni la fachada era tan dura ni los objetos ni las hierbas tan matéricas. Por la parte de
atrás todo era más mediterráneo. En esa parte es donde hacía la vida Palomares, y en la
parte rígida tenía su oficina y un espacio de techos muy altos que por los ruidos que oíamos
desde fuera parecía un taller de metalurgia. Nos abrió la puerta de laterales traslúcidos una
criada. Pasen, pasen. Pero nada más entrar en el vestíbulo, desde la puerta de la izquierda
(la que daba a la oficina, porque la otra era el taller) apareció un mujer que sólo reconocí
cuando después de saludarnos se sentó en el sillón de su mesa y se puso unas gafas. Ella,
cuando se puso las gafas, también me reconoció. Había estado en el tribunal de cuerpos
vulgares con el que tuve que enfrentar mi dignidad profesional. Pero reaccionó bien, con
una sonrisa muy dulce. ¡Vaya!, dijo, ¡arrieros somos! Rosita estaba en otro tribunal y no la
conocía, y la verdad es que recuerdo que no se portó entonces mal conmigo. Me fastidió el
ejecutivo aquel de los tirantes (que debía de ser el representante de la agencia) y sobre todo
encontré que sacar a relucir aquellas fotos me situaría en una posición ventajosa. Tampoco
sabía muy bien para qué. Por cierto, le dije, que en algún lugar deben andar unas fotografías
sacadas sin mi permiso... Uy sí sí sí, dijo ella, no te preocupes por las fotos que las fotos
están guardadas, lo que pasa es que tenemos tal jaleo de fotos..., ¿os queréis creer que hici-
mos pruebas a casi mil quinientas personas? Yo sí que me lo creo, terció Rosa, porque a mí
también me las hicisteis. ¿Ah, sí? Sí, dijo Rosa, pero fue en otro tribunal para gente más
vieja.
La secretaria se llamaba Marisa y era muy amiga de Pilar Guijarro. Nos preguntó
mucho por ella. Marisa era de estas mujeres que se saben amables y educadas y tienen re-
cursos para seguir hablando y sonriendo con dulzura todo el tiempo que sea menester, y
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explotan el punto en común hasta que tienen dominado al adversario. Y el punto en común
era Pilar Guijarro. Se conocían desde niñas, las dos habían ido juntas al liceo francés, las
dos habían estudiado arte, hacía ya de eso una barbaridad de tiempo, y habían luego estado
muchos años sin verse hasta que hace nada más que un par de años coincidieron, mira tú
por dónde, en una galería de Londres, y como a las dos les gusta ir mucho a Londres porque
les parece una ciudad maravillosa llena siempre de propuestas muy interesantes (mucho
más que París, cien veces, dónde vas a parar), pues desde entonces aprovechaban para es-
caparse algún fin de semana las dos, y habían vuelto a hacerse muy amigas.
Rosa no decía nada. Rosa quería que fuésemos al grano. Pues sí, dijo al final, Pilar
es una chica muy maja, pero no nos dijo en concreto para qué quería Palomares que vinié-
ramos. Por fin se fue apagando la sonrisa dulce y Marisa nos miró (me miró) con ojos de
Veréis, dijo, en un tono más profesional. Julio trabaja a destajo, lleva siempre mu-
chos temas a la vez, y claro, siempre hay tiempos muertos en unos asuntos y en otros no.
Cuando fuisteis al odioso casting aquel (por dios, qué vergüenza pasé, qué situación tan
humillante) buscábamos nada más que cuerpos vulgares. Palomares me dijo, quiero decir,
nos dijo, porque en cada sala estábamos uno de sus ayudantes, aparte de los que ponía la
agencia y los fotógrafos, claro, nos dijo vosotros buscad los cuerpos menos artísticos que
haya. Así, en general, ¿sabes? Los cuerpos vulgares, ya ves. Aquello, en fin, no sé cómo
esa parte del proyecto Cuerpo Español Contemporáneo la tiene un poco apartada. Esta es
otra parte. Para esta parte sí quiere cuerpos artísticos. Marisa nos volvió a mirar un poco
Querrás decir, dijo Rosita, en un tono que me pareció algo reservón, un poco a la
defensiva, que antes quería modelos aficionados y ahora los quiere profesionales, ¿no? Eso
es justo lo que yo le dije a Julio, dijo Marisa. Y Rosa dijo: porque a mí me hicieron pasar
por aquello y a mí me da igual porque yo ya sé a lo que voy, y allí la única que sabía cómo
estar desnuda era yo, y mi hija, que para eso la estoy enseñando, y ni a ella ni a mí nos co-
gieron entonces, y yo, maja, de artístico, pues mujer, depende de lo que se entienda por
trabajo cualificado, y yo sé posar de marquesa pero también de puta. Yo poso como quieran
que pose, y si me dicen que pose vulgar yo poso vulgar. ¡A ver si entonces no me quisieron
por demasiado artística y ahora me echan por demasiado vulgar! Ahora que, claro, mientras
Marisa lo tomó con sentido del humor. Le explicó que Julio aún no había tomado
ninguna decisión sobre el casting de cuerpos vulgares. Habían pasado varios meses, sí, de
acuerdo, pero ya nos había dicho que el proyecto Cuerpo era muy ambicioso y muy a largo
plazo. Este hombre es así, resumió. Pero mientras ella resumía yo la vi mirar a Rosa como
la mira Pilar Guijarro, que, tratándose de Rosa, tampoco sabe distinguir entre lo artístico y
la primera todo lo que Pilar le hubiese contado en sus paseos por las tiendas caras de Hams-
tead Heath. Era la simpatía creciente de quien entiende las razones de un afecto, les pone
voz y carne y hueso, y tiende a la comprensión porque comparte los criterios del amigo, en
este caso amiga. A dos mozas viejas como Marisa y Pilar Guijarro, tan acostumbradas a
una cierta dosis de opulencia, tratar con el frescor salvaje de Rosita estaba entre la ideología
y el vicio, y por otra parte les daba la envidia de aquellas mujeres que nunca pierden la hoja
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y se mantienen guapas y sanas y primitivas. A esa edad las mujeres se pasan la vida redes-
Marisa dijo que antes de formalizar nada deberíamos entrevistarnos por separado
con Julio, y comprometernos a estar disponibles durante los dos próximos meses, junio y
julio. Nosotros le dijimos que trabajábamos. Nosotros no tenemos las mismas vacaciones
que Pilar, dijo Rosita. Marisa ya lo sabía, pero bastaba con que trabajásemos cuatro o cinco
horas diarias con él, por la mañana o por la tarde o como mejor nos viniesen los turnos, eso
lo podríamos arreglar. ¿Y el dinero?, dijo Rosa. Marisa, después de fingir que se azoraba un
poco (Marisa tenía los modales de esas dependientas que tiene la librería Blanquerna, que
fingen no saber cómo funciona la caja registradora), nos explicó con detalles vulgares los
términos del contrato, aunque, como es natural, el contrato dependía de si Julio Palomares
nos quería contratar o no. Ya empezamos, dijo Rosa. Se nos haría lo acostumbrado, un con-
trato por obra que luego tendríamos que declarar a Hacienda. Total, unas trescientas mil
para cada uno. Rosa y yo nos miramos como frotándonos las manos. ¿Y cuándo será la en-
Rosa y yo salimos de aquella casa y de algún modo nos fuimos a celebrarlo. Con
ropa de invierno y encima no tendría que aguantar que Eduardo la invitase siempre a todas
partes. Yo, tal y como se presentaba el verano, me lo puliría todo en masajes, o acabaría
Yo había tirado el sueldo en la pescadería. Compré una lubina y unas cocochas de bacalao
y marisco para picar. Le dije a Remedios que viniesen prontito y así aprovecharíamos las
mejores horas de sol de la terraza, que luego a las cinco y media o las seis ya se giraba un
poco de frío y en la sombra no se estaba tan a gusto. Ese día toreaban en Las Ventas Joseli-
to, José Tomás y Miguel Abellán, con toros de Adolfo Martín. Cualquier aficionado en-
tiende que yo a las siete tenía el propósito razonable de estar sentado en mi abono. Ellas,
Llegaron las tres juntas, Juana sonriente y habladora, Remedios tan seria, y Violeta
huida. Yo les había preparado la mesa en la terraza. En Mirasierra tienen un jardín con un
que más le costó de toda la separación fue no tomar el sol en la terraza, no fumarse un ciga-
rro con la vista perdida en los Jardines del Moro y la Casa de Campo, no regar las horten-
sias de debajo del cañizo, no entretenerse mirando los barandados de las azoteas ni los to-
nos de las tejas ni las cúpulas ni las antenas del barrio de los Austrias. Cada vez que viene,
en primavera y en verano (el resto del año voy yo a Mirasierra) y se pasa la tarde tumbada
tomando el sol Remedios acaba reblandeciéndose, y si tengo suerte y viene con mi suegra
se controla un poco, pero si viene sola o viene con Violeta en seguida saca el tema de que
todo se le está cayendo encima. Si hubiese venido sola ya me podía haber despedido de ir a
De modo que siempre viene un poco mustia y se marcha un poco emocionada, aun-
que yo creo que lo hace por criterios morales, de aquellos que juzgan una situación con
independencia de sus sentimientos, y adaptan sus ademanes al sentimiento que creen que
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deben tener. Es como esas personas a quienes se les ha muerto alguien y cuando se encuen-
tran con amigos íntimos fingen un dolor disimulado, una tortura interior que no sale a la
superficie gracias al esfuerzo titánico que hacen para disimularla. Entre nosotros, el muerto
era el matrimonio, y nos hablábamos a veces con la dulzura de quien debe necesitar con-
suelo, y si siente otra cosa es porque no tiene entrañas o nunca las ha tenido. Nunca sintió
nada por el vivo y tampoco ahora por el muerto. Ella pensaba cosas así.
Ya la cosa se empezó a torcer cuando Juana, después de pasar revista a las plantas y
recriminarme que no hubiese podado los jazmines, se metió en la boca un canapé de higo
con anchoa y dijo muy sonriente que me tenía que dar una noticia. Ya empezamos, dijo
Remedios. ¿Cómo que ya empezamos?, dijo Juana. Esta niña es tonta, se piensa que me
voy a ir al extranjero. ¡Pues más o menos!, dijo Remedios. Calla, calla, dijo Juana, ¡que
estoy muy contenta! Y dijo dice ya he encontrado pueblo, Güino, gracias a las indicaciones
que tú me distes ya sé dónde está Patagallina. Muy bien, dijo Remedios, ya sabes dónde
damos un paseo, nos volvemos a Madrid y santas pascuas. ¿Y cuál es el problema?, dije yo.
¡Joder, que se quiere ir a vivir allí! Mamá, por favor, dijo Violeta, no seas histérica. ¡No me
llames histérica! ¿Pero tú te crees que es normal que ahora diga mira, me voy al pueblo,
hala, y si no tengo pueblo me busco uno? ¿Pero no te da algo por el cuerpo? ¿Y tus amigas,
y tus meriendas, y no sé, y tu ciudad, y tu familia? Juana bebió un sorbo de la copa de vino
que yo estaba sirviendo mientras se calmaban y dijo: mira, merendar voy a seguir meren-
dando, Madrid ya lo veré cuando venga a veros, y vosotros, supongo, también me vendréis
a ver a mí, y lo que toca a mis amigas les pueden dar a todas por el culo. En fin, dijo Reme-
dios, bajando un poco la voz, ya veremos. Y tú Güino, dijo Juana, ya puedes ir desocupán-
dote un fin de semana que me tienes que llevar los muebles. ¡Pero por el amor de dios!,
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volvió a subir Remedios el tono, ¡si ni siquiera sabes dónde es!, ¡si no has visto siquiera si
hay casas, si hay gente, si venden pisos! Por eso no te preocupes, hija mía, ya tengo previs-
to hacer un viaje para ir mirando casas. Y añadio: ponme otro vino, Güino, que esto hay
que celebrarlo.
frascaron tanto que no dijeron nada de las cocochas. Bueno, miento. Mi suegra preguntó si
eran de bacalao. No, le contesté, son de merluza. Violeta, cada vez que volvía a salir el
pueblo, giraba la vista hacia la ventana y dejaba caer el tenedor en el plato sin hacer ruido,
hasta que en un momento de la conversación por fin intervino. Su madre estaba diciéndole
a la abuela que por lo menos esperase hasta el verano, que ahora tenían muchas cosas que
hacer, que Violeta tenía que examinarse de selectividad y ella tenía muchísimo trabajo y
que luego, en vacaciones, ya verían, harían alguna excursión cuando ella y Violeta volvie-
sen de Nueva York. Fue entonces cuando la voz serena de Violeta, serena y siniestra como
si escondiese la lucidez de los que ven demasiado, dijo: yo no tengo que estudiar selectivi-
Eran ya las cinco de la tarde. Se hizo un silencio, las bocas dejaron de masticar.
Remedios miró a su madre y luego a mí y dijo: ¿cómo?, y empezaron a inflársele las aletas
de la nariz. Pero Violeta, ¿pero qué estás diciendo?, ¿pero se puede saber de qué estás
hablando? He suspendido latín, repitió Violeta. Pero bueno, ¿y los dos sobresalientes que
tuviste en latín en las dos primeras evaluaciones? ¿Cómo es posible que te suspendan con
dos sobresalientes en las dos primeras evaluaciones, Violeta? Eso no puede ser. ¿Pero qué
te pasó? Tuviste el examen el jueves, anteayer, y era el último según tengo entendido, o sea
que no han podido darte aún las notas. No me seas ceniza, Violeta. ¿Te han dado ya las
notas? No. ¿Pues entonces por qué dices eso? ¿Tan mal te salió? Es imposible que te saliese
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mal, Violeta. Pero si además estás tú dando clases al compañero ese tuyo de latín, si tú
misma me has dicho muchas veces que sabes más latín que nadie de la clase. ¿Tan mal te
salió? ¿Tan cabrón va a ser el profesor que te va a suspender porque te haya salido mal un
examen? Seguro que a Jan sí que lo aprueban, y seguro que lo aprueban con lo que tú le
has enseñado. Venga, Violeta, no me des esos sustos, por favor. Violeta dijo: a Jan le han
quedado las matemáticas. ¡Pues estamos buenos!, dijo Remedios (Juana en los temas de la
a que salgan las notas y os vais comiendo el strudel, que si se enfría ya no está tan rico?
Desde luego que vamos a esperar, dijo Remedios. No hace falta, dijo Violeta, entregué el
examen en blanco. ¿Pero cómo que en blanco? Hija mía, te lo juro, me va a dar algo, entre
o me estoy volviendo yo. ¿Será posible?, ¿en blanco? Violeta dijo sí con la cabeza, muy
serena, y dijo: la tragedia te la estás montando tú sola, mamá, suspender el latín tampoco es
York? Mira, hija, vamos a tener la fiesta en paz, ya he hablado bastante, no quiero hablar
más hoy, estoy muy nerviosa, a lo mejor soy yo la que está nerviosa y todo lo demás es
muy normal, no poder entrar en medicina, porque en septiembre vete tú a saber si habrá ya
plazas, no tener unas vacaciones tranquilas, no poder descansar de una puta vez sin ningún
tipo de preocupaciones. De acuerdo, todo eso es muy normal, pero yo mañana tengo mucho
profesor antes de que pongan las notas definitivas. Violeta, al oír eso, dejó el estrudel casi
sin tocar y salió de estampida a la terraza. Remedios se fue detrás de ella, pero antes de salir
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me miró y me dijo un ya ves tú con cierto retintín. Cuando nos quedamos solos Juana y yo,
ella me miró de nuevo sonriente y me dijo: muy rica la lubina, Güino, y el pastel este tam-
bién, y los canapés, y el vino. Muy rico todo, Güino, muy rico todo. Luego se encendió un
cigarro, cosa rara, y tiró el humo sin tragárselo hacia el techo y me volvió a mirar y me di-
Violeta se marchó en seguida porque había quedado con su amigo. Remedios estuvo
un rato tomando el sol y Juana se durmió la siesta. Yo aguardé sin inmutarme hasta las seis
Ventas, era el momento oportuno para largarse. Pero no lo hice. No fui. Me pasé la tarde
imaginando que los tres matadores habrían competido por naturales: los pulcros, ortodoxos
Miguel Abellán; los hondos, muy cruzados, autoritarios y peligrosos, frágiles y retadores de
José Tomás. Luego resulta que todo fue un desastre y José Tomás se dejó un toro vivo.
Pero eso es lo de menos, también son históricos los fracasos. No fui porque basta
con que te vayas en una situación así para que te llamen de todo. Yo no estaba preocupado
por mi suegra y sólo en cierto modo por el latín de Violeta. Quizá más en el caso de Viole-
ta. El ya ves tú con cierto retintín que me mandó Remedios estuvo a punto de alcanzarme.
La única vez que yo le he enseñado algo a mi hija fue hace cuatro años, cuando iba a empe-
zar el bachillerato. Le impartí unas clases de latín que hasta el examen final por lo menos le
dieron bastante buenos resultados, pero esa reacción tan rara de entregar el papel en blanco,
caducado demasiado pronto, le dio pie a Remedios y a su retintín a recordar la bronca aque-
lla que tuvimos cuando yo empecé a enseñarle latín a la niña y su madre se empeñó en que
fuese a clases de informática, y la niña decidió quedarse en casa y aprender latín, pero tuvo
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que compensar a su madre asistiendo a un curso avanzado de inglés. O como, cuando esta-
Remedios intentaba meterle a la niña el piano en la cabeza pero yo la orienté hacia el oboe.
Y ella, otra vez, me hizo caso. Pero tuvimos otra bronca porque una vez Remedios estaba
locos, no sólo por los fakires sino porque muchos virtuosos, de tanto ensayar, de tanto apre-
tar con los labios la fina lengüeta del instrumento, de tanto hacer fuerza con las sienes para
introducir todo el aire de los pulmones por ese finísimo resquicio, muchos virtuosos se vol-
vían locos, tenían trastornos mentales, pérdidas del equilibrio, brotes de esquizofrenia, de-
presiones de caballo. Yo le dije que los músicos, como cualquier artista, deben saber el te-
rreno que pisan. Los riesgos del arte siempre son los mismos. Ya veremos, dijo ella. Y
cuando hubo que elegir un deporte yo quise que fuera a natación, pero su madre se empeñó
en que la natación era un deporte de insociables, que Violeta tenía que correr o saltar o
montar en bicicleta, hacer ejercicio al aire libre, salir de excursión con sus amigos, practicar
el senderismo. Pero aquí Violeta no nos hizo caso a ninguno de los dos. De vez en cuando
VI
adiestrado con mano dura por Vicente Barrachina en los años cincuenta, primero en la Es-
Artes y Oficios de Madrid. Su primera exposición data de 1959, Estudios de nubes, una
serie de paisajes mínimos, a veces una sombra en una esquina, en donde Palomares vació
las lentas horas de imitación de Constable y Turner a que lo sometió Vicente Barrachina.
Del mismo tono son sus Estudios de humo, de 1960 y sus ilustraciones de la novela El
obispo leproso, de 1962. Es probable que en esas primeras obras, en cierto modo todavía
escolares, resida todo el secreto de la obra del artista. El cielo descontextualiza la realidad,
libera las formas para las pinceladas largas, del mismo modo que los bosques en otoño libe-
ran las formas para las pinceladas breves y el humo para las transparencias y los trazos de
un solo pelo. El sino de Julio Palomares sería siempre no desprenderse (a veces para su
muchas veces con el pincel del revés, se fijó en él y le aconsejó dar por terminada su edu-
cación académica. Cuando Julio Palomares regaló un ejemplar de su obispo leproso a Ben-
jamín Palencia, este lo miró y le dijo: esto me recuerda a Romero de Torres, pero lo otro sí
que me ha gustado, y le habló de la Europa de los años veinte y se lo llevó de viaje por los
Estudios de tierra pobre. Allí Palomares dio el paso que Benjamín Palencia había dado en
los años veinte: volver a las formas pero despreciar cualquier prurito de naturalismo deci-
mononizante a favor de una pincelada más gruesa y desgarrada, de unas formas más primi-
tivas, de una España más negra. A Palomares le dio vergüenza enseñarle a Benjamín Palen-
cia sus ilustraciones del obispo leproso. Después de Estudios de tierra pobre las relaciones
entre Barrachina y Palomares empezaron a enfriarse. Palomares tenía entonces veinte años,
Palomares continuó por aquel realismo duro y engordó la materia pictórica por la
vía del fauve hasta que se dio cuenta de que estaba imitando a Benjamín Palencia. En este
momento de su carrera tuvo que tomar una decisión: abandonar para siempre el virtuosismo
clásico que le había enseñado Barrachina o imitar a los artistas modernos, ser uno de ellos.
La perfección era un asunto artesanal, de fundamento, pero pintores muy buenos los ha
habido siempre al margen de la historia del arte. Siempre habrá retratistas muy cotizados
entre las clases pudientes y acuarelistas que decoran mansiones de verano. Incluso pueden
ganar mucho dinero, pero no son la historia del arte. Era la época de amasar pintura con las
dibujo, el arte sígnico y los sacos de yute, las maderas viejas y los empastres de color ma-
rrón. Eran las manchas y los pegotes, el arte de acción y la pintura que chorrea, los actos
Rafael Solbes y Manuel Valdés, que nunca fueron a las clases de Barrachina, habían funda-
mo, y él estaba todavía con el cascarón de Romero de Torres pegado en el culo. Ellos avan-
zaban hacia el pop narrativo y él se encontraba dando tumbos con maestros demasiado vie-
jos. Durante la época final de los años sesenta Palomares sustituyó el pintar por el ver. Hur-
gaba en las formas distintas de la realidad para encontrar cuadros modernos. Estudiaba las
puertas viejas de las casas, las paredes desconchadas, las playas en invierno, buscaba en-
cuadres abstractos dentro de objetos reales y luego los pintaba con los dedos. De esa época
data la serie Estudios de vertedero, muy elogiada por algunos miembros del equipo Cróni-
ca.
su realismo virtuoso se había tenido que recluir en irreconocibles fragmentos de pocos cen-
tímetros cuadrados que él ampliaba hasta la medida del cuadro, una técnica muy imitada
por Javier Bidón, como creo que ya he contado. En el año 72 hace su primer viaje a Nueva
Goings, y los vaciados de personas vivas que practicaba Hanson. Él estaba acostumbrado a
hacer lo mismo sin necesidad de fotografías, pero el hecho de que viniese de los Estados
Unidos supuso una buena coartada. Los temas sociales y una marcada tendencia al realismo
lírico compensaban de algún modo aquella ruptura con la tradición informalista de la déca-
da anterior, que para Palomares había sido en el fondo una concesión a las normas de la
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modernidad. De esta época datan sus Estudios de niños huérfanos y sus primeros proble-
A sus treinta y cinco años, Palomares ya tenía un nombre y una trayectoria. Sus Es-
tudios de emigrantes tuvieron muy buena acogida en la bienal de arte de Zurich, ciudad en
la que el pintor estuvo exiliado durante los meses de la tromboflebitis. Soy un artista de mi
tiempo y es mi tiempo el que condiciona lo que en cada momento debo hacer, dijo en repe-
tidas ocasiones para justificar aquel realismo fotográfico tan desgarrador. Las miradas vací-
as de sus emigrantes, las maletas viejas atadas con una cuerda, los andenes fríos de las esta-
ciones, las lágrimas de las ancianas madres, las mantas debajo del olivo, los niños que dicen
adiós, temas muy comprometidos que sin embargo, y eso se veía en el blanco de las mira-
das, apuntaban ya sin discusión al realismo lírico de coetáneos suyos como Cristóbal Toral
bueno es que tenía muy buen ojo para elegir la fotografía. Su labor era descubrir espacios
interpretación por medio de la pintura (sus borracheras fauve) a la interpretación por medio
modo trataba de ocultar que él no necesitaba proyectar la foto sobre el lienzo y pintar enci-
ma, que él podía hacerlo al natural con el mismo lujo de detalles, incluso con texturas de
retrato antiguo.
Durante la transición, ya de vuelta en España, sus temas fueron las multitudes, pero
Paralelos a esta línea, como un entretenimiento, podemos contemplar sus Estudios de man-
zanas reinetas, de conmovedor dibujo y hermosos tonos tostados, o sus Estudios de chope-
ras en octubre, acuarelas muy aguadas que nunca pasan de la primera capa, desnudas de
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trada un poco el agua con la espátula. Pero su tarea fundamental fueron las multitudes y la
Del año 83 datan sus primeros trabajos murales: Estudio de Almería, mural en ce-
Provincial de Almería para la entrada del recinto ferial. Las obras públicas ocuparon la ma-
yor parte de su trabajo durante la década de los ochenta, hasta su culminación en el friso del
del Estadio de la Cartuja, Estudios hispanos, ambos de 1992. Estas obras mastodónticas, de
debió al sagaz criterio de Antoni Tàpies, pero Palomares ya se había instalado en la opulen-
cia y no estaba para hacer demasiado caso de los artistas puros. Algo, sin embargo, cambió
La idea del Cuerpo Español Contemporáneo parte de esa base. Así, en Estudios de
también el realismo sin terminar de Wyath y un estudio del espacio que remite a su época
devora la desnudez limpísima de su retrato. Esta gran obra, que sigue en marcha, tiene mu-
chas vertientes y mi cuerpo ya forma parte de ella, ha alternado con su gran afición a las
acuarelas minuciosas, lo primero que aprendió. Pero ahora el realismo lírico era una forma
de volver al hogar, de pasar las tardes en el pueblo. A los sesenta años, Palomares lo tenía
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todo, y se quejaba de que los jóvenes no renovasen el ciclo, no volviese a surgir una gene-
por primera vez. Eso fue a principios del 83. Palomares había ganado mucho dinero con su
Estudio de Almería, el suficiente para dejar su puesto en la escuela y vengarse de las burlas
y los menosprecios que le dedicaba Barrachina desde que imitase a Benjamín Palencia por
primera vez. Habían sido casi veinte años de tratarlo como tiempo después, y casi con las
mismas palabras, Alfredo trató a Javier Bidón. Tengo varias versiones de aquel encontrona-
confianza que puso en él cuando era un niño, cuando sus padres lo trajeron en una tartana
desde Xátiva (sus padres vendían frutas y hortalizas en el mercado central de Valencia) y
Barrachina fue a comprar medio kilo de ferraúra y vio que el niño, en una esquina, estaba
dibujando un manojo de nabos. De hecho, uno de los cuadros más líricos de Palomares,
gún museo porque el pintor lo conserva en su casa. Entonces Barrachina, con esa familiari-
dad que tienen los valencianos, dijo aquet xiquet pinta molt bé, y convenció a los padres
pintura es algo muy normal entre los campesinos valencianos, a los padres de un niño que
apunta maneras no les importa sacar a sus hijos de la huerta para que toquen el saxofón. No
obstante, los estudios de Palomares a sus padres no le costaron un duro, los sufragó Barra-
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china con la estatua Santa Margarita María de Aracoque tomando la comunión en viernes,
que todavía se puede contemplar en el patio del convento de los hermanos de La Salle.
Pero pronto el niño Palomares abandonaría sus estudios de seminario para irse a
vivir a la escuela. Tenía doce años, y desde entonces hasta que tuvo cuarenta y tres vivió
rráneas. Cuando era un niño sabía ya pintar el mar con tanta luz como Sorolla y hacer retra-
tos de su madre que parecen pintados por Romero de Torres. La escuela española de antes
Turner o a Constable cuando ya no había verdura que se le resistiese. Lo último que hizo
Palomares del gusto de su maestro fueron las ilustraciones del obispo leproso. A partir de
Pero los motivos de Barrachina, al contrario de lo que todo el mundo pensó porque
Palomares (mal hijo) se encargó de propalarlo, no eran políticos. Si no había conocido más
España negra que la de Romero de Torres, no era porque ningún adicto al régimen se la
hubiera estado tapando. Barrachina nunca tuvo ideas políticas. Para Barrachina, Palomares
se había decantado por la línea Solana, algo ya superado, al igual que la línea Sorolla, que
por lo menos era más valenciana. Sus ideas estéticas a mí me siguen pareciendo coherentes,
y eso que Barrachina no conoció la Europa de los años veinte pero sí la de los años treinta,
que fue más jodida, cuando los juegos florales vanguardistas estaban a punto de acabarse
con una traca de varios millones de muertos. Barrachina nunca quiso saber nada de la gue-
rra ni de las vanguardias. Él siguió parado en Julio Romero de Torres y en los paisajistas
valencianos.
Mientras tanto, Franco sacó a la mujer morena en unos billetes marrones y su retrato
acabó ilustrando los calendarios de las pollerías, hasta que la relajación moral llenó las pa-
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redes de tías en pelotas con una gorra en la cabeza. La mujer morena, la modelo, terminó
sus días mendigando por las calles de Madrid o en las habitaciones íntimas de Palomares.
Pudo darse el caso de que algún peatón espléndido (quizás el propio Barrachina) le pusiera
arrugado, sobre su mano de pedir. A Barrachina le entusiasmaban aquellas mujeres tan tie-
sas, de cuello largo y cara redondeada, cara de fallera bigotuda, como la madre de Paloma-
res, con esos peinados de moño y los párpados caedizos, insinuantes, misteriosos, como una
Gioconda cantadora de saetas. A Rosita la contrató por eso, muy joven también, pero a Ro-
sita luego se le desarrolló mucho el cuerpo por el lado étnico. Para Barrachina, en el fondo,
la mujer morena era la dama popular y decente que tenía en sus oscuridades algo de erotis-
pulacherismo que de veras no existía como tal, porque Romero de Torres, republicano y
también, quizá, de celos incipientes. Los dos llegaron a Madrid a finales de los 50. Barra-
china fue contratado para dirigir la escuela por sus presuntas ideas políticas y porque mu-
chos posibles directores estaban en el exilio. Eso, y las ideas por omisión, fueron suficiente
Yo no lo tendría tan claro. Bien es verdad que aceptó un cargo oficial que exigía
cierta adicción al régimen, y que pintó muchos paisajes y esculpió muchos obispos y mu-
chos soldados desconocidos, casi todos con el cuerpo de Alfredo, y que negaba las van-
eso es suficiente para decir que Barrachina tenía ideas políticas. Pasó por el franquismo
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igual que por la república, metido en su estudio, esculpiendo cuerpos de mármol, pintando
paisajes sin personas. El tiempo no pasó por él, ni el de las vanguardias ni el del franquis-
mo. Tenía costumbres austeras y usaba poca pintura para pintar, y esa obligada limitación
Su obra es tan amplia o más que la de Palomares, pero siempre estuvo expuesta en
tios de conventos de clausura, placitas de barrios bajos, y sobre todo cementerios. Su obra
funeraria es sin duda de las más estimables del siglo XX, y está toda concentrada en el ce-
el cuadro escultórico Soldados muertos, en la línea clásica de Querol más que de Benlliure,
soldado de rodillas que se tapa la cara con las manos. Es Alfredo, que no se sabe si reza a
los muertos o es que él también se va a morir o va a ser ejecutado. Esta calculada ambigüe-
dad, junto a la indefinición de los uniformes, hace posible imaginar la escena en cualquier
bando.
Y con el resto de su obra sucede lo mismo. Para Barrachina, la realidad estaba por
encima de las contingencias, las dos facciones de la guerra no eran más que un buen tema
para el estudio de los cuerpos en situaciones de tensión dramatica. Incluso en sus estatuas
de curas hay una serenidad atormentada, un desengaño resignado, la sensación de que quien
posa está viendo la muerte. Pero un paseo por antiguas instituciones benéficas y hospitales
de caridad revela una obra pictórica de la que Palomares copió hasta que se cansó en sus
Estudios de niños huérfanos, sin llegar, desde luego, a los resultados de Barrachina. En
estas composiciones, sobre todo en el cuadro que cuelga en la parroquia de Santa Cristina,
donde dan la sopa boba, Barrachina hizo un alarde de sus profundos conocimientos en ma-
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teria clásica. Pintó una cocina, con una monja cocinera friendo un huevo y otra pelando las
patatas. Sus hábitos está pintados con ascetismo digno del San Serapio de Zurbarán, y sus
manos son las manos de la bondad. Todo el fondo del cuadro es una alacena llena de cuen-
cos, búcaros, tabaques y alcancías, y cada uno de ellos está reproducido en imitación idén-
tica de los que salen en los cuadros de Velázquez. Yo me di cuenta al ver el vaso blanco de
Los borrachos, que según Barrachina era lo único que merecía la pena del cuadro, lo único
de Velázquez que había en ese cuadro de Velázquez. Y luego también descubrí la gota que
corre por el cántaro del aguador, y la llave de la rendición y el canasto de las hilanderas, y
de cada objeto salía un punto de luz que iluminaba la figura de Alfredo, que hacía de pobre,
parado en la puerta, con una gorra entre las manos, mirando a las dos monjas como quien se
Barrachina nunca cobró un duro por sus obras, quizás también eso ha influido en
Nada más llegar a Madrid, Barrachina fue tajante con Palomares, todavía discípulo
suyo, y le prohibió que exhibiese o regalase sus composiciones. Siempre dijo que no pasa-
ban de mediocres ejercicios escolares, cosa que el gran público no sabe porque toda esa
parte de su obra, tan interesante para el historiador del arte, sigue sin ser exhibida. Yo sí
tuve acceso a ella, y aunque sólo fuera por eso creo que cualquier traición habría merecido
la pena.
Mi primer encuentro con él fue a principios de junio. Marisa la secretaria nos había
citado a Rosita y a mí para días distintos. ¿Qué sabes de Pilar?, me dijo nada más abrirme la
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puerta de su despacho, tomándose unas confianzas que yo no le había dado pero con una
sonrisa y un tono de voz de lo más amigable. Recuerdo que se había cambiado el color del
pelo y ahora lo llevaba tan negro zaíno como el de Pilar. Me hizo pasar al despacho y me
invitó a sentarme mientras iba a avisar a Julio. A partir de entonces fue la única forma de
llamar a Palomares que oí, de labios de Marisa y de Rosita y de Pilar Guijarro y de los ope-
Era junio pero aún no había empezado el calor. Había hecho amagos, días de reti-
rarme de la terraza cuando el sol estaba en lo alto porque ya picaba demasiado, pero habían
sido calores bascosos, el anuncio del verano pero también de las últimas lluvias de prima-
vera. Lo recuerdo muy bien porque tuve mis dudas sobre qué ponerme para presentarme
ante Julio por primera vez. Decidí sacar el uniforme de verano, pero con unos tonos no aún
del todo veraniegos, el pantalón de lino verdeoliva y la sahariana color burdeos, y por su-
puesto las sandalias de franciscano. Me volví a depilar entero. Yo me depilo una vez al
mes, y no hacía ni quince días desde la última vez que me había pasado la maquinilla.
Aquella vez decidí someterme a un tratamiento completo de cera. Fue la última vez que
Ya sabía que la mayor parte de los pintores, sobre todo el la línea de Julio, prefieren
a los modelos masculinos con la pelambrera silvestre de no haberse depilado jamás. Pero
pasa con nuestro cuerpo lo mismo que con nuestra mente: si empiezas a depilarte ya no
puedes dejarlo, a no ser que no te importe que el vello del pecho parezca un penacho y la
pelambre se haya extendido por zonas en principio no peludas como los hombros o la es-
palda o el culo. Si quieres seguir siendo un cuerpo sin impurezas pilosas debes serlo hasta
rojez antes de volver a la escuela, y por supuesto antes de que me viese Julio. A Susana le
parecía una barbaridad. Cada vez que me arrancaba una tira junto a la tetilla gritaba como si
le doliese a ella. ¿Pero se puede saber por qué haces esto?, me preguntó. Lo hago, le dije,
porque quiero que ese tipo sepa en todo momento delante de quién está. Por supuesto tam-
bién me afeité la cabeza en la barbería la misma mañana de nuestra cita. Lo normal es que
vaya los sábados, llamo antes por teléfono y pregunto cuándo me puede coger Ambrosio,
que se sabe mi cuero cabelludo de memoria, nunca me ha hecho el más mínimo rasguño.
O sea que me puse como un pincel. Ese mismo día, para relajarme, me di un baño
de sales, gasté un bote de crema hidratante, me unté pasta de boro en los pies, me perfumé
con una colonia que huele a polvos de talco, le di betún a las sandalias y las abrillanté tira
por tira, me planché la sahariana y los pantalones de lino con un pañuelo mojado. Usé un
ritual taurino para vestirme, y pedí desde casa un taxi con aire acondicionado para no sudar.
No sólo el calor era bascoso sino también los nervios del primer día.
chéster junto a la ventana. Las piedras informales y las columnas totémicas languidecían en
alguien de la habitación de enfrente, la nave diáfana de los talleres, salió y tan sólo acerté a
ver una polea de hierro y un tipo con mono y un soplete que llevaba la cara cubierta por una
máscara autógena. El que salió cerró la puerta enseguida y yo tampoco hice por detenerme
a mirar. Cruzamos un pasillo que comunicaba las dos alas de la casa a través de un túnel de
cristal. En realidad eran dos casas empalmadas. La una parecía la sede de un centro de in-
vestigación del gobierno, y la otra una casa de campo, mucho más antigua y menos preten-
ciosa, levantada cuando el lugar, quizás a principios de siglo, no dejaba de ser un retiro para
orgánico, de un núcleo edificado cuyas líneas sencillas determinaron la estética de sus am-
pliaciones. Palomares le había dado a todo un cierto aire valenciano: el pasillo ancho con
aspidistras y azulejos de Manises y a cada lado una puerta de doble hoja, el patio interior
cuadrado, recoleto, con una fuente árabe en el centro y tres puertas una en cada pared. Ma-
risa llamó a la puerta de enfrente, abrió, metió un momento la cabeza y al sacarla se retiró a
Ni Julio Palomares es el santón de pelo cardado que aparece por los actos públicos
ilustres ni su estudio, al menos su estudio personal, donde él trabaja con sus manos, la gran
fábrica de arte llena de botes gastados y cuadros enormes que nos imaginamos al ver su
obra. En la intimidad de su estudio, Julio Palomares se repeina mucho y gasta, a pesar del
calor, una chaqueta de punto vieja y unas zapatillas de jubilado. Viste como un pobre, como
viste con la pulcritud dominical de quienes viven en el campo, y usan fulares de punto para
el cuello y fuman en pipa con sus manos alargadas. También su estudio es un despacho más
que un estudio, el escritorio antiguo junto a la ventana y un caballete frágil con una silla de
enea. Cuando me dio la mano vi que tenía manchas blancas en el dorso, como un defecto de
pigmentación, de haberle caído alguna vez un bote de aguarrás. Su aspecto es el del hombre
que se conserva delgado pero el tiempo ha llenado su rostro de arrugas verticales. Conmigo
fue muy educado, muy tratándome siempre de usted y pidiéndomelo todo por favor, con
acude con puntualidad a cumplir su contrato, en seguida crucé las piernas y dejé caer una
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mano por el brazo del sillón, sin llegar al límite de la excesiva confianza, pero también co-
poco por encima lo que quería. De momento sólo quiero estudiar su cuerpo, dijo. No sé
cuánto tiempo me llevará. Muy bien, dije yo, pero no añadí nada que pudiera da pie a la
conversación. Palomares se detuvo varias veces antes de seguir, se giró hacia la ventana, se
atacó la pipa, se la volvió a encender. Pero no vamos a empesar hoy, dijo entre los humos
de la primera bocanada gorda, con una ese que era tan valenciana como los azulejos del
pasillo. Hoy tengo que terminar unas cosas. Sólo quería que tuviéramos una primera reu-
nión. De acuerdo, dije yo, ¿cuándo tengo que venir? Pues..., en fín, no sé, la semana que
viene estaría bien. En ese caso..., dije yo, y me levanté y traté de comportarme con sufi-
En la boda de Javier Bidón todas las mujeres se equivocaron con el vestido. Nadie
piensa que el veinticuatro de junio salga un día gris y sople el viento de la sierra. A las da-
mas se les veía la carne de gallina en los hombros desnudos. Los hombres no iban de frac.
despacho de un juzgado, en una reunión solemne de muy pocas personas y unos silencios
estremecedores. No había podido ser de otra manera. Eva les dijo a sus padres que estaba
embarazada. Sus padre hizo averiguaciones sobre el novio y comprendió que aquello había
que hacerlo cuanto antes y de la manera más discreta posible. Tampoco Eva hubiese acep-
tado ninguna otra forma de celebración matrimonial. Nada de cohorte de damas entrando en
Los Jerónimos entre viejos amigos de la judicatura y algunas altas instituciones del Estado.
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Nada de un festín por todo lo alto custodiado por varias docenas de policías. A la ceremo-
nia sólo asistieron los padres de ella, de riguroso luto en su comportamiento, además de su
hermano, el juez, que hacía de padrino, y Rosita, que hacía de madrina. De la familia de
Javier Bidón no fue nadie. Javier no avisó a nadie, ni familiares ni amigos, en una actitud
que no hizo sino levantar más sospechas entre sus suegros. Yo fui uno de los testigos, y la
otra fue Lourdes, la hija de Rosita, que tuvo que pagar a una canguro que cuidase a Carme-
Era como si estuviesen pegando fuego a sus respectivas agendas de amigos para
empezar juntos una nueva vida, y en ese sentido podría haber tenido incluso un punto de
verdadero sentimiento, pero el entorno era muy frío, la madre lloraba de pena y el padre
tenía un rictus muy serio. Eva quería que todo terminase cuanto antes y el juez que los casó,
un amigo íntimo de la familia Rodrigálvarez, alguien que se había prestado a colaborar con
la familia y ser discreto, apenas dijo más palabras que un confuso ritual jurídico y un todos
deseamos que os vaya muy bien pronunciado sin el más mínimo entusiasmo. La gente iba
bien vestida pero no de fiesta, Rosita y Lourdes iban muy escotadas y tenían frío. Ellas aún
parecía que iban a una boda, pero la madre de Eva llevaba un vestido de Prada que no lla-
mara la atención, incluso el padre y el hijo se habían puesto nada más que un traje nuevo
azul cruzado de verano. Eva y Javier se casaron de espor, como vestidos para un trámite,
como uniformados para no creer en lo que hacían. Yo iba con la ropa de ir a trabajar. Era lo
Rosita me contó que habían tenido muchos disgustos. En principio, la raíz de todos
los males estaba en el fracaso de Eva. El padre no había sabido digerirlo. El padre cuando
Eva salió del último examen sabiéndose suspensa estaba esperando en el pasillo con otros
dos colegas del Tribunal Supremo para dar un abrazo a su hija con una sonrisa de oreja a
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oreja. Incluso en el tribunal de jueces que la examinó había varios amigos de su padre, al-
gún discípulo e incluso algún enemigo al que refregar por los bigotes la valía de su estirpe.
El padre mismo la había entrenado por las tardes durante los dos últimos años, con un cro-
nómetro para las leyes que tenía que saberse de memoria y un enjambre de preguntas punti-
llosas que Eva contestaba moviendo los labios pero nada más, con ese hablar un poco ido
que tiene ella. La primera vez que la suspendieron sólo tenía veinticinco años. Era normal.
A la primera las había sacado su padre, pero podía considerarse normal esperar a una se-
gunda oportunidad. Y ahí sí. Ahí ya era asunto suyo que Eva estuviese preparada para cual-
quier pregunta. Eva se mataba de estudiar. Conforme le iban entrando leyes en el cerebro
iba desalojando cualquier sombra de interés con respecto a ninguna otra cosa. Días antes
del examen caminaba como un autómata. No era capaz de concentrarse en nada fuera de
sus temarios, poco a poco fue perdiendo incluso la capacidad de entender nada que no estu-
viese vinculado a la judicatura. Comprendía con una rapidez de reflejos deslumbrante las
preguntaba si quería un refrigerio y le dejaba una pastillita de sumial retard para los ner-
vios, Eva no lograba descifrar lo que le estaban tratando de decir, y a la segunda o la tercera
vez de preguntárselo se volvía a sus libros y seguía estudiando. El padre estaba contentísi-
mo. Lo malo fue que Eva no sólo no entendía nada que no tuviese que ver con el código
penal, sino que ni siquiera entendía nada que no fuese preguntado por su padre. Delante del
tribunal, cuando tenía que disertar sobre el litisconsorcio pasivo necesario, todas las res-
y cuando conseguía pronunciar alguna palabra, cuando conseguía sujetar de mala manera
los espasmos y los hipos que estallaban en su cuerpo, sólo le venían a la boca frases como
sí, un zumo de limón, por favor o sí, hace un día estupendo, y le desesperaba no poder arti-
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cular otras palabras y varios miembros del tribunal le acercaron un vaso de agua y le pre-
que pensase le salía un mañana podíamos comer con Eduardo, o bien los almendros están
en flor, hasta que poco a poco se fue calmando y cuando ya cesaron los espasmos y los ner-
vios y las palabras involuntarias Eva se quedó tan vacía que no le quedaron fuerzas para
nada, y mucho menos para hablar del litisconsorcio pasivo necesario. Agradeció al tribunal
su caballerosidad, se levantó de la silla y salió. Su padre la esperaba con los brazos abiertos.
Es para matarlo, dijo Rosa, pero esas familias son así. Uno es un tirano y los demás
aguantan. Y Eduardo aguantó también, aunque en este caso había que decir que siempre
estuvo donde tenía que estar, al lado de su hermana, y la sacaba por ahí y se puede decir
que le había buscado hasta el novio. Eva tenía que independizarse pero no podía quedarse
sola, y además, y esto Javier no lo sabía porque habían hecho un pacto para no contarse sus
pasados, Eva, a raíz del sofocón aquél, necesitó asistencia médica. Pero eso Javier no lo
sabe y tú tampoco se lo tienes que decir, me dijo Rosa. Desde entonces se le había quedado
ese aire niñoide que igual tenía ya desde el principio, o es el único que tuvo hasta que se
convirtió en una joven estudiante que sería juez el día de mañana. Igual había perdido el
carácter en todo ese tiempo y ahora empezaba otra vez a tenerlo justo por donde lo dejó.
Pero a Eva se la veía tocada, eso lo veía todo el mundo, salvo acaso sus ancianos
padres. Lo suyo era exagerado y habitual en las dinastías de jueces. Su hermano Eduardo le
había dado el visto bueno a Javier por eso mismo. Era de otro mundo, tan del poco gusto de
los padres de Eva que quizá renegasen de ella y la dejasen en paz. De hecho, la idea de de-
cir a los padres que estaba embarazada le fue sugerida por Rosa pero a instancias de su
hermano, y la verdad es que surtió un efecto inmediato. El padre dio por perdido aquel ra-
mal de su genealogía y la madre lloraba mucho pero tampoco tomaba cartas en el asunto.
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Luego entre semana dejaba de llorar y se le pasaban las penas en las tiendas de ropa. Los
pijos son así, Güino, me decía Rosa. Tiran a los cachorros más débiles. La tonta de su ma-
dre no sabe hacer la o con un canuto pero es la esposa del juez. Los tiempos han cambiado
y Eva no es tan tonta como su madre. Eva no podía ser sólo esposa de juez. Era preferible
que se fuese lejos con un zángano que quiere ser artista pero ya se le ha pasado el arroz y
vive de posar desnudo. A Eva la entregaron como se da a una criatura para que se la lleven
los gitanos. Tú verás lo que haces, le dijo su padre, que todavía no era consciente de las
preocupantes regresiones de su hija, tú verás lo que haces pero sólo te pido una cosa: no nos
causes problemas. ¿Y por qué no se limitó a marcharse?, le pregunté a Rosa. Porque a estos
pijos de nacimiento siempre les queda algo, Güino, porque en algún sitio siempre les queda
El día de la boda la madre se quiso reconciliar. La madre era una señora muy seño-
reada, una chica bien que se hizo novia de un Rodrigálvarez y desde entonces en las cenas
que ofrecía en Mirasierra se habló durante casi medio siglo de asuntos que llegaban al tué-
tano del Estado, se comentaban decisiones judiciales que podían dar la vuelta a la situación
política del país, y Mercedes, la esposa del juez Rodrigálvarez, era experta en organizar
encantadoras veladas llenas de hombres gordos que menean el whisky de malta o encienden
un veguero mientras alguno de los comensales reflexiona en voz alta sobre algún asunto
vital y las señoras, casi siempre acompañantes, casi siempre ninguna miembro del mismo
tribunal supremo, toman pastas junto a la ventana y hablan con desenfado protocolario so-
bre lo bien que les va a todas en sus vidas. Eva pasó varias veces sobre aquellas conversa-
ciones, pues ya le faltará poco para examinarse a la niña, pues mi sobrino Luis ha dicho que
ya no necesita preparador, que de aquí al examen ya sólo es relajarse y repasar cuatro ton-
tadas, pues la hija de Ataúlfo acaba de sacar el número tres de fiscales, seguro que la desti-
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nan a Madrid, así no tendrá que separarse de sus padres. Y Eva era una más de aquellas
pastas dulces que las mujeres mordisqueaban sin hambre, mostrando que no tenían hambre,
que estaban riquísimas pero no se las podían terminar, y sólo de vez en cuando se hablaba
de algún garbanzo negro, algún señorito perdis, alguien que en un círculo tan serio como
ese había que alejar cuanto antes. Ellos eran la verdadera aristocracia, porque la otra estaba
llena de holgazanes incapaces de llegar a nada por sí mismos, ni siquiera a hacerse ricos por
téntico Basterra de los Basterra de toda la vida), se limitaba a llevarle un refrigerio a Eva, el
Eva dejaba media hora la mirada colgada del televisor, a contarle lo que se acababa de
comprar o los éxitos y las tragedias de otras niñas que fueron al colegio con Eva y se cono-
cen desde chiquitinas. Y Mercedes había pensado que con eso tenía bastante. Durante todo
indiferente Eva le reprochaba que fingiese, y cuando volvía a llorar la hija le reprochaba su
inclinación al melodrama. Me odias, le decía Eva, porque voy a ser como tú.
Esa madre tenía que darse cuenta de que su hija se estaba volviendo loca, pero sólo
pareció comprenderlo al final, el día de la boda. En el lenguaje técnico de Rosita, ese día le
dio un ataque de higo. Discutió con su padre, desde el vestíbulo se oían los berridos: ¡no
eres un juez, eres un sargento, esa pobre muchacha ha estado a punto de perder el juicio y
sea nada?, ¿por qué no te avergüenzas también de que tu mujer no sepa hacer la o con un
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canuto? ¡Eres un sádico!, le decía. ¡Ella me lo pidió!, contestaba el marido. ¡Ella dijo sí,
ella dijo quiero hacerlo, yo la previne pero ella quiso hacerlo! ¡Podía haber entrado a traba-
jar en el despacho de Ataúlfo! ¡Nadie la obligó a que fuera juez! Yo estoy tan dolido como
ella. ¡Estoy tan fracasado como ella! ¿Ah, sí?, replicaba la señora de Basterra, ¿y por eso le
permites que se case con un cantamañanas? ¡Terminemos cuanto antes!, decía el padre.
nada y todavía con la bata, salía a llamar a gritos a su hija. ¡Eva, por lo que más quieras,
perdónanos! ¡Has vuelto a empinar el codo!, se oía la voz del padre. ¡Llevas cincuenta años
tratándome como a una subnormal!, gritaba la madre. ¿Dónde está la corbata?, contestaba
el padre. Y Eva, en su cuarto, ordenaba los bultos que quería llevarse y escuchaba a lo lejos
unos cuantos gritos sin descifrar su significado. El que sí lo estaba escuchando todo era
Eduardo, que trató de poner paz y decirles a los dos que por un momento dejasen al lado las
El caso es que a la boda la madre acudió, más que compungida, un poco traspuesta.
Se había tomado un cóctel de ansiolíticos y necesitaba ir agarrada del brazo del juez. A sus
casi setenta años, las piernas sólo la sostenían si estaba lúcida. En un último intento de
hacer algo constructivo, Mercedes llamó por teléfono a su amigo Lucio, el del famoso res-
taurante Lucio, y le pidió por favor que preparase mesa para siete con todo lo mejor que
tuviera, porque su hija se acababa de casar. Y cuando acabó la ceremonia civil y todos nos
miramos sin saber qué hacer, su voz quebrada por los disgustos, firme y falsa y llena de
dignidad, un poco en el estilo de Bette Davis, dijo que nos esperaba a todos una mesa en el
restaurante. Y el padre, más por las leyes de la educación que por las debilidades del senti-
miento, dijo un escueto ¡vamos allá! que restalló como una orden militar.
vizarlo todo. Javier estuvo muy atento con sus suegros y Eduardo no dejó de hablar de la
comida y de comérsela, a veces todo al mismo tiempo. Rosita lo secundaba con comenta-
rios de acento catalán y Lourdes se encargó de darle conversación a Eva. A fin de cuentas
Lourdes era la única persona de su edad. A mí me tocó sentarme al lado de Mercedes Davis
de Basterra. El padre estaba al otro lado, junto a su hijo. No se guardaron las alternancias
hombre y mujer porque no estaba el horno para bollos. Nos dieron de comer, para mi gusto,
con muy poco repertorio, aunque la merluza era de pincho y el revuelto de boletus exquisi-
to, pero la verdad es que no había mucho donde elegir. En ese tipo de restaurantes lo impor-
tante es estar. Junto a nosotros había caras conocidas del mundo de los negocios. En la
puerta estaban los escoltas del juez Rodrigálvarez que charlaban con los escoltas de algún
otro personaje amenazado por la banda terrorista. Dentro pude ver en una mesa a Jorge
Valdano que comía con César Luis Menotti, aunque los otros escoltas debían pertenecer a
cuando habían retirado ya los segundos platos y nos iban a traer el postre, la vieja me diri-
gió la palabra por primera vez. Dijo cualquiera diría que estamos de boda, ¿verdad? La co-
mida es estupenda, dije yo sin demasiado ardor. La comida es un desastre, como todo, dijo
ella. Luego dejó el tenedor sobre el plato, hizo como que se limpiaba con el pico de la ser-
villeta y me preguntó: ustedes son artistas, ¿verdad? Su mundo es tan distinto... Nosotros
do salgo a comprar estoy siempre vigilada. Ya ve: no soy libre ni para ir de tiendas. Lleva-
mos ya muchos años así. Ahora estamos aquí comiendo tan ricamente y en cualquier mo-
mento... ¡pum!, y se acabó. Ustedes son libres, son artistas pero son libres, y nosotros, en
cambio... Llevamos tantos años así que yo creo que ya hemos perdido la noción de lo que
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valen las pequeñas cosas. Yo siempre he pensado que los artistas eran todos unos viva la
Virgen, pero ahora, en fin, casi me dan un poco de envidia. Son ustedes tan libres... Y Eva
ahora lo será también. Yo me alegro. Usted tiene aspecto de ser una persona muy sensata.
Ya sé que usted no es el novio, claro, pero es amigo del novio, y se le ve muy responsable.
¿Usted cree que hacen buena pareja? Ahora las cosas se han precipitado un poco, y en el
fondo, verdad, con los tiempos que corren, ¿qué más da casarse embarazada?, ¿qué más da
casarse o no casarse? Pero, ¿ve usted?, Eva decidió no tomar ninguna precaución y mire
cómo le ha cambiado la vida. A lo mejor fue la pastillita, que se le olvidó la pastillita. Una
pastillita cambia mucho en la vida. Ella no se tomó la pastillita y ¡pum!, aquí nos tiene, de
boda. A veces no te tomas una pastillita y a lo mejor al principio te llevas un disgusto, pero
En ese momento cambió el tono de voz. Eva..., dijo. Eva estaba escuchando a Lour-
des y giró la cara para escuchar a su madre. Le digo a don Güino que en el fondo no tomar-
se la pastilla puede que sea mejor. Eva la escuchó al principio como si estuviera diciendo
una tontería, alguna sandez de las que se le ocurrían cuando quería desesperar a la concu-
rrencia con sus melodramas, pero se quedó parada, la miró muy seria y se quedó parada. Su
hermano volvió a desviar la conversación hacia la sangre del entrecotte y Javier hizo un
comentario estúpido. Seguro que es para mejor, dijo, y tomó la mano de Eva en un gesto de
recién casado. Pero Eva no había meneado un músculo desde que oyó hablar a su madre.
Lourdes volvió a darle conversación pero Eva siguió clavada en el asombro. ¿Cómo?, dijo
al final. ¿Que no me diste la pastilla? Su voz había subido de tono. Jorge Valdano se giró
un momento para ver qué eran esas voces, también algunos otros comensales. ¿Qué pasti-
lla?, dijo Javier. Querida, estabas intoxicada, no podías estar así de... el día más importante
de tu vida. Tenías que ser tú misma... ¿Pero de qué pastilla estáis hablando?, dijo el padre.
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¿Mis pastillas?, dijo Eduardo. ¿Estáis hablando de mis pastillas? Mamá, ¿le diste a Eva mis
pastillas? Se las dí, sí, dijo ella, otra vez en Bette Davis, hasta el último día, con todo el
dolor de mi corazón, pero el último día... ¿Qué pasó el último día?, dijo Eva, ¿te las comiste
tú?, ¿no te quedaba más que una y te la comiste tú? No, hija, no, dijo la madre, y sacó del
bolso un pastillero chiquitín, lo abrió y le dijo: toma, hija, esta es la pastilla que no te di.
Javier se adelantó a cogerla (era el marido) y le dio un lengüetazo. Luego emitió un dicta-
men pericial: es un tónico cardiaco, dijo. Lourdes dijo: no me entero de nada, mamá. Creí
que iba a ser para mejor, dijo la madre. Eva estaba en una de esas sonrisas estupefactas que
no se sabe si anticipan un llanto, una carcajada o un ataque de rabia. Seguro que es para
mejor, hija mía. Mira lo que ha pasado con la dichosa pastillita, mira donde estamos. Te vas
a casar con un hombre al que quieres y vas a ser madre, y lo demás no importa, mi vida. Yo
no quiero que seas juez, yo quiero que seas feliz... ¡Vámonos de aquí, Mercedes, ya vale de
ahora mismo de aquí! Eduardo se levantó para acompañarlos. La madre moqueaba y lanza-
ba miradas de compasión a todo el mundo. Eva no levantó la mirada del mantel, ni modifi-
có el rictus asombrado de los labios. ¿Estás bien?, le dijo Javier. Espero que sí, dijo ella.
conocieses a Eva te tomarías las cosas con más calma. Violeta por lo menos no tomaba
pastillas. La juventud entera y verdadera y una plaza de juez no era lo mismo que un verano
y un aprobado en latín. Antes de ir a ver al profesor de Violeta intenté razonar un poco con
Remedios. A mí me molestan esas visitas de los padres a los profesores: ¿todo va bien?, uy,
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sí, sí, tienen ustedes una hija que es un cielo, y ustedes también son maravillosos, ya les
Cuando Violeta entró en el instituto le encargaron hacer una ficha con sus datos per-
sonales, fecha de nacimiento, nombre y trabajo de los padres, etc. Con Remedios era fácil.
La única duda de Violeta era si sicóloga se escribe con pe o sin pe. Sin pe, dije yo. ¿Cómo
que sin pe?, dijo Remedios, ¿alguna vez has ido a un siquiatra sin pe? Yo le conté a Violeta
unas galeradas con una nota en un margen que decía ¡ojo, psicología!, y Unamuno se las
devolvió sin corregir, con otra nota debajo que decía ¡oído, sicología! Pero Remedios insis-
tió: ¿si tuvieses que escribir siquiatra también lo escribirías sin pe? Desde luego, dije yo, y
mentí, porque la pe o no pe hace más verosímil cada palabra. El sicólogo es más de casa, de
cabecera, de primera instancia. El psiquiatra es para los casos que requieren barbitúricos.
Sicólogo es palabra redonda, maternal, pero psiquiatra es una palabra desquiciada. Quizás
era eso lo que le molestaba a Remedios. El caso es que cuando Violeta escribió psicóloga
con una pe muy ortopédica, escrita después que la palabra, llegó al oficio del padre y me
preguntó: ¿y tú qué eres, papá? Remedios interrumpió la lectura y me miró por encima de
las gafas. Psubalterno, dije yo. A Violeta le entró la risa, su madre volvió enseguida a lo
serio. No eres un subalterno. Yo tampoco soy la empleada de una clínica, o por lo menos no
lo soy ahí. Y añadió: el tutor debe saber qué tipo de educación han recibido sus alumnos.
De acuerdo, dije yo, pon que soy modelo, y todo el mundo te acabará llamando Violeta la
del padre modelo, tus compañeros te preguntarán si me has visto alguna vez en pelotas, así
que tú verás lo que haces, hija mía. La madre dijo: Güino, ¿te estás avergonzando de tú
profesión? Yo estuve por decir: la que no quiero que se avergüence es ella, pero consideré a
tiempo que quizá fuesen palabras demasiado fuertes para una niña de su edad. Pon lo que
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Pero nunca antes había tenido que ir al colegio de mi hija para defender mi profe-
maneras. Pero mujer, ¿qué puedo decirle? Aquí la que está acostumbrada a las buenas pala-
bras eres tú, Remedios, no yo. Yo no sé embolicar a nadie. Yo no sé dar jabón con técnicas
tan profesionales como las tuyas. Ella no me quería escuchar. Mira, Güino, siempre he ido
yo, así que no me vengas con hostias. Yo no puedo ir y las notas salen mañana, así que no
El colegio Líber fue una elección personal de Remedios. Incluso para escoger la
nueva casa midió las distancias entre los distintos centros donde Violeta podría estudiar.
Cuando todos vivíamos aquí Violeta iba al instituto San Isidro, que era el del barrio, con
mucho prestigio histórico y sentimental pero cada vez más lleno de inmigrantes y jóvenes
desatendidos. Como además era contiguo a mi escuela, en la calle de los Estudios, Violeta y
yo hacíamos juntos el camino a clase muchos días. Yo conocía a muchos de sus profesores
de verlos en la cafetería con su cara de profesores, pero ellos no me conocían a mí. Aunque
la Escuela de Artes y Oficios y el Instituto San Isidro son el mismo edificio, sólo desde
hace un par de años pertenecen al mismo centro educativo, y aun así la gente entra y sale
por puertas distintas y no tiene ningún tipo de relación. Tampoco los profesores de mi es-
cuela conocían a los conserjes del instituto. Violeta, alguna vez, mientras volvíamos para
casa, me señalaba en la acera de enfrente a una profesora que corría a coger el autobús con
una cartera de plástico transparente, algún profesor con aspecto de senderista que caminaba
con su macuto por la calle Toledo, otro calvo con bigote y barriguilla que les daba Historia,
uno de larga melena blanca y aires de intelectual francés que era el que les daba francés. Se
puede decir que yo los tenía controlados sin necesidad de hablar con ellos, aparte de que
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Pero aquí, en Mirasierra, todo me parecía sospechoso. Era un colegio privado, una
cooperativa de progres que enseñaban a sus niños mimados los valores de la solidaridad y
los preparaban para estar por encima de la enseñanza pública. En las negociaciones econó-
ñanza pública como una obligación para las personas de izquierdas, y no me hizo pagar la
mitad de lo que todos los meses paga ella, casi mi sueldo entero, una barbaridad. Allí estu-
diaba el hijo del coordinador general de Nueva Izquierda y los de varios ex altos cargos de
pijos. El funcionamiento era muy parecido al de un colegio de curas: profesores mal paga-
dos que trabajaban como burros y a los que se les exigían resultados para renovarles el con-
trato temporal, lo cual les daba a todos un aire de asalariados que recibían de vez en cuando
contaba: estás en mitad de una clase, el profe está explicando, a su aire, y de pronto llaman
a la puerta y viene alguien del consejo escolar, a veces incluso el padre de algún compañe-
ro, y se sienta en la parte de atrás y se pone a escuchar, y entonces ves que el profe cambia
de voz, lo ves que se pone nervioso, a veces hasta tartamudea, y claro, cuando se va el pa-
Violeta me había contado eso y yo me imaginaba que luego los profesores harían de
alfombra en sus reuniones privadas con los padres, o bien, desquiciados por su situación
laboral y su vida domesticada, se ensañarían con aquellos muchachos cuyos padres no tu-
viesen peso político ni prestigio en los ambientes selectos de la izquierda. Exageras dema-
siado, me decía Remedios. Eso de que los padres están siempre allí metidos no es verdad, y
aunque fuesen tampoco creo que pasase nada. Si el profesor está cumpliendo con su obliga-
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ción, nada le tiene que preocupar. Yo también recibo inspecciones cuando menos me lo
espero del ministerio de sanidad y no me pongo nerviosa. Sí, le dije yo una vez, a mí tam-
con el mundo del arte. Y él, en efecto, al principio, se mostró muy obsequioso. Era un tipo
más bien bajito, vestido con camisa de manga corta y pantalones de poliéster, bigote nietzs-
cheano y un tono de voz oscuro, monótono, envuelto en humo. Me pasó a la sala de visitas,
un despacho compartido, sin objetos personales, con las sillas verdemoco que utilizan los
alumnos en las aulas. Nada más sentarme le pregunté si se podía fumar, él me dijo que sí
mi americana de lino tostado un habano que nos regalaron en la boda de Javier Bidón. Le
humo. No me hablaba con ese segundo tono que se usa para hablar fuera de micrófono, o
fuera de aula, o fuera de parlamento, el tono distinto y familiar de quien finge no estar en
tiempo laborable. Al contrario, me hablaba con atildamiento, como el señor muy culto que
hace las preguntas en los coloquios, acodado sobre la mesa y con el humo denso de los pu-
ros cargando de profundidad la situación. No creo que debamos preocuparnos por Violeta,
me dijo. Tuvo un mal día, nada más que un mal día. A veces ocurre, hay alumnos que acu-
san el cansancio en el último momento y no rinden en un examen como han estado rindien-
do durante todo el año. Violeta es sin lugar a dudas una de las alumnas más brillantes en
que fueron sendos sobresalientes. Pero sería injusto desde un punto de vista educativo cas-
tigar todo el esfuerzo de Violeta y condenarla no sólo a que no disfrute del verano sino
también y sobre todo a que no pueda presentarse con garantías al examen de ingreso en la
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universidad. Por lo tanto, yo creo que vamos a olvidarnos de este examen. Vamos a tener
en cuenta los otros, aunque también es verdad, y eso no puede sernos ajeno, que Violeta de
pronto cambió de carácter, su comportamiento se hizo, ¿cómo decirlo?, más hosco, más
movía. Yo le di mientras tanto unas cuantas chupadas al puro. No había más que dejarlo
llé de la manera más discreta posible. Ya, ya, dije, como si ya valiese de rollo, pero a sus
padres nos dice que había dejado el examen en blanco. Es verdad, dijo él, tragando saliva,
pero sucede con los alumnos brillantes que consideran un examen regular, un examen que
no está a la altura de lo que ellos son capaces de hacer, como menos lesivo para su orgullo
que el puro examen en blanco, prefieren decir que no lo quieren hacer a terminarlo con re-
sultados medianos y... Ya, ya, dije yo. O sea que no hay ningún problema, dije, dando por
zanjada la visita. No, claro que no, claro que no, dijo Sepelio, el mote que tenía entre los
alumnos. Los dos nos levantamos y nos dimos la mano. Un puro extraordinario, dijo él, y
me enseñó por primera vez sus dientes pequeños llenos de sarro por debajo del mostacho.
Salí del colegio y me fui caminando hasta la parada del autobús. En esa zona el
transporte público es sólo para las criadas y los escolares, y las paradas están muy lejos
unas de otras. A los diez minutos de ir andando por la calle pasó Sepelio montado en un
llevarlo a algún sitio?, dijo, como si supusiese que yo vivía por allí cerca. Depende de don-
de vaya, dije yo. Yo vivo en el centro, dije, cerca de Tirso de Molina. ¿Tirso de Molina?,
¿de veras?, ¡yo vivo allí mismo, en la calle Calatrava!, dijo él, y a partir de ese momento le
Subí al Skoda, que olía como a plástico recalentado, a polvo y a tabaco. A veces
basta una palabra, una indicación no demasiado precisa para que los otros entren en noso-
tros, la clave que les hace descubrirnos y en cierto modo apoderarse de nuestro territorio.
Leyendo la ficha de Violeta, dijo, pensé que vivían ustedes en Mirasierra. Eso implicaba
demasiadas noticias: que yo no vivía con Violeta, que yo era uno de los suyos, de los que
viven en los barrios, no en aquella opulencia progresista y estirada. También sabía que yo
era pintor, pero entonces no me dijo nada. Sí volvió, enseguida, sobre el tema de Violeta,
pero como si al entrar en el Skoda y salir del colegio se hubiese alejado de todo formalis-
mo, en ese segundo tono de fuera de micrófono y de mirar mucho al copiloto y no a la ca-
rretera, una cosa que me descompone. Yo a esta zona en realidad sólo vengo para ir al co-
legio, dijo, a mí me gusta más el centro, el barrio, siempre he vivido allí. A mí también me
costaría adaptarme al cambio, quizá Violeta no se haya adaptado del todo al cambio. Lleva
tres años viviendo allí, dije yo, era imposible hablar sin regalar intimidades. Ya, dijo él, yo
también llevo tres años aquí pero no se crea que me adapto mucho.
Aquello era una confidencia. Se supone que a un alto cargo de Nueva Izquierda, a
un padre liberal profesional con mucha pasta y aspiraciones elitistas no se le dice que en
Mirasierra hay un ambiente un poco raro. Sepelio confiaba en mí por la misma razón por la
que confían siempre los demás: yo para ellos no soy una persona en sentido estrito, sino
algo más o algo menos, alguien a quien impresionar, alguien por quien vender barata su
intimidad, exhibir incluso su miseria, o bien, en el polo opuesto, alguien que nunca se va a
atrever a hacerles daño, un buenazo con aspecto de mafioso, con esa buena voluntad de
quien se siente impresionado por un cuerpo y por una manera de estar. Se lo digo, dijo Se-
pelio, porque entre los chicos los hay que no soportan ese ambiente. Los hay problemáticos
nada más que porque están mimados, pero también porque no es ese su lugar, están metidos
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en ese colegio como con calzador. Es el caso de un muchacho muy amigo de Violeta, se
Sí, claro, dije yo, estudian juntos. Es más, tengo entendido que Violeta le enseña la-
tín a Jan y Jan matemáticas a Violeta. A mí me parece un buen chico, dije, sin conocerlo
siquiera. Eso yo noté que sorprendió a Sepelio, que lo conociera o que me cayera bien, no
sé, el caso es que dijo: Violeta entregó el examen en blanco. Para mí es un riesgo aprobarla
en esas condiciones. Si se enteran los otros padres perderé el empleo, se lo aseguro. Pero
me parece un crimen suspenderla. Usted piense lo que quiera, pero es de los pocos alumnos
sanos que tengo. Los demás, la mayoría, me dejarían en el paro si supiesen cómo hacerlo, y
lo harían por simple diversión, créame. Por eso me ha sorprendido tanto que haya sido Vio-
leta y no otra la que me pusiera en esa situación. Sus compañeros la vieron entregar el exa-
men cinco minutos después de empezar. Saben que no pudo hacerlo bien. Todos se sor-
prendieron. Se preguntaban qué le había podido pasar. Quiero decir que todo el mundo da
por descontado que la voy a suspender, sobre todo los que compiten con ella por las notas.
luego me miró a la cara y me dijo: pero no se preocupe. Violeta saldrá mañana aprobada.
No le garantizo que sea un sobresaliente, eso sería excesivo. Pero aprobada saldrá, seguro.
Y luego añadió: si me echan por eso será por una buena causa, y en el fondo me harían un
favor. Sepelio me ofreció una caña y unas gambas en La Paloma. Yo me excusé diciendo
que había pedido un par de horas libres en el trabajo para ir a hablar con él, pero tenía que
volver.
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Vamos a ver. Siéntese aquí. Aquí, aquí, en este taburete. Eso es. No, el pie derecho
un poco más adelantado. Haga por favor un ángulo recto con la pierna derecha. Y el otro
pie más atrás. Apóyese tan sólo en los metatarsianos. Estupendo. Ahora el tronco un poco
más erguido, tire un poco para atrás los hombros. Me gustaría que la clavícula estuviese un
poquito más inclinada a la derecha, y también más retrasado el hombro derecho. Muy bien.
A lo mejor un poco más abierta la pierna derecha, sí. Esa mano la vamos a apoyar en el
muslo, pero un poco más al interior. La derecha en la rodilla, en la rodilla. Siéntese un poco
más en el borde del taburete, por favor. Sí, sí, los testículos que caigan sin tocar los muslos.
contó que el escritor Juan Carlos Onetti, cuando vivía varado en la cama, se alimentaba de
las noveluchas que su mujer compraba poco menos que al peso en la librería de mi amigo.
El autor de novelas densas como el humo de Sepelio había decidido no levantarse jamás de
parecida tuve al ver a Palomares en su estudio valenciano de El Viso. Tenía las paredes
llenas de acuarelas, paisajes aldeanos y marinas desvaídas, algo así como el grado cero de
la pintura, el mundo que cualquier aficionado puede alcanzar. Por un lado demostraba estar
muy enterado de quiénes son los mejores acuarelistas (o los que más se preocupan por fo-
mentar su obra), y había algún cuadro otoñal de Martín Madero, otro del gran González
Lobo, un paisaje de Huelva de Manuel Blanchón. También localicé una tarjeta postal de
Van der Putten y un cuadro sin firmar pero que tenía toda la pinta de ser de John McCormic
Pero para un profano todos eran los finalistas de algún concurso dominguero al aire
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libre. Yo pensé que el estudio de Palomares estaría lleno de colmillos de elefante labrados
en la dinastía de los Ming y regalos personales de los más influyentes artistas contemporá-
neos, y me encontré una colección de puestas de sol, de escenas en el huerto. La plaza ma-
yor de Almagro, las callejuelas de Albarracín, las casas blancas de Las Alpujarras, el mar
horizontal en Almería. Tenía muchas acuarelas suyas, todas siempre llenas de luz, muy
aprovechado el blanco puro del papel. Todo muy valenciano. No era la casa del hombre que
pintó los Estudios de zapatos vacíos en pleno hiperrealismo, ni el que esculpió con pintura
los Estudios informales, sino el joven que, ya en Madrid, exhibió los Estudios de humo, que
Toda la obra anterior a su llegada a esta escuela (de la mano de Vicente Barrachina)
está en el estudio de Palomares, y toda está compuesta de acuarelas con paisajes mediterrá-
neos. A mí me llamó la atención desde el principio, aunque desde mi postura, los primeros
días, sólo podía ver bien enfocado un cuadro muy pequeño, por lo demás bastante tópico,
pero muy parecido al retrato de Vicente Palmaroli. La misma casa con huerto, las mismas
tapias encaladas, las mismas rosas y las mismas buganvillas, y el pintor joven pintando con
alpargatas y un blusón.
cordial para decir buenas tardes y hasta mañana y muy poco más. Palomares tampoco
Pero yo no hablo cuando estoy trabajando. Pienso que hablo, pero no hablo. Un día, cuando
ya me había cerciorado de cómo se parecían ese cuadro y el del museo, al salir de la habita-
ción contigua donde me desnudaba y me vestía ya para marcharme me acordé de que ese
cuadro lo conozco porque Barrachina me mandó a mirarlo para posar de Palmaroli, hace
autorretratarse con la misma cara de pardillo que allí tiene Palmaroli. A veces, por desidia,
dejamos colgados de las paredes regalos de nuestros enemigos, objetos que nos duelen. Un
día, digo, al marcharme me puse frente al cuadro, a una distancia mucho menor de la que
tenía durante tres horas seguidas todas las tardes, aunque sólo de vez en cuando fijaba la
vista en él. Lo normal era tenerlo desenfocado. Me puse frente al cuadro y le dije: este cua-
drito me encanta. Me recuerda mucho al de Vicente Palmaroli que hay en el Casón. Palo-
mares estaba limpiando con agua los pinceles, se detuvo y me habló con buen talante. ¿Ah,
sí? ¿Y qué es lo que le gusta? Es bastante juvenil, todo esto es bastante juvenil, dijo Palo-
mares, acercándose a mí. Este de aquí es de nada más venir a Madrid. Yo dije, con cierta
volvió a girarse para seguir limpiando los pinceles. Sí, es muy ingenuo, dijo. Luego cogió
un trapo para secarse las manos y volvió a mirarme de frente. Se le notaba esa sonrisa de
quien no va a andarse con rodeos. ¿A ti también te lo mandó copiar Barrachina?, dijo. No,
dije yo, a mí me lo mandó posar. Eso le hizo mucha gracia. ¿Que te lo mandó posar? Ja, ja.
Ese hombre no tiene límites. Yo no dije nada. Nunca se es más discreto que cuando no se
tiene nada que decir. En realidad estaba un poco incómodo. Hay personas que por necesi-
dades ideológicas te tienen que caer gordas. Uno se siente un poco pecador cuando le cae
Aquello se quedó así. Pero fue suficiente para que en días sucesivos Palomares
hablase más de lo que había hablado hasta entonces. Hablaba deteniéndose en cada pince-
lada. Oraciones simples de pocas palabras le llevaban un minuto entero. Tanta lentitud y
despacio puede sacar de sus casillas a cualquiera porque es doloroso esperar a la siguiente
palabra sin suficiente tiempo para iniciar un pensamiento propio. Palomares hablaba como
pintaba, era ese el ritmo de su cerebro para todas las actividades de su cuerpo. Yo estoy
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acostumbrado a ritmos muy vivos, a veces algo monótonos pero por lo general muy rápi-
dos. Si un profesor hablase así a sus alumnos sería imposible mantenerlos despiertos, y yo
me paso la vida escuchando a profesores, cómo explican mi cuerpo. Ese ritmo estoy acos-
tumbrado a escucharlo igual que los harekrisna rezan un rosario interminable mientras
hablan, porque no pueden parar porque si no no les da tiempo a terminar la oración entera.
En mi caso, las palabras dichas por otros podían no sólo perder su interés sino también su
Por otra parte, a mí a veces me interesaba lo que decía Palomares. Siguió hablando
de ese cuadro y de Barrachina durante días, aunque lo que dijo en realidad fue muy poco,
por lo despacio que hablaba y porque él también despojaba de significado a las palabras, las
pronunciaba como quien canturrea el mismo estribillo de la misma canción cincuenta veces
seguidas, en un placer sólo soportable para el que canturrea. Pero otras veces hacía un des-
canso para encenderse un cigarrillo y entonces hablaba más deprisa y contaba cosas más
interesantes. ¿Sabes Güino (Palomares, al cabo de cuatro o cinco días, empezó a llamarme
Güino), sabes Güino por qué conservo todas estas acuarelas? No, dije yo, sin mover un
músculo, como hacía en Astorga con Rosita. Pues porque Barrachina no me las dejó expo-
ner... Primero no me dejó exponerlas él... Y luego no quise exponerlas yo... Primero no
quise exponerlas por vergüensa... Ahora me alegro de haberlas guardado... Quién sabe,
Una vez no se encendió un cigarro sino la pipa. Dejó los pinceles no como se dejan
cuando los estás usando, sino como cuando vas a tardar un rato en volverlos a coger, y re-
cobró el ritmo normal de la producción hablada. Fue tan brusco el cambio que yo me vi
obligado a hablar sin juegos de ventriloquia. Dejó de llamarme Güino y volvió a llamarme
de usted. Es usted compañero de Alfredo, ¿verdad? Sí, dije yo. Él titubeó un momento y
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luego dijo: quiero que sepa que todo el episodio de Astorga fue patético, empesando por él
y terminando por mí mismo. Quiero que sepa que todo se nos fue a todos de las manos,
intervino gente que no tenía nada que ver con esto. Sé que es usted un buen profesional.
Tan sólo me gustaría que no hubiese incomodidad en nuestro trato. Dijo, y se puso a pintar.
¡Pues es un hombre encantador, qué quieres que te diga!, me decía Rosa por las ma-
ñanas en la escuela cuando bajábamos a tomarnos un café con leche y un pinchito de torti-
lla. Palomares no hablaba mucho, sólo en los descansos, y siempre la trataba con respeto y
profesionalidad. Además, dijo, se nota que sabe mirar, que sabe iluminar, que sabe sostener
el pincel, coño. Ella estaba harta ya de que la pintasen aficionados. ¡Estoy tan harta de
aprendices, Güino! Y eso era en el trabajo pero también era en la vida. Nadie a su alrededor
sabía el oficio de lo que estaba haciendo. Lourdes no sabía ser madre ni aguantar un trabajo
ni centrarse un poco, que ya iba siendo hora. Eduardo no sabía amar, amaba como un ado-
lescente, sin sosiego, sin sentido del descanso, sin quedarse nunca juntos viendo la tele o
leyendo un libro sin necesidad de hablar, de viajar, de follar, de cenar en restaurantes caros
ni visitar ciudades inmortales. Un fin de semana se había venido el viernes en coche desde
Astorga con dos billetes para irse los dos a París esa misma noche y volver el lunes al ama-
necer. Y todo eso era muy romántico pero tenía algo de inicial, de ser patoso y estar siem-
pre preocupado por si lo quería o no lo quería. Rosita, ¿de verdad me quieres?, le solía decir
cuando Rosa se callaba un rato. Y aquello era un agobio, sobre todo si te habías pasado la
semana inmóvil y desnuda de ocho a dos, delante de estudiantes que tampoco saben dibu-
jar, que le ponen mucho entusiasmo pero se tuercen y emborronan el papel a cada instante,
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producto muchas veces de sus buenos deseos de principiantes. De modo que por la tarde,
aunque tuviera que volver a posar de seis a nueve, esta vez ya era un descanso. Julio (Rosi-
la Mancha y ella se relajaba. Llevaba, además, toda la semana sin cambiar de posición, y en
una postura que para las cervicales era una malva. Sentada en una silla estrecha, con el res-
paldo muy recto y muy alto, y apoyada en él hasta con el cogote, las piernas juntas y las
manos enlazadas en el regazo. Incluso, como Julio fumaba bastante, cada vez que paraba
ella podía relajarse y caminar un poco por la sala y fumarse también un cigarro si quería, de
modo que nunca llegaban a darle las primeras punzadas, por suaves que fuesen, que siem-
pre le afectaban a las cervicales. Ir al chalet de Julio era descansar de problemas laborales,
familiares y sentimentales, y era también, y esto Güino tú me lo tienes que reconocer, una
semiprofesional que había posado era para Pilar Guijarro, y Pilar Guijarro, en su campo, no
había llegado tan lejos como Rosa en el suyo, pero cobraba mucho más dinero. Aquí por lo
Yo, en broma, le dije: se te está poniendo el morro fino, Rosamari. No es eso, Güi-
no, no es eso: yo es que creo que después de todo prefiero trabajar a estar con Eduardo en
París. Yo no quiero un marido, Güino, ni un novio. Yo, si acaso, de vez en cuando, lo que
quiero es un amante, alguien que sepa ya cómo se ama y cómo no se ama, cómo nada más
que se acompaña, o se deja estar. A mí me sienta bien que me den de vez en cuando algún
meneo pero yo conmigo misma estoy de puta madre, Güino, yo no necesito que los hom-
bres me echen el aliento. ¡A ver si te vas a liar con Palomares!, le dije yo, siempre de bro-
mal, algo así como con el código melodramático que utilizan los amigos para meter baza y
enseguida dejar al otro que siga. Qué va, dijo ella, y aplastó el ducados en el cenicero. Pero
a continuación dijo: el otro día me contó por qué coño se pelean todos por esa estatua.
Resulta que, cuando llegaron a Madrid, Julio empezó a exponer, y al principio Ba-
rrachina lo apoyaba y le dejaba dar las clases de anatomía para que fuese perfeccionando el
dominio del cuerpo. Entonces (estamos hablando del año catapún, cuando Julio acababa de
venir de Valencia que se lo trajo Barrachina) entonces Alfredo ya estaba en la escuela. Al-
fredo tendría entonces veintitantos años, y Julio apenas dieciocho. Barrachina se encargaba
de las clases de anatomía y escultura por las mañanas y Julio de las de anatomía y dibujo
por las tardes, y los dos usaban el cuerpo de Alfredo. Alfredo estaba entonces en su pleni-
tud, en la edad de los toreros, que es lo que en el fondo le hubiera gustado ser. Era alto y de
hombros anchos, tenía muy grandes las manos y los pies y los muslos largos y apretados,
fuertes sin llegar a musculosos. Ya no era un efebo, ya era un hombre, pero no había perdi-
do la tersura, la imagen misma de la juventud. Se hartó entonces de posar para las tumbas
de soldados muertos, era el cuerpo esbelto y cuadrado que se llevaba entonces en la imagi-
nería de una raza superior, aunque también las víctimas usaban líneas rectas y mandíbulas
desarrolladas para inmortalizar al proletariado. Pero su cuerpo desnudo, tal y como lo hacía
que le practicó Barrachina cuando una vez Alfredo se puso tan malo que lo tuvieron que
ingresar, y cuando Alfredo pudo levantarse de la cama Barrachina volvió a guardar la esta-
tua en el desván.
Tiempo después, Julio Palomares entregó sus ilustraciones del obispo leproso a
Barrachina fue prohibirle utilizar en sus clases el cuerpo de Alfredo. Lo puso en contra de
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tal modo que Palomares ya no volvió a ver su cuerpo desnudo jamás. Pero Barrachina no
recuerda que no se hizo un vaciado sino dos, y que el otro se lo llevó Palomares a su casa
para seguir estudiando. Desde entonces la estatua había sido un fetiche para él, un símbolo
del que guardaba como oro en paño la versión original y reproducía y cambiaba y destroza-
Es decir, él no tenía la única copia. Engañó al ignorante de Alfredo sólo para fo-
mentar un escándalo que nació condenado al ridículo. Le ocultó la existencia de otra copia
de su cuerpo sano, joven y hermoso, y de ese modo hizo crecer en él disparatados senti-
mientos de orgullo, de motivos personales por los que luchar hasta la cárcel si fuera menes-
ter. El imbécil de Alfredo estaba pagando una refriega de rencores entre dos tipos que lo
despreciaban pero lo querían conservar. Sobre todo Barrachina. La culpa de todo la tenía
Barrachina, por supuesto. Para Rosita, la actitud de Palomares había sido la correcta, por-
que tampoco pensó nunca que la cosa fuese a llegar tan lejos. Si no aparecía la otra copia,
Julio estaba dispuesto a regalarle una, pobre hombre, pero no si él se empeñaba en malde-
cirlo, hablar mal de él en los periódicos y hurgar en asuntos privados. Tan sólo hubiera ne-
cesitado una llamada telefónica de Alfredo, nada más que una llamada. Habría bastado con
que le dijese oye Julio, cuando termines con la exposición devuélveme la estatua. Le habría
VII
Yo lo llevaba bastante peor que Rosita. Eran los últimos días del curso y los prime-
ros de Palomares. No tenía tiempo para nada. Me levantaba y me iba a la escuela. Allí, en-
tre que a última hora Pilar Guijarro quería explicarlo todo y que llegaban los exámenes ofi-
ciales y los libres, los de ingreso y los de diplomatura, los de repesca y los extraordinarios,
yo ni dejaba de posar ni podía estarme quieto. Para mí estarse quieto significa permanecer
al menos tres sesiones de cuarenta y cinco minutos en la misma postura. Todo lo demás es
un estar cambiando todo el rato la posición. Tenía que hacer más horas de las habituales,
días de hasta seis sesiones por la mañana, con alumnos muy heterogéneos que me miraban
sin verdadera concentración, pendientes tan solo de que mi cuerpo se pareciese a su exa-
men. Pero no copiaban desde dentro, desde el argumento abstracto de mi figura, del signifi-
cado de un pliegue o la muy modulada tensión de los tendones. Eso hace también, al cabo
de los años y de una forma casi imperceptible, fastidiosa la mirada de quien no te sabe di-
No obstante, en casa conservo algunos de los exámenes más torpes que se han
hecho de mí. Cuadros pintados por gente incapaz de penetrarme, pero que en su impericia
llevan una cuota de lirismo. Demasiado pequeño, demasiado grande, demasiado gordo,
alguien, dibujando mal, sin haber dominado la figura con perfección y luego deformado
según criterios meticulosos, da en el clavo y pinta un exacto retrato de sí mismo: sus tem-
blores, sus imperfecciones, sus líneas difíciles resueltas con naturalidad, sus líneas fáciles
Cada defecto es juzgable con arreglo al conocimiento que yo tengo de mis líneas. Yo sé en
Para empezar, soy uno de esos tipos que las mujeres nunca llaman gordos sino
grandes. Llámase gordo al que tiene más del doble de cintura que de envergadura, y yo es-
toy en esa proporción, pero con medidas mucho mayores que las del resto. Estoy en esa
otro poco hacia dentro lo haces, más que delgado, inhumano. Todo eso no significa que no
tenga tejido adiposo, pero yo lo estilizo, y estilizarlo es la única garantía de que no me afec-
te, de que no me duela. Estoy en el inmóvil punto medio de la holgura de formas que no
llega al abandono. Mi cuerpo avanza con naturalidad, pero nunca está estropeado. Un cuer-
po estropeado tiene interés para los hiperrealistas, todos los cuerpos estropeados claman de
igual manera y sus carnes lacias exhiben inocencia y patetismo con la misma crueldad. Pero
los estudiantes confunden los términos. No saben todavía cuál es el camino del tiempo, qué
significan las huellas. No saben distinguir entre crestas iliacas y apófisis espinosas, pero lo
peor es que tampoco saben darme dignidad. Su impericia degenera también en caricatura, o
más bien en proyecto de caricatura, en apuntes que con oficio pueden extraer un monigote,
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Estaba tan desesperado porque no tenía tiempo para nada que pensé en utilizar mi
colección de exámenes suspensos para una serie de monigotes con mi cuerpo como tema
principal. Menos mal que no lo hice. Pero durante esos días de programa doble me conven-
cí de que mi única posibilidad para llegar al regalo de Violeta con algo presentable era pro-
ceder a una limpieza de corrales. Así se llama, en lenguaje taurino, a esas corridas que se
celebran ya por otoño en las plazas importantes, con toreros desconocidos que no han teni-
do todavía su oportunidad y todos los toros que fueron desechados por feos, por fuera de
tipo, por viejos, por mansos, por demasiado grandes o por demasiado gordos, que han esta-
do desde junio muchas veces maleándose de chiquero en chiquero, recibiendo puyas indis-
criminadas y oliendo el aroma de sangre caliente que sale del desolladero. Dibujos obsce-
nos y sinceros, patéticos y malformados, inicios de proyectos, esbozos de ideas, retratos sin
terminar. Eso empezaba a ser, más que lo único presentable, lo único aparente, lo poco que
podía reunir.
Pero yo esperé en la confianza de que tanto trabajo sólo duraría un par de semanas,
hasta que terminase de una vez el curso. Entonces tendría las mañanas libres de casi dos
trago en la mejor condición física posible. Al salir de la escuela comía cualquier cosa y me
iba a casa de Konchakova. Allí estaba en sesión doble (había que mantener en todo las pro-
porciones) hasta las cinco de la tarde. Cogía el metro entonces y me iba a posar para Palo-
mares, y de allí, a las nueve, a la piscina de Jumbo, que me cae más cerca, hasta que la cie-
rran a las diez de la noche. Volvía en metro a casa, cenaba con precaución y me salía a to-
mar el fresco hasta que el sueño me venciera. De coger un lápiz y un papel ni soñarlo. Bas-
ntra nuestra salud. No puedes estar dándole vueltas a una preocupación y al mismo tiempo
mantener todo tu cuerpo en reposo. A veces, cuando he tenido algún problema objetivo,
cuando he tenido que convencer a todo el mundo, incluso a mí mismo, de que aquello me-
recía cierto desasosiego, me las he arreglado para suspender el pensamiento al menos hasta
que dejase de posar. Sólo estaba preocupado cuando me vestía. De lo contrario es imposi-
Sin embargo, esa misma evasión nos puede evadir demasiado. Nos podemos pasar
que se puede hacer como que se escucha. Estamos tan entrenados en obviar las palabras de
los otros que nos cuesta un gran esfuerzo prestarles atención fuera del trabajo. Eso, según
Remedios, hizo mucho daño a nuestro matrimonio. Fue una época en la que yo me dejé
llevar. Descubrí eso que se llama una vida interior, y me metí dentro y no salía para nada.
