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MODELO SIN DOLOR

La biblioteca ocupa el semisótano de la escuela. El mejor sitio para el lector es

siempre el extremo izquierdo de los pupitres, encarado hacia la puerta principal. Sólo entra

luz por unas ventanas altas que comunican con el patio interior, porque la pared de la dere-

cha, la que da a la calle, está protegida del ruido por un muro de granito y forrada de vitri-

nas con volúmenes de arte. Todas las mesas tienen una minúscula bombilla que ilumina el

libro sobre un vade de cuero desgastado, inclinado y abatible, como en los pupitres del co-

legio, que tenían arriba un tintero. Pero durante la mañana se puede leer con un sol tibio de

segunda mano, húmedo de tapias, de rosales trepadores y arizónicas como cipreses, y del

riego hipnotizante de los aspersores. Tan sólo, de cuando en cuando, se ve pasar a Rosita,

que cuida el jardín.

Debajo de las ventanas y en las otras dos paredes, la del fondo, de unos diez metros, y

la transversal cerrada a la calle, de casi el doble, no hay más que libros. Sólo se salva, al

fondo a la derecha, la puerta que da acceso al despacho del director. En el techo hay pinta-
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do un mosaico romano con fondos de verde oscuro, que con el ocre frondoso del patio y la

madera vieja de las vitrinas dan al conjunto un aire septentrional, como si afuera estuviese

siempre a punto de llover.

La pared principal es la que tiene en el centro una gran puerta de doble hoja. A la de-

recha, haciendo esquina con los libros, está la mesa del bedel y el archivo con las fichas de

lectura. A la izquierda hay un par de sillones chéster de cuero marrón, y una mesita baja

con revistas. En uno de esos sillones solía sentarse Alfredo, vestido con un traje blanco de

verano y zapatos de rejilla, las piernas muy cruzadas. Alfredo leía el ABC iluminado por la

mejor luz de la mejor ventana. Tenía el pelo cárdeno repeinado, y su postura era la clásica

del lector de periódicos de un ateneo, el anciano que hace corro en su butaca, su cuerpo

arrugado, su postura de contorsionista viejo, de abuelo aplastado por el tiempo y por la den-

sidad intelectual del ABC.

En la mesa de la derecha, sentado en una silla con brazos, de madera batiente, estoy

yo, un hombre corpulento, como un lanzador de martillo, como un picador de toros, que

rellena fichas con sus manos delicadas. El flexo bajo ilumina mis manos y el joven de la

perilla silvestre que hay sentado en el fondo ve mi cuerpo con una sahariana de color vino y

el cráneo perfecto, rasurado, brillar en el rincón oscuro.

Ese chico tan delgado lleva viniendo a la biblioteca toda esta semana. Es Jan, un

amigo de mi hija que ha decidido ser artista, y antes incluso de que empiecen las clases ya

pasa las mañanas estudiando a los pintores primitivos. Salvo el martes pasado, que también

había un anciano leyendo a Blasco Ibáñez, si no fuese por este chico no habría nada que

atender. De hecho es su presencia la que me hace persistir en la postura del bedel de biblio-

teca, aunque las fichas de lectura ni las mire y en su lugar me dedique a olfatear en los ar-

chivos. El nuevo director ha venido con esas ideas absurdas de quienes se consideran a sí
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mismos muy emprendedores. Quiere renovarlo todo, empezarlo todo, a las personas nos

trata como moldes vacíos que hay que rellenar con sus inconsistentes escayolas organizati-

vas. Ahora viene con que hay que reorganizar el fichero de la biblioteca, hacer un duplica-

do y anotar por la parte de atrás un extracto de la solapa y un sistema de catalogación que

incluye las medidas de los volúmenes, tampoco dijo para qué.

Ese chico amigo de mi hija me obliga a permanecer en un estado de concentración

proporcional a la imagen que él tiene de mí. Ayer se acercó a pedirme un libro sobre

Brueghel y cruzó conmigo unas palabras. Me preguntó si me gustaba Brueghel. En princi-

pio es como si vas a la biblioteca municipal y le preguntas al conserje si le gusta Theodor

Adorno, pero en el fondo me halaga. Sí, claro, ya lo creo, le dije, Brueghel me gusta mu-

cho. El muchacho me miró con sus ojos de hambre, firmó la hoja de préstamo, cogió el

libro, me dio las gracias, se dio la vuelta y se marchó a su sitio. Desde entonces no dejó de

mirarme.

Yo tengo cierta experiencia en sentirme mirado, pero me incomoda cuando no es

parte del trabajo, porque la mirada de cualquiera tiende a inmovilizarnos, a disponernos en

alguna postura profesional. Yo ahora mismo he adoptado una clásica postura de escritor. Él

está con El Bosco, me mira de vez en cuando, pero hoy es más como para pensar en lo que

ha visto, depositar en mí la mirada mientras devora nuevas combinaciones de color. Yo lo

miro a veces de reojo porque me gusta el espectáculo del entusiasmo. Y me quedo con

ganas de decirle lo que pienso sobre Brueghel. Le he dicho que me gustaba mucho con el

aire amable de quien se siente seguro al afirmar algo en lo que sin duda es experto, pero la

verdad es que no he añadido nada. Quizá debiera haberle soltado alguna frase, alguna bro-

ma, una pincelada erudita y casual. Quizá debiera haber dicho: Oh, sí, ya lo creo, Brueghel

el Viejo es uno de mis artistas favoritos, yo diría que es el gran pionero de los dibujos ani-
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mados. Le habría dicho eso y no le habría mentido. Sin embargo, aparte de que le habría

dicho algo demasiado personal, él lo habría entendido como una pedantería. Y no es así.

Uno no sabe nunca cómo comportarse con alguien tan joven que podría ser tu yerno.

Una de las ocupaciones que más tiempo me consumió el curso pasado fue buscar un

libro para ilustrarlo y buscar un modelo para el tipo de ilustración que quería ensayar. Al

principio era sólo una bonita idea. Mi hija Violeta cumplió dieciocho años en agosto, el día

22, no ha pasado un mes aún, y desde hace un año por lo menos he venido pensando en el

libro y en los dibujos. La idea era regalarle uno que significase mucho para mí e ilustrarlo

con mis propios dibujos. Me parecía un regalo muy emotivo. Pero mi forma de dibujar tie-

ne más bien que ver con el monigote siniestro, me salen siempre monstruos alicaídos,

miembros que se derriten, todo muy barroco porque cuantas más líneas empleas más disi-

mulas los fallos. Y yo quería que fuese algo más limpio, más ameno y optimista, un perfec-

to regalo de buena voluntad ante cuyo encanto sincero el sentimentalismo de Violeta se me

rendiría, más incluso que con el regalo de postín que le pensaba hacer su madre. Quería

darle una imagen afable, de buena persona pero sin llegar al victimismo, de no vivir em-

ponzoñado ni demostrar ninguna forma de tormento interior. Quería regalarle uno de esos

objetos que se recuerdan toda la vida y cuyo recuerdo nos obliga por instinto a sobrevalorar

a quien nos lo hizo.

De modo que empecé la búsqueda por Brueghel el Viejo. Este muchacho se llama

Jan, Jan Waclabek, y tiene la misma edad que Violeta. Es natural de Pszczonów, en Woje-

wództwo Skierniewickie, Polonia, según dice su carné de lector, y nació hace diecinueve

años. Cada media hora viene a pedirme un libro, se lo lleva al último pupitre y allí se que-

ma las pestañas con la bombilla, pasa las páginas deslumbrado, con los ojos muy azules y

ojeras de genio precoz, la boca abierta, babeante de lujuria por aprender, húmeda de fiebre.
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Cuando vine a abrir la biblioteca ya estaba en la puerta. Eso fue a las ocho y media. Ahora

son las diez y veinticinco y ya me lleva pedidos, aparte del libro de Brueghel y el del Bos-

co, otros dos libros, los dos sobre pintura primitiva.

Lo demás es el silencio interrumpido por el agua y las pisadas de Rosita, la mujer

que cuida el jardín. Estos son los mejores momentos del año. En estas horas muertas, con

esta luz enmohecida y las últimas lluvias del verano, aunque sean lluvias falsas, automáti-

cas, encuentro el final y el principio de lo que quiero hacer en el mundo, rellenar fichas con

nombres, lugares y fechas de nacimiento, mirar a los que leen, su elocuencia de seres que se

bastan solos, el tráfico paulatino que me permita detener el movimiento en cada una de sus

posturas. Me siento protegido por el aroma de los libros, soy el guarda de una ermita que

hay en el fondo del valle. El trabajo duro aguarda con una inminencia todavía relativa, fal-

tan tres semanas para el impacto de la muchedumbre y los horarios rigurosos, y sin embar-

go estos primeros días, aquí archivado, me convierten a la disciplina de la sanidad mental,

me preparan para la batalla en un minucioso equilibrio entre la confianza en mis fuerzas y

el temor a mis debilidades.

Leo la letra nerviosa de Jan, letra de anotar descubrimientos, deslumbramientos, que

deben apuntarse sin perder de vista el prodigio. Letra frágil, desnutrida de cultura, pero

férrea, práctica, constante. Lee un idioma recién aprendido. Hay muchos estudiantes así,

con esta letra, sobre todo los primeros años. No me gustan los que ingresan en la escuela

con uniforme de artistas, ni los que siempre van en grupo, sonriendo mucho y tratando de

ligar con las muchachas, sino los que vienen a pedir explicaciones, a aprender. Al contrario

de lo que ha mitificado la tradición, estos jóvenes suelen dejarse los codos en el estudio, y

si no encuentran nada nuevo se desesperan, pero no lo dan por perdido. No se plantean su

situación de artistas ni se intentan adaptar al sueño. Este muchacho sabe que debajo de las
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pinturas rupestres hay una enseñanza fundamental que él tiene la obligación de aprender, y

su disciplina es buscar, olfatear las formas, estudiarlas, digerirlas.

Me pregunto por qué Jan, tan tímido a pesar de que pudiera convertirse en mi hijo

político, se dirigió a mí por primera vez para preguntarme por Brueghel y no por otra clase

de pintor. Él no ha ingresado aún en la escuela pero no sabe quién soy yo, a pesar de todo.

Dentro de unos días, cuando empiecen las clases, se sentará en un pupitre del aula de dibujo

y un señor enormemente desnudo lo mirará con la mirada con que un bedel lo miró estos

días en la biblioteca, y quizá entonces descubra por qué pensó en Brueghel cuando se deci-

dió a decirme algo. Quizá se me vea en la cara, con guardapolvo gris y todo, un fondo re-

moto de mala uva y candidez, que es lo que yo he visto siempre en Brueghel. Me gustan los

virtuosos en desnudar defectos ajenos que son aún más virtuosos para darles una pátina de

humanidad amable. Entonces, además, Jan sabrá quién soy yo, porque Violeta le dijo que

soy un modelo, no que soy un bedel.

Yo estos días, no obstante, estoy mirando a Jan con mirada de modelo, lo cual no

debe de encajar mucho con el guardapolvo gris, y eso que es de un algodón muy fino que

no da nada de calor. El secreto de las miradas penetrantes es muy simple. Pero tiene conse-

cuencias graves. No se trata de fruncir el ceño, de mirar por encima de las cejas o de poner

ojos de loco. Esas son miradas de espanto, a lo sumo de atención. La mirada que atraviesa

no es esa pose ridícula de los actores de cine, ni tampoco el estrambótico mirar del asesino.

La mirada penetrante debe ser serena, y la perturbación que provoca no radica en que quien

mira haya perdido la compostura, sino en que quien es mirado se sienta desnudo.

Sé muy bien cómo es esa mirada. Todos los modelos profesionales deberíamos sa-

berlo, pero es algo que no se enseña, y si se enseña suele estar mal enseñado. He tenido,

sobre todo al principio de mi carrera, profesores que mientras describían a estudiantes de


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dibujo las minuciosidades de mi anatomía trataban de inculcarme una manera de mirar.

Pero a un modelo no puedes decirle que mire fijamente, o que mire con altivez, o con sere-

nidad, o con dolor, o con hastío. Un modelo es algo más que un actor. Los actores interpre-

tan. Los modelos desnudan, primero su propio cuerpo, y luego las telarañas que los estu-

diantes de dibujo y los artesanos de la escultura llevan en sus miradas. La mirada del mode-

lo no inspira sentimiento alguno, porque un sentimiento es un ropaje, una limitación, una

certeza vulgar. Eso es lo que quisieran todos, saber la verdad, conocer el secreto mínimo y

exacto de quien nos mira, conquistar su intimidad y sentir así tranquila su conciencia de

usurpador. El modelo sufre demasiado como para que mirarlo sea tan sencillo.

El procedimiento, ya digo, es muy simple, pero también muy doloroso al principio,

y a la larga dañino para la salud. Consiste tan sólo en dirigir la mirada a quien nos mira

pero enfocarla detrás de quien nos mira. Cualquiera puede hacerlo. Se trata de mirar a un

objeto que tenemos a una cierta distancia, y que quien haya enfrente de nosotros, quien se

siente mirado por nosotros, esté a medio camino entre nuestros ojos y el objeto al que diri-

gimos la mirada. Otra cosa es que uno aprenda a hacerlo siempre, con todo el mundo, sin

más esfuerzo ni entrenamiento que el que se necesita para separar a nuestro antojo los de-

dos de una mano. Quien consigue hacerlo descubre muy pronto los primeros resultados,

cómo la gente se inquieta, cómo se siente descubierta, cómo se sabe desnuda.

Así miro yo a Jan cada vez que cambio de postura y paso a la posición del escritor

en el momento de reflexionar sobre lo que lleva escrito, y él se queda detenido por lo raro

de la inmovilidad absoluta. Las personas pueden estar quietas pero no inmóviles, aunque

estén sentadas, pensando, mirándonos como si mirasen a lo lejos. Yo cuando me quedo

quieto me quedo inmóvil, y cuando me muevo lo hago con tal acompasamiento que a pesar

de estar moviéndome no desaparece la sensación de que sigo estando parado. Esto resulta
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desequilibrante para quien lo mira porque tiende a eliminar la sensación de tiempo, y así

lleva Jan un rato embobado, con El Bosco abierto encima de la mesa, mirándome y yo

viéndolo en los cambios de postura y haciendo un esfuerzo para enfocar lo que veo por el

rabillo.

Güino es un nombre de perro, pero quien me lo puso lo hizo con su mejor intención.

Fui víctima de una confusión de papeleos, un desacuerdo de principios entre mis padrinos y

una desavenencia secreta y precoz entre mis padres, que me acabaron poniendo un nombre

en el juzgado y otro en la partida bautismal. Para la patria soy una cosa y para la iglesia

otra, muy feas las dos, de modo que siempre me ha parecido muy bien haberme quedado

con el mote. En mi trabajo, por lo demás, todos tenemos mote, algunos incluso varios, pero

el mío, los míos, son motes de un mote. Nadie sabe de verdad como me llamo. Y aquí tam-

poco lo voy a decir.

Güino es la expresión que mi madre empleaba para nombrar a un individuo listo y

callado, capaz de sacar provecho sin hacer ruido, de salirse por un lado cuando vienen mal

dadas. Yo de niño no daba nada de guerra y lo miraba todo con ojos de susto. Después he

sabido que en la tierra de mis antepasados una güina es una comadreja, y un güino alguien

que huronea por la vida. De todos modos, cuando mi madre comenzó a llamarme Güino no

se fijó tanto en mi comportamiento como en mi cara. Tienes cara de güino, hijo mío, me

dijo un día, y al resto de la familia la idea le pareció muy bien.

En cierto sentido güino es lo contrario de noble. En la tierra de mis antepasados se

valora mucho la nobleza, el cuerpo limpio, la verdad por delante y las bofetadas por no qui-
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tarse a tiempo. Para ser noble hay que ser sincero, y también un poco ingenuo, expuesto

siempre a que los demás no sean igual de nobles ni de sinceros ni de ingenuos y se aprove-

chen de uno. Allí la nobleza no es tanto sanidad de sentimientos como perpetua desnudez.

Me pregunto qué habría dicho mi madre si hubiese visto cuál es mi trabajo. Tampoco mis

compañeros saben lo que mi nombre significa.

Trabajo en esta escuela de ocho a tres, poso un máximo de cinco sesiones de cua-

renta y cinco minutos cada una, con un breve descanso cada cuarto de hora. Mi categoría

laboral es de funcionario subalterno del ministerio de educación y cultura, grupo E, siete

trienios cumplidos. Eso significa que mi verdadera profesión no es la de modelo sino la de

bedel, de manera que cuando terminan las clases o vienen las vacaciones de los profesores

yo regreso a mi guardapolvo gris y asumo las tareas del conserje. Mi sueldo también es

bastante canino, pero siempre llego a fin de mes, no debo dinero a nadie y mis vicios son

austeros, y cuando quiero irme de viaje no tengo más que hacer alguna chapa, posar para un

pintor, para un fotógrafo, dejar que un escultor me haga un vaciado, actuar de figurante en

un spot, hacer de florero en algún evento social. En tiempos hice bastante dinero con las

chapas. Antes de que mi cuerpo adquiriese su aspecto definitivo, que no tiene nada que ver

con eso que se llama un cuerpo escultural, hice incluso alguna película porno. Pero siem-

pre me he pulido todo el dinero que ganaba, así que terminé por pulirme sólo lo que ganaba

en la escuela y conseguí que mis vicios fuesen llevaderos. Quizá desperdicié la posibilidad

de ser un gran actor, pero casi estoy seguro de que si hubiese sido rico ya me habría muerto.

En el fondo me tranquiliza que el estado no me considere un artista sino un funcio-

nario del cuerpo. Entre nosotros abundan los artistas fracasados, una escuela de arte es un

gran monumento al fracaso: profesores que no llegaron, estudiantes que no llegarán, aparte

del personal administrativo, los conserjes genuinos y nosotros. Entre los modelos resulta de
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un romanticismo tópico lanzarse a la vida del artista y ganar unas perras desnudo. Es el

caso de Javier Bidón, que llegó hace diez años, y le habló a todo el mundo de su obra, y nos

llevó a su casa para que la viésemos, y dijo muchas veces, cuando empezaron los primeros

dolores de espalda, que aquello de posar sería un trabajillo temporal, sólo hasta que vendie-

se algunos cuadros y se pudiera marchar. Javier es más joven que yo, cuando lo conocí ya

sabía que entre los modelos está prohibido hablar de aficiones secretas. Yo, por ejemplo,

jamás he dicho a nadie que los domingos por la mañana me salgo a la terraza y me pongo a

pintar. Javier, ahora, hasta hace poco, porque ahora ya no está, tampoco hablaba de ello,

pero siempre quedaba un compañero que se lo recordase.

Supe que Güino es un nombre de perro el día que ingresé en la escuela, quiero decir

el día que empecé a estar fijo en la escuela. Alfredo, el modelo más antiguo, que tampoco

está ya, que hasta entonces me había tratado como se trata a un modelo interino, sin diri-

girme la palabra, coincidió conmigo en la biblioteca las primeras Navidades que tuvimos

que hacer de bedeles. Todos lo conocíamos de sobra, su amistad con el viejo Barrachina, el

antiguo director de la escuela, su sometimiento perruno a las barbaridades que se le ocurrí-

an al jefe, desde posar seis horas seguidas sin descanso hasta negarle la paga cuando Alfre-

do se ponía malo. Alfredo se protegía creyéndose un portento de modelo, no hablándose

con nadie y despreciando a los que entraban nuevos. Pero llegó el día en que supe que si

teníamos que compartir destino más nos valía no llevarnos demasiado mal. Me llamo Güi-

no, le dije, y le tendí la mano. ¡Ja!, dijo él, su mandíbula borbona, su diente de plata, una

tos más que una risa, y como todo saludo añadió: tengo un perro que se llama Güino. Luego

se sentó en una butaca junto a la ventana y se puso a leer el ABC.

Esas salidas eran frecuentes en Alfredo, pero es difícil llegar a la conclusión de que

tan sólo quería protegerse de los demás, probar a ver quién era capaz de soportarlo, quién
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era fiel por encima de sus malos modos. Yo en el fondo casi prefería que no me hablase, así

que no le contesté ni le di mayor importancia, ni tampoco me quejé de que no hiciese nada

cada vez que le tocaba trabajar en la biblioteca, ni siquiera de los densos gargajos que de

cuando en cuando tiraba por la ventana del patio interior, donde Rosita, otra compañera, se

dedicaba a cuidar el jardín. Ella sí que entraba al trapo con frecuencia, y sus insultos llega-

ban a formar una música estridente de la que abstraerme tampoco me costaba demasiado

esfuerzo. Rosita, en momentos de acaloro, lo ha llegado a llamar facha y mala persona, que

tratándose de Rosa no es insulto pequeño. Lo de facha se lo llamaba todo el mundo pero

sólo Rosa se lo dijo siempre a la cara.

La verdad es que todos nos insultábamos con ganas, unos por delante y otros por de-

trás. El que mejor insultaba era Alfredo. Siempre utilizaba insultos que comienzan por la

letra b. A Rosita la llamaba buharra y bordiona. A Javier, bardaje, beocio y boquerón. A mí

una vez me llamó baldragas, pero en general también Alfredo me llamaba siempre por mi

nombre de guerra. La gente llegó a pensar que Alfredo era un pedante insoportable cuando

los insultaba con su erudición de letra b, pero la gente es demasiado vaga para ir a un dic-

cionario y consultar el significado de lo que le acaban de llamar. Rosita se pensó, la primera

vez que la llamó buharra, que la había llamado guarra, aunque también pensó que quizá no

se decía guarro sino buarro, igual que algunos dicen buevo porque les parece que güevo

está mal dicho, y en cualquier caso lo dejó estar.

Por unas cosas o por otras, por insultos consolidados o por confusiones de lexicolo-

gía, Javier se ha quedado con Bidón, que fue lo que le llamó Alfredo una vez que Javier nos

vino a pedir opinión para un seudónimo. A Javier no le gustó la propuesta pero al resto de

modelos sí, aunque ninguno se hizo responsable de que le gustase. En menos de tres meses

había cambiado de nombre. Rosa será siempre la Morena, y eso viene de antes de que yo la
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conociese, de nada más llegar ella a la escuela. El apodo se lo puso el viejo Barrachina,

pero esto lo he sabido después. Alfredo la llama Morena con el acento facha de quien llama

a una criada o a una puta. Alfredo es Martínez, de Martínez el Facha, el cómic de Romeu,

ése se lo sacó Bidón cuando supo que todo el mundo lo llamaba ya Bidón.

Y yo soy Güino. Mi aparatosa presencia, mis ojos grandes y azules y mi cabeza pe-

lada al cero hacen que la gente pronuncie mi nombre como pronunciaría el de Güido o el de

Duino. Otros, otras, porque casi siempre son ellas, y sobre todo Rosa, lo pronuncian con el

acento exacto con que yo lo escuché por primera vez. Alfredo hace de todo una sola sílaba,

cuando me llama para algo casi le veo la intención de chascar los dedos o acompañarse con

un silbido.

Alfredo solía sentir estos días como la peor de las humillaciones, gastaba muy mal

humor y se lo tomaba todo a la tremenda. Hace cinco años que los modelos disfrutamos

cierta consideración laboral, algo que jamás habíamos tenido. Ahora, a cambio de guardar

las bibliotecas cuando no posamos, tenemos vacaciones pagadas y seguro médico y pensio-

nes de jubilación. Somos funcionarios del cuerpo. Tenemos la plaza fija, nadie nos la puede

quitar, por lo menos hasta que cumplidos los sesenta y cinco abandonemos la posición.

Fue una gran conquista laboral, sobre todo para quienes éramos entonces jóvenes.

La gente como Alfredo, que lleva toda la vida ganándose el pan a cambio de ofrecer siem-

pre la mejor figura posible, sintió que todos sus sacrificios no habían servido para nada, que

cualquiera que aprobase aquella oposición absurda podría abandonarse al tejido adiposo.
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Ser modelo ya no se consideraba un talento especial sino algo que puede hacer cualquiera

que se sepa estar quieto.

Pero yo sé lo que pasó Alfredo para ser el decano de los modelos. Sé los meses que

tuvo que trabajar de albañil porque la artrosis no le dejaba posar sin unos dolores espanto-

sos, sé las veces que hizo chapas de acompañante, de mono de feria, de soldado fascista. Sé

lo que Alfredo ha tragado, y por eso comprendía sus humos, aunque a veces me sacase de

quicio su absoluta pasividad cuando no se trataba sólo de posar. Él estaba en la biblioteca

porque es el sitio donde mejor se está, ni siquiera monopolizaba ninguno de los chollos que

los modelos con más años en el cuerpo disfrutamos, como el cuidado del jardín o estar aquí

tranquilo con las fichas de lectura. Alfredo no movía un dedo, no rellenaba una ficha ni

plantaba un geranio, ni mucho menos los otros trabajos forzados que les obligan a hacer a

los modelos jóvenes. Eso hubiese sido para Alfredo peor que la rendición. Ya capituló bas-

tante el día en que le obligaron a firmar una nómina por primera vez en su vida.

Ahora sin él la biblioteca está vacía. Se ha jubilado pero es como si se hubiese

muerto. Él aceptó en los últimos años pasarse las mañanas junto a la ventana pero nunca

dejó de escocerle la manera como se estaba terminando su carrera. Al final le dio un rama-

lazo adolescente, algo muy propio de la edad, y quiso reivindicarse como modelo, pero

también le salió mal. En los últimos tiempos hablábamos de vez en cuando.

Hasta el año pasado por estas fechas Alfredo ya casi se había resignado a las como-

didades funcionariales. Por supuesto que jamás llegó a ponerse el guardapolvo ni a mover

un dedo. Eso era causa de muchas tensiones con los compañeros. En esta escuela hay sólo

cuatro puestos de bedel, pero los cuatro necesitan dedicación: la entrada, el jardín, la biblio-

teca y el museo. Los cuatro más viejos, Rosita, Bidón, Alfredo y yo elegíamos quedarnos

en la escuela, y los otros tres más jóvenes pero igual de fijos que nosotros tenían que mar-
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charse fuera, al museo de pintura del siglo XIX, al museo Sorolla, al museo de Arte Con-

temporáneo, o a una garita del Ministerio de Educación, o quedarse siempre y cuando

hubiese que hacer reformas, transportar caballetes o pintar las paredes de las aulas. Pero,

como Alfredo no hacía nada y no podíamos ser cinco para cuatro puestos, Rosita tenía que

atender el jardín y también la portería, y Bidón salía de nuestro pequeño museo (que está en

el ático, en el antiguo estudio de Barrachina, con unas luminarias enormes y un calor espan-

toso) y relevaba a Rosita un rato. Otras veces me acercaba yo, sobre todo cuando la hija de

Rosita le traía a la nieta y las dos se salían a regar el jardín.

El trabajo era tan escaso que ninguno de los cuatro hacíamos nada, pero todos me-

nos Alfredo estábamos en nuestro puesto. Y eso era un abuso. Rosita y Bidón le retiraron el

saludo, y me recriminaban que yo hablase con él aunque fuera de vez en cuando. Un día,

esto sucedió en julio del año pasado, noté que Alfredo cruzaba demasiadas veces las pier-

nas. No se entretuvo en hacer el jeroglífico del ABC, lo cerró como mínimo una hora antes

de lo previsto, lo hizo un tubo y empezó a golpear el sillón del chéster. Recuerdo que había

un par de lectores que se sobresaltaron, porque Alfredo no abandonó su sillón ni yo mi silla

ni puso el tono de hablar en la biblioteca los bedeles, que es como susurrar a gritos, y con

voz tonante me dijo: Mañana ya puedes ponerte guapo Güino porque van a venir unos pe-

riodistas a hacerme unas fotos. Y a ver si vas a presentarte con ese mandil, que pareces un

dependiente. Luego se calló y yo me temí lo peor, así que fui a sentarme al otro chéster para

que me contase. Resulta que quería denunciar al gran pintor Julio Palomares, entonces no

me dijo por qué.

Yo me temí que fuese otro episodio bochornoso como cuando un modelo de la Fa-

cultad de Bellas Artes denunció en un periódico al pintor Antonio López por haberle hecho

un vaciado. Aquello era una tontería y traté de hacérselo ver. En aquella ocasión la prensa,
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más que provocar, picó, y la foto de un modelo trajeado salió en los diarios amarillos, en las

secciones de curiosidades, y Antonio López no quiso hablar mucho del asunto, se limitó a

preguntarse quién habría engañado a ese pobre hombre.

Aquello se comentó en su día. Alfredo era tan consciente como yo de qué pasó y en

qué lugar había quedado el modelo. Intenté hacerle ver que se estaba exponiendo a lo mis-

mo. Ya entonces él defendió a su colega. Se conocían desde jóvenes, en algunos momentos

incluso habían competido por ciertos trabajos. Alfredo decía que un vaciado atenta contra la

esencia del arte, y sin embargo ahora se quejaba, supuse yo, de que él se había dejado hacer

uno. Yo dije entonces que si aquel modelo no creía en esos métodos, lo mejor que podía

haber hecho era no prestarse a ellos, pero nunca denunciarlos luego, entre otras cosas por-

que me parecía irrelevante.

Le recordé lo que habíamos hablado entonces. Pero esto no es lo mismo, dijo, yo no

voy a denunciar que me haya hecho un vaciado sino que me lo haya robado, en la comisaría

ya lo he denunciado. Entonces no dijo más, ni yo tampoco le pregunté. Tú sabrás lo que

haces, pensé yo entre mí, pero dime si de veras estás dispuesto porque entonces yo no ven-

go a trabajar. Tú si quieres haces la risa, pero a mí no me comprometas.

Y, en efecto, al día siguiente, por si las moscas, yo me quedé en la cama. Rosita sí

que lo vio todo, al día siguiente estaba hecha una fiera. Alfredo leía su ABC con una media

sonrisa ufana y cuando abría la boca para mojarse un dedo con el que pasar las páginas me

provocaba. ¡Qué pasa, cobarde!, ¿ya estás mejor de las caguetas?, decía. Yo pasé de pre-

guntarle nada ni de responder a sus provocaciones. Cuando subía el tono de voz yo me

marchaba con Rosita. En una de esas salidas ella me contó lo que había pasado. Lo sabía,

dijo, yo es que lo sabía. Yo decía quién habrá engañado a este pobre gilipollas. A ti no te lo
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contaría, no. Pues tenías que haber venido ayer. ¿A que no sabes quién está detrás de todo

esto?

Había sido cosa de Barrachina. Un fotógrafo le había hecho fotos a Alfredo en el

museo del ático, pero quien contestaba las preguntas era el viejo. Hacía siete años que no

entraba en la escuela de la que fue director durante más de treinta. Rosita intentó poner una

antena para ver de qué follón concreto se trataba, pero hasta que no salió la información en

el periódico, un par de semanas después, ninguno nos enteramos. En efecto, la denuncia no

había sido por un vaciado sino un robo, pero tanto en el robo como en la denuncia y en el

reportaje Alfredo no era más que un objeto al servicio de Barrachina, lo que siempre ha

sido, sentenció Rosita, como si lo sintiese por él.

Entonces lamenté haberme quedado en casa. Me habría gustado ver al viejo, que

debe de andar ya cerca de los noventa. Según Rosita estaba como siempre, más viejo pero

como siempre. ¿A ti te dijo algo?, le pregunté a Rosita. Sí, que no molestase, me dijo ella.

El artista Julio Palomares, que esos momentos presentaba una colección de pinturas

y esculturas en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, recibió un buen día, entre

todo el aluvión de críticas entusiasmadas, una notificación del juez. Un modelo de la Escue-

la de Artes y Oficios de San Isidro, Alfredo Bayo, había elevado una denuncia ante el juz-

gado número 13 de Madrid en la que acusaba de robo a Palomares. Por favor, no caigan tan

bajo, dijo el pintor cuando los periodistas le preguntaron por el presunto robo. Es otra vez la

vieja historia de siempre. Algunos modelos piensan que su imagen es suya, incluso se atre-

ven a dictar los métodos a los artistas.

Pero el asunto no estaba tan claro, al menos para el modelo. Según Alfredo, un

hombre a punto de jubilarse que camina con evidentes dificultades debido a una pertinaz

artrosis, el único vaciado que se había hecho con su cuerpo lo hizo hace treinta y cinco años
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un profesor de la escuela, Vicente Barrachina. Lo hizo, dijo entonces Alfredo, porque yo

enfermé, estuve muy grave, y él quiso seguir con sus clases de anatomía artística, pero

cuando pude volver a mi puesto ese vaciado se guardó, y ni yo ni quien lo hizo hemos dado

nunca ninguna autorización para que nadie lo usase. Ese vaciado se guardó, primero, en el

desván de la escuela, y la llave siempre la tenía Barrachina, y luego, cuando se jubiló Ba-

rrachina, en su casa, de modo que de algún sitio lo han tenido que robar.

Julio Palomares se desesperaba en el periódico por lo que le parecía una tontería

que no tiene nada que ver con el arte. Todo según él vino de lejos, de viejas rencillas entre

el antiguo director de la escuela y él. Yo asistí a las clases de Barrachina hace treinta y tan-

tos años, decía Palomares en unas declaraciones, y por supuesto copié el cuerpo de ese mo-

delo y el célebre vaciado. No tiene ningún sentido que Barrachina piense que era de su ex-

clusiva propiedad. Los estudiantes nos lo pasábamos y se hicieron varias copias. Si ahora él

no tiene la suya, será porque la ha perdido. Yo me llevé una entonces, de recuerdo. Durante

años la he tenido de adorno. Si algo se hizo mal entonces, después de tantos años imagino

que habrá ya prescrito, decía, con cansancio mal disimulado, el famoso escultor de Xátiva.

De momento, la juez Elisa Falces tenía sobre su mesa una denuncia por robo que,

como decía el articulista, no se sabe si fue cometido hace unos meses o hace treinta años, y

tampoco se sabe si se trató de un robo. Palomares iba más allá: todo este asunto es cosa de

Barrachina, declaró. A sus años todavía sufre manía persecutoria. Está muy mal decir estas

cosas de una persona tan mayor, dijo Palomares, pero todos los que allí hemos estudiado

sabemos cuáles eran sus métodos, lo a gusto que se encontraba protegido por las autorida-

des de la época, y el odio que siempre ha tenido a cualquier forma de arte que no fuera la

que él enseñaba, que por cierto ya entonces estaba pasadísima de moda. Nosotros, conti-

nuaba Palomares, podíamos dibujar a ese modelo como podíamos dibujar un vaciado suyo
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en escayola o incluso la figura que imitaba. En realidad lo usábamos a él por no usar un

vaciado de esa escultura o cualquier otra que Barrachina obligaba a imitar a ese modelo, y

esas escultura se venden hasta en las tiendas de souvenirs. El problema, concluía Paloma-

res, más bien era ése, que nunca lo hacía posar en una postura natural.

La estatua de la discordia formaba parte de una instalación de Palomares que se titu-

laba Adolescencia. En ella podía verse una enorme alacena de madera en cuyas estanterías

estaban expuestos fragmentos en escayola del cuerpo de Alfredo. A lo mejor, dijo Paloma-

res, lo que le molesta a ese modelo es que lo haya despedazado, pero en mi obra no hay una

gota de sangre. Es más, me parece que en esa obra he conseguido los momentos más tiernos

de toda la exposición. Palomares se mostraba muy molesto porque la conversación no gira-

ra en torno al resto de su obra y zanjaba con desdén. Algunos harían cualquier cosa por salir

en el periódico, dijo.

Y este no fue el único recorte. Días después, un columnista de El País y otro de El

Mundo se volvían a referir al asunto. Lo que este hombre no comprende, dice uno, en refe-

rencia a Palomares, es que por su cuenta decidió despedazar el cuerpo joven de un hombre

que todavía no ha muerto, y ordenó los trozos a capricho en las baldas de un armario cerra-

do. Yo me hago cargo del sufrimiento del modelo, la confusión que debe llevar encima. El

otro hablaba del ángel despedazado, la piedra clamante, y lanzaba un alegato a favor de las

vanguardias. El franquismo, decía, está en el desván y a veces salen sus escayolas, tiznadas

de polvo y olvido, a susurrarnos sus quejas de fantasma. Pero los fantasmas siempre hablan

de otro paraíso perdido, el tiempo aquel en el que Juan de Ávalos nos llenó de momias las

provincias.

Las sobras de la noticia sirvieron después para un reportaje dominical sobre el arte

de ser modelo en el que sólo salían aficionados. Aparte de eso, el eco se diluyó en la nada y
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Julio Palomares siguió recibiendo premios. Alfredo encajó muy mal ese silencio. Una vez,

pocos días después de aquello, Alfredo y yo estuvimos hablando de toros. El domingo ante-

rior se había lidiado en Las Ventas una corrida de Monteviejo, antiguo hierro de Barcial,

los hermosos patas blancas, berrendos, alunaraos, botineros, calceteros, bragaos, meanos y

con el rabo de colores, y más peligrosos que la madre que los parió. Yo estaba leyendo la

crónica de Joaquín Vidal y me llamó la atención la ficha de la corrida, los colores y el com-

portamiento de los toros, de juego desigual: bronco, dificultoso, encastado, poderoso, ma-

nejable y pregonao, aunque yo lo único que vi fue media docena de fieras del averno que

me hicieron temblar de miedo desde la andanada, y me dio por pensar si a las personas no

se nos podría calzar un juego de denominaciones parecido. Yo para mí casi que lo tenía

claro: soy un manso descastado, marcho a tablas y rehuyo la pelea, salgo abanto, tengo tar-

da la embestida, pero, como todos los mansos, si me tocan los costados me defiendo, cala-

mocheo, tiro gañafones, y mi trapío aparatoso causa miedo a quien me quiere torear. Eso al

menos es lo que me gustaría que los otros pensasen de mí. Cuando tenía ya pensado todo el

relicario de adjetivos le hice la pregunta a mi compañero, que estaba embebido en el percal

del ABC, leyendo las esquelas de los aristócratas que tiene al lado cuando va a los toros.

Así que le dije oye, Alfredo, si tú fueses un toro, ¿qué toro serías?, y él levantó la vista por

encima de las gafas, una de esas gafas de leer que venden en las farmacias, las piernas cru-

zadas, los pantalones de mil rayas, los zapatos de rejilla. ¿Yo?, dijo él, y plegó las páginas

del ABC y cambió las piernas de postura. Alfredo tenía muy buena presencia cuando estaba

sentado, cuando estaba torcido. Al levantarse tenía un semblante más dramático, pero tam-

bién hermoso, sobre todo si se estaba quieto. Lo malo es cuando andaba, porque tenía las

caderas y las articulaciones y la espalda hechas harina, lo veías andando por la calle y era la

imagen de un enfermo degenerativo. Si no hubiese sido tan orgulloso, muy pronto habría
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usado unas muletas para caminar. Yo soy un toro indultado, dijo entonces Alfredo, muy

solemne. Yo no soy manso, dijo, yo no soy como tú.

Jan es el único que rellena un poco este vacío de la biblioteca, porque Javier Bidón

tampoco está y con Rosita estos días estoy un poco distanciado. Ella riega los geranios pero

está jugueteando con su nieta y apenas entra para decirme nada, y cuando entra pregunta

una cuestión de intendencia y se va. ¿Has visto el mango de la paleta que dejé ayer encima

de esta mesa? No. ¿Sabes si ha dicho Pilar si se pasaría hoy por aquí? No. ¿Te importa estar

pendiente un momento de la puerta mientras voy a la farmacia que yo creo que esta niña

tiene fiebre? Sí, claro, ahora mismo...

Nos llevamos bien pero hay alguna ramita rota. Desde que hemos vuelto de las va-

caciones parece que ya no es lo mismo. Hasta que se incorpore el modelo nuevo, que tam-

bién es amigo de mi hija, Rosita vigila la puerta y el jardín y yo tengo la llave del museo

del ático. Tampoco se han incorporado aún los eventuales, los contratarán el mismo día que

empiecen las clases, les harán contrato de tres meses y cuando nos den las vacaciones de

Navidad los echarán a la calle. Eso Rosita lo lleva muy mal. La de veces que Alfredo y ella

discutieron por lo que Rosa llamaba volver a la época de las cavernas y Alfredo, en otro

sentido, también. Ahora Rosa lo que lleva mal es que la única plaza libre que queda, y por

la que tanto le costó luchar para que la sacasen a concurso público, no la haya conseguido

su hija Lurdes sino un amigo de mi hija. Pero el asunto es lo suficiente desagradable como

para que aplacemos Rosa y yo la hora de tratarlo. Mientras tanto, y hasta que lo hagamos,

ella está un poco tirante conmigo.


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Rosa es la mujer morena que va al frente de una manifestación de obreros con un

niño colgando de la teta. Desde que yo la recuerdo está metida en sindicatos, asociaciones,

colectivos y hermandades. Hasta que se jubiló Barrachina, no dejó un solo día de proclamar

que nuestra situación laboral era muy injusta y que había de acabar con la tiranía. Estoy

hablando de los primeros ochenta. Franco era ya una cosa con tapones de algodón en la

nariz y en el gobierno se estrenaban los socialistas. Javier Solana, luego secretario general

de la OTAN, era ministro de cultura. Los sindicatos habían vuelto a florecer en las empre-

sas y la regulación laboral era uno de los más urgentes objetivos. Yo ingresé en la escuela

en el año 83, pero no ingresé en el cuerpo por oposición hasta el año 92, y durante aquellos

nueve años Rosita se ocupó de mantener alerta nuestra conciencia de trabajadores.

Los modelos, como siempre, nos habíamos quedado dentro del desván cuando todos

lo abandonaron. A principios de los noventa todavía cobrábamos por horas y teníamos que

darnos de alta como autónomos si queríamos seguridad social, pero no podíamos porque

entonces no había para comer, ni mucho menos para alimentar a una familia. Coincidió sin

embargo con una época de muchas chapas. Artistas famosos, figuraciones de cine, congre-

sos en las islas Baleares, hasta el punto de que volvíamos a la escuela como si nos retiráse-

mos a nuestros cuarteles de invierno. Yo era joven y aquello no me parecía mal, pero Rosita

pensaba en el futuro. Era madre soltera de una hija que con los años sería otra madre solte-

ra, se desesperaba de pensar que el país entero había entrado en democracia menos ella, que

aún tenía que soportar las arbitrariedades de Barrachina. Lo cierto, no obstante, es que por

mal que se llevasen nunca la dejó de contratar.

Para Rosita, la época de las cavernas era seguir buscando cuerpos en la feria del

ganado, pagarles tarde, mal y nunca, obligarles a trabajar en posturas antinaturales, de un

clasicismo pálido, no considerarlos como un oficio, ni siquiera como un oficio en el que


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sólo interesan los aprendices. Hasta el año 92 no pudo reunir una mayoría suficiente de

modelos más o menos estables para ponerlos en huelga contra Barrachina, pero el caso es

que Barrachina ocupó su despacho hasta el día de la jubilación. También Franco se murió

en la cama.

Alfredo era el brazo derecho del viejo. Con la incorporación de profesores menos

carcas se consiguió que Barrachina por lo menos no pudiera tener siempre a todos a su dis-

posición. Era el caso de Pilar Guijarro, una mujer cuyos criterios estéticos varían según

evoluciona el cuerpo de Rosita. La explica en clase de dibujo al natural (una de las especia-

lidades de Barrachina, aparte de la anatomía artística), y su amor por las culturas indígenas

se ha ido incrementando conforme a Rosita le crecían las caderas y se le descolgaban los

pechos. Ahora Rosita posa casi siempre sentada en una silla, de frente, como una virgen

afrocubana.

Pero Barrachina seguía machacando a los modelos y a los estudiantes. No soportaba

que cualquiera de nosotros descuidase la forma física. A Rosita no dejó de solicitarla por-

que la pidiese Pilar Guijarro, que se ocupaba de los estudiantes que huían como fuese del

tirano, sino porque se quedó embarazada. Para Pilar, muy joven todavía, resultó una expe-

riencia inolvidable tener todos los días que explicar, por primera vez en su vida, un cuerpo

en embarazo creciente. Tampoco eran tiempos de baja por maternidad, por más que Rosita

se lamentase.

Alfredo se crió en otra escuela. Es el único modelo que conozco criado para ser mo-

delo. Casi no hace otra cosa desde que lo sacaron de la inclusa. No es el caso de Rosita ni el

de Javier Bidón ni el mío. Todos terminamos los estudios y nos agarramos a esto porque

nos parecía un trabajo fácil. Bidón acababa de pasarse cinco años al otro lado de la tarima,

copiando modelos. A Rosa se le murió el marido y en un sindicato conoció a un pintor,


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Vítor Irigorri, que la metió a trabajar aquí. Yo terminé mis estudios de latín y decidí que-

darme haciendo el trabajo con el que me había ido pagando la carrera. Todos éramos adve-

nedizos, y según Alfredo esa era la razón por la que queríamos vivir del cuento. Este traba-

jo era más duro de lo que nos creíamos, tenía que ser más duro de lo que nos creíamos,

porque un modelo no podía ser de ningún modo una persona normal. En el fondo somos

seres tan deformes como los deportistas de élite, solo que nuestro deporte consiste en el

cultivo de la perfección, en ser la idea de belleza física que trasciende las pasarelas y las

revistas guarras para ser la marca eterna de una época. Si la Venus de Milo se hace funcio-

naria, solía decir, volvemos a los michelines de Willendorf, a las diosas gordas de las cultu-

ras primitivas, que es en lo que se estaba convirtiendo Rosita.

En el año 93, jubilado por fin Barrachina, hubo unas oposiciones restringidas para

meternos en el cuerpo. Hicimos asambleas en esta biblioteca que Alfredo trataba de reven-

tar siempre que podía. ¡Sois unos inútiles!, ¡la que no sirva para esto que se vaya a fregar!,

¡para eso que contraten a los pobres de la calle!, decía en mitad de las asambleas, cuando

entraba para montar el pollo y volverse a marchar. Si Alfredo le caía bien a alguien, a partir

de entonces se nombró enemigo de todos. Tan sólo, de vez en cuando, siguió hablando

conmigo.

El convenio con la nueva dirección lo dictó Rosita casi entero. Pilar estuvo unos

meses de directora provisional, en tanto nombraban del ministerio uno nuevo, pero aprove-

chó para cambiar todo lo posible. Cuando llegase un director definitivo, la condición de los

modelos ya sería un hecho consumado, porque Pilar no quería seguir en ese cargo ni un

minuto más de lo imprescindible pero ante todo tenía que ayudar a su amiga. Entre las dos

muñeron un reglamento de régimen interno y las normas del concurso oposición. Era un

reglamento muy avanzado. El modelo podría posar con gafas. El modelo podría posar con
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un tampón, aunque tuviese un hilo colgando. El modelo podría exigir que un estudiante se

marchase cuando su actitud no fuese artística sino salaz. El modelo no debería posar más de

quince minutos seguidos, tendría derecho a descansos y a un número limitado de horas cada

día. En el apartado del régimen laboral, se primaba la maternidad.

Pero lo que más encendió al huérfano Alfredo, por primera vez sin su padre espiri-

tual, fueron las normas del concurso. Para empezar, la condición física del modelo sería

irrelevante. En ningún momento del examen el aspirante a modelo tendría que posar desnu-

do. El examen era teórico, sobre cuestiones prácticas que se resolvían en una especie de

test. La pregunta que más tenía que ver con el oficio era sobre qué debía hacer un modelo si

en mitad de una sesión se apagaba la estufa. Había tres posibles contestaciones: el modelo

abandona su posición y se acerca para encender de nuevo la estufa; el modelo hace una

señal al profesor y le dice que se ha apagado la estufa; el modelo se pone su batín y aban-

dona la clase hasta que alguien vuelva a encender la estufa. El resto de preguntas se referían

en su mayoría a las tareas propias del bedel. En realidad, lo único que nos inquietaba era

que algunas eran sobre artículos de la Constitución. Las otras estaban amañadas.

Digo que con Rosita ya no es lo mismo. Tengo la sensación de que todo me lo dice

con segundas, de que está seria para que yo la vea seria, para que le pregunte qué le pasa.

La conozco y sé que no provocará una conversación hasta que yo no la saque. Sé que tiene

ganas de hablar pero yo trato de escabullirme porque ni me interesa el asunto de por qué no

ha entrado su hija y sí un amigo de mi hija ni quiero que perturbe mi recién iniciada con-

centración de pretemporada. Pero si ella dice sin rodeos que quiere hablar, yo tengo que
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decir que no me había dado cuenta y escucharla con mucho apoyo y atención, porque ade-

más me sale más rentable. Con otros soy indiferente, pero ella me resulta familiar. Sus pe-

nas, de vez en cuando, me entretienen, y también es muy graciosa cuando habla. Pero ahora

no estoy para escucharla. Ella tiene genio gaseoso y ha empezado a respirar por la nariz

cuando viene a preguntarme si he visto una paleta encima de la mesa, de modo que tarde o

temprano hablará, y se nos irá la mañana entera hablando, porque para Rosita una cosa es

hablar y otra muy distinta es hablar, o sea sentarse a hablar, poner los codos encima de la

mesa y un café y hablar, tratar un asunto, resolver una cuestión, aclarar un malentendido,

confesar unas preocupaciones, opinar sobre el estado actual del sindicalismo en el cuerpo

de los modelos, contar los tropezones que da su hija por la vida y su nieta, que está hecha

una bala, por el suelo del comedor. Hablar como hablaban las familias pobres, que se podí-

an pasar la vida hablando pero cuando alguien se moría o había que partir unas tierras o

pleitear por un lindero entonces se juntaban y hablaban, y consideraban que hablar fuese un

elemento más de la familia, una costumbre de comunicación abstracta o referida a otra cosa

que al nombre de las montañas y de los aperos. Entre la gente sin sofisticación se dicen

cosas, hechos, fenómenos meteorológicos, encuentros, chismes, objetos, o se piensa en voz

alta, sin hilo ni concierto, sacando a su caída las observaciones, los recuerdos y las cancio-

nes, porque cuando Rosita no habla se pone a cantar, y esta mañana Rosita tampoco canta.

Sé que no hemos hablado de las vacaciones, ¡con las cosas que me tienes que con-

tar!, me habría dicho en otro momento, muy alegre y fraternal, pero esta vez nos hemos

saludado, hemos resuelto en cinco minutos el trámite del repaso, casi fui yo el único que

preguntó, porque ella dijo un bien que parecía un mal y casi no habló del asunto. Se supone

que sabe, a estas alturas, que tengo mucho que contar, incluso que tengo más de una expli-

cación que darle, y por eso está distante y como triste. Pero necesito tiempo. Mi concentra-
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ción de pretemporada es lo primero. Rosita significaría un brusco volver al tacto de las co-

sas, a la rugosidad de los muslos, dicho sea en un sentido metafórico. Llevábamos una tem-

porada un poco atacada, esa es la verdad. De todas formas, cuando vea que ya no puedo

estar haciéndome el sueco iniciaré una leve posición de víctima, como si los problemas los

tuviese yo. Será un acercamiento más paulatino.

Rosita se quedó a pasar en Madrid las vacaciones del mes de agosto. Yo creo que se

buscó las tareas del jardín para que le diese pena marcharse unos días por ahí, y de paso

ahorra porque todavía no las tiene todas consigo. Está su hija, Lurdes, sin oficio ni benefi-

cio. Está Carmelilla, que tiene dos años y todavía no se ha definido entre independiente o

descarriada. Y está el nuevo director, un tecnócrata neoliberal que, según ella, quiere des-

hacerse de nosotros. El trivium de dibujo, pintura y escultura puede pasar a mejor vida.

Ahora se habla de Artes del Cuerpo, Comunicación Integral, Medios Interactivos, Estudios

del Entorno o Arquitectura del Paisaje. Por lo que a nosotros afecta, se oyen rumores de que

esta escuela se va a especializar en bisutería.

Con este panorama Rosa prefiere no gastar en vacaciones. Rosa prefiere regar los

geranios. Ella es que es muy madrileña, qué quieres que te diga. Ella si se va se va a lo

grande. Ella no se va a un apartamento a fregar para tres y a que le sepa la boca a arena. Y a

una casa rural tampoco, que huele a vacas. Si acaso le gustaría viajar a Cuba, o en una ruta

turística por los países del este, o con un campamento de ayuda en la selva de Guatemala.

Pero lo que ella dice: cómo se va a ir a un campamento a Guatemala con las dos refugiadas

que tiene todos los días para comer en casa, a ver... Pero Rosita nunca se queja de nada per-

sonal. Reniega todos los días contra el jefe pero su vida privada la lleva con mucha discre-

ción, y eso que con su hija tiene un verdadero problema. Casi sólo me la cuenta a mí, siem-

pre he tenido un carácter muy receptivo para los problemas. Las dos han llevado la misma
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vida, pero la una es fuerte y la otra no. Eso debe de ser el dominante del padre, que era un

flojo, según me ha dicho Rosita en alguna ocasión. Las dos son madres solas en el mundo

(más sola Rosa, que no tuvo madre), las dos se liaron con hombres equivocados, las dos

sintieron un precoz instinto de reproducción. A Rosita se le murió el primer marido y a los

otros hombres que vinieron después no los dejó pasar del descansillo. Su hija cada vez los

escoge más tontos, y se enamora de ellos con locura, pero se le pasa en seguida. No encaja

nunca en ningún trabajo. Es la señorita de los cursillos que quiere ser actriz y sólo actriz.

Está en una edad del pavo que a los que quieren ser artistas les dura más de lo normal, so-

bre todo, como dice Rosita, si tienen una madre que lo consienta.

Necesito prepararme a conciencia para el inicio de la temporada. Tengo algo de de-

portista que va templando los músculos antes de ponerlos en las brasas de la fragua. Esta

biblioteca me ayuda a tensar los del cerebro, los que me ayudan a controlar la disipación, a

vagar con la mente pero no por aquellos lugares que puedan causarme cansancio. La biblio-

teca es orden, para mí siempre lo ha sido, pero un orden que implica sacrificio.

Esta biblioteca de la escuela no me gusta porque está deforme, y eso que no hemos

empezado a reformarla del todo. Faltan muchos libros y sobran otros muchos, no hay un

trasiego constante de nuevas adquisiciones y de libros viejos que abandonan un puesto en el

que han dormido durante décadas sin que nadie los consultase. El enorme espacio de estas

cuatro paredes y sus estanterías encristaladas también es limitado, y en un cuarto que hay

en el museo del ático se acumulan novedades que antes de desempaquetarlas ya las pueden

devolver. Un sistema de organización distinto (que no soy yo el que lo tiene que decidir, ni

siquiera el que lo tiene que pensar) distribuiría todos los libros en secciones. Yo soy un
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enamorado de las secciones. Cuando me casé mi suegra me regaló una estantería modernis-

ta (tenía dos, la otra se la llevó al pueblo estos tiempos atrás y desde luego no la cuidó tan

bien como yo) en la que caben quinientos volúmenes. Esos fueron, al menos, los que cupie-

ron cuando un día compré un libro y no tenía sitio. Es una estantería de madera de plátano,

herencia del abuelo de mi mujer, que estuvo en la guerra de Marruecos y en vez de pegar

tiros se dedicó a perfeccionar el oficio de carpintero. Hizo un comedor entero con su mesa,

sus sillas, sus sillones, su mesita baja, su aparador y su alacena. Hizo también el dormitorio,

con una cómoda enorme, una cama con patas de león y un armario vestidor. Hizo dos estan-

terías para libros y una es la que tengo yo. Lo que quedó del resto, después de muchos via-

jes y vicisitudes, reposa en el pueblo junto a mi suegra. Ésta mía no tiene el aire severo que

tienen los muebles para libros. La dulzura de las formas y la madera clara le dan aspecto de

instrumento musical, lo que hubiese sido una juke-box de principios de siglo. El cabezal

tiene la curvatura que tendría, vista de frente, la peluca dieciochesca de un erudito enfras-

cado en sus libros, y los laterales se desparraman al llegar al suelo como los pliegues de una

toga o de un hábito talar. Sólo faltan dos brazos que salgan de cada lado y se junten en el

medio sosteniendo un atril, pero eso le habría dado una vuelta de rosca innecesaria a la in-

sinuación que lo rodea todo. Yo le veo proporciones de caricatura porque estoy muy acos-

tumbrado a narrar las formas. Me sé de memoria los nudos de la madera que hay en la tari-

ma de la escuela, en cada río de vetas sucias de tiempo, en cada nudo menor, en cada plie-

gue veo representaciones de rostros, de figuras, de actitudes, y no es difícil que si miro mu-

cho rato un mueble (me pasa mucho con los caballetes) acabe dotándolo hasta de memoria.

En el caso de la estantería, una vez le comenté estas formas que yo veo a mi mujer y me

dijo que tenía mucha imaginación.


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El caso es que allí sólo caben quinientos libros, y yo quiero que sea una magnífica

biblioteca de quinientos libros. Que sea una verdadera huella, que en ella estén escritas las

cosas que me han formado como ser humano. Esa estantería es un objeto de conocimiento

suficiente para comprenderme, no tiene nada que no quiera que tenga.

Cuando me puse a decidir qué libro ilustraba para Violeta no pensé en ninguno que

pudiera encontrar aquí en la escuela sino en mi casa. No existe aquí ninguno que me guste

que yo no haya comprado (o al menos dado el cambiazo por otro mío de parecido volumen

y valor), pero esa no era la cuestión: el libro ilustrado tenía que ser mío desde el principio.

El proceso de selección me llevó alrededor de un mes. Violeta cumplía años en

agosto y yo estaba dispuesto a dibujar alrededor de cien ilustraciones. Cuando decidí aque-

llo fue en Navidad, harto de pensarme un regalo en el último momento, de no saber qué

regalarle a mi hija, seguro que otro libro para yo suplirlo por alguno que a mí me apeteciese

más, o preguntarle a su madre qué necesitaba, si el oboe sigue en buenas condiciones o ha

aparecido alguno más moderno, Violeta toca muy bien el oboe desde chiquitina. La moda

juvenil es la especialidad de su madre, y el oboe ya le había dicho que cuando empiece la

universidad lo tiene que dejar, aparte de que nunca estuvo demasiado de acuerdo conmigo

en que fuera el oboe lo que la niña tenía que tocar, y no la guitarra o el piano, como todo el

mundo. Esas navidades, las navidades del año pasado, acabé como esos padres que se lan-

zan a la calle inundados por las luces y se acercan a un mostrador de perfumería de unos

grandes almacenes y preguntan a la dependienta, que suele ir muy maquillada, qué colonia

le puede gustar a una chica de diecisiete años. Y como me da vergüenza ser tan vulgar aca-

bé dándole el dinero para que se comprase ella lo que le diese la gana. Pero me prometí a

mí mismo que para su cumpleaños sería distinto.


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De modo que me pasé el mes de enero pensando en el libro y diseñando su encua-

dernación, para empezar el mismísimo uno de febrero y dibujar a razón de una viñeta cada

dos días. Al final tuve que empezar antes de que el libro estuviera encuadernado, pensando

que en los últimos meses podría pasarlos todos a tinta y caligrafiar los fragmentos que

acompañarían al dibujo. Fue una obra de chinos, pero ya digo que llegué a tiempo. Otra

cosa es la ilusión que le hizo.


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II

La primera vez que vine a este museo me llevé una buena decepción. Me sentaron

en un pasillo del piso de arriba, el que tiene los cuadros de menor tamaño, y durante toda la

mañana estuve mirando un retrato minúsculo del pintor Vicente Palmaroli que me mandó a

ver Barrachina. Era un retrato de veras muy pequeño, algo así como de quince por diez,

casi una miniatura, pero se parece mucho al famoso retrato que hizo el pintor Jiménez

Aranda del pintor Joaquín Sorolla. Vicente Palmaroli está pintando con su blusón color

hueso en un patio de tapias blancas y rosales trepadores. Pero la luz, tan intensa sobre la

cal, adquiere unos tonos de terracota dulce, de arcilla clara en la pared que divide la tela

junto al pintor. El suelo es de tierra y el pintor lleva puestas unas alpargatas y todo el aspec-

to de estar pintando bajo el parral de la casa de campo. Yo, que no le pido peras al arte,

tiendo a confundir la admiración con el deseo. Si viajo a un lugar, lo visito como si estuvie-

ra sopesando la posibilidad de marcharme a vivir allí, y si veo un cuadro no puedo dejar de

imaginarme la situación en la que posó el modelo, la temperatura del ambiente y la como-


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didad de la silla, los olores que hubo en otras épocas, la piorrea de las marquesas. Por eso el

huerto valenciano, el siglo pasado y el pintor ocioso, sentado en una banqueta del museo en

un martes de otoño en Madrid, hace que sobrevalore por instinto al protagonista del cuadro,

ese pintor calvo y regordete, todavía joven, con una perilla lacia, cuatro pelos todavía sobre

un rostro sonrosado, de ojos grandes, claros, ojos salidos de las cuencas, entre el cansancio,

la paz y el lloro, que es como suelen mirar los poetas.

Pintar a un pintor tiene que ser muy divertido porque el pintor pintando es el modelo

perfecto, alguien que sin abandonar la posición no deja nunca de moverse. Esa modalidad

sólo la practiqué con Barrachina. Los otros, incluso los más jóvenes y modernos, prefieren

que me esté siempre parado, o que haga unos gestos convulsos y antinaturales para que los

alumnos tomen apuntes. Bidón era experto en montar números con cirios y su cuerpo unta-

do de grasa reptando como un sapo por la tarima. Yo paso. Barrachina, durante un curso

entero, me hizo posar pintando, que es como yo aprendí de verdad a pintar. Lo malo es que

el objeto de mi pintura estaba determinado por mis posturas, y mis posturas debían ser las

que de vez en cuando me decía Barrachina, con lo que cada cuarto de hora tenía que aban-

donar la zona del cuadro que estaba pintando para dirigirme a otra, o tenía que pasarme una

semana dando la misma pincelada. En todo el año sólo pinté un cuadro, pero aprendí mu-

chísimo. El objeto del cuadro tampoco era la clase ni Barrachina ni yo mismo a través de un

espejo, sino una postal que Barrachina me dio para que copiase, El origen del mundo, de

Francois Courbet.

El caso es que yo me hice una idea ficticia de Vicente Palmaroli, lo confundí con

una mezcla de dos pintores de una clase muy superior. Barrachina me dio una lista concreta

de cuadros de pintores pintados cuyas posturas tenía que estudiar porque es lo que íbamos a

hacer durante todo el curso. Tenía que fijarme en la estructura de su posición, pero sobre
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todo en aquellas que juntasen la elegancia con lo involuntario cotidiano. Cuando vi ese

cuadrito me pareció ver en Palmaroli un hombre con mucha sensibilidad y pocos centíme-

tros cuadrados, como esas buenas personas que no valen para este mundo, alguien con un

gran talento muy limitado por su propia hiperestesia, por el origen físico de sus virtudes

mentales. Tenía el aire ido de los que murieron jóvenes, como si la vida le fuese a durar lo

mismo que la primavera que supo pintar con la luz en un jardín tan reducido. Yo pensé, sin

ningún motivo, que aquel cuadro pequeño era un autorretrato.

Pero cuando acabé de visitarme todos los cuadros que me había mandado Barrachi-

na fui buscando más obra de Palmaroli, incluso encontré un retrato que le hizo Luis de Ma-

drazo en 1866, cuando Vicente Palmaroli tenía treinta y seis años. Parece un clérigo del

siglo XVII, muy de negro, muy abotonado, con la media melenita lacia, y la frente blanca y

despejada, esos blancos mortaja que utilizaban en el siglo pasado, antes de que llegase la

luz, y tiene mofletes colorados, pero con una coloración de eczema, de dermatitis seborrei-

ca, no de buena salud, y un bigote flaubert, un poco más desparramado, con la perilla larga

pero no tan aparatosa como el bigote. El bigote hace el mismo efecto que el pelo negro y

lacio sobre su cara de angelito enfermo. Pero el traje es negro, el fondo es negro, el pelo es

negro y las pupilas están muy dilatadas. Tiene incluso la boca entreabierta, más bien los

labios separados, como si estuviese a punto de pronunciar la letra t, y se adivina que la len-

gua también es negra. En el catálogo de la exposición, que ya me lo he leído cien veces (en

este museo no dejan leer a los bedeles, no podemos traernos un libro de casa, hay que estar

controlando) dice que ese retrato se hizo en un momento de plenitud para el artista, admira-

do y agasajado, y que Palmaroli fue en su tiempo un pintor respetadísimo, pintor de cono-

cidos éxitos académicos y profesionales, autor de una variadísima y espléndida obra, figura

que destaca por su categoría entre las grandes figuras del academicismo europeo, académi-
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co de San Fernando, director de la Academia Española en Roma, director del Museo del

Prado, poseedor de las encomiendas de Carlos III y de Isabel la Católica, y de la Cruz de la

Legión de Honor. Y a mí me decepcionó haber tenido tan poco olfato para interpretar un

cuadro. Yo no vi nada de eso en el retratillo donde un joven ilusionado y frágil se pintaba

en un huerto florido, sus alpargatas y su mandil, ni tampoco nada de lo que luego he visto

en otras pinturas suyas, que me parecen igual de morbosas que su cara, todas igual de oscu-

ras. No importa que sea una colorista escena con batas de flores o unos niños en la playa.

Todo está oscuro, de una oscuridad interior, del oscuro carcomido de las vísceras, algo que

si se hace con plena conciencia, como hacía Muñoz Degraín (en el piso de abajo hay un

cuadro suyo monstruoso) puede resultar gracioso, pero si se hace con esa severidad moral,

con esa conciencia de estar haciendo lo que se debe hacer, los cuadros se abotonan igual

que su autor, se dejan crecer el mismo bigotazo desproporcionado, los niños son muñecas

viejas en un domingo nublado de invierno, los faralaes son manchurrones, las posturas las

de siempre.

Y sin embargo yo en este museo, sobre todo si no viene nadie y puedo pasear, por-

que de lo contrario hay que quedarse clavado en el sitio toda la mañana, tiendo a falsear

pintores y pinturas, a dotarlos de un afecto que no se merecen. Se merecen medallas, con-

decoraciones y libros de historia, pero no se merecen afecto. Yo se lo doy a cambio de que

me digan lo que quiero escuchar, no lo que de veras fueron. Palmaroli me da mi propia

imagen en verano. Sólo quiero saber de Palmaroli lo que respecta a mi mes de agosto. Sólo

quiero saber de todas estas pinturas negras esa glorificación de la meticulosidad y la pa-

ciencia que siempre ha sido el clasicismo. Esas obras son tiempo, costaron mucho tiempo y

están anegadas por el tiempo, embalsamadas en una historia tan remota que nos hace sentir-

la como todavía más lejana de lo que fue. Para quienes nos gusta copiar, estas obras suelen
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ser bastante fáciles. Lo meticuloso es fácil de reproducir. Lo que no tiene imitación es lo

rápido, lo suelto, lo insinuado. En el siglo XIX, por lo menos hasta las últimas dos décadas,

debió de haber un regodeo en la parálisis que no sólo afectó a los resultados sino también a

los métodos. Los pintores pintan paralizados, como yo pintaba el cuadro de Courbet. Mi

querido Palmaroli es de los más fáciles. El cuadrito aquel, sin embargo, me cuesta mucho

reproducirlo, entre otras cosas, supongo, porque no es un autorretrato.

Este verano quise ser un palmaroli, todos los años lo intento, pero la vida se inter-

pone. Y el arte también. Se me juntó el regalo de la niña, los favores de los amigos, aparte

de los sucesivos números que montó Alfredo, mi siglo pasado particular.

Cuando se supo que ni su denuncia sería tramitada ni Julio Palomares se molestaría

en dar explicaciones, Alfredo pasó algunos días sin hablar con nadie. Ni siquiera bramaba

contra los socialistas, no insultaba a Javier Bidón ni llamaba buharra a Rosita. La situación

era envidiable, pero sabíamos que procedía de una profunda humillación. A mí eso me daba

lo mismo con tal de que Alfredo estuviera callado, pero Rosita, y eso que no se hablaba con

él, se lo tomó más en serio. ¿Has hablado con Alfredo? ¿Te ha dicho algo Alfredo? Mira

Güino que Alfredo está loco y es capaz de hacer una barbaridad. Este un día viene con la

escopeta de cazar y se lía a tiros con todos. Mira que yo prefiero que por lo menos tire la

espuma por la boca, que yo de Alfredo no me fío, Güino, que Alfredo está loco... Una ma-

ñana, cuando nos estábamos cambiando ya para salir, Alfredo se acercó y me dijo poco

menos que al oído (una forma muy escandalosa de hablar al oído, para que todo el mundo -

Javier Bidón- se pudiera enterar) que tenía que hablar conmigo. Yo le dije que bueno y
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quedamos para esa misma tarde en el parque del Oeste, junto al monumento al doctor Fede-

rico Rubio.

Alfredo paseaba mucho por Rosales. Solía coger el metro en Tetuán, allí vivía en un

pisillo que se compró en los años sesenta, y hacía trasbordos para formar parte del río per-

fumado que bajaba desde Argüelles. El único adelanto de la humanidad que Alfredo agra-

deció en toda su vida fueron las escaleras mecánicas, porque a partir de los cincuenta la

artrosis ya no le dejaba subir las escaleras normales sin unos dolores espantosos en el coxis.

Pero en llano, a paso lento, Alfredo caminaba con esa desenvoltura de quienes no tienen

una elegancia fingida, sino avalada por el corazón de Argüelles, por lo que Alfredo había

visto en las hambres dignas de la posguerra paseando los domingos por Rosales. Hay per-

sonas tan escrupulosas en lo que quieren aparentar que acaban suplantando a los que no

tienen que aparentar nada, y Alfredo sabía ser una de ellas.

Esto debió de suceder por estas mismas fechas el año pasado. Después del ridículo

de Palomares, Alfredo se disponía a pasar un último invierno como modelo en medio del

silencio y la rechifla general. Cuando volvimos de las vacaciones, el año pasado, costaba

trabajo hablar con él. La gente aprovechó para hurgar todos a la vez en una de sus obsesio-

nes, la dignidad del modelo, la larga saga de modelos insobornables que se había terminado

con aquellas estúpidas oposiciones, y en mi caso particular, según el, con el hiperrealismo

adiposo. Ahora el indigno era Alfredo, el que había puesto colorada a toda la profesión era

Alfredo, y ya nadie tuvo ningún reparo en llamarlo Martínez, pero ya no con el recelo que

se tiene a un tipo desagradable sino con el desprecio que se siente hacia quien ha ingresado

por fin en la esencia pública de su caricatura, quien ha hecho la risa

Yo traté de mantenerme al margen. La gente había juzgado la denuncia como una

sandez, y el motivo como una bobada. Nadie perdió tiempo en saber qué era en realidad lo
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que el funcionario desnudo estaba reclamando al famoso pintor Palomares. Pero Alfredo

tampoco daba demasiadas pistas. Julio Palomares se había quedado con una figura de mol-

de, no con el molde, y el hecho de que no hubiese más figuras ni apareciese el molde no era

culpa de Julio Palomares. Y, por otra parte, si en vez de ser una humilde escayola hubiese

sido una pieza maestra, sin copias y sin molde, Palomares habría hecho una copia, otro va-

ciado, y despedazado la estatua para ponerla igual que estaba en la misma alacena de made-

ra rústica. Yo no le veía tampoco mucho traslado al asunto, pero tampoco se me ocurrió

preguntarle dónde estaba el molde. El molde del cuerpo de Alfredo a los veinticinco años,

en cierto modo el cuerpo del delito.

El monumento al doctor Federico Rubio y Galli del parque del Oeste tiene para los

modelos que hemos trabajado a las órdenes de Barrachina un significado muy especial. Lo

esculpió Miguen Blay en 1906, y tiene a una mujer joven que presenta a sus hijos al doctor,

todos fundidos en bronce, y esculpido en piedra caliza de Murcia, muy por encima de la

mujer y sus hijos, está el milagroso médico sentado en su sillón y empotrado en un muro.

La parte caliza del monumento, la efigie del doctor incluida, las partes esculpidas por nece-

sidad, porque no se puede vaciar la piedra sino por fuera y nada puede ser rellenado de pie-

dra, tienen partes sin desbastar, romas o inacabadas, como aludiendo a la memoria más allá

de la vida y sus milagros terapeúticos. La mujer y sus hijos, sin embargo, son de un natura-

lismo conmovedor y un tamaño que denuncia sin reservas que son un vaciado, que la madre

pobre y sus hijos enfermos tienen molde y no importa que una copia se destroce. Así se lo

explicaba Barrachina siempre a los alumnos, y nosotros año tras año lo escuchábamos, in-

móviles en alguna postura de movimiento interior, en nada parecidas a las que vaciaba o

esculpía Miguel Blay.


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Barrachina ponía esas figuras como ejemplo próximo de lo que no debe ser un es-

cultor, de la postura que no debe buscar en un modelo. Barrachina, gran aficionado a la

caza, igual que Alfredo, ponía como ejemplo a los podencos cuando enseñaba unas diaposi-

tivas con imágenes de jeroglíficos egipcios mientras yo posaba. Cuando un podenco, de-

clamaba Barrachina en sus lecciones magistrales, se detiene en un matojo donde acaba de

localizar alguna lagartija, el torso tenso y las orejas pitas, es un escorzo inmóvil, una postu-

ra tensa y natural, como es natural en los caballos el difícil escorzo de Las Lanzas, donde se

ve al caballo en una postura reconocible de inmediato como habitual en los caballos, pero

que en la torsión involuntaria describe toda la grandeza de su cuerpo en movimiento. Por-

que el perro, así parado, está en movimiento, se ha detenido dentro del movimiento. De

hecho esas figuras estáticas no duran más que algunos segundos, pero son el podenco en su

plenitud, todos sus músculos y todas sus costillas y todas sus grandes orejas pitas y toda su

mirada curiosa pero concentrada sobre la línea de su hocico tan afilado. Lo magnífico de

sus posturas es que no consisten en gestos, en robar al movimiento un instante congelado.

Un hombre en actitud de andar no puede formar una postura porque ha sido captado en mo-

vimiento, si acaso un gesto, el gesto de andar, que también en el perro es muy bello. De

modo que tomen nota: postura es aquella que implica una leve detención en el transcurso

del movimiento. Por eso El Pensador es una postura, como lo es un niño sacándose una es-

pina del pie, pero no las que no exigen ni suponen ni hacen posible detenerse en ellas, con-

gelarse en ellas. Lo bueno de un perro es que sus detenciones son siempre puro movimien-

to, puro acto nervioso, con el nerviosismo que transmite la repentina rigidez. No es sólo una

muestra. No piensen ustedes en el perro que traza una línea recta entre su manos, sus orejas

y su rabo, sino en quien se ha detenido para observar los movimientos de la posible presa

esperando una posibilidad que puede llegar en cualquier momento, que es siempre inminen-
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te, como el pistoletazo de salida para los atletas dispuestos para salir en la carrera de velo-

cidad, que eso sí es una postura. El discóbolo es una postura porque en esa posición los

atletas se quedan parados antes de comenzar el violento giro del lanzamiento, y es postura

también la que adoptan mientras miran dónde va a caer, hasta dónde va a llegar el disco...

Recuerdo la voz metálica de Barrachina, su obsesión por meter los dedos en aquello

que estaba diciendo y arquear mucho sus escuálidas mandíbulas cuando explicaba concep-

tos fundamentales. En cierta ocasión yo defendí esa idea del movimiento interior delante de

Javier Bidón, que le gustaba mucho moverse y reptar como una culebra, que le encantaban

los apuntes automáticos, los movimientos bruscos y las detenciones antinaturales. Era

cuando Bidón aún transigía con la pintura figurativa, luego decidió que todo lo que no fuese

abstracción era un atraso y a partir de entonces empezó a sentirse inútil. Pero entonces aún

me citaba a Ingres, a Delacroix, su afición porque los modelos se paseasen desnudos por el

jardín mientras él en su estudio los veía caminar y así comprendía su cuerpo para luego

poder pintarlos de memoria. Rosita, en fin, pensaba que las posturas, cuanto más normales,

mucho mejor para su columna.

Pero yo sí estoy de acuerdo con Barrachina, en esas y en algunas otras cuestiones, y

estaba de acuerdo en que Alfredo tenía razones para sentirse ofendido por el episodio del

molde, pero temía que si me solidarizaba con él Alfredo se refugiaría en mí, y yo no tengo

tiempo para ser el paño de lágrimas de nadie. Me mantuve, pues, al margen, hasta que fue

Alfredo el que se saltó los márgenes y quedó conmigo en el monumento al doctor Rubio.

Esto no se puede quedar así, fue lo primero que me dijo, dando golpes con el ABC

enrollado sobre uno de los niños que presenta la mujer al doctor. Yo necesito saber quién es

quién, si estás de mi parte o si no estás, si me crees o no me crees, si te interesa mi caso o

no te interesa mi caso, si puedo confiar en ti o no puedo confiar en ti. Alfredo no perdía un


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punto de su altanería ni aun en condiciones de franca debilidad. Me acuerdo que llevaba un

traje fino de paseo de color verde manzana, el traje que llevaba para ir a los toros, para pa-

searse por Rosales, para salir en el periódico y para hablar de hombre a hombre. Vosotros

diréis lo que os dé la gana pero esa escayola es mía, os estáis descojonando de vuestra pro-

pia dignidad, si fueseis modelos de verdad no soportaríais esta injusticia que le hacen a un

compañero, decía.

Yo lo dejé hablar. En el fondo me imaginaba que quería lo mismo que todo el mun-

do, pedirme un favor. Lo que no me imaginaba era la catadura del favor. Quería poco me-

nos que fuese yo a Palomares a pedirle perdón y a rogarle que me dejase hacer un molde

con su escayola destrozada. ¿Y se puede saber por qué yo?, le dije. Es que yo si lo veo me

cago en su puta madre, pero tú Güino eres más manso, puedes posar para él o tomar una

copa, me han dicho que es medio maricón, tú de invertido das el pego, Güino. Yo no. Él ya

sabe quién soy. ¿Cómo piensas que va a tratarme después de la que le monté?

Con lo bien que hubiera estado Alfredo en este museo, sin tanta dignidad ni tanta

leche. La dignidad es mala para la artrosis. Alfredo habría podido pedir la inutilidad perma-

nente cuando Rosita se lo propuso, y le habrían dado un destino tranquilo en la sala de arri-

ba, que está menos desangelada, porque además Alfredo disfruta cuando viene aquí, este

tipo de pintura tétrica le gusta mucho, los auténticos bedeles lo conocen. Aunque yo supon-

go que ese era el verdadero problema. Alfredo estaba acostumbrado a venir aquí hecho un

señor, con su traje verde manzana, el de los toros, su bastón y su corbata estrecha, como un

perfecto conoisseur. Durante muchos años pasó por aquí haciendo como que entendía mu-

cho, que se solazaba en el recuerdo bello y en las puntillosidades técnicas, elegante y asea-

do como un pincel. Un día estaba yo aquí pasando la mañana y vino él y cuando pasó junto

a mí me saludó con la mirada, para que nadie supiese que nos conocíamos (o para que yo
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no dijese a mis nuevos compañeros quién era quién) y se puso a mirar un cuadro de Rosales

como Barrachina miraba sus dedos cuando intentaba meterlos en el meollo de alguna de sus

apasionadas explicaciones, con los ojos muy abiertos y la boca muy estirada. Ninguno de

mis compañeros pensaba nada de él, pero eso a Alfredo le daba lo mismo, la cuestión era

ser fiel a lo que había sido siempre, ese hombre tan elegante que viene cada quince días y

disfruta tanto con los cuadros de Rosales.

Yo no pensé que Alfredo fuera capaz de planear nada, y de hecho no era capaz. El

problema es que lo intentó. Tienes que hablar con él, me insistía, y le daba al pobre niño de

bronce con el periódico enrollado mientras me contaba una por una las ofensas que según

una lógica hilada con criterios paranoicos Alfredo había detectado en la exposición donde

su cuerpo joven reposaba destrozado. Como vio que yo me estaba haciendo el tonto y le

pedía un poco de calma, volvió a darle un sonoro golpe al niño y echó su órdago solemne:

si no lo hace por las buenas, tendrá que hacerlo por las malas, dijo.

La verdad es que desde la denuncia de Alfredo la actitud de Palomares sí que sona-

ba un poco a ganas de dar por culo. Mi compañero me enseñó un periódico, El norte de

Castilla, donde se recogía una entrevista con Palomares sobre la exposición que iba viajan-

do por los museos y casas de cultura de medio país. Estoy muy satisfecho de esa obra, de-

cía, en referencia a los pedazos de Alfredo. De hecho estoy pensando en seguir esa línea de

trabajo, que en cierto modo yo intuyo ya iniciada en esta serie... Se trataba de despedazar

estatuas y adaptarlas a la esencia matérica de los objetos cotidianos, algo así como un catá-

logo del Cuerpo Español Contemporáneo en pedazos colgados para secar. Algunos elemen-

tos de su más reciente trabajo ya estaban impregnados con esos criterios: una mesa vieja de

despacho sobre la que había vaciado varios carretillos de estiércol, una colección de foto-

grafías de galgos ahorcados, un tiovivo fantasmal cuyos caballitos habían sido sustituidos
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por empalamientos de vaciados humanos. Y Alfredo veía en todo una alusión muy perso-

nal, pero también había tenido tiempo de sacar sus conclusiones. Tú Güino seguro que le

gustas. Seguro que se le ocurre hacerte un vaciado y poner tus trozos en el mostrador de

una carnicería. Tienes que ir y decirle que estás entusiasmado con su exposición, que eres

modelo profesional, que has oído hablar de su proyecto del Cuerpo Español Contemporá-

neo, y que te ofreces para lo que guste, y así, cuando cojas un poco más de confianza, le

expones mi caso.

Lo de mi caso no se lo quitaba de la boca. Cualquier injusticia, cualquier noticia

penosa, cualquier catástrofe del género humano era comparable a su caso. Rosita entraba

diciendo que a una familia de Vallecas la habían puesto en la calle por la factura de un tele-

visor que no pagó hace veinte años y eso no era nada comparado con su caso, porque a él le

estaban intentando robar la dignidad, desahuciarlo, a su edad, después de ser el único mo-

delo con derecho a ser llamado profesional que había en aquella puta escuela. Aquellos

pobres ignorantes de la televisión no lo serían mucho cuando se olvidaron de pagar una

factura, pero él, ¿qué factura había dejado de pagar él, con la de cicatrices que llevaba? Los

cotilleos inevitables de la escuela siempre derivaban hacia la falta de honradez, la falta de

palabra, la falta de huevos, la falta de un general con dos cojones que les pegase un tiro a

todos esos indeseables que intentaban pisar el cuello de las personas decentes, como era, sin

ir más lejos, su caso. Todo en este mundo era una gran mentira y las verdades como puños

daban risa. La corrupción de la otrora sincera y leal España había permitido que nadasen en

la abundancia cantamañanas como Julio Palomares, que cuando estuvo en la escuela los

alumnos se quejaban de que no sabía dibujar, que eso lo había oído él a más de uno. Y si

este país fuese por su camino no estaría cobrando un sueldo por el morro el terrorista ese

que había usurpado un puesto de profesor de escultura, el Irigorri ese, que seguro que era de
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la eta, porque había que matar a todos los de la eta, y a Irigorri había que matarlo dos veces,

cabeza gorda tenía para que le cupiesen dos tiros antes de morirse, una vez por ser de la eta

y la otra porque no era un escultor sino un peón de albañil, un puto peón de albañil, tanto

volumen y tanta hostia, tanto cemento armado y tanto amorfo mazacote con títulos en vasco

incomprensible, otro como Julio Palomares, otro como todos los que vinieron después de

Barrachina, mangantes que no saben ni pintar la o con un canuto, y mucho menos esculpir-

la...

Y Alfredo, después de intoxicar durante años el vestuario con esas flores, ahora ve-

nía con toda su dignidad indignada y me pedía que fuese yo a llorarle a Palomares. En el

fondo yo no perjudicaba su dignidad. Yo ya era lo suuficiente indigno como para hacer el

recado. Yo tenía que hacer lo que cualquier compañero habría hecho, pero como nadie se

prestaba, porque todo el mundo lo odiaba, entonces tenía que decírmelo así de claro para

que me enterase.

Por supuesto que no le hice caso, pero me cargó con la responsabilidad de ser el

único que sabía que Alfredo estaba así de trastornado. Nadie hablaba con él y nadie tenía

por qué notar nada. Las enfermedades mentales de los modelos tardan en notarse, sobre

todo cuando no hablan. Los seres humanos somos espacio y tiempo, y ninguno de los dos

dejan de transcurrir, nuestro cuerpo no puede dejar de moverse como el reloj no puede pa-

rarse. Aunque estemos dormidos, aunque estemos sentados mucho rato leyendo el periódi-

co, aunque guardemos un minuto de silencio, aunque nos quedemos colgados mirando un

cuadro, nuestro cuerpo se sigue moviendo, hacemos multitud de gestos imperceptibles y los

músculos siguen en una posición de descanso que no es la posición inmóvil, salvo que el

modelo pose como si estuviera descansando, postura poco recomendable porque los múscu-

los en descanso, si no se mueven, se sobrecargan con bastante rapidez. Y de entre los mo-
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delos son muy pocos los capaces de llegar al grado de inmovilidad en el que durante tantos

años trabajó Alfredo. Yo ya pertenezco a una generación más hiperrealista, más cómoda

para posar, pero Alfredo detenía el movimiento como quien detiene el tiempo y la concien-

cia, como quien entra en coma durante varias horas al día, de ocho a tres, eso sin contar las

largas y oscuras temporadas en las que Barrachina utilizó el cuerpo de Alfredo a la medida

de su inagotable capacidad de trabajo. Lo malo es que Barrachina, mientras trabajaba, se

estaba moviendo, pero Alfredo tenía el cerebro desprotegido contra los virus teóricos de

Barrachina, su extremo rencor hacia el mundo entero, sus complicados argumentos reac-

cionarios mientras explicaba a una audiencia muy callada los parámetros de Alfredo.

Yo pensé que la paranoia delirante tenía que venirle por ahí. Desde que Barrachina

se retiró, Alfredo tuvo la necesidad de pensar por sí mismo, pero no supo pensar lo que

pensaba. Se le habían quedado flotando en la memoria las ideas de Barrachina, la hipnosis

comatosa provocada durante tanto tiempo por las mismas palabras. Después trabajó con

otros profesores, pero el viejo se había quedado dentro y a Alfredo le costaba mucho proce-

sarlo todo él solo, recordarlo y anestesiarse con el recuerdo. Las palabras de los otros, sobre

todo las de Pilar, la que sustituyó a Barrachina en el departamento de anatomía artística, le

rebotaban como si hubiesen sido pronunciadas por un demonio estúpido, alguien que nos

quiere tentar con sus memeces. Esa tía no tiene ni puta idea, solía decir, muy enfadado por-

que la falta de puta idea de Pilar le perturbaba tanto que sólo se le ocurrían pensamientos

llenos de violencia. Durante años se mantuvo inmóvil mientras por dentro se imaginaba

estrangulando a Pilar, o a los alumnos torpes, o a los compañeros camastrones, o al mundo

entero, un ejercicio cerebral excesivo para quien ha pasado tantos años en la más absoluta

horizontalidad mental. Y Pilar, y Aitor antes de dedicarse al estudio del volumen y del ce-

mento armado, y Manolo Mazo en las clases de dibujo al natural, y Avelina Gómez en las
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de escultura y modelación, hablaban siempre muy bien de Julio Palomares y alababan el

buen gusto de sus vaciados.

Lo que Alfredo no entendió jamás es que para un buen vaciado hace falta una buena

postura. El artista es el encargado de estudiar el cuerpo, disponerlo del modo más estético

posible, según lo que se quiera decir, y utilizar después la superficie del hueco como un

lienzo cuya textura debe ser otra obra de arte. Ni siquiera fue capaz de sentirse halagado

porque Julio Palomares, uno de los mejores captadores de posturas, eso tengo que recono-

cerlo, hubiese guardado durante tantos años la perfecta postura de Alfredo.

Alfredo parecía tan enfermo como esas personas que van pidiendo ayuda por los

métodos más diversos, y uno se deshace de ellas, falta a las citas, no les contesta el teléfo-

no, hasta que se entera de que su cuerpo ha sido encontrado en un motel, en posición fetal y

con un tubo de pastillas tirado en el suelo. Y yo no quería ser responsable de eso, porque si

a Alfredo le pasaba algo, si hacía alguna barbaridad, era posible que alguien aparte de mí lo

supiese, o que supiese que yo lo sabía. Y yo no quería líos, así que al día siguiente nada

más llegar al trabajo me fui a desayunar con Rosita y le conté lo sucedido.

¡Pues tampoco pasaría nada porque fueses!, fue lo primero que me soltó. Rosita es

muy hábil para distribuir las buenas obras entre los demás, como una prolongación obliga-

toria de las buenas obras que ella hace. Pero Rosa no estaba pensando en Alfredo: si pagan

bien, dijo, voy yo contigo. Ella también había oído hablar del proyecto del Cuerpo Español

Contemporáneo que Palomares había empezado a pregonar a raíz de la denuncia que le hizo

Alfredo. Lurdes, su hija, se acababa de quedar sin trabajo, o iba a quedarse, o no le gustaba,

a Rosa o a ella, el trabajo que tenía, ahora no recuerdo cuál era la situación porque Lurdes

cambia de trabajo con mucha frecuencia. ¿En qué quedamos, Rosita?, le dije, ¿quieres que

vaya para ayudar a Alfredo o para ver si te ganas una pasta? ¡Tómatelo como quieras!, dijo
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ella, con su voz de tabaco negro, ¡pero si tienes el teléfono del castin ese me lo pasas, por-

que yo voy a ir y mi hija también, así que ya lo sabes!

Recuerdo que me quedé callado. Rosita tiene los labios grandes y oscuros, sus dien-

tes son regulares pero la encía es bastante pequeña, se la comió en el embarazo de Lurdes

por falta de hierro y ya no volvió a estar como antes, de modo que la dentadura parece más

grande de lo que es, y las junturas de la carne con el diente tienen una mínima separación

que hace que unos dientes no se toquen con los otros, pero esa separación, a pesar de que

Rosa lleva siempre la boca muy limpia, esa ranura tiene una sombra, que por ser la parte

del diente que debía ir cubierta de carne se hace más sensible a la luz (Rosita sonríe mucho)

y al humo del tabaco negro. Le pregunté si necesitaba el dinero. Yo siempre necesito el

dinero, querido, ¿tú no? Rosa, sus ojos oscuros, la piel un poco lacia de la cara, mucho más

tersa no obstante que la del cuello, sabe modular la voz cuando dice esas cosas para que te

sientas en plena confianza, con ganas incluso de conferenciar con ella, de hilvanar conver-

saciones prácticas sobre la economía doméstica y así. El trabajo de Lurdes iría mal, no le

quedaría tiempo de atender a la niña, y la tendría que tener Rosa durante todo el tiempo.

Estaría trabajando en algún bar. Es que, Güino, que me venga a las cuatro de la mañana y

se levante a las ocho como un zombi para llevar a la niña a la guardería, y vuelva y cuando

yo me marcho se acueste, y se levante para recoger a la niña de la guardería, otra vez sopa

perdida, y vuelva a casa y me la encasquete hasta las cuatro de la mañana y se vaya a traba-

jar al bar, eso, Güino, eso no es plan. Si quiere ser artista que se busque un papel que haya

que interpretarlo por las mañanas, como todo el mundo. Alfredo no le daba lo mismo, pero

ella y su hija le daban todavía menos lo mismo, y si se podían matar dos pájaros de un tiro

pues miel sobre hojuelas y mejor que mejor. Además, Alfredo se había metido en ese be-

renjenal porque quería. Tú sabes lo mismo que yo Güino que Alfredo ahí no tiene razón, y
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que si la tiene se la tiene que meter donde le quepa, que todos sabemos lo que ha pasado

siempre con los modelos. Y en la época en la que le hicieron ese vaciado el modelo no tenía

derechos de propiedad intelectual ni nada de eso. Yo ya te dije que todo era cosa de Barra-

china. Barrachina no quiere morirse sin montar el último pollo y está cogiendo de cebo al

inútil de Alfredo, eso lo dijo Palomares y tienes que reconocer Güino que tenía razón, por-

que eso es así y tú lo sabes igual que yo. Porque si Alfredo se calla y se le olvida, de aquí a

unos meses, cuando se jubile, que haga lo que le dé la gana, pero tampoco se puede arries-

gar a que ahora, por ponerse tonto, lo echen, o se vaya él y pierda la jubilación. O sea que si

vas tú a hablar con Palomares puede que tampoco te haga caso, pero ganas tiempo, le dices

a Alfredo que sí, que te ha prometido una entrevista, y luego le dices que has ido a la entre-

vista, y después le dices que le has vuelto a llamar y que lo está pensando, que espere a que

se termine la gira que están haciendo con su exposición por toda España, y sin que se dé

cuenta llegamos al verano y yo le llevo los papeles al sindicato para que le arreglen la jubi-

lación y conseguimos todos que Alfredo se vaya de una vez a tomar por culo. Tampoco es

tan raro lo que tienes que hacer. Si yo no lo puedo hacer es porque yo no me hablo con él.

Yo no puedo darle largas porque a mí no me ha pedido nada ni me lo pedirá nunca ni yo le

consentiré que me lo pida. Lo de la jubilación lo hago porque me sale de allá.

Hacía muchos años que no pasaba por una situación tan humillante. Llamé al telé-

fono que me había dado Alfredo y me preguntaron la edad y el sexo y con arreglo a eso me

dieron una cita. A Rosa y a Lurdes les dieron otras horas distintas. A Rosa le tocó el día de

mujeres de cuarenta y cinco a cincuenta y a su hija el de veinticinco a treinta. A mí, el de


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hombres entre cuarenta y cuarenta y cinco. Tuve que ir a unas oficinas del polígono indus-

trial de Alcobendas, grandes manzanas con naves llenas de negocios boyantes, allí al lado

estaba Antena 3 y Tele 5 y Espasa-Calpe y da la sensación de que las fábricas y las oficinas

tienen los mismos conceptos de barrio que las personas: en el sur hay fábricas de cemento y

de piensos compuestos y en el norte de películas para la televisión. Además está muy mal

comunicado, como si fuera inconcebible trabajar en ese barrio sin necesidad de conducir un

coche, como si una línea regular de autobuses urbanos le diese al paisaje un toque proleta-

rio y soez. Tienes que coger el metro a Plaza Castilla y de allí un autobús a Alcobendas y

luego otro que para en la autovía que atraviesa las empresas boyantes y después preguntar

en una gasolinera y terminar caminando un par de kilómetros por un solar donde están

haciendo las primeras mediciones para levantar otra empresa boyante, un suelo carísimo en

el que de momento no hay más que latas vacías de cocacola y lagartijas muertas.

Te pasas la noche dando vueltas en la cama, pensando en el pintor Julio Palomares,

en esa mansión a las afueras en la que se desayuna en un invernadero con pájaros de inter-

ior, decides la ropa que te vas a poner, la de las grandes ocasiones, el traje de los domingos,

para charlar con él mientras das vueltas al café de importación con una cucharilla de plata,

y de pronto sientes tu cuerpo cruzar una autopista, atravesar un descampado, llenarte de

polvo los zapatos, no encontrar la dirección y estar haciéndosete tarde para la entrevista

porque no había modo de encontrar el cartel de Megamovie en un edificio de cristal ahu-

mado, entre tanta boyantía y tanto cadáver de gato. Y luego llegas y resulta que no es Julio

Palomares, ni mucho menos su casa, sino las oficinas de una agencia de modelos con la que

Julio Palomares se ha puesto en contacto, y preguntas y te mandan a la tercera planta, y

conforme va llegando el ascensor escuchas el rumor de la muchedumbre que abarrota los

pasillos y a quienes han dado la misma hora que a ti, y tú vas con tu traje de los domingos y
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una colonia muy discreta que sólo se aprecia bien al aire libre, al menos al aire de un tran-

quilo invernadero. Pero lo más irritante de todo es que sales del ascensor y te das cuenta de

cómo la gente se calla, recobra la postura normal, apagan los cigarrillos y dan por supuesto

que eres tú el que los va a examinar. El hombre que ha de mirar su cuerpo.

Era un pasillo ancho con alguna que otra butaca, una decoración neutra de cuadros

abstractos y al fondo una puerta de doble hoja, como de una sala de juntas, y entre el ascen-

sor y el principio del pasillo había un hall grande con más puertas y pasillos por alguno de

los cuales pensé largarme, pero di dos pasos y me detuve justo al lado de rodillo dispensa-

dor de numeros, que miré de reojo e iba por el 87. Pero entonces no era consciente con tan-

ta nitidez del ridículo que estaba a punto de hacer cuando todo el mundo supiese que yo iba

a lo mismo que ellos, cuando casi por instinto, como si hubiese llegado tarde a la pescade-

ría, cogí un numerito del rodillo y la gente, todos también al mismo tiempo, o por lo menos

eso me pareció, recobró sus posturas informales y volvió a comentar la jugada y encendió

de nuevo sus cigarrillos, y yo me sentí mal, pero mantuve el tipo, incluso cuando escuché

que un gilipollas pechotabla se carcajeaba de mis dimensiones, mientras que, eso por lo

menos tengo que reconocerlo, a la mayoría les causé el mismo respeto que mi apariencia

suele causar entre quienes me ven en un sitio cerrado por primera vez.

Todos éramos hombres, cuerpos de obreros en paro, de individuos ya no demasiado

jóvenes pero todavía no demasiado viejos, en todo caso de una edad en la que uno ya no

debería estar pendiente de pasar por esas situaciones, por mucho que se disfrace de buena

idea. Había tipos callados que fumaban un cigarro apoyados en una esquina, vestidos con el

traje de alguna boda y esperando a conseguir unos duros en algo para lo que con toda pro-

babilidad tampoco sirven, pero por lo menos la prueba no consiste en cargar un camión de

escombros. La prueba es quedarse desnudo, enseñar sus cuerpos mal educados, abandona-
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dos a las huellas de la vida que han tenido que vivir, un poco encogidos de vergüenza, de

no saber dónde colocar las manos, al aire sus piernas cortas y peludas, su barriga floja y su

culo pequeño y muy apretado, de un blanco palido con pelos negros, como con un sarpulli-

do en la piel, un eczema propio de sitios oscuros, y la marca de la camiseta y del cuello

marcando la frontera del rigor social y el blanco íntimo que se conserva desde siempre.

Pero entre los que se prestaban a ser un representante anónimo y descuartizado del cuerpo

español contemporáneo también los había optimistas que sabían disimular sus verdaderas

razones, parecerle una idea genial o una contribución progresista al proyecto común de la

memoria física, como me dijo un tipo con barba que al cabo del rato hizo hilo conmigo y no

me dejaba en paz.

Cuando me llamaron ya no estaba para bromas. Y todo fue muy normal. Era en

efecto una sala de juntas con una mesa grande donde sólo había cuatro personas sentadas y

los cuerpos eran exhibidos en el rincón de los butacones y la mesita baja, junto a un lavabo

que hacía de vestuario. Los aspirantes entrábamos por la puerta del lavabo que daba al pe-

queño vestíbulo de la sala de juntas, antes de la segunda puerta doble que daba ya sí a la

sala de juntas. En el lavabo, cuando yo entré, había por lo menos cinco aspirantes desnudos

o en calcetines y calzoncillos, vistiéndose o desnudándose, cinco cuerpos vulgares. Por allí

ya se habían aireado setenta y tantos culos y un porcentaje más bien alto de calcetines su-

dados y calzoncillos con palomino, camisetas amarilleantes y zapatillas de deporte sin la-

var. En el vestuario de la escuela todos somos tan limpios y exquisitos que incluso el olor

de los productos de limpieza nos parece de baja calidad. A mí me daban arcadas. Y por

supuesto no me desnudé.

Lo que no puede ser es que vayas a una entrevista de trabajo y te reciban en el váter.

Yo que nunca he tenido en demasiado buen concepto mi profesión, no por supuesto hasta el
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punto de dar la vida por ella, como era el caso de Alfredo, ni siquiera hasta el más oficial y

doméstico de Rosa, dueña de un pequeño trozo de tierra en el mundo que había que defen-

der no con la vida pero sí con los dientes. En esa ocasión, sin embargo, metido en el váter

con un calzoncillo sucio colgado de una percha delante de mis narices, sí sentí como un

brote de dignidad profesional, una indignación no premeditada que de pronto descubría un

límite, igual que ciertos animales descubren por instinto en qué parte del cuerpo no quieren

ser acariciados. Yo esos valores del orgullo y por ahí los tenía desactivados porque hacía

mucho tiempo que no me sometían, aun con naturalidad y buena educación, a una bajeza de

aquellas características. Ni siquiera una salita privada, una secretaria que trae un zumo y

unas pastas por si queremos amenizar la espera con algo más aparte de las revistas del cora-

zón, y por supuesto tres o cuatro candidatos, una mujer hermosa vestida con gabardina, un

hombre que nos suena de haber visto su cuerpo en algún lado, quizá en un anuncio de mo-

da. Pero no una tropa de hombres guarros y nerviosos, enfermos y desesperados. Yo me

había metido allí. Había sido Alfredo pero también Rosita. Pero al final no había sido el

dinero sino las ganas de conocer a Julio Palomares, estar en su casa, mirarlo mientras traba-

jara sobre mi cuerpo. No quería tanto pasear por el atrezzo de una gloria más o menos justi-

ficada como ver de cerca el espectáculo de la plenitud, de un hombre que cree en lo que

hace porque hasta el momento esa fe le ha dado pingües resultados. Tampoco me creía ca-

paz de plantearle a Palomares el asunto de Alfredo. Si acaso, pensaba yo, se lo plantearía

después de unas cuantas sesiones, cuando estuviese obsesionado con mi retrato y necesitase

acabarlo por encima de todo, el momento de identificación absoluta con el objeto (tan típi-

co de los artistas con fe en sí mismos, muy dados a esos arrebatos tan pintorescos) en el que

cualquier sugerencia es un chantaje muy discreto. Yo soñaba con hacerme imprescindible


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mientras subía el ascensor y al abrirse la puerta me encontré un turba de gañanes, el grado

cero del poder.

Por eso, entre otras razones, a los modelos de escuela no nos gusta que nos hagan

fotografías, porque no hay apenas margen para ocupar nuestro propio terreno. Un actor

tiene tiempo mientras actúa, y un artista mientras trabaja, pero no alguien que posa en tan-

tas posturas sin asentarse en ninguna, y que tiene el tiempo de un fogonazo para rectificar,

porque entonces las únicas posturas posibles tienen que ver con lo más superficial o con la

imagen que sabes impresionante porque ya la has practicado más veces. El mejor modelo

del mundo no tiene por qué ser fotogénico.

Lo digo porque nada más entrar a la sala de juntas, todavía vestido, puse mis condi-

ciones. Cuando yo salí del váter, con mi traje negro y mi abrigo (con un bombín habría pa-

recido el hombre de los caramelos, así me parecía más bien al fantasma de la lotería de

Navidad) vi que la fotógrafa ya se había dispuesto con una rodilla en tierra delante del

espacio reducido que alumbraban los focos, más bien no se había movido desde la foto

anterior, y apoyaba la cámara sobre el muslo de la rodilla que no tenía en tierra y con la

mano libre daba una calada a un cigarro. Los miembros del jurado, un tipo repeinado de

unos cincuenta años y una mujer con gafas de galerista, más otro, mucho más joven, que

debía ser el secretario, tardaron en levantar la vista, y cuando lo hicieron sólo la mujer me

preguntó que qué quería. Fue un primer golpe bajo lo que me puso firme (con una firmeza

insólita en mí, que tiendo a huir de las situaciones si me pueden exigir una tensión de la que

mi sistema nervioso quizá no sea capaz): el no saber nada más verme que yo soy un

modelo, aunque llevara un abrigo hasta los pies. De modo que cuando la galerista me

preguntó que qué quería yo le dije, muy serio: he venido a una selección de modelos de

Julio Palomares. Ella, muy abiertos los ojos y la sonrisa falsa, me dijo que sí, que eso era lo

que había. Y yo le dije: ¿y puedo preguntar dónde está Julio Palomares? Ella bajó la vista
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dije: ¿y puedo preguntar dónde está Julio Palomares? Ella bajó la vista como si otro más le

hubiese preguntado lo mismo, y el cincuentón, que había escuchado la pregunta y la res-

puesta con una mano en la trabilla del tirante y la otra dando golpes en la mesa con un bolí-

grafo, se adelantó a explicármelo, como si pusiera su chaqueta en un charco para que la otra

pasara por encima de mí. Dijo: es que esto es una agencia de modelos; trabajamos, entre

otros clientes, para Julio Palomares. ¿Ah, sí?, dije yo, ¡pues, desde luego, he tenido muchas

entrevistas con pintores y ninguno me ha recibido en el váter y me ha citado a la misma

hora que a toda esa gente, que huelen fatal!. ¡Joder, y que lo digas!, terció la fotógrafa, rodi-

lla en tierra, pero el cincuenton recondujo su postura y se me puso un poco chulo. Oiga,

dice, esto es lo que hay, aquí no obligamos a nadie. Que pase el siguiente, dice, y baja la

cabeza y se pone a escribir con el bolígrafo. Pero entonces la fotógrafa se incorporó y yo

noté que entre ella y la galerista se cruzó el mismo pensamiento. La verdad es que esta or-

ganización es una mierda, Pascual, le dijo al cincuentón que ahora miraba con los ojos muy

abiertos, como estupefacto porque discutiesen su autoridad, que tampoco debía de tener

ninguna. Tú estás ahí pero yo me lo estoy chupando todo, joder, dijo, refiriéndose a los se-

tenta culos, a los ciento cuarenta huevos, al hedor general de quien no se ducha para traba-

jar, y luego, dirigiéndose a mí, trató de congraciarse. Es verdad, dijo, perdona, pero es que

Julio nos lo ha pedido como aquel que dice de un día para otro, y encima tampoco nos ha

dejado muy claro qué es lo que quiere, la verdad. La fotógrafa era bastante joven, con cara

de virgen. Tampoco vamos a ponernos a discutir ahora sobre lo que quiere o no quiere el

cliente, digo yo, dijo él, Pascual, pero las mujeres no parecían hacerle demasiado caso. La

galerista, que había escuchado la escena con una sonrisa cada vez menos forzada, suspiró y

dijo: es verdad..., y luego, dirigiéndose a mí, ella que al entrar me preguntó que qué quería,

me dijo ahora: usted es modelo, ¿verdad? Se lo acabo de decir, le dije yo. Es que creo que
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todos estamos un poco confundidos, dijo ella. Una cosa es lo que quiere Palomares y otra lo

que estamos buscando ahora. Ahora buscamos gente normal y corriente, no buscamos be-

llezones, ni gente demasiado alta ni demasiado grande, ni gente demasiado guapa ni dema-

siado interesante. Se trata de cuerpos vulgares. Por eso hay tantos, por eso estamos hacién-

dolo así. Pero vamos a hacer una cosa, si le parece bien. Usted nos deja su número y cuan-

do nos pongamos a hacer una campaña en que se necesiten cuerpos como el suyo lo llama-

mos, ¿de acuerdo? Era una mujer muy amable, pese a que fuera tan claro que me estaba

mandando a la mierda. ¡Pues déjelo estar porque yo no tengo tanto tiempo que perder!, dije

yo. ¡Buenas tardes!, dije, y me volví para marcharme por la puerta de doble hoja. Cuando la

abrí, oí una voz que me llamaba. ¡Oye, perdona!, dijo la fotógrafa, ya incorporada, pero

cuando me volví para ver qué quería me soltó un flash que me irritó. Perdona, maja, le dije,

pero a mí sólo se me hacen fotos previo contrato. Cuando estaba diciendo fo- me disparó

otra fotografía, y cuando cerré la puerta y caminé hacia ella y estaba diciendo que te he

dicho que no quie..., me tiró otra, y cuando llegué hasta ella sin otra opción que pisotearle

la cámara me miró muy seria, cubrió la cámara con los dos brazos y me dijo vale, vale, ya

está, con cara de no temer tampoco mucho por su cámara ni por ella misma, no así el cin-

cuentón, que otra vez sin saber qué estaba pasando se levantó de la silla y empezó a echar-

me de allí de malos modos. ¡Venga, ya está bien, váyase de aquí de una vez!. Yo aún tuve

tiempo de girarme hacia él y de mirarle con mi más infinito desprecio, momento que apro-

vechó la fotógrafa para tirarme una última foto. Perdona, perdona, dijo, tapándose la boca,

como si se le hubiera escapado. Yo me di la vuelta y me fui, y al salir creo que di un porta-

zo.
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Rosita sin embargo estaba la mar de contenta. Pues nada, fuimos las dos, nos hicie-

ron unas fotos y nos dijeron que nos llamarían, pero resulta que yo conocía a Paula, que

estaba en el tribunal de selección, una que yo conozco de cuando me hicieron esa escultura

en terracota que está en el museo de ciencias naturales. Y ella me dijo haceros las fotos si

queréis y si no no, porque pasaros os voy a pasar, pero chico, ya que estábamos allí tampo-

co era cuestión de ser más que nadie, por lo menos había que aparentar. Así que nos hici-

mos las fotos y oye, todos muy amables, así que no acabo de entender muy bien lo que me

cuentas, a mí nadie se me puso borde, y a mí aún puedes decir: claro, como tenía enchufe...,

pero a Lurdes sí que no la conocía de nada, yo le dije que era mi hija pero eso fue después,

y también daba lo mismo porque ya sabes que Lurdes tiene un cuerpazo, y Paula me dijo

¿ésa es tu hija?, ¿de verdad?, pues chica, que ni pintada, ya sabes, bueno no lo sabes porque

no se lo has visto, claro, pero Lurdes tiene un cuerpo que ahora gusta mucho, muy delgada,

siempre ha sido muy delgada, cuando dio a luz a Carmela se vio tan gorda que se quedó en

los huesos, ¡anda que no me dio disgustos ni nada porque yo decía esta chica se me ha vuel-

to anoréxica, recién parida...! Pero ahora esa delgadez es muy moderna, qué te voy a contar.

Así es que ayer ya nos llamaron que vayamos la semana que viene que nos harán el vacia-

do. Todo simplísimo, Güino, que yo no me explico cómo encuentras siempre en todo tantos

inconvenientes. Una foto, un pegote de escayola y dos mil duros para cada una, la ropa de

invierno que tenía que comprarle a la niña porque lleva la del año pasado y ya se le ha que-

dado pequeña, y sin tanta dignidad ni tanta leche, Güino, joder, que me ponéis enferma, tú

y el tontilán de Alfredo. ¿A ti qué más te da que te hagan una foto más o menos, a ver?

¡Cómo se nota que no necesitas el dinero!


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Entonces era invierno y yo había empezado ya con el proyecto, aunque sólo fuera en

la fase de pensar. Violeta cumpliría años en agosto, de modo que no podía ser un proyecto

invernal, no podía dejarme llevar por la estética de los crismas ni por el hogar con mantas

de lana sobre las piernas ni por los paisajes crudos llenos de soledad. Tenían que ser unos

dibujos veraniegos, sonrientes, luminosos, tenía que haber mucha diversión pasada luego a

tinta china. Ya lo había hecho una vez, cuando Violeta era pequeña, no tendría más de nue-

ve años, con el libro de inglés que llevaba en la escuela. En aquella ocasión dibujé unas

ilustraciones muy sencillas en la lección que se titulaba In the country. Le dibujé un caserío

vizcaíno con un prado en pendiente, y un gallinero con todas las aves domésticas, el cone-

jar, las cortes, el establo, la cuadra, el granero y el palomar, todo con mucho esmero antro-

pológico. Dibujé también al granjero y a la granjera, muy rectos, muy serios, muy ingleses,

y a los hijos y a la abuela, distribuidos en el piso de arriba del caserío como los animales en

el piso de abajo. Pero en principio la idea fue ilustrar el libro entero, y la idea secundaria

ver si podía presentar mis dibujos para alguna editorial de libros de texto, que siempre se

venden muchos. Entre unas cosas y otras vi que no me apetecía seguir con In the city, In the

family, In the school, In the wardobe, In the bathroom etc., así que me esforcé por terminar

con In the country y se lo regalé a Violeta.

Hasta que me decidí por el libro que ahora quería ilustrar para, diez años después,

hacerle a mi hija un regalo un poco más completo, casi todo el pensamiento de las horas de

trabajo estuvo dedicado a imaginar el tipo de dibujo, y fuera del trabajo a encontrar el libro

adecuado de donde lo pudiese copiar. Lo había convertido en genuina preocupación y los

problemas de Alfredo se me olvidaron enseguida, como aquel trabajo no hecho por el que

nadie te pide cuentas y se puede dejar sin hacer. Fueron días de recogimiento. Yo estaba

muy inclinado hacia la historia natural. Los bichos se me han dado bien desde pequeño,
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tengo los cuadernos del colegio infestados de todo tipo de insectos que copiaba de la enci-

clopedia, pero tampoco podía ponerme a dibujar un tomo de la fauna ibérica, no tendría

tiempo, nunca lo tendría, porque para las personas sin demasiado empuje pronto se hace

tarde, sus plazos de ilusionarse y de olvidarse son más cortos que entre los individuos vo-

luntariosos que reclama la sociedad. No podía embarcarme en nada exhaustivo porque me

quedaría exhausto y no lo terminaría. Ya cien dibujos, distribuidos con minuciosidad a lo

largo de unos cuantos meses, me parecían una barbaridad aun en la fase previa, cuando me

dedicaba a pensar en ello y a buscar modelos. Pero el tiempo se agotaba. Tengo escrito en

mi diario que cuando sucedió el desagradable incidente del polígono industrial ya no me

quedaba más que una semana para decidirme y empezar, y luego seguir todos los días sin

más descansos que los previstos de antemano.

Estos ejercicios de disciplina irracional, de someterse a un único pensamiento des-

plegado en muchas actividades pequeñas, el concepto de laboriosidad que se tiene cuando

al hacer una parte del trabajo se pierde la noción del conjunto y se limita uno a poner ladri-

llos sin pensar en el edificio entero, son ejercicios muy recomendables para un modelo,

tanto cuando está, como yo ahora, preparándose para iniciar la temporada, los primeros días

de posar, siempre tan peligrosos, como cuando ya está en pleno invierno y tiene los fascícu-

los claviculares del trapecio hechos unos zorros. En el acto de posar, como siempre es un

tiempo extenso con el mismo pensamiento, se puede profundizar bastante. En una mañana

puedes visualizar un dibujo entero, hasta en sus más imprevistos detalles, hasta casi los

retoques de cuando lo das ya por acabado, de modo que luego, por la tarde, si todo funciona

bien, si hay suficiente conexión entre la memoria y la mano, y con el ejemplo delante por si

no la hay, resulta ser un dibujo de un solo trazo, nada cogido y dejado y borrado y retocado,

sino ese primer y único impulso que te lleva desde el principio hasta el final.
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Pero, por otra parte, quería no ser serio. En el diario hay tachados muchos títulos de

libros que habrían subrayado mi vena macabra, mi vocación entomológica, pero este era un

trabajo para el verano, era lo que se dice un regalo entrañable, no visceral, no de dentro

afuera sino de fuera adentro, del sentido del humor al encanto, de la minuciosidad al sacri-

ficio, de la pulcritud a la delicadeza. Aunque tampoco podía ponerme cursi. Tampoco podía

volver a dibujar The farm y dárselo como se da el paquete de tabaco que uno salió a com-

prar hace muchos años. Tampoco era el caso, sólo llevábamos dos años separados y yo en

ningún momento dejé de ingresarle la pensión ni de pasar con mi hija los fines de semana

que me marcó la juez. En el diario están también marcados los sitios adonde se me ocurrían

las cosas. Uno de los libros que más cerca estuvieron de convertirse en definitivos es el de

Charles Lamb Jr., Fabricación Británica, uno de los pocos libros que podrían agregarse a

una hipotética Biblioteca del modelo que aún está por hacer, libros escritos por nosotros,

que traten sobre nosotros. Puestos a hacer un regalo tan solemne, me parecía legítimo mos-

trarle a mi hija un recuerdo de alguno de mis auténticos antepasados. Alfredo siempre me

decía que él era miembro de una larga dinastía de modelos en los que la paternidad había

sido sustituida por la maestría, y que yo había empezado muy bien para formar parte del

árbol genealógico desnudo pero ya me había echado a perder, tan joven.

Fabricación británica es un tomito encuadernado en octava, publicado en la edito-

rial de Henry Frowde, Oxford, en 1858, veinte años después de que sucediesen los aconte-

cimientos que narra en él Charles J. Lamb. El título, en inglés Made in England, se refiere a

un cañón de artillería que en 1837, en plena guerra carlista, Charles J. Lamb tuvo que
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transportar, acompañado de un burro, a través del altiplano crudo del interior, al otro lado

de las últimas estribaciones de Maestrazgo. El librito se centra sólo en ese viaje, aunque

con frecuencia se separa del hilo conductor, de la epopeya del cañón, para contar todo tipo

de reflexiones estéticas disparatadas sobre los dibujos que en mitad del viaje pudo hacer de

los paisajes, de los muertos que quedaban después de las batallas y de los dos compañeros

de viaje, una monja y un joven carlista vasco.

La historia no tendría mayor trascendencia de no ser porque muchas de las anota-

ciones se refieren a estudios no del todo descabellados sobre las diferentes disposiciones de

los músculos en un modelo vivo, en un modelo muerto y en un modelo vivo que parece que

está muerto, y él mismo acabaría siendo retratado, a los ochenta y tantos años, con un as-

pecto que no deja claro si está vivo o está muerto, por su compatriota el pintor inglés José

Stratfod Gibson. Es un retrato de 70x130, bastante grande, que a veces, cuando van rotando

las existencias del sótano de este museo, cuelga en un rincón de la planta de abajo, y que

estuvo bastante tiempo expuesto en la colección Viajeros ingleses del XIX que organizó el

Museo Romántico.

El retrato de Charles Lamb es el único, que yo sepa, que nos queda de él. Es un

hombre de unos ochenta años, vestido con un uniforme carlista de la guerra del 37, destro-

zado de llevarlo puesto medio siglo. Tiene ese patetismo de los que guardan la compostura

sobreponiéndose a su aspecto andrajoso, exhibiendo lo que tiene de sincero valor. Está sen-

tado en una silla de un amplio pasillo blanco, un blanco verdoso, desabrido, blanco de ma-

nicomio, con puertas a los lados y tres o cuatro diminutas monjas negras que se deslizan

cabizbajas por el fondo.

Pero en su libro hay unas cuantas estampas muy románticas que a mí me hubiese

apetecido ilustrar en el libro que le regalé a Violeta. Charles no sabía que aquel cañón podía
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ser su perdición. Estaba entusiasmado con lo pintoresco de aquel ejército de grandes boinas

rojas, de grandes bigotes y grandes ideales. Había recorrido medio continente, en el peor de

los casos, para morir por una causa perdida, o dibujando con aljezones carbonizados el pai-

saje después de la batalla. Por otra parte su castellano se reducía a unos cuantos versos clá-

sicos que aprendió en el viaje de memoria, en la idea, muy romántica, de que no sólo servi-

rían para entenderse sino que le concederían un prestigio suplementario al de ser un ciuda-

dano inglés. Se vio perdido, poco después de partir, en un paraje tétrico con hedor a humo

de hierro, a sudor de bestias y cadáver en el barro, donde sólo se distinguen a lo lejos silue-

tas que han huido de la muerte, o que ya son parte de ella. A los dos días de marcha, carga-

do el burro con el cañón, Charles Lamb había tomado apuntes al agua de casi todos los pai-

sajes y tomado notas sobre las formas y los colores, muy interesantes desde el punto de

vista técnico, pero al tercer día encontró los cuerpos de cinco soldados carlistas. Cuenta que

después de retratar a dos o tres soldados muertos se puso a dibujar a uno que tenía los mús-

culos tetanizados, y pese a que permanecía inmóvil y con los ojos abiertos y las mandíbulas

muy envaradas, había en él un rasgo que según Charles Lamb no concordaba con la teoría

muscular de los cadáveres: el músculo triangular había descendido la comisura de los labios

y estaba traccionando el extremo inferior del surco naso-labial, y el resultado era una ex-

presión de tristeza inconcebible en quien ha sido sorprendido por la muerte y tiene tan rígi-

do el resto del cuerpo. Lamb lo descubrió cuando estaba ya terminando el retrato. Ese hom-

bre estaba vivo. O medio vivo, porque, cuando Charles logró reanimarlo y pudo calmar sus

ataques de horror con un poco de laúdano, el soldado siguió creyendo que estaba muerto, y

dedicó el resto del viaje a charlar con sus compañeros desaparecidos cada vez que Charles

no sabía qué camino seguir.


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El tono de Fabricación Británica es el de un libro de viajes con aire gótico, el testi-

monio de quien busca una razón estética para empezar de nuevo, y sustituye los pinceles

por fragmentos de metralla, y los colores vivos por el negro del carbón y el óxido del hie-

rro. Acabada la guerra, Charles Lamb ya nunca regresó a Inglaterra. En el libro cuenta que

se instaló en el Maestrazgo y se dedicó a pintar, pero nada que justifique su postura en el

retrato de Statford Gibson que aquí se conserva, ni el uniforme carlista, ni el mirar enloque-

cido, ni el blanco verdoso del hospital. Tampoco tenemos ningún cuadro suyo que nos ayu-

de a saber cómo pintaba. Tan sólo ha quedado un curioso estudio sobre los músculos facia-

les de los muertos y una romántica descripción de los paisajes. Yo le tengo mucho afecto a

Charles Lamb, pero decidí que no era el suyo un libro edificante para una muchacha que

estaba empezando a vivir.

Cuando volví a la escuela, después de aquel recado tan embarazoso, Alfredo apro-

vechó un momento en que nos quedamos los dos solos en el vestuario y me preguntó en

voz baja qué tal me había ido con Palomares. Yo le dije lo que había pasado. Yo siempre

digo la verdad, aunque para decirla imagine muchas mentiras. Pero tengo la desgracia de

que la gente no se cree mis verdades, o se las toman a mal. Vale, vale, muchas gracias por

las molestias, me dijo Alfredo, pero en contra de lo que yo me temía ya no volvió a pregun-

tar. Anduvo unos días mohíno, parado por las esquinas, deprimido. Yo inicié conversación

un par de veces con él, un día que Javier Bidón pasó a su lado y lo llamó molde perdido, y

Alfredo se giró pero no lo llamó beocio ni baldragas sino que se limitó a sonreír y continuó

con los suyo. Entonces intenté saber qué le pasaba pero Alfredo no me dijo nada.
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Ahora es muy fácil poner explicación a las imágenes, pero entonces tan sólo vimos

que Alfredo estaba todavía más raro que de costumbre. Yo me había imaginado varios me-

ses dando la paliza con Palomares, y me sorprendió que no volviese a mencionarlo, pero

era tan gratificante no escuchar sus miserias que fui esquivando los encuentros a solas y los

días en que al salir de la escuela podíamos caminar un rato juntos hasta la Plaza de la Paja.

Se lo tiene merecido, decía Rosita, pero lo decía sin maldad, como la constatación de algo

que ella y yo y Bidón y los demás evitábamos, apartarnos por completo de la gente, optar

por un aislamiento que era su obligación mantener también en los peores momentos. Si

cuando estaba contento no perdía ocasión de maltratar a la gente, cuando estaba triste no

podía esperar nada de nadie. Además, según opinión generalizada, Alfredo era un facha de

mierda.

Un martes de finales de febrero Alfredo no vino a trabajar. En él era muy raro, tenía

un sentido castrense de las obligaciones laborales. En las huelgas previas a nuestra conquis-

ta del subalternado era él el único que acudía al tajo, y posaba sus horas reglamentarias aun

en aquellas clases en las que el profesor y los alumnos se habían solidarizado con nosotros

y habían venido a manifestarse a la plaza del Ayuntamiento. Todos notamos su ausencia

pero en principio ninguno le dimos importancia, quiero decir que no le dimos importancia a

las consecuencias, por graves que fuesen, de que Alfredo no viniese a trabajar. Alfredo no

tenía teléfono y jamás había invitado a nadie a ir a su casa. En la secretaría de la escuela

estaba su dirección, pero a mí no me apetecía viajar hasta el barrio de Tetuán para ver si

necesitaba algo. Rosita ni siquiera se lo planteaba. Bidón se limitó a decir que ya llamarían

los vecinos cuando hubiese olor en la escalera. Los demás, todos modelos jóvenes y sub-

contratados, están al margen de lo que nos ocurre a los modelos fijos.


63

Un sábado por la tarde me fui de paseo por la ciudad y casi sin proponérmelo mis

pasos me llevaron por Bravo Murillo hasta el barrio de Tetuán, unas cuantas manzanas en

la vertiente izquierda de la calle que tienen todas nombres de flores. Son casas bajas, como

de barrio obrero andaluz, que descienden en cuestas ligeras hasta la Dehesa de la Villa. Al

lado de la Huerta del Obispo, en la calle del Aligustre, está el piso donde Alfredo vivió la

mitad de su vida sin que ningún compañero de trabajo, y quién sabe si ningún amigo, pisase

por allí jamás. El piso estaba cerrado, un primero derecha de techos bajos y puerta gris con

muchas manos de pintura, pero en la escalera no olía a muerto. La estaba fregando una se-

ñora con aspecto de portera. Le pregunté y me dijo que no, que era la vecina del bajo, que

en esa casa no tenían portera, y que si quería tener limpio por lo menos el rellano lo tenía

que fregar ella. Le pregunté por Alfredo. Hace lo menos ocho días que no le veo, dijo. Pero

se la veía desconfiada y entonces traté de explicarle que Alfredo y yo éramos compañeros,

que estaba preocupado por él. Luego me arrepentí de haber dicho tanto, aunque no creo que

sin ese exceso de confidencia, que a la señora le encantaba, hubiera podido entrar en su

casa. ¿Ha llamado usted al primero izquierda? Allí la señora Engracia tiene una llave por-

que entra todas las semanas para limpiar, dijo la señora, en un nivel de confidencia casi más

imprudente que el mío. Llamamos al primero izquierda pero tampoco había nadie. Igual se

ha ido a comprar, me informó la vecina, o no lo escucha a usted porque está un poco sorda.

Aporreé la puerta con excesiva contundencia para el material con que estaba hecha, casi

meto una falange entre el contrachapado. Allí no contestaba nadie.

Al rato volví y la vecina del bajo me abrió la puerta nada más aparecer mi sombra

por el portal. ¡Entre, entre, que ya ha venido la señora Engracia!, me dijo, con tono costum-

brista y popular. Volvimos a llamar al primero izquierda y abrió una mujer muy enlutada y

diminuta, con el moño muy recogido. Era una de esas ancianas tan frecuentes en Madrid
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que a los ochenta y tantos años se siguen pintando los labios a diario para dar un paseo y

tomar chocolate con las amigas, y no resulta patético sino muy digno y muy discreto. La

mujer, además, conservaba la cabeza en su sitio, tenía un modo muy pulcro de hablar que a

la vecina del bajo, que no dejó de fisgar en ningún momento y de ofrecernos su colabora-

ción, le imponía respeto hasta el punto de repetir con los labios un resumen mudo de lo que

decía la señora Engracia. Pues yo también he notado que no andaba por casa, dijo la mujer

pintada, pero, si le digo la verdad, tampoco me he atrevido a entrar. Alfredo es una persona

muy reservada, yo por mí misma no me habría atrevido a entrar. Ahora bien, si usted dice

que es su compañero de trabajo... Él estar desde luego no está, porque si no lo habríamos

notado, y morirse tampoco se ha muerto, porque cuando se murió la vecina del segundo,

¿verdad Paqui?, lo notamos enseguida, y cuando me muera yo también lo notarán, dijo,

subrayando la broma con resignación. De todos modos, dijo la señora, ¿no sería más co-

rrecto que llamásemos a la policía? A la mujer le bastó con mi anuencia y algunas buenas

palabras para decidir que yo era un hombre fiable. Suele ocurrir con las mujeres mayores.

Tienden a fiarse de mí.

Alfredo debió de comprar ese piso hace más de treinta años, unos sesenta metros

cuadrados, el salón comedor, dos habitaciones, cocina y baño, todo muy agrupado con un

pequeño pasillo, más ancho de lo normal, que hacía las veces de recibidor. Los muebles

eran viejos, de mala calidad, pero se conservaban en buen estado. El armario colonial en el

comedor, con un televisor y un mueble-bar abatible y estantes con puertas de cristal bisela-

do donde se guardan los juegos de café. El tresillo de eskay marrón cubierto por una manta

de estrellas, las sillas torneadas, la mesa camilla junto al balcón, la mesa grande de comer

entre el sofá y la tele. La habitación con cama de matrimonio y un armario de tres cuerpos,

y un comodín con un espejo picado donde reposan algunos retratos. Alfredo en la mili, en
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posición de descanso, sosteniendo el mosquetón y con la gorra un poco ladeada. Alfredo

detrás de Antonio Bienvenida en el patio de cuadrillas de la plaza de toros de Las Ventas,

en una foto de Antonio Bienvenida con otra persona que no es Alfredo. Alfredo, con sonri-

sa descompuesta, recibiendo un premio de caza. Alfredo vestido de cazador. Alfredo en

otra foto de Las Ventas, al lado de una mujer con aspecto extranjero, con sombrero blanco

y unas gafas como las de Matías Prats. En el baño, salvo los productos que usamos todos

los modelos, estaba el infame botellón de Varón Dandy for men con que Alfredo ha perfu-

mado el vestuario durante los últimos cuarenta años. La cocina la había dejado recogida,

con una sartén y un plato dejados a escurrir junto a la pila del fregadero. La otra habitación

tenía una cama de cuerpo y medio, vestida y cubierta con una colcha de cuadros, una mesa

pequeña junto a la ventana con un par de libros, uno de caza y pesca y otro el Diccionario

de insultos de Pancracio Cerdán. Esta habitación también tenía un armario de luna que no

abrí, y me hubiese gustado porque yo esperaba encontrar dentro (la verdad es que esperaba

encontrarlas por toda la casa) las reliquias del modelo, las fotos de sus estatuas, las de su

cuerpo cada año, igual que tengo yo en un álbum y también Rosita y en general todos los

compañeros. A fin de cuentas, yo también las tengo guardadas en un armario. Miré sobre

las mesitas de noche, por si había dejado alguna nota, pero sólo había, arriba, una foto de

un niño en blanco y negro metida debajo del cristal, un niño que mira como asustado enci-

ma de un triciclo, yo diría que allá por los años cincuenta, junto a la lamparita y un desper-

tador de cuerda y un cenicero de zinzano. Junto al armario de luna había un armero de re-

glamento pero estaba cerrado. Volví al escritorio diminuto, debajo de la ventana, y cuando

pasé las hojas de los dos libros de caza y pesca con el dedo gordo, sólo por si había papeles

dentro, levanté la vista y vi la estatua de un obispo fundido en hierro presidir los jardinci-

llos de la calle de atrás, una estatua bendicente sobre una peana de piedra que hay dentro de
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un jardín minúsculo rodeado de setos que, salvo por el lado donde se entra, sobrepasan a la

escultura, de modo que sólo desde la perspectiva que se ve desde la ventana de Alfredo

puede verse de frente y completo al obispo Guridi, 1881-1936, caído por Dios y por Espa-

ña.

En el piso no había nada. El vacío lo había penetrado como si llevase muchos años

sin habitar, a pesar de que aún quedaban unos restos de queso florecido en el frigorífico. Lo

único reciente es que no había en toda la casa una mota de polvo. La señora Engracia le

pasaba un trapo desde hacía años, pero siempre lo pasaba cuando no estaba él, de modo que

tampoco por eso lo había echado en falta. Al marcharme le dejé a la señora Engracia una

tarjeta con mi número de teléfono, por si Alfredo aparecía. Salí de allí como con frío, como

se sale de una iglesia vacía, de un panteón familiar. Me acerqué a ver la fecha en la que se

erigió al mártir de hierro del parquecito pero no me terminó de sacar de dudas. No sabía si

Alfredo se compró el piso antes o después de 1965. Pudo ser antes o después, porque el

vaciado llevaba un sospechoso V.B. grabado en la peana.

Recuerdo que era sábado porque no pude esperar al lunes, preocupado como estaba,

para compartir el problema con Rosita. La llamé para que fuésemos a tomar unas gambas a

La Paloma y le conté lo sucedido. Rosita dijo que si ella hubiese sido yo no habría entrado,

porque con lo que Alfredo era, si se enteraba, que se iba a enterar, porque le había metido

en casa a todas las vecinas y se tenía que enterar, era capaz de denunciarme por allanamien-

to de morada. Rosita no se daba cuenta de la situación. Se habrá ido, dijo. Estará en la pla-

ya. Alfredo es así de burro, igual le dolían los riñones y se ha ido a un balneario sin pedir la

baja.

Pero yo no me quedé tranquilo. Y era raro porque Alfredo me importaba poco. Era

más bien la sensación de ser el único que sabe algo, de acostarse casi seguro de que alguien
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está a punto de cometer una barbaridad. Pero yo no tengo dotes de detective, ni tampoco

hubiese sabido por dónde empezar, al menos de una manera discreta. Sólo se me ocurría

poner un anuncio en la radio, Alfredo escuchaba mucho Radio Nacional, la cadena de Todo

Noticias, un aviso de socorro, se ruega a don Alfredo Bayo, que viaja en estos momentos

por las carreteras de Burgos, se ponga en contacto con el número tal por asunto familiar

grave. O bien, más propio, un aviso de búsqueda, ha desaparecido de su domicilio don Al-

fredo Bayo, de unos 65 años, alto, con dificultades para caminar, viste un traje color verde

manzana y un abrigo gris. Y tiene perturbadas sus facultades mentales, añadió Rosita, que

se tomaba el asunto a cachondeo. ¿Cómo buscas a alguien que se ha pasado la vida dicien-

do que un día iba a hacer una barbaridad?, decía yo. Cuando alguien sale de su casa con una

escopeta de cazar conejos y no está en sus cabales no llamas a un detective sino a la policía,

decía ella.

Nos divertimos mucho bebiendo cañas e imaginando quién pudo ocupar alguna vez,

aparte de él, su cama de matrimonio. Y también la otra, la de cuerpo y medio. Rosita lo

conocía de antes que yo, de cuando ella entró en la escuela, en el año 68, con diecisiete

años recién cumplidos, pero entonces Alfredo vivía ya en Tetuán, y nunca nadie de la es-

cuela llegó, que ella supiese, a ir a su casa, salvo quizá, teniendo en cuenta que se llevaban

como un amo y su perro, el viejo Barrachina. Si había tenido mujer, si había tenido un hijo,

si había vivido con su madre, si no había vivido con nadie o todos se habían muerto, no era

más que la impresión que a mí me habían dado los muebles, pero nada de lo que Rosita

hubiese podido nunca sospechar. Créeme, Güino, Alfredo ha sido toda su vida un insocia-

ble.

A la mañana siguiente nos olvidamos del asunto, lo dejamos envuelto en los vapores

de una conversación que había ido demasiado lejos, que había estado bien pero sobre la que
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no merecía la pena insistir. Y así estuvimos varios días, recuperándonos de la borrachera,

los serratos destrozados por el humo de los bares y frío que me había dado en los riñones de

dormir desnudo. Pero tampoco hicimos nada por averiguar dónde coño se había metido

Alfredo. Fue él quien un par de semanas después me llamó por teléfono a mi casa para pre-

guntarme, en un tono muy dócil, si por favor podía ir a buscarlo al cuartel de la guardia

civil de Astorga, provincia de León, y que por favor fuese a su casa, le pidiese la llave a la

vecina de enfrente, la señora Engracia, y que cogiese del cajón de abajo de la mesita de la

derecha del dormitorio de la cama de matrimonio la cartilla de la caja de ahorros, y que se

la llevase cuanto antes para pagar la fianza y volver a Madrid. Le pregunté qué le había

pasado, pero él me dijo que no podía decirme nada más, que por favor que fuese. A Rosita

esta vez la idea de ir a su casa le pareció muy bien.


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III

El tiempo primero se puso bien y luego mal, es lo que se llama los araboques de

marzo. Un día estás tomando el sol en la terraza en camiseta de manga corta y al día si-

guiente te tienes que volver a poner el abrigo. Cuando fui a casa de Alfredo hacía una tem-

peratura estupenda, daba gusto ir paseando por Rosales aquel sábado con todas las señoras

que estrenaban sus conjuntos de entretiempo, y al día siguiente también en las terrazas de

La Latina, brindando al sol Rosita y yo con nuestras cañas. Pero el lunes de repente se giró

frío y la ciudad amaneció más gris que de costumbre y mucho más desapacible. Cuando salí

de casa para ir a la escuela eché de menos los guantes. De la sierra venía un airazo que te

cortaba la cara, las flores recién salidas se deshojaban, parecía un otoño infantil. Y en la

radio avisaban de temporales de nieve en la mitad norte de la península, por encima de los

ochocientos metros. Mal momento para ir a rescatar a nadie, pensé yo entre mí, cuando

fuimos Rosa y yo de nuevo al piso de Alfredo a recoger la cartilla de ahorro. Rosamari, le

dije, de vez en cuando le digo Rosamari, nadie se lo dice pero a mí ella me lo admite, es
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como si nos diese más cofianza, como si al decirlo quedase patente que somos más amigos,

Rosamari, le dije, tú te tienes que venir conmigo. Pero ella empezó que si la nieta que no la

podía dejar con nadie que si Alfredo es un facha que si en León tiene que hacer un frío de la

muerte. Rosa esto lo hace porque reclama su derecho a que le den jabón, y más tratándose

de Alfredo.

El fin de semana no había tenido importancia, borrachos nos habíamos dicho mu-

chas cosas pero ninguna tenía trascendencia, como suele suceder, aunque Rosa no está tan

de acuerdo con eso. Puede parecer que todo lo hace por deporte y porque ella es así de mo-

derna pero luego se lo calla todo y se lo guarda, y si te descuidas, mucho tiempo después,

en una discusión sin importancia, te saca a relucir lo que aquella noche dijiste cuando está-

bamos los dos en la barra del Mono, a las seis de la mañana, una noche que había podido

librarse Rosa de la nieta y necesitaba salir a estirar las piernas y me llamaba para tomarse

unas copas conmigo, que soy muy buen conversador porque escucho a la gente y para ella

estoy siempre disponible. Me dijo que conste, Güino, que yo no voy a León por el mama-

rracho ese, eso que te quede claro. ¿Y entonces por qué vienes?, dije yo, haciéndome el

idiota. Pareces idiota, Güino, me dijo ella, y los dos estábamos de broma, pero era una de

esas bromas en las que ninguno sabe muy bien en qué consiste la broma, al menos no sabe

qué fragmento de broma le corresponde al otro tomar, sobre todo si después añade Rosa:

necesito descansar, Güino, estoy muy delicada de la espalda, mi nieta me tiene baldada, y

mi hija me va a sacar un día de estos de mis casillas, así por lo menos hacemos turismo y

nos pagamos un hotel, y descansamos.

Pero aquello había que hacerlo rápido. Alfredo estaba en una celda del cuartel de la

guardia civil de Astorga, no podíamos dilatar los preparativos. ¿Pero no dice siempre que

como con la benemérita no se está en ninguna parte?, decía Rosa.


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Decidimos salir al día siguiente, yo me ocupé de ir a la estación de trenes a sacar

dos billetes de ida y vuelta, y Rosa de explicar por qué la escuela se iba a quedar una sema-

na sin modelos. Tan sólo quedaba Bidón, aparte de los interinos, pero los modelos no pue-

den ser sustituidos así como así. Rosa lo tenía fácil porque convenció a Pilar Guijarro, que

le come en la mano, de que durante una semana posase su hija Lurdes en vez de ella, así se

iba entrenando para cuando le diesen la plaza fija. Yo procedí por el conducto reglamenta-

rio: llamé a Remedios a la clínica y le pedí que me firmase una baja. Tampoco era tan raro

que varios modelos enfermasen al mismo tiempo y todos juntos padeciesen el mismo ata-

que de astenia, como en el fondo era, y más con este clima tan incierto.

En el fondo es más fácil prescindir de nosotros que sustituirnos. A mí me tocaba es-

tar toda la semana con las explicaciones de Pilar sobre los oblicuos mayores, en mi caso

anegados por la grasa. Ella nunca me pidió que adelgazara, en su lugar hizo algo que a mí

me parecía un poco humillante pero bastante justo. Colocaba a mi lado una estatua de ala-

bastro de tamaño natural con el doríforo musculoso y explicaba las diferencias a los alum-

nos, el borde prominente del relieve que se interrumpe cuando las fibras musculares conti-

núan con las aponeuróticas del mozo griego era comparado con mis lorzas fofas, y eso a

Pilar le resultaba muy interesante y a mí muy incómodo, pero ella, por lo menos, podía se-

guir sola con la estatua si mi cuerpo no estaba.

Ese martes estuve muy ocupado. Ya que viajábamos al norte, pensé, después de sa-

car a Alfredo de la cárcel y facturarlo a Madrid Rosita y yo podíamos hacer alguna excur-

sión turística por la comarca de la Maragatería, que tiene una gran tradición esotérica. Así

que se me fue la tarde buscando mapas de la zona, prospectos de casas rurales, guías de

hoteles y restaurantes y libros de autores leoneses. Miré a ver lo lejos que estaba Astorga

del Bierzo, por si pudiésemos hacer distintos itinerarios. A mí llévame a un sitio donde se
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esté caliente y déjame de andadas, dijo Rosita. Si quieres un poco de turismo bien, pero ni

tú ni yo estamos para caminatas, y tú menos que yo, Güino, y tú menos que yo. Además,

sin coche no podemos viajar. Y no vas a ir con el tren de pueblo en pueblo, a estas alturas, a

todas horas con las bolsas... Yo ni me atreví a decirle que había imaginado un viaje con el

tren hullero, que lo quitaron porque ya no era rentable pero luego han aprovechado la vía

estrecha para hacer un circuito turístico que tiene que ser muy atractivo. Yo por si acaso

compré de todo, aun sabiendo que no nos moveríamos de Astorga. Con el temporal que

anuncian por la tele, Güino, cómo te vas a ir al monte, si está nevando por encima de los

ochocientos metros, si en Astorga tiene que hacer un frío espantoso...

De momento ella se trajo una maleta como si se fuese a la emigración. ¡Pero dónde

vas con eso, mujer!, le dije nada más verla bajar del taxi en la estación de Méndez Álvaro.

¿Es que tú no escuchas las noticias?, dijo ella. En León se están muriendo de frío. Esta ma-

ñana han dicho por la radio que había cuatro dedos de nieve y varios mendigos se han que-

dado tiesos. ¡Ya veremos a ver qué sitio me has buscado, de momento yo me traigo el es-

quijama de termodactil! Y recuerdo que dijo lo del esquijama y yo me vi metido en una

frecuencia de conversación distinta, en un tono doméstico que no tenía nada de fascinante.

Era un principio del asco que da la confianza, si no asco sí empalago, empleo de vulgarida-

des íntimas, léxico corporal, como esas personas para quienes la amistad y la confianza

significan hablar sin tapujos de un forúnculo que les ha salido. El esquijama era el forúncu-

lo gramatical, la mota en la nariz, el barnizado defectuoso, el registro vulgar de nuestra vida

en aquellas circunstancias. Rosita es una gran profesional y domina su cuerpo como le da la

gana, y su voz y sus modales. Ella también quiso ser actriz, y habría podido conseguirlo de

no ser porque tuvo a Lurdes demasiado pronto y decidió, con esa responsabilidad precoz

que la caracteriza, buscarse un futuro más sedentario. Pero siempre ha tenido una inclina-
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ción a la línea recta que le impide meterse en gastos imaginativos. Qué más le daba a ella

que alquilásemos un apartamento de turismo rural en un pueblecillo del Valle del Silencio,

y que saliésemos por las mañanas a pasear por el monte, y comprásemos una hogaza de pan

y un chorizo de ciervo en el refugio de cazadores que hay en el pueblo y lo echásemos al

morral para comérnoslo junto al río, en otro refugio para caminantes. Ella no. Ella tenía que

ir a un hotel con calefacción central y por eso había cogido también, por si salíamos a dar

un paseo por la ciudad o a visitar los monumentos, unas bragas de felpa y unos calcetines

gordos, y unas mallas de lana para llevar debajo de los pantalones. Y estábamos en el andén

enorme y blanco de Méndez Álvaro vestidos para viajar a lugares distintos, ella para recluir

su paz en un hotel con tostadas en el desayuno, yo para ser, como dice mi hija, peregrino en

la ermita de un santo que nadie conoce. Ella con las deportivas de plataforma y un plumífe-

ro gris que le llegaba hasta los pies. Yo con las botas de monte, los pantalones de pana y la

guerrera, y un gorro con orejas forradas de borreguillo, como el que llevaban los guerrille-

ros en Luna de lobos, una novela que le mandaron leer a mi hija en la escuela. Pero todo lo

salvaba esa excesiva confianza (y sus dotes de mando), y entre uno y otro nos estaba pa-

sando desapercibido que teníamos una desagradable misión que cumplir, un engorroso trá-

mite con la justicia, y que tendríamos que ver a Alfredo con cara de darle el pésame, y que

tendríamos que escucharle y animarle mordiéndonos los labios para no mandarlo a casa sin

contemplaciones, escuchar su triste historia y vivir nosotros la nuestra.

Rosa y yo no habíamos hablado nunca en un autobús. Es distinto tomar copas, em-

borracharse incluso, o sobre todo comentar en el trabajo nuestras incidencias cotidianas, un

resumen de nuestros problemas, que ir los dos en un autobús que atraviesa Castilla la Vieja

durante seis horas de traqueteo en un asiento estrecho donde no te caben las piernas. A Ro-

sa le gusta mucho hablar y es como si en vez de pensar hablase, un poco descoordinada, de


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todo lo que pasa por su cabeza. En eso se parece mucho a Remedios, mi ex mujer. Yo diría

que demasiado incluso. A lo mejor todas las mujeres que conozco se parecen demasiado, o

siempre me arrimo a las mismas, o mi presencia les hace ser así, mi silencio las incita a

combatir el suyo con pensamientos en voz alta. De adolescente tuve complejo de confesor,

de amigo íntimo que nunca se come una rosca. Pero en el caso de Rosita, al contrario que

Remedios, porque Rosita es más llana, más clara, no tan histérica, en el caso de Rosita el

estar juntos determina la conversación y el estar juntos mucho tiempo, aislados del mundo

en un coche de línea que se metía por los túneles como si viajásemos hacia un país muy

escabroso, determina que la conversación de Rosa recurra mucho a problemas menores,

porque los mayores se resumen enseguida o están ya muy hablados. Quiero decir que no

hablábamos de Alfredo porque ya habíamos hablado bastante todos esos días, y ahora los

comentarios eran suaves como los hilos de la luz, combados y monótonos, según los veía

meterse en la gran boca de Rosita cuando la miraba de perfil junto a la ventanilla. De vez

en cuando, por el vicio de volver a la realidad, Rosita decía algo así como: pues a Lurdes lo

más seguro que la van a renovar el contrato en El Corte Inglés, pero ahora resulta que tiene

que operarse de un quistecito que le quedó en un ovario después del parto de la niña, y a mí

aquello me sonaba un poco como lo del esquijama, como si Rosa se me acercase demasia-

do, como si la niña o el bultito en los ovarios o las bragas de felpa, con ser un acto de con-

fianza, me llegasen a irritar, me pareciesen demasiado chabacanas. Uno viaja para salir de

donde estaba, y Rosita la primera. Yo a Rosita la quiero mucho pero no soporto esta manía

suya de reducir el mundo a la constante reivindicación de clase. Sé que tiene razón, sé que

suya es la realidad, y suyo es el mundo, pero a mí me desconcierta, me desilusiona. Rosa es

estupenda pero a mí me cabrea, y porque cuando me descuido caigo yo también en ese to-

no, me gusta ese tono pero no me gusta que me guste, en cuanto me descuido Rosa y yo
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parecemos dos viejas de tertulia, y eso me da placer y me disgusta, escucho a Rosa y sólo

veo sus arrugas en el cuello. Hablábamos del bultito de Marilurdes y cruzábamos los túne-

les que nos llevaban al invierno.

Hubo un momento en que si no hubiese tenido la gran capacidad de contención que

tengo me habría puesto colorado. Cuando el autobús del Alsa paró a tomar un café y a esti-

rar las piernas en la localidad de Villardefrades, entramos en la cafetería y yo me pedí un

vaso de vino y unos torreznos y Rosita una ración de bacalao al pin pin. Era un abadejo

grasiento y reseco con una especie de ungüento blanquinoso, y a eso Rosa lo llamaba baca-

lao al pin pin. Al principio lo de pin pin me hizo gracia, al fin y al cabo una catetada más de

Rosa, que no ha salido nunca de Lavapiés, pero cuando se lo repitió al camarero, y el cama-

rero la miró con sus ojos de no dormir, su insistencia exagerada me hizo sentir un poco vio-

lento. Una cosa es una broma y otra es hacer la risa. Y había que cuidar los detalles. Si no

íbamos a comer chorizo de pueblo en las aldeas tampoco podíamos meternos en un restau-

rante caro y pedir bacalao al pin pin. Yo no le dije nada, era una tontería, corregirla hubiese

sido maleducado por mi parte, y demostrar lo que me fastidian esos fallos lingüísticos tan

delatores quizás hubiera ofendido a Rosa, como a cualquier persona, por muy amiga que

sea, que la llames cateta o te avergüences de ella. Rosa lo repetía muchas más veces de las

necesarias, y a todo volumen, una vez llamó al camarero con cara de no haber dormido, que

estaba casi al otro lado de la barra, bueno no tanto pero sí lo suficiente para que la oyesen

los pocos viajeros que habían bajado del autobús, y le dijo: perdona, perdona, ¿no tendréis

por aquí la receta del bacalao al pin pin?, y yo me sentí morir, pero pude contenerme. Yo

como si nada, muy entero en todo momento.

Cuando subimos al autobús cambió de tono, como si se hubiera terminado el recreo.

Volvíamos a los hilos combados de la luz y a los bultitos que la tenían un poco preocupada.
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Pese a que el tiempo hubiese cambiado tan de repente y en León hubiera caído una nevada

extraordinaria, por esas fechas, finales de marzo, principios de abril, los campos de Castilla

están en su mejor época del año. Las cebadas y los trigos crecen frescos, jugosos, tempra-

nos. Uno entiende el impresionismo cuando contempla esas lomas despeinadas por el vien-

to, ese desorden a ráfagas del trigo, pinceladas gruesas en tonos distintos de verde. El mito

del pintor en su retiro, que sale siempre a pintar el mismo cuadro, el mismo declinar parsi-

monioso de la tarde, los caminos con roderas, las piedras verdinosas, las colinas y las sie-

rras calvas, los verdes pradillos, los cerros cenicientos, las hierbas olorosas y las diminutas

margaritas blancas, la sotana de un cura que se sujeta el sombrero contra el viento, su hori-

zonte rectilíneo. Irse a un pueblo de Castilla la Vieja y caminar por el campo. Llevar en un

morral a Machado, no un tomo lujoso de sus obras completas sino las viejas ediciones esco-

lares, repletas de anotaciones en las que se nota cómo va cambiando la caligrafía. Pararse

de vez en cuando a echar un cigarro, a leer un poema. Sentarse en una piedra y abrir el libro

para que refleje el sol sobre las páginas. Como si fuera un mapa o un catálogo de geología,

ir buscando los pedregales desnudos, los pelados serrijones, las malezas, los jarales, las

águilas caudales.

