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DERMATOLOGIA Y ARTE. EDICION 278.

BOTERO VISTO POR BOTERO.

JUAN CARLOS BOTERO.

Cuando Dios creó la cordillera de montañas, que se extiende desde Pietrasanta


hasta Carrara, en el noroeste de la conocida región de la Toscana, decidió
hacerla de mármol maciso. Sin embargo, cuando la obra quedó finalmente
concluida, la blancura resultó demasiado destellante para su gusto. Entonces
les ordenó a sus ángeles que cubrieran el mármol con una fina capa de tierra,
según dice la leyenda, al menos para disimular un poco.

En efecto es tal la abundancia del mármol en la zona, que al vislumbrar las


montañas desde la playas cercanas del Mediterráneo, las cumbres parecen
nevadas por el resplandor de la piedra blanca. Y por esa razón, el pueblo de
Pietrasanta ha traído escultores desde los tiempos remotos del renacimiento.

Allí vivió Miguel Ángel durante meses, colaborando con el corte y el transporte
de los bloques de roca hasta Florencia para la iglesia de San Lorenzo. Y buena
parte del mármol que cubre las fachadas de iglesias en ciudades vecinas como
Lucca y Pisa, ha provenido de Pietrasanta. No obstante, a pesar de la incesante
minería sostenida durante siglos, las canteras parecen nuevas. Lo cual es
sorprendente, pues el mármol está hecho de conchas marinas utilizadas, y la
mente se crispa al pensar que toda la región, con sus montañas colosales y sus
colinas ondulantes, estuvo cubierta bajo agua hace milenios.

Pietrasanta está ubicado a 45 minutos de Florencia en automóvil. El pueblo aún


conserva parte de la muralla antigua que lo protegió durante el Imperio
Romano y está construido al pie de la montaña, a sólo un par de kilómetros del
mar.

Al igual que en el Renacimiento, el comercio de la comunidad sigue girando en


torno del arte. Abundan talleres fundiciones y marmolerías, y el trabajo sigue
siendo artesanal familiar, con los secretos del oficio, heredados de generación
en generación. Sin duda, por eso llegan tantos artistas a Pietrasanta.

Sin embargo, el artista más importante que no es italiano, sino colombiano. Y


un detalle que refleja su importancia, es que la escultura monumental de
bronce, colocada en la entrada principal del pueblo, es el Guerrero romano de
Fernando Botero. Pero no se trata de una casualidad, porque Botero se
traslada a allí tres meses cada año para trabajar en sus obras mundialmente
conocidas.

Botero es uno de los artistas más prolíficos del siglo XX. Por lo general, a
diferencia de lo que sucedía en el Renacimiento, el artista moderno es escultor,
pintor, dibujante o acuarelista. Botero, en cambio, semejante a otro caso
excepcional, Picasso, parece una locomotora de trabajo que no cesa de buscar
nueva formas de expresión.

En efecto, pocos se mantienen tan activos en campos tan diversos. Y la forma


en que lo logra, es que labora durante todo el año, pero reparte su tiempo en
lugares distintos para trabajar en técnicas diferentes.

Así, cuando está en París, en su estudio de la Rue du Dragón, trabaja en óleos


sobre lienzos de gran formato; cuando se traslada a Nueva York, donde tiene
un apartamento sobre Park Avenue, labora en óleos de formato pequeño y
mediano; en Montecarlo tiene un bello estudio con vista al puerto y realiza
acuarelas y dibujos en pastel, sanguina o carboncillo.

El invierno lo pasa en una playa mexicana donde se concentra en dibujos y


bocetos para obras mayores. Pero es sólo en el verano y en Pietrasanta donde
hace sus esculturas, las cuales han sido expuestas en las avenidas más
importantes del mundo, incluyendo, entre otras, los Campos Elíseos de París,
Park Avenue de Nueva York, el Paseo de la Castellana de Madrid, y los jardines
públicos de Montecarlo.
En Pietrasanta, el día de Botero gira alrededor de una obsesión: el trabajo.
Vive con su esposa, la escultora griega Sophia Vari, en una casa hermosa pero
sencilla, construida en la montaña, a la misma altura del campanario del
pueblo.