Es como darse a la bebida, ser un ludópata, un putero, tener un vicio que te marca para
siempre, aunque no vuelvas a probar una gota de alcohol. Uno no se cura nunca del todo.
Puede adiestrarse como yo estoy adiestrado en ocultarlo, en escuchar a una persona y estar
al mismo tiempo recluido en mi pensamiento, pero alternar las dos cosas implica que una
debe ser fingida, y los vicios siempre son de verdad. Quiero decir que, por mucha voluntad
que emplee y por muy convincente que resulte, los demás se mantienen siempre a una dis-
tancia que por otra parte también es terapéutica y aconsejable. El síndrome se retroalimenta
cuando, en un esfuerzo por salir de ti mismo, por ser abstemio y hablar con los demás, los
demás, acostumbrados a vivir de una preocupación a otra, te atormentan con alguna minu-
cia capaz de revolverte las tripas y hacerte cuestionar toda tu existencia. No sólo no tengo
capacidad para interesarme en los problemas de los demás, sino que tengo que protegerme
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de ellos.
La última vez que me preocupé por algo fue cuando Violeta era muy niña y un día
que le fuimos a poner una inyección, pataleando, rompió la aguja hipodérmica, que salió
como una flecha por entre la carne del culito de la niña, y empezó a ir para arriba y el prac-
ticante dijo: esto hay que sacarlo como sea, pero tenemos que llamar a un cirujano. En las
horas de espera en el pasillo estuve al borde de la muerte. Remedios supo estar más entera,
supo sufrir y aliviarse con la confianza civilizada que tenía en los profesionales de la medi-
cina. Pero yo me hundí tanto que durante meses se me reprodujeron como culebras las pa-
ranoias y las obsesiones y en todas partes veía veloces agujas directas a pinchar un órgano
Remedios lo contaba todavía con el susto pero al día siguiente seguía concentrándose para
Tras un esfuerzo titánico logras sobreponerte a la preocupación y entonces te dejas caer por
las formas, del comportarse con apariencia de normalidad, hablar con los demás y enarcar
las cejas cuando tratan algún asunto grave. Es el síndrome de los modelos, el molino que
Un día Remedios vino a verme a la escuela. ¿Se puede saber qué hablaste con el
profesor de Violeta? Nada, dije yo. Pues seguro que fue eso, nada, seguro que ni siquiera
fuiste a verlo, porque tú dijiste que no había ningún problema pero Violeta ha salido sus-
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pensa. ¿Que Violeta ha salido suspensa?, dije yo escandalizado. No estoy para bromas,
Güino. A Violeta la acaban de suspender y tú dijiste que todo estaba solucionado. Tú dijiste
que el profesor te había dado garantías. ¿Se puede saber qué garantías? Mira Güino, de
haber sabido esto lo hubiésemos peleado, habría llamado al consejo escolar y a la asocia-
ción de padres y a su puta madre si hubiese sido preciso, pero tú dijiste que no nos preocu-
Te aseguro Remedios por lo que más quieras que yo estuve hablando con ese indi-
viduo y que ese individuo me dijo que no me preocupara, que no nos preocupáramos, que
había sido un mal día, que lo entregó en blanco por un poco por orgullo, pero que es una de
no se molestó en contenerse: el latín que tú le has enseñado, dijo. Eso estuvo a punto de
dolerme.
Era pleno verano, estaba muy guapa. Llevaba un top de rayas horizontales blancas y
amarillas y una falda italiana, la falda que lleva en verano Sofía Loren en las películas de
los 50. Remedios tiene culo pero lo sabe llevar. Se había recogido la melena con dos lápices
clavados en cruz, igual que cuando estudiaba. He llamado a Violeta por teléfono y me lo ha
dicho, y he venido, dijo, pero no quiso decir que venía a darme la bronca sino a compartir
el problema. Quiero decir que estaba más triste que enfadada, más harta que mordaz, a pe-
sar de aquél puyazo del latín. Me preguntaba por lo que hablé con el profesor y me miraba
con los ojos muy fijos y los labios entreabiertos, como si todavía hubiese alguna solución y
no había venido a reprocharme nada sino a buscar ayuda. Yo, no obstante, me mostré muy
afectado por lo sucedido. No te puedes fiar de nadie, dije. Seguro que se ha enterado alguna
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compañera de Violeta con influencias, la hija del jefe de Nueva Izquierda, quién sabe, y se
ha chivado, y el imbécil ese ha tenido que rectificar. Ella me dejó seguir. No metía baza y
quierda exquisita, y ella me dejaba continuar. Al final fui bajando la voz y me callé. Ella
Cada vez que Remedios dice tenemos que hablar a mí me fallan las piernas. Así
como para Rosita eso de hablar tiene un tono muy serio que a mí me resulta entretenido, y
me habla de sus problemas o de los míos pero ni ella ni yo (salvo quizás ahora estos días)
somos un problema recíproco, con Remedios el tenemos que hablar es la fanfarria que
anuncia la batalla. Largas y monótonas discusiones en las que intentaba emplear sus cono-
ser una mujer distinta, por lo menos durante una hora, hasta que el nivel técnico bajaba y
empezaba la sangre a fluirle por la lengua. Pero lo más lamentable de sus tenemos que
hablar es que no solucionan nada. Cuando ella se marchó de casa me lo dijo en cinco se-
gundos, lo que cuesta decir me marcho de casa, adiós, mientras veníamos en el taxi de la
solucionable, y las escaramuzas cuerpo a cuerpo de los días fuesen una forma más de com-
portarse, pero no algo que pueda estallarnos en la cara y ponernos la vida patas arriba.
haber hablado, de qué teníamos que hablar. Remedios observa ciertas obligaciones ciuda-
danas para las que yo me temo que me quedaba un poco corto. Debíamos ser una pareja
muy compenetrada a quienes siempre se les viese juntos, que saliesen a cenar o con amigos
con mucha frecuencia, que de vez en cuando, recordando viejos tiempos, se fuesen a embo-
rrachar juntos y de vuelta hiciesen el amor. Las recomendaciones que Remedios hacía en la
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clínica para problemas de inhibición trataba de ponerlas en práctica como si fuesen una
dieta de salud sexual. Estaba tan comprometida con lo que concebía como mujer moderna
que se angustiaba cada vez que nuestra pareja presentaba alguna patología, algún brote de
convivencia civilizada que la ponía primero enfadada y luego muy triste y al final teníamos
que hablar.
Yo siempre he dicho que Remedios hizo conmigo lo que tenía que hacer. Si a mí
una amiga (Rosita, sin ir más lejos) me pide opinión sobre qué hacer con un marido que se
comporta como un mueble yo le digo que lo despabile o lo abandone, que es lo que hizo
Remedios. Pero yo creí que ese asunto, después de tres años, ya estaba solucionado. Y sin
embargo la tristeza y el tenemos que hablar ya no estaban sólo referidas al latín y a Violeta,
en el fondo eso era lo de menos, ella no era tan estúpida como para creer que por un exa-
men suspenso se había terminado el mundo ni pensaba que Violeta fuese a fracasar por eso
de separados, ni siquiera si lo nuestro era mejorable dentro o fuera de una misma casa.
Ese día comimos juntos pero yo no dejé de lado el tema del latín, le di un protago-
nismo que no sentía para protegerme de otros temas de conversación. No pasé del segundo
plato. Remedios apenas comía nada. Me oía jurar en hebreo y miraba por la ventana, hasta
que, en un descuido, me asaltó de mala manera, dijo una cosa rarísima: Güino, dijo, me
tienes que ayudar, necesito dejar de verte por completo, dijo, necesito que te ocupes de lo
que te corresponde sin necesidad de tener que estar viniendo a recordártelo. Cada vez que
voy a verte estoy nerviosa y no lo puedo evitar, y dejo de verte y paso dos días hecha una
piltrafa, y al tercer día te olvidas de hacer algo o lo haces tarde mal y nunca y yo te llamo
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por teléfono y si te dejas quedo contigo y ese día estoy muy nerviosa. Me pones muy ner-
viosa, Güino.
taba también pendiente de la televisión porque a las tres, cuando empezase el telediario, me
tenía que ir al masaje. Faltaban pocos minutos y traté de excusarme. Creo que voy a tener
que abandonarte, dije. ¿Adónde vas?, dijo ella, en un tono conciliador que no me gustaba
nada. Estoy haciendo pluriempleo, le dije. Me ha contratado Julio Palomares y voy a posar
para él todas las tardes. ¿Julio Palomares, el pintor ese famoso? Sí, dije yo, muy serio. Va-
ya, enhorabuena: te ganarás una pasta. Eso espero, porque yo ocho horas diarias no había
posado nunca. Estoy hecho polvo. ¿Y qué vas a hacer con el dinero? Pues, mujer, no sé,
quizá lo invierta en un regalo que valga un poco más de mil quinientas pesetas. Buena idea,
dijo ella: a lo mejor incluso podíamos ir los tres a Estados Unidos. A Violeta le encantaría.
roto ya, o en otros casos esa primera, deliciosa lluvia fina que no hace presagiar las tormen-
tas que se avecinan. Eva y Javier Bidón se fueron de viaje de novios a Pontevedra, a cono-
cer a la familia de él y celebrar por separado con ellos también la boda semisecreta. Javier
Bidón se llama en realidad Xavier García Besada, es natural de Porto Meloxo, en las Ría de
Arousa. Procede de una familia de pescadores de toda la vida. Los que no se van en el bar-
co son tratantes de pescado, gente que recoge la mercancía de las barcas y luego la distri-
buye, unas veces por la mañana y otras por la noche. Por esa zona muchos pobres pescado-
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res tienen un pazo recién estrenado. Muchas casas de campo tienen esa estética del derro-
che necesario que se gastan los blanqueadores de dinero. El que menos trafica con tabaco.
Javier, no obstante lo arraigado que está el contrabando entre las gentes del lugar, le pidió a
Eva que no hablase de su familia de ella cuando estuviesen todos reunidos. La familia de
Bidón, sus padres, dos hermanos mayores y una hermana más pequeña, no tardó sin embar-
go en averiguar que Eva tenía estudios de leyes, y se pasaron la comida planteándole casos
concretos. ¿Y si no fuiste colaborador necesario sino testigo que calló, cuánto te puede
caer? ¿Y si no tuviste nada que ver con un alijo de droga pero en el mismo envío iba un
cargamento de tabaco tuyo, te juzgan por el tabaco o por la coca? Y en ese plan. Los her-
manos debieron preguntar con la naturalidad con que se examina a un posible miembro
nuevo de la familia, y Eva, que no es tonta, tuvo que asustarse un poco. Le preguntarían
con un palillo en la boca y el brazo en el respaldo de la silla mientras daban sorbos a una
Pero Bidón con su familia se sentía más incómodo aún que Eva. Era el único que no
se dedicaba a los negocios del pescado, el que se había ido a Madrid a triunfar y había per-
dido el acento gallego. Bidón no había llegado a ninguna parte y sin embargo no aceptó
jamás ofertas de sus hermanos para entrar en la empresa, ni siquiera para pulir los exceden-
tes de dinero negro. Bidón había sido siempre muy digno, nunca les había pedido nada, y
eso resultaba incluso gracioso a sus hermanos, que bromeaban haciendo apuestas sobre
cuánto tardaría el hijo pródigo en volver. El hijo pródigo volvió con una mujer despampa-
nante, muy fina y educada, y la noticia de que ya no vivía en la Costanilla de los Desampa-
rados sino en un piso del barrio de Salamanca. Lo que no dijo es que era el piso de soltero
que a su cuñado le regaló su padre (y suegro de Javier) cuando aprobó las oposiciones a
rroristas vascos y traficantes gallegos. Así me lo contó Eva. Puede que no fuera para tanto.
Eduardo utilizaba ese piso sólo para acostarse con Rosita. Era el terreno de nadie,
los campos de pluma para sus batallas de amor. En el chalet de Mirasierra solían estar los
padres de él, y en el piso de Lavapiés la hija y la nieta de ella. Pero ahora también estarían
no le gustaba nada. Cuando voy allí y los veo y Eduardo me dice que nos vayamos al dor-
mitorio me siento como una puta. Sé que hay confianza y no sé cómo se sienten las putas,
pero es una sensación muy rara, una cosa que a mí ya no me va, eso de estar todos revueltos
y escucharse mis carcajadas desde el otro lado del pasillo. Yo ya le he dicho a Eduardo que
no quiero volver, que prefiero que vayamos a un hotel, aunque tampoco te creas Güino que
En principio la emancipación de Eva fue tan brusca que decidieron irse a vivir jun-
tos al apartamento que Bidón tenía en Atocha, pero aquello era minúsculo y las paredes
estaban salpicadas de pintura. Javier quería ya una vida de paredes blancas con todos los
muebles en su sitio. El matrimonio le sentó muy bien, durante las primeras semanas de tra-
bajo no se quejó nunca de nada, no habló de la mierda del comercio en el arte, ni de lo harto
que estaba de ser un puto subalterno, ni de los pegotes de grasa de Joseph Beuys, ni de la
borrachera última ni del último polvo sin ilusión, ni de lavados de estómago ni de Antonia.
Se había convertido en un trabajador formal que siempre lleva desplegada la media sonrisa
del buen compañero que quiere hacer del curro un ámbito de buenas vibraciones. No habla-
ba de arte en absoluto. Lo había dejado de verdad. Se había quitado del arte como quien se
quita del tabaco. Eva le estaba ayudando mucho a ello. Eva era dulce y las tardes de los
sábados en casa estaban llenas de cariño. Ambos se lamían las heridas de sus respectivos
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naufragios, pero estaban empezando juntos una nueva vida. Bidón cambió incluso de pei-
nado. Antes llevaba el pelo no demasiado corto y teñidas las puntas de rubio platino. Ahora
se hacía la raya al lado. Era el hombre guapo de siempre pero sin connotaciones autodes-
tructivas, hablaba sobre temas generales, la situación del País Vasco, las elecciones nor-
por medir mal la cuerda. Pero eran comentarios que nunca lo implicaban a él o a sus obse-
siones, era el hablar de objetos ajenos que sirve para crear un buen ambiente, para no estar
callado. Salvo en cuestiones sentimentales, esa monotonía tan poco dramática de la felici-
dad, Bidón no hablaba de nada con lo que estuviese en contra o de acuerdo, y sólo se abría
un poco (él, que dejaba todo siempre lleno de vísceras y chorretones de pintura) al hablar
Algo va mal, dijo Rosita. Esa criatura (refiriéndose a Eva) no sabe dónde se ha me-
tido. Y Bidón tampoco. Bidón no puede cambiar tanto de la noche a la mañana, decía Rosa,
la gente no cambia de personalidad un martes a las siete y veinticinco, así porque sí. Mi
tesis era más sencilla. Bidón había estado apurando todo lo apurable hasta que vio salir un
tren que acaso fuera el último. Y eso, Rosita, le pasa a mucha gente, y los trenes pueden
salir a las siete y veinticinco sin ningún problema. ¿Pero cuál era el tren, una muchacha
desquiciada que no ha visto nada en su vida y a veces, si no hubiera estado estudiando para
juez, dirías que tiene un poco de retraso mental? Hablar con Eva era desesperante, siempre
decía cosas sobre las que ya se había terminado de hablar. Cambiabas de conversación en
una comida en su casa con Eduardo y con Javier y de pronto intervenía ella con preguntas
absurdas: ¿y por qué los matan?, decía ella, cuando estábamos hablando de hacer un viaje a
Cádiz los cuatro, y después volvíamos a cambiar de tercio y salía la dichosa conversación
sobre los vascos, y ella decía: ¿pero no será demasiado seca esa parte del sur?, y cada vez
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que ella metía baza, Javier y Eduardo, que la llevan en palmitas, que para mi gusto la con-
templaban demasiado, volvían otra vez a la conversación que ya habíamos dejado de tener,
y aquello era un lío. Ni Rosa ni yo sabíamos entonces si Eva tenía los reflejos muy desen-
grasados o es que era una niña caprichosa que se regodea en interrumpir las conversaciones
Rosa dejó al juez un viernes por la tarde. Le había dicho por teléfono ese día que no
viniese a Madrid, o que si venía no contase con ella, porque ella ese fin de semana quería
estar sola. Pero el juez vino con un ramo de flores, un símbolo, y Rosa le dio con puerta en
las narices. ¡Cuando yo digo que quiero estar sola es que quiero estar sola, joder!, le gritó al
magistrado con las flores. Y luego, más suave, intentó razonar. Mira, Eduardo, esto ha ca-
ducado, esto me ha dejado de gustar, esto no puede salir bien lo mande quien lo mande. ¡No
me preguntes nada! No me preguntes nada porque a lo mejor digo cosas que no quiero decir
o escuchas cosas que no quieres escuchar. Tengo experiencia en estas situaciones, Eduardo,
he dejado y me han dejado, he tenido tiempo para todo. Yo sé que estas cosas duelen pero
menos. Te habías hecho ilusión. De acuerdo, yo también, pero es una ilusión equivocada.
Es... eso, una ilusión, la misma palabra lo dice, algo que parecía ser pero no era. A mí por
ejemplo me hacen ilusión tus flores, pero ya no me haces ilusión tú. Las cosas como son.
El juez trató de discutir pero fue inútil porque la decisión ya estaba tomada. Preci-
samente, dijo, no quería yo que vinieras este fin de semana para darme un poco más de
tiempo, para ver si se me pasaba, pero ahora al verte todo está más claro: no tengo ganas de
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Rosa me lo contó ese mismo viernes por la noche. Nada más llegar de la piscina,
después de hacerme mil quinientos metros, me comí una ensalada y una manzana y cuando
estaba ya en la cama sonó el teléfono y Rosa me lo contó todo. Se alargaba tanto que tuve
que invitarla a comer al día siguiente para que me dejase dormir. De la mañana que hubo en
medio, la mañana del 30 de junio, tengo fechados dos dibujos que hice para ver si se me
Todos los temas que se me iban ocurriendo tenían siempre algo que ver con el latín.
toria que la situación había puesto a Remedios. Yo pensaba en el latín. Pero tomar el latín
como tema de un regalo que se da a una hija que lo acaba de suspender no me pareció des-
de el principio una buena idea. Era muy sincera, eso sí: era la prueba de lo mucho que me
des, las Bebedoras, las patronas de las putas pero también de los modelos. Estas mujeres,
un día de juerga, se atrevieron a negar la divinidad de Venus. Esto a Venus no le sentó nada
bien, y les envió la ira de los dioses, de modo que las Propótides perdieron toda vergüenza
y fueron las primeras mujeres en prostituirse en la plaza pública. Pero al perder la vergüen-
za la sangre desapareció de sus mejillas, y sus cuerpos se quedaron duros como el pedernal.
Cuando Pigmalión vio semejantes cuerpos normales, tan llenos de vida real, se recluyó du-
rante mucho tiempo en una severa existencia de soltero, espantado por los desagradables
atributos que la naturaleza había otorgado al género femenino. Luego fue cuando creó a su
fair lady, pero esa parte de la historia ya no me interesa. Es más, la gente piensa que es la
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estatua que creó Pigmalión para enamorarse de ella lo que nos identifica como modelos,
cuando son estas mujeres liberadas las primeras que de haber sido pintadas nos darían una
imagen completa de cómo eran los seres humanos. Me parecía un buen asunto para saber
qué significa ser modelo pero no ya tanto para dibujarlo. En todo caso, era un asunto perso-
nal, la primera puerta equivocada donde me había hecho entrar el aroma del latín. El primer
dibujo que hice yo esa mañana fue una fiesta de mujeres que bailan descalzas sus alegrías,
El otro dibujo también tenía que ver con el latín y con mis pequeñas obsesiones. Es-
tuve leyendo lo que dice Vitrubio sobre las cimbras para construir los puentes. Son hermo-
sas edificaciones de madera que sólo existen mientras el puente se termina de hacer. Luego
son desmontadas y guardadas, o tiradas río abajo, o quemadas durante el invierno. Estuve
un rato copiando un dibujo que tengo del puente de Alcántara con su cimbra más probable.
Había que ser muy meticuloso y eso me calmaba, pero enseguida se hizo la hora de ir a
comer con Rosita y el proyecto de ilustraciones sobre la antigüedad romana se terminó para
siempre.
Fuimos a comer un arros negre a la tasca de Jesús, en la Cava Alta, muy cerca de mi
casa (cuando me obligan a invitar me las arreglo para que sean los otros quienes se tomen
la molestia de desplazarse), y Rosita me lo volvió a contar todo. Para Rosita, contarlo todo
es una forma de estar. Volvió a hablarme en el mismo tono que usó cuando viajábamos a
Astorga en autobús, sólo que entonces ella tenía problemas generales y no conflictos parti-
culares, entonces el problema en general era la vida y ahora el conflicto particular era el
juez. Yo no me siento cómoda, Güino, qué quieres que te diga, no me siento nada cómoda.
Pero nada nada. Y que conste que es una buena persona, de eso no te quepa la menor duda.
Pruebas me ha dado. Nos ha dado a los dos, a ti también, Güino, porque acuérdate que Al-
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lo tenemos los dos que agradecer. Quiero decir que no es malo, que el juez no es malo. Y
conmigo ya te he contado muchas veces que me hace sopas en el culo, yo como amante la
verdad sea dicha no tengo ninguna queja. Está muy rico el arroz negro este, ¿verdad?, a mí
me gusta mucho, lo que pasa es que el arroz a mi me estriñe un poco, y luego encima con la
Pero claro, con una persona tú no puedes estar porque sea muy maja, si me apuras ni
vieja, Güino, a no ser que yo siempre haya sido vieja porque siempre he pensado lo mismo.
Llegan, me agradan, me cansan y me los pulo. Pero es que Güino a mí me quedan por lo
menos dieciocho años de trabajo. Que yo llevo treinta años en pelotas, querido, y no está
nada claro que vayamos a tener una jubiliación en condiciones, ni siquiera que no nos va-
yan a extinguir el cuerpo y nos dejen en la puta calle. Sí, sí, tú dirás lo que quieras pero
estos fachas odian a los funcionarios, quisieran verlos morirse de hambre, y a nosotros ya ni
te cuento. Ya sé que siempre hemos sido putas y mendigos, las Pepétides esas que dices tú,
y que no tenemos que ceder al pánico, tú sobre todo, pero tú ya lo tienes todo solucionado.
decir que tú has desaparecido de la vida de Remedios y Violeta está muy bien atendida y
vosotros lleváis vuestra vida cada uno. Quiero decir que el otro, en principio, no se necesi-
ta. Y al revés igual. Quiero decir que si Remedios por ejemplo decide tomarse un descanso
en la clínica y dedicarse un poco vivir, que la pobre no ha vivido nada (yo eso lo sé porque
también tuve a Lurditas con dieciocho años, una niña), ella no lo haría porque tú Güino
tuvieses la culpa, aunque un poco a lo mejor también, que luego los hombres os apelmazáis
enseguida; si entonces Remedios decide dice oye, voy a descansar, voy a vivir, en ese caso
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Güino lo podría hacer porque Violeta seguiría estando atendida. Es un decir, Güino, es un
tengo alternativa. Estos meses con Eduardo han significado un descanso, pero también de
otro modo un agobio. Yo por un lado los fines de semana le decía a Lurdes que se encarga-
ra de Carmela, aunque sólo fuese por solidaridad femenina, que yo también estoy con la
muchacha cuando Lurdes libra y se va y se echa un par de polvos por ahí y se desahoga. En
eso ha salido a su madre. Pero un día se lo conté a Eduardo y Eduardo dijo de eso nada,
mujer, no me cuesta nada pagar una canguro si Lourdes quiere también salir. Yo le dije que
no, que de eso nada, que a mí no me mantienen a mi nieta. Yo ahora, por ejemplo, con estas
trescientas mil pesetas que nos va a pagar Julio, yo si quiero puedo decirles a las dos, o a
los tres si quisiera: vámonos quince días a un apartamento en la playa. Pero él contestaría:
de eso nada, mujer, vámonos todos los cuatro a la casa de mis padres en la sierra, pero a mí
y las pocas veces que nos hemos encontrado me ha tratado como por encima del hombro.
¡A ver tú quién te crees que eres, a ver tú guapa con tus años qué cuerpo tienes, y en qué
O sea, Güino, que podemos ser los dos muy majos pero somos de distinta clase so-
cial, por mal que suene. Pero tampoco tiene que ser del todo una cuestión de clase social
porque por ejemplo eso con Julio no me pasa, y con esto no quiero decir nada. Es sólo que,
cuando estoy con él, y eso que estoy trabajando, me encuentro como más relajada. Y de lo
que yo tengo mis dudas es de si eso que me pasa con Eduardo es un perjuicio mío o es que
mos bien, y un fin de semana me voy yo con Eduardo a yo qué sé qué hotel de pitiminí, y
otro fin de semana nos quedamos los dos en casa con Carmela y él, que es un cocinas, se
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me pone a cocinar. Al final tengo yo que ir echándole de todo sin que se entere porque si no
aquello no sabe a nada. Y estamos juntos toda la tarde viendo la tele o Eduardo repasa sus
sentencias y yo mientras tanto arreglo algo por la casa y atiendo a mi nieta o me tumbo en
el sofá y me pongo a leer. Y entonces, en esa situación tan cotidiana mía, en un sitio que no
es la cama ni es París, los dos tan mayores con una niña pequeña, yo encuentro que Eduar-
do no me pega mucho. No estoy a gusto con él. Me siento cohibida. Estoy incómoda. Esta-
ba incómoda. Así que cuando me llamó para venir este fin de semana ya le dije mira no, y
luego vino con las flores. Y yo di el paso. Lo necesitaba, tenía un nudo aquí que como fuera
me lo tenía que soltar. Llevaba una empanada en la cabeza como esas cosas que dices que
ponían los romanos debajo de los puentes. Eso, una cimbra. Como una cimbra tenía la ca-
beza yo.
Un psiquiatra de mucho prestigio amigo suyo le había aconsejado que volviese al principio,
que desanduviese todo el camino y se encontrase consigo mismo. Y como para los ricos
todo es cuestión de dinero, Palomares se mandó construir en el jardín de atrás una réplica
exacta de la casa donde vivió cuando era niño, con ladrillos de entonces, sacados de las
ruinas, y tejas viejas y muebles antiguos, unida a su búnker racionalista por un túnel de cris-
tal más allá del que su obra y su prestigio seguían en marcha mientras él se hallaba recluido
obra juvenil, de antes de venirse a Madrid, y decorado con ella un paisaje para volver a las
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sábanas limpias. Por supuesto que tenía casa en Valencia, un palacete indiano pintado de
añil, pero le gustaba eso tan tópico del cielo de Madrid, y las reuniones, y las presentacio-
nes, y los actos, su vida pública, que en realidad se amasaba más allá del túnel, en la única
casa que se ve desde la calle. Allí se pasaba Palomares de vez en cuando, a veces un cuarto
truido a temperatura casi otoñal. No se pasaba frío, pero yo tenía que exponerme cada día a
varias temperaturas distintas, al calor ya pegajoso de finales de junio cuando iba por la ca-
lle, al calor húmedo y cerrado de la escuela, a la temperatura ideal del estudio de Paloma-
res, no más ideal, pese a los climatizadores digitales, que el sistema de leves corrientes que
a poco que se mueva el aire puedo poner en marcha cuando estoy en casa con sólo entre-
abrir ciertas ventanas. En el taller no había más que un gran aparato de refrigeración que
más bien era extractor de humos y partículas de polvo, pero el espacio era tan amplio que el
calor, por lo menos si sólo estabas un rato, no te hacía sudar. Inmóvil y a la sombra se suda
menos. Desnudo también se suda menos, pero al taller fui vestido con la bata que uso yo
para el verano, un guardapolvo gris de bedel, de sarga muy fina, sin nada debajo.
Las labores del Palomares con respecto a su propia obra eran las de un arquitecto
con respecto a un edificio. Ni tan siquiera. Palomares no era en absoluto ejecutor de su pro-
pia obra. Era su propio ideólogo, aunque a veces diese instrucciones más propias de capataz
de obras. El taller era una nave de diez metros de altura que recibía la luz cenital desde una
inmensa claraboya transparente que era la mínima expresión de una cúpula, lo imprescindi-
ble para sostenerse sin vigas ni enrejados. La sensación óptica era más bien de no haber
nada, de ser como una torre sin techumbre. La nave era un cuadrado de unos quinientos
metros sin ventanas a la calle. Una de las paredes, la más estrecha, nada más entrar por la
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puerta de enfrente del despacho de Marisa a la derecha, tenía un segundo piso como esas
partes de arriba que tienen los talleres de automoción, donde se suele subir el mecánico
después de arreglar el coche a escribir la factura. Las otras tres paredes estaban cruzadas
por gruesos listones cada dos metros, y en ellos ganchos para colgar los cuadros. Pero había
pocos cuadros en las paredes. Estaban apilados bajo el voladizo de las oficinas, lejos del
polvo y las chispas de fundición que salían de la pared del fondo, protegidos de la luz.
Aquello tenía todo el aspecto de una fábrica porque era una fábrica. Palomares po-
día dibujar cuatro rayotes en un papel de fumar y mandarlo a la sección informática. Allí
había un tipo con un ordenador muy potente que sometía el dibujo a un tratamiento comple-
to. Escalas, tridimensiones, movimientos, todo siempre según los parámetros que el propio
ordenador iba recopilando a partir de la información que le llegaba no sólo de sus propias
obras estudiadas al detalle sino de las de los fondos de todos los museos importantes e in-
cluso las páginas web de muchos artistas desconocidos. Cualquier ordenador personal tiene
comandos para dar a una imagen un tratamiento impresionista, que por cierto queda bastan-
te mal, pero éste los tenía para poner en relación un dibujo con los demás dibujos, unos
tamaños con los demás tamaños, un estilo con los demás estilos. El tipo del ordenador (un
infoartista muy joven, como todos los que trabajaban allí) se lo tenía que pasar bomba hur-
gando por las bodegas del arte para buscar el vino que quería beberse Palomares. Pero, otra
vez, Palomares, que era el arquitecto, le indicaba la ruta de acceso. Sácame unos volúmenes
de esto, busca en las proporciones Giacometti, más tirando a Moore, a ver qué encuentras.
Lo que el chico encontraba no era cómo sería su dibujo de ser una escultura entre Moore y
Giacometti, sino quién trabaja en estos momentos con medidas asimismo compatibles. Un
informe de todo ello le permitía a Palomares saber si su idea ya la había tenido alguien. En
especializados en no repetirse a ojos de la ley. Este chico, David, que era de Pamplona y
tenía el aspecto despeinado y obsesivo de los hackers, se metía como un fantasma en salas
de acceso restringido y fotografiaba informes de otros artistas sin temor a ser a su vez co-
piado. Era el lenguaje universal. El mejor de todos lo tiene que ser siempre en las mismas
condiciones de todos.
Una vez conforme con el informe, el dibujo pasaba a la sala de máquinas igual que
el prototipo de un vehículo pasa al taller de los fresadores. Un gancho de barco colgado del
techo, un andamio de hierro para sostener la cuba de la fundición, una colección de moldes
del fondo tres muchachos recién salidos de Bellas Artes preparaban los vaciados, atizaban
el fuego de un horno empotrado en la pared con una boca de dos metros de diámetro, fundí-
an las junturas de las barras o daban martillazos en los pies de un pájaro de hierro. Con ese
plano tridimensional tenían una máquina que calculaba el molde del vaciado, una máquina
escultora que sin embargo sólo recibe órdenes, igual que las manos. Pero también podían
cocer en barro las losas de un bajorrelieve, o trasladar fotografías a cuadros con un plano
utilizar un método similar, mucho más primitivo que el de Palomares, aunque, con mayor o
menor sofisticación, el mismo sistema que funciona desde los pintores flamencos del siglo
Lo que ahora estaba haciendo, el dibujo que sus operarios estaban ejecutando, era
uno copiado de unos cuadros de Poproth, que es un joven artista alemán, nieto de la señora
Poproth, muy conocida entre los antropólogos por sus hallazgos de dibujos prehistóricos,
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los poproth, que son muy estilizados, tanto que se abstraen en signos, en símbolos de un
alfabeto oculto, y sin embargo comprensible, reconocible, el arquero tirando una flecha, el
venado muerto. Este artista los presenta sobre fondos luminosos como la piedra de una
cueva iluminada por los focos del futuro, pero Palomares había introducido variantes
Pensé en Bidón. Con los mismos aparatos, quizá hubiera llegado al mismo resulta-
do. A Bidón le hubiera encantado ser uno de esos cinco o seis muchachos que manejan el
soplete con gafas autógenas y un mono manchado de pintura. Todos los operarios de Palo-
mares podían trabajar en lo que les diese la gana pero estar siempre disponibles. Si estaban
usando el horno para sus cerámicas particulares, debían interrumpirlo todo y fundir en
bronce un encargo del maestro, y luego podían seguir. Palomares tenía una subvención del
ministerio de cultura para pagarles un sueldo digno. Los jóvenes estaban allí hasta que
hacían su primera exposición. Entonces Palomares daba la beca por concluida. A mí, tal y
como están las cosas, por más leonino que suene me sigue pareciendo un trato justo. Tenía
un taller en su sentido clásico, unos cuantos aprendices recién salidos de la escuela supe-
rior, recomendados por sus profesores como Pilar Guijarro me recomendó a mí para ser
modelo, pero no a Bidón para ser pintor. Bidón no sabía informática, no tenía cursos de
metalurgia, no era hábil en el torno. En ese taller se respiraba el espíritu de las artes aplica-
das. Todo servía para algo, nada lo era todo y nada procedía de la nada. Toda obra de arte
debe buscarse un empleo, dijo Palomares en un ensayo sobre arte y libertad que publicó la
revista Claves. Según su criterio, la existencia de los museos está garantizada por su aporta-
ción al producto interior bruto, pero el arte ha conquistado ya la calle, los objetos, las má-
quinas, los envoltorios. Ya no valen esos cuadros que son formas que no se ven en ningún
sitio porque ya no puede verse nada en ningún sitio. Todo está expuesto y a la vista de to-
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dos, y cuanto más mejor, y por eso un pintor que se preciase debería dejar su huella en los
logotipos de los bancos o en los arcos de los viaductos, en las carrocerías de los coches y en
los carburadores de las motos. El arte ya no podía aspirar a ser único. En el mundo del di-
seño, las ideas avanzan a la velocidad de la luz. Mire, Güino, me dijo mientras veíamos
abrirse la boca del horno: estos tiempos atrás entré en la Tate, ¿y sabe qué es lo que más me
impresionó, aparte del edifisio?, pues una máquina, una máquina que conservan de cuando
el museo era una fábrica. Ya ve. Una máquina como este horno, que también lo he diseñado
yo.
Pero de todo esto Palomares sólo habló mientras estábamos en el taller. Cuando
pintar con espíritu de asceta jubilado cuadros que nunca se atrevería a enseñar porque le
daba vergüenza, aunque para esto sí tenía una buena razón: sus cuados eran como esos re-
tratos egipcios que les hacían a los muertos para enterrarlos con ellos y que nadie los viese
Rosa. Habría que llamarlo más bien Javier, porque Bidón había desaparecido. Bidón era un
artista, y Javier un marido ejemplar, muy preocupado ahora con lo de Rosa. Eduardo estaba
muy afectado, y Eva sobre todo, porque Eva tenía mucho que agradecerle a su hermano, y
él, Javier, en cierto modo, también, porque gracias a Eduardo conoció a su mujer. Recuerdo
que Bidón empleó esa palabra, mujer, mi mujer, algo inconcebible en el vocabulario artísti-
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co de Bidón. Él como mucho hablaba de amantes, en ese tono de ida y vuelta que significa
polvo, en Astorga se moría de asco, ni siquiera iba al café, y los fines de semana que no
siguiese así terminaría hecho un fenómeno, con esa dejadez y esa tristeza el colesterol po-
Javier estuvo un rato dándole vueltas al asunto hasta que se puso un albornoz que se
acababa de comprar en Marks & Spencer, un albornoz de ir a la piscina que le trajo un día
Eva porque estaba de rebajas (Eva llevaba con mucha ilusión eso de ser pobre por primera
vez), y me dijo algo propio de Bidón pero con el tono de voz de Javier. Dijo: ¿te quieres
venir mañana por la tarde a una exposición con Eva y conmigo? Era la primera vez que
hablaba de algo que tuviese que ver con su otra vida. Pero también, pensé yo, es una forma
de buscar amigos en pareja, de no estar solos cuando están fuera. Rosita, otra vez sola, ya
se había terminado, y los respectivos antiguos amigos habían pasado a la historia. Nada más
casarse, Eva y Javier tenían que reconstruir una mínima vida social, pero ya desde el otro
lado, con distancia y sin rencor, sin ponerse malo porque ve unos cuadros que le gustan
mucho ni emborracharse despotricando contra los malos artistas que sin embargo han triun-
fado. Yo le dije que no podía ir, que me era imposible. Tenía que acabar unas cosas antes
po para mí. Pero él insistió: me harías un favor, dijo, sin replegar del todo la sonrisa, en un
momento que ya ha dejado de ser afectuoso para ser patético, de alguien que pide algo por
Se comportaba, otra vez, como un alcohólico rehabilitado que hubiese decidido des-
pués de un largo desierto tomar una copa, pero sólo una copa, con sus antiguos compañeros
de borrachera. Quiero presentarle a Eva, dijo, pero no quiero ir solo. Bidón asomó el morro
a la conversación: en algún momento, dijo, tendré que hablar con Antonia, contarle mi nue-
va situación, y te necesito para que Eva no se quede desplazada en ningún momento. Pero
Al decir eso de exorcizada le vi algo raro. A veces la gente dice algo serio y cohe-
rente y al final emplea una palabra rara que no sabe pronunciar del todo y eso hace que todo
lo que ha dicho antes dé un poco de risa o de pena. Antonia ya estaba exorcizada. Ese len-
guaje no era propio de Javier. A Bidón le gustaban los exorcismos por alternar con el de-
monio, no por devolverle la salud al espíritu. Aquello era un acto, una especie de happening
sentimental que a mí no me daba muy buena espina. Ahora, claro, es fácil decirlo. Quizá lo
más justo sea decir lo que entonces pensé: que Javier (o Bidón) seguía sin tener las ideas
nada claras.
Aquella exposición, en todo caso, tuvo fatales consecuencias para mí. Para empezar,
aquello ya no tenía nada de alternativo. Rostros populares, tipos con aire de cortar el baca-
lao y cámaras de televisión. Era como si una cofradía itinerante del glamour hubiese ajusta-
do su agenda para ese martes por la tarde en la galería Praga. A mí el único que me sonaba
era un poeta gordo con boina de resistente que presentaba un programa de vanguardia cul-
tural en la televisión. Eva me puso al tanto de casi todos los demás. Desde que volvieron de
viaje de novios, chupaba bastante televisión y los asuntos de los programas culturales se los
sabía al dedillo.
Javier estaba pero no estaba. Había mucha gente y la figura flexible y diminuta de
Antonia era difícil de ver en el bosque de sonrisas. No nos ha visto, dijo Bidón mientras
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Eva se acercó a coger un canapé. Ya me había avisado de que no era imprescindible que
Eva supiese de su antigua relación con Antonia, de modo que ya en la fiesta sus apartes
conmigo eran casi una demostración de alivio. Algo así como decir todavía no nos ha visto,
pero siempre con ese miedo en la cara no fuese a ser que Antonia lo viera y se limitase a
saludarlo, o ni siquiera eso. Quizá fue esa, y no invocar a los celos, la verdadera razón de
que no se lo contase antes a Eva. En todo caso, se le notaba demasiado cada vez que Eva le
preguntaba por su amiga, si la había visto. Está muy ocupada, decía Javier, no es buen mo-
mento para saludar a los amigos. Yo creo que voy a acercarme a saludarla un momentín y si
luego si queréis nos vamos, que aquí no se puede estar de calor. En ese momento Eva me
puso al tanto de los rostros principales de la cofradía, casi todos actores de segundo orden y
exhibicionistas sin oficio concreto. Es que desde que nos hemos casado, dijo Eva, veo mu-
cho la tele. Trato de leer libros, pero siempre que leo letra impresa me salen otra vez las
Lo dijo con esa simplicidad un poco siniestra de las mujeres que describen las tra-
gedias sin que se les arrasen los ojos. Todo en ellas tiene un aire de evidencia irreversible.
Hacen terapia del fracaso y en las reuniones sociales exhiben sus heridas de guerra. Yo es
que veo mucho la televisión, dicho en un ejercicio casi ascético de autodesprecio. Lo curio-
so es que ese comportamiento insano sólo lo exhibía cuando nos quedábamos hablando los
dos, y cuando estaba Javier yo notaba que le seguía la corriente y se dedicaba a preguntar
cuando ya los demás habían cambiado de tema. Conmigo se confesaba, yo noté que se con-
fesaba, la vi venir, tengo mucha experiencia en que me tomen de paño de lágrimas. Javier
seguía charlando con Antonia en un extremo de la sala. Hablaban los dos y a Javier se lo
veía nervioso desde lejos. Eva empalmó sin solución de continuidad con el tema de la pér-
dida de la autoestima.
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Las luces excesivas de las cámaras nos pasaban de cuando en cuando, incluido un
payaso con gafas oscuras que hacía preguntas estúpidas. Pero hubo un flash que me hizo
volverme como si me hubiesen dado una colleja. Al girarme del todo, delante de mí tenía a
una chica con una cámara de fotos. ¡Güino!, me dijo, en tono primaveral. Tardé un instante
en reconocerla. ¿No te acuerdas de mí? Pues no, la verdad es que no, dije yo para ganar
tiempo y saber qué tenía que hacer. Te he visto hace un par de días, dijo. Eso sí que me
sorprendió. Era la fotógrafa que sin mi permiso se puso a tirarme fotos en el casting aquel
tan lamentable, me pongo colorado sólo de pensarlo. Pero eso había sucedido meses atrás,
no hace dos días. ¿Hace dos días? Sí, dijo, y en la boca de un horno: yo también trabajo
para Julio.
Era bastante joven, como todos los operarios de Palomares, no más de veinticinco
años, y no desentonaba nada con el aire radical y selecto que se respiraba en el sarao: lleva-
ba mallas de flautista callejero y el pelo cortado a tijeretazos y teñido de rojo. Era una de
esas chicas que de vez en cuando recuperan la estética punk con pedrería de reciclaje y las
ojeras bastante marcadas. En seguida se la presenté a Eva: mira, Eva, una amiga que me
debe unas fotos. Dijo que se llamaba Gloria. ¿Es tu novia?, preguntó Gloria. No, es la mía,
dijo Javier, que en ese momento se unió también a la conversación. Javier cogió de la mano
a Eva y nos pidió disculpas: ven, cariño, voy a presentarte a Antonia. Lo de cariño sonó
igual de mal que antes lo de mujer y lo de exorcizar. Gloria y yo nos quedamos solos. Volví
a mirarla, bebí un trago del vaso largo y le pregunté: ¿también me has hecho fotos en casa
de Julio? De momento no, dijo ella, pero Julio me pidió que me fijase en ti el día que fueses
a visitar el taller.
Hay algo desconcertante en quienes siempre parecen decir la verdad. Decirme que
Palomares quería sacarme algunas fotos y que me hacía pasar delante de su horno para que
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una fotógrafa escondida bajo una máscara autógena me tomase las medidas (o quizá me
filmase con una microcámara empotrada en la máscara, vaya usted a saber) era una verdad
dicha con toda soltura juvenil, pero yo no sabía con qué motivos. Palomares y yo, le dije,
le contesté. A partir de ahora sí, dijo, y me ofreció su vaso para que brindásemos. Para mí
era una fotógrafa desaprensiva que me había cazado varias veces en situaciones incómodas,
vestido pero más expuesto, más desnudo por dentro, una vez tratando de reclamar mis dere-
chos y la otra soportando la salmodia eslava de la pobre Eva, que no acababa de recuperar-
se. Pero no podía evitar que la Gloria aquella me cayese bien. Tenía cara de Pipi Calzaslar-
gas, redondeada, pelirroja, pecotosa, con esos dientes grandes y separados que siguen es-
tando fuera cuando se termina la sonrisa. Quizá fue su juventud, su determinación, sus an-
drajos celtas y su espléndida cámara fotográfica, su pelo rojo y su sonrisa contagiosa. Algo
que me hizo blando y amigable, solidario en cierta clase de pureza estética que allí no
abundaba, correligionarios de ironía, de estar allí obligados, casi invisibles entre aquel fo-
gustan las fotos. Es un argumento que tengo siempre a mano cuando quiero impresionar. Le
dije que a los modelos nos gusta que nos miren seres humanos, que sepan que nos están
mirando. Ella dijo, no podía decir otra cosa, que el punto de vista de la fotografía era tan
humano como el del pincel, y necesitaba tanto tiempo o más. Eso ya no me lo creo, dije, y
en eso regresaron Eva y Javier. Entonces Gloria vio las ganas que Javier tenía de marcharse
y adelantó las últimas frases de lo que me tenía que decir. Tengo unas ideas que me gustaría
dió con prisas. Yo creo que no estaba enterándose de nada. La mano le temblaba. Me pare-
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ció ver a Eva un poco más seria que de costumbre. Antonia danzaba entre los focos. Nos
vemos el lunes, le dije a Gloria, con naturalidad y desenfado, como se despiden los compa-
Estaba rodeado de mujeres. El tiempo libre había que gastarlo en acompañar a unas,
consolar a otras y hacer favores a las demás. Qué afortunado soy, pensaba, cuántas mujeres
tengo a mi alrededor. Pero la verdad es que ninguna estaba lo suficiente alrededor, ninguna
me hacía perder los estribos y violar una especie de voto de castidad muy llevadero en el
que me había instalado desde hacía tiempo. Todas tenían alguna imposibilidad moral o no
me terminaban de gustar. La larga travesía del celibato es más soportable si nadie te gusta
lo suficiente, si da pereza empezar con la danza nupcial, llamar a alguien, reorientar una
conversación hacia terrenos más comprometidos, dar el paso último que hay que dar para
que todo se explicite y segundos después estemos dando vueltas en el suelo como los ani-
males. Pipi había sido la única (descontando quizás a Marisa, que me miraba con intención)
en quien hubiese podido desplegar no ya mis artes sino tan sólo mis deseos, el hecho de
apetecerme alguien. Pero era demasiado joven, y demasiado inquieta. Y había algo que nos
alejaba sin remedio: ella me miraba pensando en su cámara, y yo para ella podía ser no mu-
cho más que el caballo aquel blanco con topos negros que se llamaba Nelson, creo.
Pronto hicimos una buena amistad. Rosita me pregunta muchas veces por qué sepa-
ro el sexo del amor, por qué si alguien es mi amiga ya no puede ser mi amante. Yo siempre
le digo lo mismo: el sexo es demasiado perruno para ofender con él a los amigos. Pero ella
no lo acaba de entender. La amistad, por otra parte, exige horas de conversación, de temas
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que se repiten, de gestos involuntarios que afean el rostro, de modos de sorber la sopa, de
pequeños olores que a veces se escapan. La amistad acerca demasiado, y el sexo requiere
distancia, capacidad para bajar al sótano de tu comportamiento. Hablé con Gloria un par de
veces esa semana. En la primera entrevista ya pude controlar la dirección de la libido (pero
no la libido, que ya estaba suelta y me costaría volver a meterla en vereda). Gloria quería
sobre todo hablar de su proyecto, de las ideas que yo le había dado al mirarme. Quería fo-
tografiarme lleno de barro, en posturas primitivas, coreografías elementales con otros cuer-
Después de aquello, ya era imposible cualquier idea libidinosa. Parecería que me es-
taba cobrando en especie. El no aceptar habría sido ya señal de que prefería otra oferta más
jugosa. Teniendo en cuenta cómo se toman sus ideas los artistas jóvenes, la desinhibición
propia de su edad, a Gloria, pensaba yo entonces, le habría salido barato seducirme, incluso
podía resultar una ganga, como una atracción de feria que consiste en jugar a Pigmalión y
mo lo tengo ocupado, le dije, entre semana la verdad es que ya no me quedan horas para
posar y aun así creo que estoy forzando demasiado la máquina. ¿Y el domingo?, dijo ella,
su tierna inquietud, decidida con valor a una misión extravagante, como cuando Pipi le de-
cía algo a Tomy y Anika. Las mujeres pecotosas que tienen las pestañas rubias y los ojos
claros y la boca muy grande tienen una simpatía que en ocasiones te lleva a meter la pata.
Sí, le dije, el domingo. Toma mi número y llámame por teléfono el domingo a mediodía, a
lo mejor podríamos hacerlo un rato por la tarde. No supe decir que no.
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Hola. Güino. Cómo estás. Por aquí todos bien. Te llamo para decirte que ya he encontrado
casa, y que vamos a ir con Remedios y Violeta este fin de semana para llevar los muebles
Llamé a Remedios de inmediato. Le dije pasa esto, Remedios, mira lo que me ha di-
cho tu madre. Ya lo sé, dijo ella, y se echó a llorar. Pero mujer, pero mujer, le dije yo, no te
pongas así. Yo pensé que no era capaz, dijo Remedios, y a lo que me di cuenta vino a ver-
me con las escrituras de la casa que se acaba de comprar en un pueblo. Dice que fue en un
viaje del inserso y la vio y le gustó mucho y la compró. Así, sin más, sin encomendarse a
nadie, sin consultar con nadie. Y dice que le ha costado cinco millones de pesetas y que
tiene huerto y todo. A saber lo que se habrá comprado. Y dice que la mudanza la hace este
sábado porque no sé qué de una furgoneta y un vecino y ni siquiera sabemos cómo está. Yo
un señor de casi cincuenta años (cuya madre por cierto estaba muy afectada por la decisión
que había tomado Juana, sin consultar con las amigas ni con nadie), se prestó a llevar los
muebles en la furgoneta del trabajo y volverse a traer la furgoneta ese mismo sábado. A la
hora de cargar y descargar se hacía un poco más el sueco, siempre se lo veía cargado con
objetos que no pesaban nada, mientras Remedios y yo bajábamos el tresillo por la angosta
escalera. Tampoco había muchos muebles que bajar, pero eran los muebles, el comedor
completo que el padre de Juana talló en madera de plátano antes de la guerra y que siempre
estuvo en una habitación cerrada. Juana sólo lo abría para las visitas, y lo primero que les
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decía al entrar era que así no se veían bien los muebles, que faltaba espacio, que a ver si un
día lo podía poner en un sitio donde se luciese más. Eran un par de sillones de oreja tornea-
dos, un tresillo a juego de dos plazas, un aparador con alas de mariposa y una mesa con
patas de avestruz. Yo siempre le dije a Juana que no era poco el espacio, que así, un pelín
rebutido, se apreciaba mejor el modernismo, que a lo mejor en un sitio más grande quedaba
un poco desangelado. Tampoco eran piezas maestras sino reproducciones hechas, eso sí, en
madera muy buena. Juana mantenía el brillo claro del plátano limpio como la patena, desde
que se jubiló le pasaba el polvo todos los días. Siempre contó que la madera la trajo su
abuelo de Marruecos, y que su padre luego la talló. Era su única herencia familiar y era lo
único que se llevaba. El resto de los muebles, dijo, me los voy a comprar nuevos.
Yo me las vi en cuentos para desmontar las alas del aparador sin que se me rompie-
se nada, con la atenta mirada de Juana diciéndome que tuviese cuidado que yo soy un poco
manazas, y Remedios y yo las pasamos canutas para que no se me venciera el cuerpo del
aparador encima de las costillas. Juana y Violeta bajaron las alas con cristales de colores.
Luisín, mientras tanto, vigilaba la furgoneta, y cuando venía algún coche le daba la vuelta a
Las tres mujeres se fueron delante con el coche y Luisín y yo llevábamos la furgo-
neta. Hacía un sol de julio y la furgoneta no llevaba aire acondicionado. Luisín no pasó de
ochenta. Eran las tres de la tarde y aún no habíamos llegado. Juana me llamaba cada veinte
minutos por teléfono, parecía que estuviésemos transportando las joyas de la reina. El pai-
saje, sobre todo hasta llegar a la depresión del Río Seco, es árido y grisáceo, como desgas-
tado por el sol. Pero en pasando El Pedregal la tierra se hace más roja, y en los valles secos
pueden verse diferentes tonos de amarillo, y al fondo se recortan montañas de color azul.
En esas tierras todo está muy cerca de los colores fundamentales. Hacía un calor seco, plo-
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La villa de Pomona está enclavada, nunca mejor dicho, en varios promontorios so-
bre una gran depresión de arcilla. Forma como un archipiélago sobre un pequeño mar sin
agua, y todo está cosido por los puentes pero para llegar a ciertos barrios hay que subir y
bajar cuestas empinadas varias veces, sobre todo si uno va a la zona más elevada, en las
La casa de Juana es el número catorce del Camino del Calvario. La calle tiene varias
revueltas empinadas y en una de sus curvas, haciendo chaflán, hay una pared blanca de cal
con un balcón lleno de geranios. La puerta está más arriba, en la pared que da al norte y a la
umbría de la callejuela. Allí hay otro balcón y una puerta de dos hojas horizontales, de ma-
dera vieja tachonada con clavos de cabeza piramidal, como son las puertas de las casas en
los pueblos. En estas ciudades pequeñas los suburbios son rurales y los centros provincia-
nos, aunque ahora hay un segundo anillo de afueras que no son los arrabales, que son los de
la gente pudiente que vive en el chalet, de modo que el olor a corral y las boñigas de mulo
se restringe a lo que queda o en el fondo del mar vacío o en las alturas peladas del cemente-
rio. Por la pared que da a la parte de atrás, teniendo en cuenta que el desnivel de las dos
calles a las que tiene salida es muy pronunciado, la casa se abre, en un nivel inferior, a un
pequeño huerto y un corral que se ven desde fuera. Están cercados por una valla de ladrillo
de un metro de alta, encima de la que se extiende una tela metálica oxidada y algunas ramas
bastante amplia. Tenía, en la parte de abajo, una cocina muy hermosa que daba al corral y
le entraba el sol toda la mañana, con su mesa grande en el centro para hacer allí la vida y no
tener que irse a la otra habitación, la que daba a la calle. El vestíbulo era amplio, empedra-
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do con cantos del río, suelo de llegar con las botas llenas de barro y de estiércol y dejar col-
gados los aperos. Esta pequeña entrada, que tenía un zócalo de plástico marrón, daba, por la
puerta de la derecha, a unos escalones de techo bajo que bajaban a la panera y al corral.
Entre esta puerta y la de la cocina estaba el baño, muy estrecho, poco más que un cagadero
que antiguamente dejaba pasar las heces a la pocilga para que se las comiesen los cerdos.
En la parte de arriba tenía tres habitaciones, las tres con mucha luz. Una daba al huerto, otra
a la calle y la otra era el balcón que se veía en el chaflán. En total tendría, sobre poco más o
mutua colaboración dónde poner el comedor del abuelo. Remedios decía que en la parte de
arriba, sin ninguna duda, y que abajo pusiese su habitación, al lado del baño y sin escaleras
que subir, porque arriba mamá no tienes baño, y no vas a estar subiendo y bajando a todas
horas las escaleras. Juana decía que también la tendría que subir y bajar así, porque los
muebles los tenía que limpiar igual y a las visitas no las iba a recibir en la cocina. ¿Pero no
te parece que has subido ya suficientes escaleras, mamá? No me vendrá mal un poco de
ejercicio, hija. ¡Ya lo creo que ejercicio, menuda cuesta tienes para subir a casa! Desde el
arco tampoco es tanto, y además el sitio es muy bonito, decía la abuela, embargada por la
ilusión. Juana se refería al arco de un acueducto que en el siglo XVI transportaba el agua
desde estos montes pelados al islote principal de la ciudad, donde está el centro histórico.
En un piso de arcadas inferior al conducto del agua tiene una pasarela que conecta con el
Pero no había discusión real. Al ver la casa, Remedios planteó una estrategia más
inteligente, convencerla de que aquello era un espléndido lugar de veraneo donde irse a
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pasar los meses más calurosos de Madrid, pero que en invierno allí no se podía estar porque
la casa sólo tenía calefacción en la parte de abajo. Allí en invierno se tenían que joder de
frío. Eran exageraciones de Remedios, dichas en buen tono, en el tono veraniego de estar
todos juntos haciendo algo y revisar la instalación del gas y mirar las vistas que se ven des-
Jesús atado a la columna, a pocos números del purgatorio. La casa, por lo demás, no estaba
desvencijada. No había camas en las habitaciones ni platos en las alacenas, pero todavía
quedaba el aire de haber vivido, las huellas todavía calientes de alguien que acababa de
morir y sus hijos, tras el expolio de las vajillas y los muebles, habían vendido la casa para
repartirse las perras y se habían vuelto a ir a Barcelona. Quedaba una mesita baja de cocina
que debía de servir para escoger verdura. Quedaban las flores de plástico para tapar el con-
tador del agua. Quedaban las pilas de granito, y el suelo de pequeñas losas rojas muy pulido
por debajo de las huellas de polvo de los hijos cuando vinieron a llevárselo todo. El peque-
ño huerto aún tenía coles florecidas, plantadas por un muerto, y el estiércol del corral aún
no era una costra seca que para levantarla la tuvieses que picar. Y eso le daba una verosimi-
litud, un imaginarse que allí no se tiene que estar mal. Pero también estaba un poco la pre-
sencia de la muerte, la casa vieja que sobrevive a sus fundadores en manos de otra vieja que
tampoco tardará mucho en morir. De eso no se dio cuenta ninguna de las tres.
Quizás de todas a la que más le gustó fue a Violeta, que se subió enseguida a la par-
te de arriba y dijo que ella la habitación que quería era la que daba al huerto, que desde allí
se veía la silueta de las torres de las iglesias recortadas en el cielo. Eran las tres de la tarde y
estaba loca por ver la puesta de sol desde aquella ventana. Bueno, bueno, decía Remedios,
que aquí hay mucho que hacer. Menos puestas de sol y más organización, que aquí hay que
fregar mucho, que esto huele a deshabitado. Y habrá que comprar camas, y vestir la cocina,
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y darse de alta en la luz, y en el agua, y pintar, que este papel de las paredes es del año de la
ciado en la guía: chorizos, morcillas, longanizas, patas de ternasco y una cosa que allí le
dicen güeña y es como el chorizo bofeño, hecho de las vísceras del cerdo, sobre todo de los
pulmones. Yo me pedí unas sopas de ajo y unos huevos fritos. Durante la comida planifica-
ron la instalación. Esa misma tarde ya iban a dedicarse a arrancar el papel de las habitacio-
nes. Dormirían en una pensión y al día siguiente volverían para darle una mano de pintura,
por lo menos a la parte de arriba. Yo sugerí un tipo de pintura, una mezcla y un color que
queda muy bien en este tipo de casas rurales, un temple con azul brasso que además ahu-
yenta a las moscas. ¡Si vienes tú a pintarlo todos los años...!, dijo Juana. No he dicho nada,
dije yo. Pero ellas se tomaron un poco a guasa mi propuesta y fue Violeta la que primero
me animó a que decorase la casa. ¡A ver si te vas tu a pensar que soy rica, mi niña, que me
he quedado en la cuarta pregunta!, le dijo la abuela. Pero añadió, muy en abuela: ya sabes
tú que no. Y estaban todas de pronto muy contentas e incluso Remedios me dijo que les
diese alguna idea, luego con el tiempo ya la irían haciendo cuando viniesen a pasar unos
días en vacaciones.
Habíamos invitado a comer a Luisín, que se infló de chorizos y después dijo que se
iba a la furgoneta a echar la siesta, que luego cuando bajase un poco el sol y hubiésemos
los muebles, Luisín!, le dije yo. Remedios no pudo reprimir un brote de carcajada, una son-
risa cómplice y festiva que no le había visto dirigirme desde hacía mucho tiempo. Yo no
sabía qué hacer, si quedarme arrancando papel de las paredes después de transportar los
muebles o volverme a Madrid con Luisín y al día siguiente posar lleno de barro para Pipi
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que sin embargo no había un dormitorio para mí, porque la habitación de Juana quedaron
que estaría abajo y arriba el saloncito de plátano y las habitaciones de Remedios y de Viole-
ta, y les adjudicaron sus nombres y el mío no lo nombraron para nada. A mí me meterán en
la falsa, pensé.
Ya desde el principio había dicho que yo tenía que estar en Madrid. Es más, les dije,
tampoco pasaría nada porque os vinieseis todas y me llevaseis allí y os tomaseis todo con
más calma, que acabáis de llegar y ya estáis fregando. ¿No os apetece más dar un paseo por
la ciudad, tener nuestras primeras impresiones, visitar los monumentos de Pomona, no sé,
diciendo lo que debería decir Remedios, que sin embargo había sido vencida por el entu-
siasmo de su madre, se había dado cuenta de que era ese el momento de hacerla feliz, de
arremangarse y ganarle tiempo al tiempo. Los viejos, cuando empiezan a ser viejos, están
llenos de prisas. Incluso Violeta por primera vez había sonreído desde que ocurrió lo que
ocurrió con el latín, y decir que ella se quedaba con la habitación que daba al huerto era la
primera muestra de ilusión que su madre le había visto dar desde que terminaron los exá-
Y yo también cedí. Dormimos en la pensión del Tordo, una antigua estación de ca-
rromatos rehabilitada, en la parte del casco histórico donde se ven algunas ruinas de la mu-
ralla medieval. No tenía ni un teléfono donde llamar a Gloria. La iba a dejar colgada. No
hubo sin embargo muchas dificultades en tomar la decisión. Faltar a mi palabra era, en cier-
De vuelta en Madrid me excusé como pude. Fui a la escuela sin apenas haber dor-
general. Remedios, al llegar, cuando entrábamos por María de Molina para dejarme a mí en
una baja. No puedo, dije, mañana tengo un examen. Era el examen final de los alumnos de
dibujo II de Pilar Guijarro, y yo le pedí que no se lo pusiese muy difícil, que estaba balda-
do. El aparador de plátano no cabía por las escaleras y lo tuvimos que meter por el corral,
yo solo me tuve que arrancar entera la habitación de Violeta, y pintar los techos subido en
un cajón de fruta. Hasta las ocho de la tarde del domingo no plegamos para cenar algo y
volvernos a Madrid. Se lo dije a Pilar Guijarro y ella me dijo que era un examen final, que
tampoco podía tumbarme en el suelo todo lo largo que era. Yo le dije que luego me tocaba
Palomares, y Palomares me había cambiado la postura y ahora terminaba con los hombros
destrozados. Al final cedió y negociamos un soldado herido, que tampoco es moco de pavo.
La pierna derecha está flexionada, apoyada sobre el pie, pero tan abierta que su peso entero
acaba recayendo sobre el recto interno y en el aductor. El tronco gira hacia el lado contra-
rio, de modo que aunque me apoye en el antebrazo izquierdo el deltoides tiene que estar
tenso para que el abdomen, ya que no puede marcar los abdominales, se vea estremecido de
dolor y de cansancio, aunque la herida está en el muslo, que es donde hieren a los héroes
griegos y a los toreros, y el soldado se la mira girando mucho el cuello hacia la derecha
me preocupaba, no podía estar a sus anchas, los músculos infraespinosos que recubren los
omóplatos de los dos hombros casi se tocaban, porque con la mano derecha tenía que ejer-
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cer en el suelo presión para que se me notasen los serratos en la parte exterior del pectoral.
Lo único que tenía descansado era el culo, que me dejó apoyarlo en un cojín. El cojín no lo
Estuve toda la mañana herido. En los descansos trataba de librarme de los compañe-
ros, me recluía en el vestuario, tumbado sobre uno de los bancos corridos, y trataba de no
pensar. Pero fue imposible. Rosita, que me había dejado en paz hasta media mañana, entró
Alfredo. Yo no sabía nada, lo mismo que ella. ¿Has visto a Bidón?, dijo. Ha estado aquí
hace un momento, le dije. ¿Ocurre algo? Tengo que hablar enseguida con Bidón. Ya iba a
marcharse cuando Rosa se volvió desde la puerta y me lo dijo: Eduardo va a dictar una or-
den de búsqueda y captura contra Alfredo. Es un hijo de puta. Se está vengando de que lo
he dejado.
Las cosas, al parecer, no eran del todo así. Bidón dijo que si Palomares retiraba la
denuncia todo podría sobreseerse, pero que de momento el único que estaba cometiendo un
delito de prevaricación era Eduardo. El padre, el magistrado del Tribunal Supremo, estaba
siendo siempre investigado por sus enemigos de la Asociación de Jueces para la Democra-
cia, y había presionado a Eduardo para que sacase adelante su trabajo con toda rectitud. El
padre se había enterado del asunto por Eva, que siempre hablaba a destiempo, y amenazó a
su hijo con dejarlo en Astorga para el resto de sus días si no cumplía con sus obligaciones.
Eduardo, dolido con Rosa, lleno de dudas y contradicciones, metido en el hotel sórdido de
Astorga, había firmado la orden como quien firma una condena de muerte. A Alfredo, lo
más probable, nadie le haría nada. Era viejo y su delito insignificante, no pasaría más que
estuviese quieto. La condena de muerte que estaba firmando Eduardo no era para matar al
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Bidón, al contar todo esto, babeaba bastante. Pobre Eduardo, está hecho polvo, de-
cía, y se preguntaba por qué tenía que afectar esto a su relación con Rosa, que estaba pa-
sando por una crisis muy seria, tratándose además de un tipo tan despreciable como Alfre-
do. No lo entiendo, decía Bidón, no lo entiendo, no entiendo que te puedas molestar por ese
tipo. ¡Tú no entiendes nada y llevas encima una torrija que no te aclaras!, le dijo Rosa, y
añadió algo que me dejó helado: si yo me acosté la primera vez con esa bola de sebo y
Fue una discusión bastante fuerte. Rosa estaba muy disgustada. Se le quebraba la
voz al decir palabras elevadas y se le arrasaban los ojos. Rosa muy disgustada no obstante
insulta menos que cuando sólo se acalora. Habla más en serio. ¡Y a ver si le dices a la boba
de tu mujer que aprenda de una puta vez a no hablar cuando no toca! Bidón no daba crédi-
to, se le veía con ganas de entrar en reyerta. Rosa estaba hablando demasiado en serio, no
hacía ruido. Bidón estaba padeciendo entonces un enchochamiento agudo que lo mantenía
fuera de la realidad. ¡Tú no eres quién para llamar a nadie boba, Rosita, sobre todo tú, que
no sabes leer ni escribir! Al oír eso me incorporé. ¿Cuándo han firmado la orden?, dije, con
voz muy grave. Aún no la han firmado, dijo Bidón. ¿Y a ti quién te ha avisado?, le pregunté
a Rosita. Se lo había dicho Eduardo, y le había dado una semana para localizar a Alfredo.
Muy bien, dije, levantándome del todo. ¿Quién de los dos va a hablar con Palomares? Yo sí
Pero quien iba a verlo esa misma tarde era yo. Comí lo más rápido que pude y me
arrojé en brazos de Konchakova. Tenía tantos principios de lesión que no pude concentrar-
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me en el masaje porque a cada momento iba avisando a Concha de dónde llevaba colocadas
las minas intramusculares. Me cogí un taxi (ya no estaba para metros) y me fui a casa de
las tres horas de pose tendría tiempo para encontrar las palabras, las suyas y las de Txús, a
Palomares me tenía entonces en una postura muy incómoda. En casi dos semanas
que llevábamos me había tenido primero en observación, sentado o de pie pero con el cuer-
lo es cuando está oculta. El modelo que se sabe desnudo posa recubierto por la seda profe-
sional (en eso tengo que reconocer que Palomares tenía razón), o si no, si no es un modelo,
es la vergüenza la que los tapa. La desnudez absoluta ni siquiera es para él la del voyeur
clandestino, que no obstante se acerca mucho, sino la de quien ni siquiera se siente desnudo
y por tanto no modifica su cuerpo en absoluto con criterios demasiado humanos. El caso es
que me tuvo al principio leyendo el periódico con las piernas cruzadas, o sentado en una
silla de enea como si estuviera cantando una bulería, o agarrado a una barra como si fuera
llo, pero un día dijo que ahora me quería ver desde el otro punto de vista, y que a partir de
entonces íbamos a ensayar posturas mitológicas: Ulises atado al mástil, Edipo con los ojos
arrancados, Prometeo tirando del arado, en castigo por haber inventado la agricultura. Ese
día me tocó empujar una pared, me pasé la tarde tirando de los riñones. Cada vez que me
relajaba, cada vez que mantenía la postura pero distendía los músculos, reaparecía en Pa-
lomares el profesor discípulo de Barrachina. Perdona, Güino, pero no veo los oblicuos. Con
las manos abiertas apoyadas en una estantería de libros como si la estuviese sujetando, la
zona lumbar y en la dificultad de aparentar más fuerza de la necesaria, encontré las palabras
para sacar el tema. Él mientras tanto se dedicaba a recordar las clases de cuando era joven y
las aprovechaba para teorizar. Tú tienes las dos plenitudes, Güino, eres un Sísifo impresio-
En uno de los descansos me puse la bata y se lo solté. Quería comentar algo, le dije.
Dime, dime, dijo él, amable conmigo aunque sólo fuera porque mientras estaba en el estu-
dio no consentía que nada perturbase su felicidad. Necesito que se retire la denuncia que
hay puesta contra Alfredo, le dije. Él terminó de secarse las manos, sonrió mientras se me
acercaba y cuando estuvo de nuevo en su silla se sentó, me miró y me dijo: ¡Vaya, hombre,
ya era hora...! Cruzó las piernas con parsimonia, rellenó la pipa de tabaco sin dejar de reírse
en voz baja. Se tomó todo el tiempo del mundo en atacarla, encenderla, chuparla y tirar el
humo. Luego dijo: ¿qué ocurre? ¿Ya han dictado la orden de búsqueda? No, dije yo, y co-
mo no sabía por dónde salir, dije la verdad: pero si no se retira la denuncia la van a dictar.
El juez lo dejó libre pero se tenía que presentar cada quince días y Alfredo no ha vuelto. En
su casa no está. Dejó el trabajo semanas antes de jubilarse, se fue a Astorga, hizo aquella
Yo sí, dijo él, con la pipa en los labios, y tampoco estaría mal que volviese a salir en
los periódicos. Aquello fue muy aparente... Qué va, qué va, dijo apartando el humo con la
mano. Todo es evitable, dijo, y con esto no estoy insinuando nada, faltaría más. ¿Cómo
puedo intervenir yo? ¿Retiro los cargos? Todos sabemos que no le va a pasar nada. Tampo-
co es cuestión de castigo. Si lo fuesen a meter en prisión para el resto de sus días yo mismo
lo habría evitado, pero esto es un delito menor. Él también tiene que saber que es un delito.
Los modelos estáis locos. Los modelos, tarde o temprano, os volvéis locos. Alfredo siempre
ha sido un borrego, acata lo que le ordenan, sobre todo lo que le ordena Barrachina. No
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saben medir. Si tienen odio, lo llevan hasta el final. Por si no lo sabes, Güino, el día que
Tejero entró en el Parlamento, que tú no estabas en la escuela pero yo sí, Alfredo vino con
una camisa de Falange a trabajar y... Pero en fin, hagamos una cosa. Yo te digo dónde está
y tú me hases un favor. Nadie tiene por qué enterarse. En realidad el favor se lo harás a
Alfredo porque yo retiraré la denunsia. Alfredo no tiene por qué darse cuenta de nada...
Lo más inmundo de su idea es que no estaba movida por el orgullo sino por la cu-
riosidad. Alfredo ya no iba a volver a posar. Ya tenía sesenta y cinco años, y aunque quisie-
lico. Lo sabía todo. Sabía punto por punto el recorrido que hizo Alfredo desde la cárcel de
Astorga hasta su actual refugio. Al principio lo hizo porque tuvo un sentimiento paranoico,
y cuando supo que el juez había soltado a Alfredo temió por su vida. Se dejó llevar por la
psicosis de que cualquier persona importante puede ser asesinada. No necesitó ni contratar
de dar una respuesta. Habla con Marisa, me dijo Palomares, ella te dará lo que necesites.
Había anochecido, Marisa se había marchado ya a su casa. Al llegar al vestíbulo pasé junto
a la puerta del taller y me acordé de Gloria. Supuse que en el taller tampoco habría nadie,
pero Gloria estaba allí, sentada en el banco del alfar. Me excusé como pude. Se lo conté
todo de golpe y con muchas exageraciones hasta que provoqué una sonrisa no sólo cordial,
y luego le dije que estaba a su disposición, que si ella quería esa misma noche lo podríamos
hacer. No era consciente de mis propios excesos. El cuerpo se me había adormilado y entre
la bruma del cansancio no podía distinguir las agujetas. Pero ya me daba lo mismo.
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¿No estás muy cansado? Podemos dejarlo para otro momento, no te preocupes, de-
cía Gloria, agradecida de que no la hubiese olvidado. Yo advertí eso a la primera (lo vi ya
claro incluso el día de la exposición de Antonia) y me hacía sentir en una posición de fuer-
za. Me imagino, le dije, que nada de esto irá a manos de Palomares. Y ella me juraba y me
volvía a jurar que era asunto suyo y sólo suyo, con una insistencia infantil y femenina, in-
genua y tenaz. A mí en el fondo me daba lo mismo, y si accedí a posar para ella no fue por-
ayudar a los artistas jóvenes, o porque me la quisiera tirar. Mucho más allá de todo eso,
para mí era la oportunidad de no obedecer, de ser yo mismo quien eligiera las posturas, ser
mi propia obra, captada por el ojo que no mira. Y el placer de gobernar el propio cuerpo
hacía más atractivo incluso que las fotos llegasen a manos de Palomares, porque serían más
trabajo mío que de Gloria y porque Palomares sabe ver en donde hay. Tampoco quería te-
ner nada con ella, o más bien sabía que no iba a tener nada con ella. Y esa certeza me des-
inhibía.
El reto era sorprenderla. Hacer cosas que ninguno de sus colegas sería capaz de
hacer. Gloria me daba licencia para ser obsceno y primitivo, y en última instancia, pensé,
un baño de barro no le iría mal a mi espalda. ¿No vas a llamar a tus amigos?, le dije, porque
en el fondo prefería tener público, eliminar cualquier censura derivada del deseo de agradar
a una persona en concreto. Bueno, dijo ella, es un poco tarde, y viven bastante lejos. Si
quieres te las puedo hacer a ti solo. Luego puedo pensar en composiciones, a ver qué tal
salen.
Al fondo del taller a mano izquierda había una tarima triangular bastante grande
donde los operarios del barro solían moldear las figuras. A uno y otro lado estaban las dife-
rentes maquinarias del alfar, desde un torno antiguo hasta un horno como un dragón. Allí
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Gloria había colocado unas cortinas de tela de saco almidonada como las que se ponen en
los nacimientos, y había esparcido el suelo de la tarima con hojas podridas del otoño ante-
rior. Con el calentador de arcilla preparó un caldero de barro muy espeso mientras yo me
desvestía. Apagamos las luces blancas del taller y Gloria conectó unos focos rojos y amari-
llos que difuminaban el fondo de cartón piedra y una luz violácea, mortuoria, que me ilu-
minaba a mí. Me acerqué, ya desnudo, para ayudarle con el caldero de arcilla. Ella retiró la
vista de mi cuerpo en el momento en que bajé de la tarima. Llevaba puesto el mono de tra-
bajar y el pelo recogido con un pañuelo de pirata. ¿Echamos el barro en el suelo y tú te re-
vuelcas o quieres que te pinte yo?, me preguntó. Utilizó el verbo pintar, de eso me acuerdo
como si estuviera pasando ahora, así que le dije: depende de lo que quieras, si un hombre
revolcado en el barro o un cuerpo pintado de barro. Sí, claro, dijo ella, y me dio la impre-
Yo iba un poco sobrado, tengo que reconocerlo. Me comportaba como el actor con
muchos años de oficio que trabaja para un director novel y tiene que avisarle de detalles
obvios y darle consejos de principiante y tiene que hacerlo sin que le duela. Si quieres, le
dije, vas tomando fotos a medida que me vayas embadurnando. Supongo que es lo que ella
hubiese querido hacer desde el principio, pero mi papel era empujarle a que me tratase co-
mo lo que soy, como un objeto modificable, como un maniquí articulado, igual que el viejo
actor de oficio, como dice Rosa, hace lo mismo de puta que de marquesa. ¿Qué quieres que
haga?, le dije. Lo normal es que yo pose en posición cero y los profesores o los pintores me
manipulen o me den órdenes, o me digan cómo me tengo que mover o a quién represento al
hacer como que camino. Pero aquí lo pregunté porque ya al principio Gloria me dijo que
buscaba movimiento, cuerpos en acción. Creo que te voy a pintar un poco, dijo ella. Metió
la mano en el caldero de barro y me untó un grueso trazo vertical desde el cuello hasta el
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culo. De ese trazo iba sacando con los dedos líneas curvas como las costillas. Decidió deco-
rarme como en esas tribus africanas que se pintan algo parecido a su esqueleto por encima
de la piel. Otro trazo grueso me recorrió los costados desde los brazos hasta el tobillo. Cada
vez que marcaba una franja lateral se detenía luego con el dedo en esbozar caprichosos mo-
tivos étnicos, siluetas concéntricas, aspas y redondeles. En el vientre, en los muslos, en los
glúteos, en la zona de máxima desnudez que hay encima de la cadera, en los dedos de las
manos, en el entorno de las orejas y en el cogote. La última franja de barro dada con la ma-
no me llegó desde el pecho hasta el abdomen. Luego volvió a licuar un poco la arcilla y
otra vez con el dedo me dibujó el contorno de los pezones con tres anillos de barro y luego
unas líneas hacia el hombro y la cara y el costado como los rayos de un sol azteca. La polla
me la dejó sin tocar. Así me sacó unas fotos en postura de ídolo, de héroe salvaje, rígidas,
medio de la sabana.
¿Ya has terminado?, le dije. Sí, ya he terminado con esto, dijo ella, ahora ya pode-
mos extender el suelo en el barro y tú te mueves como quieras. Era mi turno, y casi media
noche. ¿Puedes estar aquí hasta tan tarde? Sí, sí, no hay problema, a Julio no le parece mal,
dijo. Así que me tumbé en el suelo e hice uno de esos espectáculos que he visto hacer más
de una vez a Javier Bidón, que en él quedan muy místicos, muy espirituales. Yo adopté
posturas de animal. Me puse a cuatro patas, me revolqué por el tarquín, me unté de barro
los cojones, me senté y dejé caer mi cuerpo hacia delante hasta conseguir la mayor aparien-
cia de barriga, que todas las lorzas se apretasen entre ellas y las tetas se me cayesen como
los labios y los párpados, en una desnudez ofensiva, de enfermo del manicomio en una se-
sión de hidroterapia. De rodillas, estiré los brazos para desperezarme como los perros, con
el culo en pompa y las caderas muy abiertas y la lengua afuera. Me rasqué por todo el cuer-
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po, me tiré un pedo, y me tumbé otra vez como a dormir. Pero luego me volví a incorporar,
regresé a la postura cero, al homo sapiens normal. Ya no había ninguna parte de mi cuerpo
que no tuviese barro y yo mismo quieto podía ya ser una estatua terminada, un Hermes lle-
no de tarquín, una de esas de las que Palomares sólo necesita una foto para reproducirlas
idénticas al original.
282
VIII
de no querer salir a la calle. El martes 15 de julio, según tengo anotado en mi diario, al día
siguiente de la triple sesión, llamé por teléfono a la escuela y dije que no iría a trabajar.
decir. Pilar Guijarro tenía puesto un último examen de repesca, una especie de convocatoria
de gracia para alumnos que sólo necesitaban aprobar la anatomía de tercer curso para tener
el título de diplomados en artes y oficios. Pero tampoco tenía Pilar ninguna obligación de
hacerlo, era un mero trámite para justificar los aprobados de regalo, y yo no estaba de muy
buen humor. Si les quiere regalar el aprobado, pensé, que lo haga sin examen, o que los
ponga a pintar un florero, o que llame a otro modelo, que contrate a un indigente un par de
horas y lo haga dibujar a los alumnos. Al conserje le dije que estaba malo.
Pero la que me llamó poco después para preguntarme por mi salud no fue Pilar
Guijarro sino Marisa. Ya habían hablado las dos. Le preocupaba que no pudiese ir esa tarde
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jarro sino Marisa. Ya habían hablado las dos. Le preocupaba que no pudiese ir esa tarde a
casa de Palomares. No había ningún problema, por supuesto, pero antes tenía que avisar a
Julio, para que él hiciese sus planes. Yo había quedado con él en que me diese unos días
para pensarme lo de Alfredo, como mínimo hasta que nos diesen las vacaciones. Aquello
estaba lejos de Madrid, y yo, le dije, no podía faltar a los últimos días de la convocatoria,
no podía fallar en las convocatorias de gracia. ¿Todavía hay convocatorias de grasia?, dijo
él.
concentrándome muy poco a poco para volver al trabajo cuando pase El Pilar. Ahora me
dejan en la biblioteca, y por las tardes me puedo quedar en mi casa o dar un paseo, y las
llamadas se suceden con un ritmo habitual de varios días, y se resuelven en diez minutos, y
las citas se aplazan, o se programan con antelación, y los que podrían venir a molestarme
con sus problemas están lejos o muertos o enfadados conmigo. Ahora tengo un tiempo que
ya no sirve para nada y en cierto modo lo aprovecho para digerir el tiempo que tuve urgen-
te, que se me fue de las manos porque nadie me dejaba en paz. Eso de que me quiten lo
bailao no deja de ser una expresión muy elástica. En mi caso, lo que me quitaron fue lo no
Era un día bochornoso. Después de colgar el teléfono, con esa sensación de haber
ejecutado algo que ya no tiene vuelta de hoja, ese diminuto vacío que se produce cuando
sueltas los dedos y dejas caer en el buzón una carta importante, me puse la chilaba fina de
verano y me senté debajo de la ventana, junto a la jaula del canario. Estiré las piernas y me
estuve abanicando un rato. Era la sensación infantil de haberse saltado la escuela y acomo-
darse a un tiempo amplio que en la escuela no existía. En la escuela se estaba pero no había
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mesa de dibujo. Allí estaban los bocetos, a medio engendrar. Allí estaba la cimbra del puen-
te de Alcántara tal y como la dejé antes de que Rosita me llamase para contarme su separa-
ción. Tengo anotadas en el diario palabras muy duras contra la falta de tiempo. Estuve des-
Serían, en todo caso, una buena aportación al estudio del síndrome de los modelos, el que-
darse de pronto tumbados como esos padres de familia que un día no se levantaban de la
cama ya para el resto de los días, y la familia lo llevaba como una desgracia, como una
maldición divina o una enfermedad incurable. Nadie me estaba dando nada. Todos viajaban
por sus melodramas y a todas horas me estaban pidiendo favores, y yo no podía pedirles el
favor de que me dejasen tranquilo porque eso habría dañado mi imagen de hombre equili-
brado, impasible, comprensivo, el hombre al que no le duele nunca nada, nada le afecta y
todo lo comprende. La insensibilidad es un ideal social, una forma de ser bueno para los
varme bien las manos y sacarle punta a un lapicero y dibujar. En situaciones de extrema
debilidad yo tiendo a las casas y a los interiores de las casas. Dibujar por ejemplo una coci-
na es un entretenimiento que me puede durar el día entero. Cada vez que señalo los límites
de una gran alacena y veo por delante las dos horas largas que me costará dibujar todos los
platos y los vasos y los botes y las cazuelas me froto las manos como un niño a escondidas,
y a cada plato le corresponde su dibujo y a cada vaso su reflejo del cristal. Esa mañana,
tan débil que decidí recogerme en lo más sencillo, y tracé una línea y vi que era la esquina
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de la fachada que hace chaflán en la casa que se acababa de comprar mi suegra. Y la empe-
cé a dibujar. Violeta me había dicho que diese ideas para pintar la casa, ahora no recuerdo
si también me pidió que dibujase algo. Para mí era lo más fácil. Dibujar casas e interiores
de las casas y luego darles unos toques de acuarela es lo más fácil que hay. Para mí y para
cualquiera. ¿Qué estaba haciendo en el fondo Palomares? Esconderse como un niño y dibu-
jar casitas con la punta de la lengua afuera. Por eso no las enseñaba. Porque son lo más fá-
cil, porque son una debilidad. Yo hubiese querido entregarle a mi hija un espléndido libro
de figuras retorcidas e imaginativas, pero ella me había visto dibujar casas desde niña, en-
tretenerme con las tejas de los tejados y las antenas y los tendales de las azoteas de todo el
barrio de los Austrias. Y esos dibujos estaban en casa, se quedaron conmigo cuando ellas se
marcharon, pero también eran suyos, podía haberlos cogido, yo siempre se lo digo cada vez
que viene y me dice que le enseñe mis dibujos. Coge los que quieras, le digo, y a veces hay
alguno que yo noto que le gusta más y yo le insisto y se lo lleva, pero el resto dice que los
guarde en casa, que es una pena sacarlos de casa, que ella vivirá algún día en esta casa y
entonces le gustará encontrar los dibujos aquí. Quizás habla de cuando yo me muera.
Ese día sólo salí de mi casa para ir a que me diesen el masaje. Konchakova se dio
cuenta enseguida de lo tenso que estaba. ¿Se puede saber dónde te has metido?, dijo cuando
acostumbrado. Estaría Eva, seguro. En la fiesta de Antonia le comenté que yo iba todos los
días a la piscina, y ella dijo que era la que más cerca le caía, que ellos, Javier y ella, iban
por las tardes, de seis a siete, que algún día podríamos coincidir. Yo le dije que hasta las
nueve no terminaba con Palomares. Pero ese día, al salir de casa de Konchakova, mucho
más repuesto después de la sabia paliza que me había dado, me acordé de Eva, de la posibi-
huerto, sólo me faltaban los geranios. Había pensado terminarla entera y pensarme si esa
línea no sería la buena, aun a riesgo de que no pareciese un regalo sino un encargo. Un re-
galo es como una obra de arte, en esencia gratuita. Pero me acordé de Eva, la relacioné con
la piscina. Charlaría un rato con Javier de los temas de los que hablaba ahora, el sueldo de
los funcionarios y el diálogo antiterrorista, o me hablaría mal de Rosita y mientras Eva es-
tuviera bañándose sacaría un rato la lengua sucia de Bidón. Cuando era Javier, resultaba
bastante anodino, pero cuando era Bidón podía comportarse de la manera más soez y taber-
naria, hablando al oído y echando todo el aliento, decir barbaridades irreproducibles sobre
Este Bidón salaz se esfumaría cuando Eva saliese del agua. Entonces se transmuta-
ría en marido meapilas que está muy pendiente de su mujer e intercala vocativos afectuosos
entre las palabras que le dirige: ¿no nos habíamos traído cariño también el disco de Joan
Manuel Serrat?, si pero cariño tienes que comprender que no podemos estar siempre los
funcionarios con el ipecé a las costillas. Y en este plan. Pero ir a la piscina es estar pero no
estar, tumbarse al sol con otra música, o nadar entre los niños en un agua rebosante de meí-
nes, o mirar al cielo y no escuchar. Yo, en todo caso, buscaría la sombra. Bidón siempre se
pone moreno, y Rosita también. Cuando abren las piscinas los dos empiezan a posar con la
marca de las bragas. A mí eso no me gusta nada, queda horroroso, porque resulta incluso
caoba brillante, sobre todo Rosita, que gasta por litros el bronceador.
En el fondo me daba igual que estuviesen los dos o ninguno. Pero yo fui. Y no esta-
ban los dos. Estaba Eva. Pero Bidón no estaba, ni Javier tampoco. Estaba Eva, y no tardé en
reconocerla. Miré lo primero a la zona de la sombra, donde van las parejas y las mujeres
que tienen la piel muy sensible. Allí hay más espacio y no se mezclan con las marujas de
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tetas hasta la cintura que se brean en obscenas posturas de cuarto de baño ni con los adoles-
centes que se tiran objetos para divertirse y no dejan de recibir llamadas telefónicas. Allí
estaba ella, sentada en postura india, comiéndose una pieza de fruta y leyendo un libro. No
le dije nada mientras no llegué hasta ella. Yo iba vestido con una enorme camiseta y unas
bermudas que me llegan por debajo de la rodilla. Las marujas me miraban con el sol en la
cara, los ojos fruncidos y enseñando las encías. ¡Hola!, dije, con voz tonante, por si estaba
escuchando a Joan Manuel Serrat. Al girar la cara le vi que tenía los ojos un poco idos, co-
mo de estar muy embebida en la lectura, pero enseguida los recompuso, desplegó la media
sonrisa que nunca traspasa y se levantó a saludarme. Al levantarse se le cayó un pareo que
llevaba para que no le diese demasiado sol en los muslos. Ella se azoró un poco. Basta un
mínimo detalle para saber la consideración que cada cual tiene sobre su propio cuerpo.
Luego ensayó un saludo entusiasta, qué tal, cómo estás, qué sorpresa. Pues mira, le dije yo,
que hoy me he tomado fiesta. ¿Y Javier?, ¿está en el agua? A Eva se le escapó una sonrisa
mayor de la media sonrisa que practica, y que no la suele traspasar nunca porque le puede
dar un ataque de risa floja incontenible que hace que se vuelva todo el mundo y ella enton-
ces se pone colorada. Estuvo a punto de estallar la risa pero ella siguió hablando para con-
tenerla. No, dijo, Javier no ha venido. Estaba muy cansado y se ha quedado echando la sies-
ta. No lo he visto esta mañana, dije yo. Tampoco he ido a la escuela. Llevo todo el día tum-
Eva no se había quitado el sostén para tomar el sol. Tenía esos puntos de pudor,
raros en familias pijas como la suya. En su caso es posible que tuviese complejo de tetas
grandes, que no eran tan grandes, ya digo, pero sí para sus brazos tan delgados, como era
muy ancho el coxis, las espinas iliacas pronunciadísimas para el volumen luego de sus mus-
los, delgados en proporción a sus raquíticos brazos. Eso sí, muy largos todos. Vestida, Eva
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tiene un porte que de no ser por lo excesivo de sus pechos y esa maravillosa cargazón de
espaldas podría pasar por las pasarelas sin ningún problema, pero sólo podría exhibir faldas
de tubo que se entallan a su estrecha cintura y aparentan caderas tan grandes como sus hue-
sos, pero desnuda (en bikini) era un poco destartalada, y sus casi treinta años, y las horas de
estar sentada y con la cabeza metida en los libros, le habían dejado secuelas en la estructura
del esqueleto y en la piel. Bidón se debió de volver loco el día que se acostó con ella. Sería,
Eva estuvo un poco tímida al principio. Cuando nos sentamos ella adoptó una postu-
ra distinta, recostada sobre la parte exterior del muslo, apoyada con el brazo izquierdo en la
hierba, las piernas flexionadas y el pareo por encima. Se lo ponía porque si no se quemaba
enseguida, aunque estuviese a la sombra. Éramos los dos más blancos de la piscina. Yo,
¡pero si no tienes ni un solo pelo! Yo le expliqué que para mi trabajo no siempre están bien
las pelambreras. Javier tiene un poco de vello bien puesto, pero yo, dije, si me descuido, me
salen pelos en los hombros. Era verdad, lo de los pelos a ella también la llevaba loca. Odia-
ba el verano por tener que depilarse tan a menudo. ¡Pero es que tú te depilas entero, claro!,
dijo, con esa voz como quebrada, como con problemas en las cuerdas vocales, con ese
asombro hacia las tonterías que tienen algunas chicas de buena familia.
Le pregunté por la novela que estaba leyendo. La estaba encantando, estaba a punto
de terminarla ya. Cuando se me acabe esta me tienes que dejar tú también la siguiente, dijo.
Está fenomenal. Eva se identificaba con la protagonista, que de pronto, después de la trage-
dia de que se le muriera un hijo en un accidente fortuito causado nada menos que por su
hermano, ya no puede más y los abandona a todos, se va de casa, los deja, como hizo ella,
Eva, aunque, dijo, mi caso es distinto porque yo no perdí a un hijo. Quizá tampoco lo vi
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nacer... Bueno, dije yo, ahora, por lo que dice Javier, estáis a punto. Yo lo que perdí fue un
examen, dijo ella, en el fondo sólo fue un examen, y mira, también lo dejé todo. Ha sido un
buen cambio, desde luego, dije yo; quizás, a la larga, te alegres de todo lo que ha pasado.