Nunca me hablas de tu hija, me dijo Rosita, de buenas a primeras, yo ya pensando

qué tal una edición ilustrada de Machado para Violeta, o de algún poeta leonés, de Gamo-

neda por ejemplo, que acababa de sacar una antología, y era un poeta muy leonés. Yo esta-

ba lejos en las leguas del paisaje y Rosita me preguntó por mi hija, en cierto modo por

aquello en lo que estaba pensando. Quiero decir que si yo hubiese sabido si me importaba

más mi hija que ilustrar el libro, si la causa era más importante que el efecto, habría sabido

qué contestar, cómo decir que pensaba en Violeta. Pero así no se me ocurría decirle más

que mi hija Violeta no tiene ningún bultito en los ovarios. ¿La ves? ¿Te llevas bien con
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ella? ¿Ha superado bien la separación? ¿Ha empeorado en los estudios? ¿La notas más dis-

tante? ¿Te echa de menos en casa? Rosita, para interesarse por algo, para ofrecer su amistad

y su confianza, no se deja nunca nada sin preguntar. Es como aquellas personas que te en-

cuentas -por regla general en un tren o en un coche de línea- y a los cinco minutos de con-

versación, con esos ojos tan abiertos, como los enfermos de tiroides, te preguntan si tu tam-

bién te has divorciado, y tratan de disimular con una sonrisa cómplice y escarmentada, lejos

ya del intenso dolor del principio, lista para dar consejos. Hay gente que comercia con la

intimidad no porque le interesen sus problemas sino porque quiere ser justo y pagar por

adelantado el precio de la confianza, y merecerse una confianza similar. Y todo esto lo

hacen con muy buena intención.

No fui muy explícito con respecto a Violeta, nunca lo he sido. Me llevo bien con

ella. Pasamos juntos un fin de semana de cada dos y la mitad de las vacaciones. Va muy

bien en los estudios. Tiene la vida resuelta porque su madre gana una pasta, mi pensión

entera se la guarda en una cartilla, mi pensión es mi fianza que pago a plazos, pero gracias a

Dios Violeta no la necesita. Tampoco echa de menos el barrio. Le gusta vivir en Mirasierra.

Hay mucho espacio libre, allí tienen de todo. Ha salido una chica muy responsable y se

interesa mucho por la cultura. Desde pequeña toca el oboe, lo toca muy bien, si le dedicase

más tiempo podría pensar una orquesta de cámara para cuando termine los estudios, prime-

ro tiene que terminar una carrera y después que ella decida. Su madre, no obstante, ni si-

quiera contempla el hecho de que alguien pueda seguir estudiando música y ser el día de

mañana una concertista de oboe, o como poco funcionaria de alguna banda municipal, qué

trabajo tan hermoso. Lo más probable es que estudie medicina y luego se especialice en

psiquiatría, de momento dice que le gusta, o lo dijo una vez y su madre le ha tomado la

palabra, no sé. Pero nos vemos, nos vemos y hablamos. Vamos al cine, a Violeta le gusta
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venir conmigo a las películas en sesión original del Alphaville y de los Renoir, le gusta

hacer cola conmigo para sacar entradas en el cine Doré, hacemos una pareja rara, ella es

también muy grande, como yo, pelirroja como su madre, lleva la melena muy larga, yo creo

que cuando viene conmigo se viste más moderna, porque a diario va más discreta, Violeta

siempre ha tenido un pelín de complejo de grandullona, en los corros con las amigas era

siempre la que se ponía detrás, pero ahora está muy guapa, tiene los ojos azules como yo y

el pelo rojo como el de su madre, y ya se le va quitando esa postura un poco caballuna que

tenía siempre al andar, porque encogía los hombros de tanto agacharse a escuchar a las

amigas, igual ahora en Mirasierra tiene amigas más altas, no sé. Yo hubiese querido que

siguiera estudiando el oboe, quería tener una hija música porque los músicos siempre han

tenido padres muy interesantes.

Más o menos le dije esto, en medio de las preguntas muy concretas de Rosita, y

Rosita se empeñó en que ella me veía un poco triste. Cruzamos los primeros túneles que

separan la meseta de las escarpaduras, el cambio drástico del paisaje donde los suaves ote-

ros se convierten en peñascos geométricos, al entrar en la provincia de León.

Astorga estaba helada. La nevada se había petrificado durante la noche con los vien-

tos duros del invierno. La gente caminaba sobre el hielo, las ruedas de los coches y los tu-

bos de escape derretían las calzadas y se deslizaban sobre barro gris, sus humos eran más

densos y también la bruma oscura y congelada que velaba las calles, el cielo apagado. Caía

una lluvia muy fina de gotas escarchadas como púas y todo estaba manchado. Cuando ba-

jamos del autobús nos refugiamos en un taxi que nos llevó unos cincuenta metros hasta la

puerta del hotel.

A los modelos el frío nos sienta como un tiro. No era ninguna tontada la pregunta

aquella de la estufa que nos hicieron para ingresar en el cuerpo. Una mañana de frío posan-
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do desnudo puede ser una tortura. En tiempos de Barrachina, cuando se iba la luz o faltaba

el carbón, Barrachina nos repartía unos botes de grasa de hígado de bacalao al pin pin para

que nos lo refregásemos bien refregado por todo el cuerpo. Abrillantaba mucho el cuero y

evitaba la piel de gallina, pero tenía un olor espantoso. Después de Barrachina, si algún día

el termostato de la calefacción ha bajado más de un grado, nos hemos negado a trabajar

hasta que alguien arreglase la estufa, lo cual condujo a veces a situaciones cómicas porque

en época de muchas bajas uno tenía que dejar de ser modelo para ser bedel, arreglar la estu-

fa, llenar la caldera de carbón, mandar recado al deshollinador, y luego volver a desnudarse

y seguir siendo un modelo. Alfredo aguantó siempre el frío con una entereza formidable.

Desde que era pequeño, el frío insensibilizó sus terminales nerviosas pero fue cuarteando

sus huesos, helando las telillas de sus músculos, contrayéndolos en reposo y rompiéndolos

cada vez que recuperaba su postura perfecta. El hielo no es maleable y quizá por eso mismo

Alfredo nunca se quejó. De pequeño lo había pasado mucho peor. De pequeño, cuando la

guerra, lo evacuaron del orfanato y en el camino algunos niños se perdieron en la nieve, esa

historia Alfredo la contaba mucho.

Rosita estaba como asustada. Le presté el gorro con orejeras forradas de borreguillo.

En el leve trayecto del autobús al taxi casi se me hiela el cráneo, luego me miré al espejo y

se me habían hinchado las venas moradas de los occipitales como cañerías a punto de re-

ventar. El hotel era más bien pensión, muy limpia y muy antigua, a dos pasos de la plaza

mayor. En Astorga Virtual había encontrado información sobre un hostal-residencia de una

estrella que se llamaba La Casa Sacerdotal, y todas las habitaciones tenían un baño comple-

to.

Rosa, desde su habitación, tenía una pequeña perspectiva del reloj de la Casa Con-

sistorial, dos figuras polícromas maragatas que giran como en los relojes de cuco centroeu-
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ropeos para tocar una campana que marca las horas a la población. Yo veía un patio de lu-

ces con sotanas colgadas de los tendederos, y por lo demás el cuarto era muy sobrio. Una

cama de tamaño regular con las sábanas muy limpias, un poco tiesas. Una mesita de noche

con un quinqué. Una silla de anea, un armario empotrado, una balda de obra. La de Rosita

tenía más luz. Cuando reservé las habitaciones, eran esas dos las que quedaban, una simple

y otra de matrimonio, así que reservé las dos y cedí a Rosa la más grande. Quise tener un

detalle con ella.

Lo primero que hicimos fue comer algo y después acercarnos a la comisaría donde

Alfredo estaba encerrado. Pero ya era tarde, todo empezó a complicarse. En la comisaría

dijimos que queríamos ver a un detenido, don Alfredo Bayo, y el funcionario se fue a bus-

car al inspector de guardia, y el inspector de guardia nos preguntó si alguno de nosotros

éramos el abogado de oficio, yo estuve por decirle que sí. El horario de visitas era por la

mañana, y en cualquier caso, dada su situación de prisión preventiva, sólo se admitía una

visita diaria, que en ese caso, según ponía en el libro de registros, había hecho ya su aboga-

do de oficio. Dijimos que veníamos a traerle la cartilla para que Alfredo pudiera pagar la

fianza. Pero el inspector, un tipo también con cara de no haber dormido, dijo que allí no

constaba que el juez le hubiera puesto ninguna fianza. Hubo que insistirle mucho para que

por lo menos nos dijera el nombre del abogado de oficio, José María Sutil, y su número de

teléfono.

Podíamos haber esperado a mañana, dijo Rosa, un tanto decepcionada. Yo estaba de

acuerdo, pero había que hacer todo lo que estuviera en nuestra mano, que no estaba nada, y

marcharnos cuanto antes a comer unos calamares a la romana de los que me habían hablado

muy bien. El tal José María Sutil no estaba en su casa. ¿Es algún cliente?, me dijo la voz de

su anciana madre. Yo le dije que sí, y ella me dijo que a esas horas estaría en el casino.
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Astorga es famosa por su cárcel, su palacio arzobispal, su catedral, la casa abando-

nada de un poeta y el casino recreativo, entre otros rincones de interés turístico. Entré en las

páginas de El faro astorgano, El pensamiento astorgano y otros periódicos locales donde

los eruditos aficionados publican todo tipo de artículos sobre curiosidades históricas, re-

cuerdos de los felices años cuarenta y disquisiciones arqueológicas sobre la ergástula, que

no está nada claro que fuese una ergástula. En la página de Astorga Virtual hay un fantásti-

co almacén de escritos decimonónicos que sólo son asequibles gracias a la alta tecnología.

Me aficioné incluso a buscar los de un tal Martín Martínez, que debe de ser algo así como

el cronista local, cuyos artículos sobre las distintas calles y plazas de la ciudad, de una sin-

taxis un poco reseca, son intercambiables con los de hace cien años. Las ciudades de pro-

vincias tienen este atractivo virtual para el turista, y yo cierto magnetismo hacia los eruditos

de aldea.

José María Sutil estaba sentado al calor de una mesa de mármol, charlando con sus

contertulios. Era uno de estos salones de madera rechinante con recios balcones a la facha-

da de piedra y grupos de hombres que fuman puros y chafardean. El botones, un señor ma-

yor con aires de mayordomo, se acercó a la mesa donde se sentaba Sutil. Era un tipo toda-

vía joven, de menos de treinta años, bien vestido, a la moda pija de provincias, con burbe-

rrys y zapatos castellanos, y lo más probable un loden verde en el perchero que había junto

al billar. Iba muy repeinado y llevaba gafas montadas al aire, el aspecto neutro y bien afei-

tado de los profesionales libres, aunque sean de oficio. El abogado escuchó al botones con-

gelando una sonrisa, sin mirarlo a la cara. Luego nos miró a nosotros, que estábamos en la

puerta con nuestros abrigos, y comentó algo con sus compañeros de reunión. Joder qué am-

biente, susurró Rosita, que no está acostumbrada a este tipo de rancios salones.
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José María Sutil tenía todo el aspecto de hijo de buena familia que ha sacado a

trompicones la carrera de derecho y después de muchos años todavía ocupa el negociado de

enchufes y recomendaciones. ¿Ustedes son los familiares de Alfredo?, dijo, con eso que se

llama un vivo interés. Rosita tenía hambre y a mí me molestaba el aire a cerrado, el aroma

ergástulo de todos los sitios adonde iba. Alfredo nos avisó de que tenía que pagar una fian-

za para quedar en libertad, dije yo. Sí, eso pensábamos, dijo él, pero no es tan fácil. El juez,

ese que hay allí en la mesa del fondo, el de la barba, se ha echado atrás. Luego bajó la voz y

dijo, como en un aparte cómico: parece ser que de Madrid le han dicho que no decrete la

libertad condicional. Rosita se puso enseguida nerviosa con las maneras del señor Sutil.

¿Pero se puede saber qué ha hecho?, intervino Rosa. ¿Es usted su hija?, dijo el abogado.

Como si soy su madre, rompió Rosita. José María Sutil no me pareció mala persona. Era

torpe, desconocía su oficio y le interesaban más los chismes que los clientes. Rosita lo aco-

jonó en seguida, pero no me pareció mala persona. Ahora no podemos hacer nada, dijo.

Habrá que esperar a que el asunto se aclare. El joven astorgano debió de sentirse un tanto

incómodo porque nos invitó a que hablásemos en algún sitio más normal. Mientras salía-

mos del claustro municipal nos informó: lo detuvieron cuando salía del Museo de los Ca-

minos con un saco donde había metido algunas obras de arte, dijo. Parece que nada impor-

tante. Al conserje del museo le dio tiempo de avisar a la policía, y él mismo hubiese podido

recuperar el botín, desde luego, porque su amigo apenas podía con el saco.

Nos metimos en el bar de los célebres calamares a la romana, el bar Correos, creo

recordar que se llamaba. A Sutil se le notaba con dominio y confianza. Todo el mundo lo

saludaba y él repartía sonrisas congeladas, satisfecho de llevar entre manos un asunto tan

serio y de ir al bar Correos con forasteros. El Museo de los Caminos es en realidad el pala-

cio arzobispal, obra de Antoni Gaudí, cuya beatificación se había puesto en marcha por
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aquellas fechas. Parece un juguete plantado en mitad del frío, la reproducción de la copia

infantil de un edificio en mortuorio granito blanco. Antes de ir a por los calamares dobla-

mos un par de esquinas y José María Sutil nos lo enseñó, la silueta del castillo con sus al-

menas catenarias como bocas de dibujos animados. En la planta de arriba, dijo, suele haber

una antología de artistas modernos astorganos, que ahora estaba ocupada por la exposición

itinerante de Julio Palomares.

Alfredo, según había declarado el heroico conserje que contribuyó a su detención,

llevaba unos días en Astorga. Visitaba a diario las salas del museo, las lápidas romanas, los

lacrimarios, las monedas, las fíbulas y las lucernas, los documentos, las fotografías y las

calabazas de peregrinos de distintos siglos, más una muestra muy importante de vírgenes

sedentes. El conserje declaró que el presunto ladrón había demostrado tener un conocimien-

to bastante profundo de los fondos del museo, y en más de una ocasión había pegado la

hebra con él sobre cuestiones eruditas. ¿Cómo voy a pensar que se trataba de un ladrón?,

declaró el conserje a El faro astorgano, un tanto abrumado, porque casi se habían hecho

amigos y habían hablado de sus aficiones predilectas, la caza y la pesca, aparte de la cría de

podencos. Según dijo Sutil, al conserje no le llegaba la camisa al cuerpo por si alguien lo

acusaba de cooperación con el robo, que a fin de cuentas tampoco había sido tanto: unos

cuantos trozos de escayola que estaban metidos en una alacena vieja. La alacena que tengo

en casa de mi madre vale más dinero, y los trozos de escayola se pueden comprar en cual-

quier tienda de trabajos manuales, declaró el conserje, muy nervioso, en presencia del juez.

La exposición itinerante Cuerpo Español Contemporáneo, del artista Julio Paloma-

res, había recalado en el Museo de los Caminos. A Palomares le había dado por ir añadien-

do una obra en cada lugar donde parase su exposición y por que esa obra estuviese conce-

bida en especial para el museo que la fuera a colgar. En el caso del castillo de Gaudí, se
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había inspirado en el estudio donde trabajaba el arquitecto cuando se recluyó en la cripta de

la Sagrada Familia. Gaudí solía encargar muchos vaciados del natural para estudiar el cuer-

po humano. El techo entero del estudio estaba lleno de niños muertos vaciados en escayola

poco después de morir, de modelos adultos vivos y crucificados y rodeados de espejos, de

esqueletos sedentes colgados del techo con hilos de titiritero, de flores petrificadas y frutos

hinchados, de cadáveres de jóvenes con sus miembros en la tensión desesperada de quien

murió atrapado por el fuego, o enterrado vivo. Incluso había vaciados de gallinas y patos y

conejos y terneros que Gaudí anestesiaba y mientras estaban dormidos, sin hacerles daño,

les sacaba un molde.

Según decía el programa del museo (en mí ya es instintivo leer los programas, a ve-

ces me interesan más que las exposiciones), el estudio de Gaudí tenía un doble significado

para Palomares: por un lado, era como un purgatorio para desheredados, era el Hades, la

cripta, la purga mística de atender heridos en el infierno; pero, por otro lado, con esa mate-

ria humilde, con esos escombros de podredumbre, se había dedicado a construir una belleza

optimista y soleada, reivindicadora de la vida, para siempre juvenil. La interpretación que

Palomares hacía de todo esto se resumía en la obra Adolescencia, Alfredo cuando era joven

cortado en rodajas, metido en un armario transparente, desordenado.

No me explico por qué el juez ha revocado la orden de libertad condicional, dijo Su-

til. De momento, todos los plumillas del casino están enzarzados con que si en el palacio se

deben meter o no esas obras de arte. ¡Hasta hay una mesa vieja llena de estiércol!. Rosita se

acabó los calamares y dijo que tenía mucho frío y que se marchaba a la pensión. Yo traté de

disuadirla. El joven abogado, muy obsequioso en todo momento, se me ofreció para darme

un paseo por la ciudad. Yo, por decir algo, cuando ya me había cansado de hablar de Alfre-

do, le pregunté por Leopoldo Panero, el poeta oficial astorgano de los años cuarenta, y no
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hubo ya modo de quitármelo de encima, al menos hasta que visitásemos la casa. Rosita dijo

que no estaba para poesías, que ella se marchaba a la pensión, y que si no me importaba que

se llevaba el gorro.

El obsequioso abogado de oficio me llevó a que viésemos por fuera la estancia va-

cía, el caserón abandonado donde Leopoldo Panero compuso sus elegías a las horas muer-

tas, antes de pasarse por el casino, alto, de ancha cabeza y ancha y pausada voz, que descu-

bría, en sus crónicas de Humo, lo que luego había de ser la más arraigada y trascendente

poesía de nuestro idioma, leo en un largo artículo de Luis Alonso Luengo, cronista oficial

de Astorga. Yo tenía cierta curiosidad por ver esa mansión destartalada, el jardín tupido de

hierbajos donde se paseó una de las familias más sinceras de la posguerra. El padre arriba,

en el ático impenetrable, diseñando en silencio sus asépticas plegarias, mientras abajo,

muerta de asco, una mujer lo detestaba y tres hijos se dedicaban a la épica de la autodes-

trucción y el espectáculo. El padre afinaba las cuerdas frías de un soneto, el vaho de la nie-

ve se enfría lo mismo que un recuerdo y Dios azota su corazón mientras abajo los hijos

gritan y los meten en la cárcel o en el manicomio. Aquí de los hijos y de la viuda casi no se

habla, me dijo el abogado. Estaban borrados de la memoria provincial como borraba el pa-

dre distante los aullidos precoces de sus criaturas, el odio sin sonrisas de su esposa. Aquí no

se les quiere, dijo Sutil. Y ese odio había dado sus efectos, a juzgar por el silencio que cu-

bría los escándalos familiares en las páginas de Astorga Virtual. Me llevé al viaje, entre

otros autores leoneses, un libro del padre y dos de sus hijos, los libros de poemas no hacen

mucho bulto para viajar.

Sutil, ya digo, no me pareció un mal tipo. Se le veían ganas de agradar al visitante,

en la tradición acogedora castellana de los prospectos turísticos, y con respecto a Alfredo


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tampoco se le veían malas inclinaciones. Sutil, en su modestia, también era un poco artista.

Aquí todo cristo es un poco artista.

La casa de Panero estaba en un terreno usurpado a la muralla venerable, un pinto-

resco mirador por donde entraba un frío mitológico. El frío viene de ahí, del Teleno, dijo

Sutil, lleno de orgullo ante la imagen del infinito azul oscuro. El Teleno es un monte muy

famoso. Estábamos debajo de una farola mirando las ruinas de la casa vacía y al abogado se

le empezaron a ver las facciones, la gente cuando coge confianza muestra sus líneas con

más claridad. El loden, el casino, la gomina, el uniforme de joven abogado conservador de

provincias, todo era falso. Sutil tenía los pómulos rellenos y colorados, el cuello demasiado

ancho, los dientes demasiado pequeños, y desde que habíamos empezado a hablar de poesía

maldita no se le había ido la sonrisa de los labios. Pero yo tampoco le había dado facilida-

des. Confiaba en mí por instinto poético. A fin de cuentas, yo podía muy bien ser el com-

pinche de un ladrón de obras de arte, un enviado de la mafia rusa que sacaría en cualquier

momento un fajo de billetes del bolsillo, un revólver, una foto comprometedora, para meter

al pobre Sutil en un lío sin precedentes en la ciudad. Y sin embargo Sutil confiaba en mí. Se

le notaba ese exceso de vueltas de quienes están eufóricos y poco a poco van perdiendo los

papeles en sus ganas de agradar. Por alguna razón, más poética que criminal, me consideró

alguien importante. No me sorprendió porque eso le pasa a casi todo el mundo.

Aunque parezca mentira, si quieres ganarte la vida como picapleitos tienes que

guardar las formas, dijo Sutil con tono sombrío, como actuando unos instantes entre sonrisa

y sonrisa. Su verdadera pasión, la única razón por la que no se había quedado en Madrid

cuando acabó los estudios, era la ciudad. Astorga era un círculo recreativo donde se podía

medrar. Nos metimos en un bar a refugiarnos de la helada y no pude evitar que me contase

su vida. Tenía una novia muy bien situada, de la familia de los Tagarro, una chica que había
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pasado varios años estudiando en Inglaterra y luego en Albacete, donde se ganaba la vida.

Él había estado esperándola, y durante las épocas de crisis volcó su soledad en la historia de

Astorga. Había publicado un artículo en El pensamiento astorgano sobre la polémica de la

ergástula, un recinto romano que no tiene puertas y por eso se creyó que fue cárcel desde

sus orígenes. Pero no era cárcel sino silo, almacén de grano, ya que Astorga era un enclave

de aprovisionamiento de arrieros y la voz maragato, en realidad, significaba eso, arriero,

que desde algún sitio tiene que arrear, y eso él se había tomado la molestia de investigarlo y

demostrarlo. La novia debía estar follando con extranjeros de distintas etnias pero él hacía

versos en el reverso del papel de oficio sobre la vaciedad de la casa de los Panero, y el que

alguien hubiese intentado robar una obra de arte, y a él le hubiese tocado defenderlo, era un

acontecimiento tan inusual que merecía estar en las crónicas de Astorga. Al cabo de unas

cañas, ya perdida la compostura, subiéndose las gafas todo el rato y con los labios húmedos

y oscuros, confesó con media sonrisa lo que le apetecía salir en las páginas de El faro as-

torgano, comentando las fantásticas explicaciones que, según le había llegado, había esgri-

mido el juez, porque el juez, en un auto incomprensible, había decretado el secreto del su-

mario y Alfredo se negaba a decirle una sola palabra.

Mañana volveré a hablar con el juez, dijo. Algo tendrá que decir. No se puede dictar

una libertad bajo fianza y a lo cinco minutos anularla, lo digan de Madrid o de donde les dé

la gana, dijo, con la euforia del vino. No, déjalo, Sutil, mañana tenemos que estar bien des-

piertos, sobre todo tú, le dije, ya un poco molesto, a ver si se largaba. Pero cuando me vio

en actitud de retirada no tuvo más remedio que ir al grano. Me miró muy serio y me dijo:

no sé nada de Alfredo más allá de lo que le haya podido decir él al juez, que según me ha

llegado tampoco puedo saber si es verdad o mentira, y en cualquier caso no lo puedo utili-

zar. Dígame, ¿por qué ha hecho eso?


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Yo lo vi venir. Me caía bien, pero no tanto como para confiar en él. De pronto me

dio la impresión de que la casa de los Panero y su vida entera y su novia folladora eran una

solución de jabón para saber a qué atenerse con Alfredo. Pero yo no le dije más de lo que le

pudiese decir él. Nadie me creyó. Ni siquiera Alfredo, pero yo no dije nada.

Me fui directo a la pensión. Al día siguiente casi no podía moverme, como si se me

hubiesen congelado las articulaciones. La calefacción había estado encendida sólo hasta

poco más de las doce, conforme iban pasando la noche y los sueños lúgubres me despertaba

para ponerme alguna otra prenda de abrigo.

No vi a Rosa hasta la hora del desayuno, yo estaba tratando de entrar en calor en el

refectorio sacerdotal, entre curas viejos y seminaristas jóvenes, y Rosa entró por la puerta

de la calle con mi gorro y el plumífero hasta el suelo. No había dormido en la pensión. Si

llego a quedarme aquí me quedo tiesa. Se había ido al hotel Gaudí, un dineral, pero por lo

menos había termostato en las habitaciones y no apagaban la calefacción. Yo me levanté

algo triste, se conoce que por el frío, pero Rosa estaba encantada. Mira Güino qué sol nos

ha salido esta mañana. Las costras de hielo se habían empezado a derretir y de los tejados

goteaban los chuzos de punta. ¿No querías que nos fuésemos al Bierzo? Sí, le dije, pero

habrá que ver si sacamos antes a ese inútil de la cárcel. Hacemos lo que tú quieras, dijo, y

me devolvió el gorro. ¿Se puede saber por qué no me avisaste de que te cambiabas de

hotel?, le dije yo. Ay, Güino, me dijo ella, en un suspiro sonreído, y cambió de conversa-

ción.

A mí no me importa que cada cual haga lo que le dé la gana, pero cuando se va con

alguien a un sitio por lo menos hay que guardar un mínimo de consideración. Si estamos,

estamos. Yo también me había sentido a punto de quedarme como un témpano, y si había

seguido en aquella nevera sacerdotal había sido por esperarla a ella. Yo también me habría
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cambiado de hotel. A ella por supuesto no le dije nada. Hice como que comprendía su son-

risa suspirada y que no me interesaba nada en qué hotel había dormido. Empecé a comen-

tarle un poco por encima de qué había tratado mi conversación con el abogado, sólo lo rela-

tivo a Alfredo, y ella no se reprimió. Quién lo iba a decir, chico, me dijo interrumpiendo mi

exposición de los hechos. Te vas un martes de invierno a una ciudad perdida, dijo, con un

frío que te mueres, y zas, ligas con un tío de lo más interesante. Como me lo quería contar,

y no hubiese habido manera de impedirlo, le pedí que, si quería, me lo contase.

Resulta que esa noche, cuando nos dejó al abogado y a mí en proceso de congela-

ción junto a la casa de los Panero, entró en la pensión y no llegó a quitarse el abrigo ni a

quitarse más que un guante, el único que necesitó quitarse para saber que ella no iba a dor-

mir allí. Parecía la cama de un velatorio, con el cristo arriba, y el frío era insoportable. ¿Ves

tú, Güino, las cosas que tienen que suceder para que una eche un polvo en condiciones? En

Madrid, ahora, con la hija, con la nieta y con toda la pesca, ni siquiera se lo planteaba. En

realidad había dejado de planteárselo a medida que no planteárselo era la mejor manera de

soportarlo. ¿Pero tú sabes, Güino, cuánto hacía que no estaba unos días sola, que no viaja-

ba, que no me dedicaba un poco de tiempo para mí? Las edades conflictivas no son aquellas

en las que dejas de hacer algo, sino aquellas en la que de pronto te das cuenta de cuantísimo

tiempo hace que dejaste de hacerlo. En concreto (y eso era así, eso era la verdad, aunque

me lo decía como un descargo previo de conciencia) Rosa no conocía varón desde que na-

ció la nieta, pero el nacimiento de la nieta había sido demasiado importante como para

mantener activados los sensores sexuales. Quizá fue entonces cuando ella cambió, pero sólo

ahora, sólo con este viaje, sólo con este invierno tan crudo, sólo en la habitación de obispo

en cuerpo presente que yo le había buscado, dijo sólo entonces me di cuenta de adónde
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había llegado. Muchas veces un sitio nuevo no es nuevo sino el final de todos los demás, el

lugar adonde te conducen todos los anteriores. Rosa tenía estos puntos místicos.

Así que entró a la pensión y le entraron ganas de follar. En medio estuvo el frío, la

soledad y la mística de las casualidades. Según ella no fue del todo así (no te me rías, Güi-

no, no te me rías). Ella se limitó a buscar un sitio caliente, aunque le costase mil duros. Y

fue a la calle principal y se metió en el primer hotel que vio, prefería pagar mil duros a que

le saliesen sabañones, y reservó una habitación y se pidió un vaso de leche con ron para

entrar en calor y se sentó un poco a ver la televisión en la sala de huéspedes. Y a partir de

entonces ya todo era muy significativo y en la tele estaban echando Los puentes de Madi-

son, que ella ya sabe que es una cursilada pero a ella, que quieres que te diga, siempre la

conmueve mucho, y no tanto porque se identifique con la protagonista, la mujer que no

coge el tren, o porque la compadezca (las cosas bellas, cuanto más fugaces mejor), sino

porque le tiene, o entonces le tuvo, en ese momento, un poco de envidia. Envidia de sentir,

celos de arrebatarse. A Rosa siempre le había ido mal, el amor le había durado poquísimo, a

ella o a él, hasta que decidió, un poco resguardada en la teoría, que ella tenía vocación de

madre pero no de esposa, lo que no quería decir que renunciase a disfrutar el cuerpo de los

hombres. Y durante un tiempo cumplió a rajatabla lo que ella consideraba una mujer sin

prejuicios e independiente, pero algo fallaba. No podía salir mucho pero tampoco le apete-

cía, o no le apetecía porque no salía. Y luego la nieta. Acaba de cumplir ya cinco años,

Güino, cinco años. De pronto habían pasado cinco años sin echar un polvo, y ella no se

había dado cuenta, lo que le dolía era eso, que se le hubiera hecho tan corto, que cinco años

no hubiesen sido nada para ella, o por lo menos para su cuerpo.

Rosa es una mujer muy atractiva. No es muy alta y sus labios son tan grandes que a

sus cincuenta años debería representar incluso más, pero su belleza es muy estable, típica
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de quienes tienen rasgos fuertes y hermosura indígena. El asunto no era, por tanto, que no

hubiese tenido posibilidades. Te vas al Verdi o al otro o al otro y ligas porque ligas, porque

no es difícil y todos nos dedicamos a lo mismo, pero es que a ella ese ambiente no le pare-

cía muy sano. Y eso si quería relacionarse por su cuenta, porque si no en alguno de los sin-

dicatos y organizaciones y hermandades donde Rosa tenía muchos amigos siempre había un

roto para un descosido. Pero ahora, a sus cincuenta años, lo que se le acercaba no tenía tér-

mino medio. O eran muchachos demasiado jóvenes que se quedaban deslumbrados por la

sensualidad aborigen de Rosita, por el sexo materno, o era el clásico naúfrago de un matri-

monio triste que busca alguien que le planche las camisas, o era el maldito profesional que

tiene retortijones en el hígado y en la cama no funciona. No había alguien normal, alguien

tan solo como ella, de vuelta ya de todo pero con ganas de disfrutar. No había ya nadie que

no tuviese a las espaldas una situación indeseable. No había, por supuesto, ningún Clint

Eastwood que pasara por la puerta de tu casa fotografiando puentes lejanos. Eso es lo que

más le emocionaba de la película, que Clint Eastwood no fuese repertorio conocido. Por eso

ella pensaba que estaba bien como estaba, y que la escena final, la tortura de ella por mar-

charse con él, más bien sobraba, porque en realidad el tren había pasado y ella lo había sa-

bido saborear. A ella le emocionaba lo otro, un hombre todavía guapo y sin minusvalías.

Y esto mismo, de esto mismo acabó hablando con su compañero de sala de televi-

sión, un hombre más joven que ella pero tampoco tanto, una cosa es que no quieras niños y

otra que te líes con un abuelo. Él había intentado desmitificar el papel de Clint Eastwood. A

juicio de este hombre, que era muy culto y hablaba con voz grave pero sin afectaciones,

Clint Eastwood mentía. Era consciente, sabía desde el principio que la mujer no sería capaz

de dejar a su marido y a sus hijos por largarse con un fotógrafo ambulante. Lo sabía y sabía

que ella estaba obligada, aunque sólo fuese por necesidades dramáticas, a oponer un poco
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de resistencia. ¡Pero es que no le daba tiempo! Si, en un caso hipotético, Eastwood demues-

tra una capacidad de amor equivalente, lo que hace es instalarse en el pueblo, al menos

unos días. Al menos más días, hasta que ella le diga: mira, Clint, yo creo que ya te puedes

marchar porque yo no quiero seguir viéndote. Y eso sí habría sido una prueba de amor, y no

largarse en el peor de los momentos, con ella más rota y confundida, y con la lluvia que

estaba cayendo...

Con que hablando hablando se les hicieron las tantas. No parábamos de hablar, Güi-

no, no parábamos de hablar. Yo suelo esperar un poco, quiero decir que me gusta ir poco a

poco, punto por punto, aunque no siempre he sido así, y eso me preocupa porque quizás

ahora tenga más dudas que antes, y no sé si en el fondo son dudas sobre mí o sobre el otro.

Pero eso da igual. Cuando alguien te gusta, te gusta. Puedes hacer planes, acostumbrarte a

la idea de que te vas a ir a la cama con lo único que haya disponible, pero si te gusta, te

gusta. Y ese hombre me gustaba. Y le dije que siguiésemos hablando en la habitación. Y

resulta que él llevaba también mucho tiempo sin acostarse con nadie. Y estuvo muy bien,

Güino, la verdad es que estuvo muy bien. Él vive también en el hotel, aunque él tiene otra

vida, claro. Mejor así. Yo aquí soy Clint, y él el que tiene que levantarse a las ocho de la

mañana para ir a su trabajo. Tiene un trabajo además muy importante. Me pidió que fuera

discreta. En esta ciudad se sabe todo. A mí me da igual. Yo le guardo todos los secretos que

le dé la gana.

Yo dije: ¿Y lo vas a seguir viendo?

Y Rosita dijo: Pues no sé, quién sabe. Yo tampoco quisiera meterlo en líos. Es bue-

na gente, Güino, es muy buena gente. Pero, en fin, no sé. De momento hace un día precio-

so, así que acábate el desayuno y vámonos a pasear.


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Alfredo estaba muy estropeado. Con los tres días de cárcel le habían caído todos sus

años encima, todas las horas inmóvil, y todas las cremas y ungüentos que no se había podi-

do dar. Su cara de patricio romano se había escamado, las ojeras se le habían recrudecido,

el músculo elevador común había dejado un surco que casi empalmaba con el masetero.

Tenía los hombros encogidos por el miedo y el cansancio, el temblor de labios de quien por

primera vez en su vida pisa un calabozo. Lo vi viejo, más viejo que nunca, como una vieja

actriz de teatro japonés que ha sido detenida en una orgía y está sin maquillar y es un hom-

bre con toda la barba. La perfección de nuestra piel y la transparencia de nuestros músculos

exigen un mantenimiento constante. Tres días alejado del lavabo pueden desfigurarte para

siempre.

Yo pensé que estaría satisfecho de su hazaña. Le llevé El faro astorgano de los úl-

timos tres días por si se quería entretener con las interpretaciones que su acción había susci-

tado entre los plumillas de la ciudad. Le pregunté poco. Ir a ver a alguien a la cárcel es,

como me figuraba, bastante parecido, por lo menos al principio, por lo menos el primer día,

a ir a darle el pésame. No te atreves a hablar del asunto, qué sucedió, cómo murió, por qué

lo hiciste, y te quedas en cuestiones mínimas de salud, de si necesitas algo. Fue un cuarto

de hora de conversación con largos minutos de silencio, mientras él leía las crónicas de El

faro astorgano, yo no sé bien si asustado por la trascendencia que pudiera tener su triste

hazaña o preocupado por lo que le pudiera caer encima. Me contestaba con monosílabos

muy secos, al margen por completo de cualquier esfuerzo por ser cordial. En algunas per-

sonas ese talante desabrido significa un gesto de confianza, porque es el estado en el que

mejor descansan, en el que no tienen que hacer ningún esfuerzo por comportarse de ningu-
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na otra manera. Después de titubeos y silencios yo le informé de lo que ya sabía, que de

momento el juez había retrasado su libertad condicional. Sé leer, me dijo sin levantar la

cabeza del periódico.

Para empezar, en la primera página de El faro astorgano aparecía una foto del mate-

rial incautado, Alfredo en escayola cortado a trozos y extendido sobre una mesa junto a la

que posa un teniente de la guardia civil. La Guardia Civil detiene a un ladrón en el Museo

de los Caminos, decía el titular del sábado, y una breve nota en la que se informaba de lo

sucedido. Un ladrón fue detenido en la tarde de ayer por efectivos de la guardia civil cuan-

do abandonaba el Museo de los Caminos, situado en el Palacio Arzobispal, con un botín de

varias obras de arte. Hacia las diez de la mañana del viernes, según informaron fuentes del

cuerpo, un individuo de unos setenta años, cuyos datos no han sido aún facilitados por la

comandancia, se introdujo en el museo como un visitante más, y fue al salir cuando el con-

serje, al sospechar del voluminoso bulto que portaba el individuo, avisó al puesto de man-

do. Acto seguido se presentó la dotación, y el presunto delincuente no opuso resistencia,

entre otras razones porque cojeaba bastante. Fue trasladado a dependencias de la policía y

prestó declaración ante el juez de guardia, don Eduardo Rodrigálvarez, que decretó su pri-

sión preventiva. En un principio se pensó que el presunto ladrón podría haber sustraído

varias piezas de valor de la época romana que se conservan en el sótano del Palacio Gaudí,

si bien una comisión de expertos del museo, encabezada por don Martín Martínez, evaluaba

las pérdidas en muy poca cosa.

En páginas interiores aparecía Alfredo, esposado junto a dos guardias civiles, enva-

rado, muy digno, como si estuviese satisfecho de su acción. Luego los tres días de calabozo

le debieron aplacar el ánimo. En descargo de Alfredo tengo que decir que esa primera in-

tención no era mala. Él lo decía muchas veces: aquí para ser famoso hay que robar o matar,
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de modo que se limiró a buscar un método para salir en los periódicos, para que su caso se

airease por segunda vez. Yo supongo que no era tan estúpido como para pensar que podría

haberse ido a su casa tan campante con el saco a las costillas. Pero sólo lo supongo. La

prueba de que se trataba nada más que de una acción, un acto reivindicativo, era que no

había ido derecho a ninguna de las grandes joyas del museo, sino a la planta de arriba, la de

menos valor del museo, donde ni siquiera están las obras de artistas astorganos contempo-

ráneos sino una exposición itinerante de Julio Palomares, y que no sólo no había destrozado

nada sino que había buscado una obra muy concreta y sacado con limpieza su interior, y

que de paso había dejado en evidencia la seguridad del Museo de los Caminos. El dispositi-

vo de seguridad había fallado porque el guardia estaba almorzando en el bar de al lado.

En días sucesivos los plumillas se posaron sobre la estatua de Alfredo. El asunto se

estiró hasta un dictamen de Martín Martínez (un vulgar vaciado en escayola, de no más de

medio siglo), un par de cartas al director sobre la seguridad del museo, una entrevista con el

conserje que lo vio salir, una semblanza histórica del Palacio Episcopal, un artículo de fon-

do, a propósito del robo, sobre la beatificación del arquitecto Gaudí, y una entrevista con

Julio Palomares que sin duda fue la que congeló el decreto de libertad condicional. Pero eso

ya no salió en El faro astorgano, sino en el diario El Mundo.

El lunes apareció una breve nota en la sección de Cultura donde se informaba de

que un anciano había intentado robar una obra de Julio Palomares en un museo de Astorga,

provincia de León. Pero la guardia civil seguía sin facilitar la identidad del detenido ni si-

quiera las iniciales. Al día siguiente venía la entrevista con el pintor. El pintor Julio Palo-

mares amenaza con retirar su exposición Cuerpo Español Contemporáneo si no mejoran las

medidas de seguridad, rezaban los titulares. Además de hacerse la víctima de todos los mo-

dos posibles, de quejarse contra la inseguridad, la intolerancia, la falta de espíritu democrá-


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tico y las manchas oscuras de la libertad contra las que él, como hiciera toda su vida, estaba

dispuesto a seguir luchando, Julio Palomares decía saber de dónde procedía esta vez el ata-

que. Me siento perseguido. Ahora han atacado una de mis obras, más que robarla el propó-

sito era destruirla, de eso estoy seguro. Espero que muy pronto se aclare todo el asunto, y

que la persona o persona que están atentando por sistema contra mi obra y coartando mi

libertad artística sean juzgadas y encarceladas. Así hablo el insigne artista de Xátiva.

Por consejo de su abogado no había dado nombres, o quizá por vanidad, por esa

técnica de no nombrar algunos nombres tan ruines que puedan manchar nuestro prestigio.

Pero el diario El Mundo, en artículo aparte, recordaba el incidende a que la misma pieza

que fue robada en el Museo de los Caminos dio lugar algunos años atrás con el modelo

Alfredo Bayo. Todo estaba recargado de eufemismos desactivadores de cualquier delito

contra la presunción de inocencia. Su nombre, por fin, había aparecido, pero a él no pareció

producirle demasiada satisfacción. Yo lo veía durante media hora en un cuarto pequeño de

los juzgados, custodiado por un número de la Guardia Civil. Conforme se fue haciendo a la

situación y pasó el susto del primer momento, aun sin perder su carácter monosilábico vi a

Alfredo mucho más relajado. Me ha dicho tu abogado que te niegas a hablar con él, le dije.

Y tú harás el favor de no decirle nada, me contestó. Traté de hablar con él pero también me

fue imposible. Si se negaba a hablar, si se negaba a ser defendido, el asunto no podría aca-

bar como la última vez, en un ridículo espantoso, sino quizás en algo peor, en la cárcel, en

una indemnización, en que lo expulsasen del cuerpo, en complicarse la vida una vez más.

Tengo todos los abogados que necesito, se limitó a decir. Dijo tú limítate a traerme los pe-

riódicos y el tabaco, si es que me quieres ayudar en algo, porque si no ya te puedes largar.


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Las gestiones aún duraron varios días. Conseguir que alguien pague de su bolsillo

su libertad condicional no es tan sencillo. No podíamos movernos porque cada mañana era

necesario hacer un papeleo distinto, y el juez titular tampoco parecía tener prisa. Rosa no

quiso venir ningún día al visavís de los juzgados, pero tampoco decía de marcharnos, estaba

muy ocupada con su conquista provinciana. Se instaló en el hotel Gaudí, a mil duros la no-

che, y yo permanecí en la Casa Sacerdotal. Al día siguiente de pasar tantísimo frío me pres-

taron una catalítica y a partir de entonces ya pude dormir mejor. Además, cuando llego a un

sitio tardo poco en hacerlo mío. No me importaba la luz de segunda mano que entraba por

el patio, ni lo estrecho y desangelado de la habitación. De hecho, los curas me ofrecieron

ocupar la habitación que había reservado para Rosita y de la que sólo pagó una noche, pero

ya no me apetecía moverme. Me apetecía volver a Madrid cuanto antes, no andar trasteando

por el edificio ni mucho menos por la ciudad.

Así que Rosita y yo comíamos juntos, dábamos juntos un paseo por la tarde, cená-

bamos juntos, y al caer la noche se marchaba a su hotel. Un par de tardes las pasamos en un

velador del casino. Mientras Rosita esperaba que apareciera su conquista provincial, yo

hacía dibujos de figuras diminutas en la nieve. Era finales de marzo y ya debía haber empe-

zado mi plan aritmético de producción para llegar a tiempo al cumpleaños de Violeta. Pero

cambiaba de propósito con demasiada frecuencia. De Fabricación británica, las memorias

de Charles Lamb, sólo quedaban dos ilustraciones que me cansaron enseguida porque el

romanticismo es muy laborioso. Pronto supe que me pasaría lo mismo con cualquier libro

que decidiera ilustrar. Por supuesto, había desechado ya la idea de encuadernarlo, y mucho

antes la de caligrafiar yo también los textos que lo ilustrasen.


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Allí en la habitación de la Casa Sacerdotal se me ocurrieron los paisajes mínimal

nevados. En los cuatro días que estuvimos en Astorga dibujé lo menos veinticinco, hasta

que comprendí que estaba ilustrando un regalo que debería ser entregado el 22 de agosto,

en vacaciones de verano y para celebrar la floración primaveral de mi hija. No podía pre-

sentarme con tanto frío en las manos. Había que ser un poco más optimista, y por otra parte

aquellos hielos no podían durar más que, quizá, hasta que nosotros nos fuéramos.

Así que decidí buscar un método algo más coherente con mis cambios de opinión,

ese capricho constante que me impedía centrarme en nada concreto. Sólo dibujaría cien

dibujos, con distintas técnicas y en distintos lugares, y después los pasaría todos a tinta chi-

na en el mismo tipo de papel y lo llevaría a encuadernar. Si quería llegar a tiempo al cum-

pleaños, debía someterme a lo que Barrachina llamaba economía fundamental, sólo lápiz y

papel. Mi técnica, no obstante su carácter minimal, consistía en profusos dibujos a lapicero,

cientos de rayas que luego, al pasarlas a tinta, se quedaban en las cuatro más imprescindi-

bles. Esa profusión me venía de los dos dibujos que logré terminar sobre el viaje de Charles

Lamb. Pero ahora, un poco más acuciado por el tiempo, y eso que faltaban todavía cuatro

meses, le cogí pronto el tranquillo al tema de la nieve y empecé a resolver los dibujos en los

mismos trazos que luego pasaría a tinta. El fondo blanco era la nieve, y las pocas líneas una

huella, una vía del ferrocarril, un lobo estepario, un par de peregrinos, un perro pequeño.

También hice un estudio con las líneas blancas y negras que veía por la ventana de la pen-

sión, el tubo de plomo de la canal y los chorretones de humedad que lo sombreaban, las

jambas y los alféizares del cuarto de enfrente, el crucifijo que se adivinaba en el fondo y las

barras metálicas del cabecero de la cama, la línea de la luz, el cable del teléfono, las cuerdas

de los tendederos y la sotana vacía. Todo eran líneas rectas pero todas estaban dibujadas a
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pulso con deliberada lentitud, para darle un poco de calor. También hice un dibujo del cura

que debía de dormir enfrente.

Yo le propuse a Rosita que, puesto que no hacíamos nada y el rato que pasábamos

en el casino se nos hacía eterno, a cada cual por distinto motivo, hiciésemos algo así como

una representación tipo Gilbert & George, aquellos tipos que en 1969 se presentaron en el

Lyceum de Londres con la obra Escultura que canta, ellos mismos muy trajeados y mo-

viéndose como autómatas durante varios días. Había gente que dudaba de si eran personas

o artefactos mecánicos. Gilbert & George han nutrido la estética de mucho artista callejero,

esos que se cubren de harina, se tapan con un sábana, se ponen un gato en el cuello y tienen

el brazo levantado durante algunos minutos, y que saben estarse quietos pero no saben po-

sar, no saben cuál es la esencia de las acciones, los términos del movimiento. Ese movi-

miento mínimo de G & G consiste en moverse a saltos, de postura en postura, eliminando

los gestos intermedios que no son definitorios de ninguna expresión artística. La cuestión

está en elegir cuáles son los gestos finales y los gestos intermedios, y eso no todos lo saben

hacer. En principio es como el pajarito inglés, ese juego de niños en el que pierde aquél que

es sorprendido moviéndose por otro niño que durante un par de segundos, lo que tarda en

recitar la letanía incomprensible del pajarito, deja a los otros que se muevan y avancen te-

rreno hacia quien se tapa los ojos para contar.

Rosita y yo lo habíamos hecho algunas veces, por diversión y por deformación pro-

fesional. Sí es verdad que después de haber posado durante un par de meses seguidos, des-

de las vacaciones de Navidad, dejar el trabajo de repente durante toda una semana puede

resultar dañino. Los músculos se hacen vagos y si luego vuelves a posar sin ejercicios pre-

vios pueden producirse distensiones, roturas fibrilares y agujetas de todas las clases. Por
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eso era un modo de no perder el tiempo ni la forma (y de que Rosita se callase un rato) y

llamar la atención de los aldeanos.

Aunque sólo hubiese sido por nuestra presencia física y nuestra condición de foras-

teros (vinculados además con un crimen que había nutrido las conversaciones de los vela-

dores durante un par de días o tres), ya habríamos llamado bastante la atención, sin contar

con que alguna mirada sonriente hacia Rosita me hacía pensar que todo el mundo entre

aquel humo estaba al tanto de quién tenía tratos con aquella dama. Pero la inmovilidad

siempre resulta llamativa. Yo adopté una postura evasiva, como alguien que se queda col-

gado mirando algún punto lejano, como esa súbita quietud de quien es consciente de lo que

oye pero no puede apartar la vista de un objeto al que no parece mirar del todo. Es lo que

yo llamo la mirada del ausente, que tiene un punto de dramatismo interior, de sosiego for-

zado, de alguna debilidad que impide gritar con la debida firmeza. El tronco adelantado,

como en esos puntos muertos de quien iba a tomar la palabra pero el otro ha seguido

hablando, y él, por educación, lo deja terminar. Rosa estaba más natural, con la media son-

risa de quien disfruta del entusiasmo del otro, o de la gracia de lo que le está contando, o

del punto lejano al que ninguno de los dos parece mirar del todo. Rosa es experta en esas

miradas tiernas de los fantasmas para decirnos en mitad de un sueño que no nos preocupe-

mos por haberlos traicionado. Arrellanada en la silla con brazos, silla de jugar al dominó,

había cruzado las piernas y tenía una mano encima de la otra, como esperando también que

terminara el otro. Los dos oíamos sin demasiado entusiasmo a alguien que no existía.

Pueden parecer posturas relajadas, pero el relajamiento absoluto no es ninguna pos-

tura, no es ninguna toma de posición. Lo difícil es el movimiento leve, el mínimo abandono

del relax, esa ligerísima modificación que basta para que alguien no tenga el aspecto de

estar tirado sino en equilibrada tensión interior. Cuando conseguimos captar la atención de
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casi todos los hombres del casino, pregunté a Rosita, sin mover los labios, si su hombre

estaba allí. Sí, dijo, y continuó con la misma sonrisa. ¿Quién es?, dije yo. No te lo puedo

decir, dijo ella, en tono gangoso, con bastantes dificultades para pronunciar las consonantes

dentales. Rosita se habría tirado a un corredor de seguros, a un tratante de ganado, a un

maestro de escuela, a un poeta clandestino, a un veterinario especialista en vacas, al botica-

rio, al alcalde o a Martín Martínez, y todos en sus caras tenían de pronto un atractivo espe-

cial, una tenue luminosidad que los hacía interesantes como candidatos. La sonrisa de Rosi-

ta, bien mirada, era la de un fantasma ilusionado.

Al día siguiente, nada más levantarme, bajé a desayunar al comedor de los curas y

leí El faro astorgano. Venía otra vez un artículo sobre Alfredo y su ridículo robo, firmado

por un tal Benigno Rubio, en el que se aireaban datos demasiado íntimos sobre la carrera

profesional de mi compañero. Benigno Rubio podía ser cualquiera que le tuviese inquina,

empezando por el propio Julio Palomares. Hablaba de su infancia sórdida, su mala reputa-

ción como compañero, su obediencia servil a formas artísticas caducas, su afición a ir cada

noviembre a la plaza de Oriente junto con los nostálgicos del franquismo. Se decía que era

un tipo solitario al que los excesos profesionales habían trastornado. Pero lo más humillante

venía luego. Como el viejo modelo está solo en el mundo, decía el articulista, dos compañe-

ros de trabajo, más por corporativismo que por estima personal, se han trasladado estos días

a nuestra ciudad para llevarlo de regreso a Madrid cuando el juez decida su libertad bajo

fianza. Estos dos modelos, un hombre y una mujer, se alojan en hoteles distintos y por la

tarde se les puede ver inmóviles en el casino, como si estuviesen tomando café.

Lo primero que pensé fue que el polvo de Rosita había ido demasiado lejos. Rosa

sufre incontinencias de muchas clases. A sus años ya podría haber aprendido a ser un poco

más discreta, pero habla tanto, piensa tan en voz alta, que la intimidad del cuerpo le llega
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también a la lengua. Es como esas personas que cuando están desnudas (fuera del trabajo)

se sienten en la obligación de ser sinceras y contar los secretos de su vida, y si su vida no

tiene secretos acuden a los secretos de los demás. Esto lo hacen sin querer. Sufren un tras-

torno emocional transitorio, una hipnosis que luego les afecta a la memoria. Sueltan lo que

se les pregunta y después no se acuerdan de nada. Rosa, en concreto, cuanta más pasión le

pone a un asunto más pronto se le olvida.

¿Qué tal Benigno?, le dije nada más verla en el café La Ergástula, donde habíamos

quedado para pasar un rato. ¿Quiés es Benigno?, dijo, como quien no supiese nada de Be-

nigno. Me refiero a tu conquista, dije. Bien, chico, bien. Los dos llevamos unos cuantos

cocidos atrasados, dijo Rosa con un escepticismo que no podía ocultar esa alegría de vivir

que dan los polvos bien echados. Dijo ¿y tú por qué lo llamas Benigno? Yo entonces creí

haberme equivocado. Me pasa siempre. Me pasa a los pocos instantes de haber visto algo

muy claro. Y pensé que si le hacía la escena de abrir el periódico, doblarlo por la página

donde estaba el artículo y ponérselo delante de las narices con gesto interesante y serio, si

empezaba por decirle que Benigno es el que le cambia cocidos por información, Rosita, que

nunca se acuerda de nada, podía retirarme ya el saludo para siempre, o llamarme celoso.

Así que me resultó más cómodo que no leyera el artículo de Benigno, ni ella ni Alfredo,

con quien tenía visavís un par de horas más tarde. ¿Dice hoy algo ese periódico de Alfre-

do?, me comentó. No, dije yo. Ya se han debido de olvidar del asunto.

Rosa ya no le prestó más atención al periódico, y a mí me quemaba debajo del bra-

zo, pero lo quería conservar. Propuse a Rosa que fuésemos a comprar un libro, yo luego lo

llevaría a la Casa Sacerdotal y allí dejaría bien guardado el periódico. Tampoco sabía muy

bien cómo actuar. Lo lógico era llamar al periódico, preguntar por Benigno Rubio y cagar-
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me en su puta madre, o exigirle al director la verdadera identidad de ese sujeto, y si no me

la daba denunciarlo a la guardia civil. Eso es lo que debía hacer.

El día estaba igual de frío que los anteriores pero ya nos habíamos acostumbrado.

Evitábamos los espacios abiertos, nos pasábamos el tiempo acurrucados, gordos de prendas

de abrigo, inmóviles en el casino, pero ya nos habíamos acostumbrado. Entré a una librería

y me compré la Memoria de la nieve, del mismo autor que me había inspirado el chaquetón

de cuero. Es un librito de treinta poemas que yo le dije a Rosa que tenía que llevar a la pen-

sión porque no quería ir cargado. Este es un paisaje de miradas de nata y tejados helados.

Es un paisaje helado e indestructible, dice un verso del poema tercero. Tras un forcejeo de

cumplidos tuve que decirle a Rosa que es que necesitaba ir al váter, con lo que además ga-

naba tiempo para telefonear al periódico desde la Casa Sacerdotal. Dejé libro y periódico en

el cuarto y bajé a la centralita. Un anciano muy amable me dio línea en el locutorio, que

tenía medidas de féretro para hombres grandes como yo. Llamé y pregunté por Benigno

Rubio, y allí nadie conocía a Benigno Rubio. Me pasaban en vertical de unos a otros hasta

que un tipo que dijo ser el jefe de redacción me dijo que Benigno Rubio era un colaborador

del periódico, que qué pasaba. Yo tuve reflejos en ese momento y le dije que su artículo

sobre el modelo me había gustado muchísimo, que ardía en deseos de felicitarlo. Aquello

no coló. Mis quejas a la falta de profesionalidad toparon con la profesionalidad que las en-

cubre. Pero ya no merecía la pena desdecirme y montarles el pollo. Más bien confiaba en

que la memoria de la nieve lo tapase todo cuanto antes.

Con Alfredo fue peor. Salió a recibirme con el ejemplar de El faro astorgano debajo

del brazo. Un guardia cuyo padre sirvió en la División Azul se lo había traído. ¿Y esto qué

es?, me dijo, demasiado serio para adornarse con algún insulto. Yo lo tenía fácil, no sabía

nada de aquel artículo y así se lo dije. A poco que Alfredo me conociese, sabría que mi vo-
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luntad no da tanto como para una traición, ni mi vanidad para querer protagonismos, ni mi

estupidez para contárselo a cualquiera. Podía justificarme, tampoco tenía por qué, o culpar

a Rosita. La verdad es que no podía haber más culpable que ella, pero también traté de jus-

tificarla. Lo que no puedo justificar ahora es por qué lo hice. Los actos de valentía, aun en

un tono tan menor como ése, nunca tienen demasiada justificación. Ir a la fría provincia

para sacar a un compañero de la cárcel no es un acto de valentía. Ni defender a Rosa en

aquel asunto del artículo tampoco, por mucho que, si no culpaba a Rosa, reconocería que yo

mismo era responsable. No, no creo que tuviese que ver con el arrojo. Me daba igual lo que

Alfredo pensase de mí, y eso era todo.

Ante la futilidad de las motivaciones, la caballerosidad es una salida como otra

cualquiera, quizá la que más posteriores cobros de favor nos pueda granjear. Alfredo tam-

poco tenía nadie más a quien acudir que yo mismo, de modo que le convenía no tratarme

demasiado mal. Lo instintivo para Alfredo, no obstante, era no considerarme culpable di-

recto de nada. Así que cargó contra Rosa. ¿Tenías que traerte a la furcia esa?, me dijo. Ro-

sita no tiene nada que ver. Ah, ¿sí? ¿Tú eres tonto, Güino? ¿A qué cojones has venido, si se

puede saber. ¡Podías haberte traído también a Palomares y contarle tú mismo toda esta ba-

sura! Rosita no tiene nada que ver, insistí. Ten amigos para esto, dijo Alfredo, y fue la pri-

mera vez, que yo recuerde, que nombró la palabra amigo.

Estábamos en el cuartucho de las visitas. Un guardia distraído, con aspecto de no

estar entendiendo nuestro idioma, nos vigilaba en la puerta. Te digo que Rosa no tiene nada

que ver. Todo el mundo en Madrid sabe lo que te ha pasado, todos los compañeros que te
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odian, todos los profesores, todos tus enemigos. El Benigno ese de los cojones no ha tenido

más que ponerse en contacto con la escuela. Sabes lo que la gente piensa de ti, Alfredo, y si

no lo sabes ya te acabo de hacer yo el resumen, le dije. Aquello se conoce que le afectó. Se

quedó mirando el periódico con cara de asco, los labios apretados con las comisuras des-

cendentes, entre la estupefacción y el dolor de estómago. Yo intenté cambiar de tercio.

¿Qué sabes del abogado?, le pregunté. ¿Qué abogado? Sutil. Otro que tal, dijo Alfredo. Lo

he mandado a la mierda. No necesito abogados. No necesito a nadie. Tengo todo lo que me

hace falta. Aquí dan bien de comer. Alfredo, la curvatura de sus labios, pareció relajarse un

poco. Más vale que no me saquen, dijo, porque a la próxima le pegaré un tiro al Palomares

con la escopeta, y entonces sí tendrán motivos para meterme en la trena. El guardia pareció

entenderlo todo de repente. Al oír la palabra escopeta cogió su fusil con más fuerza, se le

tensaron las falanges pero no cambió de posición, tan sólo giró la cara para cerciorarse de

que había algún compañero para echarle una mano. Mis dimensiones impresionan mucho, y

la lengua de Alfredo también. Alfredo, por favor, le dije yo, pero él había entrado ya en esa

sonrisa de los desesperados que por fin ven todo claro. Largaos de aquí los dos, dijo, y si

me muero en la cárcel no vengáis a mi entierro. Alfredo se levantó y el guardia, muy serio,

lo condujo de nuevo a su celda. Alfredo apenas podía caminar. La humedad de Astorga y

de la trena le había despertado el cáncer benigno de la artrosis.

Tuve la pegajosa sensación de que no podía estarme quieto ni hacer nada. Pensé en

recoger a Rosa y volvernos a Madrid, y por supuesto no comentarle nada sobre aquel artí-

culo. Un par de polvos más, pensé yo, y salen en la televisión local las películas porno que

hicimos todos en nuestra juventud. Pero la verdad es que no podía decir a ciencia cierta que

fuera Rosa la que se hubiese ido de la lengua con su amante. Tengo una serie de datos, al-

gunas observaciones entre las que no se encuentra que ella me dijera que lo hizo. Tampoco
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sé si leyó o no leyó el artículo. Eso podría habérselo preguntado, pero los acontecimientos

se precipitaron y no quedó espacio suficiente en las conversaciones para tratar a fondo ese

tema.

Rosa estaba encantada. Sus vacaciones sexuales le habían sentado estupendamente.

Ella está demasiado bragada para ponerse romántica, pero en su ser directo esa melancolía

ñoña de las que se enamoriscan está borrada por la alegría. Lo mejor de todo, Güino, es que

no hay futuro ni pasado. Nada de lo que hayamos hecho o vayamos a hacer modifica lo que

estamos haciendo, dijo, en un alarde de precisión filosófica.

Seguíamos dando paseos por las tardes, haciéndonos los encontradizos con la huella

de alguien que Rosa sabía que a esas horas no estaría allí, pero pudo haber estado. Me sentí

dos veces interino, porque no hacía otra cosa que escuchar la verborrea de Rosa y porque se

me agarraba del brazo como si estuviera paseando con su amante prohibido. ¿Tú sabes,

Güino, lo que es terminar de cenar, meterte en tu habitación, sentarte en el tocador, ponerte

guapa, como la dama de las camelias, vestirte para desnudarte, vestirte para no estar del

todo vestida, con el pelo recogido y un salto de cama y una bata muy mona que me traje

porque nunca sabes lo que te puede pasar? Eres un pendón, le dije, bromeando. Es inofen-

sivo, dijo ella. Es muy importante (para lo que puede ser la mucha importancia en un sitio

como este, claro) pero es inofensivo. Me trata con modales pueblerinos, no por lo bruto

sino por lo pasados de moda, por haberlos visto en la televisión. Me trae flores, me trae una

botella de champán y dos copas así cogidas por abajo, si no viniera tan cargado le diría que

lo acompañásemos con una docenita de ostras, y viene y se sienta y me cuenta lo que ha

hecho en todo el día. ¿Lo oyes, Güino? Viene y se sienta y como un colegial me cuenta lo

que ha hecho y lo que ha visto y lo que le han dicho, y cuando yo le pregunto por qué me

cuenta todo ese rollo él va y me dice que porque quiere merecerme. ¿Tú oyes eso? Todo un
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juez que te dice que te quiere merecer. Tiene gracia. Me da el mango de la sartén y luego

yo, en la cama, lo frío vivo.

Fue la primera vez que se lo escuché. La primera vez que se le escapó. Güino, se me

ha escapado, dijo un par de frases después. Pero bueno, tarde o temprano sé que te lo tenía

que contar, ¿verdad?, dijo, para convencerse de que quería seguir. Tú eres discreto, Güino.

Serás discreto, ¿verdad?

Eso sucedió el mismo día del encuentro tan desagradable con Alfredo. Yo reconoz-

co que había pensado incluso en el soplagaitas de Sutil como amante clandestino de Rosita,

pero nunca en el juez. Rosita, miamol, ¿quieres decir que te estás follando al tipo que tiene

que juzgar a Alfredo? Sí, me dijo, y mañana le van a dar por fin la condicional. Él quería

dársela antes, pero se lió todo enseguida. Lo llamaron de Madrid. La prensa, Palomares, las

influencias, y él también que no lleva mucho tiempo en el puesto... En fin, que lo tenían un

poco acojonado. Yo lo he ablandado. Lo he puesto un poco en remojo. Es un juez muy libe-

ral, lo que pasa es que tiene que guardar las formas. El año pasado tuvo una experiencia

muy desagradable por ser tan liberal. Cogieron a un pobre diablo que había robado una ga-

llina, porque aquí esas cosas siguen pasando, y éste (Rosa lo llamaba siempre éste) se apia-

dó del hombre y lo dejó salir, y al día siguiente el pobre diablo le pegó una cuchillada al

dueño de la gallina. Menos mal que no lo mató, pero éste casi se juega el puesto. Así que

debemos ser comprensivos. Porque luego, Güino, luego de verdad te digo que lo tratas y es

un encanto, un verdadero encanto. A ver si coge un poco más de confianza y te lo puedo

presentar.

Y, en efecto, al día siguiente Alfredo tenía firmada la condicional, pero cuando lle-

gué a los juzgados ya se había ido. Han venido a recogerlo esta mañana, me dijo el guardia
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temeroso, con un cierto rictus de alivio. Pero tampoco podía decirme quién lo había venido

a buscar.

Ya le puedes preguntar a tu amante esta noche quién coño se ha llevado a Alfredo,

le dije a Rosa. ¿Y eso qué más da, Güino?, el caso es que se ha ido, que ya no está en la

cárcel. Tampoco podemos hacer más. Tampoco vamos a ir detrás de él para que no haga

ninguna barbaridad. ¿Tú crees que Alfredo se merece ni siquiera lo que yo he hecho por su

libertad?, dijo, y le volvió a salir esa sonrisa reventona, ese buen color, en parte por el clima

frío y seco y por lo bien follada que se levantaba Rosa por las mañanas.

Aquel juez ya no era ningún niño. En realidad, un destino en Astorga no era lo que

todo el mundo había esperado de él (quizá por eso justificaba los merecimientos de los pol-

vos) sino algo más brillante, eso que se entiende por una carrera meteórica, juez de la

Audiencia Nacional antes de los cuarenta. Su padre era miembro del Tribunal Supremo y el

juez Baltasar Garzón había sido compañero suyo en la facultad, pero Garzón encarcelaba

terroristas, traficantes y dictadores, y éste llegaba tarde a los robagallinas. Éste se llamaba

Eduardo Rodrigálvarez Basterra, hijo del juez Alonso Rodrigálvarez Valdeavellano, miem-

bro del Tribunal Supremo. Era muy inteligente y había empedrado de matrículas de honor

la carrera de derecho, pero el caso es que ahí estaba, en Astorga, pasando frío, haciendo

sustituciones hasta que se sacase de una vez una plaza en propiedad.

Debí haberle preguntado muchas cosas a Rosita. Para empezar, qué coño había visto

en el juez. Era gordo, pequeño y calvo, no tenía cuello, los brazos cortos, las manos amorci-

lladas. Yo lo había visto levantarse de su mesa de jugar al mus en el casino y caminar hasta

el lavabo con ese perneo apresurado de los gordos pequeños, que llevan la espalda un poco

hacia detrás, como sosteniendo la barriga. Tenía barba feraz desde los pómulos hasta, ima-

gino, el resto del cuerpo entero, y llevaba las gafas redondas. Era más pequeño que Rosa,
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eso por supuesto, y mucho más desproporcionado. Hablaba con los antebrazos pegados al

cuerpo y las morcillonas manos abiertas sin poderlas cerrar, como solidificadas en su abo-

targamiento. Daba la impresión de un tipo con el colesterol por las nubes y las transamina-

sas en el espacio estelar. Los ojos inyectados, los labios húmedos y oscuros, el poco pelo

rizado muy negro y un poco grasiento. ¿Cómo podía gustarle ese tipo a Rosa? ¿Cómo podía

Rosa haber olido el sudor y el semen de semejante cuerpo?

A ella, por supuesto, no le dije nada. Ah, pues nada, muy bien, enhorabuena, me li-

mité a decir, ensayando media sonrisa de interés y solidaridad en el éxito. Pero sabía que si

le preguntaba sin más componendas cómo era posible que se revolcase con ese jabalí Rosa

se sentiría ofendida, o por lo menos un poco recelosa. Y si le insinuaba si lo estaba inten-

tando cazar me llamaría malpensado y cínico. Así que me comporté con exquisita toleran-

cia, que es la forma más hipócrita de la buena educación. Estar de acuerdo en todo, verlo

todo bien, comprenderlo todo, sirve igual para un roto que para un descosido, para ser bue-

na persona y para esconder los sentimientos a los demás. ¿A ti qué te parece?, me decía,

como esas novias que te enseñan una foto de su chico vestido de militar con cara de bollo y

matizan que es que en esa foto no ha salido del todo bien, pero que es muy majo. A mí me

parece lo que a ti te guste, le decía yo, esa frase la sé decir muy bien y en los momentos

oportunos.

Escuché la vida de Eduardo Rodrigálvarez Basterra, alias Éste, en los jardines de

Astorga, el parque de la Sinagoga, que los astorganos llaman El Jardín. Otra de las obsesio-

nes del abogado Sutil era el jardín, el primer proyecto de jardín romántico en España, que

databa nada menos que de 1835. Pero ahora todo estaba hecho un desastre y Rosita y yo

paseamos junto a la fuente de rocalla desaparecida, por setos y arriates y pasos y pasadizos

que la desidia echó a perder. Un concejal de los años setenta exterminó los cedros de la
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zona más romántica y boscosa, la zona de darse besos, y una plaga de grafiosis terminó con

los negrillos centenarios. Quitaron la fuente mora, y en la rosaleda sólo yacen arcos mutila-

dos, sin ánimo de flor.

Esa noche Rosa y yo no cenamos juntos, ni nos volvimos a ver hasta el lunes si-

guiente en la escuela, en Madrid. Después de cenar me había puesto a dibujar un rato en el

cuarto y Rosa me telefoneó para decirme que éste le había propuesto llevarla él a Madrid, y

de camino hacer noche en la ruta del románico palentino. Pero que, si yo no quería, ella se

quedaba en Astorga conmigo hasta que cogiésemos el coche de línea, que tampoco era

cuestión de dejar a nadie tirado. Era viernes por la noche y en Astorga el invierno se había

recrudecido. Yo me puse a dibujar capiteles románicos palentinos. No era, tampoco, un

tema muy adecuado para el regalo de Violeta. Casi nada de lo que se me ocurría era compa-

tible con lo que se supone que debía ser. Vírgenes penetradas por dragones, trasgos ventru-

dos enroscados en el sexo de una vieja, enanos con pollas enormes, diabólicos cipotes re-

ventando como arietes medievales los velos de un alma frágil. Siempre me han gustado los

bestiarios, pero aquella noche dibujé con un regodeo malsano, como extirpando el aburri-

miento a fuerza de imágenes morbosas.

Serían las once u once y media cuando tocaron a la puerta de mi habitación. Estaba

tan enfrascado en los dibujos que no se me ocurrió esconderlos o disimularlos o sacar un

libro y ponerlo abierto encima de la mesa. Sin embargo, al abrir me sentí como esos estu-

diantes internos en un colegio de curas que recogen todo el material clandestino con veloci-

dad de preso político, cuando a la media noche pasa revista el prefecto y da las buenas no-

ches y ora en el pasillo. Yo, en todo caso, sería el despistado al que no se le pueden confiar

secretos porque lo pillan siempre.


111

Buenas noches, ¿está usted ocupado? Era un cura bastante viejo, vestido de regla-

mento, que sonreía muy aparatosamente con sus dientes de burro y sus puentes de plata,

una sonrisa muy eclesiástica, y llevaba dos tazas humeantes una en cada mano. Soy su ve-

cino de al lado, dijo, la voz grave, tersa, metálica, gregoriana. Era el cura cuya ventana yo

había dibujado varias veces (y a él también en actitudes equívocas). No habíamos coincidi-

do en el pasillo pero sí en el comedor a la hora del desayuno. Yo sólo me había fijado en

que vestía sotana y no el clergy-man de la mayoría de los huéspedes, me había parecido el

párroco o uno de esos curas retirados que viven en la comunidad sin más obligaciones que

ser bueno hasta que les llegue la muerte. He visto la luz encendida y he dicho: a lo mejor

este señor quiere unos minutos de conversación, pero si está usted ocupado, yo... Las tazas

le humeaban en la cara. Me gustó, no obstante, lo de los minutos de conversación, como si

manejase bien el código que previene de los pesados. No tenía muchas alternativas, así que

lo dejé pasar.

Era viernes por la noche. Con todas las ventanas cerradas, y a pesar de que mi cuar-

to sólo daba a un patio interior, podía escuchar a veces el ruido de la gente que tomaba co-

pas en la calle. Se suponía que yo debía estar con Rosa de tapeo por el casco viejo de la

ciudad, o bien, aun en el caso de haberme quedado solo, paseando por el frío, metido en un

bar, en un cine, en un garito de top-less, matando el aburrimiento con las diversiones que

ofrecía la ciudad, con ese salir un poco desesperado de los fines de semana. Yo desarrollé

mucho este carácter venatorio cuando era joven y disfrutaba con desesperación, pero llega

uno de esos días en la vida en que se cambia un detalle para siempre, y con él la vida ente-

ra, el primer día de llevar los pantalones largos, o la boina o la corbata, el primer sábado de

quedarse leyendo en casa, el primer domingo por la mañana desde que se acabó la infancia.

Yo hace tiempo tuve la sensación de que debía reconquistar el resto de mi vida con criterios
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matutinos. Era la sabiduría melancólica de quien termina de aprenderse un mapa y la tierra

le parece más pequeña. El resto de mi vida tendría ya unos itinerarios previstos, los elegi-

dos o los necesarios o la versión contraria de los vividos por la inercia de la ilusión.

Y no hay más que llevar una vida ordenada con escrúpulo para que aparezcan tipos

y situaciones muy poco habituales. Media noche de un viernes en una hospedería de Astor-

ga charlando con un cura preconciliar. Rosita estaría gritando como una loca encima de la

justicia. Pero a mí no me parecía deprimente, no hay nada deprimente en lo inhabitual. Y,

por otra parte, nunca me he llevado del todo mal con los curas. Los desprecié hasta que me

sentí ateo, pero a partir de entonces volví a verlos como lo que eran, aristócratas de la vida

interior, gente no perturbada por el trabajo ni por el dinero ni por el deseo, que viste de ne-

gro para dar a entender que sus votos son un sacrificio, cuando son el ideal de cualquier

persona sensata: no tener más preocupación que Dios, y no tener dudas respecto a su única

preocupación.

Eso, a algunos, los ha lastrado con la leyenda del cura vicioso, pero también había

curas como éste, que se llamaba padre Miguel, había atendido durante medio siglo la parro-

quia de un racimo de aldeas, y en las horas libres se había dedicado a estudiar. En aquellas

circunstancias yo me sentía muy próximo a él. Era alto, enteco, la cara sin apenas arrugas y

la nariz aquilina, y el color de piel un poco céreo de quien ha pasado la vida en estancias

interiores. No sé si me lo quería preguntar o no, pero yo se lo dije. Después de hablar en

términos míticos del airazo que venía del Teleno, y de lo que suelen durar los estertores del

invierno, le pregunté si sabía quién era yo. Lo sabe todo el mundo, dijo, pero yo no he ve-

nido aquí por eso. ¿Y entonces a qué ha venido?, le dije yo con esa naturalidad que se usa

cuando no te importa ser descortés. A tomar café, me contestó, con la misma falta de afec-

tación.
113

La estrategia de los curas es admirable. Saben cuándo pueden prestar sus servicios,

y en ese caso deben limitarse a esperar. Perdone, le dije, no es hoy mi mejor día. ¡Frómis-

ta!, dijo él de pronto, con una media sonrisa difícil de interpretar. Señaló la mesa donde yo

tenía mis dibujos y me pidió permiso para coger uno. Este canecillo está en Frómista, dijo

como si hubiese acertado la pregunta de un concurso para especialistas, la sonrisa tenía algo

que ver con esa satisfacción infantil de quien se sabe dueño de algún conocimiento raro.

Era una mujer despatarrada que asomaba la cara de degüello por entre los tobillos y exhibía

una vulva como una hogaza de pan cortada por la mitad. El padre Miguel dio unas cuantas

explicaciones sobre la temática exhibicionista en el románico palentino, su frecuencia y

dispersión geográfica y datación aproximada, sus fundamentos escultóricos y arquitectóni-

cos y su importancia en el contexto del arte cristiano occidental, pero en ningún momento

hizo ningún juicio ni soslayó ningún detalle. Incluso pasó el dedo por los labios inflamados

de aquella mujer para comentar sus proporciones y las de la boca, las mismas sobre poco

más o menos, por una vinculación simbólica de los orificios.

Era un apasionado del románico. Me contó, a propósito de los canecillos guarros, la

historia del Vizconde de Melún, un traficante de reliquias que a principios del siglo XIII se

instaló en el convento de Huélamo con algunos otros monjes que habían desertado de las

cruzadas, y allí se dedicó a las artes decorativas y muy en especial a la escultura de caneci-

llos obscenos. Había leído en un reciente libro documentos de Huélamo que atestiguan có-

mo aquel pirata reclutaba mujeres jóvenes y las dejaba embarazadas para que un escultor

las inmortalizara en piedra mientras parían, y luego se ocupaba de educar a sus hijos y de

garantizar una existencia tranquila para las mujeres. En vez de tratar al Vizconde de Melún

como un degenerado, el padre Miguel se limitó a decir que aquellos canecillos, varios de

los cuales se conservan en ermitas dispersas del valle de Oza, son una gran metáfora del
114

tiempo. ¡Espere un momento!, dijo el anciano erudito, y se recogió un poco la sotana para

caminar con más agilidad. ¡Voy un momento a la biblioteca y ahora mismo subo!, dijo, y su

tono al decirlo no desdecía nada del amigo recién hecho que te ofrece una botella de bon

vino que tiene guardada en la bodega. Bajó y subió las escaleras en un santiamén, tenía algo

de Menéndez Pidal nonagenario, y me puso encima de la mesa un volumen más bien breve

de la colección Alianza Forma titulado El rapto de los modelos (visiones del objeto artísti-

co humano en la historia del arte).

Se lo regalo, dijo el anciano. Yo mismo lo compré para la biblioteca y lo volveré a

comprar, pero sé que no es un libro muy conocido. A veces, dijo el anciano, está en nuestra

mano enseñar a los demás aquello que su propia vida no tenía previsto.

El padre Miguel se marchó, en efecto, unos minutos después de haber llamado, sin

decirme una palabra de Alfredo, de la cárcel ni del pintor Palomares. Me había dejado una

idea más para Violeta. No le interesaban de mí las cuestiones mundanas. Lo más probable

es que se sintiese atraído por mi presencia física, y en ese légamo de curas incultos se

hubiera entregado por una noche al placer prohibido del arte, a mostrar mucha más afición

por las piedras del siglo XIII que por las buenas costumbres de la ciudad.
115

IV

Ahora, Jan, no eres más que un sueño. Eres un artista adolescente, como Javier Bi-

dón, que será un artista adolescente hasta que se muera, y es eso lo debes evitar. Claro que

a un artista, sea o no adolescente, no se le pueden decir estas cosas. Es incapaz de escuchar-

las. Aunque las escuchase, aunque me escuchases cuando te sientas en el banco de atrás de

la biblioteca, Jan, tú tampoco lo entenderías. Aunque mi hija te contase todo lo que yo te

pueda contar (imagínate que hay un gen hablador) tú quizás escucharías, pero no harías

caso. Los artistas no hacen caso, y mucho menos cuando creen serlo y no lo son. Y yo, la

verdad, un poco por egoísmo, preferiría que más allá de tu talento, y yo creo que tú tienes

talento, supieses si tienes algún camino que recorrer o si no vas a ningún sitio. Tu madre

también tiene esa duda concreta, esa pena muy delgada y penetrativa. Tú no sabes (eso es-

pero) que yo sé lo que piensa tu madre. Incluso sé cómo dibujas, esa firmeza estropajosa,

como de rotuladores descobillados que hay en tus retratos. También sé cómo Violeta toca el

oboe, pero a ella no la he visto nunca devorar partituras o escuchar con urgencia todas las
116

músicas del mundo. Mientras estuvo en el conservatorio se limitaba a practicar las leccio-

nes por la tarde, cuando yo llegaba del paseo la casa estaba llena de los andantes amábiles y

los allegros animattos que le mandaba estudiar la profesora. Pero tú estás entrando a saco

en el arte, reproduces sin querer el mito falso del artista pálido sin tiempo para dormir. Vio-

leta no es así. Violeta duerme como mínimo diez horas diarias, y lee más que escucha mú-

sica, porque no es capaz de las dos cosas a la vez. Sólo es capaz quien no presta atención a

una de las dos. Sólo es capaz quien se concentra en una sola cosa. Violeta iba a las clases

de oboe con su oboe y por las tardes, a las siete, después de merendar, hace los ejercicios

hasta la hora de la cena. Y los hace muy bien, tiene talento, pero no saca el instrumento de

la caja más que cuando lo manda la disciplina o cuando toca para mí. Tú en un día, Jan, te

pasas más tiempo estudiando que Violeta en dos días, no puedes pensar en otra cosa, el

viento del vacío te seduce para que te lances a volar, pero cuando cojas una pequeña pájara

estarás algunos días inactivo, anestesiado por las dudas, perdido en visiones que circulan

por tu cerebro como las ondas del microondas cuando metes dentro un espejo. Estarás unos

días fundido, pero Violeta, si decide no abandonar el oboe, seguirá merendando a las siete y

repasándose los ejercicios del conservatorio hasta la hora de cenar. Te veo tan metido en

Brueghel que no sabría distinguir si tienes madera de artista o estás ardiendo en ella. Te

contaría la historia de Javier Bidón, para que supieses a qué me refiero.

Javier Bidón no era un artista. Lo tenía todo para serlo, o nada, como tienen todo o

nada los millones de individuos que han querido ser artistas, los cientos de miles que han

creído que eran artistas pero hubo algo ajeno al arte y a sus requerimientos y a sus habilida-

des que se lo impidió, algo tan consustancial a sus vidas como el talento, una especie de

talento negativo, de tara original que se ceba con ellos desde el principio, que a veces es la

causante de su obsesiva vocación, y que al mismo tiempo los imposibilita y al final de tan-
117

tos desengaños les hace creer, porque nunca renuncian a su sueño, que se han equivocado

de disciplina y en otra rama del arte habrían demostrado su auténtico valor. Javier, en el

mejor de los casos, creía que era un pintor pero se había equivocado de disciplina.

Javier era demasiado artista. Nada en su vida tenía otra razón de ser que el hecho de

ser artista. Todo lo hacía para ser más artista, para mejorar las condiciones de su dedica-

ción. La existencia y todos sus detalles eran traducibles al diccionario del artista perfecto.

De momento (un momento demasiado largo que para mí que fue lo que acabó de macha-

charlo) era un modelo, no un artista. Era el objeto, no el sujeto, y cobraba por ello. Así co-

mo Alfredo sentía la humillación de ser considerado un subalterno y no un modelo, Javier

sentía la de ser un modelo y no un pintor, porque para Javier el estar posando ya era una

subalternidad sólo tolerable en los primeros años de una carrera, o bien en los años de in-

comprensión, esas heroicas etapas de la vida del artista en que su maravillosa producción

no encontraba hueco en ninguna galería ni siquiera en el trastero de ningún coleccionista.

También Van Gogh, que es el ejemplo que se tiene siempre más a mano, enriqueció su

anecdotario con los años de penuria en los que no pudo colocar ninguno de esos cuadros

que ahora revientan las salas de subastas. Y ese ejemplo sirve siempre y cuando haya obra

que ignorar. Bidón se fijaba mucho en esos pintores que a su edad seguían sin asomo de

triunfo. Los otros compañeros de la escuela lo tomaban como una parte más de su carácter

caprichoso, pero si uno le prestaba atención se daba cuenta de que siempre hablaba de

grandes artistas que a su edad aún no habían triunfado, y cambiaba de artista conforme

cumplía años y sus ídolos por fin llegaban a la gloria. Para Van Gogh aún le quedaban seis

o siete años, aunque a mí siempre me tranquilizó que uno de sus defectos para ser lo que

quería ser consistía en no ser del todo consecuente en el momento de la verdad. Aun así,

veremos cómo le va cuando le llegue el día de cortarse la oreja.


118

Bidón empezó bien. Su nombre con unas líneas debe de seguir figurando en el

diccionario de pintores de Calvo Serraller. Allí se le nombra por una serie de miradas

famosas que pintó a espátula sobre plantillas de fotos desenfocadas. Lo de Bidón no eran

cuadros concretos, eran series, fragmentos de una obra en marcha, bocetos de un camino,

pero no había un cuadro concreto, ninguna obra rotunda y absoluta que no fuese parte de

nada ni evolución de ningún tratamiento muchas veces repetido. Sin embargo, para la época

en que pintó aquella serie de las miradas, antes todavía de cumplir los veinte años, el

procedimiento y el resultado fueron muy modernos, y las cuatro líneas del diccionario un

premio que jamás Bidón hubiese imaginado que no se alargaría nunca más, al menos en su

calidad de pintor.

Una vez, al poco de entrar en la escuela, cuando se presentaba como el joven valor

del diccionario y si mostrabas por su trabajo el entusiasmo suficiente te invitaba a una pe-

queña fiesta en su estudio, me llevó a un apartamento descascarillado de Malasaña y me

enseñó todo el proceso. Primero hacía fotos en blanco y negro a cuadros que robaba de la

biblioteca de la escuela. Les aplicaba tratamientos de potasio y mucho grano hasta que le

quedaban sombras pop con rostros célebres. Luego, en vez de pintar sobre la foto (ya no

digamos copiar, arte que Bidón, a la velocidad que iba, no tuvo tiempo de aprender) revela-

ba el negativo y lo proyectaba sobre un lienzo blanco del revés, y embadurnaba la tela con

pelladas de óleo pastoso que unas veces echaba con la espátula y otras muchas con el dedo,

y el resultado era un mar encrespado sobre la sombra tópica de Goya, algo como esas mari-

nas tempestuosas que pintaban los impresionistas, pero con el toque posmoderno de la ima-

ginería popular.

A mí todo eso me parecían mandangas. Todo estaba siempre lleno de nombres, de

referencias, de homenajes, de bocetos, de tratamientos y de series, sobre todo de series (a


119

los ojos de Goya les dedicó 33 versiones), pintado siempre todo en una noche, a veces a

oscuras, con una botella en la mano y una novia dormida en el sofá, en el más puro mito del

artista moderno que yo he considerado siempre falso. A mí me han gustado siempre más los

artistas que pintan por la mañana y que no consumen anfetaminas como si fuesen aceitunas

negras. Yo creo, pero esto es una opinión muy personal, de dibujante de monigotes y acua-

relista dominguero, que el arte es tiempo y disciplina, y que todos los bocetos y versiones

intermedias deben quitarse de en medio cuando se llega, si es que se llega, a lo que uno

quería pintar. Yo veo un cuadro y me pasa lo mismo que cuando veo un modelo. Antes de

saber si es o no es bello me fijo en si está o no está bien hecho, y después me dejo que me

impresione. Bidón me ha dicho muchas veces que esa es una opinión de ama de casa, ni

siquiera me concede un prestigio ultraconservador como el de Alfredo. Tienes opiniones de

portera, me dice a veces, para variar. Su última serie, antes de renunciar para siempre (ya

veremos) al ejercicio de la pintura, era una descomposición de las Meninas en fragmentos

diminutos que él ampliaba por ordenador hasta conseguir cuadros de gran formato con al-

gún rasgo irreconocible del cuadro. Era su manera de expresar que si Velázquez hubiera

pintado ahora se habría dedicado al arte abstracto.

Pero yo lo soportaba bien. Bidón callejeaba mucho y en sus fiestas, además de bote-

llas de vino y novias dormidas, a veces aparecía un pintor viejo en busca de jóvenes artistas

a los que apoyar y si era posible tirárselos, y más de una vez, para hacer bulto, para darle un

aire más moderno a la reunión, me pedía que fuese vestido de coleccionista norteamerica-

no, y allí alguno de aquellos tratantes se fijaba en mí y si había suerte podía posar para él y

sacarme algún dinero. Le contemplé a Bidón sus malos modos mientras me interesó esa

clase de trabajos furtivos, pero luego ya me había encariñado con él y se los seguía toleran-

do.
120

A los pocos días de que volviésemos de Astorga me invitó a la inauguración de una

íntima amiga suya, Antonia, que había triunfado en Alemania y a su vuelta le habían hecho

un pequeño reportaje para la sección cultural del telediario. Antonia se había hecho famosa

en otro tiempo con la producción de todo tipo de objetos artísticos con materiales de dese-

cho, en los círculos artísticos se la conocía con el nombre de Mislata. Replegaba todo tipo

de desperdicios no biodegradables del basurero y hacía con ellos lámparas y anillos y escul-

turas androides. Pero aquellos artefactos hechos con botes vacíos de coca cola trataban las

inmundicias sólidas como materia y sólo como materia, sin dejarse llevar por ese encanto

insignificante de los objetos que nos hacen gracia en tanto sólo que ocurrencias. El progra-

ma decía cosas así.

Pero Antonia presentaba ahora una especie de reflexión a su regreso a España.

Había dejado por un momento las latas de sardinas y los bloques de cemento para inspirarse

en su tierra natal. La exposición se titulaba To be or not to be, y tenía varias piezas de lo

que Antonia llamaba charcutería de terciopelo: ristras de longanizas colgadas del techo y

un surtido de morcillas envasadas al vacío. También, sin salirse del reino animal, había

huesos de pollo pintados de purpurina, todos eran el hueso en forma de curvo arado que hay

en la pechuga. La serie rural la completaban unas fotografías con motivos geórgicos: Anto-

nia en paisajes de pueblo, vestida de pastorcilla, rodeada de cabras o con un burro o junto a

las sábanas tendidas, el campo verde con flores, en la estética de la foto dominguera pero

ampliada casi hasta los seis metros cuadrados. Había un objeto que se llamaba La olla que

suspira, una olla express vieja de la que sale la mano de un maniquí y un mechón de peluca

barata; dentro, unos altavoces emitían suspiros. Había un vídeo titulado Musical Dancing

Spanish Doll con muñecas vestidas de faralaes que caminan a paso de joyero musical por

delante de la cámara. Antonia vestida con los mismos faralaes aparecía y desaparecía del
121

encuadre, desde diferentes distancias y haciendo los mismos movimientos que las muñecas.

En otro vídeo, La cabra, que según el programa estaba en la línea de su anterior Prohibido

el cante, un éxito arrollador en la pasada edición de Arco, Antonia, vestida también de fara-

laes, bailaba delante de la cámara con un odre de vino, uno de esos que conservan los piez-

gos, las patas y el cuello del animal. En un escenario rodeado de espejos, el vino se salía del

boto con muñones e iba empapando a la artista que cada vez baila de un modo más sensual

y primitivo, pero nada sofisticado, hasta que se reboza entera con el vino, se despatarra y

enseña a la cámara su entrepierna por entre las faldas de faralaes. Los muslos manchados de

vino, los labios de la vagina y los pelos del coño mojados en líquido rojo como se queda la

piel de las reses bravas alrededor de la herida abierta. En otra pared había también colgados

unos mantones de folklórica con bordados a imitación de los dibujos chinos que hacían las

niñas en la escuela, en la clase de hogar, para bordar un cojín.

La muestra tuvo lugar en la sala Juana de Aizpuru, en la calle del Barquillo, uno de

esos espacios de techos y paredes y suelo blancos que están llenos de reproducciones mí-

nimal y la encargada, muy delgada y con gafas de gato, está junto a una mesa muy simple,

nada más que un cristal sobre blancas y finas patas. A mí me gustan estos actos por lo que

tienen de circense. Las obras que allí se exponen lucen mucho menos si los visitantes o los

invitados al homenaje son ciudadanos normales. Todo el mundo interpreta, pero hay, y eso

es lo que a mí me gusta, cierta conciencia de interpretación, de no negar la postura que se

ha adoptado, cierta exigencia en las conversaciones que las hace, al menos por algunos mi-

nutos, deliciosamente bobas. Todo el mundo está por debajo de sí mismo, todo el mundo

habla del hecho de estar allí y de las personas que entran y salen, y el ambiente huele a des-

lumbramiento y a envidia.
122

Nadie supo en calidad de qué yo estaba allí. La mayor parte del tiempo la pasé en el

centro de la habitación, sacando la cabeza a todo el mundo y mirando en ángulo recto, pero

no como aquel que mira a ver si encuentra a un conocido sino como si yo mismo estuviese

ausente, con una impertinencia en la mirada que en otro lugar habría resultado extravagante

o maleducada, pero aquí era una pieza más de la colección. Con Bidón hablé poco. Bastante

tenía el pobre con ofrecer canapés a los invitados importantes.

Como suele suceder también en estos casos, la persona más normal, más ajena a

toda la miserable pose de la concurrencia, era la propia homenajeada, una chica de piel muy

clara, con aires de vagabundo punk, que me saludó y me dijo si quería comprar algo. Era

mayor que Bidón, andaría ya pasados los cuarenta, a lo mejor incluso era mayor que yo,

pero eso no se le notaba en el cuerpo delgado y nervioso, inclinado a sustituir los movi-

mientos por flexiones, sino en la piel del cuello, que en ciertas mujeres tienen muescas co-

mo los anillos concéntricos de los árboles que sirven para medir su edad. Bidón, el joven

hermoso, tratable, apasionado y enamoradizo, era el cuerpo que Antonia se estaba tirando

en su breve estancia en Madrid. Esa dependencia, ese tener un chico de los recados 24

horas al día, ese descansar de los agobios promocionales sobre unos abdominales de futbo-

lista, me parece, por regla general, tan hermoso como equilibrado: a cambio de ser un

acompañante barato se ofrece la compañía del éxito, ese mundo de celofán que en la mayo-

ría de los casos es lo que único que anida en la vocación de los artistas. Casi nadie ama más

su obra que las consecuencias sociales de su obra. Pero Antonia sí, y por eso se la veía dire-

cta y desenvuelta, con ganas de que aquellos actos publicitarios se acabasen de una vez y

volverse a su estudio en un callejón del Berlín oriental y salir sola todas las noches a buscar

entre los cubos de la basura. Y Bidón empezó a pensar en una serie de cuadros en los que

reprodujera con fidelidad al óleo los colores del orín y de la mierda, la textura parda de las
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aguas fecales, los morados de un cuerpo en descomposición, y en eso supe que otra vez se

había vuelto a enamorar.

Cuando encuentro a alguien que sufre mucho de amor tiendo a tranquilizarle dicién-

dole que se le pasará enseguida. Los espasmos melodramáticos son inversamente propor-

cionales a la duración del sentimiento. Bidón se sentía tan afectado por todo que siempre

estaba malo, pero sus males se le iban con otros males, y sus resacas con otras borracheras.

Me hablaba mucho de Antonia y un día, nervioso, entusiasmado, adoptando los mismos

movimientos alámbricos de su amada, me dijo que ella le había propuesto marcharse a Ber-

lín y ayudarla en su trabajo a cambio de darle casa y comida y un dinero extra para chuche-

rías. Fue poco antes del día que yo la conocí.

Bidón ya se había entusiasmado bastantes veces con artistas mayores que él. Casi

todas lo reducían a la condición de efebo que sólo es posible si uno conserva el orgullo de

ser hermoso, de sentirse deseado, pero Antonia significó bastante más para él que ninguna

otra. Su ofrecimiento, pese a que a mí me pareciese una forma de tenerlo contento para que

funcionara mejor, volvió a repetirse varios días después, pero aquello pasó de ser un asunto

de poco momento a exacerbarse con todo tipo de demostraciones de amor fatal. Entre lo

que Bidón contaba y las apariciones intempestivas de Antonia por la escuela, unas veces

muerta de risa, otras hecha un mar de lágrimas, otras muy amorosa y otras gritándole como

una loca, llegué a pensar que la única diferencia entre Antonia y Javier era que la una había

triunfado y el otro no. Bidón lo repetía una y otra vez, con esa voz monótona y gangosa de

los cantantes de pop británico que se escuchan a sí mismos y antes de la entrevista se meten

un caballón de cocaína. Antonia le había dado un ultimátum. Ella se iba a volver a Berlín

Este. No podía permitir engancharse a las modas veniales de Madrid ni detenerse en esos

viajes a la infancia y a la vena racial. El cielo de Berlín, las barriadas de cemento, las vícti-
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mas de la reunificación y las latas de arenques habían impregnado su trabajo de una since-

ridad que en Madrid se amaneraría de inmediato. El descanso de To be or not to be se había

terminado. Parecía que no, pero ese ofrecimiento que al principio Antonia le hacía a todo el

mundo, irse a Berlín con ella, se había convertido en un enamoramiento de verdad, y lo que

hasta entonces era en Javier producto de la admiración, de lo encantado que estaba con la

situación tan artística que estaba viviendo, esa conciencia de vivir lo memorable que tienen

quienes se adoran a sí mismos, se convirtió en una angustia insólita por poco exagerada.

Javier estaba preocupado de verdad. Daba rodeos y hablaba en términos artísticos.

Él no estaba ya para ponerse a buscar en la basura. Hablaba de la vida de Antonia como si

fuese su obra. Esto del reciclaje no puede acabar bien, Güino. Esta tía yo creo que va por un

camino sin salida. Ella es muy brillante, estamos de acuerdo, pero siempre será Mislata,

toda su carrera se reducirá a la anécdota de su apodo. Cuando se nombre alguna de sus

obras, la gente dirá mira, una Mislata, y luego se echará a reír, igual que cuando dices mira,

un botero, la gente sonríe porque hasta el nombre está gordo. En el fondo me parece con-

servadora. Su método es tan original y su habilidad es tan deslumbrante que ya no queda

espacio para el verdadero contacto con la obra. Yo creo que en el fondo, aunque viva bus-

cando mierda, todavía cree que el arte es bello. Y ese es el error, Güino, y ese es el error.

Hace tiempo que la belleza dejó de ser una categoría estética, decía, Bidón.

A ti lo que te pasa es que ya no puedes vivir sin un sueldo fijo, estuve por decirle

más de una vez, siempre que veía venir ojerosa a la pobre Antonia y ponerse a llorar cuan-

do Bidón se hacía el sueco. Pero la gente no quiere consejos ni verdades. Quieren oírse y

les da miedo hablarse al espejo. Quieren demostrar que su vida sigue siendo un caos la mar

de atractivo. Yo me limitaba a escucharle, y a veces ni eso. Bidón seguía viniendo a la es-

cuela con resaca, cada día más delgado, más exprimido por la trituradora de Antonia, que
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no podía parar de amarlo. Tengo ganas de que se largue de una puta vez a sus vertederos,

me dijo un día, con muy mal aspecto. Parecía seguro de sí mismo, el animal hermoso que

ha sido utilizado por la mujer independiente y madura, incluso en sus gestos más gruesos y

dramáticos, pero que al final persiste en su imagen inconmovible, en su hieratismo transpa-

rente, en ese tono de voz y esos modales que a los modelos nos salen sin querer y a la gente

la desconciertan mucho.

Recuerdo que era Semana Santa porque habíamos dejado de posar y estábamos

haciendo sustituciones a los bedeles de los museos. Yo me quedé en la biblioteca y Rosita

en el jardín, que con las primeras lluvias se había llenado de hierbajos. Alfredo no hacía

nada. A Bidón lo mandaron, por decir algo, porque era su destino preferido, al Museo de

Arte Contemporáneo. Un día entró Rosita con sus cascabeles en la paz sagrada de la biblio-

teca y dijo que Bidón se había puesto malo, que fuésemos a sustituirlo.

Era una exposición de Joseph Beuys, el artista favorito de Javier Bidón, el artista

que hubiera querido ser, aunque para ello tuviera que llevar medio cráneo de metal, como

Millán Astray. Bidón ya se había puesto malo en la primera exposición de Joseph Beuys

que vino a Madrid en el 94. Él estaba entonces con sus miradas cerúleas y sus óleos empas-

trados y de pronto entró en una sala forrada de fieltro gris muy gordo del que emplean en

las fábricas, y vio unas tinas de aceite industrial derramándose por las paredes verdes muy

oscuras todas pringadas con reflejos de colorines, y unos trozos herrumbrosos de cruce de

vía del tren arrancados de alguna estación abandonada, y una estatua de humo y una mon-
126

taña de pizarras de escuela llenas de ideas escritas con la tiza ya del mismo color que el

polvo, y una silla en medio, un pegote de grasa para engrasar las tuberías de los oleoductos

en el asiento, la raja del culo de Joseph Beuys vaciada en la grasa industrial, junto a una

foto del muerto de tamaño natural sentado en esa silla, vaciando la raja del culo, con una

liebre degollada en las haldas y la mirada de Joseph Beuys, que tenía los dientes muy gran-

des y los ojos muy saltones, y llevaba el pellejo pegado a los huesos. Sobre la grasa vacía

expuesta que vio Javier Bidón nada más entrar en la sala quedaban aún unas gotas de san-

gre seca de la liebre.

Bidón entró y vio aquello y tuvimos que ir a sustituirlo. Le había dado tal ataque de

entusiasmo que necesitaba tiempo, incluso el tiempo de la mañana en que vio la exposición

por primera vez. No podía estar mirándola ocho horas seguidas porque el bombardeo de

ideas y de verdades y de hallazgos artísticos maravillosos, si no dejaba salir la potencia que

concentraban en su cerebro y se iba rápido a pintar a su casa, podía fundirlo allí mismo. Es

como si San Pablo se cae del caballo pero lo obligan a estar ocho horas cegado por la luz

divina, ocho horas cayéndose de un caballo.

Esta última vez el tipo de deslumbramiento fue distinto: el caballo lo pisoteó. Cuan-

do llegué tenía el aspecto de los que acaban en esos mismos momentos de vomitar. No

puedo estar aquí un minuto más, dijo Bidón. Ya no puedo más. Me tengo que marchar.

Aquel me tengo que marchar Bidón lo dijo con la solemnidad de quien está diciendo algo

definitivo, de quien no sólo se quiere marchar del museo sino también de la escuela y de

Madrid y de su propia existencia equivocada. El rostro céreo y el encogimiento propio de

quien ya no puede soportar los tirones del hígado aportaban a sus palabras un aire de capi-

tulación. Estábamos en un paisaje de osamentas de animales disecados, bulbos cerebrales

encrespados con rayotes, como dibujados con el papel encima de un pedrusco, largas pier-
127

nas fofas pintadas con tinta sepia como sangre seca, manchas de carne vieja en cloruro de

hierro, oncocéfalos con largas patas de saltamonte, espumarajos como cráneos escupidos

por un sol infantil.

He sido un estúpido, dijo Bidón. Mira esto, Güino, mira el arte de verdad, y noso-

tros aquí mezclando, jugando, ocultando. Nosotros aquí sentados en nuestra silla de funcio-

nario, que si la versión tal, que si la perspectiva cual, que si el tratamiento este, que si la

evolución aquella. Pero mira tú el arte, cómo crece de la tierra, cómo es la misma tierra y el

mundo que nos acompaña. Se refería Bidón a unos cuadros con contornos como musgo gris

de tiempo y ácaros trazados con espasmos de tachón que se daban un aire a esos cuerpos

con apéndices pulposos como tuberías del futuro imaginado en los tebeos.

Eso es lo que me atrae de Antonia, que se deja de tonterías, que acude a las cuatro

reglas y con ellas es capaz de reventarnos en la cara la potencia estética de la tierra. Mira

esto, Güino, que regreso al principio, mira esa chapa, es de un cadáver descompuesto de

paracaidista, quizá es una ñapa para el cráneo que rompió un hachazo, ¿entiendes? Y eso

me gusta de Antonia, y a Antonia esto le gusta también. El vídeo de la cabra está inspirado

en pinturas como estas, que casi parecen rupestres, mira esas largas damas viejas de vaginas

inflamadas, esos croquis de fiambres en la sala de disección. Mira cómo está representado

el hermafroditismo de la carne ajada, esos coños como huevos, qué potentes.

He llegado a la conclusión, dijo Javier, pálido como el papel, de que me lié con An-

tonia por amor a Joseph Beuys. Por amor al arte, Güino, por amor al arte. Es como estar

metido en el cerebro convulso y chapado con planchas de plata de Joseph Beuys, y la cara

rebozada en estas vulvas bulbosas y en el vino de los odres en donde se reboza ella. Mira

qué técnicas, qué sinceridad, todo parece una colección de apuntes y garabatos, mira este.
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¿Qué significa lightewight waste paper?, ¿Tú lo sabes, Güino? No tengo ni puta idea, dije

yo. Mira estos ácidos verdosos, continuó Bidón.

Yo también me estaba poniendo malo. Aquellas aguatintas tumefactas y el discurso

de Javier, en efecto todo un poco bulboso, me estaban empezando a revolver el desayuno.

Javier se detuvo a enseñarme una bolsa de plástico con restos de aceite de soja que había

pegada con un esparadrapo marrón a un lienzo pintado con la regla de hacer dibujos con-

céntricos que venden a los niños en las papelerías, orlado todo con la purpurina con que se

orlan los recordatorios y las extremas unciones. Para hacer esto, me dijo Bidón, no hace

falta pasarse los domingos copiando una postal, Güino. Hace falta talento. Y el mío lo estoy

desperdiciando por exceso de estimulación. Llevo aquí ya casi una semana y por las noches

sueño con listas de nombres tachados, inventos borrosos, artilugios de pesadilla, una pierna

gris con un apósito negro, Antonia revolcada en la grasa industrial de Joseph Beuys. La

vida de Antonia es tan frenética como estas guaches. Y todo esto es tan exigente como An-

tonia. Yo que siempre he sido tan rápido, que me ha gustado pegarle fuego a las etapas an-

tes de comenzarlas, volver antes de haber ido, vivo ahora bombardeado por el arte que

transpira Antonia, y vengo aquí a mi cutre puesto de bedel, porque esto Güino ya ni siquie-

ra es ser modelo, esto es ser bedel, y me vuelven a bombardear con recordatorios de que la

exigencia del arte es la misma que la de Jesucristo: déjalo todo y sígueme. Necesito eva-

cuar, Güino.

Javier se marchó al retrete o a su casa, al estudio de Antonia o a las vías del tren. El

caso es que no volvió. No eran más de las once de la mañana y yo me quedé rodeado por

aquellos desnudos femeninos con cuchillas de patinadora, aquellos perros enroscados en la

postura de la ropa sucia, aquellos cuerpos gasificados, tumbas, momias, cicatrices, acuare-
129

las zarrapastrosas, aquel conejo con un rabo impresionante. Salí del museo a las tres de la

tarde, pero antes de pasar por casa me fui a nadar.

Ahora, también, estoy en la piscina. La natación viene muy bien para ablandar las

líneas. Todavía faltan veinte días para que tengamos que posar en serio, todos los días, to-

das las horas, y ahora me toca nadar. Mi cuerpo de cachalote lento se desliza impulsado

más por mis pies que por mis brazos, que entran y salen como las aspas de un molino en

días sin apenas viento. No obstante, mi nadar no es escandaloso. La técnica de mis movi-

mientos es perfecta, hechos para que no salpiquen, para introducirse en el agua como un

cuchillo sin afilar. Parezco un buque con las calderas apagadas, pero me muevo por el agua

con más velocidad que muchos de los jóvenes escandalosos que aporrean el agua, mueven

todos su músculos muy deprisa pero avanzan muy despacio, y desde luego con mucha más

velocidad que quienes llevan un ritmo de brazada parecido al mío. Lo que ellos no hacen,

aun en el caso de que sepan deslizar su cuerpo, es mover los pies sin separarlos, violentas

sacudidas del tobillo que apenas afectan a la rectitud de las piernas. Yo no lo hago para ir

más deprisa sino para ejercitar los músculos del culo. Es la única forma de que no se des-

cuelgue y de que tampoco parezca repretado por artificio del gimnasio. El gimnasio defor-

ma mucho los cuerpos.

Esto me relaja, me somete al ritmo constante de mis brazos y a un pensar musicado

por los turnos de respiración. Muchas veces enhebro una canción con el ejercicio, y la repi-

to cincuenta veces sin pensar en ninguna otra cosa. A veces utilizo ritmos jamaicanos, mo-

nótonos y sostenidos, pero si quiero forzar un poco más los músculos tarareo en silencio
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una marcha militar. Sin embargo, no pensar cansa más que pensar, desde el momento en

que no se puede mantener el cerebro como un frigorífico desenchufado. Siempre hay que

pensar en algo, incluso, sobre todo, cuando estás trabajando. Bidón era muy amigo de poner

la mente en blanco mientras posaba, pero eso a la larga resulta muy peligroso.

La natación me sirve también lo mismo que a un cirujano le sirve hacer calceta o

tocar el piano. El cirujano se adiestra en que las dos manos ejecuten con la misma simultá-

nea precisión distintas órdenes del pensamiento. Yo nadando y sin perder el ritmo pienso y

hablo y recuerdo para que mi cuerpo se acostumbre otra vez a funcionar solo, sin que tenga

que estar tan pendiente de él. Lo demás es un silencio amniótico que me traslada a la misma

pérdida del sentido de la gravedad que tengo cuando estoy posando.

La piscina descubierta de San Pol, junto al río Manzanares, sigue abierta hasta fina-

les de septiembre. Pero en días como hoy, con el cielo ya cubierto de nubes y el agua más

azul, apenas vienen niños a joder con sus pelotas ni señoras a ponerse morenas. Quedamos

los que venimos a nadar, saurios afeitados con gafas de rana que nos cruzamos a mitad de

piscina y en lo que tarda la boca en respirar nos vemos esa expresión desencajada de los

fetos y la carne blanca y las piernas en un movimiento que cuanto más joven es quien nada

mejor revela su carácter. Unos cuantos largos más. Necesito entrenamiento de fuerza, soli-

dificar los glúteos, subir un poco el tórax, que con el sedentarismo del verano y las comidas

grasas se me han hecho tetillas.

Este verano nadé poco, tan sólo un par de días en el pantano. Un día porque acom-

pañé a mi hija a una prueba de resistencia en la que participaba su amigo Sebastián, el nue-

vo modelo, y otro que me fui con un patín hasta la cola del embalse, con un tipo que me

enseñó a pescar carpas tirándoles habas tiernas. Pero debería haber nadado más. Ahora las

sesiones tienen que ser más largas, igual que algunos deportistas de élite someten a sus
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miembros a fuertes cargas de trabajo y descansan luego una semana antes de las competi-

ciones. Tan importante es recuperar la tersura como evitar los dolores. La tersura y el buen

estado físico se recupera con el ejercicio, pero la mente necesita concentración.

Ahora sólo estamos tres en la piscina. Un muchacho gordo que no sabe nadar y se

cansa muchísimo, parece estar siempre tratando de alcanzar la orilla para salvarse, y una

joven ondina de muy buen estilo que nada más deprisa que yo. Me gusta su apretado baña-

dor, el gorro de plástico blanco, las gafas negras, largas y estrechas, como de aviador japo-

nés, sus pechos de brevedad andrógina, sus espaldas anchas y esa fortaleza con que mueve

los muslos en espasmos isócronos. Cuando me adelanta la veo pasar como una lancha, se

me pone delante y contemplo sus caderas hidrodinámicas hasta que la visión se llena de

burbujas y el cuerpo desaparece. Luego la veo venir de frente, a la misma velocidad, con

los mismos espasmos diminutos, y una línea muy recta desde el cuello hasta el dedo gordo

del pie que le da la gracia danzarina y frágil de su nadar femenino. Se mueve con el despar-

pajo de quien está muy bien adiestrada en sobreponerse a sus limitaciones físicas, que es la

impresión que me dan casi todos los deportistas. Sólo aquellos que lo hacen como algo na-

tural, como la postura más estable y llevadera de su cuerpo, me parecen de veras nacidos

para el deporte. Los demás son aficionados, y esta chica lo es, pero en esa decisión y ese

mando de brazos se ve mucho carácter, se ve lo humano del atleta, se adivina el estado na-

tural de su cuerpo, antes de que se cargase un poco de espaldas, y el genio con que se me-

nea.

Rosita también se menea con mucho genio, pero no en el agua, claro. A Rosa no le

gusta nadar, ni tampoco lo considera necesario. Bastante deporte hace levantando a la nieta

del suelo cada vez que se da una morrada.


132

Ahora ya es tarde, pero no habría estado mal una serie de dibujos subacuáticos para

el verano. En un mundo en que el arte se ha convertido en sorprender, en encuadrar las

formas artísticas que sin intenciones estéticas ha creado el ser humano, hasta el punto de

que hayamos redescubierto la belleza de una fábrica de maquinaria con parecido entusias-

mo al que profesamos hacia una iglesia del siglo XVI, estas imágenes que veo en la piscina

tienen el suplemento de modernidad de los rostros abotargados y las gafas negras y el pa-

ñuelo blanco y la piel cianótica pasando como un homínido anfibio de tebeo, pero bastarían

las cuadrículas móviles de los azulejos, las líneas negras de las calles, la superficie del agua

entrando y saliendo de los sumideros para ensayar un ejercicio de coloración, otro de deli-

neación y otro más de abstracción. Para qué iba yo a darle a mi hija todo eso.

Casi todos los dibujos que hacía estaban mediatizados por las circunstancias que me

tocaba vivir. Tengo fechados unos cuantos de los días en que Bidón abandonó a Antonia y

le dio la segunda crisis de pronóstico con Joseph Beuys, pero eso tampoco era lo que yo

buscaba.

Yo aquí tenía un problema. El regalo de Violeta debía ser una muestra sincera de

afecto, no una muestra de afecto sincero, porque para eso le habría regalado, de haber podi-

do, lo que le regaló su madre. Pude haberlo hecho (y la verdad es que, salvo dárselo a Vio-

leta, hacerlo lo hice, pero no era lo mismo). Demostrar la sinceridad del afecto es más fácil

que expresar afecto con una demostración sincera. Yo sé lo que me digo. En mi regalo Vio-

leta no debía ver sólo lo mucho que yo la quería sino quién era el que la quería tanto. Los

regalos, por regla general, me afligen. De haber sido sólo sincero el afecto, le habría com-

prado a Violeta una colección completa de mis dibujantes favoritos, cuanto más cara y lujo-

sa mejor, en competencia incluso con su madre, aunque hubiera tenido que pedir un prés-

tamo al banco, porque entonces no le regalaría la colección sino mi sacrificio, quizá el re-
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corte de algunos lujos básicos que ya son necesidad, como ir todos los días a la masajista o

dejarme un dineral en cremas hidratantes. Y entonces se lo daría y diría toma, hija, tu padre

está dispuesto a que le duela la espalda con tal de que sepas que te quiere mucho, porque

estos cuadros valen un riñón. A mí eso me parecía la negación de cualquier principio moral

y el fin de cualquier bienestar físico.

Me refugié en los clásicos. Fue entonces cuando empecé a dibujar escenas de la

Historia de los animales de Claudio Eliano. Cangrejos pescados con música, cómo se cura

la cabra las cataratas, incesto involuntario de un camello (a este le cambiaría el título), o la

historia de las bugonias, la leyenda que explica cómo las abejas nacen por generación es-

pontánea de los cadáveres en descomposición. Me gusta Claudio Eliano para después de las

emociones fuertes. Me gusta él y me gustan Plinio el Viejo, Paladio, Varrón, Columella,

Claudio Eliano y muchos otros que forman algo así como la segunda división de los autores

griegos y latinos, la de gente que no escribió grandes tragedias ni poemas más duraderos

que el bronce, sino libros llenos de noticias curiosas, de biología, de agricultura, de leyen-

das antiguas, una sazonada mezcla de pasión por la sabiduría y de ingenuidad para creerse

cualquier cosa. Lo que no saben, lo toman prestado de otros autores, o lo conjeturan, o se lo

inventan, pero sus invenciones y sus recursos sospechosos (en el caso de Claudio Eliano

parece más bien un cuentista de historietas infantiles) puede que no tengan mucha fiabili-

dad científica, pero sí una gran humanidad poética. Las plantas y los animales eran para

ellos una representación de lo más puro de sí mismos, y explicaban los fenómenos de la

vida y de la muerte queriendo saber algo de su propia vida y de su propia muerte, y esto los

hace muy tiernos, muy sencillos, muy auténticos.Para mí estos autores son como una cami-

seta de manga larga.


134

Pero el caso es que a mí me gustaban esas mujeres de vulvas monstruosas, aunque

sólo fuese para dibujarlas, me gustaban tanto como los sencillos monigotes de Claudio

Eliano, como las líneas nevadas de Astorga. Formaban parte de mí, eran lo más sincero que

de mí yo podía decir a Violeta. Pero estoy mezclando cosas. La crisis de sinceridad no me

llegó hasta meses después, inducido por una muy gorda que tuvo mi hija. Soy ahora mucho

más sincero si digo que entonces, en aquellos días de Semana Santa, yo no hacía más que

dibujar como un poseso sin orden ni concierto, sin saber qué hacía ni adónde iba, no bus-

cando los modelos que más pudiesen pegar con mi carácter sino haciendo lo único que sa-

bía hacer y cansándome de todo enseguida. Pero al mismo tiempo debo reconocer que

aquel proyecto fue una forma de protegerme durante aquellos duros meses de trabajo antes

del final de curso. El ideal del hombre de acción no significa para mí hacer largos viajes ni

estar en siete asociaciones a la vez, sino en tener muchas cosas que hacer. Yo no pasaba el

tiempo pensando cómo revolucionar el mundo sino cómo hacer una tortilla de patatas. To-

dos los que me rodeaban entonces tenían alguna misión en este mundo, algo por lo que lu-

char. Rosita era la conciencia sindical, mi ex mujer el feminismo caro, Alfredo se había

tirado al monte, Bidón se consumía en Joseph Beuys, Violeta estudiaba como una loca para

sacar una buena nota media que le permitiera entrar en la facultad de medicina. Y yo iba de

un lado para otro tratando de centrarme con mis monigotes, de no sufrir mientras posaba,

de administrar el dinero para doblar las sesiones de masaje y de cocinar en casa. Pero nunca

había tiempo para nada. Las ideas fijas de los demás desvirtuaban mi concentración.

Unos días antes de Semana Santa, además, había sufrido una lesión en el trabajo,

pero tampoco podía volver a pedir otra baja porque acababa de llegar de Astorga, ni Reme-

dios hubiese consentido en firmármela, porque tampoco la lesión podía diagnosticarse co-

mo tal ni yo quería explicarle los síntomas. De pronto, a la hora u hora y media de estar
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posando, me empezaba a poner muy triste. No me dolía nada, eso hubiera faltado, pero yo

me ponía muy triste.

Una de las facetas de nuestra profesión que más experiencia exigen es el acertar con

el pensamiento adecuado mientras estás posando. Todos los modelos sabemos que los cir-

cuitos que conectan nuestro pensamiento y nuestros músculos son muy delicados. Si uno

tiene una preocupación, debe dejarla colgada con el albornoz. Lo perjudicial de las preocu-

paciones es su insistencia y el desorden con que se articulan en el cerebro. Pero, por la

misma razón, las alegrías o las ilusiones, si no se saben dominar, acaban ocupando la ma-

ñana entera, y provocan los mismos dolores de mandíbula. Pensar en los dibujos era bueno

porque apenas corregía nada. En una sesión podía dibujar varias docenas con el pensamien-

to, y en la siguiente quedarme con uno solo, añadir detalles, y en la tercera quedarme con la

imagen fija del dibujo, recorriendo el acabado. Y en la última, ya muy hecho polvo, volvía

a reconocer a los amigos del suelo, esas caras que con un poco de imaginación se pueden

ver en las vetas del parquet, o miraba el movimiento entretenido de los estudiantes o me

quedaba colgado de la rama de parra que asoma por el quicio de la ventana del fondo de la

sala de dibujo al natural.

Siempre fue así. La mañana comienza fluvial, vertiginosa. La velocidad mental sir-

ve para desengrasar los músculos, que se detienen en su perfecto estado de forma cuando se

centra uno en un solo pensamiento sin repeticiones. Cuando empecé a posar, todavía estu-

diante, repasaba durante la primera hora lo que había estudiado en la noche anterior, en la

segunda memorizaba los pasajes más interesantes, y dedicaba la tercera a escribir con la

mente un examen sobre Santo Tomás de Aquino, por poner un ejemplo. En la cuarta busca-

ba en el suelo la imagen del filósofo. Y mucho después, cuando Remedios se empeñaba en

decir que todo iba mal, que el mundo iba mal para las mujeres que querían abortar, que
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Violeta iba mal en su escasa sociabilidad, que mi suegra iba mal de las articulaciones, de

tanto subir escaleras y batir huevos, que nuestro matrimonio iba mal y que la vida entera

era un desastre, yo no cometía el error de hacerle caso porque si no ahora estaría en una

silla de ruedas, seguro.

Tampoco sabría definir con rasgos concretos cómo era el pensamiento aquel tan

obsesivo que me entró muy poco antes de la Semana Santa. Quizá era un cúmulo de no

pensamientos, de pensamientos para no pensar el pensamiento que amenaza con resultar

preocupación. Primero vinieron unos días de tedio en los que me aburría seguir pensando

en los dibujos. Luego empecé a rumiar irritaciones y a ordenar la agenda mental. Remedios

no paraba de llamarme para decirme que estaba preocupada con su madre, que quería jubi-

larse y largarse al pueblo. Pero también estaba preocupada por Violeta. ¡Está saliendo a ti!,

me dijo un día, no sé si entre lágrimas porque estábamos hablando por teléfono, pero sí

muy afectada. Y luego estaba Alfredo, que no sabíamos dónde estaba, y no podíamos dar

parte a la guardia civil porque no se había presentado a la primera citación del juez y la

guardia civil ya estaría buscándolo por su cuenta. Pero yo no sabía dónde buscar, y esa im-

posibilidad me tranquilizaba porque me liberaba de culpa y, por lo demás, me traía sin cui-

dado dónde estuviese Alfredo con tal de que no me necesitase para ir a ningún otro sórdido

villorrio vallisoletano a pasar frío, con lo bien que se está nadando en la piscina.

Mantener a raya todos esos asuntos, lo que me importaban y lo que amenazaban con

importarme, me provocaban pensamientos planos y repetitivos que a la segunda o tercera

hora ya me habían sumido en la tristeza. Cavaba un jardín en el pueblo, subía el Tourmalet

en bicicleta, imaginaba un entierro lleno de flores, o me dejaba llevar por una escena en la

que veía cómo el pintor Julio Palomares forzaba en un callejón a una pobre criatura y yo,

para defenderla, le abría el cráneo a patadas. Nunca he sido tan violento como en esas horas
137

últimas de la mañana, los últimos tiempos casi siempre en clase de Pilar Guijarro, que me

ponía nervioso quizá como prolongación de lo que su amada Rosita me sacaba de mis casi-

llas, aunque yo jamás lo demostré ni moví un solo músculo mientras por dentro cometía

salvajes asesinatos contra ese tipo de enemigos que todo el mundo tiene para justificar su

instinto. Y, ahora que lo pienso, cuando más tenso me puse fue con las inacabables dudas

sentimentales de Rosita mientras tomábamos el desayuno, en las horas libres que pasába-

mos los dos en la cafetería o en el vestuario. Pero no me ponía nervioso porque su actitud

de algún modo me afligiese, sino porque la consideraba impropia de ella, porque descendía

hasta un tono relamido que no le pegaba nada.

Rosa se tomó su aventura con el juez como unas vacaciones del corazón. Una sema-

na de fiesta para Rosa no era sólo cambiar de aires sino de convicciones. Lo malo es que,

cuando volvimos de Astorga y nos reincorporamos al trabajo, ella se trajo las convicciones

cambiadas y el espíritu de vacaciones. El juez insistía. Venía todos los fines de semana,

hacía por verla, la invitaba a cenar, se la llevaba al chalet que los padres del juez tienen en

Mirasierra (no muy lejos de donde ahora vive mi mujer, por cierto) y estaba empeñado en

casarse con ella, en ser un padre para Lurdes y un abuelo para Carmelilla, en hacer lo que

fuese menester para conseguir un traslado a Madrid y en que Rosa dejara para siempre de

ganarse la vida en pelotas.

Yo Güino es que no sé, me decía. ¡Es tan majo, es tan amable, es tan buena persona!

Porque yo quererle no le quiero, o sí, no sé, quién sabe nada de amor, yo follo con él y me

siento muy a gusto, las cosas como son. En la cama, con todo lo gordo que está, es como un

pajarico, y cuando nos hemos corrido me cuenta unos chistes graciosísimos. ¿Te sabes

aquel...?, y Rosa me contaba un chiste malo que le hacía una gracia que se moría de risa.
138

¡Pero Rosita, si es un juez!, le dije, bromeando, un día que me vino con que Eduardo la

había invitado a ella y a todos sus amigos a una fiesta en Mirasierra.

Lo más desconcertante de todo fue que, por encima de las rentabilidades obvias que

Rosa veía en liarse con un tipo tan solvente, más allá de la renuncia y el desclasamiento y

toda la integridad ético izquierdosa (un poco pedestre, la verdad) que suponía echarse se-

mejante novio, más allá del futuro y de su hija y de su nieta y de sus cervicales que la lle-

vaban a mal traer, más allá de eso yo creo que Rosita estaba ilusionada de verdad, se había

enamorado de verdad, y eso sí que me parecía incomprensible. Uno nunca entiende a los

novios de las amigas. Uno se hace cruces de cómo una mujer tan lista es capaz de caer en

los brazos de un pollo como ése. Yo tiendo, como todo el mundo, a sobrevalorar a los ami-

gos, y cuando Rosa me ha contado a qué se dedicaban sus conquistas, qué tipo de bigardo

era el padre de Lurdes, yo siempre he terminado por decirle calla, calla, mujer, no me cuen-

tes más, que me vas a poner nervioso. Porque uno es dulce y educado, elegante y culto,

respetuoso y comprensivo, buen conversador y amigo de hacer favores, pero ellas se lanzan

como lobas a los brazos de una bestia parda, y luego van y te explican que el amor es ciego

y que en el fondo es un encanto o que cuenta unos chistes que dan mucha risa. Uno es así

de perfecto incluso con las amigas con quienes no quiere tener nada, pero aun en la amistad

sin cama es necesaria cierta reciprocidad, que cuando se echen un novio no incurran en

vicios vulgares indignos de sus amigos. Todo esto es demasiado complicado para explicár-

selo a Rosita. Yo me limité a decir que no podía ir a la fiesta, pero ella se sacó de la manga

otra de sus armas favoritas: Güino, por favor, no me hagas esto. Si no vienes tú, ¿a quién

voy a llevar? Esto es importante para mí, Güino. ¡No me hagas creer que te importo un co-

mino!
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Mirasierra tiene aspecto de sanatorio para enfermos multimillonarios. Las casas son

castillos con muros de cemento y verjas puntiagudas y lucecitas de seguridad que parpa-

dean en la noche por encima de los parterres. En las entradas de las urbanizaciones hay

guardias armados hasta los dientes con perros amaestrados que tienen la misma mirada in-

quisitiva e insolente de sus amos. Luego hay una zona más modesta de adosados unifami-

liares, que también valen un huevo y están igual de vigilados, pero ya no tienen el aire de

búnker prohibido ni sus habitantes piensan que cualquier ciudadano que pasea por la calle

puede ser un violador. Mi ex mujer y mi hija viven en esta otra parte un poco más normal,

pero, por lo que me cuenta mi hija, la manía persecutoria, los perros amaestrados y el aire

insolente y altivo es la tónica de todo el barrio. Yo antes de la fiesta ésa sólo había ido por

allí una vez, cuando mis mujeres hicieron el traslado y mi hija se empeñó en que fuese.

Llegué, me tomé un café, soporté un rato el inevitable llanto de Remedios (no estaba segura

de haber tomado la decisión correcta, la pobre), y me volví a marchar. Desde entonces he

dado todo tipo de excusas para no aparecer por allí salvo en las reuniones familiares con mi

suegra. Violeta toma un autobús todos los viernes cada quince días y yo la recojo en la pa-

rada de la Gran Vía.

Pero ninguna de las excusas que durante casi tres años le he dado a Remedios para

no ir a la casa donde vive mi propia hija sirvió para convencer a Rosa de que yo no pintaba

nada en Mirasierra. Eduardo, el juez chistoso, había invitado a todos sus amigos, pero Rosa

se dio cuenta de que sólo me tenía a mí. Ella tiene más amigos, claro, pero en el embota-

miento propio del amor sintió vergüenza de sí misma y de todas sus amistades. Esto ella ni

lo dijo ni lo reconocería nunca, y si yo se lo hubiese dicho le habría dado un disgusto. ¿Y a


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quién más llamo, Güino, y a quién más llamo?, se limitó a decir. No podía llevar a sus ami-

gos del sindicato porque empezarían a meterse con la familia de Eduardo. No podía llevar a

sus amigas de toda la vida porque les parecería una presunción intolerable. En realidad no

podía decir a nadie que tenía un novio rico, a los unos porque le retirarían el saludo y a los

otros porque eran unos ordinarios que no se sabrían comportar. Me lo podía decir a mí,

porque conmigo se puede ir a todas partes, pero a nadie más. Se lo podemos decir a Bidón,

le sugerí, Bidón es muy aparente y tiene buena mano con los canapés. A ella no le pareció

mal (lo de los canapés le hizo reír), porque Bidón entiende mucho de arte y seguro que en

el chalet de los padres de Eduardo tenían obras de mucho valor. Aunque ése es capaz de

decir que hay un cuadro que le pone muy triste o vaciar el mueble bar y coger una borra-

chera escandalosa, dijo Rosita. No te preocupes, le dije yo, que nos sabremos comportar.

Esa semana me tuvo mártir con qué se tenía que poner, porque ella no había ido a

una fiesta de esas en su vida, y se había pasado la vida bramando contra los que iban a esas

fiestas. ¿Y tú Güino cómo vas a ir? Pues no sé, le decía yo para ponerla más nerviosa, si

quieres me pongo el traje de la boda. El jueves, un par de días antes del sarao, vino toda

seria y circunspecta y dijo que no íbamos a la fiesta. Me estoy metiendo en un jardín, me he

pasado la noche entera sin dormir, no tengo nada claro pero nada, Güino, pero nada. Chica,

calla, le dije yo, esta tarde nos vamos los dos de compras a ponerte guapa. A mí no me jo-

das que no estoy para derroches, me contestó. Yo le dije tómatelo como una inversión, mu-

jer, que cuando te cases con el juez vas a pasarte las tardes comprando trapos. ¡Güino no

me digas esas cosas, que bastante tengo con lo que tengo!

Su problema era que tenía un vestido muy mono que se compró para el bautizo de

la nieta pero no tenía abrigo, ¡y no voy a presentarme con un vestido tan elegante y el plu-
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mífero que me llevé a Astorga! El problema era el entretiempo. ¡Si hiciese frío-frío o calor-

calor, pero es que así para entretiempo yo no tengo nada! De modo que la calmé como pude

y le dije que dejara el asunto en mis manos. Llamé a Remedios, que es más o menos de su

misma talla, y le expuse la situación. Mi ex mujer alucinaba. ¡Hijo, Güino, me llamas para

unas cosas más raras!, ¡en vez de llamarme para lo que me tenías que llamar!

Remedios y Rosa no se conocían, nunca me ha gustado mezclar la vida privada con

el trabajo. Lo único que te estoy pidiendo es un abrigo de entretiempo, querida, le dije, por-

que es para una amiga, una amiga que tiene que sacar adelante a su familia y se ha visto en

un compromiso y en estos momentos no puede ir a gastarse un dineral en un abrigo para

una noche. He pensado en ti porque me imaginé que lo comprenderías, pero nada, déjalo,

mujer, déjalo, y perdona por las molestias, dije. Pero nunca debí haber dicho eso. Nunca

debí haber pedido a nadie un favor. A mí los favores me cuestan demasiado caros. De mo-

mento, aquel favor me está costando el distanciamiento que ahora, meses después, muestra

Rosita conmigo, y que de momento no sé qué alcance podrá tener.

Remedios no sólo le dejó un abrigo. Le dejó un vestido negro con rosas grandes es-

tampadas en rojo que Remedios se compró para la boda de Margarita, una amiga de la in-

fancia. El vestido es de tela flexible, porque Remedios tiene mucha cadera pero poco pe-

cho, y Rosita tiene las mismas caderas pero gasta por lo menos un noventa y cinco de suje-

tador. Pero Remedios tiene muchos vestidos y muchos abrigos de entretiempo, y sin em-

bargo tuvo que dejarle ese. La boda de Margarita fue hace tres años. Cuando volvíamos en

el taxi, después de aquella boda, Remedios me dijo que había decidido marcharse de casa, y

que si yo no tenía inconveniente se llevaría a Violeta a vivir con ella.

Estás muy guapa, le dije a Rosita nada más meternos en el taxi que nos llevó a Mi-

rasierra. Bidón dijo que iría por su cuenta. Rosa se repasó los labios y me preguntó si no le
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marcaba mucho el pecho. Remedios se había empeñado en que ese vestido le sentaba bien,

y ella no le dijo nada, claro. ¿Qué le iba a decir, si se lo estaba prestando? Pero Remedios

tenía muy buen gusto. Era muy maja. Remedios era majísima. Y era raro no conocerla,

porque Remedios le había dicho que a mí me conoció en la escuela, que fue a posar allí

unos días cuando yo era estudiante.

Yo por mi parte me puse mis mejores galas. Un traje negro sin camisa, con un jer-

sey fino de cuello abierto también negro, el tres cuartos de cuero que me regaló mi suegra,

recuerdo de las Brigadas Internacionales, y unos zapatos doctor Maertens con el brillo re-

cién sacado. Por mucho que nuestra ideología nos confirme que somos todos iguales y que

podemos presentarnos en cualquier casa vestidos como nos dé la gana, y por mucho que yo

a Rosa le hiciese ver que aquella cena no era más que una oportunidad de ver ambientes

graciosos, la verdad es que uno se lo piensa cuando tiene que comer con un juez. Y si el

juez es aristócrata se lo piensa varias veces. El instinto nos hace temer que sus maneras

vayan tendiendo alguna red que nos humille. Aparentar es divertido, pero en esas

circunstancias resulta imprescindible. Hay que dar un aire despreocupado, como si vinieses

de una reunión mucho más importante y ahí por fin te pudieses relajar, ir con traje pero sin

camisa, incluso con el matiz bohemio republicano del tres cuartos, un poco para tocar los

huevos a tanta nobleza. Y, al contrario de lo que se supone que son las normas nobles en la

mesa, hay que hacer también un poco el guarro, coger los langostinos con los dedos,

chupetear la raja de limón, sorber el plato y untar mojo. Hay que ser un poco guarro porque

los aristócratas son gente tan pasada que no renuncia a los placeres primitivos, y él sería un

aristócrata de los jueces Rodrigálvarez y ella de las señoras de Basterra, pero yo era un

aristócrata de la belleza. Él podría ser el más alto funcionario posible, pero yo miraría la

decoración de su casa con un pequeño rictus de dolor de estómago, como si todo aquello

me pareciera de un gusto advenedizo y espantoso. Luego no sé si se notaron bien esos ma-


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de un gusto advenedizo y espantoso. Luego no sé si se notaron bien esos matices porque la

verdad es que estuve toda la cena bastante callado.

De primero la criada, una chica con acento panameño, nos puso un surtido de ma-

riscos frescos y estuvimos dándole vueltas al asunto de Alfredo, no tanto porque nos impor-

tase mucho cuanto porque en el fondo era lo único que teníamos en común, lo único de lo

que se podía echar mano para hablar, porque Rosita, mucho más afectada que yo por las

circunstancias, o menos consciente de su reacción natural, estuvo hecha un manojo de ner-

vios toda la cena y cada vez que abría la boca temía estar diciendo alguna paletada y le salía

una extraño acento medio catalán. Lo que sí que estuvo muy bueno fueron los espárragos,

de eso me acuerdo como si los acabase de comer. Eran suaves, sin apenas hilos, cocidos

con una bechamel muy fina y gratinados tan sólo hasta que tomasen el color. Dentro lleva-

ban un paté nada pastoso, debía de ser de ave, y el plato estaba decorado con unas gotas

Jackson Pollock de crema de verduras y una estela de huevas de salmón. El juez se justificó

diciendo que después de imponerle a Alfredo una fianza le había dicho que se presentase

una vez cada quince días, pero que ya habían pasado los primeros quince días y Alfredo no

había vuelto. Ahora podía dictar una orden de búsqueda y captura, y cuando lo cogiesen

meterle un puro de prisión incondicional hasta que le empezasen a salir los juicios. Pero no

te preocupes, dijo, mirando a Rosita, tranquilizándola con una sonrisa muy comedida. Dijo

vamos a darle una segunda oportunidad.

A mí eso me hizo gracia porque Alfredo se había convertido para ese juez en un

asunto de amor, y Rosita no lo desmentía. Incluso Bidón, que al llegar el postre todavía

estaba sereno, muy respetuoso con la basura que había colgada de las paredes, muy pruden-

te y muy neutro en sus breves intervenciones, todas llenas de sonrisas, dijo un extraño cla-

ro, claro cuando el juez anunció a los presentes que había decidido saltarse la ley para tener
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un detalle con sus compañeros. Luego supe por qué Bidón se había mostrado tan manso,

pero entonces pensé que a él también le estaba impresionando Mirasierra. Pero lo de Bidón

era más profundo.

En la cena, aparte de la criada, estábamos cinco personas. Todos los amigos de Rosa

éramos Bidón y yo, aparte del fantasma de Alfredo, y todos los amigos del juez era su her-

mana la pequeña. Entonces era una chica muy guapa y apenas hablaba nada. Tenía la cara

cansada. Las ojeras se le notaban más porque tenía el aire pálido de los eslavos, que además

suelen tener la mirada clara y los labios mas oscuros de lo normal. Son los ojos asustados y

la boca muy seria de las saltadoras de altura checas. Su cuerpo, por lo demás, no era el de

una atleta, pero sí el de una escultura. Se le marcaban mucho los huesos, tenía los brazos

delgados pero los pechos grandes, el pubis apaisado, como demasiado abiertas las caderas

para unas piernas que entonces no vi pero me imaginaba muy finas. Me gustan esos cuerpos

porque el peso del pecho les produce una levísima encorvadura, una discreta cargazón en

los trapecios que equilibra su perfil, igual que las espinas ilíacas marcadas en la parte supe-

rior de las caderas se equilibran con el ancho culo. Me gusta esa mezcla de dama frágil y

mujer bragada, de modelo que no podría pasear vestidos porque es demasiado mujer. Pero

en el estudio de un artista tiene cien veces más interés.

Sólo le oí un par de frases en toda la noche, ocupada por la inmensidad legal de su

hermano, sus dedos gordezuelos y su barba hasta los ojos y la voz nasal de quienes tienen

demasiada papada y les dan fatigas al hablar. Una vez, cuando su hermano nos estaba con-

tando que Alfredo debería estar en busca y captura, ella dijo: ¿Qué edad tiene?. Está a pun-

to de cumplir 65, dije yo, que estaba mirando los cuadros de la pared como si no prestase la

menor atención a lo que decía el cochinillo de su hermano. Y ella en la repuesta ya no se

dirigió a su hermano sino a mí, y yo giré la cabeza con deliberada lentitud hasta toparme
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con sus ojos y ensayar una mirada penetrante, no lo pude evitar. Un buen abogado puede

amargarle los años de vida que le quedan, dijo, y luego, dirigiéndose a su hermano, añadió:

a él y a ti, Edu. Joder, terció Rosita, que no se pudo contener, ¿y tú que entiendes por un

buen abogado? Ella la miró con la serenidad de quien está acostumbrado a dar malas noti-

cias sin ofender. No hablo de bondad, hablo de dinero, y el Palomares ese tiene mucho di-

nero, y por lo visto muy mala leche. Luego se calló un buen rato.

Eva lo defendería sin ningún problema, dijo su hermano, pero ahora no puede, y

además es mi hermana. La conversación derivó enseguida hacia los espárragos y siguió por

comentarios banales que no la sacaban de su cansancio, por más que Bidón empezase muy

pronto a intentar ser amable con ella y hablar interminablemente sobre pintura moderna.

Fue pesado, pero no grosero. Sólo al final, cuando Rosita dijo a todos que mi exmujer le

había prestado el vestido y que se le iban a salir las tetas de un momento a otro, vi a Eva

sonreír y comentarle con algo de temblor de labios: qué va, mujer, estás guapísima. Yo es-

tuve por decirle no le hagas caso, Eva, que os está provocando, pero también me callé.

Me marché de la casa del juez lo antes que pude porque al día siguiente era domin-

go y yo tenía que madrugar. Madrugar en domingo es, en momentos de zozobra, lo único

que me hace mantener el tipo, y en los que no son de zozobra también porque no he fallado

un solo domingo desde nació mi hija. Ese día, hace dieciocho años y tres meses, trajeron a

mi hija y a su madre del Corazón de Jesús y yo pasé muy mala noche, cada vez que me

dormía me asaltaban angustiosas asfixias infantiles, de modo que me levanté muy temprano

y me puse a pintar un óleo. Desde entonces, todos los domingos por la mañana he hecho lo
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mismo, esté donde esté. Si viajo pinto miniaturas. Los dibujos los puedo hacer a cualquier

hora, cualquier día, no importa si varios días seguidos o ninguno durante varios meses. Los

dibujos son una forma de entretenimiento que no me cuesta ningún esfuerzo, pero cuando

pinto al óleo me lo tomo en serio. Los dibujos son esa curiosidad despreocupada de los bo-

cetos que se hacen silbando, el óleo es un proyecto de mucho tiempo. En dieciocho años y

tres meses he pintado siete cuadros grandes y dos miniaturas de viajes. Las miniaturas me

desagradan porque tengo que basarme siempre en la memoria, pero en el caso de los cua-

dros grandes siempre veo lo que estoy pintando. Mis siete cuadros se titulan Ventana del

dormitorio, Puerta de la terraza, Ventana de la cocina, y la serie Puerta abierta de la te-

rraza, que tiene un cuadro para cada estación del año. Estos últimos cuatro cuadros aún los

tengo inacabados. Teniendo en cuenta que sólo pinto tres horas a la semana, si lo hiciese

todos los días del año, aunque sólo fuesen tres horas, pintaría en un año lo que me cuesta

siete, y no tendría sólo siete cuadros, cuatro inacabados, sino siete veces siete, que ya es

una pequeña obra. Pero yo no quiero tener una pequeña obra sino pasar las mañanas de los

domingos.

Ese domingo me puse a la tarea pero no me dejaron dar ni cuatro pinceladas. Estaba

pintando una hoja de las hortensias que se ven a mano izquierda, las flores aún estaban en

su manojo de capullos pero las hojas habían empezado a sacar la rugosidad carnosa y bri-

llante de cuando se hacen grandes de verdad. Estaba justo en los brillos de esas pequeñas

musculaturas cuando llamaron a la puerta. Era Bidón, que se había traído a Eva para el des-

ayuno. Habían salido los cuatro a tomar una copa cuando yo me marché a casa. Acababan

de dejar a Rosita y al juez en un taxi de vuelta a la casa lejanamente inglesa de los Rodri-

gálvarez Basterra, a las siete de la mañana, y ellos dos habían estado dando un paseo por el

barrio de los Austrias hasta que se les ocurrió desayunar conmigo.


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Bidón sabe que yo a esas horas estoy despierto, encadenado a un entretenimiento

que él detesta. Copista, me ha llamado en más de una ocasión. Y no sabe que la tarea de

copiar es tan agradable para un aficionado al dibujo como la de traducir para un amante de

la literatura. Copiar un cuadro amado es entrar en el esplendor de sus entretelas, en esas

simples verdades cuya milagrosa colocación sólo puede corresponder a un genio. Ni él ni

mi mujer habrían entendido nunca el placer de pintar todas las líneas de todos los tejados,

todas las antenas de todas las azoteas, todas las cruces de todas las iglesias. Bidón tenía en

el fondo tan poca sensibilidad que ni siquiera sabía que no era un cuadro sino cuatro. Otras

veces, al final de otras borracheras, había venido a largarme un discurso monótono y pasto-

so, de haber bebido mucho y tomado mucha cocaína, y también era domingo y yo estaba

pintando diferentes estaciones de la puerta de la terraza. Él se limitaba a quejarse de que el

mundo no reconocía su talento, a hablar mal del trabajo, a contar sus dramas amorosos de

quince días, a pedir dinero, a relatar proyectos inverosímiles, ideas fugaces que a veces

incluso se apuntaba en un papel y se metía en un bolsillo. Al día siguiente, otra vez en la

escuela, no tenía suficiente entusiasmo para recordarlas y seguirle pareciendo buenas. Un

cuadro nunca le duraba más de una mañana. Se ponía muy melodramático diciendo teorías

sobre la necesidad del abandono y la pureza de lo instantáneo, pero a mí me parecían cha-

puzas, lo que pasa cuando alguien dice que un boceto es una obra de arte y los demás se lo

creen. Bidón hablaba siempre sobre sí mismo y si acaso, en el descanso rápido de encen-

derse un cigarro, me preguntaba cuándo iba a cambiar de cuadro de una puta vez, y me re-

petía la típica tontería goethiana: pero si ya lo tienes colgado en esa ventana, ¿en qué otra lo

vas a colgar?

Sin embargo ese domingo quería impresionar a Eva. Se lo noté desde el principio.

Nada más llegar usó ese tono que usa para sentirse artista, y se vino al cuadro y empezó a
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dar opiniones de conmilitón, a decir que le gustaba mucho la profundidad y que había

hecho bien en dejar esbozada la barandilla. Eva no dijo nada. La cara tampoco le había

cambiado, y si lo había hecho se le había vuelto a cansar. Se limitó a saludar sin ningún

alarde. Se cruzaba mucho la chaqueta, como si estuviera destemplada, escondía la cara en

la melena y lo primero que hizo fue pedir un café y sentarse en el sillón que tengo en el

estudio para fumarme un cigarro mientras miro el cuadro que estoy pintando. Mientras Bi-

dón comentaba pormenores de la luz de los que no tiene ni idea, ella miraba el cuadro muy

atenta con sus ojos eslavos.

Me molestaba que Bidón me tratara de artista. Es humillante que alguien crea que

para sobrevalorarse a sí mismo también lo debe hacer con sus amigos. Me molestaban, en

rigor, los dos. No tenía el más mínimo interés por la amistad que hubiera podido surgir en-

tre ellos, y a Eva ya la había mirado bastante durante la cena. Lo de la belleza eslava lo

tengo siempre a mano en mi colección de atletas del telón de acero, una especie de álbum

de cromos que me hice con los rostros de Heike Dressler o Gabriela Szavo. No me intere-

saban los comentarios pomposos de Bidón ni el espectáculo del apareamiento. Bidón había

venido muchas veces a casa con una chica a la que invitaba a desayunar en casa de un ami-

go un poco antes de tirársela. Desde mi casa hay unas vistas estupendas y su colega Güino

puede ser todo lo que necesite que sea la catadura social de la hembra. Si otras veces tengo

que fingir por conveniencia de los otros, con Bidón por lo menos no tengo que hacer nada

porque él se lo inventa todo. Me ha presentado como compañero de curro, como amigo de

la infancia, como bedel en la escuela y como espléndido modelo profesional. Un día que se

estaba ligando a una galerista me pidió por favor que guardase los cuadros y que pusiera

algunos suyos. Quería, dijo, que la galerista viese sus pinturas sin saber que eran suyas,

para ver su reacción. Fue tremendo hacer pasar por mía semejante basura.
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Cuando volví de la cocina con el café y las pastas integrales Eva se había quedado

dormida. En esos momentos Bidón espera que yo le ofrezca quedarse en mi casa con su

acompañante, pero yo nunca se lo ofrezco. Es un código de silencio que funciona muy bien.

Esto no es ningún motel. Pero lo que nunca nos había sucedido es que la acompañante se

quedase dormida. Me dieron ganas de hacerle alguna foto tumbada en el sofá, sus largas

piernas acurrucadas en una posición fetal pero elegante, el rostro apoyado en la oreja del

sillón, la boca entreabierta de los que están dormidos.

Entonces Bidón me dijo que saliésemos a la terraza y allí mirando la Casa de Cam-

po me dijo: ¿te acuerdas de Antonia? Entonces le apareció en el rostro una mezcla insana

de clarividencia y dolor, como esas revelaciones redentoras que tienen los desahuciados,

que sólo anuncian la muerte o la locura. Bidón dijo que lo había pasado muy mal, que An-

tonia lo había herido mucho más de lo que se hubiese podido nunca imaginar. Lo de Anto-

nia había sido el encuentro con la droga dura, quince minutos en el paraíso. Ella seguía en

Berlín, le escribía y le daba esperanzas, pero también le contaba sus andanzas con pelos y

señales, y los tres meses que llevaba ya viviendo con un bigardo alemán de nombre Hans

que se dedicaba a la música concreta. Estaba teniendo mucho éxito y a ella le echaba unos

polvos espectaculares, que ella, como acto de sinceridad, como prueba de que por encima

del sexo está el entendimiento mutuo, le contaba en sesiones de correo electrónico en las

que Bidón siempre quiso no creer. Una vez, cuando vino a Madrid, Bidón se sentía tan ul-

trajado que la primera noche no quiso follar con ella. Le dijo he sufrido demasiado, Anto-

nia, y Antonia lo convenció de que era víctima de un pensamiento reciclable, y abrió el

periódico y llamó a un muchacho para que se la follase delante de él, para que Bidón se

diese cuenta de que las imaginaciones enferman si no se miran a la luz de la sencilla reali-

dad. Y al día siguiente se volvió a Berlín. El idiota de Bidón lo comprendía, había sido una
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escena liberadora, y al final él también se tiró al muchacho, y había sido, como suelen ser

los triángulos, una experiencia muy gratificante, salvo que exista el amor por medio. Sabía

que si abandonaba las apuestas de Antonia ya nunca la vería más, porque Antonia exigía

unos límites de modernidad para los que había que tener un corazón de hierro. Igual que se

le ocurría eso podía estar un mes seguido con Bidón haciendo vida de carmelita y Bidón

también tenía que tragar. Se lo había dicho, ella, desde el principio: nunca intentes cambiar

mi modo de vida. Si te gusta, adelante. Si no, búscate otra, y esa declaración de derechos

elementales había cobrado una consistencia en Antonia que le permitía caminar segura por

su camino mientras los acompañantes deben bordear el precipicio. Y ya no podía más.

Pero todo eso ha terminado, dijo Bidón. Tiene que terminar. Si sigo así voy a termi-

nar con ella y conmigo y con el mundo entero. Basta. Ya nunca más volveré a ser artista.

Haré lo que haces tú, seré un perfecto funcionario, me levantaré temprano los domingos,

tendré hijos, visitaré a los padres de mi mujer, tendré una casita en el campo. Bueno, a ti

todo eso no te iba pero yo es que no puedo estar solo, no debo estar solo. Un cambio como

este, un cambio tan radical de la juventud a la madurez sólo puedo hacerlo acompañado de

alguien, esposado por alguien. Necesito un poco de claridad. Estoy enfermo, Güino, peso

cincuenta y siete kilos, si no fuese al gimnasio parecería un yonqui terminal. Me meto de

todo, no paro en casa, muchas mañanas ni siquiera recuerdo si utilicé condón o no, ni quién

coño era la que estaba conmigo. El otro día me levanté por la mañana y vi que la tía con la

que estaba llevaba el tobillo perforado por las jeringuillas. Y esto no puede seguir así. Ya

no más. Llevo una semana hecho polvo porque debería ir a hacerme unos análisis pero me

da miedo, Güino, me da miedo. El tren se va. Como no me suba ya me quedo aplastado en

la vía.
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La nueva vida, por lo visto, empezaba en Eva. La había conocido en el momento

oportuno. Era difícil pensar que tuviese una oportunidad como esa de regenerarse. No se

trataba de ningún braguetazo. Bidón no quería el dinero de nadie. Se trataba de una identi-

ficación profunda, de un haberse encontrado en el mismo naufragio. Eva no era lo que yo

me podía imaginar. Era rica por sus padres, sí, claro, a ella nunca la dejarían tirada, nunca

se tendría que ganar la vida de mala manera. Pero ella estaba tan hundida como él. La vida

le había pegado una hostia igual de grande pero en sentido contrario. Ella había desperdi-

ciado día por día toda su juventud. Llevaba seis años preparando unas oposiciones a juez.

