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El último mono

Jose Alberto Arias


Edición no venal

Ilustración de cubierta: tomografía axial computarizada de José Alberto Arias Pereira


en julio de 2007. Centre hospitalier régional Universitaire de Rennes

Diseño y maquetación: José Alberto Arias Pereira


http:!!brianedwardhyde.blogspot.com

© De los textos, José Alberto Arias


© De las ilustraciones, José Alberto Arias
© De la edición, José Alberto Arias

Depósito legal: GR-889/2010

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún
procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de
información y sistema de recuperación, sin el permiso por escrito de la entidad editora
Sabe que no debe mirarla
de cerca,
porque hay razones más
terribles que tigres
que le demostrarán su
obligación
de ser un desdichado

J.L.Borges
Si no hay objeción, me gustaría aclarar algo lo antes posible. No hay ningún Depósito de Ideas, Central de Relatos

o Isla de los Best—sellers Enterrados. Parece que las buenas ideas narrativas surjan de la nada, planeando hasta

aterrizar en la cabeza del escritor: de repente se juntan dos ideas que no habían tenido ningún contacto y procrean

algo nuevo. El trabajo del narrador no es encontrarlas, sino reconocerlas cuando aparecen.

Mientras escribo

STEPHEN KING

Voy a mezclar frases con alcohol

VETUSTA MORLA

Twirl, pese a la oposición de Irala y de Cruz, había invocado a Plinio el Joven, según el cual no hay libro tan malo que

no encierre algo bueno […] Todo es un testimonio, había dicho.

«El congreso», El libro de arena

JORGE L. BORGES
índice
I. Soul 15
-1. Polvo
-3 llamadas perdidas
-Km.o

II. The inner city 45


-Sintomáticos
-Cardiff Bay
-De ébano y pino

III. La ofensa 81
-El después
-Carta
-El solitario entierro de Jorge Almagro
-
IV. This is how it all 125
-Transición I
-Eventual change
-2. Cisnes y elefantes
-Huang y Rosebud
-Nunca serás un hombre

V. ...ends 183
-Km.5
-La rama vaga
-Melancólica piedra
-3. Dulce Liz
-Tras leer a Bolaño suceden cosas extrañas
1. Soul

Que la vida iba en serio

uno lo empieza a comprender más tarde

-como todos los jóvenes, yo vine

a llevarme la vida por delante.

JAIME GIL DE BIEDMA


El último mono

Soy lo que escribo.


Dejo mi alma, mis tripas en las palabras.

Me secuestran a menudo y me dejo llevar por ellas. Y soy muy caprichoso. Pero esto

es más simple o más complejo de lo que parece. Más simple, porque yo quería titular un

libro El último mono; más complejo, porque se me ha ido de las manos y se ha convertido

en un proyecto vital fascinante, egocéntrico e ingente en todos los sentidos. Voy a jugar

a ser Borges, a ser Bolaño, a ser Joyce. Esto va a ser difícil, Jose. Muy difícil. Porque el

juego consiste en una mentira y en una aspiración. El último mono debía tratarse de un

recopilatorio de relatos. Luego leí un libro, Crónicas de motel, donde el autor mezclaba

ficción narrada con poesía y textos de cualquier otra naturaleza. Ese libro inspiró una

película de carácter generacional, París, Texas. Y cambió mi forma de plantear el libro.

También Borges y Bolaño mezclaban ficción y realidad, aunque ellos lo hacían con la
maestría del genio. No es mi intención compararme con ellos. Me faltan muchos palos

aún.

Mi intención es realizar un proyecto a larguísimo plazo. Pretendo escribir un libro

que sirva como legado vital y literario. Un libro por década. Una edición exclusiva ideada

e ilustrada por mí. Editada por mí. Curiosamente, El último mono ha de ser el primero de

una serie de primates. Aquí quedarán plasmadas mis fotografías, mis circunstancias hasta

los 22, mi poesía, mis referentes, en definitiva, mi vida. Dentro de diez años prometo parir

la segunda parte de la colección, que como mucho llegará a los siete u ocho volúmenes.

Ésta es mi magnum opus. 11


Jose Alberto Arias Pereira

Al menos sé que tengo claras mis prioridades, por mucho que la vida empiece ahora.

Jose Alberto Arias Pereira, julio 2010

Granada

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El último mono

Me llamo Jose. Tengo 22 años. Tengo un hermano mellizo y no, no me parezco a él. Me

gusta el cine. Y escribir y leer. Y la música independiente o de cantautor. Mi cantante

preferido es Damien Rice. Una banda, Radiohead. Una canción, “Creep” de Radiohead

versionada por Damien Rice. Mi película preferida es American beauty. Si tuviera que

quedarme con una serie, serían A dos metros bajo tierra y Buffy Cazavampiros. Hace

dos años me dio un infarto cerebral que hizo temblar mi mundo mientras estaba de

vacaciones en Francia. Estudio Traducción de inglés y francés. Mi sueño es, aparte de

ser guionista o escritor, vivir en el extranjero. He escrito muchos cuentos y relatos, dos

novelas y un poemario. No tengo novia ni novio. No tengo a nadie. Hay días en los que

me enterraría hasta ahogarme o me lanzaría desde un acantilado. Hoy no es uno de esos

días.

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1. Soul
Soul

Hoy empieza todo…

Dentro de tres semanas me iré a Swansea. Suena tan, tan cutre y desconocido… ¿mitos

artúricos? ¿En serio? Cogeré el avión en Málaga con mi madre (supermum, léase

supermám) y llegaré a Cardiff, esa ciudad de estilo futurista donde (aún no lo sé) tiene

lugar Torchwood. Viviré con Raquel y María; a la primera no la conozco, a la otra un

poco. Luego conoceré, a los tres días de llegar, a Iñaki, David, Sheila, Janire y algunos

más. Después haré amigos, con el paso del tiempo. Creceré mucho, hablaré y beberé

entre alemanes, franceses, italianos… Malviviré con un húngaro y una alemana secos y

asociales. Descubriré asignaturas maravillosas que al fin me motivan. Iré al VUE Cinema

o a comer al Eddie Rocket’s (¡tan Hopper!), pasearé por el centro de una ciudad que

no tiene mucho que ofrecer, lugar de nacimiento de Dylan Thomas. Iré a Londres

cuando todo esté cubierto de esa aureola navideña, naranja o glacial a partes iguales.

Haré turismo típico, comeré en todos los Fast food de Londres y jugaré a “yo nunca…”

en un hotel con jacuzzi al aire libre. Caminaré por Cardiff sobre la base de operaciones

de Torchwood y veré atardeceres que tatuaré en algún pliegue del cerebro antes de

que se atrofie. Echaré fotos con la mejor réflex que llegue a tener entre manos en una

de las mejores playas que he visto, infinita.............Port Talbot, decían que se llamaba.

Barbacoa en la playa, reuniones erasmus, fiesta Halloween, Summer (en noviembre),

Birthday’s, Christmas, Bye-bye…, conoceré a gente a la que veré reír y llorar (que siempre

es más difícil, pero más bonito). Conoceré a Eleanor. Pasearé por las galerías de Cardiff

en una ciudad navideña con árboles gigantes y quesos de todos los sabores y el frío que
Jose Alberto Arias Pereira

me lame por las grietas de la ropa. Gritaré a la playa y dejaré que la lluvia me caiga, haré

fotos cómplices a las ardillas y comeré donuts rellenos. Y yummies. Y guain—gams. Y los

muffins del China-China. Besaré y abrazaré. Confiaré y seré confidente. Intuiré el odio,

recibiré cartas y postales del extranjero. Y Damien Rice. E Ismael Serrano. Y Sade, Alicia

Keys, Sr. Chinarro, Micah P. Hinson, música pastillera erasmus… Seremos una revolución.

Y cine, mucho cine, toneladas de cine. Cine en cantidades ingentes, más cine del que

haya asimilado en mi vida. Cuánto bien, cuántas cosas. Y le enseñaré Swansea y Cardiff

a Jose, y echaré más fotos, será mi hobby. Hablaré día sí y día también de menos con

mamá, con papá, a veces con mis hermanos. Escribiré mails masivos. Lloraré lo justo.

Poco. Nada. Me apenaré al volver, o al dormir porque quedará un día menos. Escribiré

mis páginas más nostálgicas, aprenderé mucho. Creceré y evolucionaré sin cambiar. Tú

cambiarás. Pondré mi cam a más de uno y una por primera vez. Cocinaré la comida que

compre en el Tesco con mi ropa del Primark. Reiré con la putana, con la Sole y demás

vaciedades. Iré de compras por Oxford Street y leeré el correo en el Apple de Londres.

Me enamoraré… digamos que un par de veces. No se curará. Veré Alien rodeado de frikis a

horas intempestivas en la uni. Recorreré pasajes escondidos de una biblioteca imponente

llena de audiovisuales y pillaré a una pareja in fraganti en la sección de Derecho. Probaré

nuevas recetas. ¿Pollo con coca—cola? That’s insane. Diré adiós a unos, me despediré

en silencio de sitios y personas y pensaré que nunca, JAMÁS en la vida nos volveremos

a cruzar. Ésta será la última vez que nos veamos. Me emborracharé hasta vomitar en la

discoteca y lograré que me echen. Tendré unas resacas malísimas, pasaré la aspiradora

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Soul

una y otra vez. Pasearé Dune por medio Reino Unido. Fingiré que me quedo por Navidad.

Viajaré en coche en un viaje inolvidable, crearé lazos incorruptibles, cantaremos Jarabe de

palo y Tulsa y Shakira… Estaré en uno de los epicentros mágicos del mundo, Stonehenge,

y me grabaré para mis amigos, para que pase a la historia. Me patearé Oxford extasiado

y entraré en una cafetería hermosa y subiré a torres de escaleras infinitas y echaré

fotos. Veré Casi famosos en un albergue de Oxford. Será la primera vez que la vea. Y

Salisbury, y el palacio de la Reina y el Pizza Hut con los profiteroles, y el viaje de vuelta

y las ganas de no parar. La catedral de St Paul, el paseo por el Támesis en barco, el

TATE, Londres de día, Londres de noche. Hablaré desde un puente de la capital con mis

ananás en Barcelona y Belén habrá bajado un momento a hacer algo. Veré televisión a

la carta, RTVA y Desaparecida en el canal de RTVE—Youtube. Luego, al final, pasaré dos

días con Raquel despidiéndonos de todo, limpiaremos, haremos balance, no querremos

irnos, perderemos el taxi y no lloraremos por la prisa y la certeza de que vamos tarde.

Dejaremos atrás Wind Street, los Morgan, Thomas, la Play, HMV, el Quadrant… todo. A lo

mejor no debería irme y así evitar el dolor.

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Jose Alberto Arias Pereira

I. POLVO

Si la quieres, cógela, pensaba, pero no olvides el polvo. Y es que el polvo era aterrador.

La miró y se escondió tras la caja, en ese limbo de oscuridad que daba a su rostro un

aspecto siniestro. Hasta hacía dos días nunca había visto a la joven bailarina como una

mujer, sino como una niña antipática. La vida del actor tenía eso. Si no había amado,

nunca amaría. Era difícil aprender a amar, y el personaje que interpretaba cada día podía

determinar hasta su forma de ser.

Bueno, había estado en Londres, en Barcelona, Pekín… hasta en Venecia. Había

vivido lo que se dice una vida de actor. Bordeó la caja, más grande que él, húmeda y

maloliente, pero la bailarina no parecía haberlo oído. Seguía sentada mirándose las uñas

con una expresión de forzada concentración. Tal vez si la llamara…

—¡Oye, chica! –susurró. No quería que el grande se despertara; el jefe era el jefe

en todo momento. —¡Oye, bailarina! ¿Cómo te llamas?

Qué voz más hueca y horrorosa le salía. Oyó un ligero chapoteo y maldijo por lo

bajo. Sus zapatos, normalmente negros y cuidados, estaban completamente empapados

en medio de un charco de agua. Dio un salto y se alejó indignado para sacudir las piernas.

Ya estaba al otro lado, en la luz. El polvo… Que no lo tacharan de ególatra o salvajemente

creído, pero necesitaba mirarse en el espejo (vale, ¿qué más daba si era un charco en el

suelo?) para saber si estaba presentable. Era lo de menos…

Sus ojos eran azules, el pelo rubio y rizado, la barbilla dibujaba un ángulo afilado

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Soul

con un hoyuelo minúsculo en el centro. Las líneas a ambos lados de la boca se debían

a una continua sonrisa. E incluso aún llevaba el traje de la última obra que estaba

interpretando, el de un marinero que recorría toda Arkansas en busca de su chica (¿tal

vez una bailarina?).

No olvides el polvo. Dichoso pensamiento.

Pero estaba muy apuesto como para dejarse amilanar por estúpidas reflexiones

o ecos en su cabeza. Se ajustó la corbata, se dejó la gorra de lado y marcó aún más

su sonrisa. Avanzó de puntillas hacia la bailarina, y cuando estaba detrás (no olvides

el polvo) le dio un pequeño empujón a la altura de los riñones. La tela del vestido era

áspera. Por supuesto, un hombre suele tener más fuerza que una mujer, pero en este

caso fue excesivo, porque ella cayó al suelo.

—¿Qué haces, animal? –murmuró en voz alta, y se inclinó a ver a la bailarina, que

había caído en una posición un tanto extraña. Le dio la vuelta entre sus brazos y vio

que estaba rígida, por lo que en un instante vaciló y se le pasó por la cabeza huir de ese

lugar. «Dios, si ahora abre los ojos y se despereza, juro que jamás me volveré a acercar

a ella». Cerró los ojos apretando con fuerza, contó hasta diez y los volvió a abrir con la

respiración limitada a un hilo de aire frío. Sintió una profunda presión en el estómago;

la joven seguía igual. ¿Qué le había hecho? No, eso no se lo había hecho él. Comenzó a

gritar y a tocar el rostro y las manos de la bella bailarina, pero estaban duras como la

madera.

—¿Qué le habéis hecho? –gritó. —¡Maldita sea, qué le habéis hecho! Venid a

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Jose Alberto Arias Pereira

por mí, cobardes –desafió. Quería llorar pero le era imposible, como si esas reacciones

espontáneas y naturales estuvieran limitadas a los personajes de una novela.

De repente, alguien lo empujó contra una especie de baúl abierto, y cuando

chocó contra el fondo de éste se dio la vuelta para intentar huir, pero la puerta se cerró

ante él. El chasquido del cerrojo le trajo a una realidad más dura, y la única muesca de

luz que quedaba dio lugar a una oscuridad total. Gritó, pero esos gritos de auxilio lo

aterraron aún más. Cuando tomó una bocanada de aire el polvo le llenó los pulmones.

Había polvo por todas partes. ¿Quién querría hacerle mal alguno a un humilde actor?

Pensó en un rostro verde y cerúleo atravesado por mil pústulas y cicatrices, sólo una

imagen de terror. Cuando dejó de golpear las paredes y llegó el silencio, entonces, sólo

entonces, supo que se volvería loco.

…………………………………………………

—Oye, papá, ¿y por qué has hecho eso? –preguntó el joven larguirucho y de nuez

sobresaliente. Sabía que era torpe, por lo que avanzó con cuidado.

Su padre, mientras tanto, recogía el resto del decorado.

—Cuando llevan mucho tiempo actuando, cuando les das muchos papeles

distintos, es como si estos muñecos cobraran vida. Acerca el oído a la caja. –El muchacho

hizo lo que le había pedido su padre, pero se oyó un golpe que lo obligó a dar un respingo.

—¡Ja,ja,ja,ja! Que no te asusten. Fíjate, éste creía que era de carne y hueso, como tú y

yo… –reflexionó durante un momento para concluir: —Tú no lo comprenderías. Anda,

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Soul

coge la bailarina antes de que la aplastes con uno de tus zapatones. Es muy cara…

El joven la tomó entre sus manos con algo parecido a ternura y la guardó con

delicadeza en una caja de madera que dos años más tarde le serviría para machacar la

cabeza de su padre. Un rótulo en la caja rezaba entre motas de polvo:

TEATRO DE TÍTERES

Y MARIONETAS

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Jose Alberto Arias Pereira

3 LLAMADAS PERDIDAS
La verdad no es fotogénica
VICENTE NÚÑEZ

Eso es exactamente lo que encontré en la pantalla del móvil. He de decir, de paso,

que el móvil estaba tirado en la acera. La calle estaba vacía salvo por el pequeño

teléfono. Lo cogí y lo abrí. Las tres llamadas eran de Alba. No sabía quién era Alba ni

a quién pertenecía el teléfono, sólo que estaba nuevo y no era cuestión de dejarlo

ahí. El móvil era de color plateado. Las únicas señas de identidad eran tres letras

en la parte posterior: RLU.

Eché un vistazo a la agenda, aunque no había demasiados números. Sólo

guardaba tres fotos, todas de la misma chica. Miré los mensajes, pero en el buzón

de entrada todos eran de la compañía telefónica. En la bandeja de salida había más,

casi todos dirigidos a la misma Alba. Eran mensajes de amor. Muchas personas

tienen una especie de muletilla con las que acaban sus cartas o mensajes. En este

caso, todos los que iban para Alba acababan en un «Really love u».

La cuestión es que en ese momento no había nadie para reclamar el

teléfono. Lo metí en el bolsillo. Ya era mío.

La primera llamada llegó después de una hora y me pilló de sorpresa. Salí de

la ducha y me tiré en la cama para alcanzar el teléfono. Era Alba. Esperé varios

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Soul

segundos hasta que dejó de sonar.

Si vuelve a sonar, lo cojo.

Volvió a sonar. Era Alba.

Si me llega cualquier señal antes de que cuelgue, lo cojo.

Esperé con el móvil en la mano sin poder apartar la vista del nombre parpadeante.

Cuando se fue la luz me dio tal susto que apreté la tecla de llamada.

—¿Diga?

—Raúl… —Me quedé de piedra al oír mi nombre. ¿Cómo había dado conmigo?

–Te he estado llamando.

—¿Alba?

—Lo tengo todo preparado. Espero que vuelvas pronto, las cosas no me van

demasiado bien.

—De… de acuerdo.

—Raúl, te necesito tanto… —Estaba llorando.

—No llores, por favor.

—No lloro –rió a la vez que sorbía las lágrimas. –Sólo quiero verte pronto.

Prométemelo.

—Sí.

—Te tengo que dejar. –Se calló por un momento, unos segundos que quedaron

suspendidos en el aire. –Te quiero tanto…

—Adiós.

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Jose Alberto Arias Pereira

Colgué.

No sé por qué me dejé llevar por la emoción y no dije nada; ahora Alba creía que yo era

«su» Raúl… y ya era casualidad haber encontrado el teléfono de alguien que se llamaba

como yo. En el momento en que colgué y decidí seguir con todo esto me di cuenta de

que no habría vuelta atrás. No obstante, no le puedes negar ese afecto a una persona

que nunca se ha sentido querida. Y yo me sentía así, necesitaba volver a oír la voz de

Alba.

Llamé a información y solicité que me pusieran con una teleoperadora.

—Hola buenas tardes, le atiende María José. ¿En qué puedo ayudarle?

—Quería cambiar de tarifa, por favor.

—¿Es usted Raúl Luque Ulloa? ¿Es usted el titular de la línea?

Colgué en ese instante. Las iniciales cuadraban: RLU, Raúl Luque Ulloa… really

love u. Demasiado soñador, demasiado romántico.

De repente un pitido me avisó de que la batería comenzaba a agotarse. Sin batería

no había móvil, ya que no había contraseña. Y no, no habría más llamadas de Alba.

Busqué el cargador de ese modelo, y no he dejado de utilizarlo desde entonces.

Pasé bastante tiempo conociendo a Alba, incluso me permití hablarle más. Sin embargo,

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Soul

siempre tuve la certeza de que sabía que yo no era la persona a la que ella conocía; y no

decía nada. Se limitaba a decirme tequieros y te-echo-de-menos, y yo los iba guardando

por miedo a desgarrarla. De hecho, yo nunca la llamé, pero todos los días recibía una

llamada. Poco a poco empecé a imaginar su situación, una chica esperando al único

amor de su vida. Yo alentaba esa esperanza… realmente estaba haciendo algo bueno

por ella hasta que él llegara. Y esa voz oculta que habla muy de vez en cuando –algunos

la llaman conciencia –me decía que no había explicación para lo que estaba haciendo.

Pero nadie podría borrar esos dos meses de esperanzas e ilusiones. Tal vez era lo

único que tenía claro aunque me fuera agotando lentamente.

El ritual era sencillo: ella llamaba y me decía cuanto quería, contaba sus miedos

y alegrías. Yo escuchaba en silencio con el anhelo de que Raúl volviera algún día junto a

esa Alba abandonada.

Un día me desperté temblando; me acababa de dar cuenta de que estaba enamorado.

Lo que más temía era que cualquier cosa pudiera herirla, la principal de ellas que

descubriera que su novio no estaba. Por eso puse en marcha un acto en gran parte

suicida: busqué a Raúl Luque Ulloa. Miré en las guías de teléfono de la ciudad, pero

no aparecía. Decidí acercarme a la comisaría, donde me tuvieron esperando hasta que

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Jose Alberto Arias Pereira

contactaron con la central, y desde allí me enviaron a un hospital.

¿No suele pasar que los momentos que nos marcan siempre quedan grabados

hasta el máximo detalle? Sí, iba en el urbano cuando sonó el teléfono. En la radio ponían

algo de Coldplay y no había nadie a mi alrededor. Una moto roja pasó junto al cristal.

—¿Diga?

—Raúl…

—Alba.

—Ya queda menos, dímelo, cuéntame todas las mentiras que quieras, pero dime

que vendrás pronto.

—Iré…

—…porque la espera se hace eterna –me interrumpió. –Y de repente tengo

miedo de que no aparezcas nunca.

—Iré, te lo prometo –dije en un susurro.

—Sólo quiero tocarte, saber que tu piel no era de fuego y que mis marcas se

borrarán con tus suspiros. Sólo quiero apretar tu pelo entre mis dedos. Sólo quiero

sentirte aquí… de nuevo.

—Alba… te quiero.

—Lo sé –anunció. –Hasta pronto.

—Adiós.

Y entonces tomé aire.

Cuando llegué al hospital estaba algo mareado. Fui directo a recepción y sólo fui

28
Soul

capaz de decir:

—Raúl Luque Ulloa.

La mujer me miró, tecleó el nombre y frunció el ceño.

—¿Es usted familiar?

—Amigo.

—Lo siento mucho, pero su amigo falleció hace cerca de dos meses. Supongo

que lo estaban buscando.

Asentí con la cabeza.

—¿Puede contactar con alguien de la familia? –preguntó.

Cogí un papel del mostrador y escribí un número de teléfono. Salí lentamente del

hospital. Que ellos le dieran la noticia.

Pasaron dos horas. Yo estaba en un banco del parque esperando a que llegara ese

momento. El móvil sonó. Esperé veinte segundos hasta pulsar la tecla de llamada. Me

acerqué el móvil al oído y esperé. El tiempo siguió pasando. De vez en cuando se oía su

respiración. Al fin oí su voz desgarrada y susurrante que arrastraba las palabras.

—Gracias… … por todo.

Y colgó. Su tono era tan agradecido, tan sincero que no pude más que llorar en

ese banco.

Nunca más volvió a llamar.

Pero todas las mañanas cargo el móvil movido por una sola esperanza.

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Jose Alberto Arias Pereira

Derroche

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Soul

Puedo, si creo, hacer que se separe el mar en dos poemas

5/02/08

Como un credo, pero de los de verdad.

Puedo dar alas a una piedra,

estremecer tus amígdalas

e incluso hacer que funcione el wi-fi.

Es cuestión de práctica,

prácticamente tener visión o algo de suerte.

Ay, demiurgo de mierda...

(esto es lo que pasa cuando

uno cree que ha olvidado

sus nociones básicas de filosofía).

Y sí, va a ser que, como dice la canción:

I’m a weirdo...

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Jose Alberto Arias Pereira

KM. 0

que la dejó dormida una mañana


entre las dunas de su cama
ISMAEL SERRANO

A David, supongo…

—Hueles a sexo.

Con esa primera frase ella le demostró que no tenía pelos en la lengua y que

cualquier convención pasaba por poco más que anecdótica en su modo de ver el mundo.

Él, que se llamaba Alberto y cazaba gotas de lluvia, la miró con esa seriedad que no se

creía ni él pero que hacía tiempo se había plasmado en su rostro.

—Será la edad —replicó él. —Te llamas Violeta.

Ella asintió con la misma sonrisa de antes. No era difícil de adivinar, pues llevaba

el pelo teñido de ese color y su camiseta rezaba, con letras estridentes, «Me llamo

Violeta»; en su armario tenía otras en las que se podía leer: «Me gusta Ismael Serrano»,

«Soy de Coca-cola» o «Mi perro murió hace 2 años». Pero claro, ahora mismo él no sabía

nada de esto.

—Me llamo Violeta, sí. Tú te llamas Alberto, aunque tienes cara de llamarte David.

Yo tengo cara de llamarme Clementine y ser francesa, pero no es así.

—¿Cómo sabes que me llamo Alberto?

—Porque la chica que había la otra noche en tu cuarto escribió tu nombre en el

32
Soul

cristal de la ventana antes de irse. Se fue llorando.

—Siempre se van llorando.

Ella se recogió las rodillas más aún porque hacía frío. Se encontraban en la

terraza del edificio, bajo un cielo cada vez más oscuro y eléctrico que anunciaba sin

vacilar el comienzo de una tormenta. La terraza era grande e íntima a esas horas, más

aún sabiendo que en cuestión de minutos empezaría a llover. Violeta se levantó, recogió

su bolso de tela verde y tiró del brazo de Alberto.

—Vamos a tu cuarto, aquí hace frío.

Alberto la seguiría al fin del mundo.

El fin del mundo era su dormitorio, una habitación grande y de paredes grises llenas de

imágenes. Olía a té y a lluvia por encima de cualquier olor que emana normalmente de

la habitación de un chico. Alberto abrió la ventana y estiró el brazo con el que sostenía

una especie de probeta grande de color azul para atrapar las primeras gotas de lluvia.

Violeta, por su parte, seguía apoyada en el marco de la puerta; sus piernas se negaban

a adelantarse a su cerebro, a sus ojos y a todos sus sentidos. Estudiaba la habitación

porque la habitación tenía mucho que estudiar. Casi toda una pared estaba cubierta por

una fotografía atípica y familiar. Se trataba del rostro de Alberto dividido en dos partes:

la derecha mostraba un gesto contraído en un tono naranja, mientras que la izquierda

presentaba media cara del joven en blanco y negro con el ojo cerrado y toda la serenidad

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Jose Alberto Arias Pereira

de que disponía.

—¿Esta foto…?

—Es un autorretrato. Me gusta la fotografía.

Violeta comprobó que, efectivamente, del cabecero de la cama pendía una

cámara de fotos con el objetivo brillante como un Gran Hermano pendiente de cualquier

detalle. Paseó los dedos por la estantería perdiéndose entre los cientos de títulos: El

guardián entre el centeno, El bostezo del puma, Rayuela, Poeta en Nueva York, Ciudad de

cristal… Con cada tomo su corazón daba un vuelco y, casi sin darse cuenta, se quedó tan

seria como él.

—¿Tienes té?

—Sufro un trastorno bipolar. —Ambos quedaron en silencio. —Sí, té rojo.

Alberto se volvió y la escrutó con la mirada, como si de un momento a otro

ella fuera a alejarse por la puerta para no volver, pero ella cogió una taza amarilla que

reposaba sobre una balda y se acercó a él.

—Por eso se van llorando, ¿no?

—Siempre me hago la misma promesa, ¿sabes? Me digo que no dejaré que nadie

se enamore de mí, que en cuanto note las primeras señales me perderé antes de… antes

de que todo cambie y se vaya a la mierda.

—¿Te estás medicando?

—No, no quiero. ¿Sabes para qué sirve? Para convertirme en un adicto que no

pueda vivir sin drogarse, o para estar tranquilo durante un período de tiempo hasta

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Soul

que la medicación deje de funcionar y tenga que probar veinte mil pastillas mientras un

idiota me calienta la cabeza sin tener ni puta idea de lo que significa vivir así.

—Pon algo de música, David.

—Me llamo Alberto.

—Como quieras, David.

Alberto (David) calentó una jarra de agua que tenía sobre la mesa y buscó entre

los cedés hasta que dio con el que estaba buscando. Al sonido del agua hirviendo se

sumó la voz de Caetano Veloso. Violeta ofreció su taza y él la llenó con cuidado. Después

depositó dentro una bolsita de té y se sentó en la cama.

—Me parece que es muy descarado no intentarlo siquiera —señaló ella.

—No me conoces. Sólo sabes que me llamo Alberto y que soy bipolar.

—Sólo sé que te has presentado, lo primero que me has dicho era tu nombre y lo

segundo que tienes ese… trastorno que por lo visto condiciona toda tu vida. Y lo de la

foto en la pared es demasiado cantoso.

—Ya es suficiente sermón por hoy, puedes irte.

—No me he tomado mi té.

Violeta sonrió y se sentó en el borde de la ventana con las piernas cruzadas.

Aspiró el vapor del té antes de probarlo. Después del primer trago, comenzó a cantar al

ritmo de Caetano: «Juran que el mismo cielo se estremecía al oír su llanto, cómo sufrió

por ella, y hasta en su muerte la fue llamando…». Alberto se quitó la sudadera y se la

entregó a Violeta sin mediar palabra.

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Jose Alberto Arias Pereira

—¿Por qué…?

—Estás llorando —indicó él.

Ella se secó las lágrimas con la manga de la sudadera y rió.

—¿Ves? Yo también soy un poco bipolar.

Por primera vez en mucho tiempo se dibujó una sonrisa en el rostro de Alberto de

forma espontánea. Se apoyó en los codos hasta incorporarse un poco más en la cama.

—¿Es que no tienes pañuelos?

Él negó con la cabeza.

—No me creo que en el dormitorio de un tío no haya ni un solo pañuelo.

—Mi padre decía algo así como… déjame recordar. Ah, sí, «hay un momento en

el que la masturbación deja de ser una solución para convertirse en un problema».

Violeta lanzó una carcajada, pero Alberto permanecía impasible.

—¿Sabes que mi padre no tenía trastorno bipolar? No, antes lo llamaban psicosis

maniaco—depresiva. Ahora eso es políticamente incorrecto, como llamar ciego al

invidente o cojo al minusválido. Estoy hablando demasiado…

—No, me gusta oírte hablar. Pareces una persona callada. Me gusta tu voz.

Pero a él no le gustaba oírse hablar, así que optó por callar y se volvió a tumbar

en la cama. Violeta no tardó en tumbarse a su lado, ambos boca arriba mirando el techo

gris. En el techo también había algunas fotografías, la mayoría de ellas en blanco y negro

con un contraste bastante acentuado. En la gran mayoría aparecían chicas de piel blanca

y pelo negro. De repente Violeta se levantó y cogió el bolso; sacó una cámara desechable

36
Soul

y le echó una foto a Alberto, otra a la taza de té y una última por la ventana, desde

donde se podía ver su propio dormitorio. Frotó disimuladamente su manga sobre

el cristal hasta borrar el nombre que una chica de mirada triste había escrito varios

días antes.

—Me voy —anunció de repente. Ante la mirada de turbación de él, tuvo

que añadir: —No me he ido antes porque estaba llorando y no quería irme llorando,

pero ya volveré.

Se inclinó, le dio un beso en la mejilla y salió por la puerta como si lo hubiera

hecho cientos de veces.

Eran las tres de la mañana de una semana más tarde cuando los golpes despertaron

a Alberto. Venían de fuera, como si alguien tirara piedras contra el cristal. Apartó

la cortina y se despejó la vista con el puño. Al otro lado, Violeta lanzaba pequeñas

piedras blancas contra su ventana. Tenían la suerte de vivir a poco más de tres

metros el uno del otro; en el hueco que la joven dejaba a sus espaldas se atisbaba

una habitación anaranjada, y la blusa de Violeta estaba formada por recuadros de

colores que daban lugar a la tabla periódica. Alberto abrió la ventana justo en el

momento en que se colaba otra piedrecita blanca que resultó ser un Lacasito.

—No me gustan los blancos –susurró Violeta.

—¿Qué hora es?

37
Jose Alberto Arias Pereira

—David, he estado pensando en las chicas de las fotos. –Él la estudió sin

profundizar más de lo que lo había hecho hasta el momento. –Tú no tienes la culpa

de que se enamoren de ti.

—¿Pero qué hablas?

—Hay personas que nunca se enamorarán, otras de las que nunca se

enamorarán y otras de las que irremediablemente se enamorarán. —Silencio largo.

—Eres poco hablador.

—Tú hablas por los dos.

—Calla y échame una foto.

Alberto la miró con cara de: «¿me estás tomando el pelo?», pero al ver que

ella lo apremiaba con las manos se metió en su dormitorio y volvió a salir con la

cámara. Liberó el objetivo, enfocó y aumentó el zoom hasta que en la imagen sólo

se distinguía el ojo de Violeta. Click.