Yo no quiero tener un hijo, dijo ella, volviéndose a tapar un muslo con el pareo.
Al hablar sólo era expresiva con los ojos, más claros todavía que los míos, abiertos
de modo que se le veían las niñas enteras, y también con esa oscuridad en los orbiculares
que contrasta con la palidez de la piel y con el blanco de los ojos, pero no con el resto de la
cara, que la mantenía rígida, y hablaba sólo por un lado de la boca, y esa composición del
rostro le daba un aire dramático y al mismo tiempo frío, como se ven las caras en los come-
dores de los hospitales. Había algo de enfermizo en Eva, pero se trataba de una enfermedad
hermosa, de un cansancio genético de las facciones que no afecta a los órganos vitales. Su
tragedia no iba más allá del sufrimiento mental. El cuerpo lo tenía en buenas condiciones.
Pero lo mejor de la novela, dijo, con ser la tragedia desgarradora, el motivo para irse
de su casa, el haber perdido un hijo, lo mejor, al menos lo que a mí más adentro me ha lle-
gado, es que cuando se marcha de su casa no tiene adónde ir, y ella se va a pasar unos días
al campo a casa de un amigo. Pero el amigo es el amigo del hermano que mató al hijo por
accidente, es que ni siquiera es amigo amigo de ella. Y se va con él. Y tampoco se va por-
que vaya a tener nada con él, porque el amigo es homosexual, y su hermano, el hermano de
ella, el del accidente, también. Y se va con él y reflexiona y está sola, y pasea junto a él
callados los dos por un camino por el campo y se reconoce a sí misma, se encuentra, sabe
quién es ella. Es eso lo que a mí me pasó con Javier. Javier era amigo, bueno, no amigo,
te lo que más quería, toda mi juventud, y yo me marché, me fui al campo a pasear con Ja-
vier.
Eso es muy bonito, dije yo. No, no es muy bonito, dijo ella, porque yo me casé con
qué expresión tan rara, nunca me acostumbro a decirla. Pero era la única manera, ya ves.
Con lo fácil que es abrir la puerta y largarse de casa. Con lo difícil que es tener un amigo.
¿Nos damos un baño?, dije yo, después de un silencio. Quiero decir que no fue un
corte sino un comentario que se dice después de que los dos asienten y están de acuerdo y
hacen un silencio. Fue una de esas interrupciones para seguir hablando en otro sitio, en la
ducha poco antes de entrar a la piscina, antes de que las circunstancias se apoderen de la
charla.
Durante algunos minutos, mientras estuve agarrado a un bordillo porque allí había
tantos niños que no se podía dar una brazada sin que te cayese uno encima o te pegase una
patada en la boca, traté de escoscarme un resto de libido entontecedora que me había que-
Encontré a Eva distinta. Cuando me acerqué a las toallas ella llevaba ya un rato
leyendo. La protagonista había vuelto. Vuelvo porque los quiero, había dicho, después de
unos días en el campo con el amigo. Vuelvo porque los quiero, repitió Eva. Me pregunto a
quién quiero yo, dijo, con quién he de volver, dijo. Esta mujer perdona por amor, pero pa-
rece que decide amar, como si el amor se decidiese. Pero el amor no se decide, dijo. A lo
mejor no es decisión, dije yo, a lo mejor es necesidad, primero queremos amar y después
elegimos a la víctima. ¿Te acuerdas del día de la exposición aquella?, me preguntó Eva.
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Pues después de aquello, cuando salimos, que tú te quedaste hablando con esa chica, nos
fuimos a cenar a un restaurante y Javier me contó la relación que había tenido con Antonia.
Eso es agua pasada, dije yo. Para esa chica no fue decisión, fue necesidad, pero ella no eli-
gió a alguien a quien amar porque quería amar, Javier era uno más de los muchos que habí-
an venido antes y de los muchos que vendrían luego, y ella lo único que decidió fue dejarlo,
pero mientras estuvo con él, por lo que me dijo Javier, fue una verdadera locura. La que
estaba loca era ella, dije yo, tú no sabes el pollo que armó un día en el vestíbulo de la escue-
la, parecía una actriz interpretando a Lorca, qué vergüenza, dije. No, dijo ella, no creo que
sea agua pasada, y el que entonces estaba loco era también Javier, igual de loco que yo pen-
sé que estaba cuando lo conocí, pensé que Javier era lo que yo me merecía, y decidí querer-
lo. Y ahora te arrepientes, dije yo. A mí Lorca me gusta mucho, dijo ella.
Eva se me estuvo quejando hasta que bajó el sol. Javier se llevaba muy bien con sus
suegros. Eva había querido separarse del todo de sus padres, no volver, pero Javier era el
vínculo por el que su madre urdió un reencuentro con su padre, hasta que por fin consiguie-
ron reunirse a comer todos un sábado en el piso de Eduardo y se dijeron cariñosas y emoti-
vas frases de reencuentro familiar. Y desde entonces casi todas las tardes, cuando ella vol-
vía de la piscina, y también muchas mañanas, cuando la madre volvía de tai-chí, iba a bus-
carla para darse un paseo, mirar tiendas y tomarse un café si acaso con sus amigas detesta-
bles. Y todos ahora la superprotegían y el padre había ya movido algunos hilos para que
pronto entrase Eva a trabajar en el bufete de Ataúlfo, y les había dicho que si querían podí-
gobierno. Con su aspecto y con su voz podría tener una buena oportunidad en el mundo del
periodismo.
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Eva lo contó todo de un modo muy solemne, cada vez más compungido. Sus padres
estaban sellando de nuevo su vida. En la estrategia procesal de su padre, todo era cuestión
de conseguir, por medio de Javier, que Eva volviese al imperio de la ley y después de darse
un descanso, teniendo un hijo o leyendo sus sentencias y los pleitos de Ataúlfo, volviese a
intentar una vez más el ataque a la carrera judicial. Y ella por nada del mundo quería volver
a las oposiciones, a tomar café con náufragos viejos y desesperados y ver cómo corren los
jovencitos por los pasillos para no perder ni un minuto del estudio. Ella no podía volver a
eso. Y Javier a veces parecía un señor mayor. Y su madre lo vestía como si fuese la madre
de su marido, su padre hace treinta años. Le llegaba siempre con camisas y pantalones y
unas zapatillas de estar en casa que a Eva le quitaban por completo las ganas de acercarse a
él.
Vi a Javier al día siguiente, en la escuela. Estaba de muy mal genio. Oye, macho,
me dijo: ¿qué tal si mañana me sustituyes tú a mí en todos los exámenes de Miología, eh?
Porque ayer decidiste tomarte un respiro y yo me comí todos mis exámenes y todas las pu-
tas convocatorias de gracia de Pilar Guijarro, porque tú no estabas y no podía privarse a los
alumnos de esa última oportunidad. ¿Sabes tío cuántas horas posé ayer? ¿Sabes a qué hora
Bidón no sabía que yo me pasé la tarde charlando tan campante con su esposa mien-
tras él se lamía mis heridas en el sofá. Cuando nos marchamos de la piscina fue la propia
Eva quien me dijo que mejor no se lo decíamos a Javier, porque también había otro pro-
blema, y eran los celos, y estuvo hasta que llegamos a la parada del autobús hablándome de
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lo celoso que era Javier y ella se montó en un taxi. Además, dijo, quería por una vez en su
vida decir algo a alguien con la seguridad de que no iba a estar proclamándolo por la fami-
Así que menos mal. Yo me puse muy digno con Bidón y le dije que si el día anterior
hubiese podido habría venido, sin duda, pero estaba al borde de la grave lesión. Es más, le
dije, la profesionalidad consiste en saber trabajar y saber también cuándo no se debe traba-
jar. Pilar Guijarro podía haber aplazado la convocatoria. ¿Por qué no la aplazó? Pues por-
que quiere irse cuanto antes de vacaciones. De modo, Bidón, que no me culpes a mí por
ocuparme de mi salud sino a ti mismo por transigir con tu jefe. Que es bien distinto.
Vete a tomar por culo, dijo él. Y eso, aunque él lo dijo sin ánimo de ofender, a mí se
me quedó grabado. Me fui otra vez a posar y a la siguiente hora busqué a Rosa. Le dije Ro-
sa, pasa esto. Ya he hablado con Palomares, y esto es lo que me ha dicho. Muy bien, dijo
ella, ¿y qué? Yo creo que es el calor que hacía, lo envueltos en agua que íbamos todos por
los pasillos. ¿Cómo que y qué? ¡Pues que tendremos que decidir si vamos o no vamos, digo
yo!, dije yo. Yo ya no quiero saber nada de eso, dijo Rosa. ¿Pero cómo que no quieres saber
nada de eso? ¿Pero no eras tú la que hablaba de Alfredo con Palomares y la que decía que
no lo había hecho con mala intención? Rosa me miró muy seria y me dijo: Güino, tengo a
mi nieta con constipado, y Lurdes ha encontrado un nuevo trabajo. Estos cabrones no sacan
la plaza de Alfredo ni a tiros. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que nos dijeron que la saca-
rían, eh? Y Lurdes no puede estarse en casa tocándose el higo. Yo no puedo derrochar ya
en viajes de placer para ver a un viejo que se merece todo lo que le ha pasado y más. Javier
Te retiras, dije yo. Me retiro, dijo ella. Estaba triste, Rosita. Había vuelto a la vida
de siempre, y tenía que adaptarse. El juez fue un viaje fugaz a algo que en el fondo no po-
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día permitirse. Bidón sí. Bidón tenía toda la pinta de haber dado un braguetazo redondo,
sobre todo porque estaba muy enamorado de Eva y había logrado salir del barro. Pero Rosi-
ta no tenía una vida de la que quisiese huir, si acaso mejorarla un poco. El nuevo trabajo de
Lurdes era en los almacenes Zara, vendiendo ropa los sábados y los domingos. Le cambia-
ban el uniforme y cada vez era más provocativo. Todas sus compañeras venían al trabajo
pintadísimas y con unos tops ceñidos y un pantalón con la cintura muy por debajo del om-
que atrajese más clientes. Y ella no era una estrecha. Ella había tenido problemas justo por
vuelve a enfriar, pero eso era explotación del cuerpo no remunerada. Con la mierda de
sueldo que daban a Lurdes ni siquiera pagaban sus horas de trabajo, y mucho menos las
condiciones físicas que se le exigían. Hemos vuelto al tajo, Güino. Hemos vuelto al tajo.
Ese día, antes de salir del trabajo, llamé a Marisa y le dije que tampoco iría. Le dije
dile a Palomares que me he ido a ver a Alfredo y que hasta la semana que viene no volveré.
De acuerdo, dijo, y lo dijo tan rápido y seguro que a mí me dio la impresión de que sabía de
qué estábamos hablando, como si yo le hubiese pasado una contraseña que no es más que
Odio la miología. Bidón tiene los músculos alargados, fusiformes, sus fibras muscu-
lares recubren los tendones hasta la misma inserción en el hueso. Los míos sin embargo son
carnosos, globulosos, de tendones más bien largos, sobre todo antes, cuando practicaba los
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esfuerzos lentos. Ahora se han difuminado y son más blandos, y debo forzar demasiado la
postura para que aparezcan. Posar para una clase de miología es una tortura desde el primer
minuto. El profesor, Marcelo, no deja de decirme que la fuerce un poco más, por favor, que
miento que yo me niego a poner. Bidón las pone sin querer cuando está leyendo el periódi-
co, eleva y retuerce los brazos para rascarse una zona de la espalda que yo no me podré
tocar jamás, o cruza dos veces las piernas o practica las asanas más extrañas y enroscadas
como si sus miembros le reptasen por el tronco. Yo creo que, aparte de a un médico, a un
fisioterapeura, a gente como Konchakova, poco puede importar una región del cuerpo que
casi nadie nunca enseña. La desnudez es la manera de no enseñarlo todo. Entre dos cuerpos
sin piel no hay demasiada diferencia, y entre dos cuerpos sin grasa, si tienen los músculos
bien formados, la verdad es que casi tampoco. Son los cuerpos ideales de algunos porque
son la nula diferencia, no hay variedades de la idea, la idea es única y eso la hace aparecer
como verdadera. Bidón sólo es buen modelo porque sin tener nada de grasa tampoco tiene
más robusto y musculoso de los velocistas o los boxeadores le llevaría muchísimo tiempo
nados al menos tres pesos distintos, tres diferentes maneras de cubrir los músculos, y nin-
guna transitoria, las tres distintas, verosímiles, definitivas, y en ninguna de ellas tengo as-
pecto de haber tenido antes ninguna otra. Nunca se me queda la cara de pito de los que han
sido gordos, ni la hinchazón de quienes siendo de naturaleza delgada forzaron su piel como
la de los chorizos hasta hacerse muy sebosos. Cuando noto que sin yo controlarlo me estoy
saliendo del peso mayor o menor, cuando peso más de 120 kilos y menos de 100, pongo
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manos en pared, ora con dietas vegetarianas ora ciego de pasteles. El otro peso, el peso en
el que yo me veo más hermoso, es el de 107 kilos, que es el más estable de los tres, el que
menos cuidados requiere, el que se mantiene solo cuando hago la vida que quiero hacer,
estoy equilibrado y soy feliz. Pero en verano, por aquello del calor, suelo bajarme a los cien
kilos, cuerpo de nadador desmesurado, Ulises nadando en las aguas feacias, Ayante vol-
viéndose loco con el olor nauseabundo de su herida, todos cuerpos míticos, clásicos, abun-
dosos y perfectos. Y así había bajado en muy poco tiempo, desde principios de junio, de los
plácidos 107 a los espectaculares 100, pero con todo el trajín de los últimos días ya me
había puesto en 98, y eso que, previendo lo que se me venía encima, comí toda la pasta que
pude y me compré en el supermercado unas latas de cerveza negra. Los pasteles son el úl-
timo recurso.
La profesionalidad empieza pues en los 100 kilos, y termina en los 120. Más arriba
y más abajo sólo existe la enfermedad, la depresión, la mala gana, y eso es mucho más pe-
Así que me quedé en mi casa. No volví a la piscina, por supuesto. Con una ración de
Eva ya tenía bastante, y con respecto a su marido habría resultado una provocación. Dedi-
qué la tarde a hacer el equipaje. Los horarios de los trenes hacían imposible ir y venir en el
día, aunque tampoco me importaba porque así al menos podría respirar un poco. Pero el
refugio de Alfredo no estaba orilla de ninguna estación de tren, de ninguna línea de autobús
ni a las afueras de ningún pueblo. Debía ir ligero de equipaje, nada más que con la mochila
de marroquinería que me regaló Remedios cuando fueron a Egipto Violeta y ella. Cuando
metí la cámara fotográfica que me había dado Marisa, me sentí como el sicario que mete
una situación muy rara esa de tenerle que hacer daño a alguien a quien quieres ayudar. Pa-
lomares me dijo que Alfredo estaba con Barrachina, y que Barrachina, en verano, utiliza un
antiguo refugio de la falange que hay en las estribaciones de la sierra de Gredos. Desde que
se jubiló, todos los veranos se lleva a Alfredo. Alfredo nos decía que se iba al pueblo con
los perros, y en cierto modo así era, porque el pueblo, Los Nardos, está a menos de cinco
kilómetros del refugio. Allí era donde Barrachina tenía el taller. En realidad no era ningún
escondite. Se habían ido, según sus hábitos, al sitio donde pronto estarían cuando terminara
el curso. Lo que pasa es que nadie sabía nada de ellos, ninguna persona en Madrid tenía
idea de dónde estaba ninguno de los dos. Eso, aunque estuviesen en el mismo sitio desde
Saqué un billete de ida con destino a El Barco de Ávila para el viernes, después de
comer. Yo sabía desde el principio que no iba a ser capaz de hacerlo. Sé lo humillante que
hubiese resultado para Alfredo, y sobre todo para Barrachina, que una copia de lo que esta-
exposiciones de Palomares. Sabía que no lo haría, pero tampoco gano nada en arrogármelo
como un acto de compañerismo. Me fue imposible, eso es todo. Pero entonces, al meter el
arma en la mochila, tampoco tenía del todo claro cuál era mi obligación. No sólo mi obliga-
ción con respecto a los demás sino sobre todo con respecto a mí mismo, y qué parte de ésta
Tenía la tarde libre y me fui a dar un paseo. Eva se me venía una y otra vez al pen-
samiento. Eva y todas las mujeres que pasaban. En Gredos no habrá mujeres, pensé. Cuan-
do tengo que hacer algo que no me apetece, me esfuerzo en buscar alguna peregrina justifi-
cación egoísta que haga que merezca la pena. La proliferación de cuerpos normales por las
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calles era tal que el instinto me desasosegaba. También es verdad que llevaba algún tiempo
sin evacuar.
Me pasé por la librería para buscar los mapas de la sierra y los Poemas de los pue-
castellano. Mientras estaba pagando el libro había a mi lado una pollita que quería pagar
una novela de José Saramago que estaba buenísima, desde mi altura veía nítidos sus pezo-
nes claros y sus teticas de perra bajo una holgada camiseta de tirantes, y el pantaloncito
corto que llevaba se le remetía en la raja del culo por efecto del sudor. Me sentí abrumado
por mi salacidad. Es lo que pasa cuando te dejas alguna puerta abierta, pensé, que entra el
perro que todos llevamos dentro. Casi daba gracias por viajar a un pueblecito castellano
donde no hubiese tantas incitaciones. Los curas eso lo saben bien. Saben que, haya la liber-
tad que haya, los que follan gratis siempre son los mismos, así que más vale consagrarse
como una virtud a lo que de todos modos les habría de suceder. Ellos lo disfrazan de sacri-
ficio, pero no deja de ser un alivio. Me acordaba ahora de la casa sacerdotal, con el frío que
hacía, igual que los niños creen que una estación es una época y el invierno pasado todos
los inviernos y el verano es el futuro. Pero allí por lo menos no me daban molestos ataques
Y bajé a la calle, y me metí en un bar, y no hablé con ninguna mujer. Era un garito
de la calle de la Osa. No está lejos del restaurante marroquí ni tampoco de El Bierzo, en una
de las callejuelas que van a dar a la plaza de Cascorro y que los domingos forman los vomi-
torios del Rastro. El bar está regentado por mujeres, y tiene siempre el suelo lleno de serrín
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y colillas de porro. Las chicas tienen las dos un aire radical que a mí me gusta, un buen
rollo con límites precisos, no tanto ya los ideológicos como los propios de la edad. Una es
lesbiana y la otra no, pero el tiempo y la barra han eliminado de su comportamiento los
idearios, han llegado a la misma conclusión que todo el mundo pero han conservado la ropa
de segunda mano, el pelo muy corto y los clavos de la nariz. Desde el punto de vista estéti-
co, mi generación ha visto evolucionar a gente cuyo final no está previsto porque no ha
sucedido nunca. Lo normal es abandonar las mallas y la estética nómada cuando el rostro
ya no las justifica. Entonces se evoluciona hacia cierta forma de modernidad muy tolerante
con la radicalidad en el vestir pero bastante más discreta. Sin embargo hay gente que pasa
de los cuarenta y la conserva, y tampoco les queda mal, y vemos en ellos que un viejo con
una cresta colorada ya pronto dejará de ser un demente senil para formar parte del grupo de
ciudadanos que toda la vida han sido así, cada vez más orgulloso de llevar un aspecto in-
Ese bar, no obstante, cambia de ambiente según la hora. Por la tarde está lleno de
jóvenes con minis de cerveza o de cubata que escuchan música radikal con la cabeza baja,
los ojos cerrados y un porro en los labios, y por la noche vienen los pájaros, la gente a la
que le ponen canciones de Ray Heredia mientras ellos hablan cada vez con más incoheren-
cia, a veces con mucha gracia. Los de la tarde están al principio de un camino que los de la
noche han elegido como propio. Las ropas juveniles en cuerpos maduros confieren una cu-
riosa estética de resistente que a mí, con las prevenciones necesarias, tampoco me sienta del
todo mal, por lo menos cuando decido que voy a ir a tomar cervezas a ese bar. En verano es
fácil: una inmensa camiseta negra con una estrella roja, unos pantalones cargos amplios
hasta debajo de la rodilla y las sandalias de franciscano. En verano un mismo uniforme sir-
na con tres o cuatro individuos y un par de grupos de tres que están sentados sobre los ba-
rriles de cerveza junto a la máquina del tabaco, al lado de los lavabos, más algún otro que
se saca a la calle la cerveza y bebe recostado en la pared o sentado en la acera y aparta los
pies para que pasen los coches. Yo, cuando voy, siempre estoy adentro. Siempre entra gente
a quien mirar con disimulo. Y, pasado el tiempo, siempre entra alguien a quien decir hola
con la mano pero no suponer que se va a sentar a tu lado a darte conversación y amargarte
los bebía, pensando en varias cosas a la vez, en la vida como una enciclopedia breve en la
que sin solución de continuidad se puede pasar de un artículo sobre medusas a otro sobre el
remordimiento por haberme untado de barro y por no haber terminado mi trabajo. En reali-
dad lo que ocurría era que había decidido tomarme las vacaciones un día antes de lo estipu-
lado, y lo que para otros era ese grotesco descaro de los funcionarios ante las obligaciones
muchas otras.
ra el miércoles surgió cuando llamé a Remedios para que me consiguiese una baja y ella me
dijo que ese fin de semana iban a ver si terminaban de acondicionar la casa de Pomona. Ella
se iba a tomar el viernes libre para ir a escoger los muebles más imprescindibles y se lleva-
rían ropa para vestir las camas y vajilla para equipar la cocina. Yo le conté lo que tenía que
hacer ese fin de semana. ¿Y qué más te da, si estás de baja?, dijo ella. ¿Por qué no te vas
mañana y vienes el viernes y nos ayudas un poco a terminar con la pintura? Remedios, le
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dije, ya he sacado el billete, y hay un hombre que depende de mí para no ir a la cárcel. Va-
le, vale, dijo, como no queriendo insistir, como si ya hubiese comprendido que no me ape-
tecía ir y que era capaz de poner las excusas más fantásticas y peregrinas para no hacerlo.
en Madrid, mientras ellas trabajaban, a algo que les pudiera suponer alguna compensación
moral. Di unas cuantas vueltas sobre los dibujos posibles y el muy poco más de un mes que
faltaba para el cumpleaños de Violeta. Pensé que dibujar la casa de mi suegra era una buena
imaginar el día que se lo diese a Violeta. Me dejé llevar por los pensamientos lacrimógenos
hasta que, cuando cedió un poco la emoción (que nunca llegó a manifestarse más que, si
acaso, en el enrojecimiento de los ojos, que por otra parte nadie vio porque yo miraba las
tiras de papel dorado que sacaba de la etiqueta del botellín), cuando se me enfrió un poco la
que aunque le diese al final a Violeta cuatro papeles con los croquis de una casita de cuento
aquello no podría pasar nunca por un regalo importante, quizá ni siquiera por un regalo. Ya
podía empezar a pensar en qué iba a gastarme el dinero que me había pagado Palomares
nada más empezar y que yo metí en otra cartilla que tengo aparte. Luego me puse muy au-
tocrítico, muy autodestructivo. Tú lo que tienes que hacer es estar con ellas, me dije. Serás
capaz de gastarte los trescientos talegos en cualquier chorrada y al final tu único mérito será
que hayas estado presente, que hayas pintado las habitaciones, que hayas ayudado a poner
la vajilla, ni siquiera sabes dónde vas a dormir ni con quién, ves venir a tu mujer en son de
repetir muchas veces la imagen de Eva, su cuerpo sentado sobre la hierba, sus ojos claros,
Volví la mirada a la barra, dispuesto a pedir la última cerveza. Eva jamás aparecería
por un sitio como ese, y el caso es que lo conozco porque me lo enseñó Bidón, porque yo
por mi cuenta no habría entrado. Pedí una cerveza y pregunté qué se debía. Cuando estaba
contando las monedas en la mano sentí que alguien se sentaba en el taburete de al lado.
Hombre, Sepelio, dije. Había bebido bastantes cervezas y sé que mi sonrisa enton-
ces podía parecer siniestra. Es una forma de que no parezca beoda. El caso es que no sólo
no le molestó que le llamase por el mote sino que se apresuró a pedir disculpas. Quise lla-
marle, dijo. Quise disculparme ante usted, pero ya era demasiado tarde, ya no había nada
que hacer. Yo lo dejé hablar y cuando hizo la primera pausa intervine: como ya no tiene
remedio, dije, mejor será que no hablemos de ello. Pero Sepelio tenía ganas de hablar.
Entre los muchos temas que tocó dijo un par de cosas interesantes. Una, que lo
habían echado del trabajo. Dos, que fue Violeta en persona la que estuvo en el instituto para
decirle que si la aprobaba montaría un escándalo. Sepelio no tuvo ninguna opción. Violeta
no quiso decirle cuáles eran los motivos. Tan sólo le amenazó con telefonear a la asociación
de padres y decir que Patricia Sánchez Romero había suspendido el latín con un dos seten-
taicinco mientras que Violeta Ortega Miravalles, con el examen en blanco, había optado a
matrícula de honor.
Así que la suspendió, a ella y a Patricia, a las dos. Él puso sus notas y las entregó a
303
la dirección, y la dirección hizo lo que le dio la gana y aprobó a Patricia. Pero antes de que
saliesen publicadas las notas Sepelio se enteró, y habló con dirección y dijo que si aprobar a
la una era un acto de justicia, también lo era tener en cuenta a la otra su trabajo durante el
curso y concederle no sólo el aprobado sino incluso la matrícula de honor. Les dijo que
aquel colegio no podía desperdiciar la inteligencia de Violeta Ortega ni mucho menos agra-
viarla con el aprobado a una hija de los padres más ricos que había en el colegio, parientes
de los dueños de la gran cadena de supermercados Sánchez Romero, que sólo vende pro-
ductos exquisitos; no podían condenar a una muchacha víctima de un mal momento y con-
decorar a un ceporro como Patricia, que no sólo no llegaba a la nota sino que al final del
te.
No le hicieron ni caso, sobre todo si lo dijo con esa lentitud anestesiante y con ese
aliento a tabaco negro y a cerveza en fermentación. Pero yo me voy a marchar, dijo. Esta ha
sido la gota que colma el vaso. Ya he fotocopiado unos cuantos curricula y voy a buscar
cada. Sepelio hablaba y yo pensé no darme por enterado, no haber hablado nunca con ese
sujeto. Eran más de las dos y me sentía un poco borracho. Al día siguiente había que llamar
a Remedios a primera hora, había que empezar con la casa, había que hacer demasiadas
cosas. Sepelio cogió confianza y pronto empezó a hablarme de mujeres. Con la misma ca-
misa de manga corta y los mismos pantalones de tela, el mismo bigote amarillento y los
mismos brazos peludos, Sepelio era un hurón nocturno. Vivía solo pero se apañaba bastante
bien con las mujeres, sobre todo con las putas. ¿A ti no te gusta ir de putas, Güino?, me
304
Si no hubiese putas, dijo, no merecería la pena vivir. Esas frases lapidarias de borracho las
frecuentaba bastante. Ahora además hay unas putas que no parecen putas, que son chicas
yonquis ni adefesios. Son mujeres normales que se hacen un dinero, o putas que se disfra-
Le dije varias veces que me marchaba, pero él pedía rápido el último botellín, la
última invitación, para celebrar su emancipación de aquel colegio de mierda, para celebrar
la definitiva derrota de las lenguas muertas y a las putas disfrazadas de mujeres normales,
para celebrar que nos habíamos conocido y que los dos sintonizábamos e íbamos a profun-
dizar seguro en nuestra amistad. ¡Toma, Güino, amigo!, dijo cuando yo ya no podía sopor-
tarlo más, ¡te confío un secreto de amigo! ¡Pero nunca digas que yo te lo he dado! Me lo
tienes que prometer. ¿Me lo prometes?, y alargaba la mano y se balanceaba como un tente-
sacó un boli del bolsillo de la camisa, cogió una servilleta de la barra y escribió un nombre
yo!, ¿eh?, ¿amigo?, ¿eres mi amigo? Yo hice una señal de despedida a la camarera y me fui
hacia la puerta, pero él aún tuvo tiempo de cogerme del brazo. ¿Quieres ver el examen de
Violeta?, me dijo, articulando apenas las palabras. No, ya vale por hoy, Sepelio. ¿Quieres
saber lo que pone? Vamos a ver: qué pone. Sepelio extendió los brazos intentando señalar
el contorno de un folio. Está el folio así, en blanco, dijo, y aquí hay una línea de puntos
para escribir el nombre, y aquí otra línea de puntos para escribir el apellido, y aquí otra lí-
nea de puntos para escribir la fecha, y aquí otra línea de puntos para escribir el curso, y aquí
el escudo del colegio, un libro abierto y una pluma y una escuadra, lo de siempre, y aquí
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hay una línea, y todo lo demás está en blanco, y Violeta escribió su nombre, su apellido, la
fecha y el curso, y luego, abajo, aquí, en medio, en letras así de grandes, Violeta escribió,
con letras mayúsculas: NO TIENES NI PUTA IDEA. Sepelio lo repitió varias veces, no
tienes ni puta idea, mientras me miraba con ojos de perro y sonrisa babosa, meneando la
cráneo y mi cerebro. No era una sensación que tuviese que ver con la resaca y por eso me
asusté. La resaca es un dolor punzante en las sienes y el bulbo raquídeo, pero esto, en prin-
cipio, tumbado en la cama con los ojos abiertos, no era doloroso. Era más bien una con-
ciencia viscosa de que estaba dentro de mí mismo, de que no me llegaban las carnes a los
huesos. Al levantarme de la cama noté que había una distinta velocidad de las acciones,
como si la parte interior que no encaja del todo con la parte exterior se moviese más deprisa
que el cuerpo visible, y dentro de mí yo me fuese moviendo como alguien se mueve dentro
de un automóvil. Cuando salí al pasillo, las paredes convergían al fondo y miré al suelo
para no marearme pero antes de llegar al baño me sorprendí pisando las baldosas con mo-
suelo. El movimiento de los objetos se congelaba en mis manos, sentía las situaciones co-
mo no sólo vividas todas las mañanas sino en un pasado infinito, ni anterior ni posterior, los
objetos pertinaces detenidos en una posición que sirve para verlos ya siempre igual de des-
nudos, como si la taza de leche o el frasco de colacao fuesen testigos conscientes de algo
muy grave que disimulan callados para no pagar los platos rotos. Me senté a esperar que se
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calentara la leche en el microondas y empecé a sentirme las uñas y a no poder dejar de sen-
cocina me bailaban y las manchas del suelo adquirían rasgos de retratos conocidos. Tenía
los maseteros muy tensos y las mandíbulas desencontradas hasta el punto de que no sabía
cómo cerrar la boca del todo, de modo que me mantenía en la postura facial del estreñido,
del que está muy absorto buscando algo en un libro, y no podía dejar de tocarme el pelo de
las cejas. Me venían a la mente recuerdos inoportunos y las mismas palabras de los pensa-
mientos se quedaban en ese temblor detenido de las imágenes que se congelan en televi-
sión, las repetía varias veces y no podía evitar el juego de pronunciarlas hasta que perdiesen
el significado. Volví otra vez al baño y supe que había tocado la pared de la izquierda con
el dedo pulgar las mismas veces que con la derecha, y me detuve a tocar las dos con los
consciente del juego de mis articulaciones al caminar, no podía dejar de sentirme las uñas.
fría. Me tomé un par de buscapinas y me quedé traspuesto. Los golpes en la puerta con los
nudillos ya los oí dentro del sueño. ¿Papá? ¿Estás bien? ¡Ya voy, hija, ya voy!, dije con una
voz ronca, cavernosa, del cíclope que está en la cueva. La verdad es que tenía un aspecto
espantoso. Pálido, con ojeras, sin afeitar, los labios resecos y un sudor insano que me corría
Había venido a despedirse. Mamá me dijo que te habías puesto enfermo. Pues muy
católico no estoy, hija, esa es la verdad, le dije yo. Ellas se iban ya el viernes después de
comer. Estarían el fin de semana con la abuela para poner las camas y eso y luego se mar-
Violeta, en un tono de resignación hacia algo que tampoco le importaba demasiado. Mamá
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está preocupada por la abuela, dice que mejor nos vamos antes unos días a la playa y luego
vamos a ver qué tal se lo monta en la nueva casa. También tengo que estudiar, me tengo
Violeta dijo que se quedaba a comer conmigo, que no tenía yo muy buen aspecto.
Estupendo, le dije, ¿te apetece que vayamos a un marroquí? No, dijo ella, prefiero comer en
casa. Tengo la nevera vacía, le dije. Pues nos vamos al mercado y compramos cosas y coci-
Todo el camino hasta el mercado y todos los puestos de fruta se los pasó hablando
de lo que iban a hacer este verano. Mamá dice que primero lo que tenemos que hacer es
relajarnos, pero yo ya estoy muy relajada, yo estoy relajada del todo, a lo mejor lo que quie-
re es que no me relaje tanto. Quiere que salgamos las dos por Valencia de cañas y que va-
yamos a la playa. No sé, papá, yo la veo muy nerviosa. Se pasa el día repitiendo lo mismo
muchas veces. Antes de salir de casa me repite veinte veces lo que puedo hacer, y me pre-
gunta si tengo algún sitio donde ir por la mañana, mientras ella está en la clínica, y no para
de agobiarme con que qué quiero para mi cumpleaños. Le da una importancia excesiva,
creo yo. Piensa que los dieciocho años es algo importantísimo, es lo más importante que
puede ocurrir. Ya ves. Y ocurrir ocurrir la verdad es que no puede ocurrir nada. A mamá le
gusta mucho jugar con los números y con las coincidencias. El otro día me estuvo contanto,
¡otra vez!, que ella también tenía dieciocho años cuando me concibió y que si patatín y que
si patatán. Yo creo que está mosqueada porque no me ve resultado. Voy a cumplir diecio-
cho años y sólo tengo una amiga que tiene un complejo de inferioridad aplastante. ¡A esa sí
que le da miedo cumplir dieciocho años! Le parece que llegar virgen a los dieciocho años
es el primer fracaso serio que puedes tener en la vida. Se desespera porque yo no tengo nin-
guna prisa, ni en eso ni en nada. Dice que en eso me parezco a ti. ¿Tú crees que nos pare-
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cemos en eso? Yo, para empezar, creo que tú tampoco eres así. A ti te importan mucho las
cosas, lo que pasa es que lo disimulas. Mamá nunca disimula nada, y lo que menos de todo
los sentimientos. Según mamá los sentimientos te deben importar y debes expresarlos, por-
que si lo disimulas es como si tampoco los sintieses. Para mamá las cosas no existen hasta
que el otro no sabe que existen. Para ella por ejemplo es raro que yo no me haya disgustado
con eso del latín. Total, ¿es eso lo más grave que me puede ocurrir en la vida? Ojalá, ¿no te
parece? ¿Por qué no me preparas una ensalada de berros como esa que hiciste el último día
Violeta hablaba y yo apenas la interrumpía, no más que para que siguiese hablando,
para que supiese que la escuchaba. Su voz era sana, limpia, confiada. En el fondo hacía lo
mismo que su madre. Hablaba conmigo de todo mezclado para expresar que se llevaba muy
bien con su padre, interpretaba la relación que los dos creíamos que, con todo lo que nos
queríamos, era la que por naturaleza nos tenía que salir. Violeta y yo podemos pasarnos
mucho tiempo sin hablar. Más de un fin de semana que ha venido a pasarlo conmigo nos
hemos sentado los dos a escuchar música y a leer un libro sin decir nada hasta que por la
noche nos íbamos a dormir. Pero otras veces yo veo en ella un síntoma del abrumador sen-
de sus propios actos y de sus propios sentimientos sino de no colaborar a que los actos y los
sentimientos de los demás sean mejores, o en todo caso no sean peores por culpa suya. Eso
era, según yo lo veía, lo único raro que había sucedido al suspender el latín: lo había hecho
a propósito por alguna razón que entonces no dijo, y haciéndolo ponía en marcha todos los
recursos victimistas de su madre y quizá por un momento pensó que mi estado lamentable
con el mundo real y los suministros para vencer la resaca. Disimulaba la flojera de todos
mis miembros, lo hipersensible que podía mostrarme ante una risa de Violeta o su dedo
La llegada del síndrome sólo tiene unos leves avisos, algunos dolores sin importan-
cia que son como los primeros ecos muy lejanos de los truenos, pero sus ataques son masi-
vos, por todos los flancos a la vez, por el entumecimiento físico y por la amenaza del lum-
bago, por la inseguridad y por el frío. Estábamos a 30 grados y yo tenía frío, no epidérmico,
claro, sino una humedad interior, un llevar por dentro la ropa empapada. Me notaba los
huesos, podía sentir su espacio en el interior del músculo, podía sentir con ellos y provocar
minúsculos dolores que eran como la tentación de arrancarse una costra. Demasiado tabaco
me hablaba de su insensibilidad, o eso creí entender. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehu-
mano para compensar su ternura con una actitud desenvuelta en la que ninguno de los dos
preámbulo gracioso con la cara que tienen los pescados y nada más hablar del monstruoso
cabracho me soltó de sopetón: ¿vas a venir a mi cumpleaños, papá? Faltaría más, le dije,
pensé que ya te había dicho que sí. ¿Y dónde vas a dormir? Pues, si me dejan, en casa de la
abuela, y si no iré a una pensión, dije. Papá, no me refiero a eso, me refiero a si vas a dor-
mir con mamá o no, ¡ya sé que te vas a quedar en casa de la abuela! ¿Ya se lo has dicho a tu
madre, Violeta? Mi madre no se aclara, dijo, no sabe lo que quiere. Yo creo que lo que
quiere es que tú vayas, eso por supuesto, pero un día me dijo que le gustaría que la volvie-
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ses a conquistar, que ella se dejaría sin ningún problema, se dejaría porque está enamorada
de ti, pero lo que no puede ser es que a ti te importe un comino. Ella cree que tú volverías o
no, que te da igual, que no has cambiado de vida, que si viviésemos otra vez juntos seguirí-
as viviendo solo. Mamá dice que eres muy buena persona, pero no tienes sentimientos. Lle-
va un tiempo que no hace más que repetirlo, a mí me lo repite mucho, me dice que en eso
he salido a ti.
Le preparé una ensalada fría de macarrones con espárragos, aguacate, huevo y maíz,
a Violeta le gusta desde niña, y traté de reorientar el tema hacia algún sitio que no fuese su
madre o su suspenso en latín. Tomé prestado a Alfredo para entretenerla un poco, hablé de
la comida, de las nuevas ensaladas que había descubierto. Estás más delgado que nunca,
dijo Violeta. Le conté mi ajetreada vida, las facetas de mi pluriempleo, las locuras de mis
Remedios. Nunca habías dejado el curso sin acabar, dijo en otro tono que ya era Remedios
en estado puro. ¿Te pasa algo? Tengo el alma húmeda, le dije, y le conté una de las histo-
rias que aparecen en El rapto de los modelos. Un modelo romano, un joven portentoso, que
un día, en una fiesta patricia, bebió demasiado, perdió el sentido y cayó al agua de la bahía
de Ostia. Cuando lo sacaron del mar estaba casi ahogado, a punto de expirar. Su alma esta-
ba ya saliéndose de su cuerpo por la nariz cuando lo rescataron. Pero ya había estado muer-
to, se le había mojado el alma, y cuando lo dejaban solo metía la cabeza en un cubo de agua
para volver a morirse un rato. Eso le sucedió, dije yo, porque en aquella época los modelos
días y arreglado.
Violeta se marchó a media tarde. Había quedado con su amiga Almudena para des-
pedirse. Ni que te fueras para siempre de Madrid, bromeé. Ella me miró como si no lo tu-
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viera del todo claro. La acompañé hasta el metro. Al darme un beso me lo volvió a repetir:
piénsatelo, anda; si duermes con mamá me dejarás un cuarto para mí sola. Y añadió: ahora
Nada más volver a casa tiré a la lavadora toda la ropa que tuviese algún mínimo
rastro de tabacazo, alguna lejana huella de la borrachera. Al vaciar los bolsillos de los pan-
talones me salió el teléfono de Elvira, la puta normal. Miré los números. Me senté en la
la lavadora como otros se sientan junto al fuego. Lo hice una vez, de pequeño, cuando la
primera lavadora automática llegó a casa, y todos estuvimos sentados en el cuarto de baño
hasta que dejó de dar vueltas y el pilotillo rojo se apagó, y mi madre sacó la ropa y todos
nos fuimos detrás de ella a la ventana de la galería de la cocina para ver cómo la tendía. Mi
pero yo me quedé asomado a la ventana, y vi cómo en menos de quince minutos las sábanas
mojadas recobraban su blanco arrebatado y se ponían tiesas y el sol de julio las acartonó
enseguida.
A veces estoy mal y me refugio en esas manías de cuando era pequeño. Eso de ob-
servar los procesos mínimos me atrajo desde siempre, el agua del guiso cuando se evapora,
la pasta cuando se esponja, la dama de noche que tengo plantada en la terraza cuando se
abre, en verano, con una flor que es como un kiwi partido por la mitad. A lo mejor era mi
vocación temprana, quién sabe. Quizá cuando mi madre me veía sentado en el banquete de
la cocina mirando cómo se secaba el suelo no intuyó que yo iba a hacer de aquella posición
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absurda un oficio para toda la vida. Pero algo malo debía de ver cuando me decía que co-
giese un libro, que me pusiese a jugar. Este chico me da miedo, dijo, allá arriba, alguna vez.
números borrachos eran el certificado de una noche deplorable y el tipo de bajas tentacio-
nes a que me sentía en esos últimos tiempos tan inclinado. Supongo que el miedo aquel
materno era por lo que nos asusta que alguien esté demasiado metido en sí mismo, como si
una psicopatía discreta que puede acabar en el manicomio, como si al ser tan apartadizo,
tan inmóvil, estuviese cultivando brotes de neurastenia en ese suelo que se secaba por co-
rros, y resplandecía luego limpio, oloroso de jabón, recién fregado. Pero yo nunca escondí
nada, nunca pasé de ahí. Ahora sentía el tacto del papel sobado entre las yemas de mis de-
dos. Lo de irse de putas había sido siempre un deber cívico aplazado, una página necesaria
de la biografía. Las putas esperan a que pases por su calle. Puedes hacer un elogio macho
de ellas, o uno romántico, a fin de cuentas yo mismo era una forma muy sofisticada de
prostitución. Pero yo soy muy aprensivo. Es lo que nos pasa a mucha gente, que en el fondo
IX
Solo aquí en la montaña, solo aquí con mi España, iba leyendo en el tren que me
llevó al Barco de Ávila. Pasé por San Martín de Valdeiglesias, Navahondilla, Escarabajosa,
Lanzahita, Ramalcastañas, nombres colgados en los apeaderos de la vía férrea, tan poco
frecuentes como el tren que los recorre, nombres antiguos, de museo etnográfico, junto al
silbato del jefe de estación, junto a los lentes del revisor. Era un viaje antiguo a un tiempo
antiguo, el corazón de roca viva y la soledad rocosa de la cumbre, Unamuno paseando por
En Madrid hacía muchísimo calor. Había que ir despacio por la calle, como avan-
zando por un fluido caliente. La pesadez general del ambiente se instalaba en un perder los
papeles paralelo a una pereza ingobernable. No había hecho nada y me sentía sucio, con
toda la suciedad de haberlo hecho y sin ninguna ventaja, sin un gramo de alegría. Es como
cuando, al principio de marcharse Remedios y Violeta, dejaba que la inercia se fuera exten-
diendo por la casa. Sin tenerla nunca sucia, había veces en que los muebles estaban decaí-
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dos, los papeles amontonados, los platos meramente fregados. En muy poco tiempo la casa
hay una obligación de alegría, una necesidad automática, una forma satisfactoria de no
quedarse jamás a merced del tiempo. Tener la casa limpia como los chorros del agua era
para mí el colmo de la acción, la consecuencia natural de un espíritu activo que sin embar-
go no puede pagarse una asistenta. Pero a veces eso también fallaba. Abrumado por la resa-
ca, escocido de tocar la mugre, más bien de haberla deseado, y muerto de calor, limpiar la
casa ni ordenar los zapatos ni quitar el polvo del estudio no era más que una pena sin re-
dención. La redención era marcharse. Y lo más a mano era la sierra, pero no Alfredo y Ba-
rrachina ni el ambiguo encargo que llevaba, sino una sierra inventable, un lugar en donde
sería feliz los ratos en los que no tuviese que hablar, porque cuando estuviera solo, cuando
estuviera callado, incluso si me estaban hablando, brotarían otra vez las flores de cumbre, el
vuelo de los buitres, la escurraja que a tu cumbre royó la herrumbre con capa de verdor, la
Yo tenía bastante con este tipo de entretenimientos. Nunca me habían fallado. Pensé
llegar al pueblo y según viera el panorama quedarme en casa de Alfredo, o buscarme algo
por ahí, en otro pueblo, dos o tres días, hasta que se terminasen los exámenes. Uno en esta
vida necesita certificados de buena conducta, es lo que se pide de los ciudadanos. Se les
pide que lleven un documento firmado por un médico donde se dice que no está en condi-
ciones de trabajar. Se les pide una buena causa para marcharse un par de días a la sierra,
mejor cuando más desagradable haya sido para otros. Rosita no había querido ir. El bueno
lo suyo no es aprovechar cualquier carroña de debilidad que tengan los otros para justificar
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su tendencia al escaqueo. Esto, en realidad, el único que se lo pregunta es Güino. ¿En qué
piensas?, me decía Remedios. Todas las noches que te quedas en vela, todo el rato que no
lees ni hablas ni ves la televisión, todo el tiempo que estás quieto y callado trabajando en la
escuela, ¿en qué piensas entonces? Eso solía venir a cuento de las muchas veces que Reme-
dios me dijo algo y me pidió que, por favor, pensara en ello, y yo, uno o dos días después,
le decía que no había tenido tiempo de pensar en ello. Ahora también me lo había dicho. Te
lo piensas mientras tomas el aire de la sierra, que tampoco te irá mal, me dijo. Se refería al
viaje con Violeta, a compartir las vacaciones, a irme con ellas todo el mes de agosto a la
nueva casa de mi suegra, a celebrar allí el cumpleaños de nuestra hija. Pero no era sólo pen-
sar eso. Eso se piensa enseguida. Se dice sí porque tampoco tenía nada mejor que hacer. No
tenía, como se imaginaba Remedios, una nueva relación con alguien con quien ya hubiera
reservado dos plazas en un viaje organizado para visitar las pirámides de Egipto. No tenía
intención, como yo le dije, de apurar el trabajo con Palomares y ahorrar un poco para el día
de mañana. Lo único que yo pensaba era en tener a punto el regalo de Violeta. Era mi único
pensamiento serio y también mi único secreto, lo único que tenía que disimular. Los pue-
blos serranos y los topónimos con aroma de tomillo eran integrados de inmediato en mi
único pensamiento, cómo podía utilizar esos paisajes para añadir dibujos a mi regalo. Me
llevé una caja de plumillas y otra de acuarelas, más un cuaderno de campo donde dibujar en
cuatro trazos los bocetos. Quedaba ya menos de un mes, lo único que yo podía hacer era
continuar.
En el apeadero del Barco de Ávila un empleado me dijo que Los Nardos estaba a
unos diez kilómetros por carretera. Me habló de un bar donde podría encontrar a alguien
que me llevara en coche. Eran las seis de la tarde, quedaban por lo menos tres horas de luz,
y la tarde al salir del vagón había rejuvenecido, no era el betún invisible que se masca por
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Madrid a finales de julio, era una tarde con corrientes de brisa y olores y pájaros. También
pensé que si llegaba demasiado pronto me podrían decir que muchas gracias y que ya me
podía marchar. De modo que emprendí la caminata por una carretera estrecha y cuesta arri-
ba, con jaras en las cunetas y matojos con chicharras y taludes de roca gris, esa rocosidad
la honda manifestación del sentimiento. Todo eso es falso. No cambia más que el color y la
textura, que tiende siempre a ser más polvorienta, pero los matices, las complicaciones y las
formas son más exigentes, por lo menos para mí, que pintar arbolitos en el parque, y siem-
pre caben más líneas de las pensadas porque el misticismo se abarroca enseguida. Quiero
decir que me senté en una piedra a fumar un cigarro y enseguida vi que aquello no se dibu-
jaba con cuatro líneas. Nada se dibuja con cuatro líneas que no sean el resultado de haber
Llegué a Los Nardos muy cansado, el corazón dándome botes y un dolor agudo en
los sartorios. Cuando la cuesta empezó a necesitar concentración me olvidé de los dibujos y
de la fauna y flora y sólo pensaba en no aflojar. No sé por qué decidí hacer aquel viacrucis,
porque llegué a Los Nardos hecho polvo. Se conoce que me estoy cristianizando. Me im-
pongo penitencias como las beatas, utilizo los mismos recursos para mantener la salud men-
tal que otros emplean para amar a Dios. Es como esas empresas que han descubierto la ren-
tabilidad de la ética, y que han hecho desaparecer la ominosa figura del jefe por la de un
compañero más. Ellos llegan al amor al prójimo porque así la empresa gana más dinero, y
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yo estaba llegando a los ejercicios espirituales porque trataba de escapar del barro. Mis sa-
gradas escrituras eran una colección de dibujetes, era casto por aprensión, y ahora llegaba
peregrino de una larga singladura para lavar los pies a los ancianos. A este paso, pensé, me
¿Pero eso lo pensé al principio, cuando vi recortada sobre un último cielo naranja
butano la silueta del pueblo, o lo tenía ya pensado, o lo pensé durante las largas horas de
silencio que siguieron? ¿Fueron pensamientos que llevaba ya pensados o los usé porque me
resultaban tan hermosos como los poemas de Unamuno? Más bien, supongo, esto último.
Uno no puede tomar en serio sus pensamientos porque tampoco se puede quedar mucho
tiempo con el mismo disfraz. Así como viajar a algún sitio es para mí la ficción de estar
viviendo en ese sitio, igual pensar en algo es creer que lo he pensado desde siempre o que
supone una decisión que me hará pensarlo el resto de la vida. En todo caso, me tranquiliza
Ya casi había anochecido cuando llegué a Los Nardos. La sombra fresca de los ven-
cejos, los niños sucios de jugar a punto de ser llamados para la cena, un burro cargado de
alfalfa y un señor con sombrero de paja que vuelve de regar. Me fui al bar del pueblo, me
bebí una botella de agua del tiempo, porque estaba muy congestionado, y pregunté por la
casa del señor Barrachina. Me mandaron a una casa de maestros. Era una escuela franquista
con las dos aulas grandes en la planta baja y dos pisos pequeños en la de arriba, de paredes
blancas con ribetes de ladrillo rojo en las esquinas y en los alféizares de las ventanas y una
puerta verde de dos hojas a la entrada. Esas casas tienen algo de la casa que pintaría un ni-
ño. La escuela rural se quedó sin niños y el ayuntamiento de Los Nardos se la regaló a Ba-
rrachina como pago por una estatua de la Virgen de los Nardos que figura en el retablo de
ció una mulata que me trató como si estuviese hablando por teléfono. ¿Digamé? ¿Vive aquí
el señor Barrachina? El señor Barrachina se fue a dar un paseo, no creo que ya tarde. Espe-
raré, dije. Un momentito que ya le abro. La mujer, una caribeña entrada en carnes de unos
treinta y tantos años dejados estar, abrió la puerta sin preguntar quién era y refunfuñando
por la lata de las escaleras. ¿Ha oído usted que dicen que haciendo ejercicio se pierde peso?
Pues eso es mentira y se lo digo yo. ¡Qué costaría abrir una puertecita, señor!
las provincias de España, un aparador de chapa con espejo y un par de sillones enfrente de
maestros. La mujer me vio tan colorado que me ofreció un vaso de agua y una silla, y se
estuvo dándome conversación hasta que vino Barrachina. Ella estaba allí muy bien. Ella
lajara, Prados Redondos, que de prados no tenía ninguno, más pequeño que los Nardos, con
un señor muy anciano que se murió y entonces una amiga que está trabajando en una casa
de Madrid le buscó esta casa en Los Nardos. Y aquí estaba muy bien porque tenía el piso
para ella sola, otro piso igual de grande que este para ella sola, y tenía libres los fines de
semana y lo único malo era la puertecita, ¿qué les costaría hacer ahí, al lado del aparador,
que comunica con el salón de su casa, una puertecita y no tener que subir y bajar escaleras
Una voz interrumpió sus problemas con la puerta. ¡Olivia! Era la voz timplada de
Barrachina. ¿Lo ve usted? ¡Otra vez las escaleras! ¿Le costaría mucho llevarse las llaves?,
dijo mientras bajaba dándose con las caderas en las paredes de la escalera. Barrachina esta-
ba perpetuado en la imagen que siempre he conocido de él, cuando era el viejo ausente y
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obsesivo de la escuela y llevaba un traje negro años sesenta y la corbata con el nudo muy
pequeño. Entonces ya era un viejo muy delgado, con mucho nervio, con una dentadura pos-
tiza que le incomodaba y que solía reajustarse con la lengua mientras estaba escuchando a
alguien. Su bigotillo por encima de los labios finos, su pelo intacto, todavía no del todo
blanco, como estancado en el gris, cortado a navaja y peinado muy tirante para atrás, y el
genuino aroma de abrótano que podía embriagar hasta las naúseas a quien estaba muchas
horas junto a él. Entonces le faltaba la chaqueta, pero llevaba los pantalones estrechos de
amplia culera muy subida la cintura, una camisa blanca de algodón arremangada por enci-
ma del codo, unos zapatos de rejilla con la sombra gris de los calcetines.
Así lo recuerdo y así lo volví a ver, y volví a sentir nada más verlo la misma respon-
viejo tenía muy malas pulgas. Cuando las pulgas se las fumigaron por decreto, Barrachina
se hizo todavía más distante, pero resultó que su autoridad no era administrativa sino moral,
y conservó intacta la capacidad de cantarle a cualquiera las cuarenta, y algunos, como Rosi-
ta, se daban cabezazos contra él, y otros, como Alfredo, le bailaban el agua. Y otros, como
¡Tú por aquí!, dijo Barrachina, y, por tópico que resulte, es lo último que me hubiera
esperado de él. A él le pegaba más un qué haces tú aquí, a qué coño has venido, pero se le
veía como a esos profesores muy amables de la infancia cuando los veíamos fuera de la
escuela, en una boda, o saludándose al salir de misa con nuestros padres, que se comporta-
ban con una obsequiosidad que les descomponía el rostro, les sacaba una dentadura postiza
nunca vista en clase, donde el profesor, si acaso, enarcaba de vez en cuando los labios, pero
nunca reía. ¡No me digas que has venido andando desde el Barco!, dijo, y volvió por un
No será por falta de ejercicio, dije yo, y miré, cómplice, a Olivia, que ya estaba sa-
cando del aparador un mantel para poner encima del hule y unos tenedores pequeños con
mango de plástico vareado para picar. ¿Quieres una cerveza? Olivia, prepárale la habitación
a Güino. Me han dicho en el bar que has llegado sudando como un cerdo. ¡A quién se le
ocurre, hombre! Nos sentamos y Barrachina entró por lo suyo. Bueno, dijo, tampoco estás
tan gordo, la verdad es que has adelgazado bastante, yo pensé que habrías ya explotado,
pero aún te quedan por lo menos diez kilos que perder, ya sabes lo que pienso sobre eso. Y
lo sabía, pero nunca me lo había formulado con tanta sencillez y tan buenas palabras.
no podía seguir alargándose sin más. He venido para avisar a Alfredo, dije. ¿Avisarle?, dijo
Barrachina, otra vez en los tiempos de la jefatura. ¿A avisarle de qué?, ¿de otro reportaje
para el periódico?, ¿de que Palomares lo quiere ver que se pudra entre rejas?, ¿de que me
ponía nunca nervioso. Podía ser más o menos enérgico y despreciativo, podía insultarme
incluso, pero nunca me ponía nervioso. Le dije: Alfredo quedó en libertad condicional con
to. El juez, al principio, lo dejó pasar. Ahora ha dado un último aviso a quienes puedan de-
círselo a Alfredo. Se da la casualidad de que la única persona que puede avisarle antes de
que la policía empiece a buscarlo soy yo. Me podía haber ahorrado la cuesta, le dije, en
tono, no obstante, de lo más conciliador. Y le dije: no quiero saber dónde está Alfredo. Sólo
quiero avisarle.
ser? ¿Palomares?, ¿de modo que no tiene huevos de quitar la denuncia y ahora lo quiere
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nada que ver. Si la policía lo busca y un juez lo declara huido de la justicia el problema no
será la denuncia de un particular. A Alfredo lo cogieron por intento de robo, no por denun-
ciar vaciados. ¡Pero era una forma de denunciar!, dijo él. Demasiado abstracta para que la
gente lo comprenda, dije yo; eso sí, Palomares dice ahora que retirará la denuncia, la suya,
la de difamación y todo eso, pero lo otro es más grave. ¡Lo otro es lo más justo!, dijo él, en
un aire de dignidad anciana un poco patético. ¿Sabe lo que pienso?, le dije, ya reconfortado
con la cerveza y en mi sitio; pienso que todo esto es una cuestión entre usted y Palomares.
Alfredo dice que ésa era la única copia del vaciado que le hicieron hace cuarenta años, y
Palomares dice que usted tenía otra copia. ¡Yo no tengo ninguna copia!, dijo, como si can-
tase las cuarenta, con el puño membrudo sobre el tapete haciendo bailar las aceitunas. Pero
vamos a ver, le dije: ¿no es un vaciado?, ¿no se puede reproducir un vaciado tantas veces
como se quiera?, ¿no podrían haber llegado a un acuerdo para que Palomares reconstruyese
la estatua y le hiciese una copia en escayola?, ¿no podría usted incluso haber hecho una
He dicho, me dijo Barrachina, muy digno, mirándome a la cara con la pose de los
ancianos cuando dicen sus últimas palabras, he dicho que yo no tengo esa copia. Él habrá
hecho muchas, pero aquella copia está hecha en pasta mezclada por mí mismo. Se puede
copiar el molde pero no los tonos ni las formas. Ese vaciado no se podía reproducir, ya na-
Olivia estaba esperando en la puerta de la cocina por si el señor le decía que trajese
la cena. El tono de la conversación tampoco aseguraba que no fuese yo a salir por pies si
calentaba demasiado al viejo. Al final ella intervino: ¿les pongo la cena o no van a cenar?
Sí, dijo Barrachina, ponnos la cena. Ya hablaremos de este asunto, que mañana tengo que
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madrugar. Fue entonces cuando vi en su manera de acodar los brazos un pequeño gesto de
cansancio, del abuelo de ochenta y tantos años que era. Vi también a Olivia que miraba con
los ojos grandes muy abiertos al anciano. Él se detuvo en su mirada y vaciló un momento,
lo que le costó comprender a la mujer. Y dile a Alfredo que entre, anda, dijo.
caba con el pasillo. Ahí estaba, la efigie romana, una mezcla del César que aparece en el
Astérix y el torero Santiago Martín el Viti. El concepto tópico de nariz aquilina y la mirada
sobria, los ojos acostumbrados a no mirar a ningún sitio como quien mira el horizonte, el
futuro, el más allá. Ese ligero prognatismo, más en la línea de Juan Belmonte, algo más
acentuado por el descuelgue de la piel del cuello, de los dos nervios góticos que le sostení-
an siempre alta la mirada. En algo había cambiado. Él sí que estaba más flaco. Había una
diminuta desproporción entre sus ojos y sus sienes, entre la mandíbula de abajo y la de arri-
ba, entre los mentones y el hueco chupado de los carrillos, como si hubiese habido un des-
siempre bien formados, carnosos como una herida abierta, eran ahora una herida a la que le
ha dado mucho el aire, un poco fruncida y reseca y oscura, cuarteada la piel de la cara con
arrugas nuevas que la cuarteaban como huellas de la sed, como la piel de Antonio Chenel
Antoñete.
¿Qué tal?, dijo, y en eso noté que también había cambiado, igual que Barrachina. A
pesar de que salió, como siempre, inmaculado, con su camisa limpia y su chaqueta de pun-
to, le noté más débil, pero debo reconocer, y esto lo hago en su honor, que pensé en una
debilidad moral, en estar muerto de miedo y aparentar valor con poses que simulan digni-
dad pero en sus limitaciones producen pena. Lo que no pensé, porque lo supo disimular, al
menos en el tiempo que estuvimos saludándonos (yo tratando de quitarle hierro al asunto,
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levantándome de mi asiento para estrecharle una mano blanda, sedosa, muy fría, diciéndole,
en tono jocoso, las vueltas que me había hecho dar, alarmándolo en broma del follón que
había montado), lo que no pensé, entonces, fue que su problema no era el frío ni el miedo,
Para sentarse en la mesa se tuvo que apoyar en el aparador y en una silla y rechazó
la ayuda de Olivia, que lo seguía con los brazos abiertos como se sigue a un niño que da sus
primeros pasos o como a un enfermo que da los últimos. Sus piernas ya no se movían con
movimientos automáticos sino que tenía que esforzarse en controlarlas, y subía demasiado
la rodilla y el pie le colgaba inerte, y se hundía de la cadera izquierda que a primera vista no
tenía sensibilidad o le dolía mucho. Yo lo había visto cojear, lo había visto como esas per-
sonas a quienes se les abren mucho las caderas y caminan un poco descoyuntadas, pero esas
personas, por regla general, caminan descoyuntadas o encorvadas o con bastón hasta que se
mueren de muy viejos, cuando les toca. Esto había sido demasiado rápido. Desde que salió
de la puerta hasta que se dejó caer en la silla pasaron unos segundos aprendidos, un sacrifi-
cio por atenuar las verdaderas condiciones de sus piernas, de haberse acostumbrado a su
encontraba un amigo inválido. ¿Tú crees que con esta pinta me puedo presentar a que me
saquen fotos para todos los periódicos?, dijo, nada más sentarse, cuando todo era ya eviden-
te y se bebió de un trago, como si fuese un vaso de vinazo, el vasito de agua que Olivia le
había puesto junto con unas pastillas rosadas y unas cápsulas blancas y rojas. ¿Es eso lo que
te importa?, le dije yo. ¡Ese cabrón no va a salirse con la suya! ¡Quiere degradarme, perdo-
narme delante de todos! ¡Mira el pobre lisiado, que lo van a meter en la cárcel, pobrecito!
Alfredo, dije yo, no tiene por qué enterarse nadie. Vas al juzgado, te presentas, fir-
mas, dices que no te podías mover, cuentas la verdad, lo mejor que tú puedes hacer es no
ocultar nada, lo haces con discreción, sin que se entere nadie, yo te acompaño y tú entras,
gana y te recuperas con tranquilidad. ¡A saber a qué te habrá mandado Palomares!, dijo,
Aquello se quedó así. Olivia trajo unos platos de acelga con patata y una tortilla a la
francesa y una pera. Barrachina nos había dejado hablar, al uno que se explayase con sus
maldiciones de fogueo y al otro con sus buenos consejos de samaritano, hasta que dio a
Olivia la señal de servir la cena, la señal que daría un maestro al alumno para que fuese a
encender la luz, y dijo que ya hablaríamos mañana. La cena sirvió para dejar en paz la tra-
tan intensos, como cenan los familiares de un muerto y relajan el aire sombrío e incluso
irme mañana, contesté, y lo que no había sido hasta ese momento verdad entonces sí lo fue.
La casa, a pesar de Alfredo siempre pulcro, a pesar de los guisos de Olivia y de Olivia
zumbando por la casa, tenía un olor de anciano enfermo, algo que por las mañanas se venti-
Barrachina, pero que por las noches se cocía en los dormitorios, salía por debajo de las
puertas y se quedaba pegado en las paredes de la casa. Admiraba por instinto a Olivia de
sólo pensar en las toneladas de indiferencia y alegría que hay que usar cuidando a dos vie-
jos, uno paralítico y el otro con complejo de coronel. Hasta la lejía potente con que friegan
los asilos se contagia de un aroma que nace de la respiración, de la presencia y los humores
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naturales no disfrazables con ningún perfume. Incluso en las cámaras de las marquesas vie-
jas saturadas todas con esencias escandalosas se filtran esos filamentos de aroma corrompi-
do, una incipiente putrefacción nos llega tiempo antes de la muerte como el sombreado
final de nuestra vida. Pronto Alfredo empezaría a no poder lavarse por sí solo, y Olivia ten-
dría que limpiarle el culo. Pronto Barrachina, de pronto, un martes a las siete y veinticinco,
sin previo aviso, sin síntomas ni aceleradas decadencias, empezaría a morirse y su resisten-
cia militar prolongaría meses su agonía y Olivia tendría que velarlo por las noches. Qué
espanto. Y eso, tal y como yo había visto el ambiente, podía suceder mañana. Me daban
ganas de irme al día siguiente porque aquello era pensar en Violeta y Remedios y verlas
como un jardín dulce sin malos olores, mi vida todavía viva como los muebles que Alfredo
Pensaba irme mañana, contesté. De eso nada, dijo Barrachina, por lo menos te que-
das el fin de semana. Las acelgas con patata me devolvieron, en el silencio de la mastica-
ción, al programa unamuniano. Pero Unamuno y la sierra de Gredos eran ahora el territorio
del tiempo, la residencia de veraneo llena de agonía interior y olor a viejo. De todos modos,
tampoco tuve mucho margen para negarme porque Barrachina no me estaba invitando sino
que ya me había preparado faena. Y Alfredo, de paso, también. Alfredo habló en todo mo-
mento de su parálisis como de una mala racha de la artrosis y de la reúma, pero cuando
empezó a comerse la tortilla dijo que sólo faltaban quince días para la codorniz. Con un
poco de sensatez dijo que igual para la codorniz no se le habían pasado aún esos lumbagos,
pero que para el conejo, que es lo que a él le gusta, a lo mejor ya podía sacar a los perros.
Había que ir a echarles de comer a los perros. Les había llevado comida la semana anterior,
antes de que le diese un dolor horroroso y tuviera que venir el médico. Estuvo tres días en
la cama sin moverse pero ahora poco a poco parece que ya se estaba recuperando. Sin em-
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bargo, hasta que no estuviera un poco más fuerte no podría él sólo subir al refugio.
Todo esto lo fue contando con mucho aparato de caza hasta que Olivia intervino. Yo
ya le he dicho que si quiere subo sola, pero que yo a usted no lo subo. ¡Pero tengo que ver
cómo están los perros!, dijo Alfredo, en un tono no muy alto pero sí lo suficiente para que
Barrachina le chistase y Alfredo bajara humildes las orejas y se callara. No había sido, no
obstante, una orden sino casi una súplica, o como poco una indirecta dirigida a mí. Barra-
china lo dio por hecho. Mañana te acercas con Alfredo, dijo, y le echáis de comer a los pe-
rros mientras yo trabajo. Luego Olivia que nos prepare una paella y por la tarde me echas
decirle oiga, oiga, espere un momento, que yo he venido porque he querido y me iré cuando
que ya no se para en barras de sensibilidades para organizar la vida de los demás. Pero yo
tampoco podía hacer otra cosa y me acordé de Unamuno, y el recuerdo del proyecto de los
dibujos castellanounamunianos era como la imagen de un santo al que se recurre para pedir
tranquilidad.
a sus célebres perros había sido para mí una posibilidad agradable de imaginar durante mu-
cho tiempo mientras escuchaba las comparaciones de Barrachina. Cuando le pregunté cómo
podía echarle a él una mano me dijo que tenía que cambiar unas cosas de sitio, nada más.
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Olivia me despertó con los primeros gallos. Había dormido toda la noche como un
lirón, en un colchón de lana (un peligro que entonces, con el cansancio, no advertí), las sá-
banas estaban un poco tiesas y me tuve que poner una manta porque me estaba quedando
frío. En agosto en la sierra las noches son frías. Olivia vino a hacer los desayunos arreglada
ya para marcharse porque ella y otra amiga se iban a pasar el fin de semana en Madrid. Oli-
via libraba todos los fines de semana pero sólo una vez al mes salía del pueblo, el resto los
pasaba en su casa, al lado de la estufa, charlando con su amiga Sandra, o en casa de su ami-
ga Sandra, que también estaba cuidando viejos. Olivia me lo contó todo durante el desayu-
no. Alfredo aún no se había levantado y Barrachina ya estaba en el piso de abajo. El viejito
se levanta muy temprano, dijo, yo no sé de dónde saca la fuerza. Es muy seco, muy severo,
pero a mí me trata bienísimo. Sandra me dice chica tú estás viviendo como una potentada.
Tienes tú casa para ti, tienes un viejo que no está enfermo (porque Alfredo, yo me digo, se
irá, ¿verdad?) y te pagan una buena mesada y tienes enteros los fines de semana. Sandra me
dice chica tú vives como te da la gana. Su casa huele mal. Huele a vaca. Sus viejos huelen a
vaca. Todo huele a vaca. Y Sandra le tiene alergia a la leche. Y yo le digo pero y eso qué
tiene que ver. ¡Tú no bebas leche y ya está! ¿Usted quiere la leche de vaca o del minimax?
porque yo había venido. ¡Ay gracias a que ha venido usted!, por que si no, con lo malo que
está Alfredo, ¡yo no tengo coraje de marcharme a mi fin de semana y dejar al viejito con
todo! Yo asentí con aires de camaradería, frunciendo los labios, entrecerrando los ojos, pero
no tenía ninguna intención de sustituirla. Aunque, bien mirado, su vida, allí, así, poniéndo-
me el desayuno y rajando llena de alegría porque se iba con su amiga Sandra, me pareció
envidiable. Circunstancias aparte (que echase de menos Cuba o no, que tuviese allí un ma-
rido y un hijo y unos padres o no, que le gustase cuidar viejos y vivir en las montañas pela-
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das o no), ella era, como le había dicho su amiga Sandra, una potentada, o lo sería yo, y en
eso residía la envidia, con mis circunstancias y mi ficticio amor a las montañas. Pero en ese
vo que la trata bien, le paga bien, le da libertad y la deja tranquila estaban sólo Barrachina y
su asistenta, y no, ni mucho menos, el pesado de Alfredo. El señor Barrachina, mire usted,
con lo viejo que es, se pasa entero el día trabajando ahí abajo, pero Alfredo no para de dar
la lata, y más ahora, claro, con lo cojo que está. Y a mí no me gusta cómo me trata, no se-
ñor. Ya le he dicho que la siguiente vez que me mande algo o me diga algo que a mí no me
potentada vida, estorbaba a Barrachina porque no podía trabajar con él, me estorbaba a mí
porque todo aquello era interesante salvo por su presencia, su galopante invalidez. Por no
hacer falta, Alfredo ni siquiera seguía siendo el criado de Barrachina, ni tampoco su mode-
lo.
Pero eso me lo contó después, cuando estábamos con los perros. Alfredo se levantó
mucho mejor. Se apoyaba también en los muebles pero ya tenía otra cara. O quizá yo, con
Olivia dejó de hablar cuando Alfredo se sentó en la mesa. Le dejó las pastillas rosadas y el
vaso de agua, y un tazón de leche con malta soluble y cuatro galletas maría. Enfrente de mí,
de medio cuerpo para arriba, Alfredo volvía a ser el dandy viejo que resulta muy atractivo
hasta que abre la boca. Pero, mientras Olivia estuvo pululando por la mesa, hasta que ter-
minamos el desayuno, Alfredo tampoco habló demasiado. Iremos en el coche del señor
Barrachina, dijo. Nos pasamos primero a recoger las sobras del restaurante y la carnicería y
luego vamos al refugio. El día está un poco picoso. Más vale que vayamos pronto porque si
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no nos cogerá la tormenta, dijo. Olivia salió de la cocina para dar las últimas indicaciones.
La paella estará para las dos, dijo. A las dos y media estará pasada. A las tres me iré. Y lue-
go se dirigió a Alfredo y en tono no tan neutro como hubiese querido ella le preguntó: ¿y
usted con este señor ya no va a necesitar ayuda para bajar las escaleras? No, dijo Alfredo.
Pero sí necesitaba ayuda. Más que apoyarse en los muebles, Alfredo se mantenía a
pulso sobre ellos. En los espacios sin agarraderos las piernas eran muy frágiles, podían fa-
llar, quebrarse con cualquier mínima descompensación del equilibrio. La escalera, estrecha
no me pidió ayuda. Y yo, en principio, me puse a su lado para evitar que se cayera escaleras
abajo si es que perdía pie. Lo perdió antes de llegar a la escalera. Se cayó en una postura
ridícula, cada pierna por su lado, como un títere. Yo lo levanté enseguida y cuando estuvo
de pie me adelanté a cualquier excusa tonta por su parte, a que se derrumbase por dentro.
Cógete a mí, le dije. Él al principio me hizo caso, pero cuando íbamos a bajar el primer
escalón dijo: déjalo, déjalo, ve tú solo. Yo te digo cómo y tú vas. ¿Estás seguro?, dije yo.
¡Así no es!, se oyó potente la voz de Olivia saliendo por el pasillo. Usted lo tiene que mon-
tar a él a la espalda, es como lo hizo el enfermero. ¡Te quieres callar!, dijo Alfredo. ¡Ya lo
creo que me callo!, ¡allá los perros y allá las escaleras! Bueno, dije yo, súbete, hombre,
En efecto, los cuerpos que no ejercen ninguna resistencia a la gravedad pesan como
muertos. Bajé aquella escalera como pude, manteniendo el equilibrio y esquivando el cielo
raso. Cuando por fin llegamos abajo, lo dejé sentado en el poyete de la puerta y me fui a
huertos. Era un Gordini color verde doncella de los años 60, conservado con mimo y una
funda de plástico gris para protegerlo de la intemperie. A esa parte de la escuela daban
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también las ventanas de las aulas. Entreví a Barrachina zarceando por allí, pero el sol me
de recuperación moral de los tipos como Alfredo. Acerqué el coche de modo que pudiera
apoyarse en la puerta. Pero él rechazó cualquier otra ayuda, porque ese movimiento tam-
Estuvo muy locuaz todo el camino. El frío aquel de Astorga me sentó como un tiro,
dijo. Dijo han pasado ya casi seis meses y esto no marcha como debía de marchar, yo no sé
si voy a poder salir cuando abran la codorniz. Se le notaba contento porque enseguida em-
pezó a hablar mal de todo el mundo. La primera Olivia. Olivia era insoportable. ¿Qué se
habría creído esa manflota, esa mostrenca, esa ñordija? ¡Adonde tenía que estar era en el
Ahora, desde que Alfredo no se podía mover, la negra bajaba todas las mañanas al
nunca daba martillazos si delante no tenía un modelo. Barrachina nunca trabajaba de me-
moria, por lo menos tanto tiempo seguido. Seguro que la foca esa estaba posando ahora
para el viejo. A la vejez viruelas, toda la vida entre venus de Milo y ahora resulta que le
divierten los michelines y las lorzas negras de la buharrona, que no hay manera de enten-
derle una palabra de lo que dice. ¿Tú entiendes algo de lo que dice, Güino? Yo no me quejo
de que me trate mal, ojo, y tampoco me he propasado a la cara con ella, tú me conoces Güi-
no y sabes que yo a la cara soy respetuoso con las mujeres, aunque sean putas o aunque
sean negras, pero me jode que Barrachina me haya guardado tan poco la ausencia. Debería
haber esperado a que me recuperase y seguir con lo que estábamos haciendo. Pero no. A
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rey muerto, rey puesto, que se suele decir. Y yo ahora, aunque quisiera ir a Astorga y tener
arreglados los papeles, yo ahora no puedo, joder, mírame, así no puedo ir a ninguna parte,
compréndelo.
Pues, Alfredo, le dije yo, el juez no va a venir a tu casa a que firmes tu libertad. ¡Ya
lo sé, joder, ya lo sé! ¡Pero es que no hay tiempo! Hostia, Güino, ¿no te das cuenta de que
no hay tiempo? ¿Cuánto tiempo le queda a Barrachina de poder dar martillazos, si tiene
ochenta y seis años, si tiene más años que Franco? ¿Cuánto tiempo me queda a mí de poder
sentarme siquiera, de poder fingir sentado que no soy un paralítico? ¿Cuánto tiempo cuesta
ir a Astorga?
Conduje el Gordini primero por un camino asfaltado y después por una pista de tie-
rra, hasta un claro entre las piedras más allá del que no se podía seguir. Le pregunté si esta-
ba lejos el refugio. Está detrás de aquella loma, dijo. Yo lo miré asustado. ¿No me harás
llevarte a chinchín desde aquí hasta el refugio, verdad? Alfredo se puso serio, si hubiese
podido insultarme lo habría hecho. Mira detrás de aquel pino, dijo al final, debajo del man-
tillo. En el hueco entre dos raíces había un plástico que cubría una silla de ruedas plegable.
¿Pero se puede saber por qué tienes esto aquí?, le dije. Era una silla vieja de sanatorio, con
las barras de hierro peladas del uso y arrobinadas por la lluvia. ¿Por qué no la tienes en ca-
sa?, le pregunté. ¡Qué dirían en el pueblo!, dijo él. Era vieja pero estaba en buenas condi-
ciones, mejores que el trecho que separaba el coche del refugio. Alfredo se dejó caer en ella
también con movimientos aprendidos. Su mal no era cuestión de una semana. Alfredo se
había privado de piernas hacía más tiempo, tampoco yo quise saber cuánto. Pero no se ma-
nejaba mal del todo en la silla por aquellas trochas. Yo iba detrás con el saco de los desper-
dicios a las costillas y sólo tuve que empujarle por un par de repechos que no se podían
vadear.
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los pinos y los alcornocales. Era una casilla de la misma simpleza franquista que la escuela
donde vivían en el pueblo. Allí, en tiempos, según me contó Alfredo, él y Barrachina pasa-
ban los meses más achicharrantes del verano, no tanto por las temperaturas, que en la sierra
nunca son exageradas, sino por las bandadas de críos que venían a veranear. Hace ya por lo
menos diez años que no subimos aquí, se conoce que Barrachina ya no necesita tanto ais-
lamiento, dijo Alfredo, en un medio tono que hubiese querido ser malévolo pero resultaba
casi desconsolado.
Ese refugio nunca perteneció a Barrachina, pero cuando dejó de ser utilizado por las
patrullas de la guardia civil, por medio de un pariente, Barrachina consiguió que le dejasen
mantenerlo en pie. Ahora los cristales están rotos y adentro ladran los perros. Hay rejas en
las ventanas y un candado en la puerta con cadenas de mazmorra, pero dentro el suelo está
lleno de mazacotes de yeso y cañizo que se caen del techo y las goteras persistentes han
hecho agujeros sobre las losas rojas del suelo. En el diminuto porche de la entrada queda-
ban restos de hogueras, las tapias del corral estaban llenas de mierda de excursionista. Esto
no es muy seguro, le dije, tratando de empujar la silla por encima de los cascotes.
A un lado del cuarto principal había una puerta también amarrada con cadenas de
hierro. Ahí había dos camas antes, dijo Alfredo, y los perros los tenía en el corral, pero es-
tos perros son muy golosos, cualquier cabrón que venga de paseo se los podría llevar. Qui-
zá por eso el perro que nos salió a recibir nada más descerrajar la puerta no fue un cazador
heló la sangre. ¡Too, icho, too!, vino a decirle Alfredo en su lenguaje venatorio, y el animal
obedeció, se salió a la calle y nos dejó pasar. Dentro había dos ejemplares hermosísimos y
Postura es aquella que implica una leve detención en el transcurso del movimiento,
decía Barrachina en las clases de anatomía, a propósito de los podencos. Alfredo estaba
muy contento. Los podencos, una podenca y un podenco, se anillaban en torno a la silla de
para esperar comida, las orejas pitas, y lo miraban con sus ojos amarillos. Eran muy curio-
sos. Tantos años oyendo hablar de las virtudes anatómicas del podenco en boca del viejo
Barrachina y aún no había caído en la esencia de sus explicaciones. Alfredo los trataba con
frases cariñosas. Ita, ita, yaa, yaa, mch, mch, fiuu, fiuu, decía para estimular los lloriqueos
de los animalicos, y luego les decía perlas como capullo, chorrete, bandida, macandón, cu-
carrilla, ganforrete, picha de oro, etc., y los perros se le subían a la silla, le apoyaban las
patas en las piernas secas, le olisqueaban la cara y le lamían el cuello. Y Alfredo se dejaba,
sonreía y les retorcía las orejas y les daba fuertes palmadas en el pecho y otras caricias viri-
les que se hacen a los perros. Toda la intocable prestancia de Alfredo era invadida por un
cuenta entonces de cuál era la gracia de aquellos perros: su esbelta, aristocrática figura,
conservada intacta la pura raza desde la época de las pirámides, aislados y salvajes en las
islas Baleares durante milenios, ese perfil tan distinguido es el mismo que tienen los chu-
chos de los pueblos, los perrigalgos mestizos que hozan por las basuras junto a un poblado
Cuando Alfredo se hartó de acariciarlos y de hablarles no sólo con palabras extrañas sino
con timbres raros, como hablan los pastores al ganado, me dijo sus nombres: esta se llama
Sota, porque es que es una sota, mírala, dijo. Era una perra ya adulta, Alfredo me explicó
que había parido hace no mucho, que ya le costaba mucho repretarse otra vez las tetas. Era
blanca, despeluchada, con las orejas coloradas y unas gotas de canela en las patas y en el
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nacimiento del rabo. Éstas de pelo duro van bien para el conejo porque se meten mucho
entre las zarzas, dijo. El otro, un macho joven, se llamaba Güino, como yo. Era berrendo en
colorado, las patas y el pecho blanco y una mancha grande canela en la lomera. Este era de
pelo fino, como los que Barrachina nos enseñaba para explicar su teoría de los tendones.
¿Este es el que hace veinte años se llamaba Güino?, le dije. Es descendiente suyo, dijo Al-
fredo, repartiendo la comida en las cazuelas. Y dijo: yo siempre he tenido un perro que se
llama Güino.
Salimos a la pequeña era que había junto a la casa. Los perros se fueron corriendo
por el sotobosque hasta las primeras peñas, y allí se perdieron. No te preocupes, dijo Alfre-
do, ya volverán. El mastín parduzco se había calmado con los despojos y babeaba en la
puerta del refugio. Eran las diez de la mañana pero el sol no había terminado de salir, y más
las tormentas en que el aire huele a lluvia, y la luz cambia tan deprisa como se mueven a lo
lejos los derrames de las nubes. No había sol castellano para cantar al corazón de piedra.
Era un estar inminente, y por lo tanto detenido, por lo menos hasta que volvieran los perros.
¿Te acuerdas de que una vez me preguntaste qué clase de toro era yo?, dijo Alfredo,
ces me contó uno de sus momentos de gloria, cuando aún no había cumplido los treinta y
era un animal hermoso. Las historias importantes de Alfredo siempre se refieren a esas fe-
chas, pero no porque llegase a lo más alto de su carrera, sino quizá porque llegó a lo más
bajo. Alfredo ha hecho muchas veces de florero, de acompañante, de bigardo rubio que
sonríe en una esquina de la foto, al lado de una joven actriz americana. Yo a veces también
lo hago. Poco, porque para ser un buen florero debes ser desconocido. Todo el mundo debe
preguntarse quién es ese nuevo acompañante que lleva la famosa actriz, o el famoso actor,
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cuenta, lo contrataban para vaciar soldados en los monumentos funerarios y para llevar a
las marquesas a los toros. En el Valle de los Caídos se esculpieron cuerpos de legionarios
con el torso nacional de Alfredo, pero cuando se trataba de marquesas lo que se valoraba en
Hace muchos años, dijo Alfredo, una mujer me contrató para ir a la finca de un tore-
ro. La pobre estaba loca por él, se gastaba un dineral para ir a verlo a todas las plazas.
Siempre iba acompañada porque en aquellos tiempos una mujer no podía ir sola ni a que la
enguilara un matador. A veces también buscaba compañía para ver si daba celos al torero.
Tú imagínate los celos que puede tener un torero. Pobre mujer. En fin, el caso es que yo la
acompañé varias veces porque pagaba bien. Una temporada me recorrí las plazas de media
España. Entonces fue cuando me entró la afición. Siempre en barrera, siempre los mejores
hoteles, los mejores trajes. Tú no has vivido eso en tu vida, Güino, pero yo sí. Además
siempre tenía mucho tiempo libre. Al principio tenía que aguantar con la mujer para ver si
el otro se ponía celoso, hasta que llamaban por teléfono al hotel y entonces yo ya podía
irme a conocer la ciudad. Hice mucho turismo por aquella época, Güino. Entonces me di
Una vez la invitaron a una fiesta campera, allí había ministros, banqueros, coroneles
y unas mujeres muy guapas. Aquello era la hostia, Güino, la hostia. El torero, y no me pre-
guntes qué torero era porque no te lo voy a decir, ni el de la mujer tampoco, se acababa de
pasó la comida entera pidiéndome el pañuelo. La otra, la recién casada, era una niña muy
mona, se llamaba Beatriz. Alta alcurnia, Güino, alta alcurnia. Sólo el anillo que llevaba en
el dedo vale más que todo lo que le puedas regalar tú a tu mujer en toda una vida de matri-
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monio. Era muy dulce, muy inocente. Se notaba que había ido a colegio de pago, ya lo creo.
Nosotros, la mujer y yo, estábamos justo enfrente del cabrón aquel y su esposa, Beatriz. y él
no paraba de hablarme a mí, se conoce que por no meter la pata, porque ya te digo que la
otra, la mía, estaba histérica perdida, no paraba de fumar, en aquella época. Y él venga a
preguntarme, si me gustaban los toros, si había visto alguna vez las faenas del campo, si me
gustaría torear una vaquilla... Y de pronto va y le dice a su mujer oye, Bea, la llamaba Bea,
¿por qué no llevas a este amigo a que vea a Tentador? Y la mujer se levantó como si la
hubiesen mandado a fregar, oye. Se acababan de casar y ya la tenía domesticada, y eso que
ella era de familia rica. Ella no era ninguna pringada, eso te lo puedo asegurar. Así que na-
da: nos levantamos de la mesa y nos fuimos a dar una vuelta por la finca. Los ministros y
los banqueros y los coroneles se quedaron hablando de sus cosas, tampoco había mucho
que disimular porque la mayoría iban a lo que iban, el torero les ponía las putas y ellos
hacían la vista gorda. Menudas orgías que se preparaban allí, Güino, menudas orgías.
trofeo. Beatriz y yo fuimos a verlo a unos corrales donde lo tenían metido hasta que se le
cerrasen las heridas. Era uno de los últimos veraguas de verdad que se han lidiado en Espa-
ña, antes de que les aguasen la sangre y se quedasen en nada. Era precioso: zancudo, de
mucho cuello, muy descarado de cuerna, badanudo... Parecía el toro de las cuevas de Alta-
mira. Una cosa seria, Güino, una cosa seria. Había sido muy bravo y encastado. No hacía
más que repetir las embestidas, se recrecía en los castigos, y cuando por fin sacaron el pa-
ñuelo rojo del indulto seguía enmorrillado y ofensivo, como si acabara de salir de los corra-
les. Beatriz me contó que llevaba seis trayectorias de puyazo, había sido muy difícil de cu-
rar. No hacía más que rascarse las cicatrices con las púas de la alambrada. Parecía un alma
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en pena. Jamás se acercaba a ninguno de los otros toros, y cuando pasaba junto a ellos por
obligación le tiraban cornadas e intentaban darle por el culo. Beatriz me dijo que no estaban
seguros de que alguna vez valiese para semental. No sé quién me daba más pena, si el ani-
mal o ella.
Alfredo se quedó mirando el valle. ¿Se curó al final?, le pregunté. No sé, dijo tra-
tando de girar las ruedas de la silla. No he vuelto a ver a esa mujer, dijo. Mientras yo daba
la vuelta a la silla él cambió de conversación. La de veces que he ido a cazar por esos pe-
ñascales de ahí, dijo. ¿Y no te pueden multar por tener sueltos a los perros fuera de época?,
le pregunté, por decir algo. Los perros no cazan sin mí, dijo. ¿Te gusta el perro?, dijo, des-
pués de un momento. ¿Güino?, dije yo. No te lo tomes a mal, me dijo, yo siempre he trata-
do bien a los perros. Ahora porque no puedo, pero antes me venía andando todos los días a
echarles de comer, y los dejaba sueltos y por la tarde volvía otra vez a cerrarlos. Ellos, si
están sueltos, no se irán con nadie, pero si están cerrados son un poco cobardes. Por eso
traje al pedazo de carne este, para que asuste a los ladrones. ¿Te gusta el perro?, repitió. Es
precioso, dije. Te lo regalo, dijo Alfredo. Espérate a ver cómo estoy para el conejo y des-
Ese último acto suyo de egoísmo me sirvió de alivio porque sólo me faltaba ya un
perro en mi casa, pero si no hubiese sido así tampoco habría encontrado argumentos para
negarme. Es posible que aquel chucho fuese la parte más valiosa de su herencia. Los perros
volvieron a un silbido potente de su amo. Traían la lengua afuera y un gesto como de agra-
decimiento por haberlos dejado expansionarse. Alfredo los acarició un buen rato, sobre
todo a Güino, al que informaba de su nuevo destino. Mira este señor, Güino, le decía, a
partir de septiembre vivirás con él. ¡Me cago en dios, con las liebres que tú tenías que ca-
zar! Ahora cazarás gatos en el Palacio Real, por allí por los jardines del Moro tienes mu-
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chos, y también en las laderas de las Vistillas, cerca de tu casa, y como tu dueño es tan pán-
filo seguro que acabas durmiendo en el sofá, que lo veo yo, Güinillo, que lo veo yo.
Olivia nos tenía preparada una paella tropical. Guanajo, curiel, chícharos, regaderas,
dos que vendían en el minimax del pueblo. Luego la sacó a la mesa y resultó ser la paella
valenciana de toda la vida. ¿Lo ves?, decía Afredo, ya sentado en la mesa, lavado y cam-
biado de ropa y sustituido el penetrante olor a perro por el penetrante olor a Varón Dandy.
¿Lo ves?, no hay dios que se entere de lo que está diciendo. A mí no me jodas, Güino, yo
creo que lo hace adrede. ¡Ya ves, qué manera de tomar el pelo, llamarle regaderas a las al-
calchofas! ¡Y luego le dices que le ponga unos torreznos y unos cachos de longaniza y no
se entera! Mejor que no se entere, pensé yo entre mí, porque la paella estaba estupenda y no
le faltaba de nada. ¡A mí déjeme de torrejas y de discursos, que usted está fuera del potaje!,
cantaba Olivia desde el fondo del pasillo. Alfredo la miraba de reojo, sin saber si le había
insultado o no.
Barrachina se sentó a la mesa de muy buen humor. Los pantalones grises muy sub-
idos, la camisa remangada por encima del codo, jovial de haber aprovechado la mañana.
Olió la paella, apretó los labios y asintió un veredicto definitivo: hoy vamos a comer paella.