La casa es típicamente toscana: de dos plantas, con la fachada color


terracota, un bello jardín que emana aroma de albahaca, romero y lavanda, y
una terraza de lajas de piedra. Al lado de la propiedad hay un bosque de olivos
centenarios, y la luna queda atrapada entre las ramas cuando se asoma en las
noches de verano.

La vista desde la terraza es preciosa: si el visitante se para al lado de la Venus,


la escultura de bronce de Botero, que tiene el tamaño de un hombre, puede
apreciar el pueblo tendido a sus pies, con las tejas de las casas de barro
cocido, la torre del campanario de ladrillo del siglo XIII, la línea del ferrocarril
que atraviesa el poblado, y, a lo lejos, la vasta plancha de acero del mar, con
una franja en llamas por el sol del ocaso.

Botero y Sophia se despiertan temprano, desayunan un café con frutas en la


cama, y el maestro lee, sin falta, su diario favorito, “The Herald Tribune”. En
seguida se enrolla una toalla en la cintura, y sale a bañarse en una ducha
externa que él mismo construyó en la parte de atrás de la casa, entre los
árboles, con paredes de estera y un fuerte chorro de agua refrescante.

Se viste de manera informal y desciende por la escalera de piedra que


serpentea entre el jardín hasta llegar a su estudio. Ingresa a él a las nueve
pasadas, y no vuelve a abrir la puerta sino cuando sale a almorzar, casi a las
dos de la tarde.

Si uno observa al artista a escondidas, por la gran ventana que ilumina el


estudio, lo ve absorto en su trabajo. Labora concentrado en el barro que va
moldeando con las manos a una velocidad sorprendente sobre un banco alto
que gira cada rato para estudiar la figura desde otro ángulo. El resto del
estudio impacta por el desorden. Hay una mesa oculta bajo montañas de
papeles, cuadernos abiertos con bocetos hechos a lápiz, y faxes procedentes
de todas partes del mundo.

El piso está cubierto con el polvo de los yesos que el artista pule y pule hasta
quedar satisfecho. Hay una caneca llena de barro, un atomizador con agua
para que el barro no se seque, y una colección de utensilios de trabajo, como
instrumentales de cirugía, desgastados por el uso. En las paredes hay
fragmentos de pintura al fresco. Estos son ensayos que Botero realizó, con un
esfuerzo brutal por dominar la técnica original del siglo XIV, para pintar dos
frescos enormes. "El cielo y el infierno" y "La puerta del paraíso", en la iglesia
de La Misericordia.

Como se sabe, el humor es parte esencial de su obra, y en esa ocasión el


maestro incorporó en la caldera del infierno su propio retrato, así como el de
Sophia, e incluso el de Mario, el jardinero de la casa que le ayudó a preparar
los muros de la iglesia. Cuando Botero sale a almorzar, se dirige con Sophia en
su pequeño vehículo a la playa para reunirse con la familia que lo visita en el
verano. Llega en diez minutos a Rossina, el balneario donde el artista alquila
un par de tiendas para la temporada. Este bagno o balneario es uno de los
tantos sobre los kilómetros de playa de la Spezia. Cada uno es de un color
diferente y tiene sillas de lona bajo tiendas en la arena, perfectamente
ordenadas, y toallas del mismo color del establecimiento. Hay cabinas pintadas
de azul y blanco para ponerse el traje de baño, y duchas de agua tan fría que
corta el aliento.

La familia en pleno se instala en el restaurante informal del lugar, en sillas


rústicas de madera bajo una pérgola de bambú, y ordena platos típicos y
ligeros: “Focaccia con prosciutto" y "mozzarella", pasta con almejas, o
ensalada fresca de tomate y atún. Después, todos ellos se dirigen a las tiendas
para conversar, reposar el almuerzo o bañarse en el mar, y mientras sus hijos
leen y hablan en voz baja, Botero hace siesta de una hora. Al final, Sophia lo
despierta, y los dos regresan a la casa a seguir laborando.

Por lo general, la jornada de trabajo se extiende sin pausa hasta las ocho de la
noche. Sin embargo, hay tardes en que Botero sale en vespa, las pequeñas
motos que abundan en Italia, para visitar las fundiciones y averiguar cómo van
sus esculturas.