—He leído —anunció Violeta. —Creo que estás en una fase depresiva.

También he leído que antes a la depresión la llamaban melancolía.

—Sí, muy bonito —condescendió él.

—Dicen que la creatividad puede estar a veces ligada al trastorno bipolar, y

que Virginia Woolf y Van Gogh sufrían trastorno bipolar. Tú eres fotógrafo.

—No sigas por ahí, por favor.

—Tienes talento, amigo mío, pero no siempre se puede exprimir todo en la

fase depresiva.

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Soul

—A ver, ahora mismo estoy bien, Violeta. No estoy en ninguna de tus fases, ni

depresiva ni maníaca, porque dedico las veinticuatro horas del día a controlar mi carácter,

cosa que contigo no funciona porque no haces más que clavar el dedo en la llaga.

—¡Así que finges!

Alberto inspiró profundamente y se masajeó las sienes.

—No finjo, sólo que si cualquier día me presentara ante mi madre tal y como tú

vas por el mundo me dirían que estoy sufriendo un período maníaco porque no sigo los

cánones de normalidad que se me presuponen por pertenecer a esta raza. Entonces

vendría la historia de siempre, más pastillas, más médicos o me encerrarían en una

clínica por mi propio bien.

—Ábreme la puerta.

Violeta desapareció de la ventana y pasaron un par de minutos en los que nada

cambió en la calle. Entonces se abrió la puerta de su edificio y la joven salió en pijama

mientras miraba a la ventana de Alberto.

—¡Abre! —susurró de nuevo —Vamos o tendré que llamar al portero.

A Alberto no le quedó otra opción que salir de su dormitorio en silencio, avanzar

por el pasillo y abrir la puerta. Violeta apareció con el dedo índice sobre los labios

sonrientes y lo guió hasta el dormitorio. En cuanto cerró, dijo:

—Deberías haberte puesto algo encima.

Alberto cayó entonces en la cuenta de que sólo llevaba puestos una camiseta y

los calzoncillos. Se encogió de hombros y se sentó en la cama; ella hizo lo propio.

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Jose Alberto Arias Pereira

—Ahora mismo no estás tratando de controlarte, ¿verdad?

—No.

—Y… —Ella se acercó un poco más. —… podrías ser siempre así, ¿no crees?

—No es tan…

—Shhhh —lo calló ella. —Deberías besar a cualquier chica que se encuentre a

menos de cinco segundos de tus labios.

Él la besó, y cuando ella le volvió a repetir la misma frase de antes, ese «ábreme

la puerta», él la abrió para no poder cerrarla.

No es fácil. Nada es fácil. Pero Violeta y Alberto se enamoraron porque era algo inevitable,

y por ese mismo motivo no trataron de evitarlo. También por el propio Alberto, que por

primera vez en mucho tiempo vivía sin esconderse tras una máscara de falsa serenidad.

De día se contagiaban manías y fobias y jugaban a conocerse, a cantar canciones

imposibles de cantautores y a reunirse en la terraza donde se habían conocido. Hacían

miles de cosas juntos: hacían camisetas con mensajes absurdos, hacían fotos de cada

instante en blanco y negro o en color, hacían palomitas que nunca se comían. Deshacían

la cama para hacer el amor. En esas ocasiones Alberto sentía auténtico pánico a sufrir

una recaída y cambiar repentinamente de carácter hasta el punto de herirla, pero ella

le tapaba los ojos con sus manos y susurraba: «Si te vas de aquí, no me quedará más

remedio que escribir tu nombre en todos los cristales que encuentre hasta dar contigo».

40
Soul

Entonces todo volvía a calmarse. No obstante, la decisión más profunda estaba clara

desde el principio y llegó con una tormenta de verano, una nota arrugada y una ausencia

irreparable. Violeta se despertó con la necesidad inmediata de acariciar el pecho de

Alberto, pero su mano se perdió entre las arrugas de algodón. El papel sobre la mesita

de noche era una foto doblada de ambos en cuyo reverso él había escrito con cuidado:

Me perdí entre tus muslos


y entre los pliegues de tus labios,
y aun así no consigo encontrarme.
Llevo dos semanas medicándome…
Soy de pocas palabras, lo sabes.
Lo sabes.

Lo sabes todo.

Y ella, sin darse cuenta, tomó un vaso entre sus manos y, deslizando el dedo

sobre la superficie, escribió su nombre.

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Jose Alberto Arias Pereira

Mendes vuelve a desbrozar el Sueño Americano

Es curioso lo mitómano que he llegado a ser. Sigo cada proyecto de Sam Mendes con

auténtica devoción desde su aclamadísima opera prima, American beauty. También

es curioso que esta película me haya recordado a Antes del amanecer o a Hacia rutas

salvajes, donde personas jóvenes se plantean la vida, sus sueños, la posibilidad de cabiar

un destino a priori marcado a fuego. April quiere ser actriz; Frank querría volver a París.

Se conocen en una fiesta y la conexión es automática. Se casan y pasan a convertirse en

una de las tantas parejas de clase media que viven a las afueras con sus hijos y vecinos

encantadores, pero sus sueños se diluyen como el hielo en un vaso de whisky hasta

arriba (guiño guiño).

El día a día es agotador, tedioso, gris… Paulatinamente se pierden la pasión y las

aspiraciones, pero un día April decide tomar las riendas de la situación y propone llevar

a cabo no su sueño, sino el de su marido: irse a París. Resulta familiar la película, que

podría formar perfectamente un díptico junto a la citada Belleza americana. La historia

trascurre en un suburb (barrio residencial de las afueras), con una pareja que parece

romperse con el paso del tiempo y los reproches guardados… y también nos remite a

American beauty la partitura compuesta por Thomas Newman.

¿Qué decir de los actores? No hay palabras para describirlo. Nos guste o no

reconocerlo, Titanic se trataba de una película espléndida, pero de aquello hace ya 10

años y… . DiCaprio y Winslet ofrecen sus mejores interpretaciones hasta la fecha (que

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Soul

ya es decir…) gracias al buen hacer del director y marido de Kate Winslet, que está

curtido en teatro y sabe sacar lo mejor de sus actores. Estos van de la interpretación más

comedida, reprimida, a momentos desgarradores y exaltantes. La pantalla parece vibrar

cada vez que aparecen juntos en escena. Cierto es que la película adolece de un mínimo

ritmo irregular, pero se puede obviar gracias a un tramo final impresionantemente bien

llevado, interpretado y escrito. Porque eso es otra: el guión es una maravilla gracias a la

espléndida novela que adapta, Vía revolucionaria (Richard Yates, 2008). Una novela que

nos remite a Cheever, Ford y otros clásicos que jugaban con las casitas americanas.

Desde ese prólogo en el que se nos dan a conocer los personajes sabemos que

estamos ante una cinta excelente, pero una premisa en principio tan simple se desarrolla

in crescendo hasta, como ya he dicho, un desenlace desgarrador en cada secuencia. A

que la película funcione en conjunto ayuda un magnífico plantel de secundarios, entre

los que destacan Michael Shannon o Kathy Bates. Si esperábamos los toques de humor

que aparecían en sus anteriores películas, hay que admitir que Revolutionary Road es

todo un drama, un golpe directo al hígado del espectador a través del cual se nos da

la ocasión de reflexionar sobre diversos temas en una sociedad, la de los años 50, que

acaba absorbiendo a nuestros protagonistas hasta deshacerlos y convertirlos en lo que

nunca quisieron ser.

Revolutionary Road es de las mejores películas que rodaron en 2008, me atrevería

a decir que con las mejores interpretaciones de ese año año. Una película que no deja

indiferente, una película en la que una sola gota es capaz de significar un mundo, en

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Jose Alberto Arias Pereira

la que los estallidos de las personas encierran la respuesta a las preguntas que no se

hicieron. Y es que ¿cuál es el camino a seguir? ¿A dónde nos lleva esa vía revolucionaria?

¿Es posible escapar al destino? Sam Mendes nos lo deja claro en esta obra maestra. Y

sólo queda indignarme por cómo la Academia le hizo el vacío con una de las películas

más cautivadoras, mejor interpretadas y desarrolladas de toda la década.

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2. The inner city
The inner city

SINTOMÁTICOS

A Fran

Tengo un amigo escritor al que le gusta llevar la contra. No, no es que sea un estúpido

que discute constantemente, solo que es peculiar y publica en la contraportada de la

revista, y le ha puesto de título La Contra. Aunque a decir verdad, es un tipo singular al

que le ha pasado algo muy común, lo cual no deja de ser paradójico. Os cuento algunos

detalles de su vida. Un día, cuando iba por la calle, se fijó en un niño que hablaba y le

pareció algo maravilloso cuando no dejaba de ser algo natural, común, vulgar. ¡A saber

lo que decía el chaval! Pero en lo que se fijó mi amigo el escritor fue en los sonidos

que salían de la boca del niño, sus palabras. Pensó entonces —como me contó más

adelante— en niños extranjeros hablando en sus lenguas maternas. Un inglesito,

un francesito, emitiendo sonidos tan infantiles, tan mal pronunciados pero a su vez

entendibles. Escribió en su sección: «¿Te has fijado alguna vez en cómo hablan los niños

pequeños? Ese prodigio de la naturaleza, un complejo sistema de cavidades que podrían

enviar sonidos guturales o el simple sonido parecido a cuando soplas a la boca de una

botella de plástico, pero no; son sonidos armoniosos, a veces chirriantes cuando gritan,

pero sonidos inteligibles. Qué prodigio de la tecnología natural, una vez más adelantada

que nuestro arte artificial (valga la redundancia). Entonces me pregunté de dónde salen

las voces, cómo se hacen las voces, esos sonidos que sirven para comunicarnos, cuando

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Jose Alberto Arias Pereira

no para desperdiciarlos…». Seguía más y más, y entonces empezaba a despotricar

contra los teléfonos, la gente que habla más de lo necesario y contra medio mundo.

He de rectificar, a mi amigo le gusta llevar la contra. Lo bueno es que luego me envió

una carta donde me decía que había dejado de hablar a lo Paul Danno en Pequeña Miss

Sunshine, que lo consideraba un desperdicio y que pasaba de gastar energía en ello.

También me contaba, sorpresa grandísima para mí, porque lo de los cotilleos no nos

va ni a él ni a mí, que había conocido a una tía cojonuda. Mi amigo es escritor y no es

cursi. Si le encargamos una reflexión sobre el amor trágico del clásico por antonomasia

shakespeareano, nos viene con una poesía sobre la cuerda de tender la ropa. Dice que

salió con esta chica, que es fotógrafa y habla poco, no por solidaridad con él, sino por

su forma de ser. Fueron a una cafetería muy American style donde venden trozos de

tartas hechas a mano, caseras y rellenas con mermelada, chocolate y demás golosinas.

Él pidió un trozo de tarta de manzana, y ella de una tarta cuyo nombre no le quiso decir.

Mi amigo, luego, no enfadado, sino intrigado e interesado en saber cosas de ella, le pidió

agua y ella le pasó su botella de plástico.

—Mmmm… Cereza —dijo él.

—¿Cómo…?

—He esperado a que bebieras para pedirte agua, y sabe a tus labios. Sabe a

cereza, qué cursilada.

¿Es o no es un genio mi colega? Pues lo mejor es que sigue sin ser cursi. No me

lo imagino dando la mano a su chica ni viendo películas románticas en un cine oscuro.

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The inner city

Tampoco se lo puedo preguntar, y el correo es lento. Dirás, pues llámalo al teléfono

o mándale un email, pero mi amigo no tiene Internet ni teléfono. Dice que no sabe

hablar por teléfono, que la voz se distorsiona y le da pavor (usó esta misma palabra)

comunicarse con alguien a quien no puede ni ver; no obstante, he de afirmar que me

siente orgulloso… no, quizás no orgulloso, pero sí importante por ser la última persona

con la que habló. Hablamos por teléfono, no sé cómo consintió, tal vez porque asalté a

media familia suya por teléfono hasta que accedió, y entonces se quedó mudo. Tampoco

es que habláramos de nada trascendental, sólo lo de siempre: lo divino, lo humano,

maldito bastardo Graham Bell, has visto esta película, has leído este libro, el próximo

número de la revista no sale, ya verás… Le escribí hace unos días para contarle que

quería escribir sobre él, y lo único que he recibido es una pequeña postal de su pueblo

donde me deseaba suerte con esta historia y me mandaba un abrazo para mí y otro para

los lectores. También me hablaba de sus sentimientos, aunque a su manera: «Jose —me

dice—, no me gustan los besos, ni saber cuántos lunares tiene en la espalda, ni que se

ría con las mismas cosas que yo. Me siento violado, ¿entiendes? ¿Cómo, cuándo me he

vendido? El otro día la dejé fotografiarme desnudo, ¿sabes? Yo, encima de la sábana, con

este cuerpo que no es de modelo, porque tengo cuerpo de escritor, y no sé lo que hará

con esas fotografías, si se las enseñará a sus amigas o las mostrará en Internet como

si fuera un axolotl. ¡Imagina, yo convertido en el foco de una exposición, con mi polla

semierecta y los ojos medio entornados porque no la veía muy bien sin las gafas! No

quiero ser su objeto de estudio, ni perder más horas contemplando puestas de sol. Para

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Jose Alberto Arias Pereira

eso ya seré viejo un día. No sé. Ya veré. Un abrazo para ti y otro para tus lectores. Pd:

pronto mando carta a la revista.»

Yo siempre he considerado a mi amigo un genio. Ahora, no obstante, creo que

hemos ido más allá: hace poco leí acerca de un síndrome conocido como síndrome de

Asperger que consiste en una especie de trastorno autístico que impide a los afectados

comprender las emociones ajenas. Pero hay cosas que me chocan: a los Asperger les

fascinan distintas materias, independientemente de la persona (biología, arquitectura,

matemáticas, es decir, cosas muy científicas y lógicas); a mi amigo le fascina todo el cine,

pero no sé hasta qué punto le gusta por las emociones que éste desprende o, como es

el caso de muchos cinéfilos, por los aspectos técnicos: planos, encuadres, coherencia

en el guión… Me replanteo mi vida entera: esto es, por supuesto, mi teoría, pero en

caso de que sea cierta, ¿he estado admirando siempre a alguien que ni siquiera es capaz

de comprender mi admiración? ¿Es su manera de escribir, su estilo excéntrico, menos

genial de lo que en un principio parecía por el hecho de estar influido por el SA? ¿Estoy

en mi derecho de decirle que es un Asperger aunque él no lo sepa? Cuando tenga nuevas

noticias, os cuento.

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The inner city

CUESTIÓN DE FE

Que nadie te diga cómo tiene que latir tu corazón,

desoye las buenas maneras, el gracias, el por favor.

Cose las volutas a tus pulmones.

Después de todo

nunca me supo mal aspirar, oler su almohada por las

noches

desdoblarme en amante, padre, hermano, novio, amigo,

confidente.

No es ésta la primera vez que me hace llorar otro hombre

y quebrarme en mi cama todo pecho desasido.

¿Quién? ¿Quién te enseña a hacer balance de una vida?

Lo malo que tiene el tiempo es que no puedes retenerlo,

lo bueno que tiene el tiempo es que puedes retenerlo.

Después de todo noches, confidente, y quebrarme en mi

cama todo pecho desasido.

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Jose Alberto Arias Pereira

La retahíla de interrogantes y afirmaciones dejan al

hombre ro-to.

Repite conmigo:

Sólo voy a creer en el Dios

con el que comparto lecho.

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The inner city

CARDIFF BAY

A Raquel

El sol permanecía altivo y naranja. Se encontraba en lo más alto de su recorrido y aun así

no era blanco cegador. Eso le daba a la escena aspecto de eterno atardecer, aunque se

hacía extraño comprobar el transcurrir de las horas y ver que la estrella no se movía de

sitio. En la explanada artificial —ya no quedaba playa, sólo embarcaderos y restaurantes

marítimos— destacaba un cartel cuyo color original se hacía imposible de distinguir

entre el desgaste de la pintura y el naranja intenso; no obstante, se podía leer «Cardiff

Bay» a cincuenta metros de distancia.

Jose observaba las toneladas de agua más allá de las barcas hundidas. Por

alguna extraña razón, se sentía seguro junto al edificio que se levantaba a su izquierda.

El complejo de la ópera no necesitaba cartel; su fachada era ya de por sí un mensaje

imponente. In these stones horizons sing. Los recuerdos se aglutinaron en su garganta,

como si cayeran en paracaídas desde el cerebro para acampar en la glotis, estúpidos

recuerdos, maldita tu forma de ser, Jose, maldito seas, recuerdos que se afilaban ante la

certeza de lo inevitable. El viaje había sido una locura, para qué negarlo, pero una locura

acertada. Sin saberlo se había embarcado en el antepenúltimo vuelo de la Historia —

al menos de la conocida— directo desde Málaga. No había dicho nada. ¿Para qué? Ni

familia, ni amigos ni ella. En cualquier caso, se trataba de un asunto entre él y la ciudad.

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Jose Alberto Arias Pereira

A Swansea no se había atrevido a volver en todo un mes, y eso que el viaje era poco

más que una hora. Se había mantenido fiel a su promesa y a la letra de Sabina: «al lugar

donde has sido feliz no debieras tratar de volver…». En realidad había hecho trampa,

porque se había reservado la capital como as en la manga. Solo que la situación no era

la esperada…

La ciudad estaba prácticamente vacía. De vez en cuando se acercaba algún

borracho con un acento tan cerrado que no entendía su soliloquio, pero eso era todo,

él y borrachos. La gente había ido hacia el norte. Jose no entendía nada ni había tratado

de informarse. Era algo gordo visto lo visto, y no lograba distinguir si era el sol el que

se había parado o era la Tierra, o tal vez eran todos los astros y la armonía y la certeza

matemática del universo había dejado de funcionar, y las mareas se habían descontrolado

y los animales se habían vuelto locos. No entendía ni en inglés, ni en galés ni en español.

Y tampoco quería. A pesar de ello, muchas palabras llegaban como una lluvia británica

a su cabeza y le empapaban los temores: hablaban de ellos, que vendrían pronto, y de

un movimiento de succión del agua —el que se había tragado las barcas—, de las nubes

verdosas que empezaban a formar estratos y cirros en el cielo naranja y de las miles

de profecías habidas y por haber. Eso era lo que más asco le daba, los oradores que

inundaban todo de escándalo y panfletos alertando a los ciudadanos. Luego estaban las

migraciones masivas, como si en el norte esto fuera inevitable cuando sabían que todo

el mundo estaba condenado por igual. Lo único que quedaba intacto, probablemente

por los rumores de un mar con ansias antropófagas, era esa bahía que no era nada y lo

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The inner city

era todo. Varios edificios de diseño, restaurantes sobre muelles de madera, una sirena

hábilmente dibujada para servir de logo a una marisquería y dos estatuas de metal, tres

si contaba el perro, sentadas ahora y siempre.

Le dio la espalda a los edificios y avanzó en silencio al embarcadero. Bajó las

escaleras que daban al agua y se quedó ahí con la mirada perdida. Cogió el teléfono

móvil y lo arrojó contra el agua. Jose no tenía miedo. Esto es importante. Él, que sentía

predilección por las historias melodramáticas y a veces se creía destinado a ser algo más

que un simple escalón en ese orden que comenzaba a desmoronarse, estaba tranquilo.

Y eso que podía verle las orejas al lobo. No era ni mucho menos como la Veronika de

Coelho, no había fantaseado con la muerte por muy romántico que fuera el fin. Era un

hecho, cuando la muerte llegaba dejaba señales previas. Avisó el crujido de la madera a

sus espaldas. En su vida se hubiera imaginado que moriría en Cardiff Bay.

La primera escena, más allá de la inevitable presentación de la ciudad mediante planos

generales, mostraba una investigación policial en plena lluvia torrencial. It’s raining

cats and dogs, había pensado. El detalle estaba en el uniforme de la protagonista; no

ponía sólo Police, sino a su lado Heddlu. En galés. Después llegaría el muerto, el equipo

especial y las pequeñas sorpresas. La serie se llamaba Torchwood, producción de la BBC

ambientada en Cardiff, toda una rareza por estos lares.

Jose no estaba solo. Le quedaba ese consuelo. Para alguien que había pasado

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Jose Alberto Arias Pereira

tantas horas de su vida viendo series de televisión, embargarse en una nueva —y tan

«especial», dicho sea de paso— acompañado no podía significar mejor comienzo. Estaba

tumbado cuan largo era en una cama que no era la suya de un cuarto que no era el suyo

de un piso que no era el suyo. Lo raro de todo esto era que él nunca había sido fanático

de la ciencia—ficción, y abrazando el tópico que afirma que las mujeres no se acercan

a este género ni a la de tres, ahí que tenía a su lado a Raquel. Raquel, la del cabello de

cebada y los ojos azules, la que siempre reía sus bromas por malas que fueran, la que se

había echado a perder ante sus ojos, la que comía bollería de forma compulsiva, la del

qué fuerte Jose con el último de Perdidos…

Jose siguió hablando, haciendo comparativas con otras series, sacándole punta

a cada escena hasta que se dio cuenta de lo que había perdido y lo que había ganado.

Llegó a dos conclusiones en ese instante. La primera, que algún día volvería a Cardiff. La

otra, que no se podía ser más feliz en el mundo.

Eran dos seres. Arrastraban los pies descalzos y descomunales sobre el polvo de la

dejadez, y a la vez dejaban huellas que serían como la que deja un cadáver sanguinolento

sobre la nieve. Iban desnudos y medían, a simple vista, alrededor de tres metros. La piel,

de color azul venoso, tenía el aspecto del cuero viejo. Humanoides gigantes azules con

ojos negros como el vinilo.

Jose se sentó junto a las estatuas metálicas y dejó que se aproximaran

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The inner city

lentamente. Así comenzaban las respuestas.

Uno de los seres le habló al otro: su voz era grave y articulada con meticulosidad.

El fin de la humanidad recaía en otros seres con inteligencia, a fin de cuentas mayor

que la de los terrícolas, también a fin de cuentas irreprochable. En caso de haber

sido los humanos los fuertes, los adelantados, las tornas se habrían cambiado.

Dejadme hacer una última cosa, pidió Jose, consciente de que no lo entendían

pero con la esperanza de que el gesto en su cara fuese suficiente comunicación.

Se volvió sobre los talones en dirección al mar, infló los pulmones y

descargó el aire con un grito. Un grito que perfectamente podría haber sido un

rayo láser saliendo de su boca hasta perderse en el horizonte, pero más allá del

sensacionalismo su voz quedaba en eso, en un chorro invisible, más agudo de lo que

le hubiera gustado y desgarrado en los últimos segundos. No era la primera vez que

gritaba al mar con los brazos abiertos de par en par. Lo había hecho en Salobreña y

en Swansea, dos nombres que, ahora que caía en la cuenta, eran profundamente

marítimos. Uno de los seres levantó la mano y la dejó caer con fuerza sobre la

cabeza de Jose. Su columna se encogió como un acordeón y murió casi al instante.

Jose murió con veintitrés años, una carta en el bolsillo, escaso conocimiento del

mundo que lo rodeaba, principios de un melanoma del que no sabía nada, sin aire en los

pulmones y con la estúpida sonrisa que le tatuaron al nacer.

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Jose Alberto Arias Pereira

La traición de Wendy

Una vez pasado justo un año, fue el propio Peter quien volvió a Londres únicamente

acompañado por Campanilla. Se dirigió con su cuerpo menudo a la casa de Wendy con

la certeza de que ésta ya no viviría ahí y dibujó su silueta en el cristal de la ventana. De

repente se abrió y una niña asomó la cabeza con una sonrisa de oreja a oreja como

saludo.

—Wendy, vine a por ti, es el tiempo de la limpieza de la primavera. Tienes que

cuidar de mí y de los Niños Perdidos.

Una voz apagada, adulta, llegó desde el fondo de la habitación.

—Me he olvidado de volar. No malgastes en mí el polvo de las alas de las hadas

—le confesó.

—No entiendo nada… —dijo Peter, y por primera vez en su vida tuvo miedo.

—Espera a que encienda la luz, Peter Pan. Hace mucho que no soy una niña, ya

he hecho mi vida.

—No, ¡no enciendas la luz! —suplicó él.

Campanilla tintineó a su alrededor, se coló en la habitación y por un instante

iluminó el rostro arrugado de Wendy.

—¿Pero quién… quién cuidará de nosotros? —sollozó Peter.

—Shhhh, déjalo ya, no quiero que asustes a mi hija, es hora de dormir. Vete, Peter

Pan, ya no tienes nada que hacer aquí.

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The inner city

—Idiota —dijo Campanilla, pero Peter nunca supo si iba por él o por la maldita

Wendy.

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Jose Alberto Arias Pereira

DE ÉBANO Y PINO

Aquellos días naranjas

La piedra se hundió poco a poco. Cuando las ondas desaparecieron Lucía pudo ver un pez

curioso que se acercó hasta que el guijarro tocó fondo, levantando un pequeño borrón

de arena. Buscó otra piedra lisa y delgada, la tomó con la mano izquierda y la lanzó,

haciendo que bailara sobre el agua dando uno, dos, tres y hasta cuatro botes. El espíritu

del mar llenó sus pulmones con una mezcla de salitre y aire frío, Lucía cerró los ojos y

unas manos ásperas cubrieron la mitad de su cabeza impidiéndole ver nuevamente.

—Adivina quién soy –preguntó la voz del chico.

—Marco, déjame –repuso ella con tono cariñoso. –No hay demasiados tontos

con las manos tan grandes en este pueblo.

Marco apartó las manos y ella se volvió, deleitándose con el rostro de su amigo.

Pelado a un tazón irregular, ojos azules y con ropa ancha de deporte tenía los rasgos

italianos de sus padres. Se sentó junto a ella y le pasó el brazo por el hombro.

—¿Esta noche también? –preguntó él.

—Me encanta. No me perderé una puesta en mi vida. Es algo tan sencillo que

resulta demasiado hermoso como para perdérmelo un día. Mira los barcos.

Lucía señaló con el dedo a varios pesqueros de pequeña envergadura que se

veían negros con el contraluz provocado por el sol naranja. Varias barcas cercanas a

la playa también hacían un intento por pescar algo tirando de pequeñas redes. Lucía

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The inner city

amaba ese lugar, el poder subir cada día al peñón y colarse por el recoveco que le ofrecía

la naturaleza. Se había convertido en su lugar.

—¡Ya está en la cruz! –exclamó la joven, movida por los buenos recuerdos que la

imagen le aportaba.

En uno de los salientes del peñón sobresalía una cruz de metal, oxidada por el

tiempo y la humedad, en honor a un hombre del faro. El sol proyectaba la forma de la

cruz y dibujaba su silueta del mismo modo que las de los barcos, pero el entrante del

peñón en el que se reunían Lucía y Marco ofrecía una visión mágica. Llegaba una de las

últimas horas de la tarde en la que la cruz se veía justo en el centro de la naranja formada

en el cielo, y parecía que la figura metálica estaba enmarcada por una aureola eterna y

poderosa.

—No debiste contarme la historia del farero. Sabrás que sigo teniendo pesadillas

gracias a tu historia.

Lucía no respondió; formaba parte de ese ritual. La imagen, los cuerpos

apoyados el uno en el otro, el comentario y los cantos de sirena. Marco tomó la mano

de Lucía y se la llevó al pecho ardiente bajo la camisa fina, y ella hizo lo propio con la

mano de su joven amigo. Luego cerraron los ojos e imaginaron que los sonidos que los

envolvían, distantes, marítimos, eran los cantos de las sirenas que vivían en la base de

los acantilados, bajo el agua salobre. Abrieron los ojos y observaron cómo el sol huía

ante la llegada irremediable de la luna. Cuando la última cuña naranja desapareció sin

prisa, Lucía y Marco se cogieron de la mano y apretaron ansiando ver su secreto.

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Jose Alberto Arias Pereira

En el saliente superior, junto al de la cruz, una silueta humana salió de las sombras

y con mirada altiva estudió la noche joven. Extendió la mirada a lo largo y ancho del mar,

y después asintió para sí. Vestía una chaqueta larga de marinero y un gorro oscuro. Se

llevó la pipa a los labios y aspiró con una larga calada para después esbozar una nube de

humo azul en el aire. Giró la cabeza, los miró y se volvió a retirar.

—¿Aún crees que se trata de un fantasma?

—Sí. ¿Tú?

—También.

—Pronto me iré de aquí –anunció Lucía. –Cuando termine el verano me mudaré

a la ciudad a estudiar.

Marco cogió una piedra con la cabeza gacha y la tiró al agua. Se hundió

directamente, como los sentimientos del muchacho.

—Genial –señaló. –No tienes por qué.

—Sabes que no puedo hacer otra cosa –se excusó ella con restos de culpa en la

voz. –Por eso te quiero proponer una cosa antes de que pasen estos días.

—Soy todo oídos, Morenita.

—Ahí va, Grumetito –atacó ella con el apodo de Marco. –Quiero que averigüemos

el secreto del farero, o al menos que nos atrevamos a acercarnos un día de estos.

Una nube se alejó ofreciendo el brillo de la luna como única respuesta.

Dos semanas más tarde los jóvenes estaban sentados en el mismo lugar. Durante

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The inner city

esos días intermedios habían estudiado el camino más fácil para acceder al saliente

donde se aparecía el hombre de la pipa todos los atardeceres. El sol se puso con la

misma lentitud que el resto de los días, aunque más temprano que la tarde de antes,

como anunciando que el verano se esfumaba, que a Lucía le quedaba poco tiempo en

el lugar. Sonó la sirena de un barco perdiéndose en la infinidad del océano, y la forma

oscura avanzó desde su lugar habitual. Antes de que diera su calada, Lucía y Marco

emprendieron la búsqueda para desvelar el secreto. Subieron por las piedras trepando

como cabras monteses, vieron la cruz en toda su plenitud y el saliente que buscaban.

Las rocas que los envolvían estaban llenas de gaviotas quietas con pequeños ojos como

agujas brillando en la oscuridad de las sombras. De repente se quedaron quietos, atados

por una fuerza superior que les impedía avanzar. El hombre estaba justo delante de ellos

dándoles la espalda. Parecía buscar algo, tal vez a ellos. Se volvió y los ignoró, tomó un

sendero peligroso a su derecha y avanzó. Marco podía sentir las uñas de Lucía en su

brazo, presionando por la parálisis, pero aflojó y caminó dejándolo atrás. El chaquetón

del farero se perdió tras los peñascos. Cuando la joven intentó seguir su camino todas

las gaviotas se levantaron a la vez, volando sin dirección en un sortilegio de graznidos,

excrementos y plumas sueltas. Lucía cayó sobre Marco y esperaron a que los pájaros se

volvieran a calmar. Ambos temblaban.

Se adelantaron con cuidado y Lucía soltó un grito. No había nadie, ni nada. El

camino se cortaba inevitablemente tras girar, ofreciéndoles una vista de al menos quince

metros de altura. Abajo, las olas rompían sin violencia pero aterradoras por la espuma

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Jose Alberto Arias Pereira

sobre la roca. La caída era mortal. Buscaron alguna salida posible, pero la única pared

que había en el saliente era totalmente lisa y demasiado alta. Marco asomó la cabeza

aferrándose al suelo, pero no había nada. Era imposible que hubiera desaparecido.

—Se ha esfumado –anunció con voz de ultratumba.

—Vamos.

—Sigo enamorado de tu piel de chocolate –bromeó Marco.

—No me lo recuerdes.

Al día siguiente ambos recordaban lo sucedido aunque ninguno se atrevía a

hablar de ello. Parecía un sueño, una invención dual. Y llevaban tantos años creyendo en

ese fantasma que ahora parecía algo corriente y usual.

—Huyó de alguna manera. No me creo el rollo del fantasma.

—Marco, no empieces otra vez, por favor. Ambos lo vimos.

—Era de noche.

—Por eso. Pudimos ver cualquier cosa –puntuó ella.

Marco la miró a los ojos y sonrió. Después se puso rojo y comenzó con las

carcajadas. Sus espasmos lo obligaron a tumbarse en la arena.

—Venga. ¿De qué te ríes ahora?

—Me he acordado de la primera vez que te vi. Tan pequeñita y chatita –tomó

aire. –¡Parecías tan madura!

—Tú no has cambiado. Sigues siendo el mismo niño chico –objetó ella.

64
The inner city

El muchacho se serenó y le preguntó:

—¿Lo recuerdas?

—Cómo no. Era un día azul…

Un día azul

El niño se acercó curioso caminando por la arena blanca. La niña era negra y vestía un

bañador rosa chicle, jugando con un cubo y varias palas de todos los tamaños y colores.

Él se puso junto a un castillo de arena ensombreciendo el rostro de la pequeña.

—¿Cómo te llamas? –preguntó.

—Lucía.

La niña lo miró por un momento como si examinara a un insecto extraño, aunque

volvió a centrar su atención en el cubo en cuestión de segundos.

—¡Qué extraño! –exclamó él.

—Lucía no es extraño –repuso ella.

—Pero tú no eres blanca. Eres… –meditó por un momento –marrón.

—Negra –rectificó Lucía.