Luego se extendió en una lección magistral sobre la paella. Cuando vino esta muchacha a
casa, dijo, la cogí y le dije mira ven, chiqueta, ven que te voy a enseñar a hacer una paella,
y desde entonces hace las paellas estupendas, no se le va nunca la mano en nada, y eso que
algunos productos no se comen en su tierra y ha tenido que aprender a utilizarlos sin pro-
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Ese día no sólo comí muy bien sino que aprendí la esencia de la paella, que venía a
ser la misma esencia del podenco que yo creí percibir en el refugio: los elementos más a
chó con atención de discípulo fiel que no entiende nada las eruditas explicaciones de Barra-
china sobre las genuinas paellas de La Albufera. Siempre ha sido así. La relación entre Al-
Pero escucharles era difícil: a Barrachina porque sólo hablaba para dar lecciones y a Alfre-
do porque sólo hablaba para insultar. Por debajo de los ladridos y de la doctrina siempre ha
Acabada la paella, Barrachina dijo enseguida que no quería tomar postre ni café,
que estaba muy cansado y que se iba a echar la siesta. Alfredo se fue a poner las piernas en
alto, a ver si le reaccionaban. La comida nos había dejado sin fuerzas para dignidades, así
que me levanté y lo ayudé a llegar hasta su cuarto, lo senté en la cama y me fui antes de que
me lo dijera él. Me volví a sentar en el comedor, estuve leyendo un rato. Oí llegar un coche,
un Renault-6 que al abrirse destapó un frescor de voces de mujer. Olivia se subió a la parte
de atrás y el coche arrancó hacia la carretera del Barco de Ávila. Conforme se alejaban vi
Volví al sillón de eskay, a leer otro rato. Sólo se oía el reloj y los ronquidos de Al-
fredo. La temperatura era muy agradable. Unamuno me cansaba un poco, estuvo bien para
el viaje de ida, para el peregrinaje y el deslumbramiento, pero no para tener que cerrar las
ventanas porque está empezando a llover. Cuando todos se fueron a la cama, curioseando
en los libros que Barrachina tenía en el salón, nada de valor (la valiosa biblioteca se quedó
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Pedro de Rebadeneyra con varios grabados de Boetius Adams Bolswert sobre dibujos de
ciente sobre un montón de heno, con un crucifijo en la mano derecha y la teta fuera, y los
dos monjes devotos, uno de los cuales ora y el otro se duele y echa un reojo con esa mezcla
de horror y de vicio con que se mira los desnudos de los muertos. Eran dibujos con cierto
aire de enciclopedia infantil que resultaba macabro y entrañable. Eran también muy fáciles
que pudieran sugerirle a Violeta. Quedaba tan poco tiempo que ya no me lo planteé con
urgencia sino con melancolía. Estaba como esos estudiantes nerviosos que han abandonado
por falta de tiempo para preparar bien el examen y el tiempo que no tenían sigue corriendo
Dibujé un perro pero me salió mal. Lo estuve intentando con un viejo en una silla de
ruedas y también me salió mal. Lo intenté con el refugio abandonado, con la luna del apa-
rador, con la caricatura de Unamuno. Más que dibujos me salían risas flojas.
te. Se metió al baño, se aseó y volvió a salir con los pantalones muy subidos, el poco pelo
muy tirante para atrás, las gafas con ceja negra. Ven conmigo, me dijo, al cruzar muy rápi-
do y a pasos cortos el saloncito donde yo me aburría, y lo dijo igual y cruzó igual que lo
hacía en sus tiempos de director de la escuela, cuando utilizaba los modelos como estatuas
articuladas y semovientes que iba usando y dejando de usar a base de órdenes mecánicas,
sin conminación y sin respeto, sin estridencias y sin cortesía, como una prolongación más
mo cuando después de una larga lucha sindical nos hicieron a los modelos funcionarios
subalternos. Hay que trasladar esa pieza a ese rincón y cargar esa otra pieza en un camión
que va a venir ahora a las cinco, dijo. Una de las dos piezas era del tamaño natural de Al-
fredo, y estaba cubierta con una tela basta de estameña. La otra, mucho mayor, de más de
dos metros y medio de alta y un diámetro de otros dos metros, estaba ya embalada con plás-
ticos y correajes. ¿Esta también?, dije yo, con afable ironía. No, dijo él, ésta la vendrán a
cargar. ¿Puedo verlas?, dije. Él se quedó plantado frente a mí, cruzó los brazos y me miró
Pero por lo menos me dio una explicación: esta no la puedes ver porque habría que
desembalarla, y esta otra tampoco porque no sería ético. ¿Es Alfredo?, pregunté. Sí, es Al-
fredo, dijo. ¿Y no me puede explicar qué es, aunque no la vea? El viejo había cruzado las
manos por detrás de la espalda y miraba la estatua con el cuello muy estirado. Esto es un
monumento funerario, dijo. Hay muchos monumentos funerarios con el cuerpo de Alfredo
que se pueden ver, protesté. Mira, Güino, puedes ver lo que quieras, puedes olfatear en lo
que quieras, pero esta pieza déjala en paz. Es Alfredo, ya sabes cómo es Alfredo, y además
no está terminada, su cuerpo avanza más deprisa que mis manos. Este muchacho se está
deteriorando de mala manera. ¿Qué le ha dicho el médico?, pregunté. Qué va a decir, dijo
salió el cuchillo por la lengua. De eso nada, dijo, Alfredo no se machacó las articulaciones
posando. ¡Yo sé lo que resisten las articulaciones de un hombre! Alfredo tiene los huesos
blandos desde que nació, y se los machacó pasando hambre y jugando a la pelota y destro-
zándose los talones de tanto andar de caza los domingos, pero no posando, amigo mío, no
posando. Esta factura no es mía. ¿Qué os pensabais que yo hacía con Alfredo? ¡Lo mismo
ni más ni menos que hice contigo y con todos! ¿Te duele algo a ti de los años que posaste
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encargo. Está en barro sin cocer, si le quito los plásticos se resquebrajará. Vienen ahora
unos chicos que tienen un albergue ahí abajo en el río y se dedican a la cerámica popular.
Usan un antiguo horno de leña de antes de la guerra, y la verdad es que sacan unas coccio-
nes muy bonitas. Pero esto durará sólo hasta que hagan el molde, porque esto va en hierro,
El estudio de Barrachina eran las dos aulas juntas de la escuela del pueblo, tal y co-
mo quedó cuando dejó de haber niños. Barrachina tiró el tabique para que hubiese más luz,
pero él se apañaba para trabajar en la antigua tarima, y los materiales los tenía en la parte
cido, los pupitres de formica, con las sillas bajas para niño, y fósiles de gomas de borrar, y
Yo tenía que llevar la estatua cubierta de Alfredo desde la tarima, junto a la mesa
del profesor donde Barrachina ponía los martillos y los escalpelos, hasta la parte de atrás
del aula, donde se amontonaban cara la pared algunos cuadros y había un banco lleno de
figuras pequeñas. Yo te ayudo, dijo Barrachina. No, mejor que no. Si no pesa demasiado,
yo solo la puedo llevar, le dije. Me daba no sé qué que me ayudase un señor de ochenta y
tantos años. Hice algunas paradas pero no fue difícil, porque el peso de la estatua era el
mismo que el de Alfredo. ¿De qué está hecho esto?, le pregunté. Es una mezcla, me contes-
tó, pero ten cuidado con las patas del pupitre que si la arañas la has jodido, Güino.
Cuando por fin la dejé en el fondo, donde él me dijo, me invitó a ver las figuritas en
que se había entretenido estos últimos tiempos, sobre todo desde que a Alfredo le había
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dado el paralís. Había estado trabajando en madera. Eran figuras campestres tradicionales,
vieja en la silla. El tema era tan intemporal y rancio como todos los de Barrachina, pero me
sorprendió que estuviesen talladas de aquella manera tan estilizada. Había cogido sólo el
sin limpiar y en tajos limpios. Estaban nada más que desbastados y sin embargo decían to-
do lo que tenían que decir. Me pregunté si la estatua de Alfredo no sería también así. Por el
tacto de la estameña era difícil saber más allá de una mezcla de partes ásperas y angulosas y
otras más suaves. No sabía qué era lo definitivo, ni si lo sacaba de la tarima porque ya lo
había terminado o para no romperlo con la tinaja que tenían que sacar.
A las cinco en punto vinieron los artesanos del río. Eran dos parejas jóvenes de esas
que se van a vivir al campo y montan un pequeño negocio de artesanía para ir vendiendo
luego por los pueblos. Eran muy majos. Entre ellos cuatro se apañaban bien y yo no les
tuve que ayudar en nada. Seguí con Barrachina las operaciones, yo creo que me confundie-
ron por el que lo estaba pagando todo. La gente tiende a imaginarse que yo soy muy rico.
Cuando se fueron con la camioneta, Barrachina cerró la doble hoja de la entrada a la escue-
la y me dijo: me tienes que hacer un favor. Usted dirá, dije yo, en tono más reservado. Qui-
siera hacerte un vaciado, dijo. Será un momento, lo que le cueste a la pasta secarse. Ya ten-
go la cubeta preparada.
La verdad es que no me quise negar. Yo no tengo malos recuerdos de los pocos cur-
sos, no más de cuatro o cinco, en los que todos estábamos a su disposición y yo tenía veinte
años. Es extraño que ese interior al aire libre que yo recuerdo fuese sólo posible con un
hombre tan desconsiderado como él. Quizás era su espléndido castellano, o lo que me hizo
olvidadas en cualquier momento de los últimos tres milenios. Su exigencia con los alumnos
era salvaje y a los modelos no nos permitía descansar cada quince minutos, pero sus indica-
ciones para la postura que tenías que poner eran tan escrupulosas que un retoque posterior
era una ofensa, era algo que ya te había dicho pero no habías entendido. Por eso, escuchar
las explicaciones, seguir punto por punto todas las instrucciones sin que Barrachina luego
tuviera que hacer ningún retoque, era algo más que un motivo de satisfacción profesional:
era una prueba de que mi equilibrio interior y mi cerebro estaban en buenas condiciones.
Rosita bramaba pero a veces también me tenía que reconocer esa satisfacción de haberlo
entendido todo a la primera. Es una contradicción que nunca he podido resolver: por qué
Barrachina, con ser tan autoritario, tan intransigente y tan aficionado a las pompas fúnebres,
Pero ahora me pedía un vaciado, otro vaciado, no posar un rato para él, no expli-
carme a otros mientras yo poso. No me molestó el hecho de que me pidiera trabajar para él
(incluso me llenó de ingenua vanidad el que me lo pidiese con vivo interés y buenos moda-
les) sino el que volviese al principio de una forma tan incoherente. Otra vez el vaciado, y
por supuesto sin cobrar un duro. Y ahí sí que no me callé. De acuerdo, le dije, pero quiero
Muy bien, dijo Barrachina, pero antes de decirte la postura necesito ver cómo andas
de grasas. Y para qué la quiere, insistí. No es para mí, dijo Barrachina. No va a llevar mi
Explíqueme eso, por favor. Ya te lo he explicado antes, Güino, lo que pasa es que
con que está tratada la escayola. La pieza no tiene mayor interés. Por muchas copias que
hiciese, ninguna sería como aquella. Lo que él estaba enseñando en la vitrina esa que ex-
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hibía por ahí era una técnica muy rara, una composición de colores en la superficie de la
escayola que si no se sabe hacer a mano no se puede ni falsificar. Pero eso, esa técnica, ese
resultado, no es suyo. Nadie se da cuenta de eso salvo los auténticos profesionales, los que
saben interpretar esos dibujos que yo hacía en aguatintas que salen como manchas una vez
está ya seca la escayola. Quiero hacer lo mismo contigo. Quiero que cuando vuelvas a Ma-
drid le digas que le cambio tu cuerpo por el de Alfredo, pero que la técnica va a ser la mis-
ma.
Él me pidió que sacase alguna foto de lo que está usted haciendo, dije yo, para que
valorase mi sinceridad. ¿Ah, sí? Bueno, puedes sacarle fotos a esas figuritas, si quieres
puedes sacarle fotos a la estatua tapada con la tela, pero nada más, que ese capullo lo copie-
tea todo. ¿Y Alfredo?, le pregunté, intentando abstraer un poco todo aquello. ¿Qué quieres
decir con y Alfredo?, ¿qué coño pasa con Alfredo? Quiero decir si a Alfredo no va a hacerle
también un vaciado. No, dijo Barrachina; la mínima decencia que puedo mostrar hacia él es
no hacerle un vaciado, y menos ahora. De acuerdo, dije, y gracias por la parte que me co-
rresponde, pero, ya que no piensa pagarme, por lo menos regáleme una de aquellas figuras.
Una de las figuras desbastadas en madera representaba una joven campesina tocan-
do la dulzaina de Agapito Marazuela. Llevaba el pelo partido en dos crenchas con una lar-
ga cola de caballo, y salvo un torso frágil y muy tapado sólo se veían los zapatos bajo la
faltriquera folklórica, uno de los pies lo tenía señalando hacia el interior, como en un mohín
de timidez, y daba la sensación de que la figura tenía las rodillas juntas. Todo estaba, ya
digo, hecho en cuatro hachazos, y los párpados cerrados de la niña eran sendos golpes de
gubia, y también la nariz pequeña, y las manos eran una sola pieza pero había cincelado con
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la punta de un punzón las líneas de los dedos delicados y los agujeros de la dulzaina. La
estatuilla era muy tierna, pero también una exhibición de técnica, de capacidad para dar el
golpe certero. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue regalársela a Violeta, quizá jun-
to a un oboe nuevo que antes de empeñarme en el absurdo de dibujarle un libro había visto
en el escaparate de la tienda de instrumentos que hay en la calle Bailén, esquina con Mayor.
¡Hay que joderse, cuánta grasa te queda por todas partes, Güino! Me había dado, no
sé por qué, la impresión de que estabas más delgado. Pero mira esto, mira el rodete ilíaco,
qué barbaridad de grande, mira el rombo de Michaelis, el culero que se te ha quedado. Pues
esto, amigo mío, ya no tiene remedio, y como encima te pasas la vida sentado... ¡Pero joder,
si es que no hay quien te distinga el pectoral! ¡Y los serratos y los rectos quién sabe ya
donde andarán! ¿Cuánto hace que no posas como el esclavo? Desde que dejaste de posar
para mí, seguro. ¡Pues si lo hubieses hecho con más frecuencia ahora no tendrías estas tetas,
que pareces un eunuco! En fin, más vale que me calle. Cada cual que haga lo que le dé la
gana con su cuerpo. Y si eso tiene que ser arte, que venga Dios y lo vea. Cuándo se os me-
terá en la cabeza que el arte es todo lo contrario de hacer lo que te dé la gana. En fin, no sé.
No sé qué postura ponerte, Güino. Total, lo que Palomares quiere seguro que es antiestéti-
co. Los serratos y los rectos a Palomares le importan un pimiento. A los modernos les gusta
la grasa o los cuerpos despellejados, qué le vamos a hacer. A ver, vamos a probar con un
soldado herido, no te vayas a cansar. No, no, déjalo, que sólo te falta el racimo de uvas. ¿Y
si me haces un atlante? Toma, sostén la escoba esta sobre la clavícula, como si fueran las
vigas del templo. ¿Ya no te acuerdas de cómo es un atlante? Sí, pero más bien el de Rafael,
como te ponías con Alfredo cuando estabas bajando la escalera. Sí, así, yo creo que va a ser
esto, sí. Oye, yo creo que vamos a subir a por Alfredo y componemos el Rafael entero si te
parece.
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como sorprendido. ¿Y qué más te da?, dijo. Me da, en primer lugar, que yo no soy un burro
de carga, y en segundo lugar que ya hemos traído y llevado bastante a Alfredo. Alfredo que
descanse, y que se piense lo que tiene que hacer. Yo me ofrezco para un intercambio con la
dichosa estatua destrozada. He venido hasta aquí, he avisado. Eso es todo lo que tenía que
hacer. Todo lo demás viene por añadidura. Barrachina no replicó. Se puso las manos a la
espalda y calló el tiempo de reprimirse un exabrupto. Cuando dejó de morderse los labios
con una pasta gris que seca mucho antes que la escayola y no se deforma al cortar. Salvo
las manos y los pies, que me los hizo aparte, el molde salió entero en dos partes de plástico
duro sólo veinte minutos después de habérmelo untado. Fueron veinte minutos sin transpi-
hecho vaciados de escayola pero siempre por partes, sin que tuviese nunca la impresión de
estar tan inmovilizado, tan a merced de quien lleva las tijeras. Ayudé a Barrachina a soldar
las dos partes junto a la cubeta. Luego retomé la postura para que me hiciese las manos, los
pies y la cabeza. Debo reconocer con orgullo que Barrachina no me rectificó ni lo más mí-
nimo. Aunque, sabiendo el destino que tenía, igual ni se paró a pensar si mis manos estaban
en su sitio.
Armamos el molde, cabeza incluída, con un agujero donde se juntan las suturas del
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cráneo para echar el relleno. El resto fue bastante artesanal. Hubo que poner a calentar el
poliuretano (no sé si era o no poliuretano) en ollas de cocido, sobre un difusor para paellas
aquello era seguro. Lo fui echando con un embudo de hojalata, subido a una silla y con la
poliuretano me salió por el agujero del cráneo, Barrachina dio por concluida la sesión. Ma-
ello hasta que pasé por el comedor y vi a Alfredo sentado en el sillón de eskay, viendo la
televisión. No me dijo nada, ni me miró siquiera. Mientras me duchaba me pensé una buena
respuesta.
¡Pues si llegas a saber lo que quería Barrachina!, le dije, cuando le vi con ganas de
insultarme. Quería vaciarnos a los dos juntos, a ti subido encima de mí, a chinchín, como si
fueses un viejo inválido, le dije. Pero él también se había preparado su respuesta. Vete a
tomar por culo, dijo. Y lo que yo tenía de veras preparado era lo que venía después, una
anagnórisis llena de paz y amor, decirle vas a recuperar por fin tu cuerpo troceado, yo me
presto de rehén para intercambios, etc. Pero no le dije nada. La dignidad de Alfredo radica
en no tener nunca que dar las gracias, pero eso también le priva de ciertos placeres melo-
dramáticos. En el momento de decirlo pensé: ya que no sabes dar las gracias por nada, qué-
date sin saber qué es lo que tendrías que agradecer. En lugar de todo eso, terminé de aboto-
narme la camisa y le dije: Alfredo, yo vivo de esto, igual que tú. Si quieres lo comprendes,
y si no lo dejas.
Me fui a dar un paseo hasta la hora de la cena. Por la carretera paseaban matrimo-
nios con una rebequita sobre los hombros. Había bicicletas apoyadas en el muro de la igle-
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sia, el aire falso de los pueblos en verano, las calles aguantando el griterío de los niños
mientras llega el silencio y el invierno, las ramas peladas, la tierra en reposo. Estaba pa-
seando en un precioso atardecer de finales de julio, con los bancales ya segados y una luz
anaranjada sobre los rastrojos, pero yo había viajado al invierno. Cuadrillas de muchachos
se subían en los coches para ir a la discoteca de El Barco. Me imagino que todo el misti-
cismo mariano y castizo de las cumbres de Gredos se basa en darle la vuelta a esta hume-
dad del alma, esta infinita sensación de soledad, sentirse traspasado por ella y henchido por
sus vientos y por la ominosa majestad de sus peñascos, sus rebaños de cabras, sus escenas
pintorescas. Mi sistema para viajar, creer que vivo en los sitios que piso, aunque sólo sea un
par de días, no siempre profundiza para bien en el paisaje. A unos cien metros del pueblo,
en una loma de las faldas de la sierra, había un cementerio, pobre corral de muertos, que
era el paisaje del final, que no sólo había ido a ver a dos viejos elefantes moribundos sino a
una versión tampoco muy descabellada de mi propio fin. De un modo u otro, desde que se
marchó Olivia, y me llegó el rumor de las mujeres metidas en el coche para ir a Madrid a
divertirse, desde entonces no había pensado más que en la muerte, al principio de los de-
más, pero ahora incluso de mí mismo. Me veía en el mismo varadero de peces muertos
donde estaba Alfredo. Aquel follón con Palomares era en realidad el canto de cisne de
nuestra estirpe. Alfredo todavía estuvo muy orgulloso de su profesión a los sesenta y tantos
años, y había logrado unas líneas de periódico en defensa de un oficio entrañable pero anti-
cuado. A los modelos nos ha pasado lo mismo que a los alfareros de los pueblos y a los
pueblos mismos. Se nos ha tragado el tiempo. Pero los oficios para el recuerdo poco a poco
llevaron la tinaja junto al río pueden ir estirando su ficción de verano en verano, pero a mí
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pronto me llegará un jefe que me ponga para siempre en la garita del conserje y contrate
carne fresca por la calle para las clases de dibujo al natural. Yo no pienso nunca en estas
verme paralítico. Los dolores de los últimos días en la cadera y en el riñón derecho reapare-
cían cada vez que me acordaba de ellos. Forma parte de la habilidad de los modelos el anes-
tesiarse con la mente los dolores y entumecimientos repentinos que se pasarían con un
es saber que se tienen, no prescindir de ellos como Alfredo prescindió de su artrosis durante
tantos años.
concurso veraniego lleno de muchachas en bikini. Eran ya las nueve. Me senté pero nadie
decía nada. De tanto pensar en la muerte me había dado un ataque de hambre. ¿Cenamos
algo?, pregunté. Sin levantar la vista del libraco, Barrachina dijo: yo no quiero más que una
tortilla a la francesa y una pera. Y Alfredo dijo: creo que la Olivia dejó algo de carne en el
frigorífico.
Así que tuve que hacerles la cena. ¡A ver si te lo vas a comer todo, que mañana es
domingo!, dijo Alfredo nada más ver la fuente con casi medio kilo de filetes de lomo. Os
queda jamón de york y queso en lonchas para comer mañana unos sanjacobos, dije yo, muy
dispuesto y hacendoso. ¿Cómo que os queda?, terció Barrachina. ¿Es que mañana no vas a
comer aquí? Pensaba irme por la mañana, dije. ¿A qué hora? Bueno, tengo que ir caminan-
do hasta el pueblo, el tren pasa por El Barco a las nueve... Es el único, que yo el lunes tra-
bajo.
No puede ser, dijo Barrachina, necesitamos algo más de tiempo, por lo menos hasta
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la hora de comer. Llévate si quieres mi coche a Madrid y te vas por la tarde. ¿Y cómo lo
traigo? Ya lo traerás. Aquí no hace tampoco nada. ¿Y los perros?, dijo Alfredo, a media
voz. A los perros les puede dar de comer cualquiera. El mismo veterinario. ¿No tiene que ir
a ponerles alguna vacuna? Pues ya está. Y vete pensando qué vas a hacer con ellos.
servilleta y con la pera en una mano y el cuchillo en otra le dijo a Alfredo: tú el lunes te vas
a Astorga. Ya he hablado con los de la Cruz Roja. Te llevarán en una ambulancia. ¡Yo no
estoy para que me lleve nadie en ambulancia! Es posible, dijo Barrachina, pero un taxi es
demasiado caro. Además, ¡así verá toda España cómo te escarnecen, a ver si se le cae la
cara de vergüenza al tonto de baba ese! ¿Y me meterán en la cárcel?, dijo Alfredo, que no
tendré que ir solo?, insistió Alfredo. Entonces se hizo un silencio. Yo no quería decir nada
porque ya había dicho bastante. No, dijo Barrachina después de chupar la pulpa de la pera.
Irá Olivia.
¡Sí, jobar, lo que faltaba!, dijo Alfredo, usando un sustituto infantil para sus es-
truendosos tacos. ¿Y por qué no puede venir Güino? (Yo no dije nada). Güino tiene que
Entonces sí que dije algo: ¿y a qué le llama usted entonces trabajar, si puede saber-
se? Barrachina me miró y me dijo una cosa muy rara. Ese es tu problema, Güino, que nunca
has tenido que trabajar. El trabajo os hará libres, cité yo, y traté de que se me notara la mala
nidad, dijo, pero se ama lo que se quiere amar. Se ama la propia dignidad. Ser feliz, Güino,
como quien al final del camino está seguro de algo, y sobre todo está seguro de haber hecho
lo que tenía que hacer. Por muy brillante que fuese, nunca me he fiado de la gente que esta-
ba, de últimas palabras, su vocecilla metálica gritando mientras se aleja. Habló mucho, y
Alfredo asentía, y de las palabras del uno y los detalles insignificantes del otro saqué casi
añadido que siempre se puso para no presentarse ante las grandes personalidades como un
huérfano sin apellidos. Su caso era bastante habitual: una muchacha de provincias que se
queda embarazada en el pueblo y se tiene que ir a la capital a servir. Tiene un hijo y lo en-
trega a las autoridades porque no lo puede alimentar o porque no lo quiere. Esto último es
más raro. Lo normal es que desaparezca el padre, o que la madre esté muy enferma. Alfre-
do, como los grandes héroes, fue recogido de un portal, se hizo niño en una guerra y se per-
dió en la nieve. Minutos antes de ser un ángel congelado alguien lo depositó en una institu-
ción benéfica, y la policía tampoco hizo mucho por averiguar. Alfredo se habría criado con
los otros niños en buenas condiciones (sin padre ni madre, pero bien alimentado) de no
haber estallado una guerra. Cuando acabó, Alfredo pasó el hambre de los incluseros y el del
resto de los ciudadanos, una doble ración de hambre que dejó sus huesos frágiles como los
Desde el principio fue bastante burro para los estudios. Los más inteligentes canta-
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ban la lotería y a veces les tocaba en forma de ricos padres adoptivos, o podían entrar en el
seminario y hacerse curas. Lo normal era que a los doce años los pusiesen a trabajar. Alfre-
do estuvo de mozo de carga en un almacén de patatas muy controlado por los comisarios
del racionamiento, pero aun así tuvo la oportunidad de alimentarse mejor. Fue, también, la
Durante los años del orfanato Alfredo debía sin embargo tener un cierto predica-
mento entre los niños. Era alto y fuerte, y desde el principio empezó a destacar en el juego
de pelota. La única imperfección que había en su cuerpo era el meñique de la mano dere-
cha, que lo tenía roto, un poco encogido, de tanto golpear una bola de madera y piedra. Pe-
ro sus manos eran grandes como las de los pelotaris. Para las monjas del hospicio (cuando
acabó la guerra cambió de manos) era sin duda un futuro chicarrón del norte, pero su cuello
no es nada vasco, y su cráneo tampoco, ni tampoco caminaba con los brazos separados del
cuerpo. Por otra parte, su afición al campo sí puede indicar una estirpe baserritarra, pero su
gusto por la caza es castellano, su amor a los galgos y a los podencos necesita grandes ex-
tensiones de rastrojo. Todo eso hace que el pueblo de donde partió embarazada su madre
sea más de la parte de Burgos. Su perfil enteco, castellano viejo, ese goterón de sangre ci-
diana de que hablaba él sobre su propio cuerpo, era como buscarse un ilustre tatarabuelo a
falta de padres conocidos. Vio en las nuevas enciclopedias escolares la cara del Cid Cam-
ramalazo del interior, de la meseta seria, o así se fue moldeando de tanto posar para solda-
dos nacionales y mártires de la cruzada. Su cerebro, más que moldeado, está tallado a mar-
tillazos, y quizá eso me hace perderme en la búsqueda de sus orígenes. En todo caso, su
vida no cambió por parecerse al Cid Campeador cuando era niño sino porque era un buen
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jugador de pelota.
Alfredo Bayo Expósito posó por primera vez el 21 de diciembre de 1947, y también
fue gratis. Hubo un torneo de pelota en el frontón de doctor Cortezo y allí fueron a medirse
de sentirse impresionado. Todos sacaban pecho y enseñaban una sonrisa ufana, pero eran
pocos y bastante malos en el frontón. Las purgas diezmaron todos los rincones de la vida,
todos los gremios y todas las fiestas y todos los deportes populares. Los buenos pelotaris de
antes de la guerra habían sido leales a la república o habían muerto. Los más capacitados y
guerra, y que debían llevar ya la sangre fecunda de la nueva España. Alfredo destacaba por
encima de aquellos veteranos, y no a todos les sentaba bien que un huérfano (a saber si sus
padres no serían rojos) les humillara en público como no fue capaz de humillarlos la mis-
mísima batalla del Ebro. De modo que Alfredo empezó a dejarse ganar. El hombre que lo
contrataba (la comida del día y de vez en cuando una peseta) le aconsejó que la mejor ma-
nera de buscar futuro en el negocio era no provocar a los que le daban de comer. Cuando
Alfredo jugaba con otros pelotaris atemorizados desplegaba toda su potencia para lanzar la
piedra y toda su habilidad para colocarla en la esquina, y el público requeté vitoreaba enar-
decido. Pero cuando algún veterano era de la partida, Alfredo no sólo tenía que dejarse ga-
nar, sino fingir que lo ganaban con justicia, como se hace en los combates amañados de los
barrios bajos. Ese acto de sometimiento determinó su futuro. Aprendió a detener la fuerza
de sus movimientos, a conocer las torsiones de su cuerpo más atléticas y en el fondo más
Eso es lo que vio Vicente Barrachina en su primer viaje a Madrid. Era entonces un
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hombre de treinta y tres años que había vuelto a España después de vivir refugiado en pen-
siones de media Europa, no tanto por sus ideas políticas como porque siempre había ido
en el taller de Pere Monturiol, un discípulo del escultor Miguel Blay que hacía aprenderse
de memoria a los alumnos la teoría decimonónica del movimiento sintético y las relaciones
armónicas de la figura, el ambiente escénico, lo que precede al acto expresado y lo que de-
Esa fue la máxima de Monturiol y la que Vicente Barrachina estudió hasta lo irre-
cualquier postura, y la que podría ser el resumen de toda escultura monumental decimonó-
nica pero también de los fotógrafos de la agencia Magnum. La cuestión no estaba en repre-
sentar con un estilo concreto sino en saber qué es en cada época lo que representa la gran-
provoca. Hay épocas que intentan disimular más o menos el patetismo, o en las que están
prohibidos los sentimientos, o en las que todo es muy realista o muy cursi. Incluso en una
misma época se pueden dar las diferentes inclinaciones, aunque esa época coincida con una
guerra.
1936. Hasta 1939 vivió en París, y fue luego fue subiéndose a los trenes y bajándose a es-
de las Brigadas Internacionales. En octubre del 37 burló las líneas alemanas y viajó varios
días sin entender a nadie en ninguna lengua, hasta que llegó a un pueblecito donde no había
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ni el más remoto olor a pólvora en el aire. Estaba a treinta kilómetros de Stalingrado. Aun-
que siguió sin entender a nadie, olió la pólvora bastante antes que los ciudadanos rusos,
emprendió de nuevo viaje y cruzó el Mar Negro. Pasó por Estambul, cruzó las Cícladas y
la de Bellas Artes de Valencia. Si quieres vivir de esto, le dijo el maestro, vete a Madrid.
Aquí te pasarás pintando naranjos el resto de tu vida. El viejo Pere le escribió una reco-
mendación para la Escuela de Artes y Oficios, no para que aprendiese nada, sino para que
Nada más llegar, el director lo metió a dar clases a cuatro estudiantes desnutridos
que compatibilizaban la pintura con el estraperlo. Se encontró una escuela devastada, con
grandes espacios muertos, sin pinturas, sin asientos. Los muebles habían ardido en las ba-
rricadas y nadie tenía tiempo para ponerse a pintar ni dinero para costear unas clases. Ba-
rrachina tuvo que empezar desde el principio. Trabajó con economía y rigor. No sólo se
encargó de las clases de anatomía sino también de las de dibujo e Historia del Arte, y toda-
vía tuvo tiempo de decorar algunas salas de la Escuela con bustos de imitación y reconstruir
el pasado venerable que se le suponía a un lugar como ese. La capacidad de trabajo de Ba-
rrachina excede a cualquier consideración. Diez años huyendo le habían inculcado un sen-
Tuvo también que buscar modelos nuevos. Los pocos que había eran seres desnutri-
dos, encogidos, con una expresión de miedo y servilismo que se proyectaba en cada uno de
sus miembros. De joven, en Tabernes Blanques, había sido muy aficionado a la pelota, y el
frontón de Doctor Cortezo fue el primer vivero donde fue a buscar. Vio a Alfredo por pri-
mera vez un domingo de invierno. Lo vio jugar frente a un legionario que no sabía darle a
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la pelota. Supo que Alfredo se dejaba ganar, supo que mentía, pero lo que más le impresio-
era un diamante en bruto, un modelo no enseñado, una huella más que Barrachina podría
poner en la escuela.
Al día siguiente era domingo y yo me levanté muy contento porque estaba más des-
cansado y porque me iba a marchar. Cuando salí al comedor Alfredo estaba viendo la misa
por televisión. Hacía un domingo espléndido, luminoso, transparente, lavado por la lluvia.
Tenía buena gana y no me dolía nada, de modo que me metí en la cocina y me froté las
manos. Después de desayunar a modo me bajé a ver qué hacía Barrachina. Había quitado
ya los soportes del molde y quitado las rebabas que quedaron de las dos piezas. Ahí estaba
yo, recién llegado de la guerra, de un largo camino, de llevar una peana, de soportar el cie-
lo. Buenos días, dije. Ven, dijo, toma este serrucho. En esto me tienes que ayudar tú porque
voy a tener que ir al tío Chulilla para que me dé unas friegas, dijo.
Barrachina me fue diciendo por dónde tenía que cortar. Se trataba de despedazar la
estatua, hacer con los pedazos nuevos moldes y rellenarlos de escayola dejando caer polvos
de tintes diversos a medida que se vertiera el líquido. De ese modo sacaría Barrachina una
especie de estuco pintado por dentro. Eso significaba que las secciones de los fragmentos
de Alfredo también estaban pintadas, y tengo que reconocer que en Astorga no me había
Mira a ver Güino que lo tienes que serrar muy recto para que luego se pueda apoyar. Por
aquí por el cubículo metatarsiano. Por aquí justo por debajo del acromion. Por aquí por
encima de los ligamentos anulares. La barriga déjala que la tenemos que tirar. Los trozos
que sobren si quieres te los llevas. ¿También le sobraron trozos a Alfredo?, pregunté. Por
aquí por la ingle, dijo él. Pero yo esperé su respuesta y él me la dio: no, dijo, Alfredo estaba
entero.
Estaba serrándome el pie izquierdo cuando se oyó llegar un coche hasta la puerta de
la escuela. Era Olivia. No la volvimos a ver hasta que no salió al comedor con una sopera
había ido por Madrid. Bienísimo, dijo, con el gesto habitual, mecánico y cansado, de quie-
nes miran al cielo y ponen los ojos en blanco pero en seguida vuelven a mirar la sopera. No
estaba muy habladora. Sólo, cuando le estaba poniendo a Alfredo la sopa, dijo: ayer usted
no tomó sus pastillas, y usted verá, porque yo no voy a estar siempre para venírselo a re-
cordar. ¿Te vas a ir?, cazó al vuelo Barrachina, con la servilleta metida en el cuello de la
camisa. Olivia le sirvió su plato y murmuró: déjenme en paz hoy ustedes, por favor, no me
nilla tocadora de dulzaina y una sección horizontal de mi barriga y de justo aquella parte de
la riñonada que me estaba esos días molestando tanto. El portero de la finca donde vivo me
miró con cierta complicidad: él tiene un Renault-8 del año 74 siempre aparcado en la puer-
ta. Nada más bajar del coche me pegó una bofetada de calor. El portero estaba inmóvil en la
sombra, aguantando a duras penas la chicharrina. Era la canícula asfixiante. Yo había deja-
do las ventanas abiertas y las persianas bajadas, y la casa se había mantenido a temperatura
soportable. Me bañé y me cambié de ropa. No sólo estaba sucia sino que olía al eskay del
Gordini, a los tintes que había echado Barrachina en mis pedazos. Olía a viejo. Sobre todo
olía a viejo. Casi lo mejor de todo es que me quedaban prendidas de la camiseta unas hue-
llas de abrótano.
llama una ausencia desapercibida. Nadie te ha necesitado. Nadie ha pensado en ti. Así son
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los días de un muerto, pensé, todavía con algo del perfume aquel en el ánimo. Pero sí habí-
an pensado en mí, y no muy bien. Cuando entré en la escuela el lunes por la mañana Pilar
Guijarro estaba retirando unas fotocopias de la garita del conserje. ¡A buenas horas!, dijo.
¿Ocurre algo?, le pregunté. Pilar Guijarro estaba bastante nerviosa. No acertaba a barajar
los papeles de la fotocopiadora. No, nada, dijo, sólo pasa que los alumnos libres no se han
podido examinar. ¿No estaba Javier? Javier vino el jueves a despedirse, por lo menos tuvo
ese detalle, dijo Pilar. ¿Ha pedido excedencia? No. Lo ha dejado. Ha dicho que no va a vol-
ver a posar en su vida, que tiene una cosa mejor que hacer. Y a mí, como tú comprenderás,
dijo Pilar, me parece muy bien que la gente prospere, pero no el día de los exámenes, ¿en-
tiendes?
No, Güino, no, a mí no me tienes que enseñar nada. Enséñaselo al otro, al jefe. Ayer sin
más dijo que os iba a echar a todos a la puta calle y se iba a dedicar a contratar modelos
entre los alumnos. ¿Y quién posó en los exámenes?, le pregunté. ¿Quién va a ser? Pues
Rosa, quién va a ser. Por cierto, ¿sabes dónde está? Yo le dije que no viniera hoy, la pobre
tuvo que posar ocho horas el jueves y otras ocho el viernes, porque los eventuales dijeron
que ellos no hacían más horas de las que tenían en el contrato. La he estado llamando a casa
pero no la localizo. ¡Y mira que le regalé un teléfono! Pilar Guijarro se encendió un cigarro
y echó todo el humo al mismo tiempo. No sé por qué, dijo, mientras metía el mechero en el
bolso, pero si salváis el pellejo ya puedes agradecérselo a ella. Otra cosa es que tú en parti-
cular, Güino, salves el pellejo cuando te la encuentres, claro. ¿Y no queda ningún examen
por hacer?, pregunté. Pues no, ya no, ya puedes cogerte otra baja si quieres. El trabajo ne-
cesario ya se ha terminado. Oficialmente ya eres otra vez un conserje, pero a los conserjes
aún les queda un par de días hasta coger las vacaciones, lo mismo que a ti. Ya no tienes
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da, un no saber qué decir. Hasta ayer por la tarde no he podido moverme, Pilar. Pero Güino,
¿me tomas por tonta? ¡Todo el mundo sabe dónde estabas!, y yo sobre todo porque me lo
ha dicho Marisa, así que a mí no me vengas con lumbalgias. He dicho que no he podido
moverme, no que estuviese malo, dije yo. Dije estoy seguro de que Rosita por lo menos lo
comprenderá. Pilar Guijarro cambió el tono de inmediato. Perdona, Güino, estoy un poco
nerviosa, pero es que ayer la tuve muy gorda con el jefe porque el jefe me responsabiliza a
mí de la irresponsabilidad de unos modelos que dice que yo he metido aquí hasta que se
hagan viejos. Y os he defendido de todas las maneras, Güino, pero sois cuatro y los tres
hombres, los tres, habéis huido de vuestras obligaciones, el uno porque dice que cambia de
trabajo y que ahí os las den todas, que yo me abro; el otro porque ha desaparecido tanto que
ya lo busca hasta la policía; y tú, Güino, porque tú el jueves estabas en Madrid, y eso no me
lo ha dicho Marisa. Y eso también lo sabe todo el mundo. El jueves me dolían los riñones,
Pensé que lo mejor que podía hacer era largarme de allí. Le pregunté a Basilio, el
conserje con dedicación exclusiva, si estaba el jefe en la escuela. Esa suerte tienes, me dijo,
Habría tenido que echar mano de todo mi cinismo para enfrentarme a él. Tampoco sería de
extrañar que el jefe hubiese cogido las vacaciones antes para no tener que enfrentarse a mí.
Esa misma tarde había quedado en volver al estudio de Palomares, de modo que pensé en
un masaje.
A Rosa me la encontré en la calle. Venía del mercado de la Cebada con una bolsa de
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tierra para las plantas. Antes de que me dijese nada, decidí coger el toro por los cuernos. Ya
me ha dicho Pilar que tuviste que comerte tú todo el marrón de los exámenes libres. Rosa
dejó la tierra en el suelo. Llevaba las gafas de sol y por la boca no se deducía ningún estado
de ánimo. Invítame a un refresco, anda, me dijo. Nos metimos en el café de San Millán. No
estaba enfadada. Todo lo contrario. No, no estoy enfadada. ¿Por qué iba a estarlo? Lo que
no era previsible era que se marchase Bidón, pero tú... Tampoco faltas tanto como él. Y
tampoco ha sido tanto, lo que pasa es que yo me he encargado de que lo viese Pilar y el
soplapollas del jefe. Me dijo que antes de las vacaciones me diría algo sobre la plaza de
Estuve viendo a Alfredo, le dije. Pues no hacía falta que hubieses ido, dijo ella, y se
quitó las gafas. Tenía ojos de haber llorado. ¿Qué ha pasado?, pregunté. Nada, cosas de la
premenopausia. Pero estás triste, Rosita. No, qué va, al contrario, estoy alegre, estoy muy
contenta. Rosa sonreía pero al elevar los labios superiores le temblaban y se le fruncían.
Estoy... melancólica, dijo, en términos muy generales. ¿Cómo está Alfredo?, me preguntó
pasando una mala época o es que se está muriendo. De momento no le obedecen las pier-
nas, y como es tan chulo no quiere salir de casa para que no lo vean en silla de ruedas. Les
conté lo que pasaba y decidieron que hoy mismo iría en una ambulancia a Astorga. Dijo
que se llevaría una muda por si lo metían en la cárcel. Irá con él Olivia, la asistenta de Ba-
Pues ya no hace falta, Güino, aunque si va tampoco pasa nada, supongo. Rosa se
volvió a poner las gafas y dijo: he estado este fin de semana en Astorga. ¿Has vuelto con
Eduardo? No. Me he acostado con él. ¿Y? Bueno, antes de que nos acostásemos ya había
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decidido sobre... sobre... como se diga el caso de Alfredo. Ya lo había decidido antes. Pa-
lomares retiró su denuncia y convenció al patronato del museo Gaudí de que no siguieran
adelante. Quiero decir que no lo va a dejar en paz porque echase un polvo conmigo, a ver
qué te vas a pensar. Fue más bien una cosa de agradecimiento. Yo es que el viernes me sen-
tía muy sola. No sé qué coño me pasó, Güino, esta flojera, con lo vital que yo he sido siem-
pre. Pero es que estuve todo el día posando y el viernes por la noche me quedé con Carmela
y el cabrón del jefe sin aparecer y Lurdes que dice que se va a meter otra vez a trabajar al
bar. Y se me juntó todo, Güino. Y pensé en llamarte pero con contarlo no arreglaba nada.
Necesitaba, no sé, un poco de cariño. Necesitaba echar un polvazo y volver a mi casa fresca
como una reina, y apretar los dientes y seguir. Pero ni fue un polvazo, ni volví fresca, ni me
apetece seguir. Esto es un bajón de los de reglamento. Porque es que luego dices total, so-
mos personas adultas, no hay nada que importe nada más allá de lo que de veras importa.
Pero luego llegas allí y Eduardo está hecho una ruina. En tres meses ha perdido casi treinta
kilos. Una salvajada. Y ni régimen ni hostias. Que se dejó de comer. Mira, Güino, daba una
pena... Y encima, como es tan destarifado para todo lo que no sea el trabajo, va y me lleva
la misma ropa que se ponía cuando estaba gordo. ¿Te lo imaginas, Güino? Parecía un paya-
so. El difunto era mayor. Así que ya me tienes. Yo lo llamé y le dije mañana por la mañana
cojo un autobús y me voy a Astorga, así, de buenas a primeras, porque empecé a mirar
quién podía darme lo que yo necesitaba pero sólo estaba él. Y cuando me vino a esperar a
la estación con un ramo de flores que abultaba más que él yo le miré y lo tuve que coger de
la mano y nos fuimos a renovarle un poco el vestuario. Y encima, cuando se ponía un pan-
talón a su medida, me preguntaba: ¿me sienta bien?, ¿te gusto más así? ¡Por favor! ¡Se
había puesto a adelgazar porque pensó que estaba demasiado gordo para mí! ¡Que yo lo
había dejado por gordo! ¡Un juez, Güino, que crea en esas cosas un juez! Desnudo parecía
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churro. Y luego claro, la charla, el cigarrillo, no puedo vivir sin ti, no he querido a nadie
como a ti, yo lo dejo todo y hago todo lo que quieras por ti... En fin, ya te puedes imaginar,
no, Güino, pero sé que como volvamos a vernos ya no voy a tener valor de volverlo a dejar.
En esto hay que ser fuerte, Güino, y yo no estoy siendo fuerte. Así que le dije mira, Eduar-
do, vamos a hacer una cosa. Vamos a dejarnos las vacaciones para pensarlo, y ya veremos
después. Que yo lo primero de todo tengo que estar en Madrid porque mi hija tiene que
encontrar trabajo, y ahora en vacaciones yo me ocupo todo el rato de la niña y ella se puede
mover y acudir a las entrevistas. Yo se lo dije con segundas, claro. Se lo dije tan con se-
gundas que él se comprometió a hacer todo lo posible para encontrarle un trabajo a Lurdes,
así que si se lo encuentra mal porque yo entonces a ver qué le digo, y si no se lo encuentra
Por cierto, le dije. Pilar te estaba buscando. Dice que te lleva telefoneando toda la
mañana, pero que como nunca llevas el teléfono que te regaló... Otra que tal, dijo Rosa. No
mí me gustase Pilar. Qué descanso, qué paz. Porque ella con estar conmigo ya tiene bastan-
te, es un poco pija pero es muy dulce. Y conmigo se deshace, y todo lo que digo le parece
bien. Ahora dice que me vaya unos días con ella a Ibiza, a descansar. Me lo ponen a huevo,
Güino, a huevo me lo ponen. Pero no es eso lo que yo quiero. Si se tratase sólo de vivir con
alguien, si no fuese necesario tener celos ni ganas de follar, yo con quien mejor estaría es
contigo, y tú conmigo también, no me pongas esa cara, sobre todo tú, que todo te importa
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un comino. Pero chico, qué quieres que te diga, a mí me acaba perdiendo el sexo, ni puedo
evitarlo primero ni puedo soportarlo después, qué le vamos a hacer. En fin, ahora veré qué
tripa se le ha roto a Pilar. ¿Pero no te había dado ya vacaciones?, le pregunté. Sí, hijo, sí,
Marisa me abrió la puerta antes de que yo tocara el timbre. Julio te está esperando,
masaje ucraniano sino que me depiló de cuerpo entero, salvo las cejas y el pubis. Me vestí
de lino muy holgado (mi hija dice que con ese traje parezco un empresario taurino) y cogí
un taxi hasta la colonia de El Viso. Julio está preguntando por ti desde ayer. He llamado
esta mañana a la escuela, a ver si ya habías llegado, me dijo mientras avanzábamos por el
túnel de cristal hacia el hogar valenciano de Palomares. Toma, le dije, y le alargué la cáma-
ra de bolsillo que me había dado para el viaje. Marisa sonrió un poco de lado. Quédatela,
dijo. Es un regalo.
divertido. ¿Has visto esto?, me dijo, como todo saludo. Era una exposición de cadáveres
plastificados que estaba haciendo furor en Berlín. Yo lo había leído durante el desayuno. La
exposición, de un tal Gunter Von Hagen, mostraba pedazos de fiambres, sujetos medio des-
una vitrina. Escuche, escuche, me leyó Palomares: El anatomista sustituye el agua del
cuerpo por un líquido plastificador que inyecta en las partes del cadáver que va a usar.
Los dueños de los cuerpos se los donaron antes de morir. Un visitante de unos 60 años
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opina que es mejor terminar así que pudriéndose en una caja. ¡Qué te parese, Güino! Y lo
mejor de todo es que este Von Hagen dise que él no hase arte sino divulgasión sientífica.
real. Si es lo que yo digo, dijo doblando el periódico y levantándose por fin para darme la
mano: volvemos a estar invadidos por la realidad. Se nos avesina un nuevo triunfo de la
No muy bien, le dije. ¿Le apetese tomar algo? ¡Marisa! No, no, déjelo, dije yo, me
acabo de beber un vaso de agua. Marisa trajo una jarra con limonada y dos vasos en la me-
sita de mármol de la terraza. Palomares tenía el porche cubierto con madreselva y parra
virgen y unas sillas de mimbre. ¿No muy bien? Alfredo está bastante mal, le dije. Tendrá
que presentarse ante el juez en ambulancia. Ya me he enterado de que no hacía falta, pero
eso él no lo sabe. Cuando lo he visto leyendo el periódico temí que fuese algo sobre Alfre-
jar de nuevo conmigo. ¿Y don Visente?, ¿a qué se dedica ahora el viejo?, ¿sacaste alguna
foto? No, no hice fotos. ¿No está trabajando en nada? Sí, le dije, pero no sé en qué. Tenía
dos piezas grandes, pero una estaba ya embalada; era, según dijo, una especie de tinaja, y la
otra no me la dejó ver. Pero hizo algo para usted delante de mí y me encargó que le propu-
intentó robar Alfredo. Me imagino por qué, pero tampoco él me lo ha dicho. Dice que a
usted no le interesaba la antigüedad de la pieza ni mucho menos que fuera el cuerpo de Al-
fredo. Dice que le interesa la técnica, algo así como un estuco de dentro afuera, según creí
entender. Jodido viejo, sonrió Palomares. El caso es que él está haciendo ahora lo mismo,
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pero con otra estatua, y quiere proponerle un intercambio. ¿Otra ves Alfredo?, me preguntó,
más divertido que otra cosa. No, le dije, esta vez soy yo.
sé, dije, aunque me imagino que lo primero es devolver el cuerpo de Alfredo. Bueno, dijo
él; tampoco sería mucho problema. ¡Marisa! ¿Adónde está hora el cuerpo español? En
Aranda de Duero, dijo Marisa. Prepáralo todo para que traigan la vitrina. Eso lleva tiempo,
Julio. ¡A ver si voy a tener que ir yo mismo a llevarme un mueble que es mío, collons! Veré
Pues mira, continuó todo ufano Palomares, yo casi me alegro. Sí, tu cuerpo puede
quedar incluso más impactante que el de Alfredo. Tu cuerpo es una mina, Güino. Fíjate el
von Hagen este de los cojones. Hiperrealismo puro. Alfredo tenía un encanto secreto, esa es
la verdad. Barrachina hiso muy bien aquel vasiado. Pero claro, es una imagen de otro tiem-
po. El armario también es de los años sincuenta, es muy importante que darle a toda la pie-
sa coherensia temporal. Lo saqué de una subasta que se hiso con el mobiliario de la antigua
DGS. ¿Has oído hablar de la DGS? Qué tiempos. Fuimos a la subasta muchos que había-
mos tenido que pasar más de una noche por aquellos pasillos. En estos armarios tenían los
Así que ahora tendré que ponerte a ti en otra vitrina. Esa otra piesa de Alfredo me temo que
se destruirá para siempre. Y si quieres el armario te lo regalo. Estos días estoy podando
muchas hojas secas del pasado. No sé si dedicarme a clavar escarabajos con alfileres y ex-
ponerlos el año que viene en ARCO. Viva la fasinasión de lo real, Güino, qué leche. Me he
enterado de que va una chica que fabrica bolsos de piel con pesones y anos, y un tipo que
fabrica esculturas esféricas con fetos de animales. El año que viene es el año de las vísseras.
Yo creo que para tus trosos Güino voy a emplear un mostrador de carnisería. Ya verás qué
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¡Tenemos que trabajar juntos más a menudo, Güino! A ese cuerpo hay que sacarle partido,
ya lo creo...
Salí de allí con la cabeza llena de pájaros. Veía cercano un contrato que me permiti-
ría trabajar por libre, o ahorrar lo suficiente para no trabajar. Me veía ya en el anuncio de la
lotería nacional, en una exposición monográfica sobre mi cuerpo, en una leyenda como la
de Leigh Bowery pero sin necesidad de mala vida ni estrafalarios transformismos. Por un
momento, embriagado por el olor de los jazmines que crecen en las casas de los ricos, ima-
giné una nueva oportunidad en mi antigua vocación de actor. Como en el cuento del Sinin,
el que le leía muchas noches a Violeta para que se durmiese cuando era pequeña, me había
limitado a obedecer, en la fe limpia de que siguiendo las instrucciones de la vieja bruja lo-
graría volar.
lizable, que ahora tenía que irse a un congreso de artistas comprometidos pero a su regreso
haría el intercambio con Barrachina y empezaríamos a trabajar. Tantos años suspirando por
triunfar, y ahora que estaba a punto de conseguirlo tenía un leve resquemor en algún sitio,
Durante los días que siguieron no paré de darle vueltas al asunto. ¿Había algo en
todo lo que estuve haciendo que mereciese algún reproche? ¿Qué tenía que haber hecho con
Palomares? Los dos, Barrachina y él, no habían demostrado más que desprecio por noso-
tros. Perpetuaban un idilio imposible entre discípulo y maestro, y la consideración que me-
recíamos Alfredo o yo era tan efímera como el valor de las obras de arte para las que se nos
utilizaba. Creo que lo peor fue probar en mi propia carne lo que hasta entonces sólo había
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es proporcional a la dignidad intrínseca de la persona. Alfredo fue uno de los mejores mo-
delos que ha habido nunca porque vivió como un esclavo. Quienes, tiempo después, hemos
mos estar libres de las vejaciones, justo cuando tenemos una consideración laboral que es el
blanco de la rechifla popular. Ya no somos barro para grandes obras. Yo ahora escribo pro-
tegido por los muros, esperando a que llegue octubre. Para qué empezar de nuevo. Todos se
han ido, y Rosita no sé qué intenciones tiene porque estamos un poco distanciados, pero si
termina arreglándose con el juez anoréxico también abandonará la plaza. Es posible que a
primeros de octubre, cuando se incorporen los nuevos, yo me vea todo viejo y adiposo entre
modo me convenció de que tenía un buen futuro por delante. Y dinero. Antes de salir de su
casa, Marisa me extendió otro cheque, esta vez de medio millón de pesetas. Tuve la pringo-
sa sensación de que no sabía muy bien en concepto de qué me pagaba ahora Palomares, si
lo único claro de todo lo que hablé con él era que de momento no me iba a necesitar más.
regalarle dibujos míos a Violeta. De pronto respiraba como si me hubiera dado cuenta a
tiempo de que estaba a punto de cometer una barbaridad, de hacer el ridículo. Me pasé por
la tienda de instrumentos musicales y pedí un catálogo de oboes. Había uno que valía nove-
cientas mil pesetas, un Fox 400 de madera de granadillo, que se podía también comprar a
plazos. Dije que me lo pensaría, pero me pareció que comprando aquello me dejaría de
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quemar en el bolsillo el cheque de Palomares. Podía dar todo el dinero de entrada y el resto
pagarlo poco a poco. Con el oboe nuevo y la estatuilla de Barrachina, pensé, ya tenía un
buen regalo, una especie de lote de productos cariñosos valorados en todo lo que yo había
cobrado del uno y del otro. Me pareció una buena idea. El cartapacio con dibujos que se
habían ido acumulando sin pies ni cabeza no tenía entidad de regalo. No tenía más aspecto
que el del pobre padre que intenta comprar el cariño de su hija vendiendo a jirones sus paté-
tes en mitad de toda la familia, junto a los obsequios históricos y suntuosos que seguro le
Había oboes más baratos, por supuesto. La chica de la tienda me dijo, cuando me
vio titubear entre los dos, que un miembro de la orquesta del Teatro Real, un amigo suyo
que compraba sus oboes en la casa desde hacía muchos años, era el Selmer 121 el que usa-
ba en sus actuaciones y estaba muy contento. La verdad es que valía un poco menos, tam-
poco mucho, y pensando en ello caí en un detalle en el que hasta entonces no había repara-
do. ¿Y Rosa? ¿No era suya una mitad? Para ser sinceros, y aunque con diferentes resulta-
dos, los dos habíamos dedicado el mismo tiempo a este asunto, pero, sobre todo, los dos
estábamos implicados en él. Yo todavía no soy capaz de considerar cuánto de culpa, cuanto
tos, pero todo, lo bueno y lo malo, quería que fuese cosa de dos. Eso significaba compartir
el botín con ella. Aquel cheque tan incómodo de llevar en la cartera, que me fui palpando
todo el camino a casa porque en todos los rincones del barrio de los Austrias veía sospecho-
sos (hasta el tipo ese que se viste de bandolero en el Arco de Cuchilleros me miraba como
sabiendo lo que yo llevaba encima) me hizo saber muy pronto que mientras no lo compar-
tiese con Rosita no me dejaría de sentir un estafador de medio pelo, lo suficiente como para
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perder las amistades con ella. Lo bueno es que casi las acabé perdiendo, pero no por eso.
Eso es quizá lo que al final haga que no las perdamos del todo. De momento está muy cru-
do.
Rosita, le dije, tengo algo para ti. La llamé por teléfono y le expliqué un poco por
encima lo que había sucedido, y cuando llegué al cheque, como el final feliz de una historia
bastante absurda, ella dijo, en tono sombrío: bueno, aún estamos sacándole partido al pobre
Alfredo, ¿no crees? No supe qué contestarle. Mujer, a caballo regalado... Yo tengo una no-
ticia mejor, dijo Rosa. El jefe va a convocar en septiembre las oposiciones. Pilar estaba
buscándome ayer para eso. Se conoce que entre los papeles que dejó en el despacho está la
convocatoria y el examen que le han mandado del ministerio. Yo ya tengo una copia. Pilar
nada más verla me la ha dado. Y tú Güino nos tienes que ayudar porque hay algunas pre-
guntas un poco difíciles. Pilar ha dicho que era un examen muy básico, y a mí me ha dado
no sé qué decirle que algunas preguntas yo no las sabría contestar. Una tiene su orgullo.
Muy bien, luego lo veremos, le dije, pero qué me dices del dinero. Pues yo es que ahora
estoy un poco atascada, Güino, igual te dabas un paseo hasta casa y de paso me lo ingresas
en la caja que hay aquí en la esquina, y mañana, si quieres, te pasas por casa, que estará
Rosa vive en la calle de los Tres Peces, en Lavapiés, muy cerca del piso de Torreci-
lla del Leal donde vivía mi suegra y donde yo mismo pasé los primeros años de matrimo-
nio. Me conozco el barrio, aunque ahora ha cambiado mucho. Antes las callejuelas empina-
das, con geranios y botellas de butano en los balcones, estaban llenas de viejas que vivían
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solas y salían a comprar el pan con la bata de casa. Ahora la población ha rejuvenecido y se
habla tanto el árabe y el chino como el castellano. Remedios, que se sentía muy libre y pro-
gresista en aquel barrio, trató de llevarse a su madre a vivir con ella porque allí ya no estaba
segura. Pero Juana siempre se ha llevado bien con todo el mundo y a Rosita no le molestan
los extranjeros. Lo único malo es que los pisos son muy pequeños. El apartamento de Rosi-
ta está bien para una persona sola, pero así Lurdes y la niña tienen que dormir en el dormi-
torio de Rosa y Rosa en la cama plegable que hay en la salita. Todo estaba lleno de aperos
de bebé y palanganas con bragas en remojo, el suelo lleno de jarapas y el sofá cama cubier-
to por una manta de las Alpujarras. Por la ventana sólo se veía la ventana de enfrente, que
en verano tiene que estar abierta y con las persianas echadas, y por la noche se oye expecto-
rar a un viejo que además está sordo y pone la radio a toda pastilla.
Estaban esperándome las tres, con los papeles encima de la mesa. A Lourdes la en-
contré un poco más estropeada, pero es que Lourdes dentro de casa se deja llevar. Arregla-
da y por la calle está más guapa, más propia de sus veintipocos años, pero aun así le puede
un aire desgarbado, el pelo siempre lacio por la cara, el labio caído. La niña nos miraba
apoyada en la baranda del parquecito. Rosita puso el tono de las familias humildes cuando
les llegan de hacienda unos papeles que no entienden. Pilar me ha dicho que son estas las
preguntas, y que si esto Lurdes lo contesta todo, dijo dando una palmada encima de los pa-
Lourdes llevaba una camiseta larga sin sujetador con un dibujo de Bart Simpson. Se
acababa de levantar. Cuando me senté a mirar los papeles lo primero que dijo fue que se iba
a hacernos un café. Tú aquí sentada, le dijo su madre, y entérate bien de todo. ¿Me llevo a
la niña para que no os moleste? La niña me miraba con los ojos muy abiertos. Yo le hice
una carantoña protocolaria. Nada más levantarse Rosa, Lurdes se encendió un cigarro. Olía
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El examen era desde luego menos asequible que el que nos hicieron a nosotros los
modelos de siempre para que las aprobásemos. Estaban también los test aquellos tan tontos
en los que se preguntaba qué tiene que hacer un modelo cuando en mitad de una clase se
apaga la estufa. Eso ya se lo había explicado todo Rosita, pero advirtiéndole de que cuando
debía marcar la letra c, el modelo tiene derecho a llevar todo aquello que estime convenien-
adapte a la estética del modelo que incorpora. Aquellas dos preguntas fueron motivo de
final Rosita se impuso y ganó el derecho de que le colgase un hilo blanco mientras posaba,
entonces, como una ménade. Pero los tiempos y el jefe habían cambiado. Ahora, si fuese
por el jefe, y por criterios de estricta política empresarial, todos iríamos a paso marcial co-
mo en los tiempos de Barrachina, pero no abrumados por su prestigio sino por una orde-
nanza del ministerio. Pilar Guijarro le había recomendado que pusiese la d, porque ella
también tuvo que volver a discutirlo con el jefe y esta vez no prevaleció su opinión. Un
Malos tiempos se avecinan, Rosita, le dije cuando trajo el café. Lurdes, dijo ella,
con la niña delante te he dicho cincuenta veces que no se fuma. Pero si está abierto..., dijo
Lourdes, desganada, dándole una chupada al cigarro. ¿Tampoco se puede fumar mientras
estás posando?, dijo. Lurdes, hija, ¿por qué no te animas un poco?, ¿por qué no te mojas el
pelo y te refrescas la cara y te terminas de despertar y te pones las bragas? Lourdes despa-
churró la colilla en el cenicero y se levantó. Llevaba la camiseta metida en la raja del culo.
Tenía el mismo cuerpo de su madre pero llevaba peor vida, esa tersura flotante de las mo-
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llas del muslo que si no se cuida mucho evolucionará en abruptas formaciones geológicas.
Tenía también los pechos grandes, pero ya casi igual de caídos que los de su madre.
Todo lo cual, sin embargo, no era ni podía ser materia del examen. El examen, apar-
te del test específico sobre las gafas y las estufas, tenía otras tres secciones: una de cultura
con preguntas de arte. Eran diez preguntas breves en cada sección, que sumadas a las diez
del test y a una redacción con el tema Función de los modelos en el arte moderno, daban un
total de cincuenta preguntas y cien puntos posibles. Era como un concurso. Las oposiciones
Las preguntas de cultura general estaban sacadas del Trivial y Lourdes se las sabía
todas. Pero las de leyes eran un poco enrevesadas, y las de arte estaban hechas con bastante
mala idea. Todas las preguntas consistían en elegir una de las cuatro opciones, de las cuales
dos eran posibles, otra incorrecta y otra una burrada. Una de las cuestiones de cultura gene-
ral preguntaba por quién era Wilfredo el Velloso, y la respuesta podía ser: a) un rey suevo,
b) un rey godo, c) un rey cristiano, y d) un modelo que tenía mucho pelo. Otras veces se
pedía descartar aquella opción que resultara incoherente. Una proponía estos cuatro nom-
bres: Jorge Oteiza, Henry Moore, Eduardo Chillida y Juan de Ávalos. Esa Lurdes dijo que
la sabía: sobraba Henry Moore, que era extranjero. Yo traté de explicarle que las cosas no
des de memoria, dijo Rosa. ¡Si, hombre, y me lo voy a aprender todo para escribirlo allí!,
dijo la muchacha. Lourdes, cariño, le reconvino su madre, se supone que tú ibas para actriz.
Cuando Rosa quería decirle algo importante a su hija introducía la o de su nombre, que
sonaba como un pronunciado cambio de rasante. ¡Pues sí, actriz, y ya me ves!, dijo Lour-
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des, mirándome a mí, y de su boca salió una tufarrada de vapores nocturnos que luego con
el tabaco y el café se le fueron apaciguando. ¡De ya me ves nada, rica, que ser modelo es
también ser actriz! ¡Pues tampoco hay que romperse la cabeza para escribirles un papel!
¡Pues cuando te paguen en la compañía esa y no tengas que poner copas a los cabritos cam-
bias el personaje, pero hasta entonces esto es lo que hay! La niña, Carmelilla, corroboró el
mensaje de su abuela con un llanto seco y berreón. La madre se levantó a consolar a su hija
pero la abuela se interpuso: ven aquí, mi niña, ven aquí conmigo, que te has asustado con
las voces, ven, mira cómo le explican a mamá quién era Rodolfo el Velludo.
Lurditas era un poco zoquete. O quizá eran las sustancias tóxicas que llevaba en la
cabeza, esa vida de risas de verraco y llantos de niña y horarios disparatados que llevaba. Y
sin embargo (cuando se tomó el café, cuando se fumó el cigarro, cuando se puso las bragas
y se lavó la cara) Lourdes tenía una hermosura derrotada, frágil y viciosa, con el desengaño
ese tan cruel de ser todavía joven pero habérsele ya pasado el arroz. A mí me cae muy bien.
No tiene tantos octanos en la sangre como su madre pero lo suple con cierta retranca festi-
va. La niña tenía sueño, y le estaban saliendo los dientes, y estaba bascosa, y hacía calor.
Rosa se la llevó a ver si la dormía un rato y Lourdes y yo seguimos repasando las pregun-
tas. Nada más desaparecer su madre Lourdes sacó un porro a medio consumir que tenía
guardado entre las hojas de un geranio y se sentó junto al balcón abierto. Le dio tres o cua-
tro rápidas caladas y lo volvió a apagar. Está pesadísima con esto de los canutos, dijo. Dice
que mientras tenga que estudiar que no fume, que se me va la olla. Pero es que llevo un
dolor de cabeza que no lo puedo soportar. A ver si así me despejo un poco... ¿Fumas mu-
cho?, le pregunté, sin intenciones admonitorias, por pura curiosidad. Qué va. Cuando me
duele la cabeza, contestó. ¿No está saliendo bien lo del teatro?, dije, solidario. Pues no,
contestó ella. Y tampoco hay buenos papeles. La verdad es que para enseñar el culo y decir
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pasos hacia delante y uno hacia detrás. ¿Qué, te aclaras?, le dijo a Lourdes. Sí, ya me voy
aclarando un poco. ¿Se duerme? La niña llevaba el dedito metido en la boca y estaba a pun-
to de quedarse dormida. Sssssh, dijo Rosa, y habló más bajo. ¿Lo sabes hacer todo, Güino?
Sí, pero la parte esta de leyes prefiero comprobarla en casa, le dije. Hay algunas respuestas
que pueden tener varias contestaciones y es mejor cerciorarse. Pero Rosa, este examen en
general es muy fácil, habrá mucha gente que sepa contestarlo todo, por lo menos los que
jueguen al trivial en su casa. Para eso está la redacción, dijo Rosa. Pilar me ha dicho que si
hay empate mirarán la redacción. Y escríbesela bien claro porque Lurdes mete unas faltas
de ortografía que se jode el basto. ¡Tampoco es para tanto, mamá! Ssssh, la interrumpió
hubiesen puesto delante sin darme libros de consulta y tiempo para prepararlo. Aun así, me
sentía seguro de cimbrearme por las ambigüedades del apartado de arte y de cultura gene-
ral, supuse que solventaría las preguntas de leyes acudiendo a la Constitución y al Boletín
Oficial del Estado, pero la redacción era un asunto delicado. Tal y como estaban las cosas,
ción, la ortografía, la demostración de algunas lecturas, el conocimiento del oficio por de-
ntro, pero sobre todo había que pronunciarse como en esos juegos florales en los que com-
piten cientos de sonetos a la Virgen de la Paloma. Uno no puede practicar el género del
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ensayo escéptico. Se trata de contentar a un jefe al que llegarían las redacciones de aquellos
exámenes que hubiesen sacado mejor nota en las otras secciones. Sólo los que se las supie-
sen todas entrarían en el concurso, y el jurado único, a no ser que participase también Pilar
Guijarro, estaría compuesto por un necio que en vacaciones de verano lee los cuentos de El
Pero el hecho de escribirlo yo, contra lo que se pudiera imaginar Rosita, que siem-
pre tuvo hacia mí una especie de irracional confianza de madre, no hacía sino ponerme en
desventaja con respecto a quienes no tenían ni idea de lo que significa posar. Cuando sabes
demasiado de algo, terminas por estropearlo. En el fondo, pensé, lo que se pide en esa re-
dacción es el perfil de lo que ellos mismos están buscando, una forma de demandar trabajo
muy extendida entre los ejecutivos incompetentes. No saben qué tipo de examen debe pasar
un modelo, y piden a los concursantes que se lo expliquen ellos. Si alguno resulta convin-
Esas fueron las cuentas que yo me hice. Sin embargo, para guardarme un poco las
espaldas, decidí que escribiría dos redacciones, una con lo que yo siento y otra con lo que
se supone que debe sentir el jefe. Dejaría a Lourdes (o a Rosa) que escogiera una, y así ten-
dría una coartada en el caso de que la suspendiesen. Pero eso era ir demasiado lejos. Faltaba
sacar las preguntas del test, y sobre todo las que se referían a las leyes.
casa alguna constitución española o la cambié por algún clásico grecolatino. La verdad es
que salí de casa de Rosa con la camiseta de Lurdes metida en la raja del culo clavada en la
mente. Eran los desequilibrios propios del barrunto de las vacaciones. Eva se sabría todas
las leyes. No me apetecía charlar con Bidón. Me importaba muy poco qué nuevo trabajo
hubiese conseguido, o si por fin había logrado vivir a costa de alguien y dedicarse sin so-
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bresaltos a las drogas blandas. Pero era un buen itinerario para llegar hasta Eva. Llamar
fingiendo sorpresa y alarma y al final, por cierto, comentarle el asunto de las leyes.
Nada de esto fue necesario. Ni siquiera hubo que ir a la piscina. Eva estaba sola en
casa y, eso sí, le pregunté lo primero por su marido. ¿Tienes ahora algo que hacer?, me con-
testó ella. Quedamos en vernos esa misma tarde, cuando bajara el sol, en el café del Nun-
cio. Yo no frecuento mucho ese sitio porque no me gustan los veladores de mármol, ni las
terrazas junto al mar de los teatros ni nada de eso. Pero Eva tenía que venir por este barrio a
retirar unas entradas para la ópera, y se acordaba de que una vez, cuando era estudiante,
salió con sus amigas por el centro y tomaron allí unas infusiones. Le parecía un sitio como
muy bohemio. Yo siempre pasé de largo, aparte de por los veladores, porque allí la gente
toma demasiadas infusiones. Llegué antes que ella y me senté en la terraza de la puerta, en
el chaflán de una cuesta abajo sinuosa de casas viejas y restaurantes turísticos. Yo me había
puesto de lino absoluto, parecía un turista más. Eva vino muy poco después con un vestido
verde claro de viscosilla, muy suelto y vaporoso. Tenía buen color y los labios pintados de
rojo. Estaba recién duchada, recién peinada, recién perfumada. Qué guapa estás, le dije
Ella se había vestido para salir, se había puesto guapa porque había quedado a tomar
un café. Las amigas con las que yo quedo a tomar un café siempre tienen ojeras. Están can-
sadas del trabajo o se abandonan a las copas sin la responsabilidad de gustarle a nadie. Cla-
ro que eso no es una diferencia de clase sino de confianza. Pero a Eva se le había pasado
ese aire trágico de cuando encontró a Javier, que parecía haberse dejado arrastrar por el
barro después de un fracaso tan desolador. Ahora se la veía sonriente, una sonrisa también
de piña o un té con hielo se pidió lo mismo que yo, un doble de cerveza. Y yo creo que si
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hubiera estado bebiendo una copa de orujo ella también se la habría pedido. Tenía ganas de
pasarlo bien. Bueno, bueno, le dije, nada más ponernos la cerveza el camarero, ¿y qué ha
sido de este chico, así tan de repente? Este sitio está bien, contestó ella, no había venido
aquí desde la época de la facultad, por aquí tiene que haber muchos sitios interesantes,
¿verdad? A estas horas está bien, ponderé, aunque algunas callejuelas más arriba hay por lo
menos un par de terrazas de estas en chaflanes muy umbríos en los que se está divinamente.
No está en Madrid, contestó ella, con su nuevo trabajo tiene que viajar bastante, dijo. No
sabía que tuviese trabajo nuevo, no me había dicho nada, dije. Pues sí, después podríamos
ir a esas terrazas que tú dices, mañana no tienes que madrugar, ¿verdad? Pues no, la verdad
es que no, dije, podemos picar algo por ahí por las tabernas, si tú quieres. Sí, dijo ella, ahora
No quería contarme las penas, al menos de un modo triste. Mi padre, dijo, le ha bus-
cado un trabajo en el ABC. Se llevan muy bien. Los domingos, después de comer, él y mi
ce que le gusta. Mi padre le propuso cambiar de trabajo y Javier está encantado. Ahora es
carcajada esta sí del todo involuntaria. ¿Te das cuenta?, dijo, ¡mi padre me ha casado, me
cuarto y empezar de nuevo con las oposiciones! Mi padre siempre ha sido muy aficionado a
¿Pero te va bien con él?, dije. Sí, contestó, luego vamos a esas tabernas. ¿Hace mu-
cho que no sales?, le pregunté. Javier ha cambiado mucho, dijo, yo no sé cómo sería antes,
porque tampoco lo conocía, pero del día que yo lo conocí hasta hoy ha cambiado mucho.
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Ahora es más o menos un marido aceptable para mi padre. Eva no perdió en ningún mo-
mento la sonrisa ni las ganas de beber cerveza. Javier ahora estaba en Pontevedra, en un
reportaje sobre el tráfico de drogas. Y luego se tenía que ir a Cádiz, para un reportaje sobre
la mafia rusa, y aún tenía un tercer viaje programado al norte de Navarra, para retratar la
vida cotidiana en los ayuntamientos gobernados por radicales. No era seguro que le publi-
casen nada, pero así, le había dicho el jefe de redacción, haría prácticas y se curtiría en el
oficio.
Enseguida cambiamos de tema. Eva, en todo este tiempo de matrimonio, y con más
ahínco desde que Javier cambió de trabajo, se había dedicado a ponerse al día. Había visi-
tado todos los museos y leído a los más prestigiosos autores clásicos y contemporáneos.
Tenía un abono en el Auditorio Nacional y a la ópera iba cada dos por tres. Por las tardes
moteca del cine Doré. A este paso, dijo, me voy a convertir en mi madre. Pero quería salir,
conocer gente, estar al día, y conforme trasegaba dobles de cerveza esa necesidad perdió su
aspecto jovial y deportivo y empezó a parecer ansiosa. Nos estábamos comiendo unos bo-
querones con alcaparras en la taberna Angosta y de pronto tragó un bocado y dijo: yo que-
ría esto, Güino, yo quería un trabajo que no tuviese nada que ver con las leyes, y salir a
tomar cerveza por las tardes, y vivir en pareja con alguien a quien le gustase ir al campo y
Hablando de leyes, dije. Entonces le expuse el caso que me traía entre manos. Me
dio un poco de vergüenza pero me saqué del bolsillo un papel doblado con las preguntas del
examen. ¿Tienes un boli?, dijo ella. Yo había sacado para la ocasión de la caja donde la
tengo guardada la Sheaffer años treinta que me regaló Remedios. Ella tachó las preguntas
selo, dijo. ¿El qué?, dije, mientras dudaba si avisarle de que la pluma se cerraba a rosca, no
a presión. ¿Y esto es lo que piden para ser modelo?, contestó. Sí, le dije, a lo mejor te inte-
resaba. No sé cómo decirle que me quiero separar, dijo. Y añadió: por lo menos quiero
comparar. Me gustaría estar con otra persona para saber si lo poco que yo siento es culpa
de que no me gusta Javier o de que no me gusta el sexo. Me parece razonable, dije, por de-
cir. Quiero no tener que amar a nadie por narices, estar lejos de tanto compromiso. Había
No era sexo lo que quería Eva. Ni yo tampoco. Ella había vuelto con la historia del
amigo que acompaña a la heroína trágica y se da con ella paseos por el campo claro de
Tomelloso a ver si se le aclaran también a ella las ideas. Y luego vuelve porque los quiere,
o no vuelve. Ahora Eva estaba leyendo otra novela en la que una mujer va a pasar unos días
con un amigo pero se queda con él toda la vida, y sólo se separan cuando alguno de los dos
tiene necesidad de enamorarse con locura durante unos días. Y esto, que ahora sólo podía
estar escrito en las novelas, era la familia del futuro. Y en el fondo era lo que ella creyó ver
en Javier cuando accedió a casarse con él. Siendo optimistas, casándose había conseguido
ser feliz tres días a la semana, el tiempo que Javier pasaba documentándose para sus repor-
tajes. Y en esos días acopiaba fuerzas en los actos culturales y se levantaba esa mañana
segura de decirle a Javier que no era eso, que no era eso. Pero Javier la interrumpiría para
darle besos, para contarle lo que le hubiera sucedido durante el viaje, y llamaría por teléfo-
no a su suegro porque dentro de quince días abren la veda de la codorniz y hay que tenerlo
todo preparado. Ahora Javier se había hecho cazador. Y quedaría para comer el domingo en
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Mirasierra y por la noche le repetiría que es el momento oportuno para tener un hijo. A Eva
casa o en las tiendas de Serrano ya era para toda la vida. Por eso quería marcharse y dejarle
una nota, porque viendo a Javier en persona la intimidaba, no le dejaba tiempo para hablar.
Por eso me pedía un favor: que la alojase unos días en mi casa. Necesitaba un tiempo, un
par de semanas como mínimo, para parar el carro y saber qué debía hacer con su vida.
me unía con Javier. Le dije, en último término, porque la cerveza la puso un poco imperti-
nente, que a la semana siguiente yo me iría de vacaciones, que entonces, si quería, le podía
dejar las llaves e instalarse ella sola y a sus anchas sin necesidad de que tuviera que inhalar
la trementina del estudio. Yo tenía previsto marcharme a algún balneario barato a que me
diesen unas friegas, porque Violeta no cumple los años hasta el día veintidós y estábamos
empezando el mes de agosto. Pero tampoco le comenté mis planes. No me gustaba nada la
idea de llevar a una mujer maravillosa colgada del cuello, la responsabilidad angustiosa de
hacerla feliz. Yo también necesito tiempo para mí mismo, pensé. Eva fue contundente:
Güino, me dijo, o lo hago ahora o no lo haré nunca. ¿Y qué le vas a decir a Javier? Le es-
cribiré una nota. Le diré que no me busque, que necesito pensar. ¿Y a tus padres? A mis
padres les diré que me he ido a casa de un amigo. Por ellos no hay problema. En el fondo
les haré un favor. Pero no te preocupes, decía Eva, y me cogía la mano y yo veía su escote
un sonoro beso en la mejilla. Eres estupendo, dijo. En cuatro ratos que he estado contigo te
tengo ya más confianza que después de todo este tiempo con mi marido. Mantuvo una son-
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¿Ahora?, dije yo, un poco asustado. Javier viene mañana, dijo. Si no lo hago ahora
tendré que esperar a que se vaya otra vez de viaje, y volveré a necesitar varios días para
decidirme, y quizá entonces te busque y ya te hayas ido. Sólo tengo que recoger una bolsa y
una maleta.
La bolsa la llevaba ella, pero a mí me tocó cargar con la maleta, que pesaba horro-
res. ¿No llevarás aquí a Javier, verdad?, le dije mientras bajaba congestionado la maleta por
la escalera. En el taxi me contó lo que llevaba. Eran los apuntes de la oposición a juez. No
es que quisiera volver a estudiar, sino que no podía desprenderse de ellos. En el fondo, des-
pués de todo este tiempo y aquel fracaso morrocotudo, era lo único que le apetecía conser-
var. Todo el mundo pensaba que eran esos apuntes lo que la hizo anclarse en una indiferen-
cia tan preocupante por las cosas de este mundo. Así lo pensaba, por ejemplo, su hermano,
que lo estaba pasando fatal con el asunto de Rosita. Ya se están arreglando, le dije. Eva me
informó de que su hermano la tenía al tanto de todo, y también de que Rosa había prorroga-
do un segundo encuentro hasta después del verano, y eso había vuelto a sumir a Eduardo en
la tristeza. ¿No has pensado en pasar con él una temporada?, le dejé caer. Mi madre tam-
bién querría que me olvidase de los exámenes, contestó, y mi padre considera que ya no las
sacaré jamás, y que si las saco no llegaré más allá que mi hermano, a ser un juez de segun-
Unos creen que esta maleta me arruinó el pasado y otros que el futuro, pero yo la quiero
conservar. En esta maleta no va Javier, dijo, voy yo. Al decírmelo no puso cara de enferma
mental, que habría sido lo más verosímil, sino el gesto firme y preparado para la sonrisa de
quien por fin respira. Todo lleva su tiempo, dije yo, con aire filosófico. Es cuestión de espe-
rar, dije. Ella me miró, esta vez sí, con los ojos algo desorbitados. Es que yo a quien com-
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Esa noche nos tomamos la última cerveza tumbados en el suelo del salón, mirando
los apuntes. Eran una obra de arte. Me explicó que había partido de los temarios oficiales,
pero los había ido comentando en los márgenes con anotaciones sacadas de la biblioteca de
desde el índice al último manojo de casos extraños de difícil solución. La letra impresa de
los temarios estaba señalada en seis o siete distintos colores fosforito, y entre las líneas y en
los márgenes había un enjambre de miniatura china con sus apuntaciones, y cada hoja del
temario tenía cosidas varias otras hojas con desarrollos de las leyes y casos y números y
esquemas y fotocopias. En total, me dijo, hay dos mil doscientas páginas. Y todas me las he
El primer efecto que tuvo la entrada de Eva en casa fue que volví otra vez a los di-
drama. Eva habló con él por teléfono y lo dejó todo claro. Por si las moscas, yo también lo
llamé y sólo me dijo que cuidase de ella, que lo que le pasaba era que no soportaba vivir
sola, pero ahora él tenía que aprovechar la oportunidad de este nuevo trabajo. En menos de
quince días terminaría con una serie de reportajes sobre la España miserable que tenía pre-
Pero eso no tenía nada que ver con lo que me decía Eva. Eva hablaba de un Javier
desesperado, del disgusto que estaba dándole a sus padres, de que no podía vivir sin ella.
casa no respondió a ninguno de mis miedos, yo podía desearla en secreto sin que ello per-
turbara mi comportamiento. Cuando uno vive con alguien por primera vez tiene la oportu-
sostener. Yo fui el amigo pulcro, muy ordenado, muy tranquilo, con mucha vida interior.
Volví al libro que me había regalado el cura aquel de la casa sacerdotal maragata, El
rapto de los modelos. Quizá eso tuviese que ver con cierta rehabilitación moral. Ahora que
por fin y durante un par de meses por lo menos no tendría que posar, me sentía más orgu-
lloso de mi verdadera profesión. También influyó que Eva, durante las comidas, durante las
tu alrededor todo aquello que pueda perturbarte, y al final te acabas dando cuenta de que
todo es perturbador, unas cosas más y otras menos. Le comenté (se me escapó) que yo me
había quedado con el encargo de escribirle las dos redacciones a Lourdes. Eran deslices de
Ya puestos a tenerla en casa, yo quería ser para Eva un compañero metódico, muy
reservado, que apenas habla de sí mismo y jamás se deja llevar por esos ofrecimientos de lo
mejor de uno mismo, ese instinto servil hacia quien queremos conquistar. Lo de las redac-
ciones era algo así. Lo hacía un poco para compensar el espectáculo de ignorancia constitu-
cional que debí de darle cuando le pedí que me resolviera el cuestionario. Era una manera
de compensarlo: eso lo hiciste tú, pero esto lo hago yo, vine a querer decir.
Cada vez que le decía algo a Eva sobre mí, procuraba cumplirlo a rajatabla. Volví al
libro de Karl Schrader por eso. Un día, cuando nos estábamos comiendo el postre, Eva me
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preguntó qué hacía tantas horas metido en el estudio. La verdad es que yo me pasaba el
tiempo tumbado, leyendo novelas baratas, varado como Juan Carlos Onetti, luchando por el
día contra el calor y por la noche contra el insomnio. Eso sucedió durante los dos o tres
primeros días. Estoy ilustrando un libro de Karl Schrader muy interesante que tengo acerca
de los modelos, le dije. Ella mostró todo el entusiasmo que quisiéramos que una mujer
hermosa mostrase cuando compartimos con ella nuestras pequeñas ilusiones. ¿Me los dejas
ver?, dijo. La verdad es que acabo de empezar, sólo tengo..., nada, muy poca cosa. Pero ella
insistió. Y yo me metí en el estudio y a toda prisa, en quince segundos, busqué los mejores
dibujos que hubiese hecho en los últimos ocho meses, desde que se me ocurrió la idea, y vi
que todos eran igual de pobres y saqué la carpeta entera, y le dije: están aquí mezclados, no
Se volvió a sentar en el sofá con la carpeta en el halda, y se puso al lado el tabaco y el ceni-
cero y se encendió un cigarrillo. ¿Preparo un café, dije? ¿No los quieres ver conmigo?, pre-
guntó, ya con el paisaje nevado de Astorga en la mano. Mejor dime tú cuáles son los que
más te gustan, yo dibujo a destajo y luego lo tiro casi todo, dije, sin saber del todo lo que
estaba diciendo.
Mientras hacía el café me temblaban las piernas. Esperé mirando la cafetera hasta
que sonaron las pedorretas. Lavé a toda prisa un par de tazas de la vajilla de la boda y froté
con estropajo las cucharillas de alpaca, que se habían quedado un poco feas. Cuando volví
con la bandeja y la puse encima de la mesita Eva estaba mirando los dibujos con una sonri-
sa blanda y constante, como si estuviera viendo fotos de la infancia. Qué bien dibujas, Güi-
no. ¿Por qué no te dedicas a ilustrar libros para niños? Este del violinista que está pescando
cangrejos es una monada, y estos paisajes son muy tiernos, y estos monigotes son ideales.
¿Cuál es el que más te gusta?, le pregunté. No sé, todos son muy..., son como un peluche. A
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No estaba nadando, se estaba ahogando, pero eso yo no se lo dije. Era el dibujo del
modelo romano de Karl Schrader y por eso, al día siguiente, nada más levantarme de la
cama y desayunar me metí a fondo con el libro. Eva, por las noches, cuando terminábamos
enseñando los deberes, y a ella le encantaban. Dibujé entonces la historia del modelo que
huyó de Franco metido en un convento, haciéndose pasar por una estatua sedente. Dibujé
monigotes que en vez de parecerse a mi hija parecían modelos de Ron Mueck, un poco de
formes, demasiado altos, demasiado narigudos, como retrasados mentales. Dibujé a la céle-
bre Kiki, en un café de espejos modernista, rodeada de hombres angulosos. Huía de los
cuerpos, que quizá no se me den también como los paisajes, y ponía a los personajes en
Eva tampoco salía mucho de casa. Como esas personas que necesitan agradecerte a
todas horas que las hayas hospedado, se iba a la compra a media mañana y volvía con can-
tidades exageradas de comida, compradas sin orden ni concierto, sin reparar en gastos ni en
medidas. Vio por la cocina las 1.080 recetas de cocina que hay en todas las cocinas y se
puso a hacer platos. A mí me daba un poco de vergüenza. Era como tener a una mujer ma-
ravillosa en casa que además te hace las faenas. Se lo dije, le dije Eva, tómate las cosas con
calma, haz una vida normal. Si vamos a estar los dos juntos compartiendo la casa, compar-
tiremos también las tareas. Mejor hacemos cada día uno la comida, y por la limpieza del
baño no te preocupes porque ya lo haré yo. Tú lo que necesitas es tomar el sol en la terraza,
Así conseguí que no hiciese todos los días aquella basura de cocinera principiante,
388
todo chorreante de mantequilla y las especias echadas a voleo, la carne sin hacer o reque-
mada, el pescado desmigajado, la sopa transparente, todo soso, todo salado. Yo la devolví a
la realidad con unas verduritas fritas en aceite de Baena, con unas ensaladas frescas de al-
bahaca y con un lomo a la sal con salsa de arándanos que lo puedes dejar hecho y cuando
vuelves del vermut está muy rico. Hablamos muchas veces los dos en la cocina mientras se
hacía una paella, del equilibrio de los sabores y del placer de ver cómo progresa el arroz y
se va chupando el agua. Le enseñé a hacer canelones. Ella era un poco patosa, pero lo que
yo le dije: con tal de que no te cortes un dedo, lo demás lo aprendes en seguida. Ella me
decía que cortase yo la cebolla, que lo hacía como el cocinero de la televisión, que le gusta-
ba verme hacerlo. Y yo entonces me comportaba como esos camareros de toda la vida que
de pronto tienen que hacer de extras en una película trabajando como camareros, y sólo se
preocupan de hacerlo bien y muy deprisa, siempre más deprisa de lo que lo han hecho toda
En cuanto al baño, y como yo soy tan sensible para los olores, también le dije que
no se preocupase. Le dije que, por culpa de mi trabajo, el baño era como mi sala de estar.
Todos los días me llevaba mucho tiempo afeitarme la barba y el cráneo y el cuerpo, le dije,
y era falso, pero fue otra de esas mentiras con las que tuve que ser consecuente. Le dije, y
eso sí era verdad, que todos los días tenía que untarme de crema hidratante desde el cogote
hasta los pies. Le dije, y eso era mentira, que todos los días utilizaba una toalla limpia, y
que me gustaba por lo menos repasar cada mañana las lozas del baño. Pero que eso, como
modo que me quedaría más tranquilo si me ocupaba yo de ello. Lo habría dicho de otro
modo, pero un día me la vi frotando la taza del váter con el estropajo del bidet, y quedé
horrorizado.
389
Toda esa faena innecesaria que mi precipitación había provocado (en vacaciones yo
depilo y desde que vivo solo a veces ni siquiera me cambio de ropa) hizo que alterase mis
horarios de un modo que, en principio, yo creí que sería bueno. Me imaginaba que levantar-
se todos los días al amanecer en vacaciones era algo muy bonito que me daría para terminar
alguno de los paisajes de la terraza, pero si quería hacerlo todo debía salir de la cama a las
cinco de la mañana, hacer en el baño todo lo que yo quería hacer antes de que amaneciese
para tenerlo como los chorros del agua cuando se levantase Eva, que también, molturado su
cerebro por los horarios de la oposición, se levantaba muy temprano, nunca después de las
ocho u ocho y media. Eso exigía, por ejemplo, que después de comer, con el pretexto de
retirarme a leer un rato, yo me escoscase unas siestas de legionario, y a las siete de la tarde
volviese a tomar posesión del baño para acicalarme antes de salir a dar un paseo.
A esas horas Eva y yo nos íbamos a conocer Madrid. Eva tampoco conocía Madrid,
tampoco había paseado por sus calles, y los nombres de Malasaña, Lavapiés o Carabanchel
le sonaban a mezcla de leyenda o zarzuela o cuento para niños. No se había dejado llevar
por el parque del Oeste ni había visto paseando por Rosales a los matrimonios y a los due-
ños de los perros, a los jóvenes sentados en las barbacanas, dándose besos. Ella iba en taxi a
todas las actividades culturales. Desde pequeña fue como blindada a todas partes, con el
grupo del colegio hermético de monjas a lugares elitistas o en el coche oficial de su padre
hasta el garaje del Tribunal Supremo. Todo el vecindario de Mirasierra salía de su casa mi-
rando a todos lados, y fuera de su barrio, a no ser que no fuese por Serrano y cuatro calles
más, el mundo sonaba como a sórdido lugar donde andan sueltos los criminales.
Todo lo que veía era nuevo, y yo se lo explicaba. Traté de ir a los sitios donde me
había pasado algo que me gusta recordar. También fui a los que yo frecuentaba con su ma-
390
rido, cuando salíamos juntos a tomar copas. Yo no es que quisiera estar nombrándoselo a
cada momento, pero tampoco quería que aquellos antros con humo de porro, aquellos mote-
ros barrigudos y aquellas mujeres pringosas cargasen sobre mi biografía. Otras veces iba a
sitios que no había frecuentado jamás, porque representaban lugares de una memoria escu-
chada, un Madrid de los otros que yo nunca supe si existía. La calle de la Madera, muy cer-
ca de la otra escuela de Artes y Oficios, la que está en la calle de la Palma. Allí vivió mi
suegra cuando era niña y mataron a su padre. O por las tabernas de Bilbao, que yo dejé de
frecuentar cuando empezó a ir por allí mi hija con su amiga Almudena. O por lo que queda
de la vista que mis personajes de novelas más queridos han visto desde el Viaducto de la
calle Segovia.