La técnica de los talleres es la misma que se ha empleado desde los tiempos


de la antigua Grecia: la escultura que el maestro ha creado de barro, primero
es convertida en yeso, y luego que el artista vuelve y redondea la figura,
puliendo el yeso con rastrillos diminutos en su estudio, la obra pasa a manos
de los fundidores. El proceso que sigue es largo y difícil.

Los artesanos sacan un molde de la escultura, y después, en varias etapas de


trabajo minucioso, lo funden en bronce. Unos vierten en los moldes los chorros
de metal derretido como si fuera lava ardiente; otros sueldan con sopletes las
piezas de las esculturas monumentales, y otros más, bañan las figuras con
capas de químicos para que la oxidación produzca la pátina verde, negra o
marrón deseada. Botero es amigo de los orfebres, y charla con ellos sobre el
proceso y se asegura de que las cosas marchan a la perfección.
A la salida, el maestro se dirige casi siempre a su otro estudio, semejante a un
gran depósito, donde guarda sus obras colosales. Está ubicado cerca de las
funderías, y tiene un salón enorme donde yacen los bronces monumentales
que le han dado la vuelta al mundo, y otro donde reposan los yesos que
parecen gigantes derrumbados en el piso. El estudio es como una especie de
bodega, y la imagen de las esculturas de todos los tamaños, amontonadas en
un mismo recinto, es simplemente abrumadora. Entonces Botero regresa a
casa, y sigue trabajando hasta la hora de cenar.

Uno de los planes favoritos del artista es salir a comer con su familia o amigos.
Pietrasanta, como toda la Toscana, es famosa por su comida exquisita. Botero
es un hombre puntual, y a las nueve salen todos de la casa y descienden por la
loma empinada que desemboca en la plaza del pueblo.

De noche, la plaza hierve de actividad. Con frecuencia hay esculturas de


artistas locales expuestas al público, y los niños corren alrededor de las obras;
los jóvenes se reúnen en las escaleras de mármol la iglesia, y atrás, sobre la
montaña, se ven las ruinas de la muralla romana iluminadas en la noche.
Botero atraviesa la plaza, y no parece notar que la gente lo reconoce. No
advierte a los artistas, sentados en los cafés, que se codean y lo señalan con
admiración, y sigue su camino, charlando y riendo, hasta llegar al restaurante.
Hay varios, estupendos, en el pueblo. Cada uno tiene una especialidad distinta,
pero en todos la comida parece un banquete, y el maestro la acompaña, sin
falta, de un excelente vino tinto de la región.

Después de la cena, Botero sugiere un licor antes de dormir, y regresa


conversando con sus invitados a la plaza, donde buscan el café menos lleno, y
se acomodan en el que queda al pie del teatro del pueblo, o en el que lleva el
nombre de Miguel Ángel porque en esa casa se hospedó el famoso escultor
cuando vivió en Pietrasanta.

Botero siempre ordena "grappa", el licor que caldea las entrañas con su sabor
fuerte a madera seca, semejante al aguardiente. Es común en esos momentos
que la conversación gire alrededor del arte. El es un hombre de opiniones
sólidas, se mueve como pez en el agua por la historia de la pintura, y de la
misma manera que resalta la grandeza de las obras de antaño, creadas por
maestros como Giotto, Bellini o Piero dellaFrancesca, lamenta la aridez del
panorama actual, y no es raro que afirme con cierta indignación: "este fin de
siglo es el más pobre y estúpido desde el punto de vista de la creación
artística".

Pasada la medianoche, es hora de dormir, y comienza el lento ascenso hasta la


casa.
Botero se despide con Sophia del resto de la familia, y poco a poco se van
apagando las luces de las habitaciones. Hace calor en el verano, y por las
ventanas abiertas resuenan los bronces del campanario del pueblo, y se oye el
distante temblor de un tren que se pierde en la noche. El artista duerme, pero
al día siguiente madrugará de nuevo para seguir creando y buscar nuevas
soluciones a los eternos problemas del arte.

Manos como esta (Museo Botero en Bogotá), la vemos enfrente del Museo de
Ciencias Naturales del Paseo La Castellana en Madrid.

Colaboración de la Dra. Raquel M Ramos M.

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