—Eso. Yo me llamo Marco. Mis padres son italianos y yo soy guineano.

Lucía rió sin ocultar su sorpresa. ¡Ese niño le tomaba el pelo! Pero hablaba raro,

eso saltaba a la vista.

—Yo soy española, pero mis padres son de Angola.

Marco saludó con la mano a su madre, tumbada en una silla con una pamela

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Jose Alberto Arias Pereira

extravagante. Ya de por sí blanca, la crema en los pómulos y nariz exageraba su aspecto.

El niño tenía en la mano una caracola veteada de marrón, muy grande y brillante.

—¿Puedo jugar? –preguntó tímidamente.

—Coge una pala y trae agua –ordenó Lucía. Su piel negra resplandecía con el sol

cegador en lo más alto del cielo.

Ese día de septiembre el agua era, al igual que el cielo, de un tono azul vivo, casi

metálico por la ausencia de olas y la refulgencia del sol blanco. Marco trajo agua y la

echó en la arena. Lucía no tardó en llenar el cubo de arena húmeda, y cuando le dio la

vuelta salió una torre perfecta.

—Me recuerda al faro –comentó ella.

—¿Cuál?

—Ése de allí –indicó Lucía con su dedo arenoso.

En la zona superior del peñón destacaba un faro blanco con líneas verticales de

color rojo. Bajo éste sólo existía un gran montón de acantilados irregulares.

—Antes había un hombre, el farero, que encendía y apagaba la luz, pero ahora lo

hace un «robó».

—¿Qué es un «robó»? –articuló Marco.

—Ah, es una máquina para que los faros se enciendan y apaguen sin farero. Me

lo contó el hombre del quiosco de palomitas.

—¿Por qué se fue el farero?

—Dicen que está en el cielo. También me lo ha dicho el de las palomitas. Te

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The inner city

Niñamaceta

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Jose Alberto Arias Pereira

contaré una cosa si no se la dices a nadie más. Júralo.

Marco formó una cruz con los dedos índices y la besó tres veces hasta que Lucía

la destrozó con su mano.

—El farero se murió un día de olas. Desapareció, pero su fantasma aparece todos

los días en el peñón.

El niño abrió la boca y los ojos de par en par. ¿Por qué le contaba eso? Ahora se

asustaría por las noches.

—No me lo creo –repuso con tono valiente. –Es una historia para asustar a las

niñas como tú.

Marco se sentó, cogió la caracola y se la acercó al oído. Cerró los ojos y permaneció

concentrado durante un buen rato con media sonrisa dibujada en el rostro.

—¿Qué haces? –tuvo que preguntar Lucía, ya aburrida de observarlo.

—Oigo el mar. Aquí se encierra el ruido de las olas.

—Yo oigo los cantos de las sirenas. Si quieres puedo enseñártelos –propuso con

cara de sabihonda.

—¡Sí!

Lucía cerró los ojos y Marco hizo lo propio. Puso su mano en el pecho desnudo de

su nuevo amigo y colocó la de él sobre su bañador.

—Escucha.

Marco se concentró con el corazón a galope por sentir el de la niña bajo su mano

derecha. Ella abrió un ojo y de repente juntó sus labios con los de él.

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The inner city

—¿Qué haces? –preguntó Marco tan colorado como su bañador.

—¿Los has oído? Los cantos de sirena –añadió al ver el desconcierto en los rasgos

de Marco.

—Mmmm… sí –afirmó, aunque no sonó convencido.

—¿Por qué has venido de tu país?

—Mis padres quieren que yo viva aquí. En Guinea es muy difícil para los mayores

poder vivir, y conocen gente de aquí. Todos los mayores blancos en Guinea son de

España.

—¿Y te vas a quedar?

—Sí. Ya tengo casa aquí. Tú también eres de Guinea –indicó con total convicción.

—Que te he dicho que soy de España y mis padres de Angola. Yo, desde que me

acuerdo soy de aquí.

—Vale. Voy a por más agua.

La tarde azul voló como si toda la playa se hubiera filtrado por un reloj de arena

gigantesco. Los pescadores ya estaban sacando las barcas. El padre de Lucía llegó en

una barca junto a otros dos hombres. Era negro como el tizón. Los niños se detuvieron

ante la embarcación embelesados con la pintura desconchada y madera agrietada por

las embestidas de las olas. El mar tardó poco en llenarse de pesqueros de todos los

dimensiones, y el sol comenzó a cansarse del día. Parecía que cuanto más azules eran los

días, más agotado acababa el astro rey.

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Jose Alberto Arias Pereira

—Ven al peñón conmigo. Rápido –propuso Lucía.

Marco corrió a pedirle permiso a su madre. Ésta fijó la mirada en la niña negra que

esperaba un sí por respuesta, de modo que accedió a la petición de su hijo. Corrieron

hacia el peñón dejando huellas que borrar a las olas y Lucía lo condujo por un sendero

en la piedra hasta llegar a un recoveco acogedor en la base del montículo. El día azul ya

había dado paso a un atardecer naranja.

—Te voy a enseñar algo mágico, pero es un secreto porque me has caído bien

–comentó Lucía, entusiasmada aún por su reciente descubrimiento.

Se cogieron de la mano y fueron testigos del embrujo del peñón por primera vez.

Ese día azul daría lugar a otros muchos días naranjas de magia y amistad.

Días grises

La barca avanzó hacia la costa entre tumbos desiguales, intentando zafarse de las garras

de las olas. Dos figuras emergían de la madera como espectros de una historia de terror,

pero la mujer reconoció a uno de ellos antes siquiera de que la forma tomara color.

Corrió hacia el agua, dejó las sandalias en el camino y hundió los pies en la espuma.

—¡Grumetito, ven aquí!

Un hombre saltó de la embarcación y avanzó medio a nado medio a saltos hasta

alcanzar a la mujer.

—¡No me lo puedo creer! ¿Eres tú de veras, Lucía? –preguntó a la vez que se

fundía en un abrazo con ella.

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The inner city

Se miraron a la cara con lágrimas en los ojos y se estremecieron al tenerse cerca

de nuevo tras quince años de distancia insalvable. Marco recorrió el rostro oscuro de

la que ya era una mujer con sus dedos oscuros limpiando sus lágrimas. Ella se limitó

a sonreír. Otros pescadores observaban la escena mordidos por la curiosidad del

encuentro. Algunos de ellos reconocieron en los ojos de Lucía a la niña que años atrás

pasaba las tardes jugando en la arena de la playa. «¡Hola, Morenita! ¡Lucía, pero tú por

aquí!», saludaban algunos, y la mujer no tenía ojos más que para Marco.

Esa tarde no había faena. El mar estaba revuelto y la pesca era difícil y arriesgada,

aunque el empecinamiento de los marineros los había obligado a intentar al menos

pescar algo. Las nubes se arrebujaban en el cielo amenazando una tormenta que no se

atrevía a descargar su furia, y el sol permanecía abrigado tras la capa gris marengo. El

oleaje y el brillo opaco del cielo creaban un mar plateado como una lámina arrugada de

papel de aluminio. Los pescadores se afanaban en amarrar las barcas para que no fueran

víctimas de las continuas sacudidas.

Lucía y Marco se alejaron de los muelles hablando de tantas cosas, dirigiéndose

casi sin querer al lugar que constituía, en gran parte, la base de su amistad.

El entrante en el peñón seguía igual que siempre, pero daba la impresión de ser un

amigo que con el tiempo había adoptado un aspecto desaliñado. Algunas telarañas

resplandecían en las rocas del fondo, y en el suelo esperaba la caracola de la primera vez,

pero ahora su sonido era hueco por un pequeño agujero. Un par de colillas completaba

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Jose Alberto Arias Pereira

la estampa del lugar. El hombre y la mujer se sentaron.

—¡Pero qué pequeño es esto! –exclamó Lucía en un tono de desconcierto propio

de la embriaguez.

Marco no respondió. Su semblante era serio y hasta cierto punto dolido.

—Me divorcié hace seis meses y desde entonces pensaba en regresar. Mis padres

no quisieron venir; ahora están tan a gusto que no hay quien los mueva de su casa. ¿Y

qué tal te fue a ti? Veo que dejaste los estudios.

El hombre ni se inmutó. Su mirada pendía de un hilo invisible que lo obligaba a

fijar la vista en el suelo. Su respiración era fuerte, pero ni una palabra salió de su boca.

Lucía lo miró con desconsuelo; sus esfuerzos por regresar a aquellas memorables tardes

naranjas resultaban vanos. La frivolidad de su modo de recomenzar esa amistad le obligó

a pensar hasta qué punto había herido a su amigo.

—No te despediste.

Ella calló.

—La tarde siguiente vine aquí y me quedé esperando hasta bien entrada la noche.

Vi el sol naranja perderse tras la cruz, vi al farero, pero tú no estabas. Pensé que algo

malo te había ocurrido. Volví al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente… y así hasta

que supe que no volverías –concluyó Marco con un nudo en la garganta que le oprimía

también el pecho. Dos lágrimas pugnaban por no derramarse del límite de sus pestañas

negras.

Lucía no negaba ese llanto de desahogo, esas lágrimas transparentes que

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The inner city

abrazaban sus pómulos de café hasta adentrarse por la rendija de su boca. Se llevó las

manos al cabello de alabastro y respiró hondo.

—Nunca me han gustado las despedidas. No sabes lo difícil que resulta la vida

ahí fuera para una negra. En el pueblo me conocían, yo era una más de ellos, como mis

compañeros de colegio, como los hijos de los pescadores, los agricultores o como tú. Y

llevo quince putos años intentando que la gente no me mire de mala manera, pero es

imposible. En la ciudad no pasan de todo, qué va, ojalá fuera así. Me casé con un español

buscando en él tal vez al amigo que añoraba

—¿Te pega? –preguntó Marco.

—Yo estoy…

—¡Joder, no me vengas con el cuento de que estás divorciada! ¿Crees que el

maquillaje puede ocultar la hinchazón de tu ojo? ¿Te ha pegado?

Lucía asintió en silencio.

—Hijo de puta. –Marco sentía arder en él el odio hacia una persona a la que ni si

quiera conocía. –Lo siento.

La abrazó mientras ella se desahogaba sobre su pecho. Hacía frío, pero la

presencia de ambos era reconfortante. Pasó el tiempo así, con su silencio pesante roto

únicamente por las olas al chocar contra el acantilado. Antes de que se dieran cuenta la

noche se les había venido, pero el atardecer no fue como aquellos de antaño, sino frío

por su sordidez en colores. Observaron la cruz desde su posición privilegiada y esperaron

a que el farero hiciera su aparición puntual. En esa oscuridad temprana salió el hombre

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Jose Alberto Arias Pereira

junto a la cruz con su chaqueta larga y su gorro oscuro. El tiempo no había pasado para él.

Se llevaron las manos contrarias a sus pechos y oyeron los cantos de sirena más fuertes

que nunca, como si las criaturas emergieran de su letargo submarino a merced de las

olas y gritaran clamando a Neptuno piedad. El hombre del faro dio una calada a su pipa,

y cuando parecía que se iba a su encierro particular se volvió nuevamente espiándolos

desde su posición aventajada. El humo ocultaba su rostro anudado por momentos, pero

sus ojos seguían centrados en la pareja. Vació la pipa y desapareció.

—¿Crees que él conoce realmente nuestra existencia? –preguntó Lucía.

—Nos observa, nos añora.

—Guardo un vago recuerdo del día que decidimos seguirlo. Fue un sueño, ¿no?

—Fue real –declaró Marco sumido en una tranquilidad inquietante. –Está muerto

y todos los días hace lo mismo, como si fuera su razón de ser. Tú me lo mostraste.

—En un día azul. Qué lejano queda aquello.

—Siempre me quedó la duda, una espinita clavada por no saber cuál es su secreto.

Cuando te fuiste dejé de venir aquí. –Encendió un cigarro y tragó el humo lentamente

para volver a expulsarlo por la nariz. –Tal vez ya es la hora de que busquemos en el

origen de su historia. ¿Una calada?

—Uufff, lo he dejado. –Lucía tomó el cigarro. –Así como unas treinta veces.

¿Dónde quieres que busquemos?

—No sé. Supongo que en el faro. Si vivió allí, algo tiene que haber.

La oscuridad total se cernió sobre el peñón, más aún en ese entrante en la roca.

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The inner city

La única luz era el fuego del pitillo y el humo azulado que se contoneaba en el aire. El

faro se encendió perforando la negrura, clavándose con precisión hasta chocar con la

pared acuosa del mar, donde se difuminó en miles de pequeñas ramas.

—Vayamos ahora –propuso Marco como activado por un resorte. –A estas horas

el faro está vacío, y su luz nos guiará mejor que otro camino. Por los viejos tiempos.

—Apaga ese cigarro.

Tardaron poco en llegar al pie del faro. Una vez allí, la visión del edificio imponía por su

altura y firmeza. Los adoquines blancos y rojos tenían aspecto rugoso y desgastado por

la acción de la humedad, y la puerta de metal estaba oxidada en el exterior. Entraron

sin problemas; al no haber nada valioso en el interior, la seguridad se reducía a nada.

En la parte de abajo una máquina impresionante emitía un rugido amortiguado por los

ataques de las olas y el viento. Subieron una escalera de caracol hasta llegar arriba, a una

planta redonda divida en dos partes desiguales: una de ellas daba al origen de la luz, y

la otra a una habitación pequeña. Lucía y Marco intentaron abrir, pero esa puerta sí que

estaba cerrada a cal y canto. El hombre la forzó hasta que la madera crujió y pudieron

entrar. El interior parecía contener una reminiscencia básica, un portal en el espacio—

tiempo que reportaba a la vida completa de una persona. Un reloj de péndulo parado

coronaba la pared frontal, y el resto del mobiliario lo componía una cama, una silla y

una mesa. Lucía avanzó poco a poco, con miedo a que algo le sucediera a ese contexto

embrujado, hasta la mesa. Se sentó en la silla y palpó en la parte baja de la tabla del

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Jose Alberto Arias Pereira

escritorio hasta dar con lo que buscaba: un cajón.

—¿Hay algo? –preguntó Marco impaciente.

Lucía sacó el cajón, quitó algunas conchas preciosas, cristalinas con formas

extrañas y una pluma de gaviota. El tesoro estaba ahí: un cuaderno de hojas amarillentas

escrito en su totalidad con una letra aguda y ágil. El diario del farero.

—Es su diario.

—¿Crees que contará algo importante, algo que nos dé una explicación

convincente? –inquirió Marco con la imaginación galopando por el deseo de que así

fuera.

—Tal vez. O tal vez no.

—Busca el final.

—¿Crees que está bien? Lo de leer sus pensamientos, sus ideas, lo que sentía en

su fuero interno. ¿Y si lo escondió para que nadie lo encontrara?

—¿Y si nadie conoce jamás su historia? Lucía, no dudes más. Es nuestra

oportunidad para saber el por qué de sus encuentros.

—Podríamos contar su historia y desvelar su verdad. No creo que una cruz en el

peñón le haga justicia. Quiero saber el por qué.

Marco se apoyó en el hombro de Lucía a la vez que ella abría el cuaderno.

—Se llamaba Sebastián Mayor –informó ella.

Comenzaron a leer la vida del farero, cómo había llegado a ese pueblo costero

para ocuparse del faro, cómo los días pasaban con una reiteración imperiosa, cómo

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The inner city

había decidido hacer lo que hizo…

La noche descubrió a los amigos envueltos en una historia de sentimientos

contradictorios, como los suyos. El hombre del faro había plasmado su vida en apenas

cien páginas de un cuaderno antiguo, y ellos sentían que sus vidas también podrían

resumirse en bastante menos, en tres encuentros cargados de tensión imperceptible

aunque claramente existente. Sentían que el transcurso de los días dependía del color

de estos, y que dichos colores marcarían sus destinos al igual que los tonos de su piel, su

mutua complicidad y pureza para con el otro.

Lo que quedaba por ver era en qué derivarían esos días grises. Mientras tanto,

esa noche era lo que necesitaban para volver a encaminar sus vidas. Una ráfaga de viento

besó a la superficie del mar y el agua se elevó escandalizada formando una ola que creció

por el ansia de llegar al final de su camino. La ola halló en el peñón al acantilado soñado

y se abalanzó sobre él en una fiesta de espuma y burbujas.

El hombre del faro

El cajón del escritorio se cerró escondiendo su tesoro y el hombre del faro se desperezó.

Como todos los días desde hacía cincuenta años comprobó que la luz funcionara a la

hora del encendido, y una vez hecho esto se abrigó y cogió su gorro de marinero. Con

la pipa en los labios abandonó el faro y se dirigió al lugar donde se dejó caer medio siglo

atrás. En el saliente contiguo existía una cruz en su recuerdo. Observó el mar, el día gris

y dio una calada a la pipa. Se volvió y encontró en su sitio a la extraña pareja que todos

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Jose Alberto Arias Pereira

los días veía al atardecer. Durante un tiempo habían dejado de venir, pero volvían de

nuevo. El farero amaba las maderas, era un experto desde que en su juventud viajara

en un barco maderero por el mundo, y la pareja recordaba a una talla bien acabada. Ella

de ébano, él de pino. Apartó la vista y se giró ante el acantilado infinito. Una gaviota

descansaba en su gorro. Las olas chocaban con violencia y el día era gris, como cuando

trajeron la máquina del faro. «El farero ya no es necesario», había pensado. De todos

modos ya era viejo, y un viejo no tenía nada que aportar a ese mundo que en poco

tiempo estaría controlado por las máquinas, inventos del diablo. Había abandonado el

faro, había huido y había acabado con todo. Ese recuerdo lo obligó a saltar como hacía

cincuenta años, cuando se fundió por primera vez en la oscuridad marina.

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Mumbles in the afternoon

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The inner city
3. La ofensa
Jose Alberto Arias Pereira
La ofensa

EL DESPUÉS

Ellos, los vencedores


Caínes sempiternos,
De todo me arrancaron.
Me dejan el destierro.

LUIS CERNUDA

La guerra ya ha acabado. Muchos podrían pensar que el cementerio descansará

un tiempo por esa incorrecta asociación de ideas: guerra, muertes, entierros… y sin

embargo ahora la actividad es mucho mayor. Después de la guerra sólo queda una cosa.

Miseria. Podría ser el nombre de cualquier personaje de un melodrama por entregas,

y sin embargo no deja de ser el rastro de la pobreza, la podredumbre y la devastación.

El pueblo es un vestigio lóbrego de lo que fue en su época de auge, antes de la

guerra. Parece que sólo quedan cenizas de la población anterior: viudas y huérfanos

por todas partes, lisiados y enfermos que sobrevivieron a la guerra. Ángel es uno de los

pocos que regresaron. Cuando la noticia de que la guerra había acabado llegó al pueblo,

casi todos estaban reunidos en la plaza. El transistor escupió un sortilegio de palabras

que eran paja entre las que cuatro eran granos de trigo: «La guerra ha terminado».

Las mujeres lloraron y las campanas de la iglesia comenzaron a sonar en honor a los

fallecidos en el frente. Ya sólo quedaba la esperanza de que volvieran los maridos y

padres, los trabajadores, los salvadores del pueblo… ellas no podían hacer nada. Los

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Jose Alberto Arias Pereira

necesitaban.

Por eso cuando un carruaje decrépito llegó por la única entrada del pueblo

todos estaban reunidos de nuevo en la plaza. Bajaron un total de diez hombres. Dos

días después llegarían cuatro más, heridos e inhabilitados para el resto de sus días. Uno

de ellos moriría a las pocas horas de entrar en su hogar… pero ahora estamos en la

llegada de los diez primeros. Uno de ellos es Ángel, el enterrador. Durante su ausencia

su labor la han llevado a cabo los viejos. Los más jóvenes vivían ocultos, puesto que de

vez en cuando aparecían soldados en busca de combatientes. Los diez hombres parecen

fantasmas, esqueletos con la piel colgante como un trapo sucio, los ojos hundidos en las

cuencas reflejando esa Miseria y sus ropas hechas jirones. Sus esposas los besan y lloran

de alegría, sus hijos los abrazan; los demás lloran a su vez porque los suyos no están

entre los recién llegados. Y los diez espectros no cambian de expresión hasta que uno

de ellos se deja caer de rodillas y gime en un grito que hace eco en la plaza. A muchos se

les pone la piel de gallina. Los otros nueve le lanzan miradas de reproche y vergüenza.

Todos han matado.

A todos les espera lo mismo en casa. Ángel camina con la mirada perdida hasta su

casa acompañado de su esposa y su hijo. Se sienta a la mesa y su esposa le sirve un caldo

hecho con los huesos de un cerdo. Lo toma sin rechistar, come un trozo de queso rancio

y un bocado de pan duro. Y no rechista. Su esposa lo lava con una palangana de agua y

jabón casero, frota su cuerpo con fuerza y saca toda la suciedad y la sangre incrustadas.

Y él no rechista. Ya en la cama le hace el amor a su mujer mecánicamente, empujando

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La ofensa

entre los gemidos de su esposa. Ella duerme tranquila a sabiendas de que su marido

está sano y salvo; raro, pero sano y salvo. Él pasa la noche con los ojos muy abiertos y se

desentiende para siempre de ser feliz, porque muchas imágenes rondan en su cabeza

como la serie de fotogramas de una película en blanco y negro.

Cuando traen al moribundo las campanas de la iglesia anuncian muerte a las

pocas horas. Ángel se levanta de la silla en la que ha pasado muchas horas durante los

dos días que lleva en casa. Su esposa y su hijo no dicen nada, pero el hombre llama a su

retoño y él obedece sin mediar palabra. Se dirigen al cementerio del pueblo. El hijo del

enterrador se llama Javier, como su abuelo. Tiene quince años para dieciséis, aunque su

aspecto es de enclenque. Ha vivido oculto en la casa hasta que la guerra ha terminado,

y no encuentra a su padre en el hombre que ha vuelto. Ángel abre la cancela y busca

entre las lápidas el lugar en el que cavar. Coge una pala del cobertizo y señala el terreno

indicado. Los Cojos tienen comprada esa parcela para la familia. Son cosas que sólo

conoce el enterrador. Comienza a cavar y Javier se adelanta para coger la pala, pero su

padre niega con la cabeza. Nunca ha hecho nadie su trabajo por él. Javier puede trabajar

en el campo, puede ayudar a cualquier pastor, a los muleros… pero jamás ha hecho la

tarea de su padre.

—Pronto será la mía –comenta Ángel.

Su hijo guarda silencio por respeto. Sabe que no tiene nada que objetar, porque

ése no es su padre. Su padre estaba vivo y ese hombre no. Las paladas de tierra van

formando un montón en una carretilla conforme la fosa crece. Ángel suda por el

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Jose Alberto Arias Pereira

esfuerzo, y a sus casi cuarenta años aparenta al menos setenta.

Dos meses han pasado desde después de la guerra y muchos otros han muerto,

sobre todo bebés y viejos. Javier está con otros muchachos en la tasca de Rodrigo el

«Pajarico» bebiendo vino y hablando de lo mal que está el campo ese año, de qué mierda

de cosecha va a haber para no variar, de propuestas sobre largarse a la ciudad que no

verán la luz… de las banalidades acerca de las que pueden hablar unos muchachos de

pueblo. Javier, después de todo, tiene suerte, porque sabe que a su padre no le faltará

trabajo, y además es hijo único porque tras nacer él su madre quedó estéril, yerma como

la tierra de alrededor. Su padre sigue con la misma actitud taciturna, casi sin hablar y con

una continua mirada de terror. Es como si continuamente viera algo invisible para los

demás, algo aterrador… Y lo cierto es que pasan cosas.

Al poco de venir Ángel en la casa suceden cosas extrañas. Un día todos los cuadros

y retratos de las paredes amanecieron en su lugar correspondiente, todos excepto

aquellos en los que aparecía el padre de Javier. El muchacho fue el primero en levantarse

–su padre ha dejado de ser el primero en muchas cosas— y vio que todas las imágenes

de su padre aparecían vueltas; las fotografías estaban perfectamente enmarcadas con

sus cristales, pero en lugar de revelar el rostro serio de su padre mostraban el dorso de

papel. Javier descolgó los cuadros y dispuso las fotos correctamente. Cuando sus padres

se levantaron fue como el resto de los días, y Javier no comentó nada al respecto. Se

estaba callando muchas cosas.

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La ofensa

Como esa han pasado muchas más. Javier le pidió consejo a Don Santiago, el

párroco del pueblo, y éste no pudo más que darle una botella de agua bendita y mandarle

rezar diez padrenuestros. Todas las habitaciones de la casa han sido espurreadas con el

líquido sacro, y a Javier le escuece la boca de tanto rezar.

—¿Tú que dices? ¿Javier, estás ahí?

—¿Decías algo?

—Te preguntaba que si te has pasado hoy a ver a la Violeta, que seguro que la

tienes esperando. ¿En qué piensas?

—Esta mañana me ha pasado algo extraño –comenta Javier. –No sé, lo mismo os

reís de mí, pero desde que mi padre vino del frente están pasando cosas raras.

—No me digas que tú también ves fantasmas. Mi abuela se pasa el día entero

hablando con las ánimas de sus padres y de mi abuelo.

—Va en serio. Joder, no empieces con las tonterías que me lo guardo para mí.

—Venga hombre, cuenta.

—Mi padre se muere un día de estos –comenta Javier. –Por las noches es como si

la casa estuviera llena de gente, y bien sabéis que sólo estamos mis padres y yo. Además,

una vez que se pone el sol estamos todos en la cama.

—¡Eso son sueños tuyos!

—Que no… no son sólo ruidos. Por la rendija de la puerta veo sombras, y se oyen

voces de personas que no son las de mis padres. No entiendo lo que dicen, pero alguna

vez he oído, y bien oído, llamar a mi padre.

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Jose Alberto Arias Pereira

—¿Y qué dices que te ha pasado esta mañana?

—En la puerta había atado un perro en carne viva, desollado y con la piel colgando.

—Eso ha sido algún gracioso.

—José, mírame a la cara y dime que la gente está ahora para bromas. Y que eso

no era lo peor, porque al perro se lo acababan de hacer cuando he salido a la calle.

—¿Y eso cómo lo sabes? ¿Es que has visto a alguien corriendo?

— Ojalá. Lo peor es que el perro estaba todavía ladrando, gimiendo. Joder, que

me ha mirado a los ojos con la piel colgando y atado de las cuatro patas.

—Si nos estás tomando el pelo esto tiene muy poca gracia. ¿Y qué has hecho?

—Pues qué iba a hacer. Matarlo.

Javier ya está en la cama, como todas las noches. Está cansado y sin embargo aún

no puede dormir. Cuando lleva un rato en la cama y los párpados empiezan a pesarle

algo lo despierta. Esas voces y esos ruidos. Javier se sienta en la cama e intenta adivinar

qué dicen. No son su padre ni su madre, eso está claro. Las sombras desfilan por el

pasillo entre susurros y pasan por delante del dormitorio del joven. Pasan como todas

las noches. Pasan. Pero una se detiene. Javier abre los ojos y la boca y de repente se

siente muy mal, mareado y con la boca llena de saliva que no sabe de dónde ha salido.

De repente comienzan a sonar golpes en la puerta, porrazos secos y bruscos para que

abra, y Javier se oculta entre el lío de sábanas y mantas entre gemidos. Desde su posición

ve el movimiento de la puerta entre sus crujidos. Un crucifijo se descuelga de la pared, y

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La ofensa

entonces el joven se da cuenta de que está solo porque nadie va a acudir a ayudarlo. Su

padre no se levantará.

Todo se calma y los ruidos cesan. Javier echa a un lado las mantas para observar

que todo está bien, pero no es así, porque la sombra permanece ahí. Una voz profunda,

grave, masculina y venida de ultratumba comienza a llamar entre gritos:

—¡Ángel! ¡Ángel! ¡Ángel! ¡Ángel! ¡Ángel!

El muchacho se vuelve a refugiar en la cama y trata de taparse los oídos con

las dos manos. Llaman a su padre, ¿por qué van a su puerta? El silencio hace acto de

presencia, pero esta vez sí que se queda. Javier permanece hecho un ovillo sobre el

colchón, y cuando la serenidad del hogar es plena, entonces, sólo entonces, comienza

a llorar por primera vez desde que tenía seis años, cuando su padre mató a su perro

porque estaba rabioso. Y recordando ese sueño se deja llevar al otro lado.

De nuevo está atardeciendo y Javier está con sus amigos en el bar bebiendo vino hecho

por el propio Rodrigo.

—Bueno, ¿qué te ha dicho tu Violeta?

—Pues qué me iba a decir. Que ayer no me pasé a verla por la noche y estaba

enfadada –responde Javier.

—A todas las mujeres les pasa lo mismo hasta que te casas con ellas –explica

Rodrigo. –Entonces sí que saben bien quién manda.

—Ponte algo para comer, Rodrigo.

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Jose Alberto Arias Pereira

El camarero se agacha y saca tras la barra un plato de aceitunas.

—Eso, eso, que no falte lo bueno.

—¿Insinúas que estas aceitunas no son las mejores? Míralo, Javier, el mequetrefe

de tu amigo.

Javier no le ha contado a nadie lo de la noche anterior.

—Deja, Rodrigo, que estoy pensando.

El camarero lo mira con el ceño fruncido durante un rato, arquea las cejas y

suspira.

—Desde luego, —manifiesta— la gente de ahora sois más raros. Todo el día

comiéndose la cabeza cuando no es por una cosa, por otra. Parece que no os corre

sangre por las venas. Con lo que ha sido tu padre…

Y como si fuera una invocación, ahí fuera un gato eleva un maullido agudo y

quejumbroso, como el llanto de un bebé. Un hombre al otro lado de la barra comenta:

—Ya se ha muerto alguien. Cuando los gatos cantan en mitad de la noche es

porque ven a la Muerte, que eso lo hemos sabido aquí desde siempre. ¿Habéis visto

cómo no han parado de maullar desde que empezó la guerra?

—O si no –comenta Jose –es que están en celo.

Todos van a irrumpir en carcajadas pero un sonido, como una fuerza omnipresente,

los detiene y palidecen. Lo que suena son las campanas de la iglesia, y su repicar lento y

triste es inconfundible: ahora sí es cierto que alguien ha muerto.

—Esto no es bueno. A este ritmo dentro de un par de años quedamos en el

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La ofensa

Eternidad

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Jose Alberto Arias Pereira

pueblo cuatro gatos –dice el dueño del bar. —¿Quién habrá sido ahora?

Javier palidece más aún y un sudor frío hace que tiemble de pies a cabeza. Él ya

lo sabe, y cuando el hijo de la vecina entra buscándolo las dudas esperanzadoras que

pudieran quedar se disuelven por completo. Su padre yace en su lecho. El enterrador ha

muerto.

Javier no se había equivocado en esa experiencia extrasensorial que habían

supuesto las evidencias de la pronta muerte de su padre. El velatorio ya había concluido

y el rostro de su padre, frío y blanco como un ópalo, presidía la estancia. La noche de

antes, al entrar en su casa había encontrado a algunos vecinos ya reunidos. Su padre

estaba trajeado y con las manos cruzadas sobre el regazo, sentado en una mecedora.

Por eso el tiempo de oración por Ángel había volado delante de Javier sin que éste se

diera cuenta. Su madre tenía el rostro arrugado y más envejecido que de costumbre, y

las ropas negras aumentaban esa sobriedad taciturna. Ahora estaban solos en la casa

Javier y su madre. Y el cadáver de Ángel. Durante la espera madre e hijo no intercambian

palabras; durante el tiempo del velatorio se han dicho todo y nada con las miradas.

Ambos saben qué hacer a partir de ese momento.

El carro llega y varios hombres meten al cadáver en un féretro sencillo para

conducirlo a la iglesia, donde se celebra la misa por el enterrador y las oraciones

necesarias por su alma. Y cuando el alma está tranquila la gente comienza a despedirse

con un murmullo amortiguado a sabiendas de que la tradición ha de seguir como la vida

sigue después de la muerte. Así pues, cuando la gente se ha despedido Don Santiago

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La ofensa

bendice a madre e hijo y deja todo dispuesto para que hagan descansar al cuerpo.

—Javier, si se lo pides a mi primo Martín él te ayudará –sugiere su madre, pero

Javier, bien por obstinación bien por orgullo niega con la cabeza.

Los hombres que lo han ayudado suben el ataúd al carro y lo llevan a la salida

del pueblo, a la puerta del cementerio. Javier se descuelga la llave que lleva al cuello y

abre la verja oxidada. Guían la caja de madera hasta el lugar indicado y los hombres se

ofrecen a ayudar al muchacho. Nuevamente se niega, de modo que los dos individuos se

alejan como dos sombras hasta que son invisibles.

Javier mira al ataúd sin ser totalmente consciente aún de que en el interior reposa

el cuerpo de su padre. Ahora él es el enterrador, como ha sido desde que el pueblo

puede rememorar. Su bisabuelo, su abuelo, su padre, él… y otros tantos antepasados se

habían encargado del cementerio. Cuando se quiere dar cuenta es más tarde de lo que

debería, y no sabe cuánto tiempo lleva ahí mirando al infinito. Los maullidos de un gato

lo despiertan de su embelesamiento.