Un domingo la llevé a los toros. Era una de aquellas espantosas corridas de agosto
que sólo gustan a los muy aficionados. Toros broncos, mansos y peligrosos, y toreros sin
suerte que se juegan el único contrato. La plaza estaba medio vacía y los turistas japoneses
se marcharon a mitad. Yo creo que la única que se lo pasó bien fue Eva. Habíamos estado
picando algo por ahí, tomando unas cañas por las callejuelas del Rastro, comiendo gambas
entre la multitud del Cayetano, y después habíamos cogido el metro y nos marchamos a los
toros. A todo esto, las doscientas cincuenta mil que me habían venido del cielo se me de-
rramaban de los bolsillos. A Eva la llevé a barrera de sombra, al lugar adonde Alfredo me
dijo muchas veces que había ido por la cara como acompañante de mujeres importantes.
Para mí era como estar con Ava Gardner. Ese día yo también me daba un aire al Orson We-
lles.
ficado introducir de golpe la pura realidad en una circunstancia tan ficticia como aquella.
391
Eva no es que quisiera pensar, descansar del amor, reorientar su vida junto a un buen amigo
poner en práctica el personaje que tanto la había seducido, la mujer que después de la tra-
gedia marcha con un amigo. Pero esa mujer, luego, una vez recuperada la orientación, ele-
vada la moral y superado el berrinche, vuelve porque los quiere, y el personaje amigo ya no
sale nunca más. Yo estaba a punto de no salir nunca más en su historia, sobre todo si me
del principio se serenó por completo, y los abrazos fueron tanto más frecuentes como me-
nos significativos. Su conversación se hizo cada vez más abstracta, hablaba del mundo y de
la vida y de la muerte y de una muy delgada pena penetrativa que ella estaba curando con
mi apoyo y mi buen humor. Eva quiso saber mi opinión sobre aquel baúl lleno de papeles
que le habían amargado la vida. Debería quemarlo, ¿verdad?, o estudiármelo otra vez. Sa-
no había sido no saber las preguntas sino no poder hablar. Le dije que la sofrología y la
química tienen eso muy bien estudiado, que ya no hay que exponerse a que el día del exa-
A veces, dijo, estoy hablando con alguien y cuando pronuncio una palabra que apa-
reciera en los apuntes me pongo a recitarlos. No lo puedo evitar. Me levanto por las noches
y cojo un tema de la maleta y me acuerdo de cuándo hice una raya, de cuándo pinté los co-
lores, sé que lo domino y que podría decírselo a cualquiera. Unas veces quiero que se me
empiece a olvidar del todo. Sacar un día una hoja y saber que ya no puedo recitarla de me-
moria. Pero otras veces no puedo soportar la idea de renunciar a eso. Apretar a una tecla y
Quizá necesites ayuda, dije. Ya no voy a tomar más pastillas, dijo ella. No me refe-
ría a eso, dije yo. ¿Quieres decir que vaya al psiquiatra?, dijo ella. Mi mujer está de vaca-
ciones, dije. Es una pena porque a ella igual le ha llegado un caso semejante, quizá lo que te
pasa es algo más frecuente de lo que tú te piensas. Si quieres puedo preguntarle, dije. Ya sé
Un día volví del mercado y me la encontré leyendo las Soledades de Góngora. ¿Pero
qué haces con eso, mujer?, le pregunté. Mira que la edad miente, dijo ella, mira que del
almendro más lozano Parca es interior breve gusano. Luego se levantó y se acercó a darme
XI
Cansado ya de padecer, de no saber del todo lo que quería Eva y de arrastrar una
libido de lo más impertinente, un día decidí llamar a una prostituta. Me volví a acordar de
Elvira, la puta normal, su teléfono escrito en un papel que conservaba en el bote de los lapi-
ceros, abajo, con el sacapuntas y los clips. Vivir solo no me ha dado mucha mayor libertad
por lo que toca a mis objetos personales. Siempre puede venir Violeta buscando un libro, o
su madre a por un papel. La separación no sólo no las hizo abstenerse de andar por casa
como si fuera suya, sino que las dos, en los ratos en que no había conversación, se dedica-
ban a husmear las huellas de casi quince años juntos. Se habían ido de vacaciones, pero de
haber estado aquellos días en Madrid Eva me habría supuesto un problema añadido. No nos
El caso es que tenía el papel metido allí como si fuera un secreto, cuando la casa
estaba llena de periódicos por todas partes con miles de teléfonos de contacto y los llama-
mientos más procaces imaginables en sus páginas interiores. Somos nosotros quienes con-
394
cedemos a los objetos su condición de secreto, como si al conocerlos los marcásemos con
un rotulador fosforescente. En eso Remedios era un lince. Y esperé a que Eva saliese a la
calle, a comprar al mercado, no fuese a ser que al llamar por teléfono me pusiera nervioso,
siempre ha estado en el sitio más indiscreto de todos, en medio del salón. Eva tiene teléfono
propio, pero yo aún funciono con uno viejo que cascabelea cuando suena y cuando estás
Elvira era tan normal que mi primera impresión fue la de haberme equivocado. Una
prostituta que merezca la pena empieza a trabajar desde que descuelga el teléfono. De
hecho, a no ser que veas antes su cuerpo, los datos se reducen a su voz, y una vez que la
contratas le tienes que pagar. No es ir merodeando por la carne con un puro en los labios,
como hacen los jubilados de la calle de la Montera, de conducir por la noche por la casa de
campo en una fila discontinua de coches lentos que hacen eses, ni de entrar en un club noc-
turno ni siquiera en un club selecto, ni siquiera en la casa de putas más cara de España. Es
puta tradicional, el sexo por los ojos. Pero cuando es por el oído el abanico se amplía, fun-
ciona una prostitución secreta, de mujeres que no dan que hablar al vecindario y tampoco
quieren ser captadas por ningún chulo. Y aun en esto hay de todo, incluso mujeres que an-
tes de hacer la compra para su marido y sus hijos se venden casi en el tiempo que les costa-
ría sacar ese mismo dinero de un cajero automático. He oído hablar mucho de todos estos
nos pormenorizaba durante la comida, y si eran demasiado fuertes para Violeta los escu-
la empleada de un taller, pero sí de una secretaria que tuviera nervios mal disimulados en su
primer día de trabajo, como si estuviera llamando a un servicio de fontanería, como si lla-
Quedamos en una terraza de La Guindalera, entre madres que habían sacado a los
niños y alcahueteaban con un bitter sin alcohol. Elvira iba vestida con unos pantalones cor-
tos de cazador, una camisilla de flores diminutas y deportivas blancas. Era la mujer de unos
cuarenta años que se ha arreglado un poco para sacar al perro, el pelo recogido con una
goma ancha que le sirve de diadema y tan solo los labios pintados del mismo color rojo
geranio. La desproporción de no llevar los ojos pintados me pareció muy erótica. Nunca
Pero esa misma normalidad me inhibía, me comportaba con el respeto que uno no
espera usar con una prostituta. No hablo de faltarles al respeto, sino considerar que el sexo,
el ajuste de precio y las pocas palabras son ya una falta de respeto si no estás seguro de
tratar con una puta. Algo me hizo justificarme, hablar del trato como si fuera un favor. Le
expuse, con las mejores palabras, que no estaba tan interesado en el sexo como en que pasa-
ra la noche conmigo, en mi misma habitación, hasta que se hiciese de día, y que me diese
por favor un presupuesto. Ella me miró muy sorprendida, como si se tratase de un error,
pero pronto volvió a su ser y preguntó: ¿interesado en qué? Yo entonces, a decir verdad, no
me di cuenta de nada, si acaso pensé que era la reacción adecuada, ese principio de rubor e
indignación que debe de tener una mujer normal cuando se la toma por una prostituta.
Antes de marcharnos decidí explicarle la situación con más detalle, no fuese a ser
que en algún momento coincidiesen ella y Eva por el pasillo. Le dije: la mujer de un amigo
mío se ha separado y está pasando unos días en casa; yo la veo a ella que no le importaría
396
liarse conmigo, y a mí tampoco, claro, pero prefiero disuadirla haciéndole creer que tengo
novia. Elvira sonrió entonces por primera vez. Parecía más relajada, como si mis palabras
le hubiesen dado confianza. También es verdad que las dije en un tono casi benedictino.
Cuando me levanté a pagar vi por los cristales a Elvira que llamaba por teléfono. Se estaba
haciendo de noche.
Me resultaba difícil hacerme a la idea de que iba acompañado por una prostituta.
Más bien, en cualquier caso, se parecía aquello a la primera cita entre particulares que han
contactado a través de la red. De hecho, podría haber conseguido lo mismo, y haberme re-
sultado gratis, si me hubiese puesto a buscar en ese tipo de sitios. Ligar me hubiera resulta-
do más sencillo. O llamar a Lourdes, que para eso es actriz. Cualquier cosa más barata que
Sí se adivinaba un cuerpo frondoso, pero tampoco muy cuidado, con residuos ma-
aire suplementario de honestidad pero también de haber vivido varias vidas. Estuvimos
picando en una taberna de Santa Bárbara, de camino a casa. Ella sólo bebió agua y no chu-
paba la cabeza de las gambas. No era mala conversadora. Hablaba de las personas, del lu-
gar, del hecho de comer gambas, del hecho de beber agua, del uniforme blanco años cin-
cuenta de los camareros, del calor de Madrid y de las cáscaras del suelo. Yo valoro mucho
en las personas la capacidad de hablar de lo que hay, de tener dominio sobre el silencio sin
yo estaba más cortado que ella: yo estaba cortado y fingía desenvoltura, ella se desenvolvía
bien pero fingía un cierto muy discreto nerviosismo. Yo trataba de corresponder con lo me-
Para cuando llegamos ya no me acordaba del proceso mercantil que me había lleva-
do hasta allí. Eva no estaba en casa, y yo se la enseñé a Elvira como esas personas que le
enseñan el piso a las visitas, y Elvira me daba razones formales y se fijaba mucho en los
Cuando nos metimos en mi cuarto lo primero que dijo Elvira fue que ya se imagina-
ba ella que yo sería un artista o algo parecido. Se supone que con las putas hay que ser sin-
cero, pero las putas admiten otro tipo de sinceridad. El tipo de prostitución que encarna
Elvira es la del sueño posible, con ella ser sincero es soñar. Esta idea estuvo sobrevolándo-
me durante toda la noche. Sí, algo parecido, había contestado a Elvira, quien al contrario
del código mínimo de cualquier puta empezó a contarme detalles importantes de su vida. O
solaz de los clientes. Decirles lo que quieren oír con el sincero envoltorio de la intimidad.
Mi marido también era artista, dijo. ¿Se ha muerto?, pregunté. No, dijo ella, está en la cár-
cel.
mujer lumpen con el marido en el talego, con todo lo que eso lleva de atentados contra la
higiene, malos tratos y quién sabe si enfermedades incurables. Pero eso Elvira lo sabía, y
por eso sonrió: no te preocupes, dijo, no lo metieron por asuntos de drogas. De todas for-
mas, añadió, yo ya me había separado antes. Pero todo esto pasó en el extranjero, hace mu-
chos años. Elvira se sentó junto a la ventana y se encendió un cigarro. Joder qué vistas tie-
nes, majo. Si vieses lo que yo veo te volvías loco. Yo sólo veo la ventana que tengo enfren-
te que da al patio del ascensor. Eso es lo que veo, dijo, pero lo dijo sin resentimiento, como
una forma de halago. En tu trabajo verás muchas ventanas, dije yo. No me pareció que se lo
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tomase del todo bien, pero supo contestar. ¿Y tú, en el tuyo, aparte de cuadros, qué ves?
Veo modelos, dije. ¿Modelos desnudos? La mayoría. Serán más guapos que los que yo veo,
dijo Elvira. Casi me da pena no verte a ti desnudo. Son cuerpos normales, dije yo, entre la
suficiencia y el desengaño. La mayoría de los modelos tiene cuerpos muy normales, dije.
Pero era difícil hacerse pasar por pintor en mi propia casa, es difícil actuar con los
movimientos inevitables de quien está en su casa, era como si me delatasen los objetos. Y
además es algo que yo nunca he hecho. He fingido ser un experto en arte, uno de esos pro-
fesionales como Pilar Guijarro que son como los taurinos, que viven de la fiesta pero nunca
torean, pero nunca he fingido ser pintor ni siquiera dibujante, ni siquiera ilustrador. Nunca
lo he hecho, y detesto a quienes pasan media vida interpretando papeles de bohemio. Algo
me dice que son más las mujeres que soñarían compartir la vida con un sueldo fijo que con
un genio desconocido. Y Elvira era de esas, sin duda. Ya habría tenido bastante con el artis-
pudo haber sido incluso un crimen pasional. Cuando uno alterna con putas se tiene la sen-
sación de que en cualquier momento puede aparecer una historia barata para complicarte la
vida. De Elvira era poco lo que podía sacar. Más bien era una dama de compañía, más bien
era una de esas mujeres que se ganan la vida cuidando enfermos por las noches, y cruzan
las piernas y se ponen en el halda una revista para cuando el enfermo se canse de hablar.
La cama del estudio, la cama que usó siempre Violeta, era sólo de cuerpo y medio y
no cabíamos los dos. Pero yo no quería dormir en esa cama con nadie, no quería que queda-
sen restos de vicio entre los hilos de las sábanas, flujos de dilatada historia como manchas
marrones de grasa que sin embargo, y así lo muestran en los anuncios de detergente cuando
enseñan las sábanas por dentro, aunque no se vean están, aunque no se huelan entran por la
nariz, aunque no se sientan se sospechan. Todo eso era una tontería, una superstición gra-
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tuita, un artículo de fe. Respetamos los objetos de los ausentes como si se hubieran muerto,
como si ya fuera imposible ocultarles nada. Un buen modelo debe aprovechar estas manías
para sentirse mirado siempre, que es la única manera de dominar el cuerpo. La mirada del
otro debe arrasar incluso los actos más íntimos y vergonzosos, uno no debe despeñarse por
ver la televisión, las formas antiestéticas se desprenden del cuerpo como sarpullidos puru-
lentos. Cuando yo hablo, por ejemplo, de estar despatarrado en el sillón leyendo una nove-
lucha, hablo de una postura despatarrada que sin embargo, además de ilustrar el despata-
con ella y fingir y pedirle que fingiese, y contarle detalles de la vida artística y elementos
biográficos espurios para que la conversación no se amorcillase. Así que vives del arte, me
interrumpió al final, después de una sarta de mentiras que al hacerlas verosímiles entraban
directas en el realismo más penoso. Trabajo por encargo, dije, soy un free-lance. Hago ilus-
traciones para libros de texto infantiles, tengo un par de editoriales que me llaman siempre.
Entre esas dos editoriales y una tira cómica que dibujo para un diario de provincias me voy
arreglando bastante bien, dije. Ahora estoy ilustrando un curioso libro de un tal Karl Schra-
der que bla bla bla. ¿Me lo enseñas?, dijo Elvira. Bueno, le dije, en realidad estoy todavía
preparando algunos bocetos, luego tengo que elegir unos cuantos y ponerme en serio con
ello. ¿Y esto también es para una editorial? Sí, dije yo, y la verdad es que tengo quince días
para entregarlo, no sé qué pinto yo con tanta urgencia yéndome de putas, dije, con ironía
inofensiva. Elvira no se dio por aludida. ¿Y cómo entraste a trabajar en esa editorial? Les
envié unos dibujos, dije yo dejándome llegar por un inaceptable ramalazo de soberbia, por-
que también dije: si lo que haces interesa, bastan cuatro rayas para que una editorial compe-
400
clásica pregunta sobre qué cómic leía Elvira de pequeña. Te lo digo, dijo ella, porque a mí
me interesaría mucho que me pasases alguna dirección, algún sitio donde presentar yo unos
dibujos. ¿Tú también dibujas?, le pregunté. No, yo no, dijo ella, es mi hijo el que dibuja
muy bien. Se aplica en los estudios y quiere estudiar arte porque quiere se dibujante, pero
yo no sé, o sea, yo sé que a mí me gustan mucho, yo sé que por lo menos son igual de bue-
nos que estos tuyos, no es por nada, pero yo creo que mi hijo dibuja muy bien, tendrías que
verlo, lo tendría que ver alguien que dijese: pues sí, esto interesa, esto no interesa, porque la
vida está muy jodida y mi hijo tiene que tomar una decisión, y yo no sé si estoy en condi-
ciones de seguir puteando cinco años para pagarle una buena universidad. Si va a merecer
la pena yo hago lo que sea necesario, pero si luego resulta que es uno del montón y la carre-
ra no le sirve para nada, pues oye, que se busque otros estudios, que yo voy a pagárselos
igual.
nombres y la necesidad de apuntalar mis propias mentiras me hizo verlo claro. Yo puedo
hablar con algunos amigos, dije. Si quieres, pásame algún dibujo y veremos lo que se puede
hacer. Por intentarlo tampoco pasa nada, dije, aunque tratándose de lo que se trataba pensé
que así podría desentenderme sin apuros de la situación. Pero Elvira abrió el bolso y sacó
un sobre tamaño cuartilla que parecía el pago de un rescate. Mira a ver a ti qué te parecen,
dijo. ¿Llevas siempre los dibujos de tu hijo por si te encuentras con un artista?, le pregunté.
Ya sabía yo que eras un artista, dijo, como si estuviera bromeando. ¿Ah, sí?, continué la
Lo dibujos no eran malos. Tenían esa exasperación juvenil de cuando uno tiene pri-
sa por contar verdades. Era una estética cómic pasada por la insoportable reducción del
manga y las posturas aprendidas de los storyboards, las miradas torvas y las rayas como
hachazos, los personajes hundidos o violentos que pasean por la noche oscura, esas icono-
grafías celtas enroscadas que utilizan las tribus alternativas, soldados zapatistas en postura
chos pájaros negros siempre por todas partes. Pero había unos al final, uunos que la madre
puso al final porque pensó que eran los peores, en los que había desaparecido como por
apenas deformadas por la caricatura, gente que no tenía la mirada de susto ni de satisfac-
ción ni de malo ni de bueno, bastos retratos de personas, sin apenas matices, pero con una
frialdad conmovedora. Eran dibujos sin alma, eso le pareció a la madre, pero el talento es-
taba en haber prescindido del sentimiento para expresar la vida. Las caras estaban como
vacías, llevaban la cabeza rapada o peinados esquemáticos, pero sus facciones eran con-
temporáneas aunque tuviesen ese hieratismo asirio con la raya de los ojos muy marcada.
Era por lo menos una docena de retratos, o esbozos de retratos, y se notaba que le había
cogido el gusto a no expresar nada, se había dado cuenta de que poner algo en un dibujo
puede ser tan significativo como no ponerlo. Era difícil echar en falta una línea, o pensar
Estos últimos, le dije, me parecen bastante buenos, y en los demás se nota lo princi-
pal, que domina la herramienta. Que sea luego un artista o no ya dependerá de las circuns-
tancias, pero la casa tiene cimientos, dije, un poco demasiado solemne. Yo no quiero que
sea un artista, dijo ella, yo quiero que viva de esto, como vives tú, por lo menos como vives
tú.
402
No me dio tiempo a contestar. Algo así como un murmullo, más llanto que jadeo,
salía de la pared de al lado. No la habíamos oído entrar a Eva. Estaba allí desde el principio.
Nos había oído pasear por la casa dando gritos e informaciones que luego yo no debería
contradecir. ¿Qué había dicho que ella pudiese haber oído? ¿Había escuchado con la oreja
pegada a la pared toda la conversación igual que Remedios alguna vez se puso a escuchar
la tarde? Elvira y yo nos callamos. Era llanto, una considerable chotaina, un berrinche con
hipos y lamentos. A esa muchacha le pasa algo, dijo Elvira. Pues no puede ser que la haya
dejado el novio, dije yo. A Elvira le salió un ramalazo reprobatorio que no me disgustó en
absoluto. Pobrecica, todo le va mal, dije. Elvira preguntó qué le pasaba, pero yo no sabía
resumirle a una mujer como Elvira una vida como la de Eva. Es una niña rica, dije. Se ha
pasado la vida entre libros y ahora no se orienta nada bien. Elvira me miró como si no en-
tendiera. No era momento de reducciones irónicas. La verdad es que no sé por qué llora,
dije. Los lamentos llegaron a berridos y el llanto a inconsolable. Elvira no preguntó nada
más. Se levantó, salió de la habitación y llamó a la puerta de Eva. Yo fui tras ella, pero no
quise entrar. Elvira sí lo hizo, y se fue a sentar en el borde de la cama, y cogió la cabeza de
Eva, arrodillada sobre el colchón, cabizbaja y lloriqueante, como nos imaginamos a un pre-
so cuando se queda solo ante su condena. Elvira lo primero que hizo fue abrazarla. Ninguna
salía el aroma de las horas que Eva pudo conciliar el sueño, de su ropa en la butaca, del
calor de la noche, del aire que no se movía. El olor me excitó como nunca, pero no era si-
tuación de pensar en esas cosas. Elvira no dijo nada, no preguntó nada. Se limitó a pasarle
una mano por la melena cuando Eva se derrumbó sobre su pecho. Componían una figura
Voy a ver si hay algo fresco en la nevera, fue lo único que se me ocurrió decir. ¿Qué
queréis, cerveza o cocacola? No me contestaron. Pero yo creo que estaba haciendo lo que
debía. Yo no tenía suficiente confianza con ella para consolarla de esa manera. Elvira lo
hizo y ni siquiera le había visto la cara, pero eso no significa que fuese un asunto femenino.
Eso sólo significaba que Elvira lo había hecho alguna vez y yo no lo había hecho nunca.
siquiera con Rosita. Ni siquiera con Remedios. Ni siquiera con Violeta. Y eso tampoco
indica una especial frialdad por mi parte. Sólo implica que ninguna de las tres ha llorado
Porque no era un desconsuelo normal. Era una erupción superior al dominio de las
formas, un haber estallado por fin de su pena muy delgada y penetrativa, un haber arrojado
por fin su interior breve gusano. Parecía como recién terminado un exorcismo. Me pregunté
si llevar una bandeja con las bebidas al cuarto de Eva, en medio de su olor, o ser un poco
más respetuoso y colocarlas en la mesita del salón. No había más que una bandeja muy
grande, una bandeja de camarero que robé cuando era joven, y las bebidas quedaban un
poco poco. Así que abrí también una lata de aceitunas rellenas y una bolsa de gusanitos.
Desde la cocina oí que hablaban, pero no lo que decían. Vi la bandeja llena del aperitivo y
me pareció un poco cateto, así que tiré los gusanitos a la basura y volví a meter las olivas a
la nevera y dejé la bandeja donde la guardaba, y cogí unos botellines con la mano y unos
vasos de duralex. Cuando estuvo todo preparado, me acerqué a la puerta y dije, en el mejor
tono posible: venga, chicas, vamos a tomar un poco el fresco a la terraza. Sí, dijo la voz
almohadillada de Eva. Lo dijo con ese tono de capitulación que tienen algunas personas
cuando se les empieza a pasar el berrinche, ese falso sobreponerse de golpe y ser ella la que
va como hipnotizada por sus lágrimas a la nevera para ponerse a servirlo todo, casi había
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que guiarla con el brazo, decirle que no hiciera nada, que saliese y se tumbase, que las be-
Y de pronto Elvira fue como si estuviera viviendo con nosotros, con el mismo do-
minio de la situación física y mucho más de la situación emocional. Salimos, ellas dos se
tumbaron en las tumbonas y yo me saqué una silla. Las dos estuvieron calladas, mirábamos
las estrellas, yo cogí un dolor de cuello que todavía si hago giros violentos me lo noto.
Cuando se hubo calmado casi del todo, Eva lanzó un largo suspiro, un suspiro con espas-
mos, y dijo: ha llamado Javier. Yo bajé la cabeza. Debió de ser en ese movimiento brusco
cuando me jodí un fascículo clavicular. ¿Y qué ha dicho?, le pregunté. Qué bien se está
aquí, contestó Eva, en ese tono de resignación cristiana con que interpretamos la ceremonia
del agradecimiento. ¿Está bien? Insistí. No era Javier, dijo ella, era de un hospital. ¿Un
hospital? Está bien, dijo Eva, no he hablado con él pero está bien. ¿Ha tenido algún acci-
dente? Es un hospital psiquiátrico, dijo, y por un momento pareció que reventaba de nuevo
a llorar, pero pudo sobreponerse y continuó. Me han preguntado si había tenido antes algún
Les he dicho que no lo sabía, dijo, y empezó a llorar, y lo único audible que pudo decir an-
tes de que la anegasen las lágrimas fue: dije que ya lo preguntaría... Eva se había incorpo-
rado en la tumbona, Elvira estaba también sentada frente a ella, mirándola como si la tuvie-
se cogida de la mano.
¿Qué se dice entonces? ¿Se dice entonces la verdad? ¿Hay que arruinar el amor y la
salvación de un amigo diciéndole a su novia que está a punto de casarse con un tipo que ha
tenido algún que otro delirio? Me pregunto qué habría hecho Remedios. Quizás cuando
hablamos Eva y yo por primera vez los dos solos en la piscina tenía que haberle dicho: mi-
ra, Eva, te vas a casar con un amigo mío, por lo menos un tipo al que conozco desde hace
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muchos años, y debo decirte que sé de su vida mucho más que tú, entre otras razones por-
que forma parte del plan de casarse contigo el que Javier no te haya contado su vida, que
tampoco es, por otra parte, nada del otro mundo: la juventud entera bebiéndose los delirios
talento natural no le ofrecía, y como consecuencia de ello, con toda probabilidad, un par de
brotes neurasténicos (yo no me atrevería a llamarlos esquizofrénicos), una vez hace años,
cuando empezó a mearse encima de todos los dibujos que estaban haciendo de su cuerpo
unos estudiantes de tercero, y otra, que yo sepa, no hace ni dos meses, poco antes de cono-
certe a ti, cuando vomitó en una instalación de Joseph Beuys, aunque, como puedes ver, las
dos pueden considerarse actos, no locuras, y si alabamos a quienes hicieron juegos de aguas
Eso le habría dicho, más o menos. Eso le habría tenido que decir. Pero lo resumí de
otra manera: yo no sabía que Javier fuese un esquizofrénico, dije, y no mentí. Elvira me
miró mientras Eva miraba el agua caliente de la infusión. Me miró como se mira a los que
están mintiendo. Quizá no me reprochaba que ocultase algunos detalles más. Quizá sabía
Me da asco. No quiero saber nada de él. No me ha hecho nada. No se ha portado mal con-
migo. Es mi marido. Lo he usado para marcharme de casa y ahora no puedo verlo, no quie-
ro saber dónde está, no quiero volver a verlo en mi vida. Soy su mujer. Qué significa eso.
Yo también le ayudé a cambiar. Los dos cumplimos con el plan. Nos echamos una mano
para salir de nuestras vidas. Tuve que habérselo dicho. Ahora se ha vuelto loco. Pero yo no
estaba contigo ahora. Es raro, dije yo. Cuando hablé con Javier le pareció estupendo que te
vinieses a vivir a casa mientras él estaba fuera, pero tú me dijiste que le habías dejado una
nota diciéndole que te marchabas para siempre. No le dejé ninguna nota, dijo Eva. Entonces
no le dije nada. Le comenté que no soportaba estar sola, que me sentía sola, que tenía mie-
do. La idea de venirme aquí fue suya. Dijo que eras la única persona en quien confiaba.
Pero hace unos días lo llamé. Estaba viajando, iba de Bilbao a Barcelona. Cuando lo llamé
estaba en el hotel. Le dije que no quería volver a verlo. Le dije que me había equivocado.
Le dije todo lo que había querido decirle y no le había dicho. Él estaba lejos. Y yo me sen-
tía segura.
Eva levantó entonces la cara y me miró. Elvira también me miró. Lloro porque te he
puso muy nervioso, se puso un poco agresivo, empezó a darme órdenes y a decirme que me
fuese a casa, que me fuese a Barcelona, yo qué sé. A mí me dio miedo. A mí me da miedo.
Yo le dije que me dejase en paz, que no me movería de aquí porque necesitaba estar aquí.
fondo de hampón gallego sospechoso. Bidón, pensé yo entonces, es de esas personas que se
imaginan afrentas totales, que desean que alguien los ofenda para descargar justificada toda
la violencia que llevan dentro, por mucha verdura que coman. ¿Pero tú qué le has dicho?, le
pregunté a Eva, a punto de perder la paciencia. Aun en una situación tan delicada, cuando
me miró tan inocente para contestarme le habría chupado las lágrimas. Perdona, dijo Eva,
refiriéndose a Elvira. Elvira tardó en captar el fondo del perdón. No hay nada que perdonar,
dijo Elvira. Eva se perdía con demasiada frecuencia en sus perdones patibularios. Os estoy
arruinando la noche, soy una estúpida, esto es cosa mía, debería solucionarlo yo, debería
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tener valor para solucionarlo pero soy una niña estúpida. Ya lo has solucionado, dijo Elvira.
La solución era irte, ¿no? Si te hubieses quedado, tarde o temprano se habría vuelto loco.
Un momento, dije yo, pero si él se ha vuelto loco es porque Eva se ha ido lejos, y
con esto no quiero decir nada. Pero Elvira no dejaba pasar una: ¿quieres decir que tenía que
haberse quedado con él para cuidar de su salud mental? No es eso, dije. Elvira no hablaba
como las putas. En el hospital me han dicho que ya podía ir a verlo, pero que igual era
pronto aún para darle el alta, dijo Eva. Pero yo no puedo ir. Lo mejor será que nos calme-
mos, dije yo. Mañana, con la luz del día, lo veremos todo más claro, dije, llevado por la
inspiración. Deberíamos dormir un poco, dije. Es verdad, insistió Eva, os estoy arruinando
Cuando nos metimos en el cuarto, Elvira volvió a ocupar su sitio bajo la ventana y
se encendió un cigarro. Me miraba sonriendo. Estoy un poco harto de que la gente me mire
sonriendo, nunca sé por qué sonríen ni por qué lloran. Qué te parece el panorama, dije, sen-
tado en el borde de la cama, después de unos segundos inclinado hacia delante, los codos
sobre las rodillas y las palmas de las manos sobre la parte de atrás del cráneo, acariciándo-
me. El fascículo clavicular había empezado a dolerme de verdad. Me parece, dijo Elvira,
por en medio de un círculo de humo, que este marrón te lo vas a comer tú. De eso nada,
dije. Yo mañana hago las maletas y me voy a pasar las vacaciones al pueblo con mi mujer y
mi hija, como todo el mundo. ¿Tú también tienes miedo?, dijo Elvira, otra vez hablando
Yo lo que quiero, dije, es que me dejen en paz. Y para justificarme le conté todo lo
que me había pasado desde que metieron a Alfredo en la cárcel. Jamás me había sentido
con tanta libertad para contar mi vida, pero Elvira sabía escucharme, era una buena profe-
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sional. Hice encaje de bolillos para no desmentir mis presuntos contratos con editoras de
libros infantiles, lo cual tampoco es falso hasta que no se matice la clase de editora y el
dinero que cobré por ello. Sigo posando, dije en un momento dado, porque posando es
cuando se me ocurren las ideas. Tampoco fue un monólogo. Elvira me contó algunos epi-
sodios de su vida, nombró varias veces, en lugares estratégicos, el asunto de los dibujos de
su hijo. Cuando aún estaba yo contando el robo del palacio Gaudí Elvira dijo: me gustaría
que me hicieses un retrato. Nunca me han hecho un retrato. No estaría mal, dije yo, deján-
dolo correr. ¿Dónde me pongo?, dijo ella. ¿Ahora?, dije yo, ¿es que no hay nada que pueda
esperar al día siguiente? Al día siguiente te vas, dijo ella, y yo quiero saber si eres un artista
de verdad o no.
Estos momentos son muy delicados. La gente va dando siempre motivos para que la
mandes a la mierda. Son esos motivos los primeros que se ven y los que justifican el desai-
re, el orgullo, el arrebato de dignidad. Pero después de esos motivos hay otros motivos, y si
uno es capaz de mantener la calma cuando hieren su orgullo es posible que saque alguna
ventaja. Yo quería sacar la ventaja del sexo, claro, pero, aun tratándose de lo que se trataba,
aun siendo Elvira una puta, me parecía poco caballeroso proponer ese tipo de intercambio,
un polvo por un dibujo, aparte las veinte mil. No hice nada de eso. Esperaba que la fruta
No sé qué decir, dije. Pero empecé por ser sincero: es mi sino, dije, demostrar cosas
a la gente. A unos tengo que demostrarles que soy un buen amigo, a otros que soy un buen
padre, a otros que soy un buen modelo, y ahora me toca demostrar que soy un artista. A mí
la gente rara vez me demuestra algo. Te demuestran que te aprecian, dijo Elvira. Sí, dije yo,
por eso vivo solo, dije, exagerando un poco el patetismo de la situación, a ver si así tomaba
la iniciativa del juego. Elvira reaccionó con un jaque intimidatorio. Tú vives solo porque te
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da la gana, dijo. Yo me defendí con energía: por eso busco prostitutas que parezcan perso-
nas normales, dije. Venga, anda, dijo Elvira, las consonantes se le quedaban pegadas en la
lengua, eso a veces me molesta y a veces me excita. Hazme un retrato y después jodemos,
Quizá era todavía más astuta de lo que yo pensé, porque a mí entonces me salió un
brote de esquizofrenia digna y orgullosa: te voy a hacer un retrato, Elvira, pero no voy a
joder contigo. No sabes tú la clase de artista que soy, dije. Ahí sí que la gané por la mano:
ella no sabía que no tengo tanta capacidad de concentración para excitarme y dibujar bien
Ven, ponte aquí, quítate la ropa, por favor. Barrachina decía en las clases que una
bre todo con sus antecedentes. Él decía que el arte abstrae, y la antropología describe, lo
cual no deja de ser curioso en alguien que siempre odió el arte abstracto, no por ininteligi-
ble sino por decorativo y nada más. El desnudo era pues una abstracción, y la desnudez un
trabajo de campo. Y eso había que casarlo con la rigurosidad y el virtuosismo formal que
predicaba Barrachina. Para un estudiante, pensaba, lo mejor es que lo abstracto sea el mo-
delo, y que aprenda a describirlo como un buen antropólogo, que aprenda a buscar sus pos-
turas más abstractas pero se limite a reproducirlo. Sólo cuando de veras sea un artista sabrá
Son ideas viejas pero útiles. A Elvira le pedí que se pusiera de pie en el centro de la
desnudo o una desnudez. Le pedí que tuviese los pies a dos dedos por la parte del tobillo y a
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cinco por la parte de los juanetes. Le pedí que tuviese rectas las piernas, paralelas, pero que
no retrasase la rodilla para forzar ninguna rigidez, de modo que el efecto de los muslos fue-
se centrípeto. Eso no viene bien en sí mismo sino como la forma más cómoda de mantener
el torso, porque las manos deben caer sin que toquen la cadera. Teniendo en cuenta que la
clavícula de Elvira era bastante corta (y eso producía una cargazón de los trapecios muy
significativa) debía tener las piernas bastante juntas para evitar el roce de las manos en la
medida de lo posible. Le dije que no irguiera tanto los hombros, que no sacara pecho, que
en vez de echarlos tanto para atrás endureciese un poco el estómago sin meterlo. La redon-
dez de su vientre era otro punto de desnudez, pero un punto bastante manido. Con el vientre
y con los hombros se puede hacer mucho lirismo social de circunstancias. Los pechos tení-
an un grado de deflacción inferior al que yo había previsto, a juzgar por otros pechos de
prostitutas de la misma edad ya deformes por llevar apretadísimos corsés unas veces y de-
jarlos luego largas horas a su caída, en posturas y movimientos muy desparramados o vio-
lentos que en cualquier caso fomentan su gravedad. En el perfil de los pechos de Elvira, sin
circunferencia, por lo menos hasta el pliegue final que los unía al abdomen. De frente des-
cribían una amplia curva inferior y el pezón no alteraba la superficie del pecho salvo lo
mínimo al final en el botón, y su color tendía a confundirse con el de la piel. Esa claridad
extrema del pezón era un tercer punto de desnudez. En la espalda no se le veía ningún hue-
so, tan sólo la marca del sujetador (otro punto). Lo demás era lo normal en una mujer visto-
sa.
En cuanto a la postura, y como tenía el pelo largo y las caderas pronunciadas, prefe-
rí un escorzo académico, un desnudo en el baño de los de toda la vida, la mujer que se está
arreglando el pelo desnuda frente al espejo y se gira para ver quién ha entrado en el baño
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sin llamar, pero sabe quién es y no le importa. Es más, sigue con los brazos zarzeando en el
cogote y una horquilla sujeta con los labios. Gira la cara y parte del torso, pero de cintura
para abajo sigue de frente al espejo. Y no mira con sorpresa ni como si hubiese sido un ac-
cidente ni mucho menos se tapa ni tampoco se comporta con naturalidad: sostiene una mi-
rada serena y ese es el principio del polvo, o de la paja. Y entonces uno dice: perdona, no
sabía que estuvieses aquí, y ella mira y aguanta la mirada y lleva una horquilla en los la-
bios, y en el segundo que dura pedir disculpas uno tiene que tomar la decisión de desviar la
mirada y marcharse.
harías si estuvieras en el baño y yo entrara sin avisar. Luego intenté arreglarlo con algunos
tecnicismos. ¿Como si fuera Eva?, dijo ella. No, como si fueras tú, dije. Eva tiene otra pos-
tura, el costado de Eva no es tan estético como el tuyo. Ella está bien de frente, o de espal-
tiene pérdida. Sí, así, como si te estuvieses recogiendo el pelo, pero ahora tienes que girar el
codo lo suficiente como para que me puedas ver bien. Pero no muevas las piernas. Eso. Y
ahora miras. Espera. Toma una horquilla. ¿No tienes tú una horquilla? En el baño tiene que
Salí al baño, rebusqué un poco en la bolsa de los potingues, abrí con cuidado la
cremallera del neceser de Eva, lo olisqueé un momento. Lo dejé todo en su sitio y cogí unas
horquillas que se dejó Remedios y que yo uso para pintar las antenas de los tejados. Volví a
los brazos caídos, los hombros recogidos hacia delante. Tan sólo conservaba los pies en la
posición que yo le había dicho. Era una mujer desnuda esperando, sin ninguna postura. Ni
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siquiera se había sentado hasta que yo llegase. Podía estar así en la cola del autobús, o espe-
Pero los escorzos del baño no le iban demasiado. El punto de fuga estaba en la axila.
Vamos a probar algunas posturas, dije. Siéntate mejor en el sillón. Apoya el brazo izquier-
do sobre el brazo del sillón (un sillón de mimbre donde me siento a leer), pero deja que la
mano caiga. La pierna derecha súbela en el otro brazo del sillón, por favor, y apoya el brazo
sobre el muslo, y la mano en la rodilla. Voy a hacerte un croquis, dije. Dibujé una postura
fácil, segura y provocativa, entre el cómic y Emmanuelle, el pubis tratado con objetividad y
pocas líneas. Dibujé dos pechos en planos distintos, el izquierdo, frontal, con forma de pan,
y el otro, de perfil, apepinado. Me salió bien la firmeza obrera con que pisaba la pierna iz-
quierda en el suelo, la deformación robusta de su muslo, pero en realidad era una postura de
revista guarra, y ella me miraba como si estuviera en una entrevista de trabajo mientras leen
Ven, dije, quitando la lámina del caballete. Súbete a la cama, vamos a probar de otra
manera. Arrodíllate sobre la cama, pero con las piernas muy abiertas y el torso adelantado,
y los brazos te los cruzas por debajo del pecho. Pero espera, recógete el pelo, como lo tení-
as antes. Elvira esta vez puso enseguida otra postura de calendario, la muchacha que mira al
frente con cara de arrebato, carnosa e insinuante, y con los antebrazos se infla y aprieta los
pechos, y los pezones se estiran, se dilatan. Con la mano derecha, la única visible, parecía
estar a punto de atacar la parte más desgarradora de la copla. Estaba muy provocativa, pero
era una provocación de mujer madura que cuando era joven cantaba en un restaurante de
Parla imitando a María José Santiago. Espera, le dije, en vez de sentarte sobre el pie iz-
quierdo quiero que te sientes sobre el pie derecho, y baja los brazos, sí, no te juntes los pe-
chos ni te los oprimas. Ella entonces me miró, al principio, como si hubiese creído saber de
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su cuerpo más de lo que sabía o aquello no consistiera en posar en pelotas como las chicas
de las revistas guarras. Entonces me miró seria, digna, los labios no apretados pero sí muy
firmes, la cara más cuadrada, la nariz más ancha, la mirada más fría, con seriedad profesio-
nal. Separada del cuerpo su cara podía representar a una mujer asistiendo a misa, una mujer
de sobria fe que se sienta confundida entre los feligreses y no hace alharacas de beata. La
mano que se apoyaba en el abdomen, en vez de estar a punto de un pase de pecho, estaba
puesta con rigidez, como hacen esas personas que cuando se cruzan de brazos no dejan
suelta la mano que no se apoya en el antebrazo sino que juntan los dedos y los pegan al
cuerpo en señal de respeto. Era, sin duda, la postura más desnuda de todas, lo suficiente
forzada para que diera impresión de primera vez, lo suficiente seria como para retratar un
Podía haberle hecho un dibujo rápido, o pintar una acuarela en menos de media
hora, pero quedaba casi toda la noche, no eran ni las tres de la mañana, así que decidí pin-
tarla al óleo. ¿No querías un retrato?, dije mientras puse un lienzo grande sobre el caballete.
Es un bastidor que preparé hace tiempo, para cuando terminase de pintar los tejados que se
ven desde la terraza. El estudio, con la cama y los enseres, se había quedado pequeño, de
modo que apenas pude hacerme sitio donde estaba el sillón, de espaldas a la ventana. Por
nerme una boina y un mandil, como mi querido Palmaroli, para meterme todavía más en el
papel. Pero la realidad es que me lo había tomado en serio casi sin querer. El último cuadro
que pinte al óleo antes de ése me costó dos años y medio, en sesiones de cero a quince pin-
celadas, sin ninguna prisa, pero ahora tenía que pintar antes de que se hiciese de día, como
en una partida rápida de ajedrez, sin pararme unas horas a que la pintura se secara en mi
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cerebro. No había margen ni tiempo para decidir, cada decisión no era buena o mala en sí
misma sino en la capacidad de ser coherente con ella cuando tomara la siguiente. Y la pri-
mera que tomé fue colocarle un espejo a Elvira detrás de la cama para que se le viese tam-
bién la espalda.
Hice un bosquejo de trazos ondulados con el carboncillo, las potentes curvas de sus
piernas, los brazos, el pecho, el vientre y el pubis. Hice con mucho aguarrás unas cuantas
mezclas frías de siena tostado y ultramar oscuro, de violetas y azules plateados. Con unas
cuantas manchas flojas para el cabello y el pincel cargado de carmín y de violeta esbocé lo
que después sería la cabeza. Pintaba con la luz sin sombras del tubo fluorescente, y mi úni-
ca concesión al calor y a la tierra era una puntita de siena tostada en mezclas donde sobre
todo había blanco y azul y el rojo imprescindible. Para las partes del cuerpo más ilumina-
das, mezclaba el blanco y el naranja con el rosa pálido, pero dejaba gruesas pinceladas
blancas sin mezclar. El entorno lo manché con las sombras azuladas de las sábanas, y en
vez de la terrosa estantería el espejo lleno de aguarrás. El pubis y la sombra de la pierna los
pinté de colores limpios, incluso siena y amarillo, pero dejé violetas en el rostro, y en las
partes más iluminadas añadí rosas claros y rojos geranio. Pero el conjunto seguía frío.
Para penetrar en el calor fui depositando los colores en lugares muy concretos: el
rosa pálido frío blanqueado para la zona iluminada del muslo y el pie, pero ya un rosa más
fuerte, caldeado con carmín, para la media luz, y el ocre y el naranja cálido para las zonas
iluminadas pero tampoco tanto. Hice carne con tierra quemada, con blanco y azul, para
pintar la sombra de la pierna, pero las sombras rotundas y transparentes del muslo izquierdo
y la rodilla derecha las pinté mucho más limpias, llenas de carmín y de violeta. Para que el
fondo respirase puse también un poco de negro en el cuerpo, y en el pubis fui limpiando los
Recuerdo que estaba amaneciendo y yo aún no había empezado la cara. Los rasgos
que había ido dejando le hacían rostro de mujer distante, de facciones duras y achatadas,
mandíbula un tanto rígida y labios de disgusto, de silencio en medio de una grave discu-
sión. Pensé que lo solucionaría con los ojos, que le daría la dulzura que se me estaba esca-
pando, pero sólo pude conseguir unos ojos velados de violeta, una mirada lejana y un poco
triste, de profunda falta de carácter, todo el enérgico carácter que subía de sus brazos cru-
zados hasta los labios firmes y la inclinación casi altanera de la cabeza, pero se diluía en un
desnudez de las junturas, aquellas partes del cuerpo que están siempre atravesadas por una
goma, la parte de la cadera por donde pasan las bragas, la parte de la espalda por donde
pasa el sujetador, y el nacimiento del culo. No me cebé en los trapecios, que es donde más
El resultado, con la luz del día, era algo así como una amante enfadada en la
conversación que siguió al sexo, indignada por algo que el amante está diciendo, o que no
dice, desengañada siempre del mismo final, con una pose de fondo más propia de quien
está vestida. Me salió una cosa muy vulgar, muy de curso de retrato al óleo por correspon-
dencia. Lo mío eran los monigotes y me había metido en camisas de once varas, sobre todo
Elvira no logró, aun con normas tan claras y tan estrictas, mantener la misma postu-
bro, o tenía que estirar las piernas y se apoyaba en la cama y se despatarraba en movimien-
tos forzados que son los que a mí me hubiera gustado retratar. Una cosa es lo que alguien
enseña y otra lo que se le ve, sobre todo mientras cambia de postura. Fue a la cocina varias
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veces, se comió tres manzanas y se fumó un paquete de fortuna, y aún estuvo mucho tiem-
po tumbada, mirando al techo y contando su vida. Me contó entonces con pelos y señales lo
del marido artista, cuando vivió en el extranjero, pero eso ya no tengo ganas de contarlo.
Cuando terminamos estaban gritando los vencejos por las azoteas, quizá por efecto del cua-
dro veía violetas por todas partes. A mi hija le puse violeta porque es un color a prueba de
¿Te gusta?, le dije limpiándome las manos con el trapo. Elvira estaba muy cansada.
Casi la mayor satisfacción había sido hacer que alguien comprobase en sus carnes la difi-
cultad tan despreciada que entraña mi profesión. Ella estaba contenta. Nunca me habían
hecho un retrato así, dijo. Es muy bonito. Dijo eso varias veces, en distintas formas, sin un
solo juicio crítico, sin ninguna observación artística, sin preguntarse siquiera si se parecía o
no, si ella era tan fría y tan triste o no, si su cuerpo era ese o no era ese. Estaba contenta y
agradecida, se conoce que el marido odiaba la figuración y jamás le hizo un retrato. Muy
bien, dijo, otra vez, me gusta mucho, y me dio un beso en la mejilla. ¿Me lo regalas?, dijo.
Claro, claro, faltaría más, pero antes tendré que acabarlo. ¿No está acabado? Está poco más
que empezado, dije yo, por decir. Pero a mí me gusta así, dijo ella. Espera por lo menos a
que se seque la pintura, que le dé un barniz, no sé, lo mínimo, unos días para lo mínimo,
mujer. De todo lo que me dijo Elvira mientras posaba, mientras descansaba, mientras comía
manzanas o fumaba cigarrillos, lo que más recuerdo es esto: ¿sabes?, dijo, esa pobre chica,
Pero tú sí sabes dibujar, y eso hace que se sienta segura contigo. La comprendo. Es una
Los locos dan miedo. O es la locura, o la posibilidad de serlo. Nadie ha dicho que
Javier estuviera loco, ni siquiera Eva, que tampoco estaba muy en sus trece. A ella, en el
fondo, tampoco le daba miedo sino aprensión, una conciencia de clase que no sólo afecta al
rango, al prestigio, a la familia, sino también a la salud, como si las locuras de los ricos
fuesen más llevaderas que las locuras de los pobres, o que resultase menos preocupante
volverse loco de estudiar (y de suspender), que sufrir un ataque de celos. Pero él es violen-
to, tiene un fondo violento, lo sé, decía Eva, mientras desayunábamos los tres en la cocina,
Con lo delgado que está y lo amable que es, yo lo he visto a veces mirar de una
forma muy rara, dijo Eva, pero esa forma rara de mirar a mí me había gustado porque no la
entendía y podía inventarme su causa. Yo creía que su causa perdida era el arte, por eso creí
que me había enamorado de él. Hasta que conocí a su familia. Entonces vi esa forma igual
de rara de mirar en un hermano suyo y en su madre, que hablaba muy cerrado y yo apenas
la entendía, pero era una mirada mala, la mirada de alguien que es capaz de cometer un
delito, que incluso vive de ello. Vi la mirada de su hermano y de su madre y todos los ges-
que tenían en su familia. Pero ni siquiera vi entonces que fuese también la mirada de un
Eso no es así, dije yo, mientras preparaba los boles de leche y sacaba de la despensa
las galletas maría y el colacao. Para empezar, dije, Javier nunca ha querido saber nada de su
familia. Yo lo conozco desde hace casi veinte años y hasta que no fuisteis vosotros a Gali-
cia nunca lo había oído hablar de ellos, ni lo había visto irse allí de vacaciones o pasar un
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fin de semana o nombrar alguna vez a su padre y a su madre. Y yo, que me paso de pruden-
te, tampoco se lo pregunté. A lo mejor sólo es una cuestión estadística, pero lo normal es
que los modelos sean huérfanos. ¿Todos sois huérfanos?, terció Elvira. Bueno, dije yo, aho-
ra muchos somos huérfanos de algo porque somos viejos, pero cuando yo entré también
abundaba la especie, no te creas. Así que, dije, desviando la conversación adonde debía ir,
no creas que Javier tiene nada en común con su familia. Incluso desterró por completo el
acento gallego, para que nadie le notase nada. Mi padre es gallego, dijo Eva, todos los ga-
llegos no son así. Me refiero, dije, no a que Javier tenga nada en contra de Galicia, sino que
no quiere saber nada de su familia gallega, o por lo menos no quiso saber nada hasta que no
te conoció a ti. Es más, uno puede ocultar durante veinte años que tiene padres o que es
gallego, pero no puede ocultar que sea violento, o que esté loco. Lo que pasa, insistí, es que
no somos capaces de imaginarnos lo más normal. Estamos pensando que a Javier le dio un
ataque de celos y se sintió mal, pero Javier, aunque no sepa dibujar, es una persona civili-
puedo controlar mis actos, lo más seguro es que acudiese a un médico. Una fractura del
alma está igual de prevista en la seguridad social que una fractura del peroné. Eso sí, lo que
ya no sé si gusta tanto es que te ingresen con una pierna escayolada y nadie venga a verte.
A ti no puede darte un ataque de celos, dijo Elvira. Vaya por Dios, dije yo, con ese
gesto de irónica resignación que tengo tan bien ensayado. Es verdad, abundó Eva, tú eres
muy tranquilo, Güino, tú sabes lo que quieres, y además eres buena persona. Qué gratifi-
cante, dije yo, estar desayunando con dos bellas mujeres que te colman de piropos. Pero,
volviendo a Javier, continué, no veo nada raro en lo que le ha pasado: un padre de familia
sale de viaje y encomienda a su mujer a un amigo inofensivo; a los pocos días, la mujer le
llama diciéndole que si no quiere no se moleste en volver, que ya no lo quiere, que está
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muy bien con el amigo. Eso es, más o menos, como si estás cortando leña y se te va un
hachazo: las posibilidades de partirte una pierna o de que te de un ataque de celos aumentan
en grado considerable. Por eso, Eva, lo primero de todo, yo creo, es que visites al enfermo,
que le aclares bien que el hacha no tenía filo, que no se ha cortado una pierna, que sólo ha
sido un injustificado rasguño. Vamos, yo creo que eso sería lo más normal.
Ve tú, dijo Eva, en tono de súplica ursulina. Yo me voy a casa de mis padres si quie-
res, pero yo no puedo ir. Ve tú y explícaselo todo, por favor, si es que no está con una ca-
misa de fuerza, claro. Hablando de familias, dije, yo debería estar con la mía. Estamos a día
doce de agosto, mi hija cumple años la semana que viene y yo le prometí pasar con ella las
vacaciones. ¿Qué tal te llevas con tu mujer?, preguntó Elvira, que estaba asistiendo a la
sosegada discusión de espaldas, con las piernas puestas en el haz de sol que entra por la
ventana de la cocina. Estaban las dos en bata. Eva llevaba su batita de blonda sonrosada y
Elvira mi blusa de pintor. Al mojar Eva galletas en la leche o quitarse un poro Elvira de la
rodilla se inclinaban y se les veían las tetas. Nos llevamos de cine, dije, somos una expareja
ejemplar. La verdad es que siempre nos hemos llevado muy bien. ¿Y por qué os separas-
lo dejé porque bebía, dijo Elvira. Y tú, dije yo, refiriéndome a Eva, porque no sabía dibujar,
¿no es eso? No del todo, dijo Eva. Nunca nada es algo del todo, dije yo, un poco lanzado.
Pero tú no bebes y sabes dibujar, dijo Eva. Elvira, lejos de atemperar semejante tontería, la
¿Qué más puede pedir una mujer? Porque fue ella la que te dejó, ¿no? Sí, fue ella. ¿Y por
qué?, dijo Eva. No lo sé, dije yo, tratando de zafarme de aquel asedio. Un día cogió la ma-
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leta y se fue con nuestra hija, dije. Yo soy muy educado y nunca le pregunté por qué lo
Las dos rieron como si acabara de contar un chiste. La gente nunca se toma en serio
la verdad cuando es llevada hasta sus últimas consecuencias, hasta su formulación más pu-
ra. La pura verdad no es verosímil. Venga, en serio, dijo Eva, y luego procedió a las retrac-
taciones: qué curiosa y qué estúpida soy, ¿verdad?, perdona que haya querido entrometer-
me, Güino. No te preocupes, no es intromisión, dije, pero no añadí nada. Elvira se incorpo-
ró de su rodilla porosa y dijo: voy a vestirme. Y añadió: ¿vienes? Fue la más estupenda
actuación en una sola palabra que haya visto interpretar a una mujer. Eva siguió mirando el
bol medio vacío, buscando las palabras con los labios, un poco turbada con la claridad con
que había hablado Elvira, su dulce voz ya casi cotidiana, un punto más aguda, con otra dul-
zura suplementaria, por efecto del mensaje, lleno de amor: o vienes a echar un último polvo
antes de marcharme o no quiero que te quedes con esta pájara que no me gusta como te
mira, vino a significar. Hubo un instante sólo perceptible para quien lo está sintiendo en
que se produjo el silencio tenso, la batalla delicada de la mujer que reclama a su hombre a
pecho descubierto, o casi. Sí, dije, yo también quiero darme una ducha. Cuando lo dije creí
que era lo suficiente ambiguo, la contestación idónea para una provocación de amor, casi
con guiño de ojo incluido, pero ahora creo que la gente, sobre todo en esas circunstancias,
no es del todo perspicaz para ver qué mensaje oculto hay debajo de una tontería.
Pero en esos segundos en los que Elvira desapareció por el pasillo y se metió en el
cuarto y su manera de decir ¿vienes? hacía indicar, por lo menos a Eva, que pronto me esta-
ría esperando en la cama desnuda, yo mojé las últimas galletas y cuando iba a meter la cu-
chara para darle vueltas Eva me cogió del brazo, un poco más arriba de la muñeca, y me
miró a los ojos con esa mirada tan abierta de quienes creen que la verdad está escrita en los
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ojos. Era la primera vez que tocaba mi cuerpo, aparte de los dos besos protocolarios que
nos dimos el día que la conocí, en mi casa, cuando Javier Bidón vino diciendo que había
visto la luz, y de los besos que me daba como si fuese mi hermana. Yo le soporté la mirada
me levanté y me fui.
blusón como si lo fuese a guardar en un armario. Tenía las rodillas juntas. Bueno, dijo, es-
pero un ratito y me voy, ¿vale? Me senté junto a ella, me ofreció y un cigarrillo y yo lo co-
una calada profunda al fortuna y dije: ¿te apetece visitar el Monasterio de Piedra?, y solté
un hilillo de humo. ¿Quieres que vaya contigo a ver a tu amigo loco, es eso lo que quieres?,
dijo, pero no lo dijo enfadada, más bien como si estuviera a punto de meterse en un lío que
en principio no es ningún lío, que es lo que piensa en principio la gente que al final se mete
en líos. ¿Y también tengo que hacer de novia delante de un tipo que está metido en un ma-
nicomio? No, no, no, me apresuré a tranquilizarla, iré a verlo yo solo, pero he pensado que
si sólo voy y vengo es un sacrificio que no estoy dispuesto a hacer por alguien que no se lo
merece, pero si además visito algunos pueblos y voy con una chica como tú el viaje puede
No sé yo cómo me tome eso que me has dicho, dijo ella. Dímelo un poco más claro,
anda: ¿por qué quieres que vaya contigo?, dime de verdad por qué quieres que vaya conti-
go. Yo no lo pensé, dije lo que salió por mi boca, me dejé llevar por las palabras. Dije: me
lo he pasado muy bien esta noche, creo que necesitaba algo así, mucho más que el sexo.
Pintándote he tenido una sensación que sucede muy pocas veces, por lo menos a mí. He
sentido que todo era real. Era real gracias a ti que yo estuviera pintando. Era real la conver-
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sación con la pobre Eva. Cuando te has venido para el cuarto, en esos pocos segundos que
sentido lo mismo. Si quiero que vengas conmigo es porque necesito un punto fijo donde
mirar para no marearme. No quiero estar solo, pero tampoco quiero estar con nadie que me
obligue, que fuerce mis posturas. Sólo quiero que me acompañes en el viaje.
ría dar sensación de nerviosismo ni siquiera de rubor. Lo conté como si fuese algo que me
había ocurrido, sin especial afectación, como algo curioso y constatable, como una verdad
dicha sin ninguna expresividad, con esa falta de compromiso con que se les dicen cosas
trascendentes a las putas. ¿Por qué te dejó tu mujer?, dijo Elvira, un poco antes de que ter-
minara el silencio que habían merecido mis sinceras palabras. Dijo que había perdido ya la
esperanza de conocerme, le contesté. Es mentira, dijo muchas cosas pero no dijo eso, Re-
medios no es tan lírica ni tan rimbombante, pero a la gente le cuadra más una frase de nove-
No puedo, dijo Elvira, tengo cosas que hacer. Y tampoco debo. Creo que por hoy se
nos ha terminado el billete, Güino. Gracias por el retrato. Cuando lo tengas terminado, por
esqueletos de coches en las cunetas. Los pueblos tienen nombres áridos, Ariza, Alhama,
Ateca, desiertos blancos, montañas calizas, aldeas polvorientas, la sospecha de que fuera
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del tren el calor sería casi tan insoportable como en Madrid. Cuando pasábamos por la vega
de algún río, y se veían mustias plantaciones de parras sobre terrones calcinados, enjambres
portable que haría en el pueblo y en las dependencias del manicomio. Nos bajamos en La
Almunia de doña Godina, en una estación que ni siquiera estaba destartalada. Los cartelitos
rojos de la renfe, los andenes grises y vacíos, las persianas bajadas de las ventanillas.
burro y enseguida sugirió que le preguntásemos por algún hotel. Traté de convencerla de
que era mejor preguntarle a un guardia municipal, y no por un hotel sino por el hospital
psiquiátrico. A las cuatro pasa otro tren hacia Madrid, dije. Podemos ir a ver a Javier, co-
mer algo en cualquier sitio y volver. ¿A Madrid?, dijo Eva, cualquiera diría que estaba en
Cuando Elvira se marchó de casa, Eva optó por no andarse con rodeos y me suplicó
de todas las maneras posibles que fuese a ver a Javier, que no lo dejásemos tirado, que ella
me acompañaba, se quedaba fuera, porque no quería verlo, pero ella si yo quería me acom-
pañaba, que por favor que por favor que por favor. Yo ya tenía medio hecha la maleta para
irme a Pomona, se lo dije como algo inaplazable, y ella dijo que, total, para ir a Pomona
Pero, nada más decirle que sí, ella no se limitó a respirar aliviada, ni mantuvo la
compostura de quien a fin de cuentas está en una situación límite, en medio de un gravísi-
mo conflicto, con ese rictus de dolor generalizado que hay que tener en las tragedias y en
los lutos aun en los momentos en que puedes abstraerte un poco. Eva no. Eva estaba encan-
tada. Se vistió como si nos fuésemos a hacer turismo rural. Unos pantalones cortos pareci-
dos a los que llevaba Elvira, unas sandalias de andar llenas de gomas ergonómicas, y una
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camisetilla provocativa. Su pelo recogido y sus gafas de sol le daban todo el aire de la turis-
ta danesa que viene a ver los caminos de la España interior. Y yo, aunque no me lo propu-
siese, hacía juego con ella, o ella se había vestido así para hacer juego conmigo, quién sabe.
El señor del burro nos indicó dónde podíamos encontrar el hospital. Puso una cara
un poco rara cuando Eva se echó a correr con sus largas piernas y sus grandes tetas y le
gritó ¡señor, señor, podría decirme dónde está el manicomio! Le preguntó también por un
hotel, claro, por si acaso, por si se alarga, por si nos tenemos que quedar. Y cruzábamos por
las calles del pueblo y Eva miraba las casas y se paraba en las tiendas de ultramarinos, que
le parecían muy bonitas, y me cogía del brazo con frecuencia para llamarme la atención
entusiasmada sobre una señora enlutada o un niño haciendo caca. ¿Y este pueblo fue muy
importante en la época de los árabes, Güino? Por lo menos el calor sigue siendo árabe, dije
yo. Cuando llegamos al hospital, Eva se paró en seco. Yo te espero por aquí, dijo. Voy a
dar una vuelta por el pueblo y te espero junto a la iglesia. Lo dijo con una eventual cara de
pena que no era necesaria. Yo prefería estar sin ella. Con uno solo ya tenía bastante.
Era un edificio del siglo XVIII, liso y laso, tan sólo con algún detalle neoclásico en
las jambas de las ventanas enrejadas. La enfermera de la entrada, muy amable, me dijo que
esperase, que iba a llamar al doctor. Lo llamó así, el doctor, como llaman al médico las
personas sencillas que han visto muchas películas, o como lo llaman quienes tienen con-
ciencia de subordinados, aunque no estén hablando con una persona sencilla. El doctor era
un tipo chaparrudo, cuelligordo, colorado, zaragozano, y hablaba estirando mucho las voca-
les, al estilo de la tierra. Nada, hombre, nada, no pasa nada, dijo, el amigo Javier está hecho
un fenómeno, cuando quiera ya se pueden ir, ahora mismo le firmo un papelico y ya se pue-
den ir. No he venido a por él, dije yo. En determinadas circunstancias hay que ser muy
claro, no sirven los paños calientes. He venido a verlo, dije, nada más. El doctor mantuvo
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aún un momento su sonrisota. Ah, yo, por mí, que se quede todo el tiempo que quiera, dijo,
pero esto hay que pagarlo, ¿eh?, aquí ya unos cuantos días, si quiere seguir... ¿eh?, que esto,
como usted comprenderá, no es un balneario, y además, oye, pero si no le pasa nadá, que el
hombre se sintió un poco indispuesto, nada más, que no deje de tomarse las pastillas para el
miedo y ya se puede ir. ¿Unas pastillas para el miedo? Sí, hombre, sí, pero si es miedo lo
que le pasa, si no es otra cosa, y oye, dijo el doctor, ofreciéndome un ducados, las cosas que
pueden pasarse con una pastillica, ¿eh? ¿Pero a qué tenía miedo?, le insistí. Pues miedo,
miedo, qué va a ser, miedo, que se conoce que perdió el control y el muchacho se asustó un
poquico. Escuche, le dije, Javier ha tenido antes algún brote esquizofrénico, no sé lo que les
diría su mujer pero la verdad es esa, y tampoco sé lo que él les habrá podido decir. A mí me
parece muy bien que sea miedo lo que tiene, pero yo quiero saber a qué tiene miedo. Pues a
Desde pequeño me han educado para ser muy claro cuando vas al médico, para que
entiendan muy bien lo que te pasa, no vayan a equivocarse de pastilla. Tener miedo a sí
mismo, le dije, tampoco es algo que me tranquilice mucho. El médico era una buena perso-
na, acostumbrado a tratar los trastornos del cerebro igual que los del intestino grueso, a
reducir los males a su expresión más acorde con las indicaciones del vademécum. Escuche,
le dije, ahí afuera tengo a su mujer, que no ha querido entrar porque le dan asco los mani-
pinto muy poco, yo me limito a hacer favores. Pero tampoco gano nada. Si me descuido
voy a perder la amistad de mi amigo. Hágase cargo de mi situación. O déme a mí una pasti-
lla para el miedo, porque Javier ha sido siempre un poco agresivo, un poco destarifado,
usted ya me entiende, y además ha estado en estrecho contacto con gente de mal vivir. Es
posible que se haya intoxicado, o que tenga graves problemas. Todo es posible.
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estar está muy bien, dijo, lo que le pasa es eso, que tiene miedo, como todos. Lleva aquí ya
más de una semana y está muy tranquilo. Pero él está mucho más animado, ya lo creo. In-
cluso ha hecho relaciones en el centro, que eso siempre es bueno, y estos días ha estado
paseando con Hans, un interno. No es costumbre que los pacientes de la unidad de corta
estancia se mezclen con los crónicos, pero Hans es buena persona, si vive aquí es por no
estar muy lejos cuando tenga otra recaída, a mí me ayuda mucho con los enfermos, los saca
de paseo, habla con ellos. Su amigo ha hecho buenas migas con Hans.
ceso. Acompáñeme, me dijo, y me metió en una sala para las visitas, un espacio alicatado,
sin apenas muebles, quizás un antiguo lavabo reutilizado, con una mesa y dos sillas, una a
cada lado de la mesa, como son los locutorios de las cárceles, sin nada que los disfrace. Las
paredes eran de cemento y la voz reverberaba, por poco alto que hablases las palabras rebo-
tadas en las paredes de cemento te perforaban el oído como un disparo. Me acordé del ma-
nicomio donde acabó encerrado Charles Lamb, patrono de los modelos. Por la ventana del
La verdad es que Bidón no tenía mala cara. Estaba un poco ojeroso, pero nada que
ver con aquel aspecto de heroinómano infectado de cuando en tiempos tenía problemas de
amor con la pintura. De hecho entró en la sala riéndose, la risa estallaba en las paredes de
cemento. Incluso tenía buen color, se conoce que en el hospital les dan a los enfermos cho-
rizos y morcillas y productos de la tierra. Y pescado, sobre todo pescado, porque eso sí lo
noté desde el principio. Javier olía mucho a pescado. Al principio me pareció una mezcla
más del colodión a que huelen los hospitales con algún cubo de basura que hubiesen dejado
al sol, pero Javier, como buen modelo, siempre ha sido muy mirado para los olores, y yo
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para detectarlos. ¿No te parece que aquí huele como a pescado?, le dije, en una de esas fra-
ses periféricas con que se suelen empezar las conversaciones profundas. Javier seguía rién-
dose. ¡Así que tienes miedo de que me haya vuelto loco de celos!, dijo. Ja, ja. La risa esta-
lo que te habrá dicho Eva. Pobre Eva. ¿Sabes por qué no ha querido venir? ¿Sabes por qué
ha dicho que le dan asco los manicomios? Debería haberte avisado. En estos casos hay que
avisar, supongo. O no. También hay que dar una oportunidad. Todo el mundo tiene derecho
a empezar de cero. Yo empecé de cero con Eva, no quise saber nada de ella, me pareció que
no tenía nada que saber, al menos en la misma medida en la que ella sabía de mí. ¿Le
habrías tú dicho que yo tuve algún que otro problemilla con la cocaína? ¿Le habrías conta-
do que un día vomité en el Reina Sofía? ¿Le habrías dicho que estaba a punto de casarse
con un pringado? Pues no, ¿verdad que no? Y por eso, y nada más que por eso, tampoco era
yo quién para decirte a ti que Eva no está en sus cabales. Ni se ha recuperado del suspenso
cuentro a una pringada como yo. Unos quieren ser jueces y otros quieren ser artistas. Unos
Vaya, vaya, Güino. ¿Así que me tienes miedo? Qué buena persona eres, Güino. Me
vivir le ha impresionado mucho. El pobre estaba acojonado. Ahí has estado bien. ¿Qué ca-
lor hace aquí, verdad? Luego en las habitaciones se está mejor, las de corta estancia dan al
patio interior, son más silenciosas que las de los crónicos, los crónicos están encarados a la
montaña, por el día se abrasan de calor y por las noches sopla un cierzo que los aterroriza,
el aire se lleva sus lamentos. Aquí todo es más silencioso. Los de corta estancia se pasan el
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tiempo dormidos, en realidad yo vine aquí a que me durmiesen, y estuve tres días dormido,
y ahora tengo que estar con unas pastillas para el miedo. En realidad son como amnésicos,
pero el doctor las llama pastillas contra el miedo. Lo de doctor es, más que un tratamiento,
un mote cariñoso. Él dice que el miedo se pasa olvidando, así que algo de razón tendrá.
Después de tres días dormido, lo peor que puede sucederte es que te acuerdes de todo, que
sepas cómo has llegado hasta ahí. Yo sí lo recuerdo porque no me tomo las pastillas, pero
tampoco tengo miedo. Sé lo que hice, sé lo que he hecho, saberlo me está curando. Ade-
más, he conocido a Hans. Él me ha enseñado el modo de recordar sin culpa, sin miedo, sin
vergüenza. Ya ves, un enfermo crónico, un tipo que vive aquí por precaución, eso es lo que
dice el médico, el doctor, aunque lo cierto es que ha encontrado aquí un paraíso barato. Me
gustaría presentarte a Hans. ¿Quieres que nos demos un paseo a ver si lo vemos?
El tren a Madrid sale a las cuatro, dije. No me gustaría hacer noche aquí. ¿Tienes
prisa?, ¿qué prisa tienes, hombre?, estás de vacaciones, estás con mi mujer, puedes alquilar
una habitación para esta noche, te la puedes tirar si quieres, por mí no te preocupes. Si aca-
so, preocúpate por ella, ella debería darte más miedo que yo, te lo aseguro. De todas formas
ni siquiera son las dos, podemos dar un paseo y luego a las cuatro recoges a Eva y os mar-
es horrible. Las calles no tenían sombra, los árboles no daban sombra. Se oían los teledi-
arios en las salas de los pisos bajos con ventanas abiertas de par en par. No había nadie por
la calle.
Voy a contarte lo que me sucedió, Güino. Yo creo que ya estoy preparado para ello,
ya tengo la suficiente distancia. Lo raro de todo esto es que en los tres días dormido no sólo
te eliminan el ansia sino lo peor de todo, la resaca, y las ganas de tomar más alcohol, de
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meterse más coca, de comerse más pastillas. El doctor me dijo que si al final no resultaba
que era miedo sino alcoholismo me metería una pastilla en las paredes del estómago, dice
El caso es que cambié de trabajo. Ya sabes lo que significaba para mí dejar la escue-
la de una puta vez. Ya sabes lo que te dije cuando te presenté a Eva. Tú pensarías que deli-
raba, pero, ¿cuánto hace de eso? Todo ha ido tan rápido. Un cambio brusco, un cambio ra-
dical, o el principio de un cambio brusco y radical, para ser más exactos, llevan muy poco
tiempo. A mí me costó muy poco tiempo ver a Eva y decidir que todo iba a cambiar, que
todo empezaba entonces a cambiar, y ahora, creo, está terminando de cambiar, está cam-
El padre de Eva la dejó casarse porque no sabía cómo deshacerse de ella, pero tenía
mala conciencia y me buscó un trabajo en el que siempre tuviese que estar lejos. ¿Te gusta-
ría ser periodista?, me dijo, y me dio una cita con un tipo amigo suyo del ABC. Ya ves,
Güino, los caminos del cambio trazan curvas caprichosas. Tú siempre dices que el suple-
mento cultural del ABC es mejor que el de El País, sobre todo en la sección de arte. Yo
siempre quise salir un día en la sección de arte, que alguien hiciese una crítica de mis traba-
jos, y luego una retrospectiva. Pero, puesto que no podía ser el entrevistado, me hizo ilusión
ser el entrevistador. Era otro modo de estar en el arte. Es como si no pudiese salir de él. El
tipo del ABC me ofreció ser crítico itinerante, ir por los pueblos y las ciudades pequeñas y
no las has podido leer, sólo aparecen en los suplementos provinciales, la semana pasada
salió una en el ABC de Castilla y León, hice una crónica de un jubilado que pinta más o
menos como tú, un tipo que sigue pintando escenas de siega y de trilla, que llena sus cua-
dros de llanuras y de ovejas. Otras veces he tenido más suerte. En Oviedo conocí a un tipo
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que me dio una idea. Se llama Pepo, y vende su cuerpo, su cuerpo es el objeto, se vende a
universidades para que analicen sus músculos, a hospitales para que prueben sus fármacos,
a empresas de tejidos industriales para que prueben la resistencia al calor de sus productos.
Lo de ser modelo, lo de estarse quieto y posar es para él agua pasada. Él me dijo que los
baños de sueño son estupendos para la salud, me dijo que había estado en Heidelberg, en la
universidad de Heidelberg, como cobaya para tratamientos de sueño, y que es algo bastante
barato que está al alcance de cualquiera. Lo que ellos están probando es el modo de reducir
Era divertido. Digo era, porque no sé si lo volveré a hacer. Ahora Eva ya me ha de-
jado, ni su padre ni el amigo de su padre tienen ya ningún interés en darme un sueldo por
viajar. Lo más probable es que un día de estos envíe una crónica al ABC de Aragón y ni me
hija y a mí. A mí, sobre todo. A ella no tanto, porque no creo que tú la aguantes demasiado.
Quizá tengas suerte y cuando vuelvas a la estación ella ya se haya liado con otro. Créeme si
Habíamos dejado ya las casas del pueblo de La Almunia de doña Godina, nos
habíamos metido en el campo y el sol en el campo era todavía más intenso que en las calles
sin sombra. Leves montículos blancos, sedientos y erosionados, zarzas descoloridas, caga-
rrutas de oveja que brillaban encima del polvo. Bidón seguía oliendo a pescado, llevaba una
camisa y unos pantalones que no eran suyos, una camisa de algodón de manga corta que
podría haber sido de los años sesenta porque llevaba el cuello doble y las puntas ya nacidas,
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unos vaqueros baratos y unas alpargatas viejas. Con lo moderno que has sido tú siempre,
pensé, y ahora vas vestido como un misionero de El Salvador, como alguien que ha encon-
trado alguna luz, y huele a pescado. ¿Se puede saber adónde vamos?, dije. No tengas mie-
do, dijo él. Y caminaba con los pasos largos y decididos del misionero que ya le ha cogido
¿Sabes cuál es la última crónica que envié al ABC de Castilla La Mancha? Pasé por
Contemporáneo. Me había hecho en poco días casi diez mil kilómetros en el coche de la
que enseñan a hacer en las asociaciones de amas de casa, retrospectivas turísticas con cua-
Caja de Ahorros de Zaragoza, me encuentro con tres o cuatro piezas del Cuerpo Español
Contemporáneo. Y era raro, porque ninguna de las cuatro piezas era abstracta. Todo lo con-
trario. Era tan figurativo que casi resultaba étnico. Había una matrona del caribe desnuda de
dos metros de alto portentosa, estaba hecha con los dedos, arrancada de la piedra, crispada
como la piedra y con los ojos grandes y serenos y estrictos y atormentados, una diosa afro-
Y ver aquello me excitó. Me puse tan contento que me fui a cenar a un restaurante
de Zaragoza, y me puse ciego de cerveza feliz de nuevo de haber visto una obra de arte,
algo que me llegó a las entrañas, a mí, fíjate, que hasta hace no más de quince días odiaba
el arte figurativo, y el étnico ya ni te lo cuento, tú lo sabes muy bien. Y me puse tan conten-
to y me puse tan ciego que actué como lo que soy, como lo que era, como un viajante de
comercio, un tipo que vende olivas de baja calidad, que hace crónicas de cuadros que no
interesan a nadie, el día que por fin le ocurre algo, que el trabajo le ha salido bien, que se
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siente alguien importante por decir que en una provincia como Zaragoza está lo más impor-
alcohol me liberó de toda culpa, pensé que tenía derecho a marcharme de putas como un
siempre te ha dado asco. Y seguí bebiendo y hablé mucho. Hablé con un tipo en la barra, un
tipo grande y gordo, tanto como tú, pero más barrigudo y deforme, también más fuerte, un
camionero, y hablábamos de arte. Le conté que yo era un crítico del ABC. Es difícil ir bo-
estábamos juntos hablando. Luego él se metió con una muchacha y yo me metí con otra.
Eran las dos portuguesas, el camionero me dijo que las había probado a las dos y que cada
cual tenía su punto. Había una más gorda que era más tierna y se dejaba que le dieses por el
culo, había otra más joven y más delgada que hacía mamadas pero no se dejaba que le di-
eses por el culo, esa era la diferencia. Elige tú la que quieras, dijo, y yo escogí la más gorda
y también más tierna y más vieja, más fofa si tú quieres, pero no la escogí porque quisiera
darle por el culo sino porque me recordó a la estatua de Palomares. Esta, la más gorda, era
lavaba con agua y jabón Heno de Pravia y le daba luego besos porque yo no pasaba de te-
nerla morcillona. Ella se sentó a desnudarse y yo le dije que quería sacarle un dibujo, y ella
me dijo que no, no, branquiño, no, nada de dibujos, tú me puedes dar por culo si tú quieres,
pero nada de dibujos, no quiero dibujos, me dijo. Yo le dije que qué más le daba, estaba
borracho y ella tenía miedo, supe que tenía miedo y traté de tranquilizarla, supe que yo es-
taba dándole miedo. Y fue como asomarse a un precipicio, fue como estar a punto de perder
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la dignidad como persona y si te descuidas la vida. Si grito vendrán, dijo ella, si no quieres
que te la chupe lárgate, si no quieres darme por el culo lárgate, pero no me vas a hacer di-
empeñé en hablar, en convencerla, pero sobre todo en hablar, entonces empezó este derra-
me de palabras que todavía no ha cicatrizado del todo. Pero a la puta le daba miedo que yo
hablase, que la quisiera dibujar, y repetía siempre lo mismo y yo le dije que se callara de
una puta vez, que había pagado por estar ahí un rato y no tenía intención de pegarle ni de
darle por el culo. Había pagado por su tiempo y aún tenía más dinero para comprar más
tiempo, yo era el crítico de arte del ABC, y mi mujer era la hija de un miembro del Tribunal
Supremo. Dije eso, qué vergüenza, Güino, ¿por qué dije eso?, ¿cómo es posible que al-
guien, por muy borracho que esté, diga eso? Estaba baboso, estaba más baboso que nunca,
y ella salió de la habitación y se fue por el pasillo. Yo me subí los pantalones, ni siquiera
me había quitado la americana, tuve miedo de que viniesen los gorilas, y al mismo tiempo
Pero yo intentaba decirle a todo el mundo que no era un cabrito agresivo, que era un crítico
del ABC. Y bajé de nuevo a la barra y me preguntaron si había pagado, y un tipo me cogió
que aquel gorila me iba a pegar una hostia que me iba a matar. No es que la viese venir,
pero supe que era inevitable, que dijera lo que dijera me caería igual.
Me libré de milagro. Al gorila lo llamé gorila. A las putas las llamé putas. A los
cabritos los llamé cabritos. Parecía un genuino crítico del ABC, me estaba volviendo loco.
Pero al oír el follón mi amigo el camionero bajó a la barra y cogió al gorila por el antebrazo
y puso paz como sólo ponen paz aquellos que son más fuertes. Cuando él intervino toda la
tensión se diluyó, incluso la puta que había estado a punto de gritar y que salió corriendo
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miró de otra manera, como si todo por fin se hubiera terminado y nadie me fuese a partir la
cara.
Vamos, anda, dijo, vamos, ya vale por hoy. Y me sacó de allí y yo me dejé llevar.
En el porche del club le conté lo que me había sucedido. Parecía un tipo afable, estaba re-
cién follado, él no se había metido en mayores complicaciones. Vamos, dijo, te voy a llevar
cuñado Eduardo. Pues más vale que vayamos en el volvo de tu cuñado, porque como lo
dejes aquí sólo ya lo has visto, compañero. Yo no estaba para conducir, había pasado miedo
y dije a todo que sí. Me senté en el asiento del copiloto y hablé sin parar. Es lo único que
recuerdo.
donde había un letrero que impedía el paso. Era el vertedero de La Almunia de doña Godi-
na. Una hondonada de plásticos y ratas, como todos los vertederos, aplastado en una suave
curva similar a la de las faldas de los montículos que lo rodeaban, como si el sol hubiese
estado mucho tiempo sentado sobre la basura, y se acabase de levantar. Al ver aquel mon-
tón de mierda noté que a Javier se le iluminaba el rostro. Al final del basurero se oteaban
algunos chopos enclenques y descoloridos. Hans debe de estar por allí, dijo. ¡Haaans!,
¡Haaans!, gritó Javier sobre el silencio pestilente. Hay un caminito, dijo, Hans se sabe una
ruta para llegar a la chopera por una parte donde la mierda está más dura y no te hundes ni
salen ratas. ¿Quieres que vayamos?, dijo. No, no, dije yo, da igual, dije, ya me lo presenta-
rás otro día. ¡Espera!, ¡míralo!, ¡allí está!, ¡Haaans!, ¡Haaans! Un tipo rubio al que yo ape-
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nas distinguía hizo un saludo marinero con la mano. Estaba más allá del horizonte curvilí-
neo de la mierda, sólo lo veíamos de cintura para arriba, con una especie de azada en el
Lo tiene todo controlado, dijo Javier, y sacó del bolsillo una lata de Shimmelpenniks
donde guardaba la hierba. Lo de ver a Javier preparándose para tomar alguna droga casi me
resultaba incluso familiar, una novedad más lógica y menos exigente. Esta maría, dijo, la
cultiva Hans, allí, junto a los chopos. Al lado hay un riachuelo y Hans tiene seleccionada la
do, esta que yo tengo es de pescado, es la que a mí más me va de todas, es la que me hace
pensar y recordar. Es la que me ha devuelto las ganas de ser artista. Lo tenía perdido, Güi-
no, cuando iba por los pueblos buscando exposiciones de pintura rústica ya no creía en na-
da, sentí que era lo peor a que podía llegar, peor incluso que estar posando, incluso peor
que ser modelo, ya sabes lo que opino sobre eso. Pero, después de todo, el modelo tiene las
virtudes del silencio, y a mí siempre me ha gustado mucho hablar. Creí que con aquellas
crónicas del ABC de Castilla La Mancha, del ABC de Castilla y León, del ABC del Princi-
pado de Asturias yo podría hablar, buscar dentro de mí para sacar a flote todo lo que yo sé
del arte, de lo que el arte debe ser. Iba perdido, y encontré un camino. Otro camino. Gracias
a Hans he descubierto que no es la pintura el arte que yo debo hacer. La pintura y la escul-
tura pueden esperar, pero ahora hay otras artes más urgentes, y es este el momento de parar,
una tufarrada que olía a humo en descomposición. Me miró y vi en él por primera vez la
mirada del loco, la mirada de la persona con quien puedes charlar y convivir y creer que es
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un tipo normal aunque esté en un manicomio, pero llega un momento en el que ya no cabe
la menor duda.
Estoy escribiendo un libro de poemas, dijo al final. Creo que voy a ser poeta, dijo, y
fue entonces cuando vi los ojos débiles de un loco, los ojos demasiado tensos y demasiado
blandos, convencidos de alguna mentira. Hans se aproximaba por el camino más duro don-
de no te hundes ni salen ratas del vertedero de La Almunia de doña Godina. Son las tres y
media, dije. Yo me largo, Javier. Me va a salir el tren y yo quiero largarme de aquí. Sólo he
venido para saber si estabas bien y para que supieses que yo no estoy liado con tu mujer.
Veo que estás bien, que has encontrado tu camino, que no te ha pasado nada malo. De
acuerdo. Ya he visto todo lo que tenía que ver. No insistas, Javier, no voy a esperar a cono-
cer a Hans. Hans seguro que es una persona muy interesante pero yo no tengo tiempo para
conocerlo.
No tienes que irte en tren, dijo Javier. Llévate mi coche. Bueno, dijo, el coche de mi
cuñado Eduardo. Me lo prestó porque la empresa daba un coche que es una castaña. Pero ya
no lo necesito. Además es del hermano de Eva, es de Eva, seguro que ha venido para
no coges tú las llaves se las daré al primero que me encuentre. A Hans, por ejemplo.
¿Alguna cosa más?, le pregunté. Sí, dijo, una más. Sacó una libretilla del mismo
bolsillo donde guardaba la lata de Schimmelpenniks y me la dio. Son los poemas que llevo
escritos hasta ahora. Guárdamelos, dijo. Creo que son muy buenos, pero tengo miedo a
cambiar de opinión. Llévate el coche y llévate a mi mujer y llévate mis poemas. Contigo
están en buenas manos. Un alemán rubio como la cerveza, sonriente y desdentado, hara-
piento y con coleta se acercaba por las últimas bolsas del plástico, pisando los últimos bra-
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zos de muñeca rota. Yo me di la vuelta y me largué. Pídele disculpas de mi parte, dije. Dile
sospechase nada malo, pero a ella no pareció importarle lo más mínimo. Ahora llamo al
doctor, dijo. El psiquiatra vino por el pasillo de los ecos y de los gemidos con su voz tonan-
te y zaragozana. ¿Así que se lleva el coche?, dijo, andando muy abierto y con la barriga
muy adelantada. Bien, bien, me parece muy bien. A este chico el coche no le hace ni puta
falta. Me dio las llaves y un genuino apretón de manos, su sonrisota bondadosa tapada por
la punta de la nariz. ¿Y Javier?, pregunté. Su mujer me dijo que le iban a dar el alta. El alta
la puede coger cuando él quiera, dijo el psiquiatra. Eso es cosa suya. La seguridad social le
paga dos semanas de estancia que se cumplen dentro de tres días. Luego, él verá: o paga la
estancia o le vuelve a dar un jamacuco, ja, ja, ja. Me acompañó hasta la puerta y yo dudé si
el vertedero. Me pareció imprudente. El psiquiatra tenía toda la pinta de pasar por alto lo
que fuera con tal de que nadie perturbase su apacible vida campestre. Y yo tenía unas ganas
locas de marcharme de allí. Siempre me pasa lo mismo, hago un favor muy grande que no
tengo por qué hacer y luego, en el momento más importante, cuando nadie me ve, me llamo
andana.
El coche era un volvo de puta madre cuyo motor y prestaciones de seguridad me fue
comentado por el psiquiatra con todo lujo de detalles. Estaba sucio de polvo, un poco abo-
llado por la puerta del conductor. Estos coches son cojonudos, dijo. Yo he visto una vez
pegarse a uno una hostia contra una tapia y no pasarle nada a los ocupantes, y dejarlo donde
estaba empotrado contra la tapia y volver al día siguiente y oye, como si nada. Tienen unas
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goma.
Tiempo después he pensado que aquel tipo estaba tomándome el pelo, o descargan-
coche y al poner la mano en el volante noté un tacto raro en mi dedo gordo. Era una man-
cha que con la solina que estaba cayendo se había vuelto a derretir. Era una mancha como
de vómito, o de sesos, o de sangre. Podía ser una mancha de cualquier cosa, pero me limité
volvo de puta madre indeformable sin saber si con el dedo gordo estaba tocando la grasa o
Antes de salir del coche, terminé de limpiar bien todo el volante, que tenía alguna que otra
mancha más, aparte de una salpicadura en el salpicadero. Fui a tirar el pañuelo bordado con
mi nombre a una papelera pero me di cuenta de que podía ser una imprudencia muy grave.
Podía tirar también copias del carnet de identidad, ya puestos. Yo llevaba en la mano iz-
quierda las llaves de un coche que no era mío y en la derecha el olor de la mancha mal qui-
tada, que no sabía si eran sesos o grasa o vomitina. De modo que la saludé, y cuando ella
empezó a sonreír para preguntarme qué tal me había ido le dije que me perdonase un mo-
doña Godina está asqueroso. Me lavé como pude las manos y me quité el sudor de la cabe-
za. No había papel y la toalla era un foco de infección, y me sequé con las faldas de la ca-
misa, que luego me volví a meter. Ya un poco más presentable regresé con Eva. Me pre-
guntó por Javier y yo le dije que estaba bien. Le conté lo de las putas y también lo del ca-
mionero que lo trajo. Me metí la mano en el bolsillo de atrás, le di a Eva la libreta que Ja-
vier me había confiado. Creo que debes quedártela tú, dije. Son poesías. Esto huele que
apesta, dijo Eva. Javier tiene últimamente mucho contacto con el pescado, dije, y le conté
también lo de la marihuana. Eva me escuchó muy seria. Me habría gustado que en ese mo-
mento se hubiese quitado las gafas de sol, estrechas y alargadas, y me dejase comparar su
tenía ganas de medias palabras en aquel momento y fui bastante directo: ¿Qué hacemos con
qué?, dije. Qué hacemos con Javier o qué hacemos con el tren o qué hacemos nosotros. Qué
hacemos nosotros, claro, dijo ella. De acuerdo, dije. En ese caso, yo me voy a marchar con
mi familia para celebrar como Dios manda el cumpleaños de mi hija, y tú puedes coger ese
volvo que hay en la puerta y que dice Javier que es de tu hermano. ¿Sabes conducir? Sí,
dijo Eva, me acabo de sacar el carnet. Pues estupendo, dije yo. Yo ahora a las cuatro y me-
dia cogeré el tren que va a Zaragoza para enlazar allí con otro que me lleve al pueblo de mi
suegra. Te puedo llevar, dijo Eva, le temblaba el cigarrillo. De eso nada. No quiero llevarle
a mi hija de cumpleaños a una mujer con la que voy viajando por la carretera. Estropearía
las cosas, se las estropearía a ellos y me las estropearía a mí. Yo, Eva, con la mano en el
corazón, creo que ya he hecho bastante por vosotros. Puedes volver a Madrid y quedarte si
quieres sola en mi casa hasta que yo regrese, o puedes regresar a cada de tus padres, o al
piso que compraste con Javier. Ve donde quieras. Yo sólo te pongo una condición, Eva. Si
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vuelves a mi casa, no aceptes allí ni un solo día a Javier, por lo menos hasta que se le vaya
ahora también los labios. ¿Vas a volver con tu mujer?, dijo. ¿Cómo dices?, pregunté yo con
toda la incredulidad que supe gesticular. Y de inmediato despejé todo el humo confuso que
Eva me soltó en la cara: no es que vaya a volver o que deje de ir a volver, Eva, no se trata
de eso. Yo vivo muy bien solo. Quieres que me vaya, dijo ella. Quiero que hagas lo que
quieras, pero sobre todo quiero que me dejes ir a mí, le dije. Esta conversación si quieres la
podemos continuar dentro de quince días, tú en tu casa y yo en la mía o los dos en la mía yo
Y al decirle esto me vino a la cabeza que no había cogido los dibujos de Violeta
cuando salimos de Madrid. Los había dejado aparte para que no se me olvidase meterlos en
la maleta. La idea de volver a Madrid en un volvo donde había sesos o sangre pegados al
volante con una mujer que aún no se había quitado las gafas de sol me parecía mucho más
calamidades. Eva, le dije, necesito que me hagas un favor. Tienes que enviarme por correo
todos los dibujos que te he enseñado a una dirección. No sabía la dirección. Pero tenía
Qué tal, papá, me contestó Violeta. Bien, hija, bien, ¿y vosotras? ¿Hace mucho calor
en Madrid ? Sí, hija, sí, en Madrid hace un calor espantoso. ¿Sales mucho por ahí? Bueno,
doy algún paseo, me meto al cine... ya sabes. ¿Vas de putas, papá ? ¡Pero niña! No te lo
tomes a mal, papá, yo siempre he pensado que tú de vez en cuando ibas de putas, no lo to-
mes como algo personal. ¡Pues no, no voy de putas, y me parece un abuso que te pases de
ese modo con tu padre! Yo te creo, papá, pero comprende que te lo quisiese preguntar. Te
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creo y me quedo más tranquila, ten en cuenta que esa es la única duda que yo he tenido
siempre sobre ti. ¿Qué prefieres, que deje pasar los años sin plantearlo? Bueno, bueno, le
dije yo. No, papá, bueno bueno no. Cuando estamos en Madrid no encuentro nunca el mo-
mento de decirlo, me da vergüenza, me parece una falta de respeto, yo qué sé, pero ahora sí
soy capaz, quizá es el único momento en que seré capaz, y quiero que sepas que muchas
veces he sufrido pensando si sería o no verdad. De acuerdo, Violeta, está bien, puedes estar
quiero decirte otra cosa. Dime, hija. Quiero decirte que ahora mismo no me hubiese impor-
tado que me dijeses que sí ibas de putas, quiero decirte que lo hubiese comprendido, que
que tu padre fuese de putas?, ¿se puede saber por qué ? Me parece razonable porque pienso
que el sexo y el amor puede que no tengan demasiado que ver. Yo misma, aquí en Pomona,
me he enamorado de un hombre pero quiero acostarme con otro. ¿De un hombre ?, ¿de qué
hombre ? Da igual, papá, eso da igual, no llegará la sangre al río, sólo te digo lo que pienso,
me apetece decirte lo que pienso, creo que es un acto de fidelidad. Violeta, pequeña, ¿segu-
ro que estás bien ?, vamos a ver, ¿está tu madre por ahí ? No, no está, y te juro por Dios que
si le dices algo de esta conversación te quedas sin hija para el resto de tu vida, ¿está claro?