Sólo se había presentado dos veces, la primera para probar porque sólo llevaba tres años

estudiando, pero la segunda iba en serio, iba a por el número uno, el único número que se

conoce en la saga de los Rodrigálvarez, pero no sólo no sacó el número uno sino que sus-

pendió el examen. Ahora, en cuestión de emociones, Eva estaba catatónica. Lo lógico era

emplear otros tres años y arriesgarse otra vez a que la apuntillasen, pero si alguna fuerza le

había quedado después del soponcio era para no ponerse a estudiar nunca más. ¿Quieres

saber una cosa?, me dijo Bidón. Cuando hemos salido de tomar la última copa veníamos

paseando por la plaza de Oriente y ha empezado a amanecer. Ella se ha quedado mirando

hacia el patio del Palacio Real y de pronto va y me dice: ¿Sabes que yo nunca había visto

amanecer? ¡Qué te parece! ¡No había visto nunca amanecer, Güino, es virgen por los cuatro

costados! Se ha pasado la vida encerrada y a lo mejor ni siquiera ha tenido un novio. Ella

me dijo que no pero tanta castidad sería un poco mosqueante. Lo importante es que ella

necesita dejarlo todo y yo también, y ella no ha sido educada para llevar la vida crápula que

llevo yo, le quedará un resto de orden, de buenas costumbres, de vida sencilla, porque si lo

miras bien su problema es que es sencilla. Ella no ha podido ser juez y yo no he podido ser

artista. A lo mejor juntos encontramos una vida sin complicaciones.


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Cuando volvimos a entrar Eva ya se había despertado, pero seguía sentada en el si-

llón, mirando el cuadro. Fui a calentarle el café con leche en el microondas y cuando volví

me preguntó cuánto tiempo llevaba haciendo ese cuadro. Siete años, le dije. En realidad es

un poco menos de seis, pero yo dije siete para solidarizarme con ella.
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Añoro las expertas manos de Susanita. Hasta que le salió trabajo en la compañía de

ballet de Nacho Duato, todas las tardes, después de comer, iba a hacer la digestión a su casa

con un masaje de hora y media. Con ella podía ir todos los días porque me hacía precios

especiales, a mil quinientas la hora, lo mismo que nos cobraba la asistenta cuando vivía con

mis mujeres. Ahora Susanita cobra como diez veces más y se pasa la vida en los aviones, y

por supuesto ha dejado los trabajos particulares. Me sigue enviando postales desde las ópe-

ras de medio mundo, me cuenta sus andanzas, la gente curiosa que conoce. Pero desde hace

seis meses no me da ningún masaje. Ahora me tengo que contentar con ir a una masajista

dos o tres veces por semana, según lo cargado que me encuentre, y aun así me gasto medio

sueldo en relajar los músculos. Desde que Susana se marchó, el único momento de verdade-

ra distensión lo sentí en los baños árabes de Granada. Si tuviese dinero, estas navidades

próximas las pasaba en Turquía.


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Susana era pequeña, muy delgada, muy nerviosa, con cara de rata. Los dedos de las

manos (y de los pies) los tenía como sarmientos prematuros, eran muy largos y retorcidos,

abiertos como los de un virtuoso del piano. Pese a que Susana tenía mucho nervio y mucha

fuerza, no la empleaba, como hace la mayoría de los masajistas, en presionar superficies

más o menos pequeñas de la espalda, sino en hurgar con las yemas duras de sus dedos de-

bajo de casi todos los músculos. Era única merodeando en los esplenios, muy cerca del bul-

bo raquídeo. Cuando un masajista que no conozco se acerca por ahí me echo a temblar, no

me abandono como hacía con Susana, decúbito prono por fuera y por dentro despatarrado.

Los pizzicattos que me tocaba Susana por todas las junturas de las vértebras del espinazo

con los dedos de los pies eran un placer que ya no espero volver a sentir. Por lo menos no

ahora, no con la lanzadora de peso soviética que me ha tocado ahora, una amiga de Rosita

que sabe hacerlo bien y es muy profesional, pero no es Susana. Yo la llamo Konchakova.

Su contrato con el ballet me cogió desprevenido, se me juntaron demasiadas cir-

cunstancias anómalas, no era momento ni mucho menos de que tuviese que renunciar a un

masaje diario. En mayo, vísperas de los exámenes, la actividad en la escuela es la misma

pero el ambiente se carga mucho. Los profesores necesitan llegar al final del temario y te

hacen cambiar mucho de postura. No puedes concentrarte en ninguna, estudiarla durante

varios días hasta que termines de sacar los cálculos sobre cuál es la mejor posición dentro

de los mismos márgenes exteriores. Los alumnos, salvo los que no tienen la menor urgen-

cia, dibujan a una velocidad imposible, necesitan creer que lo están haciendo bien y se

acostumbran a vivir de los bocetos, a no corregir. Y todo eso, y el polen y el calor que

empiezan a entrar por el jardín, carga el ambiente mucho.

Entre nosotros tampoco había descanso. La edad reglamentaria de jubilación se le

había pasado a Alfredo sin dar señales de vida. En términos laborales ya estaba muerto, y
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Rosita se dedicó a pelear por la sucesión. Quería una oposición justa para que entrase su

hija. Las ideas del ministerio no iban más allá de dejar la plaza sin cubrir, pero entonces

(esta era la baza sindical de Rosa) habría que contratar al bedel correspondiente durante el

verano y al modelo aficionado durante el invierno, y era un escándalo que pudiendo hacer

un solo contrato indefinido hiciesen dos temporales, aparte de algunas consideraciones un

poco confusas sobre la defensa del arte. Esas consideraciones confusas las redacté yo. Rosi-

ta, en el más puro estilo setenta, se empeñó en repartir entre los estudiantes unas octavillas

explicando nuestra situación y nuestras reivindicaciones. Una amiga suya que es abogada

laboralista escribió lo de los dos contratos temporales, pero luego Rosita vino y me dijo

Güino, ponle algo más sobre el arte, anda. Yo me devané los sesos tratando de no decir una

tontería. Los masajes se me iban en idear cuatro líneas que justificasen un contrato para

Lourdes, y que hablasen de arte. ¿Qué tenía que decir? ¿Que los modelos no somos perso-

nas normales, que somos especialistas en reflejar la modalidad de la persona normal pero

no somos ninguna de ellas, que trabajamos fuera del trabajo para que nuestro cuerpo sea

sincero y para que refleje las verdades que luego en la vida casi no se ven, y si se ven no se

saben sentir? ¿Algo que terminase diciendo ¡porque los modelos no somos un atavismo, los

modelos somos profesionales de la realidad, y por eso exigimos que cubran esta plaza con

un funcionario!? Mira, Rosita, le dije, no hace falta que hagamos manifestaciones, a los

estudiantes se la suda que tengamos o no trabajo, por sudarle se la suda el dibujo y el natu-

ral y la pintura realista. Lo único que puedes hacer es el ridículo como lo hizo Alfredo lla-

mando a los periodistas para contar a todo el mundo que queremos a un bedel. Imagínate

que luego vienen los periodistas y descubren que la nueva promesa de los cuerpos normales

es tu hija Lurdes. ¿Qué pensaría tu novio?


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Al final escribí una chorrada que prefiero no reproducir y Rosa repartió las octavi-

llas, ella sola porque a los demás nos daba vergüenza. Pero Rosa es dura como las piedras.

No sólo repartió las octavillas sino que también me obligó a redactar una carta para El País

que por suerte no publicaron y un día apareció con unas asesoras del sindicato para estudiar

la estrategia de movilizaciones. Me hartó tanto que le dije que si estiraba demasiado de la

cuerda empezarían a pensar en lo absurdo que es que uno sea modelo para toda la vida, qué

pensaría el Instituto de la Juventud, o esos que se ganan la vida en las esquinas. Ella captó

que me estaba cansando de aquello y me dijo que ella en el fondo que lo hacía por Alfredo,

y yo, con buenas palabas, escurrí el bulto como pude.

Pero, pese a mantenerme al margen, aquel estado de cosas me desconcertaba. Está-

bamos ya en mayo y había que ajustar muy mucho el regalo de mi hija. Quedaban tres me-

ses escasos, apenas tenía nada. No había coherencia entre los dibujos que había ido amon-

tonando. Conforme se cargaba el curso de nervios y discusiones laborales, un día que me

pusieron de Doríforo sufrí una distensión del recto interno, y como no pude descansar lo

suficiente las molestias se me subieron hasta la zona lumbar.

A veces pienso que mi único objetivo en esta vida es que no me duela nada. Un ti-

rón muscular acaba provocando una depresión, porque en mi trabajo hay que tener el cuer-

po en el mismo estado de forma que la conciencia. No busco agilidad, no me mueve ningún

espíritu deportivo sino un invencible miedo al dolor que es también una forma de horror al

vacío. Lleno las paredes de mi tiempo con todo tipo de ocupaciones intrascendentes porque

las horas muertas, incluso los momentos perdidos me dejan siempre a merced del abismo.

Cuando uno camina por un puente tiene menos ganas de tirarse que cuando está parado. El

masaje era una solución perfecta, una ocupación regular en la que no podía pensar en nada,

una transformación de la parte más pastosa del día en un motivo de ilusión cada vez que me
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terminaba el postre. Yo trataba de vivir así, protegido de cualquier urgencia, y un cambio

de horario era un dolor de músculo y un problema de conciencia, y una preocupación se

reflejaba en lumbagos y desnortamientos. Las preocupaciones positivas, el proyecto del

regalo por ejemplo, me estimulaban tanto como el masaje, pero las inesperadas o tristes o

trágicas eran como un golpe en la nuca que me desarmaba por completo. Las temía y trata-

ba de burlarlas como fuera. Yo necesitaba esa salud mental, pero los demás la tomaban por

indiferencia, de modo que debía fingir que algo me dolía todo lo que había tratado de evitar

que me doliese y lo había conseguido. Eso al fin y al cabo era una postura y yo no dejaba

sentirme cómodo en ella.

Mi mujer sólo me llamaba para poner a prueba esta capacidad de contención. Desde

que nos separamos sólo hablamos de cosas importantes, de la intendencia familiar, de las

conversaciones que deben tener las parejas separadas, de los estudios de Violeta, de la

adaptación a la vida en soledad, de nuestro alivio luto. Ella siempre ha dicho que Violeta

era más feliz si su madre y su padre cenaban juntos de vez en cuando y se llevaban bien, si

todo era un poco como en esas comedias en donde los separados son muy amigos y la tra-

ma consiste en las nuevas relaciones que les van surgiendo a cada uno. Así planteado, se

trata de mantener las normas afables del matrimonio civilizado y hacerlo compatible con

nuevas escenas de amor. Pero la realidad es muy distinta. Ni los separados se llevan tan

bien ni los nuevos amores son tan frecuentes. En mi caso, incurríamos en conversaciones

llenas de tópicos, rehacer nuestra vida, abrirse a nuevas amistades, conservar un gran afecto

mutuo, ser responsables y conscientes de que por encima de todo somos padres de una hija

que nos necesita en una edad muy delicada y no podemos permitirnos desavenencias estú-

pidas ni rencores personales. Llevábamos una temporada de hablar mucho sobre esto. Vio-

leta estaba terminando el bachiller, siempre había sido muy cumplidora en los estudios y
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nos había sacado unas notas extraordinarias, pero su madre no dejaba de considerarla una

mujer demasiado frágil, o demasiado rara, porque jamás demostraba nada de alegría cuando

sacaba un sobresaliente en química, y cuando le dieron la noticia de que podría presentarse

al premio extraordinario hizo una mueca de fastidio. ¿Otro examen?, se limitó a decir.

Porque lo hacía todo como a remolque. Las veces que su madre había intentado

hablar con ella de la universidad, o le había regalado un manual de anatomía (que al final

sólo uso yo, para conocerme a mí mismo), Violeta se había comportado como abrumada

por tener que mostrar entusiasmo hacia algo que le importaba un pito. A mi mujer se le

acababan enseguida las explicaciones profesionales, decía que ella trataba con problemas

más crudos, más bastos y más simples, con muchachas embarazadas y mujeres apaleadas,

que todo esto era cosa de la edad, pero con estar descrito en los manuales no dejaba de ser

un comportamiento raro. Esta niña no tiene ilusión por nada, decía. Ni siquiera podías decir

es que lo tiene todo y la estamos malcriando, porque su madre seguía muy cerca su educa-

ción, sus horarios, sus amigas, sus conversaciones, sus actividades extraescolares, y todas

ellas eran normales en un mundo que quiere educar a sus hijos en el progreso, la tolerancia,

el respeto y la solidaridad. Violeta no era una niña pija, decía su madre, que hablaba mucho

en cursiva. Una vez, debió haber tenido un mal día en el trabajo, la invité a comer al Trío,

un restaurante marroquí de la calle del Bastero, y casi al final del cous-cous me dijo que

ella era psicóloga, no experta en malformaciones genéticas.

Ese día la encontré cargada de problemas, ninguno real, ninguno definitivo, todos en

una inminencia que no era más que miedo, la sensación de que todo está tranquilo porque

algo va mal. Estaba preocupada por su madre, su madre la estaba volviendo loca. Ahora

que ya se había jubilado y había traspasado el bar de una puta vez, cuando podía irse a Mi-

rasierra con ella y con Violeta y vivir las tres como reinas y de paso pagar esas deudas de
159

gratitud que tienen algunos hijos, ahora le había dado por comprarse con el dinero del bar

una casa en un pueblo, y cuando iba a verla por las tardes, dos o tres veces por semana, la

encontraba nadando en mapas y guías turísticas porque estaba buscando pueblo como aque-

lla que busca piso. Entre las dos me van a volver loca, decía, y yo tampoco hacía demasia-

dos esfuerzos por convencerla de lo contrario. Con respecto a Violeta, me había vuelto a

perder en dibujos sin consistencia, llevaba eso en el pensamiento y cualquier preocupación

de su madre se traducía de inmediato en mi cerebro en la búsqueda de alguna buena idea

con que sacar adelante mi proyecto. En agosto ya será mayor de edad, le dije. ¿Y crees que

eso termina con los problemas?, ¿piensas dar por acabada tu condición de padre cuando

Violeta cumpla los dieciocho años?, me dijo, pero yo ya lo sabía, la conozco lo bastante

para tenerle preparada una contestación a cada momento. No estaba pensando en abando-

narla sino en qué le puedo regalar, le dije. ¿Le puedo?, contestó, y empezó a venirse abajo.

Escogí el restaurante Trío porque sé que en sitios así Remedios se encuentra incó-

moda. Para ella son lugares contradictorios. El restaurante Trío es un bar de barrio marroquí

que sirve menús baratos. La pintura parda de las paredes se cae a pedazos, las botellas de

plástico rellenas de agua tienen varias pátinas de grasa, todo huele al compuesto de especias

para cous-cous que venden en la carnicería marroquí de la calle Calatrava, pegado a las

paredes y a los cubiertos y a las aneas de las sillas y al ambiente amarillo que se respira.

Sus clientes suelen ser parejas que vienen al Rastro los domingos y vecinos del barrio, mu-

chos de ellos marroquíes, que en el mes de Ramadán van a la misma hora pero en vez de

comer hacen tertulia. Aparte de las novias y las chicas progres y las turistas, nunca se ve a

ninguna mujer. El local tiene el encanto de ser humilde y barato, auténtico como si estuvie-

ras en Tetuán, lleno de trabajadores que han venido en busca de un futuro mejor y soportan

abusos e inconvenientes por parte del estado español. Para una profesional de la solidaridad
160

como Remedios, comer en ese restaurante y ni siquiera quejarse de la mierda que había por

todas partes puede ser incluso un modelo de ciudadanía integradora, de convivencia con

otras culturas. Pero el caso es que allí no se ve a ninguna mujer, aparte de una que sale en

un televisor lleno de rayas, una especie de María del Monte cantando melopeas mauritanas.

Hay al fondo un pasillo largo que da a la cocina y se oyen rumores de brasas para los pin-

chos morunos, pero de allí sólo salen hombres. El camarero, un viejo de simpatía exagera-

da, que habla un español para sordos aprendido por obligación cuando ya era viejo, echa

piropos a las chicas bonitas mientras les pone una sopa harira y las llama reinas y les echa

un vistazo al escote, pero su mujer y sus hijas y sus nietas, de estar en casa, lo más seguro

es que estén embutidas en un vestido incómodo, renegadas de sí mismas y condenadas a no

mirar a nadie. Remedios se ponía negra de pensarlo y empezaba a pronunciar la palabra

moro, y yo entonces le decía: no seas xenófoba, muxer, haciendo un pequeño chiste que leí

de pequeño en un tebeo. No me vengas con hostias, solía contestar ella.

Pero también era bueno llevarla a ese tipo de sitios para que fuese consciente de que

ella gana tres veces más que yo, lo que va de un bedel de ministerio a un psicólogo privado,

de un restaurante de barrio a un asador donostiarra. Por eso, para hablar del regalo, yo pre-

fería estar lejos de todo lujo, que la conversación no se centrase en objetos que valen mu-

cho dinero. ¿Y qué es lo que tú le vas a regalar, si puede saberse?, me dijo, cuando el tema

de la integración racial se había agotado. Yo quería decírselo, pero en el último momento

tuve miedo. Quería decírselo porque así me vería obligado a cumplirlo aunque sólo fuese

por una cuestión de orgullo, y también porque un buen ejercicio de disciplina es mentir

comprometiéndose a que la mentira de ahora sea luego verdad, a que el 23 de agosto yo

entregase un paquete y Violeta lo abriese y dentro hubiese un libro de ilustraciones firma-

das por su padre. ¿Y crees que vas a ahorrar lo suficiente de aquí a agosto?, dijo Remedios.
161

Ya lo tengo comprado, le contesté, y reduje así la mentira a una formulación restringida

fácil de cumplir. Pero añadí algo más: me ha costado mil quinientas pesetas, dije. Eso la

dejó tan desconcertada como el problema del feminismo en el oriente próximo. Y también

era mentira porque los materiales ya los tenía en casa, pero calculaba que en el proceso de

encuadernación me gastaría eso más o menos. ¿Y tú?, le dije cuando aún estaba pensando si

hablaba en serio o en broma, si me guardaba algo y qué podría ser. Pues yo creo que un

poco más de mil quinientas pesetas sí que me gastaré, la verdad, dijo ella. Los ricos lo que

queréis, bromeé yo, esta vez sí. Remedios me miró, se encendió un cigarro, se dejó el cous-

cous a medias, ella solo fuma cuando está nerviosa. No tengo ni idea de qué le voy a rega-

lar, dijo al final, un poco abatida, como queriendo descender a temas más profundos, como

apartando la vista para no conmoverse y dejando la boca entreabierta cuando estaba a punto

de abrir su corazón. No lo sé, Güino, y no saberlo me pone enferma. No sé qué quiere, no

tengo ni puta idea de qué le puede apetecer. No os entiendo. No os entiendo a ninguno de

los dos. ¡Es que sois de piedra, hostia! No hay manera de saber qué tenéis metido aquí de-

ntro..., y se le arrasaron los ojos. Yo estoy seguro de que ella ya sabía que de cien mil pese-

tas el regalo no iba a bajar. Luego fueron trescientas mil.

Aquella conversación no hizo sino acelerar mis planes. No había dicho lo que era

con exactitud, pero al verlo lo entendería, el enigma de las mil quinientas pesetas y muchas

cosas más. Pero la verdad es que no tenía nada. Y lo que tenía no me interesaba porque

había decidido empezar de nuevo, había llegado a las fronteras de la urgencia, tenía cien

días y ni uno más, de modo que me di diez días de plazo para empezar justo cuando queda-

sen noventa, y hacer, pasase lo que pasase, un dibujo cada tres días. La encuadernación no

era problema. Al mismo tiempo que los dibujos iría preparando todo lo necesario, y cuando

ya tuviese que tener las hojas enjaretadas seguiría dibujando en el libro hasta el final. Esta-
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ba dispuesto a amarrarme a cualquier idea peregrina y seguirla sumiso sin discutirla ni du-

dar de ella.

De vuelta a casa tenía una llamada en el contestador. Era mi suegra, su hablar aún

no del todo hecho a decirle cosas a una máquina. Que soy Juana..., la madre de Remedios...,

que sólo llamaba para ver si tenías un libro que estoy buscando. Repito: que solo llamaba

para ver si tenías un libro que estoy buscando... Bueno... Nada más era que eso..., y luego

se oían unas cuantas maldiciones a lo lejos mientras colgaba su precioso teléfono negro de

baquelita, que sonaba como una lápida.

Me extrañó que me llamase ella en persona y no por medio de Remedios. Desde que

nos emancipamos de su casa, de recién casados, la he venido viendo algo así como una vez

al mes, en los cuatro cumpleaños de todos, en el aniversario de boda, en el aniversario de la

muerte de su marido, fallecido el quince de agosto de 1968, en Nochebuena, en Nochevieja,

en Viernes Santo, para San Isidro, la Virgen de la Paloma y por supuesto el día del Pilar.

Antes, cuando vivíamos juntos, las comidas de invierno se hacían en su casa, en la calle

Torrecilla del Leal, en la parte alta de Lavapiés, y las del buen tiempo aquí porque justo

debajo de casa, en los jardines de las Vistillas, el ayuntamiento trae actuaciones folklóricas

y concursos de chotis y deja instalar unos cuantos chiringuitos que venden entresijos y ga-

llinejas. La calle se llena de viejos durante el día y de jóvenes anticuados durante la noche,

las laderas de césped que dan a la calle Segovia las dejan perdidas de vasos de plástico y

condones usados. A mi suegra ese ambiente le gusta mucho. En verano tiene más acento

madrileño.

Pero la comida de Viernes Santo, que siempre es en su casa, yo este año me la salté.

Fue cuando estuve en Astorga con Rosita. Desde entonces no nos habíamos vuelto a ver y

en las conversaciones con Remedios, cada vez más llenas de su madre, nunca me mencionó
163

que nadie me pudiese reprochar aquella ausencia. Yo le expliqué en su momento a Reme-

dios que tenía que ir en busca de un compañero de trabajo que se había fugado para robar

una obra de arte. Pero tampoco sé si Remedios se lo dijo a su madre con esas mismas pala-

bras. Supongo que no. A mí se me olvidó enseguida. San Isidro estaba al caer y nos volve-

ríamos a ver, y se suponía que era asunto mío organizar esa comida, porque el hecho de que

Remedios y yo nos hubiésemos separado no implicaba que la librásemos del vermú en la

terraza frente a la catedral de la Almudena y del concurso de chotis. El resto de comidas

veraniegas ya se hacen siempre en Mirasierra, antes de que Remedios y Violeta (y a veces

Juana con ellas) se vayan a la playa a pasar unos días.

Por otra parte, desde que Remedios y yo nos separamos Juana ha estado siempre

muy agradable conmigo. Yo creo que para ella esta de ahora es la situación en la que te-

níamos que haber vivido desde el principio. Los primeros años, cuando convivíamos los

tres en el piso de arriba del bar, y ella se dedicaba a hacer tortillas de patata para los al-

muerzos de los albañiles y yo a posar desnudo mientras Remedios terminaba la carrera de

psicología, Juana no incurrió en resentimientos tópicos de suegra ni puso jamás a Remedios

entre dos fuegos, y mucho menos a Violeta, cuyos cuidados nos repartíamos entre ella y yo

para que Remedios atendiese a sus estudios. Tan sólo, a veces, se quejaba de mi natural

tranquilo, pero como mucho me llamaba cojonazos o sangre de nabo o con algún otro piro-

po castizo con que calificar mi talante inconmovible. Pero yo sabía del carácter gaseoso de

la madre y de la hija, capaces de proferir insultos proporcionales a los actos de arrepenti-

miento. Cada vez que me decía tienes los mismos huevazos que mi marido, que en paz des-

canse, porque yo me había tomado con sosiego alguna de esas circunstancias que suelen

despertar entre la gente sencilla un brote melodramático, la varicela de la niña, un suspenso

de la madre, una huelga de compañeros o la muerte de alguien cercano, yo en el fondo me


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frotaba las manos porque sabía que al día siguiente, para desagraviarme, cocinaría tremen-

do cocido a la madrileña y subiría de la bodega del bar alguna botella de vino.

Decidí llamarla yo y no utilizar el conducto habitual. Temía preocupar a Remedios

más de lo que ya estaba, y el que su madre me hubiese llamado para pedirme un libro po-

dría desatar sus peores sospechas. Los manuales dicen que las personas que han trabajado

como burros durante toda su vida se enfrentan a un síndrome de hiperactividad al principio

de la jubilación. Algunos se deprimen porque ya no tienen que ir a trabajar y otros se abru-

man de ilusiones aplazadas, entran en un estado de excitación que luego agrava todavía más

el sentimiento de vacío. A mi suegra podía haberle dado por leer igual que por buscar un

pueblo, no para entretenerse sino para saldar alguna deuda con sus sueños. Y eso era lo

grave. Juana había sido siempre consciente de todo, una mujer muy bragada, de poderosa

presencia, acostumbrada a lidiar con vagos y con borrachos, siempre con un nuevo motivo

para maquillar las quejas y ponerle al mal tiempo buena cara. Yo la veo un poco en el corte

heroico de Rosita pero con principios opuestos. Juana seguía yendo a besar al cristo de Me-

dinaceli, aunque sólo fuese por chafardear con las amigas del barrio, y soportó durante

veinticinco años a un marido inútil. Abría el bar a las ocho de la mañana y lo tenía abierto

hasta las once de la noche, con la ayuda de un camarero, Miguelín, que al final se ha que-

dado con el traspaso del bar por cuatro perras. Mi suegra no había conocido más varón que

a su difunto esposo, que fue también un difunto desde el principio.

Cuando la llamé para preguntarle la encontré un poco cambiada, y en eso Remedios

sí llevaba razón. Pero el cambio era magnífico. Hablaba con una insólita delicadeza, como

a menos revoluciones, con esa blandura de quienes ya han entregado las armas. No tenía

que haberte dejado ningún mensaje, dijo, seguro que te has asustado, y no era nada, la ver-

dad es que no era nada, que se me ocurrió pensar si tú tendrías un libro, pero chico, a mi
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con los contestadores siempre me parece que se me está quedando algo por decir... ¿Qué

me ha dicho Remedios, le dije, que andas buscando pueblo? ¡Calla, chico, que estoy hecha

un lío!, dijo, y fue lo que más me desconcertó. Algo tan íntimo y sincero como estar hecha

un lío no había pertenecido nunca al lenguaje de Juana. Igual que leer tantas horas era pro-

pio de avestruces, estar hecha un lío era síntoma de poca higiene mental. Ella no tenía

tiempo para estar hecha un lío, y ese lenguaje que reflexiona sobre los sentimientos era algo

que aparece en las películas de los sábados por la tarde, pero no en la vida real. Cuando

alguien no acostumbrado a la abstracción se encuentra con un problema abstracto, sus reac-

ciones tienen mucho de drama folklórico, y lo cuentan todo como si se lo estuviesen expli-

cando al inspector de hacienda.

Por que es que yo no sé fijo Güino cuál fue el lugar donde murió mi padre, porque

mi marido siempre me dijo que murió en la batalla del Ebro, y en mi casa están unos pape-

les que son los que llevaba mi marido cuando vino a decirnos a mi madre y a mí que mi

padre había muerto, pero él no lo recogió, él no lo enterró, y yo digo que en algún sitio tie-

nen que estar los nombres de los que murieron, y que en algún sitio tiene que estar su tum-

ba, y eso es lo que quiero saber, porque mi marido nunca quiso mover nada, él decía que no

iba a volver ya nunca más al campo de batalla, y en vida de él no fuimos, y después de que

faltase yo con el bar tampoco he tenido tiempo, y ahora es algo que me gustaría saber, dón-

de están esos papeles... Así que pensé pues a lo mejor Güino, como lee tanto, tiene algún

libro sobre la batalla del Ebro, y me lo deja y lo leo y me entero de algo, a lo mejor sale el

nombre de mi padre, del sitio donde lo mataron, mi padre se llamaba Jacinto, Jacinto Agua-

do Fortanete, y lo mataron en un sitio que se llama Patagallina, ¿tú no sabrás Güino por

dónde podría yo mirar?, es que si se lo digo a Reme, pues ya conoces a Reme, se va a pre-
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ocupar, seguro, porque está que no deja en paz a nadie y está yo la veo nerviosísima, ¿a ti

no te parece, Güino, que está un poco nerviosa últimamente Remedios...?

Juana me contó que se había metido con algunas amigas del barrio en un programa

de iniciación a la lectura de la Comunidad de Madrid a medias con el Inserso, ahora estaba

leyendo Ivanhoe, y la monitora, una chica muy salada, les daba un cuadernillo con su guía

de lectura y sus preguntas muy sencillas para ver si lo habían entendido todo.

Remedios desconfiaba. Podía tratarse de una regresión. En cualquier otra mujer no,

en cualquiera de sus amigas del barrio ir a un cursillo sobre el arte de las iglesias de Madrid

era una cosa normal y muy aconsejable. Pero con su madre era distinto. No era que se

hubiese puesto a leer, sino cómo le había cambiado el carácter. Yo, por supuesto, se lo dije

desde el principio. Nada más colgarle a Juana llamé a Remedios que estaba de guardia en la

clínica y le dije Remedios, tu madre está leyendo Ivanhoe, y va buscando en los mapas la

tumba de su padre. Uno nunca sabe lo que para Remedios es bueno o es malo. Para las de-

más vecinas Ivanhoe pelea todas las mañanas contra los culebrones de la televisión y esa

batalla, ganada a los sesenta y tantos años, era digna de mucho más apoyo aún por parte de

las autoridades, pero con su madre era distinto, era como si se hubiese ido de vacaciones a

una infancia sin guerras. Y eso era peligroso. Y yo por si acaso se lo dije, igual que ella me

llama la atención sobre detalles de Violeta que responden al desenvolvimiento de cualquier

adolescente tímido en la gran ciudad, pero ella me lo pone en comunicación por si las mos-

cas, luego no digas que no te lo había dicho yo. Es justo como lo que ahora pasaba con Vio-

leta, que de pronto, a menos de un mes de que terminara el curso, había cambiado de ami-

gos. Muchas tardes venía a estudiar un muchacho con el que Violeta le había dicho que no

tenía nada, un chico que sin embargo a Remedios no le gustaba en absoluto, y Remedios
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me decía varias veces a lo largo de la comida o por teléfono ese chico no me gusta en abso-

luto, luego no digas que no te lo había dicho. Ese chico eras tú, Jan.

En las dos semanas anteriores al día de San Isidro, quizá para recordarme por indi-

rectas que tenía que invitarlas a las tres a comer, las conversaciones con Remedios fueron

mucho más frecuentes. Yo me ofrecí para buscar en algún registro los papeles que aclara-

sen dónde metieron a su abuelo, y prometí hablarle mal de la vida en provincias cuando lo

sacásemos a la conversación, y prometí también hablar con Violeta y trasladarle la ansiedad

de su madre, y mi vida estaba llena de promesas que no podía cumplir a menos que sacrifi-

case alguna, casi siempre la más importante, la que sólo me afectaba a mí. Estas abnegacio-

nes sólo son rentables a largo plazo, cuando se convierten en acciones de gratitud, pero en

el momento de pasar por ellas necesitan un ejercicio de calma que me agota por fuera y

debilita mi equilibrio interno.

La molestia del lumbago se había instalado como un objeto diminuto que hubiese

quedado dentro del cuerpo después de alguna operación. Se me iba con masajes pero al

enfriarse los músculos reaparecía. Pilar Guijarro, comprensiva, me permitió sentarme en

actitud de reflexión para estudiar la luz sobre mi espalda o el comportamiento de mis mi-

chelines, pero después de una semana dijo que necesitaba cambiar y volvió a tenerme ocho

días de pie, si bien en una postura no muy difícil, con un brazo apoyado en la pared. Pero el

malestar había entrado en mí por varios flancos al mismo tiempo. El dolor de riñones era

somático, un depósito donde canalizar el agua de las tormentas. Tantas obligaciones juntas

me dejaban expuesto a contagiarme del mismo terror injustificado que padecía Remedios.

Violeta podía de veras estar metiéndose en problemas y mi suegra volviéndose loca, y no

podía evitar la pesadumbre de medir cuál era mi responsabilidad en todo ello, qué podía

hacer yo para que Remedios no tuviera nada que reprocharme nunca.


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De modo que tuve que volver a la librería. Allí no estaría su padre, pero sí algún

mapa del ejército donde apareciese el lugar aquel llamado Patagallina. Juana utilizaba un

mapa demasiado pequeño. Yo tuve más suerte, aunque el sitio que yo encontré no tuvo na-

da que ver con la batalla del Ebro sino con la de Pomona. ¡No se lo digas!, me dijo Reme-

dios. ¡No se lo digas que esta es capaz de buscarse allí una casa y en ese clima tan frío no

aguanta ni el primer invierno!

Así que yo le dije a Juana: mira, Juana, tu hija no quiere que te diga dónde está Pa-

tagallina porque piensa que eres capaz de irte a vivir allí, pero Patagallina está en tal sitio, y

no es un lugar habitado y está en un páramo donde pega un viento que corta la cara. Si

quieres este verano hacemos un viaje y lo ves, que es lo que se suele hacer en estos casos,

pero mira a ver si tratas de calmar un poco a tu hija porque tienes razón, está muy nerviosa.

Es que ella no ha podido superar lo tuyo, me dijo Juana, con mucha solemnidad, como di-

cen esas frases las actrices dramáticas, como la diría Rebeca en Ivanhoe, pero con un lo

tuyo un poco ordinario, un poco todavía de teleserie. Yo me hice el tonto. Cuando vivíamos

juntos ya estaba así, le dije. Sí, dijo ella, pero mi hija no sabe estar sola. No está sola, dije

yo. Pero tú no estás, dijo ella, en un tono ya casi de canción española.

Con Violeta fui también expeditivo. A tu madre no le gusta un pelo el chico con el

que estudias por las tardes, le dije cuando salíamos de ver una película. No tiene muy buen

aspecto, dijo ella, pero se le dan muy bien las ciencias. Él me explica matemáticas y yo le

explico latín. Pero no hay nada de particular. Lo que pasa es que mamá se comporta como

una histérica con estas cosas. Dice que he abandonado a Almudena, ya ves, que llevamos

juntas las dos solas desde que éramos niñas, yo creo que va siendo hora de que ampliemos

un poco el círculo de amistades, ¿no? Todo esto es muy sensato por tu parte, le dije yo,

pero no estamos hablando de lo que te pasa a ti sino de lo que le pasa a ella. No es que me
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haya enviado tu madre a ver si sé lo que te pasa a ti, sino que quiero que averigüemos jun-

tos lo que le pasa a ella. Violeta contestó en el tono serio de cuando tiene la cabeza baja y

se mira los zapatos, no por vergüenza sino por ensimismamiento. Tiene cargo de concien-

cia, dijo, y, aunque suene un poco tonto, lo que le pasa es que no puede vivir sin ti. ¡Si

hombre!, dije yo, para quitarle hierro, ¡lo único que me faltaba es volver a cambiar el estu-

dio de sitio! Esto va a ser la primavera, Violeta, cuando lleguen las vacaciones ya se le pa-

sará.

Aproveché aquel encuentro con Violeta para llevarla a ver una exposición y tantear-

la un poco. Lo más parecido a mi proyecto de regalo era una colección de litografías mini-

malistas hechas a partir de los cuadernos de campo de poetas y antropólogos famosos. Es-

taba en el Museo de Reproducciones Populares, en la calle de Válgame Dios. El título, un

poco pomposo, era Formas de verdad, y mezclaba los apuntes a plumilla de un poeta en

vacaciones, Cosas del campo, con los dibujos de camellos que hace el antropólogo Caro

Baroja en sus Estudios saharianos. Lo ingenioso de la exposición es que los dibujos de las

casas y de los animales, las líneas que marcan el campo y los caminos y los árboles de los

ríos eran casi las mismas en todos los libros. No había nunca demasiada profusión de lí-

neas, ni demasiados gestos ni deformaciones. Era la lírica de los contornos desnudos, tam-

bién su exactitud antropológica, lo que de veras algo es sencillamente contemplado. Aque-

lla limpieza de formas me atraía por sus valores poéticos y por sus ventajas prácticas. Yo sí

podía hacer mis noventa dibujillos si me limitaba a los apuntes desnudos, como en cierto

modo hice en Astorga con aquellas imágenes sobre la nieve, pero la unidad del conjunto

excluía el invierno, y además quería comenzar desde el principio.

Mientras estuvimos viendo los dibujos no le dije nada. Ni siquiera le pregunté si le

gustaban. Ella iba pasando relajada por los dibujos, sin llegar a la sonrisa pero con una se-
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riedad mucho más blanda, mucho más entretenida. Cuando llegamos a la sección que a mí

más me interesaba (un habitante del Sahel arando con un camello, un burro abrevando en el

pilón de un cortijo andaluz), Violeta, sin apartar la vista de los cuadros, dijo en voz alta lo

primero que le vino a la cabeza desde que entramos en el museo. Dijo ¿sabes qué regalo me

quiere hacer mamá para mi cumpleaños? Yo dije pues no, no me lo ha dicho. Violeta me

miró un poco sorprendida. ¿No te lo ha dicho? Volvió a mirar al camello, se lo estaba pen-

sando, pero después, con una mirada mucho más firme, como utilizando mi táctica de con-

tarlo todo siempre al interesado (y que da buenos resultados aunque a veces te utilicen de

recadero), me dijo: pues mamá me propuso que hiciésemos un viaje a Nueva York. Eso está

muy bien, le dije yo. Dijo que hiciésemos un viaje a Nueva York, yo pensé que hiciésemos

se refería también a ti, papá. Violeta, hija, los hiciésemos de tu madre hace tres años que ya

no me incluyen a mí. ¿Ni siquiera cuando cumplo dieciocho años?, dijo ella, en un tono que

al principio no capté bien del todo.

Violeta dijo que irse sola con su madre a Nueva York era un rollo. Yo le aconsejé

que no se lo dijese con tanta violencia porque a su madre le podía dar algo. Ya lo sé, me

dijo ella, y eso es lo que más me jode, que encima voy a tener que aceptar para que no se

sienta dolida. Te aseguro papá que eso es lo que más me jode. No te preocupes, le dije, ya

encontraremos un modo para que no tengáis que ir a Nueva York. Dirás tengamos, dijo ella.

Eso, tengamos, dije yo. Salimos al paseo de Rosales, nos metimos paseando por el parque

del Oeste. Violeta iba con su aire alto y desgarbado, el andar un poco caballuno que siem-

pre le han criticado su madre y su abuela y su amiga y que conmigo practica en la intimi-

dad. Llevaba unos vaqueros anchos y una camiseta grande, siempre, entonces, escondién-

dose un poco de sus dimensiones, algunas responsabilidad mía porque su madre es alta pero
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no grande, y otras suya porque Violeta, al igual que su madre, tiene poco pecho comparado

con el culo. Las tres, la abuela también, tienen mucho culo.

Sin darnos cuenta llegamos al monumento a Federico y Galli. Le conté a Violeta la

historia de aquellos muchachos, ella la escuchaba como si le hubiese estado contando un

cuento. Le dije quién era Barrachina, le conté el viaje a Astorga, la historia de Rosita con el

juez, el cura que conocí en la casa sacerdotal. Le conté pelos y señales de todo menos de

que en ese tiempo mi única verdadera preocupación había sido dibujar para ella. ¿Y tú qué

hacías allí metido en la pensión?, me preguntaba, más interesada por las horas muertas de

su padre que por la peripecia de Alfredo. Leía, le contestaba yo, o charlaba con el cura, o

visitaba la casa de los Panero, todo muy triste y con mucho frío... Cuando ya dejé de hablar

para no excederme Violeta se me agarró del brazo, empezó a caminar apoyándose en mí.

Le dije: ¿qué te ha parecido la exposición? Ella, sin levantar la cabeza, dijo: está muy bien.

Y luego añadió: pero a mí me gusta más como dibujas tú. Y, ya metidos en confianzas, me

preguntó que yo que qué le iba a regalar para su cumpleaños. Mamá me ha dicho que ya me

lo has comprado, dijo. Sí, le dije yo, pero es una sorpresa.

Violeta me lo había puesto muy difícil. Otra vez estaba desorientado. Aquello de los

dibujetes no era nada comparado con un viaje a Nueva York. ¿Qué esperaba, que viese

aquellos cuadros y se pusiese a llorar de emoción? Por otra parte, la situación era muy deli-

cada porque yo debía guardar mucho cuidado en no introducir el concepto Nueva York en

mis próximas conversaciones con Remedios. No quería yo que me liasen, porque si me

liaban, ahora, no sería porque Remedios quisiese que yo fuera con ellas de viaje, porque si

no ya me lo habría dicho, sino porque se sintiese obligada por pedírselo Violeta. No nos

confundamos: la primera que no me incluyó en su hiciésemos había sido Remedios. Y yo

no quiero estropearle las vacaciones a nadie.


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Los diez días de plazo para empezar en serio con los dibujos de una puta vez esta-

ban a punto de pasarse cuando una mañana, cuando quité por fin la mano de la pared, Pilar

Guijarro me preguntó si podíamos charlar un ratito. Fuimos a tomar un vermú a la cafetería

que hay enfrente del Instituto San Isidro, no me acuerdo ahora de cómo se llama, un sitio

donde van a tomar café los profesores de la escuela y a mí me hace sentirme incómodo.

Pilar quería pedirme un favor. Me dijo: yo se lo iba a decir a Rosita antes, pero con el lío

ese que lleva con el juez no me he atrevido. Ni se había atrevido ni estaba en situación de

hacerlo, esa era la verdad, y ese era el otro asunto del que me quería hablar. Ahora resulta,

dijo Pilar Guijarro, que quiere que le meta a la hija en la escuela por el morro, por el puto

morro, aprovechando que Alfredo ya está jubilado (o como esté, eso me da igual, yo no

quiero saber nada de él) y se ha inventado unas oposiciones absurdas para que se presente

Lourdes. Unas oposiciones como aquellas de hace años, cuando todos os hicisteis funciona-

rios, pero más absurdas todavía, y yo ahora Güino ya no tengo el margen de maniobra que

tenía antes. Rosita piensa que sigo siendo directora en funciones, y el director es Veláz-

quez, y Velázquez hace lo que le manda el ministerio, y sin rechistar porque si no lo quitan.

Quién me iba a decir a mí, dijo Pilar Guijarro, en uno de esos apartes compungidos que

tiene cuando habla de Rosita, quién me iba a decir a mí que todo iba a ser todavía menos

democrático cuando se marchara el facha de Barrachina...

Pilar Guijarro es sobrina-nieta del célebre pintor y cartelista exiliado Jacinto La-

puerta. La personalidad de este autor fue tan grande que casi todos sus descendientes siguen

viviendo del arte, son profesores de arte o conservadores de arte o restauradores de arte o

críticos de arte o historiadores del arte o regentan galerías de arte. Que yo sepa, ninguno es

artista. O, mejor dicho, ninguno vive de sus aptitudes creativas ni siquiera las enseña. Para

Pilar Guijarro el arte es una forma de vivir. Ir los veranos a la casa familiar de la playa de
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las Negras con sus otros parientes artísticos, hacer rutas de fin de semana por itinerarios de

arquitectura románica, viajar ex profeso a Londres para ver una exposición temporal intere-

santísima que hacen en la Tate Gallery, cartearse con amigos de Florencia y tener un aman-

te en Praga, no perderse un cóctel ni un sarao y llamar a Antonio López Antoñito, como

hacen sus íntimos, y hablar de Juan, de Paco, de Ignacio y referirse a los más famosos pin-

tores contemporáneos, que son amigos de mi prima que me los ha presentado mi tío. Y pa-

sarse las tardes en la calle Almirante para no desentonar con los cuadros de la exposición

que Pepe está a punto de colgar en la Marlboroug. Y acudir a Santander a un curso de la

Menéndez Pelayo porque su tita Marinela, que es la directora del curso, le ha pedido que

lea una comunicación sobre tendencias del arte naïf actual. Y pasar un fin de semana en un

estudio maravilloso diseñado por Galiano que se ha comprado Titín en la sierra porque

quiere radicalizar su informalismo abstracto y para eso necesita un poco de aislamiento.

Pilar es como un miembro de la Gran Cruz de Caballeros del Arte, una poderosa

secta cuyos simpatizantes aparecen en agendas de personas muy selectas. Un mundo, sin

embargo, ajeno a la banalización de la popularidad. Pilar ha estado en bodas que en vez de

salir en la prensa del corazón ocuparán su sitio, algún día, en un buen tratado de arte. Pero

Pilar es, al mismo tiempo, la profesora de dibujo de una escuela de artes y oficios, circuns-

tancia que en círculos de artistas soslaya tanto como Bidón su condición de modelo, del

mismo modo que entre sus amigos proletarios de la escuela nunca habla del mundo del arte,

yo lo sé porque Rosa me lo cuenta, y porque a lo largo de los años acabas conociendo a las

personas, es inevitable.

El punto débil de Pilar está en Rosita. Yo nunca he sabido si Rosa es para Pilar un

cargo de conciencia, un deber ideológico, el trasunto de su madre o la mujer de su vida.

Ahora Pilar estaba muy sentida con ella no sólo porque le hubiese pedido meter a Lourdes
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de matute, y encima con disfraces democráticos y de amor al arte, sino porque ya no era la

misma. Desde que se lió con el juez no era ya ni muchísimo menos la misma. No la llamaba

nunca y siempre tenía compromisos y cosas y, para decirlo todo, se había puesto un poco

soberbia. Porque lo de Lourdes se lo había dicho poco menos que como quien le hace un

encargo a una amiga, como quien dice oye mira a ver si tienes por ahí este libro que me

hace falta, algo parecido, oye mira a ver si puedes meter a mi hija. Ella, Pilar, le dijo a Ro-

sita: yo no soy la directora de este centro, Rosita, yo no puedo ir y decirle a Velázquez que

me cuele a la hija de una amiga. Hay que hacer, en todo caso, unas oposiciones libres, y tú

sabes Rosita que las últimas oposiciones que se hicieron en la escuela fueron restringidas, y

que lo que importaba entonces era tirar a Barrachina y todos os sabíais las preguntas, Güi-

no, que acuérdate que todos os sabíais las preguntas porque os las dije yo. Y ella, claro,

como también se acuerda, me ha dicho que haga yo el examen, y que luego se lo dé para

que un amigo suyo lo revise. ¿Has oído eso, Güino? ¿Pero qué es eso de un amigo suyo?

¿Es que le va a decir al juez que ponga un examen para modelos tan difícil que sólo lo

apruebe la que se sepa las preguntas? ¡Pero si ni siquiera he conseguido que se cubra esa

plaza! ¡Si yo no tengo ninguna obligación de conseguirlo ni siquiera de intentarlo! ¡Si yo

todo lo he hecho por ella, Güino, todo desde el principio, desde tirar a Barrachina, que pasé

una vergüenza tremenda los primeros días porque a mí no me gusta nada hablar en público,

hasta preocuparme ahora por ella, después de haberme dado ese desaire!

Pilar Guijarro cumplirá ya pronto los cincuenta. Es de la misma edad de Rosita.

Entraron las dos juntas en la escuela, una de modelo y otra de profesora. Entre los alumnos

es frecuente el comentario de que están liadas, pero la heterosexualidad de Rosita es un

castigo que la ha de perseguir hasta la muerte y en cuanto a Pilar uno nunca sabe debajo de

tanta sofisticación cómo funcionarán las entrañas. Pilar Guijarro es culta, moderna y euro-
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pea. Sus modales son finos y su cabello va cambiando de color. Entonces era negro zaíno,

con reflejos violáceos, en una media melenita a lo garsón, con los labios granate oscuro y

las gafas alargadas. Vestía camisa Gaultier de pata de gallo y falda de tubo Virginia Woolf.

Yo la veo en las brumas y en los contornos brillantes de los ladrillos que hay en Londres

mucho más que en esta soleada vida de soltera que lleva en Madrid, y que cuando está triste

le pega muy poco. Ese día las ojeras le llegaban hasta por debajo de las gafas.

Escuché sus penas con paciencia durante un par de cafés con leche, y cuando llega-

ba ya la hora de darme las gracias por haberse podido desahogar con un amigo Pilar Guija-

rro me pidió el favor que me quería pedir. Ella lo llamó un favor, su buena educación a ve-

ces me desconcierta. Resulta que la había llamado Julio Palomares, el famoso pintor, y le

había estado contando lo de Alfredo. Lo primero que pensé fue que Palomares ya sabía que

Alfredo se había fugado de la justicia con el consentimiento del juez, que a la vez es amante

de una compañera del fugitivo. Y si no lo sabía, Pilar Guijarro se lo habría dicho. Pero no.

Le dije Pilar, tú no le habrás dicho nada de... ¡Por supuesto que no!, me dijo ella. Con lo

cabrón que es Palomares y las ganas que le tiene a Alfredo, ¡cómo podía hacerle ella eso a

Rosita! ¡A eso había llegado ella, a velar por la carrera de un juez que no conocía y que

encima le había quitado a su amiga!

El asunto no era ese. El asunto era que Palomares, como si nada hubiese sucedido,

como si jamás hubiese tenido ningún conflicto con ningún modelo, la había llamado para

contratar algún modelo de la escuela, porque había hecho un casting con una empresa espe-

cializada y no le servía ninguno de los modelos que le habían traído para su gran proyecto

del Cuerpo Español Contemporáneo. No era que Palomares, para evitar la situación un po-

co violenta de ir él en persona y presentarse, hubiese utilizado a Pilar Guijarro como inter-

mediaria, sino que también, igual que había hecho Rosita con el tema de su hija, se lo había
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encargado para que Pilar lo gestionase todo. Palomares no ha vuelto a pisar la escuela desde

que triunfó y se pudo independizar. Palomares pagaba bien, pero sobre todo era, por razo-

nes que ahora no me podía explicar Pilar Guijarro, un favor personal. Un favor muy perso-

nal.

Lo único que yo ganaba con aquello era dinero. Lo demás lo perdía todo: la digni-

dad personal, la lealtad al compañero, la consecuencia con las propias ideas, el riñón casi

seguro y toda posibilidad de hacer algo para Violeta. Pero, con dinero, me ganaba el dere-

cho a decirle a Violeta venga, Violeta: si tu madre está de acuerdo, yo también me voy con

vosotras a Nueva York. Ese viaje va a ser regalo de los dos. Y pasarme quince días dando

vueltas por una película de cine americano independiente y celebrar el cumpleaños de Vio-

leta en un restaurante del Soho como si fuésemos viajeros ociosos y adinerados. Y estaba

también esa otra punta de curiosidad de ver trabajar a Palomares, saber de primera mano en

qué consistían las pautas de su impostura. La imagen pastosa que daba en las entrevistas de

televisión debía tener algún correlato verosímil. Allí aparecía solemne, con el pelo cardado,

hablando con esa lentitud que sólo se puede llevar cuando sabes que nadie te puede inte-

rrumpir. Tú no lo conoces, me decía Pilar Guijarro. Es una persona interesantísima. Es el

único verdadero talento que ha dado esta escuela desde que la fundaron. La verdad es que

yo no me acababa de creer que Palomares hubiese avanzado mucho más allá del pop o del

hiperrealismo norteaméricano, de la pintura matérica grasienta o del minimalismo zen de

los espacios en blanco. Le daba a todos los palos y en todos me parecía un artista anticuado.

Pero diseñaba murales para palacios de congresos y aeropuertos y por menos de una fortuna

no se molestaba en coger el lapicero, y eso, pensaba yo, algún mérito tendría.

Pero aceptar eso era renunciar a todo. Lo de la lealtad al compañero y la dignidad

personal son valores muy elásticos. Incluso una idea querida puede esperar porque tu hija
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seguirá cumpliendo años. Pero el riñón me dolía, y Susanita me había avisado de que a fi-

nales de mes se marchaba con Nacho Duato. Y yo, en el fondo, no necesitaba más dinero ni

añadir experiencias a mi currículo. Yo ya tenía hecha la faena. Había llegado a ese punto de

la vida en que uno conoce el terreno que pisa y cualquier novedad, incluso la de un viejo

sueño cumplido, es en el fondo un estorbo, una lata, una variación en el horario que al final

se acaba pagando. El cuerpo de un modelo se resiente hasta de las tentaciones. ¿Cuánto

tiempo me tendría Palomares? Quizá no más de una semana, no más de dos o tres días, lo

suficiente para hacerme algunas fotos y sacarme un vaciado en escayola. Sólo sería, a lo

sumo, una interrupción, y luego estaba todo junio y casi todo agosto para dedicarme a lo

mío. Pero es que, además, había que pensar en ello, y compatibilizarlo con el resto de pro-

pósitos mundanos, necesidades de la memoria y el placer, costumbres conquistadas, decidi-

das, caprichos imprescindibles. Por poner un ejemplo, estaba a punto de empezar la feria de

San Isidro, y yo quería ir todas las tardes a los toros.

Así que decidí que no. Pilar Guijarro no había dicho que Palomares me pidiese a mí

(de hecho, si me lo dijo a mí fue por no decírselo a Rosita, que igual habría aceptado encan-

tada) sino a uno o varios modelos profesionales. El realismo de los cuerpos feos en el fondo

cansa mucho. Es atractivo para los obsesos de la ética, goza de una extraña fama de extre-

mismo entre las corrientes modernas que le da cierto prestigio, pero en el fondo cansa mu-

cho. La idea del Cuerpo Español Contemporáneo era mucho más frondosa de lo que le pu-

diera caber en la cabeza a un genio con fama de ceporro como Julio Palomares. A mí mis-

mo me seducía dibujar una serie de cuerpos desnudos alejados de todo erotismo, con ese

lirismo que había visto en los camellos y que a Violeta le pasó casi desapercibido. Me inte-

resaba el lenguaje que no puede pasar de la constatación, de la fidelidad no artística, no

retórica ni amanerada, los poemas que a veces encierran las listas de la compra o los co-
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rreos electrónicos. Pero no era suficiente como para hurgar en qué se le había ocurrido a

Palomares, copiarle la idea y adelantarme.

Sin embargo, pensé que alguien sí me la podría decir, la idea, sin necesidad de vin-

cularme yo. Bidón. Ya me había rogado en cierta ocasión algo parecido. Él me haría un

favor yendo y todo el mundo diría que el favor se lo había hecho yo, y de paso me espolsa-

ba cualquier cascarria moral con respecto a Alfredo. Cuando le comenté el asunto, Bidón

estaba plegando los pantalones para meterlos en la taquilla. Imaginé que iba a ponerse a dar

brincos y zapatetas por todo el vestuario en calzoncillos. Pero me miró muy tranquilo y me

dijo no puedo, y me siguió mirando y esbozó una sonrisilla un poco rara y añadió: me voy a

casar.

Yo lo único que sabía era que habían salido alguna que otra vez a cenar juntas las

dos parejitas, Javier Bidón con Eva y Rosita con el juez. Rosa me había comentado que

para Eva era una buena compañía porque Javier hablaba mucho pero no sabía nada de le-

yes. Ella lo que no podía soportar era que le nombrasen las oposiciones. En casa los padres

la trataban como si se les hubiese muerto, distantes y doloridos, que es una forma desespe-

rante de aceptar el fracaso de los hijos que tienen algunos padres. Eduardo, el juez, quería

mucho a su hermana la pequeña y le insistía en que saliese con Rosa y con él a conocer

gente y olvidar las penas. También me había dado cuenta de que Rosa y Javier quedaban

para cenar y a mí no me decían nada. Un día fue ya tan evidente que Rosa luego me dijo,

sin que yo le pidiera explicaciones, que es que yo la otra vez me había ido antes de acabar

el postre casi, que pareció que me estuviesen echando. Yo le dije que es que a mí las cenas

largas no me van, y luego, un poco más caústico, que yo en ese grupo no tenía nadie con

quien revolcarme. Ya no me volvió a insistir.


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El caso es que hablé un día con Rosita y le comenté lo de la boda de Bidón. Más

bien le reproché, en broma y como hacen los amigos cuando cotillean, que no me hubiese

dicho nada de la boda. ¿Qué boda?, dijo ella. ¡Pues tendrá que ser secreta, porque ni a su

hermano ni a mí nos ha dicho nadie nada! Pues no sé, mujer, igual la pidió ayer en matri-

monio y no le ha dado tiempo de decírtelo. Esto no me huele nada bien, dijo ella, pero se le

pasó enseguida la pesadumbre cuando le conté mi encuentro con Pilar Guijarro y el encargo

de Palomares, y le dije: había pensado que igual a tu hija le interesaba, como ya pronto será

profesional...

Yo sí había notado a Bidón un poco más repuesto, un poco más tranquilo. Aunque

con él nunca se sabe porque producto de su histeria ya ha tenido más de un brote místico de

ponerse a comer sólo verdura y caminar como los funambulistas. Pero esta vez había cam-

biado a mejor. Era correcto y afable, comentaba las noticias del periódico y no se quejaba

de nada. De pronto había dejado de contar historias sórdidas con putas, relatos de sus viajes

al abismo, y hablaba del problema vasco y del cero coma siete para los países pobres. Se lo

veía más centrado, más despejado. No pasaba el día ingiriendo reconstituyentes ni drogas

que matizasen el efecto de otras drogas, ni tenía los ojos vidriosos ni le olía la boca como el

día aquel de Joseph Beuys. Por lo menos tres veces a la semana iba al cine, a Eva le gustaba

mucho el cine, sobre todo las películas de llorar.

Un fin de semana se fueron al campo, los cuatro, y al lunes siguiente me contaron

las aventuras de la excursión. Resulta que habían ido a un hayedo cercano que ya estaba

precioso todas las hojas de un verde brillante y en un momento dado tuvieron que pasar un

río. ¡Y qué risas pasaron! Porque Eduardo, como estaba tan gordo, todo el mundo decía

vamos a buscar un sitio más estrecho que si no Eduardo se nos escogorcia. Y Eduardo, muy

en su papel, dijo que no que no, que ni hablar, que les iba a enseñar a todos él cómo se pa-
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saba un río. Javier Bidón lo pasó antes con su habitual ligereza de miembros, de puntillas

entre piedra y piedra, poco menos que a paso de ballet. Y luego iba Eduardo. ¡Ahora voy

yo!, decía. Y Javier volvió a pasar por si quería que lo acompañase. ¡De eso nada!, y mira,

todo el mundo muerto de risa porque Eduardo estaba tan gracioso. Así que empezó a pasar,

y en la tercera piedra se quedó parado. Allí se quedó clavado, con las piernas para adentro,

haciendo de vez en cuando como que iniciaba un paso aparatoso que antes de llegar a la

otra piedra se replegaba de nuevo con la agilidad ridícula y forzada de los gordos cuando se

ponen a bailar. Javier le animaba a que pusiese otro pie que la siguiente piedra estaba segu-

ra, no se caía. A Eduardo le dio una risa nerviosa, todo el cuerpo se le meneaba mucho.

Hasta que Rosa, que es de ciudad pero sabe cruzar los ríos, fue detrás de él y al llegar a su

altura los dos se quedaron subidos a la misma piedra, las tetas ya grandes de Rosa y la ba-

rriga de Eduardo que se le meneaba de la risa. Y Rosa dijo: estate quieto y no te muevas,

que me voy a dar la vuelta. Entonces Rosa se giró sobre sí misma como solo lo sabe hacer

un modelo, sin ocupar más espacio del necesario, y abrió una pierna lo justo para no tener

que dar un salto, con el suficiente impulso para llegar a la otra piedra y no pasarse ni que-

darse corta, porque, aunque era mayo, el agua estaba muy fría. Y así estuvieron los dos uno

en cada piedra cogidos de la mano un momento muy gracioso. Pero a Eduardo se le pasó la

risa y dio el paso que tenía que dar, y se quedó de nuevo junto a Rosita, y obedeció todas

las órdenes que le daba y llegaron a la otra orilla sin mayores contratiempos, y nada más

poner pie a tierra se dieron un beso.

Eva estuvo sentada en el prado todo el rato, mirando la escena, con una sonrisa que

yo tardaría bastante tiempo a ver. Rosa me contó que mientras todos habían ido de campo,

con sus chirucas y sus barbour y sus pantalones coronel tapioca, ella, Eva, llevaba puestas

unas plataformas de cuatro dedos de altas y un top ajustado azul celeste y unas mallas
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acampanadas de lycra del mismo color. Se había puesto como para una boda. En esto Rosa

y Javier no estaban de acuerdo. Javier decía que se había puesto muy moderna y que estaba

guapísima, y que lo de las plataformas, si ella va bien, no es ningún inconveniente para ir al

campo, de hecho estuvieron andando un rato y el único que se quejó fue el barrilete de su

hermano, que ese sí que se había vestido para un cuadro de caza. Rosa decía que iba muy

moderna pero que así no se va al campo, no me jodas. Para Rosa que el asunto de las oposi-

ciones la tenía un poco trastornada, tú ten cuidado Javier que esa chica está un poco trastor-

nada, le decía.

Porque, después de que hubieran pasando los tres, cuando ya sólo quedaba Eva que

los seguía mirando sentada en el prado, apoyada en los antebrazos y con una espiga verde

entre los labios, de buenas a primeras Eva se levantó, se espolsó las briznas de hierba del

culo y cruzó como lo haría un animal de monte, corriendo por el lecho del río, salpicándose

hasta las cachas, igual que los niños se meten a zancadas en el agua del mar hasta que se

dejan ir con una ola, y riéndose como una loca. Acabó mojada entera, amerada por comple-

to. Aquello también debía de tener su gracia pero la gente dejó de reírse. Ella recuperó el

aliento, le caía el agua por el pelo, tenía los pómulos y la nariz enrojecidos, las mallas

húmedas y el top pegados a la piel, la sombra de los pezones fríos, y cuando se le pasó la

risa y el sofoco, como si tal cosa, dijo que siguiesen andando, y Rosa le dijo que se secase

un poco que iba a coger un enfriamiento, y Eduardo se quitó el barbour y el jersey de cuello

alto, y Javier se ofreció para ir corriendo al coche a por una manta y volver. Pero Eva se

negó a todo. Quería seguir como si tal cosa. Hacía buena temperatura, estábamos en mayo,

estaban en el fondo de un barranco lleno de flores, las laderas tapizadas con los verdes dis-

tintos de las hayas y de los castaños y de los abedules, y la tierra que pisaban era un prado.
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O sea que se lo pasaban muy bien. Luego ella era muy maja, te ponías a hablar con

ella y tenía una conversación interesantísima. Lo que pasa es que era muy tímida. Estaba

desacostumbrada. Llevaba toda la juventud (esto de la juventud Rosa lo repetía mucho)

amarrada al duro pupitre, memorizando leyes, y tenía los resortes de la comunicación un

poco desengrasados. No medía bien las situaciones. Unas veces se pasaba y otras se queda-

ba corta. Unos días era pudorosa y amable sin llegar a empalagosa, y otros días, como el día

del río, se portaba como una niña. Si iban a cenar, mientras pidiese un bitter sin alcohol

todo iba bien, pero como alguien le pusiese un dedo de vino para brindar empezaba a decir

tonterías hasta que se echaba a llorar o se quedaba dormida. Un día le pregunté a Javier si

habían fornicado. Él me contestó que todavía no. Por fin había ido a hacerse un análisis

completo y con los resultados en la mano darían ese paso. Eva le había dicho que eso no era

problema, que tomarían las precauciones necesarias, pero Javier estaba cambiando de esta-

do como quien cambia de nacionalidad, como quien necesita todas las pruebas, los análisis

clínicos y los certificados de penales y las partidas de nacimiento para irse a vivir a un

mundo nuevo.

En estas circunstancias, a Javier Bidón le importaba un pimiento posar para Paloma-

res. A mí tampoco me importaba mucho decirle a Pilar Guijarro que se buscase otro mode-

lo, que yo no iba a ponerle el culo a un tipo que había humillado en público a la profesión

etc. Pero no pude evitarlo. Una tarde marqué su número de teléfono y le dije que para mí

era una situación muy comprometida pero que qué le íbamos a hacer, tampoco sería mucho

tiempo, y nadie tenía por qué enterarse. Pero yo tenía que decírselo a Rosita. Se iba a ente-
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rar de todos modos, y cuando se enterase tampoco pasaría por alto la oportunidad de repro-

chármelo y llamarme mal amigo y todo eso. Y, por otra parte, no sé cómo habría decepcio-

nado más a Pilar Guijarro, no haciéndole el favor o no guardándole el secreto. Mira, Rosita,

le dije, Pilar me ha dicho que Palomares se ha cansado de buscar cuerpos vulgares y la ha

llamado para que vayamos.

La secretaria de Palomares nos dio cita para el día catorce, me acuerdo porque el día

después fue cuando comimos en casa todos con mi suegra. Rosa no llegó a plantearse el

asunto como un conflicto moral. ¿Que Palomares quiere que posemos para él? Que diga

dónde y cuándo, y que pague, a ser posible por adelantado. Ese era todo su conflicto. Ade-

más, cuando fuimos la primera vez fue para hacerle un favor a Alfredo, el día del casting, y

esa vez, por cierto, tampoco llamaron a Rosa ni a su hija.

Nos había citado por la tarde, un martes. Después de salir de la escuela fuimos a

comer algo a mi casa para coger desde allí juntos el metro hasta la casa de Palomares.

Hacía tiempo que no estábamos juntos, que no hablábamos. Hablar, hablar, como a Rosita

le gusta hablar, sin motivos pero con contenido, después de comer en la mesa camilla con

un café los dos dale que te pego, no lo habíamos hecho por lo menos desde Astorga. ¡Cuán-

to hace que no hablabamos!, ¿verdad Güino? No hay nada como echarse novio para perder

las amistades, dije yo. Calla, calla, dijo ella, y luego me explicó su situación. Todo iba bien.

Todo iba más o menos bien. Eduardo había pedido el traslado a Madrid, la cosa iba por

buen camino. A finales de año, si no surgía nada raro, si no se paralizaba la justicia o había

un repentino cambio de gobierno, Eduardo estaría ya en Madrid. El pobre se daba unas pa-

lizas de coche tremendas. Venía todos los fines de semana y muchas veces el sábado volví-

an a irse al campo con su hermana y con Javier, y el domingo los traía a todos otra vez a

casa y volvía a conducir otra vez hasta Astorga. Menos mal que llevaba un volvo tapizado
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de cuero precioso. Ella, Rosita, no tenía que ir nunca. Y era mejor que no fuese porque la

sociedad astorgana no vería nada bien que el juez se hubiese liado con una modelo de la

capital. Y ella estaba bien con Eduardo. Eso no se podía negar. Es buena gente, Güino, el

que sea juez y el que sea rico no significa que sea mala persona. Yo, al principio, me decía

Rosa, pensé que aquello no funcionaría, no sé, que tendría algo, alguna tara que le hubiese

quedado de pequeño. Sería un vicioso, un putero, un malcriado, alguno de esos defectos

que se tienen por exceso de posibles. Y me venía bien que estuviese tan lejos, porque yo lo

que no puedo es cambiar mi vida, yo no puedo estar preocupándome por Lurdes y por la

niña y encima lavarle los calzoncillos a un marido, a ver si me entiendes. Cuando llegas a

cierta edad y no has necesitado a los hombres, hipotecarte para el resto de tu vida es una

blasfemia casi. Claro que no era el caso, quiero decir que no tendría que lavar los calzonci-

llos. En su casa nunca se ha unido el comer con el hacer la comida o fregar, ni el de ensu-

ciar con lavar, y eso, quieras que no, se acaba pegando. Pero eso tampoco es problema por-

que él lo primero que ha dicho es que cuando vivamos juntos tendremos una chica que nos

hará la casa. Y esa es otra, Güino. Imagíname a mí a estas alturas con criada, con lo que yo

he sido. Con marido y con criada, porque Eduardo es de los que se quieren casar, de eso no

te quepa Güino la menor duda. Yo no puedo, no puedo. Yo tantas renuncias no puedo. Yo

soy una trabajadora, Güino. Y además soy libre. Si quiero me acuesto con quien me da la

gana y si me tengo que comprar un vestido me lo compro, o se lo pido a una amiga, que

para eso están. Yo creo que si un día me viese con él en un chalé de Mirasierra y con una

criada filipina me miraría al espejo y diría: ¿y todo para esto? ¿Tantos líos, tantas noches en

vela, tantas huelgas, tanto mirar el bolsillo, tanto temer al invierno para esto? Ahora que ya

tengo un lugar en el mundo, que sé quién soy y cuál es mi sitio, que mi casa brilla como el

jaspe y todo lo que tengo me lo debo a mí, porque a mí nadie me ha regalado nada, ahora
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que lo tengo todo, lo cambio por los putos delirios de grandeza que hacen que sea tan injus-

ta la sociedad...

Pero luego viene él, y charlamos, y me cuenta cosas, y me hace reír, y me lleva a un

restaurante, y me manda flores, y con ese goteo de detalles cursis me va haciendo un aguje-

ro en el corazón, que es lo que más me jode. Que soy blanda. Que estoy con él y es como

cuando los domingos te quedas un rato más en la cama. Es que siempre lo encuentras con-

tento, siempre tiene una palabra, una conversación, una caricia, y me enfado y me escucha

y luego me da un beso y me acaricia, y yo me he enfadado muchas veces y me han escu-

chado muchas veces y me han acariciado muchas veces, pero todo siempre por separado,

nada siempre todo junto con un hombre que no es un desastre y que te quiere. Y luego llega

el lunes y se va, y yo respiro, digo bueno, cada cual a su rollo y basta de pájaros en la cabe-

za, incluso me digo voy a organizarme algo por mi cuenta para el próximo fin de semana,

que me llame y le diga no, mira, este fin de semana prefiero estar sola. Que se dé cuenta de

que las cosas no han cambiado ni yo pienso renunciar a mi independencia. Y a veces lo

hago. Un día lo hice. ¿Y qué pasó? Pues que tenía frío en la cama, que los cubiertos hacían

eco en la pared, que fui al mercado cuatro veces, que me tragué tres películas y unas cuan-

tas bolsas de pipas, allí sola, tapada con una manta. Ya sé que te podía haber llamado, Güi-

no, y mira que lo pensé. Pensé que venga Güino, que también está solo, y nos comemos las

pipas juntos, y luego, si surge, pues oye, tampoco pasa nada, ¿no?, pero no lo hice porque

yo sabía que surgiría, follo demasiado esta temporada para que no me apetezca si estás a mi

lado, Güino, porque, además, tampoco es necesario que te lo diga, pero tu cuerpo es más

apetecible que el de Eduardo, ya lo creo. A Eduardo hay que quererlo, que te guste antes de

nada ya es un poco más difícil. Pero no lo hice porque no, porque yo tenía que arreglarme

sola, y además porque después de conocer a tu mujer ya no podría. Ya sé que no tiene mu-
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cho sentido, pero tu mujer es una gran mujer, Güino, parece mentira que no la conozcas. A

raíz de la cena en casa de Eduardo hemos hablado un par de veces por teléfono, y también

cuando nos vimos para que le devolviera el vestido, que por cierto me lo quería regalar pero

yo le dije que ni hablar, que de ninguna manera. ¿Por qué has estado todos estos años sin

presentarme a tu mujer, Güino? Es una chica encantadora, y lo está pasando fatal, yo creo

que no ha sabido superar el trauma de la separación, y tú, perdona que te diga, tampoco

haces nada por que lo supere...

Julio Palomares vive en El Viso. Es un barrio de casitas emboscadas, calles ondu-

lantes y verjas forradas de hiedra. A veces pienso que la finalidad del arte no es pasar a la

historia sino vivir en un barrio como este, y tener un gran estudio diáfano en el ático con

luminarias de cristal aislante. En el apartamento de Atocha donde vivía Bidón no se puede

pintar más que expresionismo rebutido. Allí en El Viso da la impresión de que los cuadros

deben ser más grandes, más serenos, más exquisitos. Abundan los jardines que parecen

cementerios, con estatuas griegas mancas junto a los setos recortados, o con arbolillos frá-

giles que ir pintando según pasan las estaciones y los trenes que se oyen a lo lejos cuando

salen de Chamartín. El jardín de Julio Palomares está lleno de objetos primitivos, de trozos

de cuadros matéricos puestos a secar, esparcidos por un suelo lleno de hierbajos, arbustos,

bojes y demás plantas abstractas.

Ese día el pintor no estaba en casa, o si estaba no nos quiso recibir. Era un chalet de

los años treinta, muy en la línea del expresionismo severo que reaccionó contra las curvas y

luego desembocaría en el racionalismo. Todo blanco y cuadrado, con una azotea en forma
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de cubierta de barco con largos tubos paralelos en la barandilla. Luego supe que por la parte

de atrás ni la fachada era tan dura ni los objetos ni las hierbas tan matéricas. Por la parte de

atrás todo era más mediterráneo. En esa parte es donde hacía la vida Palomares, y en la

parte rígida tenía su oficina y un espacio de techos muy altos que por los ruidos que oíamos

desde fuera parecía un taller de metalurgia. Nos abrió la puerta de laterales traslúcidos una

criada. Pasen, pasen. Pero nada más entrar en el vestíbulo, desde la puerta de la izquierda

(la que daba a la oficina, porque la otra era el taller) apareció un mujer que sólo reconocí

cuando después de saludarnos se sentó en el sillón de su mesa y se puso unas gafas. Ella,

cuando se puso las gafas, también me reconoció. Había estado en el tribunal de cuerpos

vulgares con el que tuve que enfrentar mi dignidad profesional. Pero reaccionó bien, con

una sonrisa muy dulce. ¡Vaya!, dijo, ¡arrieros somos! Rosita estaba en otro tribunal y no la

conocía, y la verdad es que recuerdo que no se portó entonces mal conmigo. Me fastidió el

ejecutivo aquel de los tirantes (que debía de ser el representante de la agencia) y sobre todo

la fotógrafa. A mí no me costaba nada dejar el asunto zanjado en atención a su sonrisa, pero

encontré que sacar a relucir aquellas fotos me situaría en una posición ventajosa. Tampoco

sabía muy bien para qué. Por cierto, le dije, que en algún lugar deben andar unas fotografías

sacadas sin mi permiso... Uy sí sí sí, dijo ella, no te preocupes por las fotos que las fotos

están guardadas, lo que pasa es que tenemos tal jaleo de fotos..., ¿os queréis creer que hici-

mos pruebas a casi mil quinientas personas? Yo sí que me lo creo, terció Rosa, porque a mí

también me las hicisteis. ¿Ah, sí? Sí, dijo Rosa, pero fue en otro tribunal para gente más

vieja.

La secretaria se llamaba Marisa y era muy amiga de Pilar Guijarro. Nos preguntó

mucho por ella. Marisa era de estas mujeres que se saben amables y educadas y tienen re-

cursos para seguir hablando y sonriendo con dulzura todo el tiempo que sea menester, y
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explotan el punto en común hasta que tienen dominado al adversario. Y el punto en común

era Pilar Guijarro. Se conocían desde niñas, las dos habían ido juntas al liceo francés, las

dos habían estudiado arte, hacía ya de eso una barbaridad de tiempo, y habían luego estado

muchos años sin verse hasta que hace nada más que un par de años coincidieron, mira tú

por dónde, en una galería de Londres, y como a las dos les gusta ir mucho a Londres porque

les parece una ciudad maravillosa llena siempre de propuestas muy interesantes (mucho

más que París, cien veces, dónde vas a parar), pues desde entonces aprovechaban para es-

caparse algún fin de semana las dos, y habían vuelto a hacerse muy amigas.

Rosa no decía nada. Rosa quería que fuésemos al grano. Pues sí, dijo al final, Pilar

es una chica muy maja, pero no nos dijo en concreto para qué quería Palomares que vinié-

ramos. Por fin se fue apagando la sonrisa dulce y Marisa nos miró (me miró) con ojos de

preguntar por qué había venido también Rosita.

Veréis, dijo, en un tono más profesional. Julio trabaja a destajo, lleva siempre mu-

chos temas a la vez, y claro, siempre hay tiempos muertos en unos asuntos y en otros no.

Cuando fuisteis al odioso casting aquel (por dios, qué vergüenza pasé, qué situación tan

humillante) buscábamos nada más que cuerpos vulgares. Palomares me dijo, quiero decir,

nos dijo, porque en cada sala estábamos uno de sus ayudantes, aparte de los que ponía la

agencia y los fotógrafos, claro, nos dijo vosotros buscad los cuerpos menos artísticos que

haya. Así, en general, ¿sabes? Los cuerpos vulgares, ya ves. Aquello, en fin, no sé cómo

acabará, porque el resultado no le satisfizo demasiado a Julio, el caso es que de momento

esa parte del proyecto Cuerpo Español Contemporáneo la tiene un poco apartada. Esta es

otra parte. Para esta parte sí quiere cuerpos artísticos. Marisa nos volvió a mirar un poco

encogida de hombros como si ella tampoco lo acabase de entender del todo.


189

Querrás decir, dijo Rosita, en un tono que me pareció algo reservón, un poco a la

defensiva, que antes quería modelos aficionados y ahora los quiere profesionales, ¿no? Eso

es justo lo que yo le dije a Julio, dijo Marisa. Y Rosa dijo: porque a mí me hicieron pasar

por aquello y a mí me da igual porque yo ya sé a lo que voy, y allí la única que sabía cómo

estar desnuda era yo, y mi hija, que para eso la estoy enseñando, y ni a ella ni a mí nos co-

gieron entonces, y yo, maja, de artístico, pues mujer, depende de lo que se entienda por

artístico, a lo mejor la celulitis es muy artística, yo en eso no me meto, pero el mío es un

trabajo cualificado, y yo sé posar de marquesa pero también de puta. Yo poso como quieran

que pose, y si me dicen que pose vulgar yo poso vulgar. ¡A ver si entonces no me quisieron

por demasiado artística y ahora me echan por demasiado vulgar! Ahora que, claro, mientras

no nos organicemos como es debido, estas cosas van a seguir pasando.

Marisa lo tomó con sentido del humor. Le explicó que Julio aún no había tomado

ninguna decisión sobre el casting de cuerpos vulgares. Habían pasado varios meses, sí, de

acuerdo, pero ya nos había dicho que el proyecto Cuerpo era muy ambicioso y muy a largo

plazo. Este hombre es así, resumió. Pero mientras ella resumía yo la vi mirar a Rosa como

la mira Pilar Guijarro, que, tratándose de Rosa, tampoco sabe distinguir entre lo artístico y

lo vulgar, y eso la fascina. Y la vi mirarla con curiosidad, como si acabara de comprobar a

la primera todo lo que Pilar le hubiese contado en sus paseos por las tiendas caras de Hams-

tead Heath. Era la simpatía creciente de quien entiende las razones de un afecto, les pone

voz y carne y hueso, y tiende a la comprensión porque comparte los criterios del amigo, en

este caso amiga. A dos mozas viejas como Marisa y Pilar Guijarro, tan acostumbradas a

una cierta dosis de opulencia, tratar con el frescor salvaje de Rosita estaba entre la ideología

y el vicio, y por otra parte les daba la envidia de aquellas mujeres que nunca pierden la hoja
190

y se mantienen guapas y sanas y primitivas. A esa edad las mujeres se pasan la vida redes-

cubriendo. Las mujeres solteras, claro.

Marisa dijo que antes de formalizar nada deberíamos entrevistarnos por separado

con Julio, y comprometernos a estar disponibles durante los dos próximos meses, junio y

julio. Nosotros le dijimos que trabajábamos. Nosotros no tenemos las mismas vacaciones

que Pilar, dijo Rosita. Marisa ya lo sabía, pero bastaba con que trabajásemos cuatro o cinco

horas diarias con él, por la mañana o por la tarde o como mejor nos viniesen los turnos, eso

lo podríamos arreglar. ¿Y el dinero?, dijo Rosa. Marisa, después de fingir que se azoraba un

poco (Marisa tenía los modales de esas dependientas que tiene la librería Blanquerna, que

fingen no saber cómo funciona la caja registradora), nos explicó con detalles vulgares los

términos del contrato, aunque, como es natural, el contrato dependía de si Julio Palomares

nos quería contratar o no. Ya empezamos, dijo Rosa. Se nos haría lo acostumbrado, un con-

trato por obra que luego tendríamos que declarar a Hacienda. Total, unas trescientas mil

para cada uno. Rosa y yo nos miramos como frotándonos las manos. ¿Y cuándo será la en-

trevista? Dijo Rosa. No os preocupés, dijo Marisa, yo os llamaré.

Rosa y yo salimos de aquella casa y de algún modo nos fuimos a celebrarlo. Con

aquello, el sueldo y el empujón de la extraordinaria Rosa iba a comprarle a su nieta toda la

ropa de invierno y encima no tendría que aguantar que Eduardo la invitase siempre a todas

partes. Yo, tal y como se presentaba el verano, me lo puliría todo en masajes, o acabaría

comprándole a Violeta un oboe de profesional.


191

El día de San Isidro, en efecto, mi suegra, mi exmujer y mi hija vinieron a comer.

Yo había tirado el sueldo en la pescadería. Compré una lubina y unas cocochas de bacalao

y marisco para picar. Le dije a Remedios que viniesen prontito y así aprovecharíamos las

mejores horas de sol de la terraza, que luego a las cinco y media o las seis ya se giraba un

poco de frío y en la sombra no se estaba tan a gusto. Ese día toreaban en Las Ventas Joseli-

to, José Tomás y Miguel Abellán, con toros de Adolfo Martín. Cualquier aficionado en-

tiende que yo a las siete tenía el propósito razonable de estar sentado en mi abono. Ellas,

conociéndome, también lo iban a entender. Se iban a poner ciegas de cocochas y de cana-

pés variados pero a mí me iban a dejar irme a los toros.

Llegaron las tres juntas, Juana sonriente y habladora, Remedios tan seria, y Violeta

huida. Yo les había preparado la mesa en la terraza. En Mirasierra tienen un jardín con un

columpio pero no esta espléndida azotea, yo sé (siempre lo he sabido) que a Remedios lo

que más le costó de toda la separación fue no tomar el sol en la terraza, no fumarse un ciga-

rro con la vista perdida en los Jardines del Moro y la Casa de Campo, no regar las horten-

sias de debajo del cañizo, no entretenerse mirando los barandados de las azoteas ni los to-

nos de las tejas ni las cúpulas ni las antenas del barrio de los Austrias. Cada vez que viene,

en primavera y en verano (el resto del año voy yo a Mirasierra) y se pasa la tarde tumbada

tomando el sol Remedios acaba reblandeciéndose, y si tengo suerte y viene con mi suegra

se controla un poco, pero si viene sola o viene con Violeta en seguida saca el tema de que

todo se le está cayendo encima. Si hubiese venido sola ya me podía haber despedido de ir a

Las Ventas yo esa tarde.

De modo que siempre viene un poco mustia y se marcha un poco emocionada, aun-

que yo creo que lo hace por criterios morales, de aquellos que juzgan una situación con

independencia de sus sentimientos, y adaptan sus ademanes al sentimiento que creen que
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deben tener. Es como esas personas a quienes se les ha muerto alguien y cuando se encuen-

tran con amigos íntimos fingen un dolor disimulado, una tortura interior que no sale a la

superficie gracias al esfuerzo titánico que hacen para disimularla. Entre nosotros, el muerto

era el matrimonio, y nos hablábamos a veces con la dulzura de quien debe necesitar con-

suelo, y si siente otra cosa es porque no tiene entrañas o nunca las ha tenido. Nunca sintió

nada por el vivo y tampoco ahora por el muerto. Ella pensaba cosas así.

Ya la cosa se empezó a torcer cuando Juana, después de pasar revista a las plantas y

recriminarme que no hubiese podado los jazmines, se metió en la boca un canapé de higo

con anchoa y dijo muy sonriente que me tenía que dar una noticia. Ya empezamos, dijo

Remedios. ¿Cómo que ya empezamos?, dijo Juana. Esta niña es tonta, se piensa que me

voy a ir al extranjero. ¡Pues más o menos!, dijo Remedios. Calla, calla, dijo Juana, ¡que

estoy muy contenta! Y dijo dice ya he encontrado pueblo, Güino, gracias a las indicaciones

que tú me distes ya sé dónde está Patagallina. Muy bien, dijo Remedios, ya sabes dónde

está Patagallina, ya podemos ir un fin de semana, lo vemos, comemos en el pueblo, nos

damos un paseo, nos volvemos a Madrid y santas pascuas. ¿Y cuál es el problema?, dije yo.

¡Joder, que se quiere ir a vivir allí! Mamá, por favor, dijo Violeta, no seas histérica. ¡No me

llames histérica! ¿Pero tú te crees que es normal que ahora diga mira, me voy al pueblo,

hala, y si no tengo pueblo me busco uno? ¿Pero no te da algo por el cuerpo? ¿Y tus amigas,

y tus meriendas, y no sé, y tu ciudad, y tu familia? Juana bebió un sorbo de la copa de vino

que yo estaba sirviendo mientras se calmaban y dijo: mira, merendar voy a seguir meren-

dando, Madrid ya lo veré cuando venga a veros, y vosotros, supongo, también me vendréis

a ver a mí, y lo que toca a mis amigas les pueden dar a todas por el culo. En fin, dijo Reme-

dios, bajando un poco la voz, ya veremos. Y tú Güino, dijo Juana, ya puedes ir desocupán-

dote un fin de semana que me tienes que llevar los muebles. ¡Pero por el amor de dios!,
193

volvió a subir Remedios el tono, ¡si ni siquiera sabes dónde es!, ¡si no has visto siquiera si

hay casas, si hay gente, si venden pisos! Por eso no te preocupes, hija mía, ya tengo previs-

to hacer un viaje para ir mirando casas. Y añadio: ponme otro vino, Güino, que esto hay

que celebrarlo.

El tema se fue apartando y volviendo a coger a lo largo de toda la comida. Se en-

frascaron tanto que no dijeron nada de las cocochas. Bueno, miento. Mi suegra preguntó si

eran de bacalao. No, le contesté, son de merluza. Violeta, cada vez que volvía a salir el

pueblo, giraba la vista hacia la ventana y dejaba caer el tenedor en el plato sin hacer ruido,

hasta que en un momento de la conversación por fin intervino. Su madre estaba diciéndole

a la abuela que por lo menos esperase hasta el verano, que ahora tenían muchas cosas que

hacer, que Violeta tenía que examinarse de selectividad y ella tenía muchísimo trabajo y

que luego, en vacaciones, ya verían, harían alguna excursión cuando ella y Violeta volvie-

sen de Nueva York. Fue entonces cuando la voz serena de Violeta, serena y siniestra como

si escondiese la lucidez de los que ven demasiado, dijo: yo no tengo que estudiar selectivi-

dad. Y añadió: me ha quedado el latín para septiembre.

Eran ya las cinco de la tarde. Se hizo un silencio, las bocas dejaron de masticar.

Remedios miró a su madre y luego a mí y dijo: ¿cómo?, y empezaron a inflársele las aletas

de la nariz. Pero Violeta, ¿pero qué estás diciendo?, ¿pero se puede saber de qué estás

hablando? He suspendido latín, repitió Violeta. Pero bueno, ¿y los dos sobresalientes que

tuviste en latín en las dos primeras evaluaciones? ¿Cómo es posible que te suspendan con

dos sobresalientes en las dos primeras evaluaciones, Violeta? Eso no puede ser. ¿Pero qué

te pasó? Tuviste el examen el jueves, anteayer, y era el último según tengo entendido, o sea

que no han podido darte aún las notas. No me seas ceniza, Violeta. ¿Te han dado ya las

notas? No. ¿Pues entonces por qué dices eso? ¿Tan mal te salió? Es imposible que te saliese
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mal, Violeta. Pero si además estás tú dando clases al compañero ese tuyo de latín, si tú

misma me has dicho muchas veces que sabes más latín que nadie de la clase. ¿Tan mal te

salió? ¿Tan cabrón va a ser el profesor que te va a suspender porque te haya salido mal un

examen? Seguro que a Jan sí que lo aprueban, y seguro que lo aprueban con lo que tú le

has enseñado. Venga, Violeta, no me des esos sustos, por favor. Violeta dijo: a Jan le han

quedado las matemáticas. ¡Pues estamos buenos!, dijo Remedios (Juana en los temas de la

educación de la niña siempre mantuvo un escrupuloso silencio), ¡menudas clases particula-

res que os habéis dado, maja!

Yo me creí en la obligación de intervenir, de decir algo. Y dije: ¿por qué no esperáis

a que salgan las notas y os vais comiendo el strudel, que si se enfría ya no está tan rico?

Desde luego que vamos a esperar, dijo Remedios. No hace falta, dijo Violeta, entregué el

examen en blanco. ¿Pero cómo que en blanco? Hija mía, te lo juro, me va a dar algo, entre

todos me va a dar algo, yo ya no sé lo que hacer, yo no sé si os estáis volviendo todos locos

o me estoy volviendo yo. ¿Será posible?, ¿en blanco? Violeta dijo sí con la cabeza, muy

serena, y dijo: la tragedia te la estás montando tú sola, mamá, suspender el latín tampoco es

tan grave. ¿Ah, sí?, ¿y la selectividad?, ¿y el ingreso en medicina?, ¿y el viaje a Nueva

York? Mira, hija, vamos a tener la fiesta en paz, ya he hablado bastante, no quiero hablar

más hoy, estoy muy nerviosa, a lo mejor soy yo la que está nerviosa y todo lo demás es

muy normal, no poder entrar en medicina, porque en septiembre vete tú a saber si habrá ya

plazas, no tener unas vacaciones tranquilas, no poder descansar de una puta vez sin ningún

tipo de preocupaciones. De acuerdo, todo eso es muy normal, pero yo mañana tengo mucho

trabajo en la clínica y tú Güino, si no te importa, yo creo que deberías ir y hablar con el

profesor antes de que pongan las notas definitivas. Violeta, al oír eso, dejó el estrudel casi

sin tocar y salió de estampida a la terraza. Remedios se fue detrás de ella, pero antes de salir
195

me miró y me dijo un ya ves tú con cierto retintín. Cuando nos quedamos solos Juana y yo,

ella me miró de nuevo sonriente y me dijo: muy rica la lubina, Güino, y el pastel este tam-

bién, y los canapés, y el vino. Muy rico todo, Güino, muy rico todo. Luego se encendió un

cigarro, cosa rara, y tiró el humo sin tragárselo hacia el techo y me volvió a mirar y me di-

jo: a ver si te aviso y quedamos en lo de la furgoneta.

Violeta se marchó en seguida porque había quedado con su amigo. Remedios estuvo

un rato tomando el sol y Juana se durmió la siesta. Yo aguardé sin inmutarme hasta las seis

y media. Si cojo el metro en la Cebada me lleva en veinticinco minutos a la Plaza de las

Ventas, era el momento oportuno para largarse. Pero no lo hice. No fui. Me pasé la tarde

imaginando que los tres matadores habrían competido por naturales: los pulcros, ortodoxos

muletazos de Joselito; los francos, de pecho descubierto y como de novillero antiguo de

Miguel Abellán; los hondos, muy cruzados, autoritarios y peligrosos, frágiles y retadores de

José Tomás. Luego resulta que todo fue un desastre y José Tomás se dejó un toro vivo.

Pero eso es lo de menos, también son históricos los fracasos. No fui porque basta

con que te vayas en una situación así para que te llamen de todo. Yo no estaba preocupado

por mi suegra y sólo en cierto modo por el latín de Violeta. Quizá más en el caso de Viole-

ta. El ya ves tú con cierto retintín que me mandó Remedios estuvo a punto de alcanzarme.

La única vez que yo le he enseñado algo a mi hija fue hace cuatro años, cuando iba a empe-

zar el bachillerato. Le impartí unas clases de latín que hasta el examen final por lo menos le

dieron bastante buenos resultados, pero esa reacción tan rara de entregar el papel en blanco,

de haberse quedado en blanco en el último momento, como si mis enseñanzas hubiesen

caducado demasiado pronto, le dio pie a Remedios y a su retintín a recordar la bronca aque-

lla que tuvimos cuando yo empecé a enseñarle latín a la niña y su madre se empeñó en que

fuese a clases de informática, y la niña decidió quedarse en casa y aprender latín, pero tuvo
196

que compensar a su madre asistiendo a un curso avanzado de inglés. O como, cuando esta-

ba claro de que además de aprender inglés debía practicar un deporte y un instrumento,

Remedios intentaba meterle a la niña el piano en la cabeza pero yo la orienté hacia el oboe.

Y ella, otra vez, me hizo caso. Pero tuvimos otra bronca porque una vez Remedios estaba

viendo la televisión y salió un cantamañanas diciendo que el oboe es el instrumento de los

locos, no sólo por los fakires sino porque muchos virtuosos, de tanto ensayar, de tanto apre-

tar con los labios la fina lengüeta del instrumento, de tanto hacer fuerza con las sienes para

introducir todo el aire de los pulmones por ese finísimo resquicio, muchos virtuosos se vol-

vían locos, tenían trastornos mentales, pérdidas del equilibrio, brotes de esquizofrenia, de-

presiones de caballo. Yo le dije que los músicos, como cualquier artista, deben saber el te-

rreno que pisan. Los riesgos del arte siempre son los mismos. Ya veremos, dijo ella. Y

cuando hubo que elegir un deporte yo quise que fuera a natación, pero su madre se empeñó

en que la natación era un deporte de insociables, que Violeta tenía que correr o saltar o

montar en bicicleta, hacer ejercicio al aire libre, salir de excursión con sus amigos, practicar

el senderismo. Pero aquí Violeta no nos hizo caso a ninguno de los dos. De vez en cuando

salía a pasear, y eso era todo.


197

VI

Julio Palomares nació en Xátiva, Valencia. Empezó siendo un paisajista magnífico,

adiestrado con mano dura por Vicente Barrachina en los años cincuenta, primero en la Es-

cuela de Bellas Artes de Valencia, y después, ya como profesor ayudante, en la Escuela de

Artes y Oficios de Madrid. Su primera exposición data de 1959, Estudios de nubes, una

serie de paisajes mínimos, a veces una sombra en una esquina, en donde Palomares vació

las lentas horas de imitación de Constable y Turner a que lo sometió Vicente Barrachina.

Del mismo tono son sus Estudios de humo, de 1960 y sus ilustraciones de la novela El

obispo leproso, de 1962. Es probable que en esas primeras obras, en cierto modo todavía

escolares, resida todo el secreto de la obra del artista. El cielo descontextualiza la realidad,

libera las formas para las pinceladas largas, del mismo modo que los bosques en otoño libe-

ran las formas para las pinceladas breves y el humo para las transparencias y los trazos de

un solo pelo. El sino de Julio Palomares sería siempre no desprenderse (a veces para su

desgracia) del virtuosismo y al mismo tiempo huir de un realismo inmediato, de objetos o


198

figuras que se reconocen a la primera.

En esas primeras exposiciónes, además, tuvo su primer encuentro decisivo. El pintor

Benjamín Palencia, que entonces ya se había especializado en el paisajismo seco y pintaba

muchas veces con el pincel del revés, se fijó en él y le aconsejó dar por terminada su edu-

cación académica. Cuando Julio Palomares regaló un ejemplar de su obispo leproso a Ben-

jamín Palencia, este lo miró y le dijo: esto me recuerda a Romero de Torres, pero lo otro sí

que me ha gustado, y le habló de la Europa de los años veinte y se lo llevó de viaje por los

secarrales de Almería. De allí nació la primera exposición importante de Julio Palomares,

Estudios de tierra pobre. Allí Palomares dio el paso que Benjamín Palencia había dado en

los años veinte: volver a las formas pero despreciar cualquier prurito de naturalismo deci-

mononizante a favor de una pincelada más gruesa y desgarrada, de unas formas más primi-

tivas, de una España más negra. A Palomares le dio vergüenza enseñarle a Benjamín Palen-

cia sus ilustraciones del obispo leproso. Después de Estudios de tierra pobre las relaciones

entre Barrachina y Palomares empezaron a enfriarse. Palomares tenía entonces veinte años,

Alfredo veinticinco, y Barrachina cuarenta y tantos.

Palomares continuó por aquel realismo duro y engordó la materia pictórica por la

vía del fauve hasta que se dio cuenta de que estaba imitando a Benjamín Palencia. En este

momento de su carrera tuvo que tomar una decisión: abandonar para siempre el virtuosismo

clásico que le había enseñado Barrachina o imitar a los artistas modernos, ser uno de ellos.

La perfección era un asunto artesanal, de fundamento, pero pintores muy buenos los ha

habido siempre al margen de la historia del arte. Siempre habrá retratistas muy cotizados

entre las clases pudientes y acuarelistas que decoran mansiones de verano. Incluso pueden

ganar mucho dinero, pero no son la historia del arte. Era la época de amasar pintura con las

manos, juntar colores y vanguardias, el surrealismo y el expresionismo y el dadá, las imá-


199

genes violentas y la filosofía fenomenológica, la expresividad de la materia y la muerte del

dibujo, el arte sígnico y los sacos de yute, las maderas viejas y los empastres de color ma-

rrón. Eran las manchas y los pegotes, el arte de acción y la pintura que chorrea, los actos

automáticos y el compromiso político y social. Sus compañeros en la escuela de Valencia,

Rafael Solbes y Manuel Valdés, que nunca fueron a las clases de Barrachina, habían funda-

do el Equipo Crónica tras experimentar por su cuenta en el expresionismo y el informalis-

mo, y él estaba todavía con el cascarón de Romero de Torres pegado en el culo. Ellos avan-

zaban hacia el pop narrativo y él se encontraba dando tumbos con maestros demasiado vie-

jos. Durante la época final de los años sesenta Palomares sustituyó el pintar por el ver. Hur-

gaba en las formas distintas de la realidad para encontrar cuadros modernos. Estudiaba las

puertas viejas de las casas, las paredes desconchadas, las playas en invierno, buscaba en-

cuadres abstractos dentro de objetos reales y luego los pintaba con los dedos. De esa época

data la serie Estudios de vertedero, muy elogiada por algunos miembros del equipo Cróni-

ca.

A principios de los 70 Palomares encontró la horma de su zapato. Hasta entonces,

su realismo virtuoso se había tenido que recluir en irreconocibles fragmentos de pocos cen-

tímetros cuadrados que él ampliaba hasta la medida del cuadro, una técnica muy imitada

por Javier Bidón, como creo que ya he contado. En el año 72 hace su primer viaje a Nueva

York. Allí conoció a los hiperrealistas fotográficos, en especial la obra de Artschwager y de

Goings, y los vaciados de personas vivas que practicaba Hanson. Él estaba acostumbrado a

hacer lo mismo sin necesidad de fotografías, pero el hecho de que viniese de los Estados

Unidos supuso una buena coartada. Los temas sociales y una marcada tendencia al realismo

lírico compensaban de algún modo aquella ruptura con la tradición informalista de la déca-

da anterior, que para Palomares había sido en el fondo una concesión a las normas de la
200

modernidad. De esta época datan sus Estudios de niños huérfanos y sus primeros proble-

mas serios con el régimen de Franco, que estaba a punto de morir.

A sus treinta y cinco años, Palomares ya tenía un nombre y una trayectoria. Sus Es-

tudios de emigrantes tuvieron muy buena acogida en la bienal de arte de Zurich, ciudad en

la que el pintor estuvo exiliado durante los meses de la tromboflebitis. Soy un artista de mi

tiempo y es mi tiempo el que condiciona lo que en cada momento debo hacer, dijo en repe-

tidas ocasiones para justificar aquel realismo fotográfico tan desgarrador. Las miradas vací-

as de sus emigrantes, las maletas viejas atadas con una cuerda, los andenes fríos de las esta-

ciones, las lágrimas de las ancianas madres, las mantas debajo del olivo, los niños que dicen

adiós, temas muy comprometidos que sin embargo, y eso se veía en el blanco de las mira-

das, apuntaban ya sin discusión al realismo lírico de coetáneos suyos como Cristóbal Toral

o algunos pintores de la escuela de Madrid. Se le podía llamar realista fotográfico, pero lo

bueno es que tenía muy buen ojo para elegir la fotografía. Su labor era descubrir espacios

escondidos en la realidad, no forzarla, y su fórmula, andando el tiempo, había pasado de la

interpretación por medio de la pintura (sus borracheras fauve) a la interpretación por medio

de la mirada. Palomares mantenía la ortodoxia hiperrealista norteamericana pero de algún

modo trataba de ocultar que él no necesitaba proyectar la foto sobre el lienzo y pintar enci-

ma, que él podía hacerlo al natural con el mismo lujo de detalles, incluso con texturas de

retrato antiguo.

Durante la transición, ya de vuelta en España, sus temas fueron las multitudes, pero

el hiperrealismo lo abandonó por completo. El concepto de masa volvió a entrar en su obra.

Paralelos a esta línea, como un entretenimiento, podemos contemplar sus Estudios de man-

zanas reinetas, de conmovedor dibujo y hermosos tonos tostados, o sus Estudios de chope-

ras en octubre, acuarelas muy aguadas que nunca pasan de la primera capa, desnudas de
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cualquier detalle, combinaciones abstractas de color y ramas entrevistas, esbozadas, arras-

trada un poco el agua con la espátula. Pero su tarea fundamental fueron las multitudes y la

recuperación, al menos en su vertiente pública, de la tradición informalista y aparatosa de

los cuadros matéricos.

Del año 83 datan sus primeros trabajos murales: Estudio de Almería, mural en ce-

rámica voluminosa de quince metros de largo y cuatro de alto, encargo de la Diputación

Provincial de Almería para la entrada del recinto ferial. Las obras públicas ocuparon la ma-

yor parte de su trabajo durante la década de los ochenta, hasta su culminación en el friso del

paraninfo de la Universidad Pompeu Fabra, Estudios de ciencias botánicas, y en el frontal

del Estadio de la Cartuja, Estudios hispanos, ambos de 1992. Estas obras mastodónticas, de

proporciones arquitectónicas, muy integradas en el conjunto, suponen sin embargo un re-

greso de Palomares al tiempo en que imitaba tanto a Benjamín Palencia. La observación se

debió al sagaz criterio de Antoni Tàpies, pero Palomares ya se había instalado en la opulen-

cia y no estaba para hacer demasiado caso de los artistas puros. Algo, sin embargo, cambió

en su interior, una búsqueda de lo mejor de sí mismo, una antología de detalles importantes

que cristalizó en su gran proyecto final.

La idea del Cuerpo Español Contemporáneo parte de esa base. Así, en Estudios de

hombres cansados podemos encontrar la carnosidad de Spencer y luego de Freud, pero

también el realismo sin terminar de Wyath y un estudio del espacio que remite a su época

de informalista. Su búsqueda de fragmentos absurdos de la realidad, algunos monstruosos,

devora la desnudez limpísima de su retrato. Esta gran obra, que sigue en marcha, tiene mu-

chas vertientes y mi cuerpo ya forma parte de ella, ha alternado con su gran afición a las

acuarelas minuciosas, lo primero que aprendió. Pero ahora el realismo lírico era una forma

de volver al hogar, de pasar las tardes en el pueblo. A los sesenta años, Palomares lo tenía
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todo, y se quejaba de que los jóvenes no renovasen el ciclo, no volviese a surgir una gene-

ración que por lo menos quemase las etapas que él quemó.

Barrachina y Palomares discutieron gravemente unos meses antes de que yo posase

por primera vez. Eso fue a principios del 83. Palomares había ganado mucho dinero con su

Estudio de Almería, el suficiente para dejar su puesto en la escuela y vengarse de las burlas

y los menosprecios que le dedicaba Barrachina desde que imitase a Benjamín Palencia por

primera vez. Habían sido casi veinte años de tratarlo como tiempo después, y casi con las

mismas palabras, Alfredo trató a Javier Bidón. Tengo varias versiones de aquel encontrona-

zo definitivo. Según Alfredo, Palomares era un cantamañanas y le jodía que se lo dijesen.

Según Barrachina, lo acusaba de haberse bajado los pantalones, de haber traicionado la

confianza que puso en él cuando era un niño, cuando sus padres lo trajeron en una tartana

desde Xátiva (sus padres vendían frutas y hortalizas en el mercado central de Valencia) y

Barrachina fue a comprar medio kilo de ferraúra y vio que el niño, en una esquina, estaba

dibujando un manojo de nabos. De hecho, uno de los cuadros más líricos de Palomares,

dedicado a la memoria de la infancia, es el titulado Estudios de nabos, que no está en nin-

gún museo porque el pintor lo conserva en su casa. Entonces Barrachina, con esa familiari-

dad que tienen los valencianos, dijo aquet xiquet pinta molt bé, y convenció a los padres

para que lo dejasen estudiar en el internado de los hermanos de La Salle. La música y la

pintura es algo muy normal entre los campesinos valencianos, a los padres de un niño que

apunta maneras no les importa sacar a sus hijos de la huerta para que toquen el saxofón. No

obstante, los estudios de Palomares a sus padres no le costaron un duro, los sufragó Barra-
203

china con la estatua Santa Margarita María de Aracoque tomando la comunión en viernes,

que todavía se puede contemplar en el patio del convento de los hermanos de La Salle.

Pero pronto el niño Palomares abandonaría sus estudios de seminario para irse a

vivir a la escuela. Tenía doce años, y desde entonces hasta que tuvo cuarenta y tres vivió

bajo la sombra de Barrachina. Palomares se pasó la adolescencia copiando escenas medite-

rráneas. Cuando era un niño sabía ya pintar el mar con tanta luz como Sorolla y hacer retra-

tos de su madre que parecen pintados por Romero de Torres. La escuela española de antes

de las vanguardias se la terminó sabiendo al dedillo, y sólo salió a estudiar a Ingres o a

Turner o a Constable cuando ya no había verdura que se le resistiese. Lo último que hizo

Palomares del gusto de su maestro fueron las ilustraciones del obispo leproso. A partir de

ahí, la evolución de su discípulo no le gustó nada al maestro.

Pero los motivos de Barrachina, al contrario de lo que todo el mundo pensó porque

Palomares (mal hijo) se encargó de propalarlo, no eran políticos. Si no había conocido más

España negra que la de Romero de Torres, no era porque ningún adicto al régimen se la

hubiera estado tapando. Barrachina nunca tuvo ideas políticas. Para Barrachina, Palomares

se había decantado por la línea Solana, algo ya superado, al igual que la línea Sorolla, que

por lo menos era más valenciana. Sus ideas estéticas a mí me siguen pareciendo coherentes,

y eso que Barrachina no conoció la Europa de los años veinte pero sí la de los años treinta,

que fue más jodida, cuando los juegos florales vanguardistas estaban a punto de acabarse

con una traca de varios millones de muertos. Barrachina nunca quiso saber nada de la gue-

rra ni de las vanguardias. Él siguió parado en Julio Romero de Torres y en los paisajistas

valencianos.

Mientras tanto, Franco sacó a la mujer morena en unos billetes marrones y su retrato

acabó ilustrando los calendarios de las pollerías, hasta que la relajación moral llenó las pa-
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redes de tías en pelotas con una gorra en la cabeza. La mujer morena, la modelo, terminó

sus días mendigando por las calles de Madrid o en las habitaciones íntimas de Palomares.

Pudo darse el caso de que algún peatón espléndido (quizás el propio Barrachina) le pusiera

en la mano un billete de cien pesetas: la mujer miraría un retrato de su juventud, ya viejo y

arrugado, sobre su mano de pedir. A Barrachina le entusiasmaban aquellas mujeres tan tie-

sas, de cuello largo y cara redondeada, cara de fallera bigotuda, como la madre de Paloma-

res, con esos peinados de moño y los párpados caedizos, insinuantes, misteriosos, como una

Gioconda cantadora de saetas. A Rosita la contrató por eso, muy joven también, pero a Ro-

sita luego se le desarrolló mucho el cuerpo por el lado étnico. Para Barrachina, en el fondo,

la mujer morena era la dama popular y decente que tenía en sus oscuridades algo de erotis-

mo peleón, de tragedia aldeana, de sangre consagrada y desvirgada. Franco impuso un po-

pulacherismo que de veras no existía como tal, porque Romero de Torres, republicano y

populista, murió antes incluso de que se proclamase la República. Si Barrachina se había

quedado parado en algún sitio, fue antes de Franco, pero no después.

Lo malo es que a divergencias estéticas se unieron lazos de obligatoria gratitud, y

también, quizá, de celos incipientes. Los dos llegaron a Madrid a finales de los 50. Barra-

china fue contratado para dirigir la escuela por sus presuntas ideas políticas y porque mu-

chos posibles directores estaban en el exilio. Eso, y las ideas por omisión, fueron suficiente

para colgarle a Barrachina el sambenito de fascista.

Yo no lo tendría tan claro. Bien es verdad que aceptó un cargo oficial que exigía

cierta adicción al régimen, y que pintó muchos paisajes y esculpió muchos obispos y mu-

chos soldados desconocidos, casi todos con el cuerpo de Alfredo, y que negaba las van-

guardias y tenía la mirada puesta siempre en un casticismo un poco rancio, pero yo no sé si

eso es suficiente para decir que Barrachina tenía ideas políticas. Pasó por el franquismo
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igual que por la república, metido en su estudio, esculpiendo cuerpos de mármol, pintando

paisajes sin personas. El tiempo no pasó por él, ni el de las vanguardias ni el del franquis-

mo. Tenía costumbres austeras y usaba poca pintura para pintar, y esa obligada limitación

no era en él una mordaza sino las sílabas contadas de un poema.

Su obra es tan amplia o más que la de Palomares, pero siempre estuvo expuesta en

lugares inaccesibles, oscuros comedores de orfanato, asilos de ancianos desamparados, pa-

tios de conventos de clausura, placitas de barrios bajos, y sobre todo cementerios. Su obra

funeraria es sin duda de las más estimables del siglo XX, y está toda concentrada en el ce-

menterio de Tabernes Blanques, su pueblo natal. Destaca, por su impresionante humanidad,

el cuadro escultórico Soldados muertos, en la línea clásica de Querol más que de Benlliure,

que en el fondo es la estirpe de Rodin. Al lado de un montón de cuerpos masacrado hay un

soldado de rodillas que se tapa la cara con las manos. Es Alfredo, que no se sabe si reza a

los muertos o es que él también se va a morir o va a ser ejecutado. Esta calculada ambigüe-

dad, junto a la indefinición de los uniformes, hace posible imaginar la escena en cualquier

bando.

Y con el resto de su obra sucede lo mismo. Para Barrachina, la realidad estaba por

encima de las contingencias, las dos facciones de la guerra no eran más que un buen tema

para el estudio de los cuerpos en situaciones de tensión dramatica. Incluso en sus estatuas

de curas hay una serenidad atormentada, un desengaño resignado, la sensación de que quien

posa está viendo la muerte. Pero un paseo por antiguas instituciones benéficas y hospitales

de caridad revela una obra pictórica de la que Palomares copió hasta que se cansó en sus

Estudios de niños huérfanos, sin llegar, desde luego, a los resultados de Barrachina. En

estas composiciones, sobre todo en el cuadro que cuelga en la parroquia de Santa Cristina,

donde dan la sopa boba, Barrachina hizo un alarde de sus profundos conocimientos en ma-
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teria clásica. Pintó una cocina, con una monja cocinera friendo un huevo y otra pelando las

patatas. Sus hábitos está pintados con ascetismo digno del San Serapio de Zurbarán, y sus

manos son las manos de la bondad. Todo el fondo del cuadro es una alacena llena de cuen-

cos, búcaros, tabaques y alcancías, y cada uno de ellos está reproducido en imitación idén-

tica de los que salen en los cuadros de Velázquez. Yo me di cuenta al ver el vaso blanco de

Los borrachos, que según Barrachina era lo único que merecía la pena del cuadro, lo único

de Velázquez que había en ese cuadro de Velázquez. Y luego también descubrí la gota que

corre por el cántaro del aguador, y la llave de la rendición y el canasto de las hilanderas, y

de cada objeto salía un punto de luz que iluminaba la figura de Alfredo, que hacía de pobre,

parado en la puerta, con una gorra entre las manos, mirando a las dos monjas como quien se

entretiene viendo cómo trabajan los otros.

Barrachina nunca cobró un duro por sus obras, quizás también eso ha influido en

que no lo conozca nadie.

Nada más llegar a Madrid, Barrachina fue tajante con Palomares, todavía discípulo

suyo, y le prohibió que exhibiese o regalase sus composiciones. Siempre dijo que no pasa-

ban de mediocres ejercicios escolares, cosa que el gran público no sabe porque toda esa

parte de su obra, tan interesante para el historiador del arte, sigue sin ser exhibida. Yo sí

tuve acceso a ella, y aunque sólo fuera por eso creo que cualquier traición habría merecido

la pena.

Mi primer encuentro con él fue a principios de junio. Marisa la secretaria nos había

citado a Rosita y a mí para días distintos. ¿Qué sabes de Pilar?, me dijo nada más abrirme la
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puerta de su despacho, tomándose unas confianzas que yo no le había dado pero con una

sonrisa y un tono de voz de lo más amigable. Recuerdo que se había cambiado el color del

pelo y ahora lo llevaba tan negro zaíno como el de Pilar. Me hizo pasar al despacho y me

invitó a sentarme mientras iba a avisar a Julio. A partir de entonces fue la única forma de

llamar a Palomares que oí, de labios de Marisa y de Rosita y de Pilar Guijarro y de los ope-

rarios de su taller. Yo usé mi habilidad para no llamarlo nunca ni de tú ni de usted.

Era junio pero aún no había empezado el calor. Había hecho amagos, días de reti-

rarme de la terraza cuando el sol estaba en lo alto porque ya picaba demasiado, pero habían

sido calores bascosos, el anuncio del verano pero también de las últimas lluvias de prima-

vera. Lo recuerdo muy bien porque tuve mis dudas sobre qué ponerme para presentarme

ante Julio por primera vez. Decidí sacar el uniforme de verano, pero con unos tonos no aún

del todo veraniegos, el pantalón de lino verdeoliva y la sahariana color burdeos, y por su-

puesto las sandalias de franciscano. Me volví a depilar entero. Yo me depilo una vez al

mes, y no hacía ni quince días desde la última vez que me había pasado la maquinilla.

Aquella vez decidí someterme a un tratamiento completo de cera. Fue la última vez que

Susana me puso la mano encima, para arrancarme la piel a tiras.

Ya sabía que la mayor parte de los pintores, sobre todo el la línea de Julio, prefieren

a los modelos masculinos con la pelambrera silvestre de no haberse depilado jamás. Pero

pasa con nuestro cuerpo lo mismo que con nuestra mente: si empiezas a depilarte ya no

puedes dejarlo, a no ser que no te importe que el vello del pecho parezca un penacho y la

pelambre se haya extendido por zonas en principio no peludas como los hombros o la es-

palda o el culo. Si quieres seguir siendo un cuerpo sin impurezas pilosas debes serlo hasta

el final, porque si no terminas pareciendo un mono.

Lo de la cera, no obstante, fue especial. Lo hice un viernes para que se me quitase la


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rojez antes de volver a la escuela, y por supuesto antes de que me viese Julio. A Susana le

parecía una barbaridad. Cada vez que me arrancaba una tira junto a la tetilla gritaba como si

le doliese a ella. ¿Pero se puede saber por qué haces esto?, me preguntó. Lo hago, le dije,

porque quiero que ese tipo sepa en todo momento delante de quién está. Por supuesto tam-

bién me afeité la cabeza en la barbería la misma mañana de nuestra cita. Lo normal es que

vaya los sábados, llamo antes por teléfono y pregunto cuándo me puede coger Ambrosio,

que se sabe mi cuero cabelludo de memoria, nunca me ha hecho el más mínimo rasguño.

O sea que me puse como un pincel. Ese mismo día, para relajarme, me di un baño

de sales, gasté un bote de crema hidratante, me unté pasta de boro en los pies, me perfumé

con una colonia que huele a polvos de talco, le di betún a las sandalias y las abrillanté tira

por tira, me planché la sahariana y los pantalones de lino con un pañuelo mojado. Usé un

ritual taurino para vestirme, y pedí desde casa un taxi con aire acondicionado para no sudar.

No sólo el calor era bascoso sino también los nervios del primer día.

Cuando volvió Marisa para decirme que la acompañase yo estaba sentado en un

chéster junto a la ventana. Las piedras informales y las columnas totémicas languidecían en

un jardín deliberadamente descuidado, de muy medido salvajismo. Al salir del despacho,

alguien de la habitación de enfrente, la nave diáfana de los talleres, salió y tan sólo acerté a

ver una polea de hierro y un tipo con mono y un soplete que llevaba la cara cubierta por una

máscara autógena. El que salió cerró la puerta enseguida y yo tampoco hice por detenerme

a mirar. Cruzamos un pasillo que comunicaba las dos alas de la casa a través de un túnel de

cristal. En realidad eran dos casas empalmadas. La una parecía la sede de un centro de in-

vestigación del gobierno, y la otra una casa de campo, mucho más antigua y menos preten-

ciosa, levantada cuando el lugar, quizás a principios de siglo, no dejaba de ser un retiro para

familias pequeñoburguesas de Madrid, y ampliada con la naturalidad de un crecimiento


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orgánico, de un núcleo edificado cuyas líneas sencillas determinaron la estética de sus am-

pliaciones. Palomares le había dado a todo un cierto aire valenciano: el pasillo ancho con

aspidistras y azulejos de Manises y a cada lado una puerta de doble hoja, el patio interior

cuadrado, recoleto, con una fuente árabe en el centro y tres puertas una en cada pared. Ma-

risa llamó a la puerta de enfrente, abrió, metió un momento la cabeza y al sacarla se retiró a

un lado invitándome a pasar.

Ni Julio Palomares es el santón de pelo cardado que aparece por los actos públicos

ilustres ni su estudio, al menos su estudio personal, donde él trabaja con sus manos, la gran

fábrica de arte llena de botes gastados y cuadros enormes que nos imaginamos al ver su

obra. En la intimidad de su estudio, Julio Palomares se repeina mucho y gasta, a pesar del

calor, una chaqueta de punto vieja y unas zapatillas de jubilado. Viste como un pobre, como

si en el ala valenciana de su casa no hubiera entrado una mota de grandilocuencia, pero

viste con la pulcritud dominical de quienes viven en el campo, y usan fulares de punto para

el cuello y fuman en pipa con sus manos alargadas. También su estudio es un despacho más

que un estudio, el escritorio antiguo junto a la ventana y un caballete frágil con una silla de

enea. Cuando me dio la mano vi que tenía manchas blancas en el dorso, como un defecto de

pigmentación, de haberle caído alguna vez un bote de aguarrás. Su aspecto es el del hombre

que se conserva delgado pero el tiempo ha llenado su rostro de arrugas verticales. Conmigo

fue muy educado, muy tratándome siempre de usted y pidiéndomelo todo por favor, con

una frialdad de movimientos en la que yo no me encuentro a disgusto. Me invitó a sentarme

frente al escritorio y me preguntó si ya Marisa me había puesto al tanto de todo. Lo encon-

tré un poco nervioso.

No entablamos ningún tipo de conversación. Yo ejercí mi papel de profesional que

acude con puntualidad a cumplir su contrato, en seguida crucé las piernas y dejé caer una
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mano por el brazo del sillón, sin llegar al límite de la excesiva confianza, pero también co-

mo si no mostrarme intimidado formase parte de mi trabajo. Él se limitó a explicarme un

poco por encima lo que quería. De momento sólo quiero estudiar su cuerpo, dijo. No sé

cuánto tiempo me llevará. Muy bien, dije yo, pero no añadí nada que pudiera da pie a la

conversación. Palomares se detuvo varias veces antes de seguir, se giró hacia la ventana, se

atacó la pipa, se la volvió a encender. Pero no vamos a empesar hoy, dijo entre los humos

de la primera bocanada gorda, con una ese que era tan valenciana como los azulejos del

pasillo. Hoy tengo que terminar unas cosas. Sólo quería que tuviéramos una primera reu-

nión. De acuerdo, dije yo, ¿cuándo tengo que venir? Pues..., en fín, no sé, la semana que

viene estaría bien. En ese caso..., dije yo, y me levanté y traté de comportarme con sufi-

ciencia mientras le daba la mano.

En la boda de Javier Bidón todas las mujeres se equivocaron con el vestido. Nadie

piensa que el veinticuatro de junio salga un día gris y sople el viento de la sierra. A las da-

mas se les veía la carne de gallina en los hombros desnudos. Los hombres no iban de frac.

La hija pequeña de un distinguido miembro del Tribunal Supremo se casó de tapadillo en el

despacho de un juzgado, en una reunión solemne de muy pocas personas y unos silencios

estremecedores. No había podido ser de otra manera. Eva les dijo a sus padres que estaba

embarazada. Sus padre hizo averiguaciones sobre el novio y comprendió que aquello había

que hacerlo cuanto antes y de la manera más discreta posible. Tampoco Eva hubiese acep-

tado ninguna otra forma de celebración matrimonial. Nada de cohorte de damas entrando en

Los Jerónimos entre viejos amigos de la judicatura y algunas altas instituciones del Estado.
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Nada de un festín por todo lo alto custodiado por varias docenas de policías. A la ceremo-

nia sólo asistieron los padres de ella, de riguroso luto en su comportamiento, además de su

hermano, el juez, que hacía de padrino, y Rosita, que hacía de madrina. De la familia de

Javier Bidón no fue nadie. Javier no avisó a nadie, ni familiares ni amigos, en una actitud

que no hizo sino levantar más sospechas entre sus suegros. Yo fui uno de los testigos, y la

otra fue Lourdes, la hija de Rosita, que tuvo que pagar a una canguro que cuidase a Carme-

lilla, porque Eva tampoco había querido avisar a nadie.

Era como si estuviesen pegando fuego a sus respectivas agendas de amigos para

empezar juntos una nueva vida, y en ese sentido podría haber tenido incluso un punto de

verdadero sentimiento, pero el entorno era muy frío, la madre lloraba de pena y el padre

tenía un rictus muy serio. Eva quería que todo terminase cuanto antes y el juez que los casó,

un amigo íntimo de la familia Rodrigálvarez, alguien que se había prestado a colaborar con

la familia y ser discreto, apenas dijo más palabras que un confuso ritual jurídico y un todos

deseamos que os vaya muy bien pronunciado sin el más mínimo entusiasmo. La gente iba

bien vestida pero no de fiesta, Rosita y Lourdes iban muy escotadas y tenían frío. Ellas aún

parecía que iban a una boda, pero la madre de Eva llevaba un vestido de Prada que no lla-

mara la atención, incluso el padre y el hijo se habían puesto nada más que un traje nuevo

azul cruzado de verano. Eva y Javier se casaron de espor, como vestidos para un trámite,

como uniformados para no creer en lo que hacían. Yo iba con la ropa de ir a trabajar. Era lo

mejor que tenía.

Rosita me contó que habían tenido muchos disgustos. En principio, la raíz de todos

los males estaba en el fracaso de Eva. El padre no había sabido digerirlo. El padre cuando

Eva salió del último examen sabiéndose suspensa estaba esperando en el pasillo con otros

dos colegas del Tribunal Supremo para dar un abrazo a su hija con una sonrisa de oreja a
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oreja. Incluso en el tribunal de jueces que la examinó había varios amigos de su padre, al-

gún discípulo e incluso algún enemigo al que refregar por los bigotes la valía de su estirpe.

El padre mismo la había entrenado por las tardes durante los dos últimos años, con un cro-

nómetro para las leyes que tenía que saberse de memoria y un enjambre de preguntas punti-

llosas que Eva contestaba moviendo los labios pero nada más, con ese hablar un poco ido

que tiene ella. La primera vez que la suspendieron sólo tenía veinticinco años. Era normal.

A la primera las había sacado su padre, pero podía considerarse normal esperar a una se-

gunda oportunidad. Y ahí sí. Ahí ya era asunto suyo que Eva estuviese preparada para cual-

quier pregunta. Eva se mataba de estudiar. Conforme le iban entrando leyes en el cerebro

iba desalojando cualquier sombra de interés con respecto a ninguna otra cosa. Días antes

del examen caminaba como un autómata. No era capaz de concentrarse en nada fuera de

sus temarios, poco a poco fue perdiendo incluso la capacidad de entender nada que no estu-

viese vinculado a la judicatura. Comprendía con una rapidez de reflejos deslumbrante las

preguntas de su padre, pero cuando su madre entraba en el estudio a media mañana y le

preguntaba si quería un refrigerio y le dejaba una pastillita de sumial retard para los ner-

vios, Eva no lograba descifrar lo que le estaban tratando de decir, y a la segunda o la tercera

vez de preguntárselo se volvía a sus libros y seguía estudiando. El padre estaba contentísi-

mo. Lo malo fue que Eva no sólo no entendía nada que no tuviese que ver con el código

penal, sino que ni siquiera entendía nada que no fuese preguntado por su padre. Delante del

tribunal, cuando tenía que disertar sobre el litisconsorcio pasivo necesario, todas las res-

puestas a las preguntas que no había entendido en su momento se agolparon en su garganta,

y cuando conseguía pronunciar alguna palabra, cuando conseguía sujetar de mala manera

los espasmos y los hipos que estallaban en su cuerpo, sólo le venían a la boca frases como

sí, un zumo de limón, por favor o sí, hace un día estupendo, y le desesperaba no poder arti-
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cular otras palabras y varios miembros del tribunal le acercaron un vaso de agua y le pre-

guntaron si necesitaba un médico, y ella no sabía lo que le estaban diciendo y pensase lo

que pensase le salía un mañana podíamos comer con Eduardo, o bien los almendros están

en flor, hasta que poco a poco se fue calmando y cuando ya cesaron los espasmos y los ner-

vios y las palabras involuntarias Eva se quedó tan vacía que no le quedaron fuerzas para

nada, y mucho menos para hablar del litisconsorcio pasivo necesario. Agradeció al tribunal

su caballerosidad, se levantó de la silla y salió. Su padre la esperaba con los brazos abiertos.

Es para matarlo, dijo Rosa, pero esas familias son así. Uno es un tirano y los demás

aguantan. Y Eduardo aguantó también, aunque en este caso había que decir que siempre

estuvo donde tenía que estar, al lado de su hermana, y la sacaba por ahí y se puede decir

que le había buscado hasta el novio. Eva tenía que independizarse pero no podía quedarse

sola, y además, y esto Javier no lo sabía porque habían hecho un pacto para no contarse sus

pasados, Eva, a raíz del sofocón aquél, necesitó asistencia médica. Pero eso Javier no lo

sabe y tú tampoco se lo tienes que decir, me dijo Rosa. Desde entonces se le había quedado

ese aire niñoide que igual tenía ya desde el principio, o es el único que tuvo hasta que se

convirtió en una joven estudiante que sería juez el día de mañana. Igual había perdido el

carácter en todo ese tiempo y ahora empezaba otra vez a tenerlo justo por donde lo dejó.

Pero a Eva se la veía tocada, eso lo veía todo el mundo, salvo acaso sus ancianos

padres. Lo suyo era exagerado y habitual en las dinastías de jueces. Su hermano Eduardo le

había dado el visto bueno a Javier por eso mismo. Era de otro mundo, tan del poco gusto de

los padres de Eva que quizá renegasen de ella y la dejasen en paz. De hecho, la idea de de-

cir a los padres que estaba embarazada le fue sugerida por Rosa pero a instancias de su

hermano, y la verdad es que surtió un efecto inmediato. El padre dio por perdido aquel ra-

mal de su genealogía y la madre lloraba mucho pero tampoco tomaba cartas en el asunto.
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Luego entre semana dejaba de llorar y se le pasaban las penas en las tiendas de ropa. Los

pijos son así, Güino, me decía Rosa. Tiran a los cachorros más débiles. La tonta de su ma-

dre no sabe hacer la o con un canuto pero es la esposa del juez. Los tiempos han cambiado

y Eva no es tan tonta como su madre. Eva no podía ser sólo esposa de juez. Era preferible

que se fuese lejos con un zángano que quiere ser artista pero ya se le ha pasado el arroz y

vive de posar desnudo. A Eva la entregaron como se da a una criatura para que se la lleven

los gitanos. Tú verás lo que haces, le dijo su padre, que todavía no era consciente de las

preocupantes regresiones de su hija, tú verás lo que haces pero sólo te pido una cosa: no nos

causes problemas. ¿Y por qué no se limitó a marcharse?, le pregunté a Rosa. Porque a estos

pijos de nacimiento siempre les queda algo, Güino, porque en algún sitio siempre les queda

algo, alguna tara, algo.

El día de la boda la madre se quiso reconciliar. La madre era una señora muy seño-

reada, una chica bien que se hizo novia de un Rodrigálvarez y desde entonces en las cenas

que ofrecía en Mirasierra se habló durante casi medio siglo de asuntos que llegaban al tué-

tano del Estado, se comentaban decisiones judiciales que podían dar la vuelta a la situación

política del país, y Mercedes, la esposa del juez Rodrigálvarez, era experta en organizar

encantadoras veladas llenas de hombres gordos que menean el whisky de malta o encienden

un veguero mientras alguno de los comensales reflexiona en voz alta sobre algún asunto

vital y las señoras, casi siempre acompañantes, casi siempre ninguna miembro del mismo

tribunal supremo, toman pastas junto a la ventana y hablan con desenfado protocolario so-

bre lo bien que les va a todas en sus vidas. Eva pasó varias veces sobre aquellas conversa-

ciones, pues ya le faltará poco para examinarse a la niña, pues mi sobrino Luis ha dicho que

ya no necesita preparador, que de aquí al examen ya sólo es relajarse y repasar cuatro ton-

tadas, pues la hija de Ataúlfo acaba de sacar el número tres de fiscales, seguro que la desti-
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nan a Madrid, así no tendrá que separarse de sus padres. Y Eva era una más de aquellas

pastas dulces que las mujeres mordisqueaban sin hambre, mostrando que no tenían hambre,

que estaban riquísimas pero no se las podían terminar, y sólo de vez en cuando se hablaba

de algún garbanzo negro, algún señorito perdis, alguien que en un círculo tan serio como

ese había que alejar cuanto antes. Ellos eran la verdadera aristocracia, porque la otra estaba

llena de holgazanes incapaces de llegar a nada por sí mismos, ni siquiera a hacerse ricos por

medios especulativos, y en la verdadera aristocracia no se permiten extravagancias morales

y el fracaso de un hijo es ante todo la desgracia de sus padres.

Mercedes de Basterra (ella se seguía llamando como su madre, la mujer de un au-

téntico Basterra de los Basterra de toda la vida), se limitaba a llevarle un refrigerio a Eva, el

periódico al principio, la pastillita de sumial, y a darle conversación mientras por la tarde

Eva dejaba media hora la mirada colgada del televisor, a contarle lo que se acababa de

comprar o los éxitos y las tragedias de otras niñas que fueron al colegio con Eva y se cono-

cen desde chiquitinas. Y Mercedes había pensado que con eso tenía bastante. Durante todo

el noviazgo provocó en Eva lo que mi exmujer llama en su jerga un metasentimiento anor-

mal. Se mostraba compungida y Eva le reprochaba su indiferencia, pero cuando se hacía la

indiferente Eva le reprochaba que fingiese, y cuando volvía a llorar la hija le reprochaba su

inclinación al melodrama. Me odias, le decía Eva, porque voy a ser como tú.

Esa madre tenía que darse cuenta de que su hija se estaba volviendo loca, pero sólo

pareció comprenderlo al final, el día de la boda. En el lenguaje técnico de Rosita, ese día le

dio un ataque de higo. Discutió con su padre, desde el vestíbulo se oían los berridos: ¡no

eres un juez, eres un sargento, esa pobre muchacha ha estado a punto de perder el juicio y

tú la tratas como si estuviese apestada!, ¿por qué no te avergüenzas también de que yo no

sea nada?, ¿por qué no te avergüenzas también de que tu mujer no sepa hacer la o con un
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canuto? ¡Eres un sádico!, le decía. ¡Ella me lo pidió!, contestaba el marido. ¡Ella dijo sí,

ella dijo quiero hacerlo, yo la previne pero ella quiso hacerlo! ¡Podía haber entrado a traba-

jar en el despacho de Ataúlfo! ¡Nadie la obligó a que fuera juez! Yo estoy tan dolido como

ella. ¡Estoy tan fracasado como ella! ¿Ah, sí?, replicaba la señora de Basterra, ¿y por eso le

permites que se case con un cantamañanas? ¡Terminemos cuanto antes!, decía el padre.

¡Dónde está mi corbata marrón! Y la madre, apoyada en el barandal de la escalera, despei-

nada y todavía con la bata, salía a llamar a gritos a su hija. ¡Eva, por lo que más quieras,

perdónanos! ¡Has vuelto a empinar el codo!, se oía la voz del padre. ¡Llevas cincuenta años

tratándome como a una subnormal!, gritaba la madre. ¿Dónde está la corbata?, contestaba

el padre. Y Eva, en su cuarto, ordenaba los bultos que quería llevarse y escuchaba a lo lejos

unos cuantos gritos sin descifrar su significado. El que sí lo estaba escuchando todo era

Eduardo, que trató de poner paz y decirles a los dos que por un momento dejasen al lado las

rencillas personales. Eduardo se lo contó a Rosita, y Rosita me lo contó a mí.

El caso es que a la boda la madre acudió, más que compungida, un poco traspuesta.

Se había tomado un cóctel de ansiolíticos y necesitaba ir agarrada del brazo del juez. A sus

casi setenta años, las piernas sólo la sostenían si estaba lúcida. En un último intento de

hacer algo constructivo, Mercedes llamó por teléfono a su amigo Lucio, el del famoso res-

taurante Lucio, y le pidió por favor que preparase mesa para siete con todo lo mejor que

tuviera, porque su hija se acababa de casar. Y cuando acabó la ceremonia civil y todos nos

miramos sin saber qué hacer, su voz quebrada por los disgustos, firme y falsa y llena de

dignidad, un poco en el estilo de Bette Davis, dijo que nos esperaba a todos una mesa en el

restaurante. Y el padre, más por las leyes de la educación que por las debilidades del senti-

miento, dijo un escueto ¡vamos allá! que restalló como una orden militar.

La comida fue un poco tensa. No obstante, Eduardo y Javier se encargaron de sua-


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vizarlo todo. Javier estuvo muy atento con sus suegros y Eduardo no dejó de hablar de la

comida y de comérsela, a veces todo al mismo tiempo. Rosita lo secundaba con comenta-

rios de acento catalán y Lourdes se encargó de darle conversación a Eva. A fin de cuentas

Lourdes era la única persona de su edad. A mí me tocó sentarme al lado de Mercedes Davis

de Basterra. El padre estaba al otro lado, junto a su hijo. No se guardaron las alternancias

hombre y mujer porque no estaba el horno para bollos. Nos dieron de comer, para mi gusto,

con muy poco repertorio, aunque la merluza era de pincho y el revuelto de boletus exquisi-

to, pero la verdad es que no había mucho donde elegir. En ese tipo de restaurantes lo impor-

tante es estar. Junto a nosotros había caras conocidas del mundo de los negocios. En la

puerta estaban los escoltas del juez Rodrigálvarez que charlaban con los escoltas de algún

otro personaje amenazado por la banda terrorista. Dentro pude ver en una mesa a Jorge

Valdano que comía con César Luis Menotti, aunque los otros escoltas debían pertenecer a

alguien más importante y desconocido.

La comida transcurrió entre ruidos de tenedores y cordialidades precarias, hasta que,

cuando habían retirado ya los segundos platos y nos iban a traer el postre, la vieja me diri-

gió la palabra por primera vez. Dijo cualquiera diría que estamos de boda, ¿verdad? La co-

mida es estupenda, dije yo sin demasiado ardor. La comida es un desastre, como todo, dijo

ella. Luego dejó el tenedor sobre el plato, hizo como que se limpiaba con el pico de la ser-

villeta y me preguntó: ustedes son artistas, ¿verdad? Su mundo es tan distinto... Nosotros

vivimos encarcelados. Mi marido no puede tomarse un café sin guardaespaldas, y yo cuan-

do salgo a comprar estoy siempre vigilada. Ya ve: no soy libre ni para ir de tiendas. Lleva-

mos ya muchos años así. Ahora estamos aquí comiendo tan ricamente y en cualquier mo-

mento... ¡pum!, y se acabó. Ustedes son libres, son artistas pero son libres, y nosotros, en

cambio... Llevamos tantos años así que yo creo que ya hemos perdido la noción de lo que
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valen las pequeñas cosas. Yo siempre he pensado que los artistas eran todos unos viva la

Virgen, pero ahora, en fin, casi me dan un poco de envidia. Son ustedes tan libres... Y Eva

ahora lo será también. Yo me alegro. Usted tiene aspecto de ser una persona muy sensata.

Ya sé que usted no es el novio, claro, pero es amigo del novio, y se le ve muy responsable.

¿Usted cree que hacen buena pareja? Ahora las cosas se han precipitado un poco, y en el

fondo, verdad, con los tiempos que corren, ¿qué más da casarse embarazada?, ¿qué más da

casarse o no casarse? Pero, ¿ve usted?, Eva decidió no tomar ninguna precaución y mire

cómo le ha cambiado la vida. A lo mejor fue la pastillita, que se le olvidó la pastillita. Una

pastillita cambia mucho en la vida. Ella no se tomó la pastillita y ¡pum!, aquí nos tiene, de

boda. A veces no te tomas una pastillita y a lo mejor al principio te llevas un disgusto, pero

luego a la larga es mejor. Yo creo que a la larga será mejor.

En ese momento cambió el tono de voz. Eva..., dijo. Eva estaba escuchando a Lour-

des y giró la cara para escuchar a su madre. Le digo a don Güino que en el fondo no tomar-

se la pastilla puede que sea mejor. Eva la escuchó al principio como si estuviera diciendo

una tontería, alguna sandez de las que se le ocurrían cuando quería desesperar a la concu-

rrencia con sus melodramas, pero se quedó parada, la miró muy seria y se quedó parada. Su

hermano volvió a desviar la conversación hacia la sangre del entrecotte y Javier hizo un

comentario estúpido. Seguro que es para mejor, dijo, y tomó la mano de Eva en un gesto de

recién casado. Pero Eva no había meneado un músculo desde que oyó hablar a su madre.

Lourdes volvió a darle conversación pero Eva siguió clavada en el asombro. ¿Cómo?, dijo

al final. ¿Que no me diste la pastilla? Su voz había subido de tono. Jorge Valdano se giró

un momento para ver qué eran esas voces, también algunos otros comensales. ¿Qué pasti-

lla?, dijo Javier. Querida, estabas intoxicada, no podías estar así de... el día más importante

de tu vida. Tenías que ser tú misma... ¿Pero de qué pastilla estáis hablando?, dijo el padre.
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¿Mis pastillas?, dijo Eduardo. ¿Estáis hablando de mis pastillas? Mamá, ¿le diste a Eva mis

pastillas? Se las dí, sí, dijo ella, otra vez en Bette Davis, hasta el último día, con todo el

dolor de mi corazón, pero el último día... ¿Qué pasó el último día?, dijo Eva, ¿te las comiste

tú?, ¿no te quedaba más que una y te la comiste tú? No, hija, no, dijo la madre, y sacó del

bolso un pastillero chiquitín, lo abrió y le dijo: toma, hija, esta es la pastilla que no te di.

Javier se adelantó a cogerla (era el marido) y le dio un lengüetazo. Luego emitió un dicta-

men pericial: es un tónico cardiaco, dijo. Lourdes dijo: no me entero de nada, mamá. Creí

que iba a ser para mejor, dijo la madre. Eva estaba en una de esas sonrisas estupefactas que

no se sabe si anticipan un llanto, una carcajada o un ataque de rabia. Seguro que es para

mejor, hija mía. Mira lo que ha pasado con la dichosa pastillita, mira donde estamos. Te vas

a casar con un hombre al que quieres y vas a ser madre, y lo demás no importa, mi vida. Yo

no quiero que seas juez, yo quiero que seas feliz... ¡Vámonos de aquí, Mercedes, ya vale de

espectáculo!, dijo el juez Rodrigálvarez, su mujer se había puesto a sollozar. ¡Vámonos

ahora mismo de aquí! Eduardo se levantó para acompañarlos. La madre moqueaba y lanza-

ba miradas de compasión a todo el mundo. Eva no levantó la mirada del mantel, ni modifi-

có el rictus asombrado de los labios. ¿Estás bien?, le dijo Javier. Espero que sí, dijo ella.

Yo escuchaba todas estas desgracias y pensaba en Violeta. A Remedios le dije: si

conocieses a Eva te tomarías las cosas con más calma. Violeta por lo menos no tomaba

pastillas. La juventud entera y verdadera y una plaza de juez no era lo mismo que un verano

y un aprobado en latín. Antes de ir a ver al profesor de Violeta intenté razonar un poco con

Remedios. A mí me molestan esas visitas de los padres a los profesores: ¿todo va bien?, uy,
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sí, sí, tienen ustedes una hija que es un cielo, y ustedes también son maravillosos, ya les

avisaré si hay algo que no va del todo bien, adiós, adiós.

Cuando Violeta entró en el instituto le encargaron hacer una ficha con sus datos per-

sonales, fecha de nacimiento, nombre y trabajo de los padres, etc. Con Remedios era fácil.

La única duda de Violeta era si sicóloga se escribe con pe o sin pe. Sin pe, dije yo. ¿Cómo

que sin pe?, dijo Remedios, ¿alguna vez has ido a un siquiatra sin pe? Yo le conté a Violeta

la anécdota aquella de don Miguel de Unamuno, cuando el corrector de pruebas le devolvió

unas galeradas con una nota en un margen que decía ¡ojo, psicología!, y Unamuno se las

devolvió sin corregir, con otra nota debajo que decía ¡oído, sicología! Pero Remedios insis-

tió: ¿si tuvieses que escribir siquiatra también lo escribirías sin pe? Desde luego, dije yo, y

mentí, porque la pe o no pe hace más verosímil cada palabra. El sicólogo es más de casa, de

cabecera, de primera instancia. El psiquiatra es para los casos que requieren barbitúricos.

Sicólogo es palabra redonda, maternal, pero psiquiatra es una palabra desquiciada. Quizás

era eso lo que le molestaba a Remedios. El caso es que cuando Violeta escribió psicóloga

con una pe muy ortopédica, escrita después que la palabra, llegó al oficio del padre y me

preguntó: ¿y tú qué eres, papá? Remedios interrumpió la lectura y me miró por encima de

las gafas. Psubalterno, dije yo. A Violeta le entró la risa, su madre volvió enseguida a lo

serio. No eres un subalterno. Yo tampoco soy la empleada de una clínica, o por lo menos no

lo soy ahí. Y añadió: el tutor debe saber qué tipo de educación han recibido sus alumnos.

De acuerdo, dije yo, pon que soy modelo, y todo el mundo te acabará llamando Violeta la

del padre modelo, tus compañeros te preguntarán si me has visto alguna vez en pelotas, así

que tú verás lo que haces, hija mía. La madre dijo: Güino, ¿te estás avergonzando de tú

profesión? Yo estuve por decir: la que no quiero que se avergüence es ella, pero consideré a

tiempo que quizá fuesen palabras demasiado fuertes para una niña de su edad. Pon lo que
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quieras, cariño, le dije. Ella puso que su padre era pintor.

Pero nunca antes había tenido que ir al colegio de mi hija para defender mi profe-

sión y solicitar un aprobado en junio por el morro. Se lo expliqué a Remedios, de buenas

maneras. Pero mujer, ¿qué puedo decirle? Aquí la que está acostumbrada a las buenas pala-

bras eres tú, Remedios, no yo. Yo no sé embolicar a nadie. Yo no sé dar jabón con técnicas

tan profesionales como las tuyas. Ella no me quería escuchar. Mira, Güino, siempre he ido

yo, así que no me vengas con hostias. Yo no puedo ir y las notas salen mañana, así que no

hay más remedio, no merece la pena ni que nos pongamos a discutirlo.

El colegio Líber fue una elección personal de Remedios. Incluso para escoger la

nueva casa midió las distancias entre los distintos centros donde Violeta podría estudiar.

Cuando todos vivíamos aquí Violeta iba al instituto San Isidro, que era el del barrio, con

mucho prestigio histórico y sentimental pero cada vez más lleno de inmigrantes y jóvenes

desatendidos. Como además era contiguo a mi escuela, en la calle de los Estudios, Violeta y

yo hacíamos juntos el camino a clase muchos días. Yo conocía a muchos de sus profesores

de verlos en la cafetería con su cara de profesores, pero ellos no me conocían a mí. Aunque

la Escuela de Artes y Oficios y el Instituto San Isidro son el mismo edificio, sólo desde

hace un par de años pertenecen al mismo centro educativo, y aun así la gente entra y sale

por puertas distintas y no tiene ningún tipo de relación. Tampoco los profesores de mi es-

cuela conocían a los conserjes del instituto. Violeta, alguna vez, mientras volvíamos para

casa, me señalaba en la acera de enfrente a una profesora que corría a coger el autobús con

una cartera de plástico transparente, algún profesor con aspecto de senderista que caminaba

con su macuto por la calle Toledo, otro calvo con bigote y barriguilla que les daba Historia,

uno de larga melena blanca y aires de intelectual francés que era el que les daba francés. Se

puede decir que yo los tenía controlados sin necesidad de hablar con ellos, aparte de que
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Violeta nunca daba problemas con los estudios.

Pero aquí, en Mirasierra, todo me parecía sospechoso. Era un colegio privado, una

cooperativa de progres que enseñaban a sus niños mimados los valores de la solidaridad y

los preparaban para estar por encima de la enseñanza pública. En las negociaciones econó-

micas de la separación, Remedios se apiadó de mi legítimo derecho a considerar la ense-

ñanza pública como una obligación para las personas de izquierdas, y no me hizo pagar la

mitad de lo que todos los meses paga ella, casi mi sueldo entero, una barbaridad. Allí estu-

diaba el hijo del coordinador general de Nueva Izquierda y los de varios ex altos cargos de

la administración socialista, Violeta no se cansaba de repetirme que aquello estaba lleno de

pijos. El funcionamiento era muy parecido al de un colegio de curas: profesores mal paga-

dos que trabajaban como burros y a los que se les exigían resultados para renovarles el con-

trato temporal, lo cual les daba a todos un aire de asalariados que recibían de vez en cuando

en mitad de sus clases la visita de algún miembro de la asociación de padres. Violeta me lo

contaba: estás en mitad de una clase, el profe está explicando, a su aire, y de pronto llaman

a la puerta y viene alguien del consejo escolar, a veces incluso el padre de algún compañe-

ro, y se sienta en la parte de atrás y se pone a escuchar, y entonces ves que el profe cambia

de voz, lo ves que se pone nervioso, a veces hasta tartamudea, y claro, cuando se va el pa-

dre de una vez, entonces empieza el pitorreo. Es humillante, papá.

Violeta me había contado eso y yo me imaginaba que luego los profesores harían de

alfombra en sus reuniones privadas con los padres, o bien, desquiciados por su situación

laboral y su vida domesticada, se ensañarían con aquellos muchachos cuyos padres no tu-

viesen peso político ni prestigio en los ambientes selectos de la izquierda. Exageras dema-

siado, me decía Remedios. Eso de que los padres están siempre allí metidos no es verdad, y

aunque fuesen tampoco creo que pasase nada. Si el profesor está cumpliendo con su obliga-
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ción, nada le tiene que preocupar. Yo también recibo inspecciones cuando menos me lo

espero del ministerio de sanidad y no me pongo nerviosa. Sí, le dije yo una vez, a mí tam-

bién me gustaría que viniesen las madres a verme trabajar.

Yo, no obstante, me vestí de izquierda selecta, de profesional liberal familiarizado

con el mundo del arte. Y él, en efecto, al principio, se mostró muy obsequioso. Era un tipo

más bien bajito, vestido con camisa de manga corta y pantalones de poliéster, bigote nietzs-

cheano y un tono de voz oscuro, monótono, envuelto en humo. Me pasó a la sala de visitas,

un despacho compartido, sin objetos personales, con las sillas verdemoco que utilizan los

alumnos en las aulas. Nada más sentarme le pregunté si se podía fumar, él me dijo que sí

mientras se sacaba del bolsillo de la camisa su paquete de ducados, y yo entonces saqué de

mi americana de lino tostado un habano que nos regalaron en la boda de Javier Bidón. Le

ofrecí otro a él (el de Rosita, que me lo guardó), y en un momento lo llenamos todo de

humo. No me hablaba con ese segundo tono que se usa para hablar fuera de micrófono, o

fuera de aula, o fuera de parlamento, el tono distinto y familiar de quien finge no estar en

tiempo laborable. Al contrario, me hablaba con atildamiento, como el señor muy culto que

hace las preguntas en los coloquios, acodado sobre la mesa y con el humo denso de los pu-

ros cargando de profundidad la situación. No creo que debamos preocuparnos por Violeta,

me dijo. Tuvo un mal día, nada más que un mal día. A veces ocurre, hay alumnos que acu-

san el cansancio en el último momento y no rinden en un examen como han estado rindien-

do durante todo el año. Violeta es sin lugar a dudas una de las alumnas más brillantes en

latín de su curso, como lo demuestran las notas de la primera y la segunda evaluaciones,

que fueron sendos sobresalientes. Pero sería injusto desde un punto de vista educativo cas-

tigar todo el esfuerzo de Violeta y condenarla no sólo a que no disfrute del verano sino

también y sobre todo a que no pueda presentarse con garantías al examen de ingreso en la
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universidad. Por lo tanto, yo creo que vamos a olvidarnos de este examen. Vamos a tener

en cuenta los otros, aunque también es verdad, y eso no puede sernos ajeno, que Violeta de

pronto cambió de carácter, su comportamiento se hizo, ¿cómo decirlo?, más hosco, más

irascible, más promptuoso, pero quizá fuesen los nervios, ya le digo.

Tardó un buen rato en decirlo. Hablaba con desesperante lentitud y el bigote no se le

movía. Yo le di mientras tanto unas cuantas chupadas al puro. No había más que dejarlo

terminar y marcharme, pero su horizontalidad tonal me puso a mí también nervioso y esta-

llé de la manera más discreta posible. Ya, ya, dije, como si ya valiese de rollo, pero a sus

padres nos dice que había dejado el examen en blanco. Es verdad, dijo él, tragando saliva,

pero sucede con los alumnos brillantes que consideran un examen regular, un examen que

no está a la altura de lo que ellos son capaces de hacer, como menos lesivo para su orgullo

que el puro examen en blanco, prefieren decir que no lo quieren hacer a terminarlo con re-

sultados medianos y... Ya, ya, dije yo. O sea que no hay ningún problema, dije, dando por

zanjada la visita. No, claro que no, claro que no, dijo Sepelio, el mote que tenía entre los

alumnos. Los dos nos levantamos y nos dimos la mano. Un puro extraordinario, dijo él, y

me enseñó por primera vez sus dientes pequeños llenos de sarro por debajo del mostacho.

Salí del colegio y me fui caminando hasta la parada del autobús. En esa zona el

transporte público es sólo para las criadas y los escolares, y las paradas están muy lejos

unas de otras. A los diez minutos de ir andando por la calle pasó Sepelio montado en un

Skoda de antes de la reunificación y al verme puso el intermitente y paró a mi lado. ¿Puedo

llevarlo a algún sitio?, dijo, como si supusiese que yo vivía por allí cerca. Depende de don-

de vaya, dije yo. Yo vivo en el centro, dije, cerca de Tirso de Molina. ¿Tirso de Molina?,

¿de veras?, ¡yo vivo allí mismo, en la calle Calatrava!, dijo él, y a partir de ese momento le

cambió la voz, y me temo que el carácter.