Bordea el féretro y se encamina al cobertizo, desde donde surge el maullido

premonitorio del gato. Abre y encuentra a Guardián, un gato negro y ciego que vigila el

cementerio, aunque Javier duda de la ceguera del animal pese a los ojos lechosos. Busca

la pala con la que cavar la fosa y regresa junto a la caja de madera. Toma la pala entre sus

manos y observa que en el mango están marcados los dedos de todos los enterradores

que han hecho uso de ella. Clava el metal en la tierra y le propina una patada para que

se hunda. Levanta una palada de tierra y aparta el césped que la cubre en un montón de

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Jose Alberto Arias Pereira

un verde macilento. Su corazón comienza a latir más fuerte a cada palada, y la oscuridad

se va abriendo paso entre losas y cipreses infinitos que hipnotizan con formas negras a

través de la niebla que se crea. De las tumbas emanan nebulosas refulgentes entre azul

pálido y brillante como pequeñas auroras. Fuegos fatuos son las palabras indicadas para

describir y nombrar el espectáculo, dos palabras que lo llegan a aterrar.

Porque ahora todo es distinto, porque ahora está solo, porque ahora ya es

alguien en ese pueblo olvidado de la mano de Dios, por eso y por mucho más siente que

el escenario que lo envuelve cambia a la misma velocidad que sus sentimientos. Cuando

está hundido hasta las rodillas se detiene con la frente perlada de sudor. Hace calor

en su interior, está cansado y piensa que la labor que está realizando es una especie

de penitencia. Él está logrando algo por su padre, su esfuerzo está valiéndole el Cielo

al fallecido. Guardián se cuela entre sus piernas mirando a todas partes con los ojos

velados, maullando a seres que resultan invisibles para el joven. Ahora ya es un hombre.

La noche ha caído sobre el cementerio y la luna lanza destellos rojos desde el

centro del firmamento. Es una luna redonda y gigante, pero tremendamente roja en

lugar de blanca, como un círculo de fuego. Javier está hundido en la tierra hasta el cuello,

y ante él se encuentra el ataúd como una sombra más. Las lápidas son elementos inertes

aunque demasiado poderosos. De entre los yerbajos nacen como salientes de mármol

y roca desgastada, oscurecida por el efecto de la humedad y ese ambiente mortífero

donde los líquenes conforman un tapiz verde de parásito. El olor es una mezcla entre

tierra, vegetación y algo más. Las neblinas brillantes se mueven como vestidos de

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La ofensa

gasa y en varios momentos Javier ha creído ver a alguien en el paraje desolador. Todo

el cementerio es grisáceo excepto un punto anaranjado de luz junto a la fosa que el

muchacho cava con desesperación.

De repente sale del agujero movido por algo superior a la simple claustrofobia

y cae a escasos palmos de una lápida donde distingue el retrato de dos niñas en blanco

y negro. Dos niñas que parecen adultas por la adustez de sus gestos y esas miradas

difusas que apuntan al más allá, como si en el momento de retratarse hubieran tenido la

certeza de una muerte prematura. Posaron para la lápida.

Javier se levanta tembloroso y asegura el féretro de su padre. En un momento

se plantea el abrir por última vez esa tapa de madera para ser el último en tener una

estampa de Ángel Almagro. Pero en ese momento oye una voz que lo alienta a seguir

con su trabajo, por lo que empuja con cuidado el ataúd hasta el borde de la fosa y lo

hunde en la inmensidad del hoyo rectangular. Desde arriba se siente superior a su

padre, no físicamente sino en todos los aspectos, y aunque le duele comienza a cubrir

la superficie de madera con tierra hasta que deja de ser visible. Entonces se detiene

para descansar y esquiva la escena de la superficie nublada donde emergen sombras de

criptas y cipreses. Una brisa se cuela entre la bruma y crea torbellinos en el aire, como

cuando cae un chorro de leche en un vaso de agua. Se oye el crujir quejumbroso de

las ramas secas junto a otro sonido que asemeja un crepitar. Javier se vuelve sobre su

cuerpo e intenta vislumbrar algo a través de esa frontera translúcida que constituye la

niebla. Otro crujido, pero más profundo y cercano, y chasquidos, muchos chasquidos

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Jose Alberto Arias Pereira

como huesos al crujir.

—¿Quién hay ahí?

Silencio.

Guardián pasa como una sombra huyendo de algo y se aleja perdiéndose de vista.

Una silueta humana aparece a lo lejos y se va acentuando a la vez que se acerca. Javier

se apoya en la pala con el corazón a galope y siente cómo le flaquean las piernas, pero

no se deja llevar por el pánico y permanece en pie con el flequillo danzando por el hálito

frío. Es una mujer robusta y gorda con la papada marcada. Viste de negro y porta entre

las manos un ramo de flores secas.

—Tenga buena noche –saluda la mujer. Sus ojos pequeños escrutan al muchacho

con una agudeza descarada.

—Así sea. ¿Viene usted de muy lejos? –inquiere Javier.

—Qué más da. ¿Sabes para quién son estas flores? –y añade tras la negación del

joven –Son para mi marido.

—¿Por qué flores marchitas?

—Porque mi marido está ya muerto. Busco a Ángel Almagro.

—Señora, lo siento, pero a mi pesar es imposible que se encuentre con él. ¿Ve la

tierra de esta tumba? Pues el señor al que busca yace en su interior; murió ayer tarde. Si

en algo la puedo ayudar… Dígame qué quería.

—Quería verle la cara al asesino de mi marido –señala la mujer.

Javier se endereza y quiere decir tantas cosas a la vez que le es imposible articular

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La ofensa

palabra alguna. El farolillo naranja titila con el soplo del viento en medio de la bruma.

La mujer alza el cuello y muestra una marca entre laceración y cicatriz como si algo la

hubiera raspado y quemado en esa zona.

—Yo… no pude soportarlo. Todos los hombres vinieron excepto unos pocos. Las

viudas no tenemos nada que hacer, vivimos de la caridad.

¿Se ha ahorcado? No puede ser, si lo hubiera hecho estaría muerta. No. Claro que

no, esos son supercherías que se cuentan para que la gente no entre en los cementerios.

Javier traga saliva y decide fingir, continuar la conversación como si no se hubiera

percatado de nada extraño. Sólo hasta que termine de enterrar a Ángel Almagro, su

padre, el hombre que mató al marido de esa mujer en la guerra, el hombre que mató a

otros, el hombre que la obligó a suicidarse.

—¿Cuándo mató ese hombre a su marido?

—Fue en la guerra.

Javier sigue echando paladas de tierra en el foso ante triste mirada de la viuda.

Su padre mató a mucha gente en la guerra, eso se sabía. Si no lo hubiera hecho, quizá

la viuda sería su madre en este momento. ¿Pero por qué reprochar algo de lo que no

habrían podido librarse de todos modos?

—Si fue en la guerra ya está todo dicho.

La mujer comienza a llorar ante las palabras de Javier. Los gemidos se pierden a

lo largo del cementerio como una sirena tétrica. La Muerte ha estado avisando a Javier

de su llegada y él no ha reaccionado: los cuadros, el perro, las sombras y las voces. Pero

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Jose Alberto Arias Pereira

nunca nada plenamente corpóreo; sólo señales palpitantes y escabrosas. Y ahora esa

mujer. El enterrador acaba de sellar la tumba de su padre y se deja caer para tomar

aire. A través de la neblina siguen apareciendo sombras por doquier, como si esos seres

que descansan bajo tierra se levantaran en la oscuridad para estirar el esqueleto y no

olvidar del todo cómo es este mundo. Una voz perdida de hombre comienza a cantar

algo apenas oíble, pero doloroso.

—Me voy ya. Mi madre está esperando –señala Javier.

—Dile que ha tenido mucha suerte, que no es lo mismo que el marido de una

muera lejos, sin entierro ni bendición, que en la misma casa. Díselo.

Javier tiembla de pies a cabeza porque no recuerda haberle dicho a esa mujer

que él es el hijo de Ángel.

—Se lo diré.

El muchacho coge el farolillo y la pala, guarda la herramienta en el cobertizo y

cierra la puerta. Escucha el chirrido de la puerta del cementerio, que ahora mismo es

invisible por el fósforo que flota sobre las tumbas. Primero piensa que habrá sido la

viuda al salir, pero después la ve junto a la tumba recién excavada de su padre mirándolo

lánguidamente. Camina unas tumbas más adelante entre cruces y ángeles de piedra

musgosa cuando encuentra una sombra más marcada que las demás. Cuando la forma

aumenta y se va definiendo Javier se deja caer sobre el piso de tierra dura y yerma, al

contrario de como debería ser la tierra de un cementerio. Es una mujer joven que viste

un camisón blanco hasta los tobillos. Su cabello ondea levemente contra el viento.

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La ofensa

—Javier, –susurra –Javier, soy yo.

—¿Violeta? ¿Eres tú, Violeta?

—Sí.

Javier la observa y se levanta algo aturdido y con la impresión de estar haciendo

el ridículo. Su novia lo mira detenidamente y después lo abraza.

—¿Pero estás loca? ¿Se puede saber qué haces aquí tan tarde?

—Que no dejaba de pensar en ti, Javier, aquí tan solo y haciendo lo que tienes

que hacer. Desde lo de mi padre mi madre no nos puede controlar, y hace unas horas me

levanté de la cama y salí por la ventana.

—¿Cómo es que no has entrado antes?

—Vas a pensar que todavía soy una niña, pero me da miedo. He estado fuera sin

atreverme a entrar a pesar de que te oía hablar. ¿Con quién hablabas?

—Con esa mujer –indica Javier apuntando con el dedo, pero no hay nadie ahí.

—¿Qué mujer?

—Déjalo. Venga, vamos antes de amanezca. Ya sabes cómo piensa la gente.

Bajo el amparo de las estatuas y los cipreses abandonan el cementerio. Javier

vuelve la vista una y otra vez divisando sólo sombras que lo aterran y fascinan a la vez.

Algún día tal vez vea a su padre en el lugar como a la viuda.

Sí, algún día.

Y me remito a lo ya dicho. Después de la guerra sólo queda el después, la Miseria,

la tristeza. El olvido.

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Jose Alberto Arias Pereira

La niebla

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La ofensa

URGENTE

Si hace unas semanas nos vestíamos de negro por el final (dignísimo) de una serie

dignísima, Battlestar Galactica, ahora nos toca despedir a una serie que es la más

mítica que podíamos encontrar esta temporada en la parrilla televisiva, Urgencias. 15

temporadas son muchas temporadas. No, no sólo eso, es una pasada, una burrada, un

logro del que pocas series pueden presumir. Una serie que ha llegado a estas alturas se

merece que me quede despierto hasta las 2 de la mañana para ver otro episodio, por

mucha rabia que le tenga a TVE por jugar de un modo tan mísero y subnormal con su

programación. En fin, hablo de una serie coral, madre de otros muchos productos que

no han alcanzado su nivel: Urgencias (ER).

Corría el año 91 (del siglo pasado del milenio pasado) cuando Spielberg, el judío

que se hizo de oro, y Michael Crichton empezaron a hablar y a entenderse sobre Parque

Jurásico (1993). Por aquella fecha tuvieron una conversación, digamos, parecida a ésta:

—Oye, Steve, pues nos ha salido bien lo de los dinosaurios, ¿no?

—Mickey, Mickey, a mí me vas a contar.

—¿Sabes? Esto te lo cuento a ti porque estamos en confianza. Tengo escrita una

película que es la leche. No se ha visto nada así jamás.

—¿Y por qué no aún?

—Porque verás, es una peli que va sólo sobre el Servicio de Urgencias de un

hospital, y necesitaba un buen director o productor. Tío, ¡que la escribí en el 74!

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Jose Alberto Arias Pereira

—No jodas. Pues pinta bien, pero oye… ¿una peli? Déjame ver.

—Léetelo así por encimilla, lo mismo encuentras alguna falta, pero era joven y la

ortografía no era lo mío…

—Tío, eres bueno, eres muy bueno, eres jodidamente bueno. Mira, pero esto no

lo veo yo…

—Bah, dímelo, es una mierda, si lo sabía…

—Que no, que es la polla. ¡Pero mejor hacemos una serie! Mira, rodamos el piloto

y si la cosa funciona, seguimos p’alante, ¿va?

—Steve, yo contigo al fin del mundo.

Y así fue. Se estrenó en 1994 justo un día después de su principal rival, la

también excelente Chicago Hope, mucho más pausada al situarse en una clínica privada.

Urgencias era y es ritmo, vida o muerte, ¡sangre, sangre, litros de sangre! Lo bueno de

esta serie es que, a pesar de que pueda parecer repetitiva en su modo de proceder,

no tiene dos capítulos similares (cuando digo esto, quiero decir: ved House :S). No ya

porque el elenco de protagonistas vaya cambiando entre las distintas temporadas, las

tramas sean actuales y progresistas, el resultado todo un sobresaliente a nivel técnico e

interpretativo, sino porque de vez en cuando trata de reinventarse con un experimento

atrevido.

Todo está inventado, de acuerdo, pero no por ello puede dejar de dejarnos

con la boca de par en par. En un capítulo se narraron paralelamente un turno de día y

otro de noche, en otro pudimos ver un turno de fin a principio, e incluso tuvimos otro

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La ofensa

exclusivamente para despedir a uno de los doctores más carismáticos del County, el

doctor Greene.

La relevancia de la serie es algo demostrado y conocido, como todo el poder que

ejerce la televisión en la sociedad actual. De este modo, Urgencias ha colaborado con

sus tramas en la donación de sangre y órganos, la demanda de médicos, derechos de

enfermeras (enfermeros, quería decir), prejuicios raciales y sociales, denuncia del mal

sistema de seguridad social estadounidense… Pero si hay una causa por la que Urgencias

ha luchado con especial fuerza, ésa es la extrema pobreza de África. Algunos de los

personajes se han desplazado al continente negro para introducirse entre refugiados y

enfermos sin esperanza. He visto el terror provocado por las guerrillas, las luchas entre

tribus y genocidios que no reciben dicho nombre por estúpidas causas políticas.

Como ejemplo os puedo hablar de dos episodios (creo que de la temporada 13ª)

que se llaman «No place to hide» y «There are no angels here». Pratt es un médico duro

que, a modo de castigo, es enviado a Congo, creo, para echar una mano en un campo

de desplazados. Nada más llegar vio cómo apaleaban a un insurgente hasta la muerte, la

violación de los derechos humanos más básicos, chantaje, corrupción, la muerte de un

bebé por falta de recursos esenciales, el asesinato de un médico… mucha mierda, todo

apesta. Tal vez sea cierto eso de que en algunas partes del mundo no hay ángeles.

Urgencias dijo adiós la semana pasada con un episodio de doble duración en el

que se cerraban no sólo tramas de la temporada, sino las de toda la serie con algunos de

sus doctores más carismáticos; recordemos que sus rostros han desfilado a lo largo de

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Jose Alberto Arias Pereira

toda la temporada, con cameo de ¡¡¡Susan Sarandon!!! y George-nuncavolveréalaserieal

aqueledebotodo-Clooney. Creo que esta temporada ha sido la guinda a un pastel cocido

en su justo punto.

Pensaba que Urgencias era una buena serie.

Ahora sé que es mejor.

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La ofensa

Queridos amigos, amigas y demás:

(primera parte)Ésta es mi segunda carta del verano, aunque aviso en este caso, aparte

de informar, lo mismo alerto a más de uno que no sepa nada de mi vida durante estos

días. Siento el tono más pesimista de este e—mail, but words don’t come easy…

10 de julio, tras un estupendo día de excursión con mi familia francesa a la

ciudad medieval de Guerande, a una playa llena de acantilados y a un parque natural,

me despierto con una sensación extraña, como de mareo, solo que yo mientras estoy

tumbado nunca me mareo. Siento un brazo bajo la espalda. ¿Tengo tres brazos?, es lo

primero que pienso, pero lo que se dice sentir, sólo siento el derecho y con éste me

palpo lo que tengo bajo la espalda: reconozco dedos, dedos humanos y una mano y un

brazo que han de ser míos aunque no los siento. Todo sigue a oscuras. Debido al mareo

no llego a abrir la persiana, difícilmente a abrir la puerta justo a mi izquierda o encender

la luz. La enciendo: hay dos brazos, aunque uno está dormido pero debe ser el mío. Me

pongo en pie más tranquilo, abro la puerta, quiero ir al servicio que tengo justo delante,

pero las piernas se cruzan torpemente y el cuerpo se deja caer de lado como ayudado

por un peso adicional (quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza?).

BADABÚM. La caída es antológica, tiembla toda la planta. Yo también tiemblo desde el

suelo y me asusto. Que venga alguien, que se despierte la familia. Intento incorporarme

sobre los codos, pero el izquierdo no coopera. Me golpeo la cabeza con la puerta, que a

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Jose Alberto Arias Pereira

Testigo de cargo

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La ofensa

su vez golpea la pared. Ruido escandaloso, ruido entrometido… y again: PLOF= cabeza-

puerta-pared.

Llega la madre y le siguen los hermanos (a coro): qu’est-ce qui se passe? Intento

hacerme entender, pero me cuesta hablar. No es por el idioma, es la lengua, la boca

no me responde bien. Me duele la cabeza. No entiendo nada. Me llevan en brazos y en

pijama al coche, de ahí al médico. Comienza la traca de reconocimientos, hacer muecas,

responder preguntas y apretar manos, levantar y bajar piernas y brazos, etcétera. No

diagnostican nada grave, tal vez migraña, de modo que me mandan de vuelta a casa,

donde me acuesto hasta que llega mi madre francesa con galletas y cerezas para que

coma algo, y es entonces cuando me doy cuenta por primera vez de lo que me pasa: no

puedo masticar si no me ayudo empujando la mandíbula con la mano, y la comida se me

cae por la comisura izquierda de la boca; me cuesta trabajo tragar, y el maldito dolor de

cabeza… entonces me percato de que puedo estar sufriendo una hemiplejia izquierda.

Los síntomas cuadran, segundo momento de miedo. Al rato llega uno de los hijos y

veo que estoy peor, él también lo ve y propone llamar al médico. Intento contactar por

Messenger con MJ, mi amiga-doctora-cuentacuentos (¡esta chica lo tiene todo!) y le

digo, con gran esfuerzo y dedos torpes como morcillas: creo que me ha dado un infarto

cerebral. Me pide que le ponga la cam para hacer reconocimiento visual, pero Internet

no funciona muy allá…. No sé si al final consigue ver algo o no, porque todo se vuelve

confuso. Llegan los paramédicos con una silla de ruedas, me echo un albornoz sobre el

pijama —hace frío, es el norte de Francia— y empieza a sonar el teléfono: mi madre.

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Jose Alberto Arias Pereira

Lo cojo y estoy convencido de que le dije: Mamá, estoy malo. Creo que me ha dado

lo mismo que les daba a los abuelos, porque me duele la cabeza y tengo una pierna

un brazo dormidos. Ella entendió: Blblblbllllnjkbjhghcvgj… enfermedad de los abuelos

….brbrbbrbbrbr…..ñas. Le paso con la madre, que le dijo: Jose… malo… médico…

ambulancia…. Hospital. A mi madre le dan los mil ataques, haceos una idea…. A mí no

se me ocurre qué más puedo hacer, quiero pensar en alguien con quien contactar, pero

no pensaba nada con claridad. Más tarde me he enterado de que también hablé con mi

hermano, hecho que tenía completamente olvidado… y juro que intenté pedir auxilio

de algún modo, pero en esa situación me era imposible.

Mejor sigo otro día, que escribir me agota…

En el hospital, tras media hora de ambulancia y una ciudad de por medio, me

hicieron pruebas y nuevos reconocimientos: que no fumo, no bebo, no consumo droga,

no, tampoco cocaína!!! (manda huevos). Mi familia francesa me había seguido en coche

hasta el hospital de Rennes, y yo entonces no era consciente de que ya no volvería a la

casa donde había vivido tan bien durante una semana.

(segunda parte: perdón por tardar tanto tiempo, pero entre Internet y la lenta

recuperación….)

TAC, resonancia, ecocardiograma intraesofágico (sí, tan malo como suena). Me ingresan

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La ofensa

y me explican, todo en francés —cómo si no— que un coágulo en la sangre me ha

llegado a la derecha del cerebro provocándome lo que comúnmente conocemos como

infarto cerebral con la subsecuente hemiplejia izquierda. Me despierto al día siguiente

totalmente desorientado, con oxígeno y suero enganchados a mí y veo a mis padres

llegar por la puerta: su odisea bien merecería 3 emails más, aunque por lo pronto nos

centramos de nuevo en mí, perdido del todo con un único pensamiento en la cabeza:

¿y mi teléfono móvil? ¿y mis cosas? ¿y todo lo que dejé en el dormitorio, todo lo que no

llegué a recoger? ¿qué pasará con los niños si yo era el monitor? Poco a poco conseguí

centrarme un poco, saber el día en que vivía y lo que sucedía. 24 horas habían pasado

desde que me ingresaron, y el dolor de cabeza persistía con la misma intensidad. No he

soportado más dolor en mi vida, y además durante varios días seguidos. Las cosas se

calman paulatinamente, mis padres se van a descansar a casa de mi familia de acogida.

Por cierto, ¿sabéis lo primero que les dije a los médicos en cuanto llegué al hospital? S’il

vous plaît, vous pouvez me couper la tête? Por favor, ¿me pueden cortar la cabeza? Se

trata de una de mis temidas respuestas, no perder el sentido el humor por nada en el

mundo.

Bueno, por casi nada. Estuve en el hospital de Rennes del 10 al 23 de julio con mi

madre en el sillón de al lado, ya que mi padre tuvo que volver antes por problemas con

el seguro y tal… y la peor pesadilla de cualquier joven es pasar mucho tiempo a solas

con su madre, más aún cuando no hay escapatoria posible. Mi madre ha desarrollado

una dependencia de su hijo que lo flipas, es algo sobrenatural. Si pudiera, se encadenaría

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Jose Alberto Arias Pereira

a mí. Nunca había percibido con tanta claridad el salto generacional; gracias a dios, los

primeros días el dolor de cabeza me ayudaba a abstraerme, jajajaja. Pues nada, casi

dos semanas en una cama de hospital comiendo comida de hospital y teniendo por

compañeros de habitación a mi madre o enfermos franceses —creo que uno de ellos

murió… DEP—. Una fiesta, vamos. Por si fuera poco, mis mejores amigos estaban

dispersos por medio mundo (y esto no es exageración: Norteamérica y Europa son

medio mundo ¬¬)y no había manera de contactar con ellos directamente. Ahora que

caigo, tenía más cosas en mente. Ante todo, he de decir que hay circunstancias en las

que los pensamientos se convierten en obsesiones, como era el caso. Hice que un día mi

madre me llevara el ordenador por si podía pillar Internet, y ya intenté comenzar esta

carta, pero por entonces se me hacía imposible escribir y estaba sin Internet…

Otra obsesión de la que me siento especialmente contento y orgulloso es la de:

el cumpleaños de María fue el domingo y no la he felicitado. Más o menos todos habréis

oído de la escuela de verano para escritores noveles que organiza el Pacto (PAPEL), a

cuyas dos primeras ediciones asistí, y da la casualidad de que este año coincidió con mi

estancia en Francia y que María, la del cumpleaños, estaba allí como alumna. La llamó

mi madre a petición mía y le contó lo que había pasado. Naturalmente, todos los demás

también se enteraron, entre ellos la directora de PAPEL y Lorenzo Silva, yeah! Pude

hablar con la mayoría una noche, cuando mi madre ya se había ido y nos habían apagado

la luz de la habitación. No me he sentido tan querido nunca, aun a sabiendas de que

estábamos a miles de kilómetros y quién sabe cuántos días. Creo que ése fue el mayor

110
La ofensa

contraste de sentirme tan solo en muchas ocasiones, sobre todo de noche, noches de

nervios e insomnio, a ese momento en que intenté hacer un hueco en la mente de la

escuela, un hueco que se prolonga hasta ahora. Menudo susto y menuda putada, soy un

cortarrollos, pero gracias mil veces más, escritores, Mollina y todo lo que os rodea.

Otra obsesión, los niños que estaban a «mi cargo» en Francia, porque no podía ni

avisar a uno para contarles la situación.

Casi enfermizo lo de pensar en cuánto necesitaba contar lo que me pasaba a

todos los que ahora leéis este correo. Ha tenido que pasar un mes, dos meses, casi

nada… es asqueroso hasta qué punto necesitamos Internet cuando nos tienen cinco

días desconectados. En cierto modo es como si dejáramos de existir.

Pensaba a diario que había que llamar a MJ, que la pobre las últimas noticias que

tuvo sobre mí habían sido por Messenger, aunque no demasiado alentadoras. Y en el

cine, en los estrenos que me estaría perdiendo, en todo lo que no estaba haciendo y
tenía que hacer.

No tienen desperdicio todas mis caídas en los primeros días, para ponerles música

de Benny Hill y enviarlo a un Videos, videos. Me levanto en mitad de la noche, se me cruzan

las piernas, me falla la izquierda y… ¡segunda hostia! Ni alertar a los enfermeros nos

hizo falta con la fuerza del golpe. Me dejan unos minutos en el servicio para peinarme,

me levanto y ZAS, no en toda la boca pero sí contra toda la puerta corredera.

Volvamos a lo serio. Comencé con la fisioterapia o réeducation a los dos días del

infarto. Era tan difícil y la fisio ponía tanta cara de alegría que me daban ganas de llorar.

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Jose Alberto Arias Pereira

Es frustrante ordenar al cerebro algo y no poder ni coger un botón entre los dedos. Así

se sucedieron dos interminables semanas en un hospital francés del que aún recuerdo

el cartel de la ventana: ne rien jeter par la fenêtre, danger pour les personnes passant à

proximité du batîment. Mi madre que venía todos los días; mi padre también hasta que

volvió a España por problemas con la aseguradora, porque ésa es otra. Es imposible

poner de acuerdo a dos hospitales y una aseguradora que no se entienden, y nosotros

como elemento de unión. Porque, por si fuera poco, en el hospital personne ne hablaba

español, es decir, durante las dos semanas ingresado en Rennes, yo tuve que hacer de

intérprete para mí, para los médicos—enfermeras, mi familia y mi familia de acogida,

y a veces con la aseguradora por teléfono…. Con la continua jaqueca y todo. EL día

antes de volver a España subí y bajé escaleras por primera vez, y el 23 me llevaron en

ambulancia al aeropuerto de Rennes, donde esperaba un avión clínico, pequeño, para

mi madre y yo, un equipo médico y los pilotos. Me llevaron a Granada, del aeropuerto

al hospital, y yo aún pensando en francés. Mi familia estaba allí a la espera de ver al

enfermo y su evolución. Nada más llegar me ponen en observación, donde doy fe del

sentido del humor de las enfermeras granadinas (y no es irónico) así como de comida de

verdad. Luego me subieron a planta a una habitación sin aire acondicionado, entre dos

octogenarios más pal otro barrio que pa éste, glups. Tras una semana me dan permiso

de fin de semana, cuando fui a casa de mis tíos a las afueras de Granada y recibí la visita

de varios amigos. El lunes volví, ya a otra planta junto a un hombre de treinta y tantos,

y allí pasé dos semanas más de intensa rehabilitación y decenas de visitas, la mayoría

112
La ofensa

de familiares y vecinos de Bélmez a los que ni siquiera conozco.Mi madre se ocupó de

la centralita mientras tanto, y yo recuperé mi olvidado dolor de cabeza, que regresó

hasta este momento. No se me ha ido la jaqueca aún, va y viene como una mala marea.

Total, que con muchas ganas y medicamentos me dieron de alta el 7 de agosto, dos

días antes de mi cumpleaños, aunque el 8 me dio un bajón de tensión por la medicación

y tuve un divertido episodio de visión doble e ingreso en urgencias hasta que logré

irme a casa. Se puede decir que llegué a casa y a mi pueblo extrañado, porque la última

vez que los dejé lo hacía con la ilusión y nervios de una posible aventura en Francia, y

ahora todo cobraba otro cariz. La esperanza de hacer una fiesta de cumpleaños se vio

frustrada como el resto del día hasta convertirse en el cumpleaños más deprimente de

la historia. No es quejarme por quejarme, pero se supone que una vez al año tengo

algo que celebrar y esa mierda de coágulo lo habían revuelto todo, por mucho que

me dijeran en el pueblo a poquito a poco (sic), si tú eres joven y eso no ha sido na, etc.

Porque eso de que no ha sido na no se lo cree ni el Tato, y paciencia, pues estoy hecho

un santo. Pero de ahí a que mi madre crea que me voy a romper al menor descuido, hay

un trecho. Yo lo que ahora quiero, tras un verano aburrido y deprimente, extraño como

ninguno, es volver a Granada y allí rehacer mi vida sin complicaciones de ningún tipo,

sin presión salvo la que yo me quiera poner, pero ante todo con tranquilidad. Sólo me

queda desde aquí agradecer las llamadas, mensajes, visitas (sorpresa o no) o cualquier

muestra de preocupación y mi deseo de que nunca tengáis que viq CCC C

vir una experiencia como ésta que, inevitablemente, cambiará vuestra forma de ser y de

113
Jose Alberto Arias Pereira

plantearos la vida. Y nada, que siento la parrafada, pero necesitaba desahogarme como

fuera, y éste es el único medio que conozco.

En definitiva, una mala experiencia, 5 semanas hospitalizado, tratamiento y

seguimiento en estos meses, jaqueca irreversible, aún no saben qué tengo, sólo hay

hipótesis, ya estoy mejor, la vida sigue y yo ya la hago medianamente con normalidad,

ya he vuelto a leer y a escribir. Besos, abrazos y lo que queráis, aquí estoy. 

Jose

114

Bain-deBretagne: autorretrato

115
La ofensa
Jose Alberto Arias Pereira

EL SOLITARIO ENTIERRO DE JORGE ALMAGRO

Ganador del 29º Certamen Literario Castillejo—Benigno Vaquero

Jorge comenzó a elevarse de su cuerpo cuando iba camino del cementerio. Llevaba más

de veinticuatro horas durmiendo, soñando. De repente había oído una voz tintineante

que le había devuelto a la realidad. Estaba muerto y lo iban a enterrar en un par de horas,

había calculado. Pero, como iba diciendo, el señor Jorge Almagro, vecino de la localidad

de Huesca y con cuarenta años a sus espaldas, abandonó su cuerpo en una de esas

frenéticas ideas platónicas según la cual existía tal dualidad en el ser humano. Atravesó

la madera de pino del ataúd intentando zafarse del olor penetrante a barniz y volvió la

vista. En el interior del vehículo el espacio era lóbrego y la visión casi imposible. Siguió

ascendiendo en el aire atravesando el techo del coche, consciente de que había dejado

su cuerpo en el interior de la caja de madera. Siguió con la vista el coche de la funeraria

–lo más parecido a una limusina que había conocido hasta el momento presente— y

se sintió aspirado por no sabía qué fuerza superior que lo obligó a realizar una serie

de cabriolas y a contonearse sobre lo que quedaba de él hasta que un punto blanco

hizo presencia de la nada. Esa gota inmaculada se ensanchó hasta completar una esfera

magnética que lo absorbió. Jorge Almagro estaba definitivamente muerto.

Cuando abrió los ojos, Jorge estaba en una sala semejante a un almacén de

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La ofensa

grandes dimensiones. Ante él se extendían montañas de cajas cromadas y cerradas

herméticamente. Caminó sobe el piso grisáceo intentando adivinar el olor escondido

del lugar, aunque sin llegar a distinguirlo. Las cajas eran metálicas, como cubos sin una

grieta pese a que sonaban huecas. Ocultaban algo en su interior.

Jorge se sentó en el suelo y esperó comiéndose las uñas –su cuerpo había

reaparecido, aunque con una ligereza inexacta—. Vislumbró la infinidad del lugar sin

ver ventana o puerta alguna y comenzó a temer lo peor: ¿y si después de la muerte era

eso? Permanecer en un sitio impenetrable para el resto de sus días. De momento, el

hombre intentó recordar el momento de su muerte. Iba paseando camino del trabajo,

con el cabreo propio del lunes incrementado por una mierda de perro en la suela del

zapato, cuando de repente cayó fulminado. Así, sin más. Y Jorge Almagro era un tipo

sano sin conocimiento alguno de enfermedades crónicas o muertes repentinas entre

sus antepasados. Había pasado porque sí, como un rayo que lo hubiera tendido sobre

el arcén, y había comenzado a soñar hasta despertar en el ataúd. Jorge había supuesto

entonces que el conocimiento de que uno está muerto es innato en el hombre, que no

hay lugar para las dudas. No se le parecía en nada un sueño o visión, ni siquiera el estado

comatoso. Cuando estás muerto lo sabes, punto y final porque no hay más.