Está bien, hija, está bien... mira, ahora tengo gente aquí, ya te llamo luego, ¿de acuerdo ?
No, no me llames, luego no voy a estar. ¿Ah, no ? ¿Donde vas a ir ? Tengo que ir a clase de
latín...
Como pude le dije que llegaría esa misma tarde al pueblo, que si podían que me vi-
niesen a recoger. ¿Y para qué quieres la dirección, papá, si te vamos a ir a recoger? ¡Dios
mío!, dije, ¿por qué tengo siempre que explicarlo todo? ¡Tú dame la dirección y de lo de-
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más no te preocupes!, dije, en el tono de falso enfado de quien está ocultando una sorpresa,
me preguntó si me llevaba bien con mi hija. De puta madre, dije, creo incluso que es la úni-
ca persona con la que me llevo bien. Soy bastante bueno lanzando estos órdagos de padre,
Entonces Eva se quitó las gafas. Le vi los ojos eslavos de siempre, no aprecié nin-
guna sombra de locura. No vi esa distorsión un poco inflamada que había visto en Javier, y
que quizás él interpretó para mí. O, si veía algo que en otra mujer desconocida me hubiera
podido resultar inquietante, en Eva ya era una mirada familiar, inocente y fría, un poco des-
orientada pero tampoco peligrosa, aunque, por lo que me había dicho Javier, nunca se sabe
hasta qué punto. Eva dio la batalla por perdida, cualquiera que estuviese librando, la de no
quedarse sola o la de que yo no me fuera con mi mujer, pero en ninguna de las dos se ha
mostrado nunca demasiado clara. En el bolsillo izquierdo del pantalón llevaba en un rebullo
un pañuelo con manchas de algo que no quería saber y de lo que no podía desprenderme.
Me sentía sucio y húmedo por dentro. Lo único que vi en los ojos de Eva es que tenía ganas
de perderla de vista. Seguía estando muy buena y yo contaba con todos los permisos en
regla para irme a la cama con quien me diese la gana, pero el acto de avisar a Violeta de
que iba esa misma tarde ya clausuraba todos los compromisos y me hacía sentirme más
Llegó el tren y nos despedimos. Yo dije: ¿estarás en casa cuando vuelva? Ella dijo:
supongo que sí. Creo que era el momento de darle un beso, pero tampoco lo vi muy claro y
lo dejé en dos besos en la mejilla. Ella no movió la cabeza mientras yo se los daba.
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XII
Cuando yo me marché al pueblo y Eva volvió con el volvo de puta madre abollado a
Madrid, no tenía la más mínima seguridad de que me fuese a enviar los dibujos. Y, por otra
parte, casi me aliviaba la idea de que no lo hiciese. La idea, y la ilusión, se habían enfriado.
La idea no había sido más que una ocurrencia. Ya no había tiempo ni de cumplir con el
proyecto entero (ordenar los dibujos, pasarlos a un mismo papel, adjuntar los textos del
libro de Karl Schrader en el caso de las historias de modelos que coincidiesen, encuadernar-
lo con forros de aguas y lomo de cuero, caligrafiar una carta de presentación y dárselo todo
envuelto como si fuera un pastel) ni mucho menos de tener una colección decente de dibu-
jos. En total había veintitantos, muy lejos de los cien que había soñado en un principio, y
estaban hechos en diferente papel, en diferente formato, en diferente todo. Unos eran rayas
hechas a lápiz, bosquejos muy tupidos, y otros líneas de tinta china tan apenas deslizadas
con una punta diminuta. No había unidad de forma ni de fondo ni de nada. Eran unas cuan-
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tas ocurrencias amontonadas, metidas en una carpeta de cartón azul con gomas, parecía la
claudicación hay ese agradable momento de respiro en el que sientes haber acertado callán-
dote. Pensé en el oboe, el Fox 400 de madera de granadillo. Pensé en aprovechar las tres
horas de espera en la estación de Zaragoza, hasta que llegara el primer enlace, para buscar
en la ciudad una tienda de instrumentos y ver si estaba el Fox 400 de madera de granadillo,
el que valía novecientas mil. Primero miré en un cajero a ver cómo iba de fondos. El saldo
do, qué había hecho con el dinero. Casi tenía problemas para no morirme de inanición con
todo lo que quedaba de mes. Tendrían que darme de comer y no podría ni siquiera invitar a
una comida a toda la familia, por ejemplo a la comida del cumpleaños. Y yo estaba pensan-
un duro más. Y yo necesitaba comer. Había vuelto a recuperar los cien kilos pero todavía
me faltaba mucho para mis saludables ciento siete, los que tengo ahora que ya estoy a punto
de iniciar la temporada.
Miré a mi alrededor. El único objeto que podía regalar a Violeta era la cámara de
fotos que me regaló Marisa cuando fui a espiar a Barrachina. Era muy moderna y ocupaba
muy poco espacio, pero era la prueba de un delito: el delito de traicionar a alguien, el delito
Eso no podía ser así. Un padre no puede presentarse así. Uno no puede ser protago-
nista de aquellas escenas tan tristes en las que había un cuñado algo bebido que no llevaba
sacarle la verdad. De eso nada. Antes no iba. En este caso estaba justificado pedir dinero,
Mis opciones se redujeron a Eva. No tenía en este mundo nadie más a quien pedirle
de buenas a primeras tanto dinero. Pero eso también era imposible. Rosita no iba a renun-
ciar a sus vacaciones y a Eva no podía llamarla. Mirando una cabina de teléfono me di
cuenta de que no se podía caer tan bajo. Así que, cuando llegamos a Zaragoza, a las siete de
la tarde, ni los bancos estaban abiertos ni había tren a Pomona hasta el día siguiente. Llamé
para avisar de que retrasaba un día mi llegada. Fue otra vez una conversación llena de pe-
que daba al patio de un restaurante que olía a aceite quemado y a mierda de gato. Por la
noche me bebí unas cervezas para recobrar la calma y tomar impulso. Cada vez que me
reúno con mi mujer y mi hija tengo la sensación de concentrarme en que no se me note al-
go, igual que esos exmaridos que beben o que viven en el arroyo tienen que fingir que ya lo
han dejado todo. Pero yo no bebo ni pido jamás dinero. Lo que no se me tiene que notar
cuando me encuentro con ellas es un cierto estado mental, eso que ellas llaman vivir en mi
mundo, tú es que siempre vives en tu mundo, ya estás otra vez viviendo en tu mundo, como
si mi mundo fuese una dipsomanía peligrosa, al menos la adicción incurable que, según
Remedios, exprimió tan pronto nuestro matrimonio. Cuando me junto con ellas paso ner-
vios pero los disimulo, eso lo sé hacer bien, pero me cuesta una concentración distinta, más
Pensé mucho en ellas pelando etiquetas de botellines en una terraza de la plaza del
Pilar. Estuve un rato pensando en mi mujer y mi hija y mirando la Basílica de la Virgen del
Pilar de Zaragoza. Pelé unos cuantos botellines de cerveza y pensé que no tenía ningún
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amigo al que pedirle de golpe tanto dinero. Me volví a la pensión borracho y lloroso, pero
antes de tumbarme en el camastro aún me dio tiempo a lavarme la ropa interior en el lava-
bo.
Me despertó el sol pegajoso nada más amanecer. Me lavé la cara y salí corriendo de
aquel olor. Me fui a una cafetería un poco más limpia y pregunté a la camarera si había
cerca alguna piscina. Tuve que coger un taxi hasta el parque de José Antonio Primo de Ri-
vera, y allí buscar unas instalaciones deportivas de que me habían hablado. Pagué la entra-
da, me metí en los vestuarios y me puse limpio y presentable. Cogí otro taxi hasta la prime-
ra caja de ahorros. Me puse a la cola y cuando me llegó el turno pedí un crédito de un mi-
dijo. Si lo pudiese pedir ahora mismo en Madrid no habría venido aquí, le contesté, pero me
imagino que en esta oficina tendrán teléfonos y red electrónica y todo eso.
Con los jefes de las cajas de ahorros hay que entrar así. El tipo me hizo esperar algo
así como media hora. Yo no perdí ni un momento la postura del hombre solvente al que le
acaban de robar la cartera y necesita invitar a unos empresarios a comer. O a unos empresa-
rios taurinos o de veladas de boxeo, a juzgar por el recelo con que llevó el empleado aquel
asunto. Yo por dentro estaba viéndolo venir a decirme que no era posible, que me lo habían
denegado. Entre las copas, la pensión, los taxis y la entrada de la piscina, descontando el
Lo siento, dijo, en efecto, el jefe. Se lo han denegado. De nada servía montar el po-
llo, así que pregunté si podía utilizar el teléfono. Llamé a Eva. Le pedí el dinero. Le dije
Eva, estoy en un apuro. Me da vergüenza pedírtelo pero no hay otra persona en el mundo a
quien se lo pueda pedir. Yo te lo devolveré nada más que vuelva a Madrid, nada más que
solucione unos papeles en el banco, quizás mañana o pasado. Se lo dije todo sin preámbu-
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los, con la voz un poco tensa y demasiado baja de quien de veras está en un apuro y no tie-
ne tiempo de preguntar por la familia. Ella sólo dijo sí. Sí, sí, no te preocupes, sí. Me acer-
qué al jefe y le dije: deme mi número de cuenta, por favor. El jefe me lo acercó y se quedó
parado frente a mí. Di el número a Eva y le dije que lo estaba esperando en el banco, que de
veras era muy urgente. Eso era verdad porque si no me daba prisa me cerrarían las tiendas
de oboes. Tan sólo al final, al despedirme de ella, le pregunté qué tal estaba. Bien, bien,
¿Cuánto tarda en llegar una transferencia?, pregunté, muy serio. Depende, me dijo
el jefe, unas veces más y otras menos. Se notaba que, por encima de todo, lo que no quería
era irritarme, pero tampoco ocultarme los hechos. Si tenemos suerte puede estar aquí en una
hora. ¿En una hora?, dije. Son más de las doce y media, no puedo esperar tanto. Me voy,
dije. Espero que dentro de media hora ya esté arreglado. Antes de salir, me giré y le dije:
sabía, pero la cajera sí, y allí fui, y pedí un catálogo y no tenían el Fox 400 de madera de
granadillo sino uno de plástico barato. Volví al banco y había buenas noticias. Eva me
había metido un millón en mi cuenta. ¿Lo quiere en efectivo?, me dijo la cajera que sabía
dónde estaba la mejor tienda de música de Zaragoza. En efectivo sólo cincuenta mil, por
la tienda de la calle Bailén, llamé y pregunté por una dependienta muy amable que ya me
había atendido para un asunto relacionado con los oboes. Dígame, dígame, me dijo al po-
nerse la chica, que se llamaba Lucía (el que cogió el teléfono la llamó por ese nombre).
Verá, le dije, estuve viendo allí el otro día un Fox 400 que me interesaba comprar, pero
resulta que no estoy en este momento en Madrid y necesitaría que me lo enviasen con cierta
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rapidez a una dirección y tal y cual. ¿Y cómo pensaba pagarlo?, dijo Lucía. Yo les envío
ahora mismo una transferencia, no se preocupe, le dije. Espere un momento, dijo ella.
¿Oiga?, ¿caballero? Sí, dígame. Tenemos el Fox 400, pero ¿lo quiere de madera de
mínima, porque las dos son dalbergias melanoxylonas, aunque tenemos un oboe d’amore
hecho con dalbergia caerensis, que popularmente se conoce como madera de violeta. ¿Ma-
dera de violeta ha dicho?, ¿las violetas tienen madera? Bueno, se trata de un árbol que se
cría en el Brasil, no son las violetas de la violetera, claro. Tenemos un Loree Royal de ma-
dera de violeta que sube un poco por encima del Fox 400 en cualquiera de las dos versio-
nes, de granadillo o de cocobolo. Ahora, eso sí, no hay mejor oboe en el mundo, se lo pue-
do asegurar. ¿Y ha dicho que es un oboe de amore? Sí, está afinado en la, una tercera más
alta que el oboe normal, con tesitura entre la sostenido y mí. La diferencia es que al final
del cuerpo lleva una campánula bulbosa, y la lengüeta tiene un tubo más largo, es precioso.
Bueno, dije yo, pues me llevo ese. Deme un número de cuenta que ahora mismo les
Lo del profesor de latín para Violeta fue idea de la abuela. Con un mínimo de mala
leche cualquiera hubiese podido pensar que lo hizo para fastidiarme, incluso Remedios tra-
tó de justificarla diciendo que era una parte más de su comportamiento raro. Estoy muy
preocupada, Guino, me dijo la primera noche, nada más llegar, cuando no dio margen a la
duda y me llevó a su cuarto porque era el cuarto de los dos, y todo lo hizo muy decidida y
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cuando abrí una maleta para dejar las cosas en la cómoda Remedios me cogió por la cintura
y me dijo que estaba muy guapo, y después me comentó que llevaba unos días muy pre-
ocupada. Se había escogido la habitación de abajo, la que habían dejado abajo, al lado de la
cocina-comedor, por si su madre se ponía mala y no podía subir escaleras. Tenía una venta-
na alta tapada por una persiana que dejaba entrar muy poca luz. Se estaba fresco, pasaba
poca gente por la calle, se oían ladridos lejanos y rumores de corral y de vez en cuando
pasaba una caballería cargada de pipirigallo para echar a los conejos. De hecho en el aire de
de establo que no se percibía desde las habitaciones de arriba, las que daban al huerto y al
perfil de la ciudad. Todos lo llamamos pueblo pero Pomona es una ciudad, aunque en sus
arrabales y sus calles apartadas siga oliendo a pueblo y críen conejos los vecinos. Leonor,
Pues sí, estoy muy preocupada, dijo Remedios. Desde que vinimos está irreconoci-
ble, dijo, yo no sé ya a qué atenerme. Y lo malo es que parece que todo le va bien, eso es lo
Madrid más que nada porque iban las amigas, pero ahora se levanta a las siete de la mañana
para ir a misa con las beatas, y se ha hecho amiga del párroco del barrio y está llenando el
jardín de flores para decorar la iglesia, y se ha hecho amiga también del médico que la miró
del riñón cuando vino, que es un sindicalista de la CNT, y se ha hecho amiga de otros veci-
nos jóvenes muy majos que también son anarquistas, y de los miembros del coro de la igle-
sia, y de un vecino que toca en la banda municipal, y se ha hecho íntima amiga de la vecina,
Leonor, que tiene un hijo que está empeñada en juntarlo con Violeta y Violeta ni puto caso,
es un buen chaval, y se ha hecho íntima del bibliotecario, un tipo de mi edad que está exi-
liado aquí y no termina de tener amigos, y mi madre los ha recogido a todos y organiza
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unas meriendas que en otras épocas habrían acabado a tiros. El otro día invitó a los amigos
anarquistas (uno de ellos le ha hecho las reformas de la casa, las humedades que había en
estas paredes, que no se han ido del todo) y de pronto apareció el cura con las flores, que
también lo había invitado. Y se viste como en las novelas y habla de una manera que a na-
die le resulta extraña salvo a mí, porque a Violeta tampoco le resulta rara. Tenía ganas de
que vinieses Güino porque aquí todos parecen como colgados, como si viviesen una vida de
mentiras, necesitaba tocarte así y abrazarte así y escuchar de ti que por lo menos tú sigues
Hay varios aspectos en el polvo que muy poco después echamos Remedios y yo
sobre la cama vieja que merecen atención. Al principio, durante los primeros polvos de
novios y después también en los primeros años de matrimonio, cada vez menos hasta que
cuerpo de Remedios, bien si hubiese cerrado los ojos y tuviera los brazos caídos sobre mí o
de algo importante. Durante mucho tiempo Remedios pensó que el momento más adecuado
para hablarme de algo importante era después del amor, hasta que un día, hace ya de esto
por lo menos quince años, Remedios estaba hablándome de algún problema y yo, lo recuer-
do como si lo viese ahora, deposité la mirada en su vientre todavía palpitante, en dos pe-
queñas lorzas que cambiaban de tamaño, una más grande que la otra y viceversa, conforme
primero jadeaba Remedios para recuperarse del orgasmo y luego cuando empezó a hablar
con creciente vehemencia, hasta que dijo: deja de mirarme de una puta vez, Güino, que me
Nunca había sido así. Antes bien, ella muchas veces asistió a mis inspecciones ocu-
lares sabiéndose deseable, entregada a un ejercicio que no se sabe qué tenía más de erótico,
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sexuales extravagantes que nunca confesarán a nadie. Lo cierto es que Remedios dejó de
permitirme que la observara y eso acrecentó el valor, bueno y malo, de mis observaciones,
sobre todo el malo. Desde entonces fueron cada vez más frecuentes los polvos a oscuras, o
debajo de una manta o de una sábana, practicando el sexo sauna, siempre de noche, y cuan-
to más oscuro más apasionado y atrevido por su parte. Se estableció un comercio de cuerpo
y luz del que fui consciente un día que me las arreglé para follar con la luz encendida y ese
día Remedios se comportó como una señora decente cumpliendo el mandato matrimonial.
Como era tan aburrido, apagué la lamparita para volverme a dormir y en ese momento os-
curo Remedios me cogió por banda y practicó conmigo el sexo oral. El trato estaba claro.
Yo me acostumbré a la oscuridad. Fui tan escrupuloso con el trato que una vez que
estábamos en una casa rural y Violeta salió a montar en bici por el bosque con la hija de
cerró siquiera los cuarterones de la casa rural para que no entrara la luz, tan escrupuloso fui
que yo entonces no quise agredirla de ningún modo y pasé todo el tiempo con los ojos ce-
rrados. Una vez los abrí y ella estaba mirándome. Mírame, me dijo. Y yo la miré, pero sólo
a la cara. Ella, aunque había luz, volvió a practicar el sexo oral conmigo, y yo tuve unos
Pero eso sucedió hace muchos años. Ahora, desde hacía tres años y medio, siete me-
ses antes de que nos separásemos, no había vuelto a haber sexo, ni con luz ni sin luz, y yo
también me había acostumbrado a la situación pero a Remedios no le iba nada bien eso de
Esa tarde (aún era de día, y de las ventanas altas entraba la luz de la tarde porque
Remedios subió las persianas mientras yo dejaba la ropa en el armario, yo pensé que estaba
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ventilando el dormitorio) a Remedios la había visto venir nada más bajarme del tren en la
estación. Habían venido las dos a recibirme, Remedios y Violeta, yo primero di dos besos a
Violeta y cuando se los fui a dar a Remedios me abrazó y me untó en la cara dos húmedos y
sonoros besos mientras con la mano me acariciaba la coronilla, y cuando nos separamos
siguió mirándome y no desvió la mirada ni replegó la sonrisa hasta que yo intervine aga-
Tanto entusiasmo por parte de Remedios me hizo sospechar que luego me metería
en su misma habitación. Había querido fornicar con muchas mujeres que rechacé o me ig-
tuve la seguridad de que Remedios no era eso lo que quería de mí. Acostumbrado a gestos
viaje y por mis trabajos particulares, pero cuando yo ya había emprendido la directa de Al-
fredo y Barrachina, un tema triste y enervante, me dio un beso en la boca y cuando quise
poner cara de sorprendido me dio otro y me metió la lengua hasta el velo del paladar y me
metió una mano por la bragueta, y sin más preámbulo dijo: Güino, vamos a echar un polvo,
anda. ¿Estás segura?, dije. Claro que estoy segura, dijo ella, e incrementó la intensidad de
los frotamientos y las daciones de lengua. Espera un momento que bajemos la persiana, dije
yo. Ven, deja la persiana, dijo ella. Remedios se desnudó enseguida. Yo tardé más porque
me entretuve en doblar los pantalones, pero cuando me volví ya estaba desnuda, despata-
rrada en la cama, en la postura que popularizó Courbet en su óleo El origen del mundo, que
tantas veces Remedios me vio copiar en idénticos domingos por la mañana. Me desnudé, y
cuando estaba ya de rodillas en la cama, dispuesto a entregarme como ella quisiera, me hizo
un gesto con la mano y me detuvo. Mírame si quieres, dijo, antes de que se vaya la luz.
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Habían pasado tres años por su cuerpo. Llevaba el cuerpo moreno de tomar en sol
en la azotea, y como no la veía nadie podía tomar el sol desnuda y no tenía raya ni del suje-
tador ni tampoco de las bragas, toda ella igual de bronceada por todas partes. Todavía le
quedaban brillos del aftersun en la luz transparente que precede a la penumbra. Estaba bri-
llante y morena y se le veían mucho los dientes y el blanco de los ojos, pero no se podían
distinguir el azulado de los capilares rotos de los pómulos, que son los mismos que los de
los pechos, ni tampoco se le distinguía el pezón oscuro de la piel lechosa con ese contraste
tan fuerte donde yo veía a Remedios desnuda. Por lo demás, había ganado tres o cuatro
kilos que le sentaban muy bien. Los muslos eran más carnales y esos dos frunces que se le
hacen entre la nalga y la ingle seguían como en los mejores tiempos, aunque habían perdi-
do, por efecto del sol, el rosa de cuando se los vi por primera vez, que se había escaldado.
Ahora estaba quemada toda por igual pero había ganado en ondulaciones, el cuerpo era más
grande pero más alegre, como si hubiese ido engordando a medida que los rasgos más ente-
Estaba casi igual que cuando la conocí, ella una estudiante de psicología que en los
ratos libres posaba a mil pesetas la hora, y yo un cuerpo en su entera plenitud de veinticinco
años. Barrachina la sacó de una veintena de aspirantes para interpretar conmigo una imita-
ción de El beso, de Rodin, de modo que nada más presentarme a Remedios tuve que mirarla
durante tres horas (con descansos) y sentir su cuerpo desnudo sobre mi muslo izquierdo,
pero sobre todo mirar su cara que unas veces acertaba con la pose mística y otras ponía cara
mentolado nada más coger la postura, y las primeras emanaciones íntimas cuando en la
clase empezó el calor. Olí entonces su olor pariente antiguo de las vacas, de cuando Juana,
allá por los años sesenta, no tenía el bar sino la lechería. Era olor de vacaciones en el pue-
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blo, pero también de lejano fondo campesino. Mi olfato es muy fino y Remedios se perfu-
ma muchísimo, de modo que esto es algo de lo que jamás delante de ella me di por entera-
do. Era verano y Remedios se había perfumado con un perfume muy fresco y muy discreto,
aroma último rural que a mí tanto me gusta y del que ella seguro que ni siquiera es cons-
ciente, porque quizá no sea suyo sino un absurdo deseo que yo he ido mezclando a la me-
moria y al sudor.
Remedios y yo sólo posamos juntos un día, ella jamás volvió a desnudarse en públi-
co. Nos encontramos algunos meses después en el metro, ella me reconoció pero no me dijo
creía coherentes con sus creencias pero que por un atavismo indeleble le daban vergüenza.
Le daba vergüenza en el fondo y sin decirlo a nadie sus caderas un poco exageradas, que
fue, si es que tengo que reducirlo a un momento, a una sensación, lo que a mí me enamoró.
que cree como creía en la naturalidad de saludarme en el metro pero también le daba ver-
güenza.
Remedios siempre ha sabido qué tipo de ciudadana era y qué perfume tenía que
usar. Luego estaba su olor corporal, sus vergüenzas, que a mí me parecían lo más transpa-
rente y delicado de su persona, un pudor que no tenía que ver con los prejuicios sociales
porque tampoco era consciente de él. Esa tarde que nos encontramos en el metro volví a
sentirlo en sus encías descontroladas mientras hablaba con ella y luego en unas cañas que
ella se tomó como si estuviera viajando al infierno necesario con una persona distinta, pero
esa misma noche se le pasaron los miedos, se puso muy melosa y me pidió que posásemos
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otra vez como habíamos posado el primer día, sin tener que cortarse porque le apetecía
mínimo de la Cava Baja, cerca de la escuela, y durante las siguientes dos semanas tentamos
de todas las formas a la suerte hasta que la suerte nos tocó en forma de Violeta.
Una vez me dijo que sólo había sido del todo feliz durante aquellos quince días.
Luego empezó a preocuparse porque podía quedarse embarazada, como así ocurrió, y des-
pués porque no era normal engendrar un hijo a los quince días de haber encontrado a una
persona, tan joven, en mitad de una carrera pagada con el sacrificio y los huevos y las vacas
de su madre, y más tarde porque no sabía nada de mí y porque tampoco era nada halagüeño
encadenarse a un individuo que se quedó varado en un trabajo menor, que avanzó tan poco
en esta vida.
Su piel entonces era muy blanca y estaba bastante más rellena incluso que esta últi-
ma vez en el pueblo. Cuando se daba la vuelta en la cama tenía que apoyarse con las rodi-
llas. Perdió peso cuando nació Violeta, no sé si por efecto del embarazo o porque yo enton-
ces empecé a engordar. Llegó a quedarse hasta angulosa, perdió casi todo el culo, la zona
iliaca se le marcaba como una percha de la que colgase cada vez menos carne. A mí no me
gustaba nada, pero ella se sentía guapa. El intenso trabajo en la clínica y sus preocupacio-
nes crónicas ayudaron a que Remedios se estabilizase en un cuerpo siempre con kilos de
menos. Sólo ha empezado a recuperar sus formas habituales cuando se separó de mí. Este
verano, de no ser por el bronceado, ya se parecía a la mujer que posó sentada sobre mi rodi-
Estuve mirándola hasta que la luz bajó del todo e hicimos el amor como ella quiso.
Decía que la idea del profesor de latín había sido de mi suegra. Remedios me lo dijo
a Violeta porque, con lo arisca y rabosa que se había vuelto en todo aquel final de curso tan
extraño, aceptó ir todas las mañanas a la biblioteca local y estudiar un latín que ya sabía, no
porque yo se lo hubiera enseñado sino porque siempre había sacado unas notas extraordina-
rias.
El profesor se llamaba Arturo y debe de tener la edad de Bidón, treinta y tantos años
mejor llevados que los de Javier, desde luego. Mi suegra lo conoció en la biblioteca. Se
había traído en un cajón los libros que solía leer su marido por las noches antes de que el
hombre llegase a la luna. Juana se puso muy contenta el día que en el cursillo de iniciación
a la lectura le dijeron que tenía que leerse Ivanhoe, que la instructora del centro de adultos
decía Aibanjó, y a Juana no le sonaba de nada, pero cuando lo vio escrito en la pizarra se
acordó de haberlo visto alguna vez en la mesita de su marido, envuelto en papel de periódi-
co y el título escrito con bolígrafo. Cuando murió su marido, Juana metió todas sus cosas,
incluidos los libros, en una caja de cartón, y la guardó en el cuarto trastero. Treinta y tantos
años después se acordó del libro y fue a buscarlo y lo leyó, pero en la primera página se dio
cuenta de que le picaban las manos. El polvo y el olvido habían llenado de bichos aquellos
libros, de sólo leer un capítulo Juana tuvo urticaria y unos escozores molestísimos durante
por lo menos quince días. De modo que tuvo que ir a la tienda y gastarse un dinero en el
Una de sus primeras actividades nada más instalarse en el pueblo fue hacerse una
lista con los libros del abuelo y buscarlos luego en la biblioteca. El primer día fue a la chica
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del préstamo, Berta, que también era muy maja, con la lista en la mano y pidió el primero
de los libros: Una educación sentimental, de Gustave Flaubert. No la tenían. Pasó a la se-
gunda: Casa desolada, de Charles Dickens. No la tenían. Luego pidió Crimen y Castigo, de
cargados de doble intención, como una forma refinada de, sin perder jamás la simpatía,
que era muy maja, no le pasó desapercibida esta posibilidad, y algo tuvo que decirle al bi-
bliotecario porque muy pocos días después, mientras mi suegra estaba tomándose una hor-
chata en la terraza de los porches, un hombre joven y muy bien vestido se acercó a ella, la
saludó y le pidió permiso para sentarse. Estaba al tanto de que sus peticiones no habían
podido ser satisfechas en la sala de lectura, y eso le parecía intolerable, indigno de una bi-
blioteca municipal. Él llevaba muy poco tiempo, acababa de llegar como aquel que dice,
aún no le había dado tiempo a evaluar las tremendas lagunas que había en los fondos bi-
bliográficos. De inmediato pasaría revista a la sección de novelas del siglo XIX y la mayo-
ría de los títulos estarían a su disposición, pero entretanto, dijo el hombre apuesto y joven, y
como prueba de buena disposición, rogaba a mi suegra que le aceptase una edición de bolsi-
llo de Una educación sentimental, de Gustave Flaubert, que él mismo había comprado ese
hombre quedó encantado. Éra la persona que más encantada podía estar, porque le apasio-
naba el modernismo y sin duda vivía en esa ciudad por efecto del modernismo, aunque esto
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último me lo contó después a mí. Juana, mientras miraban los balcones garceados y las pa-
redes descascarilladas, le dijo que muy pronto vendrían de Madrid a rehabilitarle las facha-
das, un artista de la familia, y también le dijo que su nieta, la pobre, había suspendido el
Yo lo conocí dos o tres días después, cuando llegué a Pomona. Hasta entonces nadie
había hablado nada del latín. Tan sólo se había hablado de Arturo. Hablaba, sobre todo, mi
suegra. Arturo era muy fino, muy amable, ardía en deseos de saber cuáles eran mis planes
con respecto a la restauración del edificio, si lo haría en clave modernista, como el resto de
casas notables de la ciudad y a juego con las sillas de pata de avestruz, o si sería más con-
servacionista, más tradicional, más según la estética de lo que en el fondo aquella casa era,
una casa de pueblo con una fachada que da al huerto. ¿Por qué no acompañas mañana a
Violeta?, dijo por fin. ¿A qué hora has quedado con Arturo para que te mire los ejercicios
qué coño vas, si lo que tienes que saberte te lo sabes, y si no se lo preguntas a tu padre. Vio-
leta dijo: voy a ver a Berta, no a Arturo, he quedado con Berta, yo no necesito a Arturo para
Por la mañana temprano (el gallo de Leonor), desayuné con Violeta en la cocina. A
qué vino eso de las putas, Violeta, le pregunté en un momento de la conversación. No sé,
veces, y también había pensado que era normal en una persona como tú. No era descubrir
nada que me pudiera traumatizar, papá. Era pura curiosidad. Te lo digo en serio, tan en se-
rio que te aviso de que te diré la verdad de todo lo que me preguntes, así que ten cuidado.
Violeta no lo dijo en tono amenazante sino tranquilo y resignado, como aquel que anuncia
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diata. No valía que los efectos de las cosas que sentía durasen más que el sentimiento.
de caerse del caballo. Era igual de callada y observadora, pero llamaba la atención su lim-
pieza de ojos, alguien que con sencilla naturalidad cree que siempre se puede decir la ver-
Desde casa de mi suegra hay un paseo muy agradable hasta la biblioteca. La calle,
cuesta abajo, hace una revuelta y se mete por debajo de un acueducto del siglo XVI que
sirve de puente entre dos altozanos, el uno en cuesta y con aroma de corral sobre las faldas
del cementerio, el otro también en cuesta pero atravesando pórticos de murallas medievales
y edificios de casi todos los siglos que siguieron. La biblioteca está en la misma plaza que
una torre del siglo XII y un seminario conciliar reconstruido tras la guerra civil. La biblio-
teca tiene la estética reneoclásica de Regiones Devastadas, por dentro se conservan aires de
más que Berta, la chica muy maja que Violeta se fue a saludar, y un anciano leyendo un
libro.
Berta era pelirroja clara, muy menuda, me recordaba un poco a la fotógrafa. Era de
un pueblo de la sierra donde se asentaron colonos nórdicos en el siglo XVI o antes, Berta
no sabía dar más datos, y todos los del pueblo, por lo menos los que procedían de varias
generaciones, eran pelirrojos claros. Berta me saludó con timidez y Violeta me dijo: ¿y tú
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que vas a hacer? Voy a ver si encuentro algún libro interesante, dije, y me dispuse a olfatear
un poco en los ficheros. ¿Te vas a quedar aquí un buen rato? Un rato, sí, dije.
Violeta entonces me contó que Berta no podía salir en toda la mañana de la sala de
lectura. Durante el mes de agosto sólo había un bedel en cada sala, aparte del director, Ar-
turo, que no cogía las vacaciones hasta noviembre. Berta prefería dejarlas para septiembre,
porque en agosto no se hacía nada, se estaba tranquilo y no se pasaba calor, el anciano que
había leyendo un libro era el único cliente habitual, pero siempre venía gente a cambiar
algún libro, o había que enviar una nota a los que se pasaban de plazo. Lo malo era que no
se podía salir a media mañana, y habían quedado las dos en ir a la tienda de un amigo. Igual
podía yo reemplazarla durante un par de horas. Berta decía que no, que lo dejase, que no
importaba, avergonzada de que le hiciesen semejante favor, pero el favor, por lo visto, por
las ganas que tenía Violeta de irse con ella, era el que Berta le hacía a mi hija con acompa-
ñarla. Berta ya tendría sus veinticinco o veintiséis años, es más de la edad de Sebastián, el
¡No preocuparse!, ¡no preocuparse!, dije yo, me gusta decirlo así porque al pronun-
ciar arse, aparte de un modo anticuado de decirlo, elevo la voz y dejo que se derramen las
eses por entre los dientes, y eso a la gente le hace gracia. A Berta le hizo gracia, sonrió tí-
llegado a Madame Bovary, ni siquiera al libro que el director le regaló a mi suegra. Aparte
del aluvión habitual que mandan las editoriales y los organismos a las bibliotecas, el sitio
tenía muy buenos fondos sobre estudios locales, todo aquello que de un modo no tangencial
ni anecdótico sino sustantivo y monográfico se había escrito sobre la ciudad. Casi un cente-
nar de fichas estaban a nombre de Aurelio Lahoz Guitarte, antiguo bibliotecario, autor de
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decenas de artículos especializados y de varios libros importantes, entre ellos Hábitat dis-
Historia de Pomona, el único libro que me traje para buscarle un lugar de honor en mi li-
brería. Fui derecho a él, estaba en una sala contigua dedicada tan sólo a los temas locales, y
no todos, porque el gran fondo bibliográfico estaba bien guardado en los armarios del Insti-
nada que no esté documentado en legajos inmundos que sobrevivieron a dos guerras civiles
o en testimonios de vecinos del pueblo transcritos según métodos científicos. Es una pre-
ciosidad. Estaba yo leyendo este libro cuando entró por la puerta el supuesto Arturo. Se
dirigió con la cabeza baja hacia la puerta de su despacho y a mitad de sala de lectura reparó
en que el rabillo del ojo le había suministrado alguna información inhabitual. Se giró, me
Levanté todo mi cuerpo de la silla y dije: buenos días, soy el padre de Violeta. Artu-
ro se quitó las gafas. ¡Güino!, exclamó, sin más preámbulos, y se acercó con paso firme y
una enorme sonrisa a saludarme. Mientras venía le expliqué: mi hija se ha llevado un mo-
mento a Berta, pero vendrán enseguida. ¡Qué tal esos planes para la rehabilitación!, dijo él,
llegándose hasta mí, estrechándome la mano con energía y un ángulo de brazo y un fruncir
de labios que siempre demuestra sinceridad. Yo se la estreché con firmeza blanda, como se
No era tan alto como yo pero poco le faltaba, y era mucho más delgado. Llevaba un
atuendo caro, el pantalón de un traje de sport beige claro, suéter de algodón verde pistacho,
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zapatos flexibles de diseño y las gafas montadas al aire, expuestos sus ojos verdosos, gran-
des y dibujados, como se expondría una obra de arte tras un discreto cristal antibalas. Era
un hombre acostumbrado a sonreír, a saber cómo se fruncen sus labios gruesos y qué im-
presión dan sus dientes bien hechos, blancos de perborato, sin mellas de ningún tipo. Estaba
en esa edad en que las líneas de la cara, sobre todo las verticales, encuentran su disposición
definitiva, lo que le daba un aire de intelectual que se da cremas en la cara, que se cuida el
abundoso pelo negro y se lo peina hacia detrás por las mañanas, y el día le deja mechones
sobre la frente que él se sabe quitar. El pelo que se quedará muy pronto blanco pero aún es
Me trató con cierta reverenciosidad. Me trató con más afecto del debido. Me contó
más cosas de las necesarias. Juana, mi suegra, era una persona extraordinaria, una verdade-
estupendo que había sido pasear con una persona también recién llegada que todavía con-
serva los comportamientos propios de la gran ciudad. Juana se adaptó enseguida, no le cos-
tó nada conocer a la media docena de personas interesantes que suele haber en estos sitios.
Él acababa de llegar, no conocía a nadie. Ahora, en parte gracias a Juana, había conseguido
incluso no marcharse a Valencia algún fin de semana. El fin de semana anterior lo habían
pasado muy bien en Rubielos, en las fiestas del pueblo, con Juana, con Remedios y con
Violeta.
y hermoso, recién llegado de Valencia, culto y apacible, buen conversador, con los ojos
con el yerno y el marido y el padre de sus amigas, las primeras amigas del exilio. Conozco
estos instantáneos arrebatos de celos que padecen los individuos de nuestra especie, sé que
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lo más que se puede pedir a un hombre civilizado es dominar sus impulsos interiores en
esos trances y actuar desde la más estricta naturalidad. Ten cuidado con lo que preguntas,
me había dicho Violeta, y tenía razón. El mío era un cuerpo más espectacular que el de Ar-
turo. La suya era una hermosura real, el profesional valenciano que camina rápido hacia los
cuarenta y vive con el desenfado un poco amanerado de los valencianos, y huele muy bien.
Mi mejor papel era el papel de monstruo, el hombre grande y afeitado, hierático y distante,
manera un poco hastiada de caer los ojos, mi forma de apoyarme en los sitios sin que los
sitios me sostengan, como si ni siquiera sostuviesen a la mano que apoyo, mi voz grave y
mi dicción nítida, sílaba tras sílaba mensajes siempre demasiado largos para lo que después
vienen a significar.
ba leyendo un libro la mar de interesante, dije. Y añadí: para mí ha sido una sorpresa que
tuvieseis la obra completa de Guitarte Lahoz. ¿Ah, sí?, dijo él. A mí me pareció que no
sabía quién era Guitarte Lahoz, en todo caso cambió de conversación. Bueno, bueno, dijo,
como si volviese a lo que de veras importa después de las presentaciones y los preámbulos,
¿qué tal esa rehabilitación?, ¿qué color le has pensado poner a la fachada? Acabo de llegar,
dije yo apartando con la mano la importancia del asunto, y todavía no sé qué es lo que quie-
re Juana, ni qué es lo que se puede hacer. Me gustaría enseñarte algo, hombre, dijo Arturo,
¿tienes ahora algo que hacer? No debería irme hasta que no venga Berta, dije yo, muy en
mi papel.
Berta volvió como una hora más tarde y en ese tiempo a Arturo le dio tiempo a con-
tarme su currículo. Me metió en su despacho, una mesa grande y un sillón de cuero, con
libros abiertos junto al vade y un cenicero lleno de colillas, una percha detrás de la puerta
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con la chaqueta del traje y en las paredes las estanterías sin libros y los huecos más blancos,
rodeados por una aureola de humo negro, de los cuadros que se debió de llevar Guitarte
Lahoz cuando se jubiló. Era un despacho vacío de cuya mesa había tomado posesión Arturo
con sus libros, todos ellos sobre la vida y milagros de Pablo Monguió, un arquitecto mo-
dernista que vivió muchos años en la ciudad y dejó una impronta interesantísima que Artu-
ro estaba estudiando en una tesis doctoral. Se había venido aquí para hacer la tesis. Había
dejado Valencia, por lo menos entre semana, y se había decidido a hacer la tesis. Llevaba
bastante años, desde que se hizo bibliotecario, yendo y viniendo todos los días de Valencia
a la biblioteca de Alboraia, y la vida le impedía centrarse en nada. Así que dijo necesito un
respiro, necesito tranquilizarme y hacer algo más productivo, me voy lejos de aquí, me voy
a una ciudad de provincias, a un pueblo, a un lugar donde a nadie interesen los libros, y allí
olvidado que más cerca le quedaba de Valencia era Pablo Monguió. Arturo me contó quién
Cuando Pablo Monguió decidió marcharse lejos de Barcelona y seguir por su cuenta
una línea modernista de múltiples estilos y un gran respeto al paisaje urbano, Berta tocó con
los nudillos en la puerta y abrió. Arturo la saludó como si fuera una compañera del trabajo.
cerrar la puerta. Yo salí un poco avergonzado del despacho y le pregunté a Berta por Viole-
pras con su madre y preguntándome a mí por las noches, cuando yo estaba levantado y ella
no había podido dormirse, qué regalo me parecía bien. La vi tan confundida que pensé que
una buena forma de ayudarle sería no hacerle daño. Porque no sólo estábamos los dos (yo
con más disimulo) buscando un regalo con categoría de herencia y de símbolo inolvidable,
sino un regalo que fuese también la prueba de nuestras diferencias. Era como si fuésemos a
menos en ese momento. Tampoco estaba nada claro que me lo fuesen a enviar a tiempo de
la tienda de Bailén, pero aunque así fuese, pensé, podía dejarlo para después, incluso guar-
darlo hasta que terminara el primer curso de sus estudios, hacerlo como algo más indepen-
diente, quizás como una deuda de pago aplazado, la deuda del gran regalo que Remedios le
ría como un acto de buena voluntad, pero si se lo regalaba ahora, si me sacaba de la manga
el fastuoso Loree Royal de madera de violeta delante de todos cuando fuesen a partir la
tarta, Remedios, en condiciones normales, pensaría que era una cabronada sin más por mi
parte, pero en aquella debilidad emocional que me estaba demostrando y en aquellos frené-
ticos preparativos yo vi que de verdad le haría daño. Remedios estaba nerviosa por muchas
viaje a Estados Unidos, le decía yo, tratando de interpretar su pensamiento. Eso lo dices
porque es muy caro, me decía ella. No, mujer, lo digo porque le haría ilusión, a ella y a ti. Y
a ti, ¿te haría ilusión?, decía ella. La ilusión se la tiene que hacer al que da el regalo y al que
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lo recibe, no a mí. Pero Güino, decía ella, podía ser un regalo en común, un regalo de los
dos, no tenemos por qué estropearle el día mandándonos mensajes de resentimiento, decía.
Yo me dejaba querer porque no tenía del todo decidido no regalarle el oboe d’amore
con campánula bulbosa y porque no me sentía nada capaz de regalarle los dibujos, en el
caso de que Eva se acordase de enviármelos. La última semana decidí hacer un esfuerzo
supremo. Fue entonces cuando adquirí el horario de los cartujos. Me acostaba temprano,
cuando Remedios y mi suegra todavía estaban de cháchara en la calle con los vecinos o se
habían ido a ver algún acto cultural. Me acostaba casi al hacerse de noche, un par de días
me levanté cuando ellas estaban metiendo las sillas en casa, o volvían de por ahí. Me ponía
a dibujar en un cuarto que sólo tenía un ventano al suelo de la calle y a las tres o las cuatro
de la mañana me volvía a dormir. Durante el día todo era muy agitado, no me podía con-
centrar en nada.
Lo mío era un acto desesperado, casi más que el de Remedios, porque ella no sabía
cuál era el regalo y yo sí. Pero ni siquiera me había traído el libro de Karl Schrader. Siem-
pre pensé que volvería antes a Madrid. Mi suegra, por hacerme un favor, me volvió a pedir
que diseñase la decoración de la casa, y esa es la excusa que yo puse cuando me pregunta-
ban por qué me acostaba tan pronto, por qué me levantaba tan temprano, y en cierto modo
así fue.
Esos días, por las mañanas, me empapé bastante de casco histórico y escaparates de
joyerías. Entre el comedor de mi suegra, que lo había puesto al final en el piso de arriba
que parecía una lengua de terciopelo y las sillas con patas de avestruz, y los edificios mo-
dernistas de la plaza del ayuntamiento y los ajedrezados de ladrillo de las torres medievales
y el carácter rural del sitio, yo me hacía difíciles composiciones, diseños de verjas y de vo-
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semana, dibujar los detalles principales de las fachadas. Y tengo que reconocer que me en-
tretuve mucho, que metido en ello mantuve bien a raya otros pensamientos quizá más de-
primentes.
Remedios vino un día a decirme que ya sabía lo que le iba a regalar. Fue un día en
que Violeta y su amigo, el hijo de la vecina, Sebastián, se habían ido a bañar al pantano. Yo
había ido a una aldea cercana donde me habían dicho que vendían buenos pollos de corral.
A mi regreso, mientras dejaba las piezas cobradas sobre la pila de la cocina, para que las
pelase mi suegra, Remedios vino y me lo dijo. Ya sé lo que le voy a regalar, dijo. Lo dijo
muy seria, como si después de tanto frenesí un poco infantil hubiese descubierto una verdad
sombría. Voy a regalarle una cámara de fotos, dijo. ¿Y para eso tanto drama?, le pregunté.
A veces, dijo, los regalos más simples y más típicos son los más acertados, pero lo dijo sin
alegría, y yo se lo noté. Recompuso un poco la cara, con esa sonrisa de quien le duele la
cabeza pero quiere ser amable. Es una Leika, dijo. Eso sí que es un drama, dije yo, ¿no sa-
bes lo que vale eso? Qué más da lo que valga, dijo ella. Claro, claro, dije yo, el dinero por
delante. Remedios se acercó hasta mí, me tocó con sus manos, me puso una mano en la
mano que yo tenía teñida de sangre del pollo de corral. Estaba guapa, unos días llevaba
unas mallas y una camiseta ajustada y otros una falda de gasa y un suéter de cuello barco.
Ese día llevaba la falda. Se la regalamos entre los dos, dijo. Te vas a manchar, le dije, espe-
ra que me lave las manos. Yo lo pago si tú quieres pero se la regalamos entre los dos, repi-
tió, y me soltó la mano. Olí el olor del sofoco, muy agradable, incluso provocativo. En todo
caso la pagaríamos entre los dos, le dije. ¿Tienes dinero?, me dijo Remedios, incrédula más
que desconfiada. Tengo dinero para pagarlo yo solo si quiero, me defendí, pero pensé que
no acabaríamos tirando tan por lo alto, pensé que se trataba de un regalo más sencillo.
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tiempo me dijiste que ya lo tenías decidido, que casi lo tenías comprado. Lo tengo compra-
do, lo que no sé es si me llegará a tiempo, ya sé que suena raro pero el caso es que me dejé
el regalo en Madrid, dije. ¿Vienes a un cumpleaños y te olvidas del regalo? Sí. ¿Y qué rega-
Me escabullí como pude de decir nada más, pero a Remedios se le había despertado
esa mañana muy temprano el instinto curioso. Cuando Remedios quiere saber algo, cuenta
una intimidad de similares proporciones, según ella, a la que quiere escuchar. ¿No quieres
saber por qué me he decidido por la Leika esa?, dijo. Yo no dije nada. He estado rebuscan-
do en sus papeles esta mañana, dijo, he estado leyendo en su diario. ¿Y dice allí que quiere
una Leika para su cumpleaños, le vas a explicar el día que vea la cámara cómo te has ente-
rado?, dije yo. No lo dice así de claro, dijo ella, pero eso da igual. A mí no me daría igual,
dije yo. Pues también deberías leerlo, dijo ella. Yo nunca he utilizado pruebas ilegales, Re-
medios, ni para saber qué quiere Violeta ni para saber lo que ella no ha querido que yo se-
pa, dije yo. Remedios me atacó con sus preguntas. ¿Tú sabes que ya no va con Almudena?
¿Sabes que va mucho con un compañero de curso? ¿Sabes que se junta con gente mayor
que ella? ¿Sabes que una amiga le ha propuesto marcharse a Ámsterdam en septiembre, las
dos juntas, un mes o dos meses o el curso entero si fuese necesario? ¿Sabes que esa amiga
es una profesional de la fotografía? ¡Qué más muestra puedo darle de que es libre y quiero
que sea libre y no es necesario que recele de mí como si fuera una tirana!, dijo Remedios.
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vecino solterón de mi suegra se quedó tiesa mientras estaba tomando el sol en la puerta.
Este vecino toca el trombón de varas en la banda municipal de la ciudad, y los compañeros
le homenajearon con un entierro ambientado con música sacra, la que tocan en Semana
Santa cuado desfilan detrás de la cofradía del Descendimiento y de las autoridades eclesiás-
ticas, civiles y militares, y yo salí a ver el espectáculo con las manos llenas de sangre, por-
que en esos momentos estaba viendo en el corral de otra vecina, la madre de Sebastián, el
modo tradicional de matar un conejo para la paella, que consiste en colgarlo cabeza abajo,
Violeta, que ese mismo día renovó su vestuario por completo, se afeitó la cabeza y
se dejó una cresta de color berenjena y se puso un clavo de plata en el labio inferior, sufrió
un desmayo mientras asistíamos a las exequias, porque los nichos de alrededor olían y
había moscas verdes zumbando por encima de las oraciones. La bajamos a casa, la tumba-
mos en su cama y llamamos a un médico, que no habría hecho falta porque tenía todo el
aspecto de haber sido un simple mareo, y así lo repitió Violeta. ¡Pero cómo va a ser un sim-
ple mareo con esa pinta!, dijo Remedios, presa de los nervios. ¡Pues claro que es un simple
mareo!, dijo mi suegra. ¡Cómo no quieres que se maree la niña, con la mañana que lleva!,
Y mientras estábamos los tres mirando por turnos si Violeta se había dormido,
hablando de las infecciones producidas por los piercings, del estado lamentable del cemen-
terio, de la vecina muerta, del conejo torturado, del problema de la droga y otros temas de
conversación, llamaron al timbre. Abrí creyendo que sería el médico, pero era el cartero.
Fue una situación algo confusa porque recuerdo que faltaba muy poco tiempo para
las dos, y a las dos iban a cerrar la oficina de correos y no abrirían hasta por lo menos dos
días después, no sé si porque coincidió con un fin de semana o con una fiesta local. Sólo sé
que si no iba entonces a recogerlo no estaría para dárselo a Violeta el día de su cumpleaños;
y que, si iba, las dos mujeres, por lo menos Remedios, comentarían o pensarían que en una
situación como esas uno no se va a recoger un paquete a correos, a punto de llegar el médi-
co.
Voy y vengo en un momento, dije yo. Pensé que no era del todo serio enviar una
joya tan delicada y tan valiosa por correo ordinario. También era cuestión de tenerlo en mis
manos cuanto antes para que los empleados no le diesen más traqueteos al oboe.
No me entretuve en abrirlo y corrí como un niño que llega tarde a casa, a ser posible antes
de que llegara el médico. Cuando llegué tan sofocado con el oboe bajo el brazo el médico
ya se había ido. No había sido nada. Un mareo, quizás un exceso de nerviosismo, el calor,
el mal olor, la perforación del labio, que le habría causado impresión. Violeta tenía que
descansar.
en la cocina, que era el único sitio donde se estaba un poco más fresco hasta que cayera el
sol. Remedios estaba muy preocupada. Ella sale a veces con Sebastián, dijo, pero a veces
no, yo no la controlo, yo no quiero controlarla, sé que sale con otra gente y sé que es gente
mayor porque lo he leído, pero en ningún momento le he dicho que yo sabía nada. Lo sé
pero eso no ha interferido para que yo la controlase. Porque en el fondo tampoco era nada
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malo. Pero ahora quiere irse a Ámsterdam, y Ámsterdam tampoco tiene nada de malo, y yo
tampoco tengo motivos para pensar que ella no sepa cuidar de sí misma, sepa dónde puede
meterse y dónde no. No tengo motivos y lucho por seguir sin tenerlos. Pero tengo miedo y
quitó las lágrimas con un dedo y trató de cambiar la conversación con voz nasal. ¿Es ese el
regalo de Violeta?, dijo, señalando el paquete que aún estaba en la mesa de la cocina. No lo
sé, dije yo. No sé si se lo voy a dar o no, dije. ¿Y eso por qué?, dijo ella. Porque temo
haberme equivocado. ¿Lo puedo ver?, dijo, empezando a abrirlo casi. Si lo ves no se lo
regalaré, dije. Tiene que ser ella la primera que lo vea. ¡Eso sí que es una tontería!, dijo
Remedios. Oye, dijo, no es eso en lo que habíamos quedado. Habíamos quedado en hacerle
un regalo entre los dos, incluso este puede ser un regalo entre los dos. Eso no puede ser,
dije. Regálale si quieres tú sola la cámara esa. No quieres que le regalemos algo entre los
dos, ¿verdad? No es eso, Remedios; podemos regalarle la cámara los dos si quieres, y si
quieres yo no le regalo esto y quedamos empate. Pero lo que sí tengo claro es que a ti este
Déjame en paz, anda, dije yo, tratando de que sonase a broma, a capitulación amistosa, sin
malos modos.
Me daba miedo su reacción cuando lo viese. Pero, en el instante en que ella cobró
suficiente confianza para rasgar los envoltorios pensé que tampoco debía tomárselo tan a
mal. A pesar de lo que vio una vez en televisión, el individuo aquel que dijo que los concer-
tistas de oboe se podían volver locos, Remedios no se opuso a que terminase toda la carrera
en el conservatorio hasta que le diesen el título. Y el título ya se lo habían dado. Ahora po-
día tocar el oboe a ratos, por diversión, por hobby, o incluso, con algunos compañeros de la
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facultad, formar una pequeña banda de jazz para divertirse las tardes de los sábados, siem-
pre y cuando ello no interfiriese en sus estudios. Pero eso de dedicarle tanto tiempo todos
los días ya se había terminado, porque medicina es una carrera muy seria y no puedes estu-
diarla al mismo tiempo que te preparas para ser concertista de oboe, que también es una
carrera muy seria. Y eso era, pensaba yo, mientras Remedios rasgaba el paquete, lo más
importante de todo, que Violeta, como me dijo Remedios una vez, la primera vez que yo
hablé de renovar el oboe, era muy disciplinada para tocar el oboe pero en los últimos cursos
ya no sacó las notas de cuando era chiquitina, y el mundo de los músicos profesionales es
muy difícil, Güino, o eres el mejor de la clase o no te comes una rosca. Y ella no quería que
Paquito el Chocolatero en una banda de pueblo. Había que mirar la vida con un poco más
de realismo.
De modo que, pensé yo cuando Remedios tuvo ya casi rasgado el papel de estraza,
mi oboe d’amore podía tomarse como una invitación a que se olvidase de las autopsias y
persistiera en su carrera musical, pero también como una invitación a que formara ese gru-
po de jazz vespertino con los compañeros de la facultad. Al menos esa sería mi defensa.
Flaca defensa, pensé, y le impedí que siguiera. Remedios, por favor, le dije, muy serio, no
lo abras.
Remedios atacó entonces de mala manera. ¿Es que ni siquiera vas a darme ese gus-
to? ¿Ni siquiera puedes compartir conmigo una cosa tan tonta como un regalo? Güino, dijo,
necesito que alguien comparta algo conmigo, necesito que me hable de su vida gente a la
que quiero, no gente a la que no conozco. Mi madre se está volviendo loca, mi hija me ig-
Es como vivir con sombras, con fantasmas que por dentro están llenos de aire, presentes
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pero invisibles, impenetrables. Y yo os quiero a los dos pero no me entiendo con vosotros
por separado. Me da igual que durante quince años creyésemos que había lo que nunca
hubo, me da igual que tú o los dos o ninguno en el fondo lo creamos así. Pero también es
una forma de estar. Cuántas veces me he arrepentido de ser lo que yo pensé que era, Güino.
su cuerpo y de sus sentimientos, con una hija independiente y civilizada que vive un nuevo
que puede acabar con todo lo desagradable de las parejas, con todas las servidumbres y con
todas las humillaciones. Ese era el modelo en el que yo creía. Y ese es el modelo en el que
Pues, si quieres que te diga la verdad, Remedios, dije yo cuando Remedios terminó
de hablar, yo no veo que tu madre se vaya a volver loca. A mí me parece que ha mejorado
muchísimo. Y, con respecto a lo demás, dije, no tengo nada que reprochar a lo que has di-
cho. Yo, en efecto, me he adaptado divinamente. Pero la que quiso hacerlo fuiste tú. Dijiste
que tenías ganas de ser infiel pero que viviendo juntos no eras capaz.
Tampoco era así, dijo Remedios. Yo no sé cómo era, dije yo, ni tengo pensado ave-
das ninguna oportunidad?, dijo ella. No, dije yo, por eso me empecé a sentir divinamente.
Eres un orgulloso, Güino, eres puro orgullo. Por no dar tu brazo a torcer, por no abrir el
regalo, por no exponerte jamás a ningún riesgo eres capaz de defender lo que sea. Tú y yo
estos días hemos estado bien, ¿no? Yo he estado muy bien contigo en la cama. Y tú, por lo
visto, también. No sé, Güino, por lo menos te corriste, ¿no? Y te corriste varias veces. Y tú
con una tía con la que no estás bien no puedes correrte varias veces, ¿verdad que no, Güi-
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no? Creo que la única vez que te corriste varias veces fue cuando engendramos a Violeta.
Qué va, tonto, es broma. Dame un beso, anda. Déjame que te dé un beso. Otro.
De acuerdo, Remedios, dije, pero por lo menos déjame que antes abra yo el paquete.
No era el oboe. Eva se había acordado de enviarme los dibujos. Los había metido en
una caja de cartón como para guardar camisas y envuelto en papel de estraza y cinta de
carrocero, y metido en un sobre con bolas de aire. Eva también había metido una carta en
un sobre y lo había pegado con celo en la tapa de la caja de las camisas. ¿Quién es?, dijo
Remedios. Una amiga, dije. Le encargué que me lo enviase. La carta era breve.
los textos que tú habías escrito para ellos, y uno que encontré en tu mesa sobre los modelos
que me pareció precioso. Lo llevé a una imprenta que es la que encuaderna las sentencias
de mi padre, les dije que era urgente y ellos han sido muy amables y me lo han hecho en
dos días. Espero que este sea lo más parecido a lo que soñabas con regalarle a tu hija. Te
quiero, Eva.
Doblé otra vez la carta y la metí en el sobre. Miré a Remedios, que estaba esperando
Era una obra de arte. Remedios quedó impresionada. Enlomadura inglesa, el lomo y
los tejuelos de tafilete, las láminas pegadas con escartivana y los cortes jaspeados en azul
de Prusia. El jaspeado de las cubiertas en el hermoso carey que se hace con agallas blancas
y cochinilla en polvo y una disolución de estaño en agua regia que yo le enseñé a Violeta
cuando era pequeña, y cuya fórmula tenía apuntada entre los papeles donde tomaba las no-
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tas para el proyecto, así como el modo de imitar las maderas contorneadas en los lobanillos
del boj: las gotas azules hechas caer con las barbas de una pluma, las venas desprendidas de
las gotas en arroyos contorneados que no se llegan a juntar, el encarnado escarlata y dos o
tres manos de pata de liebre de color naranja. Habían utilizado pliegos gruesos de papel de
barba de modo que los dibujos intactos estaban colocados en marcos de paspartús. Los
habían dejado tal y como estaban, como si fuese una funda de lujo para unos dibujos po-
bres. Todos estaban en la página derecha, y en la izquierda fragmentos que yo tenía señala-
dos en los libros y caligrafiados con redondilla, en tinta un poco aguachada, para que siem-
Los operarios muy amables que encuadernaban las sentencias del juez debían tener
también una larga experiencia como amanuenses. Allí estaban escritos los textos de Clau-
los modelos, los dos igual de fantásticos y entretenidos. Estaba la historia de cómo se cura
la cabra las cataratas y la del elefante seducido por las flores, y las andanzas de traficantes
de reliquias y cuerpos de patricios jóvenes con el alma húmeda. Pero había otros dibujos
que no se referían a nada, la mayoría paisajes de Astorga o de la sierra o del desierto, fa-
chadas de casas, estudios de geranios en las ventanas, o la ventana del patio interior de la
Casa Sacerdotal, o el comedor de Barrachina, donde Alfredo se sentaba por las tardes a ver
la televisión. En esas láminas que no se referían a los animales ni a los modelos Eva tam-
bién había colocado algún fragmento. Había buscado entre mis libros los párrafos subraya-
dos, tratasen de lo que tratasen, con tal de que hiciesen una vaga referencia a algún detalle
del dibujo, y así compuso una breve antología de palabras sin autor, reducidas todas a su
femenino unos versos de Lucrecio, y junto a los apuntes que tomé de Alfredo unos graves
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versos de Lucrecio, y junto a los apuntes que tomé de Alfredo unos graves párrafos de Tá-
cito. Pero Eva tuvo la paciencia de buscar el libro de Unamuno para los paisajes de la sie-
rra, y los de Leopoldo María Panero para la nieve de Astorga y poemas de pescado de Ja-
vier Bidón para los azulejos blancos del psiquiátrico. Al principio del tomo, a modo de in-
troducción, alguien también había caligrafiado una de las redacciones que hice para Lour-
des, la que a mí me pareció más personal, la que no le entregué. Le entregué otra más abs-
tracta y ambigua, y me quedé con esta que se titulaba Instucciones para posar desnudo.
Eva cogió todo lo que encontró hasta formar un volumen de veintitantas páginas,
casi todas con su lámina. La verdad es que quedaba un poco delgado, de lejos parecía un
libro de contabilidad, pero al mismo tiempo muy elegante, todo hecho con mucho gusto.
Delante, en la tapa, ni tampoco en los lomos, había ningún título ni ningún autor. Dentro,
en la primera página, antes de las Instrucciones para posar desnudo, un título: Dibujos del
modelo.
Es muy bonito, dijo Remedios. Los dibujos son muy bonitos, y lo demás también es
muy bonito, dijo. Espero que le guste a Violeta, dije yo. Claro que sí, dijo ella, le encantará
tener unos cuantos dibujos de los que hace siempre su padre para entretenerse, claro que sí.
Y la encuadernación es muy buena, desde luego. Esta encuadernación vale algo más que
1.500 pesetas. Algo más, dije yo, pero poco. Y la caligrafía desde luego está hecha por un
profesional, dijo Remedios. Y añadió: la verdad es que sería una pena que no se lo regala-
ses.
parece muy pobre, dije. Yo quería otra cosa. Le han puesto una encuadernación que no me
gusta. A ella le hará ilusión, dijo Remedios. A ella sí pero a mí no. Se me ha pasado ya toda
que le regalemos la cámara los dos y nos olvidemos de este asunto, Remedios. Pídeme el
favor que quieras y yo te lo haré, pero vamos a olvidarnos de este asunto, por favor.
domina una pequeña hoya escondida entre dos estribaciones de la misma sierra. Tuvimos
que dejar los coches a unos ochocientos metros del sitio, y el resto lo hicimos andando por
riscos y pedregales, parecíamos porteadores en busca del gran secreto de la paella. La única
que no llevaba nada era mi suegra. Violeta cargó con las fiambreras de la ensalada, Arturo
las hizo reír a todas canturreando jotas de segaores valencianos con la paella de hierro pues-
casa, acarreaba las hamacas, Sebastián una nevera portátil con las cervezas y la sandía, y
Remedios y Berta y la madre de Sebastián portaban el féretro de plástico con los pobres
bichos que Arturo y yo masacramos mientras los demás velaban a la vecina. Yo llevaba mi
Antes de salir de casa mi suegra me preguntó por qué no ponía en la paella unas
gambas y unos calamares, que ella lo pone y le sale muy rica. Yo me limité a decir que pre-
fería una paella sin mixtificaciones. Bueno, bueno, dijo ella, pero se llevó un par de kilos de
chuletas por si hacían falta. Arturo intervino. Pero mujer, le dijo a Juana, con la semana de
investigaciones paelleras que llevamos es imposible que nos salga mal. Había dicho nos en
solidaridad conmigo y porque él se quedó encargado del fuego. Sería una paella de hom-
bres. El pobre Pablo, que desde la muerte de su madre estaba un poco aturdido, supervisaría
la hoguera.
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Patagallina es una especie de collado con bancales diminutos, todos de trigo amari-
llo, de cientos de tonos distintos de amarillo, plantado por distintas manos y a distintas
horas, como una alfombra cosida con retales de toda la gama posible de trigos. Arturo dijo
que en aquel paisaje tan abrupto y recoleto había mucha poesía. Arturo llevaba un sombrero
de excursionista tirolés. Cuando llegamos a una calva con un diminuto refugio lleno de
las paellas, prendí el atadijo de leña genuina de naranjo y antes de que nos diésemos cuenta
ya se había consumido todo porque se levantó un airazo tremendo. Las mujeres se pusieron
a buscar más leña. Yo me voy a quedar aquí salando las chuletas por si acaso, dijo mi sue-
gra. En aquella parte del monte no había más que aliagas y hierbajos, todo el mundo iba
con leña inconveniente hasta que el atleta Sebastián trajo a pulso él solo una enorme sabina
muerta.
Todos se sentaron a ver cómo yo las pasaba canutas friendo el pollo, porque el aire
se había calmado y la madera de sabina da muchísimo calor. Pero el aire iba y venía y las
flamas se salían de las trébedes, y ni Pablo ni mucho menos Arturo, que no dejaba de hablar
con las mujeres y de beberse botellines de cerveza, pudieron gobernar el fuego. Ellas me
miraban y entre el humo vi cómo Remedios le hacía unas señas a su madre para que dejase
quietas las chuletas. Todo el mundo veía socarrarse mi proyecto pero, unos por prudencia y
otros por mala leche y otros por simple indiferencia, nadie parecía muy preocupado por
ello. Fue Berta, la chica tan maja de una antigua colonia de nórdicos pelirrojos claros, la
que acudió al final en mi ayuda. Ni siquiera Sebastián supo qué hacer, o no se sintió con
suficiente autoridad para decirle a un señor tan grande cómo se hace una cosa muy simple
de hacer. Pero Berta vino y quitó la paella con el pollo a punto de requemarse y el pollo en
una fuente que yo había puesto aparte en la mesita de camping, y vació la mesita de cam-
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ping y la puso en posición vertical apoyada en uno de los lados del paellero para que hicie-
se de parapeto sin necesidad de cocinar en el refugio, que daba asco. Y luego partió los
troncos grandes con la parte de atrás del hacha y los redujo a brasas encendidas que, dijo,
serían más que suficiente, y limpió con un papel de periódico la paella, negra ya de hollín, y
volvió a poner aceite limpio y me dijo que ya podía echar si quería las verduras. Al ver
aquella buena acción las mujeres se aprestaron a echar una mano, pero ya no hacía falta
ninguna, ni siquiera yo. Berta, acalorada de luchar contra el viento y el fuego, nos miró al
final y dijo, muy sencilla, que es que en su casa en el pueblo siempre cocinaban así.
Gracias a Berta no fueron necesarias las chuletas. Arturo y yo nos habíamos pasado
los más sencillos materiales de la tierra para diseñar formas perfectas, y de paso encontrar
la máxima pureza en cada uno de los distintos elementos. Así también, en la paella, no se
trataba de echar aves exóticas sino la quintaesencia del pollo normal y corriente, el pollo
que se cría solo con desperdicios y granos de maíz, que vaga por el corral poniéndolo todo
perdido y es necesario que se desangre en vivo, cortarle el cuello cuando está vivo, la pura
esencia de la comida tradicional. Berta me lo preguntaba todo pero luego hacía lo que le
daba la gana, sin medidas de tiempo ni de capacidad, su saber culinario era como una len-
gua primitiva de la que se avergonzase por lo que supone de machismo y de atraso. Pero
teca sobre la forma más auténtica de desangrarlos, incluso habíamos hecho un día más de
cien kilómetros para buscar madera de naranjo que luego se consumió enseguida. Esto for-
maba parte de la esencia, la preparación laboriosa de una falla, de algo que pronto será na-
da. Pero luego, a la hora de la verdad, Arturo se puso a hablar con las mujeres y eso a mí
La abuela contó, cuando estábamos con la sandía (antes todo estuvo lleno de piro-
pos a la cocinera), que había elegido ese sitio tan inhóspito y con tanto airazo porque el
abuelo Manuel, que en paz descanse, siempre hablaba mucho de Patagallina. Patagallina
era ejemplo de crudezas atmosféricas, aquí hace más frío que en Patagallina, solía decir el
abuelo. Remedios no lo recuerda porque era una niña, y porque la imagen de su padre es la
de un señor muy viejo que se sentaba del revés en las sillas del bar y siempre estaba viendo
la televisión.
Aquí estuvo tu padre seis meses escondido, dijo mi suegra. Seis meses metido en
una de las cuevas de ahí abajo, escuchando a lo lejos los cañonazos. Arturo me encontró el
libro que me hacía falta para localizar el sitio, muchas gracias, Arturo, cuéntales tú mejor
cuál era la situación, porque a mí, en todos aquellos años, hasta que se murió el abuelo, lo
La situación, dijo Arturo con un cigarrillo en las puntas de los dedos, es que esta
sierra en la que estamos, que se llama Sierra Palomera, era el lado norte del frente del Ejér-
cito Nacional. Fue el que primero avanzó, al mismo tiempo que el centro entraba en cuña
en la ciudad hasta que las tropas apostadas al norte y al sur rodeasen los flancos y recon-
quistasen al Ejército Republicano la plaza de Pomona. Por lo que Juana comenta, dijo Artu-
ro, el abuelo debió de formar parte de un nutrido contingente que sujetaba desde estos pe-
ñascos a los nacionales, pero cuando sus tropas retrocedieron hasta ese picacho de allá, el
pico Muletón, donde hubo una importante batalla, tu abuelo se quedó quieto, esperó a que
pasara el frente nacional, y cuando dedujo que la ciudad habría sido conquistada se vistió
¿Que se unió a los vencedores?, dijo Violeta, un poco escandalizada. Sí, hija, sí, le
contestó su abuela, condescendiente. Pero piensa que gracias a su cobardía estamos hoy
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todos aquí. ¿Y de qué vivió todo ese tiempo?, preguntó Remedios, más práctica. De eso,
mira, dijo Juana, nunca me llegué a enterar. El abuelo siempre dijo que le echaron una ma-
no unos masoveros del otro valle, pero en eso nunca daba muchos detalles. Treinta años
después, cada vez que le preguntaba se ponía un poco colorado, así que lo dejé. Cualquiera
sabe. Conocí este sitio el mismo día que llegasteis vosotras. Me pasé la tarde entera aquí
sentada, acordándome de él. Estaba tan hecha polvo que me bebí a su salud unas copitas de
un licor que tu padre guardaba como oro en paño. Luego me fui a dar un paseo por el ce-
Remedios interrumpió el amago de melodrama diciendo que era hora ya de los rega-
los. Estábamos debajo de una sabina que proyectaba sombra caliente. Si el viento se movía,
teníamos que sujetar las servilletas con los vasos, y si se quedaba quieto allí no se podía
estar. Arturo se adelantó a todos como aquel que va a dar el regalo de menos importancia,
dijo toma este pequeño obsequio, Violeta, y deja los regalos gordos para el final. De peque-
ño nada. Era la edición Mynors de las Opera Omnia de Virgilio, yo conozco ese libro y vale
un dinero.
La abuela le regaló unos pendientes de lágrima y contó una historia un poco rara en
la que aparecían otra vez los muebles de madera de plátano y un abuelo suyo (tataranieto de
Violeta) que estuvo en la guerra de Marruecos pero también había sido un artista orfebre de
suegra, es una buena inventora de historias pero su manera de dormirse en la suerte cuando
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las cuenta me pone un poco nervioso. Habla como quien tiene a la audiencia ya entregada
desde el principio, se recrea en los detalles y en las impostaciones de los personajes buenos,
los que siempre dicen qué gran hombre fue tu abuelo, los señores serios que entienden mu-
cho de todo y un día le dijeron y ya puedes guardar bien estos pendientes porque son muy
buenos, quienes le acariciaron la barbilla cuando era pequeña y se les arrasaron los ojos al
recordar la figura del artista orfebre que murió un poco antes incluso que don José Calvo
Sotelo, a lo mejor sólo cinco minutos antes que el primer gran muerto de la guerra civil.
En Patagallina, cuando no hace nada de aire, pueden alcanzarse sin problemas los
cuarenta grados celsius de un calor achicharrante, y las espigas secas a lo lejos tienen un
aura sedosa y derretida, como los contornos del fuego. A las cinco de la tarde la sensación
de que hasta que no terminase mi suegra con la sarta de leyendas familiares a pie de túmulo
no nos podríamos marchar de allí. Noté a Violeta cansada, pero pensé que sería de mante-
ner tanto rato seguido la sonrisa de agradecimiento mientras su tatarabuelo hacía sortijas
con los alambres arrobinados que buscaba por vertedero de Las Ventas medio siglo antes de
que construyesen la M-30. Mis pantalones y la tela de la hamaca eran un todo húmedo.
Los vecinos y amigos fueron un poco más rápidos. Berta le regaló un frasco de co-
lonia con demasiada madera, pariente lejano del pachulí. Todo el mundo dijo, al olerla, dijo
huele muy bien, y se la pasó al siguiente. Pero nadie salvo yo mismo supo refrenar el primer
tic de las aletas de la nariz cuando se huele algo que huele mal. También es verdad que na-
die supo ver ese tic en los otros ni reconocerlo en sí mismo. Yo sí. Arturo fue un poco más
Leonor, la viuda joven un poco paleta, madre del bello Sebastián, le regaló un pañi-
to de ganchillo que había estado haciendo por las tardes. Esto es para que lo guardes, para
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el ajuar, dijo la mujer antigua, que tiene que ser más o menos de mi edad. Violeta, su cabe-
za rapada, desenvolvió el pañito sin saber a qué atenerse. El bordado era como la reja de un
burka tejido con punto enano, pero Violeta está muy bien educada en agradecer las mues-
tras de afecto y de buena voluntad, y se deshizo en elogios durante unos segundos. En ese
mismo tono de objetos atávicos y sentimentales, Pablo, el vecino que toca el trombón, le
regaló un atril con pinza para llevar en el instrumento. Como tu madre me ha dicho que
tocas el oboe... Era un atril de alpaca picada y amarillenta que es el atril que le regaló su
madre, que en paz descanse, cuando Pablo ingresó en la banda municipal. Todo el mundo
guardó un silencio, unos porque creían que el recuerdo de la anciana muerta en la silla de
ría saber si el atril le despertaba algún comentario favorable a mi regalo. Pero Violeta dijo:
Mi suegra actuó a mi favor: ¡pero cómo que ya no tocas el oboe!, de eso nada, mi
niña, que la música descansa mucho, que luego después vas a tener que estudiar mucho en
la universidad y te vendrá muy bien despejarte tocando el oboe, que lo tocas muy bien, te-
nías que ver Pablo lo bien que toca el oboe mi nieta. ¿Y por qué el oboe?, preguntó, encan-
tado, Arturo. Se hizo otro silencio diminuto. Remedios no habló. Remedios llevaba todo el
rato muy callada, fumando sin parar. Y Violeta dijo: mi madre quería que tocase el piano
pero mi padre prefería el oboe, y además ocupa menos espacio; mi madre dice que el oboe
reblandece las meninges y que el oboe es un instrumento de fakires, dice que el sonido es
como un pito que se le mete en la sesera. Se hizo otro silencio todavía más denso. A Reme-
dios le temblaban los labios. Mi suegra nos volvió a echar un capote. A tu madre le encanta
que toques el oboe porque eso lo sé yo, así que no te busques excusas tontas. Digo la ver-
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dad, dijo Violeta. El temblor de labios de Remedios, emboscada en sus gafas oscuras, se
hizo evidente para todos y Arturo dijo. ¿Y por qué has dejado de tocarlo? Y Violeta res-
pondió: porque creo que mi madre tenía razón. ¡Basta ya!, estalló Remedios, ¡deja de jugar
con nosotros de una puta vez, Violeta, empieza a ser mayor de edad! En el siguiente silen-
cio, no sé por qué, todo el mundo estuvo como expectante de que yo dijese algo. Era como
me saqué del macuto un disco, el Dido et Aeneas de Purcell, en el fondo el mismo regalo
que le había hecho Arturo pero más barato. Y dije: esto sólo es para que lo oigas. Y antes
de que se hiciese un nuevo silencio estremecedor mi suegra dijo: ¿pero bueno, Sebastián, y
tú? Sebastián se puso colorado como un hematoma, y Violeta dijo: Sebastián ya me ha dado
su regalo, y se levantó la camiseta y nos enseñó un pendiente que llevaba colgado del om-
Sólo faltaba Remedios, pero después del conato de incendio nadie se atrevía a
recomponer una sonrisa inocente y dar una palmada y decir: ¿y tú, Remedios? Pero la abue-
la lo dijo: bueno, bueno, Violeta, que ahora nos tienes que hacer una foto con la cámara que
te ha regalado tu madre... Violeta no estaba de mal humor. Tan sólo había dicho la verdad,
y el resto del tiempo había estado como es ella, tímida, agradecida, un poco aturdida por ser
el centro de la reunión, pero sin el aspecto distante y raboso que cabría suponerle a una mu-
chacha contestona. Violeta obedeció, se sacó de su mochila una caja y de la caja la Leika
que le acababa de comprar su madre. Qué bonita es, dijo Arturo, una Leika de verdad, el
típico capricho que siempre me he querido dar. Ya lo creo, dijo mi suegra, porque ser es
muy sencilla, pero vale un huevo, ya la puedes cuidar mi niña que tu madre se ha gastado
un dineral. Violeta no dijo nada. Remedios tampoco. Los demás insistieron en que era muy
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bonita, Leonor la productora de conejos dijo que tenía un color precioso. Bueno, venga, dije
yo, poneros antes de que empiecen las lipotimias, yo hago la foto. Mi suegra dijo: a ver si
entre todos empezamos a toquetearla y la jodemos, que esa cámara es muy delicada. Yo le
enseñé a Violeta cómo se ponía el automático, y dónde apoyarla para sacar una buena ima-
gen de todos. Mientras estábamos los dos agachados mirando por la cámara, que habíamos
apoyado en la mesa de camping, le susurré a Violeta: tengo otro regalo para ti, le dije, pero
no se lo digas a nadie. Cuando volví a mi posición en la foto meneé un poco el culo como
los gordos de comedia cuando tienen prisa, y todo el mundo soltó una carcajada, que no
Volví con el oboe metido en la mochila. Me había llegado el mismo sábado por la
mañana, el día anterior, y no en correo normal sino en una mensajería carísima que me trajo
el instrumento entre algodones. Llegó cuando Violeta estaba tomando el sol en la azotea,
Tenía ganas de ver la célebre campánula bulbosa, las almillas y las guías y las llaves
bañadas en plata, el enjambre de tuberías que recorren los agujeros de la flauta. Porque un
oboe es una flauta, un instrumento sencillo y primitivo, con la campánula bulbosa tiene
incluso aspecto de flauta de fakir, pero lleva encima un complejo sistema de dedos perfec-
tos que cubre su sencilla silueta. Es como una red mecánica estudiada para preservarla del
contacto con la carne. La madera de color violeta oscuro y vetas doradas está debajo del
aparato protector de acero inoxidable niquelado en plata. La lengüeta frágil, para tocarla sin
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apretar los labios, con aspecto de material orgánico desechable, intransferible, exclusivo de
una sola boca. Era hermosa hasta la lata de grasa de alcornoque y la tela del forro del male-
Estaba sentado en el váter con un millón de pesetas sobre las piernas, una obra de
arte para intérpretes de élite. Esa tarde tuve que tomar una decisión que se aplazó por sí sola
hasta después del cumpleaños de Violeta. Me llevé el Loree Royal metido en la mochila,
deslumbrado por su espléndida belleza y su capacidad para encerrar en un objeto una defi-
nición tan perfecta del ser humano, sin pensar en que a Remedios pudiera dolerle ni mucho
menos, como luego sucedió, en que Violeta no estuviese interesada. Me salvó la campana y
su sinceridad.
Y sin embargo al día siguiente del sarao yo seguía con ganas de regalárselo. Me
haría la víctima, le diría ya sé, hija mía, que has decidido abandonar el oboe, y me culpo
por no haber sabido detectarlo antes de comprarte este regalo, pero ten en cuenta que ade-
Patagallina se podía interpretar de otra manera. Quizás lo que había dicho Violeta era que,
por mandato maternal, ya no tocaba más el oboe. Igual Violeta estaba constatando con re-
ser así, pero las únicas pruebas fiables eran un mensaje muy claro en un tono que con toda
probabilidad también era muy claro. Me dio la impresión de que Violeta estaba clausurando
regalaba mi añoranza de llegar a casa y sentir el calor inmóvil y las obras para oboe
d’amore de Juan Sebastián Bach. Remedios, lo que quiera que hubiese leído en el diario de
y ya casi hasta le daba lo mismo que Violeta no estudiase una carrera seria.
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Desde un punto de vista moral yo no tenía muchas salidas, pero, comparados con la
majestuosidad del oboe, mis dibujos eran un recuerdo para llorar cuando Violeta fuese vie-
ja. Eran un chantaje emocional. Eran el amor obligatorio hacia la poca cosa. Si desde un
principio había querido que mi hija tuviese algo de mí, debía contentarla con lo que yo era,
un tipo que dibuja como cuando era niño, o bien alguien capaz de pedir dinero a una aman-
te despechada para subir la puja de su madre. Lo más caro era lo más patético. Y la mejor
¿Pero tú has visto cómo se comporta?, me dijo Remedios la noche del cumpleaños
mientras me untaba crema hidratante en el cuello. Voy a tener que ponerme a estudiar otra
vez para entenderos a los dos, dijo. Sí, Güino, y a ti también. ¿Pero es que te parece normal
que te deja tiesa. Cosas raras, Güino, contestaciones a destiempo, confidencias delante de la
gente. El otro día Arturo le preguntó que qué le pasaba, porque yo se lo pregunté y me dijo
que nada, que se sentía mejor que nunca, que se limitaba a contestar cuando le preguntaban.
¿Cómo es posible que con dieciocho años recién cumplidos no entienda que no se puede ir
así por la vida? Dice que dice la verdad, y ese síntoma me preocupa, porque eso revela algo
más profundo que un simple cambio de las hormonas, porque la verdad dicha nunca es la
verdad y eso Güino está muy estudiado. La verdad esta tarde no era lo que yo pensaba so-
bre el oboe. La verdad era que aquello ya pasó, y que después de pasar aquello, mucho
tiempo después, dejamos de pasar también nosotros, y que mucho tiempo después aquí es-
tamos, en la misma cama, y yo te estoy frotando la espalda, y quiero darte un beso. Esa es
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la verdad, no la del oboe ese de los cojones, ni tampoco la de la cámara de fotografiar. Hay
verdades que trascienden las evidencias, las anulan, las dejan insuficientes, incluso perver-
sas. Pero eso lo sabe cualquiera. Eso, a la edad de Violeta, lo sabe cualquiera. Y decir pues
síntoma de inmadurez. Pero Violeta, tú lo sabes, siempre ha sido muy madura, y eso es lo
Aunque, a lo mejor, quizá no sea un problema de los otros sino de mí misma. Una
cierta inseguridad. A las personas acostumbradas a sentirse muy seguras la inseguridad las
descontrola bastante, eso también está muy estudiado. Pero aquello es real, ocurrió en Pata-
gallina, hizo un comentario sobre lo que entonces nos separaba. A mí no me parecen gilipo-
lleces las ideas Güino que se te ocurrían sobre la educación de la niña, pero me daban mie-
do. Una gilipollez nunca da miedo. Pero yo siempre he pensado que todo lo hacías como
una inversión a largo plazo, como si quisieras asegurarte el cariño y la preferencia de Viole-
ta y fueses tejiendo una red alrededor de ella. Tú Güino, parece que no, pero siempre sabes
la razón. Y a mí entonces el oboe me pareció no sé por qué un asunto por el que había que
luchar, algo que definiría con cuál de los dos estaba Violeta más a gusto. Y primero perdí
porque se acabó comprando el oboe, y luego gané porque está harta del oboe, pero no sé lo
que pasará después, y sí sé que tú sabes lo que pasará después porque la vida es para ti co-
No sé lo que te dirá Violeta. A poco que le preguntes te dirá lo que quieras saber,
quizá esto también lo tenías previsto. Sé que le vas a preguntar y sé lo que te va a contar, y
quiero que sepas que todo esto es muy difícil para mí. Violeta está equivocada. Yo la he
una fantasía suya, viviendo en el fondo la fantasía de que todavía estuviésemos juntos tú y
yo. Violeta pensó que yo estaba liada con Arturo. Eso también es preocupante. Es tan obvio
que Arturo es homosexual que me preocupa que no lo haya descubierto, y hasta que por fin
se sinceró conmigo estuvo fantaseando con Arturo, conmigo, con ella misma, porque ella
también se encaprichó de Arturo, que le lleva casi veinte años, por favor...
Pero es que, en cierto sentido, la culpa no la tiene ella sino mi madre. Es ella la que
confunde los términos con frecuencia. Ahora quiere ser una señora de otros tiempos, una
dama que se inventa en esos libros llenos de bichos de mi padre. Las dos están haciendo lo
mismo, se han dejado llevar por lo que no es, y eso a Violeta le está influyendo en una ino-
cencia galopante, quiera Dios que no sea también regresiva. Yo sólo la veo que vuelve a la
normalidad cuando está con Sebastián. Ese chico es muy majo, ¿no te parece muy majo ese
chico, Güino? Cuando está con él los veo centrados, jóvenes, el uno para el otro. A Violeta
le gusta también mucho la naturaleza y por otra parte la medicina y la veterinaria son dos
actividades muy cercanas. Sebastián quiere ampliar estudios, hacer el doctorado en Madrid.
Eso sería estupendo. Si luego no funcionan, pues bien, pero de momento este trance lo pa-
saría con él, porque él es muy sensato, ha sacado la carrera con matrículas, no se quedó en
la universidad porque se murió su padre de cáncer de estómago y vino a estarse con su ma-
dre, pero ahora Leonor está mucho más repuesta, con Arturo se le mojan las bragas, otra
que tampoco se ha percatado (qué paletos son en este pueblo, Güino, qué atrasados están).
Pero ahora ya puede ir a Madrid, Leonor me lo dijo el otro día y yo creo que podríamos
echarle una mano. Yo había pensado en las oposiciones esas a modelo. Lo puede compagi-
nar con cualquier cosa, y además esas oposiciones no son mucho de estudiar, ¿verdad que
no?
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No sé, Güino, algo habrá que hacer, o a lo mejor no hay nada que hacer, hay que
seguir así sin hacer nada. Estos días tengo la sensación de que por mucho que nos esforce-
mos al final no pasa nunca nada. Lleva tres años sin pasar nada. Lo último fue cuando tú y
yo nos separamos, pero fíjate, después de todo yo aquí estoy poniéndote crema y con ganas
como el primer día, con ganas de que me penetres, con ganas de chupártela y de que me
chupes, ¿te apetece que te haga una mamada? Espera a que se absorba bien la crema que si
no me mancharás el almohadón.
gusta tu polla, durante estos tres años he visto unas pollas rarísimas, tampoco tantas, bueno,
no sé, cuando ha surgido, pero ninguna polla es esta polla, ningunos huevos estos huevos,
son como si fuesen míos, los conozco como si fuesen parte de mi cuerpo, y estos muslos, y
este calor cuando te beso. Yo quiero esto, que me apetezca esto, pegarte un lametazo y re-
lamerme luego, y hacerte así en el capullín, y refregarme así las tetas en tu polla, qué guarra
me estoy volviendo, antes no decía estas cosas, las hacía pero no las decía, ahora me gusta
decírtelo y hacer todo lo que sueño cuando me excito, todo lo que me excita cuando lo
pienso, hacernos y decirnos lo que queremos, y con toda la luz, con todo nuestro cuerpo.
¿Por qué vamos a cambiar las cosas, Güino? Pasan los años y me sigues gustando,
recorrimos juntos un camino que me da mucha pereza empezar con nadie, la vida sigue y a
mí me sigue gustando chuparte la polla, Güino, y eso significa algo, no podemos desperdi-
ciar media vida juntos, estos tres años han sido un desperdicio, ha sido echar de menos to-
do, hasta lo que no me gustaba. Me he dado cuenta de que aquello que peor llevaba, que
siempre fuésemos cada uno a nuestro rollo, y esa manía tuya de no discutir jamás, era lo
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mejor de todo. Ahora conoces a un tío y es una pesadez esperar a darse cuenta de qué coño
quieres, si tener a alguien al lado mucho rato o poco rato, y a las primeras de cambios les
salen los defectos, y ocurren situaciones que digo esto se merece un comentario de Güino,
pero nadie se da cuenta, estás tú y veo lo estúpido que es todo, y también que, por ser así de
estúpido, merece la pena encariñarse con ello, porque es lo único que tenemos, Güino, tu y
yo somos los únicos que nos tenemos, porque Violeta ya está fuera, Violeta ya se ha ido y
eso es lo que tengo que entender. Ahora mismo te la chupo, pero yo es que esto te lo tenía
que decir, ya me da lo mismo que sea rebajarse o lo que sea, igual Violeta tiene razón y lo
XIII
Tampoco es para tanto, papá. Mamá exagera. Ella piensa que yo también me he
vuelto loca, con esto de decir la verdad siempre y tal. No es tanto, de veras. Lo que pasa es
que a veces me viene como un impulso de decir lo que siempre he pensado como si fuese
un secreto. Por eso te pregunté si ibas de putas, así, tan intempestivamente. Pero no pasó
nada, ¿verdad que no pasó nada, papá? Tú me dijiste que no y ya está, asunto concluido. Y
si me hubieses dicho que sí también, asunto también concluido. Era una curiosidad. Tóma-
telo así. O también una necesidad de no aplazar las decisiones. Yo nunca había tomado
cuando, nada más. Bueno, este verano he tomado alguna otra. Este verano tomé otras deci-
siones. Y también tomé la decisión de enamorarme, aunque esa decisión no ha salido dema-
siado bien. Y, bueno, claro, también tomé la decisión de suspender el latín, pero eso ya lo
sabes. Quiero decir que sabes que lo hice, no por qué lo hice. Pero yo si quieres te lo cuen-
to, ahora mismo no me importa, es más, me parece que la única forma de corresponder a
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este regalo es contártelo y que no me importe. Pero qué pasada, papá, cuánto tiempo le has
tenido que dedicar a esto, y está todo a mano, y está todo dibujado, todo lo has dibujado tú.