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Subí al Skoda, que olía como a plástico recalentado, a polvo y a tabaco. A veces

basta una palabra, una indicación no demasiado precisa para que los otros entren en noso-

tros, la clave que les hace descubrirnos y en cierto modo apoderarse de nuestro territorio.

Leyendo la ficha de Violeta, dijo, pensé que vivían ustedes en Mirasierra. Eso implicaba

demasiadas noticias: que yo no vivía con Violeta, que yo era uno de los suyos, de los que

viven en los barrios, no en aquella opulencia progresista y estirada. También sabía que yo

era pintor, pero entonces no me dijo nada. Sí volvió, enseguida, sobre el tema de Violeta,

pero como si al entrar en el Skoda y salir del colegio se hubiese alejado de todo formalis-

mo, en ese segundo tono de fuera de micrófono y de mirar mucho al copiloto y no a la ca-

rretera, una cosa que me descompone. Yo a esta zona en realidad sólo vengo para ir al co-

legio, dijo, a mí me gusta más el centro, el barrio, siempre he vivido allí. A mí también me

costaría adaptarme al cambio, quizá Violeta no se haya adaptado del todo al cambio. Lleva

tres años viviendo allí, dije yo, era imposible hablar sin regalar intimidades. Ya, dijo él, yo

también llevo tres años aquí pero no se crea que me adapto mucho.

Aquello era una confidencia. Se supone que a un alto cargo de Nueva Izquierda, a

un padre liberal profesional con mucha pasta y aspiraciones elitistas no se le dice que en

Mirasierra hay un ambiente un poco raro. Sepelio confiaba en mí por la misma razón por la

que confían siempre los demás: yo para ellos no soy una persona en sentido estrito, sino

algo más o algo menos, alguien a quien impresionar, alguien por quien vender barata su

intimidad, exhibir incluso su miseria, o bien, en el polo opuesto, alguien que nunca se va a

atrever a hacerles daño, un buenazo con aspecto de mafioso, con esa buena voluntad de

quien se siente impresionado por un cuerpo y por una manera de estar. Se lo digo, dijo Se-

pelio, porque entre los chicos los hay que no soportan ese ambiente. Los hay problemáticos

nada más que porque están mimados, pero también porque no es ese su lugar, están metidos
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en ese colegio como con calzador. Es el caso de un muchacho muy amigo de Violeta, se

llama Jan, ¿lo conoce usted?

Sí, claro, dije yo, estudian juntos. Es más, tengo entendido que Violeta le enseña la-

tín a Jan y Jan matemáticas a Violeta. A mí me parece un buen chico, dije, sin conocerlo

siquiera. Eso yo noté que sorprendió a Sepelio, que lo conociera o que me cayera bien, no

sé, el caso es que dijo: Violeta entregó el examen en blanco. Para mí es un riesgo aprobarla

en esas condiciones. Si se enteran los otros padres perderé el empleo, se lo aseguro. Pero

me parece un crimen suspenderla. Usted piense lo que quiera, pero es de los pocos alumnos

sanos que tengo. Los demás, la mayoría, me dejarían en el paro si supiesen cómo hacerlo, y

lo harían por simple diversión, créame. Por eso me ha sorprendido tanto que haya sido Vio-

leta y no otra la que me pusiera en esa situación. Sus compañeros la vieron entregar el exa-

men cinco minutos después de empezar. Saben que no pudo hacerlo bien. Todos se sor-

prendieron. Se preguntaban qué le había podido pasar. Quiero decir que todo el mundo da

por descontado que la voy a suspender, sobre todo los que compiten con ella por las notas.

En ese colegio hay una competencia tremenda.

Estábamos parados en un semáforo de la calle Toledo. Sepelio calló un instante y

luego me miró a la cara y me dijo: pero no se preocupe. Violeta saldrá mañana aprobada.

No le garantizo que sea un sobresaliente, eso sería excesivo. Pero aprobada saldrá, seguro.

Y luego añadió: si me echan por eso será por una buena causa, y en el fondo me harían un

favor. Sepelio me ofreció una caña y unas gambas en La Paloma. Yo me excusé diciendo

que había pedido un par de horas libres en el trabajo para ir a hablar con él, pero tenía que

volver.
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Vamos a ver. Siéntese aquí. Aquí, aquí, en este taburete. Eso es. No, el pie derecho

un poco más adelantado. Haga por favor un ángulo recto con la pierna derecha. Y el otro

pie más atrás. Apóyese tan sólo en los metatarsianos. Estupendo. Ahora el tronco un poco

más erguido, tire un poco para atrás los hombros. Me gustaría que la clavícula estuviese un

poquito más inclinada a la derecha, y también más retrasado el hombro derecho. Muy bien.

A lo mejor un poco más abierta la pierna derecha, sí. Esa mano la vamos a apoyar en el

muslo, pero un poco más al interior. La derecha en la rodilla, en la rodilla. Siéntese un poco

más en el borde del taburete, por favor. Sí, sí, los testículos que caigan sin tocar los muslos.

Eso es. Grasias.

Alfonso, un librero de la cuesta de Moyano especializado en ciencia ficción, me

contó que el escritor Juan Carlos Onetti, cuando vivía varado en la cama, se alimentaba de

las noveluchas que su mujer compraba poco menos que al peso en la librería de mi amigo.

El autor de novelas densas como el humo de Sepelio había decidido no levantarse jamás de

la cama y dedicarse a la lectura compulsiva de Marcial Lafuente Estefanía. Una sensación

parecida tuve al ver a Palomares en su estudio valenciano de El Viso. Tenía las paredes

llenas de acuarelas, paisajes aldeanos y marinas desvaídas, algo así como el grado cero de

la pintura, el mundo que cualquier aficionado puede alcanzar. Por un lado demostraba estar

muy enterado de quiénes son los mejores acuarelistas (o los que más se preocupan por fo-

mentar su obra), y había algún cuadro otoñal de Martín Madero, otro del gran González

Lobo, un paisaje de Huelva de Manuel Blanchón. También localicé una tarjeta postal de

Van der Putten y un cuadro sin firmar pero que tenía toda la pinta de ser de John McCormic

o de algún imitador, esas brumas con tonos tierra y veladuras amarillentas.

Pero para un profano todos eran los finalistas de algún concurso dominguero al aire
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libre. Yo pensé que el estudio de Palomares estaría lleno de colmillos de elefante labrados

en la dinastía de los Ming y regalos personales de los más influyentes artistas contemporá-

neos, y me encontré una colección de puestas de sol, de escenas en el huerto. La plaza ma-

yor de Almagro, las callejuelas de Albarracín, las casas blancas de Las Alpujarras, el mar

horizontal en Almería. Tenía muchas acuarelas suyas, todas siempre llenas de luz, muy

aprovechado el blanco puro del papel. Todo muy valenciano. No era la casa del hombre que

pintó los Estudios de zapatos vacíos en pleno hiperrealismo, ni el que esculpió con pintura

los Estudios informales, sino el joven que, ya en Madrid, exhibió los Estudios de humo, que

eran formas de captar la luz del cielo.

Toda la obra anterior a su llegada a esta escuela (de la mano de Vicente Barrachina)

está en el estudio de Palomares, y toda está compuesta de acuarelas con paisajes mediterrá-

neos. A mí me llamó la atención desde el principio, aunque desde mi postura, los primeros

días, sólo podía ver bien enfocado un cuadro muy pequeño, por lo demás bastante tópico,

pero muy parecido al retrato de Vicente Palmaroli. La misma casa con huerto, las mismas

tapias encaladas, las mismas rosas y las mismas buganvillas, y el pintor joven pintando con

alpargatas y un blusón.

Nuestra primera conversación surgió por ahí. Yo me mantuve callado, distante y

cordial para decir buenas tardes y hasta mañana y muy poco más. Palomares tampoco

hablaba mucho, a veces se quedaba en comentarios incontestables, asentibles nada más.

Pero yo no hablo cuando estoy trabajando. Pienso que hablo, pero no hablo. Un día, cuando

ya me había cerciorado de cómo se parecían ese cuadro y el del museo, al salir de la habita-

ción contigua donde me desnudaba y me vestía ya para marcharme me acordé de que ese

cuadro lo conozco porque Barrachina me mandó a mirarlo para posar de Palmaroli, hace

muchos años, y quizás a Palomares también se lo mandó copiar, o pintar de memoria, o


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autorretratarse con la misma cara de pardillo que allí tiene Palmaroli. A veces, por desidia,

dejamos colgados de las paredes regalos de nuestros enemigos, objetos que nos duelen. Un

día, digo, al marcharme me puse frente al cuadro, a una distancia mucho menor de la que

tenía durante tres horas seguidas todas las tardes, aunque sólo de vez en cuando fijaba la

vista en él. Lo normal era tenerlo desenfocado. Me puse frente al cuadro y le dije: este cua-

drito me encanta. Me recuerda mucho al de Vicente Palmaroli que hay en el Casón. Palo-

mares estaba limpiando con agua los pinceles, se detuvo y me habló con buen talante. ¿Ah,

sí? ¿Y qué es lo que le gusta? Es bastante juvenil, todo esto es bastante juvenil, dijo Palo-

mares, acercándose a mí. Este de aquí es de nada más venir a Madrid. Yo dije, con cierta

gravedad: me gusta la ingenuidad que tiene, que no la impericia, ciertamente. Palomares

volvió a girarse para seguir limpiando los pinceles. Sí, es muy ingenuo, dijo. Luego cogió

un trapo para secarse las manos y volvió a mirarme de frente. Se le notaba esa sonrisa de

quien no va a andarse con rodeos. ¿A ti también te lo mandó copiar Barrachina?, dijo. No,

dije yo, a mí me lo mandó posar. Eso le hizo mucha gracia. ¿Que te lo mandó posar? Ja, ja.

Ese hombre no tiene límites. Yo no dije nada. Nunca se es más discreto que cuando no se

tiene nada que decir. En realidad estaba un poco incómodo. Hay personas que por necesi-

dades ideológicas te tienen que caer gordas. Uno se siente un poco pecador cuando le cae

simpático alguien odioso por obligación.

Aquello se quedó así. Pero fue suficiente para que en días sucesivos Palomares

hablase más de lo que había hablado hasta entonces. Hablaba deteniéndose en cada pince-

lada. Oraciones simples de pocas palabras le llevaban un minuto entero. Tanta lentitud y

despacio puede sacar de sus casillas a cualquiera porque es doloroso esperar a la siguiente

palabra sin suficiente tiempo para iniciar un pensamiento propio. Palomares hablaba como

pintaba, era ese el ritmo de su cerebro para todas las actividades de su cuerpo. Yo estoy
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acostumbrado a ritmos muy vivos, a veces algo monótonos pero por lo general muy rápi-

dos. Si un profesor hablase así a sus alumnos sería imposible mantenerlos despiertos, y yo

me paso la vida escuchando a profesores, cómo explican mi cuerpo. Ese ritmo estoy acos-

tumbrado a escucharlo igual que los harekrisna rezan un rosario interminable mientras

hablan, porque no pueden parar porque si no no les da tiempo a terminar la oración entera.

En mi caso, las palabras dichas por otros podían no sólo perder su interés sino también su

significado. Pero ese es un juego peligroso, o si no que se lo pregunten a Eva.

Por otra parte, a mí a veces me interesaba lo que decía Palomares. Siguió hablando

de ese cuadro y de Barrachina durante días, aunque lo que dijo en realidad fue muy poco,

por lo despacio que hablaba y porque él también despojaba de significado a las palabras, las

pronunciaba como quien canturrea el mismo estribillo de la misma canción cincuenta veces

seguidas, en un placer sólo soportable para el que canturrea. Pero otras veces hacía un des-

canso para encenderse un cigarrillo y entonces hablaba más deprisa y contaba cosas más

interesantes. ¿Sabes Güino (Palomares, al cabo de cuatro o cinco días, empezó a llamarme

Güino), sabes Güino por qué conservo todas estas acuarelas? No, dije yo, sin mover un

músculo, como hacía en Astorga con Rosita. Pues porque Barrachina no me las dejó expo-

ner... Primero no me dejó exponerlas él... Y luego no quise exponerlas yo... Primero no

quise exponerlas por vergüensa... Ahora me alegro de haberlas guardado... Quién sabe,

igual es lo mejor que he hecho... Por lo menos lo más ingenuo...

Una vez no se encendió un cigarro sino la pipa. Dejó los pinceles no como se dejan

cuando los estás usando, sino como cuando vas a tardar un rato en volverlos a coger, y re-

cobró el ritmo normal de la producción hablada. Fue tan brusco el cambio que yo me vi

obligado a hablar sin juegos de ventriloquia. Dejó de llamarme Güino y volvió a llamarme

de usted. Es usted compañero de Alfredo, ¿verdad? Sí, dije yo. Él titubeó un momento y
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luego dijo: quiero que sepa que todo el episodio de Astorga fue patético, empesando por él

y terminando por mí mismo. Quiero que sepa que todo se nos fue a todos de las manos,

intervino gente que no tenía nada que ver con esto. Sé que es usted un buen profesional.

Tan sólo me gustaría que no hubiese incomodidad en nuestro trato. Dijo, y se puso a pintar.

¡Pues es un hombre encantador, qué quieres que te diga!, me decía Rosa por las ma-

ñanas en la escuela cuando bajábamos a tomarnos un café con leche y un pinchito de torti-

lla. Palomares no hablaba mucho, sólo en los descansos, y siempre la trataba con respeto y

profesionalidad. Además, dijo, se nota que sabe mirar, que sabe iluminar, que sabe sostener

el pincel, coño. Ella estaba harta ya de que la pintasen aficionados. ¡Estoy tan harta de

aprendices, Güino! Y eso era en el trabajo pero también era en la vida. Nadie a su alrededor

sabía el oficio de lo que estaba haciendo. Lourdes no sabía ser madre ni aguantar un trabajo

ni centrarse un poco, que ya iba siendo hora. Eduardo no sabía amar, amaba como un ado-

lescente, sin sosiego, sin sentido del descanso, sin quedarse nunca juntos viendo la tele o

leyendo un libro sin necesidad de hablar, de viajar, de follar, de cenar en restaurantes caros

ni visitar ciudades inmortales. Un fin de semana se había venido el viernes en coche desde

Astorga con dos billetes para irse los dos a París esa misma noche y volver el lunes al ama-

necer. Y todo eso era muy romántico pero tenía algo de inicial, de ser patoso y estar siem-

pre preocupado por si lo quería o no lo quería. Rosita, ¿de verdad me quieres?, le solía decir

cuando Rosa se callaba un rato. Y aquello era un agobio, sobre todo si te habías pasado la

semana inmóvil y desnuda de ocho a dos, delante de estudiantes que tampoco saben dibu-

jar, que le ponen mucho entusiasmo pero se tuercen y emborronan el papel a cada instante,
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producto muchas veces de sus buenos deseos de principiantes. De modo que por la tarde,

aunque tuviera que volver a posar de seis a nueve, esta vez ya era un descanso. Julio (Rosi-

ta también lo llamaba Julio) a veces canturreaba distraído alguna cancioncilla de la parte de

la Mancha y ella se relajaba. Llevaba, además, toda la semana sin cambiar de posición, y en

una postura que para las cervicales era una malva. Sentada en una silla estrecha, con el res-

paldo muy recto y muy alto, y apoyada en él hasta con el cogote, las piernas juntas y las

manos enlazadas en el regazo. Incluso, como Julio fumaba bastante, cada vez que paraba

ella podía relajarse y caminar un poco por la sala y fumarse también un cigarro si quería, de

modo que nunca llegaban a darle las primeras punzadas, por suaves que fuesen, que siem-

pre le afectaban a las cervicales. Ir al chalet de Julio era descansar de problemas laborales,

familiares y sentimentales, y era también, y esto Güino tú me lo tienes que reconocer, una

sensación de prestigio, de haber llegado alto en tu profesión, de quedar para la historia en

un cuadro de Palomares, o en un vaciado. Porque ella, en el fondo, para la única pintora

semiprofesional que había posado era para Pilar Guijarro, y Pilar Guijarro, en su campo, no

había llegado tan lejos como Rosa en el suyo, pero cobraba mucho más dinero. Aquí por lo

menos nos pagan lo que nos merecemos, dijo.

Yo, en broma, le dije: se te está poniendo el morro fino, Rosamari. No es eso, Güi-

no, no es eso: yo es que creo que después de todo prefiero trabajar a estar con Eduardo en

París. Yo no quiero un marido, Güino, ni un novio. Yo, si acaso, de vez en cuando, lo que

quiero es un amante, alguien que sepa ya cómo se ama y cómo no se ama, cómo nada más

que se acompaña, o se deja estar. A mí me sienta bien que me den de vez en cuando algún

meneo pero yo conmigo misma estoy de puta madre, Güino, yo no necesito que los hom-

bres me echen el aliento. ¡A ver si te vas a liar con Palomares!, le dije yo, siempre de bro-

ma, siempre en el tono de la ocurrencia que de cumplirse tampoco me parecería ni bien ni


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mal, algo así como con el código melodramático que utilizan los amigos para meter baza y

enseguida dejar al otro que siga. Qué va, dijo ella, y aplastó el ducados en el cenicero. Pero

a continuación dijo: el otro día me contó por qué coño se pelean todos por esa estatua.

Resulta que, cuando llegaron a Madrid, Julio empezó a exponer, y al principio Ba-

rrachina lo apoyaba y le dejaba dar las clases de anatomía para que fuese perfeccionando el

dominio del cuerpo. Entonces (estamos hablando del año catapún, cuando Julio acababa de

venir de Valencia que se lo trajo Barrachina) entonces Alfredo ya estaba en la escuela. Al-

fredo tendría entonces veintitantos años, y Julio apenas dieciocho. Barrachina se encargaba

de las clases de anatomía y escultura por las mañanas y Julio de las de anatomía y dibujo

por las tardes, y los dos usaban el cuerpo de Alfredo. Alfredo estaba entonces en su pleni-

tud, en la edad de los toreros, que es lo que en el fondo le hubiera gustado ser. Era alto y de

hombros anchos, tenía muy grandes las manos y los pies y los muslos largos y apretados,

fuertes sin llegar a musculosos. Ya no era un efebo, ya era un hombre, pero no había perdi-

do la tersura, la imagen misma de la juventud. Se hartó entonces de posar para las tumbas

de soldados muertos, era el cuerpo esbelto y cuadrado que se llevaba entonces en la imagi-

nería de una raza superior, aunque también las víctimas usaban líneas rectas y mandíbulas

desarrolladas para inmortalizar al proletariado. Pero su cuerpo desnudo, tal y como lo hacía

posar Barrachina, su plenitud fascinadora de hombre bello, sólo se conserva en un vaciado

que le practicó Barrachina cuando una vez Alfredo se puso tan malo que lo tuvieron que

ingresar, y cuando Alfredo pudo levantarse de la cama Barrachina volvió a guardar la esta-

tua en el desván.

Tiempo después, Julio Palomares entregó sus ilustraciones del obispo leproso a

Benjamín Palencia y su carrera artística tomó un rumbo distinto, y la primera venganza de

Barrachina fue prohibirle utilizar en sus clases el cuerpo de Alfredo. Lo puso en contra de
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tal modo que Palomares ya no volvió a ver su cuerpo desnudo jamás. Pero Barrachina no

recuerda que no se hizo un vaciado sino dos, y que el otro se lo llevó Palomares a su casa

para seguir estudiando. Desde entonces la estatua había sido un fetiche para él, un símbolo

del que guardaba como oro en paño la versión original y reproducía y cambiaba y destroza-

ba en tantos vaciados como fuesen necesarios.

Es decir, él no tenía la única copia. Engañó al ignorante de Alfredo sólo para fo-

mentar un escándalo que nació condenado al ridículo. Le ocultó la existencia de otra copia

de su cuerpo sano, joven y hermoso, y de ese modo hizo crecer en él disparatados senti-

mientos de orgullo, de motivos personales por los que luchar hasta la cárcel si fuera menes-

ter. El imbécil de Alfredo estaba pagando una refriega de rencores entre dos tipos que lo

despreciaban pero lo querían conservar. Sobre todo Barrachina. La culpa de todo la tenía

Barrachina, por supuesto. Para Rosita, la actitud de Palomares había sido la correcta, por-

que tampoco pensó nunca que la cosa fuese a llegar tan lejos. Si no aparecía la otra copia,

Julio estaba dispuesto a regalarle una, pobre hombre, pero no si él se empeñaba en malde-

cirlo, hablar mal de él en los periódicos y hurgar en asuntos privados. Tan sólo hubiera ne-

cesitado una llamada telefónica de Alfredo, nada más que una llamada. Habría bastado con

que le dijese oye Julio, cuando termines con la exposición devuélveme la estatua. Le habría

regalado la obra entera. En el fondo lo hizo pensando en él.


235

VII

Yo lo llevaba bastante peor que Rosita. Eran los últimos días del curso y los prime-

ros de Palomares. No tenía tiempo para nada. Me levantaba y me iba a la escuela. Allí, en-

tre que a última hora Pilar Guijarro quería explicarlo todo y que llegaban los exámenes ofi-

ciales y los libres, los de ingreso y los de diplomatura, los de repesca y los extraordinarios,

yo ni dejaba de posar ni podía estarme quieto. Para mí estarse quieto significa permanecer

al menos tres sesiones de cuarenta y cinco minutos en la misma postura. Todo lo demás es

un estar cambiando todo el rato la posición. Tenía que hacer más horas de las habituales,

días de hasta seis sesiones por la mañana, con alumnos muy heterogéneos que me miraban

sin verdadera concentración, pendientes tan solo de que mi cuerpo se pareciese a su exa-

men. Pero no copiaban desde dentro, desde el argumento abstracto de mi figura, del signifi-

cado de un pliegue o la muy modulada tensión de los tendones. Eso hace también, al cabo

de los años y de una forma casi imperceptible, fastidiosa la mirada de quien no te sabe di-

bujar, y en eso Rosita tenía su parte de razón.


236

No obstante, en casa conservo algunos de los exámenes más torpes que se han

hecho de mí. Cuadros pintados por gente incapaz de penetrarme, pero que en su impericia

llevan una cuota de lirismo. Demasiado pequeño, demasiado grande, demasiado gordo,

demasiado cabezón. El catálogo de desproporciones a veces acierta por casualidad. A veces

alguien, dibujando mal, sin haber dominado la figura con perfección y luego deformado

según criterios meticulosos, da en el clavo y pinta un exacto retrato de sí mismo: sus tem-

blores, sus imperfecciones, sus líneas difíciles resueltas con naturalidad, sus líneas fáciles

muy remarcadas, su aire de limpieza, su miedo al vacío, su tendencia a emborronarlo todo.

Cada defecto es juzgable con arreglo al conocimiento que yo tengo de mis líneas. Yo sé en

qué consiste la dificultad de representarme.

Para empezar, soy uno de esos tipos que las mujeres nunca llaman gordos sino

grandes. Llámase gordo al que tiene más del doble de cintura que de envergadura, y yo es-

toy en esa proporción, pero con medidas mucho mayores que las del resto. Estoy en esa

línea imaginaria que si se te va un poco la mano haces gordo a quien no lo es, y si se te va

otro poco hacia dentro lo haces, más que delgado, inhumano. Todo eso no significa que no

tenga tejido adiposo, pero yo lo estilizo, y estilizarlo es la única garantía de que no me afec-

te, de que no me duela. Estoy en el inmóvil punto medio de la holgura de formas que no

llega al abandono. Mi cuerpo avanza con naturalidad, pero nunca está estropeado. Un cuer-

po estropeado tiene interés para los hiperrealistas, todos los cuerpos estropeados claman de

igual manera y sus carnes lacias exhiben inocencia y patetismo con la misma crueldad. Pero

los estudiantes confunden los términos. No saben todavía cuál es el camino del tiempo, qué

significan las huellas. No saben distinguir entre crestas iliacas y apófisis espinosas, pero lo

peor es que tampoco saben darme dignidad. Su impericia degenera también en caricatura, o

más bien en proyecto de caricatura, en apuntes que con oficio pueden extraer un monigote,
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pero nada más.

Estaba tan desesperado porque no tenía tiempo para nada que pensé en utilizar mi

colección de exámenes suspensos para una serie de monigotes con mi cuerpo como tema

principal. Menos mal que no lo hice. Pero durante esos días de programa doble me conven-

cí de que mi única posibilidad para llegar al regalo de Violeta con algo presentable era pro-

ceder a una limpieza de corrales. Así se llama, en lenguaje taurino, a esas corridas que se

celebran ya por otoño en las plazas importantes, con toreros desconocidos que no han teni-

do todavía su oportunidad y todos los toros que fueron desechados por feos, por fuera de

tipo, por viejos, por mansos, por demasiado grandes o por demasiado gordos, que han esta-

do desde junio muchas veces maleándose de chiquero en chiquero, recibiendo puyas indis-

criminadas y oliendo el aroma de sangre caliente que sale del desolladero. Dibujos obsce-

nos y sinceros, patéticos y malformados, inicios de proyectos, esbozos de ideas, retratos sin

terminar. Eso empezaba a ser, más que lo único presentable, lo único aparente, lo poco que

podía reunir.

Pero yo esperé en la confianza de que tanto trabajo sólo duraría un par de semanas,

hasta que terminase de una vez el curso. Entonces tendría las mañanas libres de casi dos

meses y podría concentrarme de nuevo en lo mío. De momento, lo importante era pasar el

trago en la mejor condición física posible. Al salir de la escuela comía cualquier cosa y me

iba a casa de Konchakova. Allí estaba en sesión doble (había que mantener en todo las pro-

porciones) hasta las cinco de la tarde. Cogía el metro entonces y me iba a posar para Palo-

mares, y de allí, a las nueve, a la piscina de Jumbo, que me cae más cerca, hasta que la cie-

rran a las diez de la noche. Volvía en metro a casa, cenaba con precaución y me salía a to-

mar el fresco hasta que el sueño me venciera. De coger un lápiz y un papel ni soñarlo. Bas-

tante tenía con que no me atacara el síndrome de los modelos.


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Los modelos tenemos la obligación moral de evadirnos. Lo contrario es atentar co-

ntra nuestra salud. No puedes estar dándole vueltas a una preocupación y al mismo tiempo

mantener todo tu cuerpo en reposo. A veces, cuando he tenido algún problema objetivo,

cuando he tenido que convencer a todo el mundo, incluso a mí mismo, de que aquello me-

recía cierto desasosiego, me las he arreglado para suspender el pensamiento al menos hasta

que dejase de posar. Sólo estaba preocupado cuando me vestía. De lo contrario es imposi-

ble, no se puede trabajar.

Sin embargo, esa misma evasión nos puede evadir demasiado. Nos podemos pasar

de rosca. Aprendemos el verdadero, el profundo placer de estar callados, la naturalidad con

que se puede hacer como que se escucha. Estamos tan entrenados en obviar las palabras de

los otros que nos cuesta un gran esfuerzo prestarles atención fuera del trabajo. Eso, según

Remedios, hizo mucho daño a nuestro matrimonio. Fue una época en la que yo me dejé

llevar. Descubrí eso que se llama una vida interior, y me metí dentro y no salía para nada.

Es como darse a la bebida, ser un ludópata, un putero, tener un vicio que te marca para

siempre, aunque no vuelvas a probar una gota de alcohol. Uno no se cura nunca del todo.

Puede adiestrarse como yo estoy adiestrado en ocultarlo, en escuchar a una persona y estar

al mismo tiempo recluido en mi pensamiento, pero alternar las dos cosas implica que una

debe ser fingida, y los vicios siempre son de verdad. Quiero decir que, por mucha voluntad

que emplee y por muy convincente que resulte, los demás se mantienen siempre a una dis-

tancia que por otra parte también es terapéutica y aconsejable. El síndrome se retroalimenta

cuando, en un esfuerzo por salir de ti mismo, por ser abstemio y hablar con los demás, los

demás, acostumbrados a vivir de una preocupación a otra, te atormentan con alguna minu-

cia capaz de revolverte las tripas y hacerte cuestionar toda tu existencia. No sólo no tengo

capacidad para interesarme en los problemas de los demás, sino que tengo que protegerme
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de ellos.

La última vez que me preocupé por algo fue cuando Violeta era muy niña y un día

que le fuimos a poner una inyección, pataleando, rompió la aguja hipodérmica, que salió

como una flecha por entre la carne del culito de la niña, y empezó a ir para arriba y el prac-

ticante dijo: esto hay que sacarlo como sea, pero tenemos que llamar a un cirujano. En las

horas de espera en el pasillo estuve al borde de la muerte. Remedios supo estar más entera,

supo sufrir y aliviarse con la confianza civilizada que tenía en los profesionales de la medi-

cina. Pero yo me hundí tanto que durante meses se me reprodujeron como culebras las pa-

ranoias y las obsesiones y en todas partes veía veloces agujas directas a pinchar un órgano

vital. Me retorcía de dolor tratando de moderar los instintos de hiperprotección, mientras

Remedios lo contaba todavía con el susto pero al día siguiente seguía concentrándose para

estudiar. Yo al día siguiente comprobaba cómo un pensamiento desatado puede ir mordien-

do en los tendones de tu cuerpo. Todo es miedo al dolor, inseguridad de perro apaleado.

Tras un esfuerzo titánico logras sobreponerte a la preocupación y entonces te dejas caer por

un embudo negro de garrafón y desapareces. Y eso te obliga a subir de nuevo la piedra de

las formas, del comportarse con apariencia de normalidad, hablar con los demás y enarcar

las cejas cuando tratan algún asunto grave. Es el síndrome de los modelos, el molino que

acarreas como un burro para fingir que no te mueves de tu sitio.

Un día Remedios vino a verme a la escuela. ¿Se puede saber qué hablaste con el

profesor de Violeta? Nada, dije yo. Pues seguro que fue eso, nada, seguro que ni siquiera

fuiste a verlo, porque tú dijiste que no había ningún problema pero Violeta ha salido sus-
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pensa. ¿Que Violeta ha salido suspensa?, dije yo escandalizado. No estoy para bromas,

Güino. A Violeta la acaban de suspender y tú dijiste que todo estaba solucionado. Tú dijiste

que el profesor te había dado garantías. ¿Se puede saber qué garantías? Mira Güino, de

haber sabido esto lo hubiésemos peleado, habría llamado al consejo escolar y a la asocia-

ción de padres y a su puta madre si hubiese sido preciso, pero tú dijiste que no nos preocu-

páramos más. Que no me preocupara yo más, supongo, porque a ti y a tu hija os importa

todo un rábano. Tú ya no tienes arreglo, pero tu hija se está jugando su futuro.

Te aseguro Remedios por lo que más quieras que yo estuve hablando con ese indi-

viduo y que ese individuo me dijo que no me preocupara, que no nos preocupáramos, que

había sido un mal día, que lo entregó en blanco por un poco por orgullo, pero que es una de

las mejores de la clase y el latín no se le podía olvidar de la noche a la mañana... Remedios

no se molestó en contenerse: el latín que tú le has enseñado, dijo. Eso estuvo a punto de

dolerme.

Era pleno verano, estaba muy guapa. Llevaba un top de rayas horizontales blancas y

amarillas y una falda italiana, la falda que lleva en verano Sofía Loren en las películas de

los 50. Remedios tiene culo pero lo sabe llevar. Se había recogido la melena con dos lápices

clavados en cruz, igual que cuando estudiaba. He llamado a Violeta por teléfono y me lo ha

dicho, y he venido, dijo, pero no quiso decir que venía a darme la bronca sino a compartir

el problema. Quiero decir que estaba más triste que enfadada, más harta que mordaz, a pe-

sar de aquél puyazo del latín. Me preguntaba por lo que hablé con el profesor y me miraba

con los ojos muy fijos y los labios entreabiertos, como si todavía hubiese alguna solución y

yo pudiese pronunciarla en cualquier momento. La encontré débil, tuve la sensación de que

no había venido a reprocharme nada sino a buscar ayuda. Yo, no obstante, me mostré muy

afectado por lo sucedido. No te puedes fiar de nadie, dije. Seguro que se ha enterado alguna
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compañera de Violeta con influencias, la hija del jefe de Nueva Izquierda, quién sabe, y se

ha chivado, y el imbécil ese ha tenido que rectificar. Ella me dejó seguir. No metía baza y

yo encadenaba improperios contra el profesor, contra la enseñanza privada y contra la iz-

quierda exquisita, y ella me dejaba continuar. Al final fui bajando la voz y me callé. Ella

dijo: Güino, tenemos que hablar.

Cada vez que Remedios dice tenemos que hablar a mí me fallan las piernas. Así

como para Rosita eso de hablar tiene un tono muy serio que a mí me resulta entretenido, y

me habla de sus problemas o de los míos pero ni ella ni yo (salvo quizás ahora estos días)

somos un problema recíproco, con Remedios el tenemos que hablar es la fanfarria que

anuncia la batalla. Largas y monótonas discusiones en las que intentaba emplear sus cono-

cimientos profesionales en arreglar su casa, y eso la apartaba un poco de sí misma, la hacía

ser una mujer distinta, por lo menos durante una hora, hasta que el nivel técnico bajaba y

empezaba la sangre a fluirle por la lengua. Pero lo más lamentable de sus tenemos que

hablar es que no solucionan nada. Cuando ella se marchó de casa me lo dijo en cinco se-

gundos, lo que cuesta decir me marcho de casa, adiós, mientras veníamos en el taxi de la

boda de Margarita. Es como si las decisiones vitales estuviesen en un sitio superior a lo

solucionable, y las escaramuzas cuerpo a cuerpo de los días fuesen una forma más de com-

portarse, pero no algo que pueda estallarnos en la cara y ponernos la vida patas arriba.

No íbamos a solucionar nada. Ni siquiera tenía la seguridad de saber, después de

haber hablado, de qué teníamos que hablar. Remedios observa ciertas obligaciones ciuda-

danas para las que yo me temo que me quedaba un poco corto. Debíamos ser una pareja

muy compenetrada a quienes siempre se les viese juntos, que saliesen a cenar o con amigos

con mucha frecuencia, que de vez en cuando, recordando viejos tiempos, se fuesen a embo-

rrachar juntos y de vuelta hiciesen el amor. Las recomendaciones que Remedios hacía en la
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clínica para problemas de inhibición trataba de ponerlas en práctica como si fuesen una

dieta de salud sexual. Estaba tan comprometida con lo que concebía como mujer moderna

que se angustiaba cada vez que nuestra pareja presentaba alguna patología, algún brote de

aburrimiento continuado, alguna disfunción en el cariño, alguna dejación de las normas de

convivencia civilizada que la ponía primero enfadada y luego muy triste y al final teníamos

que hablar.

Yo siempre he dicho que Remedios hizo conmigo lo que tenía que hacer. Si a mí

una amiga (Rosita, sin ir más lejos) me pide opinión sobre qué hacer con un marido que se

comporta como un mueble yo le digo que lo despabile o lo abandone, que es lo que hizo

Remedios. Pero yo creí que ese asunto, después de tres años, ya estaba solucionado. Y sin

embargo la tristeza y el tenemos que hablar ya no estaban sólo referidas al latín y a Violeta,

en el fondo eso era lo de menos, ella no era tan estúpida como para creer que por un exa-

men suspenso se había terminado el mundo ni pensaba que Violeta fuese a fracasar por eso

porque eso no importaba, el latín no importaba, importaba lo demás, importaba lo nuestro.

Pero yo no sabía si se estaba refiriendo a nuestra situación de padres o a nuestra situación

de separados, ni siquiera si lo nuestro era mejorable dentro o fuera de una misma casa.

Ese día comimos juntos pero yo no dejé de lado el tema del latín, le di un protago-

nismo que no sentía para protegerme de otros temas de conversación. No pasé del segundo

plato. Remedios apenas comía nada. Me oía jurar en hebreo y miraba por la ventana, hasta

que, en un descuido, me asaltó de mala manera, dijo una cosa rarísima: Güino, dijo, me

tienes que ayudar, necesito dejar de verte por completo, dijo, necesito que te ocupes de lo

que te corresponde sin necesidad de tener que estar viniendo a recordártelo. Cada vez que

voy a verte estoy nerviosa y no lo puedo evitar, y dejo de verte y paso dos días hecha una

piltrafa, y al tercer día te olvidas de hacer algo o lo haces tarde mal y nunca y yo te llamo
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por teléfono y si te dejas quedo contigo y ese día estoy muy nerviosa. Me pones muy ner-

viosa, Güino.

Estábamos comiendo en El Bierzo, un restaurante barato de aquí del barrio, y yo es-

taba también pendiente de la televisión porque a las tres, cuando empezase el telediario, me

tenía que ir al masaje. Faltaban pocos minutos y traté de excusarme. Creo que voy a tener

que abandonarte, dije. ¿Adónde vas?, dijo ella, en un tono conciliador que no me gustaba

nada. Estoy haciendo pluriempleo, le dije. Me ha contratado Julio Palomares y voy a posar

para él todas las tardes. ¿Julio Palomares, el pintor ese famoso? Sí, dije yo, muy serio. Va-

ya, enhorabuena: te ganarás una pasta. Eso espero, porque yo ocho horas diarias no había

posado nunca. Estoy hecho polvo. ¿Y qué vas a hacer con el dinero? Pues, mujer, no sé,

quizá lo invierta en un regalo que valga un poco más de mil quinientas pesetas. Buena idea,

dijo ella: a lo mejor incluso podíamos ir los tres a Estados Unidos. A Violeta le encantaría.

Fue un mes de violentas rupturas, ahondamientos de la fosa entre quienes hubiesen

roto ya, o en otros casos esa primera, deliciosa lluvia fina que no hace presagiar las tormen-

tas que se avecinan. Eva y Javier Bidón se fueron de viaje de novios a Pontevedra, a cono-

cer a la familia de él y celebrar por separado con ellos también la boda semisecreta. Javier

Bidón se llama en realidad Xavier García Besada, es natural de Porto Meloxo, en las Ría de

Arousa. Procede de una familia de pescadores de toda la vida. Los que no se van en el bar-

co son tratantes de pescado, gente que recoge la mercancía de las barcas y luego la distri-

buye, unas veces por la mañana y otras por la noche. Por esa zona muchos pobres pescado-
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res tienen un pazo recién estrenado. Muchas casas de campo tienen esa estética del derro-

che necesario que se gastan los blanqueadores de dinero. El que menos trafica con tabaco.

Javier, no obstante lo arraigado que está el contrabando entre las gentes del lugar, le pidió a

Eva que no hablase de su familia de ella cuando estuviesen todos reunidos. La familia de

Bidón, sus padres, dos hermanos mayores y una hermana más pequeña, no tardó sin embar-

go en averiguar que Eva tenía estudios de leyes, y se pasaron la comida planteándole casos

concretos. ¿Y si no fuiste colaborador necesario sino testigo que calló, cuánto te puede

caer? ¿Y si no tuviste nada que ver con un alijo de droga pero en el mismo envío iba un

cargamento de tabaco tuyo, te juzgan por el tabaco o por la coca? Y en ese plan. Los her-

manos debieron preguntar con la naturalidad con que se examina a un posible miembro

nuevo de la familia, y Eva, que no es tonta, tuvo que asustarse un poco. Le preguntarían

con un palillo en la boca y el brazo en el respaldo de la silla mientras daban sorbos a una

taza de albariño y picoteaban sin ganas en la ensalada de bogavante.

Pero Bidón con su familia se sentía más incómodo aún que Eva. Era el único que no

se dedicaba a los negocios del pescado, el que se había ido a Madrid a triunfar y había per-

dido el acento gallego. Bidón no había llegado a ninguna parte y sin embargo no aceptó

jamás ofertas de sus hermanos para entrar en la empresa, ni siquiera para pulir los exceden-

tes de dinero negro. Bidón había sido siempre muy digno, nunca les había pedido nada, y

eso resultaba incluso gracioso a sus hermanos, que bromeaban haciendo apuestas sobre

cuánto tardaría el hijo pródigo en volver. El hijo pródigo volvió con una mujer despampa-

nante, muy fina y educada, y la noticia de que ya no vivía en la Costanilla de los Desampa-

rados sino en un piso del barrio de Salamanca. Lo que no dijo es que era el piso de soltero

que a su cuñado le regaló su padre (y suegro de Javier) cuando aprobó las oposiciones a

juez, el piso en el que viviría cuando lo nombrasen magistrado de la Audiencia Nacional y


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se dedicase, como su excompañero de estudios Baltasar Garzón, a la caza y captura de te-

rroristas vascos y traficantes gallegos. Así me lo contó Eva. Puede que no fuera para tanto.

Eduardo utilizaba ese piso sólo para acostarse con Rosita. Era el terreno de nadie,

los campos de pluma para sus batallas de amor. En el chalet de Mirasierra solían estar los

padres de él, y en el piso de Lavapiés la hija y la nieta de ella. Pero ahora también estarían

la hermana de él y el compañero de trabajo de ella en el mismo piso neutral. Y eso a Rosa

no le gustaba nada. Cuando voy allí y los veo y Eduardo me dice que nos vayamos al dor-

mitorio me siento como una puta. Sé que hay confianza y no sé cómo se sienten las putas,

pero es una sensación muy rara, una cosa que a mí ya no me va, eso de estar todos revueltos

y escucharse mis carcajadas desde el otro lado del pasillo. Yo ya le he dicho a Eduardo que

no quiero volver, que prefiero que vayamos a un hotel, aunque tampoco te creas Güino que

a mí me gustan mucho los hoteles, pero en fin...

En principio la emancipación de Eva fue tan brusca que decidieron irse a vivir jun-

tos al apartamento que Bidón tenía en Atocha, pero aquello era minúsculo y las paredes

estaban salpicadas de pintura. Javier quería ya una vida de paredes blancas con todos los

muebles en su sitio. El matrimonio le sentó muy bien, durante las primeras semanas de tra-

bajo no se quejó nunca de nada, no habló de la mierda del comercio en el arte, ni de lo harto

que estaba de ser un puto subalterno, ni de los pegotes de grasa de Joseph Beuys, ni de la

borrachera última ni del último polvo sin ilusión, ni de lavados de estómago ni de Antonia.

Se había convertido en un trabajador formal que siempre lleva desplegada la media sonrisa

del buen compañero que quiere hacer del curro un ámbito de buenas vibraciones. No habla-

ba de arte en absoluto. Lo había dejado de verdad. Se había quitado del arte como quien se

quita del tabaco. Eva le estaba ayudando mucho a ello. Eva era dulce y las tardes de los

sábados en casa estaban llenas de cariño. Ambos se lamían las heridas de sus respectivos
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naufragios, pero estaban empezando juntos una nueva vida. Bidón cambió incluso de pei-

nado. Antes llevaba el pelo no demasiado corto y teñidas las puntas de rubio platino. Ahora

se hacía la raya al lado. Era el hombre guapo de siempre pero sin connotaciones autodes-

tructivas, hablaba sobre temas generales, la situación del País Vasco, las elecciones nor-

teamericanas, el especialista aquel de cine que se mató en el viaducto, al lado de mi casa,

por medir mal la cuerda. Pero eran comentarios que nunca lo implicaban a él o a sus obse-

siones, era el hablar de objetos ajenos que sirve para crear un buen ambiente, para no estar

callado. Salvo en cuestiones sentimentales, esa monotonía tan poco dramática de la felici-

dad, Bidón no hablaba de nada con lo que estuviese en contra o de acuerdo, y sólo se abría

un poco (él, que dejaba todo siempre lleno de vísceras y chorretones de pintura) al hablar

de sus proyectos con Eva. Ya estaban sopesando la posibilidad de tener un hijo.

Algo va mal, dijo Rosita. Esa criatura (refiriéndose a Eva) no sabe dónde se ha me-

tido. Y Bidón tampoco. Bidón no puede cambiar tanto de la noche a la mañana, decía Rosa,

la gente no cambia de personalidad un martes a las siete y veinticinco, así porque sí. Mi

tesis era más sencilla. Bidón había estado apurando todo lo apurable hasta que vio salir un

tren que acaso fuera el último. Y eso, Rosita, le pasa a mucha gente, y los trenes pueden

salir a las siete y veinticinco sin ningún problema. ¿Pero cuál era el tren, una muchacha

desquiciada que no ha visto nada en su vida y a veces, si no hubiera estado estudiando para

juez, dirías que tiene un poco de retraso mental? Hablar con Eva era desesperante, siempre

decía cosas sobre las que ya se había terminado de hablar. Cambiabas de conversación en

una comida en su casa con Eduardo y con Javier y de pronto intervenía ella con preguntas

absurdas: ¿y por qué los matan?, decía ella, cuando estábamos hablando de hacer un viaje a

Cádiz los cuatro, y después volvíamos a cambiar de tercio y salía la dichosa conversación

sobre los vascos, y ella decía: ¿pero no será demasiado seca esa parte del sur?, y cada vez
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que ella metía baza, Javier y Eduardo, que la llevan en palmitas, que para mi gusto la con-

templaban demasiado, volvían otra vez a la conversación que ya habíamos dejado de tener,

y aquello era un lío. Ni Rosa ni yo sabíamos entonces si Eva tenía los reflejos muy desen-

grasados o es que era una niña caprichosa que se regodea en interrumpir las conversaciones

por hacer una gracia. Una de dos, Güino, una de dos.

Rosa dejó al juez un viernes por la tarde. Le había dicho por teléfono ese día que no

viniese a Madrid, o que si venía no contase con ella, porque ella ese fin de semana quería

estar sola. Pero el juez vino con un ramo de flores, un símbolo, y Rosa le dio con puerta en

las narices. ¡Cuando yo digo que quiero estar sola es que quiero estar sola, joder!, le gritó al

magistrado con las flores. Y luego, más suave, intentó razonar. Mira, Eduardo, esto ha ca-

ducado, esto me ha dejado de gustar, esto no puede salir bien lo mande quien lo mande. ¡No

me preguntes nada! No me preguntes nada porque a lo mejor digo cosas que no quiero decir

o escuchas cosas que no quieres escuchar. Tengo experiencia en estas situaciones, Eduardo,

he dejado y me han dejado, he tenido tiempo para todo. Yo sé que estas cosas duelen pero

menos. Te habías hecho ilusión. De acuerdo, yo también, pero es una ilusión equivocada.

Es... eso, una ilusión, la misma palabra lo dice, algo que parecía ser pero no era. A mí por

ejemplo me hacen ilusión tus flores, pero ya no me haces ilusión tú. Las cosas como son.

En un momento como este no vamos a andarnos con paños calientes.

El juez trató de discutir pero fue inútil porque la decisión ya estaba tomada. Preci-

samente, dijo, no quería yo que vinieras este fin de semana para darme un poco más de

tiempo, para ver si se me pasaba, pero ahora al verte todo está más claro: no tengo ganas de
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verte, eso es lo que pasa.

Rosa me lo contó ese mismo viernes por la noche. Nada más llegar de la piscina,

después de hacerme mil quinientos metros, me comí una ensalada y una manzana y cuando

estaba ya en la cama sonó el teléfono y Rosa me lo contó todo. Se alargaba tanto que tuve

que invitarla a comer al día siguiente para que me dejase dormir. De la mañana que hubo en

medio, la mañana del 30 de junio, tengo fechados dos dibujos que hice para ver si se me

desatascaban las ideas y aprovechaba el poco tiempo que tenía.

Todos los temas que se me iban ocurriendo tenían siempre algo que ver con el latín.

El problema de Violeta, lo que monopolizaba mis pensamientos, no era su sensación de

fracaso, ni siquiera la falta de dignidad de Sepelio, ni mucho menos lo nerviosa y contradic-

toria que la situación había puesto a Remedios. Yo pensaba en el latín. Pero tomar el latín

como tema de un regalo que se da a una hija que lo acaba de suspender no me pareció des-

de el principio una buena idea. Era muy sincera, eso sí: era la prueba de lo mucho que me

había hecho pensar su problema, pero también quizás un poco inoportuna.

En la Historia de los modelos de Karl Schrader se recoge la historia de las Propóti-

des, las Bebedoras, las patronas de las putas pero también de los modelos. Estas mujeres,

un día de juerga, se atrevieron a negar la divinidad de Venus. Esto a Venus no le sentó nada

bien, y les envió la ira de los dioses, de modo que las Propótides perdieron toda vergüenza

y fueron las primeras mujeres en prostituirse en la plaza pública. Pero al perder la vergüen-

za la sangre desapareció de sus mejillas, y sus cuerpos se quedaron duros como el pedernal.

Cuando Pigmalión vio semejantes cuerpos normales, tan llenos de vida real, se recluyó du-

rante mucho tiempo en una severa existencia de soltero, espantado por los desagradables

atributos que la naturaleza había otorgado al género femenino. Luego fue cuando creó a su

fair lady, pero esa parte de la historia ya no me interesa. Es más, la gente piensa que es la
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estatua que creó Pigmalión para enamorarse de ella lo que nos identifica como modelos,

cuando son estas mujeres liberadas las primeras que de haber sido pintadas nos darían una

imagen completa de cómo eran los seres humanos. Me parecía un buen asunto para saber

qué significa ser modelo pero no ya tanto para dibujarlo. En todo caso, era un asunto perso-

nal, la primera puerta equivocada donde me había hecho entrar el aroma del latín. El primer

dibujo que hice yo esa mañana fue una fiesta de mujeres que bailan descalzas sus alegrías,

como dice Violeta. Más bien lo esbocé.

El otro dibujo también tenía que ver con el latín y con mis pequeñas obsesiones. Es-

tuve leyendo lo que dice Vitrubio sobre las cimbras para construir los puentes. Son hermo-

sas edificaciones de madera que sólo existen mientras el puente se termina de hacer. Luego

son desmontadas y guardadas, o tiradas río abajo, o quemadas durante el invierno. Estuve

un rato copiando un dibujo que tengo del puente de Alcántara con su cimbra más probable.

Había que ser muy meticuloso y eso me calmaba, pero enseguida se hizo la hora de ir a

comer con Rosita y el proyecto de ilustraciones sobre la antigüedad romana se terminó para

siempre.

Fuimos a comer un arros negre a la tasca de Jesús, en la Cava Alta, muy cerca de mi

casa (cuando me obligan a invitar me las arreglo para que sean los otros quienes se tomen

la molestia de desplazarse), y Rosita me lo volvió a contar todo. Para Rosita, contarlo todo

es una forma de estar. Volvió a hablarme en el mismo tono que usó cuando viajábamos a

Astorga en autobús, sólo que entonces ella tenía problemas generales y no conflictos parti-

culares, entonces el problema en general era la vida y ahora el conflicto particular era el

juez. Yo no me siento cómoda, Güino, qué quieres que te diga, no me siento nada cómoda.

Pero nada nada. Y que conste que es una buena persona, de eso no te quepa la menor duda.

Pruebas me ha dado. Nos ha dado a los dos, a ti también, Güino, porque acuérdate que Al-
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fredo está evadido de la justicia. Y Eduardo no ha mandado a la policía a buscarlo. Y eso se

lo tenemos los dos que agradecer. Quiero decir que no es malo, que el juez no es malo. Y

conmigo ya te he contado muchas veces que me hace sopas en el culo, yo como amante la

verdad sea dicha no tengo ninguna queja. Está muy rico el arroz negro este, ¿verdad?, a mí

me gusta mucho, lo que pasa es que el arroz a mi me estriñe un poco, y luego encima con la

tinta del calamar vas al baño y todo sale muy negro.

Pero claro, con una persona tú no puedes estar porque sea muy maja, si me apuras ni

siquiera porque estés enamorada, sino porque te hace compañía. Y no es un pensamiento de

vieja, Güino, a no ser que yo siempre haya sido vieja porque siempre he pensado lo mismo.

Llegan, me agradan, me cansan y me los pulo. Pero es que Güino a mí me quedan por lo

menos dieciocho años de trabajo. Que yo llevo treinta años en pelotas, querido, y no está

nada claro que vayamos a tener una jubiliación en condiciones, ni siquiera que no nos va-

yan a extinguir el cuerpo y nos dejen en la puta calle. Sí, sí, tú dirás lo que quieras pero

estos fachas odian a los funcionarios, quisieran verlos morirse de hambre, y a nosotros ya ni

te cuento. Ya sé que siempre hemos sido putas y mendigos, las Pepétides esas que dices tú,

y que no tenemos que ceder al pánico, tú sobre todo, pero tú ya lo tienes todo solucionado.

Tú hija no va a pasar calamidades, si tú te mueres no pasa nada. ¡Hijo, es un decir! Quiero

decir que tú has desaparecido de la vida de Remedios y Violeta está muy bien atendida y

vosotros lleváis vuestra vida cada uno. Quiero decir que el otro, en principio, no se necesi-

ta. Y al revés igual. Quiero decir que si Remedios por ejemplo decide tomarse un descanso

en la clínica y dedicarse un poco vivir, que la pobre no ha vivido nada (yo eso lo sé porque

también tuve a Lurditas con dieciocho años, una niña), ella no lo haría porque tú Güino

tuvieses la culpa, aunque un poco a lo mejor también, que luego los hombres os apelmazáis

enseguida; si entonces Remedios decide dice oye, voy a descansar, voy a vivir, en ese caso
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Güino lo podría hacer porque Violeta seguiría estando atendida. Es un decir, Güino, es un

ejemplo. Es un ejemplo que se me ha ocurrido. Lo que te quiero decir es que yo sí que no

tengo alternativa. Estos meses con Eduardo han significado un descanso, pero también de

otro modo un agobio. Yo por un lado los fines de semana le decía a Lurdes que se encarga-

ra de Carmela, aunque sólo fuese por solidaridad femenina, que yo también estoy con la

muchacha cuando Lurdes libra y se va y se echa un par de polvos por ahí y se desahoga. En

eso ha salido a su madre. Pero un día se lo conté a Eduardo y Eduardo dijo de eso nada,

mujer, no me cuesta nada pagar una canguro si Lourdes quiere también salir. Yo le dije que

no, que de eso nada, que a mí no me mantienen a mi nieta. Yo ahora, por ejemplo, con estas

trescientas mil pesetas que nos va a pagar Julio, yo si quiero puedo decirles a las dos, o a

los tres si quisiera: vámonos quince días a un apartamento en la playa. Pero él contestaría:

de eso nada, mujer, vámonos todos los cuatro a la casa de mis padres en la sierra, pero a mí

no me da la gana de ir a la casa de sus padres en la sierra porque su madre es una estúpida,

y las pocas veces que nos hemos encontrado me ha tratado como por encima del hombro.

¡A ver tú quién te crees que eres, a ver tú guapa con tus años qué cuerpo tienes, y en qué

trabajas!, estoy yo por decirla más de una vez.

O sea, Güino, que podemos ser los dos muy majos pero somos de distinta clase so-

cial, por mal que suene. Pero tampoco tiene que ser del todo una cuestión de clase social

porque por ejemplo eso con Julio no me pasa, y con esto no quiero decir nada. Es sólo que,

cuando estoy con él, y eso que estoy trabajando, me encuentro como más relajada. Y de lo

que yo tengo mis dudas es de si eso que me pasa con Eduardo es un perjuicio mío o es que

se me hinchan los ovarios, no sé si me entiendes. Porque al final lo de Lourdes lo arregla-

mos bien, y un fin de semana me voy yo con Eduardo a yo qué sé qué hotel de pitiminí, y

otro fin de semana nos quedamos los dos en casa con Carmela y él, que es un cocinas, se
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me pone a cocinar. Al final tengo yo que ir echándole de todo sin que se entere porque si no

aquello no sabe a nada. Y estamos juntos toda la tarde viendo la tele o Eduardo repasa sus

sentencias y yo mientras tanto arreglo algo por la casa y atiendo a mi nieta o me tumbo en

el sofá y me pongo a leer. Y entonces, en esa situación tan cotidiana mía, en un sitio que no

es la cama ni es París, los dos tan mayores con una niña pequeña, yo encuentro que Eduar-

do no me pega mucho. No estoy a gusto con él. Me siento cohibida. Estoy incómoda. Esta-

ba incómoda. Así que cuando me llamó para venir este fin de semana ya le dije mira no, y

luego vino con las flores. Y yo di el paso. Lo necesitaba, tenía un nudo aquí que como fuera

me lo tenía que soltar. Llevaba una empanada en la cabeza como esas cosas que dices que

ponían los romanos debajo de los puentes. Eso, una cimbra. Como una cimbra tenía la ca-

beza yo.

Un día me enteré de que Palomares no nos estaba retratando a Rosita ni a mí para su

proyecto de Cuerpo Español Contemporáneo sino porque se lo había recetado el médico.

Un psiquiatra de mucho prestigio amigo suyo le había aconsejado que volviese al principio,

que desanduviese todo el camino y se encontrase consigo mismo. Y como para los ricos

todo es cuestión de dinero, Palomares se mandó construir en el jardín de atrás una réplica

exacta de la casa donde vivió cuando era niño, con ladrillos de entonces, sacados de las

ruinas, y tejas viejas y muebles antiguos, unida a su búnker racionalista por un túnel de cris-

tal más allá del que su obra y su prestigio seguían en marcha mientras él se hallaba recluido

en el sencillo arte de las acuarelas domingueras. Había sacado de cajones y armarios su

obra juvenil, de antes de venirse a Madrid, y decorado con ella un paisaje para volver a las
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sábanas limpias. Por supuesto que tenía casa en Valencia, un palacete indiano pintado de

añil, pero le gustaba eso tan tópico del cielo de Madrid, y las reuniones, y las presentacio-

nes, y los actos, su vida pública, que en realidad se amasaba más allá del túnel, en la única

casa que se ve desde la calle. Allí se pasaba Palomares de vez en cuando, a veces un cuarto

de hora que yo aprovechaba para estirar las piernas y fumarme un cigarro.

Un día me invitó a ver el taller. Palomares tenía la temperatura de su hogar recons-

truido a temperatura casi otoñal. No se pasaba frío, pero yo tenía que exponerme cada día a

varias temperaturas distintas, al calor ya pegajoso de finales de junio cuando iba por la ca-

lle, al calor húmedo y cerrado de la escuela, a la temperatura ideal del estudio de Paloma-

res, no más ideal, pese a los climatizadores digitales, que el sistema de leves corrientes que

a poco que se mueva el aire puedo poner en marcha cuando estoy en casa con sólo entre-

abrir ciertas ventanas. En el taller no había más que un gran aparato de refrigeración que

más bien era extractor de humos y partículas de polvo, pero el espacio era tan amplio que el

calor, por lo menos si sólo estabas un rato, no te hacía sudar. Inmóvil y a la sombra se suda

menos. Desnudo también se suda menos, pero al taller fui vestido con la bata que uso yo

para el verano, un guardapolvo gris de bedel, de sarga muy fina, sin nada debajo.

Las labores del Palomares con respecto a su propia obra eran las de un arquitecto

con respecto a un edificio. Ni tan siquiera. Palomares no era en absoluto ejecutor de su pro-

pia obra. Era su propio ideólogo, aunque a veces diese instrucciones más propias de capataz

de obras. El taller era una nave de diez metros de altura que recibía la luz cenital desde una

inmensa claraboya transparente que era la mínima expresión de una cúpula, lo imprescindi-

ble para sostenerse sin vigas ni enrejados. La sensación óptica era más bien de no haber

nada, de ser como una torre sin techumbre. La nave era un cuadrado de unos quinientos

metros sin ventanas a la calle. Una de las paredes, la más estrecha, nada más entrar por la
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puerta de enfrente del despacho de Marisa a la derecha, tenía un segundo piso como esas

partes de arriba que tienen los talleres de automoción, donde se suele subir el mecánico

después de arreglar el coche a escribir la factura. Las otras tres paredes estaban cruzadas

por gruesos listones cada dos metros, y en ellos ganchos para colgar los cuadros. Pero había

pocos cuadros en las paredes. Estaban apilados bajo el voladizo de las oficinas, lejos del

polvo y las chispas de fundición que salían de la pared del fondo, protegidos de la luz.

Aquello tenía todo el aspecto de una fábrica porque era una fábrica. Palomares po-

día dibujar cuatro rayotes en un papel de fumar y mandarlo a la sección informática. Allí

había un tipo con un ordenador muy potente que sometía el dibujo a un tratamiento comple-

to. Escalas, tridimensiones, movimientos, todo siempre según los parámetros que el propio

ordenador iba recopilando a partir de la información que le llegaba no sólo de sus propias

obras estudiadas al detalle sino de las de los fondos de todos los museos importantes e in-

cluso las páginas web de muchos artistas desconocidos. Cualquier ordenador personal tiene

comandos para dar a una imagen un tratamiento impresionista, que por cierto queda bastan-

te mal, pero éste los tenía para poner en relación un dibujo con los demás dibujos, unos

tamaños con los demás tamaños, un estilo con los demás estilos. El tipo del ordenador (un

infoartista muy joven, como todos los que trabajaban allí) se lo tenía que pasar bomba hur-

gando por las bodegas del arte para buscar el vino que quería beberse Palomares. Pero, otra

vez, Palomares, que era el arquitecto, le indicaba la ruta de acceso. Sácame unos volúmenes

de esto, busca en las proporciones Giacometti, más tirando a Moore, a ver qué encuentras.

Lo que el chico encontraba no era cómo sería su dibujo de ser una escultura entre Moore y

Giacometti, sino quién trabaja en estos momentos con medidas asimismo compatibles. Un

informe de todo ello le permitía a Palomares saber si su idea ya la había tenido alguien. En

el fondo se trataba de proceder como los publicitarios, esclavos de la propiedad intelectual,


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especializados en no repetirse a ojos de la ley. Este chico, David, que era de Pamplona y

tenía el aspecto despeinado y obsesivo de los hackers, se metía como un fantasma en salas

de acceso restringido y fotografiaba informes de otros artistas sin temor a ser a su vez co-

piado. Era el lenguaje universal. El mejor de todos lo tiene que ser siempre en las mismas

condiciones de todos.

Una vez conforme con el informe, el dibujo pasaba a la sala de máquinas igual que

el prototipo de un vehículo pasa al taller de los fresadores. Un gancho de barco colgado del

techo, un andamio de hierro para sostener la cuba de la fundición, una colección de moldes

de todos los materiales, de cemento y de alabastro, de acero y de metacrilato. En la pared

del fondo tres muchachos recién salidos de Bellas Artes preparaban los vaciados, atizaban

el fuego de un horno empotrado en la pared con una boca de dos metros de diámetro, fundí-

an las junturas de las barras o daban martillazos en los pies de un pájaro de hierro. Con ese

plano tridimensional tenían una máquina que calculaba el molde del vaciado, una máquina

escultora que sin embargo sólo recibe órdenes, igual que las manos. Pero también podían

cocer en barro las losas de un bajorrelieve, o trasladar fotografías a cuadros con un plano

cuadriculado cada uno de cuyos cuadrados de un centímetro tenía ya completa información

de sombras y colores, de efectos y de parecidos, y una sofisticada máquina de hacer colores

la reproducía en escala mural. Palomares no se privaba de nada. Yo había visto a Bidón

utilizar un método similar, mucho más primitivo que el de Palomares, aunque, con mayor o

menor sofisticación, el mismo sistema que funciona desde los pintores flamencos del siglo

XV. Lo de Palomares era lo ultimísimo desde la invención de la cámara oscura.

Lo que ahora estaba haciendo, el dibujo que sus operarios estaban ejecutando, era

uno copiado de unos cuadros de Poproth, que es un joven artista alemán, nieto de la señora

Poproth, muy conocida entre los antropólogos por sus hallazgos de dibujos prehistóricos,
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los poproth, que son muy estilizados, tanto que se abstraen en signos, en símbolos de un

alfabeto oculto, y sin embargo comprensible, reconocible, el arquero tirando una flecha, el

venado muerto. Este artista los presenta sobre fondos luminosos como la piedra de una

cueva iluminada por los focos del futuro, pero Palomares había introducido variantes

Beuys, todo igual de estilizado pero más dramático, más monstruoso.

Pensé en Bidón. Con los mismos aparatos, quizá hubiera llegado al mismo resulta-

do. A Bidón le hubiera encantado ser uno de esos cinco o seis muchachos que manejan el

soplete con gafas autógenas y un mono manchado de pintura. Todos los operarios de Palo-

mares podían trabajar en lo que les diese la gana pero estar siempre disponibles. Si estaban

usando el horno para sus cerámicas particulares, debían interrumpirlo todo y fundir en

bronce un encargo del maestro, y luego podían seguir. Palomares tenía una subvención del

ministerio de cultura para pagarles un sueldo digno. Los jóvenes estaban allí hasta que

hacían su primera exposición. Entonces Palomares daba la beca por concluida. A mí, tal y

como están las cosas, por más leonino que suene me sigue pareciendo un trato justo. Tenía

un taller en su sentido clásico, unos cuantos aprendices recién salidos de la escuela supe-

rior, recomendados por sus profesores como Pilar Guijarro me recomendó a mí para ser

modelo, pero no a Bidón para ser pintor. Bidón no sabía informática, no tenía cursos de

metalurgia, no era hábil en el torno. En ese taller se respiraba el espíritu de las artes aplica-

das. Todo servía para algo, nada lo era todo y nada procedía de la nada. Toda obra de arte

debe buscarse un empleo, dijo Palomares en un ensayo sobre arte y libertad que publicó la

revista Claves. Según su criterio, la existencia de los museos está garantizada por su aporta-

ción al producto interior bruto, pero el arte ha conquistado ya la calle, los objetos, las má-

quinas, los envoltorios. Ya no valen esos cuadros que son formas que no se ven en ningún

sitio porque ya no puede verse nada en ningún sitio. Todo está expuesto y a la vista de to-
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dos, y cuanto más mejor, y por eso un pintor que se preciase debería dejar su huella en los

logotipos de los bancos o en los arcos de los viaductos, en las carrocerías de los coches y en

los carburadores de las motos. El arte ya no podía aspirar a ser único. En el mundo del di-

seño, las ideas avanzan a la velocidad de la luz. Mire, Güino, me dijo mientras veíamos

abrirse la boca del horno: estos tiempos atrás entré en la Tate, ¿y sabe qué es lo que más me

impresionó, aparte del edifisio?, pues una máquina, una máquina que conservan de cuando

el museo era una fábrica. Ya ve. Una máquina como este horno, que también lo he diseñado

yo.

Pero de todo esto Palomares sólo habló mientras estábamos en el taller. Cuando

volvíamos a cruzar el túnel sobre el jardín seco y entrábamos en la arcadia rehabilitada,

Palomares cogía los pinceles y pintaba un motivo campestre o un desnudo, y se obligaba a

pintar con espíritu de asceta jubilado cuadros que nunca se atrevería a enseñar porque le

daba vergüenza, aunque para esto sí tenía una buena razón: sus cuados eran como esos re-

tratos egipcios que les hacían a los muertos para enterrarlos con ellos y que nadie los viese

jamás. Ellos, a fin de cuentas, habían inventado el realismo.

Un viernes por la mañana Bidón se me acercó en el vestuario y me preguntó por

Rosa. Habría que llamarlo más bien Javier, porque Bidón había desaparecido. Bidón era un

artista, y Javier un marido ejemplar, muy preocupado ahora con lo de Rosa. Eduardo estaba

muy afectado, y Eva sobre todo, porque Eva tenía mucho que agradecerle a su hermano, y

él, Javier, en cierto modo, también, porque gracias a Eduardo conoció a su mujer. Recuerdo

que Bidón empleó esa palabra, mujer, mi mujer, algo inconcebible en el vocabulario artísti-
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co de Bidón. Él como mucho hablaba de amantes, en ese tono de ida y vuelta que significa

reírse a la vez de la palabra amante y de la palabra mujer. Ahora estaba preocupadísimo y

me preguntaba si yo sabía si la espantada de Rosita tenía solución. Eduardo estaba hecho

polvo, en Astorga se moría de asco, ni siquiera iba al café, y los fines de semana que no

estaba de guardia se quedaba metido en el hotel, repasando sentencias de robagallinas,

constructores morosos, pleitos de vecinos, y se había dedicado a comer y a comer y como

siguiese así terminaría hecho un fenómeno, con esa dejadez y esa tristeza el colesterol po-

día terminar supurándole disuelto en lágrimas.

Javier estuvo un rato dándole vueltas al asunto hasta que se puso un albornoz que se

acababa de comprar en Marks & Spencer, un albornoz de ir a la piscina que le trajo un día

Eva porque estaba de rebajas (Eva llevaba con mucha ilusión eso de ser pobre por primera

vez), y me dijo algo propio de Bidón pero con el tono de voz de Javier. Dijo: ¿te quieres

venir mañana por la tarde a una exposición con Eva y conmigo? Era la primera vez que

hablaba de algo que tuviese que ver con su otra vida. Pero también, pensé yo, es una forma

de buscar amigos en pareja, de no estar solos cuando están fuera. Rosita, otra vez sola, ya

se había terminado, y los respectivos antiguos amigos habían pasado a la historia. Nada más

casarse, Eva y Javier tenían que reconstruir una mínima vida social, pero ya desde el otro

lado, con distancia y sin rencor, sin ponerse malo porque ve unos cuadros que le gustan

mucho ni emborracharse despotricando contra los malos artistas que sin embargo han triun-

fado. Yo le dije que no podía ir, que me era imposible. Tenía que acabar unas cosas antes

de irme de vacaciones, Palomares a veces me llamaba también en sábado, necesitaba tiem-

po para mí. Pero él insistió: me harías un favor, dijo, sin replegar del todo la sonrisa, en un

momento que ya ha dejado de ser afectuoso para ser patético, de alguien que pide algo por

favor a un amigo. ¿Ocurre algo?, le pregunté. La exposición es de Antonia, dijo.


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Se comportaba, otra vez, como un alcohólico rehabilitado que hubiese decidido des-

pués de un largo desierto tomar una copa, pero sólo una copa, con sus antiguos compañeros

de borrachera. Quiero presentarle a Eva, dijo, pero no quiero ir solo. Bidón asomó el morro

a la conversación: en algún momento, dijo, tendré que hablar con Antonia, contarle mi nue-

va situación, y te necesito para que Eva no se quede desplazada en ningún momento. Pero

no te preocupes, Güino: Antonia ya está exorcizada.

Al decir eso de exorcizada le vi algo raro. A veces la gente dice algo serio y cohe-

rente y al final emplea una palabra rara que no sabe pronunciar del todo y eso hace que todo

lo que ha dicho antes dé un poco de risa o de pena. Antonia ya estaba exorcizada. Ese len-

guaje no era propio de Javier. A Bidón le gustaban los exorcismos por alternar con el de-

monio, no por devolverle la salud al espíritu. Aquello era un acto, una especie de happening

sentimental que a mí no me daba muy buena espina. Ahora, claro, es fácil decirlo. Quizá lo

más justo sea decir lo que entonces pensé: que Javier (o Bidón) seguía sin tener las ideas

nada claras.

Aquella exposición, en todo caso, tuvo fatales consecuencias para mí. Para empezar,

aquello ya no tenía nada de alternativo. Rostros populares, tipos con aire de cortar el baca-

lao y cámaras de televisión. Era como si una cofradía itinerante del glamour hubiese ajusta-

do su agenda para ese martes por la tarde en la galería Praga. A mí el único que me sonaba

era un poeta gordo con boina de resistente que presentaba un programa de vanguardia cul-

tural en la televisión. Eva me puso al tanto de casi todos los demás. Desde que volvieron de

viaje de novios, chupaba bastante televisión y los asuntos de los programas culturales se los

sabía al dedillo.

Javier estaba pero no estaba. Había mucha gente y la figura flexible y diminuta de

Antonia era difícil de ver en el bosque de sonrisas. No nos ha visto, dijo Bidón mientras
260

Eva se acercó a coger un canapé. Ya me había avisado de que no era imprescindible que

Eva supiese de su antigua relación con Antonia, de modo que ya en la fiesta sus apartes

conmigo eran casi una demostración de alivio. Algo así como decir todavía no nos ha visto,

pero siempre con ese miedo en la cara no fuese a ser que Antonia lo viera y se limitase a

saludarlo, o ni siquiera eso. Quizá fue esa, y no invocar a los celos, la verdadera razón de

que no se lo contase antes a Eva. En todo caso, se le notaba demasiado cada vez que Eva le

preguntaba por su amiga, si la había visto. Está muy ocupada, decía Javier, no es buen mo-

mento para saludar a los amigos. Yo creo que voy a acercarme a saludarla un momentín y si

luego si queréis nos vamos, que aquí no se puede estar de calor. En ese momento Eva me

puso al tanto de los rostros principales de la cofradía, casi todos actores de segundo orden y

exhibicionistas sin oficio concreto. Es que desde que nos hemos casado, dijo Eva, veo mu-

cho la tele. Trato de leer libros, pero siempre que leo letra impresa me salen otra vez las

leyes y me mareo. Con la tele descanso la vista. Estos zánganos me entretienen.

Lo dijo con esa simplicidad un poco siniestra de las mujeres que describen las tra-

gedias sin que se les arrasen los ojos. Todo en ellas tiene un aire de evidencia irreversible.

Hacen terapia del fracaso y en las reuniones sociales exhiben sus heridas de guerra. Yo es

que veo mucho la televisión, dicho en un ejercicio casi ascético de autodesprecio. Lo curio-

so es que ese comportamiento insano sólo lo exhibía cuando nos quedábamos hablando los

dos, y cuando estaba Javier yo notaba que le seguía la corriente y se dedicaba a preguntar

cuando ya los demás habían cambiado de tema. Conmigo se confesaba, yo noté que se con-

fesaba, la vi venir, tengo mucha experiencia en que me tomen de paño de lágrimas. Javier

seguía charlando con Antonia en un extremo de la sala. Hablaban los dos y a Javier se lo

veía nervioso desde lejos. Eva empalmó sin solución de continuidad con el tema de la pér-

dida de la autoestima.
261

Las luces excesivas de las cámaras nos pasaban de cuando en cuando, incluido un

payaso con gafas oscuras que hacía preguntas estúpidas. Pero hubo un flash que me hizo

volverme como si me hubiesen dado una colleja. Al girarme del todo, delante de mí tenía a

una chica con una cámara de fotos. ¡Güino!, me dijo, en tono primaveral. Tardé un instante

en reconocerla. ¿No te acuerdas de mí? Pues no, la verdad es que no, dije yo para ganar

tiempo y saber qué tenía que hacer. Te he visto hace un par de días, dijo. Eso sí que me

sorprendió. Era la fotógrafa que sin mi permiso se puso a tirarme fotos en el casting aquel

tan lamentable, me pongo colorado sólo de pensarlo. Pero eso había sucedido meses atrás,

no hace dos días. ¿Hace dos días? Sí, dijo, y en la boca de un horno: yo también trabajo

para Julio.

Era bastante joven, como todos los operarios de Palomares, no más de veinticinco

años, y no desentonaba nada con el aire radical y selecto que se respiraba en el sarao: lleva-

ba mallas de flautista callejero y el pelo cortado a tijeretazos y teñido de rojo. Era una de

esas chicas que de vez en cuando recuperan la estética punk con pedrería de reciclaje y las

ojeras bastante marcadas. En seguida se la presenté a Eva: mira, Eva, una amiga que me

debe unas fotos. Dijo que se llamaba Gloria. ¿Es tu novia?, preguntó Gloria. No, es la mía,

dijo Javier, que en ese momento se unió también a la conversación. Javier cogió de la mano

a Eva y nos pidió disculpas: ven, cariño, voy a presentarte a Antonia. Lo de cariño sonó

igual de mal que antes lo de mujer y lo de exorcizar. Gloria y yo nos quedamos solos. Volví

a mirarla, bebí un trago del vaso largo y le pregunté: ¿también me has hecho fotos en casa

de Julio? De momento no, dijo ella, pero Julio me pidió que me fijase en ti el día que fueses

a visitar el taller.

Hay algo desconcertante en quienes siempre parecen decir la verdad. Decirme que

Palomares quería sacarme algunas fotos y que me hacía pasar delante de su horno para que
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una fotógrafa escondida bajo una máscara autógena me tomase las medidas (o quizá me

filmase con una microcámara empotrada en la máscara, vaya usted a saber) era una verdad

dicha con toda soltura juvenil, pero yo no sabía con qué motivos. Palomares y yo, le dije,

no hemos hablado de fotografía. Y tú y yo tampoco, dijo ella. Tampoco necesitas permiso,

le contesté. A partir de ahora sí, dijo, y me ofreció su vaso para que brindásemos. Para mí

era una fotógrafa desaprensiva que me había cazado varias veces en situaciones incómodas,

vestido pero más expuesto, más desnudo por dentro, una vez tratando de reclamar mis dere-

chos y la otra soportando la salmodia eslava de la pobre Eva, que no acababa de recuperar-

se. Pero no podía evitar que la Gloria aquella me cayese bien. Tenía cara de Pipi Calzaslar-

gas, redondeada, pelirroja, pecotosa, con esos dientes grandes y separados que siguen es-

tando fuera cuando se termina la sonrisa. Quizá fue su juventud, su determinación, sus an-

drajos celtas y su espléndida cámara fotográfica, su pelo rojo y su sonrisa contagiosa. Algo

que me hizo blando y amigable, solidario en cierta clase de pureza estética que allí no

abundaba, correligionarios de ironía, de estar allí obligados, casi invisibles entre aquel fo-

llón de latas machacadas por la prensa del corazón.

Javier y Eva vinieron cuando estábamos hablando Gloria y yo de por qué no me

gustan las fotos. Es un argumento que tengo siempre a mano cuando quiero impresionar. Le

dije que a los modelos nos gusta que nos miren seres humanos, que sepan que nos están

mirando. Ella dijo, no podía decir otra cosa, que el punto de vista de la fotografía era tan

humano como el del pincel, y necesitaba tanto tiempo o más. Eso ya no me lo creo, dije, y

en eso regresaron Eva y Javier. Entonces Gloria vio las ganas que Javier tenía de marcharse

y adelantó las últimas frases de lo que me tenía que decir. Tengo unas ideas que me gustaría

comentarte, dijo, yo te las explico y tú decides. De acuerdo, ya lo pensaré. Javier se despi-

dió con prisas. Yo creo que no estaba enterándose de nada. La mano le temblaba. Me pare-
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ció ver a Eva un poco más seria que de costumbre. Antonia danzaba entre los focos. Nos

vemos el lunes, le dije a Gloria, con naturalidad y desenfado, como se despiden los compa-

ñeros de curro. Ella me mandó un beso con la punta de los dedos.

Estaba rodeado de mujeres. El tiempo libre había que gastarlo en acompañar a unas,

consolar a otras y hacer favores a las demás. Qué afortunado soy, pensaba, cuántas mujeres

tengo a mi alrededor. Pero la verdad es que ninguna estaba lo suficiente alrededor, ninguna

me hacía perder los estribos y violar una especie de voto de castidad muy llevadero en el

que me había instalado desde hacía tiempo. Todas tenían alguna imposibilidad moral o no

me terminaban de gustar. La larga travesía del celibato es más soportable si nadie te gusta

lo suficiente, si da pereza empezar con la danza nupcial, llamar a alguien, reorientar una

conversación hacia terrenos más comprometidos, dar el paso último que hay que dar para

que todo se explicite y segundos después estemos dando vueltas en el suelo como los ani-

males. Pipi había sido la única (descontando quizás a Marisa, que me miraba con intención)

en quien hubiese podido desplegar no ya mis artes sino tan sólo mis deseos, el hecho de

apetecerme alguien. Pero era demasiado joven, y demasiado inquieta. Y había algo que nos

alejaba sin remedio: ella me miraba pensando en su cámara, y yo para ella podía ser no mu-

cho más que el caballo aquel blanco con topos negros que se llamaba Nelson, creo.

Pronto hicimos una buena amistad. Rosita me pregunta muchas veces por qué sepa-

ro el sexo del amor, por qué si alguien es mi amiga ya no puede ser mi amante. Yo siempre

le digo lo mismo: el sexo es demasiado perruno para ofender con él a los amigos. Pero ella

no lo acaba de entender. La amistad, por otra parte, exige horas de conversación, de temas
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que se repiten, de gestos involuntarios que afean el rostro, de modos de sorber la sopa, de

pequeños olores que a veces se escapan. La amistad acerca demasiado, y el sexo requiere

distancia, capacidad para bajar al sótano de tu comportamiento. Hablé con Gloria un par de

veces esa semana. En la primera entrevista ya pude controlar la dirección de la libido (pero

no la libido, que ya estaba suelta y me costaría volver a meterla en vereda). Gloria quería

sobre todo hablar de su proyecto, de las ideas que yo le había dado al mirarme. Quería fo-

tografiarme lleno de barro, en posturas primitivas, coreografías elementales con otros cuer-

pos excesivos de amigos suyos que también querían participar desinteresadamente. Yo es

que no tengo un duro, dijo.

Después de aquello, ya era imposible cualquier idea libidinosa. Parecería que me es-

taba cobrando en especie. El no aceptar habría sido ya señal de que prefería otra oferta más

jugosa. Teniendo en cuenta cómo se toman sus ideas los artistas jóvenes, la desinhibición

propia de su edad, a Gloria, pensaba yo entonces, le habría salido barato seducirme, incluso

podía resultar una ganga, como una atracción de feria que consiste en jugar a Pigmalión y

tirarse gratis a una musa de la infancia, a una estatua de animal hermoso.

De momento le di largas. Sólo me faltaba una obsesión femenina. El sábado próxi-

mo lo tengo ocupado, le dije, entre semana la verdad es que ya no me quedan horas para

posar y aun así creo que estoy forzando demasiado la máquina. ¿Y el domingo?, dijo ella,

su tierna inquietud, decidida con valor a una misión extravagante, como cuando Pipi le de-

cía algo a Tomy y Anika. Las mujeres pecotosas que tienen las pestañas rubias y los ojos

claros y la boca muy grande tienen una simpatía que en ocasiones te lleva a meter la pata.

Sí, le dije, el domingo. Toma mi número y llámame por teléfono el domingo a mediodía, a

lo mejor podríamos hacerlo un rato por la tarde. No supe decir que no.
265

Esa noche llegué a casa un poco descorazonado y había un mensaje de mi suegra.

Hola. Güino. Cómo estás. Por aquí todos bien. Te llamo para decirte que ya he encontrado

casa, y que vamos a ir con Remedios y Violeta este fin de semana para llevar los muebles

con una furgoneta que me va a alquilar un vecino. Repito...

Llamé a Remedios de inmediato. Le dije pasa esto, Remedios, mira lo que me ha di-

cho tu madre. Ya lo sé, dijo ella, y se echó a llorar. Pero mujer, pero mujer, le dije yo, no te

pongas así. Yo pensé que no era capaz, dijo Remedios, y a lo que me di cuenta vino a ver-

me con las escrituras de la casa que se acaba de comprar en un pueblo. Dice que fue en un

viaje del inserso y la vio y le gustó mucho y la compró. Así, sin más, sin encomendarse a

nadie, sin consultar con nadie. Y dice que le ha costado cinco millones de pesetas y que

tiene huerto y todo. A saber lo que se habrá comprado. Y dice que la mudanza la hace este

sábado porque no sé qué de una furgoneta y un vecino y ni siquiera sabemos cómo está. Yo

no sé qué hacer, Güino, yo no sé qué hacer.

El sábado de madrugada nos pusimos en marcha. Luisín, el vecinito de toda la vida,

un señor de casi cincuenta años (cuya madre por cierto estaba muy afectada por la decisión

que había tomado Juana, sin consultar con las amigas ni con nadie), se prestó a llevar los

muebles en la furgoneta del trabajo y volverse a traer la furgoneta ese mismo sábado. A la

hora de cargar y descargar se hacía un poco más el sueco, siempre se lo veía cargado con

objetos que no pesaban nada, mientras Remedios y yo bajábamos el tresillo por la angosta

escalera. Tampoco había muchos muebles que bajar, pero eran los muebles, el comedor

completo que el padre de Juana talló en madera de plátano antes de la guerra y que siempre

estuvo en una habitación cerrada. Juana sólo lo abría para las visitas, y lo primero que les
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decía al entrar era que así no se veían bien los muebles, que faltaba espacio, que a ver si un

día lo podía poner en un sitio donde se luciese más. Eran un par de sillones de oreja tornea-

dos, un tresillo a juego de dos plazas, un aparador con alas de mariposa y una mesa con

patas de avestruz. Yo siempre le dije a Juana que no era poco el espacio, que así, un pelín

rebutido, se apreciaba mejor el modernismo, que a lo mejor en un sitio más grande quedaba

un poco desangelado. Tampoco eran piezas maestras sino reproducciones hechas, eso sí, en

madera muy buena. Juana mantenía el brillo claro del plátano limpio como la patena, desde

que se jubiló le pasaba el polvo todos los días. Siempre contó que la madera la trajo su

abuelo de Marruecos, y que su padre luego la talló. Era su única herencia familiar y era lo

único que se llevaba. El resto de los muebles, dijo, me los voy a comprar nuevos.

Yo me las vi en cuentos para desmontar las alas del aparador sin que se me rompie-

se nada, con la atenta mirada de Juana diciéndome que tuviese cuidado que yo soy un poco

manazas, y Remedios y yo las pasamos canutas para que no se me venciera el cuerpo del

aparador encima de las costillas. Juana y Violeta bajaron las alas con cristales de colores.

Luisín, mientras tanto, vigilaba la furgoneta, y cuando venía algún coche le daba la vuelta a

la manzana y volvía a parar en el mismo sitio.

Las tres mujeres se fueron delante con el coche y Luisín y yo llevábamos la furgo-

neta. Hacía un sol de julio y la furgoneta no llevaba aire acondicionado. Luisín no pasó de

ochenta. Eran las tres de la tarde y aún no habíamos llegado. Juana me llamaba cada veinte

minutos por teléfono, parecía que estuviésemos transportando las joyas de la reina. El pai-

saje, sobre todo hasta llegar a la depresión del Río Seco, es árido y grisáceo, como desgas-

tado por el sol. Pero en pasando El Pedregal la tierra se hace más roja, y en los valles secos

pueden verse diferentes tonos de amarillo, y al fondo se recortan montañas de color azul.

En esas tierras todo está muy cerca de los colores fundamentales. Hacía un calor seco, plo-
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mizo, de siesta en el pueblo.

La villa de Pomona está enclavada, nunca mejor dicho, en varios promontorios so-

bre una gran depresión de arcilla. Forma como un archipiélago sobre un pequeño mar sin

agua, y todo está cosido por los puentes pero para llegar a ciertos barrios hay que subir y

bajar cuestas empinadas varias veces, sobre todo si uno va a la zona más elevada, en las

faldas del cementerio.

La casa de Juana es el número catorce del Camino del Calvario. La calle tiene varias

revueltas empinadas y en una de sus curvas, haciendo chaflán, hay una pared blanca de cal

con un balcón lleno de geranios. La puerta está más arriba, en la pared que da al norte y a la

umbría de la callejuela. Allí hay otro balcón y una puerta de dos hojas horizontales, de ma-

dera vieja tachonada con clavos de cabeza piramidal, como son las puertas de las casas en

los pueblos. En estas ciudades pequeñas los suburbios son rurales y los centros provincia-

nos, aunque ahora hay un segundo anillo de afueras que no son los arrabales, que son los de

la gente pudiente que vive en el chalet, de modo que el olor a corral y las boñigas de mulo

se restringe a lo que queda o en el fondo del mar vacío o en las alturas peladas del cemente-

rio. Por la pared que da a la parte de atrás, teniendo en cuenta que el desnivel de las dos

calles a las que tiene salida es muy pronunciado, la casa se abre, en un nivel inferior, a un

pequeño huerto y un corral que se ven desde fuera. Están cercados por una valla de ladrillo

de un metro de alta, encima de la que se extiende una tela metálica oxidada y algunas ramas

secas de parra virgen.

La casa, con su planta de trapecio invertido, no era un caserón de pueblo pero sí lo

bastante amplia. Tenía, en la parte de abajo, una cocina muy hermosa que daba al corral y

le entraba el sol toda la mañana, con su mesa grande en el centro para hacer allí la vida y no

tener que irse a la otra habitación, la que daba a la calle. El vestíbulo era amplio, empedra-
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do con cantos del río, suelo de llegar con las botas llenas de barro y de estiércol y dejar col-

gados los aperos. Esta pequeña entrada, que tenía un zócalo de plástico marrón, daba, por la

puerta de la derecha, a unos escalones de techo bajo que bajaban a la panera y al corral.

Entre esta puerta y la de la cocina estaba el baño, muy estrecho, poco más que un cagadero

que antiguamente dejaba pasar las heces a la pocilga para que se las comiesen los cerdos.

En la parte de arriba tenía tres habitaciones, las tres con mucha luz. Una daba al huerto, otra

a la calle y la otra era el balcón que se veía en el chaflán. En total tendría, sobre poco más o

menos, unos cincuenta metros por planta.

Y tampoco estaba en malas condiciones. Cuando yo llegué vi a Remedios muy

aplacada, se le había pasado el sofoco. Juana y Remedios estaban discutiendo en tono de

mutua colaboración dónde poner el comedor del abuelo. Remedios decía que en la parte de

arriba, sin ninguna duda, y que abajo pusiese su habitación, al lado del baño y sin escaleras

que subir, porque arriba mamá no tienes baño, y no vas a estar subiendo y bajando a todas

horas las escaleras. Juana decía que también la tendría que subir y bajar así, porque los

muebles los tenía que limpiar igual y a las visitas no las iba a recibir en la cocina. ¿Pero no

te parece que has subido ya suficientes escaleras, mamá? No me vendrá mal un poco de

ejercicio, hija. ¡Ya lo creo que ejercicio, menuda cuesta tienes para subir a casa! Desde el

arco tampoco es tanto, y además el sitio es muy bonito, decía la abuela, embargada por la

ilusión. Juana se refería al arco de un acueducto que en el siglo XVI transportaba el agua

desde estos montes pelados al islote principal de la ciudad, donde está el centro histórico.

En un piso de arcadas inferior al conducto del agua tiene una pasarela que conecta con el

número 6 del Camino del Calvario, a pocas puertas de la casa.

Pero no había discusión real. Al ver la casa, Remedios planteó una estrategia más

inteligente, convencerla de que aquello era un espléndido lugar de veraneo donde irse a
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pasar los meses más calurosos de Madrid, pero que en invierno allí no se podía estar porque

la casa sólo tenía calefacción en la parte de abajo. Allí en invierno se tenían que joder de

frío. Eran exageraciones de Remedios, dichas en buen tono, en el tono veraniego de estar

todos juntos haciendo algo y revisar la instalación del gas y mirar las vistas que se ven des-

de las habitaciones. A Remedios ni siquiera le pareció deprimente vivir en la estación de

Jesús atado a la columna, a pocos números del purgatorio. La casa, por lo demás, no estaba

desvencijada. No había camas en las habitaciones ni platos en las alacenas, pero todavía

quedaba el aire de haber vivido, las huellas todavía calientes de alguien que acababa de

morir y sus hijos, tras el expolio de las vajillas y los muebles, habían vendido la casa para

repartirse las perras y se habían vuelto a ir a Barcelona. Quedaba una mesita baja de cocina

que debía de servir para escoger verdura. Quedaban las flores de plástico para tapar el con-

tador del agua. Quedaban las pilas de granito, y el suelo de pequeñas losas rojas muy pulido

por debajo de las huellas de polvo de los hijos cuando vinieron a llevárselo todo. El peque-

ño huerto aún tenía coles florecidas, plantadas por un muerto, y el estiércol del corral aún

no era una costra seca que para levantarla la tuvieses que picar. Y eso le daba una verosimi-

litud, un imaginarse que allí no se tiene que estar mal. Pero también estaba un poco la pre-

sencia de la muerte, la casa vieja que sobrevive a sus fundadores en manos de otra vieja que

tampoco tardará mucho en morir. De eso no se dio cuenta ninguna de las tres.

Quizás de todas a la que más le gustó fue a Violeta, que se subió enseguida a la par-

te de arriba y dijo que ella la habitación que quería era la que daba al huerto, que desde allí

se veía la silueta de las torres de las iglesias recortadas en el cielo. Eran las tres de la tarde y

estaba loca por ver la puesta de sol desde aquella ventana. Bueno, bueno, decía Remedios,

que aquí hay mucho que hacer. Menos puestas de sol y más organización, que aquí hay que

fregar mucho, que esto huele a deshabitado. Y habrá que comprar camas, y vestir la cocina,
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y darse de alta en la luz, y en el agua, y pintar, que este papel de las paredes es del año de la

pera. Luego ya tendrás tiempo de mirar las puestas de sol.

Fuimos a comer a un restaurante de comida tradicional pomonera que venía anun-

ciado en la guía: chorizos, morcillas, longanizas, patas de ternasco y una cosa que allí le

dicen güeña y es como el chorizo bofeño, hecho de las vísceras del cerdo, sobre todo de los

pulmones. Yo me pedí unas sopas de ajo y unos huevos fritos. Durante la comida planifica-

ron la instalación. Esa misma tarde ya iban a dedicarse a arrancar el papel de las habitacio-

nes. Dormirían en una pensión y al día siguiente volverían para darle una mano de pintura,

por lo menos a la parte de arriba. Yo sugerí un tipo de pintura, una mezcla y un color que

queda muy bien en este tipo de casas rurales, un temple con azul brasso que además ahu-

yenta a las moscas. ¡Si vienes tú a pintarlo todos los años...!, dijo Juana. No he dicho nada,

dije yo. Pero ellas se tomaron un poco a guasa mi propuesta y fue Violeta la que primero

me animó a que decorase la casa. ¡A ver si te vas tu a pensar que soy rica, mi niña, que me

he quedado en la cuarta pregunta!, le dijo la abuela. Pero añadió, muy en abuela: ya sabes

tú que no. Y estaban todas de pronto muy contentas e incluso Remedios me dijo que les

diese alguna idea, luego con el tiempo ya la irían haciendo cuando viniesen a pasar unos

días en vacaciones.

Habíamos invitado a comer a Luisín, que se infló de chorizos y después dijo que se

iba a la furgoneta a echar la siesta, que luego cuando bajase un poco el sol y hubiésemos

acabado se volvería a Madrid. ¡A ver si te vamos a despertar cuando estemos descargando

los muebles, Luisín!, le dije yo. Remedios no pudo reprimir un brote de carcajada, una son-

risa cómplice y festiva que no le había visto dirigirme desde hacía mucho tiempo. Yo no

sabía qué hacer, si quedarme arrancando papel de las paredes después de transportar los

muebles o volverme a Madrid con Luisín y al día siguiente posar lleno de barro para Pipi
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Calzaslargas. Si me quedaba, estaba implicándome demasiado en ese sueño femenino en el

que sin embargo no había un dormitorio para mí, porque la habitación de Juana quedaron

que estaría abajo y arriba el saloncito de plátano y las habitaciones de Remedios y de Viole-

ta, y les adjudicaron sus nombres y el mío no lo nombraron para nada. A mí me meterán en

la falsa, pensé.

Ya desde el principio había dicho que yo tenía que estar en Madrid. Es más, les dije,

tampoco pasaría nada porque os vinieseis todas y me llevaseis allí y os tomaseis todo con

más calma, que acabáis de llegar y ya estáis fregando. ¿No os apetece más dar un paseo por

la ciudad, tener nuestras primeras impresiones, visitar los monumentos de Pomona, no sé,

inspeccionar el lugar? Yo lo que quiero inspeccionar es mi casa, dijo Juana. Me sorprendí

diciendo lo que debería decir Remedios, que sin embargo había sido vencida por el entu-

siasmo de su madre, se había dado cuenta de que era ese el momento de hacerla feliz, de

arremangarse y ganarle tiempo al tiempo. Los viejos, cuando empiezan a ser viejos, están

llenos de prisas. Incluso Violeta por primera vez había sonreído desde que ocurrió lo que

ocurrió con el latín, y decir que ella se quedaba con la habitación que daba al huerto era la

primera muestra de ilusión que su madre le había visto dar desde que terminaron los exá-

menes. Todo eso la hizo ceder.

Y yo también cedí. Dormimos en la pensión del Tordo, una antigua estación de ca-

rromatos rehabilitada, en la parte del casco histórico donde se ven algunas ruinas de la mu-

ralla medieval. No tenía ni un teléfono donde llamar a Gloria. La iba a dejar colgada. No

hubo sin embargo muchas dificultades en tomar la decisión. Faltar a mi palabra era, en cier-

to modo, darle su merecido, y de paso escapaba de la quema de su atracción, reconducía mi

libido. En la pensión cogimos cuatro habitaciones. Invitaba Remedios.


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De vuelta en Madrid me excusé como pude. Fui a la escuela sin apenas haber dor-

mido, con el cuerpo lleno de magulladuras internas, distensiones musculares y agujetas en

general. Remedios, al llegar, cuando entrábamos por María de Molina para dejarme a mí en

casa, me preguntó si quería que Modualdo, el médico de guardia de la clínica, me firmase

una baja. No puedo, dije, mañana tengo un examen. Era el examen final de los alumnos de

dibujo II de Pilar Guijarro, y yo le pedí que no se lo pusiese muy difícil, que estaba balda-

do. El aparador de plátano no cabía por las escaleras y lo tuvimos que meter por el corral,

yo solo me tuve que arrancar entera la habitación de Violeta, y pintar los techos subido en

un cajón de fruta. Hasta las ocho de la tarde del domingo no plegamos para cenar algo y

volvernos a Madrid. Se lo dije a Pilar Guijarro y ella me dijo que era un examen final, que

tampoco podía tumbarme en el suelo todo lo largo que era. Yo le dije que luego me tocaba

Palomares, y Palomares me había cambiado la postura y ahora terminaba con los hombros

destrozados. Al final cedió y negociamos un soldado herido, que tampoco es moco de pavo.

La pierna derecha está flexionada, apoyada sobre el pie, pero tan abierta que su peso entero

acaba recayendo sobre el recto interno y en el aductor. El tronco gira hacia el lado contra-

rio, de modo que aunque me apoye en el antebrazo izquierdo el deltoides tiene que estar

tenso para que el abdomen, ya que no puede marcar los abdominales, se vea estremecido de

dolor y de cansancio, aunque la herida está en el muslo, que es donde hieren a los héroes

griegos y a los toreros, y el soldado se la mira girando mucho el cuello hacia la derecha

porque el agotamiento le ha vencido la cabeza hacia la izquierda. La espalda, lo que más

me preocupaba, no podía estar a sus anchas, los músculos infraespinosos que recubren los

omóplatos de los dos hombros casi se tocaban, porque con la mano derecha tenía que ejer-
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cer en el suelo presión para que se me notasen los serratos en la parte exterior del pectoral.

Lo único que tenía descansado era el culo, que me dejó apoyarlo en un cojín. El cojín no lo

dibujéis. El cojín como si no estuviese, les dijo Pilar a los alumnos.

Estuve toda la mañana herido. En los descansos trataba de librarme de los compañe-

ros, me recluía en el vestuario, tumbado sobre uno de los bancos corridos, y trataba de no

pensar. Pero fue imposible. Rosita, que me había dejado en paz hasta media mañana, entró

en el penúltimo descanso, entre nerviosa y asustada, y me preguntó si yo sabía dónde estaba

Alfredo. Yo no sabía nada, lo mismo que ella. ¿Has visto a Bidón?, dijo. Ha estado aquí

hace un momento, le dije. ¿Ocurre algo? Tengo que hablar enseguida con Bidón. Ya iba a

marcharse cuando Rosa se volvió desde la puerta y me lo dijo: Eduardo va a dictar una or-

den de búsqueda y captura contra Alfredo. Es un hijo de puta. Se está vengando de que lo

he dejado.

Las cosas, al parecer, no eran del todo así. Bidón dijo que si Palomares retiraba la

denuncia todo podría sobreseerse, pero que de momento el único que estaba cometiendo un

delito de prevaricación era Eduardo. El padre, el magistrado del Tribunal Supremo, estaba

siendo siempre investigado por sus enemigos de la Asociación de Jueces para la Democra-

cia, y había presionado a Eduardo para que sacase adelante su trabajo con toda rectitud. El

padre se había enterado del asunto por Eva, que siempre hablaba a destiempo, y amenazó a

su hijo con dejarlo en Astorga para el resto de sus días si no cumplía con sus obligaciones.

Eduardo, dolido con Rosa, lleno de dudas y contradicciones, metido en el hotel sórdido de

Astorga, había firmado la orden como quien firma una condena de muerte. A Alfredo, lo

más probable, nadie le haría nada. Era viejo y su delito insignificante, no pasaría más que

un par de noches en la comandancia y luego lo traerían al piso de Tetuán y le dirían que se

estuviese quieto. La condena de muerte que estaba firmando Eduardo no era para matar al
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viejo Alfredo sino cualquier mínima posibilidad de reencuentro con Rosa.

Bidón, al contar todo esto, babeaba bastante. Pobre Eduardo, está hecho polvo, de-

cía, y se preguntaba por qué tenía que afectar esto a su relación con Rosa, que estaba pa-

sando por una crisis muy seria, tratándose además de un tipo tan despreciable como Alfre-

do. No lo entiendo, decía Bidón, no lo entiendo, no entiendo que te puedas molestar por ese

tipo. ¡Tú no entiendes nada y llevas encima una torrija que no te aclaras!, le dijo Rosa, y

añadió algo que me dejó helado: si yo me acosté la primera vez con esa bola de sebo y

aguanté a la estúpida de su madre fue para que no metiesen en la cárcel a mi compañero.

¡Lealtad! ¿Lo entiendes, artista de mierda? ¡Lealtad!

Fue una discusión bastante fuerte. Rosa estaba muy disgustada. Se le quebraba la

voz al decir palabras elevadas y se le arrasaban los ojos. Rosa muy disgustada no obstante

insulta menos que cuando sólo se acalora. Habla más en serio. ¡Y a ver si le dices a la boba

de tu mujer que aprenda de una puta vez a no hablar cuando no toca! Bidón no daba crédi-

to, se le veía con ganas de entrar en reyerta. Rosa estaba hablando demasiado en serio, no

se la podía interrumpir. Yo escuchaba la escena tumbado sobre el banco del vestuario y no

hacía ruido. Bidón estaba padeciendo entonces un enchochamiento agudo que lo mantenía

fuera de la realidad. ¡Tú no eres quién para llamar a nadie boba, Rosita, sobre todo tú, que

no sabes leer ni escribir! Al oír eso me incorporé. ¿Cuándo han firmado la orden?, dije, con

voz muy grave. Aún no la han firmado, dijo Bidón. ¿Y a ti quién te ha avisado?, le pregunté

a Rosita. Se lo había dicho Eduardo, y le había dado una semana para localizar a Alfredo.

Muy bien, dije, levantándome del todo. ¿Quién de los dos va a hablar con Palomares? Yo sí

voy a hablar, desde luego, dijo ella. Mañana mismo.

Pero quien iba a verlo esa misma tarde era yo. Comí lo más rápido que pude y me

arrojé en brazos de Konchakova. Tenía tantos principios de lesión que no pude concentrar-
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me en el masaje porque a cada momento iba avisando a Concha de dónde llevaba colocadas

las minas intramusculares. Me cogí un taxi (ya no estaba para metros) y me fui a casa de

Palomares. Al principio no le dije nada. Prefería sacarlo a la conversación, dejarlo caer. En

las tres horas de pose tendría tiempo para encontrar las palabras, las suyas y las de Txús, a

quien debía darle luego, si la encontraba en el taller, alguna buena explicación.

Palomares me tenía entonces en una postura muy incómoda. En casi dos semanas

que llevábamos me había tenido primero en observación, sentado o de pie pero con el cuer-

po a su caída, o en posiciones propias de quien va vestido. Hablaba de que la desnudez sólo

lo es cuando está oculta. El modelo que se sabe desnudo posa recubierto por la seda profe-

sional (en eso tengo que reconocer que Palomares tenía razón), o si no, si no es un modelo,

es la vergüenza la que los tapa. La desnudez absoluta ni siquiera es para él la del voyeur

clandestino, que no obstante se acerca mucho, sino la de quien ni siquiera se siente desnudo

y por tanto no modifica su cuerpo en absoluto con criterios demasiado humanos. El caso es

que me tuvo al principio leyendo el periódico con las piernas cruzadas, o sentado en una

silla de enea como si estuviera cantando una bulería, o agarrado a una barra como si fuera

en el autobús. Entonces tomó apuntes de mi cuerpo, acuarelas veloces, croquis a carbonci-

llo, pero un día dijo que ahora me quería ver desde el otro punto de vista, y que a partir de

entonces íbamos a ensayar posturas mitológicas: Ulises atado al mástil, Edipo con los ojos

arrancados, Prometeo tirando del arado, en castigo por haber inventado la agricultura. Ese

día me tocó empujar una pared, me pasé la tarde tirando de los riñones. Cada vez que me

relajaba, cada vez que mantenía la postura pero distendía los músculos, reaparecía en Pa-

lomares el profesor discípulo de Barrachina. Perdona, Güino, pero no veo los oblicuos. Con

las manos abiertas apoyadas en una estantería de libros como si la estuviese sujetando, la

cabeza baja, la mueca del esfuerzo y un engranaje de fuerzas que se concentraban en la


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zona lumbar y en la dificultad de aparentar más fuerza de la necesaria, encontré las palabras

para sacar el tema. Él mientras tanto se dedicaba a recordar las clases de cuando era joven y

las aprovechaba para teorizar. Tú tienes las dos plenitudes, Güino, eres un Sísifo impresio-

nante y un perfecto usuario del autobús. Y todo con esa contensión...

En uno de los descansos me puse la bata y se lo solté. Quería comentar algo, le dije.

Dime, dime, dijo él, amable conmigo aunque sólo fuera porque mientras estaba en el estu-

dio no consentía que nada perturbase su felicidad. Necesito que se retire la denuncia que

hay puesta contra Alfredo, le dije. Él terminó de secarse las manos, sonrió mientras se me

acercaba y cuando estuvo de nuevo en su silla se sentó, me miró y me dijo: ¡Vaya, hombre,

ya era hora...! Cruzó las piernas con parsimonia, rellenó la pipa de tabaco sin dejar de reírse

en voz baja. Se tomó todo el tiempo del mundo en atacarla, encenderla, chuparla y tirar el

humo. Luego dijo: ¿qué ocurre? ¿Ya han dictado la orden de búsqueda? No, dije yo, y co-

mo no sabía por dónde salir, dije la verdad: pero si no se retira la denuncia la van a dictar.

El juez lo dejó libre pero se tenía que presentar cada quince días y Alfredo no ha vuelto. En

su casa no está. Dejó el trabajo semanas antes de jubilarse, se fue a Astorga, hizo aquella

tontería y cuando el juez lo dejó libre desapareció. No sabemos dónde está.

Yo sí, dijo él, con la pipa en los labios, y tampoco estaría mal que volviese a salir en

los periódicos. Aquello fue muy aparente... Qué va, qué va, dijo apartando el humo con la

mano. Todo es evitable, dijo, y con esto no estoy insinuando nada, faltaría más. ¿Cómo

puedo intervenir yo? ¿Retiro los cargos? Todos sabemos que no le va a pasar nada. Tampo-

co es cuestión de castigo. Si lo fuesen a meter en prisión para el resto de sus días yo mismo

lo habría evitado, pero esto es un delito menor. Él también tiene que saber que es un delito.

Los modelos estáis locos. Los modelos, tarde o temprano, os volvéis locos. Alfredo siempre

ha sido un borrego, acata lo que le ordenan, sobre todo lo que le ordena Barrachina. No
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saben medir. Si tienen odio, lo llevan hasta el final. Por si no lo sabes, Güino, el día que

Tejero entró en el Parlamento, que tú no estabas en la escuela pero yo sí, Alfredo vino con

una camisa de Falange a trabajar y... Pero en fin, hagamos una cosa. Yo te digo dónde está

y tú me hases un favor. Nadie tiene por qué enterarse. En realidad el favor se lo harás a

Alfredo porque yo retiraré la denunsia. Alfredo no tiene por qué darse cuenta de nada...

Ponte otra ves en la misma postura de antes y te lo explico.

Lo más inmundo de su idea es que no estaba movida por el orgullo sino por la cu-

riosidad. Alfredo ya no iba a volver a posar. Ya tenía sesenta y cinco años, y aunque quisie-

se no podría. Palomares se dejó de sonrisas y causticidades y adoptó un tono casi melancó-

lico. Lo sabía todo. Sabía punto por punto el recorrido que hizo Alfredo desde la cárcel de

Astorga hasta su actual refugio. Al principio lo hizo porque tuvo un sentimiento paranoico,

y cuando supo que el juez había soltado a Alfredo temió por su vida. Se dejó llevar por la

psicosis de que cualquier persona importante puede ser asesinada. No necesitó ni contratar

un detective. Se daba la cómica casualidad de que Alfredo se estaba escondido en un lugar

de cuya existencia sólo sabía quien lo estaba persiguiendo.

La conversación se prolongó hasta casi las diez. Yo me marché con el compromiso

de dar una respuesta. Habla con Marisa, me dijo Palomares, ella te dará lo que necesites.

Había anochecido, Marisa se había marchado ya a su casa. Al llegar al vestíbulo pasé junto

a la puerta del taller y me acordé de Gloria. Supuse que en el taller tampoco habría nadie,

pero Gloria estaba allí, sentada en el banco del alfar. Me excusé como pude. Se lo conté

todo de golpe y con muchas exageraciones hasta que provoqué una sonrisa no sólo cordial,

y luego le dije que estaba a su disposición, que si ella quería esa misma noche lo podríamos

hacer. No era consciente de mis propios excesos. El cuerpo se me había adormilado y entre

la bruma del cansancio no podía distinguir las agujetas. Pero ya me daba lo mismo.
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¿No estás muy cansado? Podemos dejarlo para otro momento, no te preocupes, de-

cía Gloria, agradecida de que no la hubiese olvidado. Yo advertí eso a la primera (lo vi ya

claro incluso el día de la exposición de Antonia) y me hacía sentir en una posición de fuer-

za. Me imagino, le dije, que nada de esto irá a manos de Palomares. Y ella me juraba y me

volvía a jurar que era asunto suyo y sólo suyo, con una insistencia infantil y femenina, in-

genua y tenaz. A mí en el fondo me daba lo mismo, y si accedí a posar para ella no fue por-

que me hubiese encandilado, o porque se hubiese ablandado mi corazón, o porque quisiese

ayudar a los artistas jóvenes, o porque me la quisiera tirar. Mucho más allá de todo eso,

para mí era la oportunidad de no obedecer, de ser yo mismo quien eligiera las posturas, ser

mi propia obra, captada por el ojo que no mira. Y el placer de gobernar el propio cuerpo

hacía más atractivo incluso que las fotos llegasen a manos de Palomares, porque serían más

trabajo mío que de Gloria y porque Palomares sabe ver en donde hay. Tampoco quería te-

ner nada con ella, o más bien sabía que no iba a tener nada con ella. Y esa certeza me des-

inhibía.

El reto era sorprenderla. Hacer cosas que ninguno de sus colegas sería capaz de

hacer. Gloria me daba licencia para ser obsceno y primitivo, y en última instancia, pensé,

un baño de barro no le iría mal a mi espalda. ¿No vas a llamar a tus amigos?, le dije, porque

en el fondo prefería tener público, eliminar cualquier censura derivada del deseo de agradar

a una persona en concreto. Bueno, dijo ella, es un poco tarde, y viven bastante lejos. Si

quieres te las puedo hacer a ti solo. Luego puedo pensar en composiciones, a ver qué tal

salen.

Al fondo del taller a mano izquierda había una tarima triangular bastante grande

donde los operarios del barro solían moldear las figuras. A uno y otro lado estaban las dife-

rentes maquinarias del alfar, desde un torno antiguo hasta un horno como un dragón. Allí
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Gloria había colocado unas cortinas de tela de saco almidonada como las que se ponen en

los nacimientos, y había esparcido el suelo de la tarima con hojas podridas del otoño ante-

rior. Con el calentador de arcilla preparó un caldero de barro muy espeso mientras yo me

desvestía. Apagamos las luces blancas del taller y Gloria conectó unos focos rojos y amari-

llos que difuminaban el fondo de cartón piedra y una luz violácea, mortuoria, que me ilu-

minaba a mí. Me acerqué, ya desnudo, para ayudarle con el caldero de arcilla. Ella retiró la

vista de mi cuerpo en el momento en que bajé de la tarima. Llevaba puesto el mono de tra-

bajar y el pelo recogido con un pañuelo de pirata. ¿Echamos el barro en el suelo y tú te re-

vuelcas o quieres que te pinte yo?, me preguntó. Utilizó el verbo pintar, de eso me acuerdo

como si estuviera pasando ahora, así que le dije: depende de lo que quieras, si un hombre

revolcado en el barro o un cuerpo pintado de barro. Sí, claro, dijo ella, y me dio la impre-

sión de que no había caído en la cuenta de la diferencia.

Yo iba un poco sobrado, tengo que reconocerlo. Me comportaba como el actor con

muchos años de oficio que trabaja para un director novel y tiene que avisarle de detalles

obvios y darle consejos de principiante y tiene que hacerlo sin que le duela. Si quieres, le

dije, vas tomando fotos a medida que me vayas embadurnando. Supongo que es lo que ella

hubiese querido hacer desde el principio, pero mi papel era empujarle a que me tratase co-

mo lo que soy, como un objeto modificable, como un maniquí articulado, igual que el viejo

actor de oficio, como dice Rosa, hace lo mismo de puta que de marquesa. ¿Qué quieres que

haga?, le dije. Lo normal es que yo pose en posición cero y los profesores o los pintores me

manipulen o me den órdenes, o me digan cómo me tengo que mover o a quién represento al

hacer como que camino. Pero aquí lo pregunté porque ya al principio Gloria me dijo que

buscaba movimiento, cuerpos en acción. Creo que te voy a pintar un poco, dijo ella. Metió

la mano en el caldero de barro y me untó un grueso trazo vertical desde el cuello hasta el
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culo. De ese trazo iba sacando con los dedos líneas curvas como las costillas. Decidió deco-

rarme como en esas tribus africanas que se pintan algo parecido a su esqueleto por encima

de la piel. Otro trazo grueso me recorrió los costados desde los brazos hasta el tobillo. Cada

vez que marcaba una franja lateral se detenía luego con el dedo en esbozar caprichosos mo-

tivos étnicos, siluetas concéntricas, aspas y redondeles. En el vientre, en los muslos, en los

glúteos, en la zona de máxima desnudez que hay encima de la cadera, en los dedos de las

manos, en el entorno de las orejas y en el cogote. La última franja de barro dada con la ma-

no me llegó desde el pecho hasta el abdomen. Luego volvió a licuar un poco la arcilla y

otra vez con el dedo me dibujó el contorno de los pezones con tres anillos de barro y luego

unas líneas hacia el hombro y la cara y el costado como los rayos de un sol azteca. La polla

me la dejó sin tocar. Así me sacó unas fotos en postura de ídolo, de héroe salvaje, rígidas,

inexpresivas, con el deslumbramiento del guerrero cuando ve unos faros en la noche, en

medio de la sabana.

¿Ya has terminado?, le dije. Sí, ya he terminado con esto, dijo ella, ahora ya pode-

mos extender el suelo en el barro y tú te mueves como quieras. Era mi turno, y casi media

noche. ¿Puedes estar aquí hasta tan tarde? Sí, sí, no hay problema, a Julio no le parece mal,

dijo. Así que me tumbé en el suelo e hice uno de esos espectáculos que he visto hacer más

de una vez a Javier Bidón, que en él quedan muy místicos, muy espirituales. Yo adopté

posturas de animal. Me puse a cuatro patas, me revolqué por el tarquín, me unté de barro

los cojones, me senté y dejé caer mi cuerpo hacia delante hasta conseguir la mayor aparien-

cia de barriga, que todas las lorzas se apretasen entre ellas y las tetas se me cayesen como

los labios y los párpados, en una desnudez ofensiva, de enfermo del manicomio en una se-

sión de hidroterapia. De rodillas, estiré los brazos para desperezarme como los perros, con

el culo en pompa y las caderas muy abiertas y la lengua afuera. Me rasqué por todo el cuer-
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po, me tiré un pedo, y me tumbé otra vez como a dormir. Pero luego me volví a incorporar,

regresé a la postura cero, al homo sapiens normal. Ya no había ninguna parte de mi cuerpo

que no tuviese barro y yo mismo quieto podía ya ser una estatua terminada, un Hermes lle-

no de tarquín, una de esas de las que Palomares sólo necesita una foto para reproducirlas

idénticas al original.
282

VIII

El exceso estético con Gloria me dejó un poco trastornado. La sobrecarga muscular

y las horas de trabajo acumuladas se manifestaron en una extraña sensación de vergüenza,

de no querer salir a la calle. El martes 15 de julio, según tengo anotado en mi diario, al día

siguiente de la triple sesión, llamé por teléfono a la escuela y dije que no iría a trabajar.

Dejé mi encargo al conserje. Al conserje de verdad, al conserje de tiempo completo, quiero

decir. Pilar Guijarro tenía puesto un último examen de repesca, una especie de convocatoria

de gracia para alumnos que sólo necesitaban aprobar la anatomía de tercer curso para tener

el título de diplomados en artes y oficios. Pero tampoco tenía Pilar ninguna obligación de

hacerlo, era un mero trámite para justificar los aprobados de regalo, y yo no estaba de muy

buen humor. Si les quiere regalar el aprobado, pensé, que lo haga sin examen, o que los

ponga a pintar un florero, o que llame a otro modelo, que contrate a un indigente un par de

horas y lo haga dibujar a los alumnos. Al conserje le dije que estaba malo.

Pero la que me llamó poco después para preguntarme por mi salud no fue Pilar

Guijarro sino Marisa. Ya habían hablado las dos. Le preocupaba que no pudiese ir esa tarde
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jarro sino Marisa. Ya habían hablado las dos. Le preocupaba que no pudiese ir esa tarde a

casa de Palomares. No había ningún problema, por supuesto, pero antes tenía que avisar a

Julio, para que él hiciese sus planes. Yo había quedado con él en que me diese unos días

para pensarme lo de Alfredo, como mínimo hasta que nos diesen las vacaciones. Aquello

estaba lejos de Madrid, y yo, le dije, no podía faltar a los últimos días de la convocatoria,

no podía fallar en las convocatorias de gracia. ¿Todavía hay convocatorias de grasia?, dijo

él.

La vida me estaba quitando el tiempo. No es como ahora, cuando ya no hay prisas,

Violeta ya ha cumplido los dieciocho años y yo estoy relajado y a finales de septiembre,

concentrándome muy poco a poco para volver al trabajo cuando pase El Pilar. Ahora me

dejan en la biblioteca, y por las tardes me puedo quedar en mi casa o dar un paseo, y las

llamadas se suceden con un ritmo habitual de varios días, y se resuelven en diez minutos, y

las citas se aplazan, o se programan con antelación, y los que podrían venir a molestarme

con sus problemas están lejos o muertos o enfadados conmigo. Ahora tengo un tiempo que

ya no sirve para nada y en cierto modo lo aprovecho para digerir el tiempo que tuve urgen-

te, que se me fue de las manos porque nadie me dejaba en paz. Eso de que me quiten lo

bailao no deja de ser una expresión muy elástica. En mi caso, lo que me quitaron fue lo no

bailado, que a mí me interesaba más.

Era un día bochornoso. Después de colgar el teléfono, con esa sensación de haber

ejecutado algo que ya no tiene vuelta de hoja, ese diminuto vacío que se produce cuando

sueltas los dedos y dejas caer en el buzón una carta importante, me puse la chilaba fina de

verano y me senté debajo de la ventana, junto a la jaula del canario. Estiré las piernas y me

estuve abanicando un rato. Era la sensación infantil de haberse saltado la escuela y acomo-

darse a un tiempo amplio que en la escuela no existía. En la escuela se estaba pero no había
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tiempo, o al menos decisiones que tomar sobre cómo rellenarlo.

No me duró mucho. Lo suficiente para descansar un rato y sentarme después en mi

mesa de dibujo. Allí estaban los bocetos, a medio engendrar. Allí estaba la cimbra del puen-

te de Alcántara tal y como la dejé antes de que Rosita me llamase para contarme su separa-

ción. Tengo anotadas en el diario palabras muy duras contra la falta de tiempo. Estuve des-

ahogándome toda la mañana, en un tono demasiado impúdico para volver a reproducirlo.

Serían, en todo caso, una buena aportación al estudio del síndrome de los modelos, el que-

darse de pronto tumbados como esos padres de familia que un día no se levantaban de la

cama ya para el resto de los días, y la familia lo llevaba como una desgracia, como una

maldición divina o una enfermedad incurable. Nadie me estaba dando nada. Todos viajaban

por sus melodramas y a todas horas me estaban pidiendo favores, y yo no podía pedirles el

favor de que me dejasen tranquilo porque eso habría dañado mi imagen de hombre equili-

brado, impasible, comprensivo, el hombre al que no le duele nunca nada, nada le afecta y

todo lo comprende. La insensibilidad es un ideal social, una forma de ser bueno para los

demás. Pero cansa mucho.

En esos momentos de abandono es cuando más beneficioso me resulta dibujar. La-

varme bien las manos y sacarle punta a un lapicero y dibujar. En situaciones de extrema

debilidad yo tiendo a las casas y a los interiores de las casas. Dibujar por ejemplo una coci-

na es un entretenimiento que me puede durar el día entero. Cada vez que señalo los límites

de una gran alacena y veo por delante las dos horas largas que me costará dibujar todos los

platos y los vasos y los botes y las cazuelas me froto las manos como un niño a escondidas,

y a cada plato le corresponde su dibujo y a cada vaso su reflejo del cristal. Esa mañana,

después de vaciarme un rato en el diario, me volví a sentar en la mesa de dibujo y estaba

tan débil que decidí recogerme en lo más sencillo, y tracé una línea y vi que era la esquina
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de la fachada que hace chaflán en la casa que se acababa de comprar mi suegra. Y la empe-

cé a dibujar. Violeta me había dicho que diese ideas para pintar la casa, ahora no recuerdo

si también me pidió que dibujase algo. Para mí era lo más fácil. Dibujar casas e interiores

de las casas y luego darles unos toques de acuarela es lo más fácil que hay. Para mí y para

cualquiera. ¿Qué estaba haciendo en el fondo Palomares? Esconderse como un niño y dibu-

jar casitas con la punta de la lengua afuera. Por eso no las enseñaba. Porque son lo más fá-

cil, porque son una debilidad. Yo hubiese querido entregarle a mi hija un espléndido libro

de figuras retorcidas e imaginativas, pero ella me había visto dibujar casas desde niña, en-

tretenerme con las tejas de los tejados y las antenas y los tendales de las azoteas de todo el

barrio de los Austrias. Y esos dibujos estaban en casa, se quedaron conmigo cuando ellas se

marcharon, pero también eran suyos, podía haberlos cogido, yo siempre se lo digo cada vez

que viene y me dice que le enseñe mis dibujos. Coge los que quieras, le digo, y a veces hay

alguno que yo noto que le gusta más y yo le insisto y se lo lleva, pero el resto dice que los

guarde en casa, que es una pena sacarlos de casa, que ella vivirá algún día en esta casa y

entonces le gustará encontrar los dibujos aquí. Quizás habla de cuando yo me muera.

Ese día sólo salí de mi casa para ir a que me diesen el masaje. Konchakova se dio

cuenta enseguida de lo tenso que estaba. ¿Se puede saber dónde te has metido?, dijo cuando

empezó a hacerme daño. Luego me pensé si me apetecía ir a la piscina un poco antes de lo

acostumbrado. Estaría Eva, seguro. En la fiesta de Antonia le comenté que yo iba todos los

días a la piscina, y ella dijo que era la que más cerca le caía, que ellos, Javier y ella, iban

por las tardes, de seis a siete, que algún día podríamos coincidir. Yo le dije que hasta las

nueve no terminaba con Palomares. Pero ese día, al salir de casa de Konchakova, mucho

más repuesto después de la sabia paliza que me había dado, me acordé de Eva, de la posibi-

lidad de verla en bañador. Llegué a casa y vi en la mesa de dibujo la fachada que da al


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huerto, sólo me faltaban los geranios. Había pensado terminarla entera y pensarme si esa

línea no sería la buena, aun a riesgo de que no pareciese un regalo sino un encargo. Un re-

galo es como una obra de arte, en esencia gratuita. Pero me acordé de Eva, la relacioné con

la piscina. Charlaría un rato con Javier de los temas de los que hablaba ahora, el sueldo de

los funcionarios y el diálogo antiterrorista, o me hablaría mal de Rosita y mientras Eva es-

tuviera bañándose sacaría un rato la lengua sucia de Bidón. Cuando era Javier, resultaba

bastante anodino, pero cuando era Bidón podía comportarse de la manera más soez y taber-

naria, hablando al oído y echando todo el aliento, decir barbaridades irreproducibles sobre

cómo se lo hacía con Eva en la cama.

Este Bidón salaz se esfumaría cuando Eva saliese del agua. Entonces se transmuta-

ría en marido meapilas que está muy pendiente de su mujer e intercala vocativos afectuosos

entre las palabras que le dirige: ¿no nos habíamos traído cariño también el disco de Joan

Manuel Serrat?, si pero cariño tienes que comprender que no podemos estar siempre los

funcionarios con el ipecé a las costillas. Y en este plan. Pero ir a la piscina es estar pero no

estar, tumbarse al sol con otra música, o nadar entre los niños en un agua rebosante de meí-

nes, o mirar al cielo y no escuchar. Yo, en todo caso, buscaría la sombra. Bidón siempre se

pone moreno, y Rosita también. Cuando abren las piscinas los dos empiezan a posar con la

marca de las bragas. A mí eso no me gusta nada, queda horroroso, porque resulta incluso

cómico, incluso más desnudo de lo necesario, la entrepierna blanca y guardada y el resto

caoba brillante, sobre todo Rosita, que gasta por litros el bronceador.

En el fondo me daba igual que estuviesen los dos o ninguno. Pero yo fui. Y no esta-

ban los dos. Estaba Eva. Pero Bidón no estaba, ni Javier tampoco. Estaba Eva, y no tardé en

reconocerla. Miré lo primero a la zona de la sombra, donde van las parejas y las mujeres

que tienen la piel muy sensible. Allí hay más espacio y no se mezclan con las marujas de
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tetas hasta la cintura que se brean en obscenas posturas de cuarto de baño ni con los adoles-

centes que se tiran objetos para divertirse y no dejan de recibir llamadas telefónicas. Allí

estaba ella, sentada en postura india, comiéndose una pieza de fruta y leyendo un libro. No

le dije nada mientras no llegué hasta ella. Yo iba vestido con una enorme camiseta y unas

bermudas que me llegan por debajo de la rodilla. Las marujas me miraban con el sol en la

cara, los ojos fruncidos y enseñando las encías. ¡Hola!, dije, con voz tonante, por si estaba

escuchando a Joan Manuel Serrat. Al girar la cara le vi que tenía los ojos un poco idos, co-

mo de estar muy embebida en la lectura, pero enseguida los recompuso, desplegó la media

sonrisa que nunca traspasa y se levantó a saludarme. Al levantarse se le cayó un pareo que

llevaba para que no le diese demasiado sol en los muslos. Ella se azoró un poco. Basta un

mínimo detalle para saber la consideración que cada cual tiene sobre su propio cuerpo.

Luego ensayó un saludo entusiasta, qué tal, cómo estás, qué sorpresa. Pues mira, le dije yo,

que hoy me he tomado fiesta. ¿Y Javier?, ¿está en el agua? A Eva se le escapó una sonrisa

mayor de la media sonrisa que practica, y que no la suele traspasar nunca porque le puede

dar un ataque de risa floja incontenible que hace que se vuelva todo el mundo y ella enton-

ces se pone colorada. Estuvo a punto de estallar la risa pero ella siguió hablando para con-

tenerla. No, dijo, Javier no ha venido. Estaba muy cansado y se ha quedado echando la sies-

ta. No lo he visto esta mañana, dije yo. Tampoco he ido a la escuela. Llevo todo el día tum-

bado, dije, y me volví a tumbar, mi cuerpo grande descansando sobre la hierba.

Eva no se había quitado el sostén para tomar el sol. Tenía esos puntos de pudor,

raros en familias pijas como la suya. En su caso es posible que tuviese complejo de tetas

grandes, que no eran tan grandes, ya digo, pero sí para sus brazos tan delgados, como era

muy ancho el coxis, las espinas iliacas pronunciadísimas para el volumen luego de sus mus-

los, delgados en proporción a sus raquíticos brazos. Eso sí, muy largos todos. Vestida, Eva
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tiene un porte que de no ser por lo excesivo de sus pechos y esa maravillosa cargazón de

espaldas podría pasar por las pasarelas sin ningún problema, pero sólo podría exhibir faldas

de tubo que se entallan a su estrecha cintura y aparentan caderas tan grandes como sus hue-

sos, pero desnuda (en bikini) era un poco destartalada, y sus casi treinta años, y las horas de

estar sentada y con la cabeza metida en los libros, le habían dejado secuelas en la estructura

del esqueleto y en la piel. Bidón se debió de volver loco el día que se acostó con ella. Sería,

por fin, como tirarse a una modelo de Joseph Beuys.

Eva estuvo un poco tímida al principio. Cuando nos sentamos ella adoptó una postu-

ra distinta, recostada sobre la parte exterior del muslo, apoyada con el brazo izquierdo en la

hierba, las piernas flexionadas y el pareo por encima. Se lo ponía porque si no se quemaba

enseguida, aunque estuviese a la sombra. Éramos los dos más blancos de la piscina. Yo,

después de un rato, me quité la camiseta. A Eva se le pasó de pronto la vergüenza y dijo:

¡pero si no tienes ni un solo pelo! Yo le expliqué que para mi trabajo no siempre están bien

las pelambreras. Javier tiene un poco de vello bien puesto, pero yo, dije, si me descuido, me

salen pelos en los hombros. Era verdad, lo de los pelos a ella también la llevaba loca. Odia-

ba el verano por tener que depilarse tan a menudo. ¡Pero es que tú te depilas entero, claro!,

dijo, con esa voz como quebrada, como con problemas en las cuerdas vocales, con ese

asombro hacia las tonterías que tienen algunas chicas de buena familia.

Le pregunté por la novela que estaba leyendo. La estaba encantando, estaba a punto

de terminarla ya. Cuando se me acabe esta me tienes que dejar tú también la siguiente, dijo.

Está fenomenal. Eva se identificaba con la protagonista, que de pronto, después de la trage-

dia de que se le muriera un hijo en un accidente fortuito causado nada menos que por su

hermano, ya no puede más y los abandona a todos, se va de casa, los deja, como hizo ella,

Eva, aunque, dijo, mi caso es distinto porque yo no perdí a un hijo. Quizá tampoco lo vi
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nacer... Bueno, dije yo, ahora, por lo que dice Javier, estáis a punto. Yo lo que perdí fue un

examen, dijo ella, en el fondo sólo fue un examen, y mira, también lo dejé todo. Ha sido un

buen cambio, desde luego, dije yo; quizás, a la larga, te alegres de todo lo que ha pasado.

Yo no quiero tener un hijo, dijo ella, volviéndose a tapar un muslo con el pareo.

Al hablar sólo era expresiva con los ojos, más claros todavía que los míos, abiertos

de modo que se le veían las niñas enteras, y también con esa oscuridad en los orbiculares

que contrasta con la palidez de la piel y con el blanco de los ojos, pero no con el resto de la

cara, que la mantenía rígida, y hablaba sólo por un lado de la boca, y esa composición del

rostro le daba un aire dramático y al mismo tiempo frío, como se ven las caras en los come-

dores de los hospitales. Había algo de enfermizo en Eva, pero se trataba de una enfermedad

hermosa, de un cansancio genético de las facciones que no afecta a los órganos vitales. Su

tragedia no iba más allá del sufrimiento mental. El cuerpo lo tenía en buenas condiciones.

Me hablaba entre el rumor de niños y el cloroambiente de la piscina y del césped recién

segado. Yo estaba a gusto escuchándola.

Pero lo mejor de la novela, dijo, con ser la tragedia desgarradora, el motivo para irse

de su casa, el haber perdido un hijo, lo mejor, al menos lo que a mí más adentro me ha lle-

gado, es que cuando se marcha de su casa no tiene adónde ir, y ella se va a pasar unos días

al campo a casa de un amigo. Pero el amigo es el amigo del hermano que mató al hijo por

accidente, es que ni siquiera es amigo amigo de ella. Y se va con él. Y tampoco se va por-

que vaya a tener nada con él, porque el amigo es homosexual, y su hermano, el hermano de

ella, el del accidente, también. Y se va con él y reflexiona y está sola, y pasea junto a él

callados los dos por un camino por el campo y se reconoce a sí misma, se encuentra, sabe

quién es ella. Es eso lo que a mí me pasó con Javier. Javier era amigo, bueno, no amigo,

digamos sólo conocido de mi hermano, y a mí en la familia me habían matado por acciden-


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te lo que más quería, toda mi juventud, y yo me marché, me fui al campo a pasear con Ja-

vier.

Eso es muy bonito, dije yo. No, no es muy bonito, dijo ella, porque yo me casé con

Javier. No sé lo que hará la protagonista porque me he quedado cuando estaba reflexionan-

do. Me he quedado pensando en cómo es su amigo y en cómo es mi marido. Mi marido,

qué expresión tan rara, nunca me acostumbro a decirla. Pero era la única manera, ya ves.

Con lo fácil que es abrir la puerta y largarse de casa. Con lo difícil que es tener un amigo.

Un amigo a cuya puerta puedas llamar, dijo Eva.

¿Nos damos un baño?, dije yo, después de un silencio. Quiero decir que no fue un

corte sino un comentario que se dice después de que los dos asienten y están de acuerdo y

hacen un silencio. Fue una de esas interrupciones para seguir hablando en otro sitio, en la

ducha poco antes de entrar a la piscina, antes de que las circunstancias se apoderen de la

charla.

Durante algunos minutos, mientras estuve agarrado a un bordillo porque allí había

tantos niños que no se podía dar una brazada sin que te cayese uno encima o te pegase una

patada en la boca, traté de escoscarme un resto de libido entontecedora que me había que-

dado de la sesión de barro.

Encontré a Eva distinta. Cuando me acerqué a las toallas ella llevaba ya un rato

leyendo. La protagonista había vuelto. Vuelvo porque los quiero, había dicho, después de

unos días en el campo con el amigo. Vuelvo porque los quiero, repitió Eva. Me pregunto a

quién quiero yo, dijo, con quién he de volver, dijo. Esta mujer perdona por amor, pero pa-

rece que decide amar, como si el amor se decidiese. Pero el amor no se decide, dijo. A lo

mejor no es decisión, dije yo, a lo mejor es necesidad, primero queremos amar y después

elegimos a la víctima. ¿Te acuerdas del día de la exposición aquella?, me preguntó Eva.
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Pues después de aquello, cuando salimos, que tú te quedaste hablando con esa chica, nos

fuimos a cenar a un restaurante y Javier me contó la relación que había tenido con Antonia.

Eso es agua pasada, dije yo. Para esa chica no fue decisión, fue necesidad, pero ella no eli-

gió a alguien a quien amar porque quería amar, Javier era uno más de los muchos que habí-

an venido antes y de los muchos que vendrían luego, y ella lo único que decidió fue dejarlo,

pero mientras estuvo con él, por lo que me dijo Javier, fue una verdadera locura. La que

estaba loca era ella, dije yo, tú no sabes el pollo que armó un día en el vestíbulo de la escue-

la, parecía una actriz interpretando a Lorca, qué vergüenza, dije. No, dijo ella, no creo que

sea agua pasada, y el que entonces estaba loco era también Javier, igual de loco que yo pen-

sé que estaba cuando lo conocí, pensé que Javier era lo que yo me merecía, y decidí querer-

lo. Y ahora te arrepientes, dije yo. A mí Lorca me gusta mucho, dijo ella.

Eva se me estuvo quejando hasta que bajó el sol. Javier se llevaba muy bien con sus

suegros. Eva había querido separarse del todo de sus padres, no volver, pero Javier era el

vínculo por el que su madre urdió un reencuentro con su padre, hasta que por fin consiguie-

ron reunirse a comer todos un sábado en el piso de Eduardo y se dijeron cariñosas y emoti-

vas frases de reencuentro familiar. Y desde entonces casi todas las tardes, cuando ella vol-

vía de la piscina, y también muchas mañanas, cuando la madre volvía de tai-chí, iba a bus-

carla para darse un paseo, mirar tiendas y tomarse un café si acaso con sus amigas detesta-

bles. Y todos ahora la superprotegían y el padre había ya movido algunos hilos para que

pronto entrase Eva a trabajar en el bufete de Ataúlfo, y les había dicho que si querían podí-

an mudarse al adosado de Pozuelo de Alarcón, y a Javier le había propuesto que dejase de

ganar desnudo esa miseria y entrase a trabajar en un grupo de comunicaciones vinculado al

gobierno. Con su aspecto y con su voz podría tener una buena oportunidad en el mundo del

periodismo.
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Eva lo contó todo de un modo muy solemne, cada vez más compungido. Sus padres

estaban sellando de nuevo su vida. En la estrategia procesal de su padre, todo era cuestión

de conseguir, por medio de Javier, que Eva volviese al imperio de la ley y después de darse

un descanso, teniendo un hijo o leyendo sus sentencias y los pleitos de Ataúlfo, volviese a

intentar una vez más el ataque a la carrera judicial. Y ella por nada del mundo quería volver

a las oposiciones, a tomar café con náufragos viejos y desesperados y ver cómo corren los

jovencitos por los pasillos para no perder ni un minuto del estudio. Ella no podía volver a

eso. Y Javier a veces parecía un señor mayor. Y su madre lo vestía como si fuese la madre

de su marido, su padre hace treinta años. Le llegaba siempre con camisas y pantalones y

unas zapatillas de estar en casa que a Eva le quitaban por completo las ganas de acercarse a

él.

Vi a Javier al día siguiente, en la escuela. Estaba de muy mal genio. Oye, macho,

me dijo: ¿qué tal si mañana me sustituyes tú a mí en todos los exámenes de Miología, eh?

Porque ayer decidiste tomarte un respiro y yo me comí todos mis exámenes y todas las pu-

tas convocatorias de gracia de Pilar Guijarro, porque tú no estabas y no podía privarse a los

alumnos de esa última oportunidad. ¿Sabes tío cuántas horas posé ayer? ¿Sabes a qué hora

llegué a casa? ¿Sabes cómo llevo la espalda?, dijo Javier.

Bidón no sabía que yo me pasé la tarde charlando tan campante con su esposa mien-

tras él se lamía mis heridas en el sofá. Cuando nos marchamos de la piscina fue la propia

Eva quien me dijo que mejor no se lo decíamos a Javier, porque también había otro pro-

blema, y eran los celos, y estuvo hasta que llegamos a la parada del autobús hablándome de
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lo celoso que era Javier y ella se montó en un taxi. Además, dijo, quería por una vez en su

vida decir algo a alguien con la seguridad de que no iba a estar proclamándolo por la fami-

lia. Soy una tumba, le dije yo.

Así que menos mal. Yo me puse muy digno con Bidón y le dije que si el día anterior

hubiese podido habría venido, sin duda, pero estaba al borde de la grave lesión. Es más, le

dije, la profesionalidad consiste en saber trabajar y saber también cuándo no se debe traba-

jar. Pilar Guijarro podía haber aplazado la convocatoria. ¿Por qué no la aplazó? Pues por-

que quiere irse cuanto antes de vacaciones. De modo, Bidón, que no me culpes a mí por

ocuparme de mi salud sino a ti mismo por transigir con tu jefe. Que es bien distinto.

Vete a tomar por culo, dijo él. Y eso, aunque él lo dijo sin ánimo de ofender, a mí se

me quedó grabado. Me fui otra vez a posar y a la siguiente hora busqué a Rosa. Le dije Ro-

sa, pasa esto. Ya he hablado con Palomares, y esto es lo que me ha dicho. Muy bien, dijo

ella, ¿y qué? Yo creo que es el calor que hacía, lo envueltos en agua que íbamos todos por

los pasillos. ¿Cómo que y qué? ¡Pues que tendremos que decidir si vamos o no vamos, digo

yo!, dije yo. Yo ya no quiero saber nada de eso, dijo Rosa. ¿Pero cómo que no quieres saber

nada de eso? ¿Pero no eras tú la que hablaba de Alfredo con Palomares y la que decía que

no lo había hecho con mala intención? Rosa me miró muy seria y me dijo: Güino, tengo a

mi nieta con constipado, y Lurdes ha encontrado un nuevo trabajo. Estos cabrones no sacan

la plaza de Alfredo ni a tiros. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que nos dijeron que la saca-

rían, eh? Y Lurdes no puede estarse en casa tocándose el higo. Yo no puedo derrochar ya

en viajes de placer para ver a un viejo que se merece todo lo que le ha pasado y más. Javier

tenía razón, lo que pasa es que yo no se la quise dar.

Te retiras, dije yo. Me retiro, dijo ella. Estaba triste, Rosita. Había vuelto a la vida

de siempre, y tenía que adaptarse. El juez fue un viaje fugaz a algo que en el fondo no po-
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día permitirse. Bidón sí. Bidón tenía toda la pinta de haber dado un braguetazo redondo,

sobre todo porque estaba muy enamorado de Eva y había logrado salir del barro. Pero Rosi-

ta no tenía una vida de la que quisiese huir, si acaso mejorarla un poco. El nuevo trabajo de

Lurdes era en los almacenes Zara, vendiendo ropa los sábados y los domingos. Le cambia-

ban el uniforme y cada vez era más provocativo. Todas sus compañeras venían al trabajo

pintadísimas y con unos tops ceñidos y un pantalón con la cintura muy por debajo del om-

bligo, o faldas de colegiala con camisas desabrochadas, o cualquier forma de provocación

que atrajese más clientes. Y ella no era una estrecha. Ella había tenido problemas justo por

todo lo contrario, porque se le calienta el morro con demasiada frecuencia y después se le

vuelve a enfriar, pero eso era explotación del cuerpo no remunerada. Con la mierda de

sueldo que daban a Lurdes ni siquiera pagaban sus horas de trabajo, y mucho menos las

condiciones físicas que se le exigían. Hemos vuelto al tajo, Güino. Hemos vuelto al tajo.

Ese día, antes de salir del trabajo, llamé a Marisa y le dije que tampoco iría. Le dije

dile a Palomares que me he ido a ver a Alfredo y que hasta la semana que viene no volveré.

De acuerdo, dijo, y lo dijo tan rápido y seguro que a mí me dio la impresión de que sabía de

qué estábamos hablando, como si yo le hubiese pasado una contraseña que no es más que

una confirmación. Cuando llegué a casa me di un baño y telefoneé a Remedios. ¿Sigue de

guardia Modualdo?, le pregunté.

Odio la miología. Bidón tiene los músculos alargados, fusiformes, sus fibras muscu-

lares recubren los tendones hasta la misma inserción en el hueso. Los míos sin embargo son

carnosos, globulosos, de tendones más bien largos, sobre todo antes, cuando practicaba los
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esfuerzos lentos. Ahora se han difuminado y son más blandos, y debo forzar demasiado la

postura para que aparezcan. Posar para una clase de miología es una tortura desde el primer

minuto. El profesor, Marcelo, no deja de decirme que la fuerce un poco más, por favor, que

no lo ven los estudiantes, un poquito más, y me lleva a posturas próximas al descoyunta-

miento que yo me niego a poner. Bidón las pone sin querer cuando está leyendo el periódi-

co, eleva y retuerce los brazos para rascarse una zona de la espalda que yo no me podré

tocar jamás, o cruza dos veces las piernas o practica las asanas más extrañas y enroscadas

como si sus miembros le reptasen por el tronco. Yo creo que, aparte de a un médico, a un

fisioterapeura, a gente como Konchakova, poco puede importar una región del cuerpo que

casi nadie nunca enseña. La desnudez es la manera de no enseñarlo todo. Entre dos cuerpos

sin piel no hay demasiada diferencia, y entre dos cuerpos sin grasa, si tienen los músculos

bien formados, la verdad es que casi tampoco. Son los cuerpos ideales de algunos porque

son la nula diferencia, no hay variedades de la idea, la idea es única y eso la hace aparecer

como verdadera. Bidón sólo es buen modelo porque sin tener nada de grasa tampoco tiene

un esqueleto estrecho ni canijo. Si participase en unos juegos olímpicos, su cuerpo sería el

de un corredor de ochocientos metros. Pero ya no tiene acceso a más. Cambiar al cuerpo

más robusto y musculoso de los velocistas o los boxeadores le llevaría muchísimo tiempo

de ejercicios pesados y violentos, y la diferencia sería mínima. Yo en cambio tengo domi-

nados al menos tres pesos distintos, tres diferentes maneras de cubrir los músculos, y nin-

guna transitoria, las tres distintas, verosímiles, definitivas, y en ninguna de ellas tengo as-

pecto de haber tenido antes ninguna otra. Nunca se me queda la cara de pito de los que han

sido gordos, ni la hinchazón de quienes siendo de naturaleza delgada forzaron su piel como

la de los chorizos hasta hacerse muy sebosos. Cuando noto que sin yo controlarlo me estoy

saliendo del peso mayor o menor, cuando peso más de 120 kilos y menos de 100, pongo
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manos en pared, ora con dietas vegetarianas ora ciego de pasteles. El otro peso, el peso en

el que yo me veo más hermoso, es el de 107 kilos, que es el más estable de los tres, el que

menos cuidados requiere, el que se mantiene solo cuando hago la vida que quiero hacer,

estoy equilibrado y soy feliz. Pero en verano, por aquello del calor, suelo bajarme a los cien

kilos, cuerpo de nadador desmesurado, Ulises nadando en las aguas feacias, Ayante vol-

viéndose loco con el olor nauseabundo de su herida, todos cuerpos míticos, clásicos, abun-

dosos y perfectos. Y así había bajado en muy poco tiempo, desde principios de junio, de los

plácidos 107 a los espectaculares 100, pero con todo el trajín de los últimos días ya me

había puesto en 98, y eso que, previendo lo que se me venía encima, comí toda la pasta que

pude y me compré en el supermercado unas latas de cerveza negra. Los pasteles son el úl-

timo recurso.

La profesionalidad empieza pues en los 100 kilos, y termina en los 120. Más arriba

y más abajo sólo existe la enfermedad, la depresión, la mala gana, y eso es mucho más pe-

ligroso que faltar a cualquier obligación, incluida la de no devolver un favor a un compañe-

ro. Un sacrificio sin compensación es un martirio.

Así que me quedé en mi casa. No volví a la piscina, por supuesto. Con una ración de

Eva ya tenía bastante, y con respecto a su marido habría resultado una provocación. Dedi-

qué la tarde a hacer el equipaje. Los horarios de los trenes hacían imposible ir y venir en el

día, aunque tampoco me importaba porque así al menos podría respirar un poco. Pero el

refugio de Alfredo no estaba orilla de ninguna estación de tren, de ninguna línea de autobús

ni a las afueras de ningún pueblo. Debía ir ligero de equipaje, nada más que con la mochila

de marroquinería que me regaló Remedios cuando fueron a Egipto Violeta y ella. Cuando

metí la cámara fotográfica que me había dado Marisa, me sentí como el sicario que mete

una pistola y la disimula entre los calzoncillos bien plegados.


297

Se trataba de que yo retratase a Alfredo, le pegase un tiro con aquella cámara. Es

una situación muy rara esa de tenerle que hacer daño a alguien a quien quieres ayudar. Pa-

lomares me dijo que Alfredo estaba con Barrachina, y que Barrachina, en verano, utiliza un

antiguo refugio de la falange que hay en las estribaciones de la sierra de Gredos. Desde que

se jubiló, todos los veranos se lleva a Alfredo. Alfredo nos decía que se iba al pueblo con

los perros, y en cierto modo así era, porque el pueblo, Los Nardos, está a menos de cinco

kilómetros del refugio. Allí era donde Barrachina tenía el taller. En realidad no era ningún

escondite. Se habían ido, según sus hábitos, al sitio donde pronto estarían cuando terminara

el curso. Lo que pasa es que nadie sabía nada de ellos, ninguna persona en Madrid tenía

idea de dónde estaba ninguno de los dos. Eso, aunque estuviesen en el mismo sitio desde

hacía medio siglo, los daba por desaparecidos.

Saqué un billete de ida con destino a El Barco de Ávila para el viernes, después de

comer. Yo sabía desde el principio que no iba a ser capaz de hacerlo. Sé lo humillante que

hubiese resultado para Alfredo, y sobre todo para Barrachina, que una copia de lo que esta-

ba haciendo él apareciese de buenas a primeras en cualquiera de las heterogéneas y limosas

exposiciones de Palomares. Sabía que no lo haría, pero tampoco gano nada en arrogármelo

como un acto de compañerismo. Me fue imposible, eso es todo. Pero entonces, al meter el

arma en la mochila, tampoco tenía del todo claro cuál era mi obligación. No sólo mi obliga-

ción con respecto a los demás sino sobre todo con respecto a mí mismo, y qué parte de ésta

incluye a los demás y qué parte me incluye sólo a mí.

Tenía la tarde libre y me fui a dar un paseo. Eva se me venía una y otra vez al pen-

samiento. Eva y todas las mujeres que pasaban. En Gredos no habrá mujeres, pensé. Cuan-

do tengo que hacer algo que no me apetece, me esfuerzo en buscar alguna peregrina justifi-

cación egoísta que haga que merezca la pena. La proliferación de cuerpos normales por las
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calles era tal que el instinto me desasosegaba. También es verdad que llevaba algún tiempo

sin evacuar.

Me pasé por la librería para buscar los mapas de la sierra y los Poemas de los pue-

blos de España, de don Miguel de Unamuno, para ambientarme un poco en el sentimiento

castellano. Mientras estaba pagando el libro había a mi lado una pollita que quería pagar

una novela de José Saramago que estaba buenísima, desde mi altura veía nítidos sus pezo-

nes claros y sus teticas de perra bajo una holgada camiseta de tirantes, y el pantaloncito

corto que llevaba se le remetía en la raja del culo por efecto del sudor. Me sentí abrumado

por mi salacidad. Es lo que pasa cuando te dejas alguna puerta abierta, pensé, que entra el

perro que todos llevamos dentro. Casi daba gracias por viajar a un pueblecito castellano

donde no hubiese tantas incitaciones. Los curas eso lo saben bien. Saben que, haya la liber-

tad que haya, los que follan gratis siempre son los mismos, así que más vale consagrarse

como una virtud a lo que de todos modos les habría de suceder. Ellos lo disfrazan de sacri-

ficio, pero no deja de ser un alivio. Me acordaba ahora de la casa sacerdotal, con el frío que

hacía, igual que los niños creen que una estación es una época y el invierno pasado todos

los inviernos y el verano es el futuro. Pero allí por lo menos no me daban molestos ataques

de rijo, que es lo que en el fondo se añora siempre de los niños.

Y bajé a la calle, y me metí en un bar, y no hablé con ninguna mujer. Era un garito

de la calle de la Osa. No está lejos del restaurante marroquí ni tampoco de El Bierzo, en una

de las callejuelas que van a dar a la plaza de Cascorro y que los domingos forman los vomi-

torios del Rastro. El bar está regentado por mujeres, y tiene siempre el suelo lleno de serrín
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y colillas de porro. Las chicas tienen las dos un aire radical que a mí me gusta, un buen

rollo con límites precisos, no tanto ya los ideológicos como los propios de la edad. Una es

lesbiana y la otra no, pero el tiempo y la barra han eliminado de su comportamiento los

idearios, han llegado a la misma conclusión que todo el mundo pero han conservado la ropa

de segunda mano, el pelo muy corto y los clavos de la nariz. Desde el punto de vista estéti-

co, mi generación ha visto evolucionar a gente cuyo final no está previsto porque no ha

sucedido nunca. Lo normal es abandonar las mallas y la estética nómada cuando el rostro

ya no las justifica. Entonces se evoluciona hacia cierta forma de modernidad muy tolerante

con la radicalidad en el vestir pero bastante más discreta. Sin embargo hay gente que pasa

de los cuarenta y la conserva, y tampoco les queda mal, y vemos en ellos que un viejo con

una cresta colorada ya pronto dejará de ser un demente senil para formar parte del grupo de

ciudadanos que toda la vida han sido así, cada vez más orgulloso de llevar un aspecto in-

compatible con cualquier trabajo que implique domesticación.