Aunque después de muerto el tiempo no era importante, la paciencia seguía

siendo agotable. Jorge comenzó a dar vueltas por el pasillo hasta que encontró algo en

el suelo. Una gota violácea y brillante. La olió, pero no desprendía ningún perfume. Alzó

la vista y vio otra gota, y ésta seguida de otra, y así sucesivamente hasta que el sendero

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Jose Alberto Arias Pereira

de puntos mutaba en un hilo líquido y brillante de esa sustancia violeta. Jorge apretó

el paso temeroso de que desapareciera del mismo modo en que había surgido. Corrió

por pasillos y más pasillos de cajas metálicas durante demasiado tiempo. A punto de

desistir, de golpe y porrazo chocó con algo. Con alguien. Jorge enmudeció y se tiró al

suelo para ver ante sí a un hombre gigantesco. El individuo se encogió de tamaño hasta

ponerse a su altura y tendió la mano hacia Jorge. Éste la tomó y se levantó absorto

con el misterioso personaje cuyas facciones y tono de piel estaban en continuo cambio.

Después comenzó a hablar en un idioma extraño, se llevó la mano a la garganta y, como

si buscara una frecuencia, inició su conversación para que Jorge lo entendiera.

—Me consta que eres Jorge Almagro, de la promoción de 1970 en vuestro

calendario, y que acabas de morir repentinamente en tu paseo matinal. Bienvenido a tu

Cielo, Jorge. ¿Puedes corroborar la información? –Y añadió: –Era una broma.

Jorge guardó silencio. Esperaba un lenguaje arcaico, no diáfano.

—Por cierto, tómate el tiempo que creas necesario. Mientras tanto me presentaré.

Soy Dios, y me muestro ante ti para arreglar un pequeño asunto.

—Yo, yo… no creo en ti, quiero decir, en Dios, quiero de… –intentó explicarse

Jorge. –Disculpe, Señor.

Dios chasqueó los dedos, carraspeó y Jorge cambió de actitud de forma

milagrosa. Ahora la existencia de un Dios y la conversación directa con Éste le parecían

cosas normales. Jorge miró a los ojos al personaje que se perfilaba ante él con semblante

imperativo, omnipotente. Sus ojos eran completamente azules, no un iris, sino todo el

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La ofensa

globo; sus ojos eran vida: un jilguero nervioso, dos amantes enlazados en un ser, un

árbol en su máximo verdor, un bebé a punto de nacer… y Jorge vio en esos ojos que tal

ser no podía, no sabía mentir.

—Jorge, ahora que la situación parece más relajada comenzaré. Estás aquí por el

error de un arcángel. No es tu hora, y siento de veras hacerte pasar por este trago.

—¿Por qué estoy aquí? ¿Qué ha pasado?

—El arcángel Samuel es aún un novato. Se cruzó en tu camino llevándose tu

soplo de vida a su paso. No pienso encubrir su error, de modo que aquí está mi pago. Te

devolveré a la vida, te haré regresar al momento antes de que mi arcángel se cruzara en

tu paso. No puedes decir «no», éste es mi deber.

—Pero no podré vivir así.

—No te has de preocupar por nada. Yo lo solucionaré.

—No quiero parecer arrogante, –indicó Jorge –pero me gustaría poder verme

desde fuera, como antes de ser absorbido por esa cloaca blanca. Fue fascinante.

Dios hizo un ademán en el aire con la mano y apareció una pantalla sobre una

película de bruma como por ensalmo. Sobre la superficie opaca Jorge volvió a revivir la

experiencia extracorporal de unas horas antes y pudo estudiar su fin en la Tierra como

lo haría cualquier curioso. Observó la llegada al cementerio de su cuerpo con un nudo

en la garganta. Varios hombres, encargados del cementerio, guiaron el féretro hasta

una tumba que penetraba en la tierra y lo depositaron sobre una estructura cuyo fin era

hundir la caja en ese abismo de tierra húmeda. En su entierro había un total de cuatro

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Jose Alberto Arias Pereira

personas, sin contarse a él, obviamente: los dos enterradores, un sacerdote y una señora

que no había visto jamás, pero supuso que se trataba de alguien que al ver la pobre

asistencia a su despedida se había sumado a la comitiva fúnebre. El cura recitó algunas

palabras, rezaron una oración por el alma del difunto Jorge Almagro y la estructura

metálica sumergió el ataúd. La mujer y el párroco se alejaron, y cada puñado de tierra

sobre la madera perforó el corazón del verdadero Jorge como si de balas se trataran.

La bruma se esfumó tan rápido como había aparecido. Dios escrutó al mortal

con mirada de padre. Encontró en los ojos del hombre, sin tener en cuenta las lágrimas

que besaban sus mejillas, una soledad equiparable a la de toda la humanidad. La tristeza

parecía rodear a Jorge en un halo invisible, inodoro, incoloro, inaudible, impalpable… un

nimbo real como aquel dolor que le oprimía el pecho y le obligaba a sufrir y a carcomerse

lentamente, que así era más doloroso. Posó la mano en la frente del alma perdida y

por un momento fue capaz de experimentar un sentimiento humano, algo que en muy

limitadas ocasiones había de ocurrir. Soledad. Soledad de frío y dolor, de impotencia y

vergüenza. Soledad.

Dios sopló al rostro de Jorge y un nuevo punto de luz surgió en esa atmósfera

onírica, absorbiéndolo con una succión continua y abrumadora. Jorge volvió a girar

sobre sí mismo, entrevió miles de colores y de repente se encontró en el centro de la

calle, camino del trabajo como si nada pasara, excepto por esa mierda de perro.

Dios fue testigo de todo el proceso, de la vuelta en el tiempo y de cómo había

hecho olvidar a Jorge Almagro lo sucedido. Cuando creyó que todo estaba bien volvió a

120
La ofensa

otros asuntos.

Jorge Almagro llevaba varias semanas aquejado de algo inexplicable. Exactamente

desde una mañana camino del trabajo en que tuvo un lapso. Desde ese día vivía con una

continua presión en el estómago, como cuando se tiene la certeza de que hemos olvidado

algo y no caemos en la cuenta de lo que se trata, o cuando preocupa algún asunto. Se

sentía mal consigo mismo pero no se atrevía a pedir la baja alegando depresión porque

solo en casa podría empeorar. Había algo que le preocupaba, como un recuerdo que

sobreviviera latente en su interior abrigando la esperanza de salir algún día. Ideó todas

las artimañas posibles para olvidarlo sin resultado. Fue un día al despertar cuando supo

de qué se trataba y adivinó que sólo había algo que él pudiera hacer para remediarlo. No

sabía cómo esa idea había llegado a él, pero optó por adoptar la única medida posible

para silenciar aquella voz vulgar y queda que repetía una y otra vez la maldita palabra.

Soledad.

Samuel entró volando a los aposentos de Dios irradiando nervios por los cuatro costados.

—¡Mi Señor, se ha ahorcado! Jorge Almagro, el hombre al que quité la vida se ha

ahorcado. ¿Cómo puede ser, si le devolviste la vida?

Dios lo observó, lo miró con recelo y señaló:

—¿Acudiste acaso a su funeral?

El arcángel negó con la cabeza.

121
Jose Alberto Arias Pereira

—Pues procura ir ahora y le harás sentir el hombre más pleno que haya vivido

jamás en la Tierra.

—Por favor, mi Señor, explicadme cómo pudo ser. Si el borrado de memoria

debía funcionar, no había llegado su momento…

—Funcionó, de hecho, pero no todo está bajo mi control. Hasta yo pienso que ha

de existir una fuerza superior a mí, una regla suprema que nos subordine, el Destino tal

vez. Jorge Almagro olvidó esta visita, pero la herida en el alma no se curó por motivos

que escapan a mi alcance. No se podrá hablar jamás con total objetividad acerca del ser

humano. Podría haber llenado el funeral de ese hombre con personas, pero no lo hice

sabiendo que de un modo u otro habría de acabar así.

—A veces me asusta el no comprender –comentó Samuel.

—A mí también.

122
La ofensa

...y más allá

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4. This is how it all
This is how it all

Transición I
11/02/08
—¿Qué es eso?

—Un avión.

—¿Y quién va en él?

—Jose.

—Vaya... ¿a dónde?

—Es que vuelve de Swansea.

—Ahm... Se le ve triste, ¿no?

—Ya ves.

—¿Por qué llora?

—Porque no encuentra el cable de la batería para la cámara.

—Menuda cosa, llorar por eso.


—Sí, llora por eso...

—¿En qué pensará?

—Pues en lo de siempre, en cómo describir eso que le quema en el pecho, aunque

nunca sabrá.

—¿Crees que volverá alguna vez?

—No, no creo.

—¿Y eso? Con lo feliz que ha sido.

—Es que es bastante cabezón y se ha emperrado en lo que dice Sabina, eso de que
127
Jose Alberto Arias Pereira

Aviones de vuelta

128
This is how it all

«al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver». Bueno, eso y que no tiene

dinero.

—¿Se le pasará?

—Sí, ya le ha pasado otras veces.

—¿Cómo es?

—Va dejando trozos de él por todas partes. Algún día desaparecerá conforme anda.

—Eso ha sonado muy a realismo mágico.

—Pero qué metaliterarios somos, amigo.

—El cielo se ve bastante azul.

—Llueve por dentro, es algo contradictorio.

—Tú que sabes tanto, ¿por qué ese brillo en los ojos?

—Por lo que ha ganado.

—¿Qué ha ganado?

—Ha perdido el miedo.

—¿A qué?

—Venga, dejemos espacio al misterio.

—Bueno... ¿y ahora qué va a hacer?

—...

¿Y ahora qué voy a hacer?

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Jose Alberto Arias Pereira

EVENTUAL CHANGE

Y allí estaba, entre mis manos temblorosas.

—Llévatelo rápido, sal por la puerta de atrás y corre como nunca lo has hecho.

Una piedra cayó en el suelo tras hacer añicos los cristales del expositor. Los

primeros Caballeros Blancos habían llegado, pero no sabía que el señor Freeman, apellido

irónico donde los hubiera, estaba preparado. Corrí con el ejemplar entre mis manos y me

dirigí a la parte trasera de la tienda. Las piedras se trasformaron en antorchas, y el papel

no tardó en comenzar a arder; Freeman disparó a varias de las siluetas de las ventanas.

Algunos cayeron. Algunos Caballeros Blancos del Ku Klux Klan cayeron. Pero Freeman

también cayó, y su tienda de cómics sigue siendo un montón de escombros negros en la

esquina de Elm Street con Abbey Road.

Dejé atrás los gritos enfurecidos y llegué a casa con un dolor intenso bajo las costillas.

Entré en silencio y me encerré en el cuarto de baño. Me eché agua fría en la cara y me

metí en la bañera; al poco oí los gritos de mi madre.

—¡Adam! Sal inmediatamente. ¿Dónde has estado?

—¡Ahora salgo!

Abrió la puerta con su «alambre especial» y se colocó con los brazos en jarras

delante de mí. Recuerdo que discutimos, nos gritamos, lloré y esperé a que llegara mi

130
This is how it all

padre para recibir la monumental paliza de la semana. Cuando el Show de Larry

Whiteman comenzó pude entrar en la intimidad de mi cuarto y reflexionar. Ya en

ese momento podía comprender a la perfección cada una de mis respuestas. Me

habían advertido una y otra vez que no visitara la tienda del señor Freeman, pero era

imposible obviar los cómics del escaparate. Algunos ejemplares era superlativos;

el que me había legado el dueño de la tienda, oh sí, ése era Dios en papel. Pero mis

padres no comprendían que me dignara a entrar en un local de negros, chusma

apestosa equiparable a las mierdas que echaba Bobby, nuestro viejo San Bernardo.

De ahí procedía la reprimenda de mi madre, que en su estupidez había creído que

lloraba por la inminente llegada de mi padre. No, ni mucho menos, lloraba porque

tenía trece años y acababa de ver morir a un buen amigo.

La pasión es a veces tan intensa que se antepone a prejuicios u otros valores,

otros criterios. En ese caso nuestra pasión común eran los cómics. Respetábamos

la Obra más que a nuestras escrituras, aunque no hubiéramos afirmado tremenda

blasfemia en voz alta.

¿Pero por qué un hombre con la cabeza sobre los hombros como Freeman

arriesgaría la vida de un muchacho blanco por un estúpido panfleto? Un número

de cómic normal y corriente, ni mejor ni peor que los otros. Una historia de

superhéroes alternativos que no había funcionado, o que tal vez había fracasado

premeditadamente.

Los motivos de Freeman eran mayores, y yo no había dudado porque sabía

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Jose Alberto Arias Pereira

que ese ejemplar era único, que no debía destruirse y que otorgaría un poder capaz

de cambiar el mundo a su poseedor.

El día en que llegó el primer y único número de Eventual change! lo hizo en una caja

distinta de las demás. Todo esto me lo contó más tarde el señor Freeman, aunque lo

mejor vino después.

—Adam, ¿me guardarás el secreto?

Afirmé con la cabeza.

—Esto no es un cómic, no es otro cómic. No habrá número 2, todos los demás

ejemplares serán destruidos salvo éste. Apenas se han hecho mil copias para todo el

país.

—¿Por qué sabe todo esto? Aún no lo ha leído nadie.

—Publicidad, todo es saber vender, y éste cómic no se va a vender porque no

lo han hecho con ese propósito. Mira estas iniciales.

En el dorso había un pequeño círculo con tres letras: LHN, Liga de Hombres

Negros.

—No sabría decirte cómo demonios han hecho esto –explicó Freeman

ensanchando aún más su sonrisa. En ese punto el blanco de sus dientes se acentuaba

más. –Lo único que sé es que cambiará el mundo.

—¿Cómo…?

—Shhhh… sabes que eres el único cliente en el que confío, ¿lo sabes? Por eso

132
This is how it all

quiero que confíes en mí. Acompáñame a la trastienda, nadie puede ver esto.

Yo había estado otras veces en la trastienda. Cualquier pueblerino habría

denunciado a Freeman por negro pervertido o algo peor de haberse sabido, pero

en esa parte oculta al público se encontraba el gran tesoro de la tienda. Primeros

ejemplares, originales firmados, bocetos… todo lo que un fanático de los cómics

hubiera deseado. Pero nada era tan grande como Eventual change! El dependiente

abrió el cómic y buscó las páginas adecuadas. Pronunció una serie de palabras al

revés en lo que parecía una especie de azar. Entonces dijo:

—Atento, Adam. Mira mi brazo. Diez, nueve, ocho… tres, dos, uno… et

voilà.

En ese momento comprobé entre aterrado y fascinado el efecto del

mensaje. La piel negra del brazo se fue despigmentando hasta alcanzar el tono

de la mía. Lo miré a la cara en busca de una explicación razonable, pero no había

rastro de los ojos negros como cuevas de Freeman, sino un iris perfilado de un azul

océano.

Freeman era blanco. Freeman era más blanco que yo.

Érase una vez un hombre normal, un funcionario del estado que, sin

quererlo, una noche se vio inmerso en una extraña trifulca.

Ésa era la primera viñeta del cómic. La siguiente mostraba al protagonista

133
Jose Alberto Arias Pereira

abatido, y las siguientes contaban cómo sus asesinos lo arrastraban y enterraban en

un improvisado cementerio próximo a una central nuclear.

Pero la radioactividad funcionó a la inversa sobre el cuerpo de Frank

Grimes. Resucitó, más fuerte que nunca. INVENCIBLE.

Así comenzaba la historia del superhéroe de Eventual change! La primera

noche que lo leí fue esa misma, tras la muerte de Freeman.

—¡Adam, la basura y el perro! –resonó la voz alterada de mi madre.

Me puse la chaqueta, guardé el cómic en un bolsillo y llamé a Bobby. Cuando

pasé a la cocina para atar la bolsa de la basura pude escuchar uno de los chistes de

Larry Whiteman:

—¿Cómo lee un blanco el periódico? Así… —Varias risas. —¿Y un negro, cómo

lo lee? Espera, ¿los animales saben leer y yo no me he enterado?

A la broma le siguió una sonora carcajada de mi padre, que gritó:

—Ruthy, ven aquí, ¡este Whiteman sí que sabe!

Salí con el perro y lo solté para que diera una vuelta. Metí la basura en el cubo

y me escondí en el porche. Saqué el cómic con cuidado y busqué las marcas que me

había enseñado Freeman en su día. No estaba seguro de querer hacerlo, los efectos

sobre el dependiente no habían durado demasiado a pesar de su espectacularidad.

Recuerdo cómo tras ver el cambio de color, casi de raza también, me invitó a

tocar su brazo. No era de acero, tal y como presumían los superhéroes, pero poseía

la dureza y el tacto de la madera. Freeman cogió unas tijeras y se las clavó como si de

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This is how it all

un tronco se tratara, y al arrancarlas pudimos ver cómo el tejido volvía a ocultar de

nuevo la incisión.

—¿Has visto eso, Adam? Es maravilloso. Fíjate en mi lengua. –La sacó. –

Seca, no necesito saliva. Mira mis ojos, no me hace falta parpadear, me los toco y

no me lloran. ¡Venga, chiquillo, di algo! Parece que te hubiera comido la lengua el

gato.

—Es… blanco, y poderoso. Me da miedo.

—No, Adam, no estoy aquí para dar miedo, sino para todo lo contrario. Soy

un superhéroe, ¿no es lo que habías soñado toda la vida? Todos los problemas se

acabarán.

Pero su piel se coloreó de nuevo, un brillo húmedo asomó a sus ojos y se

hizo mortal como antes. La LHN debía de haber utilizado una especie de magia

como las de esas leyendas sobre vudú, posesiones y transformaciones en animales.

La magia venida de África…

Sé de buena mano que el propio Freeman empezó a pensar en un ejército

de hombres negros transformados en superhombres blancos, como si el «cambio

eventual» fuera algo más que una cruda metáfora de la vuelta a la vida tras la

muerte. Pero el efecto era tan débil, tan breve… aparte de increíble.

Y allí estaba yo, en el porche, recitando palabras cualquiera al revés con la

esperanza de que, si pasaba algo, fuera leve. En cuanto uní los labios lo percibí. Un

oscurecimiento momentáneo de mi piel, tan poco apreciable que lo mismo había

135
Jose Alberto Arias Pereira

sido una simple sombra. ¿Nada más? Vaya fiasco, pero un fiasco tranquilizador.
Llamé a Bobby, pero no respondío, así que tuve que ir a por él por medio del

jardín. Regresé con él atado y las zapatillas llenas de barro; de eso fue de lo primero que

se dio cuenta mi madre, como si todas las madres tuvieran un sexto sentido para estas

cosas:

—¡Quítate las zapatillas, que estoy cosiendo y el barro no sale en el blanco! –

Se me quedó mirando ante mi cara de desconcierto, y añadió con tono serio. –Adam,

acércate.

Todo dejó de sonar a mi alrededor excepto mi corazón, a mil por hora. Me quité

las zapatillas, bordeé la tela y me puse justo delante de ella. Colocó sus manos a ambos

lados de mi cara y señaló con sentimiento:

—Lo hacemos por tu bien, Adam. No eres un mal chico, pero tienes que aprender
lo que está bien y lo que sobra, ¿entiendes? –Asentí. –No te vuelvas a acercar a esos

negros, sólo nos traerás problemas a tu padre, a mí y a ti.

—De acuerdo, mamá. No lo volveré a hacer –anuncié con un hilo de voz.

Me despedí y subí las escaleras con la certeza de que si volvía la vista, caería por

el temblor incontrolable de todo mi cuerpo.

136
This is how it all

Poco después

Aún no olía a verde. Corinne no conocía otra forma de describir el olor de los primeros

rayos de sol, los brotes vegetales e incluso el cantar de las aves más atrevidas. Las

marmotas habían despertado algún tiempo atrás, anunciando un verano probablemente

cálido, algo inusual para la latitud de la que hablamos. Sea como fuere, la Fiesta de la

Primavera iba a ser un hecho antes de que el tiempo siera sus propias señales.

Esa noche iba a ser de las grandes. Llevaban más de un mes restaurando el

local, construyendo una tarima de madera donde iría la banda y preparando su propia

decoración. Lo cierto es que no habían tenido demasiados problemas para conseguir

todo aquello. Después de todo, si lo que intentaban era alejarlos, recluirlos como

ciudadanos de segunda, no les importaría que vivieran su propia Fiesta de la Primavera al

margen de lo que dijeran ellos. Ellos eran los blancos. También quedaba demostrado que

no eran los blancos, sino que hacía falta ese pequeño matiz, los Blancos. Blancos que se

hacía llamar Caballeros, pero no los caballeros honrosos que luchaban espada en mano,

frente a frente; estos portaban antorchas y armas de fuego, y atacaban a escondidas.

Pero esta vez no podían hacer nada. Habían pedido todos los permisos, tenían el

papeleo necesario para que esa noche nadie los privara de su fiesta por las buenas. Y de

todos modos, si alguien intentaba echarlos por las malas… responderían por las malas.

Corinne terminó de colgar las últimas tiras amarillas y salió con tres amigas. Los

músicos estaban colocando los instrumentos sobre la tarima, todo estaba listo y el

comité de preparativos se dispersó. Corinne se despidió de sus amigas y pasó por Abbey

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Jose Alberto Arias Pereira

Road. Cuando llegó a los escombros no pudo evitar detenerse y pensar en la muerte

de Freeman, la última desde hacía dos meses. Entonces siguió caminando con ritmo

decidido. Estuvo a punto de chocarse con un chaval negro que vestía como un blanco.

«Vaya, lo que hacía falta, otra estúpida Oreo», pensó, pero tenía en mente cosas más

importantes, como el vestido que se pondría esa noche.

El comité de preparativos no era la única reunión que se estaba produciendo en Newton,

Maine, en ese preciso instante.

Nunca he sabido hacer el equipaje; con 13 años, menos aún, pero el ser humano no es

estúpido y sabe reaccionar.

No me atrevo a juzgar si mi decisión fue la correcta, ya he dicho que a esa edad

nada se puede tener en cuenta. No obstante, mi decisión estaba clara y esa noche fui

a mi primera fiesta como un infiltrado. Con los continuos intentos había logrado una

transformación completa y duradera, lo suficientemente duradera como para hacerme

pasar por uno de ellos. Parecía bastante mayor, al menos aparentaba 16 años; era

corpulento, alto y con la piel más oscura que la tierra del jardín de casa.

El local tenía todo lo necesario para celebrar una fiesta, pero no una de esas

fiestas aburridas que pasaban por la tele en la que salían parejas bailando swing. Fiestas

de blancos. Y es que como en todo, había fiestas de blancos y fiestas de negros. Ahí

había música en vivo, música que se extendía entre la gente más allá del escenario. Y

138
This is how it all

ruido, alcohol, sonoras carcajadas y bailes imposibles.

En el exterior la fiesta se vivía de otra manera, con una alerta continua por parte

de una veintena de hombres que rodeaban el recinto sumidos en la oscuridad. Portaban

escopetas, y responderían ante cualquier altercado con balas, tal y como habían

acordado. Pese a ello, la noche se presentaba tranquila como pocas; había pocas fiestas

y la gente no estaba dispuesta a perdérselas.

La banda hizo un descanso, y de repente un aluvión de personas se dirigió a

la mesa de las bebidas. Avancé a contracorriente, pero tropecé con Corinne y ambos

caímos al suelo.

—Perdona –me excusé a la vez que ofrecía una mano.

Se levantó, se sacudió el vestido y colocó las manos en jarras tal y como hacía mi

madre. Entonces me sacudió el pelo y preguntó con recelo:

—¿Quién eres tú?

—Yo… me llamo Fray –contesté con torpeza. –Perdona.

—Oye, yo te he visto en alguna parte… no… no sé, no me acuerdo. Bueno, ¿y

por qué vistes como un blanquito?

—¿Mi ropa? Es un regalo de la parroquia. –Y pensé: «Tierra, trágame».

—Demasiado nueva para que alguien se quiera deshacer de ella, aunque claro,

ellos se pueden permitir derrochar, ¿no?

—Sí, sí.

—Yo soy Corinne.

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Jose Alberto Arias Pereira

Trough the looking glass

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This is how it all

¡Claro que era Corinne! Como para no saberlo… Las chicas negras no eran

atractivas, casi todas eran demasiado corpulentas y sabiondas. Mi madre decía que

todas eran unas marimachos por llevar el pelo corto y no dudar en usar pantalones.

Lo cierto es que yo no me había fijado en ninguna jamás, pero Corinne era diferente.

Su cuerpo era esbelto y su rostro más fresco de lo acostumbrado en cualquier mujer,

aunque seguía siendo una sabionda. Lo mismo el motivo por el que me arriesgué a dar

ese paso fue poder acercarme más a ella y comprobar si tras la fachada había algo de

debilidad, alguna ranura por la que colarme. Y había estado siguiéndola desde que mi

piel cambiaba de color por voluntad propia.

La música volvió a sonar y la multitud se dispersó por toda la sala. Corinne se

alejó y empezó a bailar con varias amigas, aunque no dejaba de mirarme entre risas.

Creo que mi falta de decisión y evidente inexperiencia hicieron mella en algún momento

en su mirada, ya que al cabo de un rato señaló que me acercara, y obedecí.

—¡Baila conmigo, Fray! –gritó y echó a reír de nuevo. El nombre de mi alter ego

no era frecuente en esa comunidad… ¡qué demonios, ese nombre sólo se encontraba

en cómics!

Y arrancó el festival de los roces, giros y palmadas con «Dance Cotton Girl». Yo

no sabía bailar, pero la algarabía era tal que no se percibían mis pasos a destiempo y

movimientos infantiles; además, mi rubor era imperceptible… ¡y nadie me conocía! Y

por si fuera poco, Corinne me cogía de las manos para guiarme con su ritmo.

Remember you skin, remember your smile, remember you hair, oh co-co-cot-ton

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Jose Alberto Arias Pereira

girl… yeah, dance Cotton Girl…

De repente me detuve. El cambio… el Cambio estaba ahí. Lo percibí antes de

que mis rasgos se suavizaran y mi piel cambiara de color. Vi en la cara de Corinne el

horror antes de que pudiera gritar y la música se detuviera. Y entonces me sentí como

una estúpida cenicienta en la guarida del lobo. Corrí entre la gente y llegué a la salida

entre un silencio aterrador en el que retumbaba mi respiración. Salí y varios hombres

que escoltaban la puerta se quedaron mirándome con la misma cara de desconcierto

que la gente de dentro.

—¡Oye! –se limitó a decir uno, pero por toda respuesta me alejé por el primer

callejón que encontré y me senté para recuperar el aliento.

Entonces oí los primeros trotes de caballos y voces precavidas. Entonces vi las

primeras antorchas que cortaban la oscuridad de la calle. Entonces supe que ésa iba a

ser una mala noche.

Reinicié mi carrera esquivando a los Caballeros Blancos Tenía que llegar a casa y

recuperar mi «inmunidad» antes de que se produjera la emboscada. Corrí como nunca

he corrido hasta que divisé mi casa. Bobby ladró a mi llegada y tuve que apaciguarlo

antes de colarme en casa, pero la luz del dormitorio de mis padres se encendió. Entré

por la puerta trasera y subí en silencio por las escaleras.

—Adam, ¿eres tú? –preguntó mi madre.

—He bajado a por agua –respondí y entré en el dormitorio.

Saqué el cómic y llevé a cabo la transformación. En cierto modo era agotador

142
This is how it all

llevarla a cabo sin un descanso, pero no podía esperar. Nadie podía esperar.

Cuando salí de la habitación la puerta del dormitorio de mis padres estaba abierta,

pero no había nadie. Bajé, y al abrir la puerta de casa una voz preguntó:

—¿Quién eres?

Me giré y vi a mi madre con una sartén en la mano temblorosa. No imponía sino

lástima. El cambio que provocaba el cómic era bastante radical, aunque esa noche me

quedé con la duda de si mi madre sabía quién había bajo la coraza negra. La miré a los

ojos con un solo pensamiento en la cabeza: «No llames a papá, no llames a papá, no

llames a papá…».

—Vete de aquí, por favor, no me hagas nada –pidió con lágrimas en los ojos.

Y emprendí mi carrera contra el tiempo sin volver la vista, sin hacer caso a los

ladridos del perro y sin querer juzgar la actitud que emanaba de casa.

Cuando llegué era demasiado tarde. El tiroteo se había producido con bajas en ambos

bandos, pero la gente del interior no había oído el ruido de ahí fuera. Los miembros

del Ku Klux Klan bloquearon las salidas y lanzaron antorchas por las ventanas. El humo

salió acompañado de los primeros gritos. Devolvieron algunas antorchas y las puertas

retumbaron. Los jinetes de blanco dieron varias vueltas alrededor del recinto, y entonces

me decidí.

Corrí entre ellos hasta llegar a la puerta y arranqué la tabla que bloqueaba la

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Jose Alberto Arias Pereira

salida. Oí un disparo y gritos detrás de mí, y a continuación noté el impacto de los

perdigones en mi espalda. Una jauría de gente se abalanzó sobre mí para escapar de ese

infierno imprevisto. Me levanté y me arranqué los trozos de metal de la espalda. Todo el

exterior se convirtió en una batalla campal: más disparos, fuego e incluso pedradas por

todas partes. Pero claro, los Caballeros Blancos del Ku Klux Klan contaban con la ventaja

del efecto sorpresa y poco a poco redujeron a sus víctimas. La puerta del local se había

bloqueado con la masa humana que no volvería a ver la luz. Divisé a Corinne junto a un

grupo de gente aterrorizada y avancé hacia ella.

—¡Corinne!

Me miró y dijo algo, aunque no la entendí. Entonces alguien me golpeó en la

espalda con un barrote sólido y caí contra el suelo. Me levanté y vi a un tipo encapuchado

que iba a caballo. Tiró de las riendas y el animal me golpeó en el pecho con las patas

delanteras. Ni tan siquiera pude escupir, estaba seco, no lo necesitaba, el golpe fue poco

más que una ligera molestia momentánea en el pecho. Me puse en pie y me acerqué a

Corinne.

—¡Vámonos de aquí! –le grité.

La cogí del brazo y tiré de ella, pero se detuvo en seco y protestó:

—¡Suéltame! Mira, nos tienen rodeados, ¿a dónde vamos a ir? No podemos salir

de aquí.

Efectivamente, los Caballeros Blancos que quedaban se acercaron al pequeño

montón de personas que formábamos nosotros. El grupo se dividió y decidí permanecer

144
This is how it all

junto a Corinne, pero tres encapuchados nos cercaron y nos cogieron. Uno de ellos

llevaba una antorcha.

—¿Adónde ibais? Esto es una fiesta, ¿no? Pues yo no veo a nadie bailando.

Golpeé al que me agarraba por detrás, pero entre él y otro más me agarraron por

la espalda y me retuvieron.

—¡Baila, puta negra, baila! –volvió a gritar el de la antorcha.

Corinne empezó a bailar ante las risas de sus espectadores. No obstante, mantuvo

con temple su rostro sereno y no bajó la cabeza. Intenté zafarme de los brazos que me

aferraban y entonces fue a mí a quien se dirigió:

—Oye, oye oye oye. No te pongas nervioso, esto es una fiesta, negrito. Venga,

sonríeme con esos dientes blancos que tienes.

—¡Hijo de puta, déjanos en paz! –grité.

—Vaya… esto no era lo que esperaba. El puto mono no tiene ganas de reír. Pues

entonces vas a llorar para nosotros.

—Muérete.

Corinne dio un paso atrás.

—¡LLORA!!!!!!!!!!!!!!!! –ordenó de nuevo.

Le sonreí, y entonces agarró a Corinne y la tiró al suelo. Colocó la antorcha

encima de su cabeza y me ordenó una y otra vez que llorara, pero no podía. Intenté

llorar, imaginé que las lágrimas rondaban por mi cara, pero era imposible. No podía.

—¡No puedo! –grité.

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Jose Alberto Arias Pereira

—¡Lloraaaa…! –sollozó Corinne mirándome a los ojos entre lágrimas de puro

pavor.

Pero la impotencia no era señal suficiente y la antorcha cayó. Mis captores me

soltaron en cuanto el vestido de la chica se incendió.

—Eres peor que la mierda –dijo uno, y me dio un puñetazo en toda la nariz. Varias

gotas de sangre salpicaron en la capucha de su amigo. El efecto estaba pasando.

Huyeron y me abalancé sobre Corinne tratando de apagar el fuego. Llegaron dos

mujeres más y echaron mantas sobre el cuerpo incendiado. Corinne había dejado de

gritar, aunque no pude quedarme a comprobar si estaba bien, si estaba mal, si estaba

viva… El Cambio había comenzado, de modo que me alejé y observé desde la distancia

el panorama desolador que había quedado tras el ataque. Se trataba del escenario que

no debería haber visto un niño de 13 años, una mezcla de cadáveres, gritos, humo y furia

incontrolada.

Regresé a casa con la intención de destruir ese cómic en cuanto tuviera ocasión. La

puerta estaba abierta. Me extrañó, puesto que lo lógico era que mi madre la hubiera

cerrado. Subí las escaleras y me metí en mi cuarto, saqué el cómic de debajo de la cama y

me desnudé. Ahora lloraba sin proponérmelo y no podía evitar los sollozos y temblores.