Cuando llegué a Pomona yo estaba un poco pasota, como dice la abuela. Me con-
formaba con la emoción poética de que me despertase un gallo, escuchaba las primeras
campanadas del montón de iglesias que hay aquí, muchas más que en Madrid, comparati-
vamente. Veía abrirse el cielo sobre la silueta del casco antiguo y las beatas con la bolsa de
pan y el rosario colgando de la cintura, fíjate qué panorama, pero yo estaba bien viendo las
cúpulas de las iglesias. Desde que la abuela se enteró de que había suspendido el latín, lo
primero que se le ocurrió, como sabe que a mamá le dan asco los corrales, fue pintar de
azulete mi habitación, porque dice que con este añil tan bonito se espantan las moscas y la
fresca se conserva mejor. A mí eso me sena habértelo oído decir a ti, pero ella dice que lo
vio en Belchite, en la parte ruinosa, en los comedores de las casas, que se veían por los agu-
jeros de los cañonazos. La abuela dice que el guía del inserso les explicó que ese color para
los interiores es el más tradicional, el más sensato y el más sano, y para mí es también un
poco el color de este verano, mi color oficial. Yo creo que mirando esas paredes me dio ese
ataque de verdad, de decir una verdad sencillas, sin culpas ni moscardones, como ese retra-
to antiguo que sobrevivió al dolor. Ya sé que tú fuiste el primero que dijo lo del color añil,
Y yo eso lo capté desde el primer momento. Mamá no. Mamá se puso histérica. El
día que llegamos la abuela no podía hilar dos frases seguidas, se trabucaba todo el rato.
Estaba muy graciosa, muy feliz, loca de contenta de encontrarnos a la puerta de su casa. Lo
que pasa es que estaba como bebida, como si hubiese bebido una copa de más que no fue
nada, porque luego todos estos días no ha vuelto a probar ni una gota. Pero mamá ya sabes.
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Mamá es madre por condición, es madre de su hija y madre de su madre, qué te voy a con-
tar, y nada más llegar cuando la vio un poco piripi se empezó a poner nerviosa. Ya sabes,
ese silencio profundo de cuando le duele algo, esas chupadas que le da a los cigarros cuan-
visto nunca yo vestida, su falda vaporosa, su camisa blanca de viscosilla, sus flores en el
cabello. La abuela estaba guapa, yo supe desde el primer momento que marcharse al pueblo
le había sentado muy bien. Incluso me besó de una manera distinta cuando llegamos, como
me besaba luego por las mañanas, sin agobios, sin apreturas, sin ese avasallamiento con que
besan las abuelas. Besa como se tendría siempre que besar. Besa como se besa la gente que
cada media hora recuerda que se quiere y no por eso interrumpe su actividad normal. Y
habla con mucha delicadeza. Desde que lee novelas antiguas la abuela incluso habla con
refinamiento. Un día que mamá se puso a llorar se acercó a ella y le dijo: no llores, querida,
¡me causas tanta pena...! Y la verdad papá es que sonar sonó muy raro, pero a mí me hizo
cosa tan sencilla y tan normal era algo nuevo para mí, un lenguaje que la asquerosa con-
fianza nunca permite entre familiares íntimos. A mamá la desarmó no sólo por eso, sino
porque le dio a entender que lo importante éramos yo y mis años, mi tiempo, mi vida, no el
suspenso en latín. ¡Pues qué poco te acuerdas de cuando estudiaba yo!, le dijo mamá, y la
abuela, sin inmutarse, le contesta: ya te preocupabas tú bastante, hija mía. Entonces mamá
volvió con el asunto de si había o no bebido y dijo: eso, yo siempre soy la que se preocupa,
por mí misma y por los demás. Entonces la abuela va y le dice: hija mía, no me acuerdo de
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si alguna vez suspendiste el latín, pero recuerdo muy bien el día en que cumpliste los die-
ciocho años, le dijo. Luego la abuela cruzó las manos y dio un suspiro muy fino mientras se
miraba los anillos y dijo: aunque lo que en realidad celebrábamos era tu venida al mundo,
Violeta.
Fíjate que es algo tan simple, dieciocho más dieciocho, que son los años de mamá, y
yo no había caído. A veces creo que me entero hasta de lo más mínimo y otras veces soy
muy despistada para los símbolos gordos. No había caído en que en esas mismas circuns-
tancias temporales que yo tengo ahora mamá se acostó contigo y os falló el condón, supon-
go. Cuando la abuela lo dijo, mamá se puso colorada, y yo lo noté antes incluso de que se
pusiese, lo noto porque cuando la veo que se pone colorada no puedo no quererla, se me
sale el corazón de pronto y luego me doy cuenta que es que se ha puesto colorada.
A mí me parecía estupendo, no voy a salirte ahora con ningún rollo macabeo. Que
yo naciese me parece estupendo, quiero decir. Pero sobre todo era que la conversación es-
taba bañada por la luz. Una luz limpia, intensa de la mañana en la cocina, como es la luz del
pueblo entero. Al principio me pasaba las mañanas sentada en los bancos de la glorieta para
ver cómo patinan los niños y cómo pasean los ancianos. Me subía a una torre de una iglesia
que está abierta al público y veía el casco antiguo en su sentido literal, los tejados muy vie-
jos, la ropa tendida en patios descascarillados. Me divertía con visiones que de no ser por-
que todo está lleno de antenas y cables eléctricos es la misma que pudo tener una persona
preguntaba si me estaba aburriendo. Yo le decía que me lo estaba pasando muy bien, pero
mamá la felicidad sin motivos no se la termina de creer. Un día me dijo que me fuese con
quiero ni acordar. Allí las dos con el alarido de las chicharras, hasta que vino una grúa y
llevó el coche al pueblo que había más cerca. Nosotras vinimos en tren, que no fue mala
manera de venir, ni tampoco de irte a buscar. Mamá estaba muy deprimida. Imagínate la
estación desierta, el olor a brea derretida, los raíles oxidados, los vagones de carbón, las
dos las únicas pasajeras con ese destino, y ni un puto taxi que nos llevara. Y después carga-
das de maletas desde la estación hasta la casa de la abuela. Del río al cementerio, todas las
cuestas posibles de la ciudad, todas las maletas, los libros de latín y los inútiles aperos que
una se lleva de viaje por si acaso, pero ninguno por si acaso se le rompe el coche.
El caso es que nos llamaron de Sarrión que ya estaba arreglado y Leonor enseguida
dijo que Sebastián nos llevaría. Bueno, la verdad es que fue idea de la abuela. Este detalle
es importante. Las cosas no salen porque sí. Yo creo que no habría sido lo mismo que lo
dijera primero Leonor o que lo hubiese dicho antes la abuela. Lo de Leonor habría sido
Pero ese día dije que no. No quería saber nada de hombres. Me quedé con Julio Cé-
sar, delante de unos enemigos que atacaban el campamento y luego se retiraban a un claro
del bosque. La primera evaluación fue todo historias de guerreros, luego en la segunda ya
empezamos con Virgilio. Ese día, cuando me cansé de la monotonía de la guerra, me bajé a
regarle las flores a la abuela. Ahora ya no, porque antes de que tú llegases las cortaron casi
todas para un entierro, cuando se murió la madre del vecino ya casi no había flores. Pero
antes de cortarlas el patio parecía el vivero de una funeraria: lirios, claveles blancos, espa-
rragueras, y crisantemos porque no es la época, pero ya te digo que yo este próximo Todos
los Santos no me lo pierdo, estará todo el jardín a reventar. La abuela con el cura ese que a
mí me cae fatal hablaban de los entierros como dos profesionales de la muerte, sin asomo
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de dolor. Un día ella y el cura se liaron a discutir porque la abuela decía que donde esté una
buena banda de música que se quiten los cantos gregorianos. ¡Trataba de convencer al cura
de que en los entierros deberían tener previsto un cortejo musical que fuese por la calle tras
el féretro! El cura decía que además de muy caro eso resultaba folklórico en exceso, irres-
petuoso con la muerte, y la abuela empezó a contar mentiras sobre los entierros a que había
asistido en su vida. Ella siempre ha sido una mujer vital, poco amiga de la iglesia, y mucho
menos de los muertos. Que yo sepa, no ha ido nunca más que al funeral de su marido, el
abuelo de los ojos amarillos, que ya sabes porque lo ha contado mamá muchas veces que
fue la cosa más desangelada del mundo. Ella sola muy pequeña con la abuela, el coche fú-
nebre a toda mecha por las avenidas, el cura con tres o cuatro muertos más en el horario, el
nicho perdido de la Almudena. Desde entonces tú sabes papá que aparte lo del Cristo de
Medinaceli, que lo hace por estar con las amigas, y estos últimos tiempos ni eso, la abuela
no ha querido saber nunca nada de la iglesia, y ahora ya la ves, que si te descuidas funda
Pero también eso está bien, papá. ¿Tú sabes adónde fueron a parar todas las flores
que la abuela tenía plantadas? Fueron a la tumba de un anciano del asilo. La abuela dijo: en
cuanto se marchiten estas flores, ya nunca nadie le pondrá un clavel, pero así, por lo menos,
la gente que vaya al cementerio verá las flores y leerá su nombre. La abuela es que está en
todo. Ella me dijo que Sebastián nos llevaría, y ella me buscó al profesor. Bueno, tú eso ya
lo sabes, te lo habrá contado la abuela o te lo habrá contado Arturo, porque algo te tendrá
que contar con todo el tiempo que os pasáis hablando, ¿no? Te habrá contado eso y te habrá
contado la historia de Pau Monguió, y te habrá dicho que su máxima preocupación ahora, la
de Arturo, es convencer al alcalde de cuáles fueron los auténticos colores que Pau Monguió
utilizó para pintar sus edificios, y de paso qué colores debería utilizar el ayuntamiento para
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decorar toda la parte antigua de la ciudad. Y te contaría también por qué conoció a la abue-
la, porque fue a buscar uno de los libros que se trajo del abuelo, Una educación sentimen-
tal, y le dijo a Arturo es que si toco esos libros me muero de pena. Arturo es muy sensible
para eso de la huella del marido muerto, la necesidad que tiene la abuela de volver a vivir lo
que su marido vivió durante todas las noches de su vida, el dolor que le causa poner sus
manos en las intimidades del amor y tal y cual. La verdad, ya lo sabes, papá, es que esos
libros están llenos de bichos, yo abrí uno y me cogí una urticaria que me duró tres días.
te, como es él. Un día me trajo un montón de ejercicios que yo ya sabía hacer desde que me
enseñaste tú y yo me crucé de brazos, como una niña tonta, y le dije que me enseñase la
ciudad, igual que te la ha enseñado a ti sin necesidad de que se lo pidieses, porque tú eres
hombre, porque tú eres mi padre. Pero bueno, qué más da. Fue divertido escuchar las excu-
sas que le daba a Berta y le decía: Berta, nos vamos que tenemos que hacer unas gestiones,
como un niño haciendo pellas en la escuela. Arturo es un imbécil pero habla de estas cosas
con un entusiasmo enternecedor. Y podrán gustarle más o menos las mujeres, pero padece
una sumisión enfermiza cuando está con ellas, y no se siente atraído por ellas del mismo
modo que una no se siente atraída por su jefe pero lo necesita porque le da de comer. Espi-
ritualmente, quiero decir. Berta, la abuela, yo misma, y mamá, claro. En dos días que lo
trates se te revela transparente como una entretela de lechal. Se hizo amigo mío casi sin
querer, porque le escuchaba, porque sonreía mientras me contaba sus devaneos modernis-
soy más tímida que las anémonas, me crecía cuando estaba con él, me daban ganas de co-
gerlo del brazo, de manosearlo, de mandar que fuésemos por un sitio o por el otro, que nos
sentásemos en un portal a ver pasar a la gente, de cotillear los dos (las dos, iba a decir) co-
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mo dos arpías inofensivas. Yo es que lo veía hablar de las volutas de La Madrileña o de las
balconadas de Casa Ferrán, que ya me sé los nombres de sus casas favoritas, y supongo que
tú también, y me entraba una especie de temblor interno, como una carne de gallina que
afecta sólo al corazón, y lo escuchaba y era igual lo que dijese y yo quería que siguiese
Me pregunté si eso era ternura o amor, porque lo que se dice atracción sexual yo no
sentí ninguna por Arturo, eso papá te lo puedes creer. Pero me pregunto también cómo es
posible un amor que no es amor sino debilidades compartidas. Era como si nos conociése-
mos desde pequeños, como esos críos que se escapan juntos y se sientan en el río a pasar el
rato, muchas veces sin siquiera charlar, y se cuentan sus secretos y sus devaneos amorosos,
como si el amor fuese cosa de otros, así, en general, de esos otros con quienes nunca es
posible la verdadera confianza ni el verdadero amor. Estamos viendo una casa que se llama
Casa Timoteo, y Arturo, muy alterado, me explicaba que ese azulón pastel que le han pues-
to es un acto de cobardía, si estuviese pintada de ultramar la casa quedaría mucho más natu-
ral y más bonita, y yo al oírlo sentía un violento ramalazo materno, un querer como sólo he
visto querer cuando no había sexo de por medio. Yo entonces no era quién para decir eso,
claro, porque no me había estrenado, y lo malo no era no encontrar al hombre sino no en-
contrar las ganas, pero no me imagino un sentimiento más puro que el que me inspiraba
sino alegría, me sentía segura con alguien tan cobarde como yo, con la misma poca virtud,
que es como la abuela llamaba entonces, cuando estábamos todos en Madrid, a las personas
que son demasiado sensibles. Ese día me acuerdo que Arturo llevaba un traje de dril color
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tostado con una gardenia blanca en el ojal. Yo creía que las gardenias eran un invento de
los boleros, jamás había visto ninguna. ¿Por qué nunca cultivas gardenias, papá? La abuela
le regaló una planta y Arturo la cuida como oro en paño. Son sencillas, como una rosa
blanda, y huelen parecido al azahar. Estábamos viendo las Escuelas del Arrabal, que son
daban ganas de decirle déjame que me acurruque, pero sólo una vez, a mitad de una venta-
na neogótica, acerqué la nariz a la gardenia sin pedirle permiso, y como soy más alta que él,
más que un momentín pero vi que a Arturo se le ponían las orejas coloradas. Toma, toma,
me dijo, cógela y la hueles lo que quieras, te vas a enterar de lo que es un perfume embria-
gador. Yo tenía ganas de darle un abrazo en público, de montar un numerito por pura diver-
sión, lo de las orejas coloradas tengo que reconocer que me confundió un poco. Por un
momento pensé que Arturo se había puesto nervioso, y eso, sus nervios, sus orejas colora-
das, me excitó más que todas las lecciones de modernismo, pero tampoco lo suficiente. Y
él, que a lo mejor, ahora lo pienso, se puso nervioso porque temió darme un disgusto, por-
que vio que yo me estaba confundiendo con él, volvió al tono infantil de llevarme a ver
las afueras de la ciudad, por una carretera entre la vega, hasta que, cuatro o cinco kilóme-
tros después, llegamos a una aldea que se llama Villaespesa. Entramos por la calle principal
y de buenas a primeras dio un volantazo para meterse por una callejuela a la derecha, de
manera que no terminó de trazar la curva derrapando un poco sobre la gravilla hasta que
tuvo el coche delante de una iglesia diminuta. Era una miniatura en grande, que es lo que a
mí me pareció todo lo que me había enseñado, él mismo también en cierto modo, con su
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caba los porqués de cada piedra, de su color rojizo, arcilloso, de sus dos torretas neomudé-
jares, o neogóticas, o las dos cosas o ninguna, porque el modernismo dice Arturo que es un
resumen caprichoso de las formas y de las ideas, y no le cabe tanto el calificativo de ecléc-
tico (entonces me gustó escuchar a Arturo cómo pronunciaba la palabra ecléctico, cómo
arqueaba la boca), que es un palabro académico y barbudo, como el más simple concepto
de capricho. Él lo dice así. Eso era para él aquella pequeña iglesia, un capricho dibujado a
lápiz en un cuaderno escolar y luego construido a escala con todas sus curvas blandas y sus
arcos de fantasía y sus pilastras talladas en plastilina. En un juguete como ese la verdad es
que no pegan mucho los cristos ojerosos y sangrantes ni el olor a rancio de los funerales, ni
tampoco en un hombre como Arturo. Arturo era como aquella iglesia, apartado, singular,
desconocido, tierno, poca cosa, a pesar de su fachada modernista. Pero allí estábamos los
dos, peregrinos en la tumba de un santo que nadie conoce, en perfectas condiciones para
iniciar una buena amistad. Cuando vimos aquella iglesia todavía nadie había estropeado
nada.
Ese día yo llegué a casa muy contenta. Mamá entonces pensó que ya estaba mejor,
que se me había pasado el muermo de los últimos meses hasta que sucedió lo del latín, que
entonces ya no era muermo sino un comportamiento muy preocupante. Era inútil explicarle
que yo llevaba ya contenta muchos días, y que me limitaba a seguir alimentando mi alegría
con una actitud lo más positiva posible hacia cualquier chorrada que me sucediese. Todo
me venía bien, pero mamá no lo achacaba a mi nueva actitud sino a que yo siempre he teni-
do muy buen conformar. A lo mejor es que en apariencia tampoco había cambiado nada,
pero ese día sí cambió, porque yo sonreía sin querer, por cualquier tontada. Mamá suspiró
me al hijo de la vecina por los ojos. Esa misma tarde apareció en casa con él y me dijo mi-
ra, Violeta, hija mía, este es Sebastián, el hijo de Leonor, que le he dicho que te vayas con
él a dar una vuelta esta tarde, que no sales nada, mi niña, que te has pasado el fin de semana
cerrada en casa y eso no puede ser, no puedes estudiar tanto que se te van a salir los libros
por las orejas, ¿tú sabes, Sebastián, la obsesión que tiene esta niña con los libros?, yo es que
no me explico cómo le han podido dejar suspensa esa asignatura, no me lo explico, algo
harías, algo le dirías al profesor para que te cogiese manía... Eso dijo la abuela delante de
Sebastián, que era un chico muy mono, muy amable, muy simpático, muy todo. Cualquiera
de mis amigas de Madrid se estaría relamiendo de pensar que esa tarde iba a salir con él,
pero yo, la verdad, me hubiese quedado en casa tan a gusto estudiando latín. Ya había deja-
do a Julio César y ahora estaba con Virgilio, cuando la hermana de Dido, Ana, le anima
para que vaya detrás de Eneas, que luego se porta como un gilipollas.
sentó a unos amigos que ya no recuerdo, me enseñó la ciudad y me habló de su amor por la
naturaleza, estuvo muy amable y muy correcto, muy queriendo hacer las cosas bien, aun a
pesar de las tías que le revoloteaban como las moscas y luego se iban a sentar a la mesa de
al lado y me miraban, una en especial con media melenita y cara de haba que parece ser que
estaban o habían estado medio saliendo Sebastián y ella. No me lo pasé ni bien ni mal pero
volvimos a casa pasadas las tres de la mañana, y mamá me quitó el despertador y al día
siguiente amanecí a las doce. Yo había quedado con Arturo en que me pasaría a las nueve y
media por la biblioteca para corregir unos ejercicios que me había dado. Tú mismo, papá,
dijiste que siempre hay una buena razón para estudiar latín. Esta vez la razón no era el sus-
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penso, porque el suspenso, ya te dije, fue un acto de protesta, un sabotaje si tú quieres. Esta
Nada más levantarme fui a pedir explicaciones a mamá, que estaba como siempre,
en la terraza, dando de comer a los sepultureros, y cuando me dijo que ella misma me había
quitado el despertador para que durmiese un poquito más me di la vuelta sin decirle nada y
me marché. ¿Pero Violeta?, me dijo, incorporándose, ¿qué hay de malo en dormir, si llegas-
tes a las tres de la mañana? Mamá dice llegastes, ya lo sabes. Yo entonces me volví y le
largué.
En la biblioteca no había nadie. Berta, que entonces me caía fatal, no sé por qué, me
dijo con su entonces insoportable voz de pito que Arturo no estaba, que se había marchado
de fin de semana. ¿Adónde?, le pregunté. Berta me miró como si le hiciese gracia una pre-
gunta tan poco discreta. Entonces le dije, con toda mi candidez: es que tengo que enseñarle
unos ejercicios de latín. Berta entonces se rió de verdad, pero no hizo lo que más se ajusta-
ba a su voz de pito. Yo creo que fue en ese momento cuando Berta me empezó a caer un
poco mejor. Digamos que comprendía mi situación. Me contó que lo más seguro es que se
hubiese ido a Rubielos, a unos cuarenta kilómetros. Siempre tenía que ir a Rubielos, allí
tenía trabajo que hacer para su tesis (se supone que Matías Abad, el herrero de Pablo Mon-
guió, se había inspirado el unas verjas que había en ese pueblo), pero siempre acababa yén-
dose a Valencia y posponiendo el viaje a Rubielos. Esto último Berta ya lo dijo en un tono
como de resignación que yo entonces no entendí del todo bien. Y luego dijo en tono de
franca mala leche: aunque, como este fin de semana son allí las fiestas, igual le apetecía
más... Oye, le dije, no lo pude remediar, le dije yo a ti te caigo mal, verdad. No, dijo ella, tú
Berta me desarmó, lo tengo que reconocer. Es como cuando tienes un flechazo (yo
no he tenido ninguno, pero me lo imagino), cuando de pronto descubres que la persona que
tienes delante no es ninguna mosquita muerta, que tiene sus sentimientos y sus cosas que
decir, y que si ha dado alguna mala impresión ha sido por falta de comunicación, por ser
más discreta de lo debido. ¿Cómo ?, le dije a Berta, ¿que tú a mí sí ? Explícame eso, anda,
rica, explícamelo porque no lo entiendo. Berta entonces llamó a otro conserje que estaba
leyendo el periódico en el pasillo y le dijo si la podía sustituir unos minutos. Ven, vamos,
me dijo, muy expeditiva. Nos fuimos a sentar las dos en los bancos que hay bajo la cruz esa
de hierro de la Plaza del Seminario. Berta se sacó un cigarro y me invitó (estoy fumando
mucho últimamente), le dio una chupada muy fuerte y luego dijo: desde que apareció tu
que leches pasa con tu abuela, pero todo Dios la adora, mis amigos del sindicato, Arturo,
todos. ¡Hasta mi tío el cura, que ya es delito! Yo le tengo mucho cariño a Arturo, dijo, no es
lo que te imaginas, o sí, no sé qué es lo que te imaginas, yo lo único que sé es que Arturo se
está jugando el puesto. La biblioteca es un desastre de un tiempo a esta parte, no hace nada,
no rellena las memorias, no visita las bibliotecas de los pueblos, todo está manga por hom-
bro, y ahora ni siquiera viene a trabajar. Ayer vino la inspectora y lo encontró jugando a los
ponde, Violeta, tú te piensas que yo te tengo celos y lo único que quiero es que este hombre
Esa noche me quedé sola en casa, porque mamá y la abuela decidieron ir a la playa,
a tomar el sol. Valencia no está más que a una hora de camino, pero las playas están atesta-
das y yo prefería el recogimiento del latín. Me dejaron sola en casa y yo cogí otra novela de
las que tiene la abuela en el armario viejo, pero esta vez me puse los guantes de fregar para
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pasar las páginas, no me fuese a dar otro ataque de urticaria, y estuve leyendo a la luz de la
luna, más o menos. Era un novelón de un ruso que me dejó hecha polvo, por lo menos las
primeras cincuenta páginas, hasta que el protagonista decide de una puta vez levantarse de
la cama.
Mamá y la abuela me llamaron varias veces durante el viaje y nada más instalarse
nización comiéndose un arroz a banda. Tenías que haberte venido, tonta, me dijo mamá.
También me dijo, después de una breve conversación, que era más rara que la calentura.
Incluso pusieron al teléfono a la amiga de mamá, una valenciana que fue en algún momento
paciente suya de la clínica. Yo les di las gracias a todas y les dije que se lo pasasen bien, y
nada más colgar el teléfono pasé a casa de la vecina. La noté un poco fría (seguro que había
esperado que mi madre y mi abuela la invitasen a ir con ellas; Rosi, la amiga valenciana de
mamá, que tú no la conoces, era demasiado para Leonor), pero pregunté por Sebastián y de
nuevo se le iluminó la cara. ¡Uy sí sí! ¡Sebastián, hijo mío!, dijo asomándose por el hueco
de la escalera.
trozo de manzana en la boca. Le dije: ¿quieres que vayamos a ver el mercado medieval de
Rubielos? El dijo que sí con la cabeza mientras tragaba la manzana. Me hizo un gesto con
la mano de que lo esperase, su madre me sacó enseguida unas pastas pero yo ni me senté.
Cuando llegamos a la plaza del pueblo yo le dije que nos metiésemos en un bar, y él
dijo que no, que luego iríamos de copas, que quería enseñarme no sé qué río que pasa por
allí, que por la noche es muy bonito, y me hizo subir a un cerro, yo pensé que quería me-
terme mano, pero hasta entonces era tan boba que no me pareció una situación comprome-
tida. Bueno, pensé, mientras miraba a ver si algún hombre se parecía de lejos a Arturo. Si
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me mete mano ya veremos lo que hago, pensé, como si fuese a decidir entonces si Sebas-
tián me gustaba o no, o si me gustaba o no que me metiese mano. Pero no. Sebastián estuvo
muy comedido, muy como está siempre, sin cometer ningún error, y la vista del pueblo era
muy mona pero tampoco era para emocionarse mucho. Un pueblo por la noche, nada más.
¿No te gusta?, me decía. Sí, claro, es muy bonito, decía yo, con el puentecito y las aguas
plateadas a la luz de la farola. Luego Sebastián me contó un rollo macabeo de cuando era
precisamente allí, junto al puentecito, llorando como un descosido, y que esa era la primera
imagen y la más pura que conservaba de su padre. También me dio algunos detalles sobre
dejado fría. Nos quedamos callados, me fumé un cigarro, se me estaba quedando el culo
como un témpano, allí sentada encima de una piedra, pero Sebastián insistía, ¿de veras no
en la barandilla, sonriéndose. No era Arturo, desde luego. Arturo no estaba. Se habría mar-
chado a Valencia, como mi madre. Yo no quería nada, tan sólo enseñarle los ejercicios de
latín, los llevaba doblados en tres folios y metidos en el bolsillo de atrás del vaquero. Mi
ilusión hubiese sido verlo y acercarme y darle los papeles. Me había comprometido con él.
El lunes todo el mundo estaba de vuelta, y yo tuve la certeza de que todo el mundo
mentía. Llegué a montarme una película rarísima y la escribí en el diario como si hubiese
ocurrido de verdad. Me buscaba causas hipotéticas que pudiesen justificar la repentina tris-
teza que llevaba encima. Que la abuela había amañado un encuentro en Valencia entre Ar-
turo y mamá, que mamá no creía de veras en que este verano iba a servir para que tú y ella
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volvieseis a estar juntos. Incluso traté de describirlos follando como perros, para que me
doliese más.
Fue entonces cuando tomé la decisión de decir la verdad siempre que me pregunta-
abuela, que a pesar de todo siempre me da buenas ideas (no es que me dé a propósito bue-
nas ideas, sino que hace cosas que para mí son una idea) dijo que iba a pasar el lunes entero
en el convento de las Siervas del Señor. Para ella resulta una experiencia fascinante no
hablar nada en todo un día, aspirar el aire que las monjas traen pegado al hábito después de
pasarse toda una noche cuidando ancianos enfermos, o moribundos, o ambas cosas a la vez.
Tú ya sabes papá la abuela lo que habla, y lo que hablaba antes, cuando era distinta, lo que
hablaba en el bar con la gente y en la calle con las vecinas y en casa con nosotros. Y ahora,
Desde mi punto de vista, si todo lo que se hace en nombre de Dios fuese un verda-
dero sacrificio, algo de verdad insoportable, la fe hubiese durado mucho menos tiempo, la
gente se habría cansado, todo habría ido disolviéndose como los proyectos absurdos que
hace mamá para el verano. Hace falta algo más profundo e infalible que la simple fe para
entregar toda una vida a ese tipo de disciplina religiosa. Hace falta silencio. La abuela se va
de vez en cuando al claustro de las Siervas y en realidad lo que busca es darse un garbeo
por el silencio absoluto. A veces he intentado mirar un mismo paisaje mucho rato pero nun-
ca me ha sido posible, porque al mirar mi propio silencio era ruidoso. Un ruido papá es
pensar en otra cosa que en lo que tienes que pensar, que no es nada, o todo, según se mire:
na para ver la silueta de las torres de las iglesias y sin darme cuenta terminar pensando en el
gallo que canta, o en los conejos de Leonor, o en su hijo, o en el latín. Había que dominar
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todos aquellos escapes de gas, todo aquello que no estuviese en la pura contemplación de
las torres mudéjares. Te asomas, te apoyas en el alféizar, las miras, las desnudas de leyen-
sentir el vértigo de su pureza. Lo estás viendo todo porque has empezado a no ver nada, y
de pronto te agarras al alféizar, te tocas, te miras, un acto reflejo de cobardía te hace volver
a la realidad, pero cuando llegas a ella resulta que no está, o que no tiene razones para estar.
Claro que como lo hacía la abuela era mucho más cómodo y seguro, porque ella se pasaba
un día en esas condiciones pero luego volvía rajando como la primera. La abuela sabe vol-
ver a la realidad, y encima dice mamá que está perdiendo la chaveta. Qué sabrá ella lo que
Ese día pensé mucho en ti, papá. Ese día, a mi modo de ver, había dado con la clave
de cómo eres tú. Tú estás al otro lado, hay un muro invisible que te separa del mundo, lo
miras como si ya lo hubieses visto, con melancolía. Eres como un fantasma pero en el buen
sentido. Y yo empecé a practicar esa actitud. Los fantasmas nunca mienten, no tienen por
qué, y tienen el don de la presciencia porque sus intuiciones son naturales, vienen del más
allá.
Pero mamá no se enteraba de nada. ¿Qué te pasa, Violeta?, ¿te encuentras mal?,
¿quieres que te ponga el termómetro?, ¿comiste algo anoche que te sentó mal?, ¿no vas a ir
hoy a clase de latín? No, mamá, no tengo ganas. ¿No quieres que nos vayamos con Sebas-
tián y con su madre a comernos unas chuletas a la Fuente del Macho? No, mamá, no tengo
ganas de comer chuletas. ¿No quieres que vayamos a ver si vemos algo que te guste para tu
cumpleaños? No, mamá, no me apetece que miremos nada para mi cumpleaños. Violeta,
por lo que más quieras, ¿qué te pasa? Quiero estar sola, mamá, le dije.
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Cuando conseguí deshacerme de ella me puse los guantes de fregar y bajé al cuarto
hombres que no tienen alma. Necesitaba algo más potente, una dosis de nihilismo intrave-
noso, un chute de silencio puro. En el armario viejo de la abuela (y ten cuidado, porque dice
que te lo quiere volver a cambiar por ese tan bonito que tenemos en casa) encontré un libro
de Dostoievsky, la vodka sin refinar, un botellón de lúcida amargura para echarme un cho-
rro en las heridas y disfrutar con el chisporroteo de la espuma cuando cauteriza, del dolor
que cura. Me apasioné tanto que me quité los guantes y todo. ¡Venid a mí, ácaros del mun-
do, a ver si tenéis huevos de devorarme las entrañas! ¡Qué gusto sentir que se te irritan las
manos con los chinches que a mi abuelo lo llevaron a la tumba! A lo mejor no se murió de
cirrosis, que es lo que siempre ha dicho la abuela, sino de leer a Dostoievsky. Lees a ese
tipo y luego bajas a cenar y ves en la tele que un americano está bailando claqué encima de
la luna y te mueres.
Macho con Leonor y otra gente, sin especificar, pero antes de irse le debió de decir a Se-
bastián que viniese a buscarme, que me sacase de casa, y a eso de las siete de la tarde, antes
de que volviese mi abuela, ya lo tenía llamando a la puerta. Nada más verlo lo primero que
hice fue acariciarle la cara. ¿Estás bien, Violeta?, me dijo. Yo sí, le dije, pero tú vas a ver la
cara que se te queda. Creo que fue la primera maldad que cometía en mi vida. ¿Tú recuer-
das que yo alguna vez haya hecho algo semejante? ¿Verdad que no?
No debí hacerlo, fue un error. Pero en fin, ya estaba hecho, formaba parte de mi
naturaleza, aunque nada más hacerlo me arrepintiese, claro, porque yo soy así de idiota en
el fondo, y fui corriendo al baño y traje un algodón y un frasco de colonia y le froté la cara
bien frotada, antes de que le comenzase a picar. El pobre muchacho alucinaba. ¿Pero se
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puede saber qué haces?, dijo, sonriendo. Calla, le dije, déjame a mí. Y eso fue como quitar-
le las escamas, la telilla que recubría su verdadero rostro. Así, húmedo, sonrosado, estaba
une la calle de la abuela, Dolores Romero, con las escaleras que suben hasta el cementerio.
Le llaman el arco de San Cristóbal, es del siglo dieciséis. Sebastián me dijo que cuando era
No es muy alto, dijo Sebastián. Por el centro del ojo no hay más de cuatro o cinco
metros. Si te caes, a lo sumo puedes partirte una pierna, a no ser que tengas muy mala suer-
te. Yo de pequeño, dijo Sebastián, lo llegué a cruzar a la pata coja, porque entonces no era
consciente del peligro, pero ahora lo intento alguna vez y cuando llego al centro siento que
ya no puedo retroceder. Sólo son unos segundos, lo que tardas en pasar por el centro, pero
en esos momentos notas cómo te tiemblan las rodillas, cómo tienes que concentrarte al
máximo y no girar la vista sino mantenerla fija y seguir andando. Por el mismo precio pue-
des pasar o puedes tropezarte y partirte la crisma, y cuando llegas al final te das cuenta de
De acuerdo, dije yo, vamos a cruzarlo. No, déjalo, sólo quería que vieses dónde ju-
gaba de pequeño. Pues ahora quiero saber lo que sentías de pequeño, dije yo. Violeta, dijo
él, ya no soy pequeño, y tú tampoco, estas cosas ya no tienen ningún sentido. Pero a mí me
pareció que sentirse vendida en mitad del puentecillo debía ser algo especial. Bueno, le
dije, quédate aquí, lo cruzaré yo. No, espera, dijo, cuando me vio tan decidida, yo iré delan-
Sebastián pasó por el arco muy concentrado y muy tieso, caminaba como los niños
cuando hacen pies para elegir el campo de juego. Yo lo veía de espaldas, lo veía tener mie-
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do, haberse metido en ese berenjenal por la misma estúpida razón por la que llevaba varios
días dejándolo todo para estar conmigo. Lo vi hecho un mozo, prudente, sobrio, concienzu-
do. Lo vi llegar al final, darse la vuelta y estirar los brazos hacia mí, decirme que pasase
con cuidado, que si no lo había hecho nunca podía bloquearme a mitad, en lo peor de todo,
pero que no me preocupase. Si notas que no estás muy segura dímelo, Violeta. Vale, vale,
dije yo, y empecé a caminar. Lo pasé como quien va por el pasillo de su casa, a toda casta-
ña, sin pensar en los pasos que daba ni fijarme en las piedras con las que podía tropezar. Al
llegar al centro me paré. Sebastián estaba desencajado, ¿pero qué haces?, ¡mira por donde
pisas, por favor! Yo no sentía nada, ni miedo ni pérdidas del equilibrio ni nada. Si acaso
pero de eso nada. Cuando bajé al portal ya tenía preparadas dos bicicletas de montaña, una,
poco dura y por eso me dejó llevar a mí la otra, más moderna y engrasada. Yo había cogido
todos los aperos de bañarme, el bikini, la toalla, otro bikini para cambiarme, las cremas, los
bocadillos, la sudadera por si se giraba frío, la gorra, las gafas de sol, el Crimen y Castigo,
los guantes de fregar, las sandalias de agua, todo metido en un precioso neceser de mimbre
de la abuela que parece una cestilla de ir cogiendo fresas por el campo. ¡Pero dónde vas con
Nos metimos por un camino que llaman el camino del Carburo, una vereda junto al
río donde había en tiempos una rudimentaria central hidroeléctrica (obra, también, de Pablo
Monguió, por supuesto) y ahora está lleno de casas deshabitadas, comidas por los hierbajos,
Hasta San Blas, el pueblecito bajo el pantano, todo fue muy suave, las choperas
frescas, los bancales de tomates bajo los promontorios arcillosos de La Muela. Una delicia,
papá. Sebastián me iba contando peculiaridades del paisaje. Pero al llegar al pueblo la cosa
se puso más fea. Había que subir una cuesta de cinco kilómetros sin un solo sombrajo don-
Sebastián subía como si estuviese haciendo el Tour, no sé qué le verán los chicos
a esas demostraciones de poderío, pero a mí se me iba la luz de los ojos. Llegué arriba
deshidratada, con una sofoquina de campeonato, mientras Sebastián iba y venía con la
bici y me preguntaba que qué tal estaba. De puta madre, no he estado mejor en mi vida,
Pero las secuelas del esfuerzo se pasaron en seguida. Sebastián me llevó a una playeta
saje del pantano: caminachos de polvo y cagarruta, piedras blancas, esmeradas del agua
seco de la piedras y alguna sabina muerta. Jamás había visto un paisaje tan duro, pero
cuando por fin (Sebastián saltando como una cabra, yo pisando huevos) llegamos a la
playeta y extendimos las toallas y nos quitamos las camisetas, entonces me dio toda la
luz de lleno en las entrañas, todo el solazo que reverberaba en las losas blancas de la
orilla y en las aguas quietas, una intensa irradiación del sol sobre la roca dura, sobre mi
piel de gallina.
Nada más llegar, Sebastián se metió al agua de cabeza, yo me senté en una pie-
dra y me mojé un poco los pies. Era la extrema intensidad de la mañana, la emoción del
sol que ciega, el color achicharrado, reseco y fósil del cascajo, las aristas calizas, cuar-
teadas, agrietadas, como un inmenso esqueleto mineral, como una cantera labrada por
los vientos duros del invierno. Vivimos engañados por las frondas húmedas del norte,
los valles feraces, los prados, las vaquitas, los paisajes de juguete. Pero en el pantano,
tanta agua, que no riega nada, porque la tierra sobrevive a sus extremos, como si se
asustó por su evidencia, por su necesidad. Me metí al agua, no fuese a ser que me hubie-
ra dado el sol en la cabeza, pero me salí en seguida y me tumbé a mirar el cielo. Cuando
Sebastián salió del agua mi boca se abrió sola, dijo lo que sentía, lo que tenía que decir.
to, sus piernas musculadas, sin apenas pelambrera. ¿Sí ?, me dijo. Sebastián, dije yo, sin
Perdona, no te he oído lo que has dicho, dijo, cuando pudo hablar. Me has oído perfec-
tamente, Sebastián, te he dicho que quiero hacer el amor contigo. ¿Ahora ? ¡No, hom-
bre, no !, ¡te estoy informando, te estoy diciendo lo que pienso !, ¿cómo vamos a poner-
nos a follar encima de una piedra? Perdona, perdona, dijo Sebastián, perdona, Violeta,
Mal empezaban las cosas, mal empieza el amor cuando empieza pidiendo per-
dón, pero en fin, yo estaba lanzada, y tampoco quería que Sebastián me malinterpretase.
Escúchame, le dije, hay ciertas cosas que tienes que saber, ya sabes que a mí me gusta
hablar muy claro. Siéntate aquí a mi lado, toma un cigarro. Sebastián temblaba como un
pajarico, no era capaz de sostener el cigarro entre los dedos. Estaba guapo, con el pelo
Escucha, Sebastián, la semana que viene voy a cumplir los dieciocho años. Hasta
la semana que viene soy menor, no sé si me entiendes, pero eso es lo de menos, eso no
importa. La edad media de inicio de relaciones sexuales está hoy en día entre los quince
y los diecisiete años, eso lo sé de muy buena tinta. Yo soy virgen, Sebastián, pero no
quiero que pienses que tengo ningún complejo por ello. Soy virgen porque nunca he
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tenido prisa en dejar de serlo, y porque no quiero hacer las cosas de cualquier manera.
Pero ahora he decidido dejar de serlo. Te preguntarás por qué. Por nada. En realidad no
es por nada. Pero yo pienso que las personas civilizadas deberíamos tener cierto margen
de maniobra sobre nuestros propios ritos de iniciación. Mi amiga Almudena, que tenía
unas prisas por que la desvirgasen que se volvía loca, se enrolló con el primero que pa-
saba y así le fue, resultó una experiencia traumática y desagradable, y yo no quiero que
me pase lo mismo. Ella se acostó con el Becerra, que es un macarra de mierda, pero es
el único que le hizo caso. Yo desde luego nunca he pensado caer tan bajo. Por eso, des-
de que te conocí, le he ido dando vueltas a la idea. Tú estás muy bueno, eso lo sabes tan
bien como yo, pero lo que a mí más me interesa de ti no es eso, ni mucho menos. A mí
me interesa que eres una persona muy dulce, incapaz de hacerme daño, un chico muy
mismo. Pensaba que eras un bobo, un guapín, un niño de mamá. Pero he llegado a la
conclusión de que no es así. Creo, Sebastián, que tú mereces la pena, y he pensado que
inaugurar contigo mis experiencias sexuales puede resultar muy apacible, muy gratifi-
cante. Puede ser un buen recuerdo, porque el primer polvo se recuerda para toda la vida,
y lo mejor es recordarlo con cariño, no con el horror con que Almudena lo recuerda.
Tan sólo quiero saber si tú también estás de acuerdo, porque comprenderás que necesito
Eso fue lo que le dije. Sebastián daba chupadas angustiosas al cigarro, la piel ya
se le había secado del todo, noté que también él tenía carne de gallina. Bueno, le dije,
después de una pausa prudencial, ¿qué opinas sobre lo que te acabo de decir? Él se giró
hacia mí, los ojos verdes y detrás el sol, apagó el cigarro en una piedra y me dijo: hay
un problema, Violeta, me dijo. Hay el problema de que yo te quiero como nunca jamás
en mi vida he querido a nadie. Luego se encendió otro cigarro y dijo: y también sucede
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que yo no soy un semental. Dicho lo cual se levantó, se tiró al agua y aquello se quedó
así.
¿Por qué será que la gente se ofende tanto cuando les dices la verdad ? A Sebas-
tián ese día ya no le volví a ver el pelo. Después de la conversación que tuvimos en el
pantano estuvo todo el día muy callado, muy nervioso, muy escurridizo. Violeta, no soy
un semental. ¡Pues tampoco era para tomárselo así! Yo misma había ido esa misma ma-
ñana a casa de su madre a recoger una docena de huevos pregunté por él. Su madre me
dijo que se había marchado de fin de semana, así, sin más explicaciones, mucho menos
agradable que otras veces. Aquí cuando pasa algo todo el mundo se va de fin de semana.
Igual quería que me insinuase, que me hiciese la tonta, que nos fuésemos a emborrachar
y después en el portal me le agarrase del cuello como una loba. Igual pensaba que ayer
en el pantano lo que yo tenía que hacer era despatarrarme. Pero a mí, papá, no sé por
qué, me dan vergüenza esas posturas. Esa cara que tienes que poner para que te besen
me parece ridícula cuando la pongo yo. Traté de ser sincera, cabal, civilizada, pero aquí
el señorito se conoce que le gustaba más la vía veterinaria. Tampoco iba a rasgar las
vestiduras por eso. Mucho peor hubiese sido darle falsas esperanzas, fingir que lo que-
Da igual, mejor que no estuviese, porque yo esa noche me lo pasé muy bien.
Mamá estaba un poco mustia, ella sabrá por qué, y la abuela nos dijo que fuésemos a las
fiestas de alguno de los pueblos que celebran la Virgen de agosto. Las gané a las dos
por la mano, porque mamá, haciendo acopio de valor, como si fuese un sacrificio que
hacía por nosotras, dijo que sí, y yo, al momento, sin tiempo para que rectificase, dije
que quería ir a Rubielos, y así además del baile y el ambiente veríamos el toro de fuego.
En otras circunstancias me habría espantado la idea, primero, de ir las tres marías juntas
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a ningún sitio, pero sobre todo de ponernos en semejante disparadero. Así son las cosas,
así es la realidad, y así de patéticos los hombres cuando pierden los papeles.
Porque nada más presentarnos en Rubielos fuimos a tomarnos algo en una barra
portátil que había en la plaza y Arturo no tardó ni cinco minutos en aparecer, borracho,
baboso y sin afeitar. Y yo dije entre mí: ésta es la mía, in güino véritas, y lo que tenga
que saberse se sabrá. Mamá, muy prudente por su parte, no le hizo ni caso. Y ya sabes la
tirria que le tiene al alcohol mamá. Por eso se puso tan histérica con la abuela, el día que
llegamos, y se supone que por eso trató a Arturo con tanta indiferencia. Mamá no sabe
Pero Arturo iba como una moto, y de no ser porque la abuela sabe templar gaitas
aquello habría terminado como el rosario de la aurora, por lo menos de mi parte. Porque
nada más llegar, cuando nos saludó y mi abuela le preguntó qué tal estaba y todas nos
dimos cuenta de que había empinado el codo, Arturo se dirigió a mí (los ojos inyecta-
dos, una babilla blanca en las comisuras de los labios, la camisa desabrochada, la cha-
queta sucia, daba pena) y me dijo y pensar que tengo que darte clases de latín, con lo
que tú sabes... Yo no dije nada. Pero la abuela cortó por lo sano, ¿a que no me sacas a
bailar un pasodoble ?, ¡cómo que no !, ¡eso está hecho !, dijo el otro, trabucándose, con
ese servilismo bufón que a algunos les entra cuando se emborrachan (Almudena suele
se cayeron porque la abuela lo llevaba, y a lo mejor porque tampoco estaba tan borra-
cho, pero de lo que sí que me di cuenta es de que en ningún momento dejó la abuela de
hablarle y el otro de menear mucho la cabeza diciendo que sí. Mamá, a todo esto, trató
de sonsacarme. Que qué tal me iba con él en las clases..., que si lo había visto bebido
alguna mañana en la biblioteca..., que si qué individuo tan raro..., a todo lo cual yo,
como te puedes imaginar, respondí con evasivas. Era un hilo de preguntas que yo iba
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cortando con monosílabos y tragos de naranjada. Que si qué te parece que venga tu pa-
dre la semana que viene..., que qué tal con Sebastián..., que cómo te lo pasas en Pomo-
na..., que mira que ya queda poco para examinarte..., ese tipo de cosas.
dosis en vena de vitamina B. Vino tieso como un palo, correcto, comedido, sin la babilla
esa asquerosa de las comisuras de los labios, hecho un caballero. ¡Hala, maja, ahora tú !,
preocupes, Remedios, dijo Arturo, sólo es cuestión de que te dejes llevar, y la cogió de
la mano y mamá se dejó llevar. Fue una escena paralela a la que vi allí mismo el sábado
anterior, con aquellos desconocidos, solo que en esta ocasión yo los veía sonreír y ellos
sabían que yo los veía. Y no era la primera vez, desde luego, que mamá bailaba un pa-
tiempos en que un pasodoble significaba un día entero de arreglarse el vestido para estar
guapa, con cuatro trapos que se pasaban la noche cosiendo, remendando, adecentando, y
que no tenían una perra pero las risas de ilusión de todas las amigas se podían escuchar
desde la calle, y robaban los claveles rojos de la iglesia para ponérselos en el peinado.
Estaban, ella y toda sus amigas, rotas de trabajar, pero eran jóvenes y no se les notaban
las ojeras. Los hombres venían de otros pueblos montados en sus bicicletas, con la per-
nera de los pantalones del traje metida en los calcetines, nerviosos y repeinados, y todo
lo que tenían para decirse palabras de amor era el tiempo que duraba un pasodoble. Al-
gunas firmaron un matrimonio de por vida con las notas de Paquito el Chocolatero, y así
les fue. Cuánto habían cambiado las cosas. Es verdad, qué triste aquella orquesta de
jubilados con esparadrapos en las trompetas, qué triste el deambular de los mozos del
pueblo, de los borrachos, de las marujas con la rebeca sobre los hombros, de sus mari-
dos jugando a la morra. Qué triste y qué hermoso ver sonreír a mamá en brazos de un
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pobre hombre que a lo mejor sólo tenía lo que dura España cañí para intercambiar con
de todo hubo, y Arturo ya estaba como recién levantado de la cama. Hay que ver lo que
rematar la faena, porque nada más llegar a la barra dijo que el siguiente era mío. ¿Yo?
¿Yo un pasodoble? Ja, ja, que me da la risa. Una vez bailé en el instituto y cuando me
harté de ver la caspa en el cogote de los chicos dije que una vez y no más. Pero, por esas
cosas que pasan, ellos insistieron y yo acepté. ¡A ver cómo luces a mi nieta, Arturo, que
ya no vas a bailar con una muchacha tan guapa en tu puta vida !, dijo la abuela.
Pero aquello era una encerrona. Nos pusimos a bailar y en seguida se salió por
peteneras. Me ha dicho tu abuela que lees mucho estos días, dijo, mientras yo cuidaba
de que las gordas del pueblo no me diesen ningún codazo. Pues sí, paso el rato como
puedo, dije yo. ¿Y qué lees ? Leo Crimen y Castigo, le dije, a ver si lo entendía. Buena
novela, dijo él, el entendido, pero a lo mejor te gustaba más El idiota, que también es de
Dostoievsky, dijo, meneándome con dificultad en medio de la turba. ¿No sabes de qué
va El idiota ? Pues no, la verdad es que no sé de qué va El idiota, dije yo, controlando a
una gorda que bailaba muy voluptuosa ella. Pues El idiota va de un hombre tan bueno
que todo el mundo lo desprecia. ¿Ah, sí ?, qué interesante, dije yo. Ya lo creo que lo es,
Aquello estaba poniéndose feo. Yo no dije nada, pero a Arturo ya no había quien
lo parase. Sí Violeta, sí, comprenderías que yo no soy malo, que yo no trato de hacerle
mal a nadie, y mucho menos a ti. ¿A mí?, le contesté, ¡pero si hace cuatro días que me
conoces! Da igual, Violeta, tú me tratas como si fuera el hombre de los caramelos, para
mí es muy duro confiar a alguien todo lo que soy y todo lo que siento y que al día si-
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guiente ni siquiera me mire a la cara. Yo no soy malo, Violeta, tienes que comprender
vicial. Que fuésemos a ver el toro de fuego desde su casa, que nos haría un chocolate
muy bueno con la receta de su madre, que no nos fuésemos aún... Las tres estábamos
cansadas, o eso le dijimos. Alargamos un rato la conversación pero en seguida nos vol-
vimos para casa. De vuelta, en el coche, me entró mala leche de pensar en lo patético
que se había puesto, y en que del rato que estuvimos bailando se me había vuelto a pe-
Y luego viniste tú. Cuando llamaste por fin para decir que venías para decirlo, la
abuela no hizo más que este comentario: qué bien, por fin tenemos tren desde Madrid a
Pomona..., y entonces mamá le tuvo que explicar que no venías de Madrid, que venías
de Zaragoza.
Nunca jamás en mi vida había visto yo a mamá tan cariñosa contigo. No es cari-
ñosa la palabra. Más bien fuera de sí, desmelenada, como si le hubiera dado algún ata-
que de pasión. Tengo entendido que a muchos amantes infieles se les desatan los senti-
mientos cuando vuelven a encontrar a su pareja, como si al estar con el otro hubieran
comprendido que nadie los igualará jamás, o que ya no quieren cambiar de hábitos.
Aunque así suceda, tampoco me parece a mí que fuera para tanto. ¿A ti no te resultó
raro que nada más bajarte del tren mamá se te colgara del cuello, te cubriese de besos,
Y tú, papá, porque eso tienes que reconocerlo, te deshiciste de ella como mandan
los cánones de una familia normal. Tampoco le hiciste ningún desaire, pero tú siempre
mordía las uñas, te miraba, le volvían a brotar las lágrimas. Y tú me mirabas como di-
ciendo pero qué le has dado a ésta, y yo te miraba como diciendo a mí no me mires que
yo estoy tan sorprendida como tú. Pero, ya puestos, hubiese esperado un poco más de ti.
Yo creo que tú estabas un poco mosca con aquel recibimiento, como si no fuese
para tanto (para ti nunca nada es para tanto), eso sin contar lo que te dije yo por teléfo-
vas de putas, y eso es lo malo que tiene la sinceridad, que tienes que jugar con la memo-
ria de los otros, con lo que dure un sentimiento, un impulso, una verdad. ¡Para una vez
que me vendría bien esa costumbre tan tuya de no dar importancia a nada! Pero no. Te
pasaste el viaje hasta casa de la abuela vuelto hacia el asiento de atrás, mirándome y
cogiéndome la mano, mientras mamá hablaba y hablaba sin parar de lo que podíamos
hacer juntos estos días que nos quedan antes de que se termine el mes. Tenemos que ir a
Albarracín, tienes que conocer Albarracín, y a Mora de Rubielos, y al nacimiento del río
Cuervo, que me han dicho que es una preciosidad, y al Maestrazgo, no nos podemos ir
sin visitar el Maestrazgo, y tú me mirabas y de vez en cuando decías que sí, pero cuando
mamá te dejaba hablar tú pasabas de ella y me preguntabas a mí por el latín, por cómo
que llegó un momento en que los tres estábamos hablando pero ninguno se dirigía a
quien le hablaba: mamá a ti, tú a mí, y yo a mamá, para que no se diese cuenta de que
no le estaban haciendo ni caso. Así es como funcionan las cosas en esta familia, supon-
go.
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Con la abuela tú ahora te llevas bastante bien, pero aquello ya fue la leche, papá,
Parecía que estuvieseis de broma. La abuela con su blusa de encajes y su falda vaporo-
sa, tú como un apoderado de artistas famosos, y mamá en medio, pobreta, con los cho-
rretes de rimmel aún en la cara y sin entender una palabra de lo que veía. Y la abuela
que ya tenía todo preparado en el jardín para que nos tomásemos el té. Allí, esperándo-
nos bajo la higuera, como una parte más del decorado, la Leonor y Sebastián y Pablo el
del trombón y su anciana madre acurrucada en una silla de anea. Cuando la abuela le
dijo al del trombón que tú también eras artista me asusté porque sé que eso te molesta, o
esos silencios de ultratumba que utilizas cuando las circunstancias no te vienen bien
La abuela lo tenía todo controlado. Nos mira a todos siempre desde su sillón de
mimbre y por debajo de la mesa da vueltas a una especie de rosario que a lo mejor son
los hilos con que todos nos movemos como monigotes a su alrededor. Y mamá: ¿no
estás cansado del viaje, cariño ?, ¿no te apetece darte un baño y descansar un poco ?, y
al decírtelo te acariciaba. Qué degradación, pensé yo, cómo se le nota que la única for-
ma que tiene de que le haga caso es ponerlo cachondo. Aunque fuera producto del amor,
Yo intentaba estar atenta a todos desde un segundo plano, hasta que me topé con
la única mirada que estaba pendiente de mí. Era Sebastián, cómo no. De pronto sentí
vergüenza ajena de todos vosotros y unas ganas locas de salir de allí, así que Sebastián
me vino que ni pintado. Ven, le dije, que quiero enseñarte una cosa. Él obedeció, pero
no creo que las tuviese todas consigo. Me lo llevé arriba, a mi cuarto, mientras subía-
mos las escaleras pude oír que le temblaba la respiración. Cuando llegamos arriba él no
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llevé hasta la ventana. Desde allí se veía todo el tinglado de oro falso que la abuela
había montado en el jardín. Ven, mira, le dije. ¿No te parece que todo esto es un poco
go se lo cogí con los dedos para darle una calada. Y el entonces va y me dice me das
miedo, Violeta. Me das miedo y no quiero que sigas jugando conmigo ni con mis senti-
mientos. Era agradable escucharle, aunque dijese tonterías. La abuela nos vio apoyados
en el alféizar y nos hizo un gesto desde abajo, como si quisiera que nos metiésemos.
¿Qué quiere ?, preguntó Sebastián. No tengo la menor idea, contesté yo, y le devolví el
cigarrillo.
Arturo, desde antes incluso de que lo concieses en la biblioteca, te tomó por al-
con que habría que pintar las casas de la Plaza del Pomonín. ¡Y yo que me creía que me
lo había contado a mí como aquél que revela un secreto ! Me dio la misma pena que
nada más llegar a Pomona me dio la Leonor. Es una de esas mujeres que parecen resta-
blecidas de la pérdida de su marido pero cuando conocen a una mujer que va sola ense-
guida le preguntan si ella también es viuda. Pues Arturo lo mismo, haciendo el patético
papelón que seguramente hace con todos, así que no me extraña que aquí ya se sepan la
historia y lo dejen por imposible o le apliquen un apodo vejatorio. Arturo el de los colo-
No sé si tiene relación o no, pero al día siguiente decidí cortarme el pelo. Cuan-
con Berta a tomarnos un café. Es apasionante ponerse en manos de alguien para que te
haga aquello de lo que ella jamás sería capaz. Yo me había llevado a Pomona la foto en
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la que estoy con mi amiga dándonos un beso en los labios, y le dije que me ayudase a
dejarme el pelo igual que el de mi amiga, como en esas películas antiguas en las que la
niña coge una rabieta y se da un tijeretazo en su hermosa mata de pelo. Ella me dijo
¿estás segura? Pues claro que sí, mujer, tampoco es tan grave. Nos fuimos a la tienda de
Juan Carlos, otro colega que allí mismo en la calle de al lado de la biblioteca vende
así. Dos horas después yo cruzaba los Arcos rumbo a casa con mi cresta color berenje-
na, los parietales afeitados, una camiseta negra con las siglas EZLN y un aro de plata en
la nariz. Cuando se hace este tipo de cosas no es necesaria tanto una buena razón como
bailar descalza mis alegrías. La madre de Pablo el del trombón, la tía Serafina, estaba en
su silla de anea, con las manos juntas y la pañoleta negra. Me apetecía llegarme hasta
ella y saludarla en un acto de reconciliación con el pueblo. ¡Buenos días, tía Serafina !,
dije, muy costumbrista. Como no me contestaba le puse una mano en el hombro, sentí
sus huesos de vieja bajo la toquilla negra, y la tía Serafina se desplomó en el suelo. Es-
Desperté a mamá, que se pegó un susto de muerte, no por la tía Serafina sino por
mi cresta colorada, pero gracias a la muerta pudimos aplazar la discusión. Qué gentío,
qué follón. Las vecinas entrando y saliendo, los hombres charlando en la puerta con un
pie adelantado y los brazos cruzados, y sorbiéndose mucho la nariz. El hijo sesentón,
Pablo, con el traje de tocar el trombón en un acto oficial del ayuntamiento, los labios
ponía la mano en la espalda y él decía frases incongruentes: esta mañana me hizo una
tortilla de patatas, ayer tarde se bebió una limonada, ¿verdad Juana ?, y la abuela en su
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salsa, de maestra de ceremonias. ¡Ya verás qué flores más preciosas le ponemos en la
tumba! La muerte como algo normal, cotidiano, festivo incluso. Una señora de noventa
y tantos años cuyo corazón se paró a las once y veinticinco, cuando un replicante le pu-
duele eso sino la extrema sencillez de quien se muere habiendo vivido más de lo previs-
to. Hasta el hijo se lo toma con resignación, porque es que ya es tarde hasta para que se
lo tome con alivio. Y la abuela entre las vecinas, ¡todos que lleguemos a esa edad, con
esa salud y con un hijo que nos cuide! Parecía una salmodia de esas que aprende con las
beatas.
más que nada porque no sabía cómo evitar tanta mirada. Pero vosotros no hablabais de
verla, hija mía ? Ha quedado hecha una rosa... Sebastián me miraba estupefacto y yo
miraba sus manos que acababan de tocar la muerte. Eran ya las cuatro de la tarde, el sol
caía en picado. Me subí a mi cuarto con ganas de vomitar. Mamá vino detrás de mí. Se
muerte de esa señora, mamá?, le dije. Estás muy guapa, hija mía, me dijo, sin más, y me
volvió a dar un beso y se fue. La muerte amplía el sentido estético de las personas, ¿no
tiendo como dos chiquillos cómo se matan los pollos al estilo tradicional. Que no, que al
conejo hay que sacarle los ojos, que al pollo se le retuerce el pescuezo, que no, que es
justo al revés... De pronto empezó a sonar una marcha fúnebre en la calle. Fue cuando
los compañeros de Pablo vinieron para rendir un último homenaje musical a la tía Sera-
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fina, a la abuela se le caía la baba, el cura torcía el morro... Del portal de Leonor salis-
teis Arturo y tú, manchados de sangre, a decirle a Leonor a ver si ella los podía rematar.
Un gentío cada vez más grande se acercaba a darle el pésame al huérfano. Una señora se
puso a aplaudir a la banda municipal, otra más joven que había a su lado le dio un pe-
llizco para que se estuviese quieta. Y yo qué me pongo ahora con esta cresta, pensé. El
cura dio permiso para enterrarla esa misma tarde, porque con tanto calor no la podían
tener en casa toda la santa noche. La abuela trajinaba con las flores. Arturo y tú volvis-
teis a salir de casa de Leonor con el pollo sin plumas y el conejo despellejado. Leonor
salió luego, de riguroso luto y plumas de pollo y pelos de conejo en la pechera, yo mis-
ma se las quité.
No asistí al funeral, seguro que la abuela hizo una obra de arte con las flores,
daba la impresión de que nadie le estaba haciendo demasiado caso a la señora muerta.
Qué final para casi un siglo de vida, qué poca razón tenemos al imaginarnos muertos
para que nos consuele la idea de que todo el mundo llora por nosotros. Pero allí tampo-
co sabía dónde ponerme para no robarle a la tía Serafina su protagonismo, así que me
fui a dar una vuelta por entre las tumbas. Arturo y tú también estabais de inspección
lapidaria. Cuando me junté con vosotros os pusisteis a competir a ver quién me decía
más piropos sobre mi nuevo peinado, parecíais el gordo y el flaco, a ver quién resultaba
más gracioso. Arturo te estaba contando el proyecto ese que tiene con la abuela para
convertir el cementerio en un hermoso parque floral con fuentes en las plazuelas y ban-
cos de madera para descansar. Tú sostenías que la estatua del monumento a los caídos
Pasé de vosotros, parecíais niños. Me fui a ver tumbas donde por lo menos la
gente estuviese callada. Unas gitanas fregaban de rodillas el suelo donde tienen a sus
muertos, sus nichos blancos, atestados de flores de plástico. Una señora mayor subida
vo. Una pared de nichos estaba repleta de muchachos y muchachas de mi edad, me tuve
que apartar porque a esas horas y con ese calor olía demasiado mal. No, mal no. El olor
rar como una loca, no podía parar, quería serenarme de algún modo, ponerme en pie, no
dar esos alaridos, que iban a llamar la atención de todo el mundo, y Sebastián me abra-
zaba, me daba besos en la frente, me secaba las lágrimas. Luego me trajo a casa y me
tumbó en la cama.
Apenas pude pegar ojo en toda la noche, me resistía a dormir, como cuando era
punto de arrollarme. Cada vez que me quedaba traspuesta soñaba que no estaba dormi-
da, y me soñaba en la cama donde duermo, con las mismas sábanas y la misma camise-
ta, pero al no estar dormida trataba de mover una mano y no podía. Estaba consciente
pero inmóvil, como a lo mejor están los que sufren una catalepsia y en seguida los dan
por muertos. Pero también era consciente de que ya me ha pasado más veces, y de que
siempre era un sueño. Da igual. Hago esfuerzos instintivos para mover la mano, para
escuchar mi voz, para gritar, aunque sepa que no sucede nada malo, pero de algún modo
también siento que no mover la mano, no gritar, es también una claudicación, un darme
lo mismo estar viva que muerta. Pegué tal berrido que desperté a mamá y vino corriendo
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a ver qué me pasaba. Yo traté de explicarle, con la respiración entrecortada, más o me-
nos lo que acabo de explicarte ahora, y ella me preparó un vaso de leche y me dio por-
menores sobre las causas científicas de mi terror. Me dijo no te preocupes, eso es que
has mezclado demasiadas cosas hoy, como si las cosas fuesen barbitúricos o diferentes
sabes tú bien, le dije yo. Esperó un rato a que se me calmasen un poco las pulsaciones,
de vez en cuando me acariciaba la frente y me ponía la mano a ver si tenía fiebre. Pude
dar por fin un buen suspiro y quedarme más tranquila, me entraron ganas de fumar.
suyos y, así como para iniciar una nueva conversación, me dio dos besos y me felicitó
porque ya era mayor de edad. A mí no me hacía demasiada gracia, pero me pareció ver
Mamá ya sabes como es. Me esperaba una serenata con mucho humo de ducados sobre
que ella tenía también dieciocho años recién cumplidos cuando me engendró a mí, y una
gris derivación hacia el problema, ese problema inexpresable que según ella igual nos
une que nos separa. Pero no. Estaba ilusionada, se veía muy claro que le había puesto
mucha ilusión e incluso, quizá, que ella también se estaba pasando la noche en blanco
ser una pantalla de color azul cobalto, un poco más oscura, también más tersa y más
profunda, que la pantalla del ordenador. ¿Quieres que te lo dé ya?, me dijo, de reojo. A
mí estas cosas es que me afectan mucho. Ves a tu severa madre jugando a muñecas y se
te parte el corazón. Bueno, sí, vale, dámelo. No, no te lo doy, que tampoco es que te
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haga demasiada ilusión. ¡Claro que me hace ilusión, mamá, pero qué cosas dices ! ¿De
veras ? Claro que sí... No, luego, mejor luego, con todos... y así un etcétera de varios
minutos en infantil regateo de sentimientos, hasta que aplastó el ducados a mitad (mamá
siempre deja los cigarros a mitad, dice que es más sano) y se bajó escaleras abajo a por
el regalo.
La cámara de fotos a mí me gustó pero pensé que era un regalo como para darlo
delante de todos. ¡Anda, dije, una cámara de fotos!, yo tratando de expresar una cierta
emoción. Lo malo con mis emociones es que me da vergüenza expresarlas con ese des-
parrame convulso con que las expresa mamá. En eso he salido a ti, pero tú sabes fingir y
yo no. Era muy bonita, y así se lo dije. Le dije: es muy bonita. No era la cámara digital
esa con zoom que una se imagina que es un pedazo de cámara impresionante, sino una
que me gustó porque me parecía un objeto antiguo. Lo dije como un halago. Dije una
cámara antigua con toda la sensibilidad femenina que fui capar de desplegar en aque-
llas condiciones, pero ella se lo tomó a mal. ¿No te ha hecho ilusión?, me preguntaba,
de un modo más puro que cuando en vez de preguntar lo afirma y así te castiga con el
pecado de haberle hecho a tu madre un desaire. Me di cuenta entonces de que por lo que
quiera que fuese ella necesitaba que me volviese loca con la cámara, que fuera el regalo
de mi vida, el objeto inolvidable. Yo era consciente de que mamá se habría gastado una
pasta porque Mamá no es de regalarme una Werlisa Club ni una Kodak Instamatic ni
nada de eso. Pero lo demás le daba igual. Ella esperaba una reacción de botes en la ca-
ma y lágrimas en los ojos, a pesar de que estaba enferma y desvelada, una reacción a la
me. A ver si te vas a pensar que es una cámara de usar y tirar de esas que venden en el
súper junto a las pilas y las cuchillas de afeitar, Violeta. A ver si te vas a pensar que esta
cámara es cualquier cámara, Violeta. Era una Leica, Violeta, pero Violeta, en ese mo-
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mento, después de tanto estudiar latín, resulta que no sabía lo que es una Leica. Pues
y vale más de trescientos talegos, vino a decirme mamá. ¡Trescientos talegos ! ¿Pero tú
estás loca? ¿No tenías ninguna necesidad más urgente donde gastarte trescientos tale-
gos, mamá?, le dije yo, un poco escandalizada por semejante derramamiento económi-
co, como dices tú. Y ella insistía: ¿pero es que no te gusta, Violeta ?, ¿quieres que la
por otra más barata. Está bien, mamá, le dije, y le di un cariñoso abrazo la cámara de
él. Soy un poco corta de reflejos, y así de momento no le encontré mayor utilidad, ni
tampoco mayor significado, por lo menos ningún significado que valiese trescientos
talegos. Mamá sabe que esto es lo que más me separa de ella, que cuando se salta la
regla se la salta bien saltada. Pero, acumulando razones para sentirme alegre, que mamá
caí en mi amiga. Le dije mamá, me gusta muchísimo, es el regalo más valioso que me
han hecho en mi vida, te lo juro por Dios, pero no entiendo por qué me has regalado una
que yo no le hacía ni caso que hizo lo que jamás había hecho, leer mis cartas, mis pape-
les, mis diarios. Dijo que ya no podía más, que no podía aguantar ni un día más con esa
Me contó una historia de tiras y aflojas sentimentales, sexuales más bien, que
por lo demás debe de ser el pan de cada día. Mamá, con su gran corazón a cuestas, se
sintió muy desgraciada porque vio claro que en ese tira y afloja la única perjudicada en
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el fondo soy yo, que estoy en medio. Y entonces hizo examen de conciencia y encontró
que te quiere porque eres el padre de su hija, que eres el hombre de su vida, que quiere
seguir contigo y, lo que es más importante, que quiere follar más a menudo contigo. El
ventilar aquella catarsis espiritual con un polvete de nada, me dijo mamá. Quería que
hiciésemos el amor como el día en que te engendramos a ti, me dijo. Quería que todos
de repente nos quisiésemos mucho y vosotros fueseis algo así como la mejor versión de
vosotros juntos en mi decimoctavo cumpleaños. Quería que yo también fuese feliz, que
comprendiera su mensaje. Se lo tuve que preguntar, estoy yo un poco torpe para los
mensajes profundos. El mensaje era que me vaya en octubre a Amsterdam con mi ami-
ga, que ella me paga el viaje y una cámara de puta madre. Dice que cuando me vio con
la cresta colorada comprendió qué regalo me debía de hacer, cómo podía corresponder
hacer, y yo lo acepto y le estoy agradecida por ello. Quiere mostrarme sus paisajes y sus
intimidades, todo lo que es él y todo lo que puede ser, va con el corazón en la mano porque
le parece poco llevarme a un bar y allí desmelenarse con una lacrimosa declaración de
amor. Me gusta porque ha resultado ser un chico optimista. A pesar de la cresta colorada y
de la que tuvimos en el pantano, me lleva por los vericuetos del bosque para que respire yo
amante dolorido, me lleva a que vea unas crías de águila. En vez de ponerse serio y discutir
sobré qué coño busco yo en él, caminamos por trochas y desgalgaderos para mojarnos los
labios en las fuentes más antiguas de la ciudad. Quiere enseñarme una cosa que a mí, que
no entiendo nada de esto, me parece un concepto muy maduro del amor: me ofrece lo que
tiene, sus sentimientos secretos, para que luego yo me forme una opinión más matizada
sobre lo que significaría quererlo como él me quiere. Piensa que yo no soy de las chicas que
Me dijo que cuando yo también asumí un disfraz radikal se dio cuenta de que a mí
no se me engatusa sino que se me demuestra que alguien merece la pena. Así lo ve él, y no
deja de ser curioso que vaya ejerciendo de cicerone por sus ideas y aficiones más profun-
das. La otra tarde estábamos mirando una silueta de la ciudad desde el cerro de Santa Bár-
infancia, su amanecer al mundo, todo terso, muy sencillo, como un síntoma muy claro de
que no es un hombre propenso a sufrir ningún trauma. Quiere que por encima de todo yo lo
siga recordando con afecto. Mandó a la mierda al bombón con media melenita con quien
iba el otro día. Ayer me llamó para dar un paseo al atardecer, esta mañana hemos madruga-
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do para hacer senderismo por la ruta del agua. Estoy reventada. Este chico se me quiere
metros de altura que secciona el margen meridional de la depresión del río y deja colgados
los rellenos y glacis miocenos y pliocenos para penetrar hasta las calizas y margas jurási-
cas. Ayer tuve un cursillo intensivo de geología. Me lo sé todo. Sebastián me explicó que
esos cortados se hicieron en el tiempo de los grandes dinosaurios, porque esta zona fue
ocupada por un mar poco profundo, salino y cálido. Sebastián quería demostrarme que no
todo lo que hay en los alrededores de Pomona es un secarral como Patagallina, con lo que a
bondad está en la espesura, y la profundidad en el terreno abrupto. Tuvimos que pasar de-
bajo de muchas ramas y saltar muchas veces el río dando brincos por las piedras y escalar
un camino de cabras que asciende a la roca por detrás del precipicio. Vimos buitres leona-
dos contemplando la posibilidad de que nos partiésemos la crisma. Tocamos las aguas cris-
talinas de los arroyuelos y el tacto sedoso de las truchas, que se paseaban con sus crías por
las poco profundas orillas y así. Sebastián me ilustró sobre las distintas especies de gusano
que se emplean para pescar, y vimos barbos y renacuajos y escuchamos el croar de un sapo
pedrusco y los que significan esos chorretones ferruginosos que brotan de las peñas y dan al
precipicio un aire de rostro sucio. Sebastián en un extremo del pequeño acantilado, ten cui-
hermosura. Encontramos unas cabras triscando por los matojos y al pastor que las apacen-
taba, un señor viejo con el rostro erosionado por el aire puro. La piel dura, cuarteada, que se
le había comido los labios y le había hundido los ojos. Movía la cabeza con esa tranquilidad
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con que un animal del campo cambia de postura. Sebastián le preguntó por un atajo para
llegar a la presa, yo no me enteré de nada. Hablaba un idioma distinto, el idioma que hablan
a gritos los pastores de una a otra de las majadas, y que no es precisamente lo que dice San
que ayudados de muchos aspavientos significan un mensaje sobre si hace frío o hace calor,
y si va a venir una tormenta y por dónde. Era enternecedor ver cómo Sebastián domina ese
de las pocilgas, pero el idioma de los pastores es todavía más difícil, más puro, exige más
bondad, porque los pastores ni siquiera están corrompidos por la idea de que esas cabras
que triscan por la espesura son suyas. Qué majo Sebastián, cómo cogía el cigarro con las
yemas de los dedos y quitaba la ceniza con la uña del meñique, igual que el pastor.
Pero sigue habiendo algo que me separa de él. A mí el pastor me parece una persona
muy sencilla y entrañable pero al mismo tiempo me horroriza su adaptación al medio. Con
Sebastián, a otra escala, me pasa lo mismo. Yo estaba convencida de que acostarme con él
podría desatar algún factor emocional que todavía no tengo controlado, que ni siquiera sé
cuál es. Pero la oportunidad era lo que se llama una bicoca, algo que yo sentí que no se me
volverá a repetir jamás. Creo que tenía la última oportunidad de vivir una ingenua pasión de
verano, y estaríamos los dos de acuerdo si no nos hiciésemos un lío con los sentimientos. Él
y que allí seamos novios hasta que yo termine la carrera, y luego, supongo, casarnos. Eso es
lo que hicisteis mamá y tú, y aquellos polvos trajeron estos lodos. No es que me dé miedo,
no es que me crea demasiado joven para una relación tan seria, no es que tenga dudas sobre
la entrega y el amor de Sebastián de aquí hasta que la muerte nos separe. Es que no tengo
ganas. Y me pregunto por qué un sencillo acto de floración natural tiene que complicarse
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tanto ¿Por qué Sebastián no es capaz de entender que yo tan sólo quiero vivir un hermoso
hablado de ella. Una de las cosas buenas que hace por mí es no sacar a la conversación
aquellos temas que puedan causarnos ni la más mínima emotividad. Las águilas, las cabras,
el pastor... Sí, pero qué más. Habíamos dejado la conversación días atrás, cuando él me dijo
que no era un semental porque yo le había sido muy sincera al proponerle que hiciéramos el
amor. Aquello se había quedado así, y ahora su respuesta era un cursillo de botánica y de
zoología. Ayer Sebastián había decidido que nos fuésemos por las ramas, pero ya estamos a
veinticinco de agosto y el lunes que viene regresaremos a Madrid. Sin él y sin su sombra,
Así es que, ayer tarde, cuando estábamos ya en el pantano esperando encontrar a al-
guien que nos trajese, le dije mira, Sebastián, vamos a dejarnos un poquito de fauna y flora,
anda, majo, y vamos a lo nuestro. No se lo dije así, claro, pero más o menos. Le digo esta-
mos a punto de perder una oportunidad de oro, y él en eso estaba de acuerdo, pero resulta
que tenemos distintas oportunidades de oro. Yo quiero un sencillo acto de amor, papá, no
una juventud de noviazgo monótono, ni tampoco herir a nadie. Cuando alguien hace algo
por ti, algo que implica un gran sacrificio, te chantajea con una deuda enorme que si no
tienes valor para dejar saldada puede llegar a amargarte la vida. Para él, la oportunidad de
oro es que nos hayamos conocido, nada más, y finge un estoicismo positivo que yo lo sien-
to mucho pero no me lo trago. Pero bueno, le decía yo, ¿y si tú llegas a Madrid y la cosa no
funciona? ¡Pero cómo no va a funcionar!, decía, y entonces yo tenía que volver a ponérselo
claro: Sebastián, quiero que tú tengas muy claro que a mí me gustas y siento un gran afecto
por ti, aparte de una creciente atracción sexual, pero que todo eso no significa que esté
enamorada de ti. Para él era como si dijese que dos y dos no son cuatro. Cuando era peque-
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ña vi una película en que Melissa Sue Anderson, la de La Casa de la Pradera, se casaba con
un joven muy guapo porque la obligaban sus padres, y mientras ella se deshacía en lágrimas
el joven la consolaba diciéndole que no se preocupara por el amor, que ya vendría, como si
el amor fuese un hijo más de la docena de hijos que pensaba tener. Aquello me horrorizó.
Ahora resulta que me proponen a mí una cosa parecida, cuando tengo la edad de Melissa
Sue Anderson, la de La Casa de la Pradera, cuando mi mismísima madre cometió una me-
tedura de pata de la que salí yo. Sebastián no es capaz de entender eso. ¿Tú lo entiendes,
papá?
Al final nos trajo el albañil de las patillas que me saluda desde que me vio en Vi-
llaspesa con Arturo. Ahora se acerca más a mí por el asunto de la cresta, piensa que soy de
su cuerda o algo así. Nos trajo en un Ibiza viejo a toda hostia por aquellas curvas del panta-
no, Sebastián estaba cagado. Así se ha llenado el cementerio de chavales de veinte años,
dijo cuando por fin Francisco, el chico éste, nos dejó en casa. Pero luego me hizo la pregun-
ta definitiva para que toda esta historia salga mal. Me preguntó que de qué conocía yo a ese
tipo.
Y luego está Jan. Jan es un compañero de clase. Estos días, no sé por qué, me
acuerdo mucho de él. Es el chico que se pone al lado de la puerta y no se relaciona con na-
die. Es un muchacho pálido, muy muy delgado, con la cara llena de granos y el pelo gra-
las sin el menor esfuerzo. Estamos en la misma clase desde que llegamos al colegio, pero
yo sólo lo conozco a raíz del día, a finales del curso pasado, en que el profesor de gimnasia
se picó con él y puso a todos los chicos a saltar el plinton. Fue un ramalazo cuartelero para
jugar al fascismo fuera de programa. Estábamos en el gimnasio. Recuerdo que llovía y de-
ntro se habían condensados los sudores de todos y había empezado a evaporarse el de va-
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rias semanas atrás que tenían las colchonetas. Jan se puso el último, y a mí, sólo de pensar
la luz de los ojos y estuvo a punto de darme una lipotimia. Cuando le llegó el turno, el triste
Jan se limitó a decir que no saltaba por cuestiones de conciencia, y su voz de desnutrido
restalló por todo el gimnasio. Yo me solidaricé con él, y para demostrarlo fui a decirle que
me tenía de su parte. Pero me quedé con ganas de demostrarlo de verdad, no sólo con bue-
nas palabras. El triste Jan piensa que todos nos vamos arrastrando unos detrás de otros, que
cada día aceptamos varias docenas de vejaciones indignas. Yo he tardado un año en encon-
trar mi oportunidad.
Todo este curso Jan y yo hemos hablado bastante. Él me ha contado que pasa el
tiempo haciendo experimentos sobre la teoría del caos, porque todavía no lo enseñan en la
escuela. Pero siempre tiene alguna frase despectiva hacia la naturalidad con que claudico,
una chica que saca unas notas estupendas, que siempre tiene todo hecho, que nunca ha fal-
tado a clase, que no tiene vicios. A Jan le gusta mucho dibujar. Es muy oscuro dibujando,
no es como tú. ¡Me encanta ese autorretrato que has puesto al final del libro, tú sentado y
derretido y con una vela en la cabeza, qué gracioso estás! Me gustan sobre todo esos dibu-
jos con historieta, ¿cómo se llama?, eso, Claudio Eliano, el incesto involuntario de un ca-
mello, los efectos perniciosos de la contemplación del sapo, cómo se cura la cabra las cata-
ratas, esos dibujos me encantan, papá. Son divertidos, y también son tiernos, entrañables.
Los dibujos de Jan parecen dibujos de atormentado, pero él es buen chaval. Tiene una vida
dura, los dibujos son como la vida, supongo, yo no sé dibujar, y el oboe se toca bien o mal,
pero no se toca más o menos entrañable. A lo mejor mamá tiene razón y es el oboe, que me
estaba volviendo loca. Los dibujos de Jan son como arrancados, como escupidos, los miras
y producen inquietud. Y él es muy buen chico pero tiene algunos odios viscerales. A Sepe-
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lio, el profesor de latín, lo odiaba, lo odiaba a muerte. Él nunca me dijo que lo odiaba, pero
yo lo noté un día que Sepelio estaba explicando en la pizarra. Me acuerdo porque estaba
ventana, justo a la otra parte de la clase), me giré y lo vi a Jan cómo estaba mirando a Sepe-
lio. No movía un músculo, no pestañeaba, no tenía ningún gesto. No se podía decir que
estuviese arqueando los labios, presa de la ira. Estaba serio, inmóvil y serio, y miraba a
Sepelio. Y yo, no sé por qué, lo miré más fijamente para que se diese cuenta de que lo mi-
raba, y cuando se dio cuenta bajó de la nube, me miró y yo le hice un gesto así con la mano,
un gesto como para que se calmase. Yo ya había dado por supuesto que Jan estaba a punto
Luego, cuando terminó la clase, nos fuimos juntos al patio a fumar un pitillo y le
pregunté. Le dije me dabas miedo, Jan. Te he visto cómo lo mirabas y me ha dado miedo.
Ya sé que Sepelio te cae fatal, que no te gusta el latín, pero, no sé, yo contigo tengo presen-
timientos, Jan, me pasa una cosa rara. Me pasó lo mismo el día que te negaste a saltar el
plinton, me puse muy nerviosa. Cuando te preguntan en clase yo me pongo muy nerviosa
porque sé que eres muy tímido, pero esto era distinto, esto no era sólo nerviosismo. Así se
lo dije, y él, muy tranquilo, me dijo que sí, que lo odiaba a muerte, que le gustaría verlo
muerto, pero que él nunca se atrevería a una cosa así. Y yo le decía: pero Jan, es un simple
profesor, es un mentecato que hace lo que puede para llegar a fin de mes, sólo eso. Sabe
latín. No sabe explicarlo pero sabe latín. Pero esos no son motivos para matar a nadie, no
me jodas.
No es eso, dijo Jan. A mí el latín me la suda. Lo que no puedo soportar es que ese
tipo está saliendo con mi madre, dijo Jan. Los vi un día. Los vi salir del coche ese viejo que
tiene Sepelio. Fue un día que estaba yo comprando tebeos en Madrid Cómics. Los vi salir
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del coche. Los dos salieron paseando por la Gran Vía y mi madre lo cogió del brazo. ¿Y lo
odias por eso?, le pregunté yo. Sí, dijo él. Así, sin más.
Bueno, papá, la razón por la que yo suspendí el latín tiene que ver con eso. Yo tenía
un problema y Jan tenía otro. Yo no quiero estudiar medicina ni nada de eso. Se estaba
echando junio encima y yo a mamá la veía entusiasmadísima. No habría tenido ningún pro-
la decisión correcta. Si es tan trascendente como dice mamá, ¿por qué la tengo que tomar
Ese era mi problema, y el de Jan que quería alejar a Sepelio de su madre como fue-
se. La idea se me ocurrió a mí, dejarme suspender para septiembre. Así yo podría pensár-
melo mejor y meteríamos a Sepelio en un buen aprieto. Estaba claro que a mí no me podía
suspender. Yo soy la mejor de la clase en latín, papá. Yo sé todo el latín que tú me enseñas-
te, porque Sepelio no nos ha enseñado nada. Soy mejor que Patricia Sánchez Romero, que
es la otra de la clase que saca todo sobresalientes. Y el colegio necesita prestigio, necesita
colgar las fotos de los alumnos brillantes que han entrado en la facultad de medicina o en la
de ciencias políticas. En la entrada hay un mural lleno de fotos de alumnos que sacaban
nada más empezar, y todo el mundo lo vio, y todo el mundo lo supo. Y por si pudiese que-
dar alguna duda puse, en letra bien grande, no tienes ni puta idea. Y Sepelio antes de leerlo
Lo hice por Jan y lo hice por mí. Pero no quiero saber nada de amores, papá, de
hombres ni de mujeres, sólo quiero terminar el canto cuarto de la Eneida, prescindir del
mundo, de sus peligros y sus bendiciones, navegar por el dulce fluido de la despreocupa-
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ción, como haces tú, aunque quién sabe lo que te pasará por dentro durante todo el tiempo
que debes permanecer inmóvil y desnudo delante de estudiantes patosos y profesores fraca-
sados. Ahora, después de todo, estoy tranquila. Lo único que puede pasar es que no cuel-
guen una foto mía en la entrada. Ya ves. Me recuerdo tranquila, sonriente, escuchando có-
mo Almudena me preguntaba qué me había salido en la primera frase. Me recuerdo con ese
Ayer, cuando Sebastián y yo volvimos del pantano, le dije ven, Sebastián, que quie-
ro enseñarte una cosa. Y nos vinimos aquí, a este cuarto de las ánimas donde ahora escribo.
Sabía que si empezaba a darle explicaciones nos enredaríamos en el tedioso tira y afloja del
pantano, así que no le dije nada. Me desnudé igual que Dido se desabrocha la túnica, in
amor. Ssssh, tú calla, que ya hemos hablado bastante. Parecía yo la maestra de ceremonias,
pero he aprendido que en esto del sexo lo único que se puede aprender es a dominar los
sentimientos, sobre todo cuando no los tienes, y la técnica restante ya la explica el Kinsey
Institute New Report on Sex, que para eso lo tenemos en casa. Y sin embargo este abando-
no, esta plenitud vacía, esta relajación muscular. Después de pasarse todo el rato con los
ojos cerrados y los dientes apretados, por fin sentí un ataque de simpatía, un besuquearlo
todo y no contenerme la risa. ¿De qué te ríes? ¿De qué quieres que me ría? Me río porque
estoy contenta. Y él interrogándome ansioso, en eso, ya ves, Almudena tenía razón: que qué
tal, que si te he hecho daño, que si te has corrido, que si me quieres. Daño no, la verdad.
Una espera que le van a degollar por dentro y luego resulta que no, que a lo mejor perdí la
virginidad en un traspiés, en un recalcón, como dice la abuela, pero no por la fuerza bruta
de ningún ariete de la guerra de las Galias. Yo pensé: igual si se lo digo le hiero en lo más
profundo de su sentimiento masculino. Nada de nada. Yo estaba contenta y le dije ¡ay, Se-
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bastián de mi vida y de mi corazón, lo que yo daría por mirarte como tú me miras! Qué
alegría, Sebastián, y Dido abrasada entre las llamas, cuánta belleza pequeña, cuánto trabajo
Escucha esto, papá: agnosco veteris vestigia flammae. Es de esas veces en que te
deslumbra la facilidad con que comprendes un verso de la Eneida sin necesidad de hacer
rayas y cálculos ni de dejarte los dedos en el diccionario. Pero ahora lo leo y lo entiendo,
aunque no lo sienta, como si fuera mi propia lengua. Ahora puedo escuchar el Dido et Ae-
neas que me regalaste desde este cuarto, con la Eneida abierta por el verso veintitrés del
canto cuarto. La mesa debajo de la ventana, para que me dé toda la luz. Más que una cinta
de magnetofón parece la banda sonora del cielo. Lo que me gusta del latín es su disposi-
ción, la vieja edición de Oxford que me regaló Arturo, la libreta de rayas donde hago las
Siento, hoy más que nunca, que esta imagen ya pertenece al pasado. Soy Violeta en mi pro-
pio pasado, y por fin comprendo lo que la gente, que tampoco lo comprende, quiere decir
cuando te dice que vivas el presente. Sólo aprecio la extrema intensidad de estos momentos
porque sé que con ellos toda mi vida seré capaz de recordar un estado de ánimo que con-
forme me haga vieja se hará más escaso. Esta dulce irrealidad, este pasar el tiempo hacien-
do algo tan anacrónico y tan bello como sorprenderse con cuatro palabras escritas hace dos
mil años. Reconozco las huellas de una vieja pasión. En latín no dice amor sino llama, fue-
go, pero suena mejor así. Además, Sepelio explicó un día que passio significa sufrimiento,
nada de despendole amoroso sino dolor, puro dolor. El dolor que a lo mejor me causa no
quedarme para siempre así, aquí, renunciar a todo lo que me espera para vivir una vida de
placeres ingenuos. Veo muy claramente ahora qué es lo que ha hecho la abuela. Mi abuela
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ha regresado, pero no a su pueblo, porque ella es de Madrid y nunca se movió de allí, sino
que para ella era el frasco donde oler el mismo perfume que con el paso de los años se ha
llenado de ácaros.
amor con Sebastián y hasta ahí hemos llegado. Estuvo bien, pero a mí, papá, la verdad, ese
ya está. Lo malo es que mamá, otra vez, se ha metido en medio. Esta mañana me he levan-
tado y era como si todo el mundo pensase que Sebastián y yo ya somos novios. Nadie, se
supone, sabe que hemos estado juntos, que anoche hicimos el amor. Nadie lo sabía (yo le
dije a Sebastián que si se lo decía a alguien lo mataba) pero todo el mundo se enteró. Y la
primera, claro, la abuela. La abuela esta mañana me trataba como en los anuncios las ma-
dres tratan a sus hijas cuando les acaba de venir la regla por primera vez. Igual es que yo
fundamental de no meter las narices en los asuntos de los demás, cualquier otra ingerencia
le parece ya lo más normal del mundo. Sebastián me dijo anoche que un día mamá, a mis
espaldas, un día que mamá y la madre de Sebastián estaban charlando sentadas a la fresca
en las sillas de anea, mamá dijo que, como parecía que Sebastián y yo habíamos hecho
buenas migas, y como en el fondo todos empezaban a estar de acuerdo en que hacíamos
buena pareja, entonces lo mejor para Sebastián, si quería terminar su doctorado en veterina-
ria (y debe hacerlo cuanto antes porque estas cosas si se dejan luego ya te haces mayor y da
pereza), si quería ser doctor lo mejor sería que se fuese a Madrid. La madre de Sebastián
dijo que ella hacía los sacrificios que fuesen necesarios para que su hijo continuara con sus
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estudios, aunque Sebastián había hecho entera con beca la carrera en Zaragoza, Sebastián
era ya como de novios), mamá se metió un momento en casa y salió de nuevo a la puerta
con un papel, y dijo: Leonor, tu hijo quiere estudiar y necesita mantenerse porque tú no
puedes seguir sacrificándote y él tampoco lo aceptaría, de modo que podemos hacer una
cosa. En este papel están escritas las preguntas del examen de la escuela de artes y oficios,
donde trabaja mi marido. Mi marido es modelo, y te aseguro que ese trabajo deja mucho
tiempo libre, casi no tienes que hacer nada. Es lo contrario de todos los trabajos. Le dejará
mucho tiempo para estudiar. El sueldo no es muy grande, es un sueldo de bedel, pero sufi-
ciente para sus gastos y también para, con el tiempo, pensar en alquilarse un piso o algo.