Ese bar, no obstante, cambia de ambiente según la hora. Por la tarde está lleno de

jóvenes con minis de cerveza o de cubata que escuchan música radikal con la cabeza baja,

los ojos cerrados y un porro en los labios, y por la noche vienen los pájaros, la gente a la

que le ponen canciones de Ray Heredia mientras ellos hablan cada vez con más incoheren-

cia, a veces con mucha gracia. Los de la tarde están al principio de un camino que los de la

noche han elegido como propio. Las ropas juveniles en cuerpos maduros confieren una cu-

riosa estética de resistente que a mí, con las prevenciones necesarias, tampoco me sienta del

todo mal, por lo menos cuando decido que voy a ir a tomar cervezas a ese bar. En verano es

fácil: una inmensa camiseta negra con una estrella roja, unos pantalones cargos amplios

hasta debajo de la rodilla y las sandalias de franciscano. En verano un mismo uniforme sir-

ve para distintos ambientes.


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Como la decantación de la tarde a la noche es en el fondo muy poca, la barra se lle-

na con tres o cuatro individuos y un par de grupos de tres que están sentados sobre los ba-

rriles de cerveza junto a la máquina del tabaco, al lado de los lavabos, más algún otro que

se saca a la calle la cerveza y bebe recostado en la pared o sentado en la acera y aparta los

pies para que pasen los coches. Yo, cuando voy, siempre estoy adentro. Siempre entra gente

a quien mirar con disimulo. Y, pasado el tiempo, siempre entra alguien a quien decir hola

con la mano pero no suponer que se va a sentar a tu lado a darte conversación y amargarte

la noche. Pero a veces ocurre.

Había pasado el rato quitando la etiqueta de los botellines de cerveza mientras me

los bebía, pensando en varias cosas a la vez, en la vida como una enciclopedia breve en la

que sin solución de continuidad se puede pasar de un artículo sobre medusas a otro sobre el

movimiento libertario. El cuerpo freudiano de Eva y las paredes de la casa de mi suegra, el

remordimiento por haberme untado de barro y por no haber terminado mi trabajo. En reali-

dad lo que ocurría era que había decidido tomarme las vacaciones un día antes de lo estipu-

lado, y lo que para otros era ese grotesco descaro de los funcionarios ante las obligaciones

laborales para mí era el sentimiento melancólico de no haber llegado a la meta. Ni a esa ni a

muchas otras.

Estábamos a últimos de julio. La decisión de sacar el billete para el viernes y no pa-

ra el miércoles surgió cuando llamé a Remedios para que me consiguiese una baja y ella me

dijo que ese fin de semana iban a ver si terminaban de acondicionar la casa de Pomona. Ella

se iba a tomar el viernes libre para ir a escoger los muebles más imprescindibles y se lleva-

rían ropa para vestir las camas y vajilla para equipar la cocina. Yo le conté lo que tenía que

hacer ese fin de semana. ¿Y qué más te da, si estás de baja?, dijo ella. ¿Por qué no te vas

mañana y vienes el viernes y nos ayudas un poco a terminar con la pintura? Remedios, le
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dije, ya he sacado el billete, y hay un hombre que depende de mí para no ir a la cárcel. Va-

le, vale, dijo, como no queriendo insistir, como si ya hubiese comprendido que no me ape-

tecía ir y que era capaz de poner las excusas más fantásticas y peregrinas para no hacerlo.

La verdad es que no me apetecía ir.

Cerveza tras cerveza me esforzaba en el propósito de dedicar aquellos días de baja

en Madrid, mientras ellas trabajaban, a algo que les pudiera suponer alguna compensación

moral. Di unas cuantas vueltas sobre los dibujos posibles y el muy poco más de un mes que

faltaba para el cumpleaños de Violeta. Pensé que dibujar la casa de mi suegra era una buena

compensación moral, levantarme temprano al día siguiente y emprender ya entera la facha-

da exterior. La euforia de las cervezas me permitió recluirme un rato en ese pensamiento, e

imaginar el día que se lo diese a Violeta. Me dejé llevar por los pensamientos lacrimógenos

hasta que, cuando cedió un poco la emoción (que nunca llegó a manifestarse más que, si

acaso, en el enrojecimiento de los ojos, que por otra parte nadie vio porque yo miraba las

tiras de papel dorado que sacaba de la etiqueta del botellín), cuando se me enfrió un poco la

imaginación volví a la sensación irrebatible de que no llegaría a terminar ni eso ni nada, y

que aunque le diese al final a Violeta cuatro papeles con los croquis de una casita de cuento

aquello no podría pasar nunca por un regalo importante, quizá ni siquiera por un regalo. Ya

podía empezar a pensar en qué iba a gastarme el dinero que me había pagado Palomares

nada más empezar y que yo metí en otra cartilla que tengo aparte. Luego me puse muy au-

tocrítico, muy autodestructivo. Tú lo que tienes que hacer es estar con ellas, me dije. Serás

capaz de gastarte los trescientos talegos en cualquier chorrada y al final tu único mérito será

que hayas estado presente, que hayas pintado las habitaciones, que hayas ayudado a poner

la vajilla, ni siquiera sabes dónde vas a dormir ni con quién, ves venir a tu mujer en son de

reencuentro amoroso y prefieres venir a este antro de derrotados a ponerte de cervezas y


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repetir muchas veces la imagen de Eva, su cuerpo sentado sobre la hierba, sus ojos claros,

sus labios oscuros.

Volví la mirada a la barra, dispuesto a pedir la última cerveza. Eva jamás aparecería

por un sitio como ese, y el caso es que lo conozco porque me lo enseñó Bidón, porque yo

por mi cuenta no habría entrado. Pedí una cerveza y pregunté qué se debía. Cuando estaba

contando las monedas en la mano sentí que alguien se sentaba en el taburete de al lado.

Espero que no sea la última, dijo. Era Sepelio, el profesor de latín.

Hombre, Sepelio, dije. Había bebido bastantes cervezas y sé que mi sonrisa enton-

ces podía parecer siniestra. Es una forma de que no parezca beoda. El caso es que no sólo

no le molestó que le llamase por el mote sino que se apresuró a pedir disculpas. Quise lla-

marle, dijo. Quise disculparme ante usted, pero ya era demasiado tarde, ya no había nada

que hacer. Yo lo dejé hablar y cuando hizo la primera pausa intervine: como ya no tiene

remedio, dije, mejor será que no hablemos de ello. Pero Sepelio tenía ganas de hablar.

Entre los muchos temas que tocó dijo un par de cosas interesantes. Una, que lo

habían echado del trabajo. Dos, que fue Violeta en persona la que estuvo en el instituto para

decirle que si la aprobaba montaría un escándalo. Sepelio no tuvo ninguna opción. Violeta

no quiso decirle cuáles eran los motivos. Tan sólo le amenazó con telefonear a la asociación

de padres y decir que Patricia Sánchez Romero había suspendido el latín con un dos seten-

taicinco mientras que Violeta Ortega Miravalles, con el examen en blanco, había optado a

matrícula de honor.

Así que la suspendió, a ella y a Patricia, a las dos. Él puso sus notas y las entregó a
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la dirección, y la dirección hizo lo que le dio la gana y aprobó a Patricia. Pero antes de que

saliesen publicadas las notas Sepelio se enteró, y habló con dirección y dijo que si aprobar a

la una era un acto de justicia, también lo era tener en cuenta a la otra su trabajo durante el

curso y concederle no sólo el aprobado sino incluso la matrícula de honor. Les dijo que

aquel colegio no podía desperdiciar la inteligencia de Violeta Ortega ni mucho menos agra-

viarla con el aprobado a una hija de los padres más ricos que había en el colegio, parientes

de los dueños de la gran cadena de supermercados Sánchez Romero, que sólo vende pro-

ductos exquisitos; no podían condenar a una muchacha víctima de un mal momento y con-

decorar a un ceporro como Patricia, que no sólo no llegaba a la nota sino que al final del

bachillerato, y a punto de ir a la facultad de derecho, no sabía lo que era un verbo deponen-

te.

No le hicieron ni caso, sobre todo si lo dijo con esa lentitud anestesiante y con ese

aliento a tabaco negro y a cerveza en fermentación. Pero yo me voy a marchar, dijo. Esta ha

sido la gota que colma el vaso. Ya he fotocopiado unos cuantos curricula y voy a buscar

trabajo en otro sitio. Yo provocaría un despido improcedente, pero no sé cómo, dijo.

¿Debía denunciar yo al colegio? Supuse que antes debería enterarme de si Remedios

ya lo había denunciado, si ya se había movido por su cuenta, si ya estaba al tanto de la caci-

cada. Sepelio hablaba y yo pensé no darme por enterado, no haber hablado nunca con ese

sujeto. Eran más de las dos y me sentía un poco borracho. Al día siguiente había que llamar

a Remedios a primera hora, había que empezar con la casa, había que hacer demasiadas

cosas. Sepelio cogió confianza y pronto empezó a hablarme de mujeres. Con la misma ca-

misa de manga corta y los mismos pantalones de tela, el mismo bigote amarillento y los

mismos brazos peludos, Sepelio era un hurón nocturno. Vivía solo pero se apañaba bastante

bien con las mujeres, sobre todo con las putas. ¿A ti no te gusta ir de putas, Güino?, me
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preguntó, en una fase pastosa de la conversación. A él le encantaba, eran el sol de su vida.

Si no hubiese putas, dijo, no merecería la pena vivir. Esas frases lapidarias de borracho las

frecuentaba bastante. Ahora además hay unas putas que no parecen putas, que son chicas

normales, que no van pintarrajeadas ni se exhiben desnudas en la Casa de Campo ni son

yonquis ni adefesios. Son mujeres normales que se hacen un dinero, o putas que se disfra-

zan de mujeres normales para hacerse un dinero, que de todo hay.

Le dije varias veces que me marchaba, pero él pedía rápido el último botellín, la

última invitación, para celebrar su emancipación de aquel colegio de mierda, para celebrar

la definitiva derrota de las lenguas muertas y a las putas disfrazadas de mujeres normales,

para celebrar que nos habíamos conocido y que los dos sintonizábamos e íbamos a profun-

dizar seguro en nuestra amistad. ¡Toma, Güino, amigo!, dijo cuando yo ya no podía sopor-

tarlo más, ¡te confío un secreto de amigo! ¡Pero nunca digas que yo te lo he dado! Me lo

tienes que prometer. ¿Me lo prometes?, y alargaba la mano y se balanceaba como un tente-

tieso y me enseñaba sus dientes amarillos. Yo le di la mano y me levanté del taburete. Él se

sacó un boli del bolsillo de la camisa, cogió una servilleta de la barra y escribió un nombre

y un número de teléfono. Elvira, 656475814. ¡Pero no se te ocurra decirle que te lo he dado

yo!, ¿eh?, ¿amigo?, ¿eres mi amigo? Yo hice una señal de despedida a la camarera y me fui

hacia la puerta, pero él aún tuvo tiempo de cogerme del brazo. ¿Quieres ver el examen de

Violeta?, me dijo, articulando apenas las palabras. No, ya vale por hoy, Sepelio. ¿Quieres

saber lo que pone? Vamos a ver: qué pone. Sepelio extendió los brazos intentando señalar

el contorno de un folio. Está el folio así, en blanco, dijo, y aquí hay una línea de puntos

para escribir el nombre, y aquí otra línea de puntos para escribir el apellido, y aquí otra lí-

nea de puntos para escribir la fecha, y aquí otra línea de puntos para escribir el curso, y aquí

el escudo del colegio, un libro abierto y una pluma y una escuadra, lo de siempre, y aquí
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hay una línea, y todo lo demás está en blanco, y Violeta escribió su nombre, su apellido, la

fecha y el curso, y luego, abajo, aquí, en medio, en letras así de grandes, Violeta escribió,

con letras mayúsculas: NO TIENES NI PUTA IDEA. Sepelio lo repitió varias veces, no

tienes ni puta idea, mientras me miraba con ojos de perro y sonrisa babosa, meneando la

cabeza de un lado a otro y tratando de llevarse a la boca el cigarro.

Al día siguiente, al ir a levantarme de la cama, noté que había un espacio entre mi

cráneo y mi cerebro. No era una sensación que tuviese que ver con la resaca y por eso me

asusté. La resaca es un dolor punzante en las sienes y el bulbo raquídeo, pero esto, en prin-

cipio, tumbado en la cama con los ojos abiertos, no era doloroso. Era más bien una con-

ciencia viscosa de que estaba dentro de mí mismo, de que no me llegaban las carnes a los

huesos. Al levantarme de la cama noté que había una distinta velocidad de las acciones,

como si la parte interior que no encaja del todo con la parte exterior se moviese más deprisa

que el cuerpo visible, y dentro de mí yo me fuese moviendo como alguien se mueve dentro

de un automóvil. Cuando salí al pasillo, las paredes convergían al fondo y miré al suelo

para no marearme pero antes de llegar al baño me sorprendí pisando las baldosas con mo-

vimientos de caballo de ajedrez. Mientras me ponía la leche estuve a punto de caerme al

suelo. El movimiento de los objetos se congelaba en mis manos, sentía las situaciones co-

mo no sólo vividas todas las mañanas sino en un pasado infinito, ni anterior ni posterior, los

objetos pertinaces detenidos en una posición que sirve para verlos ya siempre igual de des-

nudos, como si la taza de leche o el frasco de colacao fuesen testigos conscientes de algo

muy grave que disimulan callados para no pagar los platos rotos. Me senté a esperar que se
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calentara la leche en el microondas y empecé a sentirme las uñas y a no poder dejar de sen-

tírmelas. Si trataba de concentrarme fuera de mi cuerpo, los números del calendario de la

cocina me bailaban y las manchas del suelo adquirían rasgos de retratos conocidos. Tenía

los maseteros muy tensos y las mandíbulas desencontradas hasta el punto de que no sabía

cómo cerrar la boca del todo, de modo que me mantenía en la postura facial del estreñido,

del que está muy absorto buscando algo en un libro, y no podía dejar de tocarme el pelo de

las cejas. Me venían a la mente recuerdos inoportunos y las mismas palabras de los pensa-

mientos se quedaban en ese temblor detenido de las imágenes que se congelan en televi-

sión, las repetía varias veces y no podía evitar el juego de pronunciarlas hasta que perdiesen

el significado. Volví otra vez al baño y supe que había tocado la pared de la izquierda con

el dedo pulgar las mismas veces que con la derecha, y me detuve a tocar las dos con los

cinco dedos. Me encontraba en la constante inminencia de la pérdida del equilibrio, era

consciente del juego de mis articulaciones al caminar, no podía dejar de sentirme las uñas.

Me preparé un baño de hierbas y estuve relajándome hasta que se quedó el agua

fría. Me tomé un par de buscapinas y me quedé traspuesto. Los golpes en la puerta con los

nudillos ya los oí dentro del sueño. ¿Papá? ¿Estás bien? ¡Ya voy, hija, ya voy!, dije con una

voz ronca, cavernosa, del cíclope que está en la cueva. La verdad es que tenía un aspecto

espantoso. Pálido, con ojeras, sin afeitar, los labios resecos y un sudor insano que me corría

por las sienes.

Había venido a despedirse. Mamá me dijo que te habías puesto enfermo. Pues muy

católico no estoy, hija, esa es la verdad, le dije yo. Ellas se iban ya el viernes después de

comer. Estarían el fin de semana con la abuela para poner las camas y eso y luego se mar-

charían a Valencia. ¿Y lo de Nueva York?, le pregunté. No podemos ir a Nueva York, dijo

Violeta, en un tono de resignación hacia algo que tampoco le importaba demasiado. Mamá
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está preocupada por la abuela, dice que mejor nos vamos antes unos días a la playa y luego

vamos a ver qué tal se lo monta en la nueva casa. También tengo que estudiar, me tengo

que repasar entero el examen de ingreso en septiembre. En fin, ya ves.

Violeta dijo que se quedaba a comer conmigo, que no tenía yo muy buen aspecto.

Estupendo, le dije, ¿te apetece que vayamos a un marroquí? No, dijo ella, prefiero comer en

casa. Tengo la nevera vacía, le dije. Pues nos vamos al mercado y compramos cosas y coci-

nas, ¿no tienes ganas de cocinar? Lo que tú quieras, Violeta, le dije.

Todo el camino hasta el mercado y todos los puestos de fruta se los pasó hablando

de lo que iban a hacer este verano. Mamá dice que primero lo que tenemos que hacer es

relajarnos, pero yo ya estoy muy relajada, yo estoy relajada del todo, a lo mejor lo que quie-

re es que no me relaje tanto. Quiere que salgamos las dos por Valencia de cañas y que va-

yamos a la playa. No sé, papá, yo la veo muy nerviosa. Se pasa el día repitiendo lo mismo

muchas veces. Antes de salir de casa me repite veinte veces lo que puedo hacer, y me pre-

gunta si tengo algún sitio donde ir por la mañana, mientras ella está en la clínica, y no para

de agobiarme con que qué quiero para mi cumpleaños. Le da una importancia excesiva,

creo yo. Piensa que los dieciocho años es algo importantísimo, es lo más importante que

puede ocurrir. Ya ves. Y ocurrir ocurrir la verdad es que no puede ocurrir nada. A mamá le

gusta mucho jugar con los números y con las coincidencias. El otro día me estuvo contanto,

¡otra vez!, que ella también tenía dieciocho años cuando me concibió y que si patatín y que

si patatán. Yo creo que está mosqueada porque no me ve resultado. Voy a cumplir diecio-

cho años y sólo tengo una amiga que tiene un complejo de inferioridad aplastante. ¡A esa sí

que le da miedo cumplir dieciocho años! Le parece que llegar virgen a los dieciocho años

es el primer fracaso serio que puedes tener en la vida. Se desespera porque yo no tengo nin-

guna prisa, ni en eso ni en nada. Dice que en eso me parezco a ti. ¿Tú crees que nos pare-
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cemos en eso? Yo, para empezar, creo que tú tampoco eres así. A ti te importan mucho las

cosas, lo que pasa es que lo disimulas. Mamá nunca disimula nada, y lo que menos de todo

los sentimientos. Según mamá los sentimientos te deben importar y debes expresarlos, por-

que si lo disimulas es como si tampoco los sintieses. Para mamá las cosas no existen hasta

que el otro no sabe que existen. Para ella por ejemplo es raro que yo no me haya disgustado

con eso del latín. Total, ¿es eso lo más grave que me puede ocurrir en la vida? Ojalá, ¿no te

parece? ¿Por qué no me preparas una ensalada de berros como esa que hiciste el último día

que comimos con la abuela?

Violeta hablaba y yo apenas la interrumpía, no más que para que siguiese hablando,

para que supiese que la escuchaba. Su voz era sana, limpia, confiada. En el fondo hacía lo

mismo que su madre. Hablaba conmigo de todo mezclado para expresar que se llevaba muy

bien con su padre, interpretaba la relación que los dos creíamos que, con todo lo que nos

queríamos, era la que por naturaleza nos tenía que salir. Violeta y yo podemos pasarnos

mucho tiempo sin hablar. Más de un fin de semana que ha venido a pasarlo conmigo nos

hemos sentado los dos a escuchar música y a leer un libro sin decir nada hasta que por la

noche nos íbamos a dormir. Pero otras veces yo veo en ella un síntoma del abrumador sen-

tido de la responsabilidad que su madre le ha inculcado desde niña. No sólo es responsable

de sus propios actos y de sus propios sentimientos sino de no colaborar a que los actos y los

sentimientos de los demás sean mejores, o en todo caso no sean peores por culpa suya. Eso

era, según yo lo veía, lo único raro que había sucedido al suspender el latín: lo había hecho

a propósito por alguna razón que entonces no dijo, y haciéndolo ponía en marcha todos los

recursos victimistas de su madre y quizá por un momento pensó que mi estado lamentable

se debía también en cierto modo a eso.

Trataba de interpretar la locuacidad de Violeta y dejarme arrastrar por ella, posponer


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la batalla interior que se me avecinaba en tanto se hubiesen restablecido las comunicaciones

con el mundo real y los suministros para vencer la resaca. Disimulaba la flojera de todos

mis miembros, lo hipersensible que podía mostrarme ante una risa de Violeta o su dedo

señalando un tomate verdadero para la ensalada. En momentos de desequilibrio, el amor

filial produce ataques de culpa.

La llegada del síndrome sólo tiene unos leves avisos, algunos dolores sin importan-

cia que son como los primeros ecos muy lejanos de los truenos, pero sus ataques son masi-

vos, por todos los flancos a la vez, por el entumecimiento físico y por la amenaza del lum-

bago, por la inseguridad y por el frío. Estábamos a 30 grados y yo tenía frío, no epidérmico,

claro, sino una humedad interior, un llevar por dentro la ropa empapada. Me notaba los

huesos, podía sentir su espacio en el interior del músculo, podía sentir con ellos y provocar

minúsculos dolores que eran como la tentación de arrancarse una costra. Demasiado tabaco

en el paladar, demasiadas palabras en el cerebro, demasiado alcohol en la sangre. Y mi hija

me hablaba de su insensibilidad, o eso creí entender. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehu-

mano para compensar su ternura con una actitud desenvuelta en la que ninguno de los dos

fuese consciente del silencio.

Cuando nos tocó hacer cola en la pescadería la conversación se detuvo, hizo un

preámbulo gracioso con la cara que tienen los pescados y nada más hablar del monstruoso

cabracho me soltó de sopetón: ¿vas a venir a mi cumpleaños, papá? Faltaría más, le dije,

pensé que ya te había dicho que sí. ¿Y dónde vas a dormir? Pues, si me dejan, en casa de la

abuela, y si no iré a una pensión, dije. Papá, no me refiero a eso, me refiero a si vas a dor-

mir con mamá o no, ¡ya sé que te vas a quedar en casa de la abuela! ¿Ya se lo has dicho a tu

madre, Violeta? Mi madre no se aclara, dijo, no sabe lo que quiere. Yo creo que lo que

quiere es que tú vayas, eso por supuesto, pero un día me dijo que le gustaría que la volvie-
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ses a conquistar, que ella se dejaría sin ningún problema, se dejaría porque está enamorada

de ti, pero lo que no puede ser es que a ti te importe un comino. Ella cree que tú volverías o

no, que te da igual, que no has cambiado de vida, que si viviésemos otra vez juntos seguirí-

as viviendo solo. Mamá dice que eres muy buena persona, pero no tienes sentimientos. Lle-

va un tiempo que no hace más que repetirlo, a mí me lo repite mucho, me dice que en eso

he salido a ti.

Le preparé una ensalada fría de macarrones con espárragos, aguacate, huevo y maíz,

a Violeta le gusta desde niña, y traté de reorientar el tema hacia algún sitio que no fuese su

madre o su suspenso en latín. Tomé prestado a Alfredo para entretenerla un poco, hablé de

la comida, de las nuevas ensaladas que había descubierto. Estás más delgado que nunca,

dijo Violeta. Le conté mi ajetreada vida, las facetas de mi pluriempleo, las locuras de mis

compañeros. ¿Estás pasando un mal momento?, me interrumpió, en un tono de procedencia

Remedios. Nunca habías dejado el curso sin acabar, dijo en otro tono que ya era Remedios

en estado puro. ¿Te pasa algo? Tengo el alma húmeda, le dije, y le conté una de las histo-

rias que aparecen en El rapto de los modelos. Un modelo romano, un joven portentoso, que

un día, en una fiesta patricia, bebió demasiado, perdió el sentido y cayó al agua de la bahía

de Ostia. Cuando lo sacaron del mar estaba casi ahogado, a punto de expirar. Su alma esta-

ba ya saliéndose de su cuerpo por la nariz cuando lo rescataron. Pero ya había estado muer-

to, se le había mojado el alma, y cuando lo dejaban solo metía la cabeza en un cubo de agua

para volver a morirse un rato. Eso le sucedió, dije yo, porque en aquella época los modelos

no eran profesionales. Ahora, cuando se te humedece el alma, te quedas en casa un par de

días y arreglado.

Violeta se marchó a media tarde. Había quedado con su amiga Almudena para des-

pedirse. Ni que te fueras para siempre de Madrid, bromeé. Ella me miró como si no lo tu-
311

viera del todo claro. La acompañé hasta el metro. Al darme un beso me lo volvió a repetir:

piénsatelo, anda; si duermes con mamá me dejarás un cuarto para mí sola. Y añadió: ahora

necesito mucho espacio.

Nada más volver a casa tiré a la lavadora toda la ropa que tuviese algún mínimo

rastro de tabacazo, alguna lejana huella de la borrachera. Al vaciar los bolsillos de los pan-

talones me salió el teléfono de Elvira, la puta normal. Miré los números. Me senté en la

banqueta de la cocina mientras la lavadora se llenaba de agua. Yo a veces me siento frente a

la lavadora como otros se sientan junto al fuego. Lo hice una vez, de pequeño, cuando la

primera lavadora automática llegó a casa, y todos estuvimos sentados en el cuarto de baño

hasta que dejó de dar vueltas y el pilotillo rojo se apagó, y mi madre sacó la ropa y todos

nos fuimos detrás de ella a la ventana de la galería de la cocina para ver cómo la tendía. Mi

familia terminó ahí la contemplación y no se dedicó a observar cómo se secaba la ropa,

pero yo me quedé asomado a la ventana, y vi cómo en menos de quince minutos las sábanas

mojadas recobraban su blanco arrebatado y se ponían tiesas y el sol de julio las acartonó

enseguida.

A veces estoy mal y me refugio en esas manías de cuando era pequeño. Eso de ob-

servar los procesos mínimos me atrajo desde siempre, el agua del guiso cuando se evapora,

la pasta cuando se esponja, la dama de noche que tengo plantada en la terraza cuando se

abre, en verano, con una flor que es como un kiwi partido por la mitad. A lo mejor era mi

vocación temprana, quién sabe. Quizá cuando mi madre me veía sentado en el banquete de

la cocina mirando cómo se secaba el suelo no intuyó que yo iba a hacer de aquella posición
312

absurda un oficio para toda la vida. Pero algo malo debía de ver cuando me decía que co-

giese un libro, que me pusiese a jugar. Este chico me da miedo, dijo, allá arriba, alguna vez.

Y yo he pensado mucho en ese miedo. El tambor de la lavadora daba vueltas y aquellos

números borrachos eran el certificado de una noche deplorable y el tipo de bajas tentacio-

nes a que me sentía en esos últimos tiempos tan inclinado. Supongo que el miedo aquel

materno era por lo que nos asusta que alguien esté demasiado metido en sí mismo, como si

en su imperturbabilidad se estuviese cociendo alguna malformación del comportamiento,

una psicopatía discreta que puede acabar en el manicomio, como si al ser tan apartadizo,

tan inmóvil, estuviese cultivando brotes de neurastenia en ese suelo que se secaba por co-

rros, y resplandecía luego limpio, oloroso de jabón, recién fregado. Pero yo nunca escondí

nada, nunca pasé de ahí. Ahora sentía el tacto del papel sobado entre las yemas de mis de-

dos. Lo de irse de putas había sido siempre un deber cívico aplazado, una página necesaria

de la biografía. Las putas esperan a que pases por su calle. Puedes hacer un elogio macho

de ellas, o uno romántico, a fin de cuentas yo mismo era una forma muy sofisticada de

prostitución. Pero yo soy muy aprensivo. Es lo que nos pasa a mucha gente, que en el fondo

somos muy aprensivos. La extrema virtud religiosa es que la vida te dé aprensión.


313

IX

Solo aquí en la montaña, solo aquí con mi España, iba leyendo en el tren que me

llevó al Barco de Ávila. Pasé por San Martín de Valdeiglesias, Navahondilla, Escarabajosa,

Lanzahita, Ramalcastañas, nombres colgados en los apeaderos de la vía férrea, tan poco

frecuentes como el tren que los recorre, nombres antiguos, de museo etnográfico, junto al

silbato del jefe de estación, junto a los lentes del revisor. Era un viaje antiguo a un tiempo

antiguo, el corazón de roca viva y la soledad rocosa de la cumbre, Unamuno paseando por

tierras abandonadas para inflar su pensamiento con aire serrano.

En Madrid hacía muchísimo calor. Había que ir despacio por la calle, como avan-

zando por un fluido caliente. La pesadez general del ambiente se instalaba en un perder los

papeles paralelo a una pereza ingobernable. No había hecho nada y me sentía sucio, con

toda la suciedad de haberlo hecho y sin ninguna ventaja, sin un gramo de alegría. Es como

cuando, al principio de marcharse Remedios y Violeta, dejaba que la inercia se fuera exten-

diendo por la casa. Sin tenerla nunca sucia, había veces en que los muebles estaban decaí-
314

dos, los papeles amontonados, los platos meramente fregados. En muy poco tiempo la casa

se tiñe de tiempo. En la fresca transparencia de los cristales y en el brillo de los tiradores

hay una obligación de alegría, una necesidad automática, una forma satisfactoria de no

quedarse jamás a merced del tiempo. Tener la casa limpia como los chorros del agua era

para mí el colmo de la acción, la consecuencia natural de un espíritu activo que sin embar-

go no puede pagarse una asistenta. Pero a veces eso también fallaba. Abrumado por la resa-

ca, escocido de tocar la mugre, más bien de haberla deseado, y muerto de calor, limpiar la

casa ni ordenar los zapatos ni quitar el polvo del estudio no era más que una pena sin re-

dención. La redención era marcharse. Y lo más a mano era la sierra, pero no Alfredo y Ba-

rrachina ni el ambiguo encargo que llevaba, sino una sierra inventable, un lugar en donde

sería feliz los ratos en los que no tuviese que hablar, porque cuando estuviera solo, cuando

estuviera callado, incluso si me estaban hablando, brotarían otra vez las flores de cumbre, el

vuelo de los buitres, la escurraja que a tu cumbre royó la herrumbre con capa de verdor, la

vasta soledad serrana y la eterna mentira del mañana.

Yo tenía bastante con este tipo de entretenimientos. Nunca me habían fallado. Pensé

llegar al pueblo y según viera el panorama quedarme en casa de Alfredo, o buscarme algo

por ahí, en otro pueblo, dos o tres días, hasta que se terminasen los exámenes. Uno en esta

vida necesita certificados de buena conducta, es lo que se pide de los ciudadanos. Se les

pide que lleven un documento firmado por un médico donde se dice que no está en condi-

ciones de trabajar. Se les pide una buena causa para marcharse un par de días a la sierra,

mejor cuando más desagradable haya sido para otros. Rosita no había querido ir. El bueno

de Güino, al final, tuvo que cargar con el muerto.

Pero al bueno de Güino no se le pregunta si le importa o no le importa el muerto, si

lo suyo no es aprovechar cualquier carroña de debilidad que tengan los otros para justificar
315

su tendencia al escaqueo. Esto, en realidad, el único que se lo pregunta es Güino. ¿En qué

piensas?, me decía Remedios. Todas las noches que te quedas en vela, todo el rato que no

lees ni hablas ni ves la televisión, todo el tiempo que estás quieto y callado trabajando en la

escuela, ¿en qué piensas entonces? Eso solía venir a cuento de las muchas veces que Reme-

dios me dijo algo y me pidió que, por favor, pensara en ello, y yo, uno o dos días después,

le decía que no había tenido tiempo de pensar en ello. Ahora también me lo había dicho. Te

lo piensas mientras tomas el aire de la sierra, que tampoco te irá mal, me dijo. Se refería al

viaje con Violeta, a compartir las vacaciones, a irme con ellas todo el mes de agosto a la

nueva casa de mi suegra, a celebrar allí el cumpleaños de nuestra hija. Pero no era sólo pen-

sar eso. Eso se piensa enseguida. Se dice sí porque tampoco tenía nada mejor que hacer. No

tenía, como se imaginaba Remedios, una nueva relación con alguien con quien ya hubiera

reservado dos plazas en un viaje organizado para visitar las pirámides de Egipto. No tenía

intención, como yo le dije, de apurar el trabajo con Palomares y ahorrar un poco para el día

de mañana. Lo único que yo pensaba era en tener a punto el regalo de Violeta. Era mi único

pensamiento serio y también mi único secreto, lo único que tenía que disimular. Los pue-

blos serranos y los topónimos con aroma de tomillo eran integrados de inmediato en mi

único pensamiento, cómo podía utilizar esos paisajes para añadir dibujos a mi regalo. Me

llevé una caja de plumillas y otra de acuarelas, más un cuaderno de campo donde dibujar en

cuatro trazos los bocetos. Quedaba ya menos de un mes, lo único que yo podía hacer era

continuar.

En el apeadero del Barco de Ávila un empleado me dijo que Los Nardos estaba a

unos diez kilómetros por carretera. Me habló de un bar donde podría encontrar a alguien

que me llevara en coche. Eran las seis de la tarde, quedaban por lo menos tres horas de luz,

y la tarde al salir del vagón había rejuvenecido, no era el betún invisible que se masca por
316

Madrid a finales de julio, era una tarde con corrientes de brisa y olores y pájaros. También

pensé que si llegaba demasiado pronto me podrían decir que muchas gracias y que ya me

podía marchar. De modo que emprendí la caminata por una carretera estrecha y cuesta arri-

ba, con jaras en las cunetas y matojos con chicharras y taludes de roca gris, esa rocosidad

enteca castellana, miradores en peñascos berroqueños desde donde se ve la paz inmensa y

amarilla de los trigos, el azul sin nubarrones.

La proposición estética de ese paisaje es muy simple: tiene apariencia de sobriedad,

de horizontes lineales. Tiene poca retórica de bosques y de ríos y de fragosidades. El paisa-

je tiende, en apariencia, a su mínima expresión, que es el instrumento ascético y místico de

la honda manifestación del sentimiento. Todo eso es falso. No cambia más que el color y la

textura, que tiende siempre a ser más polvorienta, pero los matices, las complicaciones y las

formas son más exigentes, por lo menos para mí, que pintar arbolitos en el parque, y siem-

pre caben más líneas de las pensadas porque el misticismo se abarroca enseguida. Quiero

decir que me senté en una piedra a fumar un cigarro y enseguida vi que aquello no se dibu-

jaba con cuatro líneas. Nada se dibuja con cuatro líneas que no sean el resultado de haber

borrado cuarenta. Esto Barrachina lo decía mucho.

Llegué a Los Nardos muy cansado, el corazón dándome botes y un dolor agudo en

los sartorios. Cuando la cuesta empezó a necesitar concentración me olvidé de los dibujos y

de la fauna y flora y sólo pensaba en no aflojar. No sé por qué decidí hacer aquel viacrucis,

porque llegué a Los Nardos hecho polvo. Se conoce que me estoy cristianizando. Me im-

pongo penitencias como las beatas, utilizo los mismos recursos para mantener la salud men-

tal que otros emplean para amar a Dios. Es como esas empresas que han descubierto la ren-

tabilidad de la ética, y que han hecho desaparecer la ominosa figura del jefe por la de un

compañero más. Ellos llegan al amor al prójimo porque así la empresa gana más dinero, y
317

yo estaba llegando a los ejercicios espirituales porque trataba de escapar del barro. Mis sa-

gradas escrituras eran una colección de dibujetes, era casto por aprensión, y ahora llegaba

peregrino de una larga singladura para lavar los pies a los ancianos. A este paso, pensé, me

termino metiendo cura.

¿Pero eso lo pensé al principio, cuando vi recortada sobre un último cielo naranja

butano la silueta del pueblo, o lo tenía ya pensado, o lo pensé durante las largas horas de

silencio que siguieron? ¿Fueron pensamientos que llevaba ya pensados o los usé porque me

resultaban tan hermosos como los poemas de Unamuno? Más bien, supongo, esto último.

Uno no puede tomar en serio sus pensamientos porque tampoco se puede quedar mucho

tiempo con el mismo disfraz. Así como viajar a algún sitio es para mí la ficción de estar

viviendo en ese sitio, igual pensar en algo es creer que lo he pensado desde siempre o que

supone una decisión que me hará pensarlo el resto de la vida. En todo caso, me tranquiliza

estar seguro de que nunca dura demasiado.

Ya casi había anochecido cuando llegué a Los Nardos. La sombra fresca de los ven-

cejos, los niños sucios de jugar a punto de ser llamados para la cena, un burro cargado de

alfalfa y un señor con sombrero de paja que vuelve de regar. Me fui al bar del pueblo, me

bebí una botella de agua del tiempo, porque estaba muy congestionado, y pregunté por la

casa del señor Barrachina. Me mandaron a una casa de maestros. Era una escuela franquista

con las dos aulas grandes en la planta baja y dos pisos pequeños en la de arriba, de paredes

blancas con ribetes de ladrillo rojo en las esquinas y en los alféizares de las ventanas y una

puerta verde de dos hojas a la entrada. Esas casas tienen algo de la casa que pintaría un ni-

ño. La escuela rural se quedó sin niños y el ayuntamiento de Los Nardos se la regaló a Ba-

rrachina como pago por una estatua de la Virgen de los Nardos que figura en el retablo de

su iglesia del siglo XVI.


318

Llamé al timbre, y al cabo de pocos segundos se abrió la ventana de arriba y apare-

ció una mulata que me trató como si estuviese hablando por teléfono. ¿Digamé? ¿Vive aquí

el señor Barrachina? El señor Barrachina se fue a dar un paseo, no creo que ya tarde. Espe-

raré, dije. Un momentito que ya le abro. La mujer, una caribeña entrada en carnes de unos

treinta y tantos años dejados estar, abrió la puerta sin preguntar quién era y refunfuñando

por la lata de las escaleras. ¿Ha oído usted que dicen que haciendo ejercicio se pierde peso?

Pues eso es mentira y se lo digo yo. ¡Qué costaría abrir una puertecita, señor!

La mujer me pasó a un comedor de techos bajos, la mesa en el centro con un hule de

las provincias de España, un aparador de chapa con espejo y un par de sillones enfrente de

la televisión. No creo que Barrachina se molestara en cambiar el mobiliario de los últimos

maestros. La mujer me vio tan colorado que me ofreció un vaso de agua y una silla, y se

estuvo dándome conversación hasta que vino Barrachina. Ella estaba allí muy bien. Ella

había estado cuidando ancianos en Madrid y en Colmenarejo y en un pueblecito de Guada-

lajara, Prados Redondos, que de prados no tenía ninguno, más pequeño que los Nardos, con

un señor muy anciano que se murió y entonces una amiga que está trabajando en una casa

de Madrid le buscó esta casa en Los Nardos. Y aquí estaba muy bien porque tenía el piso

para ella sola, otro piso igual de grande que este para ella sola, y tenía libres los fines de

semana y lo único malo era la puertecita, ¿qué les costaría hacer ahí, al lado del aparador,

que comunica con el salón de su casa, una puertecita y no tener que subir y bajar escaleras

tantísimas veces al día?

Una voz interrumpió sus problemas con la puerta. ¡Olivia! Era la voz timplada de

Barrachina. ¿Lo ve usted? ¡Otra vez las escaleras! ¿Le costaría mucho llevarse las llaves?,

dijo mientras bajaba dándose con las caderas en las paredes de la escalera. Barrachina esta-

ba perpetuado en la imagen que siempre he conocido de él, cuando era el viejo ausente y
319

obsesivo de la escuela y llevaba un traje negro años sesenta y la corbata con el nudo muy

pequeño. Entonces ya era un viejo muy delgado, con mucho nervio, con una dentadura pos-

tiza que le incomodaba y que solía reajustarse con la lengua mientras estaba escuchando a

alguien. Su bigotillo por encima de los labios finos, su pelo intacto, todavía no del todo

blanco, como estancado en el gris, cortado a navaja y peinado muy tirante para atrás, y el

genuino aroma de abrótano que podía embriagar hasta las naúseas a quien estaba muchas

horas junto a él. Entonces le faltaba la chaqueta, pero llevaba los pantalones estrechos de

amplia culera muy subida la cintura, una camisa blanca de algodón arremangada por enci-

ma del codo, unos zapatos de rejilla con la sombra gris de los calcetines.

Así lo recuerdo y así lo volví a ver, y volví a sentir nada más verlo la misma respon-

sabilidad de no decir ni siquiera pensar tonterías, de no pasarme lo más mínimo porque el

viejo tenía muy malas pulgas. Cuando las pulgas se las fumigaron por decreto, Barrachina

se hizo todavía más distante, pero resultó que su autoridad no era administrativa sino moral,

y conservó intacta la capacidad de cantarle a cualquiera las cuarenta, y algunos, como Rosi-

ta, se daban cabezazos contra él, y otros, como Alfredo, le bailaban el agua. Y otros, como

yo, jamás nos dábamos por aludidos.

¡Tú por aquí!, dijo Barrachina, y, por tópico que resulte, es lo último que me hubiera

esperado de él. A él le pegaba más un qué haces tú aquí, a qué coño has venido, pero se le

veía como a esos profesores muy amables de la infancia cuando los veíamos fuera de la

escuela, en una boda, o saludándose al salir de misa con nuestros padres, que se comporta-

ban con una obsequiosidad que les descomponía el rostro, les sacaba una dentadura postiza

nunca vista en clase, donde el profesor, si acaso, enarcaba de vez en cuando los labios, pero

nunca reía. ¡No me digas que has venido andando desde el Barco!, dijo, y volvió por un

momento a los viejos tiempos y añadio: ¡con lo gordo que estás!


320

No será por falta de ejercicio, dije yo, y miré, cómplice, a Olivia, que ya estaba sa-

cando del aparador un mantel para poner encima del hule y unos tenedores pequeños con

mango de plástico vareado para picar. ¿Quieres una cerveza? Olivia, prepárale la habitación

a Güino. Me han dicho en el bar que has llegado sudando como un cerdo. ¡A quién se le

ocurre, hombre! Nos sentamos y Barrachina entró por lo suyo. Bueno, dijo, tampoco estás

tan gordo, la verdad es que has adelgazado bastante, yo pensé que habrías ya explotado,

pero aún te quedan por lo menos diez kilos que perder, ya sabes lo que pienso sobre eso. Y

lo sabía, pero nunca me lo había formulado con tanta sencillez y tan buenas palabras.

Olivia nos puso la cerveza y un plato de jamón y yo encontré que la conversación

no podía seguir alargándose sin más. He venido para avisar a Alfredo, dije. ¿Avisarle?, dijo

Barrachina, otra vez en los tiempos de la jefatura. ¿A avisarle de qué?, ¿de otro reportaje

para el periódico?, ¿de que Palomares lo quiere ver que se pudra entre rejas?, ¿de que me

van a meter a la cárcel a mí también? ¿De qué nos quieres avisar?

Le dejé que terminara. Barrachina, al contrario que a casi todos en la escuela, no me

ponía nunca nervioso. Podía ser más o menos enérgico y despreciativo, podía insultarme

incluso, pero nunca me ponía nervioso. Le dije: Alfredo quedó en libertad condicional con

el compromiso de presentarse cada quince días en el juzgado, pero se marchó y no ha vuel-

to. El juez, al principio, lo dejó pasar. Ahora ha dado un último aviso a quienes puedan de-

círselo a Alfredo. Se da la casualidad de que la única persona que puede avisarle antes de

que la policía empiece a buscarlo soy yo. Me podía haber ahorrado la cuesta, le dije, en

tono, no obstante, de lo más conciliador. Y le dije: no quiero saber dónde está Alfredo. Sólo

quiero avisarle.

¿Quién te ha dado estas señas?, dijo Barrachina. Palomares, contesté, ¿quién va a

ser? ¿Palomares?, ¿de modo que no tiene huevos de quitar la denuncia y ahora lo quiere
321

librar de la cárcel?, ¡vamos, anda! No se trata de su denuncia, le dije. Su denuncia no tiene

nada que ver. Si la policía lo busca y un juez lo declara huido de la justicia el problema no

será la denuncia de un particular. A Alfredo lo cogieron por intento de robo, no por denun-

ciar vaciados. ¡Pero era una forma de denunciar!, dijo él. Demasiado abstracta para que la

gente lo comprenda, dije yo; eso sí, Palomares dice ahora que retirará la denuncia, la suya,

la de difamación y todo eso, pero lo otro es más grave. ¡Lo otro es lo más justo!, dijo él, en

un aire de dignidad anciana un poco patético. ¿Sabe lo que pienso?, le dije, ya reconfortado

con la cerveza y en mi sitio; pienso que todo esto es una cuestión entre usted y Palomares.

Alfredo dice que ésa era la única copia del vaciado que le hicieron hace cuarenta años, y

Palomares dice que usted tenía otra copia. ¡Yo no tengo ninguna copia!, dijo, como si can-

tase las cuarenta, con el puño membrudo sobre el tapete haciendo bailar las aceitunas. Pero

vamos a ver, le dije: ¿no es un vaciado?, ¿no se puede reproducir un vaciado tantas veces

como se quiera?, ¿no podrían haber llegado a un acuerdo para que Palomares reconstruyese

la estatua y le hiciese una copia en escayola?, ¿no podría usted incluso haber hecho una

copia exacta, sin necesidad de todo este jaleo?

He dicho, me dijo Barrachina, muy digno, mirándome a la cara con la pose de los

ancianos cuando dicen sus últimas palabras, he dicho que yo no tengo esa copia. Él habrá

hecho muchas, pero aquella copia está hecha en pasta mezclada por mí mismo. Se puede

copiar el molde pero no los tonos ni las formas. Ese vaciado no se podía reproducir, ya na-

die sabe pintar en alabastro desde dentro.

Olivia estaba esperando en la puerta de la cocina por si el señor le decía que trajese

la cena. El tono de la conversación tampoco aseguraba que no fuese yo a salir por pies si

calentaba demasiado al viejo. Al final ella intervino: ¿les pongo la cena o no van a cenar?

Sí, dijo Barrachina, ponnos la cena. Ya hablaremos de este asunto, que mañana tengo que
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madrugar. Fue entonces cuando vi en su manera de acodar los brazos un pequeño gesto de

cansancio, del abuelo de ochenta y tantos años que era. Vi también a Olivia que miraba con

los ojos grandes muy abiertos al anciano. Él se detuvo en su mirada y vaciló un momento,

lo que le costó comprender a la mujer. Y dile a Alfredo que entre, anda, dijo.

Cuando me volví, Alfredo ya estaba apoyado en el dintel de la puerta que comuni-

caba con el pasillo. Ahí estaba, la efigie romana, una mezcla del César que aparece en el

Astérix y el torero Santiago Martín el Viti. El concepto tópico de nariz aquilina y la mirada

sobria, los ojos acostumbrados a no mirar a ningún sitio como quien mira el horizonte, el

futuro, el más allá. Ese ligero prognatismo, más en la línea de Juan Belmonte, algo más

acentuado por el descuelgue de la piel del cuello, de los dos nervios góticos que le sostení-

an siempre alta la mirada. En algo había cambiado. Él sí que estaba más flaco. Había una

diminuta desproporción entre sus ojos y sus sienes, entre la mandíbula de abajo y la de arri-

ba, entre los mentones y el hueco chupado de los carrillos, como si hubiese habido un des-

ajuste general, el principio de una transformación de movimientos terminales. Los labios,

siempre bien formados, carnosos como una herida abierta, eran ahora una herida a la que le

ha dado mucho el aire, un poco fruncida y reseca y oscura, cuarteada la piel de la cara con

arrugas nuevas que la cuarteaban como huellas de la sed, como la piel de Antonio Chenel

Antoñete.

¿Qué tal?, dijo, y en eso noté que también había cambiado, igual que Barrachina. A

pesar de que salió, como siempre, inmaculado, con su camisa limpia y su chaqueta de pun-

to, le noté más débil, pero debo reconocer, y esto lo hago en su honor, que pensé en una

debilidad moral, en estar muerto de miedo y aparentar valor con poses que simulan digni-

dad pero en sus limitaciones producen pena. Lo que no pensé, porque lo supo disimular, al

menos en el tiempo que estuvimos saludándonos (yo tratando de quitarle hierro al asunto,
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levantándome de mi asiento para estrecharle una mano blanda, sedosa, muy fría, diciéndole,

en tono jocoso, las vueltas que me había hecho dar, alarmándolo en broma del follón que

había montado), lo que no pensé, entonces, fue que su problema no era el frío ni el miedo,

sino que apenas se podía mover.

Para sentarse en la mesa se tuvo que apoyar en el aparador y en una silla y rechazó

la ayuda de Olivia, que lo seguía con los brazos abiertos como se sigue a un niño que da sus

primeros pasos o como a un enfermo que da los últimos. Sus piernas ya no se movían con

movimientos automáticos sino que tenía que esforzarse en controlarlas, y subía demasiado

la rodilla y el pie le colgaba inerte, y se hundía de la cadera izquierda que a primera vista no

tenía sensibilidad o le dolía mucho. Yo lo había visto cojear, lo había visto como esas per-

sonas a quienes se les abren mucho las caderas y caminan un poco descoyuntadas, pero esas

personas, por regla general, caminan descoyuntadas o encorvadas o con bastón hasta que se

mueren de muy viejos, cuando les toca. Esto había sido demasiado rápido. Desde que salió

de la puerta hasta que se dejó caer en la silla pasaron unos segundos aprendidos, un sacrifi-

cio por atenuar las verdaderas condiciones de sus piernas, de haberse acostumbrado a su

discapacidad y a tener medidas las distancias de los muebles.

Yo no supe bien cómo reaccionar. Venía con un cuento de buscas y capturas y me

encontraba un amigo inválido. ¿Tú crees que con esta pinta me puedo presentar a que me

saquen fotos para todos los periódicos?, dijo, nada más sentarse, cuando todo era ya eviden-

te y se bebió de un trago, como si fuese un vaso de vinazo, el vasito de agua que Olivia le

había puesto junto con unas pastillas rosadas y unas cápsulas blancas y rojas. ¿Es eso lo que

te importa?, le dije yo. ¡Ese cabrón no va a salirse con la suya! ¡Quiere degradarme, perdo-

narme delante de todos! ¡Mira el pobre lisiado, que lo van a meter en la cárcel, pobrecito!

¡Y una puta mierda!, dijo.


324

Alfredo, dije yo, no tiene por qué enterarse nadie. Vas al juzgado, te presentas, fir-

mas, dices que no te podías mover, cuentas la verdad, lo mejor que tú puedes hacer es no

ocultar nada, lo haces con discreción, sin que se entere nadie, yo te acompaño y tú entras,

firmas y aquí no ha pasado nada, y te vuelves aquí o donde quieras, y te escondes si te da la

gana y te recuperas con tranquilidad. ¡A saber a qué te habrá mandado Palomares!, dijo,

cuando terminó de tragarse la última pastilla.

Aquello se quedó así. Olivia trajo unos platos de acelga con patata y una tortilla a la

francesa y una pera. Barrachina nos había dejado hablar, al uno que se explayase con sus

maldiciones de fogueo y al otro con sus buenos consejos de samaritano, hasta que dio a

Olivia la señal de servir la cena, la señal que daría un maestro al alumno para que fuese a

encender la luz, y dijo que ya hablaríamos mañana. La cena sirvió para dejar en paz la tra-

ma y la tragedia, como si en el transcurso de la comida el dolor o la preocupación no fueran

tan intensos, como cenan los familiares de un muerto y relajan el aire sombrío e incluso

sonríen con los ojos cansados.

Barrachina tomó la palabra. ¿Cuántos días te vas a quedar?, me preguntó. Pensaba

irme mañana, contesté, y lo que no había sido hasta ese momento verdad entonces sí lo fue.

La casa, a pesar de Alfredo siempre pulcro, a pesar de los guisos de Olivia y de Olivia

zumbando por la casa, tenía un olor de anciano enfermo, algo que por las mañanas se venti-

laba y se perfumaba con los perfumes de Alfredo y de Olivia y el penetrante abrótano de

Barrachina, pero que por las noches se cocía en los dormitorios, salía por debajo de las

puertas y se quedaba pegado en las paredes de la casa. Admiraba por instinto a Olivia de

sólo pensar en las toneladas de indiferencia y alegría que hay que usar cuidando a dos vie-

jos, uno paralítico y el otro con complejo de coronel. Hasta la lejía potente con que friegan

los asilos se contagia de un aroma que nace de la respiración, de la presencia y los humores
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naturales no disfrazables con ningún perfume. Incluso en las cámaras de las marquesas vie-

jas saturadas todas con esencias escandalosas se filtran esos filamentos de aroma corrompi-

do, una incipiente putrefacción nos llega tiempo antes de la muerte como el sombreado

final de nuestra vida. Pronto Alfredo empezaría a no poder lavarse por sí solo, y Olivia ten-

dría que limpiarle el culo. Pronto Barrachina, de pronto, un martes a las siete y veinticinco,

sin previo aviso, sin síntomas ni aceleradas decadencias, empezaría a morirse y su resisten-

cia militar prolongaría meses su agonía y Olivia tendría que velarlo por las noches. Qué

espanto. Y eso, tal y como yo había visto el ambiente, podía suceder mañana. Me daban

ganas de irme al día siguiente porque aquello era pensar en Violeta y Remedios y verlas

como un jardín dulce sin malos olores, mi vida todavía viva como los muebles que Alfredo

necesitaba para trasladarse.

Pensaba irme mañana, contesté. De eso nada, dijo Barrachina, por lo menos te que-

das el fin de semana. Las acelgas con patata me devolvieron, en el silencio de la mastica-

ción, al programa unamuniano. Pero Unamuno y la sierra de Gredos eran ahora el territorio

del tiempo, la residencia de veraneo llena de agonía interior y olor a viejo. De todos modos,

tampoco tuve mucho margen para negarme porque Barrachina no me estaba invitando sino

que ya me había preparado faena. Y Alfredo, de paso, también. Alfredo habló en todo mo-

mento de su parálisis como de una mala racha de la artrosis y de la reúma, pero cuando

empezó a comerse la tortilla dijo que sólo faltaban quince días para la codorniz. Con un

poco de sensatez dijo que igual para la codorniz no se le habían pasado aún esos lumbagos,

pero que para el conejo, que es lo que a él le gusta, a lo mejor ya podía sacar a los perros.

Había que ir a echarles de comer a los perros. Les había llevado comida la semana anterior,

antes de que le diese un dolor horroroso y tuviera que venir el médico. Estuvo tres días en

la cama sin moverse pero ahora poco a poco parece que ya se estaba recuperando. Sin em-
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bargo, hasta que no estuviera un poco más fuerte no podría él sólo subir al refugio.

Todo esto lo fue contando con mucho aparato de caza hasta que Olivia intervino. Yo

ya le he dicho que si quiere subo sola, pero que yo a usted no lo subo. ¡Pero tengo que ver

cómo están los perros!, dijo Alfredo, en un tono no muy alto pero sí lo suficiente para que

Barrachina le chistase y Alfredo bajara humildes las orejas y se callara. No había sido, no

obstante, una orden sino casi una súplica, o como poco una indirecta dirigida a mí. Barra-

china lo dio por hecho. Mañana te acercas con Alfredo, dijo, y le echáis de comer a los pe-

rros mientras yo trabajo. Luego Olivia que nos prepare una paella y por la tarde me echas

una mano a mí. Y luego el domingo si quieres te vas.

Lo dijo minimizando cualquier posible reacción de orgullo. Se supone que yo debía

decirle oiga, oiga, espere un momento, que yo he venido porque he querido y me iré cuando

me dé la gana. En términos objetivos lo merecía, pero no se lo dije. Era el viejo de siempre

que ya no se para en barras de sensibilidades para organizar la vida de los demás. Pero yo

tampoco podía hacer otra cosa y me acordé de Unamuno, y el recuerdo del proyecto de los

dibujos castellanounamunianos era como la imagen de un santo al que se recurre para pedir

tranquilidad.

Cuando terminé de pelar la pera ya le había quitado a todo la importancia. Quizás

Alfredo estuviera recuperándose y su decadencia no fuera tan estrepitosa, y el hecho de ver

a sus célebres perros había sido para mí una posibilidad agradable de imaginar durante mu-

cho tiempo mientras escuchaba las comparaciones de Barrachina. Cuando le pregunté cómo

podía echarle a él una mano me dijo que tenía que cambiar unas cosas de sitio, nada más.
327

Olivia me despertó con los primeros gallos. Había dormido toda la noche como un

lirón, en un colchón de lana (un peligro que entonces, con el cansancio, no advertí), las sá-

banas estaban un poco tiesas y me tuve que poner una manta porque me estaba quedando

frío. En agosto en la sierra las noches son frías. Olivia vino a hacer los desayunos arreglada

ya para marcharse porque ella y otra amiga se iban a pasar el fin de semana en Madrid. Oli-

via libraba todos los fines de semana pero sólo una vez al mes salía del pueblo, el resto los

pasaba en su casa, al lado de la estufa, charlando con su amiga Sandra, o en casa de su ami-

ga Sandra, que también estaba cuidando viejos. Olivia me lo contó todo durante el desayu-

no. Alfredo aún no se había levantado y Barrachina ya estaba en el piso de abajo. El viejito

se levanta muy temprano, dijo, yo no sé de dónde saca la fuerza. Es muy seco, muy severo,

pero a mí me trata bienísimo. Sandra me dice chica tú estás viviendo como una potentada.

Tienes tú casa para ti, tienes un viejo que no está enfermo (porque Alfredo, yo me digo, se

irá, ¿verdad?) y te pagan una buena mesada y tienes enteros los fines de semana. Sandra me

dice chica tú vives como te da la gana. Su casa huele mal. Huele a vaca. Sus viejos huelen a

vaca. Todo huele a vaca. Y Sandra le tiene alergia a la leche. Y yo le digo pero y eso qué

tiene que ver. ¡Tú no bebas leche y ya está! ¿Usted quiere la leche de vaca o del minimax?

Olivia me arregló la mañana, el principio de la mañana. La verdad es que ella se iba

porque yo había venido. ¡Ay gracias a que ha venido usted!, por que si no, con lo malo que

está Alfredo, ¡yo no tengo coraje de marcharme a mi fin de semana y dejar al viejito con

todo! Yo asentí con aires de camaradería, frunciendo los labios, entrecerrando los ojos, pero

no tenía ninguna intención de sustituirla. Aunque, bien mirado, su vida, allí, así, poniéndo-

me el desayuno y rajando llena de alegría porque se iba con su amiga Sandra, me pareció

envidiable. Circunstancias aparte (que echase de menos Cuba o no, que tuviese allí un ma-

rido y un hijo y unos padres o no, que le gustase cuidar viejos y vivir en las montañas pela-
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das o no), ella era, como le había dicho su amiga Sandra, una potentada, o lo sería yo, y en

eso residía la envidia, con mis circunstancias y mi ficticio amor a las montañas. Pero en ese

chollo de vivir en casa propia y hacerle la comida y la limpieza a un octogenario hiperacti-

vo que la trata bien, le paga bien, le da libertad y la deja tranquila estaban sólo Barrachina y

su asistenta, y no, ni mucho menos, el pesado de Alfredo. El señor Barrachina, mire usted,

con lo viejo que es, se pasa entero el día trabajando ahí abajo, pero Alfredo no para de dar

la lata, y más ahora, claro, con lo cojo que está. Y a mí no me gusta cómo me trata, no se-

ñor. Ya le he dicho que la siguiente vez que me mande algo o me diga algo que a mí no me

guste iré al señor Barrachina y le diré: señor Barrachina, o él, o yo.

El problema era Alfredo, el que estorbaba era Alfredo. Le estorbaba a Olivia en su

potentada vida, estorbaba a Barrachina porque no podía trabajar con él, me estorbaba a mí

porque todo aquello era interesante salvo por su presencia, su galopante invalidez. Por no

hacer falta, Alfredo ni siquiera seguía siendo el criado de Barrachina, ni tampoco su mode-

lo.

Pero eso me lo contó después, cuando estábamos con los perros. Alfredo se levantó

mucho mejor. Se apoyaba también en los muebles pero ya tenía otra cara. O quizá yo, con

el descanso de la noche, me había acostumbrado a verlo desplazarse torpemente por la casa.

Olivia dejó de hablar cuando Alfredo se sentó en la mesa. Le dejó las pastillas rosadas y el

vaso de agua, y un tazón de leche con malta soluble y cuatro galletas maría. Enfrente de mí,

de medio cuerpo para arriba, Alfredo volvía a ser el dandy viejo que resulta muy atractivo

hasta que abre la boca. Pero, mientras Olivia estuvo pululando por la mesa, hasta que ter-

minamos el desayuno, Alfredo tampoco habló demasiado. Iremos en el coche del señor

Barrachina, dijo. Nos pasamos primero a recoger las sobras del restaurante y la carnicería y

luego vamos al refugio. El día está un poco picoso. Más vale que vayamos pronto porque si
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no nos cogerá la tormenta, dijo. Olivia salió de la cocina para dar las últimas indicaciones.

La paella estará para las dos, dijo. A las dos y media estará pasada. A las tres me iré. Y lue-

go se dirigió a Alfredo y en tono no tan neutro como hubiese querido ella le preguntó: ¿y

usted con este señor ya no va a necesitar ayuda para bajar las escaleras? No, dijo Alfredo.

Pero sí necesitaba ayuda. Más que apoyarse en los muebles, Alfredo se mantenía a

pulso sobre ellos. En los espacios sin agarraderos las piernas eran muy frágiles, podían fa-

llar, quebrarse con cualquier mínima descompensación del equilibrio. La escalera, estrecha

y empinada, no tenía barandado para bajarla. Barrachina todavía no lo necesitaba. Alfredo

no me pidió ayuda. Y yo, en principio, me puse a su lado para evitar que se cayera escaleras

abajo si es que perdía pie. Lo perdió antes de llegar a la escalera. Se cayó en una postura

ridícula, cada pierna por su lado, como un títere. Yo lo levanté enseguida y cuando estuvo

de pie me adelanté a cualquier excusa tonta por su parte, a que se derrumbase por dentro.

Cógete a mí, le dije. Él al principio me hizo caso, pero cuando íbamos a bajar el primer

escalón dijo: déjalo, déjalo, ve tú solo. Yo te digo cómo y tú vas. ¿Estás seguro?, dije yo.

¡Así no es!, se oyó potente la voz de Olivia saliendo por el pasillo. Usted lo tiene que mon-

tar a él a la espalda, es como lo hizo el enfermero. ¡Te quieres callar!, dijo Alfredo. ¡Ya lo

creo que me callo!, ¡allá los perros y allá las escaleras! Bueno, dije yo, súbete, hombre,

súbete y vamos despacio.

En efecto, los cuerpos que no ejercen ninguna resistencia a la gravedad pesan como

muertos. Bajé aquella escalera como pude, manteniendo el equilibrio y esquivando el cielo

raso. Cuando por fin llegamos abajo, lo dejé sentado en el poyete de la puerta y me fui a

buscar el coche de Barrachina. Estaba en la parte de atrás de la escuela, la que da a los

huertos. Era un Gordini color verde doncella de los años 60, conservado con mimo y una

funda de plástico gris para protegerlo de la intemperie. A esa parte de la escuela daban
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también las ventanas de las aulas. Entreví a Barrachina zarceando por allí, pero el sol me

daba en los cristales y tampoco quise pararme a fisgar ni a interrumpir al viejo.

Alfredo se había vuelto a poner él solo de pie y me esperaba apoyado en el quicio de

la puerta con aires veraniegos y hasta señorones. Siempre me ha impresionado la capacidad

de recuperación moral de los tipos como Alfredo. Acerqué el coche de modo que pudiera

apoyarse en la puerta. Pero él rechazó cualquier otra ayuda, porque ese movimiento tam-

bién lo tenía entrenado para no despertar las evidencias.

Estuvo muy locuaz todo el camino. El frío aquel de Astorga me sentó como un tiro,

dijo. Dijo han pasado ya casi seis meses y esto no marcha como debía de marchar, yo no sé

si voy a poder salir cuando abran la codorniz. Se le notaba contento porque enseguida em-

pezó a hablar mal de todo el mundo. La primera Olivia. Olivia era insoportable. ¿Qué se

habría creído esa manflota, esa mostrenca, esa ñordija? ¡Adonde tenía que estar era en el

puticlub de la carretera, y no haciendo lo que no sabe!

Ahora, desde que Alfredo no se podía mover, la negra bajaba todas las mañanas al

estudio, y él oía desde la cama a Barrachina dando martillazos en la piedra, y Barrachina

nunca daba martillazos si delante no tenía un modelo. Barrachina nunca trabajaba de me-

moria, por lo menos tanto tiempo seguido. Seguro que la foca esa estaba posando ahora

para el viejo. A la vejez viruelas, toda la vida entre venus de Milo y ahora resulta que le

divierten los michelines y las lorzas negras de la buharrona, que no hay manera de enten-

derle una palabra de lo que dice. ¿Tú entiendes algo de lo que dice, Güino? Yo no me quejo

de que me trate mal, ojo, y tampoco me he propasado a la cara con ella, tú me conoces Güi-

no y sabes que yo a la cara soy respetuoso con las mujeres, aunque sean putas o aunque

sean negras, pero me jode que Barrachina me haya guardado tan poco la ausencia. Debería

haber esperado a que me recuperase y seguir con lo que estábamos haciendo. Pero no. A
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rey muerto, rey puesto, que se suele decir. Y yo ahora, aunque quisiera ir a Astorga y tener

arreglados los papeles, yo ahora no puedo, joder, mírame, así no puedo ir a ninguna parte,

compréndelo.

Pues, Alfredo, le dije yo, el juez no va a venir a tu casa a que firmes tu libertad. ¡Ya

lo sé, joder, ya lo sé! ¡Pero es que no hay tiempo! Hostia, Güino, ¿no te das cuenta de que

no hay tiempo? ¿Cuánto tiempo le queda a Barrachina de poder dar martillazos, si tiene

ochenta y seis años, si tiene más años que Franco? ¿Cuánto tiempo me queda a mí de poder

sentarme siquiera, de poder fingir sentado que no soy un paralítico? ¿Cuánto tiempo cuesta

ir a Astorga?

Conduje el Gordini primero por un camino asfaltado y después por una pista de tie-

rra, hasta un claro entre las piedras más allá del que no se podía seguir. Le pregunté si esta-

ba lejos el refugio. Está detrás de aquella loma, dijo. Yo lo miré asustado. ¿No me harás

llevarte a chinchín desde aquí hasta el refugio, verdad? Alfredo se puso serio, si hubiese

podido insultarme lo habría hecho. Mira detrás de aquel pino, dijo al final, debajo del man-

tillo. En el hueco entre dos raíces había un plástico que cubría una silla de ruedas plegable.

¿Pero se puede saber por qué tienes esto aquí?, le dije. Era una silla vieja de sanatorio, con

las barras de hierro peladas del uso y arrobinadas por la lluvia. ¿Por qué no la tienes en ca-

sa?, le pregunté. ¡Qué dirían en el pueblo!, dijo él. Era vieja pero estaba en buenas condi-

ciones, mejores que el trecho que separaba el coche del refugio. Alfredo se dejó caer en ella

también con movimientos aprendidos. Su mal no era cuestión de una semana. Alfredo se

había privado de piernas hacía más tiempo, tampoco yo quise saber cuánto. Pero no se ma-

nejaba mal del todo en la silla por aquellas trochas. Yo iba detrás con el saco de los desper-

dicios a las costillas y sólo tuve que empujarle por un par de repechos que no se podían

vadear.
332

El refugio estaba en un pequeño descampado, a salvo de la peligrosa protección de

los pinos y los alcornocales. Era una casilla de la misma simpleza franquista que la escuela

donde vivían en el pueblo. Allí, en tiempos, según me contó Alfredo, él y Barrachina pasa-

ban los meses más achicharrantes del verano, no tanto por las temperaturas, que en la sierra

nunca son exageradas, sino por las bandadas de críos que venían a veranear. Hace ya por lo

menos diez años que no subimos aquí, se conoce que Barrachina ya no necesita tanto ais-

lamiento, dijo Alfredo, en un medio tono que hubiese querido ser malévolo pero resultaba

casi desconsolado.

Ese refugio nunca perteneció a Barrachina, pero cuando dejó de ser utilizado por las

patrullas de la guardia civil, por medio de un pariente, Barrachina consiguió que le dejasen

mantenerlo en pie. Ahora los cristales están rotos y adentro ladran los perros. Hay rejas en

las ventanas y un candado en la puerta con cadenas de mazmorra, pero dentro el suelo está

lleno de mazacotes de yeso y cañizo que se caen del techo y las goteras persistentes han

hecho agujeros sobre las losas rojas del suelo. En el diminuto porche de la entrada queda-

ban restos de hogueras, las tapias del corral estaban llenas de mierda de excursionista. Esto

no es muy seguro, le dije, tratando de empujar la silla por encima de los cascotes.

A un lado del cuarto principal había una puerta también amarrada con cadenas de

hierro. Ahí había dos camas antes, dijo Alfredo, y los perros los tenía en el corral, pero es-

tos perros son muy golosos, cualquier cabrón que venga de paseo se los podría llevar. Qui-

zá por eso el perro que nos salió a recibir nada más descerrajar la puerta no fue un cazador

valioso sino un mastín babeante y agresivo que se puso a olerme y a ladrarme y a mí se me

heló la sangre. ¡Too, icho, too!, vino a decirle Alfredo en su lenguaje venatorio, y el animal

obedeció, se salió a la calle y nos dejó pasar. Dentro había dos ejemplares hermosísimos y

un penetrante olor a perro.


333

Postura es aquella que implica una leve detención en el transcurso del movimiento,

decía Barrachina en las clases de anatomía, a propósito de los podencos. Alfredo estaba

muy contento. Los podencos, una podenca y un podenco, se anillaban en torno a la silla de

Alfredo y replegaban sumisos los grandes orejones faraónicos, o se sentaban frente a él

para esperar comida, las orejas pitas, y lo miraban con sus ojos amarillos. Eran muy curio-

sos. Tantos años oyendo hablar de las virtudes anatómicas del podenco en boca del viejo

Barrachina y aún no había caído en la esencia de sus explicaciones. Alfredo los trataba con

frases cariñosas. Ita, ita, yaa, yaa, mch, mch, fiuu, fiuu, decía para estimular los lloriqueos

de los animalicos, y luego les decía perlas como capullo, chorrete, bandida, macandón, cu-

carrilla, ganforrete, picha de oro, etc., y los perros se le subían a la silla, le apoyaban las

patas en las piernas secas, le olisqueaban la cara y le lamían el cuello. Y Alfredo se dejaba,

sonreía y les retorcía las orejas y les daba fuertes palmadas en el pecho y otras caricias viri-

les que se hacen a los perros. Toda la intocable prestancia de Alfredo era invadida por un

constante magreo canino que Alfredo correspondía con carcajadas y frotamientos. Me di

cuenta entonces de cuál era la gracia de aquellos perros: su esbelta, aristocrática figura,

conservada intacta la pura raza desde la época de las pirámides, aislados y salvajes en las

islas Baleares durante milenios, ese perfil tan distinguido es el mismo que tienen los chu-

chos de los pueblos, los perrigalgos mestizos que hozan por las basuras junto a un poblado

de chabolas. La línea de la extrema pureza se encuentra con la de la extrema humildad.

Cuando Alfredo se hartó de acariciarlos y de hablarles no sólo con palabras extrañas sino

con timbres raros, como hablan los pastores al ganado, me dijo sus nombres: esta se llama

Sota, porque es que es una sota, mírala, dijo. Era una perra ya adulta, Alfredo me explicó

que había parido hace no mucho, que ya le costaba mucho repretarse otra vez las tetas. Era

blanca, despeluchada, con las orejas coloradas y unas gotas de canela en las patas y en el
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nacimiento del rabo. Éstas de pelo duro van bien para el conejo porque se meten mucho

entre las zarzas, dijo. El otro, un macho joven, se llamaba Güino, como yo. Era berrendo en

colorado, las patas y el pecho blanco y una mancha grande canela en la lomera. Este era de

pelo fino, como los que Barrachina nos enseñaba para explicar su teoría de los tendones.

¿Este es el que hace veinte años se llamaba Güino?, le dije. Es descendiente suyo, dijo Al-

fredo, repartiendo la comida en las cazuelas. Y dijo: yo siempre he tenido un perro que se

llama Güino.

Salimos a la pequeña era que había junto a la casa. Los perros se fueron corriendo

por el sotobosque hasta las primeras peñas, y allí se perdieron. No te preocupes, dijo Alfre-

do, ya volverán. El mastín parduzco se había calmado con los despojos y babeaba en la

puerta del refugio. Eran las diez de la mañana pero el sol no había terminado de salir, y más

allá del barranco de alcornoques el cielo se cuajaba de nubarrones. Es el momento antes de

las tormentas en que el aire huele a lluvia, y la luz cambia tan deprisa como se mueven a lo

lejos los derrames de las nubes. No había sol castellano para cantar al corazón de piedra.

Era un estar inminente, y por lo tanto detenido, por lo menos hasta que volvieran los perros.

¿Te acuerdas de que una vez me preguntaste qué clase de toro era yo?, dijo Alfredo,

sentados yo en una piedra y él en la silla de ruedas, fumándonos un cigarro. Alfredo enton-

ces me contó uno de sus momentos de gloria, cuando aún no había cumplido los treinta y

era un animal hermoso. Las historias importantes de Alfredo siempre se refieren a esas fe-

chas, pero no porque llegase a lo más alto de su carrera, sino quizá porque llegó a lo más

bajo. Alfredo ha hecho muchas veces de florero, de acompañante, de bigardo rubio que

sonríe en una esquina de la foto, al lado de una joven actriz americana. Yo a veces también

lo hago. Poco, porque para ser un buen florero debes ser desconocido. Todo el mundo debe

preguntarse quién es ese nuevo acompañante que lleva la famosa actriz, o el famoso actor,
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o la marquesa revenida, o el hombre de negocios disoluto. A Alfredo, entonces, años cin-

cuenta, lo contrataban para vaciar soldados en los monumentos funerarios y para llevar a

las marquesas a los toros. En el Valle de los Caídos se esculpieron cuerpos de legionarios

con el torso nacional de Alfredo, pero cuando se trataba de marquesas lo que se valoraba en

él era su aspecto extranjero.

Hace muchos años, dijo Alfredo, una mujer me contrató para ir a la finca de un tore-

ro. La pobre estaba loca por él, se gastaba un dineral para ir a verlo a todas las plazas.

Siempre iba acompañada porque en aquellos tiempos una mujer no podía ir sola ni a que la

enguilara un matador. A veces también buscaba compañía para ver si daba celos al torero.

Tú imagínate los celos que puede tener un torero. Pobre mujer. En fin, el caso es que yo la

acompañé varias veces porque pagaba bien. Una temporada me recorrí las plazas de media

España. Entonces fue cuando me entró la afición. Siempre en barrera, siempre los mejores

hoteles, los mejores trajes. Tú no has vivido eso en tu vida, Güino, pero yo sí. Además

siempre tenía mucho tiempo libre. Al principio tenía que aguantar con la mujer para ver si

el otro se ponía celoso, hasta que llamaban por teléfono al hotel y entonces yo ya podía

irme a conocer la ciudad. Hice mucho turismo por aquella época, Güino. Entonces me di

cuenta de lo grande que es España.

Una vez la invitaron a una fiesta campera, allí había ministros, banqueros, coroneles

y unas mujeres muy guapas. Aquello era la hostia, Güino, la hostia. El torero, y no me pre-

guntes qué torero era porque no te lo voy a decir, ni el de la mujer tampoco, se acababa de

casar entonces, y la mujer que me contrató estaba desesperada, te lo puedes imaginar. Se

pasó la comida entera pidiéndome el pañuelo. La otra, la recién casada, era una niña muy

mona, se llamaba Beatriz. Alta alcurnia, Güino, alta alcurnia. Sólo el anillo que llevaba en

el dedo vale más que todo lo que le puedas regalar tú a tu mujer en toda una vida de matri-
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monio. Era muy dulce, muy inocente. Se notaba que había ido a colegio de pago, ya lo creo.

Nosotros, la mujer y yo, estábamos justo enfrente del cabrón aquel y su esposa, Beatriz. y él

no paraba de hablarme a mí, se conoce que por no meter la pata, porque ya te digo que la

otra, la mía, estaba histérica perdida, no paraba de fumar, en aquella época. Y él venga a

preguntarme, si me gustaban los toros, si había visto alguna vez las faenas del campo, si me

gustaría torear una vaquilla... Y de pronto va y le dice a su mujer oye, Bea, la llamaba Bea,

¿por qué no llevas a este amigo a que vea a Tentador? Y la mujer se levantó como si la

hubiesen mandado a fregar, oye. Se acababan de casar y ya la tenía domesticada, y eso que

ella era de familia rica. Ella no era ninguna pringada, eso te lo puedo asegurar. Así que na-

da: nos levantamos de la mesa y nos fuimos a dar una vuelta por la finca. Los ministros y

los banqueros y los coroneles se quedaron hablando de sus cosas, tampoco había mucho

que disimular porque la mayoría iban a lo que iban, el torero les ponía las putas y ellos

hacían la vista gorda. Menudas orgías que se preparaban allí, Güino, menudas orgías.

El domingo anterior, el capullo aquel había indultado un toro en el puerto de Santa

María, y después de la corrida fue y se lo compró al ganadero. Lo tenía en su casa, como un

trofeo. Beatriz y yo fuimos a verlo a unos corrales donde lo tenían metido hasta que se le

cerrasen las heridas. Era uno de los últimos veraguas de verdad que se han lidiado en Espa-

ña, antes de que les aguasen la sangre y se quedasen en nada. Era precioso: zancudo, de

mucho cuello, muy descarado de cuerna, badanudo... Parecía el toro de las cuevas de Alta-

mira. Una cosa seria, Güino, una cosa seria. Había sido muy bravo y encastado. No hacía

más que repetir las embestidas, se recrecía en los castigos, y cuando por fin sacaron el pa-

ñuelo rojo del indulto seguía enmorrillado y ofensivo, como si acabara de salir de los corra-

les. Beatriz me contó que llevaba seis trayectorias de puyazo, había sido muy difícil de cu-

rar. No hacía más que rascarse las cicatrices con las púas de la alambrada. Parecía un alma
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en pena. Jamás se acercaba a ninguno de los otros toros, y cuando pasaba junto a ellos por

obligación le tiraban cornadas e intentaban darle por el culo. Beatriz me dijo que no estaban

seguros de que alguna vez valiese para semental. No sé quién me daba más pena, si el ani-

mal o ella.

Alfredo se quedó mirando el valle. ¿Se curó al final?, le pregunté. No sé, dijo tra-

tando de girar las ruedas de la silla. No he vuelto a ver a esa mujer, dijo. Mientras yo daba

la vuelta a la silla él cambió de conversación. La de veces que he ido a cazar por esos pe-

ñascales de ahí, dijo. ¿Y no te pueden multar por tener sueltos a los perros fuera de época?,

le pregunté, por decir algo. Los perros no cazan sin mí, dijo. ¿Te gusta el perro?, dijo, des-

pués de un momento. ¿Güino?, dije yo. No te lo tomes a mal, me dijo, yo siempre he trata-

do bien a los perros. Ahora porque no puedo, pero antes me venía andando todos los días a

echarles de comer, y los dejaba sueltos y por la tarde volvía otra vez a cerrarlos. Ellos, si

están sueltos, no se irán con nadie, pero si están cerrados son un poco cobardes. Por eso

traje al pedazo de carne este, para que asuste a los ladrones. ¿Te gusta el perro?, repitió. Es

precioso, dije. Te lo regalo, dijo Alfredo. Espérate a ver cómo estoy para el conejo y des-

pués vienes y te lo llevas, dijo.

Ese último acto suyo de egoísmo me sirvió de alivio porque sólo me faltaba ya un

perro en mi casa, pero si no hubiese sido así tampoco habría encontrado argumentos para

negarme. Es posible que aquel chucho fuese la parte más valiosa de su herencia. Los perros

volvieron a un silbido potente de su amo. Traían la lengua afuera y un gesto como de agra-

decimiento por haberlos dejado expansionarse. Alfredo los acarició un buen rato, sobre

todo a Güino, al que informaba de su nuevo destino. Mira este señor, Güino, le decía, a

partir de septiembre vivirás con él. ¡Me cago en dios, con las liebres que tú tenías que ca-

zar! Ahora cazarás gatos en el Palacio Real, por allí por los jardines del Moro tienes mu-
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chos, y también en las laderas de las Vistillas, cerca de tu casa, y como tu dueño es tan pán-

filo seguro que acabas durmiendo en el sofá, que lo veo yo, Güinillo, que lo veo yo.

Olivia nos tenía preparada una paella tropical. Guanajo, curiel, chícharos, regaderas,

habichuelas y otros frutos de conuco, según la somera descripción de ingredientes congela-

dos que vendían en el minimax del pueblo. Luego la sacó a la mesa y resultó ser la paella

valenciana de toda la vida. ¿Lo ves?, decía Afredo, ya sentado en la mesa, lavado y cam-

biado de ropa y sustituido el penetrante olor a perro por el penetrante olor a Varón Dandy.

¿Lo ves?, no hay dios que se entere de lo que está diciendo. A mí no me jodas, Güino, yo

creo que lo hace adrede. ¡Ya ves, qué manera de tomar el pelo, llamarle regaderas a las al-

calchofas! ¡Y luego le dices que le ponga unos torreznos y unos cachos de longaniza y no

se entera! Mejor que no se entere, pensé yo entre mí, porque la paella estaba estupenda y no

le faltaba de nada. ¡A mí déjeme de torrejas y de discursos, que usted está fuera del potaje!,

cantaba Olivia desde el fondo del pasillo. Alfredo la miraba de reojo, sin saber si le había

insultado o no.

Barrachina se sentó a la mesa de muy buen humor. Los pantalones grises muy sub-

idos, la camisa remangada por encima del codo, jovial de haber aprovechado la mañana.

Olió la paella, apretó los labios y asintió un veredicto definitivo: hoy vamos a comer paella.

Luego se extendió en una lección magistral sobre la paella. Cuando vino esta muchacha a

casa, dijo, la cogí y le dije mira ven, chiqueta, ven que te voy a enseñar a hacer una paella,

y desde entonces hace las paellas estupendas, no se le va nunca la mano en nada, y eso que

algunos productos no se comen en su tierra y ha tenido que aprender a utilizarlos sin pro-
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barlos. Estamos muy contentos con Olivia.

Ese día no sólo comí muy bien sino que aprendí la esencia de la paella, que venía a

ser la misma esencia del podenco que yo creí percibir en el refugio: los elementos más a

mano y más humildes preservados en un aristocratismo de delicatessen. Alfredo también

estuvo más animado. Su invalidez no salió a la conversación en ningún momento, y escu-

chó con atención de discípulo fiel que no entiende nada las eruditas explicaciones de Barra-

china sobre las genuinas paellas de La Albufera. Siempre ha sido así. La relación entre Al-

fredo y Barrachina es difícil de entender si no se les ha escuchado durante muchos años.

Pero escucharles era difícil: a Barrachina porque sólo hablaba para dar lecciones y a Alfre-

do porque sólo hablaba para insultar. Por debajo de los ladridos y de la doctrina siempre ha

habido algún retajo íntimo, algún momento de debilidad.

Acabada la paella, Barrachina dijo enseguida que no quería tomar postre ni café,

que estaba muy cansado y que se iba a echar la siesta. Alfredo se fue a poner las piernas en

alto, a ver si le reaccionaban. La comida nos había dejado sin fuerzas para dignidades, así

que me levanté y lo ayudé a llegar hasta su cuarto, lo senté en la cama y me fui antes de que

me lo dijera él. Me volví a sentar en el comedor, estuve leyendo un rato. Oí llegar un coche,

un Renault-6 que al abrirse destapó un frescor de voces de mujer. Olivia se subió a la parte

de atrás y el coche arrancó hacia la carretera del Barco de Ávila. Conforme se alejaban vi

que ya teníamos encima la tormenta, que ya no tardaría en descargar.

Volví al sillón de eskay, a leer otro rato. Sólo se oía el reloj y los ronquidos de Al-

fredo. La temperatura era muy agradable. Unamuno me cansaba un poco, estuvo bien para

el viaje de ida, para el peregrinaje y el deslumbramiento, pero no para tener que cerrar las

ventanas porque está empezando a llover. Cuando todos se fueron a la cama, curioseando

en los libros que Barrachina tenía en el salón, nada de valor (la valiosa biblioteca se quedó
340

en la escuela, es la que ahora me arropa), encontré un curioso tomo de vidas de santos de

Pedro de Rebadeneyra con varios grabados de Boetius Adams Bolswert sobre dibujos de

Abraham Blommaert, en especial la imagen de Santa Eufrosina virgen, tumbada incons-

ciente sobre un montón de heno, con un crucifijo en la mano derecha y la teta fuera, y los

dos monjes devotos, uno de los cuales ora y el otro se duele y echa un reojo con esa mezcla

de horror y de vicio con que se mira los desnudos de los muertos. Eran dibujos con cierto

aire de enciclopedia infantil que resultaba macabro y entrañable. Eran también muy fáciles

de reproducir, pero salvo mi extraño acercamiento a la santidad no había nada interesante

que pudieran sugerirle a Violeta. Quedaba tan poco tiempo que ya no me lo planteé con

urgencia sino con melancolía. Estaba como esos estudiantes nerviosos que han abandonado

por falta de tiempo para preparar bien el examen y el tiempo que no tenían sigue corriendo

con desesperante lentitud.

Dibujé un perro pero me salió mal. Lo estuve intentando con un viejo en una silla de

ruedas y también me salió mal. Lo intenté con el refugio abandonado, con la luna del apa-

rador, con la caricatura de Unamuno. Más que dibujos me salían risas flojas.

Barrachina se despertó enseguida. Con veinte minutos de cabezada ya tenía bastan-

te. Se metió al baño, se aseó y volvió a salir con los pantalones muy subidos, el poco pelo

muy tirante para atrás, las gafas con ceja negra. Ven conmigo, me dijo, al cruzar muy rápi-

do y a pasos cortos el saloncito donde yo me aburría, y lo dijo igual y cruzó igual que lo

hacía en sus tiempos de director de la escuela, cuando utilizaba los modelos como estatuas

articuladas y semovientes que iba usando y dejando de usar a base de órdenes mecánicas,

sin conminación y sin respeto, sin estridencias y sin cortesía, como una prolongación más

de su pensamiento concentrado en lo que tenía que hacer al margen de las personas.

Bajó la escalera, yo le seguí, nos metimos en su estudio. Entonces se comportó co-


341

mo cuando después de una larga lucha sindical nos hicieron a los modelos funcionarios

subalternos. Hay que trasladar esa pieza a ese rincón y cargar esa otra pieza en un camión

que va a venir ahora a las cinco, dijo. Una de las dos piezas era del tamaño natural de Al-

fredo, y estaba cubierta con una tela basta de estameña. La otra, mucho mayor, de más de

dos metros y medio de alta y un diámetro de otros dos metros, estaba ya embalada con plás-

ticos y correajes. ¿Esta también?, dije yo, con afable ironía. No, dijo él, ésta la vendrán a

cargar. ¿Puedo verlas?, dije. Él se quedó plantado frente a mí, cruzó los brazos y me miró

de abajo arriba. Pues no, no las puedes ver, dijo.

Pero por lo menos me dio una explicación: esta no la puedes ver porque habría que

desembalarla, y esta otra tampoco porque no sería ético. ¿Es Alfredo?, pregunté. Sí, es Al-

fredo, dijo. ¿Y no me puede explicar qué es, aunque no la vea? El viejo había cruzado las

manos por detrás de la espalda y miraba la estatua con el cuello muy estirado. Esto es un

monumento funerario, dijo. Hay muchos monumentos funerarios con el cuerpo de Alfredo

que se pueden ver, protesté. Mira, Güino, puedes ver lo que quieras, puedes olfatear en lo

que quieras, pero esta pieza déjala en paz. Es Alfredo, ya sabes cómo es Alfredo, y además

no está terminada, su cuerpo avanza más deprisa que mis manos. Este muchacho se está

deteriorando de mala manera. ¿Qué le ha dicho el médico?, pregunté. Qué va a decir, dijo

Barrachina: que la artrosis se lo está comiendo. Exceso de trabajo, puntualicé. Al viejo le

salió el cuchillo por la lengua. De eso nada, dijo, Alfredo no se machacó las articulaciones

posando. ¡Yo sé lo que resisten las articulaciones de un hombre! Alfredo tiene los huesos

blandos desde que nació, y se los machacó pasando hambre y jugando a la pelota y destro-

zándose los talones de tanto andar de caza los domingos, pero no posando, amigo mío, no

posando. Esta factura no es mía. ¿Qué os pensabais que yo hacía con Alfredo? ¡Lo mismo

ni más ni menos que hice contigo y con todos! ¿Te duele algo a ti de los años que posaste
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conmigo? No, no me duele nada, contesté.

Esta otra, dijo Barrachina zanjando la visita a la escultura tapada de Alfredo, es un

encargo. Está en barro sin cocer, si le quito los plásticos se resquebrajará. Vienen ahora

unos chicos que tienen un albergue ahí abajo en el río y se dedican a la cerámica popular.

Usan un antiguo horno de leña de antes de la guerra, y la verdad es que sacan unas coccio-

nes muy bonitas. Pero esto durará sólo hasta que hagan el molde, porque esto va en hierro,

es una especie de tinaja.

El estudio de Barrachina eran las dos aulas juntas de la escuela del pueblo, tal y co-

mo quedó cuando dejó de haber niños. Barrachina tiró el tabique para que hubiese más luz,

pero él se apañaba para trabajar en la antigua tarima, y los materiales los tenía en la parte

posterior, en el aula vacía. En la parte de la entrada quedaba el encerado basto, emblanque-

cido, los pupitres de formica, con las sillas bajas para niño, y fósiles de gomas de borrar, y

un mapa colgado de las provincias de España. La escuela dormía en un verano eterno en el

que ya sólo le daba vida la presencia del maestro.

Yo tenía que llevar la estatua cubierta de Alfredo desde la tarima, junto a la mesa

del profesor donde Barrachina ponía los martillos y los escalpelos, hasta la parte de atrás

del aula, donde se amontonaban cara la pared algunos cuadros y había un banco lleno de

figuras pequeñas. Yo te ayudo, dijo Barrachina. No, mejor que no. Si no pesa demasiado,

yo solo la puedo llevar, le dije. Me daba no sé qué que me ayudase un señor de ochenta y

tantos años. Hice algunas paradas pero no fue difícil, porque el peso de la estatua era el

mismo que el de Alfredo. ¿De qué está hecho esto?, le pregunté. Es una mezcla, me contes-

tó, pero ten cuidado con las patas del pupitre que si la arañas la has jodido, Güino.

Cuando por fin la dejé en el fondo, donde él me dijo, me invitó a ver las figuritas en

que se había entretenido estos últimos tiempos, sobre todo desde que a Alfredo le había
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dado el paralís. Había estado trabajando en madera. Eran figuras campestres tradicionales,

la aguadora, el padre a la mesa, el monaguillo de la procesión, la segadora descansando, la

vieja en la silla. El tema era tan intemporal y rancio como todos los de Barrachina, pero me

sorprendió que estuviesen talladas de aquella manera tan estilizada. Había cogido sólo el

gesto, la sensación, y lo había esculpido en cuatro cepillados de la madera, en hendiduras

sin limpiar y en tajos limpios. Estaban nada más que desbastados y sin embargo decían to-

do lo que tenían que decir. Me pregunté si la estatua de Alfredo no sería también así. Por el

tacto de la estameña era difícil saber más allá de una mezcla de partes ásperas y angulosas y

otras más suaves. No sabía qué era lo definitivo, ni si lo sacaba de la tarima porque ya lo

había terminado o para no romperlo con la tinaja que tenían que sacar.

A las cinco en punto vinieron los artesanos del río. Eran dos parejas jóvenes de esas

que se van a vivir al campo y montan un pequeño negocio de artesanía para ir vendiendo

luego por los pueblos. Eran muy majos. Entre ellos cuatro se apañaban bien y yo no les

tuve que ayudar en nada. Seguí con Barrachina las operaciones, yo creo que me confundie-

ron por el que lo estaba pagando todo. La gente tiende a imaginarse que yo soy muy rico.

Cuando se fueron con la camioneta, Barrachina cerró la doble hoja de la entrada a la escue-

la y me dijo: me tienes que hacer un favor. Usted dirá, dije yo, en tono más reservado. Qui-

siera hacerte un vaciado, dijo. Será un momento, lo que le cueste a la pasta secarse. Ya ten-

go la cubeta preparada.

La verdad es que no me quise negar. Yo no tengo malos recuerdos de los pocos cur-

sos, no más de cuatro o cinco, en los que todos estábamos a su disposición y yo tenía veinte

años. Es extraño que ese interior al aire libre que yo recuerdo fuese sólo posible con un

hombre tan desconsiderado como él. Quizás era su espléndido castellano, o lo que me hizo

aprender sobre mi propio cuerpo, o el arsenal de referencias eruditas a pinturas y esculturas


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olvidadas en cualquier momento de los últimos tres milenios. Su exigencia con los alumnos

era salvaje y a los modelos no nos permitía descansar cada quince minutos, pero sus indica-

ciones para la postura que tenías que poner eran tan escrupulosas que un retoque posterior

era una ofensa, era algo que ya te había dicho pero no habías entendido. Por eso, escuchar

las explicaciones, seguir punto por punto todas las instrucciones sin que Barrachina luego

tuviera que hacer ningún retoque, era algo más que un motivo de satisfacción profesional:

era una prueba de que mi equilibrio interior y mi cerebro estaban en buenas condiciones.

Rosita bramaba pero a veces también me tenía que reconocer esa satisfacción de haberlo

entendido todo a la primera. Es una contradicción que nunca he podido resolver: por qué

Barrachina, con ser tan autoritario, tan intransigente y tan aficionado a las pompas fúnebres,

es también quien yo recuerdo que me ha dado mayor sensación de libertad.

Pero ahora me pedía un vaciado, otro vaciado, no posar un rato para él, no expli-

carme a otros mientras yo poso. No me molestó el hecho de que me pidiera trabajar para él

(incluso me llenó de ingenua vanidad el que me lo pidiese con vivo interés y buenos moda-

les) sino el que volviese al principio de una forma tan incoherente. Otra vez el vaciado, y

por supuesto sin cobrar un duro. Y ahí sí que no me callé. De acuerdo, le dije, pero quiero

saber antes de nada qué postura es y para qué la quiere.

Muy bien, dijo Barrachina, pero antes de decirte la postura necesito ver cómo andas

de grasas. Y para qué la quiere, insistí. No es para mí, dijo Barrachina. No va a llevar mi

nombre, dijo. Es para Palomares.

Explíqueme eso, por favor. Ya te lo he explicado antes, Güino, lo que pasa es que

no te enteras. Lo que a Palomares le interesa de aquel vaciado no es Alfredo, es la técnica

con que está tratada la escayola. La pieza no tiene mayor interés. Por muchas copias que

hiciese, ninguna sería como aquella. Lo que él estaba enseñando en la vitrina esa que ex-
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hibía por ahí era una técnica muy rara, una composición de colores en la superficie de la

escayola que si no se sabe hacer a mano no se puede ni falsificar. Pero eso, esa técnica, ese

resultado, no es suyo. Nadie se da cuenta de eso salvo los auténticos profesionales, los que

saben interpretar esos dibujos que yo hacía en aguatintas que salen como manchas una vez

está ya seca la escayola. Quiero hacer lo mismo contigo. Quiero que cuando vuelvas a Ma-

drid le digas que le cambio tu cuerpo por el de Alfredo, pero que la técnica va a ser la mis-

ma.

Él me pidió que sacase alguna foto de lo que está usted haciendo, dije yo, para que

valorase mi sinceridad. ¿Ah, sí? Bueno, puedes sacarle fotos a esas figuritas, si quieres

puedes sacarle fotos a la estatua tapada con la tela, pero nada más, que ese capullo lo copie-

tea todo. ¿Y Alfredo?, le pregunté, intentando abstraer un poco todo aquello. ¿Qué quieres

decir con y Alfredo?, ¿qué coño pasa con Alfredo? Quiero decir si a Alfredo no va a hacerle

también un vaciado. No, dijo Barrachina; la mínima decencia que puedo mostrar hacia él es

no hacerle un vaciado, y menos ahora. De acuerdo, dije, y gracias por la parte que me co-

rresponde, pero, ya que no piensa pagarme, por lo menos regáleme una de aquellas figuras.

Barrachina sonrió como apiadándose de mi ambición. Coge la que te dé la gana. Y desnú-

date mientras voy a prepararlo todo.

Una de las figuras desbastadas en madera representaba una joven campesina tocan-

do la dulzaina de Agapito Marazuela. Llevaba el pelo partido en dos crenchas con una lar-

ga cola de caballo, y salvo un torso frágil y muy tapado sólo se veían los zapatos bajo la

faltriquera folklórica, uno de los pies lo tenía señalando hacia el interior, como en un mohín

de timidez, y daba la sensación de que la figura tenía las rodillas juntas. Todo estaba, ya

digo, hecho en cuatro hachazos, y los párpados cerrados de la niña eran sendos golpes de

gubia, y también la nariz pequeña, y las manos eran una sola pieza pero había cincelado con
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la punta de un punzón las líneas de los dedos delicados y los agujeros de la dulzaina. La

estatuilla era muy tierna, pero también una exhibición de técnica, de capacidad para dar el

golpe certero. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue regalársela a Violeta, quizá jun-

to a un oboe nuevo que antes de empeñarme en el absurdo de dibujarle un libro había visto

en el escaparate de la tienda de instrumentos que hay en la calle Bailén, esquina con Mayor.

¡Hay que joderse, cuánta grasa te queda por todas partes, Güino! Me había dado, no

sé por qué, la impresión de que estabas más delgado. Pero mira esto, mira el rodete ilíaco,

qué barbaridad de grande, mira el rombo de Michaelis, el culero que se te ha quedado. Pues

esto, amigo mío, ya no tiene remedio, y como encima te pasas la vida sentado... ¡Pero joder,

si es que no hay quien te distinga el pectoral! ¡Y los serratos y los rectos quién sabe ya

donde andarán! ¿Cuánto hace que no posas como el esclavo? Desde que dejaste de posar

para mí, seguro. ¡Pues si lo hubieses hecho con más frecuencia ahora no tendrías estas tetas,

que pareces un eunuco! En fin, más vale que me calle. Cada cual que haga lo que le dé la

gana con su cuerpo. Y si eso tiene que ser arte, que venga Dios y lo vea. Cuándo se os me-

terá en la cabeza que el arte es todo lo contrario de hacer lo que te dé la gana. En fin, no sé.

No sé qué postura ponerte, Güino. Total, lo que Palomares quiere seguro que es antiestéti-

co. Los serratos y los rectos a Palomares le importan un pimiento. A los modernos les gusta

la grasa o los cuerpos despellejados, qué le vamos a hacer. A ver, vamos a probar con un

soldado herido, no te vayas a cansar. No, no, déjalo, que sólo te falta el racimo de uvas. ¿Y

si me haces un atlante? Toma, sostén la escoba esta sobre la clavícula, como si fueran las

vigas del templo. ¿Ya no te acuerdas de cómo es un atlante? Sí, pero más bien el de Rafael,

como te ponías con Alfredo cuando estabas bajando la escalera. Sí, así, yo creo que va a ser

esto, sí. Oye, yo creo que vamos a subir a por Alfredo y componemos el Rafael entero si te

parece.
347

Yo me negué. Barrachina estaba metido en la inercia de pensar y ordenar y me miró

como sorprendido. ¿Y qué más te da?, dijo. Me da, en primer lugar, que yo no soy un burro

de carga, y en segundo lugar que ya hemos traído y llevado bastante a Alfredo. Alfredo que

descanse, y que se piense lo que tiene que hacer. Yo me ofrezco para un intercambio con la

dichosa estatua destrozada. He venido hasta aquí, he avisado. Eso es todo lo que tenía que

hacer. Todo lo demás viene por añadidura. Barrachina no replicó. Se puso las manos a la

espalda y calló el tiempo de reprimirse un exabrupto. Cuando dejó de morderse los labios

me miró y me dijo: bueno, vamos allá.

La facilidad de un vaciado es insultante. Barrachina me impregnó hasta el cuello

con una pasta gris que seca mucho antes que la escayola y no se deforma al cortar. Salvo

las manos y los pies, que me los hizo aparte, el molde salió entero en dos partes de plástico

duro sólo veinte minutos después de habérmelo untado. Fueron veinte minutos sin transpi-

ración. No cabían alternativas a la postura, ni leves movimientos. Yo era el atlante cansado

que lleva un peso imaginario y se detiene un momento para descansar. A mí me habían

hecho vaciados de escayola pero siempre por partes, sin que tuviese nunca la impresión de

estar tan inmovilizado, tan a merced de quien lleva las tijeras. Ayudé a Barrachina a soldar

las dos partes junto a la cubeta. Luego retomé la postura para que me hiciese las manos, los

pies y la cabeza. Debo reconocer con orgullo que Barrachina no me rectificó ni lo más mí-

nimo. Aunque, sabiendo el destino que tenía, igual ni se paró a pensar si mis manos estaban

en su sitio.

Armamos el molde, cabeza incluída, con un agujero donde se juntan las suturas del
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cráneo para echar el relleno. El resto fue bastante artesanal. Hubo que poner a calentar el

poliuretano (no sé si era o no poliuretano) en ollas de cocido, sobre un difusor para paellas

que había enganchado a la bombona de butano. Varias veces le pregunté a Barrachina si

aquello era seguro. Lo fui echando con un embudo de hojalata, subido a una silla y con la

creciente sensación de que en cualquier momento podía ocurrir un percance. Cuando el

poliuretano me salió por el agujero del cráneo, Barrachina dio por concluida la sesión. Ma-

ñana lo terminaré, dijo.

Subí a ducharme en calzoncillos, con la ropa en la mano. Pero no fui consciente de

ello hasta que pasé por el comedor y vi a Alfredo sentado en el sillón de eskay, viendo la

televisión. No me dijo nada, ni me miró siquiera. Mientras me duchaba me pensé una buena

respuesta.

¡Pues si llegas a saber lo que quería Barrachina!, le dije, cuando le vi con ganas de

insultarme. Quería vaciarnos a los dos juntos, a ti subido encima de mí, a chinchín, como si

fueses un viejo inválido, le dije. Pero él también se había preparado su respuesta. Vete a

tomar por culo, dijo. Y lo que yo tenía de veras preparado era lo que venía después, una

anagnórisis llena de paz y amor, decirle vas a recuperar por fin tu cuerpo troceado, yo me

presto de rehén para intercambios, etc. Pero no le dije nada. La dignidad de Alfredo radica

en no tener nunca que dar las gracias, pero eso también le priva de ciertos placeres melo-

dramáticos. En el momento de decirlo pensé: ya que no sabes dar las gracias por nada, qué-

date sin saber qué es lo que tendrías que agradecer. En lugar de todo eso, terminé de aboto-

narme la camisa y le dije: Alfredo, yo vivo de esto, igual que tú. Si quieres lo comprendes,

y si no lo dejas.

Me fui a dar un paseo hasta la hora de la cena. Por la carretera paseaban matrimo-

nios con una rebequita sobre los hombros. Había bicicletas apoyadas en el muro de la igle-
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sia, el aire falso de los pueblos en verano, las calles aguantando el griterío de los niños

mientras llega el silencio y el invierno, las ramas peladas, la tierra en reposo. Estaba pa-

seando en un precioso atardecer de finales de julio, con los bancales ya segados y una luz

anaranjada sobre los rastrojos, pero yo había viajado al invierno. Cuadrillas de muchachos

se subían en los coches para ir a la discoteca de El Barco. Me imagino que todo el misti-

cismo mariano y castizo de las cumbres de Gredos se basa en darle la vuelta a esta hume-

dad del alma, esta infinita sensación de soledad, sentirse traspasado por ella y henchido por

sus vientos y por la ominosa majestad de sus peñascos, sus rebaños de cabras, sus escenas

pintorescas. Mi sistema para viajar, creer que vivo en los sitios que piso, aunque sólo sea un

par de días, no siempre profundiza para bien en el paisaje. A unos cien metros del pueblo,

en una loma de las faldas de la sierra, había un cementerio, pobre corral de muertos, que

dijo el otro, diminuto en la grandiosidad de la intemperie, y yo me di cuenta de que aquello

era el paisaje del final, que no sólo había ido a ver a dos viejos elefantes moribundos sino a

una versión tampoco muy descabellada de mi propio fin. De un modo u otro, desde que se

marchó Olivia, y me llegó el rumor de las mujeres metidas en el coche para ir a Madrid a

divertirse, desde entonces no había pensado más que en la muerte, al principio de los de-

más, pero ahora incluso de mí mismo. Me veía en el mismo varadero de peces muertos

donde estaba Alfredo. Aquel follón con Palomares era en realidad el canto de cisne de

nuestra estirpe. Alfredo todavía estuvo muy orgulloso de su profesión a los sesenta y tantos

años, y había logrado unas líneas de periódico en defensa de un oficio entrañable pero anti-

cuado. A los modelos nos ha pasado lo mismo que a los alfareros de los pueblos y a los

pueblos mismos. Se nos ha tragado el tiempo. Pero los oficios para el recuerdo poco a poco

se reconvierten en atracciones turísticas y tienen un pasar. Los matrimonios majos que se

llevaron la tinaja junto al río pueden ir estirando su ficción de verano en verano, pero a mí
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pronto me llegará un jefe que me ponga para siempre en la garita del conserje y contrate

carne fresca por la calle para las clases de dibujo al natural. Yo no pienso nunca en estas

cosas, pero aquella tarde estaba un poco melancólico, y me dejé llevar.

Lo bueno era imaginarme retirado en un pueblo de Castilla la Vieja, lo malo era

verme paralítico. Los dolores de los últimos días en la cadera y en el riñón derecho reapare-

cían cada vez que me acordaba de ellos. Forma parte de la habilidad de los modelos el anes-

tesiarse con la mente los dolores y entumecimientos repentinos que se pasarían con un

cambio de postura pero no es momento de moverse, de modo que recordarlos, recuperarlos,

es saber que se tienen, no prescindir de ellos como Alfredo prescindió de su artrosis durante

tantos años.

Volví a la casa bastante deprimido. Alfredo y el señor Barrachina estaban en el

comedor, el viejo leyendo un tomo y Alfredo viendo la televisión. Estaba viendo un

concurso veraniego lleno de muchachas en bikini. Eran ya las nueve. Me senté pero nadie

decía nada. De tanto pensar en la muerte me había dado un ataque de hambre. ¿Cenamos

algo?, pregunté. Sin levantar la vista del libraco, Barrachina dijo: yo no quiero más que una

tortilla a la francesa y una pera. Y Alfredo dijo: creo que la Olivia dejó algo de carne en el

frigorífico.
Así que tuve que hacerles la cena. ¡A ver si te lo vas a comer todo, que mañana es

domingo!, dijo Alfredo nada más ver la fuente con casi medio kilo de filetes de lomo. Os

queda jamón de york y queso en lonchas para comer mañana unos sanjacobos, dije yo, muy

dispuesto y hacendoso. ¿Cómo que os queda?, terció Barrachina. ¿Es que mañana no vas a

comer aquí? Pensaba irme por la mañana, dije. ¿A qué hora? Bueno, tengo que ir caminan-

do hasta el pueblo, el tren pasa por El Barco a las nueve... Es el único, que yo el lunes tra-

bajo.

No puede ser, dijo Barrachina, necesitamos algo más de tiempo, por lo menos hasta
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la hora de comer. Llévate si quieres mi coche a Madrid y te vas por la tarde. ¿Y cómo lo

traigo? Ya lo traerás. Aquí no hace tampoco nada. ¿Y los perros?, dijo Alfredo, a media

voz. A los perros les puede dar de comer cualquiera. El mismo veterinario. ¿No tiene que ir

a ponerles alguna vacuna? Pues ya está. Y vete pensando qué vas a hacer con ellos.

Alfredo no dijo nada. Barrachina se terminó la tortilla, se limpió con el pico de la

servilleta y con la pera en una mano y el cuchillo en otra le dijo a Alfredo: tú el lunes te vas

a Astorga. Ya he hablado con los de la Cruz Roja. Te llevarán en una ambulancia. ¡Yo no

estoy para que me lleve nadie en ambulancia! Es posible, dijo Barrachina, pero un taxi es

demasiado caro. Además, ¡así verá toda España cómo te escarnecen, a ver si se le cae la

cara de vergüenza al tonto de baba ese! ¿Y me meterán en la cárcel?, dijo Alfredo, que no

podía disimular el miedo. ¡Que se prueben!, sonó la vocecilla metálica de Barrachina. ¿Y

tendré que ir solo?, insistió Alfredo. Entonces se hizo un silencio. Yo no quería decir nada

porque ya había dicho bastante. No, dijo Barrachina después de chupar la pulpa de la pera.

Irá Olivia.

¡Sí, jobar, lo que faltaba!, dijo Alfredo, usando un sustituto infantil para sus es-

truendosos tacos. ¿Y por qué no puede venir Güino? (Yo no dije nada). Güino tiene que

trabajar, si es que a eso se le puede llamar trabajo, dijo Barrachina.

Entonces sí que dije algo: ¿y a qué le llama usted entonces trabajar, si puede saber-

se? Barrachina me miró y me dijo una cosa muy rara. Ese es tu problema, Güino, que nunca

has tenido que trabajar. El trabajo os hará libres, cité yo, y traté de que se me notara la mala

leche. No digas tonterías, atajó Barrachina. Tú no amas tu profesión. La mayor parte de la

humanidad no ama su profesión, puntualicé. Eso es problema de la mayor parte de la huma-

nidad, dijo, pero se ama lo que se quiere amar. Se ama la propia dignidad. Ser feliz, Güino,

no es una aspiración sino una obligación.


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Barrachina siguió un rato con la homilía. Echaba sentencias como conclusiones,

como quien al final del camino está seguro de algo, y sobre todo está seguro de haber hecho

lo que tenía que hacer. Por muy brillante que fuese, nunca me he fiado de la gente que esta-

ba demasiado satisfecha de sí misma. Barrachina tenía por añadidura un tono de ultratum-

ba, de últimas palabras, su vocecilla metálica gritando mientras se aleja. Habló mucho, y

Alfredo asentía, y de las palabras del uno y los detalles insignificantes del otro saqué casi

todo lo que me interesaba saber de ellos.

Alfredo Bayo Expósito nació en La Inclusa de Madrid en enero de 1932. Bayo es el

añadido que siempre se puso para no presentarse ante las grandes personalidades como un

huérfano sin apellidos. Su caso era bastante habitual: una muchacha de provincias que se

queda embarazada en el pueblo y se tiene que ir a la capital a servir. Tiene un hijo y lo en-

trega a las autoridades porque no lo puede alimentar o porque no lo quiere. Esto último es

más raro. Lo normal es que desaparezca el padre, o que la madre esté muy enferma. Alfre-

do, como los grandes héroes, fue recogido de un portal, se hizo niño en una guerra y se per-

dió en la nieve. Minutos antes de ser un ángel congelado alguien lo depositó en una institu-

ción benéfica, y la policía tampoco hizo mucho por averiguar. Alfredo se habría criado con

los otros niños en buenas condiciones (sin padre ni madre, pero bien alimentado) de no

haber estallado una guerra. Cuando acabó, Alfredo pasó el hambre de los incluseros y el del

resto de los ciudadanos, una doble ración de hambre que dejó sus huesos frágiles como los

de Antonio Chenel Antoñete, su torero más querido.

Desde el principio fue bastante burro para los estudios. Los más inteligentes canta-
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ban la lotería y a veces les tocaba en forma de ricos padres adoptivos, o podían entrar en el

seminario y hacerse curas. Lo normal era que a los doce años los pusiesen a trabajar. Alfre-

do estuvo de mozo de carga en un almacén de patatas muy controlado por los comisarios

del racionamiento, pero aun así tuvo la oportunidad de alimentarse mejor. Fue, también, la

primera vez que la policía lo interrogó.

Durante los años del orfanato Alfredo debía sin embargo tener un cierto predica-

mento entre los niños. Era alto y fuerte, y desde el principio empezó a destacar en el juego

de pelota. La única imperfección que había en su cuerpo era el meñique de la mano dere-

cha, que lo tenía roto, un poco encogido, de tanto golpear una bola de madera y piedra. Pe-

ro sus manos eran grandes como las de los pelotaris. Para las monjas del hospicio (cuando

acabó la guerra cambió de manos) era sin duda un futuro chicarrón del norte, pero su cuello

no es nada vasco, y su cráneo tampoco, ni tampoco caminaba con los brazos separados del

cuerpo. Por otra parte, su afición al campo sí puede indicar una estirpe baserritarra, pero su

gusto por la caza es castellano, su amor a los galgos y a los podencos necesita grandes ex-

tensiones de rastrojo. Todo eso hace que el pueblo de donde partió embarazada su madre

sea más de la parte de Burgos. Su perfil enteco, castellano viejo, ese goterón de sangre ci-

diana de que hablaba él sobre su propio cuerpo, era como buscarse un ilustre tatarabuelo a

falta de padres conocidos. Vio en las nuevas enciclopedias escolares la cara del Cid Cam-

peador y pensó que a lo mejor era ese su padre.

La verdad es que su porte casi imperceptiblemente monstruoso tiene un innegable

ramalazo del interior, de la meseta seria, o así se fue moldeando de tanto posar para solda-

dos nacionales y mártires de la cruzada. Su cerebro, más que moldeado, está tallado a mar-

tillazos, y quizá eso me hace perderme en la búsqueda de sus orígenes. En todo caso, su

vida no cambió por parecerse al Cid Campeador cuando era niño sino porque era un buen
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jugador de pelota.

Alfredo Bayo Expósito posó por primera vez el 21 de diciembre de 1947, y también

fue gratis. Hubo un torneo de pelota en el frontón de doctor Cortezo y allí fueron a medirse

requetés excombatientes que todavía conservaban la fuerza de la juventud. Alfredo debió

de sentirse impresionado. Todos sacaban pecho y enseñaban una sonrisa ufana, pero eran

pocos y bastante malos en el frontón. Las purgas diezmaron todos los rincones de la vida,

todos los gremios y todas las fiestas y todos los deportes populares. Los buenos pelotaris de

antes de la guerra habían sido leales a la república o habían muerto. Los más capacitados y

con mejores contactos y mayor arrojo se marcharon al exilio.

Se buscaban valores nuevos, héroes deportivos que nacieron en la guerra, con la

guerra, y que debían llevar ya la sangre fecunda de la nueva España. Alfredo destacaba por

encima de aquellos veteranos, y no a todos les sentaba bien que un huérfano (a saber si sus

padres no serían rojos) les humillara en público como no fue capaz de humillarlos la mis-

mísima batalla del Ebro. De modo que Alfredo empezó a dejarse ganar. El hombre que lo

contrataba (la comida del día y de vez en cuando una peseta) le aconsejó que la mejor ma-

nera de buscar futuro en el negocio era no provocar a los que le daban de comer. Cuando

Alfredo jugaba con otros pelotaris atemorizados desplegaba toda su potencia para lanzar la

piedra y toda su habilidad para colocarla en la esquina, y el público requeté vitoreaba enar-

decido. Pero cuando algún veterano era de la partida, Alfredo no sólo tenía que dejarse ga-

nar, sino fingir que lo ganaban con justicia, como se hace en los combates amañados de los

barrios bajos. Ese acto de sometimiento determinó su futuro. Aprendió a detener la fuerza

de sus movimientos, a conocer las torsiones de su cuerpo más atléticas y en el fondo más

vacías, más preparadas para fallar.

Eso es lo que vio Vicente Barrachina en su primer viaje a Madrid. Era entonces un
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hombre de treinta y tres años que había vuelto a España después de vivir refugiado en pen-

siones de media Europa, no tanto por sus ideas políticas como porque siempre había ido

escapando de la guerra. Había nacido en Tabernes Blanques en 1914. Estudió en Valencia

en el taller de Pere Monturiol, un discípulo del escultor Miguel Blay que hacía aprenderse

de memoria a los alumnos la teoría decimonónica del movimiento sintético y las relaciones

armónicas de la figura, el ambiente escénico, lo que precede al acto expresado y lo que de-

be seguir o continuar, a fin de que el espectador pueda vivir aquella representación y se

despierten en su alma los sentimientos de grandeza, terror, admiración, gratitud, amor o

respeto que el monumento debe inspirar.

Esa fue la máxima de Monturiol y la que Vicente Barrachina estudió hasta lo irre-

presentable, con la lentitud de un científico serio dedicado a estudiar los pormenores de

cualquier postura, y la que podría ser el resumen de toda escultura monumental decimonó-

nica pero también de los fotógrafos de la agencia Magnum. La cuestión no estaba en repre-

sentar con un estilo concreto sino en saber qué es en cada época lo que representa la gran-

deza, el terror, la admiración, la gratitud, el amor o el respeto, y también aquello que lo

provoca. Hay épocas que intentan disimular más o menos el patetismo, o en las que están

prohibidos los sentimientos, o en las que todo es muy realista o muy cursi. Incluso en una

misma época se pueden dar las diferentes inclinaciones, aunque esa época coincida con una

guerra.

Barrachina dejó España, por consejo de su maestro Monturiol, el 19 de julio de

1936. Hasta 1939 vivió en París, y fue luego fue subiéndose a los trenes y bajándose a es-

condidas, enrolándose y desertando, alternando con la División Azul y con excombatientes

de las Brigadas Internacionales. En octubre del 37 burló las líneas alemanas y viajó varios

días sin entender a nadie en ninguna lengua, hasta que llegó a un pueblecito donde no había
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ni el más remoto olor a pólvora en el aire. Estaba a treinta kilómetros de Stalingrado. Aun-

que siguió sin entender a nadie, olió la pólvora bastante antes que los ciudadanos rusos,

emprendió de nuevo viaje y cruzó el Mar Negro. Pasó por Estambul, cruzó las Cícladas y

bordeó el Mediterráneo por las costas africanas.

Ya he viajado bastante, dijo a Monturiol en 1946, cuando se le apareció en la Escue-

la de Bellas Artes de Valencia. Si quieres vivir de esto, le dijo el maestro, vete a Madrid.

Aquí te pasarás pintando naranjos el resto de tu vida. El viejo Pere le escribió una reco-

mendación para la Escuela de Artes y Oficios, no para que aprendiese nada, sino para que

diese algunas clases de anatomía.

Nada más llegar, el director lo metió a dar clases a cuatro estudiantes desnutridos

que compatibilizaban la pintura con el estraperlo. Se encontró una escuela devastada, con

grandes espacios muertos, sin pinturas, sin asientos. Los muebles habían ardido en las ba-

rricadas y nadie tenía tiempo para ponerse a pintar ni dinero para costear unas clases. Ba-

rrachina tuvo que empezar desde el principio. Trabajó con economía y rigor. No sólo se

encargó de las clases de anatomía sino también de las de dibujo e Historia del Arte, y toda-

vía tuvo tiempo de decorar algunas salas de la Escuela con bustos de imitación y reconstruir

el pasado venerable que se le suponía a un lugar como ese. La capacidad de trabajo de Ba-

rrachina excede a cualquier consideración. Diez años huyendo le habían inculcado un sen-

tido de la urgencia que no dejaba espacio para el descanso.

Tuvo también que buscar modelos nuevos. Los pocos que había eran seres desnutri-

dos, encogidos, con una expresión de miedo y servilismo que se proyectaba en cada uno de

sus miembros. De joven, en Tabernes Blanques, había sido muy aficionado a la pelota, y el

frontón de Doctor Cortezo fue el primer vivero donde fue a buscar. Vio a Alfredo por pri-

mera vez un domingo de invierno. Lo vio jugar frente a un legionario que no sabía darle a
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la pelota. Supo que Alfredo se dejaba ganar, supo que mentía, pero lo que más le impresio-

nó de todo fue que en él no había ninguna sombra de miedo. Su capacidad de fingimiento

era un diamante en bruto, un modelo no enseñado, una huella más que Barrachina podría

poner en la escuela.

Al día siguiente era domingo y yo me levanté muy contento porque estaba más des-

cansado y porque me iba a marchar. Cuando salí al comedor Alfredo estaba viendo la misa

por televisión. Hacía un domingo espléndido, luminoso, transparente, lavado por la lluvia.

Tenía buena gana y no me dolía nada, de modo que me metí en la cocina y me froté las

manos. Después de desayunar a modo me bajé a ver qué hacía Barrachina. Había quitado

ya los soportes del molde y quitado las rebabas que quedaron de las dos piezas. Ahí estaba

yo, recién llegado de la guerra, de un largo camino, de llevar una peana, de soportar el cie-

lo. Buenos días, dije. Ven, dijo, toma este serrucho. En esto me tienes que ayudar tú porque

a mí me duele el hombro si hago estos movimientos. No sé qué me pasa a mí estos días,

voy a tener que ir al tío Chulilla para que me dé unas friegas, dijo.

Barrachina me fue diciendo por dónde tenía que cortar. Se trataba de despedazar la

estatua, hacer con los pedazos nuevos moldes y rellenarlos de escayola dejando caer polvos

de tintes diversos a medida que se vertiera el líquido. De ese modo sacaría Barrachina una

especie de estuco pintado por dentro. Eso significaba que las secciones de los fragmentos

de Alfredo también estaban pintadas, y tengo que reconocer que en Astorga no me había

dado cuenta del detalle. La escayola de Alfredo nunca estuvo entera.

Aquí, por debajo de la nuez, me dijo Barrachina. Y yo procedí a serrarme el cuello.


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Mira a ver Güino que lo tienes que serrar muy recto para que luego se pueda apoyar. Por

aquí por el cubículo metatarsiano. Por aquí justo por debajo del acromion. Por aquí por

encima de los ligamentos anulares. La barriga déjala que la tenemos que tirar. Los trozos

que sobren si quieres te los llevas. ¿También le sobraron trozos a Alfredo?, pregunté. Por

aquí por la ingle, dijo él. Pero yo esperé su respuesta y él me la dio: no, dijo, Alfredo estaba

entero.

Estaba serrándome el pie izquierdo cuando se oyó llegar un coche hasta la puerta de

la escuela. Era Olivia. No la volvimos a ver hasta que no salió al comedor con una sopera

humeante. Ni Barrachina ni Alfredo le dijeron nada. Yo la saludé y le pregunté qué tal le

había ido por Madrid. Bienísimo, dijo, con el gesto habitual, mecánico y cansado, de quie-

nes miran al cielo y ponen los ojos en blanco pero en seguida vuelven a mirar la sopera. No

estaba muy habladora. Sólo, cuando le estaba poniendo a Alfredo la sopa, dijo: ayer usted

no tomó sus pastillas, y usted verá, porque yo no voy a estar siempre para venírselo a re-

cordar. ¿Te vas a ir?, cazó al vuelo Barrachina, con la servilleta metida en el cuello de la

camisa. Olivia le sirvió su plato y murmuró: déjenme en paz hoy ustedes, por favor, no me

hagan coger un berro, se lo pido por favor.


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Aparqué en la puerta el Gordini de Barrachina. Traía conmigo la estatua de la serra-

nilla tocadora de dulzaina y una sección horizontal de mi barriga y de justo aquella parte de

la riñonada que me estaba esos días molestando tanto. El portero de la finca donde vivo me

miró con cierta complicidad: él tiene un Renault-8 del año 74 siempre aparcado en la puer-

ta. Nada más bajar del coche me pegó una bofetada de calor. El portero estaba inmóvil en la

sombra, aguantando a duras penas la chicharrina. Era la canícula asfixiante. Yo había deja-

do las ventanas abiertas y las persianas bajadas, y la casa se había mantenido a temperatura

soportable. Me bañé y me cambié de ropa. No sólo estaba sucia sino que olía al eskay del

Gordini, a los tintes que había echado Barrachina en mis pedazos. Olía a viejo. Sobre todo

olía a viejo. Casi lo mejor de todo es que me quedaban prendidas de la camiseta unas hue-

llas de abrótano.

Por lo demás, no tenía cartas en el buzón ni llamadas en el contestador. Es lo que se

llama una ausencia desapercibida. Nadie te ha necesitado. Nadie ha pensado en ti. Así son
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los días de un muerto, pensé, todavía con algo del perfume aquel en el ánimo. Pero sí habí-

an pensado en mí, y no muy bien. Cuando entré en la escuela el lunes por la mañana Pilar

Guijarro estaba retirando unas fotocopias de la garita del conserje. ¡A buenas horas!, dijo.

¿Ocurre algo?, le pregunté. Pilar Guijarro estaba bastante nerviosa. No acertaba a barajar

los papeles de la fotocopiadora. No, nada, dijo, sólo pasa que los alumnos libres no se han

podido examinar. ¿No estaba Javier? Javier vino el jueves a despedirse, por lo menos tuvo

ese detalle, dijo Pilar. ¿Ha pedido excedencia? No. Lo ha dejado. Ha dicho que no va a vol-

ver a posar en su vida, que tiene una cosa mejor que hacer. Y a mí, como tú comprenderás,

dijo Pilar, me parece muy bien que la gente prospere, pero no el día de los exámenes, ¿en-

tiendes?

Me metí la mano en la camisa y saqué un papel doblado, como un salvoconducto.

No, Güino, no, a mí no me tienes que enseñar nada. Enséñaselo al otro, al jefe. Ayer sin

más dijo que os iba a echar a todos a la puta calle y se iba a dedicar a contratar modelos

entre los alumnos. ¿Y quién posó en los exámenes?, le pregunté. ¿Quién va a ser? Pues

Rosa, quién va a ser. Por cierto, ¿sabes dónde está? Yo le dije que no viniera hoy, la pobre

tuvo que posar ocho horas el jueves y otras ocho el viernes, porque los eventuales dijeron

que ellos no hacían más horas de las que tenían en el contrato. La he estado llamando a casa

pero no la localizo. ¡Y mira que le regalé un teléfono! Pilar Guijarro se encendió un cigarro

y echó todo el humo al mismo tiempo. No sé por qué, dijo, mientras metía el mechero en el

bolso, pero si salváis el pellejo ya puedes agradecérselo a ella. Otra cosa es que tú en parti-

cular, Güino, salves el pellejo cuando te la encuentres, claro. ¿Y no queda ningún examen

por hacer?, pregunté. Pues no, ya no, ya puedes cogerte otra baja si quieres. El trabajo ne-

cesario ya se ha terminado. Oficialmente ya eres otra vez un conserje, pero a los conserjes

aún les queda un par de días hasta coger las vacaciones, lo mismo que a ti. Ya no tienes
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nada que hacer.

Me alegré en el fondo de mi corazón, pero sólo exterioricé una expresión contraria-

da, un no saber qué decir. Hasta ayer por la tarde no he podido moverme, Pilar. Pero Güino,

¿me tomas por tonta? ¡Todo el mundo sabe dónde estabas!, y yo sobre todo porque me lo

ha dicho Marisa, así que a mí no me vengas con lumbalgias. He dicho que no he podido

moverme, no que estuviese malo, dije yo. Dije estoy seguro de que Rosita por lo menos lo

comprenderá. Pilar Guijarro cambió el tono de inmediato. Perdona, Güino, estoy un poco

nerviosa, pero es que ayer la tuve muy gorda con el jefe porque el jefe me responsabiliza a

mí de la irresponsabilidad de unos modelos que dice que yo he metido aquí hasta que se

hagan viejos. Y os he defendido de todas las maneras, Güino, pero sois cuatro y los tres

hombres, los tres, habéis huido de vuestras obligaciones, el uno porque dice que cambia de

trabajo y que ahí os las den todas, que yo me abro; el otro porque ha desaparecido tanto que

ya lo busca hasta la policía; y tú, Güino, porque tú el jueves estabas en Madrid, y eso no me

lo ha dicho Marisa. Y eso también lo sabe todo el mundo. El jueves me dolían los riñones,

dije yo, cuando Pilar ya se había vuelto para marcharse.

Pensé que lo mejor que podía hacer era largarme de allí. Le pregunté a Basilio, el

conserje con dedicación exclusiva, si estaba el jefe en la escuela. Esa suerte tienes, me dijo,

que él ya se ha tomado las vacaciones. Me volví a alegrar en el fondo de mi corazón.

Habría tenido que echar mano de todo mi cinismo para enfrentarme a él. Tampoco sería de

extrañar que el jefe hubiese cogido las vacaciones antes para no tener que enfrentarse a mí.

Esa misma tarde había quedado en volver al estudio de Palomares, de modo que pensé en

aprovechar la mañana en la piscina y telefonear después a Konchakova para que me diese

un masaje.

A Rosa me la encontré en la calle. Venía del mercado de la Cebada con una bolsa de
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tierra para las plantas. Antes de que me dijese nada, decidí coger el toro por los cuernos. Ya

me ha dicho Pilar que tuviste que comerte tú todo el marrón de los exámenes libres. Rosa

dejó la tierra en el suelo. Llevaba las gafas de sol y por la boca no se deducía ningún estado

de ánimo. Invítame a un refresco, anda, me dijo. Nos metimos en el café de San Millán. No

estaba enfadada. Todo lo contrario. No, no estoy enfadada. ¿Por qué iba a estarlo? Lo que

no era previsible era que se marchase Bidón, pero tú... Tampoco faltas tanto como él. Y

tampoco ha sido tanto, lo que pasa es que yo me he encargado de que lo viese Pilar y el

soplapollas del jefe. Me dijo que antes de las vacaciones me diría algo sobre la plaza de

Alfredo. Y mira, si te he visto no me acuerdo. ¿Cómo voy a estar enfadada contigo si el

capullo ese es el primero que se larga?

Estuve viendo a Alfredo, le dije. Pues no hacía falta que hubieses ido, dijo ella, y se

quitó las gafas. Tenía ojos de haber llorado. ¿Qué ha pasado?, pregunté. Nada, cosas de la

premenopausia. Pero estás triste, Rosita. No, qué va, al contrario, estoy alegre, estoy muy

contenta. Rosa sonreía pero al elevar los labios superiores le temblaban y se le fruncían.

Estoy... melancólica, dijo, en términos muy generales. ¿Cómo está Alfredo?, me preguntó

en un cambio forzado de conversación. Pues no sabría decirte, chica, le dije, no sé si está

pasando una mala época o es que se está muriendo. De momento no le obedecen las pier-

nas, y como es tan chulo no quiere salir de casa para que no lo vean en silla de ruedas. Les

conté lo que pasaba y decidieron que hoy mismo iría en una ambulancia a Astorga. Dijo

que se llevaría una muda por si lo metían en la cárcel. Irá con él Olivia, la asistenta de Ba-

rrachina, un encanto de mujer.

Pues ya no hace falta, Güino, aunque si va tampoco pasa nada, supongo. Rosa se

volvió a poner las gafas y dijo: he estado este fin de semana en Astorga. ¿Has vuelto con

Eduardo? No. Me he acostado con él. ¿Y? Bueno, antes de que nos acostásemos ya había
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decidido sobre... sobre... como se diga el caso de Alfredo. Ya lo había decidido antes. Pa-

lomares retiró su denuncia y convenció al patronato del museo Gaudí de que no siguieran

adelante. Quiero decir que no lo va a dejar en paz porque echase un polvo conmigo, a ver

qué te vas a pensar. Fue más bien una cosa de agradecimiento. Yo es que el viernes me sen-

tía muy sola. No sé qué coño me pasó, Güino, esta flojera, con lo vital que yo he sido siem-

pre. Pero es que estuve todo el día posando y el viernes por la noche me quedé con Carmela

y el cabrón del jefe sin aparecer y Lurdes que dice que se va a meter otra vez a trabajar al

bar. Y se me juntó todo, Güino. Y pensé en llamarte pero con contarlo no arreglaba nada.

Necesitaba, no sé, un poco de cariño. Necesitaba echar un polvazo y volver a mi casa fresca

como una reina, y apretar los dientes y seguir. Pero ni fue un polvazo, ni volví fresca, ni me

apetece seguir. Esto es un bajón de los de reglamento. Porque es que luego dices total, so-

mos personas adultas, no hay nada que importe nada más allá de lo que de veras importa.

Pero luego llegas allí y Eduardo está hecho una ruina. En tres meses ha perdido casi treinta

kilos. Una salvajada. Y ni régimen ni hostias. Que se dejó de comer. Mira, Güino, daba una

pena... Y encima, como es tan destarifado para todo lo que no sea el trabajo, va y me lleva

la misma ropa que se ponía cuando estaba gordo. ¿Te lo imaginas, Güino? Parecía un paya-

so. El difunto era mayor. Así que ya me tienes. Yo lo llamé y le dije mañana por la mañana

cojo un autobús y me voy a Astorga, así, de buenas a primeras, porque empecé a mirar

quién podía darme lo que yo necesitaba pero sólo estaba él. Y cuando me vino a esperar a

la estación con un ramo de flores que abultaba más que él yo le miré y lo tuve que coger de

la mano y nos fuimos a renovarle un poco el vestuario. Y encima, cuando se ponía un pan-

talón a su medida, me preguntaba: ¿me sienta bien?, ¿te gusto más así? ¡Por favor! ¡Se

había puesto a adelgazar porque pensó que estaba demasiado gordo para mí! ¡Que yo lo

había dejado por gordo! ¡Un juez, Güino, que crea en esas cosas un juez! Desnudo parecía
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un pajarico. Estábamos follando y yo decía no voy a menearme mucho que si no lo despa-

churro. Y luego claro, la charla, el cigarrillo, no puedo vivir sin ti, no he querido a nadie

como a ti, yo lo dejo todo y hago todo lo que quieras por ti... En fin, ya te puedes imaginar,

y llora que te llora, que eso es algo que me pone negra.

Así que no sé. No sé que hacer. Porque gustarme gustarme yo ya no sé si me gusta o

no, Güino, pero sé que como volvamos a vernos ya no voy a tener valor de volverlo a dejar.

En esto hay que ser fuerte, Güino, y yo no estoy siendo fuerte. Así que le dije mira, Eduar-

do, vamos a hacer una cosa. Vamos a dejarnos las vacaciones para pensarlo, y ya veremos

después. Que yo lo primero de todo tengo que estar en Madrid porque mi hija tiene que

encontrar trabajo, y ahora en vacaciones yo me ocupo todo el rato de la niña y ella se puede

mover y acudir a las entrevistas. Yo se lo dije con segundas, claro. Se lo dije tan con se-

gundas que él se comprometió a hacer todo lo posible para encontrarle un trabajo a Lurdes,

así que si se lo encuentra mal porque yo entonces a ver qué le digo, y si no se lo encuentra

peor porque yo también tengo ganas de vacaciones, de tostarme al sol y si me da la gana

llorar y si no reír. Así que no sé qué hacer.

Por cierto, le dije. Pilar te estaba buscando. Dice que te lleva telefoneando toda la

mañana, pero que como nunca llevas el teléfono que te regaló... Otra que tal, dijo Rosa. No

me la puedo quitar de encima. A veces lamento no ser lesbiana. Tú imagínate, Güino, si a

mí me gustase Pilar. Qué descanso, qué paz. Porque ella con estar conmigo ya tiene bastan-

te, es un poco pija pero es muy dulce. Y conmigo se deshace, y todo lo que digo le parece

bien. Ahora dice que me vaya unos días con ella a Ibiza, a descansar. Me lo ponen a huevo,

Güino, a huevo me lo ponen. Pero no es eso lo que yo quiero. Si se tratase sólo de vivir con

alguien, si no fuese necesario tener celos ni ganas de follar, yo con quien mejor estaría es

contigo, y tú conmigo también, no me pongas esa cara, sobre todo tú, que todo te importa
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un comino. Pero chico, qué quieres que te diga, a mí me acaba perdiendo el sexo, ni puedo

evitarlo primero ni puedo soportarlo después, qué le vamos a hacer. En fin, ahora veré qué

tripa se le ha roto a Pilar. ¿Pero no te había dado ya vacaciones?, le pregunté. Sí, hijo, sí,

pero como no arregle yo un poco el jardín de la escuela ya me contarás...

Marisa me abrió la puerta antes de que yo tocara el timbre. Julio te está esperando,

me dijo muy sonriente. Yo me presenté impecable. Konchakova no sólo me dio un doble

masaje ucraniano sino que me depiló de cuerpo entero, salvo las cejas y el pubis. Me vestí

de lino muy holgado (mi hija dice que con ese traje parezco un empresario taurino) y cogí

un taxi hasta la colonia de El Viso. Julio está preguntando por ti desde ayer. He llamado

esta mañana a la escuela, a ver si ya habías llegado, me dijo mientras avanzábamos por el

túnel de cristal hacia el hogar valenciano de Palomares. Toma, le dije, y le alargué la cáma-

ra de bolsillo que me había dado para el viaje. Marisa sonrió un poco de lado. Quédatela,

dijo. Es un regalo.

Palomares estaba sentado en su butaca. Estaba leyendo el periódico, entre absorto y

divertido. ¿Has visto esto?, me dijo, como todo saludo. Era una exposición de cadáveres

plastificados que estaba haciendo furor en Berlín. Yo lo había leído durante el desayuno. La

exposición, de un tal Gunter Von Hagen, mostraba pedazos de fiambres, sujetos medio des-

huesados que jugaban al ajedrez y embriones con deformaciones monstruosas expuestos en

una vitrina. Escuche, escuche, me leyó Palomares: El anatomista sustituye el agua del

cuerpo por un líquido plastificador que inyecta en las partes del cadáver que va a usar.

Los dueños de los cuerpos se los donaron antes de morir. Un visitante de unos 60 años
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opina que es mejor terminar así que pudriéndose en una caja. ¡Qué te parese, Güino! Y lo

mejor de todo es que este Von Hagen dise que él no hase arte sino divulgasión sientífica.

¿Y el título? ¿Sabe cómo se llama la muestra? Mundos corporales: la fascinación por lo

real. Si es lo que yo digo, dijo doblando el periódico y levantándose por fin para darme la

mano: volvemos a estar invadidos por la realidad. Se nos avesina un nuevo triunfo de la

entomología, amigo. ¿Qué tal ha ido por Los Nardos?

No muy bien, le dije. ¿Le apetese tomar algo? ¡Marisa! No, no, déjelo, dije yo, me

acabo de beber un vaso de agua. Marisa trajo una jarra con limonada y dos vasos en la me-

sita de mármol de la terraza. Palomares tenía el porche cubierto con madreselva y parra

virgen y unas sillas de mimbre. ¿No muy bien? Alfredo está bastante mal, le dije. Tendrá

que presentarse ante el juez en ambulancia. Ya me he enterado de que no hacía falta, pero

eso él no lo sabe. Cuando lo he visto leyendo el periódico temí que fuese algo sobre Alfre-

do. No te preocupes, dijo Palomares, no llegará la sangre al río.

Palomares se me quedó mirando un momento como si hubiese empezado ya a traba-

jar de nuevo conmigo. ¿Y don Visente?, ¿a qué se dedica ahora el viejo?, ¿sacaste alguna

foto? No, no hice fotos. ¿No está trabajando en nada? Sí, le dije, pero no sé en qué. Tenía

dos piezas grandes, pero una estaba ya embalada; era, según dijo, una especie de tinaja, y la

otra no me la dejó ver. Pero hizo algo para usted delante de mí y me encargó que le propu-

siese un trato. Palomares se atacó la pipa, cruzó las piernas.

Yo se lo expuse en estos términos: Barrachina quiere recuperar los fragmentos que

intentó robar Alfredo. Me imagino por qué, pero tampoco él me lo ha dicho. Dice que a

usted no le interesaba la antigüedad de la pieza ni mucho menos que fuera el cuerpo de Al-

fredo. Dice que le interesa la técnica, algo así como un estuco de dentro afuera, según creí

entender. Jodido viejo, sonrió Palomares. El caso es que él está haciendo ahora lo mismo,
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pero con otra estatua, y quiere proponerle un intercambio. ¿Otra ves Alfredo?, me preguntó,

más divertido que otra cosa. No, le dije, esta vez soy yo.

A Palomares le encantó la idea. ¿Cuándo hay que ir a recogerlo?, preguntó. No lo

sé, dije, aunque me imagino que lo primero es devolver el cuerpo de Alfredo. Bueno, dijo

él; tampoco sería mucho problema. ¡Marisa! ¿Adónde está hora el cuerpo español? En

Aranda de Duero, dijo Marisa. Prepáralo todo para que traigan la vitrina. Eso lleva tiempo,

Julio. ¡A ver si voy a tener que ir yo mismo a llevarme un mueble que es mío, collons! Veré

qué se puede hacer, dijo Marisa, y salió del estudio.

Pues mira, continuó todo ufano Palomares, yo casi me alegro. Sí, tu cuerpo puede

quedar incluso más impactante que el de Alfredo. Tu cuerpo es una mina, Güino. Fíjate el

von Hagen este de los cojones. Hiperrealismo puro. Alfredo tenía un encanto secreto, esa es

la verdad. Barrachina hiso muy bien aquel vasiado. Pero claro, es una imagen de otro tiem-

po. El armario también es de los años sincuenta, es muy importante que darle a toda la pie-

sa coherensia temporal. Lo saqué de una subasta que se hiso con el mobiliario de la antigua

DGS. ¿Has oído hablar de la DGS? Qué tiempos. Fuimos a la subasta muchos que había-

mos tenido que pasar más de una noche por aquellos pasillos. En estos armarios tenían los

informes amontonados en cartapasios. Eran los ordenadores de la época, llenos de polvo.

Así que ahora tendré que ponerte a ti en otra vitrina. Esa otra piesa de Alfredo me temo que

se destruirá para siempre. Y si quieres el armario te lo regalo. Estos días estoy podando

muchas hojas secas del pasado. No sé si dedicarme a clavar escarabajos con alfileres y ex-

ponerlos el año que viene en ARCO. Viva la fasinasión de lo real, Güino, qué leche. Me he

enterado de que va una chica que fabrica bolsos de piel con pesones y anos, y un tipo que

fabrica esculturas esféricas con fetos de animales. El año que viene es el año de las vísseras.

Yo creo que para tus trosos Güino voy a emplear un mostrador de carnisería. Ya verás qué
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bien queda. ¡Marisa! Mira a ver si me consigues un muestrario de mostradores frigoríficos.

Tengo la oportunidad de diseñar incluso un mostrador. Muy interesante. Muy interesante.

¡Tenemos que trabajar juntos más a menudo, Güino! A ese cuerpo hay que sacarle partido,

ya lo creo...

Salí de allí con la cabeza llena de pájaros. Veía cercano un contrato que me permiti-

ría trabajar por libre, o ahorrar lo suficiente para no trabajar. Me veía ya en el anuncio de la

lotería nacional, en una exposición monográfica sobre mi cuerpo, en una leyenda como la

de Leigh Bowery pero sin necesidad de mala vida ni estrafalarios transformismos. Por un

momento, embriagado por el olor de los jazmines que crecen en las casas de los ricos, ima-

giné una nueva oportunidad en mi antigua vocación de actor. Como en el cuento del Sinin,

el que le leía muchas noches a Violeta para que se durmiese cuando era pequeña, me había

limitado a obedecer, en la fe limpia de que siguiendo las instrucciones de la vieja bruja lo-

graría volar.

De momento no habíamos quedado en nada. Palomares me pidió que estuviese loca-

lizable, que ahora tenía que irse a un congreso de artistas comprometidos pero a su regreso

haría el intercambio con Barrachina y empezaríamos a trabajar. Tantos años suspirando por

triunfar, y ahora que estaba a punto de conseguirlo tenía un leve resquemor en algún sitio,

el diminuto espacio entre mi cráneo y mi cerebro.

Durante los días que siguieron no paré de darle vueltas al asunto. ¿Había algo en

todo lo que estuve haciendo que mereciese algún reproche? ¿Qué tenía que haber hecho con

Palomares? Los dos, Barrachina y él, no habían demostrado más que desprecio por noso-

tros. Perpetuaban un idilio imposible entre discípulo y maestro, y la consideración que me-

recíamos Alfredo o yo era tan efímera como el valor de las obras de arte para las que se nos

utilizaba. Creo que lo peor fue probar en mi propia carne lo que hasta entonces sólo había
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visto en el cuerpo de Alfredo. Era un asunto de dignidad. Pero la dignidad de mi oficio no

es proporcional a la dignidad intrínseca de la persona. Alfredo fue uno de los mejores mo-

delos que ha habido nunca porque vivió como un esclavo. Quienes, tiempo después, hemos

dignificado este trabajo, tenemos la sensación de que cualquier prosperidad profesional

exige alguna intolerable humillación. Sólo en el absoluto inmovilismo corporativo parece-

mos estar libres de las vejaciones, justo cuando tenemos una consideración laboral que es el

blanco de la rechifla popular. Ya no somos barro para grandes obras. Yo ahora escribo pro-

tegido por los muros, esperando a que llegue octubre. Para qué empezar de nuevo. Todos se

han ido, y Rosita no sé qué intenciones tiene porque estamos un poco distanciados, pero si

termina arreglándose con el juez anoréxico también abandonará la plaza. Es posible que a

primeros de octubre, cuando se incorporen los nuevos, yo me vea todo viejo y adiposo entre

cuerpos volátiles de muchachitos.

Palomares me habló de que en su agencia, por supuesto después de que terminase

conmigo, seguro que me encontraban un hueco para un anuncio de televisión. De algún

modo me convenció de que tenía un buen futuro por delante. Y dinero. Antes de salir de su

casa, Marisa me extendió otro cheque, esta vez de medio millón de pesetas. Tuve la pringo-

sa sensación de que no sabía muy bien en concepto de qué me pagaba ahora Palomares, si

lo único claro de todo lo que hablé con él era que de momento no me iba a necesitar más.

El dinero imprevisto me hizo desistir de una vez de aquellos proyectos insensatos de

regalarle dibujos míos a Violeta. De pronto respiraba como si me hubiera dado cuenta a

tiempo de que estaba a punto de cometer una barbaridad, de hacer el ridículo. Me pasé por

la tienda de instrumentos musicales y pedí un catálogo de oboes. Había uno que valía nove-

cientas mil pesetas, un Fox 400 de madera de granadillo, que se podía también comprar a

plazos. Dije que me lo pensaría, pero me pareció que comprando aquello me dejaría de
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quemar en el bolsillo el cheque de Palomares. Podía dar todo el dinero de entrada y el resto

pagarlo poco a poco. Con el oboe nuevo y la estatuilla de Barrachina, pensé, ya tenía un

buen regalo, una especie de lote de productos cariñosos valorados en todo lo que yo había

cobrado del uno y del otro. Me pareció una buena idea. El cartapacio con dibujos que se

habían ido acumulando sin pies ni cabeza no tenía entidad de regalo. No tenía más aspecto

que el del pobre padre que intenta comprar el cariño de su hija vendiendo a jirones sus paté-

ticas intimidades. Me abochornaba sólo imaginarme desempaquetando el hatillo de dibuje-

tes en mitad de toda la familia, junto a los obsequios históricos y suntuosos que seguro le

harían su madre y su abuela.

Había oboes más baratos, por supuesto. La chica de la tienda me dijo, cuando me

vio titubear entre los dos, que un miembro de la orquesta del Teatro Real, un amigo suyo

que compraba sus oboes en la casa desde hacía muchos años, era el Selmer 121 el que usa-

ba en sus actuaciones y estaba muy contento. La verdad es que valía un poco menos, tam-

poco mucho, y pensando en ello caí en un detalle en el que hasta entonces no había repara-

do. ¿Y Rosa? ¿No era suya una mitad? Para ser sinceros, y aunque con diferentes resulta-

dos, los dos habíamos dedicado el mismo tiempo a este asunto, pero, sobre todo, los dos

estábamos implicados en él. Yo todavía no soy capaz de considerar cuánto de culpa, cuanto

de aprovechamiento, cuánto de blandura y cuánto de necedad había habido en nuestros ac-

tos, pero todo, lo bueno y lo malo, quería que fuese cosa de dos. Eso significaba compartir

el botín con ella. Aquel cheque tan incómodo de llevar en la cartera, que me fui palpando

todo el camino a casa porque en todos los rincones del barrio de los Austrias veía sospecho-

sos (hasta el tipo ese que se viste de bandolero en el Arco de Cuchilleros me miraba como

sabiendo lo que yo llevaba encima) me hizo saber muy pronto que mientras no lo compar-

tiese con Rosita no me dejaría de sentir un estafador de medio pelo, lo suficiente como para
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perder las amistades con ella. Lo bueno es que casi las acabé perdiendo, pero no por eso.

Eso es quizá lo que al final haga que no las perdamos del todo. De momento está muy cru-

do.

Rosita, le dije, tengo algo para ti. La llamé por teléfono y le expliqué un poco por

encima lo que había sucedido, y cuando llegué al cheque, como el final feliz de una historia

bastante absurda, ella dijo, en tono sombrío: bueno, aún estamos sacándole partido al pobre

Alfredo, ¿no crees? No supe qué contestarle. Mujer, a caballo regalado... Yo tengo una no-

ticia mejor, dijo Rosa. El jefe va a convocar en septiembre las oposiciones. Pilar estaba

buscándome ayer para eso. Se conoce que entre los papeles que dejó en el despacho está la

convocatoria y el examen que le han mandado del ministerio. Yo ya tengo una copia. Pilar

nada más verla me la ha dado. Y tú Güino nos tienes que ayudar porque hay algunas pre-

guntas un poco difíciles. Pilar ha dicho que era un examen muy básico, y a mí me ha dado

no sé qué decirle que algunas preguntas yo no las sabría contestar. Una tiene su orgullo.

Muy bien, luego lo veremos, le dije, pero qué me dices del dinero. Pues yo es que ahora

estoy un poco atascada, Güino, igual te dabas un paseo hasta casa y de paso me lo ingresas

en la caja que hay aquí en la esquina, y mañana, si quieres, te pasas por casa, que estará

Lurdes y le explicas un poco el examen.

Rosa vive en la calle de los Tres Peces, en Lavapiés, muy cerca del piso de Torreci-

lla del Leal donde vivía mi suegra y donde yo mismo pasé los primeros años de matrimo-

nio. Me conozco el barrio, aunque ahora ha cambiado mucho. Antes las callejuelas empina-

das, con geranios y botellas de butano en los balcones, estaban llenas de viejas que vivían
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solas y salían a comprar el pan con la bata de casa. Ahora la población ha rejuvenecido y se

habla tanto el árabe y el chino como el castellano. Remedios, que se sentía muy libre y pro-

gresista en aquel barrio, trató de llevarse a su madre a vivir con ella porque allí ya no estaba

segura. Pero Juana siempre se ha llevado bien con todo el mundo y a Rosita no le molestan

los extranjeros. Lo único malo es que los pisos son muy pequeños. El apartamento de Rosi-

ta está bien para una persona sola, pero así Lurdes y la niña tienen que dormir en el dormi-

torio de Rosa y Rosa en la cama plegable que hay en la salita. Todo estaba lleno de aperos

de bebé y palanganas con bragas en remojo, el suelo lleno de jarapas y el sofá cama cubier-

to por una manta de las Alpujarras. Por la ventana sólo se veía la ventana de enfrente, que

en verano tiene que estar abierta y con las persianas echadas, y por la noche se oye expecto-

rar a un viejo que además está sordo y pone la radio a toda pastilla.