Entonces quise sentirme fuerte de nuevo, no poder llorar… leí las palabras señaladas

en el cómic en orden inverso, pero no sucedió nada y seguí llorando, ahogándome en

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This is how it all

mi cuarto. En la calle se oía bastante movimiento, sirenas yendo y viniendo, gritos a lo

lejos… como si toda Newton hubiera enloquecido. Me puse un chándal viejo y salí de mi

cuarto. Mis padres se habían levantado:

—¿Qué haces de pie? –preguntó mi padre.

Sorbí los mocos y agaché la cabeza.

—Hay mucho ruido, voy a por un vaso de leche.

Como no puso ningún impedimento bajé a la cocina. Sobre la mesa había una tela

como la que había usado mi madre para coser días antes. La cogí y descubrí una capucha

blanca con forma de capirote, pero no era sólo eso. Tenía varias gotas de sangre en la

superficie.

Lancé el trapo al otro extremo de la cocina y caí contra la moqueta entre

espasmos. Cuando me tranquilicé regresé a mi dormitorio e hice el equipaje por primera

vez en mi vida. No eché ropa interior, nada de abrigo, ni otro calzado además del que

llevaba puesto.

Me fui con la maleta en una mano y el cómic bajo el brazo, y entonces corrí

escaleras abajo para no mirar a la cara a mi padre y gritarle todas las mierdas que pasaban

por mi mente. Y salí de casa, y corrí cuanto pude, me escondí, aprendí a vivir y olvidé la

estúpida idea de ser un héroe.

Eventual change! me acompañó en mi viaje hasta que un día descubrí que no

quería saber nada de bendiciones ni maldiciones. La vida en la calle me hizo duro y me

enseñó a distinguir lo poco de lo que me podía fiar. Un día encontré a un hombre negro

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Jose Alberto Arias Pereira

de mirada limpia e hice un trato con él: mi cómic por su sombrero de ala estrecha. Le

pregunté su nombre, rió y dijo, ya a punto de volver la esquina, «¡Me llamo Martin!»

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This is how it all

Qué locura los besos a medianoche

los regalos furtivos las sorpresas

las cartas con purpurina vestidas

de secretos a gritos los tequieros al oído

Qué locura que me digas que sin mí no vives

que no te importa seguirme al fin del mundo

qué locura este deseo que me tiene exhausto

las flores rojas por encargo y el anillo con

un pedrusco más grande que un caramelo de

mantequilla.

Qué locura en serio la maldita dulzura

tu piel tostada que sabe a sal y a misterio

las películas que vemos juntos bajo el prepucio

que nos cubre como una manta de lana made in

mi abuela qué locura tanto sudor tantos bocados

tantos gemidos las uñas marcadas en mi espalda

tanto tanto tanto…

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Jose Alberto Arias Pereira

I) Llegó el momento de apagar las luces de neón, sentarnos a sintonizar

el viejo transistor, quizas este no sea un buen momento, pero llevamos

varios años sin encontrarlo y sin encenderlo. Lo verdaderamente extraño,

la sensación de soledad estando siempre acompañándonos, yo sólo quiero

hacerte reír de vez en cuando, desde aquí hasta el sol. Desde aquí hasta el

sol. Pues siempre serás tú la más intensa melodía, tú, la nota que jamás se

olvida, tú te quiero como a nadie más podría, desde aquí hasta el sol... pues

eres tú la llama que encendió mi vida, tú, la estrella que siempre me guía tú,

me llevas como nadie más podría, desde aquá hasta el sol, desde aquí hasta

el sol....

II) ¿Acaso fue en un marco de ilusión,

en el profundo espejo del deseo,

o fue divina y simplemente en vida

que yo te vi velar mi sueño la otra noche? En mi alcoba agrandada de

soledad y miedo,

taciturno a mi lado apareciste

como un hongo gigante, muerto y vivo,

brotado en los rincones de la noche

húmedos de silencio,

150
This is how it all

y engrasados de sombra y soledad. Te inclinabas a mí supremamente,

como a la copa de cristal de un lago

sobre el mantel de fuego del desierto;

te inclinabas a mí, como un enfermo

de la vida a los opios infalibles

y a las vendas de piedra de la Muerte;

te inclinabas a mí como el creyente

a la oblea de cielo de la hostia…

gota de nieve con sabor de estrellas

que alimenta los lirios de la Carne,

chispa de Dios que estrella los espíritus.

Te inclinabas a mí como el gran sauce

de la Melancolía

a las hondas lagunas del silencio;

te inclinabas a mí

de mármol del Orgullo,

minada por un monstruo de tristeza,

a la hermana solemne de su sombra…

te inclinabas a mí como si fuera

mi cuerpo la inicial de tu destino

en la página oscura de mi lecho;

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Jose Alberto Arias Pereira

te inclinabas a mí como al milagro

de una ventana abierta al más allá

¡Y te inclinabas más que todo eso!

Y era mi mirada una culebra

apuntada entre zarzas de pestañas,

al cisne reverente de tu cuerpo.

Y era mi deseo una culebra

glisando entre los riscos de la sombra

¡a la estatua de lirios de tu cuerpo!

Tú te inclinabas más y más…y tanto,

y tanto te inclinaste,

que mis flores eróticas son dobles,

y mi estrella es más grande desde entonces.

Toda tu vida se imprimió en mi vida…

Yo esperaba suspensa el aletazo

del abrazo magnífico; un abrazo

de cuatro brazos que la gloria viste

152
This is how it all

La belleza es tu cabeza

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Jose Alberto Arias Pereira

de fiebre y de milagro, será un vuelo!

Y pueden ser los hechizados brazos

cuatro raíces de una raza nueva.

Y esperaba suspensa el aletazo

del abrazo magnífico…

¡y cuando

te abrí los ojos como un alma, y vi

que te hacías hacia atrás y te envolvías

en yo no sé qué pliegue inmenso de la sombra!

III) ...como un puñado de cisnes locos e interrogantes...

IV) Y mis ojos tóxicos no quieren ver

ni sostener...

...que ya no somos invencibles

ni increibles

Tú y yo ya no nos queremos

y por eso no nos vemos 

154
This is how it all

II. CISNES Y ELEFANTES

Se despertó en el sillón con los ojos doloridos y se mesó la barba con ambas manos.

Estaba en una sala grande, inmensa, y blanca, muy blanca. Pero no recordaba nada.

Viejo, ¿en qué lío te has metido ahora? ¿No estarás en el psiquiátrico?

Y lo cierto era que la sala tenía toda la pinta de pertenecer a un loquero. Esas

paredes blancas, brillantes y asépticas…

Oye, Viejo, ¿crees que te iban a poner un sillón tamaño Rey como terapia? Vamos,

espabila, creía que eras más inteligente. Comprobemos si es cierto eso de que en tu

cabeza hay algo más que mierda seca.

Se puso de pie enderezándose con gesto de pavor en el rostro. No sabía quién

era… ni por qué estaba allí, ni quién lo había dejado en ese lugar.

Un espejo… ¡necesitas un espejo, Viejo necio y estúpido!

Pero antes de acabar con el pensamiento había encontrado un espejo de

cuerpo entero en la pared del fondo. Se aproximó arrastrando la túnica por el suelo

inmaculado. Eran ropajes extraños, ¿de dónde los había sacado? Era como la bata de

un hospital, aunque mucho más larga y completamente lisa.

Cuando llegó al espejo se horrorizó. Al despertar había sabido, de algún modo,

que era un viejo con muchos años a sus espaldas, pero no esperaba encontrar eso. El

rostro reflejado era una masa de finas arrugas cubierta en gran parte por una barba

espesa y canosa que parecía menguar por momentos. Hasta ahí podía pasar, pero lo

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Jose Alberto Arias Pereira

de los ojos era demasiado. Esos ojos no eran, no podían ser humanos.

Mira esos ojos, Viejo. ¿Quién te ha hecho esto?

Sí, sus ojos también eran extraños, como salidos de contexto…

aterradoramente inhumanos. No tenían pupila, ni tampoco esa parte blanca del

ojo cuyo nombre no llegaba a recordar por alguna jodida razón. Eran tan solo

azules, dos globos de ese color eléctrico y vibrante, como si hubieran pinchado

el iris y el color se hubiera desbordado. Sus gemidos se desbordaron por toda la

sala, y en el reflejo apareció tan solo un viejo asustado. Se apoyó en la superficie

fría del cristal hasta tener nariz contra nariz, barbilla contra barbilla (la barba había

desaparecido), y se adentró en la imagen reflejada en el interior de los ojos. Tras

el fondo azul era posible distinguir un dibujo en movimiento: eran cisnes en un

estanque que por momentos se transfiguraban en elefantes… y todo eso en sus

ojos. En los ojos de un viejo asustado.

Se alejó rascándose el brazo y paseó la mirada por todo el recinto. Lo único

que difería en algo era un pequeño hilo líquido de color malva que nacía bajo su

bata. Se arrodilló con una mueca de dolor por un chasquido y tocó el líquido con

dos dedos de la mano derecha, pero una descarga de energía recorrió su brazo y lo

hizo gritar de dolor. Lo único que había descubierto era la espesura del compuesto

morado, ¡ah, y que no podía tocarlo sin llevarse otra buena patada en las pelotas!

Vaya, vaya, Viejo, esto no te lo esperabas, ¿eh?

El hilo líquido del suelo se había transformado en gotas allí donde minutos

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This is how it all

antes había un sillón. Por supuesto, el sillón también había desaparecido, como no podía

ser menos.

—Tengo la certeza de que soy alguien importante –afirmó en voz alta. –Sea quien

sea, sacadme de aquí, es necesario. Las cosas podrían ir muy mal.

Pensó de nuevo en sus ojos y se estremeció. Y la voz era extraña, como si llevara

mucho tiempo sin utilizarse y se expresara en un idioma inexistente. Y no saber quién

era le pareció estúpido, y no le dio vergüenza mostrarse como nunca lo habría hecho en

otra circunstancia, pero había momentos… y MOMENTOS. Y ése era un MOMENTO. Se

acercó a la pared.

Mira eso bien, Viejo, y asegúrate de que es lo que crees que es, asegúrate de que eso

no es otro de tus bloqueos. Asegúrate de que no olvidaste tomar la medicación.

—¡Mierda, cállate de una puta vez! ¡Dejadme salir, quiero salir de aquí! ¡Decidme

por qué me tenéis aquí!

Se lanzó contra la pared, chocó y cayó de bruces contra el suelo en un choque

hueco. Cuando levantó la vista encontró frente a él algo distinto. Era la misma sala;

claro, era la misma sala, pero estaba dividida en pasillos formados por cajas metálicas

amontonadas entre sí. En el otro extremo se veía una puerta metálica del mismo tono

cromado, pero sabía a ciencia cierta que estaba cerrada. No preguntaría; sabía que

estaba cerrada, y punto. Como sabía que pasado un tiempo esa misma puerta habría

de abrirse, puesto que si alguien la había cerrado, alguien la abriría. Se llevó la mano a

la nariz, que había comenzado a sangrarle tras el golpe. Entre los dedos encontró más

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Jose Alberto Arias Pereira

cantidad de ese líquido malva.

—¡Me cago en Dios! –maldijo, y siguió gritando durante mucho, mucho tiempo.

………………………………………………………………..

Al otro lado de la puerta había un pasillo muy ancho y concurrido. Todo el que

pasaba por allí vestía con un hábito blanco y largo. Un hombre maduro, de cabello

castaño y ojos verdes como esmeraldas, preguntó:

—Y bien, ¿qué pasa ahora? ¿Otro ataque?

—Así es, mi señor –respondió un hombre canoso. –Lleva así varios días.

Llegaron nuevos insultos desde el interior. Las paredes gruesas no eran capaces

de amortiguar las duras palabras que procedían de la sala.

—Él os ha servido a todos vosotros durante mucho tiempo y ¿ahora no sois

capaces de calmarlo en su dolor?

El anciano volvió a responder, visiblemente molesto y con una frase cortante que

sonó como la orden más necesaria:

—Lee lo que pone en la placa de la puerta. ¡Vamos, repítelo en voz alta!

—Pone «Dios». ¿Y qué más da?

—Claro que da. Sus ataques son irremediables. Me asusta cuando se pone así.

A veces pienso que algún día acabará por perder toda la cordura. En unos días estará

de nuevo bien, habrá que mandarlo a descansar. Pero obligarlo a ello no es tarea de un

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This is how it all

simple arcángel. La responsabilidad cae sobre ti…

—¡Maldita sea! ¿Qué hice yo para tener a un padre tan tozudo?

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Jose Alberto Arias Pereira

HUANG Y ROSEBUD

A mi hermano Carlos

Al final, se rompió la tetera. La vieja se abalanzó sobre ella como un tigre sobre su presa,

pero no llegó a tiempo. El agua hirviente se coló entre las rendijas del suelo.

—¡Ya lo has vuelto a hacer, mentecato!

Cogió el bambú verde y azotó los brazos del nieto al tiempo que gritaba cuán

zoquete era. En esos momentos de rabia le desaparecían algunas arrugas del rostro,

exactamente como cuando todas las mañanas se le tersaba la piel al recogerse el moño.

—¡Abuela, ya! Sólo es una tetera…

—Sólo es una tetera, sólo es una tetera –se burló ella con la lengua fuera. ¿Y

cuántas van ya?

—Sabes que mi madre no permitiría esto.

—Tu madre siempre ha sido muy blanda contigo.

Huang dejó el tono afligido a un lado, se frotó la marca del brazo y se levantó a

recoger los trozos de porcelana barata. El té seguía humeando como un volcán grande

y tristemente verde. Su abuela se levantó otra vez, se llevó la mano a la cabeza y gritó

algo que bien podía significar «nunca lo tendrán» como «las ardillas ya se han ido» justo

antes de caer desplomada.

Huang se arrodilló junto a ella, le sostuvo la nuca con sus manos y acercó el oído.

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This is how it all

No respiraba. Su corazón se había parado a falta de una taza de té. Entonces actuó con

rapidez. Arrancó el colgante con la llave que la anciana llevaba al cuello y lo guardó en

un bolsillo de cuero negro que pendía del cinto. Recogió a continuación la bolsa que le

había entregado su madre y supo en ese instante que había llegado la hora de dejar de

actuar como si fuese esa clase de zoquete. Hizo cuanto debía de hacer con el cuerpo de

su abuela antes de avisar a nadie. Cuando acabó bajó al poblado, dio la noticia a algunos

vecinos y se esfumó. Sólo llevaba la llave y la bolsa de su madre.

Tal y como le había sido encomendado recorrió las seis colinas del coloso Tse—tuang, y

cuando llegó a la séptima buscó el templo oculto entre los cerezos gigantes. El periplo le

llevó sesenta días y sesenta noches en las cuales se alimentó de un garbanzo cada alba

y ocho granos de arroz cada atardecer. Dormía en la sombra de los árboles, entre las

fieras y las alimañas, como si fuera otro más.

Durante esos sesenta días y sesenta noches sucedieron tres cosas que podrían

haber afectado a su rumbo pero que no lo hicieron. Sin embargo, creo que son lo

suficientemente interesantes como para relatarlas aquí.

A la cuarta luna llegó a una explanada que se extendía ante la primera colina.

Huang no era cobarde, porque de haberlo sido no estaría recorriendo siete colinas

inmensas él solo entre animales y bandidos, pero esa explanada era aterradora. Tenía

toda la negrura del mundo en los charcos que se adivinaban a la luz de la luna, pero el

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Jose Alberto Arias Pereira

pavor aumentaba al saber que podía tratarse de un suelo de barro o arenas movedizas,

así que tendría que pasar la noche en el lugar. Se tumbó junto a unos matorrales que

asemejaban una madeja de agujas y cerró los ojos, pero no pudo dormir. Al poco oyó

el gorgoteo que llegaba de alguna parte cercana, así que se desperezó, y al girarse

contempló con estupor cómo una criatura surgía del suelo hasta alcanzar una altura

sobrehumana. Comenzó a arrastrarse hacia Huang, y éste advirtió que el ser estaba

cubierto de barro.

—¿Quién eres?

—Soy uno más –respondió con una voz profunda y húmeda que el joven reconoció

al instante.

—No, no eres uno más, eres un golem.

—Soy un humano.

—No eres humano, eres de barro.

—Puedo sentir.

—No puedes sentir, no tienes emociones. No tienes corazón, ni cerebro, no

tienes órganos.

El golem blandió los brazos contra la noche salpicándolo todo con lodo. De un

paso se colocó justo delante de Huang, quien no tuvo ni la ocasión de huir. La luna

pareció brillar más y mostró las cuencas de los ojos vacías, la irregularidad del barro… y

la colección de huesos en el suelo. Había huesos humanos por todas partes.

—Tomaré tu corazón, tomaré tu cerebro, tomaré tus ojos. Entonces seré humano.

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This is how it all

—Eso no te hará humano –replicó Huang.

Pero el golem no cedió ante sus inútiles explicaciones y alargó la mano hacia el

pecho del muchacho para arrancar su corazón, pero éste lo detuvo en el último instante

con una oferta más interesante.

—¿Qué tal si tomas esto? –propuso, y abrió la bolsa que le había dado su madre.

El golem se quedó –permitidme la expresión –de piedra y aceptó con una

inclinación de cabeza. Tomó un poco de lo que había en el saco y se retiró entre los

huesos humanos hasta la fosa de lodo que lo había visto nacer. Así Huang pasó el resto

de la noche tranquilo y reemprendió de nuevo el camino.

Andaba justo en el ecuador de su empresa, en lo más alto de la cuarta colina,

cuando se disponía a comer su único garbanzo matinal, y vio que el sol se tornaba violeta.

Después pensó que eran visiones suyas, pero el sol emergente se volvió a esconder y

se tiñó de negro. Según los libros sagrados, que Huang conocía de memoria gracias al

adiestramiento dado por su madre, esas eran las señales inequívocas de la aparición

de un ángel. Lo primero en aparecer fue una lengua de fuego que resulto ser un látigo.

Huang recorrió con la vista el arma azufrada hasta llegar a la visión espectral. Se trataba

de un ser suspendido en el aire por dos alas del color del metal, con los ojos rasgados

en medio del rostro pálido con una perla roja en la frente. Cuando se posó en la tierra, el

suelo tembló.

—Creo que planeas algo –sentenció el ángel.

—Crees bien.

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Jose Alberto Arias Pereira

—Quiero mi parte –amenazó la criatura mientras blandía el látigo de fuego en el

aire.

—¿Desde cuándo se aparecen los ángeles para chantajear a las personas? ¿Desde

cuándo se inmiscuyen en los asuntos de los humanos?

—Desde que las personas se inmiscuyen en los asuntos de los dioses.

—Tú no eres ningún dios.

—Por eso mismo. Sé que te diriges al Templo de los Cerezos Caídos. Lo dicen los

espíritus del aire, lo dijo el golem. Quiero una parte, te ofrezco a cambio mi ejército de

corceles.

Una fila de caballos tan negros como la tinta apareció en el horizonte, al otro

lado de la colina. Su trote bravo trajo consigo una brisa enérgica que azotó los cabellos

de Huang, quien negó con la cabeza.

—Pues entonces no me queda más remedio que quitarte la llave –zanjó el ángel.

—¿Me amenazas? No osarás…

Las palabras de Huang sí que sonaron como una amenaza, más aún cuando las

acompañó con el gesto de abrir la bolsa de su madre. El ángel huyó horrorizado y dejó al

muchacho en medio de la extensión con una llave y una bolsa.

Pasó los días siguientes tal y como había hecho hasta ahora, con la misma

disposición y entereza. El camino no se le hizo más pesado de lo que le parecía por el

momento, ni siquiera pensó en desistir. Volvió a dormir entre los animales, a la sombra

de los árboles, midiendo la comida con la misma exactitud, levantándose al alba hasta

164
This is how it all

que el sol se ponía al otro lado de la colina. Tres días antes de llegar a su destino, mientras

descendía la última colina, sucedió la tercera cosa extraña. Oculto entre varios arbustos

a rebosar de bayas le pareció ver una cabeza. Se agachó y encontró a un hombre que

yacía entre restos de metal y una pequeña nube de humo. Tenía una costra de sangre

en la cabeza, aunque Huang reparó en ello en último lugar, ya que el pelo azulado y los

pendientes del rostro llamaban demasiado la atención. El extranjero, según sus rasgos,

debía venir del oeste. El muchacho le sostuvo la cabeza hasta que el hombre despertó.

—¿Estoy en China? –preguntó con un acento extraño.

—Así es –respondió Huang a la vez que se alejaba.

—Nunca me acostumbro a estos viajes, maldita sea. Esta vez casi no la cuento.

—¿Qué viaje? ¿De dónde vienes?

—Ah, perdona. Vengo de Manhattan… ¿no te suena? No, no te suena, es normal.

No existe aún… Vengo de bastante lejos, es difícil de explicar. Vengo del futuro.

—¿Del futuro? Magia…

—Bueno, más bien ciencia. Pero estamos perfeccionando.

—Tengo que irme –señaló Huang con una mirada de suspicacia.

—¿A dónde? ¡No irás a dejarme aquí! Espera… tú te traes algo entre manos.

—He de irme –repitió.

—¡Responde! ¿A dónde vas? ¿Para eso me molesto en implantarme las nociones

de chino clásico?

—Voy al Templo de los Cerezos Caídos a llevar a cabo una tarea importante.

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Jose Alberto Arias Pereira

—¿No será cierto…? ¿Así que no era una simple leyenda? Tienes la llave…

Los ojos le brillaron más aún con esa sonrisa avara. Se llevó la mano al cinto y

extrajo un objeto reluciente, metálico, perfectamente pulido, pero extraño para Huang.

—Esto es un revólver. Dispara balas, pequeñas piezas de metal que te atravesarán

tan rápido que te matarán antes de que te des cuenta. Dame esa llave.

Disparó contra una piedra y levantó una nube de humo justo donde la bala había

impactado haciéndolo todo añicos.

—Magia oscura –indicó Huang con un hilo de voz.

—Tecnología –precisó el extraño venido del futuro.

—De acuerdo, te daré la llave si aguantas mirando al contenido de esta bolsa

durante tres latidos de mi corazón.

El extranjero rió con desdén y afirmó, entre divertido y curioso. Huang se agachó,

tomó la bolsa de su madre y la abrió. Nada más ver lo que había en el interior, el hombre

se arrojó de espaldas y se arrastró sobre sus propias manos con gesto espantado. Arrojó

la pistola a un lado y se perdió colina abajo entre lamentos incomprensibles.

Huang continuó su camino sin inmutarse durante los días restantes. Al fin, una

mañana alcanzó la séptima y última colina, halló los cerezos gigantescos y, entre ellos,

el que era conocido como Templo de los Cerezos Caídos. Entonces pensó para sus

adentros: «Al fin seré un dios».

166
This is how it all

Cuando Huang aún no había nacido, su abuelo, que era pescador, encontró

una llave dorada al tirar de las redes. No le dio importancia, pero al llegar a casa se

la mostró a su mujer, quien sabía demasiado bien lo que escondía esa llave. Ella era

mejor conocedora que él de las escrituras, y no pasaba un día en que no se las recitara

a sus hijas, una de las cuales sería la madre de Huang. Por eso nada más ver la llave

recordó la historia que aparecía en los textos antiguos y que hablaba del pacto entre los

espíritus y los hombres, según el cual si algún día uno de ellos conseguía una ofrenda tan

valiosa, tan magnífica, tan única como para conmover a los espíritus, estos le darían la

inmortalidad en forma de dios dragón.

Así pues, cuando la mujer le contó esto al humilde pescador, que tampoco era

demasiado listo, comenzó a pensar en el don de la inmortalidad en forma de dragón.

Puesto que sólo los hombres podían llevar a cabo tal hazaña, su señora esposa no

dudó en animarlo con la certeza de que ella también sacaría provecho de la situación.

Digo que él tampoco era demasiado listo porque ella no lo era. Demasiadas leyendas

e historias en su cabeza. Por eso pensó que la mejor ofrenda para los espíritus era una

gran lubina, lo más que podía procurarles un humilde pescador, antes que todas las

riquezas del mundo, y que esto conmovería a los espíritus como siempre ocurría en los

cuentos que había leído y contado mil y una veces. Lo que no sabía la mujer es que los

cuentos no los escribían reyes ni grandes señores, sino pobres servidores que soñaban

con una inocente venganza, ¿y qué mejor venganza que volver las tornas? La pobreza y

sumisión les proporcionarían el poder. Una lubina lo convertiría en dios dragón.

167
Jose Alberto Arias Pereira

Fueron los dos y dejaron a las niñas con el hermano de él. Al cabo de varios

meses volvió sólo ella con la incertidumbre de lo que había sucedido allí. Nunca supo si

su esposo se había convertido finalmente en el dios dragón o si se había esfumado por

semejante impertinencia, pero guardó la llave al cuello hasta el día de su muerte.

Y ahí estaba el relevo generacional. Huang observó la majestuosidad del lugar, la

disposición de las rocas gastadas, las formas de jade alrededor del templo y el altar a los

espíritus. Todo estaba dispuesto para que él alcanzara su objetivo. Entró en el templo

y llegó a la piedra central, donde un entrante con la misma forma de la llave, como un

grabado sobre la roca, daba las primeras instrucciones. Huang se descolgó la llave del

colgante por primera vez en tantas semanas y la incrustó en el hueco. Una brisa llegó

de todas partes arrastrando consigo las hojas de cerezo. Tomó la bolsa de su madre y

la abrió sobre el altar. Los pétalos en el aire cobraron vida propia atrayéndose entre sí

hasta adquirir la forma sólida de un dragón.

Al muchacho le entró en ese momento una risa histérica provocada por los

nervios. ¡Él un dios! ¡Él! Que había aguantado mucho, de acuerdo. No, había aguantado

demasiado. Demasiados golpes, demasiados insultos… Cerró los ojos y notó los pétalos

girando en torno a él, oyó las voces de los ancestros y notó cómo su cuerpo se estiraba,

se encogía y todo parecía sobreponerse a su propia concepción de la realidad. Como si

todo fuera una gran mentira. Y eso fue lo que pensó hasta el momento en que abrió los

ojos.

Se encontraba en el exterior del templo y se sentía extrañamente ligero. Miró en

168
This is how it all

derredor y no vio más que los cerezos gigantescos, que parecían incluso más grandes

que antes. Se acercó a un claro entre los árboles donde había un charco de agua cristalina

y se miró en él. Cuál fue su sorpresa cuando encontró en el reflejo una simple libélula,

totalmente verde y de alas plateadas, eso sí, pero una simple libélula. ¡Nada de dragón!

Una voz le habló desde abajo, entre los yerbajos. Se trataba de un escarabajo.

—Huang, Huang… —comentó en tono triste.

—¿Quién eres tú? ¿Cómo me conoces?

—Pues es que yo soy tu abuelo y te estaba esperando. Pasó por aquí un ángel

espantado y oí sus palabras.

—¡Sigues vivo!

—Claro, soy un dios. El dios escarabajo.

—Y yo no lo conseguí… —se lamentó Huang.

—¡Pero si eres un dragón!

—Soy una simple libélula –gimoteó.

—¡Ah, claro! Tú no lo sabes todo… Resulta que los dragones no son esas criaturas

gigantes que siempre creímos, fueron el invento de un escribiente ciego que, guiado por

el aleteo de una libélula, creó la leyenda de los dragones.

—¿Y así será para siempre?

—Así lo quisiste. Has sido el único en lograrlo… Dime, ¿qué traías como ofrenda

para los espíritus?

Y Huang, totalmente desengañado, sólo llegó a responder:

169
Jose Alberto Arias Pereira

—¿Acaso importa ahora?

Entonces se lo comió el camaleón.

170
This is how it all

¿Qué se llama cuanto


heriza nos?
Se llama Lomismo que padece
nombre nombre nombre nombrE.

César Vallejo

Lomismo porque las sábanas huelen a tu «crema de día» de noche

mis sudaderas te guardan luto con este extraño ensanchamiento.

¿Por qué ahora que no te tengo me regalan condones en cada esquina?

Aún siguen los ligueros enredados a la pata izquierda de la cama

y yo no encuentro el dial de los Cuarenta para hablar contigo.

¿Por qué el Dolby surround del home cinema se ha vuelto stereo a tu partida?

¿Por qué por más que froto tu cepillo de dientes con acritud no se va el maquillaje

de la porcelana del lavabo?

Y ahora que no me atormentan las sospechas infundadas no logro pegar ojo con

la persiana dormida.

¿Por qué ahora que todos en casa sabemos jugar al ajedrez

no tengo a nadie con quien jugar/

siempre quedo en tablas/

siempre pierdo la partida?

¿Por qué no me llena el vodka caro y sí tu zumo artificial de arándanos traído a

expreso deseo del Tesco?

Ahora que saco matrículas en geología en inglés en lengua y literatura en

171
Jose Alberto Arias Pereira

Tears dry on their own

172
This is how it all

conocimiento del medio ¿por qué no llego al aprobado en la ciencia que esconde

tu diario? ¿Cómo estudio el ecosistema que crece bajo la cama de cada una de

mis ex?

El aullido del lobo se convierte en ronroneo ante la presencia de un bisonte o la

ausencia de una LOBA.

173
Jose Alberto Arias Pereira

NUNCA SERÁS UN HOMBRE

Hay caminos, y caminos. Recuerdo varios especialmente importantes, decisivos en mi

vida. Uno de ellos me llevó hasta ti. Conseguimos avanzar en un tiempo juntos tú, mi

sirena, la amazona y la maga de ojos azules. Vaya estampa: un centauro, y a sus lomos

la sirena, tú, y a cada lado una de ellas: la maga y la amazona. Recuerdo que más que

trotar, flotaba, y avanzábamos los cuatro suspendidos en el aire por las artes de la maga.

________La historia de la amazona era curiosa, pero cómo me engañó.

Me hizo rechazar a parte de lo que yo era. Estaba convencido: ¿qué mejor

para una amazona que un centauro, pero ella no estaba de acuerdo. La

amazona, la zorra, la mujer loba me dijo, con su pelo negro y su rabia:

________—No, tú no eres un hombre, tú eres un monstruo.

________Y yo acepté la proposición de la maga, rubia y tímida, ojos azules. Me hizo

humano. Recuerdo que corría y quedaron atrás mis cuartos traseros hasta que cayeron

hacia ambos lados, abiertas las patas y muerta la carne. Entonces surgieron de la

selva varios lobos que se cebaron en ella, aunque cuando los observé un momento

distinguí los detalles que los diferenciaban; eran hombres lobo. Uno de ellos tenía

el pelo negro y espeso, espesísimo, y los ojos como cruzados por una línea gris.

________Aunque he de admitir que las cosas no fueron del todo así. Si la historia la

narrara la amazona, gran narradora, sería muy distinta. Yo la abandoné. Emprendí un

largo camino junto a la maga, volando como si nada, hasta las tierras del norte. La

174
This is how it all

maga me aburrió al poco tiempo; le tenía fobia a las arañas, siempre era prudente,

demasiado prudente para ser una maga. Y entonces conocí a la sirena, aunque no supe

que era una sirena hasta ya pasado el tiempo. La maga me vio varias veces junto a la

sirena y enfureció, se le crisparon los cabellos y me hizo recuperar mi parte equina.

Eso dolió, dolió muchísimo, joder. La sirena se abrazó a mi torso mientras crecían las

patas y nacían las pezuñas. Luego volvimos a nado y dejamos a la maga en las tierras

del norte. El viaje fue largo pero no nos agotamos en parte porque íbamos juntos, ella

sobre mi lomo para no mojarse, y yo trotando en el agua sin que me faltara el aliento.

A la primera persona, que diría Alejandro Sanz, a la primera persona a la que vi nada

más llegar a tierra fue a la amazona, y esta vez no estaba sola. Estaba junto a un

tipo de cabello negro y espeso con los ojos cruzados por una línea gris. He olvidado

decir, quizás porque hace mucho que sucedió todo esto, que la sirena también tenía

los ojos azules, pero de un azul de piedra preciosa, como dos zafiros. Olvidé a la

mujer loba—amazona y me recosté en la mágica tierra de la Roja, cerca de la nieve y

del agua. Un día me volví loco por las miradas, y una gitana me echó una maldición.

________—Nunca jamás serás feliz, te lo juro por los míos, lo más grande,

olvida ese cuerpo de monstruo, que vas a ser hombre pa comportarte como tal.

________Y me dejó en las escaleras de la catedral completamente

tendido, completamente desnudo, con la sirena de cabellos largos

a mi lado. Ella me vistió, y al amanecer la tomé de la mano y le dije:

________—Vámonos a la playa.

175
Jose Alberto Arias Pereira

Eleanor by Bertolucci

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This is how it all

________Y nos fuimos en autobús, nada de magia tuvo este viaje. Bajamos del

pueblo al peñón, y del peñón a la arena. Era una tierra pedregosa, y sin pezuñas

podía sentir las piedras en las palmas de mis pies. Seguimos el camino de piedras

grises, volcánicas, que guiaban hasta el agua. La noche caía encima y le propuse

bañarnos. Me quité la camisa y me bajé los pantalones y los calzoncillos. Ella sonrió,

levantó los brazos y dejó que el vestido se deslizara por su piel. Sólo llevaba el

vestido. Me metí en el agua de una vez y ella me siguió. Le creció una cola de pez.