Hasta entonces, dijo mamá, no creo que mi marido tenga problemas con que Sebastián se
quede en su casa, en la casa donde vivíamos antes Violeta y yo, antes de separarnos. Mi
marido tiene una habitación que sólo emplea como estudio, allí se mete a veces a pintar. En
realidad la emplea muy poco, y lo que hace allí bien puede hacerlo en el cuartito. Yo creo
que a mi marido, unos días al principio, no le importará. Vive al lado mismo de la escuela.
do, papá. Te lo juro que me ha encantado. Le estaba enseñando el libro y él se puso a leer
esa parte que dice Instrucciones para posar desnudo. Entonces me lo contó. Me contó que
una parte del examen (una parte que mamá le dijo que dependía ya sólo de él y de sus dotes
para redactar) consistía en una redacción sobre el futuro de los modelos. Dijo: si me apren-
diese esto de memoria y lo dijera en el examen, seguro que aprobaba. Yo no dije nada. Si
apruebo, dijo Sebastián, podré irme a vivir a Madrid. Yo no dije nada. Si estoy en Madrid,
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do tú y ella empezasteis a salir. Porque tú también papá fuiste un poco como Sebastián.
Terminaste la carrera y te pusiste a posar. Pero nací yo, y tú te quedaste quieto. Podrías
haber seguido, como quizá siga Sebastián (porque yo, de eso puedes estar seguro, no voy a
tener ahora ningún niño), y ahora serías algo así como Sepelio, un profesor de latín, y los
alumnos como Jan te odiarían, y saldrías con su madre. No, no, qué digo. Tú no eres así. Tú
no serías nunca Sepelio. No hay nada en tu vida que no hayas elegido. Vives como quieres,
siempre lo has hecho, eres sabio y no padeces estrés. Y eso a lo mejor papá te lo dio el la-
tín. Estoy segura. Pocas veces he estado tan segura. Igual de segura que estoy de que no
quiero tocar el oboe, así de segura estoy de que no quiero estudiar medicina. Bueno, el oboe
lo seguiré tocando, iré de vez en cuando a casa, allí sí que me apetece. Cuando vaya a pasar
los fines de semana contigo te tocaré el concierto cazador de Telemann, ese que te gusta
tanto, aunque ese se toca en oboe d’amore y el mío es normal. Pero eso qué más da. Tengo
claras muchas cosas, papá. Ni Sebastián ni oboe ni medicina. Lo tengo decidido. No voy a
XIV
Por fin me han vuelto a traer a la biblioteca. Estos días atrás, desde que volvieron de
vacaciones los vigilantes de los museos, he tenido que estar en la garita del conserje. Alfre-
do nunca hizo nada pero entre Rosita y yo nos apañábamos muy bien, yo en la biblioteca y
con nuevos bríos y lo primero que hizo fue cerrar la biblioteca y ponernos a trabajar cada
uno en su puesto hasta que tome posesión el subalterno que aprobó las oposiciones a mode-
lo, que no fue Lourdes. Rosita y yo tuvimos una discusión bastante fuerte acerca de eso.
El caso es que yo he estado estos días en la garita y ella regando el jardín. Hoy han
ha ido a la garita del conserje y yo me he venido aquí, y Jan ha vuelto a venir. Lo que me
gusta de ti, Jan, es que me pides un libro, te sientas y no me diriges la palabra más que para
pedirme otro libro, ahora con mucha más pausa que antes, con más confianza. Ahora el
único que me molesta porque no sabe dónde están las cosas ni la información de las matrí-
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culas ni cómo se hacen las fotocopias es el nuevo, que no puedo tratarlo mal porque tam-
bién es amigo de mi hija. Es muy buen chico, pero a mí me gustas más tú. Tú eres de la
menos tiene veinticuatro o veinticinco años. Pero yo me siento mucho más cercano a ti.
Desde que estuviste con Violeta en mi casa, mirando los dibujos de la nieve, has demostra-
do que confía en mí, que me admiras y que me entiendes, y todavía no me has pedido nin-
gún favor.
Ahora Jan está ojeando un tomo con reproducciones de Rubens. Antes me he acer-
cado con disimulo haciendo como que buscaba un libro en las estanterías del fondo y he
visto que llevaba un rato mirando el Sileno borracho, el retrato coral de un hombre cuyo
cuerpo podría ser el mío. Sileno fue tutor de Baco, y se le suele representar montado en un
burro, borracho impresentable, desnudo y con patas de fauno reumático. Virgilio, en sus
églogas, lo pinta secuestrado por las ninfas voluptuosas, atado dentro de una cueva para que
les cante. Sileno entona un sonoro poema sobre el origen del mundo, y las ninfas ríen y
beben y fornican. Sileno había sido siempre, y lo seguiría siendo durante muchos siglos, un
sátiro vicioso, un viejo gordo, ridículo y baboso, pero Rubens supo leer en los versos de
Virgilio. Sileno es el cínico desengañado que dice la verdad. Igual que Ulises tenía que
atarse para que no lo arrebatasen las sirenas y sus canciones, Sileno es la sirena familiar a
quien se tiene atado para que cante y no se vaya, y bebe sin acabar de emborracharse nunca,
como si cada nueva copa de néctar lo sumiese en una lucidez más profunda y atormentada
que la de los pobres beodos que danzan a su alrededor. Así está pintado en el cuadro de
Rubens: si no hubiese acompañantes, se diría que es un hombre expulsado del paraíso, pero
a su alrededor hay una madre que fornica con sus crías, y detrás de él hay un negro dándole
por el culo, y Sileno trata de avanzar entre la bacanal y más que entregarse al vicio es quien
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lo sufre, el viejo poeta que observaría las cópulas extravagantes de otros cuerpos con ese
rictus distante con que los emperadores corruptos entretenían la vejez. Todo el mundo en
ese cuadro está contento y desmelenado, entregado a placeres nefandos, todo el mundo me-
nos Sileno con su borrachera triste, su cuerpo deformado por la sabiduría y el placer, ausen-
Jan no sabe que quizá mira ese cuadro por mi culpa. Este chico mira como un zorri-
to, entre inquisitivo y receloso. Sabe mirar, mejor que Sebastián el Nuevo, a quien nadie le
ha enseñado nada, también se ha fiado de casi todo el mundo y no sabe muy bien cómo ha
llegado hasta aquí. El pobre Sebastián acaba de llegar a la ciudad, eso sí, con un trabajo en
el que no se hace nada, y se ha quedado sin novia y con una ciudad enorme que se le cae
cuerpo de modelo tengo que decir que con el tiempo, si aprende y se cuida, será un buen
profesional, aunque vaya usted a saber el grado de profesionalidad que tendremos cuando
Sebastián llegue a mi edad. Pero su mente es bastante débil. Está impresionado, no sabe
cómo actuar, le está costando situarse. Remedios me dijo que la madre del chico (el chico
tiene veinticinco años) la había llamado para decirle que ella por teléfono encontraba muy
triste a Sebastián, y que una noche ella lo llamó y lo encontró en el cuarto de la pensión y el
Cuando Violeta llegó a Madrid, después de las vacaciones en Pomona, se largó con
su amiga a Ámsterdam, y cuando volvió se siguió saliendo con Jan, y los dos empezaron a
llevar vida de jóvenes alternativos, estudiantes de artes y de letras como los que veo todos
los días desde mi peana. Pero ellos hacen una pareja silenciosa. Estudiarán mucho, conoce-
rán a gente nueva en la facultad pero pasarán la mayor parte del tiempo juntos y callados. O
estudiando o leyendo, o andando o viendo cine, o tomando copas o haciendo el amor. Pero
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esto sólo lo supongo porque un pudor genético, que también lo supongo, le impide a Viole-
ta decirme si Jan y ella están liados, y a mí por supuesto preguntárselo. Y Remedios todavía
Estos días atrás, desde que volvieron de vacaciones los vigilantes de los museos, he
tenido que estar en la garita del conserje. Alfredo nunca hizo nada pero entre Rosita y yo
nos apañábamos muy bien, yo en la biblioteca y ella regando el jardín y pendiente también
de la entrada. El jefe ha venido de vacaciones con nuevos bríos y lo primero que hizo fue
cerrar la biblioteca y ponernos a trabajar cada uno en su puesto hasta que tome posesión el
subalterno que aprobó las oposiciones a modelo, que no fue Lourdes. Rosita y yo tuvimos
El caso es que yo he estado estos días en la garita y ella regando el jardín. Hoy han
ha ido a la garita del conserje y yo me he venido aquí, y Jan ha vuelto a venir. Lo que me
gusta de ti, Jan, es que me pides un libro, te sientas y no me diriges la palabra más que para
pedirme otro libro, ahora con mucha más pausa que antes, con más confianza. Ahora el
único que me molesta porque no sabe dónde están las cosas ni la información de las matrí-
culas ni cómo se hacen las fotocopias es el nuevo, que no puedo tratarlo mal porque tam-
bién es amigo de mi hija. Es muy buen chico, pero a mí me gustas más tú. Tú eres de la
El siete de septiembre regresé a la escuela. Encontré a Rosa más triste que tirante.
Lourdes no había aprobado las oposiciones. Alguien había hecho el examen mejor que yo.
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Pero yo tampoco tenía la culpa. Lourdes y el que había ganado hicieron todos bien las pre-
guntas del test. Fueron los únicos dos que contestaron bien a todas las preguntas. Luego, el
jurado sólo tuvo que decidir sobre la composición escrita. Pilar Guijarro había formado
parte del jurado. Defendió tu redacción, dijo Rosita, pero el jefe dijo que la otra era mucho
más interesante, que la reacción que había presentado Lourdes era la propia de un modelo
del siglo pasado, pero que detrás de la otra se descubría, más que un vulgar funcionario, un
verdadero artista. Pilar Guijarro también le dijo a Rosa que lo había pasado muy mal por-
que la verdad era que la otra redacción, la que presentó el otro muchacho, era bastante me-
¿Qué se dice en esos casos? Se le dice a Rosa no, mira, Rosa, la otra redacción tam-
bién era mía, y las preguntas se las pasó al muchacho mi mujer. Y la culpa la tienes tú por
no haberte fiado de mí, por haberle pasado a Remedios otra copia del examen. Da la casua-
lidad de que las únicas dos personas cultas que conoces son exmarido y exmujer. Eso es,
sin que sobre ninguna palabra, lo que debía decirle a Rosa. Estábamos los dos en el jardín.
El nuevo estaba en la garita, y la biblioteca permanecía cerrada. ¿Y qué hace ahora Lour-
des?, dije, para ganar tiempo. Pues poner copas otra vez, dijo, qué va a hacer. Rosa siguió
regando las azaleas, estragadas por todo el mes de agosto sin regarlas a diario, tan sólo con
el agua de la lluvia, y dijo: todo esto está hecho una pena. Le dije a Lourdes que viniese a
regarlo estos quince días, que se lo iban a pagar, pero ha venido cuando le ha dado la gana,
y si ha venido no se ha estado el tiempo suficiente, dijo. A ver si le sale ahora una cosa en
Crisol. Tu mujer me llamó para decirme que unas amigas suyas iban a necesitar una em-
Me alegré por Remedios, pero pensé que era un preámbulo de Rosa para confesar su
culpa, que no había confiado en mí, y un modo bastante discutible de limpiar la propia con-
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ciencia por parte de Remedios. No vi el modo de decir algo sin estropearlo, pero tampoco
me apetecía asistir a un dolor de los pecados, ni que me diesen las gracias ni que me pidie-
ran perdón. Lo siento, dije. Siento que no aprobase Lourdes, pero el trabajo en una librería
Rosita estaba como las azaleas. En vez de gastarse el dinero de Palomares en unas
buenas vacaciones, había decidido ahorrarlo por si Lourdes no sacaba las oposiciones, por
si yo hubiese tenido algún fallo. Cuando le pregunté, nada más entrar, antes de preguntar
por cómo le había ido a Lourdes, qué tal habían ido las vacaciones, Rosita, muy escueta, me
había dicho que en la sierra. En la sierra unos días, dijo, y antes de dar más explicaciones
me dijo que Lourdes había suspendido. Luego le volví a preguntar. ¿Qué tal por la sierra?,
dije. Y entonces Rosa dijo: Alfredo se está muriendo. He estado con él estos días. Tenían
una mujer interna cuidándolos pero un fin de semana se vino a Madrid y ya no volvió. Me
llamó Barrachina. El viejo me preguntó si por casualidad yo conocía a alguien que quisiera
Ahora han conseguido otra mujer. Les busqué por las otras cubanas que había en el pueblo,
enseguida encontré una. Iré el fin de semana. Alfredo no se puede mover de la cama y
Barrachina le da morfina porque no puede soportar los dolores de los huesos, así que se
pasa el tiempo dormido, y cuando se despierta no puede articular tres palabras seguidas sin
volver a dormirse. Los analgésicos lo han hinchado de mala manera, en cuestión de días.
Quedamos en ir el viernes los dos, nada más salir de la escuela. No creo que dure
tampoco era para tanto, o quizá fue que yo me habitúo a la muerte con facilidad. Sí estaba
postrado en la cama con una sábana que cubría sus huesos carcomidos y por efecto de los
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sedantes fuertes los labios y los párpados se le habían hinchado, pero cuando entramos en la
casa estaba tranquilo y a su lado Barrachina pasaba el tiempo sentado en un sillón, leyendo
un libro. Él mismo nos abrió la puerta. La última asistenta, la que les buscó Rosita, se había
ido a los dos días porque no podía soportar la vida en un pueblo perdido con dos abuelos
que se están muriendo. Barrachina ya no buscó más. Se dedicó él solo con sus noventa años
a cuidar de su modelo.
En la casa había un insoportable olor a viejo. Los platos estaban amontonados con
sus pieles de pera y sus espinas de pescadilla en la pila de fregar, Barrachina sólo se había
mayor parte del tiempo. Estaba igual de delgado que siempre pero cuando me dio la mano y
sentí sus huesos noté que Barrachina se había quedado sin fuerzas. Seguía poniéndose la
misma ropa con que lo dejó Rosa, le costaba levantarse del sillón y llevaba varios días sin
afeitarse. Todo lo que no hacía en sí mismo lo hacía en Alfredo, porque la sábana con que
estaba cubierto era limpia y Alfredo sí estaba bien afeitado y desprendía olor a Varón Dan-
dy.
Rosita y yo le dimos un meneo a la casa, abrimos todas las ventanas y pusimos una
colada, yo recogí la cocina y Rosa fregó el váter con lejía, y cuando todo estuvo nuevamen-
te perfumado Rosa entró en el dormitorio y le dijo al viejo que se tenía que duchar, que
mientras él se duchaba ella le plancharía una camisa y unos pantalones limpios. ¿Quiere
que le acompañe Güino, no se vaya a caer?, dijo Rosa. No, dijo el viejo, muy seco. Yo tam-
poco insistí.
Rosa se sabía la medicación de Alfredo y cuáles eran las ampollas de morfina y có-
mo había que suministrárselas. Cuando Alfredo empezaba a quejarse, sin abrir los ojos, con
un quejido de niño cuando está soñando, Rosa lo incorporaba en las almohadas y le acerca-
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ba un vaso con una pajita que ponía en sus labios hinchados, y le decía que bebiese. La no-
che del viernes fue Rosa la que se quedó velando a Alfredo. Barrachina y yo nos fuimos a
descansar. Al día siguiente el viejo se empeñó en quedarse por la mañana, y cuando Rosita
Barrachina no quería que Alfredo se muriese solo, de modo que decidimos velarlo
entre los tres y durante la comida nos planteamos qué íbamos a hacer cuando llegara el lu-
nes. Decidimos no ir a trabajar hasta que no terminase aquello. Ahora van a empezar los
ha llegado aún. Mejor te vas tú, me dijo, y yo me quedo aquí. No sé qué hacer, dije, miran-
do a Barrachina. Esta tarde me tienes que ayudar, dijo Barrachina, con la voz mucho más
Después de comer bajamos al estudio, yo lo cogí del brazo mientras bajábamos las
escaleras. Fuimos hasta el fondo del estudio y Barrachina descorrió una cortina y allí había
un ataúd. Barrachina me dio instrucciones para que corriese de sitio el ataúd y lo pusiese
encima de la tarima donde posaban sus modelos, la tarima donde el maestro explicaba his-
toria de España a unos niños que ya no estaban. Ábrelo, me dijo. El ataúd tenía ese guatea-
En un rincón del estudio seguía envuelta en una sábana la estatua que yo le había
ayudado a colocar la primera vez que fui a visitarlos. Ya entonces, al tocarla, al transportar-
la, supe que era una estatua de Alfredo, y que estaba hecha en alabastro pintado por dentro
o en lo que quiera que fuese aquel invento, porque no pesaba más que el propio Alfredo.
Métela en el féretro, me ordenó Barrachina. ¿Puedo verla?, dije yo. No, dijo él. Y ten cui-
valla, entre dos parras gigantescas que tupían la empalizada y daban una sombra densa. El
sitio estaba protegido del sol unamuniano de las cuatro de la tarde, y Barrachina lo había
estado regando durante toda la semana. El huerto llevaba yermo desde que Alfredo ya no
pudo coger la azada. Las lechugas se habían espigado y los calabacines sólo conservaban
algunas hojas podridas. Todo estaba lleno de hierbas amarillas. Pero la parte de debajo de la
parra estaba limpia de hierbajos y el efecto de tanta agua la había vuelto a ennegrecer. Hice
un agujero de dos metros de largo por uno de ancho y metro y medio de profundidad, hasta
que me encontré con una piedra, un corazón de roca viva impenetrable que sacó chispas del
hierro del azadón y a mí casi me dislocó la clavícula porque mis brazos no esperaban un
rebote tan violento. Las manos se me agarrotaron, los tendones de los antebrazos se crispa-
pero yo sabía que esos dolores quedan latentes hasta que tienen una buena oportunidad para
amargarte la vida.
Rosita estaba cuidando a Alfredo. No vio nada de lo que hicimos, no había ninguna
ventana en la casa que diese al traspatio, y Barrachina no me quitó el ojo durante toda la
labor. Aquí hay un pedrusco tremendo, le informé. Bastará con eso, dijo él. Pero era poco
más de un metro. ¿Usted cree que aquí cabrá el cajón con la escultura? Aquí no va la pieza,
dijo Barrachina.
Intenté hacerle razonar. Aquellos símbolos tan puros no podían acarrear más que
problemas. Ya me parecía una solución muy discutible dedicarse a obras que se quedan
escondidas bajo tierra. Trabajar para nadie, para nada, aunque tengo que reconocer que los
modelos, y los profesores de arte, tenemos una cierta inclinación hacia los proyectos inúti-
les. Barrachina estaba sentado en una piedra al borde del hoyo y me miraba trabajar con la
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tus amargo que empaña el interés de lo que haces con el significado de lo que ves. Limpia
bien la piedra esa de tierra, dijo, y me tendió un cepillo. Era la superficie rasposa del grani-
to, de gris húmedo y severo. Sobre la piedra fría el cuerpo de Alfredo. Sobre su cuerpo frá-
gil la tierra negra. Sobre la tierra quizá unas flores. Y sobre flores la sombra. Y sobre la
sombra el cielo. Era un sitio para el descanso tan hermoso como el pobre corral de muertos
Los habría enterrado juntos, dijo, pero iba a ser inútil. Alguien abriría el ataúd en
algún momento. Y dijo: verlo es desvelarlo. Sólo tiene que verlo Dios. Pues aquí no lo va a
ver ni Dios, dije yo, rebajando el tono lírico de la conversación, aunque sí es posible que lo
huela, dije. Si no Dios por lo menos un perro, dije. Me incorporé con los últimos grumos en
el hueco de las manos y vi que se acercaba Rosita. Y a ella, le dije a Barrachina, también
Rosa se acercó hasta la tumba y dijo: ¿se puede saber qué cojones estáis haciendo?
Me costó trabajo salir del agujero, envuelto en agua, sofocado de cansancio, y con las mu-
ñecas todavía resentidas del golpe sobre la roca dura. Alfredo te está llamando, me dijo. Me
limpié un poco las manos en el pantalón y fui hacia la casa. Date prisa, me dijo Barrachina.
Alfredo estaba incoporado sobre unas almohadas. Tenía la boca un poco torcida y le
costaba vencer la somnolencia, pero yo no hubiese dicho que fuese un hombre a punto de
morir. Rosa lo había afeitado y peinado y más bien parecía el individuo que está terminan-
do de despertarse, como se despertaría Javier de su cura de sueño. Los labios y los párpados
hinchados le habían desfigurado un poco la cara, pero no más que la de un enfermo al que
todavía le quedase mucho tiempo de vida. Aun hablando con la lengua gorda, se le entendía
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muy bien y nada de lo que dijo me dio la impresión de que estuviese vagando por alucina-
de agua, dijo. Yo le acerqué a los labios el vaso de agua con la pajita y cuando Alfredo es-
taba bebiendo con los ojos cerrados vi mis dedos manchados de barro. Cuando ya no quiso
más dejó de succionar y movió la cabeza. Yo dejé el vaso manchado en la mesita. ¿Qué
hacéis?, dijo Alfredo. Estaba quitando unas hierbas del huerto. ¿Cómo están los tomates?
Bien, Alfredo, lleno de hierbas pero bien, Barrachina lo riega todos los días. ¿Cómo están
los perros? Los perros está bien, ahora mismo pensaba ir a darles de comer. ¿Quién les da
de comer?, dijo Alfredo. Yo fui el otro día, y Rosita también ha ido. ¿Rosita también ha
ido? Claro que sí, Alfredo. Los perros, dijo Alfredo. Cuídame los perros, Güino, cuídame
los perros. Lo repitió varias veces y lo volvió a vencer un sueño desmadejado, indigno, lo
sión de decir sus últimas palabras, no sería sólo efecto de los analgésicos, una muerte blan-
da, más rápida incluso que el dolor que se trata de combatir con la morfina. Rosa estaba
callada. Barrachina estaba dentro del agujero. Rosa se había limpiado mal las lágrimas.
Barrachina estaba labrando unas letras sobre la piedra. El escoplo apenas sonaba sobre el
granito, los golpes eran muy débiles y yo pensé que aquello era una barbaridad. ¿Se puede
saber qué hace?, le pregunté a Rosa. Déjalo, dijo ella, y se volvió hacia la casa. ¿Habéis ido
a dar de comer a los perros?, pregunté. Yo no, dijo Rosa. ¿Está seguro de que puede poner-
se a trabajar ahora sobre el granito?, le pregunté a Barrachina. Tráeme un cojín, anda, dijo
él. ¿Y los perros?, insistí yo. Los cuida el veterinario, dijo. Alfredo lo sabe, pero se le olvi-
Cuídame los perros, había dicho Alfredo, y eso me daba una responsabilidad inevi-
table, como si Alfredo estuviera repartiendo la herencia. Era un asunto incómodo. Alfredo
estaba muriéndose sin más cuidados que los de un médico de pueblo y nadie sabía a qué
manos iba a ir a parar su piso del barrio de Tetuán. Alfredo no tenía parientes, sólo a Barra-
su patrimonio, tuviese nombrado un albacea y todo eso. Eran pensamientos sucios, desde
luego, porque no podía evitar la impertinente duda sobre qué dejaba mi amigo en la tierra,
aparte de un par de perros cazadores y un mastín viejo. Pero me parecía una pregunta tan
lógica y tan sucia que no habría sido nunca capaz de formularla. Yo me atuve a la literali-
dad de los mensajes y acepté, de momento, mi responsabilidad para con los perros.
mientras estuviese vivo el dueño, pero después, como mínimo, si era un buen cazador, haría
lo posible por quedarse con ellos, o conocería un centro de acogida de galgos y de poden-
cos, o les daría vida de cazadores y cuando empezasen a fallar las liebres los ahorcaría de la
rama de una encina. Pregunté en la farmacia del pueblo y una mujer muy pintada me dijo,
muy escueta, que el veterinario estaba de vacaciones. ¿Y cuántos días lleva de vacaciones?,
dije. Todo este mes de agosto, dijo ella. ¿Es que es este pueblo los animales no se ponen
malos durante el mes de agosto? Hay un veterinario de zona que se ocupa de las urgencias,
Eso significaba que la última vez que fui a echarles de comer a los perros fue la úl-
tima vez que los perros comieron, hacía ya casi un mes. Volví a la casa, Barrachina seguía
tintineando en el agujero. Subí a beber un vaso de agua y le hice una señal desde el pasillo a
Rosa para que saliese. Susurrando, le dije: los perros llevan un mes sin comer. Rosa se aho-
rró con una sola mirada cualquier reacción natural en ella, y se fue directa a la nevera a ver
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lo que había. Mientras estaba rebuscando en las alacenas me dijo, también en voz muy baja:
tenemos que hablar, Güino. Pero apenas había ningún desperdicio ni otra cosa que se les
pudiese llevar a los perros, a pesar de que yo sugerí que aquellos chorizos de cantimpalo
que Barrachina tenía colgados en la despensa quizá les calmasen el hambre. En Los Nardos
no hay ningún sitio donde vendan comida para perros, así que fui directo a la carnicería, y
compré dos lomos de sajonia y tres kilos de morcillas, era lo único que vendían que no es-
tuviese crudo.
Dejé el coche de Barrachina aparcado en la cuneta y fui hasta la encina donde Al-
fredo guardaba su silla de ruedas. Allí estaba, bajo unos matojos. Los animales o los caza-
dores habían hurgado y sacado el plástico que la cubría. Los radios de las ruedas se habían
llenado de herrumbre con las tormentas del verano. El respaldo de cuero estaba mordido o
arrancado, las ruedas pinchadas. Seguí el camino hasta la paridera derruida donde Alfredo
guardaba los perros. No vi al mastín. Era un bosque de carrascas y de jaras con el suelo
sucio de ramas secas sobre un mantillo calcinado por el sol. No se oían las cadenas del mas-
tín y el ladrido ronco y bilioso con que la última vez nos había recibido. Tampoco se oían
co más y vi que la cadena del mastín se metía en un caseto hecho con puertas viejas. Tiré
una piedra a las inmediaciones de la puerta pero el mastín no respondió. Entré en la paride-
ra. Abrí el cerrojo donde Alfredo guardaba a los podencos, y el abrir la puerta fue otro gol-
Bajo un antiguo pesebre vi uno de los dos animales, la perra blanca. Retiré la vista pero me
quedan en la memoria sus tetas todavía hinchadas. Oí removerse unas pajas y vi en el otro
lado del cobertizo al otro podenco, que todavía estaba vivo. Se intentaba poner de pie como
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los terneros cuando nacen, meros huesos que no se terminaban de sostener, y un gemido
Le puse un poco de agua, le ayudé a que bebiese. Con un cuchillo le corté pequeños
dados de mortadela, se los di a comer pero el podenco ni siquiera los mordía. Llevaba los
ojos casi fuera de las cuencas, enrojecidos y estragados por las legañas que lo protegían de
las moscas. Su estado era lamentable pero la desesperación no le había llevado aún a devo-
rar el cadáver de su compañera, o quizás mientras pudo aguantarlo se le agotaron las fuer-
zas para llegar hasta ella. Lo que recuerdo que me llamó la atención fue que el espacio mí-
nimo en el que el perro se estaba muriendo estaba muy limpio, y él dormitaba agazapado
con las piernas dobladas como si en aquel calor achicharrante y tumefacto se intentase pro-
teger del frío. Se había comido las pulgas y cualquier otro bicho que lo hubiera merodeado,
lo primero que hizo con la lengua mojada fue lamerse entre las patas. Quizá las goteras de
las últimas tormentas habían dejado charcos de agua podrida donde el perro pudo alargar su
Lo saqué de aquel infierno conteniendo las arcadas. Me costó un cierto esfuerzo pe-
ro lo llamé por su nombre, que es el mío, y el perro débilmente puso pitas las orejas. Lo
Cuando le dije lo que había encontrado me sonrió con buen humor y me dijo: ¿y no habrá
en el pueblo ningún otro descarriado que podamos traer? Voy a ver si le doy algo de comer,
dije. Llevé al perro a la misma sombra de las parras donde había cavado el agujero. Barra-
china había escrito, con líneas muy finas de escoplo, el nombre de Alfredo. Volví a dar
agua al podenco, le preparé una papilla con todo lo triturable que encontré por la cocina, le
limpié los ojos de legañas y le disolví en una cucharilla varias cápsulas de complejo vita-
mínico que encontré en el armario de los medicamentos. Barrachina salió del cuarto de Al-
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fredo cuando yo me lo llevaba todo. Conque el veterinario, dije. Dos perros estaban muer-
tos y el otro si se salva es de milagro. Barrachina se bebió un vaso de agua, le vi temblar las
manos más que nunca. A mí también me dolían las muñecas. Date prisa, dijo. Tienes que
tapar el agujero.
Rosa me ayudó a darle la papilla al perro a cucharadas. Se le veían todos los huesos.
rio, dijo Rosa. Esto será muy simbólico, Güino, pero es un delito. Así que metemos ahora
aquí la estatua esa y lo tapamos antes de que a nadie se le ocurra mirar. A mí no me parecía
tan mal, dije. Sí, claro, dijo ella, salvo que tuvieses que vivir aquí.
ran los dos. Le había ofrecido un sueldo y las escrituras que legalizaban la propiedad de la
convento de la Encarnación. Voy a aceptar, dijo Rosa. Estoy harta de posar desnuda. ¿Pero
tú sabes lo que es vivir aquí con dos viejos impedidos, niña? Me lo imagino, dijo, pero
siempre puedo volver. Si haces una cosa así ya no podrás volver, le dije, no podrás mar-
charte en cualquier momento y dejarlo con otra muchacha que no soporte sus manías.
Además, Barrachina va a vivir más años que Matusalén, y yo no tengo nada claro que Al-
fredo esté en situación terminal. Es como si entre ese médico y unos y otros hubiesen deci-
dido que Alfredo se tiene que morir y por eso lo inflan a morfina. Habría que saber qué es
más delito, si enterrar a alguien en un huerto o tenerlo aquí metido hasta que se muera, dije.
No seas idiota, Güino. Alfredo estuvo en el hospital. Fue antes y después de que tú vinieses
a verlos. Barrachina no lo ha dejado en ningún momento. Desde luego, Rosa, dije, cual-
¿Y qué puedo hacer?, dijo Rosa. Estamos donde estamos. Estoy harta de posar y no
quiero saber nada de Eduardo. Es un pobre menesteroso, toda la gracia que podía hacerme
antes ahora ya no me hace ninguna, no lo puedo remediar. Mi hija tiene que valerse por sí
sola de una puta vez. Estoy dispuesta incluso a traerme a la niña cuando esto vaya para ade-
lante, o para atrás. Aquí en un pueblo los niños se crían sanos. Puede ir a la escuela de El
Barco, con los otros seis o siete niños del pueblo. Aquí hay dos pisos. Si Lourdes quisiera
venir..., pero a ella no la arrancas de Madrid ni a tirones, con la mierda de vida que lleva, y
a mí, hasta ahora, tampoco, pero yo qué sé, Güino, yo nunca he estado en el campo pero a
lo mejor en el campo no se está tan mal, se puede montar un taller de artesanía como esos
chicos que viven en el río, se puede montar una casa rural. Aquí hay dos pisos. Uno puedes
alquilarlo a los que quieran subir al monte los fines de semana y las vacaciones, este lugar
está muy bien para hacer excursiones por la naturaleza. Tienes vistas, tienes montañas, tie-
nes caza mayor. Yo creo que aquí con un poco de trabajo se puede vivir decentemente. En
ese tipo de negocios, Güino, lo que siempre te echa para atrás es la inversión inicial, y aquí,
ya ves, aquí no hay inversión inicial, aquí está todo hecho, el taller incluso del artista ya
está hecho. Sólo es venir y ponerte a trabajar, Güino, y disfrutar del aire libre, las mañanas
exámenes del lunes y ella seguiría cuidando de Alfredo. Por algo es la heredera. Le pedí
que cuidase del perro como si fuese mío. Esa tarde metimos el ataúd sobre la piedra con la
estatua de alabastro pintado por dentro. Rosa y yo cubrimos todo de tierra y plantamos unos
lirios y unos gladiolos. Por la noche me quedé yo con Alfredo, aunque estuvo muy tranqui-
lo y pude dormir en el sillón casi toda la noche. Al día siguiente me volví a Madrid. Quedé
con ellos (con Barrachina que se había constipado con los esfuerzos del escoplo y con Al-
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fredo que no sé si me entendió lo que le dije porque él sólo preguntaba por los perros) en
que volvería el fin de semana, con esa naturalidad deliberadamente despegada, para que
todo quede lejos de la despedida final. Cogí el coche de línea en Los Nardos cuando el sol
del domingo aún no había empezado a picar, y un tren en El Barco de Ávila que me llevó
hasta Madrid. En la estación del Barco tuve que esperar un rato a que viniese el tren. Fui a
comprarme una botella de agua y compré, para pasar el tiempo, un número especial de la
Y volví a posar. Después de unas cuantas semanas sin haber entrado en la situación
mental de quien debe mantenerse inmóvil y desnudo, y sin haber hecho los ejercicios espi-
rituales que hago ahora para disponer mi cuerpo y mi mente a las primeras agujetas, una
sesión tan larga como la que me preparó Pilar Guijarro puede traer consecuencias muy des-
agradables. Rosita no estaba. Con ella nos habríamos repartido el examen de modelado y el
de dibujo, porque para las clases de anatomía artística podían llamar a cualquiera de los
jóvenes que habían trabajado por horas durante el curso. Para lo otro también podían, pero
después de un año practicando con el mismo cuerpo no era cuestión de cambiarlo. Pilar,
con todo lo moderna que aparenta, suspendía mucho en los primeros cursos de dibujo, y
Llopis, el que enseña modelado, que trabaja siempre con Rosita, no aprobaba a casi ningu-
no. La verdad es que todo el mundo se quejaba de la dureza de Barrachina, pero ellos em-
pleaban una intransigencia todavía mayor amparándose en que hoy no se les enseña a los
jóvenes nada en la escuela, ni siquiera les enseñan a dibujar con perfección el cuerpo
humano.
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De modo que por la mañana hice para Pilar Guijarro una postura más descansada,
un Marat muerto en una bañera transparente, un Marat grande y grueso y con el cráneo
afeitado pero con la misma delicadeza en la mano romántica que dejó caer la pluma. Pero
ese examen duró sólo una hora y media. Después hice con ella unos apuntes, movimientos
rápidos que se detienen en su transcurso, donde según Barrachina nunca se debían detener,
salvo en aquellas interrupciones que fuesen verosímiles en el transcurso real del tiempo.
Para mí es mucho más sencillo hacerlo con Pilar Guijarro, porque con ella tan sólo debo
detenerme, mientras que con Barrachina necesitaba componer una postura, buscar dentro
del movimiento, sus breves episodios de quietud. Tampoco hago circo como hacía Javier
Bidón, que reptaba por el aire, ni de cantante folklórica como a veces le ocurre a Rosita, en
las clases de apuntes parece María del Monte cantando desnuda por sevillanas. Yo soy más
de detenerme en actitudes sencillas, poses que aprendí a manejar en los tiempos de Barra-
china y de las que todavía me queda repertorio para las clases de dibujo repentizado. Me
gusta el personaje que se quedó a punto de preguntar algo, a punto de señalar con el dedo,
pero que decidió no hacerlo en un momento en el que no había cerrado aún de todo la boca
ni bajado la mano. Suelo caminar dando vueltas por la tarima en un círculo muy pequeño y
cada vuelta encuentro un giro cómodo del torso que me inspira alguna de esas actitudes
congeladas en una posición natural. O me pongo de frente y hago una pequeña sesión de
mímica parsimoniosa, un lentísimo mover todos los miembros del cuerpo a la vez hasta la
siguiente postura, o descomponer esa misma postura miembro a miembro en riguroso orden
hasta volver a la misma posición del principio. Al mismo tiempo y con mucha lentitud pero
sin detenerse hay que mover el cuello en una elipse declinante a la derecha y el hombro
izquierdo en rotación con el derecho y retrasar el pubis y girarlo un poco hacia arriba y ten-
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sar la pierna derecha y doblar un poco la rodilla izquierda y estremecer los dedos sin del
como siempre, y me habló de que las vacaciones las había pasado en Nueva York y en
Londres y en París, que Rosita no se había querido ir con ella, que Pilar le insistió pero Ro-
sa no quiso, y eso que ya había terminado con Eduardo, que ya no tenía ningún compromi-
so. Fuimos a comer al Estragón, un vegetariano de la plaza de la Paja. Pilar me puso al día
de lo último en la Tate. El regreso al cuerpo estaba cantado, a la imaginería real del ser
humano. Las formas narrativas del cuerpo habían regresado con una violencia visual muy
lírica. A ella eso no le gustaba, pero las cosas iban por ahí, y después de todos esos viajes
había llegado a la conclusión de que aquí en España Palomares estaba dando en el clavo
con su Cuerpo Español Contemporáneo, que ella había visto la última versión en Javea,
donde estuvo descansando unos días, y ahora iba a pasar por Segovia antes de llegar a Ma-
drid y no sabía si podría resistirlo el volver a verla, porque esa exposición, Güino, es muy
Hay una estatua de una mujer mulata que me tiene impresionadísima, y desde luego los
restos mortales de Alfredo cuando tenía veinticinco años siguen expuestos en la vitrina. Por
Palomares me dijo que le devolvería esas piezas, dije yo, todo lo serio que pude.
Pilar Guijarro rebajó el tono. Se las va a devolver, dijo. Pero ya sabes lo orgulloso que es.
Alguien debería ir a por ellas. Si quieres te acompaño, dijo Pilar Guijarro. Puedo avisarle a
Al acabar la comida Pilar me pidió un último favor. Posar también por la tarde, en
las clases de modelado. El resto de los exámenes ya los harían con objetos inanimados,
Con Llopis nadie ha tenido nunca relación. Es un escultor muy metido en sí mismo
al que le gustan sobre todo las formas de Rosita. Al resto de los modelos nunca nos propo-
ne para sus clases, aunque siempre, en los ajustes de horarios, le tocan los modelos que no
quiere. Todo el mundo le pisa su veteranía y sus derechos adquiridos pero Llopis nunca
dice nada. Tan sólo Rosa dice que se quiere ir por lo menos un par de horas con él. Llopis a
mí me respeta. Llopis es el hombre más cobarde que hay en este mundo. Posé con él en la
postura que yo quise, ni siquiera le pregunté qué quería, me senté en la tarima con una acti-
tud relajada y empecé a trabajar. Creo que ha sido la última vez en que he podido hacer mi
Llopis no tuvo la culpa, pero la postura que adopté era tan poco tensa que se me
despertaron los pequeños dolores acumulados en los últimos tiempos. El sartenazo con la
piedra y el dolor de riñones, la tortícolis que cogí en el basurero y una pubalgia de tanto
andar. Estaba sentado como esos individuos inexpresivos con que se decoran las obras de
teatro y que los hiperrealistas norteamericanos fundían en metacrilato y los enseñaban des-
nudos en posiciones que sólo se tienen vestido. Así me pasé la tarde, como si estuviera es-
perando al médico, mientras los alumnos embadurnaban esos confusos aires rodinianos que
mental donde todos los recuerdos andan libres como los dolores, y hay que aguantarse las
rampas en los gemelos y las escenas vergonzosas, y las preocupaciones se ceban en la cla-
vícula, y los bajones emocionales afectan, a mí por lo menos, con unas punzadas en el pe-
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cho que son como si llevase una pequeña fisura en alguna costilla. Para posar hay que ser
fuerte, no dejarse seducir nunca por la tentación del movimiento, mirar más allá de los
alumnos que se están examinando, mirarlos a ellos pero traspasarlos, mirar detrás de todo
siempre a un punto fijo sin sentido, a las vetas de la madera de la puerta, a la rama que
asoma por la ventana, a las mochilas que hay colgadas en el fondo de la clase. Para posar
hay que saber cómo se dominan los dolores desde su nacimiento, a fuerza de mando y de
La tarde en que se terminaron los exámenes había llovido bastante. Llamé a Kon-
chakova para recuperarme del esfuerzo. Le dije que tuviese mucho cuidado, que tenía con-
tracturas por todas partes. De vuelta a casa, un poco más recuperado, me decidí a llamar a
Eva. No sabía nada de ella ni ella había hecho nada por que supiese. Ya no estaba en casa
cuando volví a Madrid. Había recogido sus cosas y se había ido. Pude llamarla por teléfono,
pero no lo hice. Y ahora también me pareció ridículo, por lo menos hasta que no consiguie-
ra un crédito del banco para devolverle el dinero. Vi venir de lejos ese punto amargo de los
desaires, pero estaba preparado para ello. Tan preparado que decidí llamarla.
Había vuelto a casa de sus padres. Se había vuelto a llevar el baúl con todos los
jardín por donde no pasaba nadie y se había puesto a estudiar otra vez las oposiciones a
juez. Cuando la llamé ya estaba a pleno rendimiento. Sólo salía ya para el paseo diario y los
sábados por la tarde a montar a caballo para despejarse y pasar la noche en la casa de El
úlfo. Me dijo que, si quería, podíamos ir un fin de semana a montar a caballo y pasar la
La encontré distante, hablaba con el tono apresurado y neutro de quien está pensan-
do en otra cosa. Supuse que ya tenía otra vez la cabeza llena de leyes. Le di las gracias va-
rias veces y con todas las formas de efusividad telefónica que conozco y ella insistió en que
tengo un tono de voz que suena inquisitivo, o por lo menos con exceso de franqueza. No,
no, qué va, dijo ella. Estoy en el descanso, dijo. Podemos hablar.
Ella también hablaba con sospechosa naturalidad. ¿Qué había querido decir con eso
de pasar una noche en El Escorial? Yo no quería ser otra vez el amigo al que se le cuentan
las penas en el campo, aunque, con la mano en el corazón, tengo que decir que la única vez
que lo hice me salió bastante rentable. Pero, además, ¿qué había significado aquel te quiero
de la carta que mandó con el libro de Violeta? ¿Era un te quiero formal, una expresión de
amistad profunda, o el último intento de Dido cuando Eneas se porta con ella como un gili-
pollas? ¿No era el Escorial Cartago? En el mundo en el que yo no me muevo hay un sentido
de la precaución y del respeto, del miedo a no saber cómo actuar en situaciones liminales
que se ha convertido en bastante más efectivo que las tradicionales restricciones de la reli-
gión. La civilización nos hace castos, por mucho que digan en las películas. Con Eva estuve
varias veces en el momento propicio de hacer algo que nunca supe si era o no era lo que se
correspondía con mi situación. Ahora me invitaba al Escorial una noche pero también a
montar a caballo y a emplear sus días de descanso en alguien que no fuese tan agobiante
como su familia. En realidad lo que quería era eso, y esa seguridad siniestra en que no tenía
nada que hacer con Eva me servía también de parapeto y excusa para no iniciar una danza
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nupcial con una mujer que pudiera quererme sólo como amigo. Yo era Eneas y me largaba,
pero ella era Dido y tampoco echaba las leyes al fuego ni se mostraba con ese desgarro que
vinculamos al verdadero amor pero que nosotros tampoco nos preocupamos en demostrar.
quizás así sea, lo que me ocurrió con Eva poco después de que se instalase algunos días en
mi casa, poco antes de que yo, desesperado, telefonease a la puta normal que me había re-
Ya dije entonces que yo era muy escrupuloso con la higiene. A pesar de que yo lo
tenía todo muy limpio (y por tanto permeable a cualquier olor que manchase su transparen-
cia), se entabló entre nosotros una especie de competición de ambientadores que tapaba
todo los olores del cuarto de baño, los buenos y los malos, y dejaba siempre el aire como si
se acabase de arreglar alguien para una boda. Eva era muy reservada para la higiene perso-
nal, como todo el mundo, pero ella más. Pasaba muy rápida por el pasillo y se encerraba en
el baño y hacía un ruido tremendo con el cerrojo, y cuando salía ya estaba vestida y la
acompañaba un aura de vapor. Pero antes de salir siempre rociaba todo sin compasión con
ambientadores muy sutiles que se arrugaban en dos días merced a los aromas superpuestos
de Eva.
Aunque sólo fuese porque necesitaba conocerla un poco más a fondo, una noche me
levanté desvelado y me metí en el váter. Ella había vuelto a echar la colonia después de
usarlo por última vez. Localicé la colonia infantil y vi que aún le quedaban dos dedos. La
vacié y pensé que al día siguiente le diría que yo mismo la había terminado. Pero también
recogí mis ambientadores así como cualquier vaporizador perfumado que pudiese haber en
el armarito. Los dos usábamos desodorante de barra pero ella el perfume no lo tenía en el
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baño sino en su habitación, de modo que siempre habría un intervalo mínimo en el que ella
saliese del baño, todavía oloroso de su cuerpo, y volviese con el perfume para embadurnar-
lo todo. En ese momento yo, pretextando alguna urgencia irreprimible, me colaría y cerraría
Así lo hice, y salió mejor de lo que me esperaba. Porque Eva, al darse cuenta de que
faltaba la colonia para niños y tenía que volver a su cuarto a buscar el frasco de perfume, no
se llevó tampoco aún la ropa sucia ni retiró la toalla ni limpió los pelos de la bañera, y el
tiempo que yo estuve allí dentro (siempre tenía la coartada del estreñimiento) lo dediqué a
nariz, sino que sigilosamente, por si ella estuviera escuchando al otro lado de la puerta, me
puse a cuatro patas sobre el suelo y husmeé sin ruido. Husmear sin ruido es distinto porque
el olor, si no se sorbe, tarda en penetrar en la nariz, y tiene que hacerlo durante una inspira-
ción constante de varios segundos, que luego, como bien saben los enólogos, proporciona
una catadura más sutil. El aire que se inspira debe ser poco si se quiere que dure la inspira-
ción y penetre el olor en toda su complejidad aromática. Yo puse primero la nariz sobre su
camisón de gasa transparente. Era el olor dormido de la sábana, el aroma de la carne inmó-
vil y del sudor domesticado a base de colonias infantiles. Era el olor sin mancha de un ca-
misón que conservaba todavía un fondo de suavizante caro. Más que como una prenda ín-
tima, olía como un pañuelo, como el fular de gasa que una compañera del colegio se dejó
un día olvidado en el gimnasio. Pero, mientras estaba oliendo la parte que yo consideré más
cercana a sus pechos, por el conducto del aire aspirado entró un hilillo terroso que se apo-
deró con rapidez de mi atención. Moví la nariz para seguirlo pero desapareció, y entonces sí
husmeé con propiedad el camisón entero, hasta que, al llegar al grifo del bidet, el hilillo
terroso reapareció y con él un matiz como de vinagre de Módena que me fue más fácil de
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seguir. Levanté con dos dedos el camisón y vi que debajo estaban sus bragas. La felpa lle-
vaba una mancha oscura que yo volví a tapar porque lo mío era indagación nasal, no copro-
filia. Me levanté otra vez sin hacer ruido, caminé de puntillas hasta la taza del retrete y tiré
la cadena. Abrí el grifo unos segundos. Cuando salí, Eva estaba en la puerta con el frasco
Estuve inquieto toda la mañana. Me ponía con el lapicero y sólo me salían vulvas y
contornos femeninos. Mi dominio de la libido había vuelto a naufragar. Desde que olí el
camisón limpio y vi la macha oscura Eva pasó a ser un ente deseable y yo a comportarme
como un verraco, aunque por fuera intenté que no se me notase nada. Pero algo, algún eflu-
vio, alguna hormona residual de mi deseo debió quedar flotando en el retrete, porque a par-
tir de entonces me pareció ver en Eva una disposición que antes no había detectado. Noté
que al hablarme le hacía ruido la lengua. Desayunamos juntos, y cuando me pidió que le
pasara el aceite de oliva para echar en la tostada lo hizo con un sonido de labios vaginales
llenos de saliva y flujo, y cuando cruzó las piernas y apoyó los codos en la mesa dejó al
descubierto una buena porción de muslo y por las mangas de la camiseta se adivinaba entre
sombras un tono de piel más blanco, y cuando se reía por cualquier tontada el color de las
encías, color de carne matada el día anterior, pero nítidas las junturas perfectas de calcio y
sin asomo de sarro, me hacía imaginar colores de las otras carnes vivas de su cuerpo, los
pezones y los labios, y acabé por trasladar la mirada detrás de ella, al escurreplatos, que
estaba a la misma distancia de ella que ella de mí. Sé que esta mirada impresiona, ya he
El rostro eslavo de Eva era un desteñimiento de rancio abolengo. Llamo eslavo, así
en general, al ciudadano pálido de ojos grandes y dientes pequeños, el pelo lacio y muy
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sensibles los capilares de los mentones, la nariz grande y esbelta y los labios oscuros. Y ahí,
ella más en el lado de las lanzadoras de peso, matronas muy bragadas, abundantes y de
buen color. El eslavismo de Eva no era tampoco la dulzura aleve de Gabriela Szabo, sino
más bien la de la saltadora de altura Alina Astafei, que parecía la dama de las camelias, y
saltaba el listón como quien se despereza por las mañanas, y apenas tocaba el suelo al co-
rrer. Eva tenía la languidez de las unas y las dimensiones maternales de las otras: las cade-
ras anchas, la clavícula muy larga, el rostro sumido en un interior abismal y silencioso.
Eva conmigo sin embargo se reía bastante. Le hacía gracia mi manera de decir las
cosas. Hablas como los ejercicios de español para extranjeros, me dijo una vez. ¿Por qué
piensas tú que yo hablo de esta manera?, le contesté. Y ella se reía, y el ingenio de las bro-
mas admitía los límites más bajos, porque ella se reía igual con todo. Le decía: me voy un
momento al mercado a comprar unas acelgas para la cena, y Eva se reía. Le decía: tú Eva lo
primero que tienes que hacer es estar tranquila y no dejarte perturbar por las circunstancias
que haya alrededor, y Eva se reía. Le decía: hoy creo que no encontraba en demasiado bue-
nas condiciones porque he estado toda la mañana dibujando y sólo me ha salido este churro,
y Eva se reía. Por las mañanas, cuando llamaba a la puerta de su habitación con los nudillos
interpretando una copita de ojén, pronto podía escuchar cómo Eva en la cama se partía de la
risa.
Yo no sabía muy bien cómo interpretar todo esto. Me dormía en la suerte de su son-
risa, le intentaba provocar las carcajadas cuando en algún momento adivinaba qué parte de
mi persona le hacía más gracia. No sabía si era una reacción normal. Eva se reanimaba des-
pués de la depresión con espasmos descontrolados que igual podían ser risas desgarradas
que llantos desternillantes. De momento sólo eran risas. Pero igual era una de esas mujeres
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que se proponen actuar como si el otro fuera un hombre maravilloso y esa es su forma de
seducirlos. O esas otras ingenuas que se ríen de lo que no entienden. Yo estaba colaborando
en su felicidad, o en sus espasmos, pero yo sólo era lo que hacía pasar, de vez en cuando, la
Lo que de veras la hacía feliz era vivir en mi casa, levantarse por las mañanas en ca-
to, pero por eso mismo más decorativo. Le gustaba salir por las mañanas a la terraza, y re-
gar las flores antes de que saliera el sol, y tumbarse en la tumbona de rayas amarillas y leer
un libro hasta que se hiciese la hora de ir al mercado. Tomar vermú en las calles más um-
brías de la Cava, cruzarse a gente habitual con vidas inhabituales, a su vez el decorado del
mundo en el que yo quería actuar para ella. Gente que venía con el periódico doblado y
gafas para el sol y para la resaca. Mujeres modernas y taladradas que venían de paseo con
perros extraños. Hacer la comida con el transistor encendido, escuchando las noticias de
Radio Nacional, y probar con platos que no sólo requieren ingredientes sino también los
otros cinco sentidos. Los dos a la sombra del parral con la labia desatada por tres o cuatro
nes. Yo podía refrenar las hormonas en la medida en que los dos queríamos detener aquel
largo puente, jugar a la perfecta felicidad y dejarnos las miserias en el perchero. En realidad
sino el único hombre que había disponible para intentarla. En esas circunstancias, si yo le
hubiese visto un interés personal, un querer ella sexo y pedirlo con signos inequívocos, al
final me habría lanzado. Pero su deseo yo no acababa de verlo nunca. Todos los piropos y
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frases bonitas estaban teñidas con la mancha oscura del agradecimiento, del qué majo eres,
Una mañana salí a comprar algún libro que me diese nuevas ideas (aún estaba des-
orientado con respecto a los dibujos de Violeta) y al volver estaba ella en la terraza, tumba-
da en la tumbona de rayas amarillas, desnuda. No había dado el paso previo de tomar el sol
en top-less. Directamente se había quitado las bragas. Yo al entrar me quedé un poco para-
do, pero no aparté la vista sino que la concentré en su cara y traté de no desparramarla. Ella
lo primero que me dijo, todavía en la posición rayos uva, y quizá con los ojos cerrados, fue
que este sitio era fascinante. Aquí puedes tomar el sol desnuda y no te ve nadie, dijo. Es lo
Un cuerpo en esa posición pierde casi todo el relieve, tiene un dramatismo de autop-
sia. No se sabe cuál es la caída de la carne, está todo como detenido en un flaneo ilusorio.
Vi sí que se le marcaban arriba los huesos de las caderas, su pubis apaisado, con muy poco
vello, el blanco siempre tapado por la goma de la braga o por el sujetador, que es el blanco
que mejor iba con esos aires un poco más desgarbados de lo que yo vi en la piscina, con
esos aires eslavos. Yo no sabía que hacer. Ella deshizo toda conjetura con una pregunta de
las suyas: ¿A ti qué te parece mi cuerpo, Güino?, ¿crees que valdría para trabajar en lo tu-
yo? He estado pensando que, si las preguntas son tan fáciles, igual me presento yo también,
¿no te parece? Y dijo: yo no sé por qué dejó Javier ese trabajo. Desde entonces me dejó de
gustar. Yo creo que lo que me gustó no fue él sino su trabajo. Tendrá su técnica, claro, co-
mo todos los trabajos, pero a mí estarme quieta se me da muy bien. Y a lo mejor no tengo
un cuerpo bonito, pero Javier me dijo que lo que querían ahora era cuerpos normales.
Eso no es así, dije yo. En principio, incluso es ilegal mirar el cuerpo de los modelos
antes de contratarlos. Se les puede preguntar la lista de los reyes godos, pero no pedirles
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que se desnuden. Pero por ese procedimiento la escuela estaría llena de cuerpos deformes, y
ni lo uno ni lo otro. Lo que harán será elegir entre unos pocos y luego mirarles el cuerpo sin
disimulo. Una de las pruebas es una redacción, y eso es tan subjetivo que, si así lo quiere el
tribunal, los tontos pueden hacer relojes. Pero tú tienes un cuerpo muy bonito, Eva, dije. Lo
que no tengo claro es si de veras te gustaría este trabajo. Ya ves cómo terminamos todos.
Pues tú has terminado muy bien, dijo. Pero no se incorporó en la tumbona. ¿No te
apetece tomar el sol?, dijo. Yo tenía el cuerpo en perfectas condiciones para enseñarlo, de
modo que me metí a la habitación, me quité la ropa, cogí dos cervezas de la nevera y salí
desnudo a la terraza, con las gafas de sol, que visten mucho. Me puse la hamaca vieja junto
hambre nos volvimos a meter en casa. Fue entonces cuando vi su cuerpo de pie, las tetas
colgando mientras recogía las toallas, la pequeña raja del culo, más corta de lo acostumbra-
do. En mi situación no estaba para miramientos artísticos. Si ese no era el momento de po-
Y no hubo ninguno. Eva estaba muy contenta de haberse comportado como una
mujer libre, con un amigo en quien podía confiar y ante quien mostrar su cuerpo desnudo
en posiciones de cuarto de baño. Nada de lo que había hecho Eva tenía que ver con el sexo,
y el sexo era un moscón que me perturbaba porque sabía que en el momento en que se me
fuese de las manos se terminaría el sábado de gloria. Así que decidí lucir el comportamien-
to de quien acostumbra a estar desnudo y a mirar los otros cuerpos desnudos con la pers-
pectiva fría del artista. Eva se sentía liberada, al menos eso me consuelo en suponer, y yo
Pensé en Bidón. Aquello no era un adulterio consumado sino algo más profundo,
porque en muy pocos días Eva y yo acabamos viviendo como si hubiésemos vivido juntos
muchos años y valorásemos la confianza y el respeto por encima de los instintos carnales.
Yo era lo que no tenía con Javier Bidón, un hombre que no la protagonizase tanto, que no
estuviera siempre tan exultante y follador, que estuviera sin hacerse del todo presente, ne-
cesario como el aire pero invisible. Si yo salía también un verraco, Eva podía recaer en la
depresión. Estas y otras justificaciones me sirvieron para apuntalar lo que había sucedido en
la terraza sin dar paso a la vergüenza. Pero el mardano que todos llevamos dentro no hacía
más que dibujar culos y tetas. Borré los criterios estéticos, ya sólo me la imaginaba gimien-
do a cuatro patas y sacándome la lengua. Yo a ella más de una vez, hablando conmigo, la oí
respirar por la nariz, como si el flujo de aire que le salía de las entrañas amenazara con des-
Mi comportamiento, en los casos en que había duda, fue hacerme el sueco. Sólo en
el caso de que ella se me presentase desnuda (que ya lo había hecho) y me dijese con los
ojos entornados que la abrazara, sólo en ese caso daría yo el camino por expedito. Pero no
era suficiente causa que estuviésemos viendo la televisión y Eva dejase caer su pie por el
sofá y me rozase con el dedo mi pierna o mi pie que también yo lo había subido y debía
parecer una albóndiga gigantesca, porque me recuerdo encogido para no tocarla. No era
suficiente que por las noches se pusiese el camisón de blonda (con bragas) para ver la tele.
apoyase en mi hombro, porque en esos momentos siempre solía entonar un sentido alegato
a favor de la amistad, mientras yo probaba el caldo. En efecto llegamos a vivir como una
se habían dejado aparcadas. De puntillas, tomando el sol, habíamos pasado por el expedien-
te higiénico del cuerpo y vuelto a la amistad espiritual esa de que hablaba Eva.
Pero aquella broma de su cuerpo no fue un hablar a humo de pajas. Eva me volvió a
repetir un par de veces si yo de veras pensaba que sería una buena modelo. Yo traté de di-
suadirla. Era cuando estaba preparando a Lourdes para el examen que después no aprobó, y
no quería verme en el brete de tener que pasarle a ella las preguntas y dejar a Lourdes tirada
ahora, con Eva ya metida otra vez en el médano de los estudios, de la familia, de las cuen-
tas pendientes y de las pastillas, no es tampoco ahora muy recomendable hacerse ilusiones
con ella ni provocar siquiera una relación que no fuese como la que ya hubo.
Todo esto se me volvió a pasar por la cabeza cuando le pregunté a Eva por teléfono
si la estaba interrumpiendo y ella me dijo que no, que era su hora de descanso, que podía-
mos hablar. Su viaje al averno había concluido. Estudiar tampoco era tan malo, ni estar en
casa con sus padres. Si acaso, ahora, iba a hacer las cosas con algo más de sensatez, por lo
menos con la sensatez de su hermano, que pospuso las angustias a cambio de una situación
vicaria en el país del frío. El amor le había salido mal a su hermano y también a ella, era un
defecto genético de la familia. El litisconsorcio pasivo necesario no era tampoco tan malo.
Lo malo era, si acaso, renunciar ahora, después de tener todo el temario estudiado. Ahora,
por mediación del profesor de tai-chí de su madre, Eva había encontrado un sofronizador
profesional, el mismo que sofronizó al arquero que lanzó la antorcha olímpica en Barcelona
92, que era muy amigo de Ataúlfo. Ahora, si las cosas no volvían a salir, estaba Ataúlfo
para echarle una mano. Este experto en sofrónesis era como un psicólogo callado, alguien
que le proponía ejercicios para que al practicarlos Eva pensase lo que tenía que pensar.
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También le había hablado de la amistad, de que era bueno conservar los buenos amigos y
descansar con ellos algún fin de semana en el campo. Había que poner el litisconsorcio en
contacto con la realidad, no hablar de él sólo con su ominoso padre, sino también con un
buen amigo.
creo que me vayan a favorecer mucho los traqueteos camperos ni los litisconsorcios junto al
fuego. La gente ha dicho de todo. Rosa dijo que a ella Eva no le había engañado ni así, que
era una niña rica consentida que tuvo un mal momento pero prefiere seguir teniendo un mal
momento antes que bajar al barro y ser el resto de su vida una persona normal. Y dijo que
toda la familia era de la misma clase, y que se alegraba porque también Eduardo, después
de haberse tirado a cuerpo limpio por un abismo que era como esos caprichos extraños que
tienen los ricos, incluso estaba dispuesto a volver al refugio frío de Astorga y a ponerse de
cocidos maragatos hasta las cachas. La gente se da una vuelta pero nunca se va muy lejos,
dijo Rosa. Nosotros sí, le dije yo. Pero nosotros somos huérfanos, dijo ella.
Javier Bidón, por ejemplo, sigue escribiendo para los ABC de provincias. De La
Almunia de doña Godina se volvió con dos o tres libretas más llenas de poesía piscatoria, y
ya le han prometido que por medio de unos contactos y unos chanchullos es posible que le
publiquen su primer libro de poemas en la editorial Renacimiento. Eva me puso al día. Vive
Eduardo, Eduardo le deja una habitación, porque el piso que les compró su padre lo han
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puesto en venta. Eva me dijo que Javier había cambiado mucho, que la cura de sueño, lo
que quiera que le ocurriese con el coche, le había sentado bastante bien. Había descubierto
que le gustaba la vida nómada, hurgar en el arte de las aldeas, y escribir poemas. El trabajo
nunca era muy seguro porque ahora ya no dependía de las recomendaciones del Tribunal
Leí una crónica suya en Segovia, este fin de semana pasado. Se titulaba El cuerpo
social, y era un testimonio sobre cómo el público de Aranda de Duero había visto la expo-
sición itinerante de Julio Palomares Cuerpo español contemporáneo. Hay un párrafo que
dice así: "La exposición de Julio Palomares se transforma en el tiempo, incorpora y aban-
dona estilos y movimientos a medida que van formando parte del pasado. Un caso curioso
es el de la instalación Cuerpo en una vitrina, que ha dejado de tener los fragmentos en es-
cayola de un joven apolíneo fascista de los años cuarenta para representar la de un buda
vividor, la imagen fragmentaria de las partes de un cuerpo grande, en paz consigo mismo y
Era mi cuerpo. Fui a Segovia para hablar con Palomares, que iba a dar una charla, y
acompañar a Pilar Guijarro. Palomares había ido para quitar de la exposición todo aquello
que hubiese sido construido con ayuda de la luz eléctrica, y rescatar otros objetos que se
habían ido descolgando de la exposición en momentos de euforia bursátil: las tinas de acei-
te llenas de la tinta que desprenden los periódicos atrasados, la mesa de despacho inundada
de estiércol, las reconstrucciones de pollos a gran escala como si fuesen dinosaurios, la mu-
lata enorme arrancada de la piedra, los cuerpos vaciados y fragmentados y expuestos en una
vitrina. Para el cuerpo del joven Alfredo había elegido un armario franquista de los años
Conmigo estuvo muy amable. Me enseñó la nueva instalación, se hizo unas fotos
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cajón de madera embalado con los fragmentos de Alfredo. Fue una transacción bastante
natural. No tuvimos necesidad de decirnos casi nada. Palomares me preguntó por Alfredo y
yo le dije que muy bien, que se estaba recuperando muy bien, que un día de estos saldría ya
a cazar. Se lo dije como se dicen las mentiras a quien sabe lo que no debe, a quien le con-
el hombre que usa chaqueta de punto y pinta acuarelas en secreto, pero sólo había visto de
lejos, en la televisión y en los periódicos, al artista de pelo cardado que posa junto a las más
más impresionante que la suya, la gente me miraba como molesta por no saber quién era
alguien sin duda tan importante como Palomares. Las más altas autoridades de Aranda de
Duero pensaron que yo era otro importante artista. Marisa y Pilar Guijarro le hablaban a la
Llevé el cajón con los pedazos de alabastro de Segovia a Madrid y de Madrid al día
siguiente a Los Nardos. No podía arriesgarme a enviarlo por correo, por caro que resultase.
De Segovia a Madrid lo pudimos traer en el coche de Marisa, que hasta el último momento
se ha portado muy bien conmigo, y de Madrid a Los Nardos lo llevé en un coche de alqui-
ler.
Cuando llegué, Rosa estaba sentada en la puerta. Estaba pelando unas habas para la
cena. El podenco estaba a su lado, tumbado como los perros de Carlos III. ¿Ya come?, le
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pregunté. Las mortadelas ya se las ha comido, y las morcillas van a escape, dijo Rosa. Le
Barrachina me había visto llegar desde la ventana, y debió de ver también la caja
dentro del coche. ¿Te lo ha dado Palomares?, dijo Barrachina cuando pasó delante de noso-
tros, más rápido de lo que podía. Nos metió mucha prisa en bajarlo y en trasladarlo al estu-
dio y en abrirlo. Allí estaban, envueltas en espuma, las piezas de Alfredo, el alabastro pin-
tado por dentro, pigmentos espolvoreados mientras se rellena el molde para que se expan-
dan en manchas como sombras e hilillos de colores por la superficie de la escultura. Las
manos fuertes de pelotari, los pies endurecidos de ir descalzo por las piedras, el torso de
guerrero.
Luego me mandó a por cera. Quería sacar de nuevo un vaciado completo, juntar las
piezas sin dañarlas, porque algunas ya estaban desportilladas, y bajar después el molde al
río para que lo fundiesen con dos partes de cobre y una parte de plata, como son los vacia-
dos finos. Tenía prisa porque quizás Alfredo no pudiese verla terminada. Todas las piezas
fue indicando y yo fui uniendo los pies a las pantorrillas, las manos a las muñecas, el pubis
a las piernas. Siempre, al verlo desguazado en la vitrina, pensé que se trataba de la pose del
guerrero, pensé que sería un apolo convencional. Pero la postura no era esa. El peso de la
estatua estaba trasladado a un pilar de setenta centímetros de alto donde el atleta reposa del
cansancio. Tiene la cabeza caída y se apoya con desgana sobre la columna, y la pierna de-
recha está rígida y la otra se ha dejado caer en postura policletiana. Yo le he visto hacer a
Barrachina muchas imitaciones de posturas clásicas con cuerpos reales, pero nunca le había
visto un Narciso como aquel, el joven que transmite su cansancio con delicadeza, que goza
de sí mismo aun cuando sufre. Mientras Barrachina iba cubriendo con escayola yo le hice la
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mezcla para el alma del vaciado, un palo untado con barro, estiércol y borra de lana. Luego
fue Barrachina el que modeló a duras penas el alma. Tan sólo era para el hueco de la esta-
El alma tiene que secarse. Cuando el alma está húmeda, en el momento del vaciar el
bronce se forman vapores que provocan explosiones. Ahora se tiene que secar bien seco,
dijo. Yo está semana lo iré preparando todo. ¿Este también lo va a enterrar?, le pregunté.
No, dijo Barrachina. Este quiero que lo pongas en la escuela. ¿Y las piezas?, pregunté. Las
piezas, sí que las voy a enterrar, dijo Barrachina, pero no en la tumba de Alfredo.
¿Puedo pedirle un favor, señor Barrachina?, le dije, una vez que estuvieron listos
los preparativos de la estatua y nos sentamos a echar un cigarro. Barrachina sólo fumaba
después del trabajo, sólo entonces se le veía también un ligero temblor en las manos. A ver,
qué quieres ahora, dijo el abuelo. Me habían pedido todos ya tantos favores que no me di
por aludido, y tampoco el tono del viejo era de fastidio, era su forma de hablar.
Resulta, le dije, que una amiga mía me pidió que le hiciera un retrato. Yo le dije que
sí porque pensé en hacerle una acuarela, que me salen mejor, pero el caso es que se lo hice
al óleo, nada más que unos apuntes. El cuerpo me salió correcto, yo creo que todo lo co-
rrecto que me podía salir después de ir tantos años a clase, aunque fuera de oyente. Pero la
cara no me sale. No es que tenga que parecerse, sino que no me sale ni su cara ni ninguna.
Me lo he traído por si usted quería darle un retoque, dije, y luego, en el tono más serio y
A ver ese retrato, dijo Barrachina mientras aplastaba el cigarro en el suelo y se apo-
yaba en las rodillas para incorporarse. Septiembre ya estaba terminándose, Barrachina lle-
vaba una gruesa chaqueta de punto y el cuello de la camisa bien abotonado. Si quiere, dije
yo, subimos antes a ver a Alfredo. A Alfredo déjalo en paz, dijo, que está dormido.
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petaca, procedió a liarse un cigarro de picadura mientras miraba lo que yo había hecho con
cara de asco. Esto lo has pintado por la noche, dijo. Sí, sí, dije yo. ¿Y si lo has pintado por
la noche por qué pintas el espejo azul, si puede saberse?, ¿y dices que el cuerpo te ha salido
correcto?, dijo, y pasó la lengua por el papelillo. ¿No ves que se le cae el culo?, ¿no ves que
el florero este se le está comiendo la respiración?, ¿no te das cuenta de que estos pliegues
¿Y la cara?, pregunté yo. La cara es un desastre, dijo él. Bueno, contesté, quizá con
un par de retoques... De un par de retoques nada, dijo, la cara hay que pintarla nueva. ¿Y
cuándo piensa usted que puedo venir a recogerla?, pregunté. ¿Cómo que cuándo puedo ve-
nir a recogerla?, dijo Barrachina, ¿tú eres tonto o qué te pasa? ¿Qué te crees, que la voy a
pintar yo? ¡Vamos, anda!, dijo, y después empezó a darme órdenes. Pon el cuadro en ese
caballete, acércame allí esta silla, usa ese bote de pinceles que hay ahí, los óleos los tienes
junto a la ventana. Ponte ahí, toma bien la posición. ¡No pintes encogido, collons, súbete el
cuadro pero no pintes encogido! Esa mujer está encogida, ¿no la ves? Da igual que esté
cansada, al soldado herido hay que pintarlo herido, pero no encogido. Súbele esos hombros,
sácale más cuello, que parece una esclava. Por la cara no te preocupes porque la tienes que
Así me tuvo hasta que se hizo de noche. Cada ojo, cada dedo, cada sombra, cada
pelo tenía un referente clásico que Barrachina se sabía de memoria, y me describía con
exacta de los colores, pero en ningún momento me preguntó cómo era el modelo ni si lo
que nos estaba saliendo guardaba suficiente parecido con Elvira, la puta normal. Y la ver-
dad es que lo guardaba. No era ella como pudiese haberlo sido en una fotografía, era la más
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hermosa protoforma de las mujeres que son como ella. Barrachina no necesitaba pregun-
tarme nada, porque sabía reconocer los fallos y también interpretar el intento que esconde
cada fracaso. Salió una mujer digna y atractiva, como un antepasado de Elvira, como si la
tatarabuela de Elvira hubiese sido retratada por Sorolla. Supo hacer que dialogasen su cara
y su cuerpo, que detrás de la firmeza intimidatoria de sus ojos se percibiera algo que quien
la está pintando no percibe. Para decirlo en términos del propio Barrachina, su cara estaba
más desnuda que su cuerpo. A gente como Palomares esto le parecía, además de pasadísi-
mo, un síntoma de pudibundez, el hecho de que un cuerpo jamás inspirase la fría compa-
sión del realismo sino un cierto recato que se combate con orgullo. Barrachina sabía desde
el principio que Elvira no sabía dónde poner las manos, y que yo tampoco se las coloqué
donde debía, y en esas manos forzadas estaba la parte más desnuda de su cuerpo, pero tam-
bién de mis cualidades como pintor. Esa mano mal puesta, con su postura tópica de retrato
sensual de los tiempos de la tatarabuela, era en manos de un virtuoso de los pinceles algo
así como una broma, pero en manos de un pintor de academia era una broma pintada sin
querer, una broma de la que su autor es ignorante, que es lo que suele distinguir a los artis-
tas buenos de los malos. Gracias a los consejos de Barrachina, la broma pareció hecha con
Rosita nos echó una voz desde la parte de arriba. Estábamos en la última hora de la
tarde, repasando las sombras. Estábamos en la tarima de la vieja escuela, el viejo profesor y
el alumno viejo, en un pueblo de la sierra cuando ya se han ido los veraneantes. Dije voy a
lavarme las manos y a saludar a Alfredo. Mañana por la mañana nos queda el florero, dijo
Barrachina, y yo tengo mucha faena, así que a las seis en punto te quiero aquí. Vi a Barra-
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china poniendo los botes en su sitio a pasos cortos, con una inclinación del torso como la
Alfredo había perdido la hinchazón brillante de los barbitúricos. Estaba mucho más
delgado pero mantenía el rostro sereno y los ojos entornados. La hinchazón provenía del
gotero, con el que una vez al mes le inyectaban un lote de productos químicos que lo abo-
targaba y en cierto modo aceleraba su muerte al tratar de combatirla de un modo tan salva-
je. El hecho de que Alfredo no se pudiese mover no era proporcional con el estado de su
muerte en su interior no era definitivo, de modo que Alfredo pasaba tres semanas en la pla-
La morfina, por otra parte, le había quitado la gana de comer. Alfredo pasaba el
vez en cuando soñaba que corría detrás de un conejo y movía las patas dormido. Cuando
entré en el cuarto sólo se le veía la cara en la penumbra, como nos imaginamos a un ancia-
no enteco reclinado en los cojines de un fumadero. Rosita me aclaró que Alfredo sólo
hablaba durante un rato antes y después de tomarse la pastilla, una cada cuatro horas. Pero
los mordiscos en las articulaciones enseguida reaparecían y las ganas de hablar se le quita-
ban poco después de haber tomado la dosis. Habla como los yonquis, dijo Rosita. Rosa lo
decía con una cierta indignación, como si fuera inhumano mantener así a un individuo
mientras la muerte se lo lleva. Podían darle algo que sólo le quitase los dolores, dijo, pero
eso lo está volviendo loco. Ayer entré a llevarle la cena y me dijo que los conejos no lo
dejaban dormir, que en una mañana se habían multiplicado por siete. Me dijo ábreles ese
armario para que hagan allí sus nidos y no nos molesten, anda.
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Cuando yo entré Alfredo estaba callado, pero tenía los ojos abiertos. Lo saludé con
voz grave. ¿Traes la mortadela?, me preguntó. No, dije. Pues tráeme un poco de mortadela.
Fui a la cocina y abrí la nevera. Rosita no me preguntó nada, pero cuando saqué el envolto-
rio de la mortadela me la quitó de las manos. Déjalo estar con la mortadela. No hace más
que pedirla y luego no se la come, déjalo, da igual, cuando vayas ya se le habrá olvidado.
Volví al cuarto sin la mortadela. No hay mortadela, le dije. Qué lástima, dijo Alfredo, sin
Alfredo no me miraba a mí, por lo menos los dos miraríamos lo mismo. Con el ángulo de
visión de Alfredo me imaginé que vería las últimas crestas del monte y sobre todo el cielo.
El sol ya se había escondido detrás de aquellas lomas. Eran los minutos de absoluta transpa-
rencia que preceden al anochecer. Las jaras y las carrascas tenían un color más vivo que
cuando por el día las anega la luz. Ahora parecían más tersas, más frescas, más hermosas.
Qué bonitas aquellas carrascas, dije, por decir algo, con pocas esperanzas de que me con-
testase. Aquellas encinas son la gloria, dijo él, sin embargo. Tenía la voz algo pastosa pero
tampoco era la propia de un opiómano sino la de quien habla para sus adentros, con el más
mínimo esfuerzo de articulación. Tuve que incorporarme un poco en el banquete para escu-
charlo.
Aquellas encinas son la gloria, dijo. Van haciendo rodales y en los claros es donde
crecen las jaras. Los conejos se meten primero por las carrascas pero tienden a subir y se
encierran luego en las matas. Allí están perdidos. En los buenos tiempos yo iba con una
docena de podencas que cuando los conejos se metían en los jarales ya sabían cómo se tení-
an que poner. Yo les iba dando instrucciones y ellas se dispersaban alrededor, mientras
otras cuatro, un poco más apartadas, esperaban a que saliese la pieza para emprender carre-
ra tras ella, y adelantarse las últimas perras para rodearlo por delante y abrirse todas para
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que el conejo no pudiera girar. A veces el conejo se quedaba quieto sin sitio para escapar
entre las bocas de las perras, y entonces iba yo y lo cogía. Cazar era tan fácil que yo no te-
nía más que esperar. Pero íbamos a cazar con muchas perras de otros cazadores, aquellas
jaurías eran un lío, no se necesitan tantos podencos. Con dos bien enseñados basta, y con
Alfredo hizo un silencio y giró hacia mí la voz. El sol se había ido del todo, pero
aún era ese azul cobalto que deja ver la silueta negra y ondulante de los árboles. Nosotros
ya estábamos a oscuras. Dame la pastilla, dijo Alfredo. Rosa me ha dicho que no te tocaba
hasta las diez, dije, falta todavía casi una hora. Los días acortan mucho, dije. Bueno, dijo él,
pero dame la pastilla. ¿Te está empezando a doler? Empezará dentro de un rato, ya veo ve-
nir el dolor, dijo. Entonces, si quieres, esperamos un rato. Me ibas diciendo que con un po-
denco basta, le dije. Bueno, dijo él. Ibas a explicarme cómo se caza sin esas jaurías tan
grandes. Qué jaurías ni qué hostias, dijo él, en un tono vestigio de su rudeza. Me cago en
Dios, dijo. Las putas piernas de los cojones. Me cago en la hostia, Güino, ayúdame a levan-
tarme para ir al váter, no quiero que Rosa me ponga la botella. Me cago en la Virgen, se me
están comiendo vivo, otra vez van a empezar los picotazos. Esto no se pasa, Güino, esto no
se pasa, me cago en Dios, esto no se pasa. No le vi la cara porque estaba vuelto hacia la
ventana, pero me parecía un acto de piedad no intentar vérsela tampoco. Alfredo había ele-
vado un poco el tono de voz, el podenco se despertó y puso las orejas pitas, pero luego bos-
El tratamiento tiene que hacer su efecto, dije. En esos momentos lo más justo es no
tirar de repertorio, pero tampoco son momentos de justicias personales. Pues a ver si es
verdad, coño, dijo Alfredo, empujado por una diminuta ilusión que era el mínimo grado del
instinto de supervivencia, la esperanza del desahuciado. Alfredo sacó la mano para subirse
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un poco la sábana, le vi los dedos, los perfiles de las falanges sobre la sábana muy blanca
en la ya casi absoluta oscuridad. Dame la pastilla, dijo. Pero ahora no te duele, dije yo. Da
igual que no me duela, dijo él. Me dolerá, me dolerá dentro de un rato, me dolerá esta no-
che, me dolerá mañana, me dolerá todos los días, me dolerá cada vez más todos los días y
todas las noches, me dolerá mientras esté metido en este cuerpo, dijo, y volvió a quedarse
callado.
no le duele, dijo Rosa, por lo menos hasta dentro de media hora no le dolerá. Lo que le pasa
es que quiere la pastilla, a toda costa quiere la pastilla, dijo Rosa, pero si piensa en vivir, si
piensa en seguir viviendo, me parece que lo primero que tiene que hacer es estar vivo, no
con esos colocones que agarra y sin probar bocado. Déjalo que se despeje porque tiene que
entrarle hambre, Güino, que se nos va a morir de inanición antes que de los huesos. Hazme
caso. Vente aquí hasta que se haga la hora y luego vuelves. No te preocupes, en cuanto se la
taba un poco nerviosa. ¿Quieres que te ayude a pelar las zanahorias?, le dije. Estoy dándole
vueltas a lo de quedarme aquí, Güino. El médico ha bajado a Alfredo las dosis de morfina,
los dolores ya no son tan intensos y Alfredo podría llevar ya toda esta semana cada día más
Yo no puedo tomar una decisión así. No puedo, Güino, no puedo. Ahora ya no hace falta ni
que lo velemos ni que estemos a todas horas pendientes de él. Ahora con que esté el perro
pero Alfredo dice que esos perros son así. Poco a poco se le va pasando el miedo al anima-
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lico. Todavía agacha las orejas y se asusta cuando te acercas a él, aunque le vayas a dar de
¿Tú piensas, Güino, que los dejo tirados? ¿Tú piensas que actúo por egoísmo? A mí
me cuesta arrancar lo mismo que a ti, sé que hasta que llegue el invierno voy a tener las
cervicales hechas polvo, y este invierno, si dios no lo remedia, tendré que operarme de las
varices. No creo que para mis rodillas sea un buen ejercicio subir y bajar escaleras en este
puto pueblo. Porque yo malo no he hecho nada, Güino, y eso lo sabes tú. Yo bastante que
les he ayudado, y tú también, las cosas como son, pero me piden demasiado, fue demasiado
lo que me propuso Barrachina. Toda la vida llevándonos a matar, insultándonos con todas
las letras del abecedario, y al final tengo que ser criada de los dos para darles la mejor
muerte posible. También te lo podía haber propuesto a ti, Güino, también te podía haber
dicho: déjalo todo, Güino, deja de posar y deja de que te duelan las articulaciones, y vienes
hecho? Desde luego que tú Güino no te vas a tomar por culo a vivir por hacerle un favor a
nadie, tú menos que yo todavía, así que no sé ni por qué me siento mal. Es que ni siquiera
Ahora las cosas han cambiado. Ahora estoy en una buena época y si estos contratan
a una monja del asilo o a una mulata del Caribe les va a hacer el mismo servicio que yo.
maron ayer y yo he llamado esta mañana a tu mujer para darle las gracias. Tu mujer se ha
portado muy bien conmigo, Güino. El trabajo que le ha buscado está bien. Es en la sección
de libros, y el barrio es bastante pijo. Por lo menos tiene que arreglarse y estar despierta
desde por la mañana. Por lo menos lleva una vida normal. Tu mujer es un encanto, Güino.
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No te enfades conmigo, no es que yo haya dudado nunca de ti ni del examen que le prepa-
raste a Lurdes. Le di el examen a tu mujer porque tú es que tardabas y tardabas y ahora ten-
go que consultar esto y ahora tengo que consultar lo otro y las vacaciones se nos echaban
encima y tú tenías que consultarlo todo y no estabas seguro de nada, Güino, no me digas
que no, que tú a veces parece que no tengas sangre en las venas, Güino, de verdad...
Se hicieron las diez y abrí el bote de las pastillas. Alfredo ya estaba despierto del to-
do. Pensé que ya te habías marchado, dijo Alfredo cuando yo encendí la luz y puse un vaso
de agua encima de la mesilla. Creo que Rosita tiene razón, Alfredo, dije. Si te encuentras ya
mejor de los dolores, deberías espaciar un poco las pastillas. Como abuses te vas a acos-
tumbrar. ¿Qué ha pasado con la estatua?, dijo, por fin, Alfredo, mientras giraba su cuerpo
sobre su costado izquierdo. Estaba tan delgado que las sábanas quedaron en la misma posi-
ción. Quedó boca arriba, a la luz amarilla del quinqué. Estaba muy consumido pero aún no
se le habían afilado los pómulos ni la nariz. La estatua la he traído, Alfredo, ya tienes otra
vez aquí la estatua. A buenas horas, dijo él. Todo este jaleo no me ha servido más que para
ponerme malo. La puta cárcel aquella de Astorga, me cago en Dios. No había pasado tanto
frío ni en la guerra, y eso que tuve que ir andando por la nieve, con cuatro añicos recién
cumplidos, tres días y tres noches tuvimos que andar por la nieve, nos perdimos por la nie-
ve, en plena guerra, unos niños, nadie nos encontraba. Dame la pastilla, anda.
Ahora, dije yo, dentro de un poco. Yo mismo te subo los trozos para que los veas.
Espérate un poco y te subiré la estatua, Alfredo. Por lo menos sabrás cuándo te empieza a
doler. Me duele siempre, joder. Pero ahora te encuentras bien, dije yo. No, Güino, me en-
cuentro mal, bastante mal. Pero me da lo mismo encontrarme bien que encontrarme mal.
recuperado la estatua?, le dije. No seas tonto, Güino, dijo Alfredo, lo único que gano es que
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va a sacar una copia nueva, idéntica, dije, con esa desinhibición a que invita el tono descar-
nado de Alfredo, sobre todo porque supuse que no lo sabía. Dame la pastilla, dijo Alfredo.
un yogur. No tengo hambre, dijo Alfredo. Te vas a morir de hambre, le dije. Me estoy sui-
cidando como los romanos, dijo él. No digas tonterías, Alfredo. Es que todo lo que como
enseguida lo vomito, dijo él, esto es una mierda, no tengo bien nada, no puedo comer ni
dejar de comer, no puedo andar ni no andar. Pero tienes gente que te cuida, dije. Sí, dijo
Alfredo, la bordiona esta, que seguro que viene a por las perras. Podríais ir teniendo criadas
hasta que cada una se fuese cansando de vosotros, dije yo. Esta se cansará también, no te
quepa la menor duda, dijo. Esta cuando vea que ni se muere ni cenamos coge el portante y
ahí os quedáis. Tampoco tiene ninguna obligación, dije. Ni tú tampoco, respondió, un poco
más despejado. Ya te puedes marchar también si quieres. Algo sacarás también tú de todo
esto. Todo el mundo saca algo menos yo. A mí nadie me ha hecho ningún favor. A mí to-
dos me han utilizado para conseguir lo que querían. El viejo quería una estatua, Palomares
quería publicidad, la Morena quiere dejar de trabajar. A mí nunca me ha echado una mano
nadie que no quisiera sacar algo mayor. Nadie. Ni tú tampoco, Güino, yo no sé qué cojones
sacarás tú porque nunca sé lo que estás pensando, pero seguro que sacas algo, tu nombre es
Vi por el otro lado de la cama asomarse la trufa sonrosada del podenco, sus orejas
pitas y sus ojos amarillos. Alfredo le puso la mano en la cabeza y el animalico la apoyó
sobre las sábanas hasta que Alfredo retiró la mano, y se volvió a enroscar. No veo qué haya
podido sacar yo de todo esto, Alfredo, le dije. ¡Y entonces por qué lo has hecho!, porque tú
a mí no me tienes más afecto que los demás, y los demás no me tienen ninguno. Habrá sido
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el corporativismo, que es como un instinto, dije yo. A mí no me vengas con hostias, dijo él,
y se volvió de nuevo hacia la ventana. Dile a esa que te diga donde están las mantas, que
tengo frío. No sé de qué voy a morirme antes, joder, si de hambre o de frío. Dame la pasti-
lla y déjate de chorradas. Lo mires por donde lo mires, todo es un desastre, todo ha sido un
fraude, todo el mundo me ha tomado el pelo. Casi prefiero que me duelan los huesos.
Cuando me dan esos picotazos horrorosos me desespero, pero por lo menos no pienso. Da-
Alfredo sacó una lengua gorda, anciana, sobre sus labios fláccidos, y con los dedos
con una pajita pero me dijo que no tenía sed. Apaga la luz, dijo. La noche estaba bastante
clara, la luna iluminaba lo suficiente para que se pudiera seguir distinguiendo el cielo de la
rría decirle nada. Rosa vino con la tortilla a la francesa y el yogur, al entrar encendió la luz
del techo. Se acaba de tomar la pastilla, dije. ¿Y no podías haber esperado un minuto más,
Güino, joder? Ya no sabía qué decirle, dije. Tú mismo, dijo ella, y se dirigió en tono claro y
alto a Alfredo. Alfredo, dijo, vas a cenarte esa tortilla a la francesa de una puta vez sí o no.
Apaga la luz cuando te vayas, dijo Alfredo. Rosa se dio la vuelta y se marchó. Yo me le-
vanté a apagar la luz y volví a insistirle. Aunque sólo sea el yogur, Alfredo, haz un pequeño
esfuerzo, hombre. Esto ya sólo depende de ti, dije. Con dos es mejor que con uno, claro,
dijo Alfredo. Con dos es lo mejor de todo, más que con tantas perras al mismo tiempo. Sal-
vo que vayas al jabalí, por supuesto, hay jabalís que con dos perros no tienen ni para empe-
zar, dijo.
Alfredo había vuelto a bajar el tono de voz hasta un susurro salmodiado, con la glo-
tis a medio abrir. A mí no me gusta mucho el jabalí, dijo, prefiero el conejo. El jabalí es
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muy peligroso. Yo he visto a un jabalí clavarles el colmillo a tres perras en el cuello y salir
luego escapado. Yo mismo estuve a punto una vez de que me arreara un buen mordisco.
Quita, quita. Si hay que ir, se va. Si hay que jugarse el tipo, se lo juega uno, pero yo prefie-
ro los conejos. Qué bien huelen las carrascas de aquellas lomas. Cuando se levanta un hilo
de aire me llega otra vez el olor de los tomillos, de las cagadas de conejo, de las huras don-
de se aagazapan. Me llega el olor de las cáscaras mordidas, el olor del mantillo mojado y de
los níscalos que ya han salido, y de las trufas. Una vez con Sota, que tenía muy mala leche,
fuimos a la hondonada que hay detrás de aquellos cortados. Ahora no se ve la piedra. Huelo
la piedra. Y fuimos allí y nada más trasponer un rodal de pinos que hay un poco más a po-
niente vimos salir de los bancales un conejo que nos vio y enseguida se volvió a meter entre
los rastrojos. La Sota fue a por él, enseguida lo sacó y el conejo echó a correr a los corta-
dos. Yo los fui siguiendo pero me abrí un poco porque vi que el conejo no podía subir por
la pared, pero tenía unos matojos en un cantil muy pequeño donde a la Sota le sería difícil
llegar. Como mucho podría asustarlo y echarlo de nuevo a correr hacia terreno abierto, así
que me esperé en la única salida que yo pensé que tendría el conejo. Y así fue. El conejo
subió por las regatas de las piedras y cuando vio que se resbalaba buscó refugio entre las
zarzas. La Sota se puso allí en dos saltos y medio, pero se resbaló un poco antes de alcanzar
la última regata y al caer desde una altura como cuatro veces ella se lastimó una pata. En-
tonces yo emprendí a correr por el lado donde no había pared, donde podía seguir el conejo,
y el conejo siguió con todas sus fuerzas pared arriba por las regatas y yo di un rodeo por
una trocha más empinada y más larga pero donde no había miedo de resbalarse, y llegamos
los dos a la vez al bancal que había arriba de las lomas, y vi el bosque de pinos y me dije:
antes de que llegues a la hura, cabrón, te habré cogido. El conejo vio que yo llegaba y em-
pezó a culear. Yo estaba muerto, pero lo vi culear y dije este no llega a la hura. Y no llegó.
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Sabía que si no lo cogía a la primera le daría tiempo llegar, así que di un salto y al torcerme
para taparle la salida ya lo tenía en la boca. Casi no podía respirar, pero seguí caminando de
vuelta porque sabía que no me daban fuerzas más que para sujetarlo entre los dientes. No
tenía resuello ni para partirle los huesos de la cabeza. Sólo podía sujetarlo. Y volví donde la
Sota, que había ya dejado de quejarse, y el amo le tenía la pata entre las manos. Me puse
con el conejo en la boca junto a sus piernas. Él lo cogió por las patas y cuando me entró la
primera bocanada de aire caí rendido. Me temblaba todo el cuerpo, casi no pude recuperar-
me de aquel esfuerzo.
Aquellos eran buenos tiempos. Otros perros de otras rehalas se pasaban el tiempo
atados, y un mes antes de sacarlos los espanaban. Tenían cara de locos. A nosotros el amo
siempre nos vino a ver, y nos sacaba por el campo sin tanganillo aun cuando los otros pe-
rros estuviesen atados. Pero el amo se puso malo. La Sota y yo supimos que el amo estaba
malo. La Sota estaba preñada. Huelo los conejos. Pronto el amo nos llamará con voces y
cuando empiece a verse el campo y haga mucho frío saldremos a cazar. Huelo la piedra,
oigo cómo cavan con las uñas en la hura. Ahora mismo en la noche cerrada los encontraría.