Estaban esperándome las tres, con los papeles encima de la mesa. A Lourdes la en-

contré un poco más estropeada, pero es que Lourdes dentro de casa se deja llevar. Arregla-

da y por la calle está más guapa, más propia de sus veintipocos años, pero aun así le puede

un aire desgarbado, el pelo siempre lacio por la cara, el labio caído. La niña nos miraba

apoyada en la baranda del parquecito. Rosita puso el tono de las familias humildes cuando

les llegan de hacienda unos papeles que no entienden. Pilar me ha dicho que son estas las

preguntas, y que si esto Lurdes lo contesta todo, dijo dando una palmada encima de los pa-

peles, ya no puede ser que la suspendan.

Lourdes llevaba una camiseta larga sin sujetador con un dibujo de Bart Simpson. Se

acababa de levantar. Cuando me senté a mirar los papeles lo primero que dijo fue que se iba

a hacernos un café. Tú aquí sentada, le dijo su madre, y entérate bien de todo. ¿Me llevo a

la niña para que no os moleste? La niña me miraba con los ojos muy abiertos. Yo le hice

una carantoña protocolaria. Nada más levantarse Rosa, Lurdes se encendió un cigarro. Olía
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a recién salida de la cama.

El examen era desde luego menos asequible que el que nos hicieron a nosotros los

modelos de siempre para que las aprobásemos. Estaban también los test aquellos tan tontos

en los que se preguntaba qué tiene que hacer un modelo cuando en mitad de una clase se

apaga la estufa. Eso ya se lo había explicado todo Rosita, pero advirtiéndole de que cuando

contestase a la pregunta de si un modelo puede llevar tampones o gafas mientras posa no

debía marcar la letra c, el modelo tiene derecho a llevar todo aquello que estime convenien-

te para su desenvolvimiento, sino la d, el funcionario hará lo posible para que su imagen se

adapte a la estética del modelo que incorpora. Aquellas dos preguntas fueron motivo de

fuertes discusiones entre profesores y modelos cuando se nos regularizó la situación. Al

final Rosita se impuso y ganó el derecho de que le colgase un hilo blanco mientras posaba,

entonces, como una ménade. Pero los tiempos y el jefe habían cambiado. Ahora, si fuese

por el jefe, y por criterios de estricta política empresarial, todos iríamos a paso marcial co-

mo en los tiempos de Barrachina, pero no abrumados por su prestigio sino por una orde-

nanza del ministerio. Pilar Guijarro le había recomendado que pusiese la d, porque ella

también tuvo que volver a discutirlo con el jefe y esta vez no prevaleció su opinión. Un

cuerpo no lleva gafas ni tapones, había dicho el jefe.

Malos tiempos se avecinan, Rosita, le dije cuando trajo el café. Lurdes, dijo ella,

con la niña delante te he dicho cincuenta veces que no se fuma. Pero si está abierto..., dijo

Lourdes, desganada, dándole una chupada al cigarro. ¿Tampoco se puede fumar mientras

estás posando?, dijo. Lurdes, hija, ¿por qué no te animas un poco?, ¿por qué no te mojas el

pelo y te refrescas la cara y te terminas de despertar y te pones las bragas? Lourdes despa-

churró la colilla en el cenicero y se levantó. Llevaba la camiseta metida en la raja del culo.

Tenía el mismo cuerpo de su madre pero llevaba peor vida, esa tersura flotante de las mo-
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llas del muslo que si no se cuida mucho evolucionará en abruptas formaciones geológicas.

Tenía también los pechos grandes, pero ya casi igual de caídos que los de su madre.

Todo lo cual, sin embargo, no era ni podía ser materia del examen. El examen, apar-

te del test específico sobre las gafas y las estufas, tenía otras tres secciones: una de cultura

general, otra de la constitución española y el reglamento de los funcionarios, y una tercera

con preguntas de arte. Eran diez preguntas breves en cada sección, que sumadas a las diez

del test y a una redacción con el tema Función de los modelos en el arte moderno, daban un

total de cincuenta preguntas y cien puntos posibles. Era como un concurso. Las oposiciones

de los funcionarios deberían retransmitirlas por televisión.

Las preguntas de cultura general estaban sacadas del Trivial y Lourdes se las sabía

todas. Pero las de leyes eran un poco enrevesadas, y las de arte estaban hechas con bastante

mala idea. Todas las preguntas consistían en elegir una de las cuatro opciones, de las cuales

dos eran posibles, otra incorrecta y otra una burrada. Una de las cuestiones de cultura gene-

ral preguntaba por quién era Wilfredo el Velloso, y la respuesta podía ser: a) un rey suevo,

b) un rey godo, c) un rey cristiano, y d) un modelo que tenía mucho pelo. Otras veces se

pedía descartar aquella opción que resultara incoherente. Una proponía estos cuatro nom-

bres: Jorge Oteiza, Henry Moore, Eduardo Chillida y Juan de Ávalos. Esa Lurdes dijo que

la sabía: sobraba Henry Moore, que era extranjero. Yo traté de explicarle que las cosas no

eran tan fáciles.

Y la redacción mira a ver si se la escribes también tú y luego Marilurdes te la apren-

des de memoria, dijo Rosa. ¡Si, hombre, y me lo voy a aprender todo para escribirlo allí!,

dijo la muchacha. Lourdes, cariño, le reconvino su madre, se supone que tú ibas para actriz.

Cuando Rosa quería decirle algo importante a su hija introducía la o de su nombre, que

sonaba como un pronunciado cambio de rasante. ¡Pues sí, actriz, y ya me ves!, dijo Lour-
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des, mirándome a mí, y de su boca salió una tufarrada de vapores nocturnos que luego con

el tabaco y el café se le fueron apaciguando. ¡De ya me ves nada, rica, que ser modelo es

también ser actriz! ¡Pues tampoco hay que romperse la cabeza para escribirles un papel!

¡Pues cuando te paguen en la compañía esa y no tengas que poner copas a los cabritos cam-

bias el personaje, pero hasta entonces esto es lo que hay! La niña, Carmelilla, corroboró el

mensaje de su abuela con un llanto seco y berreón. La madre se levantó a consolar a su hija

pero la abuela se interpuso: ven aquí, mi niña, ven aquí conmigo, que te has asustado con

las voces, ven, mira cómo le explican a mamá quién era Rodolfo el Velludo.

Lurditas era un poco zoquete. O quizá eran las sustancias tóxicas que llevaba en la

cabeza, esa vida de risas de verraco y llantos de niña y horarios disparatados que llevaba. Y

sin embargo (cuando se tomó el café, cuando se fumó el cigarro, cuando se puso las bragas

y se lavó la cara) Lourdes tenía una hermosura derrotada, frágil y viciosa, con el desengaño

ese tan cruel de ser todavía joven pero habérsele ya pasado el arroz. A mí me cae muy bien.

No tiene tantos octanos en la sangre como su madre pero lo suple con cierta retranca festi-

va. La niña tenía sueño, y le estaban saliendo los dientes, y estaba bascosa, y hacía calor.

Rosa se la llevó a ver si la dormía un rato y Lourdes y yo seguimos repasando las pregun-

tas. Nada más desaparecer su madre Lourdes sacó un porro a medio consumir que tenía

guardado entre las hojas de un geranio y se sentó junto al balcón abierto. Le dio tres o cua-

tro rápidas caladas y lo volvió a apagar. Está pesadísima con esto de los canutos, dijo. Dice

que mientras tenga que estudiar que no fume, que se me va la olla. Pero es que llevo un

dolor de cabeza que no lo puedo soportar. A ver si así me despejo un poco... ¿Fumas mu-

cho?, le pregunté, sin intenciones admonitorias, por pura curiosidad. Qué va. Cuando me

duele la cabeza, contestó. ¿No está saliendo bien lo del teatro?, dije, solidario. Pues no,

contestó ella. Y tampoco hay buenos papeles. La verdad es que para enseñar el culo y decir
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tonterías mejor lo enseño sin decir nada, ¿no te parece?

Rosa regresó de nuevo con la niña, meciéndola compulsivamente y caminando dos

pasos hacia delante y uno hacia detrás. ¿Qué, te aclaras?, le dijo a Lourdes. Sí, ya me voy

aclarando un poco. ¿Se duerme? La niña llevaba el dedito metido en la boca y estaba a pun-

to de quedarse dormida. Sssssh, dijo Rosa, y habló más bajo. ¿Lo sabes hacer todo, Güino?

Sí, pero la parte esta de leyes prefiero comprobarla en casa, le dije. Hay algunas respuestas

que pueden tener varias contestaciones y es mejor cerciorarse. Pero Rosa, este examen en

general es muy fácil, habrá mucha gente que sepa contestarlo todo, por lo menos los que

jueguen al trivial en su casa. Para eso está la redacción, dijo Rosa. Pilar me ha dicho que si

hay empate mirarán la redacción. Y escríbesela bien claro porque Lurdes mete unas faltas

de ortografía que se jode el basto. ¡Tampoco es para tanto, mamá! Ssssh, la interrumpió

Rosita, pero la niña se había vuelto a despertar.

La verdad, para ser honestos, es que yo no habría aprobado ese examen si me lo

hubiesen puesto delante sin darme libros de consulta y tiempo para prepararlo. Aun así, me

sentía seguro de cimbrearme por las ambigüedades del apartado de arte y de cultura gene-

ral, supuse que solventaría las preguntas de leyes acudiendo a la Constitución y al Boletín

Oficial del Estado, pero la redacción era un asunto delicado. Tal y como estaban las cosas,

el ingreso en el cuerpo se había convertido en un concurso literario. Importaría la redac-

ción, la ortografía, la demostración de algunas lecturas, el conocimiento del oficio por de-

ntro, pero sobre todo había que pronunciarse como en esos juegos florales en los que com-

piten cientos de sonetos a la Virgen de la Paloma. Uno no puede practicar el género del
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ensayo escéptico. Se trata de contentar a un jefe al que llegarían las redacciones de aquellos

exámenes que hubiesen sacado mejor nota en las otras secciones. Sólo los que se las supie-

sen todas entrarían en el concurso, y el jurado único, a no ser que participase también Pilar

Guijarro, estaría compuesto por un necio que en vacaciones de verano lee los cuentos de El

País y esa es toda la literatura que entra por sus ojos.

Pero el hecho de escribirlo yo, contra lo que se pudiera imaginar Rosita, que siem-

pre tuvo hacia mí una especie de irracional confianza de madre, no hacía sino ponerme en

desventaja con respecto a quienes no tenían ni idea de lo que significa posar. Cuando sabes

demasiado de algo, terminas por estropearlo. En el fondo, pensé, lo que se pide en esa re-

dacción es el perfil de lo que ellos mismos están buscando, una forma de demandar trabajo

muy extendida entre los ejecutivos incompetentes. No saben qué tipo de examen debe pasar

un modelo, y piden a los concursantes que se lo expliquen ellos. Si alguno resulta convin-

cente, le darán trabajo para toda la vida.

Esas fueron las cuentas que yo me hice. Sin embargo, para guardarme un poco las

espaldas, decidí que escribiría dos redacciones, una con lo que yo siento y otra con lo que

se supone que debe sentir el jefe. Dejaría a Lourdes (o a Rosa) que escogiera una, y así ten-

dría una coartada en el caso de que la suspendiesen. Pero eso era ir demasiado lejos. Faltaba

sacar las preguntas del test, y sobre todo las que se referían a las leyes.

Me acordé de Eva, la mujer de Javier Bidón. Me acordé antes de saber si tengo en

casa alguna constitución española o la cambié por algún clásico grecolatino. La verdad es

que salí de casa de Rosa con la camiseta de Lurdes metida en la raja del culo clavada en la

mente. Eran los desequilibrios propios del barrunto de las vacaciones. Eva se sabría todas

las leyes. No me apetecía charlar con Bidón. Me importaba muy poco qué nuevo trabajo

hubiese conseguido, o si por fin había logrado vivir a costa de alguien y dedicarse sin so-
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bresaltos a las drogas blandas. Pero era un buen itinerario para llegar hasta Eva. Llamar

fingiendo sorpresa y alarma y al final, por cierto, comentarle el asunto de las leyes.

Nada de esto fue necesario. Ni siquiera hubo que ir a la piscina. Eva estaba sola en

casa y, eso sí, le pregunté lo primero por su marido. ¿Tienes ahora algo que hacer?, me con-

testó ella. Quedamos en vernos esa misma tarde, cuando bajara el sol, en el café del Nun-

cio. Yo no frecuento mucho ese sitio porque no me gustan los veladores de mármol, ni las

terrazas junto al mar de los teatros ni nada de eso. Pero Eva tenía que venir por este barrio a

retirar unas entradas para la ópera, y se acordaba de que una vez, cuando era estudiante,

salió con sus amigas por el centro y tomaron allí unas infusiones. Le parecía un sitio como

muy bohemio. Yo siempre pasé de largo, aparte de por los veladores, porque allí la gente

toma demasiadas infusiones. Llegué antes que ella y me senté en la terraza de la puerta, en

el chaflán de una cuesta abajo sinuosa de casas viejas y restaurantes turísticos. Yo me había

puesto de lino absoluto, parecía un turista más. Eva vino muy poco después con un vestido

verde claro de viscosilla, muy suelto y vaporoso. Tenía buen color y los labios pintados de

rojo. Estaba recién duchada, recién peinada, recién perfumada. Qué guapa estás, le dije

cuando le di dos besos, a modo de cumplido.

Ella se había vestido para salir, se había puesto guapa porque había quedado a tomar

un café. Las amigas con las que yo quedo a tomar un café siempre tienen ojeras. Están can-

sadas del trabajo o se abandonan a las copas sin la responsabilidad de gustarle a nadie. Cla-

ro que eso no es una diferencia de clase sino de confianza. Pero a Eva se le había pasado

ese aire trágico de cuando encontró a Javier, que parecía haberse dejado arrastrar por el

barro después de un fracaso tan desolador. Ahora se la veía sonriente, una sonrisa también

involuntariamente grande, como si no pudiera evitarla. Para mi sorpresa, en vez de un zumo

de piña o un té con hielo se pidió lo mismo que yo, un doble de cerveza. Y yo creo que si
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hubiera estado bebiendo una copa de orujo ella también se la habría pedido. Tenía ganas de

pasarlo bien. Bueno, bueno, le dije, nada más ponernos la cerveza el camarero, ¿y qué ha

sido de este chico, así tan de repente? Este sitio está bien, contestó ella, no había venido

aquí desde la época de la facultad, por aquí tiene que haber muchos sitios interesantes,

¿verdad? A estas horas está bien, ponderé, aunque algunas callejuelas más arriba hay por lo

menos un par de terrazas de estas en chaflanes muy umbríos en los que se está divinamente.

No está en Madrid, contestó ella, con su nuevo trabajo tiene que viajar bastante, dijo. No

sabía que tuviese trabajo nuevo, no me había dicho nada, dije. Pues sí, después podríamos

ir a esas terrazas que tú dices, mañana no tienes que madrugar, ¿verdad? Pues no, la verdad

es que no, dije, podemos picar algo por ahí por las tabernas, si tú quieres. Sí, dijo ella, ahora

se dedica al periodismo, e hizo un gesto de desenfadada resignación, de implicar eso un

problema pero haber salido de casa con la determinación de no pensar en ello.

No quería contarme las penas, al menos de un modo triste. Mi padre, dijo, le ha bus-

cado un trabajo en el ABC. Se llevan muy bien. Los domingos, después de comer, él y mi

padre se meten a tomar un brandy en la biblioteca y mi padre le da la charla. A Javier pare-

ce que le gusta. Mi padre le propuso cambiar de trabajo y Javier está encantado. Ahora es

corresponsal itinerante, dijo, y lo volvió a repetir, corresponsal itinerante, y estalló en una

carcajada esta sí del todo involuntaria. ¿Te das cuenta?, dijo, ¡mi padre me ha casado, me

ha sacado de casa y ahora me ha separado de mi marido, y el próximo paso es volver a mi

cuarto y empezar de nuevo con las oposiciones! Mi padre siempre ha sido muy aficionado a

los juegos de estrategia.

¿Pero te va bien con él?, dije. Sí, contestó, luego vamos a esas tabernas. ¿Hace mu-

cho que no sales?, le pregunté. Javier ha cambiado mucho, dijo, yo no sé cómo sería antes,

porque tampoco lo conocía, pero del día que yo lo conocí hasta hoy ha cambiado mucho.
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Ahora es más o menos un marido aceptable para mi padre. Eva no perdió en ningún mo-

mento la sonrisa ni las ganas de beber cerveza. Javier ahora estaba en Pontevedra, en un

reportaje sobre el tráfico de drogas. Y luego se tenía que ir a Cádiz, para un reportaje sobre

la mafia rusa, y aún tenía un tercer viaje programado al norte de Navarra, para retratar la

vida cotidiana en los ayuntamientos gobernados por radicales. No era seguro que le publi-

casen nada, pero así, le había dicho el jefe de redacción, haría prácticas y se curtiría en el

oficio.

Enseguida cambiamos de tema. Eva, en todo este tiempo de matrimonio, y con más

ahínco desde que Javier cambió de trabajo, se había dedicado a ponerse al día. Había visi-

tado todos los museos y leído a los más prestigiosos autores clásicos y contemporáneos.

Tenía un abono en el Auditorio Nacional y a la ópera iba cada dos por tres. Por las tardes

acudía a conferencias en la Residencia de Estudiantes, se había sacado el carnet para la fil-

moteca del cine Doré. A este paso, dijo, me voy a convertir en mi madre. Pero quería salir,

conocer gente, estar al día, y conforme trasegaba dobles de cerveza esa necesidad perdió su

aspecto jovial y deportivo y empezó a parecer ansiosa. Nos estábamos comiendo unos bo-

querones con alcaparras en la taberna Angosta y de pronto tragó un bocado y dijo: yo que-

ría esto, Güino, yo quería un trabajo que no tuviese nada que ver con las leyes, y salir a

tomar cerveza por las tardes, y vivir en pareja con alguien a quien le gustase ir al campo y

divertirse por la noche.

Hablando de leyes, dije. Entonces le expuse el caso que me traía entre manos. Me

dio un poco de vergüenza pero me saqué del bolsillo un papel doblado con las preguntas del

examen. ¿Tienes un boli?, dijo ella. Yo había sacado para la ocasión de la caja donde la

tengo guardada la Sheaffer años treinta que me regaló Remedios. Ella tachó las preguntas

acertadas en un santiamén, volvió a doblar el papel y me lo devolvió. Yo no sé cómo decír-


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selo, dijo. ¿El qué?, dije, mientras dudaba si avisarle de que la pluma se cerraba a rosca, no

a presión. ¿Y esto es lo que piden para ser modelo?, contestó. Sí, le dije, a lo mejor te inte-

resaba. No sé cómo decirle que me quiero separar, dijo. Y añadió: por lo menos quiero

comparar. Me gustaría estar con otra persona para saber si lo poco que yo siento es culpa

de que no me gusta Javier o de que no me gusta el sexo. Me parece razonable, dije, por de-

cir. Quiero no tener que amar a nadie por narices, estar lejos de tanto compromiso. Había

pensado en ti, dijo, y me devolvió la pluma.

No era sexo lo que quería Eva. Ni yo tampoco. Ella había vuelto con la historia del

amigo que acompaña a la heroína trágica y se da con ella paseos por el campo claro de

Tomelloso a ver si se le aclaran también a ella las ideas. Y luego vuelve porque los quiere,

o no vuelve. Ahora Eva estaba leyendo otra novela en la que una mujer va a pasar unos días

con un amigo pero se queda con él toda la vida, y sólo se separan cuando alguno de los dos

tiene necesidad de enamorarse con locura durante unos días. Y esto, que ahora sólo podía

estar escrito en las novelas, era la familia del futuro. Y en el fondo era lo que ella creyó ver

en Javier cuando accedió a casarse con él. Siendo optimistas, casándose había conseguido

ser feliz tres días a la semana, el tiempo que Javier pasaba documentándose para sus repor-

tajes. Y en esos días acopiaba fuerzas en los actos culturales y se levantaba esa mañana

segura de decirle a Javier que no era eso, que no era eso. Pero Javier la interrumpiría para

darle besos, para contarle lo que le hubiera sucedido durante el viaje, y llamaría por teléfo-

no a su suegro porque dentro de quince días abren la veda de la codorniz y hay que tenerlo

todo preparado. Ahora Javier se había hecho cazador. Y quedaría para comer el domingo en
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Mirasierra y por la noche le repetiría que es el momento oportuno para tener un hijo. A Eva

nadie le preguntaba nunca si pensaba buscarse un trabajo o es que la situación de mujer en

casa o en las tiendas de Serrano ya era para toda la vida. Por eso quería marcharse y dejarle

una nota, porque viendo a Javier en persona la intimidaba, no le dejaba tiempo para hablar.

Por eso me pedía un favor: que la alojase unos días en mi casa. Necesitaba un tiempo, un

par de semanas como mínimo, para parar el carro y saber qué debía hacer con su vida.

A mí el plan no me gustaba nada y empecé a ponerle peros. Hablé de la amistad que

me unía con Javier. Le dije, en último término, porque la cerveza la puso un poco imperti-

nente, que a la semana siguiente yo me iría de vacaciones, que entonces, si quería, le podía

dejar las llaves e instalarse ella sola y a sus anchas sin necesidad de que tuviera que inhalar

la trementina del estudio. Yo tenía previsto marcharme a algún balneario barato a que me

diesen unas friegas, porque Violeta no cumple los años hasta el día veintidós y estábamos

empezando el mes de agosto. Pero tampoco le comenté mis planes. No me gustaba nada la

idea de llevar a una mujer maravillosa colgada del cuello, la responsabilidad angustiosa de

hacerla feliz. Yo también necesito tiempo para mí mismo, pensé. Eva fue contundente:

Güino, me dijo, o lo hago ahora o no lo haré nunca. ¿Y qué le vas a decir a Javier? Le es-

cribiré una nota. Le diré que no me busque, que necesito pensar. ¿Y a tus padres? A mis

padres les diré que me he ido a casa de un amigo. Por ellos no hay problema. En el fondo

les haré un favor. Pero no te preocupes, decía Eva, y me cogía la mano y yo veía su escote

inclinarse hacia mí. Yo duermo en el estudio, no me importa que huela a pintura.

No tenía escapatoria. De acuerdo, dije, y me acompañé con un gesto de delicada

resignación de la mano derecha, en la izquierda llevaba la cerveza. Ella se levantó y me dio

un sonoro beso en la mejilla. Eres estupendo, dijo. En cuatro ratos que he estado contigo te

tengo ya más confianza que después de todo este tiempo con mi marido. Mantuvo una son-
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risa incontenible durante algunos instantes y después dijo: ¿vamos?

¿Ahora?, dije yo, un poco asustado. Javier viene mañana, dijo. Si no lo hago ahora

tendré que esperar a que se vaya otra vez de viaje, y volveré a necesitar varios días para

decidirme, y quizá entonces te busque y ya te hayas ido. Sólo tengo que recoger una bolsa y

una maleta.

La bolsa la llevaba ella, pero a mí me tocó cargar con la maleta, que pesaba horro-

res. ¿No llevarás aquí a Javier, verdad?, le dije mientras bajaba congestionado la maleta por

la escalera. En el taxi me contó lo que llevaba. Eran los apuntes de la oposición a juez. No

es que quisiera volver a estudiar, sino que no podía desprenderse de ellos. En el fondo, des-

pués de todo este tiempo y aquel fracaso morrocotudo, era lo único que le apetecía conser-

var. Todo el mundo pensaba que eran esos apuntes lo que la hizo anclarse en una indiferen-

cia tan preocupante por las cosas de este mundo. Así lo pensaba, por ejemplo, su hermano,

que lo estaba pasando fatal con el asunto de Rosita. Ya se están arreglando, le dije. Eva me

informó de que su hermano la tenía al tanto de todo, y también de que Rosa había prorroga-

do un segundo encuentro hasta después del verano, y eso había vuelto a sumir a Eduardo en

la tristeza. ¿No has pensado en pasar con él una temporada?, le dejé caer. Mi madre tam-

bién querría que me olvidase de los exámenes, contestó, y mi padre considera que ya no las

sacaré jamás, y que si las saco no llegaré más allá que mi hermano, a ser un juez de segun-

da en un lugar dejado de la mano de Dios, no un futuro miembro del Tribunal Supremo.

Unos creen que esta maleta me arruinó el pasado y otros que el futuro, pero yo la quiero

conservar. En esta maleta no va Javier, dijo, voy yo. Al decírmelo no puso cara de enferma

mental, que habría sido lo más verosímil, sino el gesto firme y preparado para la sonrisa de

quien por fin respira. Todo lleva su tiempo, dije yo, con aire filosófico. Es cuestión de espe-

rar, dije. Ella me miró, esta vez sí, con los ojos algo desorbitados. Es que yo a quien com-
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prendo es a Rosa, dijo.

Esa noche nos tomamos la última cerveza tumbados en el suelo del salón, mirando

los apuntes. Eran una obra de arte. Me explicó que había partido de los temarios oficiales,

pero los había ido comentando en los márgenes con anotaciones sacadas de la biblioteca de

su padre. Todo estaba esquematizado en un apéndice de cuadros sinópticos que abarcaban

desde el índice al último manojo de casos extraños de difícil solución. La letra impresa de

los temarios estaba señalada en seis o siete distintos colores fosforito, y entre las líneas y en

los márgenes había un enjambre de miniatura china con sus apuntaciones, y cada hoja del

temario tenía cosidas varias otras hojas con desarrollos de las leyes y casos y números y

esquemas y fotocopias. En total, me dijo, hay dos mil doscientas páginas. Y todas me las he

tragado, dijo, con media sonrisa inexpresiva.

El primer efecto que tuvo la entrada de Eva en casa fue que volví otra vez a los di-

bujos. Al contrario de lo que sospechaba, Javier no se presentó en casa ni montó ningún

drama. Eva habló con él por teléfono y lo dejó todo claro. Por si las moscas, yo también lo

llamé y sólo me dijo que cuidase de ella, que lo que le pasaba era que no soportaba vivir

sola, pero ahora él tenía que aprovechar la oportunidad de este nuevo trabajo. En menos de

quince días terminaría con una serie de reportajes sobre la España miserable que tenía pre-

sentar al consejo de redacción del ABC.

Pero eso no tenía nada que ver con lo que me decía Eva. Eva hablaba de un Javier

desesperado, del disgusto que estaba dándole a sus padres, de que no podía vivir sin ella.

Yo no me molesté en averiguar cuál de los dos estaba mintiendo a quién. Su presencia en


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casa no respondió a ninguno de mis miedos, yo podía desearla en secreto sin que ello per-

turbara mi comportamiento. Cuando uno vive con alguien por primera vez tiene la oportu-

nidad de inventarse a sí mismo, un público para la representación que a solas no es capaz de

sostener. Yo fui el amigo pulcro, muy ordenado, muy tranquilo, con mucha vida interior.

Me pasaba el tiempo metido en el estudio, concentrado en nuevos dibujos.

Volví al libro que me había regalado el cura aquel de la casa sacerdotal maragata, El

rapto de los modelos. Quizá eso tuviese que ver con cierta rehabilitación moral. Ahora que

por fin y durante un par de meses por lo menos no tendría que posar, me sentía más orgu-

lloso de mi verdadera profesión. También influyó que Eva, durante las comidas, durante las

cenas, si es que coincidíamos, me preguntaba muchas curiosidades sobre el hecho de ser

modelo. Yo hacía mucho hincapié en la preparación psíquica y el equilibrio interior. Éste,

le dije, aunque no lo parezca, es un trabajo de alto riesgo. Lo puedes soportar si eliminas de

tu alrededor todo aquello que pueda perturbarte, y al final te acabas dando cuenta de que

todo es perturbador, unas cosas más y otras menos. Le comenté (se me escapó) que yo me

había quedado con el encargo de escribirle las dos redacciones a Lourdes. Eran deslices de

vanidad, incumplimientos de la invención que yo me había preparado.

Ya puestos a tenerla en casa, yo quería ser para Eva un compañero metódico, muy

reservado, que apenas habla de sí mismo y jamás se deja llevar por esos ofrecimientos de lo

mejor de uno mismo, ese instinto servil hacia quien queremos conquistar. Lo de las redac-

ciones era algo así. Lo hacía un poco para compensar el espectáculo de ignorancia constitu-

cional que debí de darle cuando le pedí que me resolviera el cuestionario. Era una manera

de compensarlo: eso lo hiciste tú, pero esto lo hago yo, vine a querer decir.

Cada vez que le decía algo a Eva sobre mí, procuraba cumplirlo a rajatabla. Volví al

libro de Karl Schrader por eso. Un día, cuando nos estábamos comiendo el postre, Eva me
386

preguntó qué hacía tantas horas metido en el estudio. La verdad es que yo me pasaba el

tiempo tumbado, leyendo novelas baratas, varado como Juan Carlos Onetti, luchando por el

día contra el calor y por la noche contra el insomnio. Eso sucedió durante los dos o tres

primeros días. Estoy ilustrando un libro de Karl Schrader muy interesante que tengo acerca

de los modelos, le dije. Ella mostró todo el entusiasmo que quisiéramos que una mujer

hermosa mostrase cuando compartimos con ella nuestras pequeñas ilusiones. ¿Me los dejas

ver?, dijo. La verdad es que acabo de empezar, sólo tengo..., nada, muy poca cosa. Pero ella

insistió. Y yo me metí en el estudio y a toda prisa, en quince segundos, busqué los mejores

dibujos que hubiese hecho en los últimos ocho meses, desde que se me ocurrió la idea, y vi

que todos eran igual de pobres y saqué la carpeta entera, y le dije: están aquí mezclados, no

sé si merece la pena ponerse a buscarlos. Eva se levantó de la mesa y me cogió la carpeta.

Se volvió a sentar en el sofá con la carpeta en el halda, y se puso al lado el tabaco y el ceni-

cero y se encendió un cigarrillo. ¿Preparo un café, dije? ¿No los quieres ver conmigo?, pre-

guntó, ya con el paisaje nevado de Astorga en la mano. Mejor dime tú cuáles son los que

más te gustan, yo dibujo a destajo y luego lo tiro casi todo, dije, sin saber del todo lo que

estaba diciendo.

Mientras hacía el café me temblaban las piernas. Esperé mirando la cafetera hasta

que sonaron las pedorretas. Lavé a toda prisa un par de tazas de la vajilla de la boda y froté

con estropajo las cucharillas de alpaca, que se habían quedado un poco feas. Cuando volví

con la bandeja y la puse encima de la mesita Eva estaba mirando los dibujos con una sonri-

sa blanda y constante, como si estuviera viendo fotos de la infancia. Qué bien dibujas, Güi-

no. ¿Por qué no te dedicas a ilustrar libros para niños? Este del violinista que está pescando

cangrejos es una monada, y estos paisajes son muy tiernos, y estos monigotes son ideales.

¿Cuál es el que más te gusta?, le pregunté. No sé, todos son muy..., son como un peluche. A
387

mí este que he visto del muchacho nadando en el mar me parece precioso.

No estaba nadando, se estaba ahogando, pero eso yo no se lo dije. Era el dibujo del

modelo romano de Karl Schrader y por eso, al día siguiente, nada más levantarme de la

cama y desayunar me metí a fondo con el libro. Eva, por las noches, cuando terminábamos

de cenar, me preguntaba si había dibujado algo, y yo le daba un dibujo como si le estuviera

enseñando los deberes, y a ella le encantaban. Dibujé entonces la historia del modelo que

huyó de Franco metido en un convento, haciéndose pasar por una estatua sedente. Dibujé

monigotes que en vez de parecerse a mi hija parecían modelos de Ron Mueck, un poco de

formes, demasiado altos, demasiado narigudos, como retrasados mentales. Dibujé a la céle-

bre Kiki, en un café de espejos modernista, rodeada de hombres angulosos. Huía de los

cuerpos, que quizá no se me den también como los paisajes, y ponía a los personajes en

situaciones entrañables. Empezaba buscando impresionar a Eva con un gran dibujo y me

terminaba recluyendo en la facilidad de los monigotes y de su sonrisa.

Eva tampoco salía mucho de casa. Como esas personas que necesitan agradecerte a

todas horas que las hayas hospedado, se iba a la compra a media mañana y volvía con can-

tidades exageradas de comida, compradas sin orden ni concierto, sin reparar en gastos ni en

medidas. Vio por la cocina las 1.080 recetas de cocina que hay en todas las cocinas y se

puso a hacer platos. A mí me daba un poco de vergüenza. Era como tener a una mujer ma-

ravillosa en casa que además te hace las faenas. Se lo dije, le dije Eva, tómate las cosas con

calma, haz una vida normal. Si vamos a estar los dos juntos compartiendo la casa, compar-

tiremos también las tareas. Mejor hacemos cada día uno la comida, y por la limpieza del

baño no te preocupes porque ya lo haré yo. Tú lo que necesitas es tomar el sol en la terraza,

que pareces eslava, le dije.

Así conseguí que no hiciese todos los días aquella basura de cocinera principiante,
388

todo chorreante de mantequilla y las especias echadas a voleo, la carne sin hacer o reque-

mada, el pescado desmigajado, la sopa transparente, todo soso, todo salado. Yo la devolví a

la realidad con unas verduritas fritas en aceite de Baena, con unas ensaladas frescas de al-

bahaca y con un lomo a la sal con salsa de arándanos que lo puedes dejar hecho y cuando

vuelves del vermut está muy rico. Hablamos muchas veces los dos en la cocina mientras se

hacía una paella, del equilibrio de los sabores y del placer de ver cómo progresa el arroz y

se va chupando el agua. Le enseñé a hacer canelones. Ella era un poco patosa, pero lo que

yo le dije: con tal de que no te cortes un dedo, lo demás lo aprendes en seguida. Ella me

decía que cortase yo la cebolla, que lo hacía como el cocinero de la televisión, que le gusta-

ba verme hacerlo. Y yo entonces me comportaba como esos camareros de toda la vida que

de pronto tienen que hacer de extras en una película trabajando como camareros, y sólo se

preocupan de hacerlo bien y muy deprisa, siempre más deprisa de lo que lo han hecho toda

su vida. A lo mejor era eso lo que a ella le gustaba.

En cuanto al baño, y como yo soy tan sensible para los olores, también le dije que

no se preocupase. Le dije que, por culpa de mi trabajo, el baño era como mi sala de estar.

Todos los días me llevaba mucho tiempo afeitarme la barba y el cráneo y el cuerpo, le dije,

y era falso, pero fue otra de esas mentiras con las que tuve que ser consecuente. Le dije, y

eso sí era verdad, que todos los días tenía que untarme de crema hidratante desde el cogote

hasta los pies. Le dije, y eso era mentira, que todos los días utilizaba una toalla limpia, y

que me gustaba por lo menos repasar cada mañana las lozas del baño. Pero que eso, como

podía comprender, era más propio de un maniático que de un comportamiento normal, de

modo que me quedaría más tranquilo si me ocupaba yo de ello. Lo habría dicho de otro

modo, pero un día me la vi frotando la taza del váter con el estropajo del bidet, y quedé

horrorizado.
389

Toda esa faena innecesaria que mi precipitación había provocado (en vacaciones yo

me dejo crecer el pelo de la cabeza y de la barba, como los toreros en invierno, y no me

depilo y desde que vivo solo a veces ni siquiera me cambio de ropa) hizo que alterase mis

horarios de un modo que, en principio, yo creí que sería bueno. Me imaginaba que levantar-

se todos los días al amanecer en vacaciones era algo muy bonito que me daría para terminar

alguno de los paisajes de la terraza, pero si quería hacerlo todo debía salir de la cama a las

cinco de la mañana, hacer en el baño todo lo que yo quería hacer antes de que amaneciese

para tenerlo como los chorros del agua cuando se levantase Eva, que también, molturado su

cerebro por los horarios de la oposición, se levantaba muy temprano, nunca después de las

ocho u ocho y media. Eso exigía, por ejemplo, que después de comer, con el pretexto de

retirarme a leer un rato, yo me escoscase unas siestas de legionario, y a las siete de la tarde

volviese a tomar posesión del baño para acicalarme antes de salir a dar un paseo.

A esas horas Eva y yo nos íbamos a conocer Madrid. Eva tampoco conocía Madrid,

tampoco había paseado por sus calles, y los nombres de Malasaña, Lavapiés o Carabanchel

le sonaban a mezcla de leyenda o zarzuela o cuento para niños. No se había dejado llevar

por el parque del Oeste ni había visto paseando por Rosales a los matrimonios y a los due-

ños de los perros, a los jóvenes sentados en las barbacanas, dándose besos. Ella iba en taxi a

todas las actividades culturales. Desde pequeña fue como blindada a todas partes, con el

grupo del colegio hermético de monjas a lugares elitistas o en el coche oficial de su padre

hasta el garaje del Tribunal Supremo. Todo el vecindario de Mirasierra salía de su casa mi-

rando a todos lados, y fuera de su barrio, a no ser que no fuese por Serrano y cuatro calles

más, el mundo sonaba como a sórdido lugar donde andan sueltos los criminales.

Todo lo que veía era nuevo, y yo se lo explicaba. Traté de ir a los sitios donde me

había pasado algo que me gusta recordar. También fui a los que yo frecuentaba con su ma-
390

rido, cuando salíamos juntos a tomar copas. Yo no es que quisiera estar nombrándoselo a

cada momento, pero tampoco quería que aquellos antros con humo de porro, aquellos mote-

ros barrigudos y aquellas mujeres pringosas cargasen sobre mi biografía. Otras veces iba a

sitios que no había frecuentado jamás, porque representaban lugares de una memoria escu-

chada, un Madrid de los otros que yo nunca supe si existía. La calle de la Madera, muy cer-

ca de la otra escuela de Artes y Oficios, la que está en la calle de la Palma. Allí vivió mi

suegra cuando era niña y mataron a su padre. O por las tabernas de Bilbao, que yo dejé de

frecuentar cuando empezó a ir por allí mi hija con su amiga Almudena. O por lo que queda

de la vista que mis personajes de novelas más queridos han visto desde el Viaducto de la

calle Segovia.

Un domingo la llevé a los toros. Era una de aquellas espantosas corridas de agosto

que sólo gustan a los muy aficionados. Toros broncos, mansos y peligrosos, y toreros sin

suerte que se juegan el único contrato. La plaza estaba medio vacía y los turistas japoneses

se marcharon a mitad. Yo creo que la única que se lo pasó bien fue Eva. Habíamos estado

picando algo por ahí, tomando unas cañas por las callejuelas del Rastro, comiendo gambas

entre la multitud del Cayetano, y después habíamos cogido el metro y nos marchamos a los

toros. A todo esto, las doscientas cincuenta mil que me habían venido del cielo se me de-

rramaban de los bolsillos. A Eva la llevé a barrera de sombra, al lugar adonde Alfredo me

dijo muchas veces que había ido por la cara como acompañante de mujeres importantes.

Para mí era como estar con Ava Gardner. Ese día yo también me daba un aire al Orson We-

lles.

Pronto me acostumbré al hecho de que nunca tocaría el cuerpo de Eva. Lo pensé

mucho, en noches de insomnio y priapismo. Ya se me pasará, pensé. El sexo hubiera signi-

ficado introducir de golpe la pura realidad en una circunstancia tan ficticia como aquella.
391

Eva no es que quisiera pensar, descansar del amor, reorientar su vida junto a un buen amigo

que la escucha y la comprende. Yo llegué a la conclusión de que Eva se había propuesto

poner en práctica el personaje que tanto la había seducido, la mujer que después de la tra-

gedia marcha con un amigo. Pero esa mujer, luego, una vez recuperada la orientación, ele-

vada la moral y superado el berrinche, vuelve porque los quiere, y el personaje amigo ya no

sale nunca más. Yo estaba a punto de no salir nunca más en su historia, sobre todo si me

dejaba llevar por el instinto.

Y el instinto de Eva parecía bastante apaciguado. La respiración nasal algo agitada

del principio se serenó por completo, y los abrazos fueron tanto más frecuentes como me-

nos significativos. Su conversación se hizo cada vez más abstracta, hablaba del mundo y de

la vida y de la muerte y de una muy delgada pena penetrativa que ella estaba curando con

mi apoyo y mi buen humor. Eva quiso saber mi opinión sobre aquel baúl lleno de papeles

que le habían amargado la vida. Debería quemarlo, ¿verdad?, o estudiármelo otra vez. Sa-

cármelo de la cabeza, o metérmelo del todo. Yo intentaba convencerla de que su problema

no había sido no saber las preguntas sino no poder hablar. Le dije que la sofrología y la

química tienen eso muy bien estudiado, que ya no hay que exponerse a que el día del exa-

men se te olvide ninguna pastilla.

A veces, dijo, estoy hablando con alguien y cuando pronuncio una palabra que apa-

reciera en los apuntes me pongo a recitarlos. No lo puedo evitar. Me levanto por las noches

y cojo un tema de la maleta y me acuerdo de cuándo hice una raya, de cuándo pinté los co-

lores, sé que lo domino y que podría decírselo a cualquiera. Unas veces quiero que se me

empiece a olvidar del todo. Sacar un día una hoja y saber que ya no puedo recitarla de me-

moria. Pero otras veces no puedo soportar la idea de renunciar a eso. Apretar a una tecla y

hacer que desaparezca mi vida.


392

Quizá necesites ayuda, dije. Ya no voy a tomar más pastillas, dijo ella. No me refe-

ría a eso, dije yo. ¿Quieres decir que vaya al psiquiatra?, dijo ella. Mi mujer está de vaca-

ciones, dije. Es una pena porque a ella igual le ha llegado un caso semejante, quizá lo que te

pasa es algo más frecuente de lo que tú te piensas. Si quieres puedo preguntarle, dije. Ya sé

que no te refieres a eso, contestó Eva.

Un día volví del mercado y me la encontré leyendo las Soledades de Góngora. ¿Pero

qué haces con eso, mujer?, le pregunté. Mira que la edad miente, dijo ella, mira que del

almendro más lozano Parca es interior breve gusano. Luego se levantó y se acercó a darme

un beso en la mejilla, como de costumbre. He decidido aprender versos de memoria, dijo, a

ver si así se me olvidan las leyes.


393

XI

Cansado ya de padecer, de no saber del todo lo que quería Eva y de arrastrar una

libido de lo más impertinente, un día decidí llamar a una prostituta. Me volví a acordar de

Elvira, la puta normal, su teléfono escrito en un papel que conservaba en el bote de los lapi-

ceros, abajo, con el sacapuntas y los clips. Vivir solo no me ha dado mucha mayor libertad

por lo que toca a mis objetos personales. Siempre puede venir Violeta buscando un libro, o

su madre a por un papel. La separación no sólo no las hizo abstenerse de andar por casa

como si fuera suya, sino que las dos, en los ratos en que no había conversación, se dedica-

ban a husmear las huellas de casi quince años juntos. Se habían ido de vacaciones, pero de

haber estado aquellos días en Madrid Eva me habría supuesto un problema añadido. No nos

cuentas nada, habrían dicho las dos, cada cual a su manera.

El caso es que tenía el papel metido allí como si fuera un secreto, cuando la casa

estaba llena de periódicos por todas partes con miles de teléfonos de contacto y los llama-

mientos más procaces imaginables en sus páginas interiores. Somos nosotros quienes con-
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cedemos a los objetos su condición de secreto, como si al conocerlos los marcásemos con

un rotulador fosforescente. En eso Remedios era un lince. Y esperé a que Eva saliese a la

calle, a comprar al mercado, no fuese a ser que al llamar por teléfono me pusiera nervioso,

aparte de que la conversación no le importaba a Eva. El teléfono en mi casa, no sé por qué,

siempre ha estado en el sitio más indiscreto de todos, en medio del salón. Eva tiene teléfono

propio, pero yo aún funciono con uno viejo que cascabelea cuando suena y cuando estás

marcando con el dedo en un agujero de la rueda.

Elvira era tan normal que mi primera impresión fue la de haberme equivocado. Una

prostituta que merezca la pena empieza a trabajar desde que descuelga el teléfono. De

hecho, a no ser que veas antes su cuerpo, los datos se reducen a su voz, y una vez que la

contratas le tienes que pagar. No es ir merodeando por la carne con un puro en los labios,

como hacen los jubilados de la calle de la Montera, de conducir por la noche por la casa de

campo en una fila discontinua de coches lentos que hacen eses, ni de entrar en un club noc-

turno ni siquiera en un club selecto, ni siquiera en la casa de putas más cara de España. Es

imaginarlas con la voz.

En los contactos telefónicos el registro es mucho más amplio. La puta prevista es la

puta tradicional, el sexo por los ojos. Pero cuando es por el oído el abanico se amplía, fun-

ciona una prostitución secreta, de mujeres que no dan que hablar al vecindario y tampoco

quieren ser captadas por ningún chulo. Y aun en esto hay de todo, incluso mujeres que an-

tes de hacer la compra para su marido y sus hijos se venden casi en el tiempo que les costa-

ría sacar ese mismo dinero de un cajero automático. He oído hablar mucho de todos estos

dramas a Remedios. A la consulta de la clínica le llegaban casos desesperados que luego

nos pormenorizaba durante la comida, y si eran demasiado fuertes para Violeta los escu-

chaba yo solo en la cama.


395

En el caso de Elvira, su voz era más bien de secretaria, no ya el tono desganado de

la empleada de un taller, pero sí de una secretaria que tuviera nervios mal disimulados en su

primer día de trabajo, como si estuviera llamando a un servicio de fontanería, como si lla-

mase porque se me hubiera roto la lavadora, de tanto mirarla.

Quedamos en una terraza de La Guindalera, entre madres que habían sacado a los

niños y alcahueteaban con un bitter sin alcohol. Elvira iba vestida con unos pantalones cor-

tos de cazador, una camisilla de flores diminutas y deportivas blancas. Era la mujer de unos

cuarenta años que se ha arreglado un poco para sacar al perro, el pelo recogido con una

goma ancha que le sirve de diadema y tan solo los labios pintados del mismo color rojo

geranio. La desproporción de no llevar los ojos pintados me pareció muy erótica. Nunca

sabré si esa normalidad era la suya o tan sólo el uniforme de trabajo.

Pero esa misma normalidad me inhibía, me comportaba con el respeto que uno no

espera usar con una prostituta. No hablo de faltarles al respeto, sino considerar que el sexo,

el ajuste de precio y las pocas palabras son ya una falta de respeto si no estás seguro de

tratar con una puta. Algo me hizo justificarme, hablar del trato como si fuera un favor. Le

expuse, con las mejores palabras, que no estaba tan interesado en el sexo como en que pasa-

ra la noche conmigo, en mi misma habitación, hasta que se hiciese de día, y que me diese

por favor un presupuesto. Ella me miró muy sorprendida, como si se tratase de un error,

pero pronto volvió a su ser y preguntó: ¿interesado en qué? Yo entonces, a decir verdad, no

me di cuenta de nada, si acaso pensé que era la reacción adecuada, ese principio de rubor e

indignación que debe de tener una mujer normal cuando se la toma por una prostituta.

Antes de marcharnos decidí explicarle la situación con más detalle, no fuese a ser

que en algún momento coincidiesen ella y Eva por el pasillo. Le dije: la mujer de un amigo

mío se ha separado y está pasando unos días en casa; yo la veo a ella que no le importaría
396

liarse conmigo, y a mí tampoco, claro, pero prefiero disuadirla haciéndole creer que tengo

novia. Elvira sonrió entonces por primera vez. Parecía más relajada, como si mis palabras

le hubiesen dado confianza. También es verdad que las dije en un tono casi benedictino.

Cuando me levanté a pagar vi por los cristales a Elvira que llamaba por teléfono. Se estaba

haciendo de noche.

Me resultaba difícil hacerme a la idea de que iba acompañado por una prostituta.

Más bien, en cualquier caso, se parecía aquello a la primera cita entre particulares que han

contactado a través de la red. De hecho, podría haber conseguido lo mismo, y haberme re-

sultado gratis, si me hubiese puesto a buscar en ese tipo de sitios. Ligar me hubiera resulta-

do más sencillo. O llamar a Lourdes, que para eso es actriz. Cualquier cosa más barata que

aquella ficción tampoco muy erótica, a pesar de los labios.

Sí se adivinaba un cuerpo frondoso, pero tampoco muy cuidado, con residuos ma-

ternales en el vientre y en las caderas, la cintura que ya no ha vuelto a ser lo mismo y da un

aire suplementario de honestidad pero también de haber vivido varias vidas. Estuvimos

picando en una taberna de Santa Bárbara, de camino a casa. Ella sólo bebió agua y no chu-

paba la cabeza de las gambas. No era mala conversadora. Hablaba de las personas, del lu-

gar, del hecho de comer gambas, del hecho de beber agua, del uniforme blanco años cin-

cuenta de los camareros, del calor de Madrid y de las cáscaras del suelo. Yo valoro mucho

en las personas la capacidad de hablar de lo que hay, de tener dominio sobre el silencio sin

necesidad de adoptar ningún papel concreto. En eso vi la profesionalidad de Elvira, porque

yo estaba más cortado que ella: yo estaba cortado y fingía desenvoltura, ella se desenvolvía

bien pero fingía un cierto muy discreto nerviosismo. Yo trataba de corresponder con lo me-

jor de mi soltura inane.


397

Para cuando llegamos ya no me acordaba del proceso mercantil que me había lleva-

do hasta allí. Eva no estaba en casa, y yo se la enseñé a Elvira como esas personas que le

enseñan el piso a las visitas, y Elvira me daba razones formales y se fijaba mucho en los

desahogos de la casa, en los armarios empotrados y en la hermosura de la cocina. En esta

cocina puedes hacer la vida, dijo.

Cuando nos metimos en mi cuarto lo primero que dijo Elvira fue que ya se imagina-

ba ella que yo sería un artista o algo parecido. Se supone que con las putas hay que ser sin-

cero, pero las putas admiten otro tipo de sinceridad. El tipo de prostitución que encarna

Elvira es la del sueño posible, con ella ser sincero es soñar. Esta idea estuvo sobrevolándo-

me durante toda la noche. Sí, algo parecido, había contestado a Elvira, quien al contrario

del código mínimo de cualquier puta empezó a contarme detalles importantes de su vida. O

quizás a inventárselos, quizás acudiendo a un repertorio puteril muy recomendable para el

solaz de los clientes. Decirles lo que quieren oír con el sincero envoltorio de la intimidad.

Mi marido también era artista, dijo. ¿Se ha muerto?, pregunté. No, dijo ella, está en la cár-

cel.

Aquello me fastidió un poco. Aquello devolvía a Elvira a la clásica condición de

mujer lumpen con el marido en el talego, con todo lo que eso lleva de atentados contra la

higiene, malos tratos y quién sabe si enfermedades incurables. Pero eso Elvira lo sabía, y

por eso sonrió: no te preocupes, dijo, no lo metieron por asuntos de drogas. De todas for-

mas, añadió, yo ya me había separado antes. Pero todo esto pasó en el extranjero, hace mu-

chos años. Elvira se sentó junto a la ventana y se encendió un cigarro. Joder qué vistas tie-

nes, majo. Si vieses lo que yo veo te volvías loco. Yo sólo veo la ventana que tengo enfren-

te que da al patio del ascensor. Eso es lo que veo, dijo, pero lo dijo sin resentimiento, como

una forma de halago. En tu trabajo verás muchas ventanas, dije yo. No me pareció que se lo
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tomase del todo bien, pero supo contestar. ¿Y tú, en el tuyo, aparte de cuadros, qué ves?

Veo modelos, dije. ¿Modelos desnudos? La mayoría. Serán más guapos que los que yo veo,

dijo Elvira. Casi me da pena no verte a ti desnudo. Son cuerpos normales, dije yo, entre la

suficiencia y el desengaño. La mayoría de los modelos tiene cuerpos muy normales, dije.

Pero era difícil hacerse pasar por pintor en mi propia casa, es difícil actuar con los

movimientos inevitables de quien está en su casa, era como si me delatasen los objetos. Y

además es algo que yo nunca he hecho. He fingido ser un experto en arte, uno de esos pro-

fesionales como Pilar Guijarro que son como los taurinos, que viven de la fiesta pero nunca

torean, pero nunca he fingido ser pintor ni siquiera dibujante, ni siquiera ilustrador. Nunca

lo he hecho, y detesto a quienes pasan media vida interpretando papeles de bohemio. Algo

me dice que son más las mujeres que soñarían compartir la vida con un sueldo fijo que con

un genio desconocido. Y Elvira era de esas, sin duda. Ya habría tenido bastante con el artis-

ta extranjero que acabó en la cárcel, ella no me dijo cómo y yo tampoco se lo pregunté,

pudo haber sido incluso un crimen pasional. Cuando uno alterna con putas se tiene la sen-

sación de que en cualquier momento puede aparecer una historia barata para complicarte la

vida. De Elvira era poco lo que podía sacar. Más bien era una dama de compañía, más bien

era una de esas mujeres que se ganan la vida cuidando enfermos por las noches, y cruzan

las piernas y se ponen en el halda una revista para cuando el enfermo se canse de hablar.

La cama del estudio, la cama que usó siempre Violeta, era sólo de cuerpo y medio y

no cabíamos los dos. Pero yo no quería dormir en esa cama con nadie, no quería que queda-

sen restos de vicio entre los hilos de las sábanas, flujos de dilatada historia como manchas

marrones de grasa que sin embargo, y así lo muestran en los anuncios de detergente cuando

enseñan las sábanas por dentro, aunque no se vean están, aunque no se huelan entran por la

nariz, aunque no se sientan se sospechan. Todo eso era una tontería, una superstición gra-
399

tuita, un artículo de fe. Respetamos los objetos de los ausentes como si se hubieran muerto,

como si ya fuera imposible ocultarles nada. Un buen modelo debe aprovechar estas manías

para sentirse mirado siempre, que es la única manera de dominar el cuerpo. La mirada del

otro debe arrasar incluso los actos más íntimos y vergonzosos, uno no debe despeñarse por

esa relajación obscena de la soledad. En el acto de ponerse la ropa interior, de dormir o de

ver la televisión, las formas antiestéticas se desprenden del cuerpo como sarpullidos puru-

lentos. Cuando yo hablo, por ejemplo, de estar despatarrado en el sillón leyendo una nove-

lucha, hablo de una postura despatarrada que sin embargo, además de ilustrar el despata-

rramiento, no saca ningún escorzo bruto ni ninguno de mis perfiles defectuosos.

Yo no dije nada de esto a Elvira. Me costó un esfuerzo tremendo seguir hablando

con ella y fingir y pedirle que fingiese, y contarle detalles de la vida artística y elementos

biográficos espurios para que la conversación no se amorcillase. Así que vives del arte, me

interrumpió al final, después de una sarta de mentiras que al hacerlas verosímiles entraban

directas en el realismo más penoso. Trabajo por encargo, dije, soy un free-lance. Hago ilus-

traciones para libros de texto infantiles, tengo un par de editoriales que me llaman siempre.

Entre esas dos editoriales y una tira cómica que dibujo para un diario de provincias me voy

arreglando bastante bien, dije. Ahora estoy ilustrando un curioso libro de un tal Karl Schra-

der que bla bla bla. ¿Me lo enseñas?, dijo Elvira. Bueno, le dije, en realidad estoy todavía

preparando algunos bocetos, luego tengo que elegir unos cuantos y ponerme en serio con

ello. ¿Y esto también es para una editorial? Sí, dije yo, y la verdad es que tengo quince días

para entregarlo, no sé qué pinto yo con tanta urgencia yéndome de putas, dije, con ironía

inofensiva. Elvira no se dio por aludida. ¿Y cómo entraste a trabajar en esa editorial? Les

envié unos dibujos, dije yo dejándome llegar por un inaceptable ramalazo de soberbia, por-

que también dije: si lo que haces interesa, bastan cuatro rayas para que una editorial compe-
400

tente lo descubra. Lo cubrí todo con un bálsamo de erudición en materia de cómic y de la

clásica pregunta sobre qué cómic leía Elvira de pequeña. Te lo digo, dijo ella, porque a mí

me interesaría mucho que me pasases alguna dirección, algún sitio donde presentar yo unos

dibujos. ¿Tú también dibujas?, le pregunté. No, yo no, dijo ella, es mi hijo el que dibuja

muy bien. Se aplica en los estudios y quiere estudiar arte porque quiere se dibujante, pero

yo no sé, o sea, yo sé que a mí me gustan mucho, yo sé que por lo menos son igual de bue-

nos que estos tuyos, no es por nada, pero yo creo que mi hijo dibuja muy bien, tendrías que

verlo, lo tendría que ver alguien que dijese: pues sí, esto interesa, esto no interesa, porque la

vida está muy jodida y mi hijo tiene que tomar una decisión, y yo no sé si estoy en condi-

ciones de seguir puteando cinco años para pagarle una buena universidad. Si va a merecer

la pena yo hago lo que sea necesario, pero si luego resulta que es uno del montón y la carre-

ra no le sirve para nada, pues oye, que se busque otros estudios, que yo voy a pagárselos

igual.

Yo eché mano en la memoria de lo primero que encontré: Pilar Guijarro, Marisa,

Palomares, su taller de jóvenes artistas. Sufrí un vuelco de ternura incontrolada, y esos

nombres y la necesidad de apuntalar mis propias mentiras me hizo verlo claro. Yo puedo

hablar con algunos amigos, dije. Si quieres, pásame algún dibujo y veremos lo que se puede

hacer. Por intentarlo tampoco pasa nada, dije, aunque tratándose de lo que se trataba pensé

que así podría desentenderme sin apuros de la situación. Pero Elvira abrió el bolso y sacó

un sobre tamaño cuartilla que parecía el pago de un rescate. Mira a ver a ti qué te parecen,

dijo. ¿Llevas siempre los dibujos de tu hijo por si te encuentras con un artista?, le pregunté.

Ya sabía yo que eras un artista, dijo, como si estuviera bromeando. ¿Ah, sí?, continué la

broma. ¿Por teléfono ya tengo voz de artista?


401

Lo dibujos no eran malos. Tenían esa exasperación juvenil de cuando uno tiene pri-

sa por contar verdades. Era una estética cómic pasada por la insoportable reducción del

manga y las posturas aprendidas de los storyboards, las miradas torvas y las rayas como

hachazos, los personajes hundidos o violentos que pasean por la noche oscura, esas icono-

grafías celtas enroscadas que utilizan las tribus alternativas, soldados zapatistas en postura

de cartel bélico republicano, imitaciones de El Roto, mensajes de solidaridad radikal y mu-

chos pájaros negros siempre por todas partes. Pero había unos al final, uunos que la madre

puso al final porque pensó que eran los peores, en los que había desaparecido como por

ensalmo todo ese atalaje de símbolos y de compromiso y quedaban figuras inexpresivas,

apenas deformadas por la caricatura, gente que no tenía la mirada de susto ni de satisfac-

ción ni de malo ni de bueno, bastos retratos de personas, sin apenas matices, pero con una

frialdad conmovedora. Eran dibujos sin alma, eso le pareció a la madre, pero el talento es-

taba en haber prescindido del sentimiento para expresar la vida. Las caras estaban como

vacías, llevaban la cabeza rapada o peinados esquemáticos, pero sus facciones eran con-

temporáneas aunque tuviesen ese hieratismo asirio con la raya de los ojos muy marcada.

Era por lo menos una docena de retratos, o esbozos de retratos, y se notaba que le había

cogido el gusto a no expresar nada, se había dado cuenta de que poner algo en un dibujo

puede ser tan significativo como no ponerlo. Era difícil echar en falta una línea, o pensar

que alguna pudiera sobrar.

Estos últimos, le dije, me parecen bastante buenos, y en los demás se nota lo princi-

pal, que domina la herramienta. Que sea luego un artista o no ya dependerá de las circuns-

tancias, pero la casa tiene cimientos, dije, un poco demasiado solemne. Yo no quiero que

sea un artista, dijo ella, yo quiero que viva de esto, como vives tú, por lo menos como vives

tú.
402

No me dio tiempo a contestar. Algo así como un murmullo, más llanto que jadeo,

salía de la pared de al lado. No la habíamos oído entrar a Eva. Estaba allí desde el principio.

Nos había oído pasear por la casa dando gritos e informaciones que luego yo no debería

contradecir. ¿Qué había dicho que ella pudiese haber oído? ¿Había escuchado con la oreja

pegada a la pared toda la conversación igual que Remedios alguna vez se puso a escuchar

cuando Violeta y su amiga Almudena se encerraban en su habitación un sábado entero por

la tarde? Elvira y yo nos callamos. Era llanto, una considerable chotaina, un berrinche con

hipos y lamentos. A esa muchacha le pasa algo, dijo Elvira. Pues no puede ser que la haya

dejado el novio, dije yo. A Elvira le salió un ramalazo reprobatorio que no me disgustó en

absoluto. Pobrecica, todo le va mal, dije. Elvira preguntó qué le pasaba, pero yo no sabía

resumirle a una mujer como Elvira una vida como la de Eva. Es una niña rica, dije. Se ha

pasado la vida entre libros y ahora no se orienta nada bien. Elvira me miró como si no en-

tendiera. No era momento de reducciones irónicas. La verdad es que no sé por qué llora,

dije. Los lamentos llegaron a berridos y el llanto a inconsolable. Elvira no preguntó nada

más. Se levantó, salió de la habitación y llamó a la puerta de Eva. Yo fui tras ella, pero no

quise entrar. Elvira sí lo hizo, y se fue a sentar en el borde de la cama, y cogió la cabeza de

Eva, arrodillada sobre el colchón, cabizbaja y lloriqueante, como nos imaginamos a un pre-

so cuando se queda solo ante su condena. Elvira lo primero que hizo fue abrazarla. Ninguna

se había visto la cara, ni se había escuchado, ni se había conocido antes. De la habitación

salía el aroma de las horas que Eva pudo conciliar el sueño, de su ropa en la butaca, del

calor de la noche, del aire que no se movía. El olor me excitó como nunca, pero no era si-

tuación de pensar en esas cosas. Elvira no dijo nada, no preguntó nada. Se limitó a pasarle

una mano por la melena cuando Eva se derrumbó sobre su pecho. Componían una figura

muy hermosa, lástima que estuvieran de espaldas.


403

Voy a ver si hay algo fresco en la nevera, fue lo único que se me ocurrió decir. ¿Qué

queréis, cerveza o cocacola? No me contestaron. Pero yo creo que estaba haciendo lo que

debía. Yo no tenía suficiente confianza con ella para consolarla de esa manera. Elvira lo

hizo y ni siquiera le había visto la cara, pero eso no significa que fuese un asunto femenino.

Eso sólo significaba que Elvira lo había hecho alguna vez y yo no lo había hecho nunca.

Jamás he consolado a nadie con su cabeza en mi pecho y yo acariciándole el cabello. Ni

siquiera con Rosita. Ni siquiera con Remedios. Ni siquiera con Violeta. Y eso tampoco

indica una especial frialdad por mi parte. Sólo implica que ninguna de las tres ha llorado

jamás con tanto desconsuelo.

Porque no era un desconsuelo normal. Era una erupción superior al dominio de las

formas, un haber estallado por fin de su pena muy delgada y penetrativa, un haber arrojado

por fin su interior breve gusano. Parecía como recién terminado un exorcismo. Me pregunté

si llevar una bandeja con las bebidas al cuarto de Eva, en medio de su olor, o ser un poco

más respetuoso y colocarlas en la mesita del salón. No había más que una bandeja muy

grande, una bandeja de camarero que robé cuando era joven, y las bebidas quedaban un

poco poco. Así que abrí también una lata de aceitunas rellenas y una bolsa de gusanitos.

Desde la cocina oí que hablaban, pero no lo que decían. Vi la bandeja llena del aperitivo y

me pareció un poco cateto, así que tiré los gusanitos a la basura y volví a meter las olivas a

la nevera y dejé la bandeja donde la guardaba, y cogí unos botellines con la mano y unos

vasos de duralex. Cuando estuvo todo preparado, me acerqué a la puerta y dije, en el mejor

tono posible: venga, chicas, vamos a tomar un poco el fresco a la terraza. Sí, dijo la voz

almohadillada de Eva. Lo dijo con ese tono de capitulación que tienen algunas personas

cuando se les empieza a pasar el berrinche, ese falso sobreponerse de golpe y ser ella la que

va como hipnotizada por sus lágrimas a la nevera para ponerse a servirlo todo, casi había
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que guiarla con el brazo, decirle que no hiciera nada, que saliese y se tumbase, que las be-

bidas ya estaban allí.

Y de pronto Elvira fue como si estuviera viviendo con nosotros, con el mismo do-

minio de la situación física y mucho más de la situación emocional. Salimos, ellas dos se

tumbaron en las tumbonas y yo me saqué una silla. Las dos estuvieron calladas, mirábamos

las estrellas, yo cogí un dolor de cuello que todavía si hago giros violentos me lo noto.

Cuando se hubo calmado casi del todo, Eva lanzó un largo suspiro, un suspiro con espas-

mos, y dijo: ha llamado Javier. Yo bajé la cabeza. Debió de ser en ese movimiento brusco

cuando me jodí un fascículo clavicular. ¿Y qué ha dicho?, le pregunté. Qué bien se está

aquí, contestó Eva, en ese tono de resignación cristiana con que interpretamos la ceremonia

del agradecimiento. ¿Está bien? Insistí. No era Javier, dijo ella, era de un hospital. ¿Un

hospital? Está bien, dijo Eva, no he hablado con él pero está bien. ¿Ha tenido algún acci-

dente? Es un hospital psiquiátrico, dijo, y por un momento pareció que reventaba de nuevo

a llorar, pero pudo sobreponerse y continuó. Me han preguntado si había tenido antes algún

brote esquizofrénico. Yo no sabía qué decirles, yo apenas lo conozco, yo no sé quién es.

Les he dicho que no lo sabía, dijo, y empezó a llorar, y lo único audible que pudo decir an-

tes de que la anegasen las lágrimas fue: dije que ya lo preguntaría... Eva se había incorpo-

rado en la tumbona, Elvira estaba también sentada frente a ella, mirándola como si la tuvie-

se cogida de la mano.

¿Qué se dice entonces? ¿Se dice entonces la verdad? ¿Hay que arruinar el amor y la

salvación de un amigo diciéndole a su novia que está a punto de casarse con un tipo que ha

tenido algún que otro delirio? Me pregunto qué habría hecho Remedios. Quizás cuando

hablamos Eva y yo por primera vez los dos solos en la piscina tenía que haberle dicho: mi-

ra, Eva, te vas a casar con un amigo mío, por lo menos un tipo al que conozco desde hace
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muchos años, y debo decirte que sé de su vida mucho más que tú, entre otras razones por-

que forma parte del plan de casarse contigo el que Javier no te haya contado su vida, que

tampoco es, por otra parte, nada del otro mundo: la juventud entera bebiéndose los delirios

de grandeza disueltos en ginebra, buscando en toda clase de compuestos químicos lo que su

talento natural no le ofrecía, y como consecuencia de ello, con toda probabilidad, un par de

brotes neurasténicos (yo no me atrevería a llamarlos esquizofrénicos), una vez hace años,

cuando empezó a mearse encima de todos los dibujos que estaban haciendo de su cuerpo

unos estudiantes de tercero, y otra, que yo sepa, no hace ni dos meses, poco antes de cono-

certe a ti, cuando vomitó en una instalación de Joseph Beuys, aunque, como puedes ver, las

dos pueden considerarse actos, no locuras, y si alabamos a quienes hicieron juegos de aguas

en los museos académicos, tampoco podemos meter en un manicomio al que practique el

arte del cuerpo.

Eso le habría dicho, más o menos. Eso le habría tenido que decir. Pero lo resumí de

otra manera: yo no sabía que Javier fuese un esquizofrénico, dije, y no mentí. Elvira me

miró mientras Eva miraba el agua caliente de la infusión. Me miró como se mira a los que

están mintiendo. Quizá no me reprochaba que ocultase algunos detalles más. Quizá sabía

que estaba mintiendo.

No quiero verlo, dijo Eva cabizbaja. No puedo verlo. No lo quiero. Me da miedo.

Me da asco. No quiero saber nada de él. No me ha hecho nada. No se ha portado mal con-

migo. Es mi marido. Lo he usado para marcharme de casa y ahora no puedo verlo, no quie-

ro saber dónde está, no quiero volver a verlo en mi vida. Soy su mujer. Qué significa eso.

Yo también le ayudé a cambiar. Los dos cumplimos con el plan. Nos echamos una mano

para salir de nuestras vidas. Tuve que habérselo dicho. Ahora se ha vuelto loco. Pero yo no

quiero verlo. No puedo. No puedo.


406

Tú ya no estabas con él, dijo Elvira, no tienes ninguna responsabilidad, él tampoco

estaba contigo ahora. Es raro, dije yo. Cuando hablé con Javier le pareció estupendo que te

vinieses a vivir a casa mientras él estaba fuera, pero tú me dijiste que le habías dejado una

nota diciéndole que te marchabas para siempre. No le dejé ninguna nota, dijo Eva. Entonces

no le dije nada. Le comenté que no soportaba estar sola, que me sentía sola, que tenía mie-

do. La idea de venirme aquí fue suya. Dijo que eras la única persona en quien confiaba.

Pero hace unos días lo llamé. Estaba viajando, iba de Bilbao a Barcelona. Cuando lo llamé

estaba en el hotel. Le dije que no quería volver a verlo. Le dije que me había equivocado.

Le dije todo lo que había querido decirle y no le había dicho. Él estaba lejos. Y yo me sen-

tía segura.

Eva levantó entonces la cara y me miró. Elvira también me miró. Lloro porque te he

traicionado, Güino. He traicionado tu amistad con Javier y tu confianza en mí. Javier se

puso muy nervioso, se puso un poco agresivo, empezó a darme órdenes y a decirme que me

fuese a casa, que me fuese a Barcelona, yo qué sé. A mí me dio miedo. A mí me da miedo.

Yo le dije que me dejase en paz, que no me movería de aquí porque necesitaba estar aquí.

Yo la estaba escuchando y me entró miedo. Siempre he pensado que Bidón tiene un

fondo de hampón gallego sospechoso. Bidón, pensé yo entonces, es de esas personas que se

imaginan afrentas totales, que desean que alguien los ofenda para descargar justificada toda

la violencia que llevan dentro, por mucha verdura que coman. ¿Pero tú qué le has dicho?, le

pregunté a Eva, a punto de perder la paciencia. Aun en una situación tan delicada, cuando

me miró tan inocente para contestarme le habría chupado las lágrimas. Perdona, dijo Eva,

refiriéndose a Elvira. Elvira tardó en captar el fondo del perdón. No hay nada que perdonar,

dijo Elvira. Eva se perdía con demasiada frecuencia en sus perdones patibularios. Os estoy

arruinando la noche, soy una estúpida, esto es cosa mía, debería solucionarlo yo, debería
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tener valor para solucionarlo pero soy una niña estúpida. Ya lo has solucionado, dijo Elvira.

La solución era irte, ¿no? Si te hubieses quedado, tarde o temprano se habría vuelto loco.

Es mejor que te haya cogido lejos.

Un momento, dije yo, pero si él se ha vuelto loco es porque Eva se ha ido lejos, y

con esto no quiero decir nada. Pero Elvira no dejaba pasar una: ¿quieres decir que tenía que

haberse quedado con él para cuidar de su salud mental? No es eso, dije. Elvira no hablaba

como las putas. En el hospital me han dicho que ya podía ir a verlo, pero que igual era

pronto aún para darle el alta, dijo Eva. Pero yo no puedo ir. Lo mejor será que nos calme-

mos, dije yo. Mañana, con la luz del día, lo veremos todo más claro, dije, llevado por la

inspiración. Deberíamos dormir un poco, dije. Es verdad, insistió Eva, os estoy arruinando

la noche. Y luego empezó con el rollo de lo majos que éramos todos.

Cuando nos metimos en el cuarto, Elvira volvió a ocupar su sitio bajo la ventana y

se encendió un cigarro. Me miraba sonriendo. Estoy un poco harto de que la gente me mire

sonriendo, nunca sé por qué sonríen ni por qué lloran. Qué te parece el panorama, dije, sen-

tado en el borde de la cama, después de unos segundos inclinado hacia delante, los codos

sobre las rodillas y las palmas de las manos sobre la parte de atrás del cráneo, acariciándo-

me. El fascículo clavicular había empezado a dolerme de verdad. Me parece, dijo Elvira,

por en medio de un círculo de humo, que este marrón te lo vas a comer tú. De eso nada,

dije. Yo mañana hago las maletas y me voy a pasar las vacaciones al pueblo con mi mujer y

mi hija, como todo el mundo. ¿Tú también tienes miedo?, dijo Elvira, otra vez hablando

como las putas. La sonrisa le cambiaba con el vocabulario.

Yo lo que quiero, dije, es que me dejen en paz. Y para justificarme le conté todo lo

que me había pasado desde que metieron a Alfredo en la cárcel. Jamás me había sentido

con tanta libertad para contar mi vida, pero Elvira sabía escucharme, era una buena profe-
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sional. Hice encaje de bolillos para no desmentir mis presuntos contratos con editoras de

libros infantiles, lo cual tampoco es falso hasta que no se matice la clase de editora y el

dinero que cobré por ello. Sigo posando, dije en un momento dado, porque posando es

cuando se me ocurren las ideas. Tampoco fue un monólogo. Elvira me contó algunos epi-

sodios de su vida, nombró varias veces, en lugares estratégicos, el asunto de los dibujos de

su hijo. Cuando aún estaba yo contando el robo del palacio Gaudí Elvira dijo: me gustaría

que me hicieses un retrato. Nunca me han hecho un retrato. No estaría mal, dije yo, deján-

dolo correr. ¿Dónde me pongo?, dijo ella. ¿Ahora?, dije yo, ¿es que no hay nada que pueda

esperar al día siguiente? Al día siguiente te vas, dijo ella, y yo quiero saber si eres un artista

de verdad o no.

Estos momentos son muy delicados. La gente va dando siempre motivos para que la

mandes a la mierda. Son esos motivos los primeros que se ven y los que justifican el desai-

re, el orgullo, el arrebato de dignidad. Pero después de esos motivos hay otros motivos, y si

uno es capaz de mantener la calma cuando hieren su orgullo es posible que saque alguna

ventaja. Yo quería sacar la ventaja del sexo, claro, pero, aun tratándose de lo que se trataba,

aun siendo Elvira una puta, me parecía poco caballeroso proponer ese tipo de intercambio,

un polvo por un dibujo, aparte las veinte mil. No hice nada de eso. Esperaba que la fruta

cayese del árbol, o lograse volar.

No sé qué decir, dije. Pero empecé por ser sincero: es mi sino, dije, demostrar cosas

a la gente. A unos tengo que demostrarles que soy un buen amigo, a otros que soy un buen

padre, a otros que soy un buen modelo, y ahora me toca demostrar que soy un artista. A mí

la gente rara vez me demuestra algo. Te demuestran que te aprecian, dijo Elvira. Sí, dije yo,

por eso vivo solo, dije, exagerando un poco el patetismo de la situación, a ver si así tomaba

la iniciativa del juego. Elvira reaccionó con un jaque intimidatorio. Tú vives solo porque te
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da la gana, dijo. Yo me defendí con energía: por eso busco prostitutas que parezcan perso-

nas normales, dije. Venga, anda, dijo Elvira, las consonantes se le quedaban pegadas en la

lengua, eso a veces me molesta y a veces me excita. Hazme un retrato y después jodemos,

dijo, en un alarde de romanticismo.

Quizá era todavía más astuta de lo que yo pensé, porque a mí entonces me salió un

brote de esquizofrenia digna y orgullosa: te voy a hacer un retrato, Elvira, pero no voy a

joder contigo. No sabes tú la clase de artista que soy, dije. Ahí sí que la gané por la mano:

ella no sabía que no tengo tanta capacidad de concentración para excitarme y dibujar bien

al mismo tiempo. Mejor pasarlo por orgullo que por limitación.

Ven, ponte aquí, quítate la ropa, por favor. Barrachina decía en las clases que una

cosa es el desnudo y otra la desnudez. El desnudo es un cuerpo sin ropa. La desnudez es un

individuo en cueros. Dibujen desnudos, no desnudeces, solía decir. A Barrachina le aparta-

ba del arte contemporáneo un concepto de dignidad de la especie un poco sospechoso, so-

bre todo con sus antecedentes. Él decía que el arte abstrae, y la antropología describe, lo

cual no deja de ser curioso en alguien que siempre odió el arte abstracto, no por ininteligi-

ble sino por decorativo y nada más. El desnudo era pues una abstracción, y la desnudez un

trabajo de campo. Y eso había que casarlo con la rigurosidad y el virtuosismo formal que

predicaba Barrachina. Para un estudiante, pensaba, lo mejor es que lo abstracto sea el mo-

delo, y que aprenda a describirlo como un buen antropólogo, que aprenda a buscar sus pos-

turas más abstractas pero se limite a reproducirlo. Sólo cuando de veras sea un artista sabrá

cómo es necesario traicionar a un modelo para dotarlo de una verdad general.

Son ideas viejas pero útiles. A Elvira le pedí que se pusiera de pie en el centro de la

habitación. Me encendí un cigarro y me dispuse a decidir si lo que yo iba a hacer era un

desnudo o una desnudez. Le pedí que tuviese los pies a dos dedos por la parte del tobillo y a
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cinco por la parte de los juanetes. Le pedí que tuviese rectas las piernas, paralelas, pero que

no retrasase la rodilla para forzar ninguna rigidez, de modo que el efecto de los muslos fue-

se centrípeto. Eso no viene bien en sí mismo sino como la forma más cómoda de mantener

el torso, porque las manos deben caer sin que toquen la cadera. Teniendo en cuenta que la

clavícula de Elvira era bastante corta (y eso producía una cargazón de los trapecios muy

significativa) debía tener las piernas bastante juntas para evitar el roce de las manos en la

medida de lo posible. Le dije que no irguiera tanto los hombros, que no sacara pecho, que

en vez de echarlos tanto para atrás endureciese un poco el estómago sin meterlo. La redon-

dez de su vientre era otro punto de desnudez, pero un punto bastante manido. Con el vientre

y con los hombros se puede hacer mucho lirismo social de circunstancias. Los pechos tení-

an un grado de deflacción inferior al que yo había previsto, a juzgar por otros pechos de

prostitutas de la misma edad ya deformes por llevar apretadísimos corsés unas veces y de-

jarlos luego largas horas a su caída, en posturas y movimientos muy desparramados o vio-

lentos que en cualquier caso fomentan su gravedad. En el perfil de los pechos de Elvira, sin

embargo, el descendimiento de la curva inferior seguía siendo fragmento de una hipotética

circunferencia, por lo menos hasta el pliegue final que los unía al abdomen. De frente des-

cribían una amplia curva inferior y el pezón no alteraba la superficie del pecho salvo lo

mínimo al final en el botón, y su color tendía a confundirse con el de la piel. Esa claridad

extrema del pezón era un tercer punto de desnudez. En la espalda no se le veía ningún hue-

so, tan sólo la marca del sujetador (otro punto). Lo demás era lo normal en una mujer visto-

sa.

En cuanto a la postura, y como tenía el pelo largo y las caderas pronunciadas, prefe-

rí un escorzo académico, un desnudo en el baño de los de toda la vida, la mujer que se está

arreglando el pelo desnuda frente al espejo y se gira para ver quién ha entrado en el baño
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sin llamar, pero sabe quién es y no le importa. Es más, sigue con los brazos zarzeando en el

cogote y una horquilla sujeta con los labios. Gira la cara y parte del torso, pero de cintura

para abajo sigue de frente al espejo. Y no mira con sorpresa ni como si hubiese sido un ac-

cidente ni mucho menos se tapa ni tampoco se comporta con naturalidad: sostiene una mi-

rada serena y ese es el principio del polvo, o de la paja. Y entonces uno dice: perdona, no

sabía que estuvieses aquí, y ella mira y aguanta la mirada y lleva una horquilla en los la-

bios, y en el segundo que dura pedir disculpas uno tiene que tomar la decisión de desviar la

mirada y marcharse.

Le dije: arréglate el pelo como si en la ventana hubiera un espejo, y mírame como lo

harías si estuvieras en el baño y yo entrara sin avisar. Luego intenté arreglarlo con algunos

tecnicismos. ¿Como si fuera Eva?, dijo ella. No, como si fueras tú, dije. Eva tiene otra pos-

tura, el costado de Eva no es tan estético como el tuyo. Ella está bien de frente, o de espal-

das. Además, lo que interesa es la mirada. Tú preocúpate de la mirada porque la postura no

tiene pérdida. Sí, así, como si te estuvieses recogiendo el pelo, pero ahora tienes que girar el

codo lo suficiente como para que me puedas ver bien. Pero no muevas las piernas. Eso. Y

ahora miras. Espera. Toma una horquilla. ¿No tienes tú una horquilla? En el baño tiene que

haber alguna, Eva las usa mucho, dije. Espera un momento.

Salí al baño, rebusqué un poco en la bolsa de los potingues, abrí con cuidado la

cremallera del neceser de Eva, lo olisqueé un momento. Lo dejé todo en su sitio y cogí unas

horquillas que se dejó Remedios y que yo uso para pintar las antenas de los tejados. Volví a

la habitación y al abrir la puerta fue cuando la vi desnuda. Estaba en posición de descanso,

los brazos caídos, los hombros recogidos hacia delante. Tan sólo conservaba los pies en la

posición que yo le había dicho. Era una mujer desnuda esperando, sin ninguna postura. Ni
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siquiera se había sentado hasta que yo llegase. Podía estar así en la cola del autobús, o espe-

rando a que un cliente terminase de mear.

Pero los escorzos del baño no le iban demasiado. El punto de fuga estaba en la axila.

Vamos a probar algunas posturas, dije. Siéntate mejor en el sillón. Apoya el brazo izquier-

do sobre el brazo del sillón (un sillón de mimbre donde me siento a leer), pero deja que la

mano caiga. La pierna derecha súbela en el otro brazo del sillón, por favor, y apoya el brazo

sobre el muslo, y la mano en la rodilla. Voy a hacerte un croquis, dije. Dibujé una postura

fácil, segura y provocativa, entre el cómic y Emmanuelle, el pubis tratado con objetividad y

pocas líneas. Dibujé dos pechos en planos distintos, el izquierdo, frontal, con forma de pan,

y el otro, de perfil, apepinado. Me salió bien la firmeza obrera con que pisaba la pierna iz-

quierda en el suelo, la deformación robusta de su muslo, pero en realidad era una postura de

revista guarra, y ella me miraba como si estuviera en una entrevista de trabajo mientras leen

con detenimiento su currículo.

Ven, dije, quitando la lámina del caballete. Súbete a la cama, vamos a probar de otra

manera. Arrodíllate sobre la cama, pero con las piernas muy abiertas y el torso adelantado,

y los brazos te los cruzas por debajo del pecho. Pero espera, recógete el pelo, como lo tení-

as antes. Elvira esta vez puso enseguida otra postura de calendario, la muchacha que mira al

frente con cara de arrebato, carnosa e insinuante, y con los antebrazos se infla y aprieta los

pechos, y los pezones se estiran, se dilatan. Con la mano derecha, la única visible, parecía

estar a punto de atacar la parte más desgarradora de la copla. Estaba muy provocativa, pero

era una provocación de mujer madura que cuando era joven cantaba en un restaurante de

Parla imitando a María José Santiago. Espera, le dije, en vez de sentarte sobre el pie iz-

quierdo quiero que te sientes sobre el pie derecho, y baja los brazos, sí, no te juntes los pe-

chos ni te los oprimas. Ella entonces me miró, al principio, como si hubiese creído saber de
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su cuerpo más de lo que sabía o aquello no consistiera en posar en pelotas como las chicas

de las revistas guarras. Entonces me miró seria, digna, los labios no apretados pero sí muy

firmes, la cara más cuadrada, la nariz más ancha, la mirada más fría, con seriedad profesio-

nal. Separada del cuerpo su cara podía representar a una mujer asistiendo a misa, una mujer

de sobria fe que se sienta confundida entre los feligreses y no hace alharacas de beata. La

mano que se apoyaba en el abdomen, en vez de estar a punto de un pase de pecho, estaba

puesta con rigidez, como hacen esas personas que cuando se cruzan de brazos no dejan

suelta la mano que no se apoya en el antebrazo sino que juntan los dedos y los pegan al

cuerpo en señal de respeto. Era, sin duda, la postura más desnuda de todas, lo suficiente

forzada para que diera impresión de primera vez, lo suficiente seria como para retratar un

esfuerzo de dignidad en el contraste entre su cuerpo desnudo y su cara de mujer decente.

Podía haberle hecho un dibujo rápido, o pintar una acuarela en menos de media

hora, pero quedaba casi toda la noche, no eran ni las tres de la mañana, así que decidí pin-

tarla al óleo. ¿No querías un retrato?, dije mientras puse un lienzo grande sobre el caballete.

Es un bastidor que preparé hace tiempo, para cuando terminase de pintar los tejados que se

ven desde la terraza. El estudio, con la cama y los enseres, se había quedado pequeño, de

modo que apenas pude hacerme sitio donde estaba el sillón, de espaldas a la ventana. Por

un momento me pareció todo aquello el decorado abigarrado y absurdo de las comedias

inverosímiles, y yo transportado a un ambiente de bohemia casi folklórica. Estuve por po-

nerme una boina y un mandil, como mi querido Palmaroli, para meterme todavía más en el

papel. Pero la realidad es que me lo había tomado en serio casi sin querer. El último cuadro

que pinte al óleo antes de ése me costó dos años y medio, en sesiones de cero a quince pin-

celadas, sin ninguna prisa, pero ahora tenía que pintar antes de que se hiciese de día, como

en una partida rápida de ajedrez, sin pararme unas horas a que la pintura se secara en mi
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cerebro. No había margen ni tiempo para decidir, cada decisión no era buena o mala en sí

misma sino en la capacidad de ser coherente con ella cuando tomara la siguiente. Y la pri-

mera que tomé fue colocarle un espejo a Elvira detrás de la cama para que se le viese tam-

bién la espalda.

Hice un bosquejo de trazos ondulados con el carboncillo, las potentes curvas de sus

piernas, los brazos, el pecho, el vientre y el pubis. Hice con mucho aguarrás unas cuantas

mezclas frías de siena tostado y ultramar oscuro, de violetas y azules plateados. Con unas

cuantas manchas flojas para el cabello y el pincel cargado de carmín y de violeta esbocé lo

que después sería la cabeza. Pintaba con la luz sin sombras del tubo fluorescente, y mi úni-

ca concesión al calor y a la tierra era una puntita de siena tostada en mezclas donde sobre

todo había blanco y azul y el rojo imprescindible. Para las partes del cuerpo más ilumina-

das, mezclaba el blanco y el naranja con el rosa pálido, pero dejaba gruesas pinceladas

blancas sin mezclar. El entorno lo manché con las sombras azuladas de las sábanas, y en

vez de la terrosa estantería el espejo lleno de aguarrás. El pubis y la sombra de la pierna los

pinté de colores limpios, incluso siena y amarillo, pero dejé violetas en el rostro, y en las

partes más iluminadas añadí rosas claros y rojos geranio. Pero el conjunto seguía frío.

Para penetrar en el calor fui depositando los colores en lugares muy concretos: el

rosa pálido frío blanqueado para la zona iluminada del muslo y el pie, pero ya un rosa más

fuerte, caldeado con carmín, para la media luz, y el ocre y el naranja cálido para las zonas

iluminadas pero tampoco tanto. Hice carne con tierra quemada, con blanco y azul, para

pintar la sombra de la pierna, pero las sombras rotundas y transparentes del muslo izquierdo

y la rodilla derecha las pinté mucho más limpias, llenas de carmín y de violeta. Para que el

fondo respirase puse también un poco de negro en el cuerpo, y en el pubis fui limpiando los

pinceles y lo rematé con dos pinceladas rojas.


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Recuerdo que estaba amaneciendo y yo aún no había empezado la cara. Los rasgos

que había ido dejando le hacían rostro de mujer distante, de facciones duras y achatadas,

mandíbula un tanto rígida y labios de disgusto, de silencio en medio de una grave discu-

sión. Pensé que lo solucionaría con los ojos, que le daría la dulzura que se me estaba esca-

pando, pero sólo pude conseguir unos ojos velados de violeta, una mirada lejana y un poco

triste, de profunda falta de carácter, todo el enérgico carácter que subía de sus brazos cru-

zados hasta los labios firmes y la inclinación casi altanera de la cabeza, pero se diluía en un

cansancio más desnudo al llegar a los ojos.

En la espalda del espejo tampoco me detuve mucho, lo suficiente para insinuar la

desnudez de las junturas, aquellas partes del cuerpo que están siempre atravesadas por una

goma, la parte de la cadera por donde pasan las bragas, la parte de la espalda por donde

pasa el sujetador, y el nacimiento del culo. No me cebé en los trapecios, que es donde más

retórica de la ternura se suele utilizar.

El resultado, con la luz del día, era algo así como una amante enfadada en la

conversación que siguió al sexo, indignada por algo que el amante está diciendo, o que no

dice, desengañada siempre del mismo final, con una pose de fondo más propia de quien

está vestida. Me salió una cosa muy vulgar, muy de curso de retrato al óleo por correspon-

dencia. Lo mío eran los monigotes y me había metido en camisas de once varas, sobre todo

por la extenuante velocidad con que tuve que hacerlo todo.

Elvira no logró, aun con normas tan claras y tan estrictas, mantener la misma postu-

ra ni treinta segundos seguidos. Enseguida se le agarrotaban los muslos o le dolía el hom-

bro, o tenía que estirar las piernas y se apoyaba en la cama y se despatarraba en movimien-

tos forzados que son los que a mí me hubiera gustado retratar. Una cosa es lo que alguien

enseña y otra lo que se le ve, sobre todo mientras cambia de postura. Fue a la cocina varias
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veces, se comió tres manzanas y se fumó un paquete de fortuna, y aún estuvo mucho tiem-

po tumbada, mirando al techo y contando su vida. Me contó entonces con pelos y señales lo

del marido artista, cuando vivió en el extranjero, pero eso ya no tengo ganas de contarlo.

Cuando terminamos estaban gritando los vencejos por las azoteas, quizá por efecto del cua-

dro veía violetas por todas partes. A mi hija le puse violeta porque es un color a prueba de

manazas, limpio a pesar de todo.

¿Te gusta?, le dije limpiándome las manos con el trapo. Elvira estaba muy cansada.

Casi la mayor satisfacción había sido hacer que alguien comprobase en sus carnes la difi-

cultad tan despreciada que entraña mi profesión. Ella estaba contenta. Nunca me habían

hecho un retrato así, dijo. Es muy bonito. Dijo eso varias veces, en distintas formas, sin un

solo juicio crítico, sin ninguna observación artística, sin preguntarse siquiera si se parecía o

no, si ella era tan fría y tan triste o no, si su cuerpo era ese o no era ese. Estaba contenta y

agradecida, se conoce que el marido odiaba la figuración y jamás le hizo un retrato. Muy

bien, dijo, otra vez, me gusta mucho, y me dio un beso en la mejilla. ¿Me lo regalas?, dijo.

Claro, claro, faltaría más, pero antes tendré que acabarlo. ¿No está acabado? Está poco más

que empezado, dije yo, por decir. Pero a mí me gusta así, dijo ella. Espera por lo menos a

que se seque la pintura, que le dé un barniz, no sé, lo mínimo, unos días para lo mínimo,

mujer. De todo lo que me dijo Elvira mientras posaba, mientras descansaba, mientras comía

manzanas o fumaba cigarrillos, lo que más recuerdo es esto: ¿sabes?, dijo, esa pobre chica,

Eva, dejó a su marido porque no sabía dibujar. La comprendo. A mí me pasó lo mismo.

Pero tú sí sabes dibujar, y eso hace que se sienta segura contigo. La comprendo. Es una

cosa un poco rara pero yo la comprendo.

Elvira dijo dibujar, no dijo pintar, dijo dibujar.


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Los locos dan miedo. O es la locura, o la posibilidad de serlo. Nadie ha dicho que

Javier estuviera loco, ni siquiera Eva, que tampoco estaba muy en sus trece. A ella, en el

fondo, tampoco le daba miedo sino aprensión, una conciencia de clase que no sólo afecta al

rango, al prestigio, a la familia, sino también a la salud, como si las locuras de los ricos

fuesen más llevaderas que las locuras de los pobres, o que resultase menos preocupante

volverse loco de estudiar (y de suspender), que sufrir un ataque de celos. Pero él es violen-

to, tiene un fondo violento, lo sé, decía Eva, mientras desayunábamos los tres en la cocina,

todos ojerosos, nosotros de jugar al arte, ella de no dormir.

Con lo delgado que está y lo amable que es, yo lo he visto a veces mirar de una

forma muy rara, dijo Eva, pero esa forma rara de mirar a mí me había gustado porque no la

entendía y podía inventarme su causa. Yo creía que su causa perdida era el arte, por eso creí

que me había enamorado de él. Hasta que conocí a su familia. Entonces vi esa forma igual

de rara de mirar en un hermano suyo y en su madre, que hablaba muy cerrado y yo apenas

la entendía, pero era una mirada mala, la mirada de alguien que es capaz de cometer un

delito, que incluso vive de ello. Vi la mirada de su hermano y de su madre y todos los ges-

tos de Javier cambiaron de significado, todos encajaban en el carácter aldeanos violentos

que tenían en su familia. Pero ni siquiera vi entonces que fuese también la mirada de un

loco, de alguien que ha estado loco, que puede volverse loco.

Eso no es así, dije yo, mientras preparaba los boles de leche y sacaba de la despensa

las galletas maría y el colacao. Para empezar, dije, Javier nunca ha querido saber nada de su

familia. Yo lo conozco desde hace casi veinte años y hasta que no fuisteis vosotros a Gali-

cia nunca lo había oído hablar de ellos, ni lo había visto irse allí de vacaciones o pasar un
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fin de semana o nombrar alguna vez a su padre y a su madre. Y yo, que me paso de pruden-

te, tampoco se lo pregunté. A lo mejor sólo es una cuestión estadística, pero lo normal es

que los modelos sean huérfanos. ¿Todos sois huérfanos?, terció Elvira. Bueno, dije yo, aho-

ra muchos somos huérfanos de algo porque somos viejos, pero cuando yo entré también

abundaba la especie, no te creas. Así que, dije, desviando la conversación adonde debía ir,

no creas que Javier tiene nada en común con su familia. Incluso desterró por completo el

acento gallego, para que nadie le notase nada. Mi padre es gallego, dijo Eva, todos los ga-

llegos no son así. Me refiero, dije, no a que Javier tenga nada en contra de Galicia, sino que

no quiere saber nada de su familia gallega, o por lo menos no quiso saber nada hasta que no

te conoció a ti. Es más, uno puede ocultar durante veinte años que tiene padres o que es

gallego, pero no puede ocultar que sea violento, o que esté loco. Lo que pasa, insistí, es que

no somos capaces de imaginarnos lo más normal. Estamos pensando que a Javier le dio un

ataque de celos y se sintió mal, pero Javier, aunque no sepa dibujar, es una persona civili-

zada. Si a mí me diese un ataque de celos incontrolable y me sintiese mal y viera que no

puedo controlar mis actos, lo más seguro es que acudiese a un médico. Una fractura del

alma está igual de prevista en la seguridad social que una fractura del peroné. Eso sí, lo que

ya no sé si gusta tanto es que te ingresen con una pierna escayolada y nadie venga a verte.

A ti no puede darte un ataque de celos, dijo Elvira. Vaya por Dios, dije yo, con ese

gesto de irónica resignación que tengo tan bien ensayado. Es verdad, abundó Eva, tú eres

muy tranquilo, Güino, tú sabes lo que quieres, y además eres buena persona. Qué gratifi-

cante, dije yo, estar desayunando con dos bellas mujeres que te colman de piropos. Pero,

volviendo a Javier, continué, no veo nada raro en lo que le ha pasado: un padre de familia

sale de viaje y encomienda a su mujer a un amigo inofensivo; a los pocos días, la mujer le

llama diciéndole que si no quiere no se moleste en volver, que ya no lo quiere, que está
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muy bien con el amigo. Eso es, más o menos, como si estás cortando leña y se te va un

hachazo: las posibilidades de partirte una pierna o de que te de un ataque de celos aumentan

en grado considerable. Por eso, Eva, lo primero de todo, yo creo, es que visites al enfermo,

que le aclares bien que el hacha no tenía filo, que no se ha cortado una pierna, que sólo ha

sido un injustificado rasguño. Vamos, yo creo que eso sería lo más normal.

Ve tú, dijo Eva, en tono de súplica ursulina. Yo me voy a casa de mis padres si quie-

res, pero yo no puedo ir. Ve tú y explícaselo todo, por favor, si es que no está con una ca-

misa de fuerza, claro. Hablando de familias, dije, yo debería estar con la mía. Estamos a día

doce de agosto, mi hija cumple años la semana que viene y yo le prometí pasar con ella las

vacaciones. ¿Qué tal te llevas con tu mujer?, preguntó Elvira, que estaba asistiendo a la

sosegada discusión de espaldas, con las piernas puestas en el haz de sol que entra por la

ventana de la cocina. Estaban las dos en bata. Eva llevaba su batita de blonda sonrosada y

Elvira mi blusa de pintor. Al mojar Eva galletas en la leche o quitarse un poro Elvira de la

rodilla se inclinaban y se les veían las tetas. Nos llevamos de cine, dije, somos una expareja

ejemplar. La verdad es que siempre nos hemos llevado muy bien. ¿Y por qué os separas-

teis?, insistió Eva. ¿Por qué te separaste tú de Javier, o tú de tu marido?, contraataqué. Yo

lo dejé porque bebía, dijo Elvira. Y tú, dije yo, refiriéndome a Eva, porque no sabía dibujar,

¿no es eso? No del todo, dijo Eva. Nunca nada es algo del todo, dije yo, un poco lanzado.

Pero tú no bebes y sabes dibujar, dijo Eva. Elvira, lejos de atemperar semejante tontería, la

secundó: tú no causas ningún problema, no te pones histérico, no echas broncas, no pasas

de todo en la casa, no tienes la cabeza llena de pájaros ni te crees un genio incomprendido.

¿Qué más puede pedir una mujer? Porque fue ella la que te dejó, ¿no? Sí, fue ella. ¿Y por

qué?, dijo Eva. No lo sé, dije yo, tratando de zafarme de aquel asedio. Un día cogió la ma-
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leta y se fue con nuestra hija, dije. Yo soy muy educado y nunca le pregunté por qué lo

había hecho. Sus razones tendría.

Las dos rieron como si acabara de contar un chiste. La gente nunca se toma en serio

la verdad cuando es llevada hasta sus últimas consecuencias, hasta su formulación más pu-

ra. La pura verdad no es verosímil. Venga, en serio, dijo Eva, y luego procedió a las retrac-

taciones: qué curiosa y qué estúpida soy, ¿verdad?, perdona que haya querido entrometer-

me, Güino. No te preocupes, no es intromisión, dije, pero no añadí nada. Elvira se incorpo-

ró de su rodilla porosa y dijo: voy a vestirme. Y añadió: ¿vienes? Fue la más estupenda

actuación en una sola palabra que haya visto interpretar a una mujer. Eva siguió mirando el

bol medio vacío, buscando las palabras con los labios, un poco turbada con la claridad con

que había hablado Elvira, su dulce voz ya casi cotidiana, un punto más aguda, con otra dul-

zura suplementaria, por efecto del mensaje, lleno de amor: o vienes a echar un último polvo

antes de marcharme o no quiero que te quedes con esta pájara que no me gusta como te

mira, vino a significar. Hubo un instante sólo perceptible para quien lo está sintiendo en

que se produjo el silencio tenso, la batalla delicada de la mujer que reclama a su hombre a

pecho descubierto, o casi. Sí, dije, yo también quiero darme una ducha. Cuando lo dije creí

que era lo suficiente ambiguo, la contestación idónea para una provocación de amor, casi

con guiño de ojo incluido, pero ahora creo que la gente, sobre todo en esas circunstancias,

no es del todo perspicaz para ver qué mensaje oculto hay debajo de una tontería.

Pero en esos segundos en los que Elvira desapareció por el pasillo y se metió en el

cuarto y su manera de decir ¿vienes? hacía indicar, por lo menos a Eva, que pronto me esta-

ría esperando en la cama desnuda, yo mojé las últimas galletas y cuando iba a meter la cu-

chara para darle vueltas Eva me cogió del brazo, un poco más arriba de la muñeca, y me

miró a los ojos con esa mirada tan abierta de quienes creen que la verdad está escrita en los
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ojos. Era la primera vez que tocaba mi cuerpo, aparte de los dos besos protocolarios que

nos dimos el día que la conocí, en mi casa, cuando Javier Bidón vino diciendo que había

visto la luz, y de los besos que me daba como si fuese mi hermana. Yo le soporté la mirada

con profesionalidad y dije: no te preocupes, Eva. Yo iré a ver a Javier. No te preocupes. Y

me levanté y me fui.

Elvira se había vestido y estaba sentada en el borde de la cama. Me había plegado el

blusón como si lo fuese a guardar en un armario. Tenía las rodillas juntas. Bueno, dijo, es-

pero un ratito y me voy, ¿vale? Me senté junto a ella, me ofreció y un cigarrillo y yo lo co-

gí. Yo no fumo pero en determinadas circunstancias es lo mejor que se puede hacer. Le di

una calada profunda al fortuna y dije: ¿te apetece visitar el Monasterio de Piedra?, y solté

un hilillo de humo. ¿Quieres que vaya contigo a ver a tu amigo loco, es eso lo que quieres?,

dijo, pero no lo dijo enfadada, más bien como si estuviera a punto de meterse en un lío que

en principio no es ningún lío, que es lo que piensa en principio la gente que al final se mete

en líos. ¿Y también tengo que hacer de novia delante de un tipo que está metido en un ma-

nicomio? No, no, no, me apresuré a tranquilizarla, iré a verlo yo solo, pero he pensado que

si sólo voy y vengo es un sacrificio que no estoy dispuesto a hacer por alguien que no se lo

merece, pero si además visito algunos pueblos y voy con una chica como tú el viaje puede

resultar incluso apetecible, dije.

No sé yo cómo me tome eso que me has dicho, dijo ella. Dímelo un poco más claro,

anda: ¿por qué quieres que vaya contigo?, dime de verdad por qué quieres que vaya conti-

go. Yo no lo pensé, dije lo que salió por mi boca, me dejé llevar por las palabras. Dije: me

lo he pasado muy bien esta noche, creo que necesitaba algo así, mucho más que el sexo.

Pintándote he tenido una sensación que sucede muy pocas veces, por lo menos a mí. He

sentido que todo era real. Era real gracias a ti que yo estuviera pintando. Era real la conver-
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sación con la pobre Eva. Cuando te has venido para el cuarto, en esos pocos segundos que

me he quedado con Eva, todo se ha vuelto a humedecer de irrealidad, de no entender muy

bien por qué me pasan a mí estas cosas. Y he vuelto, y me he encendido un cigarro, y he

sentido lo mismo. Si quiero que vengas conmigo es porque necesito un punto fijo donde

mirar para no marearme. No quiero estar solo, pero tampoco quiero estar con nadie que me

obligue, que fuerce mis posturas. Sólo quiero que me acompañes en el viaje.

Yo terminé de hablar y apagué el cigarro. Extremé mis movimientos lentos, no que-

ría dar sensación de nerviosismo ni siquiera de rubor. Lo conté como si fuese algo que me

había ocurrido, sin especial afectación, como algo curioso y constatable, como una verdad

dicha sin ninguna expresividad, con esa falta de compromiso con que se les dicen cosas

trascendentes a las putas. ¿Por qué te dejó tu mujer?, dijo Elvira, un poco antes de que ter-

minara el silencio que habían merecido mis sinceras palabras. Dijo que había perdido ya la

esperanza de conocerme, le contesté. Es mentira, dijo muchas cosas pero no dijo eso, Re-

medios no es tan lírica ni tan rimbombante, pero a la gente le cuadra más una frase de nove-

la barata que una estricta constatación de los hechos.

No puedo, dijo Elvira, tengo cosas que hacer. Y tampoco debo. Creo que por hoy se

nos ha terminado el billete, Güino. Gracias por el retrato. Cuando lo tengas terminado, por

favor, llámame. Dijo Elvira.

La provincia de Zaragoza es horrible. La carretera está llena de curvas, baches y

esqueletos de coches en las cunetas. Los pueblos tienen nombres áridos, Ariza, Alhama,

Ateca, desiertos blancos, montañas calizas, aldeas polvorientas, la sospecha de que fuera
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del tren el calor sería casi tan insoportable como en Madrid. Cuando pasábamos por la vega

de algún río, y se veían mustias plantaciones de parras sobre terrones calcinados, enjambres

de mosquitos y rebaños de ovejas escuálidas y cabizbajas, yo pensaba en el bochorno inso-

portable que haría en el pueblo y en las dependencias del manicomio. Nos bajamos en La

Almunia de doña Godina, en una estación que ni siquiera estaba destartalada. Los cartelitos

rojos de la renfe, los andenes grises y vacíos, las persianas bajadas de las ventanillas.

A Eva, sin embargo, aquel paisaje le encantó. Vimos a un hombre montado en un

burro y enseguida sugirió que le preguntásemos por algún hotel. Traté de convencerla de

que era mejor preguntarle a un guardia municipal, y no por un hotel sino por el hospital

psiquiátrico. A las cuatro pasa otro tren hacia Madrid, dije. Podemos ir a ver a Javier, co-

mer algo en cualquier sitio y volver. ¿A Madrid?, dijo Eva, cualquiera diría que estaba en

viaje de estudios o de novios, y que acababa de empezar.

Cuando Elvira se marchó de casa, Eva optó por no andarse con rodeos y me suplicó

de todas las maneras posibles que fuese a ver a Javier, que no lo dejásemos tirado, que ella

me acompañaba, se quedaba fuera, porque no quería verlo, pero ella si yo quería me acom-

pañaba, que por favor que por favor que por favor. Yo ya tenía medio hecha la maleta para

irme a Pomona, se lo dije como algo inaplazable, y ella dijo que, total, para ir a Pomona

había que pasar por Zaragoza, que qué más me daba.

Pero, nada más decirle que sí, ella no se limitó a respirar aliviada, ni mantuvo la

compostura de quien a fin de cuentas está en una situación límite, en medio de un gravísi-

mo conflicto, con ese rictus de dolor generalizado que hay que tener en las tragedias y en

los lutos aun en los momentos en que puedes abstraerte un poco. Eva no. Eva estaba encan-

tada. Se vistió como si nos fuésemos a hacer turismo rural. Unos pantalones cortos pareci-

dos a los que llevaba Elvira, unas sandalias de andar llenas de gomas ergonómicas, y una
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camisetilla provocativa. Su pelo recogido y sus gafas de sol le daban todo el aire de la turis-

ta danesa que viene a ver los caminos de la España interior. Y yo, aunque no me lo propu-

siese, hacía juego con ella, o ella se había vestido así para hacer juego conmigo, quién sabe.

El señor del burro nos indicó dónde podíamos encontrar el hospital. Puso una cara

un poco rara cuando Eva se echó a correr con sus largas piernas y sus grandes tetas y le

gritó ¡señor, señor, podría decirme dónde está el manicomio! Le preguntó también por un

hotel, claro, por si acaso, por si se alarga, por si nos tenemos que quedar. Y cruzábamos por

las calles del pueblo y Eva miraba las casas y se paraba en las tiendas de ultramarinos, que

le parecían muy bonitas, y me cogía del brazo con frecuencia para llamarme la atención

entusiasmada sobre una señora enlutada o un niño haciendo caca. ¿Y este pueblo fue muy

importante en la época de los árabes, Güino? Por lo menos el calor sigue siendo árabe, dije

yo. Cuando llegamos al hospital, Eva se paró en seco. Yo te espero por aquí, dijo. Voy a

dar una vuelta por el pueblo y te espero junto a la iglesia. Lo dijo con una eventual cara de

pena que no era necesaria. Yo prefería estar sin ella. Con uno solo ya tenía bastante.

Era un edificio del siglo XVIII, liso y laso, tan sólo con algún detalle neoclásico en

las jambas de las ventanas enrejadas. La enfermera de la entrada, muy amable, me dijo que

esperase, que iba a llamar al doctor. Lo llamó así, el doctor, como llaman al médico las

personas sencillas que han visto muchas películas, o como lo llaman quienes tienen con-

ciencia de subordinados, aunque no estén hablando con una persona sencilla. El doctor era

un tipo chaparrudo, cuelligordo, colorado, zaragozano, y hablaba estirando mucho las voca-

les, al estilo de la tierra. Nada, hombre, nada, no pasa nada, dijo, el amigo Javier está hecho

un fenómeno, cuando quiera ya se pueden ir, ahora mismo le firmo un papelico y ya se pue-

den ir. No he venido a por él, dije yo. En determinadas circunstancias hay que ser muy

claro, no sirven los paños calientes. He venido a verlo, dije, nada más. El doctor mantuvo
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aún un momento su sonrisota. Ah, yo, por mí, que se quede todo el tiempo que quiera, dijo,

pero esto hay que pagarlo, ¿eh?, aquí ya unos cuantos días, si quiere seguir... ¿eh?, que esto,

como usted comprenderá, no es un balneario, y además, oye, pero si no le pasa nadá, que el

hombre se sintió un poco indispuesto, nada más, que no deje de tomarse las pastillas para el

miedo y ya se puede ir. ¿Unas pastillas para el miedo? Sí, hombre, sí, pero si es miedo lo

que le pasa, si no es otra cosa, y oye, dijo el doctor, ofreciéndome un ducados, las cosas que

pueden pasarse con una pastillica, ¿eh? ¿Pero a qué tenía miedo?, le insistí. Pues miedo,

miedo, qué va a ser, miedo, que se conoce que perdió el control y el muchacho se asustó un

poquico. Escuche, le dije, Javier ha tenido antes algún brote esquizofrénico, no sé lo que les

diría su mujer pero la verdad es esa, y tampoco sé lo que él les habrá podido decir. A mí me

parece muy bien que sea miedo lo que tiene, pero yo quiero saber a qué tiene miedo. Pues a

qué va a ser, coño, a sí mismo, dijo el doctor, un poco nervioso.

Desde pequeño me han educado para ser muy claro cuando vas al médico, para que

entiendan muy bien lo que te pasa, no vayan a equivocarse de pastilla. Tener miedo a sí

mismo, le dije, tampoco es algo que me tranquilice mucho. El médico era una buena perso-

na, acostumbrado a tratar los trastornos del cerebro igual que los del intestino grueso, a

reducir los males a su expresión más acorde con las indicaciones del vademécum. Escuche,

le dije, ahí afuera tengo a su mujer, que no ha querido entrar porque le dan asco los mani-

comios. Su mujer lo ha abandonado y se ha venido a vivir a mi casa. Yo en esto, la verdad,

pinto muy poco, yo me limito a hacer favores. Pero tampoco gano nada. Si me descuido

voy a perder la amistad de mi amigo. Hágase cargo de mi situación. O déme a mí una pasti-

lla para el miedo, porque Javier ha sido siempre un poco agresivo, un poco destarifado,

usted ya me entiende, y además ha estado en estrecho contacto con gente de mal vivir. Es

posible que se haya intoxicado, o que tenga graves problemas. Todo es posible.
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El doctor me miró como valorando si me tenía que ingresar a mí también o no. Él

estar está muy bien, dijo, lo que le pasa es eso, que tiene miedo, como todos. Lleva aquí ya

más de una semana y está muy tranquilo. Pero él está mucho más animado, ya lo creo. In-

cluso ha hecho relaciones en el centro, que eso siempre es bueno, y estos días ha estado

paseando con Hans, un interno. No es costumbre que los pacientes de la unidad de corta

estancia se mezclen con los crónicos, pero Hans es buena persona, si vive aquí es por no

estar muy lejos cuando tenga otra recaída, a mí me ayuda mucho con los enfermos, los saca

de paseo, habla con ellos. Su amigo ha hecho buenas migas con Hans.

El doctor me insistió en que no me preocupase, y yo lamenté haber hablado en ex-

ceso. Acompáñeme, me dijo, y me metió en una sala para las visitas, un espacio alicatado,

sin apenas muebles, quizás un antiguo lavabo reutilizado, con una mesa y dos sillas, una a

cada lado de la mesa, como son los locutorios de las cárceles, sin nada que los disfrace. Las

paredes eran de cemento y la voz reverberaba, por poco alto que hablases las palabras rebo-

tadas en las paredes de cemento te perforaban el oído como un disparo. Me acordé del ma-

nicomio donde acabó encerrado Charles Lamb, patrono de los modelos. Por la ventana del

locutorio se veía un patio rectilíneo y una fuente.

La verdad es que Bidón no tenía mala cara. Estaba un poco ojeroso, pero nada que

ver con aquel aspecto de heroinómano infectado de cuando en tiempos tenía problemas de

amor con la pintura. De hecho entró en la sala riéndose, la risa estallaba en las paredes de

cemento. Incluso tenía buen color, se conoce que en el hospital les dan a los enfermos cho-

rizos y morcillas y productos de la tierra. Y pescado, sobre todo pescado, porque eso sí lo

noté desde el principio. Javier olía mucho a pescado. Al principio me pareció una mezcla

más del colodión a que huelen los hospitales con algún cubo de basura que hubiesen dejado

al sol, pero Javier, como buen modelo, siempre ha sido muy mirado para los olores, y yo
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para detectarlos. ¿No te parece que aquí huele como a pescado?, le dije, en una de esas fra-

ses periféricas con que se suelen empezar las conversaciones profundas. Javier seguía rién-

dose. ¡Así que tienes miedo de que me haya vuelto loco de celos!, dijo. Ja, ja. La risa esta-

llaba. Hay que joderse con la discreción profesional, dije yo.

No te apures, dijo. En el fondo es normal. Es eso lo que cualquiera pensaría. Es eso

lo que te habrá dicho Eva. Pobre Eva. ¿Sabes por qué no ha querido venir? ¿Sabes por qué

ha dicho que le dan asco los manicomios? Debería haberte avisado. En estos casos hay que

avisar, supongo. O no. También hay que dar una oportunidad. Todo el mundo tiene derecho

a empezar de cero. Yo empecé de cero con Eva, no quise saber nada de ella, me pareció que

no tenía nada que saber, al menos en la misma medida en la que ella sabía de mí. ¿Le

habrías tú dicho que yo tuve algún que otro problemilla con la cocaína? ¿Le habrías conta-

do que un día vomité en el Reina Sofía? ¿Le habrías dicho que estaba a punto de casarse

con un pringado? Pues no, ¿verdad que no? Y por eso, y nada más que por eso, tampoco era

yo quién para decirte a ti que Eva no está en sus cabales. Ni se ha recuperado del suspenso

ni de su adicción a las pastillas. Ya ves. Me voy a Mirasierra a buscarme novia y me en-

cuentro a una pringada como yo. Unos quieren ser jueces y otros quieren ser artistas. Unos

se inflan a pastillas y otros a cocaína. ¿Cuál es la diferencia?

Vaya, vaya, Güino. ¿Así que me tienes miedo? Qué buena persona eres, Güino. Me

halaga lo que le has dicho de mí al doctor. En el fondo me halaga. Lo de la gente de mal

vivir le ha impresionado mucho. El pobre estaba acojonado. Ahí has estado bien. ¿Qué ca-

lor hace aquí, verdad? Luego en las habitaciones se está mejor, las de corta estancia dan al

patio interior, son más silenciosas que las de los crónicos, los crónicos están encarados a la

montaña, por el día se abrasan de calor y por las noches sopla un cierzo que los aterroriza,

el aire se lleva sus lamentos. Aquí todo es más silencioso. Los de corta estancia se pasan el
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tiempo dormidos, en realidad yo vine aquí a que me durmiesen, y estuve tres días dormido,

y ahora tengo que estar con unas pastillas para el miedo. En realidad son como amnésicos,

pero el doctor las llama pastillas contra el miedo. Lo de doctor es, más que un tratamiento,

un mote cariñoso. Él dice que el miedo se pasa olvidando, así que algo de razón tendrá.

Después de tres días dormido, lo peor que puede sucederte es que te acuerdes de todo, que

sepas cómo has llegado hasta ahí. Yo sí lo recuerdo porque no me tomo las pastillas, pero

tampoco tengo miedo. Sé lo que hice, sé lo que he hecho, saberlo me está curando. Ade-

más, he conocido a Hans. Él me ha enseñado el modo de recordar sin culpa, sin miedo, sin

vergüenza. Ya ves, un enfermo crónico, un tipo que vive aquí por precaución, eso es lo que

dice el médico, el doctor, aunque lo cierto es que ha encontrado aquí un paraíso barato. Me

gustaría presentarte a Hans. ¿Quieres que nos demos un paseo a ver si lo vemos?

El tren a Madrid sale a las cuatro, dije. No me gustaría hacer noche aquí. ¿Tienes

prisa?, ¿qué prisa tienes, hombre?, estás de vacaciones, estás con mi mujer, puedes alquilar

una habitación para esta noche, te la puedes tirar si quieres, por mí no te preocupes. Si aca-

so, preocúpate por ella, ella debería darte más miedo que yo, te lo aseguro. De todas formas

ni siquiera son las dos, podemos dar un paseo y luego a las cuatro recoges a Eva y os mar-

cháis, si es que cuando vayas a buscarla no se ha liado con nadie, claro.

Salimos al tórrido calor de La Almunia de doña Godina, provincia de Zaragoza, que

es horrible. Las calles no tenían sombra, los árboles no daban sombra. Se oían los teledi-

arios en las salas de los pisos bajos con ventanas abiertas de par en par. No había nadie por

la calle.

Voy a contarte lo que me sucedió, Güino. Yo creo que ya estoy preparado para ello,

ya tengo la suficiente distancia. Lo raro de todo esto es que en los tres días dormido no sólo

te eliminan el ansia sino lo peor de todo, la resaca, y las ganas de tomar más alcohol, de
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meterse más coca, de comerse más pastillas. El doctor me dijo que si al final no resultaba

que era miedo sino alcoholismo me metería una pastilla en las paredes del estómago, dice

que es mano de santo.

El caso es que cambié de trabajo. Ya sabes lo que significaba para mí dejar la escue-

la de una puta vez. Ya sabes lo que te dije cuando te presenté a Eva. Tú pensarías que deli-

raba, pero, ¿cuánto hace de eso? Todo ha ido tan rápido. Un cambio brusco, un cambio ra-

dical, o el principio de un cambio brusco y radical, para ser más exactos, llevan muy poco

tiempo. A mí me costó muy poco tiempo ver a Eva y decidir que todo iba a cambiar, que

todo empezaba entonces a cambiar, y ahora, creo, está terminando de cambiar, está cam-

biando del todo. Y la verdad es que tampoco se ha ido muy lejos.

El padre de Eva la dejó casarse porque no sabía cómo deshacerse de ella, pero tenía

mala conciencia y me buscó un trabajo en el que siempre tuviese que estar lejos. ¿Te gusta-

ría ser periodista?, me dijo, y me dio una cita con un tipo amigo suyo del ABC. Ya ves,

Güino, los caminos del cambio trazan curvas caprichosas. Tú siempre dices que el suple-

mento cultural del ABC es mejor que el de El País, sobre todo en la sección de arte. Yo

siempre quise salir un día en la sección de arte, que alguien hiciese una crítica de mis traba-

jos, y luego una retrospectiva. Pero, puesto que no podía ser el entrevistado, me hizo ilusión

ser el entrevistador. Era otro modo de estar en el arte. Es como si no pudiese salir de él. El

tipo del ABC me ofreció ser crítico itinerante, ir por los pueblos y las ciudades pequeñas y

los teleclubs de los ancianos haciendo crónicas de exposiciones. Ya he publicado varias. Tú

no las has podido leer, sólo aparecen en los suplementos provinciales, la semana pasada

salió una en el ABC de Castilla y León, hice una crónica de un jubilado que pinta más o

menos como tú, un tipo que sigue pintando escenas de siega y de trilla, que llena sus cua-

dros de llanuras y de ovejas. Otras veces he tenido más suerte. En Oviedo conocí a un tipo
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que me dio una idea. Se llama Pepo, y vende su cuerpo, su cuerpo es el objeto, se vende a

universidades para que analicen sus músculos, a hospitales para que prueben sus fármacos,

a empresas de tejidos industriales para que prueben la resistencia al calor de sus productos.

Lo de ser modelo, lo de estarse quieto y posar es para él agua pasada. Él me dijo que los

baños de sueño son estupendos para la salud, me dijo que había estado en Heidelberg, en la

universidad de Heidelberg, como cobaya para tratamientos de sueño, y que es algo bastante

barato que está al alcance de cualquiera. Lo que ellos están probando es el modo de reducir

los efectos amnésicos del sueño...

Era divertido. Digo era, porque no sé si lo volveré a hacer. Ahora Eva ya me ha de-

jado, ni su padre ni el amigo de su padre tienen ya ningún interés en darme un sueldo por

viajar. Lo más probable es que un día de estos envíe una crónica al ABC de Aragón y ni me

la cojan siquiera. El padre ya ha conseguido lo que quería, se nos ha quitado de encima a la

hija y a mí. A mí, sobre todo. A ella no tanto, porque no creo que tú la aguantes demasiado.

Quizá tengas suerte y cuando vuelvas a la estación ella ya se haya liado con otro. Créeme si

te digo que a la larga lo agradecerías.

Habíamos dejado ya las casas del pueblo de La Almunia de doña Godina, nos

habíamos metido en el campo y el sol en el campo era todavía más intenso que en las calles

sin sombra. Leves montículos blancos, sedientos y erosionados, zarzas descoloridas, caga-

rrutas de oveja que brillaban encima del polvo. Bidón seguía oliendo a pescado, llevaba una

camisa y unos pantalones que no eran suyos, una camisa de algodón de manga corta que

podría haber sido de los años sesenta porque llevaba el cuello doble y las puntas ya nacidas,
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unos vaqueros baratos y unas alpargatas viejas. Con lo moderno que has sido tú siempre,

pensé, y ahora vas vestido como un misionero de El Salvador, como alguien que ha encon-

trado alguna luz, y huele a pescado. ¿Se puede saber adónde vamos?, dije. No tengas mie-

do, dijo él. Y caminaba con los pasos largos y decididos del misionero que ya le ha cogido

el punto a pasear por el desierto, y no dejaba de hablar.

¿Sabes cuál es la última crónica que envié al ABC de Castilla La Mancha? Pasé por

Campo de Criptana y había una parte de la exposición de Palomares, el Cuerpo Español

Contemporáneo. Me había hecho en poco días casi diez mil kilómetros en el coche de la

empresa y estaba harto de ver exposiciones de llanuras y de ovejas, pirograbados de esos

que enseñan a hacer en las asociaciones de amas de casa, retrospectivas turísticas con cua-

tro jarrones viejos y un aladro lleno de orín. Y de pronto, en el sala de Exposiciones de la

Caja de Ahorros de Zaragoza, me encuentro con tres o cuatro piezas del Cuerpo Español

Contemporáneo. Y era raro, porque ninguna de las cuatro piezas era abstracta. Todo lo con-

trario. Era tan figurativo que casi resultaba étnico. Había una matrona del caribe desnuda de

dos metros de alto portentosa, estaba hecha con los dedos, arrancada de la piedra, crispada

como la piedra y con los ojos grandes y serenos y estrictos y atormentados, una diosa afro-

cubana primitiva maravillosa, Güino, una pasada.

Y ver aquello me excitó. Me puse tan contento que me fui a cenar a un restaurante

de Zaragoza, y me puse ciego de cerveza feliz de nuevo de haber visto una obra de arte,

algo que me llegó a las entrañas, a mí, fíjate, que hasta hace no más de quince días odiaba

el arte figurativo, y el étnico ya ni te lo cuento, tú lo sabes muy bien. Y me puse tan conten-

to y me puse tan ciego que actué como lo que soy, como lo que era, como un viajante de

comercio, un tipo que vende olivas de baja calidad, que hace crónicas de cuadros que no

interesan a nadie, el día que por fin le ocurre algo, que el trabajo le ha salido bien, que se
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siente alguien importante por decir que en una provincia como Zaragoza está lo más impor-

tante del arte moderno actual, o poco menos. Y me fui de putas.

Me fui de putas para celebrarlo, no porque lo necesitase. Me fui de putas porque el

alcohol me liberó de toda culpa, pensé que tenía derecho a marcharme de putas como un

puto viajante de comercio, a un club de alterne, eso que yo nunca he necesitado, y a ti

siempre te ha dado asco. Y seguí bebiendo y hablé mucho. Hablé con un tipo en la barra, un

tipo grande y gordo, tanto como tú, pero más barrigudo y deforme, también más fuerte, un

camionero, y hablábamos de arte. Le conté que yo era un crítico del ABC. Es difícil ir bo-

rracho y no darse importancia. El camionero se rió conmigo y yo le pagué una copa. Yo

hablaba de arte y él hablaba de coches, hablábamos dos conversaciones al mismo tiempo,

estábamos juntos hablando. Luego él se metió con una muchacha y yo me metí con otra.

Eran las dos portuguesas, el camionero me dijo que las había probado a las dos y que cada

cual tenía su punto. Había una más gorda que era más tierna y se dejaba que le dieses por el

culo, había otra más joven y más delgada que hacía mamadas pero no se dejaba que le di-

eses por el culo, esa era la diferencia. Elige tú la que quieras, dijo, y yo escogí la más gorda

y también más tierna y más vieja, más fofa si tú quieres, pero no la escogí porque quisiera

darle por el culo sino porque me recordó a la estatua de Palomares. Esta, la más gorda, era

de la parte de Lisboa, me decía branquiño, branquiño, cuando me meneaba la polla y me la

lavaba con agua y jabón Heno de Pravia y le daba luego besos porque yo no pasaba de te-

nerla morcillona. Ella se sentó a desnudarse y yo le dije que quería sacarle un dibujo, y ella

me dijo que no, no, branquiño, no, nada de dibujos, tú me puedes dar por culo si tú quieres,

pero nada de dibujos, no quiero dibujos, me dijo. Yo le dije que qué más le daba, estaba

borracho y ella tenía miedo, supe que tenía miedo y traté de tranquilizarla, supe que yo es-

taba dándole miedo. Y fue como asomarse a un precipicio, fue como estar a punto de perder
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la dignidad como persona y si te descuidas la vida. Si grito vendrán, dijo ella, si no quieres

que te la chupe lárgate, si no quieres darme por el culo lárgate, pero no me vas a hacer di-

bujos ni fotografías ni me vas a preguntar mi nombre porque si no gritaré y vendrán. Yo me

empeñé en hablar, en convencerla, pero sobre todo en hablar, entonces empezó este derra-

me de palabras que todavía no ha cicatrizado del todo. Pero a la puta le daba miedo que yo

hablase, que la quisiera dibujar, y repetía siempre lo mismo y yo le dije que se callara de

una puta vez, que había pagado por estar ahí un rato y no tenía intención de pegarle ni de

darle por el culo. Había pagado por su tiempo y aún tenía más dinero para comprar más

tiempo, yo era el crítico de arte del ABC, y mi mujer era la hija de un miembro del Tribunal

Supremo. Dije eso, qué vergüenza, Güino, ¿por qué dije eso?, ¿cómo es posible que al-

guien, por muy borracho que esté, diga eso? Estaba baboso, estaba más baboso que nunca,

y ella salió de la habitación y se fue por el pasillo. Yo me subí los pantalones, ni siquiera

me había quitado la americana, tuve miedo de que viniesen los gorilas, y al mismo tiempo

ganas de enfrentarme a ellos, si no he estado loco en esos momentos ya no lo estaré jamás.

Pero yo intentaba decirle a todo el mundo que no era un cabrito agresivo, que era un crítico

del ABC. Y bajé de nuevo a la barra y me preguntaron si había pagado, y un tipo me cogió

del antebrazo y me dijo que me largara. Y me volví contra él y vi relentizada la certeza de

que aquel gorila me iba a pegar una hostia que me iba a matar. No es que la viese venir,

pero supe que era inevitable, que dijera lo que dijera me caería igual.

Me libré de milagro. Al gorila lo llamé gorila. A las putas las llamé putas. A los

cabritos los llamé cabritos. Parecía un genuino crítico del ABC, me estaba volviendo loco.

Pero al oír el follón mi amigo el camionero bajó a la barra y cogió al gorila por el antebrazo

y puso paz como sólo ponen paz aquellos que son más fuertes. Cuando él intervino toda la

tensión se diluyó, incluso la puta que había estado a punto de gritar y que salió corriendo
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miró de otra manera, como si todo por fin se hubiera terminado y nadie me fuese a partir la

cara.

Vamos, anda, dijo, vamos, ya vale por hoy. Y me sacó de allí y yo me dejé llevar.

En el porche del club le conté lo que me había sucedido. Parecía un tipo afable, estaba re-

cién follado, él no se había metido en mayores complicaciones. Vamos, dijo, te voy a llevar

al pueblo. Tú no estás para conducir. ¿Este es tu coche?, dijo, señalando el Volvo de mi

cuñado Eduardo. Pues más vale que vayamos en el volvo de tu cuñado, porque como lo

dejes aquí sólo ya lo has visto, compañero. Yo no estaba para conducir, había pasado miedo

y dije a todo que sí. Me senté en el asiento del copiloto y hablé sin parar. Es lo único que

recuerdo.

Javier y yo subimos un último repecho grisáceo y llegamos a unas mallas metálicas

donde había un letrero que impedía el paso. Era el vertedero de La Almunia de doña Godi-

na. Una hondonada de plásticos y ratas, como todos los vertederos, aplastado en una suave

curva similar a la de las faldas de los montículos que lo rodeaban, como si el sol hubiese

estado mucho tiempo sentado sobre la basura, y se acabase de levantar. Al ver aquel mon-

tón de mierda noté que a Javier se le iluminaba el rostro. Al final del basurero se oteaban

algunos chopos enclenques y descoloridos. Hans debe de estar por allí, dijo. ¡Haaans!,

¡Haaans!, gritó Javier sobre el silencio pestilente. Hay un caminito, dijo, Hans se sabe una

ruta para llegar a la chopera por una parte donde la mierda está más dura y no te hundes ni

salen ratas. ¿Quieres que vayamos?, dijo. No, no, dije yo, da igual, dije, ya me lo presenta-

rás otro día. ¡Espera!, ¡míralo!, ¡allí está!, ¡Haaans!, ¡Haaans! Un tipo rubio al que yo ape-
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nas distinguía hizo un saludo marinero con la mano. Estaba más allá del horizonte curvilí-

neo de la mierda, sólo lo veíamos de cintura para arriba, con una especie de azada en el

hombro. Ya viene, dijo. Vamos a esperarlo y nos fumamos un cigarro.

Lo tiene todo controlado, dijo Javier, y sacó del bolsillo una lata de Shimmelpenniks

donde guardaba la hierba. Lo de ver a Javier preparándose para tomar alguna droga casi me

resultaba incluso familiar, una novedad más lógica y menos exigente. Esta maría, dijo, la

cultiva Hans, allí, junto a los chopos. Al lado hay un riachuelo y Hans tiene seleccionada la

basura orgánica. Tiene marihuana de carne y marihuana de verduras y marihuana de pesca-

do, esta que yo tengo es de pescado, es la que a mí más me va de todas, es la que me hace

pensar y recordar. Es la que me ha devuelto las ganas de ser artista. Lo tenía perdido, Güi-

no, cuando iba por los pueblos buscando exposiciones de pintura rústica ya no creía en na-

da, sentí que era lo peor a que podía llegar, peor incluso que estar posando, incluso peor

que ser modelo, ya sabes lo que opino sobre eso. Pero, después de todo, el modelo tiene las

virtudes del silencio, y a mí siempre me ha gustado mucho hablar. Creí que con aquellas

crónicas del ABC de Castilla La Mancha, del ABC de Castilla y León, del ABC del Princi-

pado de Asturias yo podría hablar, buscar dentro de mí para sacar a flote todo lo que yo sé

del arte, de lo que el arte debe ser. Iba perdido, y encontré un camino. Otro camino. Gracias

a Hans he descubierto que no es la pintura el arte que yo debo hacer. La pintura y la escul-

tura pueden esperar, pero ahora hay otras artes más urgentes, y es este el momento de parar,

la hora de quedarme contemplando mis entrañas y haciéndolas verdad.

Javier se terminó de liar un cigarrillo de marihuana de pescado, lo prendió y sacó

una tufarrada que olía a humo en descomposición. Me miró y vi en él por primera vez la

mirada del loco, la mirada de la persona con quien puedes charlar y convivir y creer que es
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un tipo normal aunque esté en un manicomio, pero llega un momento en el que ya no cabe

la menor duda.

Estoy escribiendo un libro de poemas, dijo al final. Creo que voy a ser poeta, dijo, y

fue entonces cuando vi los ojos débiles de un loco, los ojos demasiado tensos y demasiado

blandos, convencidos de alguna mentira. Hans se aproximaba por el camino más duro don-

de no te hundes ni salen ratas del vertedero de La Almunia de doña Godina. Son las tres y

media, dije. Yo me largo, Javier. Me va a salir el tren y yo quiero largarme de aquí. Sólo he

venido para saber si estabas bien y para que supieses que yo no estoy liado con tu mujer.

Veo que estás bien, que has encontrado tu camino, que no te ha pasado nada malo. De

acuerdo. Ya he visto todo lo que tenía que ver. No insistas, Javier, no voy a esperar a cono-

cer a Hans. Hans seguro que es una persona muy interesante pero yo no tengo tiempo para

conocerlo.

No tienes que irte en tren, dijo Javier. Llévate mi coche. Bueno, dijo, el coche de mi

cuñado Eduardo. Me lo prestó porque la empresa daba un coche que es una castaña. Pero ya

no lo necesito. Además es del hermano de Eva, es de Eva, seguro que ha venido para

recuperarlo. Está en su derecho. Yo ya no lo necesito. Javier me tendió las llaves y dijo: si

no coges tú las llaves se las daré al primero que me encuentre. A Hans, por ejemplo.

¿Alguna cosa más?, le pregunté. Sí, dijo, una más. Sacó una libretilla del mismo

bolsillo donde guardaba la lata de Schimmelpenniks y me la dio. Son los poemas que llevo

escritos hasta ahora. Guárdamelos, dijo. Creo que son muy buenos, pero tengo miedo a

cambiar de opinión. Llévate el coche y llévate a mi mujer y llévate mis poemas. Contigo

están en buenas manos. Un alemán rubio como la cerveza, sonriente y desdentado, hara-

piento y con coleta se acercaba por las últimas bolsas del plástico, pisando los últimos bra-
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zos de muñeca rota. Yo me di la vuelta y me largué. Pídele disculpas de mi parte, dije. Dile

que se me iba el tren.

Volví al manicomio y le conté lo sucedido a la recepcionista. No me apetecía que

sospechase nada malo, pero a ella no pareció importarle lo más mínimo. Ahora llamo al

doctor, dijo. El psiquiatra vino por el pasillo de los ecos y de los gemidos con su voz tonan-

te y zaragozana. ¿Así que se lleva el coche?, dijo, andando muy abierto y con la barriga

muy adelantada. Bien, bien, me parece muy bien. A este chico el coche no le hace ni puta

falta. Me dio las llaves y un genuino apretón de manos, su sonrisota bondadosa tapada por

la punta de la nariz. ¿Y Javier?, pregunté. Su mujer me dijo que le iban a dar el alta. El alta

la puede coger cuando él quiera, dijo el psiquiatra. Eso es cosa suya. La seguridad social le

paga dos semanas de estancia que se cumplen dentro de tres días. Luego, él verá: o paga la

estancia o le vuelve a dar un jamacuco, ja, ja, ja. Me acompañó hasta la puerta y yo dudé si

comentarle lo de la marihuana de pescado y aquel huerto ameno que se habían montado en

el vertedero. Me pareció imprudente. El psiquiatra tenía toda la pinta de pasar por alto lo

que fuera con tal de que nadie perturbase su apacible vida campestre. Y yo tenía unas ganas

locas de marcharme de allí. Siempre me pasa lo mismo, hago un favor muy grande que no

tengo por qué hacer y luego, en el momento más importante, cuando nadie me ve, me llamo

andana.

El coche era un volvo de puta madre cuyo motor y prestaciones de seguridad me fue

comentado por el psiquiatra con todo lujo de detalles. Estaba sucio de polvo, un poco abo-

llado por la puerta del conductor. Estos coches son cojonudos, dijo. Yo he visto una vez

pegarse a uno una hostia contra una tapia y no pasarle nada a los ocupantes, y dejarlo donde

estaba empotrado contra la tapia y volver al día siguiente y oye, como si nada. Tienen unas
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barras metálicas en la estructura que se deforman y se vuelven a formar como si fueran de

goma.

Tiempo después he pensado que aquel tipo estaba tomándome el pelo, o descargan-

do su responsabilidad por sibilinos vericuetos, no lo sé, pero entonces no pensé mucho en

lo que me decía ni tampoco en lo que yo le contesté. Me lo voy a llevar, dije. Javier me ha

dicho que si no me lo llevo yo se lo regalará al primero que se lo pida, dije. Me senté en el

coche y al poner la mano en el volante noté un tacto raro en mi dedo gordo. Era una man-

cha que con la solina que estaba cayendo se había vuelto a derretir. Era una mancha como

de vómito, o de sesos, o de sangre. Podía ser una mancha de cualquier cosa, pero me limité

a sentirla en el dedo gordo y a no ver su color, y le dije adiós al psiquiatra y arranqué el

volvo de puta madre indeformable sin saber si con el dedo gordo estaba tocando la grasa o

la sangre de alguien. A él le tapaba la sonrisa la punta de la nariz.

Eva estaba esperando en la cafetería de la estación de La Almunia de doña Godina.

Antes de salir del coche, terminé de limpiar bien todo el volante, que tenía alguna que otra

mancha más, aparte de una salpicadura en el salpicadero. Fui a tirar el pañuelo bordado con

mi nombre a una papelera pero me di cuenta de que podía ser una imprudencia muy grave.

Podía tirar también copias del carnet de identidad, ya puestos. Yo llevaba en la mano iz-

quierda las llaves de un coche que no era mío y en la derecha el olor de la mancha mal qui-

tada, que no sabía si eran sesos o grasa o vomitina. De modo que la saludé, y cuando ella

empezó a sonreír para preguntarme qué tal me había ido le dije que me perdonase un mo-

mento, que tenía que ir al servicio. El lavabo de caballeros de la estación de La Almunia de


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doña Godina está asqueroso. Me lavé como pude las manos y me quité el sudor de la cabe-

za. No había papel y la toalla era un foco de infección, y me sequé con las faldas de la ca-

misa, que luego me volví a meter. Ya un poco más presentable regresé con Eva. Me pre-

guntó por Javier y yo le dije que estaba bien. Le conté lo de las putas y también lo del ca-

mionero que lo trajo. Me metí la mano en el bolsillo de atrás, le di a Eva la libreta que Ja-

vier me había confiado. Creo que debes quedártela tú, dije. Son poesías. Esto huele que

apesta, dijo Eva. Javier tiene últimamente mucho contacto con el pescado, dije, y le conté

también lo de la marihuana. Eva me escuchó muy seria. Me habría gustado que en ese mo-

mento se hubiese quitado las gafas de sol, estrechas y alargadas, y me dejase comparar su

mirada con la mirada de Javier.

Cuando terminé de contarle se encendió un cigarro y dijo: ¿Y qué hacemos? Yo no

tenía ganas de medias palabras en aquel momento y fui bastante directo: ¿Qué hacemos con

qué?, dije. Qué hacemos con Javier o qué hacemos con el tren o qué hacemos nosotros. Qué

hacemos nosotros, claro, dijo ella. De acuerdo, dije. En ese caso, yo me voy a marchar con

mi familia para celebrar como Dios manda el cumpleaños de mi hija, y tú puedes coger ese

volvo que hay en la puerta y que dice Javier que es de tu hermano. ¿Sabes conducir? Sí,

dijo Eva, me acabo de sacar el carnet. Pues estupendo, dije yo. Yo ahora a las cuatro y me-

dia cogeré el tren que va a Zaragoza para enlazar allí con otro que me lleve al pueblo de mi

suegra. Te puedo llevar, dijo Eva, le temblaba el cigarrillo. De eso nada. No quiero llevarle

a mi hija de cumpleaños a una mujer con la que voy viajando por la carretera. Estropearía

las cosas, se las estropearía a ellos y me las estropearía a mí. Yo, Eva, con la mano en el

corazón, creo que ya he hecho bastante por vosotros. Puedes volver a Madrid y quedarte si

quieres sola en mi casa hasta que yo regrese, o puedes regresar a cada de tus padres, o al

piso que compraste con Javier. Ve donde quieras. Yo sólo te pongo una condición, Eva. Si
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vuelves a mi casa, no aceptes allí ni un solo día a Javier, por lo menos hasta que se le vaya

el olor a pescado. Me lo tienes que prometer. A Eva le temblaba el siguiente cigarrillo y

ahora también los labios. ¿Vas a volver con tu mujer?, dijo. ¿Cómo dices?, pregunté yo con

toda la incredulidad que supe gesticular. Y de inmediato despejé todo el humo confuso que

Eva me soltó en la cara: no es que vaya a volver o que deje de ir a volver, Eva, no se trata

de eso. Yo vivo muy bien solo. Quieres que me vaya, dijo ella. Quiero que hagas lo que

quieras, pero sobre todo quiero que me dejes ir a mí, le dije. Esta conversación si quieres la

podemos continuar dentro de quince días, tú en tu casa y yo en la mía o los dos en la mía yo

en el estudio y tú en el dormitorio. Pero no ahora. Ahora he perdido ya bastante tiempo.

Necesito tiempo, Eva, necesito tiempo.

Y al decirle esto me vino a la cabeza que no había cogido los dibujos de Violeta

cuando salimos de Madrid. Los había dejado aparte para que no se me olvidase meterlos en

la maleta. La idea de volver a Madrid en un volvo donde había sesos o sangre pegados al

volante con una mujer que aún no se había quitado las gafas de sol me parecía mucho más

de lo que mi espíritu aventurero estaba dispuesto a soportar. Yo había empezado ya a pasar

calamidades. Eva, le dije, necesito que me hagas un favor. Tienes que enviarme por correo

todos los dibujos que te he enseñado a una dirección. No sabía la dirección. Pero tenía

apuntado el número de Remedios y la llamé para preguntársela.

Qué tal, papá, me contestó Violeta. Bien, hija, bien, ¿y vosotras? ¿Hace mucho calor

en Madrid ? Sí, hija, sí, en Madrid hace un calor espantoso. ¿Sales mucho por ahí? Bueno,

doy algún paseo, me meto al cine... ya sabes. ¿Vas de putas, papá ? ¡Pero niña! No te lo

tomes a mal, papá, yo siempre he pensado que tú de vez en cuando ibas de putas, no lo to-

mes como algo personal. ¡Pues no, no voy de putas, y me parece un abuso que te pases de

ese modo con tu padre! Yo te creo, papá, pero comprende que te lo quisiese preguntar. Te
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creo y me quedo más tranquila, ten en cuenta que esa es la única duda que yo he tenido

siempre sobre ti. ¿Qué prefieres, que deje pasar los años sin plantearlo? Bueno, bueno, le

dije yo. No, papá, bueno bueno no. Cuando estamos en Madrid no encuentro nunca el mo-

mento de decirlo, me da vergüenza, me parece una falta de respeto, yo qué sé, pero ahora sí

soy capaz, quizá es el único momento en que seré capaz, y quiero que sepas que muchas

veces he sufrido pensando si sería o no verdad. De acuerdo, Violeta, está bien, puedes estar

tranquila, no te preocupes, no me lo tomo a mal. Me alegro, papá, me alegro, pero también

quiero decirte otra cosa. Dime, hija. Quiero decirte que ahora mismo no me hubiese impor-

tado que me dijeses que sí ibas de putas, quiero decirte que lo hubiese comprendido, que

me hubiese parecido razonable. ¿Razonable ?, ¿estás diciendo que te parecería razonable

que tu padre fuese de putas?, ¿se puede saber por qué ? Me parece razonable porque pienso

que el sexo y el amor puede que no tengan demasiado que ver. Yo misma, aquí en Pomona,

me he enamorado de un hombre pero quiero acostarme con otro. ¿De un hombre ?, ¿de qué

hombre ? Da igual, papá, eso da igual, no llegará la sangre al río, sólo te digo lo que pienso,

me apetece decirte lo que pienso, creo que es un acto de fidelidad. Violeta, pequeña, ¿segu-

ro que estás bien ?, vamos a ver, ¿está tu madre por ahí ? No, no está, y te juro por Dios que

si le dices algo de esta conversación te quedas sin hija para el resto de tu vida, ¿está claro?

Está bien, hija, está bien... mira, ahora tengo gente aquí, ya te llamo luego, ¿de acuerdo ?

No, no me llames, luego no voy a estar. ¿Ah, no ? ¿Donde vas a ir ? Tengo que ir a clase de

latín...

Como pude le dije que llegaría esa misma tarde al pueblo, que si podían que me vi-

niesen a recoger. ¿Y para qué quieres la dirección, papá, si te vamos a ir a recoger? ¡Dios

mío!, dije, ¿por qué tengo siempre que explicarlo todo? ¡Tú dame la dirección y de lo de-
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más no te preocupes!, dije, en el tono de falso enfado de quien está ocultando una sorpresa,

aunque admito que no era fácil de captar.

A Eva le debió de parecer excesivo, porque cuando colgué y le devolví el teléfono

me preguntó si me llevaba bien con mi hija. De puta madre, dije, creo incluso que es la úni-

ca persona con la que me llevo bien. Soy bastante bueno lanzando estos órdagos de padre,

quedan muy convincentes.

Entonces Eva se quitó las gafas. Le vi los ojos eslavos de siempre, no aprecié nin-

guna sombra de locura. No vi esa distorsión un poco inflamada que había visto en Javier, y

que quizás él interpretó para mí. O, si veía algo que en otra mujer desconocida me hubiera

podido resultar inquietante, en Eva ya era una mirada familiar, inocente y fría, un poco des-

orientada pero tampoco peligrosa, aunque, por lo que me había dicho Javier, nunca se sabe

hasta qué punto. Eva dio la batalla por perdida, cualquiera que estuviese librando, la de no

quedarse sola o la de que yo no me fuera con mi mujer, pero en ninguna de las dos se ha

mostrado nunca demasiado clara. En el bolsillo izquierdo del pantalón llevaba en un rebullo

un pañuelo con manchas de algo que no quería saber y de lo que no podía desprenderme.

Me sentía sucio y húmedo por dentro. Lo único que vi en los ojos de Eva es que tenía ganas

de perderla de vista. Seguía estando muy buena y yo contaba con todos los permisos en

regla para irme a la cama con quien me diese la gana, pero el acto de avisar a Violeta de

que iba esa misma tarde ya clausuraba todos los compromisos y me hacía sentirme más

seguro. A mí también me temblaba la rodilla de vez en cuando.

Llegó el tren y nos despedimos. Yo dije: ¿estarás en casa cuando vuelva? Ella dijo:

supongo que sí. Creo que era el momento de darle un beso, pero tampoco lo vi muy claro y

lo dejé en dos besos en la mejilla. Ella no movió la cabeza mientras yo se los daba.
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XII

Cuando yo me marché al pueblo y Eva volvió con el volvo de puta madre abollado a

Madrid, no tenía la más mínima seguridad de que me fuese a enviar los dibujos. Y, por otra

parte, casi me aliviaba la idea de que no lo hiciese. La idea, y la ilusión, se habían enfriado.

La idea no había sido más que una ocurrencia. Ya no había tiempo ni de cumplir con el

proyecto entero (ordenar los dibujos, pasarlos a un mismo papel, adjuntar los textos del

libro de Karl Schrader en el caso de las historias de modelos que coincidiesen, encuadernar-

lo con forros de aguas y lomo de cuero, caligrafiar una carta de presentación y dárselo todo

envuelto como si fuera un pastel) ni mucho menos de tener una colección decente de dibu-

jos. En total había veintitantos, muy lejos de los cien que había soñado en un principio, y

estaban hechos en diferente papel, en diferente formato, en diferente todo. Unos eran rayas

hechas a lápiz, bosquejos muy tupidos, y otros líneas de tinta china tan apenas deslizadas

con una punta diminuta. No había unidad de forma ni de fondo ni de nada. Eran unas cuan-
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tas ocurrencias amontonadas, metidas en una carpeta de cartón azul con gomas, parecía la

carpeta de las facturas.

Yo no podía regalarle eso a Violeta. Me tranquilizaba tenerlo decidido, en toda

claudicación hay ese agradable momento de respiro en el que sientes haber acertado callán-

dote. Pensé en el oboe, el Fox 400 de madera de granadillo. Pensé en aprovechar las tres

horas de espera en la estación de Zaragoza, hasta que llegara el primer enlace, para buscar

en la ciudad una tienda de instrumentos y ver si estaba el Fox 400 de madera de granadillo,

el que valía novecientas mil. Primero miré en un cajero a ver cómo iba de fondos. El saldo

no llegaba ni a pagar un recambio de la lengüeta. Qué barbaridad, dónde me lo había gasta-

do, qué había hecho con el dinero. Casi tenía problemas para no morirme de inanición con

todo lo que quedaba de mes. Tendrían que darme de comer y no podría ni siquiera invitar a

una comida a toda la familia, por ejemplo a la comida del cumpleaños. Y yo estaba pensan-

do en el Fox 400 de madera de granadillo. Tenía la limpieza de corrales en una carpeta y ni

un duro más. Y yo necesitaba comer. Había vuelto a recuperar los cien kilos pero todavía

me faltaba mucho para mis saludables ciento siete, los que tengo ahora que ya estoy a punto

de iniciar la temporada.

Miré a mi alrededor. El único objeto que podía regalar a Violeta era la cámara de

fotos que me regaló Marisa cuando fui a espiar a Barrachina. Era muy moderna y ocupaba

muy poco espacio, pero era la prueba de un delito: el delito de traicionar a alguien, el delito

de hacer a Violeta un regalo usado. Me había dejado en Madrid la escultura de la dulzaine-

ra, incluso los trozos de mi cuerpo que no utilizó Palomares.

Eso no podía ser así. Un padre no puede presentarse así. Uno no puede ser protago-

nista de aquellas escenas tan tristes en las que había un cuñado algo bebido que no llevaba

un duro en la cartera y su mujer y su suegra suspiraban resignadas al cogerlo en mentira, al


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sacarle la verdad. De eso nada. Antes no iba. En este caso estaba justificado pedir dinero,

tenía tres horas para encontrar a un amigo.

Mis opciones se redujeron a Eva. No tenía en este mundo nadie más a quien pedirle

de buenas a primeras tanto dinero. Pero eso también era imposible. Rosita no iba a renun-

ciar a sus vacaciones y a Eva no podía llamarla. Mirando una cabina de teléfono me di

cuenta de que no se podía caer tan bajo. Así que, cuando llegamos a Zaragoza, a las siete de

la tarde, ni los bancos estaban abiertos ni había tren a Pomona hasta el día siguiente. Llamé

para avisar de que retrasaba un día mi llegada. Fue otra vez una conversación llena de pe-

queños silencios con Remedios. No me acuerdo de qué le conté.

