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Revista Newton Texto Giovanni Siniscalchi

Un pequeñísimo TRANSISTOR con el que nadie sabía qué hacer …

En la noche de fin de año de 1948 el físico estaunidense William Shockley se encontraba en un


albergue de Chicago. Dos plantas más abajo, otros dos físicos disfrutaban del cotillón en el que Shockey
no había querido participar. Tenía algo más importante que hacer. Debía poner a punto un dispositivo
que revolucionaría el mundo: el transistor. Sentado en su mesa, llenaba de dibujos y cálculos su
cuaderno de notas, furioso porque, apenas una semana antes, sus colegas de los laboratorios Bell,
Walter Brattain y John Bardeen se le habían adelantado, diseñando un prototipo sin que él se enterara.
Bell había encargado a estos tres físicos un sustituto más pequeño y más eficiente para las embarazosas
válvulas termoiónicas, pero el grupo se había dividido por divergencia de opiniones. Schockley, el jefe,
estaba dispuesto a vengarse.

El problema de los teléfonos. La aventura del transistor había empezado en 1945, cuando el director
de Bell, Mervin Kelly, se propuso encontrar una solución definitiva al problema que, desde hacía medio
siglo, atormentaba a los constructores de líneas telefónicas (la sociedad Bell había sido fundada por
Graham Bell, quien se había adelantado al italiano Antonio Meucci en patentar el invento del teléfono).
Para hacer cada vez más amplia la longitud de las conexiones era necesario disponer de amplificadores
de la señal a lo largo de toda la línea, puesto que en distancias largas ésta se debilitaba
progresivamente. Hasta aquel momento, la única alternativa existente eran los amplificadores de
válvulas, los mismos que equipaban radios y televisores.

Sin embargo, las válvulas generaban constantes problemas: abultaban mucho y eran muy delicadas
debido a su contenedor de vidrio, requerían mucha energía eléctrica de alto voltaje y producían
demasiado calor. La distribución de estos amplificadores por todo el territorio, en lugares aislados y
abruptos, o en el fondo marino, acarreaba muchos inconvenientes.

Por ello, Kelly encomendó a su físico teórico más brillante, William Shockley, la búsqueda de una
solución basada en una extraña clase de materiales llamados semiconductores, es decir, sustancias
que, según cambiaran las condiciones, podían comportarse como conductores eléctricos o como
aislantes. Estos semiconductores ofrecían grandes ventajas: trabajaban con corrientes y tensiones bajas,
se recalentaban muy poco, eran pequeños y muy compactos y, sise caían al suelo, no se rompían.
Skockley consideró oportuno contratar también a Bardeen, otro físico teórico, y a Brattain, investigador
muy apreciado por su capacidad para construir o reparar cualquier cosa. Pero estos últimos se
compenetraron rápidamente, aislándose cada vez más de Skockley.

Entusiasmo y amargura. Brattain y Bardeen realizaron experimentos con


diversos tipos de semiconductores: primero, con silicio, luego, con germanio
y al final, con dióxido de germanio. El 16 de diciembre de 1947 crearon un
curioso dispositivo formado por dos láminas de oro muy finas, separadas tan
sólo por un milímetro, soportadas por un triángulo de plástico y unidas por
medio de una hoja de germanio, el material semiconductor. Una señal
eléctrica enviada a uno de los contactos de oro se reproducía en el otro con
una amplificación cientos de veces mayor. Había nacido el primer transistor,
llamado de contacto.

El 23 de Diciembre, Brattain y Bardeen invitaron a Skockley a su laboratorio para enseñárselo. Éste se


mostró entusiasta y amargado al mismo tiempo. El transistor era una realidad, pero no tenía su firma.
Además, los abogados de los laboratorios Bell le dieron a entender que la patente se registraría solo con
dos nombres: los de Bardeen y Brattain.

La revancha. Pero el transistor de contacto era de difícil construcción, lo que le dio a Shockley la
oportunidad de tomarse la revancha. Era capaz de reinventar él solo el dispositivo en el más absoluto de
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los secretos. Para ello, trabajó en su habitación del albergue de Chicago y continuó en casa. Al
amanecer del 23 de enero de 1948 se encontraba sentado en la mesa de la cocina, tras la enésima
noche de insomnio rellenando folios. El último de ellos contenía el dibujo del transistor sandwich que
revolucionaría el mundo.

En efecto, el transistor de Skockley era como un emparedado, en el que el pan había sido sustituido por
unos semiconductores con exceso de electrones y en el que en lugar del jamón se encontraba un
semiconductor que, por el contrario, aportaba carencia de electrones. Este último tenía la función de
actuar como un grifo: las pequeñas variaciones de corriente que se le enviaban ( la señal que se debía
amplificar) generarían grandes cambios de corriente entre los estratos externos (la señal amplificada). El
principio de funcionamiento era también diferente al del transistor de Brattain y Bardeen. El 18 de febrero,
Shockley se lo enseñó a sus asombrados ex compañeros.

¿Qué hacemos con él? Una vez puesto a punto y después de


una serie de ajustes, el transistor estaba listo para ser presentado
al mundo, aunque en aquel momento no se tenían muy claras
sus aplicaciones inmediatas. Éste fue un inconveniente del que
tardó en desprenderse, hasta tal punto que hubo quien lo calificó
de solución en búsqueda de un problema. En 1951, la
introducción del tipo a enlace, más eficiente y fácil de fabricar, lo
perfeccionó. Pero seguía sin resolverse el problema de cómo
utilizarlo. Excepto en la industria telefónica y en algunas
aplicaciones científicas, no existía aún un mercado masivo para
este invento revolucionario. En aquellos tiempos, los ordenadores daban sus primeros pasos.
Curiosamente la primera computadora electrónica había visto la luz casi al mismo tiempo que el
transistor, en 1946, aunque hasta 1958 la industria informática no adoptó este último en sustitución de
las válvulas.

La presentación del transistor en los mercados mundiales la propició otra aplicación. La radio. Fue en
1954, cuando Texas Instruments fabricó la primero radio de transistores, capaz de funcionar con pilas, lo
que abría un nuevo horizonte para la música y las noticias que, a partir de ese momento, se podían llevar
encima.

El boom de los ordenadores. Gracias al transistor, el mundo asistió al boom de la electrónica de


consumo. Al mismo tiempo, la industria informática descubrió la posibilidad de empaquetar varios
transistores juntos, reduciendo así cada vez más las dimensiones de los circuitos. En 1958 nació el
primer circuito integrado, una pequeña placa que contenía algunas decenas de transistores, al que
siguieron luego los microprocesadores, en los que hoy se consigue concentrar más de 10 millones de
transistores en un centímetro cuadrado.

Mientras, los tres hombres que habían creado este ingenio se distanciaron definitivamente. Bardeen se
trasladó a la Universidad de Illinois en 1951. cuatro años más tarde Shockley cambió su vieja furgoneta
por un Jaguar descapotable, se divorció de su mujer y fundó una empresa de semiconductores. Brattain
se quedó en Bell hasta su jubilación. Sólo en 1956 los tres físicos que cambiaron el mundo se volvieron a
encontrar, en Estocolmo, con ocasión de la entrega del premio Nobel, que les fue otorgado de forma
ecuánime a los tres. Rivalidades aparte.

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