________—Soy una sirena —confesó.

________—Y yo un centauro —respondí. —Bésame.

________La acerqué a mi cintura, me besó y noté cómo mis piernas se unían y se cubrían

de escamas. Al fin había dado con ella, contigo, después de tanto camino, de tantas

piedras, de sueños en los que flotamos suspendidos.

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Jose Alberto Arias Pereira

A dos metros bajo tierra

Yo voy a morir. Tú vas a morir. Es más, ahora mismo, mientras lees esto, nos vamos

muriendo (si yo no lo he hecho aún). Y es que, lo que nos iguala a todos, al fin y al

cabo, es la mortalidad. Nacemos para morir años, meses, días u horas más tarde si no

nacemos muertos. Nacer muerto es una estupidez; es como ir a Pisa y no ver la torre,

como ser cazavampiros y morir de una estacada, como ir al cine y perderte los tráilers

(en demasiadas ocasiones, mejores que la película en cuestión). Pero a lo que íbamos.

Muerte. En la sociedad occidental en la que vivimos la muerte es un tema tabú. Visitamos

los cementerios en ocasiones contadas, usamos el tema para asustar, compadecemos

a los muertos y allegados de estos… y olvidamos, en esta visión egocéntrica de no-veo-

más-allá-de-mi-puto-ombligo, olvidamos, digo, que día a día hay gente que tiene que

lidiar con la muerte como parte, y a veces esencia, de su vida: médicos, enterradores,

párrocos, directores de funeraria… Pero qué mal vistos están casi todos: los párrocos

se lo han buscado; los enterradores y empresarios de pompas fúnebres, no. Es fácil

imaginar a un señor alto, estirado, delgado y de piel cetrina con un metro en la mano y

la sonrisa helada de un buitre buscando a su próxima víctima. Pero no, señores, ellos no

eligen. La Señora Muerte es caprichosa.

Érase una vez un despacho de mesa alargada llena de ejecutivos bajo el lema HBO.

Una mujer sugirió, casi como con vergüenza, que podían hacer una comedia sobre una

familia propietaria de una funeraria. Los otros ejecutivos la miraron con recelo y le rieron

178
This is how it all

la gracia, pero siguieron a lo suyo, cada cual imaginando a una familia alrededor de una

mesa, los niños jugando con el puré ajenos a que debajo papá embalsamaba a la señora

Holloway. La Ejecutiva Avispada fue al cine algo mosqueada y vio una película que

cambió su perspectiva del mundo. La película arrasó su año en los Oscar y decidió que

debía hablar con su guionista, un tal Alan Ball. A Mr Ball le gustó la idea mucho e ideó

al instante su propia imagen de la serie, algo distinta de la de los Ejecutivos Aburridos.

Escribió el guión para el piloto y se lo enseñó a la cadena; «Queremos más subversión»,

dijeron ellos, y él lo flipó y se puso a desfasar, buscó a los mejores guionistas con los

que había trabajado y escribieron la primera temporada de una serie sobre la muerte.

Rodaron los 13 episodios antes de estrenarla. Arriesgaron.

Papá Fisher tiene una funeraria, fuma mucho y a los cinco minutos de episodio muere.

Ruth Fisher se queda viuda con tres hijos muy distintos. Nate, el mayor, independiente,

que no quiere saber nada de muertes; David, que trabaja en la funeraria, es gay y lo

mantiene oculto; y Claire, una adolescente pelirroja que juega con drogas duras y

relaciones tormentosas. A esta familia le sumamos dos más, los Chenowith y los

Díaz, y tenemos en nuestras manos una bomba de relojería sumamente estudiada,

de tan perfecta, peligrosa. Todos, e insisto, TODOS los personajes de esta serie son

de un modo u otro infelices. Como tú. Como yo. Son personas más o menos afables,

inestables, sinceras, entrañables, alocadas, dramáticas y humorísticas. La película de la

que os hablaba, American beauty, profesaba un humor negro inherente a Alan Ball que,

extrapolado a la ¿pequeña? pantalla, despliega todos los matices y armas disponibles

179
Jose Alberto Arias Pereira

en la sensibilidad humana. Ahora ríes, a los cinco minutos estarás llorando. Cinco más,

carcajada extra.

A dos metros bajo tierra compartía parrilla con Los Soprano, Sexo en Nueva York, Oz, The

Wire… todas series de pata negra sello HBO. Cuando nació en 2001 probablemente

inauguró la Edad de Oro de la televisión, y cuando murió en 2005 ya anunciaba el final

de esta era: cinco temporadas imprescindibles, de aúpa. A dos metros bajo tierra se

planteó como cine independiente, y he de admitir que posee algunas de las secuencias

más poderosas que he visto en cine y televisión, si no las más poderosas. La muerte es

un tema universal, como el amor, que nunca hasta entonces se había tratado con tanta

proximidad y verosimilitud. Es difícil no enamorarse de Ruth, Nate, David y Claire o de

todos a la vez, u odiarlos. Porque sus actores se convierten en ellos, dejan de ser Michael

C. Hall o Lauren Ambrose: son los Fisher. De Francess Conroy afirmó el mismísimo Arthur

Miller que era la mejor actriz viva de su tiempo. Peter Krause pasa de ser el personaje

más carismático al más incomprensible y odiado, todo esto sin dejar de ser natural

como él mismo. Michael C. Hall (ahora como el descafeinado Dexter) hace una de las

interpretaciones, construcción de personaje más soberbia que se han hecho jamás,

actor como era exclusivamente de teatro. Y nos (re)descubrió a la australiana Rachel

Griffiths, a la que vimos compartir pantalla con Toni Collette en La boda de Muriel. Lauren

Ambrose ha madurado y despuntado con su peculiar belleza hasta alzarse como hilo

conductor y metafórico de la serie, pero también de la vida tal y como la conocemos.

Cinco temporadas. Sesenta y tres episodios. El mejor final hasta la fecha de la historia

180
This is how it all

de la televisión. En un show sobre la muerte no podían escatimar en fallecidos. Cada

episodio comienza con una muerte salvo uno de ellos, sorpresa incluida. ¿Cómo se

puede morir? Un resbalón en la ducha, un infarto, muerte súbita, te ataca un puma, te

atropellan, haces una a lo David Carradine… El drama de la muerte se convierte en un

paso más, en lo mundano, en el día a día.

No es de extrañar, pues, la aparición de actores de renombre como  Richard Jenkins, Kathy

Bates (maravillosa también como directora), James Cromwell, Patricia Clarkson o Mena

Suvari (la Lolita de la ya citada American beauty. Y si seguimos con nombres, tenemos

un departamento artístico de primera categoría, y es que el arte es uno de los temas

principales de la serie (además del arte de embalsamar). El tema principal, compuesto

por…todos en pie,Thomas Newman. Capítulos dirigidos por Alan Ball, Michael Cuesta y

Rodrigo García,  entre otros.

Vida. Muerte. Sexo. Soledad. Culpa. Homosexualidad. Heterosexualidad. Muerte.

Enfermedad. Locura. Amor. Sexo. Desprecio. Desamor. Gritos. Drama. Comedia. Sexo.

Violencia. Terror. Pluralidad. Política. Religión. Fotografía. Búsqueda. Viajes. Conciencia.

Pareja. Nacimiento. Dolor. Luto. Ironía. Trabajo. Terapia. Muerte. Duelo. Psicoanálisis.

Sexo. Muerte. Vida. A. Dos. Metros. Bajo. Tierra. Amén. RIP.

181
5. …ends
...ends

KM. 5
Sólo somos injustos de verdad
cuando sabemos que el amor
no pasará factura.
LUIS GARCÍA MONTERO
A María, sin duda

Cinco años más tarde, el cabello de Violeta volvía a ser, tal y como dictaba la genética,

rotundamente negro. La encontraron en su cuarto hasta arriba de pastillas. Un

hilo de baba le caía por la comisura de la boca hasta la camiseta donde se podía

leer Love hurts, there’s no glass. Nadie sacó nada en claro. Después de todo la chica

era excéntrica, de modo que el hecho de que en todos los cristales de su casa

estuviera escrito el mismo nombre no supuso una prueba irrefutable. Tenía los dedos

ensangrentados y llenos de heridas, y bajo la almohada cinco cartas escritas con su

propia sangre. Murió sin despedirse de nadie. En la ventana de enfrente sólo había una

persiana cerrada a cal y canto. El alféizar se encontraba cubierto de lacasitos blancos

que formaban tres montañas desiguales. Ni las palomas se atrevieron a tocarlos.

Él no está lejos. Alberto vive ahora en una institución para enfermos mentales.

Hay días en los que es el más cuerdo del lugar; otros, recoge con la boca cuanta lluvia

puede hasta que deja de llover y grita que su nombre es David. A veces le da por cantar,

dicen las enfermeras, quienes no reconocen las canciones de Caetano. No hubo Veloso

para ella, ni té rojo ni fotografías. Cada paciente de la institución tiene un enser personal.

Él dejó los libros. Alberto guarda, entre el elástico del calzoncillo y su piel, una foto en

blanco y negro que le hizo a una muchacha de cabellos violetas. Hay días en los que está
185
Jose Alberto Arias Pereira

They don’t know how it really feels

186
...ends

con ella y le habla hasta que viene alguien y le inyecta la medicación y vuelve a tirar de él

para impedirle estar jamás con ella. Algunas historias están abocadas al fracaso. Nunca

es tarde para volver al kilómetro cero.

187
Jose Alberto Arias Pereira

LA RAMA VAGA

Supo que había sentido miedo cuando miró hacia atrás sin que ninguna causa lo

justificara. Ni rastro de Sofie. Le aterró pensar que se hacía viejo. Varios años atrás

no le hubiera inquietado estar solo. Sacó la pitillera y extrajo un cigarro con los

labios. Rubio y nicotinado. Como Sofie; totalmente rubia.

Descolgó la cazadora y cerró sin mirar atrás, sin echar la llave. Cuando

estaba a punto de salir, una voz le llamó la atención a sus espaldas.

—Joan Capdevilla Figueres, viejo idiota.

Era Sofie al otro lado de la ventana. En el despacho del que acababa de

salir. Joan apretó el paso y abandonó el edificio.

La ciudad bullía de gente despreciable. Se preguntó cuántos de ellos irían armados

como él. O cuántos tenían licencia para matar libremente, con las espaldas

cubiertas y alguien que limpiara la sangre a su paso.

Pasó ante el Astoria Center, donde un grupo de guiris sexagenarios

ocultaban su incipiente alcoholismo en lujosos vasos on the rock. El Garciez se

encontraba en un badén sucio y húmedo, y así eran la mayoría de sus parroquianos.

Le dio la bienvenida una nube de humo azul que ascendió hasta el exterior como

una bandada descolorida de murciélagos. Miró en derredor. Dandee no había

llegado aún.

188
...ends

Los instrumentos yacían, mustios, en un rincón del local. Se acercó y tomó la

trompeta entre sus manos; olía a saliva y aceite. Chasqueó los dedos ante el ciego y

éste se puso al piano. Joan dio la entrada y, pasados unos segundos, su Tupperware

blues inundaba el local. Apretó la boquilla contra sus labios; ya no tenía escrúpulos ni

físicos ni morales. La pieza pasó con más pena que gloria en el ambiente desolado. La

segunda vuelta la protagonizó el Surrender de Elvis, pura sentencia y condena. Joan

dejó la trompeta donde la había cogido, estrechó la mano del Ciego y se sentó en una

mesa. Dos sillas más allá estaba la única persona que desentonaba en el Garciez. Joan

se sentó junto a la joven como hacía con todos los de su especie. Una muchacha de

rostro apagado a juego con la pared, varios cuadernos sobre la mesa y una gorra que

impedía ver sus ojos. Le contó que era escritora. Joan ya conocía a otros como ella. De

vez en cuando aparecían en el Garciez, pedían algo fuerte y se sentaban en un rincón

donde pasar desapercibidos. Una vez ahí, camuflados, se «empapaban de la atmósfera»,

«construían personajes» y «tejían redes de desasosiego humano». Joan hubiera apostado

con la joven que no aguantaría tres noches más encerrada en ese antro, pero ella se

quitó la gorra y Joan pudo ver su alma reflejada en los ojos. Curiosamente, se llamaba

Alma y no era tan joven como aparentaba en principio. Estaba a punto de, en un ataque

de elocuencia, preguntarle qué hacía una chica como ella en un lugar como ése cuando

se abrió la puerta y apareció Dandee. Joan se excusó y fue a sentarse con él en la barra.

—¿Qué sabes de las putas?

—Un poco de respeto, oye… déjame beber tranquilo.

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Jose Alberto Arias Pereira

Dandee estaba consumido. De esos extraños especimenes que seguían vivos

pese a meterse mierda desde los ochenta. Algún que otro diente le bailaba en la boca.

Una mata de pelo como heno seco coronaba su calavera, todo músculos sumidos en las

profundidades del hueso.

Joan le pasó una bolsita de plástico. Se quedó entre ambos, sobre la barra, con

su tono macilento. Dandee sonrió y la guardó con avidez.

—Sigues igual de espléndido con tus presentes.

—Ahora habla. No tengo tiempo.

—Sobre las putas dices, ¿no? Bueno, sobre las putas se dicen, se comentan

muchas cosas, ¿sabes? No te creas la mitad. Quieres saber quién se las está quitando del

medio, ¿no?

Joan afirmó. Su interlocutor hizo bailar un colmillo inferior con la lengua.

—No sé quién se las estás ventilando, ¿sabes? Bueno… sé quién está metido

hasta el cuello, pero no el que ordena la faena.

—Te escucho.

—Capdevilla, estás poco hablador. ¿A qué ese interés por lo de las putas?

Joan extrajo la foto de Sofie del bolsillo interior de la cazadora. Llevaba una

peluca negra y lisa como una catarata de petróleo.

—Se llamaba Sofie. Creo que la mató el mismo que a las putas.

—¿Ella no era puta? –Joan lo congeló con la mirada. –Vamos, ¿no era puta? ¿Te la

follaste? Dime, cabrón, venga, ¿te la follaste?

190
...ends

Lynch Blues

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Jose Alberto Arias Pereira

Joan sacó la pistola y le apuntó a los huevos; entonces presionó más y puso su

cara a escasos centímetros de la de Dandee.

—Ni una puta palabra más que yo no quiera oír —amenazó en un susurro.

Dandee estaba lívido. En cuanto Joan retiró el arma, se llevó la mano al paquete

y respiró de un modo casi obsceno.

—No diré ni una palabra más, pero esa Sofie podría sorprenderte. Ándate al

tanto, Capdevilla, que el que avisa no es traidor. Y vuelve a apuntarme a los huevos y te

quedas como estabas, so hijoputa.

—¿Quién las ha matado? –ignoró Joan.

—Un sicario. Colombiano. El Lobo lo llaman. Es lo peor de lo peor, pero no le

tiemblan las pelotas. Se tenía que cargar a uno de los chulos rusos de la Palometa. Le

pegó un tiro y le dio entre dos costillas. Fue a rematar, y en el pecho, pero no acertaba.

Un manazas. A la tercera va la vencida, y a la cabeza que se fue y dejó al ruso en medio

de la calle. Pues el muy maricón no la diñó, le dio a no sé qué parte del cerebro y ahora el

tío ni habla, y se lo hace todo encima. Una mierda de trabajo el del desgraciado ése. Se

ha ventilado a varios de tus colegas, ¿sabes?

—Yo voy solo en esto.

—Sí, sí… eso decimos todos.

—¿Dónde lo encuentro?

—Polígono, en los almacenes chinos, donde lo de los turcos. ¡Joder, lo de los

turcos! Ésa sí fue buena, hay que ver lo viejos que nos hacemos.

192
...ends

Pero Joan no esperó ni a que acabara la frase y se lanzó a la calle como poseído

por mil demonios.

Llegó al polígono en su Lancia Delta del 94, negro como una hondonada y hecho barro

por los años. No esperó a preguntar ni a esconderse, avanzó a pie entre los almacenes

y vehículos desgastados. Varias putas lo observaron desde un rincón en sombras. Hasta

ellas recelaban. Una de ellas, yonqui y puesta de mierda hasta las cejas, surgió de detrás

de un contenedor y se abalanzó sobre él como un zombi maquillado en exceso.

—Diez y te la chupo –ofreció con su sonrisa desdentada.

Joan la apartó de un manotazo y prosiguió su camino, pero de repente se detuvo

y les gritó a las demás: «No seáis, además de putas, hijas de puta. No uséis a ésta de

anzuelo, hostia ya», y siguió sin que reproche alguno le llegara.

La zona de los chinos estaba llena de camiones en pleno funcionamiento. Esta

gente eran los únicos que no descansaban, pero al menos sería fácil distinguir al sicario

colombiano entre tanto chino. Joan pasó entre los camiones y los trabajadores sin que le

dirigieran una palabra, tal vez una mirada de soslayo. A la vuelta de otro edificio, todo era

silencio. La zona de descarga quedaba atrás. Joan encendió un cigarro. El suelo estaba

lleno de charcos de gasolina; se olía. Se miró en el reflejo del suelo y sólo encontró la

brasa naranja y un hilo de humo azul que se perdía contra su silueta. Le pareció ver

una silueta moverse en un callejón que se abría entre dos edificios de ladrillo y chapa.

Se acercó arrastrando los pies y desenfundó. Cuando estaba a dos metros escupió el

193
Jose Alberto Arias Pereira

cigarro, deshizo su boca en una nube de humo y gritó a todo pulmón, «¡Lobo, hijo de la

gran puta, Lobo!», y en cuanto se volvió disparó dos veces. Entre ceja y ceja, él no erraba.

Cuando miró sus ojos, dos manchas plateadas, ya estaba muerto, y aún destacaba el

eco de los disparos. A lo lejos se oyeron motores alejándose. Los chinos no querían

problemas. El cuerpo cayó al suelo como un saco pesado con la cabeza destrozada. El

olor de la pólvora camuflaba ahora el de la gasolina. Joan sacó el teléfono e hizo una

llamada. Mientras hablaba, se hizo a un lado para no mancharse de sangre.

Para cuando Larra llegó, Joan había hecho ciertas averiguaciones. Efectivamente, el

tipo abatido era el Lobo. Efectivamente, tenía una lista con nombres. Efectivamente,

el tabaco se acaba en los peores momentos. Junto a la lista de nombres había un sobre

lleno de fotografías, direcciones y demás anotaciones, aunque sólo le dio tiempo a ojear

las primeras.

Larra llegó en su coche particular, un Mondeo plateado y silencioso. Antes de

bajar ya hacía aspavientos.

—Cuánto tiempo –saludó con humos.

Joan respondió con un gruñido.

—¿Qué tienes? Dime que es algo gordo, estaba en la cama… bueno, digamos

que no estaba solo.

—El Lobo, el asesino de las putas. Échale un vistazo tú mismo –señaló con la

cabeza.

194
...ends

Larra se acercó y escrutó el escenario, aunque la oscuridad no ayudaba. Volvió

hasta el coche y encendió los focos. Un camino de huellas carmesíes se dibujó entre él y

el cadáver.

—¡Hostia puta! ¡Joder, Capdevilla, joder, pero qué guarrada has hecho! ¿Has visto

la que has liado aquí?

Joan no pudo contener la sonrisa que se dibujó en su rostro.

—¡No! Es que no me hace ni puta gracia. Ahora va a tener que venir aquí hasta

el Tato a sacar muestras de debajo de las piedras. Pero tío, ¿y esto a qué viene? Nos lo

podías haber dejado…

—Era un encargo.

—Es que no te haces ni idea del gilipollas que está a cargo del caso. Ahora tengo

que informar. ¿Qué digo, llamada anónima? Y llama a forenses, y despierta al juez, y a la

Guardia Civil y a su puta madre.

—Puede esperar y lo sabes. No seas agonías.

Larra resopló y se dejó caer sobre el morro de su coche.

—Espero que al menos valga la pena –indicó.

—Ya veremos, al menos es un trabajo. Sólo me llaman para cuatro mierdas, para

hacer de espía, buscar malas compañías y amantes.

—Pero es que ya no tienes veinte años para meterte en estos berenjenales, Joan,

y te lo digo como amigo. Que hace veinte años te pegaban un tiro y lo mismo la contabas,

pero ahora…

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Jose Alberto Arias Pereira

—Déjalo estar, sé lo que me hago. ¿Tienes tabaco?

Larra rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y le lanzó un paquete de Fortuna. Joan

lo alcanzó en el aire. Estaba vacío. Larra se encogió de hombros y miró al suelo mientras

cavilaba si hablar o no.

—¿Sabes si algún concejal…? –preguntó Joan.

—No… —se limitó a decir su oyente. Al cabo de unos minutos en silencio

absoluto, añadió: –¿Cómo está Alicia?

—Bien…

Volvieron al silencio, todo una confrontación de miradas.

—¿Y eso es todo? ¿Bien? Hace mucho que no sé de ella, años…

Joan permaneció con el gesto imperturbable y le dio la espalda.

—¿Es que te da vergüenza hablar de ella o qué? ¡Vamos, joder, no me des la

espalda!

—Deja el tema –advirtió Joan.

—¡Venga ya, Capdevilla, no se acabó el mundo ni mucho menos! Sólo que se

oyen rumores, ya sabes…

Joan se volvió y agarró a Larra por el cuello. Acercó la cara hasta quedar a unos

centímetros de la del otro hombre, nariz contra nariz. En sus ojos refulgía una especie

de rabia irracional, principio de locura inexplicable, y aunque jamás lo admitiría, en ese

momento Larra temió por su vida.

—Ni se te ocurra, Flaco, ¿me has oído? Ni se te ocurra mencionar el tema en mi

196
...ends

presencia, ni vengas a hablarme aquí como si fuera un amigo ni nada por el estilo porque

te parto la cara. Dime, ¿te acuerdas de lo de Flaco o ya se te había olvidado? ¿A que jode,

eh? Eso es remover la mierda, pedazo de cabronazo, eso es.

Soltó la camisa con un empujón. Larra se tambaleó de espaldas durante unos

segundos interminables hasta que cayó sobre sus propias manos. La mala suerte quiso

que diera con el charco de sangre del Lobo. Joan no se molestó ni en echar un vistazo

a su antiguo compañero; avanzó desandando el camino, bordeando el coche hasta ser

poco más que un contraluz deshecho en ese juego más de sombras que de luces.

—¡Capdevilla, estás como una puta cabra, hijo de la grandísima puta! –llegó la

voz de Larra en una nube de maldiciones. —¡No se te ocurra volver a pedirme ni un

favor!

—¡No te perdoné! Nunca te perdoné, Larra…

—¡Me das pena, me dais pena! ¡Alicia me da pena, pero tú más! Tú estás loco,

Capdevilla.

Pero Capdevilla ya no estaba.

El piso estaba tan frío como siempre. Seguía pareciendo un piso de soltero viejo y

amargado, aunque las paredes sabían que ahí vivían, que no convivían, dos personas. O

una persona y el fantasma de la otra. O los fantasmas de dos personas. O simplemente

los fantasmas de algo, su proyección del pasado.

Alicia dormía como cada noche y Joan cerró la puerta y se quedó un rato delante

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Jose Alberto Arias Pereira

de la madera acariciando con las yemas de los dedos la superficie de barniz. Se quitó

la cazadora con parsimonia y la colgó en el perchero del pasillo. Se fue quitando la

ropa y arrojándola en el piso sin encender la luz. En esa oscuridad, las prendas parecían

montones de piel y él una serpiente agotada que volvía a mudar con el cambio de

estación. Llegó al cuarto de baño en calzoncillos, los dejó caer a sus pies y meó durante

lo que le pareció una eternidad.

A continuación entró en el plato de ducha y abrió el grifo azul, el que significaba

hielo y piel de gallina, y fuera remordimientos y despierta y mañana será otro día. Se

lavó el pelo y la culpa. No usaba esponja, se frotaba con las manos ásperas cada rincón

de su cuerpo, pastilla de jabón en mano, y apretaba tanto que en lugar de espuma salían

escamas de Marsella. Antes no mataba. Durante todos sus años como policía sólo mató

una vez, no más. Desde entonces, se había convertido en algo inevitable; cada encargo

conducía a otra muerte, y lo único que Joan podía hacer era ducharse con agua fría para

quitarse el traje de culpa. La otra opción, la de beber para olvidar, le parecía demasiado

romántica y suponía más inconvenientes.

Salió de la ducha empapado y caminó descalzo hasta estar delante del espejo.

Se miró a los ojos hundidos de meter baza donde nadie más lo hacía y los dientes

amarillentos por la nicotina, como las yemas de sus dedos. Miró el vello canoso en el

pecho, pegado a la piel por el agua inmediata, y observó cómo los músculos habían

cobrado ese aspecto nudoso anterior al marchitamiento físico. Bajó la cabeza y se miró

la polla, que también asomaba como sumida por la vergüenza, que pendía sin fuerza

198
...ends

ni ganas de nada, que había perdido la batalla contra el tiempo. Salvo para Sofie. Se

sorprendió por su pensamiento y un escalofrío intenso le recorrió la espalda.

Al rato se encontró a sí mismo en el salón, sentado en el sofá con una toalla

alrededor de la cintura, viendo sin mirar la tele. En La 2 programaban un clásico alemán

llamado Bajo los puentes. Él veía una película de la que no había oído hablar en su vida

mientras Alicia dormía en la cama de matrimonio deshabitada. En una escena, una joven

lloraba en lo alto de un puente como si fuera a saltar en cualquier momento, y Joan se

acordó de la noche en que encontró a Alicia tirada en el suelo en un mar de pastillas que

habían conformado su propio puente.

Se echó a llorar.

Lo hacía siempre que mataba, siempre de noche, siempre solo. Luego volvía a

ser el mismo cabrón sin escrúpulos en que se había convertido, pero necesitaba esa

transición. Abrió un paquete de tabaco y se pasó media noche fumando. Cuando

quedaban más colillas fuera que dentro del cartón, se levantó y se vistió con unos

pantalones holgados y una camisa que apestaba a whisky.

Al fin se dirigió hasta la cazadora y rebuscó en el bolsillo interior. El sobre parecía

de repente más antiguo y más pesado. Lo abrió y desplegó los papeles y fotografías sobre

la mesa. Encontró entre las imágenes de dos chicas morenas una de Sofie sin ser Sofie;

era Sofie, pero tenía el pelo negro e iba en lencería provocadora. Incluso en la penumbra

del salón resaltaba el rojo puta, como lo habría llamado su madre, o Sofie o cualquier

mujer decente, de los labios. No era una simple fotografía, se trataba de un anuncio de

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Jose Alberto Arias Pereira

contactos recortado con poca gracia de un periódico. Joan pensó cuánto habría costado

haber colgado esa imagen a color según las tarifas de según qué periódico, y todo le

pareció estúpido. Encima de esa Sofie de pelo negro y labios puta resaltaba su nombre

con una entereza aplastante: las curvas de la S como dos tetas enemistadas, la O como

la boca de una francesa que no sólo era francófona, esa F… cada letra como un secreto

desvelado sin pudor. ¿Y quién cojones era él para hablar de pudor? Siguió revisando los

papeles hasta que dio con su norte, su único motivo. Cuando lo último que le queda a un

hombre es una mujer y descubre que lo único que le quedaba a ella eran muchos hombres,

se plantea en qué punto se ha equivocado. Es más, cuando descubre que esa mujer era

la máscara para otra mujer, pero no una máscara necesaria y limpia de conciencia, sino

una arrastrada por el fango para ocultar a otra mujer, un hombre se pierde. Sofie no

era francesa. Eso podía doler mucho porque a Joan sólo le había hablado en francés

mientras él hacía como que entendía algo. Borró estos pensamientos de la mente e

intentó centrarse. Alguien le había mandado la nota, una hoja de papel arrancada en la

que el mensaje era claro: Han matado a Sofie. Y eso era todo, cuatro palabras venidas

de la nada. Había sido fácil creerla en ese instante y atar cabos, porque nadie estaba

asesinando a mujeres jóvenes salvo un desgraciado que limpiaba las calles de putas.

Joan había dado por hecho que Sofie estaba muerta, pero alguien le había enviado esa

nota. Miró la lista de nombres con sus correspondientes y algo le atenazó el pecho al

descubrir que la verdadera Sofie, la que era rubia y no era francesa, se llamaba también

Alicia. Alicia Aurora Prat. Como una revelación llegó el miedo a la duda de qué sería peor,

200
...ends

que Sofie estuviera muerta o siguiera en pie, esperando con sus piernas eternas y sus

ojos cautivadores como un cliché para un escritor de novela negra.

Así pasó toda la noche. No es difícil imaginarlo como una silueta más del sofá en

el que naufraga.

Gris y despejado. Era una de esas últimas horas del día, cuando aún queda un poco

para que se oscurezca el cielo pero el sol ya se ha ocultado, cuando el cielo se ve gris

y despejado. El aire estaba eléctrico. Unas sábanas azotaban el cielo desde las cuerdas

de una azotea y los árboles vacilaban a los envites del viento. Joan entró en el edificio y

exigió al portero entrar en el piso de Sofie. El portero era viejo y menudo, con la cara roja

y arrugada como pocas caras se arrugan, y entre las comisuras de sus ojos resplandecían

dos manchas negras y vivas. Joan llevaba todo el día encerrado en casa haciendo lo que

todos los días, lo que se le suponía, en gran medida reflexionando sobre el siguiente

paso. Siguió al portero escaleras arriba.

—No creo que esté. Yo hace por lo menos una semana que no la veo. Bueno…

también puede conformarse con la del 3ºB.

—Venga, deprisa –apremió, y como el viejo había visto la placa no hizo más que

callar y apretar el paso. Nadie había tenido huevos de reclamarle la placa, ni un alma en

la comisaría.

El piso estaba vacío. Había un gato que salió disparado en cuanto vio la puerta

abierta. Pluto había muerto de pena, recordó Joan, claro que los perros eran más

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Jose Alberto Arias Pereira

La rama vaga

202
...ends

agradecidos que los gatos. Los gatos apestaban, y no sólo su mierda hedienta. Despachó

al portero y echó un vistazo alrededor. Se trataba de un piso pobre, con muebles pobres

y un tono de pintura macilento, pero dejaba entrever los sueños de una mujer. Muchos

espejos, vestidos desordenados, un cajón abierto rebosante de condones, dos botellas

de whisky a medias… Joan cogió una, la olfateó y la estampó contra la pared de la

cocina. Registró el resto del apartamento; ni rastro de Sofie, ni una triste fotografía. Se

asomó a la ventana y vio un par de zapatillas viejas colgadas en el tendido de la luz.

Cuando salió del edificio ya era de noche. Tenía el coche aparcado frente a un

hotel, y gracias a la placa nadie se había molestado en llamar a la grúa. Entró y encendió

un pitillo. Notó el humo descendiendo al infierno de su cuerpo con la fuerza de un

exabrupto, la nicotina llegando donde no alcanzaba mujer alguna, y echó la cabeza atrás.

Sólo quedaba una dirección. Esas señas era todo cuanto tenía para averiguar si Sofie

estaba viva, si estaba muerta y si había existido alguna vez. Bueno, eso y un paquete de
Fortuna.

Condujo hasta las afueras y tomó una salida a diez kilómetros de la ciudad. El coche

se había convertido en una nube de humo móvil con el reflejo que llegaba de la luz

de los faros. Al fin llegó a un pequeño claro donde se cortaba el camino, pero desde

ahí se distinguía lo que estaba buscando. Bajó del coche sin dejar de mirar la nave que

se extendía entre los árboles más próximos iluminada por una sola farola. La luz caía

como haciendo un charco en el suelo, y Joan avanzó con paso decidido en dirección al

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Jose Alberto Arias Pereira

almacén. Se trataba de la única dirección sin relación con ninguna fotografía.

Caminó entre los árboles, chopos de hojas oscuras como la carpeta de un campo

de tenis mojado. Si antes el cielo estaba despejado, ahora un cúmulo de nubarrones

se extendía por el cielo ocultando estrellas y luna. Se encontraba, pues, a la luz de una

farola. Las ramas se balanceaban al viento rozándole la cara, pero cuando notó la caricia

peluda de una se apartó de un salto con el cuerpo encogido en su propio escalofrío.

Se llevó la mano a la cara y se rascó, y justo mientras hacía esto descubrió lo que había

ante él. De una rama pendía una peluca negra y lisa, algo brillante debido a los reflejos

provocados por la farola. Sin duda se trataba de la peluca de Sofie, rubia, dorada, mitad

carne y mitad champán. Tiró de ella y se dejó caer al suelo, pero Joan no le hizo caso.

Soltó el cigarro que tenía en la mano y se quedó admirando la rama que segundos antes

servía de improvisado perchero. La rama pendía por debajo de las demás, como a medio

descolgar, dibujando una curva en el aire. A Joan le recordó terriblemente a su polla,

también a medio caer y con ese espíritu vago, si es que una rama o una polla podían

tener espíritu o algo similar. Luego le dio por pensar cómo había llegado a esa situación,

si la rama ya estaba medio partida, o si Sofie la golpeó mientras corría y la rama se quedó

a cambio con la peluca, o si el Lobo la llevaba en brazos y se había enganchado sin querer

entre las hojas del chopo. Pensó largo y tendido delante del álamo fijando la atención

en esa rama irregular como si supusiera en ese instante la clave para descifrar todos los

enigmas del universo. También como si esa rama pudiera hacerle mantener la cordura

en su fragilidad.