Me metí en una pensión sucia y barata de Zaragoza, un cuartucho con un ventano

que daba al patio de un restaurante que olía a aceite quemado y a mierda de gato. Por la

noche me bebí unas cervezas para recobrar la calma y tomar impulso. Cada vez que me

reúno con mi mujer y mi hija tengo la sensación de concentrarme en que no se me note al-

go, igual que esos exmaridos que beben o que viven en el arroyo tienen que fingir que ya lo

han dejado todo. Pero yo no bebo ni pido jamás dinero. Lo que no se me tiene que notar

cuando me encuentro con ellas es un cierto estado mental, eso que ellas llaman vivir en mi

mundo, tú es que siempre vives en tu mundo, ya estás otra vez viviendo en tu mundo, como

si mi mundo fuese una dipsomanía peligrosa, al menos la adicción incurable que, según

Remedios, exprimió tan pronto nuestro matrimonio. Cuando me junto con ellas paso ner-

vios pero los disimulo, eso lo sé hacer bien, pero me cuesta una concentración distinta, más

profunda, el disimularme también a mí mismo y convertirme en lo que quieren ver.

Pensé mucho en ellas pelando etiquetas de botellines en una terraza de la plaza del

Pilar. Estuve un rato pensando en mi mujer y mi hija y mirando la Basílica de la Virgen del

Pilar de Zaragoza. Pelé unos cuantos botellines de cerveza y pensé que no tenía ningún
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amigo al que pedirle de golpe tanto dinero. Me volví a la pensión borracho y lloroso, pero

antes de tumbarme en el camastro aún me dio tiempo a lavarme la ropa interior en el lava-

bo.

Me despertó el sol pegajoso nada más amanecer. Me lavé la cara y salí corriendo de

aquel olor. Me fui a una cafetería un poco más limpia y pregunté a la camarera si había

cerca alguna piscina. Tuve que coger un taxi hasta el parque de José Antonio Primo de Ri-

vera, y allí buscar unas instalaciones deportivas de que me habían hablado. Pagué la entra-

da, me metí en los vestuarios y me puse limpio y presentable. Cogí otro taxi hasta la prime-

ra caja de ahorros. Me puse a la cola y cuando me llegó el turno pedí un crédito de un mi-

llón de pesetas. Enseguida me sacaron al jefe. ¿Y no puede usted pedirlo en Madrid?, me

dijo. Si lo pudiese pedir ahora mismo en Madrid no habría venido aquí, le contesté, pero me

imagino que en esta oficina tendrán teléfonos y red electrónica y todo eso.

Con los jefes de las cajas de ahorros hay que entrar así. El tipo me hizo esperar algo

así como media hora. Yo no perdí ni un momento la postura del hombre solvente al que le

acaban de robar la cartera y necesita invitar a unos empresarios a comer. O a unos empresa-

rios taurinos o de veladas de boxeo, a juzgar por el recelo con que llevó el empleado aquel

asunto. Yo por dentro estaba viéndolo venir a decirme que no era posible, que me lo habían

denegado. Entre las copas, la pensión, los taxis y la entrada de la piscina, descontando el

dinero del tren, me quedaban en el bolsillo no más de cinco o seis billetes.

Lo siento, dijo, en efecto, el jefe. Se lo han denegado. De nada servía montar el po-

llo, así que pregunté si podía utilizar el teléfono. Llamé a Eva. Le pedí el dinero. Le dije

Eva, estoy en un apuro. Me da vergüenza pedírtelo pero no hay otra persona en el mundo a

quien se lo pueda pedir. Yo te lo devolveré nada más que vuelva a Madrid, nada más que

solucione unos papeles en el banco, quizás mañana o pasado. Se lo dije todo sin preámbu-
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los, con la voz un poco tensa y demasiado baja de quien de veras está en un apuro y no tie-

ne tiempo de preguntar por la familia. Ella sólo dijo sí. Sí, sí, no te preocupes, sí. Me acer-

qué al jefe y le dije: deme mi número de cuenta, por favor. El jefe me lo acercó y se quedó

parado frente a mí. Di el número a Eva y le dije que lo estaba esperando en el banco, que de

veras era muy urgente. Eso era verdad porque si no me daba prisa me cerrarían las tiendas

de oboes. Tan sólo al final, al despedirme de ella, le pregunté qué tal estaba. Bien, bien,

estoy bien, dijo, no te preocupes, dijo, estoy bien.

¿Cuánto tarda en llegar una transferencia?, pregunté, muy serio. Depende, me dijo

el jefe, unas veces más y otras menos. Se notaba que, por encima de todo, lo que no quería

era irritarme, pero tampoco ocultarme los hechos. Si tenemos suerte puede estar aquí en una

hora. ¿En una hora?, dije. Son más de las doce y media, no puedo esperar tanto. Me voy,

dije. Espero que dentro de media hora ya esté arreglado. Antes de salir, me giré y le dije:

perdone, ¿sabe dónde está la mejor tienda de instrumentos musicales de Zaragoza? Él no lo

sabía, pero la cajera sí, y allí fui, y pedí un catálogo y no tenían el Fox 400 de madera de

granadillo sino uno de plástico barato. Volví al banco y había buenas noticias. Eva me

había metido un millón en mi cuenta. ¿Lo quiere en efectivo?, me dijo la cajera que sabía

dónde estaba la mejor tienda de música de Zaragoza. En efectivo sólo cincuenta mil, por

favor. Cogí el dinero y busqué una cabina de teléfonos.

Después de un rato de tiras y aflojas con el servicio de información telefónica di con

la tienda de la calle Bailén, llamé y pregunté por una dependienta muy amable que ya me

había atendido para un asunto relacionado con los oboes. Dígame, dígame, me dijo al po-

nerse la chica, que se llamaba Lucía (el que cogió el teléfono la llamó por ese nombre).

Verá, le dije, estuve viendo allí el otro día un Fox 400 que me interesaba comprar, pero

resulta que no estoy en este momento en Madrid y necesitaría que me lo enviasen con cierta
448

rapidez a una dirección y tal y cual. ¿Y cómo pensaba pagarlo?, dijo Lucía. Yo les envío

ahora mismo una transferencia, no se preocupe, le dije. Espere un momento, dijo ella.

¿Oiga?, ¿caballero? Sí, dígame. Tenemos el Fox 400, pero ¿lo quiere de madera de

granadillo o de madera de cocobolo? ¿Y cuál es la diferencia?, pregunté. En realidad es

mínima, porque las dos son dalbergias melanoxylonas, aunque tenemos un oboe d’amore

hecho con dalbergia caerensis, que popularmente se conoce como madera de violeta. ¿Ma-

dera de violeta ha dicho?, ¿las violetas tienen madera? Bueno, se trata de un árbol que se

cría en el Brasil, no son las violetas de la violetera, claro. Tenemos un Loree Royal de ma-

dera de violeta que sube un poco por encima del Fox 400 en cualquiera de las dos versio-

nes, de granadillo o de cocobolo. Ahora, eso sí, no hay mejor oboe en el mundo, se lo pue-

do asegurar. ¿Y ha dicho que es un oboe de amore? Sí, está afinado en la, una tercera más

alta que el oboe normal, con tesitura entre la sostenido y mí. La diferencia es que al final

del cuerpo lleva una campánula bulbosa, y la lengüeta tiene un tubo más largo, es precioso.

Lo utilizaba mucho Bach.

Bueno, dije yo, pues me llevo ese. Deme un número de cuenta que ahora mismo les

hago la transferencia, dije.

Lo del profesor de latín para Violeta fue idea de la abuela. Con un mínimo de mala

leche cualquiera hubiese podido pensar que lo hizo para fastidiarme, incluso Remedios tra-

tó de justificarla diciendo que era una parte más de su comportamiento raro. Estoy muy

preocupada, Guino, me dijo la primera noche, nada más llegar, cuando no dio margen a la

duda y me llevó a su cuarto porque era el cuarto de los dos, y todo lo hizo muy decidida y
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cuando abrí una maleta para dejar las cosas en la cómoda Remedios me cogió por la cintura

y me dijo que estaba muy guapo, y después me comentó que llevaba unos días muy pre-

ocupada. Se había escogido la habitación de abajo, la que habían dejado abajo, al lado de la

cocina-comedor, por si su madre se ponía mala y no podía subir escaleras. Tenía una venta-

na alta tapada por una persiana que dejaba entrar muy poca luz. Se estaba fresco, pasaba

poca gente por la calle, se oían ladridos lejanos y rumores de corral y de vez en cuando

pasaba una caballería cargada de pipirigallo para echar a los conejos. De hecho en el aire de

la habitación se había quedado la humedad antigua de los muros impregnada en un aroma

de establo que no se percibía desde las habitaciones de arriba, las que daban al huerto y al

perfil de la ciudad. Todos lo llamamos pueblo pero Pomona es una ciudad, aunque en sus

arrabales y sus calles apartadas siga oliendo a pueblo y críen conejos los vecinos. Leonor,

la madre de Sebastián, el modelo nuevo, criaba conejos.

Pues sí, estoy muy preocupada, dijo Remedios. Desde que vinimos está irreconoci-

ble, dijo, yo no sé ya a qué atenerme. Y lo malo es que parece que todo le va bien, eso es lo

malo porque no me lo puedo explicar. Porque mi madre ha ido al cristo de Medinaceli en

Madrid más que nada porque iban las amigas, pero ahora se levanta a las siete de la mañana

para ir a misa con las beatas, y se ha hecho amiga del párroco del barrio y está llenando el

jardín de flores para decorar la iglesia, y se ha hecho amiga también del médico que la miró

del riñón cuando vino, que es un sindicalista de la CNT, y se ha hecho amiga de otros veci-

nos jóvenes muy majos que también son anarquistas, y de los miembros del coro de la igle-

sia, y de un vecino que toca en la banda municipal, y se ha hecho íntima amiga de la vecina,

Leonor, que tiene un hijo que está empeñada en juntarlo con Violeta y Violeta ni puto caso,

es un buen chaval, y se ha hecho íntima del bibliotecario, un tipo de mi edad que está exi-

liado aquí y no termina de tener amigos, y mi madre los ha recogido a todos y organiza
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unas meriendas que en otras épocas habrían acabado a tiros. El otro día invitó a los amigos

anarquistas (uno de ellos le ha hecho las reformas de la casa, las humedades que había en

estas paredes, que no se han ido del todo) y de pronto apareció el cura con las flores, que

también lo había invitado. Y se viste como en las novelas y habla de una manera que a na-

die le resulta extraña salvo a mí, porque a Violeta tampoco le resulta rara. Tenía ganas de

que vinieses Güino porque aquí todos parecen como colgados, como si viviesen una vida de

mentiras, necesitaba tocarte así y abrazarte así y escuchar de ti que por lo menos tú sigues

siendo igual de raro que siempre, que tú no has cambiado.

Hay varios aspectos en el polvo que muy poco después echamos Remedios y yo

sobre la cama vieja que merecen atención. Al principio, durante los primeros polvos de

novios y después también en los primeros años de matrimonio, cada vez menos hasta que

ya no sucedió nunca, a mí me gustaba mucho dedicar el cigarrillo de después a observar el

cuerpo de Remedios, bien si hubiese cerrado los ojos y tuviera los brazos caídos sobre mí o

sobre la almohada, bien si se mantuviera sentada, fumando también conmigo, hablándome

de algo importante. Durante mucho tiempo Remedios pensó que el momento más adecuado

para hablarme de algo importante era después del amor, hasta que un día, hace ya de esto

por lo menos quince años, Remedios estaba hablándome de algún problema y yo, lo recuer-

do como si lo viese ahora, deposité la mirada en su vientre todavía palpitante, en dos pe-

queñas lorzas que cambiaban de tamaño, una más grande que la otra y viceversa, conforme

primero jadeaba Remedios para recuperarse del orgasmo y luego cuando empezó a hablar

con creciente vehemencia, hasta que dijo: deja de mirarme de una puta vez, Güino, que me

haces sentir un bicho.

Nunca había sido así. Antes bien, ella muchas veces asistió a mis inspecciones ocu-

lares sabiéndose deseable, entregada a un ejercicio que no se sabe qué tenía más de erótico,
451

su exhibicionismo o su claudicación, como esas personas que se entregan a veces a juegos

sexuales extravagantes que nunca confesarán a nadie. Lo cierto es que Remedios dejó de

permitirme que la observara y eso acrecentó el valor, bueno y malo, de mis observaciones,

sobre todo el malo. Desde entonces fueron cada vez más frecuentes los polvos a oscuras, o

debajo de una manta o de una sábana, practicando el sexo sauna, siempre de noche, y cuan-

to más oscuro más apasionado y atrevido por su parte. Se estableció un comercio de cuerpo

y luz del que fui consciente un día que me las arreglé para follar con la luz encendida y ese

día Remedios se comportó como una señora decente cumpliendo el mandato matrimonial.

Como era tan aburrido, apagué la lamparita para volverme a dormir y en ese momento os-

curo Remedios me cogió por banda y practicó conmigo el sexo oral. El trato estaba claro.

Yo me acostumbré a la oscuridad. Fui tan escrupuloso con el trato que una vez que

estábamos en una casa rural y Violeta salió a montar en bici por el bosque con la hija de

unos vecinos que también veraneaban en Navarra y Remedios se puso campanillera y no

cerró siquiera los cuarterones de la casa rural para que no entrara la luz, tan escrupuloso fui

que yo entonces no quise agredirla de ningún modo y pasé todo el tiempo con los ojos ce-

rrados. Una vez los abrí y ella estaba mirándome. Mírame, me dijo. Y yo la miré, pero sólo

a la cara. Ella, aunque había luz, volvió a practicar el sexo oral conmigo, y yo tuve unos

minutos gloriosos para deleitarme con la curva de sus caderas.

Pero eso sucedió hace muchos años. Ahora, desde hacía tres años y medio, siete me-

ses antes de que nos separásemos, no había vuelto a haber sexo, ni con luz ni sin luz, y yo

también me había acostumbrado a la situación pero a Remedios no le iba nada bien eso de

dar consejos a sus pacientes que ella misma no podía cumplir.

Esa tarde (aún era de día, y de las ventanas altas entraba la luz de la tarde porque

Remedios subió las persianas mientras yo dejaba la ropa en el armario, yo pensé que estaba
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ventilando el dormitorio) a Remedios la había visto venir nada más bajarme del tren en la

estación. Habían venido las dos a recibirme, Remedios y Violeta, yo primero di dos besos a

Violeta y cuando se los fui a dar a Remedios me abrazó y me untó en la cara dos húmedos y

sonoros besos mientras con la mano me acariciaba la coronilla, y cuando nos separamos

siguió mirándome y no desvió la mirada ni replegó la sonrisa hasta que yo intervine aga-

chándome a coger la maleta.

Tanto entusiasmo por parte de Remedios me hizo sospechar que luego me metería

en su misma habitación. Había querido fornicar con muchas mujeres que rechacé o me ig-

noraron o no se dieron cuenta o yo no me di cuenta de si me rechazaban o no, pero siempre

tuve la seguridad de que Remedios no era eso lo que quería de mí. Acostumbrado a gestos

insuficientes, convertí en fraternales sus primeros abrazos, mientras me preguntaba por el

viaje y por mis trabajos particulares, pero cuando yo ya había emprendido la directa de Al-

fredo y Barrachina, un tema triste y enervante, me dio un beso en la boca y cuando quise

poner cara de sorprendido me dio otro y me metió la lengua hasta el velo del paladar y me

metió una mano por la bragueta, y sin más preámbulo dijo: Güino, vamos a echar un polvo,

anda. ¿Estás segura?, dije. Claro que estoy segura, dijo ella, e incrementó la intensidad de

los frotamientos y las daciones de lengua. Espera un momento que bajemos la persiana, dije

yo. Ven, deja la persiana, dijo ella. Remedios se desnudó enseguida. Yo tardé más porque

me entretuve en doblar los pantalones, pero cuando me volví ya estaba desnuda, despata-

rrada en la cama, en la postura que popularizó Courbet en su óleo El origen del mundo, que

tantas veces Remedios me vio copiar en idénticos domingos por la mañana. Me desnudé, y

cuando estaba ya de rodillas en la cama, dispuesto a entregarme como ella quisiera, me hizo

un gesto con la mano y me detuvo. Mírame si quieres, dijo, antes de que se vaya la luz.
453

Habían pasado tres años por su cuerpo. Llevaba el cuerpo moreno de tomar en sol

en la azotea, y como no la veía nadie podía tomar el sol desnuda y no tenía raya ni del suje-

tador ni tampoco de las bragas, toda ella igual de bronceada por todas partes. Todavía le

quedaban brillos del aftersun en la luz transparente que precede a la penumbra. Estaba bri-

llante y morena y se le veían mucho los dientes y el blanco de los ojos, pero no se podían

distinguir el azulado de los capilares rotos de los pómulos, que son los mismos que los de

los pechos, ni tampoco se le distinguía el pezón oscuro de la piel lechosa con ese contraste

tan fuerte donde yo veía a Remedios desnuda. Por lo demás, había ganado tres o cuatro

kilos que le sentaban muy bien. Los muslos eran más carnales y esos dos frunces que se le

hacen entre la nalga y la ingle seguían como en los mejores tiempos, aunque habían perdi-

do, por efecto del sol, el rosa de cuando se los vi por primera vez, que se había escaldado.

Ahora estaba quemada toda por igual pero había ganado en ondulaciones, el cuerpo era más

grande pero más alegre, como si hubiese ido engordando a medida que los rasgos más ente-

cos, que siempre son los primeros, empezasen a envejecer.

Estaba casi igual que cuando la conocí, ella una estudiante de psicología que en los

ratos libres posaba a mil pesetas la hora, y yo un cuerpo en su entera plenitud de veinticinco

años. Barrachina la sacó de una veintena de aspirantes para interpretar conmigo una imita-

ción de El beso, de Rodin, de modo que nada más presentarme a Remedios tuve que mirarla

durante tres horas (con descansos) y sentir su cuerpo desnudo sobre mi muslo izquierdo,

pero sobre todo mirar su cara que unas veces acertaba con la pose mística y otras ponía cara

de cansada. También estuve oliéndola toda la mañana, su desodorante fresco y su aliento

mentolado nada más coger la postura, y las primeras emanaciones íntimas cuando en la

clase empezó el calor. Olí entonces su olor pariente antiguo de las vacas, de cuando Juana,

allá por los años sesenta, no tenía el bar sino la lechería. Era olor de vacaciones en el pue-
454

blo, pero también de lejano fondo campesino. Mi olfato es muy fino y Remedios se perfu-

ma muchísimo, de modo que esto es algo de lo que jamás delante de ella me di por entera-

do. Era verano y Remedios se había perfumado con un perfume muy fresco y muy discreto,

de modo que el ambiente estabulario de la habitación me hizo detectar bastante a prisa el

aroma último rural que a mí tanto me gusta y del que ella seguro que ni siquiera es cons-

ciente, porque quizá no sea suyo sino un absurdo deseo que yo he ido mezclando a la me-

moria y al sudor.

Remedios y yo sólo posamos juntos un día, ella jamás volvió a desnudarse en públi-

co. Nos encontramos algunos meses después en el metro, ella me reconoció pero no me dijo

nada porque yo la impresionaba mucho y porque no dejaba de considerarme testigo de una

de sus veleidades necesarias: estas manifestaciones de la libertad individual que Remedios

creía coherentes con sus creencias pero que por un atavismo indeleble le daban vergüenza.

Le daba vergüenza en el fondo y sin decirlo a nadie sus caderas un poco exageradas, que

fue, si es que tengo que reducirlo a un momento, a una sensación, lo que a mí me enamoró.

Le daba vergüenza haberlas enseñado, aunque luego lo ha contado con la naturalidad en la

que cree como creía en la naturalidad de saludarme en el metro pero también le daba ver-

güenza.

Remedios siempre ha sabido qué tipo de ciudadana era y qué perfume tenía que

usar. Luego estaba su olor corporal, sus vergüenzas, que a mí me parecían lo más transpa-

rente y delicado de su persona, un pudor que no tenía que ver con los prejuicios sociales

porque tampoco era consciente de él. Esa tarde que nos encontramos en el metro volví a

sentirlo en sus encías descontroladas mientras hablaba con ella y luego en unas cañas que

ella se tomó como si estuviera viajando al infierno necesario con una persona distinta, pero

esa misma noche se le pasaron los miedos, se puso muy melosa y me pidió que posásemos
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otra vez como habíamos posado el primer día, sin tener que cortarse porque le apetecía

darme un beso. La pose no duró ni treinta segundos. Yo vivía entonces en un apartamento

mínimo de la Cava Baja, cerca de la escuela, y durante las siguientes dos semanas tentamos

de todas las formas a la suerte hasta que la suerte nos tocó en forma de Violeta.

Una vez me dijo que sólo había sido del todo feliz durante aquellos quince días.

Luego empezó a preocuparse porque podía quedarse embarazada, como así ocurrió, y des-

pués porque no era normal engendrar un hijo a los quince días de haber encontrado a una

persona, tan joven, en mitad de una carrera pagada con el sacrificio y los huevos y las vacas

de su madre, y más tarde porque no sabía nada de mí y porque tampoco era nada halagüeño

encadenarse a un individuo que se quedó varado en un trabajo menor, que avanzó tan poco

en esta vida.

Su piel entonces era muy blanca y estaba bastante más rellena incluso que esta últi-

ma vez en el pueblo. Cuando se daba la vuelta en la cama tenía que apoyarse con las rodi-

llas. Perdió peso cuando nació Violeta, no sé si por efecto del embarazo o porque yo enton-

ces empecé a engordar. Llegó a quedarse hasta angulosa, perdió casi todo el culo, la zona

iliaca se le marcaba como una percha de la que colgase cada vez menos carne. A mí no me

gustaba nada, pero ella se sentía guapa. El intenso trabajo en la clínica y sus preocupacio-

nes crónicas ayudaron a que Remedios se estabilizase en un cuerpo siempre con kilos de

menos. Sólo ha empezado a recuperar sus formas habituales cuando se separó de mí. Este

verano, de no ser por el bronceado, ya se parecía a la mujer que posó sentada sobre mi rodi-

lla, su expresión mística o cansada.

Estuve mirándola hasta que la luz bajó del todo e hicimos el amor como ella quiso.

Yo la noté un punto precipitada, muy desenvuelta pero un punto precipitada.


456

Decía que la idea del profesor de latín había sido de mi suegra. Remedios me lo dijo

disculpándose, o disculpando a su madre por haberse metido donde no debía, o disculpando

a Violeta porque, con lo arisca y rabosa que se había vuelto en todo aquel final de curso tan

extraño, aceptó ir todas las mañanas a la biblioteca local y estudiar un latín que ya sabía, no

porque yo se lo hubiera enseñado sino porque siempre había sacado unas notas extraordina-

rias.

El profesor se llamaba Arturo y debe de tener la edad de Bidón, treinta y tantos años

mejor llevados que los de Javier, desde luego. Mi suegra lo conoció en la biblioteca. Se

había traído en un cajón los libros que solía leer su marido por las noches antes de que el

hombre llegase a la luna. Juana se puso muy contenta el día que en el cursillo de iniciación

a la lectura le dijeron que tenía que leerse Ivanhoe, que la instructora del centro de adultos

decía Aibanjó, y a Juana no le sonaba de nada, pero cuando lo vio escrito en la pizarra se

acordó de haberlo visto alguna vez en la mesita de su marido, envuelto en papel de periódi-

co y el título escrito con bolígrafo. Cuando murió su marido, Juana metió todas sus cosas,

incluidos los libros, en una caja de cartón, y la guardó en el cuarto trastero. Treinta y tantos

años después se acordó del libro y fue a buscarlo y lo leyó, pero en la primera página se dio

cuenta de que le picaban las manos. El polvo y el olvido habían llenado de bichos aquellos

libros, de sólo leer un capítulo Juana tuvo urticaria y unos escozores molestísimos durante

por lo menos quince días. De modo que tuvo que ir a la tienda y gastarse un dinero en el

mismo libro que tenía en casa, no sin antes pedírmelo a mí.

Una de sus primeras actividades nada más instalarse en el pueblo fue hacerse una

lista con los libros del abuelo y buscarlos luego en la biblioteca. El primer día fue a la chica
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del préstamo, Berta, que también era muy maja, con la lista en la mano y pidió el primero

de los libros: Una educación sentimental, de Gustave Flaubert. No la tenían. Pasó a la se-

gunda: Casa desolada, de Charles Dickens. No la tenían. Luego pidió Crimen y Castigo, de

Fedor Dostoievsky. No la tenían. No te preocupes, maja, le dijo Juana a la chica de présta-

mo, mi marido es que leía unas cosas muy raras.

En la nueva forma de comportarse de mi suegra, comentarios como ese parecían

cargados de doble intención, como una forma refinada de, sin perder jamás la simpatía,

llamar incultos y paletos a los responsables de la biblioteca. A la chica de préstamo, Berta,

que era muy maja, no le pasó desapercibida esta posibilidad, y algo tuvo que decirle al bi-

bliotecario porque muy pocos días después, mientras mi suegra estaba tomándose una hor-

chata en la terraza de los porches, un hombre joven y muy bien vestido se acercó a ella, la

saludó y le pidió permiso para sentarse. Estaba al tanto de que sus peticiones no habían

podido ser satisfechas en la sala de lectura, y eso le parecía intolerable, indigno de una bi-

blioteca municipal. Él llevaba muy poco tiempo, acababa de llegar como aquel que dice,

aún no le había dado tiempo a evaluar las tremendas lagunas que había en los fondos bi-

bliográficos. De inmediato pasaría revista a la sección de novelas del siglo XIX y la mayo-

ría de los títulos estarían a su disposición, pero entretanto, dijo el hombre apuesto y joven, y

como prueba de buena disposición, rogaba a mi suegra que le aceptase una edición de bolsi-

llo de Una educación sentimental, de Gustave Flaubert, que él mismo había comprado ese

fin de semana en Valencia.

Mi suegra lo invitó a merendar. Le enseñó la casa recién comprada, le sirvió una

limonada en el jardín y lo sedujo con sus muebles modernistas de madera de plátano. El

hombre quedó encantado. Éra la persona que más encantada podía estar, porque le apasio-

naba el modernismo y sin duda vivía en esa ciudad por efecto del modernismo, aunque esto
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último me lo contó después a mí. Juana, mientras miraban los balcones garceados y las pa-

redes descascarilladas, le dijo que muy pronto vendrían de Madrid a rehabilitarle las facha-

das, un artista de la familia, y también le dijo que su nieta, la pobre, había suspendido el

latín. El hombre, Arturo, se ofreció enseguida.

Yo lo conocí dos o tres días después, cuando llegué a Pomona. Hasta entonces nadie

había hablado nada del latín. Tan sólo se había hablado de Arturo. Hablaba, sobre todo, mi

suegra. Arturo era muy fino, muy amable, ardía en deseos de saber cuáles eran mis planes

con respecto a la restauración del edificio, si lo haría en clave modernista, como el resto de

casas notables de la ciudad y a juego con las sillas de pata de avestruz, o si sería más con-

servacionista, más tradicional, más según la estética de lo que en el fondo aquella casa era,

una casa de pueblo con una fachada que da al huerto. ¿Por qué no acompañas mañana a

Violeta?, dijo por fin. ¿A qué hora has quedado con Arturo para que te mire los ejercicios

de latín?, dijo mi suegra.

Remedios entonces intervino. Déjalo estar, mamá. Y tú también, Violeta, no sé a

qué coño vas, si lo que tienes que saberte te lo sabes, y si no se lo preguntas a tu padre. Vio-

leta dijo: voy a ver a Berta, no a Arturo, he quedado con Berta, yo no necesito a Arturo para

nada, y menos para el latín. Luego se hizo un silencio.

Por la mañana temprano (el gallo de Leonor), desayuné con Violeta en la cocina. A

qué vino eso de las putas, Violeta, le pregunté en un momento de la conversación. No sé,

dijo ella, se me ocurrió, de pronto se me ocurrió preguntártelo. Lo había pensado muchas

veces, y también había pensado que era normal en una persona como tú. No era descubrir

nada que me pudiera traumatizar, papá. Era pura curiosidad. Te lo digo en serio, tan en se-

rio que te aviso de que te diré la verdad de todo lo que me preguntes, así que ten cuidado.

Violeta no lo dijo en tono amenazante sino tranquilo y resignado, como aquel que anuncia
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que se ha convertido al vegetarianismo. Violeta se había convertido a la sinceridad inme-

diata. No valía que los efectos de las cosas que sentía durasen más que el sentimiento.

Tampoco se había convertido en la repelente descubridora de verdades estúpidas que acaba

de caerse del caballo. Era igual de callada y observadora, pero llamaba la atención su lim-

pieza de ojos, alguien que con sencilla naturalidad cree que siempre se puede decir la ver-

dad cuando te la preguntan.

Desde casa de mi suegra hay un paseo muy agradable hasta la biblioteca. La calle,

cuesta abajo, hace una revuelta y se mete por debajo de un acueducto del siglo XVI que

sirve de puente entre dos altozanos, el uno en cuesta y con aroma de corral sobre las faldas

del cementerio, el otro también en cuesta pero atravesando pórticos de murallas medievales

y edificios de casi todos los siglos que siguieron. La biblioteca está en la misma plaza que

una torre del siglo XII y un seminario conciliar reconstruido tras la guerra civil. La biblio-

teca tiene la estética reneoclásica de Regiones Devastadas, por dentro se conservan aires de

organismo burocrático, aroma de legajos y madera vieja. En la sala de lectura no estaba

más que Berta, la chica muy maja que Violeta se fue a saludar, y un anciano leyendo un

libro.

Berta era pelirroja clara, muy menuda, me recordaba un poco a la fotógrafa. Era de

un pueblo de la sierra donde se asentaron colonos nórdicos en el siglo XVI o antes, Berta

no sabía dar más datos, y todos los del pueblo, por lo menos los que procedían de varias

generaciones, eran pelirrojos claros. Berta me saludó con timidez y Violeta me dijo: ¿y tú
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que vas a hacer? Voy a ver si encuentro algún libro interesante, dije, y me dispuse a olfatear

un poco en los ficheros. ¿Te vas a quedar aquí un buen rato? Un rato, sí, dije.

Violeta entonces me contó que Berta no podía salir en toda la mañana de la sala de

lectura. Durante el mes de agosto sólo había un bedel en cada sala, aparte del director, Ar-

turo, que no cogía las vacaciones hasta noviembre. Berta prefería dejarlas para septiembre,

porque en agosto no se hacía nada, se estaba tranquilo y no se pasaba calor, el anciano que

había leyendo un libro era el único cliente habitual, pero siempre venía gente a cambiar

algún libro, o había que enviar una nota a los que se pasaban de plazo. Lo malo era que no

se podía salir a media mañana, y habían quedado las dos en ir a la tienda de un amigo. Igual

podía yo reemplazarla durante un par de horas. Berta decía que no, que lo dejase, que no

importaba, avergonzada de que le hiciesen semejante favor, pero el favor, por lo visto, por

las ganas que tenía Violeta de irse con ella, era el que Berta le hacía a mi hija con acompa-

ñarla. Berta ya tendría sus veinticinco o veintiséis años, es más de la edad de Sebastián, el

hijo de la vecina que cría conejos y tiene un gallo.

¡No preocuparse!, ¡no preocuparse!, dije yo, me gusta decirlo así porque al pronun-

ciar arse, aparte de un modo anticuado de decirlo, elevo la voz y dejo que se derramen las

eses por entre los dientes, y eso a la gente le hace gracia. A Berta le hizo gracia, sonrió tí-

midamente. Ellas se fueron y yo me senté en su silla, junto a los archivos.

Busqué, lo primero, las obras completas de Flaubert. La rehabilitación sólo había

llegado a Madame Bovary, ni siquiera al libro que el director le regaló a mi suegra. Aparte

del aluvión habitual que mandan las editoriales y los organismos a las bibliotecas, el sitio

tenía muy buenos fondos sobre estudios locales, todo aquello que de un modo no tangencial

ni anecdótico sino sustantivo y monográfico se había escrito sobre la ciudad. Casi un cente-

nar de fichas estaban a nombre de Aurelio Lahoz Guitarte, antiguo bibliotecario, autor de
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decenas de artículos especializados y de varios libros importantes, entre ellos Hábitat dis-

perso y explotación del territorio en las masías de la Sierra de Pomona, Arquitectura e

iconografía de la Casa Grande de la Baronía de Escriche y, sobre todo, su monumental

Historia de Pomona, el único libro que me traje para buscarle un lugar de honor en mi li-

brería. Fui derecho a él, estaba en una sala contigua dedicada tan sólo a los temas locales, y

no todos, porque el gran fondo bibliográfico estaba bien guardado en los armarios del Insti-

tuto de Estudios Comarcales, que compartía dependencias con la Biblioteca.

No voy a detenerme en la Historia de Pomona. Es un libro bastante reciente, y

cuenta la historia de su vegetación y de sus habitantes y de sus animales, y no afirma que

nada que no esté documentado en legajos inmundos que sobrevivieron a dos guerras civiles

o en testimonios de vecinos del pueblo transcritos según métodos científicos. Es una pre-

ciosidad. Estaba yo leyendo este libro cuando entró por la puerta el supuesto Arturo. Se

dirigió con la cabeza baja hacia la puerta de su despacho y a mitad de sala de lectura reparó

en que el rabillo del ojo le había suministrado alguna información inhabitual. Se giró, me

miró por encima de las gafas de sol y preguntó: ¿y Berta?

Levanté todo mi cuerpo de la silla y dije: buenos días, soy el padre de Violeta. Artu-

ro se quitó las gafas. ¡Güino!, exclamó, sin más preámbulos, y se acercó con paso firme y

una enorme sonrisa a saludarme. Mientras venía le expliqué: mi hija se ha llevado un mo-

mento a Berta, pero vendrán enseguida. ¡Qué tal esos planes para la rehabilitación!, dijo él,

llegándose hasta mí, estrechándome la mano con energía y un ángulo de brazo y un fruncir

de labios que siempre demuestra sinceridad. Yo se la estreché con firmeza blanda, como se

saluda cuando uno ha estrechado ya muchas manos importantes en su vida.

No era tan alto como yo pero poco le faltaba, y era mucho más delgado. Llevaba un

atuendo caro, el pantalón de un traje de sport beige claro, suéter de algodón verde pistacho,
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zapatos flexibles de diseño y las gafas montadas al aire, expuestos sus ojos verdosos, gran-

des y dibujados, como se expondría una obra de arte tras un discreto cristal antibalas. Era

un hombre acostumbrado a sonreír, a saber cómo se fruncen sus labios gruesos y qué im-

presión dan sus dientes bien hechos, blancos de perborato, sin mellas de ningún tipo. Estaba

en esa edad en que las líneas de la cara, sobre todo las verticales, encuentran su disposición

definitiva, lo que le daba un aire de intelectual que se da cremas en la cara, que se cuida el

abundoso pelo negro y se lo peina hacia detrás por las mañanas, y el día le deja mechones

sobre la frente que él se sabe quitar. El pelo que se quedará muy pronto blanco pero aún es

antes del muy pronto, aún es joven.

Me trató con cierta reverenciosidad. Me trató con más afecto del debido. Me contó

más cosas de las necesarias. Juana, mi suegra, era una persona extraordinaria, una verdade-

ra amiga. Arturo me volvió a contar el curioso episodio de Una educación sentimental, y lo

estupendo que había sido pasear con una persona también recién llegada que todavía con-

serva los comportamientos propios de la gran ciudad. Juana se adaptó enseguida, no le cos-

tó nada conocer a la media docena de personas interesantes que suele haber en estos sitios.

Él acababa de llegar, no conocía a nadie. Ahora, en parte gracias a Juana, había conseguido

incluso no marcharse a Valencia algún fin de semana. El fin de semana anterior lo habían

pasado muy bien en Rubielos, en las fiestas del pueblo, con Juana, con Remedios y con

Violeta.

Hay una desconfianza instantánea que nace de la inferioridad. El bibliotecario joven

y hermoso, recién llegado de Valencia, culto y apacible, buen conversador, con los ojos

grandes y dibujados y el suéter de Armani es muy amable, extraordinariamente afectuoso

con el yerno y el marido y el padre de sus amigas, las primeras amigas del exilio. Conozco

estos instantáneos arrebatos de celos que padecen los individuos de nuestra especie, sé que
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lo más que se puede pedir a un hombre civilizado es dominar sus impulsos interiores en

esos trances y actuar desde la más estricta naturalidad. Ten cuidado con lo que preguntas,

me había dicho Violeta, y tenía razón. El mío era un cuerpo más espectacular que el de Ar-

turo. La suya era una hermosura real, el profesional valenciano que camina rápido hacia los

cuarenta y vive con el desenfado un poco amanerado de los valencianos, y huele muy bien.

Mi mejor papel era el papel de monstruo, el hombre grande y afeitado, hierático y distante,

y sin embargo de una irreprochable urbanidad. Cuidé delante de él mis movimientos, mi

manera un poco hastiada de caer los ojos, mi forma de apoyarme en los sitios sin que los

sitios me sostengan, como si ni siquiera sostuviesen a la mano que apoyo, mi voz grave y

mi dicción nítida, sílaba tras sílaba mensajes siempre demasiado largos para lo que después

vienen a significar.

Pues yo me he entretenido en echarle un vistazo a los archivos y ahora mismo esta-

ba leyendo un libro la mar de interesante, dije. Y añadí: para mí ha sido una sorpresa que

tuvieseis la obra completa de Guitarte Lahoz. ¿Ah, sí?, dijo él. A mí me pareció que no

sabía quién era Guitarte Lahoz, en todo caso cambió de conversación. Bueno, bueno, dijo,

como si volviese a lo que de veras importa después de las presentaciones y los preámbulos,

¿qué tal esa rehabilitación?, ¿qué color le has pensado poner a la fachada? Acabo de llegar,

dije yo apartando con la mano la importancia del asunto, y todavía no sé qué es lo que quie-

re Juana, ni qué es lo que se puede hacer. Me gustaría enseñarte algo, hombre, dijo Arturo,

¿tienes ahora algo que hacer? No debería irme hasta que no venga Berta, dije yo, muy en

mi papel.

Berta volvió como una hora más tarde y en ese tiempo a Arturo le dio tiempo a con-

tarme su currículo. Me metió en su despacho, una mesa grande y un sillón de cuero, con

libros abiertos junto al vade y un cenicero lleno de colillas, una percha detrás de la puerta
464

con la chaqueta del traje y en las paredes las estanterías sin libros y los huecos más blancos,

rodeados por una aureola de humo negro, de los cuadros que se debió de llevar Guitarte

Lahoz cuando se jubiló. Era un despacho vacío de cuya mesa había tomado posesión Arturo

con sus libros, todos ellos sobre la vida y milagros de Pablo Monguió, un arquitecto mo-

dernista que vivió muchos años en la ciudad y dejó una impronta interesantísima que Artu-

ro estaba estudiando en una tesis doctoral. Se había venido aquí para hacer la tesis. Había

dejado Valencia, por lo menos entre semana, y se había decidido a hacer la tesis. Llevaba

bastante años, desde que se hizo bibliotecario, yendo y viniendo todos los días de Valencia

a la biblioteca de Alboraia, y la vida le impedía centrarse en nada. Así que dijo necesito un

respiro, necesito tranquilizarme y hacer algo más productivo, me voy lejos de aquí, me voy

a una ciudad de provincias, a un pueblo, a un lugar donde a nadie interesen los libros, y allí

me dedico a investigar la vida de un ilustre artista olvidado de la localidad. El ilustre artista

olvidado que más cerca le quedaba de Valencia era Pablo Monguió. Arturo me contó quién

era Pablo Monguió.

Cuando Pablo Monguió decidió marcharse lejos de Barcelona y seguir por su cuenta

una línea modernista de múltiples estilos y un gran respeto al paisaje urbano, Berta tocó con

los nudillos en la puerta y abrió. Arturo la saludó como si fuera una compañera del trabajo.

Ya estoy de vuelta, dijo, y, mirándome, añadió: ya se puede marchar si quiere. Y volvió a

cerrar la puerta. Yo salí un poco avergonzado del despacho y le pregunté a Berta por Viole-

ta en mi tono más servicial. Ya se ha ido para casa, dijo, sonriente.


465

Remedios se pasaba las mañanas tirándole indirectas a Violeta y saliendo de com-

pras con su madre y preguntándome a mí por las noches, cuando yo estaba levantado y ella

no había podido dormirse, qué regalo me parecía bien. La vi tan confundida que pensé que

una buena forma de ayudarle sería no hacerle daño. Porque no sólo estábamos los dos (yo

con más disimulo) buscando un regalo con categoría de herencia y de símbolo inolvidable,

sino un regalo que fuese también la prueba de nuestras diferencias. Era como si fuésemos a

regalarle a Violeta el motivo por el que Remedios y yo nos habíamos separado.

Al menos así lo sería si yo le regalaba el Loree Royal de madera de violeta, por lo

menos en ese momento. Tampoco estaba nada claro que me lo fuesen a enviar a tiempo de

la tienda de Bailén, pero aunque así fuese, pensé, podía dejarlo para después, incluso guar-

darlo hasta que terminara el primer curso de sus estudios, hacerlo como algo más indepen-

diente, quizás como una deuda de pago aplazado, la deuda del gran regalo que Remedios le

hubiese hecho a Violeta para su decimoctavo cumpleaños. Entonces Remedios se lo toma-

ría como un acto de buena voluntad, pero si se lo regalaba ahora, si me sacaba de la manga

el fastuoso Loree Royal de madera de violeta delante de todos cuando fuesen a partir la

tarta, Remedios, en condiciones normales, pensaría que era una cabronada sin más por mi

parte, pero en aquella debilidad emocional que me estaba demostrando y en aquellos frené-

ticos preparativos yo vi que de verdad le haría daño. Remedios estaba nerviosa por muchas

razones. El regalo era una de las más importantes.

Cada vez que Remedios me pedía su opinión acabábamos discutiendo. Regálale un

viaje a Estados Unidos, le decía yo, tratando de interpretar su pensamiento. Eso lo dices

porque es muy caro, me decía ella. No, mujer, lo digo porque le haría ilusión, a ella y a ti. Y

a ti, ¿te haría ilusión?, decía ella. La ilusión se la tiene que hacer al que da el regalo y al que
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lo recibe, no a mí. Pero Güino, decía ella, podía ser un regalo en común, un regalo de los

dos, no tenemos por qué estropearle el día mandándonos mensajes de resentimiento, decía.

Yo me dejaba querer porque no tenía del todo decidido no regalarle el oboe d’amore

con campánula bulbosa y porque no me sentía nada capaz de regalarle los dibujos, en el

caso de que Eva se acordase de enviármelos. La última semana decidí hacer un esfuerzo

supremo. Fue entonces cuando adquirí el horario de los cartujos. Me acostaba temprano,

cuando Remedios y mi suegra todavía estaban de cháchara en la calle con los vecinos o se

habían ido a ver algún acto cultural. Me acostaba casi al hacerse de noche, un par de días

me levanté cuando ellas estaban metiendo las sillas en casa, o volvían de por ahí. Me ponía

a dibujar en un cuarto que sólo tenía un ventano al suelo de la calle y a las tres o las cuatro

de la mañana me volvía a dormir. Durante el día todo era muy agitado, no me podía con-

centrar en nada.

Lo mío era un acto desesperado, casi más que el de Remedios, porque ella no sabía

cuál era el regalo y yo sí. Pero ni siquiera me había traído el libro de Karl Schrader. Siem-

pre pensé que volvería antes a Madrid. Mi suegra, por hacerme un favor, me volvió a pedir

que diseñase la decoración de la casa, y esa es la excusa que yo puse cuando me pregunta-

ban por qué me acostaba tan pronto, por qué me levantaba tan temprano, y en cierto modo

así fue.

Esos días, por las mañanas, me empapé bastante de casco histórico y escaparates de

joyerías. Entre el comedor de mi suegra, que lo había puesto al final en el piso de arriba

para que no se ajease, los sillones de plátano y el aparador de mariposa y la chaise-longe

que parecía una lengua de terciopelo y las sillas con patas de avestruz, y los edificios mo-

dernistas de la plaza del ayuntamiento y los ajedrezados de ladrillo de las torres medievales

y el carácter rural del sitio, yo me hacía difíciles composiciones, diseños de verjas y de vo-
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lutas, de aleros y de zócalos, de suelos y de lámparas. Como mínimo me propuse, en una

semana, dibujar los detalles principales de las fachadas. Y tengo que reconocer que me en-

tretuve mucho, que metido en ello mantuve bien a raya otros pensamientos quizá más de-

primentes.

Remedios vino un día a decirme que ya sabía lo que le iba a regalar. Fue un día en

que Violeta y su amigo, el hijo de la vecina, Sebastián, se habían ido a bañar al pantano. Yo

había ido a una aldea cercana donde me habían dicho que vendían buenos pollos de corral.

A mi regreso, mientras dejaba las piezas cobradas sobre la pila de la cocina, para que las

pelase mi suegra, Remedios vino y me lo dijo. Ya sé lo que le voy a regalar, dijo. Lo dijo

muy seria, como si después de tanto frenesí un poco infantil hubiese descubierto una verdad

sombría. Voy a regalarle una cámara de fotos, dijo. ¿Y para eso tanto drama?, le pregunté.

A veces, dijo, los regalos más simples y más típicos son los más acertados, pero lo dijo sin

alegría, y yo se lo noté. Recompuso un poco la cara, con esa sonrisa de quien le duele la

cabeza pero quiere ser amable. Es una Leika, dijo. Eso sí que es un drama, dije yo, ¿no sa-

bes lo que vale eso? Qué más da lo que valga, dijo ella. Claro, claro, dije yo, el dinero por

delante. Remedios se acercó hasta mí, me tocó con sus manos, me puso una mano en la

mano que yo tenía teñida de sangre del pollo de corral. Estaba guapa, unos días llevaba

unas mallas y una camiseta ajustada y otros una falda de gasa y un suéter de cuello barco.

Ese día llevaba la falda. Se la regalamos entre los dos, dijo. Te vas a manchar, le dije, espe-

ra que me lave las manos. Yo lo pago si tú quieres pero se la regalamos entre los dos, repi-

tió, y me soltó la mano. Olí el olor del sofoco, muy agradable, incluso provocativo. En todo

caso la pagaríamos entre los dos, le dije. ¿Tienes dinero?, me dijo Remedios, incrédula más

que desconfiada. Tengo dinero para pagarlo yo solo si quiero, me defendí, pero pensé que

no acabaríamos tirando tan por lo alto, pensé que se trataba de un regalo más sencillo.
468

¿Como el que tú le vas a regalar? Todavía no sé si se lo voy a regalar, le contesté. Hace

tiempo me dijiste que ya lo tenías decidido, que casi lo tenías comprado. Lo tengo compra-

do, lo que no sé es si me llegará a tiempo, ya sé que suena raro pero el caso es que me dejé

el regalo en Madrid, dije. ¿Vienes a un cumpleaños y te olvidas del regalo? Sí. ¿Y qué rega-

lo es? Es una sorpresa, dije.

Me escabullí como pude de decir nada más, pero a Remedios se le había despertado

esa mañana muy temprano el instinto curioso. Cuando Remedios quiere saber algo, cuenta

una intimidad de similares proporciones, según ella, a la que quiere escuchar. ¿No quieres

saber por qué me he decidido por la Leika esa?, dijo. Yo no dije nada. He estado rebuscan-

do en sus papeles esta mañana, dijo, he estado leyendo en su diario. ¿Y dice allí que quiere

una Leika para su cumpleaños, le vas a explicar el día que vea la cámara cómo te has ente-

rado?, dije yo. No lo dice así de claro, dijo ella, pero eso da igual. A mí no me daría igual,

dije yo. Pues también deberías leerlo, dijo ella. Yo nunca he utilizado pruebas ilegales, Re-

medios, ni para saber qué quiere Violeta ni para saber lo que ella no ha querido que yo se-

pa, dije yo. Remedios me atacó con sus preguntas. ¿Tú sabes que ya no va con Almudena?

¿Sabes que va mucho con un compañero de curso? ¿Sabes que se junta con gente mayor

que ella? ¿Sabes que una amiga le ha propuesto marcharse a Ámsterdam en septiembre, las

dos juntas, un mes o dos meses o el curso entero si fuese necesario? ¿Sabes que esa amiga

es una profesional de la fotografía? ¡Qué más muestra puedo darle de que es libre y quiero

que sea libre y no es necesario que recele de mí como si fuera una tirana!, dijo Remedios.
469

Los últimos preparativos se vieron alterados incluso por un entierro. La madre de un

vecino solterón de mi suegra se quedó tiesa mientras estaba tomando el sol en la puerta.

Este vecino toca el trombón de varas en la banda municipal de la ciudad, y los compañeros

le homenajearon con un entierro ambientado con música sacra, la que tocan en Semana

Santa cuado desfilan detrás de la cofradía del Descendimiento y de las autoridades eclesiás-

ticas, civiles y militares, y yo salí a ver el espectáculo con las manos llenas de sangre, por-

que en esos momentos estaba viendo en el corral de otra vecina, la madre de Sebastián, el

modo tradicional de matar un conejo para la paella, que consiste en colgarlo cabeza abajo,

partirle el cráneo con un machetazo, sacarle un ojo y esperar a que se vacíe.

Violeta, que ese mismo día renovó su vestuario por completo, se afeitó la cabeza y

se dejó una cresta de color berenjena y se puso un clavo de plata en el labio inferior, sufrió

un desmayo mientras asistíamos a las exequias, porque los nichos de alrededor olían y

había moscas verdes zumbando por encima de las oraciones. La bajamos a casa, la tumba-

mos en su cama y llamamos a un médico, que no habría hecho falta porque tenía todo el

aspecto de haber sido un simple mareo, y así lo repitió Violeta. ¡Pero cómo va a ser un sim-

ple mareo con esa pinta!, dijo Remedios, presa de los nervios. ¡Pues claro que es un simple

mareo!, dijo mi suegra. ¡Cómo no quieres que se maree la niña, con la mañana que lleva!,

dijo. Yo me fui a llamar al médico.

Y mientras estábamos los tres mirando por turnos si Violeta se había dormido,

hablando de las infecciones producidas por los piercings, del estado lamentable del cemen-

terio, de la vecina muerta, del conejo torturado, del problema de la droga y otros temas de

conversación, llamaron al timbre. Abrí creyendo que sería el médico, pero era el cartero.

Tenía un paquete certificado.


470

Fue una situación algo confusa porque recuerdo que faltaba muy poco tiempo para

las dos, y a las dos iban a cerrar la oficina de correos y no abrirían hasta por lo menos dos

días después, no sé si porque coincidió con un fin de semana o con una fiesta local. Sólo sé

que si no iba entonces a recogerlo no estaría para dárselo a Violeta el día de su cumpleaños;

y que, si iba, las dos mujeres, por lo menos Remedios, comentarían o pensarían que en una

situación como esas uno no se va a recoger un paquete a correos, a punto de llegar el médi-

co.

Voy y vengo en un momento, dije yo. Pensé que no era del todo serio enviar una

joya tan delicada y tan valiosa por correo ordinario. También era cuestión de tenerlo en mis

manos cuanto antes para que los empleados no le diesen más traqueteos al oboe.

No me entretuve en abrirlo y corrí como un niño que llega tarde a casa, a ser posible antes

de que llegara el médico. Cuando llegué tan sofocado con el oboe bajo el brazo el médico

ya se había ido. No había sido nada. Un mareo, quizás un exceso de nerviosismo, el calor,

el mal olor, la perforación del labio, que le habría causado impresión. Violeta tenía que

descansar.

Y Remedios también. Mi suegra se fue a sus misas y Remedios y yo nos quedamos

en la cocina, que era el único sitio donde se estaba un poco más fresco hasta que cayera el

sol. Remedios estaba muy preocupada. Ella sale a veces con Sebastián, dijo, pero a veces

no, yo no la controlo, yo no quiero controlarla, sé que sale con otra gente y sé que es gente

mayor porque lo he leído, pero en ningún momento le he dicho que yo sabía nada. Lo sé

pero eso no ha interferido para que yo la controlase. Porque en el fondo tampoco era nada
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malo. Pero ahora quiere irse a Ámsterdam, y Ámsterdam tampoco tiene nada de malo, y yo

tampoco tengo motivos para pensar que ella no sepa cuidar de sí misma, sepa dónde puede

meterse y dónde no. No tengo motivos y lucho por seguir sin tenerlos. Pero tengo miedo y

eso no lo puedo controlar, Güino, eso no lo puedo controlar.

Remedios tardó todavía un rato en desahogarse, incluso lloró. Se sorbió la nariz y se

quitó las lágrimas con un dedo y trató de cambiar la conversación con voz nasal. ¿Es ese el

regalo de Violeta?, dijo, señalando el paquete que aún estaba en la mesa de la cocina. No lo

sé, dije yo. No sé si se lo voy a dar o no, dije. ¿Y eso por qué?, dijo ella. Porque temo

haberme equivocado. ¿Lo puedo ver?, dijo, empezando a abrirlo casi. Si lo ves no se lo

regalaré, dije. Tiene que ser ella la primera que lo vea. ¡Eso sí que es una tontería!, dijo

Remedios. Oye, dijo, no es eso en lo que habíamos quedado. Habíamos quedado en hacerle

un regalo entre los dos, incluso este puede ser un regalo entre los dos. Eso no puede ser,

dije. Regálale si quieres tú sola la cámara esa. No quieres que le regalemos algo entre los

dos, ¿verdad? No es eso, Remedios; podemos regalarle la cámara los dos si quieres, y si

quieres yo no le regalo esto y quedamos empate. Pero lo que sí tengo claro es que a ti este

regalo no te gustaría regalarlo. Pues, si no se lo vas a regalar, enséñamelo, dijo Remedios.

Déjame en paz, anda, dije yo, tratando de que sonase a broma, a capitulación amistosa, sin

malos modos.

Me daba miedo su reacción cuando lo viese. Pero, en el instante en que ella cobró

suficiente confianza para rasgar los envoltorios pensé que tampoco debía tomárselo tan a

mal. A pesar de lo que vio una vez en televisión, el individuo aquel que dijo que los concer-

tistas de oboe se podían volver locos, Remedios no se opuso a que terminase toda la carrera

en el conservatorio hasta que le diesen el título. Y el título ya se lo habían dado. Ahora po-

día tocar el oboe a ratos, por diversión, por hobby, o incluso, con algunos compañeros de la
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facultad, formar una pequeña banda de jazz para divertirse las tardes de los sábados, siem-

pre y cuando ello no interfiriese en sus estudios. Pero eso de dedicarle tanto tiempo todos

los días ya se había terminado, porque medicina es una carrera muy seria y no puedes estu-

diarla al mismo tiempo que te preparas para ser concertista de oboe, que también es una

carrera muy seria. Y eso era, pensaba yo, mientras Remedios rasgaba el paquete, lo más

importante de todo, que Violeta, como me dijo Remedios una vez, la primera vez que yo

hablé de renovar el oboe, era muy disciplinada para tocar el oboe pero en los últimos cursos

ya no sacó las notas de cuando era chiquitina, y el mundo de los músicos profesionales es

muy difícil, Güino, o eres el mejor de la clase o no te comes una rosca. Y ella no quería que

su hija terminase dando clases particulares de solfeo a niños maleducados, o tocando el

Paquito el Chocolatero en una banda de pueblo. Había que mirar la vida con un poco más

de realismo.

De modo que, pensé yo cuando Remedios tuvo ya casi rasgado el papel de estraza,

mi oboe d’amore podía tomarse como una invitación a que se olvidase de las autopsias y

persistiera en su carrera musical, pero también como una invitación a que formara ese gru-

po de jazz vespertino con los compañeros de la facultad. Al menos esa sería mi defensa.

Flaca defensa, pensé, y le impedí que siguiera. Remedios, por favor, le dije, muy serio, no

lo abras.

Remedios atacó entonces de mala manera. ¿Es que ni siquiera vas a darme ese gus-

to? ¿Ni siquiera puedes compartir conmigo una cosa tan tonta como un regalo? Güino, dijo,

necesito que alguien comparta algo conmigo, necesito que me hable de su vida gente a la

que quiero, no gente a la que no conozco. Mi madre se está volviendo loca, mi hija me ig-

nora y tú no serías capaz de mostrar un sentimiento sincero ni aunque te apretasen el cuello.

Es como vivir con sombras, con fantasmas que por dentro están llenos de aire, presentes
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pero invisibles, impenetrables. Y yo os quiero a los dos pero no me entiendo con vosotros

por separado. Me da igual que durante quince años creyésemos que había lo que nunca

hubo, me da igual que tú o los dos o ninguno en el fondo lo creamos así. Pero también es

una forma de estar. Cuántas veces me he arrepentido de ser lo que yo pensé que era, Güino.

Yo tenía mitificada la independencia, las madres solteras, profesionales liberales, dueñas de

su cuerpo y de sus sentimientos, con una hija independiente y civilizada que vive un nuevo

modelo de unidad familiar, el modelo que se ha de imponer en el futuro, el único modelo

que puede acabar con todo lo desagradable de las parejas, con todas las servidumbres y con

todas las humillaciones. Ese era el modelo en el que yo creía. Y ese es el modelo en el que

sigo creyendo, pero tú te has adaptado a él divinamente y yo no.

Pues, si quieres que te diga la verdad, Remedios, dije yo cuando Remedios terminó

de hablar, yo no veo que tu madre se vaya a volver loca. A mí me parece que ha mejorado

muchísimo. Y, con respecto a lo demás, dije, no tengo nada que reprochar a lo que has di-

cho. Yo, en efecto, me he adaptado divinamente. Pero la que quiso hacerlo fuiste tú. Dijiste

que tenías ganas de ser infiel pero que viviendo juntos no eras capaz.

Tampoco era así, dijo Remedios. Yo no sé cómo era, dije yo, ni tengo pensado ave-

riguarlo. Yo sé lo que oí. Yo sé lo que me dijeron. ¿Y por eso te sentiste ofendido y ya no

das ninguna oportunidad?, dijo ella. No, dije yo, por eso me empecé a sentir divinamente.

Eres un orgulloso, Güino, eres puro orgullo. Por no dar tu brazo a torcer, por no abrir el

regalo, por no exponerte jamás a ningún riesgo eres capaz de defender lo que sea. Tú y yo

estos días hemos estado bien, ¿no? Yo he estado muy bien contigo en la cama. Y tú, por lo

visto, también. No sé, Güino, por lo menos te corriste, ¿no? Y te corriste varias veces. Y tú

con una tía con la que no estás bien no puedes correrte varias veces, ¿verdad que no, Güi-
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no? Creo que la única vez que te corriste varias veces fue cuando engendramos a Violeta.

Qué va, tonto, es broma. Dame un beso, anda. Déjame que te dé un beso. Otro.

De acuerdo, Remedios, dije, pero por lo menos déjame que antes abra yo el paquete.

No era el oboe. Eva se había acordado de enviarme los dibujos. Los había metido en

una caja de cartón como para guardar camisas y envuelto en papel de estraza y cinta de

carrocero, y metido en un sobre con bolas de aire. Eva también había metido una carta en

un sobre y lo había pegado con celo en la tapa de la caja de las camisas. ¿Quién es?, dijo

Remedios. Una amiga, dije. Le encargué que me lo enviase. La carta era breve.

Querido Güino: me he tomado la libertad de ordenar un poco los dibujos y ponerles

los textos que tú habías escrito para ellos, y uno que encontré en tu mesa sobre los modelos

que me pareció precioso. Lo llevé a una imprenta que es la que encuaderna las sentencias

de mi padre, les dije que era urgente y ellos han sido muy amables y me lo han hecho en

dos días. Espero que este sea lo más parecido a lo que soñabas con regalarle a tu hija. Te

quiero, Eva.

Doblé otra vez la carta y la metí en el sobre. Miré a Remedios, que estaba esperando

a que terminase de leer. ¿A qué esperas?, le dije. Ya puedes abrirlo.

Era una obra de arte. Remedios quedó impresionada. Enlomadura inglesa, el lomo y

los tejuelos de tafilete, las láminas pegadas con escartivana y los cortes jaspeados en azul

de Prusia. El jaspeado de las cubiertas en el hermoso carey que se hace con agallas blancas

y cochinilla en polvo y una disolución de estaño en agua regia que yo le enseñé a Violeta

cuando era pequeña, y cuya fórmula tenía apuntada entre los papeles donde tomaba las no-
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tas para el proyecto, así como el modo de imitar las maderas contorneadas en los lobanillos

del boj: las gotas azules hechas caer con las barbas de una pluma, las venas desprendidas de

las gotas en arroyos contorneados que no se llegan a juntar, el encarnado escarlata y dos o

tres manos de pata de liebre de color naranja. Habían utilizado pliegos gruesos de papel de

barba de modo que los dibujos intactos estaban colocados en marcos de paspartús. Los

habían dejado tal y como estaban, como si fuese una funda de lujo para unos dibujos po-

bres. Todos estaban en la página derecha, y en la izquierda fragmentos que yo tenía señala-

dos en los libros y caligrafiados con redondilla, en tinta un poco aguachada, para que siem-

pre diese impresión de manuscrita y pronto pareciese muy antigua.

Los operarios muy amables que encuadernaban las sentencias del juez debían tener

también una larga experiencia como amanuenses. Allí estaban escritos los textos de Clau-

dio Eliano y de Karl Schrader, fragmentos de la Historia de los animales y de La fuga de

los modelos, los dos igual de fantásticos y entretenidos. Estaba la historia de cómo se cura

la cabra las cataratas y la del elefante seducido por las flores, y las andanzas de traficantes

de reliquias y cuerpos de patricios jóvenes con el alma húmeda. Pero había otros dibujos

que no se referían a nada, la mayoría paisajes de Astorga o de la sierra o del desierto, fa-

chadas de casas, estudios de geranios en las ventanas, o la ventana del patio interior de la

Casa Sacerdotal, o el comedor de Barrachina, donde Alfredo se sentaba por las tardes a ver

la televisión. En esas láminas que no se referían a los animales ni a los modelos Eva tam-

bién había colocado algún fragmento. Había buscado entre mis libros los párrafos subraya-

dos, tratasen de lo que tratasen, con tal de que hiciesen una vaga referencia a algún detalle

del dibujo, y así compuso una breve antología de palabras sin autor, reducidas todas a su

condición de estampa caligrafiada en redondilla. Ella buscó en los libros y en las

conversaciones, en el tiempo que había vivido conmigo, y colocó frente a un cuerpo

femenino unos versos de Lucrecio, y junto a los apuntes que tomé de Alfredo unos graves
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versos de Lucrecio, y junto a los apuntes que tomé de Alfredo unos graves párrafos de Tá-

cito. Pero Eva tuvo la paciencia de buscar el libro de Unamuno para los paisajes de la sie-

rra, y los de Leopoldo María Panero para la nieve de Astorga y poemas de pescado de Ja-

vier Bidón para los azulejos blancos del psiquiátrico. Al principio del tomo, a modo de in-

troducción, alguien también había caligrafiado una de las redacciones que hice para Lour-

des, la que a mí me pareció más personal, la que no le entregué. Le entregué otra más abs-

tracta y ambigua, y me quedé con esta que se titulaba Instucciones para posar desnudo.

Eva cogió todo lo que encontró hasta formar un volumen de veintitantas páginas,

casi todas con su lámina. La verdad es que quedaba un poco delgado, de lejos parecía un

libro de contabilidad, pero al mismo tiempo muy elegante, todo hecho con mucho gusto.

Delante, en la tapa, ni tampoco en los lomos, había ningún título ni ningún autor. Dentro,

en la primera página, antes de las Instrucciones para posar desnudo, un título: Dibujos del

modelo.

Es muy bonito, dijo Remedios. Los dibujos son muy bonitos, y lo demás también es

muy bonito, dijo. Espero que le guste a Violeta, dije yo. Claro que sí, dijo ella, le encantará

tener unos cuantos dibujos de los que hace siempre su padre para entretenerse, claro que sí.

Y la encuadernación es muy buena, desde luego. Esta encuadernación vale algo más que

1.500 pesetas. Algo más, dije yo, pero poco. Y la caligrafía desde luego está hecha por un

profesional, dijo Remedios. Y añadió: la verdad es que sería una pena que no se lo regala-

ses.

Pues no se lo voy a regalar, dije, un poco indignado y otro poco ensoberbecido. Me

parece muy pobre, dije. Yo quería otra cosa. Le han puesto una encuadernación que no me

gusta. A ella le hará ilusión, dijo Remedios. A ella sí pero a mí no. Se me ha pasado ya toda

la ilusión que me podía hacer. Y ya no me va a hacer más de la que me ha hecho. Prefiero


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que le regalemos la cámara los dos y nos olvidemos de este asunto, Remedios. Pídeme el

favor que quieras y yo te lo haré, pero vamos a olvidarnos de este asunto, por favor.

Patagallina es un peñasco con regueros en forma de pata de gallina desde donde se

domina una pequeña hoya escondida entre dos estribaciones de la misma sierra. Tuvimos

que dejar los coches a unos ochocientos metros del sitio, y el resto lo hicimos andando por

riscos y pedregales, parecíamos porteadores en busca del gran secreto de la paella. La única

que no llevaba nada era mi suegra. Violeta cargó con las fiambreras de la ensalada, Arturo

las hizo reír a todas canturreando jotas de segaores valencianos con la paella de hierro pues-

ta en la cabeza. El pobre Pablo, el hijo de la señora que se quedó tiesa en la puerta de su

casa, acarreaba las hamacas, Sebastián una nevera portátil con las cervezas y la sandía, y

Remedios y Berta y la madre de Sebastián portaban el féretro de plástico con los pobres

bichos que Arturo y yo masacramos mientras los demás velaban a la vecina. Yo llevaba mi

mochila de cuero y un haz de leña en las costillas, parecía un pastorcico de belén.

Antes de salir de casa mi suegra me preguntó por qué no ponía en la paella unas

gambas y unos calamares, que ella lo pone y le sale muy rica. Yo me limité a decir que pre-

fería una paella sin mixtificaciones. Bueno, bueno, dijo ella, pero se llevó un par de kilos de

chuletas por si hacían falta. Arturo intervino. Pero mujer, le dijo a Juana, con la semana de

investigaciones paelleras que llevamos es imposible que nos salga mal. Había dicho nos en

solidaridad conmigo y porque él se quedó encargado del fuego. Sería una paella de hom-

bres. El pobre Pablo, que desde la muerte de su madre estaba un poco aturdido, supervisaría

la hoguera.
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Patagallina es una especie de collado con bancales diminutos, todos de trigo amari-

llo, de cientos de tonos distintos de amarillo, plantado por distintas manos y a distintas

horas, como una alfombra cosida con retales de toda la gama posible de trigos. Arturo dijo

que en aquel paisaje tan abrupto y recoleto había mucha poesía. Arturo llevaba un sombrero

de excursionista tirolés. Cuando llegamos a una calva con un diminuto refugio lleno de

excrementos y un paellero de ladrillo y comencé la delicada operación de hacer la madre de

las paellas, prendí el atadijo de leña genuina de naranjo y antes de que nos diésemos cuenta

ya se había consumido todo porque se levantó un airazo tremendo. Las mujeres se pusieron

a buscar más leña. Yo me voy a quedar aquí salando las chuletas por si acaso, dijo mi sue-

gra. En aquella parte del monte no había más que aliagas y hierbajos, todo el mundo iba

con leña inconveniente hasta que el atleta Sebastián trajo a pulso él solo una enorme sabina

muerta.

Todos se sentaron a ver cómo yo las pasaba canutas friendo el pollo, porque el aire

se había calmado y la madera de sabina da muchísimo calor. Pero el aire iba y venía y las

flamas se salían de las trébedes, y ni Pablo ni mucho menos Arturo, que no dejaba de hablar

con las mujeres y de beberse botellines de cerveza, pudieron gobernar el fuego. Ellas me

miraban y entre el humo vi cómo Remedios le hacía unas señas a su madre para que dejase

quietas las chuletas. Todo el mundo veía socarrarse mi proyecto pero, unos por prudencia y

otros por mala leche y otros por simple indiferencia, nadie parecía muy preocupado por

ello. Fue Berta, la chica tan maja de una antigua colonia de nórdicos pelirrojos claros, la

que acudió al final en mi ayuda. Ni siquiera Sebastián supo qué hacer, o no se sintió con

suficiente autoridad para decirle a un señor tan grande cómo se hace una cosa muy simple

de hacer. Pero Berta vino y quitó la paella con el pollo a punto de requemarse y el pollo en

una fuente que yo había puesto aparte en la mesita de camping, y vació la mesita de cam-
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ping y la puso en posición vertical apoyada en uno de los lados del paellero para que hicie-

se de parapeto sin necesidad de cocinar en el refugio, que daba asco. Y luego partió los

troncos grandes con la parte de atrás del hacha y los redujo a brasas encendidas que, dijo,

serían más que suficiente, y limpió con un papel de periódico la paella, negra ya de hollín, y

volvió a poner aceite limpio y me dijo que ya podía echar si quería las verduras. Al ver

aquella buena acción las mujeres se aprestaron a echar una mano, pero ya no hacía falta

ninguna, ni siquiera yo. Berta, acalorada de luchar contra el viento y el fuego, nos miró al

final y dijo, muy sencilla, que es que en su casa en el pueblo siempre cocinaban así.

Gracias a Berta no fueron necesarias las chuletas. Arturo y yo nos habíamos pasado

la semana conversando sobre el concepto modernista, muy Pablo Monguió, de aprovechar

los más sencillos materiales de la tierra para diseñar formas perfectas, y de paso encontrar

la máxima pureza en cada uno de los distintos elementos. Así también, en la paella, no se

trataba de echar aves exóticas sino la quintaesencia del pollo normal y corriente, el pollo

que se cría solo con desperdicios y granos de maíz, que vaga por el corral poniéndolo todo

perdido y es necesario que se desangre en vivo, cortarle el cuello cuando está vivo, la pura

esencia de la comida tradicional. Berta me lo preguntaba todo pero luego hacía lo que le

daba la gana, sin medidas de tiempo ni de capacidad, su saber culinario era como una len-

gua primitiva de la que se avergonzase por lo que supone de machismo y de atraso. Pero

Arturo y yo lo habíamos pasado bien buscando pollos genuinos e investigando en la biblio-

teca sobre la forma más auténtica de desangrarlos, incluso habíamos hecho un día más de

cien kilómetros para buscar madera de naranjo que luego se consumió enseguida. Esto for-

maba parte de la esencia, la preparación laboriosa de una falla, de algo que pronto será na-

da. Pero luego, a la hora de la verdad, Arturo se puso a hablar con las mujeres y eso a mí

me decepcionó, la verdad, pero no dije nada.


480

La abuela contó, cuando estábamos con la sandía (antes todo estuvo lleno de piro-

pos a la cocinera), que había elegido ese sitio tan inhóspito y con tanto airazo porque el

abuelo Manuel, que en paz descanse, siempre hablaba mucho de Patagallina. Patagallina

era ejemplo de crudezas atmosféricas, aquí hace más frío que en Patagallina, solía decir el

abuelo. Remedios no lo recuerda porque era una niña, y porque la imagen de su padre es la

de un señor muy viejo que se sentaba del revés en las sillas del bar y siempre estaba viendo

la televisión.

Aquí estuvo tu padre seis meses escondido, dijo mi suegra. Seis meses metido en

una de las cuevas de ahí abajo, escuchando a lo lejos los cañonazos. Arturo me encontró el

libro que me hacía falta para localizar el sitio, muchas gracias, Arturo, cuéntales tú mejor

cuál era la situación, porque a mí, en todos aquellos años, hasta que se murió el abuelo, lo

único que me dijo es que pasó mucho frío y mucho miedo.

La situación, dijo Arturo con un cigarrillo en las puntas de los dedos, es que esta

sierra en la que estamos, que se llama Sierra Palomera, era el lado norte del frente del Ejér-

cito Nacional. Fue el que primero avanzó, al mismo tiempo que el centro entraba en cuña

en la ciudad hasta que las tropas apostadas al norte y al sur rodeasen los flancos y recon-

quistasen al Ejército Republicano la plaza de Pomona. Por lo que Juana comenta, dijo Artu-

ro, el abuelo debió de formar parte de un nutrido contingente que sujetaba desde estos pe-

ñascos a los nacionales, pero cuando sus tropas retrocedieron hasta ese picacho de allá, el

pico Muletón, donde hubo una importante batalla, tu abuelo se quedó quieto, esperó a que

pasara el frente nacional, y cuando dedujo que la ciudad habría sido conquistada se vistió

con el uniforme de un muerto y se unió a los vencedores.

¿Que se unió a los vencedores?, dijo Violeta, un poco escandalizada. Sí, hija, sí, le

contestó su abuela, condescendiente. Pero piensa que gracias a su cobardía estamos hoy
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todos aquí. ¿Y de qué vivió todo ese tiempo?, preguntó Remedios, más práctica. De eso,

mira, dijo Juana, nunca me llegué a enterar. El abuelo siempre dijo que le echaron una ma-

no unos masoveros del otro valle, pero en eso nunca daba muchos detalles. Treinta años

después, cada vez que le preguntaba se ponía un poco colorado, así que lo dejé. Cualquiera

sabe. Conocí este sitio el mismo día que llegasteis vosotras. Me pasé la tarde entera aquí

sentada, acordándome de él. Estaba tan hecha polvo que me bebí a su salud unas copitas de

un licor que tu padre guardaba como oro en paño. Luego me fui a dar un paseo por el ce-

menterio. Y luego, gracias a Dios, vinisteis vosotras. No sé lo que hubiese sido de mí si no

llegáis a venir aquella noche...

Remedios interrumpió el amago de melodrama diciendo que era hora ya de los rega-

los. Estábamos debajo de una sabina que proyectaba sombra caliente. Si el viento se movía,

teníamos que sujetar las servilletas con los vasos, y si se quedaba quieto allí no se podía

estar. Arturo se adelantó a todos como aquel que va a dar el regalo de menos importancia,

dijo toma este pequeño obsequio, Violeta, y deja los regalos gordos para el final. De peque-

ño nada. Era la edición Mynors de las Opera Omnia de Virgilio, yo conozco ese libro y vale

un dinero.

La abuela le regaló unos pendientes de lágrima y contó una historia un poco rara en

la que aparecían otra vez los muebles de madera de plátano y un abuelo suyo (tataranieto de

Violeta) que estuvo en la guerra de Marruecos pero también había sido un artista orfebre de

la época. Patagallina estaba llena de recuerdos modernistas, reales e inventados. Juana, mi

suegra, es una buena inventora de historias pero su manera de dormirse en la suerte cuando
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las cuenta me pone un poco nervioso. Habla como quien tiene a la audiencia ya entregada

desde el principio, se recrea en los detalles y en las impostaciones de los personajes buenos,

los que siempre dicen qué gran hombre fue tu abuelo, los señores serios que entienden mu-

cho de todo y un día le dijeron y ya puedes guardar bien estos pendientes porque son muy

buenos, quienes le acariciaron la barbilla cuando era pequeña y se les arrasaron los ojos al

recordar la figura del artista orfebre que murió un poco antes incluso que don José Calvo

Sotelo, a lo mejor sólo cinco minutos antes que el primer gran muerto de la guerra civil.

En Patagallina, cuando no hace nada de aire, pueden alcanzarse sin problemas los

cuarenta grados celsius de un calor achicharrante, y las espigas secas a lo lejos tienen un

aura sedosa y derretida, como los contornos del fuego. A las cinco de la tarde la sensación

de inmovilidad y de aplastamiento y de sofoquina es bastante acusada. Daba la impresión

de que hasta que no terminase mi suegra con la sarta de leyendas familiares a pie de túmulo

no nos podríamos marchar de allí. Noté a Violeta cansada, pero pensé que sería de mante-

ner tanto rato seguido la sonrisa de agradecimiento mientras su tatarabuelo hacía sortijas

con los alambres arrobinados que buscaba por vertedero de Las Ventas medio siglo antes de

que construyesen la M-30. Mis pantalones y la tela de la hamaca eran un todo húmedo.

Los vecinos y amigos fueron un poco más rápidos. Berta le regaló un frasco de co-

lonia con demasiada madera, pariente lejano del pachulí. Todo el mundo dijo, al olerla, dijo

huele muy bien, y se la pasó al siguiente. Pero nadie salvo yo mismo supo refrenar el primer

tic de las aletas de la nariz cuando se huele algo que huele mal. También es verdad que na-

die supo ver ese tic en los otros ni reconocerlo en sí mismo. Yo sí. Arturo fue un poco más

elocuente: qué amaderado es este perfume, dijo, qué penetrante.

Leonor, la viuda joven un poco paleta, madre del bello Sebastián, le regaló un pañi-

to de ganchillo que había estado haciendo por las tardes. Esto es para que lo guardes, para
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el ajuar, dijo la mujer antigua, que tiene que ser más o menos de mi edad. Violeta, su cabe-

za rapada, desenvolvió el pañito sin saber a qué atenerse. El bordado era como la reja de un

burka tejido con punto enano, pero Violeta está muy bien educada en agradecer las mues-

tras de afecto y de buena voluntad, y se deshizo en elogios durante unos segundos. En ese

mismo tono de objetos atávicos y sentimentales, Pablo, el vecino que toca el trombón, le

regaló un atril con pinza para llevar en el instrumento. Como tu madre me ha dicho que

tocas el oboe... Era un atril de alpaca picada y amarillenta que es el atril que le regaló su

madre, que en paz descanse, cuando Pablo ingresó en la banda municipal. Todo el mundo

guardó un silencio, unos porque creían que el recuerdo de la anciana muerta en la silla de

enea y el posterior desmayo de Violeta la entristecerían, otros porque al nombrar Pablo a su

madre se creían en la obligación de dedicarle unos segundos a la muerta, y yo porque que-

ría saber si el atril le despertaba algún comentario favorable a mi regalo. Pero Violeta dijo:

muchas gracias, lo usaré para leer, porque yo ya no toco el oboe.

Mi suegra actuó a mi favor: ¡pero cómo que ya no tocas el oboe!, de eso nada, mi

niña, que la música descansa mucho, que luego después vas a tener que estudiar mucho en

la universidad y te vendrá muy bien despejarte tocando el oboe, que lo tocas muy bien, te-

nías que ver Pablo lo bien que toca el oboe mi nieta. ¿Y por qué el oboe?, preguntó, encan-

tado, Arturo. Se hizo otro silencio diminuto. Remedios no habló. Remedios llevaba todo el

rato muy callada, fumando sin parar. Y Violeta dijo: mi madre quería que tocase el piano

pero mi padre prefería el oboe, y además ocupa menos espacio; mi madre dice que el oboe

reblandece las meninges y que el oboe es un instrumento de fakires, dice que el sonido es

como un pito que se le mete en la sesera. Se hizo otro silencio todavía más denso. A Reme-

dios le temblaban los labios. Mi suegra nos volvió a echar un capote. A tu madre le encanta

que toques el oboe porque eso lo sé yo, así que no te busques excusas tontas. Digo la ver-
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dad, dijo Violeta. El temblor de labios de Remedios, emboscada en sus gafas oscuras, se

hizo evidente para todos y Arturo dijo. ¿Y por qué has dejado de tocarlo? Y Violeta res-

pondió: porque creo que mi madre tenía razón. ¡Basta ya!, estalló Remedios, ¡deja de jugar

con nosotros de una puta vez, Violeta, empieza a ser mayor de edad! En el siguiente silen-

cio, no sé por qué, todo el mundo estuvo como expectante de que yo dijese algo. Era como

si me tocara el turno en un pleito familiar o en una reunión de padres separados anónimos.

Yo emití un suspiro aparatoso y dije: toma, Violeta, yo te he regalado un compact-disc, y

me saqué del macuto un disco, el Dido et Aeneas de Purcell, en el fondo el mismo regalo

que le había hecho Arturo pero más barato. Y dije: esto sólo es para que lo oigas. Y antes

de que se hiciese un nuevo silencio estremecedor mi suegra dijo: ¿pero bueno, Sebastián, y

tú? Sebastián se puso colorado como un hematoma, y Violeta dijo: Sebastián ya me ha dado

su regalo, y se levantó la camiseta y nos enseñó un pendiente que llevaba colgado del om-

bligo. Yo vi en Sebastián cara de alivio y de espanto, en una proporción muy rara.

Sólo faltaba Remedios, pero después del conato de incendio nadie se atrevía a

recomponer una sonrisa inocente y dar una palmada y decir: ¿y tú, Remedios? Pero la abue-

la lo dijo: bueno, bueno, Violeta, que ahora nos tienes que hacer una foto con la cámara que

te ha regalado tu madre... Violeta no estaba de mal humor. Tan sólo había dicho la verdad,

y el resto del tiempo había estado como es ella, tímida, agradecida, un poco aturdida por ser

el centro de la reunión, pero sin el aspecto distante y raboso que cabría suponerle a una mu-

chacha contestona. Violeta obedeció, se sacó de su mochila una caja y de la caja la Leika

que le acababa de comprar su madre. Qué bonita es, dijo Arturo, una Leika de verdad, el

típico capricho que siempre me he querido dar. Ya lo creo, dijo mi suegra, porque ser es

muy sencilla, pero vale un huevo, ya la puedes cuidar mi niña que tu madre se ha gastado

un dineral. Violeta no dijo nada. Remedios tampoco. Los demás insistieron en que era muy
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bonita, Leonor la productora de conejos dijo que tenía un color precioso. Bueno, venga, dije

yo, poneros antes de que empiecen las lipotimias, yo hago la foto. Mi suegra dijo: a ver si

entre todos empezamos a toquetearla y la jodemos, que esa cámara es muy delicada. Yo le

enseñé a Violeta cómo se ponía el automático, y dónde apoyarla para sacar una buena ima-

gen de todos. Mientras estábamos los dos agachados mirando por la cámara, que habíamos

apoyado en la mesa de camping, le susurré a Violeta: tengo otro regalo para ti, le dije, pero

no se lo digas a nadie. Cuando volví a mi posición en la foto meneé un poco el culo como

los gordos de comedia cuando tienen prisa, y todo el mundo soltó una carcajada, que no

había terminado aún cuando saltó el disparador.

Volví con el oboe metido en la mochila. Me había llegado el mismo sábado por la

mañana, el día anterior, y no en correo normal sino en una mensajería carísima que me trajo

el instrumento entre algodones. Llegó cuando Violeta estaba tomando el sol en la azotea,

mi suegra en el coro de jubilados de la parroquia y Violeta leyendo en su cuarto. No obstan-

te, y para que no me sorprendiese, abrí el paquete metido en el váter.

Tenía ganas de ver la célebre campánula bulbosa, las almillas y las guías y las llaves

bañadas en plata, el enjambre de tuberías que recorren los agujeros de la flauta. Porque un

oboe es una flauta, un instrumento sencillo y primitivo, con la campánula bulbosa tiene

incluso aspecto de flauta de fakir, pero lleva encima un complejo sistema de dedos perfec-

tos que cubre su sencilla silueta. Es como una red mecánica estudiada para preservarla del

contacto con la carne. La madera de color violeta oscuro y vetas doradas está debajo del

aparato protector de acero inoxidable niquelado en plata. La lengüeta frágil, para tocarla sin
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apretar los labios, con aspecto de material orgánico desechable, intransferible, exclusivo de

una sola boca. Era hermosa hasta la lata de grasa de alcornoque y la tela del forro del male-

tín, también violeta.

Estaba sentado en el váter con un millón de pesetas sobre las piernas, una obra de

arte para intérpretes de élite. Esa tarde tuve que tomar una decisión que se aplazó por sí sola

hasta después del cumpleaños de Violeta. Me llevé el Loree Royal metido en la mochila,

deslumbrado por su espléndida belleza y su capacidad para encerrar en un objeto una defi-

nición tan perfecta del ser humano, sin pensar en que a Remedios pudiera dolerle ni mucho

menos, como luego sucedió, en que Violeta no estuviese interesada. Me salvó la campana y

su sinceridad.

Y sin embargo al día siguiente del sarao yo seguía con ganas de regalárselo. Me

haría la víctima, le diría ya sé, hija mía, que has decidido abandonar el oboe, y me culpo

por no haber sabido detectarlo antes de comprarte este regalo, pero ten en cuenta que ade-

más de un instrumento es un objeto, y por tanto un recuerdo. O bien aquel comentario en

Patagallina se podía interpretar de otra manera. Quizás lo que había dicho Violeta era que,

por mandato maternal, ya no tocaba más el oboe. Igual Violeta estaba constatando con re-

signación un hecho irreversible y no proclamando sus decisiones al mundo entero. Pudiera

ser así, pero las únicas pruebas fiables eran un mensaje muy claro en un tono que con toda

probabilidad también era muy claro. Me dio la impresión de que Violeta estaba clausurando

su infancia. Remedios le regalaba billetes para que saliese al mundo y lo fotografiase, yo le

regalaba mi añoranza de llegar a casa y sentir el calor inmóvil y las obras para oboe

d’amore de Juan Sebastián Bach. Remedios, lo que quiera que hubiese leído en el diario de

Violeta, le estaba dando la alternativa, estaba renunciando a sus obsesiones hiperprotectoras

y ya casi hasta le daba lo mismo que Violeta no estudiase una carrera seria.
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Desde un punto de vista moral yo no tenía muchas salidas, pero, comparados con la

majestuosidad del oboe, mis dibujos eran un recuerdo para llorar cuando Violeta fuese vie-

ja. Eran un chantaje emocional. Eran el amor obligatorio hacia la poca cosa. Si desde un

principio había querido que mi hija tuviese algo de mí, debía contentarla con lo que yo era,

un tipo que dibuja como cuando era niño, o bien alguien capaz de pedir dinero a una aman-

te despechada para subir la puja de su madre. Lo más caro era lo más patético. Y la mejor

solución, a otros efectos, creo que fue regalarle el disco.

¿Pero tú has visto cómo se comporta?, me dijo Remedios la noche del cumpleaños

mientras me untaba crema hidratante en el cuello. Voy a tener que ponerme a estudiar otra

vez para entenderos a los dos, dijo. Sí, Güino, y a ti también. ¿Pero es que te parece normal

lo que ha dicho en la comida? A mí ya me da miedo preguntarle nada. Te suelta cada una

que te deja tiesa. Cosas raras, Güino, contestaciones a destiempo, confidencias delante de la

gente. El otro día Arturo le preguntó que qué le pasaba, porque yo se lo pregunté y me dijo

que nada, que se sentía mejor que nunca, que se limitaba a contestar cuando le preguntaban.

¿Cómo es posible que con dieciocho años recién cumplidos no entienda que no se puede ir

así por la vida? Dice que dice la verdad, y ese síntoma me preocupa, porque eso revela algo

más profundo que un simple cambio de las hormonas, porque la verdad dicha nunca es la

verdad y eso Güino está muy estudiado. La verdad esta tarde no era lo que yo pensaba so-

bre el oboe. La verdad era que aquello ya pasó, y que después de pasar aquello, mucho

tiempo después, dejamos de pasar también nosotros, y que mucho tiempo después aquí es-

tamos, en la misma cama, y yo te estoy frotando la espalda, y quiero darte un beso. Esa es
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la verdad, no la del oboe ese de los cojones, ni tampoco la de la cámara de fotografiar. Hay

verdades que trascienden las evidencias, las anulan, las dejan insuficientes, incluso perver-

sas. Pero eso lo sabe cualquiera. Eso, a la edad de Violeta, lo sabe cualquiera. Y decir pues

yo ahora voy a decir siempre lo que pienso no es ningún acercamiento a la verdad, es un

síntoma de inmadurez. Pero Violeta, tú lo sabes, siempre ha sido muy madura, y eso es lo

que no encaja. Eso es lo que me tiene preocupada.

Aunque, a lo mejor, quizá no sea un problema de los otros sino de mí misma. Una

cierta inseguridad. A las personas acostumbradas a sentirse muy seguras la inseguridad las

descontrola bastante, eso también está muy estudiado. Pero aquello es real, ocurrió en Pata-

gallina, hizo un comentario sobre lo que entonces nos separaba. A mí no me parecen gilipo-

lleces las ideas Güino que se te ocurrían sobre la educación de la niña, pero me daban mie-

do. Una gilipollez nunca da miedo. Pero yo siempre he pensado que todo lo hacías como

una inversión a largo plazo, como si quisieras asegurarte el cariño y la preferencia de Viole-

ta y fueses tejiendo una red alrededor de ella. Tú Güino, parece que no, pero siempre sabes

lo que dices, no tienes calentones ni se te va la sangre por la boca, y el tiempo te da siempre

la razón. Y a mí entonces el oboe me pareció no sé por qué un asunto por el que había que

luchar, algo que definiría con cuál de los dos estaba Violeta más a gusto. Y primero perdí

porque se acabó comprando el oboe, y luego gané porque está harta del oboe, pero no sé lo

que pasará después, y sí sé que tú sabes lo que pasará después porque la vida es para ti co-

mo un juego de ajedrez, eres un especialista en sacrificar las piezas.

No sé lo que te dirá Violeta. A poco que le preguntes te dirá lo que quieras saber,

quizá esto también lo tenías previsto. Sé que le vas a preguntar y sé lo que te va a contar, y

quiero que sepas que todo esto es muy difícil para mí. Violeta está equivocada. Yo la he

intentado sacar de su error pero se ha pasado el verano de uñas conmigo, reprochándome


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una fantasía suya, viviendo en el fondo la fantasía de que todavía estuviésemos juntos tú y

yo. Violeta pensó que yo estaba liada con Arturo. Eso también es preocupante. Es tan obvio

que Arturo es homosexual que me preocupa que no lo haya descubierto, y hasta que por fin

se sinceró conmigo estuvo fantaseando con Arturo, conmigo, con ella misma, porque ella

también se encaprichó de Arturo, que le lleva casi veinte años, por favor...

Pero es que, en cierto sentido, la culpa no la tiene ella sino mi madre. Es ella la que

se ha empeñado en vivir lo que no es y lo que no ha sido nunca. Quiere vivir un sueño y

confunde los términos con frecuencia. Ahora quiere ser una señora de otros tiempos, una

dama que se inventa en esos libros llenos de bichos de mi padre. Las dos están haciendo lo

mismo, se han dejado llevar por lo que no es, y eso a Violeta le está influyendo en una ino-

cencia galopante, quiera Dios que no sea también regresiva. Yo sólo la veo que vuelve a la

normalidad cuando está con Sebastián. Ese chico es muy majo, ¿no te parece muy majo ese

chico, Güino? Cuando está con él los veo centrados, jóvenes, el uno para el otro. A Violeta

le gusta también mucho la naturaleza y por otra parte la medicina y la veterinaria son dos

actividades muy cercanas. Sebastián quiere ampliar estudios, hacer el doctorado en Madrid.

Eso sería estupendo. Si luego no funcionan, pues bien, pero de momento este trance lo pa-

saría con él, porque él es muy sensato, ha sacado la carrera con matrículas, no se quedó en

la universidad porque se murió su padre de cáncer de estómago y vino a estarse con su ma-

dre, pero ahora Leonor está mucho más repuesta, con Arturo se le mojan las bragas, otra

que tampoco se ha percatado (qué paletos son en este pueblo, Güino, qué atrasados están).

Pero ahora ya puede ir a Madrid, Leonor me lo dijo el otro día y yo creo que podríamos

echarle una mano. Yo había pensado en las oposiciones esas a modelo. Lo puede compagi-

nar con cualquier cosa, y además esas oposiciones no son mucho de estudiar, ¿verdad que

no?
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No sé, Güino, algo habrá que hacer, o a lo mejor no hay nada que hacer, hay que

seguir así sin hacer nada. Estos días tengo la sensación de que por mucho que nos esforce-

mos al final no pasa nunca nada. Lleva tres años sin pasar nada. Lo último fue cuando tú y

yo nos separamos, pero fíjate, después de todo yo aquí estoy poniéndote crema y con ganas

de que me hagas el amor, he cambiado de casa y de vida y de amistades y aquí me tienes,

como el primer día, con ganas de que me penetres, con ganas de chupártela y de que me

chupes, ¿te apetece que te haga una mamada? Espera a que se absorba bien la crema que si

no me mancharás el almohadón.

Ya no me acordaba de este sabor, Güino, Güinillo, corazón, eres mi corazón, y me

gusta tu polla, durante estos tres años he visto unas pollas rarísimas, tampoco tantas, bueno,

no sé, cuando ha surgido, pero ninguna polla es esta polla, ningunos huevos estos huevos,

son como si fuesen míos, los conozco como si fuesen parte de mi cuerpo, y estos muslos, y

este calor cuando te beso. Yo quiero esto, que me apetezca esto, pegarte un lametazo y re-

lamerme luego, y hacerte así en el capullín, y refregarme así las tetas en tu polla, qué guarra

me estoy volviendo, antes no decía estas cosas, las hacía pero no las decía, ahora me gusta

decírtelo y hacer todo lo que sueño cuando me excito, todo lo que me excita cuando lo

pienso, hacernos y decirnos lo que queremos, y con toda la luz, con todo nuestro cuerpo.

Espera que voy a subir las persianas.

¿Por qué vamos a cambiar las cosas, Güino? Pasan los años y me sigues gustando,

recorrimos juntos un camino que me da mucha pereza empezar con nadie, la vida sigue y a

mí me sigue gustando chuparte la polla, Güino, y eso significa algo, no podemos desperdi-

ciar media vida juntos, estos tres años han sido un desperdicio, ha sido echar de menos to-

do, hasta lo que no me gustaba. Me he dado cuenta de que aquello que peor llevaba, que

siempre fuésemos cada uno a nuestro rollo, y esa manía tuya de no discutir jamás, era lo
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mejor de todo. Ahora conoces a un tío y es una pesadez esperar a darse cuenta de qué coño

quieres, si tener a alguien al lado mucho rato o poco rato, y a las primeras de cambios les

salen los defectos, y ocurren situaciones que digo esto se merece un comentario de Güino,

pero nadie se da cuenta, estás tú y veo lo estúpido que es todo, y también que, por ser así de

estúpido, merece la pena encariñarse con ello, porque es lo único que tenemos, Güino, tu y

yo somos los únicos que nos tenemos, porque Violeta ya está fuera, Violeta ya se ha ido y

eso es lo que tengo que entender. Ahora mismo te la chupo, pero yo es que esto te lo tenía

que decir, ya me da lo mismo que sea rebajarse o lo que sea, igual Violeta tiene razón y lo

que nos hace falta un poco a todos es decir la verdad.


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XIII

Tampoco es para tanto, papá. Mamá exagera. Ella piensa que yo también me he

vuelto loca, con esto de decir la verdad siempre y tal. No es tanto, de veras. Lo que pasa es

que a veces me viene como un impulso de decir lo que siempre he pensado como si fuese

un secreto. Por eso te pregunté si ibas de putas, así, tan intempestivamente. Pero no pasó

nada, ¿verdad que no pasó nada, papá? Tú me dijiste que no y ya está, asunto concluido. Y

si me hubieses dicho que sí también, asunto también concluido. Era una curiosidad. Tóma-

telo así. O también una necesidad de no aplazar las decisiones. Yo nunca había tomado

ninguna decisión. Y de momento la única decisión que he tomado es la de hablar de vez en

cuando, nada más. Bueno, este verano he tomado alguna otra. Este verano tomé otras deci-

siones. Y también tomé la decisión de enamorarme, aunque esa decisión no ha salido dema-

siado bien. Y, bueno, claro, también tomé la decisión de suspender el latín, pero eso ya lo

sabes. Quiero decir que sabes que lo hice, no por qué lo hice. Pero yo si quieres te lo cuen-

to, ahora mismo no me importa, es más, me parece que la única forma de corresponder a
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este regalo es contártelo y que no me importe. Pero qué pasada, papá, cuánto tiempo le has

tenido que dedicar a esto, y está todo a mano, y está todo dibujado, todo lo has dibujado tú.

Es muy bonito, papá.

Cuando llegué a Pomona yo estaba un poco pasota, como dice la abuela. Me con-

formaba con la emoción poética de que me despertase un gallo, escuchaba las primeras

campanadas del montón de iglesias que hay aquí, muchas más que en Madrid, comparati-

vamente. Veía abrirse el cielo sobre la silueta del casco antiguo y las beatas con la bolsa de

pan y el rosario colgando de la cintura, fíjate qué panorama, pero yo estaba bien viendo las

cúpulas de las iglesias. Desde que la abuela se enteró de que había suspendido el latín, lo

primero que se le ocurrió, como sabe que a mamá le dan asco los corrales, fue pintar de

azulete mi habitación, porque dice que con este añil tan bonito se espantan las moscas y la

fresca se conserva mejor. A mí eso me sena habértelo oído decir a ti, pero ella dice que lo

vio en Belchite, en la parte ruinosa, en los comedores de las casas, que se veían por los agu-

jeros de los cañonazos. La abuela dice que el guía del inserso les explicó que ese color para

los interiores es el más tradicional, el más sensato y el más sano, y para mí es también un

poco el color de este verano, mi color oficial. Yo creo que mirando esas paredes me dio ese

ataque de verdad, de decir una verdad sencillas, sin culpas ni moscardones, como ese retra-

to antiguo que sobrevivió al dolor. Ya sé que tú fuiste el primero que dijo lo del color añil,

pero la abuela es así, ya la conoces.

Y yo eso lo capté desde el primer momento. Mamá no. Mamá se puso histérica. El

día que llegamos la abuela no podía hilar dos frases seguidas, se trabucaba todo el rato.

Estaba muy graciosa, muy feliz, loca de contenta de encontrarnos a la puerta de su casa. Lo

que pasa es que estaba como bebida, como si hubiese bebido una copa de más que no fue

nada, porque luego todos estos días no ha vuelto a probar ni una gota. Pero mamá ya sabes.
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Mamá es madre por condición, es madre de su hija y madre de su madre, qué te voy a con-

tar, y nada más llegar cuando la vio un poco piripi se empezó a poner nerviosa. Ya sabes,

ese silencio profundo de cuando le duele algo, esas chupadas que le da a los cigarros cuan-

do está muy preocupada.

La verdad es que un poco rarita sí nos la encontramos. Iba vestida como no la he

visto nunca yo vestida, su falda vaporosa, su camisa blanca de viscosilla, sus flores en el

cabello. La abuela estaba guapa, yo supe desde el primer momento que marcharse al pueblo

le había sentado muy bien. Incluso me besó de una manera distinta cuando llegamos, como

me besaba luego por las mañanas, sin agobios, sin apreturas, sin ese avasallamiento con que

besan las abuelas. Besa como se tendría siempre que besar. Besa como se besa la gente que

cada media hora recuerda que se quiere y no por eso interrumpe su actividad normal. Y

habla con mucha delicadeza. Desde que lee novelas antiguas la abuela incluso habla con

refinamiento. Un día que mamá se puso a llorar se acercó a ella y le dijo: no llores, querida,

¡me causas tanta pena...! Y la verdad papá es que sonar sonó muy raro, pero a mí me hizo

gracia y mamá estuvo a punto de llamar a urgencias.

Otro día va y dice, mientras desayunábamos, dice Violeta, querida, no podemos

perder de vista los preparativos de tu cumpleaños, y me dio un besito en la mejilla. Y esa

cosa tan sencilla y tan normal era algo nuevo para mí, un lenguaje que la asquerosa con-

fianza nunca permite entre familiares íntimos. A mamá la desarmó no sólo por eso, sino

porque le dio a entender que lo importante éramos yo y mis años, mi tiempo, mi vida, no el

suspenso en latín. ¡Pues qué poco te acuerdas de cuando estudiaba yo!, le dijo mamá, y la

abuela, sin inmutarse, le contesta: ya te preocupabas tú bastante, hija mía. Entonces mamá

volvió con el asunto de si había o no bebido y dijo: eso, yo siempre soy la que se preocupa,

por mí misma y por los demás. Entonces la abuela va y le dice: hija mía, no me acuerdo de
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si alguna vez suspendiste el latín, pero recuerdo muy bien el día en que cumpliste los die-

ciocho años, le dijo. Luego la abuela cruzó las manos y dio un suspiro muy fino mientras se

miraba los anillos y dijo: aunque lo que en realidad celebrábamos era tu venida al mundo,

Violeta.

Fíjate que es algo tan simple, dieciocho más dieciocho, que son los años de mamá, y

yo no había caído. A veces creo que me entero hasta de lo más mínimo y otras veces soy

muy despistada para los símbolos gordos. No había caído en que en esas mismas circuns-

tancias temporales que yo tengo ahora mamá se acostó contigo y os falló el condón, supon-

go. Cuando la abuela lo dijo, mamá se puso colorada, y yo lo noté antes incluso de que se

pusiese, lo noto porque cuando la veo que se pone colorada no puedo no quererla, se me

sale el corazón de pronto y luego me doy cuenta que es que se ha puesto colorada.

A mí me parecía estupendo, no voy a salirte ahora con ningún rollo macabeo. Que

yo naciese me parece estupendo, quiero decir. Pero sobre todo era que la conversación es-

taba bañada por la luz. Una luz limpia, intensa de la mañana en la cocina, como es la luz del

pueblo entero. Al principio me pasaba las mañanas sentada en los bancos de la glorieta para

ver cómo patinan los niños y cómo pasean los ancianos. Me subía a una torre de una iglesia

que está abierta al público y veía el casco antiguo en su sentido literal, los tejados muy vie-

jos, la ropa tendida en patios descascarillados. Me divertía con visiones que de no ser por-

que todo está lleno de antenas y cables eléctricos es la misma que pudo tener una persona

en un domingo por la mañana de hace cien años o más. Eso es alucinante.

Mamá me decía que me fuese a la piscina. Cuando volvía de dar un paseo me

preguntaba si me estaba aburriendo. Yo le decía que me lo estaba pasando muy bien, pero

mamá la felicidad sin motivos no se la termina de creer. Un día me dijo que me fuese con

ella a Sarrión. No te he contado que viniendo de Valencia se nos estropeó el coche. No me


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quiero ni acordar. Allí las dos con el alarido de las chicharras, hasta que vino una grúa y

llevó el coche al pueblo que había más cerca. Nosotras vinimos en tren, que no fue mala

manera de venir, ni tampoco de irte a buscar. Mamá estaba muy deprimida. Imagínate la

estación desierta, el olor a brea derretida, los raíles oxidados, los vagones de carbón, las

taquillas cerradas, la cafetería con la persiana echada, el guardagujas evaporados, nosotras

dos las únicas pasajeras con ese destino, y ni un puto taxi que nos llevara. Y después carga-

das de maletas desde la estación hasta la casa de la abuela. Del río al cementerio, todas las

cuestas posibles de la ciudad, todas las maletas, los libros de latín y los inútiles aperos que

una se lleva de viaje por si acaso, pero ninguno por si acaso se le rompe el coche.

El caso es que nos llamaron de Sarrión que ya estaba arreglado y Leonor enseguida

dijo que Sebastián nos llevaría. Bueno, la verdad es que fue idea de la abuela. Este detalle

es importante. Las cosas no salen porque sí. Yo creo que no habría sido lo mismo que lo

dijera primero Leonor o que lo hubiese dicho antes la abuela. Lo de Leonor habría sido

casualidad, pero lo de la abuela es fatalidad, y por eso se cumple.

Pero ese día dije que no. No quería saber nada de hombres. Me quedé con Julio Cé-

sar, delante de unos enemigos que atacaban el campamento y luego se retiraban a un claro

del bosque. La primera evaluación fue todo historias de guerreros, luego en la segunda ya

empezamos con Virgilio. Ese día, cuando me cansé de la monotonía de la guerra, me bajé a

regarle las flores a la abuela. Ahora ya no, porque antes de que tú llegases las cortaron casi

todas para un entierro, cuando se murió la madre del vecino ya casi no había flores. Pero

antes de cortarlas el patio parecía el vivero de una funeraria: lirios, claveles blancos, espa-

rragueras, y crisantemos porque no es la época, pero ya te digo que yo este próximo Todos

los Santos no me lo pierdo, estará todo el jardín a reventar. La abuela con el cura ese que a

mí me cae fatal hablaban de los entierros como dos profesionales de la muerte, sin asomo
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de dolor. Un día ella y el cura se liaron a discutir porque la abuela decía que donde esté una

buena banda de música que se quiten los cantos gregorianos. ¡Trataba de convencer al cura

de que en los entierros deberían tener previsto un cortejo musical que fuese por la calle tras

el féretro! El cura decía que además de muy caro eso resultaba folklórico en exceso, irres-

petuoso con la muerte, y la abuela empezó a contar mentiras sobre los entierros a que había

asistido en su vida. Ella siempre ha sido una mujer vital, poco amiga de la iglesia, y mucho

menos de los muertos. Que yo sepa, no ha ido nunca más que al funeral de su marido, el

abuelo de los ojos amarillos, que ya sabes porque lo ha contado mamá muchas veces que

fue la cosa más desangelada del mundo. Ella sola muy pequeña con la abuela, el coche fú-

nebre a toda mecha por las avenidas, el cura con tres o cuatro muertos más en el horario, el

nicho perdido de la Almudena. Desde entonces tú sabes papá que aparte lo del Cristo de

Medinaceli, que lo hace por estar con las amigas, y estos últimos tiempos ni eso, la abuela

no ha querido saber nunca nada de la iglesia, y ahora ya la ves, que si te descuidas funda

una empresa de pompas fúnebres.

Pero también eso está bien, papá. ¿Tú sabes adónde fueron a parar todas las flores

que la abuela tenía plantadas? Fueron a la tumba de un anciano del asilo. La abuela dijo: en

cuanto se marchiten estas flores, ya nunca nadie le pondrá un clavel, pero así, por lo menos,

la gente que vaya al cementerio verá las flores y leerá su nombre. La abuela es que está en

todo. Ella me dijo que Sebastián nos llevaría, y ella me buscó al profesor. Bueno, tú eso ya

lo sabes, te lo habrá contado la abuela o te lo habrá contado Arturo, porque algo te tendrá

que contar con todo el tiempo que os pasáis hablando, ¿no? Te habrá contado eso y te habrá

contado la historia de Pau Monguió, y te habrá dicho que su máxima preocupación ahora, la

de Arturo, es convencer al alcalde de cuáles fueron los auténticos colores que Pau Monguió

utilizó para pintar sus edificios, y de paso qué colores debería utilizar el ayuntamiento para
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decorar toda la parte antigua de la ciudad. Y te contaría también por qué conoció a la abue-

la, porque fue a buscar uno de los libros que se trajo del abuelo, Una educación sentimen-

tal, y le dijo a Arturo es que si toco esos libros me muero de pena. Arturo es muy sensible

para eso de la huella del marido muerto, la necesidad que tiene la abuela de volver a vivir lo

que su marido vivió durante todas las noches de su vida, el dolor que le causa poner sus

manos en las intimidades del amor y tal y cual. La verdad, ya lo sabes, papá, es que esos

libros están llenos de bichos, yo abrí uno y me cogí una urticaria que me duró tres días.

El latín, eso sí, ni lo tocábamos, y Arturo estaba procupado, un poco exageradamen-

te, como es él. Un día me trajo un montón de ejercicios que yo ya sabía hacer desde que me

enseñaste tú y yo me crucé de brazos, como una niña tonta, y le dije que me enseñase la

ciudad, igual que te la ha enseñado a ti sin necesidad de que se lo pidieses, porque tú eres

hombre, porque tú eres mi padre. Pero bueno, qué más da. Fue divertido escuchar las excu-

sas que le daba a Berta y le decía: Berta, nos vamos que tenemos que hacer unas gestiones,

como un niño haciendo pellas en la escuela. Arturo es un imbécil pero habla de estas cosas

con un entusiasmo enternecedor. Y podrán gustarle más o menos las mujeres, pero padece

una sumisión enfermiza cuando está con ellas, y no se siente atraído por ellas del mismo

modo que una no se siente atraída por su jefe pero lo necesita porque le da de comer. Espi-

ritualmente, quiero decir. Berta, la abuela, yo misma, y mamá, claro. En dos días que lo

trates se te revela transparente como una entretela de lechal. Se hizo amigo mío casi sin

querer, porque le escuchaba, porque sonreía mientras me contaba sus devaneos modernis-

tas, y porque yo me encontraba bien en su despacho, a su lado, y él lo sabía. Yo misma, que

soy más tímida que las anémonas, me crecía cuando estaba con él, me daban ganas de co-

gerlo del brazo, de manosearlo, de mandar que fuésemos por un sitio o por el otro, que nos

sentásemos en un portal a ver pasar a la gente, de cotillear los dos (las dos, iba a decir) co-
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mo dos arpías inofensivas. Yo es que lo veía hablar de las volutas de La Madrileña o de las

balconadas de Casa Ferrán, que ya me sé los nombres de sus casas favoritas, y supongo que

tú también, y me entraba una especie de temblor interno, como una carne de gallina que

afecta sólo al corazón, y lo escuchaba y era igual lo que dijese y yo quería que siguiese

dando explicaciones para oír cómo hablaba sin prestarle atención.

Me pregunté si eso era ternura o amor, porque lo que se dice atracción sexual yo no

sentí ninguna por Arturo, eso papá te lo puedes creer. Pero me pregunto también cómo es

posible un amor que no es amor sino debilidades compartidas. Era como si nos conociése-

mos desde pequeños, como esos críos que se escapan juntos y se sientan en el río a pasar el

rato, muchas veces sin siquiera charlar, y se cuentan sus secretos y sus devaneos amorosos,

como si el amor fuese cosa de otros, así, en general, de esos otros con quienes nunca es

posible la verdadera confianza ni el verdadero amor. Estamos viendo una casa que se llama

Casa Timoteo, y Arturo, muy alterado, me explicaba que ese azulón pastel que le han pues-

to es un acto de cobardía, si estuviese pintada de ultramar la casa quedaría mucho más natu-

ral y más bonita, y yo al oírlo sentía un violento ramalazo materno, un querer como sólo he

visto querer cuando no había sexo de por medio. Yo entonces no era quién para decir eso,

claro, porque no me había estrenado, y lo malo no era no encontrar al hombre sino no en-

contrar las ganas, pero no me imagino un sentimiento más puro que el que me inspiraba

entonces la fragilidad de Arturo, su entusiasmo secreto.

Es posible que sea un sentimiento como el de mamá, que también es madre de su

madre. A mí me pasaba un poco lo mismo con Arturo, pero en mí no había preocupación

sino alegría, me sentía segura con alguien tan cobarde como yo, con la misma poca virtud,

que es como la abuela llamaba entonces, cuando estábamos todos en Madrid, a las personas

que son demasiado sensibles. Ese día me acuerdo que Arturo llevaba un traje de dril color
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tostado con una gardenia blanca en el ojal. Yo creía que las gardenias eran un invento de

los boleros, jamás había visto ninguna. ¿Por qué nunca cultivas gardenias, papá? La abuela

le regaló una planta y Arturo la cuida como oro en paño. Son sencillas, como una rosa

blanda, y huelen parecido al azahar. Estábamos viendo las Escuelas del Arrabal, que son

una variante de la arquitectura regionalista, y yo no hacía más que olerle la gardenia. Me

daban ganas de decirle déjame que me acurruque, pero sólo una vez, a mitad de una venta-

na neogótica, acerqué la nariz a la gardenia sin pedirle permiso, y como soy más alta que él,

al levantar la vista me quedé un momento a menos de cinco centímetros de su cara, y no fue

más que un momentín pero vi que a Arturo se le ponían las orejas coloradas. Toma, toma,

me dijo, cógela y la hueles lo que quieras, te vas a enterar de lo que es un perfume embria-

gador. Yo tenía ganas de darle un abrazo en público, de montar un numerito por pura diver-

sión, lo de las orejas coloradas tengo que reconocer que me confundió un poco. Por un

momento pensé que Arturo se había puesto nervioso, y eso, sus nervios, sus orejas colora-

das, me excitó más que todas las lecciones de modernismo, pero tampoco lo suficiente. Y

él, que a lo mejor, ahora lo pienso, se puso nervioso porque temió darme un disgusto, por-

que vio que yo me estaba confundiendo con él, volvió al tono infantil de llevarme a ver

tesoros escondidos y me dijo que lo mejor de todo no estaba en esa fachada.

A ti también te habrá llevado, seguro, o te habrá querido llevar. Me llevó en coche a

las afueras de la ciudad, por una carretera entre la vega, hasta que, cuatro o cinco kilóme-

tros después, llegamos a una aldea que se llama Villaespesa. Entramos por la calle principal

y de buenas a primeras dio un volantazo para meterse por una callejuela a la derecha, de

manera que no terminó de trazar la curva derrapando un poco sobre la gravilla hasta que

tuvo el coche delante de una iglesia diminuta. Era una miniatura en grande, que es lo que a

mí me pareció todo lo que me había enseñado, él mismo también en cierto modo, con su
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lado juguetón y su monumentalidad a la medida de los pequeños sueños. Arturo me expli-

caba los porqués de cada piedra, de su color rojizo, arcilloso, de sus dos torretas neomudé-

jares, o neogóticas, o las dos cosas o ninguna, porque el modernismo dice Arturo que es un

resumen caprichoso de las formas y de las ideas, y no le cabe tanto el calificativo de ecléc-

tico (entonces me gustó escuchar a Arturo cómo pronunciaba la palabra ecléctico, cómo

arqueaba la boca), que es un palabro académico y barbudo, como el más simple concepto

de capricho. Él lo dice así. Eso era para él aquella pequeña iglesia, un capricho dibujado a

lápiz en un cuaderno escolar y luego construido a escala con todas sus curvas blandas y sus

arcos de fantasía y sus pilastras talladas en plastilina. En un juguete como ese la verdad es

que no pegan mucho los cristos ojerosos y sangrantes ni el olor a rancio de los funerales, ni

tampoco en un hombre como Arturo. Arturo era como aquella iglesia, apartado, singular,

desconocido, tierno, poca cosa, a pesar de su fachada modernista. Pero allí estábamos los

dos, peregrinos en la tumba de un santo que nadie conoce, en perfectas condiciones para

iniciar una buena amistad. Cuando vimos aquella iglesia todavía nadie había estropeado

nada.

Ese día yo llegué a casa muy contenta. Mamá entonces pensó que ya estaba mejor,

que se me había pasado el muermo de los últimos meses hasta que sucedió lo del latín, que

entonces ya no era muermo sino un comportamiento muy preocupante. Era inútil explicarle

que yo llevaba ya contenta muchos días, y que me limitaba a seguir alimentando mi alegría

con una actitud lo más positiva posible hacia cualquier chorrada que me sucediese. Todo

me venía bien, pero mamá no lo achacaba a mi nueva actitud sino a que yo siempre he teni-

do muy buen conformar. A lo mejor es que en apariencia tampoco había cambiado nada,

pero ese día sí cambió, porque yo sonreía sin querer, por cualquier tontada. Mamá suspiró

de alivio pero entonces la que se mosqueó fue la abuela.


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Bueno, pienso yo que se mosquearía, porque a partir de entonces no dejó de meter-

me al hijo de la vecina por los ojos. Esa misma tarde apareció en casa con él y me dijo mi-

ra, Violeta, hija mía, este es Sebastián, el hijo de Leonor, que le he dicho que te vayas con

él a dar una vuelta esta tarde, que no sales nada, mi niña, que te has pasado el fin de semana

cerrada en casa y eso no puede ser, no puedes estudiar tanto que se te van a salir los libros

por las orejas, ¿tú sabes, Sebastián, la obsesión que tiene esta niña con los libros?, yo es que

no me explico cómo le han podido dejar suspensa esa asignatura, no me lo explico, algo

harías, algo le dirías al profesor para que te cogiese manía... Eso dijo la abuela delante de

Sebastián, que era un chico muy mono, muy amable, muy simpático, muy todo. Cualquiera

de mis amigas de Madrid se estaría relamiendo de pensar que esa tarde iba a salir con él,

pero yo, la verdad, me hubiese quedado en casa tan a gusto estudiando latín. Ya había deja-

do a Julio César y ahora estaba con Virgilio, cuando la hermana de Dido, Ana, le anima

para que vaya detrás de Eneas, que luego se porta como un gilipollas.

La alegría se me pasó de golpe a la mañana siguiente. Salí con Sebastián, me pre-

sentó a unos amigos que ya no recuerdo, me enseñó la ciudad y me habló de su amor por la

naturaleza, estuvo muy amable y muy correcto, muy queriendo hacer las cosas bien, aun a

pesar de las tías que le revoloteaban como las moscas y luego se iban a sentar a la mesa de

al lado y me miraban, una en especial con media melenita y cara de haba que parece ser que

estaban o habían estado medio saliendo Sebastián y ella. No me lo pasé ni bien ni mal pero

volvimos a casa pasadas las tres de la mañana, y mamá me quitó el despertador y al día

siguiente amanecí a las doce. Yo había quedado con Arturo en que me pasaría a las nueve y

media por la biblioteca para corregir unos ejercicios que me había dado. Tú mismo, papá,

dijiste que siempre hay una buena razón para estudiar latín. Esta vez la razón no era el sus-
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penso, porque el suspenso, ya te dije, fue un acto de protesta, un sabotaje si tú quieres. Esta

vez la razón era Arturo, entonces, antes de que todo se torciese.

Nada más levantarme fui a pedir explicaciones a mamá, que estaba como siempre,

en la terraza, dando de comer a los sepultureros, y cuando me dijo que ella misma me había

quitado el despertador para que durmiese un poquito más me di la vuelta sin decirle nada y

me marché. ¿Pero Violeta?, me dijo, incorporándose, ¿qué hay de malo en dormir, si llegas-

tes a las tres de la mañana? Mamá dice llegastes, ya lo sabes. Yo entonces me volví y le

dije: te agradecería que me consultases antes de disponer a tu antojo de mi tiempo, y me

largué.

En la biblioteca no había nadie. Berta, que entonces me caía fatal, no sé por qué, me

dijo con su entonces insoportable voz de pito que Arturo no estaba, que se había marchado

de fin de semana. ¿Adónde?, le pregunté. Berta me miró como si le hiciese gracia una pre-

gunta tan poco discreta. Entonces le dije, con toda mi candidez: es que tengo que enseñarle

unos ejercicios de latín. Berta entonces se rió de verdad, pero no hizo lo que más se ajusta-

ba a su voz de pito. Yo creo que fue en ese momento cuando Berta me empezó a caer un

poco mejor. Digamos que comprendía mi situación. Me contó que lo más seguro es que se

hubiese ido a Rubielos, a unos cuarenta kilómetros. Siempre tenía que ir a Rubielos, allí

tenía trabajo que hacer para su tesis (se supone que Matías Abad, el herrero de Pablo Mon-

guió, se había inspirado el unas verjas que había en ese pueblo), pero siempre acababa yén-

dose a Valencia y posponiendo el viaje a Rubielos. Esto último Berta ya lo dijo en un tono

como de resignación que yo entonces no entendí del todo bien. Y luego dijo en tono de

franca mala leche: aunque, como este fin de semana son allí las fiestas, igual le apetecía

más... Oye, le dije, no lo pude remediar, le dije yo a ti te caigo mal, verdad. No, dijo ella, tú

a mí no, pero yo a ti sí, y mira que lo siento, dijo.


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Berta me desarmó, lo tengo que reconocer. Es como cuando tienes un flechazo (yo

no he tenido ninguno, pero me lo imagino), cuando de pronto descubres que la persona que

tienes delante no es ninguna mosquita muerta, que tiene sus sentimientos y sus cosas que

decir, y que si ha dado alguna mala impresión ha sido por falta de comunicación, por ser

más discreta de lo debido. ¿Cómo ?, le dije a Berta, ¿que tú a mí sí ? Explícame eso, anda,

rica, explícamelo porque no lo entiendo. Berta entonces llamó a otro conserje que estaba

leyendo el periódico en el pasillo y le dijo si la podía sustituir unos minutos. Ven, vamos,

me dijo, muy expeditiva. Nos fuimos a sentar las dos en los bancos que hay bajo la cruz esa

de hierro de la Plaza del Seminario. Berta se sacó un cigarro y me invitó (estoy fumando

mucho últimamente), le dio una chupada muy fuerte y luego dijo: desde que apareció tu

abuela por la biblioteca pidiendo libros extraños Arturo ha cambiado muchísimo. Yo no sé

que leches pasa con tu abuela, pero todo Dios la adora, mis amigos del sindicato, Arturo,

todos. ¡Hasta mi tío el cura, que ya es delito! Yo le tengo mucho cariño a Arturo, dijo, no es

lo que te imaginas, o sí, no sé qué es lo que te imaginas, yo lo único que sé es que Arturo se

está jugando el puesto. La biblioteca es un desastre de un tiempo a esta parte, no hace nada,

no rellena las memorias, no visita las bibliotecas de los pueblos, todo está manga por hom-

bro, y ahora ni siquiera viene a trabajar. Ayer vino la inspectora y lo encontró jugando a los

marcianos en su ordenador. Se la está jugando, y yo hago mucho más de lo que me corres-

ponde, Violeta, tú te piensas que yo te tengo celos y lo único que quiero es que este hombre

despabile de una vez.

Esa noche me quedé sola en casa, porque mamá y la abuela decidieron ir a la playa,

a tomar el sol. Valencia no está más que a una hora de camino, pero las playas están atesta-

das y yo prefería el recogimiento del latín. Me dejaron sola en casa y yo cogí otra novela de

las que tiene la abuela en el armario viejo, pero esta vez me puse los guantes de fregar para
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pasar las páginas, no me fuese a dar otro ataque de urticaria, y estuve leyendo a la luz de la

luna, más o menos. Era un novelón de un ruso que me dejó hecha polvo, por lo menos las

primeras cincuenta páginas, hasta que el protagonista decide de una puta vez levantarse de

la cama.

Mamá y la abuela me llamaron varias veces durante el viaje y nada más instalarse

en el apartamento de la amiga de mi madre y cuando estaban en un restaurante de la urba-

nización comiéndose un arroz a banda. Tenías que haberte venido, tonta, me dijo mamá.

También me dijo, después de una breve conversación, que era más rara que la calentura.

Incluso pusieron al teléfono a la amiga de mamá, una valenciana que fue en algún momento

paciente suya de la clínica. Yo les di las gracias a todas y les dije que se lo pasasen bien, y

nada más colgar el teléfono pasé a casa de la vecina. La noté un poco fría (seguro que había

esperado que mi madre y mi abuela la invitasen a ir con ellas; Rosi, la amiga valenciana de

mamá, que tú no la conoces, era demasiado para Leonor), pero pregunté por Sebastián y de

nuevo se le iluminó la cara. ¡Uy sí sí! ¡Sebastián, hijo mío!, dijo asomándose por el hueco

de la escalera.

Yo no tenía tiempo para preámbulos y se lo dije antes de saludarlos, él llevaba un

trozo de manzana en la boca. Le dije: ¿quieres que vayamos a ver el mercado medieval de

Rubielos? El dijo que sí con la cabeza mientras tragaba la manzana. Me hizo un gesto con

la mano de que lo esperase, su madre me sacó enseguida unas pastas pero yo ni me senté.

Cuando llegamos a la plaza del pueblo yo le dije que nos metiésemos en un bar, y él

dijo que no, que luego iríamos de copas, que quería enseñarme no sé qué río que pasa por

allí, que por la noche es muy bonito, y me hizo subir a un cerro, yo pensé que quería me-

terme mano, pero hasta entonces era tan boba que no me pareció una situación comprome-

tida. Bueno, pensé, mientras miraba a ver si algún hombre se parecía de lejos a Arturo. Si
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me mete mano ya veremos lo que hago, pensé, como si fuese a decidir entonces si Sebas-

tián me gustaba o no, o si me gustaba o no que me metiese mano. Pero no. Sebastián estuvo

muy comedido, muy como está siempre, sin cometer ningún error, y la vista del pueblo era

muy mona pero tampoco era para emocionarse mucho. Un pueblo por la noche, nada más.

¿No te gusta?, me decía. Sí, claro, es muy bonito, decía yo, con el puentecito y las aguas

plateadas a la luz de la farola. Luego Sebastián me contó un rollo macabeo de cuando era

pequeño y se perdió en Rubielos y su padre, el muerto, lo anduvo buscando y lo encontró

precisamente allí, junto al puentecito, llorando como un descosido, y que esa era la primera

imagen y la más pura que conservaba de su padre. También me dio algunos detalles sobre

el cáncer de estómago que lo llevó a la tumba y las secuelas psicológicas y así.

A mí, después de eso, no me quedaban ganas de nada. Tanta sinceridad me había

dejado fría. Nos quedamos callados, me fumé un cigarro, se me estaba quedando el culo

como un témpano, allí sentada encima de una piedra, pero Sebastián insistía, ¿de veras no

te gusta? Y entonces volví a mirar al puentecito y vi a un hombre y a una mujer apoyados

en la barandilla, sonriéndose. No era Arturo, desde luego. Arturo no estaba. Se habría mar-

chado a Valencia, como mi madre. Yo no quería nada, tan sólo enseñarle los ejercicios de

latín, los llevaba doblados en tres folios y metidos en el bolsillo de atrás del vaquero. Mi

ilusión hubiese sido verlo y acercarme y darle los papeles. Me había comprometido con él.

El lunes todo el mundo estaba de vuelta, y yo tuve la certeza de que todo el mundo

mentía. Llegué a montarme una película rarísima y la escribí en el diario como si hubiese

ocurrido de verdad. Me buscaba causas hipotéticas que pudiesen justificar la repentina tris-

teza que llevaba encima. Que la abuela había amañado un encuentro en Valencia entre Ar-

turo y mamá, que mamá no creía de veras en que este verano iba a servir para que tú y ella
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volvieseis a estar juntos. Incluso traté de describirlos follando como perros, para que me

doliese más.

Fue entonces cuando tomé la decisión de decir la verdad siempre que me pregunta-

sen. Al principio me pasaba todo el día haciendo ejercicios espirituales en mi habitación. La

abuela, que a pesar de todo siempre me da buenas ideas (no es que me dé a propósito bue-

nas ideas, sino que hace cosas que para mí son una idea) dijo que iba a pasar el lunes entero

en el convento de las Siervas del Señor. Para ella resulta una experiencia fascinante no

hablar nada en todo un día, aspirar el aire que las monjas traen pegado al hábito después de

pasarse toda una noche cuidando ancianos enfermos, o moribundos, o ambas cosas a la vez.

Tú ya sabes papá la abuela lo que habla, y lo que hablaba antes, cuando era distinta, lo que

hablaba en el bar con la gente y en la calle con las vecinas y en casa con nosotros. Y ahora,

algunos días, está callada.

Desde mi punto de vista, si todo lo que se hace en nombre de Dios fuese un verda-

dero sacrificio, algo de verdad insoportable, la fe hubiese durado mucho menos tiempo, la

gente se habría cansado, todo habría ido disolviéndose como los proyectos absurdos que

hace mamá para el verano. Hace falta algo más profundo e infalible que la simple fe para

entregar toda una vida a ese tipo de disciplina religiosa. Hace falta silencio. La abuela se va

de vez en cuando al claustro de las Siervas y en realidad lo que busca es darse un garbeo

por el silencio absoluto. A veces he intentado mirar un mismo paisaje mucho rato pero nun-

ca me ha sido posible, porque al mirar mi propio silencio era ruidoso. Un ruido papá es

pensar en otra cosa que en lo que tienes que pensar, que no es nada, o todo, según se mire:

es la pura contemplación, el todo en la nada, ¿entiendes? Un ruido es asomarme a la venta-

na para ver la silueta de las torres de las iglesias y sin darme cuenta terminar pensando en el

gallo que canta, o en los conejos de Leonor, o en su hijo, o en el latín. Había que dominar
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todos aquellos escapes de gas, todo aquello que no estuviese en la pura contemplación de

las torres mudéjares. Te asomas, te apoyas en el alféizar, las miras, las desnudas de leyen-

das, de arte, de arquitectura, las despojas de su nombre y de su historia, y pronto empiezas a

sentir el vértigo de su pureza. Lo estás viendo todo porque has empezado a no ver nada, y

de pronto te agarras al alféizar, te tocas, te miras, un acto reflejo de cobardía te hace volver

a la realidad, pero cuando llegas a ella resulta que no está, o que no tiene razones para estar.

Claro que como lo hacía la abuela era mucho más cómodo y seguro, porque ella se pasaba

un día en esas condiciones pero luego volvía rajando como la primera. La abuela sabe vol-

ver a la realidad, y encima dice mamá que está perdiendo la chaveta. Qué sabrá ella lo que

significa perder el juicio, ¿verdad?

Ese día pensé mucho en ti, papá. Ese día, a mi modo de ver, había dado con la clave

de cómo eres tú. Tú estás al otro lado, hay un muro invisible que te separa del mundo, lo

miras como si ya lo hubieses visto, con melancolía. Eres como un fantasma pero en el buen

sentido. Y yo empecé a practicar esa actitud. Los fantasmas nunca mienten, no tienen por

qué, y tienen el don de la presciencia porque sus intuiciones son naturales, vienen del más

allá.

Pero mamá no se enteraba de nada. ¿Qué te pasa, Violeta?, ¿te encuentras mal?,

¿quieres que te ponga el termómetro?, ¿comiste algo anoche que te sentó mal?, ¿no vas a ir

hoy a clase de latín? No, mamá, no tengo ganas. ¿No quieres que nos vayamos con Sebas-

tián y con su madre a comernos unas chuletas a la Fuente del Macho? No, mamá, no tengo

ganas de comer chuletas. ¿No quieres que vayamos a ver si vemos algo que te guste para tu

cumpleaños? No, mamá, no me apetece que miremos nada para mi cumpleaños. Violeta,

por lo que más quieras, ¿qué te pasa? Quiero estar sola, mamá, le dije.
509

Cuando conseguí deshacerme de ella me puse los guantes de fregar y bajé al cuarto

de la abuela. Ya no me interesaban para nada las historias de amor contradictorio y los

hombres que no tienen alma. Necesitaba algo más potente, una dosis de nihilismo intrave-

noso, un chute de silencio puro. En el armario viejo de la abuela (y ten cuidado, porque dice

que te lo quiere volver a cambiar por ese tan bonito que tenemos en casa) encontré un libro

de Dostoievsky, la vodka sin refinar, un botellón de lúcida amargura para echarme un cho-

rro en las heridas y disfrutar con el chisporroteo de la espuma cuando cauteriza, del dolor

que cura. Me apasioné tanto que me quité los guantes y todo. ¡Venid a mí, ácaros del mun-

do, a ver si tenéis huevos de devorarme las entrañas! ¡Qué gusto sentir que se te irritan las

manos con los chinches que a mi abuelo lo llevaron a la tumba! A lo mejor no se murió de

cirrosis, que es lo que siempre ha dicho la abuela, sino de leer a Dostoievsky. Lees a ese

tipo y luego bajas a cenar y ves en la tele que un americano está bailando claqué encima de

la luna y te mueres.

El caso es que mamá, no obstante su honda preocupación, se fue a la Fuente del

Macho con Leonor y otra gente, sin especificar, pero antes de irse le debió de decir a Se-

bastián que viniese a buscarme, que me sacase de casa, y a eso de las siete de la tarde, antes

de que volviese mi abuela, ya lo tenía llamando a la puerta. Nada más verlo lo primero que

hice fue acariciarle la cara. ¿Estás bien, Violeta?, me dijo. Yo sí, le dije, pero tú vas a ver la

cara que se te queda. Creo que fue la primera maldad que cometía en mi vida. ¿Tú recuer-

das que yo alguna vez haya hecho algo semejante? ¿Verdad que no?

No debí hacerlo, fue un error. Pero en fin, ya estaba hecho, formaba parte de mi

naturaleza, aunque nada más hacerlo me arrepintiese, claro, porque yo soy así de idiota en

el fondo, y fui corriendo al baño y traje un algodón y un frasco de colonia y le froté la cara

bien frotada, antes de que le comenzase a picar. El pobre muchacho alucinaba. ¿Pero se
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puede saber qué haces?, dijo, sonriendo. Calla, le dije, déjame a mí. Y eso fue como quitar-

le las escamas, la telilla que recubría su verdadero rostro. Así, húmedo, sonrosado, estaba

todavía más guapo. Llévame a dar un paseo, anda, le dije, y él obedeció.

Salimos a la calle y me llevó a un lugar donde jugaba de pequeño. Es un arquito que

une la calle de la abuela, Dolores Romero, con las escaleras que suben hasta el cementerio.

Le llaman el arco de San Cristóbal, es del siglo dieciséis. Sebastián me dijo que cuando era

pequeño solían ir allí a ver quién era valiente y lo cruzaba.

No es muy alto, dijo Sebastián. Por el centro del ojo no hay más de cuatro o cinco

metros. Si te caes, a lo sumo puedes partirte una pierna, a no ser que tengas muy mala suer-

te. Yo de pequeño, dijo Sebastián, lo llegué a cruzar a la pata coja, porque entonces no era

consciente del peligro, pero ahora lo intento alguna vez y cuando llego al centro siento que

ya no puedo retroceder. Sólo son unos segundos, lo que tardas en pasar por el centro, pero

en esos momentos notas cómo te tiemblan las rodillas, cómo tienes que concentrarte al

máximo y no girar la vista sino mantenerla fija y seguir andando. Por el mismo precio pue-

des pasar o puedes tropezarte y partirte la crisma, y cuando llegas al final te das cuenta de

que no ha merecido la pena.

De acuerdo, dije yo, vamos a cruzarlo. No, déjalo, sólo quería que vieses dónde ju-

gaba de pequeño. Pues ahora quiero saber lo que sentías de pequeño, dije yo. Violeta, dijo

él, ya no soy pequeño, y tú tampoco, estas cosas ya no tienen ningún sentido. Pero a mí me

pareció que sentirse vendida en mitad del puentecillo debía ser algo especial. Bueno, le

dije, quédate aquí, lo cruzaré yo. No, espera, dijo, cuando me vio tan decidida, yo iré delan-

te, fíjate bien en cómo lo hago.

Sebastián pasó por el arco muy concentrado y muy tieso, caminaba como los niños

cuando hacen pies para elegir el campo de juego. Yo lo veía de espaldas, lo veía tener mie-
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do, haberse metido en ese berenjenal por la misma estúpida razón por la que llevaba varios

días dejándolo todo para estar conmigo. Lo vi hecho un mozo, prudente, sobrio, concienzu-

do. Lo vi llegar al final, darse la vuelta y estirar los brazos hacia mí, decirme que pasase

con cuidado, que si no lo había hecho nunca podía bloquearme a mitad, en lo peor de todo,

pero que no me preocupase. Si notas que no estás muy segura dímelo, Violeta. Vale, vale,

dije yo, y empecé a caminar. Lo pasé como quien va por el pasillo de su casa, a toda casta-

ña, sin pensar en los pasos que daba ni fijarme en las piedras con las que podía tropezar. Al

llegar al centro me paré. Sebastián estaba desencajado, ¿pero qué haces?, ¡mira por donde

pisas, por favor! Yo no sentía nada, ni miedo ni pérdidas del equilibrio ni nada. Si acaso

sentí que no tenía sentimientos. El pobre muchacho alucinaba.

Al día siguiente fuimos a bañarnos al pantano. Yo pensé que llevaríamos el coche,

pero de eso nada. Cuando bajé al portal ya tenía preparadas dos bicicletas de montaña, una,

la suya, de competición, y otra que le regalaron a su madre en la caja de ahorros, que va un

poco dura y por eso me dejó llevar a mí la otra, más moderna y engrasada. Yo había cogido

todos los aperos de bañarme, el bikini, la toalla, otro bikini para cambiarme, las cremas, los

bocadillos, la sudadera por si se giraba frío, la gorra, las gafas de sol, el Crimen y Castigo,

los guantes de fregar, las sandalias de agua, todo metido en un precioso neceser de mimbre

de la abuela que parece una cestilla de ir cogiendo fresas por el campo. ¡Pero dónde vas con

esa maleta!, me dijo Sebastián, y en un momento me aligeró el equipaje, se metió en su

mochila los bocatas y la toalla y nos pusimos a pedalear.

Nos metimos por un camino que llaman el camino del Carburo, una vereda junto al

río donde había en tiempos una rudimentaria central hidroeléctrica (obra, también, de Pablo

Monguió, por supuesto) y ahora está lleno de casas deshabitadas, comidas por los hierbajos,

esqueletos de mansiones donde juegan los niños al escondite.


512

Hasta San Blas, el pueblecito bajo el pantano, todo fue muy suave, las choperas

frescas, los bancales de tomates bajo los promontorios arcillosos de La Muela. Una delicia,

papá. Sebastián me iba contando peculiaridades del paisaje. Pero al llegar al pueblo la cosa

se puso más fea. Había que subir una cuesta de cinco kilómetros sin un solo sombrajo don-

de pararse a descansar. Yo no podía ni con la bicicleta.


513

Sebastián subía como si estuviese haciendo el Tour, no sé qué le verán los chicos

a esas demostraciones de poderío, pero a mí se me iba la luz de los ojos. Llegué arriba

deshidratada, con una sofoquina de campeonato, mientras Sebastián iba y venía con la

bici y me preguntaba que qué tal estaba. De puta madre, no he estado mejor en mi vida,

le decía yo, con el corazón en la garganta...

Pero las secuelas del esfuerzo se pasaron en seguida. Sebastián me llevó a una playeta

resguardada donde el acceso al agua no era demasiado tortuoso. Me impresionó el pai-

saje del pantano: caminachos de polvo y cagarruta, piedras blancas, esmeradas del agua

y el sol, roquedales de peñascos puntiagudos, matojos de cardos y de aliagas, el sonido

seco de la piedras y alguna sabina muerta. Jamás había visto un paisaje tan duro, pero

cuando por fin (Sebastián saltando como una cabra, yo pisando huevos) llegamos a la

playeta y extendimos las toallas y nos quitamos las camisetas, entonces me dio toda la

luz de lleno en las entrañas, todo el solazo que reverberaba en las losas blancas de la

orilla y en las aguas quietas, una intensa irradiación del sol sobre la roca dura, sobre mi

piel de gallina.

Nada más llegar, Sebastián se metió al agua de cabeza, yo me senté en una pie-

dra y me mojé un poco los pies. Era la extrema intensidad de la mañana, la emoción del

sol que ciega, el color achicharrado, reseco y fósil del cascajo, las aristas calizas, cuar-

teadas, agrietadas, como un inmenso esqueleto mineral, como una cantera labrada por

los vientos duros del invierno. Vivimos engañados por las frondas húmedas del norte,

los valles feraces, los prados, las vaquitas, los paisajes de juguete. Pero en el pantano,

mientras Sebastián chapoteaba, yo vi la esencia descarnada de la tierra, la inutilidad de

tanta agua, que no riega nada, porque la tierra sobrevive a sus extremos, como si se

hubiese acostumbrado a tanta muerte.


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Allí tuve un intenso fogonazo espiritual, una claridad imprescindible que me

asustó por su evidencia, por su necesidad. Me metí al agua, no fuese a ser que me hubie-

ra dado el sol en la cabeza, pero me salí en seguida y me tumbé a mirar el cielo. Cuando

Sebastián salió del agua mi boca se abrió sola, dijo lo que sentía, lo que tenía que decir.

Sebastián, dije, tengo que hablar contigo.

Sebastián me sonreía y se quitaba el agua de las orejas, su torso desnudo, perfec-

to, sus piernas musculadas, sin apenas pelambrera. ¿Sí ?, me dijo. Sebastián, dije yo, sin

incorporarme siquiera: quiero hacer el amor contigo.

Se quedó con una punta de la toalla metida en la oreja y la sonrisa petrificada.

Perdona, no te he oído lo que has dicho, dijo, cuando pudo hablar. Me has oído perfec-

tamente, Sebastián, te he dicho que quiero hacer el amor contigo. ¿Ahora ? ¡No, hom-

bre, no !, ¡te estoy informando, te estoy diciendo lo que pienso !, ¿cómo vamos a poner-

nos a follar encima de una piedra? Perdona, perdona, dijo Sebastián, perdona, Violeta,

es que... no sé, perdóname, Violeta.

Mal empezaban las cosas, mal empieza el amor cuando empieza pidiendo per-

dón, pero en fin, yo estaba lanzada, y tampoco quería que Sebastián me malinterpretase.

Escúchame, le dije, hay ciertas cosas que tienes que saber, ya sabes que a mí me gusta

hablar muy claro. Siéntate aquí a mi lado, toma un cigarro. Sebastián temblaba como un

pajarico, no era capaz de sostener el cigarro entre los dedos. Estaba guapo, con el pelo

mojado, las gotas de agua deslizándose por su brazo moreno.

Escucha, Sebastián, la semana que viene voy a cumplir los dieciocho años. Hasta

la semana que viene soy menor, no sé si me entiendes, pero eso es lo de menos, eso no

importa. La edad media de inicio de relaciones sexuales está hoy en día entre los quince

y los diecisiete años, eso lo sé de muy buena tinta. Yo soy virgen, Sebastián, pero no

quiero que pienses que tengo ningún complejo por ello. Soy virgen porque nunca he
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tenido prisa en dejar de serlo, y porque no quiero hacer las cosas de cualquier manera.

Pero ahora he decidido dejar de serlo. Te preguntarás por qué. Por nada. En realidad no

es por nada. Pero yo pienso que las personas civilizadas deberíamos tener cierto margen

de maniobra sobre nuestros propios ritos de iniciación. Mi amiga Almudena, que tenía

unas prisas por que la desvirgasen que se volvía loca, se enrolló con el primero que pa-

saba y así le fue, resultó una experiencia traumática y desagradable, y yo no quiero que

me pase lo mismo. Ella se acostó con el Becerra, que es un macarra de mierda, pero es

el único que le hizo caso. Yo desde luego nunca he pensado caer tan bajo. Por eso, des-

de que te conocí, le he ido dando vueltas a la idea. Tú estás muy bueno, eso lo sabes tan

bien como yo, pero lo que a mí más me interesa de ti no es eso, ni mucho menos. A mí

me interesa que eres una persona muy dulce, incapaz de hacerme daño, un chico muy

tierno que tiene sentimientos de verdad. No te negaré que al principio no pensaba lo

mismo. Pensaba que eras un bobo, un guapín, un niño de mamá. Pero he llegado a la

conclusión de que no es así. Creo, Sebastián, que tú mereces la pena, y he pensado que

inaugurar contigo mis experiencias sexuales puede resultar muy apacible, muy gratifi-

cante. Puede ser un buen recuerdo, porque el primer polvo se recuerda para toda la vida,

y lo mejor es recordarlo con cariño, no con el horror con que Almudena lo recuerda.

Tan sólo quiero saber si tú también estás de acuerdo, porque comprenderás que necesito

unos días para ir haciéndome a la idea.

Eso fue lo que le dije. Sebastián daba chupadas angustiosas al cigarro, la piel ya

se le había secado del todo, noté que también él tenía carne de gallina. Bueno, le dije,

después de una pausa prudencial, ¿qué opinas sobre lo que te acabo de decir? Él se giró

hacia mí, los ojos verdes y detrás el sol, apagó el cigarro en una piedra y me dijo: hay

un problema, Violeta, me dijo. Hay el problema de que yo te quiero como nunca jamás

en mi vida he querido a nadie. Luego se encendió otro cigarro y dijo: y también sucede
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que yo no soy un semental. Dicho lo cual se levantó, se tiró al agua y aquello se quedó

así.

¿Por qué será que la gente se ofende tanto cuando les dices la verdad ? A Sebas-

tián ese día ya no le volví a ver el pelo. Después de la conversación que tuvimos en el

pantano estuvo todo el día muy callado, muy nervioso, muy escurridizo. Violeta, no soy

un semental. ¡Pues tampoco era para tomárselo así! Yo misma había ido esa misma ma-

ñana a casa de su madre a recoger una docena de huevos pregunté por él. Su madre me

dijo que se había marchado de fin de semana, así, sin más explicaciones, mucho menos

agradable que otras veces. Aquí cuando pasa algo todo el mundo se va de fin de semana.

Igual quería que me insinuase, que me hiciese la tonta, que nos fuésemos a emborrachar

y después en el portal me le agarrase del cuello como una loba. Igual pensaba que ayer

en el pantano lo que yo tenía que hacer era despatarrarme. Pero a mí, papá, no sé por

qué, me dan vergüenza esas posturas. Esa cara que tienes que poner para que te besen

me parece ridícula cuando la pongo yo. Traté de ser sincera, cabal, civilizada, pero aquí

el señorito se conoce que le gustaba más la vía veterinaria. Tampoco iba a rasgar las

vestiduras por eso. Mucho peor hubiese sido darle falsas esperanzas, fingir que lo que-

ría, representar una función romántica de veraneo.

Da igual, mejor que no estuviese, porque yo esa noche me lo pasé muy bien.

Mamá estaba un poco mustia, ella sabrá por qué, y la abuela nos dijo que fuésemos a las

fiestas de alguno de los pueblos que celebran la Virgen de agosto. Las gané a las dos

por la mano, porque mamá, haciendo acopio de valor, como si fuese un sacrificio que

hacía por nosotras, dijo que sí, y yo, al momento, sin tiempo para que rectificase, dije

que quería ir a Rubielos, y así además del baile y el ambiente veríamos el toro de fuego.

En otras circunstancias me habría espantado la idea, primero, de ir las tres marías juntas
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a ningún sitio, pero sobre todo de ponernos en semejante disparadero. Así son las cosas,

así es la realidad, y así de patéticos los hombres cuando pierden los papeles.

Porque nada más presentarnos en Rubielos fuimos a tomarnos algo en una barra

portátil que había en la plaza y Arturo no tardó ni cinco minutos en aparecer, borracho,

baboso y sin afeitar. Y yo dije entre mí: ésta es la mía, in güino véritas, y lo que tenga

que saberse se sabrá. Mamá, muy prudente por su parte, no le hizo ni caso. Y ya sabes la

tirria que le tiene al alcohol mamá. Por eso se puso tan histérica con la abuela, el día que

llegamos, y se supone que por eso trató a Arturo con tanta indiferencia. Mamá no sabe

que la palabra vino en latín se pronuncia como tu nombre.

Pero Arturo iba como una moto, y de no ser porque la abuela sabe templar gaitas

aquello habría terminado como el rosario de la aurora, por lo menos de mi parte. Porque

nada más llegar, cuando nos saludó y mi abuela le preguntó qué tal estaba y todas nos

dimos cuenta de que había empinado el codo, Arturo se dirigió a mí (los ojos inyecta-

dos, una babilla blanca en las comisuras de los labios, la camisa desabrochada, la cha-

queta sucia, daba pena) y me dijo y pensar que tengo que darte clases de latín, con lo

que tú sabes... Yo no dije nada. Pero la abuela cortó por lo sano, ¿a que no me sacas a

bailar un pasodoble ?, ¡cómo que no !, ¡eso está hecho !, dijo el otro, trabucándose, con

ese servilismo bufón que a algunos les entra cuando se emborrachan (Almudena suele

hacerle reverencias a todo el mundo, a mi me pone del hígado), y se fueron a bailar. No

se cayeron porque la abuela lo llevaba, y a lo mejor porque tampoco estaba tan borra-

cho, pero de lo que sí que me di cuenta es de que en ningún momento dejó la abuela de

hablarle y el otro de menear mucho la cabeza diciendo que sí. Mamá, a todo esto, trató

de sonsacarme. Que qué tal me iba con él en las clases..., que si lo había visto bebido

alguna mañana en la biblioteca..., que si qué individuo tan raro..., a todo lo cual yo,

como te puedes imaginar, respondí con evasivas. Era un hilo de preguntas que yo iba
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cortando con monosílabos y tragos de naranjada. Que si qué te parece que venga tu pa-

dre la semana que viene..., que qué tal con Sebastián..., que cómo te lo pasas en Pomo-

na..., que mira que ya queda poco para examinarte..., ese tipo de cosas.

Se terminó la pieza y fue como si mi abuela le hubiese inyectado a Arturo una

dosis en vena de vitamina B. Vino tieso como un palo, correcto, comedido, sin la babilla

esa asquerosa de las comisuras de los labios, hecho un caballero. ¡Hala, maja, ahora tú !,

le dijo mi abuela a mamá. ¿Yo?, ¡pero si yo no sé cómo se baila un pasodoble! No te

preocupes, Remedios, dijo Arturo, sólo es cuestión de que te dejes llevar, y la cogió de

la mano y mamá se dejó llevar. Fue una escena paralela a la que vi allí mismo el sábado

anterior, con aquellos desconocidos, solo que en esta ocasión yo los veía sonreír y ellos

sabían que yo los veía. Y no era la primera vez, desde luego, que mamá bailaba un pa-

sodoble. Entonces la abuela, fiel a su estrategia de la metáfora indirecta, me habló de los

tiempos en que un pasodoble significaba un día entero de arreglarse el vestido para estar

guapa, con cuatro trapos que se pasaban la noche cosiendo, remendando, adecentando, y

que no tenían una perra pero las risas de ilusión de todas las amigas se podían escuchar

desde la calle, y robaban los claveles rojos de la iglesia para ponérselos en el peinado.

Estaban, ella y toda sus amigas, rotas de trabajar, pero eran jóvenes y no se les notaban

las ojeras. Los hombres venían de otros pueblos montados en sus bicicletas, con la per-

nera de los pantalones del traje metida en los calcetines, nerviosos y repeinados, y todo

lo que tenían para decirse palabras de amor era el tiempo que duraba un pasodoble. Al-

gunas firmaron un matrimonio de por vida con las notas de Paquito el Chocolatero, y así

les fue. Cuánto habían cambiado las cosas. Es verdad, qué triste aquella orquesta de

jubilados con esparadrapos en las trompetas, qué triste el deambular de los mozos del

pueblo, de los borrachos, de las marujas con la rebeca sobre los hombros, de sus mari-

dos jugando a la morra. Qué triste y qué hermoso ver sonreír a mamá en brazos de un
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pobre hombre que a lo mejor sólo tenía lo que dura España cañí para intercambiar con

ella secretos de amor. A ti no te gusta bailar, ¿verdad, papá?

Mamá volvió algo decaída, no sé yo si de la conversación o de los pisotones, que

de todo hubo, y Arturo ya estaba como recién levantado de la cama. Hay que ver lo que

cambia a los hombres la responsabilidad de un pasodoble. Fresco, educado y dispuesto a

rematar la faena, porque nada más llegar a la barra dijo que el siguiente era mío. ¿Yo?

¿Yo un pasodoble? Ja, ja, que me da la risa. Una vez bailé en el instituto y cuando me

harté de ver la caspa en el cogote de los chicos dije que una vez y no más. Pero, por esas

cosas que pasan, ellos insistieron y yo acepté. ¡A ver cómo luces a mi nieta, Arturo, que

ya no vas a bailar con una muchacha tan guapa en tu puta vida !, dijo la abuela.

Pero aquello era una encerrona. Nos pusimos a bailar y en seguida se salió por

peteneras. Me ha dicho tu abuela que lees mucho estos días, dijo, mientras yo cuidaba

de que las gordas del pueblo no me diesen ningún codazo. Pues sí, paso el rato como

puedo, dije yo. ¿Y qué lees ? Leo Crimen y Castigo, le dije, a ver si lo entendía. Buena

novela, dijo él, el entendido, pero a lo mejor te gustaba más El idiota, que también es de

Dostoievsky, dijo, meneándome con dificultad en medio de la turba. ¿No sabes de qué

va El idiota ? Pues no, la verdad es que no sé de qué va El idiota, dije yo, controlando a

una gorda que bailaba muy voluptuosa ella. Pues El idiota va de un hombre tan bueno

que todo el mundo lo desprecia. ¿Ah, sí ?, qué interesante, dije yo. Ya lo creo que lo es,

dijo Arturo, y si lo leyeses por lo menos me comprenderías más a mí.

Aquello estaba poniéndose feo. Yo no dije nada, pero a Arturo ya no había quien

lo parase. Sí Violeta, sí, comprenderías que yo no soy malo, que yo no trato de hacerle

mal a nadie, y mucho menos a ti. ¿A mí?, le contesté, ¡pero si hace cuatro días que me

conoces! Da igual, Violeta, tú me tratas como si fuera el hombre de los caramelos, para

mí es muy duro confiar a alguien todo lo que soy y todo lo que siento y que al día si-
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guiente ni siquiera me mire a la cara. Yo no soy malo, Violeta, tienes que comprender

que yo no soy malo, dijo, y se terminó el pasodoble.

No le di cuerda para más. Volvimos a la barra y Arturo entonces se pasó de ser-

vicial. Que fuésemos a ver el toro de fuego desde su casa, que nos haría un chocolate

muy bueno con la receta de su madre, que no nos fuésemos aún... Las tres estábamos

cansadas, o eso le dijimos. Alargamos un rato la conversación pero en seguida nos vol-

vimos para casa. De vuelta, en el coche, me entró mala leche de pensar en lo patético

que se había puesto, y en que del rato que estuvimos bailando se me había vuelto a pe-

gar en la nariz el perfume de las gardenias.

Y luego viniste tú. Cuando llamaste por fin para decir que venías para decirlo, la

abuela no hizo más que este comentario: qué bien, por fin tenemos tren desde Madrid a

Pomona..., y entonces mamá le tuvo que explicar que no venías de Madrid, que venías

de Zaragoza.

Nunca jamás en mi vida había visto yo a mamá tan cariñosa contigo. No es cari-

ñosa la palabra. Más bien fuera de sí, desmelenada, como si le hubiera dado algún ata-

que de pasión. Tengo entendido que a muchos amantes infieles se les desatan los senti-

mientos cuando vuelven a encontrar a su pareja, como si al estar con el otro hubieran

comprendido que nadie los igualará jamás, o que ya no quieren cambiar de hábitos.

Aunque así suceda, tampoco me parece a mí que fuera para tanto. ¿A ti no te resultó

raro que nada más bajarte del tren mamá se te colgara del cuello, te cubriese de besos,

como se decía antiguamente, te apretujase tanto, te acariciara como si quisiese limpiarte

las lágrimas que le salían a ella?


521

Y tú, papá, porque eso tienes que reconocerlo, te deshiciste de ella como mandan

los cánones de una familia normal. Tampoco le hiciste ningún desaire, pero tú siempre

rebajas la temperatura de las situaciones. Mamá se controlaba a duras penas, y tú no te

enterabas de nada. Ella bajaba la cabeza, escondía la sonrisa debajo de la melena, se

mordía las uñas, te miraba, le volvían a brotar las lágrimas. Y tú me mirabas como di-

ciendo pero qué le has dado a ésta, y yo te miraba como diciendo a mí no me mires que

yo estoy tan sorprendida como tú. Pero, ya puestos, hubiese esperado un poco más de ti.

Yo creo que tú estabas un poco mosca con aquel recibimiento, como si no fuese

para tanto (para ti nunca nada es para tanto), eso sin contar lo que te dije yo por teléfo-

no. A mí ya se me ha olvidado, ya no se me ocurriría volver a preguntarte si vas o no

vas de putas, y eso es lo malo que tiene la sinceridad, que tienes que jugar con la memo-

ria de los otros, con lo que dure un sentimiento, un impulso, una verdad. ¡Para una vez

que me vendría bien esa costumbre tan tuya de no dar importancia a nada! Pero no. Te

pasaste el viaje hasta casa de la abuela vuelto hacia el asiento de atrás, mirándome y

cogiéndome la mano, mientras mamá hablaba y hablaba sin parar de lo que podíamos

hacer juntos estos días que nos quedan antes de que se termine el mes. Tenemos que ir a

Albarracín, tienes que conocer Albarracín, y a Mora de Rubielos, y al nacimiento del río

Cuervo, que me han dicho que es una preciosidad, y al Maestrazgo, no nos podemos ir

sin visitar el Maestrazgo, y tú me mirabas y de vez en cuando decías que sí, pero cuando

mamá te dejaba hablar tú pasabas de ella y me preguntabas a mí por el latín, por cómo

me lo estaba pasando, por cómo estaba preparando el día de mi cumpleaños, de modo

que llegó un momento en que los tres estábamos hablando pero ninguno se dirigía a

quien le hablaba: mamá a ti, tú a mí, y yo a mamá, para que no se diese cuenta de que

no le estaban haciendo ni caso. Así es como funcionan las cosas en esta familia, supon-

go.
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Con la abuela tú ahora te llevas bastante bien, pero aquello ya fue la leche, papá,

cuando empezasteis a daros besos y abrazos y a deciros frases largas de recibimiento.

Parecía que estuvieseis de broma. La abuela con su blusa de encajes y su falda vaporo-

sa, tú como un apoderado de artistas famosos, y mamá en medio, pobreta, con los cho-

rretes de rimmel aún en la cara y sin entender una palabra de lo que veía. Y la abuela

que ya tenía todo preparado en el jardín para que nos tomásemos el té. Allí, esperándo-

nos bajo la higuera, como una parte más del decorado, la Leonor y Sebastián y Pablo el

del trombón y su anciana madre acurrucada en una silla de anea. Cuando la abuela le

dijo al del trombón que tú también eras artista me asusté porque sé que eso te molesta, o

eso creía. Pero tú no te lo tomaste ni mucho menos a mal, ni te encerraste en uno de

esos silencios de ultratumba que utilizas cuando las circunstancias no te vienen bien

dadas. Mamá, la pobre, iba y venía a la cocina con la jarra de la limonada.

La abuela lo tenía todo controlado. Nos mira a todos siempre desde su sillón de

mimbre y por debajo de la mesa da vueltas a una especie de rosario que a lo mejor son

los hilos con que todos nos movemos como monigotes a su alrededor. Y mamá: ¿no

estás cansado del viaje, cariño ?, ¿no te apetece darte un baño y descansar un poco ?, y

al decírtelo te acariciaba. Qué degradación, pensé yo, cómo se le nota que la única for-

ma que tiene de que le haga caso es ponerlo cachondo. Aunque fuera producto del amor,

papá, me da lo mismo. Y tú dejándote querer.

Yo intentaba estar atenta a todos desde un segundo plano, hasta que me topé con

la única mirada que estaba pendiente de mí. Era Sebastián, cómo no. De pronto sentí

vergüenza ajena de todos vosotros y unas ganas locas de salir de allí, así que Sebastián

me vino que ni pintado. Ven, le dije, que quiero enseñarte una cosa. Él obedeció, pero

no creo que las tuviese todas consigo. Me lo llevé arriba, a mi cuarto, mientras subía-

mos las escaleras pude oír que le temblaba la respiración. Cuando llegamos arriba él no
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se atrevía siquiera a pasar de la puerta. Ven aquí, tonto, y lo cogí de la mano y me lo

llevé hasta la ventana. Desde allí se veía todo el tinglado de oro falso que la abuela

había montado en el jardín. Ven, mira, le dije. ¿No te parece que todo esto es un poco

patético? Entonces él se encendió un cigarro, yo escuché cómo aspiraba el humo y lue-

go se lo cogí con los dedos para darle una calada. Y el entonces va y me dice me das

miedo, Violeta. Me das miedo y no quiero que sigas jugando conmigo ni con mis senti-

mientos. Era agradable escucharle, aunque dijese tonterías. La abuela nos vio apoyados

en el alféizar y nos hizo un gesto desde abajo, como si quisiera que nos metiésemos.

¿Qué quiere ?, preguntó Sebastián. No tengo la menor idea, contesté yo, y le devolví el

cigarrillo.

Arturo, desde antes incluso de que lo concieses en la biblioteca, te tomó por al-

guna persona importante. Tú es que los intimidas. Y ya tienes al gilipollas de Arturo

soltando el rollo del modernismo regionalista de Monguió y los colores tradicionales

con que habría que pintar las casas de la Plaza del Pomonín. ¡Y yo que me creía que me

lo había contado a mí como aquél que revela un secreto ! Me dio la misma pena que

nada más llegar a Pomona me dio la Leonor. Es una de esas mujeres que parecen resta-

blecidas de la pérdida de su marido pero cuando conocen a una mujer que va sola ense-

guida le preguntan si ella también es viuda. Pues Arturo lo mismo, haciendo el patético

papelón que seguramente hace con todos, así que no me extraña que aquí ya se sepan la

historia y lo dejen por imposible o le apliquen un apodo vejatorio. Arturo el de los colo-

res, o algo parecido.

No sé si tiene relación o no, pero al día siguiente decidí cortarme el pelo. Cuan-

do fuimos a la biblioteca y tú te liaste con Arturo a hablar de Pau Monguió yo me fui

con Berta a tomarnos un café. Es apasionante ponerse en manos de alguien para que te

haga aquello de lo que ella jamás sería capaz. Yo me había llevado a Pomona la foto en
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la que estoy con mi amiga dándonos un beso en los labios, y le dije que me ayudase a

dejarme el pelo igual que el de mi amiga, como en esas películas antiguas en las que la

niña coge una rabieta y se da un tijeretazo en su hermosa mata de pelo. Ella me dijo

¿estás segura? Pues claro que sí, mujer, tampoco es tan grave. Nos fuimos a la tienda de

Juan Carlos, otro colega que allí mismo en la calle de al lado de la biblioteca vende

gennas y lacas naturales, mantas de pastor, pendientes de artesanía, marionetas, cosas

así. Dos horas después yo cruzaba los Arcos rumbo a casa con mi cresta color berenje-

na, los parietales afeitados, una camiseta negra con las siglas EZLN y un aro de plata en

la nariz. Cuando se hace este tipo de cosas no es necesaria tanto una buena razón como

una buena coartada, y a mí ya me la habíais dado entre todos.

Cuando llegué a la puerta de casa tenía ganas de gritar, de saludar a la gente, de

bailar descalza mis alegrías. La madre de Pablo el del trombón, la tía Serafina, estaba en

su silla de anea, con las manos juntas y la pañoleta negra. Me apetecía llegarme hasta

ella y saludarla en un acto de reconciliación con el pueblo. ¡Buenos días, tía Serafina !,

dije, muy costumbrista. Como no me contestaba le puse una mano en el hombro, sentí

sus huesos de vieja bajo la toquilla negra, y la tía Serafina se desplomó en el suelo. Es-

taba tiesa, papá. Estaba tiesa como la mojama.

Desperté a mamá, que se pegó un susto de muerte, no por la tía Serafina sino por

mi cresta colorada, pero gracias a la muerta pudimos aplazar la discusión. Qué gentío,

qué follón. Las vecinas entrando y saliendo, los hombres charlando en la puerta con un

pie adelantado y los brazos cruzados, y sorbiéndose mucho la nariz. El hijo sesentón,

Pablo, con el traje de tocar el trombón en un acto oficial del ayuntamiento, los labios

irritados de soplar el himno español, y la mirada perdida. De vez en cuando alguien le

ponía la mano en la espalda y él decía frases incongruentes: esta mañana me hizo una

tortilla de patatas, ayer tarde se bebió una limonada, ¿verdad Juana ?, y la abuela en su
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salsa, de maestra de ceremonias. ¡Ya verás qué flores más preciosas le ponemos en la

tumba! La muerte como algo normal, cotidiano, festivo incluso. Una señora de noventa

y tantos años cuyo corazón se paró a las once y veinticinco, cuando un replicante le pu-

so la mano en el hombro. Yo fui como la muerte, la parca que te viene a visitar, y no me

duele eso sino la extrema sencillez de quien se muere habiendo vivido más de lo previs-

to. Hasta el hijo se lo toma con resignación, porque es que ya es tarde hasta para que se

lo tome con alivio. Y la abuela entre las vecinas, ¡todos que lleguemos a esa edad, con

esa salud y con un hijo que nos cuide! Parecía una salmodia de esas que aprende con las

beatas.

Arturo y tú llegasteis y os pusisteis a hablar con Leonor. Me acerqué a vosotros,

más que nada porque no sabía cómo evitar tanta mirada. Pero vosotros no hablabais de

la muerta, la muerta os importaba una mierda. Hablabais de si a ver Leonor os dejaba

matar un pollo y un conejo según el método tradicional. Meter a la tía Serafina en el

cajón le tocó a Sebastián, después de que la abuela la amortajase de carmelita. ¿Quieres

verla, hija mía ? Ha quedado hecha una rosa... Sebastián me miraba estupefacto y yo

miraba sus manos que acababan de tocar la muerte. Eran ya las cuatro de la tarde, el sol

caía en picado. Me subí a mi cuarto con ganas de vomitar. Mamá vino detrás de mí. Se

acercó, me cogió de la mano, me dio un beso, comenzó a llorar. ¿Tanto te ha afectado la

muerte de esa señora, mamá?, le dije. Estás muy guapa, hija mía, me dijo, sin más, y me

volvió a dar un beso y se fue. La muerte amplía el sentido estético de las personas, ¿no

te parece? Desde mi cuarto os pude ver, en el corral de Leonor, a ti y a Arturo discu-

tiendo como dos chiquillos cómo se matan los pollos al estilo tradicional. Que no, que al

conejo hay que sacarle los ojos, que al pollo se le retuerce el pescuezo, que no, que es

justo al revés... De pronto empezó a sonar una marcha fúnebre en la calle. Fue cuando

los compañeros de Pablo vinieron para rendir un último homenaje musical a la tía Sera-
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fina, a la abuela se le caía la baba, el cura torcía el morro... Del portal de Leonor salis-

teis Arturo y tú, manchados de sangre, a decirle a Leonor a ver si ella los podía rematar.

Un gentío cada vez más grande se acercaba a darle el pésame al huérfano. Una señora se

puso a aplaudir a la banda municipal, otra más joven que había a su lado le dio un pe-

llizco para que se estuviese quieta. Y yo qué me pongo ahora con esta cresta, pensé. El

cura dio permiso para enterrarla esa misma tarde, porque con tanto calor no la podían

tener en casa toda la santa noche. La abuela trajinaba con las flores. Arturo y tú volvis-

teis a salir de casa de Leonor con el pollo sin plumas y el conejo despellejado. Leonor

salió luego, de riguroso luto y plumas de pollo y pelos de conejo en la pechera, yo mis-

ma se las quité.

No asistí al funeral, seguro que la abuela hizo una obra de arte con las flores,

pero yo no asistí al funeral. Aunque sí quise subir al cementerio. De algún modo me

daba la impresión de que nadie le estaba haciendo demasiado caso a la señora muerta.

Qué final para casi un siglo de vida, qué poca razón tenemos al imaginarnos muertos

para que nos consuele la idea de que todo el mundo llora por nosotros. Pero allí tampo-

co sabía dónde ponerme para no robarle a la tía Serafina su protagonismo, así que me

fui a dar una vuelta por entre las tumbas. Arturo y tú también estabais de inspección

lapidaria. Cuando me junté con vosotros os pusisteis a competir a ver quién me decía

más piropos sobre mi nuevo peinado, parecíais el gordo y el flaco, a ver quién resultaba

más gracioso. Arturo te estaba contando el proyecto ese que tiene con la abuela para

convertir el cementerio en un hermoso parque floral con fuentes en las plazuelas y ban-

cos de madera para descansar. Tú sostenías que la estatua del monumento a los caídos

es tu compañero Alfredo, que se pasó cuarenta años haciendo de soldado desconocido

por todos los pueblos de España.


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Pasé de vosotros, parecíais niños. Me fui a ver tumbas donde por lo menos la

gente estuviese callada. Unas gitanas fregaban de rodillas el suelo donde tienen a sus

muertos, sus nichos blancos, atestados de flores de plástico. Una señora mayor subida

en una escalera le daba besos desesperados al retrato de su hijo. Un hombre de la edad

de mi abuela paseaba cabizbajo delante de la lápida de su mujer. Hacía un calor excesi-

vo. Una pared de nichos estaba repleta de muchachos y muchachas de mi edad, me tuve

que apartar porque a esas horas y con ese calor olía demasiado mal. No, mal no. El olor

de la muerte no es malo. Es dulzón y repulsivo, pero no es malo...

Ya no recuerdo más. De pronto Sebastián me tenía entre sus brazos y me movía

la barbilla para que me despertase. No sé dónde estaba. Me abracé a él y me puse a llo-

rar como una loca, no podía parar, quería serenarme de algún modo, ponerme en pie, no

dar esos alaridos, que iban a llamar la atención de todo el mundo, y Sebastián me abra-

zaba, me daba besos en la frente, me secaba las lágrimas. Luego me trajo a casa y me

tumbó en la cama.

Apenas pude pegar ojo en toda la noche, me resistía a dormir, como cuando era

pequeña y en la oscuridad las imágenes prohibidas avanzaban hacia mí como un tren a

punto de arrollarme. Cada vez que me quedaba traspuesta soñaba que no estaba dormi-

da, y me soñaba en la cama donde duermo, con las mismas sábanas y la misma camise-

ta, pero al no estar dormida trataba de mover una mano y no podía. Estaba consciente

pero inmóvil, como a lo mejor están los que sufren una catalepsia y en seguida los dan

por muertos. Pero también era consciente de que ya me ha pasado más veces, y de que

siempre era un sueño. Da igual. Hago esfuerzos instintivos para mover la mano, para

escuchar mi voz, para gritar, aunque sepa que no sucede nada malo, pero de algún modo

también siento que no mover la mano, no gritar, es también una claudicación, un darme

lo mismo estar viva que muerta. Pegué tal berrido que desperté a mamá y vino corriendo
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a ver qué me pasaba. Yo traté de explicarle, con la respiración entrecortada, más o me-

nos lo que acabo de explicarte ahora, y ella me preparó un vaso de leche y me dio por-

menores sobre las causas científicas de mi terror. Me dijo no te preocupes, eso es que

has mezclado demasiadas cosas hoy, como si las cosas fuesen barbitúricos o diferentes

tipos de bebidas alcohólicas, y la sensación de abandono, de precipitarme por un abismo

inevitable, algo parecido a una jaqueca.

Mamá me decía es que han sido demasiadas emociones fuertes, Violeta. No lo

sabes tú bien, le dije yo. Esperó un rato a que se me calmasen un poco las pulsaciones,

de vez en cuando me acariciaba la frente y me ponía la mano a ver si tenía fiebre. Pude

dar por fin un buen suspiro y quedarme más tranquila, me entraron ganas de fumar.

Mamá me acercó el paquete de fortuna, me lo dejó en el halda, se encendió uno de los

suyos y, así como para iniciar una nueva conversación, me dio dos besos y me felicitó

porque ya era mayor de edad. A mí no me hacía demasiada gracia, pero me pareció ver

que ella también se aceleraba un poco al hablar sobre mi cumpleaños.

¡Ay, pues te he hecho un regalo, Violeta... ! ¡Tengo unas ganas de dártelo..!

Mamá ya sabes como es. Me esperaba una serenata con mucho humo de ducados sobre

que ella tenía también dieciocho años recién cumplidos cuando me engendró a mí, y una

gris derivación hacia el problema, ese problema inexpresable que según ella igual nos

une que nos separa. Pero no. Estaba ilusionada, se veía muy claro que le había puesto

mucha ilusión e incluso, quizá, que ella también se estaba pasando la noche en blanco

de saber si a mí me gustaría o no. La vi rejuvenecer mientras la ventana ya empezaba a

ser una pantalla de color azul cobalto, un poco más oscura, también más tersa y más

profunda, que la pantalla del ordenador. ¿Quieres que te lo dé ya?, me dijo, de reojo. A

mí estas cosas es que me afectan mucho. Ves a tu severa madre jugando a muñecas y se

te parte el corazón. Bueno, sí, vale, dámelo. No, no te lo doy, que tampoco es que te
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haga demasiada ilusión. ¡Claro que me hace ilusión, mamá, pero qué cosas dices ! ¿De

veras ? Claro que sí... No, luego, mejor luego, con todos... y así un etcétera de varios

minutos en infantil regateo de sentimientos, hasta que aplastó el ducados a mitad (mamá

siempre deja los cigarros a mitad, dice que es más sano) y se bajó escaleras abajo a por

el regalo.

La cámara de fotos a mí me gustó pero pensé que era un regalo como para darlo

delante de todos. ¡Anda, dije, una cámara de fotos!, yo tratando de expresar una cierta

emoción. Lo malo con mis emociones es que me da vergüenza expresarlas con ese des-

parrame convulso con que las expresa mamá. En eso he salido a ti, pero tú sabes fingir y

yo no. Era muy bonita, y así se lo dije. Le dije: es muy bonita. No era la cámara digital

esa con zoom que una se imagina que es un pedazo de cámara impresionante, sino una

que me gustó porque me parecía un objeto antiguo. Lo dije como un halago. Dije una

cámara antigua con toda la sensibilidad femenina que fui capar de desplegar en aque-

llas condiciones, pero ella se lo tomó a mal. ¿No te ha hecho ilusión?, me preguntaba,

de un modo más puro que cuando en vez de preguntar lo afirma y así te castiga con el

pecado de haberle hecho a tu madre un desaire. Me di cuenta entonces de que por lo que

quiera que fuese ella necesitaba que me volviese loca con la cámara, que fuera el regalo

de mi vida, el objeto inolvidable. Yo era consciente de que mamá se habría gastado una

pasta porque Mamá no es de regalarme una Werlisa Club ni una Kodak Instamatic ni

nada de eso. Pero lo demás le daba igual. Ella esperaba una reacción de botes en la ca-

ma y lágrimas en los ojos, a pesar de que estaba enferma y desvelada, una reacción a la

medida de la pasta que se ha gastado en la cámara, y que no tardó demasiado en decir-

me. A ver si te vas a pensar que es una cámara de usar y tirar de esas que venden en el

súper junto a las pilas y las cuchillas de afeitar, Violeta. A ver si te vas a pensar que esta

cámara es cualquier cámara, Violeta. Era una Leica, Violeta, pero Violeta, en ese mo-
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mento, después de tanto estudiar latín, resulta que no sabía lo que es una Leica. Pues

una Leica es la mejor cámara de fotos en blanco y negro de la historia de la humanidad

y vale más de trescientos talegos, vino a decirme mamá. ¡Trescientos talegos ! ¿Pero tú

estás loca? ¿No tenías ninguna necesidad más urgente donde gastarte trescientos tale-

gos, mamá?, le dije yo, un poco escandalizada por semejante derramamiento económi-

co, como dices tú. Y ella insistía: ¿pero es que no te gusta, Violeta ?, ¿quieres que la

descambiemos?, en la tienda me han dicho que si no te gustaba ésta nos la cambiaban

por otra más barata. Está bien, mamá, le dije, y le di un cariñoso abrazo la cámara de

fotos apretada contra el pecho.

Lo primero que uno piensa cuando le hacen un regalo es cómo va a disfrutar de

él. Soy un poco corta de reflejos, y así de momento no le encontré mayor utilidad, ni

tampoco mayor significado, por lo menos ningún significado que valiese trescientos

talegos. Mamá sabe que esto es lo que más me separa de ella, que cuando se salta la

regla se la salta bien saltada. Pero, acumulando razones para sentirme alegre, que mamá

no se llevase un chasco, me puse a leer el manual de instrucciones. Fue entonces cuando

caí en mi amiga. Le dije mamá, me gusta muchísimo, es el regalo más valioso que me

han hecho en mi vida, te lo juro por Dios, pero no entiendo por qué me has regalado una

cámara precisamente. Y entonces mamá desembuchó.

Es impresionante la empanada mental que lleva mamá. Se desesperó tanto de ver

que yo no le hacía ni caso que hizo lo que jamás había hecho, leer mis cartas, mis pape-

les, mis diarios. Dijo que ya no podía más, que no podía aguantar ni un día más con esa

desesperación, así que subió a mi cuarto y fisgó lo que quiso.

Me contó una historia de tiras y aflojas sentimentales, sexuales más bien, que

por lo demás debe de ser el pan de cada día. Mamá, con su gran corazón a cuestas, se

sintió muy desgraciada porque vio claro que en ese tira y afloja la única perjudicada en
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el fondo soy yo, que estoy en medio. Y entonces hizo examen de conciencia y encontró

que te quiere porque eres el padre de su hija, que eres el hombre de su vida, que quiere

seguir contigo y, lo que es más importante, que quiere follar más a menudo contigo. El

día que fuimos a la estación tenía ganas de comérmelo,Violeta, no estaba dispuesta a

ventilar aquella catarsis espiritual con un polvete de nada, me dijo mamá. Quería que

hiciésemos el amor como el día en que te engendramos a ti, me dijo. Quería que todos

de repente nos quisiésemos mucho y vosotros fueseis algo así como la mejor versión de

vosotros juntos en mi decimoctavo cumpleaños. Quería que yo también fuese feliz, que

comprendiera su mensaje. Se lo tuve que preguntar, estoy yo un poco torpe para los

mensajes profundos. El mensaje era que me vaya en octubre a Amsterdam con mi ami-

ga, que ella me paga el viaje y una cámara de puta madre. Dice que cuando me vio con

la cresta colorada comprendió qué regalo me debía de hacer, cómo podía corresponder

al mensaje de mi aro en la nariz.


El amor está resultándome bastante instructivo. Sebastián hace lo mejor que puede

hacer, y yo lo acepto y le estoy agradecida por ello. Quiere mostrarme sus paisajes y sus

intimidades, todo lo que es él y todo lo que puede ser, va con el corazón en la mano porque

le parece poco llevarme a un bar y allí desmelenarse con una lacrimosa declaración de

amor. Me gusta porque ha resultado ser un chico optimista. A pesar de la cresta colorada y

de la que tuvimos en el pantano, me lleva por los vericuetos del bosque para que respire yo

también el aire de su felicidad. En vez de amargarme la tarde contemplando sus vísceras de

amante dolorido, me lleva a que vea unas crías de águila. En vez de ponerse serio y discutir

sobré qué coño busco yo en él, caminamos por trochas y desgalgaderos para mojarnos los

labios en las fuentes más antiguas de la ciudad. Quiere enseñarme una cosa que a mí, que

no entiendo nada de esto, me parece un concepto muy maduro del amor: me ofrece lo que

tiene, sus sentimientos secretos, para que luego yo me forme una opinión más matizada

sobre lo que significaría quererlo como él me quiere. Piensa que yo no soy de las chicas que

se arrebatan sino de las que tienden a comparar.

Me dijo que cuando yo también asumí un disfraz radikal se dio cuenta de que a mí

no se me engatusa sino que se me demuestra que alguien merece la pena. Así lo ve él, y no

deja de ser curioso que vaya ejerciendo de cicerone por sus ideas y aficiones más profun-

das. La otra tarde estábamos mirando una silueta de la ciudad desde el cerro de Santa Bár-

bara y por un momento he tenido la sensación de que me estaba vendiendo su maravillosa

infancia, su amanecer al mundo, todo terso, muy sencillo, como un síntoma muy claro de

que no es un hombre propenso a sufrir ningún trauma. Quiere que por encima de todo yo lo

siga recordando con afecto. Mandó a la mierda al bombón con media melenita con quien

iba el otro día. Ayer me llamó para dar un paseo al atardecer, esta mañana hemos madruga-
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do para hacer senderismo por la ruta del agua. Estoy reventada. Este chico se me quiere

ligar a base de palizas.

Ayer me llevó a los Estrechos de Guadalaviar, que es una profunda garganta de 80

metros de altura que secciona el margen meridional de la depresión del río y deja colgados

los rellenos y glacis miocenos y pliocenos para penetrar hasta las calizas y margas jurási-

cas. Ayer tuve un cursillo intensivo de geología. Me lo sé todo. Sebastián me explicó que

esos cortados se hicieron en el tiempo de los grandes dinosaurios, porque esta zona fue

ocupada por un mar poco profundo, salino y cálido. Sebastián quería demostrarme que no

todo lo que hay en los alrededores de Pomona es un secarral como Patagallina, con lo que a

mí me gustó Patagallina y su mística secarralidad. Sebastián también tiende a pensar que la

bondad está en la espesura, y la profundidad en el terreno abrupto. Tuvimos que pasar de-

bajo de muchas ramas y saltar muchas veces el río dando brincos por las piedras y escalar

un camino de cabras que asciende a la roca por detrás del precipicio. Vimos buitres leona-

dos contemplando la posibilidad de que nos partiésemos la crisma. Tocamos las aguas cris-

talinas de los arroyuelos y el tacto sedoso de las truchas, que se paseaban con sus crías por

las poco profundas orillas y así. Sebastián me ilustró sobre las distintas especies de gusano

que se emplean para pescar, y vimos barbos y renacuajos y escuchamos el croar de un sapo

morterón. Me estuvo explicando con todo detenimiento la composición geológica de cada

pedrusco y los que significan esos chorretones ferruginosos que brotan de las peñas y dan al

precipicio un aire de rostro sucio. Sebastián en un extremo del pequeño acantilado, ten cui-

dado Sebastián, no te vayas a resbalar, gritando al viento las cualidades químicas de la

hermosura. Encontramos unas cabras triscando por los matojos y al pastor que las apacen-

taba, un señor viejo con el rostro erosionado por el aire puro. La piel dura, cuarteada, que se

le había comido los labios y le había hundido los ojos. Movía la cabeza con esa tranquilidad
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con que un animal del campo cambia de postura. Sebastián le preguntó por un atajo para

llegar a la presa, yo no me enteré de nada. Hablaba un idioma distinto, el idioma que hablan

a gritos los pastores de una a otra de las majadas, y que no es precisamente lo que dice San

Juan de la Cruz, porque el hablar a gritos ha comprimido todo su lenguaje a monosílabos

que ayudados de muchos aspavientos significan un mensaje sobre si hace frío o hace calor,

y si va a venir una tormenta y por dónde. Era enternecedor ver cómo Sebastián domina ese

idioma. Este invierno estuvo en la campaña de vacunación de cerdos y aprendió el idioma

de las pocilgas, pero el idioma de los pastores es todavía más difícil, más puro, exige más

bondad, porque los pastores ni siquiera están corrompidos por la idea de que esas cabras

que triscan por la espesura son suyas. Qué majo Sebastián, cómo cogía el cigarro con las

yemas de los dedos y quitaba la ceniza con la uña del meñique, igual que el pastor.

Pero sigue habiendo algo que me separa de él. A mí el pastor me parece una persona

muy sencilla y entrañable pero al mismo tiempo me horroriza su adaptación al medio. Con

Sebastián, a otra escala, me pasa lo mismo. Yo estaba convencida de que acostarme con él

podría desatar algún factor emocional que todavía no tengo controlado, que ni siquiera sé

cuál es. Pero la oportunidad era lo que se llama una bicoca, algo que yo sentí que no se me

volverá a repetir jamás. Creo que tenía la última oportunidad de vivir una ingenua pasión de

verano, y estaríamos los dos de acuerdo si no nos hiciésemos un lío con los sentimientos. Él

no se conformaría con eso, ya me lo ha dicho. Él es capaz de buscarse un trabajo en Madrid

y que allí seamos novios hasta que yo termine la carrera, y luego, supongo, casarnos. Eso es

lo que hicisteis mamá y tú, y aquellos polvos trajeron estos lodos. No es que me dé miedo,

no es que me crea demasiado joven para una relación tan seria, no es que tenga dudas sobre

la entrega y el amor de Sebastián de aquí hasta que la muerte nos separe. Es que no tengo

ganas. Y me pregunto por qué un sencillo acto de floración natural tiene que complicarse
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tanto ¿Por qué Sebastián no es capaz de entender que yo tan sólo quiero vivir un hermoso

recuerdo ? Ayer con tanta naturaleza eludió la cuestión, si no la saco yo no hubiésemos

hablado de ella. Una de las cosas buenas que hace por mí es no sacar a la conversación

aquellos temas que puedan causarnos ni la más mínima emotividad. Las águilas, las cabras,

el pastor... Sí, pero qué más. Habíamos dejado la conversación días atrás, cuando él me dijo

que no era un semental porque yo le había sido muy sincera al proponerle que hiciéramos el

amor. Aquello se había quedado así, y ahora su respuesta era un cursillo de botánica y de

zoología. Ayer Sebastián había decidido que nos fuésemos por las ramas, pero ya estamos a

veinticinco de agosto y el lunes que viene regresaremos a Madrid. Sin él y sin su sombra,

eso lo tengo muy claro.

Así es que, ayer tarde, cuando estábamos ya en el pantano esperando encontrar a al-

guien que nos trajese, le dije mira, Sebastián, vamos a dejarnos un poquito de fauna y flora,

anda, majo, y vamos a lo nuestro. No se lo dije así, claro, pero más o menos. Le digo esta-

mos a punto de perder una oportunidad de oro, y él en eso estaba de acuerdo, pero resulta

que tenemos distintas oportunidades de oro. Yo quiero un sencillo acto de amor, papá, no

una juventud de noviazgo monótono, ni tampoco herir a nadie. Cuando alguien hace algo

por ti, algo que implica un gran sacrificio, te chantajea con una deuda enorme que si no

tienes valor para dejar saldada puede llegar a amargarte la vida. Para él, la oportunidad de

oro es que nos hayamos conocido, nada más, y finge un estoicismo positivo que yo lo sien-

to mucho pero no me lo trago. Pero bueno, le decía yo, ¿y si tú llegas a Madrid y la cosa no

funciona? ¡Pero cómo no va a funcionar!, decía, y entonces yo tenía que volver a ponérselo

claro: Sebastián, quiero que tú tengas muy claro que a mí me gustas y siento un gran afecto

por ti, aparte de una creciente atracción sexual, pero que todo eso no significa que esté

enamorada de ti. Para él era como si dijese que dos y dos no son cuatro. Cuando era peque-
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ña vi una película en que Melissa Sue Anderson, la de La Casa de la Pradera, se casaba con

un joven muy guapo porque la obligaban sus padres, y mientras ella se deshacía en lágrimas

el joven la consolaba diciéndole que no se preocupara por el amor, que ya vendría, como si

el amor fuese un hijo más de la docena de hijos que pensaba tener. Aquello me horrorizó.

Ahora resulta que me proponen a mí una cosa parecida, cuando tengo la edad de Melissa

Sue Anderson, la de La Casa de la Pradera, cuando mi mismísima madre cometió una me-

tedura de pata de la que salí yo. Sebastián no es capaz de entender eso. ¿Tú lo entiendes,

papá?

Al final nos trajo el albañil de las patillas que me saluda desde que me vio en Vi-

llaspesa con Arturo. Ahora se acerca más a mí por el asunto de la cresta, piensa que soy de

su cuerda o algo así. Nos trajo en un Ibiza viejo a toda hostia por aquellas curvas del panta-

no, Sebastián estaba cagado. Así se ha llenado el cementerio de chavales de veinte años,

dijo cuando por fin Francisco, el chico éste, nos dejó en casa. Pero luego me hizo la pregun-

ta definitiva para que toda esta historia salga mal. Me preguntó que de qué conocía yo a ese

tipo.

Y luego está Jan. Jan es un compañero de clase. Estos días, no sé por qué, me

acuerdo mucho de él. Es el chico que se pone al lado de la puerta y no se relaciona con na-

die. Es un muchacho pálido, muy muy delgado, con la cara llena de granos y el pelo gra-

siento, saca sobresaliente en filosofía y en matemáticas y el resto se conforma con aprobar-

las sin el menor esfuerzo. Estamos en la misma clase desde que llegamos al colegio, pero

yo sólo lo conozco a raíz del día, a finales del curso pasado, en que el profesor de gimnasia

se picó con él y puso a todos los chicos a saltar el plinton. Fue un ramalazo cuartelero para

jugar al fascismo fuera de programa. Estábamos en el gimnasio. Recuerdo que llovía y de-

ntro se habían condensados los sudores de todos y había empezado a evaporarse el de va-
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rias semanas atrás que tenían las colchonetas. Jan se puso el último, y a mí, sólo de pensar

la hostia que se daría si saltaba, se me revolvió el estómago, me dieron náuseas, se me fue

la luz de los ojos y estuvo a punto de darme una lipotimia. Cuando le llegó el turno, el triste

Jan se limitó a decir que no saltaba por cuestiones de conciencia, y su voz de desnutrido

restalló por todo el gimnasio. Yo me solidaricé con él, y para demostrarlo fui a decirle que

me tenía de su parte. Pero me quedé con ganas de demostrarlo de verdad, no sólo con bue-

nas palabras. El triste Jan piensa que todos nos vamos arrastrando unos detrás de otros, que

cada día aceptamos varias docenas de vejaciones indignas. Yo he tardado un año en encon-

trar mi oportunidad.

Todo este curso Jan y yo hemos hablado bastante. Él me ha contado que pasa el

tiempo haciendo experimentos sobre la teoría del caos, porque todavía no lo enseñan en la

escuela. Pero siempre tiene alguna frase despectiva hacia la naturalidad con que claudico,

una chica que saca unas notas estupendas, que siempre tiene todo hecho, que nunca ha fal-

tado a clase, que no tiene vicios. A Jan le gusta mucho dibujar. Es muy oscuro dibujando,

no es como tú. ¡Me encanta ese autorretrato que has puesto al final del libro, tú sentado y

derretido y con una vela en la cabeza, qué gracioso estás! Me gustan sobre todo esos dibu-

jos con historieta, ¿cómo se llama?, eso, Claudio Eliano, el incesto involuntario de un ca-

mello, los efectos perniciosos de la contemplación del sapo, cómo se cura la cabra las cata-

ratas, esos dibujos me encantan, papá. Son divertidos, y también son tiernos, entrañables.

Los dibujos de Jan parecen dibujos de atormentado, pero él es buen chaval. Tiene una vida

dura, los dibujos son como la vida, supongo, yo no sé dibujar, y el oboe se toca bien o mal,

pero no se toca más o menos entrañable. A lo mejor mamá tiene razón y es el oboe, que me

estaba volviendo loca. Los dibujos de Jan son como arrancados, como escupidos, los miras

y producen inquietud. Y él es muy buen chico pero tiene algunos odios viscerales. A Sepe-
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lio, el profesor de latín, lo odiaba, lo odiaba a muerte. Él nunca me dijo que lo odiaba, pero

yo lo noté un día que Sepelio estaba explicando en la pizarra. Me acuerdo porque estaba

explicando el significado de la palabra pasión en latín. Y yo me giré (yo estoy al lado de la

ventana, justo a la otra parte de la clase), me giré y lo vi a Jan cómo estaba mirando a Sepe-

lio. No movía un músculo, no pestañeaba, no tenía ningún gesto. No se podía decir que

estuviese arqueando los labios, presa de la ira. Estaba serio, inmóvil y serio, y miraba a

Sepelio. Y yo, no sé por qué, lo miré más fijamente para que se diese cuenta de que lo mi-

raba, y cuando se dio cuenta bajó de la nube, me miró y yo le hice un gesto así con la mano,

un gesto como para que se calmase. Yo ya había dado por supuesto que Jan estaba a punto

de saltarle a Sepelio al cuello, y no sé por qué, porque Jan no se movía.

Luego, cuando terminó la clase, nos fuimos juntos al patio a fumar un pitillo y le

pregunté. Le dije me dabas miedo, Jan. Te he visto cómo lo mirabas y me ha dado miedo.

Ya sé que Sepelio te cae fatal, que no te gusta el latín, pero, no sé, yo contigo tengo presen-

timientos, Jan, me pasa una cosa rara. Me pasó lo mismo el día que te negaste a saltar el

plinton, me puse muy nerviosa. Cuando te preguntan en clase yo me pongo muy nerviosa

porque sé que eres muy tímido, pero esto era distinto, esto no era sólo nerviosismo. Así se

lo dije, y él, muy tranquilo, me dijo que sí, que lo odiaba a muerte, que le gustaría verlo

muerto, pero que él nunca se atrevería a una cosa así. Y yo le decía: pero Jan, es un simple

profesor, es un mentecato que hace lo que puede para llegar a fin de mes, sólo eso. Sabe

latín. No sabe explicarlo pero sabe latín. Pero esos no son motivos para matar a nadie, no

me jodas.

No es eso, dijo Jan. A mí el latín me la suda. Lo que no puedo soportar es que ese

tipo está saliendo con mi madre, dijo Jan. Los vi un día. Los vi salir del coche ese viejo que

tiene Sepelio. Fue un día que estaba yo comprando tebeos en Madrid Cómics. Los vi salir
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del coche. Los dos salieron paseando por la Gran Vía y mi madre lo cogió del brazo. ¿Y lo

odias por eso?, le pregunté yo. Sí, dijo él. Así, sin más.

Bueno, papá, la razón por la que yo suspendí el latín tiene que ver con eso. Yo tenía

un problema y Jan tenía otro. Yo no quiero estudiar medicina ni nada de eso. Se estaba

echando junio encima y yo a mamá la veía entusiasmadísima. No habría tenido ningún pro-

blema en decirle mira no, mamá, no me apetece estudiar medicina. En realidad no sé si me

apetece o no. No sé lo que me apetece. No me ha pasado nada que me convenza de cuál es

la decisión correcta. Si es tan trascendente como dice mamá, ¿por qué la tengo que tomar

con tantas prisas?

Ese era mi problema, y el de Jan que quería alejar a Sepelio de su madre como fue-

se. La idea se me ocurrió a mí, dejarme suspender para septiembre. Así yo podría pensár-

melo mejor y meteríamos a Sepelio en un buen aprieto. Estaba claro que a mí no me podía

suspender. Yo soy la mejor de la clase en latín, papá. Yo sé todo el latín que tú me enseñas-

te, porque Sepelio no nos ha enseñado nada. Soy mejor que Patricia Sánchez Romero, que

es la otra de la clase que saca todo sobresalientes. Y el colegio necesita prestigio, necesita

colgar las fotos de los alumnos brillantes que han entrado en la facultad de medicina o en la

de ciencias políticas. En la entrada hay un mural lleno de fotos de alumnos que sacaban

todo sobresalientes. A mí no me podía suspender. Pero yo entregué el examen en blanco,

nada más empezar, y todo el mundo lo vio, y todo el mundo lo supo. Y por si pudiese que-

dar alguna duda puse, en letra bien grande, no tienes ni puta idea. Y Sepelio antes de leerlo

me preguntó qué me pasaba, y después de leerlo me miró y no dijo nada. Y yo me marché.

Lo hice por Jan y lo hice por mí. Pero no quiero saber nada de amores, papá, de

hombres ni de mujeres, sólo quiero terminar el canto cuarto de la Eneida, prescindir del

mundo, de sus peligros y sus bendiciones, navegar por el dulce fluido de la despreocupa-
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ción, como haces tú, aunque quién sabe lo que te pasará por dentro durante todo el tiempo

que debes permanecer inmóvil y desnudo delante de estudiantes patosos y profesores fraca-

sados. Ahora, después de todo, estoy tranquila. Lo único que puede pasar es que no cuel-

guen una foto mía en la entrada. Ya ves. Me recuerdo tranquila, sonriente, escuchando có-

mo Almudena me preguntaba qué me había salido en la primera frase. Me recuerdo con ese

abatimiento tan placentero.

Ayer, cuando Sebastián y yo volvimos del pantano, le dije ven, Sebastián, que quie-

ro enseñarte una cosa. Y nos vinimos aquí, a este cuarto de las ánimas donde ahora escribo.

Sabía que si empezaba a darle explicaciones nos enredaríamos en el tedioso tira y afloja del

pantano, así que no le dije nada. Me desnudé igual que Dido se desabrocha la túnica, in

veste recincta, con naturalidad y determinación. ¡Pero Violeta... !, me decía, pálido de

amor. Ssssh, tú calla, que ya hemos hablado bastante. Parecía yo la maestra de ceremonias,

pero he aprendido que en esto del sexo lo único que se puede aprender es a dominar los

sentimientos, sobre todo cuando no los tienes, y la técnica restante ya la explica el Kinsey

Institute New Report on Sex, que para eso lo tenemos en casa. Y sin embargo este abando-

no, esta plenitud vacía, esta relajación muscular. Después de pasarse todo el rato con los

ojos cerrados y los dientes apretados, por fin sentí un ataque de simpatía, un besuquearlo

todo y no contenerme la risa. ¿De qué te ríes? ¿De qué quieres que me ría? Me río porque

estoy contenta. Y él interrogándome ansioso, en eso, ya ves, Almudena tenía razón: que qué

tal, que si te he hecho daño, que si te has corrido, que si me quieres. Daño no, la verdad.

Una espera que le van a degollar por dentro y luego resulta que no, que a lo mejor perdí la

virginidad en un traspiés, en un recalcón, como dice la abuela, pero no por la fuerza bruta

de ningún ariete de la guerra de las Galias. Yo pensé: igual si se lo digo le hiero en lo más

profundo de su sentimiento masculino. Nada de nada. Yo estaba contenta y le dije ¡ay, Se-
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bastián de mi vida y de mi corazón, lo que yo daría por mirarte como tú me miras! Qué

alegría, Sebastián, y Dido abrasada entre las llamas, cuánta belleza pequeña, cuánto trabajo

para una verdad tan diminuta.

Escucha esto, papá: agnosco veteris vestigia flammae. Es de esas veces en que te

deslumbra la facilidad con que comprendes un verso de la Eneida sin necesidad de hacer

rayas y cálculos ni de dejarte los dedos en el diccionario. Pero ahora lo leo y lo entiendo,

aunque no lo sienta, como si fuera mi propia lengua. Ahora puedo escuchar el Dido et Ae-

neas que me regalaste desde este cuarto, con la Eneida abierta por el verso veintitrés del

canto cuarto. La mesa debajo de la ventana, para que me dé toda la luz. Más que una cinta

de magnetofón parece la banda sonora del cielo. Lo que me gusta del latín es su disposi-

ción, la vieja edición de Oxford que me regaló Arturo, la libreta de rayas donde hago las

traducciones, la pluma, el tintero, el diccionario muy manoseado en este pequeño atril, la

traducción al español encima de la cama, para evitar la tentación, o demorarla en lo posible.

Siento, hoy más que nunca, que esta imagen ya pertenece al pasado. Soy Violeta en mi pro-

pio pasado, y por fin comprendo lo que la gente, que tampoco lo comprende, quiere decir

cuando te dice que vivas el presente. Sólo aprecio la extrema intensidad de estos momentos

porque sé que con ellos toda mi vida seré capaz de recordar un estado de ánimo que con-

forme me haga vieja se hará más escaso. Esta dulce irrealidad, este pasar el tiempo hacien-

do algo tan anacrónico y tan bello como sorprenderse con cuatro palabras escritas hace dos

mil años. Reconozco las huellas de una vieja pasión. En latín no dice amor sino llama, fue-

go, pero suena mejor así. Además, Sepelio explicó un día que passio significa sufrimiento,

nada de despendole amoroso sino dolor, puro dolor. El dolor que a lo mejor me causa no

quedarme para siempre así, aquí, renunciar a todo lo que me espera para vivir una vida de

placeres ingenuos. Veo muy claramente ahora qué es lo que ha hecho la abuela. Mi abuela
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ha regresado, pero no a su pueblo, porque ella es de Madrid y nunca se movió de allí, sino

a un antiguo sueño, a lo que se imaginaba cuando era jovencita, en plena posguerra, a lo

que para ella era el frasco donde oler el mismo perfume que con el paso de los años se ha

llenado de ácaros.

Voy a ir a Ámsterdam con mi amiga, papá, y no voy a estudiar medicina. Hice el

amor con Sebastián y hasta ahí hemos llegado. Estuvo bien, pero a mí, papá, la verdad, ese

chico no me acaba de interesar. Tenía que cumplir su función copulativa y la ha cumplido,

ya está. Lo malo es que mamá, otra vez, se ha metido en medio. Esta mañana me he levan-

tado y era como si todo el mundo pensase que Sebastián y yo ya somos novios. Nadie, se

supone, sabe que hemos estado juntos, que anoche hicimos el amor. Nadie lo sabía (yo le

dije a Sebastián que si se lo decía a alguien lo mataba) pero todo el mundo se enteró. Y la

primera, claro, la abuela. La abuela esta mañana me trataba como en los anuncios las ma-

dres tratan a sus hijas cuando les acaba de venir la regla por primera vez. Igual es que yo

estaba un poco susceptible.

A mamá no le ha parecido suficiente leer mi diario. Ya que se ha saltado la norma

fundamental de no meter las narices en los asuntos de los demás, cualquier otra ingerencia

le parece ya lo más normal del mundo. Sebastián me dijo anoche que un día mamá, a mis

espaldas, un día que mamá y la madre de Sebastián estaban charlando sentadas a la fresca

en las sillas de anea, mamá dijo que, como parecía que Sebastián y yo habíamos hecho

buenas migas, y como en el fondo todos empezaban a estar de acuerdo en que hacíamos

buena pareja, entonces lo mejor para Sebastián, si quería terminar su doctorado en veterina-

ria (y debe hacerlo cuanto antes porque estas cosas si se dejan luego ya te haces mayor y da

pereza), si quería ser doctor lo mejor sería que se fuese a Madrid. La madre de Sebastián

dijo que ella hacía los sacrificios que fuesen necesarios para que su hijo continuara con sus
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estudios, aunque Sebastián había hecho entera con beca la carrera en Zaragoza, Sebastián

siempre ha sido un chico muy responsable.

Mamá, entonces, según me contó anoche Sebastián (y me lo contó en un tono que

era ya como de novios), mamá se metió un momento en casa y salió de nuevo a la puerta

con un papel, y dijo: Leonor, tu hijo quiere estudiar y necesita mantenerse porque tú no

puedes seguir sacrificándote y él tampoco lo aceptaría, de modo que podemos hacer una

cosa. En este papel están escritas las preguntas del examen de la escuela de artes y oficios,

donde trabaja mi marido. Mi marido es modelo, y te aseguro que ese trabajo deja mucho

tiempo libre, casi no tienes que hacer nada. Es lo contrario de todos los trabajos. Le dejará

mucho tiempo para estudiar. El sueldo no es muy grande, es un sueldo de bedel, pero sufi-

ciente para sus gastos y también para, con el tiempo, pensar en alquilarse un piso o algo.

Hasta entonces, dijo mamá, no creo que mi marido tenga problemas con que Sebastián se

quede en su casa, en la casa donde vivíamos antes Violeta y yo, antes de separarnos. Mi

marido tiene una habitación que sólo emplea como estudio, allí se mete a veces a pintar. En

realidad la emplea muy poco, y lo que hace allí bien puede hacerlo en el cuartito. Yo creo

que a mi marido, unos días al principio, no le importará. Vive al lado mismo de la escuela.

Nosotras es que vivimos muy lejos.

Todo esto Sebastián me lo dijo cuando le estaba enseñando tu libro. Me ha encanta-

do, papá. Te lo juro que me ha encantado. Le estaba enseñando el libro y él se puso a leer

esa parte que dice Instrucciones para posar desnudo. Entonces me lo contó. Me contó que

una parte del examen (una parte que mamá le dijo que dependía ya sólo de él y de sus dotes

para redactar) consistía en una redacción sobre el futuro de los modelos. Dijo: si me apren-

diese esto de memoria y lo dijera en el examen, seguro que aprobaba. Yo no dije nada. Si

apruebo, dijo Sebastián, podré irme a vivir a Madrid. Yo no dije nada. Si estoy en Madrid,
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y tengo un trabajo, dijo, pronto, si tú quieres, si tú me quieres, podremos vivir juntos. Yo

papá no dije nada.

Me acordaba de vosotros, de ti y de mamá, de lo que me ha contado mamá de cuan-

do tú y ella empezasteis a salir. Porque tú también papá fuiste un poco como Sebastián.

Terminaste la carrera y te pusiste a posar. Pero nací yo, y tú te quedaste quieto. Podrías

haber seguido, como quizá siga Sebastián (porque yo, de eso puedes estar seguro, no voy a

tener ahora ningún niño), y ahora serías algo así como Sepelio, un profesor de latín, y los

alumnos como Jan te odiarían, y saldrías con su madre. No, no, qué digo. Tú no eres así. Tú

no serías nunca Sepelio. No hay nada en tu vida que no hayas elegido. Vives como quieres,

siempre lo has hecho, eres sabio y no padeces estrés. Y eso a lo mejor papá te lo dio el la-

tín. Estoy segura. Pocas veces he estado tan segura. Igual de segura que estoy de que no

quiero tocar el oboe, así de segura estoy de que no quiero estudiar medicina. Bueno, el oboe

lo seguiré tocando, iré de vez en cuando a casa, allí sí que me apetece. Cuando vaya a pasar

los fines de semana contigo te tocaré el concierto cazador de Telemann, ese que te gusta

tanto, aunque ese se toca en oboe d’amore y el mío es normal. Pero eso qué más da. Tengo

claras muchas cosas, papá. Ni Sebastián ni oboe ni medicina. Lo tengo decidido. No voy a

estudiar medicina. Voy a estudiar latín.


545

XIV

Por fin me han vuelto a traer a la biblioteca. Estos días atrás, desde que volvieron de

vacaciones los vigilantes de los museos, he tenido que estar en la garita del conserje. Alfre-

do nunca hizo nada pero entre Rosita y yo nos apañábamos muy bien, yo en la biblioteca y

ella regando el jardín y pendiente también de la entrada. El jefe ha venido de vacaciones

con nuevos bríos y lo primero que hizo fue cerrar la biblioteca y ponernos a trabajar cada

uno en su puesto hasta que tome posesión el subalterno que aprobó las oposiciones a mode-

lo, que no fue Lourdes. Rosita y yo tuvimos una discusión bastante fuerte acerca de eso.

El caso es que yo he estado estos días en la garita y ella regando el jardín. Hoy han

abierto la biblioteca porque hoy se ha incorporado el nuevo modelo, y el nuevo modelo se

ha ido a la garita del conserje y yo me he venido aquí, y Jan ha vuelto a venir. Lo que me

gusta de ti, Jan, es que me pides un libro, te sientas y no me diriges la palabra más que para

pedirme otro libro, ahora con mucha más pausa que antes, con más confianza. Ahora el

único que me molesta porque no sabe dónde están las cosas ni la información de las matrí-
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culas ni cómo se hacen las fotocopias es el nuevo, que no puedo tratarlo mal porque tam-

bién es amigo de mi hija. Es muy buen chico, pero a mí me gustas más tú. Tú eres de la

edad de Violeta y el nuevo, Sebastián, ya ha terminado sus estudios de veterinaria, por lo

menos tiene veinticuatro o veinticinco años. Pero yo me siento mucho más cercano a ti.

Desde que estuviste con Violeta en mi casa, mirando los dibujos de la nieve, has demostra-

do que confía en mí, que me admiras y que me entiendes, y todavía no me has pedido nin-

gún favor.

Ahora Jan está ojeando un tomo con reproducciones de Rubens. Antes me he acer-

cado con disimulo haciendo como que buscaba un libro en las estanterías del fondo y he

visto que llevaba un rato mirando el Sileno borracho, el retrato coral de un hombre cuyo

cuerpo podría ser el mío. Sileno fue tutor de Baco, y se le suele representar montado en un

burro, borracho impresentable, desnudo y con patas de fauno reumático. Virgilio, en sus

églogas, lo pinta secuestrado por las ninfas voluptuosas, atado dentro de una cueva para que

les cante. Sileno entona un sonoro poema sobre el origen del mundo, y las ninfas ríen y

beben y fornican. Sileno había sido siempre, y lo seguiría siendo durante muchos siglos, un

sátiro vicioso, un viejo gordo, ridículo y baboso, pero Rubens supo leer en los versos de

Virgilio. Sileno es el cínico desengañado que dice la verdad. Igual que Ulises tenía que

atarse para que no lo arrebatasen las sirenas y sus canciones, Sileno es la sirena familiar a

quien se tiene atado para que cante y no se vaya, y bebe sin acabar de emborracharse nunca,

como si cada nueva copa de néctar lo sumiese en una lucidez más profunda y atormentada

que la de los pobres beodos que danzan a su alrededor. Así está pintado en el cuadro de

Rubens: si no hubiese acompañantes, se diría que es un hombre expulsado del paraíso, pero

a su alrededor hay una madre que fornica con sus crías, y detrás de él hay un negro dándole

por el culo, y Sileno trata de avanzar entre la bacanal y más que entregarse al vicio es quien
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lo sufre, el viejo poeta que observaría las cópulas extravagantes de otros cuerpos con ese

rictus distante con que los emperadores corruptos entretenían la vejez. Todo el mundo en

ese cuadro está contento y desmelenado, entregado a placeres nefandos, todo el mundo me-

nos Sileno con su borrachera triste, su cuerpo deformado por la sabiduría y el placer, ausen-

te ya de todo, y sin embargo atrapado.

Jan no sabe que quizá mira ese cuadro por mi culpa. Este chico mira como un zorri-

to, entre inquisitivo y receloso. Sabe mirar, mejor que Sebastián el Nuevo, a quien nadie le

ha enseñado nada, también se ha fiado de casi todo el mundo y no sabe muy bien cómo ha

llegado hasta aquí. El pobre Sebastián acaba de llegar a la ciudad, eso sí, con un trabajo en

el que no se hace nada, y se ha quedado sin novia y con una ciudad enorme que se le cae

encima de la cabeza. Él es grande y fuerte y muy ecologista y aficionado al campo, como

cuerpo de modelo tengo que decir que con el tiempo, si aprende y se cuida, será un buen

profesional, aunque vaya usted a saber el grado de profesionalidad que tendremos cuando

Sebastián llegue a mi edad. Pero su mente es bastante débil. Está impresionado, no sabe

cómo actuar, le está costando situarse. Remedios me dijo que la madre del chico (el chico

tiene veinticinco años) la había llamado para decirle que ella por teléfono encontraba muy

triste a Sebastián, y que una noche ella lo llamó y lo encontró en el cuarto de la pensión y el

pobre muchacho no pudo contenerse y se echó a llorar.

Cuando Violeta llegó a Madrid, después de las vacaciones en Pomona, se largó con

su amiga a Ámsterdam, y cuando volvió se siguió saliendo con Jan, y los dos empezaron a

llevar vida de jóvenes alternativos, estudiantes de artes y de letras como los que veo todos

los días desde mi peana. Pero ellos hacen una pareja silenciosa. Estudiarán mucho, conoce-

rán a gente nueva en la facultad pero pasarán la mayor parte del tiempo juntos y callados. O

estudiando o leyendo, o andando o viendo cine, o tomando copas o haciendo el amor. Pero
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esto sólo lo supongo porque un pudor genético, que también lo supongo, le impide a Viole-

ta decirme si Jan y ella están liados, y a mí por supuesto preguntárselo. Y Remedios todavía

no me ha dicho nada, no debe de saberlo aún.

Estos días atrás, desde que volvieron de vacaciones los vigilantes de los museos, he

tenido que estar en la garita del conserje. Alfredo nunca hizo nada pero entre Rosita y yo

nos apañábamos muy bien, yo en la biblioteca y ella regando el jardín y pendiente también

de la entrada. El jefe ha venido de vacaciones con nuevos bríos y lo primero que hizo fue

cerrar la biblioteca y ponernos a trabajar cada uno en su puesto hasta que tome posesión el

subalterno que aprobó las oposiciones a modelo, que no fue Lourdes. Rosita y yo tuvimos

una discusión bastante fuerte acerca de eso.

El caso es que yo he estado estos días en la garita y ella regando el jardín. Hoy han

abierto la biblioteca porque hoy se ha incorporado el nuevo modelo, y el nuevo modelo se

ha ido a la garita del conserje y yo me he venido aquí, y Jan ha vuelto a venir. Lo que me

gusta de ti, Jan, es que me pides un libro, te sientas y no me diriges la palabra más que para

pedirme otro libro, ahora con mucha más pausa que antes, con más confianza. Ahora el

único que me molesta porque no sabe dónde están las cosas ni la información de las matrí-

culas ni cómo se hacen las fotocopias es el nuevo, que no puedo tratarlo mal porque tam-

bién es amigo de mi hija. Es muy buen chico, pero a mí me gustas más tú. Tú eres de la

edad de Violeta y el nuevo, Sebastián, ya ha terminado sus estudios de veterinaria. Pero yo

me siento mucho más cercano a ti.

El siete de septiembre regresé a la escuela. Encontré a Rosa más triste que tirante.

Lourdes no había aprobado las oposiciones. Alguien había hecho el examen mejor que yo.
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Pero yo tampoco tenía la culpa. Lourdes y el que había ganado hicieron todos bien las pre-

guntas del test. Fueron los únicos dos que contestaron bien a todas las preguntas. Luego, el

jurado sólo tuvo que decidir sobre la composición escrita. Pilar Guijarro había formado

parte del jurado. Defendió tu redacción, dijo Rosita, pero el jefe dijo que la otra era mucho

más interesante, que la reacción que había presentado Lourdes era la propia de un modelo

del siglo pasado, pero que detrás de la otra se descubría, más que un vulgar funcionario, un

verdadero artista. Pilar Guijarro también le dijo a Rosa que lo había pasado muy mal por-

que la verdad era que la otra redacción, la que presentó el otro muchacho, era bastante me-

jor. Que no había color, vaya.

¿Qué se dice en esos casos? Se le dice a Rosa no, mira, Rosa, la otra redacción tam-

bién era mía, y las preguntas se las pasó al muchacho mi mujer. Y la culpa la tienes tú por

no haberte fiado de mí, por haberle pasado a Remedios otra copia del examen. Da la casua-

lidad de que las únicas dos personas cultas que conoces son exmarido y exmujer. Eso es,

sin que sobre ninguna palabra, lo que debía decirle a Rosa. Estábamos los dos en el jardín.

El nuevo estaba en la garita, y la biblioteca permanecía cerrada. ¿Y qué hace ahora Lour-

des?, dije, para ganar tiempo. Pues poner copas otra vez, dijo, qué va a hacer. Rosa siguió

regando las azaleas, estragadas por todo el mes de agosto sin regarlas a diario, tan sólo con

el agua de la lluvia, y dijo: todo esto está hecho una pena. Le dije a Lourdes que viniese a

regarlo estos quince días, que se lo iban a pagar, pero ha venido cuando le ha dado la gana,

y si ha venido no se ha estado el tiempo suficiente, dijo. A ver si le sale ahora una cosa en

Crisol. Tu mujer me llamó para decirme que unas amigas suyas iban a necesitar una em-

pleada en Crisol, que ahora en septiembre la llamarían.

Me alegré por Remedios, pero pensé que era un preámbulo de Rosa para confesar su

culpa, que no había confiado en mí, y un modo bastante discutible de limpiar la propia con-
550

ciencia por parte de Remedios. No vi el modo de decir algo sin estropearlo, pero tampoco

me apetecía asistir a un dolor de los pecados, ni que me diesen las gracias ni que me pidie-

ran perdón. Lo siento, dije. Siento que no aprobase Lourdes, pero el trabajo en una librería

es también muy interesante.

Rosita estaba como las azaleas. En vez de gastarse el dinero de Palomares en unas

buenas vacaciones, había decidido ahorrarlo por si Lourdes no sacaba las oposiciones, por

si yo hubiese tenido algún fallo. Cuando le pregunté, nada más entrar, antes de preguntar

por cómo le había ido a Lourdes, qué tal habían ido las vacaciones, Rosita, muy escueta, me

había dicho que en la sierra. En la sierra unos días, dijo, y antes de dar más explicaciones

me dijo que Lourdes había suspendido. Luego le volví a preguntar. ¿Qué tal por la sierra?,

dije. Y entonces Rosa dijo: Alfredo se está muriendo. He estado con él estos días. Tenían

una mujer interna cuidándolos pero un fin de semana se vino a Madrid y ya no volvió. Me

llamó Barrachina. El viejo me preguntó si por casualidad yo conocía a alguien que quisiera

cuidarlos. Me dijo que Alfredo se estaba muriendo. ¿Y ya se ha muerto?, pregunté. No.

Ahora han conseguido otra mujer. Les busqué por las otras cubanas que había en el pueblo,

enseguida encontré una. Iré el fin de semana. Alfredo no se puede mover de la cama y

Barrachina le da morfina porque no puede soportar los dolores de los huesos, así que se

pasa el tiempo dormido, y cuando se despierta no puede articular tres palabras seguidas sin

volver a dormirse. Los analgésicos lo han hinchado de mala manera, en cuestión de días.

Quedamos en ir el viernes los dos, nada más salir de la escuela. No creo que dure

tanto, dijo Rosa, pero por lo menos llegaremos al entierro.

Fuimos los dos en el coche de Barrachina. Alfredo no había muerto, y su situación

tampoco era para tanto, o quizá fue que yo me habitúo a la muerte con facilidad. Sí estaba

postrado en la cama con una sábana que cubría sus huesos carcomidos y por efecto de los
551

sedantes fuertes los labios y los párpados se le habían hinchado, pero cuando entramos en la

casa estaba tranquilo y a su lado Barrachina pasaba el tiempo sentado en un sillón, leyendo

un libro. Él mismo nos abrió la puerta. La última asistenta, la que les buscó Rosita, se había

ido a los dos días porque no podía soportar la vida en un pueblo perdido con dos abuelos

que se están muriendo. Barrachina ya no buscó más. Se dedicó él solo con sus noventa años

a cuidar de su modelo.

En la casa había un insoportable olor a viejo. Los platos estaban amontonados con

sus pieles de pera y sus espinas de pescadilla en la pila de fregar, Barrachina sólo se había

preocupado de mantener un poco aireada la habitación donde dormía Alfredo y él pasaba la

mayor parte del tiempo. Estaba igual de delgado que siempre pero cuando me dio la mano y

sentí sus huesos noté que Barrachina se había quedado sin fuerzas. Seguía poniéndose la

misma ropa con que lo dejó Rosa, le costaba levantarse del sillón y llevaba varios días sin

afeitarse. Todo lo que no hacía en sí mismo lo hacía en Alfredo, porque la sábana con que

estaba cubierto era limpia y Alfredo sí estaba bien afeitado y desprendía olor a Varón Dan-

dy.

Rosita y yo le dimos un meneo a la casa, abrimos todas las ventanas y pusimos una

colada, yo recogí la cocina y Rosa fregó el váter con lejía, y cuando todo estuvo nuevamen-

te perfumado Rosa entró en el dormitorio y le dijo al viejo que se tenía que duchar, que

mientras él se duchaba ella le plancharía una camisa y unos pantalones limpios. ¿Quiere

que le acompañe Güino, no se vaya a caer?, dijo Rosa. No, dijo el viejo, muy seco. Yo tam-

poco insistí.

Rosa se sabía la medicación de Alfredo y cuáles eran las ampollas de morfina y có-

mo había que suministrárselas. Cuando Alfredo empezaba a quejarse, sin abrir los ojos, con

un quejido de niño cuando está soñando, Rosa lo incorporaba en las almohadas y le acerca-
552

ba un vaso con una pajita que ponía en sus labios hinchados, y le decía que bebiese. La no-

che del viernes fue Rosa la que se quedó velando a Alfredo. Barrachina y yo nos fuimos a

descansar. Al día siguiente el viejo se empeñó en quedarse por la mañana, y cuando Rosita

se levantó yo ya había comprado y tenía preparada la comida.

Barrachina no quería que Alfredo se muriese solo, de modo que decidimos velarlo

entre los tres y durante la comida nos planteamos qué íbamos a hacer cuando llegara el lu-

nes. Decidimos no ir a trabajar hasta que no terminase aquello. Ahora van a empezar los

exámenes de septiembre, dijo Rosa, y no va a haber ni un solo modelo, porque el nuevo no

ha llegado aún. Mejor te vas tú, me dijo, y yo me quedo aquí. No sé qué hacer, dije, miran-

do a Barrachina. Esta tarde me tienes que ayudar, dijo Barrachina, con la voz mucho más

frágil que unos días atrás, pero con la misma firmeza.

Después de comer bajamos al estudio, yo lo cogí del brazo mientras bajábamos las

escaleras. Fuimos hasta el fondo del estudio y Barrachina descorrió una cortina y allí había

un ataúd. Barrachina me dio instrucciones para que corriese de sitio el ataúd y lo pusiese

encima de la tarima donde posaban sus modelos, la tarima donde el maestro explicaba his-

toria de España a unos niños que ya no estaban. Ábrelo, me dijo. El ataúd tenía ese guatea-

do blanco, insensible a la luz que ya es el color mismo de la muerte.

En un rincón del estudio seguía envuelta en una sábana la estatua que yo le había

ayudado a colocar la primera vez que fui a visitarlos. Ya entonces, al tocarla, al transportar-

la, supe que era una estatua de Alfredo, y que estaba hecha en alabastro pintado por dentro

o en lo que quiera que fuese aquel invento, porque no pesaba más que el propio Alfredo.

Métela en el féretro, me ordenó Barrachina. ¿Puedo verla?, dije yo. No, dijo él. Y ten cui-

dado no la vayas a romper. Mientras estaba mirando el modo de agarrarla me volví y le

pregunté: ¿y Alfredo? Tú mete ahí la estatua, dijo.


553

Cavé la tumba de Alfredo. Fue en el huerto de detrás de la casa, en un rincón de la

valla, entre dos parras gigantescas que tupían la empalizada y daban una sombra densa. El

sitio estaba protegido del sol unamuniano de las cuatro de la tarde, y Barrachina lo había

estado regando durante toda la semana. El huerto llevaba yermo desde que Alfredo ya no

pudo coger la azada. Las lechugas se habían espigado y los calabacines sólo conservaban

algunas hojas podridas. Todo estaba lleno de hierbas amarillas. Pero la parte de debajo de la

parra estaba limpia de hierbajos y el efecto de tanta agua la había vuelto a ennegrecer. Hice

un agujero de dos metros de largo por uno de ancho y metro y medio de profundidad, hasta

que me encontré con una piedra, un corazón de roca viva impenetrable que sacó chispas del

hierro del azadón y a mí casi me dislocó la clavícula porque mis brazos no esperaban un

rebote tan violento. Las manos se me agarrotaron, los tendones de los antebrazos se crispa-

ron como alambres electrificados. El dolor de brazos y de hombros se calmó en seguida,

pero yo sabía que esos dolores quedan latentes hasta que tienen una buena oportunidad para

amargarte la vida.

Rosita estaba cuidando a Alfredo. No vio nada de lo que hicimos, no había ninguna

ventana en la casa que diese al traspatio, y Barrachina no me quitó el ojo durante toda la

labor. Aquí hay un pedrusco tremendo, le informé. Bastará con eso, dijo él. Pero era poco

más de un metro. ¿Usted cree que aquí cabrá el cajón con la escultura? Aquí no va la pieza,

dijo Barrachina.

Intenté hacerle razonar. Aquellos símbolos tan puros no podían acarrear más que

problemas. Ya me parecía una solución muy discutible dedicarse a obras que se quedan

escondidas bajo tierra. Trabajar para nadie, para nada, aunque tengo que reconocer que los

modelos, y los profesores de arte, tenemos una cierta inclinación hacia los proyectos inúti-

les. Barrachina estaba sentado en una piedra al borde del hoyo y me miraba trabajar con la
554

meticulosidad de siempre, sin ni siquiera una sombra de preocupación o de tristeza, un ric-

tus amargo que empaña el interés de lo que haces con el significado de lo que ves. Limpia

bien la piedra esa de tierra, dijo, y me tendió un cepillo. Era la superficie rasposa del grani-

to, de gris húmedo y severo. Sobre la piedra fría el cuerpo de Alfredo. Sobre su cuerpo frá-

gil la tierra negra. Sobre la tierra quizá unas flores. Y sobre flores la sombra. Y sobre la

sombra el cielo. Era un sitio para el descanso tan hermoso como el pobre corral de muertos

donde enterrarían su estatua, su trabajo, su imagen viva para los restos.

Los habría enterrado juntos, dijo, pero iba a ser inútil. Alguien abriría el ataúd en

algún momento. Y dijo: verlo es desvelarlo. Sólo tiene que verlo Dios. Pues aquí no lo va a

ver ni Dios, dije yo, rebajando el tono lírico de la conversación, aunque sí es posible que lo

huela, dije. Si no Dios por lo menos un perro, dije. Me incorporé con los últimos grumos en

el hueco de las manos y vi que se acercaba Rosita. Y a ella, le dije a Barrachina, también

puede darle una buena explicación.

Rosa se acercó hasta la tumba y dijo: ¿se puede saber qué cojones estáis haciendo?

Me costó trabajo salir del agujero, envuelto en agua, sofocado de cansancio, y con las mu-

ñecas todavía resentidas del golpe sobre la roca dura. Alfredo te está llamando, me dijo. Me

limpié un poco las manos en el pantalón y fui hacia la casa. Date prisa, me dijo Barrachina.

El médico viene a las tres.

Alfredo estaba incoporado sobre unas almohadas. Tenía la boca un poco torcida y le

costaba vencer la somnolencia, pero yo no hubiese dicho que fuese un hombre a punto de

morir. Rosa lo había afeitado y peinado y más bien parecía el individuo que está terminan-

do de despertarse, como se despertaría Javier de su cura de sueño. Los labios y los párpados

hinchados le habían desfigurado un poco la cara, pero no más que la de un enfermo al que

todavía le quedase mucho tiempo de vida. Aun hablando con la lengua gorda, se le entendía
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muy bien y nada de lo que dijo me dio la impresión de que estuviese vagando por alucina-

ciones, reconstruyendo su vida o hablando el confuso lenguaje de la muerte. Dame un poco

de agua, dijo. Yo le acerqué a los labios el vaso de agua con la pajita y cuando Alfredo es-

taba bebiendo con los ojos cerrados vi mis dedos manchados de barro. Cuando ya no quiso

más dejó de succionar y movió la cabeza. Yo dejé el vaso manchado en la mesita. ¿Qué

hacéis?, dijo Alfredo. Estaba quitando unas hierbas del huerto. ¿Cómo están los tomates?

Bien, Alfredo, lleno de hierbas pero bien, Barrachina lo riega todos los días. ¿Cómo están

los perros? Los perros está bien, ahora mismo pensaba ir a darles de comer. ¿Quién les da

de comer?, dijo Alfredo. Yo fui el otro día, y Rosita también ha ido. ¿Rosita también ha

ido? Claro que sí, Alfredo. Los perros, dijo Alfredo. Cuídame los perros, Güino, cuídame

los perros. Lo repitió varias veces y lo volvió a vencer un sueño desmadejado, indigno, lo

que de veras nunca nadie debería ver, lo mismo que la muerte.

Volví al traspatio preguntándome si todo el problema de Alfredo, toda esa impre-

sión de decir sus últimas palabras, no sería sólo efecto de los analgésicos, una muerte blan-

da, más rápida incluso que el dolor que se trata de combatir con la morfina. Rosa estaba

callada. Barrachina estaba dentro del agujero. Rosa se había limpiado mal las lágrimas.

Barrachina estaba labrando unas letras sobre la piedra. El escoplo apenas sonaba sobre el

granito, los golpes eran muy débiles y yo pensé que aquello era una barbaridad. ¿Se puede

saber qué hace?, le pregunté a Rosa. Déjalo, dijo ella, y se volvió hacia la casa. ¿Habéis ido

a dar de comer a los perros?, pregunté. Yo no, dijo Rosa. ¿Está seguro de que puede poner-

se a trabajar ahora sobre el granito?, le pregunté a Barrachina. Tráeme un cojín, anda, dijo

él. ¿Y los perros?, insistí yo. Los cuida el veterinario, dijo. Alfredo lo sabe, pero se le olvi-

da. Además, dijo, los perros aguantan mucho.


556

Cuídame los perros, había dicho Alfredo, y eso me daba una responsabilidad inevi-

table, como si Alfredo estuviera repartiendo la herencia. Era un asunto incómodo. Alfredo

estaba muriéndose sin más cuidados que los de un médico de pueblo y nadie sabía a qué

manos iba a ir a parar su piso del barrio de Tetuán. Alfredo no tenía parientes, sólo a Barra-

china, y Barrachina ya no podía considerarse un heredero. O quizá Barrachina dispusiese de

su patrimonio, tuviese nombrado un albacea y todo eso. Eran pensamientos sucios, desde

luego, porque no podía evitar la impertinente duda sobre qué dejaba mi amigo en la tierra,

aparte de un par de perros cazadores y un mastín viejo. Pero me parecía una pregunta tan

lógica y tan sucia que no habría sido nunca capaz de formularla. Yo me atuve a la literali-

dad de los mensajes y acepté, de momento, mi responsabilidad para con los perros.

Fui a ver al veterinario. Me imaginé que el hombre se ocuparía de los animales

mientras estuviese vivo el dueño, pero después, como mínimo, si era un buen cazador, haría

lo posible por quedarse con ellos, o conocería un centro de acogida de galgos y de poden-

cos, o les daría vida de cazadores y cuando empezasen a fallar las liebres los ahorcaría de la

rama de una encina. Pregunté en la farmacia del pueblo y una mujer muy pintada me dijo,

muy escueta, que el veterinario estaba de vacaciones. ¿Y cuántos días lleva de vacaciones?,

dije. Todo este mes de agosto, dijo ella. ¿Es que es este pueblo los animales no se ponen

malos durante el mes de agosto? Hay un veterinario de zona que se ocupa de las urgencias,

dijo, pero vive en El Barco. Cuando hay urgencia se le llama.

Eso significaba que la última vez que fui a echarles de comer a los perros fue la úl-

tima vez que los perros comieron, hacía ya casi un mes. Volví a la casa, Barrachina seguía

tintineando en el agujero. Subí a beber un vaso de agua y le hice una señal desde el pasillo a

Rosa para que saliese. Susurrando, le dije: los perros llevan un mes sin comer. Rosa se aho-

rró con una sola mirada cualquier reacción natural en ella, y se fue directa a la nevera a ver
557

lo que había. Mientras estaba rebuscando en las alacenas me dijo, también en voz muy baja:

tenemos que hablar, Güino. Pero apenas había ningún desperdicio ni otra cosa que se les

pudiese llevar a los perros, a pesar de que yo sugerí que aquellos chorizos de cantimpalo

que Barrachina tenía colgados en la despensa quizá les calmasen el hambre. En Los Nardos

no hay ningún sitio donde vendan comida para perros, así que fui directo a la carnicería, y

compré dos lomos de sajonia y tres kilos de morcillas, era lo único que vendían que no es-

tuviese crudo.

Dejé el coche de Barrachina aparcado en la cuneta y fui hasta la encina donde Al-

fredo guardaba su silla de ruedas. Allí estaba, bajo unos matojos. Los animales o los caza-

dores habían hurgado y sacado el plástico que la cubría. Los radios de las ruedas se habían

llenado de herrumbre con las tormentas del verano. El respaldo de cuero estaba mordido o

arrancado, las ruedas pinchadas. Seguí el camino hasta la paridera derruida donde Alfredo

guardaba los perros. No vi al mastín. Era un bosque de carrascas y de jaras con el suelo

sucio de ramas secas sobre un mantillo calcinado por el sol. No se oían las cadenas del mas-

tín y el ladrido ronco y bilioso con que la última vez nos había recibido. Tampoco se oían

adentro los otros perros.

Un movimiento del aire me trajo el hedor de la descomposición, me acerqué un po-

co más y vi que la cadena del mastín se metía en un caseto hecho con puertas viejas. Tiré

una piedra a las inmediaciones de la puerta pero el mastín no respondió. Entré en la paride-

ra. Abrí el cerrojo donde Alfredo guardaba a los podencos, y el abrir la puerta fue otro gol-

pe de olor a perro descompuesto, a excrementos descompuestos, a oxígeno descompuesto.

Bajo un antiguo pesebre vi uno de los dos animales, la perra blanca. Retiré la vista pero me

quedan en la memoria sus tetas todavía hinchadas. Oí removerse unas pajas y vi en el otro

lado del cobertizo al otro podenco, que todavía estaba vivo. Se intentaba poner de pie como
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los terneros cuando nacen, meros huesos que no se terminaban de sostener, y un gemido

con la piel reseca encima de las quijadas.

Le puse un poco de agua, le ayudé a que bebiese. Con un cuchillo le corté pequeños

dados de mortadela, se los di a comer pero el podenco ni siquiera los mordía. Llevaba los

ojos casi fuera de las cuencas, enrojecidos y estragados por las legañas que lo protegían de

las moscas. Su estado era lamentable pero la desesperación no le había llevado aún a devo-

rar el cadáver de su compañera, o quizás mientras pudo aguantarlo se le agotaron las fuer-

zas para llegar hasta ella. Lo que recuerdo que me llamó la atención fue que el espacio mí-

nimo en el que el perro se estaba muriendo estaba muy limpio, y él dormitaba agazapado

con las piernas dobladas como si en aquel calor achicharrante y tumefacto se intentase pro-

teger del frío. Se había comido las pulgas y cualquier otro bicho que lo hubiera merodeado,

lo primero que hizo con la lengua mojada fue lamerse entre las patas. Quizá las goteras de

las últimas tormentas habían dejado charcos de agua podrida donde el perro pudo alargar su

hambre, sobrevivir al fétido calor.

Lo saqué de aquel infierno conteniendo las arcadas. Me costó un cierto esfuerzo pe-

ro lo llamé por su nombre, que es el mío, y el perro débilmente puso pitas las orejas. Lo

metí en el coche, lo llevé a casa. Rosita estaba en la puerta, a la sombra, descansando.

Cuando le dije lo que había encontrado me sonrió con buen humor y me dijo: ¿y no habrá

en el pueblo ningún otro descarriado que podamos traer? Voy a ver si le doy algo de comer,

dije. Llevé al perro a la misma sombra de las parras donde había cavado el agujero. Barra-

china había escrito, con líneas muy finas de escoplo, el nombre de Alfredo. Volví a dar

agua al podenco, le preparé una papilla con todo lo triturable que encontré por la cocina, le

limpié los ojos de legañas y le disolví en una cucharilla varias cápsulas de complejo vita-

mínico que encontré en el armario de los medicamentos. Barrachina salió del cuarto de Al-
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fredo cuando yo me lo llevaba todo. Conque el veterinario, dije. Dos perros estaban muer-

tos y el otro si se salva es de milagro. Barrachina se bebió un vaso de agua, le vi temblar las

manos más que nunca. A mí también me dolían las muñecas. Date prisa, dijo. Tienes que

tapar el agujero.

Rosa me ayudó a darle la papilla al perro a cucharadas. Se le veían todos los huesos.

Lo he convencido de que es más sensato enterrar aquí la estatua y a Alfredo en el cemente-

rio, dijo Rosa. Esto será muy simbólico, Güino, pero es un delito. Así que metemos ahora

aquí la estatua esa y lo tapamos antes de que a nadie se le ocurra mirar. A mí no me parecía

tan mal, dije. Sí, claro, dijo ella, salvo que tuvieses que vivir aquí.

Barrachina le había propuesto quedarse a cuidar de Alfredo y de él hasta que murie-

ran los dos. Le había ofrecido un sueldo y las escrituras que legalizaban la propiedad de la

escuela y su vivienda. El resto de las posesiones de Alfredo y de Barrachina irían a parar al

convento de la Encarnación. Voy a aceptar, dijo Rosa. Estoy harta de posar desnuda. ¿Pero

tú sabes lo que es vivir aquí con dos viejos impedidos, niña? Me lo imagino, dijo, pero

siempre puedo volver. Si haces una cosa así ya no podrás volver, le dije, no podrás mar-

charte en cualquier momento y dejarlo con otra muchacha que no soporte sus manías.

Además, Barrachina va a vivir más años que Matusalén, y yo no tengo nada claro que Al-

fredo esté en situación terminal. Es como si entre ese médico y unos y otros hubiesen deci-

dido que Alfredo se tiene que morir y por eso lo inflan a morfina. Habría que saber qué es

más delito, si enterrar a alguien en un huerto o tenerlo aquí metido hasta que se muera, dije.

No seas idiota, Güino. Alfredo estuvo en el hospital. Fue antes y después de que tú vinieses

a verlos. Barrachina no lo ha dejado en ningún momento. Desde luego, Rosa, dije, cual-

quiera que te haya oído...


560

¿Y qué puedo hacer?, dijo Rosa. Estamos donde estamos. Estoy harta de posar y no

quiero saber nada de Eduardo. Es un pobre menesteroso, toda la gracia que podía hacerme

antes ahora ya no me hace ninguna, no lo puedo remediar. Mi hija tiene que valerse por sí

sola de una puta vez. Estoy dispuesta incluso a traerme a la niña cuando esto vaya para ade-

lante, o para atrás. Aquí en un pueblo los niños se crían sanos. Puede ir a la escuela de El

Barco, con los otros seis o siete niños del pueblo. Aquí hay dos pisos. Si Lourdes quisiera

venir..., pero a ella no la arrancas de Madrid ni a tirones, con la mierda de vida que lleva, y

a mí, hasta ahora, tampoco, pero yo qué sé, Güino, yo nunca he estado en el campo pero a

lo mejor en el campo no se está tan mal, se puede montar un taller de artesanía como esos

chicos que viven en el río, se puede montar una casa rural. Aquí hay dos pisos. Uno puedes

alquilarlo a los que quieran subir al monte los fines de semana y las vacaciones, este lugar

está muy bien para hacer excursiones por la naturaleza. Tienes vistas, tienes montañas, tie-

nes caza mayor. Yo creo que aquí con un poco de trabajo se puede vivir decentemente. En

ese tipo de negocios, Güino, lo que siempre te echa para atrás es la inversión inicial, y aquí,

ya ves, aquí no hay inversión inicial, aquí está todo hecho, el taller incluso del artista ya

está hecho. Sólo es venir y ponerte a trabajar, Güino, y disfrutar del aire libre, las mañanas

en el campo, Güino, tú siempre hablas de las mañanas en el campo.

Rosita y yo quedamos en que yo me vendría a Madrid el domingo para posar en los

exámenes del lunes y ella seguiría cuidando de Alfredo. Por algo es la heredera. Le pedí

que cuidase del perro como si fuese mío. Esa tarde metimos el ataúd sobre la piedra con la

estatua de alabastro pintado por dentro. Rosa y yo cubrimos todo de tierra y plantamos unos

lirios y unos gladiolos. Por la noche me quedé yo con Alfredo, aunque estuvo muy tranqui-

lo y pude dormir en el sillón casi toda la noche. Al día siguiente me volví a Madrid. Quedé

con ellos (con Barrachina que se había constipado con los esfuerzos del escoplo y con Al-
561

fredo que no sé si me entendió lo que le dije porque él sólo preguntaba por los perros) en

que volvería el fin de semana, con esa naturalidad deliberadamente despegada, para que

todo quede lejos de la despedida final. Cogí el coche de línea en Los Nardos cuando el sol

del domingo aún no había empezado a picar, y un tren en El Barco de Ávila que me llevó

hasta Madrid. En la estación del Barco tuve que esperar un rato a que viniese el tren. Fui a

comprarme una botella de agua y compré, para pasar el tiempo, un número especial de la

revista Trofeo dedicado a los perros de caza.

Y volví a posar. Después de unas cuantas semanas sin haber entrado en la situación

mental de quien debe mantenerse inmóvil y desnudo, y sin haber hecho los ejercicios espi-

rituales que hago ahora para disponer mi cuerpo y mi mente a las primeras agujetas, una

sesión tan larga como la que me preparó Pilar Guijarro puede traer consecuencias muy des-

agradables. Rosita no estaba. Con ella nos habríamos repartido el examen de modelado y el

de dibujo, porque para las clases de anatomía artística podían llamar a cualquiera de los

jóvenes que habían trabajado por horas durante el curso. Para lo otro también podían, pero

después de un año practicando con el mismo cuerpo no era cuestión de cambiarlo. Pilar,

con todo lo moderna que aparenta, suspendía mucho en los primeros cursos de dibujo, y

Llopis, el que enseña modelado, que trabaja siempre con Rosita, no aprobaba a casi ningu-

no. La verdad es que todo el mundo se quejaba de la dureza de Barrachina, pero ellos em-

pleaban una intransigencia todavía mayor amparándose en que hoy no se les enseña a los

jóvenes nada en la escuela, ni siquiera les enseñan a dibujar con perfección el cuerpo

humano.
562

De modo que por la mañana hice para Pilar Guijarro una postura más descansada,

un Marat muerto en una bañera transparente, un Marat grande y grueso y con el cráneo

afeitado pero con la misma delicadeza en la mano romántica que dejó caer la pluma. Pero

ese examen duró sólo una hora y media. Después hice con ella unos apuntes, movimientos

rápidos que se detienen en su transcurso, donde según Barrachina nunca se debían detener,

salvo en aquellas interrupciones que fuesen verosímiles en el transcurso real del tiempo.

Para mí es mucho más sencillo hacerlo con Pilar Guijarro, porque con ella tan sólo debo

detenerme, mientras que con Barrachina necesitaba componer una postura, buscar dentro

del movimiento, sus breves episodios de quietud. Tampoco hago circo como hacía Javier

Bidón, que reptaba por el aire, ni de cantante folklórica como a veces le ocurre a Rosita, en

las clases de apuntes parece María del Monte cantando desnuda por sevillanas. Yo soy más

de detenerme en actitudes sencillas, poses que aprendí a manejar en los tiempos de Barra-

china y de las que todavía me queda repertorio para las clases de dibujo repentizado. Me

gusta el personaje que se quedó a punto de preguntar algo, a punto de señalar con el dedo,

pero que decidió no hacerlo en un momento en el que no había cerrado aún de todo la boca

ni bajado la mano. Suelo caminar dando vueltas por la tarima en un círculo muy pequeño y

cada vuelta encuentro un giro cómodo del torso que me inspira alguna de esas actitudes

congeladas en una posición natural. O me pongo de frente y hago una pequeña sesión de

mímica parsimoniosa, un lentísimo mover todos los miembros del cuerpo a la vez hasta la

siguiente postura, o descomponer esa misma postura miembro a miembro en riguroso orden

hasta volver a la misma posición del principio. Al mismo tiempo y con mucha lentitud pero

sin detenerse hay que mover el cuello en una elipse declinante a la derecha y el hombro

izquierdo en rotación con el derecho y retrasar el pubis y girarlo un poco hacia arriba y ten-
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sar la pierna derecha y doblar un poco la rodilla izquierda y estremecer los dedos sin del

todo abrir una mano, y cerrar la otra sin apretar el puño.

Pilar me agradeció mi esfuerzo y me invitó a comer. Me preguntó mucho por Rosa,

como siempre, y me habló de que las vacaciones las había pasado en Nueva York y en

Londres y en París, que Rosita no se había querido ir con ella, que Pilar le insistió pero Ro-

sa no quiso, y eso que ya había terminado con Eduardo, que ya no tenía ningún compromi-

so. Fuimos a comer al Estragón, un vegetariano de la plaza de la Paja. Pilar me puso al día

de lo último en la Tate. El regreso al cuerpo estaba cantado, a la imaginería real del ser

humano. Las formas narrativas del cuerpo habían regresado con una violencia visual muy

lírica. A ella eso no le gustaba, pero las cosas iban por ahí, y después de todos esos viajes

había llegado a la conclusión de que aquí en España Palomares estaba dando en el clavo

con su Cuerpo Español Contemporáneo, que ella había visto la última versión en Javea,

donde estuvo descansando unos días, y ahora iba a pasar por Segovia antes de llegar a Ma-

drid y no sabía si podría resistirlo el volver a verla, porque esa exposición, Güino, es muy

importante y necesita muchas horas, no es sólo el impacto visual y la catalogación técnica,

es también una reflexión, la reflexión de mientras descubres lo minucioso de la técnica.

Hay una estatua de una mujer mulata que me tiene impresionadísima, y desde luego los

restos mortales de Alfredo cuando tenía veinticinco años siguen expuestos en la vitrina. Por

cierto, ¿qué tal está Alfredo?, ¿lo meten o no lo meten en la cárcel?

Palomares me dijo que le devolvería esas piezas, dije yo, todo lo serio que pude.

Pilar Guijarro rebajó el tono. Se las va a devolver, dijo. Pero ya sabes lo orgulloso que es.

Alguien debería ir a por ellas. Si quieres te acompaño, dijo Pilar Guijarro. Puedo avisarle a

Marisa para que vaya también. ¿No te cae bien, Marisa?


564

Al acabar la comida Pilar me pidió un último favor. Posar también por la tarde, en

las clases de modelado. El resto de los exámenes ya los harían con objetos inanimados,

pero a Llopis no lo podíamos dejar sin modelo.

Con Llopis nadie ha tenido nunca relación. Es un escultor muy metido en sí mismo

al que le gustan sobre todo las formas de Rosita. Al resto de los modelos nunca nos propo-

ne para sus clases, aunque siempre, en los ajustes de horarios, le tocan los modelos que no

quiere. Todo el mundo le pisa su veteranía y sus derechos adquiridos pero Llopis nunca

dice nada. Tan sólo Rosa dice que se quiere ir por lo menos un par de horas con él. Llopis a

mí me respeta. Llopis es el hombre más cobarde que hay en este mundo. Posé con él en la

postura que yo quise, ni siquiera le pregunté qué quería, me senté en la tarima con una acti-

tud relajada y empecé a trabajar. Creo que ha sido la última vez en que he podido hacer mi

voluntad sin que nadie me corrigiese.

Llopis no tuvo la culpa, pero la postura que adopté era tan poco tensa que se me

despertaron los pequeños dolores acumulados en los últimos tiempos. El sartenazo con la

piedra y el dolor de riñones, la tortícolis que cogí en el basurero y una pubalgia de tanto

andar. Estaba sentado como esos individuos inexpresivos con que se decoran las obras de

teatro y que los hiperrealistas norteamericanos fundían en metacrilato y los enseñaban des-

nudos en posiciones que sólo se tienen vestido. Así me pasé la tarde, como si estuviera es-

perando al médico, mientras los alumnos embadurnaban esos confusos aires rodinianos que

Llopis, en su timidez, les intentaba transmitir.

Pero daba lo mismo, porque posar no depende de la comodidad. Posar es un estado

mental donde todos los recuerdos andan libres como los dolores, y hay que aguantarse las

rampas en los gemelos y las escenas vergonzosas, y las preocupaciones se ceban en la cla-

vícula, y los bajones emocionales afectan, a mí por lo menos, con unas punzadas en el pe-
565

cho que son como si llevase una pequeña fisura en alguna costilla. Para posar hay que ser

fuerte, no dejarse seducir nunca por la tentación del movimiento, mirar más allá de los

alumnos que se están examinando, mirarlos a ellos pero traspasarlos, mirar detrás de todo

siempre a un punto fijo sin sentido, a las vetas de la madera de la puerta, a la rama que

asoma por la ventana, a las mochilas que hay colgadas en el fondo de la clase. Para posar

hay que saber cómo se dominan los dolores desde su nacimiento, a fuerza de mando y de

quietud. Hay que saber también cómo se olvida.

La tarde en que se terminaron los exámenes había llovido bastante. Llamé a Kon-

chakova para recuperarme del esfuerzo. Le dije que tuviese mucho cuidado, que tenía con-

tracturas por todas partes. De vuelta a casa, un poco más recuperado, me decidí a llamar a

Eva. No sabía nada de ella ni ella había hecho nada por que supiese. Ya no estaba en casa

cuando volví a Madrid. Había recogido sus cosas y se había ido. Pude llamarla por teléfono,

pero no lo hice. Y ahora también me pareció ridículo, por lo menos hasta que no consiguie-

ra un crédito del banco para devolverle el dinero. Vi venir de lejos ese punto amargo de los

desaires, pero estaba preparado para ello. Tan preparado que decidí llamarla.

Había vuelto a casa de sus padres. Se había vuelto a llevar el baúl con todos los

apuntes decorados con miniaturas de caligrafía, se había metido en el despacho frente al

jardín por donde no pasaba nadie y se había puesto a estudiar otra vez las oposiciones a

juez. Cuando la llamé ya estaba a pleno rendimiento. Sólo salía ya para el paseo diario y los

sábados por la tarde a montar a caballo para despejarse y pasar la noche en la casa de El

Escorial. Si a la tercera no lo conseguía, estaba dispuesta a meterse en el despacho de Ata-


566

úlfo. Me dijo que, si quería, podíamos ir un fin de semana a montar a caballo y pasar la

noche en la casa de El Escorial.

La encontré distante, hablaba con el tono apresurado y neutro de quien está pensan-

do en otra cosa. Supuse que ya tenía otra vez la cabeza llena de leyes. Le di las gracias va-

rias veces y con todas las formas de efusividad telefónica que conozco y ella insistió en que

no me preocupase. ¿Te estoy interrumpiendo?, le dije, en un momento en que ya vi venir la

despedida definitiva. Se lo dije un poco a la desesperada, pero yo cuando estoy nervioso

tengo un tono de voz que suena inquisitivo, o por lo menos con exceso de franqueza. No,

no, qué va, dijo ella. Estoy en el descanso, dijo. Podemos hablar.

Ella también hablaba con sospechosa naturalidad. ¿Qué había querido decir con eso

de pasar una noche en El Escorial? Yo no quería ser otra vez el amigo al que se le cuentan

las penas en el campo, aunque, con la mano en el corazón, tengo que decir que la única vez

que lo hice me salió bastante rentable. Pero, además, ¿qué había significado aquel te quiero

de la carta que mandó con el libro de Violeta? ¿Era un te quiero formal, una expresión de

amistad profunda, o el último intento de Dido cuando Eneas se porta con ella como un gili-

pollas? ¿No era el Escorial Cartago? En el mundo en el que yo no me muevo hay un sentido

de la precaución y del respeto, del miedo a no saber cómo actuar en situaciones liminales

que se ha convertido en bastante más efectivo que las tradicionales restricciones de la reli-

gión. La civilización nos hace castos, por mucho que digan en las películas. Con Eva estuve

varias veces en el momento propicio de hacer algo que nunca supe si era o no era lo que se

correspondía con mi situación. Ahora me invitaba al Escorial una noche pero también a

montar a caballo y a emplear sus días de descanso en alguien que no fuese tan agobiante

como su familia. En realidad lo que quería era eso, y esa seguridad siniestra en que no tenía

nada que hacer con Eva me servía también de parapeto y excusa para no iniciar una danza
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nupcial con una mujer que pudiera quererme sólo como amigo. Yo era Eneas y me largaba,

pero ella era Dido y tampoco echaba las leyes al fuego ni se mostraba con ese desgarro que

vinculamos al verdadero amor pero que nosotros tampoco nos preocupamos en demostrar.

No he contado, porque en su momento me pareció de una obscenidad intolerable, y

quizás así sea, lo que me ocurrió con Eva poco después de que se instalase algunos días en

mi casa, poco antes de que yo, desesperado, telefonease a la puta normal que me había re-

comendado el profesor de mi hija.

Ya dije entonces que yo era muy escrupuloso con la higiene. A pesar de que yo lo

tenía todo muy limpio (y por tanto permeable a cualquier olor que manchase su transparen-

cia), se entabló entre nosotros una especie de competición de ambientadores que tapaba

todo los olores del cuarto de baño, los buenos y los malos, y dejaba siempre el aire como si

se acabase de arreglar alguien para una boda. Eva era muy reservada para la higiene perso-

nal, como todo el mundo, pero ella más. Pasaba muy rápida por el pasillo y se encerraba en

el baño y hacía un ruido tremendo con el cerrojo, y cuando salía ya estaba vestida y la

acompañaba un aura de vapor. Pero antes de salir siempre rociaba todo sin compasión con

litros de colonia infantil. Yo tampoco me quedaba corto. Me gasté un dineral en penetrantes

ambientadores muy sutiles que se arrugaban en dos días merced a los aromas superpuestos

de Eva.

Aunque sólo fuese porque necesitaba conocerla un poco más a fondo, una noche me

levanté desvelado y me metí en el váter. Ella había vuelto a echar la colonia después de

usarlo por última vez. Localicé la colonia infantil y vi que aún le quedaban dos dedos. La

vacié y pensé que al día siguiente le diría que yo mismo la había terminado. Pero también

recogí mis ambientadores así como cualquier vaporizador perfumado que pudiese haber en

el armarito. Los dos usábamos desodorante de barra pero ella el perfume no lo tenía en el
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baño sino en su habitación, de modo que siempre habría un intervalo mínimo en el que ella

saliese del baño, todavía oloroso de su cuerpo, y volviese con el perfume para embadurnar-

lo todo. En ese momento yo, pretextando alguna urgencia irreprimible, me colaría y cerraría

la puerta con el pestillo.

Así lo hice, y salió mejor de lo que me esperaba. Porque Eva, al darse cuenta de que

faltaba la colonia para niños y tenía que volver a su cuarto a buscar el frasco de perfume, no

se llevó tampoco aún la ropa sucia ni retiró la toalla ni limpió los pelos de la bañera, y el

tiempo que yo estuve allí dentro (siempre tenía la coartada del estreñimiento) lo dediqué a

investigar. Para no despertar sospechas no removí la ropa ni me la llevé con la mano a la

nariz, sino que sigilosamente, por si ella estuviera escuchando al otro lado de la puerta, me

puse a cuatro patas sobre el suelo y husmeé sin ruido. Husmear sin ruido es distinto porque

el olor, si no se sorbe, tarda en penetrar en la nariz, y tiene que hacerlo durante una inspira-

ción constante de varios segundos, que luego, como bien saben los enólogos, proporciona

una catadura más sutil. El aire que se inspira debe ser poco si se quiere que dure la inspira-

ción y penetre el olor en toda su complejidad aromática. Yo puse primero la nariz sobre su

camisón de gasa transparente. Era el olor dormido de la sábana, el aroma de la carne inmó-

vil y del sudor domesticado a base de colonias infantiles. Era el olor sin mancha de un ca-

misón que conservaba todavía un fondo de suavizante caro. Más que como una prenda ín-

tima, olía como un pañuelo, como el fular de gasa que una compañera del colegio se dejó

un día olvidado en el gimnasio. Pero, mientras estaba oliendo la parte que yo consideré más

cercana a sus pechos, por el conducto del aire aspirado entró un hilillo terroso que se apo-

deró con rapidez de mi atención. Moví la nariz para seguirlo pero desapareció, y entonces sí

husmeé con propiedad el camisón entero, hasta que, al llegar al grifo del bidet, el hilillo

terroso reapareció y con él un matiz como de vinagre de Módena que me fue más fácil de
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seguir. Levanté con dos dedos el camisón y vi que debajo estaban sus bragas. La felpa lle-

vaba una mancha oscura que yo volví a tapar porque lo mío era indagación nasal, no copro-

filia. Me levanté otra vez sin hacer ruido, caminé de puntillas hasta la taza del retrete y tiré

la cadena. Abrí el grifo unos segundos. Cuando salí, Eva estaba en la puerta con el frasco

de perfume mal disimulado en la mano. Yo salí como si nada, como si no me importara el

olor que dejaba dentro.

Estuve inquieto toda la mañana. Me ponía con el lapicero y sólo me salían vulvas y

contornos femeninos. Mi dominio de la libido había vuelto a naufragar. Desde que olí el

camisón limpio y vi la macha oscura Eva pasó a ser un ente deseable y yo a comportarme

como un verraco, aunque por fuera intenté que no se me notase nada. Pero algo, algún eflu-

vio, alguna hormona residual de mi deseo debió quedar flotando en el retrete, porque a par-

tir de entonces me pareció ver en Eva una disposición que antes no había detectado. Noté

que al hablarme le hacía ruido la lengua. Desayunamos juntos, y cuando me pidió que le

pasara el aceite de oliva para echar en la tostada lo hizo con un sonido de labios vaginales

llenos de saliva y flujo, y cuando cruzó las piernas y apoyó los codos en la mesa dejó al

descubierto una buena porción de muslo y por las mangas de la camiseta se adivinaba entre

sombras un tono de piel más blanco, y cuando se reía por cualquier tontada el color de las

encías, color de carne matada el día anterior, pero nítidas las junturas perfectas de calcio y

sin asomo de sarro, me hacía imaginar colores de las otras carnes vivas de su cuerpo, los

pezones y los labios, y acabé por trasladar la mirada detrás de ella, al escurreplatos, que

estaba a la misma distancia de ella que ella de mí. Sé que esta mirada impresiona, ya he

contado por qué, y en ocasiones despierta una atracción irresistible.

El rostro eslavo de Eva era un desteñimiento de rancio abolengo. Llamo eslavo, así

en general, al ciudadano pálido de ojos grandes y dientes pequeños, el pelo lacio y muy
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sensibles los capilares de los mentones, la nariz grande y esbelta y los labios oscuros. Y ahí,

en distintos grados de grosor, estaba también mi ya imprescindible Konchakova, aunque

ella más en el lado de las lanzadoras de peso, matronas muy bragadas, abundantes y de

buen color. El eslavismo de Eva no era tampoco la dulzura aleve de Gabriela Szabo, sino

más bien la de la saltadora de altura Alina Astafei, que parecía la dama de las camelias, y

saltaba el listón como quien se despereza por las mañanas, y apenas tocaba el suelo al co-

rrer. Eva tenía la languidez de las unas y las dimensiones maternales de las otras: las cade-

ras anchas, la clavícula muy larga, el rostro sumido en un interior abismal y silencioso.

Eva conmigo sin embargo se reía bastante. Le hacía gracia mi manera de decir las

cosas. Hablas como los ejercicios de español para extranjeros, me dijo una vez. ¿Por qué

piensas tú que yo hablo de esta manera?, le contesté. Y ella se reía, y el ingenio de las bro-

mas admitía los límites más bajos, porque ella se reía igual con todo. Le decía: me voy un

momento al mercado a comprar unas acelgas para la cena, y Eva se reía. Le decía: tú Eva lo

primero que tienes que hacer es estar tranquila y no dejarte perturbar por las circunstancias

que haya alrededor, y Eva se reía. Le decía: hoy creo que no encontraba en demasiado bue-

nas condiciones porque he estado toda la mañana dibujando y sólo me ha salido este churro,

y Eva se reía. Por las mañanas, cuando llamaba a la puerta de su habitación con los nudillos

interpretando una copita de ojén, pronto podía escuchar cómo Eva en la cama se partía de la

risa.

Yo no sabía muy bien cómo interpretar todo esto. Me dormía en la suerte de su son-

risa, le intentaba provocar las carcajadas cuando en algún momento adivinaba qué parte de

mi persona le hacía más gracia. No sabía si era una reacción normal. Eva se reanimaba des-

pués de la depresión con espasmos descontrolados que igual podían ser risas desgarradas

que llantos desternillantes. De momento sólo eran risas. Pero igual era una de esas mujeres
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que se proponen actuar como si el otro fuera un hombre maravilloso y esa es su forma de

seducirlos. O esas otras ingenuas que se ríen de lo que no entienden. Yo estaba colaborando

en su felicidad, o en sus espasmos, pero yo sólo era lo que hacía pasar, de vez en cuando, la

sonrisa incansable a grado de carcajada nunca del todo estridente.

Lo que de veras la hacía feliz era vivir en mi casa, levantarse por las mañanas en ca-

sa de un pintor nada bohemio, más bien un asceta de la tranquilidad y el desapasionamien-

to, pero por eso mismo más decorativo. Le gustaba salir por las mañanas a la terraza, y re-

gar las flores antes de que saliera el sol, y tumbarse en la tumbona de rayas amarillas y leer

un libro hasta que se hiciese la hora de ir al mercado. Tomar vermú en las calles más um-

brías de la Cava, cruzarse a gente habitual con vidas inhabituales, a su vez el decorado del

mundo en el que yo quería actuar para ella. Gente que venía con el periódico doblado y

gafas para el sol y para la resaca. Mujeres modernas y taladradas que venían de paseo con

perros extraños. Hacer la comida con el transistor encendido, escuchando las noticias de

Radio Nacional, y probar con platos que no sólo requieren ingredientes sino también los

otros cinco sentidos. Los dos a la sombra del parral con la labia desatada por tres o cuatro

cañas y degustando aquellas bazofias, que a mí me sabían a gloria.

Eva vivía en un sábado continuo, y yo entonces también porque estaba de vacacio-

nes. Yo podía refrenar las hormonas en la medida en que los dos queríamos detener aquel

largo puente, jugar a la perfecta felicidad y dejarnos las miserias en el perchero. En realidad

yo tenía que estar a la altura de un sueño no laborable. No era yo el agente de su felicidad

sino el único hombre que había disponible para intentarla. En esas circunstancias, si yo le

hubiese visto un interés personal, un querer ella sexo y pedirlo con signos inequívocos, al

final me habría lanzado. Pero su deseo yo no acababa de verlo nunca. Todos los piropos y
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frases bonitas estaban teñidas con la mancha oscura del agradecimiento, del qué majo eres,

Güino, qué agradable es compartir este lugar contigo.

Una mañana salí a comprar algún libro que me diese nuevas ideas (aún estaba des-

orientado con respecto a los dibujos de Violeta) y al volver estaba ella en la terraza, tumba-

da en la tumbona de rayas amarillas, desnuda. No había dado el paso previo de tomar el sol

en top-less. Directamente se había quitado las bragas. Yo al entrar me quedé un poco para-

do, pero no aparté la vista sino que la concentré en su cara y traté de no desparramarla. Ella

lo primero que me dijo, todavía en la posición rayos uva, y quizá con los ojos cerrados, fue

que este sitio era fascinante. Aquí puedes tomar el sol desnuda y no te ve nadie, dijo. Es lo

único que echaba en falta de casa de mis padres, dijo.

Un cuerpo en esa posición pierde casi todo el relieve, tiene un dramatismo de autop-

sia. No se sabe cuál es la caída de la carne, está todo como detenido en un flaneo ilusorio.

Vi sí que se le marcaban arriba los huesos de las caderas, su pubis apaisado, con muy poco

vello, el blanco siempre tapado por la goma de la braga o por el sujetador, que es el blanco

que mejor iba con esos aires un poco más desgarbados de lo que yo vi en la piscina, con

esos aires eslavos. Yo no sabía que hacer. Ella deshizo toda conjetura con una pregunta de

las suyas: ¿A ti qué te parece mi cuerpo, Güino?, ¿crees que valdría para trabajar en lo tu-

yo? He estado pensando que, si las preguntas son tan fáciles, igual me presento yo también,

¿no te parece? Y dijo: yo no sé por qué dejó Javier ese trabajo. Desde entonces me dejó de

gustar. Yo creo que lo que me gustó no fue él sino su trabajo. Tendrá su técnica, claro, co-

mo todos los trabajos, pero a mí estarme quieta se me da muy bien. Y a lo mejor no tengo

un cuerpo bonito, pero Javier me dijo que lo que querían ahora era cuerpos normales.

Eso no es así, dije yo. En principio, incluso es ilegal mirar el cuerpo de los modelos

antes de contratarlos. Se les puede preguntar la lista de los reyes godos, pero no pedirles
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que se desnuden. Pero por ese procedimiento la escuela estaría llena de cuerpos deformes, y

ni lo uno ni lo otro. Lo que harán será elegir entre unos pocos y luego mirarles el cuerpo sin

disimulo. Una de las pruebas es una redacción, y eso es tan subjetivo que, si así lo quiere el

tribunal, los tontos pueden hacer relojes. Pero tú tienes un cuerpo muy bonito, Eva, dije. Lo

que no tengo claro es si de veras te gustaría este trabajo. Ya ves cómo terminamos todos.

Pues tú has terminado muy bien, dijo. Pero no se incorporó en la tumbona. ¿No te

apetece tomar el sol?, dijo. Yo tenía el cuerpo en perfectas condiciones para enseñarlo, de

modo que me metí a la habitación, me quité la ropa, cogí dos cervezas de la nevera y salí

desnudo a la terraza, con las gafas de sol, que visten mucho. Me puse la hamaca vieja junto

a la suya y en los movimientos de transportar la hamaca y colocarla no dudé en exhibirme.

Ella seguía yacente, un poco rígida, yo creo.

Nos tomamos la cerveza, y hablamos, y se me sentó el sol, y cuando nos entró el

hambre nos volvimos a meter en casa. Fue entonces cuando vi su cuerpo de pie, las tetas

colgando mientras recogía las toallas, la pequeña raja del culo, más corta de lo acostumbra-

do. En mi situación no estaba para miramientos artísticos. Si ese no era el momento de po-

nerse a fornicar con ella, no habría ninguno.

Y no hubo ninguno. Eva estaba muy contenta de haberse comportado como una

mujer libre, con un amigo en quien podía confiar y ante quien mostrar su cuerpo desnudo

en posiciones de cuarto de baño. Nada de lo que había hecho Eva tenía que ver con el sexo,

y el sexo era un moscón que me perturbaba porque sabía que en el momento en que se me

fuese de las manos se terminaría el sábado de gloria. Así que decidí lucir el comportamien-

to de quien acostumbra a estar desnudo y a mirar los otros cuerpos desnudos con la pers-

pectiva fría del artista. Eva se sentía liberada, al menos eso me consuelo en suponer, y yo

ponía todo de mi parte para no interrumpirla.


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Pensé en Bidón. Aquello no era un adulterio consumado sino algo más profundo,

porque en muy pocos días Eva y yo acabamos viviendo como si hubiésemos vivido juntos

muchos años y valorásemos la confianza y el respeto por encima de los instintos carnales.

Yo era lo que no tenía con Javier Bidón, un hombre que no la protagonizase tanto, que no

estuviera siempre tan exultante y follador, que estuviera sin hacerse del todo presente, ne-

cesario como el aire pero invisible. Si yo salía también un verraco, Eva podía recaer en la

depresión. Estas y otras justificaciones me sirvieron para apuntalar lo que había sucedido en

la terraza sin dar paso a la vergüenza. Pero el mardano que todos llevamos dentro no hacía

más que dibujar culos y tetas. Borré los criterios estéticos, ya sólo me la imaginaba gimien-

do a cuatro patas y sacándome la lengua. Yo a ella más de una vez, hablando conmigo, la oí

respirar por la nariz, como si el flujo de aire que le salía de las entrañas amenazara con des-

compasarse, pero eso no era un dato suficiente.

Mi comportamiento, en los casos en que había duda, fue hacerme el sueco. Sólo en

el caso de que ella se me presentase desnuda (que ya lo había hecho) y me dijese con los

ojos entornados que la abrazara, sólo en ese caso daría yo el camino por expedito. Pero no

era suficiente causa que estuviésemos viendo la televisión y Eva dejase caer su pie por el

sofá y me rozase con el dedo mi pierna o mi pie que también yo lo había subido y debía

parecer una albóndiga gigantesca, porque me recuerdo encogido para no tocarla. No era

suficiente que por las noches se pusiese el camisón de blonda (con bragas) para ver la tele.

Ni que al llegar de la calle cogiese la costumbre de darme un beso en la mejilla. Ni que a

veces, cuando estábamos viendo salir el arroz de la paella, me cogiese de la cintura y se

apoyase en mi hombro, porque en esos momentos siempre solía entonar un sentido alegato

a favor de la amistad, mientras yo probaba el caldo. En efecto llegamos a vivir como una

pareja pero la consumación o la necesidad o la conveniencia o la lógica de la consumación


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se habían dejado aparcadas. De puntillas, tomando el sol, habíamos pasado por el expedien-

te higiénico del cuerpo y vuelto a la amistad espiritual esa de que hablaba Eva.

Pero aquella broma de su cuerpo no fue un hablar a humo de pajas. Eva me volvió a

repetir un par de veces si yo de veras pensaba que sería una buena modelo. Yo traté de di-

suadirla. Era cuando estaba preparando a Lourdes para el examen que después no aprobó, y

no quería verme en el brete de tener que pasarle a ella las preguntas y dejar a Lourdes tirada

y desairar a Rosa. Luego todo salió al revés.

Si en aquellos días de amistad desnuda no encontré motivos para sentirme deseado,

ahora, con Eva ya metida otra vez en el médano de los estudios, de la familia, de las cuen-

tas pendientes y de las pastillas, no es tampoco ahora muy recomendable hacerse ilusiones

con ella ni provocar siquiera una relación que no fuese como la que ya hubo.

Todo esto se me volvió a pasar por la cabeza cuando le pregunté a Eva por teléfono

si la estaba interrumpiendo y ella me dijo que no, que era su hora de descanso, que podía-

mos hablar. Su viaje al averno había concluido. Estudiar tampoco era tan malo, ni estar en

casa con sus padres. Si acaso, ahora, iba a hacer las cosas con algo más de sensatez, por lo

menos con la sensatez de su hermano, que pospuso las angustias a cambio de una situación

vicaria en el país del frío. El amor le había salido mal a su hermano y también a ella, era un

defecto genético de la familia. El litisconsorcio pasivo necesario no era tampoco tan malo.

Lo malo era, si acaso, renunciar ahora, después de tener todo el temario estudiado. Ahora,

por mediación del profesor de tai-chí de su madre, Eva había encontrado un sofronizador

profesional, el mismo que sofronizó al arquero que lanzó la antorcha olímpica en Barcelona

92, que era muy amigo de Ataúlfo. Ahora, si las cosas no volvían a salir, estaba Ataúlfo

para echarle una mano. Este experto en sofrónesis era como un psicólogo callado, alguien

que le proponía ejercicios para que al practicarlos Eva pensase lo que tenía que pensar.
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También le había hablado de la amistad, de que era bueno conservar los buenos amigos y

descansar con ellos algún fin de semana en el campo. Había que poner el litisconsorcio en

contacto con la realidad, no hablar de él sólo con su ominoso padre, sino también con un

buen amigo.

Pero mañana empieza ya la jornada regular. Debo mantener el cuerpo a punto y no

creo que me vayan a favorecer mucho los traqueteos camperos ni los litisconsorcios junto al

fuego. La gente ha dicho de todo. Rosa dijo que a ella Eva no le había engañado ni así, que

era una niña rica consentida que tuvo un mal momento pero prefiere seguir teniendo un mal

momento antes que bajar al barro y ser el resto de su vida una persona normal. Y dijo que

toda la familia era de la misma clase, y que se alegraba porque también Eduardo, después

de haberse tirado a cuerpo limpio por un abismo que era como esos caprichos extraños que

tienen los ricos, incluso estaba dispuesto a volver al refugio frío de Astorga y a ponerse de

cocidos maragatos hasta las cachas. La gente se da una vuelta pero nunca se va muy lejos,

dijo Rosa. Nosotros sí, le dije yo. Pero nosotros somos huérfanos, dijo ella.

Javier Bidón, por ejemplo, sigue escribiendo para los ABC de provincias. De La

Almunia de doña Godina se volvió con dos o tres libretas más llenas de poesía piscatoria, y

ya le han prometido que por medio de unos contactos y unos chanchullos es posible que le

publiquen su primer libro de poemas en la editorial Renacimiento. Eva me puso al día. Vive

de pueblo en pueblo, de pensión en pensión, y cuando vuelve a Madrid está en el piso de

Eduardo, Eduardo le deja una habitación, porque el piso que les compró su padre lo han
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puesto en venta. Eva me dijo que Javier había cambiado mucho, que la cura de sueño, lo

que quiera que le ocurriese con el coche, le había sentado bastante bien. Había descubierto

que le gustaba la vida nómada, hurgar en el arte de las aldeas, y escribir poemas. El trabajo

nunca era muy seguro porque ahora ya no dependía de las recomendaciones del Tribunal

Supremo sino de su propia pluma.

Leí una crónica suya en Segovia, este fin de semana pasado. Se titulaba El cuerpo

social, y era un testimonio sobre cómo el público de Aranda de Duero había visto la expo-

sición itinerante de Julio Palomares Cuerpo español contemporáneo. Hay un párrafo que

dice así: "La exposición de Julio Palomares se transforma en el tiempo, incorpora y aban-

dona estilos y movimientos a medida que van formando parte del pasado. Un caso curioso

es el de la instalación Cuerpo en una vitrina, que ha dejado de tener los fragmentos en es-

cayola de un joven apolíneo fascista de los años cuarenta para representar la de un buda

vividor, la imagen fragmentaria de las partes de un cuerpo grande, en paz consigo mismo y

alimentado por todas las grasas que genera nuestra civilización".

Era mi cuerpo. Fui a Segovia para hablar con Palomares, que iba a dar una charla, y

acompañar a Pilar Guijarro. Palomares había ido para quitar de la exposición todo aquello

que hubiese sido construido con ayuda de la luz eléctrica, y rescatar otros objetos que se

habían ido descolgando de la exposición en momentos de euforia bursátil: las tinas de acei-

te llenas de la tinta que desprenden los periódicos atrasados, la mesa de despacho inundada

de estiércol, las reconstrucciones de pollos a gran escala como si fuesen dinosaurios, la mu-

lata enorme arrancada de la piedra, los cuerpos vaciados y fragmentados y expuestos en una

vitrina. Para el cuerpo del joven Alfredo había elegido un armario franquista de los años

cuarenta. Para mí, en efecto, escogió el mostrador de una carnicería.

Conmigo estuvo muy amable. Me enseñó la nueva instalación, se hizo unas fotos
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con ella y conmigo, en un acto en el que yo me mostré distante e impasible, y me dio un

cajón de madera embalado con los fragmentos de Alfredo. Fue una transacción bastante

natural. No tuvimos necesidad de decirnos casi nada. Palomares me preguntó por Alfredo y

yo le dije que muy bien, que se estaba recuperando muy bien, que un día de estos saldría ya

a cazar. Se lo dije como se dicen las mentiras a quien sabe lo que no debe, a quien le con-

viene no saber nada.

Encontré a Palomares, no obstante, un poco mohíno. Yo había hablado bastante con

el hombre que usa chaqueta de punto y pinta acuarelas en secreto, pero sólo había visto de

lejos, en la televisión y en los periódicos, al artista de pelo cardado que posa junto a las más

altas autoridades del estado en inauguraciones de monumentos históricos. Mi imagen era

más impresionante que la suya, la gente me miraba como molesta por no saber quién era

alguien sin duda tan importante como Palomares. Las más altas autoridades de Aranda de

Duero pensaron que yo era otro importante artista. Marisa y Pilar Guijarro le hablaban a la

concejala de cultura, que estaba un poco cohibida.

Llevé el cajón con los pedazos de alabastro de Segovia a Madrid y de Madrid al día

siguiente a Los Nardos. No podía arriesgarme a enviarlo por correo, por caro que resultase.

De Segovia a Madrid lo pudimos traer en el coche de Marisa, que hasta el último momento

se ha portado muy bien conmigo, y de Madrid a Los Nardos lo llevé en un coche de alqui-

ler.

Cuando llegué, Rosa estaba sentada en la puerta. Estaba pelando unas habas para la

cena. El podenco estaba a su lado, tumbado como los perros de Carlos III. ¿Ya come?, le
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pregunté. Las mortadelas ya se las ha comido, y las morcillas van a escape, dijo Rosa. Le

pregunté por Alfredo. Ahí está, dijo.

Barrachina me había visto llegar desde la ventana, y debió de ver también la caja

dentro del coche. ¿Te lo ha dado Palomares?, dijo Barrachina cuando pasó delante de noso-

tros, más rápido de lo que podía. Nos metió mucha prisa en bajarlo y en trasladarlo al estu-

dio y en abrirlo. Allí estaban, envueltas en espuma, las piezas de Alfredo, el alabastro pin-

tado por dentro, pigmentos espolvoreados mientras se rellena el molde para que se expan-

dan en manchas como sombras e hilillos de colores por la superficie de la escultura. Las

manos fuertes de pelotari, los pies endurecidos de ir descalzo por las piedras, el torso de

guerrero.

Luego me mandó a por cera. Quería sacar de nuevo un vaciado completo, juntar las

piezas sin dañarlas, porque algunas ya estaban desportilladas, y bajar después el molde al

río para que lo fundiesen con dos partes de cobre y una parte de plata, como son los vacia-

dos finos. Tenía prisa porque quizás Alfredo no pudiese verla terminada. Todas las piezas

tenían un agujero en la sección para poderlas acoplar metiéndoles un hierro. Barrachina me

fue indicando y yo fui uniendo los pies a las pantorrillas, las manos a las muñecas, el pubis

a las piernas. Siempre, al verlo desguazado en la vitrina, pensé que se trataba de la pose del

guerrero, pensé que sería un apolo convencional. Pero la postura no era esa. El peso de la

estatua estaba trasladado a un pilar de setenta centímetros de alto donde el atleta reposa del

cansancio. Tiene la cabeza caída y se apoya con desgana sobre la columna, y la pierna de-

recha está rígida y la otra se ha dejado caer en postura policletiana. Yo le he visto hacer a

Barrachina muchas imitaciones de posturas clásicas con cuerpos reales, pero nunca le había

visto un Narciso como aquel, el joven que transmite su cansancio con delicadeza, que goza

de sí mismo aun cuando sufre. Mientras Barrachina iba cubriendo con escayola yo le hice la
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mezcla para el alma del vaciado, un palo untado con barro, estiércol y borra de lana. Luego

fue Barrachina el que modeló a duras penas el alma. Tan sólo era para el hueco de la esta-

tua, pero a mí me pareció bastante más impresionante que el acabado final.

El alma tiene que secarse. Cuando el alma está húmeda, en el momento del vaciar el

bronce se forman vapores que provocan explosiones. Ahora se tiene que secar bien seco,

dijo. Yo está semana lo iré preparando todo. ¿Este también lo va a enterrar?, le pregunté.

No, dijo Barrachina. Este quiero que lo pongas en la escuela. ¿Y las piezas?, pregunté. Las

piezas, sí que las voy a enterrar, dijo Barrachina, pero no en la tumba de Alfredo.

¿Puedo pedirle un favor, señor Barrachina?, le dije, una vez que estuvieron listos

los preparativos de la estatua y nos sentamos a echar un cigarro. Barrachina sólo fumaba

después del trabajo, sólo entonces se le veía también un ligero temblor en las manos. A ver,

qué quieres ahora, dijo el abuelo. Me habían pedido todos ya tantos favores que no me di

por aludido, y tampoco el tono del viejo era de fastidio, era su forma de hablar.

Resulta, le dije, que una amiga mía me pidió que le hiciera un retrato. Yo le dije que

sí porque pensé en hacerle una acuarela, que me salen mejor, pero el caso es que se lo hice

al óleo, nada más que unos apuntes. El cuerpo me salió correcto, yo creo que todo lo co-

rrecto que me podía salir después de ir tantos años a clase, aunque fuera de oyente. Pero la

cara no me sale. No es que tenga que parecerse, sino que no me sale ni su cara ni ninguna.

Me lo he traído por si usted quería darle un retoque, dije, y luego, en el tono más serio y

más sincero que pude, dije: es muy importante para mí.

A ver ese retrato, dijo Barrachina mientras aplastaba el cigarro en el suelo y se apo-

yaba en las rodillas para incorporarse. Septiembre ya estaba terminándose, Barrachina lle-

vaba una gruesa chaqueta de punto y el cuello de la camisa bien abotonado. Si quiere, dije

yo, subimos antes a ver a Alfredo. A Alfredo déjalo en paz, dijo, que está dormido.
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Saqué del maletero el retrato de Elvira y lo metí al estudio. Barrachina se sacó la

petaca, procedió a liarse un cigarro de picadura mientras miraba lo que yo había hecho con

cara de asco. Esto lo has pintado por la noche, dijo. Sí, sí, dije yo. ¿Y si lo has pintado por

la noche por qué pintas el espejo azul, si puede saberse?, ¿y dices que el cuerpo te ha salido

correcto?, dijo, y pasó la lengua por el papelillo. ¿No ves que se le cae el culo?, ¿no ves que

el florero este se le está comiendo la respiración?, ¿no te das cuenta de que estos pliegues

del abdomen son imposibles?

¿Y la cara?, pregunté yo. La cara es un desastre, dijo él. Bueno, contesté, quizá con

un par de retoques... De un par de retoques nada, dijo, la cara hay que pintarla nueva. ¿Y

cuándo piensa usted que puedo venir a recogerla?, pregunté. ¿Cómo que cuándo puedo ve-

nir a recogerla?, dijo Barrachina, ¿tú eres tonto o qué te pasa? ¿Qué te crees, que la voy a

pintar yo? ¡Vamos, anda!, dijo, y después empezó a darme órdenes. Pon el cuadro en ese

caballete, acércame allí esta silla, usa ese bote de pinceles que hay ahí, los óleos los tienes

junto a la ventana. Ponte ahí, toma bien la posición. ¡No pintes encogido, collons, súbete el

cuadro pero no pintes encogido! Esa mujer está encogida, ¿no la ves? Da igual que esté

cansada, al soldado herido hay que pintarlo herido, pero no encogido. Súbele esos hombros,

sácale más cuello, que parece una esclava. Por la cara no te preocupes porque la tienes que

quitar entera, rasca un poco con la espátula y luego la cubres de blanco.

Así me tuvo hasta que se hizo de noche. Cada ojo, cada dedo, cada sombra, cada

pelo tenía un referente clásico que Barrachina se sabía de memoria, y me describía con

exactitud la textura del óleo, el grosor de la pincelada, su curvatura, su longitud y la mezcla

exacta de los colores, pero en ningún momento me preguntó cómo era el modelo ni si lo

que nos estaba saliendo guardaba suficiente parecido con Elvira, la puta normal. Y la ver-

dad es que lo guardaba. No era ella como pudiese haberlo sido en una fotografía, era la más
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hermosa protoforma de las mujeres que son como ella. Barrachina no necesitaba pregun-

tarme nada, porque sabía reconocer los fallos y también interpretar el intento que esconde

cada fracaso. Salió una mujer digna y atractiva, como un antepasado de Elvira, como si la

tatarabuela de Elvira hubiese sido retratada por Sorolla. Supo hacer que dialogasen su cara

y su cuerpo, que detrás de la firmeza intimidatoria de sus ojos se percibiera algo que quien

la está pintando no percibe. Para decirlo en términos del propio Barrachina, su cara estaba

más desnuda que su cuerpo. A gente como Palomares esto le parecía, además de pasadísi-

mo, un síntoma de pudibundez, el hecho de que un cuerpo jamás inspirase la fría compa-

sión del realismo sino un cierto recato que se combate con orgullo. Barrachina sabía desde

el principio que Elvira no sabía dónde poner las manos, y que yo tampoco se las coloqué

donde debía, y en esas manos forzadas estaba la parte más desnuda de su cuerpo, pero tam-

bién de mis cualidades como pintor. Esa mano mal puesta, con su postura tópica de retrato

sensual de los tiempos de la tatarabuela, era en manos de un virtuoso de los pinceles algo

así como una broma, pero en manos de un pintor de academia era una broma pintada sin

querer, una broma de la que su autor es ignorante, que es lo que suele distinguir a los artis-

tas buenos de los malos. Gracias a los consejos de Barrachina, la broma pareció hecha con

afecto y guasa, pero sobre todo con respeto.

Rosita nos echó una voz desde la parte de arriba. Estábamos en la última hora de la

tarde, repasando las sombras. Estábamos en la tarima de la vieja escuela, el viejo profesor y

el alumno viejo, en un pueblo de la sierra cuando ya se han ido los veraneantes. Dije voy a

lavarme las manos y a saludar a Alfredo. Mañana por la mañana nos queda el florero, dijo

Barrachina, y yo tengo mucha faena, así que a las seis en punto te quiero aquí. Vi a Barra-
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china poniendo los botes en su sitio a pasos cortos, con una inclinación del torso como la

que acaban adoptando los maestros de escuela.

Alfredo había perdido la hinchazón brillante de los barbitúricos. Estaba mucho más

delgado pero mantenía el rostro sereno y los ojos entornados. La hinchazón provenía del

gotero, con el que una vez al mes le inyectaban un lote de productos químicos que lo abo-

targaba y en cierto modo aceleraba su muerte al tratar de combatirla de un modo tan salva-

je. El hecho de que Alfredo no se pudiese mover no era proporcional con el estado de su

enfermedad. Aunque los dolores de las articulaciones fuesen insoportables, el avance de la

muerte en su interior no era definitivo, de modo que Alfredo pasaba tres semanas en la pla-

cidez despreocupada de la morfina y una con el gotero puesto, deseando la muerte.

La morfina, por otra parte, le había quitado la gana de comer. Alfredo pasaba el

tiempo recostado, con sonrisa de placeres interiores, y a su lado el podenco dormitaba y de

vez en cuando soñaba que corría detrás de un conejo y movía las patas dormido. Cuando

entré en el cuarto sólo se le veía la cara en la penumbra, como nos imaginamos a un ancia-

no enteco reclinado en los cojines de un fumadero. Rosita me aclaró que Alfredo sólo

hablaba durante un rato antes y después de tomarse la pastilla, una cada cuatro horas. Pero

los mordiscos en las articulaciones enseguida reaparecían y las ganas de hablar se le quita-

ban poco después de haber tomado la dosis. Habla como los yonquis, dijo Rosita. Rosa lo

decía con una cierta indignación, como si fuera inhumano mantener así a un individuo

mientras la muerte se lo lleva. Podían darle algo que sólo le quitase los dolores, dijo, pero

eso lo está volviendo loco. Ayer entré a llevarle la cena y me dijo que los conejos no lo

dejaban dormir, que en una mañana se habían multiplicado por siete. Me dijo ábreles ese

armario para que hagan allí sus nidos y no nos molesten, anda.
584

Cuando yo entré Alfredo estaba callado, pero tenía los ojos abiertos. Lo saludé con

voz grave. ¿Traes la mortadela?, me preguntó. No, dije. Pues tráeme un poco de mortadela.

Fui a la cocina y abrí la nevera. Rosita no me preguntó nada, pero cuando saqué el envolto-

rio de la mortadela me la quitó de las manos. Déjalo estar con la mortadela. No hace más

que pedirla y luego no se la come, déjalo, da igual, cuando vayas ya se le habrá olvidado.

Volví al cuarto sin la mortadela. No hay mortadela, le dije. Qué lástima, dijo Alfredo, sin

apartar la vista de la ventana. Yo me senté en un banquete al otro lado de la cama. Ya que

Alfredo no me miraba a mí, por lo menos los dos miraríamos lo mismo. Con el ángulo de

visión de Alfredo me imaginé que vería las últimas crestas del monte y sobre todo el cielo.

El sol ya se había escondido detrás de aquellas lomas. Eran los minutos de absoluta transpa-

rencia que preceden al anochecer. Las jaras y las carrascas tenían un color más vivo que

cuando por el día las anega la luz. Ahora parecían más tersas, más frescas, más hermosas.

Qué bonitas aquellas carrascas, dije, por decir algo, con pocas esperanzas de que me con-

testase. Aquellas encinas son la gloria, dijo él, sin embargo. Tenía la voz algo pastosa pero

tampoco era la propia de un opiómano sino la de quien habla para sus adentros, con el más

mínimo esfuerzo de articulación. Tuve que incorporarme un poco en el banquete para escu-

charlo.

Aquellas encinas son la gloria, dijo. Van haciendo rodales y en los claros es donde

crecen las jaras. Los conejos se meten primero por las carrascas pero tienden a subir y se

encierran luego en las matas. Allí están perdidos. En los buenos tiempos yo iba con una

docena de podencas que cuando los conejos se metían en los jarales ya sabían cómo se tení-

an que poner. Yo les iba dando instrucciones y ellas se dispersaban alrededor, mientras

otras cuatro, un poco más apartadas, esperaban a que saliese la pieza para emprender carre-

ra tras ella, y adelantarse las últimas perras para rodearlo por delante y abrirse todas para
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que el conejo no pudiera girar. A veces el conejo se quedaba quieto sin sitio para escapar

entre las bocas de las perras, y entonces iba yo y lo cogía. Cazar era tan fácil que yo no te-

nía más que esperar. Pero íbamos a cazar con muchas perras de otros cazadores, aquellas

jaurías eran un lío, no se necesitan tantos podencos. Con dos bien enseñados basta, y con

uno a veces incluso también.

Alfredo hizo un silencio y giró hacia mí la voz. El sol se había ido del todo, pero

aún era ese azul cobalto que deja ver la silueta negra y ondulante de los árboles. Nosotros

ya estábamos a oscuras. Dame la pastilla, dijo Alfredo. Rosa me ha dicho que no te tocaba

hasta las diez, dije, falta todavía casi una hora. Los días acortan mucho, dije. Bueno, dijo él,

pero dame la pastilla. ¿Te está empezando a doler? Empezará dentro de un rato, ya veo ve-

nir el dolor, dijo. Entonces, si quieres, esperamos un rato. Me ibas diciendo que con un po-

denco basta, le dije. Bueno, dijo él. Ibas a explicarme cómo se caza sin esas jaurías tan

grandes. Qué jaurías ni qué hostias, dijo él, en un tono vestigio de su rudeza. Me cago en

Dios, dijo. Las putas piernas de los cojones. Me cago en la hostia, Güino, ayúdame a levan-

tarme para ir al váter, no quiero que Rosa me ponga la botella. Me cago en la Virgen, se me

están comiendo vivo, otra vez van a empezar los picotazos. Esto no se pasa, Güino, esto no

se pasa, me cago en Dios, esto no se pasa. No le vi la cara porque estaba vuelto hacia la

ventana, pero me parecía un acto de piedad no intentar vérsela tampoco. Alfredo había ele-

vado un poco el tono de voz, el podenco se despertó y puso las orejas pitas, pero luego bos-

tezó, se lameteó un poco y se volvió a acurrucar.

El tratamiento tiene que hacer su efecto, dije. En esos momentos lo más justo es no

tirar de repertorio, pero tampoco son momentos de justicias personales. Pues a ver si es

verdad, coño, dijo Alfredo, empujado por una diminuta ilusión que era el mínimo grado del

instinto de supervivencia, la esperanza del desahuciado. Alfredo sacó la mano para subirse
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un poco la sábana, le vi los dedos, los perfiles de las falanges sobre la sábana muy blanca

en la ya casi absoluta oscuridad. Dame la pastilla, dijo. Pero ahora no te duele, dije yo. Da

igual que no me duela, dijo él. Me dolerá, me dolerá dentro de un rato, me dolerá esta no-

che, me dolerá mañana, me dolerá todos los días, me dolerá cada vez más todos los días y

todas las noches, me dolerá mientras esté metido en este cuerpo, dijo, y volvió a quedarse

callado.

Yo no insistí. Me levanté y entré a la cocina. Alfredo pide la pastilla, dije. Todavía

no le duele, dijo Rosa, por lo menos hasta dentro de media hora no le dolerá. Lo que le pasa

es que quiere la pastilla, a toda costa quiere la pastilla, dijo Rosa, pero si piensa en vivir, si

piensa en seguir viviendo, me parece que lo primero que tiene que hacer es estar vivo, no

con esos colocones que agarra y sin probar bocado. Déjalo que se despeje porque tiene que

entrarle hambre, Güino, que se nos va a morir de inanición antes que de los huesos. Hazme

caso. Vente aquí hasta que se haga la hora y luego vuelves. No te preocupes, en cuanto se la

tome se le habrá olvidado.

Barrachina estaba leyendo el periódico en el saloncito. Yo abrí una lata de mejillo-

nes en escabeche y un botellín de cerveza y me apoyé en el borde de la lavadora. Rosa es-

taba un poco nerviosa. ¿Quieres que te ayude a pelar las zanahorias?, le dije. Estoy dándole

vueltas a lo de quedarme aquí, Güino. El médico ha bajado a Alfredo las dosis de morfina,

los dolores ya no son tan intensos y Alfredo podría llevar ya toda esta semana cada día más

despejado. Será la mejoría de la muerte pero yo Güino no puedo esperarme a averiguarlo.

Yo no puedo tomar una decisión así. No puedo, Güino, no puedo. Ahora ya no hace falta ni

que lo velemos ni que estemos a todas horas pendientes de él. Ahora con que esté el perro

ya tiene bastante, y el perro se ha despabilado en cuatro días, sigue igual de esquelético

pero Alfredo dice que esos perros son así. Poco a poco se le va pasando el miedo al anima-
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lico. Todavía agacha las orejas y se asusta cuando te acercas a él, aunque le vayas a dar de

comer, pero yo lo observo y veo cómo se le va quitando el miedo.

¿Tú piensas, Güino, que los dejo tirados? ¿Tú piensas que actúo por egoísmo? A mí

me cuesta arrancar lo mismo que a ti, sé que hasta que llegue el invierno voy a tener las

cervicales hechas polvo, y este invierno, si dios no lo remedia, tendré que operarme de las

varices. No creo que para mis rodillas sea un buen ejercicio subir y bajar escaleras en este

puto pueblo. Porque yo malo no he hecho nada, Güino, y eso lo sabes tú. Yo bastante que

les he ayudado, y tú también, las cosas como son, pero me piden demasiado, fue demasiado

lo que me propuso Barrachina. Toda la vida llevándonos a matar, insultándonos con todas

las letras del abecedario, y al final tengo que ser criada de los dos para darles la mejor

muerte posible. También te lo podía haber propuesto a ti, Güino, también te podía haber

dicho: déjalo todo, Güino, deja de posar y deja de que te duelan las articulaciones, y vienes

y te estás unos días haciéndonos la comida y arreglándonos la casa y yo te pongo un sueldo

y te regalo un piso en el fin del mundo. Y si a ti te lo hubiese propuesto, ¿qué habrías

hecho? Desde luego que tú Güino no te vas a tomar por culo a vivir por hacerle un favor a

nadie, tú menos que yo todavía, así que no sé ni por qué me siento mal. Es que ni siquiera

sé cómo se me pudo pasar por la cabeza.

Ahora las cosas han cambiado. Ahora estoy en una buena época y si estos contratan

a una monja del asilo o a una mulata del Caribe les va a hacer el mismo servicio que yo.

Mañana empieza Lourdes en el Crisol de López de Hoyos, en la sección de librería. La lla-

maron ayer y yo he llamado esta mañana a tu mujer para darle las gracias. Tu mujer se ha

portado muy bien conmigo, Güino. El trabajo que le ha buscado está bien. Es en la sección

de libros, y el barrio es bastante pijo. Por lo menos tiene que arreglarse y estar despierta

desde por la mañana. Por lo menos lleva una vida normal. Tu mujer es un encanto, Güino.
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No te enfades conmigo, no es que yo haya dudado nunca de ti ni del examen que le prepa-

raste a Lurdes. Le di el examen a tu mujer porque tú es que tardabas y tardabas y ahora ten-

go que consultar esto y ahora tengo que consultar lo otro y las vacaciones se nos echaban

encima y tú tenías que consultarlo todo y no estabas seguro de nada, Güino, no me digas

que no, que tú a veces parece que no tengas sangre en las venas, Güino, de verdad...

Se hicieron las diez y abrí el bote de las pastillas. Alfredo ya estaba despierto del to-

do. Pensé que ya te habías marchado, dijo Alfredo cuando yo encendí la luz y puse un vaso

de agua encima de la mesilla. Creo que Rosita tiene razón, Alfredo, dije. Si te encuentras ya

mejor de los dolores, deberías espaciar un poco las pastillas. Como abuses te vas a acos-

tumbrar. ¿Qué ha pasado con la estatua?, dijo, por fin, Alfredo, mientras giraba su cuerpo

sobre su costado izquierdo. Estaba tan delgado que las sábanas quedaron en la misma posi-

ción. Quedó boca arriba, a la luz amarilla del quinqué. Estaba muy consumido pero aún no

se le habían afilado los pómulos ni la nariz. La estatua la he traído, Alfredo, ya tienes otra

vez aquí la estatua. A buenas horas, dijo él. Todo este jaleo no me ha servido más que para

ponerme malo. La puta cárcel aquella de Astorga, me cago en Dios. No había pasado tanto

frío ni en la guerra, y eso que tuve que ir andando por la nieve, con cuatro añicos recién

cumplidos, tres días y tres noches tuvimos que andar por la nieve, nos perdimos por la nie-

ve, en plena guerra, unos niños, nadie nos encontraba. Dame la pastilla, anda.

Ahora, dije yo, dentro de un poco. Yo mismo te subo los trozos para que los veas.

Espérate un poco y te subiré la estatua, Alfredo. Por lo menos sabrás cuándo te empieza a

doler. Me duele siempre, joder. Pero ahora te encuentras bien, dije yo. No, Güino, me en-

cuentro mal, bastante mal. Pero me da lo mismo encontrarme bien que encontrarme mal.

Me da lo mismo la puta estatua y me da lo mismo la nieve. ¿Te daría lo mismo no haber

recuperado la estatua?, le dije. No seas tonto, Güino, dijo Alfredo, lo único que gano es que
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le he hecho propaganda al maricón ese. A mí la estatua me da lo mismo. Pues Barrachina

va a sacar una copia nueva, idéntica, dije, con esa desinhibición a que invita el tono descar-

nado de Alfredo, sobre todo porque supuse que no lo sabía. Dame la pastilla, dijo Alfredo.

Come un poco antes de tomártela. Rosa te ha preparado una tortilla a la francesa y

un yogur. No tengo hambre, dijo Alfredo. Te vas a morir de hambre, le dije. Me estoy sui-

cidando como los romanos, dijo él. No digas tonterías, Alfredo. Es que todo lo que como

enseguida lo vomito, dijo él, esto es una mierda, no tengo bien nada, no puedo comer ni

dejar de comer, no puedo andar ni no andar. Pero tienes gente que te cuida, dije. Sí, dijo

Alfredo, la bordiona esta, que seguro que viene a por las perras. Podríais ir teniendo criadas

hasta que cada una se fuese cansando de vosotros, dije yo. Esta se cansará también, no te

quepa la menor duda, dijo. Esta cuando vea que ni se muere ni cenamos coge el portante y

ahí os quedáis. Tampoco tiene ninguna obligación, dije. Ni tú tampoco, respondió, un poco

más despejado. Ya te puedes marchar también si quieres. Algo sacarás también tú de todo

esto. Todo el mundo saca algo menos yo. A mí nadie me ha hecho ningún favor. A mí to-

dos me han utilizado para conseguir lo que querían. El viejo quería una estatua, Palomares

quería publicidad, la Morena quiere dejar de trabajar. A mí nunca me ha echado una mano

nadie que no quisiera sacar algo mayor. Nadie. Ni tú tampoco, Güino, yo no sé qué cojones

sacarás tú porque nunca sé lo que estás pensando, pero seguro que sacas algo, tu nombre es

Güino porque eres un güino.

Vi por el otro lado de la cama asomarse la trufa sonrosada del podenco, sus orejas

pitas y sus ojos amarillos. Alfredo le puso la mano en la cabeza y el animalico la apoyó

sobre las sábanas hasta que Alfredo retiró la mano, y se volvió a enroscar. No veo qué haya

podido sacar yo de todo esto, Alfredo, le dije. ¡Y entonces por qué lo has hecho!, porque tú

a mí no me tienes más afecto que los demás, y los demás no me tienen ninguno. Habrá sido
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el corporativismo, que es como un instinto, dije yo. A mí no me vengas con hostias, dijo él,

y se volvió de nuevo hacia la ventana. Dile a esa que te diga donde están las mantas, que

tengo frío. No sé de qué voy a morirme antes, joder, si de hambre o de frío. Dame la pasti-

lla y déjate de chorradas. Lo mires por donde lo mires, todo es un desastre, todo ha sido un

fraude, todo el mundo me ha tomado el pelo. Casi prefiero que me duelan los huesos.

Cuando me dan esos picotazos horrorosos me desespero, pero por lo menos no pienso. Da-

me la pastilla, por favor.

Alfredo sacó una lengua gorda, anciana, sobre sus labios fláccidos, y con los dedos

que le temblaban se puso en la lengua la pastilla y se la tragó. Le ofrecí un vaso de agua

con una pajita pero me dijo que no tenía sed. Apaga la luz, dijo. La noche estaba bastante

clara, la luna iluminaba lo suficiente para que se pudiera seguir distinguiendo el cielo de la

montaña. No se me ocurrían consuelos que no sonasen falsos, ni reproches. No se me ocu-

rría decirle nada. Rosa vino con la tortilla a la francesa y el yogur, al entrar encendió la luz

del techo. Se acaba de tomar la pastilla, dije. ¿Y no podías haber esperado un minuto más,

Güino, joder? Ya no sabía qué decirle, dije. Tú mismo, dijo ella, y se dirigió en tono claro y

alto a Alfredo. Alfredo, dijo, vas a cenarte esa tortilla a la francesa de una puta vez sí o no.

Apaga la luz cuando te vayas, dijo Alfredo. Rosa se dio la vuelta y se marchó. Yo me le-

vanté a apagar la luz y volví a insistirle. Aunque sólo sea el yogur, Alfredo, haz un pequeño

esfuerzo, hombre. Esto ya sólo depende de ti, dije. Con dos es mejor que con uno, claro,

dijo Alfredo. Con dos es lo mejor de todo, más que con tantas perras al mismo tiempo. Sal-

vo que vayas al jabalí, por supuesto, hay jabalís que con dos perros no tienen ni para empe-

zar, dijo.

Alfredo había vuelto a bajar el tono de voz hasta un susurro salmodiado, con la glo-

tis a medio abrir. A mí no me gusta mucho el jabalí, dijo, prefiero el conejo. El jabalí es
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muy peligroso. Yo he visto a un jabalí clavarles el colmillo a tres perras en el cuello y salir

luego escapado. Yo mismo estuve a punto una vez de que me arreara un buen mordisco.

Quita, quita. Si hay que ir, se va. Si hay que jugarse el tipo, se lo juega uno, pero yo prefie-

ro los conejos. Qué bien huelen las carrascas de aquellas lomas. Cuando se levanta un hilo

de aire me llega otra vez el olor de los tomillos, de las cagadas de conejo, de las huras don-

de se aagazapan. Me llega el olor de las cáscaras mordidas, el olor del mantillo mojado y de

los níscalos que ya han salido, y de las trufas. Una vez con Sota, que tenía muy mala leche,

fuimos a la hondonada que hay detrás de aquellos cortados. Ahora no se ve la piedra. Huelo

la piedra. Y fuimos allí y nada más trasponer un rodal de pinos que hay un poco más a po-

niente vimos salir de los bancales un conejo que nos vio y enseguida se volvió a meter entre

los rastrojos. La Sota fue a por él, enseguida lo sacó y el conejo echó a correr a los corta-

dos. Yo los fui siguiendo pero me abrí un poco porque vi que el conejo no podía subir por

la pared, pero tenía unos matojos en un cantil muy pequeño donde a la Sota le sería difícil

llegar. Como mucho podría asustarlo y echarlo de nuevo a correr hacia terreno abierto, así

que me esperé en la única salida que yo pensé que tendría el conejo. Y así fue. El conejo

subió por las regatas de las piedras y cuando vio que se resbalaba buscó refugio entre las

zarzas. La Sota se puso allí en dos saltos y medio, pero se resbaló un poco antes de alcanzar

la última regata y al caer desde una altura como cuatro veces ella se lastimó una pata. En-

tonces yo emprendí a correr por el lado donde no había pared, donde podía seguir el conejo,

y el conejo siguió con todas sus fuerzas pared arriba por las regatas y yo di un rodeo por

una trocha más empinada y más larga pero donde no había miedo de resbalarse, y llegamos

los dos a la vez al bancal que había arriba de las lomas, y vi el bosque de pinos y me dije:

antes de que llegues a la hura, cabrón, te habré cogido. El conejo vio que yo llegaba y em-

pezó a culear. Yo estaba muerto, pero lo vi culear y dije este no llega a la hura. Y no llegó.
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Sabía que si no lo cogía a la primera le daría tiempo llegar, así que di un salto y al torcerme

para taparle la salida ya lo tenía en la boca. Casi no podía respirar, pero seguí caminando de

vuelta porque sabía que no me daban fuerzas más que para sujetarlo entre los dientes. No

tenía resuello ni para partirle los huesos de la cabeza. Sólo podía sujetarlo. Y volví donde la

Sota, que había ya dejado de quejarse, y el amo le tenía la pata entre las manos. Me puse

con el conejo en la boca junto a sus piernas. Él lo cogió por las patas y cuando me entró la

primera bocanada de aire caí rendido. Me temblaba todo el cuerpo, casi no pude recuperar-

me de aquel esfuerzo.

Aquellos eran buenos tiempos. Otros perros de otras rehalas se pasaban el tiempo

atados, y un mes antes de sacarlos los espanaban. Tenían cara de locos. A nosotros el amo

siempre nos vino a ver, y nos sacaba por el campo sin tanganillo aun cuando los otros pe-

rros estuviesen atados. Pero el amo se puso malo. La Sota y yo supimos que el amo estaba

malo. La Sota estaba preñada. Huelo los conejos. Pronto el amo nos llamará con voces y

cuando empiece a verse el campo y haga mucho frío saldremos a cazar. Huelo la piedra,

oigo cómo cavan con las uñas en la hura. Ahora mismo en la noche cerrada los encontraría.

Los encontraría entre las carrascas. Los encontraría en la nieve.


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