204
...ends

Al fin se decidió a avanzar. No tuvo que dar muchos pasos para empezar a adivinar

el cuerpo tendido en el suelo, junto al charco de luz un charco de sangre. Sofie reposaba
en el suelo con la cabeza abierta, los ojos abiertos y las piernas abiertas, más accesible

que nunca. Más rubia que nunca. Joan tragó saliva y se arrodilló a cerrarle los ojos. Se

quitó su vieja chaqueta y la tapó como si aún pudiera tener frío; también Alicia había

llevado alguna vez sólo esa chaqueta marrón.

Joan Capdevilla descubrió que después de eso nunca volvería a tocar el saxofón

del mismo modo, y que tal vez nunca averiguaría cómo había llegado esa nota a su

despacho ni quién había dado las órdenes. Ni siquiera se molestó en entrar en el almacén,

donde había diez cadáveres más, tres de ellos con los tacones de aguja aún puestos.

En ese mismo instante la vida eran una puta muerta y una chaqueta vieja exentas de

concesiones.

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Jose Alberto Arias Pereira

I don’t wanna grow up

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...ends

El amor es odio vestido de atenciones

She wolf cover

Hoy recibí tu paquete.

Yo, que te he encontrado lunares que ni tu madre te conoce

que te regalé músculos que para mí no existían

que dejaste tu vida en mis manos (en mis manos una cuchilla).

Hoy recibí tu paquete.

La camiseta de Batman te queda mejor, la que yo te regalé;

no te peines tras ducharte, deja que mis dedos

se disfracen por hoy de púas.

Hoy recibí tu paquete.

Me gustas cuando cantas porque estás como ausente

—…breaking my back just to know your name…

No te bebas los hielos derretidos de los cubatas del botellón

de ayer en tu cuarto.

Hoy recibí tu paquete.

El que llevaba el cepillo de dientes, tu camiseta,

tus escamas, la Gillette, un mechón de tu pelo, tu piercing, los cedés que

grabamos juntos, hasta los diecisiete vasos de plástico.

Te odio, cabrón, te has quedado los lunares.

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Stoned Sil © by Esteban

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...ends

MELANCÓLICA PIEDRA

A Adri, que lo captó

Llegó la oscuridad, y con ella, una lágrima corriendo por su mejilla. Las gárgolas también

lloran.

¿Crees en el amor a primera vista, en ése que te deja ciego, que te desarma, que no da

opción, en ése que surge de golpe y arde –porque el amor siempre arde –hasta consumir

a las personas?, te pregunto. Porque si no, es estúpido que sigas leyendo mientras

malgastas tu valioso tiempo en algo en lo que ni siquiera crees.

Parece ser que la cosa va de preguntas. Ahora quiero saber si crees en la magia,

la superchería, las leyendas… si crees que las gárgolas pudieron existir en cualquier

momento de la historia y que, efectivamente, se aliaron con los humanos para combatir

a otro enemigo. Podría llenar cientos, tal vez miles de páginas hablando sobre las

gárgolas, sus clanes, sus costumbres y maldición. Y ahora no me vengas con esto de

que no, de que son cuentos antiguos como los de las sirenas o los minotauros. Entonces

me veré obligado –y mira que esto queda feo— a llamarte estúpido, porque si sigues

leyendo es porque ha colado lo del amor a primera vista, y alguien que tiene fe en algo

tan abstracto no puede ser cerrado de mente y negar a las gárgolas y las maldiciones.

Y tú, persona de fe donde las haya, por pura inercia asumirás que yo soy atemporal
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Jose Alberto Arias Pereira

sin hacer preguntas, que soy omnisciente y omnipresente. Vamos, que soy todo aquello

que lleve la raíz omni—. Conozco cientos de historias, miles si rasco en las cavidades de

mi cerebro, pero tan sólo una de amor a primera vista, porque –y ahora no me peguéis

–el que escribe es extrañamente escéptico.

En los albores de la Edad Media pocos eran los clanes supervivientes de gárgolas.

Extintas en Oriente y el continente americano, quedaban dos grandes castas, casi razas

distintas que permanecían separadas por los siglos y la distancia: la africana y la europea.

Esta última, a su vez, se encontraba reducida a varios clanes a lo largo de Francia, uno

perdido cerca del fin del mundo, en Finisterre, y varios en tierras celtas y bárbaras, allá

en las extensiones de hielos, cabelleras rubias y ojos azules de los mares del norte.

Las historias de los perdedores suelen ser más grandes que las de los ganadores;

por eso me centraré en el clan de Finisterre, oculto entre el torreón de un macizo al que

ascendía la bruma marina portadora de gritos en los espejos de su niebla. El clan estaba

formado por veinte miembros, once hembras. Para quien no haya oído hablar jamás de las

gárgolas, creo que en pocas palabras se podría decir que eran como humanos provistos

de alas, pero no las alas que nos ha mostrado mil veces esa imaginería religiosa, blancas,

cándidas, cubiertas de plumas. Nada más lejos se trataba de portentosas extremidades

de huesos y músculos cubiertas con la misma piel que el resto del cuerpo. Con el batir de

estas alas dos veces, una gárgola ascendía más de tres metros desde el suelo. Tampoco

se trataba de ese vuelo grácil y correoso en el marino del cielo, sino un movimiento

agitado y violento que hacía estremecer el cuerpo de arriba abajo continuamente. Por

210
...ends

lo demás, eran bastante similares a los humanos; más altas por lo general, más fuertes,

la piel más oscura y dura, dedos más próximos a garras que a dedos…

Al salir el primer rayo de sol y rozar su piel, ésta se transformaba automáticamente

en piedra. Las criaturas aladas pasaban los días en forma de estatuas en lo alto del

torreón. En cuanto desaparecía el naranja moribundo del sol, la cáscara externa de

piedra se hacía trizas y la roca volvía a convertirse en carne y hueso. En eso consistía la

eterna maldición de las gárgolas.

En las aldeas más próximas al torreón en el que vivía dicho clan corrían las

habladurías. Que si las gárgolas eran criaturas de naturaleza violenta, que si eran

inmortales, no tenía alma, atacaban a los humanos cuando tenían hambre, curaban

sus heridas cada día… no es mi tarea ahora determinar cuáles eran ciertas y cuáles no.

Paradójicamente, los guardias de la aldea y soldados que trabajaban para el señor más
próximo habían llegado a un acuerdo con las gárgolas. Los unos se darían protección a

los otros, humanos durante el día y gárgolas durante la noche. De este modo, era fácil

descubrir todas las noches las siluetas negras sobrevolando los poblados.

Había una sola gárgola que no se acercaba a las casas de los humanos. Sufría

de una enfermedad que conocían como melancolía, no sé se habrás oído hablar de

ella. Cómo le brillaban los ojos, cuánto soñaba, cuán impotente se sentía. Era alto,

de espaldas portentosas, cabello negro y largo, nariz ancha, mentón cuadrado y ojos

negros y profundos. Apenas sonreía, apenas hablaba. Cuando volvía a la vida cada

noche, emprendía el vuelo y se colocaba al final de la tierra, al encuentro de la playa


211
Jose Alberto Arias Pereira

con el mar, sobre el faro que había en los acantilados. Desde allí contemplaba la luna, el

firmamento reflejado en la plata marina y la soledad de la niebla que avanzaba como un

manto traslúcido. Se llamaba Goliat, como el gigante bíblico.

Ella se llamaba Elisa. La vio por primera vez una noche de luna amarilla y grande

en la que su cabello despedía destellos dorados pese a ser tan negro como la noche.

Bajó del faro en silencio, planeando en círculos, y posó los pies en la playa en la que ella

le hablaba al horizonte. Reconoció al instante la misma enfermedad que él padecía y se

enamoró. A primera vista. Ella, por su parte, se dio cuenta de la presencia de una sombra

inmensa, pero no hizo nada por esconderse. Lo miró a los ojos y comenzó a respirar con

más intensidad. Él desapareció.

Esa misma noche lo descubrió al otro lado de la ventana, metida en su cama.

Halló dos ojos, dos mapas blancos y brillantes en medio de la negrura. Se perdió en la

negrura.

Los hombres son más dados a quebrantar su honor, sus pactos, que las gárgolas,

probadamente leales durante siglos. Tal vez por ese motivo fueron desapareciendo,

porque, y ésta es una idea personal, el mundo está hecho para que sobreviva el más

fuerte, y en la mayoría de los casos fuerte y falto de escrúpulos son sinónimo. Los

humanos de esas tierras próximas a Finisterre buscaban protección de otros humanos

tan crueles y tan faltos de escrúpulos como ellos, y las gárgolas cumplían sobradamente.

No obstante, la tendencia es a la unidad: especies con especies, y un nuevo pacto entre

humanos sustituyó al existente con las gárgolas a escondidas de ellas.

212
...ends

Las gárgolas seguían su vida, sus guardias nocturnas, como hasta entonces.

Goliat, por su parte, no daba tregua a sus escapadas. Bajó a la solitaria playa de arena
blanca con la melancolía a punto de estallarle, y entonces la vio aparecer. Se acercó

descalza al cuerpo de Goliat, completamente desnudo porque las gárgolas siempre

van desnudas, y dejó caer sus ropajes sobre la arena, mostrando las curvas, los pechos

firmes, la piel morena para estar tan al norte y el cabello ondeando, abatido, totalmente

rendido. Goliat la olió, olfateó con los ojos cerrados y el rostro, la calidez de sus hombros

desnudos. Olía a almizcle, caro, traído de lejos. Ella tocó cuanto se podía tocar y aspiró la

aspereza de sus músculos anudados y el olor antiguo a fuego y humo, a hombre frente

a la gárgola. Y acarició sus alas y voló con su pensamiento.

Cuando se metieron en el agua la luna los coloreó por igual. Nadie que los hubiera

visto diría que uno estaba hecho, muy en el fondo, de piedra.

Al alba, todos los hombres esperaban frente al torreón, ocultos entre la maleza
con armas tan contundentes como su decisión. El miedo a lo desconocido era mucho

mayor que el respeto o los años compartidos. Cuando las gárgolas adoptaron sus poses

de estatuas, aún ignorantes de su pronto destino, sin haberse podido despedir de los

amaneceres y los atardeceres, de su compañera luna, de los árboles, de la vida, del

mundo, cuando las gárgolas adoptaron sus poses de estatuas los hombres ascendieron

como una manada rabiosa por el monte hasta alcanzar un torreón desprovisto de
resistencia. Las gárgolas habían depositado toda su confianza en los seres que ahora

destrozaban con mazos y espadas, haciendo añicos rostros legendarios y alas que jamás

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Jose Alberto Arias Pereira

volverían a alzar el vuelo.

Elisa no pudo hacer nada ante la marabunta enferma. Si Goliat hubiera estado en

la torre, probablemente habría gastado hasta el último suspiro por impedirlo. A Goliat lo

salvaron su amor y, ante todo, su melancolía. Se despidió la noche anterior de la única

humana a la que había conocido y subió a lo alto del faro, desde donde era posible ver

el paisaje en todas direcciones. Se quedó meditando para sí mismo, como otras tantas

noches, y se propuso también tratar de ver el sol, comprobar si Elisa había actuado

sobre él de algún modo. Se descubrió encontrando los primeros tonos naranjas, pero al

contacto del sol con sus pupilas éstas se volvieron pétreas, insalvables.

Cuando despertó tras el día de la gran tragedia, Elisa lo esperaba en la playa. La

observó un buen rato hasta que decidió bajar, aunque ella lo obligó a subir de nuevo

con su carga entre los brazos en lo alto del faro, donde hombre alguno no fuera capaz

de subir. Ella no se anduvo con rodeos. Avergonzada, turbada, contó la traición de los

hombres contra las gárgolas. Goliat salió de su enfermizo estado de placidez melancólica

y enloqueció. Bramó y aulló durante toda la noche profiriendo maldiciones; mientras

tanto, la pobre humana observaba entristecida a sus pies. Goliat voló alrededor del faro

en grande círculos, sobrevoló las aldeas más cercanas y advirtió que ni una luz, ni un

haz de humo emergía de casa alguna, como si los humanos temieran la venganza de

un inesperado superviviente. ¿Cómo iban a saber ellos que había exactamente veinte

gárgolas? Llegó así Goliat con su feroz aleteo al torreón donde reposaban sus compañeros

hechos trizas. Pensó por un instante en los huevos y fue a buscarlos a la mazmorra en la

214
...ends

que los ocultaban entre montones de paja. Había tres y estaban intactos, pero ¿de qué

serviría? Tres criaturas avocadas a la muerte sin una madre que cuidara de ellas. Tras el
descubrimiento, llegó la desesperación: era el último del clan. Estaba solo. Tras ésta, la

asimilación, y de este modo se sucedieron varias fases que concluyeron en el que era su

estado más natural, la melancolía, ya que lo perdido ahora era certeza.

Cuando volvió al faro, Elisa esperaba tendida. Había transcurrido casi toda la

noche. Estoy solo, dijo él, me tomaré venganza. Te matarán, son todos contra ti. Tu raza

me ha traicionado, Elisa. Dijimos que nada de razas… llévame contigo, vamos lejos de

aquí. ¿Dónde iremos, si estamos en el fin del mundo? Llévame contigo.

Ella lloraba y su voz no era más que un dolor agudo ahogado en la garganta,

mientras que él estaba perdido. Se acercaba el amanecer.

—Goliat… —su voz sonaba como una respiración brusca.

—Elisa… —en un susurro.

—Goliat.

—Elisa.

—Bésame.

—Se va a hacer de día, pron…

—Bésame, bésame. Bésame. Bésame. Bésame… bésame –decrescendo.

Goliat la tomó entre sus manos, una sobre la cintura y otra tras la cabeza y la

besó como nunca. Sentía su nariz pequeña hundida en el pómulo angulado y la boca

intentando aspirarle la parte humana que había en él, y así, en medio de un beso se
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Jose Alberto Arias Pereira

despidió para siempre de ella cuando el sol lo volvió a su forma natural. Elisa sintió la

piel transformándose en piedra gris y dura que se colaba en su nariz y boca dejándola

sin respiración. Pero no murió resignada, sino melancólica, y los cuerpos coronaron el

faro durante todo el día sin que nadie lograra alcanzarlos, tal vez ni siquiera advertir su

presencia.

Llegó la oscuridad, y con ella, una lágrima corriendo por su mejilla. Las gárgolas también

lloran. Goliat descubrió el cuerpo inerte de Elisa y justo en ese instante, cuando lo

contempló inmóvil entre sus brazos, cuando lo apartó del beso más largo jamás dado,

se dio cuenta de que su idea de soledad estaba equivocada. Depositó a Elisa sobre la

playa y le dibujó dos alas en la arena.

Dio un último rugido y emprendió el vuelo mar adentro. Volaría tratando de huir

del sol en una carrera imposible hasta que un rayo esquivo lo convirtiera en un ícaro

olvidado.

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gentes
Noches in

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Jose Alberto Arias Pereira

SINTOMÁTICOS (posdata)

PD: supongo que os habéis quedado con las ganas de saber qué fue de mi amigo. No,

no es un Asperger, dice que ha realizado unos tests para comprobarlo tras recibir mi

carta y que no lo es, aunque eso no quita que los resultados hayan quedado en el límite,

mi amigo escritor sigue siendo un genio para mí, puedo admirarlo y querer ser como

él. Os contaba que a él le había pasado algo muy común, sí, se había enamorado o algo

parecido. Ahora mi amigo está destrozado, ella se ha ido con otro joven y tiene miedo

por si ella enseña las fotos en blanco y negro de su polla semierecta, o peor, que ahora

se las haga al otro y que él sepa que su tarta favorita es la de cereza y que tiene siete

lunares en la espalda. También ha tomado la decisión de olvidarse de las mujeres, que

aunque no quiere decirme nada de su corazón roto porque suena cursi, está más que

destrozado. «El amor es una especie de viruela, Jose, deja cicatrices por todas partes. A

mí me repugnan las cicatrices por la viruela.» Dice que total, para pasarlo mal prefiere

suicidarse. Yo ahí no caí, espero que vosotros tampoco, porque mi amigo es muy franco

y valiente, y no haría un acto «tan cobarde y tan incoherente como pegarme un tiro o

colgarme de una lámpara para que se haga un desconchón en el techo y lo más que logre

sea dar un susto a mis padres», de modo que, concluye, a partir de ahora seguirá el primer

mandamiento de Onás, que para gozar nacimos con dos manos, y él es ambidiestro.

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...ends

III. DULCE LIZ

Las imágenes pasaban a cámara lenta ante sus ojos, como en una de esas antiguas

películas de gángsteres en blanco y negro. Heath Morrison en un extremo, con la

cabeza gacha intentando vislumbrar su revólver de doble cañón. Al otro lado, Miles

Gravennant, apuntando justo al pecho de su contrincante entre los destellos de acero

que desprendían sus ojos. Los reflejos contaban muchas historias: hablaban de ira, de

dolor, de muerte, pero también de miedo e irreflexión. Apretó el gatillo y el sombrero de

Morrison voló por los aires. Éste emitió un gemido.

—¿Por qué? –se atrevió a preguntar cuando el dedo de su enemigo se cerraba

por segunda vez, y éste elevó su mirada. Por un momento los destellos en los ojos de

Gravennant desaparecieron, como si el escritor que los impulsaba se hubiera quedado

sin ideas.

—Todos los hombres a los que he matado suelen hacer esa última pregunta –

afirmó, y una risotada ronca surgió de sus labios.

—¿Por qué? –insistió Morrison.

—Por lo mismo que maté a los demás. Por la muerte de Liz.

—Así que por la muerte de Liz, ¿eh? Liz a secas, ¿sólo la llamaban Liz?

Miles Gravennant bajó el revólver lentamente y se obligó a pensar. Se tocó las

cicatrices del rostro, un mero decorado en su imagen. No recordaba dónde se las había

hecho. Y Liz… mataba por Liz, por supuesto, pero sólo recordaba ese nombre de pila:
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Jose Alberto Arias Pereira

Liz. Ni Elizabeth, ni Lizzy, ni un puto apellido. Una curva, el calor de su vientre y un pecho

perfecto y turgente: eso era Liz. Por eso mataba.


—Oye, amigo, ¿se te acabaron las ideas?

—Cierra la boca o haré que recojas tus dientes uno a uno del suelo para después

tragártelos. Me basto con una idea: alguno de vosotros, hijo de la grandísima puta,

acabó con Liz. ¡Mira por dónde, pero por ahí viene otro recuerdo!

Sacó un recorte de periódico del bolsillo de la gabardina y lo dejó caer ante

Morrison. Una fotografía grande mostraba a una joven en medio de un charco de sangre

con el rostro rajado, abierto en una especie de sonrisa macabra.

—¿Sabes cómo murió? ¡Responde, maldita sea! ¿Te digo cómo murió?

—¡No, no, no lo sé, no lo sé, yo no lo hice! –gritó Morrison cuando notó el metal

presionando contra su frente.

—¡Se ahogó en su propia sangre! –concluyó Gravennant entre lágrimas.

—Yo no hice nada, no conocía a Liz, y creo que tú tampoco –sugirió Morrison con

voz serena.

—¿Qué quieres decir con eso?

—La amas con locura y no sabes nada de ella… ¿Es eso normal?

Claro que no era normal. No sabía nada de ella, y si hubiera sido algo de una noche
no sentiría tal dolor. Y el amor loco, la pasión enfermiza era algo en lo que cualquier

mente objetiva no creería. Liz no había existido, y si lo había hecho él no la conocía.

—¿A cuántas personas has matado ya por ella?

220
...ends

—Tú eres el sexto, ¿pero quién me ha hecho esto? Nadie puede modificar los

recuerdos de las personas.

—¿Acaso tienes más recuerdos? –inquirió Morrison. –Yo sólo puedo recordarte a

ti persiguiéndome por un callejón con tu pistola.

—Yo tengo un leve recuerdo de Liz, la hoja del periódico y una lista con vuestros

nombres… ¿quién ha sido?

—Pues el mismo que ha hecho que mi pistola esté a dos metros de mí, el mismo

que escribió esta lista. El mismo que mató a Liz.

—¿Conoces su nombre?

—Por supuesto. Es Dios, es nuestro Dios, el que nos ha creado.

—¿Y cómo podemos llegar hasta él? ¡Ah, no es tan complicado! Nosotros venimos

de su mente, de su imaginación. ¡Podemos alcanzarlo entre sueños! –Heath Morrison

sonrió al oír las hipótesis del otro hombre.

—Muy bien, veo que empiezas a entenderlo, amigo.

—No me llames amigo, no está en mi naturaleza serlo –afirmó Gravennant

mientras alejaba el cañón. En la frente de Morrison había un aro dibujado por la presión

del arma. –Y bien, ¿cómo se llama ese hijo de puta?

—Jose Alberto Arias…

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Jose Alberto Arias Pereira

Estoy enfermo. Llevo así demasiado tiempo, con un síndrome del que no le he ha-

blado a nadie y del que no pretendía hablar porque ni siquiera sabía explicarlo.

Los síntomas son jodidos. Me pierdo horas enteras soñando con

los ojos abiertos en una biblioteca, rastreando tomos, pasando las ye-

mas de los dedos por encima de los libros, ansiando poder leerlos to-

dos ellos, queriéndome perder en el mundo y aparecer en una biblioteca.

Veo películas y se me encoge el corazón como nunca lo había hecho. Creo que

la primera vez que me pasó fue hace varios años con American beauty. Esos síntomas
la convirtieron en mi película preferida independientemente de que haya otras mejo-

res, que las habrá. Recuerdo los pétalos caer sobre el cuerpo de Mena Suvari, el rojo

intenso de la sangre envolviendo la pantalla, una bolsa de plástico danzando con las

notas tramposas de Thomas Newman… me enamoré. Y así, últimamente me encuen-

tro enamorado más veces de las que debiera sin darme cuenta de que los ojos están

acuosos, y parpadeo varias veces hasta que la piel lame el agua y deja el globo seco.

Oigo canciones que antes, cuando me creía de piedra, no habrían pasado más

allá del tímpano, y en lugar de reverberar en el oído se clavan en el pecho, como si

222
...ends

hubiera aprendido a oír con esa parte del cuerpo, como si fuera necesario oír. En-

tonces las vuelvo a oír, repito las veces que haga falta hasta que el vinilo imagina-

rio que tengo en la cabeza empieza a adquirir el tono clásico de los grandes hits de

la música, y entonces, cuando pasa el tiempo y suenan esas canciones, aunque sean

los primeras notas (tan tramposas como las de Newman) mi corazón se pone a mil.

Y se pone a mil cuando escucho algunas voces y veo a algunas personas, algo irra-

cional. Voy por la calle, me cruzo con su rostro y me invade un mareo que me obliga a parar.

Miro las fotos, las revisito cuantas veces hagan falta para impregnar mis retinas de instantes.

Pensaba simplemente que cada vez estoy más blando, que el tiempo car-

come la piedra. Después busqué los síntomas y me di cuenta de lo que pasa.

Es el síndrome de Stendhal. Ahora la belleza me provoca vértigo y me abru-

mo, y me abrumas. Con cada silencio, con cada palabra, con cada cábala...

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Jose Alberto Arias Pereira

El Desencantador: los primeros besos

A la mañana siguiente salió mucho más temprano de lo normal. Se fue como una exha-

lación, sin desayunar, sin decir adiós, sin esperar a que los demás estuvieran prepara-

dos para abandonar la casa. Se dirigió a la plazoleta, tomó una calle a la derecha y si-

guió su camino hasta plantarse frente al portal de Adriana. Llevaba la mochila medio

vacía porque no había atinado a recordar los libros que le tocaban el lunes. Por si fuera

poco, en su cara destacaban dos ojeras oscuras por la noche inquieta a causa de los

nervios. Pero en ese instante nadie podría haberlo disuadido de su propósito.

La puerta se abrió varias veces antes de que saliera Adriana. En tres ocasiones

se trataba de padres que acompañaban a sus hijos al colegio; otra, un jubilado que sa-

lió a comprar el periódico y a los cinco minutos volvió a entrar con él bajo el brazo; al

fin salió Adriana. Nada más salir por la puerta se percató de la presencia de Damián y se

quedó muy quieta con las manos agarradas a las asas de la mochila.

—Buenos días —saludó con tono escéptico.

—Hola —respondió su interlocutor.

—¿Qué haces aquí?

Estaba seria. Daba la impresión de que la presencia de Damián esa mañana la

hubiera desarmado totalmente.

—Hoy no vamos a clase, ¿vale? ¿Te vienes conmigo?

Ni sonó decidido, ni falta que hizo. El tono casi suplicante, la mirada desde arri-

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...ends

ba llena de miedo convencieron a Adriana al instante, y tomó la mano de Damián y se

lo llevó calle abajo. Él la siguió sin protestar y sin abrir la boca. Al final llegaron a una

sala de recreativos que habían cerrado varios años atrás donde ahora se acumulaban el

polvo y los condones usados. Ella fue la primera en hablar.

—Has venido, Damián.

—Sí, yo…

Adriana comenzó a jugar con el rizo que le caía por delante del hombro, enre-

dándolo y desenredándolo entre los dedos índice y corazón. El azul de su blusa desta-

caba en la penumbra del local incluso con su luz moribunda.

—Y es por la mañana —interrumpió Adriana.

—Adriana, me gustas. Me gustas más que nadie que haya conocido jamás, es

como si cada vez que te viera el mundo se parara, y aunque es algo que todo el mundo

dice a menudo cuando se enamora es verdad, porque el mundo se para. Dejo de oír y

dejo de oler, y no dejo de ver porque te tengo a ti delante, pero podría estar rodeado

de llamas y no darme cuenta. Todo eso me pasa cuando te tengo a mi lado. Y creo que

eres la única chica con la que puedo hablar sin que me tiemble la voz y sin sentirme es-

túpido, y por eso quiero salir contigo, y con el simple hecho de estar aquí los dos, a so-

las, es más que todo lo que puedo esperar —quiso decir él, aunque se quedó sin habla.

—Adriana, yo… —fue cuanto salió de su boca.

Los primeros besos son siempre extraños. Damián y Adriana, rodeados de su-

ciedad en un local abandonado en el que se suponía que no debían estar, lejos de cual-

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Jose Alberto Arias Pereira

Kiss me, oh kiss me

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...ends

quiera que pudiera advertirles de la fuerza del primer beso y las consecuencias que

puede acarrear, se besaron sin mediar palabra. En realidad fue ella la que lo besó, la

que acercó sus labios tiernos y secos a los de él, la que le acarició la mejilla con una

mano mientras se aferraba a sus dedos con la otra, la primera en cerrar los ojos y sen-

tirse desbocada bajo la ropa y la piel. Él se dejó llevar.

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Jose Alberto Arias Pereira

Tras leer a Bolaño suceden cosas extrañas

Esta mañana me presentaron a Luis Medeiros. Le pregunté si era portugués y me dijo

que no, que en realidad ése no es su apellido, que se lo cambió porque se enamoró de

María de Medeiros y de su barriguita en Pulp Fiction, y yo le dije que me parecía una

soberana estupidez cambiarse de apellido por eso. Se puso a reír como un loco, creía

que era una broma. No lo era. Ese Luis Medeiros llegó a Granada hace dos años por-

que alguien le contó que no se vivía mal en la ciudad. Por lo visto no hace nada, no

trabaja, no estudia, nada. Le pregunté cómo vivía, entonces, y me dijo que mendigaba

o que practicaba sexo por dinero. ¿Eres un puto?, le pregunté, y él me miró y volvió a

echarse a reír como antes. No bromeaba. Creo que me ha caído mal, pero aún no lo

sé. Mañana lo sabré. Yo creo que nunca sería capaz de vivir a cambio de sexo, aunque

ahora que lo pienso es lo que he estado haciendo estos últimos meses en casa de Oli-

via. Pero a Olivia le gusta follar conmigo, y creo que le gusto. Hace dos días, después

del segundo polvo, después de que se corriera, después de que me clavara las uñas y

me dejara marcas de medias lunas en la piel, se me quedó mirando muy fijo, justo a los

ojos, y se lo vi escrito en las retinas. Vi las dos palabras como si se las hubieran meca-

nografiado con una máquina minúscula, y entonces sonrió y colocó la lengua bajo las

paletas en posición interdental para pronunciar la t, y entonces la besé como si fuera

francés, y le metí la lengua hasta el fondo y noté el calor de la suya, que me evitaba en

una especie de juego. Así se le olvidó. Tengo miedo de que se acuerde un día de estos.

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...ends

Después de conocer a Luis Medeiros fuimos con él al Triunfo y nos sentamos en

corro cerca de unos perro-flauta. Los perro-flauta son lo peor, al principio hasta parecen

interesantes, pero al cabo de unos minutos, si no están borrachos te das cuenta de que

tienen piojos del tamaño de uvas pasas. Marion sacó un libro de poemas de Bukowski

y empezó a recitarlo con voz muy suave, como ella sabe, pero decía palabras sucias y

guarradas y tacos, insultos y palabrotas que me pusieron palote. Creo que se dio cuenta,

porque dejó de leer y se sentó encima de mí. Lo hace continuamente, se sienta encima

de cualquier tío como si fuéramos sillones, y no le importa que tengan novia o que sea

con el que folla su mejor amiga. Olivia nos miraba y no decía nada, ella no es celosa y me-

nos con Marion, pero lo que no sabe es cómo apretaba el culo su mejor amiga. Creo que

tardé dos minutos en venirme. Luego me puse triste. Pensé en Olivia, en cómo nos mi-

raba y sonreía, pensé en Luis Medeiros, que tenía que hacer de tripas corazón y poner la

polla o el culo o lo que se presentara para poder comer, pero lo que más triste me puso

fue recordar a Marion leyendo a Bukowski. No hay cosa más triste en el mundo entero.

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Jose Alberto Arias Pereira

Vuela, vuela, vuela...

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Se desgració su sonrisa. Desde la muerte de Paulo, nunca volvió a ser la misma, nunca

volvieron a ser las mismas ni ella, ni su sonrisa. Tenía un toque amargo. Siempre surgía

de medio lado, como sin ganas o con vergüenza o sin decencia. No enseñaba los dientes

apenas, tal vez el filo de la paleta blanco como la cal viva. Y los labios se recogían hacia

dentro para dejar de ser eróticos. Tenía 23 cuando me enteré de que las sonrisas pueden

cambiar, de que las personas hacen más en los rasgos humanos que los porcentajes

perdidos de genes inútiles. Por eso la sonrisa de Amelia no era como la de su madre

o la de su difunto padre, sino que la había heredado de Paulo. Lo mismo la heredó a

través de los besos. Tal vez las sonrisas se contagien, y las bocas de ambos encajaban

y se necesitaban. Por eso la sonrisa de Amelia empezó a añorar los labios secos y casi

purpúreos de Paulo y se torció porque no encontraba nada en lo que apoyarse. Por

eso yo la hago sonreír, aunque no sonría como lo hacía con Paulo, pero hay ocasiones

en las que creo que lo logro y sus labios dibujan media luna. Tal vez se deba a lo que

queda en mí de los labios de Paulo. De sus besos. A mí nadie me dibujará la sonrisa.

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Jose Alberto Arias Pereira

Bésame mucho

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Malas temporadas

Está tan triste últimamente… Tantas ganas de llorar.

Y no se lo explica; y Vetusta Morla no ayuda.

Sólo quiere volar, subir a un avión.

La última vez que lo hizo iba en una camilla.

Podría ser un buen personaje para un relato.

Soy yo.

Una amiga escritora me dijo algo así como que el mejor personaje

literario que había era yo.

Reconozco que antes tenía mi aquel.

Pero ahora… sin desmerecer, oye,

Uun nudo en la garganta que no se va con nada

Y siempre una eterna sensación de melancolía.

No me llenan las clases, nada nuevo. Nunca lo hicieron.

Pero ahora estar parado más de diez minutos en un sitio

me parece malgastar el tiempo. Ahora todas las películas se hacen

largas en el cine.

Ya no creo que sea el síndrome posterasmus,

Es algo más grande.

No hay tiempo para nada. Para traducir, para leer, para ver series

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Jose Alberto Arias Pereira

Smelliest place in Wales

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o películas, para ser feliz. Ni para patearse Granada cámara en

mano y buscar rincones perdidos.

Qué asco de trauma.

Me gustaría ser más simple. Tal vez un cani más.

No se perdería gran cosa.

Y hoy tengo examen...

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Jose Alberto Arias Pereira

Los Tristes

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Si llueve…

Es curioso, pero no fui capaz de derramar ni una lágrima en mucho tiempo. Una

mañana, seis años después de mi huída de Rocksville, me levanté de la cama. Estaba

lloviendo y el agua caía por los cristales. Empecé a llorar y estuve así varias horas. Los

que me rodeaban no entendían nada, pero tampoco se lo expliqué.

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